La Guerra de Los Yacares
La Guerra de Los Yacares
La Guerra de Los Yacares
Gobernador
Axel Kicillof
Vicegobernadora
Verónica Magario
Jefe de Gabinete
Pablo Urquiza
Subsecretaria de Educación
Claudia Bracchi
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Quiroga, Horacio
La guerra de los yacarés / Horacio Quiroga; editado por Virginia Piñón; ilustrado por
Virginia Piñón. - 1a ed. - La Plata: Dirección General de Cultura y Educación de la
Provincia de Buenos Aires, 2022.
Libro digital, PDF
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Todos vivían muy tranquilos y contentos.
Pero una tarde, mientras dormían la siesta,
un yacaré se despertó de golpe y levantó
la cabeza porque creía haber sentido ruido.
Prestó oídos, y lejos, muy lejos, oyó
efectivamente un ruido sordo y profundo.
Entonces llamó al yacaré que dormía
a su lado.
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El segundo yacaré oyó el ruido a su vez,
y en un momento despertaron a los otros.
Todos se asustaron y corrían de un lado
para otro con la cola levantada.
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Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio
y viejo de todos, un viejo yacaré a quién
no quedaban sino dos dientes sanos
en los costados de la boca, y que
había hecho una vez un viaje hasta el mar,
dijo de repente:
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Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron
a gritar como locos de miedo, zambullendo
la cabeza. Y gritaban:
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—¡No tengan miedo! —les gritó—
¡Yo sé lo que es la ballena!
¡Ella tiene miedo de nosotros!
¡Siempre tiene miedo!
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Y así vieron pasar delante de ellos aquella
cosa inmensa, llena de humo y golpeando
el agua, que era un vapor de ruedas
que navegaba por primera vez
por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció.
Los yacarés entonces fueron saliendo
del agua, muy enojados con el viejo yacaré,
porque los había engañado, diciéndoles
que eso era una ballena.
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—¡Eso no es una ballena! —le gritaron
en las orejas, porque era un poco
sordo—. ¿Qué es eso que pasó?
14
Pero no había ni un pez. No encontraron
un solo pez. Todos se habían ido, asustados
por el ruido del vapor. No había más peces.
15
Pero al día siguiente sintieron de nuevo
el ruido en el agua, y vieron pasar
de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido
y largando tanto humo que oscurecía el cielo.
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Enseguida se pusieron a hacer el dique.
Fueron todos al bosque y echaron abajo
más de diez mil árboles, sobre todo
lapachos y quebrachos, porque tienen
la madera muy dura... Los cortaron
con la especie de serrucho que los yacarés
tienen encima de la cola; los empujaron
hasta el agua, y los clavaron a todo
lo ancho del río, a un metro uno del otro.
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Ningún buque podía pasar por allí,
ni grande ni chico. Estaban seguros
de que nadie vendría a espantar los peces.
Y como estaban muy cansados,
se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían todavía cuando
oyeron el chas-chas-chas del vapor.
Todos oyeron, pero ninguno se levantó
ni abrió los ojos siquiera.
¿Qué les importaba el buque? Podía hacer
todo el ruido que quisiera, por allí
no iba a pasar.
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En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía
cuando se detuvo. Los hombres que iban
adentro miraron con anteojos aquella cosa
atravesada en el río y mandaron un bote
a ver qué era aquello que les impedía pasar.
Entonces los yacarés se levantaron y fueron
al dique, y miraron por entre los palos,
riéndose del chasco que se había llevado
el vapor.
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El bote se acercó, vio el formidable dique
que habían levantado los yacarés y se volvió
al vapor. Pero después volvió otra vez
al dique, y los hombres del bote gritaron:
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—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron
los yacarés, sacando la cabeza
por entre los troncos del dique.
—¡Nos está estorbando eso!
—continuaron los hombres.
—¡Ya lo sabemos!
—¡No podemos pasar!
—¡Es lo que queremos!
—¡Saquen el dique!
—¡No lo sacamos!
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Los hombres del bote hablaron un rato
en voz baja entre ellos y gritaron después:
—¡Yacarés!
—¿Qué hay? —contestaron ellos.
—¿No lo sacan?
—¡No!
—¡Hasta mañana, entonces!
—¡Hasta cuando quieran!
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Pero al día siguiente volvió el vapor,
y cuando los yacarés miraron el buque,
quedaron mudos de asombro: ya no era
el mismo buque. Era otro, un buque
de color ratón, mucho más grande
que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ese?
¿Ese también quería pasar?
No iba a pasar, no. ¡Ni ese, ni otro,
ni ningún otro!
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El nuevo buque, como el otro, se detuvo
lejos, y también como el otro bajó un bote
que se acercó al dique. Dentro venían
un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron estos.
—¿No sacan el dique?
—No.
—¿No?
—¡No!
—Está bien —dijo el oficial—. Entonces
lo vamos a echar a pique a cañonazos.
—¡Echen! —contestaron los yacarés.
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Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón
era un buque de guerra, un acorazado
con terribles cañones. El viejo yacaré sabio
que había ido una vez hasta el mar se acordó
de repente, y apenas tuvo tiempo de gritar
a los otros yacarés:
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Los yacarés desaparecieron en un instante
bajo el agua y nadaron hacia la orilla,
donde quedaron hundidos, con la nariz
y los ojos únicamente fuera del agua.
En ese mismo momento, del buque salió
una gran nube blanca de humo, sonó
un terrible estampido y una enorme
bala de cañón cayó en pleno dique, justo
en el medio. Dos o tres troncos volaron
hechos pedazos, y en seguida cayó
otra bala, y otra y otra más, y cada una
hacía saltar por el aire en astillas
un pedazo de dique, hasta que no
quedó nada del dique. Ni un tronco,
ni una astilla, ni una cáscara.
26
Todo había sido deshecho a cañonazos
por el acorazado. Y los yacarés, hundidos
en el agua, con los ojos y la nariz solamente
afuera, vieron pasar el buque de guerra,
silbando a toda fuerza.
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Entonces los yacarés salieron del agua
y dijeron:
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—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
—¡Saquen ese otro dique!
—¡No lo sacamos!
—¡Lo vamos a deshacer a cañonazos
como al otro!
—¡Deshagan... si pueden!
29
Pero un rato después el buque volvió
a llenarse de humo, y con un horrible
estampido la bala reventó en el medio
del dique, porque esta vez habían tirado
con granada. La granada reventó
contra los troncos, hizo saltar, despedazó,
redujo a astillas las enormes vigas.
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La segunda reventó al lado de la primera
y otro pedazo de dique voló por el aire.
Y así fueron deshaciendo el dique.
Y no quedó nada del dique; nada, nada.
El buque de guerra pasó entonces
delante de los yacarés, y los hombres
les hacían burlas tapándose la boca.
—Bueno —dijeron
entonces los yacarés,
saliendo del agua—.
Vamos a morir todos,
porque el buque
va a pasar siempre
y los peces no volverán.
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Y estaban tristes, porque los yacarés
chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
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El hecho es que antes, muchos años
antes, los yacarés se habían comido a un
sobrinito del Surubí, y este no había querido
tener más relaciones con los yacarés.
Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver
al Surubí, que vivía en una gruta grandísima
en la orilla del río Paraná, y que dormía
siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes
que tienen hasta dos metros de largo
y el dueño del torpedo era uno de esos.
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—¡Eh, Surubí! —gritaron
todos los yacarés desde la entrada
de la gruta, sin atreverse a entrar
por aquel asunto del sobrinito.
—¿Quién me llama? —contestó
el Surubí.
—¡Somos nosotros, los yacarés!
—No tengo ni quiero tener
relación con ustedes —respondió
el Surubí, de mal humor.
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Entonces el viejo yacaré se adelantó
un poco en la gruta y dijo:
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—¡Ah, no te había conocido!
—le dijo cariñosamente
a su viejo amigo—. ¿Qué quieres?
—Venimos a pedirte el torpedo.
Hay un buque de guerra que pasa
por nuestro río y espanta a los peces.
Es un buque de guerra, un acorazado.
Hicimos un dique, y lo echó a pique.
Hicimos otro, y lo echó también a pique.
Los peces se han ido, y nos moriremos
de hambre. Danos el torpedo,
y lo echaremos a pique a él.
36
El Surubí, al oír esto, pensó un largo
rato, y después dijo:
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Ninguno sabía, y todos callaron.
—Está bien —dijo el Surubí,
con orgullo—, yo lo haré reventar.
Yo sé hacer eso.
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Y como las lianas con que estaban atados
los yacarés uno detrás del otro
se habían concluido, el Surubí se prendió
con los dientes de la cola del último
yacaré, y así emprendieron la marcha.
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A la mañana siguiente, bien temprano,
llegaban al lugar donde habían construido
su último dique, y comenzaron
en seguida otro, pero mucho más fuerte
que los anteriores, porque por consejo
del Surubí colocaron los troncos
bien juntos, uno al lado del otro.
Era un dique realmente formidable.
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Hacía apenas una hora que acababan
de colocar el último tronco del dique,
cuando el buque de guerra apareció
otra vez y el bote con el oficial y ocho
marineros se acercó de nuevo al dique.
Los yacarés se treparon entonces
por los troncos y asomaron la cabeza
del otro lado.
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—¿No lo sacan? —¡No!
—Bueno; entonces, oigan —dijo
el oficial—. Vamos a deshacer
este dique, y para que no quieran
hacer otro los vamos a deshacer
después a ustedes, a cañonazos.
No va a quedar ni uno solo vivo,
ni grandes, ni chicos, ni gordos,
ni flacos, ni jóvenes, ni viejos, como
ese viejísimo yacaré que veo allí,
y que no tiene sino dos dientes
en los costados de la boca.
42
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial
hablaba de él y se burlaba, le dijo:
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—¿Qué van a comer, a ver?
—respondieron los marineros.
—A ese oficialito —dijo el yacaré
y se bajó rápidamente de su tronco.
44
De repente el buque de guerra se llenó
de humo y lanzó el primer cañonazo
contra el dique. La granada reventó justo
en el centro del dique, e hizo volar en mil
pedazos diez o doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta y apenas
quedó abierto el agujero en el dique, gritó
a los yacarés que estaban bajo el agua
sujetando el torpedo:
—¡Suelten el torpedo,
ligero, suelten!
45
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino
a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita
para contarlo, el Surubí colocó el torpedo
bien en el centro del boquete abierto,
apuntando con un solo ojo, y poniendo
en movimiento el mecanismo del torpedo,
lo lanzó contra el buque.
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Pero el torpedo llegaba ya al buque,
y los hombres que estaban en él
lo vieron: es decir, vieron el remolino
que hace en el agua un torpedo.
Dieron todos un gran grito de miedo
y quisieron mover el acorazado
para que el torpedo no lo tocara.
47
No es posible darse cuenta del terrible
ruido con que reventó el torpedo. Reventó,
y partió el buque en quince mil pedazos;
lanzó por el aire, a cuadras y cuadras
de distancia, chimeneas, máquinas,
cañones, lanchas, todo.
Los yacarés dieron un grito de triunfo
y corrieron como locos al dique.
Desde allí vieron pasar por el agujero
abierto por la granada a los hombres
muertos, heridos y algunos vivos
que la corriente del río arrastraba.
48
Se treparon amontonados en los dos troncos
que quedaban a ambos lados del boquete
y cuando los hombres pasaban por allí,
se burlaban tapándose la boca con las patas.
No quisieron comer a ningún hombre,
aunque bien lo merecían. Solo cuando pasó
uno que tenía galones de oro en el traje
y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó
de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes
de boca se lo comió.
49
—¿Quién es ese? —preguntó
un yacarecito ignorante.
—Es el oficial —le respondió
el Surubí—. Mi viejo amigo le había
prometido que lo iba a comer,
y se lo ha comido.
50
El Surubí se puso el cinturón,
abrochándolo bajo las aletas
y del extremo de sus grandes bigotes
prendió los cordones de la espada.
Como la piel del Surubí es muy bonita,
y las manchas oscuras que tiene se parecen
a las de una víbora, el Surubí nadó una hora
pasando y repasando ante los yacarés
que lo admiraban con la boca abierta.
51
Los yacarés lo acompañaron luego hasta
su gruta y le dieron las gracias infinidad
de veces. Volvieron después a su paraje.
Los peces volvieron también, los yacarés
vivieron y viven todavía muy felices, porque
se han acostumbrado al fin a ver pasar
vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada
de buques de guerra.
52
DIRECCIÓN
GENERAL DE
CULTURA Y
EDUCACIÓN