Capek Karel La Krakatita PDF
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LA KRAKATITA
UNA FANTASÍA NUCLEAR
C O L E C C I Ó N N A R R A T I VA S D E L O L I V O A Z U L │ 2 0 1 0
Título original:
Krakatit
Composición: www.xul.es
Impresión: Graneas La Paz • Torredonjimeno • Jaén
Printed in Spain
ADVERTENCIA
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. No obtenemos ningún beneficio económico ni directa
ni indirectamente (a través de publicidad). Por ello, no consideramos que nuestro
acto sea de piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la
siguiente…
RECOMENDACIÓN
AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
Sin escritores no hay literatura. Recuerden que el mayor agradecimiento sobre esta
lectura la debemos a los autores de los libros.
PETICIÓN
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una cerilla, y la caja está allí entera, está entera, está entera. Y yo... petrificado...
hasta que la cerilla me quemó los dedos. Y fuera... a través del campo... a
oscuras... hacia la zona de Břenov o Střešovice... Yy en algún sitio se me ocurrió
esa palabra. Krakatoe. Krakatita. Kra-ka-ti-ta. Nono, nonono fue así. Al explotar,
salgo despedido hacia el suelo y grito krakatita. Krakatita. Después me olvidé
de ello. ¿Quién está ahí? ¿Quién... quién es usted?
―Tu compañero Tomeš.
―Tomeš, ahá. ¡Ese desgraciado! Solía pedirme prestados los apuntes de
clase. No me devolvió un cuaderno de química. Tomeš, ¿cómo era su nombre?
―Jiří.
―Ya lo sé, Jirka. Tú eres Jirka, ya lo sé. Jirka Tomeš. ¿Dónde tienes el
cuaderno? Espera, te voy a decir una cosa. Cuando salte por los aires lo que
queda, tendremos problemas. Amigo, eso hará trizas Praga entera. La barrerá.
La borrará del mapa, ¡fiu! Cuando salte por los aires esa cajita de porcelana,
¿sabes?
―¿Qué cajita?
―Eres Jirka Tomeš, ya lo sé. Ve a Karlín. A Karlín o a Vysočany, y mira
cómo salta por los aires. ¡Corre, corre, rápido!
―¿Por qué?
―Hice un quintal de eso. Un quintal de krakatita. No, quizás... quizás
ciento cincuenta gramos. Allí arriba, en aquella cajita de por-ce-lana. Amigo,
cuando salte por los aires... Pero espera, eso no es posible, es un sinsentido
―farfulló Prokop agarrándose la cabeza.
―¿Y bien?
―¿Por-por-por qué no explotó también en aquella caja? Si el polvo... por sí
mismo... Espera, sobre la mesa hay una plancha... plancha... de ci-cinc... ¿Por
qué razón explotó en la mesa? Es-pera, calla, calla ―murmuró Prokop entre
dientes y, tambaleándose, se levantó.
―¿Qué te pasa?
―La krakatita ―refunfuñó Prokop, su cuerpo hizo una especie de
movimiento de rotación y cayó rodando al suelo desmayado.
II
Lo primero de lo que fue consciente Prokop fue que todo a su alrededor
temblaba en un chirriante traqueteo y que alguien lo agarraba con firmeza por
la cintura. Tenía un miedo horrible a abrir los ojos; pensaba que todo se iba a
precipitar sobre él. Pero como aquello no paraba, abrió los ojos y vio ante sí un
rectángulo opaco por el que se desplazaban nebulosos círculos y rayas de luz.
No sabía cómo explicarlo; miraba confundido aquellos espectros que iban
pasando y dando saltos, entregado pasivamente a todo lo que le pudiera
ocurrir. Después comprendió que aquel febril traqueteo eran las ruedas de un
carruaje y que fuera iban pasando sólo las farolas en la niebla; y cansado de
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III
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Tomeš estaba de pie junto a su cabeza y le ponía en la frente, que estaba al rojo
vivo, una nueva compresa fría.
―Está bien, está bien ―farfulló Prokop―, ya no volveré a dormirme.
Y se quedó tumbado en silencio mirando a Tomeš, sentado junto a la
lámpara. «Jirka Tomeš», se dijo, «y, espera, también el compañero Duras, y
Honza Buchta, Sudík, Sudík, Sudík, ¿y quién más? Sudík, Trlica, Trlica, Pešek,
Jovanovič, Mádr, Holoubek, que llevaba gafas, esa era nuestra clase de
química». Dios, ¿y quién era aquél? Ahá, era Vedral, ése cayó en el año dieciséis,
y tras él se sentaban Holoubek, Pacosvký, Trlica, Šeba, todo el curso. Y de
repente escuchó: «El señor Prokop va a examinarse».
Se asustó lo indecible. En la cátedra estaba sentado el profesor Wald, que se
acariciaba la barba con su mano enjuta, como siempre.
―Cuénteme ―dijo el catedrático Wald―, ¿qué sabe usted de los
explosivos?
―Explosivos, explosivos ―comenzó a decir Prokop, nervioso―, su
explosividad se basa en que que que súbitamente se desarrolla un gran
volumen de gas que que se genera a partir de un volumen de masa explosiva
mucho menor... Discúlpeme, no es correcto.
―¿Cómo? ―preguntó Wald con severidad.
―Yo yo yo he descubierto la explosión alfa. La explosión, en efecto, se
produce por la desintegración del átomo. Las partículas del átomo salen
volando... volando...
―Tonterías ―le interrumpió el catedrático―. No existen los átomos.
―Existen existen existen ―farfulló Prokop―. Por favor, yo yo yo lo
demostraré...
―Una teoría obsoleta ―gruñó el catedrático―. No existe el átomo, existen
sólo gumetales. ¿Sabe usted lo que es un gumetal?
Prokop estaba bañado en sudor por el miedo. No había oído esa palabra en
su vida. ¿Gumetal?
―No lo sé ―dijo angustiado en voz baja.
―Ya ve usted ―dijo secamente Wald―. Y encima se atreve a presentarse al
examen. ¿Qué sabe de la krakatita?
Prokop se quedó tremendamente sorprendido.
―La krakatita ―susurró― es un... es un explosivo totalmente nuevo que...
que hasta ahora...
―¿Qué provoca la ignición? ¿Qué? ¿Qué lo hace explotar?
―Las ondas hertzianas ―soltó Prokop con alivio.
―¿Cómo lo sabe?
―Porque explotó sin más ni más. Porque... porque no había ninguna otra
causa. Y porque...
―¿Y bien?
―... su síntesis... la conseguí du-du-durante... una oscilación de alta
frecuencia. Por el momento no se puede explicar; pero yo creo que... que fue
algún tipo de onda electromagnética.
―Así es. Yo lo sé. Ahora escriba en la pizarra la fórmula química de la
krakatita.
Prokop cogió un trozo de tiza y garabateó en la pizarra su fórmula.
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―Léala.
Prokop recitó la fórmula en voz alta. Entonces el catedrático Wald se
levantó y dijo de repente, con una voz totalmente diferente:
―¿Cómo? ¿Cómo es?
Prokop repitió la fórmula.
―¿Tetrargón? ―preguntó el catedrático rápidamente―. ¿Cuánto Pb?
―Dos.
―¿Cómo se fabrica? ―preguntó la voz, extrañamente cercana―. ¡El
método! ¿Cómo se fabrica? ¿Cómo? ¿... Cómo se fabrica la krakatita?
Prokop abrió los ojos. Inclinado sobre él, con un lápiz y una libreta en la
mano, estaba Tomeš, que, conteniendo la respiración, observaba sus labios.
―¿Qué? ―farfulló Prokop intranquilo― ¿Qué quieres? ¿Cómo... cómo se
hace?
―Estabas soñando algo ―dijo Tomeš, y escondió la libreta tras su
espalda―. Duerme, hombre, duerme.
IV
Acabo de irme de la lengua, comprendió Prokop con una esquina del
cerebro que estaba más despejada. Pero por lo demás le era sumamente
indiferente; tan sólo le apetecía dormir, dormir sin parar. Vio una especie de
alfombra turca, cuyo diseño se desplazaba, confundía y transformaba sin fin.
No era nada importante, y sin embargo en cierto modo lo alteraba; e incluso en
sueños deseaba ver de nuevo a Plinio. Se esforzaba por componer su figura; en
vez de eso tenía ante sí un rostro abominable, deformado por una mueca, que
hacía crujir sus grandes dientes amarillos hasta triturarlos y después escupía los
trozos. Quería huir de él; se le ocurrió la palabra «pescador», y ¡vaya!, se le
apareció un pescador sobre aguas brumosas y con una red llena de peces; se
dijo «andamio», y vio un verdadero andamio, hasta el último ensamblaje y
agarradera. Durante largo rato se entretuvo inventando palabras y observando
las imágenes proyectadas por ellas; pero después, después ni empleando todas
sus fuerzas fue ya capaz de recordar palabra alguna. Puso todo su empeño en
encontrar al menos una única palabra o cosa, pero fue inútil; en ese momento el
pánico de la impotencia lo empapó de sudor frío. «Tengo que proceder según
un método», se propuso; «empezaré de nuevo desde el principio, si no, estoy
perdido». Por suerte recordó la palabra «pescador», pero se le apareció un
recipiente de arcilla para el queroseno, de un galón, vacío; fue horrible. Se dijo
«silla», y surgió con extraña minuciosidad la valla alquitranada de una fábrica,
con algo de hierba triste y polvorienta y arcos oxidados. «Esto es una locura», se
dijo con gélida lucidez; «esto es, señores, la típica demencia, hiperfábula
ugongui dugongui Darwin». En aquel momento ese término técnico le pareció,
quién sabe por qué, brutalmente divertido, y soltó una sonora carcajada que
casi lo ahoga y que lo despertó.
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hasta el fin de sus días. Yo tengo tanta confianza en usted... Usted lo salvará,
¿verdad?
―Con mucho gusto ―dijo Prokop con un hilo de voz algo extraña y
temblorosa; hasta tal punto lo enajenaba el entusiasmo―. Señorita, yo... lo que
quiera... ―desvió la mirada; temía decir alguna inconveniencia, que quizás se
oyera cómo le latía el corazón, y se avergonzaba de su torpeza. Su confusión
alteró incluso a la muchacha: se ruborizó, no sabía hacia dónde mirar.
―Gracias, se lo agradezco ―intentó decir, también con una voz algo
insegura, mientras apretaba en la mano un paquete lacrado. Se hizo el silencio,
lo que provocó a Prokop un mareo dulce y doloroso. Sintió con escalofrío que la
muchacha escrutaba de reojo su cara; y cuando dirigió su mirada hacia ella, vio
que miraba al suelo y esperaba, preparándose para poder sostener su mirada.
Prokop sintió que debía decir algo para salvar la situación; en vez de eso tan
sólo movía los labios mientras le temblaba todo el cuerpo.
Por fin la joven movió una mano y susurró:
―El paquete... ―Prokop había olvidado por qué escondía la mano derecha
tras la espalda, e intentó coger con ella el grueso sobre. La muchacha palideció y
retrocedió―. Está usted herido ―exclamó ―. ¡Enséñeme la mano! ―Prokop la
escondió rápidamente.
―No es nada ―aseguró de inmediato―, es... es sólo que se me ha
inflamado un poco... se me ha inflamado una pequeña herida, ¿sabe?
La chica, lívida, siseó, como si ella misma sintiera el dolor.
―¿Por qué no va al médico? ―dijo con brusquedad―. ¡Usted no puede ir a
ninguna parte! Yo... ¡mandaré a otra persona!
―Pero si ya se está curando ―objetó Prokop, como si le arrebataran algo
muy preciado―. De verdad, esto ya está... casi bien, sólo es un arañazo, y, en
cualquier caso, es una tontería; ¿por qué no habría de ir? Y además, señorita, en
un asunto de este tipo... no puede mandar usted a un extraño, ¿sabe? Pero si ya
no me duele, mire ―y agitó la mano derecha.
La joven levantó las cejas con severa compasión.
―¡No puede ir! ¿Por qué no me lo dijo? ¡Yo... yo., yo no lo permitiré! No
quiero...
Prokop estaba totalmente desilusionado.
―Mire, señorita ―soltó ardoroso―, esto, con toda seguridad, no es nada;
estoy acostumbrado. Mire, aquí ―y le mostró la mano izquierda, en la que le
faltaba casi todo el dedo meñique y el nudillo del índice estaba abultado en una
cicatriz nudosa―. Son gajes del oficio, ¿sabe? ―ni siquiera se fijó en que la
muchacha retrocedía, palideciéndole los labios, y le miraba el costurón que
tenía en la frente, desde el ojo hasta el nacimiento del pelo―. Se produce una
explosión y ya está. Como un soldado. Me levanto y sigo corriendo al ataque,
¿entiende? No me puede pasar nada. Bueno, ¡démelo! ―le cogió el paquete de
la mano, lo lanzó a lo alto y lo atrapó―. Ningún problema, no señor. Iré como
un caballero. ¿Sabe?, yo, yo hace tiempo que no he viajado a ninguna parte. ¿Ha
estado en América?
La muchacha callaba y lo miraba con el ceño fruncido.
―Que digan que tienen nuevas teorías ―farfulló Prokop febril―; pero
espere, yo les enseñaré, cuando salgan a la luz mis cálculos. Es una pena que no
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VI
En la estación tuvo que esperar una hora y media. Estuvo sentado en el
vestíbulo, temblando de frío. La mano herida le palpitaba con un dolor
inhumano; cerraba los ojos y entonces le parecía que la mano dolorida crecía,
que era tan grande como su cabeza, como una calabaza, como una olla para
hervir la colada, y que en toda su extensión se contraía, ardiente, la carne
desollada. Aparte de eso estaba mareado hasta la náusea y de la frente le
brotaba constantemente el frío sudor de la angustia. No podía mirar las
baldosas del vestíbulo, sucias, llenas de escupitajos y de barro, para evitar que
se le revolviera el estómago. Se levantó las solapas del abrigo y cayó en un
sueño superficial, vencido poco a poco por una infinita indiferencia. Soñó que
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era de nuevo soldado y que yacía herido a campo abierto; ¿dónde... dónde
seguían luchando? En ese momento sonó bruscamente la campana y alguien
anunció: «¡Týnice, Duchcov, Moldava, pasajeros al tren!».
Así que ya estaba sentado en el vagón junto a la ventana y lo invadía una
alegría desbordante, como si hubiera conseguido engañar a alguien o huir de
alguien. «Ahora, amiguito, ya estoy viajando a Týnice y nada me puede
detener». Casi soltó una carcajada de júbilo, se repanchingó en su rincón y con
enorme agudeza empezó a contemplar a sus compañeros de viaje. Frente a él se
sentaban un sastrecillo de cuello delgado, una señora enjuta y morena, y
también un individuo con un rostro extrañamente inexpresivo; junto a Prokop,
un señor extremadamente gordo, cuya tripa apenas le cabía entre las piernas, y
quizás alguien más, eso ya da igual. Prokop no podía mirar por la ventana
porque le daba vértigo. Ratata ratata ratata, traqueteaba el tren, todo chirriaba,
retumbaba, vibraba por la propia premura. Al sastrecillo se le balanceaba la
cabeza a derecha e izquierda, derecha e izquierda. La señora morena, rígida,
botaba en su sitio de una forma extraña. El rostro inexpresivo temblaba y se
agitaba como un fotograma defectuoso en una película. Y el grueso vecino de
asiento..., ése era un montón de gelatina que se bamboleaba, se sacudía, saltaba
de un modo tremendamente ridículo. Týnice, Týnice, Týnice, recitaba Prokop
con cada una de las revoluciones de las ruedas del tren; ¡más rápido!, ¡más
rápido! El tren se caldeaba por la precipitación, hacía calor allí, Prokop sudaba
de acaloramiento. El sastrecillo tenía ahora dos cabezas sobre dos cuellos
delgados, ambas cabezas temblaban y chocaban una contra otra hasta tintinear
como un sonajero. La señora morena seguía brincando en su sitio de un modo
burlón y ofensivo; fingía intencionadamente ser un títere de madera. El rostro
inexpresivo había desaparecido; en su lugar se sentaba un torso con las manos
apoyadas como un peso muerto sobre el regazo; las manos, sin vida, saltaban,
pero el torso no tenía cabeza.
Prokop hizo acopio de todas sus fuerzas para poder observar todo bien. Se
pellizcó las piernas, pero no sirvió de nada: el tronco seguía sin tener cabeza y
se entregaba exangüe al traqueteo del tren. Prokop cayó presa de una horrible
angustia; dio un codazo a su grueso compañero de asiento, pero éste sólo se
agitó gelatinosamente, y a Prokop le pareció que aquel obeso cuerpo se reía de
él sin voz. Ya no podía mirar todo aquello; se giró hacia la ventana, pero allí,
como salida de la nada, vio una cara humana. En un principio no supo qué era
lo que le resultaba en ella tan chocante; la contempló con los ojos desencajados
y se dio cuenta de que era otro Prokop que lo miraba fijamente, con terrorífica
atención. «¿Qué quiere?», se horrorizó Prokop. «Dios mío, ¿no habré olvidado
el paquete en el piso de Tomeš?» Rápidamente palpó todos los bolsillos y
encontró el sobre en el del pecho. Entonces la cara de la ventana sonrió y
Prokop sintió un gran alivio. Incluso se atrevió a echar un vistazo al cuerpo sin
cabeza; y, ¡vaya!, aquel hombre se había puesto el sobretodo colgado sobre la
cabeza y dormía bajo él. A Prokop también le habría gustado hacerlo, pero
temía que alguien le robara el sobre lacrado del bolsillo. Sin embargo, el sueño
se apoderó de él: estaba insoportablemente cansado; nunca habría podido
imaginar que era posible estar tan cansado. Se adormiló, se zafó del sueño con
los ojos como platos, para echar de nuevo una cabezada. La señora morena
tenía una cabeza botando sobre los hombros y otra que sujetaba en su regazo
con ambas manos. Y en lo referente al sastre, en su lugar se sentaba sólo un traje
vacío, sin cuerpo, del que asomaba el mazuelo de porcelana de un mortero.
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VII
No había nada. Tan sólo parecía que de cuando en cuando se abría un claro
en la niebla: surgía el dibujo de una pared pintada, la moldura tallada de un
armario, la esquina de una cortina o el friso del techo; o una cara se inclinaba
sobre él, como sobre la boca de un pozo, una cara cuyos rasgos, sin embargo, no
podía discernir. Sucedía algo, alguien humedecía de vez en cuando su boca,
ardiente, o levantaba su cuerpo inerte, pero todo desaparecía en fragmentos de
sueño que iban discurriendo. Eran paisajes, dibujos de alfombras, cálculos
diferenciales, esferas de fuego, fórmulas químicas; sólo en ocasiones algo salía a
la superficie y se convertía durante un instante en un sueño más nítido, para a
continuación volver a desvanecerse en la corriente principal de la inconsciencia.
Finalmente llegó el momento en que volvió en sí. Vio sobre él un techo
cálido y seguro con un friso de estuco. Sus ojos encontraron sus propias manos,
mortecinamente blancas, sobre una colcha de flores; tras ellas hallaron el borde
de la cama, un armario y una puerta blanca: todo agradable, tranquilo y ya
familiar. No tenía ni idea de dónde se encontraba; quería reflexionar sobre ello,
pero tenía la cabeza insufriblemente débil. Todo comenzó a resultar confuso de
nuevo, así que cerró los ojos y descansó en un estado de resignada debilidad.
La puerta chirrió bajito. Prokop abrió los ojos y se sentó en la cama, como si
algo lo hubiera impulsado. Y junto a la puerta apareció una muchacha, más
bien espigada y rubia, con unos ojos claros y atónitos, la boca medio abierta por
la sorpresa, que apretaba contra su pecho una tela de lienzo blanco. Indecisa, no
hizo ni un movimiento, agitó sus largas pestañas y su boquita rosada comenzó
a sonreír, insegura y con timidez.
Prokop frunció el ceño: buscaba con esfuerzo algo que decir, pero tenía la
cabeza totalmente en blanco. Movía los labios sin decir palabra y observaba a la
chica con ojos algo severos que intentaban recordar.
―Gunumai se, anassa ―se le agolparon las palabras en la boca, de repente y
casi sin darse cuenta―, ¿theos ny tis e brotos essi? Ei men tis theos essi, toi uranom
euryn echusin, Artemidi se ego ge, Dios kure megaloio, eidos te megethos te t'anchista
eisko ―y así sucesivamente, verso tras verso, brotó el saludo divino con el que
Ulises se dirigió a Nausícaa―. Yo te imploro, oh reina, seas diosa o mortal. Si
eres una de las deidades que poseen el anchuroso cielo, te hallo muy parecida a
Ártemis, hija del gran Zeus, por tu hermosura, por tu grandeza y por tu natural.
Y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre,
tu venerada madre y tus hermanos, pues su alma debe de alegrarse a todas
horas intensamente cuando ven a tal retoño salir a las danzas.
La muchacha, sin mover ni un músculo, como petrificada, escuchó aquel
saludo en una lengua desconocida; y en su suave frente se acumuló tanta
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confusión, sus ojos parpadeaban de un modo tan infantil y tan temeroso, que
Prokop duplicó el fervor de Ulises arrojado a la orilla, apenas comprendiendo él
mismo el sentido de sus palabras.
―Keinos d'au per i keri makartatos ―recitaba con rapidez―. Y dichosísimo en
su corazón, más que otro alguno, quien consiga, descollando por la esplendidez
de sus donaciones nupciales, llevarte a su casa como esposa. Que nunca se
ofreció a mis ojos mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado
atónito al contemplarte.
Sebas m'echei eisoroonta. La joven se ruborizó, como si comprendiera el
saludo del héroe griego. Una torpe y encantadora confusión la tenía atada de
pies y manos, y Prokop, entrelazando sus manos sobre la colcha, habló como si
rezara.
―Delo de pote ―continuó cada vez más rápido―, solamente una vez vi algo
que se te pudiera comparar, en un joven retoño de palmera que creció en Delos,
junto al ara de Apolo (estuve allá con numeroso pueblo, en aquel viaje del cual
habían de seguirme numerosos males): de suerte que a la vista del retoño,
quedéme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un
vástago como aquél. De la misma manera te contemplo con admiración, ¡oh,
mujer!, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque
estoy abrumado por un mal muy grande.
Deidia d'ainos: sí, tenía mucho miedo, pero también la muchacha lo tenía, y
apretaba contra su pecho aquella sábana blanca sin apartar los ojos de Prokop,
que se apresuraba a expresar su sufrimiento:
―Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanencia
en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces torbellinos
desde que desamparé la isla Ogygia, y algún numen me ha echado acá, para
que padezca nuevas desgracias, que no espero que hayan acabado, antes los
dioses deben depararme muchas todavía. ―Prokop respiró con dificultad y
alzó sus manos, espantosamente demacradas―. ¡Alla, anass', eleaire! Pero tú,
¡oh, reina!, apiádate de mí, ya que eres la primera persona a la que me acerco
después de sufrir tantos males y me son desconocidos los hombres que viven en
la ciudad y en esta comarca. Muéstrame la población y dame un trapo para
atármelo alrededor del cuerpo, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa.
Entonces el rostro de la joven se serenó hasta cierto punto, sus húmedos
labios se entreabrieron. Quizás Nausícaa se dispusiera a intervenir, pero Prokop
todavía quería bendecirla por esa nubecilla de adorable compasión que
sonrosaba sus mejillas.
―Soi de theoi tosa doien, hosa fresi sesi menoinas. Y los dioses te concedan
cuanto tu corazón anhele: marido, familia y feliz concordia, pues no hay nada
mejor ni más útil que cuando gobiernan su casa el marido y la mujer con ánimo
acorde, lo cual produce gran pena a sus enemigos y alegría a quienes los
quieren, y son ellos quienes más aprecian sus ventajas.
Las últimas palabras de Prokop apenas fueron un susurro. Él mismo
entendía con dificultad lo que estaba recitando: brotaba con fluidez y ajeno a su
voluntad desde algún rincón desconocido de su memoria. Hacía ya casi veinte
años que, a duras penas, se había abierto paso a través de la dulce melodía del
canto número seis. Le produjo incluso alivio físico dejarlo fluir libremente; su
cabeza ganó en ligereza y claridad, se sentía casi en la gloria en aquella laxa y
dulce debilidad, y tembló en sus labios una sonrisa confusa.
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VIII
Alguien le estaba tirando de la manga. «Vamos, vamos», decía ese alguien,
«ya tendríamos que ir despertándonos, ¿no?». Prokop abrió los ojos y vio a un
anciano con una calva sonrosada y una barba blanca, gafitas doradas en la
frente y una mirada vivaz.
―Deje de dormir, honorable señor ―dijo―, ya es suficiente; o se
despertará en el otro mundo.
Prokop, sombrío, miró de arriba abajo al anciano. Le apetecía echar una
cabezadita.
―¿Qué quiere? ―dijo porfiando―. ¿Y... con quién tengo el honor?
El anciano se echó a reír.
―El doctor Tomeš, para servirle. Usted no se ha dignado a reparar en mi
existencia hasta ahora, ¿verdad? Pero no se preocupe por eso. Bueno, ¿cómo nos
encontramos?
―Prokop ―dijo el enfermo con frialdad.
―Bien, bien ―respondió el doctor con satisfacción―. Y yo que pensaba
que era usted la Bella Durmiente. Y ahora, señor ingeniero ―dijo animado―,
tenemos que echarle un vistazo. Bueno, no ponga mala cara ―le escamoteó el
termómetro de debajo de la axila y emitió un leve gruñido―. Treinta y ocho.
Hombre de dios, está usted hecho una birria. Tenemos que alimentarlo,
¿verdad? No se mueva.
Prokop sintió en el pecho una suave calva y una oreja fría que lo recorrió de
un hombro a otro, del abdomen a la garganta, movimiento acompañado de un
confortante refunfuño.
―Bueno, maravilloso ―dijo por fin el doctor, y se colocó las gafas ante los
ojos―. A la derecha se oye un ruidillo y el corazón... bueno, eso se arreglará,
¿verdad? ―se inclinó hacia Prokop, le metió los dedos entre el pelo y, a la vez,
con el pulgar, le levantó y le echó hacia atrás un párpado―. Se acabó el dormir,
¿lo hemos entendido? ―dijo mientras examinaba algo en las pupilas―.
Conseguiremos unos libros y leeremos. Comeremos algo, nos beberemos un
vasito de vino y... ¡No se mueva! Que no voy a morderle.
―¿Qué me pasa? ―preguntó Prokop con timidez.
El doctor se incorporó.
―Bueno, ahora ya nada. Escuche, ¿cómo llegó usted hasta aquí?
―¿Dónde es aquí?
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dormirse ya para toda la eternidad, ¿me oye? ¡Maldita sea, haga un esfuerzo
por dominarse un poco! Déjelo ya, ¿me oye?
Prokop asintió con flojedad; sentía que un velo se interponía entre él y la
realidad, un velo que lo envolvía todo, lo nublaba y lo silenciaba.
―¡Andula ―escuchó en la lejanía una voz agitada―, vino! ¡Trae vino!
Unos pasos rápidos, una conversación que parecía desarrollarse bajo el
agua, y el refrescante sabor del vino que le resbalaba garganta abajo. Abrió los
ojos y vio a la muchacha inclinada sobre él.
―No puede usted dormir ―dijo la muchacha alterada, y sus larguísimas
pestañas se agitaron, como cuando late el corazón.
―No lo haré ―se disculpó Prokop obediente.
―Se lo ruego, honorable señor ―el doctor trasteaba junto a la cama―.
Vendrá de la ciudad el jefe médico, de modo extraordinario, para una consulta.
Que vea que nosotros los matasanos de pueblo también sabemos algo, ¿o no?
Tiene usted que aguantar ―con excepcional habilidad levantó a Prokop y le
colocó las almohadas tras la espalda―. Así, ahora el señor se quedará sentado;
y dejará el sueño hasta después de comer, ¿verdad? Yo tengo que ir a la
consulta. Y tú, anda, siéntate aquí y cotorrea; en otras ocasiones hablas por los
codos, ¿no? Y si quisiera dormir, llámame; ya me las arreglaré yo con él ―se dio
la vuelta junto a la puerta y refunfuñó―. Pero... me alegro, ¿entiende? ¿Eh? ¡Así
que cuidado!
Los ojos de Prokop se deslizaron hasta la joven. Estaba sentada algo más
allá, con las manos en el regazo, y por Dios que no sabía de qué hablar.
Entonces levantó la cabeza y entreabrió la boca. Escuchemos qué sale de sus
labios; pero por de pronto sólo se avergonzó, se lo calló y bajó aún más la
cabeza. Se veían sólo sus largas pestañas, temblando sobre las mejillas.
―Papá es tan brusco ―dijo finalmente―. Está tan acostumbrado a gritar...
a pelearse... con los pacientes... ―el material, por desgracia, se le había acabado.
Sin embargo (como caído del cielo) apareció en sus dedos un delantal, que se
dejó doblar durante largo rato de múltiples e interesantes formas bajo la atenta
ondulación de sus curvas pestañas.
―¿Qué es ese tintineo? ―preguntó Prokop tras largo rato.
Ella giró la cabeza hacia la ventana; tenía un hermoso cabello rubio que le
iluminaba la frente y un jugoso brillo en sus labios húmedos.
―Son las vacas ―dijo con alivio―. Ahí hay una casa de labor, ¿sabe? Esta
casa forma parte también de una hacienda. Papá tiene un caballo y un carro... Se
llama Fricek.
―¿Quién?
―El caballo. Usted nunca ha estado en Týnice, ¿verdad? Aquí no hay nada.
Sólo paseos de árboles y campo... Cuando vivía mamá, aquí era todo más
alegre; nuestro Jirka solía venir de visita... Ya hace más de un año que no viene;
discutió con papá y... ni siquiera escribe. Ni siquiera se permite hablar de él en
casa... ¿Lo ve a menudo?
Prokop negó con la cabeza con decisión. La muchacha suspiró y quedó
absorta en sus pensamientos.
―Él es... no sé. Un poco raro. Aquí no hacía otra cosa que pasearse con las
manos en los bolsillos y bostezar... Ya sé que aquí no hay nada; pero aun así...
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Karel Čapek La Krakatita
Papá también está contento de que se haya quedado en nuestra casa ―finalizó
de forma rápida y algo inconexa.
Fuera, en alguna parte, comenzó a cacarear, ronco y ridículo, un joven gallo.
De repente, allí abajo, estalló una especie de agitación gallinácea: se podía oír
un salvaje «co-co-co» y el ladrido del perro, gruñendo victorioso. La joven se
levantó de un salto. «¡Honzík persigue a las gallinas!». Pero en seguida se sentó
de nuevo, decidida a abandonar a las gallinas a su fortuna. Reinaba un silencio
agradable y diáfano.
―No sé de qué hablar ―dijo al rato con la más hermosa sencillez―. Le
leeré el periódico, ¿quiere?
Prokop sonrió. Allí estaba ella, con el periódico ya en la mano, y atacando
con valentía el editorial. El equilibro financiero, los presupuestos del Estado, un
crédito en descubierto... La encantadora e insegura vocecilla recitaba sosegada
aquellos asuntos infinitamente serios, y Prokop, que sencillamente no la
escuchaba, se sintió mejor que si durmiera profundamente.
IX
A Prokop ya le permitían levantarse de la cama durante una horita al día.
Por el momento arrastraba las piernas de cualquier manera y, por desgracia, no
tenía mucha conversación; le dijeras lo que le dijeras, por lo general respondía
con parquedad, a la vez que se disculpaba con una tímida sonrisa.
Digamos, por ejemplo, a mediodía (estamos a principios de abril): suele
sentarse en el jardín en un banco. Junto a él el hirsuto terrier Honzík se ríe a
mandíbula batiente bajo sus mojados bigotes de inspector, ya que por lo visto
está orgulloso de su función de acompañante, y se relame y entorna los ojos de
alegría cuando la zurda de Prokop, llena de cicatrices, le acaricia la tibia y
peluda cabeza. A esa hora el doctor suele escaparse de la consulta, la gorra de
vez en cuando le patina por la tersa calva, se pone en cuclillas y planta
verduras; con sus gruesos y cortos dedos deshace los terrones de abono y
rellena con cuidado la cama de los brotes jóvenes. Al rato se empieza a irritar y
gruñe; ha clavado su pipa en algún lugar del huerto y no logra encontrarla.
Entonces Prokop se incorpora y con la perspicacia de un detective (puesto que
en la cama lee novelas de detectives) se dirige directamente hacia la pipa
extraviada; lo cual aprovecha Honzík para sacudirse con gran alboroto.
A esa hora Anči (pues así, y de ningún modo Andula, desea que la llamen)
suele ir a regar el huerto de su padre. En la mano derecha lleva la regadera, la
izquierda surca el aire; una llovizna plateada borbotea sobre la joven arcilla, y si
aparece Honzík por las inmediaciones, recibe un azote o un coscorrón en su
cabeza hueca; entonces empieza a gañir desesperado y busca protección junto a
Prokop.
Durante toda la mañana desfilan pacientes por la consulta. Echan gargajos
en la sala de espera y callan; cada uno de ellos piensa sólo en su propio
sufrimiento. A veces resuena en la consulta un horrible grito cuando el doctor le
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Karel Čapek La Krakatita
extrae una muela a algún chiquillo. En esas ocasiones Anči, presa del pánico, se
pone también a salvo junto a Prokop; pálida y fuera de sí, agita con angustia sus
largas pestañas y espera hasta que pasa el terrible suceso. Finalmente el chico
sale corriendo fuera con un lánguido gemido, y Anči se disculpa torpemente
por su delicada cobardía.
Algo totalmente diferente es cuando se para frente a la casa del doctor un
carro cubierto de paja y dos tipos suben con cuidado por las escaleras a un
hombre gravemente herido. Tiene una mano destrozada o una pierna rota o la
cabeza reventada por una coz; el sudor frío se agolpa en su frente,
horriblemente pálida, y en voz baja, con heroico autocontrol, gime. En toda la
casa reina un silencio trágico; en la consulta, sin apenas ruido, se desarrolla algo
serio; la gorda y alegre sirvienta camina de puntillas, Anči tiene los ojos llenos
de lágrimas y los dedos temblorosos. El doctor entra como un vendaval a la
cocina, con un grito pide ron, vino o agua, y su redoblada rudeza oculta una
amarga compasión. Y durante todo el día siguiente guarda silencio, y se sulfura,
y da portazos.
Pero hay también una gran fiesta, la célebre feria anual del médico de
aldea: la vacunación de los niños. Cientos de madres mecen a retoños que
berrean, chillan, duermen; llenan la consulta, el pasillo, la cocina y el jardín.
Anči anda como loca: querría acunar, mecer y cambiar los pañales a todos esos
niños sin dientes, desgañitados y cubiertos de pelusa en un ataque entusiasta de
maternidad propio de la diosa Cibeles. Incluso al anciano doctor le brilla la
calva de un modo más ostentoso de lo habitual, va sin gafas desde la mañana
para no asustar a los críos, y sus ojos nadan en un mar de cansancio y alegría.
En otras ocasiones suena un timbrazo impaciente en medio de la noche.
Después rugen junto a la puerta unas voces, el doctor refunfuña y el cochero,
Jozef, debe enganchar los caballos. En algún lugar de la aldea, tras un
ventanuco iluminado, viene al mundo otro ser humano. El doctor regresa ya
por la mañana, cansado pero satisfecho, y apesta a ácido fénico a una distancia
de diez pasos; pero así es como más le gusta a Anči.
Además hay aquí otros personajes: la gorda y risueña Nanda en la cocina,
que todo el día canta y cascabelea y se dobla de la risa. A continuación el serio
cochero Jozef, de bigotes colgantes, historiador; lee continuamente libros de
Historia y le gusta exponer, por ejemplo, las Guerras Husitas o los secretos
históricos de la provincia. Luego el jardinero de la hacienda, todo un mujeriego,
que cada día pasa por el jardín del médico, le vacuna las rosas, corta las ramas y
provoca a Nanda peligrosos ataques de risa. También el peludo y alegre
Honzík, que ya hemos mencionado antes, que acompaña a Prokop, espanta a
las pulgas y a las gallinas, y adora ir en el pescante del carro del médico. Fric es
un viejo jamelgo un poco canoso, amigo de los conejos, un caballo sensato y de
buen corazón; acariciar su morro tibio y sensible es sencillamente el colmo de la
placidez. Por último, el rubicundo ayudante de la finca, enamorado de Anči, la
cual, aliada con Nanda, le toma el pelo sin compasión. El capataz de la finca,
viejo zorro y granuja, que suele ir a jugar al ajedrez con el doctor; el doctor se
indigna, se encoleriza y pierde. Y otros personajes locales, entre los cuales el
increíblemente tedioso agrimensor, interesado en política, aburre a Prokop con
el derecho que le otorga su condición de colega.
Prokop lee mucho, o finge leer. Su cara, llena de cicatrices y seria, no revela
gran cosa, sobre todo acerca de la desesperada lucha secreta que libra con su
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En fin, las cosas iban mejor; día a día Prokop recobraba la vitalidad, como si
la vida regresara a él a pequeños pasos. Sentía tan sólo cierto embotamiento de
la cabeza, tenía todavía la sensación de estar un poco como en sueños. No le
quedaba sino mostrar su agradecimiento al doctor y continuar por sus propios
medios. Una vez intentó anunciarlo después de la cena, pero todos se quedaron
callados sin decir esta boca es mía. Y después el anciano doctor cogió a Prokop
del brazo y lo condujo a la consulta; tras dar algunos rodeos le espetó con una
rudeza no exenta de turbación que no debía marcharse, que era mejor que
descansara, que todavía no podía tenerlas todas consigo, en fin, que se quedara
y punto. Prokop le llevó la contraria sin demasiada convicción; la verdad era
que aún no se sentía recuperado y que en cierto modo se había
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XI
Aquella noche soñó que estudiaba un doctísimo artículo de The Chemist. Se
quedó parado ante la fórmula AnCi sin saber qué hacer con ella; caviló, se
mordió los nudillos y de repente comprendió que significaba Anči. Y, mira por
dónde, ella estaba ahí y le sonreía con los brazos colocados tras la cabeza; se
acercó a ella, la agarró con ambas manos y comenzó a besarla y morderla en la
boca. Anči se defendía salvajemente con las rodillas y los codos; él la sujetaba
con brutalidad y con una mano le desgarraba el vestido en largas tiras. Ya podía
sentir en la palma de las manos su joven carne... Anči se revolvía como una
posesa, el cabello sobre su rostro. Ahora, ahora. Súbitamente, desfalleció y se
dejó caer. Prokop se abalanzó sobre ella, pero no encontró bajo sus manos más
que trapos y vendas; los rasgó, los hizo jirones, trató de desembarazarse de
ellos, y se despertó.
Se avergonzaba tremendamente de su sueño; se vistió en silencio, se sentó
junto a la ventana y esperó el alba. No hay frontera entre la noche y el día; tan
sólo palidece un poco el cielo, y atraviesa el aire una señal que no es ni una luz
ni un sonido, pero que ordena a la Naturaleza: «¡despierta!». Entonces comienza
la mañana, todavía en medio de la noche. Los gallos rompen a cacarear, los
animales se empiezan a mover en sus establos. El cielo palidece hasta adquirir
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mismo y con ella, y, sobre todo, dejó de apetecerle escribir. Iba recopilando
ideas, pero sencillamente se había atascado. Se puso de mal humor y empezó a
caminar enojado, de una pared a otra, con la regularidad de un péndulo. Una
hora, otra. Abajo sonaba el tintineo de los platos, estaban poniendo la mesa para
la comida. Se sentó de nuevo frente a sus papeles y se sujetó la cabeza con las
manos. Al rato apareció la sirvienta, que le traía la comida.
Apenas probó la comida y se arrojó sobre la cama malhumorado. Era obvio
que ya estaban hartos de él, que también él estaba hasta las narices de todo
aquello y que era hora de marcharse. «Sí, mañana mismo». Hizo algunos planes
para su futuro trabajo; por razones que le resultaban desconocidas se sentía
avergonzado y azorado, y finalmente se durmió como un tronco. Se despertó ya
por la tarde con el alma encenagada y el cuerpo contaminado por una pútrida
pereza. Deambuló por la habitación, bostezando, y se disgustó sin razón.
Oscureció y ni siquiera encendió la luz.
La sirvienta le trajo la cena. Prokop la dejó enfriar y se puso a escuchar lo
que ocurría abajo. Los tenedores tintineaban, el doctor refunfuñaba e
inmediatamente después de cenar pegó un portazo y se encerró en su
habitación. Se hizo el silencio.
Seguro de que ya no se encontraría con nadie, Prokop salió al jardín. Era
una noche templada y clara. Ya estaban floreciendo los lilos y la celinda, la
constelación Boötes extendía a lo ancho del cielo sus brazos estelares, reinaba
un silencio que el lejano ladrido de un perro hizo aún más profundo. Algo
luminoso se apoyaba en una cerca de piedra del jardín. Era Anči.
―Es una noche hermosa, ¿verdad? ―dejó salir Prokop de su boca, por
decir algo, y se apoyó en la cerca junto a ella. Anči no dijo una palabra, tan sólo
giró la cara y sus hombros comenzaron a agitarse de un modo inusual e
inquieto.
―Esa es Boötes ―murmuró entre dientes Prokop en un esfuerzo
comunicativo―. Y sobre ella... está Draco, y Cepheus, y allí está Casiopea, esas
cuatro estrellitas juntas. Pero tiene que mirar más arriba.
Anči se dio la vuelta y se enjugó algo alrededor de los ojos.
―Aquella brillante ―relataba Prokop vacilante― es Pólux, Beta
Geminorum. No se enfade conmigo. Le he parecido un maleducado, ¿verdad?
Yo... estaba preocupado, ¿sabe? No se lo tome a pecho.
Anči suspiró profundamente.
―¿Y cuál es... aquélla? ―dijo en voz baja, temblorosa―. Aquélla más
brillante de abajo.
―Ésa es Sirio, en el Can Mayor. También la llaman Alhabor. Y allí, a la
izquierda del todo, Arcturus y Spica. Acaba de pasar una estrella fugaz. ¿La ha
visto?
―Sí. ¿Por qué se ha enfadado tanto conmigo esta mañana?
―No me he enfadado. Quizás sea... a veces... un poco grosero; pero es que
he tenido una vida dura, sabe, demasiado dura: continuamente solo y... como
un centinela perdido. No consigo siquiera hablar correctamente. Hoy quería...
quería escribir algo hermoso... una especie de oración científica que cualquiera
pudiera entender. Pensé que... que se la podría leer a usted. Y ve, todo en mí se
ha secado, uno ya se avergüenza de... enardecerse, como si eso fuera una
debilidad. O de decir algo. Uno se endurece, ¿sabe? Ya tengo muchas canas.
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Karel Čapek La Krakatita
―Pero le sientan bien ―suspiró Anči. A Prokop le sorprendió ese giro del
asunto.
―Bueno, sabe ―dijo confuso―, no es agradable. Ya va siendo hora... ya va
siendo hora de llevarme la cosecha a casa. ¡Lo que harían otros con lo que yo sé!
Y yo no he sacado nada, nada, nada en claro de todo esto. Soy sólo berühmt,
célèbre y highly esteemed; y ni siquiera... lo sabe nadie... en este país. Sabe, creo
que mis teorías son bastante malas; yo no tengo cabeza para la teoría. Pero lo
que he encontrado no es baladí. Mis explosivos exotérmicos... diagramas... y
explosiones atómicas... esto tiene algún valor. Y he publicado apenas la décima
parte de lo que sé. ¡Lo que harían otros con eso! Yo ya... ni siquiera entiendo sus
teorías; son tan sutiles, tan refinadas... y a mí eso sencillamente me confunde.
Soy un espíritu de andar por casa. Acérqueme a la nariz cualquier sustancia, y
yo olfatearé inmediatamente qué se puede hacer con ella. Pero entender las
implicaciones del asunto... teóricas y filosóficas... no soy capaz de hacerlo. Yo
conozco... sólo los hechos; yo los llevo a cabo; se trata de mis hechos, ¿entiende?
Y sin embargo... yo... yo percibo en ellos cierta verdad; una enorme verdad
general... que pondrá todo patas arriba... cuando explote. Pero esta gran
verdad... está en los hechos y no en las palabras. ¡Y por eso, por eso debes ir tras
los hechos! Hasta cuando, por ejemplo, te arrancan ambas manos...
Anči, apoyada en el murete, apenas respiraba. Nunca hasta entonces se
había explayado tanto aquel lunático malhumorado... y, sobre todo, nunca había
hablado de sí mismo. Prokop luchaba a duras penas con las palabras; lo sacudía
un enorme orgullo, pero también la timidez y el sufrimiento. Y aunque hablara
en integrales, Anči comprendía que ante ella estaba teniendo lugar algo
totalmente íntimo y lacerante desde el punto de vista humano.
―Pero lo peor, lo peor ―refunfuñó Prokop―. A veces... y aquí
especialmente... incluso esto, incluso esto me parece absurdo... e inútil. Incluso
esa verdad final... absolutamente todo. Nunca antes me lo había parecido. Para
qué, con qué objetivo... Quizá sea más sensato resignarse... simplemente
resignarse a eso, a todo eso ―entonces señaló con la mano algo a su
alrededor―. Sencillamente a la vida. Uno no debe ser feliz; eso te ablanda,
¿sabe? Después todo lo demás te parece superfluo, pequeño... y sin sentido. Se
consiguen más logros por desesperación. Por tristeza, por soledad, por
aturdimiento. Porque nada te basta. Yo solía trabajar como loco. Pero aquí, aquí
he empezado a ser feliz. Aquí he sabido que quizás exista... algo mejor que
pensar. Aquí uno simplemente vive... y ve que es algo formidable... sólo vivir.
Como vuestro Honzík, como un gato, como una gallina. Todos los animales son
capaces... y a mí me resulta tan formidable como si hasta ahora no hubiera
vivido. Y así... así he perdido por segunda vez doce años.
Su malherida mano derecha, dios sabe cuántas veces suturada, temblaba
sobre la cerca. Anči callaba, y en la oscuridad se podían ver sus largas pestañas;
apoyó los codos y el pecho en aquella cerca de mampostería y pestañeó a las
estrellas. Entonces sonó un susurro entre la maleza, y Anči se asustó hasta tal
punto que se arrojó sobre el hombro de Prokop.
―¿Qué ha sido eso?
―Nada, seguramente una garduña; irá al patio, por los pollos.
Anči se quedó inmóvil. Sus jóvenes pechos se apoyaban flexible pero
totalmente en la mano derecha de Prokop. Quizás, seguro que ella no era
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Karel Čapek La Krakatita
consciente del hecho, pero Prokop era más consciente de ello que de cualquier
otra cosa en el mundo; temía mover la mano, ya que, en primer lugar, Anči
pensaría que la había colocado allí intencionadamente, y en segundo lugar,
cambiaría totalmente de postura. Sin embargo, era curioso que esa circunstancia
impidiera que siguiera hablando de sí mismo y de su vida desperdiciada.
―Nunca ―tartamudeaba confuso―, nunca había estado tan contento... tan
feliz como aquí. Su padre es la mejor persona del mundo, y usted... usted es tan
joven...
―Yo pensaba que le parecía... demasiado tonta ―dijo Anči en voz baja y
llena de felicidad―. Nunca había hablado conmigo de este modo.
―Es verdad, nunca hasta ahora ―murmuró Prokop. Ambos
enmudecieron. Prokop sentía en la mano la ligera agitación de sus pechos; se
quedó helado y contuvo la respiración. También ella, por lo que parecía,
contenía la respiración en un sordo redolor, ni siquiera parpadeaba y miraba
con los ojos muy abiertos al vacío. «¡Oh, acariciar y abrazar! ¡Oh, el vértigo, el
primer roce, el halago instintivo y ardiente! ¿Acaso alguna vez hallaste una
aventura más embriagadora que esta inconsciente y entregada intimidad? ¡Flor
inclinada, cuerpo temeroso y delicado! ¡Si presintieras la agonizante ternura de
estas duras manos masculinas que sin un solo movimiento te acarician y
estrechan! Si tú... si... si yo hiciera... y abrazara...».
Anči se enderezó con el más natural de los movimientos. ¡Ah, muchacha,
así que tú no te has dado cuenta de nada!
―Buenas noches ―dijo Anči en voz baja, con el rostro pálido e
inescrutable―. Buenas noches ―dijo con la voz un poco ahogada. Anči le dio la
mano; le dio su mano izquierda con flojedad, estaba como rota, y miró a otra
parte. «¿No es como si ella quisiera demorarse? No, ya se va. Duda; no, se
queda parada y rompe en trocitos una hoja. ¿Qué más decir? Buenas noches,
Anči, y que duerma mejor que yo».
Porque de ningún modo podía irse a dormir en ese momento. Prokop se
dejó caer en el banco y se agarró la cabeza con las manos. «No ha ocurrido
nada, nada... hasta tan lejos; sería vergonzoso pensar ahora mismo en dios sabe
qué. Anči es pura e inconsciente como un ternerillo, y basta de hablar del
asunto; no soy un chaval». Entonces se iluminó una ventana en la planta baja.
Era el dormitorio de Anči.
A Prokop le palpitaba el corazón. Sabía que era una vileza mirar allí a
hurtadillas; seguro, como invitado no debería hacerlo. Incluso intentó toser
(para que ella lo escuchara), pero fallidamente. Se quedó sentado como una
lechuza sin poder apartar los ojos de la ventana dorada. Anči pasó, se agachó,
comenzó a hacer algo, larga y minuciosamente; ahá, estaba abriendo la cama.
Ahora estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la oscuridad, y puso las
manos tras la cabeza: justo así la había visto en su sueño. «Ahora, ahora sería
adecuado hacerse oír»; ¿por qué no lo hizo? Ya era tarde para eso. Anči se dio la
vuelta, cruzó, allí estaba; pero no, estaba sentada, de espaldas a la ventana, y
aparentemente se estaba descalzando con terrible parsimonia y concentración;
nunca se sueña mejor que con un zapato en la mano. «Al menos éste sería el
momento de desaparecer»; pero en vez de eso se encaramó al banco para ver
mejor. Anči se giró, ya no tenía puesto el corpiño; levantó sus brazos desnudos
y se quitó las horquillas del peinado. Entonces echó la cabeza hacia atrás, y toda
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Karel Čapek La Krakatita
XII
Aquella misma mañana temprano la encontró frotando a Honzík en una
tina con agua y jabón; el perrillo se sacudía el agua con desesperación, pero
Anči no se daba por vencida, lo agarraba por las greñas y lo enjabonaba con
pasión, llena de salpicaduras, con el vientre empapado y sonriente.
―¡Cuidado ―gritó desde lejos―, le va a salpicar! ―tenía el aspecto de una
madre joven y entusiasta. ¡Ay, dios, qué sencillo y claro es todo en este soleado
mundo!
Prokop tampoco aguantó mucho tiempo holgazaneando. Recordó que no
funcionaba el timbre y se puso a reparar la batería. Precisamente estaba
rascando el cinc, cuando ella se le acercó en silencio; estaba arremangada hasta
el codo y tenía las manos mojadas de la colada.
―¿No irá a explotar? ―preguntó con preocupación. Prokop no pudo sino
reírse. Ella también se echó a reír y lo salpicó con las jabonaduras; pero en
seguida se dispuso, con la cara seria, a limpiarle con el codo una pompa de
jabón que tenía en el pelo. «Mira, ayer no se habría atrevido a hacerlo».
Hacia el mediodía Nanda y ella arrastraron la cesta de la colada al jardín:
iban a blanquearla. Prokop, agradecido, cerró el libro; no iba a dejar que se
peleara con la pesada regadera. Se apoderó de ella y regó la colada: una tupida
lluvia cayó con un tamborileo alegre y entusiasta sobre los manteles plegados y
sobre las toallas tendidas, blancas como la nieve, y sobre los brazos abiertos de
las camisas masculinas; borboteaba, chorreaba y se vertía en fiordos y lagos.
Prokop se apresuró a regar también las blancas campanas de las enaguas y otras
prendas interesantes, pero Anči le arrebató la regadera y las blanqueó ella
misma. Entretanto Prokop ya se había sentado en la hierba, respiraba con placer
el olor de la humedad y observaba las hacendosas y hermosas manos de Anči.
«Soi de theoi tosa doien», recordó con devoción. «Sebas m'echei eisooronta. Me he
quedado atónito al contemplarte».
Anči se sentó a su lado en la hierba. «¿Por qué se le habrá ocurrido?».
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Karel Čapek La Krakatita
Entrecerró los ojos, deslumbrada por el sol y alegre, ruborizada y, quién sabe
por qué, tan feliz. Arrancó un puñado de hierba fresca y estuvo a punto de
lanzarla al pelo de Prokop por hacer una travesura; pero dios sabe por qué, en
aquel momento la volvió a abrumar una especie de respetuoso pudor ante
aquel héroe domesticado.
―¿Alguna vez ha querido a alguien? ―preguntó sin venir a cuento, y miró
hacia otro lado. Prokop se rió.
―Sí. Pero también usted se habrá enamorado de alguien.
―Entonces era aún una tonta ―exclamó Anči, sonrojándose contra su
voluntad.
―¿Un estudiante?
Anči hizo un gesto afirmativo con la cabeza y mordió una hierbecilla.
―No fue nada importante ―dijo a continuación―. ¿Y usted?
―Una vez conocí a una muchacha que tenía las mismas pestañas que
usted. Puede que se le pareciera. Vendía guantes o algo así.
―¿Y qué pasó?
―Nada. Cuando fui allí por segunda vez a comprar guantes, ya no estaba.
―¿Y... le gustaba?
―Sí.
― Y... nunca la...
―Nunca. Ahora me fabrica los guantes... el ortopeda.
Anči concentró toda su atención en el suelo.
―¿Por qué siempre esconde las manos cuando está conmigo?
―Porque... porque las tengo tan destrozadas ―dijo Prokop, y el pobre se
sonrojó.
―Justo eso es tan hermoso ―susurró Anči bajando la mirada.
―A comeeeer, a comeeeer ―anunció Nanda frente a la casa.
―Dios, ya ―suspiró Anči, y se incorporó a regañadientes.
Después de la comida el doctor se echó un rato, sólo un poquito.
―Sabe ―se disculpó―, he estado toda la mañana trabajando como una
mula ―y en seguida empezó a roncar con regularidad y diligencia. Se sonrieron
mutuamente con los ojos y salieron de puntillas; incluso en el jardín hablaban
en voz baja, como si veneraran su profundo sueño.
Prokop tuvo que hablar acerca de su vida. Dónde nació y dónde creció, que
había estado hasta en América, qué penurias había pasado, qué había hecho y
dónde. Le resultaba agradable repetirse a sí mismo toda su vida; porque, para
su sorpresa, había sido más tortuosa y extraña de lo que él mismo hubiera
pensado. Y todavía obviaba muchas cosas; sobre todo, bueno, sobre todo acerca
de ciertos asuntos sentimentales, ya que, en primer lugar, no tenían tanta
importancia, y en segundo lugar, como es sabido, todo hombre tiene algo que
callar. Anči estaba silenciosa como una tumba; le parecía cómico y extraño que
Prokop hubiera sido también un niño y un muchacho y, en general, algo
distinto a ese hombre gruñón y excéntrico junto al cual se sentía tan desazonada
e insignificante. Ahora ya no le daría miedo tocarlo, hacerle el nudo de la
corbata, peinarle el pelo o cualquier otra cosa. Y, por primera vez, vio en él su
ancha nariz, sus toscos y severos labios, sus ojos, entreverados con venas rojas,
hoscos. Todo eso le parecía a Anči extremadamente raro.
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salón, fumaba enojado. «Bah, una chica extraña. ¿Pero por qué me confunde a
mí mismo? Su estúpida boca, sus ojos claros, demasiado juntos, su rostro suave
y ardiente... Bueno, uno no es al fin y al cabo de piedra. ¿Es que es un pecado
acariciar la cara, besar, acariciar, ay, esas mejillas sonrosadas, y bendecir ese
cabello, ese cabello, ese delicadísimo pelo en su joven nuca (uno no es de
piedra)? ¿Acariciarla, besarla, estrecharla en mis manos, cubrirla de besos con
devoción y sutileza? Tonterías», se malhumoró Prokop; «soy un viejo idiota;
cómo no me da vergüenza: apenas una niña que ni siquiera piensa en..., ni
siquiera piensa...». Bien; Prokop se las arregló solo con la tentación, pero no de
forma inmediata; podríais verlo de pie frente al espejo, mordiéndose los labios
hasta hacerse sangre, contando y apelando a sus años, apesadumbrado y triste.
«Vete a dormir, solterón, ve; te acabas de ahorrar el bochorno de que una
chiquilla boba se ría de ti, y ese éxito merece la pena». Más o menos decidido,
Prokop subió las escaleras hacia su dormitorio; sólo le preocupaba el hecho de
que para ir hasta allí tenía que pasar por delante de la habitación de Anči.
Caminaba de puntillas: «quizás ya esté dormida, criatura». Y de repente se
detuvo con el corazón latiendo desbocado. «Esa puerta... Anči... está
entreabierta. No está cerrada y, tras ella, sólo oscuridad. ¿Qué es eso?».
Entonces escuchó en el interior un ruido semejante a un gemido.
Algo lo impulsaba a precipitarse hacia allí, hacia la puerta; pero algo más
fuerte lo empujó a galopar escaleras abajo, hacia el jardín. Se quedó de pie en la
oscura espesura y se puso la mano sobre el corazón, que le latía alarmado. «¡Por
dios, menos mal que no he ido a verla! Anči con toda seguridad estará
arrodillada... medio desnuda... ahogando su llanto en el edredón. ¿Por qué? No
lo sé; pero si entrara... Bueno, ¿quién sabe lo que podría ocurrir? Nada; me
pondría de rodillas junto a ella y le suplicaría que no llorara. Acariciaría,
acariciaría su suave pelo, su pelo ya suelto... ¡Oh, dios! ¿Por qué dejaría la
puerta abierta?».
¡Vaya! Una clara sombra se deslizó fuera de la casa y se dirigió al jardín. Era
Anči: no se había desvestido ni tenía el pelo suelto, pero sujetaba sus sienes
entre las manos, para enfriar con ellas su ardorosa frente, e hipaba todavía el
último eco de su llanto. Pasó junto a Prokop como si no lo hubiera visto, pero le
dejó sitio a su lado derecho; no oía, no veía y no se defendió cuando él la agarró
por el brazo y la condujo a un banco.
Prokop estaba escogiendo las palabras para tranquilizarla («¡maldita sea!
¿acerca de qué?»), cuando de repente, ¡zas!, se encontró sobre su hombro con la
cabeza de Anči, que volvió a estallar en un llanto convulso, y que en medio de
los sollozos y del moqueo respondió que «no era nada». Prokop la rodeó con
sus brazos, como si fuera su tío, y sin saber qué otra cosa hacer, empezó a
murmurar algo así como que era buena y muy amable; ante lo cual los sollozos
se deshicieron en largos suspiros (podía sentir bajo la axila su ardiente
humedad) y se tranquilizó. ¡Oh, noche, ser celestial, tú alivias los corazones
angustiados y desatas las lenguas torpes! ¡Elevas, bendices, das alas a los
corazones que laten en silencio, corazones acongojados y taciturnos! ¡Das de
beber de tu inmensidad a los sedientos! En cierto punto del espacio,
insignificante, en algún lugar entre la Estrella Polar y la Cruz del Sur, entre el
Centauro y la Lira, estaba teniendo lugar un hecho emocionante: un hombre, de
repente, se sintió como el único defensor y el padre de ese rostro cubierto de
lágrimas, le acarició la cabeza y dijo... ¿qué fue exactamente? Que era tan feliz,
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tan feliz, que quería tanto, tantísimo, a la que hipaba y moqueaba sobre su
hombro, que nunca se marcharía de allí...
―No sé cómo se me ha pasado por la cabeza ―sollozaba y suspiraba
Anči―. Yo... yo tenía tantas ganas de... hablar con usted...
―¿Y por qué estaba llorando? ―murmuró Prokop.
―Porque había pasado ya tanto tiempo... y no había venido ―resonó la
sorprendente respuesta. Algo se debilitó en Prokop, quizás su voluntad.
―Usted... usted me... ¿quiere? ―consiguió decir Prokop a duras penas, y se
le escapó un gallo, como si fuera un adolescente de catorce años. La cabeza
hundida bajo su brazo hizo un gesto afirmativo, enérgico y sin reservas.
―Puede que... tuviera que haber ido a buscarla ―susurró Prokop
anonadado. La cabeza se sacudió, dando a entender que no.
―Aquí... me siento mejor ―dijo Anči con un hilo de voz después de un
rato―. ¡Esto es tan hermoso!
Quizá nadie logre comprender qué hay de hermoso en un áspero abrigo de
caballero que apesta a tabaco y a humanidad, pero Anči hundió su cara en él y
por nada del mundo la habría girado hacia las estrellas: era tan feliz en aquel
oscuro y profundo refugio... Su cabello hacía cosquillas en la nariz a Prokop y
emanaba un aroma encantador. Prokop le acariciaba los hombros encogidos,
acariciaba su joven nuca y su pecho, y encontraba sólo una trémula entrega.
Entonces, olvidándose de todo, se abalanzó sobre su rostro e intentó besar sus
húmedos labios. Pero vaya, Anči se resistía, se quedó rígida por el horror y
empezó a balbucear: «no, no, no»; y ocultó la cara en el abrigo de Prokop, que
podía sentir cómo latía el corazón alarmado de la joven. Prokop comprendió de
golpe que era su primer beso.
Se avergonzó de sí mismo, se enterneció profundamente y no se atrevió
más que a acariciarle el pelo: «Esto está permitido, esto está permitido. ¡Por
dios, pero si es todavía una cría y una tontuela! Y ahora ya ni una palabra, ni
una, que pueda herir la inaudita inocencia de esta blanca ternerilla. ¡Ni un
pensamiento para intentar explicar groseramente los confusos impulsos de esta
noche!». Ciertamente no sabía lo que estaba diciendo: tenía una cadencia torpe,
como de oso, y carecía por completo de sintaxis; trataba alternativamente de las
estrellas, el amor, Dios, esa hermosa noche y cierta ópera, cuyo nombre y
argumento Prokop no lograba recordar por mucho que lo intentara, pero cuyos
violines y voces resonaban en él con un efecto embriagador. A ratos le parecía
que Anči se estaba quedando dormida, de modo que se calló hasta que sintió de
nuevo en el hombro el feliz aliento de su adormecida atención.
Finalmente Anči se incorporó, cruzó las manos en su regazo y se quedó
pensativa.
―Yo ni siquiera sé, no sé ―dijo con dulzura―, ni siquiera me parece
posible.
Una estrella atravesó el cielo con una brillante estela. Se sentía el aroma de
la celinda; ahí dormían las esferas de las peonías, cerradas; una especie de
aliento divino susurraba en las copas de los árboles.
―Me gustaría tanto quedarme aquí ―murmuró Anči.
Una vez más, Prokop se vio obligado a librar una batalla con la tentación.
―Buenas noches, Anči ―profirió―. Si... si volviera su padre. ―Anči se
levantó obedientemente.
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Karel Čapek La Krakatita
―Buenas noches ―dijo ella dudando; así se quedaron, de pie uno frente a
otro, sin saber qué hacer o cómo finalizar. Anči estaba pálida, pestañeaba
agitada y daba la impresión de que intentaba decidirse a llevar a cabo una
heroicidad. Pero cuando Prokop (perdiendo ya definitivamente la cabeza) llevó
la mano hacia su codo, se apartó acobardada y emprendió la retirada. Así que
caminaron por el sendero del jardín guardando una distancia de por lo menos
un metro. Sin embargo, cuando alcanzaron el lugar en que estaba la más oscura
de las sombras, era obvio que habían perdido el rumbo, ya que Prokop fue a dar
con los dientes contra una frente, besó apresurado una nariz fría y su boca
encontró unos labios desesperantemente cerrados. Los horadó con ruda
superioridad, casi quebrando el cuello de la muchacha forzó aquellos dientes
castañeteantes y besó sin compasión la ardiente humedad de aquella boca
abierta que no paraba de gemir. Después Anči se zafó de entre sus brazos, se
paró junto a la portezuela del jardín y comenzó a sollozar. Entonces Prokop
corrió a tranquilizarla: la acarició, la cubrió de besos en el pelo y la oreja, en el
cuello y la espalda, pero no sirvió de nada. Suplicó, giró hacia sí aquella cara
húmeda, aquellos ojos húmedos, aquellos labios húmedos que hacían pucheros.
Tenía la boca llena del sabor salado de las lágrimas. La besó y la acarició, y de
repente se dio cuenta de que ella ya no se defendía, de que se había rendido
incondicionalmente y de que más bien lloraba su horrible derrota. Pues bien, de
golpe se despertó en Prokop toda su viril caballerosidad: liberó de su abrazo a
ese colmo de la desgracia e, infinitamente conmovido, besó sólo aquellos
desesperados dedos, empapados en lágrimas y temblorosos. «Así, así está
mejor». Pero ella puso de nuevo su cara en una de las toscas zarpas de Prokop y
él la besó con un beso húmedo, abrasador, y con su ardiente aliento, y con la
pulsación de sus pestañas, cubiertas de lágrimas, sin permitir que la apartara.
En ese instante incluso él parpadeó y contuvo la respiración, para no dejar
escapar un suspiro por el tormento que le estaba provocando la ternura.
Anči levantó la cabeza. «Buenas noches», dijo en voz baja, y ofreció con
total sencillez sus labios. Prokop se inclinó, apenas exhaló sobre ellos un beso,
lo más delicado que pudo, y ya ni siquiera se atrevió a acompañarla. Se quedó
allí parado, de pie, y se estremeció; a continuación se tranquilizó en el otro
extremo del jardín, al cual no podía llegar ni un rayo de luz de la ventana de
Anči: se quedó allí parado y parecía que rezaba. En absoluto, no era una
oración; era la noche más hermosa de su vida.
XIII
Al amanecer ya no podía aguantar en casa: se propuso ir corriendo a coger
flores; después las pondría en la puerta de la alcoba de Anči, y cuando ella
saliera... En alas de la alegría, Prokop salió a hurtadillas de la casa como a las
cuatro de la madrugada. Señores, aquello era una maravilla; todas las flores
centelleaban como si fueran ojos (ella tiene grandes ojos tranquilos de ternero)
(tiene unas pestañas tan largas) (ahora está durmiendo; tiene unos párpados
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Karel Čapek La Krakatita
ovalados y delicados como los huevos de una paloma) (dios, si pudiera conocer
sus sueños) (si tiene las manos cruzadas sobre el pecho, se moverán al ritmo de
su respiración; pero si las tiene bajo la cabeza, seguro que se le ha levantado la
manga y se verá su codo, ese redondel áspero y rosado) (la otra mañana dijo
que dormía todavía en una cama infantil de hierro forjado) (dijo que en
septiembre cumplirá los diecinueve) (tiene en el cuello una marca de
nacimiento) (cómo es posible que me quiera, es tan extraño), verdaderamente
nada es comparable a la belleza de una mañana de verano, pero Prokop miraba
al suelo, sonreía, si es que era capaz de hacerlo, y deambuló entre paréntesis
hasta el río. Allí descubrió (aunque en la otra orilla) unos nenúfares;
desdeñando todo peligro se desvistió, se lanzó al espeso limo del remanso, se
hizo un corte en la pierna con una caña traicionera y regresó con los brazos
llenos de nenúfares. El nenúfar es una flor poética, pero emana agua sucia de
sus gruesos tallos. Así que Prokop corrió a casa con su poético botín y pensó
con qué podría hacer un envoltorio digno de su ramo. Ahá, en el banco que
había frente a la casa el doctor había olvidado el número del día anterior de
Politika. Prokop lo desgarró con entusiasmo, pasando completamente por alto
cierta movilización en los Balcanes, e incluso el hecho de que se tambaleaba un
ministerio y de que alguien, en un recuadro negro, había muerto y era llorado
por toda la nación, y envolvió con él los peciolos mojados. Cuando después se
dispuso a mirar con orgullo su obra, le dio un vuelco el corazón. En efecto, en el
envoltorio hecho de papel de periódico encontró una palabra. Era KRAKATITA.
Durante unos instantes la observó sin creer lo que veían sus propios ojos.
Después deshizo a una velocidad escalofriante el envoltorio de periódico,
esparciendo la exquisitez de los nenúfares por el suelo, y finalmente encontró
este anuncio: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección.
Carson, edif. correos». Nada más. Prokop se frotó los ojos y leyó de nuevo: «Se
ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson». Pero por todos los
demonios... ¿quién era ese Carson? Y cómo sabía, cáspita, cómo podía saber...
Prokop leyó por quincuagésima vez el misterioso anuncio: «¡KRAKATITA! Se
ruega al ingeniero P. que indique su dirección». Y después: «Carson, edif.
correos». De aquello no se podía deducir nada más.
Prokop estaba sentado como si hubiera recibido un mazazo. «¿Por qué, por
qué tuve que coger ese condenado periódico?», relampagueó con desesperación
en su cabeza. ¿Cómo es que estaba eso ahí? «¡KRAKATITA! Se ruega al
ingeniero P. que indique su dirección». El ingeniero P., eso significaba Prokop; y
la krakatita, ése era justo aquel maldito lugar, ese lugar de su cerebro que estaba
empañado, ese grave tumor, eso en lo que no se atrevía a pensar, con lo que iba
dándose cabezazos contra la pared, lo que ya no tenía nombre... ¿Cómo es que
estaba ahí? «¡KRAKATITA!». A Prokop se le salieron los ojos de las órbitas por
el impacto. De repente vio... cierta sal plúmbea, y de golpe se desenrolló la
confusa película de su recuerdo: una larguísima, furiosa lucha en el laboratorio
con esa pesada, ruda, apática sustancia; una porquería de experimentos sin
salida, en los que fallaba todo; su tacto corrosivo cuando, iracundo, la deshacía
y trituraba con los dedos; su sabor cáustico y el humo acre; el cansancio que le
hacía dormirse en la silla, la vergüenza, la obstinación, y repentinamente
(quizás en un sueño), la idea definitiva, un experimento paradójico y
milagrosamente sencillo, un truco físico que hasta entonces no había utilizado.
Vio unas finas agujas blancas que finalmente introdujo en una caja de
porcelana, convencido de que al día siguiente explotaría sin problemas cuando
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exprimió la cabeza. Bien lo cogió el doctor, bien Anči, o bien la risueña Nanda;
no cabía otra posibilidad. Cuando dedujo esto de un modo tan incontrovertible
como detectivesco, sintió cierto malestar, cierta confusión, y, como en un sueño,
se dirigió a la chimenea, metió la mano muy dentro y sacó... el paquete
extraviado. Tenía la indefinida sensación de que lo había puesto allí él mismo,
en algún momento, cuando todavía no estaba... totalmente sano. Recordaba
vagamente que en aquel estado de desfallecimiento y delirio lo tuvo
constantemente en la cama y que ardía en cólera cuando se lo quitaban; y que, a
la vez, le tenía un miedo terrible, porque asociaba a él una intranquilidad y una
angustia torturantes. Evidentemente lo escondió allí de sí mismo, con la astucia
de un loco, para tener tranquilidad. Por otra parte, el diablo sabrá de los
misterios del subconsciente. Ahora lo tenía ante él, ese sobre grueso atado con
cuerda y con cinco lacres, y en él estaba escrito: «Para el señor Jiří Tomeš».
Intentó deducir algo más personal de aquella escritura madura y firme, pero en
vez de eso vio a la chica del velo estrujando el paquete entre sus temblorosos
dedos (ahora, ahora levanta la mirada de nuevo...). Olisqueó ansioso el paquete:
desprendía un olor débil y remoto.
Lo colocó en la mesa y dio vueltas a su alrededor. Tenía muchísimas ganas
de saber qué había en el interior, bajo los cinco lacres; seguro que era un secreto
importante, alguna situación decisiva y acuciante. Sin embargo ella dijo que...
que lo hacía por otra persona; pero estaba tan inquieta... Ella, ni más ni menos,
ella amaba a Tomeš: era algo increíble. «Tomeš es un rufián», constató con hosca
rabia; «siempre tuvo suerte con las mujeres, el muy cínico. Bien, lo encontraré y
le entregaré este romántico envío; y después, se acabó...». De repente ató cabos:
¡había algún tipo de relación entre Tomeš y ese, cómo se llamaba, ese
condenado Carson! «Nadie tenía ni tiene conocimiento de la krakatita; sólo
Tomeš, Jirka, la ha descubierto dios sabe cómo...». Una nueva escena se
intercaló espontáneamente en la confusa película de su memoria: de algún
modo él, Prokop, farfullaba en medio de la fiebre (se trataba seguramente del
piso de Tomeš), y él, Jirka, se inclinaba sobre Prokop y apuntaba en un
cuaderno. «¡Seguro, sin duda, era mi fórmula! ¡Me fui de la lengua, me lo
sonsacó, me lo robó y se lo vendió al tal Carson!». Prokop se quedó anonadado
ante semejante ruindad. «¡Dios, y a ese individuo le ha tocado en suerte una
chica así! Si hay algo en el mundo que está claro, es lo siguiente: ¡que es
imprescindible salvarla, cueste lo que cueste! Bien, en primer lugar debo
encontrar al ladrón de Tomeš; le daré el paquete lacrado y, de paso, le partiré los
dientes. Además, lo tendré en mis manos: tendrá que decirme el nombre y la
dirección de esa muchacha y comprometerse... No; nada de promesas por parte
de semejante canalla. Pero iré a verla y le contaré todo. Y después desapareceré
de su vista para siempre».
Satisfecho con esta caballerosa decisión, Prokop se puso en pie frente al
funesto sobre. ¡Ay, si pudiera saber sólo eso, sólo una cosa, si era la amante de
Tomeš! De nuevo la vio de pie, hermosa y fuerte; ni con una mirada, ni con un
parpadeo hizo ella entonces alusión al pecaminoso lecho de Tomeš. ¿Es posible
que unos ojos mientan así, que mientan así esos ojos?
Entonces, tras sisear por el sufrimiento, rompió el lacre, cortó el cordel y
rasgó el sobre. Dentro encontró billetes y una carta.
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XIV
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Karel Čapek La Krakatita
pero de aquel modo sólo se le llenaron los ojos de lágrimas, y lo demás podía
tragárselo.
―Anči ―murmuró Prokop―, ni siquiera voy a despedirme; mire, no
merece la pena; en una semana, en un mes estaré aquí de nuevo... Bueno, mire...
―no podía mirarla; estaba sentada como ausente, con los brazos desmadejados,
la mirada perdida y la nariz hinchada por el llanto reprimido; daba pena
verla―. Anči ―intentó de nuevo, y otra vez se dio por vencido. Aquel último
instante junto a la puerta le pareció interminable: tenía la sensación de que
debía decir o hacer algo más, pero en lugar de eso alcanzó a pronunciar algo
como «hasta la vista», y se marchó a hurtadillas.
Como un ladrón, de puntillas, abandonó la casa. Todavía dudó junto la
puerta tras la cual había dejado a Anči. En el interior reinaba un silencio que lo
atenazaba con inefable tormento. En la puerta de la casa se detuvo como aquél
que ha olvidado algo, y regresó de puntillas a la cocina. Gracias a dios, Nanda
no estaba allí; se dirigió a la estantería.«... ATI-TA!... dirección. Carson, edif.
correos». Eso es lo que ponía en un trozo de periódico que la alegre Nanda
había recortado en punta para el estante. Dejó allí un buen puñado de dinero a
cambio de todo su servicio, y desapareció. Prokop, Prokop, ¡así no se comporta
una persona que pretende regresar en una semana!
«Va va-mos, va va-mos» , recitaba rítmicamente el tren. Pero a la
impaciencia del ser humano no le basta su estrepitosa, traqueteante velocidad;
la impaciencia del ser humano se revuelve desesperada, saca una y otra vez el
reloj y da patadas a su alrededor, presa del baile de San Vito que produce el
nerviosismo. Uno, dos, tres, cuatro: los postes de telégrafos. Árboles, campo,
árboles, la casa del guarda, árboles, talud, talud, cerca y campo. Las once horas
y diecisiete minutos. Campos de remolacha, mujeres con delantales azules, una
casa, un perro al que se le ha metido en la cabeza adelantar al tren, campo,
campo, campo. Las once horas y diecisiete minutos. Dios, ¿es que se ha
detenido el tiempo? Mejor no pensar en ello, cerrar los ojos y contar hasta mil,
recitar el padrenuestro o fórmulas químicas. «¡Va va-mos, va va-mos!». Las once
horas y dieciocho minutos. Dios, ¿qué puedo hacer?
Prokop se sobresaltó. «KRAKATITA», le llamó tanto la atención que se
asustó. ¿Dónde? Ahá, el viajero de enfrente leía el periódico, y en la última
página estaba, de nuevo, aquel anuncio. «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P.
que indique su dirección. Carson, edif. correos». «Que me deje en paz ese tal
señor Carson», pensó el ingeniero P.; sin embargo en la siguiente estación pidió
todos los periódicos que engendraba esa bendita nación. Estaba en todos, y en
todos se decía lo mismo: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que
indique...». «¡Por todos los diablos, esto es busca y captura! ¿Para qué me
necesitan, si Tomeš ya se lo ha vendido?».
Pero en vez de resolver ese misterio, que era esencial, iba fijándose en si lo
estaban vigilando. Sacó, quizá ya por centésima vez, el consabido sobre
rasgado. Con todo tipo de rodeos, que le provocaban el intenso placer de la
demora, después de sopesarlo y darle vueltas en distintas direcciones, extrajo
de nuevo de su interior, abarrotado de dinero, aquella carta, aquella valiosísima
carta escrita con una letra madura y enérgica. «Señor Tomeš», leyó de nuevo
con avidez, «no hago esto por usted, sino por mi hermana. Está como loca
desde el día en que le envió usted aquella horrenda carta. Quiso vender todos
sus vestidos y joyas para enviarle dinero; tuve que contenerla para que no
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Karel Čapek La Krakatita
llevara a cabo algo que después no podría ocultar a su marido. Lo que le envío
es dinero de mi propio bolsillo; sé que lo aceptará sin innecesarias vacilaciones,
y le ruego que no me lo agradezca. L.». Y después, añadido apresuradamente:
«¡Por dios santo, deje ya en paz a M.! Le ha dado todo lo que tiene; le ha dado
más de lo que a ella misma le pertenecía. Me estremezco al pensar lo que
ocurrirá si sale esto a la luz. ¡Se lo ruego por lo que más quiera, no abuse de la
inmensa influencia que tiene sobre ella! Sería demasiado vil que usted...». El
resto de la frase había sido tachado, y a continuación seguía una posdata: «Dé
las gracias de mi parte al amigo que le entrega esto. Fue inolvidablemente
amable conmigo en el momento en el que más ayuda necesitaba».
El exceso de felicidad aplastó a Prokop. ¡De modo que no era la amante de
Tomeš! ¡Y no tenía a nadie en quien poder apoyarse! ¡Una joven valiente y
generosa; había conseguido cuarenta mil coronas para proteger a su hermana
de... obviamente de la ignominia! «Estas cuarenta mil coronas han salido del
banco; aún están provistas de la faja, tal y como las recogió... ¡Demonios!, ¿por
qué en la faja no consta el nombre del banco? Y esas otras diez mil a saber de
dónde las ha sacado, y cómo; porque entre ellas hay billetes sueltos, miserables
y sucias monedas de cinco coronas, papelajos que se caen a trozos venidos de
dios sabe qué manos, dinero arrugado sacado de monederos femeninos; ¡dios,
qué enervante búsqueda ha debido costarle hasta conseguir este puñado de
dinero! "Fue inolvidablemente amable conmigo..."». En aquel instante Prokop
hizo pedazos a Tomeš, vil miserable sin escrúpulos; pero a la vez, en cierto
modo, le perdonaba todo... ¡porque ella no era su amante! No era la amante de
Tomeš: eso, no obstante, no significaba en absoluto que fuera el más puro y
perfecto ángel celestial; y entonces se sintió como si una herida desconocida
cicatrizara en su corazón, brusca y dolorosamente.
Sí, tenía que encontrarla. «Tengo ante todo que... ante todo que devolverle
este dinero que le pertenece (ni siquiera se avergonzó de un subterfugio tan
transparente) y decirle que... que en resumen... que puede contar conmigo, en lo
relativo a Tomeš y para cualquier otra cosa... "Fue inolvidablemente amable
conmigo"». Prokop incluso entrelazó sus manos: «Dios, todo lo que estoy
dispuesto a hacer para merecer esas palabras... ¡Oh, oh, este tren va tan
despacio!».
XV
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Karel Čapek La Krakatita
Parecía que se trataba de su antigua dirección. Sin embargo, Prokop voló hasta
Smíchov, a la calle tal y tal. El casero hizo un gesto negativo con la cabeza
cuando le preguntó por Jiří Tomeš. «Pues el susodicho vivió aquí, pero hace ya
más de un año; dónde vive ahora, eso no lo sabe nadie; por otra parte dejó aquí
todo tipo de deudas...».
Desolado, Prokop se metió en un café. «¡KRAKATITA!», le llamó la
atención en la última página del periódico. «Se ruega al ingeniero P. que indique
su dirección. Carson, edif. correos». «Bien, seguro que sabe algo de Tomeš ese
tal Carson: está claro, hay alguna relación entre ellos. Pues bien, aquí está la
nota: "Carson, edificio de correos. Venga mañana al mediodía al café tal y tal.
Ing. Prokop"». Nada más escribirlo, le vino a la cabeza otra idea: las deudas. Se
levantó y corrió al juzgado, departamento de impagados. Y mira por dónde, allí
conocían sobradamente bien la dirección del señor Tomeš: una montaña de
citaciones devueltas, requerimientos judiciales y similares. Pero parecía que
Tomeš, Jiří había desaparecido sin dejar rastro y, sobre todo, sin dar cuenta de
su dirección actual. Aun así, Prokop salió corriendo a la nueva dirección. La
casera, una vez refrescada su memoria con la conveniente remuneración, en
seguida reconoció a Prokop, que en cierta ocasión había pasado allí la noche.
También largó de buena gana que el señor ingeniero Tomeš era un timador y un
rufián; que justo aquella noche se marchó y lo dejó allí, al caballero, a cargo de
la casera; que ella subió tres veces a preguntar si necesitaba algo, pero que él, el
caballero, estaba continuamente durmiendo y hablaba en sueños, y que
después, por la tarde, desapareció. «¿Y, digo yo, dónde andará el señor Tomeš?
Vaya, se marchó aquel día y dejó todo aquí, y todavía no ha regresado; tan sólo
envió dinero desde algún lugar del extranjero, pero ya debe otra vez este
trimestre. Se dice que venderán en subasta pública sus enseres si no se presenta
de aquí a final de mes. Dicen que se endeudó por una cantidad de casi un
cuarto de millón, bueno, y huyó». Prokop sometió a aquella maravillosa mujer
al interrogatorio crucial: si sabía algo de una señorita que por lo visto tenía
relación con Tomeš, que solía venir por aquí, etc. La casera no sabía, a fin de
cuentas, nada: «En lo referente a mujeres, venían por aquí unas veinte, de las
que llevaban velo en el rostro y de otras, pintarrajeadas y de todo tipo; ya le
digo, era una vergüenza para toda la calle». Así que Prokop le pagó el trimestre
que se le debía de su propio bolsillo, y a cambio recibió la llave del piso de
Tomeš.
Se podía sentir allí cierto olor a moho, propio de un piso que llevaba sin ser
habitado largo tiempo, y casi a muerto. Por primera vez, Prokop percibió los
extraños lujos del lugar en el que luchó contra la fiebre. Por todas partes
cortinas persas y cojines iraníes, o a saber de dónde, en las paredes desnudos y
tapices, un orient y butacas, un tocador de cantante de opereta y una bañera de
prostituta de lujo, una mezcla de suntuosidad y vulgaridad, lujuria y abandono.
Y allí, en medio de toda aquella porquería, había estado entonces ella,
apretando el paquete contra su pecho. «Clava su mirada limpia, afligida, en el
suelo, y entonces, dios mío, la levanta con una confianza valerosa y pura... ¡Por
dios, qué pensaría de mí al encontrarme en este antro! Tengo que encontrarla, al
menos... al menos para devolverle su dinero; aunque no se tratara de otra cosa,
de algo más importante... ¡Sencillamente, es imprescindible encontrarla!».
Eso se decía fácilmente; pero, ¿cómo? Prokop se mordía los labios mientras
le daba vueltas a la cabeza con empeño. «Si por lo menos supiera dónde buscar
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XVI
Encontrar a Tomeš: ¡hombre, como si eso fuera tan fácil! Prokop realizó una
inspección general de todo el piso. Revolvió todos los armarios y cajones, sin
encontrar (aparte de facturas viejas y polvorientas, cartas de amor, fotografías y
otras porquerías de soltero) nada que iluminara en modo alguno el caso de
Tomeš. Pero al fin y al cabo, si alguien tiene un peso tan grande sobre su
conciencia, consigue desaparecer de forma radical.
Interrogó de nuevo a la casera; recogió una riada de todo tipo de cotilleos,
pero nada que lo pusiera sobre la pista. Fue a ver al casero para descubrir desde
qué lugar del extranjero había enviado Tomeš ese dinero. Tuvo que escuchar el
sermón del viejete, arisco y bastante desagradable, que sufría todo tipo de
catarros y maldecía la depravación de los jóvenes caballeros de hoy en día.
Como premio a su paciencia sobrehumana recibió finalmente sólo el dato de
que dicho dinero no lo envió el señor Tomeš, sino más bien un cambista a
cuenta de un banco de Dresde auf Befehl des Herrn Tomeš. Corrió a ver al
abogado, que tenía, como se reveló anteriormente, cierto asunto pendiente con
el desaparecido. El abogado se escudó inútilmente en el secreto profesional,
pero cuando a Prokop se le escapó, del modo más tonto, que debía entregarle
un dinero al señor Tomeš, el abogado renació y le pidió que lo depositara en sus
manos; a Prokop le costó mucho trabajo desembarazarse de él. Eso le enseñó la
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Karel Čapek La Krakatita
lección de no hacer pesquisas sobre Tomeš con gente que había tenido negocios
con él.
Se quedó parado en la siguiente esquina: ¿qué iba a hacer ahora? Sólo
quedaba Carson. Una incógnita que sabía algo y quería algo. Bien, entonces
Carson. Prokop palpó la carta que había en su bolsillo, que había olvidado
mandar, y se apresuró a correos.
Pero al llegar al buzón dejó caer la mano. «Carson, Carson... Pero ése tiene
interés en algo que... tampoco es una minucia. ¡Demonios!, ese tipo sabe algo de
la krakatita y se trae algo entre manos... Vaya, dios sabe qué. Evidentemente
Tomeš no lo sabe todo; o no quiso venderlo todo; o exige condiciones
indecentes, y yo, estúpido, le voy a salir más barato. Así parecen estar las cosas.
Pero (y en ese momento Prokop se horrorizó por primera vez del alcance que
tenía el tema), ¿es que es posible sacarse krakatita de la manga? Ante todo
habría que saber rematadamente bien qué es lo que se está haciendo y para qué
sirve, cómo manejarla y un largo etcétera. La krakatita, buen hombre, no es rapé
o polvos de talco para niños. Y en segundo lugar, quizás se trate... de un rapé
demasiado potente para este mundo. Imaginemos la que se podría armar con
ella..., digamos, por ejemplo, en una guerra». Prokop empezó a sentir incluso
angustia por el asunto. «¿Qué diablo ha traído hasta aquí a ese maldito Carson?
Por dios santo, debe evitarse a cualquier precio que...».
Prokop se sujetó la cabeza de tal manera que incluso la gente paraba para
mirarlo. Pero, ¡por dios, si había dejado allí arriba, en su laboratorio de
Hybšmonka, en una caja de porcelana, casi ciento cincuenta gramos de
krakatita! O sea, suficiente para arrasar, no sé, ¡todo el distrito! Se quedó
petrificado por el horror, y después salió al galope hacia el tranvía: ¡como si
ahora importara ese par de minutos! Pasó un infierno mientras el tranvía se
arrastraba hasta la otra orilla; después abordó al trote la ladera del barrio de
Košíře y voló hasta su caseta. Estaba cerrada con llave, y Prokop buscó
inútilmente en los bolsillos algo similar a una llave. Al atardecer echó un
vistazo a su alrededor, como un ladrón, rompió el cristal de la ventana, abrió el
pestillo y se coló en la casa por la ventana.
Apenas hubo encendido una cerilla, ya pudo comprobar que le habían
desvalijado la casa del modo más metódico. En efecto, habían dejado el edredón
y ese tipo de trastos; pero todos los frascos, botes y tubos de ensayo, las
trituradoras de piedra, los morteros, las probetas y el instrumental, las espátulas
y la balanza, toda su primitiva cocina química, todo lo que contenía sustancias
experimentales, todo en lo que podía quedar algún residuo o capa de productos
químicos, todo había desaparecido. Ni rastro de la caja de porcelana llena de
krakatita. Abrió de un tirón el cajón de la mesa: todas sus notas y apuntes, cada
fragmento de papel garabateado, hasta el más mínimo recuerdo de esos doce
años de experimentos, todo lo había guardado allí. Incluso habían rascado del
suelo las manchas y huellas de su trabajo, y su bata de laboratorio, esa saya
vieja, manchada, totalmente costrosa por los compuestos químicos, había
desaparecido. Se le hizo un nudo en la garganta por un acceso de llanto. «¡Así
que esto, esto es lo que me han hecho!».
Se quedó sentado hasta bien entrada la noche en su catre militar,
observando rígido el laboratorio expoliado. A ratos se consolaba pensando que
quizás recordaría todo lo que había escrito a lo largo de esos doce años en sus
apuntes; pero cuando cogía a bulto alguno de los experimentos e intentaba
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XVII
Prokop, estupefacto, levantó la mirada hacia el señor Carson. Para su
sorpresa, ahora ya no tenía esa cara de perrillo, radiante por la satisfacción: todo
en aquel hombrecillo fervoroso se había vuelto serio y severo, los ojos quedaron
ocultos tras sus pesados párpados y sólo a ratos conseguían abrirse paso con un
corte opaco.
―No sea tonto ―profirió contundente―. Véndanos la krakatita y asunto
concluido.
―¿Cómo puede saber...? ―susurró Prokop.
―Se lo contaré todo. Palabra de honor, todo. Vino a visitarnos el señor
Tomeš. Trajo los ciento cincuenta gramos y la fórmula. Por desgracia no trajo el
método de fabricación. Ni él ni nuestros químicos han sido capaces de descubrir
cómo producirla. Es algún tipo de truco, ¿verdad?
―Sí.
―Hum. Quizás lo descubran sin su ayuda.
―No lo descubrirán.
―El señor Tomeš... sabe algo, pero se anda con secretismos. Ha trabajado
en nuestro laboratorio a puerta cerrada. Es un químico terriblemente malo, pero
más astuto que usted. Al menos no se va de la lengua acerca de lo que sabe.
¿Por qué se lo dijo? Es un inútil, sólo sirve para sacar anticipos. Tenía que haber
venido usted mismo.
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―¿Dónde?
―No me está permitido decirlo. Por mi honor, no puedo. Y cuando puso
pies en polvorosa, fui a, jaja, a visitar su tumba. Piedad, ¿no? Era usted un genio
de la química, y aquí no lo conoce nadie. Eso sí que me llevó trabajo, amigo.
Tuve que poner anuncios como loco. Está claro que se dieron cuenta... los otros,
¿sabe? ¿Me entiende?
―No.
―Entonces venga a echar un vistazo ―dijo presto el señor Carson, y se
dirigió a la pared de enfrente―. Aquí ―dijo dando golpecitos en un tablón.
―¿Qué es eso?
―Una bala. Alguien estuvo aquí.
―¿Y quién le disparó?
―Yo, quién si no. Si usted se hubiera colado aquí... por la ventana... hace
unos catorce días, quizás alguien le hubiera... encañonado sin compasión.
―¿Quién?
―Eso da igual, este u otro país. Aquí, amigo, se han ido turnando grandes
potencias. Y usted, mientras tanto, jaja, pescando en algún sitio, ¿eh? ¡Un tipo
fabuloso! Pero escuche, querido ―dijo de repente con preocupación―, mejor
que no se le ocurra ir por ahí solo. Nunca, a ningún sitio, ¿entiende?
―¡Tonterías!
―Espere. No se trata de soldados de infantería. Es gente que pasa muy
desapercibida. Hoy en día estas cosas se hacen... con muchísima discreción ―el
señor Carson se detuvo junto a la ventana y tamborileó en el cristal―. No tiene
ni idea de la cantidad de cartas que recibí en respuesta al anuncio. Me
escribieron unos seis Prokop... ¡Venga rápido a echar un vistazo!
Prokop se acercó a la ventana.
―¿Qué ocurre?
El señor Carson simplemente señaló con su corto dedo hacia la carretera.
Un joven en velocípedo, en una lucha desesperada por mantener el equilibrio,
iba haciendo eses, mientras cada una de las ruedas mostraba una terca
inclinación por ir en dirección opuesta. El señor Carson dirigió a Prokop una
mirada interrogante.
―Estará aprendiendo a montar ―estimó Prokop inseguro.
―Es un torpe de marca mayor, ¿verdad? ―dijo Carson, y abrió la
ventana―. ¡Bob! ―El joven de la bicicleta se quedó clavado en el sitio.
―Yessr.
―Go to the town for our car!
―Yessr ―y pisando los pedales, el joven ciclista salió pitando hacia la
ciudad. El señor Carson se apartó de la ventana.
―Irlandés. Un chico muy resuelto. ¿Qué quería decir? Ahá. En fin, que se
dirigieron a mí seis Prokop... Reuniones en diversos lugares, sobre todo por la
noche... la monda, ¿eh? Lea esta nota.
«Venga mañana a las diez de la noche a mi laboratorio, ing. Prokop», leyó
Prokop como en un sueño.
―Pero si esta letra... es casi... ¡idéntica a la mía!
―Ya ve ―se rió a carcajadas Carson―. Amigo, esto es un campo de minas.
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rompecabezas. ―El señor Carson se puso de nuevo las gafas y observó con
curiosidad―. Se cree que existe una estación ilegal que se divierte borrando
comunicaciones. Una idiotez, ¿no? ¡Una estación privada que, así porque sí, por
hacer la gracia, envía como mínimo cien kilovatios al aire! ¡Pff! ―Carson
escupió.
―Los martes y los viernes ―dijo Prokop―, o sea, simultáneamente... a la
vez...
―Extraño, ¿verdad? ―dijo con una mueca el señor Carson―. Lo tengo
apuntado, caballero: el martes día tal, a las diez y treinta y cinco y unos cuantos
segundos, interferencia en todas las estaciones desde Reval, etc., etc. Y a
nosotros, en ese mismo segundo, nos explota «por sí misma», como a usted le
gusta decir, cierta cantidad de su krakatita. ¿Eh? ¿Qué? Detto el siguiente
viernes a las diez y veintisiete y algunos segundos, interferencia y explosión.
Item el siguiente martes a las diez y media, explosión e interferencia. Etcétera.
Excepcionalmente, en contra del horario, también hubo interferencias una vez
el lunes a las diez y veintinueve treinta segundos. Detto explosión. Hace clic al
segundo. Ocho veces de ocho. Divertido, ¿eh? ¿Qué opina al respecto?
―No... no sé ―masculló Prokop.
―Entonces le diré una cosa más ―soltó el señor Carson después de
reflexionar largo rato―. El señor Tomeš trabajaba con nosotros. Es un inútil,
pero sabe algo. El señor Tomeš se hizo instalar un generador de alta frecuencia
y nos cerró la puerta en las narices. Canalla. En mi vida había escuchado que en
la química ortodoxa se trabajara con máquinas de alta frecuencia, ¿verdad?
¿Qué me dice?
―Bueno... en absoluto ―dijo a modo de evasiva Prokop, mirando
intranquilo a su propio generador electrógeno seminuevo, colocado en un
rincón. El señor Carson cazó al vuelo esa mirada.
―Hum ―dijo―, usted también tiene aquí ese juguetito, ¿eh? Bonito
transformador. ¿Cuánto le costó? ―Prokop frunció el ceño, pero Carson se
regodeaba en silencio―. Creo ―dijo con creciente felicidad―, que sería algo
fabuloso si se consiguiera en alguna sustancia... digamos con ayuda de alta
frecuencia... en un campo disruptivo o similar... hacer vibrar, resquebrajar,
liberar la estructura interna de tal modo que bastara con dar un golpecillo
desde lejos... con ciertas ondas... descargas... oscilaciones o el diablo sabe qué,
para que esa sustancia se desintegrase, ¿verdad? ¡Bum! ¡A distancia! ¿Qué me
dice? ―Prokop no dijo nada, y el señor Carson, chupando con deleite el cigarro,
se cebaba en él―. Yo no soy electricista, ¿sabe? ―comenzó a decir al
momento―. A mí me lo ha explicado un científico, pero que me ahorquen si lo
he entendido. El hombre me vino con electrones, iones, cuantos elementales o
como se llamen; y finalmente ese iluminado de la cátedra sentenció que, en
resumen, no era posible en absoluto. ¡Amigo, se ha lucido! Ha hecho usted algo
que, según eminencias de fama mundial, no es posible...
Así que yo lo he interpretado a mi manera ―continuó―, con una teoría de
andar por casa. Pongamos que a alguien se le mete en la cabeza... fabricar un
compuesto inestable... a partir de cierta sal metálica. Dicha sal es una bribona:
no hay modo de combinarla, ¿verdad? Así que ese químico lo intenta de todos
los modos posibles... como loco. Y entonces digamos que recuerda que en el
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número de enero de The Chemist se hablaba de que dicha sal flegmática era un
radioconductor fabuloso... un detector de ondas eléctricas. Se le ocurre una
idea. Una idea tonta y genial: que quizás consiguiera mejorarle el humor a esa
maldita sal mediante ondas eléctricas, ¿no? Despertarla, hacerla bailar, sacudirla
como un edredón, ¿verdad? Ja, las mejores ideas se le ocurren a uno a partir de
tonterías. Así que se agencia un ridículo transformadorcillo y se pone a ello.
Qué hizo exactamente es por ahora un secreto, pero al fin y al cabo... consigue el
ansiado compuesto. Que me lleven los demonios, lo consigue. Seguramente lo
amalgamó mediante esa oscilación. Amigo, que a mi edad tenga que ponerme a
estudiar Física... Estoy metiendo la pata, ¿eh?
Prokop murmuró algo totalmente incomprensible.
―Da igual ―sentenció Carson tranquilamente―. Mientras siga
aguantando sin descomponerse. Soy un idiota, yo me imagino que la sustancia
adquirió una estructura electromagnética o algo así. Si se alterara de algún
modo, entonces... se desintegraría, ¿verdad? Por suerte, unas diez mil estaciones
de radio oficiales y unos cientos de estaciones ilegales mantienen en la
atmósfera de nuestro país un clima electromagnético, un... eh... eh... balneario
de oscilaciones que parece hecho a medida para esa estructura. Así que aguanta
sin descomponerse... ―El señor Carson se quedó pensativo un momento―. Y
ahora ―comenzó de nuevo―, ahora imagine que un diablo de otro mundo o
un sinvergüenza de éste cuenta con los medios para alterar a la perfección las
ondas electromagnéticas. Sencillamente borrarlas, o algo así. Imagine que (dios
sabe por qué) monta el numerito de forma regular los martes y los viernes a las
diez y media de la noche. En ese mismo minuto, en ese mismo segundo, se
alteran en todo el mundo las comunicaciones sin hilos. Pero en ese mismo
minuto y en ese mismo segundo parece que también ocurre algo en esa...
sustancia lábil, si es que no se encuentra aislada..., pongamos por ejemplo en...
en una caja de porcelana. Algo se modifica en ella... De algún modo se produce
en ella un chasquido, y se... se...
―... desintegra ―exclamó Prokop.
―Sí, se desintegra. Explota. Interesante, ¿verdad? Un señor muy sabio me
lo explicó. ¡Cáspita!, ¿cómo dijo? Que... que por lo visto...
Prokop se levantó de un salto y agarró al señor Carson del abrigo.
―Escuche ―tartamudeó Prokop, visiblemente alterado―, entonces si... la
krakatita... se esparciera, por ejemplo, aquí... o donde fuera... simplemente por
el suelo...
―... entonces el próximo martes o viernes a las diez y media saltaría por los
aires. Ja. Pero hombre, que me está estrangulando.
Prokop soltó a Carson y recorrió la habitación mordiéndose los dedos
horrorizado.
―Está claro ―musitó―, ¡está claro! Nadie debe fa-fabri-car kra-kraka...
―Aparte del señor Tomeš ―objetó Carson escéptico.
―¡Déjeme en paz! ―exclamó Prokop en un arranque―, ¡Ése no descubrirá
el método!
―Bueno ―consideró el señor Carson con ciertas dudas―, yo no sé cuánto
le contó usted del asunto.
Prokop se detuvo como si lo hubieran clavado al suelo.
―Imagine ―sermoneó febril―, imagine por ejemplo... ¡unnna ggguerra! El
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―Pues sí ―opinó Carson―. Tan sólo me sorprende, sabe, que hasta ahora
no haya saltado por los aires... algo grande. Basta con que se apriete una
palanca en algún lugar... y a un par de miles de kilómetros de distancia... ¡bum!
Y ya está. ¿A qué están esperando todavía?
―Está claro ―dijo Prokop febril―. No se debe permitir que la krakatita
cambie de manos. Y Tomeš, se debe impedir que Tomeš...
―El señor Tomeš ―objetó rápidamente Carson―, venderá la krakatita al
mismísimo diablo, si se la paga. En estos momentos el señor Tomeš es uno de
los mayores peligros mundiales.
―¡Maldita sea! ―musitó Prokop desesperado―. Entonces, ¿qué vamos a
hacer?
El señor Carson mantuvo un largo silencio.
―Está claro ―dijo finalmente―. La krakatita debe cambiar de manos.
―¡Nnno! ¡Nunca!
―Debe cambiar de manos. Sencillamente por el hecho de que es... la clave
para descifrar el misterio. Es más que urgente, caballero. Por todos los diablos,
entréguesela a quien quiera, pero no dé más rodeos. Désela a los suizos, o a la
federación de solteronas o a la bruja Piruja; se devanarán los sesos durante
medio año antes de comprender que usted no está loco. O dénosla a nosotros.
En Balttin ya han construido una máquina, sabe, un aparato receptor.
Imagínese... explosiones infinitamente rápidas de partículas microscópicas de
krakatita. El detonador es una corriente desconocida. En cuanto allí, en algún
sitio, la conecten, se desencadenará todo el asunto: trrr ta ta trrr trrr ta trrr ta ta
ta. Y ya está. Se descifra, y punto. ¡Si tan sólo tuviéramos krakatita!
―No se la daré ―dijo con dificultad Prokop, cubierto de sudor frío―. No
le creo. Ustedes... ustedes fabricarían la krakatita sólo para sí mismos.
El señor Carson tan sólo elevó una comisura de los labios.
―Bueno ―dijo―, si se trata únicamente de eso... Podemos convocar para
usted a las Naciones Unidas, a la Unión Postal Universal, al Congreso
Eucarístico o a quién diablos quiera. Para que su alma quede en paz. Yo soy
danés y hago caso omiso de la política. Sí. Y usted va a dejar la krakatita en
manos de una comisión internacional. ¿Qué le pasa?
―Yo... he estado enfermo durante mucho tiempo ―se disculpó Prokop, de
repente lívido como la muerte―. Aún no me... encuentro... bien. Y... y... no he
comido en dos días.
―Es la debilidad ―dijo el señor Carson. Se sentó junto a él y lo sujetó por
los hombros―. Se le pasará en seguida. Vendrá a Balttin. Es una tierra muy
saludable. Después puede ir a buscar al señor Tomeš. Estará podrido de dinero.
Será a big man. ¿Y bien?
―Sí ―susurró Prokop como un niño pequeño, y se dejó acunar
ligeramente.
―Así, así. Demasiada tensión, ¿sabe? No es nada. Lo más importante... lo
más importante es el futuro. Amigo, las ha pasado canutas, ¿eh? Es usted un
valiente. Hala, ya va todo mejor. ―El señor Carson fumaba pensativo―. Un
futuro increíblemente fabuloso. Ganará un montón de dinero. A mí me dará el
diez por ciento, ¿de acuerdo? Es ya una costumbre en el ámbito internacional.
Carson también necesita...
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XX
Al día siguiente, Prokop se despertó con una tremenda pesadez de cabeza.
Al principio no era capaz de comprender dónde se encontraba; esperaba oír el
cloqueo de las gallinas o el sonoro ladrido de Honzík. Poco a poco fue dándose
cuenta de que ya no estaba en Týnice, de que estaba acostado en el hotel al que
el señor Carson lo había trasladado, ebrio hasta perder la consciencia, borracho,
bramando como un animal. Pero apenas dejó correr sobre su cabeza una
corriente de agua fría, recordó todo el día anterior y, de la vergüenza, habría
querido que se lo tragara la tierra.
Ya durante la comida estuvieron bebiendo, pero sólo un poco, sólo lo
suficiente como para que ambos se pusieran rojos y se pasearan en coche por
algún lugar de los bosques de Sázava o quién sabe dónde, para que se les
evaporara el alcohol de la cabeza. Entretanto Prokop largaba sin pausa,
mientras el señor Carson mascaba el cigarro y asentía con la cabeza. «Será usted
a big man». A big man, a big man, resonaba en la cabeza de Prokop como una
campana. «¡Cáspita, si me viera rodeado de esa gloria... la mujer del velo!».
Ufano, se hinchó tanto ante Carson que estaba a punto de explotar; pero éste
sólo hacía gestos afirmativos con la cabeza como un mandarín y azuzaba su
orgullo desenfrenado. Prokop no salió volando del coche por el enardecimiento
de puro milagro; por lo visto, explicaba sus ideas sobre el instituto internacional
de química destructiva, el socialismo, el matrimonio, la educación de los hijos y
todo tipo de despropósitos.
Pero por la tarde comenzó de verdad el asunto. Sólo dios sabe todos los
sitios en los que estuvieron bebiendo. Fue un horror: Carson pagaba rondas a
todos los desconocidos, enrojecido, lustroso, con el sombrero aplastado,
mientras que unas chicas bailaban, alguien rompía vasos y Prokop, gimoteando,
confesaba a Carson su horroroso amor hacia aquella mujer que no conocía. Al
recordarlo, Prokop se agarró la cabeza por el bochorno y el dolor.
Después, mientras gritaba «krakatita», lo metieron en el coche. El diablo
sabe a dónde lo llevarían; iban a toda velocidad por carreteras interminables.
Junto a Prokop brincaba un fueguecillo rojizo, seguramente era el señor Carson
con su cigarro, que hipaba «¡más rápido, Bob!», o algo por el estilo. De pronto,
en una curva, se precipitaron hacia ellos dos luces deslumbrantes, un par de
voces pegaron un aullido, el coche derrapó hacia un lado y Prokop cayó de
morros en la hierba, con lo que se espabiló hasta tal punto, que comenzó a
percibir lo que estaba ocurriendo. Unas cuantas voces discutían frenéticas y se
reprochaban su embriaguez mutuamente; el señor Carson echaba pestes que
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daba miedo y gruñía «ahora tendremos que regresar», tras lo cual introdujeron
con mil miramientos a Prokop, como herido más grave, en aquel otro coche, el
señor Carson se sentó junto a él y regresaron, mientras Bob se quedaba junto al
coche accidentado. A mitad de camino el herido grave comenzó a cantar y a
alborotar, y justo antes de llegar a Praga le entró sed de nuevo. Tuvieron que
recorrer aún unos cuantos locales antes de conseguir callarlo.
Con hosca desgana, Prokop estudió en el espejo su cara desollada. Le
interrumpió aquella vergonzosa visión el recepcionista del hotel, que (con las
correspondientes disculpas) le trajo el impreso de registro para que lo rellenara.
Prokop completó sus datos personales con la esperanza de que con eso el
asunto estuviera zanjado. Pero apenas hubo leído su nombre y profesión, el
recepcionista recobró visiblemente los bríos y pidió a Prokop que no se
marchara aún; que un señor extranjero había pedido que le telefonearan
inmediatamente desde el hotel si por un casual el señor ingeniero Prokop
tuviera a bien alojarse allí. Si, por tanto, el señor ingeniero se lo permitía, etc.,
etc. El señor ingeniero estaba tan furioso consigo mismo que habría permitido
incluso que le cortaran el cuello. Así que se sentó y esperó, resignado
pasivamente a su dolor de cabeza. Después de un cuarto de hora el
recepcionista estaba de vuelta y le entregaba una tarjeta de visita. En ella se leía:
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cuya síntesis se lleva a cabo bajo los efectos específicos de una corriente de alta
frecuencia. La krakatita reacciona, como demuestran precisos experimentos, con
una fuerte explosión ante las ondas desconocidas que provocan las
interferencias, de lo cual se deduce por sí misma la relevancia que tienen dichas
ondas para la investigación. En vista de la importancia del asunto, presupongo,
por mi parte y por la de mi amigo, que la recompensa que ofrecen se
incrementará sus-sustancialmente... ―el señor Carson se atragantó―. Eso es, en
resumen, todo ―dijo―. Sobre la recompensa hablaríamos por separado».
Firmado, Mr Tomeš, en Balttin.
―Hum ―dijo Prokop con serias sospechas―, que una noticia tan privada...
tan poco fiable... tan fantástica haya impulsado a la empresa Marconi...
―Beg your pardon ―objetó el alto caballero―, por supuesto, nos han
llegado noticias muy precisas sobre ciertos experimentos en Balttin...
―Ahá, de cierto técnico de laboratorio sajón, ¿verdad?
―No. De nuestro propio representante. Se lo leo en seguida. ―El señor
Carson se puso de nuevo a buscar entre sus papeles―. Aquí está. «Dear sir, las
estaciones locales no consiguen solucionar las conocidas interferencias. Los
experimentos que se han llevado a cabo elevando la fuerza de emisión han
fracasado por completo. He recibido información confidencial pero fiable de
que el instituto militar de Balttin ha conseguido una determinada cantidad de
cierta sustancia...». ―Llamaron a la puerta.
―Adelante ―dijo Prokop, y entró un camarero con una tarjeta de visita.
―Un caballero ruega...
En la tarjeta se podía leer:
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las seis en la jefatura de policía; hasta aquel momento sería mejor que ni se
moviera del hotel.
El resto del día lo pasó Prokop corriendo por la habitación y pensando
horrorizado en que seguramente lo encerrarían; porque ¿qué explicación podía
dar, si no tenía intención de hablar de la krakatita por nada en el mundo? «Sólo
el diablo sabe cuánto tiempo puede durar la prisión preventiva; y así, en vez de
poder buscarla a ella, a aquella desconocida del velo...». Prokop tenía los ojos
llenos de lágrimas; se sentía débil y flojo, hasta el punto de avergonzarse. Sin
embargo, justo antes de las seis se armó de todo su valor y se encaminó a la
jefatura de policía.
Lo condujeron en seguida a un despacho con gruesas alfombras, sillones de
piel y grandes cajas con cigarros (era el despacho del jefe de policía). Frente al
escritorio Prokop halló una enorme espalda de boxeador inclinada sobre unos
papeles, una espalda que despertó en él, a primera vista, pavor y sumisión.
―Tome asiento, señor ingeniero ―dijo la espalda afablemente, secó algo y
se giró hacia Prokop con una cara no menos monumental, adecuadamente
acomodada sobre un cuello de bisonte. Un caballero robusto estudió durante un
segundo a Prokop y dijo―: Señor ingeniero, no voy a obligarle a contarme lo
que, por razones sin duda prudentes, tiene la intención de reservarse. Conozco
su trabajo. Creo que en este caso se trata de alguno de sus explosivos.
―Sí.
―El asunto seguramente tiene cierta relevancia... digamos militar.
―Sí.
El robusto caballero se levantó y dio la mano a Prokop.
―Tan sólo quería agradecerle, señor ingeniero, que no se lo haya vendido a
agentes extranjeros.
―¿Eso es todo?
―Sí.
―¿Los han capturado? ―soltó a bocajarro Prokop.
―¿Por qué? ―sonrió el caballero―. No tenemos derecho a hacerlo.
Mientras se trate de un secreto exclusivamente suyo y en ningún caso de
nuestro ejército...
Prokop cazó al vuelo el leve reproche y titubeó.
―Este asunto... aún no está maduro...
―Le creo. Confío en usted ―dijo el poderoso caballero, dándole de nuevo
la mano.
Eso fue todo.
XXII
«Debo actuar según un plan», se propuso Prokop. Bien, de este modo, tras
una más que larga deliberación y las más descabelladas ideas, se decidió por el
siguiente plan...
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distancia y en dios sabe qué, le recordaban a la que había visto tan sólo dos
veces; corría tras ellas con el corazón latiendo desbocado: ¡y si fuera ella! Y
nadie podrá decirnos si era cuestión de clarividencia o de olfato: siempre se
trataba de mujeres desconocidas, pero hermosas y tristes, encerradas en sí
mismas y escudadas tras una especie de inaccesibilidad. En cierta ocasión ya
estaba casi seguro de que era ella; se le hizo un nudo en la garganta, hasta tal
punto que tuvo que detenerse para tomar aire. En ese momento la mujer en
cuestión se subió al tranvía y se marchó. Después de aquello, hizo guardia
durante tres días en aquella parada, pero ya no la vio.
Lo peor eran las noches en las que, cansado hasta la extenuación, se retorcía
las manos entre las rodillas y se esforzaba por urdir un nuevo plan detectivesco.
«Dios, nunca abandonaré su búsqueda. Estoy obsesionado, de acuerdo: soy un
desequilibrado, un idiota y un maníaco; pero nunca abandonaré. Cuanto más se
me escapa, más intenso es. Simplemente... es... el destino, o lo que sea».
Una vez se despertó en medio de la noche, y de repente tuvo
irremediablemente claro que así no la iba a encontrar en la vida; que tenía que
levantarse y encontrar a Jirka Tomeš, que la conocía y estaba obligado a hablarle
de ella. Así que se vistió en mitad de la noche, no podía esperar a la mañana.
No estaba preparado para los incomprensibles problemas y demoras para
gestionar el pasaporte; tampoco entendía qué era lo que querían de él, y se
enfurecía y entristecía en una impaciencia febril. Por fin, por fin, una noche, un
tren expreso lo condujo más allá de la frontera. ¡Conque, en primer lugar, a
Balttin!
«Ahora se resolverá todo», sintió Prokop.
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aterrador como Áyax. Jadeaba, ya casi sin aliento, cuando de repente, al echar
un vistazo, se dio cuenta de que desde la escalinata de palacio, con los ojos
entornados, seguía su carrera la amazona morena. Se avergonzó lo indecible, se
detuvo y en cierto modo se asustó, no fuera a ser que ahora esa muchacha se
acercara a tocarle los cascos.
El señor Carson, repentinamente serio, caminó lentamente hacia él con las
manos en los bolsillos y dijo en tono amistoso:
―Entrena poco. No debería pasarse el día sentado. Hay que ejercitar el
corazón. Sí. ¡Aah ―profirió exultante―, nuestra soberana, haholihoo! La hija
del viejo ―añadió en voz baja―. La princesa Wille, es decir, Wilhelmina
Adelhaida Maud, etc., etc. Una chica interesante, veintiocho años, una amazona
excepcional. Debo presentársela ―dijo en voz alta, y arrastró a Prokop, que se
resistía, hasta la muchacha―. Su Alteza, princesa ―llamó desde lejos―, aquí le
presento (hasta cierto punto en contra de su voluntad) a nuestro invitado. El
ingeniero Prokop. Una persona terriblemente iracunda. Quiere matarme.
―Buenos días ―dijo la princesa, y se dirigió al señor Carson―: ¿Sabe que
Whirlwind tiene una cuartilla inflamada?
―Pero por dios ―se horrorizó el señor Carson―. ¡Pobre princesa!
―¿Juega al tenis?
Prokop frunció el ceño y ni siquiera se dio cuenta de que aquello iba
dirigido a él.
―No juega ―respondió Carson en su lugar, dándole un codazo en las
costillas―. Tiene que probar. La princesa perdió contra Lenglen sólo por un set,
¿verdad?
―Porque estaba jugando con el sol de cara ―objetó la princesa, algo
ofendida―. ¿A qué juega usted?
Prokop seguía sin darse cuenta de que aquello iba dirigido a él.
―El señor ingeniero es científico ―soltó Carson emocionado―. Ha
descubierto la explosión atómica y cosas por el estilo. Un genio increíble, en
serio. En comparación con él, nosotros somos meros pinches de cocina.
Hacemos puré de patatas y similares. Pero aquí él ―y el señor Carson silbó de
admiración―. Sencillamente es un mago. Si usted quiere, extraerá hidrógeno
del bismuto. Sí, señor.
Los ojos grises de la princesa echaron un vistazo, a través de su rendija, a
Prokop, que estaba allí plantado, totalmente abochornado y furioso con Carson.
―Muy interesante ―dijo la princesa, mirando ya hacia otro lado―. Dígale
que me instruya en alguna ocasión. Entonces, hasta la vista, al mediodía,
¿cierto?
Prokop hizo una reverencia casi a tiempo, y el señor Carson lo arrastró al
parque.
―De raza ―reconoció―. Esa mujer es de raza. Orgullosa, ¿eh? Espere a
conocerla más a fondo.
Prokop se detuvo.
―Escuche, Carson, para que no se confunda. No tengo intención de
conocer a nadie más a fondo. Me iré hoy o mañana, ¿entiende?
El señor Carson mordisqueba una hoja, como si tal cosa.
―Es una pena ―dijo―. Esto es muy bonito. Bueno, qué se le va a hacer.
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porcelana y plata.
―Disculpe, ¿qué vino desea? ―preguntó con delicadeza. Prokop farfulló
algo como que le dejaran en paz.
El señor Paul se fue de puntillas hacia la puerta y allí cogió de unas blancas
zarpas una enorme sopera. «Consommé de tortue», susurró con cuidado, y sirvió
a Prokop, tras lo cual la sopera desapareció de nuevo entre las blancas garras.
Por ese mismo camino llegaron el pescado, el asado, las ensaladas, cosas que
Prokop no había comido en su vida y que ni siquiera tenía mucha idea de cómo
se comían, antes de que alcanzara a tener reparos de manifestar cualquier tipo
de vacilación. Para su sorpresa, su enfado se fue desvaneciendo.
―Siéntese ―ordenó a Paul, catando con la nariz y el paladar un vino
blanquecino algo amargo. El señor Paul se inclinó con cuidado, sin embargo se
quedó de pie―. Escuche, Paul ―continuó Prokop―, ¿cree que me tienen aquí
prisionero?
El señor Paul se encogió de hombros respetuosamente.
―No puedo saberlo, señor.
―¿Por dónde puedo salir de aquí?
El señor Paul reflexionó durante un instante.
―Por el camino principal, señor, y luego a la izquierda. ¿Desea café el
señor?
―Bueno, puede ser. ―Prokop se quemó la garganta con un moca soberbio
mientras el señor Paul le acercaba todos los aromas de Arabia en una caja de
cigarros y un encendedor de plata―. Escuche, Paul ―comenzó de nuevo
Prokop mordiendo el extremo de un puro―, muchas gracias. ¿No habrá
conocido usted aquí a un tal Tomeš?
El señor Paul volvió los ojos hacia el cielo esforzándose por recordar.
―No lo conozco, señor.
―¿Cuántos soldados hay aquí?
El señor Paul reflexionó e hizo la cuenta.
―En la guardia principal, unos doscientos. Es la infantería. Después la
guardia de campo, de ésos no sé cuántos hay. En Balttin-Dortum un escuadrón
de húsares. En el campo de tiro de Balttin-Dikkeln, cañoneros, su número varía.
―¿Por qué hay guardia de campo?
―Señor, aquí se ha declarado el estado de guerra. Por la fábrica de
munición.
―Ahá. ¿Y se hace vigilancia sólo a su alrededor?
―Allí están sólo las patrullas, señor. La cadena está más allá, tras el bosque.
―¿Qué cadena?
―La zona de vigilancia, señor. Allí no se permite el paso.
―Y si alguien quisiera marcharse...
―Debe tener un permiso de la comandancia de campo. ¿Desea el señor
algo más?
―No, gracias.
Prokop se tiró en la chaise longue con la voluptuosidad un sultán ahíto. «Ya
veremos», se dijo, «por el momento esto no está tan mal». Quería sopesarlo
todo, pero en vez de eso le vino a la memoria el modo en que Carson saltaba
ante él. «¿Es que no voy a ser capaz de alcanzarlo?», se le ocurrió, y echó a
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correr tras él. Bastó un salto de cinco metros; pero entonces Carson alzó el vuelo
como un grillo y atravesó con facilidad un grupo de arbustos. Prokop dio un
zapatazo en el suelo y echó a volar tras él. Apenas había separado los pies del
suelo y ya estaba volando sobre la cima de los matorrales. Un nuevo impulso, y
ya estaba volando rumbo a ninguna parte, sin preocuparse más por Carson. Se
elevaba entre los árboles, ligero y libre como un pájaro. Intentó hacer unos
cuantos movimientos de natación con las piernas, y, vaya, ascendía. Le encantó.
Con enérgicas brazadas remontó en una espiral vertical. Bajo sus pies, como un
mapa dibujado con esmero, se extendía el parque de palacio con sus pabellones,
prados y caminos serpenteantes; se podía distinguir la cancha de tenis, el
estanque, el tejado del palacio, el bosque de abedules. Allí estaba aquella casa
solariega de los perros, y el pinar, y la alambrada, y a la derecha comenzaban ya
los almacenes de municiones, y tras ellos un muro alto. Prokop se dirigió por el
aire hacia la parte del parque en la que aún no había estado. Por el camino
descubrió que lo que había tomado por una terraza era en realidad la antigua
fortificación del castillo, un robusto baluarte con un matacán y un foso, en otro
tiempo, evidentemente, comunicado con el estanque.
Sobre todo le interesaba la parte del parque que se encontraba entre la
salida principal y el baluarte: había allí caminillos cubiertos de hierbajos y
matorrales silvestres, una muralla de tan sólo unos tres metros y bajo ella un
vertedero o basura; más allá un huerto y a su alrededor un muro en estado
ruinoso, en el que había una portezuela verde; tras la puerta, la carretera.
«Miraré allí», se dijo Prokop, y descendió lentamente. Sin embargo, en ese
momento acababa de salir a la carretera un escuadrón de caballería con los
sables desenvainados, directamente hacia él. Prokop encogió las piernas hasta
la barbilla para que no se las cortaran, pero al hacerlo tomó un impulso vertical
tal, que salió volando hacia las alturas como una flecha. Cuando miró de nuevo
hacia abajo, vio todo chiquitito como en un mapa: allí abajo, en la carretera, iba
y venía una minúscula batería de tiro, un cañón brillante apuntó hacia arriba,
expulsó una nubecilla blanca, y, ¡bum!, el primer proyectil pasó volando por
encima de la cabeza de Prokop. «Están probando puntería», le pareció a Prokop,
y comenzó a dar rápidas brazadas para avanzar. ¡Bum!, el segundo proyectil le
pasó silbando a Prokop delante de sus narices. Prokop se batió en retirada tan
rápido como le fue posible. ¡Bum!, el tercer disparo le partió bruscamente las
alas, Prokop cayó en picado hacia el suelo, y se despertó. Alguien llamaba a la
puerta.
―Pase ―gritó Prokop, y se levantó de un salto sin comprender bien dónde
se encontraba.
Entró un hombre canoso, de aspecto refinado, vestido de negro, que hizo
una profunda reverencia. Prokop se quedó de pie y esperó a que el distinguido
caballero le dirigiera la palabra.
―Drehbein ―dijo el ministro (¡por lo menos!), y se inclinó de nuevo.
Prokop hizo una reverencia no menos profunda.
―Prokop ―se presentó―. ¿En qué puedo servirle?
―Si tuviera la amabilidad de quedarse un momento de pie.
―Como guste ―profirió Prokop en voz baja, pasmado ante lo que fuera a
ocurrirle.
El hombre de pelo canoso estudió a Prokop entrecerrando los ojos; incluso
dio una vuelta a su alrededor y se abstrajo observando su espalda.
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bañado en el estanque?
―No. ¿Por dónde se sale?
―Dios mío, por la puerta principal. Todo recto y después a la izquierda...
―Y allí se enseña el pase, ¿no? Sólo que yo no tengo ninguno.
―Es una pena ―observó el señor Carson―. Los alrededores son muy
bonitos.
―Sobre todo muy vigilados.
―Muy vigilados ―asintió el señor Carson―. Lo ha expresado a la
perfección.
―Escuche ―explotó Prokop, hinchándosele la frente por el enfado―, ¿cree
que es agradable encontrarse cada diez pasos con una bayoneta o una
alambrada?
―¿Y eso dónde? ―se extrañó el señor Carson.
―Por todas partes en los límites del parque.
―¿Y qué diablos lo ha llevado a los límites del parque? Puede caminar por
dentro, y asunto concluido.
―Entonces, ¿estoy prisionero?
―¡Dios me libre! Para que no me olvide, aquí está su identificación. Un
laisser-passez para la fábrica, ¿sabe? Por si quisiera echarle un vistazo, por un
casual.
Prokop cogió la identificación y se sorprendió: en ella había una fotografía
obviamente tomada ese mismo día.
―¿Y con esto puedo salir al exterior?
―Eso no ―se apresuró a decir el señor Carson―. Eso no se lo
recomendaría. En absoluto. Tenga cuidado, ¿eh? Venga a echar un vistazo ―dijo
desde la ventana.
―¿Qué ocurre?
―Egon está aprendiendo a boxear. ¡Toma, le ha dado! Ése es von Graun,
¿sabe? ¡Jaja, este chico tiene coraje!
Prokop miró con repugnancia hacia el patio, donde un joven medio
desnudo, sangrando por la boca y la nariz, gimiendo de dolor y de rabia, se
abalanzaba una y otra vez sobre su rival, mayor que él, para salir volando al
instante, aún más ensangrentado y en un estado aún más lamentable que antes.
Lo que le repugnaba especialmente era que además divisó al anciano príncipe
en una silla de ruedas, riéndose a pleno pulmón, y a la princesa Wille,
charlando tranquilamente con un adonis estupendo. Finalmente Egon cayó a la
arena, totalmente aturdido, y dejó que le acabara de sangrar la nariz.
―Bestias ―farfulló Prokop dirigiéndose a nadie en concreto y cerrando los
puños.
―Aquí no puede ser usted tan sensible ―le informó Carson―. Fuerte
disciplina. Una vida... como en el servicio militar. No mimamos a nadie
―resaltó con tanto énfasis que parecía una amenaza.
―Carson ―dijo Prokop muy serio―, ¿estoy aquí... en cierto modo...
encarcelado?
―¡Qué va! Está simplemente en una empresa vigilada. Estar en una fábrica
de pólvora no es como estar en el barbero, ¿verdad? Tiene que adaptarse.
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Habían pasado seis meses desde que Prokop tuvo un recipiente químico en
sus manos por última vez.
Inspeccionó los aparatos uno a uno: encontró allí todo lo que hubiera
podido soñar, brillante, flamante y expuesto en un orden meticuloso. Contaba
con una biblioteca de manuales y libros especializados, una enorme estantería
con sustancias químicas, un armario para el instrumental delicado, una cabina
insonorizada para explosiones experimentales, una cámara con
transformadores, aparatos de experimentación que ni siquiera conocía. Había
revisado apenas la mitad de aquellos maravillosos prodigios, cuando,
obedeciendo a una idea repentina, se lanzó hacia el estante por una sal de bario,
ácido nítrico y alguna que otra cosa, y comenzó un experimento durante el cual
consiguió chamuscarse un dedo, hacer explotar un tubo de ensayo y quemarse
el abrigo hasta hacer un agujero en él. Entonces, satisfecho, se sentó frente al
escritorio y garabateó dos o tres notas.
Después se dispuso de nuevo a curiosear por el laboratorio. Le recordaba
un poco a una perfumería recién instalada (estaba demasiado ordenada), pero
bastó con echar mano a esto y aquello para que todo estuviera desperdigado a
su gusto: así, ahora tenía una atmósfera más íntima. En medio del más febril de
los trabajos se detuvo desconcertado: «¡Ahá!», se dijo. «¡Con esto pretenden que
caiga en su trampa! Dentro de un rato vendrá Carson y empezará a runrunear:
será usted a big man, y tal y cual».
Se sentó malhumorado en el catre y esperó. Cuando vio que no venía nadie,
se acercó como un ladrón a la mesa y jugueteó de nuevo con la sal de bario. «Al
fin y al cabo ésta será la última vez que venga por aquí», se tranquilizó a sí
mismo. El experimento salió perfecto: explotó emitiendo una larga llama y la
campana de vidrio de la balanza de precisión reventó. «Me va a caer una
buena», el corazón le dio un vuelco por el sentimiento de culpabilidad cuando
vio el alcance de los desperfectos, y se marchó a hurtadillas del laboratorio
como un colegial que ha roto un cristal. Fuera estaba ya anocheciendo y
lloviznaba. Diez pasos más allá del edificio se encontraba la patrulla militar.
Prokop se dirigió lentamente hacia palacio por el camino por el que había
venido. En el parque no se veía ni un alma, una ligera lluvia caía susurrante
sobre las copas de los árboles, en palacio habían encendido las luces y un piano
tronaba en la penumbra con orgullo victorioso. Prokop se encaminó hacia la
parte desierta del parque, entre la salida principal y la terraza. Estaba cubierta
de malas hierbas hasta el punto de ser intransitable. Prokop se hundió en la
maleza húmeda como un jabato, escuchando a ratos y abriéndose paso de
nuevo por la crepitante espesura. Allí estaba, por fin, el límite de aquella jungla,
donde los matorrales se inclinaban por encima de la antigua muralla, de no más
de tres metros de altura en aquel lugar. Prokop se agarró al ramaje que
sobresalía para bajar por él; pero las ramas se partieron con un fuerte chasquido
bajo su peso, excesivo, como cuando se dispara una pistola, y Prokop fue a caer
con gran estrépito sobre un montón de basura. Se quedó sentado con el corazón
latiéndole a cien por hora: «Ahora vendrá alguien a detenerme». No se oía sino
el rumor de la lluvia. De modo que se incorporó y trató de buscar el muro de la
portezuela verde como si la hubiera visto en un sueño.
Y así fue, a excepción de una circunstancia: que la portezuela estaba
entreabierta. Se inquietó: o bien alguien acababa de salir por ella, o bien iba a
volver. En cualquiera de los dos casos, había alguien cerca. Entonces, ¿qué
podía hacer? Prokop tomó una decisión rápida, dio un puntapié a la puerta y
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la oscura silueta les arrojó el fusil y salió corriendo de nuevo hacia el parque.
Casi en ese mismo instante, fue atacado el centinela nocturno de la salida C:
de buenas a primeras, alguien negro y enorme le empezó a endilgar golpes
espantosos en la mandíbula. El centinela, un gigante rubio, extremadamente
sorprendido, aguantó un rato antes de que se le ocurriera silbar. Entonces ese
alguien, con horribles imprecaciones, lo soltó y corrió de nuevo al tenebroso
parque. Después se dio la alarma a los refuerzos y numerosas patrullas se
pusieron a recorrer el parque.
Más o menos a media noche, alguien demolió la balaustrada de la terraza
del parque y arrojó piedras de diez kilos a la guardia que pasaba por debajo, a
una profundidad de diez metros. Un soldado disparó, ante lo cual vomitaron
desde lo alto un montón de insultos de carácter político, y se hizo el silencio. En
aquel instante llegó de Dikkeln la caballería que había sido requerida; al mismo
tiempo, toda la guarnición balttiniana ensartaba la maleza con sus bayonetas.
En palacio hacía tiempo que nadie dormía. A la una encontraron en la cancha de
tenis a un soldado inconsciente y sin fusil. Poco después comenzó un tiroteo
breve, pero intenso, en el bosquecillo de abedules; gracias a dios nadie resultó
herido. El señor Carson, cariacontecido, mandó a casa a la princesa Wille, quien
temblando, seguramente por el frío de la noche, se había aventurado, dios sabe
por qué, al campo de batalla; pero la princesa, con los ojos desencajados de un
modo extraño, pidió que tuviera la amabilidad de disculparla. El señor Carson
se encogió de hombros y la dejó con sus locuras.
Aunque en palacio había una marabunta de gente, alguien salido de los
matorrales se puso a golpear metódicamente las ventanas de palacio. Se
produjo un revuelo, ya que al mismo tiempo sonaron dos o tres disparos de
fusil en la carretera. El señor Carson parecía estar tremendamente alarmado.
Entretanto la princesa, sin decir esta boca es mía, avanzó por un caminillo
de hayas rojizas. De repente se abalanzó sobre ella una enorme figura negra, se
paró ante ella, la amenazó con los puños y farfulló algo como que aquello era
una vergüenza y un escándalo; después se sumergió en la maleza, que crepitaba
y se sacudía con la pesada humedad de la lluvia. La princesa regresó y detuvo a
la patrulla: allí no había nadie. Sus ojos se habían agrandado y brillaban como si
tuviera fiebre. Al rato estalló un tiroteo desde los matorrales que estaban detrás
del estanque; por el sonido, eran escopetas de perdigones. El señor Carson
empezó a despotricar para que aquellos palurdos de la casa solariega no se
mezclaran en el asunto, o les pegaría un tirón de orejas. A esas alturas aún no
sabía que alguien había apedreado allí a un espléndido dogo danés.
Después del alba encontraron a Prokop profundamente dormido en una
tumbona del pabellón japonés. Estaba increíblemente rasguñado y embarrado,
y el traje le colgaba hecho jirones; en la frente tenía un chichón del tamaño de
un puño y el pelo lleno de pegotes de sangre. El señor Carson meneó la cabeza
al ver al héroe de la noche durmiendo. Después se aproximó el señor Paul y
cubrió cuidadosamente al durmiente, que no paraba de roncar, con una cálida
manta; luego trajo también una jofaina con agua y una toalla, ropa limpia y un
flamante traje deportivo del señor Drehbein, y se marchó de puntillas.
Tan sólo dos hombres vestidos de civil, discretos, con revólveres en el
bolsillo trasero, se pasearon hasta la mañana por los alrededores del pabellón
japonés con el rostro desenfadado del que contempla la salida del sol.
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XXVI
Prokop estaba expectante: quién sabía lo que podía seguir a aquella noche.
No la siguió nada, o más bien lo siguió aquel hombre de la pipa (el único al que
Prokop en cierto modo temía). Aquel hombre se llamaba Holz, un nombre que
decía muy poco acerca de su carácter esencialmente silencioso y vigilante. Se
moviera a donde se moviera Prokop, iba unos cinco pasos detrás de él; esto
irritaba hasta la exasperación a Prokop, que lo torturaba todo el día de las
formas más refinadas: por ejemplo, correteaba de arriba abajo, una y otra vez,
por un sendero corto, cincuenta y cien veces, con la esperanza de que el señor
Holz se hartara de estar dando media vuelta cada veinte pasos; el señor Holz,
sin embargo, no se hartaba. Así que Prokop echaba a correr y recorría tres veces
el perímetro del parque; el señor Holz corría en silencio tras él y ni siquiera
dejaba de exhalar nubecillas de humo, mientras que Prokop se sofocaba hasta
que su respiración se convertía en apenas un silbido.
El señor Carson no hizo acto de presencia aquel día; por lo visto estaba
enfadado. Hacia el atardecer Prokop se levantó y caminó hasta el laboratorio,
acompañado, claro está, de su sombra silenciosa. En el edificio del laboratorio
quiso cerrar la puerta con llave, pero el señor Holz introdujo un pie entre la
puerta y la jamba y entró tras él. Y como en el vestíbulo estaba preparado un
sillón, estaba claro que el señor Holz no se iba a mover de allí. En fin, pues bien.
Prokop estaba fabricando algo misterioso en el laboratorio; mientras tanto el
señor Holz emitía ronquidos secos y cortos en el vestíbulo. Hacia las dos de la
mañana Prokop impregnó un cordón con petróleo, lo encendió y corrió al
exterior tan rápido como pudo. El señor Holz se levantó del sillón
inmediatamente y lo persiguió. Después de un centenar de pasos Prokop se tiró
a una zanja con la cara pegada al suelo; el señor Holz se quedó parado ante él y
encendió la pipa. Prokop levantó la cabeza y quiso decirle algo, pero se lo calló,
porque recordó que, por principio, no hablaba con Holz; en lugar de eso alargó
el brazo y le golpeó las piernas.
―¡Cuidado! ―gritó, y en ese instante retumbó en el laboratorio una gran
explosión, volaron esquirlas de piedra y cristal, que pasaron silbando sobre sus
cabezas. Prokop se levantó, se limpió, mal que bien, y salió corriendo de allí,
seguido del señor Holz. Para entonces ya habían acudido los centinelas y un
coche de bomberos.
Ésa fue la primera advertencia dirigida al señor Carson. Si no acudía ahora
a negociar, ocurrirían cosas peores.
El señor Carson no acudió; en vez de una visita llegó un nuevo documento
identificativo, por lo visto para otro edificio de experimentación. Prokop montó
en cólera. «Bien», dijo, «en esta ocasión les demostraré de lo que soy capaz».
Fue a paso ligero a su nuevo laboratorio, escogiendo mentalmente la forma más
contundente de expresar su protesta; se decidió por una potasa explosiva que
estallaba con el agua. Sin embargo, al llegar al nuevo edificio dejó caer los
brazos impotente: «¡Maldición, ese Carson es peor que el diablo!».
Y es que con el laboratorio lindaban unas casitas, aparentemente para los
vigilantes de la fábrica; en el jardincillo escarbaban una docena de niños, y una
joven madre tranquilizaba a un berreante animalillo pelirrojo. Cuando vio la
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horizonte.
Una cosa más lo tenía ocupado, para su sorpresa: tan pronto como oía el
estruendo de los cascos de los caballos, se acercaba a la ventana y observaba a
los jinetes, ya fuera el caballerizo, un oficial o la princesa (con la que no hablaba
desde aquel día), y con los ojos entornados por la atención estudiaba cómo se
hacía. Advirtió que el jinete, en realidad, no está sentado tal cual en la montura,
sino que más bien se mantiene hasta cierto punto de pie sobre los estribos; que
no trabaja con el trasero, sino más bien con las rodillas; que no es pasivo como
un saco de patatas que se agita al ritmo del galope del caballo, sino que más
bien capta activamente su periodicidad. Todo esto es quizás muy sencillo en la
práctica, pero para un observador con formación de ingeniero es un mecanismo
extremadamente intrincado, sobre todo en cuanto el caballo empieza a
encabritarse, o a cocear, o a bailar temblando con noble y susceptible timidez.
Prokop estudió todo aquello durante largo tiempo, escondido tras la cortina de
la ventana; y una hermosa mañana ordenó a Paul que le ensillaran a Premier.
El señor Paul se quedó sobrecogido; le explicó que Premier era un jaco
fogoso y poco montado, horriblemente arisco, sin embargo Prokop repitió la
orden lacónicamente. Tenía el traje de montar preparado en el armario; se lo
puso con un ligero sentimiento de vanidad y se dirigió al patio. Allí estaba ya
Premier, bailoteando y arrastrando tras él al caballerizo, que lo tenía agarrado
por el hocico. Como había visto hacer a otros, Prokop tranquilizó al caballo
acariciándole los ollares y la frente. El rocín se calmó un poco, pero las patas no
paraban de moverse sobre la arena dorada. Prokop se acercó a él por el costado
con astucia; estaba a punto de alcanzar el estribo con el pie, cuando Premier,
rápido como el rayo, dio un golpe con la pata trasera bajo él y apartó la grupa,
de tal modo que Prokop apenas tuvo tiempo de apartarse de un salto. El
caballerizo soltó una risilla ahogada. Aquello bastó para que Prokop se lanzara
al ataque hacia los ijares del caballo; sin saber cómo, introdujo la punta del pie
en el estribo y salió disparado. Durante los siguientes instantes no supo bien lo
que estaba ocurriendo: todo daba vueltas, alguien gritó; Prokop tenía un pie en
el aire, mientras que el otro estaba enredado de un modo imposible en el
estribo. Entonces Prokop cayó pesadamente sobre la silla de montar y cerró las
rodillas con todas sus fuerzas. Eso le hizo recuperar la consciencia justo en el
momento en que Premier levantaba la grupa como loco; Prokop se colocó
rápidamente hacia atrás, recibió un nuevo impacto y tiró convulso de las
riendas. Como resultado el animal se irguió sobre las patas traseras como un
mástil; Prokop apretó las piernas como si fueran unas tenazas y puso la cara
entre las orejas del caballo, cuidándose mucho de no abrazarse a su cuello, ya
que temía parecer ridículo. En realidad estaba agarrado sólo con las rodillas.
Premier aterrizó de nuevo sobre las cuatro patas y comenzó a girar como una
peonza; Prokop aprovechó esto para meter la punta del otro pie en el estribo.
―No lo oprima de ese modo ―gritó el caballerizo, pero Prokop se alegró
de tener al caballo entre las rodillas. El rocín, más por desesperación que por
maldad, intentaba derribar a su extraño jinete; giraba y coceaba hasta hacer
saltar la arena, y todo el personal de cocina salió corriendo al patio a
contemplar aquel circo salvaje. Prokop alcanzó a ver al señor Paul, que
angustiado apretaba una servilleta contra los labios; el doctor Krafft salió como
una exhalación, su cabeza pelirroja brillando al sol, y poniendo en riesgo su
vida, quiso sujetar a Premier del bocado.
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cuantas horas, por más que meneara la cabeza. Y es que el señor ingeniero
Prokop había tenido a bien quedarse profundamente dormido.
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deslumbrado por la luz del día. La princesa tenía el rostro gris como la ceniza y
se mordía los labios con sus afilados dientes; en el rabillo de sus ojos brillaba
algo así como una aversión sin límite.
―¿Y bien? ―dijo con sequedad.
―Virginal, insensible, lujuriosa, iracunda y orgullosa... seca como la yesca,
como la yesca... y malvada; usted es malvada. Es usted cáustica por su
crueldad, y rencorosa, y no tiene corazón. Es malvada, y está llena de pasión,
hasta reventar. Intocable, codiciosa, dura, dura consigo misma, hielo y fuego,
fuego y hielo... ―La princesa asintió en silencio: sí―. ... No es buena con nadie
ni para nada. Arrogante, impulsiva a más no poder, incapaz de amar, venenosa
y ardiente... incandescente... abrasada por el fuego, mientras todo a su
alrededor se hiela.
―Debo ser dura conmigo misma ―susurró la princesa―. Usted no sabe...
usted no sabe... ―Hizo un ademán con la mano y se levantó―. Muchas gracias.
Le enviaré a Paul.
Una vez descargada su ofendida amargura personal, Prokop empezó a
tener una opinión más amable sobre la princesa; incluso lo atormentaba que
ahora ella lo evitara. Se preparó para decirle en cuanto tuviera ocasión algo
cordial, pero esa ocasión ya no se presentó.
Llegó a palacio el príncipe Rohn, también llamado mon oncle Charles,
hermano de la difunta princesa, un trotamundos culto y exquisito, amateur de
todo lo posible e imposible, très grand artiste, como decían, que incluso había
escrito unas cuantas novelas históricas, pero por lo demás una persona
extremadamente agradable. Sentía especial simpatía hacia Prokop y pasaba
junto a él horas y horas. La compañía del gentil caballero benefició mucho a
Prokop: se desbastó y comprendió que en el mundo había también otras cosas
aparte de la química destructiva. Oncle Charles era un libro de anécdotas
personificado; a Prokop le gustaba desviar la conversación hacia la princesa y
escuchaba con interés lo mala, alocada, orgullosa y magnánima que solía ser
aquella muchacha que una vez disparó a su maître de danse y que en otra
ocasión quiso que le cortaran un trozo de piel para trasplantárselo a una niñera
que se había quemado; cuando se lo prohibieron, rompió del enfado une vitrine
de cristal valiosísimo. Le bon oncle también arrastró al zángano de Egon a visitar
a Prokop y se lo puso al muchacho como ejemplo (a Prokop) con tantos elogios,
que el pobre Prokop enrojeció tanto como el joven Egon.
Después de cinco semanas ya caminaba con muletas; volvió a ir cada vez
más frecuentemente al laboratorio y a trabajar como poseso hasta que sentía de
nuevo dolor en la pierna, de modo que de camino a casa iba colgado,
literalmente, del brazo del atento Holz. El señor Carson estaba exultante al ver a
Prokop tan mesurado y trabajador, y a veces hacía alusión a dónde descansaba
en paz la krakatita, aun cuando ése era un asunto del que Prokop no quería
saber nada.
Una noche hubo en palacio una soirée de gala; pues bien, para aquella
velada Prokop preparó su coup. La princesa estaba con un grupo de generales y
diplomáticos cuando se abrió la puerta y entró (sin muletas) el prisionero
rebelde, honrando por primera vez el ala perteneciente al príncipe con su visita.
Oncle Charles y Carson corrieron a su encuentro; la princesa, por el contrario,
tan sólo le echó una rápida mirada inquisitiva por encima de la cabeza del
embajador chino. Prokop pensó que se acercaría a recibirlo; pero cuando vio
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que se paraba a hablar con dos señoritas algo mayores escotadas hasta el
ombligo, se malhumoró y retrocedió hasta un rincón, poco dispuesto a
inclinarse ante las extraordinarias personalidades a las que lo presentaba
Carson con el título de «célebre erudito», «nuestro famoso invitado», etcétera.
Por lo que parecía, el señor Carson se había hecho cargo allí del papel de Holz,
porque no se apartaba de Prokop ni un paso. Cuanto más tiempo pasaba,
Prokop se aburría con mayor desesperación; se abrió camino hasta un rincón y
maldijo al mundo entero. La princesa estaba hablando entonces con unos
gerifaltes, uno de ellos era incluso almirante y el otro un pez gordo extranjero;
la princesa miró apresuradamente hacia el lado en el que se encontraba,
ceñudo, Prokop, pero en aquel momento se acercó a ella un heredero de cierto
trono desaparecido y se la llevó al extremo opuesto.
―Bueno, yo me voy a casa ―gruñó Prokop, y decidió en lo más profundo
de su oscura alma que en tres días haría una nueva tentativa de huida. En ese
instante apareció frente a él la princesa y le dio la mano.
―Me alegra que ya se haya recuperado.
A Prokop le traicionó toda la buena educación que le había enseñado oncle
Charles. Hizo un pesado movimiento de brazos (que pretendía ser una
reverencia) y dijo con voz de oso:
―Pensé que ni siquiera me veía.
El señor Carson había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra.
La princesa llevaba un enorme escote, lo que desconcertaba a Prokop; no sabía a
dónde mirar, pero veía su firme carne atezada, con una capa de polvo
cosmético, y sentía su penetrante aroma.
―He oído que ha vuelto a trabajar ―dijo la princesa―. ¿Qué está haciendo
ahora?
―Bueno, de todo un poco ―se cortó Prokop―, en general nada
importante. ―¡Oye!, había llegado la ocasión de reparar su rudeza... o sea,
aquel insulto de la mano. Pero ¿qué demonios se podía decir que fuera
especialmente cordial? ―Si usted quisiera ―murmuró―, podría hacer... un
experimento... con su maquillaje.
―¿Qué experimento?
―Un explosivo. Lo tiene sobre su cuerpo... Quizás pudiera dispararse un
cañón con él ―La princesa se rió.
―¡No sabía que el maquillaje fuera un explosivo!
―Todo es un explosivo... cuando se sabe manipular correctamente. Usted
misma...
―¿Qué?
―Nada. Una explosión latente. Es usted terriblemente explosiva.
―Si alguien me sabe manipular correctamente ―se rió la princesa,
volviendo a ponerse seria de repente―. Malvada, insensible, iracunda,
codiciosa y orgullosa, ¿no es así?
―Una muchacha que está dispuesta a dejar que le arranquen la piel... para
una ancianita... ―La princesa se ruborizó.
―¿Quién se lo ha dicho?
―Mon oncle Charles ―dejó escapar Prokop. La princesa se quedó rígida,
alejándose de repente a una distancia de cien millas.
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XXIX
A Prokop lo excitaba y lo inquietaba aquella intensa fragancia femenina
cuando trabajaba inclinado sobre la cajita de maquillaje; se sentía como si la
princesa estuviera en el laboratorio y se le asomara por encima del hombro.
En su ignorancia de solterón no había intuido antes que el maquillaje sólo
era en realidad polvo de almidón; evidentemente lo había tomado por un
colorante terroso. Bien, el almidón es una sustancia fabulosa, por ejemplo, para
la fluidificación de explosivos demasiado potentes, porque es en esencia inerte e
inactivo; aún peor si se tiene que convertir en un explosivo. Ahora
sencillamente no sabía qué hacer con él; se aplastaba la frente con las manos,
acosado por el penetrante aroma de la princesa, y no abandonaba el laboratorio
ni siquiera de noche.
Aquellos que lo apreciaban dejaron de visitarlo, porque les ocultaba su
trabajo e, impaciente, la tomaba con ellos sin parar de pensar en el maldito
maquillaje. Por todos los diablos, ¿qué más podía probar? Después de cinco
días empezaron a aclarársele las ideas: estudió febrilmente las nitroaminas
aromáticas, tras lo cual se enfrascó en tediosos procesos de síntesis que no había
hecho en su vida. Y después, una noche, allí estaba, ante él, intacto en cuanto a
su aspecto y de penetrante aroma: un polvo marronáceo que olía como la piel
de una mujer madura.
Se tendió en el catre, molido de cansancio. Soñó que veía un cartel con el
rótulo «Powderita, el mejor maquillaje explosivo para la piel»; en el cartel
estaba dibujada la princesa, que le sacaba la lengua. Quiso apartarse, pero del
cartel salieron dos brazos morenos desnudos que, como una medusa, lo
arrastraban hacia él. Entonces sacó del bolsillo un machete y los cortó como un
salchichón. Después se horrorizó de haber cometido un asesinato y huyó por
una calle en la que había vivido hace años. Había allí parado un coche
traqueteante, y se metió dentro de un salto, gritando: «¡Arranque, rápido!». El
coche se puso en marcha, y fue entonces cuando se dio cuenta de que al volante
estaba sentada la princesa, con un casco de cuero en la cabeza que nunca le
había visto puesto. En una curva del camino alguien se interpuso ante el coche,
obviamente para que se detuviera; un grito inhumano, la rueda pasó por
encima de algo blando dando un bote, y Prokop se despertó.
Palpó que tenía fiebre, de modo que se levantó y buscó por el laboratorio
algo con efectos curativos. No encontró nada más que alcohol puro; pegó un
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un hechicero que ha pactado con el diablo, el señor de los infiernos o quien sea.
¿Cómo? Sí, sí. El rey de la materia. Princesa, aquí tiene al rey ―dejó caer en una
evidente indirecta, y continuó acelerado―: Un genio, ¿verdad? Una persona
única. Nosotros somos una verdadera nulidad, por mi honor. ¿Qué nombre le
ha puesto?
El embriagado Prokop recuperó el juicio.
―Que lo bautice la princesa ―dijo, feliz de haberse atrevido hasta tal
punto―. Es... suyo.
La princesa se estremeció.
―Llámelo, por ejemplo, vicit ―murmuró ásperamente.
―¿Cómo? ―cazó al vuelo el señor Carson―. Ahá, vicit. Significa «venció»,
¿verdad? ¡Princesa, es usted un genio! ¡Vicit! ¡Descomunal, jaja! ¡Hurra!
A Prokop no pudo sino pasársele por la cabeza una etimología diferente,
atroz. Vitium. Le vice. El vicio. Miró con espanto a la princesa, pero en su rostro,
inexpresivo, era imposible leer respuesta alguna.
XXX
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y, dando gañidos de alegría, voló hacia ella a través de los macizos de flores y
los matorrales. «¡Ahí está, jaja! ¿Pero qué es esto?». El perrillo estaba aterrado:
«El Gran Misántropo la está zarandeando, se muerden, se bambolean en una
lucha silenciosa y furiosa. Ahá, la Ama ha perdido, deja caer las manos y yace
gimiendo en los brazos del Misántropo, que ahora la está estrangulando». Y Toy
empezó a gritar «¡Socorro! ¡Socorro!» en su idioma, perruno o chino. La
princesa se zafó de los brazos de Prokop.
―Incluso el perro, incluso el perro ―se echó a reír nerviosa―. ¡Vamos!
A Prokop le daba vueltas la cabeza, le costó dar unos cuantos pasos. La
princesa lo cogió del brazo (¡estás loca! ¿qué pasaría si alguien..?), lo arrastraba,
pero las piernas le fallaban; clavaba los dedos en su brazo, parecía que tenía
ganas de lastimarlo, siseaba, fruncía el ceño, sus ojos se hundieron en la
oscuridad. Y, de repente, con un ronco gemido, voló al cuello de Prokop, hasta
el punto de que éste se tambaleó, y buscó su boca. Prokop la trituraba con los
brazos y los dientes; un largo abrazo sin aliento, y el cuerpo, tenso como un
arco, desfalleció, se desplomó, cayó blando e impotente. La princesa descansaba
sobre el pecho de Prokop con los ojos cerrados y balbuceaba dulces sílabas sin
sentido, dejaba que le asolaran el rostro y el cuello con besos arrebatados y los
devolvía, ebria y como sin ser consciente de sí misma: en el pelo, en la oreja, en
los hombros, embriagada, dócil, al borde del desfallecimiento, infinitamente
tierna, sumisa como una muñeca de trapo y quizás, dios, quizás, en aquel
instante, dichosa por una felicidad inenarrable e indefensa. ¡Oh, dios, qué
sonrisa, qué temblorosa y hermosísima sonrisa en unos labios silenciosamente
absorbentes!
La princesa abrió los ojos; los abrió de par en par y se desenmarañó con
brusquedad de sus brazos. Estaban de pie a dos pasos de la avenida principal.
Recorrió su rostro con la palma de las manos como aquél que despierta de un
sueño; ella se apartó insegura y apoyó la frente en el tronco de un roble. Apenas
la dejó escapar de sus zarpas, a Prokop se le encogió el corazón con dudas
nauseabundas, humillantes: «Soy, cristo, soy para ella un siervo con el que...
está claro... da rienda suelta a su pasión, por diversión, en... en... en un
momento de locura, en el que... en el que se apoderó de ella la soledad. Ahora
me dará la patada, como a un perro, para en otro momento, de nuevo... algún
otro...». Se acercó a ella y, con brutalidad, puso su manaza sobre el hombro de la
princesa. Ella se dio la vuelta con mansedumbre, con una sonrisa tímida, casi
temerosa y servil.
―No, no ―empezó a susurrar con las manos entrelazadas―, por favor, ya
no...
A Prokop se le partió el corazón por un súbito exceso de ternura.
―¿Cuándo ―murmuró―, cuándo volveré a verla?
―Mañana, mañana ―susurró angustiada, y retrocedió hacia palacio―.
Tenemos que irnos. Aquí no es posible...
―Mañana, ¿dónde? ―insistió Prokop.
―Mañana ―repitió nerviosa; iba haciéndose un ovillo mientras se
apresuraba sin decir palabra. Le dio la mano frente a palacio―. Adiós. ―Sus
dedos se entrelazaron ardorosos; sin darse cuenta, Prokop la atrajo hacia sí―.
No puedes, ahora no puedes ―musitó, y lo atravesó con una mirada encendida
en llamas.
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XXXI
Al día siguiente llovió. Prokop corría por el parque, enfurecido porque ese
día seguramente no vería a la princesa. No obstante, ella salió corriendo bajo la
lluvia, con la cabeza descubierta, y se apresuró hacia él.
―Sólo cinco minutos, sólo cinco minutos ―susurró jadeante, y ofreció sus
labios para que la besara. Pero fue entonces cuando avistó al señor Holz―.
¿Quién es ese hombre? ―Prokop echó un rápido vistazo.
―¿Quién? ―Ya estaba tan acostumbrado a su sombra personal, que ni
siquiera se percataba su continua proximidad―. Es... mi vigilante, ¿sabe?
La princesa no tuvo más que dirigir a Holz sus autoritarios ojos; Holz se
guardó inmediatamente la pipa y se largó un trecho más allá.
―Ven ―murmuró la princesa, arrastrando a Prokop hacia un pabellón. Allí
estaban, sentados, sin atreverse a besarse, porque el señor Holz se estaba
mojando bajo la lluvia en los alrededores del pabellón―. La mano ―ordenó en
voz baja la princesa, y entrelazó sus febriles dedos con los nudosos, destrozados
muñones de Prokop―. Amor mío, amor mío ―lo agasajó, para espetarle a
continuación con severidad―: No puedes mirarme así en presencia de los
demás. Después no sé lo que hago. Ya verás, ya verás, un día te saltaré al cuello
y será un bochorno, ¡oh, dios! ―La princesa se estremeció―. ¿Fuisteis ayer a
ver a las chicas? ―preguntó de pronto―. No puedes, ahora eres mío. Querido,
querido, esto es tan difícil para mí... ¿Por qué callas? He venido a decirte que
debes ser cauto. Mon oncle Charles ya está ojo avizor... ¡Ayer estuviste
magnífico! ―por su boca hablaba una atropellada impaciencia―, ¿Siguen
vigilándote? ¿En todas partes? ¿Incluso en el laboratorio? ¡Ah, c'est bête! Ayer,
cuando rompiste aquella taza, habría ido a besarte. Te enfureciste de un modo
tan espléndido... ¿Recuerdas aquella vez, por la noche, en que te zafaste de la
cadena? En aquella ocasión te seguí como ciega, como ciega...
―Princesa ―la interrumpió Prokop con voz ronca―, debe decirme una
cosa... O bien todo esto... es... el capricho de una dama distinguida, o... ―La
princesa soltó su mano.
―¿O qué?
Prokop dirigió hacia ella una mirada desesperada.
―O bien sólo está jugando conmigo...
―¿O? ―alargó la frase con evidente placer al torturarlo.
―O me... hasta cierto punto...
―... ama, ¿no? Escucha ―dijo; colocó las manos detrás de la cabeza y lo
miró con los ojos entrecerrados―, cuando en determinado momento me pareció
que... que me estaba enamorando de ti, ¿sabes?, enamorando de verdad, hasta
el tuétano, como una loca, entonces, en aquella ocasión, intenté... destruirte.
―Chasqueó la lengua como aquella vez a Premier―. Nunca podría perdonarte
si me enamorara de ti.
―¡Está mintiendo ―gritó Prokop airado―, ahora está mintiendo! No
soportaría... no soportaría la idea de que esto fuera... sólo... una aventura. ¡No es
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me quedaré aquí; me produce un gran deleite observar tus confianzas con esos
idiotas perfumados». La princesa lo recompensó por esa celosa tozudez con una
mirada exultante. Comenzó a mofarse de Suwalski, de Graun, de todos sus
caballeros; estaba siendo malvada, cruel, impertinente, y se reía de ellos sin
compasión. De cuando en cuando miraba apresuradamente a Prokop, para
comprobar si estaba satisfecho con semejante hecatombe de galanes que había
puesto a sus pies. El señorito no estaba satisfecho; se puso de mal humor y, con
la mirada, le suplicó cinco minutos de conversación en privado. Entonces ella se
levantó y lo condujo hacia un cuadro.
―Ten sentido común, por lo que más quieras ―musitó intranquila; se puso
de puntillas y lo besó cálidamente en ese consabido lugar de la cara. Prokop se
agarrotó del susto que le produjo semejante diablura; pero nadie la había visto,
ni siquiera oncle Rohn, que por lo demás observaba todo con ojos inteligentes y
tristes.
Nada más, no ocurrió nada más aquel día. Y sin embargo Prokop se
revolvía en su cama mordiendo las almohadas; y en la otra ala de palacio
alguien no durmió en toda la noche.
Por la mañana Paul trajo una carta de olor penetrante; no dijo de parte de
quién. «Querido», escribía, «hoy no te veré; no sé qué voy a hacer. Somos muy
poco discretos; por favor, sé más sensato que yo. (Varias líneas tachadas). No
puedes pasearte frente a palacio, te echarán con cajas destempladas. Por favor,
haz algo para que te liberen de ese incordio de vigilante. He pasado una mala
noche; tengo un aspecto horrible, no quiero que me veas hoy. No vengas a
vernos, mon oncle Charles ya está dejando caer indirectas. Le he gritado y no me
hablo con él; me irrita que tenga tantísima razón... Amor mío, aconséjame:
acabo de echar a mi doncella; me han informado de que tiene una aventura con
el caballerizo y que lo visita. No puedo tolerarlo; la habría abofeteado cuando
me lo estaba confesando. Era hermosa y lloraba, y yo me regodeaba viendo
cómo le caían las lágrimas; imagínate, nunca había visto de cerca cómo se forma
una lágrima, salta, se desliza rápidamente, se detiene y, después, la alcanza otra.
Yo no sé llorar; cuando era pequeña, gritaba hasta ponerme morada, pero no me
caía ni una lágrima. La eché durante una hora; la aborrecía, me daba escalofríos
verla ante mí. Tienes razón, soy malvada y estallo de ira; pero, ¿por qué a ella le
está permitido todo? Querido, por favor, intercede por ella; permitiré que
regrese y haré con ella lo que quieras, tan sólo con ver que eres capaz de
perdonar semejantes cosas a una mujer. Lo ves, soy malvada y, además de eso,
envidiosa. No sé controlar mi cólera; querría verte, pero ahora no puedo. No
debes escribirme. Besos».
Mientras leía esto, en la otra ala de palacio tronaba un piano con salvajes
escalas de tonos. Prokop escribió: «Usted no me ama, lo he comprendido. Se
inventa pretextos absurdos, no quiere comprometerse, se ha cansado de torturar
a un hombre que no se le ha impuesto. Entendí esta relación de otro modo; me
avergüenzo por ello y comprendo que quiere ponerle fin. Si no acude esta tarde
al pabellón japonés, me daré por aludido y haré lo que esté en mi mano para no
incomodarla más».
Prokop se sintió aliviado; no estaba acostumbrado a escribir cartas
amorosas, y le pareció que aquello estaba escrito a la perfección y con suficiente
cordialidad. El señor Paul corrió a entregarla; el sonido del piano en la otra ala
se cortó en seco y se hizo el silencio.
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XXXII
El fin de todo: era casi un alivio, o por lo menos algo seguro y exento de
dudas; y Prokop se aferró a ello con la persistencia de un bulldog. «Bien, es el
fin, ya no hay nada que temer. La princesa no acudió intencionadamente. Basta,
con esta bofetada basta; así que es el fin». Estaba sentado en un sillón, incapaz
de levantarse, emborrachándose una y otra vez con su humillación. «Un siervo
al que han dado la patada. Sin escrúpulos, presuntuosa, sin sentimientos.
Seguramente me ha abandonado por uno de sus galanes. Bien, he perdido;
mejor».
Con cada paso que se oía en el pasillo Prokop levantaba la cabeza presa de
un desazonado suspense: «Quizás traigan una carta... No, nada. Ni siquiera
merezco una disculpa suya. Es el fin».
El señor Paul se acercó diez veces, arrastrando los pies y con una pesarosa
incógnita en sus ojos claros: ¿deseaba algo el caballero? No, Paul, nada en
absoluto.
―Espere, ¿no tiene una carta para mí? ―El señor Paul negó con la
cabeza―. De acuerdo, puede irse.
Un aguijón de hielo se solidificó en el pecho de Prokop. Ese vacío, eso era el
fin. Incluso si se abriera la puerta y apareciera ella, diría: fin. «Amor mío, amor
mío», la oía susurrar Prokop antes de prorrumpir desesperado: «¿Por qué me
ha humillado así? Si fuera usted una doncella, le perdonaría su altivez; pero a
una princesa no se le perdona. ¿Me oye? ¡Es el fin, el fin!».
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alcanzara a salir, vio a través de la ventana que dos soldados arrastraban a una
silueta negra; rugía como un león e intentaba zafarse, así que no estaba herido.
En el horizonte relampagueaban unas anchas llamas amarillas, pero
todavía no se había descargado la tormenta que despejaría el ambiente.
Prokop, desilusionado, se sumergió de cabeza en el trabajo de laboratorio, o
al menos se obligaba a ello. Hacía un momento que se acababa de ir Carson;
estaba gélidamente airado y anunció con toda claridad que en vista de todo lo
ocurrido el señor Prokop sería transferido lo antes posible a otra parte, a un
lugar más seguro; si las cosas no funcionaban por las buenas, tendrían que
funcionar por las malas. En fin, daba igual; ya nada tenía importancia. Un tubo
de ensayo reventó en los dedos de Prokop.
En el vestíbulo descansaba el señor Holz con la cabeza vendada. Prokop le
puso delante de las narices un par de billetes de mil al herido, pero éste no los
aceptó. «Bueno, qué se le va a hacer, que haga lo que quiera. Ser trasladado a
otro sitio... Que así sea. ¡Malditos tubos de ensayo! Se rompen uno detrás de
otro...».
Un rumor en el vestíbulo, como cuando alguien se despereza del sopor.
«Será otra visita, Krafft o quien sea». Prokop ni siquiera se apartó del hornillo
cuando chirrió la puerta. «Amor mío, amor mío», sonó un susurro desde la
puerta. Prokop vaciló, se agarró a la mesa y se dio la vuelta como en un sueño.
La princesa estaba apoyada en una jamba, pálida, con los ojos tenebrosamente
fijos, y apretaba los puños contra el pecho, quizás para sobreponerse al latido de
su corazón.
Se acercó a ella con el cuerpo tembloroso, rozó con los dedos sus mejillas y
sus brazos, como si no pudiera creer que era ella. Ella le puso los dedos, fríos y
trémulos, en los labios. Prokop abrió de golpe la puerta y echó una ojeada al
vestíbulo. El señor Holz había desaparecido.
XXXIII
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―Eres mío, ¿verdad? ¡Amor mío! Ya ves, tienes una princesa. ¿Así que a
pesar de todo estás orgulloso de que sea una princesa? ¡Ves qué cosas tan
horrendas tiene que hacer una princesa para que alguien se pavonee un par de
días! Un par de días, un par de semanas; una princesa ni siquiera puede pedir
que sea para siempre. Lo sé, lo sé: desde el instante en que me viste por primera
vez, querías a la princesa; por rabia, por megalomanía masculina o por lo que
fuera, ¿verdad? Por eso me odiabas tanto, porque me deseabas; y yo he corrido
hacia ti. ¿Piensas que lo lamento? Al contrario, estoy orgullosa de haberlo
llevado a cabo. Es una gran hazaña, ¿verdad?, lanzarse así, a lo loco; ser
princesa, ser virgen, y venir... venir sola...
Sus palabras espantaban a Prokop.
―Calla ―le pidió, y la tomó en sus manos temblorosas―. No puedo
igualarme... a usted... por mi origen...
―¿Cómo has dicho? ¿Igualarte? ¿Acaso piensas que si fueras un príncipe
habría venido a tu laboratorio? Oh, si quisieras que te tratara como a un igual,
no podría... estar en tu cuarto... así ―chilló extendiendo sus brazos desnudos―.
Ésa es la horrible diferencia, ¿lo entiendes?
Prokop dejó caer las manos.
―No ha debido decir eso ―rechinó los dientes Prokop mientras retrocedía.
Ella se abrazó a su cuello.
―¡Amor mío, amor mío, no me dejes hablar! ¿Es que te he reprochado
algo? He venido... sola... porque querías huir o hacer que te mataran, no lo sé;
cualquier chica lo habría... ¿Crees que no tenía que haberlo hecho? ¡Dime! ¿He
hecho mal...? Lo ves ―susurró estremeciéndose―, lo ves, ¡tú tampoco lo sabes!
―¡Espera! ―gritó Prokop, se zafó de ella y empezó a medir la habitación
con grandes pasos; una repentina esperanza lo acababa de ofuscar―. ¿Confías
en mí? ¿Crees que soy capaz de conseguir algo? Soy capaz de trabajar a destajo.
Nunca he pensado en la fama; pero si quisieras... ¡Trabajaría con todas mis
fuerzas! ¿Sabías que... a Darwin lo acompañó a la tumba un séquito de duques?
Si quisieras, haría... haría cosas increíbles. Soy capaz de trabajar... Puedo
cambiar la superficie de la Tierra. Dame diez años y verás, verás...
Parecía que ella ni siquiera lo estaba escuchando.
―Si fueras un príncipe, te bastaría con que te mirara, con que te diera la
mano, y sabrías, creerías, no tendrías por qué dudar... No habría que
demostrarte... de un modo tan horrible como he tenido que hacerlo yo, ¿sabes?
¡Diez años! ¿Podrías creerme durante diez días? ¡Ni siquiera diez días! Dentro
de diez minutos todo te parecerá poco; dentro de diez minutos te pondrás de
mal humor, mi amor, y te enfurecerás porque la princesa ya no te quiere...,
porque es una princesa y tú no eres un príncipe, ¿verdad? Y tú demuéstraselo,
loca, desgraciada, convéncelo, si es que puedes; ninguna muestra de amor será
lo suficientemente grande, ninguna humillación lo suficientemente inhumana...
Corre tras él, entrégate, haz más que cualquier otra chica, ya no sé qué hacer,
¡yo ya no sé qué hacer! ¿Qué voy a hacer contigo? ―Se aproximó a él y le
ofreció sus labios―. Y bien, ¿me creerás durante diez años? ―Prokop, entre
sollozos, la agarró bruscamente―. Qué se le va a hacer ya ―susurró la princesa
mientras le acariciaba el pelo―. También forcejeas con la cadena, ¿verdad? Y sin
embargo no me cambiaría... no me cambiaría por la que era antes. Amor mío,
amor mío, sé que me vas a abandonar. ―La princesa se quebró en sus manos;
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Prokop la levantó y descerrajó con violentos besos sus labios cerrados a cal y
canto.
La princesa descansaba con los ojos cerrados, apenas respirando; y Prokop,
inclinado sobre ella, con el corazón en un puño, escrutaba el universo
insondable de aquel rostro agitado, tenso. Se desasió de él como quien se
despierta sobresaltado de un sueño.
―¿Qué es todo eso que tienes en esas botellas? ¿Es venenoso?
―Inspeccionó sus estantes e instrumentos―. Dame un veneno.
―¿Por qué?
―Por si quisieran llevarme de aquí.
Prokop se inquietó al ver la seriedad de su rostro, y, para engañarla,
dosificó tiza lavada en una pequeña caja; pero entre tanto ella misma había
dado con el arsénico cristalizado.
―¡No cojas eso! ―gritó, pero ella ya lo había guardado en su bolso.
―Así que puedes llegar a ser famoso ―dijo en voz baja―. Ves, yo ni
siquiera había pensado en eso. ¿Dices que a Darwin lo llevaron unos condes?
¿Cuáles?
―Bueno, eso no importa.
Ella lo besó en la cara.
―¡Eres un encanto! ¿Cómo no va a importar?
―En fin, entonces... el conde de Argyll y... el conde de Devonshire
―rezongó.
―¡De verdad! ―Reflexionó sobre ello hasta el punto de que se le formaron
arrugas en la frente―. No habría dicho nunca que los científicos son tan... Y tú
me lo has dicho como de pasada. ¡Ven! ―Le tocó el pecho y los hombros, como
si fueran algo nuevo―. ¿Y tú? ¿Tú también podrías...? ¿Seguro?
―Bueno, espera a mi entierro.
―Ay, si eso fuera a ocurrir en seguida ―dijo distraída la princesa con
ingenua crueldad―. Serías terriblemente hermoso, si fueras famoso. ¿Sabes qué
es lo que más me gusta de ti?
―No.
―Yo tampoco ―dijo pensativa, y regresó a él con un beso―. Ahora ya no
lo sé. Ahora, si fueras quien tú quisieras y como tú quisieras... ―La princesa
hizo un gesto de impotencia con los hombros―. Esto es, simplemente, para
siempre, ¿lo sabes?
Prokop se quedó estupefacto ante semejante severidad monógama. La
princesa estaba de pie frente a él, tapada hasta los ojos con una piel de zorro
plateado, y lo miraba con ojos centelleantes, laxos, en aquella hora crepuscular.
―Oh ―suspiró de repente, y se deslizó al borde de una silla―, me
tiemblan las piernas. ―Se las acarició y frotó con inocente procacidad―. ¿Cómo
voy a montar a caballo? Acércate, amor mío, acércate para que te vea. Mon oncle
Charles no está aquí hoy, e incluso si estuviera... Ya me da igual. ―Se levantó y
lo besó―. Adiós. ―Se detuvo en la puerta, dudó y volvió junto a él―. Mátame,
por favor ―dijo con los brazos desfallecidos a los lados―, ¡mátame!
Prokop la atrajo hacia sí con la palma de sus manos.
―¿Por qué?
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―Para no tener que irme de aquí... y para no tener que volver nunca más,
nunca más, aquí.
Él le susurró al oído:
―... ¿Mañana?
La princesa le dirigió una mirada e inclinó con pasividad la cabeza; fue..., a
pesar de todo, una respuesta afirmativa.
Prokop salió un buen rato después de ella y se adentró en un anochecer
oscuro como la boca de un lobo. Cien pasos más allá, alguien se levantó del
suelo y se limpió el traje con la manga. El taciturno señor Holz.
XXXIV
Cuando acudió a la cena, incrédulo y alerta, a duras penas la reconoció, de
lo hermosa que estaba. Ella sentía su mirada, llena de admiración y celos, una
mirada que la bañaba de la cabeza a los pies, así que comenzó a resplandecer y
se entregó a sus ojos con tal despreocupación hacia los demás que Prokop se
estremeció.
Había allí un nuevo invitado, llamado d'Hémon, algo así como un
diplomático: un hombre de tipo mongoloide, belfos amoratados y un bigotillo
negro encima. Aquel caballero era obviamente ducho en Química Física:
Becquerel, Planck, Niels Bohr, Millikan y nombres similares salían con fluidez
de su boca; conocía a Prokop por sus estudios y estaba enormemente interesado
en su trabajo. Prokop se dejó llevar, pegó la hebra, se olvidó por un instante de
contemplar a la princesa, lo que le valió encajar bajo la mesa tal patada en la
espinilla que le hizo sisear de dolor y, por poco, devolvérsela a la princesa; a
modo de insulto recibió una llameante mirada de celos. En aquel momento se
vio obligado a responder a una estúpida pregunta del príncipe Suwalski acerca
de lo que era aquella energía de la que no paraban de hablar, así que cogió un
azucarero, lanzó a la princesa una mirada indignada, como si se lo quisiera tirar
a la cabeza, y explicó que, si se lograra desarrollar y descargar a la vez toda la
energía contenida en ese objeto, saltaría por los aires el Montblanc, Chamonix
incluido; pero no era posible.
―Usted lo logrará ―anunció d'Hémon con concisión y seriedad.
La princesa inclinó todo su cuerpo sobre la mesa.
―¿Qué es lo que ha dicho?
―Que él lo logrará ―repitió el señor d'Hémon con total seguridad.
―Ya ves ―dijo la princesa en voz alta, y se sentó con aire victorioso.
Prokop se sonrojó y no se atrevió a mirarla.
―¿Y cuando lo haga ―preguntó ansiosa―, será muy famoso? ¿Como
Darwin?
―Cuando lo logre ―dijo el señor d'Hémon sin dudar―, los reyes
considerarán un honor llevar una de las puntas de su manta fúnebre. Si es que
existe todavía algún rey.
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―Escuche ―Prokop intentó decir algo, pero ella ya estaba haciendo aquella
seña con la cabeza y dirigiéndose con fluidez hacia el anciano mayor.
Prokop no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. ¿Esas cosas ocurrían
de verdad? ¿No era aquello una actuación pactada para divertirse? ¿Aquella
gente se tomaba en serio su papel? El gordo cousin lo cogió del brazo y lo
arrastró discretamente hacia un lado.
―¿Sabe usted lo que esto significa? ―susurró irritado―. Al viejo Hagen le
dará una apoplejía si se entera. ¡Estirpe real! ¿Ha visto usted a ese sucesor al
trono? Iba a celebrarse una boda, pero se canceló. Ese hombre, ese hombre ha
sido sin duda enviado... ¡Jesús, qué línea sucesoria!
Prokop se escabulló.
―Disculpe ―farfulló; salió al pasillo a duras penas, lo menos torpemente
posible, y entró en la tercera habitación. Era una especie de rincón de té con
luces tenues, todo lacados, porcelana roja, pinturas kakemono y naderías
semejantes. Prokop se paseaba por el cuarto con las manos tras la espalda y
refunfuñaba en aquel saloncito en miniatura como una mosca de la carne que se
da cabezazos contra el cristal de una ventana. «Maldita sea, algo ha cambiado;
por un par de piojosos carniceros tártaros de los que una persona decente se
avergonzaría... ¡Bonitos orígenes, muchas gracias, no los deseo para mí mismo!
Y por un par de hunos esos idiotas se estremecen, se caen de espaldas, y ella,
ella misma...». La mosca de la carne se detuvo sin aliento. «Ahora vendrá... la
princesa tártara, y dirá: "Amor mío, amor mío, ha llegado el fin de nuestra
historia; ten en cuenta que la bisnieta de Li-Tai Khan no puede amar al hijo de
un zapatero"». Clac, clac, escuchó en su cabeza el martillo de su padre, y le
pareció que le llegaba el olor pesado, a curtiente, de la piel y la vergonzosa
peste de la pez de zapatero; y su madre, de pie con un mandil azul, pobrecilla,
toda roja, inclinada sobre el hornillo...
La mosca de la carne empezó a zumbar de un modo salvaje. «¡Está claro,
princesa! ¡dónde, dónde tienes la cabeza, hombre! Ahora te arrodillarás, si es
que viene, golpearás tu frente contra el suelo y dirás: "Tenga compasión,
princesa tártara; no la volveré a importunar con mi presencia"».
En el salón de té flotaba el sutil aroma de los membrillos y una luz
mortecina y suave: la desesperada mosca se daba cabezazos contra el cristal y
gemía con una voz casi humana. «¿Dónde tenías la cabeza, estúpido?».
La princesa entró furtivamente en la habitación. Junto a la puerta alargó la
mano hacia el interruptor y apagó la luz; y en la oscuridad Prokop sintió una
mano que tocó ligeramente su cara y le abrazó el cuello. Estrechó a la princesa
en sus brazos: era tan grácil, casi incorpórea, que la tocó con temor, igual que se
toca algo frágil y delicado como una tela de araña. La princesa le soplaba en el
rostro besos etéreos y susurraba palabras incomprensibles; sus intangibles
caricias le ponían a Prokop el vello de punta. Algo sacudió aquel frágil cuerpo,
la mano que sujetaba el cuello de Prokop se aferró aún más y unos labios tibios
se desplazaron por su boca, como si hablaran sin voz y de un modo insistente.
Una ola interminable, toda una marea de sacudidas se apoderó de Prokop, cada
vez más fuerte. La princesa acercó hacia sí la cabeza de Prokop, estrechó contra
él su pecho y sus rodillas, lo rodeó con ambos brazos, apretó su boca contra la
de él; un horrible, doloroso estrechamiento, demoledor y mudo, un entrechocar
de dientes, el gemido de un hombre que se ahoga. Se tambalearon en un abrazo
convulso, enajenado. ¡No desasirse! ¡Perder el aliento! ¡Fundirse o morir! La
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princesa gimió y se quebró impotente; aflojó las terribles tenazas que eran sus
brazos, se liberó del abrazo, se bamboleó como ebria, sacó del escote un
pañuelo y se limpió los labios de saliva o de sangre. Y sin decir una palabra,
entró en la habitación contigua, que estaba iluminada.
Con la cabeza a punto de explotar, Prokop se quedó a oscuras. Aquel
último abrazo le había parecido una despedida.
XXXV
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marcharás. Si quieres hacerlo, hazlo, hazlo ahora, antes de que sea demasiado
tarde.
Prokop, como es comprensible, explotó como una bomba: que si quería
deshacerse de él, que si se le había subido a la cabeza su orgullo tártaro, y tal y
cual. Ella se enfureció y le gritó que era ruin y brutal, que se lo prohibía, que...
que...; pero apenas salieron esas palabras de su boca, ya estaba colgada entre
lamentos del cuello de Prokop, abatida y arrepentida.
―Soy como un animal, ¿verdad? No era mi intención. Lo ves, una princesa
nunca grita; frunce el ceño, se da la vuelta, y punto, es suficiente. Pero a ti te
grito como... como si fuera tu esposa. Mátame, por favor. Espera, te demostraré
que yo también sería capaz... ―Lo soltó y de golpe, tal y como estaba, empezó a
ordenar el laboratorio; incluso humedeció un trapo en el grifo y se puso de
rodillas a limpiar el suelo. Obviamente, se suponía que era una penitencia, pero
por alguna razón le cogió el gusto, se puso contenta, se afanó con el trapo por el
suelo y tarareó una canción que le había oído a las sirvientas, Cuando te vayas a
dormir o algo parecido. Prokop intentó levantarla del suelo―. No, espera ―se
resistió―, un poco más por allí―. Y se metió con el trapo debajo de la mesa.
―Por favor, ven aquí ―se oyó después de un rato una voz asombrada que
venía de debajo de la mesa. Mascullando con cierto reparo, la siguió. La
princesa estaba en cuclillas, abrazándose las rodillas―. No, sólo mira cómo es la
mesa por abajo. Yo no lo había visto nunca. ¿Por qué es así? ―La princesa le
puso la mano, aterida por el trapo húmedo, en la cara―. Hum, estoy fría,
¿verdad? Tú estás hecho de una forma tan tosca como la mesa por debajo; eso
es lo más hermoso de ti. Otros..., a otras personas las he visto por encima,
¿sabes?, por su lado pulido, desbastado; pero tú, tú eres a primera vista viga y
hendidura y todo lo que mantiene a un ser humano entero, ¿sabes? Cuando se
te recorre con los dedos, a uno se le clavan astillas; pero a la vez estás tan
hermosa y honradamente hecho... Uno empieza a ver las cosas de otro modo y...
con mayor seriedad que por ese lado pulimentado. Eso eres tú. ―Se acurrucó a
su lado, como un viejo amigo―. Piensa que estamos, por ejemplo, en una
tienda de campaña, o en una cabaña ―murmuraba como obnubilada―. Yo
nunca pude jugar con chicos; pero algunas veces... en secreto... iba a buscar a los
chicos del jardinero, y trepaba con ellos por los árboles o por encima las vallas...
Después, en casa, se extrañaban de que tuviera las medias rasgadas. Y cuando
desaparecía y corría a buscarlos, me palpitaba el corazón por el miedo de una
forma tan hermosa... Cuando voy a buscarte, tengo exactamente el mismo
miedo, tan hermoso, de entonces.
»Ahora estoy tan bien escondida ―canturreaba feliz, con la cabeza apoyada
en las rodillas―. Nada puede alcanzarme aquí. Yo también estoy del revés,
como esta mesa; una mujer corriente que no piensa en nada y sólo se mece...
¿Por qué se siente uno tan bien en un escondrijo? Ya ves, ahora sé lo que es la
felicidad; hay que cerrar los ojos... y hacerse pequeño... minúsculo...
inencontrable...
Prokop la acunaba suavemente y le acariciaba la cabellera suelta, pero sus
ojos estaban abiertos de par en par y fijos en el vacío, por encima de la cabeza
de la princesa. Ella giró el rostro bruscamente hacia él.
―¿Qué estabas pensando?
Prokop apartó la mirada con timidez. No podía decirle en ningún caso que
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había visto ante él a la princesa tártara en toda su gloria, a una criatura con un
orgullo majestuoso y afectado, y que el hecho de que fuera aquélla a la que
incluso ahora..., a la que en el sufrimiento y el anhelo...
―Nada, nada ―gruñó a ese hatillo sumiso y feliz que estaba sobre sus
rodillas, y acarició su rostro aceitunado, que se encendió con amor apasionado.
XXXVI
Habría hecho mejor si aquella noche no hubiera ido, pero acudió
precisamente porque ella se lo había prohibido. Oncle Charles fue muy, pero
que muy amable con él; por desgracia vio cómo la pareja, en una ocasión
tremendamente inoportuna y evidente, se cogía de la mano; incluso agarró el
monóculo para verlo mejor. Después la princesa apartó la mano y se sonrojó
como una colegiala. Oncle se acercó a ella y le susurró algo mientras se la
llevaba de allí. Luego ya no volvió; Rohn regresó, hizo como si no hubiera
pasado nada y se puso a hablar con Prokop, sondeando muy discretamente en
lugares sensibles. Prokop se contuvo de un modo inusualmente heroico, no
reveló nada, lo cual tranquilizó al amable tío: si bien no en cuanto al contenido,
al menos en cuanto a las formas.
―En público es imprescindible ser muy, muy cauteloso ―dijo por fin,
dando así a la vez una reprimenda y un consejo. Prokop sintió un gran alivio
cuando lo dejó inmediatamente después, reflexionando sobre el alcance de estas
últimas palabras.
Lo peor era que, según todos los indicios, se andaba cociendo algo; sobre
todo los familiares de más edad estaban a punto de estallar de gravedad.
Cuando, por la mañana, Prokop rodeaba el palacio, la doncella se acercó a
él y, jadeante, le comunicó que debía ir al bosquecillo de abedules. Se dirigió
hacia allí y esperó durante largo rato. Finalmente llegó la princesa, corriendo
con largos y hermosos pasos de Diana.
―Escóndete ―susurró rápidamente―, oncle me sigue.
Huyeron cogidos de la mano y desaparecieron en el espeso follaje del negro
saúco; el señor Holz, oteando en vano entre la espesura, se metió abnegado
entre las ortigas. Ya se podía ver el sombrero claro de oncle Rohn; caminaba
ligero y miraba a derecha e izquierda. A la princesa le centelleaban los ojos
como a un joven fauno; en el ramaje olía a humedad y a moho, los sigilosos
insectos entretejían ramitas y raíces, se encontraban como en una jungla. Y sin
esperar siquiera a que pasara el peligro, la princesa acercó hacia sí la cabeza de
Prokop. Saboreó aquellos besos entre los dientes, como si fueran bayas de serbal
o cornejo, amargos y sabrosos frutos; era un entretenimiento, un juego, una
evasión, un placer tan nuevo y sorprendente, que se sentían como si se vieran
por primera vez.
Aquel día ella no fue a visitarlo. Fuera de sí por todo tipo de sospechas, se
apresuró a palacio; la princesa lo estaba esperando mientras caminaba con un
brazo alrededor del cuello de Egon. En cuanto lo vio, dejó plantado a Egon y se
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que desenfundarla.
―Es orgullosa, fantástica, ambiciosa hasta la locura; desde su infancia ha
sido así. Ahora se nos han entregado documentos de valor incalculable: es una
princesa de estirpe comparable a cualquier familia real. Tú no entiendes lo que
significa esto para ella. Para ella y para nosotros. Quizás son prejuicios, pero...
son nuestra vida. Prokop, la princesa se casará. Su esposo será un gran duque
sin trono; es un hombre bueno y sin iniciativa, pero ella, ella luchará por la
corona, porque la lucha constituye su carácter, su misión, su orgullo... Ahora se
abre ante ella todo lo que había soñado. Sólo tú te interpones entre ella y... su
futuro. Pero la princesa ya se ha decidido, y no hace más que mortificarse con
remordimientos...
―¡Ahahá ―rompió a gritar Prokop―, ¿así que ésas tenemos? ¿Y... y tú
crees que ahora, ahora, transigiré? ¡Entonces espera!
Y antes de que oncle Rohn se repusiera, Prokop ya había desaparecido en la
oscuridad y corría hacia el laboratorio. Tras él, en silencio, el señor Holz.
XXXVII
Cuando llegó al laboratorio intentó cerrarle a Holz la puerta en las narices
para hacerse fuerte en el interior, pero el señor Holz consiguió susurrar a
tiempo: «La princesa».
―¿Qué ocurre? ―Prokop se volvió Prokop hacia él rápidamente.
―Ha tenido a bien ordenarme que me quede con usted.
Prokop fue incapaz de contener una alegre sorpresa.
―¿Te ha sobornado?
El señor Holz negó con la cabeza y su cara apergaminada sonrió por
primera vez.
―Me dio la mano ―dijo con respeto―. Le prometí que no le ocurriría
nada.
―Bien. ¿Tienes una pistola? Ahora vas a vigilar la puerta. No puede pasar
nadie, ¿entiendes?
El señor Holz asintió, y Prokop llevó a cabo un rápido reconocimiento
estratégico de todo el laboratorio para comprobar su inexpugnabilidad.
Medianamente satisfecho, colocó sobre la mesa distintas latas, botes y cajas de
metal que tenía a mano, y descubrió, con no poca alegría, un montón de clavos.
Entonces se puso a trabajar.
Por la mañana el señor Carson, como si no pasara nada, fue paseando al
laboratorio de Prokop. Éste lo vio desde lejos, sin abrigo, practicando el
lanzamiento de piedra frente a un edificio.
―¡Un deporte muy sano! ―gritó alegre en la lejanía.
Prokop se puso el abrigo de prisa.
―Sano y útil ―respondió de buena gana―. Y bien, ¿qué quería decirme?
Los bolsillos de su abrigo abultaban una barbaridad y se oían chasquidos
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en su interior.
―¿Qué tiene en los bolsillos? ―preguntó Carson despreocupado.
―Un ácido de cloro ―dijo Prokop―. Cloro explosivo y asfixiante.
―Hum. ¿Por qué lo lleva en los bolsillos?
―Porque sí, por diversión. ¿Quiere decirme algo?
―Ahora ya nada. Por el momento será mejor que nada ―dijo el señor
Carson inquieto y manteniéndose relativamente lejos―. ¿Y qué más tiene en
esas... en esas cajas?
―Clavos. Y esto ―sacó de un bolsillo del pantalón una cajita de vaselina y
se la enseñó―, es benceno tetraoxizónico, una novedad dernier cri. ¿Eh?
―No debería agitarlo tanto ―opinó el señor Carson retrocediendo aún
más―. ¿Desea usted algo?
―¿Desear algo? ―dijo Prokop con amabilidad―. Me gustaría que LES
comunicara una cosa de mi parte. Que, ante todo, no me voy a ir de aquí.
―Bien, es comprensible. ¿Algo más?
―Y que si alguien, imprudentemente, me quisiera poner la mano encima...
o si alguien quisiera atacarme innecesariamente... Espero que no tenga la
intención de dejar que me asesinen.
―De ningún modo. Palabra de honor.
―Puede acercarse.
―¿No saltará por los aires?
―Tendré cuidado. Quería decirle también que nadie debe colarse en mi
fortaleza cuando yo no esté allí. En la puerta hay un cordón explosivo. Pero
preste atención, hombre: detrás de usted hay una trampa.
―¿Explosiva?
―Sólo de perclorato de diazobenceno. Debe alertar a la gente. Aquí no hay
nada que buscar, ¿verdad? Además, tengo razones... para sentirme amenazado.
Me gustaría que ordenara a ese Holz que me protegiera personalmente... de
toda intrusión. Con un arma en la mano.
―Eso no ―rezongó Carson―. Holz será trasladado.
―De eso nada ―protestó Prokop―, me da miedo quedarme solo, ¿sabe?
O r d é n e s e l o a m a b l e m e n t e . ―M i e n t r a s t a n t o s e a c e r c a b a m u y
prometedoramente a Carson, repiqueteando, como si estuviera hecho de lata y
clavos.
―En fin, así se hará ―dijo en seguida Carson―. Holz, custodiará al señor
ingeniero. Si alguien quisiera hacerle daño... Maldición, haga lo que quiera.
¿Desea algo más?
―De momento no. Si se me ocurriera algo, iré a buscarle.
―Mis respetos ―gruñó el señor Carson, e inmediatamente se puso a salvo
fuera de la zona de peligro. Pero no había hecho más que llegar a su despacho y
telefonear a todas partes con las órdenes más necesarias, cuando se oyó un
repiqueteo en el pasillo y Prokop chocó contra la puerta, cargado de latas-
bomba hasta tal punto que las costuras estaban a punto de reventarle.
―Escuche ―espetó Prokop, pálido por la ira―, ¿quién diablos ha dado la
orden de que no se me deje entrar al parque? O retira esa orden de inmediato
o...
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XXXVIII
El pasillo estaba vacío. Caminó todo lo sigilosamente que pudo hasta los
aposentos de la princesa y esperó delante de la puerta, inmóvil como uno de los
caballeros con armadura del vestíbulo de abajo. Salió la doncella, que emitió un
grito horripilante, como si hubiera visto un fantasma, y desapareció tras la
puerta. Después de un rato la abrió, bastante descompuesta, y retrocediendo le
hizo indicaciones, sin decir una palabra, para que entrara, tras lo cual
desapareció lo más rápidamente posible. La princesa salió a su encuentro a
duras penas: iba cubierta con una larga capa; era obvio que había saltado tal
cual de la cama, tenía el pelo mojado y pegado sobre la frente, como si acabara
de quitarse una compresa fría, y tenía una palidez cenicienta y de bastante mal
aspecto. Se le colgó del cuello y elevó hacia él sus labios, agrietados por la
fiebre.
―Eres un encanto ―susurró adormecida―. Tengo la cabeza a punto de
explotar por la migraña, ¡oh, dios! Dicen que llevas los bolsillos llenos de
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XXXIX
Por la mañana decidió no ir al parque; sospechaba, con razón, que sería una
molestia. Se situó en un paraje relativamente angosto y semidesértico en el que
se encontraba un camino directo de palacio a los laboratorios, perforado a
través de una antigua muralla cubierta de vegetación. Se encaramó a la muralla,
desde donde, medio escondido, podía ver un ángulo del palacio y un pequeño
segmento del parque. Le gustó el sitio; enterró allí unas cuantas de sus granadas
de mano y observó por turnos el parque, un cárabo apresurado y unos
gorriones sobre unas ramitas que se balanceaban. En determinado momento se
posó allí incluso un petirrojo, y Prokop observó sin aliento su rubicundo cuello;
pió, sacudió la cola y frrr, desapareció.
Abajo, en el parque, la princesa caminaba acompañada de un hombre alto,
joven; tras ellos, a una respetuosa distancia, un grupo de caballeros. La princesa
miró hacia un lado y agitó la mano, como si sujetara con ella una vara y azotara
con ella la arena. No se veía más.
Bastante tiempo después apareció oncle Rohn con el obeso cousin. Después,
de nuevo, nada. ¿Merecía entonces la pena estar allí sentado?
Era casi mediodía. De repente, tras la esquina del palacio, emergió la
princesa, que se dirigió directamente hacia el lugar en el que estaba Prokop.
―¿Estás aquí? ―llamó a media voz―. Ven, abajo a la izquierda.
Prokop descendió por la ladera y se abrió paso a través de la espesura por
la izquierda. Había allí, junto al muro, un vertedero con todo tipo de trastos:
aros oxidados, recipientes de hojalata agujereados, cilindros destrozados,
roñosos y nauseabundos despojos; dios sabe de dónde habían salido semejantes
cosas en un palacio principesco. Y ante aquel miserable montón estaba la
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El señor Holz examinó las barras con aire profesional, pero finalmente se
limitó a silbar y a meter las manos en los bolsillos; sencillamente no se podía
hacer nada. Prokop, enardecido por la ira al rojo blanco, rodeó el edificio: las
trampas explosivas habían sido eliminadas por los zapadores; en todas las
ventanas, como siempre, rejas. Hizo un cálculo rápido de sus recursos bélicos:
dos bombas no demasiado potentes desperdigadas por los bolsillos, cuatro
granadas algo más grandes enterradas en la muralla de Zahur; era poco para
una operación aceptable. Fuera de sí por el enfado corrió al despacho del
maldito Carson. «Espera, miserable, ¡voy a ajustar cuentas contigo!». Pero
apenas hubo llegado, le anunció un lacayo: «El director no se encuentra aquí y
no va a venir». Prokop lo apartó de un empujón e irrumpió en el despacho.
Carson no estaba allí. Recorrió a la carrera todos los despachos, haciendo cundir
el pánico entre todos los oficinistas de la fábrica, hasta la última señorita que
atendía el teléfono. Ni rastro de Carson.
Prokop fue al galope hasta la muralla de Zahur para poner a buen recaudo
al menos su munición. Y, ¡vaya!, toda la muralla, jungla de maleza y vertedero
incluidos, estaba rodeada de estacas que sujetaban una alambrada: una
verdadera cortadura según las ordenanzas militares. Intentó desenrollar la
alambrada; aunque le sangraban las manos, no consiguió nada en absoluto.
Gimiendo de ira y sin reparar en nada, se escurrió entre los alambres hacia el
interior; descubrió que sus cuatro granadas habían sido desenterradas y habían
desaparecido. Estuvo a punto de llorar de impotencia. Para empeorar aún más
las cosas, comenzó a caer una llovizna pegajosa. Se abrió paso de vuelta, con las
ropas rasgadas en jirones y las manos y el rostro ensangrentados, y corrió como
una exhalación a palacio, quizás para encontrar allí a la princesa, a Rohn o al
heredero, quién sabe.
En el vestíbulo se interpuso en su camino un gigante rubio, dispuesto a
dejarse incluso despedazar. Prokop sacó una de sus latas explosivas y la hizo
sonar a modo de aviso. El gigante parpadeó, pero no se apartó; de repente se
precipitó hacia el frente y aferró a Prokop alrededor de los hombros. Holz, con
todas sus fuerzas, le golpeó los dedos con el revólver; el gigante lanzó un
rugido y soltó a Prokop. Tres hombres que se abalanzaron sobre él (como si
hubieran surgido del suelo) dudaron un instante, pero dos de ellos, de prisa,
volvieron la espalda hacia la pared: Prokop con la mano levantada y una caja en
ella para lanzarla a los pies del primero que se moviera, y Holz (en ese
momento ya irremediablemente sublevado) encañonándolos con el revólver. Y
contra ellos tres hombres pálidos, ligeramente inclinados hacia adelante, los tres
con un revólver en la mano; aquello iba a ser la de San Quintín. Prokop realizó
un movimiento estratégico hacia la escalera. Los cuatro hombres empezaron a
retroceder hacia ese lado; alguien, por detrás, se dio a la fuga. Reinaba un
silencio espeluznante. «No disparéis», susurró alguien en tono cortante. Prokop
podía escuchar el tic-tac de su reloj. En el piso de arriba resonaban voces
alegres; allí nadie sabía nada. Y como la salida ya estaba despejada, Prokop
reculó hacia la puerta, cubierto por Holz. Los cuatro hombres junto a la escalera
permanecieron inmóviles, como si fueran tallas de madera. Y Prokop salió de
palacio.
Seguía cayendo una llovizna fría y desagradable. ¿Qué podía hacer ahora?
Analizó rápidamente la situación. Se le ocurrió construirse una fortaleza
acuática en la piscina del estanque, pero desde allí no podía ver el palacio.
Tomando una decisión repentina, Prokop corrió a la casita del guarda; Holz tras
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Seguía lloviendo. El obeso cousin, con el pañuelo blanco del mediador, fue a
proponer a Prokop que desistiera, que le devolverían su laboratorio, etc., etc.
Prokop anunció que no iba a marcharse de allí a menos que lo hicieran saltar
por los aires, pero ¡que antes haría algo que sería digno de verse! El cousin
regresó con aquella tétrica amenaza; en palacio, por lo visto, no llevaban muy
bien que el acceso particular a palacio estuviera bloqueado, pero no quisieron
armar ningún revuelo con el asunto.
El doctor Krafft, pacifista, rebosaba propuestas beligerantes y
descabelladas: interrumpir el tendido eléctrico del palacio, cortarles las
cañerías, fabricar un gas asfixiante y liberarlo en palacio. Holz encontró un
periódico atrasado; sacó unos lentes de su bolsillo secreto y leyó durante todo el
día, lo que le daba un aire tremendamente parecido al de un profesor
universitario. Prokop se aburría de un modo incontenible; ardía en deseos de
llevar a cabo una gran hazaña, pero no sabía cómo. Finalmente dejó a Holz
vigilando la casita y fue con Krafft al parque.
En el parque no se veía a nadie; las fuerzas enemigas seguramente estaban
concentradas en palacio. Rodeó el palacio hasta el flanco en el que se
encontraban los cobertizos y las cuadras.
―¿Dónde está Whirlwind? ―preguntó de repente. Krafft le señaló un
ventanuco que estaba a una altura de unos tres metros―. Apóyese ―susurró
Prokop; se encaramó a su espalda y se puso de pie sobre sus hombros para
mirar al interior. Krafft no se cayó de milagro bajo su peso. Y encima estaba
como bailando sobre sus hombros... ¿Qué andaba haciendo ahí arriba? Un
pesado marco cayó al suelo, de la pared se desprendió arenilla, y de repente la
carga se aupó. Krafft, asombrado, levantó la cabeza y casi pegó un grito: sobre
él se zarandeaban dos largas piernas que desaparecieron por el ventanuco.
En ese preciso momento, la princesa estaba dando a Whirlwind una rodaja
de pan mientras contemplaba pensativa sus hermosos ojos oscuros, cuando de
repente escuchó un ruido en la ventana. En la penumbra de la tibia caballeriza
vio la tan familiar mano magullada, que arrancaba la rejilla de alambre del
ventanuco de la cuadra. Se tapó la boca con las manos para no gritar.
Con las manos y la cabeza por delante, Prokop descendió hasta el lomo de
Whirlwind; de un salto, allí estaba, algo desollado pero entero. Jadeante, hizo
un intento de sonrisa.
―Silencio ―se horrorizó la princesa, ya que el caballerizo se encontraba
junto a la puerta, para colgarse inmediatamente del cuello de Prokop―.
¡Prokopokopak!
Él señaló la ventana.
―¡Por aquí, fuera, deprisa!
―¿A dónde? ―murmuró la princesa mientras lo besaba con cariño.
―A la caseta del guarda.
―¡Tonto! ¿Cuántos estáis allí?
―Tres.
―Lo ves, ¡no va a funcionar! ―La princesa le acarició la cara―. No te
preocupes.
Prokop reflexionó rápidamente de qué otro modo llevársela. Pero en medio
de aquella penumbra el olor a caballo resultaba en cierto modo excitante; se les
iluminaron los ojos y se embriagaron el uno del otro en un beso anhelante. La
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servilleta sobre los labios. Prokop estaba contento de que todos se encontraran
allí; sus ojos revolotearon por la habitación, y tras la espalda de los dos hombres
de negro encontraron a la princesa. Estaba pálida como la muerte y miraba a
Prokop con ojos penetrantes y sombríos que lo aterraron de un modo
incomprensible.
―Ya no me pasa nada ―susurró Prokop como si se disculpara.
La princesa preguntó con la mirada a uno de los hombres, que, resignado,
asintió. Se acercó entonces a la cama.
―¿Te encuentras mejor? ―preguntó en voz baja―. Amor mío, amor mío,
¿de verdad te encuentras mejor?
―Sí ―dijo con cierta inseguridad, algo angustiado por la conducta
sobrecogida de todo el mundo―. Casi totalmente bien, sólo... sólo... ―La
mirada fija de la princesa lo llenó de confusión y casi de desazón; le sobrevino
cierto malestar y opresión.
―¿Quieres algo? ―preguntó la princesa inclinándose sobre él.
Prokop sintió un terror desenfrenado en su mirada.
―Dormir ―susurró para evitar esa mirada.
Ella miró inquisitiva a los dos hombres. Uno de ellos asintió levemente y la
observó con una gravedad tan... tan extraña. Comprendió y su lividez se hizo
aún mayor.
―Entonces duerme ―consiguió decir la princesa con un nudo en la
garganta, y se giró hacia la pared. Prokop echó un vistazo a su alrededor con
extrañeza. El señor Paul tenía la servilleta metida en la boca, Holz estaba tieso
como un soldado y parpadeaba, y Krafft simplemente lloraba, apoyando la
frente en el armario y moqueando como un niño con un berrinche.
―¡Pero qué...! ―exclamó Prokop, e intentó incorporarse; sin embargo, uno
de los hombres le puso en la frente una mano tan blanda y bondadosa, tan
reconfortante e incluso sagrada al tacto, que en seguida se tranquilizó y suspiró
beatíficamente. Se durmió de forma casi inmediata.
Se despertó con un fino hilillo de semiconsciencia. Lucía sólo la lámpara
que había sobre la mesilla de noche, y al lado de la cama estaba sentada la
princesa, con un vestido negro, que lo observaba con ojos brillantes, maléficos.
Prokop cerró rápidamente los párpados para no verlos, tal era la angustia que le
provocaban.
―Querido, ¿cómo te encuentras?
―¿Qué hora es? ―preguntó somnoliento.
―Las dos.
―¿Del mediodía?
―De la noche.
―Ya ―se sorprendió sin saber bien por qué, y continuó urdiendo el
quebradizo hilo del sueño. De vez en cuando entreabría el ojo en una rendija y
echaba un vistazo a la princesa para dormirse de nuevo. ¿Por qué no dejaba de
mirarlo de ese modo? En una ocasión ella le humedeció los labios con una
cucharada de vino; Prokop se lo tragó y farfulló algo. Finalmente cayó en un
sueño embotado e inconsciente.
Volvió en sí cuando uno de los hombres de negro pegó la oreja a su pecho
para escuchar cuidadosamente. Otros cinco estaban de pie a su alrededor.
―Increíble ―murmuró el hombre de negro―. Tiene un corazón de hierro.
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Se despertó del sueño sobresaltado, cubierto y empapado de un terrible
sudor. ¿Dónde... dónde estaba? El techo sobre él se bamboleaba y se ondulaba;
nonono, caía, descendía en espiral, se deslizaba lentamente como una enorme
prensa hidráulica. Prokop quería gritar, pero era incapaz; y el techo ya estaba
tan abajo que podía distinguir una mosca transparente que se había posado en
él, un grano de arena en el revoque, cada irregularidad de la pintura. Cada vez
estaba más abajo; Prokop lo miraba con un horror que le cortaba la respiración,
incapaz de emitir más que un sonido ronco. La luz se apagó; reinaba una
profunda oscuridad: ahora lo aplastaría. Prokop ya podía sentir el techo
rozando sus pelos erizados, y empezó a gemir sin voz. Ahahá, encontró a
tientas la puerta, la empujó y se precipitó al exterior: también allí reinaba la
oscuridad, pero no era oscuridad, era una niebla negra como la boca del lobo,
una niebla tan espesa que no podía respirar y que se asfixiaba, sollozando de
terror. «Ahora me ahogará», se horrorizó, y huyó pisoteando a-a-algunos cu-
cuerpos vivos que todavía se retorcían. Se inclinó, alargó los brazos y sintió bajo
su mano un pecho joven y grande. «Es... es... es... Anči», se alarmó, y palpó su
cabeza; pero en lugar de la cabeza aquello tenía un plato, un plato de po-
porcelana lleno de algo pegajoso y esponjoso, como unos pulmones bovinos. Se
apoderó de él un pavor rayano en la náusea e intentó apartar las manos, pero
aquello se le había pegado, se restregaba, se adhería y reptaba por sus brazos.
Era la krakatita, una sepia húmeda y gelatinosa con los ojos brillantes de la
princesa, que estaban clavados en él con una mirada apasionada y enamorada.
Se deslizaba por su cuerpo desnudo buscando dónde asentar su obsceno,
chorreante trasero. Prokop no podía respirar, luchaba con ella, hincaba los
dedos en aquella dúctil sustancia viscosa, y, finalmente, volvió en sí.
Inclinado sobre él estaba el señor Paul, que le estaba poniendo sobre el
pecho una compresa fría.
―¿Dónde... dónde... dónde está Anči? ―masculló Prokop con alivio
mientras cerraba los ojos. Paf, paf, paf, corría jadeante a través de un sembrado;
no sabía a dónde iba con tanta prisa, pero corría como alma que lleva el diablo,
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―... tan pronto como se declare la guerra (sea cuando sea y contra quien
sea) serás nombrado general del cuerpo de ingenieros zapadores... con el rango
de general de caballería, y si por un casual cambiara (a consecuencia de la
guerra) el sistema de gobierno, se le añadirá el título de Excelencia y... en
resumen, en primer lugar, de barón. También en este sentido... se nos han
dado... garantías desde los más altos cargos.
―¿Y quién les ha dicho que estaría dispuesto a hacerlo? ―dijo Prokop, frío
como el hielo.
―Pero por dios ―exclamó Carson―, ¿quién no querría? A mí me han
prometido el título de caballero. A mí estas cosas me dan igual; no lo hago por
mí, lo hago por el mundo. Pero para usted esto tendría un significado especial.
―Entonces, ¿ustedes piensan ―dijo Prokop muy despacio―, que les voy a
entregar la krakatita así como así?
El señor Carson estuvo a punto de estallar, pero oncle Charles lo contuvo.
―Estamos convencidos ―empezó a decir, muy serio―, de que harás lo que
esté en tu mano o que... en todo caso... estarás dispuesto a sacrificar lo que haga
falta para proteger a la princesa Hagen de esta situación ilícita... e insostenible.
En circunstancias excepcionales... la princesa puede conceder su mano a un
militar. Tan pronto como seas capitán, se regularizará vuestra relación..., un
compromiso rigurosamente secreto; la princesa, sin embargo, se marchará y
regresará cuando... cuando sea posible solicitar a un miembro de la familia real
que sea su testigo de boda. Hasta ese momento... hasta ese momento depende
de ti merecer un matrimonio del que seáis dignos tanto tú como la princesa.
Dame la mano. No tienes que tomar ahora una decisión. Piensa detenidamente
qué es lo que quieres hacer, cuál es tu obligación y qué has de sacrificar por ella.
Podría apelar a tu ambición, pero le hablo sólo a tu corazón. Prokop, ella está
sufriendo por encima de sus fuerzas y ha sacrificado por amor más que
ninguna otra mujer. Tú también has sufrido; Prokop, tú sufres por tu conciencia.
Pero no te presionaré, porque confío en ti. Sopésalo bien, y luego hazme saber...
El señor Carson asentía, verdadera y profundamente conmovido.
―Así es ―dijo―. Aunque yo sólo sea un idiota, un viejo canalla, debo
decir que... que... Ya se lo dije, esta mujer es de raza. Dios santo, uno puede
verlo en seguida... ―Se golpeó el pecho con el puño, sobre su corazón, y
parpadeó emocionado―. Amigo, le estrangularía si... si no fuera digno de...
Prokop ya no lo escuchaba; se levantó de un salto y empezó a recorrer la
habitación con el rostro crispado y descompuesto.
―Así que... así que debo hacerlo, ¿verdad? ―decía entre dientes con voz
ronca―. ¿Así que debo hacerlo? Bien, entonces, si debo hacerlo... ¡Me han
cogido desprevenido! Yo no quería...
Oncle Rohn se levantó y le puso la mano en el hombro suavemente.
―Prokop ―dijo―, has de decidir por ti mismo. No te acuciaremos: arregla
cuentas con la parte mejor que hay en ti; apela a Dios, al amor, a tu conciencia o
a tu honor. Tan sólo recuerda que no se trata únicamente de ti, sino también de
la que te ama hasta tal punto que está dispuesta... a actuar... ―Agitó la mano en
un gesto de impotencia―. ¡Vámonos!
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Karel Čapek La Krakatita
―Sé muy bien lo que estoy diciendo. O sea, que se trataba de eso: de que...
de que os entregara la krakatita, ¿verdad? Ellos preparan una guerra, y usted,
¡usted ―dio un grito sordo―, usted es su herramienta! ¡Usted, con su amor!
¡Usted, con su matrimonio! ¡Usted, espía! Y yo, yo tenía que tragarme el
anzuelo para que vosotros asesinarais, para que os vengarais...
La princesa se deslizó hasta el borde de la silla con los ojos, espantados,
fuera de las órbitas; un terrible llanto sin lágrimas quebrantó su cuerpo. Prokop
quiso abalanzarse sobre ella, pero la princesa lo detuvo haciendo un gesto con
su rígida mano.
―¿Quién es usted? ―masculló Prokop entre dientes―. ¿Es usted una
princesa? ¿Quién la ha contratado? ¡Miserable, hazte cargo de que pretendías
asesinar a miles y miles de personas, de que estabas ayudando a que borraran
del mapa ciudades enteras y a que nuestro mundo, nuestro (y no vuestro)
mundo fuera destruido! ¡Destruido, hecho pedazos, exterminado! ¿Por qué lo
has hecho? ―gritaba; cayó de rodillas y se arrastró hacia ella―. ¿Qué es lo que
querías hacer?
La princesa se incorporó con el rostro atenazado por el horror y la
repulsión, y retrocedió ante él. Prokop puso su cara en el sitio en el que ella
había estado sentada y se echó a llorar con un llanto pesado, rudo, varonil. Ella
estuvo a punto de agacharse junto a él, pero se dominó y se alejó aún más,
apretando contra el pecho sus manos, retorcidas en un calambre.
―Así que, ¡eso ―susurró―, eso es lo que piensas!
Un dolor encarnizado ahogaba a Prokop.
―¿Sabes acaso ―gritó―, lo que es una guerra? ¿Sabes lo que es la
krakatita? ¿Nunca se te ha ocurrido que soy una persona? ¡Y... y... te detesto!
¡Por eso fui amable contigo! Si entregara la krakatita, se acabaría todo de una
vez; la princesa huiría y yo, yo... ―Se levantó de un salto golpeándose la cabeza
con los puños―. ¡Yo ya he deseado hacerlo! Un millón de vidas a cambio de...
de... de... ¿Qué? ¿Le parece poco? ¡Dos millones de muertos! ¡Diez millones de
muertos! Eso... eso... eso ya es un buen lote incluso para una princesa, ¿no? ¡Por
eso ya merece la pena rebajarse un poco! ¡Seré imbécil! ¡Aaah ―aulló―, puaj!
¡Me horroriza usted!
Tenía un aspecto terrible y monstruoso, con espumarajos alrededor de la
boca, el rostro abotargado y los ojos de un desequilibrado, que vagaban en el
nistagmo de la demencia. La princesa se arrimó a la pared, lívida, con los ojos
desencajados y los labios torcidos por el terror.
―¡Vete ―chilló―, vete de aquí!
―No temas ―dijo Prokop ronqueando―, no voy a matarte. Siempre me
has aterrado; incluso cuando..., incluso cuando eras mía, me horrorizabas y no
podía confiar en ti... ni por un segundo. Y sin embargo, sin embargo te... No voy
a matarte. Sé... sé bien lo que hago. Yo... yo... ―Buscó algo, agarró un frasco de
agua de colonia, derramó un buen chorro sobre sus manos y se lavó la frente―.
¡Ah, ah ―suspiró―, ah, ahá! ¡No temas! No... no...
Se calmó un poco, se desplomó sobre una silla y se agarró la cabeza con las
manos.
―Entonces ―comenzó a decir de nuevo―, entonces... entonces podemos
charlar, ¿verdad? Ya ve, estoy tranquilo. Ni siquiera... ni siquiera me tiemblan
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Karel Čapek La Krakatita
los dedos... ―Alzó una mano para demostrarlo; temblaba que daba miedo
mirarla―. Podemos... sin interrupciones, ¿verdad? Ya estoy completamente
tranquilo. Puede adecentarse. Entonces... su tío me ha dicho que... que estoy
obligado... que es una cuestión de honor facilitarle... subsanar... subsanar este
desliz, y que por tanto debo... sencillamente debo... merecer un título...
venderme para pagar... el sacrificio que usted... ―La princesa hizo un esfuerzo,
pálida como la muerte, para decir algo―. Espere ―la detuvo―. Aún no he...
Todos ustedes pensaban... y tienen su propio concepto del honor. Pues están
muy equivocados. Yo no soy un caballero. Yo soy... hijo de un zapatero. Eso no
importa, pero... soy un paria, ¿entiende? Un hombre bajo y ruin. No tengo
honra. Podéis expulsarme como a un maleante, o trasladarme a la fortaleza. No
lo haré. No os daré la krakatita. Podéis pensar..., quizás, que soy vil. Podría
contarles... lo que pienso acerca de la guerra. Yo estuve en la guerra... vi los
gases asfixiantes... y sé de lo que es capaz la gente. No os daré la krakatita.
¿Para qué voy a perder el tiempo explicándoselo? No lo entendería; es usted,
simplemente, una princesa tártara, y demasiado en lo alto... Sólo quiero decirle
que no lo haré, y que le agradezco humildemente el honor... Por otra parte, ya
estoy prometido; aún no la conozco, pero nos hemos prometido... Ésta es otra
de mis canalladas. Lamento no haber... sido en absoluto digno de su sacrificio.
La princesa se quedó de pie, como petrificada, clavando las uñas en la
pared. Reinaba un silencio cruel, tan sólo se oía el rechinar de sus arañazos en
medio de aquel insoportable mutismo. Prokop se incorporó a duras penas y con
lentitud.
―¿Quiere decir algo?
―No ―suspiró la princesa con los ojos obstinadamente fijos en el vacío.
Estaba delgada como un muchacho en su peignoir entreabierto; Prokop se habría
arrastrado por el suelo para besar sus trémulas rodillas. Se acercó a ella con las
manos entrelazadas.
―Princesa ―dijo con un nudo en la garganta―, ahora me deportarán...
acusado de espionaje o algo por el estilo. Ya no intentaré defenderme. Ocurra lo
que ocurra; estoy preparado. Sé que ya no la volveré a ver. ¿No va a decirme
nada antes de que me marche?
Los labios de la princesa temblaban, pero no llegó a pronunciar palabra.
¡Oh, dios! ¿Por qué miraba así al vacío? Se acercó a ella.
―La he amado ―salió de su boca―, la he amado más de lo que sería capaz
de expresar con palabras. Soy un hombre bajo y tosco; pero ahora puedo decirle
que... que la he amado de un modo diferente... y más. La tomé... me aferré a
usted con la angustia de que no era mía, de que se me escaparía. Quise
asegurarme... Nunca fui capaz de creerlo, y por eso... ―Sin saber qué hacer,
puso su mano en el hombro de la princesa; ella se estremeció bajo la fina tela del
peignoir―. La he amado... hasta la desesperación...
Ella dirigió la mirada hacia Prokop.
―Amor mío ―susurró la princesa, y una mortecina oleada de sangre
recorrió su pálido rostro. Prokop se inclinó inmediatamente y besó sus labios
temblorosos; ella no se resistió.
―¡Cómo puede ser, cómo puede ser ―crujió Prokop los dientes―, que
incluso ahora te amo! ―Con sus extrañas zarpas la arrancó de la pared y la
estrechó en sus brazos. Ella se sacudió con tanta violencia que, si él se lo
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Karel Čapek La Krakatita
hubiera permitido, se habría arrojado al suelo. Pero Prokop la agarró aún más
firmemente, tambaleándose por la salvaje resistencia de la princesa. Se retorcía
con los dientes apretados y las manos, crispadas, pegadas al pecho; el cabello,
que ella mordía para acallar un grito, caía sobre su rostro; apartaba a Prokop,
doblada por la cintura y revolviéndose como si sufriera un ataque de epilepsia.
Aquello era absurdo y monstruoso. El único hecho del que era consciente
Prokop era que no podía dejarla caer al suelo ni tumbar una silla, y que... que...
¿Qué haría si se le escabullera? ... Seguramente se le caería la cara de vergüenza.
La arrastró hacia sí y hundió los labios en su melena suelta: encontró una frente
afiebrada. La princesa apartó la cara con repugnancia e intentó
desesperadamente aflojar las tenazas de los brazos de Prokop.
―La entregaré, entregaré la krakatita ―escuchó Prokop su propia voz con
estremecimiento―. La entregaré, ¿me oyes? ¡Entregaré todo! Una guerra, una
nueva guerra, más millones de muertos. A mí... a mí... a mí me da todo igual.
¿Es lo que quieres? Pronuncia una sola palabra... ¡Te estoy diciendo que
entregaré la krakatita! Te lo juro, yo... yo te jjju... Te amo, ¿me oyes? Que... que...
¡que sea lo que dios quiera! Y... y. si tuviera que perecer el mundo entero... ¡Te
amo!
―Suéltame ―gimió la princesa mientras se revolvía.
―No puedo ―sollozó Prokop con el rostro hundido en su cabello―. Soy el
más miserable de los hombres. He traicionado al mundo entero, a toda la
humanidad. ¡Escúpeme a la cara, pero no me eches! ¿Por qué no puedo
abandonarte? Entregaré la krakatita, ¿me oyes? He dado mi palabra. Pero
ahora, ¡ahora déjame olvidar! ¿Dónde... dónde está tu boca? ¡Soy un canalla,
pero bésame! Estoy per-perdi...
Comenzó a tambalearse como si fuera a caer. En ese momento la princesa
pudo zafarse de él, braceando en el vacío; entonces giró la cabeza, se echó el
pelo hacia atrás y le ofreció sus labios. Él la tomó en sus brazos, rígida y pasiva;
besó su boca cerrada, sus ardientes mejillas, su cuello, sus ojos. Prokop
sollozaba roncamente, y ella no se resistía, se dejaba llevar. Aterrado por la
inerte pasividad de la princesa, la soltó mientras retrocedía. Ella se bamboleó, se
pasó la mano por la frente, sonrió de un modo lastimero... y se abrazó a su
cuello.
XLV
Permanecieron despiertos, acurrucados el uno junto al otro, con los ojos
abiertos de par en par, contemplando la penumbra. Prokop podía sentir el
corazón de la princesa latiendo febril. Ella no pronunció ni una palabra durante
esas horas; lo besaba insaciable para desasirse de nuevo, colocaba un pañuelo
entre sus labios y los de Prokop, como si temiera respirar sobre ellos. Ahora
había vuelto la cabeza y miraba afiebrada la oscuridad...
Prokop se sentó y se abrazó las rodillas. «Sí, perdido, capturado en una
trampa, esposado; he caído en manos de los filisteos. Y ahora que ocurra lo que
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tenga que ocurrir. Dejarás un arma en manos de individuos que harán uso de
ella. Miles y miles de personas morirán. Así que mira, ¿no es eso que se
extiende ante ti un campo infinito sembrado de ruinas? Esto solía ser una
iglesia, y esto una casa; esto era una persona. Horrible es la fuerza y malvado
todo lo que surge de ella. Maldita sea la fuerza, alma malvada y sin redención.
Como la krakatita, como yo, como yo mismo».
»Creativa, laboriosa debilidad humana, todas las obras buenas y honradas
vienen de ti; tu trabajo es ligar y unir, combinar las partes y mantener lo que
está unido. ¡Maldita sea la mano que libera la fuerza! ¡Maldito sea aquél que
altera el vínculo que ata a los elementos! La humanidad no es más que una
barquichuela en medio de un océano de fuerzas; y tú, tú desencadenas
tempestades nunca antes vistas...».
»Sí, yo desencadeno tempestades nunca antes vistas; entregaré la krakatita,
elemento desatado, y se hará pedazos la barquichuela de la humanidad. Miles y
miles de personas morirán. Naciones enteras serán exterminadas y ciudades
borradas de la superficie de la tierra; no habrá límites para aquél que tenga en
sus manos esta arma y depravación en su corazón. Tú lo has hecho posible. Qué
espantosa es la pasión, krakatita del corazón humano; y malvado es todo lo que
surge de ella».
Miró a la princesa... sin odio, desgarrado por un amor intranquilo y por la
compasión. ¿En qué estaría pensando ella ahora, tan rígida y absorta? Se inclinó
y la besó en un hombro. «Por esto es por lo que entrego la krakatita; la entregaré
y me marcharé de aquí para no ser testigo del horror y la vergüenza de mi
derrota. Pagaré un precio espantoso a cambio de mi amor, y me marcharé...».
Se estremeció de impotencia: «¿Es que me dejarán marchar? ¿Para qué les
serviría la krakatita si puedo revelarle sus secretos a otros? ¡Aah, por eso me
quieren atar de pies y manos para toda la vida! ¡Aah, por eso he de entregarles
mi alma y mi cuerpo! Aquí, aquí permanecerás, encadenado con los grilletes de
la pasión, y te estremecerás de horror ante esta mujer por toda la eternidad; te
revolverás en un amor execrable e inventarás armas infernales... y serás su
siervo...».
La princesa se giró hacia él con una mirada sin vida. Prokop estaba sentado
sin mover un músculo; por su rostro rudo, tosco, se deslizaban las lágrimas. La
princesa se incorporó apoyándose sobre los codos y observó los ojos de Prokop,
obsesivos, dolorosamente inquisitivos; él no se dio cuenta, entornó los ojos y
agonizó en la indolencia de la derrota. La princesa, entonces, se levantó sin
hacer ruido, encendió una luz junto a su tocador y comenzó a vestirse.
Sobresaltado, volvió en sí con el chasquido que se produjo al dejar caer un
peine. Observó con asombro cómo la princesa levantaba con ambas manos su
melena suelta y la retorcía.
―Mañana... mañana la entregaré ―susurró Prokop.
Ella no respondió; tenía las horquillas entre los labios y enrollaba con
habilidad el cabello en un espeso casquete. Él no perdía detalle de cada uno de
sus movimientos: la princesa se apresuraba febril, después se detenía de nuevo
y miraba al suelo, luego asentía otra vez con la cabeza y se arreglaba aún más
deprisa. Entonces se incorporó, se miró de cerca en el espejo, con atención,
cubrió su rostro con maquillaje: como si allí no hubiera nadie más. Marchó a la
habitación de al lado y regresó a medio vestir, metiéndose la falda por la cabeza.
Volvió a tomar asiento y empezó a reflexionar, meciendo el cuerpo; después
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tanto, querido, que... que habría hecho lo que fuera... y aún más... Pero tú, tú
dudabas de ello de un modo tan espantoso, que finalmente has quebrantado
también mi fe. ¿Te amo? No lo sé. Sería capaz de clavarme un cuchillo en el
pecho ahora, al verte aquí, y querría morir, pero, ¿te amo? Ya... ya no lo sé. Y
cuando... esta última vez... me estrechaste entre tus brazos, sentí... algo funesto
en mí... y en ti. Olvida mis besos; eran... eran... impuros ―dijo con un hilo de
voz casi inaudible―. Debemos separarnos.
La princesa no lo miraba, no escuchó su respuesta. Pero, vaya, le temblaban
los párpados, bajo ellos se estaba formando una lágrima que saltó, se deslizó
rápidamente, se detuvo; y después la siguió otra. Lloraba sin emitir ni un solo
sonido, con las manos sobre el volante. Cuando Prokop intentó acercarse a ella,
retrocedió un trecho.
―Ya no eres Prokopokopak ―susurró―, eres desgraciado, un hombre
desgraciado. Mira, forcejeas con la cadena... como yo. Lo que nos unía era... un
vínculo aciago; y sin embargo, cuando uno lo arranca, se siente... se siente como
si todo su interior se marchara con él, incluso el corazón, incluso el alma...
¿Puede tener uno el alma pura cuando se queda tan vacío y yermo? ―Las
lágrimas brotaban aún más torrencialmente―. Te amaba, y ahora ya no te veré
más. Apártate, apártate de mi camino, yo voy a dar la vuelta.
Prokop se quedó inmóvil, como petrificado. La princesa acercó el coche
hasta él.
―Adiós, Prokop ―dijo en voz baja, y emprendió el camino de vuelta por la
carretera. Prokop echó a correr tras ella. Ella se deslizaba conduciendo marcha
atrás el coche, más rápido, más rápido, cada vez más rápido; era como si fuera
desapareciendo poco a poco.
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coche y durante horas no fue consciente de nada, de nada más que aquel vaivén
traqueteante. Se despertó cuando el coche se detuvo ante un hotel iluminado,
en el aire cortante de las montañas, entre placas de nieve. Volvió en sí,
totalmente entumecido y derrengado.
―Esto... esto no es Italia ―tartamudeó sorprendido.
―Todavía no ―dijo el señor d'Hémon―. Pero ahora venga a comer algo.
Condujo a Prokop, cegado por tanta luz, hasta un comedor individual: un
mantel blanco como la nieve, plata, calor, un camarero que parecía un
embajador. El señor d'Hémon ni siquiera se sentó; se paseaba por el comedor y
se miraba las yemas de los dedos. Prokop, aturdido y somnoliento, se dejó caer
en una silla; le era totalmente indiferente comer o no comer. Sin embargo, sorbió
un consomé caliente, hurgó en un par de platos de comida, sujetando a duras
penas el tenedor, giró entre sus dedos una copa de vino y se achicharró las
entrañas con el ardiente amargor del café. El señor d'Hémon no se sentó en
absoluto; seguía paseándose por la habitación e ingiriendo unos cuantos
bocados sobre la marcha. Cuando Prokop estuvo listo, le dio un puro y se lo
encendió.
―Bien ―dijo―, y ahora al grano. Desde este mismo instante ―empezó a
decir mientras se paseaba―, seré para usted sencillamente... el camarada
Daimon. Le introduciré en nuestro círculo, no está lejos de aquí. No debe
tomárselos muy en serio: son en parte desperados, proscritos y fugitivos barridos
de todos los confines del mundo, en parte idealistas, palabreros, diletantes que
pretenden salvar el mundo y doctrinarios. No debe hacer preguntas sobre el
programa; son mero material que ponemos en juego..., en nuestro juego. Lo
importante es que podemos poner a su disposición una organización
internacional, ramificada y hasta ahora secreta, que tiene células en todas
partes. Nuestro único programa es la acción directa. Para ello nos ganaremos a
todos sin excepción; en cualquier caso, ya la están pidiendo a gritos, como un
juguete nuevo. Por lo demás, «la nueva línea de acción» y «la destrucción
dentro de las cabezas» tendrá para ellos un encanto irresistible; después de los
primeros éxitos le seguirán como ovejas, especialmente si elimina de la cúpula
directiva a aquéllos que yo le indique.
Hablaba con suavidad, como un orador experimentado, es decir, pensando
entretanto en algo diferente, y con una seguridad apabullante que no dejaba
lugar al rechazo o a las dudas. A Prokop le pareció que ya lo había escuchado
antes.
―Su situación es única ―continuó hablando sin dejar de caminar por la
habitación―. Ha rechazado la oferta de un gobierno; ha actuado usted como un
hombre sensato. ¿Qué puedo prometerle yo en comparación con lo que puede
coger usted mismo? Estaría usted loco si dejara escapar de sus manos esa
sustancia. Tiene en sus manos el instrumento que le permitirá borrar de la faz
de la tierra a todas las potencias mundiales. Yo le facilitaré un préstamo
ilimitado. ¿Quiere cincuenta o cien millones de libras? Puede tenerlas en una
semana. A mí me basta con que sea usted hasta ahora el propietario exclusivo
de la krakatita. Por el momento tenemos en poder de nuestra gente noventa y
cinco gramos; se los trajo ese camarada sajón de Balttin. Pero esos idiotas no
tienen ni idea de sus conocimientos químicos. La guardan como una reliquia en
una cajita de porcelana y unas tres veces por semana están a punto de liarse a
palos por decidir qué edificio del mundo van a hacer saltar por los aires con
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ella. Pero ya los escuchará. Por esa parte no tiene nada que temer. En Balttin no
ha quedado ni pizca de krakatita. Parece que el señor Tomeš está a punto de
abandonar sus experimentos...
―¿Dónde está Jirka... Jirka Tomeš? ―dejó escapar Prokop.
―En la fábrica de explosivos de Grottup. Allí ya están más que hartos de él
y de sus eternas promesas. Y si por un casual finalmente diera con la fórmula,
no podrá alegrarse por mucho tiempo. Eso se lo garantizo yo. Resumiendo, la
krakatita la tendrá en su poder únicamente usted, y no se la entregará a nadie.
Tendrá a su disposición material humano y todas las ramificaciones de nuestra
organización. Yo le daré una imprenta que pago de mi bolsillo. Y, finalmente,
estará a su servicio lo que los periódicos llaman «estación de radio secreta», o
sea, nuestra estación de radiocomunicaciones sin hilo ilegal, que mediante las
llamadas antiondas o chispas extintoras provocará la desintegración de su
krakatita desde una distancia de dos mil, e incluso tres mil kilómetros. Ésas son
sus cartas. ¿Va a jugar la partida?
―¿Qué... qué... qué quiere decir con eso? ―dijo Prokop―. ¿Qué se supone
que tengo que hacer con eso?
El camarada Daimon se quedó quieto y miró fijamente a Prokop.
―Hará usted lo que quiera. Hará grandes cosas. ¿Quién más podría darle
órdenes?
XLVII
Daimon acercó una silla a Prokop y se sentó.
―Sí ―empezó a decir ensimismado―, es incluso incomprensible. En toda
la historia no ha existido un caso análogo al poder que usted tiene en sus
manos. Conquistará el mundo con un puñado de personas, como Cortés
conquistó América. No, ése no es el ejemplo adecuado. Con la krakatita y la
estación tendrá en jaque al mundo entero. Es extraño, pero es así. Basta un
puñado de polvo blanco, y en el segundo establecido volará por los aires lo que
usted ordene. ¿Quién podría evitarlo? De facto, es usted el amo absoluto del
mundo. Podrá dar órdenes sin que lo vea nadie. Es gracioso: puede usted
bombardear desde aquí, me da igual, Portugal, o Suecia; en tres o cuatro días
suplicarán la paz, y usted establecerá las compensaciones, las leyes, las
fronteras, lo que se le ocurra. En estos instantes existe una única potencia, y es
usted mismo.
¿Cree que estoy exagerando? Tengo aquí a unos chicos muy diligentes
capaces de todo. Declare la guerra a Francia, por hacer la gracia. A media noche
saltarán por los aires los ministerios, el Banque de France, correos, las centrales
eléctricas, las estaciones de trenes y unos cuantos cuarteles. La noche siguiente
el aeropuerto, los arsenales, los puentes ferroviarios, las fábricas de munición,
los puertos, los faros y las carreteras. Por ahora tengo sólo siete aviones. Puede
esparcir la krakatita por donde le plazca; después se conectará la estación, y
hecho. ¿Qué? ¿No quiere probar?
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―Está bien ―dijo en voz muy baja, y apretó la valiosísima sustancia entre
las palmas de sus manos, como si se estuviera calentando con ella las manos
ateridas―. Eres tú ―murmuró a media voz―. Te conozco: eres un elemento
explosivo. Llegará tu momento, y lo liberarás todo. Está bien. ―Levantó los ojos
de debajo de sus cejas, vacilante―. ¿Qué queréis saber? Yo entiendo sólo de dos
cosas: de las estrellas y de química. Son hermosas... la extensión infinita del
tiempo, el orden y la estabilidad eternos, la aritmética divina del universo. Os
digo que... no hay nada más hermoso. ¿Pero qué son las leyes vigentes de la
eternidad? Llegará tu momento, y explotarás; liberarás amor, dolor,
pensamiento, no sé. Tu mayor grandeza y tu mayor fuerza serán tan sólo un
instante. Tú, tú no estás comprendido en el orden infinito ni incluido en un
millón de años luz, y por eso... ¡por eso tu nada merece la pena! Explota con una
llama sublime. ¿Te sientes encerrada? Entonces haz pedazos tu mortero y
destruye la roca. Haz sitio para tu único instante. Está bien. ―Él mismo no
alcanzaba a comprender con claridad lo que estaba diciendo; pero lo espoleaba
el oscuro impulso de expresar algo que inmediatamente se le escapó de
nuevo―. Yo... sólo hago química. Conozco la materia y... me entiendo con ella;
eso es todo. La materia se desmigaja en el aire y en el agua: se desintegra,
fermenta, se pudre, arde, absorbe oxígeno o se descompone, pero nunca,
escuchadme bien, nunca libera en el proceso todo lo que contiene. Incluso si
recorriera todo el ciclo, si un polvillo de tierra se encarnara en una planta y en
carne viva y se convirtiera en una célula pensante del cerebro de Newton, y
muriera con él y se descompusiera de nuevo, incluso entonces, no habría
liberado todo. Pero obligadla,... a la fuerza, a saltar en pedazos y desatarse:
mirad, ha explotado en una milésima de segundo; ahora, ahora, por primera
vez, ha hecho uso de toda su capacidad. Quizás ni siquiera estaba durmiendo;
únicamente estaba aprisionada y se asfixiaba, luchaba en la oscuridad y
esperaba a que llegara su momento. ¡De liberar todo! Es su derecho. Yo, yo
también he de liberar todo. ¿Es que sólo puedo desintegrarme y esperar...
fermentar impuro... y hacerme migajas sin liberar nunca... de repente... a un
hombre completo? Prefiero... para eso prefiero, en un único momento cumbre...,
y a pesar de todo... Porque yo creo que está bien liberarlo todo. Sea bueno o
malo. Todo está entremezclado en mi interior: lo bueno, y lo malo, y lo sublime.
Todo aquél que está vivo hace el bien y el mal, como si se desmenuzara. Yo he
hecho lo uno y lo otro; pero ahora... debo liberar lo sublime. Ésa es la redención
del hombre. No se encuentra en ninguna de las cosas que he hecho; está
enmarañado en mi interior... como en el interior de una piedra. De modo que
debo hacerme pedazos... mediante el poder... del mismo modo que se hace
pedazos un cartucho. Y no voy a preguntar qué es lo que hago saltar por los
aires en el proceso. Porque existía la necesidad... yo tenía la necesidad de liberar
lo sublime.
Luchaba con las palabras, se esforzaba por abarcar algo inefable; lo perdía
al pronunciar cada palabra. Fruncía el ceño e intentaba deducir de la cara de sus
oyentes si por casualidad habían captado el sentido de aquello que era
imposible expresar de otro modo. Encontró una simpatía deslumbrante en los
limpios ojos del tuberculoso y un esfuerzo de concentración en los abismados
ojos azules del gigante barbudo de atrás; el arrugado personajillo bebía sus
palabras con la entrega sin límites del creyente y la hermosa muchacha las
recibía, medio tumbada, con eróticas sacudidas de su cuerpo. En cambio el resto
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Durante un instante se hizo un silencio embarazoso.
―¿Eso es todo? ―se alzó de en medio de los bancos una voz burlona.
―Eso es todo ―gruñó Prokop disgustado.
―No lo es ―dijo Daimon mientras se ponía en pie―. El camarada
Krakatita suponía que los delegados tenían la buena voluntad de comprender...
―¡Oho! ―se escuchó un refunfuño en medio del gentío.
―Sí. El delegado Mezierski debe tener paciencia hasta que acabe de hablar.
El camarada Krakatita nos ha contado, de forma metafórica, que es necesario
―y en ese momento la voz de Daimon sonó de nuevo como el graznido de un
pájaro―, que es necesario iniciar la revolución sin tener en cuenta la teoría de
las etapas; una revolución destructiva y explosiva en la que la humanidad
liberará lo más sublime que se esconde en su interior. El hombre debe saltar en
pedazos para liberarlo todo. La sociedad debe saltar en pedazos para encontrar
en su interior el bien más alto. Vosotros habéis estado aquí discutiendo acerca
del bien más alto para la humanidad durante años. El camarada Krakatita nos
ha enseñado que basta con inducir una explosión en la humanidad para que se
alce a mucha mayor altura de lo que pretendían prescribir vuestros debates; sin
mirar atrás, a lo que se ha destruido en el proceso. Y yo digo que el camarada
Krakatita tiene razón.
―¡Sí, la tiene, la tiene! ―De repente se desataron los gritos y los
aplausos―. ¡Krakatita! ¡Krakatita!
―¡Silencio! ―los acalló Daimon―. Y sus palabras tienen un peso aún
mayor en tanto que son respaldadas por el poder efectivo de producir esa
explosión. El camarada Krakatita no es un hombre de palabras, sino de hechos.
Ha venido para encomendarnos la acción directa. Yo os digo que será algo más
espantoso que cualquier cosa que nadie haya osado soñar. Y estallará hoy,
mañana, dentro de una semana...
Sus palabras fueron eclipsadas por una barahúnda indescriptible. Una
oleada de gente se arrastró de los bancos al podio y rodeó a Prokop. Lo
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Él... él es...
―Cállate ―siseó Daimon.
―Dar órdenes puede hacerlo cualquiera ―dijo Rosso de un modo
escalofriante―. Mientras yo tenga esto en mis manos, las órdenes las daré yo.
Me da igual si salgo de aquí o no. ¡Nadie puede salir de aquí! ¡Galeasso, vigila
la puerta! Así, ahora vamos a charlar un rato.
―Sí, ahora vamos a charlar un rato ―se oyó decir a Daimon con acritud.
Rosso se volvió hacia él a la velocidad del rayo, pero en aquel instante se
abalanzó sobre él desde los bancos el gigante de ojos azules, con la cabeza
inclinada como un carnero; y antes de que Rosso pudiera darse la vuelta, lo
agarró de las piernas y lo hizo caer. Rosso cayó volando cabeza abajo de la
cátedra. En medio de un silencio espeluznante se pudo oír el golpe y el crujido
de la cabeza al caer sobre el entarimado. La tapa de la caja de porcelana cayó
rodando del podio y se coló bajo los bancos.
Prokop se precipitó sobre aquel cuerpo sin vida; en el pecho de Rosso, en su
rostro, por el suelo, en los charcos de sangre, por todas partes estaba esparcido
el polvillo blanco de la krakatita. Daimon lo retuvo. Entonces se desató un
griterío y unas cuantas personas corrieron hasta el podio.
―¡No pisen la krakatita, explotará! ―ordenó un hombre desgañitado; pero
aquellas personas ya se habían arrojado al suelo y recogían el polvo blanco en
cajas de cerillas, se peleaban, se revolvían en una amalgama sobre el suelo.
―¡Atranquen la puerta! ―gritó alguien.
La luz se apagó. En ese momento Daimon abrió de una patada la puerta
que había tras la pizarra y arrastró a Prokop hacia la oscuridad.
Encendió una linterna de bolsillo. Aquello era un cuchitril sin ventanas:
mesas amontonadas unas encima de otras, posavasos para las cervezas, ropas
mohosas. Rápidamente arrastró a Prokop hacia delante: el acre agujero negro
del pasillo, unas escaleras estrechas y oscuras que descendían. En las escaleras
les dio alcance la muchacha desgreñada. «Voy con vosotros», susurró mientras
clavaba los dedos en el brazo de Prokop.
Daimon salió a un patio, haciendo oscilar ante él un círculo de luz; la
oscuridad era abisal. Abatió la portilla de la entrada y corrió a toda prisa hacia
la carretera; y antes de que Prokop alcanzara el coche, mientras intentaba
desembarazarse de la joven, el motor ya runruneaba y Daimon estaba de un
salto frente al volante.
―¡Rápido!
Prokop corrió hacia el coche; la muchacha tras él. El coche dio una sacudida
y se adentró volando en la oscuridad. Hacía un frío gélido; la joven temblaba
dentro de su ligero vestido, de modo que Prokop la envolvió en un abrigo de
piel y él se apartó al otro rincón. El coche iba a toda velocidad por un camino de
tierra espantoso, se zarandeaba de un lado a otro, el motor fallaba para,
inmediatamente después, volver a coger velocidad. Prokop se estaba helando y
se apartaba cada vez que un envite del coche lo lanzaba hacia la muchacha
acurrucada. Ella se deslizó hacia Prokop.
―Tienes frío, ¿verdad? ―susurró; abrió el abrigo de piel y envolvió a
Prokop en él arrastrándolo hacia sí―. Entra en calor ―dijo en voz muy baja y
con una cosquilleante risa; y pegó su cuerpo al de Prokop: estaba caliente y
esponjoso, como si estuviera desnuda. Su pelo suelto exhalaba un aroma fogoso
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y salvaje, le hacía cosquillas en la cara y le cegaba los ojos. Ella le hablaba, muy
cerca, en un idioma extranjero; repetía lo mismo en voz cada vez más y más
baja, atrapaba suavemente el pabellón de la oreja de Prokop entre sus dientes
castañeteantes. De repente la encontró tumbada sobre su pecho; la muchacha se
introdujo en su boca con un beso vicioso, experimentado, húmedo. La apartó
con rudeza. Ella se incorporó extrañada, se sentó algo más lejos ofendida y con
una sacudida de hombros se quitó de encima el abrigo. Como soplaba un viento
helado, Prokop levantó el abrigo y lo colocó de nuevo sobre los hombros de la
muchacha, que se meneó enfadada, se volvió a quitar el abrigo de piel como
llevando la contraria y lo dejó hecho un revoltijo en el fondo del coche.
―Como quiera ―rezongó Prokop, y se dio la vuelta.
El coche salió de nuevo a una carretera asfaltada y se lanzó a una velocidad
vertiginosa. De Daimon no se veía más que la espalda, erizada con los pelos de
cabra. Prokop se ahogaba con el viento frío; echó un vistazo a la chica, que se
había enrollado el pelo alrededor del cuello y tiritaba de frío en su ligero
vestidito. A Prokop le dio lástima: cogió de nuevo el abrigo y se lo echó por
encima; ella lo apartó, rebelándose irritada, así que Prokop la envolvió en el
abrigo, cabeza y todo incluida, como un paquete, y la inmovilizó con los brazos.
―¡Ni se te ocurra moverte!
―¿Qué? ¿Ya la está montando otra vez? ―dejó caer Daimon como si tal
cosa desde el volante―. Bueno, pues puedes...
Prokop hizo como si no hubiera oído su cinismo, pero el paquete que tenía
en los brazos comenzó a reírse por lo bajo.
―Es una buena chica ―continuó Daimon indiferente―. Tu padre era
escritor, ¿verdad?
El paquete asintió; y Daimon mencionó a Prokop un nombre tan famoso,
tan ilustre e irreprochable, que Prokop se quedó petrificado y sin querer aflojó
su rudo abrazo. El paquete comenzó a agitarse y se aupó en su regazo; de
debajo del abrigo asomaban dos piernas hermosas, pecaminosas, que se mecían
de un modo infantil en el aire. Pasó el abrigo de piel por encima de ellas para
que no se congelara. Ella lo tomó seguramente por un juego: se ahogaba en una
risa silenciosa y daba pataditas con las piernas. La abrazó lo más abajo que
pudo; de nuevo emergió una pletórica mano de muchacha que le invadió el
rostro en un juego alocado y erótico: le tiraba del pelo, le hacía cosquillas en el
cuello, conquistaba con los dedos los labios cerrados de Prokop. Al final la dejó
hacer. Ella le rozó la frente, descubrió que estaba arrugada en un gesto severo y
se quedó inmóvil, como si se hubiera quemado: su mano se había convertido en
una timorata patita infantil que no sabía lo que le estaba permitido hacer. A
hurtadillas, se acercó de nuevo a la cara de Prokop, la tocó, se apartó, volvió a
tocarla, la acarició y, con delicadeza, tímidamente, se posó en su tosca mejilla.
Dentro del abrigo se oyó un profundo suspiro y no hubo ni un movimiento
más.
El coche rodó a través de una ciudad durmiente y descendió hacia campo
abierto.
―Y bien ―se giró Daimon―, ¿qué dice de nuestros cantaradas?
―Más bajo ―murmuró inmóvil Prokop―, se ha quedado dormida.
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Daimon se apresuró a llegar a casa.
―¿Dónde está exactamente Grottup? ―inquirió Prokop de buenas a
primeras cuando hubieron llegado abajo.
―Venga ―dijo Daimon―, se lo enseñaré.― Lo condujo a uno de los
despachos de la fábrica, junto a un mapa colgado en la pared―. Ahí ―señaló
con una enorme uña sobre el mapa, subrayando un pequeño redondel―. ¿No
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quiere beber algo? Le ayudará a entrar en calor. ―Sirvió en dos vasos, uno para
él y otro para Prokop, un líquido oscuro como la pez―. Salud.
Prokop se echó la copichuela al coleto y se atragantó: aquello era como
hierro incandescente y amargo como la quinina. La cabeza le daba vueltas con
un vértigo desmesurado.
―¿No quiere más? ―Daimon enseñó sus dientes amarillentos―. Es una
pena. No quiere tener abandonada a su preciosidad, ¿eh? ―Bebía un vaso tras
otro. Sus ojos resplandecían con un brillo verdoso; quería charlar, pero la lengua
se le había entumecido―. Escuche, es usted un valiente ―proclamó―. Mañana
se pondrá manos a la obra. El viejo Daimon hará todo lo que se le pase a usted
por la cabeza. ―Se incorporó agarrotado y le hizo una reverencia inclinándose
hasta la cintura―. Así que todo en orden. Y ahora... es-espere... ―Empezó a
mezclar todos los idiomas del mundo; hasta donde entendió Prokop, eran las
más soeces obscenidades. Finalmente canturreó una cancioncilla absurda, se
sacudió como si le hubiera dado un ataque de epilepsia y perdió el
conocimiento; de la boca le emergió una espuma amarilla.
―¡Eh! ¿Qué le ocurre? ―gritó Prokop mientras lo zarandeaba.
Daimon abrió con dificultad e idiotizado sus ojos vidriosos.
―¿Qué... qué ocurre? ―balbuceó; se incorporó un poco y se estremeció―.
Ahá, me... me he... No es nada. ―Se frotó la frente y bostezó de modo
convulso―. Sssí, le acompañaré a su habitación, ¿eh? ―Tenía un feo color
amarillo y todo su rostro tártaro se había deshinchado como un globo. Se
tambaleó inseguro, como si sus extremidades se hubieran agarrotado―. Así que
venga.
Fue directamente a la habitación en la que habían dejado durmiendo a la
muchacha.
―¡Aah! ―gritó junto a la puerta―, nuestra belleza se ha despertado.
Adelante.
Estaba agachada junto a la estufa; por lo visto, acababa de encender el
fuego, y contemplaba la llama crepitante.
―Mira cómo lo ha ordenado todo ―murmuró Daimon a modo de
reconocimiento. Ciertamente, la habitación estaba ventilada y el vergonzoso
desorden que había en ella, para su sorpresa, había desaparecido; reinaba una
atmósfera agradable y sin pretensiones, como en un hogar tranquilo.
―Veamos lo que consigues ―se sorprendió Daimon―. Chica, deberías
sentar ya la cabeza. ―La muchacha se levantó, increíblemente ruborizada y
turbada―. Bueno, pero no te alarmes ―se rió burlón Daimon―. Entonces, te
gusta el camarada, ¿verdad?
―Sí ―dijo ella con sencillez, y fue a cerrar la ventana y la persiana. La
estufa exhalaba un cálido vaho en la luminosa habitación.
―Chicos, tenéis esto precioso ―se deleitó Daimon mientras se calentaba las
manos junto a la estufa―. Me quedaría aquí encantado.
―Vete de una vez ―le espetó rápidamente la muchacha.
―Sejčas, palomita ―se rió a mandíbula batiente Daimon―. Me... me
angustia estar sin compañía. Mira, tu amigo no dice ni pío. Espera, que yo lo
animo.
Ella se encolerizó súbitamente.
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vuelta y se marchó.
―¡Espere! ―lo llamó Prokop―. Dele esto. Comuníquele... comuníquele...
―Sacó del bolsillo el famoso sobre abultado y se lo dio a través de la verja. El
técnico lo cogió entre sus dedos con suspicacia, y Prokop se sintió como si
acabara de romper algo―. Dígale que... que lo estoy esperando aquí, que le
ruego que... ¡que venga!
―Se lo daré ―dijo cortante el técnico, y se marchó.
Prokop se sentó en un guardarruedas. Al otro lado de la verja se erguía una
sombra silenciosa que lo vigilaba. Era una noche húmeda: las ramas desnudas
se extendían entre la niebla, pegajosa y fría. Después de un cuarto de hora
alguien se acercó a la valla; era un chico pálido y trasnochado con la cara como
un requesón.
―El señor ingeniero le manda el recado de que se lo agradece en el alma,
que no puede venir, y que no hace falta que se quede esperando ―lo despachó
mecánicamente.
―Espere ―dijo entre dientes Prokop con impaciencia―. Dígale que tengo
que hablar con él. Que... que está en juego su vida. Y que le daré todo lo que
quiera si... si me manda el nombre y la dirección de la dama de parte de la cual
era el sobre que le he traído. ¿Me ha entendido?
―El señor ingeniero sólo ha dado el recado de que se lo agradece
muchísimo ―repitió somnoliento el chico―, y que no hace falta que se quede
esperando...
―¡Al diablo! ―Prokop hizo rechinar los dientes―. Dígale que venga, en
caso contrario no me moveré de aquí. Y que detenga el trabajo, o... o esto saltará
por los aires, ¿me entiende?
―Disculpe ―dijo el chico, obtuso.
―¡Que... que venga! Que me dé esa dirección, sólo la dirección, y... que
después le dejaré todo, ¿lo ha entendido?
―Sí, disculpe.
―Entonces váyase, váyase rápido, por todos...
Esperó acuciado por una impaciencia escalofriante. «¿No es eso... no es eso
el sonido de unos pasos en el interior?». Se le vino a la mente la imagen de
Daimon, ceñudo, con sus labios violáceos torcidos, contemplando las chispas
azules de su estación de radio. ¡Y ese imbécil de Tomeš que no venía! «Está
tramando algo allí, allí, donde brilla esa ventana iluminada, y no sabe que está
siendo bombardeado, que con manos presurosas está activando una mina bajo
sus propios pies... ¿No es eso el sonido de unos pasos? No viene nadie».
Una fuerte tos sacudió a Prokop. «¡Te daré todo, demente, tan sólo con
venir a decirme su nombre! Ya no quiero nada; no quiero más que encontrarla.
¡Renunciaré a todo, déjame sólo una única cosa!». Contemplaba fijamente el
vacío: ahí estaba, embozada en su velo, junto a sus pies hojas secas, pálida y
extrañamente seria en esta adormecida oscuridad. Las manos juntas sobre el
pecho (ya no tenía el sobre) y clavaba en él sus profundos ojos. La fría llovizna
le perlaba el velo y el abrigo de piel. «Fue usted inolvidablemente amable
conmigo», dijo en voz baja y ahogada. Prokop levantó los brazos hacia ella; lo
quebró una tos furibunda. «¡Ooh!, ¿cómo es que no viene nadie?». Se abalanzó
sobre la verja para saltarla.
―Quédese ahí quieto, o disparo ―gritó la sombra tras la valla―. ¿Qué es
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lo que quiere?
Prokop soltó la verja.
―Por favor ―ronqueó desesperado―, ... dígale al señor Tomeš... dígale...
―Dígaselo usted mismo ―lo interrumpió la voz sin demasiada lógica―;
pero váyase ya.
Prokop se sentó en el guardarruedas. «Puede que Tomeš venga cuando
fracase de nuevo. Seguro, seguro que es incapaz de descubrir cómo fabricar la
krakatita. Después vendrá él mismo y me hará llamar...». Estaba sentado,
encorvado como un suplicante.
―Escuche ―dijo―, le daré... diez mil si... si me deja entrar.
―Haré que lo arresten ―gruñó la voz, abrupta y sin posibilidad de réplica.
―Yo... yo... ―tartamudeó Prokop―, yo sólo quiero saber la dirección,
¿sabe? Yo sólo quiero... saber... ¡Le daré todo si me la facilita! Usted... usted está
casado y tiene hijos, pero yo... yo estoy solo... y sólo quiero encontrar...
―¡Cállese! ―increpó la voz―. Está usted borracho.
Prokop se calló y meció su cuerpo sentado en el guardarruedas. «Debo
esperar», pensó ofuscado. «¿Por qué no viene nadie? Le daré todo, incluso la
krakatita, incluso todo lo demás, sólo con que... "Fue usted inolvidablemente
amable conmigo". No, dios me libre: yo soy un hombre malvado. Pero usted,
usted ha despertado en mi alma el sentimiento de la amabilidad. Habría hecho
cualquier cosa cuando me miró; lo ve, por eso estoy aquí. Lo más hermoso de
usted es que tiene sobre mí el poder de hacer que la sirva. Por eso, me oye, ¡por
eso debo amarla!».
―¿Qué es lo que le ocurre ahora? ―echaba pestes la voz al otro lado de la
valla―. ¿Se va a callar de una vez?
Prokop se levantó.
―Por favor, por favor, dígale...
―¡Le voy a echar los perros!
Una figura blanca se acercó morosa a la valla con el ascua encendida de un
cigarrillo.
―¿Eres tú, Tomeš? ―llamó Prokop.
―No. ¿Aún está usted aquí? ―Era el técnico―. Pero hombre, está usted
loco.
―Disculpe, ¿va a venir Tomeš?
―No tiene la más mínima intención ―dijo el técnico despectivamente―.
No le necesita. En un cuarto de hora tendremos lista la krakatita, y después,
¡gloria victoria!, después me emborracharé.
―Por favor, dígale que... ¡que me dé esa dirección!
―Eso ya se lo ha comunicado el chaval ―dijo despreciativo el técnico―. El
señor ingeniero ha dicho que le zurzan. No va a dejar a medias el trabajo, ¿no?
Ahora, cuando está en lo mejor. En realidad ya lo tenemos, y ahora sólo..., y
listo.
Prokop emitió un grito de terror.
―¡Corra a decirle... rápido... que no conecte las ondas de alta frecuencia!
¡Que se detenga! ¡O... o sucederá algo...! ¡Corra, aprisa! Él no sabe... él... él no
sabe que Daimon... ¡Por dios, deténgalo!
―Ja ―el técnico soltó una risa corta―. El señor Tomeš sabe bien lo que
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tiene que hacer. Y usted... ―En ese momento voló a través de la verja la colilla
encendida―. ¡Buenas noches!
Prokop saltó hacia la valla.
―¡Manos arriba! ―bramó en el interior la voz; y a continuación sonó el
penetrante pitido del silbato del vigilante. Prokop se dio a la fuga.
Corrió por la carretera, saltó la cuneta y corrió por un prado mullido; iba
dando trompicones por los sembrados, cayó, se levantó, y siguió corriendo. Se
detuvo con el corazón latiéndole como loco. A su alrededor sólo niebla y
campos desiertos. «Ahora ya no me atraparán». Aguzó el oído: reinaba el
silencio, sólo se escuchaba su respiración jadeante. «Pero, ¿y si... y si salta
Grottup por los aires?». Se agarró la cabeza y siguió corriendo; se resbaló en una
profunda hondonada, salió de ella arrastrándose a duras penas, y saltó,
renqueante, a través de los campos arados. Se reavivó el dolor de la antigua
fractura y unas agudas punzadas asediaban su pecho. Era incapaz de continuar;
se sentó en un frío lindero y contempló Grottup, brillando brumosa con sus
farolas arqueadas. Parecía una isla de luz en medio de unas tinieblas sin fin.
Reinaba un silencio estremecedor, asfixiante; y sin embargo en un radio de
miles y miles de kilómetros se estaba desarrollando un ataque terrible y sin
descanso: Daimon, en su Montaña Magnética, dirigía un bombardeo
ininterrumpido sobre el mundo entero, sigiloso como un espectro. Con
oscilaciones de varias millas, las ondas se abrían camino volando por el espacio
para interceptar y aniquilar cualquier resto de krakatita sobre la superficie de la
tierra. Y allí, en la profundidad de la noche, en medio de aquella pálida
inundación de luz, estaba trabajando un hombre contumaz, desequilibrado,
inclinado sobre un misterioso proceso de transformación...
―¡Tomeš, cuidado! ―gritó Prokop; pero su voz se perdió en la oscuridad
como cuando una mano infantil arroja una piedra a un pozo.
Se levantó de un salto, temblando de miedo y de frío, y huyó lejos,
simplemente lejos de Grottup. Se empantanó en un cenagal y se detuvo: ¿eso no
había sido una explosión? No, silencio. En un nuevo ramalazo de pánico,
Prokop corrió cuesta arriba, tropezó, se dejó caer de rodillas, volvió a ponerse
en pie de un salto y siguió corriendo. Desapareció en la maleza: iba a tientas, se
abría paso a ciegas, se escurrió y cayó al suelo; se levantó, se enjugó el sudor
con las manos ensangrentadas y siguió huyendo.
En medio de un campo encontró un objeto claro. Lo palpó: era una cruz
derribada. Respirando con dificultad, se sentó en la peana vacía. La nebulosa
riada sobre Grottup estaba ya lejos, muy lejos en el horizonte: era sólo un débil
resplandor sobre la tierra. Prokop dejó escapar un profundo suspiro de alivio:
nada, silencio; así que el experimento de Tomeš quizás hubiera fracasado y no
tendría lugar aquella hecatombe. Escuchó acongojado en la distancia: nada, sólo
el frío goteo del agua en un arroyo subterráneo; nada, sólo los latidos de tu
corazón...
En aquel momento se alzó sobre Grottup una enorme masa negra. Todo se
sumió en la oscuridad; un segundo después, como si se hubiera desgarrado
aquella oscuridad, se elevó una columna de fuego que llameó de un modo
espantoso y expulsó una muralla ciclópea de humo. Sopló una ensordecedora
ráfaga de viento, algo chasqueó, los árboles susurraron con un crujido, y ¡zas!,
un latigazo atroz, un fragor, un golpe atronador y un estruendo. La tierra
temblaba y en el aire se arremolinaban de un modo demencial las hojas
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Corrió por la carretera respirando con dificultad; pasó la cima de una colina
y huyó hacia un valle. La riada de fuego se iba perdiendo tras él. Desaparecían
los objetos y las sombras cubiertos por una niebla que iba fluyendo; era como si
todo se alejara flotando de un modo lánguido e inmaterial y fuera arrastrado
por un río sin límites en el que ni salpicaban las olas ni gritaba la gaviota. Lo
aterró el sonido de sus propios pasos en aquel silencioso e infinito fluir de todo.
En aquel momento aminoró la marcha, ahogó sus pasos y caminó insonoro
hacia la lechosa oscuridad.
En la carretera, ante él, refulgía una lucecita; intentó esquivarla, se detuvo y
vaciló. Una lámpara sobre la mesa, el fueguecillo de una estufa, un farol que
vigila el camino; una mariposa nocturna, atormentada, agitaba las alas en su
interior, delante de aquella lucecilla titilante. Prokop se acercó con morosidad,
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que acarrea eso. ¿Sigo girando? ... Panorama desde la montaña Penegal, en los
Alpes, cuando se pone el sol. La nieve se enciende con una luz tan hermosa y
tan extraña como la de aquí. Es la luz de los Alpes, y esa montaña se llama
Latemar. ¿Sigo? ... Ésa es la ciudad sagrada de Benarés; ese río es también
sagrado y purifica los pecados. Miles de personas han encontrado aquí lo que
estaban buscando.
Eran dibujos pintados con detalle, con cuidado, y coloreados a mano; los
colores habían palidecido un poco, el papel amarilleaba, pero se conservaba la
alegre viveza del azul, el verde y el amarillo, y las chaquetas rojas de la gente, y
el nítido color celeste del firmamento; y cada hierbecilla estaba dibujada con
amor y atención.
―Ese río sagrado es el Ganges ―añadió el anciano con veneración, y giró
la manivela―. Y esto es Zahur, el castillo más hermoso del mundo.
Prokop se adhirió literalmente a la ventanita. Vio un castillo espléndido con
gráciles cúpulas, altas palmeras y un surtidor azul. Una figurilla diminuta con
una pluma en el turbante, una chaqueta color escarlata, unos pantalones
bombachos amarillos y un sable tártaro saludaba con una inclinación hasta el
suelo a una dama con un vestido blanco, que llevaba de las bridas a un caballo
que piafaba.
―¿Dónde... dónde está Zahur? ―murmuró Prokop.
El viejecito se encogió de hombros.
―Por ahí, en algún sitio ―dijo ambiguamente―, en el lugar más hermoso.
Algunos lo encuentran y otros no. ¿Sigo girando?
―Todavía no.
El anciano ahuecó el ala algo más allá y acarició un anca al caballo.
―Espera, sísísí espera ―explicaba en voz baja―. Tenemos que mostrárselo,
¿sabes? Para que se ponga contento.
―Gire, abuelo ―le pidió Prokop estremecido. A continuación vinieron el
puerto de Hamburgo, el Kremlin, un paisaje polar con la aurora boreal, el
volcán Krakatau, el puente de Brooklyn, la catedral de Notre-Dame, una aldea
de aborígenes de Borneo, la casita de Darwin en Down, una estación de radio
sin hilos en Poldhu, una calle de Shangai, las cataratas Victoria, el castillo de
Pernštýn, unas torres petrolíferas en Bakú.
―Y ésta es aquella explosión en Grottup ―explicó en ancianito; en el
dibujo daban vueltas grandes volutas de humo rosado que eran impulsadas
hasta el cénit por una llama de color azufrado. En medio del humo y de las
llamas colgaban de un modo imposible cuerpos humanos destrozados―.
Perecieron en ella más de cinco mil personas. Fue una gran catástrofe ―dijo con
un hilo de voz el anciano―. Y éste es el último dibujo. Y bien, ¿has visto el
mundo?
―No, no lo he visto ―refunfuñó Prokop aturdido.
El anciano meneó la cabeza decepcionado.
―Tú quieres ver demasiado. Tendrás que vivir durante mucho tiempo.
―Apagó de un soplo la lamparita de la mirilla y, hablando entre dientes
despacio, tiró de la lona―. Siéntate en el pescante, nos vamos. ―Retiró el saco
con el que estaba tapado el caballito y se lo colocó a Prokop en los hombros―.
Para que no tengas frío ―dijo al sentarse junto a él; cogió las riendas y silbó
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―Abuelo ―susurró.
―¿Y bien?
―¡Ya no lo sé!
―¿Cómo?
―Yo... ¡ya no sé... cómo... se fabrica., la krakatita!
―Lo ves ―dijo el anciano con satisfacción―. A pesar de todo has
descubierto algo.
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―Sí.
―Eso está bien ―se alegró el viejo―. Sh-sh-sh, pe-que-ña, ¡hop!
―Extendió la mano, y el ratoncillo blanco subió presto, a todo correr, por la
manga hasta el hombro, olisqueó suavemente su oreja peluda y se escondió en
la solapa del cuello.
―Es precioso ―suspiró Prokop.
El anciano estaba pletórico.
―Espera a ver lo que sabe hacer. ―Y ya estaba corriendo hacia el carro, en
el que anduvo rebuscando para regresar con una caja llena de tarjetas alineadas.
Agitó la caja y miró al vacío con sus ojillos iluminados y abiertos como platos.
―Muéstrale, ratoncito, muéstrale cuál es su amor. ―Chifló entre dientes,
como un murciélago.
El ratón dio un salto, descendió por la manga y brincó a la caja. Prokop,
conteniendo la respiración, no perdía detalle de cómo sus rosadas patitas
buscaban entre las tarjetas. Agarró una entre sus dientecillos e intentó sacarla:
por alguna razón no había forma de que saliera, así que sacudió la cabeza y
cogió la que estaba justo al lado; la arrastró hasta que asomó entre las demás, se
sentó sobre sus patas traseras y se empezó a morder sus diminutas zarpas.
―Pues éste es tu amor ―susurró el viejo emocionado―. Cógelo.
Prokop extrajo la tarjeta que había sacado el ratón y se inclinó aprisa hacia
la luz. Era la fotografía de la muchacha..., la del pelo suelto; tenía su hermoso
pecho desnudo, y, ahí, esos ojos apasionados, abisales... Prokop la reconoció.
―Abuelo ―sollozó―, ¡no es ésta!
―A ver ―se extrañó el anciano, y le arrebató la tarjeta de la mano―. Ah-
ah, es una pena ―musitó pesaroso―. ¡Una chica así! Lala, Lilith, no es ésta,
nanana, ¡chis, chis, pe-que-ña! ―Volvió a introducir el dibujo y a silbar bajito. El
ratoncillo miró hacia atrás con sus pupilas del color del rubí, agarró otra vez la
misma tarjeta de antes con los dientes y sacudió la cabeza: no, imposible.
Extrajo la de al lado y empezó a rascarse.
Prokop cogió el dibujo: era Anči, una imagen campestre; no sabía qué hacer
con las manos, llevaba puesto su traje de domingo y estaba ahí de pie, de un
modo tan bonito y tan bobo...
―No es ésta ―murmuró Prokop.
El abuelo le quitó el dibujo, lo acarició y pareció que le decía algo; dirigió la
vista hacia Prokop, con descontento, con tristeza, y volvió a silbar bajito.
―¿Está enfadado?
El viejo no decía nada y miraba pensativo al ratón. Intentaba extraer otra
vez aquella tarjeta que estaba enganchada: no, era imposible. El ratón se
sacudió y sacó la punta de la tarjeta contigua. Era un retrato de la princesa.
Prokop soltó un gemido y lo dejó caer al suelo.
El viejo se agachó en silencio y recogió el dibujo.
―Lo haré yo mismo, lo haré yo mismo ―dijo Prokop con voz ronca, y
acercó precipitadamente la mano hacia la caja.
El abuelo detuvo su mano:
―¡Eso no está permitido!
―Pero ella... ella está ahí ―dijo Prokop entre dientes―, ¡ahí está la
definitiva!
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Notas a la traducción
Capítulo III
En masse. (Fr.) En masa.
¡En avant! (Fr.) ¡Adelante!
Capítulo VII
El saludo de Ulises a Nausícaa, correspondiente al canto sexto de la Odisea,
aparece en la versión de Antonio López Eire: Homero, Odisea. Madrid, Espasa
Calpe, 1991.
Capítulo VIII
Exitus. (Lat. exitus letalis) Término médico que significa literalmente «salida
mortal» y que se utiliza, especialmente en medicina forense, para cerrar una
historia clínica cuando la enfermedad ha desembocado en muerte.
Finis. (Lat.) Fin.
Capítulo X
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Capítulo XI
Berühmt. (Al.) Célebre, eminente.
Célèbre. (Fr.) Célebre, famoso.
Highly esteemed. (Ingl.) Muy respetado.
Capítulo XV
Erwarte Dich, P. S. Achtung, K. aus Hamburg eingetroffen. (Al.) Te espero, P.D.
Atención, ha llegado K. de Hamburgo.
Sonst wird K. dahinterkommen. (Al.) Si no, K. lo descubrirá.
Capítulo XVI
Auf Befehl des Herrn Tomeš. (Al.) Por orden del señor Tomeš.
«Dem einem ist sie... ist sie...». (Al.) «Para uno ella es... ella es...».
Probablemente se refiere a la siguiente cita de Friedrich Schiller acerca de la
Ciencia: «Para uno es la diosa sublime y grandilocuente, para el otro una vaca
eficiente, que lo provee de mantequilla». («Dem einen ist sie die hehre erhabene
Göttin, dem anderen eine tüchtige Kuh, die ihn mit Butter versorgt»).
Capítulo XVII
Yessr. (Ingl. Yes, sir) Sí, señor.
Go to the town for our car! (Ingl.) ¡Ve a la ciudad a buscar nuestro coche!
Capítulo XVIII
Detto, ditto. (It., ingl.) Lo mismo, igual, ítem.
Item. (Lat.) ítem más.
Capítulo XIX
A big man. (Ingl.) Un gran hombre, un triunfador.
Capítulo XX
Very glad to see you. (Ingl.) Encantado de verle.
Gentleman. (Ingl.) Caballero.
Well. (Ingl.) Bien.
Dear sir. (Ingl.) Estimado señor.
Beg your pardon. (Ingl.) Le ruego que me disculpe.
Capítulo XXIII
Déjeuner. (Fr.) Almuerzo.
Jockey Club. (Ingl.) Club de Hípica.
Capítulo XXIV
Bloodhound. (Ingl.) Perro sabueso.
Laissez-passer. (Fr.) Salvoconducto.
Chaise longue. (Fr.) Diván.
Consommé de tortue. (Fr.) Consomé de tortuga.
Capítulo XXVII
Jockey. (Ingl.) Jinete.
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Capítulo XXVIII
Par excellence. (Fr.) Por excelencia.
Cousin. (Fr.) Primo.
(Mon) oncle. (Fr.) (Mi) tío.
Amateur. (Fr.) Aficionado.
Très grand artiste. (Fr.) Grandísimo artista.
Maître de danse. (Fr.) Profesor de baile.
Une vitrine. (Fr.) Una vitrina.
Le bon oncle. (Fr.) El buen tío.
Soirée. (Fr.) Velada, fiesta.
Coup. (Fr.) Golpe, jugada.
All right. (Ingl.) Bien.
Capítulo XXX
Le bon prince. (Fr.) El buen príncipe.
Capítulo XXI
¡C'est bête! (Fr.) ¡Qué tontería!
Capítulo XXXIV
Knjaz. (Ru.) Príncipe.
Rex. (Lat.) Rey.
Dîner. (Fr.) Cena.
Kakemono (Jap.) También llamado kakejiku. Tipo de pintura japonesa,
realizada sobre rollos de pergamino pensados para ser contemplados en sentido
vertical (al contrario que el makimono, que es horizontal) y que pueden ser
colgados de las paredes como decoración de interiores.
Capítulo XXXVI
Le bon oncle. (Fr.) El buen tío.
Mon prince. (Fr.) Mi príncipe.
Capítulo XXXVII
Dernier cri. (Fr.) Último grito.
Statu quo. (Lat.) Término utilizado en diplomacia para expresar la situación
vigente en un determinado momento.
Capítulo XLII
Très aimable. (Fr.) Muy amable.
Bunchuk. Insignia rematada con pelo de yak o caballo y que culmina en un
tridente, bola o media luna, utilizado como bandera por tribus nómadas
euroasiáticas y, entre los siglos XII y XVIII, como símbolo de poder por los
khanes de Mongolia y Crimea, los sultanes turcos, los atamanes ucranianos, etc.
Capítulo XLIV
Peignoir. (Fr.) Salto de cama.
Capítulo XLVI
¡Stop! (Ingl.) ¡Alto!
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Capítulo XLVII
De facto. (Lat.) De hecho.
Banque de France. (Fr.) Banco de Francia.
Capítulo XLVIII
Labour Party. (Ingl.) Partido laborista.
Capítulo L
Good night. (Ingl.) Buenas noches.
Capítulo LI
Sejčas. (Ru.) Ahora.
Capítulo LII
¡Gloria victoria! (Lat.) Sic en el original.
Capítulo LIV
Deo gratias. (Lat.) Gracias a Dios.
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