Las Falacias No Formales FPN

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Las falacias no formales:


una mirada desde los textos de “Filosofía para niños”

Diego Antonio Pineda R.(*)

Una de las habilidades esenciales que se debe cultivar en los participantes en una
discusión filosófica es la de identificar falacias. Sin embargo, qué significa el termino
“falacia” y cuáles son las falacias que deben ser identificadas es algo que no siempre
resulta claro para quien no tiene una formación académica en filosofía. El presente
documento quiere presentar, de una forma sintética, alguna información general que
permita a los participantes en la discusión filosófica reconocer y clasificar dichas
falacias. Para ello nos apoyaremos, siempre que esto sea posible, en algunos pasajes de
las novelas del programa FpN escritas por Matthew Lipman, especialmente las dirigidas a
la educación secundaria; es decir, El descubrimiento de Harry, Elisa, Susy y Marcos.
Procederemos de la siguiente manera. Empezaremos por aclarar la noción de
“falacia”, para luego presentar las principales falacias no formales que suelen ocurrir en
nuestras habituales discusiones. Terminaremos con una breve reflexión en torno a la
posibilidad de evitar las falacias no formales. Para que la presentación de cada una de
estas falacias sea mucho más viva e interesante, empezaremos por mostrar cómo
aparecen en distintos tipos de conversaciones: tanto las que se ofrecen en los ya
mencionados textos de Lipman como en otras conversaciones, reales o ficticias, que
resultan iluminadoras para comprender los errores argumentativos.

(*)
El presente texto, bajo su forma actual, se encuentra inédito, pero está en proceso de publicación. Es
para el uso exclusivo de los participantes en el Diplomado en Educación Filosófica (Filosofía para niños). No
se puede reproducir sin autorización.

El autor es Profesor Asociado de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá,


Colombia) y traductor y adaptador para Colombia del programa “Filosofía para niños”. Si quiere autorización
para usar este texto, debe ponerse en contacto con el autor en alguno de los siguientes correos
electrónicos: diegopi@javeriana.edu.co y diegoantpineda@yahoo.com.

Este material está protegido por las leyes de derechos de autor. Dicha ley permite hacer uso de él
para fines exclusivamente académicos y de carácter personal. No se debe reproducir por ningún medio
electrónico o mecánico, para ser distribuido con fines comerciales. Es un material de estudio personal.
Si quiere, puede imprimirlo para su uso exclusivo, pero en ningún caso hacerle modificaciones. Si usted
desea citarlo, debe confrontar el texto original de donde fue tomado. Toda reproducción de él con
fines de más amplia difusión (libros, revistas, manuales universitarios, etc.) debe hacerse con
autorización, por escrito, de los titulares de los derechos correspondientes.
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1. ¿Qué es una falacia?

La palabra “falacia” se aplica, de un modo general, a cualquier idea equivocada o


creencia falsa. Sin embargo, de un modo más estricto, se refiere a un error en el
razonamiento o la argumentación.
Ahora bien. Se llama falaz a un razonamiento que: (a) es lógicamente incorrecto,
pues hay en él una inconsistencia o un error lógico; pero que (b) es, sin embargo,
psicológicamente persuasivo; es decir, parece correcto, aunque, si se lo analiza con
cuidado, contiene algún tipo de error o engaño. Como lo indica Irving Coppi, las falacias
son “errores típicos que surgen frecuentemente en el discurso ordinario y que tornan
inválidos los argumentos en los cuales aparecen”1.
Las falacias se dividen en dos grandes tipos: las falacias formales, que violan
alguna regla de la lógica formal; y las falacias no formales, que se presentan en las
conversaciones y discusiones de la vida cotidiana y que consisten en errores en los que
caemos por inadvertencia, por no poner atención a la hora de argumentar, o porque nos
dejamos engañar por ambigüedades que contiene el lenguaje que utilizamos2.
Aquí nos ocuparemos exclusivamente de las falacias no formales, que son las más
frecuentes. Éstas se pueden clasificar en tres grandes categorías:
(a) las falacias de relevancia, que se constituyen cuando el razonamiento falla
a la hora de proveer razones adecuadas que apoyen la verdad de sus conclusiones.
(b) las falacias de presunción, en las cuales el razonamiento falla a la hora de
ofrecer razones adecuadas para la verdad de las conclusiones porque contiene una
suposición implícita que es incierta o, por lo menos, muy discutible.
(c) las falacias de ambigüedad, que provienen de imprecisiones en el uso del
lenguaje.
A continuación presentaremos una lista de cada uno de estos tres tipos de
falacias. Al nombrar cada una de estas falacias no formales, daremos una definición
explicativa de cada una de ellas y ofreceremos un ejemplo ilustrativo adecuado a cada
caso. Muchas de estas falacias se conocen también por su nombre en latín, ya que
muchas de ellas fueron descubiertas o desarrolladas por los lógicos del medioevo. En
algunos casos el nombre en latín (por ejemplo, ad hominem) se conserva en lenguas como

1
COPPI, Irving y COHEN, Carl: Introducción a la lógica, México, Limusa, 2000, p. 125.
2
Hay muchas formas distintas de clasificar las falacias, y son muchas las falacias (algunos han llegado a
describir más de cien) que, desde los tiempos de Aristóteles (quien identificó ya varias de ellas en sus
Refutaciones sofísticas), que pueden ser señaladas. En algunas clasificaciones se incluyen tanto falacias
formales como no formales. Aquí nos ocuparemos sólo de las no formales, y nos regiremos por la clasificación
de Kemerling, quien a su vez la toma de la décima edición de la Introducción a la lógica de Irving Coppi y Carl
Cohen.
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el inglés y el español.

2. Las falacias de relevancia

Hay ocasiones en que nuestros argumentos son poco pertinentes, porque se


pronuncian en el momento que no toca, o en el lugar inadecuado o ante las personas que
no corresponde. Ello, sin embargo, no constituye un error lógico propiamente dicho, sino
una falta de sensibilidad al contexto, basada en una incapacidad para percibir
adecuadamente las características de la situación en que nos encontramos. En otras
ocasiones, sin embargo, nuestro argumento puede fallar, aunque haya sido expresado en
las circunstancias adecuadas, porque las razones que damos en apoyo de lo que pensamos
son insuficientes, inadecuadas, etc.; o simplemente porque las premisas van en una
dirección diferente a la de aquella conclusión a la que pretendemos llegar. En tales casos
incurrimos en irrelevancia. Un argumento es relevante cuando las premisas son capaces
de dar suficiente fuerza a la conclusión que de ellas se extrae, y es irrelevante3 cuando
dichas premisas son insuficientes, muy débiles o están conectadas sólo de forma muy
aleatoria con la conclusión que de ellas se extrae.
Intentemos ver algunas formas de irrelevancia que suelen ocurrir en nuestras
conversaciones a partir de un pasaje del episodio i del capítulo 8 de Susy, en donde ésta
discute con Miguel en torno a cómo hacemos para valorar un poema como bueno. Vamos al
texto:
Déjenme que les haga un comentario un poco atrevido -dijo Miguel-. Para mí un poema es
bueno si digo que me gusta.
Hubo un murmullo de desacuerdo con la observación de Miguel. Después de un poco de
vacilación, Susy habló:
- Miguel -empezó a decir un poco insegura-, yo no estoy del todo de acuerdo contigo. ¿En
realidad lo que tú quieres decir es que todo lo que tienes que hacer es decir que no te
gusta, por ejemplo un poema mío, para que el poema no sea bueno?
- ¡Pues claro! -replicó Miguel con seguridad-. Y si estoy equivocado, ¡pruébame que lo
estoy!”.
Susy parecía emproblemada. Sin embargo, miró de frente a Miguel y luego le preguntó:
- ¿Y tú siempre sabes con seguridad qué es lo que te gusta?

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Cuando utilizamos aquí el término “irrelevante” lo hacemos para señalar que se trata de una argumentación
que no es lógicamente adecuada, pues no existe una clara relación entre las premisas y la conclusión. En la
vida cotidiana, cuando nos damos cuenta de que una argumentación o una conclusión son irrelevantes, solemos
decir que “no es de eso de lo que estamos discutiendo”. En este sentido, conviene distinguir también entre
una argumentación irrelevante, es decir, lógicamente inadecuada, y una argumentación impertinente, es
decir, que no tiene lugar en unas determinadas circunstancias. La relevancia es, pues, un criterio lógico,
mientras que la pertinencia es un criterio social.
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- No, no siempre.
- Entonces, cuando tú dices que te gusta alguna cosa, ¿no podrías estar equivocado?
Miguel se puso rojo, pero no dijo nada. Pero, justo cuando todo el mundo creyó que iba a
darse por vencido, hizo la siguiente afirmación:
- Yo en ningún momento hablé de qué fuera lo correcto o lo equivocado. Claro que es posible
que antes me haya expresado mal. Pero lo que yo quise decir fue esto: que un poema es
bueno cuando alguien que sabe lo que le gusta dice que es bueno. Y la persona que sabe lo
que le gusta no puede estar equivocada. Cuando esa persona llama bueno a un poema, tú
sabes con certeza que es bueno.
Susy asintió con un movimiento de su cabeza.
- Está bien, Miguel, déjame ver si comprendí lo que acabas de decir. Estabas diciendo que la
gente que llama bueno a un poema es gente que sabe, ¿no es cierto?
- Sí, claro.
- Bueno, ¿pero qué es lo que esa gente sabe?
- Eso es obvio: esa gente sabe qué es lo que le gusta.
Susy contempló a Miguel por un momento, y luego le preguntó:
- ¿Ellos saben lo que les gusta o, más bien, les gusta lo que saben?
Miguel, cuya atención se había desviado momentáneamente y se había puesto a mirar a
Laura, parecía sobresaltado.
- ¿Qué es lo que quieres decir con eso?

- Lo que quiero decir es que la poesía no es buena porque nos guste a nosotros, sino que nos
gusta precisamente porque es buena.
- Susy, ¿por qué no dejas de hablar en círculos y explicas claramente qué es lo que quieres
decir?
- Está bien. Voy a intentarlo. Lo que quiero decir es esto: realmente uno no puede saber de
poesía hasta que no se haya sumergido en ella y se haya empapado de ella. Sólo así puede
uno saber qué es lo mejor, qué es lo que es valioso y qué es lo que no lo es. Y, cada vez más,
uno desea vivir de un modo tal que llega a ser importante para uno disfrutar lo que es
mejor, en vez de lo que es peor. Esa es la razón por la cual la gente que realmente sabe de
poesía la ama. La sabe apreciar por lo que ella tiene de valioso.
Miguel frunció totalmente el ceño ante el breve discurso de Susy. Y continuó fruncido
cuando Maria Fernanda dijo:
- ¡Tienes razón, Susy!
Y Elisa agregó:
- ¡De acuerdo!
Sin embargo, en seguida Miguel, después de observar los rostros tensos y expectantes de
todos los compañeros del salón, se volteó hacia Susy y le habló de nuevo de la siguiente
manera:
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- Susy, ¡no te hagas la inocente conmigo! Tú sabes que a todo el mundo lo único que le
importa es él mismo. Y lo que toda persona tiene que hacer es saber con seguridad qué es lo
que quiere, y decirlo fuerte y claro. Y verás pronto lo que sucede con las personas que
hacen eso: llegan a ser críticos en un periódico, y habrá otros que los escucharán como una
gran autoridad, o cosa semejante. Tú eres tan tonta que crees que todo el mundo es
razonable. Pero el mundo no es como nos gustaría: le pertenece más bien a gente que tiene
opiniones firmes y vozarrones fuertes, ¡no importa lo estrechos de mente que pueden llegar
a ser! Y es gente como esa la que tiene mayor éxito, y a la que más veneramos nosotros, no
importa lo ridículas que sus opiniones puedan ser. Y el modo como esa gente hace que nos
traguemos lo que dicen es aparentando ser razonables. Eso es lo que cuenta: no ser
realmente razonables, sino aparentar serlo. Susy, ¡no nos prediques sobre lo bonito que
debería ser el mundo!, porque yo te puedo decir cómo es realmente. El mundo es como un
gran bosque donde el único camino que puedes tomar está lleno de recovecos y de vueltas.
Y, si caminas recto, nunca encontrarás el camino de salida. ¿Por qué debería ser la poesía
algo diferente de las demás cosas? Estoy seguro que los que mandan, los duros, tienden a
hacer las cosas como a ellos les place, y luego llaman bueno a eso que hicieron. Lo que les
gusta lo llaman bueno, no importa que sepan o no sepan algo acerca de esas cosas. Puede que
yo no sepa tanto de poesía como tú, pero sé un montón de cosas más acerca del mundo.
Nadie esperaba que Miguel fuera así de enfático. Cuando terminó de hablar, el salón se
quedó en silencio. Susy, pálida, apretó los labios y se puso a estudiar la cara de Miguel, pero
no dijo nada. El profesor Buenaventura, que seguía sentado en su escritorio, se inclinó hacia
delante y clavó la mirada sobre ellos, con los músculos de su quijada más tensos y
pronunciados que nunca. Harry se quedó mirándolo, y luego se volvió hacia Susy.
A continuación Susy parecía un poco más relajada, y le dijo a Miguel, con una tenue sonrisa:
- Yo no sé, Miguel. A lo mejor el mundo puede ser como tú dices. Pero lo único que sé es que
yo quisiera ayudar para que el mundo llegue a ser el tipo de mundo que yo quisiera que
fuera. Y no puedo esperar hacer eso si pienso de la forma que lo haces tú.

Este pasaje por sí solo ya plantea interesantes problemas de argumentación. ¿Es


cierto, por ejemplo, que Susy “razona en círculos”, como lo afirma Miguel? ¿O será, más
bien, Miguel el que lo hace? ¿Es legítima la forma como increpa Miguel a Susy a que le
demuestre que está equivocado? ¿A qué viene todo el alegato de Miguel sobre la
supuesta irrazonabilidad del mundo si lo que estaban discutiendo es con base en qué
criterios juzgamos a un poema como bueno? ¿En qué tipo de falacias se incurre,
entonces, en una argumentación de este estilo?
Para poder responder a ello tendremos que ir presentando brevemente cada una
de estas falacias en un cierto orden. Puesto que aquí parece incurrirse en determinadas
falacias de relevancia (como la conclusión irrelevante, la apelación a la fuerza o la
apelación a la ignorancia), debemos empezar por estas tres. También, sin duda, éste es
un ejemplo que nos servirá más adelante para explorar el llamado “argumento circular” o
“petición de principio”.
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a) La conclusión irrelevante (ignoratio elenchi)


Esta falacia se comete cuando el razonamiento, que parece estar dirigido hacia
una determinada conclusión, se pretende utilizar más bien para probar una conclusión
diferente. Puede que las premisas sean verdaderas (muchas veces lo son); sin embargo,
se usan para probar algo que no tiene relación con ellas. Es claro, entonces, que, en la
conversación que hemos citado previamente, Miguel incurre en este tipo de falacia, pues,
con el fin de probar a toda costa que tiene razón al afirmar que algo debe ser
considerado bueno básicamente porque a uno le gusta, se lanza a hacer una cantidad de
consideraciones que no vienen al caso sobre la irracionalidad de la vida social y sobre
cómo en ella es necesario luchar exclusivamente por los intereses individuales; con base
en ello, además, acusa a Susy de “ingenua”. La verdad es que todo el discurso que monta
para justificar su opinión no viene para nada al caso; toda su argumentación, y por ello su
conclusión, son completamente irrelevantes. Tan irrelevante es todo lo que dice que
resulta completamente incapaz de responder de forma medianamente razonable a los
interrogantes que le plantea Susy. Falla, pues, Miguel a la hora de construir un
argumento que tenga por conclusión lo que él pretendía defender en un principio: que un
poema es bueno si a uno le gusta.
Veamos otro ejemplo, muy propio de las discusiones parlamentarias. Supongamos
que se está discutiendo en el congreso una nueva ley de vivienda y alguien elabora un
fogoso discurso sobre el derecho que tienen todas las personas a una vivienda digna. El
discurso puede ser muy bonito. Sin embargo, es irrelevante, pues no se está discutiendo
en torno al derecho a la vivienda sino en torno a un plan para otorgar posibilidades de
vivienda a los menos favorecidos.
No siempre es fácil captar la irrelevancia de ciertos tipos de conclusiones y de
sus argumentaciones correspondientes. Con frecuencia, el lenguaje -y mucho más cuando
es usado por profesionales del discurso, como los políticos o publicistas- nos engaña.
Además, cuando estamos fatigados no nos fijamos fácilmente en la irrelevancia, y
fácilmente nos dejamos llevar más por las asociaciones psicológicas que por las
implicaciones lógicas, más por el agrado que nos provocan ciertas conclusiones que por la
coherencia interna que ellas puedan poseer.
Si miramos el siguiente ejemplo, veremos mejor la estructura de una conclusión
irrelevante:
 Los niños merecen tener una máxima atención por parte de sus padres.
 Los padres que trabajan todo el día no pueden dedicarles la atención que
los niños merecen.
 Por lo tanto, se les debería prohibir a las madres que trabajen tiempo
completo.
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Es clara la falacia en muchos puntos. Por ejemplo, en el tipo de verbos utilizados


en las dos premisas (merecer, poder) y en la conclusión (deber, prohibir). No existe
ninguna relación lógica entre ellos que haga necesaria la conclusión. De otra parte, el
sujeto de las proposiciones cambia arbitrariamente en la conclusión: en las premisas era
“los padres” en general, en la conclusión sólo se habla de “las madres”. Lo grave es que,
cuando no captamos la irrelevancia de una conclusión, con frecuencia sucede que este
tipo de “argumentos” distrae la atención de un grupo o auditorio de los puntos básicos de
una discusión, concentrándolos en asuntos que no vienen al caso.

b) La apelación a la fuerza (argumentum ad baculum)

Consiste en el recurso a la amenaza (por supuesto, la amenaza está casi siempre


implícita) por parte de quien posee algún poder sobre otra persona para provocar la
aceptación de una determinada conclusión. Dentro de ella cabe toda forma de
intimidación, desde la del amigo que nos desafía a que le mostremos su equivocación, a la
del maestro que amenaza con una nota, la del padre que amenaza con un castigo, y, por
supuesto, hasta la amenaza de un terrorista que tiene en su poder a un grupo de
rehenes. Aquí se sustituye la fuerza de la razón por la razón de la fuerza.
Es claro que en nuestro ejemplo anterior hay una implícita apelación a la fuerza
por parte de Miguel, pues, aunque nunca amenaza de una forma directa a Susy, sí intenta
intimidarla con el uso que hace del lenguaje: al decirle que trata de hacerse “la
inocente”, llamarla “tonta” y acusarla de “hablar en círculos”, al retarla a que le
demuestre que está equivocado, y especialmente al poner tal vehemencia en la defensa
de su punto de vista que hace que todos los demás se queden callados y Susy se quede
casi sola en el cuestionamiento de sus opiniones.
La “apelación a la fuerza” suele ser también muy común en asuntos políticos y
militares. Cuentan, por ejemplo, que en la reunión de “los tres grandes” (Roosevelt,
Churchill y Stalin) en Yalta, al final de la Segunda Guerra Mundial, Churchill sugirió a los
otros dos que el Papa proponía determinadas soluciones, a lo cual Stalin respondió: “¿Y
cuántas divisiones dice usted que tiene el Papa para el combate?”. No se trata
ciertamente de una pregunta ingenua. En realidad no se trata ni siquiera de una
auténtica pregunta, pues su afán no es averiguar algo, sino precisamente afirmar
subrepticiamente que la posibilidad que se tiene de ser partícipe en el nuevo orden
geopolítico tras la Gran Guerra está dada por el número de combatientes sobre los que
se tiene mando. Se utiliza, pues, la forma externa de la pregunta sólo para establecer de
forma velada un supuesto en el que se está interesado. Cuando hablemos de la llamada
“pregunta retórica” veremos un poco mejor cómo funciona este mecanismo de presentar
bajo la forma de preguntas afirmaciones veladas.
Otros ejemplos de argumentum ad baculum serían los siguientes: el carcelero (o
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el maestro, o el supervisor) que advierte a los presos (o a los estudiantes, o a los


trabajadores) que deben cumplir el reglamento o atenerse a las consecuencias, el
político que amenaza a quien lo cuestiona con acusarlo ante la Fiscalía, etc.
El siguiente ejemplo nos ayudará a ver mejor en qué consiste el error lógico (la
falacia) en este tipo de argumento:
 Si no estás de acuerdo con mis opiniones políticas, sacarás 1,0 en el
examen.
 Yo creo que Álvaro Uribe es el mejor presidente que ha tenido nuestro
país.
 Por tanto, Álvaro Uribe es el mejor presidente que ha tenido nuestro país.
Se ve claro que, incluso si las dos premisas fueran verdaderas, ello no implicaría
de ningún modo la verdad de la conclusión. El argumento es completamente inválido por
carecer de relevancia, pues el hecho de sacar una nota en un examen no tiene nada que
ver con la opinión de un profesor respecto de un presidente de su país. La amenaza,
además, es evidente en este caso.

c) La apelación a la ignorancia (argumentum ad ignorantiam)

En lo esencial esta falacia consiste en la pretensión de afirmar que algo es


verdadero porque nadie puede probar que lo contrario sea verdadero. En el caso que
hemos venido analizando, Miguel no tiene otra cosa en qué apoyar su idea de que lo que
determina que un poema sea bueno es que le guste a quien lo lee que en su propia certeza
subjetiva; y, por ello, cuando Susy cuestiona su afirmación, él opta por “devolverle la
carga de la prueba” a su interrogadora. Le dice: “Si estoy equivocado, ¡pruébame que lo
estoy!”. Con esta estrategia intenta indicar que, si Susy no es capaz de refutar su punto
de vista, éste debe ser aceptado como verdadero. Miguel incurre, entonces, en la
“apelación a la ignorancia” al pretender que su punto de vista es verdadero solamente
porque nadie ha sido capaz de refutárselo.
Éste es un argumento que a veces se utiliza en conexión con la prueba de la
existencia de ciertos objetos. Por ejemplo, Dios (o los fantasmas, o los extraterrestres)
deben existir porque nadie sería capaz de demostrar que no existen. Puede revestir dos
formas diversas: pretender que una afirmación es verdadera simplemente porque nadie
ha demostrado su falsedad; o que es falsa simplemente porque nadie ha podido
demostrar que sea verdadera. Es claro, sin embargo, que la verdad o falsedad de una
proposición no depende de nuestra capacidad para demostrarla o refutarla.
Hay, sin embargo, un ámbito en que esta falacia es aceptada: la justicia, en donde
opera el principio universal según el cual una persona es inocente hasta tanto no se
demuestre su culpabilidad. Por tanto, un abogado defensor puede exigir que a su cliente
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se le declare inocente si la contraparte ha sido incapaz de demostrar su culpa.


Un ejemplo adicional de este tipo de falacia podría ser éste:
 Nadie ha probado de un modo concluyente que no haya vida inteligente en
los satélites de Júpiter.
 Por lo tanto, hay vida inteligente en los satélites de Júpiter.
La irrelevancia de este argumento es evidente: se hace una afirmación tajante sin
bases suficientes para la evidencia. Sin embargo, la ausencia de evidencia en contra de
una proposición no es suficiente para demostrar su verdad.

* * *

Dejemos de lado por un momento el ejemplo de la conversación entre Miguel y


Susy y pongamos atención ahora a un hecho que es fundamental en la comprensión de
nuestras formas de argumentar: el hecho de que nuestras argumentaciones vienen
necesariamente acompañadas de estados emocionales. Argumentar no es necesariamente
algo que se haga “con cabeza fría”; y, si bien es cierto, que en muchas ocasiones es
conveniente dejar de lado nuestras emociones para poder argumentar mejor, también es
cierto que esto no es siempre posible ni necesariamente deseable, pues somos también
seres emotivos, es decir, individuos que nos comprometemos emocionalmente con los
argumentos que somos capaces de construir.
Debemos estar atentos, eso sí, a que nuestras emociones no condicionen o
imposibiliten nuestra capacidad de juicio y, sobre todo, no nos lleven a violar las reglas
más elementales que requiere una buena argumentación. No podemos dejar de
argumentar emocionalmente, pues no podemos prescindir de nuestras emociones; pero sí
podemos intentar estar atentos al modo como ciertas formas de argumentar se dirigen
más a las emociones que al intelecto, y sobre todo de qué forma se pretende hacer pasar
como argumento válido lo que sólo es una manipulación de nuestras emociones y
sentimientos más profundos.
Hay por lo menos dos tipos de falacias básicas en donde la irrelevancia en la
argumentación está dada por una apelación inadecuada a las emociones de un interlocutor
determinado, que bien puede ser una sola persona o incluso un auditorio más amplio. A
estas falacias se les conoce como “apelación emocional al pueblo” y “apelación a la
misericordia”. Antes de entrar en su análisis, veamos un ejemplo preliminar, tomado del
capítulo 9 de El descubrimiento de Harry, en donde una de sus compañeras, María, le
insiste a Daniel en que debe ponerse de pie durante la izada de bandera simplemente
“porque todo el mundo lo hace”:
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- Daniel -dijo resueltamente (María)-, creo que, definitivamente, tus papás están
equivocados. Porque, como dice el profesor Pardo, todo el mundo lo hace, todo el mundo se
levanta durante el saludo y nadie ve nada malo en ello; entonces, ¿por qué no podrías tú
hacer lo mismo?
- Del hecho de que todos, o casi todos, hagan algo no se sigue que eso esté bien hecho -
contestó Daniel.
- ¡Pero así es la ley del país! -insistió María
- Mis papás me dicen que por encima de la ley de un país está la ley de Dios -dijo Daniel
suavemente.
- No sé -dijo Guillermo Hernández-. ¿No se pueden equivocar alguna vez los adultos?
- La Biblia dice que debemos honrar a nuestros padres -dijo Daniel-. ¿Los estaría honrando
si no estuviera de acuerdo con ellos en lo que la Biblia me ordena hacer?
- Pero Daniel -dijo el profesor Pardo-, como te sugerí antes, ¿no podría tratarse
simplemente de cómo debemos interpretar la Biblia? Tus papás tienen derecho a su propia
interpretación, claro, pero podrían estar equivocados, ¿no?
- Claro que podrían -dijo Daniel-. Pero que estén en minoría no significa que tengan que
estar equivocados. También podría estar equivocada la mayoría, con la misma facilidad.
El profesor Pardo ensayó otro enfoque.
- Como probablemente sabes, Daniel, hay personas seguras de que saben lo que quiere decir
la Biblia... Quizás tus papás están entre ellos... Y esas personas creen que la Biblia prohíbe
las transfusiones de sangre. Imagínate que estuvieras muy enfermo y fueras a morir a
menos que te pudieran hacer una transfusión de sangre. ¿Aún así harían bien tus padres en
oponerse?
Daniel se retorció en su asiento, y luego quedó sentado con las rodillas a la altura de la
barbilla.
- No sé, profesor Pardo -admitió.
El profesor Pardo vio que estaba haciendo progresos.
- Entonces, ¿les dirás a tus papás que vengan a hablar del asunto conmigo? -lo apremió.
- Hablaré con ellos esta noche -fue lo único que dijo.

Como nos lo permite ver una lectura atenta del anterior pasaje, Daniel tiene claro
que la verdad o falsedad de una afirmación es algo totalmente independiente del número
de las personas que crean en ella. En ese sentido, no se deja intimidar por el hecho de
que otros, incluso la mayoría, piensen diferente a él. Sí se deja intimidar, sin embargo,
por lo que piensan “las autoridades”, es decir, todas aquellas instancias que consideramos
“superiores a nosotros” (los padres, las leyes de un país, los libros sagrados, etc.). Sin
duda, sus emociones ya están condicionadas para que acepte como válidos determinados
argumentos y rechace otros.
Para comprender mejor el mecanismo mediante el cual operan estas formas de
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argumentación, debemos examinar ahora tres nuevos modos de falacias de relevancia: la


apelación emocional al pueblo, la apelación a la misericordia y el llamado “argumento de
autoridad”.

d) La apelación emocional al pueblo (argumentum ad populum)

En un sentido amplio, esta falacia puede definirse como un tipo de argumento que
se apoya en un llamado emocional al “pueblo” (a la masa) con el fin de ganar su
asentimiento para una conclusión que no puede ser sustentada mediante un razonamiento
válido. Es evidente que hay en esta forma de razonar una apelación fuerte a determinado
tipo de emociones, especialmente a aquellas que están relacionadas con nuestra
pertenencia a un determinado grupo social (la familia, un grupo religioso, una comunidad
política, etc.). Aquí, por ejemplo, algunos le recuerdan a Daniel su pertenencia a un país y
la obligación que tiene con el cumplimiento de sus leyes.
En estas formas de argumentar es claro, entonces, que se suele recurrir a un
lenguaje cargado de emoción y afectividad; y muchas veces de fanatismo. De lo que se
trata aquí no es de dar razones, sino de generar sentimientos favorables en el auditorio
para que éste acepte determinadas conclusiones sin hacer un examen previo de ellas. Es
el recurso favorito del propagandista y del demagogo. En la publicidad se comete con
frecuencia esta falacia, cuando, por ejemplo, la prueba de que una margarina es buena es
que a personas de diferentes partes del país les agrada. En la política es muy común que
se diga que un candidato es mejor y que, como “prueba” de ello, se presente el hecho de
que lidera las encuestas de opinión.
Una pequeña variante del argumentum ad populum es lo que, en tono coloquial,
podríamos llamar “el argumento de la multitud”, que consiste en querer decir que algo es
bueno porque todo el mundo lo aprueba (por ejemplo, una determinada película) o que una
creencia es verdadera porque casi todo el mundo la apoya (en tal caso, el nazismo o el
fascismo eran buenas propuestas políticas porque, en su momento, contaron con un
inmenso apoyo popular). Sin embargo, ni la aceptación popular de una determinada
actitud demuestra que sea buena o razonable, ni la aceptación popular da a una
determinada opinión el carácter de verdadera.
Esta es la falacia en la que claramente incurre María cuando le dice a Daniel que,
puesto que todo el mundo hace algo (en este caso, ponerse de pie en una izada de
bandera), en ello no hay nada malo. Por supuesto, aquí hay también un aspecto del
razonamiento de María que queda oculto, y que, a su vez, contiene una nueva falacia.
Podríamos construir el razonamiento de María en estos términos: “Si todo el mundo hace
algo, entonces no hay nada de malo en hacerlo. Si no hay nada malo en hacerlo, entonces
está bien hacerlo. Y, puesto que está bien hacerlo, todos los deberíamos hacer. Luego,
también Daniel, igual que todos los demás, debe ponerse de pie en las izadas de
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bandera”. Por más que intentemos poner el razonamiento de María de la forma más
benévola posible, es clara su irrelevancia: ni se sigue del hecho de que todo el mundo lo
haga que esté bien hacer algo; ni se sigue del hecho de que algo no esté mal hecho que
esté, entonces, bien hecho; ni se sigue, sobre todo, del hecho de que todos los demás lo
hagan o lo aprueben el que algo esté bien hecho. Esto último es lo que sabe muy bien
Daniel, y por eso no cae en ningún momento en la trampa argumentativa que le ha
planteado María.

e) La apelación a la misericordia (argumentum ad misericordiam)

Consiste en que tratamos de ganar la aceptación por parte de otros de una opinión
o argumento nuestro apelando a las desafortunadas consecuencias que se seguirían de
que no fuera cierto lo que se afirma. Para ello se recurre frecuentemente a motivos
sentimentales (emocionales, piadosos, de pertenencia a una clase social, etc.). Este tipo
de argumento se utiliza con mucha frecuencia en los tribunales con el fin de conseguir,
por parte de los defensores, que el acusado sea declarado inocente, por ejemplo, por sus
buenos sentimientos, o por ser padre de varios hijos. En tales casos no se intenta
demostrar con argumentos lógicos que el acusado es inocente, sino que se apela a los
sentimientos del jurado para lograr su absolución.
En los textos filosóficos es muy poco frecuente encontrar este tipo de falacias,
que son más frecuentes en los alegatos jurídicos o en los discursos políticos. Yo mismo
no he encontrado un caso suficientemente ilustrativo de este tipo de falacia en las
novelas de Lipman. Más aún: es frecuente que el filósofo, en sus argumentaciones, se
cuide mucho de esta apelación a la misericordia, pues es absolutamente consciente de
que esto es algo que se suele hacer cuando uno simplemente sabe que carece por
completo de argumentos. El filósofo considera este recurso simplemente como algo
vergonzoso. Así, por ejemplo, nos lo hace sentir Sócrates cuando, en su defensa ante el
tribunal ateniense, critica a quienes llevan a su mujer y a sus hijos pequeños para que
supliquen misericordia ante los jueces y se niega él mismo a recurrir a este tipo de
procedimientos.
Consideremos el siguiente ejemplo. Un candidato presidencial, cuando le
preguntan por qué él es la mejor opción y por qué la gente debe votar por él, responde lo
siguiente:
 La gente se identifica conmigo porque yo soy un hombre surgido del
pueblo.
 Soy de una familia humilde y sé lo que es el hambre y la ignorancia.
 Además, las encuestas demuestran que la gente prefiere votar por mí y
que ganaré por una cifra arrolladora.
13

 El que no vota por mí perderá su voto, pues, como todos saben, yo seré el
triunfador.
 Por tanto, toda la gente debe votar por mí.
Es fácil ver que ninguna de las cosas que ha dicho responde a ninguna de las dos
preguntas: por qué él es la mejor opción y por qué la gente debe votar por él. Es claro,
pues, que todo lo que ha dicho es irrelevante. Además, lo único que ha hecho es remover
sentimientos en la gente (por su origen humilde, por su sentimiento triunfalista, etc.).
Aunque todas las premisas sean ciertas, ello no garantiza la verdad de su conclusión.
Aunque sus afirmaciones sean ciertas, su razonamiento es falaz, y, por tanto,
completamente inválido.
Este ejemplo adicional podría ayudarnos también a comprender un poco más el
tipo de estrategia que utiliza este tipo de argumento:
 Soy una persona pobre.
 Tengo tres hijos y una mujer que alimentar.
 Sólo tengo un viejo taxi modelo 65 para trabajar.
 No puedo vender ese taxi a nadie.
 Si ustedes me obligan a cambiar de carro, yo no puedo hacerlo.
 Si no puedo hacerlo, me quedaré desempleado.
 Si me quedo desempleado, mis hijos y mi mujer no volverán a comer.
 Por lo tanto, no me deben exigir que cambie mi taxi.
Es fácil observar aquí que, aunque todas las premisas sean verdaderas, eso no
implica de forma necesaria que la conclusión sea correcta. Desde el punto de vista lógico,
no hay una razón válida para la conclusión a la que se llega. Ninguna de las premisas hace
referencia al estado en que se encuentra el taxi. Todas, por el contrario, apelan a su
situación familiar, pidiendo misericordia para él y su familia.
Este último ejemplo nos permite hacer una observación adicional: el anterior
razonamiento es formalmente incorrecto, pues en la conclusión introduce un término
(debe) que no había aparecido en ninguna de las premisas. Esta es la llamada “falacia
naturalista”, descubierta por David Hume, y que consiste en un paso injustificado desde
premisas que son descriptivas (pues señalan que algo es) hacia una conclusión de
carácter prescriptivo (pues dice que algo debe, o no debe, hacerse). Otro ejemplo
interesante de esta “transición ilegítima” de premisas que son descriptivas a
conclusiones que son prescriptivas puede verse en el razonamiento mediante el cual el
papá de Toño intenta convencer a éste de que debe estudiar ingeniería sólo por que él es
muy bueno estudiando matemáticas. Al respecto, puede verse el capítulo 3 de El
descubrimiento de Harry.
14

f) El argumento de autoridad (argumentum ad verecundiam)

Esta falacia se constituye cuando se apela, como prueba de la verdad de una


determinada conclusión, a lo que ha dicho o hecho algo o alguien que se reconoce como
“famoso”, “respetable”, “sagrado” o “muy importante”, es decir, algo o alguien revestido
de una determinada autoridad públicamente reconocida, aunque no necesariamente
competente para terciar en la discusión que se lleva a cabo. Supongamos que, alguien
dijera que la teoría de la evolución es falsa porque el Papa dijo que el hombre fue una
creación de Dios. El Papa es una gran autoridad religiosa y moral, y, seguramente, nos
inspira gran respeto. No es, sin embargo, una autoridad científica. Por tanto, su opinión
no tiene ningún valor especial cuando de una discusión científica se trata.
Por supuesto, cuando hablamos aquí de “autoridades” no nos referimos
exclusivamente a personas, sino también a instituciones sociales cuyo prestigio se basa
en que se les reconoce una determinada autoridad, como la ley de un país, la doctrina de
una determinada religión, o el carácter “sagrado” que solemos atribuirle a determinados
depósitos de sabiduría como un libro o un oráculo. Por supuesto, el recurso a las
autoridades tiene también un fuerte componente emocional, pues cuando respetamos,
admiramos o reconocemos una determinada autoridad hay en ello también una cierta
dosis de temor, reverencia, etc.
En el caso que analizamos previamente, María recurre a la autoridad de la ley de
su país como una forma de convencer a Daniel de que debe ponerse de pie en la izada de
bandera. Su argumento no funciona porque, en Daniel, pesa mucho más el sentimiento
religioso que sus padres le han inculcado, de tal manera que, para él, es una autoridad
mucho mayor “la ley de Dios”. Con Daniel este “recurso a la autoridad” funciona sólo en la
medida en que se recurra a aquello que él considera como autoridades supremas. De
hecho, recurre a la Biblia, los mandamientos, “la ley de Dios”, etc. Parece que no tiene
mucho sentido plantear en estos casos un conflicto entre “autoridades”: no parece
legítimo decirle a otro cuáles deben ser en su caso las “autoridades” que debe acatar,
pues aquí entramos en el peligroso terreno de las creencias (religiosas, políticas, etc.).
Resulta más sensato seguramente lo que hacen con Daniel el profesor Pardo y algunos
compañeros suyos, como Toño: plantearle problemas, dificultades, situaciones que le
ayuden a Daniel a revisar sus puntos de vista sin incurrir en ningún momento en un
menosprecio o descalificación de sus creencias.
Un nuevo recurso al “argumento de autoridad” en el caso de Daniel aparece a
continuación en el capítulo 10 de El descubrimiento de Harry, cuando muchos compañeros
se proponen discutir sobre el asunto bajo la dirección de la profesora Jaimes. Veamos:
La siguiente en hablar fue Janeth Puerto.
- Creo que Daniel debe ser fiel a sus creencias porque... porque eso dice mi hermano, y él
sabrá.
15

- ¿Qué quieres decir con “él sabrá”, Janeth? ¿Es tu hermano abogado o juez o una
autoridad de algún tipo? -preguntó la señorita Jaimes.
- No, pero es muy inteligente -replicó Janeth.
- Bueno, lo siento pero no sirve. Sólo deberías utilizar la opinión de otra persona en favor
de tu propio modo de ver si esa otra persona es una autoridad reconocida sobre el tema en
cuestión.

La razón por la cual la señorita Jaimes rechaza lo que dice Janeth es clara y muy
justa: el hermano de Janeth no es ningún tipo de autoridad cuya opinión se deba
considerar como digna de ser tenida en cuenta en la discusión. Sobre la base de ello
establece una máxima (es decir una regla práctica) parea el ejercicio de la
argumentación: “Sólo deberías utilizar la opinión de otra persona en favor de tu propio
modo de ver si esa otra persona es una autoridad reconocida sobre el tema en cuestión”.
Ello pone de presente algo fundamental: no siempre el recurso a la autoridad es falaz en
sentido estricto, pues cuando la opinión que se cita es la de alguien muy autorizado en el
campo que se discute, su opinión puede darle mayor credibilidad al punto de vista en
cuestión. Si discutimos sobre un asunto de física, sin duda, la opinión de un Premio Nobel
de Física sería un buen aporte a la discusión. Lo que no es razonable, en todo caso, es
que, en nombre de dicha “autoridad”, se pretenda zanjar de forma definitiva una
discusión, así se trate de la opinión de alguien muy reputado en su campo. Sería absurdo,
por ejemplo, pretender resolver los problemas actuales de la biología recurriendo a los
escritos de Darwin, en vez de hacerlo en el laboratorio. Igualmente, sería absurdo
pretender que los problemas filosóficos se resuelven citando textos de Platón o
Aristóteles.
Consideremos el siguiente razonamiento, muy frecuente en discusiones
filosóficas:
 Platón dijo que a los niños y jóvenes no se les debería permitir que
aprendieran filosofía, pues ello alimentaba su tendencia a discutirlo todo.
 Por lo tanto, a los niños y jóvenes no se les debería enseñar filosofía.
Es muy fácil ver el carácter erróneo de dicho razonamiento. En primer lugar
porque es muy discutible que Platón haya dicho esto (esa es sólo una de las posibles
interpretaciones que admiten algunos textos de Platón; sin embargo, hay quienes creen
que en esos textos lo que Platón pretendió decir fue algo muy diferente). En segundo
lugar porque aquí también se comete la falacia naturalista: sobre la base de una
proposición descriptiva se saca una conclusión prescriptiva. En tercer término porque no
se sigue del hecho de que un individuo crea o piense algo (así se trate de alguien “muy
autorizado”) que esto es verdadero. También las “grandes autoridades” pueden
equivocarse y, de hecho, se equivocan con frecuencia. Podemos aceptar su testimonio
como una evidencia inductiva (es decir, como un dato). Lo que nos está vedado desde el
punto de vista lógico es que ofrezcamos su opinión como una prueba definitiva de la
verdad de nuestras conclusiones.
16

* * *

¿En qué nos apoyamos para argumentar? A veces partimos de hechos ciertos, de
conocimientos comprobados o de opiniones sólidas. Otras veces, sin embargo, lo hacemos
a partir de prejuicios, de estereotipos, de ideas prefijadas que tenemos de las personas
y las cosas. Unas veces discutimos las cosas mismas, pero en otras ocasiones nos vamos
lanza en ristre contra las personas, más que contra lo que ellas dicen o piensan. En
general, podemos decir que hay dos formas básicas de argumentar: (1) dirigiéndonos al
asunto mismo en discusión, a la cosa misma, e intentando examinar qué hay allí de
verdadero y de correcto, o de falso e incorrecto; y (2) yéndonos en contra de la persona
con la que discutimos, intentando ofenderla, descalificarla o simplemente poniendo en
cuestión que esté simplemente autorizada para decir lo que dice; esto lo podemos hacer
tanto con acusaciones y ofensas directas como con afirmaciones veladas o indirectas. La
primera forma de argumentar se le suele llamar “ad rem” (es decir, que está dirigida
hacia las cosas). A la segunda se le conoce como “ad hominem” (es decir, dirigida a la
persona o contra la persona).
Por supuesto, las discusiones suelen ser mucho más ordenadas y racionales cuando
quienes discuten argumentan “ad rem”, es decir, tratando las cosas mismas y evitando en
lo posible las referencias o discusiones puramente personales. Desde luego, hay muchos
casos en que ciertamente no es posible discutir totalmente “ad rem”, pues se trata de
asuntos que son eminentemente personales, donde, por tanto, es completamente
imposible no hacer referencia a lo que la otra persona dice, o a sus gestos, intenciones o
formas de comportamiento. Es muy difícil, por ejemplo, que una pareja (de novios o de
esposos) pueda discutir sin que haya algún tipo de referencias personales. Con todo, es
bueno distinguir cuando estamos discutiendo sobre la cosa misma y cuando sobre
intenciones, afectos, gestos o comportamientos de personas con las que nos sentimos
emocionalmente vinculados. Por ello, es importante que examinemos a continuación lo que
es el “argumento ad hominem” y cuáles son los caos en que éste resulta una falacia.
Antes de ello, examinemos, de nuevo, un pasaje de las novelas de “Filosofía para
niños”. En este caso nos remitimos al comienzo del capítulo 5 de Marcos, en donde
Marcos y Elisa, después de haber roto su relación como novios, discuten sobre la forma
como manejaron una discusión en clase esa misma mañana:
- ¿Qué era lo que querías decir esta mañana en clase? -preguntó Marcos-. ¿Que nunca
fuimos ni siquiera amigos porque yo andaba pensando en la ventaja que podría sacar de
nuestra relación? Eso no es cierto. Y tú lo sabes.
- Marcos, lo que dije no tienes que tomártelo como algo personal. Sólo estaba pensando en
voz alta -respondió suavemente Elisa.
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Sin embargo, al tiempo que decía esto, se preguntaba si no tendría razón Marcos y si, de
verdad, los comentarios que había hecho en clase se dirigían a él.
Marcos se quedó mirando los edificios que estaban al otro lado de la calle con una
expresión de mal humor. Luego hizo la siguiente observación:
- ¿Recuerdas lo que decía Harry: que somos como el nudo en el centro de todas las
relaciones sociales que tenemos? He estado pensando en eso. ¿Alguna vez te has puesto a
pensar en lo que significa perder de pronto, de un momento a otro, todas las relaciones
sociales que tienen algún sentido para uno? Es como si, de repente, uno se quedara sin
nada. Creo que eso es lo que me está pasando a mí. Fíjate: no puedo jugar en el equipo de
baloncesto; la gente cree que soy un criminal o un vándalo; mi familia se va a vivir al otro
extremo del país; y la única persona con la que he mantenido una relación muy personal se
pone a decir que no éramos más que “compañeros”. Cuando a uno le pasa lo que me está
pasando en este momento, cuando todas las relaciones sociales que uno ha tenido se
esfuman de esa manera, empiezas a preguntarte si realmente existes. ¿Entiendes lo que te
quiero decir?

¿Tiene razón Marcos cuando le reclama a Elisa que en la discusión en clase de ese
día argumentaba completamente “ad hominem”? Es muy probable. Por lo menos así lo
sintió Marcos. Ciertamente es difícil que aquello que dice una persona a la que estamos
muy vinculados afectivamente no nos afecte o que consideremos que no tiene relación
ninguna con nosotros. Elisa acepta en cierto modo que su argumentación aquella mañana
no era completamente desinteresada. Marcos, por su parte, aprovecha la ocasión para
intentar que Elisa comprenda cómo se siente en ese momento (de allí toda la referencia
que hace a la pérdida de sus roles sociales).
El diálogo que logran establecer en este momento Elisa y Marcos es un modelo
interesante de cómo se pueden examinar los sentimientos sin que ello implique
manipulación o acusaciones mutuas. Es muy importante que, más allá de cualquier tipo de
referencia personal, tengamos la posibilidad de examinar los argumentos en sí mismos y
evaluar si son o no suficientemente sólidos, y por qué. También en el manejo emocional se
requiere de cuidado en las formas de argumentar. La lógica puede ayudarnos a ser más
cuidadosos también en nuestras relaciones personales. Una ayuda interesante en este
caso puede ser que comprendamos mejor en qué es en lo que consiste propiamente el
argumento “ad hominem” y bajo qué condiciones se convierte en falaz.

g) El argumento ad hominem

Dejamos el término latino original, pues es así como se conoce en casi todas las
lenguas. Literalmente significa “argumento dirigido contra el hombre (contra la
persona)”. En general, podemos decir que hay un argumento ad hominem cuando, en lugar
de refutar las ideas de alguien, se ataca personalmente a quien las expone, insinuando, o
diciendo abiertamente, que quien defiende una determinada opinión es alguien que
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carece de reputación para sostener dicho punto de vista. Se pueden distinguir dos
formas básicas del argumento ad hominem: la ofensiva y la circunstancial.
El argumento ad hominem ofensivo se da cuando, en vez de tratar de refutar lo
que otro dice, intentamos descalificar su opinión mediante un ataque personal, ofensivo
la mayoría de las veces. Supongamos que alguien defiende el derecho de los trabajadores
al descanso durante por lo menos dos días a la semana. Alguien, en una discusión pública,
dice de quien defiende esa opinión, por ejemplo, “costeño tenía que ser”. Se pretende en
este caso, mediante un estereotipo (que a los costeños no les agrada trabajar), quitar la
fuerza a sus argumentos o descalificar su punto de vista. Tal estereotipo carece de
relevancia para lo que se está discutiendo. En tal caso no hay un razonamiento lógico,
sino un proceso psicológico de transferencia: se trata de comunicar un sentimiento de
desaprobación hacia una persona o grupo de personas con el fin de invalidar sus
razonamientos.
El argumento ad hominem circunstancial se da cuando, en una discusión, se
pretende que el contrincante debe aceptar una determinada conclusión por tener una
circunstancia especial que le obliga a ello; por ejemplo, pertenecer a una determinada
religión o partido. Supongamos que le decimos a alguien que debe estar de acuerdo con
las decisiones del actual gobierno porque votó por el presidente del momento. Ello no es
correcto desde un punto de vista lógico, aunque un “argumento” de este estilo suele
tener un gran peso psicológico. Con ello no se ofrecen pruebas para admitir la verdad de
una conclusión, aunque sí se busca conquistar el asentimiento de nuestro interlocutor
para lo que nosotros decimos.
Consideremos el siguiente razonamiento:
 Pedro sostiene que la edad legal para votar debe ser de 16 años.
 Pero todos sabemos que Pedro:
- sólo tiene 16 años.
- está interesado en votar porque es amigo de un político.
- está buscando votos para ese político.
- ha dicho en otras ocasiones que a nadie se le debería otorgar
licencia de conducción antes de los 21 años.
 Por tanto, Pedro es una persona egoísta que actúa movido por intereses
políticos. Y, como debe ser falso lo que dice, la edad legal para votar debe seguir
siendo los 18 años.
Nuevamente se ve muy claramente en qué consiste la falacia. Se está discutiendo
una cuestión precisa: cuál debe ser la edad legal para votar. Para la discusión es
irrelevante la edad que tenga Pedro o lo que piense de otros asuntos o sus intereses
políticos. En vez de refutar sus argumentos, quien intenta rebatirlo se dedicó a atacarlo
personalmente y a sacarle en cara opiniones suyas que, aunque pudieran venir al caso, no
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invalidan el que Pedro pueda sostener el punto de vista que sostiene. En este caso el
argumento ad hominem es tanto ofensivo (se califica a Pedro de egoísta) como
circunstancial (se descalifica su opinión por el hecho de tener determinados vínculos
políticos).

3. Las falacias de presunción

Algunas de las falacias que he presentado hasta aquí (por ejemplo, el argumento
de autoridad, el argumento ad hominem y la apelación a la ignorancia), si bien son falacias
de relevancia, envuelven también un supuesto erróneo, consistente en algún tipo de
conexión supuesta entre la verdad de una proposición y algún rasgo de la personalidad de
quien la afirma o niega. Hay, sin embargo, determinadas formas de argumentar que
resultan falaces básicamente porque contienen en sí supuestos que son o abiertamente
falsos o, por lo menos, muy discutibles. Tales son las llamadas “falacias de presunción”,
de las que nos ocuparemos a continuación.
En cierto sentido, las falacias de presunción son, entonces, también falacias de
relevancia, pues también en ellas se falla a la hora de ofrecer razones adecuadas que
apoyen la verdad de las conclusiones obtenidas. Sin embargo, como ya lo insinuamos, hay
aquí un elemento adicional: el error en el razonamiento está vinculado al hecho de que
hay en las premisas una suposición implícita que es o completamente errónea, o, por lo
menos, muy discutible. En la presentación que haremos a continuación de este tipo de
falacias, haremos el esfuerzo por mostrar el supuesto no garantizado en el que se
fundan.
Una primera circunstancia en que ocurren las falacias de presunción está ligada al
problema de la aplicabilidad de principios generales a casos particulares o de la
construcción de generalizaciones a partir de casos particulares. ¿Lo que vale, por
ejemplo, para la gran mayoría de personas vale también para cada una de ellas? ¿No se
puede admitir en ningún caso la excepción? O, a la inversa, ¿qué tan legítimas son cierto
tipo de generalizaciones que hacemos a partir de casos individuales? Los dos son
problemas típicos que se presentan en la argumentación de nuestra vida cotidiana.
Ambos los analizaremos como una misma falacia que tiene un doble aspecto.

h) La falacia del accidente (y del accidente inverso)

- Quieres verte bien. ¿O no?


- ¿Qué quieres decir con “bien”? -preguntó Elisa.
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Claro que, en el momento mismo de hacer esta pregunta, se preguntó también a sí misma:
“¿Por qué cada que mi mamá me dice algo yo me pongo a desafiarla? No entiendo por qué lo
hago”.
Puesto que no quería que Elisa se pusiera aún más irritable, su mamá trató de responderle
con la mayor calma:

- Mira, mija. Yo creo que un vestido se ve “bien” si es precisamente el vestido que cualquier
muchacha quisiera ponerse para agradar a sus parientes favoritos cuando va a visitarlos.
- Odio ponerme vestidos elegantes -dijo Elisa de mal humor-. Y, además, yo no soy cualquier
muchacha.
- Yo no he dicho eso -aclaró su mamá-. Lo que yo quería decir es que lo que está bien es lo
que a toda muchacha le gustaría ponerse para agradar a las personas que quiere.
- Eso no resulta mejor -dijo Elisa envalentonada-. Incluso es peor todavía. No todas las
mujeres tienen la misma talla. Y yo necesito algo que me cuadre precisamente a mí. No algo
que le quede bien a todas las mujeres. Yo no soy como todas las demás. Yo soy yo. ¿No
puedes entenderlo?
- Y yo lo que creo es precisamente lo contrario: que las personas tienen distintos tamaños.
Y para esos tamaños es que se hacen los vestidos. No existen mujeres para las tallas de los
vestidos, sino vestidos para la talla de las mujeres -dijo su mamá.
Elisa soltó la carcajada. Tanto ella como su mamá se dieron cuenta que no valía la pena
seguir con esa discusión. Decidieron entonces dejar las cosas de ese tamaño. Además, Elisa
cayó en la cuenta de que su mamá siempre ponía el énfasis en su cuerpo o en su inteligencia,
más que en su cara. Y cuanto más hacía eso su mamá tanto más se empeñaba ella en ponerse
las sudaderas más viejas, los sacos más llenos de motas y los bluyins más rotos que era
posible encontrar (Elisa, Capítulo VI, episodio 13).

Como vemos en el anterior diálogo, Elisa, en tono desafiante, pone en cuestión


tanto el supuesto en el que se funda el argumento de su madre (que una joven deba
ponerse determinado tipo de vestidos para agradar a sus parientes) como el hecho de
que ella sea “cualquier muchacha”, es decir, que a ella pueda aplicársele un principio que
podría ser válido en otros casos. Elisa, pues, pone de presente lo que hay de falaz en la
argumentación de su mamá. Evidentemente lo hace, sin embargo, llevando hasta el
extremo el argumento de su madre (lo que algunos dirían que también es falaz), de tal
manera que dicho argumento quede desfigurado. Afortunadamente una y otra tienen un
grado básico de sensatez como para darse cuenta que el modo como intentaban llevar la
discusión no las llevaría a ninguna parte.
La llamada “falacia del accidente” se presenta precisamente cuando empezamos
por establecer un principio que es verdad como regla general, pero que falla al ser
aplicado a un caso específico, pues éste tiene un carácter atípico o poco usual. Siendo
válido, pues, el principio general, no se aplica al asunto en cuestión por ciertas
circunstancias especiales que lo hacen inaplicable. Se ve que aquí opera un supuesto
erróneo: que el principio vale para todos los casos. Se confunde, pues, un principio
universal (que vale para absolutamente todos los casos) con un principio general (que vale
21

sólo para la mayoría de los casos). Otro ejemplo de ello podría ser el siguiente caso:
 Generalmente los hombres ganan más que las mujeres por hacer el mismo
tipo de trabajo.
 Claudia Pérez es una mujer que trabaja como cajera en un banco.
 Por lo tanto, Claudia Pérez gana menos que su compañero de trabajo Juan
Hernández.
Si la premisa mayor fuera universal, esto nos aseguraría la verdad de la
conclusión. Sin embargo, como es solamente general, no nos permite sacar una conclusión
necesaria, sino solamente probable. Una regla general admite una serie de excepciones
que nunca se pueden pasar por alto. Aplicar una regla general como si fuera universal
constituye una falacia.
Esta falacia también puede tener una forma inversa, constituyendo lo que algunos
llaman la falacia del “accidente inverso”. Dicha variación de la falacia del accidente
consiste en que, de un caso específico, que es inusual o atípico, se derive una regla
general que se pretenda verdadera. Un ejemplo de ello podría ser el siguiente:
 Ernesto Gómez, conocido como un gran tenista, es un gran conocedor de la
música rock.
 Por lo tanto, los grandes tenistas son personas que son grandes
conocedores de la música rock.
Como podemos ver, esta falacia del “accidente inverso” constituye en realidad un
caso de mala inducción, o de generalización inadecuada, pues se infiere de un modo
superficial y poco cuidadoso un principio general de hechos muy particulares o mal
analizados. Es claro, sin embargo, que un caso particular es insuficiente para establecer
la posible verdad de un principio general. Cuando esto ocurre, y aunque la premisa de la
que se parte sea verdadera, la conclusión resulta falsa. El argumento no sólo es
irrelevante, sino absolutamente erróneo e inválido.
La falacia del “accidente inverso”, un caso de mala inducción, no debe confundirse,
sin embargo, con otra falacia muy común, que consiste en una generalización apresurada
y que es la base de muchos de los más arraigados prejuicios. Debemos mantenernos en
guardia ante esta tendencia a sacar conclusiones precipitadas, como nos lo recuerda
María en el capítulo cinco de El descubrimiento de Harry:
- Pero – dijo María- la gente siempre está sacando conclusiones precipitadas. Si se
encuentran un polaco, o un italiano, o un judío, o un negro, en seguida sacan la conclusión de
que todos los polacos son así, o que todos los italianos, o todos los judíos, o todos los negros
son así.
- Eso es cierto -dijo Harry-. El único ejercicio que practican algunas personas es sacar
conclusiones precipitadas.
22

Es cierto, entonces, que resulta necesario, e incluso inevitable, hacer


generalizaciones. En nuestra vida personal y social tenemos que confiar en más de una
ocasión en enunciados generales acerca de cómo son las cosas o como se comporta la
gente, y tales generalizaciones tienen un cierto grado de verosimilitud. Debemos, sin
embargo, estar atentos para que dichas generalizaciones no resulten incorrectas,
inapropiadas o precipitadas. Debemos recordar, sobre todo, que no siempre los principios
generales se aplican a todos los casos, que hay ciertas normas que admiten excepción y
que las circunstancias específicas modifican los casos, de tal forma que una
generalización que pudo resultar válida para un caso dado puede no resultar igualmente
válida en un caso subsiguiente.

i) La causa falsa (non causa pro causa)

Esta falacia consiste en el error de tomar como causa de algo lo que no es su


causa real. Se infiere que la causa de un determinado asunto es algo que sólo obedece a
una conexión casual. Supongamos que tenemos dolor de cabeza y, después de escuchar
vallenatos durante 10 minutos, se nos pasa el dolor de cabeza. Si de ello inferimos que el
vallenato es un buen remedio contra el dolor de cabeza, entonces caemos en la falacia de
la causa falsa.
Podríamos decir que, en un sentido más general, esta falacia consiste en atribuir
como causa algo que sólo ha sido una coincidencia. Sin embargo, del mero hecho de la
coincidencia no se sigue que exista una conexión causal. Veámoslo en el siguiente ejemplo
simple:
 El domingo por la noche había luna llena.
 El lunes por la mañana me quedé dormido y no llegué a tiempo al trabajo.
 Por lo tanto, la luna llena es la causa de que me quede dormido y no llegue a
tiempo al trabajo.
Es claro que el supuesto erróneo que está a la base de esta falacia es que pueda
haber alguna conexión causal entre la luna llena y quedarse dormido. El supuesto es tan
absurdo que la falacia resulta evidente. Establecer correctamente relaciones de causa-
efecto no es precisamente algo fácil, pues a menudo nos vemos engañados por las
evidencias, es decir, nos dejamos llevar por una cierta tendencia a creer que un evento
es causado por otro por el simple hecho de que se sigue de éste. La mera sucesión
temporal no establece, desde luego, ningún tipo de conexión causal. Que me lleven todos
los días el periódico a mi casa antes de que amanezca no significa de ninguna forma que
la llegada del distribuidor del periódico es la causa de que amanezca.
23

j) La pregunta compleja

Es la típica falacia que se produce cuando formulamos preguntas retóricas,


preguntas “con respuesta incorporada”, es decir, preguntas que, por la misma manera de
estar formuladas, ya están sugiriendo una respuesta a quien se le pregunta, o, por lo
menos, tienen ya implícito un supuesto, o incluso un prejuicio. En cierto modo la llamada
“pregunta compleja” (yo preferiría llamarla “pregunta retórica”) presupone ya la verdad
de su propia conclusión, pues la incluye implícitamente como afirmación en la pregunta
formulada. Ejemplos de tales preguntas serían los siguientes: “¿Ya ha abandonado usted
sus malos hábitos?” (en realidad la pregunta encierra la acusación a otra persona de que
tiene malos hábitos); “¿Le ha dejado usted de pegar a su mujer?” (contiene
implícitamente la afirmación de que la persona a la que se le pregunta tiene el hábito de
pegarle a su esposa).
Este tipo de preguntas suelen ser muy incómodas para la persona a quien se le
formulan, pues, además de contener una acusación implícita, suponen que ya se habría
dado una respuesta a una pregunta anterior (por ejemplo: “¿le ha pegado usted alguna
vez a su esposa?”), la cual ni siquiera ha sido formulada. Este tipo de preguntas son,
pues, tramposas y casi siempre mal intencionadas. Además, son demasiado complejas,
pues contienen en sí muchas otras preguntas entrelazadas.
Para no caer en la falacia de la pregunta compleja, es necesario que quien recibe
una de estas preguntas aprenda a analizarla e intente responder ordenadamente a cada
una de las preguntas entrelazadas. Esta técnica de la pregunta compleja es muy utilizada
en los tribunales por parte de los abogados defensores y fiscales, con el fin de
“enredar” a los testigos. Preguntas típicas de un tribunal como “¿Dónde ocultó usted las
pruebas?”, o “¿Qué hizo con el dinero que se robó?” son ejemplos típicos de esta falacia.
Sin embargo, este tipo de preguntas retóricas son también muy comunes en los maestros
y en los padres en su trato con los niños. Recordemos algunos ejemplos: “¿Tú por qué
nunca me dices la verdad?”, “¿Te podrías quedar un momento callado?”, “¿Te vas a portar
bien o prefieres quedarte encerrado en tu cuarto?”, etc.
Miremos una vez más, mediante un ejemplo simple, la posible estructura lógica de
este tipo de falacia:
 ¿Has sido capaz de dejar de ver tanta televisión?
 Si dices que sí, entonces admites que solías ver mucha televisión.
 Si dices que no, entonces estás aceptando que sigues viendo más televisión
de la cuenta.
 Por lo tanto, (aceptas que) ves demasiada televisión.
Resulta claro, entonces, que quien te hace una pregunta de ese estilo está
buscando que tú aceptes que es cierto lo que él está diciendo de forma soterrada (que
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ves demasiada televisión). O pones en cuestión el supuesto que él intenta hacerte


confesar (“¿Y a usted quien le dijo que yo veo mucha televisión?”), o simplemente
aceptas que es cierto lo que él insinúa. Quien nos hace ese tipo de preguntas nos pone en
una situación muy incómoda, pues, si aceptamos la premisa, nos vemos obligados a
aceptar la conclusión.
Aunque a menudo las preguntas complejas o retóricas contienen en sí un juicio que
debe asumir como verdadero quien debe enfrentar la pregunta (y aquí está precisamente
su carácter falaz: nos obliga a aceptar como cierto lo que a lo mejor es erróneo o falso),
muy a menudo se utiliza como una forma para conducir al otro hacia las conclusiones que
deseamos. En la técnica del interrogatorio judicial hay con frecuencia mucho de esto,
como lo pudo comprobar Marcos en su primer encuentro con el juez Bernardo Rodríguez,
en el episodio iv del Capítulo Segundo de Marcos:
- Ya hablaremos de eso en otro momento -señaló el juez después de hacer una breve
pausa-. Por ahora, déjame que te pregunte algo. Tú querías que ganara tu equipo, ¿verdad?
- ¡Claro!
- Sin embargo, ¿no podías quedarte a ver el partido?
- Eso es cierto. No podía quedarme mirando. Yo sentía ganas de estar en el campo.
- Y cuando viste las ventanas rotas y la puerta abierta, ¿decidiste investigar tú solo? ¿No
se te ocurrió llamar a la Policía?
Marcos permaneció en silencio. Sus papás lo miraban con expresión tensa y ansiosa, pero él
se miraba fijamente las manos y no decía nada. Hubo todavía varias preguntas adicionales,
y Marcos pudo contestar la mayor parte. Pero hubo unas cuantas, no pocas, a las que no
respondió.
De repente miró al juez de forma desafiante y le dijo:
- ¡Yo ya sabía que esto era lo que iba a pasar! Usted sólo está intentando acusarme de algo,
de la misma manera que don Ernesto me acusó de lo de los libros.
- ¿Lo que quieres decir es que te sientes como una víctima? -le preguntó el juez Rodríguez
mientras se echaba hacia delante.
Marcos se encogió de hombros.
- ¿A lo mejor una víctima de las circunstancias? -le preguntó de nuevo el juez con una
ligera sonrisa en los labios.
- ¿Las circunstancias? -dijo Marcos, echándose hacia atrás-. Fíjese en Juanita Mejía. ¿Fue
víctima de las circunstancias? No, fue víctima de una política del colegio que excluye a las
niñas del equipo de baloncesto. Fue víctima de una política social.
- ¡Ajá! -exclamó el juez, dando una fuerte palmada con la mano en el brazo de su sillón-. ¡De
eso se trata! Tú crees que eres una víctima de la sociedad, ¿no es cierto?

Se ve claro en este pasaje que Marcos percibe que las preguntas del juez no son
precisamente muy inocentes, pues, por la forma en que pregunta, parece que estuviera
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intentando probar la resistencia de Marcos, de tal forma que éste termine haciendo
confesión de su supuesto delito. Marcos afortunadamente no se deja intimidar y es
capaz incluso de poner de presente los supuestos contenidos en las preguntas del juez
Rodríguez. Marcos intenta responder lo mejor que puede a preguntas tan complejas, y
ante algunas de ellas más bien prefiere guardar silencio. Tal vez ello sea en algunos
casos lo más apropiado, pues uno debe tener muy claras las implicaciones de responder a
una pregunta antes de intentar responderla.
Marcos hace todavía algo más inteligente: cuestiona el significado de los términos
que contiene la pregunta del juez cuando irónicamente le sugiere que él se siente una
“víctima de las circunstancias”. Marcos entonces sugiere un caso paralelo (el de la
exclusión de Juanita Mejía del equipo de baloncesto por el simple hecho de ser mujer)
para intentar mostrar que lo que está detrás de todo no es un mero asunto de
circunstancias, sino una cuestión de políticas sociales. Tal vez hacer esto sea necesario
con las preguntas complejas: examinarlas, cuestionar sus supuestos; y, si fuere del caso,
rechazarlas cuando hayan sido formuladas con la evidente intención de hacernos aceptar
un supuesto que consideramos inaceptable.

k) La petición de principio (petitio principii)

En la discusión que mantienen Miguel y Susy en torno a qué es lo que hace que un
poema sea bueno (en el episodio i del capítulo 8 de Susy, que citamos ya al comienzo de
este escrito), Miguel acusa a Susy de “hablar en círculos” cuando ésta afirma que “la
poesía no es buena porque nos guste a nosotros, sino que nos gusta precisamente porque
es buena”. ¿Tiene razón Miguel? Parece que no. Parece que es su argumento de que “un
poema es bueno si a uno le gusta” el que “se muerde la cola”, es decir, el que quiere
presentar como evidente una conclusión que no lo es, puesto que la conclusión no hace
más que afirmar un supuesto ya contenido en las premisas. Dice Miguel que “un poema es
bueno cuando alguien que sabe lo que le gusta dice que es bueno; y la persona que sabe lo
que le gusta no puede estar equivocada”. Es claro que las premisas se disponen aquí de
tal forma que la única conclusión posible sea la de que lo que determina que un poema sea
bueno es que a quien lo escucha le guste. Lo que hace Susy es precisamente someter a
examen la supuesta evidencia de la premisa en que se funda el argumento y, por tanto,
de la conclusión a la que tiende. Parece como si Susy identificara que en el argumento de
Miguel se incurre en “petición de principio”.
Esta falacia consiste precisamente en usar como premisa la propia conclusión a la
que se pretende llegar. A la manera de un mago, que previamente introduce en su
sombrero la paloma que luego sacará, cuando se comete la “petición de principio” las
premisas, que deberían soportar la conclusión a la que se llega, la soportan pero de una
forma absurda: siendo la primera premisa absolutamente igual a la conclusión que se
ofrece. En realidad, aquí no hay inferencia en sentido estricto, pues “inferir” es “sacar
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una cosa de otra”, y aquí se saca una cosa de ella misma.


La petición de principio es un razonamiento que no avanza, sino que se repite, que
gira en círculo. Por eso se le llama también “razonamiento circular”. Un típico ejemplo
que se ofrece de ello es el siguiente: “Dios existe porque la Biblia lo dice. Y la Biblia es la
palabra de Dios” (lo que se pretende probar -que Dios existe- es en realidad la primera
premisa, que, aunque no aparezca explícita, es la base del posterior razonamiento). Es
claro que, cuando se quiere mostrar la verdad de una proposición, para ello no sólo es
insuficiente, sino engañoso, el introducirla previamente como premisa.
Examinemos este razonamiento:
 Todos los perros son mamíferos (esta premisa puede estar oculta).
 Todos los mamíferos tienen pelo.
 Hay animales peludos que son vivíparos.
 Los perros son animales vivíparos.
 Todos los animales vivíparos son mamíferos.
 Por lo tanto, todos los perros son mamíferos.
La incorrección salta a la vista: si lo que quería probar es que los perros son
mamíferos, no tiene sentido que parta de ello mismo como de primera premisa. Además,
no he probado nada. Volví al punto de partida y mi razonamiento se quedó atrapado allí,
“dando vueltas”. Aunque aquí resulte claro que, si todas las premisas son verdaderas, la
conclusión debe ser verdadera, la argumentación no sirve de nada, pues no probamos
nada al afirmar en la conclusión lo que simplemente tomábamos como supuesto.

4. Las falacias de ambigüedad

Muchos de los términos que usamos en nuestro lenguaje ordinario resultan


ambiguos o vagos. Un término es vago cuando su significado es muy amplio y no se sabe
bien a qué apunta con precisión. Gran parte de nuestro lenguaje cotidiano está hecho de
términos que utilizamos con una tremenda vaguedad: cosa, vaina, juego, carreta, etc. son
términos que deliberadamente usamos de forma vaga. Ello no está mal en principio, pero
nos resulta insuficiente e incómodo cuando pretendemos saber con exactitud de qué
estamos hablando. También solemos utilizar las palabras de forma ambigua, es decir, de
tal manera que puedan tener diversos sentidos posibles. Ello tampoco está mal en
principio: gran parte del humor o la sana ironía (tan importantes para la convivencia)
están basadas en esa ambigüedad con que usamos ciertos términos. Sin embargo, cuando
pretendemos conocer y comprender de forma estricta lo que comunicamos, tanto la
ambigüedad como la vaguedad deben ser controladas.
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Observemos ahora la siguiente situación, tomada del capítulo 4 de El


descubrimiento de Harry:
La señorita Jaimes estaba sentada en su escritorio en la sala de profesores, que más bien
parecía una montaña de papeles y libros. Saludó a Elisa con un movimiento de cabeza y
siguió mirando por la ventana.
- Elisa -le dijo-, ¿podrías ayudarme? Tengo que poner un tema de redacción para el fin de
semana, pero no estoy satisfecha con ninguna de las ideas que se me han ocurrido.
- ¿Un tema de qué tipo? -preguntó Elisa.
- A ver, ¿qué tal te parecería hacer una redacción sobre “la cosa más grande del mundo”?
Elisa torció hacia afuera el labio inferior, se quedó pensativa, y dijo:
- Hummm...

- Hummm... ¿qué? -replicó la señorita Jaimes.


- Lo que quiero decir es que no me gustaría -dijo Elisa-. Además, ¿qué es lo que quieres
decir con lo “más grande”? ¿Lo más grande en tamaño o lo más importante?
La señorita Jaimes parecía confundida. Pero luego exclamó:
- ¿Sabes qué? Tienes razón. Podría significar las dos cosas, ¿verdad? Bueno, ¿tú cómo
sugieres que lo pongamos?
- ¿Y por qué no nos pones a escribir sobre lo que más nos interesa a nosotros? -contestó
Elisa.
La señorita Jaimes asintió.
- Sí, gracias, Elisa. Lo voy a hacer así -dijo.
Cuando todo el curso se sentó, anunció que el tema de redacción sería “la cosa más
interesante del mundo”.
Tito levantó la mano, y dijo:
- ¿Qué quieres decir cuando dices “cosa”: alguna materia de las que estudiamos en el
colegio, como la historia o la biología; o quieres decir una cosa que se puede tocar y coger,
como un balón de fútbol o una raqueta de tenis?
- ¡Dios mío! -dijo en voz baja la señorita Jaimes, mirando a Elisa-. He vuelto a hacer lo
mismo.
Y, volviéndose hacia Tito, le dijo:
- Tito, tienes toda la razón al hacer esa pregunta. Yo debo tratar de ser más precisa. Sí,
una cosa puede ser un objeto, como una raqueta de tenis, algo que se puede ver, tocar y
medir; o puede ser también algo más bien vago y difícil de definir, como una actividad.
- ¿Como hacer lo que a uno más le gusta? -preguntó María Fernanda, sonriendo.
- Bueno, yo estaba pensando más bien en actividades y procesos como respirar, oxidarse,
volar o nadar... cosas así -respondió la señorita Jaimes.
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Es claro que aquí, como lo señala Elisa, el término “más grande” está utilizado en
sentido que es ambiguo, pues por lo menos admitiría dos sentidos posibles: más grande
en tamaño o más importante. Este tipo de términos, que usamos con mucha frecuencia,
suelen generar innecesarias confusiones. A veces decimos que una ciudad “es más
grande” que otra, pero, si no decimos bajo qué criterio lo hacemos (por ejemplo, su
extensión territorial o su población) nuestra expresión puede ser equívoca. También, en
este pasaje, se hace referencia a uno de los términos que utilizamos con mayor vaguedad
en nuestro lenguaje natural: el término “cosa”. Los usos vagos, imprecisos o ambiguos de
los términos pueden conducirnos a determinados tipos de falacias o errores de
razonamiento.
Debemos señalar, entonces, todavía una tercera categoría de falacias que
conviene examinar: las llamadas “falacias de ambigüedad”. Se trata de ciertos
razonamientos incorrectos que se originan en un uso impreciso del lenguaje. En tales
razonamientos aparecen palabras, frases o expresiones que poseen dos o más sentidos
distintos, lo que conduce a la confusión. En la medida en que los significados cambian en
el curso del razonamiento, éste se torna falaz.
Puesto que la relación inferencial entre dos proposiciones incluidas en un
argumento simple sólo es válida en cuanto hay significados idénticos en las dos
proposiciones, cuando esos significados, por alguna ambigüedad, son divergentes, se
presenta una confusión entre dos o más sentidos diferentes, con lo cual el argumento en
que ello ocurre se convierte en una falacia. Examinaremos a continuación cada una de
dichas falacias, destacando los mismos puntos que hemos destacado en los casos
anteriores. Aunque algunas de estas falacias pueden identificarse también en los textos
de Lipman, no son tan frecuentes como las anteriores. Por esta razón no siempre
podremos citar ejemplos apropiados de ellas en las explicaciones que vendrán a
continuación.

l) El equívoco

Todos sabemos que la mayoría de las palabras tienen más de un significado literal.
Basta con mirar un diccionario para darnos cuenta de las múltiples acepciones que puede
tener una palabra. El equívoco se constituye cuando una palabra o frase se usa en un
sentido en una primera proposición y en un sentido diverso en proposiciones
subsiguientes. Supongamos que decimos lo siguiente: “El fin de una cosa es su perfección.
La muerte es el fin de la vida. Por lo tanto, la muerte es la perfección de la vida”. Es
claro que, aunque parece haber coherencia interna en la argumentación, una misma
palabra (fin) es usada en dos sentidos muy distintos. El razonamiento anterior, pues, cae
en la falacia del equívoco. Ésta se constituye, pues, cuando hay una ambigüedad en el
significado de una misma palabra.
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Examinemos este otro razonamiento:


 Las novelas realmente interesantes son muy raras.
 Pero los libros raros son muy caros.
 Por lo tanto, las novelas realmente interesantes son muy caras.
Es claro que aquí también la palabra “raro” es usada en dos sentidos muy distintos
en las dos proposiciones. No existe, por lo tanto, un vínculo claro entre la primera y la
segunda proposición, pues el término medio (raro) se está usando en sentido equívoco. En
tanto falta este vínculo claro entre las dos premisas, la conclusión es espuria.

m) La anfibología

Es ésta una falacia que suele ocurrir cuando, a pesar de que los términos de las
proposiciones se usen en un sentido unívoco, éstas son formuladas de una forma tal que
resulta ambigua por su estructura gramatical. Un enunciado es anfibológico cuando su
significado es confuso debido a la forma en que sus palabras se combinan. Cuenta una
antigua leyenda que el rey Creso consultó al oráculo de Delfos sobre la conveniencia de
declarar la guerra a Persia, y que el oráculo le respondió: “Si Creso emprende la guerra
contra Persia, destruirá un reino poderoso”. Así fue efectivamente. Sólo que el reino
destruido fue el del propio Creso. Este es un caso claro de anfibología, pues se dice que
se destruirá un reino poderoso, pero no se sabe si se trata de Lidia o de Persia.
Como se puede ver también en el ejemplo citado, en un enunciado anfibológico hay
dos posibles interpretaciones de éste: una verdadera y la otra falsa. No es claro, sin
embargo, cuál sea una y cuál otra. Este tipo de enunciados se utilizan muchísimo en la
publicidad y en el humor, y son la clave del llamado “doble sentido” en los chistes. No
examinaremos, sin embargo, su estructura lógica, pues, por lo menos en su forma
externa, son en muchos casos razonamientos aparentemente coherentes, que, sin
embargo, resultan ambiguos porque están mal expresados o redactados. En realidad,
aunque puede ser clasificada como falacia lógica, la anfibología es sobre todo un error
gramatical.
Es importante no confundir la anfibología con el equívoco. En el equívoco, como lo
veíamos en el numeral anterior, se da una ambigüedad en el significado de una palabra
(por ejemplo, la palabra “fin” o la palabra “raro” en los ejemplos citados). En la
anfibología no se da ambigüedad en el significado, sino en la referencia. Si recordamos lo
que dijo el oráculo de Delfos ante la consulta de Creso, veremos que allí no hay ninguna
ambigüedad en el significado de las palabras, pues el mensaje es claro. Lo que es ambiguo
allí es la referencia: podía referirse a cualquiera de los dos reinos (el de Lidia o el de
Persia). Creso creyó que, efectivamente, se refería a Persia, cuando en realidad se
refería a su propio reino. Creso se dejó, pues, engañar por un enunciado anfibológico.
30

n) El énfasis o acento

Igual que otras falacias de ambigüedad, ésta se constituye cuando se produce una
determinada alteración en el significado. La alteración está dada aquí por el hecho de
que se recalcan o destacan ciertas palabras dentro de un enunciado con el fin de dejar
sugeridas ciertas consecuencias. Por ejemplo, si digo a un compañero de trabajo “¡qué
bueno que hoy llegaste temprano!”, dejo sugerido que acostumbra a llegar tarde todos
los días.
El énfasis es muy común cuando se trata de enunciados orales. Cuando se trata de
enunciados escritos suele destacarse con bastardillas o negrillas. Este es un tipo de
falacia muy usado especialmente por la prensa sensacionalista.

o) La falacia de composición

- Lucho, dijiste que todo tenía una causa. Pero aunque todas las partes del universo tengan
una causa, eso todavía no prueba que el universo mismo tenga una causa.

- No te entiendo -dijo Lucho.


- Fíjate -Toño trató de explicarse-, imagínate que tuvieras una máquina muy grande y
complicada, pero que estuviera compuesta de partes pequeñas.
- ¿Y qué? -dijo Lucho.
- ¿No ves? -respondió Toño-. Las partes de una máquina pueden ser todas pequeñas, pero no
por ello la máquina tiene que ser necesariamente pequeña. Así que lo que es verdad de la
parte no tiene por qué ser verdad del todo. Y así podría ser que las partes del mundo
fueran todas causadas, pero no por ello el mundo mismo tendría que ser causado. (El
descubrimiento de Harry, capítulo 13).

Como vemos a partir del anterior ejemplo, esta falacia consiste en la aplicación de
una característica de algunas partes de un todo al todo mismo. Si, por ejemplo, hay una
máquina cuyas partes son livianas, existe la tendencia a suponer que la máquina misma es
liviana. Sin embargo, todos sabemos que una máquina pesada puede estar compuesta de
piezas que son livianas. Cuando se caracteriza el pensamiento del niño, muchas veces se
comete allí la falacia de composición, pues, del hecho de que el niño en ocasiones dice
cosas absurdas, algunos infieren que “el pensamiento del niño (considerado como un todo)
es absurdo”. Convertir un rasgo particular de algo en el rasgo esencial que lo define es
una forma de cometer la falacia de composición.
Un segundo tipo de falacia de composición se da cuando atribuimos algunas
características de miembros particulares de una clase a la clase considerada como un
todo. Lo que sucede en estos casos es que se cambia el sujeto a que hacemos referencia
de algunos a todos. Decir, por ejemplo, porque hay algunos niños que son crueles, que
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todos los niños son crueles es incurrir nuevamente en la falacia de composición.


A la luz de lo anterior, observemos el siguiente razonamiento:
 Los cursos que yo he tomado en esta universidad han estado bien
organizados.
 Por tanto, esta universidad está bien organizada.
Es fácil ver por qué se incurre aquí en la falacia de composición: la premisa se
refiere a los cursos tomados en una universidad (sólo a una parte del todo llamado
universidad), mientras que la conclusión se refiere a la universidad considerada como un
todo. Como vemos, no se trata meramente de una generalización apresurada, sino de la
atribución de las características de una parte como característica del todo y de la
sustitución indebida de algunos por todos.

p) La falacia de división

Es, en cierto modo, la falacia inversa de la de composición. Consiste, dicho de un


modo general, en la suposición (válida para muchos casos, pero no para todos) de que lo
que es cierto de un todo debe serlo también de su partes. Esta falacia es muy común en
diversos campos. Por ejemplo, en el deporte, se tiende a creer que un jugador, por el
hecho de pertenecer a un gran equipo, es necesariamente un gran jugador.
Hay también un segundo tipo de falacia de división, consistente en deducir que las
propiedades de una colección de elementos deben ser las mismas que las propiedades de
los elementos particulares que la conforman. Por ejemplo, del hecho que los árboles de
un bosque den buena sombra no se sigue que cada árbol de ese bosque dé buena sombra,
pues este árbol particular puede ser particularmente pobre en ramas. Examinemos el
siguiente razonamiento:
 Las ciudades pequeñas son numerosas.
 Las ciudadelas estudiantiles son pequeñas.
 Por tanto, las ciudadelas estudiantiles son numerosas.
La primera premisa nos da una característica de las ciudades pequeñas (que son
numerosas). No nos dice, sin embargo, si esa característica se aplica sólo a algunas o a
todas las ciudades pequeñas. Las ciudadelas estudiantiles son partes de las ciudades, que
no necesariamente tienen que compartir las características de las ciudades a que
pertenecen. No se les puede atribuir, por tanto, a ellas (en cuanto partes) una
característica que le pertenece al todo del que forman parte. Concluir que las ciudadelas
estudiantiles son numerosas es, entonces, cometer la falacia de división.
32

* * *

Las descritas hasta aquí son las principales falacias que suelen ocurrir en
nuestras conversaciones y discusiones habituales. No son, sin embargo, las únicas.
Nuestro lenguaje está lleno de un sinnúmero de trampas más. Algunas son fáciles de
identificar (como muchas de las que hasta aquí hemos descrito), otras -como las
llamadas falacias formales- implican un conocimiento mucho mayor de las reglas de la
lógica formal. Quedan, además de las ya reseñadas, algunas más que sólo enunciaremos
de modo muy sucinto. Algunas de ellas son tan simples que su desenmascaramiento ni
siquiera exige un examen lógico. No perdamos, pues, de vista que algunas de las
siguientes cosas pueden llegar a ser también falacias no formales:
(a) Suprimir evidencias, es decir, ocultar algún tipo de información que sea
relevante para nuestro interlocutor. Pueden ser también evidencias desfavorables al
punto de vista que nosotros sostenemos.
(b) Hacer afirmaciones dudosas, es decir, fundar nuestros razonamientos en
premisas que no son respaldadas por datos ciertos, o recurrir a fuentes de poca
credibilidad.
(c) Pretender argumentar sobre un tema que ignoramos. Ello, que a veces es
más frecuente de lo que suponemos, se puede hacer poniendo en boca de nuestro
interlocutor lo que no ha dicho o haciendo un esfuerzo explícito por malinterpretar
todo lo que éste dice.
(d) Poner a nuestro interlocutor ante falsos dilemas, es decir, proponerle sólo
dos alternativas posibles y forzarlo a que escoja una de ellas, aunque sabemos que
sería razonable que existieran otras alternativas.
(e) Apelar a nuestra certeza personal como garantía absoluta de nuestras
opiniones. Es una tendencia cada vez más marcada entre nosotros ésta de
encerrarnos en nuestros puntos de vista personales y pretender afirmar que algo es
cierto simplemente porque nos encontramos absolutamente convencidos de ello.
Estas, y otras más, también pueden ser calificadas de falacias no formales, es
decir, de estrategias y argucias presentes en nuestro lenguaje que contienen algún
elemento de engaño o error. Ahora bien, ¿podemos evitar tales cosas?, ¿es siempre
deseable hacerlo?, ¿cómo podríamos hacerlo? De estos interrogantes básicos nos
ocuparemos en nuestro último punto.
33

5. Sobre la posibilidad de evitar las falacias no formales.

¿Se pueden evitar las falacias hasta aquí descritas (si no todas, por lo menos
algunas de ellas)? Es ésta una pregunta que bien vale la pena hacernos, aunque no
podamos dar una respuesta muy definida para ella. Digamos, para empezar, que no
siempre es posible hacerlo, aunque tengamos la obligación de ser críticos con nuestras
formas de razonar. De hecho, ellas incorporan ciertas tendencias propias de nuestro
modo de conocer que no son fácilmente evitables. Además, muchas de ellas se van
retroalimentando permanentemente por el intercambio social y por las características
de nuestra educación. Hoy, igual que en la Inglaterra de su época, siguen operando los
famosos idola de Francis Bacon. De hecho, a la hora de conocer y de argumentar nos
ponemos obstáculos que nos impiden hacerlo con un grado suficiente de certeza. Esos
obstáculos provienen de distintas fuentes: de nuestra propia imperfección como seres
humanos; de la sociedad en la que vivimos, que nos carga de prejuicios de un modo
permanente; del tipo de educación que hemos recibido; de nuestro propio esfuerzo por
pensar las cosas de un modo razonable. Todas estas cosas son fuentes de falacias
permanentes, muchas de las cuales son, de algún modo, inevitables.
Hay, sin embargo, ciertas estrategias básicas por medio de las cuales, y en
contextos conversacionales específicos, podemos, si no refutarlas, por lo menos sí
identificar y “diluir” ciertas falacias; es decir, mostrar que lo que se está diciendo no es
efectivamente relevante, sino ambiguo, equívoco o incompleto, respecto de la
conversación o discusión que estamos desarrollando.
Ciertas falacias de relevancia, por ejemplo, se pueden disolver mediante una
pregunta oportuna, que muestre que no hay una conexión efectiva, ni siquiera muy
remota, entre las premisas que se tienen y la conclusión o conclusiones a las que a partir
de ellas se quiere llegar. En el capítulo 10 de El descubrimiento de Harry se estaba
discutiendo si Daniel debería haberse puesto de pie en la izada de bandera, a lo cual uno
ellos respondió diciendo que “no podemos dejar que cada uno vaya por ahí lo que se le da
la gana, pues este país se está desmoronando”. Alguien, sin embargo, podría responder
(como lo hace de forma implícita la señorita Jaimes) con la siguiente pregunta: “¿podrías
tú mostrarnos que, si una persona no le rinde tributo a la bandera, el país se
desmoronará?”. Esta pregunta muestra inmediatamente que no hay ninguna conexión, ni
siquiera remota, entre rendir tributo a la bandera y la situación del caos social. La
pregunta, pues, hizo explícita su conclusión irrelevante.
Además de las preguntas formuladas de una forma clara, correcta y oportuna,
puede haber también otras formas de identificar y deshacer las falacias que surgen en
medio de nuestras conversaciones: un buen contraargumento, un ejemplo o
contraejemplo adecuados o una definición precisa de los términos que están en discusión.
Cuando se trata de falacias de presunción se trata, en primer lugar, de identificar
aquello que, siendo erróneo, muy dudoso o muy discutible, se está aceptando como
34

supuesto, y de someterlo a examen antes de continuar adelante la discusión. Para


examinar tales supuestos tendremos que hacer nuevas argumentaciones, nuevas
preguntas y examinar nuevos casos. En la medida en que se van relacionando lógicamente
todos estos elementos vamos construyendo un contraargumento. El ejemplo puede ser
una forma de examinar la validez de una afirmación, pues lo que pretende ser cierto en
general debería serlo también en particular. No basta, sin embargo, con uno o dos
ejemplos, o con un solo tipo de ejemplos. Hay que examinar muchos ejemplos, y ejemplos
lo más variado posibles. Hay que examinar, pues, tanto ejemplos que parecen apoyar lo
que afirmamos como otros que parecerían invalidar lo que decimos. Si el argumento
resiste la prueba de los ejemplos y contraejemplos resultará más convincente, y si los
ejemplos y contraejemplos resultan disparatados, ello nos podrá mostrar el carácter
absurdo de nuestras conclusiones. Las falacias de ambigüedad, puesto que provienen de
ciertos usos descuidados del lenguaje, se pueden superar en la medida en que hacemos el
esfuerzo por utilizar nuestros términos con rigor. Las definiciones, de las que habremos
de ocuparnos posteriormente, nos sirven para evitar las ambigüedades, vaguedades y
confusiones de nuestro lenguaje ordinario.
De otra parte, el conocimiento de las falacias no conduce necesariamente a que
podamos o queramos evitarlas. De hecho, en muchos casos, sirve para utilizarlas de una
forma efectista. Ello es lo que hacen, por ejemplo, muchos que se dedican a la
argumentación en público, como algunos abogados y políticos. Existía, de hecho, en la
antigüedad, un arte ordenado a ello, la llamada erística, practicada especialmente por los
sofistas griegos. Todavía en el siglo XIX hay filósofos, como Schopenhauer, que
recomiendan el uso de las falacias para enfrentar a los adversarios, en su escrito
Dialéctica erística, o el arte de tener razón en 38 estratagemas4.
No todo el mundo, pues, está interesado en evitar las falacias. Y, quienes están
interesados en ello, no lo logran siempre de forma efectiva. Es claro que las falacias son
“trampas” en las que todos podemos caer, y de hecho caemos, cuando razonamos. No hay,
pues, un camino seguro para evitar las falacias. Sin embargo, como señala Irving Coppi,
“así como se erigen señales para prevenir a los viajeros y apartarlos de los lugares
peligrosos, así también los rótulos para las falacias presentadas [...] pueden considerarse
como otras tantas señales de peligro colocadas para impedir que caigamos en las
ciénagas del razonamiento incorrecto. La familiaridad con estos errores y la habilidad
para indicarlos y analizarlos pueden impedir que seamos engañados por ellos”5. Así pues,
si estamos seriamente interesados en el razonamiento correcto (y ello es uno de los
signos principales de un buen pensador), tomar conciencia de estas falacias puede ser de
gran ayuda. En ellas caemos inadvertidamente en el curso de nuestro pensamiento
cotidiano. También son usadas deliberadamente por muchas personas con la pretensión

4
Cfr. SCHOPENHAUER, Arthur: Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas,
Valladolid, Editorial Trotta, 1.997.
5
COPPI, Irving: Introducción a la lógica, Buenos Aires, Eudeba, 1.970, p. 87.
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de manipular a las demás personas. Quien sabe reconocerlas no se deja, sin embargo,
persuadir por este tipo de “argumentos” que son incapaces de proveer fundamentos
legítimos para la verdad de sus conclusiones.
Desarrollar ciertos hábitos fundamentales de pensamiento crítico es el mejor
antídoto contra las falacias. Evitar las falacias de relevancia, por ejemplo, es posible
para quien tiene conciencia de ellas y mantiene una vigilancia constante hacia las muchas
formas de irrelevancia que hay en nuestros argumentos cotidianos. Para ello, a su vez,
quien pretende lograr tal cosa requiere de un cuidado permanente hacia las diversas
funciones y usos del lenguaje ordinario. Para evitar las falacias de presunción se
requiere de un arraigado hábito filosófico: el de identificar los supuestos implícitos en
toda forma de afirmación o pregunta. Por su parte, evitar las falacias de ambigüedad
requiere de mucha sutileza en el uso del lenguaje. Las palabras son resbalosas y se
prestan a muy diversos significados. Sin pretender que cada palabra pueda tener un sólo
sentido, un sentido unívoco (esto es posible en un lenguaje técnico, pero no en el lenguaje
ordinario, cuya riqueza radica precisamente en la polisemia), se puede hacer un esfuerzo
permanente por clarificar los sentidos en que, en cada caso, las palabras son utilizadas.
En muchos casos, la mejor forma de evitar la ambigüedad es mediante definiciones
precisas. Sin embargo, “el arte de definir”, del que nos ocuparemos a continuación,
requiere también de especial cuidado y atención.

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