Reyes - Ética Comunicativa
Reyes - Ética Comunicativa
Reyes - Ética Comunicativa
Los representantes de esta escuela nunca fueron militantes de ningún partido político.
Ellos fueron testigos de cómo la clase obrera alemana fue la que más apasionadamente
adhirió a Hitler. Y también identificaron en los trabajadores norteamericanos un espíritu
antisemita. Es decir, la emancipación no es de un proletariado, puesto que encarna en sí
mismo la personalidad autoritaria que hace posible los desmanes de una sociedad
tecnocrática, cosificadora y antidemocrática. La crítica se ejerce contra una racionalidad,
no contra una clase o un modo de producción.
Al modo del imperativo hipotético kantiano, las éticas de máximos enuncian “si quieres llegar
a ser feliz entonces tú debes...”. De esta manera al interrogar acerca de ¿Por qué esto es
un deber?, resulta evidente que su cumplimiento alcanza la promesa de felicidad. Y como,
usualmente, todo hombre quiere ser feliz, entonces ese deber deja de ser una invitación y
constituye un mandato categórico, casi incontrovertible.
Bajo una experiencia o una comprensión particular de la vida humana, las éticas de
máximos establecen un ideal, un conjunto de certezas y acciones que invitan al individuo
para que conquiste el tesoro del sumo bien, de la felicidad. Las éticas de máximos
aconsejan (son consiliatorias, no prescriptivas, ni sancionatorias) desde un particular
modo de entender la vida. Son la experiencia de alguien, o la experiencia heredada, o la
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Filósofo, teólogo, especialista en literatura, doctor en educación, autor de textos de filosofía y
crítica literaria.
experiencia particular de un conglomerado que tiene una tradición que ha crecido con el
paso de la historia. Ese elemento original, ese centro existencial que focaliza todo, se
erige como absoluto que guía a quienes aceptan o participan de la invitación a ser felices
en ese camino especial. Este máximo se explica a través de ideales de vida buena, de
procesos y criterios “felicitantes”, que mueven a vivir la felicidad.
Ahora bien, los máximos son imperativos que acepta un sujeto individual de manera libre,
espontánea y voluntaria. Los máximos sólo son legítimos, válidos y razonables porque
son máximos individuales. Los máximos se manifiestan en un plano de perfecta y
consistente autonomía moral del individuo, no aparecen en las conciencias morales
inexpertas e inmaduras. Solamente la persona, en la claridad de su conciencia
autónoma, decide si entrega su razón y su acción a un horizonte particular y determinado
que promete la felicidad. El máximo vive en la opción íntima y personal, desde allí
dinamiza a todo el ser personal.
Las religiones son el mejor ejemplo de ética de máximos: siempre se validan por la
libertad de conciencia y la coherencia de quien se adhiere a ellas. Pero el rango de
pertenencia a ese proyecto nace de la persona, desde su iniciativa, desde su decisión
responsable, desde su libre elección. Los máximos no se imponen, no se exigen a todos,
no pueden ser una ley nacional, una requisitoria del ordenamiento social y colectivo.
Desde otro lugar de la definición, podemos decir que no hay una manera irrestricta y
definitivamente comprobada de ser felices. Por tanto, escapándose la felicidad del
carácter necesario de las teorías y leyes de la ciencia, son válidas porque son valiosas
para ese sujeto original y particular, pero de ninguna manera constituyen una especie de
conocimiento universal. Cada individuo, por su historia, por su caminar existencial, por sus
relaciones, por sus opciones, labra el horizonte de su felicidad.
“Como cada hombre tiene su proyecto único de vida, las morales formales de máximos
pueden ofrecer sin duda un marco, los avances científicos prestarle recursos técnicos
valiosos, pero su modo de realizar las propuestas formales es único e irrepetible...Por eso, a
mi entender, el lugar de la religión en la vida del hombre es más el de la ayuda a
“bienquerer”, el del apoyo, el consuelo y el don, que el de la prescripción y la exigencia” .
(Cortina, Adela. Ética aplicada y democracia radical, p. 204)
Ética de mínimos puesto que son los más elementales deberes que se pueden exigir a un
ser racional, eso que satisface los intereses de todos los miembros de la comunidad. Ética
prescriptiva, es decir, de la que emanan órdenes exigibles (y actos punibles) a los sujetos
vinculados.
Mínimos que permiten la base de una relación humana pacífica, respetuosa, responsable
e igualitaria. La ética de mínimos constituye el fondo universalizable del fenómeno
moral: esas grandes líneas de conducta que logran el equilibrio entre relaciones sociales
claras y expeditas, al lado de respeto a las particularidades y a los ideales de felicidad de
cada uno. Los mínimos son tales porque son exigibles razonablemente a todos los
miembros de la colectividad. Sin mínimos estaríamos padeciendo la intolerancia, la pura
anarquía, la destrucción de cualquier marco estable y general de conductas y acuerdos
entre seres racionales.
Vivir los mínimos permite que cada quien en libertad, en medio de un sano pluralismo,
pueda establecer y optar ante una oferta de máximos que no constriña ni impida los
máximos de los demás. En otras palabras, desde los mínimos cada quien dibuja los
contornos de su felicidad sin atentar contra las esperanzas de felicidad de los otros.
“Es un hecho que en las sociedades pluralistas se ha llegado a una conciencia moral
compartida de valores como la libertad, la tendencia a la igualdad y la solidaridad, que se
concretan en la defensa de unos derechos humanos, no sólo políticos y civiles (derechos de
primera generación), sino también económicos, sociales y culturales (derechos de segunda
generación) y, prosiguiendo la tarea, en derechos ecológicos y en el derecho a la paz, que
componen la llamada tercera generación.” (Idem, p. 204-205)
“El reconocimiento básico del otro como persona, el interés activo en conocer sus
necesidades, interese y razones, la propia disposición a razonar, el compromiso con la
mejora material y cultural que haga posible al máximo la simetría, la disposición a optar, no
por los propios intereses ni por los del propio grupo, sino por los generalizables”. (Idem, p.
205)
Tenemos que establecer ahora una fundamentación ética que ofrezca vías de gestión
para el respeto a la simetría. No podemos imponer absolutos, pero sí debemos normar
democráticamente, dialogadamente, las relaciones sociales. La ética del discurso apunta
entonces a la dinámica social que hace posible unas interrelaciones participativas
auténticamente democráticas. Mucho se dice de la autonomía, la libertad y la justicia,
pero en la vida de todos los días constatamos un abismo, un divorcio radical entre la
gestión social llevada por los gobiernos y la participación real en los procesos por parte de
los ciudadanos comunes. Tratamos la esfera de aplicación en la gestión pública, el
desenvolvimiento de las instituciones políticas, de gobierno, de administración del recurso
ciudadano, nacional. Y esta ética del discurso la enunciamos en el plano ideal, a la
manera de una idea regulativa kantiana que nos sirva para acercar los diálogos reales a
tal nivel de perfección.
La ética del discurso quiere establecer el diálogo como mecanismo de consenso que
consiga encarnar en la vida social de todos los días, el sentido auténtico y concreto de
valores como la libertad, la justicia y la solidaridad. La disposición para el diálogo permite
el acercamiento de los actores sociales a la toma de decisiones, permite el respeto a las
individualidades. Además de este talante participativo, gracias al diálogo se validan las
normas y los códigos, pues cuando la gente se pronuncia se hace posible juzgar qué es
válido, qué es moralmente correcto, qué trae un auténtico beneficio para todos. Veamos
los dos grandes principios de la ética del discurso:
Principio de universalización:
“Una norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan aceptar
libremente las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían,
previsiblemente de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de
cada uno”.
Toda norma debería ser aceptada por todos los afectados por ella. Por esto, toda
norma se legitima gracias a la participación de todos los cobijados por ella, a través de un
diálogo que clarifique la humanidad, racionalidad, bondad y conveniencia de dicha
norma. Cada quien se erige como sujeto político, y en tanto se apropie de ese deber, se
suma necesariamente a cumplir un orden social señalado por la participación de todos. La
fundamentación de las normas la constituye el compromiso intersubjetivo que une a los
miembros de una comunidad. Nadie puede delegar en una abstracción sus propias
expectativas socio-políticas. Los derechos de cada quien ni se ignoran, ni se ceden, ni se
violan. Desde la Teoría Crítica de la Sociedad, la práctica político-social debe estar libre
de ideologías y totalitarismos. El supuesto fundamental es que el diálogo tiene sentido si
es una sincera búsqueda cooperativa de la justicia y de la corrección.
“Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar)
aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso
práctico”. (Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa, pp. 116 y 117).
Todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores válidos. Esto significa
que en la discusión por la formulación de códigos, leyes y normas, los intereses de la
totalidad de los afectados deben tener una representación en el diálogo, y si es posible,
se tendría que defender por parte de ellos mismos, las aspiraciones y deseos que se
juegan en el proceso.