REVOLUCIONES

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 11

Ciencia y Cultura

ISSN: 2077-3323
cultura@ucb.edu.bo
Universidad Católica Boliviana San Pablo
Bolivia

Chiaramonte, José Carlos


Las dimensiones de las revoluciones por la independencia
Ciencia y Cultura, núm. 22-23, 2009, pp. 291-299
Universidad Católica Boliviana San Pablo
La Paz, Bolivia

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=425839836014

Cómo citar el artículo


Número completo
Sistema de Información Científica
Más información del artículo Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal
Página de la revista en redalyc.org Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
Las dimensiones
de las revoluciones
por la independencia*
José Carlos Chiaramonte

Un tema como el de los vínculos de las revoluciones de independencia ibero-


americanas con la peninsular implica dos problemas, distintos, pero de ínti-
ma conexión. Uno, hecho explícito en el título de esta reunión, el del carácter
y alcances de esos nexos entre ambos procesos históricos, el hispano y el
hispanoamericano. El otro, implícito en él, el de la pertinencia del concepto
de revolución, no sólo respecto de Hispanoamérica sino también de España,
dado que en ambos casos ha sido objeto de cuestionamientos. Por lo tanto,
una primera decisión que se me ocurre es la de verificar la pertinencia del
calificativo de “revoluciones”. No es que pretenda meterme en un enojoso
embrollo de definiciones, sino usar el asunto para una breve reflexión sobre
lo inadecuado de nuestras periodizaciones.
1. Hace tiempo, en ocasión de rastrear la aplicación a la historia iberoameri-
cana del vocablo “feudalismo” como epíteto peyorativo, descubrí, con cierta
sorpresa, que ese uso no era contemporáneo de los movimientos de inde-
pendencia sino bastante posterior, iniciado por miembros de lo que se suele
291
llamar la generación romántica. La lógica de esto se me hizo clara de inme-
diato: en la perspectiva de lo que solemos denominar la Ilustración española
-en Jovellanos, por ejemplo- el feudalismo era un fenómeno sustancialmente
político, cuyo rasgo más destacado era la dispersión del poder y por lo tanto
desaparecido a partir del proceso de fortalecimiento de la monarquía desde
Revista número 22-23 • agosto 2009

los reyes católicos en adelante. No cabía, entonces, denominar feudal a la


sociedad de su tiempo1.
* Texto de una ponencia presentada en la Jornada Internacional de Debate “Los historiadores y la conmemoración del Bicen-
tenario”, Centro de Estudios Históricos e Información Parque de España, Rosario, y Red de Estudios sobre Política, Cultura
y Lenguaje en el Río de la Plata durante el siglo XIX”, Rosario, 20 y 21 de octubre de 2006.
1 Véase “Los conceptos de periodización en la primera mitad del siglo XIX y el concepto de feudalismo”, en José Carlos Chia-
ramonte, Formas de sociedad y economía en Hispanoamérica, México, Grijalbo, 1983, pp. 21 y sigts.
Esta perspectiva cambia radicalmente al difundirse las concepciones sociales
Universidad Católica Boliviana
del Romanticismo. Y esto se verifica también en lo concerniente al concepto
de revolución. Por ejemplo, Esteban Echeverría lo reflejaba al definirlo de la
siguiente manera -que, si posee notable parentesco con el criterio del marxis-
mo, es justamente por el mismo motivo:
No entendemos por revolución las asonadas ni turbulencias de la guerra civil,
sino el desquicio completo de un orden social antiguo, o el cambio absoluto, tanto
en el régimen interior como exterior de una sociedad2.
Consiguientemente, Echeverría, como es conocido, aplicaba el calificativo de
revolución con limitaciones: la revolución de Mayo había sido una revolución
incompleta, lograda en lo que atañe a la independencia política, pero no en
las transformaciones sociales que a su juicio deberían haberla acompañado.
Pero hacia 1810 la perspectiva era la anterior al Romanticismo y el uso de
la palabra revolución con un sentido sustancialmente político era por demás
natural y refería al logro de la independencia política. Tal como hacia 1821
lo implicaban estos versos de Bartolomé Hidalgo, uno de los iniciadores de
la poesía popular rioplatense, “En diez años que llevamos / De nuestra revu-
lución / Por sacudir las cadenas / De Fernando el balandrón: / ¿Qué ventajas
hemos sacado?..”3.
Sin embargo, el carácter revolucionario de los sucesos peninsulares y ame-
ricanos podía ser objetado desde una tercera perspectiva, que concierne a la
naturaleza histórica de los cuerpos políticos participantes y del estatuto de
quienes los integraban. Recordemos que la historiografía europea sobre la
Edad Moderna se ha detenido con delectación en el hallazgo de evidencias
que mostrarían la interpretación errónea de movimientos sociales a los que
se atribuyó tradicionalmente carácter revolucionario. Por ejemplo, las rebe-
liones campesinas de los siglos XVII y XVIII que, en lugar de considerárse-
las como movimientos anti-feudales, se juzga que en realidad reaccionaban
contra la opresión de los Estados absolutistas y demandaban el retorno a la
protección de las antiguas instituciones.
Un caso que podría inscribirse en este tipo de cambio de perspectiva es el de
las insurrecciones españolas derivadas de la invasión francesa y la constitu-
ción de nuevos órganos de gobierno local, en un proceso que ha sido rotulado
292 como el “juntismo” español y considerado, con razón, como antecedente de
las juntas de gobierno hispanoamericanas.
Por ejemplo, el historiador español de la Universidad de Navarra Martínez
de Velasco polemiza continuamente con Miguel Artola, a lo largo de un libro,
publicado en 1972, dedicado a la formación de la Junta Central del Reino.
Además de aspectos secundarios del tema, el blanco principal de su crítica
Revista número 22-23 • agosto 2009

es la tesis del carácter revolucionario de la insurrección del pueblo español


contra la ocupación francesa. Así, mientras Artola afirma que el nuevo poder
“es doblemente revolucionario: en primer lugar, por la forma de constituirse,
2 Esteban Echeverría, Dogma socialista y otras páginas políticas, Buenos Aires, Estrada, 1948, p. 144, nota.
3 Bartolomé Hidalgo, “Diálogo patriótico Interesante”, en Martiniano Leguizamón, El primer poeta criollo del Río de la Plata,
1788-1822, 2a. ed., Paraná, 1944, p. 76.
en clara oposición a las autoridades legítimas del Antiguo Régimen, luego por
la potestad que se atribuye”, Martínez de Velasco señala que en Asturias el
movimiento de constitución de la Junta Suprema del Principado mal hubiera
podido ser revolucionario, dado que se utilizaba la centenaria Junta Gene-
ral del Principado -convocada, como también los miembros de la Real Au-
diencia, para la formación de la nueva Junta- y se integraba con autoridades
legítimas, como lo eran los miembros de la Real Audiencia. Y que, por otra
parte, la Junta de Asturias utilizaba una doctrina antigua, al declarar haber
“reasumido la soberanía por hallarse sin gobierno legítimo...”:
todos los miembros de la Junta -anota-, incluso los miembros de la Audiencia,
estaban de acuerdo con la doctrina tradicional, según la cual la soberanía recaía
sobre el pueblo, si el poder legítimo estaba vacante4.
Otro caso de uso de antiguas doctrinas e instituciones sería el de la Junta de
La Coruña, que adoptó “una costumbre establecida de antiguo: las Cortes del
Reino (de Galicia) representadas por su diputación”. Diputación compuesta
por siete regidores que representaban a las ciudades de La Coruña, Santiago
de Compostela, Betanzos, Lugo, Mondoñedo, Orense y Tuy, elegidos por sus
respectivos ayuntamientos.
Es de destacar -comenta Martínez de Velasco- que el alzamiento gallego no se
plasmó en una nueva institución, sino que desde los primeros momentos se en-
contró una forma de gobierno tan tradicional y tan poco revolucionaria como fue
la Diputación del Reino en Cortes5.
Luego analiza la composición de varias juntas provinciales que, como la de
Sevilla, Valencia y Aragón, estaban divididas por estados: clero secular, au-
diencia territorial, ayuntamiento de la ciudad, nobleza, “el estado regular”,
“el estado militar” y el comercio6.
Independientemente de las objeciones que se puedan hacer a los argumentos
de Martínez de Velasco, así como de la validez de algunas de sus críticas a
Artola, la cuestión a analizar es si se puede juzgar el carácter revolucionario
o tradicional del llamado juntismo español por el origen histórico de los ar-
gumentos que legitimaron ese movimiento o por la calidad social de quienes
integraron las juntas. Para expresarlo de la manera más breve posible, por
ejemplo, es cierto que la figura del pacto de sujeción -con sus corolarios de
la figura de reasunción de la soberanía por el pueblo, o del derecho de rebe-
lión- es muy anterior al siglo XIX, y que efectivamente pertenece a buena
293
parte de la Escolástica ya desde la Edad Media. Pero, insistamos, la pregunta
es si se puede negar carácter revolucionario a un movimiento ocurrido en el
XIX por el hecho de apoyarse en doctrinas y órganos de gobierno de carácter
“tradicional”.
Revista número 22-23 • agosto 2009

De la misma manera, podríamos también preguntarnos si la misma conclu-


sión se seguiría del hecho de haberse comenzado en Buenos Aires el pro-
4 “Martínez de Velasco, Ángel, La formación de la Junta Central, Pamplona, Universidad de Navarra, 1972, p. 83. La cita de
Artola en pp. 93 y 82.
5 Ibíd. pp.84-85.
6 Ibíd., pp. 85 a 88. Notar la diferencia con el Río de la Plata -pero no tanto con México-, donde sólo hay diputados por ciudades.
ceso que llevaría a la independencia con la convocatoria a cabildo abierto
Universidad Católica Boliviana
-antigua institución de carácter no popular (en el sentido actual de “popu-
lar”)- y citándose a la “parte principal y más sana” del vecindario7. Y, por
añadidura, cuando el uso del argumento legitimador de la constitución de
un gobierno local fue el mismo que en España: la reasunción de la sobera-
nía por el pueblo -argumento que intentó suavizar la Primera Junta, el día
27 de mayo, utilizando la fórmula de “representación de la soberanía del
monarca preso”.
Al llegar a este punto creo que nos encontramos, quizás sin advertirlo,
ante una de las mayores trampas que los supuestos implícitos en el análisis
histórico pueden tender a éste. Me refiero a la periodización que, en este
caso, clasifica doctrinas e instituciones según unos “taxones” cuya validez
podría y debería ser motivo de revisión. De acuerdo a esa taxonomía, las
doctrinas y las instituciones poseerían una conformación sustancialmente
distinta para cada supuesta época de la historia de la humanidad. Si así
fuera, para tomar un sólo ejemplo entre otros, no podríamos explicarnos
la vigencia de algo tan sustancial a la organización de la sociedad como el
derecho romano, en tiempos tan distintos como el de la Europa medieval,
el de la empresa napoleónica, y aún hoy en muchos países del mundo, entre
ellos el nuestro.
Me parece que el carácter revolucionario de lo ocurrido de 1808 en adelante
se explica no por la marca de fábrica de las doctrinas utilizadas sino por el
contexto histórico en que se las utiliza y el resultado obtenido. Tal como
ocurrió, para tomar otro ejemplo, con la persistencia de antiguas nociones
iusnaturalistas en las revoluciones norteamericana y francesa.
2. Salvada esta cuestión implícita en el tema de esta mesa, me parece que
sería necesario preguntarnos si es un buen punto de partida circunscribirnos
a la “dimensión hispánica” de las revoluciones de independencia. Porque -y
con esto no creo que diga algo muy nuevo-, si nos interesa examinar las po-
sibles relaciones extra-americanas de esos procesos se hace necesario recor-
dar que, aun habida cuenta de la peculiaridad de los sucesos revolucionarios
ocurridos en la península a raíz de la invasión francesa, ellos bien pueden
considerarse parte de un ciclo histórico que se suele denominar justamen-

294 te el ciclo de las revoluciones modernas. Es decir, si existe unidad es en el


conjunto del ciclo revolucionario iniciado en las colonias angloamericanas
y culminado con la revolución francesa. Y me parece más fructífero enfocar
los movimientos de independencia hispanoamericanos en esa perspectiva,
sin dejar de atender por ello a los rasgos específicamente hispanos que con-
tienen.
Por otra parte, la cuestión de lo que con peculiar lenguaje se denominó hace
Revista número 22-23 • agosto 2009

tiempo ”filiación histórica del movimiento de independencia” posee una his-


toria de mal regusto ideológico. La tradicional tesis liberal, a la manera de

7 En cuanto a cabildos abiertos, un artículo de la Gazeta recuerda en 1816 los cabildos abiertos en que se expresó “la voluntad
general” desde el principio de “nuestra gloriosa revolución: 25 de mayo de 1810, 6 de abril de 1811, 23 de setiembre de
1812, 8 de octubre de 1813, 15 y 16 de abril de 1815. Gazeta de Buenos Ayres, “Cuestiones importantes de estos días”, 29
de junio de 1816, pp. 561 y sigts, y 5 de julio de 1816 (Gazeta extraordinaria), pp. (566) y sigts.
Sarmiento (“Es inútil detenerse en el carácter, objeto y fin de la revolución
de la independencia. En toda la América fueron los mismos, nacidos del mis-
mo origen, a saber, el movimiento de las ideas europeas”) fue desafiada por
posturas como las de Giménez Fernández o, en Argentina, la de Guillermo
Furlong8. La contraposición de las ideas de la Enciclopedia francesa y la teo-
logía política de Francisco Suárez fue así una de las facetas de esa cuestión,
llevada al absurdo por Furlong al resumirla en un dilema, el de si Rousseau
o Suárez eran los ideólogos de la Revolución de Mayo. En ambos casos, en
el esfuerzo por hacer de la Revolución de Mayo un acontecimiento de índole
liberal, por un lado, o de carácter católico español, por otro, se partía de una
manipulación anacrónica de los datos. Así, por una parte, la doctrina de la
retroversión de la soberanía se ignoraba o podía ser considerada “un subter-
fugio que permitía la antigua tradición medieval española acerca del origen
popular del poder monárquico, expresada en la institución de las Juntas de
origen popular que recogían la autoridad no ejercida por el Rey”9. O, por otra
parte, se la convertía en la prueba del predominio de la teología suareciana,
ignorándose que, pese a su repudio por Rousseau, era común a la mayor par-
te de los iusnaturalistas no escolásticos.
Pero no sólo en ese hispanismo nacionalista10 se verifica una mirada distor-
sionada a los vínculos entre ambos procesos. Recuerdo que François Xavier
Guerra, durante una visita al Instituto Ravignani, en 1989, se mostró muy
interesado en un libro de Julio V. González, existente en la biblioteca del
Instituto, sobre la historia del régimen representativo en Argentina11. Creo
que el motivo de ese interés se debía a la tesis de González según la cual la
revolución de Mayo no era otra cosa que una parte de la revolución española
ocurrida a partir de la invasión napoleónica. Claro está que el en que escri-
bía González, el del clima generado por la guerra civil española del siglo XX,
hacía de su tesis -la tesis de un historiador socialista- una interpretación de la
historia hispanoamericana asimilable a los objetivos de la República.
Los antecedentes inmediatos del sistema de gobierno implantado por la Revo-
lución -escribía González- forman un complejo que se anuda alrededor de la
Revolución de España, producida con motivo de la invasión de la Península
por los ejércitos de Napoleón”. Y añadía: “Estimo que la vinculación de causa a
efecto que liga al movimiento argentino con el español fue algo más estrecha y
decisiva que lo que hasta hoy se ha reconocido. Para la historia general pudo ser 295
el uno causa meramente ocasional del otro, pero para la constitucional reviste
las características de una causa determinante.

8 Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1952, p. 109; Manuel Giménez Fernández, Las doctrinas
populistas en la independencia de Hispanoamérica, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Escuela de
Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1947; Guillermo Furlong, Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata,
Revista número 22-23 • agosto 2009

1536-1810, Buenos Aires, Fundación Vitoria y Suárez, s. f.


9 José Luis Romero, Argentina, imágenes y perspectivas, Buenos Aires, Raigal, 1956, p. 90.
10 Véase, al respecto, Horst Pietschmann, “El problema del ‘nacionalismo’ en España en la Edad Moderna. La resistencia de
Castilla contra el Emperador Carlos V”, Hispania, LII/1, nª. 180, 1992.
11 Julio V. González, Filiación histórica del gobierno representativo argentino, Buenos Aires, La Vanguardia, 1937. En cuanto
a la interpretación de Guerra, en la Introducción a Modernidad e independencias..., (“Un proceso revolucionario único”)
desarrolla la tesis, similar a la de Julio V. González, de la unidad de la revolución española iniciada con la insurrección
antinapoleónica y las independencias hispanoamericanas. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, Ensayos
sobre las revoluciones hispánicas, México, 2a. ed., FCE, 1993.
Esta declaración tajante respecto de los vínculos entre ambos procesos la de-
Universidad Católica Boliviana
sarrolla a lo largo de la Introducción del primero de los dos tomos de su obra,
con una perspectiva que puede sintetizarse en un párrafo en el que afirma
que las conclusiones de su investigación le permitían
asumir la responsabilidad científica de afirmar que para la historia de las ins-
tituciones políticas, la Revolución de Mayo fue una creación de la Revolución
de España. Porque el movimiento popular de la Península, no sólo inició al ar-
gentino en las prácticas de la representación pública, sino que lo nutrió con
principios y le proporcionó las bases sobre las que el pueblo de Mayo planeó la
organización del nuevo Estado12.

Sin embargo, lo que sigue de inmediato a esa declaración de González puede


generar actualmente algunas dudas. Permítanme citar in extenso lo que se
lee en su libro a continuación de ese párrafo:
“Si los argentinos emancipados se dieron una democracia liberal y no una auto-
cracia; si proclamarán el principio de la igualdad y no del privilegio; si impusie-
ron la soberanía del pueblo como origen y justificación de toda autoridad, y no la
voluntad divina, o los derechos dinásticos, o las prerrogativas aristocráticas; si
entregaron los destinos de la Revolución a una junta popular, en vez de ponerla
en manos de un dictador; si sólo fueron a depositar la tarea de constituir el Es-
tado en un congreso representativo, y no en cuerpos o individuos con facultades
discrecionales; si crearon instantáneamente las defensas del ciudadano contra
los excesos del poder; si previnieron el despotismo dando categoría política a la
opinión pública, colocada en función de control de la gestión de los mandata-
rios; si dieron sólida base al régimen republicano, reglamentando prolijamente
las atribuciones de cada poder; si blindaron a los representantes del pueblo con
los privilegios e inmunidades parlamentarias; si, en fin, la gloriosa Revolución
nuestra tomó en la Asamblea del año XIII el contenido económico-social que le
dieron sus leyes sobre abolición de la esclavitud, emancipación del indio, su-
presión de los mayorazgos y otras de índole semejante, fue porque los patriotas
argentinos seguían paso a paso la obra de reconstrucción social y política, que
contemporáneamente estaban cumpliendo los patriotas españoles con su Revo-
lución. Así creo dejarlo demostrado en la última parte de esta obra.

296 En este trozo se observan dos equívocos de larga vigencia en la historiogra-


fía argentina: uno, el de magnificar los modestos logros de la Asamblea del
año XIII, confundiendo además la denominada “libertad de vientres” con la
abolición de la esclavitud, que tardaría aún muchas décadas en adoptarse. Y
otro, trasfondo también de lo anterior, el de asimilar lo ocurrido entre 1810
y 1853 a lo sucedido a partir de esta última fecha. Un equívoco en que la
mayor parte de los rasgos enumerados están interpretados anacrónicamente
Revista número 22-23 • agosto 2009

en clave del presente. Porque el proceso electoral abierto en julio de 1810 -y


dejando de lado el también anacrónico uso del rótulo de democracia- mos-
traba en su concreción rasgos muy ajenos a los que supone la interpretación
de González y nos llevan a similares observaciones a las que efectuamos más
12 J. V. González, op. cit., pp. 7 y 10.
arriba respecto de la revolución española: en las elecciones realizadas en las
diferentes ciudades, convocadas mediante la circular del 27 de mayo de 1810
para elegir diputados a la Junta provisional de Gobierno, además de que la
convocatoria está dirigida a “la parte principal y más sana del vecindario”,
las listas de participantes están distribuidas según una clasificación corpora-
tiva que incluye: regidores, clérigos, letrados, funcionarios de la burocracia,
militares y vecinos. Asimismo, en la elección del diputado por Corrientes y
también en la elección del diputado por Santa Fe se discute largamente el
orden para emitir los sufragios, según las distintas corporaciones represen-
tadas en el Cabildo Abierto. En la elección del diputado por Salta, el Cabildo
deliberó “por corporaciones”, lo cual significa que el obispo emitió opinión
por el clero, un coronel en nombre del ejército, y un licenciado en nombre
de las Reales Audiencias13.
Pero, y esto me parece el argumento sustancial, muchos de los rasgos de la
historia intelectual y política peninsular poseen un innegable parentesco con
los de la historia europea, al punto de que no me parece muy factible distin-
guir lo específicamente hispano que habría en ellos. Y quisiera subrayar que
ese parentesco no se limita a las corrientes liberales o revolucionarias difun-
didas a partir del siglo XVIII sino que también corresponde a lo ocurrido en
siglos anteriores, es decir, a lo que solemos llamar habitualmente doctrinas o
instituciones “tradicionales”. Por ejemplo, es el caso de uno de los datos que
más valoraban, desde opuestas perspectivas, González y Guerra, el recién
comentado de los procedimientos electorales inaugurados por la Real Orden
del 6 de octubre de 1809 para la elección de diputados a la Junta Central de
Sevilla. Esta Orden fue invocada por la Primera Junta en las normas conte-
nidas en su circular del 18 de julio de 1810 para la elección de los diputados
del interior, que González calificaba de esta manera:
La Revolución de España provocó en la colonia del Río de la Plata un período de
iniciación democrática inmediato anterior a la Revolución de Mayo, con motivo
de la elección de un diputado-vocal a la Junta Central de Sevilla14.
Pero esas normas remiten a una más amplia y vieja historia europea. De ma-
nera que lo que podemos inferir más ajustadamente es que en el proceso de
organización de un gobierno local, aún no independiente, la legislación de la
metrópolis amparaba las decisiones de la Junta de Buenos Aires permitiéndole
adoptar procedimientos representativos de matriz no precisamente hispana. 297
Un esquema que bien puede aplicarse al caso de la relación de la cultura espa-
ñola con la europea a través de autores como Feijóo, Cadalso o Jovellanos...
Veamos mejor, en cambio, algunos de los rasgos sustanciales de lo ocurrido
en los primeros meses de existencia del gobierno local en Buenos Aires, que
remiten a una perspectiva no exclusivamente hispánica. Si por un lado, en lo
Revista número 22-23 • agosto 2009

que acostumbramos a llamar la primera década revolucionaria, los aconteci-

13 Julio V. González, ob. cit., Libro 2; Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno, Tomo 2, Buenos Aires,
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1920. Véase un análisis de esos procesos electorales en José Carlos Chiaramonte
-con la colab. de Marcela Ternavasio y Fabián Herrero-, “Vieja y nueva representación: los procesos electorales en Buenos
Aires, 1810-1820”, en: Antonio Annino (comp.), Historia de las elecciones y de la formación del espacio político nacional
en Iberoamérica, siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 1995.
14 Ibíd., p. 9.
mientos muestran el papel protagónico de una institución de antiguo régimen
Universidad Católica Boliviana
hispano colonial, como el Cabildo y, asimismo, tendencias centralistas que
podrían considerarse de raíz borbónica, como asimismo el fuerte regalismo
en relación con la Iglesia; por otra, exhiben iniciativas no necesariamente de
esa procedencia, como las implicadas por los fundamentos contractualistas
de la legitimación del poder, que hasta llegó a obligar al propio Cabildo a so-
licitar a la Junta que se le aplicara el procedimiento de comicios para elegir
a sus miembros, dado que, declaraba el Ayuntamiento, la carencia de ese
requisito le quitaba legitimidad de acuerdo a los nuevos criterios políticos
fundados en el principio de la soberanía popular15. O como las fuertes tenden-
cias confederales brotadas en los primeros años de esa década.
En este último caso, existen expresiones muy conocidas, como las prove-
nientes de Artigas, con patente vinculación con la experiencia norteamerica-
na, o la argumentación de la Junta Grande en 1811 que provocó su disolución
por el Primer Triunvirato, al invocar a “las ciudades de nuestra confederación
política”. Otras de menos frecuente mención pero no de menor importancia,
como los argumentos del diputado por Tucumán a la Asamblea del Año XIII
en pro de la unión confederal y su interpretación en clave confederal de la
expresión “Provincias Unidas del Río de la Plata”. Otras, olvidadas, como la
Circular enviada por la Sociedad Patriótica -entre cuyos dirigentes se con-
taba Bernardo de Monteagudo- a los cabildos del interior en 1812. Y otras
que duermen en los archivos, como un extenso “Manifiesto Apologético de
la Exma. Junta Gubernativa de la Capital de Buenos Aires a los Pueblos de
su Confederación”, de setiembre de 1811, que parece no haber pasado de su
calidad de borrador pero que posee valor de indicador de la tendencia del
momento16. En suma, fuera por el conocimiento de la experiencia norteame-
ricana, fuese por el conocimiento de lo que muchos tratados de temas políti-
cos del siglo XVIII contenían respecto de las confederaciones, esta tendencia,
que se convertiría en la definitivamente triunfante durante la primera mitad
del siglo, comenzó a operar muy tempranamente.
Los primeros años de vida independiente, en suma, muestran un heterogé-
neo conjunto de iniciativas políticas de diverso origen o, más bien, de general
presencia en la Europa moderna, tales como las doctrinas contractualistas y
el principio del consentimiento, que hacen de la cuestión del origen algo mu-
298 15 “D. Felipe Arana, El Síndico Procurador sobre que las elecciones de empleos concejiles y de república se hagan popularmen-
te, y otras, Buenos Aires, abril de 1813”; AGN, Sala IX, 20-2-3.
16 Circular de la Sociedad Patriótica, publicada en: Emilio Ravignani, “Circular de la Sociedad patriótico-literaria, después de
la Revolución del 8 de octubre de 1812”, Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, I, t. 18, año XIII, Nº. 61-63, julio
1934-marzo 1935 -el texto de la circular entre pp. 376 y 377; Comunicación al Cabildo de Tucumán de su diputado a la
Asamblea del año XIII, Nicolás Laguna, cit. en Ariosto D. González, Las primeras fórmulas constitucionales en los países del
Plata (1810-1813), Montevideo, Claudio García & Cía., 1941; “Manifiesto Apologético de la Exma. Junta Gubernativa de la
Capital de Buenos Aires a los Pueblos de su Confederación”, Archivo de Vicente Anastasio Echeverría, Instituto de Historia
Revista número 22-23 • agosto 2009

Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. El contenido de
este documento coincide con los expuestos por Francisco Bruno de Rivarola en un texto originalmente inédito, publicado
recientemente:(Francisco Bruno de Rivarola, Religión y fidelidad argentina (1809), Buenos Aires, Instituto de Investigacio-
nes de Historia del Derecho, 1983, por lo cual puede suponerse su autoría.
17 Yo mismo, en un trabajo de hace más de diez años, pese a reconocer el variado origen de los conceptos políticos que aflo-
raban durante las independencias, recaía en la limitada percepción de calificar de “pautas políticas de raigambre hispana”
a las vinculadas a la figura de la reasunción de la soberanía. “Modificaciones del pacto imperial”, en Antonio Annino, Luis
Castro Leiva, François Xavier Guerra, De los imperios a las naciones: Iberoamérica, Zaragoza, IberCaja, 1994. Reeditado
en: Antonio Annino y François-Xavier Guerra (coordinadores), Inventando la nación. Iberoamérica siglo XIX, México, FCE,
2003.
cho más complejo17. Incluso la difusión del derecho natural y de gentes en la
España de la segunda mitad del XVIII y comienzos del XIX fue predominante-
mente de origen iusnaturalista moderno y no escolástico. Y la creación de la
cátedra de derecho natural instituida por Carlos III ha sido bien interpretada
como un intento, no exitoso, de compensar la difusión del iusnaturalismo
mediante una enseñanza despojada de aquello que pudiese dañar a la religión
o a la monarquía18.
La discusión en torno al carácter revolucionario de los sucesos españoles nos
ha sido útil para percibir que la otra discusión, respecto de la supuesta matriz
hispana de las independencias hispanoamericanas, tuvo dos expresiones: la de
concebir las independencias como producto de instituciones y doctrinas “mo-
dernas”, por una parte, o “tradicionales”, por otra. Y que mientras la primera
sirvió para apuntalar la tesis del origen revolucionario francés de la independen-
cia, la segunda se utilizó para sostener su matriz hispana. Pero el caso es que,
aun doctrinas e instituciones consideradas hispanas por su carácter tradicional
podían también formar parte de un acervo europeo... La fuerte huella naciona-
lista que, a partir del Romanticismo, impregnó las historiografías de diversos
países, ha distorsionado la visión de la historia cultural europea que supone
la tesis hispanista. De alguna manera, no estaría mal recordar, aunque sólo en
un sentido metafórico, aquellas ironías del Padre Feijóo cuando, en su artícu-
lo “Antipatía de franceses y españoles”, criticaba la opinión de que existían
grandes diferencias intelectuales, morales o físicas entre las diversas naciones y
sostenía que en lo substancial, esas diferencias eran imperceptibles19.
Por eso, en lugar de un enfoque enmarcado en la conformación nacional de
las doctrinas y tradiciones políticas, es de preferir, respondiendo a la realidad
de la vida intelectual europea, otro que atienda a los enmarques supranacio-
nales, tales como las corrientes intelectuales que conectaban a autores de
países distintos y asimismo los definidos por las distintas órdenes religiosas
católicas o por los diversos cultos protestantes, dada la trascendencia de lo
que se ha llamado teología política en los sucesos de la época.
En suma, debería confesar, para terminar, que mi intención no ha sido más
que sugerir un tema distinto que, por otra parte, no es demasiada novedad:
la dimensión europea y norteamericana de las revoluciones hispánica e his-
panoamericanas.
299
Revista número 22-23 • agosto 2009

18 Antonio Jara Andreu, Derecho natural y conflictos ideológicos en la universidad española (1750-1850), Madrid, Instituto
de Estudios Administrativos, 1977.
19 Fray Benito Jerónimo Feijóo y Montenegro, “Antipatía de franceses y españoles”, Obras escogidas, Biblioteca de Autores
Españoles, Madrid, 1863, pág. 87.
Fuente: Un estudio histórico de la colonia francesa en la isla de
Santo Domingo (1805) (Biblioteca Mundial Digital de la UNESCO)

También podría gustarte