Las Falacias No Formales FPN
Las Falacias No Formales FPN
Las Falacias No Formales FPN
Una de las habilidades esenciales que se debe cultivar en los participantes en una
discusión filosófica es la de identificar falacias. Sin embargo, qué significa el termino
“falacia” y cuáles son las falacias que deben ser identificadas es algo que no siempre
resulta claro para quien no tiene una formación académica en filosofía. El presente
documento quiere presentar, de una forma sintética, alguna información general que
permita a los participantes en la discusión filosófica reconocer y clasificar dichas
falacias. Para ello nos apoyaremos, siempre que esto sea posible, en algunos pasajes de
las novelas del programa FpN escritas por Matthew Lipman, especialmente las dirigidas a
la educación secundaria; es decir, El descubrimiento de Harry, Elisa, Susy y Marcos.
Procederemos de la siguiente manera. Empezaremos por aclarar la noción de
“falacia”, para luego presentar las principales falacias no formales que suelen ocurrir en
nuestras habituales discusiones. Terminaremos con una breve reflexión en torno a la
posibilidad de evitar las falacias no formales. Para que la presentación de cada una de
estas falacias sea mucho más viva e interesante, empezaremos por mostrar cómo
aparecen en distintos tipos de conversaciones: tanto las que se ofrecen en los ya
mencionados textos de Lipman como en otras conversaciones, reales o ficticias, que
resultan iluminadoras para comprender los errores argumentativos.
(*)
El presente texto, bajo su forma actual, se encuentra inédito, pero está en proceso de publicación. Es
para el uso exclusivo de los participantes en el Diplomado en Educación Filosófica (Filosofía para niños). No
se puede reproducir sin autorización.
Este material está protegido por las leyes de derechos de autor. Dicha ley permite hacer uso de él
para fines exclusivamente académicos y de carácter personal. No se debe reproducir por ningún medio
electrónico o mecánico, para ser distribuido con fines comerciales. Es un material de estudio personal.
Si quiere, puede imprimirlo para su uso exclusivo, pero en ningún caso hacerle modificaciones. Si usted
desea citarlo, debe confrontar el texto original de donde fue tomado. Toda reproducción de él con
fines de más amplia difusión (libros, revistas, manuales universitarios, etc.) debe hacerse con
autorización, por escrito, de los titulares de los derechos correspondientes.
2
1
COPPI, Irving y COHEN, Carl: Introducción a la lógica, México, Limusa, 2000, p. 125.
2
Hay muchas formas distintas de clasificar las falacias, y son muchas las falacias (algunos han llegado a
describir más de cien) que, desde los tiempos de Aristóteles (quien identificó ya varias de ellas en sus
Refutaciones sofísticas), que pueden ser señaladas. En algunas clasificaciones se incluyen tanto falacias
formales como no formales. Aquí nos ocuparemos sólo de las no formales, y nos regiremos por la clasificación
de Kemerling, quien a su vez la toma de la décima edición de la Introducción a la lógica de Irving Coppi y Carl
Cohen.
3
el inglés y el español.
3
Cuando utilizamos aquí el término “irrelevante” lo hacemos para señalar que se trata de una argumentación
que no es lógicamente adecuada, pues no existe una clara relación entre las premisas y la conclusión. En la
vida cotidiana, cuando nos damos cuenta de que una argumentación o una conclusión son irrelevantes, solemos
decir que “no es de eso de lo que estamos discutiendo”. En este sentido, conviene distinguir también entre
una argumentación irrelevante, es decir, lógicamente inadecuada, y una argumentación impertinente, es
decir, que no tiene lugar en unas determinadas circunstancias. La relevancia es, pues, un criterio lógico,
mientras que la pertinencia es un criterio social.
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- No, no siempre.
- Entonces, cuando tú dices que te gusta alguna cosa, ¿no podrías estar equivocado?
Miguel se puso rojo, pero no dijo nada. Pero, justo cuando todo el mundo creyó que iba a
darse por vencido, hizo la siguiente afirmación:
- Yo en ningún momento hablé de qué fuera lo correcto o lo equivocado. Claro que es posible
que antes me haya expresado mal. Pero lo que yo quise decir fue esto: que un poema es
bueno cuando alguien que sabe lo que le gusta dice que es bueno. Y la persona que sabe lo
que le gusta no puede estar equivocada. Cuando esa persona llama bueno a un poema, tú
sabes con certeza que es bueno.
Susy asintió con un movimiento de su cabeza.
- Está bien, Miguel, déjame ver si comprendí lo que acabas de decir. Estabas diciendo que la
gente que llama bueno a un poema es gente que sabe, ¿no es cierto?
- Sí, claro.
- Bueno, ¿pero qué es lo que esa gente sabe?
- Eso es obvio: esa gente sabe qué es lo que le gusta.
Susy contempló a Miguel por un momento, y luego le preguntó:
- ¿Ellos saben lo que les gusta o, más bien, les gusta lo que saben?
Miguel, cuya atención se había desviado momentáneamente y se había puesto a mirar a
Laura, parecía sobresaltado.
- ¿Qué es lo que quieres decir con eso?
- Lo que quiero decir es que la poesía no es buena porque nos guste a nosotros, sino que nos
gusta precisamente porque es buena.
- Susy, ¿por qué no dejas de hablar en círculos y explicas claramente qué es lo que quieres
decir?
- Está bien. Voy a intentarlo. Lo que quiero decir es esto: realmente uno no puede saber de
poesía hasta que no se haya sumergido en ella y se haya empapado de ella. Sólo así puede
uno saber qué es lo mejor, qué es lo que es valioso y qué es lo que no lo es. Y, cada vez más,
uno desea vivir de un modo tal que llega a ser importante para uno disfrutar lo que es
mejor, en vez de lo que es peor. Esa es la razón por la cual la gente que realmente sabe de
poesía la ama. La sabe apreciar por lo que ella tiene de valioso.
Miguel frunció totalmente el ceño ante el breve discurso de Susy. Y continuó fruncido
cuando Maria Fernanda dijo:
- ¡Tienes razón, Susy!
Y Elisa agregó:
- ¡De acuerdo!
Sin embargo, en seguida Miguel, después de observar los rostros tensos y expectantes de
todos los compañeros del salón, se volteó hacia Susy y le habló de nuevo de la siguiente
manera:
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- Susy, ¡no te hagas la inocente conmigo! Tú sabes que a todo el mundo lo único que le
importa es él mismo. Y lo que toda persona tiene que hacer es saber con seguridad qué es lo
que quiere, y decirlo fuerte y claro. Y verás pronto lo que sucede con las personas que
hacen eso: llegan a ser críticos en un periódico, y habrá otros que los escucharán como una
gran autoridad, o cosa semejante. Tú eres tan tonta que crees que todo el mundo es
razonable. Pero el mundo no es como nos gustaría: le pertenece más bien a gente que tiene
opiniones firmes y vozarrones fuertes, ¡no importa lo estrechos de mente que pueden llegar
a ser! Y es gente como esa la que tiene mayor éxito, y a la que más veneramos nosotros, no
importa lo ridículas que sus opiniones puedan ser. Y el modo como esa gente hace que nos
traguemos lo que dicen es aparentando ser razonables. Eso es lo que cuenta: no ser
realmente razonables, sino aparentar serlo. Susy, ¡no nos prediques sobre lo bonito que
debería ser el mundo!, porque yo te puedo decir cómo es realmente. El mundo es como un
gran bosque donde el único camino que puedes tomar está lleno de recovecos y de vueltas.
Y, si caminas recto, nunca encontrarás el camino de salida. ¿Por qué debería ser la poesía
algo diferente de las demás cosas? Estoy seguro que los que mandan, los duros, tienden a
hacer las cosas como a ellos les place, y luego llaman bueno a eso que hicieron. Lo que les
gusta lo llaman bueno, no importa que sepan o no sepan algo acerca de esas cosas. Puede que
yo no sepa tanto de poesía como tú, pero sé un montón de cosas más acerca del mundo.
Nadie esperaba que Miguel fuera así de enfático. Cuando terminó de hablar, el salón se
quedó en silencio. Susy, pálida, apretó los labios y se puso a estudiar la cara de Miguel, pero
no dijo nada. El profesor Buenaventura, que seguía sentado en su escritorio, se inclinó hacia
delante y clavó la mirada sobre ellos, con los músculos de su quijada más tensos y
pronunciados que nunca. Harry se quedó mirándolo, y luego se volvió hacia Susy.
A continuación Susy parecía un poco más relajada, y le dijo a Miguel, con una tenue sonrisa:
- Yo no sé, Miguel. A lo mejor el mundo puede ser como tú dices. Pero lo único que sé es que
yo quisiera ayudar para que el mundo llegue a ser el tipo de mundo que yo quisiera que
fuera. Y no puedo esperar hacer eso si pienso de la forma que lo haces tú.
* * *
- Daniel -dijo resueltamente (María)-, creo que, definitivamente, tus papás están
equivocados. Porque, como dice el profesor Pardo, todo el mundo lo hace, todo el mundo se
levanta durante el saludo y nadie ve nada malo en ello; entonces, ¿por qué no podrías tú
hacer lo mismo?
- Del hecho de que todos, o casi todos, hagan algo no se sigue que eso esté bien hecho -
contestó Daniel.
- ¡Pero así es la ley del país! -insistió María
- Mis papás me dicen que por encima de la ley de un país está la ley de Dios -dijo Daniel
suavemente.
- No sé -dijo Guillermo Hernández-. ¿No se pueden equivocar alguna vez los adultos?
- La Biblia dice que debemos honrar a nuestros padres -dijo Daniel-. ¿Los estaría honrando
si no estuviera de acuerdo con ellos en lo que la Biblia me ordena hacer?
- Pero Daniel -dijo el profesor Pardo-, como te sugerí antes, ¿no podría tratarse
simplemente de cómo debemos interpretar la Biblia? Tus papás tienen derecho a su propia
interpretación, claro, pero podrían estar equivocados, ¿no?
- Claro que podrían -dijo Daniel-. Pero que estén en minoría no significa que tengan que
estar equivocados. También podría estar equivocada la mayoría, con la misma facilidad.
El profesor Pardo ensayó otro enfoque.
- Como probablemente sabes, Daniel, hay personas seguras de que saben lo que quiere decir
la Biblia... Quizás tus papás están entre ellos... Y esas personas creen que la Biblia prohíbe
las transfusiones de sangre. Imagínate que estuvieras muy enfermo y fueras a morir a
menos que te pudieran hacer una transfusión de sangre. ¿Aún así harían bien tus padres en
oponerse?
Daniel se retorció en su asiento, y luego quedó sentado con las rodillas a la altura de la
barbilla.
- No sé, profesor Pardo -admitió.
El profesor Pardo vio que estaba haciendo progresos.
- Entonces, ¿les dirás a tus papás que vengan a hablar del asunto conmigo? -lo apremió.
- Hablaré con ellos esta noche -fue lo único que dijo.
Como nos lo permite ver una lectura atenta del anterior pasaje, Daniel tiene claro
que la verdad o falsedad de una afirmación es algo totalmente independiente del número
de las personas que crean en ella. En ese sentido, no se deja intimidar por el hecho de
que otros, incluso la mayoría, piensen diferente a él. Sí se deja intimidar, sin embargo,
por lo que piensan “las autoridades”, es decir, todas aquellas instancias que consideramos
“superiores a nosotros” (los padres, las leyes de un país, los libros sagrados, etc.). Sin
duda, sus emociones ya están condicionadas para que acepte como válidos determinados
argumentos y rechace otros.
Para comprender mejor el mecanismo mediante el cual operan estas formas de
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En un sentido amplio, esta falacia puede definirse como un tipo de argumento que
se apoya en un llamado emocional al “pueblo” (a la masa) con el fin de ganar su
asentimiento para una conclusión que no puede ser sustentada mediante un razonamiento
válido. Es evidente que hay en esta forma de razonar una apelación fuerte a determinado
tipo de emociones, especialmente a aquellas que están relacionadas con nuestra
pertenencia a un determinado grupo social (la familia, un grupo religioso, una comunidad
política, etc.). Aquí, por ejemplo, algunos le recuerdan a Daniel su pertenencia a un país y
la obligación que tiene con el cumplimiento de sus leyes.
En estas formas de argumentar es claro, entonces, que se suele recurrir a un
lenguaje cargado de emoción y afectividad; y muchas veces de fanatismo. De lo que se
trata aquí no es de dar razones, sino de generar sentimientos favorables en el auditorio
para que éste acepte determinadas conclusiones sin hacer un examen previo de ellas. Es
el recurso favorito del propagandista y del demagogo. En la publicidad se comete con
frecuencia esta falacia, cuando, por ejemplo, la prueba de que una margarina es buena es
que a personas de diferentes partes del país les agrada. En la política es muy común que
se diga que un candidato es mejor y que, como “prueba” de ello, se presente el hecho de
que lidera las encuestas de opinión.
Una pequeña variante del argumentum ad populum es lo que, en tono coloquial,
podríamos llamar “el argumento de la multitud”, que consiste en querer decir que algo es
bueno porque todo el mundo lo aprueba (por ejemplo, una determinada película) o que una
creencia es verdadera porque casi todo el mundo la apoya (en tal caso, el nazismo o el
fascismo eran buenas propuestas políticas porque, en su momento, contaron con un
inmenso apoyo popular). Sin embargo, ni la aceptación popular de una determinada
actitud demuestra que sea buena o razonable, ni la aceptación popular da a una
determinada opinión el carácter de verdadera.
Esta es la falacia en la que claramente incurre María cuando le dice a Daniel que,
puesto que todo el mundo hace algo (en este caso, ponerse de pie en una izada de
bandera), en ello no hay nada malo. Por supuesto, aquí hay también un aspecto del
razonamiento de María que queda oculto, y que, a su vez, contiene una nueva falacia.
Podríamos construir el razonamiento de María en estos términos: “Si todo el mundo hace
algo, entonces no hay nada de malo en hacerlo. Si no hay nada malo en hacerlo, entonces
está bien hacerlo. Y, puesto que está bien hacerlo, todos los deberíamos hacer. Luego,
también Daniel, igual que todos los demás, debe ponerse de pie en las izadas de
12
bandera”. Por más que intentemos poner el razonamiento de María de la forma más
benévola posible, es clara su irrelevancia: ni se sigue del hecho de que todo el mundo lo
haga que esté bien hacer algo; ni se sigue del hecho de que algo no esté mal hecho que
esté, entonces, bien hecho; ni se sigue, sobre todo, del hecho de que todos los demás lo
hagan o lo aprueben el que algo esté bien hecho. Esto último es lo que sabe muy bien
Daniel, y por eso no cae en ningún momento en la trampa argumentativa que le ha
planteado María.
Consiste en que tratamos de ganar la aceptación por parte de otros de una opinión
o argumento nuestro apelando a las desafortunadas consecuencias que se seguirían de
que no fuera cierto lo que se afirma. Para ello se recurre frecuentemente a motivos
sentimentales (emocionales, piadosos, de pertenencia a una clase social, etc.). Este tipo
de argumento se utiliza con mucha frecuencia en los tribunales con el fin de conseguir,
por parte de los defensores, que el acusado sea declarado inocente, por ejemplo, por sus
buenos sentimientos, o por ser padre de varios hijos. En tales casos no se intenta
demostrar con argumentos lógicos que el acusado es inocente, sino que se apela a los
sentimientos del jurado para lograr su absolución.
En los textos filosóficos es muy poco frecuente encontrar este tipo de falacias,
que son más frecuentes en los alegatos jurídicos o en los discursos políticos. Yo mismo
no he encontrado un caso suficientemente ilustrativo de este tipo de falacia en las
novelas de Lipman. Más aún: es frecuente que el filósofo, en sus argumentaciones, se
cuide mucho de esta apelación a la misericordia, pues es absolutamente consciente de
que esto es algo que se suele hacer cuando uno simplemente sabe que carece por
completo de argumentos. El filósofo considera este recurso simplemente como algo
vergonzoso. Así, por ejemplo, nos lo hace sentir Sócrates cuando, en su defensa ante el
tribunal ateniense, critica a quienes llevan a su mujer y a sus hijos pequeños para que
supliquen misericordia ante los jueces y se niega él mismo a recurrir a este tipo de
procedimientos.
Consideremos el siguiente ejemplo. Un candidato presidencial, cuando le
preguntan por qué él es la mejor opción y por qué la gente debe votar por él, responde lo
siguiente:
La gente se identifica conmigo porque yo soy un hombre surgido del
pueblo.
Soy de una familia humilde y sé lo que es el hambre y la ignorancia.
Además, las encuestas demuestran que la gente prefiere votar por mí y
que ganaré por una cifra arrolladora.
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El que no vota por mí perderá su voto, pues, como todos saben, yo seré el
triunfador.
Por tanto, toda la gente debe votar por mí.
Es fácil ver que ninguna de las cosas que ha dicho responde a ninguna de las dos
preguntas: por qué él es la mejor opción y por qué la gente debe votar por él. Es claro,
pues, que todo lo que ha dicho es irrelevante. Además, lo único que ha hecho es remover
sentimientos en la gente (por su origen humilde, por su sentimiento triunfalista, etc.).
Aunque todas las premisas sean ciertas, ello no garantiza la verdad de su conclusión.
Aunque sus afirmaciones sean ciertas, su razonamiento es falaz, y, por tanto,
completamente inválido.
Este ejemplo adicional podría ayudarnos también a comprender un poco más el
tipo de estrategia que utiliza este tipo de argumento:
Soy una persona pobre.
Tengo tres hijos y una mujer que alimentar.
Sólo tengo un viejo taxi modelo 65 para trabajar.
No puedo vender ese taxi a nadie.
Si ustedes me obligan a cambiar de carro, yo no puedo hacerlo.
Si no puedo hacerlo, me quedaré desempleado.
Si me quedo desempleado, mis hijos y mi mujer no volverán a comer.
Por lo tanto, no me deben exigir que cambie mi taxi.
Es fácil observar aquí que, aunque todas las premisas sean verdaderas, eso no
implica de forma necesaria que la conclusión sea correcta. Desde el punto de vista lógico,
no hay una razón válida para la conclusión a la que se llega. Ninguna de las premisas hace
referencia al estado en que se encuentra el taxi. Todas, por el contrario, apelan a su
situación familiar, pidiendo misericordia para él y su familia.
Este último ejemplo nos permite hacer una observación adicional: el anterior
razonamiento es formalmente incorrecto, pues en la conclusión introduce un término
(debe) que no había aparecido en ninguna de las premisas. Esta es la llamada “falacia
naturalista”, descubierta por David Hume, y que consiste en un paso injustificado desde
premisas que son descriptivas (pues señalan que algo es) hacia una conclusión de
carácter prescriptivo (pues dice que algo debe, o no debe, hacerse). Otro ejemplo
interesante de esta “transición ilegítima” de premisas que son descriptivas a
conclusiones que son prescriptivas puede verse en el razonamiento mediante el cual el
papá de Toño intenta convencer a éste de que debe estudiar ingeniería sólo por que él es
muy bueno estudiando matemáticas. Al respecto, puede verse el capítulo 3 de El
descubrimiento de Harry.
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- ¿Qué quieres decir con “él sabrá”, Janeth? ¿Es tu hermano abogado o juez o una
autoridad de algún tipo? -preguntó la señorita Jaimes.
- No, pero es muy inteligente -replicó Janeth.
- Bueno, lo siento pero no sirve. Sólo deberías utilizar la opinión de otra persona en favor
de tu propio modo de ver si esa otra persona es una autoridad reconocida sobre el tema en
cuestión.
La razón por la cual la señorita Jaimes rechaza lo que dice Janeth es clara y muy
justa: el hermano de Janeth no es ningún tipo de autoridad cuya opinión se deba
considerar como digna de ser tenida en cuenta en la discusión. Sobre la base de ello
establece una máxima (es decir una regla práctica) parea el ejercicio de la
argumentación: “Sólo deberías utilizar la opinión de otra persona en favor de tu propio
modo de ver si esa otra persona es una autoridad reconocida sobre el tema en cuestión”.
Ello pone de presente algo fundamental: no siempre el recurso a la autoridad es falaz en
sentido estricto, pues cuando la opinión que se cita es la de alguien muy autorizado en el
campo que se discute, su opinión puede darle mayor credibilidad al punto de vista en
cuestión. Si discutimos sobre un asunto de física, sin duda, la opinión de un Premio Nobel
de Física sería un buen aporte a la discusión. Lo que no es razonable, en todo caso, es
que, en nombre de dicha “autoridad”, se pretenda zanjar de forma definitiva una
discusión, así se trate de la opinión de alguien muy reputado en su campo. Sería absurdo,
por ejemplo, pretender resolver los problemas actuales de la biología recurriendo a los
escritos de Darwin, en vez de hacerlo en el laboratorio. Igualmente, sería absurdo
pretender que los problemas filosóficos se resuelven citando textos de Platón o
Aristóteles.
Consideremos el siguiente razonamiento, muy frecuente en discusiones
filosóficas:
Platón dijo que a los niños y jóvenes no se les debería permitir que
aprendieran filosofía, pues ello alimentaba su tendencia a discutirlo todo.
Por lo tanto, a los niños y jóvenes no se les debería enseñar filosofía.
Es muy fácil ver el carácter erróneo de dicho razonamiento. En primer lugar
porque es muy discutible que Platón haya dicho esto (esa es sólo una de las posibles
interpretaciones que admiten algunos textos de Platón; sin embargo, hay quienes creen
que en esos textos lo que Platón pretendió decir fue algo muy diferente). En segundo
lugar porque aquí también se comete la falacia naturalista: sobre la base de una
proposición descriptiva se saca una conclusión prescriptiva. En tercer término porque no
se sigue del hecho de que un individuo crea o piense algo (así se trate de alguien “muy
autorizado”) que esto es verdadero. También las “grandes autoridades” pueden
equivocarse y, de hecho, se equivocan con frecuencia. Podemos aceptar su testimonio
como una evidencia inductiva (es decir, como un dato). Lo que nos está vedado desde el
punto de vista lógico es que ofrezcamos su opinión como una prueba definitiva de la
verdad de nuestras conclusiones.
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* * *
¿En qué nos apoyamos para argumentar? A veces partimos de hechos ciertos, de
conocimientos comprobados o de opiniones sólidas. Otras veces, sin embargo, lo hacemos
a partir de prejuicios, de estereotipos, de ideas prefijadas que tenemos de las personas
y las cosas. Unas veces discutimos las cosas mismas, pero en otras ocasiones nos vamos
lanza en ristre contra las personas, más que contra lo que ellas dicen o piensan. En
general, podemos decir que hay dos formas básicas de argumentar: (1) dirigiéndonos al
asunto mismo en discusión, a la cosa misma, e intentando examinar qué hay allí de
verdadero y de correcto, o de falso e incorrecto; y (2) yéndonos en contra de la persona
con la que discutimos, intentando ofenderla, descalificarla o simplemente poniendo en
cuestión que esté simplemente autorizada para decir lo que dice; esto lo podemos hacer
tanto con acusaciones y ofensas directas como con afirmaciones veladas o indirectas. La
primera forma de argumentar se le suele llamar “ad rem” (es decir, que está dirigida
hacia las cosas). A la segunda se le conoce como “ad hominem” (es decir, dirigida a la
persona o contra la persona).
Por supuesto, las discusiones suelen ser mucho más ordenadas y racionales cuando
quienes discuten argumentan “ad rem”, es decir, tratando las cosas mismas y evitando en
lo posible las referencias o discusiones puramente personales. Desde luego, hay muchos
casos en que ciertamente no es posible discutir totalmente “ad rem”, pues se trata de
asuntos que son eminentemente personales, donde, por tanto, es completamente
imposible no hacer referencia a lo que la otra persona dice, o a sus gestos, intenciones o
formas de comportamiento. Es muy difícil, por ejemplo, que una pareja (de novios o de
esposos) pueda discutir sin que haya algún tipo de referencias personales. Con todo, es
bueno distinguir cuando estamos discutiendo sobre la cosa misma y cuando sobre
intenciones, afectos, gestos o comportamientos de personas con las que nos sentimos
emocionalmente vinculados. Por ello, es importante que examinemos a continuación lo que
es el “argumento ad hominem” y cuáles son los caos en que éste resulta una falacia.
Antes de ello, examinemos, de nuevo, un pasaje de las novelas de “Filosofía para
niños”. En este caso nos remitimos al comienzo del capítulo 5 de Marcos, en donde
Marcos y Elisa, después de haber roto su relación como novios, discuten sobre la forma
como manejaron una discusión en clase esa misma mañana:
- ¿Qué era lo que querías decir esta mañana en clase? -preguntó Marcos-. ¿Que nunca
fuimos ni siquiera amigos porque yo andaba pensando en la ventaja que podría sacar de
nuestra relación? Eso no es cierto. Y tú lo sabes.
- Marcos, lo que dije no tienes que tomártelo como algo personal. Sólo estaba pensando en
voz alta -respondió suavemente Elisa.
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Sin embargo, al tiempo que decía esto, se preguntaba si no tendría razón Marcos y si, de
verdad, los comentarios que había hecho en clase se dirigían a él.
Marcos se quedó mirando los edificios que estaban al otro lado de la calle con una
expresión de mal humor. Luego hizo la siguiente observación:
- ¿Recuerdas lo que decía Harry: que somos como el nudo en el centro de todas las
relaciones sociales que tenemos? He estado pensando en eso. ¿Alguna vez te has puesto a
pensar en lo que significa perder de pronto, de un momento a otro, todas las relaciones
sociales que tienen algún sentido para uno? Es como si, de repente, uno se quedara sin
nada. Creo que eso es lo que me está pasando a mí. Fíjate: no puedo jugar en el equipo de
baloncesto; la gente cree que soy un criminal o un vándalo; mi familia se va a vivir al otro
extremo del país; y la única persona con la que he mantenido una relación muy personal se
pone a decir que no éramos más que “compañeros”. Cuando a uno le pasa lo que me está
pasando en este momento, cuando todas las relaciones sociales que uno ha tenido se
esfuman de esa manera, empiezas a preguntarte si realmente existes. ¿Entiendes lo que te
quiero decir?
¿Tiene razón Marcos cuando le reclama a Elisa que en la discusión en clase de ese
día argumentaba completamente “ad hominem”? Es muy probable. Por lo menos así lo
sintió Marcos. Ciertamente es difícil que aquello que dice una persona a la que estamos
muy vinculados afectivamente no nos afecte o que consideremos que no tiene relación
ninguna con nosotros. Elisa acepta en cierto modo que su argumentación aquella mañana
no era completamente desinteresada. Marcos, por su parte, aprovecha la ocasión para
intentar que Elisa comprenda cómo se siente en ese momento (de allí toda la referencia
que hace a la pérdida de sus roles sociales).
El diálogo que logran establecer en este momento Elisa y Marcos es un modelo
interesante de cómo se pueden examinar los sentimientos sin que ello implique
manipulación o acusaciones mutuas. Es muy importante que, más allá de cualquier tipo de
referencia personal, tengamos la posibilidad de examinar los argumentos en sí mismos y
evaluar si son o no suficientemente sólidos, y por qué. También en el manejo emocional se
requiere de cuidado en las formas de argumentar. La lógica puede ayudarnos a ser más
cuidadosos también en nuestras relaciones personales. Una ayuda interesante en este
caso puede ser que comprendamos mejor en qué es en lo que consiste propiamente el
argumento “ad hominem” y bajo qué condiciones se convierte en falaz.
g) El argumento ad hominem
Dejamos el término latino original, pues es así como se conoce en casi todas las
lenguas. Literalmente significa “argumento dirigido contra el hombre (contra la
persona)”. En general, podemos decir que hay un argumento ad hominem cuando, en lugar
de refutar las ideas de alguien, se ataca personalmente a quien las expone, insinuando, o
diciendo abiertamente, que quien defiende una determinada opinión es alguien que
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carece de reputación para sostener dicho punto de vista. Se pueden distinguir dos
formas básicas del argumento ad hominem: la ofensiva y la circunstancial.
El argumento ad hominem ofensivo se da cuando, en vez de tratar de refutar lo
que otro dice, intentamos descalificar su opinión mediante un ataque personal, ofensivo
la mayoría de las veces. Supongamos que alguien defiende el derecho de los trabajadores
al descanso durante por lo menos dos días a la semana. Alguien, en una discusión pública,
dice de quien defiende esa opinión, por ejemplo, “costeño tenía que ser”. Se pretende en
este caso, mediante un estereotipo (que a los costeños no les agrada trabajar), quitar la
fuerza a sus argumentos o descalificar su punto de vista. Tal estereotipo carece de
relevancia para lo que se está discutiendo. En tal caso no hay un razonamiento lógico,
sino un proceso psicológico de transferencia: se trata de comunicar un sentimiento de
desaprobación hacia una persona o grupo de personas con el fin de invalidar sus
razonamientos.
El argumento ad hominem circunstancial se da cuando, en una discusión, se
pretende que el contrincante debe aceptar una determinada conclusión por tener una
circunstancia especial que le obliga a ello; por ejemplo, pertenecer a una determinada
religión o partido. Supongamos que le decimos a alguien que debe estar de acuerdo con
las decisiones del actual gobierno porque votó por el presidente del momento. Ello no es
correcto desde un punto de vista lógico, aunque un “argumento” de este estilo suele
tener un gran peso psicológico. Con ello no se ofrecen pruebas para admitir la verdad de
una conclusión, aunque sí se busca conquistar el asentimiento de nuestro interlocutor
para lo que nosotros decimos.
Consideremos el siguiente razonamiento:
Pedro sostiene que la edad legal para votar debe ser de 16 años.
Pero todos sabemos que Pedro:
- sólo tiene 16 años.
- está interesado en votar porque es amigo de un político.
- está buscando votos para ese político.
- ha dicho en otras ocasiones que a nadie se le debería otorgar
licencia de conducción antes de los 21 años.
Por tanto, Pedro es una persona egoísta que actúa movido por intereses
políticos. Y, como debe ser falso lo que dice, la edad legal para votar debe seguir
siendo los 18 años.
Nuevamente se ve muy claramente en qué consiste la falacia. Se está discutiendo
una cuestión precisa: cuál debe ser la edad legal para votar. Para la discusión es
irrelevante la edad que tenga Pedro o lo que piense de otros asuntos o sus intereses
políticos. En vez de refutar sus argumentos, quien intenta rebatirlo se dedicó a atacarlo
personalmente y a sacarle en cara opiniones suyas que, aunque pudieran venir al caso, no
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invalidan el que Pedro pueda sostener el punto de vista que sostiene. En este caso el
argumento ad hominem es tanto ofensivo (se califica a Pedro de egoísta) como
circunstancial (se descalifica su opinión por el hecho de tener determinados vínculos
políticos).
Algunas de las falacias que he presentado hasta aquí (por ejemplo, el argumento
de autoridad, el argumento ad hominem y la apelación a la ignorancia), si bien son falacias
de relevancia, envuelven también un supuesto erróneo, consistente en algún tipo de
conexión supuesta entre la verdad de una proposición y algún rasgo de la personalidad de
quien la afirma o niega. Hay, sin embargo, determinadas formas de argumentar que
resultan falaces básicamente porque contienen en sí supuestos que son o abiertamente
falsos o, por lo menos, muy discutibles. Tales son las llamadas “falacias de presunción”,
de las que nos ocuparemos a continuación.
En cierto sentido, las falacias de presunción son, entonces, también falacias de
relevancia, pues también en ellas se falla a la hora de ofrecer razones adecuadas que
apoyen la verdad de las conclusiones obtenidas. Sin embargo, como ya lo insinuamos, hay
aquí un elemento adicional: el error en el razonamiento está vinculado al hecho de que
hay en las premisas una suposición implícita que es o completamente errónea, o, por lo
menos, muy discutible. En la presentación que haremos a continuación de este tipo de
falacias, haremos el esfuerzo por mostrar el supuesto no garantizado en el que se
fundan.
Una primera circunstancia en que ocurren las falacias de presunción está ligada al
problema de la aplicabilidad de principios generales a casos particulares o de la
construcción de generalizaciones a partir de casos particulares. ¿Lo que vale, por
ejemplo, para la gran mayoría de personas vale también para cada una de ellas? ¿No se
puede admitir en ningún caso la excepción? O, a la inversa, ¿qué tan legítimas son cierto
tipo de generalizaciones que hacemos a partir de casos individuales? Los dos son
problemas típicos que se presentan en la argumentación de nuestra vida cotidiana.
Ambos los analizaremos como una misma falacia que tiene un doble aspecto.
Claro que, en el momento mismo de hacer esta pregunta, se preguntó también a sí misma:
“¿Por qué cada que mi mamá me dice algo yo me pongo a desafiarla? No entiendo por qué lo
hago”.
Puesto que no quería que Elisa se pusiera aún más irritable, su mamá trató de responderle
con la mayor calma:
- Mira, mija. Yo creo que un vestido se ve “bien” si es precisamente el vestido que cualquier
muchacha quisiera ponerse para agradar a sus parientes favoritos cuando va a visitarlos.
- Odio ponerme vestidos elegantes -dijo Elisa de mal humor-. Y, además, yo no soy cualquier
muchacha.
- Yo no he dicho eso -aclaró su mamá-. Lo que yo quería decir es que lo que está bien es lo
que a toda muchacha le gustaría ponerse para agradar a las personas que quiere.
- Eso no resulta mejor -dijo Elisa envalentonada-. Incluso es peor todavía. No todas las
mujeres tienen la misma talla. Y yo necesito algo que me cuadre precisamente a mí. No algo
que le quede bien a todas las mujeres. Yo no soy como todas las demás. Yo soy yo. ¿No
puedes entenderlo?
- Y yo lo que creo es precisamente lo contrario: que las personas tienen distintos tamaños.
Y para esos tamaños es que se hacen los vestidos. No existen mujeres para las tallas de los
vestidos, sino vestidos para la talla de las mujeres -dijo su mamá.
Elisa soltó la carcajada. Tanto ella como su mamá se dieron cuenta que no valía la pena
seguir con esa discusión. Decidieron entonces dejar las cosas de ese tamaño. Además, Elisa
cayó en la cuenta de que su mamá siempre ponía el énfasis en su cuerpo o en su inteligencia,
más que en su cara. Y cuanto más hacía eso su mamá tanto más se empeñaba ella en ponerse
las sudaderas más viejas, los sacos más llenos de motas y los bluyins más rotos que era
posible encontrar (Elisa, Capítulo VI, episodio 13).
sólo para la mayoría de los casos). Otro ejemplo de ello podría ser el siguiente caso:
Generalmente los hombres ganan más que las mujeres por hacer el mismo
tipo de trabajo.
Claudia Pérez es una mujer que trabaja como cajera en un banco.
Por lo tanto, Claudia Pérez gana menos que su compañero de trabajo Juan
Hernández.
Si la premisa mayor fuera universal, esto nos aseguraría la verdad de la
conclusión. Sin embargo, como es solamente general, no nos permite sacar una conclusión
necesaria, sino solamente probable. Una regla general admite una serie de excepciones
que nunca se pueden pasar por alto. Aplicar una regla general como si fuera universal
constituye una falacia.
Esta falacia también puede tener una forma inversa, constituyendo lo que algunos
llaman la falacia del “accidente inverso”. Dicha variación de la falacia del accidente
consiste en que, de un caso específico, que es inusual o atípico, se derive una regla
general que se pretenda verdadera. Un ejemplo de ello podría ser el siguiente:
Ernesto Gómez, conocido como un gran tenista, es un gran conocedor de la
música rock.
Por lo tanto, los grandes tenistas son personas que son grandes
conocedores de la música rock.
Como podemos ver, esta falacia del “accidente inverso” constituye en realidad un
caso de mala inducción, o de generalización inadecuada, pues se infiere de un modo
superficial y poco cuidadoso un principio general de hechos muy particulares o mal
analizados. Es claro, sin embargo, que un caso particular es insuficiente para establecer
la posible verdad de un principio general. Cuando esto ocurre, y aunque la premisa de la
que se parte sea verdadera, la conclusión resulta falsa. El argumento no sólo es
irrelevante, sino absolutamente erróneo e inválido.
La falacia del “accidente inverso”, un caso de mala inducción, no debe confundirse,
sin embargo, con otra falacia muy común, que consiste en una generalización apresurada
y que es la base de muchos de los más arraigados prejuicios. Debemos mantenernos en
guardia ante esta tendencia a sacar conclusiones precipitadas, como nos lo recuerda
María en el capítulo cinco de El descubrimiento de Harry:
- Pero – dijo María- la gente siempre está sacando conclusiones precipitadas. Si se
encuentran un polaco, o un italiano, o un judío, o un negro, en seguida sacan la conclusión de
que todos los polacos son así, o que todos los italianos, o todos los judíos, o todos los negros
son así.
- Eso es cierto -dijo Harry-. El único ejercicio que practican algunas personas es sacar
conclusiones precipitadas.
22
j) La pregunta compleja
Se ve claro en este pasaje que Marcos percibe que las preguntas del juez no son
precisamente muy inocentes, pues, por la forma en que pregunta, parece que estuviera
25
intentando probar la resistencia de Marcos, de tal forma que éste termine haciendo
confesión de su supuesto delito. Marcos afortunadamente no se deja intimidar y es
capaz incluso de poner de presente los supuestos contenidos en las preguntas del juez
Rodríguez. Marcos intenta responder lo mejor que puede a preguntas tan complejas, y
ante algunas de ellas más bien prefiere guardar silencio. Tal vez ello sea en algunos
casos lo más apropiado, pues uno debe tener muy claras las implicaciones de responder a
una pregunta antes de intentar responderla.
Marcos hace todavía algo más inteligente: cuestiona el significado de los términos
que contiene la pregunta del juez cuando irónicamente le sugiere que él se siente una
“víctima de las circunstancias”. Marcos entonces sugiere un caso paralelo (el de la
exclusión de Juanita Mejía del equipo de baloncesto por el simple hecho de ser mujer)
para intentar mostrar que lo que está detrás de todo no es un mero asunto de
circunstancias, sino una cuestión de políticas sociales. Tal vez hacer esto sea necesario
con las preguntas complejas: examinarlas, cuestionar sus supuestos; y, si fuere del caso,
rechazarlas cuando hayan sido formuladas con la evidente intención de hacernos aceptar
un supuesto que consideramos inaceptable.
En la discusión que mantienen Miguel y Susy en torno a qué es lo que hace que un
poema sea bueno (en el episodio i del capítulo 8 de Susy, que citamos ya al comienzo de
este escrito), Miguel acusa a Susy de “hablar en círculos” cuando ésta afirma que “la
poesía no es buena porque nos guste a nosotros, sino que nos gusta precisamente porque
es buena”. ¿Tiene razón Miguel? Parece que no. Parece que es su argumento de que “un
poema es bueno si a uno le gusta” el que “se muerde la cola”, es decir, el que quiere
presentar como evidente una conclusión que no lo es, puesto que la conclusión no hace
más que afirmar un supuesto ya contenido en las premisas. Dice Miguel que “un poema es
bueno cuando alguien que sabe lo que le gusta dice que es bueno; y la persona que sabe lo
que le gusta no puede estar equivocada”. Es claro que las premisas se disponen aquí de
tal forma que la única conclusión posible sea la de que lo que determina que un poema sea
bueno es que a quien lo escucha le guste. Lo que hace Susy es precisamente someter a
examen la supuesta evidencia de la premisa en que se funda el argumento y, por tanto,
de la conclusión a la que tiende. Parece como si Susy identificara que en el argumento de
Miguel se incurre en “petición de principio”.
Esta falacia consiste precisamente en usar como premisa la propia conclusión a la
que se pretende llegar. A la manera de un mago, que previamente introduce en su
sombrero la paloma que luego sacará, cuando se comete la “petición de principio” las
premisas, que deberían soportar la conclusión a la que se llega, la soportan pero de una
forma absurda: siendo la primera premisa absolutamente igual a la conclusión que se
ofrece. En realidad, aquí no hay inferencia en sentido estricto, pues “inferir” es “sacar
26
Es claro que aquí, como lo señala Elisa, el término “más grande” está utilizado en
sentido que es ambiguo, pues por lo menos admitiría dos sentidos posibles: más grande
en tamaño o más importante. Este tipo de términos, que usamos con mucha frecuencia,
suelen generar innecesarias confusiones. A veces decimos que una ciudad “es más
grande” que otra, pero, si no decimos bajo qué criterio lo hacemos (por ejemplo, su
extensión territorial o su población) nuestra expresión puede ser equívoca. También, en
este pasaje, se hace referencia a uno de los términos que utilizamos con mayor vaguedad
en nuestro lenguaje natural: el término “cosa”. Los usos vagos, imprecisos o ambiguos de
los términos pueden conducirnos a determinados tipos de falacias o errores de
razonamiento.
Debemos señalar, entonces, todavía una tercera categoría de falacias que
conviene examinar: las llamadas “falacias de ambigüedad”. Se trata de ciertos
razonamientos incorrectos que se originan en un uso impreciso del lenguaje. En tales
razonamientos aparecen palabras, frases o expresiones que poseen dos o más sentidos
distintos, lo que conduce a la confusión. En la medida en que los significados cambian en
el curso del razonamiento, éste se torna falaz.
Puesto que la relación inferencial entre dos proposiciones incluidas en un
argumento simple sólo es válida en cuanto hay significados idénticos en las dos
proposiciones, cuando esos significados, por alguna ambigüedad, son divergentes, se
presenta una confusión entre dos o más sentidos diferentes, con lo cual el argumento en
que ello ocurre se convierte en una falacia. Examinaremos a continuación cada una de
dichas falacias, destacando los mismos puntos que hemos destacado en los casos
anteriores. Aunque algunas de estas falacias pueden identificarse también en los textos
de Lipman, no son tan frecuentes como las anteriores. Por esta razón no siempre
podremos citar ejemplos apropiados de ellas en las explicaciones que vendrán a
continuación.
l) El equívoco
Todos sabemos que la mayoría de las palabras tienen más de un significado literal.
Basta con mirar un diccionario para darnos cuenta de las múltiples acepciones que puede
tener una palabra. El equívoco se constituye cuando una palabra o frase se usa en un
sentido en una primera proposición y en un sentido diverso en proposiciones
subsiguientes. Supongamos que decimos lo siguiente: “El fin de una cosa es su perfección.
La muerte es el fin de la vida. Por lo tanto, la muerte es la perfección de la vida”. Es
claro que, aunque parece haber coherencia interna en la argumentación, una misma
palabra (fin) es usada en dos sentidos muy distintos. El razonamiento anterior, pues, cae
en la falacia del equívoco. Ésta se constituye, pues, cuando hay una ambigüedad en el
significado de una misma palabra.
29
m) La anfibología
Es ésta una falacia que suele ocurrir cuando, a pesar de que los términos de las
proposiciones se usen en un sentido unívoco, éstas son formuladas de una forma tal que
resulta ambigua por su estructura gramatical. Un enunciado es anfibológico cuando su
significado es confuso debido a la forma en que sus palabras se combinan. Cuenta una
antigua leyenda que el rey Creso consultó al oráculo de Delfos sobre la conveniencia de
declarar la guerra a Persia, y que el oráculo le respondió: “Si Creso emprende la guerra
contra Persia, destruirá un reino poderoso”. Así fue efectivamente. Sólo que el reino
destruido fue el del propio Creso. Este es un caso claro de anfibología, pues se dice que
se destruirá un reino poderoso, pero no se sabe si se trata de Lidia o de Persia.
Como se puede ver también en el ejemplo citado, en un enunciado anfibológico hay
dos posibles interpretaciones de éste: una verdadera y la otra falsa. No es claro, sin
embargo, cuál sea una y cuál otra. Este tipo de enunciados se utilizan muchísimo en la
publicidad y en el humor, y son la clave del llamado “doble sentido” en los chistes. No
examinaremos, sin embargo, su estructura lógica, pues, por lo menos en su forma
externa, son en muchos casos razonamientos aparentemente coherentes, que, sin
embargo, resultan ambiguos porque están mal expresados o redactados. En realidad,
aunque puede ser clasificada como falacia lógica, la anfibología es sobre todo un error
gramatical.
Es importante no confundir la anfibología con el equívoco. En el equívoco, como lo
veíamos en el numeral anterior, se da una ambigüedad en el significado de una palabra
(por ejemplo, la palabra “fin” o la palabra “raro” en los ejemplos citados). En la
anfibología no se da ambigüedad en el significado, sino en la referencia. Si recordamos lo
que dijo el oráculo de Delfos ante la consulta de Creso, veremos que allí no hay ninguna
ambigüedad en el significado de las palabras, pues el mensaje es claro. Lo que es ambiguo
allí es la referencia: podía referirse a cualquiera de los dos reinos (el de Lidia o el de
Persia). Creso creyó que, efectivamente, se refería a Persia, cuando en realidad se
refería a su propio reino. Creso se dejó, pues, engañar por un enunciado anfibológico.
30
n) El énfasis o acento
Igual que otras falacias de ambigüedad, ésta se constituye cuando se produce una
determinada alteración en el significado. La alteración está dada aquí por el hecho de
que se recalcan o destacan ciertas palabras dentro de un enunciado con el fin de dejar
sugeridas ciertas consecuencias. Por ejemplo, si digo a un compañero de trabajo “¡qué
bueno que hoy llegaste temprano!”, dejo sugerido que acostumbra a llegar tarde todos
los días.
El énfasis es muy común cuando se trata de enunciados orales. Cuando se trata de
enunciados escritos suele destacarse con bastardillas o negrillas. Este es un tipo de
falacia muy usado especialmente por la prensa sensacionalista.
o) La falacia de composición
- Lucho, dijiste que todo tenía una causa. Pero aunque todas las partes del universo tengan
una causa, eso todavía no prueba que el universo mismo tenga una causa.
Como vemos a partir del anterior ejemplo, esta falacia consiste en la aplicación de
una característica de algunas partes de un todo al todo mismo. Si, por ejemplo, hay una
máquina cuyas partes son livianas, existe la tendencia a suponer que la máquina misma es
liviana. Sin embargo, todos sabemos que una máquina pesada puede estar compuesta de
piezas que son livianas. Cuando se caracteriza el pensamiento del niño, muchas veces se
comete allí la falacia de composición, pues, del hecho de que el niño en ocasiones dice
cosas absurdas, algunos infieren que “el pensamiento del niño (considerado como un todo)
es absurdo”. Convertir un rasgo particular de algo en el rasgo esencial que lo define es
una forma de cometer la falacia de composición.
Un segundo tipo de falacia de composición se da cuando atribuimos algunas
características de miembros particulares de una clase a la clase considerada como un
todo. Lo que sucede en estos casos es que se cambia el sujeto a que hacemos referencia
de algunos a todos. Decir, por ejemplo, porque hay algunos niños que son crueles, que
31
p) La falacia de división
* * *
Las descritas hasta aquí son las principales falacias que suelen ocurrir en
nuestras conversaciones y discusiones habituales. No son, sin embargo, las únicas.
Nuestro lenguaje está lleno de un sinnúmero de trampas más. Algunas son fáciles de
identificar (como muchas de las que hasta aquí hemos descrito), otras -como las
llamadas falacias formales- implican un conocimiento mucho mayor de las reglas de la
lógica formal. Quedan, además de las ya reseñadas, algunas más que sólo enunciaremos
de modo muy sucinto. Algunas de ellas son tan simples que su desenmascaramiento ni
siquiera exige un examen lógico. No perdamos, pues, de vista que algunas de las
siguientes cosas pueden llegar a ser también falacias no formales:
(a) Suprimir evidencias, es decir, ocultar algún tipo de información que sea
relevante para nuestro interlocutor. Pueden ser también evidencias desfavorables al
punto de vista que nosotros sostenemos.
(b) Hacer afirmaciones dudosas, es decir, fundar nuestros razonamientos en
premisas que no son respaldadas por datos ciertos, o recurrir a fuentes de poca
credibilidad.
(c) Pretender argumentar sobre un tema que ignoramos. Ello, que a veces es
más frecuente de lo que suponemos, se puede hacer poniendo en boca de nuestro
interlocutor lo que no ha dicho o haciendo un esfuerzo explícito por malinterpretar
todo lo que éste dice.
(d) Poner a nuestro interlocutor ante falsos dilemas, es decir, proponerle sólo
dos alternativas posibles y forzarlo a que escoja una de ellas, aunque sabemos que
sería razonable que existieran otras alternativas.
(e) Apelar a nuestra certeza personal como garantía absoluta de nuestras
opiniones. Es una tendencia cada vez más marcada entre nosotros ésta de
encerrarnos en nuestros puntos de vista personales y pretender afirmar que algo es
cierto simplemente porque nos encontramos absolutamente convencidos de ello.
Estas, y otras más, también pueden ser calificadas de falacias no formales, es
decir, de estrategias y argucias presentes en nuestro lenguaje que contienen algún
elemento de engaño o error. Ahora bien, ¿podemos evitar tales cosas?, ¿es siempre
deseable hacerlo?, ¿cómo podríamos hacerlo? De estos interrogantes básicos nos
ocuparemos en nuestro último punto.
33
¿Se pueden evitar las falacias hasta aquí descritas (si no todas, por lo menos
algunas de ellas)? Es ésta una pregunta que bien vale la pena hacernos, aunque no
podamos dar una respuesta muy definida para ella. Digamos, para empezar, que no
siempre es posible hacerlo, aunque tengamos la obligación de ser críticos con nuestras
formas de razonar. De hecho, ellas incorporan ciertas tendencias propias de nuestro
modo de conocer que no son fácilmente evitables. Además, muchas de ellas se van
retroalimentando permanentemente por el intercambio social y por las características
de nuestra educación. Hoy, igual que en la Inglaterra de su época, siguen operando los
famosos idola de Francis Bacon. De hecho, a la hora de conocer y de argumentar nos
ponemos obstáculos que nos impiden hacerlo con un grado suficiente de certeza. Esos
obstáculos provienen de distintas fuentes: de nuestra propia imperfección como seres
humanos; de la sociedad en la que vivimos, que nos carga de prejuicios de un modo
permanente; del tipo de educación que hemos recibido; de nuestro propio esfuerzo por
pensar las cosas de un modo razonable. Todas estas cosas son fuentes de falacias
permanentes, muchas de las cuales son, de algún modo, inevitables.
Hay, sin embargo, ciertas estrategias básicas por medio de las cuales, y en
contextos conversacionales específicos, podemos, si no refutarlas, por lo menos sí
identificar y “diluir” ciertas falacias; es decir, mostrar que lo que se está diciendo no es
efectivamente relevante, sino ambiguo, equívoco o incompleto, respecto de la
conversación o discusión que estamos desarrollando.
Ciertas falacias de relevancia, por ejemplo, se pueden disolver mediante una
pregunta oportuna, que muestre que no hay una conexión efectiva, ni siquiera muy
remota, entre las premisas que se tienen y la conclusión o conclusiones a las que a partir
de ellas se quiere llegar. En el capítulo 10 de El descubrimiento de Harry se estaba
discutiendo si Daniel debería haberse puesto de pie en la izada de bandera, a lo cual uno
ellos respondió diciendo que “no podemos dejar que cada uno vaya por ahí lo que se le da
la gana, pues este país se está desmoronando”. Alguien, sin embargo, podría responder
(como lo hace de forma implícita la señorita Jaimes) con la siguiente pregunta: “¿podrías
tú mostrarnos que, si una persona no le rinde tributo a la bandera, el país se
desmoronará?”. Esta pregunta muestra inmediatamente que no hay ninguna conexión, ni
siquiera remota, entre rendir tributo a la bandera y la situación del caos social. La
pregunta, pues, hizo explícita su conclusión irrelevante.
Además de las preguntas formuladas de una forma clara, correcta y oportuna,
puede haber también otras formas de identificar y deshacer las falacias que surgen en
medio de nuestras conversaciones: un buen contraargumento, un ejemplo o
contraejemplo adecuados o una definición precisa de los términos que están en discusión.
Cuando se trata de falacias de presunción se trata, en primer lugar, de identificar
aquello que, siendo erróneo, muy dudoso o muy discutible, se está aceptando como
34
4
Cfr. SCHOPENHAUER, Arthur: Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas,
Valladolid, Editorial Trotta, 1.997.
5
COPPI, Irving: Introducción a la lógica, Buenos Aires, Eudeba, 1.970, p. 87.
35
de manipular a las demás personas. Quien sabe reconocerlas no se deja, sin embargo,
persuadir por este tipo de “argumentos” que son incapaces de proveer fundamentos
legítimos para la verdad de sus conclusiones.
Desarrollar ciertos hábitos fundamentales de pensamiento crítico es el mejor
antídoto contra las falacias. Evitar las falacias de relevancia, por ejemplo, es posible
para quien tiene conciencia de ellas y mantiene una vigilancia constante hacia las muchas
formas de irrelevancia que hay en nuestros argumentos cotidianos. Para ello, a su vez,
quien pretende lograr tal cosa requiere de un cuidado permanente hacia las diversas
funciones y usos del lenguaje ordinario. Para evitar las falacias de presunción se
requiere de un arraigado hábito filosófico: el de identificar los supuestos implícitos en
toda forma de afirmación o pregunta. Por su parte, evitar las falacias de ambigüedad
requiere de mucha sutileza en el uso del lenguaje. Las palabras son resbalosas y se
prestan a muy diversos significados. Sin pretender que cada palabra pueda tener un sólo
sentido, un sentido unívoco (esto es posible en un lenguaje técnico, pero no en el lenguaje
ordinario, cuya riqueza radica precisamente en la polisemia), se puede hacer un esfuerzo
permanente por clarificar los sentidos en que, en cada caso, las palabras son utilizadas.
En muchos casos, la mejor forma de evitar la ambigüedad es mediante definiciones
precisas. Sin embargo, “el arte de definir”, del que nos ocuparemos a continuación,
requiere también de especial cuidado y atención.