Capitulos 25-31 El Hombre Que Calculaba
Capitulos 25-31 El Hombre Que Calculaba
Capitulos 25-31 El Hombre Que Calculaba
Preocupado por sus estudios y problemas, no se daba cuenta el calculista del peligro que le acompañaba,
como una sombra negra. Le hablé de la siniestra presencia de Tara-Tir y el prudente aviso del sheik Iezid.
Todos sus recelos son infundados –respondió Beremís, sin hacer caso de mi aviso.
Problema del rey Hierón que no aparece indicado en su obra. ¿Qué problema es ese? pregunté. Beremís
relató entonces lo siguiente: Hierón, rey de Siracusa, mandó a sus orfebres cierta cantidad de dinero para
confeccionar una corona que él deseaba ofrecer a Júpiter.
Cuando el rey recibió la obra terminada, verificó que ella tenía el peso del metal suministrado, pero el color
del oro le inspiró desconfianza que los orfebres hubiesen aleado plata y oro. Arquímedes que había verificado
que el oro pierde, en el agua, 52 milésimos de su peso, y la plata, 99 milésimo, averiguó el peso de la corona
sumergida en el agua y encontró que la pérdida de peso era debida en parte a cierta cantidad de plata
adicionada al oro.
Esas líneas escritas por nuestro buen amigo Hassan me hacen recordar una curiosidad numérica relativa a los
números 1, 8 y
27.
1, 8 y 27 son los únicos números que son cubos perfectos e iguales, también, a la suma de los guarismos de
sus cubos. Por ejemplo:
13 = 1
83 = 512
273 = 19.683
El calculista iba a ser enfrentado, en audiencia, pública, a siete sabios famosos, tres de los cuales habían
llegado días antes del Cairo.
Procuré dar valor a Beremís, haciéndole comprender que él debía tener confianza en su capacidad, El
calculista me recordó un proverbio que oyera a su maestro No-Elin: “Quien no desconfía de sí no merece la
confianza de los demás.
Entramos en el palacio con grandes aprensiones y una sombra de tristeza. A un gesto del califa, el sheik
Nuredin Zarur tomó a Beremís de un brazo y lo condujo con toda solemnidad, hasta una especie de tribuna
erigida en el centro del rico salón En ese momento vimos al poeta Iezid aproximarse al califa.
Comendador de los Creyentes –dijo el sheik-. Tengo en mi poder un objeto que pertenece al calculista. Se
trata de un anillo encontrado en mi casa por una de las esclavas del “harén”. Quiero devolvérselo al calculista
antes de ser iniciada la importantísima prueba a que va a someterse. Beremís se mostró profundamente
emocionado al recibir la joya.
Supe después, que, conjuntamente con el anillo, la piadosa Telassim había colocado un papel en el cual
Beremís leyó emocionado: “Ánimo. Confía en Dios. Rezo por ti.” Quiero, por ello, que nos digas, en este
momento, y sin la menor vacilación, quince referencias numéricas, notables y exactas, sobre el Corán, el
libro de Alah.
El Corán, sabio y venerable “mufti”, se compone de 114 suratas, de las cuales 70 fueron dictadas en la Meca
y 44 en Medina. Se divide en 611 “aschrs” y contiene 6236 versículos, de los cuales, 7 son del primer
capítulo, “Fatihat”, y 8 del último, “Los hombres”.
La surata 102 tiene por título “La contestación de los números”. Ese capítulo del Libro Sagrado es notable
por la advertencia que, en sus 5 versículos, dirige a los que se preocupan por discusiones inútiles sobre
números, que no tienen importancia alguna en el progreso espiritual del hombre.
Esos son los datos sacados del Libro de Alah, para complacer nuestro pedido. Hubo, no obstante, en la
respuesta que acabo de dar, un error que me apresuro a confesar. En vez de 15 referencias, cité 16. Confirmó
el sabio Mohadebe todas las referencias dadas por el calculista; hasta el número de letras le Libro de Alah,
fue dicho sin el menor error.
Capítulo 27
el segundo sabio fue invitado a interrogar a Beremís. era un historiador famoso Era un hombre bajo, cuyo
rostro bronceado aparecía enmarcado en una barba de corte elíptico. En nombre de Alah, Clemente y
Misericordioso.
Quiero, pues, calculista, interrogarte sobre un hecho interesante en la Historia de la Matemática: “¿Cuál fue
el célebre geómetra que se suicidó de disgusto por no poder mirar al cielo?” Fue Eratóstenes Y completando
su respuesta prosiguió: Eratóstenes fue elegido para dirigir la gran biblioteca de la Universidad de Alejandría,
fue Eratóstenes, poeta, orador, filósofo y también atleta consumado.
El sabio Eratóstenes era considerado como un hombre extraordinario, que tiraba la jabalina, escribía poemas,
vencía a los grandes corredores y resolvía problemas de Astronomía. Era la patria de los aedos, poetas que
declamaban, con acompañamiento de música, en las refecciones y reuniones de reyes y jefes, los célebres
poemas homéricos, largas narraciones en verso de las hazañas de los héroes, formando un conjunto de
rapsodias en que las costumbres, las lenguas y las creencias se describen con admirable simplicidad de
expresión, justeza de detalles y sinceridad de sentimientos. Brilló en Grecia el alma grande de Sócrates,
quien, habiéndose dedicado en la mocedad a estudios de Física y Astronomía, sufrió más tarde la influencia
del teísmo filosófico de Anaxágoras, creando la ley dominante de toda su filosofía: el Bien, considerado
como efecto esencial de la inteligencia y de la ciencia. Combatiendo la falsa retórica y los sofismas, que
enseñaban el arte de razonar y de sustentar indiferentemente todas las opiniones, Sócrates tomó la moral
como base de la Filosofía, encabezando sus preceptos con el célebre aforismo: “Conócete a ti mismo”, que se
leía en el frente del templo de Delfos.Como consecuencia de una oftalmia, que se le declarara durante un
viaje a orillas del Nilo, Eratóstenes quedó ciego.
Él, que cultivara la Astronomía, se hallaba impedido de mirar al cielo y admirar la belleza incomparable del
firmamento en las noches estrelladas. ¡La luz eterna de “Suhhel” no podría vencer jamás aquella nube negra
que cubría sus ojos! Amargado por tan grande desgracia y no pudiendo resistir al disgusto que le causara la
ceguera, el sabio se suicidó, dejándose morir de hambre. ¡Oh! exclamó el califa-.
No me precio de saber si esa respuesta es más completa que la primera. Y poniendo su mano sobre el
hombro del príncipe, añadió: Vamos a ver, ahora, si el tercer contendor consigue vencer a nuestro calculista.
Capítulo 28
El tercer sabio que debía interrogar a Beremís, era el célebre astrónomo Abu- Ihasan-Ali Era alto, flaco, y
tenía el rostro surcado de arrugas. El astrónomo Abulhasan se dirigió a Beremís. Su voz baja y cavernosa
sonaba gravemente: La Ciencia debe observar hechos para de ellos deducir leyes; con el auxilio de éstas,
prever otros hechos y mejorar las condiciones materiales de la vida.
Todo esto es cierto; mas, ¿cómo deducir la Verdad? Se presenta, pues, la siguiente duda: ¿Es posible, en
Matemática, deducir una regla falsa de una propiedad verdadera? Beremís meditó largo rato y luego, saliendo
de su recogimiento, respondió: Admitamos que un algebrista curioso desease determinar la raíz cuadrada de
unnúmero de cuatro cifras. Vamos a suponer, sin embargo, que el calculista, al escoger los números, hiciera
recaer su elección en los números: 2025, 3025, 9801.
Iniciemos la resolución del problema por el número 2025. Hechos los cálculos para ese número, el
investigador hallaría que la raíz cuadrada es 45. En efecto: 45 veces 45 es igual a 2025.
Ahora bien: como se puede verificar, 45 se obtiene por la suma de 20 + 25, que son parte del número 2025,
descomponiéndolo por medio de un punto 20.25. Lo mismo verificaría el algebrista para el número 3025,
cuya raíz cuadrada es 55.116 Es conveniente hacer notar que 55 es la suma de 30 + 25, partes del número
30.25. Idéntica propiedad se verifica con respecto al tercer número, 9801, cuya raíz cuadrada es 99, esto es,
98 + 01. “Para calcular la raíz cuadrada de un número de cuatro cifras se divide ese número por un punto, en
dos grupos de dos cifras cada uno, sumándose los grupos así formados.
La suma obtenida será la raíz cuadrada del número dado. Es posible llegar a la verdad, en Matemática, por
simples observaciones; no obstante son necesarias precauciones esenciales para no caer en la “falsa
inducción”. El astrónomo Abulhasan, sinceramente en cantado con la respuesta de Beremís, declaró que
nunca había oído sobre la importante cuestión de la “falsa inducción matemática” explicación tan interesante
y sencilla.
A continuación se paró el cuarto sabio y se preparó para formular su pregunta. Nunca olvidaré su erguida y
venerable figura, ni dejaré de recordar su mirada serena y bondadosa. Para que mi pregunta pueda ser bien
interpretada, necesito aclararla contando una antigua leyenda persa. Estamos ansiosos de oírte. Cruzó el sabio
las manos sobre el pecho y con voz firme y cadenciosa, como el andar de una caravana, contó lo siguiente.
Capítulo 29
Era una vez un rey que dominaba en Persia y en las planicies de Irán. Ese poderoso monarca oyó decir a un
derviche, que un verdadero sabio debía conocer con absoluta perfección la parte espiritual y la parte material
de la vida. ¿Qué hizo el rey Astor? Vale la pena recordar la forma como procedió el poderoso monarca.
Mandó llamar a los tres más grandes sabios de Persia, le entregó a cada uno de ellos dos denarios de plata y
les dijo: Hay en este palacio tres salas igualmente vacías. Cada uno de vosotros deberá llenar una sala, no
pudiendo emplear en esa tarea más dinero del que acabo de confiar a cada uno. Los sabios partieron a
cumplir la misión que les había encomendado el caprichoso rey Astor. Horas después regresaron a la sala del
trono.
El primero dijo: Señor, gasté dos denarios, y la sala que me corresponde quedó completamente llena. Mi
solución fue muy práctica. Compré varias bolsas de heno y con él llene la habitación desde el suelo hasta el
techo. el segundo sabio habló así, después de saludar al rey: En el desempeño de la tarea que me fuera
encomendada, gasté apenas medio denario.
Explicaré cómo procedí. Compré una vela y la encendí en medio de la sala vacía. Ahora, ¡oh rey!, puedes
observarla. Está llena, enteramente llena de luz. Llegó finalmente, al tercer sabio el turno de hablar. He aquí
como resolvió la singular situación: Decidí accionar yo también.
Tomé, pues, un puñado de heno de la primera sala, quemé se heno con la vela que se hallaba en la otra, y,
con el humo que se desprendía, llené enteramente la tercera sala. Es inútil añadir que no gasté la menor
cantidad del dinero que me fue entregado.
Terminada la narración, el sabio se volvió a Beremís, a quien dijo: “¿Cuál fue la famosa multiplicación,
recordada en la Historia, multiplicación que todos los hombres cultos conocen, y en la cual figura un solo
factor?” Beremís permaneció largo rato meditabundo. La única multiplicación famosa, con un solo factor,
citada por los historiadores y que todos los hombres cultos conocen, es la multiplicación de los panes hecha
por Jesús, hijo de María.
En esa multiplicación sólo figura un factor: ¡el poder milagroso de la voluntad de Dios!
Y a continuación, dirigiéndose al quinto sabio, añadió plácidamente: Aguardamos vuestra pregunta, ¡oh
sheik!
CAPÍTULO 30
En medio del valle se hallaban descuidados, ajenos a los peligros que los amenazaban, tres pacíficos
animales: una oveja, un cerdo y un conejo. Al avistar la fácil presa, el león sacudió la abundante melena en
un movimiento de incontenida satisfacción.
Y con los ojos brillantes de gula, se volvió hacia el tigre y gruñó, con tono posiblemente amistoso: ¡Oh, tigre
admirable! Veo allí tres hermosos y sabrosos manjares; una oveja, un cerdo y un conejo. Tú, que eres listo y
experto, debes saber dividir con talento tres entre tres. Haz, pues, con justicia y equidad, esa operación
fraternal: dividir tres entre tres cazadores. La división que generosamente acabáis de proponer -¡oh rey!- es
muy simple y se puede hacer con bastante facilidad.
La oveja, que es el mayor de los tres bocados, y el más sabroso, y, sin duda, capaz de saciar el hambre de un
grupo de leones del desierto, os toca por derecho. Aquel cerdo flaco, sucio y maloliente, que no vale una
pierna de la hermosa oveja, será para mí, que soy modesto y con bien poco me conformo. Y, finalmente,
aquel minúsculo y despreciable conejo, de reducidas carnes, indigno del paladar refinado de un rey,
corresponderá a nuestro compañero el chacal, como recompensa por la valiosa indicación que hace poco nos
proporcionó. Mi querido chacal.
Siempre tuve de tu inteligencia el más alto concepto. Sé que eres el más ingenioso y brillante de los animales
de la floresta, y no conozco otro que pueda aventajarte en la habilidad con que sabes resolver los más
intrincados problemas. Te encomiendo, pues, el hacer esa división simple y banal, que el estúpido tigre
(como ya acabaste de ver) no supo efectuar satisfactoriamente. He aquí, elocuente “ulema” -concluyó
Beremís-, una leyenda en la cual aparecen dos divisiones.
La división de 3 por 3 fue apenas indicada, y la otra, de 3 por 2, efectuada sin dejar “resto”. Quedó encantado
el sultán al oír la admirable fábula contada por el calculista. Ordenó que la “División de tres por tres” fuese
conservada en los archivos del califato, pues la narración de Beremís, por sus elevadas finalidades morales
merecía ser escrita con letras de oro en las alas transparentes de una mariposa blanca del Cáucaso.
Y, a continuación, tomó la palabra el sexto “ulema”. El sexto sabio era un cordobés. Había vivido quince
años en España y de allá había huido por haber caído en desgracia con un príncipe musulmán. Hombre de
media edad, de cara redonda y fisonomía franca y sonriente, decían de él sus admiradores que era muy hábil
para escribir versos humorísticos o sátiras contra los tiranos.
CAPÍTULO 31
La tinta utilizada para describir la belleza de los ojos de Dahizé, transformada en aceite, alcanzaría para
iluminar la ciudad del Cairo durante medio siglo. ¡ Cuando Dahizé cumplió 18 años de edad, fue pedida en
matrimonio por tres príncipes cuyos nombres perpetuó la tradición: Aradín, Benefir y Camozan.
Hecha la elección, la consecuencia inevitable sería que él, el rey, ganaría un yerno, pero, en cambio, se haría
de dos rencorosos enemigos. Mal negocio para un monarca sensato y prudente, que deseaba vivir en paz con
su pueblo y sus vecinos.
Consultada la princesa Dahizé, declaró que se casaría con el más inteligente de sus admiradores. Terminadas
las pruebas, los sabios presentaron al rey un minucioso informe. Los tres príncipes eran inteligentísimos.
Conocían profundamente la Matemática, Literatura, Astronomía y Física; resolvían complicados problemas
de ajedrez, cuestiones sutilísimas de Geometría, enigmas arrevesados y oscuras charadas.
Frente a ese lamentable fracaso de la ciencia, resolvió el rey consultar a un derviche que tenía fama de
conocer la magia y los secretos del ocultismo. Sólo conozco un medio que permitirá determinar cuál es el
más inteligente de los tres. Es la prueba de los cinco discos.
Los príncipes fueron llevados al palacio. He aquí cinco discos, dos de los cuales son negros y tres blancos.
Observen que son del mismo tamaño y del mismo peso, y que solo difieren en el color. A continuación un
paje vendó cuidadosamente los ojos de los tres príncipes, impidiéndoles así ver la menor luz.
Cada uno de vosotros lleva a cuestas un disco, cuyo color ignora. Seréis interrogados uno a uno. Aquel que
descubra el color del disco que le cupo en suerte, será declarado vencedor y se casará con la linda Dahizé.
¿Cuál de vosotros desea ser el primero? Respondió prontamente el príncipe Camozan: Quiero ser el primero
en responder. Interrogado, en secreto, por el derviche, no acertó en su respuesta.
Fue declarado vencido, y debió retirarse de la sala. Quiero ser el segundo dijo el príncipe Benefir. Este,
luego que el rey anunció la derrota del segundo pretendiente, se aproximó al trono, con los ojos vendados, y
dijo en voz alta el color de su disco.
Desechada la hipótesis II, como acabo de probar, sólo quedan las III y IV. En cualquiera de las dos hipótesis,
mi disco es blanco.” Es ese, ¡oh sabio! concluyó Beremís el razonamiento que habría hecho el
príncipe Aradín para descubrir, con absoluta seguridad, el color de su disco.