Viktor Frankl - El Hombre en Busca de Sentido
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El amor constituye la única manera de aprehender a otro ser humano en lo más profundo de su
personalidad. Nadie puede ser totalmente conocedor dc la esencia de otro ser humano si no lo ama. Por el
acto espiritual del amor se es capaz de ver los trazos y rasgos esenciales en la persona amada; y lo que es
más, ver también sus potencias: lo que todavía no se ha revelado, lo que ha de mostrarse. Todavía más,
mediante su amor, la persona que ama posibilita al amado a que manifieste sus potencias. Al hacerlo
consciente de lo que puede ser y de lo que puede llegar a ser, logra que esas potencias se conviertan en
realidad
En logoterapia, el amor no se interpreta como un epifenómeno1 de los impulsos e instintos sexuales
en el sentido de lo que se denomina sublimación. El amor es un fenómeno tan primario como pueda ser el
sexo. Normalmente el sexo es una forma de expresar el amor. El sexo se justifica, incluso se santifica, en
cuanto que es un vehículo del amor, pero solo mientras éste existe. De este modo, el amor no se entiende
como un mero efecto secundario del sexo, sino que el sexo se ve como medio para expresar la experiencia
de ese espíritu de fusión total y definitivo que se llama amor.
Un tercer cauce para encontrar el sentido de la vida es por vía del sufrimiento.
Cuando uno se enfrenta con una situación inevitable, insoslayable, siempre que uno tiene que
enfrentarse a un destino que es imposible cambiar, por ejemplo, una enfermedad incurable, un cáncer que
no puede operarse, precisamente entonces se le presenta la oportunidad de realizar el valor supremo, de
cumplir el sentido más profundo, cual es el del sufrimiento. Porque lo que más importa de todo es la
actitud que tomemos hacia el sufrimiento, nuestra actitud al cargar con ese sufrimiento.
Citaré un ejemplo muy claro: en una ocasión, un viejo doctor en medicina general me consultó sobre
la fuerte depresión que padecía. No podía sobreponerse a la pérdida de su esposa, que había muerto hacía
dos años y a quien él había amado por encima de todas las cosas. ¿De qué forma podía ayudarlo?. ¿Qué
decirle?. Pues bien, me abstuve de decirle nada y en vez de ello le dirigí la siguiente pregunta:
“¿Qué hubiera sucedido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su esposa le hubiera sobrevivido?”.
“¡Oh!”, dijo. “para ella hubiera sido terrible, habría sufrido muchísimo!”. A lo que le repliqué: “Lo ve,
doctor, usted le ha ahorrado a ella todo ese sufrimiento; pero ahora tiene que pagar por ello sobreviviendo
y llorando su muerte.”
No dijo nada, pero me tomó la mano y. silenciosamente, abandonó mi despacho. El sufrimiento deja
de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido, como puede serlo el
sacrificio.
Claro está que en este caso no hubo terapia en el verdadero sentido de la palabra, puesto que. para
empezar, su sufrimiento no era una enfermedad y, además, yo no podía dar vida a su esposa. Pero en
aquel preciso momento sí acerté a modificar su actitud hacia ese destino inalterable en cuanto a partir de
ese momento al menos podía encontrar un sentido a su sufrimiento.
Uno de los postulados básicos de la logoterapia estriba en que el interés principal del hombre no es
encontrar el placer, o evitar el dolor, sino encontrarle un sentido a la vida, razón por la cual el hombre está
dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga
un sentido
Ni que decir tiene que el sufrimiento no significara nada a menos que sea absolutamente necesario;
por ejemplo, el paciente no tiene por qué soportar, como si llevara una cruz, el cáncer que puede
combatirse con una operación; en tal caso sería masoquismo, no heroísmo.
La psicoterapia tradicional ha tendido a restaurar la capacidad del individuo para el trabajo y para gozar
de la vida; la logoterapia también persigue dichos objetivos y aún va más allá al hacer que el paciente
recupere su capacidad de sufrir, si fuera necesario, y por tanto de encontrar un sentido incluso al
1
Fenómeno que se produce como consecuencia de un fenómeno primario.
sufrimiento. En este contexto, Edith Weisskopf-Joelson, catedrática de psicología de la Universidad de
Georgia, en su artículo sobre logoterapia2 defiende que “nuestra filosofía de la higiene mental al uso
insiste en la idea de que la gente tiene que ser feliz, que la infelicidad es síntoma de desajuste. Un sistema
tal de valores ha de ser responsable del hecho de que el cúmulo de infelicidad inevitable se vea
aumentado por la desdicha de ser desgraciado”. En otro ensayo3 expresa la esperanza de que la
logoterapia “pueda contribuir a actuar en contra de ciertas tendencias indeseables en la cultura actual
estadounidense, en la que se da al que sufre incurablemente una oportunidad muy pequeña de
enorgullecerse de su sufrimiento y de considerarlo enaltecedor y no degradante”, de forma que “no sólo
se siente desdichado, sino avergonzado además por serlo”.
Hay situaciones en las que a uno se le priva de la oportunidad de ejecutar su propio trabajo y de
disfrutar de la vida, pero lo que nunca podrá desecharse es la inevitabilidad del sufrimiento. Al aceptar el
reto de sufrir valientemente, la vida tiene hasta el último momento un sentido y lo conserva hasta el fin,
literalmente hablando. En otras palabras, el sentido de la vida es de tipo incondicional, ya que comprende
incluso el sentido del posible sufrimiento.
Traigo ahora a la memoria lo que tal vez constituya la experiencia más honda que pasé en un campo
de concentración. Las probabilidades de sobrevivir en uno de estos campos no superaban la proporción de
1 a 28 como puede verificarse por las estadísticas. No parecía posible, cuanto menos probable, que yo
pudiera rescatar el manuscrito de mi primer libro, que había escondido en mi chaqueta cuando llegué a
Auschwitz. Así pues, tuve que pasar el mal trago y sobreponerme a la pérdida de mi hijo espiritual. Es
más, parecía como si nada o nadie fuera a sobrevivirme, ni un hijo físico, ni un hijo espiritual, nada que
fuera mío. De modo que tuve que enfrentarme a la pregunta de sí en tales circunstancias mi vida no estaba
huérfana de cualquier sentido.
Aún no me había dado cuenta de que ya me estaba reservada la respuesta a la pregunta con la que yo
mantenía una lucha apasionada, respuesta que muy pronto me sería revelada. Sucedió cuando tuve que
abandonar mis ropas y heredé a cambio los harapos de un prisionero que habían enviado a la cámara de
gas nada más poner los pies en la estación de Auschwitz. En vez de las muchas páginas de mi manuscrito
encontré en un bolsillo de la chaqueta que acababan de entregarme una sola página arrancada de un libro
de oraciones en hebreo, que contenía la más importante oración judía, el Shema Yisrael. Cómo interpretar
esa “coincidencia” sino como el desafío para vivir mis pensamientos en vez de limitarme a ponerlos en el
papel?
Un poco más tarde. según recuerdo, me pareció que no tardaría en morir. En esta situación crítica, sin
embargo, mi interés era distinto del de mis camaradas. Su pregunta era: “¿Sobreviviremos a este campo?.
Pues si no, este sufrimiento no tiene sentido.” La pregunta que yo me planteaba era algo distinta:
“¿Tienen todo este sufrimiento, estas muertes en torno mío, algún sentido?. Porque si no, definitivamente,
la supervivencia no tiene sentido, pues la vida cuyo significado depende de una casualidad ya se
sobreviva o se escape a ella en último término no merece ser vivida.”
Problemas metaclínicos
Cada día que pasa, el médico se ve confrontado más y más con las preguntas: ¿Qué es la vida?, ¿Qué
es el sufrimiento, después de todo? Cierto que incesante y continuamente al psiquiatra le abordan hoy
pacientes que le plantean problemas humanos más que síntomas neuróticos. Algunas de las personas que
en la actualidad visitan al psiquiatra hubieran acudido en tiempos pasados a un pastor, un sacerdote o un
rabino, pero hoy, por lo general, se resisten a ponerse en manos de un eclesiástico, de forma que el
médico tiene que hacer frente a cuestiones filosóficas más que a conflictos emocionales.
Un logodrama
Me gustaría citar el siguiente caso: en una ocasión, la madre de un muchacho que había muerto a la
edad de once años fue internada en mi clínica tras un intento de suicidio. Mi ayudante, el Dr. Kocourek, la
2
Edith Weisskopf-Joelson. Some Comments on a Viennese of Psychiatry. “The journal of Abnormal and Social
Psychology”. Vol 51. pp. 701-3 (1955)
3
Edith Weisskopf-Joelson. Logotherapy and Existencial Analysis. “Acta psychotherapy.” Vol. 6 pp.193-204 (1958)
invitó a unirse a una sesión de terapia de grupo y ocurrió que yo entré en la habitación donde se
desarrollaba la sesión de psicodrama. En ese momento, ella contaba su historia. A la muerte de su hijo se
quedó sola con otro hijo mayor que estaba impedido como consecuencia de la parálisis infantil. El
muchacho no podía moverse si no era empujando una silla de ruedas. Y su madre se rebelaba contra el
destino. Ahora bien, cuando ella intentó suicidarse junto con su hijo fue precisamente el tullido quien le
impidió hacerlo. ¡Él quería vivir! Para él, la vida seguía siendo significativa, ¿por qué no había de serlo
para su madre?. ¿Cómo podría seguir teniendo sentido su vida?. ¿Y cómo podíamos ayudarla a que fuera
consciente de ello?
Improvisando participé en la discusión, Y me dirigí a otra mujer del grupo. Le pregunté cuántos años
tenía y me contestó que treinta. Yo le repliqué: “No, usted no tiene 30, sino 80, está tendida en su cama
moribunda y repasa lo que fue su vida, una vida sin hijos pero llena de éxitos económicos y de prestigio
social.” A continuación la invité a considerar cómo se sentiría ante tal situación. “¿Qué pensaría usted?.
¿Qué se diría a sí misma?“ Voy a reproducir lo que dijo exactamente, tomándolo de la cinta en que se
grabó la sesión: “Oh, me casé con un millonario; tuve una vida llena de riquezas, ¡y la viví plenamente¡.
Coqueteé con los hombres, me burlé de ellos!. Pero, ahora tengo ochenta años y ningún hijo. Al volver la
vista atrás, ya vieja como soy. no puedo comprender el sentido de todo aquello; y ahora no tengo más
remedio que decir: ¡mi vida fue un fracaso!”
Invité entonces a la madre del muchacho paralítico a que se imaginara a ella misma en una situación
semejante considerando lo que había sido su vida. Oigamos lo que dijo, grabado igualmente: “Yo quise
tener hijos y mi deseo se cumplió; un hijo se murió y el otro hubiera tenido que ir a alguna institución
benéfica si yo no me hubiera ocupado de él. Aunque está tullido e inválido, es mi hijo después de todo, de
manera que he hecho lo posible para que tenga una vida plena. He hecho de mi hijo un ser humano
mejor.” Al llegar a este punto rompió a llorar y. sollozando, continuó: “En cuanto a mí, puedo contemplar
en paz. mi vida pasada y puedo decir que mi vida estuvo cargada de sentido y yo intenté cumplirlo con
todas mis fuerzas. He obrado lo mejor que he sabido; he hecho lo mejor que he podido por mi hijo. ¡Mi
vida no ha sido un fracaso!”
Al considerar su vida como si estuviera en el lecho de muerte pudo, de pronto, percibir en ella un
sentido, sentido en el que también quedaban comprendidos sus sufrimientos. Por idéntico motivo, se hizo
patente que una vida tan corta como, por ejemplo, la del hijo muerto, podía ser tan rica en alegría y amor
que tuviera mayor significado que una vida que hubiera durado ochenta años.
Pasado un rato, procedí a hacer otra pregunta: esta vez me dirigí a todo el grupo. Les pregunté si un
chimpancé al que se había utilizado para producir el suero de la poliomielitis y. por tanto, había sido
inyectado una y otra vez, sería capaz de aprehender el significado de su sufrimiento. Al unísono, todo el
grupo contestó que no, rotundamente; debido a su limitada inteligencia, el chimpancé no podía
introducirse en el mundo del hombre, que es el único mundo donde se comprendería su sufrimiento.
Entonces continué formulando la siguiente pregunta: “¿Y qué hay del hombre?. ¿Están ustedes seguros de
que el mundo humano es un punto terminal en la evolución del cosmos?. ¿No es concebible que exista la
posibilidad de otra dimensión, de un mundo más allá del mundo del hombre, un mundo en el que la
pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga respuesta?”
El suprasentido
Este sentido último excede y sobrepasa, necesariamente, la capacidad intelectual del hombre: en
logoterapia empleamos para este contexto el término suprasentido. Lo que se le pide al hombre no es
como predican muchos filósofos existenciales, que soporte la insensatez de la vida, sino más bien que
asuma racionalmente su propia capacidad para aprehender toda la sensatez incondicional de esa vida.
Logos es más profundo que lógica.
El psiquiatra que vaya más allá del concepto del suprasentido más tarde o más temprano se sentirá
desconcertado por sus pacientes como me sentí yo cuando mi hija de 6 .años me hizo esta pregunta:
“¿Por qué hablamos del buen Dios?”. A lo que le contesté: “Hace unas semanas tenías sarampión y
ahora el buen Dios te ha curado”.
Pero la niña no quedó muy contenta y replicó: “Muy bien, papá, pero no te olvides de que primero él me
envió el sarampión.”