NURYA MARTINEZ-GAYOL - Espiritualidad de La Sinodalidad - SPA

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Espiritualidad de la Sinodalidad

Nurya Martínez-Gayol, aci

Nurya Martinez-Gayol Fernández es religiosa de la Congregación de las


Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. natural de Oviedo (Asturias-España) es
licenciada en Química-Física.
Estudió teología en la Universidad Pontificia de Salamanca y obtuvo la
licenciatura en Teología Dogmática en la Universidad de Deusto (Bilbao).
Realizó su doctorado en teología dogmática en la Universidad Gregoriana de
Roma con el tema Gloria de Dios en Ignacio de Loyola (Madrid, 2005).
En el año 2002 comenzó su docencia en la Facultad de Teología de la Universidad
Pontificia Comillas, en el departamento de Teología dogmática y fundamental,
donde desarrolla su tarea docente e investigadora. Colabora con el GEI (Grupo
de Investigación Ignaciana) desde el 2005 e imparte clases en el máster de
espiritualidad ignaciana: Ignatiana, y en la Escuela de Directores de Ejercicios.

1. ¿Qué decimos cuando decimos espiritualidad?

• La espiritualidad: una cualidad relativa al espíritu (etimología)


Atendiendo a su origen etimológico 1 la Espiritualidad es una cualidad relativa al
espíritu. La condición y naturaleza de lo espiritual.
• La espiritualidad como fuente de vida

1El sustantivo “spiritus”, que puede traducirse como “alma”, pero también como álito, vida, fuerza,
empuje, espíritu. La partícula “-alis”, que se usa para expresar “relativo a”. El sufijo “-dad”, que es
equivalente a “cualidad ”.
Los diccionarios traducen “espíritu” como “aliento vital.” Como el aire que nos
envuelve y respiramos es fundamental para la vida de cualquier persona, es la
fuente de vida que nos hace existir. De ahí que podamos decir que la
espiritualidad está presente como principio dador de vida para cualquier ser
humano y como modo de relación de lo más hondo de uno mismo con dicha
“fuente de vida”, o con una alteridad que nos trasciende. Para nosotras
obviamente esa fuente es Dios (su Espíritu).
• La espiritualidad como habilidad social
La espiritualidad nos hace hondamente conscientes de que vivir es “con-vivir,”
que la vida es “comunión”. No solo nos conecta con nuestra “fuente de vida”,
también con los demás. Por lo tanto, el aspecto relacional es vital en toda
espiritualidad.
De ahí que se haya definido la espiritualidad como la habilidad social para
cuidar las relaciones a todos los niveles y así promover una vida plena y con
sentido.
• La espiritualidad como motivación
La espiritualidad de una persona es lo más hondo de su propio ser, atañe a sus
motivaciones, sus ideales, su pasión. “La espiritualidad es la motivación que
impregna los proyectos y compromisos de vida” (Segundo Galilea). Y por lo
tanto es algo que tiene que ver con la raíz que mueve la propia vida y sus
relaciones fundamentales, su intencionalidad y su actividad. Podríamos decir
que la espiritualidad define el modo de vida de una persona.
• La espiritualidad como talante, inspiración de la actividad de una
persona o comunidad
Pero puesto que es también una realidad comunitaria, puede definirse como la
conciencia y la motivación2 de un grupo, de un pueblo3.

La espiritualidad de un sujeto, colectivo o pueblo es su forma de ser y relacionarse


con la totalidad de la realidad, con lo que ésta tiene de trascendente y de
histórica.
Preguntarnos por la "vida espiritual" es, por supuesto, preguntarnos por el cultivo
del silencio, oración, contemplación, pero igualmente por la vida social y cívica,
por el compromiso sociopolítico, por el uso del dinero y del tiempo, por la seriedad
y honradez en el trabajo, por sus modos de buscar la felicidad, y afrontar el dolor,
por el modo de vivir su vida cotidiana etc.
La espiritualidad debe enmarcarse en todas estas perspectivas entrelazadas.
Cada dimensión es co-determinante y está co-determinada por otras.

2 La espiritualidad de una persona, comunidad, pueblo es: su motivación de vida, su talante, la inspiración
de su actividad, de su utopía, de sus causas: CASALDALIGA, P.-VIGIL, J. Mª , Espiritualidad de la Liberación,
Editorial Envío, Managua, 1992, 23. En esta misma línea "La espiritualidad es la motivación que impregna
los proyectos y compromisos de vida, la motivación y mística que empapa e inspira el compromiso".
GALILEA, S. El camino de la espiritualidad. Paulinas. Bogotá, 1985. ,26.
3 Es la espiritualidad "macroecuménica" de la que hablan CASALDALIGA-VIGIL, o.c. 23-25, o "la dimensión

teologal fundamental de la espiritualidad" como la llama J. SOBRINO. Cf. "Espiritualidad y seguimiento de


Jesús." en Misterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de la Liberación. Trotta, 1990. T.II, 476.

2
• El Espíritu nos lleva a hacernos cargo de la realidad. Exigencia de
discernimiento
La espiritualidad cristiana es una manera de vivir el Evangelio por la fuerza del
Espíritu, pero es por ello y al mismo tiempo, una manera de aprehender la realidad
y, por ende, de enfrentarse con ella. Por tanto, es la misma acción del Espíritu la
que nos impulsa, con un talante específico, a hacernos cargo de la realidad.
Si entendemos, por tanto, que "espiritualidad es el el talante con que se afronta
lo real, CON EL QUE NOS HACEMOS CARGO DE LA REALIDAD, de la historia en
que vivimos con toda su complejidad, nos podremos preguntar qué
espíritu/talante es adecuado y cuál no en cada momento de la historia” 4. De ahí
la importancia para ello, como “instrumento o mediación”, del discernimiento”.
En nuestro caso, la espiritualidad será entonces el espíritu con el que nos hacemos
cargo de esa realidad en la que vivimos y a la que somos enviadas, es decir, de la
Missio Dei. Y el discernimiento será la herramienta que nos permite armonizar este
espíritu o talante al “Espíritu de Dios” que nos guía en esta empresa.
En realidad, las diversas espiritualidades que han surgido en la vida de la Iglesia
y que se han concretado en las distintas formas de vida y familias religiosas, han
sido exactamente eso, un dejar que el Espíritu guiara hacia una u otra forma de
«hacerse cargo de la realidad», respondiendo a sus necesidades a lo largo de la
historia.
Desde esta concepción, preguntarnos qué espiritualidad tenemos, significa
preguntarnos qué espíritu nos mueve en nuestro acontecer cotidiano, con qué
espíritu afrontamos la realidad aquí y ahora, con qué espíritu afrontamos la Misio
Dei.
Y esta va a ser una pregunta central para nosotras, y para poder ir oteando qué
significa hablar de una espiritualidad sinodal. Y también para ir percatándonos
de lo que nos exige este modo de entender la “espiritualidad” como un vivir
“haciéndonos cargo” –y por ello “cargando y encargándonos” 5 de la historia, de
la realidad, de los problemas sociales, políticos, económicos, religiosos, etc., de
nuestra situación pluricultural concreta, en el “aquí y ahora” de la sinodalidad.
La espiritualidad se revela, así, como un camino de vida, un camino de
experiencia, un camino de búsqueda, un camino humano-divino que abraza
todo lo humano (cuerpo, sentidos, cultura, sociedad…), lo carga sobre sí y se
encarga de orientarlo hacia su destino en Dios.

4 J. SOBRINO o.c.,449-476.
5 IGNACIO ELLACURÍA, “Hacia una fundamentación filosófica del método teológico latinoamericano”, en
Estudios Centroamericanos, 322-323 (1975) 411-425, aquí 419: Ellacuría comprendía la estructura formal de la
inteligencia como “aprehender la realidad y enfrentarse con ella”, lo cual se desdobla en tres dimensiones:
“hacerse cargo de la realidad” o dimensión intelectiva; “cargar con la realidad” o dimensión ética; y “encargarse de la
realidad” o dimensión práxica. Sin embargo, al ver la vida y la obra de Ellacuría, según Jon Sobrino se hace
necesario agregar una cuarta: “dejarse cargar por la realidad” o dimensión de gratuidad. Cf. JOSÉ LAGUNA,
“Hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad”, Cuadernos CyJ 172 (enero 2011).

3
2. Sinodalidad: un término plural.
La Comisión Teológica Internacional (CTI) describe la sinodalidad como una
dimensión constitutiva de la Iglesia 6 en tres sentidos, yendo de lo más externo
y concreto a lo más esencial. En primer lugar, la sinodalidad designa a ciertos
acontecimientos que denominamos sínodos, convocados por la autoridad
competente y de carácter puntual. En segunda instancia, la palabra apunta a
las estructuras y procesos eclesiales que se encuentran al servicio del
discernimiento. Por último, el significado más esencial del término remite a un
estilo peculiar que caracteriza la vida y la misión de la Iglesia. Este es el sentido
en que vamos a utilizarlo en esta presentación 7.
Inmediatamente somos capaces de percibir la conexión existente entre el modo
de comprender la “espiritualidad” –un modo de hacerse cargo de la realidad–, y
la “sinodalidad” –un estilo peculiar que caracteriza la vida y la misión de la
Iglesia–.
La sinodalidad apunta hacia un modo de vivir y de actuar que define a la
comunidad eclesial tanto en sus relaciones ad intra como ad extra. Pero además
el significado etimológico de la palabra sínodo 8 nos permite entenderla como un
“caminar juntos”.
Por lo tanto, a lo que le seguimos la pista es a un modo particular de caminar
juntos como Iglesia (sinodalidad), para –más y mejor– poder “hacernos cargo”
del mundo (espiritualidad). En esto consiste la espiritualidad sinodal, en un
hacernos cargo de la realidad, del mundo, de la Missio Dei, caminando juntos.
¿Cómo “hacernos cargo” de la situación de nuestro mundo, para que este
encargarnos sea sinodal, es decir, para hacerlo con ese peculiar estilo que
afecta nuestra vida eclesial y nuestra misión y que implica “caminar juntos”?
Voy a tratar de identificar algunos rasgos que me parecen especialmente
importantes, en este momento que estamos viviendo como Iglesia, que
caracterizarían esta espiritualidad sinodal.

3. 5 rasgos de una espiritualidad sinodal que abraza la vulnerabilidad

a) Espiritualidad de la escucha

La espiritualidad sinodal ha de ser una espiritualidad de la escucha porque lo


primero que precisamos para “hacernos cargo del mundo” es “escucharlo” y

6 Lo hace en el nº 70 del documento de la COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La sinodalidad en la vida y en


la misión de la Iglesia: Texto y comentario del documento de la Comisión Teológica Internacional, Estudios y ensayos
244 (Santiago Madrigal Terrazas, Autor, Redactor), BAC, Madrid 2019.
7 No solo es el más amplio, sino que es el fundamento de los otros dos.
8 La palabra sínodo viene del latín sinodus, vocablo procedente del griego σύνοδος (encuentro, reunión,

asamblea), compuesta del prefijo griego συν- (reunión, acción conjunta) y la raíz de ὁδος (ruta, camino,
viaje).

4
“escucharnos”. ¡Siempre podemos escuchar! ¡Siempre hay alguien que precisa
ser escuchado!
Escuchar es algo “Decisivo”, por ser una de las necesidades mayores que
experimenta el ser humano: “el deseo ilimitado a ser escuchados” (Francisco); y
es exigente, porque no basta cualquier tipo de escucha, hay que escuchar bien,
prestando atención a quién escuchamos, qué escuchamos y a cómo
escuchamos.
La Biblia nos recuerda constantemente que la escucha es algo más que una
percepción acústica, y que está ligada a la relación dialógica entre Dios y la
humanidad. Toda la Torah, descansa sobre una disposición previa: “escucha
Israel” (el Shema) (Dt 6,4). La iniciativa siempre es de Dios, que nos habla, y
nosotros respondemos, en primer lugar, escuchando. Pero esa escucha es, en
último término, posibilitada por su Palabra, proviene de su gracia.
Hasta tal punto que san Pablo afirma que “la fe proviene de una escucha”
(Rm10,17). Creer, en último término es ver lo que nace de una escucha. De ahí
que, para la Biblia, el oír –la audición– sea más importante que la visión. ¿Por
qué?

Posee... domina
El que ve Lo visto
Es poseído ... y dominado

El acto de ver resulta más impositivo. El ojo es el órgano con el que el mundo es
poseído y dominado. A través del ojo el mundo, se convierte en “nuestro mundo”,
y queda subordinado a nosotros. Definimos, etiquetamos la realidad. El que ve
tiene la tentación de imponerse al objeto que contempla, de poseerlo desde su
pre-comprensión de él, de juzgarlo por su pura apariencia. La relación que se
establece entre el que ve y lo visto es una relación objetual.
El oído, posibilita un modo totalmente diverso de relación con la realidad. En
primer lugar, porque no podemos oír objetos, solo podemos oír sus
comunicaciones, su desarrollo, su realización, su estar en acto... Además “no
podemos determinar ni controlar” lo que vamos a oír.
El sonido, la voz… “la llamada” viene, llega, nos asalta, nos sorprende... de alguna
manera estamos indefensas ante su llegada. Lo Es queposeído
vieneny obedece
al oído se impone al
oyente mismo, le sobresalta inesperadamente, sin que apenas pueda hacer
nada para evitarlo. El que oye Lo oído
Se comunica

5
Solo “no queriendo escuchar”, sólo haciéndonos “los sordos” sería posible evitar
“la escucha”. Pero sólo cuando se ve lo que nace de una escucha, es posible ver
desde una mirada interior y es posible creer.
Dios se revela comunicándose gratuitamente, y se revela también a través de la
realidad, de los acontecimientos, de los otros que se dicen. A nosotros se nos
pide sencillamente “ponernos a la escucha” para poder armonizar “nuestro
espíritu/nuestro talante” a su Espíritu.
Esta escucha, como he dicho, es exigente. Pide una disposición que comienza
con un “vacío”, un hacer sitio, un salir de “mi propio amor, querer e interés” [Ej
189] y disponerme a recibir. ¿Para qué? Para poder acoger lo que dice el otro sin
escucharme a mí misma, sin deformar lo que me dice, sin interpretar antes de
que me toque por dentro, sin pretender poseer, controlar, creer que ya se,
impermeable a cualquier novedad o a cualquier asombro. Vaciarme de mis
prejuicios, de mis polarizaciones, dispuesta a hacer un espacio gratuito, que no
impone nada y que espera todo.
No hay escucha verdadera sin esperanza, sin aguardar algo del otro a quien
escucho… sin “retener mis expectativas, deseos, búsquedas…”. Sin dar la
prioridad absolutamente a aquel de quien viene la palabra. Por esa razón, la
escucha también genera esperanza “en el otro”, que se experimenta escuchado,
que percibe que alguien aguarda algo de él, que cree en él, y así lo dignifica. La
escucha es reconocimiento del otro, y por ello, supone su dignificación.
Posiblemente este sea uno de los aspectos más importantes en la vida sinodal
de la Iglesia, y en todas nuestras Asambleas, donde lo que más hay, y debería
de haber, es escucha. Donde casi todo se juega en la calidad de esta escucha.
Porque sin escucha no hay discernimiento. Escucha del Espíritu que habla en
nuestro interior, escucha del Espíritu que también habla en cada una de las
hermanas y hermanos. En todas/os, no solo en quienes me parecen más
interesantes, tiene cargos más importantes, más poder, más influencia o
piensan de un modo más afín al mío. En todas y a todas hay que escuchar, y
para escuchar a cada una es preciso crear ese espacio interior que me permite
acoger “a la otra y su palabra”, y con ella su experiencia, su realidad, su
percepción de las cosas y el Espíritu que la habita y que desde ella quiere salir a
mi encuentro.
Vaciarse para que la escucha no se convierta en mera confirmación de mis
prejuicios, en eco de mi propia voz.

¿CÓMO PODRÍAMOS HACERNOS CARGO DEL MUNDO SIN ESCUCHARLO, SIN DEJAR QUE NOS
ALCANCE SU GRITO Y SUS NECESIDADES?

La escucha – dice el Papa 9– corresponde al estilo humilde de Dios. Cada vez me


parece más importante esta actitud de humildad si pretendemos vivir una
espiritualidad de la escucha.

9 El papa Francisco en el Mensaje para la 56° Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales: Escuchar con
los oídos del corazón.

6
Dios ha de ser el paradigma de nuestra escucha. La Biblia nos presenta a un
Dios que escucha.
Escucha el clamor de su pueblo, escucha su queja, su palabra… y al hacerlo lo
reconoce como su interlocutor, como su partenaire. Dios “inclina su oído” para
escuchar al hombre y se deja afectar por esta escucha. El omnipotente, el
impasible se torna pasible al escuchar la voz de su pueblo, de su criatura.
También Jesús nos revela esta actitud humilde de Dios dejándose afectar,
dejándose cambiar, dejándose transformar por la escucha. El texto de la
cananea 10, es un ejemplo singular de esta escucha “ciertamente vulnerable”, que
afecta y transforma. Una pobre mujer, que entabla un diálogo con Jesús que, en
un primer momento, la “ve” desde sus prejuicios: es siriofenicia, pagana, no
pertenece a aquellos a los que él ha sido enviado. Pero cuando ella habla,
entonces lo que Jesús ve, “nace de una escucha”, y Jesús escucha
humildemente. Por eso, la palabra de la mujer se convierte también para él en
presencia del Espíritu del Padre que le guía y le hace reconsiderar su postura y
su propósito.
No nos será posible “ABRAZAR LA VULNERABILIDAD EN EL CAMINO SINODAL” sin
introducir en nuestro modo de hacernos cargo de la realidad una escucha
“vulnerable”. Pero solo una escucha humilde, puede vulnerarnos realmente y por
ello afectarnos y cambiarnos.
Sin humildad, no hay escucha. Sin escucha no hay camino sinodal.
No se puede escuchar de cualquier manera. La disposición de “escucha
auténtica” nos sitúa necesariamente:
1) “desde abajo”, en este sentido. Con la humildad de quien reconoce en
el otro, alguien de quien puede aprender, digno de ser escuchado de
fondo… Alguien que te puede cambiar. Con la humildad del Dios que
desciende para escuchar… el Dios que “inclina el oído”.
2) Desde “cerca”. La escucha pide proximidad, arriesgar en las
distancias, dejarme tocar por la realidad del otro. La escucha es “esa
capacidad del corazón que hace posible la proximidad”.
3) Por esta razón la escucha ha de ser también “desde dentro”. La
verdadera sede de la escucha es el corazón. “No tengáis el corazón en
los oídos, sino los oídos en el corazón” -decía san Agustín. Esto nos
habla de la necesaria hondura que ha de tener toda escucha. Se trata
de acoger la verdad del otro desde el corazón, desde lo esencial…
libres de ropajes, y de cuestiones superficiales… Escuchar dejándonos
“afectar y conmocionar” para que no nos lleguen solo las ideas, sino
la experiencia, la vivencia, el sentir de aquel/aquella a quien estoy
escuchando. Sin este “desde dentro” nuestra escucha nunca podrá ser
misericorde.
Por esa razón una auténtica escucha habrá de estar siempre precedida de
“silencio”. Ese silencio que nos permite contactar con nosotras mismas, con la
fuente de vida de nuestra existencia, situarnos en las entrañas, en el corazón y

10 P. ALONSO, The Woman who changed Jesus: crossing boundaries in Mk 7,24-30, Peeters, Leuven 2011.

7
vaciarnos de todo aquello que nos impida, no tanto escuchar, cuanto el hacernos
“disponibilidad de escucha”.
La escucha es parte de nuestra misión. “El servicio de la escucha nos ha sido
confiado por Aquel que es el oyente por excelencia” -decía el Papa–. Y es que el
primer servicio que podemos prestar a la comunión es justamente: “escuchar”.
Decía Bonhoeffer que “quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz
de escuchar a Dios” 11. Y esto es algo que podemos hacer siempre, mayores o
jóvenes, ágiles o con dificultades de movimientos, siempre es posible escuchar,
gastar el propio tiempo en la escucha del otro, hacernos cargo de la realidad
“escuchándola”.
Escuchar como Dios nos escucha, escuchar como Jesús nos invita a hacer: un
tipo de “escucha que empodera al otro para hablar” (hearing to speech), y que
en el mutuo escucharse resulta transformadora 12.
Una espiritualidad de la escucha nace de esa fuente: la perspectiva de un Dios
que escucha, y escucha a todos y a todas, y escucha especialmente a los “sin
voz”, a los más vulnerables, a los que se han quedado sin palabras, y lo hace
despertando en ellos y ellas un hablar empoderado, pues Su escucha siempre es
liberadora 13.
Por esta razón “ser escuchado”, ser BIEN escuchado 14, es siempre una
experiencia sanadora. La simple escucha cura muchas heridas. Posibilita a aquel
que es escuchado revertir y recrear sus propias narrativas como herido, y a
partir de ahí encontrar caminos de sanación, salir de proceso de victimización,
reencontrar su propia identidad y dignidad de nuevo. No por nuestros consejos
sino por la calidad de nuestra escucha, por ofrecer ese espacio humilde, pero
cercano, donde es posible experimentarse rehecho, resanado, reparado.
Solo comprometidas con una espiritualidad de la escucha podremos dar pasos
hacia ese cambio sinodal por el que suspira la Iglesia, y hacernos cargo de la
realidad abriéndonos al diálogo y al discernimiento, pues la escucha es
condición de posibilidad de ambos.

11Vida en comunidad, Sígueme, Salamanca 2003, 92.


12 Cf. NELLE MORTON, The Journay is Home, Boston 1985.
13 De tal manera que con STEPHANIE KLEIN podríamos decir que el hablar de Dios y el propio anuncio

evangelizador puede ser entendido como una escucha, un renovado estilo de acompañamiento. Se aventura
incluso a afirmar que “el conocimiento teológico –práctico, inductivo o empírico– no surge de la palabra de
Dios, sino de la escucha de Dios a la teóloga y de la escucha de esta, a su vez, de otras mujeres”: VIRGINIA R.
AZCUY, “El método cualitativo en la teología feminista. La experiencia de las mujeres y un diálogo con
Stephanie Klein sobre la escucha”: Perspectiva Teológica 53/3 (2021) 671-700, aquí, 692. “Un anuncio
entendido como una forma de escucha y un recibir a la otra/o como una forma de animar al propio lenguaje”
en coherencia además con una sinodalidad que requiere la escucha como práctica fundamental de la vida y
misión de la Iglesia. Ibidem, 693.
14 El papa en el Mensaje para la 56° Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales: Escuchar con los oídos

del corazón, recoge con agudeza algunos usos del oído que no son verdadera escucha Escuchar a escondidas
y espiar. Ese enterarse de todo, cuando no somos convocadas a la escucha. Almacenar información,
guardando su uso para el propio interés. Escucharnos a nosotras mismas cuando los demás hablan.
Distorsionar lo que el otro dice, interpretando desde mis propios puntos de vista, no dejando espacio para
que el otro se diga, o haciéndole decir lo que no dijo, o no quería decir. La escucha selectiva que va borrando
lo que no me interesa y solo deja espacio para lo que se ajusta a mi modo de ver. La escucha instrumental,
utilizada como trampolín para hacer brillar mi respuesta.

8
b) Espiritualidad del diálogo

Una espiritualidad sinodal ha de ser una espiritualidad del diálogo. Porque si la


sinodalidad nos habla de un “caminar juntos”, la palabra “diálogo” (del griego
diáalogos: diáa/logos) en su propia etimología15 –traduce la idea de
“pensar/hablar juntos” o más concreto: “hablar/pensar entre dos”.
Si se trata de “hacernos cargo” de la realidad caminando juntos (sinodal), esto
no se podrá realizar más que “en un hablar /pensar entre aquellos que caminan
juntos” (dialogal).
A pesar de la importancia de la escucha, esta no basta para que podamos hablar
de diálogo. Es preciso un sujeto capaz de palabra. Así hemos sido creados:
oyentes de la palabra y capaces de respuesta a aquello que hemos escuchado.
El diálogo se apoya en el poder y el misterio de la palabra. Poder para decir la
realidad, para decirnos a nosotras mismas. La palabra es uno de los
instrumentos más potentes con los que contamos para expresarnos, para abrir
una vía que exterioriza nuestra interioridad y obviamente para comunicarnos y
dialogar.
Pero para ello, la palabra ha de brotar de la interioridad y ser portadora de la
verdad que nos habita. Por ello la palabra siempre va acompañada de la
gestualidad, de la mirada, del tono de voz, que perfila las emociones que
transporta, las vivencias que palpitan debajo de los sonidos y los significados
objetivos que se transmiten, que quedan así matizados y enriquecidos.
Pero para que la palabra pueda ser verdadera mediadora de diálogo, será
preciso también que “nazca de una escucha”, y no prioritariamente de la propia
visión. La palabra es siempre un momento segundo.
Y de nuevo, hemos de acudir a la humildad. Solo una palabra humilde es capaz
de adentrarse en la construcción de un diálogo. Una palabra que desde la
escucha emprende un camino de búsqueda que partiendo de la propia verdad
trata de co-construir con la palabra escuchada una palabra nueva, una palabra
mayor.
La palabra que dialoga no sale como una flecha segura de alcanzar su objetivo,
sino se deja moldear por lo oído, se detiene, espera el momento adecuado, se
sabe incompleta y, a tientas y temblorosa, trata de balbucear lo que, en la
conjunción de la palabra oída, de la experiencia vivida, y de la conmoción
experimentada, emerge como respuesta y que, de alguna manera, ya no me
pertenece porque brota como resultado de un encuentro y creación común.
El diálogo es siempre co-creación de una narrativa diversa a las narrativas de
los sujetos que se encuentran. Una palabra atenta a la vida, al otro, y a todo lo
que acontece a través de ella es la que puede implicarse en esa construcción y
crear un verdadero diálogo que trata de generar “algo nuevo”, en una narrativa
común y abierta, que transita las posibles polaridades –en las que siempre

15
diáa es una preposición que significa 'por medio de "," entre "," a través de ", y por similitud a dyo, también
“dos” y Logos viene de legein, 'hablar’, pero también “pensar”.

9
tendemos a instalarnos–, sin hacer morada en ellas, tratando de alcanzar
significados comunes que conviertan a las palabras en referentes en los que nos
podemos apoyar, porque han adquirido tras este encuentro una resignificación
en la que nos encontramos más hondamente. Nos permiten así mirar la realidad
juntos, decirla, diciendo lo mismo, y por ello también “hacernos cargo de ella”.
En este sentido la espiritualidad del diálogo es esencial para nosotras en este
camino sinodal.
Pero para adentrarnos en esta espiritualidad, es preciso que asumamos el riesgo
del diálogo: el “riesgo de estar juntos”.
Se trata del riesgo de “dejarse afectar”, que ya ha comenzado en la escucha,
pero no termina ahí, puesto que no basta el dejarse conmover, el acoger la
diversidad del otro en ideas, motivaciones, argumentos, sentimientos y
vivencias… Ese “dejarnos afectar” ha de transformarnos, “movernos el piso”,
nuestras seguridades, nuestras convicciones. No porque necesariamente hayan
de ser convertidas o cambiadas, sino porque es preciso abrirse a la posibilidad
de que en aquello que no comparto, no veo o no entiendo exista algo de verdad.
Se trata de permitir que se adentren en mi las perspectivas y vivencias del otro
que abran mi horizonte de comprensión, que me ayuden a entender otros modos
de leer la realidad –esa realidad de la que queremos hacernos cargo–. Esos
“otros modos” no han de ser necesariamente mejores, pero tampoco peores. En
todo caso, si soy capaz de dejarlos entrar, enriquecerán mi horizonte y mis
perspectivas, y me harán capaz de diálogo.
Dejarme afectar, supone que soy capaz de co-sentir y co-padecer con el otro,
de hacerme cargo de su situación, su visión y sus sentimientos.
Dejarme afectar, dulcifica mis posiciones y mis argumentos porque la
perspectiva del otro, siento que me interesa, me incumbe y deseo entenderla,
aunque no la comparta o incluso puedo ser movida a compartirla, en su
totalidad o en parte.
Dejarse afectar, supone admitir que permitir al otro y a su mundo encontrarse
con el mío y entrar en diálogo exige abrirse a una posibilidad de transformación.
Sin asumir este “riesgo de dejarnos afectar” no podremos dialogar, y sin abrazar
este espíritu del diálogo, jamás podremos transitar un modo de vida sinodal.

UN ICONO: Emaús. Un diálogo en camino


«Mientras se hablaban y hacían preguntas, Jesús en persona se acercó, y
se puso a caminar con ellos». (Lc 24, 13)
El diálogo, aparece aquí como “lugar teológico”. El resucitado se hace presente
“en el espacio de la palabra compartida”, en la búsqueda de respuestas no
encontradas y que se mantienen como preguntas, en la comunicación profunda
que conecta dos heridas, en la “desesperanza” que provoca la huida que, a
través del diálogo, se torna en “salida” que, a su vez, en el “encuentro reparador”
se convierte en “retorno” a la comunidad, a la comunión, y los convierte en
“testigos de esperanza”.
El diálogo se muestra aquí, como un espacio propio para “la aparición del
Resucitado”. Pero esta es posible porque el diálogo fue lo suficientemente
abierto como para acoger e incluir al extranjero, al distinto, al desconocido, y

10
suficientemente humilde para escuchar, no solo al extraño que les sale al
encuentro y parece “no saber nada de lo que está pasando”, es decir, es alguien
“sin conocimiento y sin experiencia acerca de su vivencia, acerca del “objeto”,
del tema de su conversación”.
Han sido “escuchados” con empatía y atención, por aquel que les ha
interrumpido la conversación. Y se abren, ellos mismos, a la escucha: sin
prejuicios, sin críticas, sin prepotencia –¡qué nos va a contar este! que no sabe
nada de lo que todo el mundo sabe, que no sabe nada de lo que nosotros hemos
vivido en primera persona y que nos ha arruinado la vida, nuestros proyectos de
futuro, nuestro amor y nuestra esperanza–.
Escuchan con tanta humildad que hacen posible que la verdad emerja y se abra
paso como una novedad que se posibilita cuando se ofrecen y se entregan las
perspectivas personales, las lecturas propias de la realidad.
Escucha profunda. La del extraño que habla desde su costado abierto –desde su
herida–. Y la escucha de los de Emaús, que hablan desde esa otra herida que los
expulsa de Jerusalén, de la comunidad, del proyecto soñado y acariciado con
Jesús –desolados y desesperanzados–.
Este diálogo “desde las heridas” es reparador porque permite que emerja la
verdad, porque arroja luz sobre el pasado y esperanza sobre el futuro, porque
crea comunión en el presente.
Este diálogo que es acogida profunda del otro, hasta el punto de pedirle que “se
quede”, “que permanezca”. Es un diálogo empático y afectivo –”hace arder el
corazón”–, y además, crea vínculos que a su vez buscan recuperar otros vínculos.
Ante la escena de Emaús somos testigos de cómo una conversación se torna en
diálogo, y al hacerlo:
1. Se convierte en lugar teológico
2. Nos recuerda que todo diálogo reclama un movimiento de salida y al
mismo tiempo una apertura dispuesta a incluir al “extraño”, al
“distinto”, y a situarse con “humildad”, desde abajo y desde cerca
para poder hacerlo finalmente desde “dentro”.
3. El diálogo exige un reconocimiento del otro, como “otro”, como
persona: su dignidad y su capacidad para aportarme algo.
4. Un verdadero diálogo pide una relación profunda, que desde el
conocimiento propio y desde lo hondo de uno mismo, se dirija al
interior del otro. Un diálogo siempre es una relación corazón – corazón.
Será tanto más auténtico cuando la comunicación se establezca
desde la común vulnerabilidad. El peregrino conecta su herida (ya
resucitada, pero herida) con el corazón herido de los de Emaús. El
encuentro desde nuestras vulnerabilidades hace posible un diálogo
más profundo, más auténtico y más capaz de generar “novedad”.
5. El diálogo crea un nuevo espacio donde es posible recrear los
significantes, no solo de las palabras, sino de las vivencias, de las
emociones, de las situaciones, de los puntos de vista… Ese espacio es
un “entre” que está llamado a caminar hacia un nosotros y a hacer ese
“nosotros” cada vez mayor. En este “entre” es posible “pensar juntos”,
generando una mirada común hacia el mundo y un proyecto común.

11
6. Por último, un diálogo así, es esencialmente reparador: devuelve la
identidad perdida, transforma la tristeza del fracaso en alegría, la
huida desesperanzada en regreso y anuncio; la vergüenza y el miedo
en testimonio. El diálogo les cambia la mirada y la realidad, se ilumina
de una nueva luz y todo se hace nuevo.

c) Espiritualidad del discernimiento

La espiritualidad sinodal, nos invita a hacernos cargo del mundo escuchando y


dialogando, por ello hemos hablado de una espiritualidad de la escucha y del
diálogo que reclaman, a su vez, la atención y la mirada desde el corazón que
requiere todo discernimiento, para juntos, hacernos cargo realmente de la
realidad.
¿Por qué la espiritualidad sinodal ha de ser una espiritualidad del
discernimiento?
La razón es muy simple. No podemos hacernos cargo del mundo, juntos, en
camino hacia una comunión universal –que es la meta de este proceso de
cambio sinodal–, simplemente con acuerdos, sondeos sobre lo que piensa la
mayoría, tanteos sobre los puntos de coincidencia… Si estamos dispuestas a vivir
una espiritualidad de la escucha y del diálogo, en los términos de exigencia de
los que he hablado, esa escucha y ese diálogo están llamados a abrirse al
Espíritu y dejar que esa novedad que ha nacido del “entre” dialógico se deje
permear por el Espíritu, que el diálogo se convierta consciente y explícitamente
en lugar teológico que incluye al Otro, con mayúsculas, que acoge y hospeda al
Espíritu que desciende sobre ese “entre”, al mismo tiempo que emerge desde
ese “entre”, posibilitando un verdadero discernimiento espiritual en la búsqueda
de los modos concretos de “hacernos cargo” del mundo.
El Espíritu que guía el camino sinodal es el Espíritu del Padre que, como a Jesús,
le guía estando “sobre él”. Pero es también el Espíritu de Jesús, que lo habita y
mueve “desde dentro”. Ese Espíritu que nos ha sido dado como cuerpo, como
iglesia, y también como bautizados. De ahí que en este camino, los creyentes
tengamos que hacernos conscientes de esa presencia que nos guía e ilumina
desde arriba (inclina su oído y desciende) y de esa presencia que nos habita
como Cuerpo, y habita en cada uno de nosotros y que a través del
discernimiento –como punto de llegada de un proceso que ha comenzado en la
escucha y el diálogo–, se deja ahora definitivamente encontrar en ese “entre”
co-creado entre todos… abriéndonos a una luz y una novedad que confirma y
dilata, sostiene y fortalece, ilumina y consuela, y hace factible el Siguiente Paso
Posible en este camino Sinodal.
La espiritualidad sinodal es una espiritualidad del discernimiento comunitario,
en la que todos y cada uno somos invitados a introducirnos, precisamente a
través de la escucha y el diálogo con los otros y con el Otro que nos habita y
visita a través del Espíritu, que siempre es Espíritu de Comunión en el Amor,
porque esa es la tarea del Espíritu en la vida divina.
Vivir una espiritualidad de discernimiento, es saber que hemos de poner todo de
nuestra parte para que este sea posible, y estar convencidas al mismo tiempo

12
que no se nos negará la luz que nos permita la “suficiente claridad” para avanzar
dando “el siguiente paso posible”, desde el gozo del sabernos buscando juntos,
y recibiendo juntos, algo que no está en nuestras manos, pero sí en nuestra
disponibilidad a dejarnos visitar simultáneamente por el Espíritu que clama –
tantas veces con gemidos inefables– desde el interior de cada una de nosotras,
desde el interior de la historia y los acontecimientos, ¡también desde el interior
de la creación! y que se nos dice de una manera peculiar y determinante,
descendiendo a ese “entre” que es fruto de nuestra desposesión y nuestra
entrega.
El discernimiento debería ser nuestra guía en este camino sinodal, para no dejar
de avanzar ese “siguiente paso posible”, que será pequeño, trabajoso y
esforzado, pero que nos devuelve plenitud, identidad y consuelo: el de caminar
juntos, y el de ir construyendo la comunión y fortaleciendo los vínculos mientras
“buscamos los cómos” de esta llamada a hacernos cargo de la realidad.
Una realidad que, sin embargo, está habitada también por muchos y muchas
que no comparten nuestra fe, o ninguna fe, pero que caminan con nosotros por
la vida y habitan también en esta realidad, y que deberían estar igualmente en
ese “entre”, y que pueden ser para nosotras, mediadores del Espíritu.
Cuanto más nos atrevemos a caminar por nuevos senderos, más arraigados
necesitamos estar en nuestra propia tradición, y al mismo tiempo más abiertos
a los demás y a sus tradiciones. No para renegar de la nuestra, sino para
enriquecerla, para alimentarla, para confrontarla con instancias críticas que
pueden resultar causa de una mayor profundización, o instancias críticas que
nos inviten a nuevas conversiones.
Y hacerlo “todos”, abrazando la diferencia y escapando de la indiferencia
generalizadora, que pretende convertir en general y universal, lo que no lo es,
ocultando y haciendo inaccesible la existencia de lo diferente. Impidiendo que
tantos –y sobre todo tantas– no puedan reconocerse ni en su identidad, ni en sus
experiencias… en dichas generalizaciones, perdiéndose lo específico que podrían
aportar cual si fuera algo inexistente 16.
De ahí el reclamo en un verdadero discernimiento de la presencia de teorías
limitadas y contextuales, que se desarrollen a partir de la escucha de
experiencias concretas, de modos de acceder a la realidad “impotentes”, pero
que pudieran ser de gran fecundidad… y que habitualmente están sofocados,
reducidos y ocultados por la parcialidad “supuestamente universalista” de un
universo masculino, occidental, teórico, rico y poderoso 17.
Todo ello exige al discernimiento una “gran apertura” de Espíritu, también al
Espíritu presente en la diversidad de los “pequeños relatos” de las minorías, de
los diferentes…
Se trata de discernir junto al Dios que habla, pero que también escucha, y
provoca una palabra viva que transmite a través de las vidas “más vulnerables
y vulneradas” (los más pobres, marginados, descartados y, cómo no, las

16 STEPHANIE KLEIN, Theologie und empirische Biographieforschung. Methodische Zugänge zur Lebens- und
Glaubensgeschichte und ihre Bedeutung für eine erfahrungsbezogene Theologie (Praktische Theologie 19),
Kohlhammer, Stuttgart 1994, 64: “detrás de las generalizaciones desaparece el origen de un conocimiento
conformado a la medida del androcentrismo”.
17 Ibidem.

13
mujeres) estimulando la aparición de un lenguaje nuevo, más inclusivo, más
diferenciado, más matizado, “más peligroso”.
Solo cuando lo universal es pensado incorporando “la diferencia” se hace
justicia a lo diferente y podemos decir que realmente estamos caminando juntos
hacia esa comunión que solo puede ser pensada a imagen de la vida del Dios
trinitario, uno en la diferencia de personas.
Si la espiritualidad sinodal, nos exige caminar juntos y pensar juntos, para poder
discernir juntos, esto habrá de hacerse incorporando las diferencias, y
abrazando también los pequeños relatos de las minorías, no solo los relatos
dominantes.

d) Espiritualidad del cuidado: ternura, custodia y reparación

La siguiente nota de la espiritualidad sinodal a la que me voy a referir, tiene que


ver más directamente con esa invitación a abrazar la vulnerabilidad que nos
hace el lema de la Asamblea. Se trata ahora de tomar especial conciencia de
que esa realidad de la que nos hemos de hacer cargo es una realidad vulnerable
y, de hecho, vulnerada en la práctica totalidad de sus ámbitos. Conciencia de
que somos criaturas, frágiles, falibles… Escribo estas páginas en un momento en
el que Ucrania está siendo bombardeada e invadida, en el que miles de hombres
y mujeres se han convertido en nuevos desplazados, obligados a abandonar sus
casas (o los escombros a los que han quedado reducidas), su tierra, y sus
esperanzas para huir hacia un futuro muy incierto. Tecleo estas páginas
mientras los intentos de diálogo fracasan una y otra vez, y las palabras parecen
carecer de valor porque se contradicen, y encienden aún más el miedo y la
desconfianza. En un momento en el que todos nuestros intereses son
confrontados con el deseo de una ayuda que no termina de materializarse. En
este contexto de guerra y violencia, de heridas, ruptura y muerte, se hace más
nítida esta llamada a “hacerse cargo” y a “cargar” tratando de aliviar las cargas
de otros; la llamada a “encargarse” de tantos hombres y mujeres que en nuestro
mundo están sufriendo hoy. Y hacerlo sabiendo que también nosotras somos
vulnerables, que también estamos heridas, y también somos capaces de herir.
Estamos, así mismo, en un momento eclesial, por una parte, tan lleno de
esperanza de que realmente seamos capaces de involucrarnos en este proceso
y reto que nos plantea la sinodalidad y, por otra, tan herido por la cuestión de
“los abusos”.
En esta situación hay dos palabras que se me tornan especialmente
significativas en esta tarea que es la espiritualidad –“hacernos cargo”–, y en este
propósito de incluir la “sinodalidad” en nuestro modo de estar en el mundo y en
la Iglesia: proximidad18 y cuidado 19.
La “proximidad” es un buen antídoto contra la indiferencia, y el “cuidado”, la
contra-cara del “abuso” en sus múltiples formas, así como una de las vías más

18J. M. Esquirol, La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad, El Acantilado, Barcelona
2015.
19 F. Torralba, Antropología del cuidar (1998) y Ética del cuidar (2002).

14
hermosas para hacernos cargo de los otros, de la realidad, de la naturaleza y de
nosotros mismos.
Cuidado que se distancia tanto del “paternalismo” como del “clericalismo”, pues
lejos de entrar en contacto con el otro como un sujeto pasivo, es estímulo,
provocación de palabra y decisión, manadero de confianza, posibilitador de
autonomía.
El cuidado está en relación con la idea de sostenibilidad, entendida en sentido
sustantivo. No sólo se refiere a cuestiones ecológicas, energéticas, de fuentes
naturales. La idea de sostenibilidad nos recuerda que hablar de cuidar, no es
hacerlo de un acto puntual sino de algo que debe ser sostenido a lo largo del
tiempo, y que exige un cambio de relación con el sistema-naturaleza, el sistema-
vida y el sistema Tierra.
El cuidado, además adquiere una mayor importancia por su relación con el
amor. Es en realidad nuestra capacidad de amar lo que está en tela de juicio
cuando no cuidamos, porque aquello que amamos, lo cuidamos; y por eso el
cuidar es fruto del amor: “cuidamos lo que amamos” 20.
De ahí la importancia para una espiritualidad sinodal de activar una
espiritualidad del cuidado sostenible que nos ayude a reinventar un nuevo modo
de estar en el mundo con los otros, con la naturaleza, con la Tierra y con la Última
Realidad, con Dios 21.

Más en concreto, ¿qué puede aportar a la sinodalidad esta perspectiva del


“cuidado”?
Cada día estoy más convencida de que un modo sinodal de ser Iglesia, de
relacionarnos en la Iglesia, y de vivir la misio Dei, desde la Iglesia, pasa por una
apuesta convencida por hacer del “cuidado” nuestra forma específica de
“hacernos cargo de la realidad”.
Se trata, como he dicho, de una categoría con vocación a convertirse en un
nuevo paradigma para un mundo que da señales de agotamiento y extenuación,
consumido por las consecuencias violentas y degradadoras en las que nos ha
sumido el paradigma del “éxito-poder”.
Se trata de un concepto poliédrico, con capacidad para conectar con
prácticamente todos los órdenes de realidad.
1) Cuidado de nosotras mismas, de nuestra interioridad, de nuestro
“espíritu”, de nuestras heridas y fracturas, para poder estar libres y
dispuestas para el cuidado de los otros.
2) Cuidado de nuestra relación con Dios. Cuidar nuestra conexión con la
fuente de vida, con Aquel que se cuida de nosotras, enraizar en él

20 “Si “ser espiritual es despertar a la dimensión más profunda que hay en nosotras, que nos hace sensibles

a la solidaridad, a la justicia para todos, a la cooperación, a la fraternidad universal, a la veneración y al amor


incondicional; y controlar sus contrarios”, entonces es la espiritualidad la que nos conecta y re-conecta con
todas las cosas, la que nos abre la experiencia de pertenecer al gran Todo y que nos hace crecer en la
esperanza de que el sentido es más fuerte que el absurdo. Cf. L. BOFF, El cuidado necesario, Trotta, 2012.
21 Un nuevo modo de hacernos cargo de la realidad que parta de un aprender a ser más con menos y a

satisfacer nuestras necesidades con sentido de solidaridad con los millones de personas que pasan hambre
y con el futuro de las generaciones venideras.

15
nuestra confianza y nuestras esperanzas, des-cargar en Él nuestros
afanes, para poder “hacernos cargo” de la misión que deja en
nuestras manos.
3) Cuidado de los vínculos con los otros, pero también cuidado del tejido
social. El cuidado no sólo tiene que ver con las relaciones
interpersonales, sino que es un concepto con una profunda dimensión
política. De hecho, ya se está hablando de “cuidadanía”. La pandemia
ha dejado al descubierto no solo nuestra vulnerabilidad sino también
la importancia de las redes de cuidado que sostienen nuestra vida
social. La apuesta por la “cuidadanía” debería afectar también
nuestras relaciones intraeclesiales, y supone en todo caso una
deconstrucción del paradigma de la autosuficiencia y los contratos
autodefensivos al cuidado, contemplado como una exigencia
política 22.
4) Cuidado de la tierra. Esa casa común de la que estamos llamados
también a hacernos cargo.
Yo aquí me voy a detener en tres términos que apuntan a tres disposiciones
existenciales que podrían convertirse en ejes fundamentales para introducir la
espiritualidad del cuidado 23 en la espiritualidad sinodal: ternura, custodia,
reparación-reconciliación.
Ternura: como relación de cuidado generadora de confianza (base ineludible
que sostiene cualquier vínculo y sin la cual sería imposible llevar adelante ningún
proyecto sinodal) y más necesaria aún, debido a nuestra condición de seres
vulnerables.
La vivencia de la ternura es algo que todo ser humano experimenta en el origen
de su vida a través de la denominada ternura tutelar o diatrófica, es decir, la
relación primigenia de amor que se desencadena entre la figura tutelar y el
neonato en los primeros meses de vida. Recibe este nombre porque el lenguaje
de la ternura es el único medio al alcance de la madre para trasmitir el impulso
amoroso y tutelar que la inclina hacia su criatura. La ternura se constituye así
en una relación que se establece entre quien da el ser y quien lo recibe,
construida sobre la base de una vivencia de acogida incondicional
posibilitadora de una respuesta de absoluta confianza y “total abandono”.
A. Spitz la define como “una capacidad reforzada para darse cuenta y percibir
las necesidades anaclíticas del niño tanto de manera consciente como

22 PEPE LAGUNA, «Cuidadanía»: los cuidados que sostienen la vida». Padres y Maestros 386 (2021) 12-17. “El

tránsito del paradigma de la ciudadanía al de la cuidadanía exige al menos tres desplazamientos esenciales:
uno antropológico, de la autosuficiencia a la vulnerabilidad; otro ético desde morales formales a éticas
responsivas y, por último, un desplazamiento sociopolítico del cuidado como virtud benevolente al cuidado
como exigencia política”.
23 Sea cual fue el modo de cuidar que debamos activar en cada momento, siempre se trata de un arte y tiene

sus exigencias: El escrupuloso respeto de la autonomía del otro. El conocimiento y la comprensión de la


circunstancia del sujeto cuidado. El análisis de sus necesidades. La capacidad de anticipación. El respeto y
promoción de la identidad del sujeto cuidado. El auto-cuidado como garantía de un cuidado correcto. La
vinculación empática con la vulnerabilidad del otro. Cf. F. TORRALBA, Torralba, Ética del cuidar. Fundamentos,
contextos y problemas, Institut Borja de Bioètica/ Mapfre Medicina, Barcelona 2006. Ib., Esencia del cuidar. Siete
tesis. Sal Terrae, Santander-Bilbao 2005, 885-894.

16
inconsciente y a la vez percibir un impulso (Drang) a servir de ayuda en esta
menesterosidad”.
Gran parte de la fuerza de esta categoría radica en su fundamentación en el
proceso biológico de origen. A través de esta ternura se va forjando en la
persona lo que Erikson denomina “confianza básica”, esencial para el desarrollo
de un yo saludable. La confianza básica se constituye cuando el bebé aprende
a confiar en esa figura tutelar que a través de la ternura le da seguridad y es
solícita a sus necesidades. Pero, sobre todo, posibilita que el niño se sienta
amado y por ello digno de amor 24, contribuyendo al desarrollo de un yo fuerte,
y de una autoestima sana. Además, se crea como un patrón relacional, de modo
que la seguridad adquirida en esta primera relación posibilita al niño
aproximarse positivamente a otras relaciones, así como una mirada abierta y
fiable al mundo.
La importancia de la ternura se continúa a lo largo de toda la vida, pues nuestros
intercambios cotidianos de ternura sirven como una continua renovación de la
confianza básica, ya que las personas no pueden nutrirse durante todo el resto
de sus vidas de la confianza establecida en su temprana infancia.
La confianza básica provee de una seguridad ontológica que permite a las
personas poner entre paréntesis sus ansiedades sobre la impredictibilidad del
ambiente social y desenvolverse en situaciones de incertidumbre. La ternura
dada y recibida a lo largo de nuestra vida, mantendrá ese nivel de confianza tan
esencial en nuestra existencia y además será imprescindible para equilibrar la
agresividad, para activar nuestra capacidad de integración, de incorporación a
la sociedad, posibilitando relaciones sanas, e incluso ejerciendo funciones
curativas 25.
Además, cuidamos como hemos sido cuidados. De ahí la importancia de la
ternura en el núcleo familiar en el origen de la vida, pero no menos nuestra
experiencia de haber sido amadas con ternura por Dios. En definitiva, la relación
primera que nos une con él, es esta, una relación de ternura, de Aquel que nos
da el ser, hacia nosotras sus criaturas: su modo de cuidarnos, la experiencia de
que es nuestro sostén, nuestra roca y nuestro refugio… Esta relación con un Dios
de ternura que nos cuida, nos acoge y nos sustenta como una madre amorosa,
nos regala esa experiencia fundamental de ser cuidadas con ternura y la
posibilidad de reproducirla en nuestras relaciones.
En este sentido la ternura como forma de cuidado puede convertirse en un
elemento esencial para vivir en clave de sinodalidad, puesto que todo tejido
relacional se sostiene sobre la base de la confianza. Será esencial fortalecer los
vínculos de confianza para adentrarnos en la propuesta sinodal que nos hace la

24 WINNICOTT fue pionero en señalar la importancia de este cuidado primario amoroso con el término
"cuidado materno suficiente": D.W. WINNICOTT, El hogar, nuestro punto de partida. Ensayos de un psicoanalista,
Paidós, Barcelona 1996, 145. La particular dinámica de ternura dentro de la familia influencia las formas de
confianza inculcadas al niño. Una madre que atiende tiernamente las necesidades de su bebé crea un
ambiente favorable que produce "en el niño un alto grado de confianza en su madre" Ibidem, 36. Sobre esta
confianza fundacional establecida en el hogar, se construyen las relaciones con la familia extensa, los
vecinos, colegas y la sociedad en general: JOHN BOWLBY, “Psychoanalysis as art and science”, Higher Education
Quarterly 35/4 (September 1981) 465-482, aquí 414.
25Cf. NURYA MARTÍNEZ-GAYOL, Un espacio para la ternura miradas desde la teología (Biblioteca Teología
Comillas), Desclée de Brouwer, Bilbao 2006.

17
Iglesia. Fiarnos los unos de los otros. Y para crecer en esta confianza, la ternura
se revela un instrumento potente, y al mismo tiempo exigente, porque no
hablamos de una pseudo-ternura llena de ambigüedad, o de dulzonería barata.
La verdadera ternura
- nos exige atención al otro, a sus necesidades y posibilidades, con un
exquisito cuidado para no ir más allá de lo que quiere y necesita… La
ternura…–como la caricia, una de sus mediaciones más comunes–, si
agarra o trata de poseer se convierte en un puño y en una agresión…
- activa al mismo tiempo en nosotras el impulso del cuidado, el «impulso
diatrófico o tutelar» que es la tendencia a amparar al débil, a ayudar o a
proteger, posponiendo las necesidades propias para atender a las
necesidades del otro…
- regala seguridad y protección, pero lo hace de tal manera que es capaz
de promover, con el abrigo, la apertura, la libertad y el riesgo.
- exige proximidad y al mismo tiempo la distancia reverente que precisa el
otro para no sentirse encerrado, sino impulsado.
- nos confirma en nuestra individualidad y al mismo tiempo crea nexos de
pertenencia.
- se vuelca más espontáneamente sobre quien más lo precisa, los más
frágiles, empequeñecidos, solitarios, marginados, aislados.
Activar en nosotras la ternura, como estilo relacional en el modo de “hacernos
cargo de la realidad”, de cuidarnos de los otros… puede ser uno de los aportes
que la espiritualidad del cuidado pueda hacer a la sinodalidad 26.

Custodia:
El término «custodiar» 27 dice referencia al encargo que el Creador hace al ser
humano, invitándole al cuidado y protección de la tierra28. Estamos llamados a
alabar –como señala LS– al Creador y, junto a Él, a cuidar, a custodiar su
creación 29. Pero “custodiar” significa también «Guardar algo o a alguien con
cuidado y vigilancia» (RAE). Nos habla de dar protección, seguridad…, pero
también del reconocimiento de aquello que debe de ser custodiado como
valioso, como digno de atención. Dice relación con la tierra, con esa casa común

26 A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de

comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis
unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: “En esto reconocerán que sois mis
discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros” (Jn 13,35). (EG 99)
27 Se deriva de la palabra “custodia” del latín custodia: guarda, salvaguarda, cualidad o acción de guardar y

proteger. Este vocablo deriva de custos, custodis- (guardián, el que se pone como protección o cobertura de
algo).
28 La creación no es patrimonio humano, es una realidad sacra que transparenta el misterio de Dios. Dios

habla a través de cada una de las criaturas y en cada una de ellas hay un rastro de la eternidad de Dios.
29 “La vocación de custodiar -afirma el Papa Francisco- no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que

tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda
la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san
Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos (19 de
marzo de 2013): Homilía Santa Misa inicio de su Pontificado.

18
que debería de ser un ámbito acogedor y de hospitalidad para todos; una fuente
de vida, pero también una fuente de identidad, porque la tierra en la que
vivimos, la tierra que nos vio nacer, su geografía, su clima…, todo eso nos
conforma y nos regala identidad. Y todos tenemos derecho a ella.
Custodiar la tierra es cuidarla para que cada lugar, cada espacio pueda ser
hogar común para todos. Y para evitar que la depredación destruya ámbitos
naturales y, con ellos, además de las posibilidades de vida para muchos hombres
y mujeres, identidades peculiares.
Custodiar es también preocuparse uno del otro, pues cada “otro” está también
confiado a la custodia del ser humano, y es una responsabilidad que nos afecta
a todos. Hemos de custodiarnos unos a otros y ser también custodios de todo lo
creado. (cf. LS 236).
Reparación:
El cuidado debe caracterizarse por ser eficaz, por rescatar la dignidad y por
resultar reconciliador 30. Para que la sinodalidad, entendida como el modo
eclesial de ser y de actuar, dignifique a todo ser humano, será preciso vivirla
desde el cuidado, y de un modo particular del cuidado de lo que, de hecho, ya
está vulnerado (personas, situaciones, relaciones). De ahí que el cuidado se
torne ante el herido, el roto, el fragmentado… en una llamada a curar 31, a reparar.
De una manera particular la espiritualidad del cuidado nos invita a ejercer una
atención especialmente amorosa con los oprimidos, con los dañados, los
heridos, los desesperanzados; a edificar y reconstruir los puentes relacionales
que han sido rotos y, además, hacerlo con eficacia.
Pero más en concreto, la llamada que estamos viviendo en este momento
histórico a una conversión a la sinodalidad se da en una Iglesia muy plural,
donde hay sensibilidades muy distintas –más o menos afines a este proyecto–,
y que tiene, detrás, una historia de intentos fallidos, de incomprensiones, y de
no pocas heridas…
Si pretendemos hacernos cargo de la realidad, de la Missio Dei, como Iglesia
con un modo de ser y de actuar sinodal, no podemos sino «incluir a todos» y
contar con las heridas. Si queremos abrazar nuestra vulnerabilidad, entonces no
podremos olvidar que se trata de una vulnerabilidad vulnerada, y que las
heridas tendemos a protegerlas con cerrazón y con violencia y agresividad. De
ahí la necesidad de redoblar el cuidado, un cuidado lleno de ternura, pero
también un cuidado reparador. El cuidado que se aproxima al otro para “cargar
sobre sí su situación”, asumiendo el riesgo del perdón, acercándose al dolor que
tendrá que aquietar, buscando establecer puentes en situaciones de ruptura, la
reunificación de lo disperso, la sanación de las heridas para restablecer un tejido

30 Así se plantea en, ALBERTO CANO ARENAS – ÁLVARO LOBO ARRANZ, Más que salud. Cinco claves de
espiritualidad ignaciana para ayudar en la enfermedad, Sal Terrae, Maliaño 2019, 100-106.
31 Cuidar y curar son dos términos muy próximos etimológicamente. De hecho “curar” deriva del latín

«curāre», que significa: "cuidar, preocupar". Por su parte cuidar tiene el significado de "poner atención a
algo o alguien" y viene del latín cogitare.
“Cuidar” sería el concepto más amplio, que de alguna manera abraza el “curar” que, a su vez, abarca la idea
de cura, sanación y salvación… pero que remite más directamente a una situación previa de herida, daño,
ruptura, enfermedad que clama por ser restablecida.

19
de confianza tantas veces roto, y sin el cual será imposible adentrarnos en la
aventura de la sinodalidad.
Abrazar desde abajo, desde dentro, desde la humildad, para que este abrazo
pueda ser curativo y restablezca las relaciones rotas o dañadas que portamos
en nuestra historia. Abrazar el riesgo del perdón, para posibilitar la
reconciliación 32.

e) Espiritualidad de la resistencia paciente o paciencia resistente

La espiritualidad sinodal no podrá ser sino una espiritualidad llena de


hypomoné. Este es un término bíblico que da nombre a la paciencia, la
resistencia, el soportar, la permanencia y el aguante como dimensiones propias
de la esperanza, hasta el punto de que, el NT sustituye el término griego elpis,
habitual para referirse a la esperanza desde los LXX por hypomoné, cuando se
refiere a la esperanza vivida en el aquí y ahora, en situaciones de dificultad.
He preferido subrayar esta dimensión, en vez de hablar de la esperanza en
general, porque creo que refleja una disposición muy necesaria en nuestro
momento eclesial, y porque el camino sinodal va a exigir de aquellos que lo
queramos transitar mucha hypomoné.
El camino sinodal es un camino de conversión, de cambio, de abandono de vías
y estructuras que nos daban seguridad, pero que se han ido convirtiendo, en
unas ocasiones, en infructuosas, en otras, en obstáculos si pretendemos avanzar
en sinodalidad, juntos en una búsqueda de formas más participativas e
inclusivas, que nos permitan caminar “con todos”, y “con todos” hacernos cargo
de la realidad.
Caminar juntos los “distintos”, los diferentes, con diversas experiencias de vida,
en el encuentro de una gran pluralidad de culturas, de sensibilidades, de
perspectivas y visiones…
Caminar juntos, atentos a las necesidades de los otros, cuidándonos de ellos al
mismo tiempo que lo hacemos de la realidad, dar el siguiente paso posible sin
que ni las prisas de las urgencias, los frenos de las dudas, ni las rémoras de las
dificultades logren dispersar o resquebrajar a quienes caminan juntos, en
sinodalidad.
De ahí la necesidad de que la espiritualidad sinodal sea una espiritualidad de la
paciencia resistente, o de la resistencia paciente, llena de persistencia y
aguante, como pasión sostenida, como fuego encendido que persiste a pesar de
los vientos que tratan de sofocarlo.
La hypomoné se sitúa por ello en las antípodas de la resignación... “es esa
paciencia en el sufrir... que nos da la esperanza en Jesucristo nuestro Señor” –
como nos recuerda Pablo en 1 Tes 1,3–.

32“La cultura del cuidado, como compromiso común, solidario y participativo para proteger y promover la
dignidad y el bien de todos, como una disposición al cuidado, a la atención, a la compasión, a la
reconciliación y a la recuperación, al respeto y a la aceptación mutuos, es un camino privilegiado para
construir la paz”: FRANCISCO, Mensaje del Santo Padre Francisco para la celebración de la 54 Jornada Mundial de la
paz, 01/01/2021.

20
No se trata de algo pasivo, es siempre activa, pero con una acción que es
aguante, entereza, resistencia activa y perseverante, y supone “plantar cara” a
la adversidad. Porque es precisamente allí, en la adversidad y en la prueba,
donde se ejercita.
- Esta llamada a la “paciencia” es un reto para nuestras “impaciencias”, para
quienes tienen la tentación de pensar que ya han esperado bastante, que
esto no cambia, que no damos pasos suficientemente rápidos y decisivos
hacia la sinodalidad, que no se va a lograr... para quienes no tienen
paciencia con ellos mismos, y pretenden convertirse de un vuelco, y no
resisten sus propios límites y fragilidades... a unos y otros… “hypomoné”.
- Es llamada para quien no comprende la hypomone de Dios, su paciencia
infinita con nosotros, para quienes echan de menos una intervención divina
radical, que ponga a cada uno en su sitio. Para quienes quieren, demasiado
rápidamente, separar el trigo y la cizaña juzgando quienes son o no son
llamados al proceso sinodal.
- Pero es también una llamada para los “resignados”, los cansados,
decepcionados, desilusionados. A quienes están tentados a desistir por la
inutilidad de los esfuerzos, por la escasez de los éxitos, porque el camino
sinodal no va a conseguir que cambie nada… a estos también “hypomoné”.
- La sinodalidad pide especialistas en “paciencia”. A nosotras nos pide que
seamos mujeres llenas de hypomoné, capaces de permanecer, de aguantar los
tiempos oscuros, las incomprensiones de muchos, los pasos cortos de otros, la
falta de luz, y los retrocesos… En muchos aspectos, dentro de la Iglesia, la vida
religiosa ya ha ido haciendo un cierto camino sinodal “ad intra y ad extra” –aún
incipiente, aún con mucho recorrido por delante–, pero hay avances. Un camino
de mayor participación y escucha, de ir dejando la responsabilidad de muchas
de nuestras obras a los laicos, de integrarlos en los procesos de decisión… y
también entre nosotras (más escucha, más corresponsabilidad, más circularidad
en nuestros modos de proceder, más búsqueda conjunta…). Mi sensación es que
este camino a nivel de clero está siendo –salvo honradas excepciones– más
nuevo, más difícil y por ello más lento. Precisamos de resistencia paciente para
armonizarnos al ritmo de sus tiempos densos y lentos.
La idea de “resistencia” se está recuperando en estas últimas décadas en la
filosofía 33, traduce bien el contenido de la hypomoné bíblica.
La espiritualidad sinodal necesita mujeres llenas de hypomoné, mujeres
resistentes con la alegría de la esperanza en los labios.
- Resistencia a las dificultades y a los conflictos que sin duda este proceso de
conversión sinodal traerá consigo.
- Resistencia a la precariedad y los límites de nuestra propia condición
humana.
- Resistencia a los obstáculos con los que se encuentran nuestras
pretensiones sinodales

33 JOSEP MARÍA ESQUIROL. La resistencia íntima, Acantilado, Barcelona 2015.

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- Resistencia como “aguante”, pero sobre todo “resistencia como fuerza”,
como fortaleza ante los procesos de desesperanza, de desintegración y de
corrosión que provienen, a veces del entorno, a veces de nosotras mismas…
- Resistencia ante la frustración, los proyectos rotos, ante las metas no
alcanzadas… ante los intentos fallidos para avanzar, para cambiar… tanto a
nivel personal, como a nivel comunitario, institucional, o eclesial…
- Resistencia ante los intentos de inmovilismo, de dejar todo como estaba…
que tratan de convencernos de lo inútil de nuestro esfuerzo y pretensión;
pero resistencia también ante la pereza y la negligencia que también
pueden llamar a nuestras puertas, insidiosas, tratando de convencernos de
que estamos perdiendo el tiempo, que ya hemos luchado bastante y que
ahora luchen otros…
- Resistencia ante las olas culturales que nos tientan con propuestas más
individualistas, de búsqueda de la realización propia y personal, en un
sucedáneo del existir que supuestamente da la felicidad, entendida esta
como realización individual, logro y éxito.
- Resistencia también como pausa, detenimiento y hondura que nos da
espacio para discernir y permanecer…aun cuando parece que nada ni nadie
da pasos hacia lo discernido.
- Resistencia como lugar, como espacio en el que es posible acoger y dar
hospitalidad al que no puede más, al desencantado, al que se ha quedado
sin fuerzas para luchar…
- Resistencia a la polarización que nos rodea, tratando de extremar posturas
que nos distancien, ahogando la paciencia y convirtiéndola en violenta
radicalización hacia el contrario. Resistencia al pensamiento sin matices y
sin tonalidad, para el que las cosas son blancas o negras. Resistencia a la
tentación de elaborar síntesis apresuradas que superficialmente parecen
fáciles, pero de fondo no contentan a nadie porque nacen de un artificio
carente de escucha, diálogo y discernimiento. Es preciso resistir en la
paradoja, en la dificultad de aunar contrarios, en la disonancia que busca
abarcar los sonidos en una nueva armonización, que se sostiene en la
perplejidad de lo que parecen pensamientos contrarios pero que están
llamados a enriquecer la visión de la realidad y nos piden vivir en ese
equilibrio inestable que no hace descanso en ningún polo, para no eliminar
el contrario… hasta hallar el camino de la inclusión.
- Este tipo de resistencia es una invitación a vivir “afinando los sentidos”,
“atentas” a la realidad, a lo que está sucediendo. Resisitir es “darse cuenta”,
vivir “en vigilia” –velad y orad, nos dice el “resistente por antonomasia” en
Getsemaní, en una hora ciertamente calamitosa para Jesús–.
- La paciencia resistente es la que nos permite “permanecer” pase lo que
pase, sabiendo que nuestro sueño de una comunión sinodal no es absurdo,
ni estériles nuestros esfuerzos, a pesar de no saber, de no ver cómo y cuándo
dará fruto, dónde y cuándo germinará.
Ese permanecer es el que hará sostenible este espíritu de sinodalidad. No
permitirá que este intento se quede en un bonito esfuerzo de dos años, tras

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el cual todo retorna a su lugar, sino que apuesta por pasos pequeños que
permanecen y aguardan pacientes el paso siguiente.

Por eso no hay paciencia resistente sin humildad y generosidad. La presunción


y el egoísmo incapacitan la resistencia. El resistente sabe que resiste no sólo
para sí, ni sólo para el grupo de resistentes; resiste para las generaciones
venideras, para la Iglesia futura, para el mundo que vendrá… Aporta su granito
de arena a un proyecto que es mucho mayor y que escapa a su mirada.
Esta espiritualidad de la resistencia nos invita a hacernos cargo del mundo al
modo del “resistente” que se mantiene firme en su propósito y confía en la
fecundidad de su acción, aunque sus frutos no sean inmediatos porque, en
definitiva, sabe que los frutos los da OTRO.
La espiritualidad sinodal se revela, así, como una espiritualidad que, desde la
escucha, el diálogo y el discernimiento se hace cargo de la realidad cuidándola
y resiste en este empeño, sin dejar de caminar con otros, con los distintos,
avanzando pacientemente, esforzadamente, paso a paso, en sostenida
resistencia co-construyendo una comunión que no deja de ser vulnerable, pero
que resiste porque es abrazada por todos, por todas.

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