13-Los Cinco en El Páramo Misterioso-Blyton, Enid

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Los Cinco van a pasar las vacaciones a un picadero, donde

conocen a una curiosa niña, Enrique, que al igual que Jorge,


le gustaría ser un chico.
Cerca de éste se extiende un brumoso páramo denominado
el «Páramo Misterioso», ya que desaparece gente y por la
noche hay extraños ruidos. Además, una caravana de
gitanos se adentra en él cada pocos meses, y nadie sabe la
razón.
Cuando los chicos van a acampar allí, observan que algo
extraño sucede, relacionado con los gitanos.
¡Empieza una nueva aventura!
Enid Blyton

Los Cinco en el Páramo


Misterioso
Los Cinco - 13

ePub r1.0
liete 27.05.14
Título original: Five go to the mystery moor
Enid Blyton, 1954
Traducción: María de Quadras
Ilustraciones: José Correas

Editor digital: liete


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Capítulo I
EN LAS CABALLERIZAS

—Hace una semana que estamos aquí, y lo único que


hemos hecho ha sido aburrirnos —dijo Jorge.
—Eso no es verdad —replicó Ana—. Nos hemos divertido
montando a caballo y rondando por las cuadras.
—¡Te repito que para mí todo ha sido aburrimiento! —
vociferó Jorge—. ¡Si lo sabré yo!… Lo que más me molesta
es esa insoportable Enriqueta… ¿Qué pinta esa chica aquí?
—¡Ah, Enrique! —exclamó Ana riendo—. Creí que te
avendrías con ella, ya que es como tú. Ella también
preferiría ser chico y todo lo hace como si lo fuera.
Las dos niñas estaban sentadas en un almiar,
despachando cada una un bocadillo. En el campo que las
rodeaba había varios caballos. A algunos los habían
montado las niñas; a los otros los deseaban montar. Algo
más allá había un viejo picadero sobre cuya puerta
campeaba un gran rótulo:

ESCUELA DE EQUITACIÓN DEL CAPITÁN JOHNSON

Hacía una semana que Ana y Jorge estaban allí. Julián y


Dick se habían ido a un campamento con otros alumnos de
su colegio.
La idea de ir al picadero había sido de Ana. Era muy
aficionada a los caballos, y había oído hablar tanto a sus
compañeras de estudio de lo divertido que era pasar días
enteros en unas caballerizas, que había decidido conocer
esta diversión.
Jorge no participaba de la satisfacción de Ana. Estaba de
mal humor porque Julián y Dick, para variar, se habían
marchado sin ella y sin Ana. ¡Se habían ido a un
campamento! A Jorge le habría gustado ir con ellos; pero,
naturalmente, estaba prohibido que las chicas acamparan
con los chicos. El campamento del colegio de Julián era
exclusivamente para muchachos.
—Es una tontería que estés tan disgustada por no haber
podido ir al campamento —dijo Ana—. A los chicos no les
gusta que estemos siempre con ellos. No podemos hacer las
mismas cosas.
Jorge no era de la misma opinión.
—Yo puedo hacer todo lo que hagan Dick y Julián —
afirmó—. Puedo trepar y escalar las cumbres más altas, y
hacer excursiones tan largas como ellos, y nadar. En todo
esto ganaría a muchos chicos.
—¡Lo mismo dice Enrique! —exclamó Ana echándose a
reír—. Mírala, ahí viene…, dando zancadas como siempre,
con las manos en los bolsillos y silbando como un mozo de
cuadra.
Jorge frunció el entrecejo. Esta rivalidad entre Enrique y
Jorge, a pesar de que las dos tenían las mismas ideas, era
para Ana un espectáculo divertido. El verdadero nombre de
Jorge era Jorgina, pero ella sólo respondía cuando se la
llamaba Jorge. El verdadero nombre de Enrique era
Enriqueta, pero ella contestaba únicamente cuando la
llamaban Enrique.
Su edad era aproximadamente la de Jorge y también
llevaba el pelo corto. Pero no lo tenía rizado.
—Es una lástima que tengas el pelo tan rizado —decía
compasivamente a Jorge—. ¡Es tan propio de las niñas!
—¡Qué tontería! —respondía secamente Jorge—. Hay
muchos chicos de pelo rizado.
Lo más desesperante para Jorgina era que Enriqueta
montaba maravillosamente a caballo, tanto que había
ganado muchas copas. Jorge no se había divertido aquella
semana en la escuela de equitación porque, por primera vez
en su vida, otra muchacha la había superado. Se
desesperaba cuando veía a Enriqueta ir silbando de un lado
a otro. Y hacerlo todo tan rápidamente y bien.
Ana se reía en su fuero interno, especialmente cuando
las dos rivales se empeñaban en no llamarse una a otra
Enrique y Jorge, sino por sus nombres verdaderos: Enriqueta
y Jorgina. La consecuencia era que ninguna de ellas
respondía a las llamadas de la otra. El capitán Johnson, el
alto y fornido propietario de la escuela de equitación, estaba
harto de ellas.
—¿Por qué hacéis esas tonterías? —les preguntó una
mañana, al ver las agrias miradas que se dirigían durante el
almuerzo—. ¡Parecéis dos parvulitas memas!
A Ana le hizo gracia la expresión. Las dos rivales
debieron de odiar en aquel momento al capitán Johnson. A
Ana le daba, un poco de miedo. Tenía mal genio, hablaba a
gritos y no podía soportar la tontería más insignificante.
Pero era un maestro en cuestión de caballos y sabía reírse
como el primero. Él y su esposa tenían chicos y chicas a
pensión durante las vacaciones. Los hacían trabajar de
firme, pero esto no era obstáculo para que los pensionistas
lo pasaran allí estupendamente.
—Si no hubiera sido por Enrique, lo habríamos pasado la
mar de bien esta semana —dijo Ana a Jorge, recostándose
en el almiar—. La temperatura de este mes de abril ha sido
magnífica, estos caballos son estupendos y tanto el capitán
como su esposa me han encantado.
—Me gustaría que los chicos estuvieran aquí —dijo Jorge
—. En seguida habrían puesto freno a las estupideces de
Enriqueta. Si lo llego a saber, me quedo en casa.
—Pudiste haberlo hecho —dijo Ana, algo molesta—. Nada
te impedía quedarte en Villa Kirrin con tu padre y tu madre.
Pero preferiste venir aquí conmigo hasta que los chicos
volvieran del campamento. No debes gruñir tanto si las
cosas no salen exactamente como tú deseas. Con tu mal
humor le amargas a una la vida.
—Lo siento —dijo Jorge—. Ya sé que estoy insoportable.
Pero echo de menos a los chicos. Siempre hemos pasado
juntos las vacaciones y no sé estar sin ellos. Sólo hay una
cosa que me gusta, y te la voy a decir, porque sé que te
alegrarás.
—No te molestes en decírmela, porque sé qué cosa es —
exclamó Ana riendo—. Lo que te gusta es que Tim no tenga
ninguna simpatía a Enrique.
—A Enriqueta —corrigió Jorge, haciendo una mueca—. Sí,
el viejo Tim tiene sentido común y no la puede soportar. Ven
aquí, Tim. Deja de husmear esas madrigueras de conejos y
ven a descansar un rato. Esta mañana has corrido mucho
cuando sacamos a los caballos y has olfateado centenares
de madrigueras. Ahora ven a echarte aquí.
Tim se apartó de mala gana de la madriguera y se echó
junto a las niñas. Lamió a Jorge y ésta le acarició.
—Precisamente estábamos diciendo, Tim, que has
demostrado ser muy inteligente al no querer ser amigo de
esa antipática Enriqueta —dijo Jorge.
Un repentino codazo de Ana la hizo enmudecer. Al mismo
tiempo, una sombra se proyectó sobre ellas: alguien se
acercaba por detrás del almiar.
Era Enriqueta. La expresión de su rostro demostraba que
había oído el comentario de Jorge. Enriqueta entregó a ésta
un sobre y le dijo secamente:
—Un telegrama para ti, Jorgina. Te lo he traído por si se
trata de algo importante.
—¡Oh, gracias, Enriqueta! —dijo Jorge, tomando el
telegrama.
Lo abrió y, después de leerlo, lanzó una exclamación de
contrariedad.
—¡Fíjate! —dijo a Ana, entregándole el telegrama—. Es
de mi madre.
Ana tomó el papel y lo leyó.

Quédate una semana más. Tu padre está un poco


fastidiado. Te abraza, Mamá.

—¡Qué mala pata! —dijo Jorge, frunciendo el ceño como


de costumbre—. Cuando ya habíamos planeado volver a
casa dentro de un par de días para esperar en Kirrin la
llegada de los chicos, nos vemos obligadas a quedarnos
aquí una semana más. ¿Qué le habrá pasado a papá? A lo
mejor, sólo tiene dolor de cabeza o algo parecido, y no
quiere que vayamos a molestarle alborotando y yendo y
viniendo por la casa.
—Podemos ir a mi casa —dijo Ana—. Pero no sé si estarás
allí a gusto. Estamos haciendo obras y toda la casa está
patas arriba.
—No, Ana. Sé que prefieres quedarte aquí con los
caballos. Además, tus padres están fuera y nosotras no
haríamos más que estorbar. Tendremos que pasar otra
semana sin los chicos. Ellos, seguramente, la pasarán en el
campamento.
El capitán Johnson dijo a las niñas que podían quedarse,
pero que tal vez tuvieran que acampar fuera de la escuela si
llegaba alguna niña más. Añadió que confiaba en que esto
no les importase.
—Al contrario —dijo Jorge—. Ana y yo tenemos ganas de
estar solas. Además, tenemos a Tim. Con tal que podamos
venir a comer y a trajinar por aquí con ustedes, nos
encantará vivir aparte.
Ana contuvo una sonrisa. Lo que Jorge deseaba era ver a
Enriqueta lo menos posible. Sin embargo, sería ciertamente
divertido acampar fuera si hacía buen tiempo. El capitán
Johnson les podría proporcionar una tienda de campaña.
—Mala suerte, Jorgina —dijo Enrique—. Créeme que lo
siento. Sé que aquí te aburres horriblemente. Es una lástima
que los caballos no te gusten. También es triste que tú…
—¡Cállate ya! —exclamó Jorge, saliendo de la habitación.
El capitán Johnson fijó su mirada en Enriqueta, que
estaba ante la ventana, con las manos en los bolsillos y
silbando.
—¡Sois insoportables! —protestó el capitán—. ¡Tenéis que
aprender a dominaros! ¡Siempre con esa manía de imitar a
los chicos! ¡Prefiero mil veces a Ana! ¡Necesitáis un buen
tirón de orejas! ¿Has sacado del establo la bala de paja?
—Sí —respondió Enriqueta sin volver la cabeza.
—Se dice «sí, señor». Has de ser más respetuosa con las
personas mayores. Si no quieres molestarte en recordar que
tengo un nombre, por lo menos, cuando te dirijas a mí,
habrás de llamarme «señor» a secas.
—Señor, fuera hay un niño gitano que quiere verle. Trae
un caballo bayo, sucio y tiñoso. El gitanillo dice que el
caballo tiene una pata enferma y que usted le puede
ayudar.
—¡Otra vez los gitanos! —exclamó el capitán Johnson—.
Bien, ya voy.
El capitán salió seguido por Ana, que no deseaba
quedarse sola con la encolerizada Enriqueta. Fuera estaba
Jorge con un gitanillo sucio y un sufrido caballito bayo con la
piel acribillada de picaduras de pulga.
—¿Qué le ocurre esta vez a vuestro caballo? —preguntó
el capitán Johnson, mientras observaba la pata del animal—.
Tendréis que dejarlo aquí para que yo pueda examinarlo
como es debido.
—No puedo dejarlo, señor —dijo el gitanillo—. Nos vamos
otra vez al Páramo Misterioso.
—Pues lo tienes que dejar —insistió el capitán Johnson—.
Tu carromato tendrá que quedarse porque el caballo no
puede andar. Denunciaré a tu padre a la policía si obligáis a
trabajar a este pobre animal antes de que esté curado.
—¡No, no lo denuncie! —suplicó el chiquillo—. Mi padre
dice que es preciso que salgamos mañana.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó el capitán Johnson—.
¿No puede esperar un día o dos vuestra caravana? El
Páramo Misterioso estará en el mismo sitio dentro de dos
días… Por otra parte, no comprendo qué interés tenéis en ir
a ese lugar tan desolado… No hay ni un solo cortijo ni
vivienda de ninguna especie en varios kilómetros a la
redonda.
—Dejaré el caballo —dijo el chiquillo, acariciando el
hocico del animal, con lo que demostró lo mucho que lo
quería—. Mi padre se enfadará, pero la caravana podrá salir
sin nosotros. Ya la alcanzaremos.
Hizo una especie de saludo al capitán y su figurita
menuda y curtida por el sol desapareció. El caballo
permanecía inmóvil.
—Llevadlo al establo pequeño —dijo el capitán Johnson a
Jorge y a Ana—. En seguida iré a verlo.
Las niñas se llevaron al caballito.
—El Páramo Misterioso… —dijo Jorge—. ¡Qué nombre tan
extraño! Los chicos se habrían emocionado al oírlo. En
seguida habrían decidido ir a explorarlo. ¿No te parece?
—Desde luego —repuso Ana—. Ojalá estuvieran aquí.
Pero yo creo que les gustará quedarse unos días más en el
campamento… Ven, caballito, ven. Aquí está el establo.
Después de dejar al animal en el establo y de cerrar la
puerta, las niñas emprendieron el camino de vuelta.
Guillermo, el muchacho que había anunciado la llegada del
gitanillo, las llamó.
—¡Jorge, Ana! Ha llegado otro telegrama para vosotras.
Las dos niñas corrieron hacia la casa.
—¡Qué suerte si mamá me dijera que papá está mejor y
que podemos reunimos con los chicos en Villa Kirrin! —dijo
Jorge.
Rompió el sobre y lanzó un grito que sobresaltó a Ana.
—¡Mira, mira lo que dice! ¡Los chicos vendrán aquí!
Ana le arrancó el telegrama de las manos y lo leyó:

Nos reuniremos con vosotras mañana. Si no hay sitio,


acamparemos fuera del picadero. Esperamos que nos
tengáis preparada una buena y emocionante
aventura. Julián y Dick.

—¡Vienen aquí! ¡Vienen aquí! —exclamó Ana, tan


nerviosa como Jorge—. ¡Ahora sí que nos vamos a divertir!
—¡Cuánto siento que no les podamos ofrecer la aventura
que nos piden! —dijo Jorge—. Aunque, a lo mejor…
Capítulo II
¡JULIÁN, DICK… Y ENRIQUE!

Jorgina parecía otra desde que sabía que sus primos iban
a llegar al día siguiente. ¡Incluso estaba amable con
Enriqueta!
El capitán Johnson movió la cabeza al enterarse de que
iba a tener dos chicos más.
—No podrán estar en la casa más que a las horas de las
comidas —dijo—. Todas las habitaciones están ocupadas.
Habrán de dormir en las caballerizas o en una tienda de
campaña. Lo mismo me da una cosa que otra.
—Entonces ya serán diez —dijo su esposa—. Julián, Dick,
Ana, Jorge, Enrique…, y Juan, Susana, Alicia, Rita y
Guillermo. Enrique tendrá también que acampar fuera.
—¡Pero no con nosotros! —dijo Jorge inmediatamente.
—¡Qué poco amable eres con Enrique! —dijo la señora de
Johnson—. ¡Y eso que tenéis gustos parecidos! Las dos
preferiríais ser chicos.
—¡No me parezco ni pizca a Enriqueta! —protestó
Jorgina, indignada—. Ya verá cuando lleguen mis primos,
señora Johnson. A ellos no se les ocurrirá decir que
Enriqueta es como yo. No creo que hagan buenas migas con
ella.
—De todos modos, tendréis que estar unidos si os
queréis quedar aquí —dijo la señora de Johnson—. Bueno,
voy a sacar algunas mantas. Los chicos las necesitarán,
tanto si duermen en las caballerizas como si pasan la noche
en una tienda de campaña. Ayúdame, Ana.
Ana, Jorge y Enrique eran bastante mayores que los otros
cinco chicos que habitaban en la escuela de equitación;
pero todos, tanto los mayores como los pequeños, estaban
excitados por la noticia de la llegada de Julián y Dick. Jorge y
Ana habían hablado tanto de sus aventuras en compañía de
ellos, que todos los consideraban como unos héroes.
Aquel día Enriqueta desapareció después de la merienda,
como si la tierra se la hubiera tragado.
—¿Dónde has estado? —le preguntó la señora de Johnson
cuando, al fin, la volvió a ver.
—Arriba, en mi habitación —repuso Enriqueta—. Estaba
limpiándome los zapatos y los pantalones de montar.
Además, me he cosido la chaqueta. Usted no cesaba de
repetirme que hiciera todo esto, y lo he hecho.
—Comprendo. Te has preparado para la llegada de los
héroes —dijo el capitán Johnson.
Enrique frunció inmediatamente el entrecejo, como solía
hacerlo Jorge.
—¡Nada de eso! —replicó—. Hace mucho tiempo que
quería hacer lo que he hecho. Si los primos de Jorgina son
como ella, no simpatizaremos, se lo aseguro.
—Pero tal vez simpatices con mis hermanos —dijo Ana,
alegremente—. De lo contrario, habrá que pensar que eres
una chica poco sociable.
—¡Qué tontería! —dijo Enriqueta—. Los primos de Jorgina
y tus hermanos son las mismas personas.
—¡Has hecho un gran descubrimiento! —exclamó Jorgina,
burlona. Pero se sentía demasiado feliz para continuar
aquella estúpida polémica y se marchó con Tim, silbando
alegremente.
—Julián y Dick vienen mañana, Tim —dijo al perro—.
Saldremos juntos los cinco como de costumbre. Te alegra la
noticia, ¿verdad, Tim?
—¡Guau! —aprobó Tim, moviendo la cola. Había
comprendido perfectamente lo que la niña le decía.

A la mañana siguiente, Jorge y Ana consultaron en la guía


los trenes que llegaban a aquella estación, situada a más de
tres kilómetros del picadero.
—Vendrán en éste —dijo Jorge señalándolo con el dedo—.
Es el único que hay esta mañana y llega a las doce y media.
Iremos a recibirlos.
—Bien —dijo Ana—. Saldremos a las doce menos diez, y
nos sobrará tiempo. Los ayudaremos a transportar sus
cosas, aunque no creo que traigan muchas.
—Llevad los ponies al Campo de Espinos, ¿queréis? —les
gritó el capitán Johnson—. ¿Podéis con los cuatro?
—Sí, sí —respondió Ana, complacida. Le gustaba mucho
ir al Campo de Espinos por el estrecho camino que discurría
entre celidonias, violetas, primaveras y el fresco verdor de
los floridos matorrales—. Vamos, Jorge. Llevemos a los
ponies ahora. Hace una mañana estupenda.
Salieron con los cuatro caballitos y con Tim pisándoles
los talones. El fiel Tim era una buena ayuda para el manejo
de los caballos, especialmente en las caballerizas, cuando
había que sujetar a alguno de ellos.
Apenas se marcharon las niñas, se oyó el timbre del
teléfono. Llamaban a Ana.
—Lo siento, pero en este momento no está aquí —dijo la
señora Johnson, que fue quien atendió la llamada—. ¿Con
quién hablo? ¡Ah!, ¿eres su hermano Julián? ¿Quieres que le
diga algo?
—Sí, por favor —repuso Julián—. Dígale que llegaremos a
la parada del autobús de Milling Green a las once y media…
¡Si pudieran venir ella y Jorgina con un cochecito…!
Llevamos nuestra tienda de campaña y varias cosas más…
—Sí, contad con el coche. Precisamente tenemos uno
para eso, para enviarlo a la estación o a la parada del
autobús —dijo la señora de Johnson—. Jorge y Ana pueden
conducirlo perfectamente. Nos alegramos de que vengáis.
Aquí hace muy buen tiempo y os divertiréis.
—¡Claro que nos divertiremos! —exclamó Julián—.
Muchas gracias por admitirnos en su escuela. No les
causaremos ninguna molestia; por el contrario, los
ayudaremos en todo lo que podamos.
La señora de Johnson se despidió y colgó el auricular.
Desde la ventana vio pasar a Enriqueta, mucho más
compuesta y aseada que de costumbre. La llamó y le
preguntó:
—¡Enrique! ¿Dónde están Jorge y Ana? Julián y Dick
llegarán a la parada del autobús de Milling Green a las once
y media y les he dicho que Ana y Jorgina irán a recibirlos.
¿Quieres avisarlas? Que lleven el cochecito. Pueden
enganchar a Winkie.
—Descuide —dijo Enrique.
Pero luego recordó que Jorge y Ana se habían ido al
Campo de Espinos con los cuatro caballos.
—¡Oiga! —gritó—. ¡No llegarán a tiempo! ¿Quiere que
vaya a recibirlos yo con el coche?
—Sí, Enrique; te lo agradeceré —aceptó la señora de
Johnson, y añadió—: Habrás de darte prisa. El tiempo pasa
volando. ¿Dónde está Winkie? ¿Está en el campo grande?
—Sí —respondió Enriqueta.
Y salió corriendo hacia el campo grande.
Pronto estuvo el caballo tirando del cochecito y Enriqueta
en el asiento del cochero. La niña conducía hábilmente, y se
regocijaba al pensar en la cara de tontas que pondrían Jorge
y Ana cuando supieran que los chicos habían llegado sin
que ellas se enterasen.
Julián y Dick estaban ya en la parada del autobús cuando
llegó Enriqueta. Al ver el cochecito, los dos lo miraron con la
esperanza de que una de las niñas fuera a recogerlos.
—No es ninguna de las dos —dijo Dick—. Debe de ser
una chica que se dirige al pueblo. ¿Habrán recibido nuestro
recado? Confiaba en que nos esperarían en la parada del
autobús. En fin, esperaremos unos minutos más.
Acababan de volver a sentarse en el banco de la parada
del autobús, cuando el cochecito se detuvo ante ellos.
Enriqueta los saludó expresivamente.
—¿Sois los hermanos de Ana? —preguntó—. Ana no ha
recibido vuestro recado, y yo he venido a buscaros en su
lugar. ¡Subid!
—¡Oh! Muy agradecidos —dijo Julián, empezando a
transportar su equipaje al cochecito—. Yo soy Julián y este
Dick. ¿Cómo te llamas tú?
—Enrique —respondió Enriqueta, mientras ayudaba a
llevar al coche sus paquetes. Los cargó resueltamente y
ordenó al caballo, con un simple grito, que no se moviera—.
Me alegro de que hayáis venido —continuó—. Hay
demasiados críos en las caballerizas. Estando vosotros, será
otra cosa. Supongo que os alegraréis de ver a Tim.
—Tim es un buenazo —dijo Dick, mientras transportaba
sus cosas, ayudado también por Enriqueta, que era delgada
pero fuerte.
—¡Ya está todo! —dijo, haciendo una amable mueca a los
muchachos—. Ya nos podemos ir… ¿O preferís tomar un
helado o cualquier cosa antes de marcharnos? No comemos
hasta la una.
—No. Prefiero que nos vayamos —dijo Julián.
Enrique se instaló en el pescante y tomó las riendas,
mientras los muchachos ocupaban los asientos posteriores.
A una orden de Enriqueta, Winkie se puso en marcha a buen
paso.
—¡Qué chico tan simpático! —dijo Dick a Julián a media
voz—. Ha sido una verdadera amabilidad que haya venido a
buscarnos.
Julián asintió con un movimiento de cabeza. Le había
defraudado que Ana y Jorge no hubieran ido a recibirlos con
Tim. Era un consuelo que alguien lo hubiera hecho por ellas.
No habría sido nada agradable recorrer a pie un largo trecho
de carretera, llevando a cuestas el equipaje.
Cuando llegaron a las caballerizas, Enrique los ayudó
también a descargar los fardos. La señora de Johnson les
oyó llegar y salió a saludarlos.
—Pasad, muchachos. Os he preparado un ligero
almuerzo, porque estoy segura de que os habréis
desayunado muy temprano. Deja las cosas aquí, Enrique. Si
estos chicos han de dormir en las caballerizas no hace falta
que entremos los paquetes a la casa. ¡Cuánto siento que
Jorge y Ana no hayan regresado todavía!
Enrique desapareció con el cochecito, mientras los dos
chicos entraban en la acogedora mansión y se sentaban a
tomar una limonada y a saborear unos bizcochos de
confección casera. Apenas habían empezado a comer, Ana
irrumpió en la habitación.
—¡Enrique me ha dicho que habíais llegado! ¡Siento no
haber estado en la parada del autobús! Creíamos que
llegaríais en el tren.
Tim llegó también a toda velocidad, moviendo
frenéticamente la cola, y lamió a los dos muchachos, que
estaban abrazando a Ana. Finalmente, llegó Jorge, radiante
de alegría.
—¡Julián! ¡Dick! ¡Cuánto me alegro de que hayáis venido!
Sin vosotros, esto es un aburrimiento. ¿Os ha ido a recibir
alguien?
—Sí —respondió Dick—, un chico simpatiquísimo. Nos
ayudó a llevar los paquetes al coche. Estuvo muy amable.
Nunca nos hablasteis de él.
—¡Oh! Debe de ser Guillermo —dijo Ana—. Es demasiado
niño todavía. No nos pareció interesante hablaros de los
críos que hay aquí.
—No, no es pequeño —dijo Dick—. Es un niño mayor…, y
muy fuerte. ¿Por qué ni siquiera lo mencionasteis en
vuestras cartas?
—En cambio —dijo Jorge—, sí que os hemos hablado de
Enriqueta, una chica odiosa. Se cree que parece un chico y
siempre va silbando. A nosotras nos da risa. También os
reiréis de ella vosotros.
Una repentina sospecha asaltó a Ana.
—Ese chico que os ha ido a recibir, ¿os dijo su nombre?
—Sí. Me parece que ha dicho que se llamaba Enrique —
respondió Dick—. Es un chico estupendo. Creo que seremos
buenos amigos.
Jorge abrió desmesuradamente los ojos. No podía creer lo
que estaba oyendo.
—¡Enrique! ¿De modo que ésa es la que os ha ido a
recibir?
—Ésa no: ése. Es un chico de sonrisa encantadora.
—¡Pero si es Enriqueta! —gritó Jorge con el rostro rojo de
ira—, esa chica odiosa de la que os he hablado, que quiere
parecer un chico y se pasea silbando de un lado para otro.
Se hace llamar Enrique en vez de Enriqueta, lleva el pelo
corto y…
—Entonces se parece a ti, Jorge —dijo Dick—. ¡Caramba!
Nunca habría creído que fuera una chica. Nos ha hecho una
demostración de fuerza y energía. Desde luego, ese chico
me ha encantado…, bueno, esa chica.
—¡Oh! —exclamó Jorge, cada vez más furiosa—. ¡Es una
estúpida! Os fue a recibir sin decirnos ni una palabra n
nosotras y encima os hace creer que es un chico. ¡Todo lo
echa a perder!
—No te comprendo, Jorge —dijo Julián—. Muchas veces
nos ha hecho gracia a nosotros ver que te tomaban por un
chico, aunque, en verdad, no sé por qué. Creía que ahora ya
no dabas a eso tanta importancia. No debes enfadarte con
nosotros porque hayamos creído que Enrique era un chico y
nos haya parecido simpático…, bueno, simpática.
Jorge salió corriendo de la habitación. Julián movió la
cabeza y miró a Dick.
—Hemos metido la pata —dijo—. ¡Qué tonta es esa
chica! Lo natural es que hubiera simpatizado con Enrique,
ya que tiene exactamente las mismas ideas que ella.
Bueno… supongo que ya se le pasará.
—La situación será un poco embarazosa —dijo
sencillamente Ana.
Y tenía razón. Iba a ser embarazosa, y no sólo un poco.
Capítulo III
EL HUSMEADOR

Apenas hubo salido Jorge de la habitación con el ceño


fruncido, entró Enriqueta con las manos en los bolsillos del
pantalón de montar.
—¡Hola, Enriqueta! —dijo Dick.
Enrique hizo una mueca que dejó al descubierto sus
dientes.
—¿Ya os lo han dicho? Me sentí feliz cuando vi que me
tomabais por un chico.
—Incluso llevas los botones a la derecha —dijo Ana,
notando este detalle por primera vez—. ¡Eres un caso,
Enrique! Y Jorge no tiene nada que envidiarte.
—Pero yo parezco más un chico de verdad que Jorge —
afirmó Enriqueta.
—Sólo por el pelo —dijo Dick—. Tú lo tienes liso.
—No digas eso delante de Jorge —le advirtió Ana—. Sería
capaz de cortárselo al rape, e incluso de afeitárselo.
—Bueno, el caso es que estamos muy agradecidos a
Enrique por haber tenido la amabilidad de salir a recibirnos
y habernos ayudado a cargar nuestras cosas —dijo Julián—.
¿Nadie quiere más bizcochos?
—No, gracias —respondieron Ana y Enriqueta.
—¿Debemos dejar algunos para demostrar nuestra
buena educación? —preguntó Dick—. Están hechos en casa
y son de rechupete. De buena gana me zamparía todos los
que quedan.
—Aquí no nos mostramos bien educados —dijo Enrique—.
Ni tampoco exageradamente limpios. Si nos cambiamos los
pantalones de montar para la cena, es porque se nos
obliga… ¡Ah! Pero el capitán Johnson no se cambia los
suyos.
—¿Hay alguna noticia? —preguntó Julián, dando fin a su
limonada—. ¿Ha sucedido algo interesante?
—No, nada —repuso Ana—. Lo único interesante aquí son
los caballos. Este lugar es muy solitario… Pero también me
ha interesado otra cosa: el nombre del gran páramo que se
extiende desde aquí hasta la costa. Se le llama el «Páramo
Misterioso».
—¿Por qué? —preguntó Dick—. Sin duda, debe este
nombre a algún antiguo misterio.
—¡Quién sabe! —dijo Ana—. Creo que ahora sólo van allí
los gitanos. Ayer vino aquí un gitanillo con un caballo cojo, y
dijo que su tribu se marchaba al Páramo Misterioso. No se
comprende que quieran habitar en ese desierto… No hay
ningún cortijo, ni siquiera una mala choza.
—A veces, los gitanos tienen ideas raras —dijo Enrique—.
Pero me gusta su costumbre de dejar mensajes para los
gitanos que les siguen… Un patrin, como dicen ellos.
—Sí, ya he oído hablar de eso —dijo Dick—. Colocan
palos y hojas de un modo especial, ¿no?
—Sí —repuso Enrique—. El jardinero de mi casa me
enseñó unos palos colocados junto a la verja, en la parte
trasera del jardín, y me dijo que era un mensaje para los
gitanos que pasaran por allí después que ellos. Además, me
lo tradujo.
—¿Qué significaba? —preguntó Julián.
—Pues significaba: «No pidáis nada aquí. Gente avara.
Malas personas» —explicó Enrique riendo—. Por menos,
esto es lo que dijo el jardinero.
—Podríamos interrogar sobre eso al gitanillo que vino con
el caballo cojo —dijo Ana—. A lo mejor, nos enseña a formar
estos mensajes. Me gustaría aprender por lo menos
algunos. Esto podría sernos útil alguna vez.
—Sí, y también preguntaremos a ese muchachito por qué
van los gitanos al Páramo Misterioso —dijo Julián,
poniéndose en pie y sacudiéndose las migas de la
americana—. No cabe duda de que van por algún motivo.
—¿Dónde se habrá metido Jorge? —preguntó Dick—.
Sería una tontería que siguiera enfadada.
Jorge estaba en una de las cuadras, cepillando un caballo
con tanta energía, que el animal daba muestras de
inquietud. ¡Zis zas, zis zas! ¡Qué modo de manejar el
cepillo! Jorge trataba de desahogarse, de calmar su
indignación. No quería aguar la fiesta a los chicos ni a Ana,
pero no podía disimular su furor contra aquella odiosa
Enriqueta que había ido a recibir a Dick y a Julián, fingiendo
ser un chico. Además, los había ayudado a cargar los
paquetes, bromeando con ellos. ¡Y ellos se habían dejado
engañar! ¡Qué tontos habían sido!
—¡Hola, Jorge! —dijo Dick desde la puerta del establo—.
Permíteme que te ayude. ¿Sabes que estás muy morena? ¡Y
tan pecosa como siempre!
Jorge le dirigió una forzada sonrisa y le alargó el cepillo.
—Toma; sigue cepillando. ¿Tenéis ganas de montar, Ju y
tú? Aquí hay muchos caballos y podéis escoger.
Dick se alegró al ver que Jorge ya no parecía estar
enojada.
—Desde luego, sería divertido hacer una excursión a
caballo de todo un día. Podríamos hacerla mañana y
aprovecharíamos la ocasión para echar un vistazo al Páramo
Misterioso. ¿Qué te parece?
—Muy bien —repuso Jorge, levantando un haz de paja—.
Pero no iré si va esa chica —advirtió desde detrás del haz
que llevaba en brazos.
—¿Qué chica? —preguntó Dick—. ¡Ah, ya sé! Te refieres a
Enrique. Es que sigo pensando en ella como si fuera un
chico, ¿sabes?… No, no vendrá con nosotros. Seremos los
cinco como hemos sido siempre,
—¡Entonces, estupendo! —exclamó Jorge alegremente—.
Mira, aquí está Julián. Ayúdanos, Ju.
A Jorgina le parecía magnífico tener de nuevo a los dos
chicos a su lado y bromear y reír con ellos. Aquella tarde
salieron a pasear por el campo los cinco, y los muchachos
contaron cosas del campamento. Se sentían como en sus
mejores tiempos y Tim estaba tan encantado como los
demás. Iba de uno a otro, lamiéndoles las manos y agitando
violentamente la cola.
—Es la tercera vez que me has abofeteado con tu cola,
Tim —dijo Dick esquivándola—. ¡Podrías mirar hacia atrás
antes de dar los coletazos!
—¡Guau! —ladró alegremente Tim, dando media vuelta
para lamer a Dick, de modo que esta vez azotó con la cola
el rostro de Julián.
Crujieron las ramas del seto que había a sus espaldas.
Jorge se estremeció, segura de que se acercaba Enriqueta.
Tim ladró furiosamente.
Pero no era Enriqueta, sino el gitanillo. En su sucia carita
se veía una serie de surcos de tono más claro, trazados por
lágrimas recientes que se habían deslizado sobre la
suciedad.
—Vengo a buscar al caballo —dijo—. ¿Sabéis dónde está?
—Todavía no puede andar —le advirtió Jorge—. El capitán
Johnson ya te dijo que había que esperar… Pero ¿qué te
pasa? ¡Has llorado!
—Es que mi padre me ha molido a golpes.
—¿Por qué? —preguntó Ana.
—Porque dejé aquí el caballo. Mi padre dice que sólo
necesitaba una untura y una venda. Ya sabéis, tenía que
salir hoy con la caravana.
—No puedes llevarte a ese pobre animal —dijo Ana—.
Todavía no está en condiciones de arrastrar un pesado
carromato. No querrás que el capitán Johnson os denuncie a
la policía por hacer trabajar a un caballo enfermo. Ya te lo
dijo, y cuando él dice una cosa, la hace.
—Lo sé, pero tengo que llevarme el caballo —insistió el
gitanillo—. Si volviera sin él, mi padre me mataría.
—Ya veo que no se atreve a venir él. Por eso te manda a
ti —dijo Dick.
En vez de contestar, el chiquillo se pasó la sucia manga
de su chaqueta por la cara y sorbió aire por la nariz.
—¿Es que no llevas pañuelo? ¿Te has lavado alguna vez
la cara? —le preguntó Dick.
—No, nunca —respondió el niño, visiblemente extrañado
—. Dejad que me lleve el caballo. Os repito que si vuelvo sin
él, mi padre me matará de una paliza.
Se echó a llorar y los niños se compadecieron de él. Daba
pena verlo tan flaco y andrajoso. Pero lo más chocante era
su manía de sorber el aire por la nariz, como si husmeara.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Ana.
—El Husmeador —dijo el gitanillo—. Así me llama mi
padre.
Desde luego, el nombre le cuadraba. Pero demostraba
también que su padre era un hombre sin corazón.
—Eso es un apodo —dijo Ana—. Has de tener un nombre
verdadero.
—Sí, pero lo he olvidado —dijo el Husmeador—. Dejad
que me lleve el caballo. Mi padre me está esperando.
Julián se puso en pie.
—Iré a hablar con tu padre. Intentaré hacerlo razonar.
¿Dónde está?
—Allí —respondió el Husmeador, olfateando con más
fuerza que nunca y señalando por encima de la valla.
—Yo también voy —dijo Dick.
Al fin, todos salieron por la puerta de la valla. En las
cercanías vieron a un hombre de rostro moreno y aspecto
rudo. Su cabello espeso y rizado estaba empapado de
aceite. De sus orejas pendían dos enormes aros de oro. Al
oír los pasos del pequeño grupo levantó la cabeza.
—Su caballo no puede andar todavía —dijo Julián—.
Tendrá que esperar uno o dos días. Así lo ha dicho el capitán
Johnson.
—Lo quiero ahora —replicó el gitano ásperamente—. Esta
noche o mañana hemos de ponernos en camino hacia el
Páramo. No puedo esperar.
—Pero ¿por qué tiene tanta prisa? —preguntó Julián—. El
Páramo le esperará a usted, porque está siempre en el
mismo sitio.
El gitano arrugó las cejas y balanceó su cuerpo,
apoyándose primero en un pie y después en otro.
—Espere un par de días —dijo Dick—, y entonces podrá
usted ir a reunirse con sus compañeros.
—¡Escucha, padre! —dijo impetuosamente el Husmeador
—. Sal con la caravana. Vete con el carromato de Mose y
deja el nuestro aquí. Yo engancharé el caballo mañana o
pasado e iré a reunirme con vosotros.
—¿Cómo sabrás el camino que han seguido? —preguntó
Jorge.
El Husmeador hizo un ademán despectivo.
—Eso es muy fácil. Ya me dejarán un patrin.
—Es verdad —dijo Dick. Luego se volvió hacia el
silencioso gitano—. Bueno, ¿qué le parece? Creo que el
Husmeador ha tenido una buena idea. Desde luego, hoy no
se puede usted llevar al caballo.
El gitano se encaró con el pobre Husmeador y le habló a
gritos y con acento amenazador. El chiquillo echó a correr.
Huía de las palabras como si éstas fueran golpes. Los cuatro
amigos no entendieron lo que el gitano decía, pues hablaba
en un lenguaje desconocido para ellos. Luego el gitano dio
media vuelta, y, sin dirigirles ni siquiera una mirada, se
alejó, entre un leve tintineo de sus pendientes.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Julián.
El Husmeador, que había vuelto a reunirse con los niños,
sorbió aire por la nariz como de costumbre, y repuso:
—Estaba muy enfadado. Ha dicho que se iría con los
demás y que ya saldría yo cuando Clip pudiera tirar del
carromato. ¡Qué bien vamos a pasar aquí la noche Liz!
—¿Quién es Liz? —preguntó Ana, creyendo que se
trataría de alguna persona amiga del pobre muchacho.
—Mi perra —respondió el Husmeador, sonriendo por
primera vez—. No la he traído porque, a veces, le da por
cazar gallinas, y esto no le gusta al capitán Johnson.
—Comprendo que no le guste —dijo Julián—. En fin, ya
está todo arreglado. Ven mañana a ver a Clip, o Clop, o
como se llame tu caballo. A lo mejor, ya podrá ponerse en
camino.
—Me alegro de haberlo podido dejar —dijo el Husmeador,
frotándose la nariz—. No quiero que Clip se quede cojo.
Temía no poder convencer a mi padre. ¡Tiene tan mal genio!
—Ya lo hemos notado —dijo Julián, mirando el rostro
magullado del chiquillo—. Ven mañana. Quisiéramos que
nos enseñaras cómo se componen los mensajes que utilizáis
los de vuestra raza. Nos gustaría saber descifrarlos.
—Vendré mañana —prometió el Husmeador,
acompañando sus palabras de un enérgico movimiento de
cabeza—. ¿Queréis venir a ver mi carro? Estaré solo con Liz.
—Por mí, no hay inconveniente —dijo Dick—. Sí, iremos.
Confío en que no huela demasiado.
—¿Que no huela? —dijo el Husmeador, sorprendido—. No
sé si huele o no. Os enseñaré a componer mensajes como
los nuestros, y veréis las cosas que Liz sabe hacer. Trabajó
en un circo.
—Tendremos que llevar a Tim para que conozca a esa
perra tan lista —dijo Ana, acariciando a Tim, que acababa
de regresar de su cacería de conejos. Y preguntó al cazador
—: Oye, ¿te gustaría ir a visitar a una perra muy lista que se
llama Liz?
—¡Guau! —repuso Tim moviendo la cola, feliz y galante.
—Muy bien, Tim —dijo Dick—. Me alegro de que aceptes
nuestra proposición. Procuraremos ir a tu carromato
mañana, Husmeador, una vez sepas cómo está Clip. A mí
me parece que no te lo podrás llevar, pero ya veremos.
Capítulo IV
UNA CAMA EN LAS CABALLERIZAS

Aquella noche los chicos durmieron en una de las


cuadras. El capitán Johnson les dijo que podían utilizar
colchones o simplemente dormir en mantas extendidas
sobre la paja.
—Preferimos lo último —decidió Julián—. Es una cama la
mar de cómoda.
—¡Ah, si Ana y yo pudiéramos dormir también en las
caballerizas! —exclamó Jorge—. No lo hemos hecho nunca.
¿Nos lo permite, capitán Johnson?
—No. Vosotras tenéis las camas que habéis pagado —
repuso el capitán—. Además, las chicas no pueden dormir
en las cuadras, ni siquiera las chicas que quieren parecer
chicos.
—Yo he dormido más de una vez en una cuadra —dijo
Enriqueta—. En mi casa, cuando tenemos demasiados
invitados, siempre duermo en la paja.
—¡Qué desgracia para los caballos! —comentó Jorge.
—¿Por qué? —preguntó Enrique.
—Porque no los debes de dejar dormir con tus ronquidos.
Enriqueta se fue, lanzando un gruñido. Era verdad que
roncaba, y le sabía mal, pero no podía remediarlo.
—¡No te preocupes! —le gritó Jorge—. Tus ronquidos son
preciosos, Enriqueta, muy varoniles.
—¡Calla! —dijo Dick, molesto por las impertinencias de
Jorgina.
—No me digas a mí que me calle —protestó Jorge—.
Díselo a Enriqueta.
—¡No seas estúpida! —le dijo Julián, lo que hirió
profundamente a Jorge, que salió de la habitación con un
gruñido muy semejante al lanzado hacía un momento por
Enriqueta.
—¡Oh! —exclamó Ana—. Siempre están así. Primero
Enrique y luego Jorge; después Jorge y en seguida Enrique.
¡Qué par de tontas!
Fue a ver dónde tenían que dormir los chicos. Era un
pequeño establo ocupado únicamente por el caballito de los
gitanos, que en aquel momento dormía plácidamente, con
la pata vendada extendida en el suelo. Ana lo acarició. Era
muy feo, pero tenía unos bellos y dulces ojos castaños.
Los chicos llevaron al establo montones de paja, y
mantas y alfombras viejas. Ana calificó todo aquello de
estupendo.
—Podréis lavaros y arreglaros en la casa —dijo a los
muchachos—. Aquí sólo vendréis a dormir. ¿Verdad que
huele bien? No hay más que paja, heno y el caballo. Me
parece que este caballito no os molestará. Tal vez esté algo
inquieto si le duele la pata.
—¡Esta noche nada nos molestará! —dijo Julián—.
Después de la vida de campamento, al aire libre, azotados
por el viento en las montañas y otras molestias parecidas,
estoy seguro de que dormiremos como lirones. Creo que voy
a pasarlo muy bien aquí, Ana. Es un lugar apacible y
delicioso.
Jorge asomó la cabeza por la puerta.
—Si queréis, os traeré a Tim —dijo, deseosa de hacer
olvidar su arranque de ira.
—No, Jorge, gracias. No me seduce tener al viejo Tim
paseándose sobre mí toda la noche, con el propósito de
encontrar la parte más blanda de mi cuerpo para echarse a
dormir en ella —dijo Julián—. Míralo. Está enseñándome a
hacer una buena madriguera para dormir. ¡Hala, Tim! ¡Fuera
de mi paja!
Tim se había subido al lecho de paja y daba vueltas sobre
sí mismo, a fin de abrirse un hueco para dormir. Se detuvo y
miró a los chicos con la boca abierta y la lengua colgando
por un lado.
—Se está riendo —dijo Ana.
Y parecía reírse de ellos. Ana le abrazó y Tim, después de
lamerla una y otra vez, continuó su trabajo.
En este momento llegó alguien, silbando fuertemente, y
asomó la cabeza por la puerta.
—Os traigo dos almohadas viejas. La señora Johnson dice
que dormiréis mejor si tenéis algo para apoyar la cabeza.
—Muchas gracias, Enrique —dijo Julián, tomando las
almohadas.
—Eres muy amable, Enriqueta —dijo Jorge.
—Lo he hecho con mucho gusto, Jorgina —respondió
Enrique.
Los dos chicos se echaron a reír. Afortunadamente, la
campana sonó en aquel momento, anunciando la cena, y
todos se dirigieron al punto a la casa. En el picadero se
tenía siempre buen apetito.
Por la noche las chicas cambiaban mucho de aspecto,
pues tenían que quitarse los sucios pantalones de montar y
ponerse vestidos limpios. Ana, Enrique y Jorge corrieron a
cambiarse la ropa antes de que la señora de Johnson tocara
la campana por segunda vez. Siempre esperaba diez
minutos, en atención a que algún chico podía no haber
terminado aún su trabajo en el picadero, pero cuando
sonaba por segunda vez la campana, todo el mundo tenía
que estar en la mesa.
Jorge estaba bonita. Su cabello rizado armonizaba a la
perfección con una falda y una blusa, pero a Enrique no la
favorecía su vestido de volantes.
—¡Parece un chico disfrazado! —le dijo Ana, lo cual
halagó a Enrique, pero molestó a Jorge.
Durante la cena la conversación versó principalmente
sobre las prodigiosas hazañas que Enrique había realizado
en su vida. Tenía tres hermanos, y hacía todo cuanto hacían
ellos, e incluso mucho mejor, según afirmaba Enriqueta.
Habían conducido su barco hasta Noruega y habían ido a
caballo de Londres a York.
—¿No iba con vosotros Dick Turpin —preguntó Jorge con
sorna— montando su caballo Black Bess? Supongo que lo
dejaríais muy atrás.
Enrique fingió no haberla oído y siguió contando las
proezas de su familia. Había atravesado a nado profundos
ríos, había subido a las nevadas cimas de las más altas
montañas… ¡Cielo santo, no había ni una sola cosa que ella
no hubiera hecho!
—¡Lástima que no hayas sido chico, Enrique! —dijo la
señora de Johnson, que era exactamente lo que Enrique
deseaba que dijeran.
—Cuando nos hayas contado cómo subiste, antes que
nadie, al Everest, tal vez hayas dado fin a tu primer plato —
le dijo el capitán Johnson, harto de tanta charlatanería.
Jorge se desternillaba de risa, no porque la frase le
hubiera parecido graciosa, sino porque no desaprovechaba
ninguna ocasión de reírse de Enriqueta. Ésta se acabó a
toda prisa lo que le quedaba en el plato. Le encantaba dejar
a todo el mundo estupefacto con sus extraordinarias
narraciones. Jorge no creyó ni una sola palabra de lo que
dijo, pero Dick y Julián juzgaron que aquella chica alta y
fuerte era muy capaz de hacer las cosas tan bien como sus
hermanos.
Después de cenar aún había que realizar algunas
pequeñas tareas. Enrique tuvo buen cuidado en mantenerse
lejos de Jorge para evitar sus pullas. Claro que esto no le
importaba, sabiendo que todos los demás la consideraban
como un ser extraordinario. Aunque pronto había de irse a
la cama, se quitó el vestido de volantes y volvió a ponerse
los pantalones de montar.
Jorge y Ana acompañaron a los chicos al establo. Julián y
Dick llevaban puestos los pijamas y encima las batas, e iban
bostezando.
—¿Lleváis vuestras lámparas de bolsillo? —les preguntó
Jorge—. Ya sabéis que no se pueden usar velas en las
caballerizas, donde abunda la paja… Buenas noches. Que
descanséis. Supongo que esa engreída de Enriqueta no
vendrá a despertaros antes de salir el sol, silbando como un
vendedor de periódicos.
—Esta noche no podrá despertarme nada, absolutamente
nada —dijo Julián, bostezando ruidosamente.
Se dejó caer sobre la paja y se tapó con una vieja manta.
—¡Qué cama tan estupenda! —añadió—. Para dormir no
hay nada como la paja de un establo.
Las niñas se echaron a reír. En verdad, los chicos
parecían estar muy cómodos.
—¡Que durmáis mucho! —dijo Ana, saliendo del establo
en compañía de Jorge.
Pronto se apagaron todas las luces. Enrique estaba ya
durmiendo, y roncando como de costumbre. Tenía que
dormir sola en una habitación, pues nadie podía pasar la
noche a su lado; pero, así y todo, Ana y Jorge oían sus
ronquidos… ¡Jorrr… jorrr… jorrrr! …
—¡Esa Enriqueta es insoportable! —dijo Jorge, soñolienta
—. ¡Qué ronquidos! Escucha. No quiero que venga con
nosotros mañana si hacemos una excursión a caballo. ¿Me
oyes, Ana?
—No del todo —murmuró Ana, intentando en vano abrir
los ojos—. Buenas noches, Jorge.
Tim dormía, como de costumbre, enroscado a los pies de
Jorge. Parecía tener los oídos tan cerrados como los ojos.
Estaba tan cansado como sus dueños. Se pasaba el día
corriendo por las montañas, escarbando en las madrigueras
y persiguiendo a los veloces conejos, y por la noche dormía
como un lirón.

Los dos chicos instalados en el establo dormían


profundamente bajo las viejas mantas. Cerca de ellos el
caballito bayo y blanco no cesaba de moverse, pero los
muchachos no lo oían. Un mochuelo penetró en el establo
en busca de caza, y lanzó un grito agudo, con la esperanza
de que alguna rata huyera presa de pánico. Entonces se
arrojaría sobre ella y la atraparía con sus garras.
Pero ni siquiera este graznido despertó a los muchachos,
tan rendidos estaban y tan profundo era su sueño.
La puerta del establo estaba cerrada. De pronto, Clip se
estremeció y miró hacia la puerta. ¡El pestillo se movía!
Alguien lo levantaba desde fuera. Con las orejas enhiestas,
Clip percibió el rumor de algo que se deslizaba a rastras.
Miró hacia la puerta. ¿Quién podría ser? Su instinto le
decía que podía ser el Husmeador, aquel chiquillo a quien
tanto quería. El Husmeador era siempre bueno con él. No le
gustaba estar lejos del gitanillo. Escuchó por si oía los
resoplidos que acompañaban siempre al Husmeador. No los
oyó.
La puerta se abrió lentamente, muy lentamente y sin
ruido. Clip vio el cielo de la noche tachonado de estrellas, y
una figura que se destacaba en la oscuridad…, una sombra
negra.
Alguien entró en el establo y dijo en un susurro: «¡Clip!».
El caballo lanzó un leve relincho. No era la voz del
Husmeador; era la de su padre. A Clip no le era simpático
aquel hombre, amante de prodigar puñetazos y toda clase
de golpes, sin excluir los latigazos. Por eso permaneció
inmóvil, preguntándose a qué se debería aquella visita del
gitano.
Éste ignoraba que Julián y Dick dormían en el establo.
Había entrado sin hacer ruido porque suponía que en la
cuadra habría otros caballos y no los quería asustar. No
llevaba ninguna luz, pero su penetrante vista de gitano
descubrió en seguida a Clip echado en la paja.
Se dirigió a él de puntillas… y tropezó con los pies de
Julián que sobresalían del lecho de paja. El ruido sordo de su
caída despertó a Julián, que se incorporó inmediatamente.
—¿Quién ha entrado aquí? ¿Qué quiere el que sea?
El gitano se escondió detrás de Clip y guardó silencio.
Julián se preguntó si habría soñado. Pero notó que los pies le
dolían. Alguien se los había pisado o había caído sobre ellos.
Despertó a Dick.
—¿Dónde está la linterna eléctrica? ¡Mira! ¡La puerta del
establo está abierta! ¡Pronto, Dick! ¡La linterna!
Al fin la encontraron y Julián la encendió. Al principio no
vieron nada. El gitano estaba en la casilla de Clip y tendido
en el suelo detrás del caballo. Pero la lámpara acabó por
enfocarlo.
—¡Mira! —dijo Julián—. Es el padre del Husmeador…
¡Levántese en seguida! ¿Qué hace aquí a estas horas?
Capítulo V
JORGE TIENE DOLOR DE CABEZA

El gitano se puso al punto en pie. Sus pendientes


brillaron a la luz de la lamparilla eléctrica.
—He venido a llevarme a Clip —dijo—. El caballo es mío,
¿no?
—Ya le dijeron —le recordó Julián— que no viniera a
buscarlo porque no estaría en condiciones de andar.
Supongo que no querrá que se quede cojo para toda la vida.
Usted tiene que entender de caballos lo bastante para saber
si están o no en condiciones de trabajar.
—He de cumplir las órdenes que se me han dado —dijo el
gitano—. Tengo que salir con la caravana.
—¿Quién le ha dado esa orden? —preguntó Dick.
—Barney Boswell, nuestro jefe. Mañana ha de partir toda
la tribu.
—¿Por qué? —preguntó Julián—. ¿A qué vienen esas
prisas? ¿Algún plan secreto?
—No hay ningún secreto —respondió el gitano con
repentina desconfianza—. Nos marchamos al Páramo: eso
es todo.
—¿Qué van a hacer allí? —preguntó Dick, curioso—. No
es un sitio adecuado para acampar. Allí no hay nada. Por lo
menos, eso he oído decir.
El gitano no respondió: se limitó a encogerse de
hombros. Luego se volvió hacia Clip para obligarlo a
levantarse. Pero Julián lo detuvo.
—¡No, no se lo puede llevar! Si a usted no le importa
inutilizar a un caballo, a mí sí. Espere un día o dos, y se lo
llevará completamente curado. Pero ahora no lo sacará de
aquí. Dick, ve a despertar al capitán Johnson. Él dirá lo que
hay que hacer.
—No —dijo el gitano, frunciendo el ceño—. No vayas a
despertar al capitán. Ya me voy. Pero habéis de prometerme
que se entregará el caballo al Husmeador tan pronto como
sea posible. De lo contrario, ya averiguaré por qué no lo
habéis hecho. ¿Entendido?
Y miraba a Julián con aire amenazador.
—No ponga esa cara de enojo —dijo Julián—. Me alegro
de que al fin haya razonado. Y ahora márchese. Váyase
mañana con sus compañeros. Le aseguro que procuraré que
el Husmeador se lleve su caballo lo antes posible.
El gitano se dirigió a la puerta y salió por ella como una
sombra. Julián lo vigiló desde el umbral mientras atravesaba
el patio. Temía que el gitano intentara robar alguna gallina o
algún pato de los que dormían junto al estanque.
Pero no se oyó ningún cacareo ni graznido. El gitano se
marchó tan silenciosamente como había llegado.
—Esto es muy extraño —dijo Julián, volviendo a cerrar la
puerta y atando el pestillo con un grueso cordel para que no
se pudiera mover desde el exterior—. ¡Ya está! Si al gitano
se le ocurre volver, ya no podrá entrar. ¡Qué hombre tan
grosero! ¡Presentarse aquí a media noche!
Se echó de nuevo en la paja y buscó la postura más
cómoda.
—Debe de haberse caído encima de mis pies. Lo he
notado al despertar sobresaltado. Ha sido una suerte para
Clip que estuviéramos aquí. De lo contrario, mañana estaría
tirando de un carromato, con lo que la pata se le pondría
peor. Ese tipo no me gusta nada.
Julián y Dick volvieron a dormirse en seguida.
Clip se durmió también. Se le había aliviado el dolor de la
pata, y se sentía feliz al no tener que tirar del pesado
carromato.

Al día siguiente los chicos notificaron al capitán Johnson


la visita nocturna del gitano.
—Debí preveniros de que podía venir. No suelen tratar
bien a sus caballos. Hicisteis bien en echarlo. No creo que
Clip pueda andar hasta pasado mañana. Bien se merece ese
pobre animal unos días de descanso. Luego el Husmeador
(¡vaya nombrecito!) se lo podrá llevar para reunirse los dos
con la caravana.
Aquel día se iban a divertir. Una vez cumplidas sus
agradables obligaciones ecuestres, los cuatro y Tim,
cabalgarían durante toda la jornada. El capitán Johnson
prestó a Julián su robusta jaca, y Dick eligió un hermoso
caballo de color castaño con patas blancas. Las niñas
montaban los caballos de siempre.
Enrique iba y venía con semblante sombrío. Su aspecto
intranquilizó a los dos muchachos.
—Deberíamos invitarla a venir con nosotros —dijo Dick a
Julián—. Seríamos unos groseros si la dejáramos con esos
pequeñuelos.
—Lo mismo opino yo —dijo Julián—. Oye, Ana. Convence
a Jorge de que invitemos a Enrique a venir con nosotros. Se
nota que lo está deseando.
—Sí, ya lo veo —dijo Ana—. Es triste, pero Jorge se
pondrá como una furia si decimos a Enrique que venga. No
se pueden tragar una a otra. Francamente, no me atrevo a
decirle a Jorge que deje venir a Enrique.
—¡Qué par de tontas! —exclamó Julián—. No sé por qué
no hemos de atrevernos a pedirle a Jorge que deje venir a
otra chica con nosotros. Tiene que aprender a ser
comprensiva. A mí me es simpática Enriqueta. Es una
fanfarrona y no me creo ni la mitad de las aventuras que
cuenta, pero es alegre y buena compañera. ¡Oye, Enrique!
—¡Voy! —gritó Enrique. Y se acercó corriendo, con
semblante esperanzado.
—¿Te gustaría venir con nosotros? —le preguntó Julián—.
Nos vamos a pasar el día fuera. ¿Tienes algo que hacer, o
puedes venir?
—¿Si puedo ir? ¡Claro que puedo! —exclamó Enrique
alegremente—. Pero… ¿lo sabe Jorge?
—Ahora se lo diré —repuso Julián.
Y fue en su busca. Jorge estaba ayudando a la señora de
Johnson a preparar la comida que debían llevarse.
—Jorge —dijo Julián valientemente—. Enrique también
viene. ¿Habrá suficiente comida?
—¡Oh! Habéis hecho bien en invitarla —dijo la señora de
Johnson, satisfecha—. Se moría de ganas de ir con vosotros.
Además, esta semana, que éramos pocos para hacer todo el
trabajo, se ha portado muy bien y merece un premio. Ha
sido una buena idea invitarla, ¿verdad, Jorge?
La niña murmuró unas palabras ininteligibles y salió de la
habitación con el rostro como la grana.
Julián la siguió con la vista, arqueando las cejas con
gesto cómico.
—Me parece que a Jorge no le ha gustado nuestra idea —
dijo—. Me temo que vamos a pasar un día un poco agitado.
—No le hagáis demasiado caso a Jorge cuando se pone
tonta —dijo con cierta indiferencia la señora de Johnson,
mientras empaquetaba apetitosos bocadillos—. Ni a Enrique
si se pone estúpida. ¡Me parece que no os podréis comer
todo esto!
En este instante apareció Guillermo, que era uno de los
pequeños.
—¡Huy! ¡Cuánta comida se llevan! ¿Quedará bastante
para nosotros?
—¡Claro que quedará! —respondió la señora de Johnson
—. Eres un tragón, Guillermo. Dile a Jorge que ya tiene la
comida empaquetada.
Guillermo desapareció. Pronto volvió con este recado:
—Jorge dice que le duele la cabeza y que no puede ir a la
excursión.
Julián no disimuló su contrariedad ni su extrañeza.
—Oye, Julián —dijo la señora de Johnson—: lo mejor es
que la dejéis con su imaginario dolor de cabeza y no vayáis
a rogarle que os acompañe, diciéndole que Enrique se
quedará. Hacedle creer que no dudáis de que le duele la
cabeza y marchaos sin ella. Es el mejor modo de hacerla
entrar en razón.
—Estoy de acuerdo con usted, señora —convino Julián,
frunciendo las cejas—. Parece mentira que Jorge se enfade
como una niña pequeña después de las aventuras que
hemos corrido juntos, sólo porque Enriqueta le es antipática.
Es una actitud absurda. ¿Dónde está Jorge? —añadió,
dirigiéndose a Guillermo.
—En su habitación —repuso el niño, que estaba muy
ocupado en recoger y comerse todas las migas que
encontraba.
Julián salió al patio. Sabía cuál era la ventana del
dormitorio de Jorge y Ana y llamó gritando:
—¡Oye, Jorge! —dijo a voz en grito—. Siento mucho que
tengas dolor de cabeza. ¿De veras no puedes venir?
—¡No, no puedo ir! —respondió la voz de la niña. Y la
ventana se cerró de golpe.
—¡Bien! —gritó Julián—. Te repito que lo siento. ¡Que te
mejores, y hasta luego!
Ya no llegó ninguna respuesta desde la ventana. Pero
cuando Julián atravesó el patio y se dirigió a las caballerizas,
un rostro lo observaba desde detrás de los visillos con una
expresión de sorpresa. Jorge estaba atónita al advertir que
la habían creído y se marchaban sin ella; atónita e
indignada contra Enrique y contra todos por haberla puesto
en aquella situación que no sabía cómo resolver.
Julián anunció a sus compañeros que Jorge tenía jaqueca
y no iría con ellos. Ana, alarmada, dijo que iba a verla y que
se quedaría a hacerle compañía; pero Julián se lo prohibió.
—No vayas a verla, Ana. Le conviene estar sola. Es una
orden, ¿oyes?
—Bien —dijo Ana, con cierto alivio.
Estaba segura de que el dolor de cabeza de Jorge no era
más que un arranque de mal humor, y no sentía ningún
deseo de sostener una larga discusión con ella. Enrique
había enrojecido de sorpresa al oír decir a Julián que Jorge
no los acompañaría. Y en seguida comprendió que, en
realidad, a Jorgina no le dolía la cabeza. Era ella el dolor de
cabeza de Jorge. Estaba completamente segura.
—Oye —dijo a Julián—. Comprendo que Jorge no quiera
venir con nosotros yendo yo. Y como no quiero amargaros el
día, me quedaré. Ya podéis ir a decírselo.
Julián la miró con un gesto de simpatía.
—Eres muy amable —dijo—. Pero Jorge ha dicho que no
viene y nosotros hemos aceptado su palabra. Además te
invitamos sinceramente, no por cumplido. Deseábamos que
vinieras.
—Gracias —dijo Enrique—. En fin, vámonos antes de que
ocurran más cosas desagradables. Los caballos están
preparados. Voy a colocar los paquetes en las sillas de
montar.
Un momento después, los cuatro, montados en sus
caballos, atravesaban el patio en dirección a la verja. Jorge
oyó el tip tap de los cascos y miró nuevamente por la
ventana. ¡Se marchaban! Nunca hubiera creído que se irían
sin ella. Su contrariedad rayaba en la angustia.
«¿Por qué me habré portado así? —pensó la niña—.
¡Ahora Enriqueta pasará todo el día con ellos y se mostrará
la mar de simpática sólo para dejarme a mí en mal lugar!
¡Qué tonta he sido! ¿Verdad, Tim, que he sido una tonta,
una idiota, una estúpida?».
Pero Tim no era de la misma opinión. Se había quedado
atónito al ver que los otros se iban sin él y sin Jorge y había
corrido a la puerta, aullando lastimeramente. Luego volvió
al lado de su ama y apoyó la cabeza sobre sus rodillas.
Sabía que Jorge se sentía desgraciada.
—A ti te es indiferente que me porte bien o mal, ¿verdad,
Tim? —dijo Jorge, acariciando la suave y peluda cabeza—.
Ventajas de ser perro. Tú, tenga razón o no, me quieres del
mismo modo, ¿verdad? Pero hoy no deberías quererme, Tim.
¡He sido una idiota!
Llamaron a la puerta. Era Guillermo.
—¡Jorge! Dice la señora Johnson que si te duele más la
cabeza te desnudes y te metas en la cama. Pero que si
estás mejor bajes para ayudar a curar al caballo del gitano.
—Bajaré —repuso Jorge desechando al punto su mal
humor—. Dile a la señora Johnson que voy en seguida.
—Bien —dijo Guillermo, que se alejó trotando como un
pony.
Jorge bajó con Tim y salió al patio. Se preguntó si sus
compañeros estarían ya muy lejos. Sentía no poderlos ver.
¿Pasarían un día agradable con aquella antipática de
Enriqueta? Sí, sin duda se divertirían… ¡Un día entero en el
Páramo Misterioso!
Capítulo VI
UN GRAN DÍA

—¡El Páramo Misterioso!… ¡Qué nombre tan bonito! —


exclamó Dick cuando los cuatro emprendieron la marcha—.
Es inmenso y en él abundan las doradas aulagas…
—Eso no es nada misterioso —dijo Enrique.
—Es que hay en él una calma y una quietud
impresionantes —dijo Ana—. Hace pensar en que ha
sucedido en él algo importante hace mucho tiempo, y está
esperando que algo ocurra otra vez.
—¿Calma y quietud? Entonces se parece a las gallinas de
la granja cuando están incubando —dijo Enrique, echándose
a reír—. De noche debe de ser algo terrorífico y misterioso.
Pero de día no es más que una extensión de tierra como
cualquier otra. Será muy agradable ir por esa llanura a
caballo, pero no sé por qué se la llama el Páramo Misterioso.
—Tendremos que mirarlo en algún libro que hable de
esta región —dijo Dick—. Supongo que se llamará así
porque debió de ocurrir algo inexplicable hace centenares
de años, cuando la gente creía en brujas y otras cosas
parecidas.
Cabalgaban al azar, sin seguir ningún camino. Había
grandes extensiones de hierba dura y tupida, matas de
brezo aquí y allá, y la aulaga, que todo lo invadía con su oro
resplandeciente a la luz de aquel maravilloso día de abril.
Ana olfateaba con fuerza cada vez que pasaban junto a
un matorral de aulaga. Dick lo observó.
—Pareces el Husmeador —le dijo—. ¿Estás resfriada?
Ana se echó a reír.
—No, es que me gusta el olor de la aulaga. ¿A qué huele?
¿A vainilla? ¿A coco? Es un olor delicioso.
—Mirad. ¿Qué es aquello que se mueve allí? —preguntó
Julián, deteniendo repentinamente su caballo.
Todos miraron, forzando la vista, hacia el punto que
señalaba Julián, el cual exclamó en seguida.
—¡Es la caravana de los gitanos! No es extraño, pues
dijeron que salían hoy, ¿verdad? Este viaje debe de ser muy
duro para ellos. No veo un solo camino por ninguna parte.
—¿Adónde irán? —preguntó Ana—. ¿Qué hay en esa
dirección?
—Si no cambian de rumbo, llegarán a la costa —dijo
Julián—. ¿Queréis que vayamos hacia allí para verlos de
cerca?
—Sí. Es una buena idea —dijo Dick.
Y los cuatro dirigieron sus caballos hacia la derecha y
cabalgaron en dirección a la caravana.
Se componía ésta de cuatro carromatos: dos rojos, uno
azul y otro amarillo. Iban muy despacio, y de cada vehículo
tiraba un caballejo pequeño y flaco.
—Todos esos caballos son del mismo color: bayos y
blancos —dijo Dick—. Es curioso que la mayoría de los
gitanos los prefieran así. ¿Por qué será?
Al acercarse a la caravana, oyeron voces y vieron a un
hombre que señalaba hacia ellos mientras hablaba con otro.
Aquel hombre era el padre del Husmeador.
—Mira. Es el gitano que nos despertó anoche en el
establo —dijo Julián a Dick—. ¡El padre del Husmeador!
Tiene un aspecto repulsivo. ¿Por qué no se cortará el pelo?
—¡Buenos días! —gritó Dick cuando llegaron con sus
caballos cerca de la caravana—. ¡Hace un tiempo magnífico!
Nadie le contestó. Los gitanos que conducían sus
carromatos y los que caminaban junto a ellos miraron con
hostilidad a los cuatro jinetes.
—¿Adónde van? —preguntó Enrique—. ¿Hacia la costa?
—Eso no os importa —respondió uno de los gitanos, un
hombre ya entrado en años, de cabello rizado y gris.
—¡Qué gente tan huraña!, ¿verdad? —dijo Dick a Julián—.
Sin duda creen que los estamos espiando. ¿Cómo se las
compondrán para comer en este páramo? No hay tiendas ni
nada parecido. Deben de llevarlo todo en los carros.
—Lo voy a preguntar —dijo Enrique, y dirigió su caballo
hacia el padre del Husmeador, sin acobardarse ante sus
miradas hostiles.
—¿Cómo se las componen para comer y beber? —
preguntó.
—Llevamos provisiones —dijo el gitano, señalando con la
cabeza uno de los carromatos—. En cuanto al agua,
sabemos dónde hay fuentes.
—¿Estarán mucho tiempo en el páramo? —siguió
preguntando Enrique, mientras se decía que la vida del
gitano debía de ser estupenda… durante una temporada.
Sería magnífico pasar unas semanas en aquel pintoresco
páramo, entre el brillo dorado de la aulaga que crecía por
todas partes alternando con centenares de primaveras.
—¡Eso no os importa! —gritó el hombre de cabello rizado
y gris—. ¡Marchaos y dejadnos en paz!
—Ven, Enrique —la llamó Julián, dando media vuelta para
marcharse—. No les gusta que les hagamos preguntas.
Creen que lo hacemos por indagar y no porque nos interesa
su modo de vivir. Seguramente tienen muchas cosas que
ocultar y temen que las descubramos: un par de gallinas
robadas en alguna granja, un pato atrapado en algún
estanque… Esta gente vive de lo ajeno.
Algunos chiquillos de ojos negros atisbaban desde los
carromatos a los jinetes que se alejaban. Un par de ellos,
que iban a pie, correteando, huyeron como conejos
asustados cuando Enrique intentó acercarse a ellos.
—Decididamente, no conocen la amabilidad —se dijo
mientras iba a reunirse con sus compañeros—. ¡Qué vida
tan extraña llevan en sus casas de ruedas! Nunca se
detienen para algún tiempo en ninguna parte; se pasan la
vida yendo de un lado a otro. ¡Por aquí, Sultán! Sigue a
nuestros compañeros.
El caballo obedeció y fue a reunirse con los otros tres,
procurando no introducir la pata en ninguna madriguera.
¡Qué agradable era cabalgar a la luz del sol, meciéndose
sobre el caballo sin preocupación alguna! Enrique se sentía
completamente feliz.
Sus tres compañeros, aun considerando igualmente
deliciosa la excursión, no eran felices. Pensaban en Jorge; la
echaban de menos. Y lo mismo les ocurría con Tim. También
él habría disfrutado de aquel día trotando junto a ellos.
No tardaron en perder de vista a la caravana. Julián
seguía las huellas que habían dejado al dirigirse al convoy,
pues temía extraviarse. Llevaba una brújula y observaba en
ella continuamente la dirección que seguían.
—No me gustaría pasar la noche en estos parajes —
declaró—. Nadie podría encontrarnos.
A las doce y media saborearon un suculento almuerzo.
Realmente, la señora de Johnson se había lucido. Bocadillos
de huevos y sardinas, de tomate y lechuga, de jamón. Y tan
abundantes, que no parecía posible darles fin. A esto había
que añadir buenos trozos de pastel de cereza y una pera
grande y jugosa para cada uno.
—Me gusta esta clase de pastel de cereza —dijo Dick,
contemplando el gran trozo que tenía en la mano—. Todas
las cerezas se van al fondo, y el último bocado es
estupendo.
—¿Hay algo para beber? —preguntó Enrique.
Sus compañeros le alargaron una botella de cerveza de
jengibre que la niña se bebió sin respirar.
—¿Por qué será tan buena la cerveza de jengibre cuando
se bebe en el campo? —dijo—. Es mucho mejor que cuando
se bebe en un bar, por mucho hielo que se le eche.
—Cerca de aquí hay una fuente —dijo Julián—. Se oye
caer el agua.
Todos prestaron atención. Sí, se oía el rumor de un chorro
de agua. Ana salió en busca del supuesto manantial, y
pronto lo encontró. Al punto llamó a sus compañeros. Era un
charco redondo, fresco y azul, al que caía el agua cristalina
de un rumoroso riachuelo.
—He aquí uno de los depósitos de agua que utilizan los
gitanos cuando viajan por este páramo desierto —dijo Julián.
Entre tanto formó un cuenco con sus manos, lo colocó
debajo del chorro y se lo llevó a la boca, bebiendo con
fruición.
—¡Deliciosa! —exclamó—. Fría como el hielo. Pruébala,
Ana.
Prosiguieron su camino. El páramo no cambiaba de
aspecto: brezos, hierba, aulaga; alguna clara fuente
cayendo en una charca, o un pequeño arroyo que fluía aquí
o allá; y también algunos árboles, fresnos plateados en su
mayoría. Las alondras cantaban sin cesar, volando a tan
gran altura, que apenas se las podía distinguir.
—Sus cantos caen como gotas de lluvia —dijo Ana,
extendiendo las manos como para recogerlas.
Enrique se echó a reír. Le gustaba aquel grupo y estaba
muy contenta de que la hubieran invitado a ir con ellos de
excursión. Jorge había sido una tonta al quedarse en la
escuela de equitación.
—Me parece que ya es hora de regresar —dijo Julián,
consultando su reloj—. Nos hemos alejado más de lo debido.
A ver… Hemos de dirigirnos hacia poniente. ¡Hala, vamos!
Y emprendió la marcha. Su caballo se abría camino entre
los brezos. Los demás siguieron a Julián. Al cabo de un rato,
Dick se detuvo.
—¿Estás seguro de que es ésta la dirección? A mí me
parece que no. El terreno es aquí distinto. Hay más arena y
no tanta aulaga.
Julián detuvo su caballo y miró en todas direcciones.
—En efecto, parece un poco diferente —convino—. Sin
embargo, yo creo que llevamos la dirección que debemos
llevar. Vayamos un poco más hacia el oeste. ¡Si hubiera algo
en el horizonte que pudiera servirnos de guía! Pero aquí no
hay nada que se destaque.
Prosiguieron la marcha. De pronto, Enrique lanzó una
exclamación.
—¡Mirad! ¿Qué es esto? ¡Venid!
Los dos muchachos y Ana se acercaron a Enrique, que
había bajado del caballo y examinaba el suelo, manteniendo
apartados los brezos.
—Parecen rieles o algo semejante —dijo Enriqueta—.
Rieles viejos y enmohecidos. Pero no pueden serlo, ¿verdad?
Todos se arrodillaron, apartaron los brezos y escarbaron
en la arena. Julián se sentó en el suelo y observó
atentamente el sitio excavado.
—Sí, son rieles, y muy viejos, como has dicho. Pero ¿para
qué pondrían rieles aquí?
—¡Vaya usted a saber! —exclamó Enrique—. No sé cómo
los pude ver, estando, como están, medio enterrados. Al
principio no podía creer en lo que veía.
—Deben de conducir a alguna parte —dijo Dick—. Tal vez
había por aquí algún arenal y traían vagonetas para llevarse
la arena y venderla en la ciudad.
—Seguramente —admitió Julián—. Ya he notado que este
paraje era muy arenoso, y la arena, buena y fina. Yo
también creo que debe de haber un arenal en esta yerma
extensión… En fin, si seguimos esa dirección, iremos hacia
el interior del páramo. Por lo tanto, la dirección contraria
nos conducirá a alguna población, probablemente a Milling
Green.
—Tienes razón —dijo Dick—. O sea, que si seguimos
estos rieles, más tarde o más temprano llegaremos a alguna
aglomeración urbana.
—Habéis tenido una estupenda idea. Ya estábamos casi
perdidos —dijo Enrique, volviendo a montar en su caballo y
obligándolo a avanzar entre los raíles.
—¡Son muy fáciles de seguir! —gritó.
Los raíles estaban sujetos al terreno, y a trechos, medio
enterrados. Transcurrida una media hora, Enrique lanzó un
grito, señalando hacia el horizonte.
—¡Allí hay casas! Ya sabía yo que pronto llegaríamos a
algún pueblo.
—Es Milling Green —anunció Julián, al llegar al término
de los raíles, de donde pasaron a una estrecha carretera.
—¡Bueno, ya nos falta poco! —exclamó Enrique,
respirando—. Escuchad: ¿no os parece que sería divertido
seguir estas vías a través del páramo para ver dónde
terminan?
—Sí, algún día lo haremos —dijo Julián—. ¡Caramba, qué
tarde es ya! —y añadió—: Me pregunto qué habrá hecho
Jorge estando sola todo el día.
Todos aceleraron la marcha, deseosos de llegar cuanto
antes al picadero. Pensaban en Jorge. ¿Se habría acostado?
¿Estaría enfadada todavía, o, lo que era peor, agraviada?
¡Cualquiera sabía!
Capítulo VII
JORGE, EL HUSMEADOR Y LIZ

Jorge había pasado un gran día. Primero había ayudado


al capitán Johnson a curar la pata de Clip y a vendársela de
nuevo. El caballo soportó la cura pacientemente y Jorge
sintió una repentina simpatía por aquel infortunado y feo
animal.
—Gracias, Jorge —le dijo el capitán, que, para
satisfacción de la niña, no había hecho el menor comentario
sobre el hecho de que no se hubiera marchado, con los
demás—. Ahora te agradeceré que vengas a ayudarme a
poner las vallas de saltos para los pequeños. Están ansiosos
de saltar.
A Jorge le pareció muy divertido enseñar a saltar a los
niños pequeños, que se sentían muy orgullosos cuando
lograban salvar una valla, aunque sólo fuera un palmo,
montando a un pony.
Luego llegó el Husmeador en compañía de Liz, perra sin
raza definida. Era una mezcla de perro de aguas y de lunas,
e incluso parecía tener reminiscencias de algo más. Su
aspecto era el de una alfombrita de piel rizada y negra.
En el primer momento, Tim se asustó al ver aquella masa
enmarañada, y estuvo observándola y husmeándola mi
buen rato antes de llegar a la conclusión de que era
realmente un perro. Entonces lanzó un repentino y agudo
ladrido sólo para ver lo que hacía aquella grotesca criatura
cuando lo oyese.
Liz no le hizo ningún caso. Había desenterrado un hueso
cuyo color la sedujo, y Tim, que consideraba que todos los
huesos que estuvieran en el radio de un kilómetro le
pertenecían, se abalanzó sobre Liz, mientras emitía un
gruñido de advertencia.
Liz dejó caer el hueso en el acto y humildemente se
sentó sobre sus patas traseras, adoptando una actitud de
súplica. Tim la miró atónito. La perrita empezó entonces a
andar sobre sus patas traseras y dio varias vueltas con gran
elegancia alrededor de Tim.
Tim estaba desconcertado. Nunca había visto ningún
perro que hiciera aquellas cosas. Tal vez la explicación
estuviera en que aquello tan raro no era un perro.
Liz advirtió que había impresionado a Tim, y realizó otro
ejercicio aprendido en la época en que trabajaba en un
circo. Bajó la cabeza y empezó a dar volteretas sin dejar de
ladrar. Tim retrocedió y se refugió entre unas matas.
¡Aquello era ya demasiado! ¿Qué hacía aquel bicho?
¿Acabaría andando cabeza abajo?
Liz siguió dando volteretas a toda velocidad y terminó su
ejercicio casi entre las patas delanteras de Tim, que se
internó más aún en las matas.
Liz estuvo un momento inmóvil, con las patas delanteras
levantadas y jadeando. Luego lanzó un leve y lastimero
gemido.
Tim bajó la cabeza y le olfateó las patas. Después movió
ligeramente la cola. Sin duda, se trataba de una broma.
Husmeó de nuevo a Liz, y la perrita, de pronto, empezó a
saltar alrededor de Tim y a ladrarle como diciéndole:
«¡Vamos a jugar! ¡Anda, vamos!».
Entonces, repentinamente, Tim se abalanzó sobre aquel
extraño animalito. Liz emitió una serie de alegres ladridos y
empezó a rodar por el suelo. Estuvieron un buen rato
jugando y divirtiéndose. Al fin se cansaron. Entonces Tim,
jadeando, fue a echarse en un soleado rincón, y Liz se
acurrucó entre sus patas delanteras como si lo conociera de
toda la vida.
Cuando llegó del establo con el Husmeador y vio este
cuadro, Jorgina se quedó boquiabierta.
—¿Qué es eso que tiene Tim entre las patas? —preguntó
—. ¡Supongo que no será un perro!
—Es Liz —dijo el Husmeador—. Apenas ve a un perro, se
hace amiga de él, señorito Jorge. Oye, Liz, tú eres un mono,
¿verdad? A ver, anda con dos patas.
Liz dejó a Tim y corrió hacia el Husmeador, andando
elegantemente sobre sus patas traseras. Jorge se echó a
reír.
—¡Qué animal tan gracioso! Parece una alfombrita de
piel.
—Es muy lista —dijo el Husmeador, acariciando a Liz—.
Bueno, señorito Jorge, ¿puedo llevarme a Clip? Mi padre ha
salido con la caravana y me ha dejado con nuestro
carromato. Así es que no importa salir hoy o salir mañana…,
o pasado mañana.
—Desde luego, hoy no te puedes llevar a Clip —dijo
Jorge, complacida de que el Husmeador le llamara señorito
y no señorita—. Tal vez mañana. ¿No tienes pañuelo,
Husmeador. Nunca he visto a nadie sorber el aire por la
nariz tan a menudo como tú.
El Husmeador se pasó la manga por la nariz.
—Nunca he tenido pañuelo —dijo—. Pero tengo la manga.
—Eso no está bien —dijo Jorge—. Te daré uno de mis
pañuelos, pero tienes que usarlo. Eso te evitará estar
aspirando el aire por la nariz a cada momento.
—No me había fijado en que hacía eso —dijo el
Husmeador, un tanto enojado—. Además, no tiene
importancia.
Jorge había entrado ya en la casa y subía las escaleras.
Entre sus pañuelos escogió uno de anchas rayas rojas y
blancas, pensando que le gustaría al Husmeador. Se lo bajó.
El gitanillo se quedó mirándolo, extrañado.
—¡Es un pañuelo para el cuello! —exclamó.
—No; es para la nariz —dijo Jorge—. ¿No tienes ningún
bolsillo para guardártelo? ¿Sí? ¡Bien! Ahora haz el favor de
usarlo, en vez de hacer ese ruido que haces con la nariz.
—¿Dónde están los demás? —preguntó el Husmeador,
guardándose el pañuelo en el bolsillo con tanto cuidado
como si fuera de cristal.
—Se han ido a hacer una excursión a caballo —repuso
brevemente Jorge, que ya no se acordaba de sus
compañeros.
—Dijeron que vendrían a ver mi carromato —dijo el
Husmeador.
—Pues no sé si podrán ir hoy —le advirtió Jorge—. Sin
duda, llegarán demasiado tarde. Pero iré yo. No hay nadie
allí, ¿verdad?
A Jorge no le habría gustado encontrarse con el padre del
Husmeador ni con ninguno de sus parientes. El gitanillo
negó con la cabeza.
—No, no hay nadie. Ya le he dicho que mi padre se ha
marchado… Y mi tía y mi abuela también.
—¿Y qué harás tú en el páramo? —preguntó Jorge, que
había seguido al Husmeador a través del campo y estaba
subiendo a la colina donde habían tenido su campamento
los gitanos, de los que ya no quedaba más que uno: el
Husmeador.
—¿Qué haré en el páramo? Pues jugar.
Al decir esto, el Husmeador aspiró ruidosamente el aire
por la nariz. Jorge le dio un empujón.
—¿Para qué te he dado el pañuelo? ¡No hagas eso! No lo
puedo sufrir.
El chiquillo recurrió inmediatamente a su manga; pero,
afortunadamente, Jorge no lo advirtió. Habían llegado al
sitio donde había estado el campamento gitano. La niña lo
contemplaba, recordando la respuesta que le había dado el
Husmeador momentos antes.
—Has dicho que vas al páramo a jugar. Pero ¿qué hacen
tu padre, tu tío, tu abuelo y todos los demás? No se qué
trabajo se puede hacer allí. No hay granjas ni tiendas donde
se pueda comprar leche, huevos, ni ninguna clase de
alimentos.
El Husmeador no contestó: se cerró como una almeja.
Estuvo a punto de aspirar el aire por la nariz, pero no llegó a
hacerlo. Se quedó mirando fijamente a Jorge con la boca
firmemente cerrada.
Jorge lo miró, nerviosa.
—El capitán Johnson me ha dicho que vuestra caravana
va allí cada tres meses. ¿A qué va? Debe de haber alguna
razón.
—Ya sabe —dijo el Husmeador desviando la mirada— que
hacemos estaquillas…, y cestos…, y…
—Sí, ya lo sé. Todos los gitanos hacen cosas para
venderlas —dijo Jorge—. Pero para eso no hay necesidad de
ir a un lugar desierto. También se puede hacer ese trabajo
en un pueblo, o sentados en el campo, cerca de una granja.
Insisto en que no tienen explicación vuestras visitas al
páramo.
El Husmeador no dijo palabra. Se había inclinado y
observaba unos palitos colocados de un modo especial en el
camino, ante su carromato. Jorge los vio y se inclinó
también. Olvidándose de su anterior pregunta, hizo otra.
—Esto es un mensaje gitano, ¿verdad? ¿Qué significa?
Había dos palos, uno largo y otro corto, colocados en
forma de cruz. Cerca se veían varios palitos rectos, todos
ellos en la misma dirección.
—Sí —dijo el Husmeador, muy satisfecho de poder
cambiar de tema—. Es nuestro modo de dar partes a los que
nos siguen. Este patrin, el de los palos en forma de cruz,
dice que hemos pasado por este camino y que vamos en la
dirección que indica el palo más largo.
—Comprendido —dijo Jorge—. Es muy fácil. Y estos
cuatro palitos rectos que indican la misma dirección, ¿qué
significan?
—Que los viajeros van en carromatos. Cuatro palos,
cuatro carromatos, y la dirección de estos carros es la que
indican los palos.
—Comprendido —repitió Jorge, mientras pensaba que
también ella compondría mensajes que utilizaría en el
colegio cuando fuera de excursión—. ¿Hay muchos patrins,
Husmeador?
—Sí, muchos —dijo el gitanillo—. Cuando me vaya de
aquí, dejaré éste.
Cogió una gran hoja de un árbol cercano, luego otra más
pequeña, las colocó en el suelo, ésta junto a aquélla, y puso
sobre ellas unas piedrecitas para que el viento no se las
llevara.
—¿Y qué quiere decir esto?
—Pues quiere decir que mi perrita y yo hemos salido con
el carromato —explicó el Husmeador, recogiendo las hojas
—. Si mi padre volviera atrás para buscarme, vería estas
hojas y sabría que me había ido con el perro. Está muy
claro. La hoja grande soy yo; la hoja pequeña, el perro.
—Desde luego, esto de los mensajes me gusta —dijo
Jorge—. Ahora enséñame el carromato.
Era viejo, no muy grande y de ruedas muy altas. Lo
primero que vio la niña fue la puerta y la escalera. Las varas
descansaban en el suelo, esperando la vuelta de Clip. En el
toldo, de fondo negro, destacaban algunos dibujos rojos.
Jorge subió la escalerilla.
—He entrado en algunos carromatos —dijo—, pero no
había visto ninguno igual que éste.
Examinó con curiosidad el interior. Desde luego, no
estaba muy limpio, pero tampoco tan sucio como suponía.
—No huele mal, ¿verdad? —preguntó ansiosamente el
Husmeador—. Lo he limpiado todo, porque suponía que
vendría usted a verlo. Aquello que ve en el fondo es la
cama. Todos dormimos en ella.
Jorge observó con un gesto de sorpresa la gran cama que
se extendía en el fondo del carro, cubierta con una colcha
de vivos colores. Desde luego, allí debían de estar abrigados
en invierno.
—¿No tenéis calor en verano, durmiendo tantos en tan
poco espacio? —pregunto Jorge.
—No; durante el verano sólo duerme aquí mi abuela —
dijo el Husmeador, aspirando rápidamente aire por la nariz,
antes de que Jorge pudiera oírlo—. Los demás dormimos
debajo del carro. Así, aunque llueva no nos mojamos.
—Bueno, muchas gracias por haberme enseñado tantas
cosas —dijo Jorge, mirando desde la puerta los pequeños
armarios cerrados y el gran armario de cajones—. Parece
mentira que quepáis todos aquí.
Jorge no pasó de la puerta. A pesar de que el Husmeador
lo había limpiado todo, se percibía un olorcillo desagradable.
—Ven a vernos mañana, Husmeador —dijo, bajando la
escalerilla—. Tal vez esté ya bien Clip. Y escucha… ¡No te
olvides de que ahora tienes pañuelo!
—No lo olvidaré —respondió con énfasis el niño—. Lo
conservaré lo más limpio posible.
Capítulo VIII
EL HUSMEADOR HACE UNA PROMESA

Al caer la tarde, Jorge empezó a sentirse sola. ¿Qué


habrían hecho sus compañeros sin ella? ¿La habrían echado
de menos? ¡Tal vez ni siquiera se habrían acordado de que
existía!
—Por lo menos no te han tenido a ti, Tim —dijo la niña—.
Tú no te irás nunca sin mí, ¿verdad?
Tim se apretó contra ella, satisfecha al ver que su amita
parecía ya más feliz. Se preguntaba dónde estarían los
demás y dónde habrían pasado el día.
De pronto, se oyó un repiqueteo de cascos en el patio y
Jorge corrió hacia la puerta. ¡Sí, eran ellos! ¿Qué actitud
debía adoptar? Se sentía estúpida y feliz, humilde y
satisfecha, todo al mismo tiempo, y permaneció inmóvil sin
saber si salir con el ceño fruncido o sonriendo.
Los recién llegados lo decidieron por ella.
—¡Hola, Jorge! —gritó Dick—. Te hemos echado mucho de
menos.
—¿Cómo va ese dolor de cabeza? —le preguntó Ana—.
¡Ojalá se te haya pasado!
—¡Hola! —exclamó Enrique—. ¡Lástima que no hayas
venido! ¡Ha sido un día cañón!
—Ven a ayudarnos —dijo Julián—. Y explícanos qué has
hecho hoy.
Tim había corrido hacia ellos, ladrando alegremente, y
Jorge, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, corrió
también hacia el grupo con una sonrisa de bienvenida en los
labios.
—¡Hola! —exclamó—. Voy a ayudaros. ¿De veras me
habéis echado de menos? Yo también a vosotros.
Los chicos tuvieron una verdadera alegría al ver que
Jorge volvía a ser la de siempre, y ya no volvieron a
nombrarle el dolor de cabeza.
La niña los ayudó a desensillar los caballos y escuchó el
relato de lo que habían hecho durante el día. Luego les
habló del Husmeador y sus mensajes, y les explicó que le
había regalado un pañuelo.
—Pero estoy segura de que lo conservará
completamente limpio —dijo—. Mientras estuvo conmigo no
lo usó ni una sola vez. Está sonando la campana de la cena.
Habéis llegado a tiempo. ¿Tenéis apetito?
—Yo sí —respondió Dick—, a pesar de que los bocadillos
de la señora Johnson me hicieron pensar que no cenaría.
¿Cómo está Clip?
—Dejemos ese asunto ahora. Ya os lo explicaré todo
después de cenar. ¿Quieres que te ayude, Enrique?
Para Enriqueta fue una gran sorpresa que Jorge la
llamara Enrique.
—No, gracias…, Jorge —repuso—. Puedo hacerlo sola.
La cena resultó muy agradable. Los pequeños ocupaban
otra mesa, lo que permitió a los mayores charlar a gusto.
El capitán Johnson se mostró muy interesado cuando le
contaron lo de los raíles.
—No sabía que hubiese vías férreas en el páramo —dijo
—. Claro que sólo hace quince años que estamos aquí. De
modo que no sabemos gran cosa de la historia local. ¿Por
qué no vais a ver al viejo Ben, el herrero? Él os puede
informar porque ha pasado aquí toda su vida, una larga
vida, pues tiene más de ochenta años.
—Tengo una idea —dijo Enrique con vehemencia—.
Podríamos llevar a herrar algún caballo mañana y
aprovechar la visita para hacer preguntas al viejo herrero. A
lo mejor, incluso participó en la colocación de las vías.
—Oye, Jorge; vimos a la caravana de los gitanos cuando
nos habíamos internado bastante en el páramo —dijo Julián
—. Sabe Dios adónde iban. Creo que se dirigían a la costa.
¿Cómo es la costa en que termina el páramo, capitán
Johnson?
—Inaccesible —dijo el capitán—. Precipicios
infranqueables, escollos, rocas bravías… Allí sólo habitan los
pájaros. No hay barcas ni playas para bañarse.
—¿Qué atractivo tendrán para los gitanos esos parajes
desiertos? —dijo Dick—. Es un misterio. Van cada tres
meses, ¿verdad?
—Poco más o menos —repuso el capitán Johnson—. Yo
tampoco comprendo cómo puede gustarle a los gitanos vivir
en esas tierras inhospitalarias. Es algo que siempre me ha
llamado la atención. Habitualmente, no van a sitios en los
que no hay alquerías o aldeas donde puedan vender lo que
hacen.
—Me gustaría ir a ver dónde han acampado y lo que
están haciendo —declaró Julián, mientras se comía su tercer
huevo duro.
—Pues iremos —dijo Jorge.
—¿Cómo? ¿Acaso sabemos dónde están? —preguntó
Enrique.
—El Husmeador irá a reunirse con ellos mañana, o tan
pronto como Clip esté curado —dijo Jorge—. Se guiará por
los mensajes que le hayan dejado en el camino. Según dice,
busca en los sitios donde hay señales de haberse encendido
fuego, y cerca encuentra los patrins que le indican la
dirección que debe seguir.
—Pero, después de interpretarlos, los destruirá —dijo
Dick—, y nosotros no tendremos ninguna guía.
—Le diremos que nos deje mensajes compuestos por él
—dijo Jorge—. Estoy segura de que lo hará. Es un buen
chico, no me cabe duda. Yo me encargo de convencerlo de
que nos deje muchos mensajes. Así no nos será difícil seguir
el buen camino.
—Buena idea. Para nosotros será una diversión tratar de
seguir un camino guiándonos por patrins, como los gitanos
—dijo Julián—. Podríamos hacer otra excursión a caballo de
todo un día.
Enrique lanzó un ruidoso bostezo, que se contagió a Ana,
aunque ésta bostezó más discretamente.
—¡Enrique! —la reprendió la señora de Johnson.
—Lo siento, señora Johnson —se disculpó la chica—. Me
vino como un estornudo. No sé por qué, pero estoy medio
dormida.
—Entonces vete a la cama —dijo la señora de Johnson—.
Habéis tenido un día entero de sol y aire libre. Todos estáis
muy morenos. El sol de abril ha sido hoy casi tan fuerte
como el de julio.
Los cinco y Tim fueron a echar una última mirada a los
caballos y a realizar algunas pequeñas tareas. Enrique
bostezó de nuevo y esta vez el bostezo se contagió a todos,
incluso a Jorge.
—¡Qué bien se duerme en la paja! —exclamó Julián
alegremente—. ¡Este lecho caliente y cómodo es algo
demasiado hermoso para describirlo con palabras! Las
camas son para vosotras, para las chicas.
—Espero que el padre del Husmeador no volverá a venir
esta noche —dijo Dick.
—Echaré el cerrojo —dijo Julián—. Pero antes vamos a dar
las buenas noches a la señora de Johnson.
Poco después, las tres muchachas estaban en sus camas
y los dos chicos tendidos en la paja del establo. Clip
continuaba allí, pero ya no daba muestras de inquietud. Ni
una sola vez movió la pata enferma. Estaba mucho mejor.
Era casi seguro que al día siguiente estaría en condiciones
de ponerse en camino.
Julián y Dick se durmieron en seguida. Aquella noche
nadie penetró en el establo y nada les molestó. Pero a la
mañana siguiente, un gallo se introdujo en la cuadra por
una ventana, se instaló en una viga que estaba
exactamente sobre ellos y lanzó un quiquiriquí tan
estruendoso que los dos muchachos despertaron
sobresaltados.
—¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha gritado en mis oídos?
¿Has sido tú, Julián?
El gallo volvió a cantar y los chicos se echaron a reír.
—¡Maldito gallo! —exclamó Julián, acurrucándose de
nuevo sobre la paja—. De buena gana hubiera dormido un
par de horas más.

Aquella mañana el Husmeador se acercó tímidamente a


la puerta del picadero. Nunca entraba con resolución, sino
que se deslizaba a través del seto, o trepaba por la reja, o
aparecía por una esquina. Al ver a Jorge, se acercó a ella.
—Señorito Jorge —dijo, provocando la hilaridad de Julián
—. ¿Está mejor Clip?
—Sí —le respondió Jorge—. Hoy te lo podrás llevar. Pero
espera un poco, Husmeador. Quiero preguntarte una cosa
antes de que te vayas.
El Husmeador se sentía feliz. Le gustaba aquella niña que
le había regalado un pañuelo tan magnífico. Con el deseo de
complacerla, lo sacó del bolsillo y exclamó:
—¡Mire qué limpio está! Lo cuido mucho.
Y al decir esto aspiró ruidosamente el aire por la nariz.
—¡Eres un tonto de remate! —le dijo Jorge, indignada—.
Te lo regalé para que lo uses, no para que lo lleves limpio en
el bolsillo. Te lo quitaré si no lo usas.
El Husmeador alarmado, sacó con gran cuidado el
pañuelo, lo desdobló y se lo pasó ligeramente por la nariz.
Luego lo volvió a doblar, dejándolo exactamente como
estaba, y se lo guardó de nuevo en el bolsillo
—¡Y ahora pobre de ti como vuelvas a hacer ruido con la
nariz! —le dijo Jorge, haciendo esfuerzos para contener la
risa, y añadió—: Oye, Husmeador, ¿te acuerdas de los
patrins que me enseñaste ayer?
—Sí, señorito Jorge —respondió el Husmeador.
—Los gitanos que se han marchado ¿te han dejado
mensajes para indicarte el camino?
El Husmeador asintió.
—Sí, pero no muchos. Ya he estado allí dos veces y sólo
los pondrán en los sitios en que es fácil equivocarse.
—Es natural —dijo Jorge—. Escucha, Husmeador,
queremos jugar a los mensajes, ver si sabemos seguirlos, y
nos gustaría que nos dejaras patrins en el camino cuando te
vayas para reunirte con tu familia. ¿Lo querrás hacer?
—¡Claro que sí! —repuso el Husmeador, satisfecho de
que alguien le pidiera un favor—. Dejaré los que le enseñé:
la cruz, los palitos, la hoja grande y la hoja pequeña.
—Bien. Eso querrá decir que tú has pasado en una
dirección determinada, y que sois un chico y un perro,
¿verdad?
—Sí —asintió el Husmeador—. Ya veo que se acuerda.
—Así —dijo Jorge—, nosotros podremos imaginarnos que
somos unos gitanos que seguimos un camino por el que han
pasado otros.
—¡Pero que no los vean los gitanos cuando lleguen al
campamento! —dijo el Husmeador, repentinamente
alarmado—. Me reñirían por dejarles mensajes.
—Descuida. Evitaremos que nos vean —dijo Jorge—.
Ahora vamos en busca de Clip.
El resignado caballito los siguió alegremente. Ya no
cojeaba; el descanso le había probado. Se alejó a buen paso
con el Husmeador, y lo último que oyó Jorge de ellos fue la
característica aspiración nasal del gitanillo.
—¡Husmeador! —le gritó la niña en son de reproche.
El chiquillo se llevó la mano al bolsillo, sacó el pañuelo y
lo agitó en el aire, con el rostro iluminado por la alegría.
Jorge volvió al lado de sus compañeros.
—El Husmeador se ha llevado a Clip —dijo—. Ahora
podríamos llevar nosotros al herrero los caballos que se
tengan que herrar. ¿No os parece?
—Sí —aprobó Julián—. Y le haremos preguntas sobre el
Páramo Misterioso y esa extraña vía férrea. Vamos.
Eran seis los caballos que había que llevar a la herrería.
Así que cada uno de los cinco montó en uno, y Julián
condujo, además, otro de las riendas. Tim corría
alegremente entre ellos. Le gustaban los caballos y éstos lo
consideraban como un buen amigo. Cuando lo veían,
bajaban hacia él sus hocicos para olfatearlo.
Descendieron lentamente por el largo camino que
conducía a la herrería.
—¡Aquí es! —gritó Jorge—. Como veis, es una herrería
antigua llena de carácter y con una magnífica fragua. Mirad,
allí está el herrero.
Ben era un hombre de aspecto fuerte y robusto a pesar
de sus ochenta años largos. Herraba pocos caballos y
pasaba la mayor parte del día sentado al sol, vigilando a su
empleado. Tenía una abundante cabellera blanca y sus ojos
eran tan negros como el carbón que tantas veces había
puesto al rojo.
—Buenos días, amiguita y amiguitos —dijo a los
muchachos.
Julián hizo una mueca al oír esto, diciéndose que Jorge y
Enrique estarían satisfechas.
—Queremos hacerle unas preguntas —dijo Jorge, bajando
del caballo.
—Preguntad lo que queráis —respondió el anciano—. Si
se trata de algo de este lugar, seguro que os podré
responder, pues no hay nada que no sepa el viejo Ben.
Llevad los caballos a Jim, y vengan vuestras preguntas.
Capítulo IX
EL HERRERO CUENTA UNA HISTORIA

—Pues verá —dijo Julián, tomando la palabra—. Ayer


fuimos a caballo al Páramo Misterioso, y una de las cosas
que deseamos saber es por qué se le llama así. ¿Ha habido
en él algún misterio?
—¡Oh, allí ha habido muchos misterios! —repuso el viejo
Ben—. Gente que se ha perdido y no ha regresado nunca…,
ruidos inexplicables…
—¿Qué clase de ruidos? —preguntó Ana, curiosa.
—Cuando yo era un chiquillo pasé muchas noches en el
páramo —dijo gravemente el viejo Ben— y oí los ruidos más
extraños: gritos penetrantes, aullidos, quejas, rumores
como de grandes alas…
—Bien, pero todos esos sonidos los pueden producir los
mochuelos, las zorras y otros animales —dijo Dick—. Una
vez, en un granero, una lechuza lanzó cerca de mi cabeza
un grito que me puso los pelos de punta. Si no hubiera visto
que era una lechuza, habría huido, presa de pánico.
Ben se echó a reír, y su rostro quedó convertido en un
muestrario de pliegues y arrugas.
—Total, que no sabemos por qué se llama Páramo
Misterioso —dijo Julián—. ¿Es muy antiguo ese nombre?
—Cuando mi abuelo era un muchacho, esa tierra árida se
llamaba Páramo Brumoso —recordó el viejo herrero—. Fijaos
bien: Brumoso, no Misterioso. El nombre se debía a la niebla
que se formaba en el mar, subía por la costa y quedaba
estacionada en el páramo. Tan densa era que no se veía a
un palmo de distancia. Yo mismo me perdí una vez en una
de estas nieblas. ¡Qué miedo pasé! Se arremolinaba a mi
alrededor como si tuviera vida, se ceñía a mí y yo notaba en
todo mi cuerpo el contacto de sus manos húmedas y frías.
—¡Qué horror! —exclamó Ana, estremeciéndose—. ¿Y
qué hizo usted entonces?
—Lo primero, echar a correr —repuso Ben, sacando su
pipa vacía y examinándola—. Corrí entre los brezos y las
aulagas, me caí más de una docena de veces, y la niebla no
cesaba de perseguirme ni de tocarme con sus dedos
húmedos. Quería atraparme. Lo sé porque todos los viejos
que conocen el páramo dicen que el mayor afán de aquella
niebla era aprisionar a las personas.
—Pero, al fin y al cabo, no era más que niebla —dijo
Jorge, juzgando que el herrero exageraba—. ¿Sigue
habiendo niebla en el páramo?
—Sí —repuso Ben llenando lentamente su pipa—. En
otoño es cuando más hay, pero también puede llegar de
improviso en cualquier época del año. Yo la he visto
aparecer en las últimas horas de un hermoso día de verano.
Se arrastra como una serpiente, y si no la ves a tiempo, te
atrapa.
—¿Te atrapa? ¿Qué quiere usted decir? —preguntó Jorge.
—La niebla puede durar muchos días —explicó Ben—. Y
si hay en el páramo alguien que se ha desorientado, se
pierde definitivamente y ya no vuelve jamás. No te rías,
jovencito. Hablo por experiencia.
El herrero contempló su pipa y empezó a desenterrar
viejos recuerdos.
—Ahora —dijo— me viene a la memoria la señora Banks,
una vieja que se internó con su cesta en el páramo para
coger arándanos. La sorprendió la niebla, y no volvió a
saberse de ella. También recuerdo el caso de Víctor, un
muchacho que un día, en vez de ir al colegio, se internó en
el páramo, y la niebla lo asió con sus garras.
—Tendremos que estar muy alerta cuando viajemos a
caballo por el páramo —dijo Dick—. Es la primera vez que
oigo hablar de ese peligro.
—Sí. Id con los ojos muy abiertos —dijo Ben—. Mirad
hacia el lado de la costa, pues es de allí de donde viene.
Pero ahora, no sé por qué, no hay tanta. No ha aparecido
ninguna masa de niebla verdaderamente temible desde
hace lo menos tres años.
—Lo que nos gustaría saber —dijo Enriqueta— es por qué
ha cambiado de nombre y ahora se llama Páramo
Misterioso. Se comprende que se llamara Páramo Brumoso,
pero ¿qué explicación tiene que ahora se le llame Páramo
Misterioso?
—Pues veréis. El cambio ocurrió hace unos setenta años,
cuando yo era un niño —dijo Ben, encendiendo su pipa y
aspirando el humo con toda su fuerza.
Estaba rebosante de satisfacción. Pocas veces había
tenido un auditorio que demostrara tanto interés como
aquellos cinco muchachos. Incluso el perro permanecía
inmóvil, escuchando.
—Eso ocurrió cuando la familia Bartle construyó el
pequeño ferrocarril… —empezó a decir. Pero hubo de
detenerse ante las exclamaciones de sus cinco oyentes.
—¡Eso es lo que queríamos saber!
—¿Usted sabe lo del ferrocarril?
—¡Siga, siga!
En este momento el herrero debió de notar algo anormal
en el funcionamiento de su pipa, pues se enfrascó en su
reparación, y ocupado en ello estuvo un rato tan
desesperantemente largo para su auditorio, que Jorge deseó
ser caballo para poder desahogar su impaciencia pateando.
—La familia Bartle era numerosa —dijo al fin Ben—.
Muchos chicos y una sola niña de constitución enfermiza.
Los chicos eran muy fuertes. Lo recuerdo muy bien, porque
daban unos puñetazos terribles. Uno de ellos, Dan, encontró
un buen arenal en el páramo…
—¡Ah, sí! Ya supusimos que había allí algún arenal —dijo
Ana.
Ben frunció las cejas ante la interrupción y continuó:
—Y como eran nueve o diez hermanos, y todos fuertes y
valientes, decidieron explotar el arenal. Compraron
vagones, y con ellos iban a buscar la arena, que luego
vendían en todos los pueblos de la comarca. Era una arena
fina, de excelente calidad.
—Ya lo observamos —dijo Enrique—. Pero aquellos
rieles…
—¡No lo interrumpáis! —exclamó Dick, contrariado.
—Ganaron mucho dinero —siguió recordando Ben—.
Tendieron vías que les permitían llevar los vagones hasta el
mismo arenal, lo que facilitaba el acarreo. ¡Aquello era
magnífico! Los niños seguíamos a la pequeña máquina que
soplaba y jadeaba. Nos hubiera gustado conducirla, pero no
pudimos hacerlo nunca. Los Bartle llevaban siempre largas
varas con las que pegaban a los chiquillos que se acercaban
demasiado. Eran rudos y agresivos.
—¿Por qué abandonaron las vías? —preguntó Julián—.
Están cubiertas de arena y hierbas. Casi no se ven.
—Hemos llegado a ese misterio que tanto os interesa —
dijo Ben, haciendo humear su pipa—. Los Bartle tuvieron
una batalla con los gitanos.
—¿Ya había gitanos en el páramo? —exclamó Dick.
—Si la memoria no me engaña, siempre ha habido
gitanos en el páramo —repuso el herrero—. Bueno, como os
he dicho, los gitanos se lanzaron a la lucha contra los Bartle,
lo que no sorprendió a nadie, pues estas refriegas eran cosa
corriente entonces. Y los gitanos arrancaron rieles aquí y
allá, y la pequeña locomotora descarriló, y volcó el convoy y
su carga.
Los niños veían con la imaginación la pequeña
locomotora resoplando, jadeando y descarrilando al llegar a
los rieles arrancados. ¡Qué alboroto debió de producirse
entonces en el páramo!
—Los Bartle no podían permanecer impasibles ante una
cosa así —continuó Ben—. Se reunieron y se pusieron en
marcha, decididos a arrojar a los gitanos del páramo.
Juraron que, aunque hubiera un solo carromato, le
prenderían fuego, llevarían a los gitanos hacia la costa y los
arrojarían al mar.
—Debía de ser una familia muy salvaje —comentó Ana.
—Sí —dijo Ben—. Los nueve o diez hermanos eran
hombres altos y fuertes; tenían unas cejas tan espesas y
enmarañadas que casi les tapaban los ojos, y unos
vozarrones que ensordecían. Nadie se atrevía a ponerse en
contra de ellos; el que lo intentaba, pronto veía a toda la
familia armada con palos en la puerta de su casa. Imponían
aquí su voluntad, y todo el mundo los odiaba. Nosotros, los
niños, echábamos a correr apenas veíamos aparecer a
alguno de ellos por una esquina.
—¿Cómo terminó lo de los gitanos? ¿Pudieron arrojarlos
del páramo los Bartle? —preguntó Jorge.
—Déjame ir a mi paso, muchacho —dijo Ben señalando a
Jorge con su pipa—. Merecerías que un Bartle corriera detrás
de ti.
Naturalmente, el herrero creía que Jorge era un chico. De
nuevo los hizo esperar, hurgando en su pipa. Julián guiñó el
ojo a sus compañeros. Aquel viejo que tan buena memoria
tenía, le había caído en gracia.
—Pero los gitanos siempre acaban por ganar —dijo al fin
el herrero—. Así se dice y es verdad. Un día desaparecieron
todos los Bartle. Ni uno solo volvió a su casa. La única que
quedó de la familia fue Inés, la hermana, que estaba cojita.
Todos lanzaron exclamaciones de sorpresa. El viejo Ben
dirigió una mirada de satisfacción a su auditorio. Nadie
sabía contar las cosas tan bien como él.
—Pero ¿qué sucedió? —preguntó Enrique.
—Eso no lo sabe nadie —respondió Ben—. La
desaparición ocurrió una semana en que la niebla llegó al
páramo arrastrándose como un reptil y lo cubrió todo. Nadie
fue aquellos días al páramo; sólo los Bartle, para los que no
existía ningún peligro, ya que podían volver siguiendo los
raíles. Continuaron, pues, yendo al arenal todos los días, a
pesar de la niebla, y trabajando como de costumbre. Nada
podía impedir a los Bartle que trabajaran.
El viejo se detuvo y miró a sus oyentes. Luego, bajando
la voz y estremeciendo a los cinco niños, continuó:
—Una noche, un vecino del pueblo vio pasar por las
afueras, furtivamente, una caravana de gitanos formada por
más de veinte carromatos. Se dirigían al páramo, a través
de la densa niebla. Tal vez se guiaron por los raíles, pero
esto nadie lo sabe a ciencia cierta. A la mañana siguiente,
los Bartle fueron al arenal, como de costumbre. Y
desaparecieron para siempre.
El viejo herrero hizo una nueva pausa.
—Sí, para siempre —repitió—. Ninguno de ellos volvió del
páramo. Nunca se supo nada más de los hermanos Bartle.
—Pero ¿qué pasó? —insistió Jorge.
—Cuando se disipó la niebla salieron varios grupos a
buscar a los desaparecidos —dijo Ben—. Pero no
encontraron ni un solo Bartle, ni vivo ni muerto. Tampoco
vieron ni rastro de los gitanos. Habían regresado aquella
misma noche, procurando que no los viesen, atravesando el
pueblo como sombras. Yo creo que los gitanos se lanzaron
aquel día contra los Bartle, protegidos por la niebla,
lucharon con ellos, los derrotaron y después se los llevaron
a la costa y los tiraron al mar.
—¡Es horrible! —exclamó Ana, impresionada.
—No te preocupes, muchacha —dijo el herrero—. Lo que
os he contado sucedió hace mucho tiempo. Además, nadie
lloró a los Bartle. La única superviviente fue la hermanita
enferma, Inés, que vivió hasta los noventa y seis años y
murió hace muy pocos. En cambio, sus hercúleos e
impetuosos hermanos desaparecieron todos a la vez, en un
abrir y cerrar de ojos.
—Lo que nos ha contado es muy interesante, Ben —dijo
Julián—. Supongo que fue entonces cuando el páramo
empezó a llamarse Misterioso, ya que nadie supo lo que
había sucedido. Además, el misterio no se ha aclarado
todavía. Dígame: ¿nadie ha vuelto desde entonces a utilizar
el ferrocarril ni ha ido a buscar arena?
—Nadie —repuso el viejo—. Todos estábamos asustados,
como comprenderéis, e Inés dijo que no le importaba que se
estropearan la locomotora y los vagones, que no quería
saber nada de ellos. Desde entonces nunca me atreví a ir al
páramo y durante mucho tiempo sólo los gitanos osaron
pisar aquel desierto. Hoy se ha olvidado ya la historia de los
Bartle, pero estoy seguro de que los gitanos la recuerdan
todavía, pues tienen muy buena memoria.
—¿Sabe usted por qué van al Páramo Misterioso con
tanta frecuencia? —preguntó Dick.
—No. Ya sabéis que siempre están yendo de un lado a
otro. Ignoro lo que hacen en el páramo y no me interesa
averiguarlo. No quiero que me ocurra lo que les ocurrió a los
Bartle.
En este momento llegó a ellos la voz de Jim, el nieto del
herrero, que herraba los caballos en el interior de la
herrería.
—¡Abuelo! No hable más y deje que esos chicos vengan
a charlar conmigo. Ya he herrado a casi todos los caballos.
Ben se echó a reír.
—Entrad —dijo a los niños—. Os gustará ver saltar las
chispas y cómo se ponen las herraduras a los caballos.
Perdonadme por haberos hecho perder el tiempo
contándoos cosas ya pasadas. Entrad, entrad en la herrería.
—Lo hemos escuchado con gusto —dijo Julián, poniendo
en la mano del herrero una moneda de dos chelines—.
Tenga, para tabaco.
—Gracias; eres muy amable —dijo el viejo, sinceramente
agradecido. Y añadió—: Recordad sobre todo dos cosas si
vais al páramo: huid de la niebla y no os acerquéis a los
gitanos.
Capítulo X
LOS MENSAJES DEL HUSMEADOR

Los niños se divirtieron en la herrería haciendo funcionar


los fuelles, viendo llamear el fuego y observando cómo
tomaban forma las herraduras al rojo vivo. Jim era listo y
rápido. Daba gusto verlo trabajar.
—Ya sé que habéis estado escuchando las viejas historias
de mi abuelo —dijo—. Es todo lo que hace ahora: recordar.
Pero si quiere, puede hacer una herradura tan bien como
yo… Voy a herrar el último… ¡Quieto, Sultán!… ¡Ya está!
Los cinco niños emprendieron el regreso. La mañana era
espléndida. El camino estaba bordeado de celidonias que
emitían destellos dorados.
—Todas brillan como el oro —dijo Ana, poniéndose dos o
tres en el ojal. Y, en verdad, se diría que las habían bruñido
pétalo por pétalo, pues relucían como el esmalte.
—¡Qué historia tan impresionante nos ha contado Ben! —
dijo Julián—. ¡Y qué bien la ha relatado!
—Tan bien, que ya no me atrevo a volver al páramo —
dijo Ana.
—No seas miedosa —le reprochó Jorge—. Eso ocurrió
hace muchos años. Me gustaría saber si los gitanos de
ahora conocen esta historia. A lo mejor fueron sus abuelos
los que pelearon con los Bartle bajo la niebla.
—Desde luego, el padre del Husmeador tiene aspecto de
ser capaz de llevar a cabo un plan semejante —dijo Enrique
—. ¿Por qué no seguimos el camino que ellos tomaron? Así
podremos ver si sabemos descifrar los mensajes que el
Husmeador dijo a Jorge que dejaría.
—Buena idea —aprobó Julián—. Iremos esta tarde. Me
parece que ya ha pasado la hora de la comida. Todos
consultaron su reloj.
—Sí, llegaremos tarde —dijo Jorge—. Pero esto les pasa a
todos cuando van a la herrería. No os preocupéis. Estoy
segura de que la señora Johnson nos habrá preparado
alguna comida especial.
En efecto, así era. Había un gran plato de estofado para
cada uno, diversas y apetitosas hortalizas, y un budín de
dátiles para postre. ¡Qué buena era la señora de Johnson!
—Las tres chicas tendréis que lavar los platos —dijo la
señora—. Hoy tengo mucho trabajo.
—¿Por qué no nos ayudan los chicos? —preguntó Jorge en
el acto.
—Lo haré yo sola —dijo Ana, haciendo una mueca—. Los
cuatro chicos os podéis ir a las caballerizas.
Dick le dio un empujón amistoso.
—Bien sabes que te ayudaremos por mal que lo
hagamos. Yo prefiero secar. Sólo de ver esos residuos de
comida que flotan en el agua, me dan náuseas.
—¿Podremos ir al páramo esta tarde? —preguntó Jorge.
—Sí, desde luego —le contestó la señora de Johnson—.
Pero si queréis llevaros merienda, os la tendréis que
empaquetar vosotros mismos. He de llevar a los pequeños a
montar, y todavía hay uno al que hay que llevarle el caballo
de la brida.
A las tres todos estaban preparados para partir, con la
merienda empaquetada. Montaron en los caballos que se
paseaban por el campo y emprendieron la marcha
alegremente.
—Ahora veremos si somos tan listos como creemos para
descifrar los mensajes de los gitanos —dijo Jorge—. Tim, si
continúas persiguiendo a todos los conejos que ves, te
dejaremos atrás.
Se internaron en el páramo, después de pasar por lo que
había sido el campamento de los gitanos. Sabían la
dirección que llevaban los carromatos por las señales que
habían dejado las ruedas. Era sumamente fácil seguir a la
caravana: cinco pesados carros dejan claras huellas en el
camino.
—Aquí hicieron su primer alto —dijo Julián, dirigiéndose a
un lugar donde la tierra ennegrecida demostraba que se
había encendido fuego—. Cerca de aquí debe haber algún
mensaje.
Lo buscaron. Jorge lo encontró.
—¡Aquí está —gritó—, detrás de este árbol, bien
resguardado del viento!
Todos echaron pie a tierra y acudieron al lado de la niña.
En el suelo había un patrin en forma de cruz, con su palo
largo señalando la dirección seguida por el Husmeador.
Cerca se veían los palitos indicadores de que había pasado
un carromato, y ante los palitos, la hoja grande y la hoja
pequeña, con piedras encima para que no se las llevara el
viento.
—¿Qué significan esas hojas? —preguntó Dick—. ¡Ah, sí!
El Husmeador y su perro. Los palitos nos demuestran que
vamos por buen camino. Aunque eso ya lo sabíamos por el
fuego.
Los niños montaron de nuevo en sus caballos y
continuaron la marcha.
Les fue sumamente fácil encontrar e interpretar los
mensajes. Sólo una vez se detuvieron, perplejos. Esto
ocurrió al llegar a un punto donde había dos árboles y no se
veía entre los brezos ningún indicio de que la caravana
hubiera acampado allí.
—Estos brezos son tan tupidos, que sus ramas han vuelto
a unirse después de pasar los carromatos, y no ha quedado
ningún rastro de la caravana —dijo Julián, bajando de su
caballo y examinando atentamente los brezos que lo
rodeaban, sin encontrar ninguna huella.
—Continuemos —dijo—. A lo mejor encontramos cerca de
aquí alguna señal de que han acampado.
Pero, al recorrer un buen trecho sin encontrarla, se
detuvieron desconcertados.
—Hemos perdido el rastro —dijo Dick—. Por lo visto, no
tenemos nada de gitanos.
—Volvamos atrás, hasta aquellos dos árboles —propuso
Jorge—. Desde aquí los vemos. Si allí es tan fácil perder el
camino, debe de haber algún mensaje aunque no haya
quedado ninguna huella de campamento. Bien mirado, el
mensaje se deja precisamente para indicar el camino donde
se sospecha que los que vienen detrás pueden seguir una
dirección equivocada.
Hicieron dar media vuelta a los caballos y se dirigieron a
los dos árboles, donde esperaban encontrar el mensaje del
Husmeador. En efecto, allí estaba, cuidadosamente
dispuesto entre los dos árboles, de modo que nada pudiera
ocultarlo. Lo descubrió Enrique.
—Aquí están la cruz, los palitos y las hojas —dijo—. Pero
mirad: el palo largo de la cruz apunta hacia el Este, y
nosotros nos dirigíamos hacia el Norte. No es extraño que
no encontráramos ningún rastro de la caravana.
Se encaminaron hacia el Este, a través de los frondosos
brezos primaverales, y pronto hallaron huellas del paso de
la caravana: ramitas desprendidas de los brezos y roderas
en un espacio de tierra blanda.
—Esto va bien —dijo Julián, complacido—. Empezaba a
creer que la cosa era demasiado fácil, pero veo que no es
así.
Siguieron cabalgando durante dos horas. Entonces
decidieron detenerse a merendar. Se sentaron en un claro
del bosque, rodeado de fresnos silvestres y ante un
exuberante grupo de primaveras.
Tim vacilaba: no sabía si dedicarse a cazar conejos o a
esperar los bocados que le arrojaran los niños de su
merienda.
Finalmente, optó por las dos cosas: correr detrás de un
conejo imaginario y regresar para recibir los obsequios de
los muchachos.
—Nos conviene mucho más que la señora Johnson nos
prepare bocadillos de tomate, lechuga y cosas así —dijo
Enrique—, pues son sólo para nosotros. Pero cuando nos los
hace de sardinas o de huevo, Tim nos deja a media ración.
—Hablas por hablar, Enriqueta —dijo Jorge—. Nadie te
obliga a darle nada a Tim.
—Ahora te llamará Jorgina —murmuró Dick al oído de
Jorge.
—Lo cierto es, Jorgina —dijo Enrique haciendo una mueca
—, que me es imposible negarme a dar a Tim un bocadillo o
dos cuando se pone delante de mí y me mira con una
expresión de súplica.
—¡Guau! —ladró Tim, sentándose frente a Enrique con la
lengua fuera y los ojos fijos en ella.
—Me produce el efecto de que me hipnotiza —se quejó
Enrique—. Llámalo, Jorge. Soy incapaz de comerme un solo
bocadillo o un trozo de pastel. Por favor, Tim; deja ya de
mirarme a mí y mira a otro.
Julián consultó su reloj.
—Mi opinión es que no nos entretengamos demasiado
merendando —dijo—. Desde luego, tenemos una
temperatura de verano y las tardes son hermosas,
despejadas… Pero todavía no hemos llegado al
campamento de los gitanos, y pensad que después tenemos
que regresar. Reanudemos la marcha, ¿no os parece?
—Sí —dijeron todos, volviendo a montar en sus caballos y
poniéndose en camino.
De pronto, cuando menos lo esperaban, vieron que les
era sumamente fácil seguir a la caravana, pues pasaron a
un suelo arenoso, donde había muchos trechos despejados,
en los que se distinguían claramente las huellas de las
ruedas.
—Si seguimos dirigiéndonos hacia el Este, pronto
llegaremos a la costa —dijo Dick.
—No, el mar está todavía muy lejos —replicó Julián—.
¡Mirad! Allá lejos se ve un cerro o algo parecido. Es la
primera vez que vemos en esta llanura algo que no es llano.
Las huellas de los carros se dirigían al cerro, que, cuando
se acercaron, les pareció mucho más alto.
—Estoy segura de que los gitanos están allí —dijo Jorge
—. Ese cerro les debe de proteger del viento del mar. Me
parece que ya distingo algún carromato.
En efecto, allí estaban los carros. Los brillantes colores de
sus toldos se veían claramente en la ladera de la colina.
—Han tendido su ropa lavada, como de costumbre —dijo
Ana—. La veo flamear al impulso del viento.
—Podemos ir a preguntarle si Clip está completamente
bien —propuso Julián—. Será una excelente excusa para
acercarnos a ellos.
Avanzaron directamente hacia el grupo de carromatos.
Apenas oyeron el golpeteo de los cascos de los caballos,
aparecieron ante los chicos cuatro o cinco hombres. Su
actitud no era nada acogedora. Los miraban en silencio. El
Husmeador salió también y gritó:
—¡Clip está ya curado!
Su padre le dio un empujón, mientras murmuraba algo
en son de amenaza, y el chiquillo desapareció debajo del
carromato más próximo.
Julián se acercó al padre del Husmeador.
—Su hijo ha dicho que Clip está ya curado. ¿Dónde lo
tienen?
—Allí —respondió el gitano, a la vez que señalaba el
lugar con un movimiento de cabeza—. Pero no es necesario
que lo veáis. Está completamente bien.
—Tranquilícese —dijo Julián—. Sólo queríamos saber
cómo estaba.
Y añadió:
—Este lugar es muy pintoresco y está bien resguardado.
¿Piensan pasar mucho tiempo aquí?
—Eso no os importa —dijo un gitano viejo con acento
hostil.
—Perdone —respondió Julián, sorprendido—. Era
simplemente una pregunta de cortesía.
—¿Adónde van a buscar el agua? —preguntó Jorge—.
¿Hay alguna fuente cerca de aquí?
Nadie le contestó. Otros gitanos se unieron a los cuatro o
cinco que estaban ya allí. También se acercaron tres perros
sarnosos. Tim empezó a retroceder.
—Marchaos antes de que nuestros perros se arrojen
sobre vosotros —dijo rudamente el padre del Husmeador.
—¿Dónde está Liz? —preguntó Jorge, acordándose de
pronto de la perrita del niño gitano.
Pero antes de que le contestaran, los tres perros se
lanzaron contra Tim. A éste no le fue fácil librarse de ellos,
pues aunque eran mucho más pequeños que él, tenían un
genio endiablado.
—¡Llame a esos perros! —gritó Julián, viendo que Jorge
iba a apearse del caballo para correr en ayuda de Tim, y
temiendo que la mordieran—. ¿Me oye? ¡Llame a esos
perros!
El padre del Husmeador lanzó un silbido y los tres perros
se apartaron de Tim de mala gana, con el rabo entre
piernas. Jorge sujetó a Tim por el collar para impedirle que
persiguiera a sus contrincantes.
—Monta a caballo, di a Tim que nos siga y vámonos —
gritó Julián, temiendo algún ataque de los silenciosos y
hostiles gitanos.
Jorge obedeció. Tim corrió tras ella y todos se alejaron de
aquella desagradable gente.
Los gitanos los siguieron con la vista, en silencio.
—¿Qué les pasa? —preguntó Dick—. ¡Cualquiera diría
que están urdiendo otro plan como el de su lucha con los
Bartle!
—No te metas con ellos —dijo Ana—. Estoy segura de
que algo planean. Por eso han venido a este lugar apartado
y solitario. Nunca me volveré a acercar a ellos.
—Han creído que veníamos como espías, para averiguar
algo —dijo Dick—. Ni más ni menos. ¡Pobre Husmeador.
¡Qué vida que lleva!
—Ni siquiera hemos podido decirle que hemos entendido
perfectamente sus mensajes —dijo Jorge—. En fin, yo creo
que aquí no ocurre nada interesante, que esto no llegará a
ser nunca una aventura.
¿Tenía razón? ¿Se equivocaba? Julián miró a Dick, y Dick
le devolvió la mirada, arqueando las cejas. Ignoraban si
sería o no una aventura. ¡El tiempo lo diría!
Capítulo XI
UN PLAN ESTUPENDO

Cuando se sentaron a cenar, los cinco contaron al


capitán Johnson y a su esposa lo ocurrido aquella tarde.
—¿Así que el Husmeador os explicó lo de los mensajes?
—preguntó la señora de Johnson—. Francamente, creo que
ha sido una imprudencia vuestra visita al campamento
gitano. Esa gente es mala y tiene muy mal genio.
—¿Conocen la historia de la familia Bartle? —preguntó
Enrique, dispuesta a contarla…, añadiendo algunos detalles
de su invención.
—No, pero podemos esperar a conocerla —repuso la
esposa del capitán, sabiendo que Enrique dejaba su plato
intacto cada vez que explicaba en la mesa alguna de sus
imaginarias aventuras—. Ya nos lo contarás después de la
cena.
—Esta vez no es una aventura de Enrique —dijo Jorge,
molesta ante la posibilidad de que su rival volviera a asumir
el papel de heroína y, además, se apropiara la narración del
herrero—. Es una historia que nos contó el viejo Ben. Ju,
cuéntala tú.
—Ahora nadie debe contar nada —dijo el capitán—.
Habéis llegado tarde a la cena, hemos tenido que esperaros.
Lo menos que podéis hacer es no perder más tiempo.
Los cinco niños pequeños que ocupaban la mesa vecina
sufrieron una decepción. Esperaban escuchar uno de los
maravillosos relatos de Enrique, pero esto no fue posible,
porque el capitán Johnson estaba cansado y tenía el
estómago vacío.
Apenas había dado unos bocados, Enrique volvió a su
empeño.
—Ben es ya muy viejo y…
—¡Ni una palabra más, Enrique! —le ordenó secamente
el capitán.
La muchacha enrojeció y Jorge hizo una mueca, mientras
lanzaba su pie hacia Dick por debajo de la mesa.
Desgraciadamente, el pie tropezó con la pierna de Enrique,
que se quedó mirando a Jorge fijamente, sin decir palabra.
Fue una mirada larga, penetrante…
«¡Dios mío! —pensó Ana—. ¡Precisamente hoy que
hemos pasado un día tan agradable! ¡Sin duda, todos
estamos cansados y de mal humor!».
—¿Se puede saber por qué me has dado un puntapié? —
pregunto Enrique a Jorge con acento amenazador, apenas
se levantaron de la mesa.
—¡Silencio! —les ordenó Julián—. Seguramente, el
puntapié iba destinado a Dick o a mí.
Enrique enmudeció en el acto. No le gustaba que Julián la
llamara al orden. Jorge, rebelándose también, se marchó al
punto con Tim.
Dick bostezó.
—¿Tenemos que hacer algún trabajo? ¡Con tal que no sea
lavar los platos! Creo que rompería más de uno.
La señora de Johnson lo oyó y se echó a reír.
—No, no hay que lavar los platos. Esta noche se
encargará de eso la interina. Echad una mirada a los
caballos y procurad que Jenny, la yegua, no esté al lado de
Flash. Ya sabéis que le tiene ojeriza, sin motivo, y sería
capaz de echarla del establo a coces. Han de estar siempre
separadas.
—No se preocupe, señora Johnson —dijo Guillermo,
apareciendo de pronto tan impasible y competente como
siempre—. Ya me he encargado de eso. Y de todo. Creo que
no queda nada por revisar.
—Eres el mejor mozo de cuadra que existe, Guillermo —
dijo con una sonrisa la señora de Johnson—. ¡Me gustaría
que te quedaras aquí para siempre!
—Estaba deseando que me lo dijera —respondió
Guillermo, entusiasmado—. ¡Era lo que más deseaba en el
mundo!
Y se alejó, radiante de alegría.
—En fin —dijo la señora de Johnson—, lo mejor que
podéis hacer es iros a la cama, ya que Guillermo ha hecho
todo el trabajo. ¿Tenéis pensado algún plan para mañana?
—Todavía no —respondió Julián, reprimiendo un bostezo
—. Si no desea nada más, permítanos que nos vayamos a
dormir.
—Bueno, ya veremos qué novedades nos trae mañana —
dijo la señora de Johnson—. Buenas noches.
Los muchachos se despidieron de las tres niñas y se
dirigieron a los establos.
—¡Ay! Nos hemos olvidado de desnudarnos, lavarnos,
etcétera, etcétera —dijo Julián, medio dormido—. No sé qué
nos pasa aquí. A las ocho y media ya se me cierran los ojos.

El día siguiente trajo bastantes cosas. En primer lugar,


una carta para Enrique, que contrarió a la niña
profundamente. Luego llegaron dos cartas para la señora
Johnson que la inquietaron y la preocuparon, y un telegrama
para el capitán Johnson que le produjo también gran
impresión.
La carta recibida por Enriqueta era de dos tías suyas, que
le anunciaban que pasarían aquel día y el siguiente en las
cercanías del picadero y que irían a buscarla para que los
pasara con ellas.
—¡Qué inoportunas! —exclamó Enrique, demostrando su
ingratitud—. Mis tías Ana y Lucía podían haber escogido
cualquier otra semana para venir a buscarme, y no
precisamente ésta en que están aquí Julián y Dick y nos
divertimos tanto. ¿Y si les dijera por teléfono que tengo
mucho trabajo?
—¡Eso de ningún modo! —dijo la señora de Johnson,
escandalizada—. Sería una falta de educación
imperdonable, y tú lo sabes tan bien como yo. Estás
pasando aquí las vacaciones de Pascua. Bien puedes
sacrificar dos días. Además, me vendrá muy bien que estés
fuera de aquí un par de días.
—¿Por qué? —preguntó Enriqueta, sorprendida—. No
sabía que estorbaba.
—No es que estorbes. Es que esta mañana he recibido
dos cartas anunciándome la llegada de cuatro niños a los
que no esperaba. No tenían que llegar hasta que se
marcharan a fines de semana tres de los que tenemos aquí.
No es la primera vez que esto nos ocurre, pero es que no sé
dónde instalarlos.
—Señora Johnson —dijo Ana—, si quiere, Julián y Dick se
irán a casa. Usted no los esperaba, y ellos se presentaron
aquí.
—Ya lo sé —dijo la señora de Johnson—. Pero estamos
acostumbrados a estos conflictos. Además, me gusta tener
aquí chicos mayores, porque nos ayudan. Dejadme pensar.
Tal vez encuentre una solución.
En este momento entró precipitadamente el capitán
Johnson.
—Me voy a la estación. Acabo de recibir un telegrama
que me anuncia la llegada de aquellos dos caballos que
esperaba hace dos días. Ahora no sabremos dónde
meterlos.
—¡Dios mío, qué día! —exclamó la señora de Johnson—.
¿Cuántos seremos en la casa? ¿Y cuántos caballos habrá en
los establos? No me es posible hacer cálculos. La cabeza me
da vueltas.
Para Ana era una contrariedad no poder marcharse a
casa con Jorge y los dos chicos. La señora de Johnson
confiaba en que ellas dos se irían tres o cuatro días antes, y
no sólo se habían quedado, sino que, además, habían
llegado los chicos.
Ana corrió en busca de Julián. Seguramente él sabría lo
que debían hacer. Lo encontró en compañía de Dick,
llevando paja a los establos.
—Oye, Julián, quiero hablar contigo.
Julián dejó en el suelo la paja que transportaba y se
volvió hacia Ana.
—¿Qué pasa? No me digas que Jorge y Enrique han
tenido otra pelea, porque no te escucharé.
—No, no es eso; es un problema de la señora de Johnson.
Van a llegar cuatro niños a los que no esperaba hasta que
se marcharan otros. Está en un verdadero apuro. Quisiera
hacer algo para ayudarla. Nosotros cuatro ya no deberíamos
estar aquí esta semana.
—Es verdad —dijo Julián, sentándose en el haz de paja
que había dejado en el suelo—. Pensemos algo para
arreglarlo.
—La solución es fácil —dijo Dick—. Cargamos con
nuestras tiendas y con la comida necesaria, nos vamos al
páramo y allí acampamos. ¿Se os ocurre algo más divertido?
—¡Es una gran idea —exclamó Ana, con un brillo de
entusiasmo en los ojos—, una idea maravillosa! En una
palabra, formidable. La señora Johnson se verá libre de
nosotros, y de Tim. Y pasaremos unos días estupendos,
viviendo a nuestro modo.
—Mataremos dos pájaros de un tiro —dijo Julián—.
Llevamos dos tiendas en nuestro equipaje. Son pequeñas
pero nos servirán. Además, procuraremos que nos presten
algunas lonas impermeabilizadas, que tenderemos sobre los
brezos y nos serán utilísimas.
—¡Voy a explicárselo a Jorge —dijo Ana alegremente—.
Vayámonos hoy, Julián. Así dejaremos sitio para los niños
que están a punto de llegar. El capitán Johnson ha recibido
dos caballos, y se alegrará cuando vuelva y vea que ya no
dormiréis en las cuadras.
Ana corrió en busca de Jorge, que estaba ocupada en dar
brillo a un arnés, trabajo que le gustaba mucho, y escuchó
encantada lo que Ana le contó. Enrique estaba también allí,
con cara triste, y su tristeza aumentó al oír a Ana.
—¡Qué lástima! —se lamentó—. Si mis tías no me
hubieran llamado, habría podido ir con vosotros. ¿Por qué se
les habrá ocurrido venir precisamente ahora? ¡Es
desesperante!
Ni Ana ni Jorge opinaban como ella. Por el contrario, se
alegraban secretamente al pensar que podrían irse los cinco
solos (incluido Tim) como se habían ido tantas otras veces.
Si las tías de Enriqueta no hubieran tenido la feliz idea de
llamarla, se habrían visto obligadas a decirle que fuera con
ellos.
Jorge no quiso demostrar su entusiasmo ante la idea de ir
a acampar en el páramo. Tanto ella como Ana trataron de
consolar a la pobre Enriqueta y luego fueron a hablar con la
señora de Johnson sobre los preparativos del viaje.
—¡Dick ha tenido una idea magnífica! —exclamó la
esposa del capitán, encantada—. Eso me resuelve una serie
de problemas. Por otra parte, sé que vosotros estáis
encantados de que se os haya presentado esta oportunidad.
Verdaderamente, es una buena solución. Me hubiera
gustado que la pobre Enrique os acompañase, pero no
puede hacer un desaire a sus tías, que tanto la quieren.
—Claro que no las puede desairar —dijo Jorge muy seria
y cambiando una mirada con Ana. Compadecían a Enrique,
pero les gustaba salir sin ella alguna vez.
Todo el grupo empezó a desplegar gran actividad. Dick y
Julián deshicieron sus paquetes para saber con exactitud lo
que llevaban en ellos. La señora de Johnson les proporcionó
lonas impermeabilizadas y alfombras viejas. Era única para
encontrar cosas de este tipo.
Guillermo hubiera querido ir con ellos y ayudarles a llevar
las cosas, pero nadie deseaba su ayuda. El único deseo del
grupo era marcharse, irse los cinco solos, por su cuenta y
riesgo. A Tim se le había contagiado la excitación general.
Se pasó la mañana moviendo la cola.
—Creo que ya lleváis bastante carga —dijo la señora de
Johnson—. Es una suerte que haga tan buen tiempo; de lo
contrario, habríais tenido que llevaros también hamacas. Un
consejo: no os internéis demasiado en el páramo. Así
podréis volver fácilmente si se os ha olvidado algo o si
necesitáis comida.
Al fin, todo estuvo listo. Entonces los excursionistas
fueron a despedirse de Enrique. La niña los miró
tristemente. Llevaba un elegante traje de chaqueta y un
sombrerito blanco y azul marino. Parecía otra. Estaba
visiblemente apenada.
—¿A qué parte del páramo vais? —preguntó—. ¿Hacia el
ferrocarril?
—Sí —repuso Julián—. Queremos saber hasta dónde
llega. Es un camino recto y fácil de seguir. Si no nos
alejamos de los raíles, no podemos perdernos.
—Que te diviertas, Enrique —dijo Jorge haciendo una
mueca—. ¿Tus tías te llaman Enriqueta?
—Sí —respondió la pobre niña, poniéndose los guantes—.
Bueno, adiós. Y que volváis pronto. Gracias a Dios, todos
tenéis tan buen apetito, que habréis de volver en busca de
comida pasado mañana.
Todos dijeron adiós a Enriqueta alegremente y se
alejaron. Tim iba pisándoles los talones. Su intención era
internarse en el páramo hasta encontrar los raíles del
pequeño ferrocarril.
—¡Ya estamos en marcha! —exclamó Jorge en una
explosión de alegría—. ¡Y libres de esa charlatana de
Enriqueta!
—A mí me parece una buena chica —dijo Dick—. Pero eso
no impide que me parezca estupendo ir solos nosotros, los
famosos cinco…
Capítulo XII
EL PEQUEÑO FERROCARRIL

El día era caluroso. Los chicos habían almorzado antes de


salir, pues la señora de Johnson opinaba que era más fácil
llevar la comida dentro que afuera.
Incluso Tim transportaba algo. Jorge dijo que el perro
debía participar de las obligaciones del grupo, y le habían
atado sobre el lomo un paquetito de sus galletas preferidas.
—Es lo justo, Tim —le dijo—. Ahora tú también llevas tu
carga. Pero no vayas olfateando tus galletas por el camino.
No se puede andar con la cabeza vuelta. Deberías estar
acostumbrado al olor de las galletas.
Los cinco se dirigieron a las vías del ferrocarril, o, por lo
menos, hacia donde suponían que estaban. No les fue fácil
descubrirlas bajo los brezos; pero, al fin, lo lograron.
Julián se alegró. No le seducía tener que ir a la ciudad
para encontrar el principio y entonces volver a internarse en
el páramo siguiendo los raíles.
Fue Ana quien los descubrió, al pisarlos
inesperadamente.
—¡Venid! —exclamó—. ¡Aquí están! He tropezado con la
vía, mirad. Apenas se ve.
—Bien —dijo Julián.
Y, desde este momento, el grupo conducido por Julián
avanzó entre las dos vías viejas y oxidadas. En algunos
puntos faltaban trozos de vía; en otros, los brezos las habían
cubierto de tal modo, que si el grupo no hubiera sabido que
tenía que avanzar en línea recta, se habría perdido. A veces
los raíles desaparecían, y entonces los chicos se veían
obligados a escarbar en el suelo para encontrarlos.
Hacía mucho calor. Las mochilas resultaban una carga
demasiado pesada. El paquete de galletas que llevaba Tim
empezó a resbalar de su lomo y, al fin, le quedó colgando
entre las patas. Esto le molestaba. Jorge le sorprendió
sentado y tratando de abrir el paquete con los dientes. Y la
niña afirmó nuevamente el paquete en el lomo de Tim.
—Si no fueras siempre persiguiendo a los conejos, el
paquete no bailaría ni resbalaría. Ahora lo tienes bien
puesto, Tim. Anda como es debido y no se te volverá a
resbalar.
Siguieron avanzando durante largo rato entre los rieles,
que a veces describían grandes curvas para esquivar algún
peñasco. Después el suelo apareció más arenoso y los
brezos menos tupidos. Era más fácil ver las vías, aunque la
arena las cubría a trechos.
—Necesito descansar —dijo Ana, dejándose caer en los
brezos—. Si no descanso, pronto empezaré a jadear y a
sacar la lengua como Tim.
—Estas vías parecen no tener fin —dijo Dick—. El suelo
es tan arenoso, que lo natural sería que estuviéramos cerca
de la mina de arena.
Todos se habían dejado caer sobre los brezos. Estaban
cansados y tenían sueño. Julián bostezó y se irguió en
seguida.
—Esto no puede seguir así —dijo—. Si nos quedamos
dormidos, por nada del mundo nos volveremos a poner en
marcha con nuestras pesadas mochilas. ¡Levantaos,
perezosos!
Todos se pusieron inmediatamente en pie. El paquete de
galletas que llevaba Tim en el lomo había vuelto a resbalar
hasta colgar entre sus patas, y Jorge tuvo que ponérselo de
nuevo en su sitio. Tim no se movió. Jadeaba y tenía la
lengua colgando. Se decía que las galletas eran un estorbo
y que lo mejor habría sido comérselas.
La arena era cada vez más abundante, y pronto
encontraron los niños grandes trechos arenosos sin brezos
ni ninguna clase de hierba. El viento levantaba la arena, y
los cinco se veían obligados a cerrar los ojos.
—¡Mirad! Los carriles acaban aquí —dijo Julián,
deteniéndose de pronto—. Están partidos. La máquina no
puede estar lejos.
—Tal vez vuelvan a aparecer cerca de aquí —dijo Dick,
empezando a buscar por los alrededores.
Pero no encontró la continuación y volvió al lugar donde
terminaban los raíles.
—No lo entiendo —declaró Dick—. Aquí no hay ninguna
mina de arena. Lo lógico es que el ferrocarril llegara hasta la
misma mina, ya que los vagones se llenaban aquí para
transportar la arena a Milling Green. ¿Dónde está la mina?
¿Por qué terminan aquí los raíles?
—Desde luego, la mina debería estar cerca de aquí —dijo
Julián—. A lo mejor hay otras vías en alguna parte que
conducen a la mina. Busquemos la mina primero. Aunque
me extraña no haberla descubierto ya.
En verdad, no era fácil descubrirla, pues estaba oculta
por una gran masa de altos y frondosos arbustos de aulaga.
Tras ellos había un enorme pozo, que era, evidentemente,
una mina de arena.
—¡Aquí está! —gritó Dick—. ¡Mirad! No cabe duda de que
aquí había una mina de arena. Deben de haber sacado
cientos de toneladas.
Todos se acercaron y lo contemplaron con asombro.
Era un pozo enorme, ancho y profundo. Los chicos se
despojaron de sus mochilas y se lanzaron hacia el fondo.
Sus pies se hundieron en la fina arena.
—Las paredes están llenas de agujeros —dijo Dick—. En
mayo deben de anidar aquí centenares de parejas de
vencejos.
—También hay cuevas —dijo Jorge, asombrada—. Si
llueve podremos refugiarnos en ellas. Algunas parecen muy
profundas.
—Pues yo no estaría tranquila dentro de una de esas
cuevas —declaró Ana—. Temería quedar sepultada por un
desprendimiento. Es una arena muy floja. Mira.
Y rascó la arena con la mano, lo que bastó para que se
desmoronase.
—¡He encontrado las vías! —gritó Julián—. ¡Mirad! ¡Están
aquí!… Están casi cubiertas de arena. He tropezado
casualmente con un riel y está tan oxidado que poco ha
faltado para que se rompiera.
Todos se acercaron a Julián, incluso Tim. Estaba
encantado en el arenal. ¡Cuántas madrigueras de conejo
habría por allí! Iba a divertirse como nunca.
—Sigamos estas vías —dijo Julián.
Todos echaron a andar apartando con los pies la arena
que cubría a trechos los raíles, y los fueron siguiendo paso a
paso, desde la mina hacia el punto donde terminaban los
que venían en dirección opuesta.
Cuando estaban cerca de estos últimos, vieron que los
que iban siguiendo estaban cortados también. Algunos de
los trozos de vía arrancados, se veían, oxidados, entre los
brezos próximos.
Los niños observaban todo esto con vivo interés.
—Estoy seguro de que estos destrozos los hicieron los
gitanos en tiempos de los Bartle —dijo Dick—. Tal vez el día
en que los atacaron. ¡Mirad! ¿Qué es esa masa informe que
se ve ahí, medio oculta por los brezos?
Los niños se acercaron a aquello. Tim hizo lo mismo.
La extraña masa no debió de gustarle, pues empezó a
gruñir.
Julián levantó un pequeño trozo de vía y apartó los
arbustos de aulaga que habían crecido alrededor de aquella
forma oscura hasta casi ocultarla.
—¿Sabéis lo que es esto? —exclamó, sorprendido.
Sus compañeros se acercaron más para verlo mejor.
—¡La locomotora! La pequeña máquina de que nos habló
Ben, el herrero —dijo Dick—. Al salirse de las vías rotas, vino
a volcar aquí. Y, año tras año, han ido creciendo estos
arbustos de aulaga y la han ocultado casi enteramente.
¡Pobre locomotora!
Julián siguió apartando arbustos.
—¡Qué máquina tan vieja y tan extraña! —comentó—.
¡Mirad qué chimenea! ¡Y fijaos en la caldera, pequeña y
redonda! Esto es la garita del maquinista. Esta maquinita no
debía de tener mucha fuerza, sólo la necesaria para
arrastrar algunos pequeños vagones.
—¿Qué habrá sido de ellos? —preguntó Ana.
—Debió de ser fácil levantarlos, colocarlos en las vías y
llevarlos a la ciudad —dijo Dick—. Pero para levantar la
locomotora hacían falta grúas. Ni una docena de hombres
es suficiente para llevarla desde aquí a las vías.
—Los gitanos debieron de atacar a los Bartle bajo la
niebla, después de cortar las vías para que la locomotora
volcara —dijo Julián—. Tal vez usaron los trozos de vía como
armas. Lo cierto es que la batalla la ganaron ellos, ya que ni
uno solo de los Bartle volvió del páramo.
—Sin duda, algunos vecinos del pueblo vinieron a
indagar, con el deseo de saber lo sucedido —dijo Jorge,
tratando de reconstruir con la imaginación los dramáticos
sucesos de aquellos días ya lejanos—. Seguramente
encontraron los vagones y los llevaron a Milling Green
empujándolos. Pero no pudieron llevarse la locomotora.
—Lo mismo creo yo —dijo Julián—. ¡Qué susto debieron
de llevarse los Bartle cuando vieron aparecer a los gitanos
como fantasmas entre la niebla!
—¡Quiera Dios que no lo soñemos esta noche! —dijo Ana.
Volvieron a la mina. Dick propuso:
—¿No os parece que podríamos acampar aquí? La arena
es seca y blanda. Podríamos improvisarnos unas camas
estupendas. Ni siquiera necesitaremos las tiendas: las
paredes de la mina nos protegerán del viento.
—Es verdad; acampemos aquí —dijo Ana, entusiasmada
—. Tenemos incluso unos bonitos agujeros para guardar las
cosas.
—¿Y el agua? —preguntó Jorge—. Necesitamos tener
agua cerca. ¡Tim, ve a buscar agua! ¡Bebe, Tim, bebe! ¿No
tienes sed? Me parece que sí: llevas la lengua colgando
como una bandera.
Tim ladeó la cabeza al oír lo que Jorge le decía. ¿Agua?
¿Beber? Sabía perfectamente lo que significaban estas
palabras y echó a correr, olfateando el aire, seguido por la
mirada de Jorge.
El perro desapareció detrás de unos arbustos y no tardó
más de medio minuto en volver. Jorge lanzó un grito de
alegría al verlo.
—¡Ha encontrado agua! ¡Mirad, tiene la boca chorreando!
¿Dónde está el agua, Tim.
El perro agitó la cola vivamente, feliz de que su ama
estuviera satisfecha de él, y volvió a internarse en los
arbustos seguido por los muchachos.
Tim condujo a sus dueños a una pequeña zona donde las
plantas eran verdes. Allí brotaba un manantial que
espejeaba bajo el sol. El agua caía en un pequeño canal que
la fuente misma había abierto en la arena, corría por la
superficie un corto trecho y luego volvía a desaparecer bajo
tierra.
—Gracias, Tim —dijo Jorge—. Julián, el agua de aquí ¿es
buena para beber?
—Estoy seguro de que ésta lo es —respondió Julián. Y
añadió, señalando hacia la derecha—: Los Bartle debieron
de instalar una cañería en aquel banco de arena para
recoger el agua de otra fuente mayor. Esto salta a la vista.
Fue una idea que nos vendrá estupendamente.
—¡Y tanto! —exclamó Ana—. Está muy cerca de la mina,
y tan fría como el hielo. Probadla y veréis.
Todos la probaron, bebiendo en el hueco de la mano. Era
un agua pura y fresquísima. El páramo debía de estar lleno
de fuentecillas que fluían como aquélla por debajo de la
arena. Esto explicaba las alegres zonas verdes que
aparecían aquí y allá.
—Ahora sentémonos a merendar —dijo Ana, abriendo su
mochila—. Aunque hace demasiado calor para tener apetito.
—No generalices, Ana —protestó Dick—. Yo tengo un
apetito excelente a pesar del calor.
Todos se sentaron en la soleada mina, sobre la caldeada
arena.
—¡Qué soledad tan magnífica! —exclamó alegremente
Ana—. ¡No hay un alma en varios kilómetros a la redonda!
Pero se equivocaba. Había alguien, y mucho más cerca
de lo que ella creía.
Capítulo XIII
UN RUIDO EN LA NOCHE

Tim fue el primero en advertir que había alguien en las


cercanías, y levantó las orejas para escuchar. Jorge lo notó
en el acto.
—¿Qué sucede, Tim. No será que se acerca alguien,
¿verdad?
Tim emitió un gruñido ahogado. Parecía no estar
completamente seguro de sí mismo. Luego dio un salto,
moviendo la cola, y salió de la mina.
—¿Adónde irá? —preguntó Jorge sorprendida—. Mirad, ya
vuelve.
En efecto, volvía. Y con él llegaba un extraño chuchito.
¡Era Liz! No estaba segura de ser bien recibida. Se acercó a
los niños arrastrándose. Nunca se había parecido tanto a un
trocito de alfombra.
Tim saltaba alegremente a su alrededor. El instinto le
decía que iban a ser buenos amigos.
Jorge acarició a la graciosa perrita y Julián quedó
pensativo.
—¿Querrá esto decir que estamos cerca del campamento
de los gitanos? —preguntó—. A lo mejor, estas vías
terminan cerca de allí. Me parece que estoy desorientado.
—Quiera Dios que no estemos cerca de esa gente —
exclamó Ana, inquieta—. Los enemigos de los Bartle
debieron de acampar cerca de aquí antes de lanzarse al
ataque. Si estos gitanos están cerca también, tal vez tengan
la intención de…
—¿Qué importa que estén cerca? —dijo Dick—. ¿Les
tenéis miedo? ¡Pues yo no!
Todos callaron, pensativos, mientras Liz lamía la mano de
Ana. De pronto, un ruido que todos conocían rompió el
silencio. Era el que hacía el Husmeador al sorber el aire por
la nariz.
—¡Husmeador! —le llamó Jorge—. Sal de donde estés
escondido. Te acabo de oír.
Un par de piernas surgieron de un gran brezo que se
alzaba en el borde de la mina. Luego apareció el enjuto
cuerpecillo del Husmeador, que se deslizó por la arena
hasta las proximidades del grupo. Allí permaneció inmóvil,
mirándolos. No se atrevía a acercarse más: temía no ser
bien recibido.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Dick—. Supongo que
no estarías espiándonos.
—Nada de eso —repuso el Husmeador—. Nuestro
campamento está cerca de aquí. Liz debió de oírles, pues
echó a correr hacia aquí. Yo he venido siguiéndola.
—¡Qué contrariedad! —dijo Jorge—. Creíamos que no
habría nadie cerca. ¿Sabe alguien del campamento que
estamos aquí nosotros?
—Todavía no —repuso el Husmeador—, pero lo sabrán.
Siempre descubren a los que se acercan. Lo que les puedo
asegurar es que yo no lo diré.
Dick le dio una galleta.
—Harás bien en no abrir la boca —le dijo—. Nosotros no
nos metemos con nadie y no queremos que nadie se meta
con nosotros, ¿comprendes?
El Husmeador asintió con un movimiento de cabeza.
Luego se llevó la mano al bolsillo y sacó el pañuelito blanco
y rojo que Jorge le había regalado. Estaba todavía limpio y
cuidadosamente doblado.
—Aún no lo he ensuciado —dijo a la niña.
—Mal hecho —dijo Jorge—. Es para tu nariz. ¡No, no te
limpies con la manga!
El Husmeador no podía comprender por qué había de
utilizar un precioso pañuelo limpio cuando disponía de una
manga, y volvió a guardárselo cuidadosamente en el
bolsillo.
Liz corrió hacia él moviendo la cola, y el Husmeador
acarició a su perrita. Luego se acercó Tim, y el gitanillo se
puso a jugar con los dos perros.
Los cuatro terminaron de merendar, dieron una última
galleta al Husmeador y empezaron a recoger y guardar sus
cosas. Sabiendo por el Husmeador que el campamento de
los gitanos estaba cerca, no creían prudente dejar nada a la
vista.
—Ahora vete, Husmeador —le dijo Julián—. Y acuérdate
de que no queremos que nos espíes. Tim te descubrirá
inmediatamente y te perseguirá si te acercas con esa
intención. Si quieres vernos, silba cuando estés llegando,
pero nada de venir a escondidas. ¿Comprendido?
—Comprendido —dijo el Husmeador poniéndose en pie.
Volvió a sacar el pañuelo del bolsillo, saludó a Jorge
agitándolo en el aire y se alejó llevando a Liz pegada a sus
talones.
—Voy a ver a qué distancia estamos del campamento de
los gitanos —dijo Julián, saliendo de la mina.
Una vez en el páramo, miró en la dirección que había
seguido el Husmeador. Al punto distinguió el cerro a cuyo
pie habían acampado los gitanos. No estaban a más de
cuatrocientos metros de distancia, pero esto era suficiente
para que sólo por casualidad pudieran descubrirlos.
«O si el Husmeador les dice que estamos aquí —pensó
Julián—. Bueno, de todos modos podemos pasar la noche
aquí y marcharnos mañana por la mañana a otro sitio que
nos parezca mejor».
Como tenían ganas de saltar y correr, se pusieron a jugar
a la pelota en el arenal. Tim participó en el juego con
entusiasmo, pero, al ver que siempre era el primero en
alcanzar la pelota, los niños se vieron obligados a atarlo
para poder jugar ellos. El perro les volvió la espalda,
ofendido y malhumorado.
—Ahora se parece a ti, Jorge —bromeó Dick. Y recibió en
respuesta un pelotazo en la cabeza que le lanzó la
indignada Jorge.
Nadie tenía apetito. Así que renunciaron a la cena. Julián
sacó un vaso de aluminio y fue a llenarlo a la fuentecilla una
vez para cada uno. Era un agua verdaderamente deliciosa.
—¿Qué hará en este momento Enriqueta? —preguntó
Ana—. Sus tías no cesarán de mimarla. Tenía un aspecto
muy raro tan emperifollada. Hasta sombrero se puso.
—¡Qué lástima que no sea un chico! —comentó Dick—.
Lo mismo que tú, Jorge —se apresuró a añadir—. Las dos
sois muy buenas compañeras, y tan valientes como el
primero.
—¿Cómo sabes que Enriqueta es valiente? —preguntó
Jorge en tono despectivo—. Sólo por sus estúpidas historias.
Estoy segura de que todo lo que cuenta son exageraciones
o invenciones suyas.
Julián cambió de tema.
—¿Creéis que necesitaremos las alfombras esta noche?
—preguntó.
—¡Claro que las necesitaremos! —repuso Ana—. Ahora
hace calor y la arena está caldeada por el sol, pero ya veréis
cuando anochezca. Verdad es que si tenemos frío, podemos
refugiarnos en esas cómodas cuevas. Están tan calentitas
como las tostadas. Lo sé porque he entrado en una.

No tardaron en irse a dormir. Los chicos se instalaron a


un lado del profundo cono y las chicas en otro. Tim, como de
costumbre, se echó a los pies de Jorge, lo que fue una
verdadera molestia para Ana.
—Lo siento encima de mis pies —protestó—. Es tan largo
que ocupa las piernas de las dos. Dile que se retire, Jorge.
Jorge lo hizo, pero apenas se durmieron las niñas, Tim
volvió a tenderse cómodamente sobre las piernas de las
dos. Se quedó dormido, pero con los oídos abiertos.
Oyó el paso furtivo de un erizo, luego a los conejos que
salían de sus madrigueras y correteaban en la oscuridad de
la noche. Oyó croar a las ranas en una charca, a lo lejos, e
incluso llegó a percibir, gracias a su extraordinario oído, el
tintineo del agua que fluía de la fuentecilla.
En la mina reinaban una quietud y un silencio absolutos.
Había luna, pero ya tan menguada, que las estrellas que
tachonaban el cielo daban más luz que ella.
De pronto, Tim levantó una oreja; luego, la otra. Estaba
dormido todavía, pero su oído funcionaba a la perfección.
En el silencio de la noche se oyó un zumbido que
aumentaba gradualmente, mientras se iba acercando. Tim
se despertó del todo y prestó atención con los ojos ya
completamente abiertos.
El ruido se oía cada vez más claramente. Dick se
despertó también. ¿Qué sería aquello? ¿Un avión? Si lo era,
volaba a muy poca altura. ¿Pretendería aterrizar en el
páramo en medio de la oscuridad? No era probable.
Dick despertó a Julián y los dos salieron de la mina.
—Desde luego, es un avión —dijo Dick en voz baja—.
¿Qué estará haciendo? No parece que quiera aterrizar. Ha
pasado ya dos o tres veces a escasa altura, describiendo
círculos.
—A lo mejor, tiene alguna avería —dijo Julián—. Mira, ya
se acerca otra vez.
—¿Qué será aquella luz? —preguntó repentinamente
Dick, señalando hacia el Este—. ¿No la ves? Es una especie
de resplandor. No está muy lejos del campamento de los
gitanos.
—Pues no sé lo que será —repuso Julián, perplejo—. No
es una hoguera, porque no se ven llamas ni el brillo del
fuego.
—Debe de ser alguna señal para el avión —dijo Dick—. El
aparato no cesa de describir círculos sobre la extraña luz.
Vigilemos.
Continuaron su atenta observación. El avión siguió
describiendo círculos sobre aquel resplandor, o lo que fuera;
luego, repentinamente, se elevó, dio una vuelta más y se
dirigió hacia el Este.
—¡Viene hacia aquí! —exclamó Dick, forzando la vista—.
No puedo distinguir qué clase de avión es, pero sí que es
muy pequeño.
—¿A qué habrá venido? —preguntó Julián—. Creía que
esa luz tendría por objeto guiarlo y facilitarle el aterrizaje.
Aunque no sé cómo puede aterrizar aquí un avión. Pero no
ha intentado descender: ha dado unas vueltas y se ha
alejado.
—¿De dónde habrá venido? —preguntó Dick—. A mí me
parece que de la costa, después de un viaje sobre el mar.
¿No lo crees tú también?
—Francamente, no lo sé —respondió Julián—. Este vuelo
ha despertado mi curiosidad. ¿Qué relación pueden tener
los gitanos con los aviones?
—Es que no estamos seguros de que tengan nada que
ver con este avión —dijo Dick—. Lo único que sabemos es
que hemos visto una luz… ¡Mira! ¡Ahora se vuelve a ver!
Mientras la miraban, la luz se apagó y el páramo volvió a
quedar sumido en la oscuridad.
—¡Qué raro es todo esto! —exclamó Julián—. Sin duda,
los gitanos vienen aquí por algún motivo que procuran
ocultar. Y es evidente que no les haría ninguna gracia saber
que estamos cerca de ellos.
—A mí me parece —dijo Dick— que debemos empezar
por averiguar el porqué de esa extraña luz. Podríamos
acercarnos mañana al campamento. Tal vez nos aclarase el
misterio el Husmeador.
—Tal vez —convino Julián—. Se lo preguntaremos. Ahora
volvamos a la mina. Empiezo a sentir frío.
Cuando entraron en la mina, su temperatura les pareció
deliciosa. Las niñas estaban profundamente dormidas. Tim
no las había despertado al irse con los chicos. También a él
le había llamado la atención aquella avioneta que volaba
tan bajo, pero no había ladrado. Esta prudencia había
parecido muy bien a Julián, ya que los ladridos de Tim
habrían llegado al campamento de los gitanos, revelándoles
que alguien acampaba en las cercanías.
Los dos hermanos se volvieron a tapar con la manta,
muy juntos el uno al otro para comunicarse su calor. Pero
pronto les pasó el frío y Dick apartó la manta. Minutos
después, los dos dormían profundamente.
Tim fue el primero en despertar, al sentir el calor del sol
de la mañana. Se desperezó, y Ana se incorporó dando un
grito.
—¡Aparta, Tim! ¡Buen susto me has dado! Si quieres
desperezarte encima de alguien, ahí tienes a Jorge.
Los chicos se despertaron y se fueron a la fuente, donde
se lavaron y llenaron una cantimplora de agua para beber.
Cuando volvieron, Ana preparó el desayuno, y mientras lo
tomaban, Julián y Dick explicaron a las chicas la visita
nocturna del avión.
—Desde luego, es muy sospechoso —dijo Ana—. Estoy
segura de que la luz que visteis era una señal para el avión.
Vayamos al sitio de donde decís que salía el resplandor.
Desde luego, algo ardía.
—De acuerdo —aprobó Dick—. Yo opino que debemos ir
esta misma mañana, llevándonos a Tim por si nos
tropezamos con los gitanos.
Capítulo XIV
LOS GITANOS NO SON GENTE AMABLE

Julián y Dick se dirigieron al punto desde donde habían


acechado la noche anterior, y trataron de recordar el lugar
exacto en que habían visto el indefinible resplandor.
—Creo que salía de detrás del campamento de los
gitanos, hacia la izquierda —dijo Julián—. ¿No, Dick?
—Sí, allí estaba la luz, poco más o menos —repuso Dick
—. ¡Jorge y Ana, nos vamos! —añadió levantando la voz—.
¿Venís? ¡Podemos dejar todo nuestro equipaje escondido en
las cuevas! ¡No tardaremos en volver!
—¡Creo que Tim se ha clavado una espina en una pata!
—dijo Jorge, también a gritos—. ¡Va cojeando! ¡Ana y yo nos
quedaremos para curarlo! ¡Id vosotros dos! ¡Pero no os
metáis con los gitanos!
—¡Descuida! —respondió Julián—. ¡Tenemos el mismo
derecho que ellos a acampar en el páramo, y ellos lo saben!
¡Bueno, os dejamos aquí con Tim. ¿De veras no nos
necesitas para curarlo?
—¡No, gracias! —dijo Jorge—. ¡Lo puedo curar yo sola!
Dick y Julián se alejaron, dejando a las dos niñas
enfrascadas en la cura de la pata del perro. Se había metido
entre las ramas de una aulaga, persiguiendo a un conejo, y
se le había clavado una espina en una pata. La espina se
había roto y la punta había quedado dentro. No era extraño
que Tim cojeara. Jorge habría de trabajar un buen rato para
sacar aquella punta.
Julián y Dick se alejaron por el páramo. Era un día de
temperatura estival, impropio del mes de abril. No se veía la
más ligera nube en el cielo, un cielo tan azul como las
nomeolvides.
Los jerseys daban a los chicos demasiado calor. De
buena gana se los hubieran quitado, pero no lo hacían
porque entonces habrían tenido que llevarlos al hombro,
engorro que habría superado a la molestia del calor.
El campamento de los gitanos no estaba muy lejos, de
modo que los muchachos no tardaron en llegar a las
cercanías de aquel extraño cerro que se alzaba sobre la
llana superficie del páramo. El campamento estaba
montado al pie del promontorio. Cuando Julián y Dick se
acercaron, vieron un pequeño grupo de hombres que
conferenciaban con la mayor seriedad.
—Estoy seguro de que están hablando del avión —dijo
Dick—. Y también de que fueron ellos quienes encendieron
la luz, o el fuego, o lo que fuera. Era una señal para el
piloto. No sé por qué no aterrizó.
Se acercaron al campamento, protegido por los altos
arbustos de aulaga. No tenían ningún deseo de que los
vieran. Afortunadamente para ellos, los perros, que estaban
junto al grupo de hombres, no advirtieron su presencia.
Los dos hermanos se dirigieron al lugar en que creían
haber visto el resplandor, o sea un poco a la izquierda y a
espaldas del campamento.
—Aquí no hay nada de particular —dijo Julián,
deteniéndose y mirando a su alrededor—. Esperaba
encontrar restos de fuego.
—¡Mira! Ahí hay un gran hoyo —dijo Dick, señalando una
especie de pozo—. Parece una vieja mina de arena,
semejante a la que utilizamos como campamento. La única
diferencia es que ésta es más estrecha. No me cabe duda
de que ahí estaba el fuego.
Se acercaron a la cavidad. Era una mina mucho más
profunda que la otra, y, evidentemente, había sido
explotada hacía más tiempo. En el centro de la cavidad
había un hoyo en cuyo fondo se veía algo extraño. ¿Qué
sería aquello?
Los dos muchachos bajaron a la mina y se dirigieron al
hoyo. Allí vieron un objeto de gran tamaño que apuntaba al
cielo.
—Es una lámpara —dijo Julián—, un proyector de gran
potencia, como el que se utiliza en los aeródromos para
facilitar el aterrizaje de los aviones. Es extraño que haya
aquí uno de esos reflectores.
—¿De dónde lo habrán sacado los gitanos? —preguntó
Dick—. ¿Y por qué le harían señales al avión? El aparato no
llegó a aterrizar, aunque, al parecer, quería hacerlo, ya que
estuvo un rato dando vueltas.
—Los gitanos debieron de indicarle que no aterrizara, por
algún motivo —dijo Julián—. A lo mejor, no tenían preparado
algo que habían de entregarle.
—Eso es un enigma —dijo Dick—. No sé qué será, pero
aquí ocurre algo extraño. Vamos a investigar por los
alrededores.
Lo único que descubrieron fue un camino que conducía al
reflector y continuaba hasta un poco más allá. Cuando lo
estaban examinando oyeron un grito. Dieron media vuelta y
vieron la figura de un gitano en el borde de la cavidad.
—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó en son de amenaza.
Acudieron varios gitanos más, y todos miraron a los
chicos en actitud amenazadora.
Julián decidió ser sincero.
—Hemos acampado en el páramo para una o dos noches
—dijo—. Vimos volar muy bajo un avión que describía
círculos. También vimos una luz que parecía hacerle señales
y hemos venido a indagar. ¿Vieron ustedes el avión?
—Quizás sí, quizás no —repuso el gitano que estaba más
cerca y que era el padre del Husmeador—. ¿Qué
importancia tiene eso? Todos los días vuelan aviones sobre
el páramo.
—Allí hay una potente lámpara —dijo Dick, señalándola
—. ¿Saben algo de ella?
—No —dijo el gitano, frunciendo las cejas—. No he visto
ninguna lámpara.
—Pues nada le impide ir a echarle una mirada —dijo
Julián—. Vaya a verla. Pero, francamente, me extraña que
no vieran anoche su resplandor. Desde luego, el sitio es
estupendo para ocultar cualquier aparato de señales.
—No sabemos nada de lámparas ni de aparatos —dijo
otro gitano, el viejo de cabello gris—. Aquí acampamos
siempre. No nos metemos en nada ni con nadie. Pero si
alguien se mete con nosotros, procuramos que no le queden
ganas de volver a hacerlo.
A la mente de los dos muchachos acudió
inmediatamente el recuerdo del antiguo misterio de la
desaparición de los Bartle, y experimentaron cierta
intranquilidad.
—Bueno, no se preocupen, que ya nos vamos —dijo
Julián—. Como les he dicho, sólo pensamos pasar aquí un
par de noches. Si tanto les molesta nuestra presencia, no
volverán a vernos.
En este momento, Julián vio al Husmeador, que
atravesaba el grupo de hombres. Lo seguía Liz, que, por
alguna razón que sólo ella conocía, andaba sobre sus patas
traseras. El Husmeador enlazó con su mano el brazo de su
padre.
—Estos chicos son buenos —dijo—. Ya sabes que Clip se
curó de la pata gracias a ellos.
Pero la única respuesta que obtuvo fue un golpe brutal
que lo derribó. Liz se puso sobre sus cuatro patas, corrió
hacia su amito y empezó a lamerlo.
—¡Déjelo en paz! —exclamó Julián, indignado—. ¡No
tienen ningún derecho a maltratarlo de ese modo!
El Husmeador había lanzado un grito tan agudo que
varias mujeres salieron de los carromatos, que no estaban
lejos de allí, y llegaron corriendo para ver qué sucedía. Se
produjo una violenta disputa entre los hombres y las
mujeres. Todas estaban indignadas. Una de ellas se había
arrodillado junto al pobre Husmeador y le pasaba un trapo
húmedo por la cabeza.
—Vámonos. Creo que es lo mejor que podemos hacer —
dijo Julián a Dick—. ¡Qué gente tan huraña! Sólo el pobre
Husmeador es una buena persona. Ha salido en nuestra
defensa.
Los dos muchachos emprendieron inmediatamente el
regreso. Se felicitaban de poder alejarse de los gitanos y de
sus perros. Varias cosas les habían llamado la atención.
Aquellos hombres habían dicho que no sabían nada de la
lámpara, pero era evidente que mentían: nadie más que
ellos podían haberla encendido aquella noche.
Cuando se reunieron con las chicas, les contaron lo
ocurrido.
—Debemos regresar —dijo Ana—. Aquí sucede algo raro.
Sin saber cómo, nos vamos a ver enzarzados en una
aventura.
—Nos quedaremos una noche más —decidió Julián—.
Quiero ver si vuelve el avión. Los gitanos no saben dónde
hemos acampado. El único que está enterado es el
Husmeador, pero estoy seguro de que no lo dirá. Ha
demostrado ser un valiente al defendernos estando delante
su padre.
—Bien, nos quedaremos —dijo Jorge—. No quiero que Tim
ande demasiado hoy. Creo que le he sacado la espina de la
pata, pero todavía no puede apoyarla en el suelo.
—Pero hay que ver cómo corre con tres patas —dijo Dick,
mirando a Tim, que correteaba por la mina en persecución
de los conejos, como era su costumbre.
—La cantidad de arena que ha removido es enorme —
dijo Julián, observando los numerosos agujeros que había
abierto en las bocas de las madrigueras—. Habría sido una
gran ayuda para los Bartle cuando cavaban para sacar
arena. ¡Pobre Tim. Con su pata enferma, no caza ni un
conejo.
Pero Tim seguía corriendo con tres patas. Le encantaba
que todos estuvieran pendientes de él cuando le sucedía
algo, y hacía todo lo posible por sacar el máximo partido de
su cojera.
Aquel día lo dedicaron al descanso, pues hacía
demasiado calor para trabajar. Fueron a la fuente, se
sentaron, y sumergieron los pies en el riachuelo,
deliciosamente fresco, que el manantial había formado.
Después dedicaron un rato a examinar de nuevo la vieja
locomotora, volcada y medio enterrada.
Dick empezó a quitar la arena que cubría la caseta del
maquinista, trabajo al que contribuyeron todos en seguida.
Poco después habían dejado al descubierto las palancas e
intentaron moverlas. Naturalmente, no lo consiguieron.
—Pasemos al otro lado del macizo de aulagas —dijo Dick
—. Así podremos ver la chimenea de la locomotora. Pero,
ante todo, apartemos estas matas espinosas que me están
acribillando. Se comprende que el pobre Tim no se atreva a
acercarse.
Para ver bien la máquina, tuvieron que cortar algunas
aulagas que la cubrían.
Todos se asombraron al ver la chimenea, tan larga como
todas las de las primeras locomotoras que se construyeron.
—Está llena de arena —dijo Dick, empezando a escarbar
para extraerla.
Al no estar muy apretada la arena, pronto pudo verse el
interior de la chimenea.
—Es increíble que pudiera salir humo de esta extraña y
vieja chimenea —continuó Dick—. ¡Pobre cacharro! Hace
años y años que está aquí, y ya nadie se acuerda de él. Es
raro que no hayan intentado rescatarla.
—Recuerda lo que nos dijo el herrero —intervino Jorge—.
La hermana de los Bartle no quiso saber nada de las vías ni
del tren que venía a recoger la arena. Desde luego no hay
que pensar en que una persona sola pueda mover este
trasto tan grande.
—A lo mejor —dijo Ana—, somos nosotros los únicos que
sabemos dónde está esta vieja locomotora. Está tan
escondida que sólo se la puede descubrir por casualidad.
—De repente, se me ha abierto el apetito —dijo Dick,
dejando de sacar arena de la chimenea—. ¿Y si comiéramos
algo?
—Nos queda comida para un día o dos —advirtió Ana—.
Luego tendremos que ir al picadero, para traer más
provisiones o para quedarnos.
—Quiero pasar otra noche aquí —declaró Julián— para
ver si vuelve el avión.
—Nos quedaremos —dijo Jorge—. Y esta noche
vigilaremos todos. Será divertido. Ahora vayamos a comer
algo. ¿No te parece, Tim.
Tim demostró que le parecía bien. Seguía andando sólo
con tres patas, aunque ya no le dolía la que le había curado
Jorge. Era un farsante.
Capítulo XV
UNA NOCHE AGITADA

En todo el día, ningún gitano se acercó a la mina, ni


siquiera el Husmeador. El atardecer fue tan apacible y casi
tan caluroso como había sido el resto de la jornada.
—¡Es un tiempo extraordinario! —exclamó Dick—. ¡Hace
un calor impropio del mes de abril! Las campanillas
florecerán si el sol sigue siendo tan fuerte.
Los cuatro niños estaban tendidos en la arena de la
cavidad, contemplando la estrella vespertina. Parecía mayor
que nunca. Era brillante y redonda.
Tim seguía excavando en la arena.
—Tiene la pata mucho mejor —dijo Jorge—. Pero a veces
la levanta como si le doliera.
—Sólo lo hace —explicó Dick— cuando quiere que le
digas: «¡Pobrecito Tim. ¿Te duele mucho?». Es como un
niño: le gusta que lo mimen.
Estuvieron charlando un rato más. De pronto, dijo Ana,
bostezando:
—Ya sé que todavía es muy temprano, pero me voy a
dormir.
Acto seguido, empezó una carrera general hacia la
fuente. Todos se lavaron con agua fresca. No había más que
una toalla, pero fue suficiente. Luego se echaron en sus
lechos de arena, una arena tan deliciosamente caldeada,
que nadie utilizó las lonas impermeabilizadas. No podía
quedar ni rastro de humedad en la mina, después de haber
recibido el fuerte calor del sol durante todo el día.
—Confío en que nos despertaremos cuando venga el
avión…, si viene —dijo Julián a Dick, mientras se tendían en
el blando lecho de arena—. ¡Qué suelo tan caliente! No me
extraña que Tim esté jadeando.
No tardaron en dormirse; pero Dick se despertó de
pronto, a causa del calor. ¡Vaya nochecita! Estuvo un rato
contemplando las brillantes estrellas y cerró nuevamente
los ojos. Pero fue inútil: no podía volver a conciliar el sueño.
Se incorporó con precaución para no despertar a Julián.
«Voy a ver si está encendido el proyector, como la noche
pasada», se dijo.
Subió al borde de la mina, miró hacia el campamento de
los gitanos y lanzó una exclamación.
«¡Está encendido! El proyector no se ve, pero no cabe
duda de que su luz es muy potente, ya que distingo desde
aquí su resplandor. Desde arriba debe de verse muy bien.
Seguramente vendrá el avión. Por algo han encendido la
luz».
Prestó atención y oyó un ruido sordo, una especie de
zumbido que llegaba del Este. ¿Sería el avión? Acaso
aterrizara. ¿Quién viajaría en él?
Dick corrió a despertar a Julián y a las niñas. Tim se
despertó también y al punto empezó a mover la cola.
Siempre estaba dispuesto para todo, aunque fuera a
medianoche.
Ana y Jorge se levantaron. Ana exclamó:
—¿De modo que se ha vuelto a encender el foco? Se oye
perfectamente el ruido del avión. ¡Esto es emocionante!
Oye, Jorge, supongo que no se le ocurrirá a Tim ponerse a
ladrar. ¡Nos descubriría!
—No. Ya le he dicho que se calle… ¡Mirad! ¡El avión se
acerca!
El zumbido se percibía ya tan claramente, que se podía
localizar al avión en el cielo. Julián tocó a su hermano con el
codo.
—Mira, ahora puedes verlo. Está exactamente sobre el
campamento de los gitanos.
Dick consiguió verlo.
—Es muy pequeño —dijo—. Todavía más pequeño de lo
que me pareció la noche pasada… Ahora va bajando.
Pero no aterrizaba. Se limitaba a volar muy bajo,
describiendo círculos, como la noche anterior. Luego se
remontó y volvió a bajar hasta casi tocar las cabezas de los
muchachos.
Entonces sucedió algo inesperado: un objeto cayó cerca
de Julián, un objeto que rebotó y volvió a caer y entonces
quedó inmóvil. El ruido que hizo al chocar con el suelo,
sobresaltó a los cuatro. Y también a Tim, que lanzó un débil
gemido.
¡Bum! Algo más cayó. ¡Bum, bum, bum! Ana gritó:
—¿Nos están bombardeando? ¿Qué hacen, Julián?
¡Bum! ¡Bum! Julián se agachó, tan cerca se oyeron los
últimos ruidos, asió el brazo de Ana y la condujo a la mina, a
la vez que llamaba a Dick y a Jorge.
—¡Venid! ¡Pronto! ¡Y todos a las cuevas! Esas cosas que
tiran nos pueden hacer daño.
Todos corrieron a la mina mientras el avión describía un
nuevo círculo, arrojando aquellos paquetes que chocaban
ruidosamente con la tierra. Algunos cayeron en el interior de
la mina. Tim recibió el mayor susto de su vida al sentir que
un objeto caía sobre su hocico. Lanzó un aullido y corrió
hacia Jorge.
Pronto estuvieron todos guarecidos en las cuevas de la
mina. El avión dio una vuelta más y de nuevo se oyó el
ruido de los objetos que caían. Los cuatro advirtieron que
también esta vez cayeron algunos paquetes en el interior de
la mina, y se alegraron de estar en abrigos seguros.
—Desde luego, no es nada explosivo —dijo Dick en tono
de satisfacción—. Pero ¿qué será lo que arroja ese
aeroplano? ¿Y por qué? Ésta es la aventura más extraña que
hemos tenido.
—Seguramente, estamos soñando —dijo Julián en broma
—. Pero no, ni siquiera un sueño puede ser tan disparatado.
Nos hallamos en una cueva de una mina de arena del
Páramo Misterioso, mientras un avión arroja objetos a
nuestro alrededor en plena noche. Esto es verdaderamente
increíble.
—Me parece que ya se aleja el avión —dijo Dick—. Ha
dado otra vuelta sin tirar nada y se va remontando. Sí, se
aleja. Hace un momento, cuando estábamos en el borde de
la mina, volaba a tan poca altura, que he temido por
nuestras cabezas.
—También yo he tenido ese temor —dijo Ana,
alegrándose de que el avión no diera más vueltas ni arrojara
más objetos misteriosos—. ¿Podemos salir ya?
—Sí —repuso Julián, levantándose y sacudiéndose la
arena de la ropa—. Venid. Si el avión vuelve, lo oiremos en
seguida. Estoy deseando ver qué es lo que ha tirado.
Todos echaron a correr en busca de los paquetes. El
resplandor de las estrellas en la noche despejada alumbraba
lo bastante para que no fuera preciso encender antorchas ni
linternas.
Julián fue el primero en encontrar lo que buscaban. Era
un paquete delgado y apretado, muy bien envuelto y cosido
en un trozo de lona.
—No hay nombre ni señal alguna —dijo—. Es un detalle
interesante. A ver quién adivina lo que hay dentro.
—Yo creo que habrá jamón para el desayuno —dijo al
punto Ana.
—¡No seas tonta! —exclamó Julián, sacando un
cortaplumas para cortar el hilo con que estaba cosida la
lona—. Sin duda son cosas de contrabando. A esto se dedica
el avión. Ha traído contrabando de Francia y lo ha dejado
caer en un lugar convenido de antemano. Los gitanos deben
de recogerlo y llevarlo, escondido en sus carromatos, al
punto de destino. Resulta muy ingenioso, ¿verdad?
—¿Estás seguro de eso, Julián? ¿Qué habrá en los
paquetes? ¿Cigarrillos?
—No; si hubiera cigarrillos, no pesarían tanto. Bueno, ya
está cortado el hilo.
Todos se apiñaron alrededor de Julián con ávida
curiosidad. Jorge sacó del bolsillo su linterna eléctrica y la
encendió para que todos pudieran ver mejor el contenido
del paquete.
Julián quitó la lona. Entonces apareció un papel recio de
color castaño. Lo quitó también y quedó al descubierto un
abultado sobre atado con un hilo fuerte. Después de cortar
el hilo y arrojarlo al suelo, Julián abrió el sobre y exclamó:
—¡Mirad! El sobre estaba lleno de estas hojas de papel
atadas en fajas. ¡Acerca la linterna, Jorge.
Los cuatro miraron atentamente y en silencio lo que
Julián tenía en las manos.
—¡Diantre! —exclamó Julián, sobrecogido—. ¡Es dinero
americano! ¡Dólares! ¡Billetes de cien dólares! ¡Y sólo en
este sobre hay una serie de fajos de veinte de estos billetes!
Los cuatro se miraban asombrados mientras Julián seguía
vaciando el sobre.
—¡Mirad lo que hay en un solo paquete! —continuó Julián
—. Y pensad que han tirado varías docenas de paquetes
como éste. ¿Sabéis lo que esto significa?
—Sí —respondió Jorge—: que hay muchos miles de
dólares a nuestro alrededor, no sólo en la mina, sino
también fuera de ella. Yo creo que estamos soñando.
—Pues es un sueño muy extraño —dijo Dick—. Soñar que
se tienen muchos miles de dólares no es cosa corriente. ¿No
te parece, Ju, que debemos recoger todos los paquetes que
ha tirado el avión?
—Sí —repuso Julián—. Ahora empiezo a comprenderlo
todo. Los contrabandistas vienen en avión desde Francia y
dejan caer estos paquetes en un lugar solitario y convenido
de antemano, del páramo. Los gitanos, que están en
complicidad con ellos, les hacen señales con el proyector y
recogen los paquetes.
—Comprendido —dijo Dick—: recogen los paquetes, los
cargan en sus carromatos, emprenden la marcha a través
del páramo y van a entregarlos a alguien que, sin duda, los
remunera espléndidamente.
—Sí —dijo Julián—, pero no me explico que traigan los
dólares de contrabando, pudiendo entrarlos libremente, sin
necesidad de esconderlos.
—Tal vez sea dinero robado —sugirió Jorge—. En fin, lo
cierto es que ahora comprendo por qué les hizo tan poca
gracia a los gitanos vernos por aquí.
—Lo mejor que podemos hacer es recoger todos los
paquetes y volver al picadero sin pérdida de tiempo —dijo
Julián recogiendo un nuevo envoltorio que tenía a su
alcance—. No me cabe duda de que los gitanos vendrán por
todo esto. Debemos irnos antes de que lleguen.
Los cuatro se dedicaron afanosamente a recoger
paquetes. Reunieron unos sesenta. Todos juntos tenían un
peso considerable.
—Creo que debemos poner estos billetes en lugar seguro
—dijo Julián—. ¿Y si los escondiéramos en una de las cuevas
de la mina? Porque no veo el modo de que, nos los
llevemos.
—Podríamos envolverlos en las alfombras, atar al
envoltorio las puntas y llevarlos así —propuso Jorge—. A mi
juicio, sería una torpeza esconderlos en la mina. Es el
primer sitio donde los gitanos los buscarían.
—Aceptada tu proposición —dijo Julián—. Creo que ya
hemos recogido todos los paquetes. Traed las alfombras.
La idea de Jorge resultó un acierto. La mitad de los
paquetes se colocó en una alfombra y en la otra la otra
mitad. Luego ataron los extremos de las dos.
—Esto ha quedado muy bien. Las alfombras son grandes
y fuertes —dijo Dick, atando firmemente la suya—. Pero es
un poco difícil llevarlas a la espalda. ¿La puedes llevar bien
tú, Ju?
—Sí. ¡Hala, vámonos! Seguidnos, Ana y Jorge. Vamos
hacia las vías. Dejemos aquí todo lo demás. Ya volveremos a
recogerlo. Tenemos que irnos antes de que lleguen los
gitanos.
De pronto, Tim empezó a ladrar.
—Esos ladridos significan que los gitanos se acercan —
dijo Dick—. Démonos prisa. Sí, se acercan: ya oigo sus
voces. ¡Corramos!
Capítulo XVI
LA TERRIBLE NIEBLA

En efecto, los gitanos se acercaban. Se oían los ladridos


de sus perros. Los cuatro niños corrieron hacia la cantera,
seguidos de Tim, que iba pisándole los talones.
—Tal vez no sepan que estábamos en la mina —dijo Dick,
jadeando—. Seguramente vienen a recoger los paquetes.
Mientras los buscan podemos alejarnos bastante. ¡Daos
prisa!
Cuando llegaron al punto en que terminaban las vías, los
perros de los gitanos los oyeron y empezaron a ladrar y a
gruñir.
Los gitanos se detuvieron para indagar la razón de
aquellos ladridos y entonces distinguieron unas sombras
que se movían a lo lejos. Estas sombras eran los cuatro
niños que salían sigilosamente de la mina. Uno de los
gitanos gritó:
—¡Alto! ¿Quién vive? ¡He dicho que alto!
Pero los chicos no se detuvieron. Avanzaban ya entre los
rieles, alumbrándose con las linternas de Jorge y Ana. Los
chicos no habían sacado las suyas, porque bastante trabajo
les daba el transporte de las pesadas alfombras.
—¡Vayamos más aprisa! —murmuró Ana. Pero era
imposible andar con más ligereza por aquel suelo arenoso.
—Me parece que están a punto de alcanzarnos —dijo de
pronto Julián—. Mira hacia atrás, Jorge.
Jorge obedeció y al punto dijo:
—No puedo ver a nadie; no puedo ver nada. ¡Qué
extraño es todo esto! ¡No sigamos, Julián! Aquí pasa algo
raro…
Julián se detuvo y miró en todas direcciones. Hasta aquel
momento sólo había mirado hacia el suelo para no tropezar,
cosa difícil, pese a que Ana dirigía hacia sus pies el foco de
su linterna. Levantó, pues, la mirada al oír el aviso de Jorge,
y lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Mirad! ¡La niebla nos ha envuelto de pronto! Ya no se
ven las estrellas. No es extraño que haya oscurecido tan de
repente.
—¡La niebla! —exclamó Ana, inquieta—. Supongo que no
será esa espantosa niebla que a veces se extiende por el
páramo… ¿Lo es, Julián?
Julián y Dick miraban, atónitos, la espesa niebla que los
rodeaba.
—Viene del mar —dijo Julián—. ¿No percibís el olor del
agua salada? Ha llegado tan de improviso como nos dijeron
que llega siempre. Y cada vez es más densa.
—¡Qué suerte que hayamos llegado ya a las vías! —
exclamó Jorge—. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos adelante?
Julián se detuvo un momento, pensativo.
—Los gitanos no nos seguirán con esta niebla —dijo—. Mi
opinión es que escondamos este dinero en alguna parte y
vayamos a avisar a la policía. Si no salimos de los raíles, no
podemos perdernos. Pero hemos de tener mucho cuidado
en no apartarnos de ellos, pues en este caso es seguro que
nos perderíamos.
—Opino lo mismo que Julián —dijo Dick, fatigado por el
excesivo peso que llevaba—. Pero ¿dónde esconderemos
esto? En la mina no: nos perderíamos al buscarla a través
de esta horrible niebla.
—Tengo pensado un lugar estupendo —dijo Julián,
bajando la voz—. ¿Os acordáis de la vieja locomotora
volcada? Podríamos introducir estos paquetes en su larga
chimenea y acabarla de llenar echando arena sobre los
fajos. A nadie se le ocurrirá buscar allí estos paquetes.
—¡Gran idea! —exclamó Dick—. Seguramente los gitanos
no nos perseguirán hasta que se den cuenta de que los
paquetes han desaparecido. Entonces creerán que nos
hemos llevado el dinero, y cuando salgan en nuestra
persecución, eso si se atreven a desafiar a la niebla, ya
habremos recorrido la mitad del camino.
Ana y Jorge opinaron también que la idea de Julián era
estupenda, verdaderamente genial.
—Nunca se me habría ocurrido pensar en la chimenea de
la locomotora —dijo Ana.
—Creo que no es necesario que ni vosotras dos ni Tim
vengáis con nosotros —dijo Julián—. Os podéis sentar entre
los raíles y esperarnos. No tardaremos en volver.
Seguiremos las vías hasta la máquina volcada, meteremos
los paquetes en la chimenea y en seguida regresaremos.
—Bien —dijo Jorge, dejándose caer en el suelo—. No os
olvidéis de traer las alfombras cuando volváis. En medio de
esta niebla se siente frío.
Julián y Dick se alejaron, llevándose la linterna de bolsillo
de Ana. Jorge se quedó con la suya, y Tim se apretujó contra
ella, atemorizado por la densa nube que los había envuelto
de pronto.
—Así, Tim —dijo Jorge—. Bien pegadito a nosotras. Nos
darás un poco de calor. Esta niebla es muy húmeda y cada
vez siento más frío.
Julián tropezó. Entonces se detuvo y miró en todas
direcciones, tratando de descubrir a los gitanos.
Naturalmente, no los vio: aunque hubieran estado a sólo
unos metros de distancia no los habría podido ver, ya que la
niebla se espesaba por momentos.
—Ahora comprendo por qué dijo Ben que la niebla tenía
dedos —manifestó Julián, notando en su rostro, en sus
manos y en sus piernas furtivos contactos, como si le
rozaran unos dedos húmedos.
Dick asintió.
—¡Mira! —dijo dando con el codo a Julián—. Aquí está el
corte de las vías. La máquina ha de estar cerca, a sólo unos
metros.
Salieron con cuidado de las vías. No era posible ver el
arbusto de aulaga, pero sí notar su contacto. Julián sintió en
las piernas los pinchazos de las espinas. Por eso supo que
estaba junto a la aulaga.
—Enciende la linterna, Dick —murmuró—. Así. ¿Ves la
caseta del maquinista? Ahora pasemos al otro lado de la
aulaga y encontraremos la chimenea.
—¡Aquí está! —dijo Dick segundos después—. Mírala.
Ahora, a trabajar un poco. Echemos dentro los paquetes.
¡Cuántos hay! ¿Cabrán todos?
Estuvieron diez minutos introduciendo paquetes en la
chimenea. Los primeros cayeron en el fondo. Uno a uno, los
introdujeron todos. Entonces los apretaron con las manos.
—¡Ya están todos! —exclamó Dick, satisfecho—. Ahora
echemos un poco de arena. ¡Uf, cuántas espinas tiene este
arbusto! Desde luego, no se le puede calificar de acogedor.
—Los paquetes han llenado la chimenea casi por
completo —dijo Julián—. Apenas queda sitio para la arena.
Pero podremos echar la suficiente para que el dinero quede
completamente oculto. Bueno, ya está. Ahora pon esta
rama de aulaga encima. En verdad, nunca había visto un
arbusto que pinchara tanto. Estoy materialmente
acribillado.
—¿Oyes a los gitanos? —preguntó Dick en voz baja,
cuando se disponían a volver a los raíles.
Los dos aguzaron el oído y prestaron atención.
—No oigo absolutamente nada —dijo Julián—. Sin duda,
la niebla los ha asustado y habrán decidido esperar a que se
disperse.
—Tal vez estén en la mina —dijo Dick—. Allí pueden
esperar tranquilamente. ¡Bueno, cuanto más tiempo estén
en la mina, mejor! Ahora ya no encontrarán el dinero.
—¡En marcha! —decidió Julián, dando la vuelta al arbusto
—. Creo que hemos salido de las vías por aquí. Dame el
brazo; no debemos separarnos. ¿Habías visto alguna vez
una niebla tan espesa? Yo no. Ni siquiera me veo los pies, a
pesar de la luz de la linterna.
Después de dar unos pasos, empezaron a buscar los
raíles. Pero no los encontraron.
—Avancemos un poco más —dijo Julián. Y poco después
cambió de rumbo.
Pero las vías no aparecían por ninguna parte. ¿Dónde
estarían aquellos malditos raíles? Julián empezó a sentirse
inquieto. ¿Qué harían, adónde irían si no encontraban los
rieles? Era incomprensible que hubieran perdido la
orientación.
Los dos muchachos iban a gatas, buscando los trozos de
vía arrancados.
—¡Ya he encontrado uno! —exclamó Dick. Pero en
seguida rectificó—: No, no es un trozo de vía; es un madero
o algo parecido. ¡Por favor, Ju, no te apartes de mí!
Tras diez minutos de busca infructuosa, los dos hermanos
se sentaron en el suelo y pusieron la linterna entre uno y
otro.
—Nos hemos desviado al volver de la aulaga a los raíles,
a pesar de lo cerca que los teníamos —dijo Julián—. Ahora lo
único que podemos hacer es esperar a que se disipe la
niebla.
—¿Qué será de Ana y Jorge —preguntó Dick, inquieto—.
Busquemos un poco más. Parece ser que la niebla se va
aclarando. Volvamos atrás y a ver si tenemos la suerte de
tropezar con los raíles. Si la atmósfera se aclara, en seguida
nos orientaremos.
Volvieron sobre sus pasos, esperanzados al ver que la
niebla parecía disiparse, ya que la linterna alumbraba a
mayor distancia. De vez en cuando tropezaban con algún
objeto duro y al punto creían haber dado con los rieles. Pero
se equivocaban. No los pudieron encontrar por mucho que
buscaron.
—Gritemos —dijo Julián.
Y los dos gritaron con todas sus fuerzas:
—¡Ana! ¡Jorge! ¿Nos oís?
Se detuvieron a escuchar, pero no recibieron respuesta.
—¡JORGE! —gritó Dick—. ¡TIM!
Les pareció oír un ladrido lejano.
—Es Tim —dijo Julián—. Está por allí.
Avanzaron un poco, a tropezones, y volvieron a gritar.
Pero no se oía absolutamente nada en aquella espantosa
niebla que de nuevo los envolvía.
—Nos exponemos a estar andando toda la noche
inútilmente —dijo Julián, descorazonado—. ¿Por qué
habremos dejado a las chicas? ¿Qué haremos si mañana
continúa la niebla? A veces dura varios días.
—Desecha esas horribles ideas —dijo Dick, fingiendo una
resolución que estaba muy lejos de sentir—. No debemos
preocuparnos por las chicas. Tim está con ellas y las puede
llevar fácilmente al picadero. Para los perros no es obstáculo
la niebla.
Julián se tranquilizó; no había pensado en la ayuda de
Tim.
—Es verdad; me había olvidado del viejo Tim —dijo—.
Bueno, ya que podemos estar tranquilos, porque sabemos
que las chicas tienen un guía excelente, sentémonos a
descansar. Estoy rendido.
—Aquí hay un frondoso arbusto —dijo Dick—.
Sentémonos entre el ramaje, si podemos, y, por lo menos,
estaremos resguardados de la niebla. Afortunadamente,
este arbusto no es una aulaga.
—Ojalá —dijo Julián— hayan tenido las chicas el
suficiente sentido común para no esperarnos e intentar
volver al picadero siguiendo las vías. ¿Dónde estarán en
este momento?

Ana y Jorge no estaban ya donde los chicos las habían


dejado. He aquí lo ocurrido. Intranquilas por la larga espera,
Jorge dijo a Ana:
—Debe de haberles pasado algo. ¿Y si fuéramos a pedir
ayuda? Es muy fácil seguir las vías hasta el sitio en que
tenemos que dejarlas para dirigirnos al picadero. Además,
Tim nos guiará. ¿No te parece que debemos ir en busca de
ayuda?
—Sí —dijo Ana, poniéndose en pie—. Vamos, Jorge.
¡Maldita niebla! ¡No se ve nada! Tendremos que llevar
mucho cuidado para no salimos de las vías. Incluso a Tim le
sería difícil orientarse en medio de esta niebla.
Los tres se pusieron en marcha. Ana seguía a Jorge y Tim
seguía a Ana. El pobre animal estaba confundido: no
comprendía aquel vagabundeo nocturno.
Las dos niñas avanzaban entre los raíles, despacio,
dirigiendo al suelo la luz de la linterna y mirando dónde
ponían los pies.
Al cabo de un rato Jorge se detuvo, sorprendida.
—¡Las vías están cortadas! —exclamó—. No lo
comprendo. Recuerdo que vi su término, pero un término
normal, no esta interrupción por rotura.
—¡Oh, Jorge —dijo Ana, inclinándose para examinar los
raíles—. ¿Sabes lo que hemos hecho? Hemos seguido las
vías hacia arriba, en vez de bajar en dirección al picadero.
No sé cómo hemos podido despistarnos de este modo. Mira,
aquí es donde están las vías cortadas. Por lo tanto, estamos
muy cerca de la locomotora volcada y de la mina.
—¡Qué necias hemos sido! —exclamó Jorge—. Ya ves lo
fácil que es perder el sentido de la orientación cuando la
niebla nos envuelve.
—No tenemos la menor idea de dónde estarán los chicos
—dijo Ana, atemorizada—. Lo mejor será que nos vayamos a
la mina y esperemos allí hasta que amanezca. Estoy
cansada y tengo frío. Nos podemos refugiar en una de esas
cuevas de arena donde hay un calorcito tan agradable.
—Es lo mejor —dijo Jorge que también se sentía
acobardada—. Sigamos hacia la mina. Tendremos que llevar
mucho cuidado para no perdernos por el camino.
Capítulo XVII
PRISIONERAS

Las dos niñas y Tim avanzaban con precaución en busca


de los raíles que conducían a la mina. La suerte las
acompañó y llegaron al punto en que los gitanos habían
arrancado las vías hacía muchos años, y después al sitio
donde los raíles empezaban de nuevo para terminar en la
mina.
—¡Aquí están las vías! —exclamó Jorge—. Éste es el buen
camino. Ahora nos bastará seguir los raíles para llegar a la
mina. Allí estaremos más abrigadas que aquí. Esta niebla es
fría y húmeda hasta lo insoportable.
—Y llegó tan de improviso —dijo Ana, dirigiendo al suelo
la luz de su linterna—. No podía dar crédito a mis ojos
cuando vi que la niebla nos envolvía. Yo…
Se detuvo de pronto, al oír un sordo gruñido de Tim.
—¿Qué pasa, Tim —le preguntó en voz baja.
El perro estaba inmóvil, con las orejas levantadas y la
cola rígida, mirando fijamente a través de la oscuridad.
—¿Qué ocurrirá? —murmuró Ana—. Yo no oigo nada, ¿y
tú?
Las dos permanecieron unos instantes a la escucha. No
oyeron nada. Entonces continuaron su camino hacia la
mina, diciéndose que Tim debía de haber oído pasar algún
conejo o algún erizo y que por eso se había puesto a gruñir,
como solía hacer en tales casos.
Tim oyó un ruido y se dirigió hacia él, perdiéndose
inmediatamente en la niebla. De pronto, lanzó un agudo
ladrido. Luego se oyó un golpe sordo, y Tim ya no pudo oír
nada más.
—¡Tim! ¿Qué ha sucedido? ¡Tim, ven aquí! —gritó Jorge
con todas sus fuerzas.
Pero Tim no volvió. Las niñas oyeron arrastrar algo
pesado. Jorge corrió hacia el lugar de donde procedía el
ruido.
—¡Tim! ¡Tim!, ¿qué ha pasado? —gritó—. ¿Dónde estás?
¿Estás herido?
La niebla la envolvía, y la niña, furiosa al no poder ver
nada, la golpeaba con los puños.
—¡Tim, Tim!
Entonces unas manos le sujetaron los brazos por detrás y
una voz le dijo:
—Ven conmigo. Ya os advertimos que no queríamos
chicos curiosos en el páramo.
Jorge se defendía desesperadamente, menos preocupada
por ella misma que por Tim.
—¿Dónde está mi perro? —gritó—. ¿Qué le han hecho?
—Le he dado un golpe en la cabeza —respondió la voz,
que por cierto se parecía mucho a la del padre del
Husmeador—. Está bien, pero tardará un poco en
recobrarse. Volverás a tenerlo si eres razonable.
Pero Jorge no era razonable. Se defendía a puntapiés y
puñetazos, luchaba y se retorcía como un gusano. Todo fue
inútil. Las manos que la sujetaban parecían de hierro. En
esto oyó gritar a Ana y comprendió que también la habían
apresado.
Cuando Jorge estaba ya harta de luchar, la sacaron de la
mina, en compañía de Ana.
—¿Dónde está mi perro? —preguntó Jorge llorando—.
¿Qué le han hecho?
—Tu perro está bien —repuso el gitano que la conducía—.
Pero si sigues armando escándalo, le daré otro golpe en la
cabeza. De modo que ¡a callar!
Jorge no volvió a rechistar. La condujeron con Ana a
través del páramo. El recorrido les pareció muy largo, pero,
en realidad, sólo tuvieron que ir de la mina al campamento
de los gitanos, que estaba bastante cerca.
—¿Traen también a mi perro? —preguntó Jorge que no
podía dejar de pensar en Tim.
—Sí, lo traemos —repuso el raptor—. Lo volverás a tener,
sano y salvo, si haces lo que te ordenamos.
Jorge tuvo que contentarse con esta promesa. Fue una
noche horrible. Los chicos se habían marchado, Tim estaba
herido, y Ana y ella habían caído en poder de los gitanos.
Además, ¡aquella implacable niebla que las envolvía! …
En las cercanías del campamento de los gitanos la niebla
aparecía un poco más clara. Las montañas que estaban
detrás del campamento no la dejaban avanzar. Las cautivas
vieron el resplandor de un fuego y la luz de algunas
linternas aquí y allá. Vieron también un grupo de hombres
que, sin duda, esperaba a los secuestradores, y Ana creyó
divisar al Husmeador y a Liz en último término. Pero no
estaba segura de ello.
«Si pudiera hablar con el Husmeador —pensó—. Por él
sabría inmediatamente si Tim está verdaderamente herido.
¡Por favor, Husmeador acércate!».
Los raptores llevaron a las niñas junto a una hoguera y
las obligaron a sentarse. Un gitano exclamó, sorprendido:
—¡Pero si no son aquellos dos chicos! Habéis traído un
chico y una chica. Aquéllos eran más altos.
—Las dos somos chicas —dijo Ana, pensando que tal vez
aquellos hombres tratarían a Jorge menos rudamente si
sabían que no era un chico—. Mi amiga es tan chica como
yo.
Ana recibió un codazo de Jorge, pero no hizo caso. El
momento no era oportuno para mentir. Aquellos gitanos
eran muy salvajes y estaban furiosos. Juzgaban que
aquellos dos chicos (Julián y Dick) les habían desbaratado
los planes. Por lo tanto, si sabían que ellas dos eran chicas,
tal vez las dejaran en libertad.
Empezaron a interrogarlas.
—¿Dónde están los chicos?
—No lo sabemos —repuso Ana—. Se perdieron en la
niebla. Decidimos regresar y nos separamos por el camino.
Jorge, digo Jorgina, y yo volvimos atrás y nos refugiamos de
nuevo en la mina.
—¿Habéis oído el avión?
—Sí, claro.
—¿Habéis oído o visto caer algo?
—Verlo no, pero lo oímos —repuso Ana.
Jorge le dirigió una mirada furibunda. ¿Por qué
contestaba a todo? A lo mejor lo hacía por creer que le
devolverían a Tim si les decía toda la verdad. Y Jorge cambió
en seguida de opinión: dejó de pensar que Ana charlaba
demasiado. ¿Qué habría sido de Tim.
—¿Habéis recogido lo que tiraba el avión?
El gitano hizo esta pregunta tan de improviso, que Ana
no supo qué decir. Al fin, contestó maquinalmente:
—Sí, hemos recogido algunos paquetes. Su forma era
muy rara. ¿Qué había dentro?
—Eso no os importa —dijo el gitano—. ¿Qué hicisteis con
los paquetes?
Jorge miró fijamente a Ana, preguntándose qué
contestaría. ¿Sería capaz de revelar el secreto?
—Yo no hice nada con los paquetes —repuso Ana con el
acento más cándido—. Los chicos dijeron que los
esconderían y se alejaron bajo la niebla. Ya no volvieron.
Entonces Jorgina y yo emprendimos el regreso a la mina. Y
por el camino nos apresaron ustedes.
Los gitanos conferenciaron en voz baja. Después el padre
del Husmeador habló de nuevo a las niñas.
—¿Dónde escondieron los paquetes los chicos?
—¿Cómo puedo saberlo? —exclamó Ana—. Yo no iba con
ellos.
—¿Crees que todavía los llevarán consigo? —preguntó el
gitano.
—¡Qué sé yo! —dijo Ana—. Eso sólo ellos lo pueden decir.
Búsquelos y, cuando los encuentre, se lo pregunta. Yo no los
he vuelto a ver desde que nos separamos en medio de la
niebla. No sé qué ha sido de ellos ni de los paquetes.
—Seguramente se habrán perdido en el páramo —dijo el
gitano de cabellos grises—. ¡Con los paquetes! Mañana
saldremos en su busca y los encontraremos. No les
permitiremos que se vayan a casa con… su equipaje.
Mañana los tendremos aquí.
—No vendrán —dijo Jorge—. Cuando los vean, echarán a
correr y ustedes no podrán alcanzarlos.
—Llevaos a estas chicas —dijo el viejo, como si de pronto
se sintiera harto de ellas—. Atadlas y dejadlas en la cueva
de la colina.
—¿Dónde está mi perro? —preguntó Jorge, de pronto—.
¡Quiero que me traigan a mi perro!
—No habéis querido ayudarnos —dijo el gitano de cabello
gris—. Mañana os volveremos a interrogar. Y si vuestras
respuestas son más satisfactorias, os devolveremos el
perro.
Dos gitanos se llevaron a las niñas. Iban camino del
cerro, donde se abría una gran cueva. Uno de los gitanos iba
delante con una linterna; Ana y Jorge lo seguían, y el otro
gitano iba detrás.
Una especie de corredor conducía al interior de la colina.
El suelo estaba cubierto de arena; las paredes eran
igualmente arenosas. La colina estaba surcada en todas
direcciones por pasadizos que se entrecruzaban y
ramificaban como las madrigueras de los conejos. Ana se
preguntaba cómo era posible que los gitanos no se
perdieran en aquel laberinto.
Al fin llegaron a una especie de cámara que debía de
hallarse en el corazón de la colina. En el centro,
profundamente clavado en el suelo cubierto de arena, había
un poste, del que colgaban unas cuerdas. Las niñas las
miraron atemorizadas.
¿Serían capaces de atarlas como si fueran presos
peligrosos?
Fueron capaces. Les rodearon fuertemente con las
cuerdas la cintura y luego las ataron al poste con sólidos
nudos de gitano. Las niñas habrían tardado horas en
deshacerlos si hubieran podido alcanzar los nudos con las
manos.
—Aquí os quedáis —dijo uno de los gitanos mirando con
sorna a las indignadas cautivas—. Tal vez mañana recordéis
dónde están escondidos los paquetes.
—¡Tráiganme mi perro! —digo Jorge con voz firme.
Pero los gitanos se echaron a reír ruidosamente y
salieron de la cámara subterránea.
El calor era allí sofocante. Jorge se sentía profundamente
inquieta. No cesaba de pensar en Tim. Ana, en cambio,
estaba demasiado rendida para preocuparse por nada, y
pronto se durmió, a pesar de la posición incómoda en que
estaba sentada y de que las cuerdas le apretaban la cintura
y los nudos se le clavaban en la espalda.
Jorge permaneció despierta, pensando en Tim y
preguntándose si sus heridas serían graves. Se sentía
demasiado desgraciada para poder dormir. Se le ocurrió
probar a deshacer los nudos que sentía en la espalda, pero
ni siquiera pudo alcanzarlos.
De pronto creyó oír un leve rumor, semejante al que
produciría un cuerpo que se deslizara por el corredor que
conducía a la cámara. Jorge se asustó.
¡Si al menos estuviera Tim con ellas!
En esto oyó otro ruido: el que produce una persona al
aspirar el aire por la nariz.
«¡Debe de ser el Husmeador!», pensó Jorge, dando
gracias a Dios y sintiendo un profundo afecto por el sucio
gitanillo.
—¡Husmeador! —le llamó a media voz, mientras
encendía su linterna.
Al punto vio aparecer la cabeza del chiquillo y luego su
cuerpo. Deslizándose furtivamente, a gatas, el Husmeador
llegó a la cámara y miró asombrado a Jorge y a su
compañera, que seguía durmiendo.
—A mí también me han atado aquí más de una vez —
dijo.
—Oye, Husmeador, ¿cómo está Tim —preguntó
ansiosamente Jorge—. ¡Dime! ¿Cómo está?
—Bien —repuso el Husmeador—. Sólo tenía un corte en
la cabeza y se lo he lavado. Está atado también y esto lo
tiene loco.
—Husmeador, escúchame —dijo Jorge balbuceando de
emoción—. Ve a buscar a Tim y tráemelo. Tráeme también
un cuchillo para cortar estas cuerdas. ¿Podrás hacerlo?
—¡Oh, no! ¡De ningún modo! —dijo el chiquillo,
atemorizado—. Mi padre me mataría de una paliza.
—Husmeador, ¿hay algo que desees, que siempre hayas
deseado? —preguntó Jorge—. Pues yo te lo daré si tú haces
esto por mí. ¡Palabra!
La respuesta del Husmeador fue sorprendente.
—Quiero una bicicleta —dijo—, vivir en una casa y
montar en la bicicleta para ir al colegio.
—Procuraré que se cumplan tus deseos —dijo vivamente
Jorge—. Pero si tú haces lo que te he pedido: tráeme un
cuchillo y a Tim. Sal de aquí sin que te vean. Estoy segura
de que podrás volver sin que te pase nada, trayéndome a
Tim. Piensa en la bicicleta.
El Husmeador pensó en la bicicleta, asintió con un
movimiento de cabeza y se marchó tan silenciosamente
como había llegado.
Jorge quedó pensativa, esperando… ¿Conseguiría el
gitanillo traerle a su querido Tim o lo descubrirían al intentar
hacerlo?
Capítulo XVIII
EL ARDID DE JORGE

La niña permaneció despierta en la oscuridad, oyendo a


su lado la pausada respiración de Ana y esperando que el
Husmeador volviera con Tim. Ansiaba verlo y se
preguntaba, inquieta, si la herida de la cabeza sería muy
profunda.
De pronto, se le ocurrió una idea. ¡Enviaría a Tim al
picadero con una nota! El perro era muy listo, y
comprendería inmediatamente lo que tenía que hacer si le
ataban un papel en el collar. En seguida saldrían a salvarlas.
El perro encontraría fácilmente el camino de la colina, ya
que había estado en ella.
Ya volvía el Husmeador. ¿Llegaría Tim con él? La niña oía
el inconfundible ruido que hacía el gitanillo con la nariz,
pero no al perro. Esto la desalentó.
El Husmeador entró en aquella especie de cárcel
sigilosamente.
—No me he atrevido a traer a Tim —dijo—. Mi padre lo
tiene atado tan cerca de él, que he temido despertarlo. Pero
traigo el cuchillo.
—Gracias, Husmeador —dijo Jorge, tomando el cuchillo y
guardándoselo—. Escucha: voy a hacer una cosa muy
importante, y tú me tienes que ayudar.
—Tengo miedo —dijo el muchacho—; tengo mucho
miedo.
—Piensa en la bicicleta —le recordó Jorge—, una bicicleta
roja y de manillar plateado.
El Husmeador pensó en la bicicleta y exclamó:
—Muy bien. ¿Qué he de hacer?
—Voy a escribir una carta —dijo Jorge, sacando del
bolsillo un cuaderno de notas y un lápiz—. Tú se la atarás a
Tim en el collar y lo soltarás. Entonces Tim saldrá como un
rayo hacia el picadero, y allí leerán la carta y vendrán a
buscarnos en seguida… Y tú tendrás la bicicleta más bonita
del mundo.
—Y una casa —dijo inmediatamente el Husmeador—. Así
podré ir en bicicleta al colegio.
—Bien —aprobó Jorge, esperando que de un modo u otro
podrían proporcionarle la casa también—. Espera un
momento.
Empezó a escribir la nota, pero en seguida se detuvo, al
oír que alguien tosía en el corredor.
—Es mi padre —dijo el Husmeador, asustado—. Óyeme:
si te cortas las cuerdas, ¿podrás encontrar el camino para
salir de aquí? Es difícil: hay muchas vueltas, revueltas y
cruces.
—No sé… Me parece que no —dijo Jorge, sobrecogida.
—Dejaré patrins —prometió el Husmeador—. Búscalos.
Ahora me esconderé en la cueva de al lado y esperaré hasta
que no oiga hablar a mi padre. Entonces volveré con Tim.
Salió de la cámara y un segundo después la luz de una
linterna se proyectó sobre Jorge, que vio ante ella al padre
del Husmeador. El semblante del gitano era sombrío y duro.
—¿Has visto al Husmeador? —preguntó—. Me he
despertado y en seguida he notado su desaparición. Si lo
encuentro aquí, le daré una paliza que no podrá olvidar.
—¿El Husmeador? Aquí no ha venido para nada —dijo
Jorge—. Mire por todos los rincones si quiere, y verá como
no está.
El gitano vio entonces el cuaderno de notas y el lápiz que
la niña tenía en la mano.
—¿Qué estás escribiendo? —exclamó, quitándole el
cuaderno de las manos—. Conque pidiendo auxilio, ¿eh? Me
vas a decir cómo pensabas mandar esta carta. ¿Acaso tenía
que llevarla el Husmeador.
—No —respondió sinceramente Jorge.
El gitano frunció el entrecejo y volvió a leer la nota que
tenía en la mano.
—Mira. Lo que vas a hacer es escribir otra nota a… a
esos chicos. Te diré lo que has de poner.
—¡No espere que lo haga! —exclamó Jorge.
—Lo harás —afirmó el gitano—. No pienso hacerles
ningún daño; lo único que quiero de ellos es que me digan
dónde han escondido los paquetes. Supongo que desearás
volver a ver a tu perro, ¿no?
—Sí —dijo Jorge con voz entrecortada.
—Pues te aseguro que si no me obedeces, no lo verás
nunca más. Anda, escribe lo que te voy a dictar.
La niña preparó el lápiz.
El gitano frunció las cejas e hizo un gran esfuerzo
mental.
—Espere un momento —dijo Jorge—. ¿Cómo se las
arreglará para enviar este papel a los chicos? No sabe
dónde están, y no podrá encontrarlos hasta que se aclare la
niebla.
El gitano se rascó la cabeza, pensativo.
—El único modo de enviarlo —dijo Jorge— es atarlo al
collar de mi perro y luego ordenar a éste que los busque.
Tráigamelo y verá como se lo hago comprender. Hace todo
lo que le digo.
—¿Estás segura de que llevará el papel a donde tú le
ordenes? —le preguntó el gitano con la mirada brillante de
satisfacción—. Bueno, te voy a dictar. Escribe esto:
«Estamos prisioneras. Seguid a Tim. Os traerá al sitio en
que estamos y nos podréis salvar».
—Luego firma con tu nombre.
—Mi nombre es Jorgina —dijo la niña con firmeza—. Vaya
por mi perro mientras escribo la nota.
El gitano dio media vuelta y se dispuso a salir de la
cueva. Jorge lo miró con un brillo de alegría en los ojos.
Aquel hombre se proponía tender una celada a Julián y a
Dick. Su plan era capturarlos y sonsacarles con amenazas
dónde estaban los paquetes.
«Pero seré yo quien le haré una jugarreta a él —se dijo
Jorge—. Diré a Tim que lleve la nota a Enrique. Ella
sospechará algo, se lo dirá al capitán Johnson, el capitán
seguirá a Tim hasta aquí y les dará un gran susto a los
gitanos. Además, supongo que al capitán se le ocurrirá
avisar a la policía. Sí, seré yo quien tienda un lazo a este
hombre».
El padre del Husmeador volvió al cabo de diez minutos
con Tim, un Tim abatido y con un corte en la cabeza que
necesitaba atentos cuidados. Puso sus patas sobre su ama,
y ella lo abrazó derramando lágrimas sobre su tupido pelo.
—¿Te duele mucho? —le preguntó—. Apenas volvamos a
casa, te llevaré al veterinario.
—Podrás volver tan pronto como encontremos a esos dos
chicos y nos digan dónde han escondido los paquetes —dijo
el gitano.
Tim lamía a Jorge sin descanso mientras agitaba la cola.
No comprendía nada de lo que sucedía en torno de él. ¿Por
qué estaba Jorge allí? Pero esto no importaba: el caso es
que estaba de nuevo con ella. Se echó en el suelo y le puso
la cabeza sobre las rodillas.
—Escribe la nota —dijo el gitano—, y átale el papel al
collar de modo que pueda leerse fácilmente después de
desatarlo.
—Ya la he escrito —dijo Jorge.
El gitano alargó su sucia mano y se apoderó del papel
para leerlo.

Estamos prisioneras. Seguid a Tim. Os traerá al sitio


en que estamos y nos podréis salvar.
Jorgina.

—¿De veras es tu nombre Jorgina? —preguntó el gitano.


Jorge asintió. Era una de las pocas veces que firmaba con
su nombre verdadero, de niña.
Ató firmemente el papel al collar de Tim en la parte
superior del cuello, para que se viera bien; luego lo acarició
y le dijo con vehemencia:
—¡Busca a Enrique, Tim! ¡A ENRIQUE! ¿Entiendes,
querido Tim. ¡Lleva este papel a ENRIQUE!
El perro le escuchaba. Jorge dio unos golpecitos en el
papel que Tim llevaba en el collar, y luego un empujoncito.
—Vete. No te entretengas. ¡Ve en busca de ENRIQUE!
—¿No sería conveniente que le dijeras también el
nombre del otro chico? —preguntó el gitano.
—¡Oh, no! ¡No quiero que Tim se arme un lío! —repuso
precipitadamente la niña—. ¡Enrique, Enrique, ENRIQUE!
—¡Guau! —contestó Tim. Y entonces su ama supo que la
había comprendido.
—¡Vete! —insistió, dándole un ligero empujón—. ¡Hala,
vete!
Tim le dirigió una mirada de reproche, como diciéndole:
«¡Qué poco tiempo me has dejado estar contigo!». Y se
alejó por el corredor, con el papel bien visible sobre el collar.
—Traeré aquí a los chicos apenas vuelvan con el perro —
dijo el gitano, dando media vuelta y saliendo de la cámara
subterránea.
Jorge se preguntó si el Husmeador estaría escondido aún
cerca de allí y lo llamó. Pero no obtuvo respuesta. Sin duda,
se había deslizado furtivamente por los pasadizos para
regresar a su carromato.
Ana se despertó, sin recordar de momento dónde estaba.
Jorge encendió de nuevo su linterna y le explicó lo sucedido.
—¡No sé por qué no me has despertado! —exclamó Ana
—. ¡Uf, qué molestas son estas cuerdas!
—Tengo un cuchillo —le reveló Jorge—. Me lo ha traído el
Husmeador. ¿Quieres que corte las cuerdas?
—Desde luego —repuso Ana—. Pero no intentemos
escaparnos ahora. Aún es de noche, y si todavía hay niebla,
nos perderíamos. Si viene alguien, le haremos creer que
seguimos atadas.
Jorge cortó sus ligaduras y luego las de Ana, con el
cuchillo, por cierto muy desgastado, del Husmeador.
Sintieron un gran alivio al poder echarse después de
permanecer un gran rato sentadas y con la molestia de los
nudos que se les clavaban en la espalda.
—Acordémonos de atarnos si oímos que se acerca
alguien —dijo Jorge—. Estaremos aquí hasta que se haga de
día. Entonces veremos si se ha disipado ya la niebla, y en
este caso nos marcharíamos.
Las dos quedaron dormidas sobre la arena, con la
satisfacción de poder estar echadas. Nadie fue a
molestarlas, y gozaron de un largo sueño, que bien
necesitaban, pues estaban rendidas de cansancio.

¿Dónde estaban los chicos? Aún permanecían bajo el


espeso ramaje del macizo de arbustos, durmiéndose y
despertando a cada momento por efecto de la incomodidad
y el frío. Tenían la esperanza de que las niñas hubieran
podido regresar sanas y salvas al picadero.
«Seguramente, han regresado a la escuela de equitación,
guiándose por los raíles —pensaba Julián, cada vez que se
despertaba—. Ahora estarán ya libres de cuidados y
peligros. Y Tim también. Afortunadamente, Tim estaba con
ellas».
Pero Tim, como ya sabemos, no estaba con ellas, sino
caminando solo a través del páramo cubierto de niebla. Le
dolía la herida de la cabeza y se preguntaba por qué Jorge le
habría enviado a Enrique. Al perro no le gustaba esta niña, y
creía que a su ama tampoco. Sin embargo, Jorge le había
ordenado claramente que fuera en su busca. Esto era muy
extraño.
Pero Jorge le había dado una orden, y él la cumpliría por
encima de todo, porque adoraba a su amita. Tim corría
entre los brezos y toda clase de hierbas, sin preocuparse
por seguir las vías. Ni siquiera había pensado en ello, pues
sabía perfectamente por dónde tenía que ir.
Era todavía de noche. No tardaría en clarear, pero la
niebla era tan densa, que el sol no podría atravesarla:
permanecería oculto tras las espesas cortinas.
Tim llegó al picadero y se detuvo para recordar dónde
estaba el dormitorio de Enrique. ¡Ah, sí; en el primer piso,
junto al de Ana y Jorge.
Tim entró en la cocina, saltando por una ventana que
dejaban abierta para el gato, y se dirigió al dormitorio de
Enrique. Dio un empujón a la puerta y ésta se abrió.
Tim entró en la habitación y, colocando las patas
delanteras sobre la cama de Enrique, le ladró al oído.
—¡Guau! ¡Guau!… ¡Guau! ¡Guau!
Capítulo XIX
EL BUEN TIM

Enrique roncaba, profundamente dormida, y se despertó


sobresaltada al notar la pata de Tim sobre su brazo y oír sus
agudos ladridos.
—¿Qué pasa? —exclamó, sentándose de un salto en la
cama y buscando, presa de pánico, su linterna. La encendió
con dedos temblorosos y entonces vio a Tim, que le miraba
suplicante, con sus grandes ojos castaños.
—¡Pero si es Tim —dijo, sorprendida— ¡Tim! ¿Qué haces
aquí? ¿Han vuelto los cuatro? No, no deben de haber vuelto.
Es de noche. ¿Por qué has venido tú, Tim.
—¡Guau! —respondió Tim, intentando hacerle
comprender que le traía un mensaje.
Enrique alargó la mano para acariciarlo y entonces tocó
el papel que llevaba atado en el collar.
—¿Qué es esto, Tim. ¡Ah, ya veo que es un papel! Y está
atado. Debe de ser un mensaje.
Desató el papel, lo desplegó y leyó:

Estamos prisioneras. Seguid a Tim. Os traerá al sitio


en que estamos y nos podréis salvar.
Jorgina.
Enrique se quedó atónito. Miró a Tim y él le devolvió la
mirada, moviendo la cola. Luego, impaciente, le puso la
pata sobre el brazo.
Enrique volvió a leer la nota y se pellizcó para cerciorarse
de que no estaba soñando.
—¡Ay! —gritó a consecuencia del pellizco—.
Evidentemente, estoy bien despierta. Tim, ¿dice la verdad
esta nota? ¿Están prisioneras? ¿Y los chicos? ¿Están
también prisioneros? Tim, quisiera que pudieses hablar.
El pobre Tim deseaba lo mismo. Golpeó a Enrique
enérgicamente con la pata.
La niña se dio cuenta de pronto de que el perro tenía una
herida en la cabeza y se horrorizó.
—¡Estás herido, Tim. ¡Pobrecito! ¿Quién te ha hecho este
corte? ¡Hay que curarte!
Ciertamente, a Tim le dolía mucho la herida de la cabeza,
pero no podía entretenerse en pensar en ello. Lanzando un
breve gemido, corrió hacia la puerta y luego volvió al lado
de la niña.
—Comprendido: quieres que te siga —dijo Enrique—.
Pero he de pensarlo. Si el capitán Johnson estuviera en el
picadero, iría a buscarlo. Pero esta noche no está. Y si voy a
despertar a la señora Johnson, recibiría el mayor susto de su
vida. Francamente, no sé qué hacer.
—¡Guau! —exclamó Tim en un tono de evidente
desprecio.
—Es muy fácil ladrar desdeñosamente —le dijo Enrique
—, pero yo no soy tan valiente como tú. Aparento serlo, Tim,
pero no lo soy. No me atrevo a seguirte. Me da miedo ir en
busca de nuestros amigos, por si me apresan a mí también.
Además, Tim, ya sabes que hay una niebla espantosa.
Enrique saltó de la cama y Tim la miró esperanzado. A lo
mejor, aquella chiquilla estúpida se decidiría, al fin, a
exponerse por sus compañeros.
—Tim —dijo Enrique—, esta noche sólo hay una persona
mayor en la casa: la señora Johnson, y no puedo
despertarla. Ha tenido un día de trabajo agotador. Me
vestiré e iré a buscar a Guillermo. Ya sé que sólo tiene once
años, pero es muy juicioso. Además, es un chico, y sabrá lo
que conviene hacer. Yo no soy un chico: sólo deseo serlo.
Se vistió rápidamente, poniéndose el traje de montar, y
fue a la habitación de Guillermo. Éste dormía solo, en un
aposento del otro lado del rellano de la escalera. Enrique
penetró en la habitación y encendió su linterna.
Guillermo se despertó inmediatamente.
—¿Quién es? —preguntó, incorporándose al punto—.
¿Qué quiere el que sea?
—Soy yo: Enrique —repuso la niña—. Ha ocurrido algo
extraordinario, Guillermo. Tim ha entrado en mi habitación
con esta nota atada en el collar. Toma; léela.
Guillermo tomó el papel y lo leyó, quedando tan
pasmado como antes había quedado Enriqueta.
—¡Mira! —exclamó—. Jorge ha firmado con su verdadero
nombre: Jorgina. Esto demuestra que se trata de algo muy
urgente. Ya sabes que no quiere que la llamen Jorgina.
Debemos salir con Tim, y cuanto antes.
—Pero… yo no puedo andar kilómetros y kilómetros por
el páramo bajo la niebla —dijo Enrique, muerta de miedo.
—No iremos a pie. Ensillaremos los caballos y
cabalgaremos —dijo Guillermo, empezando a vestirse
resueltamente—. Tim nos conducirá. Ve a buscar los
caballos. Has de portarte como un hombre, Enrique.
Nuestros compañeros pueden estar en peligro. Estás
demostrando que eres Enriqueta.
Esto molestó a Enrique, que dejó al punto la habitación y
salió al patio. ¡Lástima que precisamente aquella noche no
estuviera en casa el capitán Johnson! En seguida habría
decidido lo que se debía hacer.
Al ir a buscar las monturas, Enrique se animó. Los
caballos parecieron sorprendidos, pero inmediatamente se
mostraron dispuestos a salir aun siendo de noche y a pesar
de la niebla. Guillermo llegó un momento después, seguido
de cerca por Tim. El perro estaba encantado de ir con
Guillermo, pues le era simpático. En cambio, por Enrique no
sentía la menor simpatía.
Tim salió corriendo delante de los caballos y éstos le
siguieron. Tanto Guillermo como Enrique llevaban potentes
linternas, cuya luz dirigían hacia abajo para no perder de
vista a Tim. Éste desapareció un par de veces, pero apenas
oía que los caballos se paraban, volvía junto a ellos.
Cabalgaban por el páramo, sin seguir los raíles,
naturalmente. Tim no los necesitaba para nada: conocía
perfectamente el camino.
Una vez se detuvo, olfateando el aire. ¿Qué olor habría
percibido? Enrique y Guillermo lo ignoraban, pero era
evidente que a Tim le habría llamado la atención algún olor
que el aire húmedo había llevado a su hocico.
¿Sería el olor de Julián y Dick? El aire se lo había traído
fugazmente, y Tim sintió el deseo de ir a comprobar si se
equivocaba o no. Pero se acordó de Jorge y Ana, y conservó
resueltamente la dirección que lo llevaría, bajo la
envolvente niebla, al punto donde se hallaban las niñas.
En efecto, los chicos no estaban muy lejos cuando Tim
percibió su olor. Aún dormían al abrigo del follaje que los
protegía del frío. ¡Si hubieran sabido que Tim estaba tan
cerca con Guillermo y Enrique!… Pero no se enteraron.
Tim abría el camino sin titubear y pronto llegaron a la
mina. Pero no la vieron, a causa de la niebla. La sortearon
dando un rodeo, conducidos por Tim, y se dirigieron al
campamento de los gitanos. Tim empezó a andar más
despacio. Guillermo comprendió por qué lo hacía.
—Está cerca del sitio al que quiere llevarnos —murmuró
—. ¿No te parece que sería mejor que siguiéramos a pie?
Podríamos atar aquí los caballos. El ruido de sus cascos
puede denunciar nuestra aproximación.
—Desde luego, Guillermo —convino Enrique, mientras se
decía que Guillermo era muy inteligente. Los dos echaron
pie a tierra y ataron las cabalgaduras a un árbol.
Estaban ya muy cerca de la colina a cuyo pie habían
acampado los gitanos. La niebla no era allí tan densa. Los
dos niños distinguieron de pronto un oscuro carromato junto
a un fuego encendido todavía.
—Ahora no hagamos ruido —murmuró Guillermo—. Tim
nos ha traído al campamento de los gitanos. Te aseguro que
me lo imaginaba. Nuestros amigos deben de estar
prisioneros cerca de aquí. ¡Mucho silencio!
Cuando los niños desmontaron, Tim los observó jadeando
y con la cola caída. La herida de la cabeza le dolía mucho y
se sentía raro y mareado. ¡Pero tenía que llegar junto a
Jorge. ¡Por encima de todo!
Siguió su camino y entró en la cueva que se abría en la
falda de la colina. Guillermo y Enrique lo siguieron a través
de aquel dédalo de pasadizos, asombrados de que pasara
de uno a otro con tanta seguridad. Tim no se desorientaba
nunca. Le bastaba ir una vez a un sitio para no olvidar el
camino jamás.
Andaba muy despacio y las patas le temblaban. Habría
dado cualquier cosa por poder echarse y dejar caer su
dolorida cabeza entre las patas. Pero no podía: tenía que
llegar hasta Jorge. ¡Tenía que llegar por encima de todo!
Jorgina y Ana seguían durmiendo en la cámara
subterránea. No estaban muy cómodas. Además, el calor
era allí sofocante. De aquí que su sueño fuera intranquilo y
se despertaran a cada momento. Sin embargo, estaban
dormidas cuando Tim se acercó a ellas lentamente y se dejó
caer a los pies de su ama.
Jorge se despertó cuando oyó los pasos de Guillermo y
Enrique. Creyendo que sería el padre del Husmeador, se
apresuró a rodearse la cintura con las cuerdas para parecer
que seguía atada. Luego oyó jadear a Tim y encendió su
linterna.
Entonces vio a Tim, a Enrique y a Guillermo. Enrique se
asustó al ver a las dos niñas con las cuerdas alrededor de la
cintura y se quedó mirándolas boquiabierta.
—Ah, mi querido Tim. ¡Has ido a buscar ayuda! —
exclamó Jorge, abrazándolo—. ¡Cuánto me alegro de que
hayáis venido, Enrique! —añadió dirigiéndose a los niños—.
¿Pero por qué no os habéis traído al capitán Johnson?
—No estaba en el picadero —repuso Enrique—. Pero he
podido traer a Guillermo. Hemos venido a caballo, guiados
por Tim. ¿Qué ha pasado, Jorge.
Ana despertó en este momento y se quedó atónita al ver
a los visitantes. Todos empezaron a hablar
precipitadamente, y sólo callaron cuando Guillermo tomó la
palabra enérgicamente.
—Si queréis huir, debéis hacerlo ahora que todo el
mundo duerme en el campamento de los gitanos. Tim nos
guiará por esta especie de madriguera de conejos. Nosotros
solos no hallaríamos nunca el camino de la salida.
—¡Vamos, Tim —dijo Jorge, sacudiéndolo cariñosamente.
Pero el pobre Tim no se sentía bien. No veía con claridad
las cosas, y la voz de su ama llegaba a sus oídos
confusamente. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo
y sus patas no podían sostenerle.
Eran los efectos del golpe en la cabeza. Su rápida
marcha de ida y vuelta a través del páramo había dado
lugar a que se sintiera peor.
—¡Está enfermo! —exclamó Jorge, alarmada—. Ni
siquiera puede levantarse. ¿Qué te pasa, Tim.
—Está así por la herida de la cabeza —dijo Guillermo—.
Es muy honda. Además, está agotado por las dos caminatas
que ha hecho a través del páramo. No nos podrá guiar,
Jorge. Nos las tendremos que componer nosotros solos.
—¡Pobre Tim —exclamó Ana, apenada, al ver al animalito
echado en el suelo y sin fuerzas para moverse—. ¿Podrás
llevarlo, Jorge.
—Creo que sí —repuso Jorge, levantándolo y llevándolo
en brazos—. Pesa mucho, pero creo que podré hacerlo. Tal
vez se reanime cuando salgamos al aire fresco.
—Pero ¿cómo podremos salir de aquí, Jorge —preguntó
Ana, atemorizada—. Si Tim no puede guiarnos, estamos
perdidos. Por muchas vueltas que demos por el interior de
esta colina, nunca podremos salir.
—Tenemos que intentarlo —dijo Guillermo—. Vámonos. Yo
iré delante. Hemos de irnos. ¡Ni más ni menos!
Salió de la cámara al corredor, y sus compañeros le
siguieron. Jorge llevaba en brazos al perro. Pero pronto se
detuvo Guillermo al ver que el corredor se dividía en dos.
—¿Qué ramal debemos seguir, el de la derecha o el de la
izquierda? —preguntó.
Nadie lo sabía. Jorge encendió su linterna y la proyectó
en todas direcciones, mientras trataba de recordar. El cono
luminoso le permitió ver algo que había ante ella, en el
suelo.
¡Eran dos palos, uno largo y otro corto, en forma de cruz!
Jorge lanzó una exclamación.
—¡Mirad!… ¡Un patrin! Lo ha dejado el Husmeador para
indicarnos el camino de la salida. Seguramente nos habrá
dejado otros en todos los recodos y bifurcaciones.
Tomaron el corredor de la derecha con sus linternas
encendidas. En todos los puntos dudosos veían un patrin
que les señalaba el buen camino.
—¡Otra cruz! ¡Vayamos por aquí! —decía Ana.
—¡Otro mensaje! ¡Sigamos este corredor! —exclamaba
Jorge.
Y, siguiendo estas señales, llegaron sanos y salvos a la
boca de la cueva. Al ver la niebla incluso se alegraron. Al
menos significaba que estaban al aire libre.
—Vamos por los caballos —dijo Guillermo—. Ahora cada
animal tendrá que llevar dos personas.
En el preciso momento en que llegaban al sitio en que
habían dejado los caballos, los perros de los gitanos
empezaron a ladrar.
—¡Nos han descubierto! —exclamó Guillermo,
desesperado—. ¡Corred! Si no nos marchamos en seguida,
nos alcanzarán.
Aún no había terminado de hablar el muchacho, cuando
oyeron una voz que les gritaba:
—¡Alto! ¡Os estoy viendo! ¡Y también a vuestras
linternas! ¡He dicho que alto!
Capítulo XX
UNA MAÑANA DE EMOCIONES

Amanecía. La niebla no era ya oscura, sino blanca, y se


aclaraba por momentos. Los cuatro niños corrían hacia los
caballos, que piafaban con impaciencia al pie del árbol
donde estaban atados. Jorge no podía correr mucho, ya que
tenía que transportar a Tim, que pesaba bastante.
De pronto, el perro empezó a moverse. El aire fresco lo
había reanimado. Tim quería andar con sus propios pies.
Jorge lo dejó cuidadosamente en el suelo, felicitándose
de verse libre de su peso, y Tim empezó a ladrar,
desafiando a los gitanos que salían de sus carromatos con
sus perros.
Los cuatro niños montaron apresuradamente en los dos
caballos, que se sorprendieron al sentir en sus lomos una
carga doble. Guillermo hizo dar media vuelta a su caballo y
se puso en camino, llevando a sus espaldas a Jorge, Ana iba
montada detrás de Enrique, Tim, al parecer mucho mejor,
corría tras ellos. Las patas ya no le flaqueaban.
Los gitanos corrían también, gritando y amenazándoles
con los puños. El padre del Husmeador estaba aterrado, al
ver en libertad a las dos niñas que había dejado atadas,
acompañadas por el perro que había enviado a través del
páramo para tender una celada a los dos chicos.
El gitano se preguntaba quiénes serían aquellos que
habían llegado a caballo y cómo habrían podido encontrar el
camino de la colina, y también cómo era posible que las
prisioneras hubieran acertado a seguir el camino que
conducía a la salida de la cueva.
Los gitanos corrían tras los caballos, pero sus perros se
limitaban a ladrar frenéticamente, pues temían a Tim y no
se atrevían a perseguirlo.
Los caballos iban tan de prisa como les permitía la
niebla, y siguiendo a Tim, que parecía estar mucho mejor,
aunque Jorge temía que fuera sólo la excitación lo que le
impulsaba. Volvió la cabeza y pudo comprobar que, gracias
a Dios, los gitanos ya no lograrían darles alcance.
Aunque no se sabía dónde, el sol brillaba detrás de la
niebla, aquella extraña niebla que procedía del mar, y a la
que pronto conseguiría disipar el astro del día. Jorge
consultó su reloj. Le parecía mentira que fuesen casi las seis
de la mañana y que, por lo tanto, fuera ya el día siguiente.
Se preguntaba qué les habría sucedido a Dick y a Julián y
pensaba, agradecida, en el Husmeador, ya que sin los
mensajes que les había dejado en el interior de la colina,
nunca habrían logrado salir de aquella cárcel subterránea.
También estaba agradecida a Enrique y a Guillermo, al que
abrazó fuertemente por la cintura, por haber ido a salvarlas
en plena noche.
—¿Dónde estarán Julián y Dick? —preguntó Jorge a
Guillermo—. ¿Crees que seguirán perdidos en el páramo?
Deberíamos gritar y buscarlos. ¿No te parece?
—No —respondió Guillermo—. Regresaremos
directamente al picadero. ¡Podrán arreglárselas solos!
Julián y Dick ya habían intentado arreglárselas solos
aquella noche fría y brumosa; pero no habían tenido éxito.
Consultaron sus relojes a la luz de la linterna y vieron que
eran las cuatro y cuarto. Estaban ya cansados de
permanecer entre los arbustos. ¡Ah, si hubieran sabido que
en aquellos momentos Enrique y Guillermo cabalgaban por
el páramo, guiados por Tim, y que estaban no muy lejos del
lugar donde ellos se hallaban!
Salieron del matorral mojados y entumecidos, se
desperezaron y miraron a su alrededor en la noche oscura,
aún invadida por la niebla.
—Andemos —dijo Julián—. Estoy harto de permanecer
aquí encogido, en medio de la niebla. He traído mi brújula.
Si nos dirigimos hacia el Oeste, es seguro que llegaremos al
límite del páramo en un punto próximo a Milling Green.
Los dos muchachos emprendieron la marcha, tropezando
aquí y allá, pues la luz de la linterna cuyas pilas estaban
casi agotadas, era muy débil.
—Pronto no alumbrará —gruñó Dick, sacudiéndola—.
¡Qué mala pata! Apenas da luz y tenemos que consultar
continuamente la brújula.
Julián tropezó con algo duro y estuvo a punto de caer.
—¡Dame eso; pronto! —exclamó, arrebatando la linterna
a Dick.
Dirigió su luz al suelo para ver con qué había tropezado,
y lanzó una exclamación de júbilo.
—¡Mira, es un riel! ¡Hemos encontrado las vías! ¡Vaya
suerte!
—¡Desde luego! —dijo Dick, y lanzó un suspiro de alivio
—. La pila se está acabando. Por lo que más quieras,
procura no apartarte de los raíles. Párate apenas no los
notes bajo tus pies.
—¡Y pensar que estábamos tan cerca de estas vías y no
lo sabíamos! —gruñó Julián—. Hace horas que podríamos
estar ya en el picadero. Confío en que las chicas hayan
regresado sin ningún contratiempo y no hayan dado la voz
de alarma por nuestra ausencia. Habrán supuesto que
volveríamos al amanecer, cuando pudiéramos encontrar las
vías.
Eran las seis cuando llegaron, a trompicones y
extenuados, al picadero. Se dijeron que nadie se habría
levantado aún. Encontraron la puerta del jardín entornada,
tal como la habían dejado Guillermo y Enrique.
Inmediatamente se dirigieron al dormitorio de las chicas,
creyendo que estarían acostadas.
Pero hallaron las camas vacías. Fueron entonces al cuarto
de Enrique, para preguntarle si sabía algo de Ana y Jorge, y
vieron que la cama estaba vacía también, aunque se
observaba que alguien había dormido en ella.
Atravesaron el rellano y entraron en la habitación de
Guillermo.
—¡También se ha ido! —exclamó Dick, sorprendido—.
¿Dónde estarán?
—Despertemos al capitán Johnson —dijo Julián,
ignorando que estaba ausente aquella noche.
En vista de ello, despertaron a su esposa, que se
sobresaltó al verlos, pues creía que estaban muy lejos,
acampados en el páramo.
Y todavía se asustó más cuando oyó las explicaciones de
los chicos y supo que Jorge y Ana no habían vuelto aún.
—¿Dónde estarán? —exclamó, poniéndose
precipitadamente una bata—. Esto me inquieta, Julián.
Pueden haberse perdido en el páramo, o haber caído en
poder de los gitanos. Voy a telefonear a mi marido, y
también a la policía. ¡Señor! ¡Nunca debí permitir que
fuerais al páramo!
Ya había telefoneado, con una expresión de ansiedad y
teniendo a los dos muchachos a su espalda, cuando oyeron
en el patio el ruido de los cascos de los caballos.
—¡Dios mío! —exclamó la señora de Johnson—. ¿Quién
sale a caballo a estas horas?
Todos corrieron a la ventana para ver quién había en el
patio. Dick empezó a gritar de tal modo, que hizo dar un
tremendo salto a la esposa del capitán.
—¡Ana! ¡Jorge! ¡Son ellos! ¡Y Tim!… ¡Y Enrique! ¡Y
Guillermo! ¿Qué significa esto?
Ana oyó los gritos y miró hacia arriba. Aunque estaba
rendida, saludó alegremente con la mano. Jorge empezó a
dar voces.
—¡Julián! ¡Dick! ¡Sabíamos que estaríais ya aquí! Cuando
nos dejasteis, seguimos las vías en dirección contraria y
llegamos de nuevo a la mina.
—¡Y los gitanos nos capturaron! —gritó Ana.
—Pero… ¿qué tienen que ver Enrique y Guillermo con
todo esto? —preguntó la señora de Johnson, diciéndose que
quizá estaba aún dormida—. Pero ¿qué le pasa a Tim.
El perro se había dejado caer de pronto en el suelo. Todo
había pasado; ya estaban en casa. Al fin podía colocar su
dolorida cabeza entre las patas y tratar de dormir.
Jorge saltó inmediatamente del caballo.
—¡Tim! ¡Mi querido Tim. ¡Mi valiente Tim. ¡Ayúdame,
Guillermo! Lo llevaré a mi cuarto y le miraré la herida.
Entre tanto, los demás niños se habían despertado y se
había armado tal algarabía, que la señora de Johnson no
lograba que la escuchasen.
Niños con bata y niños sin bata habían acudido al patio, y
allí gritaban y preguntaban todos a la vez. Guillermo
intentaba tranquilizar a los caballos, excitados por aquella
gritería. Y todos los gallos de los alrededores lanzaban sus
agudos cantos con las cabezas erguidas. La algazara era de
las que hacen época.
De repente el sol brilló esplendoroso y dispersó los
últimos jirones de niebla.
—¡Hurra! ¡La niebla ha desaparecido! —exclamó Jorge—.
¡Y ha salido el sol! ¡Alégrate, Tim. ¡Ahora nos pasarán todos
los males!
Tim fue en parte transportado y en parte arrastrado por
las escaleras, por Guillermo y Jorge. Ésta y la señora de
Johnson le examinaron atentamente la herida. Luego se la
limpiaron.
—Lo mejor habría sido darle un punto —dijo la señora de
Johnson—. En fin, ya se va curando. ¡Qué malvados!
¡Maltratar a un perro de este modo!
Pronto volvió a oírse ruido de cascos en el patio. Era el
capitán Johnson, que llegaba visiblemente inquieto.
Momentos después cruzaba la verja un coche de la policía,
con dos agentes que venían a investigar el caso de las niñas
desaparecidas. La señora de Johnson se había olvidado de
volver a telefonear diciendo que las niñas ya habían vuelto.
—Siento mucho haberles molestado —dijo la señora de
Johnson al sargento—. Las niñas acaban de llegar, pero
todavía no sé bien lo que ha sucedido. Sin embargo, como
están perfectamente, no queremos molestarlos más.
—¡Espere! —dijo Julián, que estaba presente—. Creo que
debe intervenir la policía. En el páramo ha ocurrido algo
muy extraño.
—¿Ah, sí? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó el sargento,
sacando su cuaderno de notas.
—Desde nuestro campamento en el páramo —respondió
Julián— vimos un avión que volaba a muy poca altura,
guiado por una lámpara colocada por los gitanos en un pozo
de arena.
—¿Una lámpara colocada por los gitanos? —exclamó
sorprendido, el sargento—. ¿Con qué fin guiarían a ese
avión? Supongo que aterrizaría.
—No, no aterrizó —dijo Julián—. Y a la noche siguiente
volvió y voló también muy bajo, describiendo círculos… Pero
esta vez arrojó unos paquetes.
—¿Paquetes? —exclamó el sargento, vivamente
interesado—. Seguramente iban destinados a los gitanos…
—Sí —afirmó Julián—. Pero no demostraron tener buena
puntería. Los paquetes cayeron a nuestro alrededor, tan
cerca, que echamos a correr, temiendo que fuera algo
explosivo.
—¿Tenéis alguno de esos paquetes? —preguntó el
sargento.
Julián repuso:
—Sí, reunimos muchos. Y uno lo abrí.
—¿Qué había dentro?
—Billetes de banco. Dólares. En un solo paquete había
varios fajos de veinte billetes de cien dólares… ¡Cayeron
miles de dólares a nuestro alrededor!
El sargento miró a su compañero.
—¡Al fin se ha aclarado el enigma! Esto explica algo que
no comprendíamos y nos llevaba de cabeza. ¿Verdad,
Wilkins?
Wilkins, el agente, asintió.
—Desde luego. Esto lo explica todo. La banda que tiene
la imprenta en el norte de Francia, trae aquí los billetes en
avión.
—Pero ¿por qué han de arrojar los paquetes a los
gitanos? —preguntó Julián—. ¿Por qué precisamente a esa
gentuza? Además, pueden traerlos a la vista de todos. Traer
dólares aquí no es ningún contrabando.
—Pero no se pueden traer billetes falsos, amiguito —dijo
el sargento—. Estoy seguro de que esos billetes son falsos.
Los falsificadores tienen su cuartel general cerca de
Londres, y apenas reciben los paquetes que les entregan los
gitanos, empiezan a hacerlos circular como si fueran
buenos, pagando facturas de hotel y comprando toda clase
de mercancías.
—¡Claro, claro! —exclamó Julián—. No se me había
ocurrido que los billetes pudieran ser falsos.
—Hace tiempo —dijo el sargento— que estábamos
enterados de la existencia de esa banda, pero todo lo que
sabíamos de ella era que imprimían billetes falsos en el
norte de Francia, y que otros gangsters que residían cerca
de Londres los ponían en circulación. Pero ignorábamos
cómo los traían aquí y quién los llevaba a Londres.
—Y ahora ya lo sabemos todo —dijo Wilkins—. Ha sido
una buena noticia, sargento. Os habéis portado muy bien,
muchachos. Habéis descubierto lo que nosotros llevábamos
meses tratando de descubrir.
—¿Dónde están esos paquetes? —preguntó el sargento
—. ¿Los habéis escondido o los tienen los gitanos?
—Los hemos escondido —dijo Julián—. Pero supongo que
los gitanos los estarán buscando por todas partes. De modo
que lo mejor sería que fuéramos ahora mismo al páramo.
—¿Dónde los habéis escondido? —preguntó el sargento
—. ¿Están en lugar seguro?
—¡Oh, sí, muy seguro! —respondió Julián—. Voy a llamar
a mi hermano, pues ha de venir con nosotros. ¡Oye, Dick!
Ven. Te voy a dar una noticia muy interesante.
Capítulo XXI
SE ACLARA EL MISTERIO

La señora de Johnson se mostró intranquila al enterarse


de que la policía se llevaba a Julián y a Dick al páramo.
—Estos chicos están en ayunas. Han de tomar algo. ¿No
pueden esperarse?
—No conviene —dijo el sargento—. No se preocupe,
señora. Estos muchachos son fuertes.
—Les advierto —dijo Julián— que no creo que los gitanos
sean capaces de encontrar los paquetes. De modo que no
importa que esperen hasta que hayamos comido algo. Estoy
hambriento.
—Bien —dijo el sargento, guardándose el cuaderno de
notas—. Tomen algo y después nos marcharemos.
Naturalmente, cuando Jorge, Ana y Enrique se enteraron
de la nueva expedición al páramo, dijeron que ellas también
querían ir.
—¿Cómo se entiende? ¿Dejarnos a nosotras fuera? —
exclamó Jorge, indignada—. ¡Ni pensarlo! Ana también
quiere ir.
—Y Enrique lo mismo —dijo Ana, mirando a Jorge—,
aunque no estaba allí y no pudo ayudarnos a buscar los
paquetes que tiraba el avión.
—¡Claro que también ha de venir Enrique —dijo en
seguida Jorge, con gran satisfacción de Enrique.
La valentía de Enriqueta al ir a libertarlas con Guillermo
había impresionado a Jorge, y más aún cuando vio que no
se vanagloriaba de su hazaña. Y es que Enrique había
comprendido que era Guillermo el verdadero héroe de la
aventura, y —cosa inesperada— se había mostrado
modesta.
Tras un buen almuerzo, se puso en camino una
expedición numerosa. La señora de Johnson se había
apresurado a preparar buenos platos de huevos fritos con
bacon. Entre tanto, y de vez en cuando, lanzaba
exclamaciones al pensar en lo que había sucedido en el
páramo.
—¡Esos gitanos!… ¡Y ese avión que vuela bajo y arroja
grandes cantidades de dinero!… ¡Y esas pobres niñas
atadas en una cueva!… ¡En mi vida había oído nada
semejante!…
El capitán Johnson tomó también parte en la expedición.
Apenas podía dar crédito al extraordinario relato de los
cuatro, mejor dicho, de los cinco, incluyendo al buen Tim.
El perro llevaba un gran parche en la cabeza y lo exhibía
con arrogancia de héroe. ¡Cuando lo viera Liz!…
Los expedicionarios eran diez, incluyendo a Tim, pues
Guillermo se incorporó también al grupo. Éste había
intentado averiguar dónde había escondido Julián los
paquetes, pero no lo consiguió. Julián no quiso decírselo a
nadie: deseaba que el escondite fuese para todos una
verdadera sorpresa.
Al fin llegaron a la mina. No se habían separado de las
viejas vías en ningún momento. Julián se detuvo en el borde
de la mina y señaló el campamento de los gitanos.
—Mirad. Se preparan para ponerse en camino. Estoy
seguro de que la fuga de las niñas los tiene atemorizados.
Sospechan, y con razón, que ahora se descubrirá todo.
La caravana se puso en marcha lentamente.
—Wilkins, apenas regrese disponga que se vigile a todos
los gitanos que se alejen de sus carromatos —dijo el
sargento—. Seguramente, alguno de ellos se dirigirá a un
lugar determinado para hacer entrega de los paquetes
arrojados desde el avión. Si no perdemos de vista los
carromatos ni a los que viajan en ellos, pronto
descubriremos a la banda que hace circular los billetes
falsos.
—Estoy seguro de que las entregas las hace el padre del
Husmeador —dijo Dick—. Por lo menos, él es el cabecilla.
Todos siguieron con la vista a la caravana que se iba
alejando. Ana se preguntaba qué le habrían hecho al
Husmeador, y Jorge pensaba también en él. Recordaba la
promesa que había hecho al muchacho a cambio de su
ayuda. Le había prometido que tendría una bicicleta y una
casa desde la que podría ir en la bicicleta al colegio. Tal vez
no volviera a ver jamás al pobre y sucio gitanillo; pero si lo
veía, cumpliría su palabra.
—A ver. ¿Dónde está ese misterioso escondite? —
preguntó el sargento cuando Julián dejó de seguir con la
mirada los carromatos.
Julián había intentado distinguir al Husmeador y a Liz,
pero no le había sido posible: la caravana estaba demasiado
lejos.
—Vengan —dijo Julián.
Y se dirigió al sitio donde los raíles aparecían cortados.
Allí estaba la frondosa aulaga y, casi oculta bajo el arbusto,
la vieja locomotora.
—¿Qué es eso? —preguntó el sargento, extrañado.
—La máquina que arrastraba los vagones cargados de
arena de la mina —repuso Dick—. Por lo visto, hace muchos
años, se enemistaron los dueños de la mina con los gitanos,
y éstos arrancaron los rieles, lo que motivó el
descarrilamiento de la máquina, que debe de estar aquí
desde entonces.
Julián pasó al otro lado de la aulaga, se acercó a la
chimenea y apartó la rama que la cubría. El sargento
observaba sus manipulaciones con visible interés. Dick
extrajo la arena de la chimenea y sacó un paquete. Hasta
este momento no había cesado de temer que hubieran
desaparecido.
—¡Aquí tiene uno! —exclamó, entregando el paquete al
sargento—. Hay muchos más. Ahora buscaré el que abrí.
¡Mire, aquí está!
El sargento y Wilkins miraban, atónitos, cómo sacaba
Julián los paquetes de aquel extraño escondite.
Comprendían que los gitanos no hubieran logrado
descubrirlo. A nadie se le ocurriría mirar en el interior de la
chimenea de la vieja locomotora, aunque hubieran dado con
ella a pesar de lo escondida que estaba.
El sargento echó una mirada a los billetes de cien dólares
del paquete abierto y lanzó un silbido.
—¡Éstos son! Ya habíamos visto algunos de estos billetes
tan perfectamente falsificados. Si la banda hubiera recibido
estos paquetes, los perjuicios de tener un dinero que no
vale nada habrían alcanzado a muchos. ¿Cuántos paquetes
había?
—Varias docenas —repuso Dick, y sacó algunos paquetes
más de la chimenea—. ¡Vaya! No llego a los del fondo.
—No te preocupes —dijo el sargento—. Cúbrelos con
arena y mandaré a un hombre para que los saque con un
palo. Los gitanos son los únicos que podrían buscarlos, y se
han ido. ¡Esto ha sido estupendo! Gracias a vosotros,
muchachos, se ha descubierto algo muy importante.
—Lo celebro —dijo Julián—. Oigan —añadió—,
permítannos ir a recoger lo que nos dejamos ayer aquí. Nos
tuvimos que ir precipitadamente, sargento, y nuestro
equipaje se quedó en la mina.
Jorge y Julián se dirigieron a la mina y Tim los siguió.
De pronto, el perro lanzó un gruñido y Jorge se detuvo,
con la mano en el collar de Tim.
—¿Qué pasa, Tim. Debe de haber alguien por aquí, Julián.
A lo mejor, es algún gitano.
Pero Tim dejó de gruñir y empezó a mover la cola. De
pronto, se libertó de la mano de Jorge y echó a correr hacia
una de las cuevas que se abrían en los costados arenosos
de la mina. Estaba grotesco con su parche en la cabeza.
Entonces salió Liz de la cueva, y apenas vio a Tim,
empezó a dar volteretas tan rápidamente como podía. Tim
la miraba atónito. ¡Qué perro tan raro! ¿Cómo podía hacer
aquello?
—¡Husmeador! —gritó Jorge—. ¡Sal! Sé que estás ahí
dentro.
En la boca de la cueva apareció un rostro pálido y
apenado y luego un cuerpecillo flacucho. El gitanillo estaba
en pie en la mina con un gesto de temor.
—Me escapé —dijo, señalando con la cabeza el lugar
donde habían acampado los gitanos.
Luego se acercó a Jorge.
—Me prometió comprarme una bicicleta —le recordó.
—Ya lo sé —dijo Jorge—. Y la tendrás, Husmeador. Si no
nos hubieras dejado mensajes, nunca habríamos podido
salir de la colina.
—Y también me dijo que viviría en una casa desde la que
podría ir en bicicleta al colegio —dijo el Husmeador, con
vehemencia—. No puedo volver al lado de mi padre. Me
mataría de una paliza. Vio los patrins que dejé en la colina y
me persiguió un buen rato por el páramo. Pero no pudo dar
conmigo porque me escondí.
—Haremos todo lo que podamos por ti —le aseguró
Julián, compadecido de aquella pobre criatura abandonada.
Husmeador aspiró por la nariz.
—¿Dónde tienes el pañuelo? —preguntó Jorge.
El gitanillo lo sacó del bolsillo, limpio y bien doblado
como de costumbre, y lo mostró a Jorge, dirigiéndole una
mirada radiante.
—Siempre serás el mismo —dijo la niña—. Oye, si quieres
ir al colegio, has de dejar de hacer ese ruido tan feo con la
nariz y usar el pañuelo. ¿Entendido?
El Husmeador asintió, pero volvió a guardarse
cuidadosamente el pañuelo bien doblado en el bolsillo. En
esto, el sargento entró en la mina y el gitanillo echó a correr
inmediatamente.
—Es un chiquillo muy gracioso —dijo Julián—. Bueno,
como supongo que su padre irá a la cárcel por su
intervención en este asunto, el Husmeador podrá dejar su
vida de gitano y habitar en una casa. Creo que podremos
encontrarle alguna vivienda donde esté bien.
—Y yo cumpliré mi palabra y le compraré una bicicleta
con mi dinero —dijo Jorge—. ¡Se la merece! Fíjate en Liz.
Está embelesada ante Tim y su parche. No te des tanta
importancia por tu herida, Tim.
—¡Husmeador! —le llamó Julián—. ¡Ven aquí! No temas a
este policía. Es amigo nuestro y nos ayudará a escoger tu
bicicleta.
El sargento se sorprendió al oír lo que decía Julián, pero
lo importante es que el Husmeador volvió inmediatamente.
—Bueno, ya nos podemos ir —dijo el sargento—.
Tenemos lo que queríamos y Wilkins ha ido a avisar que se
vigile a los gitanos. Cuando hayamos aclarado todos los
detalles de este asunto de falsificación de billetes
respiraremos a nuestras anchas.
—Supongo que Wilkins habrá seguido las vías del
ferrocarril —dijo Julián—. Es muy fácil perderse en el
páramo.
—Sí —repuso el sargento—. Como sabía que vosotros os
habíais perdido, ha adoptado la precaución de seguir los
raíles. Y añadió que el páramo era un lugar magnífico por la
paz que reinaba en él.
—En verdad —dijo Dick—, parece imposible que este
lugar haya sido ni pueda ser escenario de acontecimientos
misteriosos… Sin embargo, me satisface haberme visto
mezclado en este enigma de los billetes falsos. Ha sido una
aventura emocionante.
Regresaron todos juntos al picadero, adonde llegaron a la
hora de comer, y con el apetito suficiente para hacer honor
a la abundante comida que había preparado la señora de
Johnson. Las chicas subieron a sus habitaciones para
lavarse, y Jorgina entró en la de Enriqueta.
—Enrique —le dijo—, te agradezco mucho lo que has
hecho por nosotras. Te has portado tan bien como un chico.
—Gracias, Jorge —respondió Enriqueta, sorprendida—. Tú
eres todavía mejor que un chico.
Dick, que pasaba en aquel momento por el corredor, las
oyó, se echó a reír y asomó la cabeza por la puerta.
—¡Eh! Guardad para mí alguno de esos piropos.
Decidme, por ejemplo, que valgo tanto como una chica…
La respuesta que recibió fue un cepillo y un zapato
lanzados con admirable puntería, por lo que echó a correr,
riendo.
Desde la ventana de su dormitorio, Ana contemplaba el
páramo. ¡Qué apacible aparecía bajo el cielo de abril! Nadie
hubiera creído que existiera en él el misterio.
—Sin embargo, este nombre es muy apropiado para ti —
dijo Ana—. Estás colmado de misterios y aventuras. Tu
última aventura la reservabas para nosotros. La llamaré
«Los Cinco en el Páramo Misterioso».
Es un bonito nombre, Ana. También nosotros la
llamaremos así.

FIN
ENID BLYTON. Nació en 1897, en Dulwich, localidad al sur de
Londres, Inglaterra. Tuvo dos hermanos. Sin duda ha sido la
autora de libros infantiles y juveniles más leída del mundo
entero.
Desde pequeña le gustaba mucho leer. Entre sus libros
favoritos se cuentan Alicia en el país de las maravillas y
Alicia a través del espejo de Lewis Carroll. Leía todos los
libros de cuentos y leyendas que caían es sus manos. Según
nos cuenta ella misma en un libro sobre su vida, se leyó dos
veces de cabo a rabo una enciclopedia infantil que la animó
a leer más y más. Y también le gustaba la poesía.
Después de iniciarse en los estudios de medicina, los
abandonó para estudiar magisterio movida por una fuerte
inclinación hacia la juventud. Cuando era maestra lo que
más le gustaba era explicar cuentos.
En 1924 se casó y tuvo dos hijas, Gillian e Imogen. Aunque
tanto Gillian como Imogen ya son mayores, todavía
recuerdan como su madre escribía una historia detrás de
otra con la máquina de escribir encima de sus rodillas; en el
jardín cuando el tiempo era bueno y junto al fuego durante
el invierno.
Desde pequeña, Enid Blyton quiso ser escritora y empezó a
escribir muy pronto, y nunca dejó de hacerlo, pero tuvieron
que pasar muchos años antes de que pudiera publicar su
primer libro. Escribió unas setecientas obras llenas de
acción y suspense entre los años 1915 y 1968, año en el
que falleció. Sólo en los diez últimos años se vendieron en el
mundo más de cien millones de ejemplares de sus libros.
Enid Blyton es su verdadero nombre y la reproducción de su
firma aparece en muchos de sus libros.

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