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La Buena Tierra-Pearl. S. Buck

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La buena tierra narra la historia de tres generaciones de una familia de


campesinos en la China precomunista. El magistral retrato del orden agrario
tradicional y de las rígidas estructuras sociales de la China imperial convive
con una pintura hermosa, y a la vez profunda, del alma oriental, del
estoicismo de los campesinos frente a la miseria y el hambre y de su
vínculo primordial con la tierra, «aquella tierra de la que sacaban su
sustento, de la que estaba construido su hogar y sus dioses». Publicada en
1931, La buena tierra cosechó un éxito inmediato y se convirtió
rápidamente en una de las obras de referencia que acercaban a Occidente el
sentir oriental y describían las agudas tensiones sociales que desembocaron
en la proclamación de la República Popular China en 1949. Traducida a
veinte idiomas, la novela, primera de la trilogía La familia Wang, mereció
distinciones como la medalla William Dean Howells y el Premio Pulitzer
(1932). Aunque han transcurrido más de ochenta años desde su primera
aparición, el libro ha mantenido su popularidad hasta convertirse en uno de
los grandes clásicos de hoy.
Pearl S. Buck

LA BUENA TIERRA
La familia Wang #01

FB2 Enhancer
Título original: The good earth
Pearl S. Buck, 1971.
Traducción: Elisabeth Mulder
El Aleph Editores, 2010
ISBN: 978-8476697443
I
Era el día de las bodas de Wang Lung. Por el momento, al abrir los ojos en
la sombra de las cortinas que rodeaban su cama, no acertaba a explicarse
por qué razón aquel amanecer le parecía distinto de los otros. La casa
permanecía silenciosa. Únicamente turbaba su quietud la tos del padre
anciano, cuya habitación estaba frente por frente de la de Wang Lung, al
otro lado del cuarto central. La tos del viejo era el primer ruido que se oía
en la casa cada mañana. Generalmente, Wang Lung la escuchaba acostado
en la cama y así permanecía hasta que la tos iba acercándose y la puerta del
cuarto de su padre giraba sobre los goznes de madera. Pero esta mañana no
se entretuvo esperando. Dio un salto y apartó las cortinas del lecho.
Aurora sombría y bermeja. A través de un agujero cuadrado, que hacía
las veces de ventana, y en el que tremolaba un papel en jirones, se entreveía
una parcela de cielo broncíneo. Wang Lung se acercó al agujero y arrancó el
papel.
—Es primavera, y no necesito esto —murmuró.
Le daba vergüenza expresar en alta voz su deseo de que la casa
estuviera hoy arreglada y limpia.
El agujero permitía apenas el paso de la mano, que sacó por él para
sentir el contacto del aire. Un viento leve soplaba blandamente del Este, un
viento suave y murmurante, grávido de lluvia. Era un buen augurio. Los
campos necesitaban lluvia para fructificar, y aunque no la hubiera hoy, la
habría dentro de unos días si aquel viento continuaba. Bien, bien... Ayer le
había dicho su padre que si este sol bronceado y refulgente persistía, el trigo
no iba a cuajar en la espiga. Y ahora era como si el cielo hubiese escogido
este día precisamente para derramar sus bendiciones. La tierra daría fruto.
Se apresuró a entrar en el cuarto central poniéndose los pantalones
mientras andaba, y atándose alrededor de la cintura su cinturón azul de tela
de algodón. De la cintura arriba quedóse desnudo mientras calentaba el
agua para bañarse.
Dirigióse a la cocina, que era un cobertizo apoyado contra la casa.
Emergiendo de la sombra, un buey, que se hallaba en el rincón junto a la
puerta, volvió la cabeza, y al ver a su amo comenzó a mugir
profundamente.
La cocina de Wang Lung, como la casa, estaba construida de ladrillos
de tierra, grandes cuadriláteros de tierra de sus propios campos, y techada
con paja de su propio trigo. De la misma tierra, el padre había construido el
horno en su juventud, un horno que ahora estaba tostado y negro por los
muchos años de uso. Sobre el horno posábase un caldero de hierro, redondo
y profundo.
Wang Lung llenó parte de este caldero del agua que iba sacando con
una calabaza, de una tinaja de tierra cercana al fogón. Pero la sacaba con
cuidado, porque el agua era una cosa de máximo valor. Luego, tras una
corta vacilación, levantó la tinaja y vertió todo su contenido en el caldero.
En un día así iba a bañarse íntegramente. Nadie, desde los tiempos en que
era un chiquillo a quien la madre sentaba en sus rodillas, había visto el
cuerpo de Wang Lung. Hoy, alguien lo vería, y para esa persona quería
tenerlo limpio.
Dio la vuelta al horno, cogió un puñado de ramas y de hierbas secas
que se hallaban en un rincón de la cocina y las arregló con esmero en la
boca del horno, procurando sacar el mayor partido posible de cada brizna.
Luego, con un viejo pedernal y un hierro, prendió una chispa, que introdujo
en la paja, y una llamarada alzóse en seguida del combustible.
Esta era la última mañana en que tendría que encender el fuego. Lo
había encendido diariamente desde que murió su madre, hacía seis años.
Una vez encendido el fuego, hervía el agua y se la llevaba a su padre en una
escudilla. El viejo tosía, sentado en la cama, y tanteaba en busca de sus
zapatos. Así había esperado cada mañana, durante estos seis años, la llegada
del hijo con el agua caliente para aliviarle la tos. Pero ahora, padre e hijo
podrían descansar, pues en la casa habría una mujer. Ya nunca más tendría
Wang Lung que levantarse al amanecer, invierno y verano, para encender el
fuego. Se quedaría en la cama esperando: y a el también le traerían una
escudilla con agua, y, si la tierra daba fruto, en el agua habría hojas de te.
Algunos años, así ocurría.
Y si la mujer se agotaba, ahí estarían sus hijos para encender el fuego.
Muchos, muchos hijos le daría esta mujer a Wang Lung.
Se detuvo de pronto, pensando en los niños que correrían por las tres
habitaciones de la casa. Siempre le había parecido que eran demasiadas
habitaciones para ellos dos. La casa estaba medio vacía desde que murió la
madre y continuamente tenían que resistir a los intentos de invasión de
parientes que vivían más apurados que ellos. Su tío, con sus incontables
vástagos, exclamaba:
—¿Cómo pueden dos hombres solos necesitar tanto sitio? ¿No puede
el hijo dormir con el padre? El calor del joven haría bien a la tos del viejo.
Pero el padre replicaba:
Reservo mi cama para mi nieto. El me calentará los huesos en mi
ancianidad.
Y ahora los nietos iban a venir. ¡Nietos y más nietos! Tendrían que
poner camas a lo largo de las paredes y en el cuarto central. La casa entera
estaría llena de camas.
Las llamaradas del horno se extinguieron y el agua del caldero empezó
a enfriarse mientras Wang Lung pensaba en todos los lechos que habría en
aquella casa medio vacía. Y en el umbral de la puerta apareció
borrosamente la figura del viejo que se sujetaba sus ropas sin abrochar y
tosía, escupía.
—¿Por qué —suspiró el anciano— no tengo todavía el agua para
calentar mis pulmones?
Wang Lung se le quedó mirando, volvió en sí y se sintió avergonzado.
—El combustible está húmedo —murmuró tras el fogón—. Este viento
mojado...
El viejo continuó tosiendo perseverantemente y no cesó hasta que el
agua empezó a hervir. Wang Lung vertió parte del agua en una escudilla,
cogió un frasco barnizado que había en un borde del fogón, sacó de él
aproximadamente una docena de hojas secas y retorcidas y las echó en el
agua. Los ojos del viejo se abrieron glotonamente, pero en seguida comenzó
a lamentarse:
—¿Por qué derrochas así? Beber té es como comer plata.
—Un día es un día —replicó Wang Lung con una risa breve—. Bebe y
reconfórtate.
Murmurando, dando pequeños gruñidos, el viejo cogió el tazón con
sus dedos arrugados y quedóse mirando cómo las hojas diminutas se
desrizaban sobre la superficie del agua. Y no se atrevía a beber el preciado
líquido.
Se va a enfriar dijo Wang Lung.
—Cierto, cierto, repuso el viejo, alarmado.
Comenzó a tragar el té caliente a grandes sorbos, con una satisfacción
animal, lo mismo que un niño fascinado por la comida. Pero no se abstrajo
tanto que no viera a Wang Lung echar temerariamente el agua del caldero
en una honda tina de madera. Levanto la cabeza y contempló a su hijo.
—Aquí hay agua suficiente para hacer madurar una cosecha dijo de
repente.
Wang Lung continuó echando el agua hasta la última gota y no
contesto.
—¡Vaya, vaya! gritó el padre.
—No me he lavado el cuerpo, todo de una vez, desde el Año Nuevo
dijo Wang Lung en voz baja.
Le daba vergüenza decirle a su padre que deseaba estar limpio para
que la mujer pudiese verle. Cogió la tina de madera y se la llevó a su cuarto.
La puerta, ligeramente afianzada en un torcido marco de madera, no se
cerró herméticamente, y el viejo entró bamboleándose en el cuarto central,
acercó la boca al espacio abierto y chillo:
—¡Mala cosa si acostumbramos a la mujer así: té en el agua matinal y
todos estos lavajes!
—Un día es un día —gritó Wang Lung. Y añadió: Cuando termine,
echaré el agua en la tierra y así no se habrá desperdiciado todo.
El viejo se calló al oír esto, y Wang Lung, desabrochándose el
cinturón, se quitó las ropas. A la luz del foco cuadrado que penetraba por el
agujero de la pared, empapó una toalla en el agua humeante y comenzó a
frotarse vigorosamente el cuerpo oscuro y delgado. A pesar de que el aire le
había parecido tibio, al estar mojado sentía frío y se movía con rapidez,
metiendo y sacando la toalla del agua hasta que de todo el cuerpo se escapó
una leve nube de vapor. Entonces se dirigió a un arca que había sido de su
madre y sacó de ella un traje limpio de algodón azul. Tal vez sentiría un
poco de fresco sin sus ropas de invierno, pero súbitamente se daba cuenta
de que no podría sufrirlas ahora, sobre su carne limpia. Aquellas ropas
estaban rotas, sucias, y la entretela asomaba por los agujeros mugrienta y
gris. No quería que la mujer le viese así por primera vez. Más tarde tendría
que lavar, que remendar, pero no el primer día. Sobre los pantalones de
algodón azul se echó una túnica larga confeccionada con el mismo material,
su sola túnica larga, que usaba únicamente en los días de fiesta, o sea diez o
doce veces al año. Luego, con dedos ágiles, deshizo la larga trenza de
cabello que le colgaba a la espalda y comenzó a peinarla con un peine que
cogió del cajón de una pequeña mesa vacilante.
Su padre se acercó y gritó por la abertura de la puerta:
—¿Es que no he de comer hoy? A mi edad, los huesos se hacen agua
por las mañanas hasta que se les alimenta.
—Ya voy —dijo Wang Lung, trenzándose el cabello lisa y rápidamente
y tejiendo entre los cabos un cordón de seda negra. Luego se quitó la túnica
y, enroscándose la trenza alrededor de la cabeza, cogió la tina de agua y
salió afuera. Se había olvidado por completo del desayuno. Haría una
papilla de harina de maíz y se la daría a su padre, porque lo que es él no
podía comer. Avanzó con la tina hasta la entrada y vertió el agua sobre la
tierra más próxima a la puerta; pero mientras lo hacía recordó que había
empleado toda el agua del caldero para el baño y que tendría que encender
el fuego otra vez. Y sintió una oleada de cólera hacia su padre.
—Esa vieja cabeza no piensa más que en su comida y en su bebida —
murmuró a la boca del horno.
Pero en voz alta no dijo nada. Era la última mañana en que tendría que
preparar la comida para el viejo. Puso en el caldero un poco de agua, que
llevó, en un cubo, del pozo cercano a la puerta, preparó la comida y se la
dio al viejo.
—Padre mío —dijo—, esta noche comeremos arroz. Mientras tanto,
aquí está el maíz.
—No queda más que un poco de arroz en el cesto —exclamó el viejo
sentándose a la mesa del cuarto central y removiendo con los palillos la
pasta amarillenta.
—Entonces, comeremos un poco menos en la fiesta de la primavera —
dijo Wang Lung.
Pero el viejo, ocupado en comer ruidosamente de la escudilla, no le
oía.
Wang Lung regreso a su cuarto, se puso otra vez la larga túnica azul y
se soltó la trenza. Pasándose la mano por las sienes rasuradas y por las
mejillas, se preguntó si no le convendría afeitarse. Apenas había salido el
sol. Podría pasar por la calle de los Barberos y hacerse afeitar antes de ir a
la casa donde la mujer le esperaba. De tener bastante dinero, así lo haría.
Saco del cinturón un bolsillo pequeño y grasiento, de tela gris, y contó
el dinero que poseía. Seis dólares de plata y dos puñados de monedas de
cobre.
Todavía no le había dicho a su padre que había invitado a unos amigos
a cenar aquella noche. Los invitados eran: su primo, el hijo menor de su tío;
su tío, en atención a su padre, y tres labradores vecinos que vivían con él en
el pueblo. Había pensado traer aquella mañana de la ciudad carne de cerdo,
un pescado pequeño, de pantano, y un puñado de castañas. Y quizá
comprara hasta unos brotes de bambú del sur y un poco de buey para hervir
con las coles que él mismo había cultivado en su huerto. Pero esto
únicamente si le quedaba algún dinero después de adquirido el aceite y la
salsa de las judías. Si se afeitaba, tal vez no podría comprar la carne de
buey... Súbitamente, decidió afeitarse.
Dejó al viejo sin decir palabra y salió a la luz de la mañana naciente. A
pesar del rojo oscuro de la aurora, el sol ascendía por las nubes del
horizonte y brillaba sobre el rocío del trigo tierno y de la cebada. Wang
Lung, que tenía verdaderamente alma de campesino, se recreó un momento
contemplando las pequeñas cabezas en formación. Aún estaban vacías y en
espera de la lluvia. Olió el aire y miró ansiosamente al cielo. Allí, en el
vientre de aquellas nubes negras que pasaban sobre el viento, se encerraba
la lluvia. Y Wang Lung se dijo que compraría un bastoncito de incienso
para ofrecerlo al dios de la tierra. En un día así, haría esta ofrenda.
Siguió adelante, por el camino estrecho que se retorcía entre los
campos. No muy lejos se alzaba la muralla gris de la ciudad. Al otro lado de
la puerta por la que él debía pasar se hallaba la Casa Grande, la casa de los
Hwang. En ella había servido de esclava, desde niña, la mujer que iba a ser
suya. Había quien decía: «Más vale vivir solo que casarse con un mujer que
ha sido esclava de una casa grande». Pero cuando Wang Lung le preguntó a
su padre: «¿He de estar sin mujer toda mi vida?», éste había contestado:
«Las bodas cuestan caras en estos tiempos, y las mujeres exigen anillos de
oro y vestidos de seda. Lo único que queda para los pobres son las
esclavas».
Su padre se había movido entonces y había ido a la Casa de Hwang a
preguntar si no les sobraba alguna esclava.
—Una que no sea muy joven —había dicho—. Y, sobre todo, que no
sea bonita.
A Wang Lung le mortificaba que la esclava no hubiera de ser bonita.
Le habría gustado tener una linda esposa, por la que los otros hombres
pudieran felicitarle. Pero su padre, al ver la expresión rebelde del rostro, le
había dicho:
—¿Y qué es lo que vamos a hacer con una mujer bonita? Necesitamos
una mujer que cuide la casa y produzca hijos mientras trabaja en los
campos. ¿Hará estas cosas una mujer bonita? ¡Se pasará el tiempo pensando
en vestidos que hagan juego con su cara! No; de ninguna manera ha de
haber una mujer así en nuestro hogar. Nosotros somos gente labradora.
Además, ¿quién ha oído hablar de una esclava hermosa y perteneciente a
una gran casa, que fuera virgen? Todos los jóvenes señores se habrían
servido ya de ella, y mejor es ser el primero con una mujer fea que el
centésimo con una beldad. ¿Te imaginas que a una mujer bonita le
parecerían tus manos de campesino tan agradables como las manos suaves
del hijo de un rico, y tu cara, negra del sol, tan hermosa como la piel dorada
de los otros que antes que tú han buscado en ella su placer?
Wang Lung comprendió que su padre tenía razón, pero, así y todo,
tuvo que luchar consigo mismo antes de contestar. Y al hacerlo, dijo
violentamente:
—Al menos, no quiero una mujer picada de viruelas o que tenga el
labio superior hendido.
—Veremos lo que hay para escoger —replico el padre.
Bien, la mujer no era picada de viruelas ni tenía el labio superior
hendido. Es todo lo que sabía de ella. Su padre y él habían comprado dos
anillos de plata con baño de oro, y unos pendientes, también de plata, que
su padre había entregado al dueño de la esclava en señal de esponsales.
Aparte esto, nada más sabía de aquella mujer que iba a ser suya, excepto
que hoy podía ir a buscarla.
Atravesó la puerta de la ciudad y su fresca penumbra. Los aguadores
acababan de aparecer, con sus angarillas cargadas de grandes tinajas de
agua: iban y venían todo el día, y el agua saltaba de las tinajas salpicando
las piedras. Se estaba siempre húmedo y fresco en el túnel que formaba la
puerta bajo la gruesa muralla de tierra y ladrillos. Se estaba fresco hasta en
un día de verano, tanto, que los vendedores de melones colocaban sus frutos
sobre las piedras, abiertos, para que absorbiesen la frescura húmeda del
túnel. Como la estación no estaba suficientemente adelantada, aún no había
melones, pero a lo largo de las paredes se veían cestos con unos
melocotones pequeños, duros y verdes. Los vendedores gritaban:
—¡Los primeros melocotones de la primavera, los primeros!
¡Comprad, comed, limpiad vuestro intestino de los venenos del invierno!
Wang Lung se dijo:
—Si a la mujer le gustan, le compraré un puñado de melocotones
cuando regresemos.
Apenas podía darse cuenta de que, cuando regresara, una mujer
caminaría tras él.
Al traspasar la puerta, dobló a la derecha y no tardó en encontrarse en
la calle de los Barberos. Había pocos clientes antes que él: sólo unos
labradores que habían llevado sus productos a la ciudad la noche anterior,
con el fin de vender los vegetales en los mercados al amanecer y poder estar
de regreso en los campos a tiempo para el trabajo del día. Habían dormido,
encogidos y temblorosos, sobre sus cestos, aquellos cestos que estaban
ahora vacíos a sus pies. Wang Lung los esquivó para evitar que alguno de
los labradores le reconociera. No quería que le gastasen bromas en un día
como éste. En línea, a lo largo de la calle, se hallaban los barberos, en pie
tras los mostradores. Wang Lung se dirigió al más lejano, se sentó en el
taburete y le hizo seña al oficial, que estaba de charla con un vecino. El
barbero acudió presuroso, cogió un pote de sobre el hornillo de carbón y
comenzó a llenar de agua caliente una palangana de lata.
—¿Afeitado completo? —preguntó, profesionalmente.
—Cara y cabeza —replicó Wang Lung.
—¿Limpiar nariz y orejas? —preguntó el barbero.
—¿Cuánto más costará eso? —quiso saber Wang Lung.
—Cuatro peniques —respondió el barbero, comenzando a meter y
sacar del agua un paño negro.
—Le doy dos —dijo Wang Lung.
—Entonces limpiaré una oreja y media nariz —replicó el otro
prontamente—. ¿Qué lado de la cara prefiere?
Y le hizo una mueca al barbero vecino, que soltó una risotada. Wang
Lung comprendió que había caído en manos de un guasón, y sintiéndose
inferior, como de costumbre, a estos habitantes de la ciudad, a pesar de que
eran sólo barberos y gente de la más baja, dijo prestamente:
—Como quiera..., como quiera...
Y cedió al barbero, que le enjabonó, frotó y afeitó, y que siendo, a
pesar de todo, un buen hombre, y generoso, le hizo gratis unas cuantas
manipulaciones hábiles en los hombros y en la espalda para dar elasticidad
a los músculos. Mientras le afeitaba la cabeza a Wang Lung, comentó:
—Este labrador no estaría mal si se cortase el pelo. La nueva moda
manda suprimir la trenza.
Y la navaja pasó tan cerca del círculo de cabello en la coronilla de
Wang Lung, que éste gritó:
—¡Sin el permiso de mi padre no puedo cortarme el pelo!
El barbero se echó a reír y orilló el circulo de cabello.
Cuando la operación hubo terminado, Wang Lung contó el dinero en la
mano arrugada y húmeda del barbero. Y tuvo un momento de pánico: ¡tanto
dinero! Pero, al echar a andar calle abajo, sintiendo la fresca caricia del aire
sobre la piel afeitada, se dijo:
—Un día es un día.
Se fue al mercado y compró dos libras de carne de cerdo, mirando
cómo el carnicero la envolvía en una hoja de loto seca. Dudó un instante y
compró también media libra de buey y unas porciones de requesón fresco
que temblaba como gelatina sobre las hojas. Luego fue a una cerería,
adquirió dos bastones de incienso, y se dirigió, tímidamente, hacia la Casa
de Hwang.
En la entrada, sintió que un terror invencible se apoderaba de el.
¿Cómo había venido solo? Debía haberle pedido a su padre, a su tao, o
hasta a Ching, su vecino más próximo, que le acompañase. Nunca había
estado en una gran casa. ¿Cómo iba a entrar en ésta, con su festín de bodas
al brazo, y decir: «Vengo a buscar una mujer»?
Durante un rato se quedó a la puerta, mirándola. Estaba bien cerrada;
los dos grandes batientes de madera, pintados de negro, asegurados y
tachonados de hierro, firmemente ajustados uno sobre otro. Dos leones de
piedra montaban la guardia, uno a cada lado. No había nadie más. Wang
Lung retrocedió. ¡Imposible decidirse! Sentía una súbita debilidad y decidió
comprar primeramente algo que comer. No había tomado nada aún; había
olvidado su comida.
Fue a un pequeño restaurante callejero y, poniendo dos peniques sobre
una mesa, se sentó. Un chico sucio, con un delantal negro y lustroso, se
acercó a él, y Wang Lung le pidió: «¡Dos escudillas de fideos!», y cuando
se las trajo se las comió glotonamente, empujando los fideos boca adentro
con los palillos de bambú mientras el chico hacía girar los cobres entre sus
dedos negruzcos.
—¿Quiere más? —preguntó el chico indiferentemente.
Wang Lung movió la cabeza, se enderezó y miró alrededor. No había
nadie conocido suyo en aquella habitación pequeña, oscura, llena de mesas.
Sólo se hallaban sentados unos cuantos hombres, que comían o bebían té.
Era un lugar para pobres, y entra ellos Wang Lung se veía pulcro, limpio y
casi rico, tanto, que un mendigo que pasaba se dirigió a él.
—¡Tenga corazón, maestro, y deme una monedita! ¡Tengo hambre! —
se lamentó.
Jamás un mendigo le había pedido limosna a Wang Lung, jamás nadie
le había llamado «maestro». Se sintió satisfecho y echó en el platillo del
mendigo dos moneditas, que valían la quinta parte de un penique. El pobre
alargó con prontitud su mano ennegrecida, semejante a una garra, y,
cogiendo la limosna, la escondió entre sus harapos.
Wang Lung continuaba sentado, mientras el sol iba ascendiendo. El
chico, daba vueltas impacientemente, y por fin le dijo a Wang Lung, con
descaro:
—Si es que no compra nada más, tendrá que pagar alquiler por el
taburete.
A Wang Lung le irritó esta impertinencia, y de buena gana se habría
levantado y hubiera partido; pero cuando pensaba que tenía que ir a la gran
Casa de Hwang, a preguntar por una mujer, rompía a sudar por todo el
cuerpo como si estuviera trabajando en los campos.
—Tráeme té —le dijo débilmente al chico.
Y antes de que tuviera tiempo de volver la cabeza, allí estaba el té, y el
chico preguntaba con viveza:
—¿Y el penique?
Wang se dio cuenta, con horror, de que no tenía más remedio que sacar
de su cinturón otro penique más.
—Es un robo —murmuró de mal talante.
Pero en esto vio entrar a su vecino, al que había invitado para la fiesta
de la noche, y puso rápidamente el penique sobre la mesa, se tragó el té y se
fue muy aprisa por la puerta lateral. Se hallaba en la calle una vez más.
—Hay que hacerlo —se dijo con desesperación. Y, lentamente, dirigió
sus pasos hacia la gran entrada.
Esta vez, como era ya plena mañana, la puerta estaba entreabierta y el
guardián, después del almuerzo, vagaba por la entrada, limpiándose los
dientes con una astilla de bambú. Este guardián era un hombre alto, con un
gran lunar en la mejilla izquierda, del que colgaban tres pelos largos y
negros que jamás habían sido cortados. Al ver a Wang Lung, le gritó
ásperamente, creyendo, por el cesto que llevaba, que había venido a vender
algo:
—¿Qué hay?
Wang Lung replicó con gran dificultad:
—Soy Wang Lung, el labrador.
—Bueno, y Wang Lung, el labrador, ¿qué hay? —replicó el guardián,
que sólo era atento con los opulentos amigos de sus señores.
—He venido..., he venido... —tartamudeó Wang Lung.
—Eso ya lo veo —replicó el portero con deliberada paciencia,
retorciéndose los tres pelos del lunar.
—Es por una mujer —dijo Wang Lung.
Y, a pesar de sus esfuerzos, la voz se le iba apagando hasta convertirse
en un murmullo. A la luz del sol, la cara le brillaba, húmeda. El guardián se
echó a reír.
—¡De modo que eres tú! —exclamó él—. Me habían avisado que hoy
vendría el novio, pero no te hubiera reconocido, con ese cesto al brazo...
—Son sólo unos manjares —dijo Wang Lung excusándose, y creyó
que el guardián le iba a conducir ahora al interior de la casa.
Pero el hombre no se movió, y al fin Wang Lung preguntó con
ansiedad:
—¿He de entrar solo?
El guardián hizo ver que se sobrecogía de horror.
—¡El Venerable Señor te mataría!
Y, viendo la inocencia del rústico, insinuó:
—Un poco de plata es una buena llave...
Wang Lung acabó por ver que lo que el hombre quería era dinero.
—Soy un pobre —dijo suplicante.
—A ver lo que llevas en el cinturón —contestó el guardián.
Y sonrió al ver la simplicidad de Wang Lung, que puso el cesto sobre
las piedras y, levantándose la túnica, sacó el bolsillo que llevaba en el
cinturón y echó en su mano izquierda cuanto dinero le había quedado
después de efectuadas sus compras. Había sólo una pieza de plata y catorce
peniques de cobre.
—Cogeré la plata —dijo el guardián tranquilamente, y, antes de que
Wang Lung pudiera protestar, se había metido la moneda en la manga y se
adentraba hacia la casa gritando:
—¡El novio, el novio!
Wang Lung, a pesar de su cólera por lo ocurrido y de su horror al ser
anunciado de tan estentórea manera, no pudo hacer otra cosa que coger el
cesto y seguir al guardián. Iba derecho, sin mirar a un lado ni a otro.
Aunque era la primera vez que había entrado en una gran casa, después
no podía acordarse de nada. Con la cara ardiendo y la cabeza inclinada,
atravesó patio tras patio, oyendo los gritos del guardián precediéndole,
escuchando el retiñir de risas por todos lados. Y, de pronto, cuando le
parecía que había atravesado cien estancias, el guardián le empujó a un
saloncito de espera y desapareció hacia alguna habitación interior,
regresando al cabo de un momento para anunciar:
—La Venerable Señora dice que puedes aparecer ante ella. Wang Lung
dio un paso hacia delante, pero el guardián le gritó:
—¡No puedes presentarte ante una gran señora con ese cesto al brazo!
¡Un cesto lleno de cerdo y de requesón! ¿Cómo vas a hacer la reverencia?
—Cierto, cierto... —dijo Wang Lung muy agitado.
Pero no se atrevía a dejar el cesto en el suelo, por miedo a que le
robasen algo. Wang Lung no podía comprender que no todo el mundo no
deseara cosas tan exquisitas como dos libras de cerdo, media libra de buey
y un pequeño pescado de pantano.
El guardián vio su temor y gritó con desprecio:
—¡En una casa como ésta alimentamos a los perros con esas carnes!
Y, cogiendo el cesto, lo echó detrás de la puerta y empujó a Wang
Lung hacia delante.
Descendieron por una galería larga y angosta, de techo sostenido por
columnas delicadamente talladas, y penetraron en un salón cual jamás había
visto Wang Lung. Una docena de casas como la suya se hubieran perdido en
él, tanta capacidad tenía y tanta altura. Levantando la cabeza para
contemplar las vigas talladas y pintadas, tropezó en el umbral de la puerta, y
se hubiera caído si el guardián no le hubiese cogido por un brazo,
exclamando:
—Bueno, a ver si sabrás hacer la reverencia ante la Venerable Señora.
Y Wang Lung, volviendo en sí, y muy avergonzado, miró adelante, y
en el centro de la habitación, sobre un estrado, vio a una señora muy vieja,
pequeña y fina, vestida de satén gris muy brillante; a su lado, en una
banqueta baja, quemaba, sobre la lamparilla, una pipa de opio. La señora
miró a Wang Lung con sus ojillos negros, penetrantes, tan vivos y hundidos
en el rostro delgado y lleno de arrugas como los de un simio. La piel de la
mano que sujetaba el extremo de la pipa aparecía tirante sobre los huesos
menudos, lisa y amarilla como el oro de un ídolo. Wang Lung cayó de
rodillas y golpeó con la cabeza el suelo.
—Levántalo —dijo gravemente la señora al guardián—. Estas
reverencias no son necesarias. ¿Ha venido a buscar la mujer?
—Si, Venerable Señora —replicó el guardián.
—¿Y por qué no habla? —preguntó la dama.
—Porque es un imbécil, Venerable Señora —respondió el guardián,
retorciéndose los pelos del lunar.
Estas palabras sublevaron a Wang Lung, que miró al guardián con
indignación.
—Soy solamente un rústico, Alta y Venerable Señora —dijo—, y no sé
qué palabras emplear ante vuestra presencia.
La señora se le quedó mirando con intensa gravedad; hizo como si
fuera a hablar, pero su mano se cerró sobre la pipa, que una esclava había
estado atendiendo, y pareció olvidarlo. Se inclinó un poco, fumando con
glotonería durante unos momentos; la viveza desapareció de sus ojos y una
niebla de olvido se extendió sobre ellos. Wang Lung permaneció en pie ante
ella, hasta que su mirada lo advirtió de nuevo.
—¿Qué hace aquí este hombre? —preguntó la señora con un enfado
súbito.
Diríase que se había olvidado de todo. El guardián no decía nada y su
rostro continuaba impasible.
—Estoy esperando la mujer, Alta Señora —dijo Wang Lung
asombrado.
—¡La mujer! ¿Qué mujer...? —comenzó a decir la señora, pero la
esclava se inclinó y le dijo algo que la hizo recordar—. ¡Ah, si! Me había
olvidado... Una nimiedad... Vienes por la esclava llamada O-lan. Recuerdo
ahora que se la habíamos prometido en matrimonio a un labrador. ¿Eres tú?
—Yo soy —replicó Wang Lung.
—Llama a O-lan en seguida —ordenó la señora a la esclava.
Parecía, de pronto, impaciente por concluir aquel asunto y porque la
dejaran sola con su pipa de opio en la quietud del salón.
La esclava regresó trayendo de la mano una figura cuadrada, bastante
alta, vestida con pantalones y casaca de algodón azul, muy limpia. Wang
Lung le dio una ojeada rápida y en seguida miró a otro sitio. El corazón le
palpitaba aceleradamente. ¡Esta era su mujer!
—Ven aquí, esclava —dijo la señora con ligereza—. Este hombre ha
venido a buscarte.
La mujer se adelantó y quedó en pie ante la señora, con la cabeza baja
y las manos juntas.
—¿Estás preparada? —preguntó la dama.
La mujer respondió, lentamente y como un eco:
—Estoy preparada.
Wang Lung tenía a la mujer delante, y al oír por primera vez su voz,
que era agradable: ni aguda, ni melosa, ni áspera, la miró de nuevo. Llevaba
el cabello bien peinado y liso, y la casaca pulcra. Vio con cierta desilusión
que no tenía los pies prensados, pero no pudo reflexionar sobre esto, porque
la señora le decía al guardián:
—Llévale el cofre a la puerta y que se vayan. —Y volviéndose hacia
Wang Lung, exclamó—: Ponte junto a ella mientras hablo.
Cuando Wang Lung se adelantó, la señora le dijo:
—Esta mujer entró en nuestra casa cuando era una niña de diez años, y
aquí ha vivido hasta ahora, que tiene veinte. La compré en un año de
hambre, cuando sus padres bajaron hacia el Sur porque no tenían qué
comer. Eran gente del Norte, de Shantung, y allá se volvieron. No he vuelto
a saber de ellos. Como ves, O-lan tiene el cuerpo vigoroso y el rostro
cuadrado de su raza. Trabajará bien en los campos y sacando agua, y en
todo lo que quieras. No es bonita, pero eso no te hace falta; sólo los ricos
necesitan mujeres hermosas para que les diviertan. Tampoco es inteligente,
pero hace bien lo que se le manda y tiene buen carácter. Que yo sepa, es
virgen. Aunque no hubiera estado siempre en la cocina, no posee suficiente
belleza para haber tentado a mis hijos y nietos. Si algo le ha pasado, ha
tenido que ser con un criado, aunque, habiendo en la casa tantas esclavas
bonitas, dudo mucho que nadie se haya fijado en ésta. Llévatela y empléala
bien. Es una buena esclava, y si yo no hubiese deseado hacer méritos para
mi existencia futura, trayendo al mundo vida nueva, la hubiera conservado.
Pero siempre caso a mis esclavas, si alguien las quiere y los señores no las
desean.
Y a la mujer le dijo:
—Obedécele y dale hijos y más hijos. Tráeme la primera criatura para
que yo la vea.
—Si, Venerable Señora —respondió la mujer sumisamente. Y se
quedaron allí, dudando; Wang Lung estaba muy confuso y sin saber si tenía
que hablar o no.
—¡Bueno, marchaos! —dijo la señora, irritada, y Wang Lung saludó
rápidamente, volvióse y salió.
La mujer le seguía, y tras la mujer, el guardián con el cofre. Pero al
llegar a la habitación donde estaba el cesto de Wang Lung, se negó a
llevarlo más tiempo, lo dejó en el suelo y desapareció sin decir palabra.
Entonces, Wang Lung volvióse y se encaró con la mujer por primera
vez. Tenía un rostro cuadrado y franco, la nariz corta, ancha, con las fosas
nasales grandes y oscuras; la boca dilatada y semejante a una incisión. Los
ojos, pequeños, de un negro sin brillo, tenían una tristeza velada, no
expresada claramente. Producía aquel rostro una impresión de hermetismo
y silencio, como si no pudiera hablar aunque quisiese.
La mujer soportó la mirada de Wang Lung con paciencia, sin mostrarse
confusa ni, a su vez, curiosa. Esperó simplemente a que él la hubiera
mirado.
Y Wang Lung pudo comprobar que, en efecto, no era bonito aquel
rostro moreno, vulgar y paciente. Pero en la piel oscura no había señales de
viruelas, ni tenía la boca un labio partido. Advirtió luego que la mujer
llevaba puestos sus pendientes, los pendientes con un baño de oro que él le
había comprado, y los anillos. Se volvió con una secreta satisfacción. ¡Bien,
ya tenía mujer!
—Ahí están ese cofre y ese cesto —le dijo rudamente.
Ella se inclinó en silencio, cogió el cofre por un extremo y se lo cargó
a la espalda, tambaleándose bajo su peso al tratar de incorporarse. Wang
Lung, que la miraba, exclamó de pronto:
—Yo cogeré el cofre. Toma el cesto.
Y cargó el cofre sobre su propia espalda, sin cuidarse de que llevaba
puesta su mejor túnica, mientras la mujer, siempre silenciosa, cogía el asa
del cesto.
Pensando en las cien estancias que debían atravesar y en su figura
absurda bajo aquella carga, Wang Lung dijo:
—Si hubiera alguna salida lateral...
La mujer asintió, tras unos instantes de meditación, como si no hubiera
entendido de pronto las palabras de Wang Lung. Luego le condujo a un
patio pequeño, adonde se iba poco, lleno de hierbas y con un estanque
cegado; allí, bajo las ramas de un pino inclinado, había una puerta vieja y
redonda. Levantó la aldaba, abrió la puerta y se encontraron en la calle.
Una o dos veces, Wang Lung volvióse para mirar a la mujer, cuyos
grandes pies la conducían tras él firme y segura como si en toda su vida no
hubiera hecho otra cosa. Su rostro conservaba su impenetrabilidad
característica.
Al llegar a la puerta de la muralla, Wang Lung se detuvo, irresoluto.
Con una mano sostenía el cofre sobre los hombros y con la otra comenzó a
tantear en su cinturón, buscando las monedas que le habían quedado. Sacó
dos peniques y compró seis melocotoncitos verdes.
—Para ti —le dijo a la mujer con aspereza—. Cómetelos.
Como una niña, ella alargó la mano ansiosamente y los cogió,
apretándolos en silencio. Cuando Wang Lung volvió a mirarla, mientras
bordeaban un campo de trigo, vio que mordisqueaba uno de los
melocotones, lenta, cautamente, y en cuanto advirtió que era observada, lo
escondió de nuevo en la mano y mantuvo las mandíbulas en perfecta
inmovilidad.
Y así anduvieron hasta que llegaron al campo del Oeste, donde se
hallaba el templo a la tierra. Este templo era un edificio pequeño, no más
alto que los hombros de un individuo; estaba construido de ladrillos grises y
tenía el techo embaldosado. El abuelo de Wang Lung, que cultivó los
campos donde ahora Wang Lung pasaba la vida, había edificado aquel
templo, llevando los ladrillos, desde la ciudad, en una carretilla.
Exteriormente, las paredes estaban cubiertas con yeso sobre el que un
artista de pueblo, contratado para el caso, había pintado un paisaje de
colinas y bambúes. Pero la lluvia que había caído durante generaciones
esfumó el paisaje, y ya no quedaba de él más que los bambúes, reducidos a
sombras con apariencia de plumas. Las colinas habían desaparecido casi por
completo.
Dentro del templo, bien acomodadas bajo el techo, se encontraban dos
figuras pequeñas y solemnes, hechas de tierra, de la tierra que circundaba el
templo. Estas figuras representaban al propio dios y su compañera, y
estaban vestidas con unas túnicas de papel rojo dorado. El dios ostentaba un
bigote escaso y caído, de cabello auténtico. Cada año, por Año Nuevo, el
padre de Wang Lung compraba hojas de papel rojo y, cuidadosamente,
cortaba y pegaba un traje nuevo para la pareja. Y cada año, la lluvia, la
nieve, el sol, se los estropeaban.
Actualmente, sin embargo, los trajes estaban en buen estado, ya que el
año era joven aún, y Wang Lung se sintió satisfecho de su elegancia. Cogió
el cesto de manos de la mujer y buscó, bajo la carne de cerdo, los dos
bastones de incienso que había comprado. Sentía cierta inquietud, miedo de
que se hubieran roto, lo cual sería de mal augurio. Pero estaban enteros, y
cuando los encontró los puso, uno junto a otro, entre la ceniza de otros
bastones de incienso amontonados ante los dioses, pues todo el vecindario
reverenciaba a las dos figurillas de tierra. Luego, cogiendo su hierro y
pedernal, y sirviéndose de una hoja seca como mecha, prendió una llama y
encendió el incienso.
Hombre y mujer permanecían juntos ante los dioses de sus campos.
Miraba la mujer cómo los extremos del incienso se volvían rojos, y luego
grises; cuando la ceniza fue formando una cabeza, se acercó y, con el dedo,
la hizo caer. En seguida, como asustada de lo que había hecho, dirigió a
Wang Lung una rápida mirada, con sus ojos inexpresivos. Pero había algo
en el gesto de la mujer que a Wang Lung le fue grato. Era como si
considerase que el incienso les pertenecía a los dos; era un gesto
matrimonial.
Y así permanecieron, uno al lado del otro, mirando cómo los bastones
se convertían en ceniza, hasta que, al advertir que el sol declinaba ya, Wang
Lung se echó el cofre al hombro y tomó el camino de la casa.
El viejo estaba a la puerta, tomando los últimos rayos del sol. No hizo
el menor movimiento al ver acercarse a Wang Lung con su mujer, pues
hubiera sido impropio descender a notar su presencia. En lugar de esto,
aparentó un gran interés en las nubes y exclamó:
—Ese nubarrón que cuelga sobre el cuerno izquierdo de la luna
creciente anuncia lluvia. No pasará de mañana sin que llueva.
Y al ver que Wang Lung cogía el cesto que llevaba la mujer, exclamó:
—¿Has gastado dinero?
—Habrá invitados esta noche —dijo Wang Lung brevemente, y,
dejando el cesto sobre la mesa, llevó el cofre al cuarto donde él dormía y lo
puso en el suelo, junto al cofre dentro del que guardaba su propia ropa, y se
lo quedó mirando con extrañeza. Pero el viejo se acercó a la puerta y gritó:
—¡No se hace más que gastar dinero en esta casa!
Íntimamente, estaba contento de que su hijo tuviera invitados, pero,
delante de su nuera, no quería dejar escapar la ocasión de quejarse, pues no
era cosa de acostumbrarla al derroche.
Wang Lung no contestó. Fue en busca del cesto y lo llevó a la cocina,
adonde la mujer le siguió, y, sacando los comestibles pieza por pieza, los
colocó en el borde del fogón apagado y dijo a la mujer:
—Aquí hay cerdo, buey y pescado. Seremos siete a comer. ¿Sabes
cocinar?
Mientras hablaba, evitaba mirar a la mujer, lo cual no hubiera sido
decoroso. Ella contestó, con voz llana:
—Estuve en la cocina, de esclava, desde que entré en la Casa de
Hwang. Y se guisaban carnes para todas las comidas.
Wang Lung movió la cabeza y salió de la cocina. Ya no volvió a ver a
la mujer hasta que llegaron los invitados: su tío, jovial, socarrón y
hambriento; el hijo de su tío, un muchacho de quince años, muy descarado,
y los labradores, torpes, cohibidos y sonriendo con timidez. Dos de ellos
eran hombres del pueblo con los que a veces, en tiempos de cosecha, Wang
Lung permutaba semillas y labor. El otro era su vecino Ching, un hombre
pequeño, quieto, que no hablaba como no le obligasen a ello.
Cuando estuvieron instalados en el cuarto central, titubeantes y sin
prisa en tomar asiento, por educación, Wang Lung entró en la cocina y
ordenó a la mujer que sirviera. Y se sintió halagado cuando ella le dijo:
—Te pasaré los platos si quieres colocarlos tú en la mesa. No me gusta
aparecer ante los hombres.
Wang Lung pensó con orgullo que esta mujer era suya, que no temía
presentarse ante él, pero si ante los otros.
Cogió las escudillas que ella le tendía, las puso en la mesa del cuarto
central y exclamó:
—Comed, tío; comed, hermanos.
El tío, que era muy bromista, le preguntó:
—¿Es que no vamos a ver a la novia?
Wang Lung contestó con firmeza:
—Todavía no somos uno. No es decente que otros hombres la vean
hasta que el matrimonio esté consumado.
Y les instó a que comieran, y ellos comieron, con buen apetito y en
silencio. Y uno alabó la rica salsa negra del pescado, y otro el cerdo, bien
condimentado y sabroso. Wang Lung repetía:
—La comida no vale nada. Y está mal hecha...
Pero se sentía muy satisfecho de aquellos platos, pues con las viandas
que había entregado a la mujer, ella combinó azúcar, vinagre y un poco de
vino, confeccionando una salsa que hacía la carne doblemente deliciosa.
Wang Lung jamás había probado nada parecido en las mesas de sus amigos.
Aquella noche, mientras los invitados se entretenían tomando té y
haciendo bromas, la mujer permanecía tras el fogón. Pero más tarde,
cuando el último invitado se despidió y Wang Lung entró en la cocina, la
encontró agazapada en un montón de paja, dormida junto al buey. En el
cabello tenía briznas de paja. Cuando Wang Lung la llamó, se cubrió
rápidamente la cara con el brazo, como para defenderse de un golpe, y, al
fin, al abrir los ojos, se le quedó mirando con una mirada tan vaga y callada
que Wang Lung tuvo la sensación de hallarse ante una niña.
Cogiéndola por la mano, la condujo a la habitación en donde aquella
misma mañana se había bañado para ella, y encendió una vela roja que
había sobre la mesa. A la luz de esta vela se sintió de pronto cohibido,
intimidado al verse allí solo con su mujer. Tuvo que aconsejarse a sí mismo:
«Bueno, aquí está esta mujer, y he de hacerla mía».
Y comenzó a desvestirse con obstinada decisión, mientras
silenciosamente ella se preparaba para el lecho tras la cortina. Wang Lung
le ordenó con rudeza:
—Antes de acostarte, apaga la luz.
Y se metió en la cama, cubriéndose los hombros con la gruesa colcha,
e hizo ver que dormía. Pero no dormía. Estaba estremecido, con los nervios
vibrantes.
Después de un momento interminable, el cuarto quedó a oscuras y, con
una exaltación capaz de romperle todas las fibras del cuerpo, sintió el
movimiento silencioso, lento, rastreante, de la mujer que se tendía a su lado.
Wang Lung rió en la oscuridad, con una risa áspera, y le echó los brazos.
II
A la mañana siguiente, Wang Lung permaneció en el lecho, observando a la
mujer ya plenamente suya. O-lan se levantó, ciñóse sus sueltas ropas al
cuello y a la cintura con lentos ademanes; luego metió los pies en los
zapatos de tela y se los puso, sujetándolos con las cintas que colgaban
detrás. La estría de luz que penetraba por el pequeño agujero de la pared le
dio en el rostro y Wang Lung pudo vérselo vagamente. Se sorprendió al no
descubrir en ella la menor transformación. Le parecía que a él la noche
anterior le había cambiado y no podía comprender que esta mujer se
levantase ahora de su cama como si lo hubiera hecho todos los días de su
vida.
La tos del viejo sonó quejumbrosamente en el turbio clarear, y Wang
Lung dijo a la mujer:
—Llévale primeramente a mi padre una escudilla de agua caliente para
sus pulmones.
Ella preguntó, la voz exactamente como ayer:
—¿Con hojas de té?
Esta sencilla pregunta turbó a Wang Lung. Le habría gustado
responder: «Con hojas de té, naturalmente. ¿Te crees que somos unos
mendigos?». Su gusto hubiera sido que la mujer viese la poca importancia
que le daban al té en aquella casa. En la Casa de Hwang, seguramente que
cada tazón verdeaba con las aromáticas hojas. Allí, tal vez ni aun las
esclavas beberían agua sola. Pero Wang Lung sabía que su padre habría de
disgustarse si ya el primer día le daba la mujer té en lugar de agua. Además,
realmente, no eran ricos. Así, pues, replicó con negligencia:
—¿Té? No, no; le empeora la tos.
Y se quedó en la cama, satisfecho y confortable, mientras la mujer
encendía el fuego y hervía el agua en la cocina. Ahora que podía, le hubiera
gustado dormir, pero su organismo, habituado desde tantos años a
despertarse temprano, se negaba ahora a darse al sueño. Quedóse, pues,
acostado y despierto, saboreando, paladeando mental y materialmente el
lujo de aquella indolencia.
Todavía estaba medio avergonzado de pensar en la mujer. Parte del
tiempo tuvo sus pensamientos ocupados en los campos, en el trigo, en lo
que sería la cosecha si llovía y en el precio de la semilla de nabos blancos
que deseaba comprarle a su vecino Ching si se ponían de acuerdo sobre el
precio. Pero, entre todos estos pensamientos que ocupaban su mente cada
día, pasaba, trenzándose y destrenzándose, esta nueva noción de lo que
ahora era su vida. Y de pronto, pensando en la noche anterior, se le ocurrió
preguntarse si él le gustaría a la mujer.
Esto era una nueva curiosidad para Wang Lung. Se había preguntado
hasta ahora sólo si ella le gustaría a él y si le resultaría satisfactoria en su
casa y en su lecho. A pesar del rostro vulgar de la mujer y de la áspera piel
de sus manos, tenía suave y virginal la carne de su cuerpo robusto. Wang
Lung, al pensar en ello, se rió con aquella misma risa que lanzó en la
oscuridad de la noche pasada. ¡Los señores, pues, no habían visto más allá
del rostro de la esclava! Y el cuerpo era hermoso; amplio y grande, pero
suave, curvado. Súbitamente, deseó agradarle como esposo, mas al instante
se sintió avergonzado.
Abrióse la puerta y O-lan penetró en la estancia con su andar
silencioso, llevando en las manos un tazón humeante. Wang Lung se sentó
en la cama y lo cogió. En el tazón, sobre la superficie del agua, flotaban
unas hojas de té. Wang Lung alzó rápidamente la cabeza y miró a la mujer,
que se asustó en el acto y dijo:
—No le llevé té al anciano... Hice como ordenaste... Pero a ti...
Wang Lung, al percatarse de que la mujer tenía miedo, se sintió
satisfecho. Sin dejarla terminar, exclamó:
—Me gusta..., me gusta... —llevándose en seguida el té a la boca con
sonoras aspiraciones de placer.
Y había en él una exaltación que aun a sí mismo le daba vergüenza
confesar. Se decía: «¡A esta mujer mía, le gusto!».
En los meses siguientes, le pareció a Wang Lung que no hacía otra
cosa que observar a esta mujer suya, aunque en realidad trabajaba como
siempre había trabajado. Azada al hombro, partía hacia sus parcelas de
tierra, cultivaba las hileras de legumbres, uncía el buey al arado y labraba el
campo del Oeste, donde debían cosecharse las cebollas y los ajos. Pero el
trabajo resultaba ahora un lujo, pues cuando el sol llegaba al cenit, podía ir
a su casa y encontrar la comida a punto; la mesa, limpia, y las escudillas y
los palillos, colocados ordenadamente sobre ella. Hasta entonces, él mismo
tenía que confeccionarse el yantar al regresar del trabajo, cansado como
estaba, a menos que el viejo sintiese hambre antes de tiempo y preparase un
poco de comida u hornease un trozo de pan raso y sin levadura para
acompañar unas cabezas de ajos.
Ahora, lo que hubiese que comer estaba dispuesto y no tenía más que
sentarse en el banco junto a la mesa y servírselo. El suelo de tierra se
hallaba barrido; la pila del combustible, bien alta. Cuando él se marchaba
por las mañanas, la mujer cogía el rastrillo de bambú y una cuerda y
rondaba con ellos por los contornos, segando aquí un poco de hierba, allá
una ramita o un puñado de hojas, y regresaba al mediodía con suficiente
combustible para hacer la comida. Le placía a Wang Lung que ya no
tuviesen que comprar más leña.
Por la tarde, la mujer se echaba al hombro una azada y un cesto y
marchaba al camino principal, que conducía a la ciudad y por el que
pasaban continuamente mulas, burros y caballos acarreando cosas de una
parte a otra, allí recogía los excrementos de los animales y los llevaba a la
casa, amontonando el estiércol en el patio para fertilizar con él los campos.
Estas cosas las hacía en silencio y sin que nadie le ordenase hacerlas; y al
terminar el día no descansaba hasta haber dado de comer al buey, en la
cocina, y sacado agua, que le acercaba al hocico, para que el animal bebiese
cuanto tuviera gana.
Remendó y arregló las ropas harapientas de los dos hombres con hilo
que ella misma había hilado —aprovechando un copo de algodón con un
huso de bambú—. Así quedaron adecentados los vestidos de invierno. Las
ropas de cama las sacó a la entrada, las puso al sol y, descosiendo la
cobertura de los cubrecamas acolchados, los lavo y colgó de un bambú para
que se secaran, sacudiendo y aireando el algodón, limpiándolo de los
insectos que habían anidado entre sus pliegues y soleándolo todo.
Día tras día se ocupaba en una cosa o en otra, hasta que las tres
habitaciones tuvieron una apariencia pulcra y casi próspera.
La tos del viejo mejoró, y el anciano tomaba apaciblemente el sol junto
a la pared de la casa orientada al Sur, siempre medio dormido, caliente y
feliz.
Pero esta mujer jamás hablaba, excepto en ocasiones de estricta
necesidad. Wang Lung, observando cómo se movía, firme y lentamente, por
las habitaciones de la casa, al paso seguro de sus grandes pies, observando
su rostro cuadrado y estólido y la inexpresiva y medio temerosa mirada de
sus ojos, no sabía qué pensar de ella. De noche, conocía bien la suave
firmeza de su cuerpo, pero de día, vestida, la túnica y los pantalones de
basto algodón azul cubrían cuanto el conocía y la mujer era entonces como
una criada muda, una criada y nada más. Pero no estaba bien que él le
dijera: «¿Por qué no hablas?». Bastaba que cumpliera con su deber.
A veces, trabajando los terrones del campo, ocurría que Wang Lung
comenzaba a divagar sobre ella. ¿Qué habría visto en aquellas cien
estancias? ¿Qué había sido de su vida, aquella vida que nunca compartía
con él? No sabía qué pensar. Y en seguida se sentía avergonzado de su
interés y curiosidad por O-lan. Al fin y al cabo, era sólo una mujer.
Pero tres habitaciones y dos comidas diarias no son suficientes para
mantener ocupada a una mujer que ha sido esclava de una gran casa, y
acostumbrada a trabajar desde el alba hasta medianoche.
Una vez, cuando Wang Lung, muy atareado a la sazón con el trigo, lo
cultivaba día tras día hasta que la espalda le dolía de fatiga, la sombra de O-
lan cayó a través del surco sobre el que se inclinaba, y la vio a su lado, con
una azada al hombro.
—No hay nada que hacer en la casa hasta el anochecer —dijo
brevemente.
Y sin más comenzó a trabajar el surco hacia la izquierda, labrando con
energía.
Comenzaba el verano y el sol caía sobre ellos con crudeza. Pronto el
rostro de la mujer empezó a chorrear sudor. Wang Lung trabajaba desnudo
de cintura arriba, pero a ella el vestido ligero, mojado de sudor, se le pegaba
al cuerpo como una epidermis más. Se movían ambos con un ritmo
perfecto, hora tras hora, en silencio, y para Wang Lung aquella
concordancia hacía indoloro el esfuerzo. Su mente no daba cabida a más
realidad que esta del movimiento acorde: nada más que al cavar y revolver
de aquella tierra suya, que abrían al sol: aquella tierra de la que sacaban su
sustento, de la que estaba construido su hogar y sus dioses. Rica y oscura,
caía ligeramente de la extremidad de los azadones. A veces apartaban de
ella un trozo de ladrillo, una astilla de madera. Nada. En algún tiempo, en
alguna época remota, cuerpos de hombres y mujeres habrían sido enterrados
aquí, y se habían levantado casas que habían caído y vuelto a la tierra. Así
volverían a ella sus propios cuerpos y su propia casa. Cada cual su turno. Y
trabajaban juntos, moviéndose juntos, arrancando juntos el fruto de esta
tierra, en el silencioso compás de su ritmo al unísono.
Al ponerse el sol, Wang Lung se enderezó despacio y miró a la mujer.
Tenía ésta la cara húmeda, con estrías de tierra, y estaba tan morena como
los mismos terrones. El oscuro vestido se le pegaba al cuerpo sudoroso.
Alisó despacio el último surco y luego, simple y súbitamente, con voz que
sonó más opaca que nunca en el silencio del anochecer, dijo:
—Estoy preñada.
Wang Lung se quedó muy quieto. ¿Qué podía replicar a esto? Se bajo a
coger un pedazo de ladrillo roto y lo echó fuera del surco. La mujer había
dicho aquello como si dijera: «Te he traído te», o: «Vamos a comer».
Parecía que fuese para ella una cosa corriente. Pero... ¡para él! Él no podía
expresar lo que sentía; su corazón se hinchaba y se detenía como si hubiera
encontrado súbitas limitaciones. Bien, ¡era el turno de ellos en esta tierra!
De pronto, le quitó la azada a la mujer y dijo:
Basta por hoy. Ya ha terminado el día. Vamos a darle la noticia al
viejo.
Y echaron a andar hacia la casa: ella, como corresponde a una mujer,
media docena de pasos detrás del marido.
El viejo se hallaba en la puerta, hambriento y aguardando la cena, que,
desde que llegara la mujer a casa, no quería ya preparar él. Estaba
impaciente, y al verlos gritó:
—¡Soy demasiado viejo para que me hagan esperar así la comida!
Pero Wang Lung, al pasar junto a él para entrar en la habitación, dijo:
—Esta preñada ya.
Trató de decir esto con sencillez, como podría uno decir: «Hoy he
sembrado en el campo del Oeste», pero no lo consiguió. A pesar de que
hablaba en voz baja, tenía la sensación de haber dicho aquellas palabras a
gritos.
El viejo pestañeó un momento: luego, comprendiendo, se echó a reír,
con una risa que era como un cloqueo.
—¡Je, je, je! —exclamó al ver entrar a su nuera—. ¡De modo que hay
cosecha a la vista!
No podía verle el rostro, esfumado en la sombra, pero la oyó contestar
simplemente:
—Ahora prepararé la comida.
—Sí..., sí... Comida... —replicó el viejo con ansia.
Y la siguió a la cocina, como una criatura.
Así como la perspectiva de un nieto le había hecho olvidar la comida,
la perspectiva del yantar, otra vez despertada en su mente, le hizo olvidar al
nieto.
Pero Wang Lung se sentó en el banco, ante la mesa, y en la oscuridad,
cruzó los brazos y apoyó la cabeza en ellos. De su propio cuerpo, de sus
propias entrañas, ¡una vida!
III
Al acercarse la hora del nacimiento, Wang Lung le dijo a la mujer:
—Tendremos que llamar a alguien para que ayude cuando llegue el
momento... Alguna mujer...
Pero ella movió la cabeza. Se hallaba retirando las escudillas, después
de la cena; el viejo se había ido a acostar y estaban los dos solos, sin más
luz que la que caía sobre ellos, en llama vacilante, de una pequeña lámpara
de hojalata, llena de aceite de habichuela, en la que flotaba una torcida de
algodón que servía de mecha.
—¿Ninguna mujer? —preguntó Wang Lung consternado.
Empezaba ahora a habituarse a estas conversaciones con la mujer,
conversaciones en las que la parte de ella se limitaba a un movimiento de
cabeza, a un gesto de la mano o, en ocasiones, a una palabra salida
involuntariamente de sus labios. El había terminado por acostumbrarse a la
parquedad de este curioso conversar.
—¡Pero va a ser muy extraño, con sólo dos hombres en la casa! —
continuó—. Mi madre hacía venir a una mujer del pueblo. Yo no entiendo
nada de estas cosas. ¿No hay nadie en la casa grande, alguna esclava con
quien hubieras tenido amistad, que quisiera venir?
Era la primera vez que mencionaba la casa de donde ella había salido
ya mujer. Se volvió hacia él como jamás la había visto, con las pupilas
dilatadas y el rostro animado de una cólera sorda.
—¡Nadie de esa casa! —gritó.
A Wang Lung se le cayó la pipa, que estaba llenando, y miró a la
mujer con estupor. Pero ya a su rostro había vuelto la expresión de siempre.
O-lan recogía los palillos como si no hubiera hablado.
—¡Bueno, he aquí un caso! —dijo Wang Lung con asombro.
Pero ella no contestó, y él, entonces, continuó argumentando:
—Nosotros dos no tenemos habilidad en partos. Mi padre no está bien
que entre en tu habitación, y en cuanto a mi, ni siquiera he visto nunca parir
a una vaca. Mis manos podrían estropear a la criatura por torpeza. Pero si
alguien de la casa grande, donde las esclavas están continuamente dando a
luz...
O-lan, que había amontonado ordenadamente los palillos sobre la
mesa, miró a Wang Lung y luego dijo:
—Cuando yo vuelva a esa casa, será con mi hijo en los brazos. Y mi
hijo llevará una túnica roja y pantalones rojos floreados, un sombrero con
un pequeño Buda dorado cosido al frente, y en los pies unos zapatos
atigrados. Y yo llevaré zapatos nuevos y una túnica nueva de satén negro. Y
entraré en la cocina donde pasé mi vida, y en el salón donde está sentada la
Anciana con su opio, y mostraré mi hijo a los ojos de todos.
Jamás le había oído Wang Lung decir tantas palabras. Fluían de sus
labios seguras y sin interrupción, aunque lentamente, y se dio cuenta de que
todo esto lo tenía ella planeado con anticipación. Mientras trabajaba en los
campos, a su lado, había planeado todo esto. ¡Qué sorprendente era! Él
hubiera dicho que apenas pensaba en la criatura, tan tranquilamente
realizaba su labor, día tras día. Y, sin embargo, había imaginado ya a la
criatura nacida y vestida, y a sí misma se había visto ya como la madre de
aquella criatura y con una túnica nueva. Por primera vez, el propio Wang
Lung se quedó sin palabras. Apretó diligentemente el tabaco entre el pulgar
y el índice, haciendo una bola y, recogiendo la pipa del suelo, la llenó.
—Supongo que necesitarás algún dinero —dijo al fin, con aparente
aspereza.
—Si quisieras darme tres piezas de plata... —contestó ella
temerosamente—. Es mucho dinero, pero he contado todo con cuidado y no
desperdiciaré nada. Haré que el comerciante en telas me entregue hasta el
último centímetro de cada metro.
Wang Lung echó mano a su cinturón. El día anterior había vendido en
el mercado de la ciudad una carga y media de juncos del pantano que poseía
el campo del Oeste, y tenía en su poder un poco más de lo que ella
necesitaba. Puso las tres piezas de plata sobre la mesa y luego, tras breve
duda, añadió una cuarta pieza, que guardaba hacía tiempo por si deseaba
jugar un poco, cualquier mañana, en la casa de té. Pero, temeroso de perder,
no jugaba nunca; vagaba únicamente en torno a las mesas y miraba los
dados golpear en las tablas. Generalmente, acababa por irse a pasar sus
horas de ocio a la barraca del cuentista. Allí podía escuchar una vieja
historia y sólo tenía que dar por ello una moneda de cobre cuando el
hombre pasaba su escudilla.
—Más vale que cojas también esta otra pieza —dijo, soplando
rápidamente en la torcida de papel que empezaba a arder y con la que
encendió la pipa—. Puedes también hacer el abrigo del niño de un pequeño
retazo de seda. Al fin y al cabo, es el primero.
O-lan no tomó el dinero en seguida, pero se quedó mirándolo con el
rostro impávido e inexpresivo. Y murmuró:
—Es la primera vez que tengo plata en mis manos.
De pronto cogió las monedas, las apretó con fuerza y echó a correr
hacia el dormitorio.
Wang Lung se quedó sentado, fumando y pensando en el dinero que
había puesto sobre la mesa. Ese dinero salía de la tierra, de aquella tierra
que él labraba y removía, desgastándose sobre ella, y de la que su vida se
sustentaba. Gota a gota, el sudor de su frente le arrancaba fruto, y de aquel
fruto provenía la plata. Antes de ahora, cada vez que se había despojado de
ella para dársela a alguien, era como si le arrancasen un pedazo de su propia
vida para ponerlo en otras manos indiferentemente. Pero ahora, por primera
vez, no sentía el dolor de aquella entrega, porque veía la plata, no en la
mano de un mercader de la ciudad, sino metamorfoseada en algo aún de
más valor que la plata misma: en ropas para cubrir el cuerpo de su hijo.
¡Y esta extraña mujer suya, que trabajaba sin decir nada, sin, al
parecer, percatarse de nada, esta mujer había visto ya al niño así vestido!
Cuando llegó el momento, no quiso a nadie a su lado. Fue un
anochecer, temprano, cuando apenas se había puesto el sol. O-lan se hallaba
trabajando junto a su marido. El trigo había sido cosechado; el campo,
inundado y sembrado de arroz, que daba ahora fruto; las espigas aparecían
maduras y pletóricas tras las lluvias estivales, tras el tibio y dorado sol
otoñal. Juntos habían estado haciendo gavillas todo el día, doblados,
cortándolas con unas hoces de mango corto. O-lan se inclinaba rígidamente,
por la carga que llevaba, y se movía con más lentitud que Wang Lung, de
manera que segaban con desigualdad: la hilera de él más avanzada que la de
ella. Wang Lung se volvió a mirarla con impaciencia, y entonces la mujer se
detuvo, enderezóse y dejó caer la hoz. Su rostro estaba empapado en sudor,
en el sudor de una agonía nueva.
—Ya ha llegado —dijo—. Voy a entrar en la casa. No vayas al cuarto
hasta que yo llame. Pero tráeme un junco recién pelado y afilado, para que
yo pueda separar la vida del niño de la mía.
Y atravesó los campos en dirección a la casa como si nada ocurriera.
El se la quedó mirando, y luego fue al pantano, escogió un junco verde y
flexible y lo afinó con el filo de su hoz. La rápida sombra otoñal comenzó
entonces a cerrar el crepúsculo, y Wang Lung, echándose la hoz al hombro,
se encaminó hacia la casa.
Al llegar a ella encontró la cena caliente sobre la mesa, y al viejo,
comiendo. ¡La mujer se había detenido a prepararles comida!
Y se dijo que una mujer así no se encontraba fácilmente. Dirigióse al
dormitorio y desde la puerta gritó:
—¡Aquí está el junco!
Y esperó, creyendo que ella le contestaría que se lo llevase. Pero no
fue así, sino que se acercó ella misma a la puerta, sacó la mano por la
abertura y cogió el junco. No pronunció palabra, pero él la oyó jadear como
jadea un animal después de haber corrido mucho.
El viejo levantó la cabeza de su escudilla y dijo:
—Come, o va a estar todo frío —y añadió—: No te preocupes todavía.
Hay para rato. Me acuerdo de que cuando nació mi primer hijo, antes de
que todo hubiera concluido era ya de día. ¡Ay de mí! Pensar que de todos
los hijos que yo engendré y tu madre concibió (uno tras otro..., tantos, que
ni me acuerdo), ¡sólo tú has vivido! ¿Comprendes por qué una mujer ha de
parir y parir?
Y dijo otra vez, como si acabase de percatarse de ello:
—¡Mañana, a estas horas, puedo ser abuelo de un chico!
Se puso a reír de pronto, cesó de comer y se quedó cloqueando
largamente en la penumbra del cuarto.
Pero Wang Lung, de pie junto a la puerta, estaba sólo atento a aquel
jadeo de animal que venía del dormitorio. Un olor a sangre caliente llegó
hasta él, un olor mareante que le asustó. El jadeo de la mujer se hizo rápido
y sonoro, como gritos apagados, pero ninguna voz se escapó de sus labios.
Y cuando ya Wang Lung no podía más y estaba a punto de penetrar en el
dormitorio, oyó un llanto fino, punzante, y se olvidó de todo.
—¿Es un hombre? —gritó importunamente, sin acordarse de O-lan. Y
repitió—: ¿Es un hombre? Dime esto al menos: ¿es un hombre?
La voz de la mujer contestó, tan débilmente como un eco:
—¡Un hombre!
Entonces, Wang Lung fue a sentarse a la mesa. ¡Qué rápido había sido
todo! La comida estaba fría y el viejo se había dormido en el banco, pero
¡qué rápido había sido todo!
Sacudió al viejo por los hombros.
—¡Es un niño! —gritó triunfalmente—. ¡Eres abuelo, y yo padre!
El viejo se despertó de pronto y empezó a reír como se había reído al
quedarse dormido.
—Si..., si... Naturalmente —cloqueó—. Abuelo, abuelo.
Y levantándose, se fue a la cama, todavía riendo.
Wang Lung cogió la escudilla de arroz y empezó a comer. De repente
se le había despertado un hambre terrible, y no podía llevarse la comida a la
boca con bastante rapidez. En el dormitorio, la mujer se movía y el llanto de
la criatura era continuo y punzante.
«Supongo que ya no tendremos más tranquilidad en esta casa», se dijo
con orgullo.
Cuando hubo comido cuanto tenía gana, regresó a la puerta y, como la
mujer le dijese que entrase, entró.
El olor de la sangre derramada todavía llenaba, denso y caliente, la
atmósfera, pero no había huella alguna de aquella sangre, excepto en la tina
de madera. Pero en esta tina la mujer había echado agua y estaba escondida
bajo la cama, de manera que Wang Lung apenas podía verla. La vela roja
estaba encendida, y O-lan, pulcramente cubierta, se hallaba echada sobre la
cama. A su lado, envuelto en unos pantalones viejos del padre, como era
costumbre en esta parte del país, yacía su hijo.
Wang Lung se acercó y, por el momento, ninguna palabra acudió a sus
labios. El corazón le brincó en el pecho al acercarse a mirar al niño. Tenía
una carita redonda y arrugada, muy morena, y el cabello, largo, húmedo y
negro. Había cesado de llorar y cerraba los ojos con fuerza.
Wang Lung miró a su esposa y ella le miró a él. Sus estrechas pupilas
estaban hundidas, y su cabello, mojado aún por el sudor de la angustia;
aparte de esto, era la misma de siempre, más para Wang Lung, viéndola allí
postrada, O-lan resultaba emocionante. El corazón se le iba hacia aquellos
dos seres, y exclamó, no sabiendo qué otra cosa decir:
—Mañana iré a la ciudad y compraré una libra de azúcar encarnado
para echarlo en agua hirviendo y que tú lo bebas.
Y, mirando al niño otra vez, brotó de él esta exclamación, como si
fuese algo que acabase de ocurrírsele:
—Tendremos que comprar un buen cesto de huevos y teñirlos de rojo,
para los del pueblo. ¡Así, todo el mundo sabrá que tengo un hijo!
IV
Al día siguiente de haber nacido el niño, la mujer se levantó como de
costumbre y preparó la comida, pero no fue a los campos con Wang Lung,
de manera que él trabajó solo hasta después de mediodía. Entonces se puso
su traje azul y se fue a la ciudad, dirigiéndose al mercado, donde compró
cincuenta huevos. No eran recién puestos, pero estaban bastante frescos y
costaban un penique cada uno. También compró papel rojo para hervir en el
agua con los huevos y teñirlos. Luego, con ellos en un cesto, entró en una
confitería y adquirió algo más de una libra de azúcar encarnado, mirando
cómo se lo envolvían cuidadosamente en un papel pardo. Bajo el bramante
de paja que lo sujetaba, el tendero pasó una tira de papel rojo, y al hacerlo
sondeó.
—¿Es, acaso, para la madre de un recién nacido?
—De un hijo primogénito —dijo Wang Lung con orgullo.
—¡Ah, buena suerte! —respondió el hombre indiferentemente,
dirigiendo la vista a un cliente bien vestido que acababa de entrar.
Estas palabras las había dicho otras muchas veces, casi cada día se las
decía a alguien, pero a Wang Lung le parecieron una atención especial, y,
contento por la cortesía del tendero, inclinóse y saludó, repitiendo el saludo
al abandonar la tienda. Al salir al crudo sol de la polvorienta calle, le
pareció a Wang Lung que no había en el mundo nadie más afortunado que
él.
Pensó en esto con alegría y luego con una punzada de temor, porque en
esta vida no es bueno ser demasiado afortunado. El aire y la tierra estaban
llenos de espíritus malignos que no podían sufrir la felicidad de los
mortales, especialmente de los pobres. Se resolvió a penetrar en la cerería,
donde también vendían incienso, y compró cuatro bastones, uno por cada
persona de su casa, y con estos cuatro bastones dirigióse al pequeño templo
de los dioses de la tierra y los puso entre las frías cenizas de aquel otro
incienso que él y su mujer habían ofrendado. Miró arder los cuatro bastones
y, reconfortado, partió hacia su casa. Estas dos figurillas, sentadas
gravemente bajo su reducida techumbre, ¡qué poder tenían!
Y ocurrió que, antes de que pudiera darse cuenta del nuevo estado de
cosas, la mujer se hallaba otra vez a su lado, trabajando en los campos. Ya
habían recogido la cosecha y batían el grano en la era, que constituía
asimismo el patio de entrada de la casa. Lo batían con mayates, él y la
mujer a un tiempo. Una vez, batido, lo cernían, echándolo al aire desde los
planos cestos de bambú, recogiendo el grano al caer, mientras la broza
volaba al viento como una nube. Y había también que plantar nuevamente
los campos con el trigo de invierno, y cuando Wang Lung hubo uncido el
buey y labrado la tierra, la mujer siguió tras él con una azada, deshaciendo
los terrones de los surcos.
Trabajaba ahora todo el día. El niño, entre tanto, dormía sobre una
vieja colcha, en el suelo. Cuando se despertaba, la mujer interrumpía su
labor y le daba el pecho, sentada en el suelo, mientras el sol caía sobre
ellos, ese recalcitrante sol de otoño que conserva el ardor del verano hasta
que los primeros fríos invernales le fuerzan a soltarlo. La mujer y el niño
estaban tan morenos como la arcilla y parecían dos figuras de tierra. El
polvo de los campos se posaba sobre el cabello de la madre y en la cabeza
negra y suave de la criatura.
Pero del seno amplio y oscuro, la leche que alimentaba al hijo fluía tan
blanca como la nieve. Y cuando la criatura succionaba un pecho, manaba
del otro, y la mujer dejábale manar. Tenía más de la necesaria para el
sustento del niño, a pesar de su glotonería, y descuidadamente la dejaba
perderse, segura de su abundancia. Había siempre más y más. A veces
levantaba el seno y, para no mancharse, lo dejaba fluir sobre la tierra, que se
empapaba, formándose en ella una mancha oscura y suave. La criatura
estaba gorda, tenía buen carácter y su vida se nutría abundantemente del
alimento inextinguible que la madre le daba.
Llegó el invierno y los halló preparados contra él. Las cosechas habían
sido espléndidas como nunca, y las tres habitaciones de la casa estaban
repletas. Del techo de paja colgaban, atadas a las vigas, ristras de ajos y
cebollas, y en el cuarto central, y en el del viejo, y en el de ellos mismos,
había esterillas de juncos trabajadas en forma de grandes tinajas y llenas de
trigo y de arroz. Parte del grano sería vendido, pero Wang Lung era un
hombre frugal y no gastaba su dinero, como muchos lugareños, en jugar o
en comidas demasiado delicadas para ellos, de modo que no se veía
obligado, como los otros, a vender en tiempo de cosecha, cuando los
precios eran bajos, sino que almacenaba el grano y lo vendía cuando había
nieve, o por Año Nuevo, época en que la gente de las ciudades pagaba los
comestibles a cualquier precio.
Su tío estaba siempre vendiendo el grano aun antes de que madurara.
A veces, por obtener un poco de dinero contante, lo vendía en el mismo
campo, para ahorrarse la molestia de desgranar y rastrillar. Pero la esposa
de su tío era una mujer tonta, gorda y holgazana, eternamente pidiendo
exquisiteces, comida de esta y de esa otra clase y zapatos nuevos
comprados en la ciudad. La mujer de Wang Lung se hacía ella misma los
zapatos, y los de su marido, del viejo y del niño. ¡Wang Lung se habría
quedado atónito si O-lan hubiese querido comprar zapatos!
En la vieja y ruinosa casa de su tío no colgaba jamás cosa alguna de las
vigas, pero en la suya había hasta una pierna de cerdo que comprara a
Ching, su vecino, cuando éste mató el cerdo porque le pareció que el animal
presentaba síntomas de enfermedad. Muerto el cerdo antes de que perdiera
carnes, la pierna era gorda, y O-lan la saló bien y la colgó para que se
secase. Tenían también dos de sus propios pollos, muertos y secados sin
desplumar y dentro rellenos de sal.
En medio, pues, de esta abundancia permanecieron en casa cuando los
vientos invernales llegaron del desierto situado al Noroeste, vientos ásperos
y mordientes.
Pronto el niño pudo sentarse. Cuando cumplió un mes y tuvo de
existencia una luna entera, lo festejaron con un plato de fideos, que
significa larga vida. Y Wang Lung invitó a todos los que habían acudido a
su boda y les dio huevos de los que había teñido, y también a la gente del
pueblo que venía a felicitarle: dos huevos a cada uno. Y todos le envidiaban
su hijo, una criatura enorme, con cara de luna y los altos pómulos de su
madre. Ahora, mientras el invierno avanzaba, el niño se sentaba sobre la
colcha, en el suelo de tierra, en lugar de permanecer en los campos. Abrían
la puerta al Sur para que entrase la luz, y el aire del Norte batía en vano
contra los gruesos muros de tierra de la casa. El árbol que crecía a la
entrada quedó desnudo de hojas, y lo mismo los sauces y los perales
cercanos a los campos. Únicamente los bambúes que crecían formando un
grupo de verdura hacia el lado este de la casa conservaban sus hojas,
agarradas fuertemente a los tallos que doblegaba el viento.
Pero aquel viento seco no dejaba germinar la semilla de trigo que yacía
en la tierra, y Wang Lung esperaba la lluvia ansiosamente. De pronto, un
día apacible y gris, en que el viento había cedido a un aire quieto y tibio, la
lluvia hizo su aparición, y Wang Lung y los suyos permanecieron en la casa
pletórica de bienestar, viendo caer el agua sobre los campos cercanos a la
entrada, empapándolos, mirándola gotear de los extremos del techo de paja
que sobresalían de la puerta. El niño estaba asombrado y extendía la mano
para coger los hilos plateados de la lluvia, y se reía, y con el se reían los
demás. El viejo se agazapó en el suelo, junto al niño, y dijo:
—No hay otra criatura como ésta en doce pueblos a la redonda. Esos
críos de mi hermano no se dan cuenta de nada hasta que andan.
Y en los campos el trigo germinaba y echaba briznas de un verde
delicado sobre la tierra morena y húmeda.
En épocas como ésta había mucho visiteo, porque cada labrador veía
que, por una vez, el cielo se cuidaba del trabajo del campo y las cosechas
eran regadas sin que ellos tuvieran que romperse la espalda efectuándolo,
cargando de un lado a otro cubos suspendidos de los extremos de un palo
que llevaban atravesado sobre los hombros. Y se reunían por las mañanas
en una casa o en otra, bebiendo té aquí y allí y yendo de un sitio al otro con
los pies desnudos por el angosto camino que cruzaba los campos, bajo
grandes sombrillas de papel aceitado. Las mujeres se quedaban en casa y
hacían zapatos o remendaban la ropa, si eran económicas, y pensaban en los
preparativos para la fiesta de Año Nuevo.
Pero Wang Lung y su esposa no visitaban con frecuencia. En aquel
pueblecillo de media docena de casas, pequeñas y diseminadas, ninguna
había tan llena de calor y abundancia como la de ellos, y Wang Lung se
daba cuenta de que si intimaba demasiado con los otros pronto vendrían las
peticiones de préstamos. El Año Nuevo se aproximaba y ¿quién tenía
suficiente dinero para la nueva ropa y para las fiestas? Se quedó en su casa,
y mientras la mujer cosía y remendaba, él sacó sus rastrillos de bambú y los
examinó detenidamente: donde hallaba una fibra deshecha tejía otra nueva,
confeccionada del cáñamo que él mismo cultivaba, y cuando hallaba un
diente roto lo sustituía hábilmente con un nuevo trozo de bambú.
Y esto que él hacía con sus utensilios de labranza, lo hacía la mujer
con los utensilios domésticos. Si uno de los potes de barro goteaba, no lo
arrojaba y pedía uno nuevo, como hacían otras mujeres, sino que mezclaba
arcilla y yeso, soldaba la hendidura, la ponía a calentar lentamente y el pote
quedaba como nuevo.
Se quedaban en casa, pues, y complacíanse en la mutua aprobación,
aunque sus conversaciones no eran nunca mucho más que palabras sueltas,
como éstas:
«¿Reservaste la semilla de la calabaza grande para el nuevo plantío?».
O: «Venderemos la paja del trigo y emplearemos la broza de las habichuelas
para quemar en la cocina». O, en raras ocasiones, Wang Lung decía: «Este
plato de fideos está bueno». Y O-lan contestaba: «Este año tenemos buena
harina de los campos».
Del producto de este año afortunado le quedaba a Wang Lung,
cubiertas sus necesidades, un puñado de dólares de plata, que no se atrevía a
llevar en el cinturón, ni a decir a nadie, excepto a su mujer, que los poseía.
Buscaron un lugar donde esconder el dinero, y al fin a la mujer se le ocurrió
hacer un agujero en la pared interior, detrás de la cama, y lo metieron en el.
Luego con un terrón de tierra tapó el agujero. Nadie hubiera dicho que
hubiese allí cosa alguna, pero tanto a Wang como a O-lan aquello les daba
una secreta sensación de riqueza y de reserva. Wang Lung, consciente de
que poseía más dinero del que necesitaba gastar, caminaba entre sus
compañeros en paz consigo mismo y con el mundo.
V
El Año Nuevo se avecinaba y en cada casa del pueblo se efectuaban
preparativos. Wang Lung fue a la cerería de la ciudad y compró unos
cuadriláteros de papel rojo en los cuales había inscripciones doradas: la
letra que llamaba a la felicidad, y la que llamaba a la riqueza. Estos cuadros
de papel los pegó en sus instrumentos de labor para que le trajesen buena
suerte en el Año Nuevo. Los pegó en el azadón, y en el horcajo del buey, y
en los dos cubos donde trasegaba los abonos y el agua. Y en todas las
puertas de su casa adhirió largas tiras de papel rojo como epígrafes de
buena fortuna, y sobre su puerta colocó una cenefa de papel muy fina
recortada hábilmente figurando flores. Y aún compró más papel para los
vestidos nuevos de los dioses, que, confeccionó el abuelo con mucha gracia,
teniendo en cuenta sus viejas manos temblorosas; Wang Lung cogió estos
vestidos y se los puso a los dos pequeños ídolos del templo a la tierra,
quemando ante ellos un poco de incienso en honor del Año Nuevo. Y, con
destino a su casa, adquirió dos velas rojas para colocarlas encima de la
mesa y encenderlas en la víspera del año, bajo la imagen de un dios que
estaba pegada a la pared del cuarto central, sobre la mesa.
Otra vez, volvió Wang Lung a la ciudad y compró manteca de cerdo y
azúcar blanco. La mujer trabajó la manteca hasta dejarla suave y blanca, y
cogiendo harina de arroz de su propia cosecha, que habían molido en su
molino, al que podían uncir el buey cuando era preciso, y el azúcar blanco,
y la manteca, mezcló y amasó riquísimos pasteles de Año Nuevo, llamados
pasteles de luna, igual que los que se comían en la Casa de Hwang. Cuando
Wang Lung vio los pasteles sobre la mesa, en línea, dispuestos para ser
horneados, sintió que el corazón le estallaba de orgullo.
En todo el pueblo no había otra mujer que pudiese hacer lo que la suya
había hecho: aquellos pasteles semejantes a los que se comen en las fiestas
de los ricos. Algunos dulces los había decorado con tiras de pequeñas
acerolas rojas y con discos de ciruelas verdes, secas, formando flores y
dibujos.
—Es una lástima comer estos pasteles —dijo Wang Lung. El viejo
husmeaba en torno a la mesa, contento como un chiquillo con los brillantes
colores.
—Llama a mi hermano, tu tío —dijo—, y a sus hijos. ¡Que vean esto!
Pero Wang Lung se había vuelto prudente con la prosperidad. Sabía
que no podía invitar a gente hambrienta nada más que a ver pasteles. Y se
apresuró a decir:
—Trae mala suerte mirar dulces antes de Año Nuevo.
La mujer, con las manos polvorientas de la delicada y rica harina, y
pegajosas de manteca, exclamó:
—Estos pasteles no son para comerlos nosotros, excepto uno o dos de
los sencillos, para que los prueben los invitados. Nosotros no somos
bastante ricos para comer azúcar blanco y manteca. Los estoy preparando
para la Venerable Señora de la casa grande. Iré con el niño en el segundo
día del Año Nuevo y llevaré los pasteles como regalo.
Entonces los dulces adquirieron más importancia que nunca, y Wang
Lung se sintió satisfecho de que a aquel salón donde él había entrado con
tanta timidez y tan pobremente, fuera su esposa ahora como una visita,
llevando a su hijo vestido de rojo, y unos pasteles como aquéllos, hechos de
la mejor harina, azúcar y manteca.
Al lado de esto, todo lo demás del Año Nuevo cayó en la
insignificancia. El abrigo negro, de tela de algodón, que O-lan le había
hecho, sólo sirvió para que Wang Lung se dijese:
—Me lo pondré cuando los acompañe hasta la puerta de la casa
grande.
E incluso pasó desidiosamente el primer día del Año Nuevo, en que su
tío y sus vecinos, muy turbulentos por lo que habían bebido y lo que habían
comido, entraron en la casa para felicitarles a su padre y a él. Personalmente
había cuidado de que los pasteles fuesen guardados en el cesto, no fuera
cosa que hubiera de ofrecerlos a gente ordinaria, pero le costó un gran
esfuerzo, cuando los dulces sencillos, los blancos, fueron alabados, no
gritar: —¡Habríais de ver los de color!
Pero no lo hizo, porque más que ninguna otra cosa deseaba entrar en la
casa grande orgullosamente.
En el segundo día del Año Nuevo es costumbre que las mujeres se
visiten unas a otras, habiendo los hombres comido y bebido a su antojo el
día anterior.
Se levantaron al alba, y O-lan vistió al niño, poniéndole la túnica roja y
los zapatos atigrados que ella misma le había hecho. Y en la cabeza,
afeitada por Wang Lung en el último día del Año Viejo, le colocó el
sombrero rojo, sin copa, en cuya parte delantera estaba cosido el pequeño
Buda dorado. Puso al niño sobre la cama y entonces Wang Lung empezó a
vestirse rápidamente, mientras su esposa se peinaba el largo cabello negro,
lo recogía con la peineta de cobre y baño de plata que él le había comprado
y se ponía su nueva túnica negra, confeccionada de la misma tela que la de
él. Ocho varas de buen material para las dos, y otra vara más para colmar la
medida, como era costumbre en las tiendas de telas. Y en seguida, llevando
él el niño y ella el cesto con los pasteles, emprendieron la marcha por el
camino que cruzaba los campos, infructuosos ahora en la esterilidad
invernal.
Al llegar a la gran entrada de la Casa de Hwang, Wang Lung se vio
recompensado, pues cuando el portero acudió a la llamada de la mujer,
abrió mucho los ojos al verlos, se retorció los tres pelos del lunar y dijo:
—¡Oh, Wang el labrador! ¡Esta vez tres en lugar de uno!
Y viendo las ropas nuevas que llevaban todos, y la criatura, que era un
niño, añadió:
—No hay necesidad de desearte más suerte en este año de la que has
tenido en el pasado.
Wang Lung contestó indiferentemente, como se le habla a un hombre
que apenas es un igual: «Buenas cosechas..., buenas cosechas...», y atravesó
la entrada confiadamente.
El portero estaba impresionado por todo lo que veía, y le dijo a Wang
Lung:
—Siéntate en mi miserable cuarto mientras yo anuncio a tu mujer y a
tu hijo adentro.
Y Wang Lung les vio cruzar el patio a su mujer y a su hijo, llevando
regalos para la cabeza de una gran familia. Era todo en honor suyo, y
cuando se fueron achicando en la larga perspectiva de los patios construidos
uno tras otro, perdiéndoles al fin de vista por completo, entró en la casa del
portero y allí aceptó el sitio de honor, a la izquierda de la mesa del cuarto
central, que le ofrecía la esposa del guardián, una mujer picada de viruelas,
y también aceptó, con sólo una leve inclinación de cabeza, el tazón de té
con que lo obsequió, y que Wang Lung colocó ante sí, pero sin beberlo,
como si no considerase la calidad de las hojas de te suficientemente buenas
para él.
Le pareció que pasaba mucho tiempo hasta que el portero regresó
nuevamente, trayendo a la mujer y el niño. Wang Lung miró el rostro de la
mujer intensamente durante un momento, tratando de leer en él si todo iba
bien, porque había ya aprendido a descubrir en aquella fisonomía impasible
pequeños cambios que al principio le pasaban inadvertidos. Pero vio en ella
una expresión de hondo contentamiento y en seguida se sintió impaciente
por oírle contar lo que había sucedido en aquellas estancias de las señoras,
en las que él no podía entrar, y que le interesaban ahora que estaba en
relación con ellas.
Así es que saludando escuetamente al portero y a su tosca mujer
picada de viruelas, se llevó a O-lan y cogió en brazos al niño, que se había
dormido y estaba hecho un ovillo dentro de su abrigo nuevo.
—¿Y bien...? —preguntó dando vuelta a la cabeza y mirando a O-lan,
que le seguía. Por vez primera su lentitud le impacientaba. Ella se le acercó
un poco más y dijo bajito:
—Me parece que este año están apurados en esa casa. Hablaba en un
tono escandalizado, como se podría hablar de que los dioses tuvieran
hambre.
—¿Qué quieres decir? —dijo Wang Lung, animándola.
Pero ella no se precipitaba. Para ella, las palabras eran cosas que se
debían coger una a una y soltar con dificultad.
—La Venerable Señora llevaba la misma túnica que el año pasado. Yo
no había visto nunca ocurrir esto. Y las esclavas no tenían vestidos nuevos.
Tras una pausa, añadió entonces:
—No he visto una sola esclava que llevase una túnica nueva como la
mía.
Y tras otro silencio, dijo nuevamente:
—Y en cuanto a nuestro hijo, no había una sola criatura de entre las de
las concubinas del propio Anciano Señor que se pudiese comparar a él en
belleza y atavío.
Una sonrisa lenta se esparció por su rostro, y Wang Lung comenzó a
reír y apretó al niño contra su corazón. ¡Qué bien le habían ido las cosas!
De pronto, su exaltación quedó estrangulada por una ráfaga de terror.
¡Qué locura andar, así, bajo el cielo, con un hermoso hijo varón en los
brazos, para que cualquier espíritu maligno que pasase pudiera verlo! Se
abrió el abrigo rápidamente, escondió la cabeza del niño en su seno y dijo
en voz alta:
—¡Qué lástima que nuestra criatura sea una hembra, que no puede
interesar a nadie, y además con viruelas! Pidamos al Cielo que se muera.
—Sí..., si... —dijo su esposa tan aprisa como le fue posible,
comprendiendo vagamente lo que habían hecho.
Y confortado con estas precauciones, Wang Lung interrogó
nuevamente a su esposa:
—¿Te has enterado de por qué se están empobreciendo?
—Solamente pude hablar un momento en privado con la cocinera bajo
cuyas órdenes trabajaba —replicó ella—, pero me dijo: «Esta casa no puede
continuar así toda la vida, con los cinco jóvenes señores gastando el dinero
en otros lugares como si fuese agua y mandando a casa mujer tras mujer
según se van cansando de ellas, y el Anciano Señor, en su propio hogar,
añadiendo una concubina o dos cada año, y la Venerable Señora
consumiendo diariamente opio suficiente para llenar dos zapatos de oro».
—¿Es así? —preguntó Wang Lung, boquiabierto.
—Además, la tercera hija se casará en la primavera —continuó O-lan
— y su dote vale lo que el rescate de un príncipe y bastaría para comprar un
puesto oficial en una gran ciudad. Sus ropas serán del satén más fino, con
dibujos especiales tejidos en Soochow y en Hangchow, y de Shanghai le
mandarán un sastre con todo un séquito de oficiales para que su ajuar no sea
menos elegante que el de las damas de otros lugares.
—¿Con quién va a casarse, entonces, que hacen todo ese gasto? —dijo
Wang Lung, lleno de admiración y horrorizado por aquel derroche.
—Con el hijo segundo de un magistrado de Shanghai —contestó la
mujer, y tras una larga pausa añadió—: Se deben estar empobreciendo,
porque la misma Venerable Señora me dijo que querían vender tierras:
algunos de los terrenos que hay al sur de la casa, al otro lado de la muralla
de la ciudad, donde cada año plantaban arroz, porque es buena tierra y
fácilmente irrigada por el foso que circunda la muralla.
—¡Vender la tierra! —exclamó Wang Lung, convencido—. Entonces,
realmente se están volviendo pobres. La tierra es nuestra carne y nuestra
sangre.
Meditó un instante y de pronto le asaltó un pensamiento y se golpeó la
sien con la mano.
—¡No se me había ocurrido! —gritó volviéndose hacia la mujer—.
¡Compremos la tierra!
Se quedaron mirándose, él encantado, ella estupefacta.
—Pero la tierra..., la tierra... —tartamudeó la mujer.
—¡La compraré! —gritó él con énfasis señorial—. ¡La compraré a la
gran Casa de Hwang!
—Está demasiado lejos —dijo O-lan consternada—. Tendríamos que
andar media mañana para llegar a ella.
—La compraré —repitió él tozudamente, como repetiría la petición de
un capricho a su madre si ésta se lo negase.
—Es bueno comprar tierra —dijo O-lan pacíficamente—. Es
ciertamente mejor que esconder el dinero en una pared de barro. Pero ¿por
qué no comprar una parcela de la tierra de tu tío? Está deseando vender el
trozo cercano al campo del Oeste que tenemos ahora.
—No quiero esa tierra de mi tío —dijo Wang Lung rotundamente—.
Durante veinte años ha estado arrancándole cosecha tras cosecha sin
cuidarse de abonarla. Los terrones son pura arcilla. No; compraré la tierra
de Hwang.
Dijo «la tierra de Hwang» tan sencillamente como hubiera podido
decir «la tierra de Ching», el labrador vecino suyo. Estaba dispuesto a ser
algo más que un igual de aquella gente tonta y derrochadora de la casa
grande. Iría con la plata en la mano y diría simplemente:
—¿Cuál es el precio de la tierra que quieren vender?
Se oía ya decir ante el propio Anciano Señor y ante su agente:
—Tengo dinero. Contadme como a cualquier otro comprador.
¿Cuál es el precio justo? Lo tengo en la mano.
Y su esposa, antigua esclava en las cocinas de aquella orgullosa
familia, sería la mujer de un hombre a quien pertenecía un trozo de la tierra
que durante generaciones había engrandecido la Casa de Hwang.
—Comprémosla. Al fin y al cabo, esos terrenos de arroz son buenos, y
estando cercanos al foso tendremos agua todos los años. Es una compra
segura.
Y nuevamente una sonrisa lenta se dibujó en su rostro, aquella sonrisa
que no conseguía nunca iluminar la sombra de sus ojos negros y estrechos.
Durante largo tiempo guardó silencio y luego dijo:
—El año pasado, por esta época, yo era una esclava de la Casa de
Hwang.
Y continuaron la marcha, gozando en silencio la plenitud de este
pensamiento.
VI
Este trozo de tierra que ahora pertenecía a Wang Lung cambió
notablemente su vida. Al principio, después que hubo sacado la plata de la
pared para llevarla a la casa grande, después del honor de hablar como un
igual con el Anciano Señor, se sintió invadido de una depresión de espíritu
que era casi como un arrepentimiento. Cuando pensaba en el agujero de la
pared, vacío ahora y antes lleno de plata, deseaba volver a tener aquel
dinero. Al fin y al cabo, aquella tierra requeriría horas de labor, y, como O-
lan había dicho, se hallaba a una li de distancia, que es un tercio de milla.
Sin contar que el momento de la compra no había tenido la gloria que él
esperaba. Había llegado demasiado pronto a la casa grande y el Anciano
Señor estaba todavía durmiendo. Y aunque era ya mediodía cuando le dijo
al portero en voz alta:
—Decidle al Honorable Anciano que tengo importantes negocios que
discutir con él..., que se trata de dinero... —el portero había respondido con
aplomo:
—Todo el dinero del mundo no me haría despertar al viejo tigre. Está
durmiendo con su nueva concubina, Flor de Melocotón, que posee
solamente desde hace tres días. Despertarle me costaría la vida.
Y luego añadió maliciosamente, tirándose de los pelos del lunar:
—No te creas que el dinero le haría moverse. Tiene plata en las manos
desde que nació.
Al final, el asunto tuvo que ser ventilado con el agente del Anciano
Señor, un bribón aceitoso a cuyas manos se pegaba el dinero que pasaba por
ellas. Y le pareció a Wang Lung que, al fin y al cabo, la plata era más
valiosa que la tierra. A la plata se la podía ver brillar.
¡Bueno, pero la tierra era suya! Y un día gris del segundo mes se
dirigió a inspeccionarla. Nadie sabía aún que le pertenecía a él, y se fue solo
a verla. Era un largo cuadrilátero de negra arcilla que se extendía junto al
foso que rodeaba a la ciudad. Recorrió esta tierra cuidadosamente:
trescientos pies de largo y ciento veinte de ancho. Cuatro piedras marcaban
todavía los límites, cuatro piedras con la marca de la Casa de Hwang. Las
cambiaría más tarde y pondría en su lugar su propio nombre. Pero todavía
no; aún no estaba preparado para que la gente supiera que era lo bastante
rico para comprar tierra a la gran casa; lo haría más tarde, cuando fuese más
rico aún y no importase lo que hiciera. Y mirando hacia su nueva
propiedad, se dijo:
«Para los de la casa grande no tiene ninguna importancia este puñado
de tierra, pero para mí su valor es enorme».
Entonces se produjo un brusco cambio en su espíritu y se sintió lleno
de desprecio hacia sí mismo, porque un pequeño trozo de tierra como aquél
le parecía tan importante. Recordó que cuando, orgullosamente, hizo
entrega de la plata al agente, éste se limitó a decir con descuido:
—Bueno, aquí hay por lo menos con qué comprarle opio a la señora
durante unos días...
Y la enorme diferencia que aún existía entre él y la casa grande le
pareció súbitamente insalvable. Se sintió entonces poseído de una rabiosa
determinación, y se dijo que llenaría de plata el agujero de la pared una vez,
y otra, y otra, y otra, hasta que hubiera comprado tanta tierra de la Casa de
Hwang que la suya propia no pareciese a sus ojos mayor que una pulgada.
Y así este trozo de tierra se convirtió para Wang Lung en una meta y
un símbolo.
Llegó la primavera con sus vientos agudos y sus nubes desgarradas por
la lluvia, y para Wang Lung las fáciles horas del invierno se vieron
convertidas en largos días de labor desesperada en las tierras. El viejo
cuidaba ahora del niño y la mujer trabajaba con Wang Lung desde la aurora
hasta que el crepúsculo caía sobre los campos, de manera que cuando un día
Wang Lung descubrió en ella un nuevo embarazo, el primer pensamiento
que cruzó su mente fue el de que no podría trabajar durante la cosecha.
—De manera que has escogido esta ocasión para criar nuevamente,
¿eh? —le preguntó con irritación.
—Esta vez no es nada —contestó ella resueltamente—. Solamente es
duro la primera vez.
Aparte esto, nada más se dijo sobre la segunda criatura desde que
Wang Lung notó su forma al hincharse el vientre de la madre hasta un día
de otoño en que O-lan dejó su arado y se dirigió pesadamente hacia la casa.
Aquel día, Wang Lung no regresó, ni siquiera para la comida del mediodía,
porque el cielo estaba aturbonado y el arroz se hallaba maduro y listo para
ser recogido en gavillas. Más tarde, antes de que el sol se pusiera, O-lan
regresó a su lado, con el cuerpo afinado, exhausta, pero con el rostro
silencioso e impasible. Wang Lung sintió el impulso de gritarle: «Por hoy
ya has hecho bastante», pero el dolor de su propio cuerpo rendido le hacía
cruel, y se dijo a sí mismo que él había sufrido tanto con la labor de aquel
día como ella con su alumbramiento, de manera que sólo preguntó entre dos
golpes de hoz:
—¿Es varón o hembra?
Ella contestó con calma:
—Es otro varón.
No se dijeron nada más, pero él se sintió contento y el incesante
bajarse y doblarse le pareció menos arduo. Trabajaron hasta que la luna se
elevó sobre un hacinamiento de nubes moradas; entonces terminaron el
campo y se dirigieron a la casa.
Después de la cena y tras de haberse lavado el cuerpo quemado por el
sol con agua fresca y enjuagado la boca con té, Wang Lung fue a ver a su
segundo hijo. O-lan se había echado en la cama después de haber hecho la
cena y tenía a la criatura a su lado. Era un niño gordo, plácido, sano, aunque
no tan grande como el primero. Wang Lung le contempló y luego regresó al
otro cuarto muy satisfecho. Otro hijo; y otro, y otro; uno cada año. Pero
cada año no podría procurarse huevos encarnados. Era suficiente haberlo
hecho por el primero. Hijos cada año; la casa estaba habitada por la buena
suerte. Esta mujer no le había traído más que buena suerte... Le gritó a su
padre:
—Ahora, anciano, con otro nieto, tendremos que ponerle el grande en
su cama.
El viejo estaba encantado. Durante mucho tiempo había querido que el
niño durmiese con él y le calentase sus viejos huesos, pero la criatura no
quería separarse de su madre. Ahora, sin embargo, parecía comprender, al
mirar aquella otra criatura junto a su madre, que tenía que ceder su puesto y
se dejó llevar sin protesta al lecho de su abuelo.
Y otra vez las cosechas fueron abundantes, y Wang Lung cambió sus
productos por plata y nuevamente la escondió en el agujero de la pared.
Pero el arroz que segó de la tierra de Hwang le valió el doble de lo que le
produjo el de sus propios terrenos arrocíferos. El suelo de ese campo era
húmedo y rico y el arroz crecía en él como la hierba donde no es deseada. Y
ahora todo el mundo sabía que aquel campo pertenecía a Wang Lung y en el
pueblo se hablaba de hacerle jefe.
VII
En este tiempo, el tío de Wang Lung comenzó a dar la guerra que Wang
Lung había previsto desde un principio que daría. Este tío era el hermano
menor de su padre, y por todos los derechos del parentesco podía depender
de Wang Lung si sus propios medios le eran insuficientes para sí y para los
suyos. Mientras Wang Lung y su padre fueron pobres y anduvieron mal
nutridos, el tío hizo un esfuerzo para arrancar de su tierra lo necesario para
alimentar a sus siete hijos, a su esposa y a sí mismo; pero una vez habían
comido, nadie trabajaba. La mujer no se movía para barrer el suelo de la
choza, ni los chiquillos para lavarse la cara. Era una vergüenza que según
las niñas crecían, llegando hasta la edad de contraer matrimonio,
continuasen correteando por las calles del pueblo, y en ocasiones incluso
hablasen con hombres. Habiendo encontrado así un día a la mayor de sus
primas, Wang Lung se sintió tan ofendido por la afrenta infligida a su
familia, que se atrevió a ir ante la mujer de su tío y decirle:
—¿Quién se va a casar con una muchacha como mi prima, a quien
cualquier hombre puede hablar? Está en edad de contraer matrimonio desde
hace tres años, y todavía corretea por ahí, y hoy he visto un holgazán del
pueblo que le ponía la mano sobre el brazo, a lo que ella contestó con
risotadas.
La mujer de su tío no tenía en el cuerpo más que una cosa activa: la
lengua, y ahora la dejó ir con viveza atacando a Wang Lung:
—¡Muy bien! ¿Y quién pagará la dote, y la boda, y el intermediario?
Les es muy fácil hablar a los que tienen más tierra de la que pueden cultivar
y aún pueden ir y comprar terrenos de las grandes familias con el dinero
que les sobra, pero tu tío es un hombre de poca fortuna y siempre lo ha sido.
Tiene un destino avieso, aunque sin culpa suya. El cielo lo quiere así.
Donde otros pueden recolectar buen grano, a él se le muere la semilla en el
surco y no germina más que la mala hierba. ¡Y eso aunque se rompa el
espinazo labrando!
Empezó a gimotear con un llanto fácil y ruidoso, y se fue exaltando
hasta convertirse en una furia.
—¡Ah, tú no sabes lo que es un destino avieso! Mientras los campos
de los demás producen buen trigo y buen arroz, los nuestros no dan más que
hierbajos; mientras las casas de los demás aguantan cien años, la nuestra se
tambalea como si la misma tierra se agitase bajo ella para destruirla;
mientras otras mujeres tienen hijos, yo, aunque conciba un varón, doy a luz
una hembra. ¡Ah, destino avieso!
Gritó tanto que las vecinas corrieron a las puertas de sus casas para ver
y oír lo que pasaba. Wang Lung, sin embargo, se mantuvo firme, decidido a
terminar lo que había venido a decir.
—De todas maneras —dijo—, y aunque no soy yo quién para
pretender aconsejar al hermano de mi padre, voy a decir esto: que es mejor
casar a una muchacha mientras es virgen, y que nunca se ha oído hablar de
que una perra a la que se permite vagar por las calles no alumbrara un
cachorro.
Habiendo hablado claramente, se alejó en dirección a su casa y dejó a
la mujer de su tío vociferando. Tenía la intención de comprar este año más
tierra de la Casa de Hwang, y más tierra año tras año según sus medios se lo
permitieran; además soñaba con añadir otro cuarto a su casa y le indignaba
que, —pues el y sus hijos se convertían en una familia rica—, esta
descastada estirpe de sus primos fuese dando tumbos por ahí, llevando su
mismo nombre.
Al día siguiente, su tío vino al campo donde él se hallaba trabajando.
O-lan estaba ausente, porque diez lunas habían pasado desde que naciera el
segundo hijo y ya tenía próxima una tercera maternidad. Esta vez no se
encontraba muy bien y había estado unos días sin ir a los campos, donde
Wang Lung trabajaba solo. Su tío se acercó caminando a lo largo de un
surco. Siempre llevaba la ropa desabrochada y mal sujeta con el cinturón.
Llegó donde Wang Lung trabajaba y se le quedó mirando mientras labraba
una estrecha cinta de tierra junto a las judías que se hallaba cultivando. Al
fin, Wang Lung dijo maliciosamente y sin levantar la cabeza:
—Le pido perdón, tío, por no detenerme en mi trabajo. Si estas judías
han de dar rendimiento hay que cultivarlas, como usted sabe, dos y tres
veces. Las suyas, indudablemente, están ya terminadas, pero yo soy lento...,
un mal labrador... Nunca termino mi trabajo a tiempo para poder descansar.
El tío entendió perfectamente la ironía. Y dijo suavemente:
—Yo soy un hombre de destino avieso. Este año, de cada veinte judías
sólo una ha germinado, y tan esmirriada que no vale la pena cultivarla.
Tendremos que comprar judías este año si queremos comerlas.
Y suspiró profundamente.
Wang Lung se acorazó la sensibilidad. Sabía que su tío había venido a
pedirle algo, y continuó trabajando en silencio. Finalmente, el tío empezó a
hablar:
—Aquélla me explicó que tú te habías interesado por mi despreciable
esclava mayor. Eres sabio para tus años. Todo lo que dijiste es cierto.
Tendría que casarse. Cuenta ya quince años y hace tres o cuatro que puede
concebir. Vivo en un eterno terror de que esto ocurra y traiga la vergüenza a
nuestro nombre. ¡Imagínate que una desgracia así nos ocurriese a nosotros,
a mí, el hermano de tu propio padre!
Wang Lung dejó caer el azadón con fuerza en la tierra. Le hubiera
gustado poder hablar claramente. Le habría gustado poder decir:
—¿Y por qué no la sujetáis, entonces? ¿Por qué no la obligáis a
permanecer decentemente en la casa y limpiar, barrer, cocinar y hacer ropas
para la familia?
Pero estas cosas no se podían decir a una persona de la vieja
generación.
Guardó, pues, silencio, labró cuidadosamente en torno a una pequeña
planta y esperó.
—Si hubiera sido mi feliz destino —continuó su tío fúnebremente—
haberme casado con una mujer parecida a la de tu padre, que podía trabajar
y al mismo tiempo concebir hijos, como hace tu propia mujer, y no con una
como la mía, que no produce nada más que grasa ni da a luz otra cosa que
hembras, con la sola excepción del holgazán de mi hijo, que es menos que
un hombre por su holgazanería, entonces yo también sería ahora un hombre
rico, como lo eres tú. Y entonces sería para mí un placer dividir mis bienes
contigo. Casaría bien a tus hijas y colocaría a tu hijo como aprendiz en la
tienda de un mercader, pagando la cuota de garantía. Y me encantaría hacer
reparaciones en tu casa y alimentarte con lo mejor que tuviera; a ti, a tu
padre y a tus hijos, porque para eso somos de la misma sangre.
Wang Lung contestó brevemente:
—Sabéis que no soy rico. Tengo cinco bocas que mantener y mi padre
es viejo y no trabaja, pero come, y otra boca está naciendo en mi casa en
estos mismos instantes.
Su tío replicó agriamente:
—¡Eres rico, eres rico! Has comprado la tierra de la casa grande a sabe
Dios qué elevado precio. ¿Existe otro hombre en el pueblo que pudiese
hacer lo mismo?
Al oír esto, Wang Lung se enfureció. Tiró el azadón al suelo y empezó
a gritarle a su tío:
—¡Si tengo un puñado de plata es porque trabajo y mi mujer trabaja, y
no perdemos el tiempo, como hacen algunos, en las mesas de juego y
chismorreando a la puerta de nuestra casa mientras la maleza invade los
campos y los hijos van a medio alimentar!
La sangre afluyó al rostro amarillo del tío, que se abalanzó contra
Wang Lung y le abofeteó vigorosamente en ambas mejillas.
—¡Eso por hablar así a la generación de tu padre! ¿Es que no tienes
religión, ni moral, que tan abominable es tu conducta filial? ¿No has oído
nunca decir que los Sagrados Edictos prohíben que un hombre corrija a sus
mayores?
Wang Lung permaneció silencioso e inmóvil, consciente de su falta,
pero furioso hasta el fondo de su alma contra este hombre que era su tío.
—¡Repetiré tus palabras al pueblo entero! —exclamó el viejo con una
voz aguda y rota por la rabia—. ¡Ayer atacaste mi casa y gritaste en la calle
que mi hija no es virgen; y hoy me haces reproches a mí, a mí que, si tu
padre muere, debo ser como un padre para ti! ¡Mis hijas podrían no ser
vírgenes, pero de ninguna de ellas soportaría tal lenguaje!
Y repitió otras veces:
—¡Se lo diré a todo el pueblo! ¡Se lo diré a todo el pueblo! Al fin,
Wang Lung preguntó de mala gana:
—¿Qué queréis que haga?
Hería su orgullo que este asunto fuese discutido en el pueblo. Al fin y
al cabo, se trataba de su propia sangre.
Su tío cambió inmediatamente y su indignación desapareció.
Sonriendo, puso una mano en el brazo de Wang Lung diciéndole:
—Buen muchacho... Buen muchacho... Tu tío te conoce... Tú eres mi
hijo. Hijo, pon un poco de plata en esta vieja palma... Diez piezas, o aunque
sean nueve, y podré empezar a hacer tratos con un agente matrimonial para
casar a mi esclava. ¡Ah, tienes razón! ¡Ya es tiempo, ya es tiempo!
Dio un suspiro, movió la cabeza y miró devotamente hacia el cielo.
Wang Lung recogió el azadón y lo volvió a lanzar.
—Venid a casa —dijo—. Yo no llevo plata encima, como un príncipe.
Y comenzó a andar; iba con una amargura en el alma que le dejaba sin
palabras. Parte de la plata con la que había pensado comprar más tierra
tenía que pasar a las manos de su tío, de donde caería en las mesas de juego.
Penetró en la casa, apartando de su paso a sus dos hijitos, que jugaban
desnudos en la entrada. El tío acarició a los dos pequeñitos con fácil afecto.
—Sois dos hombrecitos —les dijo cogiendo a uno en cada brazo.
Pero Wang Lung no se detuvo. Entró en la habitación donde dormía
con su mujer y la tercera criatura. La habitación estaba muy oscura y,
excepto por la estría de luz que penetraba por el agujero, no podía ver nada.
Pero el olor de sangre caliente, que tan bien recordaba, le salió al encuentro
y gritó vivamente:
—¿Qué es esto? ¿Te llegó la hora?
La voz de su mujer le contestó desde la cama con una debilidad que no
le conocía:
—Ya pasó todo otra vez. Ahora sólo ha sido una esclava. No vale la
pena mencionarla.
Wang Lung se quedó inmóvil. Un mal presentimiento cruzó su mente.
¡Una chica! Por una chica había ahora aquellas preocupaciones en casa de
su tío.
Se dirigió sin replicar a la pared y tanteó buscando la aspereza que era
la marca del escondite donde guardaba la plata. Sacó de el nueve piezas.
—¿Para qué estas sacando la plata? —preguntó su mujer súbitamente
en la oscuridad.
—Me veo obligado a prestársela a mi tío —replicó brevemente.
—Más vale no decir «prestar» cuando se trata de esa casa.
—Bien lo sé —contestó Wang Lung con amargura. Me destroza el
corazón tener que dársela, y sin otra razón que el ser de la misma sangre.
Cuando le hubo entregado el dinero a su tío se dirigió de nuevo hacia
el campo y se puso a trabajar con verdadero furor. Por un momento, sólo
pensó en la plata: la vio lanzada descuidadamente sobre la mesa de juego,
arrebatada por alguna mano holgazana. Su plata, la plata que tan
penosamente había arrancado de su tierra para convertirla en más tierra.
Llegó la noche cuando su ira comenzó a calmarse, y se acordó de su
casa y de su cena. Y entonces también se le ocurrió pensar en la nueva boca
que acababa de nacer, que era una niña, y las niñas no pertenecen a los
padres, sino que son dedicadas a otras familias. Ni siquiera había pensado,
en su cólera contra su tío, en detenerse a mirar esta nueva criatura.
Permaneció apoyado contra el azadón y se sintió invadido de tristeza.
Tendría ahora que pasar otra cosecha hasta que pudiese comprar la tierra, un
trozo colindante con el que ya tenía. Y ahora había una boca más en la casa.
A través del cielo pardo del atardecer pasó una bandada de cuervos y
revolotearon en torno a él graznando ruidosamente. Los vio desaparecer en
unos árboles cercanos a su casa y corrió tras ellos gritando y agitando el
azadón. Los cuervos se elevaron nuevamente formando círculos sobre su
cabeza, burlándose con sus graznidos, y al fin se perdieron en el cielo ya
oscurecido.
Wang Lung gimió. Aquello era un mal presagio.
VIII
Parecía como si los dioses, habiendo abandonado a un hombre, no se
acordasen más de él. Las lluvias que debían haber caído en los comienzos
del verano no cayeron, y día tras día el cielo brillaba con fresco y cruel
resplandor. La tierra apergaminada y sedienta les tenía sin cuidado a los
dioses, y de aurora a aurora no se veía una nube. Por las noches, las
estrellas se destacaban en el cielo impoluto con una belleza dorada y
perversa.
Los campos, a pesar de que Wang Lung los cultivaba con
desesperación, se resecaban y abrían, y el trigo tierno que había brotado
valientemente al llegar la primavera y se había preparado a granar, al ver
que nada le llegaba de la tierra ni del cielo, cesó de crecer, permaneció al
principio quieto bajo el sol y luego empezó a disminuir y amarillear,
quedando convertido en una cosecha estéril. Los lechos de arroz que Wang
Lung sembrara eran como cuadriláteros de jaspe en la tierra morena. Día
tras día los regaba, desde que diera el trigo por perdido: cargaba el agua en
dos pesados cubos de madera, colocados en los extremos de una pértiga que
el llevaba sobre las espaldas. Pero por más que abrió un surco en su carne y
se formó en ella una callosidad tan grande como una escudilla, la lluvia no
hizo aparición alguna.
Al fin el agua del estanque se secó, formando un cuajarón de greda, y
hasta el agua del pozo bajó tanto que O-lan dijo:
—Si los niños han de beber y el viejo ha de tener su agua caliente, las
plantas habrán de secarse.
Wang Lung le contestó con rabia que se quebró en un sollozo:
—¡Bueno, y si las plantas se mueren, ellos también tendrán que
morirse!
Era cierto que dependían enteramente de la tierra.
Únicamente el terreno cercano al foso dio cosecha, y eso porque Wang
Lung, viendo que pasaba el verano sin que lloviese, abandonó todos sus
otros campos y dedicó enteramente su atención a éste, cuyo ávido suelo
regaba con el agua que extraía del foso.
Aquel año, por primera vez, vendió el grano tan pronto lo hubo
cosechado, y al sentir la plata entre sus manos la apretó con un ansia que
tenía mucho de desafío. Con aquella plata, se dijo, haría, pese a los dioses y
pese a la sequía, lo que había determinado hacer. Por aquella plata había
molido su cuerpo y derramado el sudor de su frente, y haría con ella lo que
quisiese. Y corrió a la Casa de Hwang, se presentó ante el administrador de
las tierras y le dijo sin ceremonias:
—Tengo con qué comprar el terreno que colinda con el mío, junto al
foso.
Wang Lung había oído decir aquí y allá que para la Casa de Hwang
aquel año había rayado en la pobreza. La Anciana Señora no había fumado
íntegramente su ración de opio en muchos días, y parecía una vieja tigresa,
trastornada por el ansia de la droga. Cada día hacía venir al administrador a
su presencia, y cuando lo tenía delante le maldecía, le golpeaba el rostro
con el abanico y le gritaba: «¿Pero es que ya no quedan leguas de tierra?»,
hasta hacerle perder el tino.
Tanto lo había perdido que últimamente hasta había renunciado al
dinero que solía retener, para su propio uso, de las transacciones de la
familia. Y por si todo esto fuera poco, el Anciano Señor decidió tomar otra
concubina más, una esclava hija de una esclava que había sido suya en su
juventud y que estaba ahora casada con un criado de la casa porque el deseo
que inspirara a su señor se apagó antes de que éste la aceptara en sus
habitaciones como concubina. La pequeña esclava, que no tenía más de
dieciséis años, despertaba en el una lujuria nueva, pues según iba
envejeciendo, debilitándose y haciéndose pesado a fuerza de tejido adiposo,
crecía su deseo de carne fresca, de mujercitas ligeras y jóvenes, hasta niñas;
de modo que era imposible moderar su lujuria. Como la Venerable Señora
con su opio, así él con su sensualidad. Y era inútil tratar de hacerle
comprender que no había dinero para pendientes de jaspe ni oro que verter
en las lindas manos femeninas. El significado de las palabras «no hay
dinero» no podía alcanzar a quien, durante toda una vida, sólo había tenido
que extender la mano para retirarla colmada cuantas veces lo deseara.
Y viendo a sus padres de tal suerte, los jóvenes señores se encogieron
de hombros y se dijeron que aún tendrían suficiente dinero para derrochar
durante toda su vida. Y solamente se unían en una cosa: en reprochar al
administrador la mala marcha de sus propiedades, hasta que el hombre,
antes opulento y untuoso, de vida fácil y bolsa abundante, tornóse inquieto,
se sintió acosado y comenzó a perder carnes de tal manera que la piel le
colgaba sobre los huesos como un vestido viejo.
Tampoco quiso el cielo enviar lluvias a los campos de la Casa de
Hwang, y tampoco en ellos había cosechas que recoger, así es que cuando
Wang Lung llegó al administrador diciendo: «Tengo plata», era como si
alguien se hubiera acercado a un hambriento diciendo: «Tengo comida».
El administrador cogió aquella plata ansiosamente. La otra vez habían
charlado y bebido té, pero ahora entre los dos hombres se cruzaba un
cuchicheo impaciente, y con más rapidez que las palabras eran
pronunciadas pasó el dinero de unas manos a otras, se firmaron y sellaron
los papeles y la tierra fue de Wang Lung.
Y otra vez Wang Lung no consideró duro desprenderse de aquella
plata, que era su carne y su sangre. Con ella realizaba el deseo de su
corazón. Tenía ahora un vasto campo de buena tierra, pues este campo era
el doble del que comprara anteriormente. Pero para él, más importante que
su oscura fertilidad era el hecho de haber pertenecido a la familia de un
príncipe. Y esta vez no dijo a nadie, ni aun a O-lan, lo que había hecho.
Los meses pasaban y la lluvia era esperada inútilmente. Al acercarse el
otoño, las nubes se hacinaron levemente en el cielo, unas nubes pequeñas y
ligeras. Y por las calles del pueblo se veían grupos de hombres,
desocupados y ansiosos, con los rostros vueltos hacia el firmamento,
examinando atentamente esta o aquella nube y discutiendo sobre cuál de
ellas encerraría lluvia en su seno. Pero antes de que pudiera formarse una
cerrazón prometedora, se alzaba del Noroeste un aire crudo, el aire
mordiente del desierto lejano, y barría las nubes del firmamento lo mismo
que una escoba barre el polvo del suelo. Y el cielo continuaba límpido y
vacío, el sol se alzaba majestuosamente cada mañana, hacia su camino y se
ponía, solitario, cada atardecer. Y, a su debido tiempo, aparecía la luna y
brillaba con tanta claridad como un sol menor.
Wang Lung recolectó de sus campos una miserable cosecha de judías,
y del plantío de maíz, sembrado desesperadamente cuando el arroz
comenzó a amarillear y morirse, cortó unas breves mazorcas, con los granos
diseminados aquí y allá. Ni una judía se desperdició en la trilla. Wang Lung
mandó que los dos niños tamizaran entre sus dedos el polvo de la era,
después que él y la mujer habían expurgado las plantas; y desgranó el maíz
sobre el suelo del cuarto central, vigilando atentamente los granos que caían
un poco diseminados. Cuando iba a recoger las mazorcas vacías, para
usarlas como combustible, su esposa exclamó:
—No las desperdicies quemándolas. Cuando yo era niña, en Shantung,
recuerdo que, en años como éste, molíamos las mazorcas y las comíamos.
Son mejores que la hierba.
Al hablar ella, todos guardaron silencio. Eran días de abstinencia, estos
días extraños y brillantes en que la tierra les estaba fallando. Únicamente la
última criatura, la niña, desconocía el temor. Para ella estaban todavía
repletos los dos robustos pechos de su madre: Pero O-lan, al amamantarla,
murmuraba:
—Aliméntate, pobre tonta, aliméntate... mientras todavía tienes esto
con que alimentarte.
Entonces, como si la desgracia fuera poca, O-lan quedó de nuevo
embarazada, la leche se le secó y toda la casa estremecióse con la voz de
una criaturita que lloraba de hambre incesantemente.
Si alguien le hubiera preguntado a Wang Lung cómo se alimentaban
aquel otoño, la respuesta hubiera sido:
—No sé... Un poco de comida de vez en cuando.
Pero nadie le preguntaba tal cosa. En toda la comarca, nadie le
preguntaba a nadie: «¿Cómo te alimentas?», sino que cada cual se
interrogaba a sí mismo: «¿Cómo me alimentaré hoy?». Y los padres decían:
«¿Cómo nos alimentaremos hoy, nosotros y nuestros hijos?».
Wang Lung había cuidado de su buey hasta donde le fue posible. Le
había dado a la bestia un puñado de hierba y de paja de judías mientras la
hubo, y, al terminarse ésta, salió a coger hojas de los árboles y se las fue
dando hasta que vino el invierno y las hojas desaparecieron. Entonces, ya
que no había campos que arar; ya que la semilla, si se plantaba, secábase en
la tierra, y ya que, además, se habían comido todas sus semillas, hizo que el
buey fuese a pacer por sí mismo. Le mandaba fuera, con el chico mayor
todo el día montado sobre él, sujetando la cuerda que pasaba por las narices
del animal, para que no lo robaran. Pero últimamente ni aun esto se había
atrevido a hacer, pues temía que los hombres del pueblo, y aun sus mismos
vecinos, pudieran atacar al muchacho y llevarse al buey para matarlo y
comérselo. De manera que lo tenía en el portal hasta que la bestia
enflaqueció tanto que no era más que un esqueleto.
Pero llegó un día en que el arroz se acabó, y el trigo se acabó, y
únicamente quedaban unas cuantas judías y una magra provisión de maíz.
El buey bramaba de hambre y el padre de Wang Lung dijo:
—Nos comeremos el buey después.
Entonces, Wang Lung protestó, porque para él era como si alguien
hubiera dicho: «Nos comeremos un hombre después». El buey era su
compañero de los campos, había andado tras sus hijos. Y un hombre puede
comprar otro buey con más facilidad que su propia existencia.
Pero Wang Lung no quiso permitir que se le matase aquel día. Y pasó
el siguiente, y el otro, y los niños lloraban pidiendo comida y no había
manera de consolarlos. O-lan miraba a su marido, suplicándole por los
niños, y al fin Wang Lung vio que no había más remedio que hacer lo que le
pedían. Y exclamó ásperamente.
—¡Que se le mate, pues! Pero yo no puedo hacerlo.
Fue al dormitorio, se echó sobre la cama y se tapó la cabeza con la
colcha para no oír los bramidos de la bestia cuando muriese.
Entonces O-lan deslizóse afuera, cogió un gran cuchillo que empleaba
en la cocina y dio un tajo formidable en el cuello del animal, hiriéndole de
muerte. En una palangana recogió la sangre, para hacer con ella un budín, y
degolló y cortó en pedazos el enorme esqueleto, mientras Wang Lung se
negaba a salir hasta que todo hubiera sido consumado, y la carne, cocida y
llevada a la mesa. Pero cuando trató de comer aquella carne de su buey, se
le hinchó la garganta y no pudo tragarla. Tomó únicamente un poco de la
sopa, y O-lan le dijo:
—Un buey no es más que un buey, y éste se hacía viejo. Come, que
algún día tendrás otro y mejor que éste.
Con lo cual, Wang Lung se sintió algo confortado, y comió un bocado,
y luego un poco más, y todos comieron en paz.
Pero el buey fue consumido, y sus huesos, cascados para sacarles el
tuétano, y de él no quedó nada más que la piel, seca y dura, tensa sobre el
potro de bambú que O-lan había hecho para mantenerla estirada.
Al principio había habido en el pueblo cierta hostilidad contra Wang
Lung porque decían que tenía plata escondida y alimentos almacenados. Su
tío, que fue uno de los primeros hambrientos, llegó a su puerta
importunándole, pues en realidad él, su mujer y sus siete hijos no tenían
nada que comer. Wang Lung midió de mala gana, en el halda de la túnica de
su tío, un montoncito de judías y un precioso puñado de maíz, diciendo con
energía:
—Es todo cuanto puedo daros. Antes que nada, y aunque no tuviera
hijos, he de tener en cuenta a mi anciano padre.
Y cuando su tío volvió otra vez, Wang Lung exclamó:
—¡Ni la piedad filial me permitirá sostener mi casa!
Y dejó partir al hermano de su padre con las manos vacías.
Desde aquel día, su tío volvióse contra él como un perro apaleado y
empezó a murmurar por las casas del pueblo:
—Mi sobrino tiene plata y alimentos, pero no quiere darnos nada a
nosotros, ni siquiera a mí y a mis hijos, que somos de su misma sangre. No
nos queda más remedio que morirnos de hambre.
Y cuando familia tras familia consumió sus provisiones en el pueblo y
gastó su última moneda en el pobre mercado de la ciudad, y soplaron los
vientos del invierno, fríos como un cuchillo de acero, secos y estériles, el
corazón de los lugareños ensombrecióse por la propia hambre y el hambre
de sus esqueléticas esposas y quejumbrosos chiquillos. Y cuando el tío de
Wang Lung, temblando por las calles como un perro famélico, repitió: «Hay
quien tiene comida; hay un hombre cuyos hijos están gordos todavía», los
hombres se armaron de estacas una noche, fueron a la casa de Wang Lung y
aporrearon la puerta. Cuando él abrió, a las voces de sus vecinos, le
hicieron a un lado de un empujón, sacaron fuera a los aterrorizados niños y
cayeron como una plaga, sobre cada rincón, arañaron cada saliente con las
manos en busca de los alimentos escondidos. Y entonces, al encontrar su
miserable provisión de judías secas y su escudilla de granos de maíz, dieron
un gran aullido de desesperanza, de desesperación, y cogieron los muebles,
la mesa, los bancos, la cama donde yacía el viejo asustado y lloroso.
Entonces O-lan se adelantó y su voz, oscura y lenta, alzóse entre los
hombres.
—Eso no..., eso todavía no —gritó—. Aún no ha llegado el momento
de coger la mesa, los bancos y la cama de nuestra casa. Tenéis toda nuestra
comida, pero de vuestros propios hogares aún no habéis vendido el
mobiliario. Dejadnos el nuestro. Estamos iguales. No tenemos ni una judía
ni un grano de maíz más que vosotros... No, vosotros tenéis más ahora,
porque os habéis llevado lo nuestro. El castigo del cielo caerá sobre
vosotros si os lleváis más. Ahora saldremos juntos y buscaremos hierbas y
cortezas de árbol que comer, vosotros para vuestros hijos y nosotros para
nuestras tres criaturas y para esta cuarta que ha de nacer a su tiempo.
Oprimió la mano contra su vientre mientras hablaba, y los hombres se
sintieron avergonzados ante ella y fueron saliendo uno por uno, pues no
eran mala gente y sólo el hambre les había arrastrado a tales extremos.
Uno, llamado Ching, quedó rezagado; era un hombre pequeño,
silencioso, con un rostro amarillo que en sus mejores tiempos parecía de
simio y que estaba ahora chupado y ansioso. De buena gana hubiera
pronunciado alguna palabra de excusa, pues era un hombre honrado y
únicamente el llanto de su criatura le había echo cometer aquella mala
acción, pero oculto en su seno llevaba un puñado de judías que había
cogido cuando fue hallada la provisión y temía tener que devolverlas si
hablaba, de manera que sólo miró a Wang Lung con ojos macilentos y
silenciosos y salió de la casa.
Allí, en aquel patio en el que año tras año había trillado sus buenas
cosechas, quedó Wang Lung; en aquel patio que desde hacía tantos meses
no servía de nada. Ni una brizna quedaba en la casa con que alimentar a su
padre y a sus hijos, nada con que alimentar a aquella mujer suya que
además del alimento de su propio cuerpo necesitaba el de aquel otro que,
con la crueldad de la vida nueva y ardiente, se nutriría de la carne y de la
sangre de su madre. Y Wang Lung tuvo instantes de pánico. Luego, como
un vino calmante, fluyó por sus venas un íntimo consuelo, y se dijo:
«La tierra no pueden quitármela. He puesto el sudor de mi frente y el
fruto de mis campos en algo que perdura. Si tuviera plata, se la habrían
llevado. Si con la plata hubiese comprado provisiones para almacenarlas, se
las habrían llevado. Pero la tierra es mía aún».
IX
Sentado en el portal de su casa, Wang Lung se decía que había llegado el
momento de hacer algo. No era cuestión de quedarse en ésta, vacía, a morir.
En su cuerpo huesudo, en torno al cual cada día se apretaba un poco más el
cinturón, dada la determinación de vivir. Se negaba rotundamente a que un
destino estúpido le robase su derecho a la vida, precisamente en el instante
en que la vida del hombre llega a su plenitud. Había ahora en él tanto coraje
que a veces no sabía ni expresarlo. En ocasiones sentíase poseído de un
frenesí que le llevaba a salir a la desnuda era y desde ella alzaba los brazos
con ira al cielo implacable que sobre su cabeza brillaba eternamente azul y
claro, frío y estéril.
—¡Ah, eres demasiado malo, Viejo Hombre del Cielo! —gritaba
temerariamente. Y si por un instante sentíase atemorizado, clamaba en
seguida opacamente—: ¡Nada puede pasarme peor de lo que me pasa!
Una vez llegó, arrastrando un pie tras otro, con la extrema debilidad de
su angustiosa hambre, hasta el templo de la tierra, y deliberadamente
escupió en el rostro del menudo dios imperturbable que estaba sentado
junto a la diosa. No se veían ahora bastoncillos de incienso ante la pareja, ni
los había habido durante muchas lunas; y sus vestiduras de papel se
hallaban deterioradas, mostrando por los agujeros los cuerpos de arcilla.
Pero las divinidades permanecían allí, inconmovibles, y Wang Lung les
enseñó los dientes, regresó a su casa y se echó gimiendo sobre la cama.
Ahora ninguno de ellos se levantaba apenas del lecho. No tenían para
qué, y un sueño soporífero sustituía, de momento al menos, al alimento que
les faltaba. Las mazorcas de maíz las pusieron a secar y ya se las habían
comido; y la corteza de los árboles la raspaban y se la comían. En toda la
comarca, la gente arrancaba cuanta hierba podía encontrar en las peladas
colinas, y de aquellas hierbas se alimentaban. No se veía un solo animal en
parte alguna. Quien quisiera podía andar durante un puñado de días sin
encontrar un buey ni un asno ni ninguna clase de bestia o ave.
Los vientres de los chiquillos estaban hinchados de aire, y en aquellos
días nadie veía a un niño jugando en las calles del pueblo. A lo más, los dos
chicos de Wang Lung se deslizaban hasta la puerta y se sentaban al sol,
aquel sol cruel que no cesaba de brillar. Sus cuerpecillos, antes suaves y
redondos, eran ahora angulares y huesudos. La niña ni siquiera se sentaba
sola, aunque ya tenía edad para ello, sino que permanecía echada, sin
quejarse, hora tras hora, envuelta en una colcha vieja. Al principio la cólera
insistente de su llanto había llenado la casa, pero terminó al fin por callarse
chupando débilmente lo que se le pusiera en la boca. Su pequeño rostro
consumido se alzaba hacia todos ellos; labios hundidos y amoratados como
la boca desdentada de una viejecita, y ojos apagados e inexpresivos.
Algunas veces, al mirarla, Wang Lung murmuraba suavemente: «Pobre...,
pobre...», y una vez, al ver que la criatura esbozaba una débil sonrisa,
mostrando sus encías sin dientes, rompió a llorar con desconsuelo y apretó
con dulzura su escuálida manita, sujetándola entre sus manos flacas y duras.
Desde entonces solía coger a la niña en brazos, toda desnudita, según
estaba echada, y apretarla contra la relativa tibieza de su pecho. Y salía con
ella así y se sentaba a la puerta de la casa, mirando hacia los campos secos y
desolados.
En cuanto al anciano, su condición era mejor que la de los otros,
porque si había algo que comer, a él se le daba, aunque los chiquillos se
quedasen sin nada. Wang Lung se decía con orgullo que nadie le podría
acusar de haber abandonado a su padre en esta hora de muerte. El anciano
comería, aunque él tuviera que darle su propia carne.
El anciano dormía día y noche, comía lo que le daban y todavía le
quedaban fuerzas para salir al patio de entrada al mediodía, cuando el sol
calentaba. Estaba de mejor humor que todos los demás, y un día exclamó
con su vieja voz, que era como un airecillo tembloroso entre los bambúes:
—Ha habido tiempos peores que estos. Una vez vi a los hombres y
mujeres comer niños.
—Jamás ocurrirá tal cosa en mi casa —contestó Wang Lung con un
horror extremo.
Un día, su vecino Ching, consumido ahora hasta parecer menos que
una sombra humana, llegó a la puerta de Wang Lung y dijo moviendo
temblorosamente sus labios secos y negros como tierra:
—En la ciudad se comen los perros, y en todas partes los caballos y
aves de todas clases. Aquí nos hemos comido las bestias que labraban
nuestros campos, la hierba y la corteza de los árboles. ¿Qué más nos queda
para alimentarnos?
Wang Lung movió la cabeza con desesperanza. En su regazo yacía la
leve; esquelética forma de su hija, y miró hacia aquel rostro delicado y
huesudo, hacia los ojillos punzantes y tristes que le seguían incesantemente.
Cuando su mirada se cruzaba con aquella mirada patética, por el rostro de la
criatura pasaba invariablemente una sonrisa que a Wang Lung le partía el
corazón.
Ching se le acercó más.
—En el pueblo están comiendo carne humana. Se susurra que tu tío y
su mujer la comen. De otra manera, ¿cómo vivirían, y con suficientes
fuerzas para andar por ahí, ellos que nunca tuvieron nada?
Wang Lung se apartó del rostro de Ching, que era como una calavera.
Súbitamente se sentía poseído de un terror que no comprendía. Se levantó
rápidamente, como para librarse de un peligro.
—Dejaremos este lugar —dijo en voz alta. ¡Nos iremos hacia el Sur!
En estas tierras hay por todas partas gentes que mueren de hambre. El cielo,
por perverso que sea, no querrá exterminar a todos los hijos de Han.
Ching le miró pacientemente.
—¡Ah, tú eres joven! Yo soy más viejo que tú y mi mujer es vieja y
sólo tenernos una hija. Podemos morir.
—Tú eres más afortunado que yo —dijo Wang Lung—. Yo tengo a mi
viejo padre y a los tres niños y al otro que está a punto de nacer. Debemos
irnos antes de que nos olvidemos de nuestra naturaleza y nos devoremos los
unos a los otros, como hacen los perros salvajes.
Y entonces se le ocurrió de pronto que lo que decía estaba muy bien, y
llamó a O-lan, que ahora que no había comida para cocinar ni combustible
para encender el fuego permanecía echada en la cama día tras día.
—¡Ven, mujer; nos iremos hacía el Sur!
O-lan se levantó penosamente y llegando hasta la puerta se apoyó en el
marco y dijo:
—Eso está bien. Por lo menos podremos morir andando.
La criatura que llevaba en el vientre colgaba de sus flacas ijadas como
un fruto nudoso. Del rostro le había desaparecido hasta la última partícula
de carne, y los huesos le sobresalían como rocas agudas.
—Pero espera hasta mañana —dijo O-lan—. De aquí a entonces ya
habré dado a luz. Lo noto por los movimientos de la criatura.
—Mañana, pues —contestó Wang Lung.
Y entonces se fijó en el rostro de su mujer y se sintió movido por una
compasión mucho mayor de la que hasta entonces había sentido hacia sí
mismo. ¡Y este pobre ser estaba todavía dándole vida a otro!
—¡Cómo podrás andar, pobre criatura! exclamó Wang Lung. Y
dirigiéndose a su vecino Ching, que todavía estaba apoyado contra el quicio
de la puerta, le dijo—:
—Si te queda todavía algún alimento, en nombre de las almas buenas,
dame algo con qué salvar la vida de la madre de mis hijos y olvidaré que te
he visto en mi casa como un ladrón!
Ching le miró avergonzado y contestó humildemente:
—Nunca más he podido pensar en ti con tranquilidad desde aquel día.
Fue ese perro, tu tío, quien me empujó, diciendo que tenías cosechas
almacenadas. Por este cielo cruel que nos cobija te juro que no me queda
más que un puñado de judías secas enterrado bajo la piedra de la entrada.
Esto mi mujer y yo lo teníamos reservado para nuestro último momento,
para poder, nosotros y nuestra hija, morir con un poquito de comida en el
estómago. Pero algo te daré a ti. Mañana vete al Sur, si puedes. Yo me
quedo. Soy más viejo que tú, no tengo hijos y no importa que viva o que me
muera.
Ching se alejó y al cabo de un momento regresó trayendo atado en un
pañuelo de algodón dos puñados de pequeñas judías encarnadas. Los
chiquillos se levantaron a la vista de la comida. Incluso los ojos del viejo
brillaron de codicia, pero Wang Lung los apartó a todos por primera vez y
llevó el alimento a su esposa. Ella comió un poco, a la fuerza, grano por
grano, pero sabía que su hora había llegado y que si no se alimentaba un
poco, moriría en sus próximos dolores, falta de fuerzas para resistirlos.
Wang Lung conservó únicamente unas cuantas judías y éstas se las
llevó a la boca y las mascó hasta convertirlas en una pasta. Luego,
acercando los labios a los de su hija, hizo pasar a su boca la suave pulpa y,
al observar que los pequeños labios se movían, se sintió alimentado.
Aquella noche, Wang Lung permaneció en el cuarto del centro. Los
dos chicos estaban con el abuelo, y en el tercer cuarto O-lan daba a luz,
sola. Wang Lung estaba sentado en aquella habitación como cuando nació
su primer hijo. Todavía O-lan no le permitía estar a su lado en tales
momentos, todavía daba a luz sin ayuda de nadie, agachándose sobre la
vieja tina que guardaba para esas ocasiones, arrastrándose por el cuarto
después para borrar toda huella de lo ocurrido.
Wang Lung escuchaba atentamente esperando el débil y agudo grito
que conocía tan bien. Y esperaba presa de una honda desesperación. Fuese
varón o hembra la criatura, le era ahora por completo indiferente.
Significaba tan sólo una boca más que alimentar.
—Sería misericordioso que no respirase... —murmuró. Y se calló en
seguida porque acababa de oír el débil vagido—. Pero no hay misericordia
en estos tiempos —terminó amargamente.
No se oyó llorar más, y la casa quedó sumida en una quietud
impenetrable. Bien es verdad que durante muchos días el silencio se había
adueñado del pueblo: el silencio de la inactividad y de la gente que
esperaba, cada cual en su casa, la hora de la muerte. De pronto, Wang Lung
no pudo soportarlo más. Tenía miedo. Se levantó y acercóse a la puerta de
la habitación donde estaba O-lan, gritando:
—¿Estás bien?
Prestó oído atentamente. ¡Si se hubiera muerto, así, sola, mientras él
permanecía sentado en el otro cuarto! Pero se oían ruidos ligeros en la
habitación. O-lan se movía de un lado a otro. Al fin le oyó decir, con una
voz tan débil que era como un suspiro:
—¡Entra!
Entró y la vio tendida en la cama, tan consumida que su cuerpo apenas
tenía relieve bajo el cobertor. Y estaba sola.
—¿Dónde está la criatura? —preguntó Wang Lung.
Ella movió levemente una mano, con débil gesto, y Wang Lung vio
que la criatura estaba en el suelo.
—¡Muerta! —exclamó.
—Muerta —murmuró O-lan.
Inclinándose, Wang Lung examinó el esmirriado cuerpecillo, un triste
puñado de huesos y piel. Era una niña. Y estaba a punto de gritar: «¡Pero la
he oído llorar... viva!, cuando se fijó en el rostro de la mujer. Tenía los ojos
cerrados, el color ceniciento y los huesos prominentes bajo la piel... ¡Un
pobre ser silencioso, rendido, llegado al límite de la extenuación! Y no
encontró nada que decir. Al fin y al cabo, durante todos estos meses él no
había tenido que cargar más que con su propio cuerpo. ¡Qué agonías no
habría sufrido esta mujer, con una criatura hambrienta consumiéndole las
entrañas, desesperada desde dentro en la defensa de su propia vida!
Wang Lung no dijo nada, pero cogió a la criatura muerta y la llevó a la
otra habitación; luego buscó hasta encontrar un trozo de estera rota y la
envolvió en ella. La redonda cabecita caía hacia un lado y hacia otro, y en el
cuello Wang Lung descubrió dos marcas negras, pero hizo lo que tenía que
hacer. Cuando hubo terminado cogió el rollo de estera y, yendo tan lejos de
la casa como sus fuerzas se lo permitían, dejó su carga en el hueco de una
vieja tumba. Esta tumba estaba entre otras muchas, en ruinas y abandonada,
y se hallaba en la ladera de una colina, no lejos de uno de los campos de
Wang Lung. Apenas éste había dejado su carga en el suelo, apareció tras él
un perro famélico, tan famélico que aun cuando Wang Lung le tiró una
pequeña piedra dándole con sordo resonar en uno de sus flacos costados, el
animal no se movió apenas. Al fin, Wang Lung sintió que las piernas le
flaqueaban y se alejó de allí cubriéndose la cara con las manos.
—Mejor ha sido así —murmuró para sí mismo. Y por primera vez se
sintió total y absolutamente presa de la desesperación.
A la mañana siguiente, al salir el sol en un cielo de esmalte azul, a
Wang Lung le pareció un sueño el haber pensado en abandonar su casa con
aquellas desvalidas criaturas, aquella mujer debilitada y aquel viejo. ¿Cómo
podrían arrastrar sus cuerpos a través de una distancia de cien millas? ¿Y
quién sabía si aun en el Sur habría qué comer? La unidad azul de este cielo
implacable parecía eterna, y tal vez agotasen sus últimas fuerzas
únicamente para ir a dar con más gente famélica y además extranjera.
Mucho mejor sería quedarse donde pudieran morir en sus propios lechos.
Apoyado en el quicio de la puerta. Wang Lung dejaba correr sus
pensamientos mientras contemplaba los campos secos y endurecidos de los
que cuanto pudiera llamarse comida o combustibles había sido arrancado.
No tenía dinero. Hacía tiempo que su última moneda había partido.
Pero ni aun el dinero tenía importancia ahora, porque no podía comprarse
comida. Había oído decir que en la ciudad había hombres que acaparaban
alimentos para ellos y para la gente rica, pero incluso esto carecía ya de
fuerza para encolerizarle. Sentía hoy que le sería imposible andar hasta la
ciudad, aunque hubieran de alimentarle gratuitamente. En realidad, no tenía
hambre.
La extremada ansiedad de su estómago, que tanto le había hecho sufrir
al principio, pasó al fin, y ahora podía tomar un poco de tierra de uno de sus
campos y darla a los niños sin desearla él. De esta tierra, mezclada con
agua, habían estado comiendo desde hacía unos días: tierra de misericordia
la llamaban, porque tenía una ligera cualidad nutritiva, aunque a la larga era
insuficiente para mantener una vida. Sin embargo, convertida en pasta,
calmaba el hambre de los niños por algún tiempo, y siempre era algo con
que llenar sus vientres distendidos y vacíos. Firmemente, Wang Lung
renunciaba a tocar las pocas judías que O-lan todavía conservaba en la
mano, y hallaba un vago consuelo oyéndoselas masticar, una por una, a
grandes intervalos.
En aquel momento, mientras estaba sentado junto a su puerta,
renunciando a toda esperanza y pensando con soñador placer en morir
durmiendo sobre su cama, vio a unos hombres atravesar los campos y
avanzar hacia él. Continuó sentado mientras estas gentes se acercaban y
advirtió que uno de los hombres era su tío, acompañado de tres
desconocidos.
—No te he visto desde hace muchos días —exclamó su tío con
afectado buen humor.
Y según se acercaba, dijo con la misma voz hiriente:
—¡Qué bien te encuentro! Y tu padre, mi hermano mayor, ¿está bien?
Wang Lung miró a su tío. Estaba delgado, es cierto, pero no
consumido, como debía estar. Y sintió que las últimas fuerzas que le
restaban a su agotado organismo se concentraban y reunían en una cólera
violenta contra este hombre, su tío.
—¡Habéis comido! ¡Habéis comido! —exclamó opacamente.
No pensó ni un instante en aquellos forasteros ni en las debidas leyes
de cortesía. Sólo veía a su tío aún con carne sobre los huesos. El abrió los
ojos con asombro y alzó las manos al cielo.
—¡¿Comido?! —gritó—. ¡Si vierais mi casa! Ni un pájaro sabría
encontrar una migaja en ella. ¿Te acuerdas de mi mujer? ¿Te acuerdas de lo
gorda que estaba, de lo lucida y aceitosa que era su piel? Pues ahora parece
un harapo colgado de una estaca. Está en los tristes huesos. Y de nuestros
hijos, sólo quedan cuatro, los tres pequeños... ¡muertos, muertos! En cuanto
a mi... ¡ya me ves!
Y cogiendo el extremo de una de sus mangas se limpió los ojos
cuidadosamente.
—Habéis comido —repitió Wang Lung oscuramente.
—No he hecho otra cosa que pensar en ti; en ti y en tu padre, que es mi
hermano. Y ahora voy a demostrártelo. Tan pronto como pude pedí prestado
un poco de alimento a estos buenos hombres, prometiéndoles que con las
fuerzas que me diera les ayudaría a comprar algunas de las tierras cercanas
al pueblo. Y entonces pensé en tu buena tierra, en ti, el hijo de mi hermano.
Estos hombres han venido a comprar tu tierra, a traerte dinero..., alimento...
¡vida!
Y el tío, habiendo dicho estas palabras, se echó hacia atrás y se cruzó
de brazos, con un aleteo de sus ropas desastradas y sucias.
Wang Lung continuó sentado. Pero alzó la cabeza y miró a los
hombres que habían venido. Eran gentes de la ciudad vestidas de seda, con
las uñas largas y las manos suaves. Aparentaban haber comido y tener en
las venas sangre que corría rápidamente. De pronto, Wang Lung sintió hacia
ellos un odio inmenso. ¡Estos hombres de la ciudad, que habían comido,
que habían bebido y que venían ante él, cuyos hijos famélicos comían la
propia tierra de los campos! Aquí estaban, dispuestos a abusar de su
desesperación y arrancarle la tierra. Los miró con una mirada muerta y dijo:
—No venderé mis terrenos.
El tío se adelantó rápidamente. En este instante, el menor de los dos
hijos de Wang Lung arrastróse hasta la puerta gateando. Últimamente tenía
tan pocas fuerzas que había vuelto a andar así, como cuando era pequeñito.
—¿Ese es tu hijo? —exclamó el tío—. ¿Es ése aquel mocito
gordezuelo al que di una moneda de cobre este verano?
Todos se pusieron a mirar a la criatura, y Wang Lung, que durante todo
el tiempo había conservado su entereza, empezó a llorar silenciosamente.
Los sollozos le hervían en la garganta, las lágrimas le resbalaban
blandamente por las mejillas.
—¿Cuál es vuestro precio? —preguntó al fin.
Había que alimentar a aquellas criaturas. A las criaturas y al viejo. Él y
su mujer podían cavarse fosas en la tierra y echarse en ellas y dormir, pero
tenían que pensar en los otros.
Entonces, uno de los hombres de la ciudad, que no tenía más que un
ojo, y hundido en la cara, dijo untuosamente:
—Mi pobre amigo, en atención a ese chico famélico, te vamos a
ofrecer mejor precio de lo que es posible en ocasiones como la presente. Te
daremos... —hizo una pausa y dijo bruscamente—: te daremos cien piezas
de cobre por acre.
Wang Lung comenzó a reír amargamente.
—¡Eso —exclamó— es tomar mi tierra por un regalo! ¡Yo pago veinte
veces más cuando compro tierra!
—¡Ah, pero no cuando se compra a gentes que mueren de hambre! —
dijo el otro hombre de la ciudad. Era un individuo pequeño y ligero, con
una nariz alta y delgada, pero su voz brotaba insospechadamente
voluminosa, basta y dura.
Wang Lung miró a los tres hombres. ¡Estaban bien seguros de él! ¿Qué
no daría un hombre por salvar la vida de sus hijos y de su anciano padre?
Pero la debilidad de su entrega se convirtió en una cólera como jamás había
sentido en su vida. Y saltó hacia aquellos hombres como un perro saltaría
hacia un enemigo.
—¡No venderé la tierra nunca! —les gritó—. ¡Grumo a grumo la
arrancaré de los campos y la daré a comer a mis hijos, y cuando mueran los
enterraré en ella, y yo, y mi mujer, y mi padre!, ¡hasta él!, ¡moriremos sobre
la tierra que nos ha dado la vida!
Estaba llorando violentamente y la cólera se le fundía con las lágrimas.
Los hombres, con su tío entre ellos, permanecían allí, inconmovibles.
Esperaban que Wang Lung se calmase. Y entonces O-lan se acercó a la
puerta y habló con una voz igual y calmosa, como si estas escenas
ocurrieran cada día:
—La tierra no la venderemos, naturalmente, pues cuando regresemos
del Sur no tendríamos de qué vivir. Pero venderemos la mesa y las dos
camas, con sus ropas, y los cuatro bancos y hasta el caldero de la cocina.
Pero los enseres de labranza no los venderemos, ni la tierra.
Había una serenidad en su voz que imponía más que la cólera de Wang
Lung, y su tío preguntó inciertamente:
—¿Vais de veras hacia el Sur?
Al fin, el hombre de un solo ojo, después de murmurar algo a los otros,
se volvió y dijo:
—Son cosas miserables y no sirven nada más que para combustible.
Dos piezas de plata por todo y las cogéis o las dejáis. O-lan contestó
tranquilamente:
—Es menos que el valor de una sola cama, pero si tenéis el dinero en
la mano, dádmelo y llevaos las cosas.
El hombre de un solo ojo buscó en su cinturón, sacó el dinero y lo
puso en la mano tendida de O-lan. Luego entró en la casa, con los otros, y
se llevaron la mesa, los bancos, la cama del cuarto de Wang Lung con sus
ropas, y el caldero que sacaron del horno de tierra en que estaba. Pero
cuando entraron en la habitación del viejo, el tío de Wang Lung se quedó
fuera. No quería que su hermano le viese ni presenciar el momento en que
le sacarían de su cama y le pondrían en el suelo.
Cuando todo hubo terminado y la casa estuvo vacía, excepto los
enseres de labranza, O-lan dijo a su marido:
—Vámonos ahora, mientras tenemos las dos piezas de plata y antes de
que tengamos que vender las vigas de nuestra casa y no nos quede ni un
agujero donde meternos cuando volvamos.
Y Wang Lung contestó pesadamente:
—Si, vámonos.
Pero miró hacia los campos, contemplando las pequeñas siluetas de los
hombres que se alejaban, y murmuró una vez y otra:
—Por lo menos, tengo la tierra... tengo la tierra...
X
No había nada más que hacer, sino cerrar bien la puerta y ajustar el pasador
de hierro. Cuanta ropa tenían la llevaban encima. O-lan dio a cada niño una
escudilla y dos pares de palillos y ellos lo cogieron todo con avidez y lo
llevaban bien apretado en las manos como una promesa de los alimentos
que habían de venir; así partieron a través de los campos, en una pequeña
procesión, tan patética, que parecía que nunca alcanzaría, al tardo paso en
que avanzaba, las murallas de la ciudad.
Wang Lung llevaba en brazos a la niña, hasta que vio que el viejo se
tambaleaba; entonces se la dio a O-lan y se cargó al anciano sobre las
espaldas.
Siguieron así, en absoluto silencio, hasta pasar frente a los dos
diosecillos que nunca se enteraban de lo que ocurría, Wang Lung sudaba de
debilidad a pesar del aire helado y cortante. Este aire no cesaba de soplar
contra ellos, y los dos niños empezaron a llorar de frío. Pero Wang Lung los
consoló diciendo:
—Sois dos hombres grandes y vais de viaje hacia el Sur, allí hace calor
y hay comida todos los días; todos los días buen arroz blanco. Y podréis
comer... y comer...
Al fin, descansando continuamente, parándose de trecho en trecho,
llegaron a la puerta de la muralla. Y donde, en otros tiempos, Wang Lung
hallara deleitosa sombra, encontró ahora una corriente helada, que pasaba
por el túnel furiosamente, como un brazo de agua fría entre dos escollos.
Los pies se le hundían en un barro espeso y el frío les punzaba como agujas
de hielo; los dos chiquillos no podían andar y O-lan se tambaleaba con el
peso de la niña y con el de su propio cuerpo. Wang Lung se adelantó
vacilante, con el anciano a cuestas, le posó en el suelo y regresó a buscar a
los chiquillos, pasándolos en hombros uno cada vez. Y cuando hubo
concluido, el sudor se desprendía de su cuerpo como lluvia, robándole toda
la fuerza, de manera que hubo de apoyarse contra la pared durante largo
tiempo, con los ojos cerrados, respirando fatigosamente. En torno a él, su
familia se agrupaba temblando.
Estaban ahora frente a la puerta de la casa grande, que se hallaba
cerrada. Algunas formas miserables de hombres y mujeres se hacinaban en
los escalones de entrada, y cuando Wang Lung pasó junto a ella, con su
triste acompañamiento, oyó a alguien exclamar con voz rota:
—El corazón de esos ricos es duro como el corazón de los dioses.
Todavía tienen arroz que comer y del que les sobra hacen vino, mientras
nosotros nos morimos de hambre.
Y otro murmuró:
—Oh, si por un instante estas manos mías tuvieran fuerza, le pegaría
fuego a esa casa aunque yo tuviera que arder con ella!
Pero Wang Lung no contestó nada a todo esto y siguió con su pequeña
procesión hacia el Sur.
Cuando hubieron atravesado toda la ciudad, lo que hicieron tan
lentamente que cuando salieron al lado sur era ya anochecido, se
encontraron con una multitud que iba en la misma dirección que ellos.
Wang Lung estaba empezando a pensar contra qué rincón de la pared se
hacinarían para dormir él y su familia, cuando se vio envuelto en aquella
muchedumbre y le preguntó a un hombre que le empujaba:
—¿Adónde va toda esta gente?
Y el hombre contestó:
—Somos una caravana de hambrientos y vamos a coger el vagón de
fuego que se dirige al Sur. Sale de aquella casa; hay vagones, para gente
como nosotros, por un precio menor que una pequeña pieza de plata.
¡Vagones de fuego! Wang Lung había oído hablar de ellos. En la casa
de té, unos hombres habían hablado de estos vagones que iban encadenados
unos a otros y que no eran conducidos por hombre ni animal, sino por una
máquina que echaba fuego y agua como un dragón. Y a menudo se había
dicho que algún día iría a verlos, pero entre unas cosas y otras los campos
no dejaban tiempo libre. Además, existía siempre la desconfianza de lo que
no se conoce. No está bien que un hombre sepa más de lo necesario para su
existencia cotidiana.
Ahora, sin embargo, se volvió hacia la mujer y dijo dudosamente:
—¿Vámonos también nosotros en ese vagón de fuego?
Apartaron un poco a los niños y al anciano de la muchedumbre que
avanzaba y se miraron unos a otros, ansiosos y asustados. Y en ese instante
de respiro el anciano se dejó caer al suelo y los niños se tendieron en el
polvo, indiferentes al peligro de ser pisoteados. O-lan llevaba a la pequeña,
pero la cabecita le colgaba de tal modo sobre su brazo, y había en ella tal
expresión de muerte, que Wang Lung, olvidándose de todo, gritó:
—¿Se ha muerto ya la pequeña esclava?
O-lan movió la cabeza.
—Todavía no. Aún respira. Pero morirá esta noche, y todos nosotros,
si no...
Y como si no encontrara nada más que decir, miró a Wang Lung,
alzando su rostro macilento y exhausto. Wang Lung no contestó, pero se
dijo a sí mismo que otro día de camino como éste y morirían todos. Y con
cuanto buen humor le fue posible simular, dijo a los suyos:
—Arriba, hijos míos, y ayudad al abuelo. Vamos a subir al vagón de
fuego y marcharemos sentados hacia el Sur.
Nadie sabe si les hubiera sido posible moverse voluntariamente de no
haber salido de la oscuridad un tronar imponente, como la voz de un
dragón, y dos ojos que echaban fuego. Al oír y ver esto, todo el mundo se
puso a gritar y a correr. Y arrastrados en la confusión del momento, Wang
Lung y los suyos, empujados hacia aquí y hacia allá, pero siempre
manteniéndose desesperadamente juntos, fueron llevados, en medio de la
oscuridad y del escándalo de muchas voces aterradas, a través de una
pequeña puerta y dentro de una habitación que parecía una caja. Y entonces
aquella casa en la que se encontraban comenzó a moverse, roncando
espantosamente, y avanzó llevándoselos a todos en sus entrañas.
XI
Con sus dos piezas de plata, Wang Lung pagó cien millas de trayecto, y con
las monedas que le devolvieron al darle el cambio compró a los vendedores
que metían sus mercancías por las ventanillas del tren a cada parada cuatro
panecillos y una escudilla de arroz tierno para la niña. Era más de lo que
habían comido, de una sola vez, en muchos días, pero ahora, aunque
consumidos por el hambre, habían perdido el deseo de comer, parecían no
poder tragar, y sólo a fuerza de mimos consiguieron al fin que las dos
criaturas comiesen el pan.
Pero el viejo chupaba el suyo insistentemente, con sus despobladas
encías.
—Hay que comer —decía a cuantos se hallaban junto a él, mientras el
vagón de fuego avanzaba meciéndose y resoplando—. Me importa poco
que mi estúpido vientre se haya vuelto perezoso después de estos días de no
hacer nada. Tiene que alimentarse. No quiero morirme porque a él le dé la
gana de no trabajar.
Y la gente se reía oyendo al anciano.
Pero Wang Lung no gastó en comida todas sus monedas de cobre.
Guardó cuanto pudo para comprar esterillas con que hacerse un refugio
cuando llegasen al Sur.
En el vagón de fuego había hombres y mujeres que ya estuvieron allá
en otro tiempo; algunos iban cada año a las ciudades ricas, a trabajar o a
mendigar. Y Wang Lung, cuando se hubo acostumbrado un poco a lo
extraordinario del ambiente que le rodeaba y a la maravilla de ver el paisaje
huir por los agujeros del vagón, prestó intensa atención a lo que decían
estas gentes, que hablaban con la sabiduría de la experiencia.
—Primero tienes que comprar seis esterillas —dijo uno, un hombre
cuyos labios ásperos colgaban como el belfo de un camello—. Valen dos
piezas de cobre cada una, si eres listo y no te dejas engañar como un idiota
de pueblo; en este caso te costarían tres, lo que es innecesario, como yo sé
muy bien. A mi no me pueden burlar los hombres de la ciudad, aunque sean
ricos.
Torció la cabeza y miró a los que le rodeaban en espera de admiración.
Wang Lung escuchaba ansiosamente.
—¿Y después? —preguntó.
Estaba sentado en el fondo del vagón, que no era más que una estancia
de madera, sin nada en que uno pudiera sentarse y lleno de rendijas que
dejaban pasar el aire y el polvo.
—Después —dijo el hombre con más suficiencia todavía, alzando la
voz sobre el estrépito de las ruedas— hacéis con las esterillas una cabaña y
salís a mendigar, después de haberos manchado bien con barro y basura
para dar más lástima.
Pero Wang Lung no había pedido nada a nadie en su vida y le
desagradaba tener que hacerlo ahora a estos forasteros del Sur.
—¿Hay que mendigar? —repitió.
—Naturalmente, pero no hasta que hayáis comido. Esa gente del Sur
tiene tanto arroz que cada mañana uno puede ir a una cocina pública y
comer por un penique tanto arroz como le quepa en la barriga. Entonces se
puede mendigar confortablemente y comprar judías, coles y ajos.
Wang Lung se separó un poco de los demás, se volvió hacia la pared y
en secreto se puso a contar los peniques que aún le quedaban en el cinturón.
Tenía suficiente para las seis esterillas y para un penique de arroz para cada
uno, y aún le sobraban tres peniques. Sintió cierto consuelo al pensar que
con esto podrían empezar una nueva vida. Pero la idea de tener que
mendigar continuaba atormentándole. Eso estaba bien para las criaturas y
para el anciano, y aun para la mujer. Pero él tenía sus dos manos.
—¿No hay trabajo para las manos de un hombre? —preguntó de
pronto al que había hablado antes.
—¡Si, trabajo! —dijo el otro con desprecio, y escupió en el suelo—.
Puedes arrastrar a algún rico en un rickshaw1 amarillo y sudar hasta tu
propia sangre mientras corres y convertirte en un témpano de hielo mientras
esperas. ¡Yo prefiero pedir limosna!
Soltó una maldición redonda, y Wang Lung no quiso hacerle más
preguntas.
Pero de todos modos, de algo habían de servirle las informaciones
recibidas, pues cuando el vagón de fuego llegó a su destino y los dejó en
tierra extraña, Wang Lung tenía ya formado un pequeño plan. Dejó al
anciano y a los niños junto a la pardusca pared de una casa, dijo a la mujer
que tuviese cuidado de ellos y él partió a comprar las esterillas, preguntando
de cuando en cuando por el camino de los mercados. Al principio apenas
podía entender lo que le decían, tan rápida y aguda era la lengua de aquellas
gentes del Sur. A menudo, cuando él hablaba y ellos no le entendían, se
impacientaban tanto que Wang Lung aprendió a observarlos atentamente y a
dirigirse sólo hacia aquellos en cuyos rostros creía leer cierta bondad.
Pero al fin encontró la tienda de esteras, y puso sus peniques sobre el
mostrador, como persona que sabe el precio de lo que compra.
Cuando llegó, con su rollo de esterillas bajo el brazo, al sitio donde le
esperaba su familia, los chiquillos gritaron de alegría al verle, y Wang Lung
comprendió que habían tenido miedo durante su ausencia, solos en aquel
lugar extraño. Únicamente el anciano lo miraba todo con placer, y le dijo a
Wang Lung:
—Fíjate qué gordas están estas gentes del Sur, y qué pálida y aceitosa
tienen la piel. Seguramente que comen cerdo todos los días.
Pero nadie miraba a Wang Lung ni a los suyos. Los hombres iban y
venían atareados, sin mirar nunca a los pordioseros. De vez en cuando
pasaba una caravana de asnos cargados con cestos llenos de ladrillos para
edificar casas y con sacos de grano que llevaban cruzados sobre los lomos.
En el último asno de la caravana montaba el arriero: éste llevaba un látigo
muy largo con el que hacía un ruido terrorífico cada vez que fustigaba los
lomos de los animales, gritando al mismo tiempo. Y según pasaban frente a
Wang Lung, los arrieros le echaban una mirada desdeñosa y altiva; ni un
príncipe miraría con más desdén que estos arrieros vestidos toscamente con
sus ropas de trabajo. Y todos parecían experimentar un especial placer, al
ver la extraña apariencia de Wang Lung y su familia, en restallar el látigo
ante ellos; el rápido y explosivo corte del aire les hacía saltar de susto, al
ver lo cual los arrieros se morían de risa. Wang Lung se indignó al ocurrir
esto dos o tres veces, y se separó de allí para ver dónde podía plantar su
choza.
Había ya otras cabañas a lo largo de la pared que tenían a sus espaldas,
pero todos ignoraban qué es lo que había al otro lado de la pared, contra
cuya base se hacinaban las pequeñas barracas como pulgas en la espalda de
un perro. Wang Lung observó las chozas y comenzó a construir la suya,
pero las esterillas se negaban a adquirir la forma que él quería darles;
comenzaba a desesperarse, cuando O-lan le dijo:
—Yo sé hacer eso. Lo aprendí en mi niñez.
Y dejando a la niña en el suelo cogió las esterillas y las estiró de un
lado y de otro, hasta hacer con ellas una caseta dentro de la cual podía estar
sentado un hombre sin tocar el techo con la cabeza. Los bordes de las
esteras los sujetó al suelo con ladrillos que ordenó a los niños le trajeran.
Cuando hubo concluido, todos entraron dentro de la choza y extendieron en
el suelo una esterilla que O-lan había apartado y se sentaron en ella.
Así reunidos, mirándose unos a otros, les parecía imposible que el día
antes hubieran dejado su propia casa y su tierra y que ésta estuviera ahora a
una distancia de cien millas. Tal distancia era lo suficientemente larga para
que el salvarla a pie les hubiera costado semanas de camino, en el que
algunos de ellos habrían muerto antes de llegar a la meta.
Entonces, la general sensación de abundancia que producía aquella
rica tierra, donde nadie parecía tener hambre, les llenó de esperanza, y
Wang Lung dijo:
—Salgamos y busquemos las cocinas públicas.
Se levantaron todos, casi con alegría, y salieron nuevamente. Y esta
vez los dos niños iban tamborileando con los palillos en sus escudillas,
porque pronto habría algo que poner en ellas.
No tardaron en saber por qué las chozas habían sido levantadas a lo
largo de aquella pared, pues a una pequeña distancia, más allá de su
extremo norte, había una calle y por aquella calle pasaba la gente llevando
cubos, escudillas y vasijas de hojalata, todos vacíos. Estas gentes iban a las
cocinas de los pobres, que estaban al final de la calle, no lejos de allí. De
manera que Wang Lung y su familia se unieron a los otros y juntos llegaron
a dos grandes edificios hechos de esteras. Todo el mundo se agrupó en el
espacio que se abría ante ellos.
En la trasera de cada edificio había grandes cocinas de tierra, y en ellas
unos calderos enormes en los que hervía el blanco arroz y de los que se
escapaba un vapor fragante y apetitoso. Cuando la gente percibía este
olorcillo del arroz, el mejor de la tierra para ellos, se prensaban unos a otros
en su impaciencia por avanzar, y las madres gritaban encolerizadas,
temerosas de que sus hijos fuesen aplastados, y la criaturitas pequeñas
rompían a llorar, y los hombres de los calderos vociferaban
estentóreamente:
—¡Hay para todos! ¡Cada cual en su turno!
Pero nada podía detener a aquella masa de hombres y mujeres
hambrientos y luchaban como fieras hasta haber comido. Wang Lung,
arrastrado con ellos, no podía hacer otra cosa que agarrarse a su padre y a
sus dos hijos, y cuando se encontró ante el enorme caldero, tendió su
escudilla y, una vez llena, entregó el penique.
Luego, cuando se encontraron nuevamente en la calle, empezó a comer
el arroz hasta sentirse satisfecho, y viendo que le quedaba un poco, dijo.
—Guardaré éste para la noche.
Pero un hombre que estaba cerca de él, y que debía de ser una especie
de guardia de aquel lugar, pues llevaba un uniforme azul y rojo, le advirtió:
—No; sólo puedes llevarte lo que te quepa en la barriga. Y Wang Lung
se asombró al oír esto y dijo:
—Bueno, y si he pagado mi penique, ¿qué importa que me coma el
arroz aquí o en casa?
Entonces el hombre se explicó así:
—Tenemos que hacer observar esta regla, porque hay hombres de
corazón tan duro que vienen aquí, cogen este arroz que se destina a los
pobres, pues por un penique no se podría comprar una cantidad así, se lo
llevan a su casa y lo echan a los cerdos. Y el arroz es para los hombres y no
para los cerdos.
Wang Lung escuchó esto estupefacto, y gritó:
—¿Pueden existir hombres así?
Y luego dijo:
—Pero ¿por qué se da esto a los pobres y quién lo da? El hombre del
uniforme le contestó:
—Los ricos y la nobleza de la ciudad. Algunos lo hacen para contar
con una buena obra en el futuro y hacer méritos para el cielo, y otros porque
se hable bien de ellos.
—Sea por la razón que sea —repuso Wang Lung—, es una obra
caritativa, y algunos la harán simplemente por buen corazón.
Y viendo que el hombre no le contestaba, añadió en defensa de su
idea:
—Por lo menos habrá algunos de éstos, ¿verdad?
Pero el guardia se había cansado de hablar con él y, volviéndole la
espalda, se alejó silbando una canción. Entonces los chiquillos rodearon a
Wang Lung y éste condujo a su familia a la choza que habían construido y
se echaron en el suelo, durmiendo hasta la mañana siguiente, pues era la
primera vez desde el verano que habían comido verdaderamente, y el sueño
les rendía después de haber saciado el hambre.
Al día siguiente se hacía preciso encontrar más dinero, pues habían
gastado su último penique comprando el arroz para la mañana. Wang Lung
miró a O-lan sin saber qué hacer. Pero no había en su mirada la
desesperación que reflejaban sus ojos cuando la miraba allá, en su casa,
ante los campos resecos y desnudos; aquí, entre el ir y venir de gentes bien
nutridas, con los mercados llenos de carne, verduras y pescado, era
imposible que un hombre y sus hijos pudieran morir de hambre. Aquí no
era como en su propia tierra, donde ni aun con dinero se podía conseguir
comida, porque no la había. Y O-lan contestó con aplomo, como si ésta
fuese la vida que siempre hubiera conocido:
—Yo puedo pedir limosna, y los niños, y también el anciano. Sus
cabellos grises conmoverán a muchos que no me darían nada a mi.
Y llamó a los dos niños, que, con la curiosidad de las criaturas, habían
salido a la calle y lo miraban todo con asombro:
—Traed vuestras escudillas y cogedlas así y gritad así...
Y cogiendo su escudilla vacía la tendió en la mano, exclamando
desoladamente:
—Tened compasión, buen señor..., tened compasión, buena señora...
¡Tened compasión! Una buena obra, por el cielo... Una monedita, la más
pequeña, la que no queráis... ¡Alimentad a una criatura que se muere de
hambre!
Los dos niños la contemplaban extrañados, lo mismo que Wang Lung,
que se preguntaba dónde habría aprendido O-lan a pedir así. ¿Cuánto había
en esta mujer que le era a el desconocido? O-lan contestó a su mirada
diciendo:
—Así pedía cuando era niña, y así comía. En un año como éste me
vendieron como esclava.
El anciano, que había estado durmiendo, se despertó entonces, y le
dieron una escudilla y los cuatro salieron al camino a mendigar. La mujer
empezó la primera a pedir, sacudiendo su escudilla ante todos los
transeúntes. Se había metido a la pequeña en su seno desnudo y la criatura
dormía, agitando lastimosamente la cabeza mientras su madre corría de un
lado a otro tendiendo la escudilla. Mientras mendigaba señalaba a la niña y
decía:
—Si no dais, buen señor, buena señora, esta criatura se muere. Nos
morimos de hambre, nos morimos....
Y así lo parecía, en realidad, pues diríase que la niña estuviera ya
muerta, y algunas gentes echaban de mala gana una monedita en la
escudilla.
Pero los dos chicos empezaron a tomar aquello como un juego, y el
anciano estaba avergonzado y sonreía estúpidamente mientras mendigaba.
Entonces la madre arrastró a los dos chiquillos dentro de la choza y los
abofeteó a más y mejor, riñéndoles furiosamente:
—¡Y habláis de morir de hambre, riendo al mismo tiempo! ¡Idiotas!
Y los abofeteó otra vez hasta que las manos le dolieron y hasta que los
niños se pusieron a llorar desoladamente, con grandes lagrimones que les
rodaban por las mejillas. Entonces les mandó otra vez a la calle,
exclamando:
—¡Ahora estáis en condición de pedir! ¡Eso y más os daré si volvéis a
reíros!
En cuanto a Wang Lung, vagó por las calles preguntando aquí y allá
hasta que dio con un puesto donde se alquilaban rickshaws. Y entró, alquiló
uno por media moneda de plata, que debía ser abonada a la noche, y salió
de nuevo a la calle arrastrando el cochecillo tras él.
Se sentía cohibido y en ridículo y le parecía que todo el mundo se
burlaba de él. Entre las dos varas del cochecillo se sentía tan torpe como un
buey que es uncido por vez primera al arado; apenas sabía cómo caminar. Y,
sin embargo, tenía que hacerlo para ganarse la vida, pues aquí y allá, por
todas partes de esta ciudad corrían hombres arrastrando a otros en
cochecillos. Wang Lung se fue a una calle lateral donde no había tiendas,
sino domicilios privados, casas silenciosas y cerradas, y empezó a andar
arriba y abajo, tirando del rickshaw para acostumbrarse, y en el preciso
momento en que se decía a sí mismo, desesperado, que le valdría más ir a
pedir, se abrió una puerta y un hombre viejo, con lentes y ataviado como un
profesor, le hizo seña.
Wang Lung comenzó a explicarle que era demasiado nuevo en el
oficio para poder correr, pero el anciano era sordo y no se enteró de lo que
Wang Lung le decía, y así se limitó a indicarle que bajase las varas del
coche para poder subir. Wang Lung obedeció, no sabiendo qué hacer y
sintiéndose obligado por la sordera y por la apariencia señorial del anciano.
Este, una vez estuvo sentado, ordenó:
—Llévame al templo de Confucio.
Su calma y su superioridad no admitían réplica, y Wang Lung echó a
andar hacia delante, como veía hacer a los otros, aunque no tenía la menor
idea de dónde se hallaba el templo de Confucio.
Pero según avanzaba iba preguntando aquí y allá, y como las calles
estaban llenas de vendedores que pasaban con sus cestos, de mujeres que
iban al mercado, de coches tirados por caballos y de muchos otros vehículos
como éste del que tiraba Wang Lung, la aglomeración hacía completamente
imposible todo intento de correr, así es que se limitaba a andar con tanta
ligereza como le era posible y consciente siempre del peso que iba tras él. A
llevar cargas sobre los hombros estaba acostumbrado, pero no a arrastrarlas,
y antes de que llegara a los muros del templo le dolían los brazos, y las
manos se le habían llenado de ampollas, pues las varas del cochechillo
rozaban partes que el azadón dejaba sin tocar. El viejo profesor bajó del
vehículo cuando Wang Lung se detuvo, y, buscando en las profundidades de
su bolso, sacó una monedita de plata y se la dio, diciendo:
—No tengo costumbre de pagar nunca más de esto. Es inútil protestar.
Wang Lung no había pensado en protestar, pues era la primera vez que
veía una moneda como aquélla e ignoraba cuántos peniques valía. Entró en
una tienda de arroz cercana que era a la vez casa de cambio y le dieron por
la monedita veintiséis peniques, maravillándose Wang Lung de la facilidad
con que se ganaba el dinero en el Sur. Pero otro conductor de rickshaw que
se hallaba junto a él se inclinó para verle contar el dinero y le dijo:
—Sólo veintiséis. ¿Hasta dónde llevaste al viejo?
Y cuando Wang Lung se lo dijo, el hombre exclamó:
—¡Qué mal alma! Te ha dado solamente la mitad de lo que debía.
¿Qué precio fijaste antes de empezar la carrera?
—Ninguno —contestó Wang Lung—. El me hizo seña y yo fui. El otro
le lanzó una mirada de lástima y exclamó, dirigiéndose a cuantos les
rodeaban:
—¡Fijaos en este patán! Alguien le hace seña de que vaya, y el
grandísimo tonto va sin fijar el precio. «¿Cuánto por la carrera?». Has de
saber esto, idiota: que sólo a los hombres blancos se les puede tomar sin
ajustar el precio, y cuando te dicen: «¡Ven!», puedes ir con toda confianza,
porque son tan imbéciles que no saben el precio de nada y la plata les afluye
de los bolsillos como agua.
Y la gente escuchaba y se reía.
Pero Wang Lung no dijo nada. Se sentía muy ignorante y humilde
entre estas gentes ciudadanas, y cogiendo su vehículo se alejó de allí sin
responder nada.
«No importa: con esto tengo para que coman mis hijos mañana», se
dijo tercamente, y entonces se acordó de que tenía que pagar por la noche el
alquiler del cochecillo y que con lo que había ganado no tenía ni con que
abonar la mitad.
Tuvo otro pasajero durante la mañana y dos más durante la tarde, y con
éstos si discutió hasta ponerse de acuerdo sobre el precio. Pero por la noche,
cuando contó todo el dinero que tenía, encontróse con que una vez pagado
el vehículo, le quedaba únicamente un penique para él. Con esto regresó a
su choza, amargado hasta el fondo de su alma y diciéndose que después de
un día de labor mucho más duro que un día de siega, sólo había ganado
aquella miseria. Entonces, como un alud le pasaron por la memoria los
recuerdos de su tierra. No había pensado en ella ni una vez durante todo
aquel extraño día, mas al imaginarla ahora, lejana, pero suya y
aguardándole, sentía que una calma y una dulzura infinitas le invadían.
Y así siguió andando y llegó a su choza.
Al entrar encontróse con que O-lan había reunido, con las limosnas del
día, cuarenta piezas pequeñas, o sea menos de cinco peniques; y de los
muchachos, el mayor había recogido ocho piezas, y el pequeño, trece.
Reuniéndolo todo había con que comprar arroz por la mañana. Pero cuando
quisieron juntar el dinero del niño menor al de los demás, el pequeño
comenzó a chillar reclamando su propiedad. El amaba aquel dinero que
había mendigado y que era suyo, y no hubo manera de quitárselo. Aquella
noche durmió con el bien apretado en la mano y no lo soltó hasta la mañana
siguiente, para pagar su propio arroz.
Pero al anciano no le habían dado nada. Todo el día permaneció
sentado en la calle, obedientemente, pero sin mendigar. Se dormía, se
despertaba y fijaba los ojos asombrados en los transeúntes, volviendo a
dormirse cuando se cansaba. Y, como era de la vieja generación, no se le
podía reprender.
Al ver que tenía vacías las manos dijo con simplicidad:
—He labrado la tierra, sembrado el grano y recogido la cosecha; y así
he llenado de arroz mi escudilla. Y además he engendrado un hijo que ha
engendrado hijos a su vez.
Confiaba así, como un niño, en que no le faltaría qué comer, puesto
que tenía un hijo y nietos.
XII
Ahora, cuando la aguda punzada del hambre se hubo calmado, cuando
Wang Lung vio que sus hijos comían cada día, que cada día se podía
comprar arroz con el producto de su trabajo y las limosnas de O-lan, lo
fantástico de aquella existencia comenzó a esfumarse y empezó a darse
cuenta de lo que era aquella ciudad a cuyos muros se asía. Corriendo todo el
día por las calles pudo llegar a conocerla en cierta manera y a descubrir
aquí y allí parte de sus secretos. Supo que, por la mañana, las personas que
llevaba en su cochecillo iban, si eran mujeres, al mercado, y si eran
hombres, a las escuelas y las casas de negocios. Pero lo que no llegaba a
descubrir era de qué clase de escuelas se trataba; sólo sabía que tenían
nombres como «Gran escuela de estudios occidentales», o «Gran escuela de
China», pues jamás traspasaba sus puertas, seguro de que, de haberlo hecho,
alguien le hubiera preguntado en seguida por qué se metía donde no le
llamaban y donde no le correspondía estar. En cuanto a las casas de
negocios, ignoraba todo lo relativo a ellas, ya que sus pasajeros le pagaban
sin darle explicaciones.
Y por las noches sabía que llevaba a los hombres a grandes casas de té
y a lugares de placer, del placer abierto que sale a la calle en el sonido de la
música y en el del juego (juego con piezas de marfil y bambú lanzadas
contra mesas de madera), y del placer que permanece silencioso y secreto,
escondido tras las paredes. Pero Wang Lung no conocía ninguno de estos
placeres, ya que sus pies no traspasaban más umbral que el de su choza y su
camino terminaba siempre ante una puerta. El vivía en aquella opulenta
ciudad como puede vivir una rata en la casa de un rico: de lo que se desecha
y escondiéndose aquí y allá, sin jamás formar parte de la verdadera vida de
la casa.
Así ocurría que, aunque cien millas no representan la misma distancia
que mil, y un camino de tierra no va tan lejos como un camino de agua,
Wang Lung y su mujer y sus hijos eran como extranjeros en esta ciudad del
Sur. Cierto que las gentes que se veían por aquellas calles tenían idéntico
cabello e idénticos ojos que Wang Lung y su familia, y que todos los que
habían nacido en su país, y cierto que, si uno prestaba atención al lenguaje
que hablaban estas gentes, se podía entender, aunque con dificultad.
Pero Anhwei no es Kiangsu. En Anhwei, donde Wang Lung había
nacido, el idioma era lento y profundo y el sonido arrancaba de la garganta.
Pero en esta ciudad de Kiangsu donde ahora vivían, la gente hablaba por
medio de sílabas que saltaban de los labios y de la punta de la lengua. Y
mientras los campos de Wang Lung producían lenta y cómodamente dos
cosechas anuales de trigo, arroz y algo de maíz y ajos, en las heredades
cercanas a la ciudad, los hombres estimulaban perpetuamente la tierra con
apestosos abonos, forzándola a producir este y aquel vegetal además del
arroz.
En el país de Wang Lung, cuando un hombre poseía un buen trozo de
pan de trigo y un puñado de ajos, tenía una magnífica comida y no
necesitaba más. Pero aquella gente se atracaba de carne de cerdo, y de
retoños de bambú, y de castañas guisadas con pollo, y de asados de oca, y
de verduras, de manera que cuando un honrado trabajador se acercaba
oliendo a ajos arrugaban la nariz y gritaban: «¡Aquí está un norteño humoso
y coletudo!». El olor a ajos les hubiera hecho subir los precios hasta a los
tenderos que vendían tela de algodón azul, como los subirían para un
extranjero.
Pero el pequeño pueblo que se hacinaba junto a las murallas nunca se
convirtió en una parte integral de la ciudad o del campo que se extendía
más lejos, y una vez, mientras Wang Lung oía a un joven que arengaba a un
grupo de gente en una esquina del templo de Confucio, donde todo hombre
que se sienta con coraje para hablar en público puede hacerlo, al oírle decir
que China necesitaba una revolución y que debía levantarse contra el
odiado extranjero, Wang Lung se escabulló alarmado, sintiéndose el
extranjero contra quien aquel joven hablaba tan apasionadamente. Y cuando
otro día oyó a otro joven perorar —porque esta ciudad estaba llena de
jóvenes que peroraban— desde su rincón, y decir que China debía unirse y
educarse modernamente, no se le ocurrió pensar que alguien estuviese
hablando de él.
Solamente en cierta ocasión, cuando iba vagando un día por las calles
del mercado de seda, en busca de un pasajero, pudo enterarse mejor,
descubriendo que había otras gentes más extranjeras que él en aquella
ciudad. Aquel día pasó ante una tienda de las que a veces salían señoras,
compradoras de telas, entre las que a menudo encontraba clientes. De
pronto surgió alguien de la tienda y le hizo seña, alguien como Wang Lung
no había visto nunca hasta entonces. Ignoraba si era hembra o varón, pero
era una criatura alta, que vestía una túnica negra y recta confeccionada con
una tela áspera, y llevaba alrededor del cuello la piel de un animal muerto.
En el instante en que él pasaba, esta persona, hombre o mujer, le indicó que
bajase las varas del cochecillo: él obedeció, y cuando las alzó de nuevo,
asombrado de lo que le había sucedido, la persona le ordeno, en mal chino,
que la condujese a la calle de los Puentes. Wang Lung empezó a correr
velozmente, casi sin saber lo que hacia, y al pasar junto a un compañero al
que conocía casualmente, le gritó:
—Fíjate en esto... ¿Qué es esto que llevo?
Y el hombre le contestó:
—Una extranjera. Una hembra de América. Has hecho suerte...
Pero Wang Lung corría tan de prisa como le era posible, por miedo a la
extraña criatura que iba tras él, y cuando llegó a la calle de los Puentes
estaba exhausto y empapado en sudor.
La hembra descendió y dijo en su chino incorrecto:
—No había necesidad de correr tanto.
Y se marcho dejándole con dos piezas de plata en la mano que era el
doble de lo que valía la carrera.
Entonces Wang Lung comprendió que aquella persona era realmente
extranjera, y mucho más extranjera que él en aquella ciudad, y que al fin y
al cabo, las gentes de pelo y ojos negros son de una raza, y las de pelo y
ojos claros, de otra, sintiéndose, después de estas consideraciones, mucho
menos extranjero en aquel lugar.
Cuando por la noche regreso a su choza, con la plata todavía sin tocar,
le contó a O-lan lo sucedido, y ella dijo:
—Los he visto. Yo siempre les pido a ellos, pues son los únicos que
echan plata en lugar de cobre dentro de mi escudilla.
Pero ni Wang Lung ni su mujer creían que los extranjeros obraban así
por bondad de corazón, sino por ignorancia, por no saber que es más
apropiado dar cobre a los mendigos que plata.
Sin embargo, gracias a esta experiencia, Wang Lung aprendió lo que
los jóvenes arengadores no le habían enseñado: que él era uno de ellos, de
su misma raza, de aquellos que tenían el cabello y los ojos negros.
Pegados así a los extremos de la vasta y opulenta ciudad, parecía que
por lo menos la comida no podía faltarles. Wang Lung y su familia venían
de un país donde si la gente se moría de hambre era porque faltaban
alimentos pues la tierra no puede fructificar bajo un cielo implacable. Y
tener plata en la mano servía de bien poco, ya que nada podía comprarse
donde nada había, aquí, en esta ciudad se encontraban comestibles por
doquiera. Las calles del mercado de pesca estaban invadidas por grandes
cestas llenas de peces plateados, pescados la noche anterior en el río
cercano, y de cubos atestados de pececillos lisos y brillantes cogidos con
red en las aguas de un pequeño lago, y de montones de crustáceos
amarillos, y de anguilas, para las fiestas de los ricos.
En los mercados de grano había cestas de cereales de tal tamaño, que
un hombre podía meterse en ellas y esconderse entre el grano sin ser
descubierto por quien no le hubiera visto entrar; arroz blanco y arroz
moreno, trigo de un amarillo oscuro y trigo como oro pálido, y judías
amarillentas, encarnadas y verdes, y mijo color canario, y gris ajonjolí.
En los mercados de carne, cerdos enteros colgaban enganchados por el
cuello, abiertos de arriba abajo para mostrar la carne rosada, las capas de
buena grasa y la piel gruesa y blanca. Y en las tiendas de volatería
colgaban, hilera tras hilera, del techo y de las puertas, los patos que habían
sido lentamente dorados sobre un fuego de carbón, y los patos crudos,
blancos y salados, y las ristras de menudillos. Y lo mismo ocurría en las
tiendas donde se vendían ocas, faisanes y toda clase de aves.
En cuanto a las verduras, se encontraba todo lo que la mano del
hombre puede arrancarle a la tierra: rábanos blancos y rojos, huecas raíces
de loto, verdes coles y apios, rizados brotes de judías, morenas castañas y
fragantes berros. Cuanto el apetito del hombre pudiera desear, se hallaba en
los mercados de aquella ciudad Y en sus calles, aquí y allá, encontrábanse
vendedores ambulantes de dulces, de frutas y nueces, de postres calientes
hechos con batatas y fritos en aceites dulces, de pequeñas croquetas de
cerdo cargadas de especias y envueltas en pasta, y de pasteles de azúcar
elaborados con arroz glutinoso. Y los niños de la ciudad corrían al
encuentro de estos vendedores con las manos llenas de peniques, y comían
hasta que la piel les brillaba de azúcar y aceite.
Sí, parecía que nadie pudiese sufrir hambre en aquella ciudad. Y, sin
embargo, cada mañana, un poco después del alba, Wang Lung y su familia
salían de la choza, con sus escudillas y sus palillos, y formaban un pequeño
grupo en una larga procesión de gentes que también salían de sus
respectivas chozas, temblando dentro de sus ropas demasiado delgadas para
la húmeda niebla del río, y se dirigían, inclinados bajo el helado azul del
cierzo matinal, a las cocinas públicas, donde, por un penique, se podía
comprar una escudilla de pasta de arroz.
Porque a pesar de lo que él ganaba corriendo y tirando de su rickshaw
y O-lan mendigando, no llegaban a poder cocer el arroz diariamente en su
propia choza. Si les sobraba un penique sobre lo que tenían que entregar en
las cocinas públicas, compraban un poco de col. Pero la col les resultaba
cara de cualquier modo, pues los dos muchachos tenían que ir a buscar
combustible para cocerla entre los dos ladrillos que O-lan había convertido
en horno, y este combustible tenían que cogerlo, a puñados y como podían,
de los haces de junco y de hierba que los labradores llevaban al mercado.
Algunas veces, los muchachos eran sorprendidos y abofeteados duramente,
y una vez el mayorcito, que era más tímido que el pequeño, volvió a casa
con un ojo hinchado por el sopapo de un labrador. Pero el menor se había
vuelto más listo; era, en realidad, mucho más hábil robando que
mendigando.
Para O-lan, esto no tenía importancia. Si los chicos no sabían mendigar
sin jugar y reír, que robasen, pues, para llenar el estómago. Pero Wang Lung
aunque no encontraba qué contestar a esto, sentía hervirle la sangre ante
este latrocinio de sus hijos, y no reñía al mayor por su torpeza en las
operaciones. Aquella vida a la sombra de los grandes muros no era la vida
que Wang Lung amaba. Allá lejos le esperaba su tierra.
Una noche llegó tarde y encontró que en el guisado de col hervía un
buen trozo de carne de cerdo. Era la primera vez que tenían carne para
comer desde que mataron su propio buey, y los ojos de Wang Lung se
dilataron de asombro.
—Debes de haber pedido a un extranjero hoy —le dijo a O-lan, pero
ella, según su costumbre, no contestó nada.
Entonces el chico menor, demasiado pequeño para callar a tiempo y
lleno además de orgullo por su destreza, exclamó:
—¡Yo la cogí! Esa carne es mía. Cuando el carnicero se volvió,
después de haberla cortado, me metí corriendo por debajo del brazo de una
vieja que había ido a comprarla, la cogí y eché a correr con ella, y me
escondí en una tinaja vacía que había junto a una puerta hasta que llegó mi
hermano.
—¡No comeremos esta carne! —gritó Wang Lung enfurecido—. ¡No
comeremos ninguna carne que no hayamos comprado o pedido! Seremos
mendigos, pero no somos ladrones.
Y cogiendo el trozo de cerdo lo sacó de la olla con dos dedos y lo tiró
al suelo sin hacer caso de los berridos del pequeño.
Entonces O-lan se adelantó estoicamente, recogió la carne, la lavó y la
echó a la olla de nuevo.
—La carne es carne —dijo tranquilamente.
Wang Lung ya no dijo nada más, pero estaba furioso y asustado porque
sus hijos se estaban convirtiendo en ladrones en aquella ciudad. Y aunque
no protestó cuando O-lan desgarró la carne tierna con los palillos y dio
grandes trozos al anciano, a los chicos, y hasta le llenó la boca a la niña y se
reservó algo para sí misma, él se negó rotundamente a tocarla,
contentándose con la col que había comprado.
Pero después de la comida cogió al menor de sus hijos, se lo llevó a la
calle, donde su madre no le pudiera oír, y agarrándole fuertemente con una
mano, con la otra le dio de bofetadas hasta cansarse, sin hacer caso de los
chillidos del muchacho.
—¡Toma, toma y toma! —le gritaba—. ¡Eso, por ladrón!
Cuando soltó al niño, que se fue a su casa gimoteando, se dijo para sí:
«Hemos de volver a la tierra».
XIII
Día tras día, bajo la opulencia de esta ciudad, Wang Lung vivía en sus
cimientos de miseria, sobre los que la ciudad se levantaba. Con los
comestibles rebosando de los mercados; con las calles donde se hallaban los
almacenes de seda llenas de tiendas engalanadas de vistosos estandartes
multicolores que anunciaban las mercancías: con tantos hombres ricos
vestidos de satén y de terciopelo, cubiertos de seda y con la piel suave y las
manos perfumadas y tiernas como flores de delicadeza y de ocio; con tanta
cosa para esplendor y belleza de la ciudad, en aquella parte de la misma
donde vivía Wang Lung no había comida suficiente para calmar un hambre
salvaje ni la ropa necesaria para cubrirse los huesos.
Los hombres trabajaban todo el día haciendo pan y dulces destinados a
las fiestas de los ricos; los niños se entregaban a una u otra labor desde el
alba hasta la medianoche, y luego se echaban a dormir tal como estaban,
sucios y grasientos, sobre ásperos camastros tendidos en el suelo, hasta que,
al siguiente día, tambaleándose aún de cansancio, volvían a los hornos
donde jamás se ganaba con que poder comprar uno de aquellos ricos panes
que elaboraban para otros. Y hombres y mujeres trabajaban en el corte y la
confección de gruesas pieles para el invierno, y de telas ligeras para el
verano, y de espesos brocados de seda que se convertían en trajes suntuosos
para aquellas gentes que se surtían de comestibles en la profusión de los
mercados, mientras ellos, los que los vestían, tenían que contentarse con un
trozo de áspero algodón azul que recosían rápidamente para cubrir sus
desnudeces.
Wang Lung, que vivía entre estas gentes ocupadas en el bienestar de
los otros, oía a menudo cosas extrañas, de las que hacia poco caso. Cierto
que los más viejos, hombres y mujeres, hablaban poco. Hombres de barba
gris tiraban de las rickshaws, arrastraban carretones de carbón y leña hacia
los hornos y los palacios, forzando sus espaldas hasta que los músculos
estaban tirantes como cuerdas. Empujaban los pesados carretones de
mercancías por las calles implacables, comían frugalmente su escaso
condumio, dormían sus breves noches y callaban. Sus rostros eran, como el
rostro de O-lan, inarticulados y mudos. Nadie sabía lo que pensaban. Si
alguna vez hablaban era de comida o de peniques. La palabra plata se
hallaba tan raramente en sus labios como este metal en sus manos.
Sus caras en reposo se hallaban crispadas como en un acceso de cólera,
pero no era cólera: eran los años de esfuerzo y de tensión, cargando pesos
superiores a sus fuerzas, que habían descubierto sus dientes en lo que
parecía un gesto de amenaza y arado arrugas profundas en torno de sus ojos
y de sus bocas. Ellos mismos no tenían idea de la clase de hombres que
eran. Una vez se vio uno de ellos en el espejo de un carro de mudanzas que
pasaba cargado de muebles, y gritó señalándose: «¡Qué hombre más feo!».
Y cuando los otros se echaron a reír, sonrió dolorosamente, sin saber de qué
se reían, y miró a un lado y otro rápidamente para ver si había ofendido a
alguien.
En casa, dentro de los pequeños chamizos donde vivían amontonados,
junto al de Wang Lung, las mujeres remendaban trapos para cubrir a las
criaturas que daban a luz incesantemente, y robaban pedacitos de col de los
huertos y puñados de arroz de los mercados y andaban todo el año por las
colinas a la rebusca de hierbas. Durante las cosechas seguían a los
segadores como una bandada de aves, con los ojos acerados y agudos
puestos sobre el grano o el brote que cayera al suelo. Y por aquellos
chamizos pasaban los hijos; los niños nacían, morían, nacían otros y volvían
a morir hasta que ni el padre ni la madre sabían cuántos habían nacido y
cuántos habían muerto, y casi ni cuántos vivían, pues pensaban en ellos
únicamente como bocas que había que alimentar y no como criaturas.
Estos hombres, estas mujeres, éstos niños, entraban y salían de los
mercados, de las tiendas de telas, y vagaban por el campo que rodeaba a la
ciudad, los hombres trabajando en lo que podían por unos cuantos peniques,
las mujeres y los niños mendigando y robando. Y entre esta gente se hallaba
Wang Lung, su mujer y sus hijos.
Los viejos aceptaban aquella vida, pero los hijos varones, llegados a
esa edad en que la infancia se ha esfumado y la vejez está lejos, sentíanse
descontentos. Hablaban entre si estos jóvenes, y sus conversaciones estaban
llenas de excitación y de cólera. Más tarde, cuando eran plenamente
hombres y se casaban y veían amargamente su rápida multiplicación, la
cólera disipada de su juventud cuajaba en una fiera desesperación y en una
rebeldía demasiado profunda para expresarse en palabras, porque durante
toda su vida veíanse forzados a trabajar más duramente que las bestias, y
todo por un puñado de restos para llenar sus vientres. Oyendo una de estas
conversaciones, Wang Lung se enteró un día, por primera vez, de lo que
sucedía al otro lado del gran muro contra el que las hileras de chozas se
adosaban.
Era al morir de uno de esos largos largos días de invierno que permiten
creer en la vuelta de la primavera. Frente a las chozas, la tierra estaba
todavía enlodada por la nieve fundida, y como el agua entraba en las
viviendas, cada familia había tenido que procurarse ladrillos sobre los que
poder dormir. A pesar de la incomodidad de la tierra mojada, notábase esta
noche una suavidad que se respiraba en el aire, y esta suavidad había
despertado en Wang Lung una extraordinaria agitación que le hizo salir a la
calle después de cenar, pues se le hacía imposible dormir, como hubiera
deseado.
Allí estaba su anciano padre, en cuclillas y apoyado contra la pared,
con su tazón de comida en la mano, pues se la había llevado fuera para
cenar tranquilamente, ya que los chiquillos llenaban la choza de clamores y
ruidos. El anciano sostenía en una mano el extremo de una tira de tela que
O-lan había desgarrado de su cinturón, y de esta tira sujetaba a la niña, que
iba tambaleándose de un lado a otro. Así pasaba sus días el anciano:
cuidando de esta criatura que ahora protestaba de tener que estar en brazos
de su madre mientras pedía limosna. Además O-lan estaba otra vez encinta
y la presión que hacía el peso de la niña sobre ella era demasiado dolorosa
para que pudiera soportarla.
Wang Lung permaneció observando a la pequeña, que daba tumbos, se
caía, se levantaba, se volvía a caer, y al anciano, que tiraba de los extremos
de la cinta de tela. Y mientras los observaba sentía que la dulzura del aire
nocturno despertaba en él una nostalgia infinita de sus campos.
—En un día así —dijo a su padre en voz alta— hay que trabajar los
campos y cultivar el trigo.
—¡Ah! —dijo el anciano tranquilamente—. Ya sé lo que estás
pensando. Cuatro veces en mi vida he tenido que hacer lo que hemos hecho
este año: abandonar los campos y saber que no quedaba en ellos simiente
para otras cosechas.
—Pero siempre regresasteis, padre.
—Quedaba la tierra, hijo —contestó el viejo con simplicidad.
Bien; pues también ahora regresarían, si no este año, el próximo, se
dijo Wang Lung. ¡Mientras quedase la tierra! Y el recuerdo de ella, que le
esperaba enriquecida por las lluvias primaverales, llenaba su corazón de
deseo. Entrando en la choza le dijo bruscamente a su mujer:
—Si tuviera algo que vender, lo vendería y regresaría a la tierra. O, si
no fuese por el anciano, iríamos a pie, aunque nos muriésemos de hambre.
¿Pero cómo podrían él y la criatura pequeña andar cien millas? ¡Y tú con tu
carga!
O-lan se hallaba lavando las escudillas de arroz, y después de apilarlas
en un rincón de la choza, miró a Wang Lung y dijo:
—No tenemos nada que vender, excepto la niña.
Wang Lung se quedó atónito y gritó:
—¡Yo no venderé una criatura!
—A mí me vendieron —contestó O-lan muy despacio—. Me
vendieron a una gran casa para que mis padres pudieran regresar a la de
ellos.
—¿Y por eso venderías tú a la niña?
—Si no se tratase más que de mi, antes preferiría matarla que
venderla... ¡La esclava de esclavas fui yo! Pero la muerte de una niña no
produce nada. Sí, yo la vendería para que tú pudieses regresar a la tierra.
—Nunca —contestó Wang Lung rotundamente—. Nunca, aunque
tuviera que pasar mi vida en este páramo.
Pero cuando volvió a salir, aquel pensamiento, que jamás hubiera
venido a él espontáneamente, le tentó contra su voluntad. Miró a la niña,
que se bamboleaba persistentemente al extremo de la tira que su abuelo
sostenía. Había crecido bastante con la ayuda de la comida que se le daba
diariamente, y aunque todavía no había hablado una palabra, estaba rolliza,
como en realidad lo está cualquier niño por poco que se le cuide. Sus labios,
que habían parecido los de una vieja, estaban ahora rojos, y, como antes, la
niña se alegraba al ver a su padre y sonreía.
«Tal vez lo habría hecho —se dijo Wang Lung— si no la hubiera
tenido contra mi pecho y no me hubiese sonreído así».
Y entonces pensó nuevamente en su tierra y exclamó arrebatadamente:
—¡No habré de verla nunca más! ¡Con tanto trabajar y tanto pedir,
nunca tenemos más que lo justo para comer! Entonces, una voz le contestó
en la oscuridad:
—No eres tú el único. Como tú hay miles en esta ciudad.
El hombre se acercó fumando una como pipa de bambú. Era el padre
de una familia que vivía dos chozas más allá de la de Wang Lung. A la luz
del sol se le veía raramente. Dormía de día, pues trabajaba toda la noche
tirando de pesados carros de mercancías que eran demasiado grandes para
circular por las calles en las horas de tráfico. Pero algunas veces Wang
Lung le había visto regresar de madrugada jadeante y exhausto, con sus
nudosos hombros abatidos. A veces, Wang Lung lo encontraba así al
amanecer, cuando él se dirigía hacia su rickshaw, y en ocasiones el hombre
salía al crepúsculo, antes del trabajo nocturno, y se mezclaba con los otros
hombres que se disponían a ir a dormir a sus chamizos.
—Bueno, ¿y esto ha de durar siempre? —preguntó Wang Lung. El
hombre dio tres chupadas a su pipa y escupió al suelo. Luego dijo:
—No, no siempre. Cuando los ricos son demasiado ricos hay recursos,
y cuando los pobres son demasiado pobres hay recursos. El invierno pasado
vendimos dos niñas y pudimos resistirlo; y este invierno, si la criatura que
lleva mi mujer en el vientre es una niña, la venderemos también. No he
conservado más que una esclava: la primera. Las otras es mejor venderlas
que matarlas, aunque hay quien prefiere matarlas al nacer. Este es uno de
los recursos cuando los pobres son demasiado pobres. Cuando las ricos son
demasiado ricos hay otro recurso, y, si no me equivoco, no ha de pasar
mucho tiempo sin que se acuda a él.
Movió la cabeza y señaló con la pipa la pared que se elevaba tras ellos,
preguntando:
—¿Has visto lo que hay al otro lado de esa pared?
Wang Lung negó con la cabeza y abrió mucho los ojos. El hombre
continuó:
—Llevé ahí a una de mis esclavas para venderla y vi muchas cosas. No
me creerías si te contase cómo corre el dinero en esa casa. Te diré esto:
incluso los criados comen con palillos de marfil y plata y hasta las esclavas
llevan pendientes de jade y perlas; también se cosen perlas en los zapatos, y
cuando éstos tienen un poquitín de barro o una rotura que ni tú ni yo la
llamaríamos así, los tiran, con perlas y todo.
El hombre dio una fuerte chupada a su pipa. Wang Lung, con la boca
abierta, le escuchaba. ¡Al otro lado de la pared ocurrían, pues, tales cosas!
—Hay recursos cuando los ricos son demasiado ricos —dijo de nuevo
el hombre, y guardó silencio durante un rato.
Luego, como si no hubiera dicho nada, añadió indiferentemente:
—Bueno, al trabajo otra vez.
Pero Wang Lung no pudo dormir aquella noche pensando en la plata,
oro y perlas que se hallaban al otra lado de la pared contra la que su cuerpo
descansaba vestido, con la ropa que llevaba día tras día, porque no tenía
colcha con que cubrirse, y echado sobre unos ladrillos y una esterilla por
todo lecho. Y de nuevo sintió la tentación de vender a la niña y se dijo:
«Quizá sería mejor venderla a una casa rica para que pudiese comer
exquisiteces y llevar joyas si tiene la suerte de ser bonita y gustarle a un
gran señor».
Pero, contra su voluntad, se contestó a sí mismo y pensó de nuevo:
«Bueno, y aunque la vendiese, no vale lo que pesa en oro y rubíes. Si
nos diesen lo necesario para regresar a la tierra, ¿de dónde saldrá lo preciso
para comprar un buey y la mesa, y camas y bancos nuevamente? ¿Voy a
vender una criatura para que podamos morirnos de hambre allá en lugar de
aquí? No tenemos ni simiente para sembrar los campos».
Y no lograba comprender a qué podía referirse aquel hombre cuando
decía: «Hay un recurso cuando los ricos son demasiado ricos».
XIV
La primavera hervía en el pueblo de chozas. La turba de mendigos se
dirigía ahora hacia las colinas y los campos en busca de hierbas, dientes de
león y otras plantas de las que desplegaban débilmente sus hojas nuevas, y
ya no era necesario robar vegetales aquí y allá. Una procesión de mujeres
harapientas y de chiquillos salía de las chozas cada día y, con pedazos de
hojalata, piedras afiladas o cuchillos gastados, con cestos de bambú
trenzado o de juncos, al brazo, buscaban por los montes y los caminos
aquellos alimentos que podían conseguir sin dinero y sin mendigar. Y cada
día O-lan salía con aquella turba; O-lan y los dos muchachos.
Pero los hombres tenían que trabajar, y Wang Lung trabajaba como
antes, por más que los días, cada vez más largos y templados, el sol y las
lluvias rápidas, llenasen a todos de nostalgias y descontento. Durante el
invierno habían trabajado y guardado silencio, soportando impasiblemente
el hielo y la nieve bajo sus sandalias de paja, y regresando a sus chozas a
comer silenciosamente lo que la labor del día y las limosnas habían
producido, durmiéndose luego, abatidos, hombres, mujeres y niños juntos,
para procurar a sus cuerpos el calor que la escasa comida no llegaba a
darles. Así ocurría en la choza de Wang Lung, y bien sabía él que así era en
las demás.
Pero al llegar la primavera, las palabras comenzaron a brotar de sus
corazones y a hacerse oír en sus labios. Al anochecer, cuando el crepúsculo
se consumía lentamente, se agrupaban en torno de las chozas y hablaban
juntos, y Wang Lung conoció algunos hombres que habían vivido junto a él
durante el invierno sin que los viese nunca. Si O-lan hubiera sido
expansiva, le habría contado, por ejemplo, que este individuo apaleaba a su
mujer, que aquel otro tenía una enfermedad leprosa que le comía las
mejillas, que el de más allá era jefe de una banda de ladrones. Pero aparte
las breves preguntas y respuestas, O-lan se callaba, así es que Wang Lung
permanecía tímidamente al borde de este grupo y escuchaba.
La mayor parte de aquellos hombres no poseían otra cosa que el
producto de un día de trabajo o de mendigar, y Wang Lung estaba siempre
consciente de no ser, en realidad, uno de ellos. El tenía su tierra, y su tierra
le aguardaba. Aquellos hombres pensaban en cómo podrían comer mañana
un poco de pescado, o en cómo holgazanear un poco, o incluso en cómo
podrían jugarse algo, un penique o dos, ya que sus días eran igualmente
miserables y un hombre ha de jugar a veces, aunque esté desesperado.
Pero Wang Lung pensaba en sus tierras y meditaba, con el doliente
corazón de la esperanza dilatada, sobre la manera de regresar a ella. El no
pertenecía a esta escoria pegada a la muralla de una casa rica, ni tampoco
pertenecía a la casa rica. El era de la tierra y no podía vivir con plenitud
hasta que sintiese la tierra bajo sus pies, siguiera un arado en la primavera y
llevase una hoz en la mano durante las siegas. Escuchaba, por lo tanto, un
poco separado de los otros, porque oculto en su corazón llevaba el
conocimiento de que poseía aquella tierra, la buena tierra de trigo de sus
padres y la cinta de terreno arrocífero que había comprado a la casa grande.
Aquellos hombres hablaban siempre y continuamente de dinero. De
cuantos peniques habían pagado por un metro de tela o por un pescado
grande como el dedo de un hombre: de cuánto ganaban en un día, y
siempre, como remate, de lo que harían si tuviesen el dinero que el hombre
que estaba tras la muralla poseía en sus arcas. Cada día la conversación
terminaba así:
—Si yo tuviera el oro que él tiene, y la plata que lleva en su cinturón, y
si tuviese las perlas con que se adornan sus concubinas y los rubíes con que
se engalana su esposa...
Y escuchando lo que harían ellos si tuvieran todas aquellas cosas,
Wang Lung se enteraba solamente de cuánto comerían y dormirían, de
cuántas exquisiteces se harían servir de las que nunca habían ni probado, y
cuánto jugarían en tal casa de té o en tal otra, y cuántas lindas mujeres se
procurarían para su placer. Pero, sobre todo, ninguno de ellos trabajaría
nunca más, y su ocio no sería igualado ni por el ocio del hombre que estaba
tras la muralla.
Entonces Wang Lung gritó súbitamente:
—¡Si yo tuviese ese oro y esa plata y esas joyas, compraría tierra con
ellas, buena tierra de la que sacaría ricas cosechas!
Al oír esto se volvieron todos hacia él uniendo su sarcasmo.
¡Aquí está este patán coletudo que no entiende una palabra de la vida
ciudadana ni de lo que puede hacer con dinero! Él continuaría trabajando
como un esclavo detrás de un buey o de un asno!
Y cada uno de ellos se sentía más digno de poseer riquezas que Wang
Lung, porque sabían mejor cómo gastarlas.
Pero sus burlas no alteraron el ánimo de Wang Lung. Sólo
consiguieron que se dijese a sí mismo, en lugar de a los otros: «así y todo,
convertiría el oro y la plata y las joyas en tierra fértil».
Y pensando en ello, cada día sentía crecer la impaciencia por regresar
a la tierra que ya poseía.
Dominado continuamente por este pensamiento, Wang Lung veía sólo
como en sueños las cosas que en torno de él ocurrían diariamente en la
ciudad. Aceptaba sin curiosidad cuanta anomalía ocurriese, teniéndola
únicamente como un hecho. Por ejemplo, aquel papel que los hombres
repartían aquí y allá y que en ocasiones le habían entregado a él mismo.
Ahora bien, Wang Lung no había aprendido nunca, ni en su juventud
ni en ningún otro tiempo, el significado de las letras sobre el papel, y por lo
tanto no podía descifrar aquellos signos negros estampados sobre bandas de
papel pegadas en los muros de la ciudad y en las paredes, vendidos a
puñados e incluso repartidos gratuitamente. Dos veces le habían dado a él
estos papeles.
La primera vez se lo entregó un forastero de la raza de aquella que él
llevara una vez en su rickshaw. Este hombre era alto y tan delgado como un
árbol batido por vientos hostiles. Tenía los ojos de un azul de cielo y el
rostro peludo, y cuando le entregó el papel, Wang Lung pudo ver que
también eran peludas las manos de piel rojiza.
Tenía, además, una robusta nariz que se proyectaba más allá de sus
mejillas como una proa se proyecta más allá de los costados de un buque, y
Wang Lung, aunque asustado de tomar algo de su mano, lo estaba más de
rehusarlo, viendo los ojos extraños de aquel hombre y su imponente nariz.
Tomó, pues, lo que se le ofrecía, y cuando se sintió con valor de mirar lo
que era, una vez que el forastero se hubo alejado, vio sólo un papel con la
imagen de un hombre de piel blanca colgado de una cruz de madera. El
hombre no llevaba otro vestido que un trozo de tela en torno a sus ijadas, y,
por las apariencias, debía de estar muerto, pues la cabeza le caía sobre un
hombro y tenía los ojos cerrados sobre la barba. Wang Lung se quedó
mirando esta imagen con horror y creciente interés. Iba acompañada de
unas letras, pero él no podía descifrar sus negros trazos.
Por la noche se llevó la imagen a su casa y se la enseñó al anciano,
pero como tampoco él sabía leer, estuvieron discutiendo su posible
significado Wang, el anciano y los dos muchachos, que gritaron con delicia
y terror:
—¡Mirad cómo le mana la sangre de un costado!
Y el anciano dijo:
—Seguramente éste era un hombre muy malo para que lo colgaran así.
Pero Wang Lung se sentía temeroso ante la imagen y se preguntaba por
qué se la habría entregado el forastero y si se trataría de algún hermano
suyo que había sido tratado así, por cuyo motivo los demás hermanos
buscaban venganza. Evitó, pues, desde entonces la calle en donde hallase al
forastero, y al cabo de unos cuantos días, cuando el papel había sido ya
olvidado, O-lan lo cogió y lo cosió, con otros papeles que había ido
recogiendo, en el interior de un zapato, para reforzar las suelas.
Pero la próxima vez que uno de estos papeles llegó a manos de Wang
Lung, le fue entregado por un hombre de la ciudad, un joven bien vestido
que hablaba muy alto según iba repartiendo las hojas entre los grupos de
curiosos que se formaban en cuanto algo nuevo ocurría en la calle. Este
papel llevaba también aquella imagen de muerte y de sangre, pero el
hombre que moría aquí no era blanco y barbudo, sino un hombre como
Wang Lung, un hombre vulgar, amarillo y menudo, con el pelo y los ojos
negros y vestido de tela azul en harapos. Sobre el hombre muerto se veía a
otro, grande y gordo, que apuñalaba al primero con un largo cuchillo. Era
un cuadro doloroso, y Wang Lung lo contemplaba deseando poder
comprender las letras al pie de aquella imagen. Volviéndose hacia un
hombre que estaba junto a él le preguntó:
—¿Conoces tú las letras y podrías decirme lo que representa esa
horrible cosa?
—¡Cállate y escucha al joven maestro! él lo explica a todos. Wang
Lung, pues, se puso a escuchar y oyó cosas que jamás había oído:
—Ese hombre muerto es cada uno de vosotros proclamó el joven
maestro, y el asesino que le apuñala representa a los ricos y a los
capitalistas, que aun después de muertos os apuñalarían. Sois pobres y
estáis oprimidos y es porque los ricos lo acaparan todo.
Wang Lung sabía perfectamente que, hasta entonces, había acusado de
su pobreza a un cielo inclemente que negaba la lluvia o que, habiéndola
concedido, la prodigaba como si fuera un mal hábito. Cuando había sol y
lluvia en proporción adecuada para que la simiente germinase en la tierra y
la planta llevase grano, Wang Lung no se consideraba pobre. Por eso ahora
escuchaba con atención, tratando de saber qué es lo que tenía que ver el
hombre rico con que faltase la lluvia cuando se esperaba. Y al final, cuando
el joven había hablado y hablado, sin aclarar este punto, Wang Lung se
atrevió a preguntarle:
—Señor, ¿hay algún medio por el cual los ricos que nos oprimen
pudiesen hacer llover, para que me fuese posible trabajar mi tierra?
Al oír esto, el joven se volvió hacia él con desprecio y contestó:
—¡Qué ignorante eres! Nadie puede provocar la lluvia, pero ¿qué tiene
eso que ver con nosotros? Si los ricos dividiesen con nosotros lo que
poseen, lloviese o no, nos tendría a todos sin cuidado, porque poseeríamos
dinero y comida.
Un grito estentóreo se escapó del grupo de oyentes, pero Wang Lung
se alejó descontento. Estaba muy bien aquello, pero había la tierra. El
dinero y la comida se gastan y consumen y si no hay lluvia y sol en
proporción, el hambre asoma de nuevo. Sin embargo, cogió los papeles que
el joven le tendiera, porque recordó que a O-lan siempre le estaban
haciendo falta papeles para las suelas de los zapatos, y cuando llegó a la
choza se los entregó diciendo:
—Aquí hay material para las suelas.
Y trabajó como antes.
Pero entre los hombres de las chozas con quienes hablaba al anochecer
se encontraban muchos que habían escuchada ávidamente las palabras del
joven, con tanta mayor avidez cuanto que sabían que tras aquella muralla
habitaba un hombre rico y parecía muy poca separación entre ellos y él, un
muro de ladrillos que podía ser derribado con unos cuantos golpes de
percha, aquellas gruesas perchas que ellos tenían para llevar diariamente las
pesadas cargas sobre sus hombros.
Y al descontento de la primavera se unía ahora el que el joven orador y
otros como él sembraban en el espíritu de los moradores de las chozas, la
conciencia de la posesión injusta de cosas que ellos no tenían. Y como
pensaban en estas cosas día tras día, discutiéndolas en grupos al anochecer,
y sobre todo, como sus largas horas de labor no les producían nunca un
aumento de jornal, en el corazón de los jóvenes y los fuertes se levantó una
marea tan irresistible como la del río hinchado por las nieves invernales: la
marea del deseo en su salvaje plenitud.
Pero Wang Lung, aunque veía esto y oía las conversaciones de los
jóvenes y sentía su cólera con una inquietud extraña, no deseaba nada más
que sentir su tierra bajo los pies nuevamente.
Ocurrió entonces que en aquella ciudad donde algo nuevo surgía
continuamente a sus ojos, Wang Lung vio otra cosa que no supo
comprender. Un día, mientras tiraba de su rickshaw vacío, en busca de
cliente, vio a un hombre prendido por un pequeño grupo de soldados que
agitaron cuchillos ante su rostro cuando el hombre protestó de aquella
violencia. Y mientras Wang Lung contemplaba la escena con mudo estupor,
otro hombre fue detenido, y otro y otro, y Wang Lung se percató de que
todos los detenidos eran hombres del pueblo, trabajadores. Y mientras él
miraba con los ojos dilatados de asombro, cogieron todavía a otro hombre,
esta vez un vecino suyo que vivía en la choza inmediata a la suya.
Entonces, y en medio de su estupor, Wang Lung pensó que estos
hombres estaban tan ignorantes como él mismo sobre la causa de su
detención y que desconocían en absoluto por qué se los llevaban a viva
fuerza. Rápidamente metió su rickshaw en una calle lateral, lo dejó allí y él
se precipitó dentro de una tienda de agua caliente y se escondió
agazapándose detrás de los grandes calderos hasta que los soldados
hubieron pasado, no fueran a llevárselo a él también.
Entonces le preguntó al tendero lo que significaba la escena que había
presenciado, y el hombre, que era viejo y que temblaba en medio del vapor
que se elevaba continuamente de aquellos calderos que eran su negocio,
repuso con indiferencia:
—No es más que otra guerra en alguna parte ¿Quién sabe el porqué de
todas estas luchas? Pero así ha sido desde que yo era niño y así será después
que me haya muerto, y bien que me consta.
—Bueno, ¿y por que han cogido a mi vecino, que es tan inocente como
yo, que nunca ha oído hablar de esta nueva guerra? —preguntó Wang Lung
con gran consternación.
El viejo golpeo las tapas de sus calderos y contestó:
—Esos soldados van a alguna guerra y necesitan cargadores para llevar
sus camas, sus municiones y sus cañones: por eso obligan a los trabajadores
como tú a seguirles. ¿Pero de dónde eres tú? Lo que ha ocurrido no es nada
nuevo en esta ciudad.
—Pero, entonces..., ¿entonces qué? —insistió Wang Lung ávidamente
—. ¿Qué recompensa, qué sueldo...?
Ahora bien, el tendero era un hombre muy viejo y no tenía gran
esperanza en nada ni gran interés en otra cosa que en sus calderos, y repuso
descuidadamente:
—Sueldo no lo hay, y de comida sólo dos pedazos de pan seco al día y
un sorbo de agua de algún estanque. Y cuando has llegado al punto de
destino puedes volverte a casa si las piernas te llevan.
—Bueno, pero la familia... —dijo Wang Lung espantado.
—Bueno, ¿y qué les importa a ellos la familia? —exclamó el viejo
desdeñosamente, levantando la tapa de uno de los calderos para ver si el
agua hervía. Una nube de vapor le envolvió, y apenas se le podía ver el
arrugado rostro inclinado sobre el caldero. Sin embargo, era bondadoso,
pues cuando reapareció de entre la nube de vapor vio algo que Wang Lung
no podía ver desde su escondite, esto es: que los soldados se acercaban,
explorando las calles, de las que todo trabajador capaz había ahora huido.
—Agáchate otra vez —le dijo a Wang Lung—. Han vuelto soldados.
Y Wang Lung se agachó tras los calderos y los soldados pasaron con
gran estrépito y se dirigieron hacia el Oeste. Cuando el ruido de sus botas
de cuero hubo cesado, Wang Lung salió fuera y, cogiendo su rickshaw,
corrió con él vacío hasta la choza; allí le contó a O-lan, quien acababa de
regresar para cocer las hierbas que había cogido, lo que estaba sucediendo,
explicándole trémulo y jadeante el riesgo que había corrido de ser apresado
con los otros. Y mientras hablaba, aquel nuevo horror se presentaba vívido
ante sus ojos: la posibilidad de ser arrastrado a los campos de batalla y que
no sólo su anciano padre y su familia se murieran de hambre, sino que él
mismo fuera asesinado y nunca más pudiera ver su tierra. Miró a O-lan
ansiosamente y dijo:
—Ahora si que de veras me siento tentado de vender la pequeña
esclava y regresar al Norte, a la tierra.
Pero después de haberle escuchado, O-lan dijo con su simplicidad
habitual:
—Espera unos días. Se dicen cosas extrañas.
Sin embargo, Wang Lung no volvió a salir a la luz del día, sino que
envió al mayor de sus muchachos a devolver el rickshaw al sitio donde lo
había alquilado, y él aguardaba en la choza que se hiciera de noche y
entonces se presentaba en las casas de mercancías y, por la mitad de lo que
antes ganaba, se dedicaba al trabajo nocturno de arrastrar grandes vagones
cargados de cajas. De cada vagón tiraban doce hombres jadeantes y
gimientes. Las cajas estaban llenas de sedas, de algodón, de tabaco fragante,
tan fragante que su aroma se escapaba a través de la madera. Y había
también grandes jarras de aceite y de vino.
Toda la noche, Wang Lung tiraba desesperadamente de las cuerdas a lo
largo de las calles oscuras, con el cuerpo desnudo y empapado en sudor y
los pies descalzos, que, lisos y mojados por la humedad de la noche,
resbalaban sobre las piedras. Delante de los hombres, y para mostrarles el
camino, marchaba un chiquillo llevando una antorcha flameante, y a la luz
de esta antorcha los cuerpos y los rostros de los hombres brillaban lo mismo
que las húmedas piedras.
Wang Lung llegaba a su casa al amanecer, jadeante y tan roto por el
esfuerzo que no podía comer hasta después de haber dormido. Pero durante
el día, mientras los soldados exploraban las calles, él dormía sano y salvo
en un rincón de su choza detrás de un montón de paja que O-lan había
reunido para resguardarle.
Qué batallas se libraban y quién guerreaba contra quién, Wang Lung
no lo sabía. Pero con el avance de la primavera la ciudad se llenó de miedo
y de inquietud. Todos los días aparecían coches tirados por caballos que
conducían a hombres ricos con sus ropas satinadas y sus bellas mujeres y
sus joyas hasta la orilla del río, donde entraban en los barcos que los
llevaban a otros lugares. Y otros iban a la casa adonde llegaban los vagones
de fuego y partían en ellos. Wang Lung no transitaba nunca por las calles
durante el día, pero sus hijos llegaban con los ojos muy abiertos y brillantes
trayendo las noticias.
—Hemos visto a un hombre tan gordo y monstruoso como un dios del
templo y llevaba el cuerpo cubierto con muchas varas de seda amarilla y en
el pulgar una gran sortija de oro con una piedra verde como un trozo de
vidrio. Y tenía la carne brillante de aceite y de comer mucho.
O el mayor contaba:
—Y hemos visto cajas y más cajas y, cuando preguntamos lo que había
en ellas, un hombre nos dijo: «Están llenas de oro y de plata, pero los ricos
no pueden llevarse todo lo que tienen y algún día será nuestro». ¿Qué quiso
decir, padre mío?
Y el muchacho abría más los ojos y miraba a su padre.
Pero cuando Wang Lung contestaba brevemente: «¿Cómo he de saber
lo que quiere decir uno de esos ociosos ciudadanos?», el muchacho
replicaba con avidez:
—¡Oh, quisiera que pudiésemos ir ahora mismo y cogerlo, si es
nuestro! Me gustaría probar un pastel. Nunca he probado uno de esos
pasteles dulces, salpicados de ajonjolí.
El anciano despertaba de su ensoñación al oír esto y decía:
—Cuando había buena cosecha teníamos de esos pasteles, en las
fiestas de otoño. Cuando el ajonjolí había sido trillado, y antes de venderlo,
nos reservábamos un poco para hacer esos pasteles.
Y Wang Lung recordó los que O-lan había hecho una vez por Año
Nuevo, pasteles de harina de arroz, manteca y azúcar, y la boca se le hacía
agua y el corazón le dolía con la nostalgia del pasado.
—¡Si al menos estuviésemos en nuestra tierra! —murmuró.
Súbitamente le pareció entonces que no podría soportar ni un día más
en esta choza miserable, tan estrecha que no le permitía ni tenderse cuan
largo era tras el montón de paja; ni podría pasar otra noche con el cuerpo
inclinado sobre una cuerda que le cortaba las carnes y tirando
desesperadamente de la carga a lo largo de las calles empedradas.
Cada piedra se había convertido ahora en un enemigo personal, y
aprendió a conocer cada carril por el cual podía evitar una piedra y
economizar una onza de su vida. Incluso hubo horas en aquellas negras
noches, especialmente cuando había llovido y las calles estaban mojadas,
más mojadas que de ordinario, en que todo el odio de su corazón iba contra
aquellas piedras que parecían agarrarse, colgarse de las ruedas de su
inhumana carga.
—¡Ah, la bella tierra! —gritó de pronto, y empezó a sollozar de tal
manera que los niños se asustaron y el anciano, mirando a su hijo
consternado, inclinaba el rostro a un lado y a otro como hace una criatura
cuando ve llorar a su madre.
Y de nuevo fue O-lan quien dijo con su voz llana y oscura:
—Espera un poco todavía y ocurrirán cosas. Se habla mucho ahora en
todas partes.
Desde su choza, donde permanecía oculto, Wang Lung oía las pisadas
de los soldados que se dirigían a la batalla. A veces levantaba un poco la
esterilla que le separaba de ellos, miraba por el resquicio y veía aquellos
pies pasar, pasar; los pies calzados con zapatos de cuero, las piernas
cubiertas de tela, uno tras otro, par tras par, línea sobre línea, millar sobre
millar. Por las noches, cuando trabajaba, veía sus rostros pasar junto a el,
iluminados brevemente por la luz de la antorcha. No se atrevía a hacer
pregunta alguna que le concerniese, pero tiraba de su carga con obstinación,
comía su escudilla de arroz y dormía su sueño agitado en la choza, tras el
montón de paja. En aquellos días nadie hablaba. La ciudad estaba sacudida
de espanto y todos hacían rápidamente sus quehaceres, se iban a sus casas y
cerraban la puerta.
En torno a las chozas ya no se oían al anochecer más conversaciones
ociosas. En los mercados, los puestos de comida estaban vacíos. Las tiendas
de seda retiraron sus alegres colgaduras y cerraron la fachada de sus
grandes escaparates con gruesas tablas sólidamente ajustadas, de manera
que si se pasaba por la ciudad al mediodía era como si la gente se hallase
durmiendo.
Por todas partes se murmuraba que el enemigo iba acercándose, y todo
el que poseía algo se hallaba atemorizado. Pero Wang Lung no tenía miedo,
ni tampoco los moradores de las chozas. No sabían, primeramente, quién
era este enemigo, y no tenían, por otro lado, nada que perder, ya que ni sus
propias vidas significaban una gran pérdida. Si este enemigo se acercaba,
que se acercase: nada para ellos podía ser peor que la situación presente.
Pero cada cual iba a lo suyo y nunca hablaban unos con otros abiertamente.
Luego, los encargados de las casas de mercancías dijeron a los
trabajadores que arrastraban las cajas de un lado a otro desde la orilla del
río, que no necesitaban volver más, ya que actualmente no había nadie para
comprar y vender en los mostradores, así es que Wang Lung permaneció día
y noche en la choza sin hacer nada. Al principio se alegró, pues parecía que
todo descanso era insuficiente a su cuerpo, y durmió pesadamente, como un
hombre muerto. Pero si no trabajaba no podía ganar, y al cabo de unos
cuantos días los peniques de reserva que poseían se habrían ido. Wang Lung
se encontró de nuevo ante el desesperante problema de decidir qué debía
hacer, y como si no hubieran caído sobre ellos suficientes calamidades, las
cocinas públicas cerraron sus puertas, y los que por aquel medio habían
provisto para los pobres, se metieron en sus casas y cerraron la puerta. Y no
había comida, ni trabajo, ni nadie pasaba por las calles a quien se le pudiera
pedir una limosna.
Entonces Wang Lung cogió a la niña en sus brazos y, sentándose con
ella en la choza, la miró dulcemente y dijo:
—Pequeña tonta, ¿te gustaría ir a una casa grande donde hay que
comer y que beber y donde te darían un abrigo entero para cubrirte el
cuerpo?
La niña sonrió, sin entender lo que se le decía, y levantó la manita para
tocar los ojos asombrados de su padre. Wang Lung no pudo soportarlo y le
gritó a la mujer:
—Dime, ¿y te pegaban en aquella casa grande?
O-lan contestó sombríamente:
—Todos los días me pegaban.
Y él gritó de nuevo:
—¿Pero con un cinturón de tela o con un bambú o una cuerda? Y ella
contestó con la misma voz muerta:
—Era con una correa de cuero que había servido de cabestro a una de
las mulas. Estaba siempre colgada en la pared de la cocina.
Bien comprendía él que O-lan sabía lo que estaba pensando. Pero se
acogió a una última esperanza y dijo:
—Esta niña nuestra es una linda doncellita. Dime, ¿les pegaban
también a las esclavas bonitas?
Y O-lan contestó indiferentemente, como si le tuviera sin cuidado una
cosa u otra:
—Si, o las llevaban a la cama de un hombre, según les diera el
capricho, y no a la de uno solo, sino que la entregaban a cualquiera que la
deseaba aquella noche. Los jóvenes señores disputaban y reñían por una
esclava o por otra y decían: «Bueno, si él esta noche, yo mañana, y cuando
todos por igual estaban cansados de una esclava, los criados reñían y se
disputaban por lo que los señores habían dejado: y todo esto antes de que la
esclava hubiera salido de la niñez... si era bonita.
Entonces Wang Lung gimió apretando a la niña contra sí, y dijo
muchas veces suavemente:
—¡Oh pequeña tonta...! ¡Oh pobre tontita!
Pero para sus adentros estaba llorando como llora un hombre que se ve
cogido en una inundación y no puede detenerse a pensar.
«No hay otro camino... No hay otro camino...».
De pronto se oyó un ruido como si los cielos se abriesen, y todo el
mundo se echó instintivamente al suelo y se ocultó la cara, pues parecía
como si este espantoso ruido fuera a aplastarlos a todos. Wang Lung cubrió
con la mano el rostro de la niña, ignorando qué horror podía surgir de aquel
estrépito, aparecer ante ellos, mientras el anciano le decía al oído: «Esto si
que no lo había oído en todos mis años», y los dos muchachos chillaban de
terror.
Pero cuando se hizo el silencio, tan rápidamente como había cesado,
O-lan dijo:
—Lo que había oído decir que ocurriría, acaba de ocurrir. El enemigo
ha roto las puertas de la ciudad.
Y antes de que nadie pudiera responderle, un grito recorrió toda la
ciudad, un aullido ascendente de voces humanas, débil al principio como el
viento de una tormenta que se acerca, luego recogido en un hondo rugir que
llenaba las calles.
Wang Lung estaba sentado muy erguido en el suelo de su choza, y un
terror extraño circuló por su carne y lo sintió bullir en las raíces de sus
cabellos. Todos estaban sentados como él y se miraron unos a otros
esperando no sabían qué. Pero solamente se oía el alboroto de los grupos
humanos que se iban formando y los gritos de cada hombre.
Luego oyeron al otro lado de la muralla y no lejos de ellas el ruido de
una gran puerta que rechinaba y crujía sobre sus goznes al abrirse a la
fuerza, y de pronto el hombre que en cierta ocasión había hablado con
Wang Lung al anochecer, mientras fumaba su corta pipa de bambú, metió la
cabeza dentro de la choza y gritó:
—¿Y todavía estáis ahí sentados? ¡Ha llegado la hora! ¡Las puertas del
hombre rico se han abierto para nosotros!
Y como por arte de magia, O-lan desapareció, escabulléndose bajo el
brazo tendido del hombre, mientras éste hablaba.
Wang Lung se levantó, despacio y medio atontado, puso a la niña en el
suelo y salió fuera. Ante la férrea verja de la casa del hombre rico se
apretujaba una clamorosa multitud de gente del pueblo y avanzaba dando
ese ronco aullido de tigre que se había alzado de las calles hinchándose y
creciendo. Wang Lung comprendió que ante todas las puertas de todos los
ricos se apretaba ahora un muchedumbre así de hombres y mujeres que
habían estado hambrientos y oprimidos y ahora podían hacer, por el
momento, lo que les viniese en gana. Las grandes puertas se habían abierto
y la gente avanzaba en masa tan apretada que se movía como un solo
cuerpo. Wang Lung se vio cogido en el torbellino de un grupo que llegaba
queriéndose unir al grupo delantero, de manera que, deseándolo o no, se vio
forzado a avanzar con él aunque él mismo no sabía hacía dónde se inclinaba
su voluntad, tan atónito estaba por lo sucedido.
Así, fue arrastrado por la muchedumbre y atravesó la entrada de la
casa con los pies tocándole apenas el suelo por la presión de aquella gente
que rugía sin cesar como una bestia furiosa. Pasó habitación tras habitación,
hasta llagar a los interiores, pero no vio a ninguno de los hombres y las
mujeres que habían vivido en aquella casa. Diríase un palacio muerto a no
ser por los lirios tempranos que florecían entra las rocas del jardín y por las
flores primaverales con que los árboles vestían sus ramas. Pero en los
cuartos había comida sobre las mesas y en las cocinas ardía el fuego.
Aquella muchedumbre amaría bien las moradas de los ricos, pues pasó de
largo por las primeras estancias, donde viven los sirvientes y los esclavos y
donde se hallan las cocinas, y siguió hacia las estancias interiores, donde los
señores y las damas tienen sus lechos fastuosos, sus áreas de laca negra,
roja y dorada, sus cajas llenas de ropas de seda, las mesas y sillas labradas y
las paredes adornadas con pintados papeles. Y sobre estos tesoros se lanzó
la muchedumbre, cogiendo lo que podía, arrancándoselo unos a otros,
abalanzándose sobre todo lo que aparecía al abrir una nueva caja o un
nuevo gabinete, de manera que ropas, cortinas y platos pasaban de mano en
mano, cada cual arrebatando a otro sus posesiones y nadie deteniéndose a
contemplar las propias.
En aquella confusión, solamente Wang Lung no se apoderó de nada.
Jamás había tocado lo que era de otro y tampoco ahora podía hacerlo, así es
que se mantuvo pasivamente en mitad de aquel tumulto, zarandeado de aquí
para allá, y luego, cuando fue haciéndose dueño de sí mismo, empezó a
empujar perseverantemente hacia fuera del grupo hasta quedar a un
extremo. Ahora podía ver dónde se hallaba.
Encontrábase al fondo de una de las estancias interiores donde habitan
las damas de los ricos; la puerta de atrás estaba abierta de par en par, una de
aquellas puertas que durante siglos y siglos han tenido los ricos para sus
fugas y que se llama puerta de la paz. A través de ella se habían
indudablemente escapado aquel día los habitantes de la mansión,
escondiéndose por las calles y prestando oído al griterío de la turba que
asaltaba su casa. Pero, debido a su talla o a la pesadez de su sueño, un
hombre no había podido huir y Wang Lung lo encontró en una habitación
interior vacía en la que el populacho había entrado y vuelto a salir. Este
hombre, que había estado escondido en algún lugar secreto, no fue
descubierto, y ahora, creyéndose solo, había salido sigilosamente, dispuesto
a escapar.
Era un individuo gordo y voluminoso, ni viejo ni joven, y había estado
tendido desnudo en la cama, sin duda con una mujer bonita, pues su cuerpo
desnudo asomaba a través de un ropaje de satén morado que ceñía en torno
de si. Los amarillentos rollos de sus carnes formaban dobleces sobre sus
pechos y sobre su vientre, y en las montañas de sus mejillas los ojos
aparecían pequeños y hundidos como los de un cerdo. Cuando vio a Wang
Lung se puso a temblar de pies a cabeza, chillando como si estuvieran
desollándolo, y Wang Lung, que no llevaba arma alguna, se le quedó
mirando asombrado y con ganas de echarse a reír ante la escena. Pero el
robusto individuo cayó ante él de rodillas y, dándose con la cabeza en las
losetas del suelo, gritó:
—¡Salva una vida! ¡Salva una vida! ¡No me mates y te daré dinero,
mucho dinero!
La palabra «dinero» proyectó al instante en la manta de Wang Lung
una claridad penetrante. ¡Dinero! Si, él necesitaba dinero. Y de nuevo vio
claramente y oyó como una voz que dijese: «Dinero... La niña salvada... ¡La
tiene!».
Y gritó con una voz dura, como no creía que él pudiera tener: ¡Dame el
dinero, pues!
El hombre se levantó del suelo y, buscando en el bolsillo del manto,
sacó las manos chorreando oro. Wang Lung cogió el extremo de su túnica
para recibirlo, y gritó de nuevo:
—¡Dame más!
Y otra vez las manos del hombre aparecieron llenas de oro y sólo dijo:
—Ahora ya no hay más y no me queda otra cosa que mi vida
miserable.
Empezó a llorar y las lágrimas le corrían como aceite por las colgantes
mejillas.
Wang Lung, mirándole temblar y gemir, sintió de pronto que le
aborrecía como no había aborrecido nada en este mundo, y le gritó
estremeciéndose con toda la repugnancia que sentía hacia él:
—¡Fuera de mi vista si no quieres que te mate, gusano asqueroso!
Así le gritó Wang Lung, aunque era hombre tan tierno de corazón que
no podía matar ni a un buey. Y el hombre echó a correr como un perro y
desapareció.
Entonces Wang Lung se encontró solo con el oro. No se detuvo a
contarlo, sino que se lo metió en el pecho y, saliendo por la puerta de la paz
a las estrechas callejas sobre las que ésta se abría, se dirigió a la choza. Iba
apretando contra su seno aquel oro que aún guardaba el calor del cuerpo de
otro hombre, y se repetía una y otra vez:
«Regresamos a la tierra, ¡Mañana regresamos a la tierra!».
XV
Antes de que hubieran pasado muchos días, ya tenía Wang Lung la
impresión de no haber salido nunca de su tierra. En realidad,
espiritualmente al menos, no se había separado jamás de sus campos.
Con tres piezas de oro compró en el Sur buena simiente: grano de
trigo, de arroz y de maíz, y, como alarde de lujo, semillas que nunca había
plantado antes: lotos y apio para su estanque, y grandes rábanos encarnados
de esos que, rellenos de cerdo, constituyen un plato exquisito en las
festividades, y pequeñas judías rojas y fragantes.
Con cinco piezas de oro le compró un buey a un labrador que
encontraron arando los campos, antes de llegar a su propia tierra. Wang
Lung se detuvo al verle, y con él el anciano, los niños y la mujer, a pesar del
ansia que todos sentían por llegar a su casa y a su tierra, y se quedaron
mirando al buey. A Wang Lung le llamó la atención su cuello robusto y
vigoroso y el empuje de su espalda contra el yugo de madera. Y le gritó al
labrador:
—¡Ese buey no vale nada! ¿Por cuánto lo venderías en oro o plata?
Estoy sin animal y como lo necesito tomaría cualquier cosa.
El labrador contestó:
—Antes vendería a mi mujer que a este buey, que no tiene más que
tres años y está en todo su vigor.
Y continuó arando sin hacer más caso de Wang Lung. A éste le pareció
entonces que de todos los bueyes del mundo era sólo aquél el que habría de
ser suyo, y le dijo a O-lan y a su padre:
—¿Qué tal ese buey?
El anciano lo miró y dijo:
—Parece una bestia bien castrada. Y O-lan exclamó:
—Tiene un año más de lo que el hombre asegura.
Pero Wang Lung no repuso nada porque se había encaprichado de este
buey que trabajaba el suelo vigorosamente y que tenía la piel lisa y amarilla
y los ojos grandes y oscuros. Con este buey podría arar sus campos y
cultivarlos, y luego, atándolo al molino, podría moler el grano. Y se dirigió
al labrador y le dijo:
—Voy a darte dinero para que te compres otro buey y más. Pero ése ha
de ser mío.
Al fin, tras mucho discutir y pelear y tras mucho fingir negativas e
indiferencia, el labrador se avino a aceptar un precio que era la mitad más
sobre el valor de un buey en aquellos lugares. Pero de pronto el oro no tenía
valor para Wang Lung si contemplaba aquel animal, y se lo entregó al
labrador, mirando cómo desuncía al buey y llevándoselo luego por una
cuerda que le atravesaba la nariz. El corazón de Wang Lung ardía de orgullo
con aquella posesión.
Cuando llegaron a la casa encontraron que la puerta debió ser
arrancada, que el techo de paja había desaparecido y asimismo las azadas y
los rastrillos que dejaron dentro de la vivienda, de manera que sólo
quedaban las vigas desnudas y las paredes de tierra, éstas deterioradas por
las nieves tardías y las lluvias de invierno y de principios de primavera.
Pero, pasada la sorpresa, todo esto no era nada para Wang Lung. Se fue a la
ciudad y compró un nuevo arado de madera dura, dos azadas, dos rastrillos
y esteras para cubrir el techo hasta que tuviera paja de su cosecha con que
poderlo bardar.
Entonces se detuvo, a la caída de la tarde, frente a su casa y extendió la
mirada sobre la tierra, su propia tierra, suelta y fresca tras los hielos
invernales y pronta a ser plantada. Era plena primavera y en el pantano las
ranas cantaban soñolientamente. Los bambúes que crecían junto a una
esquina de la casa se balanceaban lentamente al beso de una brisa de
anochecido, y a través del crepúsculo veíase esfuminada la franja de árboles
al borde del campo cercano. Eran melocotoneros en flor, matizados de un
tinte delicadamente rosado, y sauces que asomaban sus tiernas hojas verdes.
Y de la tierra inactiva y expectante se levantaba una niebla plateada como
luz de luna que se abrazaba a los troncos de los árboles.
Al principio, y durante mucho tiempo, le parecía a Wang Lung que no
deseaba ver a alma viviente, sino estar solo con su tierra. No iba a ninguna
casa del pueblo, y cuando sus vecinos —los que habían sobrevivido al
hambre invernal— venían a verle, se mostraba agrio con ellos.
—¿Quién de vosotros arrancó mi puerta? ¿Quién de vosotros tiene mi
azada y mi rastrillo, y quién de vosotros ha quemado mi techo en su horno?
Así les gritaba al verlos, y ellos movían la cabeza inocentemente y uno
decía: «Fue tu tío», y otro: «No, con bandidos y ladrones merodeando por
los campos en estos tiempos de hambre y de guerra, ¿cómo puede decirse
que éste o aquél robó tal cosa? El hambre hace un ladrón de cualquiera».
Entonces, Ching, su vecino, salió arrastrándose de su casa para ver a
Wang Lung, y dijo:
—Durante el invierno, una banda de malhechores vivió en tu casa y
pillaron en el pueblo y la ciudad cuanto les fue posible. Se dice que tu tío
tuvo que ver con ellos más de lo que le conviene a un hombre honrado.
Pero ¿quién sabe la verdad de nada en estos días? Yo no me atrevería a
acusar a nadie.
Ching no era ya más que una sombra, tan pegada a los huesos tenía la
piel, tan gris se le había vuelto el cabello, a pesar de que no contaba aún
cuarenta y cinco años. Wang Lung se le quedó mirando un rato, y luego,
movido de compasión, exclamó:
—A ti te ha ido peor que a nosotros. ¿Qué es lo que has comido?
Y el hombre murmuró en un suspiro:
—¡Qué es lo que no he comido! Desperdicios de la calle, como los
perros, cuando pedíamos limosna en la ciudad. Y hemos comido perros
muertos, y, una vez, antes de que muriera, mi mujer preparó una sopa con
una carne que no me atrevía a preguntar lo que era; pero sabía que no tenía
el coraje de matar, y si comimos aquello fue, sin duda, porque lo encontró.
Después murió, teniendo menos resistencia que yo para aguantar tanto, y,
muerta ella, entregué mi hija a un soldado, porque no podía verla
consumirse y morir también.
Hizo una pausa y, tras un rato de silencio, dijo:
—Si tuviera un poco de semilla podría plantar de nuevo, pero no tengo
simiente.
—¡Ven aquí! —gritó Wang Lung ásperamente, y cogiéndolo por la
mano lo arrastró dentro de la casa, le hizo alzar el extremo de su túnica
andrajosa y vertió en ella buena simiente de la que había traído del Sur:
trigo, arroz y coles. Y luego le dijo—: Mañana iré a labrar tu tierra con mi
buey.
Entonces Ching se echó a llorar de pronto, y Wang Lung, secándose
también los ojos, exclamó, como si estuviera enfadado:
—¿Crees que he olvidado aquel puñado de judías que me diste? Pero
Ching no pudo contestar nada y se alejó llorando y llorando sin cesar.
Fue una alegría para Wang Lung encontrarse con que su tío no estaba
ya en el pueblo; en realidad, nadie sabía dónde se hallaba. Algunos decían
que se había trasladado a una ciudad, y otros, que había partido a lugares
lejanos en compañía de su mujer y de su hijo. Pero de su casa no quedaba
nadie en el pueblo. Las muchachas —y de esto Wang Lung se enteró con
indignación— habían sido vendidas por lo que dieron por ellas, la más
bonita primero; pero luego hasta la última, que era picada de viruelas, fue
entregada por unos cuantos peniques a un soldado que se dirigía hacia el
campo de batalla.
Entonces, Wang Lung se dedicó enteramente a la tierra, aprovechando
hasta las horas que debía pasar en la casa para comer y dormir. Le gustaba
llevarse su rollo de pan y ajos a los campos y comerlo allí, mientras pensaba
y hacía proyectos: «Aquí sembraré las judías negritas y aquí pondré los
lechos de arroz nuevo». Y si el cansancio le vencía durante el día, se echaba
en un surco y allí, con el calor de su propia tierra contra su cuerpo, se
dormía.
Y, en la casa, O-lan no permanecía ociosa. Con sus propias manos
aseguró las esteras a las vigas; cogió tierra de los campos, la mezcló con
agua y remendó las paredes de la casa; reconstruyó el horno y rellenó los
agujeros que habían hecho las lluvias en el suelo.
Entonces fue un día a la ciudad con Wang Lung y, juntos, compraron
camas, una mesa, seis bancos y un gran caldero; luego, por capricho,
adquirieron una tetera de barro rojo con una flor negra dibujada en tinta y
seis tazones que hacían juego. Por último, entraron en una tienda de
incienso y compraron un dios de la abundancia, de papel, para colgarlo en
la pared del cuarto central, sobre la mesa, y dos candeleros y una urna de
incienso de peltre, y dos velas encarnadas para quemar ante el dios, dos
gruesas velas de grasa de vaca con un junco fino en el centro que servía de
mecha.
Volviendo a casa con estas compras, Wang Lung se acordó de los dos
pequeños dioses del templo de la tierra y se detuvo a contemplarlos. Su
aspecto era lamentable. La lluvia les había borrado las facciones y la arcilla
de sus cuerpos asomaba desnuda entre los jirones de sus trajes de papel.
Nadie les había hecho caso alguno durante aquel año terrible, y Wang Lung
se los quedó mirando con horror y satisfacción, y dijo en voz alta, como se
habla a un niño castigado:
—¡Esto les ocurre a los dioses que hacen daño a los hombres!
Sin embargo, cuando la casa fue nuevamente lo que había sido, cuando
los candeleros de peltre brillaron a la luz rojiza de las velas, y la tetera y las
tazas se hallaron sobre la mesa, y las camas en su sitio, equipadas de nuevo,
y un trozo nuevo de papel pegado al agujero del dormitorio, y otra puerta
colocada en su sitio sobre los goznes de madera, Wang Lung tuvo miedo de
su felicidad. O-lan aumentaba con el peso de otra criatura; sus hijos
jugueteaban como cachorros morenos a la entrada de la casa, y, apoyado
contra la pared del Sur, su padre se sentaba y sonreía mientras dormitaba;
en sus campos, el arroz tierno brotaba verde como el jade y más hermoso, y
las judías nuevas alzaban del suelo sus testas encaperuzadas. Y, si comían
con mesura, aún les quedaba oro suficiente para alimentarse hasta la
cosecha. Mirando hacia el cielo azul y hacia las nubes blancas que lo
atravesaban, sintiendo sobre sus campos labrados, como en su propia carne,
el sol y la lluvia en justa proporción, Wang Lung murmuró
involuntariamente:
—Tengo que poner un poco de incienso ante aquellos dos del pequeño
templo. Al fin y al cabo, tienen poder sobre la tierra.
XVI
Una noche, cuando Wang Lung se hallaba acostado con su esposa, notó que
ésta tenía algo del tamaño de un puño de hombre entre los senos, y le
preguntó:
—¿Qué es esto que llevas encima?
Lo cogió y vio que era algo envuelto en un trozo de trapo, algo duro,
aunque movible al tacto. O-lan se echó hacia atrás violentamente, pero
luego, al ver que Wang Lung se disponía a tirar del bulto y arrancárselo, se
sometió y dijo:
—Bueno, míralo si quieres.
Y rompiendo el cordel que lo sujetaba a su cuello, se lo entregó a
Wang Lung.
Este desgarró el trozo de trapo y, de pronto, cayo en sus manos tal
cantidad de joyas que se quedó estupefacto. Eran joyas como él no había
nunca soñado, joyas rojas como la carne de la sandia, doradas como el
trigo, verdes como las hojas tiernas de primavera, transparentes como el
agua que brota de la tierra. Qué nombres tenían, Wang lo ignoraba, pues
nunca había visto joyas en su vida ni oído cómo se llamaban, pero al
apresarlas en su mano morena y dura comprendió, por el brillo y los
destellos que despedían en la habitación medio a oscuras, que tenía en sus
manos una fortuna. Y la agarraba inmóvil, ebrio de color y de forma, en
silencio; y ni él ni la mujer apartaban de ella los ojos.
—¿Dónde...? ¿Dónde...?
Y O-lan murmuró suavemente:
—En la casa del hombre rico. Debió de ser el tesoro de alguna
favorita. Vi un ladrillo suelto en la pared y me escurrí hacia allí
negligentemente para que nadie más se diera cuenta del hallazgo y exigiese
una parte. Tiré del ladrillo, cogí lo que brillaba y me lo escondí en la
manga.
—¿Pero como sabias...? —murmuro Wang Lung nuevamente lleno de
admiración, y ella contesto sonriendo con aquella sonrisa que no subía
nunca a sus ojos:
—¿Crees que yo no he vivido en una casa rica? Los ricos siempre
tienen miedo. Un año los ladrones saltaron las tapias de la casa grande. Yo
vi a las esclavas y a las concubinas, y hasta a la misma Anciana Señora,
correr de aquí para allá: y cada una llevaba un tesoro que metía en algún
escondite planeado de antemano. Por eso sabía el significado de un ladrillo
desprendido.
Y otra vez se callaron, contemplando la maravilla de las piedras
preciosas.
Al cabo de un rato, Wang Lung hizo una profunda aspiración y
exclamó decididamente:
—No se debe conservar un tesoro así. Hay que venderlo invertirlo en
algo seguro, en tierras pues nada más ofrece seguridad. Si esto llegara a
saberse, nos matarían y un ladrón se llevaría las joyas. Tengo que
convertirlas en tierra hoy mismo o no podría dormir esta noche.
Mientras hablaba, envolvió otra vez las joyas con el trozo de trapo, las
ató fuertemente con el cordel y, al abrirse la túnica para esconderlas en el
pecho, su mirada se fijó casualmente en el rostro de la mujer. Estaba
sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, y su faz hermética, en la
que nunca se reflejaba nada, hallábase animada por un oscuro anhelo que
expresaban sus labios entreabiertos y su rostro ansiosamente echado hacia
delante.
—Bueno, ¿y que hay? —preguntó Wang Lung asombrado.
—¿Las vas a vender todas? —inquirió ella con un sordo murmullo.
—¿Y por qué no? —le contestó él atónito. ¿Qué íbamos a hacer con
joyas como éstas en una casa de tierra?
—Me gustaría poder quedarme con dos para mi —dijo O-lan, con la
desesperada ansiedad de quien no espera nada; y él se sintió conmovido
como por el deseo de alguno de sus hijos de un juguete o de un dulce.
—¡Bueno, bueno! —exclamó estupefacto.
—Si pudiera quedarme con dos —continuó O-lan con banalidad—,
sólo dos de las más pequeñas, aunque fueran las dos perlas chiquititas...
—¡Perlas! —repitió él boquiabierto.
—Las guardaría... No las usaría —repitió ella—, solamente las
guardaría.
Y bajó los ojos y se puso a torcer un trozo del cobertor de la cama,
donde se había soltado un hilo, y aguardó pacientemente, como quien
apenas espera una respuesta.
Entonces, Wang Lung, sin comprenderla, miró por un instante a esta
opaca y fiel criatura que había trabajado toda su vida en tareas por las que
no recibía compensación alguna y que, en la casa grande, había visto a otras
mujeres adornadas con joyas que ella ni siquiera tocó jamás.
—Algunas veces las podría tener en la mano —añadió O-lan consigo
misma.
Y Wang Lung se sintió enternecido por algo que no comprendía, y,
sacándose las joyas del pecho, las desenvolvió y se las tendió a O-lan en
silencio. Ella buscó entre los vivos colores, y su mano dura y morena daba
vueltas delicadamente a las piedras, demorándose hasta que encontró las
dos perlas blancas, que cogió, atando nuevamente las demás y
devolviéndolas a Wang Lung. Entonces rasgó un trocito de tela de su túnica,
envolvió en él las perlas y se las escondió entre los senos.
Pero Wang Lung la observaba estupefacto, comprendiendo sólo a
medias, y más tarde, durante aquel día y en los dias siguientes, se detenía a
veces a mirarla, diciéndose para sus adentros:
«¡Bueno, bueno! Esta mujer mía supongo que aún llevará las dos
perlas entre sus pechos...».
Pero nunca se las vio sacar ni la sorprendió contemplándolas, y la
cuestión de las perlas no volvió a ser discutida.
En cuanto a las otras joyas, estuvo reflexionando sobre ellas y al fin
decidió ir a la casa grande a ver si le vendían más tierra.
Se dirigió, pues, hacia allí, pero esta vez no encontró al guardián a la
puerta, retorciéndose los largos pelos del lunar y despreciando a los que no
podían pasar de largo ante él al entrar en la Casa de Hwang. La puerta se
hallaba cerrada y Wang Lung golpeó contra ella con el puño una vez y otra,
sin que nadie llegase a abrir. Unos hombres que pasaban por la calle le
miraron y dijeron:
—Si, llama, llama.
—Si el Anciano Señor está despierto, tal vez venga a ver quién hay, y
si anda por ahí alguna perra esclava, tal vez abra, si le viene en gana.
Pero al fin Wang Lung oyó pasos, unos pasos lentos y errantes, que se
detenían y avanzaban a intervalos; luego, el cauteloso tirar de la barra de
hierro que aseguraba la puerta, el chirriar de esta y una voz cascada que
inquiría:
—¿Quién es?
Entonces Wang Lung contestó muy alto, aunque estaba pasmado:
—¡Soy yo, Wang Lung!
La voz respondió con impertinencia:
—¿Y quien es ese maldito Wang Lung?
Wang Lung comprendió, por la calidad de la imprecación, que se
trataba del Anciano Señor en persona, porque maldecía como uno
acostumbrado a tratar con sirvientes y esclavas. Así, pues, repuso con más
humildad que antes:
—Dueño y señor, no he venido para molestaros, sino para tratar de un
pequeño negocio con el agente que sirve a vuestra señoría.
Entonces, el Anciano Señor contestó, sin abrir más la rendija por la
que asomaba los labios:
—Ese perro maldito me dejó hace muchos meses. Ya no está aquí.
Después de esta respuesta, Wang Lung se quedó sin saber que hacer.
Era imposible hablar de la compra de tierra directamente con el Anciano
Señor, sin mediador alguno, y, sin embargo, las joyas colgaban en su pecho,
ardientes como fuego, y quería verse libre de ellas y, más aún, quería la
buena tierra de la Casa de Hwang.
—Vine por cuestión de dinero —exclamó, dudando.
Inmediatamente, el Anciano Señor cerró la puerta.
—No hay dinero en esta casa —dijo en voz más alta de la que usara
hasta entonces—. Aquel ladrón de agente (y maldita sea por él su madre y
la madre de su madre) se llevó todo lo mío. Ninguna deuda puede ser
pagada.
—No... no, exclamó Wang Lung precipitadamente. Yo he venido a
pagar, no a que se me pague.
Entonces, una voz que Wang Lung no había oído todavía dio un grito
agudo, y una mujer sacó la cabeza por la puerta.
—¡Eso es una cosa que no he oído desde hace tiempo! —chilló la
mujer, y Wang Lung hallose frente, a un rostro sagaz y vivamente coloreado
que le clavaba los ojos. ¡Entra!
Abrió la puerta lo suficiente para permitir el paso a Wang Lung y,
mientras éste permanecía atónito en el patio, la cerró tras él, asegurándola
firmemente con la barra.
El Anciano Señor tosía y miraba con asombro. Iba envuelto en una
túnica de satén gris, de la que pendía un colgajo de piel cubierta de
manchas. Primitivamente había sido un lujoso vestido, lo que aun podía
verse por el espesor y la suavidad del satén, aun cuando estuviese
manchado y sucio y lleno de arrugas como si le hubiese utilizado como
prenda de dormir. Wang Lung se quedo mirando al Anciano Señor con
cierto miedo, pues toda su vida había temido un poco a la gente de la casa
grande; y le parecía imposible que el Anciano Señor, de quien tanto había
oído hablar, fuese esta vieja figurilla, no más temible que su propio padre y
en realidad menos aún que él, pues su padre era un viejo pulcro y sonriente,
y el Anciano Señor, que había sido grueso, era ahora flaco y la piel le
colgaba en pliegues sucios. Iba sin afeitar, y su mano amarillenta le
temblaba al pasarla por la barbilla y al tirar de sus labios decaídos y
fláccidos.
La mujer parecía bastante pulcra. Tenía un rostro duro y agudo,
hermoso, pero de una hermosura de ave de rapiña, debida tal vez a su nariz
aguileña, a sus ojos acerados, negros y brillantes, y a su piel pálida y
demasiado tirante sobre los huesos. Sus labios y sus mejillas eran rojos y
duros; su negro cabello, liso y brillante como un espejo; pero por su manera
de hablar se descubría que no era de la familia del señor, sino una esclava,
de voz aguda y lengua mordaz. Y aparte de estos dos, la mujer y el Anciano
Señor, nadie más se veía en el patio donde antes hombres, mujeres y niños
iban y venían ocupados en los múltiples quehaceres que requería el cuidado
de la gran casa.
—Ahora, a lo del dinero —dijo la mujer con viveza.
Pero Wang Lung vacilaba. No le era posible hablar delante del
Anciano Señor. La mujer se percato de esto, como se percataba de todo,
antes de que se expresase con palabras, y volviéndose hacia el viejo le dijo
con voz penetrante:
—¡Ahora, fuera de aquí!
Y, sin responder nada, él partió en silencio, tosiendo mientras se
alejaba, con sus viejos zapatos de terciopelo batiéndole los talones.
Al quedarse solo con la mujer, Wang Lung no supo qué hacer ni qué
decir. Se hallaba estupefacto por el silencio que reinaba en la casa. Miró
hacia el otro patio y allí tampoco vio a persona alguna, sino montones de
desperdicios y basuras, paja, ramas de bambú, agujas de pino desperdigadas
y tallos de flores muertas, como si durante mucho tiempo nadie hubiera
cogido una escoba para barrerlas.
—¡Bueno, cabeza dura! —exclamó la mujer con excesiva acritud, y
Wang Lung saltó al oír la voz, tan inesperada era su penetración—. ¿De qué
se trata? Si traes dinero, déjame verlo.
—No —repuso Wang Lung con cautela—, yo no dije que traía dinero,
sino un negocio...
—Un negocio significa dinero —contestó la mujer— dinero que entra
o dinero que sale, y de esta casa no puede salir dinero alguno.
—Bueno, pero yo no puedo hablar con una mujer objetó Wang Lung
mansamente.
No sabía qué pensar de la situación en que se hallaba y todavía miraba
en derredor con asombro.
—¿Y por qué no? —inquirió la mujer con ira, y de pronto le gritó a
Wang Lung—: ¿No has oído, imbécil, que no hay nadie aquí?
Wang Lung se la quedó mirando, dudando todavía, y la mujer le gritó
de nuevo:
—Yo y el Anciano Señor... ¡No hay nadie más!
—¿Dónde, entonces? —preguntó Wang Lung, demasiado atónito para
dar sentido a sus palabras.
—La Anciana Señora ha muerto —replicó la mujer—. ¿No te has
enterado en la ciudad de que los bandidos asaltaron la casa y se llevaron lo
que quisieron en bienes y en esclavas? Y colgaron al Anciano Señor por los
pulgares y lo apalearon, y ataron a la Anciana Señora a una silla y la
amordazaron, y todo el mundo huyó. Pero yo me quedé. Me escondí en un
estanque medio lleno de agua, bajo una tapa de madera. Y cuando salí,
todos se habían marchado y la Anciana Señora estaba muerta en su silla, no
porque le hubieran hecho algo, sino de espanto. A fuerza de fumar opio, su
cuerpo no pudo soportar el susto.
—¿Y los sirvientes? ¿Y las esclavas? —murmuró Wang Lung—. ¿Y el
guardián?
—Oh, ésos —contestó ella negligentemente— ya se habían ido mucho
antes. Todos los que tenían piernas para huir se fueron marchando, pues a
mediados del invierno ya no había comida ni dinero. En realidad —y su voz
se hizo un murmullo—, había muchos de los criados entre los bandidos. Yo
misma vi a aquel perro de guardián de guía; y aunque volvió la cabeza en
presencia del Anciano Señor, reconocí los tres pelos de su lunar. Y, además,
había otros de la casa, pues ¿quién, sino los que la conocían bien, podían
saber en qué lugar secreto se guardaban las joyas y el escondite de los
tesoros, de las cosas que no eran para vender? No creería ajeno a ello al
mismo agente, aunque él consideraría impropio de su dignidad aparecer
públicamente en el asunto, pues es un pariente lejano de la familia.
La mujer se calló, y el silencio de la mansión pesó en el aire como
pesa el silencio después que la vida se ha apagado. Luego la mujer
continuó:
—Pero todo eso no ocurrió de pronto. Durante toda la vida del
Anciano Señor y de su padre, el desmoronamiento de esta casa se ha venido
preparando. En la última generación, los señores cesaron de ver la tierra,
cogían el dinero que les entregaban los agentes y lo gastaban como agua. Y
en estas generaciones la fuerza de la tierra ha huido de ellos y, pedazo a
pedazo, también la tierra ha empezado a huir.
—¿Dónde están los jóvenes señores? —inquirió Wang Lung, todavía
mirando en torno de él, tan increibles le parecían estas cosas.
—Aquí y allá —contestó la mujer con indiferencia—. Fue una suerte
que las dos muchachas se casaran antes de que ocurriese lo que ha ocurrido.
El mayor de los jóvenes señores, al enterarse de lo que les había pasado a
sus padres, envió a un mensajero para que se llevase al Anciano Señor, su
padre, pero yo persuadí al viejo de que no se marchara. «¿Quién se quedará
en la mansión?», le dije. «Es impropio que me quede yo, que soy sólo una
mujer».
Frunció virtuosamente los labios rojos y delgados al pronunciar estas
palabras, y bajó sus ojos insolentes, continuando tras una breve pausa:
Además, yo he sido la esclava leal de mi señor durante estos últimos
años y no tengo ninguna otra casa.
Wang Lung la miró entonces fijamente y apartó en seguida la vista de
ella. Empezaba a darse cuenta de lo que era aquello: una mujer que se asía a
un hombre viejo y moribundo por lo último que pudiese sacar de él. Y le
dijo con desprecio:
—No siendo, pues, más que una esclava, ¿cómo he de tratar el negocio
contigo?
Al oír lo cual la mujer exclamó:
—¡El hará todo lo que yo le diga!
Wang Lung meditó esta respuesta. Bueno, y ahí estaba la tierra. Si el
no la compraba, otros la comprarían por medio de esta mujer.
—¿Cuánta tierra queda? —le pregunto involuntariamente, y ella vio en
seguida cuál era su intención.
—Si has venido a comprar tierra dijo rápidamente, hay tierra que
comprar. Posee cien acres al Oeste y doscientos al Sur que estaría dispuesto
a vender. No es todo un solo pedazo, pero las parcelas son grandes. Pueden
ser vendidas hasta el último acre.
Dijo esto tan prontamente que Wang Lung se dio cuenta de que sabía
cuánto le quedaba al viejo, hasta el último pie de tierra. Pero todavía se
sentía incrédulo y reacio a entablar el negocio con ella.
—No es probable que el Anciano Señor pueda vender toda la tierra de
su familia sin la conformidad de sus hijos —objetó Wang Lung.
Pero la mujer le salió al paso ávidamente:
—En cuanto a eso, los hijos siempre le han dicho que vendiera lo que
pudiese. La tierra se halla donde ninguno de los hijos quiere vivir; el país
está plagado de bandidos en estos tiempos de hambre, y todos han dicho:
«No podemos vivir en un sitio así. Mejor es vender y repartirnos el dinero».
—Pero ¿en la mano de quién he de dejar el dinero? —preguntó Wang
Lung, dudando todavía.
—En la del Anciano Señor. ¿En cuál ha de ser? —replicó la mujer con
suavidad.
Pero Wang Lung sabía que la mano del Anciano Señor se abría en la
de ella. Por lo tanto, no hablaría más con la mujer. Y se dio vuelta diciendo:
«Otro día..., otro día», y se dirigió a la salida seguido por la mujer, que le
gritó hasta la misma calle:
—¡A esta hora, mañana! Mañana o esta tarde..., todas las horas son
iguales.
Wang Lung se alejó calle abajo sin contestarle, intrigado y necesitando
pensar sobre lo que había oído. Entró en la pequeña casa de té, pidió una
infusión, y cuando el chico se la hubo servido cogiendo con descaro el
penique con que se la pagaban y sacudiéndolo, Wang Lung se puso a
reflexionar, y cuanto más reflexionaba, más monstruoso le parecía que
aquella grande y rica familia que durante toda su vida, y la de su padre, y la
de su abuelo, había sido un poder y una gloria en la ciudad, estuviera ahora
caída y desperdigada.
Eso les ha ocurrido por dejar la tierra, se dijo apesadumbrado, y pensó
en sus dos hijos, que crecían como dos brotes de bambú en la primavera, y
decidió hacerles abandonar sus juegos al sol aquel mismo día y ponerlos a
trabajar en el campo, donde empezasen pronto a sentir en los huesos y en la
sangre el hábito de la tierra bajo sus pies y la presión de la azada en sus
manos.
Bien, pero entre tanto aquí estaban las joyas, ardientes y pesadas
contra su cuerpo, llenándole de continuo temor. Le parecía que iban a lanzar
destellos a través de sus harapos y que alguien iba a gritar de pronto:
—«¡Ahí va ese pobretón llevando encima el tesoro de un emperador!».
Y no hallaría descanso mientras las joyas no fueran convertidas en
dinero.
Observó, pues, al tendero, y cuando le vio ocioso un momento lo llamó
y dijo:
—Ven y bebe un tazón por mi cuenta y dime las noticias de la ciudad,
pues he estado un invierno ausente.
El tendero se hallaba siempre dispuesto a esta clase de conversación,
especialmente si podía beber su propio té a expensas de otras personas, y se
sentó en seguida junto a Wang Lung. Era un hombre menudo, con una cara
que recordaba la de una comadreja y el ojo izquierdo retorcido y desviado.
Sus vestidos estaban negros de grasa por delante, hasta el extremo del
pantalón, pues además de té vendía también comida, y era aficionado a
decir:
«Hay un proverbio que dice: Un buen cocinero no lleva nunca el traje
limpio». Se consideraba, pues, que iba justa y necesariamente mugriento.
Apenas se hubo sentado empezó a relatar:
—Bueno, después de los que murieron de hambre, que no es nada
nuevo, la noticia más importante es el robo de la Casa de Hwang.
Era, precisamente, lo que Wang Lung esperaba oír. Y el hombre iba
contando con verdadero placer, describiendo cómo las pocas esclavas que
quedaban en la casa habían sido arrancadas de ella en medio de una
confusión de gritos, y las concubinas, descubiertas y violadas, y algunas de
ellas raptadas, de manera que ahora nadie quería vivir en aquella casa.
—Nadie en absoluto —concluyó el hombre—, excepto el Anciano
Señor, que ahora está en las manos de una esclava llamada Cuckoo. Esta
esclava se ha mantenido, por su talento, muchos años en la alcoba del
Anciano Señor, mientras otras llegaban y volvían a partir.
—Entonces, ¿esta mujer puede ordenar? —preguntó Wang Lung,
escuchando ávidamente.
—Por el momento, puede hacer lo que quiera —replicó el hombre—.
Por lo tanto, le echa mano a todo lo que puede y traga todo lo que le es
posible. Algún día, claro está, cuando los jóvenes señores hayan arreglado
sus asuntos en otros lugares, regresarán y no podrá engañarles con sus
pretensiones de servidora fiel que debe ser recompensada, y la echarán
fuera. Pero ya tiene su vida asegurada ahora, aunque viva hasta los cien
años.
—¿Y la tierra? —preguntó al fin Wang Lung temblando de ansiedad.
—¿La tierra? —exclamó el hombre, desconcertado, pues para este
tendero la tierra no significaba nada.
—¿Está en venta? —dijo Wang Lung con impaciencia.
—¡Ah, la tierra! —contestó el hombre indiferentemente. Y como en
aquel momento llegaba un cliente, se levantó y dijo mientras se alejaba—:
He oído decir que está en venta, excepto el trozo donde está enterrada la
familia desde hace seis generaciones.
Entonces Wang Lung se levantó también, habiendo oído lo que había
venido a oír, y salió fuera, se acercó nuevamente a la casa grande y, sin
entrar, le dijo a la mujer, que salió a abrirle:
—Dime primero: ¿sellará el Anciano Señor con su propio sello el acta
de la venta?
Y la mujer contestó vehementemente, con los ojos fijos en él:
—¡Lo hará, lo hará! ¡Por mi vida!
Entonces Wang Lung le preguntó simplemente:
—¿Venderás la tierra por plata, o por oro, o por joyas? Y los ojos de la
mujer brillaron mientras respondía:
—¡La venderé por joyas!
XVII
Poseía ahora Wang Lung más tierra que la que un hombre podía trabajar
con un solo buey y más cosechas de las que un hombre podía recolectar, así
es que compró un asno, añadió otro cuarto a la casa y le dijo a su vecino
Ching:
—Véndeme el pedacito de tierra que posees, deja tu solitaria casa y
ven a la mía, para ayudarme a trabajar mi tierra.
Y Ching lo hizo así, contento de hacerlo.
Aquella temporada los cielos fueron pródigos en lluvia y el arroz se
dio bien, y cuando el trigo fue segado y recogido en pesados haces, los dos
hombres plantaron el arroz nuevo en los campos inundados; más arroz
plantó Wang Lung aquel año del que había plantado en su vida entera, pues
las lluvias eran copiosas y las antes tierras secas eran ahora tierras
arrocíferas. Pero cuando llegó el momento de recoger esta cosecha, Wang
Lung y Ching solos eran insuficientes, de manera que Wang Lung alquiló
dos trabajadores de los que vivían en el pueblo y cosecharon el arroz.
Wang Lung, recordando también, mientras trabajaba la tierra, a los
ociosos señores de la caída Casa de Hwang, cada mañana traía consigo al
campo a sus dos hijos, obligándoles a trabajar en las labores que sus
pequeñas manos podían hacer, guiando al buey y al asno, y, aunque no
realizaban gran trabajo, haciéndoles al menos sentir el calor del sol sobre
sus cuerpos y el cansancio de andar arriba y abajo a lo largo de los surcos.
Pero a O-lan no le permitía trabajar en los campos, pues ya no era un
pobretón, sino un hombre que podía alquilar jornaleros si lo deseaba; y
nunca había dado la tierra cosechas como las de este año. Habíase visto
obligado a añadir otra habitación a la casa para almacenarlas, pues de lo
contrario no les habría quedado espacio en que poder moverse. Y compró
tres cerdos y un averío de aves de corral para alimentarlos con los granos
caídos de la siega.
O-lan, mientras tanto, trabajaba en la casa. Hizo vestidos y zapatos
nuevos para todos, cobertores de tela floreada para las camas, rellenos de
algodón nuevo y caliente, y, cuando hubo concluido todo, la familia era más
rica en ropa de lo que jamás había sido. Entonces, O-lan se echó sobre su
cama y dio a luz otra vez, pero tampoco quiso tener a nadie a su lado;
aunque hubiera podido alquilar a quien quisiese, no quiso a nadie.
Esta vez, el parto fue largo, y cuando Wang Lung regresó de los
campos, al anochecer, se encontró a su padre a la puerta, riendo y diciendo:
—¡Un huevo con doble yema esta vez!
Y, al entrar en la habitación interior, encontró a O-lan en la cama con
los dos recién nacidos, un niño y una niña, tan semejantes entre si como dos
granos de arroz. Wang Lung se echó a reír ruidosamente por lo que O-lan
había hecho, y luego pensó en algo alegre que decir y dijo:
—¡De modo que por eso llevabas dos joyas en el pecho!
Y se rió de nuevo por lo que había dicho, y O-lan, viendo su alegría,
sonrió con su sonrisa lenta y dolorosa.
Wang Lung no tenía, pues, en este tiempo ninguna pena de ninguna
clase, como no fuera la que le causaba su hija mayor, que no hablaba ni
hacía las travesuras que correspondían a su edad, sino que aún sonreía con
su sonrisa de bebé cuando su padre fijaba los ojos en ella. Fuese por el
primer año desesperado de su vida, por el hambre o por lo que fuera, el caso
es que pasaban los meses y Wang Lung esperaba en vano oír las primeras
palabras de sus labios, o aun el «dada» por el que los niños le llamaban.
Pero ningún sonido salía de ellos: sólo la dulce sonrisa vacía, y cuando
miraba a la niña, Wang Lung gemía:
—¡Pequeña tonta..., mi pequeña tonta!
Y para sí mismo se decía:
«¡Si hubiera vendido a esta pobrecita, la habrían matado al encontrarla
así!».
Y, como para desagraviar a la criatura, hacía gran caso de ella y a
veces se la llevaba al campo con él. La niña le seguía silenciosamente,
sonriendo cuando él la miraba o le dirigía la palabra.
En aquella parte donde Wang Lung había vivido toda la vida, y su
padre, y el padre de su padre, trabajando la tierra, venían épocas de hambre
cada cinco años, o, si los dioses eran clementes, cada siete, ocho o hasta
diez años. Esto ocurría porque las lluvias eran excesivas o faltaban por
completo, o porque el río del Norte, debido a las lluvias invernales y a las
nieves de lejanas montañas, se hinchaba e invadía los campos, pasando
sobre los diques que durante centurias habían construido los hombres para
confinar las aguas.
Vez tras vez, los hombres huían de la tierra y volvían a ella, pero Wang
Lung se dedicó ahora a asegurar sus bienes de tal manera que no le fuera
preciso jamás abandonar su tierra nuevamente, sino que pudiera subsistir en
ella, con el producto de los años buenos, hasta que el malo hubiera pasado.
Se dedicó por entero a esta tarea y los dioses le ayudaron; durante siete años
hubo cosechas, y cada año Wang Lung y sus hombres trillaron mucho más
de lo que podía comerse. Cada año contrataba más jornaleros para sus
campos, hasta tener seis; construyó otra casa tras la primera, con una vasta
habitación detrás de un patio y dos cuartos pequeños a cada lado de éste,
junto al cuarto grande. La casa fue cubierta con tejas, pero las paredes eran
aún de tierra dura de los campos, sólo que las hizo encalar y aparecían
limpias y blancas. Wang Lung y su familia se trasladaron a esta casa, y
Ching y los trabajadores habitaron la vieja.
Por este tiempo, Wang Lung había tenido pruebas sobradas de la
honradez y lealtad de Ching y lo hizo capataz, pagándole bien: dos piezas
de plata al mes, además de la comida. Pero a pesar de la insistencia de
Wang Lung en que Ching comiese, y comiese bien, éste no echaba carnes
sobre los huesos y continuaba siendo un hombrecillo flaco y enjuto,
siempre grave. Sin embargo trabajaba a gusto, laborando silenciosamente
desde el amanecer hasta el anochecer, hablando con su débil vocecilla si
había algo que decir, pero más contento si no lo hacía y podía estar callado.
Y, hora tras hora, levantaba la azada y volvía a dejarla caer, y ya anochecido
cargaba los cubos de agua o de abonos y los llevaba a los campos para
vaciarlos sobre las hileras de vegetales.
Pero Wang Lung sabía, además, que si alguno de los jornaleros dormía
demasiado cada día a la sombra de los árboles, o comía más de lo que le
correspondía del plato común, o si hacía venir secretamente a su mujer o a
su hijo durante la siega a robar puñados del grano que se batía bajo el
mayal, al final del año, Ching le diría:
—Aquél y aquél no necesitan volver el año que viene.
Y parecía que el puñado de guisantes y de simiente que se cruzó entre
estos dos hombres los había hecho hermanos, sólo que Wang Lung, que era
el más joven, ocupaba el puesto del mayor y que Ching no olvidaba nunca
que estaba asalariado y que vivía en una casa que era de otro.
Al finalizar el quinto año, Wang Lung trabajaba poco en los campos,
pues tenía que invertir casi todo su tiempo, tanto era el aumento de sus
tierras, en el negocio y mercado de sus productos y en la dirección de sus
trabajadores. Veíase grandemente entorpecido por su falta de conocimiento
de los libros y del significado de la escritura, de aquellos caracteres trazados
sobre papel con tinta y un pincel de pelo de camello. Además, cuando se
hallaba en las tiendas de grano, donde éste era comprado para ser vendido
después, era para él motivo de vergüenza que, al escribirse un contrato por
tanto y cuanto de su trigo y de su arroz, se viese obligado a decir
humildemente a los negociantes de la ciudad:
—Señor, ¿queréis leérmelo?, pues yo soy demasiado estúpido.
Y era para él una vergüenza que, cuando debía firmar un contrato, otro
hombre, aunque sólo fuera un miserable escribiente, alzase las cejas
despreciativamente y, con su pincel mojado en la tinta, escribiese el nombre
de Wang Lung; y más vergüenza todavía cuando el hombre decía
bromeando:
—¿Es el signo Lung del dragón, o el Lung sordo, o qué? Y Wang Lung
tenía que contestar con humildad:
—Es lo que queráis, pues yo soy demasiado ignorante para conocer mi
propio nombre.
Fue en un día así, durante la época de la cosecha, cuando, después de
haber oído la risotada de los escribientes, ociosos a aquella hora del
mediodía y pendientes todos de cualquier cosa que ocurriese, al regresar a
casa colérico y disgustado, se dijo a sí mismo mientras atravesaba su propia
tierra:
«Ninguno de esos imbéciles tiene un palmo de tierra y, sin embargo,
todos se creen con derecho a reírse de mi porque no sé descifrar los signos
del pincel sobre el papel».
Y luego, cuando su indignación fue calmándose, se dijo:
«En verdad, es para mi una vergüenza que no sepa leer ni escribir.
Sacaré a mi hijo mayor de los campos y lo mandaré a un colegio de la
ciudad para que aprenda, y cuando yo vaya a los mercados de grano, él
leerá y escribirá por mi, y así pondré fin a todas esas risas y burlas a costa
mía, que soy dueño de tierras».
Este arreglo le pareció conveniente y aquel mismo día llamó a su hijo
mayor, que era ahora un muchacho de doce años, alto y derecho, con los
grandes pómulos, manos y pies de su madre, pero con la viveza de su padre,
y cuando tuvo al chico delante, le dijo:
—Vas a dejar los campos hoy mismo, pues necesito un estudiante en la
familia para que lea los contratos y escriba mi nombre, de modo que yo no
tenga que avergonzarme en la ciudad.
El muchacho tornóse de un rojo subido y sus ojos brillaron.
—Padre mío —dijo—, así lo he deseado yo desde hace dos años, pero
no me atrevía a pedirlo.
Entonces, el hijo segundo, al enterarse de ello, se presentó ante su
padre gimiendo y protestando, cosa que hacía con frecuencia, pues desde
que empezó a hablar era un muchacho ruidoso y parlanchín, siempre
dispuesto a clamar que su porción era menor que la de los otros.
Y ahora se lamentó:
—¡Bueno, yo tampoco quiero trabajar en los campos, y no es justo que
mi hermano se siente con comodidad y aprenda cosas, y yo, que soy vuestro
hijo igualmente, tenga que trabajar como un patán!
Y Wang Lung, sin poder sufrir sus lamentaciones, se dispuso a
concederle lo que quería, como se lo concedía siempre si los lloros del
chico se le hacían insoportables, y le dijo rápidamente:
—Bueno, pues id los dos, y si el cielo, en sus malos designios, se lleva
a uno de vosotros, quedará el otro con conocimiento para atender mi
negocio por mi.
Entonces mandó a la madre de sus hijos a la ciudad para comprar tela
con que hacer dos largas túnicas a los muchachos, y él mismo se fue a una
papelería y compró papel y pinceles y dos tinteros; aunque no entendía nada
de esas cosas, le daba vergüenza confesar su ignorancia y no lo hacia,
viéndose perdido en dudas cada vez que el tendero traía algo y se lo
enseñaba. Pero al fin estuvo todo preparado y hechos los arreglos
necesarios para enviar a los dos muchachos a un colegio cercano a las
puertas de la ciudad, dirigido por un viejo que en años pretéritos había
intentado pasar los exámenes oficiales, pero fracasó. Había, pues, colocado
unos cuantos bancos y mesas en el cuarto central de su casa, y por una
pequeña suma entregada cada día festivo del año enseñaba los clásicos a los
niños, pegándoles con su enorme abanico cerrado si holgazaneaban o si no
sabían repetirle el contenido de las páginas que hojeaban desde el amanecer
hasta la noche.
Sólo en los días calurosos de la primavera y del verano hallaban los
discípulos algún respiro, pues entonces el viejo cabeceaba y se dormía
después del almuerzo, y la pequeña y oscura habitación se llenaba toda con
el susurro de su dormir. Entonces, los muchachos cuchicheaban y jugaban,
hacían dibujos maliciosos que se mostraban unos a otros y disputábanse al
ver una mosca zumbar en torno a la mandíbula abierta y caída del profesor,
haciendo apuestas sobre si el insecto entraría en la caverna de la boca o no.
Pero cuando el viejo maestro abría de pronto los ojos —y no se sabía nunca
cuándo iba a abrirlos, tan rápida y secretamente como si no hubiera
dormido— y veía a los muchachos, antes de que ellos se dieran cuenta
alzábase con su abanico y lo dejaba caer sobre esta cabeza y sobre aquélla.
Y al oír los crujidos y los gritos de los discípulos, los vecinos decían:
—Es un buen maestro, a pesar de todo.
Y por eso Wang Lung escogió este colegio para sus hijos.
El primer día, cuando los acompañó al colegio, fue andando delante de
ellos, pues no es propio que padre e hijos vayan uno junto al otro, y
llevando un pañuelo azul lleno de huevos frescos que entregó al maestro
cuando llegaron. Wang Lung se sintió atemorizado por los grandes lentes de
latón del profesor, por su larga túnica negra y flotante, y por su inmenso
abanico, que aun en invierno llevaba en la mano, e inclinándose ante él,
dijo:
—Señor, aquí están mis dos indignos hijos. Si es posible meterles algo
en sus densos meollos de latón, es sólo pegándoles; así, pues, si queréis
contentarme, pegadles para que aprendan.
Y los dos chicos contemplaban en pie a los otros de los bancos, y éstos
a aquéllos.
Pero al volver solo a casa después de haber dejado en el colegio a sus
hijos, Wang Lung sintió que su corazón estallaba de orgullo y le pareció
que, de todos los muchachos que había visto en la escuela, ninguno podía
igualarse a los suyos en desarrollo y robustez. Y pasado el pueblo, al
atravesar las puertas de la ciudad, encontróse con uno de sus vecinos y dijo,
contestando a su pregunta:
—Vengo del colegio de mis hijos.
Y, con gran sorpresa del hombre, añadió indiferentemente:
—Ahora no los necesito en el campo y más vale que aprendan unas
cuantas letras.
Pero al continuar su camino se dijo a sí mismo:
«¡No me sorprendería que el mayor se convirtiese en prefecto con todo
este estudio!».
Desde entonces los chicos dejaron de llamarse Mayor y Segundo y les
dieron nombres apropiados por el viejo profesor, quien, después de
enterarse de la ocupación de su padre, llamó al mayor Nung En y al
segundo Nung Weng, pues la primera palabra de cada nombre significa
persona cuyo caudal viene de la tierra.
XVIII
Si, Wang Lung fue edificando los bienes de su casa; y al llegar al séptimo
año, el enorme río del Norte, hinchado por las lluvias y las nieves excesivas
del Noroeste, donde tenía su nacimiento, se salió de madre e inundó las
tierras de aquella región. Pero Wang Lung no tenía miedo. A pesar de que
dos quintas partes de su tierra estaban convertidas en un lago que llegaba a
la altura de los hombros de un hombre, Wang Lung no tenía miedo.
Durante el fin de la primavera y el comienzo del verano, las aguas
fueron elevándose, y al final extendíanse como un vasto mar, encantador e
inútil, que reflejaba las nubes y la luna, los sauces y los bambúes, cuyos
troncos estaban sumergidos. Aquí y allá, alguna casa de tierra, abandonada
por sus moradores, surgía durante algunos días de entre las aguas, hasta
deshacerse y desmoronarse lentamente, volviendo al agua y a la tierra. Y así
sucedía con todas las casas que no estaban, como la de Wang Lung,
edificadas sobre una colina, pues estas colinas emergían como islas. La
gente iba de ellas a la ciudad en barca y en balsa, y había gente que moría
de hambre, como siempre sucediera.
Pero Wang Lung no tenía miedo. Los mercados de grano le debían
dinero y sus almacenes estaban todavía repletos con cosechas de los últimos
años, y sus casas se hallaban a una altura de la que el agua se mantenía a
distancia y no tenía nada que temer.
Pero, puesto que gran parte de la tierra no podía ser plantada, el
encontrábase más ocioso de lo que jamás había estado en su vida, y estando
ocioso y bien comido, después de haber hecho cuanto podía hacer y de
dormir cuanto podía dormir, hallóse presa de una gran impaciencia.
Además, ahí estaban sus jornaleros, a los que contrataba siempre por un
año, y era tonto que él trabajase cuando aquellos que comían su arroz
apenas tenían quehacer mientras esperaban el retroceso de las aguas. Así,
pues, luego que les hubo ordenado remendar el techo de la casa vieja y las
goteras del de la casa nueva, y después de mandarles arreglar las azadas, los
rastrillos y los arados, alimentar el ganado y comprar patos para tenerlos en
manada sobre las aguas, y retorcer el cáñamo con que hacer cuerdas —
todas estas cosas que en otros tiempos había hecho él mismo, cuando
labraba su tierra él solo—, una vez dispuesto todo, sus propias manos
quedaban inertes y no sabía qué hacer consigo mismo.
Ahora bien, un hombre no puede permanecer sentado todo el día
contemplando el lago de agua que cubre sus campos, ni puede comer más
de lo que es posible cada vez, ni dormir cuando ya no tiene sueño.
Encontraba la casa, según vagaba por ella, silenciosa, demasiado silenciosa
para el ímpetu de su sangre. El anciano tornábase muy débil ahora, medio
ciego y totalmente sordo, y no podía entablar conversación con él excepto
preguntarle si estaba caliente y alimentado y si quería beber té. Y Wang
Lung se impacientaba de que el anciano no pudiese ver que su hijo era rico
y que murmurase siempre que hallaba hojas de té en su tazón y dijese:
—Un poco de agua da lo mismo; el té es como la plata.
Pero no había manera de explicarle nada al anciano, pues lo olvidaba
en seguida y vivía recluido en su propio mundo, soñando muchas veces que
aún era joven y estaba en pleno vigor. Apenas se daba cuenta ahora de lo
que le sucedía.
El anciano y la hija mayor, que jamás hablaba y que pasaba horas tras
hora sentada junto a su abuelo, retorciendo un trocito de tela, doblándolo y
volviéndolo a doblar y sonriendo, estos dos no tenían nada que decir a un
hombre vigoroso y próspero. Después que Wang Lung había servido un
tazón de té a su padre y pasado la mano por la mejilla de su hija, recibiendo
la dulce y vacua sonrisa que con tan triste rapidez se borraba de su rostro y
dejaba vacíos los ojos oscuros y apagados, no quedaba más que hacer.
Siempre se alejaba de ella con una momentánea quietud, que era la marca
de tristeza que su hija dejaba en él, y se volvía a mirar a sus dos hijos
pequeños, el niño y la niña que O-lan había tenido juntos y que ahora
corrían alegremente por la entrada de la casa.
Pero un hombre no puede satisfacerse con las tonterías de unas
criaturas, y tras un rato de risas y bromas, los niños se iban a sus juegos y
Wang Lung se quedaba solo y lleno de desasosiego. Y entonces fue cuando
miró a O-lan, su esposa, como un hombre mira a una mujer a quien conoce
plenamente y hasta la saciedad, habiendo vivido en su compañía tan
íntimamente que no hay nada de ella que conocer ni nada que esperar.
Y le pareció a Wang Lung que miraba a O-lan por primera vez en su
vida, y por primera vez vio que era una mujer a la cual ningún hombre
podría llamar otra cosa que lo que era: una criatura común y opaca que
trajinaba en silencio sin preocuparse de cómo aparecía a los ojos de los
demás. Vio por primera vez que su cabello era basto, seco y descolorido;
que su cara era ancha, grande y ordinaria de cutis, y sus facciones carecían
de belleza y de encanto. Sus cejas eran anchas y raquíticas de pelo; sus
labios, demasiado dilatados, y sus manos y sus pies, muy grandes. Y al
mirarla así con una mirada extraña, le gritó:
—¡Cualquiera que te viese diría que eres la mujer de un hombre
común y no la de un propietario que tiene trabajadores para labrar su tierra!
Era la primera vez que hablaba de cómo O-lan aparecía ante sus ojos,
y ella contestó con una mirada lenta y dolorosa. Estaba sentada en un
banco, metiendo y sacando una larga aguja en la suela de un zapato, y se
detuvo en su tarea, con la aguja en el aire y la boca abierta, mostrando los
dientes ennegrecidos. Luego, como si comprendiese al fin que él la miraba
como un hombre mira a una mujer, un rubor intenso subió por sus mejillas
y murmuró:
—Desde que esos dos últimos nacieron juntos, no he estado bien.
Tengo un fuego en las entrañas.
Y él vio que, en su simplicidad, O-lan creía que él la acusaba porque
durante más de siete años no había concebido. Y contestó con más aspereza
de la que deseaba:
—¡Lo que quiero decir es si no puedes comprarte un poco de aceite
para el pelo, como hacen otras mujeres, y hacerte una túnica nueva de tela
negra! ¡Y esos zapatos que llevas son impropios de la mujer de un
hacendado, como eres ahora!
Pero ella no contestó nada, sólo le miraba humildemente y sin saber lo
que hacía, y escondió los pies bajo el banco en que estaba sentada.
Entonces, y aunque en el fondo de su corazón Wang Lung se avergonzaba
de reprochar a esta criatura, que durante años le había seguido con la
fidelidad de un perro, y aunque no olvidaba que cuando él era pobre y tenía
que labrar sus propios campos, ella abandonaba el lecho aún después del
nacimiento de un hijo y venía a ayudarle en la cosecha, a pesar de esto, no
le fue posible contener la irritación y continuó diciendo despiadadamente,
aunque contra su intima voluntad:
—He trabajado y me he enriquecido, y me gustaría que mi esposa no
pareciese tanto una pobretona. Y esos pies tuyos...
Se detuvo. Le parecía completamente repugnante su mujer, y lo más
repugnante de todo sus grandes pies dentro de aquellos sueltos zapatos de
algodón. Los miró con tal cólera que ella los escondió todavía más bajo el
banco, y al fin murmuró quedamente:
—Mi madre no me ciñó los pies porque me vendieron tan joven... Pero
los pies de la más pequeña los ceñiré...
Pero Wang Lung se lanzó fuera, porque se avergonzaba de
encolerizarse con ella y porque ella, a su vez, no se encolerizaba con él. Y
se puso su nueva túnica negra, diciendo:
—Bueno, me iré a la casa de té a ver si oigo algo nuevo. En mi casa no
hay nada más que tontos, y un anciano chocho y dos niños.
Su mal humor creció según se dirigía a la ciudad, pues recordó de
pronto que no habría podido comprar nunca todas aquellas tierras si O-lan
no hubiese cogido el puñado de joyas de la casa del hombre rico y si no se
las hubiera entregado a él cuando le ordenó hacerlo. Pero al recordar esto se
encolerizó todavía más y dijo, como para contestarse a sí mismo, con
rebeldía:
—Bueno, y ella no supo lo que hacía. Cogió las joyas por placer, como
una criatura coge un puñado de dulces rojos y verdes; aún las tendría
ocultas en el seno si yo no las hubiese encontrado.
Entonces se preguntó si O-lan aún tendría las dos perlas entre sus
pechos, pero lo que antes le parecía una cosa extraña y en la que a veces le
gustaba pensar, era ahora algo que recordaba con desdén, pues sus pechos
se habían vuelto fláccidos y colgantes con tantos hijos, no tenían belleza
alguna, y perlas entre ellos no significaban más que una tontería y un
derroche.
Todo esto no habría tenido la menor importancia si Wang Lung
hubiera sido todavía un hombre pobre o si el agua no hubiese invadido sus
campos. Pero tenía dinero. En las paredes de su casa había plata escondida,
y plata en un saco que ocultaba bajo una loseta del suelo de su nueva casa, y
plata envuelta en un paño y guardada en el cofre de la habitación donde
dormía con su esposa, y plata cosida en el colchón de su cama, y plata en su
cinturón. No le hacía falta plata, por lo que ahora, en lugar de salir de él
como sangre manando de una herida, yacía en su cinturón quemándole los
dedos cuando la tocaba, y sentía ansia de gastarla en esto y en aquello, y
empezó a ser descuidado con ella y a pensar qué podría hacer para gozar los
días de su edad viril.
Nada le parecía tan bueno como antes. La casa de té en la que solía
entrar tímidamente, sintiéndose un vulgar hombre del campo, ahora le
parecía sucia y sórdida. En los viejos tiempos, nadie le conocía y los chicos
que servían el té se insolentaban con él, pero ahora las gentes se hacían
señas cuando él entraba y podía oír a un hombre murmurarle a otro:
—Ahí está ese hombre Wang, del pueblo Wang, el que compró la tierra
de la Casa de Hwang aquel invierno en que el Anciano Señor se murió
durante la época de hambre. Ahora es rico.
Y al oír esto, Wang Lung se sentó con aparente displicencia, pero su
corazón hinchóse de orgullo por todo lo que era.
Mas este día, en que había reprochado a su esposa, ni la deferencia con
que le recibieron le satisfizo, y se sentó a beber su té sombríamente,
sintiendo que nada era tan bueno en su vida como creyera. Y, de pronto, se
preguntó:
«¿Por qué he de estar yo bebiendo té en esta casa, cuyo propietario es
una bizca comadreja con menos ganancia que uno de mis trabajadores, yo,
que tengo tierra e hijos que estudian?».
Se levantó rápidamente, arrojó el dinero sobre la mesa y salió antes de
que nadie pudiera hablarle. Vagó por las calles de la ciudad sin saber lo que
quería, y una vez se detuvo ante la barraca de un narrador de historias y
durante un rato permaneció sentado en el extremo de un banco atestado de
oyentes escuchando lo que contaba el hombre, de los viejos tiempos, de la
época de los Tres Reinos, cuando los soldados eran valientes y astutos. Pero
estaba todavía desasosegado y no podía entregarse al encanto de la
narración, como los otros, y el ruido del pequeño gong de latón que el
hombre hacía sonar le fatigaba, así que se levantó y siguió su camino.
Ahora bien, se alzaba en la ciudad una gran casa de té recientemente
abierta por un hombre del Sur, muy entendido en esta clase de negocios, y
Wang Lung había en una ocasión pasado ante ella sintiéndose horrorizado
al pensar en el dinero que se gastaba ahí en el juego, en diversiones, y en
malas mujeres. Pero ahora, conducido por su inquietud y su ociosidad, y
tratando de huir de los reproches de su corazón cuando pensaba que había
sido injusto con su esposa, se dirigió hacia aquel lugar. Su desasosiego le
obligaba a ver o a oír algo nuevo. Así, pues, atravesó el umbral de la nueva
casa de té y entró en la estancia amplia y reluciente llena de mesas y abierta
hacia la calle. Entró con suficiente valentía en el porte, tanto más cuanto en
verdad se sentía muy tímido y recordaba que pocos años atrás era solamente
un pobre hombre poseedor de un par de piezas de plata a lo mas, y un
miserable que había trabajado hasta tirando de un rickshaw por las calles de
una ciudad del Sur.
Al principio de hallarse en la casa de té no habló una sola palabra,
pago su té, lo bebió en silencio y miró en torno maravillado. La gran sala
tenía el techo dorado con purpurina, y de las paredes colgaban unos rollos
de seda en los que había pintados retratos de mujeres. Wang Lung miró a
estas mujeres secreta e intensamente, y le pareció que eran mujeres de
ensueño, porque nunca había visto ninguna igual a ellas en la realidad. Y el
primer día las miro, bebió el té rápidamente y se marcho.
Pero, día tras día, mientras las aguas no se retiraban de sus tierras.
Wang Lung regresó a la casa de té, bebió solitario la infusión y contempló
los retratos de las bellas mujeres. Y cada día permaneció allí un poco más
ya que no tenía nada que hacer en su tierra o en su casa; así hubiera podido
continuar indefinidamente, pues a pesar de la plata que tenía escondida en
varios lugares, era todavía un simple pueblerino y el único hombre en
aquella rica casa de té que llevaba ropas de algodón y una trenza colgándole
a la espalda, como ningún hombre de la ciudad llevaría. Pero una noche,
cuando, sentado a una mesa del fondo de la sala, bebía su té y contemplaba
las cosas silenciosamente, alguien descendió la estrecha escalera adosada a
la pared más lejana y que conducía al piso superior.
Esta casa de té era el único edificio en toda la ciudad con dos pisos,
excepto la Pagoda del Oeste, situada fuera de la Puerta del Oeste, que tenía
cinco. Pero la Pagoda se iba estrechando hacia arriba, mientras que el
segundo piso de esta casa de té tenía las mismas dimensiones que el
primero. Por la noche, las voces agudas de los cantos de las mujeres
flotaban desde las ventanas superiores junto con el dulce son de los laúdes
que pulsaban delicadamente las muchachas. Y podía oírse aquella música
fluyendo hacia la calle, especialmente después de medianoche, aunque
donde Wang Lung se sentaba las voces y el ruido de muchos hombres y el
seco golpear de los dados y los dominós apagaba todo otro sonido.
Por eso Wang Lung no oyó aquella noche tras él los pasos de una
mujer que descendía la estrecha escalera, y por eso, no esperando que nadie
le conociese en aquel lugar, se estremeció violentamente al sentir que
alguien le tocaba en el hombro. Cuando alzó la mirada vio un estrecho y
hermoso rostro femenino, el rostro de Cuckoo, la mujer a quien había
entregado las joyas el día que compró las tierras y cuya mano sostuvo
firmemente la mano temblorosa del Anciano Señor, ayudándole a estampar
bien su sello en el contrato de venta. Cuckoo rióse al ver a Wang Lung, y su
risa era una especie de murmullo agudo.
—¡Bien, Wang Lung el labrador! —dijo, recalcando con malicia la
palabra «labrador»—. ¿Quién había de pensar encontraros aquí?
Le pareció entonces a Wang Lung que, a toda costa, debía demostrar a
esta mujer que era algo más que un simple labrador del campo, y se rió,
diciendo en tono alto:
—¿No sirve mi dinero tanto como el de otro? Y no es dinero lo que
necesito ahora. He hecho fortuna.
Cuckoo se detuvo al oír esto, y con los ojos estrechos y brillantes
como los de una serpiente y la voz suave como aceite fluyendo de una
vasija, exclamó:
—¿Y quién no ha oído hablar de ello? ¿Y dónde mejor puede un
hombre gastar el dinero que le sobre, que en un sitio como éste, adonde
acuden los ricos y los elegantes a divertirse y gozar? No hay vino como el
nuestro, ¿lo habéis probado, Wang Lung?
—Hasta ahora no he bebido más que té —replicó Wang Lung, medio
avergonzado—. No he tocado el vino ni los dados.
—¡Té! —exclamó ella con una risa penetrante.
—¡Pero si tenemos vinos magníficos y vino fragante, de arroz! ¿Qué
necesidad tenéis de beber té?
Y como Wang Lung inclinaba la cabeza, continuó suave,
insidiosamente:
—Y supongo que tampoco habréis puesto la vista en nada más, ¿eh?
En ninguna linda manita, en ninguna mejilla perfumada.
Wang Lung bajó la cabeza todavía más y la sangre le fluyó al rostro y
se sintió como si todo el mundo le mirase con burla, mientras escuchaba la
voz de esta mujer. Pero cuando tuvo el valor de levantar los ojos vio que
nadie se ocupaba de él y que el ruido de los dados estallaba de nuevo, así es
que dijo, lleno de confusión:
—No... no... Solamente té...
Entonces la mujer se rió otra vez y, señalando los rollos de seda
pintada, exclamó:
—Ahí están sus retratos. Escoged a la que deseáis ver, ponedme el
dinero en la mano y la traeré a vuestra presencia.
¡Esas! —dijo Wang Lung asombrado—. ¡Pero yo creí que eso eran
retratos de mujeres de ensueño, de diosas de la montaña de Kwen Lwen,
como las que describen los narradores de historias!
—Y mujeres de ensueño son —repuso Cuckoo con burlón buen humor
— pero de ensueños que un poco de plata puede convertir en realidad.
Y se alejó haciendo señas y guiños a los criados, mostrándoles a Wang
Lung como si dijese:
«¡Ahí tenéis a esa calabaza pueblerina!».
Pero Wang Lung permaneció sentado contemplando los retratos con un
nuevo interés: ¡subiendo por esa estrecha escalera, en las habitaciones de
encima de él, se hallaban aquellas mujeres en carne y hueso y los hombres
subían a verlas, otros hombres que él, claro está, pero hombres! Bueno, y si
él no fuese quien era: un hombre bueno y trabajador, con esposa e hijos...,
¿qué retrato escogería él, usando el símil del niño que imagina a veces que
hace una cosa dada, digo, qué retrato pretendería escoger? Y miro todos los
rostros, uno por uno, intensa y atentamente, como si fueran de verdad.
Hasta ahora, todos le habían parecido igualmente hermosos, pero hasta
ahora no había tratado nunca de escoger uno. Ahora, en cambio, veía
claramente que había unos más hermosos que otros, y entre todos escogió
los tres más bonitos, y volvió a escoger y de los tres seleccionó uno, el más
bello, el retrato de una mujer leve y pequeña con un cuerpo ligero como un
bambú y una carita aguda como la de un gato chiquitín. Esta mujer tenía en
una de sus manos delicadas y tiernas, como un helecho joven, el tallo de un
loto en capullo.
Wang Lung la contempló y según la contemplaba, un ardor como de
vino corría por sus venas.
—Es como una flor de membrillo —dijo de pronto en voz alta, y al oír
su propia voz sintióse lleno de alarma y vergüenza, se levantó rápidamente,
puso el dinero sobre la mesa y salió a la sombra nocturna que ahora había
caído y se dirigió a su casa.
Pero sobre los campos y las aguas, la luz lunar colgaba como una
niebla plateada, y en sus venas la sangre corría secreta, rápida y
ardientemente.
XIX
Ahora bien, si las aguas se hubieran retirado entonces de las tierras de Wang
Lung, dejándolas humeantes bajo el sol, de modo que tras unos días de
calor estival hubiese sido necesario labrarlas, pasarles el rastrillo y
sembrarlas, es posible que Wang Lung no hubiera regresado nunca más a la
lujosa casa de té. O si una de las criaturas hubiera enfermado, si el viejo
hubiese llegado de repente al fin de sus días. Wang Lung hubiera podido ser
absorbido por esta nueva circunstancia, olvidando la carita aguda del rollo
de seda y el cuerpo de aquella mujer esbelta como un bambú.
Pero aparte el leve viento de verano que se levantaba al crepúsculo,
todo continuaba igual: las aguas, plácidas e inmóviles: el viejo, adormilado:
los dos muchachos, ausentes cada día en la escuela desde el amanecer hasta
anochecido. Y en su casa. Wang Lung se sentía desasosegado y evitaba
encontrarse con los ojos de O-lan, que le miraba dolorosamente ir de aquí
para allá, dejarse caer en una silla y levantarse sin beber el té que ella le
sirviera ni fumar la pipa que había encendido.
Al final de un largo día, más largo que ningún otro, en el séptimo mes,
Wang Lung se hallaba en pie a la puerta de su casa, a la hora en que caía el
crepúsculo, murmurante y delicioso con el hálito del lago, y de pronto se
dio vuelta abruptamente, sin decir palabra, fue a su cuarto y se puso su
túnica nueva, la que le había confeccionado O-lan para los días de fiesta, y
que era de tela negra tan brillante que parecía de seda. Y sin hablar con
nadie se dirigió por los estrechos caminos que bordeaban las aguas,
atravesó los campos y llegó a la penumbra de la puerta de la ciudad, que
cruzó, siguiendo la ruta de las calles hasta llegar a la nueva casa de té.
En ella todas las luces estaban encendidas, aquellas brillantes lámparas
de aceite, compradas en las ciudades forasteras de la costa, y bajo estas
lámparas se sentaban los hombres bebiendo y hablando, con las túnicas
abiertas al fresco de la noche; y por todas partes se veían abanicos agitados,
y la risa, como una música, fluía hacia la calle. Toda la alegría que Wang
Lung jamás había gozado trabajando su tierra, estaba aquí retenida, entre las
paredes de esta casa donde los hombres iban a divertirse.
Se detuvo a la entrada, dudando en medio de la luz brillante que huía
de adentro por las puertas abiertas. Y quizás hubiera permanecido allí
marchándose después, ya que aún se sentía temeroso y tímido, aunque la
sangre corría por su cuerpo como si fuera a estallarle en las venas; pero de
las sombras al margen de la luz avanzó una mujer que había estado apoyada
negligentemente contra el portal, y esta mujer era Cuckoo. Adelantóse al
ver la figura de un hombre, pues era su cometido traer clientes para las
mujeres de la casa, pero cuando vio quién era se encogió de hombros y dijo:
—¡Ah, es sólo el labrador!
Wang Lung se sintió herido por la displicencia de su voz, y la súbita
cólera que prendió en él le dio un valor que de otra manera no hubiese
tenido; así es que dijo:
—Bueno ¿y es que yo no puedo entrar en la casa y hacer lo que otros
hacen?
Y ella se encogió nuevamente de hombros, se rió y repuso:
—Si tenéis la plata que otros tienen, si.
Entonces Wang Lung quiso demostrarle que era suficientemente rico
para hacer lo que le viniese en gana, y metiéndose la mano en el cinturón la
sacó llena de plata y le dijo a la mujer:
—¿Basta o no basta?
Cuckoo contempló el puñado de plata y dijo sin más dilación:
—Entrad y decid cuál queréis.
Y Wang Lung, sin saber lo que decía, refunfuñó:
—No sé que quiera nada.
Pero su deseo le venció entonces, y exclamó, bajito:
—Aquella pequeña..., aquella de la barbilla aguda y la carita blanca y
rosada como una flor de membrillo. Tiene un capullo de loto en la mano.
La mujer asintió con la cabeza y, haciéndole una seña, se abrió paso
entre las mesas, seguida a cierta distancia por Wang Lung. Al principio le
parecía que todos le miraban y observaban, pero cuando se atrevió a mirar
en derredor vio que nadie se ocupaba de el, excepto dos hombres, uno de
los cuales exclamó: «¿Es ya lo bastante tarde para ir a las mujeres?»,
respondiendo otro: ¡Aquí está un individuo vigoroso que necesita empezar
temprano!«
Pero entonces se hallaban ya subiendo la estrecha escalera, cosa que
Wang Lung hizo con dificultad, pues era la primera vez que subía escaleras
en el interior de una casa. Sin embargo, cuando llegaron arriba era lo mismo
que en el piso bajo, excepto que parecía a mucha altura cuando, al pasar
frente a una ventana, se veía el cielo. La mujer le condujo a lo largo de un
salón oscuro y gritaba según iba andando:
—¡Aquí está el primer hombre de la noche!
Y a todo lo largo del salón las puertas se abrían súbitamente y las
cabezas de las muchachas aparecían en lagunas de luz como flores que se
abriesen al sol, pero Cuckoo exclamaba cruelmente:
—¡No, tú no... tú no...! ¡Nadie ha pedido por vosotras! ¡Este es para la
pequeña cara rosada, para la enanita de Soochow..., para Loto!
Una oleada de sonidos onduló por el salón, indistinta, burlesca, y una
muchacha, encendida como una granada, exclamó con voz potente:
—¡Loto puede quedarse con ese individuo... que huele a campo y a
ajos!
Wang Lung oyó esto perfectamente, y aunque las palabras le dolieron
como una puñalada, desdeñó contestar, porque temía parecer lo que en
efecto era: un labrador. Pero siguió avanzando resueltamente al recordar la
buena plata que llevaba en el cinturón, y al fin la mujer llamó rudamente
con la palma de la mano a una puerta cerrada y entró sin esperar más. Y
allí, sobre una cama cubierta con una roja colcha floreada, hallábase sentada
una frágil muchacha.
Si alguien le hubiese dicho que existían manos como éstas, no lo
hubiera creído, manos tan pequeñas, de huesos tan finos, de dedos tan
afilados, embellecidos por largas uñas teñidas del color rosado que tienen
los lotos en capullo. Y si alguien le hubiese dicho que existían pies como
éstos, piececitos apresados en zapatos de satén rosa y no más grandes que el
dedo de un hombre..., si alguien se lo hubiese dicho no lo hubiera creído.
Se sentó muy rígido en la cama, contemplando a la muchacha, y vio
que era como el retrato y que habiendo visto el retrato hubiera reconocido a
la muchacha si la hubiese encontrado. Pero más que nada se parecía su
mano a la del retrato, y era leve, fina y blanca como la leche.
La joven tenía las manos enlazadas una en la otra sobre la seda rosada
de su falda, y al verlas no se soñaría que pudiesen ser tocadas.
Wang Lung miró a la joven como había mirado su retrato, y vio el
cuerpo ligero como un bambú ceñido en la corta chaquetilla; vio la carita
aguda emergiendo en toda su pintada belleza del alto cuello forrado de piel
blanca; vio los ojos redondos, de forma de albaricoques, y comprendió
ahora por qué los narradores de historias loaban los ojos de albaricoques de
las bellas de antaño. Y para él aquella mujer no era de carne y hueso, sino
una efigie pintada.
Entonces ella alzó su manita delicada y la puso sobre el hombro de
Wang Lung y la deslizó lenta, muy lentamente, a lo largo de su brazo. Y
aunque jamás había él sentido un roce tan suave, aunque, si no lo hubiera
visto, no habría sabido que le rozaba, miró la mano moverse a lo largo de su
brazo y fue como si un fuego la siguiera, quemándole bajo la manga, en la
carne viva, y la miró hasta que, llegando al extremo de la manga, dudó un
instante, con estudiada vacilación, antes de caer en la desnuda muñeca y en
el hueco duro de su mano. Y Wang Lung empezó a temblar, no sabiendo
cómo recibirla.
Entonces oyó una risa ligera, rápida, tintineante como la campana de
plata de una pagoda repicando al viento, y una vocecilla, que también era
como risa, exclamó:
—¡Oh, pero qué ignorante eres, hombretón! ¿Vamos a estar sentados
así toda la noche, mientras me contemplas?
Y al oír esto, Wang Lung cogió la manita entre las dos suyas, pero
cuidadosamente, porque era como una frágil hoja, cálida y seca, y dijo
implorantemente a la muchacha, sin saber lo que decía:
—¡Yo no sé nada! ¡Enséñame!
Y ella le enseñó.
Ahora, Wang Lung enfermó de la enfermedad más seria que pueda
tener un hombre. Había sufrido bajo el rudo trabajo al sol, había sufrido
bajo el azote de los vientos helados del desierto, había sufrido de hambre
cuando los campos no fructificaban y había sufrido de desesperación
trabajando sin esperanza en las calles de una ciudad del Sur. Pero bajo
ninguna de estas calamidades llegó a sufrir tanto como bajo la mano ligera
de aquella muchacha.
Cada día iba a la casa de té, cada tarde esperaba hasta que ella quisiera
recibirle y cada noche entraba a verla. Cada noche entraba y cada noche era
el pueblerino timorato, temblando en la puerta, sentándose rígidamente
junto a la muchacha esperando la señal de su risa, y entonces, enfebrecido,
hambriento, seguía servilmente su caprichosa demora hasta el momento de
crisis en que, como una flor en sazón para ser cogida, se dejaba asir por él
plenamente.
Pero nunca podía asirla plenamente, y esto era lo que le mantenía
sediento y enfebrecido, aunque ella se le entregase. Cuando O-lan había
llegado a su casa, su venida fue salud para su carne, y la había deseado
robustamente, como una bestia desea a su compañera, y la hizo suya y la
olvidó y volvió a su trabajo con alegría. Pero no había tal satisfacción ahora
en su amor por aquella muchacha, ni había salud en ella para él. Por la
noche, cuando no quería verle más, empujándole fuera de la habitación
petulantemente, con sus pequeñas manos súbitamente vigorosas apoyadas
en sus hombros, Wang Lung partía tan hambriento como había venido. Era
como un hombre que, muerto de sed, bebiese el agua salada del mar, que,
aunque es agua, le seca las venas y le provoca sed y más sed hasta que
muere enloquecido por ella. Wang Lung iba a la joven y la tomaba, pero
partía sin satisfacerse.
Durante todo el caluroso verano, Wang Lung amó así a aquella
muchacha. No sabía nada de ella, quién era ni de donde venía; cuando
estaban juntos, él apenas hablaba y casi no prestaba atención a la constante
charla de ella, ligera y entremezclada de risa como la de un niño.
Únicamente observaba su rostro, sus manos, los movimientos de su
cuerpo, el significado de sus ojos anchos y dulces, anhelante de ella. Nunca
le era suficiente, y a la madrugada regresaba a su casa ofuscado e
insatisfecho.
Los días no tenían fin. Ahora se negaba a dormir en su propia cama,
pretextando el calor de la habitación, y extendía una estera bajo los
bambúes y dormía allí quietamente, permaneciendo a veces despierto y
contemplando las sombras afiladas de las hojas de los bambúes, con el
corazón lleno de una dulce angustia que no sabía comprender.
Y si alguien le hablaba, su esposa o sus hijos, o si Ching venía a él y le
decía: «Las aguas empezarán pronto a retroceder; ¿qué simientes hemos de
preparar?», él gritaba y decía:
—¿Para qué me molestas?
Y todo el tiempo su corazón parecía que iba a estallar porque no podía
saciarse de esta muchacha.
Así, mientras los días pasaban y él vivía únicamente en espera de la
noche, Wang Lung no veía el rostro grave de O-lan y de los niños, que se
detenían súbitamente en sus juegos cuando él se acercaba, ni veía a su
anciano padre que le escudriñaba con la mirada e inquiría:
—¿Qué malestar es ése que te llena de mal humor y vuelve tu piel
amarilla como la greda?
Y mientras estos días se deslizaban hacia la noche, Loto hacía de él lo
que quería. Cuando se rió de su trenza de pelo —aunque él pasaba parte del
día trenzándola y cepillándola— y dijo: «¡Los hombres del Sur no llevan
esas colas de mono!», sin replicar una palabra Wang Lung fue y se la hizo
cortar, aunque ni con risas ni con burlas había nadie conseguido hasta
entonces que lo hiciera. Cuando O-lan vio lo que había hecho, exclamó
aterrorizada:
—¡Te has cortado la vida!
Pero él le gritó:
—¿Y he de parecer siempre un idiota anticuado? Todos los hombres
jóvenes de la ciudad llevan el pelo cortado.
Sin embargo, en su fuero interno estaba asustado de lo que había
hecho, y, sin embargo, era cierto que de igual modo hubiera cortado su
propia vida si Loto lo hubiese ordenado o deseado, porque Loto poseía
todas las bellezas que él había llegado a aspirar en una mujer.
Su cuerpo vigoroso y moreno, que antes lavaba raramente,
considerando el limpio sudor de su trabajo como suficiente lavado para los
días corrientes, su cuerpo era ahora para él objeto de rigurosa atención, y
empezó a examinarlo como si fuera el de otro hombre y a lavarlo cada día,
hasta que su mujer hubo de exclamar, inquieta:
—¡Vas a morir con tantos lavajes!
Compró jabón perfumado, un jabón extranjero, rojo y fragante, y con
él se frotaba minuciosamente el cuerpo. En cuanto a los ajos, que antes le
deleitaban, por nada del mundo los hubiera comido ahora, pues no quería
apestar a ellos ante Loto.
Nadie en su casa sabía cómo explicarse todas estas cosas.
También compró telas nuevas para hacerse ropa, y aunque siempre se
las había confeccionado O-lan, haciéndoselas largas y anchas para que
tuvieran buena medida y cosiéndolas fuertemente para que resistieran,
ahora desdeñaba su manera de cortar y de coser y, llevó las telas a un sastre
de la ciudad y se hizo vestir al estilo ciudadano, con una túnica de ligera
seda gris, cortada hábilmente sobre su cuerpo y sin dejar tela sobrante, y
sobre esta túnica un abrigo de satén negro, sin mangas. Y se compró los
primeros zapatos que había tenido en su vida no confeccionados por una
mujer, unos zapatos de terciopelo negro, como los que había llevado el
Anciano Señor batiéndole los talones.
Pero le daba vergüenza llevar de pronto estas ropas distinguidas en
presencia de O-lan y de sus hijos, y las dejaba en la casa de té, envueltas en
hojas de papel moreno y en poder de un empleado con quien había hecho
conocimiento y que, por un precio dado, le permitía entrar secretamente en
una habitación interior y ponérselas antes de subir al otro piso. Además de
esto, se compró una sortija de plata con un baño de oro; y según le iba
creciendo el pelo en la parte de la cabeza que antes llevaba afeitada, lo
alisaba con un aceite fragante que venía del extranjero y del que un frasco
pequeño le había costado toda una pieza de plata.
Pero O-lan le miraba atónita, sin saber cómo explicarse estos cambios,
y una vez, después de observarle durante largo rato mientras comían arroz
al mediodía, dijo pesadamente:
—Hay algo en ti que me hace pensar en uno de los señores de la casa
grande.
Y Wang Lung se rió ruidosamente y dijo:
—¿Es que debo parecer siempre un patán cuando tenemos dinero de
sobra?
Pero en su fuero interno se sintió muy halagado y aquel día trató a O-
lan con más bondad de lo que la había tratado en mucho tiempo.
Ahora el dinero, la buena plata, fluía de sus manos. No tenía solamente
que pagar las horas que pasaba con la muchacha, sino también sus
caprichos, que ella imponía mimosamente. A veces suspiraba, murmurando
lo mismo que si el corazón se le partiese bajo el peso de su deseo:
—¡Ay de mi..., ay de mi!
Y cuando él inquiría, habiendo aprendido al fin a hablar en su
presencia: «¿Qué te ocurre, corazón mío?», ella contestaba:
—Hoy no me traes alegría, porque Jade Negro, la que está frente a mí
al otro lado del salón, tiene un amante que le ha dado un agujón de oro para
el cabello y yo poseo únicamente uno de plata, y tan viejo...
Y entonces Wang Lung no podía hacer otra cosa que murmurar,
mientras le apartaba la negra onda de su cabello para verle las orejas
chiquitas, de largos lóbulos:
—Yo compraré un agujón de oro para el cabello de mi joya.
Ella le había enseñado todos estos nombres de amor como se enseña a
un niño a pronunciar palabras nuevas. Le había enseñado a decírselos y él
no se cansaba nunca de repetirlos, y aun cuando los repetía le parecían
insuficientes a él, cuyo lenguaje se había limitado siempre a la trilla y a la
siembra, al sol y a la lluvia.
Y así la plata fue saliendo de la pared y del saco, y O-lan, que en otros
tiempos le habría dicho fácilmente: «¿Y para qué sacas la plata?», ahora no
decía nada, observándole sólo desoladamente, sabiendo que vivía una vida
aparte de ella y aun aparte de la tierra, pero sin saber qué vida era. Se había
sentido temerosa de él desde aquel día en que Wang Lung advirtió que ella
no poseía belleza alguna de cabello o de cuerpo, y no se atrevía a
preguntarle nada porque ahora su cólera estaba siempre pronta a estallar
contra ella.
Un día, cuando Wang Lung regresaba a su casa a través de los campos,
llegó cerca de donde ella estaba lavando la ropa en el pantano. Permaneció
allí un momento silenciosamente y luego le dijo con rudeza, y esta rudeza
era porque estaba avergonzado y no quería reconocerlo:
—¿Dónde están aquellas perlas que tenías?
Y ella le contestó tímidamente, alzando los ojos del margen del
pantano y de las ropas que estaba batiendo contra una piedra llana:
—¿Las perlas? Las tengo.
Y él murmuró, sin mirarla a ella, sino a sus manos arrugadas:
—No tiene sentido guardar perlas para nada.
Entonces ella dijo lentamente:
—Pensé que quizás algún día podría hacerlas engarzar en unos
pendientes... —y temiendo la risa de él, continuó—: Podría dárselos a la
hija pequeña cuando se case.
Wang Lung le respondió con firmeza, tratando de endurecerse el
corazón:
—¿Para qué tiene ésa que llevar perlas, con la piel más negra que la
tierra? ¡Las perlas son para las mujeres blancas! Y tras un instante de
silencio, gritó de pronto:
—¡Dámelas! Las necesito.
Lentamente, O-lan llevó a su seno la mano húmeda y arrugada, sacó el
pequeño paquete y se lo dio, mirándole cómo lo desenvolvía; y las perlas
aparecieron en la mano de Wang Lung jugando suavemente con la luz del
sol, y Wang Lung se rió.
Pero O-lan volvió a batir la ropa, y cuando las lágrimas cayeron lenta y
pesadamente de sus ojos, no las enjugó con la mano, sino que continuó
batiendo más vigorosamente, con su pala de madera, la ropa extendida
sobre la piedra llana.
XX
Y así hubieran podido continuar las cosas, hasta terminarse la plata, si el tío
de Wang Lung no hubiese regresado súbitamente sin explicar de dónde
venía ni lo que había hecho. Apareció en la puerta como si hubiese caído de
una nube, con las ropas harapientas, desabrochadas y mal sujetas, como de
costumbre, y el rostro igual que siempre, pero arrugado y endurecido por el
sol y por el viento. Sonrió anchamente a la familia, reunida en torno de la
primera comida del día, y Wang Lung se quedó con la boca abierta, pues
tenía olvidado que su tío vivía y creía tener a un muerto ante sí. El viejo, su
padre, pestañeó y escudriñó al recién llegado, sin reconocerlo hasta que éste
gritó:
—¡Bien, Hermano Mayor, y su hijo, y sus hijos!
Entonces Wang Lung se levantó del asiento, consternado en el fondo
de su alma, pero cortés en sus maneras y en su voz, y dijo:
—Bien, tío, ¿habéis comido?
—No —replicó su tío ligeramente—, pero comeré con vosotros.
Sentóse a la mesa y se acercó una escudilla y un par de palillos y se
sirvió en abundancia arroz, pescado seco, zanahorias saladas y judías.
Comió con enorme apetito y nadie habló una palabra hasta que hubo dado
fin de tres escudillas llenas de finas gachas de arroz, rompiendo con rapidez
entre los dientes las espinas del pescado y los granos de las judías. Y
cuando hubo comido dijo simplemente, como si fuera su derecho:
—Ahora dormiré, porque hace tres noches que no duermo.
Entonces, ofuscado y sin saber qué otra cosa hacer, Wang Lung le
condujo a la cama de su padre, y su tío levantó la colcha y palpó la ropa
buena y el pulcro algodón y dio una mirada a la armadura de la cama y a la
mesa y a la gran silla de madera que Wang Lung había comprado para el
cuarto de su padre, y dijo:
—Bueno, yo había oído que erais ricos, pero no sabía que lo fueseis
tanto.
Y se echó sobre la cama, tapándose con la colcha a pesar del calor que
hacía; y usándolo todo como si le perteneciese, se quedó dormido sin decir
más.
Wang Lung regresó al cuarto central lleno de consternación, pues le
constaba que ya no podría sacar al tío de su casa ahora que éste sabía que
Wang Lung podía alimentarle. Y Wang Lung pensó en esto y pensó en la
mujer de su tío con espanto, pues adivinaba que ahora irían a su casa y que
nada les detendría.
Y tal como lo temía, así sucedió. Al mediodía, su tío se desperezó al
fin en la cama, bostezó tres veces ruidosamente, salió de la habitación
ajustándose las ropas y le dijo a Wang Lung:
—Ahora iré a buscar a mi mujer y a mi hijo. Somos tres bocas, y en
esta gran casa tuya no se echará a faltar lo que comamos y las pobres ropas
que llevemos.
Wang Lung no podía hacer otra cosa que contestar con miradas
tétricas, pues para el hombre que tiene medios sobrados es una vergüenza
que arroje de su casa al hermano y al sobrino de su propio padre. Y Wang
Lung sabía que si hiciera esto le serviría de oprobio ante los ojos del
pueblo, donde, debido a su prosperidad, era ahora respetado. Pero dió orden
a los trabajadores de instalarse por completo en la casa vieja para que
quedasen libres las habitaciones junto a la entrada, y en éstas entró su tío
aquella misma noche trayendo consigo mujer e hijo. Wang Lung estaba
colérico en extremo y más colérico aún porque no lo podía demostrar, sino
que tenía que acoger con sonrisas a sus parientes y darles la bienvenida,
aunque cuando veía la cara mofletuda y lisa de la mujer de su tío le parecía
que iba a estallar de ira, y cuando veía la cara insolente y pícara del hijo de
su tío tenía que hacer un verdadero esfuerzo para no abofetearla. Y durante
tres días no apareció por la ciudad debido a su cólera.
Entonces, cuando ya se habían acostumbrado a lo sucedido y O-lan le
había dicho: «Cesa de estar enojado, no nos queda más remedio que
sufrirlos», y Wang Lung vio que su tío y la mujer y el hijo de su tío serían
suficientemente corteses a fin de asegurarse la comida y la casa, sus
pensamientos volvieron con más violencia que nunca hacia Loto y exclamó
para sí:
«Cuando un hombre tiene su casa llena de perros salvajes debe ir a
buscar la paz en otro sitio».
Y toda la fiebre y la angustia de antes volvió a tomar posesión de él y
todavía su amor no podía ser saciado.
Ahora bien, lo que O-lan no había sabido ver por la simplicidad de su
espíritu, ni el viejo por sus años, ni Ching por lealtad, la mujer del tío de
Wang Lung lo descubrió en seguida, y exclamó con la risa bailándole en los
ojos:
—¡Ahora Wang Lung está tratando de cortar una flor en algún sitio!
Y cuando O-lan se la quedó mirando humildemente, sin comprenderla,
se rió y dijo de nuevo:
—Hay que abrir el melón por la mitad para que tú puedas ver las
simientes, ¿no es eso? Pues bien, claramente: ¡tu marido está loco por otra
mujer!
Wang Lung oyó a través de la ventana de su cuarto como la mujer de
su tío decía esto en el patio, cierta mañana en que él yacía en la cama medio
adormilado y consumido de amor. Despertóse rápidamente, asombrado de
la sagacidad de la mujer, y continuó escuchando mientras la voz fluía de su
garganta como aceite:
—Bueno, yo he visto a muchos hombres, y cuando uno empieza a
cepillarse el pelo, a comprarse trajes nuevos y a llevar de pronto zapatos de
terciopelo, es que hay una mujer de por medio y no cabe duda alguna...
Entonces se oyó la voz de O-lan, rota y confusa, y Wang Lung no pudo
oír lo que decía, pero la mujer de su tío continuó diciendo:
—Y no hay que pensar, pobre tonta, que una sola mujer sea suficiente
para ningún hombre, y si esa mujer se ha consumido y agotado trabajando
para él, entonces le es menos que suficiente. Sus pensamientos huyen hacia
otra parte con mayor rapidez, y tú, pobre tonta, no has podido nunca llenar
la fantasía de ningún hombre ni has sido para el tuyo otra cosa que una
bestia de trabajo. Y no debes quejarte si ahora que tiene dinero compra a
otra mujer y la trae a su casa, pues todos los hombres son iguales y lo
mismo hubiera hecho el mío si hubiese podido, pero el infeliz no ha tenido
nunca bastante plata ni siquiera para comer.
La mujer dijo esto y más, pero Wang Lung ya no lo oyó por que su
pensamiento se detuvo aquí. Súbitamente veía ahora de qué manera podría
saciar su hambre y su sed de la mujer que amaba. La compraría y la llevaría
a su casa y sería su único dueño para que ningún hombre pudiese ir a ella y
así le sería posible comer y beber y saciarse de su amor.
Levantóse inmediatamente de la cama y le hizo seña en secreto a la
mujer de su tío, y cuando ella le hubo seguido más allá de la entrada, donde
nadie podía oírle, le dijo:
—Estuve escuchando y oí lo que decíais en el patio. Tenéis razón: la
mujer que tengo no me basta, y ¿por qué no he de tener otra, puesto que
poseo tierra suficiente para alimentarnos todos?
Ella contestó vehementemente:
—¿Y por qué no, en verdad? Así lo han hecho todos los hombres que
han prosperado. Solamente el pobre se ve reducido a beber de un solo vaso.
Habló así sabiendo lo que él respondería, y Wang Lung dijo tal como
esperaba:
—¿Pero quién negociará el asunto por mí y será mi mediador? Un
hombre no puede ir a una mujer y decirle: «Ven a mi casa».
Al oír esto, ella dijo instantáneamente:
—Deja este asunto en mis manos. Dime solamente de qué mujer se
trata y yo lo arreglaré todo.
Entonces Wang Lung contestó de mala gana y tímidamente, porque
jamás había pronunciado su nombre en voz alta delante de nadie:
—Es la mujer llamada Loto.
Le parecía a Wang Lung que todo el mundo tenía que haber oído
hablar de Loto, olvidando que sólo dos lunas atrás él mismo ignoraba su
existencia. Se mostró impaciente, por lo tanto, cuando la mujer de su tío
inquirió:
—¿Y dónde vive?
—¿Dónde ha de vivir —repuso él con aspereza— sino en la gran casa
de té de la calle principal de la ciudad?
—¿Esa que se llama «Casa de las Flores»?
—¿Y qué otra? —repuso Wang Lung.
La mujer musitó un momento, mientras se tiraba del labio inferior, y al
fin dijo:
—No conozco a nadie allí. Tendré que buscar un medio... ¿Quién es el
guardián de esa mujer?
Y cuando Wang Lung le dijo que era Cuckoo, la que había sido esclava
de la casa grande, ella se rió y dijo:
—¡Ah! ¿Con que aquélla? ¿Es a eso a lo que se dedicó después que el
Anciano Señor se le murió en su cama una noche? Bueno, es algo digno de
ella.
Entonces rió otra vez, con un cacareante «¡Eh, eh, eh!», y dijo
descuidadamente:
—¡Con que aquélla! Pues el asunto es realmente fácil. Todo se
allanará. ¡Aquélla! Aquélla movería las montañas si le ponen en la mano
dinero suficiente.
Y al oír esto, Wang Lung sintió que la boca se le secaba de pronto y la
voz le salió como un murmullo:
—¡Plata, pues! ¡Plata y oro! ¡Cualquier cosa, hasta el precio de mi
tierra!
Entonces, debido a una extraña y contraria fiebre amorosa, Wang Lung
no quiso volver a la casa de té hasta que todo se hubiera arreglado. Para sí
mismo decía:
«¡Y si no quiere venir a mi casa y ser para mí únicamente, que me
corten el cuello si he de volver donde está ella!».
Pero al pensar las palabras: «Si no quiere venir», el corazón se le
paraba de angustia y tenía que correr continuamente a la mujer de su tío y
decirle:
—Que por falta de dinero no se cierre la entrada.
Y de nuevo repetía:
—¿Le habéis dicho a Cuckoo que tengo el oro y la plata que necesite?
Y volvía a insistir:
—Decidle que no tendrá que hacer trabajo alguno en mi casa y que
vestirá de seda y podrá comer aletas de tiburón todos los días si lo desea...
Hasta que al fin la mujer se impacientó y le chilló girando los ojos:
—¡Basta y basta! ¿Soy yo una imbécil o es ésta la primera vez que
compongo a un hombre y a una mujer? Déjame tranquila y yo lo arreglaré.
Ya les he dicho todo eso muchas veces.
Y a Wang Lung no le quedó otra cosa que hacer que morderse las uñas
y mirar la casa como Loto la miraría, y dio órdenes a O-lan de hacer esto y
lo otro, de barrer, de lavar, de cambiar de sitio sillas y mesas hasta que la
pobre mujer se aterrorizó, pues bien sabía ahora, aunque él no daba
explicaciones, lo que iba a suceder.
Ahora a Wang Lung le era insoportable dormir en compañía de O-lan,
y se dijo que con dos mujeres en la casa hacían falta más habitaciones y
otro patio y que debía haber un sitio donde él pudiera aislarse con su amor.
Así es que, mientras esperaba que la mujer de su tío terminase el negocio,
llamó a sus trabajadores y les ordenó construir otro patio detrás del cuarto
central, y en torno a este patio edificar tres cuartos, uno grande y dos
pequeños. Y los trabajadores le miraron con asombro, pero no se atrevieron
a replicar y él no les explicó nada, sino que se puso a dirigirlos él mismo
para no tener que hablar de lo que hacía ni siquiera con Ching. Y los
hombres cogieron tierra de los campos y levantaron las paredes, y Wang
Lung mandó a buscar tejas a la ciudad para cubrir el techo.
Entonces, cuando estas cosas estuvieron terminadas y la tierra del
suelo apretada y lisa, hizo traer ladrillos y los hombres los colocaron unos
junto a otros soldándolos con arcilla, y las tres habitaciones de Loto
tuvieron un buen pavimento enlosado. Luego Wang Lung compró tela
encarnada para hacer las cortinas de las puertas, y una mesa nueva y dos
sillas talladas para colocar a cada lado, y dos rollos de papel en el que había
pintados pintorescos paisajes, para colocarlos en la pared, detrás de la mesa.
Y compró una caja redonda, de laca roja y con tapa, puso en ella
pasteles de ajonjolí y dulces mantecosos y colocó la caja sobre la mesa.
Entonces compró la cama, una cama tallada, ancha y profunda, bastante
grande para un cuarto relativamente pequeño, y también compró cortinas
floreadas con que adornarla. Pero para todo esto le daba vergüenza requerir
la ayuda de O-lan, así es que la mujer de su tío venía por las noches y hacía
todas esas cosas que un hombre es demasiado torpe para hacer él mismo.
Entonces todo quedó terminado y no había ya nada por hacer, pero
pasó una luna y el asunto no se había arreglado todavía, de manera que
Wang Lung se regodeaba solo en el pequeño departamento que había
edificado para Loto y pensó en hacer un estanque chiquitito en el centro del
patio. Llamó, pues, a un obrero y éste cavó en el suelo, hizo un estanque de
tres pies cuadrados que recubrió con losetas, y Wang Lung fue a la ciudad y
compró para este estanque cinco peces dorados. Hecho esto, ya no se le
ocurrió qué más hacer y esperó otra vez, impaciente y febril.
Durante todo este tiempo no hablaba con nadie, como no fuese para
regañar a los chiquillos, si tenían las narices sucias, o para gritarle a O-lan
que hacía más de tres días que no se había cepillado el pelo. Hasta que una
mañana O-lan rompió a llorar y a sollozar como él jamás la había visto, ni
aun en la época en que se morían de hambre. Y Wang Lung exclamó con
rudeza:
—¿Y ahora qué pasa, mujer? ¿No puedo decir que te peines esa cola
de caballo que tienes por pelo sin que se arme todo este escándalo?
Pero ella no habló más que para repetir una y otra vez, entre gemidos:
—Te he dado hijos... Te he dado hijos...
Y Wang Lung, inquieto, se calló. Y como se sentía avergonzado ante
ella, la dejó sola. Era cierto que ante la ley no tenía queja alguna de su
esposa, pues le había dado tres robustos hijos, los tres vivían, y él no tenía
más excusa que su deseo.
Y así siguieron las cosas hasta que un día la mujer de su tío le dijo:
—El asunto está arreglado. La mujer que el amo de la casa de té tiene
de guardiana hará el negocio por cien piezas de plata en la palma de la
mano y de una vez, y la muchacha vendrá por unos pendientes y una sortija
de jade, dos trajes de satén, dos de seda, una docena de zapatos y dos
colchas de seda para su cama.
De todo esto, Wang Lung sólo oyó lo primero: «El asunto está
arreglado», y corrió a la habitación interior, sacó la plata y la puso en manos
de la mujer, pero todavía secretamente porque no le gustaba que nadie viese
partir así las buenas cosechas de tantos años. Y a la mujer de su tío le dijo:
—Podéis quedaros con diez piezas de plata.
Al oír esto, ella simuló rechazar el regalo y encogiendo sus gruesos
hombros y girando la cabeza a un lado y a otro murmuró:
—No, no las cogeré. Somos una misma familia y tú eres mi hijo y yo
soy tu madre y lo que hago lo hago por ti y no por la plata.
Pero Wang Lung vio que tenía la mano extendida mientras rehusaba, y
vertió en ella la plata con generosidad.
Hecho esto compro cerdo y buey, y pescado exquisito, brotes de
bambú y castañas, nidos de pájaros del Sur para hacer sopa, aletas de
tiburón y cuantas exquisiteces conocía, y volvió a esperar..., si es que
aquella ardiente y turbulenta impaciencia que le consumía podía llamarse
espera.
En un día radiante y ardoroso de la octava luna, que es el final del
verano, Loto llegó a su casa. Wang Lung la vio desde lejos. Venía en una
silla de manos cerrada, que conducían a hombros unos mozos; la silla se
movía hacia aquí y hacia allá, serpenteando a través de los estrechos
caminos que bordeaban los campos, y detrás de ella seguía la figura de
Cuckoo. Entonces Wang Lung tuvo un instante de miedo y se dijo:
«¿Qué es lo que estoy introduciendo en mi casa?».
Y sin casi darse cuenta de lo que hacía entró rápidamente en la
habitación donde durante tantos años había dormido con su esposa, cerró la
puerta tras él y allí, en la oscuridad del cuarto estuvo esperando lleno de
confusión hasta que oyó la voz de la mujer de su tío que lo llamaba a gritos
diciéndole que había alguien a la entrada.
Entonces, avergonzado y como si jamás hubiese visto a la muchacha,
salió afuera, inclinando la cabeza sobre sus ropas finas y mirando a la
izquierda y a la derecha, pero nunca hacia delante. Cuckoo le llamó
alegremente, exclamando:
—¡Bueno, y no creía yo que haríamos negocio así!
Y dirigiéndose a la silla de manos, que los hombres habían posado en
el suelo, levantó la cortina, hizo restallar la lengua y dijo:
—Sal, mi Flor de Loto, que aquí tienes tu casa y tu señor. Y Wang
Lung sudaba de angustia porque veía en el rostro de los hombres muecas de
risa, y pensó:
«Bueno, éstos son ganapanes de las calles de la ciudad y gentes
despreciables».
Y se indignó consigo mismo porque había enrojecido y el rostro le
ardía.
La cortina se levantó en aquel momento y Wang Lung vio. Sentada en
el umbroso recinto de la silla de manos, pintada y fresca como un lirio, a la
joven Loto. Y lo olvidó todo, incluso su ira contra los maliciosos ganapanes
de la ciudad, todo menos que había comprado a esta mujer para él solo y
que la traía a su casa para siempre, y permaneció rígido y tembloroso
mientras ella se levantaba, grácil como una flor sobre la que hubiera pasado
la brisa. Entonces, bajo la intensa contemplación de Wang Luna, Loto tomó
la mano de Cuckoo y salió de la silla, manteniendo el rostro inclinado y los
ojos bajos y andando cimbreante e insegura al paso de sus menudos pies,
apoyada en Cuckoo. Y al pasar ante Wang Lung no le dirigió la palabra,
sino que le dijo a Cuckoo débilmente:
—¿Dónde está mi cuarto?
Entonces la mujer de su tío se colocó al otro lado de la muchacha y
entre las dos la condujeron al patio y a las habitaciones que Wang Lung
había construido para ella. Y a todo esto, nadie de la casa la vio pasar, pues
Wang Lung había mandado a los trabajadores y a Ching a trabajar en un
campo lejano aquel día, y O-lan se había ido no sabía adónde, llevándose
con ella a los dos pequeños, y los dos mayores estaban en la escuela, y en
cuanto a la pobre tonta no veía nunca quién entraba ni quién salía ni
conocía más rostros que el de su padre y el de su madre. Pero cuando Loto
hubo entrado en su departamento, Cuckoo corrió las cortinas tras ella.
Después de un rato, la mujer del tío de Wang Lung apareció de nuevo,
riendo con cierta malicia, y se sacudió las manos como para
desembarazarlas de algo que se pegaba a ellas.
—Lo que es ésa, apesta a perfume y a pintura como una cosa mala —
dijo riendo todavía. Y luego exclamó con más honda malicia—: ¡No es tan
joven como parece, sobrino! Y me atrevería a decir esto: que si no hubiera
estado bordeando la edad en que los hombres cesarán pronto de mirarla, es
muy probable que ni jade para sus orejas, ni oro para sus manos, ni seda y
satén para su cuerpo la habrían decidido a venir a la casa de un labrador.
Aunque sea un labrador rico.
Sin embargo, al ver la expresión de cólera que tomaba el rostro de
Wang Lung al oír este lenguaje demasiado claro, añadió apresuradamente:
—Pero es hermosa: nunca he visto una mujer más hermosa que ella, y
será para ti un dulce como el arroz de ocho frutas que sirven en las fiestas,
después de tus años pasados con la huesuda esclava de la Casa de Hwang.
Pero Wang Lung no contestó nada; empezó a moverse de un lado a
otro de la casa, a escuchar y a no encontrar reposo. Al fin se atrevió a
levantar la cortina roja y a entrar en el patio que había construido para Loto
y, de allí, a la habitación en penumbra donde ella estaba; y allí permaneció
con ella todo el día hasta la noche.
Durante todo este tiempo, O-lan no había aparecido por la casa. Al
rayar el alba cogió una azada de la pared y un poco de comida fría envuelta
en una hoja de col y, llamando a los niños, había partido con ellos y aún no
estaba de vuelta. Pero cuando cayó la noche entró en la casa seguida de los
niños, silenciosa, manchada de tierra y ensombrecida de cansancio. Y sin
hablar con nadie fue a la cocina, preparó la cena y la puso sobre la mesa
como siempre hacía; luego llamó al viejo y le colocó los palillos en la
mano, dio de comer a la pobre tonta y comió ella también un poco con los
niños. Entonces, cuando se durmieron y Wang Lung permanecía aun
sentado a la mesa, perdido en sus sueños, ella se lavó para la noche y al fin
entró en su cuarto y durmió sola en su cama.
Entonces Wang Lung comió y bebió de su amor día y noche. Hora tras
hora pasaba en el cuarto donde Loto permanecía echada indolentemente
sobre su cama, y no se cansaba de observarla. La muchacha no salía nunca
temprano durante los calores del otoño, sino que yacía perezosamente
mientras Cuckoo bañaba su frágil cuerpo con agua tibia y le frotaba el
cuerpo y el cabello con aceite, y la perfumaba, pues había sido la voluntad
de Loto, que Cuckoo permaneciese con ella para su servicio, y como le
pagaba pródigamente, la mujer aceptó, contenta de servir a una en vez de a
muchas. Y ella y Loto, su señora, habitaron separadas de los otros en el
departamento que Wang Lung había edificado.
Durante todo el día, la muchacha permanecía en la fresca penumbra de
su cuarto, mordisqueando dulces y frutas, vestida únicamente con ligeras
ropas estivales de seda verde, una chaquetilla ceñida que le llegaba hasta la
cintura y anchos pantalones; así la encontraba Wang Lung cuando venía a
verla y comía y bebía de su amor.
Luego, cuando el sol se ponía, Loto rechazaba su señor con linda
petulancia, y Cuckoo la bañaba de nuevo, la perfumaba y ponía ropa fresca
de la que le había regalado Wang Lung: suavísima seda blanca junto a su
carne y, para el exterior, seda color de melocotón, y para los piececitos,
zapatos bordados que Cuckoo le calzaba. Entonces la muchacha salía al
patio y examinaba el pequeño estanque con sus cinco peces dorados, y
Wang Lung la contemplaba, asombrado de la maravilla que poseía. La
muchacha pasaba, cimbreándose, a pasos menudos, y para Wang Lung no
había en el mundo belleza mayor que sus piececitos puntiagudos y sus
manos finas y frágiles.
Y comió y bebió de su amor y se regaló solo y se sintió saciado.
XXI
No era de suponer que la llegada de Loto y de su servidora Cuckoo a la casa
de Wang Lung pudiera realizarse sin discordia, ya que más de una mujer
bajo el mismo techo implica siempre una amenaza de disturbio. Pero Wang
Lung no lo había previsto, y aunque se percataba, por la expresión sombría
de O-lan y por la acritud de Cuckoo, de que algo sucedía, no hacía caso de
ello ni concedía atención a nadie mientras su deseo le poseía.
Pero cuando el día cedía el paso a la noche y la noche al amanecer y
Wang Lung veía que era verdad que Loto continuaba en su casa; cuando las
lunas se sucedían y ella permanecía allí, al alcance de su mano, su sed de
amor calmóse un tanto y vio cosas que nunca había visto.
Vio, primeramente, que existía enemistad entre O-lan y Cuckoo. Esto
fue una gran sorpresa para él, pues se hallaba preparado a que O-lan odiase
a Loto, habiendo oído decir que estas cosas ocurrían y que incluso algunas
mujeres se ahorcaban de una viga cuando el marido traía una segunda mujer
a la casa, y otras reñían y le hacían al hombre la vida imposible para
vengarse de lo que había hecho, de manera que él se sentía satisfecho de
que O-lan fuese al menos silenciosa y no encontrase palabras de acusación
contra él. Pero lo que no se había figurado era que aunque O-lan pudiera
permanecer callada respecto a Loto, su cólera hallaría una válvula de escape
en Cuckoo.
Ahora bien, Wang Lung había pensado solamente en Loto cuando la
joven le suplicó:
—Déjeme conservar a esta mujer como mi servidora, ya que estoy sola
en el mundo, pues mi padre y mi madre murieron cuando yo no andaba
todavía y mi tío me vendió en cuanto vio que era bonita. No he conocido
más vida que la que tú sabes, y no tengo a nadie.
Dijo esto vertiendo lágrimas, siempre prontas y brillantes en sus bellos
ojos, y Wang Lung no podía negarle nada cuando le miraba así. Además era
cierto que la muchacha no tenía a nadie para servirla y que estaba sola en la
casa, ya que no era de esperar que 0lan se ocupara de ella, puesto que ni le
hablaba ni parecía haberse enterado de su presencia en la casa. No quedaba,
pues, nadie más que el tío de Loto, y le repugnaba a Wang Lung tenerle allí,
entremetiéndose y curioseando por la casa únicamente para que no le faltase
a Loto alguien con quien hablar. Así es que consideró conveniente a
Cuckoo, pues, de todas maneras, no sabía de ninguna otra mujer que
quisiera venir.
Pero parece que cuando O-lan vio a Cuco, encolerizóse en extremo,
con una cólera sombría y profunda que Wang Lung no le conocía. Cuckoo
estaba dispuesta a que fueran amigas, ya que ella recibía su paga de Wang
Lung, pero, no obstante, no olvidaba que en la casa grande ella había
compartido la habitación del señor, mientras O-lan era esclava en la cocina
y una entre muchas. Sin embargo, exclamó con bastante cordialidad cuando
vio a O-lan:
—Bueno, mi vieja amiga, ya estamos juntas otra vez en una misma
casa. Y ahora tú eres ama y primera esposa... ¡Mi madre! ¡Cómo cambian
las cosas!
Pero O-lan se la quedó mirando sin responder, y cuando comprendió
quién era y lo que hacía, dejó el jarro de agua que llevaba en la mano, fue a
la habitación central donde Wang Lung permanecía a veces entre sus horas
de amor, y abordándole francamente le preguntó:
—¿Qué hace esa esclava en nuestra casa?
Wang Lung miró al Este y al Oeste. Le hubiera gustado contestar con
una ruda voz de amo: «¡Bueno, ésta es mi casa y a quien yo deje entrar en
ella, puede entrar en ella! ¿Y quién eres tú para interrogarme?». Pero no
podía hablar así, por cierta vergüenza que sentía cuando O-lan estaba ante
él. Y esta vergüenza le hacía indignarse consigo mismo, pues cuando
analizaba las cosas veía que no tenía por qué sentirla y que él no había
hecho más de lo que hacen otros hombres cuando les sobra plata.
Así y todo, no podía hablar, y sólo miraba al Este y al Oeste, pretendía
haber perdido la pipa entre sus ropas y rebuscaba en el cinturón. Pero O-lan
permanecía allí, esperando una respuesta, y al no recibirla volvió a
preguntar con las mismas palabras:
—¿Qué hace esa esclava en nuestra casa?
Entonces Wang Lung, viendo que O-lan exigía una contestación,
repuso débilmente:
—¿Y qué te importa a ti?
Y O-lan dijo:
—Durante toda mi juventud tuve que sufrir sus orgullosos desplantes
en la casa grande. Entraba en la cocina un sinfín de veces cada día,
gritando: «¡Ahora té para el señor!», y «¡Ahora comida para el señor!». Y
siempre estaba demasiado fría o demasiado caliente y las cosas estaban mal
guisadas y yo era demasiado fea y demasiado lenta y demasiado esto y
demasiado aquello...
Pero todavía Wang Lung no contestaba, porque no sabía qué decir. O-
lan esperó, y al ver que él no hablaba, lágrimas ardientes acudieron a sus
ojos, que guiñó repetidamente para retenerlas, y, no lográndolo, se enjugó
los ojos con la punta de su delantal azul, diciendo al fin:
—Es amargo que me ocurra esto en mi propia casa... ¡Y no tengo
madre a cuyo hogar acogerme, ni a donde poder ir!
Y como Wang Lung permanecía aún silencioso, fumando la pipa que
había encendido, O-lan le miró lastimosamente con sus ojos extraños,
tristes y mudos como los de una bestia que no puede expresarse, y luego se
fue, tendiendo las manos para palpar la puerta porque las lágrimas la
cegaban.
Wang Lung la miró alejarse, contento de que le dejara solo, pero
todavía avergonzado y todavía furioso consigo mismo por su vergüenza. Y
se dijo en voz alta, como si discutiera con otra persona:
—¡Bueno! ¡Al fin y al cabo, no he sido malo con ella, y otros hombres
hay peores!
Y por último se dijo que O-lan tendría que aguantarse.
Pero O-lan, aunque nada decía, no había dado el asunto por terminado.
Por la mañana calentaba agua y se la servía al anciano, y a Wang Lung, si
no se hallaba en las habitaciones de Loto, le servía té, pero cuando Cuckoo
iba a buscar agua caliente para su señora, encontraba el caldero vacío, y
todas sus preguntas y sus exclamaciones no lograban arrancarle a O-lan una
respuesta. Entonces no le quedaba a Cuckoo más remedio que calentar ella
misma el agua para su señora, si es que había que llevársela; pero a todo
esto era ya hora de preparar el almuerzo, no había espacio en el caldero para
más agua, y O-lan se dedicaba impasiblemente a sus guisos sin responder
nada a Cuckoo, que protestaba:
—¿Y tendrá mi delicada señora que yacer muerta de sed en su cama,
esperando el agua caliente?
Pero O-lan no la oía; continuaba echando más hierba y paja en las
entrañas del horno, esparciendo el combustible tan cuidadosa y hábilmente
como en los viejos tiempos, cuando cada hoja era preciosa por el fuego que
significaba. Y Cuckoo tuvo que ir a quejarse a Wang Lung, quien, furioso
de que tales cosas nublaran la paz de su amor, reprendió a O-lan, gritándole:
—¿No puedes añadir al caldero un poco más de agua por las mañanas?
Pero ella contestó, con el rostro más sombrío que nunca:
—Yo no soy esclava de esclavas, en esta casa por lo menos.
Entonces una ira irrefrenable tomó posesión de Wang Lung, y
cogiendo a O-lan por los hombros la sacudió con fuerza y dijo:
—¡No seas estúpida! El agua no es para la sirvienta, sino para su
señora.
O-lan sufrió su violencia mirándole al rostro y dijo simplemente:
—¡Y a esa mujer entregaste mis dos perlas!
Entonces Wang Lung dejó caer las manos, se quedó sin palabras, la
cólera huyó de él como por encanto y se fue, lleno de vergüenza, a decirle a
Cuckoo:
—Construiré otra cocina y otro horno, en el que podrás cocinar lo que
te plazca. La primera esposa no sabe nada de las exquisiteces que la otra
necesita para su cuerpo de flor... exquisiteces de las que también podrás
gozar tú.
De manera que dio orden a los trabajadores de construir un pequeño
cuarto y en él un horno de tierra, y compró un buen caldero. Y Cuckoo se
sintió contenta porque Wang Lung había dicho: «Podrás cocinar lo que te
plazca».
En cuanto a Wang Lung, se dijo que por fin las cosas habían sido
arregladas satisfactoriamente, que sus mujeres tenían paz y él podría gozar
del amor con tranquilidad. De nuevo le parecía que jamás llegaría a
cansarse de Loto, de sus mimos, de la manera en que bajaba los ojos, sobre
los que diríanse los párpados pétalos de lirio, y del modo como la risa
brillaba en sus pupilas cuando las alzaba para fijarlas en él.
Pero ocurrió que, a pesar de todo, el asunto de la nueva cocina se le
convirtió en un aguijón que llevaba clavado en el cuerpo, pues Cuckoo iba a
la ciudad cada día y adquiría manjares caros, de los importados de las
ciudades del Sur. De algunos de estos manjares él ni siquiera había oído
hablar nunca: curiosas nueces, dátiles secos, raros pasteles hechos con
harina de arroz, nueces y azúcar rojo, peces de mar, cornudos y extraños y
muchas cosas más. Todo esto costaba más dinero de lo que a él le era grato
dar, pero así y todo no tanto, tenía el convencimiento, como Cuckoo le
decía. Sin embargo, no se atrevía a decirle: «Me estáis comiendo vivo», por
temor a que se ofendiera y Loto se enojase con él. Así, pues, aunque de
mala gana, no tenía más remedio que llevarse la mano al bolsillo. Y esto
constituía para él una verdadera espina, y porque no tenía a nadie a quien
quejarse de ella, la punzada le dolía más y más y enfriaba un poco el fuego
de su amor hacia Loto.
Pero aún había otro pequeño aguijón, salido del primero, y era que la
mujer de su tío, muy aficionada a los buenos platos, frecuentaba a menudo
las habitaciones de Loto a las horas de comer, haciéndose allí muy familiar;
y le molestaba sumamente a Wang Lung que de entre las personas de su
casa, Loto hubiera escogido como amiga a esta mujer. Las tres comían bien
y hablaban incesantemente, cuchicheando y riendo; había algo en la mujer
de su tío que a Loto le era simpático, y cuando se reunían hallábanse felices
y contentas, lo que a Wang Lung no le hacía gracia alguna.
Pero tampoco en esto podía intervenir, pues cuando le dijo a Loto
dulcemente: «Loto, mi flor divina, no malgastes tu gentileza con esa bruja.
Te necesito yo para solaz de mi corazón, y esa mujer no es más que una
criatura falsa y desleal», al decirle esto, Loto se impacientó y contestó
irritada:
—Yo no tengo a nadie, ni poseo amigos, y estoy acostumbrada a vivir
en una casa alegre, mientras que en la tuya no hay más que la primera
esposa, que me odia, y esos chiquillos tuyos que son una plaga para mí. ¡No
tengo a nadie!
Y usó sus armas contra él y aquella noche no le permitió entrar en su
cuarto, quejándose y diciendo:
—Tú no me amas. Si me amases desearías que fuese dichosa. Entonces
Wang Lung, ansioso, sumiso y arrepentido, exclamó:
—Sea como tú quieras y para siempre.
Con lo cual ella le perdonó magnánimamente y él, temeroso de
contradecirla, se abstuvo ya de oponerse a sus deseos. Desde entonces,
cuando iba a ver a su Loto, si ésta se hallaba charlando, o tomando té, o
comiendo algún dulce en compañía de la mujer de su tío, le mandaba
esperarla y prescindía de él, y él se marchaba, furioso de que a Loto le
molestase su presencia cuando aquella mujer estaba allí, y su amor se enfrió
un tanto, aunque él mismo no lo sabía.
Le indignaba, además, que la mujer de su tío comiese los ricos
manjares que él compraba para Loto, y que se volviese más gorda y más
aceitosa de lo que ya había sido, pero no podía decir nada porque la mujer
de su tío, que era muy lista, mostrábase sumamente cortés con ella,
generosa en palabras de alabanza y pronta a levantarse en cuanto él entraba
en la habitación.
Así, su amor por Loto no era tan absoluto y perfecto como antes había
sido, cuando le absorbía totalmente cuerpo y alma, sino que se hallaba
enturbiado por pequeños rencores, tanto más agudos cuanto que ya no podía
ir ni siquiera a O-lan para desahogar su espíritu, puesto que ahora sus vidas
estaban separadas.
Pero, como un campo de abrojos que desparramase sus espinas aquí y
allí, una nueva calamidad vino a turbar a Wang Lung. Cierto día, su padre,
de quien se hubiera dicho que jamás veía nada, tan aletargado le tenían sus
muchos años, se despertó de pronto de su sopor al sol y se encaminó,
apoyándose con vacilación en el báculo con cabeza de dragón que Wang
Lung le regalara al cumplir los setenta años, hacia la puerta donde una
cortina separaba el cuarto principal del patio donde Loto paseaba. El
anciano no se había fijado nunca en esta puerta, ni cuando se construyó el
patio, y aparentemente tampoco llegó a enterarse de la existencia en la casa
de otra persona; por su parte, Wang Lung no le había dicho nunca: «Tengo
otra mujer», pues el anciano estaba tan sordo que no acertaba a comprender
nada nuevo si antes no había pensado en ello.
Pero aquel día vio, sin razón especial alguna, aquella puerta, y
llegándose a ella descorrió la cortina. Era la hora del atardecer, en que
Wang Lung paseaba por el patio con Loto, y se hallaban los dos junto al
estanque, Loto mirando los peces y Wang Lung mirando a Loto. Cuando el
anciano vio a su hijo al lado de una muchacha frágil y pintada, se puso a
gritar con su voz aguda y cascada:
—¡Hay una ramera en casa!
Y no hubo modo de hacerle callar, a pesar de que Wang Lung,
temeroso de que Loto se encolerizase —pues esta leve criatura podía
chillar, gritar y batir las manos violentamente cuando se enfurecía—, se
adelantó hacia su padre y le condujo al otro patio, apaciguándole y
diciéndole:
—Calmad vuestro corazón, padre mío. No es una ramera, sino una
segunda mujer en la casa.
Pero el anciano no se callaba, y hubiera oído, o no, lo que Wang Lung
le decía, tornaba a repetir una y otra vez:
—¡Aquí hay una ramera!
Y al ver a Wang Lung a su lado exclamó de pronto:
—¡Yo tuve una sola mujer y mi padre tuvo una sola mujer, y labramos
la tierra!
Y pasados unos instantes, gritó de nuevo:
—¡Digo que es una ramera!
Así despertó el anciano del agitado sopor de su vejez: con una especie
de odio astuto hacia Loto. A veces iba a la puerta de su patio y gritaba al
vacío:
—¡Ramera!
O apartaba la cortina y escupía furiosamente sobre las losetas. O
buscaba piedrecillas y las lanzaba con toda la fuerza de sus débiles brazos
dentro del estanque, para asustar a los peces. Expresaba su furor por todos
los medios tortuosos de un chiquillo malo.
Y esto también era un motivo de perturbación en la casa de Wang
Lung, ya que le avergonzaba reprender a su padre y, al mismo tiempo, temía
la cólera de Loto, pues había descubierto que la muchacha era de un genio
vivo que se inflamaba pronto. Y esta ansiedad continua para evitar que el
anciano la enfureciese, acababa por fatigarle y era una cosa más que hacía
de su amor una carga.
Un día oyó un chillido en las habitaciones de la muchacha y acudió
presuroso, habiendo reconocido la voz de Loto. Entró y encontró allí que
los dos pequeños, el niño y la niña nacidos a la vez, habían llevado entre los
dos a las habitaciones de Loto a la hija mayor, a la pobre tonta. Ahora bien,
los cuatro niños sanos sentían una constante curiosidad por aquella dama
que vivía apartada en sus habitaciones, pero los dos mayores mostrábanse
conscientes y tímidos, y sabían perfectamente por qué estaba allí y lo que su
padre tenía que ver con ella, aunque jamás la nombraban, como no fuera
entre ellos y en secreto. Pero los dos pequeños nunca veían saciada su
curiosidad, ni daban por concluidas sus miradas y sus exclamaciones,
olfateando el perfume que llevaba Loto y metiendo los dedos en los platos
que sacaba Cuckoo de su cuarto después que ella había comido.
Loto se había quejado muchas veces a Wang Lung de que sus
chiquillos eran una plaga para ella, manifestando su deseo de que los
encerrase para que no la molestaran, pero Wang Lung no estaba dispuesto a
ello y le había contestado en broma:
—Bueno, les gusta mirar una cara bonita tanto como a su padre.
Y no hizo otra cosa sino prohibirles entrar en las habitaciones de Loto,
y cuando él los veía se abstenían de hacerlo, pero cuando no los veía
entraban y salían de ellas secretamente. Pero la hija mayor no sabía nada de
nada y no hacía sino sentarse al sol, contra la pared del primer patio, y jugar
con su trocito de tela retorcida.
Aquel día, sin embargo, hallándose los dos mayores en el colegio, los
pequeños habían concebido la idea de que la tonta tambien tenía que ver a
la hermosa dama, y cogiéndola por las manos la llevaron a su patio, donde
Loto, que jamás la había visto, se la quedó mirando llena de asombro.
Ahora bien, cuando la tonta vio la brillante seda de la túnica de Loto, y la
vívida luz del jade de sus pendientes, sintióse poseída de una extraña
alegría, tendió la mano para coger aquellos brillantes colores y se rió en voz
alta, con una risa inexpresiva que era sólo sonido. Y Loto, asustada, había
dado un grito que atrajo a Wang Lung; y en pie ante él, temblando de furor,
agitando sus pequeños pies en menudos saltitos y señalando con un dedo
tembloroso a la pobre tonta, que no cesaba de reír, Loto exclamó:
—¡Me niego a permanecer en esta casa si ésa vuelve a acercárseme!
¡No me habían dicho que tendría que soportar a malditos idiotas, y si lo
hubiera sabido no estaría aquí! ¡Asquerosos hijos tuyos!
Y le dio un empujón al muchachito boquiabierto que se hallaba cerca
de ella agarrado de la mano de su hermana gemela.
Entonces despertó en Wang Lung su dignidad herida, pues amaba a sus
hijos, y exclamó ásperamente:
—¡No toleraré que se maldiga a mis hijos, ni siquiera a mi pobre tonta!
No lo toleraré de nadie y menos de ti, que no tienes hijo en el vientre para
ningún hombre!
Y agrupando a los niños, les dijo:
—Ahora salid, hijos míos, y no volváis a las habitaciones de esta
mujer porque no os quiere, y si no os quiere a vosotros tampoco quiere a
vuestro padre.
Y a la hija mayor le dijo con gran dulzura:
—Y tú, mi pobre tonta, vuelve a tu sitio al sol.
La muchacha sonrió y Wang Lung la cogió por la mano y salió con
ella.
Porque lo que más le dolía era que Loto se hubiera atrevido a maldecir
a esa hija suya y a llamarla idiota, y una nueva opresión de pena por la niña
se apoderó de él, tanto que en dos días no pudo acercarse a Loto, y se
dedicó a jugar con los niños y fue a la ciudad y compró un aro de caramelo
para su pobre tonta, sintiéndose algo consolado por el placer que la niña
hallaba en aquel dulce pegajoso.
Y cuando volvió a Loto, ninguno de los dos mencionó los días de
ausencia, y Loto tuvo especial cuidado en ser agradable y gentil con él.
Cuando entró en su habitación estaba tomando té con la mujer de su tío
y se excusó en seguida diciéndole a ésta:
—Aquí está mi señor y he de ser obediente con él porque ése es mi
gusto.
Y permaneció en pie hasta que la mujer se marchó.
Entonces se acercó a Wang Lung y, tomándole una mano, la llevó a su
rostro mimosamente. Pero Wang Lung, aunque la amaba de nuevo, no la
amaba de un modo tan absoluto como antes, ni ya volvió a amarla así.
Llegó un día en que el verano se terminó y el cielo aparecía por la
mañana claro, frío y azul como agua de mar. Un viento de otoño soplaba
sobre la tierra, y Wang Lung despertó de su sueño.
Fue a la puerta de su casa y miró hacia sus campos. Y vio que las
aguas habían retrocedido y que la tierra brillaba bajo el viento seco y frío y
el sol ardiente.
Entonces, una voz gritó en él, una voz más honda que su amor gritó en
él reclamando la tierra. Y él la escuchó por encima de todas las otras voces
de su vida, y despojándose de su larga túnica, quitándose los zapatos de
terciopelo y las medias blancas, se arrolló los pantalones hasta la rodilla y,
adelantándose ansioso y decidido, gritó:
—¿Dónde está la azada y dónde el arado? ¿Y dónde está la simiente
para plantar el trigo? Ven, Ching, amigo mío, ven... Llama a los hombres...
¡Me voy a la tierra!
XXII
Como se había curado de su dolor de espíritu al regresar de la ciudad del
Sur y de las amarguras que allí sufriera, así Wang Lung sentíase ahora
curado de la tortura de su amor por la buena y oscura tierra de sus campos.
Y sintió con delicia el suelo húmedo bajo sus pies y aspiró el olor de la
tierra que subía de los surcos abiertos por él para la siembra. Dio órdenes a
los trabajadores y llevaron a cabo una buena jornada de labor, arando aquí y
allá. Marchaba él el primero tras los bueyes, haciendo restallar el látigo
sobre sus lomos y mirando aparecer el hondo rizo de tierra según el arado
se hundía en el suelo. Luego llamó a Ching y le entregó las cuerdas y él
cogió una azada y comenzó a romper los terrones convirtiéndolos en fina y
arcillosa materia, suave como azúcar moreno y todavía ennegrecida por la
humedad de la tierra. Hacía esto por el puro gozo que le proporcionaba y no
por necesidad alguna, y cuando la fatiga le venció tendióse a dormir en el
suelo y la salud de la tierra se filtró en su carne y se sintió curado de su
angustia.
Cuando llegó la noche y el sol se ocultó entre fulgores, sin una sola
nube que lo velase, Wang Lung entró en su casa con el cuerpo dolorido,
rendido y triunfante, y descorriendo la cortina penetró en el segundo patio,
donde Loto paseaba vestida de seda. Al verle todo manchado de tierra, gritó
escandalizada, estremeciéndose cuando Wang Lung se acercó a ella.
Pero él se echó a reír y, tomando sus delicadas manitas entre las suyas
terrosas, se rió de nuevo y dijo:
—¡Ahora ves que tu señor no es nada más que un labrador, y tú la
esposa de un labrador!
A lo cual ella repuso vivamente:
—¡Sé tú lo que quieras, pero yo no soy la esposa de un labrador!
Wang Lung se rió otra vez y se alejó de ella fácilmente.
A la hora de la cena comió su arroz tal como estaba, sucio todavía de
su labor en la tierra, y aun para acostarse se lavó de mala gana. Pero al lavar
su cuerpo se rió otra vez, porque ahora no se lavaba para mujer alguna y se
sentía libre.
De pronto le pareció a Wang Lung que había estado ausente largo
tiempo y que tenía infinitas cosas por hacer. La tierra reclamaba labranza y
siembra, y día tras día él trabajaba en ella mientras la palidez con que su
verano de pasión le había pintado el rostro se transformaba en un tostado
oscuro bajo los rayos del sol; mientras sus manos, que habían perdido sus
rudas callosidades en la ociosidad del amor, se endurecían de nuevo donde
la azada las rozaba y las marcaba el arado.
Cuando regresaba, atardecido o de noche, comía bien de los alimentos
que O-lan le preparaba: buen arroz, col y judías, y buenos ajos con pan de
trigo. Y si Loto se tapaba su pequeña nariz cuando él llegaba protestando de
su tufo, él se reía, le tenía sin cuidado y expelía su fuerte aliento, que Loto
tenía que soportar como pudiera, pues estaba decidido a comer lo que le
viniese en gana. Y ahora que de nuevo rebosaba salud y estaba libre de la
angustia de su amor, podía ir a ella y saciarse de ella y volverse hacia otras
cosas.
Esas dos mujeres ocuparon, pues, sus respectivos puestos en su casa:
Loto para satisfacer su complacencia en la belleza y la exquisitez, en la
delicia de su puro sexo, y O-lan como su mujer de trabajo, como la madre
de sus hijos, que cuidaba su casa y le daba de comer a él, a su padre y a sus
criaturas. Y era para Wang Lung un orgullo que en el pueblo los hombres
hablasen con envidia de su segunda mujer, como si fuera una joya rara o un
juguete costoso, inútil, pero signo y símbolo de que un hombre había
pasado más allá de las necesidades materiales y podía gastar su dinero en
placeres si éste era su deseo.
Y el primero en loar su prosperidad entre los hombres del pueblo era
su tío, que le halagaba ahora como un perro en busca de favor, y decía:
—Mi sobrino tiene una mujer para su solaz como ninguno de nosotros
hemos ni siquiera visto, y va ataviada con trajes de seda y de satén como
una señora de casa grande. Yo no la he visto, pero mi mujer me lo explica.
Y repetía:
—Mi sobrino, el hijo de mi hermano, está fundando una gran casa, y
sus hijos serán los hijos de un hombre rico y no tendrán que trabajar toda su
vida.
Los hombres del pueblo, pues, miraban a Wang Lung con un respeto
que iba en aumento, y le hablaban no como a uno de ellos, sino como a
persona de posición que habitaba una gran casa, y le pedían dinero
prestado, con intereses, y consejo sobre el matrimonio de sus hijos e hijas, y
si dos entablaban una disputa por los linderos de un campo, se le pedía a
Wang Lung que decidiera y su decisión era aceptada fuese cual fuese.
El amor que había tenido a Wang Lung enteramente absorbido, le tenía
ahora satisfecho y se ocupaba en muchas cosas. Las lluvias regaban en la
época oportuna, el trigo germinaba y crecía, el año avanzaba hacia el
invierno y Wang Lung llevó sus cosechas al mercado, pues siempre retenía
el grano hasta que los precios eran elevados. Y esta vez se llevó con él a su
hijo mayor.
El orgullo que le es dado a un hombre cuando ve a su primogénito leer
en voz alta las letras escritas en un papel, y manipular la tinta y el pincel
escribiendo lo que ha de ser leído por otros, este orgullo Wang Lung lo
conocía ahora. Orgullosamente vio ocurrir esta escena y no se rió cuando
los escribientes que antes se habían burlado de él exclamaban ahora:
—¡Buena letra tiene el muchacho! Es muy inteligente.
No, Wang Lung no demostraría que era nada extraordinario que él
poseyese un hijo así, aunque cuando el muchacho dijo vivamente mientras
leía: «Aquí hay una letra que tiene la radical de la madera en vez de tener la
radical del agua», su corazón casi reventó de orgullo y tuvo que darse
vuelta, toser y escupir en el suelo para disimular. Y cuando un murmullo se
levantó de los escribientes ante la sabiduría de su hijo, él exclamó tan sólo:
—¡Cámbialo, pues! Nuestro nombre no firmara nada mal escrito.
Y contempló lleno de orgullo cómo su hijo tomaba el pincel y
cambiaba el signo equivocado.
Cuando hubo terminado y su hijo escribió el nombre de su padre en el
acta de venta del cereal y en el recibo del dinero, los dos se dirigieron a casa
juntos, padre e hijo, y el padre pensó que ahora su hijo era un hombre y su
primogénito, y que tenía que hacer por él lo que debía y escogerle una
esposa a quien prometerle para que el muchacho no tuviera que ir
mendigando a una gran casa, como él había hecho, y aceptar lo que nadie
quería, pues su hijo era el hijo de un hombre rico que poseía tierras.
Wang Lung se dedicó, pues, a la busca de una doncella que pudiera ser
la esposa de su primogénito, pues no quería para él una mujer común y
vulgar. Le habló a Ching del asunto una noche, cuando los dos se hallaban
solos en el cuarto central haciendo cálculos sobre lo que necesitaban
comprar para la siembra de primavera y sobre lo que tenían de simiente
propia. Le habló de ello sin esperar gran ayuda, pues sabía que Ching era
demasiado simple, pero, así y todo, le conocía bien, sabía que era leal como
un perro con su amo, y era un consuelo poderle descubrir sus pensamientos.
Ching permanecía humildemente en pie mientras Wang Lung se
sentaba a la mesa, pues a pesar de la insistencia de éste no quería, ahora que
Wang Lung era rico, sentarse en su presencia, como si fueran dos iguales, y
le escuchaba atentamente mientras él hablaba de su hijo y de la doncella
que buscaba. Cuando Wang Lung hubo concluido, Ching suspiró y dijo con
su voz vacilante que era como un murmullo:
—Si mi pobre hija estuviera aquí, y sana, podrías tomarla por nada y
con mi gratitud encima, pero no sé dónde está y puede que esté muerta y yo
no lo sepa.
Entonces Wang Lung le dio las gracias, pero calló lo que pensaba: que
para su hijo era preciso una mujer mucho más elevada que la hija de Ching,
quien, aunque buen hombre, era tan sólo un común labrador de tierra ajena.
Wang Lung, pues, guardó su propio consejo y sólo escuchaba aquí y
allá, en la casa de té, las conversaciones en que se hacía referencia a
doncellas o a hombres prósperos de la ciudad que tenían hijas casaderas.
Pero a la mujer de su tío no le dijo nada, ocultándole sus propósitos, pues si
bien sus servicios le fueron útiles cuando él quiso para sí una mujer de la
casa de té, siendo persona indicada para una cosa de esta índole, en el
asunto de su hijo no quería la intervención de la mujer de su tío, que no
podía conocer a nadie digno de su primogénito.
El año se vistió de nieve y de invernal crudeza, llegaron las fiestas de
Año Nuevo y en la casa de Wang Lung se comió y se bebió, y llegaron
hombres, no solamente del campo, sino también de la ciudad, para felicitar
a Wang Lung, hombres que le decían:
—Bueno, no podemos desearos fortuna mayor que la que tenéis: hijos
en la casa, mujeres, dinero y tierras.
Y Wang Lung, vestido con su túnica de seda, con sus hijos bien
ataviados a cada lado de él, y ante ellos la mesa llena de ricos pasteles, de
simientes de sandía y de nueces; con las puertas de su casa adornadas con
insignias de papel rojo, símbolo del nuevo año y de la futura prosperidad,
consideró que realmente su fortuna era buena.
Pero el año avanzó hacia la primavera, los sauces verdearon
ligeramente, los melocotoneros se llenaron de flores rosadas y Wang Lung
no había encontrado todavía la prometida para su hijo.
La primavera se presentó con sus días largos y templados, llenos del
perfume de los cerezos y los ciruelos en flor; los sauces abrieron
plenamente sus hojas, los árboles se cubrieron de verde follaje, la tierra
apareció húmeda y vaporosa, grávida de fruto, y el primogénito de Wang
Lung cambió de pronto y cesó de ser un niño. Tornóse caprichoso y
petulante, se negaba a comer esto y comer lo otro, se cansó de sus libros y
Wang Lung se alarmó, no sabiendo cómo explicarse este cambio, y habló de
llamar a un médico.
No había modo de corregir al muchacho, pues si su padre le decía con
mimo: «Come de esta carne y de este buen arroz», negábase con terquedad
y melancolía, y si Wang Lung se enojaba, echábase a llorar y salía
corriendo de la habitación.
Wang Lung estaba atónito y no sabía cómo explicarse todo esto, así es
que siguió al muchacho y le dijo con tanta dulzura como le fue posible:
—Yo soy tu padre y puedes decirme lo que te pasa.
Pero el muchacho no hizo sino llorar y mover la cabeza violentamente.
Además, le cobró antipatía a su viejo maestro; por las mañanas se
negaba a levantarse del lecho para ir a la escuela y Wang Lung tenía que
gritarle e incluso pegarle a veces, y entonces partía, hosco y mohíno, y
pasaba el día entero vagando por las calles de la ciudad sin que Wang Lung
se enterase hasta la noche, cuando el hijo segundo decía rencorosamente:
—El hermano mayor no vino hoy a la escuela.
Wang Lung se enfurecía con su primogénito y gritaba:
—¿Es que tengo que gastar la buena plata en balde?
Y, en su cólera, lanzábase sobre el muchacho con una caña de bambú y
le pegaba hasta que O-lan, la madre del muchacho, le oía y salía corriendo
de la cocina para interponerse entre padre e hijo, de manera que los golpes
llovían sobre ella a pesar de los esfuerzos de Wang Lung por alcanzar a su
hijo. Y lo curioso era que si bien se echaba a llorar por la menor represión,
el muchacho aguantaba estas palizas con el bambú sin chistar, pálido y
demudado como una imagen. Y Wang Lung no sabía cómo explicárselo por
más que pensaba en ello día y noche.
Meditando estaba sobre ello cierta noche después de cenar, pues
durante el día le había pegado a su hijo por no ir a la escuela, cuando O-lan
entró en el cuarto. Entró silenciosamente y se detuvo delante de Wang
Lung, quien vio que tenía algo que decirle, por lo que exclamó:
—Dime, pues. ¿De qué se trata, madre de mi hijo?
Y ella respondió:
—Es inútil que le pegues al muchacho como lo haces. Yo he visto
sucederles esto a los jóvenes señores de la casa grande: se ponían tristes y
melancólicos, y entonces al Anciano Señor les buscaba esclavas, si es que
ellos no las habían buscado por su cuenta, y todo pasaba fácilmente.
Pero no es necesario que esto ocurra —contestó Wang Lung rebatiendo
su argumento—. Cuando yo era muchacho no tenía esas melancolías, y esos
llantos, y esas rabietas, y tampoco tenía esclavas.
O-lan esperó y luego repuso lentamente:
Yo tampoco lo he visto ocurrir así, excepto con los jóvenes señores. Tú
trabajabas la tierra, pero él es como un señor y no hace nada en la casa.
Wang Lung quedó sorprendido, pues veía que no dejaba de existir
verdad en todo esto. Era cierto que cuando él era muchacho no tenía tiempo
para dejarse arrastrar por melancolías, pues tenía que levantarse al
amanecer para echar la comida al buey y luego salir con azada y arado a
trabajar hasta quebrarse el espinazo. Y si lloraba podía llorar, pues nadie le
oía, y si sentía deseos de escapar, como su hijo se escapaba de la escuela, no
podía realizarlo porque a su regreso no hubiera hallado nada que comer, de
manera que se veía forzado a trabajar. Recordó todo esto y se dijo para sus
adentros:
«Pero mi hijo no es así. El es más delicado de lo que yo era, y su padre
es rico y el mío era pobre. Su trabajo no es necesario porque ya tengo quien
trabaje en mis campos, y además no es posible coger a un estudiante como
mi hijo y ponerlo tras el arado».
Y sintiéndose íntimamente orgulloso de tener un hijo así, le dijo a O-
lan:
—Bueno, pues si es como un joven señor, es otra cosa. Pero no le
puedo comprar una esclava. Le prometeré y le casaremos pronto; eso es lo
que hay que hacer.
Y se levantó, dirigiéndose a las habitaciones de Loto.
XXIII
Ahora bien, Loto, viendo a Wang Lung distraído en su presencia y
pensando en otras cosas, se enojó y dijo:
—Si yo hubiera sabido que en un breve año podrías llegar a mirarme y
no verme, me habría quedado en la casa de té.
Loto volvió la cabeza, mirando a Wang Lung con el rabillo del ojo, y
Wang Lung se echó a reír. Cogiéndole una mano la apoyó contra su mejilla,
aspirando su fragancia, y dijo:
—Bueno, el caso es que un hombre no puede pasarse la vida pensando
en la joya que ha cosido a su túnica, pero si la perdiera no podría sufrirlo.
Estos días estoy pensando en mi hijo mayor, y en como la sangre arde de
deseo en sus venas, y en que no encuentro a nadie a propósito con quien
casarle. No quiero darle por esposa a una hija de alguno de los labradores
del pueblo, ni estaría eso bien, considerando que llevamos el nombre común
de Wang. Y, sin embargo, no conozco lo suficiente a ningún hombre de la
ciudad para decirle: «Aquí está mi hijo y ahí está tu hija», y me repugna
acudir a un casamentero profesional, no vaya a estar de acuerdo con alguien
que tenga una hija deforme o idiota.
Loto, desde que el primogénito de Wang Lung se había convertido en
un adolescente alto y gallardo, miraba al muchacho con simpatía, y,
divertida por lo que Wang Lung le contaba, replico meditativa:
—Cuando yo estaba en la casa de té iba a verme un hombre que me
hablaba a menudo de su hija porque decía que era como yo, pequeña y fina,
aunque una niña todavía. Y me repetía: «Te quiero con una extraña
inquietud, como si fueras mi hija; te pareces demasiado a ella, y eso me
turba y no está bien». Y por esta razón, aunque me prefería a mí, se fue con
una muchacha alta y roja llamada Flor de Granado.
—¿Qué clase de hombre era ése? —preguntó Wang Lung.
—Un buen hombre, generoso con el dinero e incapaz de prometer y no
dar. Todas le queríamos bien porque no era refunfuñón, y si una se sentía
cansada no gritaba, como hacían otros, que se le había estafado, sino que
decía tan cortésmente como pudiera hacerlo un príncipe o un gran señor de
alguna noble casa: «Bueno, aquí está la plata, y descansa, hija mía, hasta
que el amor florezca de nuevo». Siempre nos hablaba con mucha gentileza.
Y Loto se quedó meditando hasta que Wang Lung dijo vivamente, para
sacarla de sus reflexiones, pues no le gustaba que pensase en su antigua
vida:
—¿Qué negocio tenía, pues, con toda esa plata?
Y ella contestó:
—Eso no lo sé, pero creo que era propietario de un mercado de granos.
Se lo preguntaré a Cuckoo, que sabe todo lo que se refiere a los hombres y
su dinero.
Le llamó tocando las palmas, y Cuckoo acudió de la cocina. Loto le
preguntó:
—¿Quién era aquel hombre alto, grueso y bondadoso que venía a
verme a mí y luego a Flor de Granado porque yo le recordaba a su hijita y
eso le turbaba, aunque siempre me quiso más a mi que a las otras?
Y Cuckoo contestó en seguida:
—Ah, ése era Liu, el negociante en granos. ¡Ah, era un buen hombre!
Siempre que me veía me dejaba plata en la mano.
—¿Dónde está su mercado? —inquirió Wang Lung con negligencia,
porque no confiaba que de esta charla de mujeres resultase gran cosa.
—En la calle del Puente de Piedra —dijo Cuckoo.
Entonces, y antes de que Cuckoo hubiese terminado de hablar, Wang
Lung frotó sus manos con satisfacción y dijo:
—¡Ése es el mercado donde yo vendo mi grano! Esto es una cosa
propicia y seguro que podrá realizarse.
Y por vez primera se despertó su interés, pues le parecía muy
afortunado casar a su hijo con la hija del hombre que compraba sus
cereales.
Cuando había algún asunto que llevar a cabo, Cuckoo olía el dinero
que hubiese en él como una rata huele el sebo, y limpiándose las manos en
el delantal dijo rápidamente:
—Estoy pronta a servir al señor.
Wang Lung dudaba, y dudando fijó la mirada en el rostro astuto de la
mujer, pero Loto exclamó alegremente:
—¡Es verdad! Cuckoo irá a ver al comerciante Liu, que la conoce bien,
y la cosa se hará porque Cuckoo es muy lista, y, si se hace, los honorarios
del casamiento serán para ella.
—¡Pues eso haré! —exclamó con vehemencia.
Rióse pensando en la buena plata que iba a ganar, se quitó el delantal
apresuradamente y añadió con solicitud:
—Voy a ir ahora mismo, pues la carne está preparada y a punto de
guisar, y los vegetales, lavados.
Pero Wang Lung no había meditado suficientemente sobre el asunto ni
quería decidirlo con tanta rapidez.
—No —exclamó— todavía no he decidido nada. Tengo que
reflexionar durante unos días y ya os diré lo que determine.
Las mujeres estaban impacientes, Cuckoo por la plata y Loto porque
esto era algo nuevo, que la divertía; pero Wang Lung se fue diciendo:
—No; se trata de mi hijo y quiero esperar.
Y hubiera podido esperar durante muchos días, pensando en unas
cosas y en otras, si el muchacho, su primogénito, no hubiera un día llegado
a casa al amanecer, con la cara ardiente y roja de beber vino, el aliento
fétido y los pies vacilantes. Wang Lung le oyó tropezar en el patio, salió
corriendo para ver quién era y el muchacho se puso malo y vomitó ante él,
pues no tenía costumbre de beber otra cosa que el flojo vino de arroz
fermentado que hacían de su propia cosecha. Luego se desplomó al suelo y
allí quedó, yaciendo sobre lo vomitado, como un perro.
Wang Lung, asustado, llamó a O-lan, y entre los dos levantaron al
muchacho y O-lan le lavó y le tendió en la cama de su propio cuarto, y al
cabo de un rato el mozo se durmió como un muerto y no pudo contestar
nada a las preguntas de su padre. Entonces Wang Lung fue a la habitación
donde dormían los dos muchachos y encontró allí al segundo bostezando,
desperezándose y envolviendo sus libros en un paño cuadrado, para
llevárselos a la escuela, y le preguntó:
—¿Se acostó tu hermano mayor contigo anoche?
Y el muchacho contestó de mala gana:
—No.
Había en su rostro una expresión de miedo, y, viéndola, Wang Lung le
gritó ásperamente:
—¿Adónde fue?
Y como él no quisiera contestar, su padre le cogió por el cuello y le
sacudió con fuerza, gritándole:
—¡Ahora dímelo todo, perro!
Esto asustó al chico, que empezó a llorar y a sollozar, y entre sollozos
confesó:
—¡Mi hermano mayor dijo que no tenía que contároslo y que si os lo
contaba me pincharía y me quemaría con una aguja ardiente, y que si no os
lo contaba me daría peniques!
Y Wang Lung, fuera de sí al oír esto, rugió:
—¿Contarme qué, tú que debías morir?
El muchacho miró en torno a sí y dijo desesperadamente, viendo que
su padre le ahogaría si no contestaba:
—Ha pasado fuera tres noches, pero adónde va no lo sé, excepto que
va con el hijo de vuestro tío, nuestro primo.
Wang Lung soltó la mano del cuello de su hijo, le apartó de un
empujón y entró en las habitaciones de su tío. Allí encontró al hijo de éste
rojo y ardiente por el vino, como su propio hijo, pero con los pies firmes
porque era mayor y estaba habituado a las costumbres de los hombres.
—¿Adónde has llevado a mi hijo? —le gritó Wang Lung.
Más el joven le miró con mofa y repuso:
—¡Ah, el hijo de mi primo no necesita que le lleven! Sabe ir solo.
Pero Wang Lung repitió su pregunta, y esta vez pensó para sus
adentros que ahora iba a matar a este hijo de su tío, a deshacer esta cara
dura y desvergonzada, y gritó con voz terrible:
—¿Dónde ha estado mi hijo esta noche?
Al oír esta voz, el joven se asustó y repuso bruscamente y de mala
gana:
—Estuvo en casa de la ramera que vive en un cuarto de los que
pertenecieron a la casa grande.
Wang Lung, entonces, dejó escapar un gemido, porque esta ramera era
bien conocida de muchos hombres y sólo los más pobres y vulgares iban a
ella, pues ya no era joven y estaba dispuesta a dar mucho por poco.
Sin detenerse a tomar alimento, Wang Lung salió de su casa y atravesó
sus campos. Por primera vez no se fijó en nada de lo que crecía de su tierra,
ni notó lo que la cosecha prometía, debido a esta perturbación que su hijo le
había traído. Marchaba con los ojos fijos, atravesó la puerta de la muralla
que rodeaba la ciudad y fue a la casa que había sido grande.
Las pesadas puertas estaban ahora abiertas de par en par, pues nadie se
tomaba la molestia de hacerlas girar sobre sus gruesos goznes de hierro.
Wang Lung entró y halló las habitaciones y los patios llenos de gente baja
que alquilaba los cuartos, uno por familia, y vivía hacinada en ellos. La
suciedad reinaba en aquel lugar; los viejos pinos habían sido abatidos, los
que quedaban en pie estaban muriéndose y los estanques se hallaban
cegados con basura.
Pero Wang Lung no vio nada de esto. Entró en el patio del primer
edificio y preguntó:
¿Dónde está la mujer llamada Yang, que es una ramera?
Sentada en un taburete de tres patas, remendando una suela de zapato,
se hallaba una mujer que levantó la cabeza, señaló una puerta que se abría
al patio y continuó con su costura, como si hubiera contestado muchas
veces a esta pregunta hecha por hombres.
Wang Lung fue hasta esa puerta y llamó a ella. Una voz irritada
contestó:
—¡Marchaos! He terminado mi trabajo por esta noche y ahora tengo
que dormir.
Pero él volvió a llamar y la voz preguntó:
—¿Quién es?
Wang Lung no contestó, pero repitió la llamada porque estaba decidido
a entrar.
Al fin oyó ruido y una mujer abrió la puerta, una mujer que ya no era
joven, que tenía un rostro cansado, labios gruesos y caídos, y que llevaba
una espesa capa de pintura blanca en la frente y otra de pintura roja en los
labios y en la cara, que aun no se había lavado. La mujer le miró y dijo
vivamente:
—No, no puedo antes de esta noche, por la noche puedes venir tan
pronto como quieras, pero ahora es preciso que duerma.
Pero Wang Lung la interrumpió bruscamente, porque la vista de esta
mujer le daba náuseas y la idea de su hijo en este lugar se le hacía
insoportable, y le dijo:
—No vengo por mí... Yo no necesito una como tú. Es por mi hijo.
Y sintió de pronto que la garganta se le hinchaba de sollozos por su
hijo.
La mujer preguntó:
—Bueno, ¿y qué pasa con tu hijo?
Y Wang Lung contestó con voz temblorosa:
—Anoche estuvo aquí.
—Anoche estuvieron aquí los hijos de muchos hombres —replicó la
mujer— y no sé cuál era el tuyo.
Entonces Wang Lung dijo suplicante:
—¿No recuerdas a un muchacho muy joven, alto para sus años, pero
no un hombre todavía?
Y ella, recordando, exclamó:
—¿Eran dos, y uno de ellos un mozo con la nariz respingada y una
expresión en los ojos de saberlo todo, y con el sombrero ladeado sobre una
oreja? ¿Y el otro, como tú dices, un muchacho espigado, ansioso de ser
hombre?
Wang Lung dijo:
—Sí, sí, ése... ¡Ése es mi hijo!
—¿Y qué pasa con tu hijo? —inquirió la mujer.
—Esto: si alguna vez vuelve por aquí, recházalo..., dile que sólo
quieres hombres..., dile lo que quieras, pero cada vez que lo rechaces te
daré el doble de tu paga en buena plata.
La mujer se rió entonces y dijo con súbito buen humor:
—¿Y quién no diría que sí a esto, a ser pagada sin trabajar? Yo
también digo que sí. Además es cierto que prefiero hombres; estos
muchachitos proporcionan escaso placer.
Asintió con la cabeza y miró de soslayo a Wang Lung, que sintió otra
vez náuseas al mirar su rostro y dijo rápidamente:
—Que así sea entonces.
Se dio vuelta apresuradamente y se encaminó a su casa, y mientras
andaba iba escupiendo para librarse de las náuseas que le producía el
recuerdo de esa mujer.
Aquel mismo día, pues, le dijo a Cuckoo:
—Que se haga lo que dijiste. Ve al negociante en granos y arregla el
asunto. Y que la dote sea buena, pero no demasiado importante si la
muchacha conviene y las cosas pueden arreglarse.
Cuando le hubo dicho esto a Cuckoo regresó a la habitación donde
estaba su hijo dormido y se sentó a su lado, atormentándose al ver lo joven
que era y su rostro puro y suave en el sueño. Entonces pensó en aquella
mujer cansada y pintarrajeada, y en sus gruesos labios; su corazón se llenó
de asco y de cólera, y permaneció allí sentado, murmurando en voz baja.
Mientras estaba allí entró O-lan y contempló al muchacho, y al ver el
sudor que le empañaba la piel trajo agua caliente con vinagre y lo lavó
suavemente, como solían lavar a los jóvenes señores en la casa grande
cuando habían bebido demasiado. Y entonces, mirando aquel rostro
delicado e infantil, sumido en el sueño de la borrachera del que ni siquiera
el lavaje podía hacerle despertar, Wang Lung se levantó y, llevado por su
cólera, fue al cuarto de su tío, olvidó que era el hermano de su padre y sólo
recordó que este hombre era el padre del holgazán y desvergonzado mozo
que había echado a perder a su hijo, y fue a él y gritó:
—¡He dado protección a un nido de sierpes desagradecidas y ahora me
han picado!
Su tío, que estaba inclinado sobre la mesa, tomando el desayuno, pues
nunca se levantaba antes del mediodía, ya que no tenía trabajo alguno que
hacer, alzó los ojos al oír estas palabras y dijo indolentemente:
—¿Cómo es eso?
Entonces Wang Lung le contó, medio ahogándose, lo que había
pasado, y su tío se rió y dijo:
—Bueno, ¿y es que se puede impedir que un chico se convierta en
hombre? ¿Y es que se puede evitar que un perro joven se acerque a una
perra perdida?
Al oír su risa, Wang Lung recordó, acumulado en un breve instante,
todo lo que había tenido que sufrir por causa de su tío: cómo, tiempo atrás,
su tío había intentado obligarle a que vendiera su tierra; cómo se habían
instalado aquí los tres, bebiendo, comiendo y holgazaneando; cómo su
mujer se atracaba de los platos caros que Cuckoo compraba para Loto, y
cómo ahora el hijo de su tío había estropeado a su propio hijo, que era sano
y decente, y se apretó la lengua entre los dientes al decir:
—¡Fuera de mi casa con los vuestros! ¡Ya no hay más arroz para
ninguno de vosotros desde este momento, y antes prenderé fuego a la casa
que dar cobijo en ella a vosotros, que no sabéis tener gratitud ni en la
ociosidad!
Pero su tío permaneció sentado donde estaba y continuó comiendo, y
Wang Lung, con la sangre hirviéndole en las venas, al ver que su tío no le
hacía caso se adelantó a él con el brazo en alto.
Entonces su tío volvióse y dijo:
—Échame si te atreves.
Y cuando Wang Lung, sin comprender, tartamudeó enfurecido:
«Bueno, y qué...; bueno, y qué...», su tío se abrió la túnica y le mostró lo
que llevaba en el forro.
Wang Lung se quedó helado y rígido al instante, pues había visto una
barba postiza de pelo rojo y una franja de tela roja también, y la cólera huyó
de él como por ensalmo y se puso a temblar, porque se había quedado sin
fuerzas.
Ahora bien, estas cosas, la barba y la tela roja, eran signo y símbolo de
una banda de ladrones que vivían y merodeaban hacia el Noroeste, los
cuales quemaron muchas casas, raptaron a muchas mujeres e incluso
dejaron atados a muchos labradores con sogas a la puerta de sus casas, y los
hombres los habían encontrado al día siguiente, locos furiosos si vivían y
tostados como carne asada si habían muerto. Y Wang Lung abrió los ojos
hasta salírsele de las cuencas, se volvió y se fue sin decir palabra. Y, según
se iba, oyó la risa susurrante de su tío, que se inclinaba nuevamente sobre
su plato de arroz.
Wang Lung se encontró ahora en un remolino como jamás había
soñado. Su tío entraba y salía como antes, sonriendo un poco bajo los ralos
y escasos cabellos de su barba gris, con la ropa ceñida al cuerpo tan
negligentemente como siempre, y Wang Lung sudaba hielo cuando le veía,
pero no se atrevía a hablarle como no fuera con palabras corteses, por
miedo a lo que su tío pudiera hacerle.
Era cierto que durante todos aquellos años de prosperidad, y
especialmente en los años en que no había cosechas, o sólo muy mezquinas,
y otros hombres se morían de hambre con sus hijos, jamás los bandidos
habían asaltado su casa ni sus tierras, aunque lo llegó a temer muchas veces
y cada noche se aseguraba de que las puertas se hallasen bien cerradas.
Hasta que llegó el verano de su pasión habíase vestido siempre
simplemente, evitando toda apariencia de riqueza, y cuando entre la gente
del pueblo oía contar historias de saqueos, volvía a su casa y dormía con un
sueño inquieto, alerta a todos los ruidos de la noche.
Pero los ladrones nunca vinieron a su casa, y él tornóse descuidado y
valiente, creyendo que estaba protegido por el cielo y que era un hombre
afortunado por designio de su destino. Olvidóse, pues, de todo, incluso del
incienso de los dioses, ya que se portaban bien con él sin necesidad de
ofrendas, y no pensó ya más que en sus propios asuntos y en su tierra.
Y ahora, de pronto, veía por qué había estado a salvo y por qué lo
estaría mientras alimentase a aquellos tres de la casa de su tío. Al pensar en
esto sudaba un sudor frío, y no se atrevía a decir a nadie lo que su tío
ocultaba en el seno.
Pero a su tío ya no le habló más de abandonar la casa, y a la mujer de
su tío le dijo con tanta insistencia como le fue posible:
—Comed lo que queráis en las habitaciones de la segunda esposa, y
aquí tenéis un poco de plata para gastar.
Y al hijo de su tío le dijo, aunque las palabras se le ahogaban en la
garganta:
—Aquí tienes un poco de plata, pues a los jóvenes les gusta divertirse.
Pero vigiló a su propio hijo y no le permitió salir de la casa después de
la puesta del sol, a pesar de que el muchacho se encolerizaba e iba de un
lado a otro, rabioso, y les pegaba a sus hermanos pequeños sin otro motivo
que su mal humor. Y así vióse Wang Lung cercado de disgustos.
Al principio no podía trabajar pensando en las cosas que le ocurrían, y
pensó en este disgusto y en el otro, y se dijo: «Podría echar a mi tío de casa
y trasladarme a la ciudad, que está cercada de murallas y cuyas grandes
puertas se cierran cada noche para protegerse de los bandidos». Pero
entonces se acordó de que cada día tendría que venir a trabajar en los
campos, y ¿quién podía saber lo que podría sucederle mientras trabajaba
indefenso, aunque se hallase en su propia tierra? Además, ¿cómo era
posible vivir encerrado en una ciudad, y en una casa de ciudad? El se
moriría si lo arrancaban de su tierra. Sin contar con que seguramente
vendría un mal año y entonces ni la ciudad podría librarse de los ladrones,
como había ocurrido cuando cayó la casa grande. También podría ir a la
ciudad, entrar en la casa donde vivía el magistrado y decirle:
—Mi tío es uno de los Barbas Rojas.
Pero si hiciera esto, ¿quién le creería, quién creería al hombre capaz de
decir una cosa así del hermano de su propio padre? Lo más probable es que
le dieran de palos por su conducta poco filial antes de que su tío sufriera
daño alguno por su acusación, y al final tendría que temer por su vida, pues
si los ladrones se enteraban de lo que había hecho le matarían en venganza.
Entonces, y como si no tuviera bastantes inquietudes, Cuckoo regresó de
parlamentar con el negociante en granos y trajo la noticia de que, aunque el
asunto de la boda había ido bien, el comerciante Liu no quería que ahora se
verificase otra cosa que el intercambio de los documentos notariales, ya que
la doncella era demasiado joven para casarse, pues no tenía más que catorce
años y había de esperar tres años más. Wang Lung quedóse consternado al
pensar en tres años más de sufrir las murrias de su hijo, sus miradas
lánguidas y su ociosidad, pues ahora de cada diez días faltaba dos a la
escuela. Y aquella noche, mientras comía, Wang Lung le gritó a O-lan:
—¡Bueno, vamos a prometer a los otros niños tan pronto como
podamos, porque yo no quiero pasar por esto tres veces más!
A la mañana siguiente, después de una noche de escaso sueño,
despojóse de su larga túnica y de sus zapatos, y como solía hacer cuando los
asuntos de su casa se complicaban demasiado para él, cogió una azada y se
fue a los campos. Al salir, pasó por el patio exterior, donde estaba sentada la
mayor de sus hijas sonriendo y pasando entre sus dedos el trocito de tela
retorcida y volviéndola a alisar, y Wang Lung se dijo:
—A pesar de todo, esta pobre tonta mía me trae más consuelo que
todos los otros juntos.
Y estuvo yendo a la tierra día tras día durante un largo espacio de
tiempo.
Entonces la buena tierra fue de nuevo su bálsamo mágico; el sol brilló
sobre él y le curó, y los aires cálidos del verano le envolvieron en un manto
de paz. Y como para curarle totalmente de su incesante pensar sobre las
calamidades de su casa, cierto día vino del Sur una nubecilla ligera. Al
principio flotó en el horizonte como una niebla tenue que no vagaba de un
punto a otro como las nubes movidas por el viento, sino que permaneció
inmóvil hasta que se abrió en el aire como un abanico. Los hombres del
pueblo la observaron atentamente y hablaron de ella con temor, pues
sospechaban que lo que ocurría era esto: que había llegado del Sur una
plaga de langosta a devorar sus campos. Wang Lung estaba también entre
los hombres, observando, y, mientras observaban, el aire arrastró algo que
cayó a sus pies; uno de los hombres se inclinó rápidamente a cogerlo y
vieron que era una langosta muerta, más ligera que las huestes vivas que la
seguían.
Entonces Wang Lung olvidó todas sus preocupaciones, se olvidó de
sus mujeres, hijos y tíos y, corriendo entre los asustados lugareños, les gritó:
—¡Por nuestra buena tierra, vamos a luchar contra estos enemigos!
Pero algunos hombres movían la cabeza, desesperanzados desde el
principio, y decían:
—No, no; es inútil. El cielo ha ordenado que este año muramos de
hambre, y ¿por qué hemos de agotamos en una tarea inútil, ya que al final
hemos de morir de hambre?
Y las mujeres iban llorando a la ciudad a comprar incienso para
ofrecer a los dioses de arcilla del pequeño templo y algunas iban al templo
de la ciudad donde estaban los dioses del cielo, y así cielo y tierra eran a la
vez adorados. Pero la langosta seguía esparciéndose en el aire y sobre los
campos.
Entonces Wang Lung llamó a sus trabajadores, con Ching a su lado,
dispuesto y silencioso, y otros de los hombres jóvenes, y prendieron fuego a
ciertos campos y quemaron el buen trigo, que estaba ya casi maduro para la
siega, y abrieron anchos fosos que llenaron de agua de los pozos, y
trabajaron día y noche. O-lan les traía comida y las mujeres de los otros
hombres les traían comida y se alimentaban de pie en el campo, engullendo
la comida como hacen las bestias y trabajando sin descanso.
Entonces el cielo se ennegreció y el aire se llenó del zumbido profundo
de muchas alas y la langosta abalanzóse hacia la tierra, volando sobre este
campo sin tocarlo, cayendo sobre este otro y dejándolo tan desnudo como
en invierno. Y los hombres suspiraban y decían: «El cielo lo quiere», pero
Wang Lung estaba furioso y atacaba a las langostas y las pisoteaba,
mientras sus hombres las perseguían con mayales. Los bichos caían en los
fuegos que habían encendido y en los fosos abiertos, y muchos millones
murieron, pero comparado con los que quedaban no era nada.
Sin embargo, Wang Lung halló una recompensa a sus esfuerzos: sus
mejores campos no fueron invadidos, y cuando la nube pasó y pudieron
descansar, todavía le quedaba trigo que poder cosechar y sus plantaciones
de arroz no habían sufrido daño alguno y estaba satisfecho. Entonces mucha
gente empezó a comer las langostas asadas, pero Wang Lung se negó a
tocarlas porque para él estos animales eran asquerosos por lo que le habían
hecho a la tierra. Pero no dijo nada cuando O-lan las frió en aceite y cuando
los trabajadores las comían y los niños las desgarraban delicadamente y las
probaban, asustados de sus grandes ojos. Pero él no las comió.
Así y todo, algo bueno hizo la langosta por Wang Lung. Durante siete
días no pensó nada más que en su tierra y se sintió curado de sus
preocupaciones y angustias, por lo que se dijo:
«Bueno, todo hombre tiene sus inquietudes y yo tengo que soportar las
mías como mejor pueda; mi tío es más viejo que yo y morirá; tres años han
de pasar para mi hijo como sea, y, a pesar de todo, no me suicidaré». Y
cosechó su trigo, cayeron las lluvias, el arroz tierno verdeó en los campos
inundados, y otra vez fue verano.
XXIV
Cierto día, cuando Wang Lung se había dicho que por fin tenía paz en la
casa, su primogénito se le acercó al atardecer, cuando él regresaba de la
tierra, y le dijo:
—Padre, si he de ser un estudiante, ya no hay nada más que ese viejo
cabezota de la ciudad pueda enseñarme.
Wang Lung había sacado del caldero de la cocina una palangana llena
de agua caliente, mojó en ella una toalla, la exprimió y se la aplicó
humeante al rostro, diciendo:
—Bueno, ¿y ahora qué?
El muchacho dudó y luego dijo:
—Bueno; pues que si he de ser un estudiante me gustaría ir a una
ciudad del Sur, entrar en un gran colegio y aprender lo que haya que
aprender.
Wang Lung se frotó los ojos y las orejas con la toalla, y con la cara
saturada de vapor le contestó a su hijo ásperamente, pues el cuerpo le dolía
de trabajar la tierra:
—Bueno, ¿qué tontería es ésta? Yo digo que no irás y es inútil que
insistas, porque no irás. Ya sabes suficiente para estos lugares.
Y hundió nuevamente la toalla en el agua caliente y la exprimió.
Pero el joven permaneció allí, mirando a su padre con odio, y
murmuró algo que encolerizó a Wang Lung porque no pudo oír lo que era,
así es que le gritó a su hijo:
—¡Dí claro lo que tengas que decir!
Entonces el joven se encendió al oír la voz de su padre y dijo:
—¡Muy bien, pues lo diré! ¡Estoy decidido a marcharme al Sur, no
quiero quedarme en esta estúpida casa donde se me vigila como a un niño,
ni en esta mezquina ciudad que no es mayor que un pueblo! ¡Me marcharé
y aprenderé algo y veré otros lugares!
Wang Lung miró a su hijo y se miró a sí mismo. Su hijo llevaba una
larga túnica de hilo color gris plata, una túnica fina y fresca a propósito para
el verano. En los labios de su hijo aparecían los primeros pelos negros de la
edad viril, y su piel era suave y dorada y las manos que asomaban de las
largas mangas eran tersas y finas como las de una mujer. Entonces Wang
Lung se vio a sí mismo como estaba, manchado de tierra, vestido
únicamente con unos pantalones de algodón azul y desnudo el torso. Más
que el padre parecía el criado de su hijo. Este pensamiento le hizo desdeñar
la esbeltez y el refinamiento de su hijo, y exclamó con una vehemencia
brutal y colérica:
—¡Ahora mismo te vas a los campos y te frotas un poco de tierra
contra el cuerpo, no sea que te tomen por una mujer, y trabajas un poco para
ganarte el arroz que comes!
Y Wang Lung olvidó haberse enorgullecido antes de los conocimientos
de su hijo, y de su inteligencia en lo referente a los libros, y salió como un
vendaval, pisando fuerte con sus pies desnudos y escupiendo furiosamente,
porque la finura de su hijo le encolerizaba en aquel momento. Y el
muchacho vio salir a su padre mirándole con odio, pero Wang Lung no
volvió la cabeza para mirar lo que el joven hacía.
Aquella noche, cuando entró a ver a Loto, que estaba tendida en su
lecho mientras Cuckoo la abanicaba, Loto le dijo indolentemente, como
hablando por hablar y sin darle importancia a la cuestión:
—Ese muchacho tuyo está ardiendo por marcharse. Entonces Wang
Lung, recordando su enojo con el joven, dijo vivamente:
—Bueno, ¿y a ti qué te importa? No quiero que ande por estas
habitaciones a su edad.
Pero Loto se apresuró a replicar:
—No..., no... Es Cuckoo quien lo dice.
Y Cuckoo dijo en seguida:
—Eso lo puede ver cualquiera. Y el muchacho es demasiado guapo
para vivir ocioso y anhelante.
Esto distrajo a Wang Lung, que pensó únicamente en la escena con su
hijo, y exclamó:
—No; no le dejaré ir. No quiero gastar mi dinero estúpidamente.
Y no quiso hablar más del asunto. Loto comprendió que estaba irritado
por alguna cólera secreta y mandó salir a Cuckoo, sufriéndole ella sola.
Durante muchos días no se habló más de la cuestión. El muchacho
pareció contento otra vez y, aunque se negó a volver al colegio, Wang Lung
se lo permitió, pues ya tenía cerca de dieciocho años y era desarrollado y
fuerte de huesos como su madre. Wang Lung encontraba a su hijo leyendo
en su cuarto cuando él venía de su trabajo, y pensó con íntima satisfacción:
«Bueno, aquello fue solamente un capricho de juventud. El muchacho
no sabe lo que quiere. Pero faltan solamente tres años... y tal vez con la
ayuda de un poco de plata, solamente dos... o uno... Un día de éstos,
terminada la recolección, cuando se haya plantado el trigo de invierno y
cultivado las judías, me ocuparé de eso».
Entonces Wang Lung se olvidó de su hijo, pues la cosecha, a
excepción de lo que la langosta había devorado, se presentaba bien y con
ella Wang Lung ganó cuanto había gastado en Loto.
Su oro y su plata le eran otra vez algo querido y se maravillaba de que
en una ocasión hubiera podido gastarlos tan libremente en una mujer.
Sin embargo, había momentos en que esta mujer le conmovía
dulcemente, aunque no con tanta intensidad como al principio, y estaba
orgulloso de poseerla, si bien veía que lo que la mujer de su tío había dicho
era verdad: que no era tan joven como parecía. Tampoco le dio un hijo ni
concibió nunca, pero esto no le preocupaba a Wang Lung, puesto que tenía
hijos e hijas, y estaba contento de tener a Loto por el mero placer que su
posesión le producía.
En cuanto a Loto, embelleció al iniciarse la madurez de sus años, ya
que si algún defecto tenía antes era su excesiva delgadez, que hacía
demasiado agudas las líneas de su rostro y demasiado hundidas las cuencas
de sus sienes. Pero ahora, gracias a la comida que Cuckoo guisaba y a su
existencia ociosa, con sólo un hombre a quien satisfacer, tornóse suave y
redonda de líneas, llenáronsele las mejillas y las sienes y con sus grandes
ojos y boca menuda producía más que nunca la impresión de un gatito
rechoncho. Si ya no era el capullo de Loto, tampoco era más que una flor
plenamente abierta; si no era joven, tampoco parecía vieja, y la juventud y
la vejez se hallaban igualmente lejos de ella.
Con su vida plácida nuevamente y el muchacho contento, Wang Lung
se hubiera considerado satisfecho si una noche, mientras se hallaba solo,
contando con los dedos lo que vendería de trigo y lo que vendería de arroz,
O-lan no hubiese entrado silenciosamente en el cuarto. O-lan, con el
transcurso de los años, habíase tornado flaca y descarnada, sus grandes
pómulos sobresalían como rocas y sus ojos estaban hundidos. Si alguien le
preguntaba cómo estaba, respondía solamente:
—Tengo un fuego en las entrañas.
Durante los tres últimos años, su vientre había tenido un volumen de
preñez, aunque no había ocurrido nacimiento alguno. Pero se levantaba al
amanecer, hacía su trabajo y Wang Lung la veía únicamente como a una
mesa, una silla o un árbol del patio, y ni siquiera como vería a uno de los
bueyes que bajase la cabeza o a un cerdo que no quisiera comer. Y O-lan
hacía su trabajo sola, hablando únicamente lo imprescindible con la mujer
del tío de Wang Lung y nunca una palabra con Cuckoo. Ni una sola vez
entró en las habitaciones de Loto, y en las raras ocasiones en que ésta salía
de ellas para pasear un poco por la casa, O-lan se metía en su cuarto y
permanecía allí hasta que alguien decía: «Se ha ido». Y así, en silencio, O-
lan trabajaba, guisando y lavando en el estanque hasta en el invierno,
cuando hacía tanto frío que tenía que romper el hielo. Pero a Wang Lung
jamás se le ocurría decir:
—Bueno, ¿y por qué no alquilas una criada, con la plata que me sobra,
o compras una esclava?
No se le ocurría que hubiese ninguna necesidad de eso, aunque él
asalariaba trabajadores para los campos y para el cuidado de los bueyes,
asnos y cerdos que poseía, y en los veranos en que el río estaba crecido,
para los patos y ocas que alimentaba sobre las aguas.
Aquella noche, pues, mientras se hallaba sentado solo, con las velas
rojas encendidas, O-lan apareció ante él y miró a un lado y a otro y al final
dijo:
—Tengo algo que decir.
Wang Lung se la quedó mirando y al ver sus mejillas hundidas pensó
en cuán lejos de la belleza se hallaba esta mujer y en cuántos años hacía que
no la había deseado.
Entonces O-lan dijo con un murmullo áspero:
—El hijo mayor frecuenta demasiado el segundo patio. Cuando tú
estás ausente, entra allí.
Al principio, Wang Lung no comprendía lo que quería decir, y se
adelantó con la boca abierta:
—¿Qué dices, mujer?
Ella señaló con la boca fruncida hacia el cuarto de su hijo y luego
hacia las habitaciones de Loto. Pero Wang Lung la miraba atónito e
incrédulo.
—¡Tú sueñas! —dijo al fin.
Ella movió la cabeza al oír esto y, hablando con dificultad, exclamó:
—Bueno, mi señor, pues ven a casa un día inesperadamente. Y
después de un silencio, añadió:
—Es mejor mandarle fuera, aunque sea al Sur.
Acercándose a la mesa, cogió el tazón y arrojó el té frío sobre el suelo
de ladrillo; luego volvió a llenarlo con té caliente de la tetera, y tal como
había venido, así se fue, lenta y silenciosa, dejando a Wang Lung
boquiabierto.
«Bueno, esta mujer lo que tiene son celos», se dijo Wang Lung. Y
decidió no hacerle caso ni preocuparse, ahora que el muchacho estaba
contento y leía tranquilamente en su cuarto todo el día.
Y levantándose de la silla se rió de nuevo pensando en las ideas
pequeñas de las mujeres.
Pero aquella noche, mientras estaba en el lecho con Loto, cada vez que
se daba vuelta, ella se quejaba, protestaba irritada y le apartaba, diciendo:
—Hace calor, y apestas, y bien podrías lavarte antes de dormir
conmigo.
Sentóse en la cama luego y se apartó el cabello del rostro con un
ademán irritado, encogiéndose de hombros cuando Wang Lung quiso
atraerla a sí, indiferente a sus mimos. Entonces Wang Lung se quedó
inmóvil, recordando que desde hacía muchas noches Loto se le había
entregado de mala gana. Él lo había atribuido a un pasajero antojo y a que
el aire caliente y denso del final del verano la deprimía, pero ahora las
palabras de O-lan cruzaron su mente y, levantándose con rapidez, exclamó:
—¡Bueno, pues duerme sola y que me corten el cuello si me importa!
Salió del cuarto y, en la habitación central de su propia casa, juntó dos
sillas y se tendió en ellas. Pero no podía conciliar el sueño y pronto se
levantó de nuevo y salió fuera. Se puso a pasear arriba y abajo entre los
bambúes que crecían junto a la pared de su casa y notó que el aire fresco
que acariciaba su rostro ardiente traía una sospecha de otoño.
Entonces recordó que Loto había sabido el deseo de partir que sentía
su hijo, y, ¿quién se lo había dicho? Y recordó que últimamente su hijo no
había vuelto a hablar de marcharse y que estaba contento, pero ¿por qué
estaba contento? Y Wang Lung se dijo con fiereza:
—¡Me enteraré de esto yo mismo!«
Y permaneció allí mirando cómo el alba se extendía sobre sus campos
a través de una cortina de niebla.
Cuando el sol del amanecer formó una orilla de oro en el margen de
sus tierras, Wang Lung entró en la casa y comió, y luego volvió a salir y fue
a inspeccionar a los trabajadores, como era su costumbre durante las
cosechas y la siembra. Anduvo un largo rato y al fin gritó muy alto para que
le oyeran desde la casa:
—¡Ahora me marcho al campo junto al foso de la ciudad, y no volveré
hasta muy tarde!
Y hacia la ciudad dirigió sus pasos.
Pero cuando había llegado a medio camino y alcanzado el pequeño
templo, sentóse al borde de la senda, sobre una breve eminencia llena de
hierba que era una vieja tumba olvidada, y cogiendo un hierbajo y
retorciéndolo entre los dedos se quedó un rato meditando. Frente a él
estaban los dos pequeños dioses, y recordó cómo le miraban y cómo antes
sentíase atemorizado ante ellos; pero ahora ya no le amedrentaban;
habiéndose enriquecido y prosperado y no teniendo necesidad de dioses,
tornóse indiferente y apenas los veía. Mientras tanto, bajo estos
pensamientos vibraba otro:
—«¿Debo regresar?».
Entonces recordó súbitamente la noche anterior, cuando Loto le había
rechazado, y se encolerizó porque había hecho tanto por ella. Al fin se dijo:
«Bien sé que no hubiera durado mucho en la casa de té, y en la mía
está alimentada y vestida ricamente».
Y, conducido por su cólera, se levantó y regresó a su casa por otro
camino. Entró en la casa secretamente y fue hacia la cortina que colgaba de
la entrada del segundo patio, permaneciendo allí un momento y
escuchando. Y oyó la voz, baja como un murmullo, de un hombre, y esta
voz era la de su hijo.
Entonces se despertó en Wang Lung un furor como jamás había
sentido en su vida, a pesar de que, desde que había prosperado, a menudo
dejábase llevar por iras pequeñas y mostrábase orgulloso hasta en la misma
ciudad. Pero este furor de ahora era el de un hombre contra otro hombre que
intenta robarle una mujer amada, y cuando Wang Lung recordó que aquel
otro hombre era su hijo, sintió náuseas.
Apretó los dientes, salió fuera y escogiendo un bambú delgado y
flexible le cortó las ramas, excepto unas cuantas de la punta, donde era fino
y duro como una cuerda, y le arrancó las hojas. Entonces volvió a entrar sin
hacer ruido y de pronto descorrió la cortina. Allí, en el patio, estaba su hijo,
en pie junto a Loto, que se hallaba sentada en un pequeño taburete al borde
del estanque y vestida con la túnica color de melocotón que Wang Lung no
le había visto nunca a la luz del día.
Los dos charlaban juntos, y la mujer miraba al joven con el rabillo del
ojo, la cabeza vuelta hacia el otro lado, por lo que no vieron ni oyeron a
Wang Lung, que los contemplaba con el rostro lívido, la boca contraída
enseñando los dientes y las manos crispadas en el bambú. Y quizás
hubieran tardado en percibir su presencia si Cuckoo no hubiese entrado en
aquel momento y dado un grito que les hizo volverse rápidamente y verle.
Entonces Wang Lung dio un brinco hacia delante y cayó sobre su hijo
a latigazos, y aunque el joven era más alto, él era más fuerte por el trabajo
de la tierra y por la potencia de su cuerpo maduro, y azotó al muchacho
hasta que saltó la sangre. Cuando Loto, dando gritos, quiso sujetarle el
brazo, la echó fuera de un empujón, y como ella persistiese, también con
ella la emprendió a latigazos, haciéndola huir, y continuó pegándole a su
hijo hasta que este se agachó acobardado y se cubrió la cara con las manos
desgarradas y sangrientas.
Entonces Wang Lung se detuvo. El aliento le silbaba entre los labios
entreabiertos, el sudor le corría por el cuerpo y se sentía débil y agotado
como presa de una enfermedad. Tiró el bambú y, jadeante, murmuró al
joven:
—¡Ahora vete a tu cuarto y no te atrevas a salir de él hasta que me
libre de ti, no sea que te mate!
El muchacho se levantó y se fue sin decir palabra.
Wang Lung sentóse en el taburete donde había estado Loto, escondió
la cabeza entre las manos y cerró los ojos, respirando entrecortadamente.
Nadie se acercó a él y permaneció así, solo, hasta que se calmó y cesó su
cólera.
Entonces, con infinito cansancio, se levantó y fue al cuarto donde
estaba Loto, tendida en la cama y sollozando, y cogiéndola por los hombros
la hizo volverse. Loto se le quedó mirando sin cesar de gemir, y Wang Lung
observó que en la mejilla tenía hinchada la marca de un latigazo.
Y le dijo tristemente:
—¿De modo que tienes que ser toda tu vida una ramera y tentar hasta a
mis propios hijos?
Ella se puso a llorar con más fuerza al oír esto y protestó:
—¡No, no es verdad! ¡El muchacho se sentía solo y entró en el patio,
pero pregúntale a Cuckoo si jamás ha estado más cerca de mi lecho de lo
que tú le viste!
Le miró, asustada y llorosa, y cogiéndole una mano la llevó a la
hinchazón que cruzaba su mejilla, exclamando:
—¡Mira lo que has hecho a tu Loto! Y si él es tu hijo, para mí no es
más que tu hijo y nada me importa de él!
Volvió a mirarle, con sus lindos ojos arrasados en lágrimas
transparentes, y Wang Lung gimió porque la belleza de esta mujer era más
fuerte que él y la amaba contra su voluntad. Le parecía de pronto que le
sería insoportable saber lo que había pasado entre los dos y deseó no
saberlo nunca, porque era mejor que no lo supiera. Y gimiendo de nuevo,
salió de la habitación. Al pasar frente al cuarto de su hijo gritó sin entrar en
él:
—¡Ahora pon tus cosas en el cofre y vete al Sur a hacer lo que te
plazca y no regreses hasta que yo te mande a buscar!
Siguió adelante y pasó frente a O-lan, que estaba cosiéndole unas
ropas; pero O-lan no dijo nada, y si había oído los gritos y los golpes no dio
muestras de ello.
Wang Lung siguió en dirección a sus campos y permaneció en ellos
hasta el mediodía, sintiéndose agotado y rendido como después de todo un
día de labor.
XXV
Cuando el hijo mayor hubo partido, Wang Lung sintió que la casa había
sido purgada de un exceso de inquietud y esto le sirvió de alivio. Se dijo
también que era mejor para el muchacho haber partido y que ahora él podría
ocuparse de sus otros hijos, pues, con las propias tribulaciones y las
exigencias de la tierra, que debía ser sembrada y cosechada a su debido
tiempo, ocurriese lo que ocurriese fuera de ella, apenas si prestaba atención
a sus hijos, con excepción del mayor. Decidió, además, sacar pronto de la
escuela al hijo segundo e iniciarle en el comercio, sin esperar a que la
turbulencia de la juventud se apoderase de él y le convirtiera en una plaga,
como había ocurrido con el mayor.
Ahora bien, el hijo segundo de Wang Lung era tan diferente del mayor
como pueden serlo dos hermanos. Mientras el primogénito era alto, de
grandes huesos y rostro encendido, como los hombres del Norte y como su
madre, el otro era de pequeña estatura, ligero y amarillo de piel; había algo
en este muchacho que le recordaba a Wang Lung a su propio padre: la
mirada astuta, aguda y humorística, y cierta disposición para la malicia si el
caso lo requería.
Y Wang Lung se dijo:
«Bueno, este muchacho hará un buen comerciante. Lo sacaré del
colegio y veré si puede entrar como aprendiz en el mercado de granos. Sería
conveniente que yo tuviese un hijo donde vendo mis cosechas, y que
pudiera vigilar la balanza e inclinarla un poco a mi favor».
De modo que cierto día le dijo a Cuckoo:
—Ve a decirle al padre de la prometida de mi hijo que tengo que
hablar con él. Podemos tomar un vaso de vino juntos, ya que hemos de ser
vertidos en un mismo cuenco, su sangre y mi sangre.
Cuckoo fue y regresó diciendo:
—Os verá cuando queráis, y si podéis ir a beber vino con él esta
misma tarde, bien está, y si lo deseáis de otro modo, él vendrá aquí.
Pero Wang Lung no deseaba que el comerciante fuera a su casa porque
temía verse obligado a hacer preparativos especiales, así es que se lavó
cuidadosamente, se puso la túnica de seda y echó a andar a través de los
campos. Fue primeramente a la calle de los Puentes, como Cuckoo le había
indicado, y una vez en ella detúvose ante una puerta que llevaba el nombre
de Liu. No es que pudiera leerlo, pero dio con la puerta contando, pues
sabía que era la segunda a la derecha del puente. Además preguntó a uno
que pasaba y la letra era, en efecto, la letra de Liu. Era una puerta
respetable, construida sencillamente de madera, y llamó a ella con la palma
de la mano.
Inmediatamente se abrió y una servidora apareció en ella secándose las
manos en el delantal mientras preguntaba el nombre del visitante, y cuando
éste lo dijo se le quedó mirando, pues sabía que era el padre del prometido
de la hija de la casa. Luego se fue a llamar a su amo.
Wang Lung miró en torno atentamente, alzó y palpó la tela de las
cortinas y examinó la madera de la mesa, sintiéndose contento porque era
evidente que en aquella casa se vivía bien, pero sin exagerada opulencia. Él
no quería una nuera rica, para que no fuese altiva y desobediente, llena de
caprichos y dada a apartar de sus padres el corazón de su marido. Hecha la
inspección, Wang Lung sentóse nuevamente y esperó.
De pronto se oyeron unos pasos pesados y un hombre grueso y de
cierta edad penetró en la estancia. Wang Lung se levantó y saludó y los dos
se saludaron de nuevo, mirándose a hurtadillas con mutua satisfacción y
respetando el uno al otro por lo que cada cual era: un hombre próspero y de
provecho. Luego se sentaron los dos y bebieron el vino caliente que la
criada les sirvió, y hablaron despacio de esto y de lo otro, de cosechas, de
precio y de lo que valdría el arroz aquel año si la recolección era buena. Y
al final Wang, Lung dijo:
Bueno, yo he venido a una cosa, aunque, si vuestro deseo lo quiere así,
hablaremos de otros asuntos. Pero si tenéis necesidad de un servidor en el
mercado, ahí está mi hijo segundo, que es muy listo, pero si no tenéis
necesidad de él hablaremos de otras cosas.
Entonces el comerciante dijo placenteramente:
—Sí tengo necesidad de un joven que sea listo, si sabe leer y escribir.
Y Wang Lung repuso con orgullo:
—Mis dos hijos son buenos estudiantes y los dos saben cuándo una
letra está mal escrita y si es aplicada correctamente la radical de la madera o
la del agua.
Pues bien exclamó Liu, hacedle venir cuando queráis. Al principio no
tendrá más salario que la comida, hasta que aprenda el oficio, y, si sirve, al
cabo de un año cobrará una pieza de plata al final de cada luna, y al cabo de
tres años, tres piezas. Después de esto habrá terminado su aprendizaje y
podrá abrirse paso en el negocio como sepa. Además de su salario, las
gratificaciones que pueda sacar de este vendedor y aquel comprador son
suyas, y si sabe conseguirlas yo no tengo nada que decir. Y porque nuestras
dos familias están unidas no os pido por él depósito de garantía.
Entonces Wang Lung se levantó satisfecho, sonrió y dijo: Ahora somos
amigos. Y decidme, ¿no tenéis un hijo para mi hija segunda?
El comerciante, que era un hombre gordo y bien alimentado, se rió con
fuerza y repuso:
—Tengo un hijo de diez años al que aún no he prometido. ¿Qué edad
tiene la niña?
—Cumplirá diez en su próximo cumpleaños, y es linda como una flor.
Entonces los dos hombres se rieron juntos y el comerciante exclamó:
¿Vamos a ligarnos con doble lazo?
Y Wang Lung ya no dijo nada más, pues no era una cosa que pudiera
ser discutida ahora más allá de lo que lo había sido. Pero después de haber
saludado y partido satisfecho, se dijo para sus adentros: «La cosa puede
hacerse», y cuando llegó a su casa miró a su hija y vio de nuevo que era
linda y que, como su madre le había ceñido los pies, se movía
graciosamente a pasitos menudos. Pero al mirarla atentamente, Wang Lung
descubrió en su rostro señales de llanto y cierta palidez impropia de sus
años, así es que cogiéndola por la mano y acercándola a él preguntó:
—¿Por qué has llorado?
Entonces la niña bajó la cabeza, jugó con un botón de su vestido y dijo
en voz baja:
—Porque mi madre ciñe una tela en torno a mis pies, más apretada
cada día, y por las noches no puedo dormir.
—Pues yo no te he oído llorar dijo Wang Lung asombrado.
—No —contestó ella simplemente— mi madre me dijo que no tenía
que llorar alto porque, como sois demasiado bueno y débil para ver sufrir,
podríais decir que me dejasen como estoy y entonces mi esposo no me
querría, como vos no la queréis a ella.
Dijo esto con la simplicidad de una criatura que recita un cuento, y
Wang Lung se sintió herido al oírlo, al saber que O-lan le había dicho a la
niña que él no amaba a la madre de su hija. Y exclamó rápidamente:
Bueno, hoy he sabido de un guapo esposo para ti, y ya veremos si
Cuckoo puede arreglar las cosas.
Entonces la niña sonrió y bajó la cabeza, sintiéndose de pronto una
doncella y no una criatura.
Aquella misma noche. Wang Lung le dijo a Cuckoo cuando entró en el
segundo patio:
Ve y mira si puede hacerse.
Pero durmió inquietamente junto a Loto, despertándose varias veces y
pensando en su vida y en cómo O-lan había sido siempre una leal servidora
para él. Pensó también en lo que la niña había dicho y se sintió triste porque
a pesar de sus oscuras luces, O-lan había leído en él la verdad.
Pocos días después de esto, Wang Lung envió a su segundo hijo a la
ciudad y firmó los papeles para los esponsales de la hija menor y se decidió
la dote y los regalos de joyas y ropas para su matrimonio.
Entonces Wang Lung descansó y se dijo:
«Bueno, ahora todos mis hijos están colocados. Mi pobre tonta no
puede hacer otra cosa que sentarse al sol con su trocito de tela, y al hijo
menor lo dedicaré a la tierra y no irá a la escuela, ya que es suficiente que
dos sepan leer y escribir».
Sentíase orgulloso porque tenía tres hijos y uno era estudiante, otro
comerciante y el otro labrador. Estaba, pues, contento y cesó de pensar en
sus hijos. Pero, quisiera o no quisiera, no podía dejar de pensar en la mujer
que se los había dado.
Por primera vez en todos los años que había vivido con ella, Wang
Lung empezó a pensar en O-lan ahora. Aun en los días de su llegada a la
casa no había pensado en ella por ella misma, ni más allá del hecho de que
era una mujer y la primera que había conocido. Y le parecía a Wang Lung
que con unas cosas y otras había estado siempre ocupado y sin tiempo que
perder, y sólo ahora, cuando sus hijos estaban colocados y sus campos
cuidados y en reposo bajo la proximidad del invierno, su vida con Loto
regulada y Loto sumisa desde que le había pegado, sólo ahora le parecía a
Wang Lung que podía pensar en lo que quisiera, y pensó en O-lan.
La miró, pues, atentamente, pero esta vez no como a una mujer y no
porque fuera fea, descarnada y macilenta, sino con un extraño
remordimiento al ver como había enflaquecido y como su piel se había
tornado amarillenta y marchita. O-lan siempre había sido morena y su piel
era tostada y encendida cuando trabajaba en la tierra. Pero desde hacía
muchos años no había salido a los campos, excepto tal vez durante las
recolecciones, y ni aun eso en los dos últimos años, pues Wang Lung no la
dejaba, temeroso de que la gente dijera:
¿Todavía trabaja tu mujer en la tierra, siendo tú rico?
Sin embargo, nunca llegó a pensar por qué O-lan había querido al fin
permanecer siempre en la casa, ni por qué se movía cada vez más despacio;
y recordaba ahora que a veces la oía quejarse, cuando se levantaba del lecho
por las mañanas y cuando se bajaba a encender el fuego, y sólo cuando él
inquiría: Bueno, ¿y qué pasa?, ella se callaba súbitamente. Ahora,
mirándola y viendo la extraña hinchazón de su cuerpo. Wang Lung sentía
remordimientos y discutía así consigo mismo:
«Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de no haberla querido como se
quiere a una concubina, ya que los hombres no suelen hacerlo».
Y añadió para consolarse:
«No le he pegado nunca y le he dado plata cuando me la ha pedido».
Pero no podía olvidar lo que la niña había dicho, y le dolía sin saber
por qué, ya que, si analizaba la cuestión, había sido un buen esposo y mejor
que otros.
Y porque no podía librarse de pensar en ella la miraba continuamente,
observándola cuando le traía la comida o cuando andaba por la casa. Y un
día, mientras se inclinaba para barrer el suelo, la vio ponerse gris, como
bajo un agudo dolor interno; abrió los labios, jadeante, y se llevó la mano al
vientre, inclinada todavía como si fuera a barrer, entonces Wang Lung le
preguntó vivamente:
¿Qué te pasa?
Pero ella apartó el rostro y repuso humildemente:
—Es el viejo dolor que tengo en las entrañas.
Y Wang Lung la miró de nuevo y le dijo a su hija menor: Coge la
escoba y barre, pues tu madre está enferma.
Y a O-lan le dijo con más bondad de la que le había hablado en mucho
tiempo:
Ve y acuéstate, y yo le diré a la niña que te lleve agua caliente. No te
levantes.
Ella obedeció lentamente y sin replicar, entró en su cuarto y Wang
Lung la oyó andar por él y luego tenderse en la cama y quejarse bajito.
Entonces el se sentó y estuvo escuchando estos quejidos hasta que no pudo
soportarlos más y se fue a la ciudad a preguntar por un médico.
Encontró uno que le había sido recomendado por un escribiente del
mercado de granos donde ahora se hallaba su hijo segundo, y fue a verle. El
médico estaba sentado ociosamente ante una tetera. Era un hombre viejo, de
larga barba cenicienta y lentes que semejaban los ojos de un mochuelo, y
vestíase con una sucia túnica gris cuyas largas mangas le cubrían las manos
por completo. Cuando Wang Lung le dijo cuáles eran los síntomas de su
esposa, frunció los labios y abriendo un cajón de la mesa ante la que se
hallaba sentado, sacó un paquete y dijo:
—Iré ahora mismo.
Cuando se acercaron a su cama, encontraron a O-lan dormida con un
sueño ligero; el sudor le perlaba la frente y el labio superior, y al verlo el
médico movió la cabeza con pesimismo. Alargando una mano tan seca y
amarilla como la de un mono, le tomó el pulso durante un largo rato, y
luego movió otra vez la cabeza gravemente y dijo:
—El bazo está dilatado y el hígado enfermo. Tiene una piedra tan
grande como la cabeza de un hombre en la matriz; el estómago está
desintegrado; el corazón no se mueve apenas y seguramente hay gusanos en
él.
Al oír estas palabras, Wang Lung sintió que su propio corazón se
detenía, y tuvo miedo, gritando con ira:
—Buena, pues dadle medicina. ¿No podéis hacerlo?
O-lan abrió entonces los ojos y miró a los hombres sin comprender,
embotada de dolor.
El médico habló de nuevo:
—Es un caso difícil. Si no queréis garantía de curación, mis honorarios
serán diez piezas de plata y le recetará unas hierbas, el corazón seco de un
tigre y un diente de perro, todo esto hervido junto y que beba el caldo. Pero
si queréis garantía de curación completa, entonces son quinientas piezas de
plata.
Cuando O-lan oyó las palabras «quinientas piezas de plata» salió de
pronto de su modorra y dijo débilmente:
—No, mi vida no vale tanto. Por ese precio se puede comprar un buen
trozo de tierra.
Al oír esto, Wang Lung sintió que todos sus remordimientos le herían
de nuevo, y contestó furiosamente:
—¡No quiero muertes en mi casa y puedo pagar la plata!
Cuando el médico le oyó decir: «Puedo pagar la plata», sus ojos
brillaron codiciosamente, pero había la pena que infligía la ley si no
cumplía su palabra y la mujer se moría, de modo que exclamó, aunque con
sentimiento:
—No; mirándole el blanco de los ojos veo que me he equivocado.
Necesito cinco mil piezas de plata para garantizar su curación.
Entonces, comprendiendo, Wang Lung miró al médico silenciosa y
tristemente. El no poseía tantas piezas de plata a menos que vendiese la
tierra, y aun si hiciera esto no serviría de nada, porque era simplemente lo
que el médico decía: «Esta mujer se muere».
Le acompañó, pues, hasta la puerta, entregándole las diez piezas de
plata, y cuando hubo partido entró en la oscura cocina donde O-lan había
pasado la mayor parte de su vida y donde, ahora que ella no estaba allí,
nadie podía verle, y volviendo el rostro hacia la pared ennegrecida, se echó
a llorar.
XXVI
Pero la muerte no se producía con rapidez en el cuerpo de O-lan. Apenas
había llegado a la media edad y la vida no huía rápidamente de ella, así es
que estuvo muriéndose en su cama durante muchos meses. Todo el largo
invierno pasó así y por vez primera Wang Lung y sus hijos supieron lo que
O-lan había sido en la casa y cuánto hizo por todos ellos sin que se
enterasen.
Parecía ahora que nadie sabía encender el fuego y hacer que no se
apagase, ni darle vueltas al pescado dentro del caldero sin romperlo o
quemarlo de un lado dejándolo crudo por el otro, y nadie sabía con qué
aceite convenía freír este o aquel vegetal. La basura de migas y alimentos
caídos al suelo yacían bajo la mesa y a nadie se le ocurría barrerla, hasta
que Wang Lung se impacientaba por el hedor que emanaba de ella y
llamaba a un perro para que se la comiera o le gritaba a la hija menor que la
barriese y arrojase fuera.
En cuanto al hijo pequeño, hacía lo que podía por suplir a su madre
junto a su abuelo, que ahora se había tornado inútil como una criatura.
Wang Lung no podía hacer comprender al anciano lo que le había pasado a
O-lan y por qué ya no entraba a traerle té y agua caliente, ni a ayudarle a
levantarse y acostarse; y el viejo se enojaba porque llamaba a O-lan y no
obtenía respuesta, y arrojaba el tazón de té al suelo como un niño
caprichoso. Al fin, Wang Lung le condujo al cuarto de O-lan y se la mostró
tendida en la cama, y él la contempló con sus ojos medio ciegos, murmuró
unas palabras y se puso a llorar porque comprendía que algo malo había
ocurrido.
Solo la pobre tonta no sabía nada y únicamente ella sonreía mientras
retorcía sin cesar su trocito de tela. Pero, de todos modos, había que pensar
en ella para entrarla a dormir por las noches, para darle de comer, sacarla al
sol por el día y conducirla a la casa si empezaba a llover. Uno de ellos tenía
que acordarse de esto, pero incluso Wang Lung lo olvidaba y una vez la
dejaron fuera toda la noche; a la mañana siguiente encontraron a la infeliz
temblando y llorando, y Wang Lung se encolerizó y maldijo a su hijo y a su
hija porque se habían olvidado de la pobre tonta, que era hermana de ellos.
Entonces vio que eran tan sólo dos criaturas tratando de llenar el puesto de
su madre sin conseguirlo, y se calmó. Después de esto, él mismo se
ocupaba de la pobre tonta mañana y noche; y si llovía, nevaba o se alzaba
un viento cortante, la entraba en casa, sentándola ante las calientes cenizas
que caían del horno de la cocina.
Durante todos aquellos oscuros meses invernales, O-lan permaneció en
su lecho muriendo poco a poco, y Wang Lung no prestó atención alguna a
la tierra. Puso el trabajo de invierno y los trabajadores bajo la dirección de
Ching, y ésta laboraba fielmente y cada mañana y cada noche se acercaba a
la puerta del cuarto de O-lan y con su voz que era como un susurro
preguntaba cómo seguía. Al fin, Wang Lung no pudo, aguantarlo más,
porque cada mañana y cada noche sólo podía decir: «Hoy ha tomado un
poco de sopa de ave». O: «Ha comido un poco de arroz», así es que le
ordenó a Ching que no preguntase más y que se ocupara del trabajo, que
con eso bastaba.
Durante todo el invierno, Wang Lung se iba a sentar a menudo junto al
lecho de O-lan y si comprendía que tenía frío encendía una vasija de tierra
llena de carbón y la ponía junto a su cama para que le diera calor, y cada
vez O-lan murmuraba débilmente:
—Es demasiado caro...
Por fin, un día, cuando dijo esto, Wang Lung no pudo soportarlo y
exclamó:
—¡No puedo sufrir esto! ¡Yo vendería toda mi tierra si pudiera curarte!
O-lan sonrió al oír estas palabras y dijo con dificultad, susurrando:
—No..., yo no... te dejaría. Porque yo tengo que morir... alguna vez... y
la tierra queda después de mi.
Pero Wang Lung no quería oírle hablar de su muerte y cada vez que lo
hacía se levantaba y se iba.
Sin embargo, porque sabía que tenía que morirse y que él no debía
olvidar su deber, fue cierto día a una tienda de ataúdes de la ciudad y
empezó a mirarlos todos, escogiendo uno hecho de buena madera, dura y
pesada. Entonces el carpintero, que esperaba que seleccionase el que fuera
de su agrado, le dijo astutamente:
—Si tomáis dos, la rebaja es considerable. ¿Por qué no compráis uno
para vos y así ya estáis provisto?
—No; mis hijos pueden hacer eso por mi —contestó Wang Lung.
Pero entonces se acordó de su padre y de que el anciano no tenía ataúd
todavía, y dijo nuevamente.
—Pero tengo a mi anciano padre, que no vivirá mucho con lo débil
que está, y sordo y medio ciego, así es que me quedaré los dos.
Y el vendedor prometió darles a los ataúdes otra buena capa de negro y
mandarlos a casa de Wang Lung.
Así, pues, Wang Lung le explicó a O-lan lo que había hecho y O-lan se
alegró de que se hubiera ocupado así de ella y de que la hubiese provisto
para la muerte.
Wang Lung pasaba a su lado muchas horas del día, aunque hablaban
poco porque ella estaba débil y porque, de todas maneras, nunca habían
tenido gran cosa que decirse. A menudo, O-lan se olvidaba de dónde estaba,
mientras él permanecía en el cuarto, quieto y callado, y murmuraba cosas
de su infancia. Por primera vez, Wang Lung podía ver dentro de su corazón,
aunque sólo fuera a través de unas palabras tan breves como éstas: «Llevaré
la carne hasta la puerta solamente..., bien sé que soy fea y que no puedo
aparecer ante el poderoso señor...». Y otra vez dijo jadeando: «No me
peguéis... No comeré nunca más de ese plato». Y repetía una y otra vez:
«Mi padre..., mi madre..., mi padre..., mi padre...». Y de nuevo: «Ya sé que
soy fea y no puedo ser amada...».
Cuando dijo esto, Wang Lung no pudo soportarlo y, tomándole una
mano, trató de calmarla; era una mano grande y dura, rígida como si ya
perteneciese a una muerta. Y sintió más pena todavía porque lo que O-lan
había dicho era verdad, y aun mientras le tomaba la mano, deseando que
sintiera su ternura, estaba avergonzado porque no había ternura en él para
O-lan, ni aquella blandura del corazón que Loto conseguía con sólo un
mohín de sus labios. Cuando tomó aquella mano rígida y moribunda lo hizo
sin amor, y su compasión fue empañada por la repulsión que le inspiraba.
Y por esta causa se mostró todavía más bondadoso con O-lan y le
compró alimentos especiales, sopas delicadas hechas de pescado blanco y el
corazón de repollos tiernos. Además, le era imposible gozar de Loto, pues
cuando iba a verla buscando distraerse de la desesperación que causaba
aquella agonía lenta, no podía olvidar a O-lan, y aun cuando tenía a Loto en
los brazos, la soltaba a causa de O-lan.
Había momentos en que O-lan despertaba de su sopor y miraba en
torno a ella, y una vez llamó a Cuckoo y cuando, con gran asombro, Wang
Lung la hizo comparecer a su presencia, O-lan se incorporó temblando y
dijo:
—Bueno, tú podrás haber vivido en las habitaciones del Anciano
Señor y haber sido considerada bella, pero yo he sido la esposa de un
hombre y le he dado hijos, y tú eres todavía una esclava.
Cuando Cuckoo se disponía a darle a esto una respuesta iracunda,
Wang Lung la detuvo diciéndole:
—Esa no sabe ahora lo que las palabras significan.
Y al regresar Wang Lung a la habitación, O-lan, que aún se hallaba
incorporada, apoyándose sobre un brazo, le dijo:
—Cuando yo muera no quiero que esa mujer ni su señora entren en mi
cuarto ni toquen mis cosas, y si lo hacen les mandaré a mi espíritu con mi
maldición.
Entonces dejó caer la cabeza sobre la almohada y entró en un sopor
inquieto.
Pero un día, poco antes de Año Nuevo, experimentó de pronto cierta
mejoría, como una candela que flamea vivamente antes de extinguirse.
Volvió a ser lo que desde hacía mucho tiempo no había sido, y sentándose
animosamente en el lecho se trenzó sola el cabello, pidió que le trajeran té
para beber, y cuando Wang Lung entró en el cuarto le dijo:
—Ahora se acerca el Año Nuevo y no hay dulces ni comida preparada,
y yo he pensado una cosa. No quiero que esa esclava entre en mi cocina,
pero me gustaría que viniese mi nuera, que está prometida a mi hijo mayor.
No la he visto todavía, pero cuando venga le diré lo que tiene que hacer.
Wang Lung se sintió contento al verla tan animada, aunque este año no
tenía ningún deseo de festejos, y envió a Cuckoo a suplicarle a Liu, el
negociante en granos, que concediese este favor en vista de lo triste del
caso. Y Liu cedió pronto al enterarse de que O-lan no pasaría el invierno; al
fin y al cabo, la muchacha tenía dieciséis años y era mayor que otras que
habían ido a casa de sus esposos.
Pero debido al estado de O-lan no se celebraron festejos. La doncella
llegó silenciosamente en una silla de manos, sin otra compañía que su
madre y una servidora, y la madre regresó en cuanto hubo entregado su hija
a O-lan, pero la servidora se quedó en la casa para uso de la doncella.
Los niños fueron trasladados de su cuarto y éste cedido a la nueva hija
política, haciéndose todos los arreglos debidos. Wang Lung no habló con la
muchacha, ya que esto hubiera sido impropio, pero inclinó la cabeza
gravemente cuando ella le saludó, y la muchacha fue de su agrado, pues
sabía su obligación y se movía por la casa calladamente y con los ojos
bajos. Además era de agradable apariencia, bonita, pero sin serlo tanto que
pudiera sentirse vanidosa por ello. Mostrábase cuidadosa y correcta en su
comportamiento y atendía a O-lan esmeradamente, lo que consolaba a
Wang Lung de la angustia que sentía por su esposa, pues ésta tenía ahora
una mujer junto a su cama y estaba contenta.
Este contento duró algo más de tres días, y luego O-lan pensó otra cosa
y le dijo a Wang Lung:
—Todavía hay algo más, antes de que me muera. Al oír lo cual, Wang
Lung repuso con enojo:
—¡No hables de morir si quieres verme contento!
Entonces ella sonrió despacio, con aquella sonrisa lenta que se apagaba
antes de que le llegara a los ojos, y contesto:
—Debo morir, porque lo siento en mis entrañas, pero no moriré antes
de que mi hijo mayor venga a casa y tome por esposa a la buena doncella
que tan bien me cuida y que sabe sujetar con firmeza la escudilla de agua
caliente y bañarme el rostro cuando sudo de dolor. Quiero que mi hijo
regrese porque voy a morir, y quiero que se case con esta doncella, y así
moriré tranquila sabiendo que tu nieto y el bisnieto de tu padre va a ser
concebido.
Pero estas palabras eran excesivas para O-lan en cualquier momento,
aun hallándose sana, y las había pronunciado con mucha más energía que
todo cuanto dijera durante muchos meses. Wang Lung se alegró del vigor
que había en su voz y de la fuerza con que quería esto, y no quiso
contradecirla a pesar de que él hubiera deseado otra ocasión para poder
celebrar con gran pompa la boda de su primogénito. Y le dijo efusivamente:
—Bueno, pues haremos eso y hoy mismo mandaré un hombre al Sur
para que busque a mi hijo y le traiga aquí para casarse. Y entonces tienes
que prometerme que recobrarás las fuerzas, que te olvidarás de la muerte y
te pondrás bien, porque sin ti la casa es como una cueva de bestias.
Dijo esto para que estuviera contenta, y ella lo estuvo, aunque ya no
habló más, sino que se recostó de nuevo y cerró los ajos, sonriendo un poco.
Wang Lung, pues, envió un mensajero y le ordenó:
—Dile a tu joven señor que su madre está muriéndose y que su espíritu
no puede hallar paz hasta que le vea casado, y que si me estima a mi, a su
madre y a esta casa, regresará sin perder momento, pues dentro de tres días
a contar desde ahora tendré preparados los festejos y la gente invitada para
su matrimonio.
Y como Wang Lung lo dijo, así lo hizo. Le ordenó a Cuckoo preparar
una fiesta lo mejor que supiese y llamar cocineros de la casa de té de la
ciudad para ayudarla, y puso plata en sus manos generosamente, diciéndole:
—Haz como se hubiera hecho en la casa grande en una ocasión así, y
cuando se acabe esta plata no faltará otra.
Entonces fue al pueblo e invitó a cuantos hombres y mujeres conocía,
y fue a la ciudad e invitó a sus conocidos de las casas de té y de los
mercados de granos. Y a su tío le dijo:
—Invitad a quien queráis para la boda de mi hijo; invitad a vuestros
amigos o a los amigos de vuestro hijo.
Esto se lo dijo porque recordaba siempre quién era su tío, y, desde la
hora en que lo supo, Wang Lung le trataba cortésmente y como a un
invitado de honor.
La noche antes del día de su boda, el primogénito de Wang Lung llegó
a la casa, y al verle entrar, Wang Lung olvidóse de todas las tribulaciones
que el muchacho le había ocasionado. Su ausencia había durado dos años y
ya no era un adolescente, sino un hombre alto y gallardo, de cuerpo
cuadrado, mejillas encendidas y pelo negro y corto, brillantemente aceitado.
Iba vestido con una larga toga de satén rojo, como las que se encuentran en
las tiendas del Sur, y llevaba una chaquetilla de terciopelo negro, sin
manchas. El corazón de Wang Lung estallaba de orgullo por su hijo, y se
olvidó de todo excepto de esto: de que era su hijo, y le condujo ante su
madre.
Entonces el joven se sentó junto a la cama de O-lan y las lágrimas
acudieron a sus ojos al verla así, pero no dijo más que palabras alegres
como:
—Estáis mucho mejor de lo que dicen y muy lejos de la muerte. Pero
O-lan contestó simplemente:
—Te veré casado y luego me moriré.
Ahora bien, la doncella que había de casarse no tenía, naturalmente,
que ser vista por el joven, y Loto se la llevó a sus habitaciones a fin de
prepararla para la boda, cosa que nadie podía hacer mejor que Loto, Cuckoo
y la mujer del tío de Wang Lung. Las tres se ocuparon de la doncella y en la
mañana de su boda la lavaron de pies a cabeza, le ciñeron los pies de nuevo
con lienzos blancos, le pusieron medias nuevas y Loto la untó con un
fragante aceite de almendras de su pertenencia. Entonces la vistieron con
unas ropas que había traído de su casa: blanca seda junto a su carne
virginal; luego una ligera túnica de fina lana de oveja, de la más rizada, y
encima el traje de satén rojo de la boda. Y le frotaron la frente y con un
cordoncillo hábilmente atado le arrancaron los cabellos de la virginidad: la
franja sobre las cejas, dejándole la frente alta, pura y cuadrada como
convenía a su nuevo estado. Hecho esto, la pintaron con polvos y carmín y
le cepillaron las cejas, afinándolas y convirtiéndolas en dos estrechas líneas.
Luego le colocaron sobre la cabeza la corona de novia y el velo de
abalorios, le calzaron los menudos pies con zapatos bordados, le colorearon
las puntas de los dedos, le perfumaron las manos y así quedó dispuesta para
la boda. La muchacha consentía a todo, pero con desgana y timidez, como
era propio y correcto.
Entonces Wang Lung, su tío, su padre y los invitados se reunieron en
el cuarto central y la doncella entró sostenida por su servidora y por la
mujer del tío de Wang Lung, y entró con modestia, la cabeza inclinada
correctamente y andando como si no quisiera casarse y hubiera de ser
sostenida y llevada a ello. Eso demostraba su gran recato, y Wang Lung se
sintió satisfecho y se dijo que era una doncella decorosa.
Después entró el hijo de Wang Lung, vestido como había llegado, con
su toga roja y su chaqueta negra, y llevaba el pelo brillante y el rostro recién
afeitado. Tras él venían sus dos hermanos, y Wang Lung creía estallar de
orgullo viendo esta procesión formada por sus gallardos hijos, en los que su
sangre había de continuarse.
En cuanto al anciano, que nada había comprendido de lo que estaba
pasando, oyendo solamente fragmentos de lo que le decían a gritos,
comprendió ahora de pronto y cloqueó con su risa cascada diciendo una y
otra vez con su vieja voz temblorosa:
—¡Hay una boda, y una boda significa otra vez hijos y nietos!
Y se rió de tan buena gana que todos los invitados se rieron con él al
ver su gozo, y Wang pensó que si al menos O-lan hubiese podido estar
levantada aquel día, hubiera sido en verdad un día dichoso.
Durante todo el tiempo, Wang Lung miró rápida y secretamente a su
hijo para ver si éste miraba a la doncella, y vio que sí, que le dio una mirada
con el rabillo del ojo, pero esto bastó, pues se le vio en seguida muy
complacido y alegre, y Wang Lung se dijo con orgullo: «Le he escogido una
que le gusta».
Entonces el joven y la doncella se inclinaron ante Wang Lung y su
padre, y luego entraron en el cuarto de O-lan, que se había hecho vestir con
su mejor túnica negra. Cuando los jóvenes entraron, se sentó en la cama, y
Wang Lung, al ver las dos rosetas rojas que le encendían las mejillas, creyó
que eran signo de salud y dijo en voz alta:
—¡Ahora se pondrá bien de nuevo!
Los dos jóvenes se acercaron a O-lan y se inclinaron ante ella, y la
enferma dio unos golpecitos sobre la cama y dijo:
—Sentaos aquí y bebed el vino y comed el arroz de vuestras bodas
para que yo lo vea. Y éste habrá de ser vuestro lecho conyugal, ya que yo
pronto no lo necesitare y seré llevada fuera.
Nadie le contestó cuando dijo esto, pero los dos jóvenes se sentaron
uno junto al otro, tímidos y silenciosos, y entonces la mujer del tío de Wang
Lung entró en el cuarto, con toda la importancia que requería la ocasión,
trayendo dos tazones de vino de los que bebieron, separadamente primero y
luego mezclando el vino de los dos tazones; y comieron arroz y mezclaron
ambas porciones, lo que significaba que sus vidas se habían unido y que
estaban casados. Entonces se inclinaron ante O-lan y ante Wang Lung y,
saliendo a la otra habitación, se inclinaron juntos ante los invitados
reunidos.
En seguida dio comienzo la fiesta, y los patios y las habitaciones se
llenaron de mesas, de olor a comida y de rosas, pues los invitados habían
venido de cerca y de lejos y allí estaban aquellos a quienes Wang Lung
había invitado y, con ellos, muchos a quienes Wang Lung no viera jamás en
su vida, pues se sabía que era un hombre rico y que la comida no sería
escatimada en una ocasión como aquélla. Cuckoo había hecho venir
cocineros de la ciudad, pues tenían que servirse muchas exquisiteces de las
que no es posible confeccionar en una cocina de labradores, y los cocineros
llegaron trayendo enormes cestas de comida ya guisada y que sólo hacía
falta calentar para poderse servir, y se daban mucha importancia blandiendo
sus delantales y yendo de aquí para allá con gran celo. Y todos comían y
bebían cuanto les era posible, y todos estaban muy alegres.
O-lan quiso tener todas las puertas abiertas y las cortinas corridas para
poder oír las voces y las risas y percibir el olor de la comida, y una vez y
otra le decía a Wang Lung, que entraba a menudo a preguntarle cómo
seguía:
—¿Tiene todo el mundo vino? ¿Está bien caliente el plato de arroz
dulce que debe estar en el centro de la fiesta, y le han puesto llana la medida
de azúcar y manteca, y las ocho frutas?
Cuando Wang Lung le aseguró que todo estaba conforme a su deseo,
pareció contenta y permaneció tranquila, escuchando.
Luego la fiesta terminó, los invitados partieron y llegó la noche. Y al
apagarse los ecos de la fiesta y hacerse el silencio en la casa, las fuerzas
abandonaron a O-lan y quedó débil y agotada y, llamando a los dos recién
casados, les dijo:
—Ahora estoy contenta y esta cosa que tengo en las entrañas puede
hacer lo que quiera. Hijo mío, mira por tu padre y por tu abuelo. Hija mía,
mira por tu esposo, y por su padre, y por su abuelo, y por la pobre tonta que
está ahí, en el patio. Y no tienes obligaciones con nadie más.
Esto último lo dijo refiriéndose a Loto, con quien nunca había hablado.
Luego cayó en un sopor agitado, pero todavía se quedaron con ella
esperando que hablase de nuevo. Una vez más se incorporó para hacerlo,
pero habló como si no supiera que estaban allí y aun como si no supiera
dónde ella misma se encontraba, pues dijo susurrando y volviendo la cabeza
a un lado y a otro con los ojos cerrados:
—Bueno, y si soy fea, así y todo he tenido un hijo; aunque no soy más
que una esclava, hay un hijo en mi casa.
Y de pronto volvió a decir:
—¿Cómo tiene aquélla que alimentarle y cuidarle como yo le cuido?
¡La belleza no da hijos!
Y se olvidó de todos y se quedó quieta, musitando. Entonces Wang
Lung hizo seña a los jóvenes de que se fueran, y él se sentó al lado de O-
lan, mientras ésta dormía y se despertaba inquietamente, y se la quedó
mirando. Y Wang Lung se odió a sí mismo, porque ahora que O-lan estaba
muriéndose, él veía de qué manera más horrible sus anchos labios
amoratados se apartaban de los dientes, descubriéndolos. De pronto,
mientras la miraba, ella abrió los ojos, que parecían empañados por una
extraña niebla, pues miró a Wang Lung y lo volvió a mirar asombrada
fijamente, como si no supiese quién era. Y de pronto dejó caer hacia atrás la
cabeza, que resbaló de la almohada redonda en que se apoyaba, se
estremeció y se quedó muerta.
Una vez muerta O-lan, le pareció a Wang Lung que le era imposible
permanecer con ella y llamó a la mujer de su tío para que lavase el cuerpo y
lo preparase para el entierro, y cuando esto estuvo hecho no quiso entrar de
nuevo en la habitación, sino que dejó que la mujer de su tío, su hijo mayor y
su nuera colocasen el cuerpo en el ataúd que él había comprado. Pero, para
consolarse, él se ocupó de ir a la ciudad y traer hombres que sellasen el
ataúd, según era costumbre, y fue a ver a un agorero y le preguntó qué día
podía escoger que fuese afortunado para entierros. El agorero encontró uno
que era dentro de tres meses, y, como éste era el más próximo que podía
encontrar, Wang Lung le pagó y se fue al templo de la ciudad, donde entró
en tratos con el abad para que le alquilase un espacio donde tener el ataúd
durante tres meses. Y el ataúd de O-lan fue traído al templo, pues le parecía
a Wang Lung que no podría sufrir tenerlo ante sus ojos en la casa.
Entonces, atento a que se cumpliese escrupulosamente cuanto había
que hacer por la muerta, Wang Lung se ocupó del luto propio y del de sus
hijos, y se hicieron zapatos de basta tela blanca, que es el color del luto, y se
ataron en torno de los tobillos tiras de lienzo blanco, y las mujeres de la
casa se ciñeron los cabellos con cordones de este mismo color.
Después de esto, y como a Wang Lung le era imposible dormir en la
habitación donde O-lan había muerto, cogió sus cosas y se trasladó a las
habitaciones de Loto, diciéndole a su hijo:
—Ve con tu esposa a la habitación donde tu madre vivió y murió,
donde te concibió y te dio a luz, y engendra allí a tus propios hijos.
De manera que los dos jóvenes se instalaron en el cuarto complacidos.
Entonces, y como si la muerte no pudiera abandonar fácilmente la casa
donde había entrado, el anciano padre de Lung, que había estado
trastornado desde que vio colocar el inerte cuerpo de O-lan en el ataúd, se
tendió en su lecho una noche, para dormir, y cuando la hija segunda entró
por la mañana a traerle el té, lo halló muerto en la cama, con la cabeza
echada hacia atrás y al aire la rala pelambrera de su barba.
Al verle, la muchacha gritó y echó a correr en busca de su padre, y
Wang Lung acudió presurosamente y encontró al anciano así. Su viejo
cuerpo, consumido y ligero, estaba tan rígido, frío y seco como un pino
nudoso: había muerto hacía horas, quizá tan pronto como se tendió en la
cama. Entonces Wang Lung lavó él mismo al anciano y lo colocó
suavemente en el ataúd que le había comprado, lo hizo sellar y dijo:
—Enterraremos a estos dos muertos de nuestra casa en el mismo día;
yo dispondré de un buen trozo de tierra en la colina para enterrarlos en ella,
y cuando yo muera yaceré también allí.
Hizo tal como dijera, y cuando hubo sellado el ataúd del anciano lo
colocó sobre dos bancos en el cuarto central y allí quedó hasta el día del
entierro. Le parecía a Wang Lung que era un consuelo para el anciano estar
allí, aunque fuese muerto, y sentíase cerca de él, pues Wang Lung se había
afligido por la muerte de su padre, pero no hasta la desesperación, porque
su padre era muy viejo y durante muchos años no había estado más que
medio vivo.
Cuando llegó el día señalado por el agorero, Wang Lung hizo venir
sacerdotes del templo taoísta, que llegaron vistiendo sus togas color gualda
y con sus largos cabellos anudados en la coronilla; e hizo venir sacerdotes
de los templos budistas, y éstos llegaron vistiendo sus largas togas grises,
con las cabezas afeitadas y en ellas las siete sagradas cicatrices. Estos
sacerdotes batían tambores y cantaron durante toda la noche por los dos
muertos, y si se callaban, Wang Lung ponía plata en sus manos y volvían a
cantar, siguiendo así hasta la madrugada.
Wang Lung había escogido un buen sitio, a la sombra de un árbol de la
colina, para las tumbas, y Ching las tenía cavadas y a punto, y entre ellas
había levantado una pared de tierra. Dentro del espacio de las paredes había
sitio para Wang Lung y para sus hijos y esposas y para los hijos de sus
hijos. Wang Lung no escatimó esta tierra, a pesar de que era alta y buena
para el trigo, porque era señal de la consolidación de su familia sobre su
propia tierra. Muertos y vivos descansarían sobre ella.
Cuando amaneció el día señalado, después que los sacerdotes hubieron
dado fin a la noche de cánticos, Wang Lung se vistió con una túnica de saco
blanco y dio una túnica igual a su tío y al hijo de su tío, y a cada uno de sus
hijos, y a la mujer de su primogénito, y a sus dos hijas. De la ciudad hizo
venir sillas de mano para que los llevaran, pues no era propio que fueran
andando al lugar del sepelio como si él fuera todavía un pobre y vulgar
individuo. De modo que por vez primera fue conducido a hombros y así
marchó tras el ataúd donde se hallaba O-lan, pero tras el de su padre iba
primero su tío.
Hasta Loto, que cuando O-lan vivía no podía presentarse ante ella
ahora que O-lan había muerto seguía el cortejo en una silla de manos para
que apareciese respetuosa con la primera mujer de su esposo. También para
la mujer y el hijo de su tío, Wang Lung alquiló sillas de mano, y a todos
entregó túnicas de tela de saco, y hasta para la pobre tonta alquiló una silla
y la metió en ella, aunque esto la aturdió y se puso a reír agudamente
cuando sólo hubieran debido oírse lamentos.
Entonces, doliéndose y llorando ruidosamente, se dirigieron a las
tumbas, seguidos a pie por Ching y los trabajadores, calzados con zapatos
blancos.
Wang Lung permaneció en pie ante las dos tumbas. Había hecho traer
del templo el ataúd de O-lan, el cual dejaron en el suelo para esperar que se
verificase primeramente el entierro del anciano. Y Wang Lung observó en
pie la ceremonia y su dolor era seco y duro, y no lloraba aparatosamente
como hacían otros, porque no tenía lágrimas en los ojos y le parecía a él que
lo que había sucedido, había sucedido y no podía haber hecho más de
cuanto hacia.
Pero cuando cayó la última paletada de tierra y las tumbas fueron
alisadas, volvióse silenciosamente, despidió la silla de manos y se encaminó
solo a su casa. Y en medio de su aflicción sobresalía extrañamente un
pensamiento claro y punzante que le torturaba, y era éste: que deseaba no
haberle quitado a O-lan las dos perlas el día aquel en que se hallaba lavando
sus ropas en el estanque, y que nunca más podría sufrir que Loto se las
pusiera en las orejas.
Y así, con estos pensamientos, se dirigió a su casa y se dijo:
«En esa tierra mía está enterrada más de una buena mitad de mi vida.
Es como si la mitad de mi mismo hubiera sido enterrada allí. Ahora la vida
será diferente en mi casa».
Y de pronto sollozó un poco y se secó los ojos con el dorso de la
mano, como un niño.
XXVII
Durante todo aquel tiempo, Wang Lung apenas se había preocupado de qué
cosecha fructificaba, tan atareado se había visto con los festejos de boda y
los entierros de su casa; pero un día Ching llegó a él y le dijo:
—Ahora que el gozo y el dolor han pasado, tengo algo que deciros de
la tierra.
—Di, pues —repuso Wang Lung—. Últimamente apenas he pensado si
tengo o no tierra, excepto para enterrar en ella a mis muertos.
Ching esperó unos minutos silenciosamente, en respeto a lo que decía
Wang Lung, y luego exclamó con blandura:
—Quiera el cielo evitarlo, pero parece como si este año fuese a haber
una inundación como nunca la ha habido, pues el agua se está hinchando ya
sobre la tierra, a pesar de que todavía no es verano ni tiempo para que esto
ocurra.
Pero Wang Lung respondió resueltamente:
—Todavía no he recibido favor alguno de ese viejo del cielo. Con
incienso o sin incienso es siempre el mismo en la desgracia. Y, al decir esto,
se levantó.
Ching, que era un hombre apocado y tímido, no se atrevía a clamar
contra el cielo como Wang Lung hacia, y por mal que fuesen las cosas,
solamente decía: «El cielo lo quiere», y aceptaba la inundación y sequía con
humildad. No así Wang Lung. Salió a sus campos, observando aquí y allá, y
vio que era cierto lo que Ching le había dicho. Todas las parcelas de terreno
que se hallaban junto al foso y que había comprado al Anciano Señor de la
Casa de Hwang estaban mojadas y pastosas por el agua que se filtraba del
fondo, de modo que el buen trigo de aquella tierra se había tornado amarillo
y enfermo.
El propio foso parecía un lago, y los canales, ríos de rápida y rizosa
corriente llena de pequeños remolinos. El más lerdo podía darse cuenta de
que, no habiendo llegado aún las lluvias estivales, iba a haber aquel año una
avasalladora inundación, y hombres, mujeres y niños se morirían de hambre
nuevamente. Entonces Wang Lung corrió de un lado a otro de sus tierras,
seguido por Ching como por una sombra silenciosa, y los dos juntos
decidieron en qué tierra podría sembrarse arroz y cuál otra estaría bajo el
agua antes de que pudiera sembrarse. Y al mirar los canales, a punto ya de
rebosar de sus márgenes, Wang Lung maldijo y exclamó:
—Ahora, ese viejo del cielo estará contento porque mirará hacia abajo
y verá a la gente muriendo de hambre y ahogándose, y eso es lo que ese
maldito quiere.
Dijo esto en voz alta y colérica, y al oírlo Ching se estremeció y dijo:
—Así y todo, es más poderoso que todos nosotros. No habléis así, mi
amo.
Pero, desde que era rico, Wang Lung habíase tornado indiferente, y
cuando lo parecía bien enfadarse, se enfadaba. Murmurando se dirigió
ahora a su casa, sin dejar de pensar en el agua, que iba a invadir sus tierras y
destruir sus buenas cosechas.
Y ocurrió lo que Wang Lung había previsto. El río del Norte rompió
sus diques, los más avanzados primeramente; y cuando los hombres vieron
lo que había sucedido, corrieron de aquí para allá reuniendo dinero para
remendarlos, y cada hombre daba lo que podía, pues era de interés para
todos mantener el río dentro de sus limites. Confiaron el dinero reunido al
magistrado del distrito, hombre nuevo y recién llegado a su cargo. Ahora
bien, este magistrado era pobre y en su vida había visto tanto dinero,
habiendo sido elevado a su posición hacía poco tiempo y gracias a la
liberalidad de su padre, que se había gastado cuanto tenía y podía pedir
prestado en comprarle este cargo a su hijo para que por él la familia pudiese
enriquecerse. Al desbordarse el río nuevamente, las gentes fueron gritando
y clamando a casa del magistrado porque no había cumplido su promesa y
hecho arreglar los diques, y el hombre huyó a esconderse, pues había
gastado el dinero, que ascendía a tres mil piezas de plata, en su propia casa.
Y los lugareños asaltaron su morada pidiendo su vida por lo que había
hecho, y al ver que iban a matarle, el magistrado saltó al agua y se ahogó,
calmándose así los ánimos.
Pero el dinero había desaparecido de todas maneras, y el río hizo saltar
otro dique, y otro, antes de conformarse con el espacio que se había abierto.
Entonces derrumbó las paredes de tierra hasta que nadie podía decir dónde
se habían alzado en todo aquel contorno, y el río se hinchó, se desparramó
como un mar sobre las buenas tierras de labranza, y en el fondo de aquel
mar quedó el trigo y el arroz.
Uno por uno, los pueblos se convirtieron en islas, y los hombres
miraron crecer las aguas, y cuando llegaron a dos palmos de sus viviendas
amontonaron camas y mesas y, convirtiendo las puertas de las casas en
almadías, apilaban sobre ellas sus bienes, ropas, mujeres y chiquillos. Y el
agua continuó subiendo, las paredes de tierra se ablandaron y
resquebrajaron, deshaciéndose en el agua y desapareciendo como si nunca
hubieran existido. Y entonces, como si el agua de la tierra llamase al agua
del cielo, llovió como para apagar una sequía. Día tras día caía la lluvia
incesantemente.
Wang Lung sentábase a la puerta de su casa y miraba hacia las aguas,
todavía lejanas de su casa, que estaba construida sobre una alta y ancha
colina. Pero las vio cubrir sus tierras y temió que llegaran a las tumbas
cavadas recientemente; más no alcanzaron a cubrirlas, aunque las olas de
agua amarillenta y arcillosa lamían ávidamente alrededor de los muertos.
Aquel año no hubo cosechas, y por todas partes la gente se moría de
hambre y muchos estaban iracundos por lo que les había sucedido aún otra
vez. Algunos partían hacia el Sur, y otros, furiosos, atrevidos y sin
escrúpulos, se unían a las bandas de ladrones que pululaban por doquiera en
aquellos lugares. Estas bandas trataron inclusive de sitiar la ciudad, de
manera que ésta cerró todas las puertas de la muralla, excepto una pequeña,
llamada la puerta del agua del Oeste, que permaneció abierta, pero guardada
por soldados, y por la noche se cerraba también.
Además de los que se dedicaban al robo y de los que partían al Sur a
trabajar y a mendigar como Wang Lung había hecho una vez con su anciano
padre, su mujer y sus hijos, había otros que, demasiado viejos, cansados y
tímidos, y faltos de hijos, como Ching, se quedaban en sus casas y sufrían
hambre, comiendo la hierba y las hojas que podían encontrar en los terrenos
altos y muriendo en gran número en la tierra y en el agua.
Entonces Wang Lung vio que una época de hambre como él jamás
había conocido les amenazaba, pues las aguas no se retiraban a tiempo para
poder plantar el trigo de invierno y no habría cosecha el año próximo. Y se
ocupó de su propia casa y del gasto de comida y de dinero, querellándose
acaloradamente con Cuckoo porque durante largo tiempo fue todavía a
comprar carne a la ciudad; alegrase Wang Lung de que, ya que debía haber
inundación, por lo menos el agua se mantuviese entre su casa y la ciudad, lo
que impedía que Cuckoo fuera al mercado cuando quisiese, pues Wang
Lung sólo permitía que se sacasen los botes cuando él lo ordenaba y Ching
le hacía caso a él y no a Cuckoo, a pesar de toda su ligereza de lengua.
Wang Lung, desde que llegó el invierno no dejaba que se vendiese o
comprase nada más que lo que el decía, y economizaba cuidadosamente
cuanto poseían. Diariamente le entregaba a su nuera la comida necesaria
para la casa y a Ching la de los trabajadores, aunque le dolía alimentar a
hombres ociosos, y tanto llegó a dolerle que al presentarse el frío invernal y
helarse las aguas mandó a los hombres al Sur a trabajar y mendigar hasta
que llegase la primavera; entonces podrían regresar a él. Solamente a Loto
le daba en secreto azúcar y aceite porque no estaba acostumbrada a pasar
privaciones. Incluso en el Año Nuevo no comieron otra cosa que un
pescado que ellos mismos pescaron en el lago y un cerdo que mataron en la
granja.
Pero Wang Lung no era tan pobre como pretendía, pues tenía buena
plata oculta en las paredes de la habitación donde su hijo dormía con su
esposa, aunque ellos no lo sabían, y tenía buena plata y hasta un poco de
oro en una jarra escondida en el fondo del lago de su campo más cercano, y
un poco entre las raíces de los bambúes; y tenía grano del año anterior que
no había vendido a los mercados, y no existía peligro de que se muriesen de
hambre en su casa.
Pero sí se morían en torno de ella, y recordó los gritos de la gente
famélica que se había agrupado una vez ante la casa grande y que él vio al
pasar junto a ella. Wang Lung sabía bien que muchos le odiaban porque aún
tenía de qué comer, él y sus hijos, y en previsión de lo que pudiera ocurrir
tenía cerradas las puertas de su casa y no dejaba entrar a nadie que no
conociese.
Pero le constaba que tal precaución no le habría salvado en estos
tiempos de ladrones y de ilegalidad si no hubiera sido por su tío. Bien sabía
Wang Lung que, de no ser por el poder de su tío, ya habrían asaltado su casa
para robarle la comida, el dinero y las mujeres que había en ella. De modo
que le trataba con extrema cortesía, lo mismo que a su hijo y a su mujer, y
los tres se hallaban en la casa como huéspedes de honor, bebían té antes que
los otros y eran los primeros en hundir sus palillos en las escudillas a las
horas de comer.
Ahora bien, pronto se dieron cuenta de que Wang Lung les temía, y
tornáronse altivos, exigiendo esto y lo otro y quejándose de lo que comían y
bebían. Especialmente se quejaba la mujer, pues notaba a faltar los ricos
manjares que comía con Loto y se quejó a su marido y los tres se quejaron a
Wang Lung.
Este veía que su tío se tornaba indiferente y perezoso con la edad y que
él no se hubiera tomado la molestia de protestar, pero su hijo y su mujer le
pinchaban y un día que Wang Lung estaba junto a la puerta de entrada oyó
que los dos instaban al viejo diciéndole:
—Tiene dinero y comida; pidámosle plata.
Y la mujer exclamó:
—Nunca tendremos otra ocasión como ésta, pues bien sabe que si tú
no fueras su tío y el hermano de su padre, ya habría sido robado y saqueado
y su casa estaría vacía y en ruinas. Pero le salva que tú estás
inmediatamente después del jefe de la banda de los Barbas Rojas.
Al oír esto, Wang Lung se encolerizó tanto que le parecía que la piel le
iba a estallar de ira, pero haciendo un esfuerzo guardó silencio y trató de
pensar en un plan para librarse de aquellos tres, aunque no se le ocurrió
nada que hacer. Por lo tanto, cuando su tío se le presentó al día siguiente
diciéndole: «Bueno, mi buen sobrino, dame un puñado de plata para
comprarme una pipa y algo que fumar; y mi mujer está harapienta y
necesita una túnica nueva», no supo qué contestar, y sacándose del cinturón
cinco piezas de plata se las entregó al viejo, aunque rechinando los dientes
en secreto, pues le parecía que ni aun en los días en que estaba escaso de
plata se había desprendido de ella de peor gana.
Pero dos días después su tío volvió a pedirle dinero, y otra vez, y otra,
hasta que por fin Wang Lung gritó:
—Bueno, ¿hemos de morirnos pronto de hambre? Y su tío se rió y dijo
descuidadamente:
—Tú estás bajo la protección del cielo. Hay hombres menos ricos que
tú y que cuelgan de las vigas de sus casas.
Cuando Wang Lung oyó esto, un sudor frío le empapó el cuerpo y
entregó la plata a su tío sin decir palabra. Y así, aunque en la casa no
comían carne, para aquellos tres había que traerla, y aunque el mismo Wang
Lung apenas probaba el tabaco, su tío fumaba incesantemente.
Ahora bien, el hijo de Wang Lung había estado abstraído por su
matrimonio y apenas veía lo que estaba pasando, aunque guardaba
celosamente a su esposa de las miradas de su primo. Estos dos ya no eran
amigos, sino todo lo contrario, y el hijo de Wang Lung no dejaba a su
esposa salir de su habitación, excepto al anochecer, cuando el otro partía
con su padre, pero durante el día le hacía permanecer encerrada en su
cuarto. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que aquellos tres manejaban a
su padre como querían, montó en cólera, pues era de genio vivo, y dijo:
—Bueno, si os interesan más esos tres tigres que vuestro propio hijo y
su esposa, la madre de vuestros nietos, es una cosa bien extraña y será
mejor que tengamos nuestra casa en otro sitio.
Entonces Wang Lung le dijo claramente lo que a nadie había dicho.
—Odio a estos tres más que a nada en el mundo, y si hallara un modo
de librarme de ellos, lo haría. Pero tu tío es jefe de una horda salvaje de
ladrones, y si yo los alimento y los mimo estamos seguros, y por eso nadie
puede demostrar enojo contra ellos.
Cuando el hijo de Wang Lung oyó esto, abrió tanto los ojos que
parecía que se le iban a salir de sitio, pero cuando hubo meditado unos
minutos sobre aquella revelación, se encolerizó más que nunca y dijo:
—¿Y qué os parecería este medio? Una noche, precipitémoslos al agua
a los tres. Ching puede empujar a la mujer, que es gorda y desvalida, y yo
empujaré al joven, mi primo, a quien detesto porque siempre está tratando
de ver a mi esposa, y vos podéis empujar al hombre.
Pero Wang Lung no podía matar; aunque hubiera preferido matar a su
tío que a su buey, no podía hacerlo, ni aun odiando, y exclamó:
—No, y aunque pudiera hacer eso; echar al agua al hermano de mi
padre, no lo haría, porque cuando los otros ladrones se enterasen, ¿qué sería
de nosotros? Y si él vive estamos seguros, y si desaparece seriamos como
las demás gentes que poseen algo y están en continuo peligro en tiempos
como éstos.
Entonces los dos hombres quedaron silenciosos, cada cual pensando
qué se podría hacer, y el joven vio que su padre tenía razón y que la muerte
era un medio fácil pero inútil, y que había que buscar otro.
Por fin, Wang Lung musitó:
—Lo conveniente sería que pudiésemos tenerlos en la casa, aunque
inofensivos y sin deseos. ¡Pero eso no es posible, sería cosa de magia!
Entonces el joven dio una palmada y exclamó:
—¡Me habéis indicado lo que hay que hacer! Vamos a comprarles opio
y más opio y dejarles fumar cuanto quieran, como hacen los ricos. Yo
pretenderé hacer las paces con mi primo y lo llevaré a una casa de té de la
ciudad donde se puede fumar, y para mi tío y su mujer podemos comprarlo.
Pero Wang Lung, como esta idea no se le había ocurrido a él primero,
vaciló en aceptarla.
—Va a costar mucho —dijo—, pues el opio cuesta tanto como el jade.
—Bueno, y dejarnos saquear por ellos cuesta todavía más caro —
discutió el joven—. Y además tenemos que sufrir su soberbia y las miradas
del joven a mi esposa.
Pero Wang Lung no quiso consentir en seguida, pues no era una cosa
tan fácil de hacer y además iba a costar una buena bolsa de plata.
Y probablemente no se habría realizado nunca y hubieran continuado
de la misma manera hasta que las aguas retrocediesen, si no hubiese
ocurrido una cosa. Y esta cosa era que el hijo del tío de Wang Lung puso
los ojos en la hija segunda, que era su prima, y por la sangre, lo mismo que
si fuera su hermana. Esta hija de Wang Lung era una muchacha sumamente
bonita, parecida al hijo segundo, al comerciante, en su pequeñez y ligereza,
pero sin la piel amarilla de aquél, pues la de ella era clara y pálida como flor
de almendro. Su nariz era menuda; sus labios, delgados y rojos, y sus pies,
chiquitos.
Una noche, cuando salía de la cocina, y atravesaba sola el patio, su
primo la cogió con rudeza, sujetándola contra él y apretándole una mano en
el pecho. La muchacha se puso a gritar y Wang Lung salió corriendo y
golpeó al joven en la cabeza, pero era como un perro que no quiere soltar
un trozo de carne robada, y, para libertar a su hija, Wang Lung tuvo
materialmente que arrancársela de las manos. Entonces el joven se rió
broncamente y dijo:
—Era solamente una broma. ¿No es mi hermana? ¿Y puede un hombre
hacer nada malo con su hermana?
Pero, mientras hablaba, los ojos le brillaban de lujuria, y Wang Lung
tiró de la muchacha y la mandó encerrarse en su habitación.
Aquella misma noche le contó a su hijo lo sucedido, y el joven se puso
muy serio y dijo:
—Tenemos que enviar a la doncella a la ciudad, a la casa de su
prometido; aunque el negociante Liu diga que es un año demasiado mala
para bodas, tenemos que mandarla, no fuera caso que no pudiéramos
conservarla virgen con este tigre ardiente en la casa.
Y Wang Lung lo hizo así. Al otro día fue a la ciudad, a casa del
negociante, y le dijo a éste:
—Mi hija tiene trece años, ya no es una niña y puede casarse. Pero Liu
dudó y dijo:
—No tengo suficientes beneficios este año para empezar una familia
en mi casa.
A Wang Lung le daba vergüenza decir: «Tenemos al hijo de mi tío en
casa, y es un tigre», así es que repuso solamente:
No quisiera tener cuidado de la doncella, porque su madre ha muerto,
es bonita, tiene edad de concebir y, como mi casa es grande y llena de esto y
de lo otro, me es imposible vigilarla siempre. Ya que ha de ser de vuestra
familia, dejad que su virginidad sea guardada aquí y casadla cuando
queráis.
Entonces el negociante, que era un hombre blando y bondadoso,
replicó:
—Bien, pues si es así, que venga la doncella. Yo hablaré con la madre
de mi hijo; aquí estará segura con su suegra, y pasadas las próximas
cosechas se podrá casar.
Así pues, quedó convenido y Wang Lung partió contento. Pero a su
regreso, al dirigirse hacia la puerta de la ciudad donde Ching le esperaba
con una barca, pasó ante una tienda de tabaco donde también vendían opio
y entró para comprarse un poco de tabaco picado que poner en su pipa por
las noches. Mientras el dependiente lo pesaba, Wang Lung le preguntó
involuntariamente:
¿Y cuánto vale vuestro opio, si lo tenéis?
Y el empleado respondió:
—En estos días no está permitido venderlo públicamente, pero si lo
queréis comprar y tenéis plata, lo pesamos en el cuarto detrás de éste, a una
pieza de plata por onza.
Entonces Wang Lung no quiso pensar más y dijo apresuradamente:
—Me llevaré seis onzas.
XXVIII
Después que hubo partido la hija segunda y Wang Lung se sintió libre de su
ansiedad por ella, le dijo un día a su tío:
—Ya que sois el hermano de mi padre, aquí tenéis un buen tabaco.
Abrió el frasco del opio y el viejo cogió la odorífera substancia, la olió,
se rió complacido y dijo:
—Alguna vez he fumado un poco de opio, aunque raramente, pues es
demasiado caro. Pero me gusta mucho.
Y Wang Lung le respondió con fingida indiferencia:
—Esto es solamente un poco que compré para mi padre cuando se hizo
viejo y no podía dormir por las noches. Pero no llegó a utilizarlo y hoy lo
encontré y me dije: «Ahí está el hermano de mi padre, y ¿por qué no ha de
emplearlo él antes que yo, que soy más joven, y no lo necesito aún?».
Tomadlo, pues, y fumadlo cuando lo deseéis o cuando tengáis dolor.
Entonces el tío de Wang Lung lo tomó codiciosamente, pues era cosa
grata de oler y algo que solamente los ricos usaban, y se compró una pipa y
fumó el opio tendido todo el día sobre su cama. Entonces Wang Lung se
ocupó de que se comprasen pipas y fueran dejadas aquí y allá, y fingió que
él mismo fumaba, aunque sólo se llevaba una pipa a su cuarto y la dejaba
allí hasta que se enfriaba. Y a sus dos hijos y a Loto no les permitía tocar el
opio, diciendo como excusa que era demasiado caro, pero lo procuró
liberalmente para su tío y para la mujer y el hijo de su tío, y la casa se llenó
del dulzón aroma. Pero Wang Lung no escatimó la plata para esto, porque le
traía la paz.
Ocurrió un día, cuando el invierno finalizaba y las aguas empezaban a
retroceder, de manera que Wang Lung podía andar por su tierra, que el
mayor de sus hijos le siguió y le dijo orgullosamente:
—Bueno, pronto habrá otra boca en la casa y será la boca de vuestro
nieto.
Al oír esto, Wang Lung volvióse, se rió frotándose las manos y dijo:
—¡Este es en verdad un gran día!
Y riéndose nuevamente fue a buscar a Ching y le dio orden de ir a la
ciudad a comprar pescado y buenos manjares que envió a la esposa de su
hijo, diciéndole:
Come y haz fuerte el cuerpo de mi nieto.
Durante toda la primavera, Wang Lung tuvo, para su consuelo, la idea
de este nacimiento que se preparaba. Y cuando estaba ocupado en otras
cosas pensaba en ello y se sentía confortado.
Según la primavera se convertía en verano, las gentes que habían
huido de la inundación regresaban. Uno por uno y grupo por grupo
regresaban, consumidos y exhaustos por el duro invierno y felices de volver
a sus lares, a pesar de que donde se habían levantado sus casas no había
ahora nada más que el barro amarillento de la tierra empapada en agua.
Pero de este barro se podían construir las casas otra vez y se podían traer
esterillas para cubrirlas. Mucha gente fue a Wang Lung a pedirle dinero
prestado, y él lo prestó a un interés alto, ya que la demanda era tan grande;
y la garantía que exigía siempre era tierra. Con el dinero prestado
compraban semilla para sembrar la tierra rica con la fuerza que había
dejado en ella el agua, y si necesitaban bueyes y más simientes y arados, y
no conseguían más dinero a préstamo, algunos vendían tierras y parte de sus
campos para poder plantar lo que restaba. Y de éstos Wang Lung adquiría
tierra y más tierra, y la adquiría barata porque necesitaban dinero. Pero
había algunos que no querían vender su tierra, y cuando no tenían con qué
comprar simiente, bueyes y arados, vendían a sus hijas; muchos fueron los
que se dirigieron a Wang Lung para venderlas, porque se sabía que era rico
y poderoso y hombre de buen corazón.
Y él, pensando constantemente en la criatura que iba a nacer y en las
otras que nacerían de sus hijos cuando se casaran, compró cinco esclavas,
dos de unos doce años de edad, con grandes pies y cuerpos vigorosos; dos
más jóvenes para servirles y llevar y traer cosas, y otra para el servicio
personal de Loto, pues Cuckoo se hacía vieja y desde que la segunda hija
partió no había habido nadie más para trabajar en la casa. Estas cinco
esclavas, Wang Lung las compró en el mismo día, pues era hombre
suficientemente rico para poder cumplir en seguida sus decisiones.
Y un día, mucho después de esto, llegó un hombre trayendo una
doncellita pequeña y delicada, de unos siete años de edad y deseando
venderla. Al principio, Wang Lung dijo que no, pues le parecía demasiado
pequeña y débil, pero a Loto le cayó en gracia la niña y dijo
caprichosamente:
—Quiero quedarme ésta porque es tan bonita, y la otra es basta y huele
a carne de cabra y no me gusta.
Wang Lung miró a la niña y vio sus lindos ojos asustados y la delgadez
de su cuerpecillo: y, en parte por complacer a Loto y en parte por ver a la
niña alimentada y gruesa, dijo:
—Bueno, pues así sea si tú lo quieres.
La compró, pues, por veinte piezas de plata y la pequeña fue a vivir a
las habitaciones de Loto y dormía a los pies de su cama.
Ahora le parecía a Wang Lung que podría tener paz en su casa. Cuando
retrocedieron las aguas, llegó el verano y la tierra estuvo preparada para
recibir la buena semilla, Wang Lung fue de aquí para allí mirando campo
por campo y discutiendo con Ching la calidad de cada suelo y los cambios
que debería haber en las cosechas para la fertilidad de la tierra. Y
dondequiera que iba se llevaba con él a su hijo menor, que había de seguir
con la tierra después de él, para que el muchacho aprendiera. Y Wang Lung
nunca veía si prestaba atención o no, pues caminaba con la cabeza baja y
tenía la expresión hosca y nadie sabía lo que pensaba.
Pero Wang Lung no se enteraba de lo que el muchacho hacia; sólo
sabía que estaba allí, caminando en silencio detrás de su padre. Y cuando
todo estuvo planeado. Wang Lung regresó a su casa satisfecho y se dijo:
«Ya no soy joven y no es necesario que trabaje con mis propias manos,
puesto que tengo hombres en mi tierra y tengo hijos y paz en mi casa».
Y, sin embargo, cuando entraba en su casa no había paz en ella. A
pesar de que le había dado una esposa al hijo, y a pesar de que había
comprado esclavas suficientes para servirlos a todos, y a pesar de que a su
tío y a la mujer de su tío les daba todo el opio que necesitaban para su
placer, no había paz en su casa. Y de nuevo era por el hijo de su tío y por su
propio hijo primogénito.
Parecía como si el hijo de Wang Lung no pudiese cesar en el odio que
sentía por su primo y en su sospecha de las malas intenciones que le
animaban. Bien había visto, con sus propios ojos, en los días de su
adolescencia, las malas artes de su primo, y las cosas habían llegado a tal
extremo que se negaba a abandonar la casa para ir a la ciudad, saliendo sólo
cuando el otro lo hacia, y sospechaba de sus intenciones con las esclavas y
aun con Loto, lo cual era innecesario, pues Loto engordaba y envejecía cada
día más y desde hacía mucho tiempo no le importaba nada más que sus
comidas y sus vinos, y no se hubiera tomado la molestia de hacerle caso aun
cuando él la hubiese solicitado. Loto se alegraba ahora hasta de que Wang
Lung viniese a ella cada vez menos según pasaban los años.
Aquel día, cuando, acompañado por su hijo menor, Wang Lung entró
en la casa, su primogénito le llevó aparte y le dijo:
—No quiero sufrir más a mi primo en la casa, y estoy cansado de sus
miradas furtivas y de su continuo haraganear con las ropas desabrochadas, y
de que no quite los ojos de las esclavas.
No se atrevía a decir: «Y hasta se atreve a mirar a vuestra propia
mujer», porque recordaba, con asco, que hubo un tiempo en que él mismo
andaba tras esta mujer de su padre, y ahora, viéndola gorda y más vieja, no
podía soñar que hubiera hecho tal cosa y sentíase amargamente
avergonzado y por nada del mundo lo hubiera traído a la memoria de su
padre. Guardó, pues, silencio sobre esto y tan sólo se refirió a las esclavas.
Wang Lung había llegado del mejor humor de sus campos, porque el
agua se iba alejando de la tierra y el aire era seco y caliente; y también
porque estaba contento de que su hijo menor hubiera ido con él. Así es que
contestó coléricamente a esta nueva complicación que surgía en su casa:
—Bueno, y tú eres un chiquillo necio por pasarte la vida pensando en
esto. Te has encariñado con tu mujer y te has encariñado excesivamente,
pues un hombre no ha de preocuparse tanto por la esposa que sus padres le
dieron. No es propio ni está bien que un hombre ame a su esposa con un
amor bobo y presuntuoso, como si fuese una ramera.
El joven se sintió herido por esto, pues lo que más temía era que
alguien le pudiera acusar de conducta incorrecta, como si fuera él un
hombre vulgar e ignorante, y repuso apresuradamente:
—No es por mi esposa. Es que su manera de portarse es impropia en la
casa de mi padre.
Wang Lung no le oyó. Estaba musitando enojadamente y dijo otra vez:
—¿Es que no terminarán nunca en mi casa estas guerras entre macho y
hembra? ¡Aquí estoy yo, envejecido; mi sangre se enfría y al fin me veo
libre de deseos! ¿Tendré que soportar los deseos y los celos de mis hijos?
Y al cabo de un rato gritó de nuevo:
—Bueno, ¿y qué quieres que haga?
El joven había esperado pacientemente que pasase el enojo de su
padre, pues tenía algo que decirle, y Wang Lung comprendió esto
claramente cuando le preguntó: «¿Qué quieres que haga?».
El joven contestó entonces firmemente:
—Quisiera que dejásemos esta casa y que nos fuéramos a vivir a la
ciudad. No está bien que continuemos viviendo en el campo como patanes;
podríamos dejar aquí a mi tío, su mujer y su hijo, y nosotros vivir seguros
tras las murallas de la ciudad.
Wang Lung se rió con una risa hiriente y breve al oír esto, y desechó el
deseo del joven como algo sin valor e indigno de tenerse en cuenta.
—Esta es mi casa —respondió enérgicamente, sentándose a la mesa y
cogiendo la pipa de agua de donde se hallaba—, y puedes vivir en ella o no,
según te plazca. Es mi casa y mi tierra, y si no fuera por la tierra nos
habríamos muerto de hambre, como les ha pasado a otros, y tú no podrías
pasearte con tus hermosas túnicas, descansado y ocioso como un estudiante.
Gracias a la buena tierra eres algo más que el hijo de un labrador.
Y Wang Lung se levantó y comenzó a dar zancadas por el cuarto
central comportándose zafiamente y escupiendo en el suelo como haría un
campesino, pues aunque por un lado se complacía en el refinamiento de su
hijo, por otro lado lo desdeñaba, y esto a pesar de que sabía que,
secretamente, estaba orgulloso de él, y orgulloso porque nadie que le viera
creería que sólo una generación le separaba de la tierra.
Pero el hijo mayor no estaba dispuesto a ceder y siguió a su padre,
diciéndole:
—Bueno, y ahí está esa vieja casa, la gran Casa de los Hwang. La
parte delantera está llena de gentuza, pero las habitaciones interiores están
cerradas y silenciosas. Podríamos alquilar algunas y vivir en paz, y vos y mi
hermano menor podríais ir y venir a la tierra y yo no viviría enfurecido por
ese perro de mi primo.
Y entonces, para persuadir a su padre, dejó que las lágrimas asomaran
a sus ojos, las forzó a caer sobre las mejillas, sin enjugarlas, y dijo de
nuevo:
—Yo trato de ser un buen hijo; no juego ni fumo opio y me contento
con la mujer que me habéis dado; os pido un poco de ayuda y eso es todo.
Wang Lung ignoraba si las lágrimas le habían o no conmovido, pero si
le conmovieron las palabras de su primogénito cuando dijo: «la gran Casa
de Hwang».
Wang Lung no había olvidado nunca que una vez había entrado
humildemente en aquella casa y llegado lleno de vergüenza a la presencia
de sus moradores, asustándose incluso del guardián. Esto había sido para él
un recuerdo de oprobio durante toda su vida, y lo detestaba. Durante toda su
vida había sentido que a los ojos de los demás hombres era inferior a los
que habitaban en la ciudad, y cuando permaneció en pie ante la Anciana
Señora de la casa grande, esta sensación alcanzó su crisis. Así es que
cuando su primogénito dijo: «Podríamos vivir en la casa grande», esta
posibilidad saltó con tanta fuerza en su imaginación que le pareció verla ya
realizada. «Podría sentarme donde se sentaba la anciana, y desde donde me
ordenó levantarme como si fuera un siervo. Si, podría sentarme allí ahora y
llamar así a otro hombre a mi presencia». Y musitó unas palabras y se dijo
de nuevo: «Si quisiera, podría hacer eso».
Dándole vueltas a este pensamiento, se volvió a sentar en silencio, sin
contestarle nada a su hijo; llenó la pipa de tabaco, y la encendió, fumando y
soñando en lo que podría hacer si quisiera.
Así, pues, aunque al principio no quería decir que tal vez consintiera ni
que haría cambio alguno, desde aquel momento se sintió más disgustado
que nunca con la haraganería del hijo de su tío, y le observó atentamente,
viendo que era verdad que ponía los ojos en las esclavas; y Wang Lung
musitó y se dijo:
«Yo no puedo vivir con ese perro lujurioso en mi casa».
Miró a su tío y vio que adelgazaba a fuerza de fumar opio, que tenía la
piel amarilla, que estaba viejo y encorvado y que echaba sangre cuando
escupía. Y miró a su tía y la vio arrugada como una col, entregada al opio y
contenta y amodorrada con él. Estos dos, poco trabajo le daban ahora, pues
el opio había surtido el efecto que Wang Lung deseara.
Pero aún quedaba el hijo de su tío, hombre sin casar todavía, lleno de
deseos como una bestia salvaje y reacio a caer a merced del opio, como
habían hecho los dos viejos, y a gastar su lascivia en sueños. Y Wang Lung
no deseaba casarle en la casa por miedo a la prole que creara, ya que uno
como él era suficiente. Tampoco se ocupaba en trabajo alguno, pues no
había necesidad ni nadie le obligaba a ello, como no pudiera llamarse
trabajo las horas que, por las noches, pasaba fuera de casa. Pero aun esto
ocurría con menos frecuencia, pues según los hombres regresaban a la
tierra, el orden volvía a reinar en los pueblos y en la ciudad, y los ladrones
se retiraron a las montañas, hacia el Noroeste, adonde el joven no quiso
seguirles, prefiriendo vivir de la bondad de Wang Lung. Era, pues, una
espina en la casa, por donde vagaba ociosamente, charlando, bostezando y a
medio vestir hasta el mediodía.
Por lo tanto, cuando Wang Lung fue un día a la ciudad a ver a su hijo
segundo en el mercado de granos, le preguntó:
—¿Qué te parece lo que desea tu hermano: que nos traslademos a la
ciudad y habitemos la casa grande, si es posible alquilar parte de ella?
Y el hijo segundo contestó:
—Que me convendría, pues entonces podría casarme y tener allí a mi
esposa, viviendo todos bajo un mismo techo como hacen las grandes
familias.
Wang Lung no se había ocupado nunca de la boda de su segundo hijo,
ya que éste era un muchacho frío y austero y jamás había mostrado señales
de lujuria. Además, Wang Lung había tenido otras preocupaciones. Sin
embargo, ahora dijo con cierta vergüenza, pues sabía que no había obrado
como era preciso con su hijo segundo:
—Hace mucho tiempo que vengo pensando en que habría que casarte,
pero con unas cosas y otras no he tenido tiempo, y con el hambre que ha
habido últimamente y la necesidad de evitar toda fiesta... Pero ahora que los
hombres pueden comer otra vez, se hará la boda.
Y secretamente buscó con el pensamiento una doncella. El hijo
segundo dijo entonces:
—Bueno, pues me casaré, ya que es una buena cosa y mejor que gastar
el dinero en una ramera cuando la necesidad obliga. Además, está bien que
un hombre tenga hijos. Pero no me deis una esposa que pertenezca a una
casa de la ciudad, pues estará siempre hablando de lo que había en casa de
su padre, como la mujer de mi hermano, y me hará gastar dinero y será un
disgusto para mi.
Wang Lung oyó esto con asombro, pues no sabía que su nuera fuese
así, viendo únicamente que era una mujer bastante bonita y cuidadosa de ser
siempre correcta en su comportamiento. Pero le parecía muy sensato lo que
decía su hijo, y se alegró de que fuese avisado e inteligente en la economía.
En realidad, apenas conocía a este muchacho, pues había crecido
débilmente junto al vigor de su hermano, y excepto por sus cuentos y
chismes no fue nunca un niño ni un joven a quien se hiciese gran caso, de
manera que, cuando partió para el mercado, Wang Lung se olvidó de él,
excepto para decir cuando alguien le preguntaba cuántos hijos tenía: «Tengo
tres hijos».
Ahora miró a este joven, su hijo segundo, y vio su cabello bien
cortado, liso y brillante, y su túnica de inmaculada seda gris, y vio que los
movimientos del joven eran agradables y sus pupilas enérgicas y discretas.
Y se dijo, lleno de sorpresa:
«¡Bueno, y éste también es mi hijo!».
Y en voz alta exclamó:
—¿Qué clase de doncella te gustaría, pues?
Entonces el joven contestó tan simple y decididamente como si lo
hubiera pensado de antemano:
—Deseo una doncella de pueblo, de buena familia terrateniente y sin
parientes pobres; una doncella que no sea ni fea ni hermosa, que traiga una
buena dote y que sepa cocinar, para que, aunque haya sirvientes en la
cocina, ella los vigile. Y ha de ser mujer que, si compra arroz, compre lo
suficiente y no un puñado de más, y si compra tela, el vestido esté bien
cortado y los retales que le sobren le quepan en la mano. Quiero una
doncella así.
Wang Lung se asombró todavía más al oírle hablar de esta manera,
pues no conocía la vida de este joven, aunque fuera su hijo. No era una
sangre así la que corría por su propio cuerpo lujurioso cuando era joven, ni
por el cuerpo de su hijo primogénito; sin embargo, admiraba su sabiduría y
le dijo riéndose:
—Bueno, pues buscaré una muchacha como ésta; Ching se encargará
de buscarla por los pueblos.
Y todavía riendo, se marchó; descendió por la calle de la casa grande y
dudó junto a los leones de piedra y luego, como no había nadie para
detenerle, entró en la casa. Las habitaciones delanteras estaban como las
recordaba de cuando fue a buscar a la ramera a quien temía por su hijo. De
los árboles colgaban piezas de ropa puestas a secar y por todos sitios había
mujeres sentadas y parloteando mientras metían y sacaban la aguja de las
suelas de zapatos que estaban haciendo, y los chiquillos rodaban desnudos y
polvorientos sobre las losetas de los patios. El lugar apestaba al olor de la
chusma que invade la casa de los grandes cuando los grandes desaparecen.
Y Wang Lung miró hacia la puerta del cuarto donde había vivido la ramera,
pero la puerta estaba abierta y otra persona vivía ahora allí: un viejo; Wang
Lung se alegró de esto y siguió adelante.
En los tiempos pasados, cuando la opulenta familia vivía en la
mansión, Wang Lung se hubiera sentido igual a toda aquella chusma y
enemigo de los poderosos, odiándolos y temiéndolos a un tiempo. Pero
desde que tenía plata y oro escondidos despreciaba a ésta gentuza que
pululaba por dondequiera y se abrió camino entre ella con la cabeza
levantada y respirando ligeramente por la peste que despedía. Y la
despreció y sintió rencor contra ella como si él mismo perteneciese a la casa
grande.
Atravesó los patios y habitaciones dirigiéndose hacia la parte de atrás,
aunque por pura curiosidad y no porque hubiera decidido nada todavía; al
fin llegó a una puerta cerrada junto a la cual dormitaba una mujer y la miró
y vio que era la esposa picada de viruelas del antiguo guardián. Esto le
sorprendió, pues la recordaba como una mujer de mediana edad, fresca y
rolliza, y ahora era una vieja macilenta, llena de arrugas, con el pelo blanco
y los dientes sueltos en sus quijadas como raigones amarillos. Mirándola,
Wang Lung se dio cuenta de cuántos y que rápidos eran los años que habían
transcurrido desde que él llegó aquí con su primer hijo en los brazos, y por
vez primera sintió el peso de la vejez cayéndole encima. Entonces le dijo a
la mujer con tristeza:
—Despertad y abridme la puerta.
La vieja se despertó, parpadeando y pasándose la lengua por sus labios
resecos, y repuso:
—No debo abrir para nadie, excepto para los que quieran alquilar toda
la parte interior de la casa.
Y Wang Lung dijo de pronto:
—Bueno, tal vez la alquile yo si me gusta.
Pero no le dijo a la mujer quién era, y la siguió en silencio recordando
el camino. Allí estaban los patios y estancias, allí el pequeño cuarto donde
dejó el cesto, aquí las largas balconadas sostenidas por frágiles columnas
rojas. La siguió hasta el mismo gran salón y su imaginación dio un salto
atrás hacia el pasado cuando estuvo aquí en pie, esperando que le diesen
como esposa a una esclava de la casa. Y ante él tenía ahora la gran tarima
labrada sobre la que se había sentado la Anciana Señora, envuelto su frágil
cuerpo en plateado satén.
Y movido por un extraño impulso, Wang Lung se adelantó, fue a
sentarse donde ella se había sentado y puso la mano sobre la mesa. Desde
aquella eminencia contempló a la vieja bruja que le miraba parpadeando, en
espera silenciosa de lo que él decidiera. Entonces, una satisfacción que
había deseado toda su vida sin saberlo, inundó como una marejada el
corazón de Wang Lung, y dando con la mano sobre la mesa exclamó de
pronto:
—¡Me quedo con esta casa!
XXIX
Cuando Wang Lung decidía ahora algo, lo quería realizar inmediatamente.
Según envejecía aumentaba su impaciencia por terminar las cosas y poder
sentarse, al caer la tarde, ocioso y en paz a ver morir el sol, y a dormir un
poco después de haber dado un paseo por sus tierras.
Le dijo, pues, a su primogénito lo que había sucedido y le ordenó
ocuparse del asunto, llamando también a su hijo segundo para que viniese a
ayudar en el traslado. Y un día, cuando todo estuvo preparado, se
trasladaron a la otra casa; primero Loto y Cuckoo con sus esclavas y bienes,
y luego el primogénito de Wang Lung con su esposa y sus servidores y las
demás esclavas.
Pero Wang Lung no quería irse en seguida y se quedó, reteniendo con
él a su hijo menor. Llegado el momento de abandonar su tierra, no podía
hacerlo fácilmente ni con tanta rapidez como creyera, y les dijo a sus dos
hijos cuando le instaron a dejarla:
—Bueno, pues preparadme un departamento para mí solo y cuando
quiera ir, iré. Será un día antes de que nazca mi nieto, y cuando lo desee
volveré a mis tierras.
Y cuando tornaron a instarle dijo:
—Bueno, y hay que contar con mi pobre tonta, y no sé si debe dejarla
o no, pero tendré que llevármela, porque si yo no me cuido de ella, nadie lo
hará.
Wang Lung dijo esto como un reproche a la esposa de su primogénito,
que no podía sufrir que la pobre tonta se le acercase, y hacía dengues y
ascos y decía: «Una persona así no debería vivir, y es suficiente para
malograr la criatura que llevo en mi con sólo mirarla». Y el primogénito de
Wang Lung recordó el desagrado que sentía su esposa y se calló. Entonces
Wang Lung se arrepintió de su reproche y dijo blandamente:
—Iré cuando se haya encontrado la doncella que ha de casarse con el
hijo segundo, pues es más fácil permanecer aquí, donde está Ching, hasta
que el asunto esté arreglado.
El primogénito dejó, pues, de insistir.
No quedó en la casa nadie más que el tío, su mujer y su hijo, y Ching y
los trabajadores, además de Wang Lung y la tonta. Y el tío se trasladó con
los suyos a las habitaciones que habían sido de Loto y se instaló allí como
en su casa. Pero esto no enojó demasiado a Wang Lung, pues veía que no le
quedaban a su tío muchos días de vida, y cuando el viejo hubiera muerto, su
deber hacia aquella generación habría terminado, y si el joven no se portaba
bien, nadie podría acusar a Wang Lung si lo echaba de la casa.
Ching y los trabajadores se trasladaron también a la casa, ocupando las
habitaciones exteriores, mientras Wang Lung y la tonta vivían en las del
centro. Y Wang Lung asalarió una mujer robusta para que los sirviera.
Y así durmió y descansó y se despreocupó de todo, pues estaba de
pronto muy cansado y había paz en la casa. Nadie le causaba ahora
tribulaciones, pues su hijo menor era un muchacho silencioso, al que veía
poco, y apenas sabía nada de él.
Pero al fin Wang Lung entró en acción para ordenarle a Ching que le
buscara una doncella con quien casar al hijo segundo.
Ching estaba viejo, lacio y flaco como un junco, pero aún tenía la
fuerza de un viejo perro fiel, aunque Wang Lung ya no le permitía coger la
azada ni seguir a los bueyes tras el arado. Pero todavía era útil, pues
vigilaba el trabajo de los otros y las medidas de grano cuando éste era
pesado. Así es que cuando Wang Lung le dijo lo que deseaba que hiciera,
Ching se lavó, se puso su túnica buena de algodón azul y fue de aquí para
allí, de un pueblo a otro, y vio a muchas doncellas y al fin regresó y dijo:
—De buen grado preferiría tener que buscar una esposa para mí que
para vuestro hijo, pero si fuera para mi, y yo fuese joven, hay una doncella,
tres pueblos más allá, una doncella buena, robusta y cuidadosa, sin más
defectos que una risa fácil; su padre consiente y estaría contento de unirse a
vuestra familia por su hija. La dote es buena para estos tiempos, y el padre
tiene tierras, pero le he dicho que no podía prometer nada hasta que vos lo
hicierais.
A Wang Lung le parecieron aceptables las condiciones y además
estaba ansioso de terminar este asunto, así es que dio su promesa y cuando
llegaron los papeles puso su marca en ellos y se sintió aliviado y dijo:
—Ahora ya sólo me queda el pequeño por casar y habré terminado con
todas las bodas. Me alegro de estar tan cerca de la paz.
Y cuando los trámites se terminaron y se fijó el día de la boda, se sentó
al sol y descansó y durmió como su padre lo había hecho.
Entonces le pareció a Wang Lung que, como Ching tornábase cada día
más débil por la edad, y el cada día más pesado y soñoliento por la edad y
la comida, y como su hijo menor era demasiado joven todavía para llenarle
de responsabilidades, lo mejor sería dar en arriendo algunos de sus campos
más lejanos a otros hombres del pueblo. Así lo hizo en efecto, y muchos
fueron los que llegaron a Wang Lung de los pueblos cercanos para
arrendarle sus tierras, quedando decidido que el pago sería: la mitad del
beneficio para Wang Lung porque era el dueño de la tierra y la otra mitad
para el que la arrendaba, por su trabajo. Había, además, otras cosas que
cada uno debía proveer: Wang Lung ciertos abonos y residuos de ajonjolí,
que traería de su molino de aceite después de que el ajonjolí hubiera sido
molido; y el arrendatario, ciertas cosechas para uso de la casa del
propietario.
Entonces, y ya que su administración no era necesaria, Wang Lung iba
a la ciudad algunas veces y dormía en la habitación que tenía dispuesta,
pero al hacerse de día regresaba a la tierra, atravesando la puerta de la
ciudad tan pronto como la abrían al llegar el alba. Y aspiraba el fresco olor
de los campos, y cuando llegaba a su propia tierra se sentía feliz.
Entonces, y como si los dioses fueran bondadosos por una vez y
quisieran darle paz en su ancianidad, el hijo de su tío, que andaba inquieto y
aburrido por la casa, silenciosa ahora y sin más mujeres que la robusta
mujer de servicio, casada con uno de los trabajadores, el hijo de su tío oyó
hablar de una guerra que había en el Norte y le dijo a Wang Lung:
—Dicen que hay guerra al norte de nosotros y quiero ir y tomar parte
en ella para tener algo que hacer y para ver algo. Haré esto si me dais plata
para comprarme más ropas y cobertores de cama y un fusil extranjero que
llevar al hombro.
Al oír esto, a Wang Lung le saltó el corazón de gozo, pero lo disimuló
astutamente y, pretendiendo que dudaba, exclamó:
—Tú eres el único hijo de mi tío y después de ti no hay nadie más para
continuar su sangre. ¿Qué pasará si te vas a la guerra?
Pero el joven contestó riéndose:
—Yo no soy ningún tonto y no me he de colocar donde mi vida
peligre. Lo que deseo es un cambio, y viajar, y ver otros lugares antes de
que sea demasiado viejo.
Wang Lung, pues, le dio la plata y tampoco esta vez le dolió
desprenderse de ella, diciéndose:
«Bueno, y si lo que quiere es eso, habré terminado con esta maldición
en mi casa».
Y pensó de nuevo:
«Bueno, y quizá lo maten, si mi buena suerte continúa, pues a veces
hay quienes mueren en la guerra».
Entonces se sintió del mejor humor, aunque no lo demostraba, y
consoló a la esposa de su tío cuando ésta lloró un poco al saber que su hijo
se marchaba. Le dio también un poco más de opio y le encendió la pipa,
diciéndole:
—Bueno, seguramente llegará a ser un oficial militar y todos nos
cubriremos de honor por él.
Y por fin hubo paz. En la casa de campo ya no quedaban más que los
dos durmientes, y en la de la ciudad se acercaba la hora en que el nieto de
Wang Lung debía venir al mundo.
Según esta hora se acercaba, Wang Lung permanecía más y más en su
residencia de la ciudad, y paseaba por las estancias con perpetuo asombro,
maravillándose de que en esta casa, que había albergado a la poderosa
familia de Hwang, vivieran ahora él y su mujer, y sus hijos y las esposas de
sus hijos. Y ahora iba a nacer un nieto de la tercera generación.
Su corazón rebosaba contento y ahora le parecía a Wang Lung que
nada era suficiente para su riqueza. Compró metros de seda y de satén para
cada uno de ellos, pues parecía mal que sobre las sillas labradas y junto a
las mesas de ébano del Sur se vieran túnicas ordinarias de algodón; de éstas
compró para las esclavas, buenas túnicas de algodón azul para que ninguna
tuviera que llevar nada en mal uso. Hizo esto y se sentía contento cuando
las amistades que su primogénito había adquirido en la ciudad venían a la
casa, y orgulloso de que vieran lo que en ella había.
Y Wang Lung quiso ahora comer manjares delicados, y él, que se
había sentido satisfecho con buen pan de trigo y unas cabezas de ajos, ahora
que dormía hasta tarde y no trabajaba en la tierra no se contentaba
fácilmente con según qué platos y probaba retoños de bambú de invierno y
huevos de langostinos, pescados del Sur y mariscos de los mares del Norte,
y cuantas exquisiteces son servidas únicamente a la mesa de los ricos para
estimularles el apetito. Y sus hijos comían de todo esto y Loto también, y al
ver a lo que habían llegado las cosas, Cuckoo rió y dijo:
—Bueno, pues es lo mismo que en los viejos días, cuando yo estaba en
estas salas, sólo que ahora mi cuerpo está macilento y seco y no sirve para
un anciano señor.
Al decir esto miró a Wang Lung maliciosamente y se rió de nuevo, y él
pretendió no enterarse de su impudicia, pero se sintió halagado porque le
había comparado al Anciano Señor.
Así pues, dentro de esta existencia lujosa, durmiendo cuando querían y
levantándose cuando querían, Wang Lung esperaba a su nieto. Y una
mañana oyó los lamentos de una mujer y al dirigirse a las habitaciones de
su hijo mayor éste le salió al encuentro y le dijo:
—La hora ha llegado, pero Cuckoo dice que será lento, porque la
mujer es muy estrecha. Será un parto difícil.
Wang Lung regresó, pues, a su cuarto y se sentó, escuchando los gritos
y sintiéndose por primera vez en muchos años asustado y necesitado de
alguna ayuda espiritual. No tardó en levantarse, y dirigiéndose a la tienda
de incienso compró un poco, y lo llevó al templo de la ciudad, donde mora
la diosa de la misericordia en su alcoba dorada. Allí llamó a un sacerdote
desocupado, le dio dinero y le rogó que pusiera incienso ante la diosa,
diciendo:
—Esta mal que sea yo, un hombre, quien haga esto, pero mi nieto está
a punto de nacer, y la labor es dura para la madre, que es una mujer de
ciudad y demasiado estrecha, y la madre de mi hijo ha muerto y no hay ni
una mujer para ofrecer el incienso.
Entonces, y mientras contemplaba al sacerdote arrojarlo dentro de la
urna que ardía ante la diosa, pensó con súbito horror: «¿Y si en lugar de un
nieto es una niña?». Y exclamó:
—Bueno, y si es un nieto pagaré una nueva túnica roja para la diosa,
¡pero no daré nada en absoluto si es una niña!
Salió del templo presa de gran agitación, pues no se le había ocurrido
esto: que podía no ser un nieto, sino una niña, y fue a la tienda y compró
más incienso. Aunque el día era caluroso y por las calles había un palmo de
polvo, encaminó sus pasos hacia el pequeño templo rural donde estaban los
dos que protegían los campos y la tierra y les encendió el incienso
diciéndoles:
—¡Bueno, hemos cuidado de vosotros mi padre, yo y mi hijo, y ahora
llega el fruto de mi hijo y si no es un nieto no habrá nada para vosotros dos!
Y habiendo hecho cuanto estaba en su mano, regresó a sus
habitaciones, sumamente cansado, y se sentó ante su mesa. Hubiera deseado
que una esclava le trajese té y que otra le trajese una toalla mojada en agua
caliente y luego exprimida para limpiarse el rostro, pero a pesar de sus
palmadas no acudía nadie. No se ocupaban de él, y aunque la gente de la
casa no cesaba de correr de aquí para allá, no se atrevía a detener a nadie y
preguntar qué clase de criatura había nacido si es que había nacido ya.
Permaneció allí sentado, rendido y polvoriento, sin que nadie le hablara.
Al fin, cuando había esperado tanto tiempo que le parecía que ya debía
empezar a anochecer, entró Loto oscilando sobre sus menudos pies, debido
a su peso excesivo, y apoyándose en Cuckoo. Y Loto rió y le dijo
ruidosamente:
—Bueno, ya hay un hijo en la casa de tu hijo, y tanto la madre como la
criatura viven. Yo he visto al recién nacido y es hermoso y robusto.
Entonces Wang Lung se levantó, frotó las manos una contra otra,
volvió a reírse y exclamó:
—Bueno, y yo he permanecido aquí sentado como un hombre con su
propio primogénito a punto de venir al mundo, y sin saber qué hacer y
asustado de todo.
Y cuando Loto se hubo marchado a sus habitaciones empezó a musitar
y se dijo:
«Bueno, yo no me asusté así cuando aquella otra tuvo su primer hijo,
mi primogénito».
Se quedó silencioso y recordó aquel día, y cómo O-lan había entrado
sola en el cuartito oscuro y cómo sola y silenciosamente había dado a luz
hijos, y otra vez hijos, e hijas, y cómo luego regresaba a los campos a
trabajar junto a él. Y aquí estaba ésta, la mujer de su hijo, que gritaba con
los dolores como una criatura y tenía a todas las esclavas corriendo de aquí
para allí por la casa y a su esposo junto a su puerta.
Y recordó, como uno recuerda un sueño ha largo tiempo soñado, cómo
O-lan descansaba un poco de su trabajo y se sentaba a amamantar al niño, y
la leche rica y blanca corría de su pecho y salpicaba la tierra. Y todo esto
parecía tan lejano que diríase que nunca había ocurrido.
Entonces entró su hijo sonriente y lleno de importancia, y dijo
ruidosamente:
—El hombre niño ha nacido, padre mío, y ahora tenemos que buscar
una mujer para que lo amamante con sus pechos, pues yo no quiero que mi
esposa estropee su belleza y agote sus fuerzas criando.
Y Wang Lung contestó tristemente, aunque no sabía la causa de su
tristeza:
—Bueno, pues si ha de ser así, que así sea, ya que no puede criar a su
propio hijo.
Cuando el niño cumplió un mes, su padre, el hijo de Wang Lung, dio la
fiesta del nacimiento invitando a mucha gente, al padre y a la madre de su
esposa y a todos los grandes de la ciudad. Y mandó teñir de escarlata
muchos de cientos de huevos, que se dieron a los invitados y a todos los que
mandaban invitados, y en la casa todo eran festejos y alegría porque la
criatura era un hermoso niño, había pasado su décimo día y estaba vivo, y
esto era un temor descartado y todos se alegraban de ello.
Y cuando la fiesta del nacimiento hubo terminado, el hijo de Wang
Lung se acercó a su padre y le dijo:
—Ahora que hay tres generaciones en esta casa, deberíamos tener las
tablas de los antepasados que poseen las grandes familias para adorarlas en
las festividades, pues ahora somos también nosotros una familia
establecida.
Esto agradó a Wang Lung en extremo y dio orden de que la
proposición de su hijo se llevara a cabo. No tardaron, pues, en verse las
tablas en el salón, puestas en línea; en una tabla, el nombre del abuelo de
Wang Lung y el de su padre, y libres los otros espacios para Wang Lung y
sus hijos cuando muriesen. Y el primogénito compró una urna de quemar
incienso y la puso ante ellas.
Cuando esto quedó hecho, Wang Lung recordó la túnica roja que había
prometido a la diosa de la misericordia, y se dirigió al templo a entregar el
dinero para adquirirla.
Y al regresar de él y como los dioses no pudieran dar sin cobrarlo de
alguna manera, llegó corriendo un hombre de los campos a decirle que de
pronto Ching se estaba muriendo y había preguntado si Wang Lung querría
ir a verlo morir. Y Wang Lung, al escuchar al jadeante mensajero, gritó
coléricamente:
—¡Bueno, supongo que ese maldito par del templo tiene celos ahora
porque le he regalado una túnica roja a la diosa de la ciudad, y supongo que
no se han enterado de que el poder de ellos es sobre la tierra y no sobre los
nacimientos!
Y aunque tenía ya servida la comida del mediodía, se negó a comer, y
aunque Loto insistía en que no saliera hasta que el sol comenzara a ponerse,
no le hizo caso y salió. Entonces, viendo que no lograba detenerle, Loto
envió tras él una esclava llevando una sombrilla de papel aceitado, pero
Wang Lung corría tanto que la robusta muchacha tenía dificultad en cubrirle
la cabeza.
Wang Lung entró inmediatamente en la habitación donde Ching yacía,
gritándoles a todos:
—¿Cómo ha ocurrido esto?
El cuarto estaba lleno de obreros agrupados, que respondieron con
prisa y confusión:
—Se empeñó en trabajar en la trilla... Le dijimos que no debía hacerlo,
a su edad... Hay un trabajador que es nuevo... y no sabía sujetar el mayal...
Ching quiso enseñarle... Es trabajo duro para un hombre viejo...
Entonces Wang Lung gritó con voz terrible:
—¡Traedme a ese trabajador!
Empujaron a éste a la presencia de Wang Lung y allí aguardó,
temblando y chocando sus desnudas rodillas una contra otra. Era un tosco
mozo de campo, robusto y colorado, con los dientes sobresaliéndole por
encima del labio inferior y con los ojos redondos y apáticos como los de un
buey. Pero Wang Lung no le tuvo lástima. Le abofeteó en ambas mejillas y
luego cogió la sombrilla de manos de la esclava y golpeó al muchacho en la
cabeza, sin que nadie se atreviera a detenerle, no fuese que la cólera se le
subiera a la cabeza y, a su edad, le envenenara. Y el patán aguantó la
rociada humildemente, gimoteando y chupándose los dientes.
Entonces Ching se quejó desde la cama donde yacía y Wang Lung tiró
la sombrilla y gritó:
¡Ahora éste se va a morir mientras yo golpeo a un imbécil!
Y se sentó al lado de Ching, tomándole una mano. Era una mano tan
ligera, seca y pequeña como una hoja de roble marchita, y era imposible
creer que la sangre circulase por ella, tan seca y ligera estaba. Pero el rostro
de Ching, que era siempre pálido y amarillo, tenía ahora un color oscuro y
se hallaba salpicado de su escasa sangre; y sus ojos medio cerrados estaban
ciegos, y empañados, y su respiración iba y venía por accesos. Wang Lung
se inclinó sobre él y le dijo alto al oído:
—¡Aquí estoy yo, y te compraré un ataúd inferior únicamente al de mi
padre!
Pero los oídos de Ching estaban llenos de sangre, y si oyó a Wang
Lung no dio señales de ello, sino que siguió jadeando y muriéndose, y así se
murió.
Cuando hubo muerto, Wang Lung se inclinó sobre él y lloró como no
había llorado al morir su padre; y encargó un ataúd de la mejor clase, llamó
sacerdotes para el entierro y siguió tras él a pie y vestido de blanco en señal
de luto. Hizo incluso que su hijo primogénito se pusiera bandas blancas en
los tobillos como si hubiera muerto un pariente, a pesar de que su hijo
protestó:
—Era solamente un servidor de confianza, y no está bien ponerse luto
por un criado.
Pero Wang Lung le obligó a ello durante tres días. Y si Wang Lung
hubiera podido hacer enteramente como era su deseo, habría enterrado a
Ching dentro de la muralla de tierra donde reposaban su padre y O-lan. Pero
sus hijos se negaron y protestaron diciendo:
—¿Deben nuestra madre y nuestro abuelo yacer con un criado? ¿Y
nosotros también, cuando llegue nuestra hora?
Y entonces Wang Lung, porque no podía contender con ellos y porque
a su edad quería paz en la casa, enterró a Ching en la entrada de la muralla
y se sintió consolado con lo que había hecho y se dijo:
«Bueno, ya está bien así, porque siempre ha sido para mí un guardián
contra el mal».
Y dio orden a sus hijos de que cuando él muriera le enterrasen lo más
cerca posible de Ching.
Entonces Wang Lung fue con menos frecuencia que nunca a sus
tierras, porque ahora que Ching no estaba le abrumaba tener que ir solo, y
además estaba cansado del trabajo y los huesos le dolían cuando cruzaba
solo los duros campos. De manera que dio en arriendo toda la tierra que
pudo y la gente la tomó con avidez, porque se sabía que era buena tierra.
Pero Wang Lung no quiso hablar nunca de vender un solo palmo de ningún
campo y únicamente la arrendaba a un precio dado y por un año cada vez.
Así sentía que la tierra era suya todavía y que estaba en sus manos.
Designó a uno de los trabajadores con su esposa y sus hijos para que
vivieran en la casa de campo y cuidasen de los dos fumadores de opio. Y
entonces, viendo los ojos pensativos de su hijo menor, exclamó:
—Bueno, puedes venir conmigo a la ciudad, y me llevaré también a mi
tonta y vivirá conmigo en mi departamento. Esto es demasiado solitario
para ti ahora que Ching no está, y sin él aquí no estoy muy seguro de que
tratarán bien a la pobre tonta, ya que no hay nadie para decirme si le pegan
o si le dan mal de comer. Y tampoco hay nadie para enseñarte a ti en lo que
concierne a la tierra, ahora que Ching no está.
Así es que Wang Lung se llevó a su hijo menor y a su tonta y a partir
de entonces apenas volvió, durante mucho tiempo, a su casa de campo.
XXX
Ahora le parecía a Wang Lung que no existía nada que pudiera desear en su
actual condición; ahora podría sentarse al sol junto a su tonta y fumar en
paz su pipa de agua, ya que la tierra estaba atendida y el dinero llegaba de
ella a sus manos sin que él tuviera que preocuparse por nada.
Y así hubiera sucedido, en efecto, de no ser por aquel hijo suyo
primogénito, que no estaba nunca satisfecho con lo que tenía, sino que
siempre estaba esperando más; y por fin tuvo que ir a su padre y decirle:
—En la casa hacen falta muchas cosas; no debemos creer que somos
una gran familia por el hecho de que vivamos en estas habitaciones
interiores. Antes de seis meses debe tener lugar la boda de mi hermano y no
tenemos sillas suficientes para sentar a los invitados, y no tenemos
bastantes mesas ni bastantes platos ni bastante nada en estos cuartos.
Además es una vergüenza invitar gente y que se vea obligada a cruzar las
grandes puertas y entrar en la casa pasando entre toda esa chusma ruidosa y
apestosa del exterior. Sin contar con que debiendo casarse mi hermano y
con sus hijos y los míos por venir, necesitamos también las habitaciones
delanteras.
Entonces Wang Lung miró a su hijo, que iba lujosamente ataviado, y
cerró los ojos, dio una fuerte chupada a la pipa y gruñó:
—Bueno, y otra vez ¿qué es lo que pasa?
El joven vio que su padre estaba cansado de él, pero dijo tercamente y
levantando un poco la voz:
—Yo digo que deberíamos tener también las habitaciones exteriores y
todo lo que conviene a una familia tan rica como la nuestra y con buena
tierra.
Entonces Wang Lung murmuró dentro de su pipa:
—Bueno, la tierra es mía y tú no has puesto nunca una mano en ella.
—Bueno, padre mío —exclamó el joven al oír esto—, fuiste tú quien
quiso que yo estudiara, y ahora, cuando quiero ser digno hijo de un hombre
de tierras, me desdeñas a mí y a mi esposa y querrías convertirnos en
patanes.
Y el joven se volvió como un torbellino e hizo como si fuera a saltarse
los sesos contra un retorcido pino que crecía en el patio. Esto asustó a Wang
Lung, temeroso de que el joven se hiciese daño, pues había sido siempre
muy violento, y gritó:
—¡Haz lo que quieras..., haz lo que quieras...! ¡Pero no me molestes!
Al oír esto, el primogénito salió apresuradamente, antes de que su
padre cambiase de opinión, y se fue satisfecho. Tan pronto como le fue
posible compró, pues, mesas y sillas labradas de Soochow y cortinajes de
seda roja para las puertas, y rollos para colgar de las paredes tantos como
pudo, pintados de hermosas mujeres, y rocas extrañas para convertir
algunos patios en jardines rocosos, como había visto en el Sur, y así
ocupado pasó muchos días.
Con tanto ir y venir tenía que pasar muchas veces por los patios
exteriores, a veces cada día, y jamás cruzaba entre aquellas gentes
ordinarias sin levantar la nariz altivamente, pues no podía sufrirlas; así es
que los habitantes de aquella parte de la casa se reían de él cuando había
pasado y decían:
—¡Se ha olvidado del olor del estiércol a la puerta de la granja
paterna!
Pero nadie se atrevía a hablar así en su presencia, pues era el hijo de un
hombre rico.
Cuando llegó la fiesta en que se decide el precio de los alquileres,
aquellas gentes se encontraron con que habían sido aumentados
excesivamente, pues debía haber quien pagara mucho más que ellos, y se
vieron obligados a marchase. Entonces se enteraron de que el primogénito
de Wang Lung había hecho esto, aunque inteligentemente, pues no dijo
nunca nada, llevándolo todo a cabo por medio de cartas al hijo del viejo
Señor Hwang, que estaba en lugares remotos, y a este hijo del Anciano
Señor no le importaba nada, excepto cómo y de quién sacaría más dinero
por la vieja mansión.
La chusma, pues, tuvo que irse, y lo hizo protestando y maldiciendo
porque un hombre rico podía hacer lo que quisiera; y empaquetó sus
andrajosos bienes y partió colérica y amenazante, murmurando que algún
día habría de regresar, como regresan los pobres cuando los ricos son
demasiado ricos.
Pero de todo esto Wang Lung no se enteró, ya que él salía raramente
de las habitaciones interiores, pues, según se hacía viejo, comía, dormía y
llevaba una vida fácil, dejando aquel asunto en manos de su hijo mayor. Y
su hijo llamó a carpinteros y hábiles albañiles y empezaron en seguida a
hacer reparaciones en los cuartos y en los portillos que separaban los patios,
deteriorados por la chusma; y construyó de nuevo los estanques y compró
peces dorados y de abigarrado colorido para poner en ellos. Y después que
todo estuvo terminado y embellecido hasta donde él conocía la belleza,
plantó lotos y lirios en los estanques, y bambúes de la India, de rojas bayas,
y todo cuanto recordaba haber visto en el Sur. Su esposa salió a ver lo que
había hecho y juntos fueron de un lado a otro, a través de cada habitación y
de cada patio, ella indicando las cosas que aún faltaban y él escuchándola
atentamente para procurarlas.
La gente de las calles de la ciudad oyeron hablar de las obras que hacía
el primogénito de Wang Lung y de lo que se estaba llevando a cabo en la
casa grande ahora que nuevamente la habitaba un hombre rico. Y personas
que se habían referido a Wang Lung como a Wang Lung el Labrador, ahora
le llamaban Wang Lung el Grande Hombre o Wang Lung el Rico.
El dinero para todas estas cosas salía de sus manos poco a poco, de
manera que apenas se daba cuenta de cómo se iba, pues su hijo mayor venía
y le decía: «Necesito cien piezas de plata para esto», o: «Hay una estancia
donde haría falta una mesa larga».
Y Wang Lung le daba el dinero poco a poco y se quedaba fumando y
descansando en sus habitaciones, pues la plata llegaba fácilmente de la
tierra después de las cosechas y siempre que la necesitaba. No se habría
enterado de cuánto era lo que daba si su hijo segundo no hubiese entrado
una mañana a verle, cuando el sol apenas había pasado sobre la muralla, y
le hubiera dicho:
—Padre mío, ¿es que no ha de tener fin este continuo despilfarro? ¿Y
es que tenemos necesidad de vivir en un palacio? Todo ese dinero, prestado
al veinte por ciento, nos habría producido muchas libras de plata. ¿Y qué
utilidad tienen todos estos estanques, y esas flores y esos árboles que ni
siquiera dan frutos?
Wang Lung vio que los dos hermanos disputarían aun sobre esto, y
dijo apresuradamente, temeroso de no tener nunca paz:
—Bueno, todo se hace en honor de tu boda.
Entonces el joven respondió sonriendo torcidamente y sin ninguna
expresión de regocijo:
—Es una cosa muy rara que la boda valga diez veces más que la novia.
¡Aquí está nuestra herencia, que debe ser repartida entre nosotros cuando
vos muráis, en camino de ser dilapidada sin ninguna otra razón que el
orgullo de mi hermano!
Wang Lung conocía la determinación de su hijo segundo y sabía que
nunca terminaría de discutir con él si empezaba a hablar; así es que le dijo
vivamente:
—Bueno..., bueno... Yo daré fin a eso... Hablaré con tu hermano mayor
y cerraré la mano. Basta. ¡Tienes razón!
El joven había traído un papel donde estaba escrito todo el dinero que
su hermano llevaba gastado, y Wang Lung vio la extensión de la lista y se
apresuró a decir:
—Todavía no he comido y a mi edad me siento débil hasta que no lo
haga. Otra vez me ocuparé de eso.
Y volviéndose entró en su cuarto, despidiendo así a su hijo. Pero
aquella misma noche le habló al primogénito, diciéndole:
—Acaba con todo ese pintar y ese pulir. Ya es suficiente. Al fin y al
cabo, somos gente del campo.
Pero el joven contestó orgullosamente:
—No somos tal cosa. Los hombres de la ciudad empiezan a llamarnos
la gran familia Wang. Lo propio es que vivamos de una manera digna de
ese nombre, y si mi hermano segundo no sabe ver más allá del valor de la
plata, yo y mi esposa mantendremos el honor de nuestro nombre.
Wang Lung no sabía que los hombres llamasen así a su casa, pues
según envejecía salía cada vez menos e iba raramente a las casas de té y
nunca a los mercados de grano, ya que tenía allí a su hijo para llevar el
negocio por él, pero le halagó y dijo:
—Bueno, aun grandes familias provienen de la tierra y tienen raíces en
la tierra.
Pero el joven contestó agudamente:
—Si, pero no se quedan en ella. Echan ramas y dan flores y frutos.
Wang Lung no aceptaba que su hijo le contestase tan fácil y
ordenadamente, y exclamó:
—He dicho lo que he dicho. Que termine este despilfarro de plata. Y
en cuanto a las raíces, si han de dar fruto alguno tienen que estar bien
hundidas en el suelo de la tierra.
Entonces, y como estaba ya oscureciendo, deseó que su hijo se
marchase, que saliese de aquellas habitaciones y se fuera a las suyas,
dejándole a él solo y en paz en el crepúsculo. Pero no había manera de que
este hijo le dejase en paz.
Ahora estaba dispuesto a obedecer a su padre, pues se hallaba
satisfecho con los cuartos y los patios, por lo menos de momento, pero tuvo
que decir de nuevo:
Bueno, pues que sea suficiente; pero hay otra cosa. Entonces Wang
Lung arrojó la pipa al suelo y gritó:
—¿No voy a tener nunca paz?
Y el joven continuó tercamente:
—No es por mi, ni por mi hijo, sino por mi hermano pequeño, que es
vuestro hijo. No está bien que crezca tan ignorante. Debería aprender algo.
Wang Lung abrió los ojos asombrado, porque esto era nuevo. Desde
hacía mucho tiempo tenía decidido lo que había de ser la vida del hijo
menor, y replicó:
—No hay ninguna necesidad de más indigestiones de letras en esta
casa. Con dos que sepan escribir basta, y el tercero tiene que cuidar de la
tierra cuando yo muera.
—Si, y por eso llora por las noches, y por eso es un muchacho tan
pálido y tan flaco —contestó el mayor.
A Wang Lung no se le había ocurrido nunca preguntarle a su hijo
pequeño lo que deseaba ser, ya que había decidido que uno de sus hijos
tenía que cuidarse de la tierra, y esto que su primogénito acababa de decirle
le había dejado atónito y silencioso. Lentamente se inclinó a recoger la pipa
del suelo y meditó un rato sobre su hijo tercero. Este muchacho no se
parecía a ninguno de sus dos hermanos: era silencioso como su madre, y
porque callaba siempre, nadie le prestaba atención.
—¿Le has oído decir eso? —le preguntó Wang Lung a su primogénito
con incertidumbre.
—Preguntádselo vos mismo, padre mío.
—Bueno, pero uno de vosotros ha de estar en la tierra —dijo Wang
Lung, argumentando de pronto y levantando mucho la voz.
¿Pero por qué, padre mío? —insistió el joven—. Vos sois un hombre
que no necesita tener a sus hijos como siervos. No está bien. La gente dirá
que tenéis un corazón mezquino. «Hay un hombre que convierte a su hijo
en un patán mientras él vive como un príncipe». Eso es lo que diría la gente.
El joven habló así inteligentemente, pues sabía que su padre daba gran
importancia a lo que la gente dijese de él, y continuó:
—Podríamos llamar a un preceptor para que le enseñase, y luego
mandarle a un colegio del Sur y allí podría aprender. Y ya que estoy yo en
la casa para ayudaros y mi hermano segundo en el comercio, dejad que el
muchacho escoja lo que quiera.
Entonces Wang Lung dijo al fin:
—Hazle venir aquí.
Cuando llegó el muchacho, al cabo de unos momentos, permaneció en
pie ante su padre, y Wang Lung le miró atentamente para ver cómo era. Y
vio que era un mozo alto y delgado, nada parecido a su padre ni a su madre,
excepto en que tenía belleza de la que había habido en ella; en realidad era
el más hermoso de todos los hijos de Wang, con excepción de la hija
segunda, que se había ido con la familia de su marido y ya no pertenecía a
la casa de Wang. Pero a través de la frente del muchacho, y casi
estropeando su belleza, aparecían sus dos negras cejas, demasiado negras y
pesadas para su pálido rostro juvenil. Cuando fruncía el ceño, y lo fruncía a
menudo, estas cejas se juntaban hoscamente en una línea recta y negra.
Wang Lung miró a su hijo y, cuando lo hubo contemplado bien,
exclamó:
—Tu hermano mayor dice que deseas aprender a leer. Y el muchacho
respondió moviendo apenas los labios:
—Si.
Wang Lung sacudió la ceniza de la pipa y con el pulgar empujó hacia
dentro el tabaco nuevo.
—Bueno, supongo que eso quiere decir que no podré tener un hijo en
mis propias tierras, yo que tengo hijos y de sobra.
Dijo esto con amargura, pero el muchacho no contestó nada.
Permaneció quieto y silencioso, erguido dentro de su túnica blanca de
verano, y al fin Wang Lung se encolerizó por su silencio y le gritó:
—¿Por qué no hablas? ¿Es cierto que no quieres ir a la tierra? Y de
nuevo él contestó con una sola palabra:
—Si.
Entonces Wang Lung le miró otra vez y se dijo que estos hijos suyos
eran demasiado para él a su avanzada edad, que eran una preocupación y
una carga y que no sabía qué hacer con ellos. Y gritó de nuevo, sintiéndose
maltratado por estos hijos suyos:
—¿Qué me importa lo que hagas? ¡Fuera de mi presencia!
El muchacho desapareció rápidamente y Wang Lung se quedó solo y
se dijo que, al fin y al cabo, sus dos hijas eran mejor que sus hijos; una,
pobre tonta, nunca quería nada más que un poco de cualquier comida y su
trozo de tela para jugar; y la otra estaba casada y fuera de casa. Y el
crepúsculo cayó sobre el patio y Wang Lung quedó encerrado en él
solitariamente.
Sin embargo, cuando su cólera se calmaba, Wang Lung dejaba siempre
que sus hijos hicieran lo que querían, y llamando a su hijo mayor le dijo:
—Toma un preceptor para el tercero, si lo desea, pero que no me
moleste a mí con ello.
Y llamó a su hijo segundo y le dijo:
—Ya que no he de tener un hijo en las tierras, es tu deber cuidarte de
los arriendos y de la plata que viene de cada cosecha. Tú has de pesar y
medir y serás mi intendente.
Esto le gustó al hijo segundo, pues significaba que el dinero pasaría
por sus manos y que así al menos sabría lo que entraba y podría quejarse a
su padre si en la casa se gastaba más de lo que era suficiente.
Este hijo segundo le parecía a Wang Lung más raro todavía que sus
otros hijos, pues hasta en el día de su boda, que llegó al fin, cuidó de que no
hubiera derroche de carnes y vinos y dividió las mesas cuidadosamente,
reservando los mejores platos para sus amigos de la ciudad, que conocían su
valor, y para los arrendadores y gente de campo preparó mesas en los patios
y a éstos les dio platos y vinos de segundo orden, ya que estaban
acostumbrados a comer ordinariamente y para ellos una comida un poco
mejor era muy buena.
Vigiló también el dinero y los regalos que llegaban, y a los criados y
esclavas les dio lo menos que podía darles, tanto que Cuckoo sonrió con
escarnio cuando le puso en la mano dos mezquinas piezas de plata, y dijo en
presencia de muchos:
—Una familia verdaderamente grande no es tan cuidadosa con la plata.
Bien puede verse que esta familia no pertenece en verdad a esta casa.
El hijo mayor le oyó decir esto y, avergonzado y temeroso de su mala
lengua, le dio más plata en secreto y se enfureció con su hermano segundo.
Así, pues, hubo discusión entre ellos aun en el mismo día de la boda,
cuando los invitados se sentaban en torno a las mesas y cuando la silla de la
novia entraba en la casa.
En cuanto a sus propios amigos, el hijo mayor sólo invitó a unos
cuantos y de los menos importantes, porque estaba avergonzado de la
tacañería de su hermano y porque la novia era sólo una muchacha
pueblerina. Y se quedó aparte, desdeñosamente, y dijo:
—Bueno, mi hermano ha escogido una olla de barro cuando, con la
posición de mi padre, habría podido escoger una taza de jade.
Y lleno de desprecio saludó rígidamente cuando la pareja se inclinó
ante él y ante su esposa por ser el hermano y la hermana mayor. Y la mujer
del primogénito se portó altiva y correctamente y saludó lo más brevemente
que podía considerarse propio en su posición.
De todas las personas que habitaban aquella casa, parecía que no había
nadie que estuviese en paz, excepto el pequeño nieto de Wang Lung. El
propio Wang Lung, despertándose en la penumbra del gran lecho labrado de
su cuarto, vecino a las habitaciones donde Loto vivía, soñaba con hallarse
en la oscura y sencilla casa de tierra, donde un hombre podía tirar al suelo
el té frío sin miedo a salpicar un trozo de madera labrada y donde se hallaba
a un paso de sus campos.
En cuanto a los hijos de Wang Lung, vivían en continua agitación, el
mayor por miedo a que no se gastara bastante dinero y disminuyese su
prestigio a los ojos de la gente, y por miedo a que los lugareños atravesaran
la gran puerta de entrada mientras en la casa se hallaba de visita algún
hombre de la ciudad y hubieran de avergonzarse ante él. Y el hijo segundo,
por miedo a que el dinero se despilfarrase y perdiese; y el pequeño,
luchando por recuperar los años que había perdido como hijo de labrador.
Pero había uno que corría vacilante de aquí para allí, contento de la
vida, y éste era el hijo del primogénito de Wang Lung. Este pequeño nunca
pensaba en ningún otro lugar que en esta gran casa, y allí estaba su madre y
su padre y su abuelo y todos los que sólo vivían para servirle, y en este
niño, Wang Lung buscaba la paz, no cansándose nunca de observarle, de
reírse de él y de levantarle cuando se caía. Se acordó también de lo que su
propio padre había hecho y le encantaba coger su cinturón, ceñido en torno
a la criatura y, evitando así que se cayera, al andar con él de patio en patio;
y la criatura señalaba a los rápidos peces de los estanques, charlaba
incesantemente, arrancaba alguna flor y se encontraba a gusto en medio de
todo. Y sólo así Wang Lung hallaba la paz.
Pero este niño no fue el único. La esposa de su hijo mayor era fiel, y
concebía y paría, concebía y paría fiel y regularmente, y cada criatura tenía
una esclava a su servicio apenas nacía. Así cada año veía Wang Lung más
niños y más esclavas en la casa, y cuando alguien le anunciaba: «Va a haber
otra boca más en el departamento de vuestro primogénito», él reía
solamente y decía:
—Eh, eh... Bueno, hay arroz para todos, pues tenemos buena tierra.
Y se alegró cuando la esposa de su hijo segundo dio a luz a su debido
tiempo, y la criatura fue una niña, aparentemente en señal de respeto a su
cuñada. En el espacio de cinco años, Wang Lung, tuvo, pues, cuatro nietos y
tres nietas, y las estancias se llenaron de sus risas y de sus llantos.
Cinco años no es nada en la vida de un hombre, excepto cuando es
muy joven y cuando es muy viejo, y aquel transcurso de tiempo, si aumentó
por un lado la familia de Wang Lung, se llevó por otro lado a aquel viejo
soñador: su tío, al que él casi había olvidado, excepto para cuidar de que
estuviese bien alimentado y vestido y que no le faltase, como a su vieja
mujer, todo el opio que quisiera.
El invierno del quinto año fue excesivamente frío, más frío de lo que
había sido invierno alguno en treinta años, y, por primera vez en la memoria
de Wang Lung, el foso se heló junto a las paredes de la ciudad y la gente
podía cruzar sobre él. Del Norte soplaba continuamente un viento
penetrante, y no había nada, abrigos de cuero de cabra o de piel, que lograse
calentar a un hombre. En cada habitación de la casa se colocaron braseros
de carbón, pero así y todo hacía en ella tanto frío que cuando se echaba el
aliento podía verse.
Ahora bien, el tío de Wang Lung y su mujer se habían consumido
fumando y no tenían carne con que cubrir sus huesos. Día tras día yacían en
sus lechos, como dos viejas estacas, y no había calor en ellos. Wang Lung
oyó decir que su tío ya no podía ni sentarse en la cama y que escupía sangre
en cuanto se movía. Fue a verle en seguida y vio que al anciano no le
quedaban muchas horas de existencia.
Entonces Wang Lung compró dos ataúdes de madera buena, pero no
demasiado buena, y los mandó llevar al cuarto donde su tío yacía, para que
los viese y pudiera morir confortado sabiendo que había un lugar para sus
huesos. Y su tío exclamó con la voz como un susurro tembloroso:
Bueno, tú eres un hijo para mí, y mucho más que el vagabundo de mi
propio hijo.
Y su anciana mujer exclamó con más fuerza:
—Si me muero antes de que ese hijo vuelva, prométeme que le
buscarás una buena doncella para que aun pueda darnos nietos. Y Wang
Lung lo prometió.
A qué hora murió su tío no lo supo, pues lo encontró muerto una noche
la mujer que le servía, al ir a entrarle un tazón de sopa. Wang Lung le
enterró en un día de frío intensísimo, cuando el viento soplaba la nieve
sobre la tierra en blancas nubes, y colocó su ataúd en el recinto familiar, al
lado de la tumba de su padre, pero un poco más abajo, aunque encima del
lugar donde el suyo propio debía hallarse.
Entonces ordenó que la familia llevara luto durante un año, cosa que
hicieron, no porque verdaderamente lamentasen la muerte de este viejo que
nunca les había dado otra cosa que trabajo, sino porque era conveniente que
así se hiciese en una gran familia al morir un pariente.
Entonces Wang Lung trasladó a la mujer de su tío a la ciudad para que
no estuviera sola, le dio una habitación al final de un patio apartado, ordenó
a Cuckoo que pusiera una esclava a su servicio y la anciana chupaba su
opio y yacía en el lecho satisfecha y contenta, durmiendo día tras día. Y su
ataúd fue colocado cerca de ella, donde pudiera verlo, confortándola con su
presencia.
Y Wang Lung se maravilló al pensar que hubo un tiempo en que había
temido a aquella campesina gorda, ociosa y chillona que ahora yacía allí,
callada y amarilla, tan amarilla y tan encogida como lo había estado la
Anciana Señora de la caída Casa de Hwang.
XXXI
Durante toda su vida, Wang Lung oyó decir que la guerra estallaba aquí y
allá, pero nunca la había visto, excepto en aquel invierno que pasó en una
ciudad del Sur, cuando era joven. Nunca había estado más cerca de la
guerra de lo que estuvo entonces, a pesar de que desde su infancia oyera
decir a las gentes: «Este año hay guerra hacia el Oeste», o: «La guerra está
hacia el Este, o hacia el Nordeste».
Y para él la guerra era una cosa como la tierra, y el cielo, y el agua,
algo cuya razón de ser nadie conocía, pero cuya existencia era indudable.
Una y otra vez había oído a los hombres decir: «Iremos a la guerra». Esto lo
decían cuando se morían de hambre y preferían ser soldados que mendigos,
y algunas veces cuando estaban desasosegados en casa, como el hijo de su
tío, pero, fuese como fuese, la guerra siempre se hallaba fuera y en un punto
lejano. Pero de pronto, como un viento caprichoso, la guerra se alzó cerca.
Wang Lung lo supo primeramente por su hijo segundo, que un mediodía
llegó del mercado, a la hora de comer, y le dijo a padre:
—El precio del arroz se ha alzado súbitamente porque la guerra está
hacia el sur de nosotros y se acerca más cada día; tenemos que retener
nuestras provisiones de grano, pues los precios subirán más y más según los
ejércitos adelanten, y podremos vender con mucho beneficio.
Wang Lung escuchó mientras comía y dijo:
—Bueno, la guerra es una cosa muy rara y yo me alegraré de poderla
ver al fin, porque he oído hablar de ella toda mi vida, pero nunca la he visto.
Entonces recordó que cierta vez había tenido miedo de que se lo
llevaran a la guerra contra su voluntad; pero ahora era demasiado viejo para
que pudieran utilizarlo, y era rico, y los ricos no tienen nada que temer. Así
es que no le prestó gran atención al suceso ni se sintió movido por otra cosa
que por algo de curiosidad. Y le dijo a su hijo:
—Haz como creas conveniente con el cereal. Está en tus manos.
Y en los días que siguieron, Wang Lung jugó con sus nietos, cuando
estaba de humor para ello, y comió, durmió y fumó y a veces fue a ver a su
pobre tonta, que estaba sentada en un rincón apartado de su patio.
Y de pronto, como una plaga de langosta que cayera del cielo, cierto
día, a principios del verano, llegó una horda de hombres. El pequeño nieto
de Wang Lung, acompañado por un servidor, se hallaba una hermosa
mañana a la puerta de la casa viendo lo que pasaba, y al ver las largas filas
de hombres vestidos de gris corrió a buscar a su abuelo y le dijo:
—¡Mirad lo que viene, anciano!
Entonces Wang Lung fue con él hasta la entrada, para darle gusto, y
vio que los hombres invadían la calle, invadían la ciudad, y que diríase que
el aire y el sol habían sido cortados de repente por aquella nube de hombres
grises que marchaban pesadamente y al unísono a través de la ciudad. Wang
Lung se los quedó mirando y vio que cada hombre llevaba un instrumento
de cuyo extremo salía un cuchillo, y que el rostro de cada hombre era brutal
y feroz; aunque algunos de ellos eran sólo muchachos, todos tenían esos
rostros. Al verlo, Wang Lung acercó la criatura hacia él apresuradamente y
murmuró:
—Vámonos y cerremos la puerta. No son hombres agradables de ver,
corazoncito.
Pero de pronto, y antes de que pudiera volverse, uno de ellos le vio,
gritándole:
—¡Eh, ahí, el sobrino de mi padre!
Wang Lung levantó los ojos al oír este grito y vio al hijo de su tío, que
iba vestido de gris como los otros hombres, y lleno de polvo, pero su rostro
era más feroz y más salvaje que ningún otro. Y su primo se rió
ásperamente, gritando a sus compañeros:
—¡Aquí podremos pararnos, camaradas, pues este hombre es rico y
pariente mío!
Y antes de que Wang Lung, paralizado de horror y sin fuerzas junto a
aquella nube, pudiera moverse, la horda de soldados pasó ante él y atravesó
las puertas, penetrando en las estancias de su casa como una corriente sucia
y maligna, invadiendo cada rincón y cada recodo. Y se tendieron en el
suelo, hundieron las manos en los estanques y bebieron, lanzaron sus
cuchillos sobre las mesas labradas, escupieron donde bien les pareció y se
dieron gritos unos a otros.
Entonces Wang Lung, desesperado por lo que había ocurrido, corrió
con el niño en busca de su hijo primogénito, hallándole en sus habitaciones,
donde estaba leyendo un libro. El hijo se levantó al ver entrar a su padre y,
cuando oyó de sus labios lo sucedido, empezó a lamentarse y salió fuera.
Pero cuando vio a su primo no supo si maldecirle o ser cortés con él, y
volviéndose le dijo a su padre, que estaba tras él:
—¡Cada hombre con un cuchillo!
Así es que decidió ser cortés y exclamó:
—Bienvenido a tu casa, primo.
El primo sonrió torcidamente y dijo:
—He traído unos cuantos invitados.
—Bienvenidos, siendo tuyos —dijo el primogénito de Wang Lung—.
Prepararemos una comida para que puedan comer antes de seguir su
camino.
Entonces el primo contestó, sin dejar de sonreír:
—Hazlo, pero luego no te apresures, porque descansaremos aquí un
puñado de días, o una luna, o un año o dos, porque hemos de ser
acuartelados en la ciudad hasta que la guerra nos llame.
Cuando Wang Lung y su hijo oyeron esto, apenas lograron ocultar su
consternación, pero fue forzoso disimular, por los cuchillos que brillaban
dondequiera en todos los patios, así es que esbozaron una sonrisa como bien
pudieron y exclamaron:
—Somos afortunados..., somos afortunados...
El hijo mayor pretendió que tenía que ir a hacer preparativos, y
cogiendo a su padre por la mano corrieron a las habitaciones interiores y el
primogénito cerró firmemente la puerta. Entonces padre e hijo se miraron
consternados, sin saber ninguno de los dos lo que debían hacer. A poco
llegó precipitadamente el hijo segundo, golpeó la puerta, y cuando le
abrieron entró en la estancia como un vendaval y exclamó jadeando:
—¡Hay soldados por todos sitios..., en cada casa..., hasta en las de los
pobres! Yo he venido corriendo a deciros que no debéis protestar, pues hoy
un empleado de mi tienda, al que yo conocía bien, pues cada día estaba a mi
lado junto al mostrador, al oír lo que sucedía corrió inmediatamente a su
casa. Allí encontró que había soldados hasta en el mismo cuarto donde su
esposa yacía enferma..., y al protestar de esa invasión le atravesaron con un
cuchillo de parte a parte... ¡tan fácilmente como si hubiera sido de manteca!
¡Tenemos que entregarles todo lo que quieran, y esperemos solamente que
la guerra se vaya pronto hacia otros lugares!
Entonces los tres hombres se miraron abrumados, y pensaron en sus
mujeres y en aquellos hombres lujuriosos y hambrientos que habían
asaltado la casa. Y el hijo mayor pensó en su linda y correcta esposa, y
exclamó:
—Tenemos que instalar juntas a las mujeres en uno de los últimos
departamentos y cerrar bien las puertas y montar allí una guardia día y
noche. Y la puerta de atrás, la puerta de la paz, ha de estar a punto para ser
abierta en cualquier instante.
Así lo hicieron. Cogieron a las mujeres y los niños y los metieron en el
departamento interior donde Loto había vivido sola con Cuckoo y sus
esclavas. Y allí, agrupados e incómodos, hubieron de instalarse. El hijo
primogénito y Wang Lung guardaban la puerta día y noche, y el hijo
segundo venía cuando le era posible y vigilaban todos tan cuidadosamente
de día como de noche.
Pero en la casa estaba el primo, y porque era de la familia nadie podía
legalmente prohibirle el paso, y si encontraba una puerta cerrada la
golpeaba hasta que se abría, y entraba y paseaba por las estancias a su
capricho, siempre con un cuchillo abierto brillándole en la mano. El hijo
primogénito lo seguía con el rostro amargado y rencoroso, pero sin
atreverse a decirle nada a causa del cuchillo abierto y reluciente; y el primo
miraba aquí y allá y valuaba a cada mujer.
Contempló a la esposa del hijo primogénito y se rió con su risa ronca,
exclamando después:
—Bueno, es una pieza delicada y fina la que tienes tú, primo. ¡Una
señora de ciudad, y con los pies tan pequeños como capullos de loto!
Y a la esposa del hijo segundo le dijo:
—¡Bueno, y aquí hay un robusto y colorado rábano de campo!
Dijo esto porque la mujer era gruesa, encendida de faz y recia de
huesos, pero no mal parecida. Y mientras la esposa del hijo mayor
retrocedió cuando el primo se la quedó mirando, y ocultó el rostro tras el
brazo, la del segundo se echó a reír, placentera y jocosa, y contestó con
viveza:
—Bueno, pues a algunos hombres les agrada un gustillo de rábano
picante, o un bocado de carne roja.
Y el primo replicó prontamente:
—¡Y yo soy de ésos!
E hizo como si fuera a cogerle la mano.
Durante todo este tiempo, el primogénito estaba en una agonía de
vergüenza por este jugueteo entre un hombre y una mujer que no deberían
ni hablarse, y miraba de soslayo a su esposa, avergonzado del
comportamiento de su primo y de su cuñada ante ella, que había sido
educada más refinadamente que él. Y el primo descubrió la timidez del otro
ante su mujer y dijo con malicia:
—¡Bueno, pues lo que es yo, prefiero cualquier día comer carne roja
que una tajada fría de pescado insípido como esa otra!
Al oír esto, la mujer del primogénito se levantó con dignidad y se
retiró a otro cuarto. Entonces el primo se rió con su risa ronca y le dijo a
Loto:
—Estas mujeres de ciudad son demasiado remilgadas, ¿no es cierto,
Anciana Señora?
Y mirando a Loto atentamente añadió:
—Bueno, y Anciana Señora sois en verdad, pues si yo no supiera que
mi primo Wang Lung es hombre rico, lo sabría con solo miraros, en tal
montaña de carne os habéis convertido. ¡Bien habéis comido y qué
ricamente! ¡Solo las esposas de los ricos pueden tener vuestra apariencia!
Loto se sintió muy halagada de que la llamara Anciana Señora, pues es
un título que sólo pueden tener las damas de grandes familias, y se rió con
una risa profunda y borboteante que hervía en su gruesa garganta. Luego
sopló la ceniza de la pipa y la entregó a una esclava para que la llenase de
nuevo. Volviéndose hacia Cuckoo, exclamó:
—¡Bueno, este hombre rudo es un buen bromista!
Y al decir esto le dio al primo una mirada llena de coquetería, a pesar
de que tales miradas ahora que sus ojos no eran anchos y de forma de
albaricoque, resultaban menos acariciadoras de lo que habían sido; pero, al
ver que le miraba así, el primo se echó a reír ruidosamente y exclamó:
—¡Bueno, y es una vieja ramera todavía! —volviendo a reírse
escandalosamente.
Y durante todo este tiempo, el hijo mayor permaneció allí, iracundo y
silencioso.
Cuando el primo lo hubo visto todo fue a ver a su madre, acompañado
de Wang Lung, que le condujo a su presencia. La encontraron tendida en la
cama, tan profundamente dormida que, para lograr despertarla, su hijo tuvo
que golpear el suelo, junto a la cabecera del lecho, con el extremo grueso de
su fusil. Entonces despertó y se le quedó mirando con los ojos cargados de
sueño, y él exclamó impaciente:
—¡Bueno, aquí está vuestro hijo y, sin embargo, continuáis
durmiendo!
La mujer se incorporó entonces en el lecho, le miró de nuevo y dijo
asombrada:
—¡Mi hijo..., mi hijo...!
Le contempló largamente y luego le tendió la pipa de opio, como si no
supiera qué otra cosa hacer y como si no se le ocurriera cosa mejor que
ofrecerle; y le dijo a la esclava que la servía:
—Prepara opio para él.
Pero él lo rechazó.
—No, no quiero —dijo mirando a su madre.
Wang Lung, en pie junto al lecho, tuvo miedo de pronto de que este
hombre se volviese hacia él y le dijera: «¿Qué le habéis hecho a mi madre,
que está así de amarilla y de seca y ha perdido todas sus buenas carnes?», y
se apresuró a decir:
—Desearía que se contentase con menos opio, pues el opio que fuma
cuesta un puñado de plata cada día, pero a su edad no nos atrevemos a
contradecirla y le damos lo que quiere.
Y suspiró mientras hablaba y le dio una mirada de soslayo al primo.
Pero éste no dijo nada, sólo contempló a su madre para ver en lo que se
había convertido, y al ver que de nuevo se dejaba caer en el lecho y el sueño
volvía a apoderarse de ella, se levantó y salió de la estancia ruidosamente,
apoyando el fusil en el suelo a modo de bastón.
Ningún individuo de la horda de hombres ociosos que tomaron
posesión de las estancias exteriores era tan odiado y temido por Wang Lung
y su familia como aquel primo suyo, y esto a pesar de que los soldados
desgarraban los árboles y los arbustos de ciruelos y almendros en flor,
destrozaban las delicadas esculturas de las sillas con sus grandes botas de
cuero y llenaban de inmundicias los estanques donde nadaban los dorados y
abigarrados peces, con el resultado de que los animalitos se murieron y
flotaron en la superficie del agua, pudriéndose con sus blancos vientres
vueltos hacia arriba.
Pero el primo entraba y salía a su capricho, y miraba a las esclavas y
logró que Wang Lung y sus hijos se miraran unos a otros con ojos hundidos
y ojerosos porque no se atrevían a dormir. Entonces Cuckoo vio esto y dijo:
—No hay más que hacer una cosa: hay que darle una esclava para su
placer, de lo contrario irá a buscarlo donde no debe.
Y Wang Lung acogió ansiosamente esta inspiración, pues le parecía
que no podría soportar más la vida con todas las tribulaciones que había en
su casa y exclamó:
—Es una buena idea.
Y ordenó a Cuckoo que buscase al primo y le preguntase qué esclava
quería, ya que las había visto a todas.
Cuckoo lo hizo así y regresó diciendo:
—Dice que quiere a la doncellita pálida que duerme a los pies del
lecho del ama.
Ahora bien, esta esclava pálida se llamaba Flor de Peral, y era aquella
que Wang Lung había comprado en cierto año de hambre, cuando era una
niña lamentable y medio muerta de inanición. Como había sido siempre
delicada la habían mimado todos, permitiéndole solamente que ayudase a
Cuckoo y que hiciese las menudas tareas cerca de Loto, llenándole la pipa y
sirviéndole el té. Era así como el primo la había visto.
Cuando Flor de Peral oyó lo que Cuckoo decía, pues lo dijo ante todos,
mientras estaban reunidos en el departamento interior, la tetera que tenía en
las manos se le cayó al suelo, haciéndose pedazos sobre las losetas, y el té
se desparramó por el suelo, pero la doncella no vio lo que había hecho. Sólo
se lanzó a los pies de Loto, golpeando los ladrillos con la cabeza, y gimió:
—¡Oh mi ama..., yo no..., yo no...! ¡Tengo miedo de él..., tengo
miedo...!
Y a Loto le desagradó su conducta y contestó irritada:
—¡Pues no es nada más que un hombre, y un hombre es sólo un
hombre con una doncella, y todos son iguales! ¿Qué alboroto es éste?
Y volviéndose hacia Cuckoo le dijo:
—Llévate a esta esclava y entrégasela.
Entonces la doncellita juntó las manos desoladamente y sollozó como
si fuera a morirse de llanto y de miedo, y con el leve cuerpecillo temblando
de pies a cabeza miraba a unos y a otros suplicándoles con sus lágrimas.
Pero los hijos de Wang Lung no podían hablar contra lo que era
voluntad de la esposa de su padre, ni sus esposas podían hablar si ellos no
lo hacían, ni el hijo menor, que miraba a la doncella con las manos
crispadas sobre el pecho y las cejas apretadas en una línea recta y negra.
Pero no habló. Y los niños y las esclavas miraban también la escena en
silencio, sin que se oyese otro ruido que el de aquel terrible y angustiado
llorar de la muchacha.
A Wang Lung le produjo esto un intenso malestar, y miró a la doncella
dudando, sin querer enojar a Loto, pero conmovido, porque siempre tenía
un corazón benigno. Entonces la doncella le vio el corazón asomado al
rostro y se abrazó a sus pies, inclinando la cabeza sobre ellos y llorando a
grandes sollozos. Y Wang Lung bajó los ojos y la miró, viendo qué frágiles
y pequeños eran sus hombros y cómo temblaban, y recordó el cuerpo
enorme, grosero y salvaje de su primo, cuya juventud había pasado hacía
tiempo. Y sintió tal repugnancia por aquello, que le dijo a Cuckoo:
—Bueno, está mal obligar así a la muchacha.
Pronuncio estas palabras con dulzura, pero Loto exclamó vivamente:
—¡Tiene que hacer lo que le manden, y yo digo que es estúpido llorar
así por una tontería que tarde o temprano tiene que ocurrirle a toda mujer!
Pero Wang Lung era indulgente y le dijo a Loto:
—Veamos primero lo que puede hacerse. Y, si quieres, te compraré
otra esclava, o lo que desees, pero veamos qué puede hacerse.
Loto, que durante mucho tiempo había deseado un reloj extranjero y
una nueva sortija con un rubí, se calló de pronto, y Wang Lung le dijo a
Cuckoo:
—Id y decidle a mi primo que la muchacha tiene una enfermedad vil e
incurable y que si la quiere así, bien está, y la muchacha irá a él, pero que si
le inspira temor, como nos inspira a todos, entonces decidle que tenemos
otra esclava y que está sana.
Y paseó la vista por todas las esclavas que estaban alrededor, y ellas
volvieron la cabeza, esbozaron una risita entrecortada e hicieron ver que se
avergonzaban; todas menos una moza fornida, de unos veinte años, que
exclamó riéndose y con la cara roja:
—Bueno, yo he oído hablar bastante de esto y tengo intención de
probarlo, si él me quiere. Al fin y al cabo, no es un hombre tan repelente
como otros.
Entonces Wang Lung contestó con un suspiro de alivio:
—¡Ve, pues!
Y Cuckoo dijo a la moza.
—Sigue muy cerca de mi, pues sucederá, estoy segura, que le echará
mano al fruto que tenga más cerca.
Y las dos mujeres salieron de la estancia.
Pero la doncellita todavía continuaba asida a los pies de Wang Lung,
sólo que ahora había cesado de llorar y prestaba atención a lo que ocurría.
Loto estaba todavía enojada, y, levantándose, se retiró a su cuarto sin decir
palabra. Entonces Wang Lung alzó a la muchacha con dulzura y ella
permaneció en pie ante él, abatida y blanca, y Wang Lung vio que tenía una
carita ovalada y suave, excesivamente pálida y delicada, y una boca
pequeña y rosada. Y dijo bondadosamente:
—Ahora, hija mía, procura no presentarte ante tu ama en un par de
días; y cuando entre aquel otro, escóndete.
Ella levantó los ojos, mirándole ardientemente rostro a rostro, y pasó
ante él, silenciosa como una sombra, y desapareció.
El primo permaneció en la casa durante una luna y media y gozó
cuanto quiso de la moza fornida, que concibió y se jactó de ello en la casa.
Entonces la guerra llamó de pronto, y la horda partió velozmente como
broza arrastrada por el viento, y no dejó nada, excepto la suciedad y la
destrucción que había causado. El primo de Wang Lung se ciñó el cuchillo a
la cintura, se echó el fusil a la espalda y les dijo a todos burlonamente:
—Bueno, si no regresara, os dejo a mi segundo ser, y un nieto para mi
madre. ¡No todos los hombres pueden dejar un hijo donde se detienen una
luna o dos, y es una de las ventajas del soldado que su semilla fructifica
detrás de él y otros han de cuidarla!
Y riéndose de todos siguió su camino con los demás.
XXXII
Una vez que hubieron partido los soldados, Wang Lung y sus hijos se
pusieron de acuerdo por primera vez y decidieron que debería borrarse toda
huella de lo que había pasado. Llamaron, pues, a albañiles y carpinteros
nuevamente, y los criados limpiaron los patios y los carpinteros arreglaron
hábilmente las rotas esculturas de las sillas y otra vez el hijo primogénito
compró abigarrados y dorados peces, plantó arbustos de flor y podó los
árboles que habían quedado. Y al cabo de un año el lugar estaba
embellecido y como nuevo otra vez, cada hijo se había trasladado a su
propio departamento y en la casa volvía a reinar el orden.
A la esclava que había concebido del hijo de su tío, Wang Lung la
destinó a cuidar de la madre de aquél mientras viviese, que ya no podía ser
mucho, y le dio el encargo de colocarla dentro de su ataúd cuando muriera.
Y fue para él una alegría que la moza diera a luz una niña, pues si hubiese
sido un niño hubiera estado orgullosa de ello y habría reclamado un lugar
en la familia, pero habiendo dado a luz a una esclava no dejaba de ser ella
esclava y su situación era la misma de antes.
Sin embargo, Wang Lung fue justo con ella, como era con todos, y le
dijo que, si lo deseaba, podría ocupar la habitación de la anciana cuando
ésta muriese, y su lecho, pues un cuarto y una cama no se echaría a faltar en
aquella casa de sesenta habitaciones. También le dio a la esclava un poco de
plata que la mujer aceptó con alegría, la cual le dijo cuando se la entregó:
—Guardad la plata como dote para mí, mi amo, y si no es molestaros
demasiado, casadme con un labrador o con un hombre pobre y bueno. Para
vos será un mérito, y para mí, habiendo vivido con un hombre, es duro tener
que ir sola a mi lecho.
Entonces Wang Lung le prometió hacer lo que quería, y al prometerlo
se sintió sobrecogido por este pensamiento: aquí estaba él prometiendo una
mujer a un hombre pobre, y antaño él mismo había sido un hombre pobre y
vino a esta casa en busca de una mujer. Durante media vida no había
pensado en O-lan, y ahora pensaba en ella con tristeza que no era dolor,
sino brumas del recuerdo y de las cosas largamente pasadas, tan distante de
ella estaba ahora. Y dijo lentamente:
—Cuando la vieja fumadora de opio muera, y ya no puede tardar,
buscaré un hombre para ti.
Y Wang Lung cumplió su palabra. Una mañana, la esclava llegó a él y
le dijo:
—Ahora redimid vuestra palabra, mi amo, pues la anciana murió hoy
temprano y la he colocado en su ataúd.
Entonces Wang Lung se puso a pensar en un hombre de sus tierras
para esta mujer y se acordó del muchacho gimoteante que había causado la
muerte de Ching, aquel muchacho con los dientes sobresaliéndole por
encima del labio inferior, y dijo:
—Bueno, al fin y al cabo no tuvo intención de hacer lo que hizo, y ese
mozo es tan bueno como otro y el único del que me acuerdo ahora.
Así es que le mandó venir y él vino, pero aquel muchacho era ahora un
hombre, aunque todavía basto y todavía con los dientes como antes. Y
Wang Lung tuvo el capricho de sentarse sobre la tarima que se alzaba en el
gran salón, y llamando a los dos a su presencia dijo lentamente, para
saborear el extraño momento:
—Hombre, he aquí esta mujer que es tuya si la quieres. Y nadie la ha
conocido excepto el hijo de mi propio tío.
El hombre la aceptó con gratitud porque era una moza robusta y
amable, y él demasiado pobre para poder casarse con otra que no fuera una
como ella.
Al descender Wang Lung de la tarima le pareció que ahora su vida
estaba redondeada y que había hecho todo cuanto dijo que haría en su vida
y más de lo que nunca pudo soñar que haría, sin que él mismo supiera cómo
había sucedido todo. Y sólo ahora le parecía que podría en verdad tener paz
y dormir al sol. Tiempo era también de ello, pues se acercaba a los sesenta y
cinco años, y los nietos que le rodeaban eran ya como jóvenes bambúes.
Tres eran los hijos de su primogénito, el mayor de los cuales iba a cumplir
diez años, y dos los del hijo segundo. Al hijo tercero habría que casarle
pronto, y hecho esto ya no podría inquietarle nada en la vida y tendría paz.
Pero no la tenía. Parecía como si la llegada de los soldados hubiera
sido una invasión de abejas salvajes que dejan los aguijones donde pueden.
La esposa del hijo mayor y la del segundo, que se habían tratado con
cortesía hasta que hubieron de vivir juntas en un mismo departamento,
ahora se odiaban intensamente. Aquel odio había nacido de pequeñas
disputas, las disputas de las mujeres cuyos hijos han de vivir y jugar juntos
y riñen unos con otros como perros y gatos. Cada madre corría en defensa
de su criatura, y abofeteaba a los otros chiquillos, pero sin tocar a los
propios, y para cada una los de ella tenían razón en cualquier riña que
surgiese. Así las dos mujeres se tornaron hostiles la una para la otra.
Y luego, aquel día en que el primo había alabado a la esposa
pueblerina y se había reído de la ciudadana, ocurrió algo que no podía ser
perdonado. La esposa del hijo primogénito levantó la cabeza altivamente y
dijo en voz alta a su esposo, al pasar junto a su cuñada:
—Es cosa dura tener en la familia una mujer atrevida y mal educada
que se ríe en la cara de un hombre que la llama carne roja.
Y la esposa del hijo segundo respondió rápida y ruidosamente:
—¡Ahora mi cuñada tiene celos porque un hombre la ha llamado
solamente trozo de pescado frío!
Y así las dos empezaron a lanzarse miradas de cólera y de odio,
aunque la mayor, orgullosa de su corrección, se encerraba en un silencio
desdeñoso, cuidando de ignorar la presencia de la otra. Pero cuando sus
hijos querían salir de su departamento, exclamaba:
—¡Os prohíbo que os mezcléis con chiquillos mal educados!
Decía esto en presencia de su cuñada, a la que podía ver en el
departamento vecino, y aquélla les gritaba a sus propios hijos:
—¡No juguéis con serpientes porque seréis mordidos!
Así es que el odio de las dos mujeres aumentaba de día en día, y la
cosa era más amarga porque tampoco los dos hermanos se querían bien, el
mayor siempre temeroso de que su nacimiento y su familia parecieran bajos
a los ojos de su esposa, mejor nacida que él y educada en la ciudad, y el
segundo, de que el deseo de gasto y de posición del primogénito derrochara
la herencia antes de que fuera dividida. Además, era una vergüenza para el
mayor que el segundo supiera cuánto dinero tenía su padre y cuánto se
gastaba, pues todo pasaba por sus manos, de manera que, aunque Wang
Lung recibía y repartía el dinero de sus tierras, el segundo sabía cuánto era
y el mayor no, y cuando quería algo tenía que pedírselo a su padre como si
fuera un niño. Así es que cuando las esposas se odiaron mutuamente, su
odio se extendió hasta los hombres y los departamentos de ambos
rebosaban cólera, y Wang Lung gemía porque no hallaba paz en su casa.
Wang Lung tenía además su propia y secreta tribulación con Loto
desde el día en que protegió a su esclava contra el hijo de su tío. Desde
entonces la muchachita se hallaba en desgracia con Loto, y a pesar de que la
servía silenciosa y abnegadamente, y permanecía en pie junto a ella todo el
día, llenándole la pipa y trayendo esto y lo otro, y levantándose por la noche
cuando Loto se quejaba de que no podía dormir y friccionándole las piernas
y el cuerpo para calmarla, aún Loto no estaba satisfecha.
Tenía celos de la doncella, y cuando Wang Lung entraba, la hacía salir
de su cuarto y a él le acusaba de haberla mirado.
Ahora bien, Wang Lung no había pensado en la muchacha de otra
manera que como en una pobre niña asustada, y sentía por ella como habría
podido sentir por su pobre tonta y nada más. Pero al acusarle Loto pensó en
mirarla, y vio que, en efecto, era muy bonita y tan pálida como una flor de
peral; y algo se agitó en su vieja sangre que había estado tranquilo en sus
últimos diez años.
Así es que mientras se reía de Loto, diciendo: «¡Cómo! ¿Me crees
sensual todavía, cuando no entro en tu cuarto más de tres veces al año?»,
miraba, sin embargo, de reojo a la muchacha y se sentía agitado.
Loto, a pesar de su ignorancia en todas las cosas menos una, conocía
bien las maneras de los hombres con las mujeres, y sabía que los viejos
despiertan a veces a una breve juventud, de manera que estaba furiosa con
la doncella y hablaba de venderla a la casa de té. Pero Loto amaba su
comodidad, y Cuckoo tornábase vieja y perezosa, mientras la doncella era
viva y estaba tan acostumbrada a la persona de Loto que veía lo que su ama
deseaba antes de que ella misma lo supiese. Por esta razón, Loto se resistía
a separarse de ella, aunque estaba decidida a hacerlo, y bajo la presión de
este desacostumbrado conflicto estaba más enfurecida por la incomodidad
que le causaba, y era más difícil que nunca vivir con ella. Wang Lung se
mantuvo varias veces ausente de sus habitaciones por muchos días, pues su
genio era imposible de soportar, y se decía que esperaría, pensando que
habría de pasar, pero, mientras tanto, pensaba en la doncellita pálida mucho
más de lo que él mismo creía.
Entonces, y como si no hubiera bastantes tribulaciones en la casa, con
todas las mujeres alteradas, las hubo también con el hijo menor de Wang
Lung.
Este mozo había sido un muchacho tan quieto, tan absorto por sus
tardíos estudios, que nadie pensaba en él excepto como en un adolescente
espigado, con los libros siempre bajo el brazo y un viejo preceptor
siguiéndole doquiera como un perro.
Pero el muchacho había vivido entre soldados cuando éstos ocuparon
la casa, y pudo oír sus historias de batallas y pillaje, escuchándolas
extasiado sin decir nada. Entonces le pidió a su viejo preceptor novelas,
historias de las guerras de los tres reinos y de los bandidos que vivían
antiguamente en los alrededores del lago Swei; por ello, su cabeza estaba
llena de sueños.
Así es que ahora fue a su padre y le dijo:
—Ya sé qué haré. Seré soldado y marcharé a las guerras.
Cuando Wang Lung oyó esto pensó consternado que era lo peor que
podía sucederle todavía, y gritó a toda voz:
—¿Qué locura es ésta? ¿Es que no he de tener nunca paz con mis
hijos?
Y discutió con el muchacho y trató de ser suave y bondadoso cuando
vio que sus cejas se juntaban en una línea, y le dijo:
—Hijo mío, desde tiempos remotos se dice que los hombres no
emplean buen hierro para hacer un clavo ni una buena persona para hacer
un soldado. Y tú eres mi hijo, tú eres mi hijito pequeño, y, ¿cómo he de
dormir por las noches cuando sepa que estás vagando por la tierra,
guerreando aquí y allí?
Pero el muchacho estaba decidido y miró a su padre, echó hacia atrás
las cejas y exclamó solamente:
—Iré.
Entonces Wang Lung acudió a los mimos y dijo:
—Podrás ir a la escuela que desees y si quieres te mandaré a los
grandes colegios del Sur y aun a los del extranjero para que aprendas cosas
interesantes, y podrás ir a estudiar a donde te parezca, si no quieres ser
soldado. Es una deshonra para un hombre como yo, un hombre de plata y
de tierras, tener un hijo soldado.
Y al ver que el muchacho permanecía callado, exclamó otra vez
mimosamente:
—Dile a tu viejo padre por qué quieres ser soldado.
Y el muchacho dijo, con los ojos brillándole bajo las cejas:
—¡Ha de haber una guerra como jamás ha existido otra semejante, y
ha de haber una revolución, y lucha, y guerra, y nuestra tierra será libre!
Wang Lung oyó esto con el mayor asombro que hasta entonces le
habían causado sus tres hijos.
—Yo no sé qué historias son éstas... —dijo pensativo—. Nuestra tierra
es libre ahora. Yo la arriendo a quien deseo y me trae plata y buen grano y
tú te vistes y comes y vives de ella, y no sé qué libertad quieres mayor de la
que tienes.
Pero el muchacho murmuró amargamente:
—No comprendéis..., sois muy viejo... No comprendéis nada... Y
Wang Lung se quedó meditando y mirando a este hijo suyo, y vio su rostro
joven y torturado, y se dijo:
«Le he dado todo a este hijo, hasta la vida. Le he permitido abandonar
la tierra, aunque ahora ya no tengo un hijo que cuide de ella después de mí,
y le he permitido leer y escribir, por más que no era necesario, con dos en la
familia que saben hacerlo».
Y pensó y se dijo a sí mismo todavía, mirando al muchacho:
«Todo lo ha tenido de mí este hijo...».
Y entonces se fijó en él con atención y vio que ya era un hombre,
aunque todavía espigado como un junco tierno, y dijo con duda, musitando
y a media voz, pues no veía en el muchacho signo alguno de lujuria:
—Bueno, puede que necesite algo todavía.
Y exclamó en voz alta y lentamente:
—Bueno, y pronto te casaremos, hijo mío.
Pero él lanzó a su padre una mirada de fuego bajo la línea espesa de las
cejas, y contestó desdeñosamente:
—¡Entonces me escaparé, pues para mi una mujer no es una respuesta
a todo, como para mi hermano mayor!
Wang Lung vio en seguida que se había equivocado y se apresuró a
decir excusándose:
—No..., no... No te casaremos..., pero quiero decir... si hay alguna
esclava que desees...
Y el muchacho contestó con una expresión elevada y con gran
dignidad, cruzando los brazos sobre el pecho:
—Yo no soy un joven vulgar. Yo tengo sueños. Yo quiero la gloria. Y
mujeres las hay en todos lados.
Entonces, y como si de pronto recordase algo que había olvidado,
perdió su altiva dignidad, dejó caer los brazos y dijo con su voz natural:
—Además, nunca ha habido una colección de esclavas más fea que la
nuestra. Claro que a mí no me importa poco ni nada, pero no hay ni una
sola belleza en la casa, excepto quizá la doncellita pálida que sirve a la que
está en el departamento interior.
Entonces Wang Lung comprendió que hablaba de Flor de Peral y se
sintió poseído de unos celos extraños. De pronto se sintió más viejo de lo
que era, un hombre viejo y demasiado grueso de cintura y con el pelo
blanquecino; y vio a su hijo, que era un hombre esbelto y mozo, y por un
momento no fueron padre e hijo, sino dos hombres, uno viejo y otro joven,
y Wang Lung exclamó iracundo:
—¡Cuidado con acercarte a las esclavas! No estoy dispuesto a tolerar
en mi casa las malas costumbres de los jóvenes señores. Nosotros somos
buena gente del campo, sana y decente. ¡Nada de eso en mi casa!
Entonces el muchacho abrió los ojos, levantó sus negras cejas, se
encogió de hombros y le dijo a su padre:
—¡Vos hablasteis de ello antes!
Y, volviéndose, salió de la habitación.
Wang Lung se quedó solo en el cuarto, sentado junto a su mesa, y se
sintió triste y solo, y murmuró para sí mismo:
—Bueno, no tengo paz en sitio alguno de mi casa.
Se sentía perdido confusamente en muchas iras, pero aunque no le era
posible comprender por qué, ésta sobresalía entre todas con mayor claridad:
que su hijo había mirado a una doncellita pálida de la casa y la encontraba
hermosa.
XXXIII
No podía Wang Lung dejar de pensar en lo que su hijo había dicho sobre
Flor de Peral, y observaba incesantemente a la muchacha en sus idas y
venidas, sin darse cuenta de que su recuerdo llenaba por entero su
imaginación. Pero no dijo nada a nadie.
Un noche, a principios del verano de aquel año, en la época en que el
aire es denso y suave, lleno de cálidas oleadas y de fragancia, Wang Lung
sentóse en su patio bajo un árbol florido y aspiraba el perfume de las flores
y su sangre circulaba plena y ardiente como la de un hombre joven. Durante
todo el día había sentido la sangre así, y estuvo a punto de ir a dar un paseo
por sus campos y sentir la buena tierra bajo sus pies, quitándose los zapatos
y medias para sentirla mejor contra su piel.
Le hubiera gustado hacer esto, pero sentíase avergonzado de que los
hombres le vieran así, a él que ya no era un labrador dentro de las murallas
de la ciudad, sino un terrateniente y un hombre rico. Así es que vagó
inquietamente por las estancias, manteniéndose alejado del patio donde se
hallaba Loto, sentada a la sombra y fumando su pipa de agua, pues a Loto
no se le escapaba el desasosiego de un hombre y bien sabía conocer lo que
le pasaba. Permaneció, pues, aislado, sin querer ver a ninguna de sus
querellosas nueras ni aun a sus nietos, en los que con frecuencia se
deleitaba.
Así es que el día transcurrió lenta y solitariamente, y durante todo el
tiempo él sentía cómo la sangre le corría locamente bajo la piel.
No podía olvidar cómo había aparecido su hijo menor ante él, alto y
erguido, las cejas apretadas en una línea, con la gravedad de su juventud. Y
no podía olvidar a la doncella.
«Supongo que deben de ser de la misma edad... —se decía—. Mi hijo
tendrá unos dieciocho años cumplidos y ella dieciocho años justos».
Y entonces se acordó de que él tendría setenta dentro de pocos días y
se sintió avergonzado de su sangre ardiente y pensó:
«Sería una buena cosa darle la doncella al muchacho».
Se repitió esto una y otra vez, y cada vez le dolía como un aguijonazo
en una llaga y no podía, sin embargo, ni dejar de herirse ni de sentir el
dolor.
Cuando llegó la noche, todavía estaba solo, y solo se sentó en su patio
porque no había nadie en la casa a quien pudiera ir como amigo. Y el aire
de la noche era denso, suave y caliente, con el perfume del árbol en flor.
Mientras estaba sentado bajo el árbol, en la oscuridad, alguien pasó
junto a la puerta del patio y cerca de él; alzó rápidamente la cabeza y vio
que era Flor de Peral.
—¡Flor de Peral! —la llamó, y su voz fue como un murmullo. Ella se
detuvo de pronto, escuchando con la cabeza inclinada.
Y él la llamó de nuevo, esta vez con voz que apenas le salía de la
garganta:
—¡Ven aquí!
Entonces, al oírle, ella atravesó medrosamente la puerta y se acercó a
él, que casi no podía verla en la penumbra del patio, pero que podía sentirla,
y tendiendo la mano cogió su breve túnica y dijo medio ahogándose:
—Niña...
Se detuvo al pronunciar esta palabra, diciéndose que era una cosa
vergonzosa para un hombre viejo como él, con nietos y nietas más cerca de
la edad de esta criatura de lo que él estaba; y sus dedos rozaron la pequeña
túnica.
Entonces la doncella, en espera ante él, captó el ardor de su sangre, e
inclinándose como una flor que se dobla sobre el tallo, se deslizó al suelo y
allí permaneció asida a los pies de Wang Lung. Y él dijo lentamente:
—Niña... Yo soy un hombre viejo..., un hombre muy viejo... Cuando
ella habló, su voz fue en la noche como el propio aliento del árbol florido:
—A mí me gustan los hombres viejos..., me gustan los hombres
viejos... Son bondadosos...
Y él dijo de nuevo, tiernamente, inclinándose un poco hacia ella:
—Una doncellita como tú debería tener un joven alto y apuesto... ¡Una
doncellita como tú!
Y para sí añadía: «Como mi hijo», pero no lo decía en voz alta, porque
podría sugerirle a ella tal pensamiento y eso se le hacía insoportable.
Pero ella exclamó:
—Los hombres jóvenes no son buenos..., sólo son feroces.
Y al oír su vocecita infantil y temblorosa, su corazón se llenó de un
gran amor por esta doncella, y, levantándola suavemente, la condujo a sus
habitaciones.
Cuando estuvo consumado, aquel amor de su vejez le produjo más
asombro que ninguna de sus lujurias anteriores, pues, a pesar de su amor
por Flor de Peral, no se apoderó de ella como se había apoderado de las
otras mujeres que había conocido.
No, a esta la asía con dulzura y se sentía satisfecho al notar la tibieza
de su juventud contra su vieja carne, y satisfecho sólo con su presencia
durante el día, con el roce de su túnica aleteante y con el tranquilo reposo
de su cuerpo contra el de él durante la noche. Y se asombraba de este amor
de la vejez, tan devoto y tan fácilmente satisfecho. En cuanto a ella, era una
muchacha sin pasión, que se acercaba a él como a un padre, y para él era en
verdad más bien una niña y apenas una mujer.
Ahora bien; lo que Wang Lung había hecho no se supo pronto, pues él
no dijo nada. ¿Para qué tenía que decirlo siendo amo de su propia casa?
Pero el ojo de Cuckoo fue el primero en descubrirlo, y al ver a la muchacha
deslizarse de su departamento, a la madrugada, la detuvo y se echó a reír, y
brillándole sus viejas pupilas de halcón exclamó:
—¡Bueno! ¡Pues ya tenemos lo del Anciano Señor nuevamente!
Y Wang Lung, que estaba en su cuarto, al oírla salió ciñéndose las
ropas apresuradamente, y murmuró sonriendo, medio avergonzado y medio
orgulloso:
—¡Bueno, y yo le dije que lo que le convenía era un muchacho, pero
ella prefirió al viejo!
—Será una bonita historia que contarle al ama —dijo Cuckoo, y los
ojos le brillaron de malicia.
—Yo mismo no sé cómo ha ocurrido —contestó Wang Lung
lentamente—. No tenía intención de tomar otra mujer y esto ha pasado sin
que sepa cómo.
Entonces Cuckoo dijo:
—Bueno, pues hay que decírselo al ama.
Y Wang Lung, temiendo la cólera de Loto más que ninguna otra cosa,
le suplicó a Cuckoo:
—Díselo tú, si quieres, y si te es posible arreglar el asunto sin
disgustos para mí, te daré un puñado de plata como recompensa.
Así es que Cuckoo, riéndose todavía y moviendo la cabeza, prometió a
Wang Lung ocuparse de la cuestión y él regresó a su cuarto y no quiso salir
de él hasta que Cuckoo regresó diciendo:
—Bueno, ya se lo he dicho, y se encolerizó mucho hasta que le recordé
que había deseado y deseaba todavía el reloj extranjero que vos le tenéis
prometido; además, quiere un par de sortijas de rubíes, una para cada mano,
y otras cosas que ya irá diciendo según se le ocurran, y una esclava para
ocupar el sitio de Flor de Peral; y Flor de Peral no ha de presentarse más
ante ella, y vos tampoco durante algún tiempo, porque vuestra presencia le
da náuseas.
Y Wang Lung prometió ansiosamente y dijo:
—Procúrale lo que pide; no le escatimaré nada.
Y se sintió contento de no tener que ver a Loto en seguida, sino cuando
su cólera se hubiera calmado con la realización de sus deseos.
Pero todavía quedaban sus tres hijos, y ante ellos se sentía
extrañamente avergonzado de lo que había hecho, aunque se repetía una y
otra vez:
«¿No soy el amo de mi propia casa, y no he de poder tomar a mi
propia esclava que compré con mi dinero?».
Pero estaba avergonzado y, sin embargo, medio orgulloso también,
como lo está el que todavía es un hombre cuando los demás lo creen sólo un
abuelo. Y esperó a que sus hijos vinieran a su departamento.
Llegaron uno tras otro, separadamente, y el que llegó primero fue el
hijo segundo. Este habló de la tierra y de las cosechas y de la sequía del
verano, que este año reduciría la cosecha a una tercera parte. Pero a Wang
Lung no le interesaban ahora las lluvias o las sequías, pues si la cosecha de
este año le daba poco rendimiento, le sobraba plata del año anterior; sus
habitaciones estaban llenas de plata, en los mercados de grano le debían
dinero, tenía grandes sumas en préstamos a interés crecido, que su hijo
segundo cobraba por él regularmente, y ya no miraba hacia la promesa del
cielo sobre sus tierras.
Pero el hijo segundo continuó hablando así, y según hablaba miraba
hacia aquí y hacia allá escudriñando los cuartos con los ojos velados y
secretos, y Wang Lung comprendió que estaba buscando a la muchacha,
para ver si lo que había oído era verdad, y entonces la hizo venir del
dormitorio donde estaba escondida, exclamando:
—¡Tráeme té, hija mía, para mí y para mi hijo!
Y ella apareció con su delicado rostro pálido matizado de rosa, y con
la cabeza inclinada; sus pies menudos la llevaron por la habitación a pasos
silenciosos y el hijo segundo se la quedó mirando atónito, como si hasta
ahora no hubiera podido creer lo que había oído.
Pero no dijo nada, excepto que la tierra estaba así y así, y que este y
aquel arrendador habían de ser sustituidos al finalizar el año, y aquel otro,
porque fumaba opio y no sacaba de la tierra el provecho que debía. Y Wang
Lung le preguntó a su hijo cómo estaban sus niños, y él contestó que habían
tenido la tos de los cien días, pero que era una cosa ligera ahora que llegaba
el buen tiempo.
Así estuvieron hablando mientras bebían té, y el hijo segundo diose
buena cuenta de lo que veía y se marchó, dejando a Wang Lung tranquilo
respecto a este hijo.
Entonces llegó el primogénito, antes de que la mitad de aquel mismo
día hubiera pasado, y entró en la estancia de su padre, alto, apuesto y
orgulloso con los años de su madurez. Wang Lung tuvo miedo de su orgullo
y no llamó en seguida a Flor de Peral, sino que esperó un rato fumando su
pipa. El primogénito permaneció allí sentado, rígido dentro de su orgullo y
de su dignidad, y le preguntó a su padre, como era debido, por su salud y su
bienestar. Entonces Wang Lung contestó rápida y serenamente que estaba
bien, y al mirar a su hijo su temor desapareció.
Pues vio a su primogénito tal como era: un hombre corpulento, pero
temeroso de su propia esposa, y más que nada de no parecer nacido
noblemente. Y la robustez de la tierra, que se mantenía fuerte en Wang
Lung, aun cuando él mismo no lo sabía, triunfó ahora en él, y sintióse
tranquilo y descuidado ante su hijo mayor como antes lo había estado,
indiferente ante su corrección y su digna apariencia, y de pronto gritó a Flor
de Peral:
—¡Ven hija, y sirve té para otro hijo mío!
Esta vez la muchacha entró muy fría y silenciosa, y su pequeño rostro
ovalado estaba tan blanco como la flor de su nombre.
Al entrar en la habitación bajó los ojos, se movió calladamente
haciendo lo que le mandaban y volvió a salir en seguida.
Los dos hombres permanecieron silenciosos mientras les servía el té,
pero cuando abandonó la habitación, y levantaron las tazas, Wang Lung
miró a los ojos de su hijo y descubrió en ellos una expresión admirativa, la
mirada de un hombre que admira a otro secretamente. Bebieron el té y al fin
el primogénito exclamó con voz gruesa y desigual:
—No creí que fuera así.
—¿Por qué no? —explicó Wang Lung tranquilamente—. Estoy en mi
propia casa.
El hijo suspiró entonces, y al cabo de un tiempo contestó:
—Sois rico y podéis hacer lo que gustéis. —Y, volviendo a suspirar,
añadió—: Bueno, supongo que una mujer no es siempre suficiente para un
hombre, y llega un momento...
Se detuvo, pero en su mirada brillaba el matiz del hombre que envidia
a otro contra su voluntad, y Wang Lung lo vio y se rió para sus adentros,
pues bien conocía la naturaleza sensual de su hijo y sabía que la correcta
esposa ciudadana no podía dominarle siempre y algún día el hombre
aparecería en él.
El hijo mayor no dijo nada, pero salió absorto, como un hombre al que
se le ha ocurrido un nuevo pensamiento. Y Wang Lung se quedó sentado
fumando su pipa y orgulloso que siendo viejo había hecho lo que era su
voluntad.
Pero ya era de noche cuando llegó el hijo menor, y también él vino
solo. Wang Lung se hallaba sentado en el cuarto central de su
departamento; sentado ante la mesa donde lucían, encendidas, las rojas
candelas, y fumando: Frente a él, al otro lado de la mesa, sentábase en
silencio Flor de Peral, con las manos cruzadas quietamente sobre su falda.
A veces, Flor de Peral miraba a Wang Lung, plenamente y sin coquetería,
como una criatura, y él la observaba y se sentía orgulloso de lo que había
hecho.
De pronto, su hijo menor apareció ante él, brotando de la oscuridad del
patio, pues nadie le había visto entrar. Pero permaneció allí en pie,
produciendo una extraña impresión de estar agazapado; y como un
relámpago cruzó la memoria de Wang Lung el recuerdo de una pantera que
había visto traer cierta vez a unos hombres de las montañas, donde la
habían cazado, y la bestia estaba atada, pero se agazapaba como para saltar
y los ojos le brillaban. También brillaban ahora las pupilas del muchacho,
fijas en su padre, y aquellas cejas suyas, que eran demasiado espesas y
demasiado negras para su juventud, estaban apretadas ferozmente sobre sus
ojos, así permaneció un rato y al fin dijo con voz baja y cargada:
—Ahora me iré a ser soldado... Ahora me iré a ser soldado...
Pero no miró a la muchacha, sólo a su padre, y Wang Lung, que no
había temido a su hijo segundo y a su primogénito, ahora tuvo miedo de
éste, al que apenas había prestado atención desde su nacimiento.
Y Wang Lung murmuró y tartamudeó, y hubiera querido hablar, pero
al sacarse la pipa de la boca no se oyó sonido alguno y se quedó mirando a
su hijo, que repetía una y otra vez:
—Ahora me iré... Ahora me iré...
De repente volvióse y miró a la muchacha, y ella le miró a él,
encogiéndose y poniéndose las dos manos ante el rostro para no verle.
Entonces el joven apartó de ella los ojos y salió de la habitación de un salto.
Wang Lung miró hacia el cuadro de luz que proyectaba la puerta, abierta a
la oscura noche de verano, pero el joven había desaparecido y sólo se
notaba silencio por doquiera.
Al fin se volvió hacia la muchacha y dijo humilde y dulcemente, con
una gran tristeza y todo su orgullo desvanecido:
—Yo soy demasiado viejo para tí, corazón mío, y bien lo sé. Yo soy un
hombre viejo, muy viejo.
Pero la muchacha se apartó las manos de la cara y dijo con más pasión
de la que Wang Lung había oído jamás poner en cosa alguna:
—Los jóvenes son crueles... ¡Yo prefiero los viejos!
Cuando amaneció el día siguiente, el hijo menor de Wang Lung se
había ido, y todos ignoraban adónde se dirigiera.
XXXIV
Entonces, como se enciende el otoño con falsos resplandores de estío antes
de caer en el invierno, así ocurrió con el rápido amor de Wang Lung por
Flor de Peral. La breve llamarada se apagó y con ella la pasión. Wang Lung
amaba a Flor de Peral, pero sin fiebre.
Y al apagarse aquella llamarada, se quedó de pronto frío de vejez;
súbitamente era un anciano. Sin embargo, Wang Lung amaba a Flor de
Peral y era un consuelo para él tenerla consigo. Ella le servía lealmente y
con una paciencia superior a sus años, y él la trataba siempre con suma
bondad y su cariño hacia ella era, cada vez más, el cariño de un padre hacia
una hija.
Y por él, Flor de Peral era también buena con su pobre tonta, y esto era
un consuelo para Wang Lung. Un día le confesó algo que había tenido
largamente en el pensamiento: él había pensado muchas veces en lo que
sería de su pobre tonta cuando él muriese, ya que no había nadie más que él
que se preocupase por ella y por si había comido o no había comido; así es
que un día fue a la tienda de medicinas y compró un paquetito de una
materia blanca y venenosa diciéndose que se lo daría a comer a su tonta
cuando viera que la hora de su muerte se acercaba. Pero Wang Lung temía a
esto más que a su propia muerte, y ahora era un consuelo para él ver la
lealtad de Flor de Peral, a quien llamó una vez y le dijo:
—No tengo a nadie más que a ti a quien pueda confiar mi pobre tonta
cuando yo me vaya; y ha de vivir muchos años después que yo haya
muerto, ya que su mente no padece tribulaciones ni tiene nada que la mate
ni ninguna preocupación que la atormente. Y bien sé que cuando me haya
ido nadie se tomará la molestia de alimentarla, de protegerla de la lluvia y
del frío del invierno ni de sentarla al sol del verano, y tal vez la manden a
vagar por las calles... a esta pobre criatura que siempre ha tenido el cuidado
de su madre o el mío. Ahora bien, en este paquetito hay una puerta de
salvación para ella; después que yo haya muerto, mézclale esto en el arroz,
dáselo a comer y podrá seguirme adonde yo me halle. Y así estaré tranquilo.
Pero Flor de Peral se apartó de aquello que Wang Lung le mostraba y
dijo con su voz suave:
—Yo que apenas puedo matar un insecto, ¿cómo he de poder destruir
esa vida? No, mi señor; pero haré otra cosa: tomaré para mí esta pobre tonta
porque vos habéis sido bueno conmigo..., más bueno que nadie y el único
ser bueno de mi vida.
Y Wang Lung podía haber llorado al oír esto, porque nadie le había
jamás correspondido así, y su corazón se asió a ella, y le dijo:
—Así y todo, hija mía, tómalo, porque no hay nadie en quien confíe
tanto como en ti, pero aun tú has de morir, aunque no puedo pronunciar
estas palabras, y después de ti no queda nadie..., no, nadie, pues las esposas
de mis hijos están demasiado ocupadas con sus niños y sus disputas, y mis
hijos son hombres y no pueden pensar en estas cosas.
Cuando vio lo que quería decir, Flor de Peral cogió el paquete y no
habló más, y Wang Lung confió en ella y se sintió consolado y tranquilo por
el destino de su pobre tonta.
Entonces Wang Lung se adentró más y más en su vejez, viviendo muy
aislado y solo con Flor de Peral y su pobre tonta. Algunas veces miraba a
Flor de Peral y se sentía preocupado; entonces le decía a la muchacha:
—Esta vida es demasiado quieta para ti, hija mía.
Pero ella contestaba siempre suavemente y con inmensa gratitud:
—Es tranquila y segura.
A veces él repetía:
—Yo soy demasiado viejo para ti, y mi fuego es ceniza. Pero ella
contestaba siempre con reconocimiento:
—Sois bondadoso conmigo, y no deseo más de ningún hombre.
Una vez, cuando decía esto, Wang Lung sintió curiosidad y le
preguntó:
—¿Qué ha sido lo que en tu tierna edad te ha hecho tan temerosa de
los hombres?
Y al mirarla, en espera de contestación, vio un inmenso terror en sus
ojos, y ella se los cubrió con las manos y murmuró:
—¡Odio a todos los hombres, excepto a vos..., a todos, hasta a mi
padre, que me vendió! Sólo he oído cosas malas de ellos y los odio a todos.
Y él dijo, pensativo:
—Yo hubiera dicho que vivías tranquila y fácilmente en mi casa...
—Estoy llena de repugnancia —dijo ella mirando hacía otro lado—.
Estoy llena de repugnancia y los odio a todos. Odio a todos los hombres
jóvenes.
Y no quiso decir nada más. Wang Lung se quedó pensando en ello y
sin saber si es que Loto le había contado historias de su vida y llegó a
amenazarla, o si es que la había asustado Cuckoo con su lascivia, o si es que
le había sucedido algo secretamente y no quería decírselo a él, o qué es lo
que era.
Pero suspiró y cesó de hacerle preguntas, porque, por encima de todo,
ahora quería paz, y sólo deseaba poder sentarse tranquilamente en su patio y
cerca de aquellos dos seres.
Así, pues, vivía Wang Lung, y así la vejez caía sobre él día tras día y
año sobre año. Ahora dormía al sol inquietamente, como su padre lo había
hecho, y se decía que su vida estaba terminada y que se hallaba satisfecho
de ella.
A veces, pero raramente, iba a los otros departamentos, y a veces, pero
más raramente aún veía a Loto, que jamás le hablaba de la joven que había
tomado y le recibía bastante bien, pues ella también era vieja y estaba
satisfecha con los manjares y los vinos que amaba y con el dinero que
conseguía con sólo pedirlo. Loto y Cuckoo eran, después de tantos años,
más bien dos amigas que ama y servidora, y se sentaban juntas a hablar de
esto y de lo otro, y principalmente de sus antiguos tiempos entre hombres,
susurrando cosas que no se atrevían a decir en voz alta, y comiendo,
bebiendo y durmiendo, despertándose para murmurar antes de empezar a
comer y a beber de nuevo.
Y cuando Wang Lung entraba, cosa que hacía muy de tarde en tarde,
en los departamentos de su hijos, le recibían cortésmente y corrían a
buscarle té y él pedía que le enseñaran la última criatura y preguntaba
muchas veces, pues lo olvidaba con facilidad:
—¿Cuántos nietos tengo ahora?
Y alguien le contestaba prontamente:
—Once hijos y ocho hijas tienen juntos vuestros hijos. Y él, riéndose,
decía:
—Añado dos cada año y sé el número, ¿no es cierto?
Luego se sentaba un rato y miraba a los niños que se agrupaban en
torno a él, contemplándole. Sus nietos eran ahora unos muchachos
espigados y él los escudriñaba atentamente para ver cómo eran, y se decía:
—Ese tiene la cara de su bisabuelo, y ahí está un pequeño negociante
Liu, y aquí yo mismo cuando era joven.
Y les preguntaba:
—¿Vais al colegio?
—Si, abuelo —le contestaban a coro.
Y él volvía a decir:
—¿Estudiáis los Cuatro Libros?
Entonces ellos se reían, con mofa juvenil, de un hombre tan viejo
como éste, y decían:
—No, abuelo; nadie estudia los Cuatro Libros desde la Revolución.
Y él contestaba pensativo:
—He oído hablar de una revolución, pero he estado demasiado
atareado en mi vida para ocuparme de ella. Había siempre la tierra.
Pero los muchachos se reían de esto, y al fin Wang Lung se levantaba,
sintiéndose únicamente como un huésped en los departamentos de sus hijos.
Y pasado algún tiempo no volvió más, pero a veces le preguntaba a
Cuckoo:
¿Están ya en paz mis dos nueras, después de todos estos años?
Y Cuckoo escupió en el suelo y respondió:
—¿Esas? Están en paz como los gatos que se observan. Pero el hijo
mayor empieza a cansarse de las continuas querellas de su esposa... Es una
mujer demasiado digna para un hombre, y se pasa la vida hablando de lo
que hacían en casa de su padre, y acaba por cansar. Se habla de que vuestro
hijo quiere tomar otra esposa. Va a menudo a las casas de té.
—¡Ah! —dijo Wang Lung.
Pero cuando quiso pensar en ello, su interés en el asunto se desvaneció
y sin darse cuenta se halló pensando en su té y en que el airecillo primaveral
soplaba frío sobre sus hombros.
Otra vez le preguntó a Cuckoo:
—¿Y sabe alguien algo de mi hijo menor, y en dónde ha estado todo
este tiempo?
Y Cuckoo contestó, pues no ocurría nada en aquella casa que ella no
supiera:
—Bueno, no escribe nunca, pero de vez en cuando llega alguien del
Sur y dice que es un oficial militar y bastante importante dentro de una cosa
que llaman allí revolución; pero no sé lo que es esto..., quizás algún
negocio.
Y Wang Lung dijo otra vez:
—¡Ah!
Y hubiera pensado en ello, pero estaba cayendo la noche y los huesos
le dolían en el aire que soplaba, crudo y helado, cuando el sol se ponía. Sus
pensamientos iban ahora hacia donde querían y no podía fijarlos largamente
en una misma cosa. Y la necesidad que sentía su viejo cuerpo de comida y
de té caliente era más fuerte que todo. Pero por la noche, cuando tenía frío,
el cuerpo cálido y joven de Flor de Peral yacía contra él y se sentía
consolado en su vejez con el dulce calor que entibiaba su lecho.
Así la primavera se esfumó una y otra vez, y según los años pasaban la
sentía llegar más vagamente. Pero todavía algo quedaba vivo en él, y esto
era su amor por la tierra. Se había marchado de ella y vino a fijar su
residencia en la ciudad y era rico. Pero sus raíces estaban en la tierra, y
aunque la olvidara durante meses, cada año, cuando llegaba la primavera,
tenía que salir a la tierra; y aun ahora, cuando ya no podía coger el arado ni
hacer nada, más que mirar cómo otro lo conducía a través de la tierra, aun
ahora sentía la necesidad de ir, e iba. Algunas veces se llevaba un criado y
dormía otra vez en la vieja casa de tierra, en la vieja cama donde había
engendrado hijos y donde O-lan había muerto. Al amanecer se levantaba y
salía, y con sus manos temblorosas cogía un brote de sauce o una ramita de
melocotonero en flor y lo conservaba todo el día en la mano.
Así vagaba un día, hacia el final de la primavera; y atravesando sus
campos llegó hasta el lugar cercado de la colina donde había enterrado a sus
muertos. Se detuvo, apoyándose temblorosamente en su bastón, y, mirando
las tumbas, los recordó a todos. Los veía más claramente que a sus propios
hijos, que vivían con él en su casa; más claramente que a nadie, excepto a
su pobre tonta y a Flor de Peral. Y sus pensamientos retrocedieron a
tiempos lejanos y los vio a todos claramente, hasta a su hijita segunda, de la
que no había oído nada hacía tanto tiempo que no recordaba cuánto, y la
veía tal como había sido: una linda doncellita con los labios delgados y
rojos como una hebra de seda... Y para él era lo mismo que estos que yacían
aquí en la tierra. Entonces se quedó meditativo y, de pronto, pensó:
«Bueno, yo seré el próximo».
Y, entrando en el recinto, miró el lugar donde había de yacer: más
abajo de su padre y de su tío, encima de Ching y no lejos de O-lan. Y
murmuró:
—Tengo que ocuparme del ataúd.
Retuvo este pensamiento firme y dolorosamente en su memoria, y al
regresar a la ciudad mandó llamar a su hijo primogénito y le dijo:
—Tengo algo que decir.
—Decidlo, pues —repuso el hijo—. Ya estoy aquí.
Pero cuando Wang Lung fue a hablar, olvidó de pronto lo que quería
decir, y las lágrimas asomaron a sus ojos porque había retenido el asunto
tan dolorosamente en su memoria y ahora se le había escapado sin
advertirlo. Entonces llamó a Flor de Peral y dijo:
—Niña, ¿qué es lo que quería decir?
Y Flor de Peral contestó suavemente:
—¿Dónde habéis estado hoy?
—Estuve en la tierra —replicó Wang Lung con los ojos fijos en la
muchacha y esperando.
Y ella preguntó otra vez suavemente:
—¿En qué trozo de tierra?
Súbitamente recordó de nuevo, y exclamó con la risa brotándole de los
ojos húmedos:
—Bueno, ya me acuerdo. Hijo mío, he escogido un sitio en la tierra, y
es más abajo de mi padre y de su hermano, cerca de tu madre y más arriba
de Ching; y quisiera ver mi ataúd antes de morir.
Entonces, el hijo mayor de Wang Lung exclamó correcta y
respetuosamente:
—No digáis esa palabra, padre mío, pero haré lo que deseáis.
Entonces su hijo le compró un ataúd labrado, cortado de un gran
tronco de la fragante madera que se emplea para enterrar a los muertos y
para nada más, porque esa madera dura tanto como el hierro y más que los
huesos humanos; y Wang Lung se sintió confortado.
Mandó que le llevaran el ataúd a su cuarto y todos los días lo miraba.
Entonces, súbitamente, se le ocurrió una cosa, y dijo:
Bueno, haré que me lo lleven a la casa de tierra, y viviré en ella los
pocos días que me queden y en ella moriré.
Y cuando vieron cómo había puesto su corazón en este deseo, hicieron
lo que quería y regresó a la casa de los campos, él y Flor de Peral y la tonta,
con los servidores que necesitaban. Wang Lung volvió a su morada de la
tierra y dejó su casa de la ciudad a la familia que había fundado.
Pasó la primavera y pasó el verano con sus cosechas, y en el ardiente
sol de otoño, antes de comenzar el invierno, Wang Lung se halló sentado
contra la pared donde se había sentado su padre. Y ahora ya no pensaba en
nada, excepto en lo que comía, y en lo que veía, y en su tierra. Pero no en
las cosechas que daría, ni en la simiente que plantaría en ella, ni en nada
sino en la tierra misma, y a veces se bajaba y cogía un puñado del suelo,
sentándose con él en la mano; y le parecía lleno de vida entre sus dedos. Se
sentía contento así, apretando esta tierra, y pensaba en ella agitadamente, y
en su buen ataúd que tenía en el cuarto. Y la tierra bondadosa le esperaba
sin prisa hasta que viniese a ella.
Sus hijos se portaban correctamente con él y venían a verlo todos los
días, a lo más cada dos días, y le mandaban alimentos delicados, propios
para su edad. Pero él prefería un plato simple, hecho en agua caliente, y
sorberlo como hiciera su padre.
Algunas veces se quejaba un poco de sus hijos si no venían a verle
cada día, y le preguntaba a Flor de Peral, que estaba siempre cerca de él:
—Bueno, ¿y en qué están ocupados?
Pero si Flor de Peral respondía: «Están en la flor de su vida y ahora
tienen muchos asuntos en las manos; vuestro hijo mayor ha sido nombrado
oficial de la ciudad entre los hombres ricos, y tiene una nueva esposa; y
vuestro hijo segundo está estableciéndose en un mercado de granos propio»,
Wang Lung la escuchaba atentamente, pero no podía comprender todo esto,
lo olvidaba en seguida y volvía la vista hacia la tierra.
Pero un día vio con claridad por breves momentos. Era un día en que
sus dos hijos habían venido, y después de saludarle cortésmente, volvieron
a salir, andando en torno a la casa y luego hacia las tierras. Wang Lung les
siguió lentamente, y, cuando se detuvieron, lentamente se les fue acercando.
Ellos no oyeron sus pasos ni el sonido de su bastón sobre la tierra blanda, y
Wang Lung percibió la voz afectada de su hijo segundo, que decía:
—Venderemos este campo y aquel otro y dividiremos el dinero entre
nosotros por igual. Tomaré a préstamo tu parte con un buen interés, ya que
ahora, con el ferrocarril directo, puedo expedir arroz directamente a los
barcos y...
Pero el anciano oyó únicamente estas palabras: «vender la tierra», y
gritó con voz rota y temblorosa de cólera:
—¿Qué es esto..., hijos malos, hijos ociosos? ¿Vender la tierra?
Se ahogaba y se habría caído de no cogerle a tiempo sus hijos,
sosteniéndole, mientras él se echaba a llorar.
Entonces le calmaron y le dijeron, consolándole:
—No..., no... No venderemos nunca la tierra...
—Es el fin de una familia... cuando empiezan a vender la tierra... —
dijo él, interrumpidamente—. De la tierra salimos y a la tierra hemos de
ir..., y si sabéis conservar vuestra tierra, podréis vivir..., nadie puede robaros
la tierra...
Y el anciano dejó que sus escasas lágrimas se le secaran en las
mejillas, donde dejaron unas manchitas saladas. Y luego se bajó, y
cogiendo un puñado de tierra la retuvo en la mano, murmurando:
—Si vendéis la tierra, es el fin.
Y sus dos hijos le sostuvieron, uno por cada lado, cogiéndole por los
brazos, y él apretó en la mano el puñado de tierra suelta y caliente. Y sus
hijos le calmaron, su hijo mayor y su hijo segundo, y le repitieron una y otra
vez:
—Estad tranquilo, padre nuestro, estad tranquilo. La tierra no se
venderá.
Pero, por encima de la cabeza del anciano, se miraron y sonrieron.
FIN DE «LA BUENA TIERRA»

notes
Notas a pie de página
1. Cochecillo chino tirado por un hombre.
Table of Contents
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
Notas a pie de página

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