Sufrimiento Vazquez
Sufrimiento Vazquez
Sufrimiento Vazquez
En la época actual (del mundo “civilizado”), que podríamos denominar “la era
de la felicidad como derecho”, donde el objetivo de la vida es el bienestar o la búsqueda
de la felicidad, donde, en palabras del filósofo Pascal Bruckner, “resulta inmoral no ser
feliz” y “sospechoso no rebosar de alegría”, el sufrimiento resulta aún más
incomprensible y cruel.
En la sociedad del ocio y el consumo, que exalta –entre otros- los valores de la
estética, el placer, la juventud, el bienestar, la diversión, etc., el sufrimiento –como la
muerte- se ha tabuizado. No se entiende, es algo que queda fuera de los planes de los
individuos, aunque antes o después se descubre como inevitable, pero siempre, claro,
impuesto contra nuestra voluntad.
Seguramente este intento de desterrar el sufrimiento de la vida humana nos lleva
a la paradoja de “sufrir por no querer sufrir”. El menor disgusto es una afrenta a nuestro
derecho a ser felices. No hemos dejado sitio al sufrimiento, por lo que no estamos
preparados para asumirlo en nuestra vida ni, mucho menos, para descubrirlo en las
personas que nos rodean y encontrarnos con ellas en esa realidad.
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Los que hayan superado una situación de sufrimiento, reconocerán que casi
siempre nos enseña algo: sobre nosotros mismos, o sobre la naturaleza del ser humano.
Esconde un potencial para ayudarnos a madurar, a crecer como personas. Una creencia
de alguna gente, especialmente de las generaciones más mayores, es que “la vida es
sufrimiento”, y “se madura a fuerza de golpes”. Yo no concuerdo totalmente con esta
afirmación, puesto que en la vida hay sufrimiento, pero también alegría, y hay muchas
formas (más agradables) de aprender y madurar. Sin embargo, los golpes a veces nos
“ablandan”, pueden abrir nuestro corazón, ayudarnos a adquirir otra perspectiva de la
vida y comprender cosas que antes no veíamos. Para C.S. Lewis, “el efecto redentor del
sufrimiento reside básicamente en su propensión a reducir la voluntad insumisa”. Juan
Pablo II lo expresa así “cuando el cuerpo ha sido atacado profundamente por la
enfermedad, (...) cuando para el ser humano resulta casi imposible vivir y actuar, la
madurez interior y la grandeza espiritual se vuelven aún más evidentes (...)” Para los
cristianos, el sufrimiento adquiere sentido al vivirlo desde Jesús resucitado, al abrirnos
al misterio de un Dios que, si no evita el sufrimiento, sí nos acompaña siempre.
Nadie dice que el sufrimiento sea bueno o deseable en sí mismo. De hecho, tiene
un gran poder destructor, pero también es cierto que a veces hay que destruir para poder
levantar. En nuestras manos está el adoptar la actitud que nos permita vivir, no sólo a
pesar del sufrimiento, sino con él, porque es parte inherente de la vida humana. Hay que
sacarle el máximo partido, sonreírle si se puede o llorar con él, descubrir lo que puede
enseñarnos, dejarnos transformar por él…
Victor Frankl, psiquiatra judío, único superviviente de su familia tras pasar por
un campo de concentración nazi, creó una escuela de terapia humanista basada en la
búsqueda de sentido, la logoterapia. Él vivió una situación de intenso sufrimiento, y
pudo observar, tanto en sí mismo como en sus compañeros del campo de concentración,
que la clave está en dotar de sentido a lo que parece no tenerlo, el sufrimiento. Y lo
expresa en estos términos: “el modo en que un hombre acepta su destino y todo el
sufrimiento que éste conlleva, le da muchas oportunidades para añadir a su vida un
sentido más profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad (...) la
fortaleza íntima del hombre puede elevarle por encima de su adverso sino”. Y recalca la
importancia de aceptar lo que la vida nos da, aceptación que no es resignación pasiva,
sino que supone emplear nuestra libertad haciéndonos dueños, ya que no lo somos de
nuestro destino, de nuestra actitud ante él: “cuando un hombre descubre que su destino
es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues ésa es su única tarea (...) su única
oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga”.
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“El sentido de la vida en medio del dolor puede darse mientras se busca, gracias
al encuentro si éste se produce en la verdad”, dice Bermejo, y “el encuentro es fruto del
amor”.
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que nos lleva a preguntarnos angustiosa e irracionalmente por qué ha sucedido algo así
y qué va a ser de nosotros en adelante.
En contra de lo que parecen marcar las “normas estéticas” de la sociedad
moderna, que, a fuerza de ignorar u ocultar, pretende vivir en el engaño de la
inexistencia del sufrimiento, la vejez y la muerte, el duelo hay que vivirlo.
Lo más importante es permitir la manifestación de los sentimientos, con libertad
y naturalidad, ofrecer un espacio para el llanto y la queja, para la expresión de las
vivencias internas, hablando de la persona que se ha ido y lo que eso supone para
quienes la amaban.
Cuando se trata de consolar a un niño ante la pérdida de una persona amada, las
frases hechas sirven aún menos si cabe. Tampoco es consuelo pedirle que no llore,
puesto que el llanto es una reacción natural al dolor, expresión de un sentimiento tan
humano como es la tristeza, y ayuda a desahogarse, liberar tensiones y angustias.
En cambio, es verdadera ayuda mantenerse cerca del niño, ofrecerse como
apoyo, abrazarle (el lenguaje no verbal puede ser mucho más efectivo que cualquier
palabra, en momentos de elevada carga emocional, y más aún tratándose de un niño); es
importante que sienta que no está solo, que alguien importante ha desaparecido de su
vida, pero que hay otras personas que le quieren y le cuidarán. Hay que explicarle que
no es malo que llore, incluso acompañarle en el llanto, sin reprimir nuestra tristeza, sin
temor a que nos descubra débiles, pues así también nos descubre más humanos y
cercanos. Parece que los adultos deben mostrarse siempre “fuertes” ante los niños, sin
embargo esta fortaleza no se manifiesta precisamente reprimiendo nuestros sentimientos
ante una situación de este tipo. Incluso, puede resultar contraproducente no demostrar
nuestra tristeza y angustia: por ejemplo, cuando un padre no llora la muerte del abuelo,
el niño puede pensar (más o menos inconscientemente) “papá no quería a su padre”, “no
va a entender que yo esté triste si él no lo está” o “no está bien llorar”, lo que le lleva a
reprimir su pena, aumentando la angustia y tensión interna, y dificultando o retrasando
el proceso de duelo normal.
Es frecuente en nuestra sociedad que se intente alejar a los niños de todo lo que
tiene relación con la muerte. Sin embargo, para ayudar a que el niño comprenda lo
sucedido y pueda integrarlo sin dificultad a su debido tiempo, no se le debe mentir ni
ocultar la realidad de la muerte, dejándole participar en los rituales, de la manera
apropiada para su edad. Esto les ayuda a vivir sanamente la pérdida y evita que
distorsionen la realidad. Hay que tener en cuenta que en la televisión (dibujos, películas,
telediarios) aparece constantemente la muerte, pero muchas veces dando visiones falsas.
A los niños pueden surgirles dudas o temores, a partir de lo visto, leído o imaginado; si
son pequeños, además, puede costarles comprender que la muerte sea algo “definitivo”.
Por esto, es fundamental ofrecerles un espacio de diálogo, respondiendo con claridad y
sinceridad (también con tacto) sus preguntas.
M. Mundy nos habla también de cómo manejar el sentimiento de culpa que se
puede crear en los niños que pierden a un ser querido (dialogando con ellos), de la
necesidad de compartir los sentimientos con otras personas y pedir ayuda, sin olvidar
que hace falta tiempo para recuperarse.
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un paso importante en la maduración personal, en el proceso de aprender a vivir, que es
aprender a Amar, a pesar del dolor (como Cristo en la cruz), porque al final el Amor es
lo único que llena de sentido una existencia.