Aguilar - Pampa Bárbara
Aguilar - Pampa Bárbara
Aguilar - Pampa Bárbara
El 17 de octubre de 1945, como ningún argentino lo ignora, fue una fecha histórica clave.
Ese día miles de personas se dirigieron a la Plaza de Mayo para pedir por la liberación del
entonces secretario de trabajo Juan Domingo Perón. Desde entonces, nada sería igual en la
historia de nuestro país. Las multitudes que confluyeron en la plaza llegaron desde diversos
puntos de la ciudad y de sus suburbios, sobre todo del sur desde donde arribaron los
contingentes más numerosos. Pero también vinieron desde el oeste (por avenida Rivadavia)
y de la zona norte donde muchos habían ido a darle apoyo personal al líder, quien se
encontraba detenido en la avenida Luis María Campos, en el barrio de Belgrano.
Seguramente muchos de ellos llegaron a la plaza por la avenida Corrientes o por las calles
aledañas: Lavalle, Tucumán o Cangallo. Como ya se sabía que las huestes avanzaban, casi
todos los negocios estaban cerrados. También los cines. Aquellos que se dirigieron por
Lavalle, seguramente habrán observado los grandes cartelones que publicitaban en el
Ambassador una de las producciones más esperadas de la pantalla nacional: Pampa
bárbara, de Lucas Demare y Hugo Fregonese, estrenada sólo una semana antes. Desde los
grandes carteles, Francisco Petrone (famoso por su labor teatral y su participación
protagónica en Los prisioneros de la tierra¸ La guerra gaucha y Todo un hombre) miraba
hacia el horizonte con los dientes apretados y su uniforme militar.
Producida por Artistas Argentinos Asociados, el estreno de esta película (muy esperada
después de los resonantes éxitos de La guerra gaucha y Su mejor alumno) se vió afectada
por las jornadas que desembocaron en el 17 de octubre. El día del estreno (9 de octubre),
una fecha determinante en ese entonces para el impulso de cualquier película, la noticia de
la detención del Coronel Perón en la Isla de Martín García desvió la atención de los
*
Gonzalo Aguilar es investigador de CONICET. Ha sido docente en la Facultad de
Filosofía y Letras (UBA) y en la Universidad del cine y profesor visitante en Stanford y en
Harvard (USA). En el 2000, obtuvo su doctorado en la Universidad de Buenos Aires y en el
2005 recibió la beca Guggenheim. En la actualidad, dicta cursos de posgrado en las
Facultades de Ciencias Sociales y Filosofía y Letras de la UBA . También se ha
desempeñado en el ámbito de la crítica literaria donde publicó libros sobre Oswald Andrade
y Gregorio de Matos, antologías sobre literatura brasileña y poesía concreta. En el ámbito
del cine publicó El cine de Leonardo Favio junto con David Oubiña y Lautaro Murúa.
Participó en los tomos correspondientes al período de 1958-1983 de Historia del cine
argentino coordinados por Claudio España y editados por el Fondo Nacional de las Artes.
También publicó Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino (Santiago Arcos
editor, 2006) y Poesía Concreta Brasileña: las vanguardias en la encrucijada modernista,
traducidos a varios idiomas.
espectadores quienes no hablaban de otra cosa. Esta mala suerte que acosó a Pampa
bárbara desde un principio encuentra su origen en los acontecimientos políticos pero, a la
vez, no dice nada de la naturaleza política del film. Aún más que otros medios, el mundo
del espectáculo era refractario de un modo sumamente curioso a las prácticas políticas, al
menos hasta la emergencia del peronismo.(1) ¿Cómo pensar entonces esa coincidencia más
o menos azarosa entre la realización de una de las mejores películas argentinas y el largo y
tortuoso camino que lleva a Perón al poder? ¿Qué relaciones hay entre un película que
reconstruye un hecho del siglo XIX y una sociedad en la que el cine evitaba hablar de
política pero estaba inescindiblemente ligado a ella por lazos económicos, ideológicos y
personales?
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Entre otras cosas, la interpretación necesita
excluir Su mejor alumno, film de 1944 que contaba la relación de Sarmiento con su hijo
Dominguito y que fue uno de los grandes éxitos de Artistas Argentinos Asociados.
Tampoco este film fue ajeno a los avatares de la política: a pedido de los gobernantes de
ese entonces (entre los que se encontraban Perón), Su mejor alumno fue exhibida con
motivo del acto que se hizo para socorrer a las víctimas del terremoto la catástrofe de San
Juan (2). Nada tampoco lleva a pensar que en ese entonces el emergente peronismo o el
régimen gobernante tuvieran una idea tan clara del pasado histórico que los llevara a pensar
que la figura de Sarmiento fuera motivo de repulsa o que el mismo Manzi considerara que
se trataba de una figura a la que había que defenestrar para reivindicar a Rosas. La idea de
que la apología de Sarmiento contrariaba la ideología de Manzi (Aníbal Ford (1971: 94)
afirma que para escribir este guión tuvo que “dejar su revisionismo en casa”) parece más un
deseo de los revisionistas que una descripción de lo que realmente sucedió. Si esto fuera
verdadero, ¿cómo explicar entonces el antirrosismo rabioso del manifiesto de Pampa
bárbara, escrito especialmente por Manzi para acompañar al film? ¿O cómo entender la
adaptación de un libro de Leopoldo Lugones? La elección de recurrir a Lugones, a solo
cuatro años de su muerte y cuando su legado todavía estaba en discusión, no debe ser
entendida en términos ideológicos estrictos: lo que en la literatura y política podía ser
motivo de disputa, en los medios masivos entraba en una zona lábil, en la que las
adscripciones solían tener otro tipo de espesor. A nadie se le escapaba, y menos a Petit de
Murat que había participado en la revista de vanguardia Martín Fierro, que La guerra
gaucha adolecía de acción a la vez que contaba con una retórica demasiado artificial (3).
Según Petit de Murat: adaptar a Lugones “era un disparate, porque esas páginas son las más
ilegibles, tediosas y anticinematográficas que pueda pensarse. Pero Homero me convenció
diciéndome: ‘Mirá, la obra nadie la leyó ni la leerá, pero Lugones es prestigioso e
importante’” (Maranghello 2002: 35). Todo esto indica que las relaciones entre cine y
política ni eran inmediatas ni admiten una lectura directa, esto es, eliminando la refracción
del mundo del cine de ese entonces (4).
El cine de tema histórico de Artistas Argentinos Asociados se había propuesto, sin duda,
construir una épica nacional. Pero antes que una apelación a determinada ideología o a una
apuesta a la reconstrucción historiográfica, estas películas se apoyaban más en la tradición
que en la historia, es decir, utilizaban una narración relativamente esquemática y lábil para
construir una idea de tradición afectiva fuerte, que pudiera interpelar a diferentes públicos
aun con versiones históricas opuestas. Lo que vienen a mostrar La guerra gaucha, Su mejor
alumno y Pampa bárbara es que, en contra de lo que se cree, el cine histórico, en su
carácter alegórico, no venía a apuntalar una visión del pasado nacional en disputa sino que
entregaba una visión lo suficientemente amplia como para que todos pudieran identificarse.
Todo indica que el poder del cine había sido visualizado por ciertos grupos de poder como
mucho más efectivo que el del saber histórico. “A menudo –escribe Alejandro Cattaruzza–,
guionistas y directores recurrían a argumentos que remi¬tían al pasado, y ello mereció la
atención de los historiadores y del Estado, en una forma quizá curiosa. En 1938, la
Academia Nacio¬nal de la Historia, a pedido del Ministerio de Instrucción Pública, designó
un representante ante la comisión que controlaría la pro¬yección de películas cuyo
argumento se refiriera a la historia ar¬gentina. Pocos años más tarde, sin que sea posible
saber si tal co¬misión intervino, La guerra gaucha se convertía en un resonante éxito de
público en todo el país” (2001: 455). Es posible que a Perón y a los otros militares el éxito
de público les interesara más que las opiniones de la comisión de historiadores.
La cuestión política adquiere una perspectiva más interesante si se observan las tendencias
partidarias de aquellos que participaron en la realización de estas películas. La creación
conjunta que significó La guerra gaucha (guionistas y actores participaron de una lectura y
revisión conjunta del libreto antes de la filmación) constituye un hecho que sólo leído fuera
de la lógica del espectáculo resulta inverosímil o imposible: mientras los guionistas Manzi
y Petit de Murat tenían una simpatía por el radicalismo yrigoyenista, los actores tenían
simpatías encontradas y antagónicas. Enrique Muiño era conocido por sus simpatías con el
franquismo y se lo acusaba de filofascista. Franscisco Petrone era un miembro activo y
orgánico del Partido Comunista y participaba a menudo en los mitines como orador o
presentador. Ángel Magaña –que era dirigente destacado en el gremio de actores– tenía
simpatías por los sectores liberales y participó en la célebre marcha de 1945 contra el
peronismo. Lucas Demare, finalmente, también podía incluirse dentro de este grupo liberal,
lo que demostraría su propia trayectoria posterior, que lo alejó del peronismo a diferencia
de Manzi y Muiño que terminaron identificándose como peronistas a fines de los años
cuarenta. Este amasijo de ideologías habla tanto de las relaciones sociales y profesionales
en el mundo del espectáculo como de la creencia de que lo nacional podía dejar de lado las
diferencias, algo que se vuelve imposible después de 1945. La tentativa de hacer un cine
épico nacional e histórico, por parte de Actores Argentinos Asociados, debe considerar el
original mundo del espectáculo que se robustecía en esos años y los avatares de una historia
convulsionada que desembocaría en el 17 de octubre.
Las relaciones entre el cine y la literatura, o entre la gente de cine y los escritores, no
habían sido del todo fecundas en nuestro país. No es que existiera lo que Andreas Huyssen
denominó “the great divide”, sino más bien que las narraciones del cine ya parecían hechas
de antemano y no tenía mucho sentido convocar a hombres que pusieran todo su oficio en
buscar un nuevo lenguaje. Los acercamientos de escritores al cine eran más bien en calidad
de espectadores y aun los vanguardistas, que tenían el conocido modelo de sus pares
europeos, hicieron un tímido acercamiento al séptimo arte cuyo único resultado visible fue
el número especial que le dedicó la revista Martín Fierro. En un número insípido, los
martinfierristas polemizaron con las declaraciones que Ricardo Rojas había hecho contra el
cine, pero no tuvieron nada concreto para ofrecer en términos de creación o producción (5).
Tal vez eran necesarios escritores que tuvieran una relación más fluida con el gran público,
que estuvieran más adiestrados en el arte de componer historias entretenidas y que
estuvieran dispuestos a escribir a cambio de dinero. Pero aun cuando se dan todas estas
condiciones, como en los casos de Horacio Quiroga o Roberto Arlt, todos los intentos se
reducen a proyectos inacabados o a reseñas amargas e irónicas.
Horacio Quiroga, quien ejerció la crítica de cine, sólo llegó a escribir cuentos con temas
cinematográficos. Armó una productora junto a su amigo Arturo Mom, el director de Monte
criollo y Palermo, dos de los mejores filmes de la década del treinta, pero todo quedó en la
nada. En varias ocasiones, el escritor uruguayo se quejó de los productores por su temor de
entregar las historias “a escritores de profesión” (Quiroga 1997: 203). En su ensayo “El
cine nacional” (El Hogar, 8 de junio de 1928), Quiroga sostiene que “el gusto de este
público –el de la metrópoli, por lo menos–, llega hoy a un nivel que ninguna cinta nacional
puede atreverse a desafiar, so pena de ser acogida con risas sin fin” (Quiroga 1997: 204).
Roberto Arlt había escrito unas agudas crónicas sobre cine en el diario El Mundo
(recopiladas en Arlt 1997) pero cuando Petit de Murat se acercó con la idea de hacer una
película sucedió lo siguiente:
Yo lo llamé al cine a Roberto Arlt. Yo tenía una idea: tomé mi automóvil, lo llevé a Roberto
hasta San Isidro y le dije: “Mirá. Me parece muy adecuado el desafío que propone esta
parte alta, me parece simbólico, con la casa de los Beccar Varela y la casa de los Ocampo,
abajo una draga que avanza y horada dos metros por día”. Propusimos un romance entre
una muchacha de la clase alta y no sé qué arenero, mecánico o algo así. Sería una cosa
muy linda ahora. El se entusiasmó con eso: “Yo lo escribo; vos, despreocupáte”. Me citó
después en un café de Flores: “Che, Petit, ya tengo el asunto”. Estábamos en la vereda y
sacó la cosa más curiosa: yo quedé espantado, porque allí, escrito en papeles sucesivos,
plegados de tal manera que venían en un rollo, como si ya fuera el rollo del celuloide. Eso
ya me pareció una locura increíble. Cuando empezó a leer el argumento… ¡Hubiera sido
ideal de alguna cosa de Leopoldo Torre Nilsson después: de entrada había un incesto, dos
estupros, un jorobadito… era espantoso! Y era justamente la época del “cine rosa”; no se
hubiera podido filmar de ninguna manera (en AA.VV. 1978: 76).
Pero tal vez Roberto Arlt no estaba tan equivocado: la única manera en que un escritor tenía
posibilidades de entrar al mundo del cine era trayendo algo que no se pudiera filmar.
En la revista Sur la distancia con el cine era similar. La revista publicaba a menudo
artículos sobre cine y tanto Borges como María Luisa Bombal recibieron con elogios las
primeras películas de Luis Saslavsky, amigo de Victoria Ocampo y ocasional colaborador
de la revista (6). En 1937, Borges escribe una apología de La fuga que comienza con una
profesión de fe cosmopolita: “Hago esta confesión liminar para que nadie achaque a turbios
sentimientos patrióticos esta vindicación de un film argentino. Idolatrar un adefesio porque
es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me
parece un absurdo” (Borges 1999: 191). Dos años después, a propósito del estreno de
Puerta cerrada, María Luisa Bombal publica en la misma revista una excelente reseña del
film en la que defiende la cursilería del melodrama de Saslavsky: los espectadores –y es de
suponer que ironiza sobre los lectores y colaboradores de la revista– “son tan cursis que no
se atreven a complacerse en lo cursi de miedo, sin duda, de mostrar hasta qué punto son
congénitamente cursis” (Bombal 1939: 78). En una defensa del tratamiento convencional
de las convenciones, una escritora como Bombal puede apreciar como espectadora lo que
nunca, como narradora, hubiese llevado a cabo en sus propios relatos.
Nada muestra mejor esta distancia insalvable entre el cine y la literatura, en esos años, que
una crítica que hizo Saslavsky sobre su propia película: “Crimen a las tres: Una película de
valores desiguales”. En un curioso desdoblamiento, Saslavsky critica sin piedad su propia
película en tercera persona y utiliza la perspectiva de una revista literaria para defenestrar el
film.
Hubo otro escritor, esta vez un extranjero, que también incursionó en el cine argentino
también con poca fortuna. Se trata del poeta franco-rumano Benjamin Fondane, que fue
invitado por Victoria Ocampo en 1929 a Buenos Aires para hacer la primera exhibición de
cine de vanguardia (7). Durante los años treinta, Fondane trató de seducir a Victoria
Ocampo con la idea de escribir juntos un guión sobre Don Segundo Sombra pero por falta
de apoyo debió desistir de la idea. Terminó haciendo otro film, titulado Tararira, que si
bien no era imposible de hacer (llegó a terminarse), los productores se negaron a estrenar
(actualmente se haya perdido).
Si la escritura en el cine de esos años era imposible, ¿quiénes fueron entonces los escritores
que hicieron los guiones de cine? Entre los primeros guionistas profesionales del cine hay
que incluir a los dúos Sixto Pondal Ríos-Carlos Olivari y Ulyses Petit de Murat-Homero
Manzi. Autores provenientes de diferentes sectores de la cultura masiva (libretos
radiofónicos, letras de tango, comedias teatrales, periodismo cultural) fueron los más
diestros para insertarse en una industria que pretendía continuar y ampliar la sociedad del
espectáculo. Y para esto no necesitaban dialogar con la literatura que se estaba produciendo
en ese momento sino recuperar una literatura que las vanguardias ya habían convertido en
algo del pasado. En este caso, es interesante que Soffici le haya encomendado la adaptación
de Horacio Quiroga a Ulyses Petit de Murat quien había pertenecido marginalmente al
grupo martinfierrista y que por esos años trabajaba en el suplemento cultural de Crítica. La
elección de los relatos de Quiroga parecía más atinada que la que hicieron poco después los
actores de Artistas Argentinos Asociados: La guerra gaucha de Leopoldo Lugones. Otra
vez Petit de Murat (quien se había mostrado como un hábil y aplicado artesano) junto al
indisciplinado Homero Manzi fueron los encargados de adaptar alguno de los relatos del
libro de Lugones para la pantalla gigante.
Fue en las tertulias realizadas en el café de El Ateneo que podían cruzarse escritores y
artistas del cine y fue también allí que comenzaron a pergeñar los primeros proyectos que
después se concretarían con la creación de Artistas Argentinos Asociados. Además de Petit
de Murat y Manzi, también Raúl González Tuñón o Cayetano Córdova Iturburu
frecuentaban el lugar y llegaron a proponer algunas ideas. Sin embargo, no se trataba
solamente de charlas alrededor de la mesa de café sino de dedicarle tiempo a un oficio tan
poco rentable material y simbólicamente como el de guionista de cine. Tal vez por estar
más acostumbrados al trabajo por encargo y en las sombras, tal vez por ver en el cine un
campo lleno de promesas, fueron Manzi y Murat quienes se arriesgaron y decidieron
invertir su tiempo en la empresa ambiciosa de quienes, hasta ese entonces, sólo eran actores
de éxitos y no empresarios.
La apuesta, de todos modos, tuvo sus resultados y en 1944, Petit y Manzi se habían
convertido en los guionistas mejor pagados del medio con un contrato en exclusiva con
Artistas Argentinos Asociados. “Se comprometían a escribir un guión por semestre –cuenta
Maranghello–. Dicho libro podía ser original o adaptado de obras cuyos derechos hubieran
pasado al dominio público […] Asociados les abonaría, por los seis libros, 288.000 pesos,
pagaderos en 36 cuotas de ocho mil pesos cada una” (2002: 123). A la vez que el cine se
volvía un lugar posible de escritura también se convertía en un trabajo: una tarea menos
vinculada a los impulsos del deseo que a las demandas de una industria cada vez más
poderosa. La dedicación al cine pasaba entonces por ser más similar a la de una fábrica
glamorosa que a la creación literaria.
Con Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat, los actores del grupo inicial (Francisco
Petrone, Enrique Muiño, Elías Alippi -muerto en 1942-, Sebastián Chiola y Ángel Magaña)
se propusieron llevar a cabo la fundación de un cine de mayor calidad pero no por eso
menos popular. Después de sus intentos en el cine social (la vida en los yerbatales en
Prisioneros de la tierra y la historia vagamente inspirada en el anarquista Di Giovanni de
Con el dedo en el gatillo), Manzi y Murat se propusieron una empresa mucho más
ambiciosa: la creación de un género nacional basado en fuentes históricas (8). Eran los años
en que el cine norteamericano seguía ganando mercados y le daba forma a un género que
atraía multitudes: el western. El estreno de La diligencia (1939) de John Ford –para elegir
al director preferido de Lucas Demare y una película que los guionistas y actores
seguramente vieron– lograba lo que pocas películas habían hecho hasta ese entonces:
interés narrativo, pericia actoral, virtuosismo técnico y la confirmación de que se estaba
frente a un género que había logrado sintetizar las líneas básicas del imaginario
norteamericano. El cine podía ser un medio excelente para la definición de una identidad
nacional a la vez que crecía el circuito de aquello que Renato Ortiz denominó “cultura
internacional-popular” y que hallaba en el cine uno de los medios más fuertes de
desterritorialización (Ortiz 1994: 112-115). La guerra gaucha intentó participar en el
mismo circuito aunque, pese a la sucesión de éxitos, las películas de Actores Argentinos
Asociados no lograron instituir un género con el vigor y la continuidad del norteamericano
(9). De hecho, durante el peronismo casi no se hicieron películas de ese género y Pampa
bárbara puede considerarse el eslabón postrero de una serie sin descendencia.
El héroe de La diligencia se llama Ringo Kid y está caracterizado por el joven John Wayne
(10). Su presentación en escena es uno de los momentos cumbres del cine: el grupo de la
diligencia (uno de los temas de Ford: el grupo que se cohesiona frente a una amenaza
exterior) se encuentra con él en un recodo del camino. Wayne es tomado levemente en
contrapicado y con una rara luz que lo convierte en una aparición providencial. Sin
embargo, a medida que avanza el film, el espectador se entera que Ringo, en realidad, es un
hombre buscado por la ley por haber vengado a su hermano. El sheriff, pese a que
comprende los motivos que llevaron a Ringo al delito y a que admira su valentía al salvar a
los viajeros de la diligencia, no tiene otra alternativa que detenerlo. Como sostienen Astre y
Hoarau, en La diligencia se inscribe “en filigrana” un tema innovador: “la oposición
existencial entre el hombre de la ley y el fuera de la ley” (1986: 225), pero con el atractivo
de que quien está fuera de la ley es un personaje íntegro (11).
El héroe de Pampa bárbara es alguien no menos rudo que Wayne: Francisco Petrone
encarna al Coronel Hilario Castro en el fortín de la Guardia del Toro. La historia comienza
cuando logra detener a tres desertores, a los que somete a un duro castigo, y termina con su
muerte, después de haber vengado al cacique Huincul, quien había matado a su madre y
hermana. Hilario Castro es un militar de “mano de fierro” (Manzi 1976: 23) cuyos
enemigos son los indios y los traidores, los gauchos que se pasan a las tolderías. Al
principio es resistido por los soldados por su férrea disciplina, pero finalmente éstos
comprenden que ésa es la única manera de enfrentar a los salvajes y la película termina con
él muriendo mientras levanta la cabeza cortada de Huincul de las cerdas tal como había
prometido (Castro: “¡Sólo una espada sin piedad puede contener a los indios y a los
traidores…!”, Manzi 1976: 154). Como respuesta los soldados gritan: “¡Vivan los machos
de la Guardia del Toro!” (Manzi 1976: 217). Con su muerte, Castro funda un nuevo orden:
se hunde con la ley primitiva que había sostenido como modo de guerrear a los indios (el
diente por diente) y deja paso a la civilización que lleva con los nuevos militares, más
civilizados y dispuestos a consentir la presencia de mujeres para que los “machos” puedan
desahogarse. Mientras en La diligencia el conflicto es inherente a la aplicación de la ley,
Pampa bárbara postula la necesidad de suspender la ley para dar paso a la civilización.
Esta breve comparación permite extraer aquello que diferencia ambas propuestas: la
presencia de la ambigüedad. El film de Ford pone a la ambigüedad en su centro (en el
personaje de Ringo Kid) y a partir de ahí desarrolla los diferentes conflictos dramáticos.
Para Pampa bárbara, en cambio, la ambigüedad es el enemigo. En el único caso en que
ésta se presenta (en el personaje de Camila, que no se sabe por qué encubre a un criminal),
se devela hacia el final que se trataba de su hermano por lo que termina convirtiéndose en
una suerte de Antígona del rosismo y se justifica su negativa a delatarlo (15). A tal punto la
frontera está concebida como algo estático, que no hay ningún indio que se convierta en
personaje en Pampa bárbara: o son grupos a contraluz vistos a distancia o es la cabeza
degollada de Huincul que levanta Castro para delicia de sus compañeros de armas. En
Pampa bárbara el único indio que aparece es un indio muerto. La diligencia, en cambio, se
sirve de la belleza de un rostro indio para iniciar la historia (se trata de un traidor a su
tribu). No se trata de sugerir con este razonamiento que la matanza y persecución de los
indios en Norteamérica fue menos cruenta que en Argentina (en realidad, ambos países no
tienen nada que envidiarse) sino que difiere el modo en que ambas cinematografías
imaginaron ese pasado
.
William Hart, uno de los creadores del western, declaró en 1916 que “hace sólo una
generación más o menos que, virtualmente, este país era frontera… De donde resulta que el
espíritu de ésta es inherente a la ciudadanía americana” (citado en Astre 1986: 22). Y a
fines del siglo XIX, el historiador F.J. Turner había sentado las bases teóricas para pensar el
pasado norteamericano como una historia de frontera. El cine norteamericano, continuando
el éxito masivo de las historias del Oeste, se hizo cargo de ese legado y para pensar el acto
de fundación de la nación no recurrió a las guerras de independencia del siglo XVIII (casi
no hay filmes importantes sobre ese período) sino a la guerra de secesión (con los dos hitos
de El Nacimiento de una Nación de Griffith y Lo que el viento se llevó de Fleming) y,
profusamente, a las historias de frontera. A su vez esta historia, menos sujeta a una épica
lineal y documentada, permitió hacer tratamientos de temas del presente (así High Noon de
Fred Zinnemann o Johnny Guitar de Nicholas Ray pueden leerse como alegorías del
maccarthysmo). La noción de frontera entonces, en este imaginario, tiene una plasticidad y
una ambigüedad que permite el juego de variaciones y perspectivas que mantiene al género.
La batalla de Curupaytí de Su mejor alumno fue filmada en Campo de Mayo y contó con la
colaboración de la Escuela de Suboficiales. Según testimonio de Ángel Magaña,
“solamente entrevistamos a Farrell y a Perón para que nos apoyaran para reconstruir
Curupaytí, porque necesitábamos gran apoyo técnico” (Maranghello 2002: 92, 95).
Finalmente, una vez terminado el film, Maranghello nos informa de su estreno privado:
En abril de 1944, en el Ambassador, hubo una exhibición privada del film, a la que
asistieron el vicepresidente Perón y otros jefes del ejército […] Muiño hizo un discurso
sobre la necesidad de la protección oficial. Luego se anunció que la película se estrenaría
el 22 de mayo, en función de gala a beneficio de las víctimas del terremoto de San Juan, y
que la plateas costaría ese día 10 pesos. En esa ocasión se observó la presencia del
presidente Farrell y varios de sus ministros (Maranghello 2002: 98).
En la Argentina de esos años, los militares comprendieron que la aparición de una masa
inmensa que iba a ser decisiva en los desarrollos de la política futura. La política de masas
ya se había hecho presente con el ascenso del radicalismo yrigoyenista pero se trata en
estos años de un nuevo tipo de visibilidad en la que las tecnologías audiovisuales y los
grandes escenarios iban a ejercer un tipo de fascinación totalmente nuevo. Beatriz Sarlo
habla, a propósito de las frecuentes visitas de los militares a los estudios de filmación, de
“un régimen de innovación cultural donde, por primera vez, se mezclan en público (y no en
las garçonnières donde ya se habían conocido) los militares y la gente de la farándula”
(2003: 62). Con Raúl Alejandro Apold (quien trabajaba en Argentina Sono Film y sería
secretario de Información del gobierno de Perón) haciendo el papel de mediador y la
creación de la Subsecretaría de Informaciones y Prensa en 1943, el cine como la radio
representaba para los gobernantes un contacto con las masas y un conocimiento de los
modos en los que se producían esas imágenes que fascinaban al público.
Esto no implica, de todos modos, que el cine en su conjunto estuviese trabajando para el
ascenso del coronel Perón. No se trata de un cine propagandístico sino de una zona
apolítica pero en la que se movían las pasiones de las masas que, paradójicamente, eran
centrales para la política. Basta comparar los discursos de Muiño en Su mejor alumno con
otros de Evita o de Perón para ver cómo se tocaban justamente en una zona de gran
convocatoria que no se puede denominar política en un sentido ideológico. Uso político de
lo apolítico, el cine de esos años también ayudó en la invención de un pueblo o, para
decirlo con las palabras de Sarmiento-Muiño: “¡Los vacíos que hay en mi corazón los
llenaré con el amor de mi pueblo!”.
En contrapunto con la épica de la frontera, Manzi y Petit de Murat deciden construir otro
argumento paralelo en el que se ponen en juego las pasiones amorosas. Con ese fin,
sostienen que en la vida de fronteras uno de los grandes enemigos de los soldados era “la
soledad sexual”. En su artículo publicado en Sintonía, Homero Manzi sostiene que “fue el
amor, en su forma precaria y eficaz, lo que llevó al hombre de los fortines, condenado a la
soledad sexual, a buscar en la toldería la carne morena de las indias o la carne rubia de las
cautivas que poblaron, a veces, en número de diez mil, los desiertos argentinos” (1976: 13).
En un fondo de concepción histórica en el que las milicias de Roca son “heroicas” y los
indios de “natural taimados” –tipo “gangsters norteamericanos” que encuentran un
cómplice en Rosas, uno “de los estancieros más poderosos que haya conocido el mundo
entero”(17)–, Manzi encuentra que los conflictos del amor ofrecen una materia mucho más
adecuada para su trabajo de dramaturgos.
NOTAS
(1) Las películas más conflictivas fueron La cabalgata del circo (1945) de Mario Soffici y El fin de
la noche (1943) de Alberto de Zavalía. En la primera, la actuación de Eva Duarte es el único motivo
que explica las bombas incendiarias que explotaron en los baños del cine Gran Palace la noche del
estreno (Maranghello 2002: 140). La segunda, con otra actriz (Libertad Lamarque), fue prohibida
por el gobierno por su carácter abiertamente pro-aliado.
(2) Por eso no hay una paradoja en el hecho de que el peronismo no haya fomentado el cine
histórico sino que más bien lo haya atacado. Ni siquiera los festejos por el centenario de San Martín
suscitan una película. Frente a la decena de films históricos que se hacen en el quinquenio 1940-
1945, hay que contabilizar dos durante la época del peronismo (utilizo el CD-Rom de la Cinemateca
Argentina).
(3) Esta vejez del libro está mostrada, de cierta manera en la película que se inicia con un plano del
libro lleno de polvo y que debe ser desempolvado para ser leído.
(4) La guerra gaucha ni siquiera puede ser considerado un film nacionalista en el contexto en el que
fue realizado, esto es, en tiempos de la crisis mundial y nacional de principios de los años cuarenta.
El prócer más importante es la historia es Belgrano cuya carta impulsa al personaje de Ángel
Magaña –un soldado realista– a pasarse de bando.
(5) Ricardo Rojas había expresado en un medio gráfico que “ni el cine ni las revistas bataclánicas”
podían ser consideradas “dos formas teatrales que no son arte dramático desde el punto de vista
literario” (MF, p.337). En respuesta, los martinfierristas argumentan que “eso sería como juzgar la
literatura argentina al tenor de las novelitas semanales que nos infestan [...El cine] se explica y
justifica por sí mismo. Como arte”.
(6) Es conocida la amistad de Victoria Ocampo con Sergei Eisenstein a quien trató de traer a
Buenos Aires poco antes de que éste finalmente eligiera México, después de las dificultades que
tuvo en EEUU. “Y por fin, ¡por fin! –escribe Eisenstein en sus memorias– Ante mis ojos yace el tan
deseado telegrama: una invitación desde Estados Unidos para ir a Argentina y dar un par de
conferencias en… Buenos Aires. ¡Por fin! Y ni siquiera viajo para darlas” (1988: 265-266). En las
memorias de Victoria Ocampo se transcriben las cartas que se enviaron. También es conocida la
predilección de Victoria Ocampo por el cine italiano (Visconti y Rossellini) y por Lawrence
Olivier. En cuanto a los realizadores argentinos, se sintió inclinada por aquellos más próximos
como Saslavsky o Zavalía a quien defendió en una reseña.
(7) Entre las películas exhibidas por Fondane en Amigos del Arte durante agosto de 1929 se
encuentran Le retour à la raison (1923), Emak-bakia (1926) y L’étoile de mer (1928) de Man Ray,
Entr’acte (1924, 22 minutos) de René Clair y La coquille et le clergyman (1928) de Germaine
Dulac. Alberto Cavalcanti: Rien que les heures (1926, 40 minutos)
(8) Para un análisis del género épico en el cine de esos años, puede leerse el texto que Ana Laura
Lusnich escribió para España 2000: 346-398. Los prisioneros de la tierra inicia un cine social que
tendría pocas relaciones con el cine épico de las AAA aunque su presencia no fuera menos
indeleble. Halperín Donghi observa que, con la película de Soffici, “el cine nacional había buscado
por primera vez, y con inmenso éxito, interesar a un público de masas en los problemas de esa hora
argentina, había dejado grabadas en la memoria de ese público imágenes inolvidables de una
“historia de sangre, de crímenes, de castigos” perpetrados contra los trabajadores del yerbal” (2003:
181).
(9) Basado en revistas de la época, Maranghello proporciona las siguientes cifras: “la filmación
completa costó 270 mil pesos de aquella época […] La película cubrió su costo exclusivamente con
las 17 semanas que permaneció en el Ambassador. Con publicidad incluida, costó algo más de
trescientos mil pesos […] El film hizo cifras astronómicas: en la primera semana, y a tres pesos la
platea produjo 50.000 pesos” (2002: 49, 58, 71).
(10) Con respecto a la ideología del Ford de esos años, es importante señalar que del mismo año de
La diligencia es Young Mr.Lincoln, con Henry Fonda (un canto al espíritu cívico americano) y de
un año después, Viñas de ira, basada en Steinbeck y también con Fonda (uno de los testimonios
más intensos de la situación de los trabajadores de los viñedos de California y un ejemplo de cine
social). Fue después de la Segunda Guerra, que Ford comenzó a hacer filmes más conformistas
desde el punto de vista ideológico.
(11) Quien mejor entendió esto en el cine argentino fue, sin duda, Leonardo Favio con su
adaptación de Juan Moreira.
(12) Carlo Mayo, un estudioso de la frontera argentina del siglo XIX, refuta todas las ideas que ven
en la frontera argentina un trazado de límites claros y sostiene por el contrario, que ésta es “porosa y
abierta” y que los intercambios económicos, culturales y lingüísticos son mucho más frecuentes de
lo que la tradición historiográfica tiende a admitir (1999: 96, 101).
(13) “Calún gangué (Negrada)” es la única letra que Manzi compuso para el film y tiene música de
Lucio Demare: “La piel de color moreno, / el pelo color carbón… / Y en lo oscurito del pecho /
donde duermen los recuerdos, / colorado el corazón…!” (Manzi 2000: 354).
(14) Juan Sapelli, el actor que encarna a Juan Padrón había interpretado también, en películas
anteriores, a los personajes de Juan Moreira y a Juan Cuello.
(15) El guión no abunda mucho en los motivos que pudiera tener el hermano para matar al “sereno
Mejías” (58) pero parece haber móviles políticos (finalmente, el hermano logra exiliarse). Tampoco
hay que descartar un toque político en el nombre de la heroína, el mismo de una de las víctimas más
sonadas del rosismo.
(16) “El hacendado Néstor Patrón Cos¬tas —hermano de Robustiano, el senador—, nos brindó su
colaboración y envió a todos sus peones de a caballo, para que hicieran de extras; nos facilitó a
gauchos au¬ténticos. Y tan auténticos que, cuando aquella gente recibió el aviso: “De parte de
Patrón Costas, tienen que bajar a Salta para hacer La guerra gaucha”, se despidie¬ron de sus
familias, convencidos de que se trataba de una guerra verdadera, puesto que ignoraban qué era el
cine. Y se llevaron sus propias armas, además de un caba¬llo de tiro cada uno” (citado en
Maranghello 2002: 52).
(17) Es posible que en este texto furiosamente antirrosista haya pesado la vinculación entre la
recuperación del caudillo y los grupos de derecha fascista. En 1934, Manzi había compuesto “Juan
Manuel (Milonga federal)” con música de Sebastián Piana (Manzi 2000: 114).