Cantico Por Leibowitz
Cantico Por Leibowitz
Cantico Por Leibowitz
ebookelo.com - Página 2
Walter M. Miller, Jr.
ePub r1.6
Titivillus 03.03.2019
ebookelo.com - Página 3
Título original: A Canticle for Leibowitz
Walter M. Miller, Jr., 1960
Traducción: Irene Peypoch & Pedro Jorge Romero
Presentación: Miquel Barceló
Ilustración de portada: Óscar Chichoni
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Una dedicatoria es sólo
rascar donde escuece.
Para ANNE, entonces,
en cuyo seno reposa RACHEL,
inspiradora de poesía,
que guía mi torpe canto
y ríe entre líneas.
Con bendiciones, muchacha.
W.
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AGRADECIMIENTOS
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PRESENTACIÓN
Desde hace ya unos años se viene anunciando que Miller está escribiendo una
continuación de CÁNTICO POR LEIBOWITZ; pero parece que no acaba de
concluirla. Por esta razón me he decidido a publicar la presente obra en NOVA
ciencia ficción, tan sólo un par de meses después de la aparición de otra novela que
también presenta la religión como una baza importante para reconstruir la
civilización destruida por la barbarie de la guerra. Se trata de LA GENTE DEL
MARGEN, de Orson Scott Card (NOVA ciencia ficción, número 45), la cual,
lógicamente, utiliza la religión mormona como eje de dicha reconstrucción, en este
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caso más centrada en los aspectos humanos y emotivos que en los históricos y
teológicos que ocupan a Miller. Por una de esas curiosas casualidades, Miller hace
que el hermano Francis, tan fundamental para la santificación del beato Leibowitz,
proceda precisamente del mismo Utah que sirve a Card para reconstruir la
civilización en clave mormona.
De hecho hay otros muchos autores en la ciencia ficción que no ocultan ni su
filiación religiosa ni tampoco la militancia propagandística. Y, hasta hoy, la mayoría
de esos autores han sido, como Miller, católicos. Un ejemplo clásico es C. S. Lewis
con la Trilogía del planeta silencioso, y otro mucho más reciente es Gene Wolfe con
su serie del Libro del Nuevo Sol, cuyo protagonista, Severian, inicia su camino como
aprendiz de torturador hasta convertirse finalmente en un personaje construido a
imagen de Cristo, capaz de sufrir y morir para salvar a los demás.
Otros autores de ciencia ficción han tratado los temas religiosos con mayor
distanciamiento y menor ímpetu proselitista. Hay posiciones agnósticas, como la de
James Blish, y otras más sociológicas, a menudo considerando las instituciones
religiosas como organizaciones que administran un determinado tipo de poder.
Pienso ahora en ¡HÁGASE LA OSCURIDAD! (1943), de Fritz Leiber; en SIXTH
COLUMN (1941), de Robert A. Heinlein, o en algún capítulo en la trilogía inicial de
la FUNDACIÓN, de Isaac Asimov. En todos esos casos, ya clásicos en la historia de
la ciencia ficción, se nos describe la instrumentalización de las creencias religiosas
como forma de dominación y, en definitiva, de poder en manos de los gerifaltes
religiosos.
Por ello, libros como el de Card o el presente de Miller pueden interesar incluso
a agnósticos y ateos, pues describen no tanto las creencias religiosas y su
organización institucional como elemento de poder, sino más bien la forma en que
dichas creencias son vividas por quienes las siguen de buena fe. De hecho, hay
constantes referencias teológicas en CÁNTICO POR LEIBOWITZ e incluso cierta
voluntad satírica que muchos críticos han detectado. Pero lo fundamental es esa
continua referencia a la religión, evidente en esa figura del Judío Errante (véase
capítulo 16) o en la figura de la mutante señora Grales, cuya búsqueda del bautismo
para su segunda cabeza se ha asociado a la búsqueda del Grial (Graal). Y todo ello
sin olvidar las disquisiciones sobre la responsabilidad del científico (Fiat lux), la
eutanasia, el dolor y el mal (Fiat voluntas tua) y tantas otras alusiones que han
hecho las delicias de muchos críticos y aún más lectores.
No quisiera finalizar esta presentación sin mencionar la utilización culterana de
CÁNTICO POR LEIBOWITZ realizada por los críticos, quienes han llegado a decir,
según cita Brian W. Aldiss, que «es tan buena que no puede ser ciencia ficción». Las
citas están extraídas del libro de Robert Scholes y Eric S. Rabin LA CIENCIA
FICCIÓN. HISTORIA, CIENCIA, PERSPECTIVA (Taurus, 1982) y pueden dar el
tono con que la crítica culta ha saludado esta novela de Miller. La primera cita
podría ser ésta:
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Los encabezamientos en latín («Hágase la luz», «Hágase el
hombre», «Hágase tu voluntad») no sólo nos llevan desde un
esperanzado Génesis a un resignado Apocalipsis, sino que añaden a la
idea de lo cíclico la de que los mitos más antiguos de la humanidad,
como la Biblia, pueden en realidad encerrar las perennes verdades que
caracterizan al universo en que nacemos y contra el que luchamos
vanamente yendo en pos de la riqueza, del poder y de la ciencia
incluso. A este nivel más profundo, este «cántico», esta canción
religiosa de alabanza, explora el carácter de las luchas épicas del
hombre e investiga las posibles fuentes tanto de su autodestrucción
como de su grandeza.
Y, para finalizar, una cita más de los mismos autores que, como muchos otros,
reivindican también para esta novela de Miller la imagen de una ciencia ficción
teñida de «humanismo» como la de Bradbury, Sturgeon o Simak:
MIQUEL BARCELÓ
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E l hermano Francis Gerard, de Utah, tal vez no hubiera descubierto los sagrados
documentos de no haber sido por el peregrino de los lomos ceñidos que
apareció durante el ayuno cuaresmal del joven novicio en el desierto.
El hermano Francis nunca antes había visto a un peregrino con los lomos ceñidos,
pero se convenció de que se trataba de un ser real tan pronto como se hubo recobrado
del escalofrío que recorrió su cuerpo ante la aparición del peregrino en el lejano
horizonte; parecido a una iota serpenteante y negra en la trémula neblina del calor.
Sin piernas, pero sosteniendo una cabeza pequeña, la iota se materializó a través del
espejo de la neblina en la maltratada carretera; pareció deslizarse, más que caminar,
hasta llegar a distinguirse, y obligó a que el hermano Francis se aferrase al crucifijo
de su rosario y murmurase un par de avemarías. La iota semejaba una diminuta
aparición engendrada por los demonios del calor que torturaban la tierra al mediodía,
cuando toda criatura capaz de moverse en el desierto (a excepción de los buitres y
algunos monjes eremitas como Francis) se quedaba quieta en su madriguera o detrás
de una roca, protegiéndose de la ferocidad del sol. Sólo algo monstruoso,
preternatural o con el ingenio atrofiado caminaría voluntariamente por la carretera al
mediodía.
El hermano Francis añadió una apresurada plegaria a san Raúl el Ciclópeo,
patrono de los deformes, para protegerse de sus infelices protegidos. (¿Quién no sabía
que en aquellos días había monstruos en la tierra? ¿Que lo que nacía vivo, por la ley
de la Iglesia y de la naturaleza, estaba condenado a vivir y que, de ser posible,
quienes lo habían engendrado tenían que ayudarlo a desarrollarse? La ley, aunque no
siempre obedecida, lo era con la suficiente frecuencia como para mantener una
extendida multitud de monstruos adultos, los cuales escogían a menudo las más
remotas de las tierras desiertas para sus vagabundeos y rondas nocturnas cerca de los
viajeros de la pradera). Pero finalmente la iota emergió al aire claro retorciéndose
entre nubes de vapor y allí se reveló como un lejano peregrino. El hermano Francis
soltó el crucifijo con un tenue amén.
El peregrino era un viejo zanquilargo que se apoyaba en un báculo; llevaba un
sombrero de paja, una barba hirsuta y un odre que se balanceaba colgado del hombro.
Masticaba y escupía con demasiado placer para ser un espectro y aparentaba ser muy
frágil y estar derrengado para poder practicar con éxito el ogrismo o el bandolerismo.
A pesar de todo, Francis se apartó silenciosamente del campo de visión del peregrino
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y se acurrucó detrás de un montón de piedras sin labrar, desde donde podía mirar sin
ser visto. En el desierto, los encuentros con extraños, aunque raros, eran ocasión de
mutua sospecha y se subrayaban con preparaciones iniciales por ambas partes por si
se daba el caso de un incidente, que tanto podría resultar cordial como bélico.
En muy pocas ocasiones, no más de dos o tres veces al año, algún seglar o
extraño recorría el viejo camino que pasaba ante la abadía, a pesar de que el oasis que
permitía la existencia de ésta habría hecho del monasterio una posada natural para los
caminantes; pero se daba la circunstancia de que, dadas las costumbres de la época
para viajar, aquella carretera no venía de ninguna parte y no conducía a ningún sitio.
Tal vez en épocas pretéritas había formado parte de la ruta más corta entre el lago
Great Salt y el viejo El Paso; al sur de la abadía cruzaba otra cinta similar de piedra
fragmentada, que se extendía de este a oeste. El cruce estaba erosionado por el
tiempo; el hombre no había tenido últimamente nada que ver con ello.
El peregrino estaba ya al alcance de la voz, pero el novicio permaneció oculto
detrás del montón de piedras. El hombre llevaba los lomos verdaderamente ceñidos
por un pedazo de sucia arpillera; su única vestimenta, además del sombrero y las
sandalias. Avanzaba obstinada y penosamente con una cojera mecánica ayudando su
pierna tullida con el báculo. Sus pasos rítmicos eran los del hombre que ha hecho un
largo recorrido y tiene un largo camino que cubrir. Pero al penetrar en la zona de las
viejas ruinas, interrumpió su marcha y se detuvo para orientarse.
Francis se encogió aún más.
No habla ninguna sombra entre el racimo de montículos donde antiguamente se
asentó un grupo de edificios; sin embargo, algunas de las piedras más grandes podían
proporcionar sensaciones refrescantes a partes selectas de la anatomía de los viajeros
acostumbrados a vivir en el desierto, entre los que el peregrino pronto demostró que
se contaba. Buscó brevemente una roca del tamaño deseado. Aprobadoramente, el
hermano Francis vio que no se aferraba a la piedra y la arrancaba de modo
imprudente, sino que, al contrario, se quedaba a cierta distancia de la misma y, con el
báculo como palanca y una pequeña piedra como puntal, la levantó hasta que la
inevitable criatura reptante salió embistiendo de frente. Fríamente, el viajero mató
con su báculo a la serpiente y de un golpe apartó el cuerpo todavía palpitante.
Después de haber despachado a la ocupante del agradable hueco de debajo de la
piedra, el peregrino se posesionó del refrescante techo del hueco por el método usual
de dar vuelta a la piedra. Hecho esto, levantó la parte de atrás de su taparrabo y apoyó
su marchito trasero contra la relativamente fresca parte interior de la piedra; se quitó
las sandalias con un solo movimiento y presionó las plantas de sus pies contra lo que
había sido el suelo arenoso del hueco refrigerante. Así acomodado, movió los dedos
de los pies, sonrió haciendo evidente que carecía de dientes y empezó a canturrear
una tonada. Pronto estuvo cantando, con verdadero sentimiento, un curioso canto en
una lengua desconocida para el novicio. Cansado de su posición, el hermano Francis
se removió inquieto.
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El peregrino, mientras cantaba, sacó un panecillo y un trozo de queso;
interrumpió su canto y se levantó para murmurar suavemente en la lengua de la
región, con una especie de deje nasal:
—Bendito seas, Adonái Elohim, Rey de Todos, que hiciste que el sustento saliese
de la tierra.
Terminada la oración, se sentó de nuevo y empezó a comer.
Realmente el caminante venía de lejos, pensó el hermano Francis, el cual no sabía
de ningún reino vecino gobernado por un monarca con un nombre tan poco familiar y
con tales extrañas pretensiones. Aventuró que el viejo hacía una peregrinación de
penitencia —quizás a la capilla de la abadía, aunque no fuese de modo oficial una
capilla ni el santo fuese aún oficialmente un santo—. Al novicio no se le ocurría otra
explicación de la presencia de un viejo caminante en este camino que no iba a ningún
sitio.
El peregrino se tomaba su tiempo en comer el pan y el queso; y a medida que la
ansiedad del novicio se desvanecía, su incomodidad aumentaba. La regla del silencio
para los días de la vigilia de cuaresma no le permitía conversar voluntariamente con
el viejo; pero debido a que se le había prohibido abandonar los alrededores de la
ermita antes del final de la cuaresma, estaba seguro de que si salía de su escondite
antes de que el hombre se marchase éste lo vería u oiría.
Aunque ligeramente vacilante, el hermano Francis se aclaró ruidosamente la
garganta y se levantó.
El pan y el queso del peregrino volaron por el aire. El viejo agarró su báculo y se
levantó de un salto.
—¡Trata de acercarte y verás!
Agitó amenazadoramente su báculo hacia la figura encapuchada que se había
alzado detrás del montón de piedras. El hermano Francis observó que el grueso final
del bastón estaba armado con una punta de hierro. El novicio se inclinó cortésmente
tres veces, pero el peregrino ignoró aquella cortesía.
—¡Quédate donde estás! —chilló—. No te acerques, mutante. No tengo nada de
lo que buscas… a menos que sea el queso, y éste puedes quedártelo. Si lo que quieres
es carne, soy sólo cartílagos, pero lucharé para conservarlos. ¡Atrás! ¡Atrás!
—Espera… —El novicio hizo una pausa. Cuando las circunstancias exigían la
palabra, la caridad y hasta la natural cortesía, podían tener prioridad sobre la regla
cuaresmal del silencio; pero hacerlo por su propio impulso lo ponía siempre
ligeramente nervioso—. No soy ningún mutante, buen hombre —prosiguió con
términos educados. Echó hacia atrás la capucha para mostrar su corte de pelo
monástico y le enseñó las cuentas de su rosario—. ¿Comprende su significado?
Durante unos segundos el viejo permaneció al acecho, en actitud beligerante,
mientras estudiaba la adolescente cara del novicio cubierta de granos. Su error había
sido natural. Las criaturas monstruosas que merodeaban por los límites del desierto
llevaban a menudo capuchas, máscaras o hábitos holgados para ocultar sus
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deformidades. Había algunos cuyas imperfecciones no se limitaban a las del cuerpo,
y eran quienes a veces buscaban en los viajeros una fuente segura de carne de
venado.
Después de su breve escrutinio, el peregrino se enderezó.
—Ah… uno de ellos. —Se apoyó en su báculo y lo miró ceñudo—. ¿Es la abadía
de Leibowitz lo que se ve allí? —preguntó señalando en dirección al sur, hacia el
distante grupo de edificios.
El hermano Francis se inclinó educadamente hacia el suelo y asintió.
—¿Qué haces aquí en las ruinas?
El novicio cogió un pedazo de piedra caliza. Que el viajero supiese leer era
estadísticamente improbable, pero decidió probar suerte. Ya que los dialectos
vulgares empleados por el populacho no tenían ni alfabeto ni ortografía, escribió en
latín: «Penitencia, Soledad y Silencio» sobre una gran piedra plana y las repitió
debajo en inglés antiguo. Esperaba, a pesar de su no declarado deseo de tener alguien
con quien hablar, que el viejo comprendería y le dejaría en su solitaria vigilia de
cuaresma.
El peregrino sonrió burlonamente ante la inscripción. Su risa pareció una mueca
fatalista más que otra cosa.
—¡Vaya, escribiendo aún cosas periclitadas! —dijo, aunque sin condescender a
admitir que había comprendido la inscripción.
Dejó su báculo a un lado, se sentó de nuevo en la roca, recogió su pan y su queso
de la arena y empezó a limpiarlos.
Francis se humedeció los labios ansiosamente, pero apartó la mirada. Desde el
Miércoles de Ceniza sólo había comido frutos de cactos y un puñado de maíz tostado.
Las reglas del ayuno y la abstinencia eran muy rígidas en las vigilias vocacionales.
Viendo su turbación, el peregrino partió en dos su pan y su queso y le ofreció una
parte al hermano Francis.
A pesar de la deshidratación producida por el insuficiente abastecimiento de agua,
la boca del novicio se llenó de saliva. Sus ojos se negaron a apartarse de la mano que
le tendía la comida. El universo se contrajo y en su exacto centro geométrico flotó el
arenoso bocado de pan oscuro y queso claro. Un demonio dirigió los músculos de su
pierna izquierda, los cuales hicieron que su pie avanzase. Después, el demonio se
posesionó de su pierna derecha para que colocase el otro pie más adelante que el
izquierdo, arreglándoselas, además, para que sus pectorales derechos y bíceps
balanceasen su brazo hasta que su mano tocó la mano del peregrino. Sus dedos
sintieron la comida y hasta parecieron saborearla. Un estremecimiento involuntario
recorrió su cuerpo medio muerto de hambre. Cerró los ojos y vio al padre abad
mirándole y blandiendo un látigo. Cada vez que el novicio trataba de imaginar la
santísima Trinidad, el rostro de Dios Padre se confundía con la cara del abad, cuyo
estado normal, le parecía a Francis, era el del enojo. Detrás del abad ardía
furiosamente una fogata, y en medio de las llamas, los ojos del bendito mártir
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Leibowitz miraban, en la agonía de la muerte, cómo su ayunante protegido era
descubierto en el acto de aceptar queso.
El novicio se estremeció de nuevo.
—Apage Satanas! —susurró, echándose hacia atrás y dejando caer la comida. Sin
previo aviso, roció al viejo con agua bendita de un pequeño frasco que sacó de su
escondite en la manga. Por un momento, el peregrino se había confundido con el
demonio, en la mente ligeramente afiebrada del novicio.
El ataque por sorpresa a las Fuerzas de la Oscuridad y la Tentación no produjo
resultados sobrenaturales inmediatos; pero el resultado natural pareció surgir ex opere
operato. El peregrino-Belcebú no desapareció en una explosión de humo sulfuroso,
pero emitió sonidos gorgoteantes, se volvió de un color rojo subido y se abalanzó
hacia Francis con un grito aterrador. El novicio se alejó velozmente enredándose con
su hábito mientras trataba de escapar de los golpes del báculo con punta de hierro que
blandía el peregrino, y si logró escaparse fue porque el viejo había olvidado sus
sandalias. La carga renqueante del anciano se convirtió en una serie de piruetas. De
pronto sintió las piedras abrasadoras bajo sus plantas desnudas. Se detuvo
preocupado. Cuando el hermano Francis miró por encima de su hombro, obtuvo la
clara impresión de que la retirada del peregrino a su refugio de frescor iba
acompañada de la proeza de avanzar saltando sobre la punta de un gran dedo gordo.
Avergonzado del olor a queso que impregnaba sus dedos y arrepintiéndose de su
exorcismo irracional, el novicio se retiró cabizbajo para seguir con sus autoimpuestas
ocupaciones entre las viejas ruinas, mientras el peregrino se refrescaba los pies y
satisfacía su cólera lanzando alguna piedra ocasional contra el joven cada vez que
éste aparecía a su vista, entre los montones de pedruscos. Cuando su brazo se hubo
cansado, lanzó más amenazas que piedras, y tan pronto Francis dejó de escabullirse,
se limitó a gruñir sobre su pan y queso.
El novicio iba de un lado para el otro por entre las ruinas, tambaleándose
ocasionalmente hacia algún punto focal de su trabajo, con una piedra del tamaño de
su propio pecho cerrada en un penoso abrazo. El peregrino le observaba seleccionar
una piedra, estimar sus dimensiones en palmos, rechazarla y seleccionar
cuidadosamente otra, liberarla con dificultad de entre el montón de rocas; levantarla y
llevársela a trompicones.
Después de unos pasos, Francis dejó caer la piedra y, sentándose de pronto, apoyó
la cabeza sobre las rodillas en un aparente esfuerzo para evitar desmayarse. Respiró
profundamente durante un rato y se levantó de nuevo dispuesto a llevarse la piedra
haciéndola rodar, lado sobre lado, hacia su destino. Continuó con esta actividad
mientras el peregrino, ya sin el aspecto feroz, empezaba a bostezar.
El sol lanzó sus llameantes maldiciones del mediodía sobre la tierra calcinada,
soltando su anatema contra todas las cosas húmedas. A pesar del calor, Francis siguió
trabajando.
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Cuando el viajero hubo terminado con su arenoso pan y queso rociándolos con
algunos sorbos de su odre, se calzó las sandalias, se levantó con un gruñido y avanzó
cojeando entre las ruinas hacia donde trabajaba el novicio. Al ver acercarse al viejo,
el hermano Francis echó a correr hasta alejarse a una distancia prudencial.
Burlonamente, el peregrino agitó, en su dirección, su garrote con punta de hierro;
pero al parecer estaba más interesado en la obra de albañilería del muchacho que
ansioso de venganza. Se detuvo para examinar la madriguera del novicio.
Allí, cerca del borde este de las ruinas, el hermano Francis había cavado una
trinchera poco profunda, empleando un bastón como azadón y las manos como pala.
El primer día de cuaresma la había cubierto con abrojos y la ocupaba durante la
noche como refugio contra los lobos del desierto. Pero a medida que los días de su
ayuno aumentaban en número, su presencia acrecentaba su rastro en la vecindad, de
tal modo que los lobunos merodeadores nocturnos parecían sentirse excesivamente
atraídos por el área de las ruinas e incluso se acercaban a su techo de abrojos cuando
el fuego se había consumido.
Francis, al principio, trató de desanimar sus husmeos nocturnos aumentando el
grosor de la capa de abrojos y rodeando su trinchera de un anillo de piedras
apretadamente colocadas en un surco. Pero la noche anterior, algo, aullando, había
saltado sobre su montón de abrojos mientras él temblaba debajo. Debido a ello,
determinó fortificar la madriguera, y, con el primer anillo de piedras como base,
había empezado a inclinarse una pared. Al crecer, el muro empezó a inclinarse hacia
el interior, pero ya que el cerco formaba casi un óvalo, las piedras de cada nueva capa
quedaban presionadas por sus vecinas, que evitaban así su caída. El hermano Francis
esperaba ahora que, con una cierta habilidad y una selección cuidadosa de piedras
falcadas y apisonadas con barro, sería capaz de construir una cúpula. Y un simple
arco de abrojos, que en cierto modo desafiaba la gravedad, se sostenía sobre la
madriguera como un distintivo de su ambición. El hermano Francis se revolvió como
un cachorro cuando el peregrino golpeó, con curiosidad, aquel arco con su báculo.
Preocupado por su morada, el novicio se acercó durante la inspección del
peregrino. El hombre contestó a sus quejidos con un molinete de su garrote y un grito
horripilante. El hermano Francis se enredó con el borde de su hábito y se sentó. El
viejo se echó a reír socarronamente.
—Vas a necesitar una piedra de extraña forma para que se adapte a este agujero
—dijo, y golpeó con su báculo los lados del espacio vacío en la capa más alta de
piedras.
El muchacho asintió y apartó la mirada. Continuaba sentado en la arena, y, por
medio del silencio y la mirada baja, esperaba hacerle comprender al viejo que no era
libre de conversar ni aceptar voluntariamente una presencia ajena en su lugar solitario
de cuaresma. Empezó a escribir en la arena con un palo: Et ne nos inducas in…
—Aún no me he ofrecido para cambiar estas piedras en panes, ¿verdad? —dijo
con enojo el viejo peregrino.
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El hermano Francis levantó vivamente la mirada. ¡Así que el viejo sabía leer y
conocía, además, las Escrituras! Y aún más; su observación implicaba que
comprendía tanto el empleo impulsivo del agua bendita por parte del novicio, como
la razón de su presencia en el lugar. Convencido ahora de que el peregrino lo
enredaba, bajó de nuevo la mirada y esperó.
—¿Conque hay que dejarte solo? Bien, entonces será mejor que siga mi camino.
Dime, ¿dejarán tus hermanos en la abadía que un viejo repose un poco a su amparo?
El hermano Francis asintió.
—También le darán comida y agua —añadió suavemente en señal de caridad.
El peregrino esbozó una sonrisa.
—Por lo que acabas de decir, antes de irme te buscaré una piedra que se adapte a
este agujero. Queda con Dios.
«Pero no tiene…», la protesta murió antes de ser pronunciada. El hermano
Francis miró cómo se alejaba lentamente renqueando. El peregrino deambuló de un
lado para otro entre los túmulos de piedra. Se detenía de vez en cuando para
inspeccionar una roca o para remover otra con su báculo. El novicio se dijo que con
seguridad su búsqueda no daría frutos, pues la suya era la repetición de una búsqueda
que él mismo había estado haciendo desde media mañana. Había decidido por fin que
sería más fácil quitar y volver a construir una parte de la hilera más alta, que
encontrar una piedra angular que se pareciese a la forma de reloj de arena del agujero.
Seguramente, al peregrino se le acabaría pronto la paciencia y seguiría su camino.
Mientras tanto, el hermano Francis descansó y rezó por recobrar aquel
aislamiento interior que el propósito de su vigilia le exigía buscar: su espíritu, como
un limpio pergamino, en el que las palabras de una llamada pudiesen ser escritas en
su soledad… si aquella otra inconmensurable soledad que era Dios tendía su mano
para tocar su propia y deleznable soledad humana y señalar allí su vocación. El libro
de oraciones que el prior Cheroki le había prestado el domingo anterior le servía de
guía en sus meditaciones. Tenía varios siglos de antigüedad y se llamaba Libellus
Leibowitz, aunque sólo una incierta tradición atribuía su paternidad al propio beato.
«Parum equidem te diligebam, Domine, juventute mea; quare doleo nimis… Muy
poco, Señor, te amé en mi juventud; por eso me aflijo excesivamente en mi vejez. En
vano me alejé de Ti en aquellos días…».
—¡Eh! ¡Aquí! —le llegó un grito desde detrás de los montones de ruina.
El hermano Francis levantó brevemente la mirada, pero no distinguió al
peregrino. Su atención volvió a centrarse en la página.
«Repugnans tibi, ausus sum quaerere quidquid doctius mihi fide, certius spe, aut
dulcius caritate visum esset. Quis itaque stultior me…».
—¡Eh! ¡Muchacho! —le llegó de nuevo el grito—. Te he encontrado una piedra,
una que probablemente encajará.
Esta vez, cuando el hermano Francis levantó la mirada, pudo ver el báculo del
peregrino agitándose desde detrás de la cima de un montón de piedras. Suspirando
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volvió a su lectura.
«O inscrutabilis Scrutator animarum, cui patet omne cor, si me vocaveras, olim a
te fugeram. Si autem nunc velis vocare me indignum…».
E, irritadamente, desde detrás del cúmulo de piedras, dijo el peregrino:
—Está bien, haz lo que te parezca. Marcaré la roca y clavaré un palo a su lado.
Puedes usarla o no, como prefieras.
—Gracias —musitó el novicio, pero dudó que el viejo peregrino le hubiese oído.
Siguió afanándose con el texto:
«Libera me, Domine, ab vitiis meis, ut solius tuae voluntatis mihi cupidus sim, et
vocationis…».
—¡Ya está! —gritó el peregrino—. Marcada y señalada. Y que encuentres pronto
la voz, muchacho… ¡Olla allay!
Tan pronto como el último grito se desvaneció y murió, el hermano Francis pudo
ver al peregrino enfilar trabajosamente la senda que conducía a la abadía. Susurró una
rápida bendición en su beneficio y una oración por la seguridad del caminante.
Recobrado su aislamiento, el hermano Francis llevó el libro a la madriguera y
reemprendió su azarosa obra de piedra sin tan siquiera tomarse el trabajo de
investigar el descubrimiento del peregrino. Mientras su cuerpo hambriento forcejeaba
y se tambaleaba bajo el peso de las rocas, su mente repetía automáticamente la
oración para la certidumbre de su vocación:
—Libera me, Domine, ab vitiis meis… Libérame, Señor, de mis vicios, para que
en mi corazón sólo tenga cabida tu voluntad y tenga conciencia de tu llamada si ésta
llega… ut solius tuae voluntatis mihi cupidus sim, et vocationis tuae conscius si
digneris me vocare. Amen.
»Libérame, Señor, de mis vicios, para que en mi corazón…
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Habían sido tan cuidadosamente dibujados, que el hermano Francis supuso de
inmediato que se trataba de símbolos, pero después de varios minutos de meditación
sobre ellos, se levantó todavía aturdido. ¿Marcas de brujería, tal vez? Pero no; el
viejo había dicho «Queda con Dios», y un brujo no diría tal cosa. El novicio liberó la
piedra del montón de ruinas y la hizo rodar. Al hacerlo, el túmulo retumbó
ligeramente en su interior y una pequeña piedra rebotó pendiente abajo. Francis
esquivó de un salto un posible alud, pero la perturbación había sido momentánea. Sin
embargo, en el lugar donde la piedra del peregrino había estado clavada aparecía
ahora un pequeño agujero negro.
Los agujeros, por lo general, estaban habitados.
Pero aquél parecía haber estado tan apretadamente sellado por la piedra del
peregrino, que ni tan siquiera una mosca podía haber penetrado en él antes de que
Francis la retirase. De todas maneras, buscó un palo y lo agitó cautelosamente en el
agujero sin encontrar resistencia. Cuando lo soltó, el palo resbaló por la abertura y
desapareció como engullido por una cavidad subterránea mayor. Esperó nervioso,
pero nada salió.
De nuevo se arrodilló y olisqueó con precaución el agujero. Al no descubrir
ningún olor animal ni un asomo de azufre, dejó caer un pedazo de grava en su interior
y se inclinó a escuchar. La grava rebotó, primero, a unos centímetros de la abertura y
después siguió haciéndolo hacia abajo golpeando algo metálico al pasar, para
detenerse finalmente a bastante profundidad. El eco le sugirió una cavidad
subterránea del tamaño de una habitación.
El hermano Francis se levantó vacilante y miró a su alrededor. No había nadie,
como de costumbre, fuera de su compañero, el buitre, el cual, meciéndose en lo alto,
lo observaba con tal interés que otros buitres habían abandonado de momento sus
territorios, cerca de la línea del horizonte, para acercarse a investigar.
El novicio dio una vuelta alrededor del montón de piedras, pero no encontró
señales de un segundo agujero. Trepó a un túmulo vecino y estudió el camino. El
peregrino había desaparecido hacía rato. Nada se movía por la antigua carretera; pero
a poco más de un kilómetro hacia el este, tuvo la fugaz visión del hermano Alfred
cruzando por una loma baja en busca de leña, cerca de su propia ermita cuaresmal. El
hermano Alfred era sordo como una tapia. No había nadie más a la vista. A Francis
no se le ocurrió ninguna razón para gritar en busca de ayuda, pero estimar por
adelantado el resultado probable del grito, si se presentaba tal eventualidad, le parecía
un acto de prudencia. Después de un cuidadoso escrutinio del terreno, bajó del
túmulo. El aliento necesario para gritar sería mejor emplearlo en correr.
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Pensó en volver a colocar la piedra del peregrino para tapar el agujero, pero las
rocas vecinas se habían movido ligeramente y aquélla ya no se adaptaba a su lugar de
origen en el rompecabezas. Además, el hueco en la hilera más alta de su pared
protectora permanecía sin llenar y el peregrino tenía razón; la forma y el tamaño de la
piedra sugerían una probable adaptación. Después de sólo breves recelos, la levantó
y, tambaleándose, marchó a su madriguera.
La piedra se deslizó perfectamente en su lugar. Probó la nueva falca con un golpe
y la hilera se sostuvo, aunque la sacudida produjo un resquebrajamiento menor un
poco más lejos. Los signos del peregrino, aunque medio borrados por el manoseo de
la piedra, estaban aún lo suficientemente claros para ser copiados. El hermano
Francis los reprodujo cuidadosamente en otra piedra empleando un palo quemado
como lápiz. Cuando el prior Cheroki efectuase su recorrido sabatino por las ermitas,
tal vez podría decirle si los signos tenían algún significado, fuese de gracia o de
maldición. Temer a las cábalas paganas estaba prohibido, pero el novicio sentía
curiosidad por saber cuando menos qué signo colgaría sobre su rústico dormitorio, en
vista del peso de la obra de albañilería en la que éste estaba escrito.
Sus labores continuaron durante el calor de la tarde, pero no pudo dejar de pensar
en el agujero… el interesante y a la vez temible agujero, y el modo en que la pequeña
piedra había resonado causando débiles ecos en algún punto bajo tierra. Sabía que las
ruinas que lo rodeaban eran muy antiguas y también sabía, por la tradición, que
habían sido gradualmente erosionadas hasta formar aquellos anómalos montones de
piedra, por generaciones de monjes y ocasionales extraños; hombres que buscaban
una carga de piedra o pedazos oxidados de hierro, que se encontraban rompiendo los
grandes pedazos de columnas y losas para extraer las antiguas tiras de aquel metal
misteriosamente plantado en las rocas por hombres de una época casi olvidada por el
mundo. Esta erosión humana había poco menos que destruido el parecido a edificios
que la tradición otorgaba a las ruinas en un período anterior, si bien el actual
constructor de obras de la abadía se enorgullecía de su habilidad en presentir y
señalar los restos de un plano de pavimento aquí y allá. Y había todavía metal
escondido, que alguien encontraría si se entretenía en romper la piedra lo suficiente
como para hallarlo. La propia abadía había sido construida con ese material.
Que varios siglos de trabajadores de la piedra hubiesen dejado aún algo de interés
por descubrir en las ruinas era considerado por Francis como una fantasía poco
probable. Y lo que era más importante: nunca había oído que nadie mencionase
edificios con basamento o sótanos. El maestro de obras, recordó finalmente, había
sido bastante contundente al decir que las edificaciones de aquel lugar habían tenido
el aspecto de construcciones apresuradas, carecían de cimientos profundos y
reposaban sobre losas de superficie plana.
Con su refugio casi terminado, el hermano Francis se aventuró a volver al agujero
y se quedó mirándolo incapaz de sustraerse a la convicción del morador del desierto,
que si hay un lugar donde ocultarse del sol, algo se oculta ya en él. Aunque el agujero
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estuviese ahora deshabitado, algo se deslizaría en él antes del amanecer del día
siguiente. Por otra parte, si algo ya vivía en el hoyo, Francis consideró más seguro
conocerlo durante el día que de noche. Por los alrededores no parecía haber más
huellas que las suyas, las del peregrino y las de los lobos.
Decidiéndose rápidamente, empezó a limpiar de piedras y arena el agujero.
Pasada media hora, éste no era mayor, pero su convicción de que daba a una cavidad
subterránea se había convertido en certidumbre. Dos pequeños guijarros, medio
enterrados y pegados a la abertura, estaban evidentemente unidos por la fuerza de un
exceso de masa agolpándose en la boca de un pozo; parecían estar atascados en un
cuello de botella. Cuando movió uno de ellos hacia la derecha, su vecino rodó hacia
la izquierda hasta que ya no fue posible el movimiento. El efecto inverso se produjo
cuando lo arrastró en dirección opuesta; sin embargo, siguió removiendo el amasijo
de piedras.
De pronto, su palanca se le escapó de las manos y le dio un golpe de refilón a un
lado de la cabeza para desaparecer en un súbito hundimiento. El golpe seco le hizo
tambalear. Una piedra salió disparada del desprendimiento, le acertó en la mitad de la
espalda y le hizo caer sin aliento, resbaló sin saber si se deslizaba en el agujero hasta
el instante en que su estómago dio contra el suelo y lo acarició. El ruido del alud fue
ensordecedor, pero breve.
Cegado por el polvo, Francis se quedó tendido jadeando en busca de aire y
preguntándose si se atrevería a moverse, de tan agudo que era el dolor en su espalda.
Habiendo recobrado ligeramente el aliento, se las ingenió para meter una mano
dentro de su hábito y tantear el lugar entre sus hombros, donde presumía tener
algunos huesos rotos. El lugar parecía áspero y le escocía. Sacó sus dedos húmedos y
rojos. Se movió, pero gruñó y de nuevo se quedó quieto.
Se produjo un suave aleteo. El hermano Francis levantó la cabeza a tiempo para
ver al buitre preparándose para posarse sobre un montón de piedras a unos metros de
distancia. De inmediato, el pájaro, volando, se alejó de nuevo, pero Francis tuvo la
sensación de que lo había mirado con una especie de interés maternal, como una
gallina preocupada. Giró rápidamente sobre sí mismo. Una negra hueste volátil de
ellos se había reunido y volaba en círculos a una altura desacostumbrada, baja, apenas
evitando los túmulos. Cuando él se movió se alejaron hacia lo alto. Ignorando de
pronto la posibilidad de vértebras astilladas o de una costilla rota, el novicio se
levantó tembloroso. Desengañada, la horda negra tomó de nuevo altura en sus
invisibles ascensores de aire caliente y se dispersó hacia sus remotas vigilancias
aéreas. Oscuras alternativas para el Paráclito, cuya llegada esperaba, los pájaros
parecían a veces ansiosos por descender en lugar del Espíritu Santo; su momentáneo
interés le había hecho perder la calma, y rápidamente, después de algunos gestos de
prueba, comprobó que la piedra sólo le había producido magulladuras y rasguños.
La columna de polvo que se había levantado en el lugar del hundimiento se
deslizaba llevada por la brisa. Supuso que alguien le vería desde las atalayas de la
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abadía y vendría a investigar. A sus pies, una abertura cuadrada bostezaba en la tierra:
un lado del túmulo había caído en el hueco. Un tramo de escalera bajaba, pero sólo
los escalones superiores permanecían al descubierto, después del alud que se había
detenido durante seis siglos a medio caer, esperando la presencia del hermano Francis
para completar su rugiente descenso.
En una pared de la escalera, aunque medio enterrado, aparecía un letrero legible.
Tratando de recordar su modesto dominio del inglés prediluviano, deletreó
defectuosamente las palabras:
El resto quedaba oculto, pero una palabra fue suficiente para Francis. Jamás había
visto un Fallout, y esperaba no llegar a verlo nunca. No había perdurado ninguna
descripción consistente del monstruo, pero Francis conocía la leyenda. Hizo la señal
de la cruz y se alejó del agujero. Contaba la tradición que el propio beato Leibowitz
había encontrado un Fallout, que se había posesionado de él durante meses antes de
que el exorcismo que acompañó a su bautismo expulsase al demonio.
El hermano Francis se imaginaba al Fallout como mitad salamandra, dado que,
según la historia, había nacido en el Diluvio de Fuego, y mitad íncubo, que desfloraba
vírgenes mientras dormían. ¿No había monstruos en el mundo llamados todavía
«hijos del Fallout»? Que el demonio era capaz de infligir todos los infortunios que
descendieron sobre Job era un hecho seguro, si no un artículo de fe.
El novicio estudió con angustia aquel signo. Su significado era lo suficientemente
claro. ¡Había, inconscientemente, penetrado en la morada (rogó por que estuviese
desocupada) de no sólo uno, sino quince de los terribles seres! Rebuscó su frasco de
agua bendita.
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A spiritu fornicationis,
Domine, libera nos.
De los rayos y la tempestad,
líbranos, Señor.
De la tierra asolada,
líbranos, Señor.
De la lluvia de cobalto,
líbranos, Señor.
De la lluvia de estroncio,
líbranos, Señor.
De la caída del cesio,
líbranos, Señor.
Peccatores, te rogamus,
audi nos.
Que nos otorgues tu clemencia,
te imploramos, escúchanos
Que nos perdones,
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te imploramos, escúchanos.
Que no impongas la penitencia,
te rogamus, audi nos.
COMPUERTA INTERIOR
CERCO SELLADO
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Era evidente que la habitación a la cual descendía era sólo una antecámara. Pero
hubiese lo que hubiera detrás de aquella «compuerta interior», estaba sellado con
varias toneladas de piedra contra la puerta. Su cerco estaba ciertamente «sellado», a
menos que tuviese otra salida.
Al llegar al pie del declive y después de asegurarse de que la antecámara no
contenía ninguna amenaza evidente, el novicio fue cautelosamente a investigar de
más cerca, y con su antorcha, la puerta metálica. Impreso bajo las palabras de
«compuerta interior», había un pequeño letrero mohoso:
AVISO: Esta compuerta no debe ser sellada antes de que todo el personal
haya sido admitido o antes de que todos los pasos para los
procedimientos de seguridad prescritos por el Manual Técnico
CDBu-83A hayan sido cumplidos. Cuando la compuerta esté sellada, el
aire en el interior del refugio será acondicionado a 2.0 p. s. i. sobre el
nivel barométrico ambiental para minimizar la difusión interior. Una vez
sellada, la compuerta se abrirá automáticamente por el sistema
servomonitor cuando, pero no antes, prevalezca cualquiera de las
condiciones siguientes: 1) cuando las radiaciones exteriores bajen a
menor nivel del de peligro; 2) cuando falle el sistema de depuración del
aire o del agua; 3) cuando se termine la provisión de comida; 4) cuando
falle la fuente interna de energía. Para posteriores instrucciones, véase el
CD-Bu-83A.
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Como el mismo hermano Francis admitía de entrada, sus conocimientos del
inglés prediluviano distaban de ser completos. El modo que tenían los nombres de
modificar a veces otros nombres en aquella lengua había sido siempre uno de sus
puntos débiles.
En latín, como en la mayoría de los dialectos sencillos de la región, una
construcción como servus puer quería decir más o menos lo mismo que puer servus y
hasta en inglés «joven esclavo» quería decir «esclavo joven», pero aquí terminaba la
similitud. Por fin había aprendido que gato de casa no era lo mismo que casa de
gato, y que el dativo de propósito o de posesión, como el mihi amicus, estaba en
cierto modo expresado por comida perruna o caja musical hasta sin declinación. Pero
¿qué ocurría con una triple aposición como «Refugio Supervivencia Fallout»? El
hermano Francis meneó la cabeza. El aviso sobre la puerta mencionaba comida, agua
y aire, y, sin embargo, no podían ser necesidades para los demonios del infierno. A
veces el novicio encontraba el prediluvio todavía más sorprendente que la
Angeología Intermedia o el Cálculo Teológico de san Leslie.
Encendió la fogata cerca del montón de escombros, desde donde podía iluminar,
incluso, los rincones más oscuros de la antecámara. Entonces intentó explorar lo que
quedaba al descubierto. Las ruinas, a ras de tierra, habían sido reducidas a una
confusión arqueológica por generaciones de rapiñadores, pero la única mano que se
había posado sobre aquellos restos subterráneos era la del desastre impersonal. El
lugar parecía habitado por presencias de otra era. Un cráneo que descansaba entre las
rocas conservaba todavía un diente de oro en su mueca, como clara prueba de que el
refugio nunca había recibido la visita de los vagabundos. Cuando la llama bailaba
alta, el incisivo relumbraba.
Más de una vez el hermano Francis había encontrado en el desierto, cerca de
algún arroyo reseco, un pequeño montón de huesos humanos, roídos y calcinándose
al sol. No era especialmente melindroso y no se sorprendía de tales cosas. Debido a
ello no se inmutó cuando descubrió el cráneo en el rincón de la antecámara, aunque el
brillo del oro en su mueca atraía su mirada mientras estudiaba las puertas, cerradas o
atascadas, de los enmohecidos armarios y tiraba de los cajones, también atascados, de
un destrozado escritorio metálico. El escritorio podía resultar un descubrimiento
inapreciable si contenía documentos o algún pequeño libro que hubiese sobrevivido a
las furiosas fogatas de la Era de la Simplificación. Mientras intentaba abrir los
cajones, el fuego disminuyó en intensidad y le pareció que el cráneo empezaba a
relucir por sí mismo. Tal fenómeno no le era desconocido, pero en la tenebrosa cripta,
el hermano Francis lo consideró realmente sobrecogedor. Reunió más madera para el
fuego, volvió a remover y tirar de los cajones del escritorio y trató de ignorar la
parpadeante mueca de la calavera. Aunque todavía un poco circunspecto en cuanto a
los ocultos Fallouts, Francis se había recobrado lo suficiente de su miedo inicial para
darse cuenta de que el refugio, sobre todo el escritorio y los armarios, podían muy
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bien estar rebosantes de ricas reliquias de una época que el mundo, en su mayor parte,
deliberadamente había decidido olvidar.
La providencia había otorgado sus bendiciones al lugar. Encontrar un rastro del
pasado, liberado tanto de las fogatas como de los saqueadores, era en estos días un
golpe de buena suerte. De todas maneras, siempre implicaba un riesgo. Se sabía que
excavadores monásticos, interesados en los tesoros antiguos, salieron de un agujero
de la tierra llevando triunfantes un extraño artefacto cilíndrico y que —mientras lo
limpiaban o trataban de establecer su utilidad— tocaron un botón por otro o dieron
vuelta erróneamente a un tornillo poniéndole con ello fin al problema, sin ningún
beneficio para el clero.
Tan sólo ochenta años atrás, el venerable Boedellus había escrito, con evidente
deleite, a su padre abad que la pequeña expedición que dirigía había descubierto los
restos de, según sus palabras, «el lugar de una pista de lanzamiento intercontinental,
completada con varios fascinantes tanques subterráneos de almacenamiento». Nadie
en la abadía supo nunca lo que el venerable Boedellus quiso decir con «pista de
lanzamiento intercontinental»; pero el padre abad que en aquella época gobernaba
decretó severamente que los anticuarios monásticos debían, a partir de aquel
momento y bajo pena de excomunión, evitar tales «pistas». La carta del abad fue lo
último que se supo del venerable Boedellus, de su grupo, su «pista de lanzamiento» y
del pequeño pueblo que había crecido sobre esa pista. Gracias a algunos pastores que
variaron el curso de un riachuelo dirigiéndolo hacia el cráter para almacenar agua
para sus rebaños en tiempos de sequía, un interesante lago adornaba ahora el paisaje
donde el pueblo estuvo en otro tiempo. Un viajero procedente de esa dirección, hacía
unos diez años, informó que en el lago había excelente pesca, pero que los pastores
de los alrededores miraban a los peces como las almas de los pueblerinos y
arqueólogos difuntos y se negaban a pescar allí debido a Bodollos, el barbo gigante
que se ocultaba en las profundidades.
«… Ni deberá iniciarse ninguna otra excavación que no tenga como motivo
principal el aumento de la Memorabilia», había añadido el decreto del padre abad, lo
cual quería decir que el hermano Francis debía limitar el registro del refugio a la
búsqueda de libros y papeles, sin meterse con artefactos interesantes.
Mientras el hermano Francis intentaba, con afán, abrir los cajones del escritorio,
el diente cubierto de oro no dejaba de centellear y relucir en su rincón. Los cajones se
negaron a moverse. Le dio al escritorio un golpe final y se volvió impaciente hacia el
cráneo.
—¿No podrías sonreír hacia otro lado?
La mueca permaneció inmutable. El despojo con diente de oro reposaba con la
cabeza apoyada entre una roca y una mohosa caja metálica. Abandonando el
escritorio, el novicio se abrió paso entre los escombros para inspeccionar desde más
cerca los restos mortales. Era obvio que la persona había muerto en ese mismo lugar,
abatida por torrentes de piedras, y medio enterrada por los escombros. Sólo el cráneo
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y los huesos de una pierna quedaron al descubierto. El fémur estaba roto, la nuca
destrozada.
El hermano Francis musitó una oración por el difunto. Después, muy suavemente,
levantó el cráneo de su lugar de reposo y le dio vuelta de modo que mirase a la pared.
Fue entonces cuando descubrió la caja oxidada.
Tenía la forma de un maletín y estaba evidentemente dedicada a transportar
alguna cosa. Podía haber servido para gran número de menesteres, pero había
quedado muy maltrecha por las piedras arrojadas. Con sumo cuidado la separó de los
escombros y la acercó al fuego. La cerradura parecía estar rota, pero la tapa se había
atascado con la herrumbre. Al agitarla, la caja resonó. No era el lugar idóneo para
buscar papeles o libros, pero —también era evidente— estaba destinada a ser abierta
y cerrada y podía contener algún papel interesante para la Memorabilia. De todas
maneras, recordando el destino del hermano Boedellus y otros, la roció con agua
bendita antes de intentar abrirla y manejó la antigua reliquia tan reverentemente como
le fue posible, mientras golpeaba sus oxidados goznes con una piedra.
Por fin los goznes cedieron y la tapa cayó. Pequeñas piezas metálicas saltaron de
las cubetas y se desperdigaron entre las piedras, algunas de ellas perdiéndose de
modo irreparable entre las hendiduras. Pero en el fondo de la caja, en el espacio
debajo de las cubetas, pudo ver… ¡papeles! Después de una rápida oración de
gracias, reunió tantas piezas metálicas como le fue posible y, tras colocar la tapa,
empezó a trepar por el montón de escombros hacia la escalera y el pequeño pozo de
cielo, con la caja fuertemente apretada bajo un brazo.
Al salir de la oscuridad del refugio, el sol le deslumbró; pero no prestó atención al
hecho de que se hundía peligrosamente por el oeste, sino que enseguida empezó a
buscar una piedra plana en la que poder extender el contenido de la caja y examinarlo
sin peligro de perder algo en la arena.
Minutos más tarde, sentado sobre una losa rota, empezó a sacar los artilugios de
metal y vidrio que llenaban las cubetas. La mayoría eran pequeñas cosas tubulares
con un bigote de alambre en cada extremo del tubo. Ya las conocía. El diminuto
museo de la abadía contenía algunas de diversas formas, tamaños y colores. Una vez
había visto a un hechicero de los paganos de la colina usarlas como «collar de
ceremonia». La gente de la colina las consideraba como «parte del cuerpo del dios»
—de la legendaria Machina Analytica, aclamada como el más sabio de sus dioses—.
Decían que tragándose una de ellas, un hechicero podía adquirir la «infalibilidad». De
aquel modo, lo que ciertamente adquirían era autoridad ante su propia gente, a no ser
que tragasen una de la especie venenosa. Los artefactos similares que tenían en el
museo también estaban conectados entre sí, no en forma de collar, sino como un
complejo y muy desordenado amasijo, en el fondo de una pequeña caja metálica,
expuesta con el título: «Chasis de radio: Uso incierto».
En su cara interna, la tapa de la caja tenía pegada una nota; la cola se había
secado; la tinta, desvanecido, y el papel estaba tan oscurecido por las manchas de
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herrumbre, que aunque la caligrafía hubiese sido buena, resultaba difícil de leer; pero
aquello estaba apresuradamente garrapateado. Lo estudió, con muchas interrupciones,
mientras vaciaba las cubetas. Parecía ser inglés de alguna especie, pero pasó más de
media hora antes de poder descifrar la mayor parte del mensaje:
CARL:
Dentro de veinte minutos debo abordar el avión para [indescifrable]. Por
el amor de Dios, haz que Em se quede ahí hasta saber si estamos en
guerra. ¡Por favor, trata de meterla en la lista de suplentes para el
refugio! No puedo conseguirle asiento en el avión. No le digas por qué la
envío con esta caja de herramientas; pero trata de que se quede ahí hasta
que sepamos [indescifrable] lo peor, uno de los de la lista no se presenta.
P. D. He sellado la cerradura y he puesto ALTO SECRETO en la tapa
para evitar que Em la abra. Es la primera caja de herramientas que he
encontrado. Guárdala en mi armario o donde quieras.
I. E. L.
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encontró ningún error en la aritmética del torpe calígrafo, no supo deducir lo que las
cantidades significaban.
Tomó el Memo con especial reverencia, pues su título le sugería la Memorabilia.
Antes de abrirlo se persignó y musitó la bendición de los textos. Pero el librito lo
desilusionó. Esperaba hallar algún tema impreso, pero sólo encontró una lista de
nombres, escrita a mano, sitios, números y fechas. Estas últimas fluctuaban entre el
final de la quinta década y el principio de la sexta del siglo XX. ¡De nuevo quedaba
confirmado! El contenido del refugio procedía del crepúsculo de la Edad del
Esclarecimiento. Un descubrimiento realmente importante.
De los grandes papeles doblados, uno estaba enrollado apretadamente y empezó a
partirse cuando trató de extenderlo; pudo sacar en claro las palabras
«FORMULARIO DE CIRCUITO», pero nada más. Lo guardó de nuevo en la caja
para un posterior trabajo de restauración y se dedicó al segundo documento doblado:
sus dobleces estaban tan quebradizos, que únicamente se atrevió a inspeccionar una
pequeña parte del mismo, separando ligeramente los pliegues y mirando entre ellos.
Parecía ser un diagrama, pero… ¡era de líneas blancas en papel oscuro!
Sintió de nuevo estremecerse ante el descubrimiento. ¡Era, sin lugar a dudas, una
heliografía! Y en la abadía no quedaba ni una sola de ellas, sino únicamente algunas
copias hechas a tinta de algunos originales que, con el tiempo, se habían desteñido al
verse expuestos a la luz. Era la primera vez que Francis veía un original, pero había
visto las suficientes reproducciones hechas a mano para reconocer que se trataba de
una heliografía. Y ésta, aunque manchada y descolorida, podía leerse todavía después
de varios siglos, debido a la total oscuridad y poca humedad del refugio. Al observar
la otra cara del documento, sintió un breve arranque de furia. ¿Qué idiota había
profanado aquel documento inestimable? Alguien había dibujado de modo
inconsciente, figuras geométricas y máscaras infantiles por todo el dorso. ¡Qué
vándalo sin seso!
Después de un momento de reflexión, la furia desapareció. En el momento de los
hechos, aquellas copias eran, probablemente, tan comunes como la hierba, y el
propietario de la caja posiblemente fuera el culpable. La ocultó del sol con su propia
sombra mientras trataba de desdoblarla un poco más. En el extremo superior de la
derecha había un rectángulo impreso con varios títulos en simples mayúsculas, de
fechas, «números de patente», números de referencia y nombres. Sus ojos siguieron
la lista hasta dar con «DISEÑO DEL CIRCUITO: Leibowitz, I. E.».
Cerró con fuerza los ojos y meneó la cabeza hasta que le pareció que resonaba.
Después miró de nuevo. Allí estaba claramente:
Dobló de nuevo el papel. Entre los dibujos infantiles y las figuras geométricas,
claramente marcada con tinta roja, estaba la forma:
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El nombre estaba escrito con clara letra femenina, no en el apresurado garrapateo
de las demás notas. Miró de nuevo las iniciales del escrito pegado en la caja: I. E. L.,
y de nuevo «diseño del circuito…». Las mismas siglas aparecían en todos los papeles.
Se había discutido, aunque en el terreno de las conjeturas, si al beatificado
fundador de la Orden, de ser por fin canonizado, se le honraría como san Isaac o san
Eduardo. Algunos se inclinaban por san Leibowitz como el modo correcto, puesto
que el beato, hasta el presente, había sido mencionado por su apellido.
—Beate Leibowitz, ora pro me! —musitó el hermano Francis.
Sus manos temblaban con tal violencia, que amenazaban con destruir los frágiles
documentos.
Había descubierto reliquias del santo.
Claro que Nueva Roma todavía no había proclamado la santidad de Leibowitz,
pero el hermano Francis estaba tan convencido de ello, que se atrevió a añadir:
Sancte Leibowitz, ora pro me!
El hermano Francis no perdió el tiempo en inútiles disquisiciones lógicas para
saltar a su inmediata conclusión: el propio cielo acababa de otorgarle la prueba de su
vocación. Desde su punto de vista había encontrado lo que buscaba en el desierto.
Estaba llamado a profesar como monje de la orden.
Olvidando el severo aviso de su abad en contra de esperar que una vocación
llegase de cualquier forma milagrosa o espectacular, el novicio se arrodilló en la
arena para dar las gracias y ofrecer varias decenas de rosarios a la intención del viejo
peregrino que le había indicado la roca que conducía al refugio. «Que encuentres
pronto la voz, muchacho», le había dicho el caminante. No fue sino hasta aquel
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momento que al novicio se le ocurrió pensar que quizá quiso decir Voz con
mayúscula.
Ut solius tuae voluntatis mihi cupidus sim, et vocationis, tuae conscius, si
digneris me vocare…
El abad estaría en su derecho si pensaba que la «voz» hablaba la lengua de las
circunstancias y no la de la causa y efecto, y lo mismo ocurría con el Promotor Fidei
si pensaba que «Leibowitz» era quizás un nombre común y corriente antes del
Diluvio de Fuego, y que I. E. podía tanto significar «Ichabod Ebenezer» como «Isaac
Edward». Para Francis sólo existía uno.
Tres campanadas de la abadía distante resonaron a través del desierto, una pausa y
después las tres notas fueron seguidas de otras nueve.
—Angelus Domini nuntiavit Mariae —respondió el novicio respetuosamente,
levantando la cabeza sorprendido al ver que el sol se había convertido en una gorda
elipse escarlata, que ya tocaba el horizonte occidental. La barrera de roca alrededor
de su cubil no estaba terminada.
En cuanto terminó el ángelus, guardó apresuradamente los papeles en la vieja caja
oxidada. Una llamada del cielo no comportaba necesariamente el carisma de sojuzgar
a las bestias salvajes ni de ser amistoso con los lobos hambrientos.
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Desierto, rodeada de un jardín y un muro, con una capilla del santo atrayendo riadas
de peregrinos, ceñidos los lomos, procedentes del norte. El «padre» Francis de Utah
conduciendo a los peregrinos a dar una vuelta por las ruinas, aun a través de la
Compuerta Dos hasta los esplendores del «Cerco Sellado», detrás del cual, las
catacumbas del Diluvio de Fuego estaban… estaban…, bueno, después les ofrecería
una misa en el altar de piedra, que encerraba la reliquia del santo que daba nombre a
la iglesia… ¿un poco de arpillera?, ¿fibras de la soga del verdugo?, ¿recortes de uña
del fondo de la caja oxidada? ¿Quizás el «Formulario del Circuito»? Pero la fantasía
languideció. Las oportunidades para que el hermano Francis se convirtiese en
sacerdote eran pocas… ya que al no tratarse de una orden misionera, los hermanos de
Leibowitz sólo necesitaban unos cuantos sacerdotes para la propia abadía y algunas
pequeñas comunidades de monjes en otras localidades. Además, el «santo» era
todavía oficialmente un beato y no se le santificaría a menos que obrase algunos
milagros más importantes y sólidos para apoyar su beatificación, la cual no era una
proclamación infalible, como lo sería la canonización, aunque permitía a los monjes
de la Orden de Leibowitz venerar formalmente a su fundador y patrono fuera de la
misa y el oficio.
Las proporciones de la fantasmagórica iglesia fueron disminuyendo junto con el
tamaño de la capilla lateral; la riada de peregrinos se redujo hasta formar un
riachuelo. Nueva Roma estaba ocupada en otros asuntos, tales como la petición para
una definición formal en el asunto de los dones preternaturales de la Santísima
Virgen: los dominicos sostenían que la Inmaculada Concepción implicaba no sólo
que la gracia moraba en ella, sino también que la Bendita Madre había tenido los
poderes preternaturales, que eran los de Eva antes de la caída, y algunos teólogos de
otras órdenes, incluso admitiendo que éstas eran conjeturas piadosas, negaban que el
caso fuese necesario y aducían que una «criatura» podía ser «originalmente
inocente», aunque sin ser dotada de dones preternaturales; los dominicos se
inclinaban ante esto, pero afirmaban que la creencia había ido siempre implícita en
otro dogma —tal como la asunción (inmortalidad preternatural) y la preservación del
pecado actual (con implicación de integridad preternatural) y aún otros ejemplos—.
Mientras trataba de zanjar esta disputa, Nueva Roma había dejado, según parecía, el
caso de la canonización de Leibowitz cubriéndose de polvo en un archivo.
Contentándose con una pequeña capilla en honor del beato y alguna peregrinación
casual, el novicio se adormeció. Cuando despertó, el fuego se había reducido a brasas
relucientes. Algo parecía estar mal. ¿Estaba solo? Miró parpadeando la oscuridad que
lo rodeaba.
Desde un poco más lejos de la cama de ascuas rojizas, el oscuro lobo parpadeó a
su vez.
El novicio dio un grito y corrió en busca de un refugio.
El chillido, se dijo cuando se tendió temblando en su cubil de piedras y abrojos,
había sido sólo una ruptura involuntaria de la regla del silencio. Se tendió, aferrado a
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la caja de metal, rezando para que los días de cuaresma pasasen pronto, mientras unas
patas peludas rastreaban su cercado.
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—Me acuso.
—¿De qué? —suspiró Cheroki.
—De abusar de un sacramento en un arranque de ira.
—¿Abusar? ¿No tenías ningún motivo racional para sospechar de influencia
diabólica? ¿Tan sólo te enfureciste y le rociaste con ella? ¿Como echándole tinta en
los ojos?
Captando el sarcasmo del prior, el novicio se removió y dudó. La confesión era
siempre difícil para el hermano Francis. Nunca podía encontrar las palabras correctas
para sus malas acciones, y al tratar de recordar sus propios motivos, se confundía sin
remedio. Ni el padre le ayudaba al tomar como base el «o-lo-hiciste-o-no-lo-hiciste»,
aunque, evidentemente, o bien lo había hecho o bien no.
—Creo que por un momento perdí los estribos —dijo finalmente.
Cheroki abrió la boca con la evidente intención de seguir con el tema, pero lo
pensó mejor.
—Ya veo. ¿Qué más?
—Pensamientos glotones —dijo Francis, después de un momento.
El prior suspiró.
—Creí que ya habíamos terminado con ello, ¿o te refieres a otro momento?
—Ayer. Fue ese lagarto, padre, tenía rayas azules y amarillas y unas ancas tan
magníficas, gruesas como el pulgar y regordetas. Me puse a pensar que debían de
tener el mismo sabor que el pollo, bien asadas y crujientes por fuera, y…
—Está bien —le interrumpió el sacerdote. Sólo una sombra de revulsión cruzó su
vieja cara. Después de todo, el muchacho pasaba muchas horas al sol—. ¿Te
complaciste en esos pensamientos? ¿No trataste de librarte de la tentación?
Francis enrojeció.
—Traté… de apresarlo, pero se escapó.
—Así que no fue sólo de pensamiento sino también de hecho. ¿Sólo esta vez?
—Pues… sí, sólo esta vez.
—Bien, de pensamiento y obra, deseando comer carne durante la vigilia. Por
favor, trata de ser lo más específico que puedas al respecto. Creí que habías
examinado a fondo tu conciencia. ¿Hay más?
—Bastante.
El prior dio un respingo. Tenía aún que visitar varias ermitas, sería una cabalgada
larga y calurosa y le dolían las rodillas.
—Por favor, sigue con ello lo más aprisa que puedas —suspiró.
—Impureza, una vez.
—¿Pensamiento, palabra u obra?
—Pues estaba ese súcubo y ella…
—¿Súcubo? Ah…, nocturno. ¿Dormías?
—Sí, pero…
—Entonces, ¿por qué lo confiesas?
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—Por lo que sucedió después.
—¿Después de qué? ¿Cuando despertaste?
—Sí, seguí pensando en ella, volví a imaginar todo, de nuevo.
—Muy bien, pensamiento concupiscente deliberadamente alimentado. ¿Lo
sientes? Bien, ¿qué más?
Aquello era lo usual que oía una vez tras otra, postulante tras postulante, novicio
tras novicio, y le parecía al padre Cheroki que lo menos que el hermano Francis podía
haber hecho era numerar sus acusaciones una, dos, tres, de un modo claro y
ordenado, sin todos esos circunloquios y sugerencias, pero al muchacho parecía
dificultársele todo lo que pensaba decir. El sacerdote esperó.
—Creo que me ha llegado la vocación, padre, pero…
Francis se humedeció los resecos labios y miró un insecto que se había posado
sobre una roca.
—¿Lo ha hecho? —La voz de Cheroki fue apagada.
—Me parece que sí, pero ¿pequé, padre, si cuando lo encontré consideré la letra
con desprecio?
Cheroki parpadeó. ¿Letra? ¿Vocación? De qué se trataba…, estudió unos
segundos la expresión seria del novicio y después frunció el ceño.
—¿Habéis estado tú y el hermano Alfred intercambiando ciertas notas? —
preguntó, severo.
—¡Oh, no, padre!
—Entonces, ¿de qué letra hablas?
—De la del bendito Leibowitz.
Cheroki se quedó pensativo. ¿Había o no en la abadía alguna colección de
documentos antiguos, algún manuscrito escrito personalmente por el fundador de la
orden? ¿Alguna copia original, quizá? Después de un momento de reflexión, decidió
afirmativamente: quedaban algunos papeles cuidadosamente guardados bajo llave.
—¿Te refieres a algo ocurrido en la abadía? ¿Antes de venir?
—No, padre, sucedió ahí —señaló hacia la izquierda—. Tres túmulos más allá,
cerca del cactos alto.
—¿Dices que es algo que tiene que ver con tu vocación?
—Sí, pero…
—Claro que —dijo secamente Cheroki— no es posible que intentes decirme que
has recibido, del bendito Leibowitz, muerto, fíjate bien, desde hace por lo menos
seiscientos años, una invitación escrita para que profeses tus solemnes votos y que no
te ha gustado su letra. Discúlpame, pero ésta es la impresión que me has dado.
—Pero es que se trata de algo así, padre.
Cheroki empezó a farfullar, y, alarmado, el hermano Francis extrajo un pedazo de
papel de la manga y se lo tendió al sacerdote. Estaba reseco por los años y manchado.
La tinta estaba desvanecida.
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—«Una libra de pastrami —pronunció el padre Cheroki, pasando velozmente
sobre las palabras poco familiares—, una lata de kraut, traer a casa para Emma». —
Se quedó mirando fijamente al hermano Francis durante unos segundos—. ¿Quién ha
escrito esto?
Francis se lo dijo.
Cheroki se quedó pensativo.
—No es posible, mientras estés en estas condiciones, que hagas una buena
confesión, y no estaría bien que yo te absolviese sin que tu mente esté centrada. —Al
ver respingar a Francis el sacerdote le tocó un hombro con un gesto tranquilizador—.
No te preocupes, hijo, hablaremos de ello cuando estés mejor. Entonces escucharé tu
confesión. Por el momento… —Miró nervioso la urna que contenía la eucaristía—.
Quiero que reúnas tus cosas y regreses de inmediato a la abadía.
—Pero, padre, yo…
—Te lo ordeno —dijo apagadamente el sacerdote—, vuelve de inmediato a la
abadía.
—Sí… sí, padre.
—Por ahora no pienso absolverte, pero puedes hacer un buen acto de contrición y
ofrecer dos decenas de tu rosario como penitencia. ¿Quieres mi bendición?
El novicio asintió, intentando reprimir las lágrimas. El sacerdote lo bendijo, hizo
una genuflexión ante el Sacramento y colgó de nuevo la vasija de oro en la cadena
que pendía de su cuello. Después de guardarse el cirio en un bolsillo, dobló el altar y
lo ató en su sitio detrás de la silla de montar. Le hizo a Francis una seria inclinación,
montó y se alejó en su mula para completar la ronda de las ermitas de vigilia. Francis
se dejó caer sobre la arena caliente y lloró.
Todo habría sido más fácil si hubiese podido llevar el sacerdote a la cripta para
mostrarle la antigua habitación, vaciar el contenido de la caja, o si le hubiese
mostrado la señal que el peregrino hizo en la piedra; pero el prior llevaba la eucaristía
y resultaba imposible inducirlo a bajar a gatas a un sótano lleno de escombros o a
entretenerse con el contenido de la vieja caja y enzarzarse en disquisiciones
arqueológicas. Sabía que no debía pedirlo. La visita de Cheroki era necesariamente
solemne, en tanto la urna que llevaba contuviese aunque fuese una sola hostia. De no
ser así y estar vacía, habría sido posible discutirlo. El novicio no podía culpar al padre
por haber sacado la conclusión de que había perdido la cabeza. Estaba en verdad un
poco mareado por el sol y había balbuceado bastante. Más de un novicio había
regresado con el entendimiento huero después de una vigilia vocacional.
Nada podía hacer sino obedecer la orden de regreso.
Fue al refugio y lo miró de nuevo para asegurarse de que realmente estaba allí.
Después fue a buscar la caja; cuando lo tuvo todo guardado y estaba a punto de
marcharse, un penacho de polvo apareció en el oeste, anunciando la llegada del
proveedor de abastecimientos con agua y maíz de la abadía. El hermano Francis
decidió esperar su ración de alimento antes de emprender su largo viaje al hogar.
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Tres borricos y un monje aparecieron encabezando la columna de polvo. El
primer borrico avanzaba penosamente bajo el peso del hermano Fingo. A pesar de su
capucha, Francis reconoció al ayudante de cocina por sus hombros cargados y por las
largas espinillas peludas que colgaban a cada lado del asno de tal modo que sus
sandalias casi tocaban el suelo. Los animales que le seguían iban cargados con
pequeñas bolsas de maíz y odres de agua.
—¡Gorrinos, gorrinos, gorrinos! —gritó Fingo, haciendo trompa con las manos y
lanzando su llamada a los cerdos, desde las ruinas, como si no hubiese visto a
Francis, que le esperaba cerca del sendero—. ¡Gorrinos, gorrinos, gorrinos! ¡Ah, aquí
estás, Francis! Te había confundido con un montón de huesos. Tendremos que
engordarte para los lobos. Aquí está, sírvete los desperdicios del domingo. ¿Cómo va
el negocio de las ermitas? ¿Crees que obtendrás algo de ello? Si no te importa, sólo
un odre y una bolsa de maíz. Y cuídate de las patas traseras de Malicia, está en celo y
se siente algo traviesa… ha coceado a Alfred. ¡Crac! En medio de la rótula. ¡Ten
cuidado!
El hermano Fingo echó hacia atrás su capucha y rió socarronamente, mientras el
novicio y Malicia tomaban posiciones. A no dudar, Fingo era el hombre más feo de la
Tierra, y cuando reía, la enorme distribución de encías rosadas y grandes dientes de
variados colores añadía muy poco a su encanto. Era un mutante, pero casi no podía
considerársele un monstruo. La suya era una herencia bastante común en el país de
Minnesota, del que era oriundo: producía la calva y una distribución muy desigual de
la melanina, por lo que el larguirucho pellejo del monje era una mezcla abigarrada de
manchas de hígado de buey y chocolate sobre fondo albino. Sin embargo, su perpetuo
buen humor compensaba de tal modo su aspecto que, después de unos minutos, uno
dejaba de notarlo, y después de un largo contacto, las manchas del hermano Fingo
parecían tan normales como las de un pony pintojo. Lo que habría resultado horrible
de haber sido él un hombre malhumorado llegaba a ser, al ir acompañado por aquella
exuberante alegría, casi tan decorativo como el maquillaje de un payaso.
La asignación de Fingo en la cocina era de castigo y probablemente temporal. Era
tallista de oficio y normalmente trabajaba en el taller de carpintería. Pero un incidente
de orgullo relacionado con una estatuilla del bendito Leibowitz, que se le había
permitido tallar, promovió que el abad ordenase su transferencia a la cocina hasta que
diese alguna señal de mayor humildad. Mientras tanto, la estatua del beato esperaba a
medio esculpir en el taller de carpintería.
La sonrisa de Fingo empezó a desvanecerse cuando notó el aspecto de Francis,
que descargaba el grano y el agua de la retozona burra.
—Pareces un perro apaleado, muchacho —le dijo al penitente—. ¿Qué te pasa?
¿Está de nuevo el padre Cheroki en uno de sus malos momentos?
El hermano Francis movió la cabeza.
—No, que yo sepa.
—¿Entonces qué te pasa, estás enfermo?
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—Me ha ordenado que regrese a la abadía.
—¿Qué…?
Fingo hizo pasar una peluda extremidad por encima de su montura y se dejó caer
unos centímetros hasta el suelo. Se inclinó sobre el hermano Francis, le puso una
carnosa mano sobre el hombro y le observó la cara.
—¿De qué se trata? ¿Ictericia?
—No. Cree que estoy…
Francis se tocó una sien y se encogió de hombros.
Fingo se echó a reír.
—Bueno, eso es verdad, pero todos lo sabemos. ¿Por qué te envía de regreso?
Francis miró la caja que tenía a sus pies.
—Encontré algunas cosas que pertenecieron al bendito Leibowitz. Empecé a
decírselo, pero no me creyó, no me dejó que se lo explicase, él…
—¿Encontraste qué?
Fingo sonrió incrédulo y, después de dejarse caer de rodillas, abrió la caja,
mientras el novicio le observaba nervioso. El monje agitó los cilindros bigotudos con
un dedo y silbó suavemente.
—Son encantamientos de los paganos de la colina, ¿verdad? Esto es antiguo,
Francis, verdaderamente antiguo. —Miró la nota de la tapa—. ¿Qué son esos
garabatos? —preguntó de soslayo al infeliz novicio.
—Inglés prediluviano.
—Nunca lo he estudiado, sólo sé lo que cantamos en el coro.
—Lo escribió el propio beato.
—¿Esto? —Los ojos de Fingo fueron del hermano Francis a la nota. Meneó
súbitamente la cabeza, colocó la tapa en su lugar y se levantó. Su sonrisa era ahora
forzada—. Quizás el padre tiene razón, será mejor que regreses y el hermano
farmacéutico te haga algún preparado de hongos. Debes de tener fiebre, hermano.
Francis se encogió de hombros.
—Quizá.
—¿Dónde encontraste esto?
El novicio se lo indicó.
—Unos túmulos más allá. Quité unas piedras, encontré un hueco y después un
sótano. Puede ir a comprobarlo.
Fingo agitó la cabeza.
—Tengo un largo camino por delante.
Francis asió la caja y emprendió la marcha hacia la abadía mientras Fingo volvía
a su asno. Después de unos pasos, el novicio se detuvo y gritó:
—Hermano Pecas ¿puede otorgarme unos minutos?
—Quizá —contestó Fingo—, ¿para qué?
—Vaya allí y mire por el agujero.
—¿Por qué?
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—Para que pueda decir al padre Cheroki que está realmente allí.
Fingo se detuvo con una pierna a medio cruzar sobre el asno.
—Ya —dijo desmontando—, de acuerdo. Si no está allí, te lo diré a ti.
Francis esperó un momento mientras el desgarbado Fingo se perdía de vista entre
los túmulos; después dio la vuelta para seguir penosamente la larga senda polvorienta
que conducía a la abadía, masticando maíz y bebiendo algunos sorbos del odre. De
vez en cuando miraba hacia atrás. Fingo permaneció oculto mucho más de dos
minutos. El hermano Francis había dejado de mirar a su espalda cuando oyó un
distante bramido procedente de las ruinas que había dejado atrás. Se volvió y pudo
ver la lejana figura del tallista de pie en la cima de uno de los túmulos. Agitaba los
brazos y asentía vigorosamente. Francis le hizo, a su vez, una seña y siguió
cansadamente su camino.
Dos semanas de casi inanición habían cobrado su tributo, y después de cuatro o
cinco kilómetros empezó a tambalearse. Cuando estaba a sólo un par de la abadía, se
desmayó junto a la cuneta. Avanzada la tarde, Cheroki, de vuelta de sus rondas, lo
encontró allí tendido. Desmontó rápidamente y humedeció la cara del joven hasta que
gradualmente recuperó el sentido. El sacerdote había dado con los mulos de
abastecimiento en su camino de vuelta y escuchado el relato de Fingo confirmando el
hallazgo de Francis. Aunque no estaba dispuesto a aceptar que el novicio hubiese
encontrado algo de importancia real, el sacerdote lamentó su anterior impaciencia con
el muchacho. Vio la caja, cuyo contenido estaba desperdigado a su alrededor, y le dio
una breve ojeada a la nota pegada a la tapa. Francis se sentó mareado y confuso al
borde de la carretera, y Cheroki decidió considerar los anteriores balbuceos del
novicio como resultado de una imaginación romántica más que como locura o delirio.
No había visitado la cripta ni examinado de cerca el contenido de la caja; pero era
evidente, por lo menos, que el muchacho había malinterpretado sucesos reales más
que confesado alucinaciones.
—Tan pronto volvamos, podrás terminar tu confesión… —le dijo suavemente al
novicio, ayudándolo a subir detrás de la silla de la mula—. Creo que si no insistes en
mensajes personales de los santos, podré absolverte, ¿verdad?
El hermano Francis estaba, de momento, demasiado débil para poder insistir en
nada.
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—¿Eh? ¡Vaya, no sé lo que digo! Olvidé que lo supo usted a través de una
confesión. Bien, haga que él se lo diga de nuevo y así podrá hablar de ello…
supongo. El cielo sabe que en la abadía no se habla de otra cosa. No, no vaya ahora,
yo hablaré de momento y usted no me contestará nada que forme parte del secreto de
confesión. ¿Ha visto todo esto?
El abad señaló una mesa sobre la que estaba colocado el contenido de la caja del
hermano Francis para ser examinado.
Cheroki asintió lentamente.
—Cuando se desmayó la dejó caer al suelo. Yo la recogí, pero no lo examiné
detenidamente.
—¿Sabe lo que dice que es?
El padre Cheroki miró hacia otro lado como si no hubiese oído la pregunta.
—Está bien, está bien —gruñó el abad—, no se preocupe por lo que él dice que
es, y decida lo que usted piensa que puede ser.
Cheroki se inclinó sobre el escritorio y estudió cuidadosamente los papeles uno a
uno mientras el abad pensaba y aparentemente hablaba con el sacerdote, pero medio
para sí:
—¡Es imposible! Hizo usted bien enviándolo a casa antes de que descubriese algo
más. Pero claro está que esto no es lo peor. Lo peor es lo que murmura del viejo. Está
tomando demasiado empuje. No sé de nada que pueda perjudicar más el caso que una
oleada de «milagros» poco convincentes. ¡Unos cuantos incidentes reales, nada más!
Antes de la canonización debe quedar establecido que la intercesión del beato ha
dado lugar a lo milagroso, ¡pero esto puede ser demasiado! Mire el caso del beato
Chang, beatificado hace dos siglos, pero nunca canonizado. Y todo porque su orden
se mostró demasiado ansiosa, justamente por eso. Cada vez que alguien paseaba un
resfriado, el beato producía una cura milagrosa. Apariciones en los sótanos,
evocaciones en el campanario, parecía más una colección de cuentos de fantasmas
que actos milagrosos. Quizás un par de incidentes fueron realmente válidos, pero
cuando hay hojarasca, ¿qué ocurre?
El padre Cheroki levantó la mirada. Sus nudillos habían palidecido en el borde
del escritorio y su cara estaba tensa. Parecía no haber escuchado.
—¿Decía usted, padre abad?
—Pues que aquí puede ocurrir lo mismo, esto es lo que digo —contestó el abad,
empezando de nuevo su paseo de un lado para otro—. El año pasado fue el hermano
Noyon y su milagrosa soga del verdugo; el año anterior, al hermano Smirnov se le
curó milagrosamente la gota… ¿Cómo? Pues tocando una probable reliquia de
nuestro beato Leibowitz, dicen los jóvenes patanes. Y ahora este Francis encuentra un
peregrino que usa como kilt la mismísima túnica de arpillera que fue empleada como
capucha del bendito Leibowitz antes de colgarlo. ¿Y qué usa en vez de cinturón? Una
soga. ¿Qué soga? Pues la misma… —Hizo una pausa y miró a Cheroki—. Puedo
decir por su mirada sorprendida que no sabía usted nada de esto. ¿No? Está bien, no
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lo puede decir. No, no, Francis no lo dijo, todo lo que explicó fue que… —El abad
Arkos trató de darle una tonalidad de ligero falsete a su voz normalmente profunda
—. Todo lo que el hermano Francis dijo fue: «Encontré a un viejo y pensé que era un
peregrino que se dirigía a la abadía, pues ése era el camino que llevaba. Se vestía con
un viejo saco de arpillera atado a la cintura con un pedazo de soga. Hizo una señal en
la piedra y la señal era así».
Arkos se sacó un pedazo de pergamino de un bolsillo de su túnica y lo desplegó
frente a la cara de Cheroki a la luz de una vela. Aun tratando con poco éxito de imitar
la voz de Francis, añadió:
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—¡Hágalo! Cuando entró, todavía dudaba si debía asarlo vivo o no. Por haberlo
hecho volver, quiero decir. Si lo hubiese dejado en el desierto no tendríamos esa
fantástica historia corriendo por aquí. Pero por otra parte, de haberse quedado allí,
vaya a saber lo que habría podido sacar del sótano. Creo que al hacerlo regresar hizo
lo correcto.
Cheroki, que no había tomado esa decisión por tal razón, decidió que el silencio
era la política más apropiada.
—Vaya a verle —gruñó el abad—, y después envíemelo.
Eran casi las nueve de la mañana de un luminoso lunes cuando el hermano Francis
llamó tímidamente al despacho del abad. Una provechosa noche de descanso en el
duro jergón de paja de su vieja celda familiar y un poco de desayuno no tan familiar
no habían, quizás, hecho maravillas en el estómago hambriento ni aclarado
totalmente la niebla que el sol había metido en su cerebro; pero aquellos lujos
relativos le habían dado, por lo menos, la suficiente claridad de criterio para saber
que tenía motivos para estar asustado. De hecho, estaba aterrorizado, y su primer
golpe a la puerta del abad pasó desapercibido. Ni siquiera él pudo oírlo. Después de
varios minutos reunió la valentía suficiente para llamar de nuevo.
—Benedicamus Domino.
—Deo gratias? —preguntó Francis.
—¡Entra, muchacho, entra! —exclamó una voz afable que, después de unos
segundos de duda, reconoció con extrañeza como la de su soberano abad—. Dale la
vuelta al pestillo, hijo —dijo la misma voz amistosa, después de que Francis se hubo
quedado paralizado durante unos segundos con los nudillos todavía en posición de
llamada.
—Sí…
Francis casi no tocó el pestillo, pero la condenada puerta se abrió, a pesar de
haber esperado que estuviese pesadamente cerrada.
—¿El padre abad me ha mandado llamar? —musitó el novicio.
El abad Arkos se humedeció los labios y asintió lentamente.
—Sí, el padre abad te ha mandado llamar. Entra y cierra la puerta.
El hermano Francis obedeció y permaneció tembloroso en el centro de la
habitación. El abad jugueteaba con algunas de las cosas con bigote de alambre que
había en la vieja caja de herramientas.
—Aunque tal vez sería mejor decir —prosiguió el abad Arkos— que quizá sea el
reverendo padre abad quien ha sido llamado por ti. Ahora que te has visto de tal
modo favorecido por la Providencia y eres tan famoso, ¿no te parece? —sonrió con
dulzura.
—¿Je, je? —El hermano Francis rió inquisitivamente—. Oh, no, reverendo padre.
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—¿No niegas que has ganado fama en una noche? ¿Que la Providencia te ha
elegido para descubrir esto? —Señaló con un amplio gesto las reliquias que había
sobre la mesa—. ¿Esta caja de basuras como la llamó acertadamente su antiguo
propietario?
El novicio balbuceó desamparadamente y se esforzó en formar una sonrisa.
—Tienes diecisiete años y eres claramente idiota, ¿verdad?
—No hay duda de ello, reverendo padre.
—¿Qué excusas propones por creerte llamado a la religión?
—Ninguna, magister meus.
—¿Ah? ¿Es así? Entonces, ¿piensas que no tienes vocación para pertenecer a la
orden?
—¡La tengo! —exclamó el novicio.
—Pero ¿no encuentras motivo?
—Ninguno.
—Pequeño cretino, te pido una razón. Ya que no das ninguna, supongo que estás
preparado para negar que el otro día encontraste a alguien en el desierto; tropezaste
con esto, con esta caja de basuras sin ayuda de nadie y que lo que he oído comentar a
los demás es únicamente un delirio producido por la fiebre.
—¡Oh, no, dom Arkos!
—¿No, qué?
—No puedo negar lo que vi con mis propios ojos, reverendo padre.
—¿Así que encontraste un ángel… o fue un santo? ¿Él te mostró dónde tenías que
mirar?
—Nunca he dicho que fuese…
—Y ésta es tu excusa para creer que tu vocación es verdadera, ¿no es así? Que
aquella… aquella llamémosla criatura te habló de encontrar una voz y marcó una roca
con sus iniciales y te dijo que era lo que buscabas, y cuando miraste debajo… allí
estaba esto, ¿verdad?
—Sí, dom Arkos.
—¿Qué opinas de tu propia execrable vanidad?
—Mi execrable vanidad es imperdonable, reverendo maestro.
—El creerte lo suficientemente importante para ser imperdonable es una vanidad
todavía mayor —rugió el soberano de la abadía.
—Reverendo padre, soy en verdad un gusano.
—Muy bien, tienes que negar únicamente la parte del peregrino. Nadie más lo
vio, ¿sabes? Tengo entendido que vino en esta dirección y hasta dijo que se detendría
aquí. Que te preguntó acerca de la abadía. ¿No es así? En caso de haber existido,
¿cómo desapareció? Nadie pasó por aquí. El hermano que en aquel momento estaba
de guardia en la atalaya no lo vio. ¿Estás dispuesto a aceptar ahora que lo imaginaste?
—De no haber existido las dos marcas en aquella roca, quizás hubiese…
El abad cerró los ojos y suspiró profundamente.
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—Las señales están aquí… borrosas —admitió—. Pudiste hacerlas tú.
—No, reverendo padre.
—¿Admitirás que imaginaste a la vieja criatura?
—No, reverendo padre.
—Muy bien, ¿sabes lo que te espera ahora?
—Sí, reverendo padre.
—Entonces, prepárate a recibirlo.
Temblando, el novicio se arrebujó el hábito hasta la cintura y se inclinó sobre el
escritorio. El abad sacó una dura regla de nogal de un cajón, la probó en su palma y
después le dio un fuerte golpe a Francis cruzándole las nalgas con ella.
—Deo gratias! —respondió sumisamente el novicio, conteniendo ligeramente el
aliento.
—¿Piensas cambiar de idea, hijo mío?
—Reverendo padre, no puedo negar…
¡Plaf!
—Deo gratias!
¡Plaf!
—Deo gratias!
Por diez veces fue repetida esa simple pero dolorosa letanía, con el hermano
Francis resollando sus gracias al cielo por cada punzante lección sobre la virtud de la
humildad, como se esperaba de él. El abad se detuvo después del décimo golpe. El
hermano Francis estaba de puntillas y se balanceaba ligeramente. Las lágrimas se
abrían paso entre sus apretados párpados.
—Mi querido hermano Francis —dijo el abad Arkos—, ¿estás seguro de que viste
al viejo?
—Seguro —murmuró, endureciéndose en espera de nuevos golpes.
El abad Arkos miró clínicamente al joven, después dio la vuelta a su mesa y se
sentó con un gruñido. Se quedó un rato contemplando abstraídamente el pedazo de
pergamino con las letras.
—¿Quién supones que pudo ser? —murmuró el abad, con voz ausente.
El hermano Francis abrió los ojos llenos de lágrimas.
—Me has convencido, muchacho, peor para ti.
Francis no contestó, pero rogó silenciosamente porque la necesidad de convencer
a su soberano de su veracidad no se presentase muy a menudo. En respuesta a un
gesto irritado del abad, se bajó el hábito.
—Puedes sentarte —dijo el abad, con acento casual y hasta cordial.
Francis fue hacia la silla indicada, pero al intentar sentarse dio un respingo y se
enderezó.
—Si le es igual, reverendo padre abad…
—Está bien, quédate de pie. De todas maneras no te entretendré mucho. Tienes
que marcharte a terminar tu vigilia. —Hizo una pausa al ver que la cara del novicio se
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iluminaba ligeramente—. Oh, no, no lo harás —exclamó—, no volverás al mismo
sitio. El hermano Alfred y tú intercambiaréis ermitas y no te acercarás para nada a
esas ruinas. Y aún más, te prohíbo que hables del asunto con nadie, excepto con tu
confesor y conmigo. De todas maneras, el cielo sabe que el mal ya está hecho. ¿Sabes
lo que has empezado?
El hermano Francis movió la cabeza.
—Ayer, por ser domingo, reverendo padre, no tuvimos que observar silencio, y en
el recreo contesté algunas de las preguntas de los muchachos. Pensé…
—Pues tus muchachos han imaginado una encantadora solución, querido hijo.
¿Sabes que a quien encontraste allí fue al mismísimo beato Leibowitz?
Francis quedó sorprendido y después meneó nuevamente la cabeza.
—No, reverendo padre, estoy seguro de que no puede ser. El beato mártir no haría
una cosa así.
—¿Qué es lo que no haría?
—No perseguiría a alguien tratando de pegarle con un palo que tenía la punta de
hierro.
El abad se secó la boca para ocultar una sonrisa involuntaria. Trató de parecer
pensativo.
—No sé nada de esto. ¿Eres tú ese alguien a quien perseguía? Comprendo, es lo
que suponía. ¿Contaste esto a los demás novicios? ¿Sí, eh? Pues mira, ellos no
excluyeron la posibilidad de que fuese el beato. Dudo que haya mucha gente a quien
el beato persiguiese con su palo, pero… —Se calló, incapaz de contener la risa que la
expresión en la cara del novicio le producía—. Está bien, hijo, pero ¿quién supones
que pudo ser?
—Pensé que era un peregrino que recorría el camino para visitar nuestra capilla,
reverendo padre.
—Todavía no es una capilla y no debes llamarla así. Pero de todas maneras no
pensaba visitarla o, por lo menos, no lo hizo. No pasó ante nuestra puerta, a menos,
claro está, que el vigía durmiera. Y el novicio que estaba de guardia niega haberse
dormido aunque admite que aquel día se sentía amodorrado. Así que, ¿qué es lo que
sugieres?
—Si el reverendo padre abad me perdona, yo mismo he estado de guardia algunas
veces.
—¿Y…?
—Bueno, en un día brillante en el que lo único que se mueve son los buitres,
después de unas horas se empieza a mirarlos.
—Conque sí, ¿eh? ¿Cuándo se supone que hay que mirar el camino?
—Y si se mira demasiado hacia el cielo, llega un momento en que se pierde la
lucidez… no se puede decir que dormido, pero sí algo así como abstraído.
—¿Y esto es lo que haces cuando estás de guardia? —gruñó el abad.
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—No necesariamente. Quiero decir que no, reverendo padre, de haberme ocurrido
no lo sabría, no lo creo. El hermano Je… quiero decir que un hermano a quien
sustituí un día estaba así. Ni siquiera se había dado cuenta de que había llegado la
hora del cambio de guardia. Estaba sentado en la torre mirando el cielo con la boca
abierta. Como ausente.
—Sí, y la primera vez que tú te amodorres de este modo, llegará una horda
pagana de guerreros de Utah, matará a algunos jardineros, cortará el sistema de
irrigación, estropeará nuestras cosechas y llenará el pozo de piedras, antes de que
tengamos tiempo de defendernos. ¿Por qué pones esa cara tan…? Ah, lo había
olvidado, tú procedes de Utah, ¿verdad? Pero no te preocupes, puede que después de
todo tengas razón acerca del vigía, quizá no vio al viejo. ¿Estás seguro de que se
trataba de un viejo común y corriente y nada más? ¿No era un ángel o un beato?
La mirada del novicio se detuvo pensativamente en el techo y después se posó
rápidamente en la cara de su superior.
—¿Los ángeles y los santos tienen sombra?
—Sí, quiero decir no, quiero decir… ¡cómo voy a saberlo! Él la tenía, ¿verdad?
—Pues… era tan pequeña que casi no se le notaba.
—¿Qué?
—Era casi mediodía.
—¡Imbécil! No te estoy pidiendo que me digas lo que era. Yo lo sé muy bien, si
es que lo viste. —El abad Arkos dio unos golpes sobre la mesa para dar mayor
énfasis a sus palabras—. Quiero saber si tú… ¡tú!, estás seguro, más allá de toda
duda, de que se trataba de un viejo común y corriente.
Aquella clase de interrogatorios desconcertaban al hermano Francis. En su propia
mente no existía ningún límite preciso que separase lo natural de lo sobrenatural, sino
más bien una zona crepuscular intermedia. Había cosas que eran claramente naturales
y cosas que eran claramente sobrenaturales; pero entre esos dos extremos cabía una
región de confusión (la suya) —lo preternatural—, donde las cosas hechas de simple
tierra, aire, fuego o agua tendían a comportarse de modo perturbador como Cosas.
Para el hermano Francis, esta región incluía todo lo que podía ver, pero no podía
comprender. Y el hermano Francis jamás estaba seguro «más allá de toda duda»,
como el abad le pedía que estuviese, de comprender exactamente de qué se trataba.
Así, al poner la pregunta en el tapete, el abad Arkos involuntariamente había lanzado
al peregrino del novicio a la zona intermedia; a la misma perspectiva de la primera
aparición del hombre como un despojo negro sin piernas que se arrastraba en medio
de un lago que un espejismo de calor había creado en el camino; en la misma
perspectiva que había ocupado momentáneamente cuando el mundo del novicio se
redujo hasta no contener nada sino una mano ofreciéndole un poco de comida. Si
alguna criatura más que humana decidía disfrazarse de humano, ¿cómo iba él a
descubrir su disfraz o a suponer su presencia? Si tal criatura no desease que recayeran
sospechas sobre ella, ¿no se acordaría de producir sombra, dejar huellas y comer pan
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y queso? ¿No masticaría hojas aromáticas, le escupiría a un lagarto y se acordaría de
imitar la reacción de un mortal que ha olvidado ponerse las sandalias antes de pisar el
suelo ardiente?
Francis no se decidía a estimar la inteligencia o el ingenio de los seres infernales
o celestiales, o a imaginar la extensión de sus cualidades histriónicas, aunque
presumía que tales criaturas eran infernal o celestialmente inteligentes. El abad, al
plantear tan claramente su pregunta, había formulado la naturaleza de la respuesta de
Francis, es decir: tomar en consideración la pregunta en sí misma, a pesar de no
haberlo hecho previamente.
—¿Bien, hijo?
—Reverendo padre, ¿no supone que puede haber sido…?
—No te pido que supongas. Quiero que estés completamente seguro. ¿Era o no
una persona común y corriente, de carne y hueso?
La pregunta era aterradora. Y el hecho de que se viese dignificada, al proceder de
labios de una persona tan exaltada como su abad, la hacía aún más aterradora, a pesar
de poder ver con claridad que su superior la planteaba tan sólo porque deseaba una
respuesta en particular y la deseaba ardientemente. Y si mostraba tal interés, la
pregunta debía ser importante. Y si era lo suficientemente importante para un abad,
entonces lo era muchísimo más para el hermano Francis, el cual no se atrevía a
equivocarse.
—Creo… creo que era de carne y hueso, reverendo padre, pero no exactamente
«común y corriente». En algunos aspectos era muy poco común.
—¿En qué aspectos? —preguntó el abad Arkos, secamente.
—Pues… la puntería que tenía al escupir. Y sabía leer, creo.
El abad cerró los ojos y se acarició las sienes con aparente exasperación. Qué
fácil habría sido decirle sencillamente al muchacho que su peregrino era sólo algún
viejo vagabundo y después ordenarle que lo considerase de ese modo. Pero al haberle
permitido al muchacho saber que la pregunta era posible, restaba efectividad a la
orden antes de ser pronunciada.
Hasta donde el pensamiento podía ser gobernado, sólo cabía ordenarle seguir lo
que la razón afirmaba; de hacerlo de otro modo, no obedecería. Como director
prudente, el abad Arkos no daba órdenes en vano cuando sabía que era posible
desobedecer y obligar no lo era. Era mejor apartar la vista que dar órdenes no
efectivas. Había hecho una pregunta que ni él mismo podía contestar razonablemente,
pues jamás vio al viejo, y debido a ello, tampoco tenía derecho a exigir la respuesta.
—Puedes irte —dijo finalmente sin abrir los ojos.
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pudo contestar, poco había notado. La profusión de las preguntas le hacía sentir que
su poca observación era en cierto modo culpable. Agradecía al peregrino el
descubrimiento del refugio. Pero no interpretó enteramente los acontecimientos en
función de sus propios intereses, de acuerdo con su propio anhelo por un fragmento
de evidencia de que la dedicación de su vida a las labores del monasterio procedían
no sólo de su deseo sino también de la gracia; facultando la voluntad, pero no
obligándola a escoger correctamente. Tal vez los acontecimientos tenían un
significado más amplio, que él no llegó a percibir durante su gran ensimismamiento.
¿Qué opinas de tu execrable vanidad?
«Mi execrable vanidad es como la del gato de la fábula que estudió ornitología,
reverendo padre».
¿Su deseo de profesar los votos finales y perpetuos no era análogo al del gato que
se convirtió en ornitólogo para poder glorificar su propia ornitofagia, devorando
secretamente un Serinus canarius, pero nunca comiéndose un canario? Porque como
el gato que era por naturaleza ornitófago, también Francis estaba, por naturaleza,
dispuesto a devorar hambriento todo el conocimiento que se enseñaba en aquellos
días y debido a que no había más escuelas que las monásticas, tomó primero el hábito
de postulante y después el de novicio. Pero ¿sospechar que Dios, al igual que la
naturaleza, lo llamaba para ser un monje profeso de la orden…?
¿Qué otra cosa podía hacer? No había modo de volver a su tierra, en Utah. De
pequeño fue vendido a un hechicero que lo educó como su sirviente y acólito.
Después de escapar, no podía volver si no era para enfrentarse a la espantosa
«justicia» de la tribu: había robado la propiedad de un hechicero —su propia persona
—, y aunque el robo era una profesión honorable entre los habitantes de Utah, ser
cogido era un crimen capital, cuando la víctima del ladrón era el brujo de la tribu.
Después de sus estudios en la abadía, tampoco le interesaba caer en la
relativamente primitiva vida de un pastor analfabeto.
Pero ¿qué más? El continente estaba escasamente habitado. Pensó en el mapa
mural de la biblioteca de la abadía y la desperdigada distribución de las áreas
marcadas con una cruz, que eran regiones, si no de civilización, por lo menos de
orden civil, en las que dominaba cierta forma de soberanía legal que sobrepasaba a la
tribal. El resto estaba muy poco poblado por gente de los bosques y las llanuras que,
aunque en su mayoría no eran salvajes, formaban simples clanes vagamente
organizados en pequeñas comunidades dispersas, que vivían de la caza, el pillaje y la
agricultura primitiva, y su índice de natalidad era escasamente suficiente —
descontados los monstruos de nacimiento y los mutantes— para sostener a la
población. Las principales industrias del continente, sin tener en cuenta algunas
regiones costeras, eran la caza, el cultivo, la guerra y la brujería; esta última era la
«industria» más prometedora para cualquier joven que desease escoger carrera y
tuviese en mente como finalidad principal la máxima opulencia y prestigio.
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Los conocimientos que Francis recibió en la abadía no le habían preparado para
nada que tuviese un valor práctico en el mundo oscuro e ignorante de todos los días;
donde la cultura no existía y un joven educado, además, no tenía valor para una
comunidad, a menos que supiese cultivar la tierra, pelear, cazar o mostrase algún
talento especial para el latrocinio intertribal o para el descubrimiento de aguas
subterráneas o metales maleables. Aun en los dominios dispersos donde existía una
forma de orden civil, el hecho de la cultura de Francis no le ayudaría en nada si debía
llevar una vida independiente de la Iglesia. Era verdad que algunos pequeños barones
empleaban a veces a uno o dos escribientes, pero aquellos casos eran tan raros que
podían descartarse, y cuando se daban, eran desempeñados tanto por monjes como
por legos de educación monástica.
La única demanda de escribientes y secretarios había sido creada por la propia
Iglesia, cuyo tenue tejido jerárquico estaba tendido por todo el continente —y
ocasionalmente hasta costas distantes, aunque las diócesis de ultramar eran
virtualmente gobiernos autónomos sujetos en teoría a la Santa Sede, pero raramente
en la práctica, pues estaban separados de Nueva Roma, más que por el cisma, por los
océanos no cruzados con mucha frecuencia— y podía mantenerse unido sólo por una
red de comunicaciones. La Iglesia se había convertido, casi por coincidencia y sin
querer serlo, en el único medio por el que las noticias eran transmitidas de un lugar a
otro a través del continente. Si la plaga llegaba al nordeste, el sudeste pronto lo sabía
como resultado de las historias contadas y vueltas a contar por los mensajeros de la
Iglesia que iban y venían de Nueva Roma.
Si la infiltración nómada, en el lejano noroeste, amenazaba a una diócesis
cristiana, una carta encíclica era pronto leída en púlpitos tan lejanos como los del sur
y el este, previniendo de la amenaza y extendiendo las bendiciones apostólicas a los
«hombres de cualquier condición que sean diestros en el manejo de las armas y que,
con medios para hacer el viaje, estén piadosamente dispuestos a efectuarlo, para jurar
fidelidad a nuestro querido hijo N., gobernante legítimo del lugar, por tal período de
tiempo como se juzgue necesario para el mantenimiento del ejército en pie de guerra
para la defensa de los cristianos del lugar contra la reunión de las hordas paganas,
cuyo brutal salvajismo es demasiado conocido y quienes, para nuestro mayor dolor,
torturaron, asesinaron y devoraron a los sacerdotes de Dios que Nos mismo les
enviamos con la Palabra, para que pudiesen entrar como corderos en la grey del
Cordero, de cuyo rebaño en la tierra Nos somos el pastor; porque mientras Nos no
hemos desesperado nunca ni dejado de orar para que esas criaturas nómadas sean
conducidas de la oscuridad a la Luz y vengan a Nuestro reino en paz —pues no hay
que pensar que extranjeros pacíficos sean expulsados de una tierra tan amplia y vacía;
y es más, serán bien venidos los que vengan en paz, aunque sean extraños a la Iglesia
visible y a su divino fundador, en tanto atiendan a la ley natural que está escrita en el
corazón de todos los hombres, vinculándolos al espíritu de Cristo, aunque ignoren su
nombre—, es, sin embargo, conveniente, adecuado y prudente que la cristiandad,
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mientras ora por la paz y la conversión de los infieles, se prepare para la defensa en el
noroeste, donde debido a la reunión de las hordas, los salvajes incidentes han
aumentado últimamente. Y sobre cada uno de vosotros, queridos hijos, que podéis
emplear las armas y viajar al noroeste para unir vuestras fuerzas a las de los que se
disponen, con todo su derecho, a defender sus tierras, hogares e iglesias, Nos
extendemos y por la presente conferimos, como signo de nuestro especial afecto, la
Bendición Apostólica».
Francis había pensado brevemente en ir al noroeste si fracasaba en encontrar la
vocación en la orden. Pero aunque era fuerte y lo suficientemente hábil con la hoja y
el arco, era muy bajo y no demasiado pesado, mientras que, según los rumores, los
paganos medían tres metros. No podía asegurar que el rumor fuese verídico, pero no
se le ocurría ningún motivo por el cual considerarlo falso.
Además de morir en el campo de batalla, era poco lo que se le ocurría hacer con
su vida que mereciese la pena ser hecho, si no podía entrar en la orden.
La certidumbre de su vocación no había sido quebrada, sino ligeramente doblada
por la azotaina que el abad le había propinado y por el pensamiento del gato que se
convirtió en ornitólogo, cuando por naturaleza era llamado a ser únicamente un
ornitófago. El pensamiento lo hizo lo bastante desgraciado para dejarse llevar por la
tentación, y el Domingo de Ramos, cuando sólo faltaban seis días de hambre para el
final de la vigilia, el padre Cheroki oyó de labios de Francis —o del encogido y
requemado residuo de Francis donde el alma permanecía ligeramente enquistada—
unos breves sones que constituyeron la que fue probablemente la confesión más
sucinta que el novicio había hecho o el sacerdote oído:
—Dios me perdone, padre, me comí un lagarto.
El padre Cheroki, que llevaba muchos años como confesor de penitentes en
vigilia, había descubierto que la costumbre, como en el caso del sepulturero de la
fábula, le confería al asunto «una calidad de desembarazo», por lo que replicó con
perfecta ecuanimidad y sin un parpadeo:
—¿Que en día de abstinencia y hecho con premeditación?
La semana santa resultaría menos solitaria que las primeras semanas de la cuaresma,
si los ermitaños no estuvieran ya entonces más allá de toda preocupación. Parte de la
liturgia de la Pasión se efectuaba extramuros de la abadía para acercarse a los
penitentes en sus centros de vigilia; dos veces se les ofreció la eucaristía, y el jueves
santo el propio abad hizo las rondas con Cheroki y trece monjes, para efectuar el
mandatum en cada ermita. Las vestiduras del abad Arkos quedaban ocultas bajo una
cogulla, y el león casi parecía un humilde gatito cuando se arrodillaba para lavar y
besar los pies de sus súbditos penitentes con la máxima economía de gestos y el
mínimo de adornos y exhibición, mientras los demás cantaban las antífonas.
«Mandatum novum do vobis: ut diligatis invicem…». El Viernes Santo, la procesión
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de la cruz trajo un velado crucifijo y se detuvo ante cada ermita para descubrirlo
lentamente ante el penitente, levantando la tela centímetro a centímetro para la
adoración mientras los monjes cantaban los improperios:
«Pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué te he afligido? Respóndeme… Te he
ensalzado con gran poder y tú me has colgado del patíbulo de una cruz…».
Y después, el sábado santo.
Los mejores recogieron uno a uno a los novicios, hambrientos y delirantes.
Francis pesaba tres kilos menos y estaba mucho más débil que el Miércoles de
Ceniza. Cuando lo dejaron de pie en su propia celda, se tambaleó y cayó antes de
poder llegar a su camastro. Los hermanos lo tendieron en él, lo lavaron, afeitaron y
cubrieron de aceite su maltratada piel, mientras Francis deliraba y hablaba de algo
que se cubría con un taparrabo de arpillera al que llamaba a veces ángel y otras santo,
invocaba frecuentemente el nombre de Leibowitz y trataba de disculparse.
Sus cofrades, a quienes el abad había prohibido hablar del asunto, se limitaban a
cambiar miradas significativas y a asentir misteriosamente entre sí.
Los informes de lo sucedido llegaron al abad.
—Que me lo traigan —gruñó tan pronto supo que Francis podía andar.
Su voz hizo que el recadero obedeciese a toda velocidad.
—¿Niegas haber dicho estas cosas? —exclamó Arkos.
—No recuerdo haberlas dicho, reverendo padre —dijo el novicio, mirando de
reojo la regla de su superior—. Quizá deliraba.
—Aceptando que entonces delirabas, ¿lo repetirías ahora?
—¿Que el peregrino era el beato? Oh, no, magister meus.
—Entonces, di lo contrario.
—No creo que el peregrino fuese el beato.
—¿Por qué no dices sencillamente que no lo era?
—Porque como no he visto nunca personalmente al beato Leibowitz, no podría…
—¡Basta ya! —ordenó el abad—. ¡Es demasiado! ¡Fuera de aquí, y no quiero
verte ni saber de ti en mucho tiempo! Sólo una cosa más… No esperes poder profesar
tus votos este año. No se te permitirá.
Para Francis fue como si le propinaran un puñetazo en el estómago.
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Se decía que Dios, para poder probar a la especie humana, que estaba henchida de
orgullo como en tiempos de Noé, había ordenado a los hombres sabios de la época,
entre los que se hallaba el beato Leibowitz, que ideasen grandes máquinas de guerra
como nunca habían existido en la Tierra; armas con tal energía, que encerrasen los
propios fuegos del infierno. Consintió que esos magos colocasen las armas en manos
de los príncipes y les dijesen a cada uno de ellos: «Sólo porque el enemigo tiene tal
instrumento, hemos ideado éste para ti, para que sepa que tú también lo tienes y no se
atreva a atacarte. Piensa, mi señor, que los temiste a ellos tanto como te temen ahora
a ti y que ninguno usará esta horrible cosa que hemos creado».
Pero los príncipes, haciendo caso omiso de las palabras de sus hombres sabios, se
dijeron: «Si ataco lo suficientemente aprisa y en secreto, destruiré a los demás
mientras duermen y no habrá nadie que me responda; la Tierra será mía».
Tal fue la locura de los príncipes, y a ella siguió el Diluvio de Fuego.
En algunas semanas —algunos decían que días— todo terminó. Las ciudades se
convirtieron en un amasijo de vidrios rodeado de una vasta extensión de escombros.
Las naciones desaparecieron y la tierra quedó cubierta de cuerpos de hombres y de
ganado; de toda clase de bestias: junto con los pájaros del aire y todos los seres que
volaban, todos los que nadaban en los ríos, se arrastraban entre la hierba o se
ocultaban en madrigueras, enfermaron y murieron, cubriendo la tierra, y, pese a todo,
en donde los demonios del Fallout quedaron desperdigados, durante un tiempo los
cuerpos no entraron en putrefacción, a no ser los que estaban en contacto con la tierra
fértil. Grandes nubes de ira se tragaron los bosques y prados, secaron los árboles y
destruyeron las cosechas. Donde antes existía la vida, se extendían grandes desiertos,
y en los puntos de la Tierra donde los hombres subsistían, habían enfermado todos
debido al aire envenenado. Por ello, y a pesar de que algunos escaparon de la muerte,
ninguno quedó intocado; y muchos, hasta en esas tierras donde las armas no habían
atacado, murieron debido a la contaminación del aire.
Por todo el mundo los hombres iban de un lado para otro creándose una gran
confusión de lenguas. Cundió la furia contra los príncipes y sus servidores y contra
los magos que habían ideado las armas. Pasaron los años y la Tierra todavía no estaba
limpia. Así constaba claramente estipulado en la Memorabilia.
De la confusión de lenguas, de la mezcla de los supervivientes de muchas
naciones y del miedo, nació el odio. Y el odio dijo:
«Vamos a lapidar, destripar y quemar a quienes hicieron esto. Hagamos un
holocausto con quienes idearon este crimen, junto con sus mercenarios y sus sabios;
quemémoslos, que mueran junto con sus obras, sus nombres y hasta su recuerdo.
Destruyámoslos a todos y enseñemos a nuestros hijos que el mundo es nuevo, que no
sepan nada de los hechos antes ocurridos. Hagamos una gran simplificación y
después el mundo comenzará de nuevo».
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Así fue que, después del Diluvio, el Fallout, las plagas, la locura, la confusión de
lenguas y la ira, comenzó la época sangrienta de la Simplificación, cuando unos
supervivientes de la raza humana aniquilaron a otros supervivientes miembro a
miembro, mataron gobernantes, científicos, dirigentes, técnicos, maestros y cualquier
persona que los adalides de la enloquecida multitud considerasen merecedora de la
muerte por haber ayudado a hacer de la Tierra lo que era. Nada era tan odioso a los
ojos de esa multitud como los hombres cultos, al principio porque sirvieron a los
príncipes y más tarde porque se negaron a unirse a la riada de sangre y trataron de
oponerse a la chusma, a la que motejaban de «gente simple sedienta de sangre».
La chusma aceptó alegremente el nombre y gritó:
«¡Simples! ¡Sí, sí! ¡Soy simple! ¿Eres simple? ¡Construiremos una ciudad y la
llamaremos “Ciudad Simple” porque para entonces todos los bastardos inteligentes
que causaron esto estarán muertos! ¡Simples! ¡Vamos! ¡Esto les servirá de lección!
¿Hay alguien aquí que no sea simple? ¡Si lo hay, coged al bastardo!».
Para escapar de la ira de aquella multitud de simples, los hombres cultos que
quedaban con vida huyeron a cualquiera de los santuarios que les ofrecían asilo. La
santa Iglesia los recibió, los vistió con hábitos monacales y trató de ocultarlos en
tantos monasterios y conventos como habían sobrevivido y que podían ser habitados
de nuevo, porque las religiones no eran muy despreciadas por la multitud a no ser que
la desafiasen o aceptasen el martirio.
A veces el santuario era seguro, pero en general no resultó así. Los monasterios
fueron invadidos; los archivos y libros sagrados, quemados; los refugiados, apresados
y juzgados sumariamente y colgados o quemados. Al poco tiempo de iniciada, la
Simplificación dejó de tener un plan o un propósito y se convirtió en un loco frenesí
de crímenes en masa y destrucción, como sólo puede ocurrir cuando los últimos
restos del orden social desaparecen. La locura se transmitió a los niños,
acostumbrados como estaban, no sólo a olvidar, sino a odiar, y oleadas de furia se
reprodujeron esporádicamente hasta la cuarta generación después del Diluvio.
Entonces, la ira se dirigió, no contra los sabios, pues ya no quedaba ninguno, sino
contra los que sabían leer y escribir.
Isaac Edward Leibowitz, después de buscar infructuosamente a su esposa, se
refugió en los cistercienses, con quienes permaneció oculto durante los primeros años
del Posdiluvio. Después de seis años, marchó de nuevo al lejano suroeste en busca de
Emily o de su tumba. Allí se convenció de su muerte, porque en aquel lugar, ésta fue
la triunfadora incondicional. Allí, en el desierto, hizo un juramento. Después volvió
con los cistercienses, tomó su hábito y al cabo de unos años se ordenó sacerdote.
Reunió algunos cofrades con él y les hizo una proposición. Después de unos años,
aquella propuesta se «filtró» hasta Roma, que ya no era Roma —que ya no era una
ciudad—, pues se había trasladado tres veces en menos de dos décadas, después de
haber permanecido en el mismo sitio por dos milenios. Doce años después de haber
hecho su proposición, el padre Isaac Edward Leibowitz obtuvo permiso de la Santa
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Sede para crear una nueva comunidad de religiosos, llamada de San Alberto Magno,
maestro de santo Tomás y patrón de los científicos.
Su cometido no anunciado, y al principio sólo vagamente definido, era conservar
la historia humana para los tataranietos de los nietos de los simples que querían
destruirla. Su primer hábito fue un trozo de arpillera y una correa, uniforme de las
turbas de simples. Sus miembros eran o bien «contrabandistas de libros» o
«memorizadores», según la tarea asignada. Los contrabandistas llevaban
clandestinamente libros al sudoeste y los enterraban allí en barriles. Los
memorizadores se aprendían de memoria volúmenes enteros de historia, escrituras
sagradas, literatura y ciencia por si algún infortunado contrabandista de libros era
apresado, torturado y obligado a delatar dónde estaban enterrados los barriles.
Mientras tanto, otros miembros de la nueva orden encontraron una fuente a unos tres
días de viaje del escondite de los libros y empezaron a construir un monasterio. El
proyecto, que el pequeño remanente de cultura humana se proponía salvar del resto
de los humanos que pretendían fuese destruida, se puso entonces en marcha.
Leibowitz, mientras cumplía con su turno de contrabandista, fue descubierto por
un simple; se trataba de un técnico renegado a quien el monje perdonó de inmediato,
a pesar de haberlo identificado no sólo como a un hombre culto, sino también como
especialista en el campo de los proyectiles. Cubierto con una capucha de arpillera, fue
martirizado sin dilación; fue estrangulado con una soga, sin apretarla lo suficiente
para romper el cuello, y al mismo tiempo lo asaron vivo, zanjando así una disputa
entre la multitud, respecto al método de ejecución.
Los memorizadores eran pocos y su memoria limitada.
Algunos de los barriles de libros fueron encontrados y quemados, al igual que
varios de los contrabandistas. El propio monasterio fue atacado tres veces antes de
que la locura se apaciguase.
Del vasto almacenamiento de conocimiento humano, sólo algunos barriles de
libros originales y una lastimosa colección de textos copiados de memoria
sobrevivieron en posesión de la orden en la época en que la locura terminó.
Ahora, después de seis siglos de oscuridad, los monjes cuidaban todavía su
Memorabilia, la estudiaban, copiaban y volvían a copiar, y esperaban pacientemente.
Al principio, en tiempos de Leibowitz, presumían —y casi anticipaban como
probable— que la cuarta o quinta generación empezaría a querer recobrar su
herencia. Pero los monjes de aquella época no contaban con la habilidad humana para
generar una nueva herencia cultural en un par de generaciones si una más antigua es
totalmente destruida; lo harían movidos por legisladores y profetas, genios o
maníacos, a través de un Moisés, a través de un Hitler o de un ignorante, pero tiránico
abuelo; una herencia cultural puede ser adquirida de la noche a la mañana, y muchas
lo fueron de este modo. Pero la nueva «cultura» era una herencia de la oscuridad en la
que «simple» quería decir lo mismo que «ciudadano» y lo mismo que «esclavo».
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Los monjes esperaron, sin importarles que el conocimiento que habían salvado
fuese inútil, que buena parte de él no fuese ya comprensible y que para ellos fuese a
veces tan inescrutable como lo sería para un muchacho salvaje y analfabeto de las
colinas. Este conocimiento estaba vacío de contenido, la importancia de su tema
había desaparecido hacía mucho, pero, sin embargo, tenía una estructura simbólica
que era peculiar en sí misma, y cuando menos esta trama simbólica podía ser
observada. Estudiar el modo en que un sistema de conocimientos estaba entrelazado
era aprender por lo menos un mínimo de conocimiento, del conocimiento, hasta que
algún día —algún día o algún siglo— apareciese un integrador y las cosas fuesen
puestas nuevamente en su sitio.
Por lo tanto, el tiempo no tenía importancia. La Memorabilia estaba allí, se les
había conferido el deber de preservarla y lo harían, aunque la oscuridad del mundo se
prolongase durante diez siglos más o hasta diez mil años, porque ellos, aunque
nacidos en esta era de oscuridad, eran aún los mismos contrabandistas de libros y
memorizadores del beato Leibowitz. Cuando salían de su abadía, cada uno de ellos,
los profesores de la orden —desde el encargado de los establos hasta el abad—
llevaban como parte de su hábito un libro, generalmente un breviario, colgado de una
correa.
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sin llegar a ser totalmente comprendida, a no ser en términos de su efecto demoledor
sobre cualquier cosa que la absorbiese, y por lo general esta cosa era un postulante o
un novicio. Francis captó cinco segundos de aquella energía cuando recibió la
segunda pregunta.
—¿Qué me dices de lo del año pasado?
El novicio tragó saliva.
—¿El… viejo?
—El viejo.
—Sí, dom Arkos.
Tratando de eliminar toda sombra de pregunta en su tono, Arkos zumbó:
—Sólo un viejo. Nada más. Ahora estamos seguros de ello.
—Yo también creo que se trataba de un viejo.
El padre Arkos se inclinó cansadamente para asir la regla de nogal.
¡Plaf!
—Deo gratias!
¡Plaf!
—Deo…
Al ir Francis para su celda, el abad lo llamó desde la puerta.
—Por cierto, se me olvidó decirte…
—¿Sí, reverendo padre?
—Este año no hay votos —murmuró apagadamente, y se encerró en su despacho.
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examinase y sellando el refugio antes de explorarlo en su totalidad… Bueno, lo
comprendes, ¿verdad?
—No, padre. Suponía que consideraba el descubrimiento tan trivial que no
merecía desperdiciar el tiempo con él.
El dominico se echó a reír.
—¿Trivial? No lo creo. Pero si vuestra orden presenta pruebas, reliquias, milagros
y todo lo demás, la corte tiene que investigar su procedencia. Toda comunidad
religiosa está ansiosa de que su fundador sea canonizado. Así que vuestro abad os
dijo prudentemente: «Fuera del refugio». Sé que para muchos de vosotros ha sido una
decepción, pero será mejor para la causa de vuestro fundador que el refugio sea
explorado ante otros testigos.
—¿Lo abrirá usted de nuevo? —preguntó Francis, ansiosamente.
—No, no lo haré yo. Pero cuando la corte esté preparada enviará observadores.
Así todo lo que se encuentre en el refugio que afecte a la causa estará a salvo, en caso
de que la oposición ponga en duda su autenticidad. Como es natural, la única razón
para sospechar que el contenido del refugio pueda afectar la causa es… bueno, las
cosas que encontraste.
—¿Puedo preguntar por qué, padre?
—Porque una de las complicaciones que se presentaron durante la beatificación
fue la primera parte de la vida del beato Leibowitz, antes de convertirse en monje y
sacerdote. El abogado del lado contrario trató de inculcar la duda sobre el primer
período, el del Prediluvio. Trataba de establecer que Leibowitz nunca efectuó una
búsqueda cuidadosa, que quizá su esposa todavía estaba viva cuando se ordenó. Claro
que no sería la primera vez que esto ocurre, a veces se han concedido dispensas, pero
no viene al caso. El advocatus diaboli trató simplemente de inculcar la duda sobre el
modo de ser de vuestro fundador, sugiriendo que había aceptado las órdenes sagradas
y pronunciado sus votos antes de asegurarse del fin de su responsabilidad familiar. La
oposición fracasó, pero puede que lo intente de nuevo. Y si los restos humanos que
encontraste son realmente… —Se encogió de hombros y sonrió.
Francis asintió.
—Establecerían la fecha de la muerte de la esposa.
—Acaecida al principio de la guerra que casi arrasó con todo. Y en mi opinión,
bueno, la nota manuscrita de la caja o bien es del beato o es una falsificación
perfecta.
Francis enrojeció.
—No digo que estés complicado en una falsificación —añadió apresuradamente
el dominico, al ver el rubor.
El novicio sólo había estado recordando la opinión que le había merecido la
escritura.
—Dime cómo ocurrió. Me refiero a cómo diste con el sitio. Necesitaré conocer
toda la historia.
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—Pues empezó con los lobos…
El dominico fue tomando notas.
Unos días después de la partida del mensajero, el abad Arkos hizo llamar al
hermano Francis.
—¿Piensas todavía que tu vocación está con nosotros? —dijo amablemente.
—Si el reverendo padre perdona mi execrable vanidad…
—Olvidemos, por un momento, tu execrable vanidad. ¿Lo piensas o no?
—Sí, magister meus.
El abad sonrió.
—Creo que ahora, hijo mío, nosotros también estamos convencidos de ello. Si
estás dispuesto a comprometerte para siempre, ha llegado la hora de que pronuncies
tus solemnes votos. —Hizo una ligera pausa, y, al mirar la cara del novicio, pareció
decepcionado al no ver en ella ningún cambio de expresión—. ¿Qué ocurre? ¿No te
alegras de ello? ¿No estás…? ¿Qué te pasa?
Aunque la cara de Francis permaneció como una máscara educadamente atenta,
gradualmente fue perdiendo color. Sus rodillas se doblaron súbitamente.
Francis se había desmayado.
El novicio Francis, que quizás había batido el récord de resistencia en las vigilias del
desierto, abandonó dos semanas más tarde los rangos del noviciado, y pronunciando
votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia, junto con otros compromisos
especiales peculiares de la comunidad, recibió las bendiciones y un zurrón en la
abadía y se convirtió para siempre en un monje profeso de la Orden Albertiana de
Leibowitz encadenándose con eslabones de su propia forja a los pies de la Cruz y a la
regla de la orden. Tres veces se le hizo la pregunta de ritual:
—Si Dios te llamase a ser su contrabandista de libros, ¿sufrirías la muerte antes
que traicionar a tus hermanos?
Y tres veces, Francis respondió:
—Sí, padre.
—Entonces, levántate, hermano contrabandista y hermano memorizador, y recibe
el beso de la hermandad. Ecce quam bonum, et quam jucundum…
El hermano Francis fue relevado de la cocina y asignado a una labor menos servil.
Se convirtió en aprendiz de copista de un monje de edad llamado Horner. Si las cosas
seguían su curso normal para él, podía razonablemente ver transcurrir toda su vida en
la sala de copias y dedicar el resto de sus días a tareas tales como copiar a mano
textos de álgebra y pintar sus páginas con hojas de olivo y alegres querubines
ornando las tablas de logaritmos.
El hermano Horner era un anciano gentil y a Francis le agradó desde el primer
momento.
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—La mayoría de nosotros trabajamos mejor en las copias asignadas si además
tenemos nuestro proyecto particular —le dijo Horner—. Casi todos los copistas se
interesan por algún trabajo especial de la Memorabilia y les agrada pasar en ello un
poco de tiempo extra. Por ejemplo, al hermano Sarl, que está allí, como su trabajo se
atrasaba y cometía errores, le consentimos pasar una hora diaria en un proyecto que él
mismo escogió. Cuando el trabajo se le hace tan tedioso que empieza a cometer
errores al copiar, puede dejarlo un rato y trabajar en su propio proyecto. Les
permitimos a todos hacer lo mismo. Si terminas el trabajo que se te asigne antes del
final del día, pero sin tener tu propio proyecto, tendrás que pasar el tiempo sobrante
en nuestros perennes.
—¿Perennes?
—Sí, y no me refiero a plantas. Hay una demanda perenne por parte de todo el
clero de diversos libros… Misales, escrituras, breviarios, la Summa, enciclopedias y
cosas así. Vendemos muchos de ellos. Así que si no tienes un proyecto preferido y
terminas temprano, te pondremos en los perennes. Tienes mucho tiempo para
decidirte.
—¿Qué proyecto escogió el hermano Sarl?
El anciano encargado hizo una pausa.
—Dudo que lo comprendas. Yo no. Parece haber encontrado un método para
restaurar las palabras que faltan y las frases de algunos de los viejos fragmentos del
texto original de la Memorabilia. Quizás el lado izquierdo de un libro a medias
quemado sea legible, pero el lado derecho de cada página está quemado y faltan
algunas palabras al final de cada línea; pues ha inventado un sistema matemático para
encontrar las palabras que faltan. No es perfecto, pero da resultado hasta cierto punto.
Ha conseguido restaurar cuatro páginas desde que comenzó con ello.
Francis miró al hermano Sarl, que era octogenario y casi ciego.
—¿Cuánto tiempo lleva haciendo ese trabajo? —preguntó el aprendiz.
—Unos cuarenta años —dijo el hermano Horner—. Claro que sólo ha pasado en
ello unas cinco horas semanales y se necesitan muchos cálculos.
Francis asintió pensativamente.
—Si cada diez años se restaura una página, quizás en pocos siglos…
—No tanto —bramó el hermano Sarl, sin apartar la vista de su trabajo—. Cuanto
más se restaura, más fácilmente se encuentra lo que falta. La página siguiente la
terminaré en un par de años. Después de esto, Dios mediante, quizá…
Su voz se perdió en un susurro.
Francis había notado en varias ocasiones que el hermano Sarl solía hablar solo
mientras trabajaba.
—Haz lo que gustes —dijo el hermano Horner—, una ayuda en los perennes es
siempre de agradecer. De todas maneras, cuando quieras podrás tener tu proyecto
particular.
La idea le vino a Francis de modo inesperado, y dijo impulsivamente:
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—¿Puedo emplear mi tiempo sobrante en sacar una copia de la heliografía de
Leibowitz que encontré?
El hermano Horner pareció momentáneamente sorprendido.
—No lo sé, hijo. Nuestro abad es… un poco susceptible respecto al asunto.
Además, puede ser que esto no pertenezca a la Memorabilia. Ahora está en el archivo
provisional.
—Pero usted sabe que se decoloran, hermano. Y ésta ha estado muy expuesta a la
luz. Los dominicos la han tenido tanto tiempo en Nueva Roma…
—Bien, supongo que sería un proyecto muy breve. Si el padre Arkos no se opone,
pero… —Agitó la cabeza indeciso.
—Quizá podría incluirla en un grupo —ofreció Francis rápidamente—. Las pocas
reproducciones de copias heliográficas que tenemos están tan viejas, que se
desmenuzan. Si yo hiciese varios duplicados… de algunas de las otras…
Horner sonrió burlonamente.
—Lo que sugieres es que incluyendo la heliografía de Leibowitz en un grupo
podrás escapar mejor a las averiguaciones.
Francis enrojeció.
—Y puede que el padre Arkos no lo note si se da una vuelta por aquí, ¿no es así?
Francis se encogió.
—Está bien —dijo Horner, parpadeando ligeramente—. Puedes emplear el
tiempo que te sobre en hacer duplicados de cualquiera de las copias que estén en
malas condiciones. Si algo más se mezcla en el conjunto, procuraré no darme cuenta.
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Copió una vieja heliografía arquitectónica, después un plano de una parte de
máquina cuya geometría era atractiva, pero cuyo propósito era vago. Copió de nuevo
una abstracción titulada «ESTATOR WNDG 73-A 3-HP 6-P 1800-RPM 5-HP CL-A
EN CAJA DE ARDILLA», que resultó ser completamente incomprensible y
absolutamente incapaz de mantener prisionera una ardilla. Los antiguos eran a
menudo perspicaces; quizá se necesitaba un conjunto especial de espejos para poder
ver al animal. De todas maneras, la copió de nuevo trabajosamente.
Casi un año después de haber empezado su proyecto en tiempo libre y sólo
después que el abad, en alguna de sus ocasionales visitas a la sala de copias, lo hubo
visto por lo menos tres veces trabajando en otra heliografía (un par de veces se había
detenido para echar una ojeada al trabajo de Francis), se atrevió a aventurarse entre
los archivos de la Memorabilia en busca de la copia heliográfica de Leibowitz.
El documento original había sido ya sujeto a un cierto grado de restauración.
Salvo el hecho de que llevaba el nombre del beato, era, de un modo decepcionante,
idéntico a las otras que había copiado.
La heliografía Leibowitz era una abstracción que no movía a nada y menos que
nada a la razón. La estudió hasta que pudo ver el sorprendente complejo con los ojos
cerrados, pero no pudo comprenderlo. Parecía solamente una red de líneas
conectando una mezcla de toda clase de cuadrículas y figuras cuyo nombre ignoraba.
La mayoría de las líneas eran horizontales y verticales, y se cruzaban entre sí con un
espacio en blanco o un punto; daban vuelta en ángulo recto para rodear alguna de
aquellas extrañas figuras y jamás se detenían en medio de la nada, sino que siempre
terminaban en alguno de aquellos signos, cuyo nombre ignoraba. Tenía tan poco
sentido que si se lo miraba mucho tiempo producía un efecto adormecedor. Sin
embargo, empezó a copiar cada detalle, sin olvidar una mancha oscura situada en el
centro del dibujo y que pensó podía ser de sangre del beato mártir, aunque el hermano
Jeris la considerase una mancha producida por un corazón de manzana en mal estado.
El hermano Jeris, que había entrado en la sala de copia de los aprendices al
mismo tiempo que Francis, parecía gozar molestándole acerca de su proyecto.
Mirando por encima del hombro de Francis, preguntó:
—Sabio hermano, ¿podrías decirme, si no es molestia, qué significa «Sistema de
control transistorizado para la unidad Seis-B»?
—Se ve claramente que se trata del título del documento —dijo Francis,
ligeramente molesto.
—Se ve claramente. Pero ¿qué quiere decir?
—Es el nombre del diagrama que tienes ante los ojos, hermano simple. ¿Qué
significa Jeris?
—Estoy seguro que muy poco —dijo éste, con fingida humildad—. Por favor,
perdona que sea tan obtuso. Has podido definir el nombre indicando a la criatura
nombrada que es en verdad el significado del nombre. Pero si el diagrama criatura
representa algo por sí mismo, ¿qué es?
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—Es evidente que el «Sistema de control transistorizado de la unidad Seis-B».
Jeris se echó a reír.
—¡Está clarísimo! ¡Elocuente! Si la criatura es el nombre, el nombre es entonces
la criatura. «Las cantidades iguales pueden ser sustituidas por cantidades iguales» o
«el orden de una igualdad es reversible». ¿Podernos pasar al siguiente axioma? Si las
«cantidades iguales a la misma cantidad pueden ser sustituidas las unas por las otras»,
¿no existe entonces alguna «misma cantidad» a la que tanto el nombre como el
diagrama representan? ¿O es que se trata de un sistema cerrado?
Francis enrojeció.
—Yo diría —respondió lentamente, después de una ligera pausa para acallar su
enojo— que el diagrama representa un concepto abstracto más que una cosa concreta.
Quizá los antiguos tenían un método sistemático para representar una idea pura. Se ve
claramente que no se trata de la representación de un objeto reconocible.
—¡Sí, sí, es claramente irreconocible! —aceptó el hermano Jeris, riendo
socarronamente.
—Puede también que represente un objeto, aunque de una manera formalmente
estilizada, de tal modo que se necesitaría un entrenamiento especial o…
—¿Un enfoque especial?
—En mi opinión se trata de una gran abstracción o quizá de un valor
trascendental que expresa un pensamiento del beato Leibowitz.
—¡Bravo! ¿Y cuál puede ser este pensamiento?
—Pues… el «Diseño del circuito» —dijo Francis, sacando el término del
conjunto de letras escritas en la parte inferior derecha.
—¿A qué disciplina pertenece este arte, hermano? ¿Cuál es el género, especie,
propiedad y diferencia? ¿O se trata únicamente de un accidente?
Francis pensó que Jeris se volvía pretencioso en un sarcasmo y decidió
responderle, suavemente:
—Observa esta columna de números y su título: «Numeración piezas
electrónicas». Hubo antiguamente un arte o ciencia llamado electrónica, que pudo
pertenecer tanto al arte como a la ciencia.
—Vaya, esto nos da el género y la especie. Ahora, y siguiendo en ello, falta la
diferencia. ¿De qué trataba la electrónica?
—Esto también está escrito —dijo Francis, que había revisado la Memorabilia de
arriba abajo en busca de pistas que le ayudasen a comprender un poco la heliografía,
aunque sin mucho éxito—. La base principal de la electrónica era el «electrón» —
explicó.
—Está realmente escrito. Me interesa, pues sé muy poco de estas cosas. Dime,
por favor, ¿qué era el electrón?
—Pues existe un fragmento de una relación que lo menciona como una «torsión
negativa de la nada».
—¿Cómo? ¿Podían negar la nada? ¿No la convertiría esto en un algo?
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—Quizá la negación se aplica a la torsión.
—¡Ah! Entonces, tendríamos una «nada extendida». ¿Has descubierto el modo de
extender la nada?
—Todavía no —admitió Francis.
—¡Continúa explicándome, hermano! Qué listos debieron ser los antiguos…
sabían extender la nada. Sigue con ello y puede que descubras el modo de hacerlo.
Entonces tendríamos al electrón entre nosotros, ¿no es así? ¿Qué podríamos hacer
con él? ¿Ponerlo en un altar de la capilla?
—Está bien —suspiró Francis—. No lo sé. Pero tengo motivos para suponer que
en un tiempo existió el electrón, aunque no sé cómo estaba construido ni para qué
servía.
—¡Qué conmovedor! —dijo el iconoclasta y volvió a su trabajo.
Las burlas esporádicas del hermano Jeris entristecieron a Francis, pero no
lograron disminuir su devoción al proyecto.
El exacto duplicado de cada señal, borrón o mancha resultó imposible, pero la
fidelidad de su facsímil fue suficiente para engañar a la vista a una distancia de dos
pasos, quedando por ello apto para ser expuesto y poder así sellar y guardar el
original. Terminada la copia, el hermano Francis se sintió defraudado. El dibujo era
demasiado árido, no había nada en él que sugiriese a primera vista que se trataba de
una reliquia sagrada. El estilo era conciso y sin pretensiones… de acuerdo, quizá, con
el propio beato, pero…
Una copia de la reliquia no era suficiente. Los santos eran gente humilde que no
se glorificaban a sí mismos sino a Dios, y era obligación de los demás el retratar la
gloria interna de los santificados con signos exteriores y visibles. Aquella copia
simple no era suficiente: era fríamente realista y no conmemoraba, a través de sus
líneas, las santas cualidades del beato.
«Glorificemus», pensó Francis, mientras trabajaba en los perennes. Estaba
copiando páginas de los Salmos para después reencuadernarlos. Hizo una pausa para
situarse de nuevo en el texto y encontrarle sentido a las palabras, pues pasadas varias
horas de copia, dejaba de leer y se limitaba a que su mano trazara las letras que sus
ojos encontraban. Se apercibió de que en aquel momento copiaba la oración de David
en demanda de perdón, cuarto salmo penitencial:
«Miserere mei, Deus… porque conozco mi iniquidad y mis pecados están siempre
ante mí».
Era una plegaria humilde, pero la página que tenía ante los ojos no estaba
dibujada en consonancia con ella. La M de Miserere tenía incrustaciones de oro. Un
arabesco caprichoso de filamentos entretejidos dorados y violeta llenaba los
márgenes y formaba nidos alrededor de las espléndidas mayúsculas del principio de
cada verso. Aunque la oración era humilde, la página era magnífica. El hermano
Francis copiaba únicamente el cuerpo del texto en pergamino nuevo, dejando espacio
para las espléndidas mayúsculas y márgenes tan amplios como las líneas del texto.
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Otros artífices llenarían con un desenfreno de color su simple copia a tinta y
construirían las mayúsculas ilustradas. Aprendía a pintar, pero no tenía aún la
suficiente experiencia como para que le fuese confiado el trabajo de incrustaciones de
oro en los perennes.
«Glorificemus». Pensaba de nuevo en la heliografía.
Sin hablar con nadie de su idea, el hermano Francis empezó a planearla. Buscó la
más apta y mejor piel de cordero y pasó varias semanas de su tiempo libre curándola,
atesándola y aplanándola hasta formar una superficie perfecta, finalmente la
blanqueó, quedando como la nieve y la guardó con sumo cuidado. Después pasó
meses en los que dedicó todos sus minutos libres en repasar la Memorabilia,
buscando de nuevo pistas que indicasen el significado de la heliografía de Leibowitz.
No encontró nada que se pareciese a las figuras del dibujo ni nada que le ayudase a
interpretar su significado; pero después de mucho tiempo, dio con un fragmento de
libro que contenía una página parcialmente destruida, cuyo tema eran las heliografías.
Parecía formar parte de una enciclopedia. La referencia era breve y faltaba parte del
artículo, pero después de leerla varias veces, empezó a sospechar que él —y muchos
copistas antes que él— habían perdido mucho tiempo y tinta. El efecto de blanco
sobre negro parecía no haber sido una característica aceptable, sino más bien el
resultado de las características de un cierto procedimiento barato de reproducción. El
dibujo original del que se había sacado la copia heliográfica fue hecho en negro sobre
blanco. Tuvo que resistir un súbito impulso de golpearse la cabeza contra el suelo de
piedra. ¡Toda aquella tinta y aquel trabajo para copiar un accidente! Quizá sería mejor
no mencionárselo al hermano Horner. Sería una obra de caridad no decirlo debido al
estado del corazón del viejo hermano.
El saber que el color de las heliografías era una característica accidental de los
antiguos dibujos le infundió nuevo ímpetu a su plan. Una copia glorificada de la
heliografía de Leibowitz podía hacerse sin necesidad de incorporar la característica
accidental. Con el esquema del color inverso, al principio nadie reconocería el dibujo.
Ciertas formas podían ser evidentemente modificadas. No se atrevía a cambiar nada
de lo que no comprendía, pero con seguridad las tablas de piezas y los informes
podían ser colocados de modo simétrico alrededor del diagrama en forma de espiral o
escudos. Debido a que el significado del conjunto era oscuro en sí mismo, no
intentaba alterar en lo más mínimo su forma o plano, pero puesto que su color no
tenía importancia, podía igualmente ser hermoso. Para algunas de las figuras pensó
utilizar el oro, pero para otras la aplicación del metal era demasiado intrincada y hasta
ostentosa. Los puntos de cruce debían ser negros como el azabache, pero esto
significaba que las líneas tenía que hacerlas con un color que resaltase los puntos de
cruce. Aunque era preciso conservar el diseño asimétrico, no se le ocurría ninguna
razón para suponer que su significado se alteraba si se empleaba como enrejado para
una parra cuyas ramas, rodeando con cuidado las cuadrículas, podían ser hechas para
dar la impresión de simetría o para convertir la asimetría en algo natural.
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Cuando el hermano Horner pintaba una M mayúscula, y la convertía en una
hermosa selva de hojas, bayas, ramas y hasta alguna serpiente astuta, no dejaba por
ello de ser legible como una M. A Francis no se le ocurría nada que le hiciese
presumir que con el diagrama no sucedería lo mismo.
Principalmente, la forma general con el borde en espiral, podía muy bien formar
un escudo en vez del rectángulo que encerraba el dibujo en la copia. Hizo docenas de
bocetos preliminares. En la parte superior del pergamino representaría a la santísima
Trinidad, y en la parte baja, el escudo de armas de la Orden Albertina coronado con
una imagen del beato.
Pero, por lo que él sabía, no existía ninguna imagen adecuada que representase al
beato. Había algunos retratos caprichosos, pero ninguno de la época de la
Simplificación. Ni tan sólo existía una representación convencional; aunque
tradicionalmente se decía que Leibowitz había sido alto y ligeramente encorvado.
Quizá cuando el refugio se abriese de nuevo…
Los bosquejos preliminares del hermano Francis fueron interrumpidos una tarde
al darse cuenta súbitamente de que la presencia que se inclinaba a su espalda era la
de… la de…
«¡No! ¡Por favor! Beate Leibowitz, audi me!… ¡Piedad, Señor! Que no sea…».
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —preguntó el abad, mirando sus diseños.
—Un dibujo, reverendo padre.
—Ya lo veo, pero ¿qué representa?
—Es la heliografía de Leibowitz.
—¿La que encontraste? ¿Qué? No se le parece mucho. ¿A qué se deben los
cambios?
—Va a ser…
—¡Habla más fuerte!
—¡UNA COPIA EN COLOR! —gritó involuntariamente Francis.
—¡Oh!
El abad Arkos se encogió de hombros y siguió su ronda. Unos segundos más
tarde, el hermano Horner pasó junto a la mesa del aprendiz y vio con sorpresa que
Francis se había desmayado.
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encontraría interesantes y completaría su trabajo. Mientras tanto, se rezaron oraciones
por el alma de Sarl.
Después estaba el hermano Fingo y sus tallas de madera. Había vuelto al taller de
carpintería hacía un par de años, y de vez en cuando se le permitía esculpir su imagen
del mártir aún a medio terminar. Como Francis, Fingo sólo tenía, espaciadamente,
una hora libre para poder trabajar en su labor particular; la talla progresaba a una
velocidad casi imperceptible a menos que se la mirase a intervalos de varios meses.
Francis la veía demasiado a menudo para notar su crecimiento. Estaba encantado por
la alegría exuberante del carácter de Fingo, y a pesar de darse cuenta de que éste
había adoptado sus modales afables para compensar su fealdad, le agradaba pasar sus
minutos de descanso, cuando podía tenerlos, viéndole trabajar.
El taller de carpintería olía a una mezcla de pino, cedro, virutas de abeto y sudor.
La madera era difícil de obtener en la abadía. A no ser por unas higueras y un par de
chopos cercanos a la fuente, la región estaba desnuda de árboles. Era necesaria una
expedición de tres días para llegar a la más cercana arboleda enana que pasaba por
madera, y los leñadores faltaban a veces una semana de la abadía para volver con
algunos mulos cargados de ramas para hacer clavijas, travesaños y, en algunas
ocasiones, la pata de una silla. A veces arrastraban un par de troncos para reemplazar
una viga rota. Con un abastecimiento tan limitado de madera, los carpinteros tenían
que ser a la vez ebanistas y escultores.
A veces, mientras miraba trabajar a Fingo, Francis se sentaba en un banco en un
rincón del taller y hacía bocetos, tratando de imaginar los pormenores de la talla que
estaban, hasta el momento, sólo a grandes rasgos esbozados en la madera. Las vagas
líneas de la cara estaban allí, pero aún cubiertas de esquirlas y con las marcas del
cincel. Con sus bocetos, el hermano Francis intentaba anticiparse a las facciones
antes de que emergiesen del material. Fingo miraba sus dibujos y reía. Pero a medida
que el trabajo progresaba, Francis no podía escapar a la sensación de que la cara de la
talla tenía una sonrisa vagamente familiar. La dibujó de aquel modo y la sensación de
familiaridad aumentó. Sin embargo, no podía situarla ni recordar quién sonreía con
tanta amargura.
—No está mal, de verdad, no está mal —dijo Fingo ante sus dibujos.
El copista se encogió de hombros.
—No puedo quitarme de la cabeza la idea de que lo he visto en algún sitio.
—No por aquí, hermano, no en mis días.
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los labios… Había algo demasiado familiar.
—¿De verdad? ¿De quién se trata? —preguntó Fingo.
—Es…, pues no estoy seguro. Creo que le conozco, pero…
Fingo se echó a reír y le explicó:
—Reconoces tus propios bocetos.
Francis no estaba tan seguro, pero no acababa de situar la cara.
«Vaya, vaya», parecía decir la sonrisa amarga.
Pero el abad la encontró irritante, y aunque permitió que el trabajo fuese
terminado, declaró que nunca dejaría que la figura fuese empleada, según se había
previsto originalmente, como imagen para ser colocada en la iglesia, si la
canonización del beato tenía lugar. Muchos años más tarde, cuando la figura estuvo
terminada, Arkos hizo que se la colocase en el pasillo de la sección de huéspedes,
pero al poco tiempo la hizo trasladar a su despacho como consecuencia del susto que
había causado a un visitante de Nueva Roma.
Lentamente, con sumo trabajo, el hermano Francis iba convirtiendo la piel de cordero
en una luminosa belleza. La noticia de su proyecto empezó a correr por la sala de
copias y los monjes se reunían a menudo alrededor de su mesa para mirar el trabajo y
dar muestras de su admiración.
—Es la inspiración —dijo uno de ellos—. Hay la suficiente evidencia. Puede
haber sido el beato al cual encontró allí…
—No comprendo por qué no pasas tu tiempo libre haciendo algo útil —gruñía el
hermano Jeris, agotado su sarcástico ingenio por años de pacientes respuestas por
parte del hermano Francis.
El escéptico había empleado su tiempo libre en hacer decorar pantallas enceradas
para las lámparas de la iglesia, que atrajeron la atención del abad, el cual lo puso
enseguida a cargo de los perennes. Como los libros de contabilidad pronto
atestiguaron, la promoción del hermano Jeris había sido justificada.
El hermano Horner, el viejo maestro copista, enfermó. A las pocas semanas fue
un hecho evidente que el amado monje estaba en su lecho de muerte. Al principio del
adviento se le cantó una misa de difuntos, y los restos del devoto viejo copista
volvieron a la tierra que le había visto nacer. Mientras la comunidad expresaba su
dolor en oraciones, Arkos nombró silenciosamente al hermano Jeris maestro de la
sala de copias.
Al día siguiente de su nombramiento, el hermano Jeris informó al hermano
Francis que consideraba apropiado para él que se dejase de niñerías e hiciese trabajos
de hombre. Con suma obediencia, el monje cubrió de pergamino su precioso
proyecto, lo protegió con pesados tableros y lo guardó en un armario. En sus
momentos libres empezó a construir pantallas enceradas. No protestó, se limitó a
resignarse con la idea de que algún día el alma del hermano Jeris seguiría el mismo
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camino que la de Horner y empezaría aquella vida para la que este mundo no era sino
una plataforma de espera. Esto podría ocurrir en una temprana edad, dado el modo
que tenía de irritarse, encolerizarse y agitarse; después, Dios mediante, le sería
permitido a Francis terminar su amado documento.
Sin embargo, la Providencia tomó parte, mucho antes, en el asunto sin necesidad
de llamar el alma del hermano Jeris ante su Hacedor. Durante el verano que siguió a
su nombramiento de maestro, un protonotario apostólico y su comitiva de clérigos
llegaron montados en mulas a la abadía, procedentes de Nueva Roma. El hombre se
presentó como monseñor Malfreddo Aguerra, el postulador para el beato Leibowitz
en los procedimientos de canonización. Le acompañaban diversos dominicos. Acudía
para observar la reapertura del refugio y la explotación del cerco sellado, y también
para investigar tantas pruebas como a la abadía le fuese posible presentar y que
tuviesen relación con el caso, incluidos —ante el desaliento del abad— reportes de
una supuesta aparición del beato, según decían los viajeros, ocurrida ante un tal
Francis Gerard, de Utah, AOL.
El abogado del santo fue afectuosamente recibido por los monjes, aposentado en
las habitaciones reservadas a los prelados visitantes y se vio pródigamente servido
por seis jóvenes novicios a los cuales se indicó acatar sus menores deseos. Como
pudieron ver, monseñor Aguerra era hombre muy parco; se descorcharon las mejores
botellas de vino, y, ante el desconsuelo de los esforzados proveedores, Aguerra las
cató educadamente, pero prefirió la leche; el hermano Montero atrapó rollizas
codornices y pollos de chaparral para la mesa del huésped, pero después de preguntar
los hábitos alimenticios de los pollos de chaparral («¿Alimentados con grano?», «No,
monseñor, con serpientes»), pareció inclinarse más por el potaje de los monjes en el
refectorio. Aunque si hubiese preguntado por los anónimos pedazos de carne del
estofado, quizás habría preferido los verdaderamente suculentos pollos de chaparral.
Malfreddo Aguerra insistió en que la vida de la abadía siguiese normalmente. A
pesar de ello, el abogado era entretenido todas las noches por violinistas y un grupo
de payasos, al extremo que empezó a creer que «la vida como de costumbre» en la
abadía era extraordinariamente animada si se la comparaba con las vidas de las
comunidades monásticas.
Al tercer día de la visita de Aguerra, el abad llamó al hermano Francis. La
relación entre el monje y su superior, aunque no íntima, era formalmente amistosa
desde el momento en que el abad le permitió al novicio pronunciar sus votos. El
hermano Francis ni siquiera tembló cuando llamó a la puerta del despacho, y
preguntó:
—¿Me ha mandado llamar, reverendo padre?
—Sí —dijo Arkos, y añadió ligeramente—: Dime, ¿has pensado alguna vez en la
muerte?
—Con frecuencia, padre abad.
—¿Le rezas a san José para que tu muerte no sea desdichada?
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—A menudo, reverendo padre.
—Supongo, entonces, que no te agradaría ser abatido de pronto. Que alguien
emplease tus tripas para hacer cuerdas de violín. Ser alimento de los cerdos. Que tus
huesos fuesen encerrados en tierra no sagrada.
—No, magister meus.
—Lo suponía. Así que ten mucho cuidado con lo que cuentes a monseñor
Aguerra.
—¿Yo?
—Tú. —Arkos se frotó la barbilla y pareció abstraerse en una idea desagradable
—. Puedo verlo con demasiada claridad: la causa Leibowitz ha sido archivada, y una
teja al caer abate al pobre hermano; allí, en medio de nosotros, queda tendido,
pidiendo a gritos la absolución. Allí estamos, mirándole con lástima, entre nosotros
hay clérigos, le vemos exhalar su último suspiro sin ni tan siquiera impartir una
última bendición sobre el muchacho. Derecho al infierno, sin bendiciones ni
confesión. Bajo nuestras propias narices. Una lástima, ¿verdad?
—Padre… —susurró Francis.
—Oh, no me culpes a mí. Estaré demasiado ocupado intentando evitar que tus
hermanos obedezcan a su impulso y te maten a palos.
—¿Cuándo?
—Esperemos que nunca. Porque vas a ser cuidadoso, ¿no es así? Vigilarás tus
palabras a monseñor, pues de no ser así quizá les permita matarte a palos.
—Sí, pero…
—El postulador quiere verte inmediatamente… Por favor, frena tu imaginación y
asegúrate de lo que dices. Procura, sobre todo, no pensar.
—Bien, creo que podré hacerlo.
—Fuera, hijo, fuera.
Francis llamó con miedo a la puerta de Aguerra, pero pronto descubrió que su temor
no tenía razón de ser. El protonotario era un viejo suave y diplomático, que parecía
interesarse amistosamente por la vida del pequeño monje.
Después de unos minutos de amenidades preliminares, tocó el delicado asunto.
—Respecto a tu encuentro con la persona que puede haber sido el beato fundador
de…
—Yo nunca dije que se tratase de nuestro beato Leibo…
—Claro que no, hijo, claro que no. Tengo aquí una relación del incidente… Se
basa únicamente en las historias que corren. Quiero que la leas y me digas si es o no
correcta. —Hizo una pausa para sacar un rollo de su maleta y tendérselo al hermano
Francis—. Esta versión se remite sólo a los dichos de los viajeros —añadió—. Sólo
tú puedes descubrir realmente lo que sucedió. Quiero que me lo repitas del modo más
escrupuloso posible.
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—Ciertamente, monseñor, pero lo que sucedió fue en verdad muy simple.
—Lee, lee esto y después lo discutiremos.
El tamaño del rollo daba a entender que las historias que se contaban no eran «en
verdad muy simples». El hermano Francis leía cada vez más asustado. Poco después,
aquel miedo se convirtió en horror.
—Estás muy pálido, hijo —dijo el postulador—. ¿Hay algo que te molesta?
—Monseñor, esto… no tiene nada que ver con lo que sucedió.
—¿No? Pues aunque indirectamente, con seguridad tú fuiste el autor de esto.
¿Cómo habría ocurrido si no? ¿No fuiste el único testigo?
El hermano Francis cerró los ojos y se mesó las sienes. Les había contado la
verdad a sus camaradas novicios. Éstos habían murmurado entre sí y habían contado
la historia a los viajeros. ¡Y aquél era el resultado! Con razón el abad había prohibido
que se tocase el tema. ¡Ojalá nunca hubiese hablado del peregrino!
—Sólo me dirigió unas cuantas palabras. Nunca más le volví a ver. Me persiguió
con un palo, me preguntó el camino a la abadía e hizo las marcas en la roca donde
encontré la cripta. Después, nunca más le volví a ver.
—¿No tenía halo?
—No, monseñor.
—¿No había un coro celestial?
—¡No!
—¿Qué me dices de la alfombra de rosas que creció por donde él había pasado?
—¡No, no, nada de esto, monseñor! —dijo ahogadamente el monje.
—¿No escribió su nombre en la roca?
—Como Dios es mi juez, monseñor, sólo hizo esos dos signos y no supe lo que
querían decir.
—Bien —suspiró el postulador—. Las historias de los viajeros son siempre
exageradas. Pero me pregunto cómo empezó todo esto. ¿Qué te parece si ahora me
cuentas lo que realmente sucedió?
El hermano Francis lo hizo brevemente. Aguerra pareció entristecerse. Después
de meditar en silencio, tomó el grueso rollo, lo partió en dos y lo tiró a la papelera.
—Ahí va el milagro número siete —gruñó.
Francis se apresuró a disculparse.
El abogado le hizo callar con un gesto.
—No pienses más en ello. Ya tenemos pruebas suficientes. Hay varias curas
espontáneas… varios casos de recobramiento instantáneo por intercesión del beato.
Son sencillas y bien documentadas. Los casos de canonización acostumbran basarse
en ellas. Claro que les falta la poesía de esta historia; pero, por tu bien, casi me alegro
de que sea infundada. El abogado del diablo te habría crucificado, ¿sabes?
—Yo nunca dije nada parecido a…
—¡Lo comprendo, lo comprendo! Todo empezó con el refugio. Por cierto, hoy lo
hemos abierto de nuevo.
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Francis se animó.
—¿Han encontrado algo más de san Leibowitz?
—¡Beato Leibowitz, por favor! —le corrigió monseñor—. Todavía no. Hemos
abierto la cámara interior. El hacerlo nos costó un tiempo endemoniado… Había en
ella quince esqueletos y una serie de artefactos fascinantes. Aparentemente la
mujer… era una mujer, los restos de la cual encontraste, fue admitida en la cámara
exterior, pero la interior ya estaba llena. Quizá le habría proporcionado cierto grado
de protección si la pared, al caer, no hubiese causado aquel derrumbe. Los pobres
tipos de dentro quedaron atrapados por las piedras que bloquearon la entrada. El cielo
sabrá por qué la puerta fue ideada para abrirse hacia fuera.
—¿La mujer de la antecámara era Emily Leibowitz?
Aguerra sonrió.
—Aún no sé si podremos probarlo. Creo que lo era, sí… lo creo. Pero quizá dejo
que la esperanza sobrepase a la razón. Tenemos que ver qué más descubrimos. El otro
lado tiene un testigo presente. Todavía no debo sacar conclusiones.
A pesar de la desilusión que le había causado la narración de Francis de su
encuentro con el peregrino, Aguerra se comportó de un modo cordial.
Pasó diez días en el lugar arqueológico antes de regresar a Nueva Roma y dejó a
dos de sus asistentes para supervisar futuras excavaciones.
El día de su partida visitó al hermano Francis en su scriptorium.
—Me han dicho que trabajas en un documento para conmemorar las reliquias que
encontraste —dijo el postulador—. Por las descripciones que me han hecho, creo que
me agradaría mucho verlo.
El monje protestó diciendo que en realidad no era nada; pero fue enseguida a
buscarlo, con tal ansiedad, que al desenvolver la piel de cordero le temblaban las
manos.
Alegremente observó que el hermano Jeris miraba y fruncía nervioso el ceño.
Monseñor se quedó quieto unos segundos.
—¡Precioso! —exclamó finalmente—. ¡Qué glorioso color! Es soberbio,
soberbio. ¡Termínalo… hermano, termínalo!
Francis miró al hermano Jeris y sonrió interrogadoramente. El maestro de la sala
de copias dio media vuelta alejándose rápidamente.
Se mostraba perturbado.
Al día siguiente, Francis desenvolvió sus plumas, tintas y panes de oro, y
reemprendió su labor en el diagrama en color.
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—El nombre que apareció era Em, ¿no es así? Puede que sea un diminutivo de
Emily.
—Creo que así es, monseñor.
—Pero también puede serlo de Emma, ¿verdad? ¡El nombre de Emma apareció
en la caja!
Francis no dijo nada.
—¿Y bien?
—¿Cuál fue la pregunta, monseñor?
—¡Es igual! Tan sólo se me ocurrió demostrarte que la evidencia sugiere que Em
era por Emma y que Emma no es el diminutivo de Emily. ¿Qué tienes que decir a
esto?
—No había pensado en ello, monseñor, pero…
—Pero ¿qué?
—¿No es verdad que los matrimonios se llaman a veces con otros nombres?
—¿TRATAS DE BURLARTE DE MÍ?
—No, monseñor.
—¡Dime la verdad! ¿Cómo fue que descubriste el refugio y qué puedes decirme
de esas fantásticas habladurías acerca de la aparición?
El hermano Francis trató de explicarlo. El advocatus diaboli lo interrumpió con
periódicos bufidos y preguntas sarcásticas. Cuando terminó su narración, el abogado
examinó la historia con dientes y uñas semánticos hasta que el propio monje se
preguntó si había visto realmente al viejo o se había imaginado el incidente.
La técnica de examen era despiadada, pero Francis encontró la experiencia menos
terrible que una entrevista con el abad. Lo más que el abogado podía hacer era
arrancarle, aquella vez, los miembros uno a uno; pero saber que la operación
terminaría pronto ayudaba al amputado a soportar el dolor. Sin embargo, al
enfrentarse al abad, estaba siempre convencido de que un error podía ser castigado
una y otra vez, pues Arkos era su superior de por vida y el perpetuo inquisidor de su
alma.
Después de observar la reacción de Francis a la furiosa arremetida inicial,
monseñor Flaught pareció encontrar la historia del monje demasiado sencilla para
garantizarle un gran margen de ataque.
—Bien, hermano, si ésta es tu historia y te aferras a ella, no creo que tengamos
que preocuparnos por ti en absoluto. Aunque sea verdad, cosa que no admito, de tan
trivial es absurda. ¿Te das cuenta de ello?
—Es lo que siempre dice.
Francis, que durante años intentó quitarle al peregrino la importancia que los
demás le habían atribuido.
—¡Pues ya era hora de que lo dijeses! —exclamó Flaught.
—Siempre he dicho que pensaba que probablemente no era más que un viejo.
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Monseñor Flaught se cubrió los ojos con una mano y suspiró ruidosamente. Su
experiencia con los testigos inseguros le dejaba sin nada qué decir.
Antes de abandonar la abadía, el advocatus diaboli, como el abogado del santo antes
que él, se detuvo en el scriptorium y pidió ver la conmemoración en colores de la
heliografía de Leibowitz («aquella terrible incomprensibilidad», como la llamó
Flaught). Aquella vez las manos del monje no temblaron de ansiedad sino de miedo;
una vez más, podía verse obligado a abandonar el proyecto. Monseñor Flaught
observó en silencio la piel de cordero. Tragó saliva tres veces y, finalmente, se obligó
a asentir.
—Tu imaginación es viva —admitió—. Pero esto ya lo sabíamos, ¿verdad? —
Hizo una pausa—. ¿Cuánto tiempo hace que trabajas en ello?
—Seis años, monseñor, aunque de modo intermitente.
—Comprendo. Según veo, deberás trabajar los mismos años para poderlo
terminar.
Inmediatamente los cuernos de monseñor Flaught disminuyeron un par de
centímetros y sus colmillos desaparecieron por completo. Aquella misma noche salió
hacia Nueva Roma.
Los años transcurrieron lentamente, marcaron las caras de los jóvenes y
encanecieron sus sienes. La labor perpetua del monasterio continuó, atronando todos
los días al cielo con el mismo himno del Divino Oficio, proveyendo diariamente al
mundo con un lento fluir de manuscritos copiados y vueltos a copiar, cediendo
ocasionalmente clérigos y escribanos al episcopado, los tribunales eclesiásticos y a
los pocos poderes seglares que los solicitaban. El hermano Jeris ambicionaba
construir una prensa de imprimir, pero al saberlo, Arkos rechazó el plan: no había ni
el papel suficiente ni la tinta necesaria, y en un mundo satisfecho de su incultura no
se necesitaban libros a buen precio. Debido a ello, la sala de copias siguió con sus
botes y plumas.
Durante la Festividad de los Cinco Santos Inocentes, un mensajero del Vaticano
llegó con alegres nuevas para la orden. Monseñor Flaught había retirado todas sus
objeciones y hacía penitencia ante una imagen del beato Leibowitz. El caso de
monseñor Aguerra había sido aprobado y el Papa había ordenado la presentación de
un decreto en el que recomendaba la canonización. La fecha para la proclamación
formal había sido señalada para el siguiente Año Santo y coincidiría con la llamada a
Consejo General de la Iglesia con el propósito de efectuar una cuidadosa
reestructuración de la doctrina referente a la limitación del magisterium a los hechos
de fe y moral. Era una cuestión muchas veces tratada en la historia; pero en cada país
parecía resurgir con nuevas formas, especialmente en aquellos períodos oscuros en
que los «conocimientos del hombre» acerca del viento, las estrellas y la lluvia eran
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realmente la única creencia. Durante este Consejo, el fundador de la Orden
Albertiana sería inscrito en el calendario de los santos.
Una temporada de regocijo en la abadía siguió a aquel anuncio. Dom Arkos,
encanecido por la edad y cercano ya a la senectud, llamó al hermano Francis a su
presencia y jadeando dijo:
—Su Santidad nos invita a Nueva Roma para la canonización. Prepárate a partir.
—¿Yo, reverendo padre?
—Tú solo. El hermano farmacéutico me prohíbe viajar y no estaría bien que el
padre prior marchase estando yo enfermo. No me vengas ahora con desmayos —dijo
plañideramente dom Arkos—. Lo más probable es que obtengas más crédito del que
mereces por el hecho de que la corte haya aceptado la fecha de la muerte de Emily
Leibowitz como probada de modo definitivo. De todas maneras, Su Santidad te ha
invitado. Te sugiero que le des gracias a Dios y no te atribuyas ningún mérito.
El hermano Francis se tambaleó.
—¿Su Santidad…?
—Sí. Enviaremos al Vaticano la heliografía original de Leibowitz. ¿Qué te parece
si te llevas tu versión conmemorativa en colores como regalo personal al Santo
Padre?
—Ah… —dijo Francis.
El abad lo reanimó, lo bendijo, lo llamó buen simple y lo envió a llenar su zurrón.
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E l viaje a Nueva Roma requería, por lo menos, tres meses y quizá más. El
tiempo dependía en cierto modo de la distancia que Francis pudiese cubrir
antes de que la inevitable banda de ladrones le privase de su asno. Viajaría
solo y sin armas, únicamente con su zurrón y escudilla de mendicante, además de la
reliquia y la copia en color. Rezó para que los ladrones ignorantes no supiesen qué
hacer de esta última; porque, en realidad, entre los asaltantes del camino había a
veces ladrones amables que sólo robaban lo que tenía valor para ellos y le permitían a
su víctima conservar la vida, la integridad física y los efectos personales. Otros eran
menos considerados.
Como medida de precaución, se puso un parche negro sobre el ojo derecho. Los
montañeses eran muy supersticiosos y a veces huían sólo con la posibilidad del mal
de ojo. Así armado y equipado, salió para obedecer la llamada del Sacerdos Magnus,
aquel santísimo padre y maestro, el papa León XXI.
Cerca de dos meses después de abandonar la abadía, el monje tropezó con un
ladrón en una montaña cubierta de bosques, lejos de cualquier poblado, a no ser el del
Valle de los Deformes, que se hallaba a unos pocos kilómetros, detrás de un pico en
el oeste y donde, como leprosos, una colonia de monstruos genéticos vivían aislados
del mundo. Algunas de estas colonias estaban supervisadas por los hospitalarios de la
santa Iglesia, pero el Valle de los Deformes no se contaba entre ellas. Los mutantes
que consiguieron escapar de morir en manos de las tribus de los bosques, hacía siglos
que se congregaban en el lugar, y sus filas se veían continuamente aumentadas por
cosas que se retorcían y arrastraban, y que acudían allí a refugiarse del mundo.
Algunos de ellos eran fértiles y daban a luz, pero a menudo esas criaturas heredaban
las deformidades paternas, nacían muertas o no llegaban a la madurez. De vez en
cuando el carácter monstruoso tendía a retroceder, y como resultado de la unión de
dos mutantes venía al mundo una criatura aparentemente normal. Sin embargo,
alguna vez, los vástagos superficialmente «normales» estaban dañados por una
deformidad invisible de la mente o del corazón, que les privaba de la esencia de la
humanidad, aunque les prestaba su apariencia.
En la misma Iglesia algunos se atrevieron a exponer el criterio de que aquellas
criaturas habían sido privadas de la mano de Dios desde la concepción, que sus almas
eran como las de los animales y que por ley natural podían impunemente ser
eliminadas como animales y no como hombres. Dios había castigado a las especies
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con la prole animal, debido a los pecados que casi habían terminado con la
humanidad. Algunos, cuya creencia en el infierno nunca les había privado de las
demás, no le quitaban a Dios el derecho a valerse de cualquier forma de castigo
temporal, sino que consideraban que al arrogarse los hombres el derecho a juzgar
cualquier criatura nacida de mujer como no poseedora de la divina imagen, usurpaban
el privilegio del cielo. «Hasta el idiota que parece menos inteligente que un perro, un
puerco o una cabra será, si es nacido de mujer, portador de un alma inmortal»,
proclamaba una y otra vez el magisterium. Cuando Nueva Roma hizo varias
declaraciones como ésta, pronunciadas para refrenar el infanticidio, los infortunados
seres deformes fueron llamados, por algunos, los «sobrinos del Papa» o los «hijos del
Papa».
—Dejemos que los que hayan nacido vivos de padres humanos sigan viviendo —
había dicho el León anterior—. Dejemos que, de acuerdo con la ley natural como con
la ley divina del amor, sean criados como niños y alimentados sea cual fuere su forma
y comportamiento, porque es un hecho de la razón que no necesita de la revelación
divina que, entre los derechos naturales del hombre, el derecho a la asistencia de los
padres para poder sobrevivir se antepone a todos los demás y no puede ser
modificado legítimamente por la sociedad o el Estado, excepto hasta donde los
príncipes tengan el poder de ejecutar este derecho. Ni las propias bestias de la Tierra
actúan de otro modo.
El ladrón que abordó al hermano Francis no era, bajo ningún concepto, uno de los
monstruos, pero de su procedencia del Valle de los Deformes dieron fe dos figuras
encapuchadas que se alzaron detrás de una maraña de arbustos en el declive que daba
sobre el camino y que le gritaron burlonamente al monje desde su escondite, mientras
le apuntaban con sus arcos tensos. Desde aquella distancia, Francis tuvo la impresión,
aunque no estaba seguro, de que uno de ellos sostenía su arco con seis dedos o un
pulgar extra; pero no había ninguna duda de que una de las figuras llevaba un hábito
con dos capuchas, aunque no podía ver ninguna cara, ni pudo determinar si la
segunda capucha contenía o no otra cabeza.
El ladrón estaba en el sendero frente a él. Era un hombre bajo, pero pesado como
un toro, con una protuberancia azul y sin pelo como cabeza y una quijada como un
bloque de granito. Estaba en medio del camino con las piernas abiertas y sus fuertes
brazos cruzados sobre el pecho en espera de la pequeña figura que se acercaba a
horcajadas sobre el asno. El ladrón, como pudo ver Francis, estaba únicamente
armado con la propia musculatura y un cuchillo, que no se tomó el trabajo de quitarse
del cinto. Le hizo un gesto al monje para que avanzase. Cuando éste se detuvo a unos
cincuenta metros de distancia, uno de los «hijos del Papa» lanzó una flecha que
fustigó el camino justo detrás del burro, haciendo que éste saltase hacia delante.
—Baja —ordenó el ladrón.
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El asno se detuvo, el hermano Francis echó hacia atrás su capucha para mostrar su
ojo cubierto y levantó un dedo tembloroso para tocárselo. Poco a poco fue levantando
la tela.
El ladrón levantó la cabeza y lanzó una carcajada que le pareció a Francis como
salida de la garganta del mismísimo Satanás. Murmuró un exorcismo, pero el ladrón
permaneció tranquilo.
—Vosotros, los encapuchados negros, usáis este truco desde hace demasiado
tiempo —dijo—. Ahora, baja.
El hermano Francis sonrió, se encogió de hombros y descabalgó sin decir nada. El
ladrón inspeccionó el asno, golpeándole los flancos y examinándole dientes y cascos.
—¿Comemos? ¿Comemos? —gritó una de las criaturas encapuchadas del declive.
—Esta vez no —gritó el ladrón—, demasiado huesudo.
Francis no quedó muy convencido de que hablasen del asno.
—Buenos días, señor —dijo amablemente—. Puede quedarse mi montura.
Caminar me hará bien, creo. —Sonrió de nuevo y emprendió la marcha.
Una flecha se enterró en el suelo, a sus pies.
—¡Basta ya! —chilló el ladrón. Después dijo a Francis—: Ahora desnúdate y
déjame ver ese rollo y ese paquete.
El hermano tomó su escudilla e hizo un gesto desvalido que sólo dio lugar a una
nueva carcajada burlona del ladrón.
—Ya me habéis hecho otras veces el truco de la limosna —dijo—. El último
hombre que me presentó la escudilla tenía una moneda de oro oculta en la bota.
Desnúdate.
Francis, que no llevaba botas, enseñó esperanzado sus sandalias, pero el ladrón le
hizo un gesto impaciente. Entonces desató su zurrón, extendió su contenido y empezó
a quitarse la ropa. El ladrón la registró sin encontrar nada y se la devolvió, haciendo
que suspirase agradecido, pues había temido que le dejasen desnudo en el camino.
—Ahora veamos lo que hay en el otro paquete.
—Sólo contiene documentos, señor —protestó el monje—. Sin valor para nadie a
no ser su propietario.
—Ábrelo.
En silencio, el hermano Francis desató el paquete y extendió la heliografía
original y la conmemoración en color. El dibujo en oro y el colorido del diseño
brillaron deslumbradores con la luz que se filtraba a través del follaje. La tosca
mandíbula del ladrón cayó unos centímetros.
Silbó suavemente.
—¡Qué belleza! ¡Cómo le gustaría a mi mujer poder colgarla de la pared de la
cabaña!
Francis se sintió desfallecer.
—¡Oro! —les gritó el ladrón a sus cómplices en el declive.
—¿Comemos? ¿Comemos? —llegó la réplica gorgoteante y burlona.
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—¡Comeremos, no tengáis miedo! —gritó el ladrón, y después le explicó a
Francis—: Después de pasar un par de días aquí, esperando, tienen hambre. Los
negocios van mal. Es una temporada de poco tráfico.
Francis asintió. El asaltante volvió a mostrar su admiración por la copia en color.
«Señor, si le has enviado para probarme, entonces ayúdame a morir como un
hombre, que pueda quedársela únicamente sobre el cadáver de tu siervo. Bendito
Leibowitz, contempla este acto y reza por mí…».
—¿De qué se trata? —preguntó el ladrón—. ¿Es un hechizo? —Estudió un rato
los documentos—. Uno es el fantasma del otro. ¿Qué clase de magia es? —Observó
al hermano Francis con sus suspicaces ojos grises—. ¿Cómo lo llamáis?
—Pues… «Sistema de control transistorizado para la unidad Seis-B» —espetó el
monje.
El asaltante, que había estado mirando los documentos al revés, pudo sin embargo
darse cuenta de que los dos diagramas tenían la base y las líneas invertidas —un
efecto que parecía intrigarle tanto como la hoja dorada—. Marcó las similitudes del
diseño con un índice corto y sucio, dejando una débil mancha sobre la piel de cordero
iluminada. Francis contuvo las lágrimas.
—¡Por favor! —dijo el monje sin aliento—. La capa de oro es tan tenue que
puede decirse que no tiene ningún valor. Sopésela, podrá ver que en total no pesa más
que la de papel. No le sirve de nada. Por favor, señor, quédese mis vestidos, pero no
esto. Puede quedarse el mulo y mi zurrón, lo que quiera, pero devuélvame los
documentos. No significan nada para usted.
La mirada gris del ladrón quedó pensativa. Observó la agitación del monje y se
frotó la barbilla.
—Voy a dejar que conserves tus vestidos, tu asno y todo lo demás, menos esto —
le ofreció—. Sólo me quedaré con los hechizos.
—Por el amor de Dios, señor, entonces máteme también —se lamentó el hermano
Francis.
El asaltante rió burlonamente.
—Ya veremos, dime para qué sirven.
—Para nada. Uno es un recuerdo de un hombre que murió hace mucho. Una
antigüedad. El otro es sólo una copia.
—¿Para qué os sirven?
Francis cerró momentáneamente los ojos tratando de buscar el modo de
explicárselo.
—¿Conoce las tribus de los bosques? ¿Cómo veneran a sus antepasados?
Los ojos grises brillaron súbitamente airados.
—Nosotros despreciamos a nuestros antepasados —gritó—. ¡Malditos sean todos
los que nos dieron vida!
—¡Malditos! ¡Malditos! —repitió uno de los arqueros encapuchados desde el
declive.
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—¿Sabes quiénes somos? ¿De dónde venimos?
Francis asintió.
—No quise ofenderles. El antiguo a quien perteneció esta reliquia es… no es
nuestro antepasado. Fue nuestro maestro de lo antiguo. Veneramos su memoria. Esto
es sólo un recuerdo, nada más.
—¿Qué me dices de la copia?
—La hice yo. Por favor, señor, me costó quince años hacerla. Por favor… ¡no le
quitará usted a un hombre quince años de su vida sin ningún motivo!
—¿Quince años? —El ladrón echó hacia atrás la cabeza y rió con fuerza—.
¿Pasaste quince años haciendo esto?
—Oh, pero… —Francis se quedó súbitamente silencioso. Su mirada se posó
sobre el achatado índice del ladrón. El dedo indicaba la heliografía original.
—¿Esto te tomó quince años? Pero si al lado del otro es casi feo. —Se golpeó los
ijares y entre risotadas siguió señalando la reliquia—. ¡Quince años! ¿Es esto lo que
hacéis allí encerrados? ¿Por qué? ¿De qué sirve esta imagen oscura? ¡Quince años
para hacer esto! ¡Ja, ja! ¡Es un trabajo de mujer!
El hermano lo miraba con un silencio atónito. Que el asaltante confundiese la
sagrada reliquia con la copia le había sorprendido demasiado para poder replicar.
Todavía riendo, el ladrón tomó ambos documentos en sus manos y se preparó
para partirlos por la mitad.
—¡Jesús, María y José! —gritó el monje cayendo de rodillas en el camino—. ¡Por
el amor de Dios, señor!
El atracador tiró los papeles al suelo.
—Lucharé contigo por ellos —se ofreció deportivamente—. Éstos contra mi
cuchillo.
—De acuerdo —dijo Francis impulsivamente, pensando que una lucha le daría
por lo menos al cielo la oportunidad de intervenir de un modo discreto.
«Oh, Dios, que fortaleciste a Jacob para que venciese al ángel en la roca…».
Se prepararon para la lucha. El monje se persignó. El asaltante se quitó el cuchillo
del cinto y lo tiró junto a los papeles. Empezaron a dar vueltas.
Tres segundos más tarde, el hermano se encontraba gruñendo tendido bajo una
pequeña montaña de músculos, su espalda contra el suelo. Una piedra puntiaguda
parecía taladrarle la espina dorsal.
—Je, je —rió el ladrón, y se levantó para reclamar su cuchillo y sus documentos.
Con las manos unidas como si rezase, el hermano Francis se arrastró tras él de
rodillas rogando a voz en cuello:
—¡Por favor, entonces quédese sólo con una, no con las dos! ¡Por favor!
—Ahora tendrás que comprarlas —dijo socarronamente—. Las he ganado
legalmente.
—No tengo nada, soy pobre.
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—Está bien, si es verdad que te interesan tanto, obtendrás el oro. Dos monedas,
éste es el precio del rescate. Tráelas aquí cuando quieras. Yo esconderé tus cosas en
mi choza. Si las quieres, trae el oro.
—Pero es que son importantes para otra gente, no para mí. Se las llevaba al Papa.
Quizá paguen porque tiene mayor importancia, pero tiene que dejarme la otra para
podérsela enseñar. No tiene ningún valor.
El ladrón rió despreciativo.
—Se diría que me besarías las botas por tenerla.
El hermano Francis se le aferró y besó sus botas con fervor. Aquello resultó ser
demasiado hasta para un tipo como el ladrón. Apartó al monje con el pie, separó los
dos documentos y le lanzó uno a la cara con una maldición. Subió al asno y empezó a
trepar por el declive rumbo a los arbustos. Francis se apoderó del precioso documento
y caminando tras el asaltante se lo agradecía profusamente y cubría de bendiciones
mientras el hombre llevaba al asno hacia los encapuchados arqueros.
—¡Quince años! —bufó, y de nuevo apartó al hermano con el pie—. ¡Lárgate! —
Agitó en lo alto el colorido pergamino a la luz del sol—. Recuerda, con dos monedas
de oro recobrarás tu recuerdo. Y dile a tu Papa que la gané en justicia.
Francis se detuvo. Bendijo al bandido en retirada y en voz baja alabó a Dios por
la existencia de ladrones tan generosos y capaces de cometer un error tan craso.
Acunó amorosamente la heliografía original mientras avanzaba penosamente por el
camino. El ladrón les mostraba con orgullo la hermosa conmemoración a sus
compañeros mutantes de la colina.
—¡Comemos! ¡Comemos! —dijo uno de ellos dándole golpecitos al asno.
—Montamos, montamos —le corrigió el ladrón—. Comeremos más tarde.
Cuando el hermano Francis se hubo alejado, una gran tristeza le embargaba. La voz
burlona resonaba todavía en sus oídos: «¡Quince años! ¿Esto es lo que hacéis allí?
¡Quince años! ¡Un trabajo de mujer! Ja, ja, ja…».
El ladrón había cometido un error, pero de todas formas quince años habían
desaparecido y con ellos todo el amor y tormento que había puesto en la
conmemoración.
Habiendo estado enclaustrado, Francis había perdido contacto con las costumbres
del mundo exterior, de sus modales duros y actitudes bruscas. Su corazón quedó
profundamente herido por la burla del ladrón. Recordó la mofa más gentil del
hermano Jeris en los primeros tiempos. Quizás el hermano tenía razón.
Bajó la encapuchada cabeza y comenzó a caminar lentamente. Por lo menos
quedaba la reliquia original. Por lo menos.
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Aquellos eran, pues, los guardias papales, tan renombrados en las batallas
caballerescas: el pequeño ejército privado del Primer Vicario de Dios.
Un capitán de la guardia pasaba majestuosamente revista a sus hombres. Por
primera vez, la estatua se movió: alzó su visera en señal de saludo. El capitán se
detuvo pensativamente y antes de seguir la inspección empleó su pañuelo para apartar
el tábano de la frente de aquel rostro inexpresivo que permanecía inmutable en el
interior del casco. La estatua bajó su visera y recobró su inmovilidad.
El decorado mayestático de la basílica se vio brevemente destruido por la entrada
de una multitud de peregrinos. Estaban bien organizados y eficientemente dirigidos,
pero era evidente que eran extraños al lugar. La mayoría de ellos dio la impresión de
dirigirse de puntillas a su sitio, cuidando de no hacer ningún ruido y moverse lo
menos posible, a diferencia de los sampetrii y el clero neorromano, que se movían y
hacían ruido de modo elocuente. Aquí y allá, entre los peregrinos, alguien tosía o
tropezaba.
De pronto la basílica pareció militarizarse: la guardia se había puesto en posición
de firme. Una nueva escolta de estatuas acorazadas entró pisando con fuerza en el
propio santuario, se dejó caer sobre una rodilla e inclinó sus picas como saludo ante
el altar antes de ocupar su sitio. Dos de sus miembros flanquearon el trono papal y un
tercero cayó de rodillas a la derecha y allí permaneció, arrodillado y sosteniendo la
espada de Pedro sobre sus palmas alzadas. El cuadro quedó de nuevo inmóvil a no ser
por el temblor ocasional de los cirios del altar.
Sobre el sacro silencio, resonó un súbito clamor de trompetas.
El sonido fue aumentando de intensidad hasta que el vibrante ta-ra ta-ra-raa se
sintió en la cara y fue doloroso para el oído. La voz de las trompetas no era musical
sino estridente. Las primeras notas empezaron en un tono medio, después fueron
subiendo lentamente en agudeza, intensidad y urgencia, hasta que los pelos del monje
se pusieron de punta y en la basílica pareció no existir nada sino la explosión de las
tubas.
Después, un silencio de muerte seguido por el canto de un tenor:
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La multitud se levantó y después se arrodilló en una lenta oleada que siguió el
movimiento de la silla en la que iba sentado un frágil anciano vestido de blanco, que
bendecía a la gente mientras la procesión dorada, negra, púrpura y roja, lo conducía
lentamente hacia el trono. El aliento obstruía la garganta del pequeño monje de la
distante abadía en un apartado desierto.
Era imposible abarcar todo cuanto ocurría. La oleada de música y movimiento era
tan avasalladora, que ahogaba los propios sentidos y arrastraba la mente, aun contra
su voluntad, hacia lo que pronto iba a suceder.
La ceremonia fue breve. De haber sido más larga, habría sido difícil soportar su
intensidad. Un prelado —Francis vio que se trataba de Malfreddo Aguerra, el propio
abogado del santo— se acercó al trono y se arrodilló. Después de un breve silencio
alzó su petición en canto llano.
—Sancte pater, ab Sapientia summa petimus ut ille Beatus Leibowitz cujus
miracula mirati sunt multi…
Se le pedía a León que comunicase a su pueblo por medio de una definición
solemne la pía creencia de que el beato Leibowitz era en realidad un santo, merecedor
de la dulia de la Iglesia como de la veneración de los fieles.
—Gratissirna Nobis causa, fili —cantó la voz del anciano vestido de blanco
como respuesta, explicando que el deseo de su corazón era anunciar por solemne
proclama que el bendito mártir estaba entre los santos, pero también que tenía que
hacerlo por guía divina que coincidía con la petición de Aguerra—, sub ducatu sancti
Spiritus. —Pidió a todos que orasen por esta guía.
De nuevo el coro atronó la basílica con la letanía de los Santos:
—Oh Dios, Padre del Cielo, ten piedad de nosotros. Oh Dios, Hijo Redentor del
Mundo, ten piedad de nosotros. ¡Oh Santísima Trinidad, Dios uno y único, miserere
nobis! Oh Dios, Espíritu Santo, ten piedad de nosotros. Santa María, ruega por
nosotros. Sancta Dei Genitrix, ora pro nobis. Sancta Virgo virginum, ora pro nobis…
El trueno de la letanía continuó. Francis miró el cuadro del bendito Leibowitz,
recién descubierto. El fresco era de enormes proporciones. Mostraba el juicio del
beato ante la multitud, pero la cara no sonreía con amargura como en la obra de
Fingo. Era, de todas maneras, majestuosa, y Francis se dijo que estaba en
consonancia con el resto de la basílica.
—Omnes sancti Martyres, orate pro nobis…
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Y por tercera vez Malfreddo Aguerra solicitó la proclamación.
—Surgat ergo Petrus ipse…
Por fin llegó. León XXI entonó la decisión de la Iglesia, obtenida bajo la guía del
Espíritu Santo, en la que se proclamaba como hecho seguro que un antiguo y bastante
oscuro técnico llamado Leibowitz era en realidad un santo del cielo cuya poderosa
intercesión podía y tenía derecho a ser reverentemente implorada. Se señaló una
festividad para una misa en su honor.
—San Leibowitz, ruega por nosotros —susurró el hermano Francis con los
demás.
Después de una breve plegaria, el coro entonó un Tedeum y, tras una misa en
honor del nuevo santo, todo había terminado.
Escoltado por dos sedarii de librea escarlata del palacio exterior, el pequeño grupo de
peregrinos siguió por lo que parecía una interminable secuela de corredores y
antecámaras, deteniéndose ocasionalmente ante la ornada mesa de algún nuevo
funcionario que examinaba credenciales y estampaba su firma en un licet adire para
que un sedarius se lo entregase al siguiente funcionario, cuyo título era
progresivamente más largo y más difícil de pronunciar a medida que el grupo
avanzaba. El hermano Francis temblaba.
Entre sus compañeros peregrinos, había dos obispos; un hombre vestido de
armiño y oro; un jefe de clan de la gente de los bosques convertido, pero luciendo aún
la túnica de piel de pantera, y como casco, la cabeza de pantera de su tótem tribal; un
«simple» con traje de piel que llevaba un halcón peregrino encapuchado en la muñeca
—evidentemente un regalo para el Padre Santo—; y varias mujeres que parecían ser
esposas o concubinas —como se dijo Francis ante sus actos— del jefe del clan del
pueblo pantera, aunque podía tratarse de antiguas concubinas apartadas por el canon,
pero no por la costumbre tribal.
Después de subir la Scala caelestis, los peregrinos fueron recibidos por el
sombrío cameralis gestor, que los condujo a una pequeña antesala del enorme
vestíbulo consistorial.
—El Padre Santo los recibirá aquí —les informó en voz baja un lacayo de alto
rango al sedarius que traía las credenciales.
A Francis le dio la impresión de que los miraba desaprobadoramente. El hombre
le dirigió unas palabras al sedarius, quien enrojeció y, a su vez, le dijo algo al jefe del
clan. Éste lo miró ceñudo y se quitó su casco de afilados colmillos, dejando que se
balancease sobre su hombro. Se produjo una breve conferencia acerca de las
posiciones mientras su Suprema Untuosidad, el lacayo en jefe, en voz tan baja como
reprobadora, colocó sus piezas de ajedrez en la habitación de acuerdo con algún
protocolo secreto que únicamente los sedarii parecieron comprender.
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El Papa no tardó en llegar. El hombrecillo del hábito blanco, rodeado de su
comitiva, avanzó vivamente por la sala de audiencias. El hermano Francis
experimentó un súbito conato de mareo. Recordó que dom Arkos le había amenazado
con desollarlo vivo si se desmayaba durante la audiencia, e intentó reunir fuerzas para
evitarlo.
El grupo de peregrinos se arrodilló. El anciano de blanco les hizo levantarse con
un gesto amable. Finalmente el hermano Francis se atrevió a fijar la vista. En la
basílica, el Papa había sido únicamente una radiante mancha blanca en un mar de
color. Gradualmente, allí en la sala de audiencias, Francis pudo ver más de cerca que
el Papa no medía tres metros como los nómadas de la historia. Para sorpresa del
monje, el frágil anciano, Padre de reyes y príncipes, constructor de los puentes del
mundo y Vicario de Cristo en la Tierra, parecía ser mucho menos feroz que dom
Arkos, Abbas.
El Papa avanzó lentamente por la hilera de peregrinos, saludando a cada uno de
ellos, mientras abrazaba a uno de los obispos, hablaba con cada uno en su propio
dialecto o a través de un intérprete, sonreía ante la expresión del prelado al cual
encomendó la tarea de cuidar del pájaro halconero, y se dirigía al jefe del clan de la
gente del bosque con un gesto peculiar de la mano y emitiendo un sonido gutural de
su dialecto, que hizo que la expresión de pantera del jefe brillase con una sonrisa de
deleite. El Papa vio la cabeza de pantera colgada de su hombro y se detuvo para
colocársela de nuevo. El pecho del hombre de la tribu se dilató de orgullo, miró a su
alrededor en la habitación, probablemente buscando a su Suprema Untuosidad, el
lacayo en jefe, pero el oficial parecía haberse escabullido por la pared.
El Papa se aproximó a Francis.
Ecce Petrus Pontifex… Mira a Pedro, el gran sacerdote: el propio León XXI: «A
quien Dios había nombrado príncipe de todos los países y reinos, para extirpar,
derrumbar, desperdiciar, destruir, plantar y construir, para que pueda proteger a un
pueblo creyente…». Sin embargo, el monje vio en el rostro de León una amable
mansedumbre que indicaba que merecía el título, más encumbrado que cualquiera de
los otorgados a príncipes y reyes, por el cual se le llamaba «el esclavo de los esclavos
de Dios».
Francis se arrodilló rápidamente para besar el anillo del Pescador. Al levantarse,
se encontró aferrando la reliquia del santo a su espalda como si el mostrarla le
avergonzase. Los ojos ambarinos del Pontífice le dominaron. León habló suavemente,
al modo de la curia: una afectación que parecía desagradarle, que sentía agobiante,
pero que practicaba por el bien de las costumbres al hablar con visitantes menos
salvajes que el jefe pantera.
—Nuestro corazón quedó profundamente dolorido cuando nos enteramos de tu
desgracia. La historia de lo sucedido llegó a nuestros oídos. Viniste aquí invitado por
Nos, pero en el camino encontraste a unos ladrones. ¿Es verdad?
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—Sí, Padre Santo. Pero en realidad no tiene importancia. Quiero… decir… Era
importante, pero… —dijo Francis tartamudeando.
El anciano blanco esbozó una sonrisa.
—Sabemos que nos traías un regalo y que en el camino te fue robado. Que esto
no te preocupe. Tu presencia es suficiente regalo para Nos. Hace tiempo esperábamos
la oportunidad de poder dar personalmente la bienvenida al descubridor de los restos
de Emily Leibowitz. Conocemos también cuál es vuestra labor en la abadía. Siempre
hemos sentido un ferviente afecto por los hermanos de san Leibowitz. Sin vuestro
trabajo, la amnesia del mundo sería total. Como la Iglesia, Mysticum Christi Corpus,
es un cuerpo, vuestra orden le ha servido de memoria. Debemos mucho a vuestro
santo patrono y fundador. Los años futuros quizá le deberán aún más. ¿Podemos
saber algo más de tu viaje, querido hijo?
El hermano Francis le tendió la heliografía.
—El asaltante fue lo suficientemente amable para permitirme conservar esto,
Padre Santo. Lo tomó por una copia del dibujo en color que yo traía como regalo.
—¿No le informaste de su error?
El monje se sonrojó.
—Me avergüenza admitir, Padre Santo…
—¿Entonces se trata de la reliquia original que encontraste en la cripta?
—Sí.
La sonrisa del Papa tomó una expresión amarga.
—¿El bandido pensó que tu obra era el tesoro? Ah…, hasta un ladrón puede verse
atraído por el arte. Monseñor Aguerra nos habló de la belleza de tu conmemoración.
Lástima que fuese robada.
—No tiene importancia, Padre Santo. Sólo lamento haber perdido quince años en
ella.
—¿Perdido? ¿Cómo perdido? Si el ladrón no se hubiese visto engañado por la
belleza de tu conmemoración podía haber robado ésta, ¿no es así?
El hermano Francis admitió la posibilidad.
León XXI tomó la antigua heliografía en sus pálidas manos y la desenrolló con
sumo cuidado. Estudió el diseño en silencio y finalmente dijo:
—Dime, ¿entiendes los símbolos usados por Leibowitz? ¿Cuál es el significado
de la… cosa representada?
—No lo sé, Padre Santo, mi ignorancia es completa.
El Papa se inclinó hacia él para murmurar:
—Lo mismo que la nuestra.
Contuvo una sonrisa, presionó los labios sobre la reliquia como si besase la piedra
de un altar, la enrolló de nuevo y se la tendió a un asistente.
—Te agradecemos desde el fondo de nuestro corazón estos quince años, querido
hijo —le dijo al hermano Francis—. Fueron pasados para la conservación del
original, nunca pienses en ellos como perdidos. Ofréceselos a Dios. Quizás algún día
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se descubra el significado del original y tal vez resulte ser importante. —El anciano
guiñó los ojos… ¿o no fue un guiño? Francis estaba casi convencido de que el Papa
le había guiñado un ojo—. Te lo deberemos a ti.
El guiño o el parpadeo pareció obligar a la habitación a volver a sus dimensiones
normales a los ojos del monje. Por vez primera, descubrió un agujero de polilla en el
hábito papal, que estaba, además, casi deshilachado. En varios puntos el yeso del
techo había caído. Pero la dignidad había sobrepasado a la pobreza. Sólo durante
unos instantes después del guiño notó Francis aquellos signos de penuria. La
distracción fue momentánea.
—A través tuyo queremos enviar nuestros más cordiales saludos a todos los
miembros de tu comunidad y a tu abad —decía León—. Para ellos y para ti,
queremos extender nuestra bendición apostólica. Te daremos una carta anunciándola.
—Hizo una pausa y guiñó o parpadeó de nuevo—. Por cierto, la carta estará
salvaguardada. Pondremos en ella el Noli molestare, excomulgando a cualquiera que
se atreva a asaltar a su portador.
Francis murmuró su agradecimiento por aquel seguro contra los asaltantes aunque
no juzgó conveniente añadir que el ladrón sería incapaz de leer el aviso o comprender
la penalidad.
—Haré lo posible por entregarla, Padre Santo.
De nuevo, León se inclinó para murmurar:
—A ti te daremos una muestra especial de nuestro afecto. Antes de irte habla con
monseñor Aguerra. Nos habría gustado más dártelo de propia mano, pero éste no es
el momento adecuado. Monseñor te lo dará en nuestro nombre. Haz con ello lo que
quieras.
—Muchas gracias, Santo Padre.
—Ahora adiós, querido hijo.
El Pontífice se alejó, para seguir hablando con cada peregrino de la fila. Cuando
hubo terminado: la bendición solemne. La audiencia había terminado.
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que no hayas podido ver.
El hermano se quedó pensativo un momento. Había sido un viaje exhaustivo.
—Me gustaría ver, una vez más, la basílica, monseñor —dijo finalmente.
—Muy bien, pero ¿es todo?
El hermano Francis se detuvo de nuevo. Se habían quedado rezagados del resto
del grupo de peregrinos.
—Quisiera confesar —añadió suavemente.
—No hay nada más fácil —dijo Aguerra añadiendo mientras contenía una sonrisa
—: Estás en la ciudad ideal para ello, ¿sabes? Aquí se te puede perdonar todo lo que
te preocupe. ¿Es algo lo suficientemente terrible que merezca la atención del Papa?
Francis enrojeció y agitó la cabeza.
—¿Qué te parece el Gran Penitenciario? Si estás arrepentido, no sólo te
absolverá, en el trato te dará un palo en la cabeza.
—Es que… se lo pido a usted, monseñor —tartamudeó el monje.
—¿A mí? ¿Por qué? No soy nadie importante. Aquí estás en una ciudad llena de
birretes rojos y quieres confesarte con Malfreddo Aguerra.
—Es que… es que ha sido usted el abogado de nuestro patrono —explicó el
monje.
—Comprendo. Escucharé tu confesión. Pero ya sabes que no puedo absolverte en
nombre de tu patrono. Tendrá que ser, como de costumbre, en el de la santísima
Trinidad. ¿Será suficiente?
Francis tenía poco que confesar, pero su corazón había estado mucho tiempo agitado
—bajo la incitación de dom Arkos— por el temor de que su descubrimiento del
refugio hubiese dificultado el caso del santo. El postulador de Leibowitz le escuchó,
consoló, le dio la absolución en la basílica y después le acompañó por aquella vieja
iglesia. Durante la ceremonia de canonización y la misa que le siguió, el monje había
notado únicamente el majestuoso esplendor del edificio. Ahora, el viejo monseñor le
mostró la desmoronada obra de albañilería, los lugares que necesitaban ser reparados
y la penosa condición de algunos de los viejos frescos.
De nuevo tuvo una visión fugaz de una pobreza velada por la dignidad. En
aquella época la Iglesia no era rica.
Finalmente, Francis quedó en libertad de abrir su paquete. Contenía una bolsa, y
en ella había dos monedas de oro. Miró a Malfreddo Aguerra. Monseñor sonrió.
—Dijiste que el ladrón te ganó la conmemoración en un combate, ¿no es así? —
preguntó Aguerra.
—Sí, monseñor.
—Bien, aunque te vieses forzado a ello, tú mismo decidiste luchar, ¿verdad?
¿Aceptaste su reto?
El monje asintió.
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—Entonces no creo que sea justificar un mal acto si la compras a la vuelta. —Dio
unos golpecitos en la espalda del monje y le bendijo. Era hora de partir.
El pequeño conservador de la llama del conocimiento salió a pie hacia su abadía.
El viaje duraría días y semanas, pero su corazón palpitaba al acercarse al escondite
del ladrón. «Haz con ello lo que gustes», había dicho el papa León refiriéndose al
oro. No sólo esto, el monje tenía ahora, además de la bolsa, una respuesta a la burlona
pregunta del asaltante. Pensó en los libros de la sala de audiencias, esperando allí su
nuevo despertar.
El ladrón, sin embargo, no estaba emboscado en el lugar como Francis había
esperado. Había huellas recientes en el sendero, pero lo cruzaban y no había rastro
del hombre. El sol se filtraba a través de los árboles para cubrir el suelo con reflejos
en forma de hoja. El bosque no era denso, pero ofrecía sombra. Se sentó al lado del
camino para esperar.
Un búho silbó al mediodía desde la relativa oscuridad de las profundidades de
algún arroyo distante. Los buitres daban vueltas en un retazo de azul sobre la copa de
los árboles. Aquel día el bosque parecía pacífico. Al escuchar medio dormido el
cantar de los gorriones entre unos arbustos cercanos, pensó que no le importaba que
el ladrón apareciese aquel día o al siguiente. Su viaje era tan largo, que sería
agradable quedarse reposando todo un día mientras le esperaba. Se sentó observando
a los buitres. A veces miraba el camino que conducía a su distante hogar en el
desierto. El ladrón había escogido un punto perfecto para su cubil. Desde allí se podía
observar más de un kilómetro del camino en cualquier dirección y permanecer oculto
en el bosque.
A lo lejos, algo se movía en el camino.
El hermano Francis protegió sus ojos del sol con las manos y estudió el
movimiento distante. Había una zona soleada en el sendero, donde un fuego de
arbustos había aclarado varios acres de terreno alrededor de la senda que conducía al
sudoeste y que rielaba bajo un espejo de calor en la región en la que reinaba el sol.
No podía ver con claridad debido a los reflejos brillantes, pero en medio del camino
se distinguía movimiento: una iota negra que se arrastraba. A veces parecía tener
cabeza y a veces desaparecía totalmente en el velo producido por el calor; pero a
pesar de todo pudo darse cuenta de que poco a poco se acercaba. En un momento en
que el borde de una nube ocultó el sol, el débil resplandor del calor se debilitó
durante unos segundos; sus ojos, cansados y miopes, llegaron a la conclusión de que
la iota serpenteante era un hombre, aunque estaba demasiado lejos para poder ser
reconocido. Se estremeció. Algo en la iota era demasiado familiar.
Pero no, no podía de ningún modo ser aquel viejo.
El monje hizo la señal de la cruz y empezó a pasar las cuentas de su rosario
mientras sus ojos permanecían fijos en aquella cosa distante en el rielar del calor.
Mientras estuvo esperando allí la llegada del ladrón, una discusión se había
suscitado más arriba en la ladera de la colina. El debate conducido por susurrantes
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monosílabos duró casi una hora. Ahora había terminado. Dos-Capuchas había sido
vencido por Una-Capucha. Juntos, los «hijos del Papa» salieron sigilosamente por
detrás de su mata de abrojos y se arrastraron colina abajo.
Avanzaron hasta llegar a unos diez metros de Francis antes que una piedra sonase.
El monje estaba murmurando la tercera avemaría del cuarto misterio glorioso del
rosario cuando miró a su alrededor.
La flecha le dio limpiamente entre los ojos.
—¡Comemos! ¡Comemos! ¡Comemos! —gritaron los «hijos del Papa».
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veces se precipitaban como una flecha hacia tierra, pero inmediatamente volvían a
remontarse. Durante una hora, después dos, chillaron ansiosos sobre la ladera
boscosa.
Uno de los pájaros se atrevió finalmente a posarse en tierra. Recorrió indignado el
montículo de tierra recién removida. Desengañado, salió de nuevo volando. La
bandada de aves abandonó el lugar y subió a gran altura aprovechando las corrientes
de aire mientras observaban hambrientos la tierra.
Detrás del Valle de los Deformes había un cerdo muerto. Los buitres lo
observaron alegremente y descendieron en busca del festín.
Más tarde, en un desfiladero lejano, un jaguar limpió sus costillas y lo abandonó.
Los buitres parecieron agradecerle el poder terminar su comida.
Llegado el momento, los buitres pusieron sus huevos y alimentaron a sus crías:
una serpiente muerta y pedazos de perro salvaje.
La joven generación creció fuerte, voló alto y lejos con sus negras alas, esperando
que la tierra fecunda entregase sus abundantes carroñas. A veces la comida era sólo
un sapo. Una vez fue un mensajero de Nueva Roma.
Sus vuelos los llevaron hacia las llanuras del oeste. Estaban encantados con la
abundancia de cosas buenas que los nómadas dejaban abandonadas durante su viaje
hacia el sur.
Llegado el momento, los buitres pusieron sus huevos y alimentaron a sus crías. La
tierra los había nutrido abundantemente durante siglos.
Seguiría haciéndolo aún varios más…
Durante un tiempo, los desperdicios fueron buenos en la zona de Red River; pero
entonces, de aquella carnicería se levantó una ciudad. Los buitres no sentían afición
por las ciudades que se levantaban, aunque aprobaban su eventual caída. Se alejaron
de Texarkana y se situaron lejos en las llanuras del oeste. Al modo de las cosas vivas,
repoblaron la tierra muchas veces con los de su especie.
Era el año de Nuestro Señor de 3174.
Había rumores de guerra.
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De nuevo es necesario imponerle una cruz para ser llevada, viejo amigo
y pastor de los miopes ratones de biblioteca —zumbó la voz del lector—.
Pero quizá la carga de la cruz tenga el sabor del triunfo. Según parece,
después de todo, Sheba se reunirá con Salomón, probablemente con la
idea de denunciarlo como un charlatán.
La presente es para notificar que thon Taddeo Pfardentrott D. N. Sc.
Sabio entre Sabios, Erudito entre los Eruditos, Rubio hijo Natural de
cierto príncipe y regalo de Dios para una «generación que despierta», se
ha decidido finalmente a visitarle, habiendo perdido toda esperanza de
transportar vuestra Memorabilia a su justo reino. Llegará hacia la
Festividad de la Asunción, si logra evitar los grupos de «bandidos» en el
camino… Traerá sus dudas y un pequeño grupo de caballería armada,
cortesía de Hannegan II, cuya corpulenta persona está aún en este
momento agitándose a mi alrededor mientras escribo, gruñendo y
frunciendo el ceño ante estas líneas que Su Supremacía me ha ordenado
escribir, y en las que Su Supremacía espera aclame a su primo, el thon,
en la esperanza de que le honrará usted adecuadamente. Pero ya que el
El monje apartó los ojos de su lectura. El abad seguía mirando los buitres sobre
Last Resort.
—¿Sabe cuál ha sido su infancia, hermano? —preguntó dom Paulo.
El monje asintió.
—Siga leyendo.
La lectura continuó, pero el abad ya no escuchaba. Conocía la carta casi de
memoria, pero seguía pensando que había algo que Marcus Apollo había tratado de
decirle entre líneas y que él, dom Paulo, no conseguía comprender. Pero ¿qué era? El
tono de la carta era levemente impertinente, pero parecía estar llena de ominosas
incongruencias que probablemente fueron escritas para añadir alguna sencilla y
oscura congruencia. ¡Si sólo pudiese saber cuál! ¿Qué peligro entrañaba el dejar que
un erudito seglar estudiase en la abadía?
El propio thon Taddeo, según el correo portador de la carta, fue educado en el
monasterio de los benedictinos, donde se le había llevado de niño para evitar
complicaciones a la esposa de su padre. El padre del thon era el tío de Hannegan,
pero su madre era una sirvienta. La duquesa, esposa legítima del duque, nunca había
protestado de los galanteos del duque, hasta que esta criada le dio a él el hijo que
siempre deseara; en aquel momento lo lloró como injusto. Ella sólo había podido
darle hijas, y ser vencida por una plebeya atrajo su ira. Envió lejos al niño, azotó y
despidió a la sirvienta y retuvo de nuevo al duque absolutamente dominado.
Habiendo decidido que para recuperar su honor tenía que darle un hijo, le dio tres
niñas más. El duque esperó pacientemente quince años, y cuando ella murió de parto
—de otra niña—, fue rápidamente a los benedictinos para reclamar al muchacho y
designarlo su heredero.
Pero el joven Taddeo de Hannegan-Pfardentrott se había convertido en un
muchacho amargado. Pasó de la infancia a la adolescencia viendo la ciudad y el
palacio donde su primo estaba siendo preparado para el trono. Si su familia le hubiese
ignorado por completo, quizás habría madurado sin sentir su vida de paria. Pero tanto
su padre como la sirvienta, cuyo seno le había cobijado, acudían a visitarle con la
frecuencia suficiente como para recordarle que había sido engendrado de los
humanos y no de las piedras; y así se daba vagamente cuenta de que le privaban del
—Quisiera saber si Su Supremacía hizo que alguien le leyese la carta más tarde
—se preocupó el abad.
—¿De ser así, reverendo, cree que la carta hubiese sido enviada?
—Supongo que no; pero la ligereza bajo las narices de Hannegan, a pesar de la
incultura del alcalde, no es el estilo de Marcus Apollo, a menos que tratase de
decirme algo entre líneas y no se le ocurriese un modo seguro de hacerlo. Esta última
parte en la que menciona cierto cáliz que teme no desaparecerá. Está claro que hay
algo que le preocupa, pero ¿qué? Éste no es el estilo de Marcus, no lo es de ningún
modo.
Varias semanas habían transcurrido desde la llegada de la carta; durante aquellas
semanas, dom Paulo durmió mal y sufrió una recaída en sus viejos achaques
gástricos. Meditó mucho sobre el pasado en busca de algo que pudiese haber sido
hecho de modo diferente para poder conjurar el futuro. «¿Qué futuro?», se preguntó.
No parecía existir ninguna razón lógica para esperar problemas. La animosidad entre
los monjes y los lugareños había desaparecido, ningún signo de agitación venía de las
tribus de pastores del norte y el este, la imperial Denver no llevaba adelante su
intento de aumentar los impuestos de las congregaciones monásticas. No se hallaban
tropas en la vecindad. El oasis seguía proporcionando agua y no parecía haber
ninguna amenaza de plaga entre los hombres y los animales. Aquel año, el maíz
florecía bien en los campos irrigados. El mundo daba señales de progreso y el pueblo
de Sanly Bowitts lograba el fantástico porcentaje de un ocho por ciento de letrados…
por el que sus habitantes podían, aunque no lo hacían, dar las gracias a los monjes de
la orden de Leibowitz.
Y sin embargo, tenía malos presentimientos. Alguna amenaza sin nombre estaba
al acecho a la vuelta de la esquina del mundo, esperando que el sol se alzase
nuevamente. Aquella sensación lo consumía y molestaba tanto como un enjambre de
insectos hambrientos que zumban alrededor de la propia cara bajo el sol del desierto.
Tenía la sensación de lo inminente, lo implacable, lo insensato; algo se enroscaba
como un crótalo enloquecido por el sol, preparado a atacar a la menor señal.
Era un diablo con quien trataba de luchar desesperadamente, decidió el abad, pero
un diablo muy evasivo. Su demonio era muy pequeño, como lo son todos; sólo le
llegaba a la altura de la rodilla, pero pesaba diez toneladas y tenía la fuerza de
quinientos bueyes. No lo llevaba la malicia, como imaginaba dom Paulo, no tanto
como estaba empujado por un loco apremio, algo parecido al comportamiento de un
perro rabioso. Clavaba los dientes, huesos y uñas en la carne tan sólo porque se había
condenado a sí mismo y la maldición creaba un censurable apetito insaciable. Y era
La instalación quedó terminada al día siguiente, pero durante la prueba dom Paulo
permaneció en su estudio. Dos veces se había visto obligado a llamarle privadamente
la atención al hermano Armbruster y después a regañarle públicamente durante el
capítulo. Y sin embargo, sentía más simpatía por el punto de vista del bibliotecario
El abad dio unos golpes secos sobre la mesa, y el monje que estaba leyendo la
antigua narración guardó inmediatamente silencio.
—¿Y ésta es la única narración que tienen de lo ocurrido? —preguntó thon
Taddeo, sonriéndole forzadamente al abad a través del estudio.
—Hay diversas versiones. Difieren en detalles menores. Nadie está seguro de cuál
fue la nación que envió el primer ataque… de todas maneras, ya no tiene importancia.
El texto que el hermano lector nos ha leído fue escrito unas décadas después de la
muerte de san Leibowitz… se trata probablemente de una de las primeras
narraciones, hecha apenas fue posible y seguro escribir de nuevo.
»El autor era un monje joven que aún no había nacido durante la época de la
destrucción; tuvo conocimiento de ella a través de los seguidores de san Leibowitz,
los primeros memorizadores y contrabandistas de libros y tenía una cierta preferencia
por imitar las escrituras.
Las bóvedas estaban escasamente provistas de velas y sólo unos pocos monjes
estudiosos de hábito oscuro se movían entre los bancos. El hermano Armbruster
inspeccionaba ceñudamente sus papeles en un círculo de luz, en su cubículo al pie de
la escalera de piedra, y una lámpara ardía en el hueco de la teología moral, donde una
figura cubierta con el hábito se inclinaba sobre un antiguo manuscrito. Era después de
la prima, cuando la mayor parte de la comunidad trabajaba en sus deberes en la
abadía, la cocina, la clase, el jardín, establo y la oficina, dejando la biblioteca casi
vacía hasta media tarde y momento de la lectio divina. Aquella mañana, sin embargo,
las bóvedas estaban, en comparación, atestadas.
Había tres monjes reclinados en las sombras detrás de la nueva máquina. Tenían
las manos metidas entre las mangas y observaban a un cuarto monje que estaba al pie
de la escalera. El cuarto monje miraba pacientemente hacia un quinto monje que
estaba en el rellano y vigilaba la entrada que conducía a la escalera.
El hermano Kornhoer había meditado sobre su aparato como un padre ansioso,
pero cuando ya no pudo encontrar cables que mover o ajustes que hacer y volver a
hacer, se retiró al hueco de teología natural a leer y esperar. Dirigir una serie de
instrucciones de última instancia a sus ayudantes le era permitido, pero prefirió
guardar silencio y si cualquier pensamiento del momento de culminación personal
que se acercaba cruzó su mente mientras esperaba, la expresión del inventor
monástico no dio muestra de ello. Teniendo en cuenta que el abad ni siquiera se había
D espués del desafortunado incidente del sótano, el abad buscó todos los medios
concebibles para subsanar aquel desgraciado momento. Thon Taddeo no
demostró ningún rencor y hasta les ofreció a sus huéspedes una disculpa por su
espontáneo juicio del incidente, después que el inventor del artefacto hubo dado al
estudioso detallada cuenta de su reciente diseño y fabricación. Pero la disculpa sólo
logró convencer al abad de que la herida había sido profunda. Colocaba al thon en la
situación de un montañero que ha escalado una altura «inconquistable» para
encontrar las iniciales de un rival grabadas en la roca de la cima…, sin que el rival se
lo hubiese dicho por adelantado. Debió de ser desastroso para él, pensó dom Paulo,
debido a la forma en que se llevó el asunto.
Si el thon no hubiese insistido —con una firmeza nacida quizá de la vergüenza—
en que su luz era de superior calidad, lo suficientemente brillante hasta para el
escrutinio de los quebradizos y apolillados documentos, que resultaban indescifrables
a la luz de las velas, dom Paulo habría hecho quitar inmediatamente la lámpara del
sótano. Pero thon Taddeo insistía en que le gustaba…, pero al describir que era
necesario mantener por lo menos a cuatro novicios o postulantes continuamente
empleados en hacer funcionar la dinamo y ajustar el espacio del arco, pidió que la
lámpara fuese quitada, pero entonces fue dom Paulo quien insistió en que
permaneciese en aquel lugar.
Así fue como el estudioso empezó sus investigaciones en la abadía, con la
presencia constante de los tres novicios que se afanaban sobre la noria y el cuarto
novicio que tentaba al deslumbramiento arriba de la escalera para mantener la
lámpara encendida y ajustada, situación que hacía al poeta versificar sin piedad sobre
el demonio de la confusión y los ultrajes que se perpetraban en nombre de la
penitencia o del apaciguamiento.
Durante varios días, el thon y su asistente estudiaron la propia biblioteca, los
archivos, los informes del monasterio además de la Memorabilia… como si al
determinar la validez de la ostra pudiesen establecer la posibilidad de la perla. El
hermano Kornhoer descubrió al asistente del thon de rodillas en la entrada del
refectorio, y durante un rato tuvo la impresión de que efectuaba una devoción
especial ante la imagen de María, situada arriba de la puerta, pero un sonido de
herramientas puso fin a la ilusión. El asistente tendió una regla de carpintero a través
D esde el facistol del refectorio, el lector entonaba los anuncios. La luz de las
velas empalidecía las caras de las legiones de hábito que permanecían sin
movimiento detrás de sus banquillos y esperaban el principio de la comida de
la noche. La voz del lector resonaba profundamente en el comedor de altas bóvedas,
cuyo techo se perdía en las sombras tendidas como alas sobre las manchas de luz que
se esparcían sobre las mesas de madera.
—El reverendo padre abad me ha ordenado anunciar que la regla de abstinencia
queda dispensada en la cena de esta noche —dijo el lector—. Tendremos huéspedes,
como deben haber oído, y todos los religiosos pueden tomar parte en el banquete de
esta noche en honor a thon Taddeo y su grupo; podrán comer carne. La conversación,
si se hace en voz baja, será permitida durante la comida.
Sonidos vocales contenidos, no muy diferentes de ahogadas exclamaciones de
alegría, salieron de las filas de novicios. Las mesas estaban servidas. La comida
todavía no había hecho su aparición, pero grandes bandejas sustituían a las usuales
tazas de gachas, encendiendo los apetitos con las trazas de un festín. Los familiares
jarros de leche quedaron en la despensa, y fueron reemplazados aquella noche por las
mejores copas de vino. Encima de las mesas habían colocado algunas rosas.
El abad se detuvo en el pasillo esperando a que el lector terminase. Miró hacia la
mesa preparada para él, el padre Gault, el huésped de honor y su grupo. En la cocina
se habían equivocado de nuevo, se dijo. Habían puesto ocho platos. Los tres oficiales,
el thon y su asistente y los dos sacerdotes hacían siete…, a menos, aunque no era
probable, que el padre Gault hubiese invitado al hermano Kornhoer a que se les
uniese. El lector terminó sus anuncios y dom Paulo entró en la sala.
—Flectamus genua —entonó el lector.
Las legiones de hábito doblaron la rodilla con precisión militar mientras el abad
bendecía a su rebaño.
—Levate.
El grupo se levantó. Dom Paulo ocupó su lugar en la mesa y miró hacia la
entrada. Gault debía acompañar a los demás. Las veces anteriores, sus comidas
habían sido servidas en la casa de huéspedes en vez del refectorio para evitar
sujetarlos a la austeridad de la comida frugal de los monjes.
Cuando los huéspedes entraron, los observó intentando descubrir al hermano
Kornhoer, pero éste no estaba con ellos.
Un palio había caído sobre el banquete, pero empezó a alzarse durante el canto del
grupo en el patio después de la comida y desapareció del todo cuando llegó la hora de
la conferencia del intelectual en el gran vestíbulo. El embarazo parecía haber
desaparecido y el grupo mostraba una cordialidad superficial.
Dom Paulo condujo al thon al facistol; Gault y el ayudante del thon los siguieron,
uniéndoseles en la plataforma. Los aplausos sonaron unánimes cuando el abad hizo la
presentación del intelectual; la quietud que siguió sugería el silencio de una corte
esperando un veredicto. El erudito no tenía el don de la oratoria, pero el veredicto fue
satisfactorio para el grupo monástico.
—Lo que hemos encontrado aquí me ha sorprendido —les dijo—. Hace unas
semanas no lo habría creído; no suponía que documentos como los que ustedes tienen
en su Memorabilia pudiesen sobrevivir después de la caída de la última poderosa
civilización. Aún es difícil creerlo, pero la evidencia nos obliga a aceptar la hipótesis
de que los documentos son auténticos. Su supervivencia en este lugar es increíble;
H acía diez semanas que habían recibido a thon Taddeo cuando el mensajero
trajo malas noticias. La cabeza de la dinastía reinante de Laredo había pedido
que las tropas texarkanas fuesen evacuadas de inmediato del reino. Aquella
noche, el rey había muerto envenenado y el estado de guerra se había proclamado
entre los reinos de Laredo y Texarkana. La guerra sería corta. Podía afirmarse con
seguridad que la guerra había terminado al día siguiente de haber estallado y que
ahora Hannegan controlaba todas las tierras y pueblos desde el Red River a Río
Grande.
Aquello lo esperaban, pero no las noticias que siguieron.
Hannegan II, por la gracia de Dios alcalde virrey de Texarkana, defensor de la fe
y vaquero supremo de las Llanuras, después de encontrar a monseñor Marcus Apollo
culpable de «traición» y espionaje, había hecho colgar al nuncio papal, y más tarde,
cuando aún estaba vivo, lo había descolgado, destripado, descuartizado y
despellejado como ejemplo para cualquiera que tratase de socavar el Estado del
gobernador. Cortado en pedazos, el cuerpo del sacerdote fue lanzado a los perros.
Al mensajero casi no le fue necesario añadir que Texarkana estaba bajo absoluto
interdicto por un decreto papal que contenía ciertas vagas, pero ominosas alusiones a
Regnans in Excelsis: una bula del siglo XVI ordenando la deposición de un monarca.
Todavía no había noticias de las contramedidas de Hannegan.
En las Llanuras, las fuerzas laredanas tendrían ahora que abrirse paso, luchando
con las tribus nómadas, para abandonar las armas en sus propias fronteras, pues su
nación y sus allegados eran rehenes.
—¡Es una noticia trágica! —dijo thon Taddeo, con un visible grado de sinceridad
—. Debido a mi nacionalidad, ofrezco marcharme enseguida.
—¿Por qué? —preguntó dom Paulo—. No aprueba los actos de Hannegan,
¿verdad?
El intelectual dudó y después meneó la cabeza. Miró a su alrededor para
asegurarse de que nadie les escuchaba.
—Personalmente los condeno. Pero en público… —Se encogió de hombros—.
Tengo que pensar en el colegio. Si sólo se tratase de mi propia vida, pues…
—Comprendo.
—¿Puedo aventurar confidencialmente una opinión?
—Claro que sí.
Dom Paulo sólo le echó una breve ojeada al resto. No necesitaba leer más.
El comunicado del alcalde ordenaba el licenciamiento del clero texarkano,
convertía la administración de los sacramentos por personas sin licencia en un crimen
amparado por la ley y hacía del juramento de suprema obediencia a la alcaldía una
condición para el licenciamiento y reconocimiento. Llevaba no sólo el sello del
alcalde, sino también la firma de varios obispos, cuyos nombres le eran desconocidos
al abad.
Dejó caer el documento al revés sobre la mesa y se sentó al lado de la cama. Los
ojos del fugitivo estaban abiertos, pero él sólo miraba el techo y jadeaba.
—Hermano Claret —le dijo suavemente—. Hermano…
Aquél fue el año de lluvias torrenciales sin precedentes en el desierto, que hizo que
las semillas secas desde hacía tiempo estallasen en flor.
Fue el año en que un vestigio de civilización llegó a los nómadas de las Llanuras
y hasta la gente de Laredo empezó a murmurar que todo había sido posiblemente para
bien. Nueva Roma no estuvo de acuerdo.
En aquel año, un acuerdo temporal fue formalizado y roto entre los estados de
Denver y Texarkana. Fue el año en que el viejo judío volvió a su antigua vocación de
médico y vagabundo, el año en que los monjes de la Orden Albertiana de Leibowitz
enterraron a un abad y se inclinaron ante otro. Había grandes esperanzas para el
mañana.
Fue el año en que un rey llegó a caballo procedente del este para subyugar a la
tierra y posesionarse de ella. Fue el año del Hombre.
Contando chistes obscenos acerca de una granjera llamada Eva y un agente de ventas
llamado Lucifer.
Enterraremos a tus muertos y sus reputaciones. Te enterraremos a ti. Somos los
siglos.
Nace, pues, respira viento, chilla al golpe del cirujano, busca la virilidad, prueba
un poco de bondad, siente dolor, da a luz, lucha un poco, sucumbe.
(Al morir sal silenciosamente por la salida de atrás, por favor).
Generación, regeneración, otra vez, otra vez, como en un ritual, con investiduras
manchadas de sangre y manos sin uñas, hijos de Merlín persiguiendo un resplandor.
Hijos también de Eva construyendo para siempre paraísos… y destrozándolos con
furia enloquecida porque no resultan ser lo mismo. (¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, un idiota grita su
necia angustia en medio de los desperdicios. ¡Pero aprisa! Que el coro lo apague,
cantando aleluyas a noventa decibelios).
Oíd, entonces, el último cántico de los hermanos de la Orden de San Leibowitz,
como cantado por el siglo que se tragó su nombre:
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison
V: Lucifer ha caído
R: Christe eleison
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison, eleison imas!
Como otros abades antes que él, dom Jethrah Zerchi no era por naturaleza un hombre
contemplativo, aunque como maestro espiritual de su comunidad estaba
comprometido a fomentar el desarrollo de ciertos aspectos de la vida contemplativa
entre su rebaño, y, como monje, a intentar cultivar una disposición contemplativa en
su propio ánimo. Dom Zerchi no lo hacía demasiado bien. Su naturaleza lo empujaba
a la acción aun de pensamiento; su mente se negaba a quedarse tranquila y
contemplativa. Había en él una cualidad de impaciencia que le condujo al mando del
rebaño; lo convirtió en un gobernante audaz, en ocasiones un superior de mayor
capacidad que algunos de sus antecesores, pero la misma impaciencia podía
fácilmente convertirse en un riesgo y hasta en defecto.
La mayoría de las veces, Zerchi vagamente se daba cuenta de su propia
inclinación hacia la prisa o la acción impulsiva cuando se enfrentaba a dragones
invencibles. En aquel momento, de todas maneras, la conciencia de ello no era vaga
sino aguda. Operaba en infausta retrospectiva. El dragón ya había mordido a san
Jorge.
El dragón era un abominable autoescriba, y su maligna enormidad, electrónica
por disposición, llenaba varias unidades cúbicas del hueco de la pared y un tercio del
volumen de la mesa del abad. Como de costumbre, el artefacto estaba oscilando.
Quitaba mayúsculas, puntos e intercambiaba las palabras entre sí. Hacía un momento
había cometido una lèse majesté eléctrica en la persona del soberano abad, quien,
después de llamar a un técnico en computadoras y esperar durante tres días a que
apareciese, decidió arreglar él mismo la abominación estenográfica. El suelo de su
estudio estaba cubierto de hojas de prueba con dictados. Típica entre ellas era la que
tenía la información:
Lo intentó una vez más. Zerchi cogió la clavija de la pared, se sentó ante su mesa, y
después de rezarle una pequeña oración a san Leibowitz (que en los últimos siglos
había alcanzado una mayor popularidad como patrono de los electricistas que la
lograda como fundador de la Orden Albertiana de San Leibowitz), deslizó el
conmutador. Oyó unos ruidos chisporroteantes y silbantes, pero no salió nada.
Únicamente le llegó el débil chasquido de los relés de detención y el ronroneo
familiar de los motores cronometradores cuando tomaban velocidad. Los olisqueó.
No pudo detectar ni humo ni ozono. Finalmente abrió los ojos. Hasta las luces
indicadoras del cuadro de controles que tenía sobre la mesa estaban encendidas como
de costumbre. ¡Vaya con los «sólo para ajustar por la fábrica»!
Algo tranquilizado, insertó el selector de formato en «radiogramas», le dio la
vuelta al selector de programa hasta «grabación de dictado», la unidad de
traducciones del Sudoeste a Allegheniano, se aseguró de que el interruptor de
transcripciones estuviese apagado, giró el botón de su micrófono y empezó a dictar:
E l dique del secreto se había roto. Varios periodistas intrépidos fueron barridos
por la marea enfurecida que los había expulsado de Texarkana hacia sus países
de origen, donde se mostraron reacios a los comentarios. Otros permanecieron
en sus puestos y trataron lealmente de obturar nuevas filtraciones, pero la caída de
ciertos isótopos traídos por el viento creó una contraseña universal, murmurada por
las esquinas y gritada por los titulares: «Lucifer ha caído».
El ministro de Defensa, con su uniforme inmaculado, su maquillaje perfecto y su
serena ecuanimidad, se enfrentó de nuevo con la hermandad periodística. Esta vez la
entrevista de prensa fue televisada a través de la Coalición Cristiana.
La cara del monje perdió su color. Dejó el telegrama sobre la mesa y se sentó de
nuevo con los labios muy apretados.
—¿Sabe lo que es el Quo Peregrinatur?
—Sé de qué se trata, dómine, pero no conozco los detalles.
—Bueno, se proyectó como un plan para enviar a algunos sacerdotes con un
grupo de colonizadores a Alfa Centauro. Pero no dio resultado porque se necesitaban
obispos para ordenar sacerdotes, y después de la primera generación de colonizadores
habría que enviar más sacerdotes y así sucesivamente. La cuestión se complicó con
discusiones acerca de si las colonias se mantendrían y, de ser así, había que hacer
arreglos para asegurar la sucesión apostólica en los planetas colonizados sin
necesidad de recurrir a la Tierra. ¿Sabe lo que esto significa?
—Supongo que enviar a por lo menos tres obispos.
—Sí, y esto parecería un poco absurdo. Los grupos colonizadores han sido
siempre muy reducidos. Pero durante la última crisis mundial, el Quo Peregrinatur se
convirtió en un plan de emergencia para la perpetuación de la Iglesia en los planetas
colonizados si lo peor llegase a ocurrir en la Tierra. Tenemos una nave.
—¿Qué?
—Latzar shemi —repitió el pordiosero.
—No acabo de…
—Entonces llámeme Lázaro —dijo el anciano. Y sonrió.
Dom Zerchi agitó la cabeza y se alejó. ¿Lázaro? Corría en la región un viejo
cuento que decía que… pero, vaya, era una impostura. Resucitado por Cristo y, sin
La oscuridad en el patio era casi total. Sólo una delgada línea de luz se filtraba por
debajo de la puerta de la iglesia. La débil luminosidad de las estrellas aparecía
borrosa debido a la neblina de polvo. En el este no había aún rastro de la aurora. El
hermano Joshua vagaba silencioso. Finalmente se sentó en el bordillo que cerraba un
parterre de rosales. Apoyó la barbilla en la mano y empezó a mover un guijarro con
un pie. Los edificios de la abadía se mostraban como sombras oscuras y dormidas.
Una pequeña rebanada de Luna colgaba baja en el sur.
De la iglesia le llegaba el eco de los cantos: Excita, Domine, potentiam tuam, et
venit, ut salvos, poneos en movimiento, Señor, y venid a salvarnos. El aliento de esta
oración seguirá adelante y adelante, mientras haya aliento con que susurrarla. Aunque
la hermandad lo considere fútil…
Pero no podían saber que era fútil. ¿O podían? Si Nueva Roma tenía alguna
esperanza, ¿por qué enviar la nave? ¿Por qué si creían que las oraciones por la paz en
la Tierra serían siempre contestadas? ¿No era la nave espacial un acto de
desesperación? «¡Retrahe me, Satanas, et discende!», pensó. La nave es un acto de
esperanza. Esperanza para la humanidad en otro sitio, paz en otro sitio, dado que
No había sido fácil fletar un avión para Nueva Roma y aún más difícil fue obtener el
permiso de vuelo, una vez conseguido el avión. Durante la emergencia, todos los
vuelos civiles pasaron a la jurisdicción de los militares, y se necesitaba un permiso
especial. La ZDI local lo había negado. Si el abad Zerchi no hubiese sabido que cierto
mariscal del aire y cierto cardenal arzobispo eran amigos, la ostensible peregrinación
a Nueva Roma por parte de veintisiete contrabandistas de libros con su zurrón habría
Miró de nuevo a los camiones. ¡Los recipientes! Los reconoció. Una vez había
pasado con su coche frente a un crematorio y vio a un hombre descargar la misma
clase de urnas de un camión que llevaba la misma marca de fábrica. Levantó de
nuevo los binoculares buscando el camión cargado con los ladrillos refractarios. Éste
se había desplazado. Por fin lo localizó estacionado detrás de la zona. Descargaban
los ladrillos cerca de la gran máquina roja. La inspeccionó de nuevo. Lo que a
primera vista le había parecido una caldera, ahora le parecía un horno.
—Evenit diabolus! —gruñó el abad, y empezó a bajar la escalera del muro.
Encontró al doctor Cors en la unidad móvil del patio. El hombre estaba colgando
una etiqueta amarilla en la solapa de la chaqueta de un hombre de edad mientras le
decía que debía ir una temporada a un campo de descanso y seguir las indicaciones de
las enfermeras; si se cuidaba un poco, mejoraría.
«VOSOTROS,
QUE ENTRÁIS AQUÍ
ABANDONAD TODA ESPERANZA»
C reo que no es la primera vez que se le previene contra su mal genio —le dijo el
padre Lehy al penitente.
—Sí, padre.
—¿Se da cuenta de que el intento fue casi criminal?
—No había intención de matar.
—¿Trata de excusarse? —le preguntó el confesor.
—No, padre. La intención era herir. Me acuso de violar el espíritu del quinto
mandamiento de pensamiento y obra, y de pecar contra la caridad y la justicia,
trayendo la desgracia y el escándalo sobre mi cargo.
—¿Se da cuenta de que ha roto la promesa de no recurrir nunca a la violencia?
—Sí, padre, y lo lamento profundamente.
—Y la única circunstancia mitigante es que lo vio todo rojo y pegó. ¿Deja a
menudo que la razón le abandone de este modo?
Continuó el interrogatorio con el superior de la abadía arrodillado y el prior
sentado como un juez por encima de su maestro.
—Está bien —dijo finalmente el padre Lehy—. Ahora para su penitencia,
prometa decir…
Zerchi llegó con una hora y media de retraso a la capilla, pero la señora Grales
seguía esperándolo. Estaba arrodillada en un banco cerca del confesionario y parecía
estar medio dormida.
Molesto consigo mismo, el abad había esperado que la mujer se hubiese
marchado. Antes de escucharla tenía que cumplir con su propia penitencia. Se
arrodilló cerca del altar y pasó veinte minutos rezando las oraciones que el padre
Lehy le había asignado como penitencia para aquel día, pero cuando se dirigió al
confesionario, la señora Grales seguía allí. La llamó dos veces antes de que ella
contestase, y cuando se levantó, se tambaleó ligeramente. Se detuvo para tocar la cara
de Rachel explorando sus párpados y labios con dedos marchitos.
—¿Ocurre algo malo, hija mía? —preguntó él.
Ella miró hacia los altos ventanales y dejó vagar su mirada por el techo
abovedado.
—Ay, padre —susurró—. Presiento el mal, de verdad. El mal está cerca, muy
cerca de nosotras. Siento la necesidad de perdón, padre, y de algo más.
—¿Algo más, señora Grales?
—¿Qué debo decir, desdichado de mí? ¿A quién le pediré que me proteja, ya que
hasta el hombre justo está escasamente protegido? Vix securus? ¿Por qué escasamente
protegido? Él no condenaría al justo. Entonces, ¿por qué tiemblas de este modo?
»En realidad, doctor Cors, el mal al que incluso tú debiste referirte no es el
sufrimiento sino el temor irrazonable al sufrimiento. Metus doloris. Tómalo todo
junto a su equivalente positivo, el ansia por la seguridad mundana, por el Paraíso, y
podrás tener tu raíz del mal, doctor Cors. Minimizar el sufrimiento y máxima
seguridad eran los fines naturales y adecuados de la sociedad y el César. Pero
entonces se convirtieron en las únicas finalidades y la única base para la ley… una
perversión. Inevitablemente, entonces, al buscarlas sólo a ellas nos encontramos
únicamente con sus opuestos: máximo sufrimiento y mínima seguridad.
»El problema con el mundo soy yo. Pruébalo en ti mismo, mi querido Cors. Tú,
yo, Adán, hombre, nosotros. No el “mal del mundo” a no ser el que es introducido en
el mundo por el hombre —yo, tú, Adan, nosotros— con un poco de ayuda por parte
del padre de las mentiras. Culpa a lo que sea, culpa hasta a Dios, pero no me culpes a
mí. ¿Doctor Cors? El único mal que aún sobrevive en el mundo, doctor, es el hecho
de que el mundo ya no es. ¿Qué dolor ha forjado?».
Rió de nuevo suavemente y la oscuridad volvió.
—Yo, nosotros, Adán, sino Cristo, hombre, yo; yo, nosotros, Adán, sino Cristo,
hombre, yo —dijo en voz alta—. ¿Sabes una cosa, Pat? Ellos estarán… juntos… más
bien clavados en ella, pero no solos… cuando sangran… quieren compañía. Porque…
Porque por esto Satanás quiere al hombre lleno de infierno. Quiere decir lo mismo
«Que sea por la madre y su niña, entonces. Lo que impongo debo aceptarlo. Fast
est».
La decisión pareció amortiguar su dolor. Durante un rato se quedó quieto;
después, con cuidado, miró hacia la montaña de piedras que se hallaba a su espalda.
Había allí más de cinco toneladas. Dieciocho siglos. La explosión había abierto las
criptas, pues vio algunos huesos prendidos entre las rocas. Extendió su mano libre,
encontró algo liso y lo liberó, dejándolo caer en la arena junto al ciborio. Faltaba la
mandíbula, pero el cráneo estaba intacto, excepto por un agujero en la frente por el
que asomaba un pedazo de madera seca y medio podrida. Parecían los restos de una
flecha. El cráneo parecía muy antiguo.
—Hermano —susurró, porque nadie sino un monje de la orden podía haber sido
enterrado en aquellas criptas.
»¿Qué hiciste para ellos, Cráneo? ¿Les enseñaste a leer y escribir? Les ayudaste a
reconstruir, les diste a Cristo, ¿ayudaste a restaurar la cultura? ¿Te acordaste de
prevenirles que el Paraíso ya no podría ser? Claro que lo hiciste. Dios te bendiga,
Cráneo —se dijo, haciéndole la señal de la cruz con el pulgar sobre la frente—. Por
todos tus trabajos te pagaron con una flecha entre los ojos. Por que a mi espalda hay
más de cinco toneladas y dieciocho siglos de roca. Supongo que a mi espalda hay
unos dos millones de años… desde el primer Homo inspiratus.
Eminentísimo señor:
En vista de la reciente renovación de la tensión mundial,
insinuaciones de una nueva crisis internacional, y hasta
de una carrera clandestina de armamentos nucleares,
nos honraría… <<