Antologia Fantastica

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CONTINUIDAD DE LOS PARQUES (JULIO CORTÁZAR)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el
dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con
el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión
novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a
línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la
sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo
de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las
caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía
la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados
rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía
seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla
correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta
distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no
debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres
peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras
de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto,
dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y
entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

La Soga (Silvina Ocampo)

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque
de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos
juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que 2servía otrora para atar
los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los
juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete
años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que
quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el
caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca
para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia
delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a
morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en
los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego.
Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a
regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito
lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos
hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”La soga
parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de
ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco
viscosa y desagradable, en mí opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas,
entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de
echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar
atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse
hacia delante, para retorcerse mejor. Si alguien le pedía:—Toñito, préstame la soga. El
muchacho invariablemente contestaba:—No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el
sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.
Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se
alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos,
en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el
nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.”
Y Prímula obedecía. Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la
precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que
todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la
soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La
cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito.
Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a
él, lo velaba.

El automóvil (Silvina Ocampo)

Braman los automóviles: se están volviendo humanos, por no decir bestiales. Fui al
autódromo donde corría Mirta. Desde que nació quiso participar en carreras de automóviles.
Yo traté de disuadirla pero se enardecía más al verme en desacuerdo. Pretendía hacer
conmigo la vuelta del mundo en automóvil, porque decía que en un automóvil uno lleva todo
lo que uno quiere y tiene, incluido el mismo corazón. Me amaba, no sé si tanto como yo la
amaba a ella aunque considerase ridículas casi todas sus ambiciones. Que una mujer
pretendiera correr en las grandes carreras de 3automóviles y en primera categoría me parecía
un síntoma de locura. Siempre pensé que las mujeres no sabían manejar. Cualquier otra cosa
podía esperar de ellas, por ejemplo que manejaran una máquina aspiradora, un tractor, un
grabador, un avión, una calculadora, una plancha, una máquina de cortar pasto, una
computadora; si alguna vez le comuniqué estos pensamientos, se sintió insultada, pero yo no
cambiaba de parecer. Conseguimos después de nuestro casamiento un automóvil espléndido.
A mi padre le sobraba el dinero y me lo regaló para que pudiera hacer un viaje de descanso. Yo
trabajaba seriamente, en una casa editora que me exigía muchos sacrificios. Este automóvil
fue un verdadero don del cielo, pues Mirta, que vivía descontenta con su suerte, empezó a
gozar realmente de la vida. Madrugaba ¿para qué? Para subirse directamente al auto y
abrazarse al volante; nunca estaba cansada como antes cuando se desmayaba por todo. Había
embellecido notablemente. A mi juicio no necesitaba tanta belleza. Su pelo brillaba con furor,
sus ojos revoloteaban como los de un niño, su agilidad parecía apta para cualquier prueba de
trapecio o de baile acrobático, ganaba premios en concursos de natación y de zapateo. Tenía
treinta años pero no los representaba; parecía tener sólo veinte y a veces quince. Algo, o
mucho, me inquietaba en ella: su facilidad para enamorarse. Alguien que tuviera una linda voz,
hasta por teléfono, alguien que tuviera unas preciosas manos, hasta con guantes, alguien muy
atrevido o alguien muy tímido, que apenas conocía, alguien con los ojos casi violeta, hasta
bizcos, bastaba para seducirla al máximo de la seducción. Nadie necesitaba violarla, ella misma
era capaz de violarse para dar placer a alguien. Había que poner fin a ese estado de cosas, de
otro modo me exponía a matarla en el paroxismo de mis celos. Resolví que nos iríamos de
viaje. ¿De dónde sacaría yo tanto dinero?. Tengo dinero, ¿por qué voy a ocultarlo?, pero a
veces los que tienen más dinero no saben emplear ese caudal de un modo razonable y se
vuelven más pobres que los pobres. Vendí todo lo que tenía; le pedí dinero a mi madre,
prometiendo pagar la deuda con mercaderías extranjeras que podría ella vender en su
boutique. Conseguí todo porque mi alma en llamas es capaz de cualquier cosa para conseguir
algo que me salve de una vida que no soporto. Conseguí hasta parecer pobre, ya que nada me
bastaba. Zarpamos de Buenos Aires una mañana preciosa de otoño, en un barco que nos
llevaba con nuestro automóvil, nuestro amor y nuestra alegría. Rompíamos las amarras: todo
lo que era tedio o sufrimiento quedaba en el puerto, entre las personas que agitaban sus
pañuelos, algunas con lágrimas, porque éramos queridos por amigos y amantes. La travesía fue
tan feliz que se disolvió en nuestro recuerdo como un merengue en la boca. Pero la llegada al
puerto final de la travesía fue el comienzo de nuestros inconvenientes. Retirar el automóvil,
primero de la bodega y después de la aduana, resultó molesto. No lo habíamos previsto.
Cuántos trámites tuvimos que hacer antes de recuperarlo: aparentemente los papeles no
estaban en regla. Mirta no dormía ni reía; se sentía culpable, como si hubiera robado el auto.
Después de muchas discusiones en que no entendíamos las malas palabras que nos
propinaban, todo se aclaró: los papeles estaban en orden. Cuando Mirta se vio frente al
automóvil en tierra firme, casi desnuda se abrazó a la máquina. Es difícil abrazar a un
automóvil, pero ella supo hacerlo. Espero que a ningún hombre se haya abrazado de esa
forma. Con violencia la arranqué del capot. "¿Qué significan estas escenas?", le grité, al verla
en posturas tan provocativas. "Si te violan después, no te quejes." Un fotógrafo que 102
pasaba por azar la fotografió. Era un periodista, sin duda. Este fue mi primer encono contra
Mirta. La zamarreé y la obligué a seguirme. Se puso a llorar. Nos reconciliamos, pero no fue
por mucho tiempo. Yo 4añoraba la vida del barco, donde las horas transcurrían inadvertidas.
Mirta quería llegar pronto a París, para anotarse en una carrera de automóviles. Le dije que sus
pretensiones eran inauditas, que manejaba mal, que ni a una niña de diez años se le ocurría
semejante locura. Ya me había fastidiado bastante con sus incipientes carreras en la provincia
de Buenos Aires, como la única mujer "Reina del volante" que salía fotografiada de improviso
en todas las revistas. Insistí en no ir directamente a París, en aprovechar el viaje, aunque sólo
fuera por veinte días, para conocer las ciudades, la arquitectura, la pintura, la escultura, las
iglesias, los jardines, el paisaje de esa región de Francia. Mis argumentos eran serios: estando
en la misma tierra donde surgieron, sería una vergüenza no conocer las obras de arte y los
edificios más celebres que podían admirarse en las tarjetas postales y en las guías turísticas.
Mirta accedió; declaró que de paso, en el trayecto, practicaría mejor el manejo del automóvil,
que tanto le criticaba. Hicimos un viaje maravilloso; yo dormía todo el tiempo, hasta que un
día, cansado de tantas cosas interesantes, me encerré en el hotel y ella se fue sola. Sufrí como
un animal herido, creyendo que nunca volvería, pues apasionada como era, podía cometer
cualquier locura. Volvió tardísimo, sin disculparse. Me dijo que encontró a un francés
maravilloso, periodista sin duda, que en cinco días le enseñaría a hablar francés
correctamente, por lo que pensó que deberíamos quedamos en ese hotel tan lujoso y de
nombre tan sencillo: se llamaba La Liebre Feliz. Me mostró el cuaderno con las anotaciones
que el francés le puso, convenciéndola de que era más fácil la lengua francesa que la española,
tan llena de chistidos. Sin duda creyó que era española. En el cuaderno figuraban las palabras
más fáciles de recordar en francés que en español: Cheri era "querido", bleu era "azul", rue era
"calle", chien era "perro”, baile era "pelota", auto era "automóvil”, seul era "solo", ciel era
"cielo". No se podía negar que las palabras francesas eran más simples. Se guardaba bien de
decirle que soleil correspondía a “sol", y arbre a "árbol", y bleu—ciel a "celeste". Durante cinco
días Mirta tomó lecciones con el francés, que era un insolente. Cuando nos traían café, bebía
todo el contenido de la cafetera y peinó con mi peine su pelo grasiento. Usaba un mechón de
pelo sobre el ojo derecho y sacudía la cabeza, no para quitárselo sino para colocárselo, como
hacen las mujeres. Le pregunté un día qué malas palabras hay en francés, las que se usan
ahora, porque las palabras van con la moda. Espéce de con –dijo—. —¿Qué otra?. —Merde,
tonnerre de Dieu. —¿Por qué la palabra que designa el sexo es una mala palabra?. —No sé.
Averígüelo por otro lado. No soy un diccionario. En realidad no me interesaban esas
nimiedades del idioma, pero no sabía de qué hablarle cuando nos encontrábamos uno frente a
otro, mientras Mirta se encerraba en el cuarto de baño para lavarse el pelo. Pasamos unos
días, si no hubiera sido por el francés, agradables. Nunca vi árboles tan lindos ni playas tan
acogedoras. Extrañaba el cielo de Buenos Aires, el canto de los pájaros insolentes que tenemos
en la lánguida luz de las tardes en que todo se desmaya, hasta el aire, hasta las brisas, hasta el
canto de algunos pájaros desvelados, hasta el corazón que los escucha. Mirta insistía en la
necesidad de aprender el francés correctamente. En los restaurantes trataba de hablar en
francés con el mozo, que parecía un actor de cinematógrafo. Un papagayo en la entrada del
hotel era un pretexto para contribuir a la relación que había entre el joven profesor de francés
y el mozo, que andaba siempre con un escarbadientes en la boca, de diente en diente.
¿Estábamos en París o soñábamos? El corazón de Mirta latía con esa rumor salvaje que se oye
en las carreras de automóviles, de noche. No podía dormirme; tenía que mirarla para
asegurarme de que no era un automóvil ni un violín, ni un cambio de velocidades, que era un
5ser humano el que dormía a mi lado, que era un ser humano el que me abrazaba. La
abandoné a sus sueños una noche en que el latido de su corazón movía la cama con
demasiado ardor. Aquella noche me confesó que se había inscrito en una carrera, no muy
importante, pero carrera al fin. Resolví verla por televisión y no acudir al autódromo. Mirta se
vistió aquel día con un traje muy elegante. Ella, que rara vez se ocupaba de elegir ropa
adecuada para las circunstancias, ese día se preocupó. Para que la divisara mejor, eligió un
tono de color rojizo para el suéter y un pañuelo azul marino para el cuello. Vi la carrera en el
televisor del hotel. Me apenó mucho que no ganara, pero me consolé: los desencantos tal vez
enfriaran su pasión por las carreras y podríamos llevar una vida normal, sin sobresaltos. Nada
es tan horrible como una pasión no compartida cuando se ama realmente a alguien. Sentía
que mi vida se desgastaba oyéndola hablar de automóviles, sin poder compartir ni reconocer
las marcas, ni sus potencias ni sus perfecciones. La mujer de un cuadro de Ingres me hubiera
satisfecho más que esos autos que extasiaban a Mirta. Una noche volvió del cine, después de
las once. No me dijo qué fue a ver ni con quién, pero sospecho que el francés había llegado. No
le reproche su conducta. Nunca me había ignorado hasta tal punto. Creo que le dolió no ser
aplaudida por sus proezas, aunque no lo fuera simplemente por haberse inscrito en una
carrera sin mi consentimiento o mi cariñosa atención. Por la noche sentí latir su corazón de
automóvil a mi lado y sus ojos debajo de los párpados, cerrados, que se movían como si vieran
algo, algo movedizo, huidizo. Me levanté y me acosté en el suelo para poder dormir; dicen que
es bueno para la columna vertebral, pero ni se me ocurrió pensar en la columna. Ella no
advirtió mi inquietud ni mi ausencia de la cama. Semidormida, parecía más dormida que
totalmente dormida. No fue sino después del alba cuando pude recobrar mi lugar en la cama.
Vivir es difícil para cualquiera que ama demasiado. No podía alejarme de Mirta sin morir, ni
acercarme, sin también morir. Elegí alejarme. Un día salí temprano, para ver museos, palacios
y jardines, las orillas del Sena, las catedrales, las más diminutas iglesias; cuando volví a la
noche, como después de un largo viaje, Mirta no estaba en el hotel. Salí de nuevo. En vano la
busqué por todas partes. Al volver a la madrugada, me pareció que oía su respiración. Era un
automóvil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel. Me acerqué: en
el interior no había nadie. Lo toque, sentí vibrar sus vidrios. Tan enloquecido estaba que me
pregunté si sería Mirta. Entré en el hotel. En la conserjería no había ningún mensaje para mí. El
portero no sabía quién había dejado ese automóvil. De pronto pasó algo inexplicable.
Suavemente el automóvil empezó a alejarse. Traté de alcanzarlo, pero no pude. Desde ese día,
busco el automóvil por la ciudad. Más de una vez lo vi, me puse en su camino, sin lograr nunca
descubrir quién lo manejaba, ni morir bajo sus ruedas. Vivo en París, porque sólo en París
puedo alcanzar mi esperanza, cumplir mi deseo. Hay gente que me aplaude. "Qué lindo vivir
aquí." Otra gente se pregunta: "¿Por qué diablos se fue a vivir a París?". Anoche, después de
salir en busca del automóvil, que no encontré, escribí una carta a Mirta, que le dejaré en la
conserjería del hotel. Acá viviré mientras tenga plata para seguir gastando. Cuando se acabe,
buscaré trabajo. Querida Mirta, A qué me servirá vivir si no estás a mi lado. Amar en exceso
destruye lo que amamos: a vos te destruyó el automóvil. Vos me destruiste (no lo digo con
ironía). En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible máquina que
encerraba tu corazón acelerado, cuando dormíamos juntos. Ahora te busco sin cesar, pero tu
velocidad no me permite 6arrojarme bajo tus ruedas. Además, nunca sé por dónde pasarás.
Tal vez podría acostarme en medio de las calles por donde pienso que pasarás. Eran tantas las
calles que te gustaban que no puedo saber cuál vas a elegir. No comprendo cómo llegué a tan
absoluta renuncia de mí mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por mí. Soy un
verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, sólo un recuerdo. Lo actual no
me importa. Débilmente vuelven a mí versos que me gustaron y que retuve en la memoria,
fortalecida por la nostalgia; versos que fluyen como ríos, rodeando imágenes de árboles
genealógicos o reales, árboles del mundo entero que no olvido: "Es lo que llaman en el mundo
ausencia / fuego en el alma y en la vida infierno". Lo demás no existe, las ganancias, los precios
de las cosas, la vida en la ciudad, los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las
revoluciones, el prestigio, el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podés estar
segura, cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima por un
instante frente al automóvil que te lleva.

Los objetos (Silvina Ocampo)

Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con una rosa
de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en ciertas ocasiones,
cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de gala. Sin embargo, cuando la perdió,
no compartió con el resto de la familia, el duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los
objetos le parecían reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban
su casa y a los perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de una cadena
de plata, con una medalla de la virgen de Luján, engarzada en oro, que uno de sus novios le
había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que fatalmente perdemos, no la
apenaba como al resto de su familia o a sus amigas, que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas
había visto su casa natal despojarse, una vez por un incendio, otra vez por un
empobrecimiento, ardiente como un incendio, de sus más preciados adornos (cuadros, mesas,
consolas, biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de
porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos y
de barbas), horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de
indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos la despojarían un día de algo
muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las demás personas que
lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla como personas, en procesiones,
especialmente de noche, cuando estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil,
o simplemente cuando hacía el recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le
molestaban como insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta
de imaginación se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos,
mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta. Una tarde de
invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al cruzar una plaza se
detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos Aires! Hay otras ciudades con
plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los caminos, las casas que la rodeaban; esa luz
que aumenta a veces la sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el cielo, acariciando
sus guantes de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los
ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más de quince años.
Con la emoción que produciría a los santos el primer milagro, recogió el objeto. Cayó la noche
antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de su brazo izquierdo la pulsera.
Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la pulsera
no se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus juegos, y a su
marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del diario. Durante muchos días, a
pesar de la indiferencia de los hijos y de la desconfianza del marido, la despertaba la alegría de
haber encontrado la pulsera. Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente
habían muerto. Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida;
los recordó con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo un
orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de roca, con el
pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de bronce, que sostenía una
antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el almohadón de mármol, a rayas celestes,
con borlas; el anteojo de larga vista, con empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los
monos de marfil, con canastitas llenas de monitos. Del modo más natural para ella y más
increíble para nosotros, fue recuperando paulatinamente los objetos que durante tanto
tiempo habían morado en su memoria. Simultáneamente advirtió que la felicidad que había
sentido al principio se transformaba en malestar, en un temor, en una preocupación. Apenas
miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido. Desde la estatua de bronce con la
antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta el dije con el corazón atravesado con una
flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en
las tiendas, en los hoteles, en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el
calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos juguetes, que pertenecían a su
infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores, pensarán que sólo busco el
asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los juguetes eran otros parecidos a aquéllos y
no los mismos, que forzosamente no existirá una sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo
calidoscopio. El capricho quiso que el brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa
en tinta china y que el calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de
Camila Ersky. Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética,
lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los camarines de los
teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por una serie de
coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un
circo de material plástico. Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de
diario. Varias veces quiso depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una
escalera o en el umbral de alguna puerta. No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par
en par, aspiró el aire de la tarde. Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su
cuarto, como había soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche.
Vio que los objetos tenían 8caras, esas horribles caras que se les forman cuando los hemos
mirado durante mucho tiempo. A través de una suma de felicidades Camila Ersky había
entrado, por fin, en el infierno.

Jorge Luis Borges: El brujo postergado

En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que
don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo. El día que llegó
enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo
recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de comer. Le
señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de
comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica.
Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que
temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella
merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las
artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó
a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta
que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran.
Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada,
hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos.
Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete
con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres
con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba
muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho
estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios.
Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de
luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban
eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también
que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron
sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas se dirigió con mucha alegría
al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa.
Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había
reservado el 9decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y
que partiesen juntos para Santiago. Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con
honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado
de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le
recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que
había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había
determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio
que asentir. Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos
años recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal, dejando
en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua
promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le hizo saber que había reservado el
arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado
favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los
cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás.
Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le
pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él
que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El
miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino.
El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño),
dijo con una voz sin temblor: —Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche
encargué. La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se
halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su
ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su
parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con
gran cortesía. (Del Libro de Patronio del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro
árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches)

La noche boca arriba, Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida. A mitad del largo
zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta
del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que
eran las nueve 10menos diez; llegaría con tiempo sobrado adónde iba. El sol se filtraba entre
los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre-
montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento
fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de
comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable
del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y
amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos
bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar
por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario
relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se
lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó
con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo.
Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y
sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el
brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo
alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había
estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la
náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia
próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. “Usted
la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos,
despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un
trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial
llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con
toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al
policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un
accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta
no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron
y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía
poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo,
pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado.
Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la
ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que
le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las
contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de
radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una
lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se
puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de
una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le
brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como
sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de
donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en 11cambio vino una fragancia compuesta y oscura
como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir
de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en
lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los
motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación
del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había
participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra
atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar
inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó,
tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro
lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte
del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que
escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el
miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar
al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar
el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los
tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió
una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la
cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era
de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su
vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo
kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un
buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba
el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros
enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco
que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del
muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de
líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo
sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un
estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la
vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin
embargo en la calle es peor; y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a
puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue
desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían
suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente
viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco
incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el
sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer
hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que
estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era
menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en
un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad 12y el
silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba
a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba
el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba
el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas
felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al
mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la
oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo
profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los
guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho.
Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los
sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del
tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal
en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las
ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al
cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y
los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde
atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía, la
penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared
del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja.
Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había
tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan
cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la
mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las
treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La
ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo
que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa
nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él
hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal
contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio
mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y
auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo
el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta
afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas
pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía
de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a
humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender.
Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba 13estaqueado en el piso, en
un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el
mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado.
Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose
entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba
en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba
en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba
porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final
inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya
los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las
mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un
esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso,
retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo
derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio
abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con
el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con
desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió
alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo.
Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes
mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo
llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se
iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara
ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca,
pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban
llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo
rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de
noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada
de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo
que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto
hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y
el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca
de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara
donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al
otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la
noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo,
y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la
piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que
arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza
apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,
porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a
muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él
con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora
sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el
otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas
de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un
enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño
también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la
mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. FIN

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