Helados de Chocolate

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HELADOS DE CHOCOLATE

En medio de borrosos recuerdos infantiles, aún sigue viva, congelada, su


memoria. Especialmente congelada porque cuando aún saboreo algún helado,
insisto en evocar. Tenía ella unos diez años y yo andaba por los doce. Mis
padres, además de amor y cuidado, me enseñaban un absoluto respeto por los
vecinos. Ella quizá obedecía a las mismas normas porque sólo podía
asomarse a la ventana cuando algún chico llamaba a comprar un helado.

–Por favor una “crema” de chocolate-. Eran mis favoritas. Aún conservo el
gusto por este tipo de helado y no sé si es el chocolate el que estimula mi
memoria o es un pretexto psicológico para recordar ese rostro angelical y esas
dos únicas frases: - Gracias –A la orden. A la segunda siempre sucedía una
sonrisa pícara detrás de sus ojos infantiles. Eso me bastaba. Solía comprar
dos o tres “cremas” en el día pero cuando alguien de la familia visitaba a mis
padres y me regalaba monedas, ese dinero de más resultaba invertido en
helados de chocolate aunque la panza me doliera esa noche. Para ese tiempo,
no sabía diferenciar entre un dolor de panza y un dolor de amor. Más tarde,
mucho más tarde, entendí que el dolor de amor no es del cuerpo sino del
alma.

Celina era un nombre común para las niñas de la época. Después vinieron los
nombres de personajes de telenovela y de reinas de belleza. La niña de la
ventana debajo del aviso “Venta de Cremas”, se llamaba así, Celina. Lo supe
cuando su mamá la llamó de manera tosca aquella tarde: “Celina, p’a dentro!”
Esa tarde tal vez quise hablarte porque vi en sus ojos una luz, un destello. Ni
siquiera sé qué le hubiera dicho. O mejor… sí sé porque mis primeros versos
fueron inspirados por ella, porque hoy, aquí mismo escribo a causa de ella.
Entonces pienso en todos los niños reprimidos del mundo que aprietan sus
labios para no confesar un amor oculto, porque el amor está vedado para ellos
y solo permitido para adultos. Ignoro muchas cosas, entre ellas si los niños se
enamoran y si los viejos tienen también capacidad de hacerlo. Lo que sí sé es
que aquella noche de la mudanza, una vez terminamos de subir al camión
todos los corotos, le dije a mi padre que me regalara con qué comprar un
helado. Y él, con una sonrisa maliciosa, sonrisa cómplice, me dijo: “Vaya mijo
cómprese dos y coma helado hasta que le duela la panza…mañana ya se le
pasará y le dolerá otra cosa”. El viejo sí sabía que los dolores de panza
pasaban, pero los del alma duraban eternamente.

Yo llamé a la ventana pero ya Celina había obedecido órdenes. Por el postigo


entreabierto me pareció ver el último destello de sus ojos. Y me metí al camión
hacia otro barrio. Hoy sigo comiendo helados de chocolate a riesgo de que me
duela la panza, a riesgo de que me duela el alma.

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