Sufrimiento Vazquez

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DAR ESPACIO AL SUFRIMIENTO EN NUESTRAS VIDAS

María Vázquez Costa.


Publicado en la revista:
Edetania. Estudios y Propuestas Socio-Educativas nº 24, noviembre 2001

“Es apasionante mirar cara a cara el sufrimiento y, fija la mirada, mantenerse en


pie, ser dueño de la fragilidad que se remueve dentro de nosotros cuando somos
interpelados por el límite y por la muerte” (J.C. Bermejo).

A nadie (a nadie psicológicamente sano) nos gusta sufrir. Muchos tememos el


sufrimiento. Algunos podríamos describirnos, con C.S. Lewis, como personas
“empeñadas en seguir pensando que hay alguna estrategia capaz de conseguir que el
dolor no duela”. Sin embargo, no la hay. El dolor necesariamente duele. El sufrimiento
hay que sufrirlo: hay que experienciarlo en toda su profundidad para poder rescatar su
potencial de crecimiento, su capacidad de hacer al ser humano más humano, o tal vez
más divino.
Todos hemos tenido encuentros con gente que sufre. En muchos casos, nos
descubrimos sin saber qué decir o qué hacer, impotentes, confundidos ante una realidad
que nos sobrepasa, que parece golpear injusta e indiscriminadamente al ser humano.

En la época actual (del mundo “civilizado”), que podríamos denominar “la era
de la felicidad como derecho”, donde el objetivo de la vida es el bienestar o la búsqueda
de la felicidad, donde, en palabras del filósofo Pascal Bruckner, “resulta inmoral no ser
feliz” y “sospechoso no rebosar de alegría”, el sufrimiento resulta aún más
incomprensible y cruel.
En la sociedad del ocio y el consumo, que exalta –entre otros- los valores de la
estética, el placer, la juventud, el bienestar, la diversión, etc., el sufrimiento –como la
muerte- se ha tabuizado. No se entiende, es algo que queda fuera de los planes de los
individuos, aunque antes o después se descubre como inevitable, pero siempre, claro,
impuesto contra nuestra voluntad.
Seguramente este intento de desterrar el sufrimiento de la vida humana nos lleva
a la paradoja de “sufrir por no querer sufrir”. El menor disgusto es una afrenta a nuestro
derecho a ser felices. No hemos dejado sitio al sufrimiento, por lo que no estamos
preparados para asumirlo en nuestra vida ni, mucho menos, para descubrirlo en las
personas que nos rodean y encontrarnos con ellas en esa realidad.

El sufrimiento siempre ha generado interrogantes, siempre se han buscado


respuestas al sinsentido que hace aún más insoportable el dolor (¿por qué esto? ¿por qué
a mí?). Verdaderamente muchas veces es difícil, por no decir imposible, encontrar el
lado positivo al sufrimiento. Lo vemos injusto, arbitrario, innecesario. Sin embargo, es
una realidad y como tal hay que aceptarla. El por qué del sufrimiento es la pregunta sin
respuesta con la que hay que aprender a convivir, comprendiendo que “hay realidades
que no tienen respuesta, sino que han de ser vividas y que pueden ser compartidas en
medio de la duda y la incertidumbre” (Bermejo).
Evidentemente, en los últimos tiempos se ha avanzado mucho en la lucha contra
el dolor (físico o psíquico), desde la medicina y la psicología fundamentalmente. El
error está en creer que los avances médicos pueden acabar con el sufrimiento, y en
cerrarse al poder sanador y reconstructor que éste puede encerrar.

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Los que hayan superado una situación de sufrimiento, reconocerán que casi
siempre nos enseña algo: sobre nosotros mismos, o sobre la naturaleza del ser humano.
Esconde un potencial para ayudarnos a madurar, a crecer como personas. Una creencia
de alguna gente, especialmente de las generaciones más mayores, es que “la vida es
sufrimiento”, y “se madura a fuerza de golpes”. Yo no concuerdo totalmente con esta
afirmación, puesto que en la vida hay sufrimiento, pero también alegría, y hay muchas
formas (más agradables) de aprender y madurar. Sin embargo, los golpes a veces nos
“ablandan”, pueden abrir nuestro corazón, ayudarnos a adquirir otra perspectiva de la
vida y comprender cosas que antes no veíamos. Para C.S. Lewis, “el efecto redentor del
sufrimiento reside básicamente en su propensión a reducir la voluntad insumisa”. Juan
Pablo II lo expresa así “cuando el cuerpo ha sido atacado profundamente por la
enfermedad, (...) cuando para el ser humano resulta casi imposible vivir y actuar, la
madurez interior y la grandeza espiritual se vuelven aún más evidentes (...)” Para los
cristianos, el sufrimiento adquiere sentido al vivirlo desde Jesús resucitado, al abrirnos
al misterio de un Dios que, si no evita el sufrimiento, sí nos acompaña siempre.
Nadie dice que el sufrimiento sea bueno o deseable en sí mismo. De hecho, tiene
un gran poder destructor, pero también es cierto que a veces hay que destruir para poder
levantar. En nuestras manos está el adoptar la actitud que nos permita vivir, no sólo a
pesar del sufrimiento, sino con él, porque es parte inherente de la vida humana. Hay que
sacarle el máximo partido, sonreírle si se puede o llorar con él, descubrir lo que puede
enseñarnos, dejarnos transformar por él…
Victor Frankl, psiquiatra judío, único superviviente de su familia tras pasar por
un campo de concentración nazi, creó una escuela de terapia humanista basada en la
búsqueda de sentido, la logoterapia. Él vivió una situación de intenso sufrimiento, y
pudo observar, tanto en sí mismo como en sus compañeros del campo de concentración,
que la clave está en dotar de sentido a lo que parece no tenerlo, el sufrimiento. Y lo
expresa en estos términos: “el modo en que un hombre acepta su destino y todo el
sufrimiento que éste conlleva, le da muchas oportunidades para añadir a su vida un
sentido más profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad (...) la
fortaleza íntima del hombre puede elevarle por encima de su adverso sino”. Y recalca la
importancia de aceptar lo que la vida nos da, aceptación que no es resignación pasiva,
sino que supone emplear nuestra libertad haciéndonos dueños, ya que no lo somos de
nuestro destino, de nuestra actitud ante él: “cuando un hombre descubre que su destino
es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues ésa es su única tarea (...) su única
oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga”.

Y bien, ¿cómo ayudar al que sufre? Especialmente importante en la relación de


ayuda es saber encontrarse con el sufrimiento de forma humana. José Carlos Bermejo,
en su libro “Humanizar el encuentro con el sufrimiento” habla de “acercar el ser al
deber ser, a la búsqueda de lo bueno, lo bello, lo fascinante de la condición humana, que
se puede encontrar tanto en la salud como en la enfermedad (...) y que lleva por insignia
el amor”.

No puedo hablar de mi experiencia personal, porque nunca he pasado por una


situación de sufrimiento importante. Pero mi experiencia a través de otras personas me
ha mostrado que el amor es lo único que alivia el sufrimiento, allí donde no llegan los
avances científicos y tecnológicos... El Amor de Dios es la auténtica fuente de sanación
de cualquier herida: ese Amor infinito, que los creyentes pueden experimentar
“directamente” en su relación con Él, y que es también transmitido por otras personas.

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“El sentido de la vida en medio del dolor puede darse mientras se busca, gracias
al encuentro si éste se produce en la verdad”, dice Bermejo, y “el encuentro es fruto del
amor”.

Entonces ¿qué papel tiene la persona que pretende acompañar en procesos de


duelo, enfermedades o cualquier tipo de situación dolorosa? Desde una concepción
cristiana, se podría decir que actúa como mediador del amor de Dios. Además, por
supuesto, del apoyo instrumental o técnico necesario (a nivel de la Medicina o la
Psicología) la relación de ayuda adecuada es aquélla que inspira confianza y que supone
una oferta de la persona a ser un apoyo en el dolor. “Encontrarse en la verdad”, como
hemos dicho, de la persona sufriente, requiere, más que fuerza (no se trata de ser duro)
una gran valentía y comprensión. Hay que ser valiente para no pasar a la ligera por
encima de la realidad de sufrimiento; no infundir falsas esperanzas, sino ayudar a
aceptar la realidad, porque como dice Julia, madre de un discapacitado entrevistada por
Bermejo, “cuanto más rápido uno asume su realidad, más fácil es poder ayudarse...”;
aprender a escuchar, no buscando siempre soluciones fáciles, dando consejos o
imponiendo metas, sino centrándose en el ayudado, dejándole expresar sus sentimientos
libremente, ayudándole después a elaborarlos y a descubrir sus posibilidades y
recursos... “Ayudar significa hacerse compañero de camino de la persona en dificultades
para que ésta explore sus límites y los comprenda, pero para que identifique sus
recursos y potencialidades y los movilice para ser lo más autónoma y responsable
posible a la hora de afrontar sus dificultades, o vivirlas sanamente cuando éstas no son
superables”.
La comunión, la relación, el encuentro verdadero es lo que puede llenar una
vida, incluso en medio de grandes dificultades. Ésa es la gran posibilidad que se le
ofrece al que se relaciona con un ser sufriente: encontrarse con él en la verdad, para
abrir un espacio de sentido en medio de la angustia, e incluso ayudar a vislumbrar las
oportunidades que ofrece ese sufrimiento. Ahora bien, no hay que olvidar que el
encuentro entre dos personas, y más aún en una relación de ayuda, es un encuentro entre
dos realidades diferentes, que se pueden entrelazar y apoyar, pero la experiencia del
sufrimiento no siempre es compartible. Como comentaba una enferma de sida, “es una
dimensión incomunicable. No hay más remedio que vivir sola. Intentan ayudarme, pero
en el fondo yo sé que no pueden. Eso sí (...) todo intento es importante (...) aunque no se
pueda entrar en lo que es el meollo del sufrimiento.”

Michaelene Mundy, profesora de primaria y consejera escolar, ha escrito


recientemente un librito llamado “Cuando estoy triste ante la pérdida de un ser
querido”, en el que se dirige a los niños que están viviendo un proceso de duelo (y a los
adultos que puedan ayudarles).
El duelo es el proceso natural por el que pasa toda persona que ha sufrido una
pérdida, ya sea la muerte de un ser querido, una separación definitiva, la amputación de
un miembro, etc. Es un periodo de tristeza profunda, necesario para cerrar el “vacío”
que nos deja lo perdido (o mejor dicho, para prepararnos a que ese vacío pueda volver a
llenarse en parte) y reconstruir nuestra vida desde ahí.
Con frecuencia, ante personas que lloran la muerte de un ser querido, sólo
podemos callar, comunicar con el lenguaje no verbal nuestro apoyo, nuestro cariño,
nuestro “acompañamiento en el dolor”. En estos casos, el silencio es en general mejor
que las palabras huecas, impersonales, de las frases hechas que pueden venirnos a la
mente. O si no, pensemos cómo nos sentaría un “tenía que pasar”, “es mejor así”,
“tienes que superarlo” en el momento en que en nosotros sólo hay sitio para el dolor,

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que nos lleva a preguntarnos angustiosa e irracionalmente por qué ha sucedido algo así
y qué va a ser de nosotros en adelante.
En contra de lo que parecen marcar las “normas estéticas” de la sociedad
moderna, que, a fuerza de ignorar u ocultar, pretende vivir en el engaño de la
inexistencia del sufrimiento, la vejez y la muerte, el duelo hay que vivirlo.
Lo más importante es permitir la manifestación de los sentimientos, con libertad
y naturalidad, ofrecer un espacio para el llanto y la queja, para la expresión de las
vivencias internas, hablando de la persona que se ha ido y lo que eso supone para
quienes la amaban.
Cuando se trata de consolar a un niño ante la pérdida de una persona amada, las
frases hechas sirven aún menos si cabe. Tampoco es consuelo pedirle que no llore,
puesto que el llanto es una reacción natural al dolor, expresión de un sentimiento tan
humano como es la tristeza, y ayuda a desahogarse, liberar tensiones y angustias.
En cambio, es verdadera ayuda mantenerse cerca del niño, ofrecerse como
apoyo, abrazarle (el lenguaje no verbal puede ser mucho más efectivo que cualquier
palabra, en momentos de elevada carga emocional, y más aún tratándose de un niño); es
importante que sienta que no está solo, que alguien importante ha desaparecido de su
vida, pero que hay otras personas que le quieren y le cuidarán. Hay que explicarle que
no es malo que llore, incluso acompañarle en el llanto, sin reprimir nuestra tristeza, sin
temor a que nos descubra débiles, pues así también nos descubre más humanos y
cercanos. Parece que los adultos deben mostrarse siempre “fuertes” ante los niños, sin
embargo esta fortaleza no se manifiesta precisamente reprimiendo nuestros sentimientos
ante una situación de este tipo. Incluso, puede resultar contraproducente no demostrar
nuestra tristeza y angustia: por ejemplo, cuando un padre no llora la muerte del abuelo,
el niño puede pensar (más o menos inconscientemente) “papá no quería a su padre”, “no
va a entender que yo esté triste si él no lo está” o “no está bien llorar”, lo que le lleva a
reprimir su pena, aumentando la angustia y tensión interna, y dificultando o retrasando
el proceso de duelo normal.
Es frecuente en nuestra sociedad que se intente alejar a los niños de todo lo que
tiene relación con la muerte. Sin embargo, para ayudar a que el niño comprenda lo
sucedido y pueda integrarlo sin dificultad a su debido tiempo, no se le debe mentir ni
ocultar la realidad de la muerte, dejándole participar en los rituales, de la manera
apropiada para su edad. Esto les ayuda a vivir sanamente la pérdida y evita que
distorsionen la realidad. Hay que tener en cuenta que en la televisión (dibujos, películas,
telediarios) aparece constantemente la muerte, pero muchas veces dando visiones falsas.
A los niños pueden surgirles dudas o temores, a partir de lo visto, leído o imaginado; si
son pequeños, además, puede costarles comprender que la muerte sea algo “definitivo”.
Por esto, es fundamental ofrecerles un espacio de diálogo, respondiendo con claridad y
sinceridad (también con tacto) sus preguntas.
M. Mundy nos habla también de cómo manejar el sentimiento de culpa que se
puede crear en los niños que pierden a un ser querido (dialogando con ellos), de la
necesidad de compartir los sentimientos con otras personas y pedir ayuda, sin olvidar
que hace falta tiempo para recuperarse.

Darse tiempo para recuperarse, incorporar el sufrimiento inevitable como parte


de nuestra vida, aceptar nuestros sentimientos y limitaciones, sin reprimirlos, sin
negarlos... son algunas claves para hacer del sufrimiento algo menos destructivo y con
más sentido, en nuestra propia vida y en la de aquellos a los que pretendamos
acompañar. Ser capaces de mirar cara a cara el sufrimiento y dejarnos interpelar por él,
aprender a ser fuertes en nuestra debilidad, es algo que se logra con la experiencia. Es

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un paso importante en la maduración personal, en el proceso de aprender a vivir, que es
aprender a Amar, a pesar del dolor (como Cristo en la cruz), porque al final el Amor es
lo único que llena de sentido una existencia.

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