Marta Lamas - Dimensiones de La Diferencia

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Marta

Lamas
Dimensiones de la diferencia antología esencial

Género y política
Lamas, Marta
Marta Lamas : dimensiones de la diferencia. Género y política :
antología esencial / Marta Lamas ; coordinación general de Gabriela
Méndez Cota. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : CLACSO,
2022.
Libro digital, PDF - (Antologías)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-813-208-2

1. Antropología. 2. Feminismo. 3. Maternidad. I. Méndez Cota,


Gabriela, coord. II. Título.

CDD 305.4209

Otros descriptores asignados por CLACSO


Género / Política / Feminismo / Antropología / Cultura / Política
sexual / Estudios de género
Marta
Lamas
Dimensiones de la diferencia
Género y política
antología esencial

Estudio introductorio y compilación de Gabriela Méndez Cota


CLACSO - Secretaría Ejecutiva
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María Fernanda Pampín - Directora de Publicaciones

Equipo Editorial
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Solange Victory y Marcela Alemandi - Gestión Editorial
Nicolás Sticotti - Fondo Editorial

Corrección: Carla Fumagalli


Diagramación de interiores: Paula D´Amico
Diseño de colección: Gabriela Corrales - Estudio Namora
Diseño de tapa: Dominique Cortondo Arias
Fotografía de tapa: Lucero González

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ISBN 978-987-813-208-2

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Asdi. La responsabilidad del contenido recae enteramente sobre el creador. Asdi no comparte necesariamente las
opiniones e interpretaciones expresadas.
Índice

Marta Lamas: dimensiones de la transmisión 11

Por Gabriela Méndez Cota

Primera parte. Antropología feminista y género

La antropología feminista y la categoría “género” 45

Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género” 75

Diferencias de sexo, género y diferencia sexual 111

Complejidad y claridad en torno al concepto “género” 137

Feminismo y americanización. La hegemonía académica de gender 165

Dimensiones de la diferencia 191

Identidad, psiquismo y cultura 219

¿Activismo académico?
El caso de algunas etnógrafas feministas 247

De la investigación circunstancial al activismo académico:


una reflexión post facto 271
Segunda parte. Política sexual

La bioética: proceso social y cambio de valores 299

Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo 319

Mujeres, aborto e Iglesia católica 353

Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural 383

Aborto 403

Aborto y democracia en México, Uruguay


y Argentina 421

Feminismo y prostitución:
la persistencia de una amarga disputa 455

Cuerpo y política 485

Emoción y política. La vergüenza y las trabajadoras sexuales


callejeras en la Ciudad de México 505

División del trabajo, igualdad de género y calidad


de vida 533

Investigar el comercio sexual 555

Democracia y sexualidad 593

Interpretaciones y posicionamientos feministas


ante el acoso sexual 631
Tercera parte. Feminismos: historia, cultura y política

La radicalización democrática feminista 657

Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones 677

El feminismo en México a finales del siglo XX:


de la protesta a la propuesta 691

Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres 709

Mujeres guerrerenses: feminismo y política 735

Debate Feminista: ¿una revista de izquierda? 753

Las nietas de la Malinche: una lectura feminista


de El laberinto de la soledad 781

El feminismo de Virginia Woolf: el caso de Tres guineas 799

Rosario Castellanos, feminista a partir


de sus propias palabras 819

Leonard Woolf 843

Las creencias del feminismo 851

El regalo de la suicida 887

Sobre las autoras 901


Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

Gabriela Méndez Cota

El trabajo intelectual de Marta Lamas encuentra su motor en un deseo


que ella describe, simplemente, como “escribir para transmitir” (2011).
Al respecto cabe preguntarse si todo trabajo intelectual no es en el fondo
un trabajo de cuidado, un empeño por nutrir y sostener la existencia en
medio del caos. Ya sea en el contexto de una revolución cultural como
la de los años sesenta y setenta, en una confusión política generaliza-
da como la que se instala alrededor del mundo en las primeras décadas
de la globalización neoliberal, o un presente atrapado entre amenazas
existenciales como el caos climático y la guerra nuclear, la escritura de
Marta Lamas insiste una y otra vez en pensar, o cuestionar lo dado con
el espíritu transmisor de aquellas profesiones “imposibles” entre las que
llegó a contarse, desde Freud, el psicoanálisis (1986, p. 249). Como ocurre
en la escritura del propio Freud, lo que se transmite aquí brota menos
de una biografía individual que de una operación literaria insistente
(Kamuf, 2016). Se trata de la descripción precisa, inquisitiva y desmitifi-
cadora, basada en la observación y la escucha sin tapujos, de la experien-
cia vivida de las mujeres, de los sufrimientos y las complicidades que
las llevan a identificarse como “mujeres” pese a su heterogeneidad –o
incompletitud– radical como sujetos. En suma, ella escribe su feminismo
como una problematización sostenida de la subjetividad, “ese comple-
jo y semioculto mundo de los afectos, sentimientos y representaciones
simbólicas” (Lechner, 2015, p. 119) que constituye la materia básica de la
politización. Un eje tal de su transmisión se encuentra ya presente en los
escritos más tempranos de su activismo feminista.

11
Gabriela Méndez Cota

Entre 1976 y 1988 Marta Lamas redacta más de 40 contribuciones


para Fem, primera revista feminista de América Latina fundada por
Alaíde Foppa y Margarita García Flores. Destacan entre ellas, además
de bibliografías anotadas y reseñas de publicaciones extranjeras, vívidos
reportajes sobre las condiciones laborales y las luchas cotidianas de va-
rios grupos de trabajadoras –las taquilleras del metro, las costureras, las
secretarias– ensayos de crítica de la cultura popular, reflexiones sobre
las vivencias subjetivas de la maternidad, el amor sexual y la familia, y
análisis políticos de las agendas, los desacuerdos, las argumentaciones
y los procesos organizativos del nuevo feminismo.1 Pero además de con-
tribuir como autora, participa en la construcción editorial de Fem, y en
este proceso no solo aprende a editar artículos, corregir galeras, vigilar
la impresión y distribuir en librerías, sino que, “políticamente, aprendí
mucho. Dejé de ser tan ingenua, de creer en las feministas como una
categoría de mujeres distintas a las demás” (Lamas, 1996, p. 10). A través
de esta experiencia se configuran algunos argumentos recurrentes en
lo posterior, como el de que, si el movimiento feminista “tiene una his-
toria oculta de confrontaciones y broncas”, entonces es tarea de todas
“reconstruir nuestra historia, sin idealizarla” (Lamas, 1996, p. 10). Un lla-
mado persistente al testimonio, la reflexión y la argumentación (Lamas,
2006; 2015) será el corolario de colocar bajo una misma óptica –la proble-
matización de la subjetividad– la vivencia personal y la vivencia política.
Ahora bien, ¿de qué manera integrar lo personal y lo político, por una
parte, con lo académico, por otra?
A la par de su participación directa en el movimiento feminista,
Marta Lamas construye un perfil novedoso como intelectual pública
que invita a interrogar las caracterizaciones androcéntricas de las éli-
tes culturales mexicanas de finales del siglo XX (Camp, 1985 y Camp,
2002), e incluso a preguntar si el trabajo político e intelectual feminista
no es precisamente una práctica cultural capaz de desbordar esas élites

1. Destacan “Las taquilleras del metro ganan una batalla” (1976), “La secretaria no es la segunda de alguien”
(1977), “Madre soltera” (1978), “Feminismo y organizaciones políticas de izquierda en México” (1981), “Marcha
del orgullo homosexual: ¿de qué tienen miedo?” (1981), “El movimiento de las costureras” (1986), “El feminismo
rechaza el mujerismo” (1988), “Mi llegada a fem” (1991) y “Algunas historias de mi relación con la hija de Alaíde”
(1996). Todos pueden consultarse en el Portal de Archivos Históricos del Feminismo del Centro de Investigación
y Estudios de Género de la UNAM (CIEG): http://archivos-feministas.cieg.unam.mx/

12
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

(Tarrés, 2007).2 Los textos académicos seleccionados para esta antología


tendrían que considerarse a la luz de una trayectoria de intervención
regular en medios impresos y audiovisuales del ámbito nacional mexi-
cano, de concepción, producción y difusión de proyectos editoriales, de
fundación y fortalecimiento de organizaciones civiles dedicadas a la for-
mación de liderazgos feministas en todo México, a la investigación apli-
cada y el cabildeo político en favor de los derechos sexuales y reproduc-
tivos de las mujeres, y finalmente, de presencia sostenida en think-tanks
de la izquierda democrática mexicana (Lamas, 2020). A la luz de esta
trayectoria multifacética podemos advertir que en la escritura académi-
ca de Marta Lamas resuena también la insistencia del escritor Carlos
Monsiváis –su interlocutor más cercano y su mentor político– de que “si
no se da también la batalla cultural, se puede perder la batalla política”
(Lamas, 2010 y Lamas, 2012).3 Los textos reunidos en esta antología re-
sultan esenciales para mapear y hacer un balance crítico de la incidencia
real de la investigación feminista latinoamericana en ciencias sociales
y humanidades, en las condiciones específicas que ha impuesto en la
región la globalización económica y cultural.
Al despuntar la década de 1990, la lucha democrática mexicana se
ve ensombrecida por el fraude electoral de 1988, revolucionada por el
Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la insurrección zapa-
tista de 1994, y finalmente dispersa en la profesionalización de los acti-
vismos de la sociedad civil, los cuales avanzan en la institucionalización
de ciertas causas o agendas a veces en detrimento de una interpelación
social más amplia en tiempos de rápida transformación cultural.4 En
2. Sin desestimar las observaciones empíricas de Camp (1985 y 2002), desde el feminismo continúa sien-
do importante interrogar sus hallazgos a la luz de la documentación histórica de no pocas intervenciones
efectivas a cargo de mujeres políticas e intelectuales como la que se condensa en el libro coordinado por
Marta Lamas (2007), Miradas feministas sobre las mexicanas del siglo XX.
3. Lamas con frecuencia se refiere a Monsiváis como un mentor político y “nuestro aliado más importan-
te”. Tras de la muerte del escritor en 2010 seleccionó y prologó Misógino feminista, una antología de textos
feministas de Monsiváis donde se puede encontrar lo que Lamas considera la más lograda definición del
sexismo: “No una conjura, ni una emboscada, sino, más metódica y negociadamente, una organización.
La organización deliberada, alegre, exaltada, melancólica, inclemente, tierna, paternalista, de una in-
ferioridad. No otra cosa es el sexismo, una suma ideológica que es una práctica, una técnica que es una
cosmovisión” (Monsiváis, 2013, p. 25).
4. Esta dispersión, sus impactos fructíferos y sus evoluciones contraproducentes en relación con el femi-
nismo (Álvarez, 2009), se han documentado ampliamente no solo en México sino en la región y alrededor

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Gabriela Méndez Cota

este contexto se gesta la incursión del feminismo de Marta Lamas en el


ámbito académico con el devenir etnográfico de un primer acercamien-
to político a las trabajadoras sexuales, “tan olvidadas por la izquierda
y por las feministas de México”.5 Si bien nuestra autora posiciona sus
tres décadas de investigación sobre el comercio sexual a la estela de un
activismo antropológico que ha sido conceptualizado y reivindicado por
toda una generación de investigadoras feministas, lo cierto es que su
aportación se nutre de perspectivas críticas que trascienden las disci-
plinas y las formaciones académicas tradicionales, y que orientan su
trabajo antropológico, de modo prioritario, hacia la intervención social
amplia. Entre los primeros escritos activistas y los escritos teóricos y an-
tropológicos de Marta Lamas que se incluyen en esta antología no hay
más que un proceso de maduración y conceptualización que se inscri-
be en las ciencias sociales, tanto como en la política, de un modo que
puede ser “pragmático” (Lamas, 2019), pero nunca meramente técnico
o instrumental, pues además de información y análisis científico con
utilidad política, la escritura de Marta Lamas transmite una actitud, un
cierto modo de cuestionar lo dado y de abrazar la contingencia radical
del feminismo, su tarea pendiente y su responsabilidad de transmisión.

Antropología feminista y género: una acción simbólica colectiva

A partir de 1986 Lamas emprende una genealogía del “género” que se con-
densa en los cinco primeros artículos de esta antología.6 En ellos la autora

del mundo, a través de la investigación sobre la “femocracia” (Eisenstein, 2015) y el “feminismo de la


gobernanza” (Halley et al., 2018).
5. Ver “De la investigación circunstancial al activismo académico. Una reflexión post-facto” (2022), en
esta antología.
6. Respecto de la genealogía, escribe Foucault que “(…) no pretende remontar el tiempo para restablecer
una gran continuidad más allá de la dispersión del olvido; su tarea no es mostrar que el pasado está aún ahí,
bien vivo en el presente, animándolo todavía en secreto, después de haber impuesto a todos los obstáculos
del camino una forma trazada desde el principio. (…) Seguir el hilo complejo de la procedencia es, al contra-
rio, conservar lo que ha sucedido en su propia dispersión: localizar los accidentes, las mínimas desviaciones
–o al contrario, los giros completos– los errores, las faltas de apreciación, los malos cálculos que han dado
nacimiento a lo que existe y es válido para nosotros; es descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo
que somos no hay el ser ni la verdad, sino la exterioridad del accidente” (Foucault, 2004, pp. 27-28).

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Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

rastrea la procedencia y la accidentada dispersión de la categoría “género”,


haciendo evidente la relación entre los usos del término y los deseos políticos
de un nuevo feminismo en proceso de institucionalización, todo ello en el
contexto de las dinámicas estructurales de la globalización económica y cul-
tural (Marramao, 2007; Marchand y Sisson Runyan, 2011).7 Así, los artículos
publicados entre 1986 y 2008 describen una trayectoria entre una suerte de
revolución epistemológica en las ciencias sociales europeas y angloamerica-
nas, protagonizada por los cuestionamientos y debates de la antropología fe-
minista, hasta el fenómeno de la “hegemonía académica de gender” que resul-
taría hoy, en cierta medida, de la “americanización de la modernidad”, según
el término de Bolívar Echeverría. No obstante, el interés de esta trayectoria
está menos en la resonancia que pueda tener con los relatos históricos de las
ciencias sociales latinoamericanas –de las teorías de la dependencia al giro
decolonial, dada la problematización epistemológica y política de las discipli-
nas involucradas en el estudio del género– que en el exhorto reiterado a pro-
fundizar el diálogo multidisciplinario de los estudios de género con la teoría
psicoanalítica de orientación lacaniana.8 He aquí la tercera clave de lectura:
el estudio de la subjetividad política es para nuestra autora radicalmente in-
eficaz sin un reconocimiento efectivo del inconsciente incluso dentro de los
procesos de investigación, y desde luego dentro de aquella “acción simbólica
colectiva” –una transformación de la lógica cultural del género– que resulta-
ría indispensable para poner fin, radicalmente y a largo plazo, al sexismo y la
homofobia en todas las culturas.
En “La antropología feminista y la categoría ‘género’” (1986) Lamas
describe la transición, en el lapso de apenas una década, de estudiar la
simbolización de la diferencia anatómica en culturas dadas a preguntarse

7. Aunque la globalización puede periodizarse y teorizarse de maneras distintas según la perspectiva dis-
ciplinaria es importante considerar los aportes de los estudios críticos de género a los debates sobre la glo-
balización en las últimas décadas. Como resultado de esos aportes se concibe aquí la globalización como un
proceso de reestructuración global tan cultural como económico, y tan complejo y contingente como reco-
nociblemente constreñido por patrones históricos de dominación múltiple. La interpretación que hace Mar-
ta Lamas de la “americanización de la modernidad” coincide más, en este sentido, con las perspectivas de
género aportadas por Marchand y Sisson Runyan (2011) que con el mapeo conceptual de Marramao (2007).
8. Pocos años después de este primer artículo sobre el género, Lamas colabora con la psicoanalista Frida
Saal en la creación de un libro que reúne las perspectivas relevantes del psicoanálisis que informan la
posición de la propia Lamas a lo largo de su carrera. El libro se hace en ocasión del ensayo “Algunas con-
secuencias políticas de la diferencia psíquica entre los sexos” (Saal, 1991).

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Gabriela Méndez Cota

cómo es que, en todas las culturas, esa simbolización se traduce en una di-
ferencia de prestigio o una desigualdad de poder que permea y cifra todos
los ámbitos de la vida social. Desde este momento apuesta por una pro-
fundización del diálogo entre antropología y psicoanálisis, no solo frente
al biologicismo tradicional sino también frente al riesgo de un reduccio-
nismo culturalista. Con ello anticipa la tendencia posterior a equiparar
género y sexo o bien género y cultura en detrimento de la acepción psi-
coanalítica de la diferencia sexual.9 De manera que en “Usos, dificultades
y posibilidades de la categoría género” (1996), tras mostrar la naturalidad
con la que esa tendencia se inserta en el idioma castellano, argumenta la
necesidad de sostener, en nuestro idioma, una perspectiva más compleja
que no deje de cuestionar la propensión esencialista, por más estratégico
que el esencialismo pueda resultar en coyunturas políticas concretas. Sólo
en el contexto del debate teórico parece posible sostener aquel esfuerzo, y
justo a mediados de los años noventa se presenta el reto de sintetizar crí-
ticamente los aportes esenciales de la antropología feminista con ciertas
perspectivas filosóficas antiesencialistas (Butler y Scott, 1992; Flax, 1992)
que empiezan a posicionarse en el debate teórico internacional sobre el
género. Lamas pondera las ventajas y desventajas que presenta el énfa-
sis histórico y cultural de estas perspectivas filosóficas frente a la dimen-
sión fundante de la diferencia sexual en su acepción psicoanalítica, la cual
continúa siendo para ella un referente indispensable en lo que toca a la
definición de los objetivos ético-políticos del feminismo. En este sentido,
una vez advertidas las trampas de la traducción de gender, reflexiona que
“habría que tener presente la acepción castellana de género, en el senti-
do de que mujeres y hombres pertenecemos al género humano”, y que es
en virtud de esa condición compartida de la diferencia sexual, tornada en
opresión de género, que luchamos todes contra el sexismo y la homofobia.10
9. Si el psicoanálisis explora la forma en que cada individuo, en tanto ser sexuado y hablante, elabora en
su inconsciente la diferencia sexual, posicionando así su deseo sexual y su asunción de la masculinidad o
la feminidad, de sus hallazgos fundamentales deriva que es imposible, en el terreno subjetivo de la dife-
rencia sexual, hacer un corte claro y distinto entre lo biológico y lo social. El ámbito psíquico o subjetivo
al que pertenece la diferencia sexual se constituye de manera autónoma en la intersección de lo corpóreo
y lo simbólico, y es por ello que la diferencia sexual no puede reducirse ni a la biología ni a la cultura.
10. Vale aquí la pena retomar las elocuentes palabras de Nelly Schnaith: “La mera existencia de sectores
humanos no reconocidos –sean políticos, sociales, raciales o sexuales– somete a la Humanidad y la Ra-
zón a un juicio tácito pero permanente, ante cuyo tribunal entabla demanda cada proceso de liberación.

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Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

En “Diferencias de sexo, género y diferencia sexual” (2000), Lamas


replantea el dilema político del feminismo a través de la pregunta:
¿cómo aceptar a la diferencia sexual como algo fundante, sin que quede
fuera de la historia ni sea resistente al cambio? Más que nunca, afirma,
se hace necesaria la labor de introducir precisiones, de teorizar la com-
plejidad de la articulación entre lo cultural, lo biológico y lo psíquico. En
“Complejidad y claridad en torno al concepto de género” (2007), Lamas
nos recuerda lo que José María Guelbenzu, escritor español, señaló res-
pecto de la claridad y la complejidad en el ámbito literario. Cuanto más
se perfilan y decantan los elementos de una historia, más compleja se
vuelve la narración, al tiempo que, paradójicamente, más se aclaran las
situaciones. A la hora de tomar posiciones ante los personajes, la lectura
obtiene claridad de la complejidad, y es por ello que, para Lamas, vale la
pena atravesar por las complejidades del psicoanálisis para tomar una
posición feminista.11
En este sentido afirma, en “Dimensiones de la diferencia” (2012), que
“…un elemento básico para la construcción de una sociedad verdade-
ramente democrática requiere entender que las identidades sexuales y
de género no se construyen voluntariamente, sino que están cruzadas
por procesos psíquicos inconscientes”. Considerar la acepción psicoa-
nalítica de la diferencia sexual de cuerpo con inconsciente hace posi-
ble comprender que la elaboración psíquica de la identidad puede no
corresponder al dato biológico, como ocurre con la intersexualidad, la
homosexualidad y la transexualidad. Esta comprensión es condición

El movimiento femenino es una etapa más de esa gran tendencia emancipatoria, tan antigua, tan ma-
lograda y tan resucitada como la misma opresión. Por eso, creo que el sentido final de sus aspiraciones
bien puede expresarse afirmando que, en la dialéctica inflexible, de esa brega, el impulso vengativo del
oprimido solo impone justicia cuando está animado por el goce anticipado de una libertad general. La
utopía viene entonces en apoyo del rebelde para corregir su odio, recordándoles que también se trata de
liberar al opresor” (Schnaith, 1991, p. 78).
11. Lamas distingue un psicoanálisis sociologizado predominante en Norteamérica, que reconoce el con-
dicionamiento psicológico de la infancia pero resta importancia al inconsciente y el deseo, por una parte,
y una orientación lacaniana minoritaria que desde la legendaria revista británica m/f asumió, frente a
las demandas y condenas de la militancia identitaria, el proyecto de incorporar rigurosamente la teoría
psicoanalítica en el análisis político y cultural feminista. Lamas toma posición por esta segunda orien-
tación al insistir en que solo el reconocimiento de la naturaleza psíquica de la diferencia sexual puede
desterrar los esencialismos, sean ellos biologicistas o culturalistas, y crear espacio para la transformación
del género en un sentido democrático radical.

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Gabriela Méndez Cota

básica de la democracia, que a su vez conlleva dilemas tan irresolubles


como irrenunciables, es decir, dilemas que demandan sostener un pro-
ceso de reflexión, crítica y negociación permanentes. En “Identidad,
psiquismo y cultura” (2017), Lamas lleva esta cuestión a un terreno so-
ciohistórico, al analizar la identidad sexual –especialmente cuando
transgrede la heteronormatividad del género– ya no como el resultado
posible de procesos psíquicos individuales sino también como una ex-
presión cultural de la modernidad tardía, la cual ha fomentado un cier-
to pluralismo de los sujetos dentro del marco de un cierto individualis-
mo posesivo. En estas condiciones, prácticas de modificación corporal
como las “cirugías de reasignación sexual” abren la interrogante de si
estamos ante una dificultad cultural para admitir estados intermedios
entre los seres humanos, estados mixtos o incluso estados con una iden-
tidad provisoria. Para Lamas, la pregunta que falta responder no es por
qué existe la transexualidad, sino cuál es el significado social y político
de que cada vez más personas rechacen, desde lo psíquico, ajustarse a
los modelos convencionales de ser hombre y ser mujer. Lo cierto es que
la pregunta misma parece hoy en riesgo de ser clausurada por un nuevo
biologicismo –perceptible en un nuevo feminismo trans-excluyente de
amplia resonancia en América Latina– que sugiere un reto mayúsculo
para la teoría de género, por no hablar del diálogo entre antropología y
psicoanálisis, que pese a esfuerzos de comunicación pública como los
que han marcado la trayectoria de Marta Lamas, no parecen haber per-
meado aún en los procesos de politización de las nuevas generaciones de
mujeres latinoamericanas.
En este sentido, el ensayo “Feminismo y americanización. La hege-
monía de gender” (2007) resulta crucial para hacer un balance de la ge-
nealogía emprendida por nuestra autora y dimensionar, a partir de ello,
los retos a futuro de la investigación feminista situada en Latinoamérica.
Ahí Lamas reflexiona sobre la hegemonía norteamericana en los estu-
dios de género, y cómo este fenómeno ha significado la imposición de
una interpretación de la igualdad y la diferencia que fracasa a la hora
de dar cuenta de la diversidad cultural del género. Por ejemplo, al pri-
vilegiarse la figura célebre de Judith Butler como paladín de la teoría
de género, se corre el riesgo de olvidar la complejidad de los planteos y

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Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

debates previos entre lingüistas y antropólogas, así como la perspectiva


de la diferencia sexual que resulta indispensable para explicar los lími-
tes del voluntarismo y la agencia individuales en los terrenos de bata-
lla cultural y política. El ejemplo, sin embargo, está menos orientado a
desechar los aportes por demás incuestionables de la teoría butleriana
de la performatividad que a interrogar los efectos que su aventajada cir-
culación como mercancía académica puede tener para la investigación
feminista latinoamericana y para los nuevos procesos de politización
feminista. Otro ejemplo para reflexionar en este sentido es El género ver-
náculo (1982) de Iván Illich, libro ausente, hasta la fecha, de la bibliografía
de los estudios sobre género en diversas disciplinas. Lamas relata cómo,
desde su crítica a la modernidad, Illich desafió a la doxa feminista sobre
género, se enemistó con la academia feminista norteamericana y quedó,
finalmente, excluido del canon de los estudios de género. Nuestra au-
tora reflexiona que, aunque desde el feminismo académico globalizado
sea muy criticable la perspectiva de Illich, el abordaje que hace este últi-
mo de gender es importante entre otras razones porque el conjunto de su
pensamiento resuena más que el feminismo norteamericano con la ex-
periencia de muchas mujeres en contextos de diversidad cultural.12 Esta
comparación, sin duda polémica, entre Judith Butler e Iván Illich resu-
me bastante bien la reflexividad autocrítica de la genealogía del género
que lleva a cabo hasta ese momento Marta Lamas y se complementa con
su reconocimiento del activismo intelectual de las etnógrafas feministas
de México y Latinoamérica en “¿Activismo académico? El caso de algu-
nas etnógrafas feministas” (2020). En ese panorama, el exhorto distin-
tivo de sus propios actos de transmisión recala siempre en el exhorto a
tomar en cuenta la subjetividad (Code, 1993) es decir a prestar atención a los
accidentes del lenguaje, las trampas de la traducción y las consecuencias
de su instrumentalización acrítica.

12. Sin duda vale la pena reflexionar, más allá de alusiones vagas a la heterogeneidad del movimiento
feminista, sobre la referencia histórica y sociológica a un patrón, característico de los países latinoame-
ricanos, que distingue a feminismos de élite, cultura letrada y orientación cosmopolita, de “mujerismos”
mayoritarios de tradición oral y comunitaria (Garrigós, 2017).

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Gabriela Méndez Cota

Política sexual: luchar, luchar, por la libertad de amar

Lejos de presentarse como un problema teórico abstracto, la relación


entre lo social y lo psíquico es una pregunta concreta que Lamas pondrá
sobre la mesa de discusión una y otra vez con sus intervenciones en polí-
tica sexual, es decir, en las disputas teóricas y prácticas sobre significado
de la sexualidad y la reproducción, su relación con el poder y la domi-
nación, y las formas y los límites de su regulación por el Estado.13 En
política sexual la relación entre lo social y lo psíquico es el problema de
cómo está implicado cada individuo, a nivel subjetivo –y por tanto a ni-
vel de la sexualidad– en la estructura social, con todas las formas de do-
minación que esta impone y reproduce, precisamente, a través de cada
individuo, ello en función de una posición tanto psíquica como social.14
Ante la complejidad de esta cuestión que se traduce, evidentemente, en
la problemática de la agencia o margen de acción, la teoría no es un lujo
sino una necesidad. Sin embargo, la capacidad de la teoría para esclare-
cer problemáticas e intervenir en ellas de manera crítica y responsable
dependerá, como argumenta Lois McNay, de su arraigo empírico y de
su conexión descriptiva con las realidades encarnadas del sufrimiento
social.15 En este sentido, además de sustentar etnográfica y documental-
mente sus posiciones en materia de derechos sexuales y reproductivos,
de comercio sexual y de creencias e interpretaciones de la dimensión

13. El origen del término se encuentra en el libro de Kate Millet Sexual Politics (1970) donde se refiere a
un análisis feminista del patriarcado y donde la autora postula un fundamento sexual de la dominación
masculina. Sin embargo, el término ha trascendido la perspectiva radical de Millet para referirse, más
ampliamente, a los debates contemporáneos sobre el significado de la sexualidad y del poder, y de la
relación entre ambos. Es en este último sentido, de un conjunto de debates o de un terreno en disputa,
que empleamos el término “política sexual” en esta antología.
14. No por nada es al filósofo y sociólogo Pierre Bourdieu, conceptualizador de la violencia simbólica
y de su expresión paradigmática, la dominación masculina, a quien invoca Lamas una y otra vez para
articular los hallazgos fundamentales del psicoanálisis con las hipótesis de sus diversas investigaciones
antropológicas, por un lado, y por otro con la tarea de trabajar políticamente con la resistencia o la “ig-
norancia voluntaria” respecto de la propia posición tanto en el activismo como en el sistema de prestigio
vigilado por las disciplinas académicas.
15. En este mismo sentido, también es a Bourdieu a quien recurre la teórica feminista Lois McNay (2014)
para problematizar algunas tendencias de la teoría política feminista de los albores del siglo XXI, entre
ellas la ya mencionada democracia radical. Agradezco a Marta Lamas que llamara tempranamente mi
atención sobre esta crítica.

20
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

sexual de la violencia de género, Lamas formula en cada caso preguntas


e hipótesis de naturaleza antropológica y psicoanalítica orientadas a po-
sicionar un ángulo específico dentro de la política sexual:

¿cómo plantear una política sexual democrática? Más que invocar


una moral única “auténtica” para restringir la sexualidad a sus fi-
nes reproductivos, tal vez debería privilegiarse el carácter ético del
intercambio sexual. Una ética democrática plena plantea la posibi-
lidad de una relación sexual placentera, consensuada y responsable
con otro ser humano, independientemente del cuerpo o la identi-
dad que tenga.16

Contra los mandatos del biologicismo, el moralismo y el giro judicial-pu-


nitivo, una política sexual democrática es lo que buscará Marta Lamas
en todas sus incursiones en el terreno de la bioética en torno al aborto y
las nuevas tecnologías reproductivas, y en el terreno biopolítico del co-
mercio sexual, las políticas del cuidado y los marcos interpretativos de
la violencia sexual. Si bien el ensayo “La bioética: proceso social y cam-
bio de valores” (1993) pudo en su momento parecer introducción a un
campo que, en México, como observa la autora, se encontraba entonces
“en pañales”, dos décadas después sorprende como un diagnóstico cla-
rividente y una intervención coyuntural oportuna tras el derrumbe de la
experiencia socialista en los países del Este, el inicio de una nueva fase
de globalización económica y el pronto resurgimiento de los fundamen-
talismos religiosos en la escena internacional. El texto además da cuenta
de otra instancia crucial de activismo académico, esta vez más allá de la
antropología feminista (Lamas, 2014). Diez años después de que el femi-
nismo lograra, con mucho esfuerzo, posicionar la maternidad voluntaria
en la agenda de la izquierda mexicana, la consideración académica del
aborto como un problema concreto de “ética aplicada” significó la aper-
tura, frente a la hegemonía cultural de la Iglesia Católica, de un debate
científico multidisciplinario y generador de argumentos laicos en torno
a la reproducción humana. En este sentido, nuestra autora sopesaba:

16. Ver “Democracia y sexualidad” (2019), en esta antología.

21
Gabriela Méndez Cota

Y como la hegemonía se construye y se pelea también en el campo


del discurso, ha sido muy productivo analizar el estatuto [científi-
co] de eso que la derecha defiende como “el ser humano desde el
momento de la concepción” con precisión bioética. Una reflexión
bioética genera un cambio conceptual y discursivo de gran calado.17

Hoy, ante el ascenso incuestionable de una nueva derecha global cuya


expresión más dramática ha sido el retorno, precisamente en los países
del Este, de un expansionismo militarista con fuerte impronta patriar-
cal (Graff, Kapur y Walters, 2019) parecería urgente expandir en cambio
la bioética feminista como un proyecto laico y democrático frente a los
avances culturales del fundamentalismo religioso en materia de políti-
ca sexual.18 A las claves de lectura hasta ahora ofrecidas podríamos en-
tonces añadir la noción de una bioética feminista expandida más allá del
paradigma técnico, instrumental o protocolario de la “ética aplicada”,
en el sentido de que abraza la teoría psicoanalítica, la teoría de género
y el análisis político de izquierda de tal manera que la “vida” no se ve
nunca reducida a uno solo de sus sentidos, ya sea el biológico, el cultural
o el psíquico.19 Referencias históricas esenciales en este sentido son los
textos de Marta Lamas sobre el aborto, las nuevas tecnologías reproduc-
tivas, el trabajo y el reparto de los cuidados, el comercio sexual y la nueva
moral sexual.
En sus textos sobre aborto, Lamas describe las batallas ideológico-po-
líticas que culminaron, después de casi tres décadas de activismo femi-
nista, en la promulgación en 2007 de una ley de interrupción legal del
embarazo en la Ciudad de México. Pero más allá de compartir detalles
del proceso político local, nuestra autora reflexiona sobre el arraigo so-
cial y psíquico de las creencias sobre la sexualidad que están implícitas

17. Ver “Aborto” en esta antología.


18. La censura y la violencia fundamentalista de la jerarquía católica, movilizadora de los sectores con-
servadores de la clase política y la sociedad civil mexicana, se documentan profusamente en los artículos
sobre el aborto dentro de esta antología, “Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo” (2005),
“Mujeres, aborto e iglesia católica” (2010) y “Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina” (2022).
19. Tomo esta expresión del trabajo de Joanna Zylinska (2006), quien ha expandido su bioética feminista
para la era de los nuevos medios particularmente hacia una forma de crítica cultural que denomina “con-
tra-apocalipsis feminista” (Zylinska, 2019).

22
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

en el rechazo al aborto en México y más allá. Lamas insistirá en que no


basta con cambiar la ley con argumentos científicos, porque de lo que se
trata es de “transformar el orden simbólico, cuya compleja lógica cultu-
ral tiene resonancias psíquicas y tiñe las emociones de los seres huma-
nos”. Desde este punto de vista, más allá de las acciones violentas por
parte de la jerarquía católica, la fuerza persuasiva de sus mensajes ha
dependido de la creencia íntima “de que para las mujeres el acto sexual,
más que una actividad dirigida al placer, es una forma de cumplir el
mandato de procrear” (Lamas, 2017b, p. 57). Para transformar el orden
simbólico del que surge esta creencia hace falta una intervención capaz
de movilizar afectivamente a esos seres “bio-psico-sociales” que, como
insiste nuestra autora en “Cuerpo y política”, somos los seres humanos.
Tal es la batalla cultural y política que continúa librándose en México,
Uruguay, Argentina y muchos países alrededor del mundo, en una época
que amenaza con revertir, si es necesario mediante la imposición vio-
lenta, de una política sexual conservadora, las conquistas del nuevo fe-
minismo del siglo XX.
La transmisión central de la segunda sección de esta antología es que
además de un marco legal que garantice el reconocimiento de la plurali-
dad como el fundamento ético de los derechos sexuales y reproductivos,
una política sexual democrática requiere un trabajo específico con la
subjetividad. Un ejemplo de bioética expandida en este sentido de to-
mar en cuenta la subjetividad (Code, 1993) es “Postergar la maternidad”
(2016), ensayo donde la autora se pregunta por las consecuencias de la
medicalización y la mercantilización del ámbito reproductivo. Con una
línea argumental análoga a la plantea sobre la transexualidad y las ciru-
gías de reasignación sexual20 afirma, con respecto a la postergación de la
maternidad y el uso creciente de nuevas tecnologías reproductivas, que
es preciso enmarcar este fenómeno en el marco sociohistórico de ciertas
dificultades subjetivas. La primera tiene que ver con el persistente deseo
de maternidad biológica que resultaría de la introyección psíquica de
un mandato de género y que permite a Lamas interpretar el recurso cre-
ciente al congelamiento de óvulos como una cierta resistencia subjetiva

20. Ver “Identidad, psiquismo y cultura” (2017) en esta antología.

23
Gabriela Méndez Cota

a renunciar abiertamente a cumplir con ese mandato, una vez que se


han abierto otros caminos u opciones de vida. Al mismo tiempo, este
fenómeno indicaría una dificultad subjetiva todavía mayor y urgente,
a saber, la de reconocer “la brutal disfuncionalidad del mundo laboral”
como un imperativo, o la organización y el trabajo político orientado a
lograr un reparto más equitativo del trabajo y la provisión universal de
cuidados. De manera que si la disfuncionalidad del mundo laboral, y la
falta de políticas públicas orientadas a garantizar la provisión universal
de cuidados, explican en cierta medida las circunstancias que conducen
a la postergación de la maternidad, el recurso de mujeres pudientes a
tecnologías reproductivas como el congelamiento de óvulos funciona
ideológicamente como una falsa solución técnica o económica que no
solo deja intacto el mandato de género, sino que reproduce, por omi-
sión, la desigualdad, la discriminación y la explotación laboral.
Con esta interpretación informada por el psicoanálisis, Lamas logra
evidenciar una conexión fundamental entre la política sexual y la despo-
litización del trabajo en la coyuntura neoliberal, sobre lo cual profundiza
en “División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida” (2018).
Ahí pone de relieve la dimensión de género de la psicodinámica laboral
(Dejours et al., 2018) para destacar en su análisis el papel que juega el
mandato de masculinidad, la no enunciación del sufrimiento, como un
factor que explica el desinterés de autoridades y patrones respecto de la
necesidad urgente de instituir, mediante políticas públicas, una pers-
pectiva de género y cuidados en el mundo laboral. Además de describir
las propuestas concretas existentes en este sentido, Lamas advierte de
nueva cuenta que, así como no basta con reformar una ley, no basta con
introducir nuevas políticas públicas, sino que simultáneamente se re-
quiere “una política cultural dirigida a reformular el significado simbó-
lico de la masculinidad”.
Si la comprensión psicoanalítica de la subjetividad –es decir, el reco-
nocimiento del inconsciente y de la diferencia sexual– resulta en efecto
esencial para una política sexual democrática, queda abierta la cuestión
de si es posible transmitir una comprensión tal en el registro hegemóni-
co de una política cultural, o bien en el registro constatativo del discur-
so universitario de las ciencias sociales. Rebasa los propósitos de esta

24
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

introducción elaborar un argumento propio al respecto, pero sí puede


resultar útil para la lectura sugerir, nuevamente, que no es otro el objeto
de transmisión de la escritura de Marta Lamas. En materia de política
sexual, el tema núcleo de su activismo académico ha sido el comercio se-
xual. Su transición del activismo político al activismo académico ocurre
precisamente a través de una investigación de más de diez años en torno
a los procesos de politización de trabajadoras sexuales de la Ciudad de
México en el contexto de la pandemia de VIH.21 Inicialmente orientada
a documentar las prácticas de uso de condón en los encuentros sexua-
les instrumentales, esa investigación lleva gradualmente a otro nivel de
reflexividad una experiencia ya larga en el periodismo literario, la críti-
ca cultural y el análisis político, e inaugura una nueva etapa del trabajo
intelectual de Marta Lamas en torno a la naturaleza bio-psico-social de
la sexualidad. Solo una comprensión cabal de este argumento podría
iluminar adecuadamente las intervenciones más recientes y polémicas
de Marta Lamas en política sexual.22 Los textos seleccionados para esta
antología aportan las coordenadas esenciales para llegar a esa compren-
sión cabal, en la medida en que pertenecen a un momento de teoriza-
ción de lo registrado empíricamente en el acercamiento político y etno-
gráfico a las trabajadoras sexuales, y en la medida en que se trata de una
teorización arraigada en la práctica genealógica que, como hemos visto,
se propone no solo integrar datos e informaciones históricas en una sola
narrativa coherente, en un registro constatativo, sino sobre todo mos-
trar la contingencia y el poder de las narrativas, para confrontar al femi-
nismo con la responsabilidad de su construcción.
“¿Cuál sería la postura más ética respecto del comercio sexual,
la de impulsar su erradicación o la de defender los derechos de las

21. Ver, en esta antología, “De la investigación circunstancial al activismo académico. Una reflexión
post-facto” (2022). Diez años después de su primer acercamiento a las trabajadoras sexuales, Lamas defen-
dió una tesis de Maestría en Etnología en 2003 y en 2012 una tesis de doctorado en Antropología, ambas
sobre trabajo sexual. Su libro El fulgor de la noche (2017) recoge las experiencias y las reflexiones políticas
derivadas de ese largo proceso de investigación. Por lo demás, es autora de por lo menos veinte publica-
ciones sobre comercio sexual, y recientemente coordinadora de un libro que reúne lo más significativo
de la investigación social sobre el tema en México (Lamas, 2018a).
22. Es decir que en nuestra opinión libros como Acoso (2018) y Dolor y política (2020a) se comprenden
mejor a la luz de la etnografía feminista desplegada en El fulgor de la noche (2017a) que a la luz de aconte-
cimientos mediáticos como el #MeToo.

25
Gabriela Méndez Cota

trabajadoras sexuales?”, se pregunta Marta Lamas en “Feminismo y


prostitución: la persistencia de una amarga disputa” (2016). Dado que,
a pesar del avance notorio de las posturas abolicionistas –feministas y
anti-feministas– el comercio sexual se ha expandido como nunca con
los procesos de mundialización y desregulación neoliberal de los merca-
dos, para nuestra autora es preciso antes que nada investigarlo y analizar-
lo. Sobre la base de una discusión informada empírica y teóricamente,
sería responsable posicionarse ya sea por la despenalización, la prohi-
bición o la regulación. En “Investigar el comercio sexual” (2021) Lamas
distingue cuidadosamente entre trabajo sexual, explotación del trabajo
sexual (lenocinio) y tráfico o trata de personas (prostitución forzada).
También distingue las perspectivas desde las cuales se ha investigado
históricamente el comercio sexual, desde el tratamiento de “la prostitu-
ción” en el siglo XX hasta los estudios culturales de la sexualidad en el
siglo XXI23 pasando, naturalmente, por los copiosos intercambios entre
antropología y psicoanálisis. A partir de la clarificación conceptual y el
marco histórico del comercio sexual, se refiere al “reto de hacer ciencia
social de manera crítica, empática, sin reproducir discursos polarizan-
tes, sin idealizar a los sujetos estudiados, pero tomándolos en serio y
escuchando con respeto cómo comunican sus vivencias, además de re-
gistrar cómo llevan a cabo sus procesos de lucha y debate en torno a su
definición social y legal”. Incluso si contrasta esa actitud deseable en
ciencias sociales con la retórica abolicionista que a menudo desestima
la palabra o la agencia de las y los actores directamente involucrados
en el comercio sexual, lejos de idealizar el registro científico invoca la
reflexividad de la investigación feminista: el reconocimiento de la par-
cialidad de quien investiga y de las dificultades subjetivas que comporta
la comunicación con personas estigmatizadas.
Reconocer la subjetividad en el comercio sexual confronta la investiga-
ción feminista con la doble moral sexual, es decir, con la lógica cultural del
género que, introyectada en el psiquismo, impone un significado moral
23. Su reconstrucción evidencia la resonancia entre la mirada orientalista de los discursos moderni-
zantes del desarrollo descrita por Arturo Escobar (1995), y los estudios del comercio sexual que estarían
dominados, a finales del siglo XX, por una “razón humanitaria” que dirige la atención hacia las formas
de engaño y confinamiento de las mujeres víctimas y que vuelve impensable su agencia o decisión de
participar en una economía del comercio sexual.

26
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

diferenciado a la conducta sexual, estigmatiza los intercambios sexuales


instrumentales y niega la agencia de quienes optan por llevarlos a cabo.
En “Emoción y política. La vergüenza y las trabajadoras sexuales calleje-
ras en la Ciudad de México” (2017) Lamas recurre al giro afectivo de las
ciencias sociales para iluminar la vergüenza como una emoción –y una
práctica cultural con implicaciones políticas– vinculada a la sexualidad al
menos desde que en griego la palabra aidos sirve para referirse a los geni-
tales como “partes vergonzosas”. Tras reconstruir la forma en que la lógica
cultural del género ha distribuido la vergüenza de modo desigual entre
hombres y mujeres, Lamas describe la vivencia de esta emoción entre las
trabajadoras sexuales de la Ciudad de México a través de testimonios re-
cabados a lo largo de más de dos décadas. También analiza el tránsito de
muchas de ellas “de vergonzosas a desvergonzadas” gracias al acompa-
ñamiento político y afectivo de una iniciativa como la Brigada Callejera
en Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez”, que desde 1993 se ha dedicado a
promover que el trabajo sexual deje de considerarse como una actividad
denigrante. Se aprecia en este ensayo, de manera especialmente clara, la
aportación específica de la teoría psicoanalítica a la investigación sobre
el comercio sexual, pues Lamas argumenta ahí que la dimensión incons-
ciente juega un papel decisivo en la compraventa de servicios sexuales. El
enfoque psicoanalítico permite, de esa manera, explicar no solo la exis-
tencia de intercambios sexuales instrumentales elegidos, sino también los
procesos de politización en ese ámbito. Mediante su trabajo político de
construcción de redes de apoyo y amistad, numerosos grupos de trabaja-
doras sexuales enfrentan subjetivamente el estigma, la marginación y el
desconocimiento de sus derechos civiles y laborales.
La investigación sobre el comercio sexual sugiere que en cierta me-
dida es la doble moral, traducida psíquicamente en victimismo y social-
mente en pánico moral, lo que asigna una connotación más negativa a
la explotación del trabajo sexual que a la explotación de otras formas de
trabajo.24 Al intersectarse con otras estructuras sociales de dominación,

24. Lamas se pregunta, en este sentido que conecta con sus exploraciones de la psicodinámica laboral
de Christophe Dejours y las políticas de cuidado, cómo es que “no hay coaliciones feministas para abatir
otras formas de explotación de la fuerza de trabajo femenina, ni para rescatar a víctimas de condiciones
deleznables de la brutal explotación laboral”.

27
Gabriela Méndez Cota

como el clasismo y el racismo, la doble moral contribuye a minimizar


la violencia resultante de la desregulación del trabajo sexual y la nega-
ción de derechos sociales a quienes lo ejercen. Por ello, en “Feminismo y
prostitución: la persistencia de una amarga disputa” (2016), Lamas do-
cumenta el avance de la postura abolicionista en el feminismo y empieza
por reconstruir, para un público latinoamericano, las históricas “guerras
de la sexualidad” (sex wars) del feminismo estadounidense. Su inquietud
es la de sopesar las implicaciones de una postura que hoy parece gozar
de una amplia aceptación en Latinoamérica. Al respecto, reflexiona:

El abolicionismo se alimenta del espectro de la violencia sexua-


lizada, y vale la pena explorar el abuso que las feministas están
haciendo de la figura de la víctima, así como la asociación entre la
violación y la prostitución, que persiste en el imaginario feminista.
Este “pánico moral” impide ver las variedades de situaciones en las
que se encuentran las trabajadoras sexuales, con distintos niveles
de decisión personal y de ganancia respecto del trabajo sexual, y di-
ficulta la elaboración de políticas públicas que partan de la defensa
de sus derechos laborales.

Además de documentar las alianzas del abolicionismo estadounidense


con grupos neoconservadores y fundamentalistas religiosos, Lamas in-
troduce una alternativa teórica y práctica para los feminismos de hoy:
la de la criminología crítica y los estudios críticos de la legalidad, que
goza de menos difusión que el feminismo radical a pesar de haber sido
introducida tempranamente en nuestro ámbito hispanoparlante por
abogadas feministas como Elena Larrauri y Haydée Birgin. Junto con
la comprensión bio-psico-social del comercio sexual, estas perspectivas
críticas, argumenta Lamas, permiten reconocer que “más que un claro
contraste entre trabajo libre y trabajo forzado, lo que existe es un conti-
nuum de relativa libertad y relativa coerción”. Y de este reconocimiento
se desprende que para posicionarse éticamente ante el comercio sexual,
es preciso discutir casos y circunstancias específicas de su ejercicio, así
como considerar el punto de partida (Harding, 1993) y la autodetermi-
nación de las personas involucradas. Persiste, sin embargo, la “amarga

28
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

disputa” entre feministas respecto de la llamada “prostitución”, y más


recientemente se traduce, de modos sintomáticos, en una nueva moral
sexual conservadora.25
Marta Lamas reconoce a Freud el mérito de haber expandido la com-
prensión de la sexualidad humana más allá de lo que comúnmente se en-
tiende por “sexual” con el corolario de que, en el ámbito psíquico al que
remite de manera esencial esa sexualidad, no existe una clara separa-
ción entre sexualidad e incertidumbre, ni “entre sexualidad y molestia, y
tristemente [tampoco] entre sexualidad y desencanto.” No obstante, ha
sido una de las causas emblemáticas del nuevo feminismo del siglo XX
la libertad de las mujeres para gozar plenamente de su sexualidad o al
menos tanto como los hombres, es decir, sin la cuota extra de culpa y de
vergüenza asignada a ellas por la lógica cultural del género. Uno de los
significados de “lo personal es político” ha sido, precisamente, el agen-
ciamiento político a través del agenciamiento sexual. En su concepción
ética de aquella consigna, Lamas abraza “la posibilidad de una relación
sexual placentera, consensuada y responsable con otro ser humano, in-
dependientemente del cuerpo o la identidad que tenga”.26 Pero ella mis-
ma nos recuerda, en sus textos sobre política sexual, cómo esa posibili-
dad fue puesta en cuestión desde el principio de las sex wars a través del
llamado “feminismo radical” encarnado por figuras como Kate Millet,
Kathleen Barry, Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon. Una de las
preocupaciones centrales de nuestra autora en su abordaje del comer-
cio sexual y del acoso es la influencia ideológica que esa corriente de los
feminismos norteamericanos, posteriormente conocida como “feminis-
mo de la dominación”, ha ejercido alrededor del mundo, en parte por su
alianza neo-abolicionista con el fundamentalismo religioso, y en parte

25. Ciertamente el abolicionismo puede articularse explícitamente como una crítica al capitalismo antes
que como una moral sexual conservadora, como sucede en la trayectoria de la propia Catherine MacKin-
non (Halley, 2006). Desde propia trayectoria antropológica y su comprensión psicoanalítica del género,
Lamas ubica la política sexual en un nivel subjetivo tanto como en un nivel social (de economía política). La
estrecha imbricación de estas dimensiones –la subjetiva y la social– en la estructura simbólica del género
es una cuestión abierta en el debate feminista contemporáneo, como Lamas insiste en los textos aquí
reunidos. Su posición, como mencionamos anteriormente, es en primera instancia ética y en segunda
instancia, pragmática: no convertir el debate teórico en una lucha de abstracciones, sino situarlo siempre
en el terreno empírico de la investigación crítica y feminista.
26. Ver “Democracia y sexualidad” (2019), en esta antología.

29
Gabriela Méndez Cota

por la “americanización de la modernidad”. Podríamos agregar a estos


factores que, siendo la sexualidad en su acepción psicoanalítica algo de
suyo ambiguo, con frecuencia amenazante y al final de cuentas precario,
puede ser más sencillo –por compensatorio– entregarse a un moralismo
pesimista que superar las dificultades político-subjetivas de un final de
época para abrazar una ética democrática plena en política sexual. Tal es
la lección fundamental de los textos de Marta Lamas sobre el discurso
hegemónico del acoso sexual y las creencias, interpretaciones y posicio-
namientos al respecto de las feministas.
En su libro Acoso: ¿denuncia legítima o victimización? (2018b) Lamas con-
sidera en términos discursivos el fenómeno mediático del #MeToo a la
luz de la creciente influencia ideológica del feminismo radical estadou-
nidense e identifica con claridad los rasgos y las señales de una política
sexual conservadora en proceso de expansión global para advertir sobre
el modo oportunista con que esa política sexual conservadora podría
instalarse en el imaginario de los nuevos feminismos. Los textos reuni-
dos aquí muestran cómo esta interpretación se configura gradualmente
entre la crítica a la hegemonía de gender alrededor de 2007 hasta la per-
cepción, alrededor de 2014, de un avance inquietante del abolicionismo
que reportan directamente a nuestra autora los grupos organizados de
trabajadoras sexuales. En esta antología no se reproducen, sin embar-
go, fragmentos del libro que causó una interesante controversia entre
las feministas mexicanas en el momento de su aparición,27 sino que se
privilegian las reflexiones posteriores de la autora en las que analiza la
recepción coyuntural de su argumento y lo reformula con paciencia para
redoblarlo con eficacia: si bien en América Latina la violencia sexual es
mucho más brutal y más cotidiana que en Estados Unidos o Francia, es
importante para las activistas latinoamericanas conocer y reconocer el
debate histórico de los feminismos norteamericanos y europeos, pues
“algo que nos atraviesa por igual, pese a procesos y contextos diferentes,
es la gran división entre feministas respecto de la perspectiva interpre-
tativa del acoso”. Ya sea en Estados Unidos, Francia o cualquier país de
América Latina, resulta necesario
27. Es difícil exagerar la importancia coyuntural de Acoso, que suscitó una reacción sintomática y gene-
radora de numerosas reflexiones con alcances teóricos y políticos más amplios.

30
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

distinguir matices en las palabras y gradaciones en los actos y re-


flexionar acerca de una cuestión esencial: ¿es malo sentir atracción
sexual por una persona y hacérselo saber? ¿Qué está mal: la propo-
sición en sí misma o la manera en que se hace? ¿Por qué se ofende
a una mujer –y no a un hombre– si alguien le dice que desea sus
“favores sexuales”? ¿Por qué solo se “atenta” contra el “pudor” de las
mujeres y no el de los hombres? La explicación se encuentra en la
doble moral sexual.

Si en medio de un proceso de politización sujeto a una cierta ilusión


de inmediatez exacerbada por el uso de las redes sociales como medio
principal de comunicación política tales preguntas pueden interpretar-
se como un cuestionamiento abstracto de las protestas feministas por
la violencia sexual, en el contexto de esta antología esencial es posible
en cambio reconocer las coordenadas históricas que, dentro del femi-
nismo, apuntalan ese cuestionamiento en nombre de una ética demo-
crática en política sexual. En este asunto como en otros, Lamas ofrece
una perspectiva crítica y genealógica de los marcos interpretativos, de
su historia y de sus implicaciones éticas y políticas (Lamas 2020a).
En los ensayos aquí reunidos sobre acoso sexual Marta Lamas se de-
tiene en uno de los ejes discursivos del #MeToo: el de tomar a la mujer
como el sujeto privilegiado de enunciación del daño. Examina el meca-
nismo psíquico y las consecuencias sociales de este mujerismo victimista
con la finalidad de contrastar dos aproximaciones a la violencia sexual:
por una parte la juridización de la sexualidad y el punitivismo carcelario,
y por otra parte un esfuerzo de democratización de la política sexual a
través de “intervenciones pedagógicas, culturales e institucionales” que
puedan ayudar a las personas a reflexionar con más información acerca
de problemas sociales como el que hoy recibe el nombre de “acoso”. Al ar-
gumentar en favor de la segunda aproximación, nuestra autora no redu-
ce el acoso a un discurso, sino que considera la manifestación discursiva
de un problema social. Éste no se reduce, desde su perspectiva, a la vio-
lencia sexual de los hombres contra las mujeres, sino que expresa, de for-
mas que requerirían analizarse caso por caso, la convergencia de varias
estructuras sociales de dominación. Para ella, “interpretar las violencias

31
Gabriela Méndez Cota

como una confrontación concreta entre la malvada intencionalidad del


ofensor y la víctima inocente y pasiva” deriva en un ocultamiento de la
complejidad social de lo que ocurre. A su vez, ese ocultamiento facilita
un uso estratégico de la política sexual en proyectos antidemocráticos
de explotación económica y control social. Si en Estados Unidos resulta
claro que la aproximación jurídica del feminismo radical o de la domina-
ción apuntala, en lugar de cuestionar, las políticas de encarcelamiento
masivo de hombres negros y latinos, por ejemplo, en México y en algu-
nos países de América Latina parece una tarea incipiente la de proble-
matizar las consecuencias, para la democracia y el estado de derecho, de
las simplificaciones jurídicas de la violencia sexual. Corresponde a nues-
tra autora el mérito de transmitir, con generosa claridad para una au-
diencia amplia, y con ejemplar sofisticación para el ámbito académico,
los debates y las experiencias internacionales, y posicionar ese esfuerzo
de transmisión entre las múltiples intervenciones pedagógicas, cultu-
rales e institucionales que se requieren para transformar la estructura
simbólica del género a largo plazo.

Activismos culturales: viajábamos en autobús, cantando

Decíamos al principio de esta introducción que el vínculo entre lo per-


sonal y lo político brota menos, en la escritura de Marta Lamas, de una
biografía individual que de una operación literaria insistente: la des-
cripción precisa, inquisitiva y desmitificadora de la experiencia vivida
de las mujeres, de los sufrimientos y las complicidades que las llevan a
identificarse como “mujeres”. Lo cierto es que nuestra autora se incluye
entre aquellas mujeres a las que describe a través de testimonios perso-
nales de sus vivencias políticas, y a partir de algunos de ellos, publicados
sobre todo en revistas de divulgación, es posible reconstruir una biogra-
fía mínima con datos que no son del todo irrelevantes para la interpre-
tación de sus activismos culturales en particular. Hija de madre y padre
argentinos que le transmiten bibliofilia e inquietud ante las diferen-
cias sociales tan pronunciadas en México, ingresa en 1963 a la Escuela
Secundaria y Preparatoria de la Ciudad de México, institución fundada

32
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

por republicanos exiliados de la Guerra Civil. Ahí, el profesor de filosofía


Francisco Carmona le transmite los afectos y valores de su compromiso
socialista (Lamas, 2018c, p. 78).28 Tan solo cinco años después, Lamas
sigue los pasos de su maestro Carmona –y los de Marx– al iniciar con
la escritura periodística y el trabajo editorial su propio activismo de iz-
quierda. Comienza a escribir en 1968, siendo estudiante de Etnología en
la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y partícipe de la
indignación ante el autoritarismo estatal, de la fascinación por la toma
de la palabra en el espacio público y de “la sensación vivificante de que
íbamos a cambiar el país” (Lamas, 2018d, p. 17). Para el movimiento estu-
diantil mexicano redacta comunicados y boletines, llamamientos y actas
de debates. Tras la ruptura de un matrimonio precoz y el nacimiento de
su hijo Diego en enero de 1970, interrumpe los estudios y entra a trabajar
como copywriter a McCann-Erikson y Stanton, una agencia de publici-
dad. Al mismo tiempo descubre el psicoanálisis y poco después, en 1971,
el arribo del feminismo a México (Acevedo, 1995). A caballo entre uno y
otro se dedica desde entonces a tejer en la escritura el vínculo, siempre
contingente y laborioso, entre lo personal y lo político, entre descifrar el
mundo desde la singularidad y transformarlo desde la inteligencia y la
solidaridad.29
A la luz de esta biografía mínima deja de sorprender que las contri-
buciones al campo de las ciencias sociales que se recogen en las prime-
ras dos secciones de esta antología esencial hagan algo más que reunir
información valiosa y coordenadas útiles para entrar en la conversa-
ción feminista del cambio de siglo. Cobra sentido, al menos en parte,
que transmitan apasionadamente un cierto ethos, una cierta disposición
ilustrada a cuestionar lo dado y abrazar el feminismo como contingen-
cia radical. Desde una lectura contemporánea del sapere aude kantiano

28. Al recordar a Carmona nuestra autora se describe a sí misma, informalmente, como una mujer afortunada
que a temprana edad experimentó la vergüenza: primer sentimiento revolucionario según Marx (1843).
29. Sarah Kofman se refiere a la titánide Metis como “la inteligencia astuta que procede mediante idas
y vueltas” una inteligencia conjetural que, según la interpretación clásica de Detienne y Vernant, habría
sido excluida por la filosofía en favor de la inteligencia teórica o contemplativa (Kofman, [1983] 2012,
p. 20). Marta Lamas interpreta a Metis como el recurso de los débiles ante los poderosos, y METIS Pro-
ductos Culturales S.A. de C.V. es el nombre con el que bautiza la compañía editorial a la que pertenece,
en los años noventa, Debate Feminista.

33
Gabriela Méndez Cota

(Foucault, 2005) podemos descifrar la interpretación radical que hace


Marta Lamas de la consigna de que “lo personal es político”. Para nues-
tra autora, esa expresión no se impone, de manera dogmática o volun-
tarista, como una descripción de la realidad –como en la afirmación de
que mi sufrimiento constituye, por sí mismo, un deseo o un compromi-
so político– sino que se habita como un emplazamiento ético, es decir,
como una incertidumbre irremediable que convoca persistentemente
a la crítica y a la responsabilidad. La última sección de esta antología
esencial se compone, en este sentido, de sus reflexiones más persona-
les sobre el significado ético del feminismo: sobre lo que significa, para
ella, “vivir una vida feminista”, por usar una expresión reciente de Sara
Ahmed (2018). No obstante, a diferencia de otras reflexiones, estas no
toman la forma de una doctrina moral ni de un moralismo difuso. Si
acaso, sugieren la forma de un obituario o una ofrenda en torno a la cual
se se rememoran y se reconocen los esfuerzos y los logros, sin dejar de
examinarse críticamente los deseos, los aprendizajes y el legado de algu-
nas vidas feministas. De manera que se reúnen aquí, como en un sueño,
diferentes figuras, tiempos y espacios del feminismo: las mujeres que
participaron en el 68 mexicano con las mujeres rurales que en el siglo
hoy asumen liderazgos políticos en confrontación directa con el crimen
organizado, los entrañables Virginia Woolf y Leonard Woolf, escritora
feminista y editor libertario, con nuestros ineludibles escritores diplo-
máticos Rosario Castellanos, pionera feminista y Octavio Paz, moder-
no sexista, Simone de Beauvoir, filósofa renegada, con Chantal Mouffe,
teórica triunfante de la democracia radical, las feministas “autónomas”
y las “institucionalizadas”. Entre sí ellas y ellos conversan sobre lo que
significa ser hombre o ser mujer, obedecer o transgredir mandatos,
amar y luchar, vivir y morir, juntos o por separado, existir y pensar, como
feministas, más allá de la identidad.
En “La radicalización democrática feminista” (2000) Lamas analiza
los procesos de politización feminista de los años noventa bajo la óptica
antiesencialista de la democracia radical de Ernesto Laclau y Chantal
Mouffe. Sitúa en México lo que llama “el paso de la protesta a la propues-
ta”, de una política arraigada en la identidad a “una intervención más
eficaz, más pragmática también, en la esfera pública”. Profundizar en

34
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

estos procesos demanda el reconocimiento de que la unidad es siempre


una tarea, no un presupuesto, pero podría interpretarse también que
la tarea no es, en primera instancia, construir identidad, sino transfor-
mar el sufrimiento personal en una conciencia ciudadana compartida.
En tal caso, antes que una tarea política habría un imperativo ético, un
trabajo subjetivo con uno mismo, un criterio indispensable para evaluar
la cultura política de los feminismos especialmente a partir de una dé-
cada de 1990, marcada por la incursión en la política formal, la profesio-
nalización del activismo, la confrontación con la Iglesia Católica en el
cabildeo político nacional e internacional, y finalmente la consolidación
en el ámbito académico. La reflexión, que continúa en “Desacuerdos y
argumentaciones” (2006), identifica de un modo que no podría ser más
vigente cómo “la creciente especialización y profesionalización también
introduce elementos de competencia antes insospechados: se oyen crí-
ticas al elitismo, a los privilegios universitarios y vuelven a aparecer ex-
presiones populistas y anti-intelectuales”. Frente a estas críticas, Marta
Lamas lee y escribe. Más allá de los artículos académicos, escribe ensa-
yos sobre la escritura y sobre el trabajo intelectual de las mujeres, como
Virginia Woolf y Rosario Castellanos que en otros momentos históricos,
y en condiciones en cierto sentido mucho más solitarias de las que en-
frentan las escritoras de hoy, concibieron algo así como el feminismo.
Retransmitiendo las palabras de otras feministas, nuestra autora inten-
ta crear un espacio para escuchar el imperativo ético del pensamiento
feminista, mucho menos y mucho más que “Teoría”.
En “Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres” (2017), Lamas
emprende una búsqueda detectivesca de la palabra de las mujeres. Su
objetivo es comprender, pese a la escasez de testimonios escritos, la for-
ma en que las mujeres del 68 comprendieron su relación con la política.
De su investigación documental se desprenden numerosas observacio-
nes de gran importancia para la reflexión ética de los feminismos actua-
les, particularmente en relación con la política sexual. En primer lugar,
se destacan las referencias de las mujeres y los hombres del 68 a la ca-
maradería entre los sexos, que contrasta de manera notable con las sos-
pechas y acusaciones constantes de violencia sexual que hoy parecen ca-
racterizar a los entornos mixtos. En segundo lugar, se destaca el vínculo

35
Gabriela Méndez Cota

entre la participación política y el despertar sexual de las mujeres como


el antecedente directo del surgimiento del nuevo feminismo inmediata-
mente después de 1968. En tercer lugar, se reconoce que la sustitución
del movimiento social por el fortalecimiento de organizaciones civiles
tuvo consecuencias negativas para la transmisión intergeneracional del
feminismo de izquierda, que hoy en día, al menos en el contexto mexi-
cano, desatiende propuestas laborales y políticas para concentrarse en
la protesta ante la violencia sexual. Todas estas son observaciones que se
entretejen con la reflexión sobre la importancia de la escritura y el testi-
monio de las mujeres, y que resultan de gran importancia en una época
en que la psicopolítica de la globalización cortocircuita la memoria his-
tórica: el recurso indispensable de una cultura política democrática.
Frente al anti-intelectualismo de la época, un Debate Feminista. Al tiem-
po que se forma como investigadora académica en una fase intermedia
de su trayectoria como activista e intelectual pública, Lamas concibe, pro-
duce y dirige Debate Feminista, “una revista tipo journal académico, donde
publicar materiales extensos para debatir y transmitir las reflexiones teó-
rico-políticas del feminismo, nacional e internacional”.30 Pese al balance
más bien sobrio de nuestra autora respecto de la consecución de los objeti-
vos políticos iniciales de esta revista, no podría exagerarse el impacto que
ha tenido en la región latinoamericana y que conserva hasta la fecha como
nodo de diseminación de la escritura feminista en castellano. Y así como
no podría verificarse el calado real de cualquier investigación feminista
sin ubicar o reconocer su contexto específico y el modo particular de su
intervención, tampoco podría reconocerse la singularidad de la escritura
académica de la propia Marta Lamas sin reconocer la naturaleza híbrida y
estratégica de Debate Feminista. Por un lado, si se trataba de posicionar la
reflexión feminista en la esfera pública “mediante la publicación de temas
que nos importaban, y que pensábamos que también debían importarle a
la izquierda”, encontraremos en cada texto de esta antología esencial que
pone en práctica ese mismo ímpetu de intervención editorial en coyun-
turas específicas. Al mismo tiempo, cada texto pone en escena un debate
teórico-político de largo alcance entre varias disciplinas e interdisciplinas:

30. Ver “Debate Feminista: ¿una revista de izquierda?” (2020) en esta antología esencial.

36
Marta Lamas: dimensiones de la transmisión

por un lado, la antropología, el psicoanálisis y los estudios de género, y


por otro la teoría política feminista y los estudios culturales de tradición
británica. Este gesto doble de transmisión evidencia la naturaleza situa-
da del cosmopolitismo académico de Marta Lamas: su pertenencia a una
tradición ensayística que se reclama como propia del espacio cultural lati-
noamericano y que ha estado siempre en diálogo con las ciencias sociales
de la región (Richard, 2001).31
Tal es el ángulo de la tercera sección de esta antología sobre activis-
mos culturales. Nos atrevemos a sugerir que un ensayo en particular
hace las veces de unificador del conjunto de la producción escrita de
Marta Lamas a partir de una suerte de conexión secreta con los escri-
tos tempranos de fem. En “Mujeres guerrerenses: feminismo y política”,
Lamas se pregunta por la praxis política de las mujeres mexicanas más
marginadas, muchas de ellas indígenas, en el marco de la globalización
neoliberal, a fin de reflexionar sobre formas emergentes de agencia-
miento político. Relata ahí la historia de cuatro mujeres guerrerenses32
que han desafiado los mandatos de género al denunciar actos de violen-
cia de estado y al convertirse en líderes comunitarias en confrontación
directa con los poderes fácticos del crimen organizado. En esas historias
encontramos un secreto, y nos atrevemos a sugerir que él encierra el
imperativo ético del feminismo actual. Tan solo podemos insinuarlo a
través de una pregunta: ¿Qué son, exactamente, la masculinidad y la fe-
minidad, que destruyen a hombres y a mujeres con tanta crueldad, que
desgarran hasta la extinción el tejido social, que amenazan con clausu-
rar el futuro? Ningún otro texto, de esta antología, aporta tantas claves
para pensar este misterio como “El regalo de la suicida”. Dejamos a las y
los lectores que descifren, por su cuenta, la verdad.

31. “Ejercer el pensamiento crítico en la brecha –siempre móvil– que separa las prácticas periféricas del
control metropolitano es uno de los desafíos más arduos que espera a los estudios culturales latinoame-
ricanos en estos tiempos de globalización académica, es decir, de descentramientos y recentramientos
múltiples de las articulaciones entre lo local y lo translocal. De tal ejercicio depende que lo latinoamerica-
no sea no una diferencia diferenciada (representada o “hablada por”), sino una diferencia diferenciadora
que tenga en sí misma la capacidad de modificar el sistema de codificación de las relaciones identi-
dad-alteridad que busca seguir administrando el poder académico metropolitano” (Richard, 2001, p. 191).
32. En el estado mexicano de Guerrero, a la violencia militarizada del Estado autoritario en la segunda
mitad del siglo XX se suma en las décadas recientes la violencia paramilitar y expresiva del crimen orga-
nizado, que ha instalado un reino del terror en buena parte de la república mexicana.

37
Gabriela Méndez Cota

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41
Primera parte

Antropología feminista
y género
La antropología feminista y la categoría “género”*

Si se tuviera que elegir un concepto que distinguiera a la antropología de


las demás ciencias, este sería el de “cultura”.1 El estudio y la investigación
de la cultura humana han trazado la línea rectora de la ciencia antropo-
lógica. Por eso, uno de sus intereses ha sido esclarecer si ciertas caracte-
rísticas y conductas humanas son aprendidas mediante la cultura, o si
están ya inscritas genéticamente en la naturaleza humana. Esta interro-
gante ha llevado a un debate sobre qué es lo determinante en el compor-
tamiento humano, si los aspectos biológicos o los socioculturales.
En los últimos años, este debate ha cobrado especial fuerza en lo que
respecta a las diferencias entre varones y mujeres, planteándose actual-
mente que las diferencias significativas entre los sexos son las diferen-
cias de género. ¿Qué se quiere decir con esto? El “género” es un concepto
que, si bien existe desde hace cientos de años, en la década de los setenta
empezó a ser utilizado en las ciencias sociales como categoría con una
acepción específica. El propósito de estas notas es señalar por qué se ha
puesto en boga y cuál es la modalidad que introduce en el análisis de las
diferencias entre los sexos.

* Extraído de Lamas, Marta (1986). La antropología feminista y la categoría “género”. En Ludka de Gor-
tari (coord.), Nueva Antropología (CONACYT/UAM Iztapalapa), VIII(30), “Estudios sobre la mujer: proble-
mas teóricos”, 173-198. https://www.redalyc.org/pdf/159/15903009.pdf
1. Esto no quiere decir que la cultura haya sido entendida de la misma manera por todos los antropólo-
gos, sino que ha sido un concepto central y definitorio de la antropología ante las otras ciencias sociales.
Las variaciones de interpretación de lo que es la cultura han marcado el proceso de definición ideológica
de la teoría antropológica y han dado pie a sustanciosos e importantes debates.

45
Marta Lamas

La antropología se ha interesado desde siempre en cómo la cultura ex-


presa las diferencias entre varones y mujeres. El interés principal de los
antropólogos ha sido básicamente la forma en que cada cultura mani-
fiesta esa diferencia. Los papeles sexuales, supuestamente debidos a una
originaria división del trabajo basada en la diferencia biológica (léase en
la maternidad) han sido descritos etnográficamente. Aunque en menor
grado, también se ha buscado establecer qué tan variables o universales
son, si se les compara transculturalmente.2 Estos papeles, que marcan la
diferente participación de los hombres y las mujeres en las instituciones
sociales, económicas, políticas y religiosas, incluyen las actitudes, valo-
res y expectativas que una sociedad dada conceptualiza como femeni-
nos o masculinos. Muchos de estos estudios e investigaciones han sido
revisados recientemente, y se ha cuestionado su sesgo androcéntrico.3
Aunque en estas notas no voy a dar cuenta del estado actual del de-
bate sobre lo innato o adquirido del comportamiento humano, también
llamado debate “naturaleza/cultura”, quiero señalar que la corriente
neo-evolucionista como la culturalista son las que representan sus dos
polos.4 Lo que ambas intentan desentrañar es la relación entre la evolu-
ción biológica y el comportamiento sociocultural, para lo cual varios as-
pectos de la vida y de las características humanas han sido ampliamente

2. Aparte de los trabajos pioneros de Margaret Mead y de algunas comparaciones transculturales sobre
aspectos específicos, como división del trabajo (Murdock, 1949) o sexualidad (Malinowski, 1929 y 1974), no
abundan los estudios clásicos transculturales sobre “papeles sexuales”. En cambio, muchos de los estudios
actuales sobre la mujer sí establecen comparaciones transculturales: Jacobs (1971); Matthiasson (1974);
Friedl (1975); Kessler (1976); Tiffany (1979); Bourguignon (1980); Etienne y Leacock (1980); Dahlberg (1981).
3. La crítica al androcentrismo en los estudios antropológicos la han realizado principalmente antro-
pólogas feministas. Una notable excepción es Edwin Ardener quien, adelantándose al pensamiento
feminista, se plantea cuestiones metodológicas relevantes: “Belief and the Problem of Women” (1968) está
reproducido en Ardener (1975); “The Problem Revisisted” es la propia revisión de Ardener de su artículo.
La mayoría, si no es que todos los libros editados por antropólogas feministas (veáse la nota 2) incluyen
críticas y cuestionamientos al androcentrismo e inclusive al machismo de la antropología. Los artículos
que lo tratan con más profundidad y que plantean cuestiones metodológicas son: Rosaldo (1974); Reiter
(1975); Tiffany (1979); Harris y Young (1979); Linton (1979); Rohrlich-Leavitt, Sykes y Weatherfor (1979);
Edholm, Harris y Young (1982).
4. Un buen compendio de la postura neo-evolucionista, con clásicos como Fox, Irons y Tiger, es Chagnon
y Irons, (1979); una crítica sobre las implicaciones políticas del biologicismo está en Achard (1980).

46
La antropología feminista y la categoría “género”

investigados. Uno de estos aspectos ha sido el que atañe a las diferencias


–inherentes/aprendidas– entre los sexos.
Tampoco voy a hacer un recuento de quienes han estudiado estas
diferencias. De una u otra manera todos los estudios etnográficos dan
cuenta de ellas. Baste por el momento mencionar a los que han sido pio-
neros, abriendo una perspectiva de interpretación más allá de la mera
descripción etnográfica. Margaret Mead es indudablemente una de
estas personas. Ya en 1935, en su clásico estudio de tres sociedades de
Nueva Guinea (Mead, 1981) reflexionaba sobre el porqué de las diferen-
cias conductuales –y de “temperamento”– concluyendo que éstas son
creaciones culturales y que la naturaleza humana es increíblemente ma-
leable. Interesada en profundizar en el estudio de los sexos publica en
1949 Macho y hembra (Mead, 1972), pero a diferencia de su obra anterior,
ésta cae en un psicologismo barato y es duramente criticada por el poco
rigor y la mucha ideología que permean todo el texto.5
En 1937, Murdock hizo una comparación de la división sexual del
trabajo en varias sociedades, concluyendo que no todas las especializa-
ciones por sexo pueden ser explicadas por las diferencias físicas entre
los sexos; eso es especialmente evidente en lo que se refiere a la manu-
factura de objetos, para la que no es determinante la fuerza, por ejem-
plo, si un varón o una mujer elabora una canasta, sino el hecho de si esa
canasta va a ser utilizada en tareas consideradas femeninas o mascu-
linas. Murdock dice claramente que el hecho de que los sexos tengan
una asignación diferencial en la niñez y ocupaciones distintas en la edad
adulta es lo que explica las diferencias observables en el “temperamento”
sexual, y no viceversa.
Otra referencia significativa para las diferencias entre los sexos fue
la que se hizo a partir del concepto de status. Ya Linton (1956) señalaba
que todas las personas aprenden su status sexual y los comportamientos
apropiados para ese status. Dentro de esa línea se concebía a la masculi-
nidad y a la femineidad como status instituidos que se vuelven identida-
des psicológicas para cada persona. La mayoría del tiempo, las personas
están de acuerdo con el status asignado, pero ocurre que a veces alguna

5. Véase la breve, pero demoledora, crítica que Eleanor Leacock (1981) hace a Macho y hembra.

47
Marta Lamas

persona no lo está. La antropología también se interesó por estudiar las


maneras cómo las sociedades manejan ese conflicto.6
Pero la pregunta subyacente a todos estos estudios, y la que ha ali-
mentado las dos posturas enfrentadas en el debate “naturaleza/cultura”
es la siguiente: ¿Hay o no hay una relación entre la diferencia biológica
y la diferencia sociocultural? Esta pregunta cobraba un cariz político del
que la antropología no podía sustraerse, sobre todo cuando todo un mo-
vimiento social también se lo preguntaba. ¿Si los papeles sexuales son
construcciones culturales, por qué siempre las mujeres están excluidas
del poder público y relegadas al ámbito doméstico? ¿Y si los papeles se-
xuales son determinados biológicamente, qué posibilidades hay de mo-
dificarlos? El nuevo feminismo lo formuló acertadamente: ¿por qué la
diferencia sexual implica desigualdad social?
La antropología ha mostrado –y en ello destaca el trabajo de Lévi-
Strauss– cómo las sociedades tienden a pensar sus propias divisiones
internas mediante el esquema conceptual que separa la naturaleza de la
cultura (lo crudo de lo cocido, lo salvaje de lo doméstico, etcétera).
Estas oposiciones son pensadas globalmente, unas en función de otras,
constituyéndose así en categorías que no significan si no es por su opues-
to: pensar lo femenino sin la existencia de lo masculino no es posible.
Si bien la diferencia entre macho y hembra es evidente, que a las hem-
bras se les adjudique mayor cercanía con la naturaleza (supuestamente
por la función reproductora) es un hecho cultural.

6. La existencia en varias sociedades de lo que sería “un tercer género” –mujeres con género masculino y
hombres con género femenino– ha sido documentada etnográficamente. El caso de los Mojave es uno de
los más conocidos y difundidos. Un hombre biológico se puede convertir en una mujer social, o viceversa,
entrando a una tercera categoría de género. Sus parejas son reconocidas como sexualmente normales y
ellas/os asumen completamente las características del género: los varones femeninos simulan la mens-
truación y el parto y las mujeres masculinas son reconocidas como los padres sociales de los hijos de
sus mujeres. Los siguientes artículos se refieren al cambio de género: Devereux (1935 y 1937); Whitehead
(1981). Casi todos los casos de cambio de género han sido archivados bajo la etiqueta de homosexualidad.
Huelga decir que se trata de fenómenos distintos. Hay sociedades en que se acepta la homosexualidad,
pero con clara conciencia de que es una opción sexual, mientras que en el resto de las actividades socia-
les la persona sigue funcionando y asumiéndose como del género asignado. O sea, el homosexual es el
hombre o la mujer que elige a alguien de su mismo género para tener relaciones sexuales, mientras que,
en el caso de los Mojave por ejemplo, hay un cambio de género aunque la relación sexual siga siendo con
alguien del mismo sexo. Información transcultural sobre conducta sexual donde se documenta parcial-
mente el cambio de género se encuentra en: Ford y Beach (1951). Un buen enfoque interdisciplinario que
da cuenta del género es Katchadourian (1983). También vale la pena consultar Gagnon y Simon (1973).

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La antropología feminista y la categoría “género”

Ahora bien, ¿hasta dónde en todas partes se asimila a las mujeres a lo


natural y a los hombres a lo cultural, y qué implica esta corresponden-
cia?7 Significa, entre otras cosas, que cuando una mujer se quiere salir
de la esfera de lo natural, o sea, cuando no quiere ser madre ni ocuparse
de la casa, se le tacha de antinatural.
En cambio, para los hombres “lo natural” es rebasar el estado natural:
volar por los cielos, sumergirse en los océanos, etc.
Que la diferencia biológica, cualquiera que ésta sea (anatómica, bio-
química, etcétera) se interprete culturalmente como una diferencia sus-
tantiva que marcará el destino de las personas, con una moral diferen-
ciada para unos y para otras, es el problema político que subyace a toda
la discusión académica sobre las diferencias entre hombres y mujeres.

Contra la “diferencia” vuelta “desigualdad” es que se levanta el nuevo


feminismo que surge a finales de los años sesenta en Estados Unidos y
Europa, y que se difunde y cobra fuerza en otros países de América, Asia
y África.8 La mayoría de las mujeres que conformaban este movimien-
to social, a diferencia de sus antecesoras de principios de siglo, tenían
un bagaje ideológico y una militancia política que les permitieron hacer
un análisis más radical. Estas nuevas feministas, al reflexionar sobre el
origen de la opresión femenina analizaban la relación entre el capitalis-
mo y la dominación patriarcal, descartando la supuesta “naturalidad” de
ciertos aspectos de la subordinación de las mujeres. No es de extrañar,
por lo tanto, que la antropología haya resultado un terreno fértil a sus

7. Véase el artículo clásico que analiza esta cuestión en Ortner (1974). Posteriormente aparece un libro
especialmente dedicado a analizar el tema: McCormack y Strathern (1980).
8. Para una visión general del nuevo movimiento feminista ver: La liberación de la mujer (1973). Para el
proceso en Estados Unidos: Freeman (1977). Una idea de lo que pasó en Francia se encuentra en De Pisan
y Tristan (1977). Respecto de México se pueden consultar: Acevedo et al. (1977); García Flores (1979); Bartra
et al. (1983). Para una visión de conjunto del pensamiento feminista anglosajón veáse Quest (1981); Eisens-
tein (1983). Sobre otras reflexiones feministas (europea, oriental, etcétera) deben existir publicaciones,
pero yo solo conozco una antología de feministas francesas: Marks y de Courtivron (1980). Para América
Latina y específicamente México, consultar la revista Fem, especialmente los números 12 (1980), 13 (1980),
17 (1981), 31 (1984) y 32 (1984).

49
Marta Lamas

cuestionamientos, que se dirigían a esclarecer qué era lo innato y qué lo


adquirido en las características masculinas y femeninas de las personas.
Así varias antropólogas feministas9 participaron, con investigacio-
nes y teorizaciones, en la nueva ronda del debate “naturaleza versus cul-
tura” que el movimiento feminista estaba llevando a cabo sobre el origen
–biológico o social– de la opresión de las mujeres. Estas antropólogas
inician una revisión crítica del androcentrismo en la antropología y en el
pensamiento socialista respecto de las mujeres.10 Al mismo tiempo otras
feministas, preocupadas por la ausencia o invisibilidad de las mujeres
en la historia, se propusieron recuperar la historia de las mujeres.11 Esta
recuperación adoleció, en algunos casos, de aspectos absolutamente
ideologizados y acientíficos, como el planteamiento de la existencia de
un supuesto matriarcado.12
En esa primera etapa (que duró hasta poco más de la mitad de los años
setentas) la interrogante más frecuente que se le planteó a la antropolo-
gía fue si en otras culturas y sociedades las mujeres ocupaban también
una posición subordinada. Mucho del interés se centró en la cuestión
del poder político: ¿por qué, aún en sociedades realmente igualitarias en
casi todos los aspectos, las mujeres seguían marginadas o rezagadas res-
pecto del poder político? Se intentó averiguar cómo y en qué situaciones
las mujeres ocupaban posiciones de poder y cómo lo ejercían.
Esto llevó a la realización de un análisis crítico de la universalidad de
la subordinación femenina, y se introdujeron matices y precisiones que

9. No es mía la caracterización de feministas para estas antropólogas. Ellas se asumen explícitamente


como tales y señalan que su trabajo académico tiene una específica meta política: contribuir al desman-
telamiento de las estructuras de poder que oprimen a las mujeres. Los clásicos de la antropología femi-
nista son: Rosaldo y Lamphere (1974); Reiter (1975); Martin y Voorhies (1978); Harris y Young (1979).
10. Una buena revisión marxista/feminista del pensamiento de algunos patriarcas clásicos (de ciencias
sociales y del marxismo) la hacen Karen Saks (1979) y Rosalind Coward (1983).
11. La búsqueda de las mujeres en la historia ha desembocado en la publicación de trabajos muy es-
pecíficos sobre periodos históricos concretos. Dos libros que plantean cuestiones amplias son Mary S.
Hartman y Lois Banner (1974) y Sheila Rowbotham (1992).
12. La postura feminista acerca de las teorías sobre el matriarcado propuestas por los clásicos (Bachofen,
Briffault) está representada en: Helen Diner (1973); Evelyn Reed ([1975] 1980). Pero las mismas antropólo-
gas feministas cuestionan la ideologización y la falta de rigor de estos trabajos. Dos artículos ilustrativos
de la otra postura son: Paula Webster y Esther Newton (1991) y Joan Bamberger (1991). Un excelente estu-
dio sobre sistemas de parentesco matrilineal es: David M. Schneider y Kathleen Gough (1961).

50
La antropología feminista y la categoría “género”

modificaron y enriquecieron sustancialmente el conjunto de la teoría y


la información antropológica.13 Entre ellos destacan todas las considera-
ciones y evidencias sobre la existencia de un poder femenino no recono-
cido anteriormente, sobre las implicaciones y alcances de dicho poder,
así como su naturaleza. También se constató que el papel de las mujeres
en los procesos sociales es mayor de lo reconocido ideológicamente y se
detectaron las estructuras sociales que facilitan o frenan los intentos de
las mujeres por modificar su status en la sociedad. Esto condujo a inves-
tigar las formas y la calidad de las estrategias (matrimoniales, laborales,
etc.) utilizadas por las mujeres.
Pero toda esta demostración de que las mujeres son agentes igual de
importantes que los varones en la acción social y política no desentrañó
cuáles son los factores que determinan el status femenino, tan variable
de cultura en cultura, pero siempre con una constante: la subordinación
política de las mujeres como grupo a los hombres.
A esa constante se contraponía otra, la diferencia biológica entre los
sexos, y a partir de ellas se explicaba la subordinación femenina en tér-
minos “naturales” y hasta “inevitables”.14 Casi todas (si no es que todas)
las interpretaciones sobre el origen de la opresión de la mujer lo ubica-
ban en la expresión máxima de la diferencia biológica: la maternidad.15
Inclusive una corriente feminista postulaba que la “tiranía de la repro-
ducción” era la causante más significativa de la desigualdad entre los

13. Mucho del material que enriqueció y modificó el corpus de la teoría e información antropológica está
en los libros ya citados. Otros que específicamente tocan la cuestión del poder son: Louise Lamphere
(1974); Peggy R. Sanday (1974 y 1981); y Eleanor Burke Leacock (1981).
14. Son muchas las interpretaciones sobre la asimetría social de los sexos que terminan justificándola
como una cuestión “natural e inevitable”. Un clásico en esta línea es Richard B. Lee y Irven De Vore (eds)
(1968). Un debate explícito con el feminismo se encuentra en Steven Goldberg ([1973] 1976).
15. La capacidad de ser madres marca sin duda la gran diferencia que hay entre hombres y mujeres,
pero no solo por la experiencia física del embarazo, el parto y el amamantamiento. Las implicaciones
profundas del aspecto no biológico de la maternidad empiezan a ser estudiadas y tomadas en cuenta.
Dos libros significativos, aunque no de antropología, que se inscriben en esta perspectiva son: Adrianne
Rich ([1976] 1978) y Nancy Chodorow (1978; en español, 1986, aunque el título elimina la palabra “género”).
Un artículo que utiliza la categoría género para distinguir entre la maternidad biológica y la cultural es:
María Jesús Izquierdo en Fem (1986). Ese número de Fem (el 43) esta dedicado a analizar diversos aspectos
de la maternidad. Incluye una revisión de los postulados básicos de Freud, así como una presentación del
pensamiento psicoanalítico de tres mujeres: Melanie Klein, Marie Langer y Francoise Doltó; también hay
una crítica a la reflexión feminista sobre la maternidad.

51
Marta Lamas

sexos y planteaba la reproducción artificial como la condición previa y


necesaria a la liberación de las mujeres.16
Pero así como unas feministas centraban en lo biológico la causa de
la subordinación femenina, hubo otras que respondiendo a los discursos
neo-evolucionistas de moda (por ejemplo, la sociobiología) reaccionaron
con posturas muy ideológicas y poco científicas, llegando algunas inclu-
sive a negar cualquier peso a los aspectos biológicos, cayendo así en un
reduccionismo culturalista. Hay que reconocer que el rechazo de algunas
feministas a una interpretación fundamentada en la biología estaba en
parte justificada. La esclavitud, la explotación y la represión hasta el ge-
nocidio de ciertos pueblos y etnias, justificadas con argumentos sobre su
inferioridad biológica, han sido dolorosas realidades que están presentes
en la conciencia de todo mundo. Además, todavía hoy circulan “explica-
ciones” de la inferioridad de las mujeres que se basan en que el cerebro
femenino es de menor tamaño que el masculino o porque su constitución
física es proporcionalmente más débil que la de los hombres.
No es de extrañar, entonces, que muchas feministas hayan querido
sacar el debate sobre las diferencias entre hombres y mujeres fuera del
terreno de lo biológico. Ellas compartían el error, muy generalizado, de
pensar lo biológico como inmutable y lo social como transformable. Para
muchas personas, atribuir la desigualdad social a la diferencia biológica
volvía inútiles los esfuerzos para acabar con esta. Si lo biológico es inmu-
table, vayámonos a lo social, que es transformable.
Pero entre considerar a la biología como el origen y razón de las di-
ferencias entre los sexos, en especial de la subordinación femenina, sin
tomar en cuenta para nada otros aspectos, y tratar de valorar el peso de
lo biológico en la interrelación de múltiples aspectos (sociales, ecológi-
cos, biológicos) hay un abismo.
Justamente una feminista, la socióloga francesa Evelyne Sullerot, se
propuso, junto con Jacques Monod, premio Nobel de medicina, estudiar
“el hecho femenino” desde una perspectiva que incluyera lo biológico, lo
psicológico y lo social. Para ello realizaron un coloquio en 1976 que fue

16. La expresión “tiranía de la reproducción” es de Firestone ([1970] 1976), una de las máximas represen-
tantes de la corriente radical.

52
La antropología feminista y la categoría “género”

presidido, a la muerte de Monod, por otro premio Nobel de medicina,


André Lwoff. Las conclusiones a que llegaron echan abajo la argumen-
tación biologicista, pues si bien reconocen que, según las investigacio-
nes más recientes, es perfectamente plausible que existan diferencias
sexuales de comportamiento asociadas a un programa genético de di-
ferenciación sexual, estas diferencias son mínimas y no implican la su-
perioridad de un sexo sobre otro. Se debe aceptar el origen biológico de
algunas diferencias entre hombres y mujeres, sin perder de vista que
la predisposición biológica no es suficiente por sí misma para provocar
un comportamiento. No hay comportamientos o características de per-
sonalidad exclusivas de un sexo. Ambos comparten rasgos y conductas
humanas.
Inclusive se llegó a decir que si bien hace miles de años las diferencias
biológicas, en especial la que se refiere a la maternidad, pudieron haber
sido la causa de la división sexual del trabajo que permitió la domina-
ción de un sexo sobre otro al establecer una repartición de ciertas tareas
y funciones sociales, hoy esto ya no es vigente. En la actualidad, como
dice Sullerot “es mucho más fácil modificar los hechos de la naturale-
za que los de la cultura”. Es más fácil librar a la madre de la necesidad
“natural” de amamantar, que conseguir que el padre se encargue de dar
el biberón. La transformación de los hechos socioculturales resulta fre-
cuentemente mucho más ardua que la de los hechos naturales, sin em-
bargo, la ideología asimila lo biológico a lo inmutable y lo sociocultural
a lo transformable.
Pero si se descartaba la hipótesis de la diferencia biológica como la
constante que explicaba las otras constantes de la marginación femenina
y la dominación política patriarcal, ¿qué otra explicación plausible había?
La pregunta a hacer, como lo formuló acertadamente Michelle Z.
Rosaldo (1974) era: “¿Qué característica se encuentra presente en todas y
cada una de las sociedades para que estas produzcan y reproduzcan un
orden sexual desigual?”. Así nos encontramos no solo con la diferencia
biológica, sino también con la constante división de la vida en esferas
masculina y femenina, división que se atribuye a la biología pero que,
exceptuando lo relacionado con la maternidad, es claramente cultural.
O sea, nos topamos con el género.

53
Marta Lamas

¿Cómo aparecen las diferencias de género en la antropología?


La antropología ha establecido ampliamente que la asimetría entre
hombres y mujeres significa cosas distintas en lugares diferentes. Por lo
mismo, la posición de las mujeres, sus actividades, sus limitaciones y sus
posibilidades varían de cultura en cultura. Lo que se mantiene constante
es la diferencia entre lo considerado masculino y lo considerado femeni-
no. Pero si en una cultura hacer canastas es un trabajo de mujeres (pues
ellas poseen una mayor destreza manual) y en otra es un trabajo exclu-
sivo de los varones (con la misma justificación) entonces es obvio que el
trabajo de hacer canastas no está determinado por lo biológico (el sexo),
sino por lo que se define culturalmente como propio para ese sexo, o sea,
por el género. De ahí se desprende que la posición de la mujer no solo
está determinada biológica sino también culturalmente. El argumento
biologicista queda expuesto: las mujeres ocupan tal lugar en la sociedad
como consecuencia de su biología, ya que ésta supone que serán –antes
que nada– madres; la anatomía se vuelve destino que marca y limita. Pero
¿es el hecho biológico de tener vagina lo que genera la discriminación o
lo es cómo ese hecho es valorado socialmente, o sea la pertenencia de las
que tienen vagina a un grupo diferente de las personas que no la tienen?
Cuando se cuestionó por qué cierto trabajo era considerado “pro-
pio” para una mujer o para un hombre y se vio que no había relación
entre las características físicas de los sexos y los trabajos a realizar (pues
igual existen hombres débiles que mujeres fuertes) se tuvo que aceptar
la arbitrariedad de la supuestamente “natural” división del trabajo. Las
variaciones entre lo considerado femenino o masculino constata que,
a excepción de lo relativo a la maternidad, se trata de construcciones
culturales. Probablemente, como ya señaló Lévi-Strauss respecto del
matrimonio, esta división artificial sirva para fomentar la complemen-
tariedad e interdependencia de los sexos. Sin embargo, quedan unas
interrogantes: ¿cómo surgen esas construcciones culturales, cuáles son
sus fuentes, cuáles las relaciones de esa concepción cultural con otras
áreas de la sociedad y cuáles sus consecuencias en la vida social, econó-
mica y política?

54
La antropología feminista y la categoría “género”

Así, el siguiente paso en el estudio de los papeles sexuales fue el estu-


dio del género. Los papeles son asignados en función de la pertenencia
a un género, pero ¿cómo o por qué se designan ciertas características
como femeninas y ciertas como masculinas? ¿cómo es que aparece el gé-
nero? Si un objetivo del trabajo teórico es desarrollar o crear herramien-
tas analíticas –conceptos, categorías, teorías– que permitan entender, o
al menos visualizar, algo que antes pasaba inadvertido, ¿qué es lo que la
categoría género permite ver?
Antes de entrar a ver qué significa el género como categoría analítica
empecemos primero por aclarar el concepto mismo. La definición clási-
ca, de diccionario, es: “Género es la clase a la que pertenecen las perso-
nas o las cosas”. “Género se refiere a la clase, especie o tipo”.
Como la anatomía ha sido una de las más importantes bases para la
clasificación de las personas, tenemos dos géneros que corresponden a
los machos y a las hembras de la especie: el masculino y el femenino. En
la gramática española, el género es el accidente gramatical por el cual
los nombres, adjetivos, artículos o pronombres pueden ser femeninos,
masculinos o –solo los artículos y pronombres– neutros. Según María
Moliner (1983) tal división responde a la naturaleza de las cosas solo
cuando esas palabras se aplican a seres sexuados, pero a los demás se les
asigna el género masculino o el femenino de manera arbitraria. Esta ar-
bitrariedad en la asignación de género a las cosas se hace evidente muy
fácilmente, por ejemplo cuando el género atribuido cambia de lengua en
lengua. En alemán, el sol es femenino (“la sol”) y la luna masculino (“el
luna”). Además en alemán el neutro sirve para referirse a gran cantidad
de cosas, inclusive a personas. Al hablar de niñas y niños en su conjunto,
en vez de englobarlos bajo el masculino “los niños”, se utiliza un neutro
que los abarca sin priorizar lo femenino o lo masculino, algo así como
“les niñes”. Para los angloparlantes, que no atribuyen género a los obje-
tos, resulta sorprendente oírnos decir “la silla” o “el espejo”. ¿De dónde
acá la silla o el espejo tienen género?
Ahora bien, respecto a las personas, ¿qué diferencia hay entre el con-
cepto de sexo y el de género? ¿A qué nos referimos cuando hablamos
de los varones como género masculino en vez de sexo masculino? ¿No
corresponde siempre el género femenino a las hembras de la especie, las

55
Marta Lamas

mujeres, y el masculino a los machos, los varones? ¿Qué hace femenina


a una hembra o masculino a un macho, su anatomía, su sexo? ¿Existen
hembras masculinas y machos femeninos? ¿Qué es lo femenino y qué
lo masculino? ¿Por qué lo que se considera femenino en una cultura, en
otra es visto como masculino?
Con la simple enunciación de estas preguntas tenemos ya una idea
de las respuestas: al existir hembras (o sea, mujeres) con características
interpretadas como masculinas y machos (varones) con características
consideradas femeninas es evidente que la biología per se no garantiza
tener las características de género. No es lo mismo el sexo biológico que
la identidad asignada o adquirida; si en diferentes culturas cambia lo
que se considera femenino o masculino, obviamente dicha asignación
es una construcción social, una interpretación social de lo biológico; lo
que hace femenina a una hembra y masculino a un macho no es la biolo-
gía o el sexo, pues, de ser así, ni se plantearía el problema. El sexo bioló-
gico, salvo raras excepciones, es claro y constante; si de él dependieran
las características del género, las mujeres siempre tendrían las caracte-
rísticas consideradas femeninas y los varones las masculinas, además de
que éstas serían universales.
La división en géneros, basada en la anatomía de las personas, su-
pone además formas determinadas –frecuentemente conceptualizadas
como complementarias y excluyentes– de sentir, de actuar, de ser. Estas
formas, la femenina y la masculina, se encuentran presentes en perso-
nas cuya anatomía no corresponde al género asignado; la manera en que
la cultura acepta o rechaza la no correspondencia entre sexo y género
varía, existiendo algunas donde aparece un tercer género, también lla-
mado transexual,17 que puede también estar más especificado en dos gé-
neros, que corresponderían a las variantes de mujer/masculina y varón/
femenino, sumando así a cuatro el número de los géneros posibles.
No resulta difícil entender por qué las antropólogas feministas se in-
teresaron tanto en la distinción que introduce el género. Con esta dis-
tinción sexo/género se pueden enfrentar los argumentos biologicistas.

17. El estudio del transexualismo está vinculado estrechamente con los estudios de los trastornos de la
identidad sexual. También está relacionado con el travestismo. Sobre el fenómeno transexual específica-
mente, cf. Catherine Millot ([1983] 1984) y J. G. Raymond (1979).

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La antropología feminista y la categoría “género”

Ya no se puede aceptar que las mujeres sean, “por naturaleza” (o sea,


en función de su anatomía, de su sexo), lo que la cultura designa como
“femeninas”: pasivas, vulnerables, etc.; se tiene que reconocer que las ca-
racterísticas llamadas “femeninas” (valores, deseos, comportamientos)
se asumen mediante un complejo proceso individual y social, el proceso
de adquisición de género.

Si bien la antropología daba este sentido de construcción cultural a lo


que llamaba papel o status sexual, perfilando lo que sería la nueva acep-
ción de la categoría género, no fue ésta la disciplina que introdujo su uti-
lización en las ciencias sociales con este sentido de construcción social
de lo femenino y lo masculino.
Parece ser que la disciplina que primero la utilizó así fue la psicolo-
gía, en su vertiente médica. Aunque ya los estudios de Money en 195518
hablan de género con esta intención, el que establece ampliamente la
diferencia entre sexo y género es Robert Stoller, justamente en Sex and
Gender (1968). Es a partir del estudio de los trastornos de la identidad
sexual que se define con precisión este sentido de género.
Stoller examina casos en los que la asignación de género falló, ya que
las características externas de los genitales se prestaban a confusión. Tal
es el caso de niñas con un síndrome adrenogenital, o sea, niñas cuyos
genitales externos se han masculinizado, aunque tienen un sexo genéti-
co (XX), anatómico (vagina y clítoris) y hormonal femenino. En los casos
estudiados, a estas niñas se les asignó un papel masculino. Este error
de rotular a una niña como niño resultó imposible de corregir después
de los primeros tres años de edad. La personita en cuestión retenía su

18. En el artículo “La terminología del género y del sexo” (1983), Katchadourian señala a John Money
como el primero en usar el término “papel genérico” (gender role), y a Robert Stoller como el primero en
usar formalmente la expresión “identidad genérica” (gender identity). John Money se ha dedicado a estu-
diar las diferencias entre hombres y mujeres desde entonces. Su libro clásico, publicado en 1972, es Man &
Woman, Boy & Girl, traducido al español como El desarrollo de la sexualidad humana; Diferencias y dimorfismo
de la identidad de género (1982).

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Marta Lamas

identidad inicial de género pese a los esfuerzos por corregirla. También


hubo casos de niños genéticamente varones que, al tener un defecto
anatómico grave o haber sufrido la mutilación del pene, fueron rotula-
dos previsoriamente como niñas, asignándoles esa identidad desde el
inicio y facilitando así el posterior tratamiento hormonal y quirúrgico
que los convertiría en mujeres.
Esos casos hicieron suponer a Stoller que lo que determina la identidad
y el comportamiento de género no es el sexo biológico, sino el hecho de
haber vivido desde el nacimiento las experiencias, ritos y costumbres atri-
buidos a cierto género. Y concluyó que la asignación y adquisición de una
identidad es más importante que la carga genética, hormonal y biológica.
Desde esta perspectiva psicológica el género es una categoría en la
que se articulan tres instancias básicas:

a) La asignación (rotulación, atribución) de género. Esta se realiza en el


momento en que nace el bebé a partir de la apariencia externa de
sus genitales. Hay veces que dicha apariencia está en contradicción
con la carga cromosómica, y si no se detecta esta contradicción, o
se prevé su resolución o tratamiento, se generan graves trastornos.
b) La identidad de género. Se establece más o menos a la misma edad en
que el infante adquiere el lenguaje (entre los dos y tres años) y es an-
terior a un conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos.
Desde dicha identidad, el niño estructura su experiencia vital; el
género al que pertenece lo hace identificarse en todas sus manifes-
taciones: sentimientos o actitudes de “niño” o de “niña”, comporta-
mientos, juegos, etc. Después de establecida la identidad de género,
el que un niño se sepa y asuma como perteneciente al grupo de lo
masculino y una niña al de lo femenino, ésta se convierte en un ta-
miz por el que pasan todas sus experiencias. Es usual ver a niños re-
chazar algún juguete porque es del género contrario, o aceptar sin
cuestionar ciertas tareas porque son del propio género. Ya asumida
la identidad de género, es casi imposible cambiarla.
c) El papel de género. El papel, o rol, de género se forma con el conjunto
de normas y prescripciones que dictan la sociedad y la cultura sobre
el comportamiento femenino o masculino. Aunque hay variantes

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La antropología feminista y la categoría “género”

de acuerdo a la cultura, a la clase social, al grupo étnico y hasta al


nivel generacional de las personas, se puede sostener una división
básica que corresponde a la división sexual del trabajo más primi-
tiva: las mujeres tienen a los hijos y por lo tanto, los cuidan: ergo,
lo femenino es lo maternal, lo doméstico contrapuesto con lo mas-
culino como lo público. La dicotomía masculino-femenino, con sus
variaciones culturales tipo el yin y el yang, establece estereotipos, las
más de las veces rígidos, que condicionan los roles, limitando las
potencialidades humanas de las personas al estimular o reprimir los
comportamientos según si son adecuados al género.19

La existencia de distinciones socialmente aceptadas entre hombres y


mujeres es justamente lo que da fuerza y coherencia a la identidad de
género, pero hay que tener en cuenta que el hecho de que el género sea
una distinción significativa en gran cantidad de situaciones es un hecho
social, no biológico. Si bien las diferencias sexuales son la base sobre la
cual se asienta una determinada distribución de papeles sociales, esta
asignación no se desprende “naturalmente” de la biología, sino que es
un hecho social. Poniendo un ejemplo pedestre pero ilustrativo: la ma-
ternidad sin duda juega un papel importante en la asignación de tareas,
pero no por parir hijos las mujeres nacen sabiendo planchar y coser.
Es importante analizar la articulación de lo biológico con lo social,
o sea, no negar las indudables diferencias biológicas entre mujeres y
hombres; pero también hay que reconocer que lo que marca la diferen-
cia fundamental entre los sexos es el género.
La estructuración del género llega a convertirse en un hecho social
de tanta fuerza que inclusive se piensa como natural; lo mismo pasa con
ciertas capacidades o habilidades supuestamente biológicas que son
construidas y promovidas social y culturalmente. Hay que tener siem-
pre presente que hay mayor parecido que diferencias como especie en-
tre mujeres y hombres.

19. Una de las conclusiones a que se llega en el libro coordinado por Maccoby (1966) es que muchísimas
de las personas estudiadas que presentan más talento y más creatividad de los comunes son justamente
aquellas que se alejan de la conducta de género estereotipada, o sea, las mujeres “masculinas” y los hom-
bres “femeninos”.

59
Marta Lamas

Pero ¿qué aporta de nuevo y cómo es utilizada la categoría de género?


En principio, lo que aporta básicamente es una nueva manera de
plantearse viejos problemas. Los interrogantes nuevos que surgen y las
interpretaciones diferentes que se generan no solo ponen en cuestión
muchos de los postulados sobre el origen de la subordinación femeni-
na (y de sus modalidades actuales), sino que replantean la forma de en-
tender o visualizar cuestiones fundamentales de la organización social,
económica y política, como el sistema de parentesco y el matrimonio.
Por ejemplo, Lévi-Strauss ha señalado que el matrimonio es un disposi-
tivo cultural que asegura un estado de dependencia recíproca entre los
sexos. El uso de la categoría de género ha puesto de relieve que dicho
estado de dependencia es solo recíproco en el nivel más elemental e indi-
vidual, pues la asimetría fundamental permanece. Es decir: los hombres
–en conjunto– son quienes ejercen el poder sobre las mujeres –como
grupo social.
Además, esta categoría permite sacar del terreno biológico lo que de-
termina la diferencia entre los sexos y colocarlo en el terreno simbólico.
Así se da una coincidencia importante con la teoría psicoanalítica freu-
diana, que también privilegia lo simbólico sobre lo anatómico.20 No esta-
ría de más explorar esta coincidencia, ya que justamente el psicoanálisis
estudia el proceso individual de adquisición de género en las personas.
La categoría género permite delimitar con mayor claridad y precisión
cómo la diferencia cobra la dimensión de desigualdad. Algunos autores
consideran que dicha transformación se da en el terreno del parentes-
co; otros, que la desigualdad se funda en la distribución asimétrica de
tareas; pocos más, que en el territorio de lo simbólico, especialmente en
las estructuras de prestigio, es donde surge la subordinación.

20. Toda la obra de Freud es un cuestionamiento de lo aparente –lo cual incluye la anatomía– y una
reivindicación de lo simbólico. Una buena introducción al psicoanálisis es N. Braunstein et al. (1981). Dos
autores que privilegian aspectos socioculturales son Paul Ricoeur ([1965] 1970) y León Rozitchner (1972).
Además, vale la pena leer el artículo de Freud “El malestar en la cultura” (en N. Braunstein et al., 1981). Allí
aparece un artículo interesante: “Algunas consecuencias políticas de la diferencia psíquica de los sexos”,
de Frida Saal. Y no se puede dejar pasar el artículo clásico de Freud “Algunas consecuencias psíquicas de
la diferencia anatómica de los sexos”, en el tomo 19 de sus Obras completas (1976).

60
La antropología feminista y la categoría “género”

Una de las primeras antropólogas que consideraron que el intento


por comprender y desentrañar la construcción del género en su contex-
to social y cultural es una de las tareas más importantes de la ciencia
social contemporánea y cuya reflexión teórica es un punto de referencia
y de partida para los posteriores estudios de género en antropología es
Gayle Rubin (1996). Ella publica en 1975 un artículo titulado “The Traffic
in Women: Notes on the Political Economy of Sex”. Señalando la nece-
sidad de desentrañar la parte de la vida social que es el locus (el lugar) de
la opresión de las mujeres, de las minorías sexuales y de ciertos aspec-
tos de la personalidad humana, ella nombra ese lugar como “el sistema
sexo/género”.
Como definición preliminar Rubin plantea que el sistema sexo/gé-
nero es el conjunto de acuerdos por los cuales una sociedad transforma
la sexualidad biológica en producto de la actividad humana; con estos
“productos” culturales cada sociedad arma un sistema sexo/género, o
sea, un conjunto de normas a partir de las cuales la materia cruda del
sexo humano y de la procreación es moldeada por la intervención social,
y satisfecha de una manera convencional, sin importar qué tan extraña
resulte a otros ojos.21 Su analogía es la siguiente: el hambre es hambre
en todas partes, pero cada cultura determina cuál es la comida adecua-
da; igual el sexo es sexo en todas partes, pero lo considerado “conducta
sexual aceptable” varía de cultura en cultura.
Rubin señala que la subordinación de las mujeres es producto de las
relaciones que organizan y producen la sexualidad y el género. Partiendo
del conocido planteamiento de Lévi-Strauss respecto de que el inter-
cambio de mujeres –como primer acto cultural que reglamenta la prohi-
bición del incesto– es lo que constituye a la sociedad, Rubin profundiza
qué significa diferencialmente este acto para hombres y para mujeres:
de entrada, los hombres tienen ciertos derechos sobre las mujeres que
las mujeres no tienen sobre ellos ni sobre sí mismas. Por lo tanto ella re-
chaza la hipótesis de que la opresión de las mujeres se deba a cuestiones
económicas, señalando que éstas son secundarias y derivativas.

21. En el estudio transcultural clásico de las conductas sexuales Ford y Beach (1951) describen la amplia
variación de lo que se considera sexual, incluyendo conductas que a nosotros nos parecen tan extrañas
como las nuestras a otros ojos.

61
Marta Lamas

Rubin subraya la necesidad de analizar la forma en que las transac-


ciones matrimoniales están articuladas con arreglos políticos y econó-
micos. Esta articulación crea una situación muy compleja, y es muy di-
fícil que las mujeres puedan salirse de ella o enfrentarla: la estructura
de parentesco señala un espacio determinado para las mujeres, mismo
que supone una serie de tareas de género; el lugar en la estructura de
parentesco está determinado por el sistema de intercambio matrimo-
nial, que también reglamenta las funciones reproductoras de las muje-
res, restringiendo las áreas productivas y la participación pública. Rubin
tiene claro que hay un terreno donde los estudios de Lévi-Strauss y los de
Freud se superponen, terreno que ella considera prioritario abordar teó-
ricamente.22 Para ver lo que las estructuras de parentesco y de matrimo-
nio tienen de político y económico ella plantea que se necesita elaborar
una “economía política del sexo”.
De ese artículo pionero de Rubin a los actuales estudios antropoló-
gicos sobre género ha pasado más de una decena de años. Durante este
tiempo se han desarrollado mucho los estudios de género, no solo en
antropología sino también en otras ciencias sociales.23 Ya para finalizar
estas notas quiero mostrar como un ejemplo lo que se está trabajando
actualmente en antropología. He seleccionado la compilación de Ortner
y Whitehead (1981) Sexual Meanings: the cultural construction of gender and
sexuality, una compilación de ensayos antropológicos dirigidos a enten-
der cómo la sexualidad y el género toman forma por las matrices cul-
turales y sociales en las que están insertos. Estos ensayos se salen de la
temática tradicional asociada con la problemática de género (por ejem-
plo, comparaciones transculturales de roles) e incursionan en un amplio
espectro de prácticas y creencias sexuales (como por ejemplo, la virgini-
dad ceremonial en Polinesia, la homosexualidad institucionalizada en

22. Un intento de abordar esa superposición Lévi-Strauss/Freud lo hace el psicoanalista y antropólogo


George Devereux con su etnopsicoanálisis. Ha publicado cientos de artículos y sus libros traducidos al
español son: Ensayos de etnopsiquiatría general ([1970] 1973); Etnopsicoanálisis complementarista ([1972] 1975);
De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento ([1967] 1977); Baubo, la vulva mítica ([1983]1984).
23. Una excelente introducción al sistema sexo/género desde una perspectiva feminista se encuentra en
María Jesús Izquierdo (1983). Con una perspectiva sociológica destacan Ann Oakley (1972); Diana Leo-
nard Barker y Sheila Allen (eds.) (1976); Pauline Hunt (1980). No está de más citar el muy cuestionable y
cuestionado, pero de todas maneras interesante, Gender de Iván Illich (1982).

62
La antropología feminista y la categoría “género”

Estados Unidos, la ideología sexual masculina en Andalucía), intentan-


do ir más allá de lo descriptivo, situándose en una perspectiva de análi-
sis simbólico y explorando también los procesos culturales y sociales al
mismo tiempo que tratan de desentrañar los significados de dichas prác-
ticas y creencias.
La amplia introducción a cargo de las dos compiladoras, Sherry B.
Ortner y Harriet Whitehead, es, en sí misma, un artículo, con comenta-
rios teóricos y metodológicos sustanciosos. Los ensayos están agrupa-
dos bajo dos rubros: a) la organización cultural del género y b) los con-
textos políticos de género.
Todos los trabajos parten del mismo cuestionamiento: ¿qué es lo que
significan el género y la sexualidad en una cultura dada? Símbolos, pro-
ductos o construcciones culturales, el género y la sexualidad son, por
lo tanto, materia de interpretación y análisis simbólico (¡cuánta razón
tenía Freud!), materia que se relaciona con otros símbolos y con las for-
mas concretas de la vida social, económica y política. Pero los rubros
bajo los que están agrupados responden a dos enfoques metodológicos
distintos. Ortner y Whitehead llaman al primero, que tiene el énfasis
puesto en desentrañar la lógica interna y las relaciones estructurales en-
tre los símbolos, enfoque culturalista y al segundo, que pone énfasis en
analizar la relación entre los símbolos y sus significados y los diversos
aspectos de la vida social, enfoque sociológico.
Ambos enfoques no son ni mutuamente excluyentes, ni opuestos;
deben de ser interpretados solamente como distintos énfasis metodo-
lógicos dentro de un intento común por interpretar y analizar el género
como un sistema cultural. Todos los ensayos comparten la perspectiva
de que el género y la sexualidad son construcciones simbólicas, cuales-
quiera que sean las bases “naturales” de la diferencia entre los sexos.
Ambos enfoques intentan detectar cuáles son los aspectos económicos,
políticos y sociales más significativos para la construcción del género y
cómo cierto tipo de orden social genera percepciones específicas sobre el
género y la sexualidad. Estas concepciones son vistas como emergentes
de las formas de acción que se dan en la vida social, política y económica.
Aunque todos los artículos tienen reflexión teórica, el de Salvatore
Cucchiari (1996), “The gender revolution and the transition bisexual

63
Marta Lamas

horde to patrilocal band: the origins of gender hierarchy”, resulta es-


pecialmente interesante. Concebido como un “experimento” teórico,
Cucchiari trata de imaginarse un mundo sin género y se pregunta qué
aspectos de la organización social estarían ausentes o modificados en
esa situación. Revisa primero cuestiones que van desde el parentesco
hasta el psicoanálisis y construye un marco interpretativo que utiliza
después para analizar datos arqueológicos del Paleolítico. Concluye,
aceptando los límites de su especulación, que el género es una construc-
ción social, cultural e histórica.
La introducción de Ortner y Whitehead (cada una tiene, además,
un ensayo propio, la primera con el enfoque sociológico y la segunda
con el culturalista) resulta muy útil para tener una visión de conjunto.
Aparte de que trazan un amplio panorama explicativo de los ensayos
compilados, analizando las implicaciones de los aspectos metodológi-
cos y refiriéndolas a cuestiones actuales de la antropología social, las
compiladoras también realizan un resumen en el que presentan los as-
pectos generales de las ideologías de género. Ellas señalan que hay que
distinguir que el grado en que las culturas tienen nociones formales, a
veces muy elaboradas, de género y sexualidad es muy variable. La com-
paración entre las culturas del Mediterráneo y las del norte de Europa es
muy ilustrativa. Mientras que las mediterráneas tienen concepciones de
género muy complejas y específicas que definen y organizan áreas de la
vida tales como el trabajo, el ocio, la actividad religiosa, etc., las del norte
de Europa son menos elaboradas y por lo tanto el género tiene menos
injerencia en esos terrenos de la vida.
Ortner y Whitehead también subrayan que no todas las culturas ela-
boran nociones de masculinidad y feminidad en términos de dualismo
simétrico. Aunque en la mayoría de los casos (y esa es otra de las ten-
dencias) las diferencias entre hombres y mujeres son conceptualizadas
en términos de conjuntos de oposiciones binarias, metafóricamente
asociadas, hay veces en que los sexos aparecen como gradaciones en
una escala. Claro que hay oposiciones recurrentes transculturalmente
(Lévi-Strauss las menciona también): mujer/hombre va con naturaleza/
cultura, interés privado/interés social, esfera doméstica/ámbito público,
etcétera.

64
La antropología feminista y la categoría “género”

Otra tendencia que aparece es la de definir a los varones en términos


de su status o de su papel: guerrero, cazador, jefe, etcétera, mientras que
la tendencia respecto de las mujeres es definirlas en términos androcén-
tricos, por su relación con los hombres: esposa, hija, hermana, etc.
Las compiladoras señalan también que los ejes que dividen y distin-
guen lo masculino de lo femenino, en realidad jerarquizan lo mascu-
lino sobre lo femenino y distinguen a las personas del mismo género.
Los ejes de valoración son culturales y aún fuera del terreno del género
ésta se realiza con términos genéricos. En muchas partes se suele valo-
rar la fuerza sobre la debilidad, y se considera que los varones son los
fuertes y las mujeres las débiles. De ahí que resulte coherente el que,
por ejemplo, en México, esto se manifieste con expresiones del tipo
“pareces vieja” (ante la “debilidad” de un hombre) o “ni pareces vieja”
(dirigida a una mujer como halago); la expresión “vieja el último”, co-
mún entre niños que van a comenzar una carrera, también es utilizada
por niñas.
Después de resumir las tendencias generales de las ideologías de gé-
nero, Ortner y Whitehead presentan su hipótesis: la organización so-
cial del prestigio es el aspecto que afecta más directamente las nociones
culturales de género y sexualidad. Partiendo de la idea de que hay tran-
sacciones dinámicas entre los aspectos económicos y los ideológicos en
una sociedad ellas proponen que algo que los articula es el sistema de
prestigio. Al estudiar la forma en que el prestigio es distribuido, regu-
lado y expresado socialmente se establece una perspectiva que permite
entender muchos aspectos de las relaciones sociales entre los sexos, y
de cómo son vistas culturalmente. Los sistemas de prestigio son parte
del orden político, económico y social. Así, el parentesco, el matrimonio
y las relaciones de producción tienen un lugar dentro de estos sistemas
de prestigio. Para Ortner y Whitehead, el prestigio es un concepto que
permite comprender las implicaciones más claras e inteligibles de las
ideas de género. De ahí la importancia de los sistemas de prestigio para
comprender ciertos conceptos que tienen que ver con el género, como
por ejemplo el concepto del honor.24

24. Ver el clásico artículo de Pitt-Rivers “Honor y categoría social”, en J. G. Peristiany (ed.) (1968).

65
Marta Lamas

Los sistemas de prestigio están entretejidos con las construcciones cul-


turales de género. Ortner y Whitehead afirman que un sistema de género
es, primero que nada, un sistema de prestigio y que, si se parte de ese pun-
to, ciertos aspectos transculturales de las ideologías de género cobran sen-
tido. Proponen estudiar ciertos aspectos de las relaciones entre el género
y otros órdenes de prestigio, analizando la relación de mutua metaforiza-
ción entre las categorías de género y las usadas por el sistema de prestigio.
No es posible dar cuenta aquí de la variedad de las reflexiones que
aparecen en Sexual Meanings. La perspectiva simbólica que comparten,
más la utilización de la categoría género, les permiten hacer una lectura
diferente de aspectos que parecían ya haber sido suficientemente anali-
zados: la dote, el control de la actividad sexual premarital, la endogamia,
el precio de la esposa, la herencia femenina, la virginidad, la homose-
xualidad institucionalizada, la ideología y las prácticas sexuales.
Aunque sus planteamientos no tienen todavía la estructuración de una
teoría ya constituida son realmente muy estimulantes y no solo para la an-
tropología. Aparte de los datos etnográficos y su novedosa interpretación,
el volumen tiene otra aportación indudable: la clara intención política de
investigar cuáles son las fuerzas sociales y los elementos culturales que
construyen, moldean y modifican las ideas sobre el género para así acabar
con lo que parece ser el locus de la opresión, subordinación, o cómo quiera
llamársela, femenina: el “sistema sexo/género” que denominó Rubin.

Tal vez todavía es muy pronto para afirmar que el uso de esta catego-
ría modificará sustancialmente el tipo de investigación y reflexión an-
tropológica. Lo que sí ya ha hecho es permitir el desmantelamiento del
pensamiento biologicista (tanto patriarcal como feminista) respecto del
origen de la opresión femenina, ubicándolo en el registro “humano”, o
sea, en lo simbólico. El proceso ha sido relativamente rápido.
La transición de estudiar lo femenino y lo masculino en culturas dadas
a plantearse qué es lo que significan lo femenino o lo masculino y cómo
se articulan con otras áreas de la vida se ha dado en un lapso de diez años.

66
La antropología feminista y la categoría “género”

El cuestionamiento a la “naturalidad” del género lleva a reconocer el


prejuicio naturalista que se expresa en otros terrenos. Entre concebir al
género de manera lévi-straussiana, como un sistema de prohibiciones, y
pensarlo de manera freudiana, como un sistema simbólico, hay un tre-
cho ideológico sustantivo que tiene implicaciones importantes, no solo
en el terreno de la investigación y la reflexión (la teoría) sino también en
el de la política (la praxis).
El análisis de la articulación entre el sistema de prestigio y el de gé-
nero (articulación que supuestamente se da en el sistema de parentesco
y de matrimonio) pone en evidencia una importante contradicción: que
aunque la estructura de la sociedad sea patriarcal y las mujeres como
género estén subordinadas, los hombres y las mujeres de un mismo ran-
go están mucho más cerca entre sí que de los hombres y mujeres con
otro status. Esta contradicción ha sido uno de los puntos más álgidos del
debate feminista. A pesar de la universalidad de la subordinación feme-
nina, la diferencia específica de clase (y también de etnia) crea una sepa-
ración entre las mujeres. El debate sobre la imposibilidad de desarrollar
una propuesta política para las mujeres que concilie la igualdad de los
problemas de género con las diferencias específicas de clase y etnia ha
sido una constante de la corriente marxista del feminismo.25 Muchos
de los elementos de la discusión –el papel de las mujeres en el modo
de producción (su trabajo doméstico no pagado) y de reproducción (la
maternidad y la función de las mujeres en la familia)– son examinados
por antropólogos feministas en sociedades no tan complejas como las
capitalistas. Conocer esos materiales, criticarlos, confrontar sus inter-
pretaciones con lo que está pasando aquí y ahora es un paso útil para el
necesario debate que enlaza la teoría con la praxis.
Ya para terminar, quiero señalar que las antropólogas feministas
que trabajan en la dirección de unir teoría y praxis, apoyándose en el

25. De la corriente marxista (también llamada socialista) del feminismo, el clásico fue Juliet Mitchell
([1971] 1974). Del planteamiento original de Mitchell surgieron muchos otros, más elaborados, que tratan
de la situación de las mujeres en sociedades de clases, y otros más que analizan específicamente la re-
lación política entre feminismo y socialismo. Destacan: Annette Kuhn y Ann Marie Wolpe (eds.) (1978);
Heleieth I. B. Saffioti, (1978); Zillah R. Einsenstein (comp.) ([1978] 1980); Batya Weinbaum ([1978] 1984);
Sheila Rowbotham, Lynne Segal and Hilary Wainwright, (1979); Michele Barrett (1980); Lydia Sargent
(ed.) (1981).

67
Marta Lamas

marxismo y en el psicoanálisis, lo hacen con una clara conciencia de tra-


bajo colectivo. Rayna Reiter lo expresó con estas palabras:

Pasarán fácilmente décadas antes de que la crítica feminista aporte


lo que Marx, Weber, Freud o Lévi-Strauss han logrado en sus áreas
de investigación. Pero un punto principal de la crítica feminista es
que las feministas no intentamos repetir ese proceso por el cual
individuos impresionantemente preparados como académicos y
totalmente confiados en su misión como pensadores críticos, rede-
finen una tradición dándole una nueva dirección. A lo que nos di-
rigimos y lo que intentamos es algo deliberadamente menos gran-
dioso y conscientemente más colectivo. Porque aunque somos hijas
de los patriarcas de nuestras respectivas tradiciones intelectuales,
también somos hermanas en un movimiento de mujeres que luchan
por definir nuevas formas de proceso social en la investigación y en
la acción. En nuestro papel de hermanas luchamos por una noción
compartida, más recíproca, de investigación comprometida (1975).

Reiter finaliza señalando que todo ese trabajo colectivo servirá “para
apoyar e informar a un contexto social desde el cual se procederá a des-
mantelar las estructuras de la desigualdad”.

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Usos, dificultades y posibilidades de la categoría
“género”*

Diferencias de idioma, analogías y confusiones conceptuales

En los años setenta el feminismo académico anglosajón impulsó el uso


de la categoría gender (género) con la pretensión de diferenciar las cons-
trucciones sociales y culturales de la biología.1 Además del objetivo cien-
tífico de comprender mejor la realidad social, estas académicas tenían
un objetivo político: distinguir que las características humanas consi-
deradas “femeninas” eran adquiridas por las mujeres mediante un com-
plejo proceso individual y social, en vez de derivarse “naturalmente” de
su sexo. Suponían que con la diferenciación entre sexo y género se podía
enfrentar mejor el determinismo biológico y se ampliaba la base teórica
argumentativa a favor de la igualdad de las mujeres.
Posteriormente, el uso de la categoría género llevó al reconocimiento
de una variedad de formas de interpretación, simbolización y organiza-
ción de las diferencias sexuales en las relaciones sociales y perfiló una
crítica a la existencia de una esencia femenina. Sin embargo, ahora que
en los años noventa se ha popularizado este término, la manera en que
con frecuencia se utiliza esa distinción elude equiparar género y sexo.

* Extraído de Lamas, Marta (1995). Usos, dificultades y posibilidades de la categoría género. La Ventana.
Revista del Centro de Estudios del Género (Guadalajara), (1). https://www.redalyc.org/pdf/112/11202105.pdf
Este ensayo es una elaboración de la ponencia “Algunas dificultades en el uso de la categoría género”,
presentada en la sesión “Antropología de género: teoría y método”, durante el XII Congreso Internacio-
nal de Ciencias Antropológicas y Etnológicas, México, agosto, 1993.
1. Parte de ese proceso está en Lamas (1986).

75
Marta Lamas

Son varias –y de diferente índole– las dificultades para utilizar esta


categoría. La primera es que el término anglosajón gender no se corres-
ponde totalmente con el español “género”: en inglés tiene una acepción
que apunta directamente a los sexos (sea como accidente gramatical, sea
como engendrar) mientras que en español se refiere a la clase, especie o
tipo a la que pertenecen las cosas, a un grupo taxonómico, a los artículos
o mercancías que son objeto de comercio y a la tela.2
Decir en inglés “vamos a estudiar el género” lleva implícito que se
trata de una cuestión relativa a los sexos; plantear lo mismo en español
resulta críptico para los no iniciados; ¿se trata de estudiar qué género:
un estilo literario, un género musical o una tela? En español la connota-
ción de género como cuestión relativa a la construcción de lo masculino
y lo femenino solo se comprende en función del género gramatical, pero
únicamente las personas que ya están en antecedentes del debate teó-
rico al respecto lo comprenden como relación entre los sexos, o como
simbolización o construcción cultural.
Cada vez se habla más de la perspectiva de género, sin embargo al ana-
lizar dicha perspectiva se constata que género se usa básicamente como
sinónimo de sexo: la variable de género, el factor género, son nada menos
que las mujeres. Aunque esta sustitución de mujeres por género se da en
todas partes, entre las personas hispanoparlantes tiene una justificación
de peso: en español se habla de las mujeres como “el género femenino”,
por lo que es fácil deducir que hablar de género o de perspectiva de género
es referirse a las mujeres o a la perspectiva del sexo femenino.
En un ensayo clave, Joan W. Scott apunta varios usos del concepto de
género y explica cómo “la búsqueda de legitimidad académica” llevó a
las estudiosas feministas en los ochenta a sustituir mujeres por género:

En los últimos años cierto número de libros y artículos cuya mate-


ria es la historia de las mujeres, sustituyeron en sus títulos “muje-
res” por “género”. En algunos casos esta acepción, aunque se refiera
vagamente a ciertos conceptos analíticos, se relaciona realmente

2. El Diccionario del uso del español de María Moliner consigna cinco acepciones de género; la última es la
relativa al género gramatical.

76
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

con la acogida política del tema. En esas ocasiones, el empleo de


“género” trata de subrayar la seriedad académica de una obra, por-
que “género” suena más neutral y objetivo que “mujeres”. “Género”
parece ajustarse a la terminología científica de las ciencias sociales
y se desmarca así de la (supuestamente estridente) política del fe-
minismo. En esta acepción, “género” no comporta una declaración
necesaria de desigualdad o de poder, ni nombra al bando (hasta
entonces invisible) oprimido [...] “género” incluye a las mujeres sin
nombrarlas y así parece no plantear amenazas críticas (1990).

Para Scott, este uso descriptivo del término, que es el más común, redu-
ce el género a “un concepto asociado con el estudio de las cosas relati-
vas a las mujeres”. Empleado con frecuencia por los historiadores para
“trazar las coordenadas de un nuevo campo de estudio” (las mujeres,
los niños, las familias y las ideologías de género), referido “solamente a
aquellas áreas –tanto estructurales como ideológicas– que comprenden
relaciones entre los sexos” este uso respalda un “enfoque funcionalista
enraizado en último extremo en la biología” (1990).
Pero la cuestión no queda ahí. Scott señala además que, “género” se
emplea también para designar las relaciones sociales entre los sexos,

para sugerir que la información sobre las mujeres es necesariamen-


te información sobre los hombres, que un estudio implica al otro.
Este uso insiste en que el mundo de las mujeres es parte del mundo
de los hombres, creado en él y por él. Este uso rechaza la utilidad
interpretativa de la idea de las esferas separadas, manteniendo que
el estudio de las mujeres por separado perpetúa la ficción de que
una esfera, la experiencia de un sexo, tiene poco o nada que ver con
la otra (1990).

Finalmente, para Scott, la utilización de la categoría género aparece no


solo como forma de hablar de los sistemas de relaciones sociales o se-
xuales sino también como forma de situarse en el debate teórico. Los
lenguajes conceptuales emplean la diferenciación para establecer signi-
ficados y la diferencia de sexos es una forma primaria de diferenciación

77
Marta Lamas

significativa. El género facilita un modo de decodificar el significado


que las culturas otorgan a la diferencia de sexos y de comprender las
complejas conexiones entre varias formas de interacción humana.
Scott propone una definición de género que tiene dos partes analí-
ticamente interrelacionadas, aunque distintas, y cuatro elementos. Lo
central de la definición es la “conexión integral” entre dos ideas: el géne-
ro es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las
diferencias que distinguen los sexos y el género es una forma primaria
de relaciones significantes de poder.
Scott distingue los elementos del género, y señala cuatro principales:

1. Los símbolos y los mitos culturalmente disponibles que evocan re-


presentaciones múltiples.
2. Los conceptos normativos que manifiestan las interpretaciones de
los significados de los símbolos. Estos conceptos se expresan en
doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales y políticas, que
afirman categórica y unívocamente el significado de varón y mujer,
masculino y femenino.
3. Las instituciones y organizaciones sociales de las relaciones de gé-
nero: el sistema de parentesco, la familia, el mercado de trabajo se-
gregado por sexos, las instituciones educativas, la política.
4. La identidad. Scott señala que, aunque aquí destacan los análisis
individuales –las biografías– también hay posibilidad de tratamien-
tos colectivos que estudian la construcción de la identidad genérica
en grupos. Esta es una parte débil de su exposición, pues mezcla
identidad subjetiva e identidad genérica.

Scott cita a Bourdieu, para quien

la “di-visión del mundo”, basada en referencias a “las diferencias


biológicas y sobre todo a las que se refieren a la división del trabajo
de procreación y reproducción” actúa como la “mejor fundada de
las ilusiones colectivas”. Establecidos como conjunto objetivo de
referencias, los conceptos de género estructuran la percepción y la
organización concreta y simbólica de toda la vida social (1991).

78
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

Ya que estas referencias establecen un control diferencial sobre los re-


cursos materiales y simbólicos, el género se implica en la concepción y
construcción del poder. Por ello Scott señala que el género es el campo
primario dentro del cual o por medio del cual se articula el poder. El en-
sayo de Scott tiene varios méritos. Uno fundamental es su cuestiona-
miento al esencialismo y la ahistoricidad. Ella aboga por la utilización
no esencialista de género en los estudios históricos feministas: “nece-
sitamos rechazar la calidad fija y permanente de la oposición binaria,
lograr una historicidad y una desconstrucción genuinas de los términos
de la diferencia sexual” (1991).
Además, su ensayo ordena y clarifica el debate, y propone una vincu-
lación con el poder. Otro acierto es señalar, muy en la línea de decir que
el emperador no tiene ropa, la obviedad de la sustitución “académica” de
mujeres por género. Esta medida de política “académica” ignora el es-
fuerzo metodológico por distinguir construcción social de biología que
alentó mucho el trabajo pionero de género.

La simbolización cultural de la diferencia sexual

A lo largo de los últimos 20 años, investigadores y pensadores de di-


versas disciplinas han utilizado la categoría género de diferentes ma-
neras. Aunque muchas cuestiones dificultan una unificación total en
el uso de esta categoría, podemos distinguir dos usos básicos: el que
habla de género refiriéndose a las mujeres y el que se refiere a la cons-
trucción cultural de la diferencia sexual, aludiendo a las relaciones so-
ciales de los sexos.
Scott plantea una ventaja de usar género para designar las relaciones
sociales entre los sexos: mostrar que no hay mundo de las mujeres apar-
te del mundo de los hombres, que la información sobre las mujeres es
necesariamente información sobre los hombres. Usar esta concepción
de género lleva a rechazar la idea de las esferas separadas. Scott señala
que los “estudios de la mujer” perpetúan la ficción de que la experiencia
de un sexo tiene poco o nada que ver con la experiencia del otro. Aunque
existe ese riesgo, creo que es menor, ya que muchos trabajos ubicados en

79
Marta Lamas

los “estudios de la mujer” integran la perspectiva de relaciones sociales


entre los sexos. El uso de la categoría género implica otra índole de pro-
blemas: dependiendo de la disciplina de que se trate es que se formulará
la interrogante sobre ciertos aspectos de las relaciones entre los sexos o
de la simbolización cultural de la diferencia sexual.
Desde la antropología, la definición de género o de perspectiva de
género alude al orden simbólico con que una cultura dada elabora la
diferencia sexual. Un ejemplo de una investigación antropológica que
explora este ámbito desde una perspectiva de género es la que realizó el
antropólogo español Manuel Delgado (1993). Puede ser ilustrativo obser-
var el análisis de un fenómeno social desde esta perspectiva de género.
Delgado se propuso analizar la violencia popular anticlerical en
España, fenómeno que ha sido explicado con elementos que proceden
del campo estrictamente político institucional y económico: la compli-
cidad de la Iglesia con los latifundistas, los carlistas, el absolutismo, la
monarquía y el Estado, la insurrección militar, etcétera. Sin negar que
puedan tener un lugar estratégico en cualquier clarificación, Delgado in-
siste en que estos aspectos no bastan para dar cuenta del aspecto irracio-
nal del fenómeno, y sostiene que los elementos explicativos tradicionales
muchas veces han actuado como lo que Lévi-Strauss llama “racionaliza-
ciones secundarias”, o Althusser “sobredeterminaciones de causa”.
Delgado relata cómo en España, como reacción al levantamiento mi-
litar de Franco en 1936, los anticlericales incendiaron y arrasaron miles
de iglesias, y destruyeron sus objetos rituales, incluso las imágenes que
poco antes habían llevado en procesión; además, asesinaron a sacerdo-
tes, monjes y monjas. Esto ya había ocurrido en 1835, 1909 y 1931, pero
nunca con tanta saña como entonces.
Gran parte de los historiadores de ese fenómeno no ve sino “explo-
siones en que se manifestaban los instintos sádicos de turbas enloqueci-
das y sedientas de sangre” (Delgado, 1993). Otros historiadores políticos
plantean que esa fue la manera como se canalizó una enemistad violenta
contra los poderosos económica o políticamente, cuya hegemonía era
sancionada por la institución eclesial y la religión católica.
La interpretación de Delgado va por otra parte, pues penetra en el
entramado de la simbolización cultural y localiza los factores ocultos o

80
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

tácitos, no explicitados. Delgado se propone prestar atención al contenido


simbólico de “los motines iconoclastas y las actitudes sacrílegas” (1993).
Si la gente quemaba iglesias, pateaba confesionarios, defecaba en las
pilas bautismales, sacaba los ojos a los santos y colgaba de los testículos
a los sacerdotes, los historiadores no se han preguntado qué significaban
una iglesia, un confesionario, una pila baustismal, un santo o un sacerdote.
Delgado tiene clara conciencia de que “un acontecimiento es una re-
lación entre algo que pasa y una pauta de significación que subyace”. Por
eso él plantea que esos hechos

pertenecen a una misma trama de significaciones, a una redde in-


terrelaciones e interacciones cuya gramática oculta se intenta re-
construir y cuya lógica he tratado de desentrañar [...] (haciendo)
intervenir categorías relativas al desglose sexual, es decir, a la cons-
trucción cultural de los géneros (1993).

Al elegir una perspectiva de género, Delgado no se plantea “discutir el


papel supuestamente real y objetivo de la mujer en el marco doctrinal del
catolicismo”, ni la “culpabilización de lo femenino que se desprende del
texto bíblico”; él pretende dar cuenta de la simbolización de la diferencia
sexual reconstruyendo “la manera como la oposición hombre/mujer se
producía en el imaginario de las movilizaciones que habían asumido la
misión de destruir lo sagrado”. Eso lo lleva a sugerir que “los ataques a
la Iglesia y sus cultos podrían haber funcionado psicológicamente como
agresiones contra una suerte de poder, si no femenino, cuando menos
feminizante” (1993).
Lo notable de la propuesta de Delgado es que plantea la “considera-
ción del sistema religioso de la cultura en tanto que objeto de identifica-
ción genérica, como parte del orden representacional encargado de ope-
rar la distinción sexual”. Así, la Iglesia, como “hipóstasis de la autoridad
social”, pasaría a ser leída

contribuyendo tanto repertorial como ideológicamente a la esen-


cialización de la femineidad y sus “misterios” y encarnando presun-
tos peligros para la hegemonía del mundo-hombre. Los disturbios

81
Marta Lamas

iconoclastas pasarían así a incorporarse significativamente a la


realidad social concebida en clave de género, esto es a las articula-
ciones metafóricas e institucionales a través de las cuales la cultura
procede al marcaje de los sexos (1993).

Delgado coloca en primer plano “la calidad determinante de las dife-


rencias simbólicas entre los sexos”; para él la distribución de funciones
sociosexuales tuvo que ocupar un papel

social y psicológicamente fundamental y no marginable en la pro-


ducción de una ideología obsesivamente centrada en la necesidad
de abatir el poder sacramental en España, como requisito ineludi-
ble de un fantasioso proceso de modernización/virilización, libera-
dor de las antiguas cadenas del pasado/mujer.

El investigador reconstruye la manera en que el género intervenía en la


percepción de lo social, lo político o lo cotidiano de los actores históri-
cos. Su interpretación va más allá de, simplemente, reconocer la existen-
cia de dos ámbitos sociales, con sus espacios delimitados y los rituales
que los acompañan. De entrada, el hecho de que el clero sea masculino
no facilita una interpretación como la suya, que analiza lo relativo a la
Iglesia como un territorio feminizante, que amenaza simbólicamente la
virilidad. Si Delgado logra ir más allá de lo aparente es porque reconoce
el estatuto simbólico de la cultura y distingue entre el orden de lo ima-
ginario y el de lo real. Esto es que analiza cómo los varones perciben a la
religión como la maquinaria de integración y control de la sociedad y a
las mujeres como madres controladoras. Al relacionar lo femenino con
lo religioso, el anticlericalismo se perfila como un proceso de masculini-
zación frente a lo que se percibe como una hegemonía matriarcal.
Aunque desde el plano de los significados culturales, Delgado inter-
preta el odio contra la Iglesia y el clero como un desplazamiento del
desacuerdo hacia las coacciones y fracasos que el imaginario mascu-
lino atribuía a figuras intercambiables (la Iglesia y la comunidad so-
cial: las esposas y las madres); también insiste en que hay otras cosas
en juego y deja abierta su explicación del fenómeno a otros factores. Lo

82
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

importante es cómo el uso de esta perspectiva le permite analizar una


de las tantas formas simbólicas de que se vale la cultura para institucio-
nalizar la diferencia entre hombres y mujeres y para poner en escena
sus confrontaciones.

Principios y mecanismos de oposición binaria del proceso de simbolización

Hemos vislumbrado que el género, como simbolización de la diferencia


sexual, se construye culturalmente diferenciado en un conjunto de prác-
ticas, ideas y discursos, entre los que se encuentran los de la religión.
También hemos visto, aunque sea someramente, cómo los procesos de
significación tejidos en el entramado de la simbolización cultural pro-
ducen efectos en el imaginario de las personas.
La antropología ha investigado más cómo se instituyen las pautas
culturales a partir de la simbolización que cómo opera ésta. La humani-
zación del primate en homo sapiens es resultado de su progresiva emer-
gencia del orden biológico hacia el orden simbólico. Su socialización e
individuación están ligadas a la constitución de la simbolización. El nú-
cleo inicial y fundador del aparato psíquico, esa parte del individuo que
no está determinada por la historia, es la raíz misma de la cultura, es
decir, el punto de emergencia del pensamiento simbólico, que se integra
en el lenguaje. Con una estructura psíquica universal y mediante el len-
guaje los seres humanos simbolizamos y hacemos cultura.
Para Claude Lévi-Strauss, la sorprendente variedad de los fenóme-
nos culturales puede ser comprendida a partir de códigos e intercambios
(Castaingts, 1986). Las unidades del discurso cultural son creadas por el
principio de oposición binaria y unos cuantos principios subyacen en las
reglas de acuerdo con las cuales se combinan esas unidades para dar lugar
a los productos culturales existentes: mitos, reglas de matrimonio, arre-
glos totémicos, etcétera. Es decir, para este antropólogo, las culturas son
básicamente sistemas de clasificación, y las producciones institucionales
e intelectuales se construyen sobre estos sistemas clasificatorios.
El análisis estructural consiste en distinguir los conjuntos básicos de
oposiciones que subyacen a un fenómeno cultural complejo y en mostrar

83
Marta Lamas

las formas en que ese fenómeno es, al mismo tiempo, una expresión de
esas oposiciones y una reelaboración de ellas. El conocimiento de los
conjuntos importantes de oposiciones en una cultura revela los ejes del
pensamiento y los límites de lo pensable en una cultura dada.
La cultura es un resultado, pero también es una mediación: es el
conjunto de mecanismos de defensa del yo ante la entrada violenta al
mundo por el nacimiento y a la paulatina estructuración psíquica, con la
adquisición del lenguaje.
Según Freud, nos constituimos en “seres de cultura” cuando ésta
ejerce una represión y nos obliga a renunciar a la felicidad absoluta y
la reconciliación total, a la completud. Los seres humanos jamás nos re-
ponemos de sabernos incompletos, castrados, ni tampoco de las heri-
das narcisistas que nos infligen las renuncias impuestas por la cultura.
No aceptamos la realidad –que somos seres escindidos y que nos vamos
a morir– y deseamos lo imposible –la completud y la inmortalidad–.
Laplantine (1979) señala que la existencia humana solo es soportable a
través de esa “pantalla deformadora” de la realidad que es la cultura.
El lenguaje es un medio fundamental para estructurarnos cultural-
mente y para volvernos seres sociales. Pero el lenguaje no es solo un ins-
trumento que utilizamos a voluntad, también lo introyectamos incons-
cientemente. Desde la perspectiva psicoanalítica de Lacan, el acceso del
sujeto al uso de una estructura de lenguaje que lo precede coincide con
la organización y establecimiento de su inconsciente. De ahí que para
Lacan, el inconsciente y el lenguaje están inextricablemente ligados: “el
inconsciente está estructurado como un lenguaje”; “el inconsciente es el
discurso del Otro”; “el lenguaje es el requisito del inconsciente”. Por un
proceso de simbolización, que utiliza la metáfora y la metonimia, mu-
chos de nuestros deseos quedan en el inconsciente y solo mediante el
trabajo psicoanalítico podemos reconstruir los caminos metafóricos y
metonímicos que adoptaron cuando perdimos su sentido.
Cualquier comprensión del inconsciente requiere la comprensión del
lenguaje y de su ciencia particular, la lingüística, de la cual Lacan selec-
cionó y adaptó ciertos aspectos a sus fines.
Desde la lingüística moderna (en este caso particular, desde Saussure)
se puede ver que el lenguaje posee una estructura que está fuera del

84
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

control y la conciencia de los hablantes individuales, quienes, sin em-


bargo, hacen uso de esta estructura que está presente en cada una de
sus mentes. Unas unidades de sentido, los signos, dividen y clasifican al
mundo, y lo hacen comprensible.3
Para Saussure, cada lengua “mapea” conceptualmente, divide o clasi-
fica el mundo de maneras diferentes a partir de las relaciones específi-
cas de los significados y significantes de sus signos: cada lengua articula
y organiza el mundo en diferente forma. Por lo tanto, tampoco hay una
relación natural entre los signos y el mundo. Se supone que las primeras
lenguas se caracterizaron por un principio económico: el máximo ren-
dimiento con el mínimo esfuerzo, y que tuvieron una estructura similar
a la de las computadoras, o sea, un lenguaje binario donde se produce
información a partir de la afirmación y/o negación de elementos míni-
mos, de la contraposición de opuestos. Pero los lenguajes, incluso los
más “primitivos”, no se limitan a nombrar lo útil o inmediato: son un
vehículo para nombrar lo subjetivo, lo mágico o lo misterioso. Esto se
consigue a partir de la simbolización y la metaforización. Al nombrar se
abre una brecha entre el nombre y aquello que es nombrado: el nombre
no es la cosa. Con la poesía (y con el arte en general) se intenta cerrar
esa brecha y suscitar una aproximación a esa experiencia indescriptible.
Los seres humanos simbolizamos un material básico, que es idéntico
en todas las sociedades: la diferencia corporal, específicamente el sexo.
Aunque aparentemente la biología muestra que los seres humanos vie-
nen en dos sexos, son más las combinaciones que resultan de las cinco
áreas fisiológicas de las cuales depende lo que, en términos generales y
muy simples, se ha dado en llamar el “sexo biológico” de una persona:
genes, hormonas, gónadas, órganos reproductivos internos y órganos
reproductivos externos (genitales).
Estas áreas controlan cinco tipos de procesos biológicos en un
continuum –y no en una dicotomía de unidades discretas– cuyos extre-
mos son lo masculino y lo femenino. Por eso las investigaciones más

3. El signo es la unidad fundamental, y es una entidad doble que une al significante (imagen acústica) y
al significado (concepto), cuya relación interna es arbitraria; es decir: no existe ninguna razón “natural”
o “lógica” para que cierta imagen acústica (o significante) esté unida a cierto concepto (o significado); se
trata de una convención social.

85
Marta Lamas

recientes en el tema señalan que para entender la realidad biológica de la


sexualidad, es necesario introducir la noción de intersexos (Fausto Sterling,
1993). Como dentro del continuum podemos encontrar una sorprendente va-
riedad de posibilidades combinatorias de caracteres, cuyo punto medio es
el hermafroditismo, los intersexos serían, precisamente, aquellos conjuntos
de características fisiológicas en que se combina lo femenino con lo mas-
culino.4 Una clasificación rápida e insuficiente de estas combinaciones nos
obligan a reconocer por lo menos cinco “sexos” biológicos:

1. varones (es decir, personas que tienen dos testículos)


2. mujeres (personas que tienen dos ovarios)
3. hermafroditas o herms (personas en que aparecen al mismo tiempo
un testículo y un ovario)
4. hermafroditas masculinos o merms (personas que tienen testícu-
los, pero que presentan otros caracteres sexuales femeninos)
5. hermafroditas femeninos o ferms (personas con ovarios, pero con
caracteres sexuales masculinos)

Esta clasificación funciona solo si tomamos en cuenta los órganos se-


xuales internos y los caracteres sexuales “secundarios” como una uni-
dad. Pero si nos ponemos a imaginar la multitud de posibilidades a que
pueden dar lugar las combinaciones de las cinco áreas fisiológicas ya
señaladas, veremos que la dicotomía hombre/mujer es, más que una
realidad biológica, una realidad simbólica o cultural. Esta dicotomía se
refuerza por el hecho de que casi todas las sociedades hablan y piensan
binariamente, y así elaboran sus representaciones.
Las representaciones sociales son construcciones simbólicas que
dan atribuciones a la conducta objetiva y subjetiva de las personas. El
ámbito social es, más que un territorio, un espacio simbólico definido
por la imaginación y determinante en la construcción de la autoimagen
de cada persona: nuestra conciencia está habitada por el discurso so-
cial. Aunque la multitud de representaciones culturales de los hechos

4. Se calcula que el 4% de la población mundial está compuesta por hermafroditas desde el punto de vista
biológico, es decir, por personas que presentan características fisiológicas de los dos sexos.

86
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

biológicos es muy grande y tiene diferentes grados de complejidad, la


diferencia sexual tiene cierta persistencia fundante: trata de la fuente de
nuestra imagen del mundo, en contraposición con un otro. El cuerpo es
la primera evidencia incontrovertible de la diferencia humana.

Diferencia sexual: fundamento y entramado de la subordinación


femenina

Lo que define al género es la acción simbólica colectiva. Mediante el pro-


ceso de constitución del orden simbólico en una sociedad se fabrican
las ideas de lo que deben ser los hombres y las mujeres. Una investiga-
ción especialmente fecunda y esclarecedora es la del antropólogo fran-
cés Maurice Godelier (1986) sobre los baruya, una pequeña sociedad de
Nueva Guinea.
La situación anómala de esta sociedad, que hasta 1951 desconocía la
existencia de los hombres blancos occidentales, permitió un estudio pri-
vilegiado. En 1960, cuando el gobierno australiano decidió gobernarlos
y emprendió un proceso de “pacificación”, los baruya estaban organiza-
dos como una tribu acéfala compuesta de 15 clanes y carecían de clases
sociales y Estado. Godelier inició su investigación en 1967 y la visión de
conjunto que da de las relaciones entre los hombres y las mujeres, tal y
como debieron ser antes de la llegada de los blancos, es que en esa so-
ciedad los hombres disfrutaban de “toda una serie de monopolios o de
funciones clave que les aseguraban permanentemente, de modo colec-
tivo e individual, una superioridad práctica y teórica sobre las mujeres,
superioridad material, política, cultural, ideal y simbólica” (1967).
Godelier resume la situación de las mujeres como de subordinación:
separadas del principal factor de producción (la tierra) y de los principales
medios de destrucción y represión (las armas); excluidas del conocimiento
de los más sagrados saberes, mantenidas al margen o en un lugar secun-
dario durante las discusiones y toma de decisiones concernientes al inte-
rés general de la tribu o a su propio destino individual; valoradas cuando
no se quejan y cuando son fieles, dóciles y cooperadoras; intercambiadas
entre los grupos, con el agravante de que sus hijos no les pertenecen.

87
Marta Lamas

Hemos visto que el proceso de entrada a la cultura es también el pro-


ceso de la entrada al lenguaje y al género. En el caso de los baruya, la
adquisición del género se confirma, además, con los ritos de iniciación.
Para Godelier, el dispositivo central de la dominación masculina es la
maquinaria de las iniciaciones. Estos ritos implican un proceso de afir-
mación de la identidad de género que vuelve evidentes todos los códigos
y la información que de manera inconsciente han recibido los jóvenes
a lo largo de sus vidas, y que los confirma como “hombres” o “mujeres”
capaces de vivir en sociedad. A partir de su iniciación se reafirmará la
segregación sexual presente en todos los aspectos, materiales y simbó-
licos. La vida se divide en masculino y femenino: el trabajo (la caza, la
recolección, la agricultura, la ganadería, la producción de sal, la fabrica-
ción de útiles, armas, vestidos y adornos, la construcción de casas) y el
espacio, desde el exterior (caminos para hombres y para mujeres), hasta
el interior (diferentes áreas dentro de las casas).
Godelier cuestiona la explicación tradicional de que la segregación
sexual, y su consecuente división del trabajo, explican el predominio so-
cial de los hombres y plantea que el predominio masculino presupone
esa división del trabajo. Así, Godelier se introduce de lleno en la pro-
blemática de lo simbólico. Esta separación de las mujeres de los prin-
cipales medios de producción, de destrucción y gobierno se interpreta,
en el pensamiento baruya, como “la consecuencia de una expropiación
básica por parte de los hombres de los poderes creadores que antaño ha-
bían pertenecido a las mujeres” (1967). Para los baruya, la superioridad
masculina nace del hecho “incontrovertible”, ubicado en el terreno de lo
simbólico, de que en épocas remotas sus antepasados varones habían
expropiado a las mujeres de sus poderes. Por ello, habían acumulado dos
poderes: el que poseen los hombres como tales (simbolizado en el poder
fecundante y nutricio de su esperma) y el de las mujeres, poseedoras de
poderes femeninos que emanan de una creatividad originaria superior
a la de ellos.
En esta interpretación simbólica, Godelier constata el papel relevante
desempeñado por la diferencia de sexo. Ésta aparece como “una espe-
cie de fundamento cósmico de la subordinación, incluso, de la opresión
de las mujeres”. El entramado de la simbolización se hace a partir de

88
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

lo anatómico y de lo reproductivo. Godelier señala que para los baruya


todos los aspectos (económicos, sociales y políticos) de la dominación
masculina se explican por el diferente lugar que ocupa cada sexo en el
proceso de la reproducción sexual. Resulta interesante comprobar la ac-
tualidad de esa creencia. ¡Esa es también la idea rectora del pensamien-
to judeocristiano occidental, y compartida hasta la fecha por la mayoría
de las sociedades (orientales, musulmanas)!
Ambos sexos comparten esas creencias, y en eso radica su eficacia.
Todos los gestos, ritos y prácticas simbólicas que los baruya producen
para mostrar y demostrar la primacía de los hombres en el proceso de re-
producción de la vida se nutren del imaginario, pero tienen un vigor so-
cial avasallador. La convencida participación, de las mujeres constituye
la fuerza principal, silenciosa e invisible, de la dominación masculina.5
Los baruya piensan que los hombres han sabido apropiarse de los
poderes de las mujeres, añadiéndolos a los suyos propios. Obviamente
estos poderes no existen más que en el discurso y en las prácticas sim-
bólicas que confirman su existencia. La preocupación por la diferencia
sexual y el interés por la reproducción marcan la forma en que la so-
ciedad contempla a los sexos y los ordena en correspondencia con sus
supuestos papeles “naturales”. Reconocer la diferencia de papeles impli-
ca una jerarquización. En el caso de los baruya, hay un verdadero salto
mortal simbólico: se disminuye la importancia del papel de la mujer en
la reproducción, cuando justamente es del cuerpo de la mujer de donde
salen los hijos y es con su leche que éstos sobreviven los primeros meses.
Contra los datos de la realidad, prevalece la fuerza de la simbolización.
En su estudio sobre los baruya, Godelier sigue de cerca la operación
mediante la cual la diferencia sexual se simboliza y, al ser asumida por
el sujeto, produce un imaginario con una eficacia política contundente:
las concepciones sociales y culturales sobre la masculinidad y femini-
dad. El sujeto social es producido por las representaciones simbólicas.
Los hombres y las mujeres (baruyas, occidentales, orientales, etcétera)

5. Una explicación de por qué las mujeres no se rebelan contra la dominación que retoma la fórmula de
Gramsci de que la hegemonía consiste en dominación más consenso está en Ana M. Rosas (1990).

89
Marta Lamas

no son reflejo de una realidad “natural”, sino el resultado de una produc-


ción histórica y cultural.6
Si, como Delgado proponía, “un acontecimiento es una relación en-
tre algo que pasa y una pauta de significación que subyace” (1993), para
comprender más cabalmente las pautas de significación cultural, es ne-
cesaria una perspectiva que utilice tanto la antropología como la teoría
psicoanalítica.
En cada cultura la oposición hombre/mujer pertenece a una trama
de significaciones determinadas, que puede expresarse en alguno de
los tres registros de la experiencia humana propuestos por Lacan: sim-
bólico, imaginario y real. En su investigación Godelier reconstruye los
mecanismos, la lógica interna de las prácticas sociales y de las ideas que
articulan esta configuración de relaciones, y aclara cómo el proceso de
simbolización de la diferencia sexual se ha traducido en la desigualdad
de poder. Por eso Godelier declara que su investigación “trata acerca del
poder, y ante todo, acerca del poder que un sexo ejerce sobre el otro”
(1967). La lógica oculta que la antropología que investiga el género inten-
ta reconstruir, desentrañando la red de interrelaciones e interacciones
sociales que se construyen a partir de la división simbólica de los sexos,
es la lógica del género. Esta lógica parte de una oposición binaria: lo pro-
pio del hombre y lo propio de la mujer. Esta distinción, recreada en el or-
den representacional, contribuye ideológicamente a la esencialización
de la feminidad y de la masculinidad.

La lógica del género y la ley social

La cultura marca a los seres humanos con el género y éste marca la per-
cepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano.
La lógica del género es una lógica de poder, de dominación y es, según
Bourdieu, la forma paradigmática de violencia simbólica, definida por
este sociólogo francés como aquella violencia que se ejerce sobre un

6. Ya se ha puesto en evidencia ampliamente el trasfondo ideológico del término “natural”, que evoca
nociones de inmutabilidad, de corrección, de normalidad.

90
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

agente social con su complicidad o consentimiento (1992, p. 171). Para


Bourdieu existe gran dificultad para analizar la lógica del género ya que
se trata de

una institución que ha estado inscrita por milenios en la objetivi-


dad de las estructuras sociales y en la subjetividad de las estructu-
ras mentales, por lo que el analista tiene toda la posibilidad de usar
como instrumentos del conocimiento categorías de la percepción y
del pensamiento que debería tratar como objetos del conocimiento
(1992, p. 171).

Bourdieu comenta que el orden social masculino está tan profundamen-


te arraigado que no requiere justificación; se impone a sí mismo como
autoevidente y es tomado como “natural” gracias al acuerdo “casi perfec-
to e inmediato” que obtiene, por un lado, de estructuras sociales como la
organización social de espacio y tiempo y la división sexual del trabajo,
y por otro lado, de estructuras cognitivas inscritas en los cuerpos y las
mentes. Estas estructuras cognitivas se inscriben mediante el mecanis-
mo básico y universal de la oposición binaria. Así,

las personas dominadas, o sea las mujeres, aplican a cada objeto del
mundo (natural y social) y en particular a la relación de dominación
en la que se encuentran atrapadas, así como a las personas a tra-
vés de las cuales esta relación se realiza, esquemas no pensados de
pensamiento que son el producto de la encarnación de esta relación
de poder en la forma de pares (alto/bajo, grande/pequeño, afuera/
adentro, recto/torcido, etcétera) y que por lo tanto las llevan a cons-
truir esta relación desde el punto de vista del dominante como na-
tural (Bourdieu, 1992).

Bourdieu señala que la eficacia masculina radica en que legitima una


relación de dominación al inscribirla en lo biológico, que en sí mismo es
una construcción social biologizada.
La dominación de género muestra mejor que ningún otro ejemplo
que la violencia simbólica se lleva a cabo a través de “un acto de cognición

91
Marta Lamas

y de falso reconocimiento que está más allá de, o por debajo de, los con-
troles de la consciencia y la voluntad” (Bourdieu, 1992). Según Bourdieu
(1998), este acto se encuentra en las oscuridades de los esquemas de
habitus, esquemas que a su vez son de género y engendran género.7
Bourdieu señala que no se puede comprender la violencia simbóli-
ca a menos que se abandone totalmente la oposición escolástica entre
coerción y consentimiento, imposición externa e impulso interno. En
ese sentido, señala que la dominación de género consiste en lo que se
llama en francés contrainte par corps, o sea, un encarcelamiento efectuado
mediante el cuerpo. El trabajo de la socialización tiende a efectuar una
somatización progresiva de las relaciones de dominación de género a
través de una operación doble: primero, mediante la construcción social
de la visión del sexo biológico, que sirve como la fundación de todas las
visiones míticas del mundo; segundo, a través de la inculcación de una
hexis corporal que constituye una verdadera política encarnada. Este do-
ble trabajo de inculcación, a la vez sexualmente diferenciado y sexual-
mente diferenciador, impone a mujeres y hombres el género, o sea,

conjuntos diferentes de disposiciones respecto a los juegos sociales


que son cruciales en su sociedad, tales como juegos de honor y gue-
rra (adecuados para el despliegue de la masculinidad o la virilidad)
o, en sociedades avanzadas, los juegos m s valorados, tales como la
política, los negocios, la ciencia, etcétera (Bourdieu, 1992).

La masculinización de los cuerpos de los machos humanos y la femi-


nización de los cuerpos de las hembras humanas efectúa una somati-
zación del arbitrario cultural que también se vuelve una construcción
durable del inconsciente. Bourdieu, al igual que Godelier, ubica en lo
simbólico el origen del estatuto inferior que casi universalmente es asig-
nado a las mujeres.
Para explicar el hecho de que las mujeres, en la mayoría de las so-
ciedades conocidas, están consignadas a posiciones sociales inferiores,

7. El término habitus es un concepto clave de Bourdieu, mediante el cual se refiere al conjunto de relacio-
nes históricas “depositadas” en los cuerpos individuales en la forma de esquemas mentales y corporales
de percepción, apreciación y acción.

92
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

es necesario tomar en cuenta la asimetría de posiciones adscrita a cada


género en la economía de los intercambios simbólicos. Mientras que
los varones son los sujetos de las estrategias matrimoniales, a través
de las cuales trabajan para mantener o aumentar su capital simbólico,
las mujeres son siempre tratadas como objetos de dichos intercambios,
en los que circulan como símbolos adecuados para establecer alianzas.
Así, investidas de una función simbólica, las mujeres son forzadas con-
tinuamente a trabajar para preservar su valor simbólico, ajustándose al
ideal masculino de virtud femenina, definida como castidad y candor,
y dotándose de todos los atributos corporales y cosméticos capaces de
aumentar sus valores atractivo y físico.
Bourdieu afirma que la dominación masculina está fundada sobre la
lógica de la economía de los intercambios simbólicos, o sea, sobre

la asimetría fundamental ente hombres y mujeres instituida en la


construcción social del parentesco y el matrimonio: esa entre suje-
to y objeto, agente e instrumento. Y es la relativa autonomía de la
economía del capital simbólico la que explica cómo la dominación
masculina se puede perpetuar a sí misma a pesar de transforma-
ciones en el modo de producción. De aquí se desprende que la li-
beración de las mujeres solo se podrá realizar mediante una acción
colectiva dirigida a una lucha simbólica capaz de desafiar práctica-
mente el acuerdo inmediato de las estructuras encarnadas y obje-
tivas, o sea, de una revolución simbólica que cuestione los propios
fundamentos de la producción y reproducción del capital simbólico
y, en particular, la dialéctica de pretensión y distinción que es la
base de la producción y el consumo de los bienes culturales como
signos de distinción (1998).

La ley social refleja la lógica del género y construye los valores e ideas
a partir de esa oposición binaria que tipifica arbitrariamente, exclu-
yendo o incluyendo en su lógica simbólica ciertas conductas y senti-
mientos. Mediante el género se ha “naturalizado” la heterosexualidad,
excluyendo a la homosexualidad de una valoración simbólica en equi-
valentemente aceptable. Aunque en nuestra cultura de facto se acepta

93
Marta Lamas

la homosexualidad, el deseo homosexual queda fuera de la lógica del gé-


nero y tiene los estatutos simbólico, moral y jurídico diferentes al de la
heterosexualidad: está fuera de la ley.
De ahí que exista un buen número de personas cuyas vidas están en
conflicto abierto con su sociedad. La comprensión del fenómeno de la
estructuración psíquica ha dado lugar, en ciertos círculos de especialis-
tas, a una aceptación de la homosexualidad como una identidad sexual
tan contingente o tan condicionada como la heterosexualidad.8 En con-
secuencia, existe el paulatino reconocimiento de asociaciones psicoana-
líticas y psiquiátricas de que la homosexualidad no es una patología, ni
una enfermedad mental. Pero la comprensión teórica sobre la calidad
indiferenciada de la libido sexual y el proceso inconsciente que estruc-
tura al sujeto hacia la heterosexualidad o la homosexualidad no tiene
todavía correspondencia en la lógica simbólica de nuestra cultura, tan
marcada por el género. Por eso, aunque cada sexo contiene la posibili-
dad de una estructuración psíquica homosexual o heterosexual, lo cual
genera cuatro posicionamientos de sujeto mujer: homosexual, mujer
heterosexual, hombre homosexual y hombre heterosexual, solo están
simbolizados dos: mujer y hombre heterosexuales. La supuesta “toleran-
cia” hacia las personas homosexuales solo es lo que Bourdieu denomina
una “estrategia de condescendencia”, que lleva a la violencia simbólica a
un grado más alto de negación y disimulación.
La estructuración psíquica que determina la identidad sexual9 se lleva
a cabo a partir de la dialéctica edípica y el resultado de este proceso pue-
de ser la heterosexualidad o la homosexualidad.10 Hasta donde la clínica
y las investigaciones del psicoanálisis permiten comprender, los niños
y las niñas incorporan su identidad de género (por la forma en que son
nombrados y por la ubicación que familiarmente se les ha dado) antes

8. Ver Margarita Gasque (1990) y Antonieta Torres Arias (1992).


9. Se ha puesto de moda hablar de preferencia sexual, pero tiene tal connotación voluntarista, al igual
que opción sexual, que desdibuja el papel del inconsciente. Identidad u orientación sexual me parecen
términos que reflejan más adecuadamente lo que ocurre.
10. Desde el psicoanálisis no se considera como una tercera estructuración la bisexualidad. Se piensa que
las personas con prácticas bisexuales están estructuradas hetero u homosexualmente, y que aunque su
deseo está definido básicamente en una dirección, razones de otra índole las llevan a vivir su sexualidad
en ambos campos.

94
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

de reconocer la diferencia sexual. Esto ocurre antes de los dos años,


con total desconocimiento de la correspondencia entre sexo y género.
Después de los tres años suele darse la confrontación con la diferencia
de sexos. La primera vez que las criaturas miran el cuerpo de otro u otra
y lo comparan con el propio, la niña interpreta la presencia del pene
masculino como que a ella le falta algo; por su parte, el niño, que tam-
bién interpreta que a la niña le falta algo, tiene miedo de perder lo que
él sí tiene. Esto, de manera brutalmente simplificada, nos introduce –
como seres humanos– a la problemática imaginaria de la castración.
Scott dice que “si la identidad genérica se basa solo y universalmente en
el miedo a la castración, se niega lo esencial de la investigación históri-
ca” (1990). Scott tiene razón al señalar que conceptualizar la identidad
genérica solo con base en el factor psíquico es negar la historicidad.
Pero, ¿quién sostiene eso? Ni los psicoanalistas, ni las feministas que
trabajan con perspectiva psicoanalítica.
La identidad génerica de las personas varía, de cultura en cultura, en
cada momento histórico. Cambia la manera en que se simboliza e in-
terpreta la diferencia sexual, pero permanece la diferencia sexual como
referencia universal que da pie tanto a la simbolización del género como
a la estructuración psíquica. Muchas personas comparten el error de
Scott de confundir construcción cultural de la identidad génerica y es-
tructuración psíquica de la identidad sexual. La identidad génerica se
construye mediante los procesos simbólicos que en una cultura dan for-
ma al género.
La identidad genérica, por poner un ejemplo simple, se manifiesta en
el rechazo de un niñito a que le pongan un vestido o en la manera con
que las criaturas se ubican en las sillitas rosas o azules de un jardín de
infantes. Esta identidad es históricamente construida de acuerdo con
lo que la cultura considera “femenino” o “masculino”; evidentemente,
estos criterios se han ido transformando. Hace 30 años pocos hombres
se hubieran atrevido a usar un suéter rosa por las connotaciones feme-
ninas de ese color; hoy eso ha cambiado, al menos entre ciertos sectores.
En cambio, la identidad sexual (la estructuración psíquica de una perso-
na como heterosexual u homosexual) no cambia: históricamente siem-
pre ha habido personas homo y heterosexuales, pues dicha identidad es

95
Marta Lamas

resultado del posicionamiento imaginario ante la castración simbólica y


de la resolución personal del drama edípico.11
La identidad sexual se conforma mediante la reacción individual
ante la diferencia sexual mientras que la identidad genérica está condi-
cionada tanto históricamente como por la ubicación que la familia y el
entorno le dan a una persona a partir de la simbolización cultural de la
diferencia sexual: el género.

No son lo mismo género y diferencia sexual

Un requerimiento para avanzar dentro de ciertas perspectivas teóricas


en ciencias sociales es ponernos de acuerdo sobre qué términos corres-
ponden a qué conceptos. Por ejemplo, diferencia sexual, desde el psi-
coanálisis, es una categoría que implica la existencia del inconsciente;
desde las ciencias sociales se usa como referencia a la diferencia entre
los sexos y desde la biología incluye otra serie de diferencias no visibles
(hormonales, genéticas, etc.). Tal vez se podrá llegar a definir la diferen-
cia sexual como una realidad corpórea y psíquica, presente en todas las
razas, etnias, clases, culturas y épocas históricas, que nos afecta subje-
tiva, biológica y culturalmente, pero, por el momento, yo me ciño a la
definición psicoanalítica. Así como se usa género en vez de sexo, existe
una tendencia a sustituir la categoría analítica de diferencia sexual por
género, eludiendo el papel del inconsciente en la formación de la subje-
tividad y la sexualidad. Constance Penley señala que el término género
se ve como más útil y menos cargado que diferencia sexual, particular-
mente en la medida que el género es visto como

una forma de referirse a los orígenes exclusivamente sociales de las


identidades subjetivas de hombres y mujeres y de enfatizar un sistema
total de relaciones que pueden incluir al sexo, pero que no está direc-
tamente determinado por el sexo o determinando la sexualidad (1990).

11. No entro en ello, por razones de espacio, pero habría que dejar señalado que además de la identidad
genérica y la sexual está la identidad subjetiva, que posiciona a las personas en la feminidad o masculini-
dad, no desde un punto de vista cultural, sino psíquico. Ver Teresa Brennan (1992).

96
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

Penley es parte del colectivo de la revista m/f, que asumió de manera


notable el psicoanálisis como su perspectiva analítica principal. Las in-
tegrantes de m/f se propusieron realizar un escrutinio crítico de los dis-
cursos feminista y socialista con el objetivo de mostrar cómo el discurso
da forma a la acción y cómo hace posibles ciertas estrategias. Negándole
una especificidad fundante a la idea de mujer, m/f desarrolló un proyec-
to desconstructivista en el sentido más amplio del término.
Aunque su adhesión al psicoanálisis le ganó acusaciones de elitista,
indiferente a las urgencias políticas y apelativos peores, m/f se sostuvo
en su proyecto de reelaborar y difundir las ideas psicoanalíticas para la
teoría feminista. Penley critica a las teóricas feministas, que reconocen
la importancia de la explicación psicológica, pero que tratan de encon-
trar una perspectiva para dar cuenta de la construcción de la psique fe-
menina que se pueda “articular” con los recuentos sociales e históricos
sobre las mujeres mejor que el psicoanálisis.
Al sociologizar la psique, se rebajan los mecanismos de la adquisición
inconsciente de la identidad sexual al mismo nivel que otras formas más
sociales de adquisición de identidad.12
Así se ve la diferencia sexual como una de tantas diferencias socia-
les. Esta confusión está presente en el planteamiento que hace Teresa
de Lauretis (1987), que la lleva a teorizar un sujeto “múltiple” en vez del
sujeto escindido del psicoanálisis.
Freud plantea que el sujeto está dividido y que la clave del nudo hu-
mano es la falta, la carencia, la castración simbólica. Esto es lo que nos
constituye como sujetos en un mundo de deseos inconscientes ligados a
signos. De ahí que la noción de satisfacción sea tan problemática.
Parveen Adams, también de m/f, en un ensayo donde critica posi-
ciones teóricas que se forman supuestamente dentro del psicoaná-
lisis, pero que se alejan de la teoría de Freud, señala la importancia
de distinguir dos cuestiones fundamentales: “el concepto de realidad
psíquica y la naturaleza de la relación entre lo psíquico y lo social”
(1992, p. 184).

12. La teorías feministas de gran éxito y que son una especie de psicoanálisis sociologizado, son El ejerci-
cio de la maternidad, de Nancy Chodorow (1985) y La teoría y la moral, de Carol Gilligan (1986).

97
Marta Lamas

Sobre esta compleja relación, Adams recuerda la concepción de cul-


tura de Freud: “cultura significa que cualquier conjunto de preceptos
sociales requiere represión primaria, deseo e inconsciente” (1992, p.
186). La problematicidad de la relación entre lo psíquico y lo social, o
sea, entre constitución mental y exigencias culturales, se desprende de
esa concepción de cultura: “los mandatos culturales nunca satisfarán las
demandas psíquicas y la vida psíquica nunca encajará fácilmente en las
exigencias culturales” (Adams, 1992, p. 186).
Con la sustitución del concepto de diferencia sexual por género se
evitan otros como deseo e inconsciente y se simplifica el problema de
la relación de lo social con lo psíquico. Esta incapacidad (¿resistencia?)
para comprender el ámbito psíquico lleva a mucha gente a pensar que lo
que está en juego primordialmente son los factores sociales. Aunque las
personas están configuradas por la historia de su propia infancia, por
las relaciones pasadas y presentes dentro de la familia y en la sociedad,
las diferencias entre masculinidad y feminidad no provienen solo del
género, sino también de la diferencia sexual, o sea, del inconsciente, de
lo psíquico.
Adams plantea que, aunque no se puede hacer de lo social un fac-
tor determinante de lo psíquico, no hay que renunciar a transformar lo
social. La posibilidad de incidir políticamente se reafirma justamente
cuando se subraya la diferencia entre lo psíquico y lo social. Adams con-
cluye su ensayo señalando que sería una lástima que se rechazara pre-
maturamente el

concepto psicoanalítico de diferencia sexual, que tanto ha contribuido a


socavar las nociones tradicionales de qué son las mujeres y los hombres
y que ha servido para desarrollar el debate feminista y rebasar los lími-
tes de la mera interrogación de los papeles sociales (1992).

En esta distinción de lo psíquico y lo social, y en la aceptación de ciertas


interpretaciones se establece una toma de posición definida, que divide
grosso modo a las feministas en dos campos explicativos sobre los proce-
sos por los que se crea la identidad del sujeto: el del psicoanálisis de las
relaciones de objeto y el del psicoanálisis lacaniano.

98
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

Feministas como Chodorow y Gilligan están en el primero, mientras


que el grupo de psicoanalistas inglesas (Adams, Penley, Mitchell y la re-
vista m/f) se ubican en el segundo campo. Scott señala que: “cada vez más,
los historiadores que trabajan con el concepto ‘cultura de mujeres’ citan
las obras de Chodorow y Gilligan como prueba y explicación de sus inter-
pretaciones; quienes desarrollan teoría feminista, miran a Lacan” (1990).
A Scott ninguna de esas dos posturas le parece completamente ope-
rativa para los historiadores: “mis reservas acerca de la teoría de las re-
laciones de objeto proceden de su literalidad, de su confianza en que
estructuras relativamente pequeñas de interacción produzcan la identi-
dad del género y generen el cambio” (1990).
Para ella esta interpretación “limita el concepto de género a la familia
y a la experiencia doméstica, por lo que no deja vía para que el historia-
dor relacione el concepto (o el individuo) con otros sistemas sociales de
economía, política o poder” (1990).
En relación con el psicoanálisis lacaniano, Scott (1990) coincide en
muchas cuestiones: valora que el lenguaje sea “el centro de la teoría laca-
niana”, que las ideas de masculino y femenino no sean fijas, lo que hace
problemáticas las categorías de hombre y mujer, al sugerir que no son
características inherentes sino construcciones subjetivas.
Esta interpretación implica, también que el sujeto está en un proceso
constante de construcción y ofrece una forma sistemática de interpretar
el deseo consciente e inconsciente, al señalar el lenguaje como el lugar
adecuado para el análisis.
Scott reconoce que “encuentra instructiva esta interpretación”, aun-
que señala su preocupación por la “fijación exclusiva sobre cuestiones
del sujeto y porque la teoría tiende a universalizar las categorías y la re-
lación entre el varón y la mujer” (1990). Aquí Scott parece olvidar que la
pretensión del psicoanálisis es precisamente fijarse exclusivamente sobre
cuestiones del sujeto. Por eso, desde su posición de historiadora, a Scott no
le resulta “completamente operativa” la teoría psicoanalítica, no le con-
vence la supuesta “universalización” que hace el psicoanálisis porque no
distingue entre el ámbito psíquico (con la indudable condición universal
de la diferencia sexual como estructurante psíquico) y el ámbito social
(con el género como simbolización cultural de la diferencia sexual).

99
Marta Lamas

La propia Scott retoma la idea de Teresa de Lauretis de que “si nece-


sitamos pensar en términos de construcción de la subjetividad en con-
textos sociales e históricos, no hay forma de especificar esos contextos
dentro de los términos propuestos por Lacan” (1990).
¡Pero si justamente ese es el punto del psicoanálisis! ¿Qué sentido
tiene –para el psicoanálisis– pensar la construcción de la subjetividad
en contextos sociales e históricos?
Otra vez aparece, ahora en Scott, la dificultad para distinguir entre
lo psíquico y lo social. ¿Por qué no aceptar que en la construcción de
la subjetividad participan elementos del ámbito psíquico y social, que
tienen un peso específico y diferente en ese proceso y que deben ser
analizados y explorados diferencialmente? Desde posiciones como las
de Scott o de Lauretis no se comprende que es absolutamente válida la
insistencia del psicoanálisis en explorar el papel del inconsciente en
la formación de la identidad sexual, así como descifrar la “compleja e
intrincada negociación del sujeto ante fuerzas culturales y psíquicas”
(Penley, 1990).
Al analizar “la inestabilidad de tal identidad, impuesta en un su-
jeto que es fundamentalmente bisexual” (1990), Penley señala cómo
destacan los mecanismos con los que las personas resisten las po-
siciones de sujeto impuestas desde afuera. Al mostrar que los hom-
bres y las mujeres no están precondicionados, sino que ocurre algo
diferente, el psicoanálisis plantea algo distinto a una esencia bioló-
gica o a la marca implacable de la socialización: la existencia de una
realidad psíquica. Así, el psicoanálisis muestra los límites de las dos
perspectivas –biológica y sociológica– con las que se pretendía expli-
car las diferencias entre hombres y mujeres. No es posible comparar
o igualar el carácter estructurante de la diferencia sexual para la vida
psíquica y la identidad del sujeto con las demás diferencias (biológi-
cas –hormonales, anatómicas, etcétera– y sociales –de clase, de etnia,
de edad, etcétera–). Las diferencias de índole cultural y social varían,
pero la diferencia sexual es una constante universal. Se trata de cues-
tiones de otro orden.

100
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

Reconocer las diferencias, desconstruir el género

Una discusión rigurosa sobre género implica abordar la complejidad y


variedad de las articulaciones entre diferencia sexual y cultura. Las prác-
ticas sociales con que el sujeto expresará su deseo están marcadas por
el género, pero también por su inconsciente. El psicoanálisis muestra
cómo la estructuración psíquica se realiza fuera de la conciencia y de
la racionalidad de los sujetos. Desde la perspectiva freudiana, el sujeto
es una persona escindida, con deseos y procesos inconscientes. El re-
conocimiento de que nunca vamos a estar completos, que siempre nos
va a faltar algo, es lo que se formula como la falta, la carencia, la castra-
ción, y que condiciona la estructuración de la identidad psíquica. Lo que
hace justamente el psicoanálisis es ofrecer el recuento más complejo y
detallado hasta el momento de la constitución de la subjetividad y de la
sexualidad, así como el proceso mediante el cual el sujeto resiste la im-
posición de la cultura.
El trabajo crítico y desconstructivista feminista ha aceptado que los
seres humanos estamos sometidos a la cultura y al inconsciente, reco-
nociendo las formas insidosas y sutiles del poder social y psíquico. Así,
desechando las formas esencialistas de pensamiento, una nueva histo-
ria del cuerpo y de la sexualidad ha ido emergiendo.13
Pensar que algo es natural es creer que es inmutable. Justamente de
la crítica feminista sobre el sexo como algo dado e inamovible surgió el
uso de la categoría género como lo construido socialmente. Sin embar-
go, a lo largo de estos años la perspectiva de género ha conformado un
punto de vista diferente sobre el sexo.
Muchos de los nuevos trabajos histórico-desconstructivistas siguen
los pasos de Foucault: desesencializar la sexualidad, mostrando que el
sexo también está sujeto a una construcción social. A partir de múltiples
narrativas sobre la vida sexual se comprueba que justamente la sexuali-
dad es de lo más sensible a los cambios culturales, las modas y las trans-
formaciones sociales. Foucault inició un análisis histórico para mostrar

13. Ver Pat Caplan (ed.) (1987); Michel Feher, Ramona Naddaff y Nadia Tazi (eds.) (1990); Thomas La-
queur (1990); Domna C. Stanton (ed.) (1992); Davis Evans (1993).

101
Marta Lamas

que en el pasado el sexo existía como una actividad o una dimensión de


la vida humana, mientras que en la actualidad se establece como una
identidad.14 Esto, como él señala, invierte las jerarquías: por primera vez
el sexo deja de ser una parte arbitraria o contingente de la identidad
para inaugurar una situación inédita: ya no hay identidad sin definición
sexual. Para Foucault, el sexo no tuvo siempre la posibilidad de caracte-
rizar y constituir tan poderosamente la identidad de los sujetos.
Hoy se acepta que la sexualidad no es natural, sino que ha sido y
es construida: la simbolización cultural inviste de valor, o denigra, al
cuerpo y al acto sexual. Bajo el término sexo se caracterizan y unifi-
can no solo funciones biológicas y rasgos anatómicos, sino también la
actividad sexual. No solo se pertenece a un sexo, se tiene un sexo y se
hace sexo.
Gran parte del pensamiento feminista contemporáneo trata la sexua-
lidad como derivada del género. Gayle Rubin se autocriticó en relación
a su término sexo/género: “En contraste con mi perspectiva en Tráfico
de mujeres, ahora estoy argumentando que es esencial separar analítica-
mente sexo y género para reflejar más precisamente su existencia social
separada” (1984).
La confusión sexo/género aumenta en la medida en que el uso en
boga de género es en relación con las mujeres. Se habla de perspectiva
de género para hacer referencia al sexo femenino.
Creo que he abundado bastante sobre lo que considero la perspec-
tiva de género como para volverla a repetir. Sin embargo, con este uso
surge un dilema de otro orden. Aunque usar género o perspectiva de
género como mujeres, o perspectiva que toma en cuenta la existencia
de mujeres, es cuestionable desde un punto de vista conceptual, desde
una política es útil, pues conduce al rechazo de términos como el neu-
tro “derechohabiente” o “paciente”, o del masculino neutro englobador
“ciudadano”. Este uso puede impulsar a realizar algunos avances en el
terreno concreto de las instituciones y prácticas sociales, sobre todo en
los espacios y los discursos que no registran la existencia de problemáti-
cas diferenciadas entre hombres y mujeres.

14. Ver su Historia de la sexualidad, en tres tomos, publicada por Siglo XXI, México.

102
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

La interrogación feminista sobre las consecuencias de la diferencia


sexual ha tratado de conocer las redes de significados del sexo y el gé-
nero, para así comprender cuáles son las estructuras de poder que dan
forma al modelo dominante de sexualidad: la heterosexualidad. Aquí
hay varias cuestiones entrelazadas: pautas culturales de dominación,
subordinación, control y resistencia que moldean lo sexual; discursos
sociales que organizan los significados; procesos psíquicos que estruc-
turan las identidades sexuales. La forma dominante de sexualidad, la
heterosexualidad, estrechamente vinculada con la regulación social de
la sexualidad, está condicionada por el género.
En el feminismo ha habido varias reflexiones pioneras sobre lo que
significaría la eliminación del marco binario con el que se construye el
género y, por ende, con el que piensa y sanciona la orientación sexual.15
Estos planteamientos radicales y utópicos tienden a elaborar sobre lo
que ya Freud señaló a principios de siglo: la calidad indiferenciada de
la libido sexual. La concepción de Freud es que el ser humano es básica-
mente un ser sexual, cuya pulsión lo llevaría a una actividad sexual indi-
ferenciada o “perversa polimorfa” si no fuera porque la cultura orienta
artificialmente la conducta hacia la heterosexualidad.
Comprender por qué ciertos significados tienen hegemonía nos lleva a
investigar cómo pueden ser cambiados. En el caso concreto de la heterose-
xualidad, dicha comprensión conduce a una lucha que intenta redefinir una
nueva legitimidad sexual, ya que es evidente que la normatividad hetero-
sexual impuesta a la humanidad es limitante y opresiva, pues no da cuenta
de la multiplicidad de posiciones de sujeto y de identidades de personas que
habitan el mundo. Por eso desconstruir la simbolización cultural de la di-
ferencia sexual se convierte en una tarea del feminismo. ¿Para qué sirve la
reflexión feminista si no es para leer, en términos nuevos, el significado del
género y de los conflictos alrededor de éste? En una novedosa desconstruc-
ción del género como un proceso de subversión cultural. Al respecto, Judith
Butler (1987) se pregunta hasta dónde el género puede ser elegido.
Partiendo de la idea de que las personas no solo somos construidas
socialmente sino que en cierta medida nos construimos a nosotras

15. Especialmente las de Adrienne Rich, Donna Haraway y Teresa de Lauretis.

103
Marta Lamas

mismas, para Butler el género aparecía como “el resultado de un proce-


so mediante el cual las personas recibimos significados culturales, pero
también los innovamos” (1987) De ahí que, para ella, elegir el género sig-
nifica que una persona interprete “las normas de género recibidas de tal
forma que las reproduzca y las organiza de nuevo” (1987). En ese ensayo
Butler rescata la idea de Simone de Beauvoir del género como “proyec-
to”16 y plantea la provocadora idea de que el género es un proyecto tácito
para renovar la historia cultural. ¿Cómo interpretar esto? ¿Como la esce-
nificación de los mitos culturales en nuestro ámbito personal? ¿Como la
posibilidad de construir nuestras propias versiones del género?
Para responder esas interrogantes, Butler escribe un libro donde
propone que hay que desarrollar “una estrategia para desnaturalizar los
cuerpos y resignificar categorías corporales” con una serie de “prácticas
paradójicas” que ocasionan “su resignificación subversiva y su prolifera-
ción más allá de un marco binario” (1990). Las nuevas preguntas que ella
se formula son estimulantes:

¿ser femenina es un hecho “natural” o una “performance” cultural?


¿se constituye la “naturalidad” a través de actos culturales que pro-
ducen reacciones en el cuerpo? ¿cuáles son las categorías fundantes
de la identidad: el sexo, el género, el deseo? ¿es el deseo una forma-
ción específica del poder? (1990).

Muy acertado es su cuestionamiento a la búsqueda de “lo genuino”. La


crítica a esa forma de esencialismo lleva a Butler a replantear lo qué está
en juego políticamente.
Distingue el ámbito psíquico del social y señala que no hay que frenar
la tarea política para explorar las cuestiones de la identidad. Al contra-
rio, Butler abre una vía fecunda para el feminismo al plantearse que una
nueva forma de política emerge cuando la identidad, como terreno co-
mún, ya no restringe el discurso de la política feminista.

16. Mary G. Dietz (1992) sostiene que la célebre declaración sobre el género que hizo Simone de Beauvoir
en 1949 –“Una no nace, sino que se convierte, en mujer”– enmarcó el campo de la posterior investigación
académica feminista.

104
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

Un objetivo ético-político del feminismo

Si el cuerpo es el lugar donde la cultura aterriza los significados que le da


a la diferencia sexual, ¿cómo distinguir qué aspectos de ese cuerpo están
libres de imprint cultural, o sea, de género? No hay forma de responder a
esta interrogante porque no hay cuerpo que no haya sido marcado por
la cultura. El rechazo a la perspectiva que habla de lo “natural” o de una
“esencia” (masculina o femenina) se fundamenta en ese reconocimiento.
En cambio, si aceptamos, siguiendo a Foucault, que el cuerpo es un terri-
torio sobre el que se construye una red de placeres e intercambios corpo-
rales, a los que los discursos dotan de significados, podemos pensar que
las prohibiciones y sanciones que le dan forma y direccionalidad a la se-
xualidad, que la regulan y reglamentan, pueden ser transformados.
El uso riguroso de la categoría género conduce ineluctablemente a la
desencialización de la idea de mujer y de hombre. Comprender los pro-
cesos psíquicos y sociales mediante los cuales las personas nos conver-
timos en hombres y mujeres dentro de un esquema cultural de género,
que postula la complementariedad de los sexos y la normatividad de la
heterosexualidad, facilita la aceptación de la igualdad –psíquica y social–
de los seres humanos y la reconceptualización de la homosexualidad.
En la actualidad está en aumento la búsqueda de una explicación ge-
nética de la homosexualidad. La verdadera interrogante no radica ahí,
sino en cómo, por la lógica del género, diferentes culturas valoran nega-
tivamente la homosexualidad. De ahí que comprender la simbolización
cultural de la diferencia sexual y el establecimiento del género ofrezcan
una llave imprescindible para tal elucidación.
Investigar la genealogía de nuestros arreglos sexuales vigentes con-
duce a denunciar cómo un conjunto de supuestos sobre la “naturalidad”
engendran ciertas prácticas opresivas y discriminatorias. Cualesquiera
sean los orígenes genéticos o psíquicos de la homosexualidad, lo que po-
demos transformar son los efectos sociales. Los significados negativos
sobre la forma en que millones de personas organizan su vida sexual
deben ser puestos en tela de juicio. No se trata de defender el derecho de
las “minorías sexuales”, sino de cuestionar la heterosexualidad como la
“forma natural” alrededor de la cual surgen desviaciones “antinaturales”.

105
Marta Lamas

El camino es comprender que las identidades sexuales de las personas


responden a una estructuración psíquica donde la heterosexualidad o
la homosexualidad son el resultado posible. La lógica del género valo-
riza una y devalúa la otra. Por otra parte, las identidades de género son
inventos culturales, ficciones necesarias, que sirven para construir un
sentimiento compartido de pertenencia y de identificación.
Para establecer una nueva orientación ética que no traduzca las di-
ferencias en desigualdades se requiere, antes que nada, “forzar el reco-
nocimiento del carácter diverso e inesperado de la organización de las
diferencias sexuales” (Adams, 1990). Esto conduce a cuestionar la forma
en que es pensada la existencia social. Aunque las reflexiones y teoriza-
ciones no sustituyen la lucha política en la transformación de las rela-
ciones de poder, son imprescindibles para hacer un trabajo de crítica
cultural sobre nuestro malestar con la cultura. Las identidades políti-
cas, sociales, nacionales, sexuales o religiosas, sirven para construir una
base de identificación social y para dar fuerza a la efectividad de alian-
zas. Por eso el feminismo se dirige a criticar ciertas prácticas, discursos
y representaciones sociales que discriminan, oprimen y vulneran a las
personas en función de la simbolización cultural de la diferencia sexual.
De ahí que cobre tanta importancia el uso de las categorías que analizan
al sujeto, la experiencia humana y la moralidad, ya que tienen implica-
ciones más allá de la teoría, en las vidas concretas de las personas.
Una aspiración indudable de la reflexión e investigación feministas
es tener eficacia simbólica para la lucha política en el ámbito social. Un
objetivo ético-político de intentar esclarecer las dificultades de utiliza-
ción de la categoría que nombra este proceso de simbolización cultural
(el género) es evidenciar supuestos teóricos que no se articulan explíci-
tamente, porque implican ciertas expectativas ético-políticas: unas muy
evidentes son las relativas a los lugares y los papeles de hombres y muje-
res en la sociedad, así como a formas aceptadas de la sexualidad.
Reducir la complejidad de la problemática que viven los seres huma-
nos a una interpretación parcial que habla solo de “la opresión de las
mujeres” no es únicamente reduccionista, sino que también conduce al
“victimismo” y al “mujerismo” que tan frecuentemente tiñen muchos
análisis y discursos feministas.

106
Usos, dificultades y posibilidades de la categoría “género”

Requerimos utilizar la perspectiva de género para describir cómo


opera la simbolización de la diferencia sexual en las prácticas, discursos
y representaciones culturales sexistas y homófobas. Esto amplía nues-
tra comprensión sobre el destino infausto que compartimos mujeres y
hombres como seres humanos incompletos y escindidos, encasillados
en dos modelos supuestamente complementarios. Tal concepción no
solo limita las potencialidades humanas, sino que discrimina y estigma-
tiza a quienes no se ajustan al modelo hegemónico. La riqueza y la com-
plejidad de la investigación, reflexión y debate alrededor del género son
de una dimensión amplísima.
La urgencia, en términos de sufrimiento humano, nos ubica priori-
tariamente en dos consecuencias nefastas del género: el sexismo (la dis-
criminación con base en el sexo) y la homofobia (el rechazo irracional a
la homosexualidad). Aunque ambas prácticas han tomado formas e in-
tensidades diferentes dependiendo del momento histórico y la cultura,
esto ha sido, como bien dice Blumenfeld (1992), a un costo para todas las
personas. Tratar de eliminar ese costo mediante una acción simbólica
colectiva es una de las tareas que se propone el feminismo. Para ello es
imprescindible comprender cómo se fue articulando y cómo funciona la
lógica del género.
A pesar de los varios usos de la categoría género, el hilo conductor
sigue siendo la “desnaturalización” de lo humano: mostrar que no es
“natural” la subordinación femenina, como tampoco lo son la hetero-
sexualidad y otras prácticas. El feminismo, al interrogarse sobre la des-
igualdad social de mujeres y hombres ha desembocado en la simboliza-
ción de la diferencia sexual y las estructuras de que dan forma al poder
genérico hegemónico: masculino y heterosexual.
Tal vez es utópico fantasear sobre lo que significaría la eliminación del
género. Kate Soper (1992) plantea unas proyecciones “utópicas” muy re-
presentativas de la perspectiva “in-diferente” al género que se manifies-
ta en mucho del trabajo teórico del feminismo occidental. Las reflexio-
nes de esta índole hablan sobre un futuro más “polisexual”, una sociedad
de “diferencia proliferante”, una sociedad donde solo habrá “cuerpos y
placeres”. Soper reconoce que es muy difícil conceptualizar plenamente
estas sociedades, pero ella señala que esas imágenes representan algo

107
Marta Lamas

atractivo para muchas mujeres y cada vez más hombres, cuyas experien-
cias de vida no se ajustan a los esquemas tradicionales de género, y que
se sienten violentados en su identidad y subjetividad por los códigos cul-
turales y los estereotipos de género existentes. Ante los múltiples tras-
lapes de género en la vida cotidiana de las personas, mucho del esquema
tradicional de género aparece “cruelmente anacrónico”.
Soper considera importante una diferenciación mayor de los varios
papeles y actividades humanas, pues

solo así nuestra cultura se ir haciendo más indiferente a relacio-


nes sexuales que no son heterosexuales. En otras palabras, creo que
aspiramos a lograr una situación en la que la llamada sexualidad
desviada no sea solamente tolerada, sino que deje de ser marcada
como diferente (1992).

Una postura voluntarista y racional que busque la rápida desgeneriza-


ción de la cultura conlleva el riesgo de negar la diferencia sexual. El quid
del asunto no está en plantear un modelo andrógino, sino en que la di-
ferencia no se traduzca en desigualdad. Si bien toda nuestra experien-
cia de vida está marcada por el género, también tenemos, como seres
humanos, una comunalidad de aspiraciones y compromisos que con
frecuencia nos une más que solo las cuestiones de género. Así, habría
que tener presente la acepción castellana de género, en el sentido de que
mujeres y hombres pertenecemos al género humano.

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110
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual*

La antropología se ha dedicado a explorar las formas de existencia del


Otro: de las personas “primitivas”, las no occidentales, las diferentes, las
marginadas. Durante largo tiempo la construcción del conocimiento an-
tropológico se basó en develar la singularidad de una cultura, objetivada
en un ser social, fuera éste individual o colectivo, sobre todo, si se en-
contraba en los márgenes de las culturas hegemónicas. García Canclini
lo dice acertadamente: “Los antropólogos se ocuparon de encontrarle
valor a cuanto grupo extraoccidental había sido colonizado y sometido,
olvidado y subordinado por el desarrollo moderno” (1997). A esta misma
trayectoria, las antropólogas feministas introdujeron la inquietud por
indagar la universal condición de Otro de las mujeres.
La crítica feminista amplió el repertorio de la interrogante antropo-
lógica, al registrar las formas en que el cuerpo es percibido por un en-
torno perceptivo estructurado por el género. El género se conceptualizó
como el conjunto de ideas, representaciones, prácticas y prescripcio-
nes sociales que una cultura desarrolla desde la diferencia anatómica
entre mujeres y hombres, para simbolizar y construir socialmente lo
que es “propio” de los hombres (lo masculino) y “propio” de las mujeres
(lo femenino).
A pesar de los cambios de orientación de la investigación antropo-
lógica en las últimas décadas, se sostiene la centralidad explicativa de

* Extraído de Lamas, Marta (2000). Diferencias de sexo, género y diferencia sexual. Cuicuilco, 7(18).

111
Marta Lamas

cultura.1 Incluso, el término “cultura” ha rebasado su origen antropoló-


gico convirtiéndose en uno de los conceptos más usados para explicar la
condición humana en las ciencias sociales. Hoy en día se reconoce que
lo característico de la cultura es su naturaleza simbólica que, entreteje
un conocimiento tácito sin el cual no hay interacción social ordenada y
rutinaria, con la que las personas comparten significados no verbaliza-
dos, ni explicitados que toman por verdades dadas. En este entretejido
tácito, el género es el elemento básico de la construcción de cultura.
“Género” es un término derivado del inglés (gender), que entre las per-
sonas hispanoparlantes crea confusiones. En castellano, “género” es un
concepto taxonómico útil para clasificar a qué especie, tipo o clase per-
tenece alguien o algo; como conjunto de personas con un sexo común
se habla de las mujeres y los hombres como género femenino y género
masculino. También se usa para referirse al modo a la manera de hacer
algo, de ejecutar una acción; igualmente se aplica en el comercio; para
referirse a cualquier mercancía y, en especial, de cualquier clase de tela
(Moliner). En cambio, la significación anglosajona de gender está única-
mente referida a la diferencia de sexos. En inglés el género es “natural”,
es decir, responde al sexo de los seres vivos ya que los objetos no tienen
gender, son “neutros”. En otras lenguas como el castellano, el género es
“gramatical” y a los objetos (sin sexo) se les nombra como femeninos o
masculinos.
Dentro de la academia feminista se ha reformulado el sentido de
gender para aludir a lo cultural y así distinguirlo de lo biológico. Esta
nueva significación se está empleando en las ciencias sociales, aunque
se topa con varias dificultades. A la confusión de emplear un término
tradicional con una distinta acepción se suma la complicación de utili-
zar simultáneamente género como categoría, como objeto empírico de
investigación y como explanans.2

1. Aunque el término cultura aparece en un amplio rango de los escritos de distintas disciplinas sociales,
persiste un cierto monismo explicativo. Strathern en un agudo ensayo, señala el riesgo de utilizar la
cultura como un concepto totalizador que vuelve todo evidencia de sí mismo: como el contexto de los
contextos. Esto no le quita al término cultura “la flexibilidad de un concepto que es simultáneamente
normativo y comparativo”.
2. Ver la crítica de Hawkesworth (1997 y 1999) y el interesante debate propiciado por su texto.

112
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

Todavía hay mucho por investigar respecto de las diferencias entre


los sexos, al género y a la diferencia sexual (con su connotación psicoa-
nalítica); sobre todo, es imprescindible distinguirlas, pues persiste la
confusión entre diferencias de sexo y diferencia sexual; y porque con
frecuencia se utiliza por parte de cierto sector de la academia feminis-
ta, el género para aludir a cuestiones que atañen a la diferencia sexual.
Aunque para estudiar a seres humanos cuya sexuación produce una
simbolización específica en una cultura determinada, resulta especial-
mente útil la comprensión de cuestiones básicas de la teoría psicoanalí-
tica, para no confundir los abordajes teóricos. Cuando no se distingue el
ámbito de lo psíquico del ámbito de lo social surgen dificultades y erro-
res; de allí que afinar la distinción epistemológica entre diferencias de
sexo, género y diferencia sexual resulte una tarea necesaria.
En este ensayo trato algunas consecuencias de confusiones concep-
tuales y, además, retomo la interpretación de Bourdieu sobre el género
como habitus, por ser éste una explicación contundente de la complejidad
de los procesos histórico-culturales en la construcción de la masculinidad
y la feminidad. Aunque se requieren abordajes teóricos y metodológicos
distintos para lo psíquico y para lo social, también sostengo la extrema
utilidad que representa para las personas que hacen antropología el te-
ner un conocimiento básico de la teoría psicoanalítica lacaniana. Por eso
también, esta reflexión pretende mostrar lo que une a las dos disciplinas
en un afán por comprender los procesos de simbolización de los seres
humanos, que los hace compartir ciertos elementos teóricos. Por último,
pienso que todo lo anterior va encaminado a un punto importante hoy en
día: el esclarecer hasta dónde cuestiones de la identidad sexual, conside-
radas como problemas psíquicos, tienen su origen en la cultura.

El género y la cultura

La nueva acepción de género se refiere al conjunto de prácticas, creen-


cias, representaciones y prescripciones sociales que surgen entre los in-
tegrantes de un grupo humano en función de una simbolización de la
diferencia anatómica entre hombres y mujeres (Lamas, 1996). Por esta

113
Marta Lamas

clasificación cultural se definen no solo la división del trabajo, las prácti-


cas rituales y el ejercicio del poder, sino que se atribuyen características
exclusivas a uno y otro sexo en materia de moral, psicología y afecti-
vidad. La cultura marca a los sexos con el género y el género marca la
percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidia-
no. Por eso, para desentrañar la red de interrelaciones e interacciones
sociales del orden simbólico vigente se requiere comprender el esquema
cultural de género.
La investigación, reflexión y debate alrededor del género han con-
ducido lentamente a plantear que las mujeres y los hombres no tienen
esencias que se deriven de la biología, sino que son construcciones sim-
bólicas pertenecientes al orden del lenguaje y de las representaciones.
Quitar la idea de mujer y de hombre conlleva a postular la existencia
de un sujeto relacional, que produce un conocimiento filtrado por el
género. En cada cultura una operación simbólica básica otorga cierto
significado a los cuerpos de las mujeres y de los hombres. Así se cons-
truye socialmente la masculinidad y la feminidad. Mujeres y hombres
no son un reflejo de la realidad “natural”, sino que son el resultado de
una producción histórica y cultural, basada en el proceso de simboliza-
ción; y como “productores culturales” desarrollan un sistema de refe-
rencias comunes (Bourdieu, 1997). De ahí que las sociedades sean co-
munidades interpretativas que se van armando para compartir ciertos
significados.
El género produce un imaginario social con una eficacia simbólica
contundente y, al dar lugar a concepciones sociales y culturales sobre
la masculinidad y feminidad, es usado para justificar la discriminación
por sexo (sexismo) y por prácticas sexuales (homofobia). Al sosteni-
miento del orden simbólico contribuyen hombres y mujeres, reprodu-
ciéndose y reproduciéndolo. Los papeles cambian según el lugar o el
momento, pero mujeres y hombres por igual son los soportes de un sis-
tema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones recíprocas.
Con la difusión de la nueva acepción de género el feminismo logró
modificar no solo la perspectiva política con que se abordaba el conflic-
to de las relaciones mujer-hombre, sino también transformó el paradig-
ma con el cual se explicaba. Aunque el uso de género permitió romper

114
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

con el determinismo biológico y socavó las nociones tradicionales de


qué son las mujeres y los hombres, con el tiempo empezaron a surgir
confusiones y reduccionismos, sobre todo cuando se intentó aplicar
este concepto al campo de la subjetividad.
En los años setenta, las investigadoras feministas norteamericanas
consideraban la subordinación femenina como un fenómeno multicau-
sal, y pensaban que la explicación psicológica tenía mucha importancia.
Por eso buscaron una perspectiva interpretativa que diera cuenta de lo
psíquico y que fuera capaz de articularse con recuentos sociales e his-
tóricos sobre las mujeres, supeditados a otras categorías, como las de
clase, raza y etnicidad. Según ellas, género podía cumplir ese objetivo,
pues servía para referirse a los orígenes sociales de las identidades de
hombres y mujeres. Además, comparado con el concepto psicoanalítico
de diferencia sexual, con su resonancia a diferencias de sexo y, por lo
tanto, riesgosamente biologicista, género les pareció un concepto más
adecuado. Curiosamente, aunque les sirvió para dar una interpretación
sobre la subjetividad, al usar género se eludió el papel del inconsciente
en la subjetividad. Al elaborar sus planteamientos teóricos, estas femi-
nistas hablaron de diferencia de género, y redujeron la definición de
diferencia sexual a lo anatómico, a las diferencias de sexo. Ellas limita-
ron el concepto de diferencia sexual a una distinción sustantiva entre
dos grupos de personas en función de su sexo, es decir, a un concepto
taxonómico como el de raza, análogo a la categoría de clase social, sin
reconocer su sentido psicoanalítico. Al ignorar un sistema total de re-
laciones que incluye la subjetividad y la sexualidad, no rebasaron los
límites de la interrogante de los papeles sociales.
No registrar la existencia del inconsciente tiñó, además, la forma en
que la reflexión feminista imaginó a la mente como una página en blan-
co, sobre la cual la sociedad escribe un “script” con papeles diferenciados
para mujeres y hombres. Pensar al cuerpo como mediador pasivo de es-
tas prescripciones, y creer que con pura voluntad se cambia el “script”,
llevó a parte del feminismo a plantear como vía para resolver el conflicto
entre hombres y mujeres una especie de recondicionamiento social: una
reeducación voluntarista y bien intencionada para transformar los có-
digos patriarcales arbitrarios y opresivos, y fomentar el aprendizaje de

115
Marta Lamas

conductas y rasgos “políticamente correctos”.3 Esta actitud de buenos


propósitos fue cuestionada por las psicoanalistas feministas lacanianas,
en especial las inglesas Adams y Cowie, quienes hacían hincapié en la
importancia del inconsciente.
Esta diferencia de posiciones responde a una división dentro de las
posturas teóricas del pensamiento psicoanalítico. Aunque el psicoaná-
lisis apuntala las dos perspectivas –la biológica (el sexo) y la sociológica
(el género)– con las que se pretende explicar las diferencias entre hom-
bres y mujeres; plantea la existencia de una realidad psíquica distinta a
una esencia biológica o a la marca implacable de la socialización. En la
reflexión feminista se manifiestan claramente dos escuelas psicoanalí-
ticas: por un lado la escuela que trabaja con el género y la teoría de las re-
laciones de objeto, y por el otro la escuela lacaniana, que usa el concepto
psicoanalítico de diferencia sexual.
El feminismo norteamericano, que desarrolla un psicoanálisis socio-
logizado, no incorpora los conceptos lacanianos derivados de la teoría
del significante, que se trabaja en tres registros: lo real, lo imaginario y
lo simbólico. Además, su visión reconoce de manera muy simplista que
las personas están configuradas por la historia de su propia infancia,
por las relaciones del pasado y del presente dentro de la familia y fue-
ra de ella pero, olvida el papel del deseo y del inconsciente. Esta ausen-
cia las lleva a pensar que lo que está primordialmente en juego son los
factores sociales y, por tanto, el género, con su diferente “potencial de
relación” entre los sexos.4 Como su concepción de diferencia sexual se
reduce a las diferencias de sexo, eso las lleva a considerar que en las rela-
ciones sociales el principio de igualdad es capaz de modificar el estatuto
de lo psíquico.
Por otra parte, las psicoanalistas lacanianas fueron quienes insis-
tieron en la necesidad de utilizar la teoría psicoanalítica para abordar
los problemas de la diferencia sexual. Especialmente el grupo feminista

3. Un caso paradigmático de esta postura es el libro de Chodorow (1984) cuya popularidad fue impre-
sionante
4. Por ejemplo, para Chodorow las diferencias entre masculinidad y feminidad son el resultado de que
las mujeres desempeñen el papel de madres; ella declara: “el hecho de que las mujeres hacen de madres
es el único factor de su subordinación y el más importante” (1984, p. 2).

116
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

formado alrededor de la revista inglesa m/f,5 se propuso revisar los plan-


teamientos feministas socialistas, y mostrar cómo el discurso da forma
a la acción y cómo hace posibles ciertas estrategias. Este grupo desarro-
lló un proyecto desconstructivista en el sentido más amplio del término,
y le negó una especificidad fundante al feminismo al cuestionar la idea
esencialista de la mujer. Aunque su adhesión al psicoanálisis le ganó
acusaciones de elitista e indiferente a las urgencias políticas, m/f se sos-
tuvo en su afirmación y difusión de las ideas psicoanalíticas.
A diferencia de otras, las feministas influenciadas por el psicoanálisis la-
caniano consideran que la determinación sexual está en el inconsciente. La
estructuración psíquica del deseo se da de manera inconsciente, y además
lo “femenino” o lo “masculino” no corresponden al referente biológico. Esta
visión no impide la crítica a la definición patriarcal de “lo femenino” dentro
del orden simbólico, sino solo reitera que el sexo se construye en el incons-
ciente independientemente de la anatomía, por lo que subraya el papel del
inconsciente en la formación de la identidad sexual, y la inestabilidad de tal
identidad, impuesta en un sujeto que es fundamentalmente bisexual.
A excepción de estas feministas inglesas, el término diferencia sexual
se interpretó en la academia feminista como “diferencia de sexos”. En
cambio, el género se convirtió en el sello distintivo del discurso feminis-
ta. Y aunque su connotación psicoanalítica fue ignorada, ganó terreno
la idea de que diferencia sexual implica no solo anatomías distintas sino
subjetividades diferentes. Las feministas que hablaban de “diferencia
sexual” subrayaban la existencia de algo específico de las mujeres en
virtud de su ser sexual y su función materna. Diversas investigadoras
iniciaron una búsqueda para registrar esa “otredad” o “diferencia” que
es lo femenino, pero no dentro de una cultura “masculina”.
Este proceso del pensamiento feminista condujo, ya en los años no-
venta, a la aceptación de que si bien analizar la situación de mujeres y
hombres requiere comprender el género, es decir, las creencias, costum-
bres y tradiciones sexistas, homófobas y machistas que se encuentran
insertas en la cultura; también se debe entender que en el ser humano

5. La revista m/f se publicó en Inglaterra durante ocho años, de 1978 a 1986. Sus ensayos más importantes
fueron publicados posteriormente en el libro de Adams y Cowie (1990).

117
Marta Lamas

lo subjetivo juega un papel determinante. Pero este reconocimiento no


desembocó automáticamente en la comprensión de que lo subjetivo in-
cluye también la forma individual en que el dato biológico es simboliza-
do en el inconsciente.

El género como performance

Para principios de los noventa el feminismo anglosajón (norteamerica-


no y británico) había escrito montañas de páginas sobre el género. Ante
la regulación de los cuerpos por medios políticos y legales, mucho del
discurso feminista había tomado como punta de lanza de su lucha el res-
peto a la diversidad (sobre todo en materia de prácticas sexuales). Pero
la manera en que se formulaban muchas demandas y análisis, como los
relativos a la “preferencia sexual”, reiteraba el voluntarismo feminista
que ignoraba el inconsciente en la complejidad de la diferencia sexual.
En ese contexto, no es de extrañar el éxito de Judith Butler, al plan-
tear el género como un hacer que constituye la identidad sexual, como
parte de un proceso que articula sexo, deseo sexual y práctica sexual, y
que deriva en actos performativos. Por este proceso el cuerpo es moldea-
do por la cultura mediante el discurso.
Butler definió el género como “el resultado de un proceso mediante
el cual las personas recibimos significados culturales, pero también los
innovamos” (1990). En su reflexión integró la perspectiva filosófica para
tratar las interpretaciones sobre el género, el feminismo y la identidad.
Pero, sobre todo, su trabajo levantó expectativas al interrogar hasta dón-
de el género puede ser transformado a voluntad. En un ensayo anterior,
de 1987, ya se había preguntado hasta dónde el género puede ser elegido.
Partiendo de la idea de que las personas no solo somos construidas so-
cialmente, sino que en cierta medida nos construimos a nosotras mis-
mas, Butler formuló que “elegir nuestro género” significa interpretar las
normas de género recibidas de tal forma que se les reproduzca y organi-
ce de nueva cuenta. Butler lanzó la provocadora idea de que el género es
un proyecto para renovar la historia cultural en nuestros propios térmi-
nos corpóreos. ¿Cómo interpretar esto?, ¿como la escenificación de los

118
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

mitos culturales en nuestro ámbito personal? o ¿como la posibilidad de


construir nuestras propias versiones del género?
Al conceptualizar el género como performance “como una actuación
cuya condición coercitiva y ficticia se presta a un acto subversivo” Butler
se pregunta si la “naturalidad” se constituye a través de actos culturales
que producen reacciones en el cuerpo ¿ser femenina es un hecho “natu-
ral” o un “performance” cultural? e indaga cuáles son las categorías fun-
dantes de la identidad: ¿el sexo, el género, el deseo sexual? Para respon-
der, propone analizar una serie de “prácticas paradójicas” que ocasionan
la “resignificación subversiva” del género y su “proliferación más allá de
un marco binario” (1987). Un acierto de su parte es el atinado cuestiona-
miento al esencialismo presente en la búsqueda de “lo genuino”.
Butler construye su discurso con connotaciones teatrales y “performa-
tivas”, y utiliza la jerga filosófica para avalar la propuesta feminista para
distinguir el comportamiento de género del cuerpo biológico que lo al-
berga. Parte sustantiva de su interpretación tiene influencias de autores
franceses como Mauss y Bourdieu, a quienes extrañamente no cita, aun-
que comparte conceptualizaciones similares, como la de que el género es
algo que se hace, como un estilo corporal solo en escasa medida volunta-
rio, ya que está arraigado profundamente en “scripts” culturales previos.
Las coincidencias de esta definición con el habitus, planteado primero por
Mauss y desarrollado ampliamente por Bourdieu son innegables. Marcel
Mauss, quien trabajó el tema del cuerpo en los años treinta, señaló que “el
cuerpo es el primer instrumento del hombre y el más natural, o más concre-
tamente, sin hablar de instrumentos, diremos que el objeto y medio técni-
co más normal del hombre es su cuerpo” (1936, p.342). En su ensayo de 1936
“Técnicas y movimientos corporales” planteó que “la educación fundamental
de estas técnicas consiste en adaptar el cuerpo a sus usos” (355).
Él también analizó la división de las técnicas corporales según los se-
xos, y no simplemente la división del trabajo entre los sexos, y afirmó
que “nos encontramos ante el montaje fisio-psico-sociológico de una
serie de actos, actos que son más o menos habituales y más o menos
viejos en la vida del hombre y en la historia de la sociedad” (1936, p. 354).
También en ese texto propuso la utilización del término habitus, expli-
cando que

119
Marta Lamas

lo digo en latín, ya que la palabra traduce mucho mejor que “costum-


bre”, el “exis”,6 lo “adquirido” y la “facultad” de Aristóteles (que era un
psicólogo). La palabra no recoge los hábitos metafísicos, esa miste-
riosa memoria, tema de grandes volúmenes o de cortas y famosas te-
sis. Estos habitus varían no solo con los individuos y sus limitaciones,
sino sobre todo con las sociedades, la educación, las reglas de urbani-
dad y la moda. Hay que hablar de técnicas, con la consiguiente labor
de la razón práctica colectiva e individual, allí donde normalmente se
habla del alma y de sus facultades de repetición (1936, p. 340).

Butler retoma de manera inteligente la reflexión de Mauss sobre el cuer-


po, y la lanza nuevamente.7 Mucho del impacto de su trabajo radica en
la reformulación del concepto de habitus, que ella plantea como un estilo
corporal arraigado profundamente en “scripts” culturales ya previamen-
te existentes. La desconstrucción que Butler lleva a cabo es importante,
así como el hecho de que se manifiesta de manera novedosa frente a
las líneas tradicionales de argumentación sobre el conflicto del sexo/gé-
nero/identidad; si bien Gender Trouble recibe muchas críticas, también
genera una cauda de admiradoras.
Butler representa una ruptura con el discurso feminista sobre géne-
ro que durante los ochenta había centrado su investigación en las con-
secuencias del género, dando pie a un corpus de teorizaciones y pos-
tulados parciales preocupados casi exclusivamente por los procesos de
socialización. Así, por alejarse de la línea que privilegia lo social sin vi-
sualizar lo psíquico, no logra evocar la complejidad de la adquisición de
género por los cuerpos sexuados en una cultura, asunto que Bourdieu
explica mejor.
Preguntarse cómo han sido inscritas, representadas y normadas la
feminidad y la masculinidad implica realizar un análisis de las prácti-
cas simbólicas y de los mecanismos culturales que reproducen el poder
a partir del eje de la diferencia anatómica entre los sexos. Esto requiere

6. “Exis” o “hexis” es el término griego que se refiere a la manera de ser, al estado, la constitución, el tem-
peramento y el hábito.
7. Por eso en su libro siguiente, Bodies that Matter (1993) responde a sus críticas planteando que aunque
jugar con el género es una estrategia para resistir el esencialismo, “los cuerpos cuentan”.

120
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

decodificar significados y metáforas estereotipadas, cuestionar el canon


y las ficciones regulativas, criticar la tradición y las resignificaciones pa-
ródicas. Para ello no basta la concepción del género como performance,
como actuación, con cierto grado de creación individual. Quienes se han
interesado por desconstruir los procesos sociales y culturales del género
han intentado también comprender las mediaciones psíquicas y profun-
dizar en el proceso de la constitución del sujeto.
Bourdieu, que continúa la línea de investigación etnológica de Mauss
y sí asume su deuda intelectual con él, muestra cómo las diferencias en-
tre los sexos están inmersas en el conjunto de oposiciones que organizan
todo el cosmos, la división de tareas y actividades, y los papeles socia-
les. Él explica cómo al estar construidas sobre la diferencia anatómica,
estas oposiciones confluyen para sostenerse mutua, práctica y metafó-
ricamente, al mismo tiempo que los “esquemas de pensamiento” las re-
gistran como diferencias “naturales”; por lo cual no se puede tomar con-
ciencia fácilmente de la relación de dominación que está en la base, y que
aparece como consecuencia de un sistema de relaciones independientes
de la relación de poder.
Bourdieu analiza la realidad social concebida en “clave de género” y
reconstruye la manera en que se simboliza la oposición hombre/mujer
mediante articulaciones metafóricas e institucionales, mostrando la for-
ma en que opera la distinción sexual en todas las esferas de la vida social
y el orden representacional. El conjunto de su obra, desde su trabajo de
campo antropológico, especialmente sus primeras investigaciones etno-
gráficas, hasta sus reflexiones posteriores, en particular El sentido práctico
(1991) y La domination masculine (1998), resulta ser la indagación más con-
sistente sobre el proceso de constitución e introyección del género.

El habitus o la subjetividad socializada

A lo largo de diversas obras, Bourdieu argumenta que todo conocimien-


to descansa en una operación fundamental de división: la oposición
entre lo femenino y lo masculino. La manera como las personas apre-
henden esa división es mediante las actividades cotidianas imbuidas de

121
Marta Lamas

sentido simbólico, es decir, mediante la práctica cotidiana. Establecidos


como conjunto objetivo de referencias, los conceptos cotidianos sobre
lo femenino y lo masculino estructuran la percepción y la organización
concreta y simbólica de toda la vida social. Bourdieu ofrece, a partir de
su investigación en Cabilia, decenas de analogías de lo femenino/mas-
culino, húmedo/seco, frío/caliente, claro/oscuro, alto/bajo, estirado/en-
cogido, ruidoso/silencioso, etcétera.
Bourdieu advierte que el orden social masculino está tan profun-
damente arraigado que no requiere justificación: se impone asimismo
como autoevidente, y se considera “natural” gracias al acuerdo “casi
perfecto e inmediato” que obtiene de estructuras sociales tales como la
organización social de espacio y tiempo y la división sexual del trabajo,
y por otro lado, de estructuras cognitivas inscritas en los cuerpos y en
las mentes. Estas estructuras cognitivas se traducen en “esquemas no
pensados de pensamiento” en habitus, mediante el mecanismo básico y
universal de la oposición binaria, en forma de pares: alto/bajo, grande/
pequeño, afuera/adentro, recto/torcido, etcétera. Estos habitus son pro-
ducto de la encarnación de la relación de poder, que lleva a conceptuali-
zar la relación dominante/dominado como natural.
En su obra más reciente La domination masculine, ampliación de un
artículo con el mismo nombre que data de 1990 y se publicó en México
en 1996, Bordieu retoma sus trabajos e inquietudes anteriores, los sis-
tematiza y convierte su etnografía en un trabajo de “Socioanálisis del
inconsciente androcéntrico mediterráneo”. Los bereberes representan
para él una forma paradigmática de la visión “falonarcisista” y de la cos-
mología androcéntrica, comunes a todas las sociedades mediterráneas,
pues su visión y cosmología sobreviven hoy día en nuestras estructuras
cognitivas y en las estructuras sociales de todas las culturas europeas.
Él los caracteriza como “la ultramasculinidad mediterránea” (1996, p. 9).
Bourdieu documenta con insistencia cómo la dominación masculina
está anclada en nuestros inconscientes, en las estructuras simbólicas y
en las instituciones de la sociedad. Por ejemplo, muestra cómo el sis-
tema mítico ritual, que juega un rol equivalente al sistema jurídico en
nuestras sociedades, propone principios de división ajustados a divisio-
nes preexistentes que consagran un orden patriarcal.

122
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

Desde su perspectiva, la eficacia masculina radica en el hecho de que


legitima una relación de dominación al inscribirla en lo biológico, que
en sí mismo es una construcción social biologizada. De entrada, el autor
refrenda el conflicto epistemológico ya señalado:

Al estar incluidos hombres y mujeres en el objeto que nos esforza-


mos en aprehender, hemos incorporado, bajo la forma de esquemas
inconscientes de percepción y apreciación, las estructuras históri-
cas del orden masculino; nos arriesgamos entonces a recurrir, para
pensar la dominación masculina, a formas de pensamiento que son
ellas mismas producto de la dominación (1998, p. 11). Bourdieu enri-
quece la definición de habitus de Mauss y plantea que son “sistemas
perdurables y transponibles de esquemas de percepción, aprecia-
ción y acción, resultantes de la institución de lo social en los cuer-
pos”. También amplía el concepto clave de habitus, como una “sub-
jetividad socializada”, y con él se refiere al conjunto de relaciones
históricas “depositadas” en los cuerpos individuales en forma de es-
quemas mentales y corporales de percepción, apreciación y acción.
La cultura, el lenguaje, la crianza, inculcan en las personas ciertas
normas y valores profundamente tácitos, dados por “naturales”. El
habitus reproduce estas disposiciones estructuradas de manera no
consciente, regulando y armonizando las acciones. Así el habitus se
convierte en un mecanismo de retransmisión por el que las estruc-
turas mentales de las personas toman forma (se encarnan) en la ac-
tividad de la sociedad (1996, p. 87).

Las consecuencias de esto son brutales. Bourdieu destaca la violencia


simbólica como un mecanismo opresor sumamente eficaz precisa-
mente por la introyección que las personas hacen del género. Para él,
la violencia simbólica es “lo esencial de la dominación masculina” (1996,
p. 24). En su definición de violencia simbólica Bourdieu incorpora la de-
finición de Gramsci de hegemonía: Dominación con consentimiento, y
afirma que no se puede comprender la violencia simbólica, a menos que
se abandone totalmente la oposición escolástica entre coerción y con-
sentimiento, imposición externa e impulso interno. Bourdieu rearticula

123
Marta Lamas

culturalmente la idea de hegemonía, haciendo notar que la dominación


de género consiste en lo que en francés se llama contrainte par corps, es
decir, un constreñimiento efectuado mediante el cuerpo.
Así, con la lectura de Bourdieu, el cuerpo aparece como un ente/arte-
facto simultáneamente físico y simbólico, producido tanto natural como
culturalmente, y situado en un momento histórico concreto y en una
cultura determinada. El cuerpo experimenta, en el sentido fenomeno-
lógico, distintas sensaciones, placeres, dolores, y la sociedad le impone
acuerdos y prácticas psicolegales y coercitivas. Todo lo social es viven-
ciado por el cuerpo. Es más, para Bourdieu, la socialización tiende a
efectuar una “somatización progresiva de las relaciones de dominación
de género”. Este trabajo de inculcación, a la vez sexualmente diferencia-
do y sexualmente diferenciador, impone la “masculinidad” a los cuerpos
de los machos humanos y la “feminidad” a los cuerpos de las hembras
humanas.
Pero, aunque Bourdieu reconoce que “convendría llevar mucho más
lejos la lectura antropológica de los textos del psicoanálisis, de sus con-
jeturas, de sus sobreentendidos y de sus lapsus”, él no da ese paso, solo
enuncia ideas contundentes, pero difíciles de entender. Por ejemplo,
cuando afirma que “la somatización del arbitrario cultural también se
vuelve una construcción permanente del inconsciente” (1996). ¿Qué
quiere decir con esto?, ¿que la forma en que nuestros cuerpos asimilan
la prescripción cultural de ser hombre o mujer se fija en el inconsciente?
Bourdieu no registra aspectos clave de la complejidad que provo-
ca la adquisición del género por cuerpos sexuados y con inconsciente.
Desconocer las formas diversas de recepción del mandato de la cultura
en la psique individual, es decir, su traducción en el imaginario, hace
que su explicación muestre lagunas, especialmente al omitir la proble-
mática de las personas cuya identidad sexual va en contra de la prescrip-
ción cultural, y de los habitus de la masculinidad y feminidad.
Bourdieu comparte con otros científicos sociales un manejo de con-
ceptos que, aunque surgieron en el psicoanálisis, tienen ya una acepción
social en la teoría antropológica, como inconsciente. Sin embargo, aun-
que Bourdieu aplica al psicoanálisis el mismo tratamiento riguroso con
que se maneja él mismo, y se pregunta ¿si el discurso del psicoanalista

124
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

no se halla permeado hasta en sus conceptos y problemática por un in-


consciente no analizado?, también cita tanto a Freud como a Klein para
fundamentar muchas de sus apreciaciones. Por ejemplo, otorga credibi-
lidad al psicoanálisis cuando, al hablar de la construcción social del sexo,
señala que las acciones:

surten el efecto de construir, mediante una verdadera acción psi-


cosomática, las disposiciones y los esquemas que organizan las
posturas y los hábitos más incontrolados de la hexis corporal y las
pulsiones más oscuras del inconsciente, como las revela el psicoa-
nálisis (1996, p. 35).

Sin embargo, pese a algunas inconsistencias, Bourdieu reconstruye lo


más cuidadosamente posible la lógica interna de las ideas que articulan
la configuración de relaciones entre mujeres y hombres, y las prácticas
sociales que las sostienen. Su mérito es mostrar cómo los sujetos apre-
henden y vuelven subjetivas relaciones sociales e históricas. Y aunque no
es parte de los tótemes culturales del feminismo, debería tener un reco-
nocimiento especial, ya que con su obra, Bourdieu da la razón de ser del
feminismo al concluir que “el orden social funciona como una inmensa
máquina simbólica fundada en la dominación masculina” (1996).8

Cuerpos sexuados y psiques sexualizadas

La antropología teoriza el cuerpo críticamente, tomando distancia de


posiciones esencialistas, tal vez porque su espacio de intervención –las
múltiples expresiones de el Otro– es propicio para darse cuenta de cómo
el dato biológico del Homo sapiens se manifiesta y expresa de variadas
maneras. Pero el cuerpo es territorio tanto de la simbolización social
como de la psíquica, y los escollos surgen cuando se analizan cuestiones
que pertenecen a los dos ámbitos, como la masculinidad y la feminidad

8. A la misma conclusión llega otro conocido antropólogo, Maurice Godelier, a partir de su investigación
sobre los baruya.

125
Marta Lamas

–expresiones culturales y posiciones psíquicas– y se carece de un susten-


to teórico mínimo para poder distinguir qué se puede abordar desde un
determinado ámbito, y qué desde el otro.
¿Qué pasa con el referente al cuerpo, en concreto la diferencia ana-
tómica, sobre la cual se arman las interpretaciones psíquicas y cultura-
les? El cuerpo simbólico es social, cultural e históricamente específico,
comparte un lenguaje y asume los habitus y los discursos comunes: mé-
dico, educativo, jurídico. El cuerpo imaginario de un sujeto se constru-
ye tomando la diferencia anatómica como punto de partida. Pero ¿tie-
ne expresión social en la producción de cultura el hecho de privilegiar
imaginariamente ciertas partes del cuerpo o fantasear con otras? No es
común en la antropología interrogarse sobre qué ocurre con las formas
particulares que el cuerpo, construido culturalmente, toma en el imagi-
nario de las personas. ¿Cómo se proyecta en la vida social esa elabora-
ción supuestamente individual?
El psicoanálisis explora la forma en que cada sujeto elabora en su in-
consciente la diferencia sexual y cómo a partir de esa operación se posi-
ciona su deseo sexual y su asunción de la masculinidad y feminidad. La
teoría psicoanalítica ofrece el recuento más complejo y detallado, hasta
el momento, de la constitución de la subjetividad y de la sexualidad, así
como del proceso mediante el cual el sujeto resiste o se somete al código
cultural. El psicoanálisis piensa al sujeto como un ser sexuado y hablan-
te, que se constituye a partir de cómo imagina la diferencia sexual, y
sus consecuencias se expresan también en la forma en que se aceptan o
rechazan los atributos y prescripciones del género.
La identidad “social” de las personas como “mujeres” u “hombres” –la
identidad de género– y la identidad sexual –estructurada en el incons-
ciente– no son lo mismo. Sin embargo, se suele subsumir una dentro de
la otra; con menor frecuencia, se distinguen ambas cuando entran en
contradicción; por ejemplo, por los conflictos que surgen ante la exis-
tencia de personas cuya identidad sexual no corresponde con su iden-
tidad de género: mujeres que aman a mujeres y hombres que desean a
hombres. La manera en que un sujeto sexuado asume, inconsciente e
imaginariamente, su diferencia de sexo es especialmente relevante en la
formación de su identidad sexual.

126
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

Al examinar cómo el género estructura la vida material y simbólica,


salta a la vista el papel constitutivo que tiene para dicha simbolización
la complementariedad reproductiva. Esta complementariedad, recrea-
da en el lenguaje y en el orden representacional, favorece una concep-
tualización biologicista de la mujer y del hombre, de la feminidad y la
masculinidad, y formula una supuesta “naturalidad” de la heterosexuali-
dad.9 Desde la lógica del género la relación entre los sexos aparece como
complementaria, no solo en el aspecto reproductivo, sino en muchos
otros: afectivo, económico, etcétera. Si bien la heterosexualidad ha sido
imprescindible para la reproducción, no lo ha sido para la obtención de
placer sexual. El psicoanálisis rompe con la idea de complementariedad,
especialmente con Lacan, quien señala que la complementariedad es
imaginaria.
Pero, si otorgamos al género el papel constitutivo de la masculini-
dad y la feminidad, como hace gran parte de la academia feminista, ¿qué
ocurre con los elementos psíquicos de la diferencia sexual? No se puede
trasladar mecánicamente el problema de las identidades sexuales subje-
tivas de mujeres y hombres al de subjetividades femeninas o masculinas
pues, esto presenta otro conjunto de asuntos que pasan por el dilema:
¿quién es hombre o mujer?, ¿quiénes cargan con los cromosomas que co-
rresponden?, ¿quiénes se sienten como tales o quiénes son reconocidos
así por su entorno social?, ¿qué ocurre con las personas que aceptan los
emblemas correspondientes a la masculinidad y a la feminidad, aunque
su cuerpo no corresponda a tal prescripción?
Encarar de manera crítica esta problemática conduce a revisar tanto
los efectos consistentes de la simbolización y el condicionamiento en los
cuerpos de las personas, como las fugas, resistencias y rupturas que los
sujetos llevan a cabo frente a la imposición cultural del género. Esto re-
quiere de la exploración de la relación entre corporeidad, autoconcien-
cia e identidad.
La diferencia sexual en su acepción psicoanalítica de cuerpo e in-
consciente, no es una invención humana, ni es una construcción social;

9. La esencialización que se construye en torno a la idea de “mujer” y de “hombre” se consolida básica-


mente en la oposición y contraposición solidarias de lo femenino, encarnado en la figura de la madre, por
una parte, y lo masculino, representado en la figura del guerrero, por otra.

127
Marta Lamas

es lo que podríamos llamar sexo/substancia y, al mismo tiempo, sexo/


significación. ¿Qué supone replantear desde ahí la disimetría biológica
entre los machos y las hembras de la especie? ¿Hay o no una relación
contingente entre cuerpo de hombre y masculinidad y cuerpo de mu-
jer y feminidad? El feminismo señala que el hecho de que el cuerpo de
mujer o el cuerpo de hombre tengan un valor social previo y distinto
tiene un efecto en la conciencia de mujeres y hombres. Pero Bourdieu
muestra que masculino y femenino no son transcripciones arbitrarias
en una conciencia indiferente, sino que la significación del género está
anclada en la biología vivida en el contexto histórico y cultural. Ahora
bien, ¿acaso la determinación social de la identidad personal que opera a
nivel de la mente es capaz de reconocer los esquemas inconscientes? En
ese sentido, si tanto la feminidad como la masculinidad (en el aspecto de
género) son más que una mera socialización y condicionamiento, o sea,
si son algo más que una categoría discursiva sin referente concreto, po-
demos interpretarlas como formas imaginarias que utilizan fantasmas
culturales compartidos (simbólicos) sobre la biología.
Una manera posible de responder a esto es pensar que la subjetividad se
expresa también como sentimiento corporeizado. El término embodiment,
que empieza a alcanzar el estatuto de concepto en el análisis cultural,
transmite mejor la idea de Bourdieu, pues remite a la presencia concre-
ta y material del cuerpo y su subjetividad sensorial.10 Según Bourdieu,
lo determinante, más que el tema de la corporalidad de la diferencia,
en el sentido de la diferencia anatómica entre mujeres y hombres, es
el proceso de encarnación (embodiment), es decir, de organización en el
cuerpo de las prescripciones culturales. Por eso, con la teorización sobre
la articulación entre lo cultural, lo biológico y lo psíquico se podría decir
que Bourdieu investiga el cuerpo simbólico en la cultura ¿el imaginario
social?, mientras que Lacan investiga el cuerpo simbólico en el imagina-
rio del sujeto.
Esta problemática se relaciona con la formación de la identidad.
Colocar la cuestión de la identidad en la cultura, derrumba concepciones

10. Ver la compilación de Csordas (1994) especialmente su introducción, donde plantea al cuerpo como
representación y como forma de ser en el mundo.

128
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

biologicistas: tener identidad de mujer, posición psíquica de mujer, sen-


tirse mujer, y ser femenina, o sea, asumir los atributos que la cultura
asigna a las mujeres no son procesos mecánicos, inherentes al hecho de
tener cuerpo de mujer. Contar con ciertos cromosomas o con matriz no
implica asumir las prescripciones del género y los atributos femeninos;
ni viceversa en el caso de los hombres. Las conceptualizaciones que vin-
culan deterministamente cuerpo, género e identidad se estrellan contra
la multiplicidad de “identidades” que hoy en día observamos en mujeres
y hombres.
Por eso, en la actualidad las interrogantes más acuciantes y provoca-
tivas que plantea el trabajar con los conceptos de género y de diferencia
sexual están vinculadas a cuestiones relativas a la identidad sexual: ya no
se trata de analizar solo la dominación masculina; ahora es preciso re-
flexionar sobre la dominación de la ideología heterosexista, de las perso-
nas hetersosexuales sobre las personas homosexuales, las lesbianas y los
gay, los transexuales, los queer, es decir, de las personas que no asumen
los habitus femeninos y masculinos que corresponden a la prescripción
de género en materia de sexualidad y afectividad. Y aunque distintas
culturas reconocen más que los dos cuerpos obvios (distinguen los in-
tersexos y diversos grados de hermafroditismo), hay gran resistencia a
reconocer esa variación en materia de subjetividades y deseos sexuales.
Entre los esquemas de “pensamiento impensado” de Bourdieu está
la heteronormatividad de la vida sexual. Bourdieu habla de “el modo de
operación propio del habitus sexuado y sexuante y las condiciones de
su formación”. ¿Qué pasa con un número cada vez mayor de personas
que tienen experiencias de vida que no se ajustan a la normatividad de
género imperante? Precisamente, para explicar ese fenómeno es nece-
saria la concepción de Freud de que el ser humano es básicamente un
ser sexual, y que su libido tiene una calidad indiferenciada. La teoría
psicoanalítica ayuda a leer en términos nuevos el significado de los
conflictos ligados a la identidad sexual. Esto remite a algo central: hoy
el análisis del deseo sexual se vuelve un territorio privilegiado de la
interrogante sobre el sujeto.
Aunque la determinación somática de la identidad de género que
opera a nivel de la mente no reconoce los esquemas inconscientes que

129
Marta Lamas

la constituyen, eso no significa que éstos no tengan un efecto. Surge en-


tonces la duda de si algunas experiencias corporales, que no necesaria-
mente tienen una significación cultural fija, cobran relevancia simbóli-
ca en relación con la feminidad y el ser mujer, y con la masculinidad y el
ser hombre.
En muchos recuentos feministas sobre habitus de la masculinidad y
la feminidad parecería que los valores que se inscriben culturalmente en
el cuerpo fueran arbitrarios: como si la feminidad fuera un constructo
que se impone al cuerpo de la mujer y la masculinidad al del hombre.
Varias etnografías establecen una relación entre experiencias corpora-
les exclusivas de un cuerpo de mujer o un cuerpo de hombre y la cons-
trucción simbólica del género (Héritier, 1996). Aunque se han documen-
tado divergencias en cómo se interpreta la imposibilidad de controlar
la menstruación o la erección del pene, algunas señalan que atributos
considerados femeninos, como la modestia o el pudor, tienen que ver
con la vivencia de la menstruación, en el sentido de la imposibilidad de
controlar este fluido corporal, mientras que la metaforización de la se-
xualidad masculina como una fuerza indomable tiene que ver con la vi-
vencia de la erección incontrolada del pene.
El análisis de los rasgos ostensibles del género, su apariencia y su ac-
tividad como performance, representación, o habitus, rutinizado e inte-
grado, apunta a algo básico: no obstante existen cuerpos de mujer y de
hombre, no hay esencia femenina ni masculina. El análisis de la subje-
tividad de personas en cuerpo de mujer o de hombre conduce a recono-
cer algo similar: no hay características psíquicas exclusivas de un sexo.
Sin embargo, ¿cómo viven la feminidad, mediada por el cuerpo, ciertos
hombres que se sienten mujeres y qué se comportan con atributos “fe-
meninos”, si carecen de la vivencia de los fenómenos que simbólicamen-
te se asocian a la feminidad, como la sangre menstrual? ¿Establece eso
una diferencia cualitativa con la vivencia de las mujeres?
Creo que la pregunta que subyace a estas dudas va más allá de inter-
pretaciones, de elaboraciones o de representaciones, ¿qué es lo real del
cuerpo? Eso que no se puede formular, para lo que no hay palabras, eso
que se escapa, es lo que Lacan llama lo real.

130
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

Diferencia sexual y género, psicoanálisis y antropología

La construcción social de los deseos, discursos y prácticas en torno a la


diferencia entre los sexos apunta, más que a una articulación de la men-
te con el cuerpo, a una integralidad difícil de concebir. El psicoanálisis,
que supera la concepción racionalista mente/cuerpo, propone concebir
la diferencia sexual como cuerpo e inconsciente: un cuerpo pensante,
un cuerpo que habla, que expresa el conflicto psíquico, que reacciona
de forma inesperada, irracional;11 un cuerpo que recibe e interpreta per-
cepciones olfativas, táctiles, visuales y auditivas que tejen sutilmente
vínculos entre sufrimiento, angustia y placer. Para el psicoanálisis es
imposible hacer un claro corte entre la mente y el cuerpo, entre los ele-
mentos llamados sociales o ambientales y los biológicos: ambos están
imbricados constitutivamente.
No es posible hoy tratar temas como la existencia de el Otro, o sea,
no es posible hacer antropología reflexiva, sin comprender el género y
la diferencia sexual y sin abordar el proceso de constitución de la identi-
dad.12 La identidad de un sujeto no puede ser entendida a menos que se
perciba al género como un componente en interrelación compleja con
otros sistemas de identificación y jerarquía (Alcoff y Potter, 1993). El pa-
radigma de que el sujeto no está dado sino que es construido en siste-
mas de significado y representaciones culturales, requiere ver que, a su
vez, éstos están inscritos en jerarquías de poder.
Por eso, hoy en día un dilema epistemológico de las antropólogas
feministas consiste en dejar de pensar que toda la experiencia está
solo marcada por el género; sino pensarla también marcada por la di-
ferencia sexual, entendida no como anatomía sino como subjetividad
inconsciente. El sujeto es producido por las prácticas y representacio-
nes simbólicas dentro de formaciones sociales dadas, pero también por

11. Aquí vale la pena recordar cómo surge el psicoanálisis. En 1889, el neurofisiólogo Freud, asombrado
ante el fenómeno de la histeria, lo describe tentativamente como un misterioso salto de la mente al cuer-
po. La manera innovadora en que Freud interpretó la interacción entre cuerpo y mente en la histeria, le
permitió comprender el vínculo emocional del sujeto con su cuerpo, y así inauguró ese campo de saber
que tomaría el nombre de psicoanálisis
12. El sentido de la antropología reflexiva lo explican Bourdieu y Wacquant (1996). Para una referencia
más etnográfica ver a Aull Davies (1999).

131
Marta Lamas

procesos inconscientes vinculados a la vivencia y simbolización de la


diferencia sexual. Es crucial comprender que la diferencia sexual no es
cultura (cómo sí lo es el género), y por lo tanto no puede ser situada en
el mismo nivel que los papeles y prescripciones sociales. Confundir di-
ferencia sexual con sexo o con género, emplear los términos indistinta-
mente, oculta algo esencial: que el conflicto del sujeto consigo mismo no
puede ser reducido a ningún arreglo social.
Aunque el ámbito psíquico requiere diferente abordaje que el ámbi-
to social, el interés compartido de la antropología y el psicoanálisis por
los procesos de simbolización de los seres humanos perfila una posible
relación entre ambas disciplinas. Al menos desde la antropología, para
ir más allá de la descripción etnográfica e intentar comprender la diná-
mica interna de la constitución del sujeto requiere un manejo básico de
elementos de la teoría psicoanalítica. Sin embargo, el uso de ciertos tér-
minos psicoanalíticos, pero a los que cada disciplina otorga significados
distintos, puede plagar de disonancias de interpretación este supues-
to manejo básico. Un ejemplo clásico es el uso distinto de lo simbólico.
Mientras que los antropólogos lo aplican a las construcciones culturales,
el término simbólico desde el psicoanálisis lacaniano es uno de los tres
registros (imaginario, real y simbólico) que hacen referencia a la ley del
significante: la manera en que el ser humano está sometido a una regu-
lación simbólica. También el concepto de inconsciente tiene una aplica-
ción distinta en antropología. Otras dificultades son de corte ideológico,
como la resistencia a comprender la distinción que Freud introdujo en-
tre instinto y pulsión, al diferenciar la función natural del instinto y la
vinculación de la pulsión con la representación. Pero pese a estas, y otras
divergencias, la coincidencia entre antropología y psicoanálisis por su
interés en los procesos de representación, en un caso en la cultura y en el
otro en el imaginario del sujeto, abre un fecundo campo para el diálogo.
La perspectiva psicoanalítica lacaniana sirve para descifrar el com-
plicado proceso de resistencia y asimilación del sujeto ante fuerzas cul-
turales y psíquicas. En esta exploración es notable cómo destacan los
mecanismos con los que las personas resisten y elaboran las posiciones
de sujeto impuestas desde afuera, como el género. El amplio y comple-
jo panorama de fantasías, deseos e identificaciones detectado por la

132
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

clínica psicoanalítica es un corpus que describe la necesidad humana de


tener una identidad sexual, y también muestra que las formas que esa
identidad toma jamás son fijas. Para leer este corpus, para retomarlo, se
requiere el manejo básico de cuatro conceptos, articulados entre sí, que
sostienen el campo operativo del psicoanálisis: inconsciente, repetición,
pulsión y transferencia. ¿Por qué no revisarlos desde la antropología?
Todavía hoy existen serias dificultades para integrar el saber psicoa-
nalítico en las concepciones teóricas ¡qué decir de las cotidianas! sobre
las personas. Freud descubrió que lo que percibimos no entra todo en
la conciencia sino que buena parte permanece en el inconsciente. Pero
lo que percibimos inconscientemente actúa y deja su marca. Por ello al-
gunas experiencias corporales, que no necesariamente tienen una sig-
nificación cultural fija, cobran relevancia simbólica en relación con la
feminidad y el ser mujer, y con la masculinidad y el ser hombre. Algo
especialmente rescatable del psicoanálisis es su radicalidad crítica, que
toma todo como materia de cuestionamiento, y muestra que no hay
tema, ni persona, ni pensamiento que no pueda ser revisado. Al poner
en tela de juicio todas las “representaciones de la tribu”, aún las de sus
antecesores míticos, el psicoanálisis continúa la línea de desconstruc-
ción radical que inició Freud.
Pero además de las resistencias ante la teoría, hay un amplio núme-
ro de cuestiones vitales que no se quieren comprender. Bourdieu (1991)
plantea que todas las personas tienen cierto interés en no comprender,
o en desconocer, los significados de la cultura en que viven. Esa forma
de ignorancia voluntaria, distinta al proceso de represión inconsciente,
hace que las personas no puedan entender cuestiones de su vida coti-
diana. Esta forma de desconocimiento “involuntario” es una parte siste-
mática del proceso de mantenimiento y reproducción del orden social.
Por eso, explorar la determinación situacional y relacional de los seres
humanos lleva a cuestionar los procesos de representación y de produc-
ción de conocimiento, cruzados tanto por el género como por la estruc-
turación psíquica de los seres humanos.
El cuerpo es una bisagra que articula lo social y lo psíquico. Allí se
encuentran sexualidad e identidad, pulsión y cultura, carne e incons-
ciente. ¿Cómo investigar habitus seculares producidos por instituciones

133
Marta Lamas

de carácter patriarcal en culturas con inconsciente androcéntrico? Se


requiere una labor constante de crítica para revisar los habitus que, asu-
midos sin cuestionamiento, troquelan nuestras vidas y nutren los es-
tereotipos de género vigentes. Pero también se necesita distinguir en
qué consiste la diferencia sexual. La comprensión de esa bisagra psíqui-
co-social permite una nueva lectura de las relaciones sociales. Por eso,
el desafío intelectual es intentar esclarecer los procesos psíquicos y cul-
turales mediante los cuales las personas nos convertimos en hombres y
mujeres dentro de un esquema que postula la complementariedad de los
sexos y la normatividad de la heterosexualidad.
Desde puntas distintas, la antropología y el psicoanálisis pretenden
aprehender el cuerpo, como un real inasible. ¿Será que es imposible, por
el momento, concebir al cuerpo, al sexo? Joan Copjec (1994) al señalar las
dificultades que tenemos los seres humanos para pensar cuestiones que
nos rebasan, parafrasea a Kant y dice que “teorizar el sexo implica una
eutanasia de la razón pura”. Copjec dice que tratar de entender el sexo es
lanzar la razón a conflicto, pues al enfrentar la aparente irresolubilidad
de ciertas cuestiones, ésta se apega más fuertemente a sus suposiciones
dogmáticas o se abandona a un escepticismo sin esperanzas. Lo intere-
sante de la reflexión de Copjec es su formulación sobre la necesidad de
interrogarse sobre si no existe una forma de pensar la división de los
sujetos en dos sexos sin que, por ejemplo, esto apoye cuestiones como la
heterosexualidad normativa.
La superficie del cuerpo, esa envoltura del sujeto, es simbolizada en los
dos ámbitos: psíquico y social. La representación inconsciente del cuerpo
necesariamente pasa por la representación imaginaria y simbólica. La re-
presentación social se arma a partir de lo simbólico y lo cultural. La tríada
lacaniana de simbólico, imaginario y real, viene a plantear que no hay di-
visión entre lo biológico, lo psicológico y lo social: hay un nudo borromeo
que es una concepción estructural que diluye estas dicotomías.
¿Cómo entiende hoy la antropología al Otro? ¿Y el psicoanálisis? ¿Qué
se puede aprovechar de ambas comprensiones? Algo básico, pero fun-
damental, es que el Otro es también el Otro sexo, tanto para el hombre
como para la mujer. De ahí la vigencia de la indagación básica del fe-
minismo: ¿Cuál es la verdadera diferencia entre los cuerpos sexuados

134
Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

y los seres socialmente construidos? Para responder a esa pregunta se


necesita distinguir entre diferencias de sexo, género y diferencia sexual,
y este ensayo pretende dar un paso en esa dirección.

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Marta Lamas

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136
Complejidad y claridad en torno al concepto
“género”*

La interpretación antropológica sobre el género ha tenido un avance


interesante. Por un lado, las tensiones políticas e intelectuales que re-
corren el escenario mundial, y que también impactan la producción de
teorías y conocimientos, propiciaron una mirada más crítica sobre las
relaciones entre mujeres y hombres. Por otro lado, aunque la antropo-
logía es la disciplina que más contribuyó a la definición inicial de géne-
ro, la ampliación del debate a otras disciplinas produjo cambios y pre-
cisiones en la utilización de dicha categoría. Las nuevas teorías sobre
el sujeto y la génesis de su identidad, que postulan la producción de la
alteridad a partir de procesos relacionales e imaginarios, remiten a una
mirada multidisciplinaria. Desde la filosofía, la lingüística, la historia,
la crítica literaria y el psicoanálisis se abordan objetos de estudio de la
antropología, como la relación entre lo simbólico y lo social, la construc-
ción de la identidad y la capacidad de acción (agency). Varias antropólo-
gas feministas, influidas tanto por el impacto de lo político como por la
dinámica multidisciplinaria, realizaron investigaciones y elaboraciones
teóricas que resultaron sustantivas para comprender mejor el entrama-
do de la simbolización de la diferencia sexual.

* Extraído de Lamas, Marta (2007). Complejidad y claridad en torno al concepto género. En Angela Gi-
glia, Carlos Garma y Ana Paula de Teresa (comps.), ¿Adónde va la antropología mexicana? México: División
de Ciencias Sociales y Humanidades, UAM-Ixtapalapa. Agradezco la lectura crítica de Mary Goldsmith, y
la relevo de cualquier responsabilidad de lo que aquí expongo pues, como suele suceder, no incluí todas
sus valiosas sugerencias.

137
Marta Lamas

En este ensayo destaco algunos ejemplos relevantes de la reflexión


antropológica feminista en el proceso de definición del concepto de gé-
nero, y planteo algunos interrogantes en relación con la complejidad de
trabajar el intrincado vínculo entre lo psíquico y lo social.1
El concepto de género, entendido como la simbolización que los seres
humanos hacen tomando como referencia la diferente sexuación de sus
cuerpos, tiene más de tres décadas de uso en la antropología. Sin embar-
go, la forma en que se aplica dicha categoría y su ambigua acepción en
inglés como sinónimo de “sexo” han introducido confusiones semánticas
y conceptuales. Por eso existe una considerable crisis interdisciplinaria y
trasnacional (Visweswaran, 1997) en torno a qué significa verdaderamen-
te el género. Parte de la confusión tiene que ver con algo que ya documen-
tó Mary Hawkesworth (1997): a medida que prolifera la investigación so-
bre el género también lo hace la manera en que las personas que teorizan
e investigan usan el término. Destaco unos casos de la enorme variedad
que Hawkesworth registra: se usa “género” para analizar la organización
social de las relaciones entre hombres y mujeres; para referirse a las di-
ferencias humanas; para conceptualizar la semiótica del cuerpo, el sexo
y la sexualidad; para explicar la distinta distribución de cargas y bene-
ficios sociales entre mujeres y hombres; para aludir a las microtécnicas
del poder; para explicar la identidad y las aspiraciones individuales. Así,
resulta que se ve al género como un atributo de los individuos, como una
relación interpersonal y como un modo de organización social. El género
también es definido en términos de estatus social, de papeles sexuales
y de estereotipos sociales, así como de relaciones de poder expresadas
en dominación y subordinación. Asimismo se lo ve como producto del
proceso de atribución, de la socialización, de las prácticas disciplinarias o
de las tradiciones. El género es descrito como un efecto del lenguaje, una
cuestión de conformismo conductual, una característica estructural del

1. Mis ejemplos, acotados a algunas autoras fundamentalmente de la comunidad anglosajona dejan fuera tanto
a autoras de otras comunidades como a autores no feministas importantes. Tampoco incluyo aquí a la comuni-
dad latinoamericana porque, aun cuando su producción de investigaciones sobre género es sustantiva, apenas
ha tomado parte en el debate teórico internacional. Sin embargo, quiero mencionar a dos autoras que ubican la
situación de los estudios antropológicos y el género en nuestra región: Soledad González Montes desde un pa-
norama de la investigación (1993) y Sonia Montecino desde una perspectiva latinoamericana que incluye el aná-
lisis de las especificidades y los obstáculos que contraponen a las antropólogas del Sur con las del Norte (2002).

138
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

trabajo, el poder y la catexis, y un modo de percepción. También es plan-


teado como una oposición binaria, aunque igualmente se le considera un
continuum de elementos variables y variantes. Después de enumerar una
larga lista de usos e interpretaciones, Hawkesworth hace un señalamien-
to muy atinado: el género ha pasado de una categoría analítica a ser una
fuerza causal o explanans. Así, el término “género” se ha convertido en
una especie de comodín epistemológico que da cuenta tautológicamente
de lo que ocurre entre los sexos de la especie humana.
A esta muy difundida confusión se suma la prevalencia de un es-
quema simbólico dualista, inherente a la tradición judeocristiana occi-
dental, que se reproduce implícitamente en casi todas las posturas in-
telectuales. La fuerza que tiene el hecho de la sexuación propicia que
se vean como “naturales” disposiciones construidas culturalmente. De
esta manera, al simbolizar dualmente la condición humana, las perso-
nas encuentran la “esencia” de cada sexo en las características biológicas
que los distinguen. Entre otras cosas, esta simbolización “transforma la
historia en naturaleza y la arbitrariedad cultural en natural” (Bourdieu,
2000, p. 12). Dentro de este esquema, la asimetría sexual es traducida
casi universalmente a un patrón que asocia lo masculino a la cultura y
lo femenino a la naturaleza2. Las antropólogas feministas se dividieron
frente al tema de la universalidad de la subordinación femenina y un
grupo importante sostuvo, a partir de investigaciones de campo, que la
realidad contradice el énfasis binario de los esquemas de clasificación
humana.3 En el desarrollo posterior de la teoría de las relaciones de gé-

2. Un ejemplo es la publicación casi simultánea de dos ensayos, uno en Estados Unidos y otro en Francia,
con un título casi idéntico: “¿Es la mujer con respecto al hombre lo que la naturaleza con respecto a la
cultura?” de Sherry B. Ortner (1972) y “¿Hombre-cultura y Mujer-naturaleza?” de Nicole-Claude Mathieu
(1973). El trabajo de Ortner, revisado y vuelto a publicar en la exitosa antología de Rosaldo y Lamphere
(1974), tuvo una influencia sustantiva en el pensamiento feminista. En 1996 Ortner revisa la vigencia de
dicho ensayo (pp. 173-180), e introduce matices interesantes sobre el tema de la universalidad de la domi-
nación masculina, y de qué entiende ella por “estructura”: en un sentido levistraussiano, la búsqueda de
amplias regularidades a lo largo del tiempo y el espacio.
3. Mary Goldsmith (1986), que hace un cuidadoso recuento de los debates que se dieron entre antropólo-
gas anglosajonas en torno a los estudios de la mujer y la aparición de la categoría género, da cuenta de la
postura contrapuesta de las marxistas y las estructuralistas acerca de este punto. Así, analiza el trabajo
de Eleanor Leacock (1978, 1981), Karen Sacks (1982) y MacCormack y Strathern (1980) como las posiciones
más claras contra la perspectiva estructuralista del ensayo de Ortner (1974 [1972]).

139
Marta Lamas

nero en la antropología, la crítica a oponer dicotómicamente a mujeres y


hombres derivó en una resistencia para comprender el carácter fundan-
te que tiene la diferencia sexual.
Para los ochenta, un puñado de antropólogas de la corriente llamada
“etnografía feminista” se incluyó en una postura epistemológica mucho
más general, con importantes implicaciones para la investigación so-
cial, que criticó las deficiencias del conocimiento antropológico produ-
cidas por una perspectiva no reflexiva. Estas investigadoras partieron
del mismo modelo analítico que oponía naturaleza a cultura para explo-
rar la construcción cultural de los significados sexuales, en la dicotomía
masculino/femenino y su mancuerna privado/público. Con un rico ma-
terial de campo, que registraba nuevos matices de las relaciones entre
los sexos, pudieron ver que el dualismo de las oposiciones binarias, que
dificultaba comprender que el sistema de género no es algo inamovible,
operaba como un aparato semiótico que estructuraba los procesos de
socialización. A partir de ahí muchas se cobijaron bajo el amplio para-
guas del postestructuralismo y abrieron una novedosa línea interpreta-
tiva que planteaba serios cuestionamientos a la idea de la universalidad
de la dominación masculina. No tengo espacio para referirme a todas
las aportaciones, pero quiero destacar dos ensayos que tuvieron gran
impacto: el de Sylvia Yanagisako y Jane Collier (1987) y el de Marilyn
Strathern (1987).
Las estadounidenses Yanagisako y Collier revitalizaron el debate en el
campo antropológico, pues cuestionaron si verdaderamente la diferen-
cia sexual era la base universal para las categorías culturales de mascu-
lino y femenino. Sostuvieron que diferenciar entre naturaleza y cultura
era una operación occidental, de ahí que las distinciones entre reproduc-
ción y producción, público y privado, fueran parte de ese pensamiento, y
no supuestos culturales universales. Asimismo, argumentaron en contra
de la idea de que las variaciones transculturales de las categorías de gé-
nero eran simplemente elaboraciones diversas y extensiones del mismo
hecho. Este cuestionamiento, que ubicaron en el corazón de la teoría del
parentesco, fue interpretado al principio como mera provocación, pero
marcó el inicio de una sana actitud irreverente al criticar las premisas
consagradas en el terreno de la antropología del género.

140
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

La británica Strathern coincidió con Yanagisako y Collier en el propó-


sito de desmantelar el argumento universalista, por lo que trató de ver
cómo se dan las desigualdades de género en el ámbito de la capacidad
de acción consciente (agency) en una sociedad determinada: los hagen
de Nueva Guinea, en Melanesia. Al describir los arreglos de género y las
condiciones sociales que los producen, Strathern mostró que, en esta
sociedad, los significados de masculino y femenino pueden ser altera-
dos según el contexto. Encontró que las prácticas otorgan a las mujeres
un papel activo en la construcción de sentido social y señaló que las ca-
tegorías de género no abarcaban el rango de posibilidades de acción y
posición para los hombres y las mujeres individuales; por ello las perso-
nas no estaban limitadas por el hecho de ser mujer u hombre. Esta pers-
pectiva difería totalmente de la visión tradicional, que planteaba que la
conducta de hombres y mujeres estaba constreñida al modelo ideológico
de su sociedad. Por lo tanto, la dicotomía naturaleza/cultura, que su-
puestamente establece la desigualdad entre mujeres y hombres, no se
aplicaba en el caso de los hagen. El punto clave que Strathern subrayó
fue que el significado típico del género no se aplica transculturalmente.
De este modo, al sostener que tanto la distinción entre naturaleza y
cultura como la de reproducción y producción o la de público y privado
no eran supuestos culturales universales, y al negarse a aplicar trans-
culturalmente (cross-culturally) un significado general de género, estas
antropólogas quebraron la línea interpretativa dualista. Además, al ex-
poner cómo el esquema occidental dificulta comprender que la simbo-
lización no siempre se da de manera binaria, pusieron en evidencia que
la eficacia simbólica del género no es uniforme sino dispareja. Por este
tipo de acotaciones, a finales de los ochenta y principios de los noventa,
varias antropólogas feministas emprendieron la tarea de precisar el vo-
cabulario conceptual y teórico con relación a los procesos de simboliza-
ción de la diferencia sexual.4
La labor de deslindar dos términos básicos –género y sexo– cobró
un lugar relevante; sin embargo se dejó de lado algo fundamental:

4. Al igual que ocurre en otras disciplinas, la acepción en inglés de gender como sexo y en español como
clase, tipo o especie han introducido desconciertos semánticos y conceptuales sobre la forma en que se
emplea dicha categoría. Ver Lamas (1996).

141
Marta Lamas

formular nuevas preguntas. Ya desde principios de los ochenta Michelle


Z. Rosaldo (1980) había señalado que el problema que enfrentaban las
antropólogas feministas no era el de la ausencia de datos o de descrip-
ciones etnográficas sobre las mujeres, sino de nuevas preguntas, por lo
que llamó a hacer una pausa para reflexionar de forma crítica acerca
del tipo de interrogaciones que la investigación feminista le plantea a la
antropología, y puso en la mesa el tema del paradigma del cual se parte
al hacer una interpretación. Ella expresó con claridad que el marco in-
terpretativo limita o constriñe al pensamiento: “Lo que se puede llegar
a saber estará determinado por el tipo de preguntas que aprendamos a
hacer” (Rosaldo, 1980, p. 390).
¿Cuál era el paradigma sobre el género que no propiciaba hacer nue-
vas interrogaciones? Inicialmente, en los setenta, se habló del sistema
sexo/género como el conjunto de arreglos mediante el cual la cruda ma-
teria del sexo y la procreación era moldeada por la intervención social
y por la simbolización (Rubin, 1975). Después, en los ochenta, se defi-
nió al género como una pauta clara de expectativas y creencias sociales
que troquela la organización de la vida colectiva y que produce la des-
igualdad respecto de la forma en que las personas valoran y responden
a las acciones de los hombres y las mujeres. Esta pauta hace que mu-
jeres y hombres sean los soportes de un sistema de reglamentaciones,
prohibiciones y opresiones recíprocas, marcadas y sancionadas por el
orden simbólico. Al sostenimiento de tal orden simbólico contribuyen
por igual mujeres y hombres, reproduciéndose y reproduciéndolo, con
papeles, tareas y prácticas que cambian según el lugar o el tiempo. Y,
aunque en los noventa se asume que lo que son los seres humanos es el
resultado de una producción histórica y cultural, hay un borramiento
de lo que implica la sexuación. Si mujeres y hombres no son un reflejo
de la realidad “natural”, ¿cuál es la naturaleza de la diferencia sexual? El
hecho de valorar que el sujeto no existe previamente a las operaciones de
la estructura social, sino que es producido por las representaciones sim-
bólicas dentro de formaciones sociales determinadas tiene como conse-
cuencia un olvido de la materialidad de los cuerpos. No obstante, el ser
humano no es neutro, es un ser sexuado. Y a pesar de que se distinguen
las variadas y cambiantes formas de la simbolización, persiste una duda:

142
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

¿las prácticas son producto únicamente del proceso de simbolización o


tal vez ciertas diferencias biológicas condicionan algunas de ellas?
A estas reflexiones, que se fueron afinando conforme avanzaron la
teoría y la investigación, se sumó la oleada de debates que suscitó la for-
mulación de Judith Butler (1990) sobre el género como performance. Ella
definió al género como el efecto de un conjunto de prácticas regulatorias
complementarias que buscan ajustar las identidades humanas al mode-
lo dualista hegemónico. En la forma de pensarse, en la construcción de
su propia imagen, de su autoconcepción, los seres humanos utilizan los
elementos y categorías hegemónicos de su cultura. Aunque Butler parte
de que el género es central en el proceso de adquisición de la identidad y
de estructuración de la subjetividad, pone el énfasis en la performativi-
dad del género, o sea, en su capacidad para abrirse a resignificaciones e
intervenciones personales.
En Gender Trouble (traducido como El género en disputa) Butler analizó
la realidad social, concebida en “clave de género”, y mostró la forma en
que opera la normatividad heterosexista en el orden representacional.
Pero la vulnerabilidad de su análisis radicó en que no daba cuenta de
la manera compleja en que se simboliza la diferencia sexual.5 Con la es-
tructura psíquica y mediante el lenguaje, los seres humanos simbolizan
la asimetría biológica. El entramado de la simbolización se hace toman-
do como base lo anatómico, pero parte de la simbolización se estructura
en el inconsciente. Al concebir el género como performance, ¿dónde que-
daba el papel de la estructuración psíquica?
Butler es criticada por varias antropólogas, entre las cuales destaca la
británica Henrietta L. Moore, quien, con varios ensayos y libros sobre el
género en su haber (1988, 1994a, 1994b), cuestiona la interpretación sobre
la performatividad del género de Butler y se deslinda de lo que califica
una actitud voluntarista sobre el género. A partir del supuesto de Butler
de que como el género se hace culturalmente, entonces se puede desha-
cer, se alienta también la suposición de que si el sexo es una construcción
cultural entonces se puede deconstruir. Al describir la imposición de

5. Contrasta la formulación de Butler con la de Pierre Bourdieu (1991) sobre el habitus y el uso que él le da
al concepto de reproducción.

143
Marta Lamas

un modelo hegemónico de relaciones estructuradas dualmente, Butler


postula la flexibilidad de la orientación sexual y legitima sus variadas
prácticas. Pero justo por el inconsciente es que, aunque las prácticas re-
gulatorias imponen el modelo heterosexual de relación sexual, existen
la homosexualidad y otras variaciones queer. Estas muestran la fuerza de
la simbolización inconsciente y las dificultades psíquicas para aceptar el
mandato cultural heterosexista.
La formulación del género como performance tiene éxito entre mu-
chas teóricas e investigadoras estadounidenses, pero del otro lado del
Atlántico no logra el mismo efecto. Por la rica tradición hermeneútica
que la teoría psicoanalítica tiene en Europa, el trabajo de Butler no im-
pacta igual en la academia.6 La crítica central hacia Butler es que, al re-
ducir la diferencia sexual a una construcción de prácticas discursivas
y performativas, niega implícitamente su calidad estructurante. Butler
se ve obligada a explicar con más detalle su postura y lo hace en un
segundo libro, que no tiene tanto éxito, al que titula Bodies that matter
(1993) –Cuerpos que importan–. La influencia de esta investigadora es muy
amplia, como se comprueba en la cantidad de trabajos que retoman el
sentido performativo del género. Además, Butler ha ido enriqueciendo y
transformando sus concepciones. En un libro posterior, Undoing Gender
(2004) –Deshaciendo el género– donde se centra en las prácticas sexuales
y los procesos de cambio de identidad, define al género como “una in-
cesante actividad realizada, en parte, sin que una misma sepa y sin la
voluntad de una misma” (2004, p. 1).
Sin duda, la conceptualización de género se enriquece con los deba-
tes acerca de su carácter performativo. Pero en el campo de la antropolo-
gía prevalece la vieja tradición de interpretar la cultura como un sistema
de símbolos. La lingüística plantea cuestiones fundamentales e influye
en los estudios de género, que empiezan a trabajar sobre las metáforas
de la diferencia sexual y cómo estas producen un universo de represen-
taciones y categorías. Al tomar el lenguaje como un elemento fundante

6. Aunque son varios los elementos que dificultan la aceptación de la formulación de Butler, uno fun-
damental es el estatuto del psicoanálisis entre las ciencias sociales en Europa. La utilización de la teoría
psicoanalítica entre las científicas sociales francesas se extiende también a las británicas, y un nutrido
número de antropólogas tiene formación lacaniana.

144
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

de la matriz cultural, o sea, de la estructura madre de significaciones en


virtud de la cual las experiencias humanas se vuelven inteligibles, se ve
que lo “femenino” y lo “masculino” están previamente presentes en el
lenguaje. Y no obstante, el género se sigue definiendo como la simbo-
lización de la diferencia sexual, simbolización que distingue lo que es
“propio” de los hombres (lo masculino) y lo que es “propio” de las muje-
res (lo femenino), se admite ya que los seres humanos nacen en una so-
ciedad que tiene un discurso previo sobre los hombres y las mujeres, que
los hace ocupar cierto lugar social. Paulatinamente se entiende la “pers-
pectiva de género” como la visión que distingue no solo la sexuación del
sujeto que habla sino también si lo hace con un discurso femenino o
con uno masculino. Así, se abre el panorama a otras complejidades, por
ejemplo, ¿a qué género pertenece una mujer con un discurso masculino?
¿qué lugar ocupa ella socialmente? ¿el de un hombre?
Aunque nadie duda a estas alturas de que el género, por definición,
es una construcción cultural e histórica, es evidente que se ha vuelto
un concepto problemático no solo por la dificultad para comprender la
complejidad a la que alude sino también por el hecho generalizado y la-
mentable de su cosificación. De forma gradual, género se ha vuelto un
sociologismo que cosifica las relaciones sociales, consideradas como sus
productoras, pues falla al explicar cómo los términos “masculino” y “fe-
menino” están presentes en el lenguaje antes que cualquier formación
social. Aparte de la reificación que ha sufrido el concepto de género, tam-
bién se ha convertido en un fetiche académico.7 Más que nunca es nece-
sario desmitificar, y continuar con la labor de introducir precisiones.

7. El acto de tratar algo como si fuera un fetiche quiere decir, figurativamente, “admiración exagerada
e irracional” (Moliner, 1983) y “veneración excesiva” (Real Academia Española, 2014). Una consecuencia
de la fetichización es la exclusión de lo que no se parezca al fetiche. Tal es el caso de Gender, el libro
de Iván Illich publicado en 1982 y traducido al castellano como El género vernáculo (1990). Al revisar la
bibliografía de los estudios sobre género en diversas disciplinas –antropología, sociología, historia– es
notable la ausencia de referencias al libro de Illich. ¿Por qué? Illich contravino la tendencia de “olvidar”
la diferencia sexual. Aunque no logró formular con claridad sus certeras intuiciones relativas a la calidad
irreductible y fundante de la diferencia sexual, su mirada heterodoxa provocó la animadversión de la
academia feminista estadounidense, lo cual le significó quedar excluido del circuito más poderoso sobre
género. Esto es una muestra de lo que Bourdieu y Wacquant (2001) han denominado las “argucias de la
razón imperialista”, que funcionan, por ejemplo, por la vía de la imposición de agendas de investigación
–¡y bibliografías!– promovidas desde la doxa estadounidense mediante sus universidades y fundaciones.

145
Marta Lamas

Una de las aportaciones más útiles en el campo antropológico es la


de Alice Schlegel (1990), quien se esfuerza por clarificar el significado de
género, y despliega su análisis tomándolo como un constructo cultural
que no incide en las prácticas reales de los hombres y las mujeres. Ella
distingue entre el significado general de género (general gender meaning)
–lo que mujeres y hombres son en un sentido general– y el significa-
do específico de género (specific gender meaning) –lo que define al género
de acuerdo con una ubicación particular en la estructura social o en un
campo de acción determinado. Asimismo, descubre que a veces el sig-
nificado específico de género en una instancia determinada se aleja del
significado general, e incluso varios significados específicos contradi-
cen a este último.8
La investigadora sostiene que es posible aclarar mucha de la confu-
sión entre los significados si se considera el contexto. Mujeres y hom-
bres, como categorías simbólicas, no están aislados de las demás cate-
gorías que componen el sistema simbólico de una sociedad: el contexto
de la ideología particular es la ideología total de la cultura. Pero también
el contexto de los significados específicos de género son las situaciones
concretas donde se dan las relaciones entre mujeres y hombres. El sig-
nificado que se le atribuye al género tiene más que ver con la realidad
social que con la forma en que dichos significados encajan con otros sig-
nificados simbólicos. Por eso en la práctica se dan contradicciones.
Schlegel usa su investigación con los hopi de Estados Unidos como
ejemplo, y señala que en muchas etnografías se alude a los significados
generales, que se desprenden de los rituales, los mitos, la literatura, pero
no se analizan los significados específicos, los cuales varían inmensa-
mente, pues están cruzados por cuestiones de rango y jerarquía y las
actitudes particulares de un sexo hacia el otro pueden discrepar del sen-
tido general. Desde el significado general de género hay una forma en
que se percibe, se evalúa y se espera que se comporten las mujeres y los
hombres, pero desde el significado específico se encuentran variaciones
múltiples de cómo lo hacen. Schlegel indica que todas las sociedades han

8. Goldsmith encuentra como un antecedente fundamental a esta precisión entre significado general y
específico el debate entre Leacock y Nash sobre ideología y prácticas (Leacock, 1981, pp. 242-263).

146
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

llegado a una gran variabilidad en la práctica, en el significado específi-


co, y que esto a veces se opone al significado general. Además, las con-
tradicciones aparentes en los mandatos sobre la masculinidad y la femi-
nidad remiten al hecho de que si bien los seres humanos son una especie
con dos sexos, las parejas de sexos cruzados pueden ser no solo marido
y mujer sino de varios tipos: padre e hija, abuela y nieto, hermano y her-
mana, tía y sobrino, etc.9 Estas diferencias introducen elementos jerár-
quicos debidos a la edad o al parentesco que invierten o modifican los
significados generales de género. Por eso, el primer paso en un análisis
del género debería ser la definición de los significados generales y los es-
pecíficos, para luego explorar cómo surgen esos significados generales
y cómo los específicos toman formas que resultan contradictorias con el
significado general.
Para Schlegel queda claro que las categorías por medio de las cuales
los sistemas de sexo/género hacen aparecer como natural (naturalizan)
la diferencia sexual son siempre construcciones ideales, y que las vidas
concretas de los individuos, las experiencias de sus cuerpos y sus identi-
dades, rebasan ese dualismo. Esto va muy en la línea de lo que señala la
psicoanalista Virginia Goldner (1991), en el sentido de afirmar que existe
una paradoja epistemológica respecto del género: esto es, que el género
es una verdad falsa pues, por un lado, la oposición binaria masculino-fe-
menino es supraordenada, estructural, fundante y trasciende cualquier
relación concreta; así masculino-femenino, como formas reificadas de
la diferencia sexual, son una verdad. Pero, por otro lado, esta verdad es
falsa en la medida en que las variaciones concretas de las vidas humanas
rebasan cualquier marco binario de género y existen multitud de casos
que no se ajustan a la definición dual.
Cuando se introducen este tipo de matices y precisiones se erosiona
la idea del sistema de género como primordial, transhistórica y esen-
cialmente inmutable y se va perfilando una nueva comprensión de la
maleabilidad del género, que tiene más que ver con la realidad social
que con la forma cómo los enunciados formales sobre lo “masculino” o

9. Anne Fausto Sterling (1992; 1993) insiste en que hablar de dos sexos no es preciso, pues no incluye a los
hermafroditas y a los intersexos con carga masculina y femenina (merms y ferms). Sin embargo, en la ma-
yoría de las sociedades la ceguera cultural ante estas variaciones hace que se reconozcan solo dos sexos.

147
Marta Lamas

lo “femenino” encajan con otros significados simbólicos.10 También se


empieza a entender lo que dijo otra antropóloga, Muriel Dimen (1991):
que el género a veces es algo central, pero otras veces es algo marginal;
a veces es algo definitivo, otras algo contingente. Y así, al relativizar el
papel del género, se tienen más elementos para desechar la línea inter-
pretativa que une, casi como un axioma cultural, a los hombres a la do-
minación y a las mujeres a la subordinación.
A pesar de estos innegables avances, a finales de los noventa persiste
una duda. Aunque se acepta que el orden simbólico es el que establece
la valoración diferencial de los sexos para el ser parlante, ¿es posible dis-
tinguir qué corresponde al género y qué al sexo? La duda está presente
en otros interrogantes. Si el sexo también es una construcción cultural,
¿en qué se diferencia del género? ¿No se estará nombrando de manera
distinta a lo mismo? ¿Cómo desactivar el poder simbólico de la diferen-
cia sexual, que produce tanta confusión e inestabilidad de las categorías
de sexo y género?
La cuestión es difícil en sí misma, y lo fue más para muchas de las
antropólogas feministas por su constructivismo social mal entendido.
El constructivismo social parte de una postura antiesencialista, que le
otorga mucha importancia a la historia y a los procesos de cambio. Pero,
aunque el constructivismo social “no necesita negar el mundo material
o las exigencias de la biología” (Di Leonardo en Horigan, 1991, p. 30),
muchas antropólogas habían evitado entrar al debate sobre las impli-
caciones y las consecuencias de la sexuación, el cual persistía entre los
antropólogos evolucionistas.11 Con todo, llega un momento en que no se
puede postergar más el abordaje de las consecuencias de la diferencia-
ción sexual del cuerpo.
Además, el tema está muy cargado políticamente, pues la diferen-
cia de los sexos en la procreación ha sido utilizada para postular su

10. Con referencia a lo inmutable, Bourdieu dice que lo que aparece como eterno solo es un producto de
un trabajo de eternización que incumbe a unas instituciones (interconectadas) tales como la Familia, la
Iglesia, el Estado, la Escuela (2000, p. 8). El trabajo de eternizar es similar al de naturalizar: hace que algo
construido a lo largo de la historia por seres humanos se vea como “eterno” o “natural”.
11. Goldsmith señala que muchas de las antropólogas feministas de los setenta eran neoevolucionistas,
alumnas de Service y Sahlins, y que también había antropólogas físicas, como Leila Leibowitz y Jane
Lancaster, que trataban de comprender la relación con lo biológico.

148
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

complementariedad “natural”. Mediante el proceso de simbolización se


ha extrapolado la complementariedad reproductiva al ámbito social y
político. Simbólicamente se ha visto a los dos cuerpos como entes com-
plementarios. Así, tomando como punto de partida la complementarie-
dad reproductiva, se han definido los papeles sociales y los sentimientos
de mujeres y hombres también como complementarios.
Es evidente que la primera división sexual del trabajo estableció, hace
miles de años, una diferenciación entre los ámbitos femenino y mascu-
lino. Pero el desarrollo humano posterior ha modificado de manera sus-
tancial las condiciones de esa primera división, que quedó simbolizada
en la separación del ámbito privado y el público. Es obvio que los dos
cuerpos se requerían mutuamente para la continuidad de la especie. No
obstante, hay suficientes evidencias de que mujeres y hombres no son
ineludiblemente complementarios en las demás áreas. Interpretar la
complementariedad reproductiva como potente certeza manifiesta de
una total complementariedad es erróneo y peligroso. Ese tipo de pensa-
miento llevó a considerar que las mujeres deben estar en lo privado y los
hombres en lo público, lo cual ha significado formas conocidas de exclu-
sión y discriminación de las mujeres. Pero las diferencias anatómicas no
son expresión de diferencias más profundas; son solo eso, diferencias
biológicas. Para tener claridad, es necesario historizar el proceso de la
división sexual del trabajo, y deconstruir las resignificaciones que las
sociedades le han ido dando a la procreación.
El impacto que provocan el embarazo y el parto en los seres humanos
se expresa de diversas maneras. Una de ellas, la perplejidad ontológi-
ca ante la diferencia procreativa, ha derivado en una mistificación de
la heterosexualidad: el heterosexismo imperante. Esta mistificación es
la base ideológica de la homofobia. Hay que distinguir lo que signifi-
ca la reproducción de la sexualidad. Pensar que la sexualidad humana
también requiere complementariedad es un error interpretativo. La dis-
tinta función reproductiva de mujeres y hombres no determina los de-
seos eróticos, ni los sentimientos amorosos. Además de insistir en esta
puntualización, ¿qué hacer ante la persistente recurrencia en darle a la
biología más peso para explicar las cuestiones de la naturaleza humana?
Es indudable que con el actual abismo entre las disciplinas biológicas y

149
Marta Lamas

las sociales se dificulta situar con claridad qué implicaciones ha tenido


la anatomía sexuada de los seres humanos en la producción de ciertos
procesos culturales.12
En las condiciones sociales de producción de la cultura, la sexuación
ha jugado un papel fundamental que ha ido cambiando históricamente,
y también el proceso de procreación humana se ha ido transformando.
En fechas recientes, un fenómeno mundial ha hecho imperiosa la ne-
cesidad de una reflexión más elaborada sobre la relación entre biología
y cultura: el desarrollo de las nuevas tecnologías reproductivas. Estas
inéditas formas de procrear, que constituyen un ejemplo paradigmáti-
co de la capacidad humana para rebasar las limitaciones de la biología
e imponer la cultura, han venido a cimbrar los supuestos consagrados
de la ideología occidental respecto del parentesco. Como señala María
Eugenia Olavarría (2002), es notorio el resurgimiento inesperado de los
estudios de parentesco a partir de 1990, pues los cambios en la medicina
reproductiva afectan la forma de pensar la filiación y la descendencia.13
Y es evidente que los cambios en la forma de conceptualizar las relacio-
nes de parentesco modifican otras ideas sobre las relaciones entre los
seres humanos. El avance científico provoca debates relativos al paren-
tesco, que al ser un eje básico de reflexión acerca de la simbolización, es
un tema de interés primordial para la antropología.
En Gran Bretaña y Francia, la discusión pública involucra a figuras
conocidas de la antropología. En Inglaterra, Marilyn Strathern (1992)
analiza el discurso público sobre la reproducción asistida y le contrapo-
ne su experiencia antropológica en Melanesia; retoma la polémica sobre
naturaleza y cultura para revisar la creación de nuevos conceptos cultu-
rales en nuestra sociedad, y muestra las conexiones que hay entre lo que
se piensa como artificial y lo que se considera natural. También reflexio-
na respecto de la capacidad de la cultura de elaborar nuevos significados

12. Conozco tres ensayos antropológicos que van en esa dirección: el de Roger Larsen (1979), el de Barba-
ra Diane Miller (1993) y el de Marvin Harris (1993).
13. Un tema candente sobre el cual ya se ha legislado en varios países de Europa y también en Estados
Unidos es el de quién es la madre cuando una mujer dona un óvulo, otra se deja implantar el embrión y
lleva a término el embarazo, y una tercera adopta a la criatura. La definición biológica clásica ya no opera
en esta novísima circunstancia, y en cambio el papel de la cultura es definitivo.

150
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

a partir de ideas, pero también sobre cómo, para la creación de nuevos


conceptos, recurrimos a la imaginería a nuestro alcance. Los cambios
tecnológicos transforman la manera de pensar el parentesco y las nue-
vas tecnologías reproductivas propician un debate público concernien-
te a la procreación humana. El trabajo de Strathern desarrolla una re-
flexión sobre las líneas del pensamiento cultural.
En Francia, Francoise Héritier (1996) dice que, por la demanda de su
expertise en asuntos de parentesco en el campo de las nuevas técnicas de
procreación, se vio confrontada a la posición masculino/femenino y eso
la condujo a reflexionar en “sectores recónditos del imaginario humano,
sobre todo en relación con el cuerpo y los fluidos que segrega” (Héritier,
1996, p. 7). A ella le interesa la construcción social del género, por un lado,
“como artefacto de orden general fundado en el reparto sexual de tareas,
el cual, con la prohibición del incesto/obligación exogámica, y con la ins-
tauración de una forma reconocida de unión, constituye uno de los tres
pilares de la familia y de la sociedad” y, por otro, “como artefacto de or-
den particular resultante de una serie de manipulaciones simbólicas y
concretas que afectan a los individuos” (Héritier, 1996, p. 20).
Para Héritier, la observación de la diferencia está en el fundamento de
todo pensamiento, tanto tradicional como científico. Ella se sitúa en un
nivel muy general de análisis de las relaciones de sexo mediante sistemas
de representación, sin participar en el debate conceptual en torno a las
categorías de sexo o género. Además, evita registrar y enumerar las varia-
ciones y los grados de la diferencia y de las jerarquías sociales estableci-
das entre los sexos en todas las partes del mundo para, en su lugar, tratar
de comprender las razones de dicha clasificación desde el punto de vista
antropológico. Discípula de Lévi-Strauss, Héritier se propone “desbrozar,
en los conjuntos de representaciones propios de cada sociedad, elemen-
tos in-variables cuya disposición, aunque tome formas diversas según los
grupos humanos, se traduce siempre en una desigualdad considerada
como algo natural, que cae por su propio peso” (Héritier, 1996, p. 7). Su in-
dagación la lleva a formular la tesis de la valencia diferencial de los sexos,
que ella remite, indefectiblemente, a la diferencia sexual.
Así, para finales del siglo XX e inicios del XXI, la biología vuelve a
cobrar presencia en las reflexiones feministas acerca de las relaciones

151
Marta Lamas

sociales. Pensar la compleja relación biología/cultura requiere, no solo


contar con análisis serios del peso de la sexuación en las prácticas de
mujeres y hombres, sino también entender que la desigualdad social y
política entre los sexos es un producto humano, que tiene menos que
ver con los recursos y las habilidades de los individuos que con las creen-
cias que guían la manera en la cual la gente actúa y conforma su com-
prensión del mundo. Pero ¿es posible vincular ciertos aspectos de la
desigualdad social con la asimetría sexual? Como existen pautas que se
repiten, no hay que centrarse únicamente en las formas locales y espe-
cíficas de relación social, sino que hay que atreverse a explorar lo bioló-
gico. Resulta paradójico que, a pesar de los avances teóricos, persista la
dificultad para reconocer que el lugar de las mujeres y de los hombres
en la vida social humana no es un producto solo del significado que sus
actividades adquieren a través de interacciones sociales concretas, sino
también de lo que son biológicamente. Por eso, aunque en la vida social
humana la biología más que una causa de la desigualdad es una excusa,
resulta cada vez más crucial dar cuenta de la interacción con lo biológi-
co. De ahí la importancia de construir puentes entre las ciencias sociales
y las naturales.14
En el sentido de reconocer los vínculos con la biología, destaca el
trabajo de Henrietta Moore. En 1999 publica un agudo ensayo titu-
lado “Whatever happened to Women and Men? Gender and other Crises in
Anthropology” (¿Qué rayos pasó con las mujeres y los hombres? El género
y otras crisis en la antropología), en donde examina las limitaciones teó-
ricas del discurso antropológico al hablar de género, sexo y sexualidad, y
contrasta transculturalmente la historia del pensamiento antropológico
con relación a las variadas conceptualizaciones de la persona y del self
(el yo propio). Su abordaje se nutre de las teorías postestructuralista y
psicoanalítica. También registra un cambio en la conceptualización de
género: “de ser una elaboración cultural del sexo ahora se convierte en
el origen discursivo del sexo” (Moore, 1999, p. 155). Desde su compren-
sión del psicoanálisis, Moore critica que se intente reducir la diferencia

14. Esa fue una de las intenciones del Coloquio El hecho femenino.¿Qué es ser mujer?, del cual se publica-
ron las ponencias en un libro coordinado por Evelyne Sullerot (1979). Además, hay interesantes caminos
abiertos desde la psicología evolutiva, como los trabajos de Wright (1994) y Browne (2002).

152
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

sexual a un constructo de prácticas discursivas variables históricamente


y que se rechace la idea de que hay algo invariable en la diferencia sexual.
De este modo, recorre los términos del debate sexo/género que se dan
en torno al clásico interrogante de qué es lo determinante, la naturaleza
o la cultura, en distintas formas: esencialismo versus constructivismo, o
sustancia versus significación. Moore recuerda que Freud fue de los pri-
meros en señalar las limitaciones de este tipo de formulación al plantear
que ni la anatomía ni las convenciones sociales podían dar cuenta por
sí solas de la existencia del sexo. Asimismo sostiene que Lacan fue más
lejos al decir que la sexuación no es un fenómeno biológico, porque para
asumir una posición sexuada hay que pasar por el lenguaje y la repre-
sentación: la diferencia sexual se produce en el ámbito de lo simbólico.15
Moore dice que aunque es obvio que sexo y género no son lo mismo,
no hay que tratar de definir de modo tajante la frontera entre ellos. Las
fronteras se mueven: los seres humanos son capaces de variar sus prácti-
cas, de jugar con sus identidades, de resistir a las imposiciones culturales
hegemónicas. Pese a ello, no hay que confundir la inestabilidad de las
categorías sexo y género con el borramiento (o desaparición) de los hom-
bres y las mujeres, tal como los conocemos, física, simbólica y socialmen-
te. La investigadora señala que la sexuación de los cuerpos no se podrá
comprender si se piensa que el sexo es una construcción social. Su dilema
intelectual pasa por la posibilidad de reconciliar las teorías que aceptan al
inconsciente con las de la elección voluntarista, las estructuras no cam-
biantes de la diferencia lingüística con la actitud discursiva performati-
va, el registro de lo simbólico con el del social. De ahí que ella plantee la
necesidad de desarrollar una perspectiva interpretativa que reconozca la
compleja relación entre el materialismo y el constructivismo social.16
Las antropólogas feministas que intentamos trabajar con el concepto
de género tenemos que retomar el planteamiento de Moore y, además de
abordar la tarea de reconciliar teorías y reconocer complejas relaciones,
asumir lo que señaló Rosaldo (1980) hace un cuarto de siglo: lo crucial es

15. De ahí que, pese a que los seres humanos se reparten básicamente en dos cuerpos, exista una variedad
de combinaciones entre identidades y orientaciones sexuales.
16. En eso coincide con Bourdieu, que exhorta a lo largo de su obra a escapar a las desastrosas alternati-
vas (como la que se establece entre lo material y lo ideal) que no dan cuenta de esta compleja articulación.

153
Marta Lamas

hacer buenas preguntas. ¿Hoy cuáles serían estas? No pretendo cono-


cerlas todas, pero sí tengo una fundamental: si la diferencia sexual no
es únicamente una construcción social, si es lo que podríamos llamar
sexo/substancia y, al mismo tiempo, sexo/significación ¿hay o no una
relación contingente entre cuerpo de hombre y masculinidad y cuerpo
de mujer y feminidad? Despejar esta incógnita es imprescindible para
esclarecer qué supone la disimetría biológica entre los machos y las
hembras de la especie. Lo masculino y lo femenino ¿son transcripcio-
nes arbitrarias en una conciencia neutra o indiferente? Es indudable
que el hecho de que el cuerpo de mujer o el cuerpo de hombre tengan un
valor social previo ejerce un efecto en la conciencia de las mujeres y los
hombres. Pero, aunque se reconozca el peso de la historia y la cultura,
¿hasta dónde gran parte de la significación del género tiene raíces en la
biología? Estos interrogantes remiten a una duda que tiene un aspec-
to político: si tanto la feminidad como la masculinidad (en el sentido
de género) son más que mera socialización y condicionamiento, si son
algo más que una categoría discursiva sin referente material, o sea, si
tienen que ver con la biología, ¿se podrá eliminar la desigualdad social
de los sexos? El dilema político resuena en la teoría: ¿cómo aceptar a la
diferencia sexual como algo fundante, sin que quede fuera de la histo-
ria ni sea resistente al cambio?
Marcadas por su sexuación y por una serie de elementos que van
desde las circunstancias económicas, culturales y políticas hasta un de-
sarrollo particular de su vida psíquica, las personas ocupan posiciones
diferenciadas en el orden cultural y político. El desciframiento de su
determinación situacional y relacional como seres humanos exige no
solo una mayor investigación sino una mejor teorización de la comple-
ja articulación entre lo cultural, lo biológico y lo psíquico. Dicha teori-
zación requiere de conceptos que abarquen ambas dimensiones, entre
los cuales se encuentra el de habitus (Bourdieu, 1991), que es al mismo
tiempo un producto (el entramado cultural) y un principio generador
de disposiciones y prácticas. Con el habitus se comprende que las prác-
ticas humanas no son solo estrategias de reproducción determinadas
por las condiciones sociales de producción, sino también son produ-
cidas por las subjetividades. Otro concepto relevante es embodiment,

154
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

que transmite la idea de la presencia concreta del cuerpo y su subjeti-


vidad sensorial.17 Más determinante que el tema de la corporalidad de
la diferencia, en el sentido de la diferencia anatómica entre mujeres y
hombres, es el proceso de encarnación (de embodiment) en el cuerpo de
las prescripciones culturales. Los conceptos de embodiment y de habitus
resultan de gran utilidad para el análisis de los sistemas de género, es
decir, de las formas en que las sociedades organizan culturalmente la
clasificación de los seres humanos.
No se puede concebir a las personas solo como construcciones so-
ciales ni solo como anatomías18. Ambas visiones reduccionistas son
inoperantes para explorar la articulación de lo que se juega en cada
dimensión: carne (hormonas, procesos bioquímicos), mente (cultura,
prescripciones sociales, tradiciones) e inconsciente (deseos, pulsiones,
identificaciones). El cuerpo es más que la “envoltura” del sujeto; es men-
te, carne e inconsciente, y es simbolizado en los dos ámbitos: el psíquico
y el social. La representación inconsciente del cuerpo necesariamente
pasa por la representación imaginaria y la simbólica. Pero, aunque el
cuerpo es la bisagra entre lo psíquico y lo social, esencializar su duplici-
dad biológica puede hacer resbalar hacia equívocos inquietantes, como
creer, por ejemplo, que por el hecho de la sexuación el pensamiento de
hombres y mujeres es diferente. De ahí que la apuesta sea, por lo tanto,
doble: reconocer la diferencia sexual al mismo tiempo que se la despoja
de sus connotaciones deterministas.
Entre las cuestiones más apremiantes está lograr que, en el campo
antropológico, se asuma una actitud desmitificadora con la sexuación,
pero que a la vez se valore su centralidad para la vida psíquica. Quienes se
interesan por la investigación y reflexión sobre el género deben advertir
la estrecha articulación que tiene la diferencia sexual con la dimensión
psíquica, y los procesos de identificación que desata. Las relaciones de
género son las más íntimas de las relaciones sociales en las que estamos

17. Véase la compilación de Csordas (1994), en especial su introducción, donde plantea al cuerpo como
representación y como forma de ser en el mundo; y la compilación de ensayos teóricos editada por Weiss
y Haber (1999).
18. Roger Larsen señala: “El comportamiento no es ni innato, ni adquirido, sino ambas cosas al mismo
tiempo” (1979, p. 352).

155
Marta Lamas

entrelazados, y mucha de la construcción del género se encuentra en la


esfera de la subjetividad. Hay que recordar constantemente que el de-
sarrollo de los procesos relacionales incluye una parte inconsciente de
nuestras creencias sobre la diferencia sexual.
No obstante que el psicoanálisis definió al yo como un constructo
relacional, en la actualidad también es entendido como un efecto de la
construcción social del género. O sea, la simbolización de la diferencia
sexual es un proceso que estructura las subjetividades. En ese sentido,
el análisis de la construcción cultural de las subjetividades es uno de los
grandes desafíos de la antropología hoy. Henrietta Moore señala que,
en cierto sentido, es “la continuación de debates antiguos sobre la rela-
ción estructura/capacidad de acción (agency)” (Moore, 1999). Esto es de
suma importancia para la toma de conciencia que con frecuencia ocurre
durante el trabajo de campo y que impulsa la capacidad de agency de los
sujetos que estudiamos y con quienes nos relacionamos. Así, la antro-
pología habrá de ampliar su vía reflexiva para explorar el impacto del
género en algunos procesos identificatorios.
Por todo lo anterior, y aunque hoy por hoy no se han podido elimi-
nar los usos indebidos y las acepciones ambiguas del concepto género,
insisto en lo fundamental que es tener una verdadera perspectiva de
género en el campo de la antropología. Algunas personas, hartas de la
confusión definitoria, han renunciado a usar esa categoría y desprecian
dicha perspectiva interpretativa. Joan W. Scott, una historiadora esta-
dounidense y autora de uno de los ensayos más importantes sobre el
género (1986) hizo, en un trabajo posterior, un lúcido señalamiento: hay
que leer esta confusión, mezcla e identificación que se sigue haciendo
entre sexo y género como un síntoma de ciertos problemas recurrentes
(1999, p. 200). Tal vez podríamos tomar como este tipo de síntoma un
problema que Bourdieu denuncia: “la deshistorización y la eternización
relativas de las estructuras de la división sexual y de los principios de
división correspondientes” (2000, p. 8). Bourdieu propone detectar “los
mecanismos históricos responsables” de estos procesos perversos, para
“reinsertar en la historia, y devolver, por tanto, a la acción histórica la
relación entre los sexos que la visión naturalista y esencialista les niega”
(Bourdieu 2000, p. 8).

156
Complejidad y claridad en torno al concepto “género”

Concluyo convencida de que, si se pretende explorar o reflexionar so-


bre el género, es necesario afinar el análisis asumiendo la complejidad.
Esto implica, entre otras cosas, tener presente las tres dimensiones del
cuerpo. Muchos errores en la utilización conceptual de género tienen
que ver con esquivar las referencias a la sexuación. No se debe evitar el
aspecto biológico, de la misma manera que no se lo puede privilegiar,
repitiendo explicaciones que se centran únicamente en los procesos
biológicos del cuerpo. Aunque por el momento no existan claras formu-
laciones que permitan comprender mejor nuestro intrincado objeto de
estudio, es importante abrirse a la complejidad en cuestiones teóricas y
conceptuales. Por ello, creo que viene al caso recordar lo que un escritor
español, José María Guelbenzu (2003), señaló respecto a la claridad y la
complejidad. Dijo, respecto de la literatura, que cuánto más se perfilan y
decantan los elementos de una historia, más compleja se vuelve la narra-
ción y –paradoja aparente– más se aclaran las situaciones. Complejidad
y claridad no son términos antagónicos; lo complejo es lo que permite al
lector disponer de claridad a la hora de tomar posiciones ante los perso-
najes a cuyo drama asiste.
Sólo asumiendo la complejidad de la simbolización de la diferencia
sexual se podrá tener claridad para analizar las múltiples dimensiones
de las relaciones entre los sexos. La teoría, además de ser necesaria para
facilitar el indispensable cambio de paradigmas sobre la condición hu-
mana, también lo es para frenar las prácticas discriminatorias que tra-
ducen diferencia por desigualdad. Al ver cómo los estragos reduccionis-
tas de la interpretación dualista del género reverberan en las propuestas
políticas feministas se comprueba la urgencia de aclarar estas cuestio-
nes. Si alentar la capacidad de acción consciente (agency) es un objetivo
del feminismo, una responsabilidad de las antropólogas comprometi-
das con esa causa es facilitar las herramientas reflexivas que movilicen
la potencial conciencia de su clientela política. La acción colectiva se nu-
tre, también, de las luces del conocimiento. Por eso, justamente, es que
la teoría no es un lujo sino una necesidad.

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Marta Lamas

Bibliografía
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163
Feminismo y americanización
La hegemonía académica de gender*

¿Es gender lo mismo que género?

Según Bolívar Echeverría, “la americanización de la modernidad duran-


te el siglo XX es un fenómeno general: no hay un solo rasgo de la vida
civilizada de ese siglo que no presente de una manera u otra una sobre-
determinación en la que el ‘americanismo’ o la identidad ‘americana’ no
haya puesto su marca” (2007). En estas páginas exploro tal afirmación en
el campo feminista y planteo que la “americanización” del feminismo se
expresa, de manera fundamental, en la forma en que el concepto gender
(género) se ha constituido en “la” explicación sobre la desigualdad en-
tre los sexos, borrando cualquier referencia a la diferencia sexual. Dicha
americanización dificulta explorar el dato de la sexuación del cuerpo
para analizar los procesos que ocurren entre las mujeres y los hombres,
pues todo lo que pasa entre ellos se adjudica al género.
La americanización arranca desde una cuestión básica: en castellano
“género” no quiere decir lo mismo que gender en inglés. En español, “gé-
nero” es un término más amplio: se refiere a la clase, especie o tipo a la
que pertenecen las cosas, a un grupo taxonómico, a los artículos o mer-
cancías que son objeto de comercio e incluso a las telas. En inglés, gender
tiene una acepción restringida, que apunta directamente a los sexos.

* Extraído de Lamas, Marta (2008). Feminismo y americanización. La hegemonía académica de gender.


En Bolívar Echeverría (comp.), La americanización de la modernidad. México: Era.

165
Marta Lamas

Decir en inglés “vamos a estudiar el gender” lleva implícito que se trata de


algo relacionado con la diferencia sexual; decir lo mismo en castellano
resulta confuso e impreciso para las personas no iniciadas; ¿qué género
se trata de estudiar: un estilo literario, un musical, una tela?1 En nuestra
lengua, la connotación de género como cuestión relativa a la construc-
ción de lo masculino y lo femenino solo se entiende en función del géne-
ro gramatical, y únicamente quienes están en antecedentes del debate
teórico en las ciencias sociales comprenden la categoría “género” como
la simbolización o construcción cultural que alude a la diferencia sexual
y la relación entre los sexos.
Además, el que en castellano los hombres y las mujeres sean nom-
brados como género masculino y género femenino provoca confusión
cuando se habla de género. Encima de todo, como el feminismo puso
de moda el concepto de género, es fácil caer en el error de que hablar de
género o de perspectiva de género es referirse a las mujeres o a la pers-
pectiva del sexo femenino. De hecho, en la actualidad gran cantidad de
personas, al hablar de género se refieren nada menos que a las mujeres.
En muchas ocasiones se sustituye mujeres por género. La utilización
del término “género” aparece también como una forma de situarse en
el debate teórico, de estar a la moda y de ostentar un discurso cultural
moderno. Para algunas personas, hablar de género suena más neutral y
objetivo que hablar de mujeres y menos incómodo que hablar de sexos.

1. En inglés gender se aplica para hablar de un animal o una persona porque son seres sexuados; en cas-
tellano no es así. En español, la definición clásica del término “género”, de diccionario, es la siguiente:
“Género es la clase, especie o tipo a la que pertenecen las personas o las cosas”. El Diccionario de Uso del
Español, de María Moliner, consigna cinco acepciones de género y apenas la última es la relativa al género
gramatical, o sea, a la definición gramatical por la cual los sustantivos, adjetivos, artículos o pronombres
pueden ser femeninos, masculinos o –sólo los artículos y pronombres– neutros. Según María Moliner, tal
división responde a la naturaleza de las cosas solo cuando esas palabras se aplican a animales, mientras
que en otros órdenes el género femenino o masculino es asignado de manera arbitraria. Para los anglo-
parlantes, que no atribuyen género a los objetos, resulta sorprendente oírnos decir “la silla” o “el espejo”:
¿de dónde acá la silla es femenina y el espejo masculino? También por eso la connotación de género en
inglés es solo en relación a seres vivos sexuados, mientras que en castellano sí podemos dudar sobre,
por ejemplo, el género del mar –¿es la mar o el mar?– o preguntar por el género de un objeto. Además,
la arbitrariedad en la asignación de género a las cosas se hace evidente, por ejemplo, cuando el género
atribuido cambia al pasar a otra lengua. En nuestra cultura la Luna se asocia con lo femenino y el Sol con
lo masculino, mientras que en alemán es al revés: el Sol es femenino –”la Sol”– y la Luna es masculino –”el
Luna”–. Así, a partir de una arbitrariedad se desprenden valoraciones sobre “lo femenino” o “lo masculi-
no”, que son aceptadas culturalmente.

166
Feminismo y americanización

Al decir “cuestiones de género” para referirse erróneamente a cuestio-


nes de mujeres, da la impresión de que se quiere imprimir seriedad al
tema y quitarle la estridencia del reclamo feminista. Por todo esto, lo
que tendría que ser solamente un concepto nuevo de las ciencias socia-
les acaba por usarse de manera errónea.
Este uso equívoco –que se halla muy extendido– ha reducido el con-
cepto “género” a un término asociado con el estudio de aspectos relati-
vos a las mujeres. Y quienes creen que el empleo del término “género”
les da más seriedad académica, dejan de referirse a mujeres y hombres
como los dos sexos y utilizan la expresión “los dos géneros”.
Es importante señalar que el género, en su acepción de simbolización
de la diferencia sexual, afecta tanto a hombres como a mujeres y que la
definición de feminidad se hace en contraste con la de masculinidad,
por lo que “género” se refiere a aquellas áreas –tanto estructurales como
ideológicas– que comprenden relaciones entre los sexos. “Género” es,
pues, un concepto relacional.
Sabemos que el significado de las palabras no es inmutable, sino que
se encuentra inevitablemente sujeto los procesos culturales e históricos
que impactan su uso. Los conceptos establecen una relación entre ideas;
cuando estass se modifican ellos también lo hacen. Pero los cambios no
son tajantes ni se producen por decreto de un día para otro, por lo que
suelen persistir las anteriores acepciones. A raíz de ello, es común encon-
trar que distintos autores usan tanto la palabra como el concepto “géne-
ro” de manera diferente, de acuerdo a sus tradiciones intelectuales, a su
formación o especialización. Además, en muchos textos se utiliza “géne-
ro” como traducción de gender, olvidando que la acepción clásica anglo-
sajona de gender es sexo. ¡Qué confusión! Gender se traduce como sexo,
pero también como género. Pero cuando se traduce gender por género ¿se
alude a la clasificación gramatical por la cual se agrupan y se nombran
a los seres vivos y las cosas inanimadas como masculinos, femeninos o
neutros, o se refiere a la simbolización de la diferencia sexual?
En inglés el género es “natural”, pues responde al sexo de los seres vi-
vos, mientras que en otras lenguas, como el castellano, el género es gra-
matical, pues a los objetos sin sexo se les adjudican artículos femeninos
o masculinos. En una gran variedad de investigaciones y programas se

167
Marta Lamas

traduce gender como género y no como sexo. Cuando en inglés se plan-


tea la necesidad de tener una gender perspective, con frecuencia se está
hablando de que hay que manejar la información sobre hombres y muje-
res, que hay que hacer evidente la pertenencia a un sexo de las personas
que se estudia, y no que hay que comprender el entramado cultural de la
simbolización. Cuando se dice que ciertos estudios no toman en cuenta
el gender, ¿significa que no se discrimina la información por sexo o que
no se comprende el impacto de la simbolización de la diferencia sexual?
Cuando el término gender es traducido al castellano hay que ver si el
sentido original es el de sexo o el de la nueva acepción de género. Por
ejemplo, la expresión gender gap, usada para hablar de la diferencia
cuantitativa entre mujeres y hombres, se debería traducir como “brecha
entre los sexos”. Solamente algunas personas en las ciencias sociales le
dan a gender el sentido de construcción cultural y lo usan con el propó-
sito de distinguir entre lo biológico y lo social. De ahí que la confusión
en torno al término género sea sustantiva. Así, en la palabra género se
mezclan, al menos, estas tres grandes formas de utilización:

Acepción clásica en castellano Acepción clásica en inglés Nueva categoría

Especie o tipo. Conjunto de ideas,


Modo o manera de hacer algo. creencias, representaciones
Clase a la que pertenecen y atribuciones sociales
personas o cosas. construidas en cada cultura
Sexo.
En el comercio: cualquier tomando como base la
(gender).
mercancía. diferencia sexual.
Cualquier clase de tela. Lo “propio” de las mujeres y
Género gramatical lo “propio” de los hombres,
(genre). en una determinada cultura.

Surgimiento del nuevo concepto de género

Hoy, en las ciencias sociales y en las políticas públicas, se entiende por


género el conjunto de creencias, prescripciones y atribuciones que se
construyen socialmente tomando la diferencia sexual como base. Esta
definición de género se perfila en Estados Unidos a finales de los años

168
Feminismo y americanización

cincuenta; su uso se generaliza en el campo psico-médico en los sesenta;


con el feminismo de los setenta cobra relevancia en otras disciplinas;
en los ochenta se consolida académicamente en las ciencias sociales y
en los noventa adquiere protagonismo público, pues se constituye en
un caballito de batalla dentro de las instancias multilaterales y agencias
internacionales, como la ONU y el Banco Mundial, que condicionan su
apoyo y sus préstamos a los gobiernos al hecho de que tengan “perspec-
tiva de género”.
Más allá de lo esclarecedor que pueda resultar el nuevo concepto de
“género”, es indudable el papel determinante que jugó la hegemonía
académica norteamericana, que a partir de su “acuñación” construyó
un nuevo campo de estudio y de acción, armó una “visión” denominada
“perspectiva de género” y la difundió con todos los medios a su alcance,
que no eran pocos. Así, la academia feminista norteamericana impulsó
una interpretación sobre la desigualdad entre mujeres y hombres, y el
género fue velozmente “universalizado” por los mecanismos de globali-
zación de la doxa norteamericana. Esto es lo que Bourdieu y Wacquant
califican como “argucias de la razón imperialista”. Estos autores señalan
que “el imperialismo cultural reposa sobre el poder de universalizar los
particularismos vinculados a una tradición histórica singular haciendo
que resulten irreconocibles como tales particularismos” (2001, p. 7). Y
denuncian el papel de las agendas de investigación, promovidas por las
universidades y las fundaciones filantrópicas y las agencias multilatera-
les, pues dichas agendas son también productos culturales norteameri-
canos. De ahí que la perspectiva de género concentre una línea de traba-
jo impulsada por la hegemonía económico/cultural norteamericana. La
decidida promoción que hacen las universidades norteamericanas, más
allá de su aceptación académica, ha permitido que el concepto nortea-
mericano de “género” alcance un gran impacto en los organismos mul-
tilaterales y su uso se imponga como consecuencia de la americanización
de la modernidad que describe Echeverría.
Fue en Estados Unidos, en el campo de la psicología y en su vertiente
médica donde primero se utilizó gender con una acepción nueva para es-
tablecer una diferencia con el sexo. Los años cincuenta representan un
parteaguas en este campo en relación a la identidad sexual y de género.

169
Marta Lamas

Un grupo de investigadores coordinados por el Dr. John Money estu-


dia casos de trastornos de la identidad sexual y hermafroditismo y en
ese contexto Money empieza a usar el término gender (género) con una
connotación nueva. Para Money (1955), gender es el “outlook, demeanor and
orientation”, precisamente lo que Goffman (1970; 1980) planteará después
como la presentación del self. Quien retoma y profundiza la nueva defi-
nición de gender es Robert Stoller, un médico psiquiatra y psicoanalista,
profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de California en
Los Angeles (UCLA). Stoller es el director del grupo que funda, en 1962 la
Gender Identity Research Clinic (GIRC) en UCLA. Robert Stoller elabora
teóricamente sobre su investigación en la GIRC, y publica Sex and Gender
en 1968. Ahí examina casos en los que al nacer una criatura se la “etique-
tó” de manera equivocada, pues las características externas de sus geni-
tales se prestaban a confusión. Esto le permite diferenciar la identidad
de género de la biología (el sexo) de una persona. Stoller sostiene que lo
que determina la identidad y el comportamiento no es el sexo biológico,
sino el hecho de haber vivido desde el nacimiento las experiencias, ritos y
costumbres de género. Y concluye que la asignación y adquisición de una
identidad es más importante que la carga genética, hormonal y biológica.
El planteamiento de que muchas de las cuestiones que consideramos
atributos naturales de los hombres o de las mujeres, en realidad son ca-
racterísticas construidas socialmente no determinadas por la biología,
resultó muy atractivo para las feministas. El resurgimiento del movi-
miento feminista, que se inicia a finales de los sesenta y principios de
los setenta en Estados Unidos, tiene a sus seguidoras más importantes
entre la población universitaria. Muchas académicas intentan darle una
proyección profesional a su experiencia personal, e inician investigacio-
nes sobre qué significa ser mujer. La nueva categoría gender (género) se
perfila como muy promisoria y varias académicas feministas desarro-
llan con ella investigaciones y elaboraciones teóricas para comprender
mejor el entramado de la simbolización de la diferencia sexual, distin-
guiendo las construcciones sociales y culturales de la biología. Además
del objetivo científico de comprender mejor la realidad social, estas
académicas tenían un objetivo político: distinguir que las característi-
cas humanas consideradas “femeninas” eran adquiridas por las mujeres

170
Feminismo y americanización

mediante un complejo proceso individual y social, en vez de derivarse


“naturalmente” de su sexo. Supuestamente, con la distinción entre sexo
y género se podía enfrentar mejor el determinismo biológico y se am-
pliaba la base argumentativa a favor de la igualdad de las mujeres. Así,
con el uso de la categoría “género” se logra el reconocimiento de una
variedad de formas de interpretación, simbolización y organización de
las diferencias sexuales en las relaciones sociales.
Inicialmente la antropología fue la disciplina que más utilizó la in-
vestigación con la categoría “género”. El texto de Gayle Rubin (1975)
fue la referencia fundacional: ella habló del sistema sexo/género como
el conjunto de arreglos mediante el cual la cruda materia del sexo y la
procreación humanas era moldeada por la intervención social y por la
simbolización. De ahí que Rubin planteara que todas las sociedades cla-
sifican qué es “lo propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres, y
establecen desde esas ideas culturales las obligaciones sociales de cada
sexo a partir de una serie de prohibiciones simbólicas. Con esa inter-
pretación se pudo ver que la dicotomía masculino/femenino, con sus
variantes culturales (del tipo de los conceptos chinos del yang y el yin),
establece estereotipos, las más de las veces rígidos, que condicionan los
papeles y limitan las potencialidades de las personas al estimular o re-
primir los comportamientos en función de su adecuación al género.
La fuerza de la sexuación propicia que se vean como “naturales” dis-
posiciones construidas culturalmente. De esta manera, al simbolizar
dualmente la condición humana, las personas encuentran la “esencia”
de cada sexo no solo en las características biológicas que los distinguen,
sino en un conjunto de características y atribuciones sociales, vincula-
das a la diferencia sexual. Entre otras cosas, esta simbolización “trans-
forma la historia en naturaleza y la arbitrariedad cultural en natural”
(Bourdieu, 2000, p. 12). Dentro de este esquema, la asimetría sexual se
traduce también en asimetrías de poder y de estatus, en un patrón que
asocia, de manera casi universal, lo masculino a la cultura y lo femenino
a la naturaleza.
El debate feminista sobre el género abordó objetos de estudio tradi-
cionales de la antropología, tales como la relación entre lo simbólico y lo
social, la construcción de la identidad y la capacidad de acción (agency).

171
Marta Lamas

Además, se amplió a otras disciplinas, como la filosofía, la lingüística, la


historia, la crítica literaria y el psicoanálisis, lo cual produjo cambios y
precisiones en la utilización de dicha categoría. Una consecuencia muy
positiva fue que el debate en el ambiente académico feminista se filtró
a otras capas de la sociedad y propició una mirada más crítica sobre las
relaciones entre mujeres y hombres.

El género fuera del canon: el caso de Iván Illich

A principios de los ochenta en la academia norteamericana florecían las


reflexiones e investigaciones sobre el género. En 1982 se publica Gender,
el libro de Iván Illich traducido al castellano como El género vernáculo
(1990). De difícil lectura, pues sus 125 notas a pie de página represen-
tan más de la mitad del texto, este trabajo estuvo antecedido por gran
expectación, sobre todo en los círculos intelectuales europeos donde
Illich tenía influencia. Sin embargo, al revisar hoy la bibliografía de los
estudios sobre género en diversas disciplinas –antropología, sociología,
historia– es notable la ausencia de referencias a Gender. ¿A qué se debe
este silencio? Illich desafió a la doxa sobre género, se enemistó con la
academia feminista norteamericana y quedó excluido del circuito aca-
démico sobre género.
Gender2 es la continuación de su reflexión sobre el trabajo domésti-
co, expuesta en Shadow Work (1981). Illich señala que ha “adoptado” el
término gender “para designar una diferenciación en la conducta que es
universal en las culturas vernáculas. Distingue lugares, tiempos, herra-
mientas, tareas, formas de lenguaje, gestos y percepciones asociados
con hombres de los que están asociados con mujeres” (1990), y califica
a esta distinción, en particular “género vernáculo”3 porque “tal conjunto

2. El libro está dividido en los 7 capítulos siguientes: 1. “Sexismo y crecimiento económico”, 2. “El sexo
económico”, 3. “El género vernáculo”, 4. “La cultura vernácula”, 5. “Los dominios del género y el medio
vernáculo”, 6. “El género a través del tiempo” y 7. “Del género roto al sexo económico”.
3. “Vernáculo” quiere decir: del país de la persona que se trata; o sea, nativo, doméstico, indígena. Según
María Moliner (1983), se aplica corrientemente solo a la lengua: idioma local. Illich señala que el género
vernáculo “siempre refleja una asociación entre una cultura dual, local, material, y los hombres y mujeres
que viven conforme a ella” (1990, p. ).

172
Feminismo y americanización

de asociaciones es tan peculiar de un pueblo tradicional como lo es su


habla vernácula”.
Illich se propone “examinar el apartheid y la subordinación económica
de la mujer, evitando las trampas sociobiológicas y estructuralistas que
explican esta discriminación como algo inevitable, por factores ‘natura-
les’ o ‘culturales’” (1990). Parte de un señalamiento amplio, que “tanto el
género como el sexo son realidades sociales que tienen una tenue rela-
ción con la anatomía”, sin embargo después afirma: “género y sexo son
conceptos ideales y limitantes para designar una polaridad: la transfor-
mación industrial de la sociedad de un sistema de género a uno de sexo”.
Su interés se centra en esa transición del dominio del género al del sexo,
que “constituye un cambio de la condición humana que no tiene pre-
cedente” (1990). Su planteamiento es que todo crecimiento económico
implica la destrucción del género vernáculo y se basa en la explotación
del sexo económico. Illich se refiere al sexo (económico o social) como
“la dualidad que tiende hacia la meta ilusoria de la igualdad económica,
política, legal o social entre hombres y mujeres” (1990).
El tema de la igualdad es un punto candente. Illich está muy cons-
ciente de que genera escozor porque su razonamiento interfiere con los
sueños de varios grupos y sectores:

Con el sueño feminista de una economía sin género y sin roles se-
xuales obligatorios [...] con el sueño izquierdista de una economía
política cuyos sujetos fueran igualmente humanos [...] con el sueño
futurista de una sociedad moderna donde la gente fuera plástica,
donde la elección de ser dentista, varón, protestante o manipulador
de genes mereciera el mismo respeto (1990).

Illich lanza a debate la igualdad entre hombres y mujeres: como ni la


buena voluntad ni la lucha ni la legislación ni la técnica, han logrado
reducir la explotación sexista característica de la sociedad industrial,
“la igualdad entre hombres y mujeres no es posible”. Además, hace se-
ñalamientos duros: que “los esfuerzos para promover la igualdad solo
han beneficiado a una minoría de mujeres, que ese proyecto (la lucha
por la igualdad) está destinado al fracaso” y señala que cualquier plan de

173
Marta Lamas

acción o de investigación que se base en el concepto de persona (en vez


de en hombres y mujeres) no funcionará . Illich afirma que “la mayoría
de las mujeres no cree en la igualdad” y que, además, “las mujeres no
lograrán la igualdad” (1990).
Para él, lo definitorio del género es la complementariedad, a la que
califica unas veces de “enigmática y asimétrica”; otras, “ambigua y equi-
librada”. Esta complementariedad es fundamental, y se ha ido perdien-
do irremediablemente. Illich dice: “Cuando desde la infancia hombres y
mujeres captan el mundo a partir de lados complementarios, desarro-
llan dos modelos distintos para conceptualizar el mundo” (1990). Según
su punto de vista el género implica una diferencia en el habla, una com-
plementariedad en las tareas y una relación primordial con las herra-
mientas, todo lo que la industrialización ha destruido irremediablemen-
te: el género vernáculo. Illich expresa su desencanto porque las personas
están perdiendo la masculinidad y la feminidad vernáculas, y es eviden-
te que preferiría regresar a épocas pasadas, en las que la marcada divi-
sión entre mujeres y hombres correspondía a esferas separadas, “com-
plementarias y asimétricas”. Esta aspiración nostálgica lo hace idealizar
el pasado, como cuando afirma que la discriminación económica de la
mujer aparece con el desarrollo, sin considerar las evidencias antropo-
lógicas, etnográficas e históricas que sustentan que la discriminación
económica de la mujer ha existido en todas las épocas históricas, tanto
en sociedades sin clases como en sociedades estratificadas.4
Pese a lo irritante y difícil que resulta la lectura de Gender, tiene mu-
chas formulaciones agudas y estimulantes, como cuando dice que “para
la hija que regresa al campo mexicano, equipada con un diploma uni-
versitario, el género de su anciana madre puede fácilmente parecer una
servidumbre de la que ella ha escapado” (1990).
La censura del trabajo de Illich en la literatura sobre género expresa
justamente un aspecto de la americanización de la agenda de género, que
destila desprecio por la erudición europea de un personaje como Illich.
Este pensador, además, quedó fuera de las capillas norteamericanas

4. Maurice Godelier (1986), entre otros, ha mostrado que el predominio masculino presupone la división
del trabajo del género “vernáculo”, echando por tierra el planteamiento sobre el cual Illich construye su
andamiaje teórico.

174
Feminismo y americanización

también por la confrontación que tuvo con la comunidad académica fe-


minista en Estados Unidos. En 1982, la Universidad de Berkeley lo invitó
a hablar sobre su libro.5 Antes de su llegada, muchas académicas se pre-
guntaban cómo era posible que, en un campo dominado principalmen-
te por mujeres, se invitara a las prestigiosas conferencias Regents a un
hombre sin trayectoria en los estudios sobre género. Otras, en cambio,
estaban felices que el tema del género suscitara un interés tal que reba-
sara el ámbito feminista y que alguien tan famoso como Illich hubiera
escrito una reflexión al respecto. Illich impartió ocho conferencias de
septiembre a noviembre, que generaron primero decepción y luego ira.
Illich “se atrevía” a usar otra definición sobre sexo/género que la que se
había ido estableciendo en la academia feminista. La crítica feminista se
concentró en tres puntos; dos metodológicos y otro ideológico/político:
1. su uso arbitrario de la categoría género, 2. una apropiación “tramposa”
de textos feministas, sin citarlos y 3. su postura conservadora, evidente
en su rechazo a la idea de la igualdad entre hombres y mujeres y en su
mistificación del papel de la mujer en el pasado. Sin duda, hay mucho
que criticarle a Iván Illich, pero también hay mucho que rescatar de su
pensamiento. Varias de sus principales interrogantes siguen vigentes a
la fecha y justamente el debate sobre la igualdad –muy en el sentido que
él plantea– marca la distinción entre las feministas de la igualdad y las
de la diferencia. ¿Por qué congelar su reflexión y borrarlo de las biblio-
grafías sobre género?

El éxito norteamericano: el caso de Judith Butler

Hemos visto que inicialmente, en los setenta, se habló del sistema sexo/
género como el conjunto de arreglos mediante el cual la cruda materia
del sexo y la procreación era moldeada por la intervención social y por la
simbolización (Rubin, 1975). Después, en los ochenta, se definió al género
como una pauta clara de expectativas y creencias sociales que troquela la

5. La revista Feminist Issues dedicó un número íntegro a la presentación de Illich. Con el título “Beyond the
Backlash: a Feminist Critique of Ivan’s Illich Theory of Gender”, publicó ocho ensayos críticos sobre el texto de
Illich y sobre la confrontación en Berkeley.

175
Marta Lamas

organización de la vida colectiva y que produce la desigualdad respecto


a la forma en que las personas valoran y responden a las acciones de los
hombres y las mujeres. Esta pauta hace que mujeres y hombres sean los
soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones
recíprocas, marcadas y sancionadas por el orden simbólico. Al sosteni-
miento de tal orden simbólico contribuyen por igual mujeres y hombres,
reproduciéndose y reproduciéndolo, con papeles, tareas y prácticas que
cambian según el lugar o el tiempo. En los noventa se asume que los
seres humanos son el resultado de una producción histórica y cultural,
pero la formulación de Judith Butler del género como performance se in-
troduce en el debate y cobra una relevancia mundial.
Filósofa de formación, Judith Butler es tal vez la figura intelectual
más importante del feminismo norteamericano y su influencia teórica
es inmensa. Butler ve al género como “el resultado de un proceso me-
diante el cual las personas recibimos significados culturales, pero tam-
bién los innovamos” (2001) y se pregunta hasta dónde el género pue-
de ser elegido. ¿Cómo interpretar esto? ¿Como la escenificación de los
mitos culturales en nuestro ámbito personal? ¿Como la posibilidad de
construir nuestras propias versiones del género? Estas preguntas llegan
al centro de las inquietudes de las activistas: ¿ser femenina es un hecho
“natural” o una “performance” cultural? ¿Se constituye la “naturalidad” a
través de actos culturales que producen reacciones en el cuerpo? ¿Cuáles
son las categorías fundantes de la identidad: el sexo, el género, el deseo?
¿Es el deseo una formación específica del poder?
En su libro Gender Trouble (1990) (traducido como El género en disputa)
Butler define al género como el efecto de un conjunto de prácticas re-
gulatorias complementarias que buscan ajustar las identidades huma-
nas al modelo dualista hegemónico. Divide su argumento en tres par-
tes: “Sujetos de sexo/género/deseo”, “Prohibiciones, psicoanálisis y la
producción de la matriz heterosexual” y “Actos corporales subversivos”.
Retoma a Freud, Lacan, Foucault, Derrida, Kristeva y Wittig en pos de
“una estrategia para desnaturalizar los cuerpos y resignificar las catego-
rías corporales” y registra una serie de “prácticas paradójicas” que oca-
sionan la “resignificación subversiva” de los cuerpos y “su proliferación
más allá de un marco binario” (2001).

176
Feminismo y americanización

El trabajo de Butler tiene tal impacto que se ha convertido en el pun-


to de referencia para la discusión teórica sobre género en la academia
norteamericana. No obstante, entre muchas teóricas e investigadoras
del otro lado del Atlántico no logra el mismo efecto, inicialmente por la
rica tradición hermeneútica que la teoría psicoanalítica tiene en Europa.
Sin duda, la conceptualización de género se enriquece con los debates
acerca de su carácter performativo, pero en el campo europeo prevalece
la vieja tradición de hablar de la diferencia sexual. Aunque Butler parte
de que el género es central en el proceso de adquisición de la identidad
y de estructuración de la subjetividad, pone el énfasis en la performati-
vidad del género, o sea, en su capacidad para abrirse a resignificaciones
e intervenciones personales. Con la confusión de que en inglés gender
también es sexo, se cuestiona el supuesto de Butler de que en tanto el
género se hace culturalmente, se puede deshacer, y se la critica tomando
su planteamiento como que el sexo es una construcción cultural que se
puede deconstruir.
Un flanco vulnerable de ver al género como performance radica en que
dicha interpretación no puede dar cuenta de la manera compleja como
se simboliza la diferencia sexual: en especial, la introyección inconscien-
te de las identificaciones de género.6 Por ello Butler es criticada por lo
que se califica una actitud voluntarista sobre el género. Si bien al descri-
bir la prevalencia de un modelo hegemónico de relaciones estructuradas
dualmente, ella postula la flexibilidad de la orientación sexual y legitima
sus variadas prácticas, parece olvidar que justo por el inconsciente es
que, aunque las prácticas regulatorias impongan el modelo heterosexual
de relación sexual, existen la homosexualidad y otras variaciones queer.
Estass muestran la fuerza de la simbolización inconsciente y las dificul-
tades psíquicas para aceptar el mandato cultural heterosexista.
Ante la persistente crítica de científicas sociales europeas (que usan
la teoría psicoanalítica) a una postura que reduce la diferencia sexual a
una construcción de prácticas discursivas y preformativas mientras se
niega implícitamente su calidad estructurante, Butler se ve obligada a

6. Contrasta la formulación de Butler con la de Pierre Bourdieu sobre el habitus y el uso que él le da al
concepto de reproducción. Véase Bourdieu (1991).

177
Marta Lamas

explicarse con más detalle, lo que hace en un segundo libro al que titula
Bodies that matter (Cuerpos que importan, 1993). A partir de ahí, Butler en-
riquece y transforma sus concepciones. En un libro posterior, Undoing
Gender (Deshaciendo el género, 2004), se centra en las prácticas sexuales y
los procesos de cambio de identidad, define al género de forma parecida
al habitus de Bourdieu: como “una incesante actividad realizada, en par-
te, sin que una misma sepa y sin la voluntad de una misma” (2004, p. 1).
Si bien Butler introdujo un catalizador estimulante en el debate en
torno al género, no se puede dejar de lado el hecho de que su éxito tam-
bién se debe a la promoción realizada por el circuito académico nortea-
mericano. Además, como las tensiones políticas e intelectuales que reco-
rren el escenario mundial también impactan la producción de teorías y
conocimientos, las nuevas teorías sobre el sujeto y la génesis de su iden-
tidad, que postulan la producción de la alteridad a partir de procesos
relacionales e imaginarios, remiten a una crítica al heterosexismo. Este
es un tema central de la reflexión de Butler, quien al denunciar la forma
en que opera la normatividad heterosexista en el orden representacio-
nal, se convierte en una paladín de la teoría queer en Estados Unidos. Y
al abrir una fecunda vía de argumentación contra la discriminación y la
homofobia, coincide con la agenda de la diversidad sexual, impulsada
por fuertes grupos de lobbying LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y trans)
en Estados Unidos.
Si bien la aportación de Butler es incuestionable, llama la atención
la forma en que se convierte en la gurú del gender. Ella “reempaqueta”
anteriores planteamientos realizados por lingüistas y antropólogos res-
pecto de interpretar la cultura como un sistema de símbolos. Desde hace
tiempo, la antropología había señalado que en la forma de pensarse, en
la construcción de su propia imagen, de su autoconcepción, los seres
humanos utilizan los elementos y categorías hegemónicos de su cultura
y los transforman. Lo que aportan numerosas investigadoras feminis-
tas es justamente el trabajo con las metáforas culturales de la diferencia
sexual y su análisis de cómo estass producen un universo de representa-
ciones y categorías que subordinan socialmente a las mujeres.
Hoy en día, la aportación inicial de Butler del género como performance
ha quedado rebasada por ella misma; sus más recientes reflexiones se

178
Feminismo y americanización

acercan a lo que otras personas de las ciencias sociales han formulado.


En especial, el lenguaje como un elemento fundamental de la matriz cul-
tural que produce el género.

Los múltiples significados de “género”

El concepto de “género”, entendido como la simbolización que los seres


humanos hacen tomando como referencia la diferente sexuación de sus
cuerpos, se ha extendido en las ciencias sociales. Sin embargo, hemos
visto que su aplicación y su ambigua acepción en inglés como sinóni-
mo de sexo han introducido confusiones semánticas y conceptuales.
Por eso existe una considerable crisis interdisciplinaria y trasnacional
(Visweswaran, 1997) en torno a qué significa verdaderamente el género.
Parte de la confusión tiene que ver con algo que ya documentó Mary
Hawkesworth (1997): a medida que prolifera la investigación sobre el gé-
nero, también lo hace la manera en que las personas utilizan el término.
Entre la enorme variedad que Hawkesworth registra, se usa “género”
para analizar la organización social de las relaciones entre hombres y
mujeres; para referirse a las diferencias humanas; para conceptualizar
la semiótica del cuerpo, el sexo y la sexualidad; para explicar la distinta
distribución de cargas y beneficios sociales entre mujeres y hombres;
para aludir a las microtécnicas del poder; para explicar la identidad y las
aspiraciones individuales, etcétera. Así, resulta que se ve al género como
un atributo de los individuos, como una relación interpersonal y como
un modo de organización social. El género también es definido en tér-
minos de estatus social, de papeles sexuales y de estereotipos sociales,
así como de relaciones de poder expresadas en dominación y subordina-
ción. Asimismo, se lo enfoca como producto del proceso de atribución,
de la socialización, de las prácticas disciplinarias o de las tradiciones. El
género es descrito como un efecto del lenguaje; una cuestión de confor-
mismo conductual; una característica estructural del trabajo, el poder
y la catexis, y un modo de percepción. También es planteado como una
oposición binaria, aunque igualmente se le considera un continuum de
elementos variables y variantes. Después de enumerar una larga lista de

179
Marta Lamas

usos e interpretaciones, Hawkesworth hace un señalamiento muy ati-


nado: el género ha pasado de una categoría analítica a ser una fuerza
causal o explanans. Así, el término “género” se ha convertido en una es-
pecie de comodín epistemológico que da cuenta tautológicamente de lo
que ocurre entre los sexos de la especie humana.
Además, aunque se acepta que el orden simbólico es el que establece
la valoración diferencial de los sexos para el ser parlante, ¿es posible dis-
tinguir qué corresponde al género y qué al sexo? La duda está presente
en otras interrogantes. Si el sexo también es una construcción cultural,
¿en qué se diferencia del género? ¿No se estará nombrando de manera
distinta a lo mismo? ¿Cómo desactivar el poder simbólico de la diferen-
cia sexual, que produce tanta confusión e inestabilidad de las categorías
de sexo y género?
El modelo analítico que opone naturaleza a cultura para explorar la
construcción cultural de los significados sexuales, en la dicotomía mas-
culino/femenino y su mancuerna privado/público, dificulta compren-
der que el sistema de género no es algo inamovible, sino que opera como
un aparato semiótico que estructura los procesos de socialización.
Aunque nadie duda a estas alturas de que el género, por definición,
es una construcción cultural e histórica, es evidente que se ha vuelto
un concepto problemático no solo por la dificultad para comprender la
complejidad a la que alude, sino también por el hecho generalizado y la-
mentable de su cosificación. De forma gradual, “género” se ha vuelto un
sociologismo que cosifica las relaciones sociales, consideradas como sus
productoras, pues falla al explicar cómo los términos masculino y feme-
nino están presentes en el lenguaje antes que cualquier formación so-
cial. El concepto de “género” ha sufrido una reificación y se ha converti-
do en un fetiche académico.7 Partiendo de que el concepto “género” está
reificado, recordemos lo que dijeron hace tiempo Adorno y Horkheimer
(1978): toda reificación es un olvido. ¿Qué se olvida con la reificación
del género? La diferencia sexual, que es al mismo tiempo sexo/sustan-
cia y sexo/significación. Este olvido recorre el pensamiento feminista y

7. El acto de tratar algo como si fuera un fetiche quiere decir, figurativamente, “admiración exagerada e
irracional” (Moliner, 1983) y “veneración excesiva” (Real Academia Española, 2014).

180
Feminismo y americanización

conduce a errores reduccionistas, como sostener que todo es construc-


ción cultural y esquivar cualquier referencia a la anatomía.
En el esfuerzo por clarificar el significado de “género” y romper con la
univocidad, una de las aportaciones más útiles en el campo antropológi-
co es la de Alice Schlegel (1990), quien despliega su análisis tomando al
género como un constructo cultural que no incide en las prácticas reales
de los hombres y las mujeres. Ella distingue entre el significado gene-
ral de “género” (general gender meaning) –lo que mujeres y hombres son
en un sentido general– y el significado específico de “género” (specific
gender meaning) –lo que define al género de acuerdo con una ubicación
particular en la estructura social o en un campo de acción determinado.
Asimismo, descubre que a veces el significado específico de “género” en
una instancia determinada se aleja del significado general, e incluso va-
rios significados específicos contradicen a este último.
En las situaciones concretas donde se dan las relaciones entre muje-
res y hombres no siempre opera el significado general que se atribuye
al género. Los significados generales, que se desprenden de los rituales,
los mitos, la literatura, chocan con frecuencia con cuestiones de rango y
jerarquía, por eso las actitudes particulares de un sexo hacia el otro pue-
den discrepar del sentido general. Desde el significado general de “gé-
nero” hay una forma en que se percibe, se evalúa y se espera que se com-
porten las mujeres y los hombres, pero desde el significado específico
se encuentran variaciones múltiples de cómo lo hacen. Estas contradic-
ciones aparentes en los mandatos sobre la masculinidad y la feminidad
remiten al hecho de que las relaciones entre mujeres y hombres no son
solo las de maridos y mujeres sino de varios tipos: padres e hijas, abuelas
y nietos, hermanos y hermanas, tías y sobrinos, etcétera. Estas diferen-
cias introducen elementos jerárquicos debidos a la edad o al parentesco
que invierten o modifican los significados generales de “género”.
La conclusión de Schlegel de que las vidas concretas de los individuos,
las experiencias de sus cuerpos y sus identidades rebasan el dualismo, va
muy en la línea de lo que señala la psicoanalista Virginia Goldner (1991),
que afirma que existe una paradoja epistemológica respecto al género:
esto es, que el género es una verdad falsa pues, por un lado, la oposición
binaria masculino-femenino es supraordenada, estructural, fundante y

181
Marta Lamas

trasciende cualquier relación concreta; así masculino/femenino, como


formas reificadas de la diferencia sexual, son una verdad. Pero, por otro
lado, esta verdad es falsa en la medida en que las variaciones concretas
de las vidas humanas rebasan cualquier marco binario de género y en
que existen multitud de casos que no se ajustan a la definición dual.
Este tipo de matices y precisiones erosionan la idea del sistema de
género como primordial, transhistórica y esencialmente inmutable.
También se perfila una nueva comprensión de la maleabilidad humana,
que tiene poco que ver con los enunciados formales sobre lo “masculino”
o lo “femenino”. Además, cada vez hay más conciencia de lo que dijo otra
antropóloga, Muriel Dimen (1991): que el género a veces es algo central,
pero otras veces es algo marginal; a veces es algo definitivo, otras algo
contingente. Al relativizar el papel del género, se tienen más elementos
para desechar la línea interpretativa que une, casi como un axioma cul-
tural, a los hombres a la dominación y a las mujeres a la subordinación.

Una consecuencia de la americanización

Quiero regresar al punto de la americanización, pues en todo este deba-


te lo sustantivo no es el hecho de que el género sea una verdad falsa o que
en la teoría feminista se ignore a Illich, la referencia obligada sea Butler
y Schlegel sea apenas conocida. Lo importante es que la americanización
del género ha llevado paulatinamente al “borramiento” de la diferencia
sexual en las reflexiones y teorizaciones feministas. Sí: no obstante el
género ha aportado una perspectiva crucial de investigación e interpre-
tación, su uso reificado ha derivado en el olvido de la diferencia sexual. Y
quiero subrayar que en psicoanálisis “diferencia sexual” alude al proceso
de estructuración psíquica que se realiza en función de cómo el sujeto
se posiciona inconscientemente ante la diferencia anatómica; por ello
hablar de “diferencia sexual” implica darle un lugar al psiquismo, con su
elemento inconsciente.
La americanización ha logrado que las escasas referencias a la “di-
ferencia sexual” en la mayoría de las reflexiones feministas aludan so-
lamente a la sexuación. La diferencia sexual, como un estructurante

182
Feminismo y americanización

psíquico, rebasa el concepto anatómico. Además, la conceptualización


americanizada de gender piensa a mujeres y a hombres solo como un
constructo de prácticas discursivas variables históricamente. Si bien
los seres humanos son efectivamente el resultado de una producción
histórica y cultural, también hay que entender que son seres sexuados
que tienen una subjetividad con procesos psíquicos inconscientes. No se
puede pensar a las mujeres y los hombres como un reflejo de la realidad
“natural”, ni tampoco solo como una construcción cultural. Los seres hu-
manos son la confluencia de la carne, la mente y el inconsciente en el
cuerpo sexuado.
Mujeres y hombres somos iguales como seres humanos y diferentes
en tanto sexos. Esto no significa entender la diferencia entre los sexos
como una afirmación “ontológica”, como si existiera una verdad abso-
luta de la mujer opuesta a la del hombre (Boccia, 1990), pero sí implica
aceptar su peso y especificidad en dos ámbitos donde verdaderamente
hay una experiencia diferente: el de la sexualidad y el de la procreación.
Sexualidad y reproducción no son cuestiones marginales, pero tampo-
co constituyen la “totalidad” de una mujer y ni siquiera su razón más
profunda; por eso no pueden constituir el principio arbitrario de un de-
recho ni de formas de ciudadanía radicalmente diferentes para ambos
sexos (Saraceno, 1990). Lo notable es que la discriminación en razón del
sexo acecha en ámbitos donde ni la sexualidad ni la reproducción cuen-
tan. Por eso vale la pena preguntarse por qué, en un momento en que
las vidas de hombres y mujeres se están igualando en otros terrenos, la
postura que reivindica la igualdad encuentra más resistencia que la que
defiende la diferencia.
La americanización ha soslayado la reflexión sobre las consecuencias
de la diferencia sexual, entendida en sus tres componentes del cuerpo
(carne, mente e inconsciente) para privilegiar la perspectiva de género.
Muchas académicas feministas, que han evadido el tema, se han cobi-
jado en un rechazo al determinismo biológico. Pero no hay que tirar las
aguas de la biología con todo y niño. No se trata de considerar “la natu-
raleza” como el origen y la razón de la situación de subordinación de las
mujeres. Aunque hablar de biología parece enfrentarnos con algo inmo-
dificable, ya Evelyne Sullerot (1976) señaló, en el coloquio al que convocó

183
Marta Lamas

Jacques Monod sobre “El hecho femenino”, que en ocasiones es más di-
fícil cambiar los hechos sociales que los de la naturaleza.8
Lo que sí hay que hacer es asumir cabalmente lo que nos muestra
la biología. Pongo un ejemplo elocuente. La preeminencia de un esque-
ma simbólico dualista habla de que la especie humana está conformada
por dos sexos. Sin embargo, la existencia de personas intersexuadas y
hermafroditas hace que biólogas como Anne Fausto-Sterling (1992; 1993)
afirmen que debe hablarse de por lo menos cinco sexos.9 Lo interesante,
en todo caso, es que ante las variedades biológicas de la sexuación, que
contradicen el énfasis binario de los esquemas de clasificación humana,
la cultura construye una simbolización que opone dicotómicamente a
mujeres y hombres. Tal vez un camino más fecundo para comprender la
condición humana sea aceptar que hay varias formas de ser mujer y ser
hombre, con traslapes y ambigüedades en sus biologías, sus identidades
psíquicas y sus prácticas sociales.
La hegemonía explicativa del género ha desalentado explorar las con-
secuencias biológicas de una diferencia fundante y estructurante como
la sexual. Por eso, a pesar de que se distinguen las variadas y cambiantes
formas de la simbolización, persisten ciertas dudas: ¿las prácticas son
producto únicamente del proceso de simbolización o tal vez ciertas dife-
rencias biológicas condicionan algunas de ellas? ¿Hay o no una relación
contingente entre cuerpo de hombre y masculinidad y cuerpo de mujer
y feminidad? Despejar esta incógnita es imprescindible para esclarecer
qué supone la disimetría biológica entre los machos y las hembras de la
especie. Lo masculino y lo femenino ¿son transcripciones arbitrarias en
una conciencia neutra o indiferente? Es indudable que el hecho de que
el cuerpo de mujer o el cuerpo de hombre tengan un valor social pre-
vio ejerce un efecto en la conciencia de las mujeres y los hombres. Pero

8. Evelyne Sullerot señaló que “la profunda reticencia –la mayor parte de las veces cabe hablar sin exage-
ración de rechazo vehemente– ante la idea de hablar de genética sexual y, por lo tanto, de anclaje del sexo
en lo ‘dado’, lo ‘innato’ más profundo, procede de un miedo comprensible a que tal conocimiento tenga
como frutos sociales la detención del proceso de igualación de los sexos” (1976).
9. Fausto-Sterling plantea que existen, y que habría que nombrar, a las personas intersexuadas con pre-
dominancia de órganos femeninos ferms, a las que tiene predominancia de órganos masculinos merms
y a las personas hermafroditas. Así, junto con mujeres y hombres, habría por lo menos cinco tipos de
sexuación, o sea, cinco sexos.

184
Feminismo y americanización

aunque se reconozca el peso de la historia y la cultura, ¿en qué medida


la significación del género tiene raíces en la biología?, ¿es posible vin-
cular ciertos aspectos de la desigualdad social con la asimetría sexual?
Estas interrogantes remiten a otra que tiene un cariz político: si tanto
la feminidad como la masculinidad (en el sentido de “género”) son más
que mera socialización y condicionamiento, si son algo más que una ca-
tegoría discursiva sin referente material, o sea, si tienen que ver con la
biología, ¿se podrá eliminar la desigualdad social de los sexos?
Resulta paradójico que, por la americanización de la perspectiva de
género, persista la dificultad para reconocer que el lugar de las mujeres
y de los hombres en la vida social humana no es un producto solo del
significado que sus actividades adquieren a través de interacciones so-
ciales concretas, sino también de lo que son biológica y psíquicamente.
Por eso, resulta cada vez más crucial construir puentes entre las ciencias
sociales, las naturales y el psicoanálisis. Freud fue de los primeros en se-
ñalar que ni la anatomía ni las convenciones sociales podían dar cuenta
por sí solas de la existencia del sexo. Lacan fue más lejos al decir que la
sexuación no es solo un fenómeno biológico, porque para asumir una
posición sexuada hay que pasar por el lenguaje y la representación: la
diferencia sexual se produce en el ámbito de lo psíquico, como bien lo
demuestra hoy la existencia de personas transexuales.
La confusión que produce el malentendido del término gender, en su
doble acepción de sexo y de construcción cultural, acaba remitiendo, por
un lado, a la idea de una esencia y, por otro, alimentando la mistificación
constructivista. Además, el voluntarismo inherente al constructivismo
social ha tomado la categoría “género” como una de tantas diferencias
entre los seres humanos: raza, clase, edad, etcétera, confundiendo otra
vez en gender al sexo y sin considerar a la diferencia sexual como una
diferencia fundante y estructurante.
Al privilegiar la perspectiva de género y olvidar sexuación y psiquis-
mo se resbala a dos errores reduccionistas. Primero, el rechazo irracio-
nal a indagar las determinaciones biológicas parece plantear el temor de
que si biología es destino, no hay posibilidad de igualdad. Pero el desafío
es pensar la igualdad a partir de la diferencia: la desigualdad social y
política entre los sexos es un producto humano, que tiene menos que

185
Marta Lamas

ver con la condición sexuada de los individuos que con las creencias
que guían la manera en la cual la gente actúa y conforma su compren-
sión del mundo. La condición sexuada tiene consecuencias, pero estas
no son las determinantes en la producción de desigualdad. Segundo, la
ceguera ante lo psíquico dificulta entender cuestiones como el habitus,
esa introyección inconsciente de esquemas de acción y percepción
(Bourdieu, 1991). La paradoja es que el sujeto, al estar encarnado en un
cuerpo sexuado, es construido socialmente en sistemas de significados
y representaciones culturales, y los mandatos culturales son asumidos
de manera inconsciente, dando pie a fenómenos como el de la violencia
simbólica (Bourdieu, 2000).
Aceptar que el sujeto es carne, mente e inconsciente pone en cuestión
que se use solo la construcción social (el género) para explicar su con-
ducta. Es imprescindible incorporar lo biológico y lo psíquico para en-
tender a los sujetos. La sexuación produce, además de las consecuencias
biológicas conocidas, un universo de prácticas y representaciones sim-
bólicas e imaginarias de un peso mucho mayor que el de las propias dife-
rencias biológicas. A partir de un conocimiento que otorga significados
diferentes al hecho de tener cuerpo de mujer o cuerpo de hombre, el yo
relacional del sujeto genera identificaciones, sentimientos y pulsiones
inconscientes. Por eso es que las conductas y prácticas de las mujeres y
de los hombres son resultado más de procesos psíquicos y construccio-
nes culturales, derivadas del lenguaje y las representaciones simbólicas,
que expresiones de una esencia biológica. Esto no niega el hecho de que,
como seres sexuados, mujeres y hombres tienen procesos biológicos di-
ferenciados, cuyas consecuencias habría que precisar mucho mejor de lo
que se ha hecho. Y de la misma manera que hay que explorar lo biológico
y lo social, también hay que hacerlo con la dimensión psíquica. Para re-
cuperar la integralidad de la diferencia sexual habría que entenderla con
el énfasis psicoanalítico de que pertenece al orden de lo real, que rebasa
lo biológico e implica lo inconsciente.10

10. Los tres órdenes lacanianos son: real, imaginario y simbólico. Lo real es “una verdadera cosa en sí”, es
lo que no se puede describir, pero que se vive. Lo real no se puede expresar con palabras. Véase la entrada
“real” en Evans (1997).

186
Feminismo y americanización

Para enfrentar la americanización en el campo de la academia femi-


nista no basta con señalar el hecho indiscutible de que el sujeto no existe
antes de las operaciones de la estructura social, sino que es producido
por las prácticas y representaciones simbólicas dentro un contexto so-
ciohistórico dado. Hay que estudiar los procesos que se dan entre muje-
res y hombres tomando en consideración el dato fundante de la sexua-
ción del cuerpo, con sus componentes fisiológicos y psíquicos.

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190
Dimensiones de la diferencia*

En todo el mundo, los seres humanos enfrentan un hecho estructurante:


la diferencia anatómica. En cada sociedad el cuerpo se vuelve materia
básica de la cultura, y la oposición macho/hembra es clave en la trama
de los procesos de significación (Heritier, 1996). Hoy se denomina géne-
ro a la forma en que las sociedades simbolizan la diferencia anatómica,
y esa lógica cultural es la fuerza subyacente que impide tratar a hom-
bres, mujeres, heterosexuales, homosexuales, transexuales y personas
intersexuadas como ciudadanos “iguales”. Las diferencias que los se-
res humanos manifiestan en torno a su sexuación, su identidad sexual
y sus prácticas sexuales se han traducido socialmente en desigualdad,
discriminación, estigmatización y, en ocasiones, en linchamiento social
y muerte.
En estas líneas abordo varias cuestiones vinculadas con la diferencia
sexual y su simbolización. Inicio explorando tres expresiones que intro-
ducen una disonancia en la esperada correspondencia entre el cuerpo, la
identidad personal y el mandato cultural del género: la intersexualidad,
la homosexualidad y la transexualidad. Estas manifestaciones de la con-
dición humana exhiben la necesidad de transformaciones jurídicas que
legitimen sus identidades atípicas. Luego reviso cómo la distinta sexua-
ción de las mujeres y los hombres, en concreto el proceso gestacional de
las mujeres, produce un conflicto mayúsculo en su tratamiento jurídico.

* Extraído de Lamas, Marta (2012). Dimensiones de la diferencia. En Rodolfo Vázquez (coord.), Bioética
y derecho. Fundamentos y problemas actuales. México: Fontamara.

191
Marta Lamas

Finalmente, en este breve panorama sobre el complejo entramado del


cuerpo, la psique, la cultura y la ley, planteo la importancia de ver a los
seres humanos como resultado de su ubicación histórica y cultural y, al
mismo tiempo, de sus procesos imaginarios. Y como el asunto es argu-
mentar de manera más eficaz la defensa de los derechos humanos de
todas las personas, concluyo que, además de usar una perspectiva que
contemple su igualdad humana básica, a pesar de las diferencias bioló-
gicas, psíquicas o sociales específicas que existen, hay que comprender
el “dilema de la diferencia”.

El cuerpo, la cultura y el género

A partir del dato biológico de la sexuación, las sociedades organizan la


vida social con la idea de que hay ciertas capacidades, sentimientos y
conductas que corresponden a los hombres y otras a las mujeres. Hoy
se denomina “género”1 a esta simbolización de la diferencia anatómica,
mediante la cual se instituyen códigos y prescripciones culturales parti-
culares para mujeres y hombres. La lógica cultural del género atribuye ca-
racterísticas “femeninas” y “masculinas” a las esferas de la vida y a las ac-
tividades de cada sexo, y estas atribuciones cobran forma en un conjunto
de prácticas, ideas, discursos y representaciones sociales que, a su vez,
influyen y condicionan la conducta objetiva y subjetiva de las personas.
El género construye una pauta de expectativas y creencias sociales
que troquela la organización de la vida colectiva y produce desigualdad

1. Existe gran confusión en torno al término género y su actual acepción académica y política. En español
la confusión es aún mayor que en inglés, ya que en nuestra lengua “género” no es lo mismo que gender que
apunta directamente a la diferencia sexual. En español, “género” tradicionalmente se refiere a la clase,
especie o tipo a la que pertenecen las cosas, y con ese término se puede nombrar a un grupo taxonómico
(género literario, género musical), a los artículos o mercancías que son objeto de comercio e, incluso, a las
telas. La nueva categoría “género” surge en el campo de la psicología médica a finales de los cincuenta, y
su entrada en el mundo de las ciencias sociales se da en los setenta. Su consolidación, que se da con la ad-
quisición de un perfil público por su incorporación al ámbito político, en concreto con la aplicación de la
“perspectiva de género” a las políticas públicas, ocurre en los noventa. Sin embargo, la confusión en torno
al término “género” sigue vigente, pues en español se ha generalizado el uso de “género” para aludir a las
mujeres y los hombres –“género femenino” y “género masculino”– sin que esto signifique comprender la
lógica cultural del género. Véase Lamas (2007).

192
Dimensiones de la diferencia

respecto de la forma en que se considera y se trata a los hombres y las


mujeres. Al reproducir papeles, tareas y prácticas diferenciadas por
sexo, mujeres y hombres contribuyen por igual en el sostenimiento de
ese orden simbólico, con sus reglamentaciones, prohibiciones y opre-
siones recíprocas. Por definición, el género es una construcción histórica
–lo que se considera propio de cada sexo cambia de época en época– y
una expresión cultural –las prescripciones y atribuciones varían de una
cultura a otra. Baste recordar que la sexuación de las mujeres y los hom-
bres que viven en los países escandinavos, islámicos y latinoamericanos
es la misma, mientras que el género –lo que culturalmente se considera
propio de unas y otros– es absolutamente diferente en esas tres latitu-
des. Las distintas simbolizaciones de la diferencia anatómica –una cons-
tante biológica universal– producen variados esquemas de género que
tienen consecuencias disímbolas en el campo de la política, el trabajo, la
educación y la salud.2
De esta manera, cada cultura engendra su propia versión de lo que les
corresponde a las mujeres y a los hombres. Desde una variedad de esque-
mas culturales, el género funciona como una especie de “filtro” con el cual
se interpreta al inundo, y también como una especie de armadu-
ra con la que se constriñen las decisiones y oportunidades de las per-
sonas. La diferente morfología cobra importancia en la comunica-
ción entre los seres humanos. Siempre se habla desde un cuerpo de
hombre o de mujer y la recepción de lo que se dice también afecta
diferencialmente a mujeres y a hombres. Además, cuando la pre-
sencia del cuerpo es ambigua y no se distingue fácilmente si se trata
de una mujer o de un hombre, provoca inquietud, rechazo o males-
tar. El cuerpo, un ente/artefacto simultáneamente físico y simbólico,
experimenta en el sentido fenomenológico distintas sensaciones, place-
res, dolores y pulsiones mientras la sociedad le impone acuerdos y prác-
ticas psico-legales coercitivas. El hecho de que el cuerpo tenga un valor
social previo y distinto por su sexuación y por el género tiene un efecto

2. El World Economic Forum mide la brecha del acceso de mujeres y hombres a la salud, la educación, el
trabajo y la política de acuerdo con las estadísticas oficiales de todos los países. Las sociedades con esque-
mas rígidos de género tienen las brechas mayores. Véase www.weforum.org/issues/global-gender-gap.

193
Marta Lamas

en la mente de todos los demás seres humanos. La vivencia de lo social


ocurre en el cuerpo.3
Pero la mente no es solo conciencia, y con frecuencia se olvida que el
inconsciente tiene un papel crucial. Por eso, además de ser histórica y
socialmente construido, el cuerpo tiene una psique cuyos procesos in-
conscientes no controla. Y así como la antropología subraya que el cuer-
po humano nunca es un cuerpo “natural”, pues siempre tiene dimensio-
nes simbólicas (Douglas, 1970; 1975), de la misma manera el psicoanálisis
insiste en que los seres humanos producen elaboraciones psíquicas ima-
ginarias a partir de sus cuerpos. En ese sentido la feminidad y la mas-
culinidad psíquicas pueden transgredir los lineamientos culturales de la
socialización. Con esto quiero decir que las operaciones del inconscien-
te no respetan la determinación de la identidad personal que opera en el
nivel de la cultura.
La vivencia del propio cuerpo implica que las características que la
sociedad marca (la diferencia de sexo, de pertenencia étnica, de raza,
de clase social y de edad) se interpretan psíquicamente como identidad.
Una antropóloga británica, Henrietta Moore, nombra “anatomía vivida”
a la condición corporal de las identidades y habla de la experiencia como
una forma de “intersubjetividad corporeizada” (1994a, p. 3). La defini-
ción del habitus como una “subjetividad socializada” es una clave inter-
pretativa que ha sido de gran utilidad para explorar estas dimensiones
(Bourdieu, 1991; 1997; 1999 y 2000).
Bourdieu advierte que el orden simbólico de género está tan profun-
damente arraigado que no requiere justificación: se impone a sí mismo
como autoevidente, y es considerado como “natural” gracias al acuerdo
“casi perfecto e inmediato” que obtiene de estructuras sociales tales como
la organización social de espacio y tiempo y la división sexual del traba-
jo y, por otro lado, de estructuras cognitivas inscritas en los cuerpos y
en las mentes. Las estructuras cognitivas perciben la doxa4 y conciben el

3. Esto es lo que Bourdieu denomina la hexis corporal. Exis o hexis es el término griego que se refiere a la
manera de ser, al estado, la constitución, el temperamento y el hábito, y este autor subraya la manifesta-
ción corporal. Véase Bourdieu (2000).
4. En la antigua Grecia, doxa era la opinión mientras que episteme era el conocimiento. Bourdieu utiliza
este concepto para aludir a lo que se toma por sentado, por “natural”, a opiniones prerreflexivas, que se

194
Dimensiones de la diferencia

orden social como “natural” a través de “esquemas no pensados de pen-


samiento”: habitus. Así, cada cultura consagra su orden simbólico como
“natural”. Esta “naturalización” dificulta tomar distancia y reflexionar
sobre la socialización de las relaciones de dominación de género:

Al estar incluidos, hombres y mujeres, en el objeto que nos esforza-


mos en delimitar, hemos incorporado, como esquemas inconscien-
tes de percepción y de apreciación, las estructuras históricas del
orden masculino; corremos el peligro, por tanto, de recurrir, para
concebir la dominación masculina, a unos modos de pensamiento
que ya son el producto de la dominación (Bourdieu, 2000, p. 17).

Las sociedades son comunidades interpretativas que van armando un


discurso social al compartir ciertos significados. Desde su infancia, los
seres humanos perciben los mandatos culturales de “lo femenino” y “lo
masculino” mediante el lenguaje, el trato y la materialidad de la cultura
(los objetos, las imágenes, etcétera). En el desarrollo cognitivo infantil
la información sobre el género antecede a la relativa diferencia sexual:
entre los dos y los tres años, niñas y niños saben referirse a sí mismos
en femenino o masculino y, aunque no tengan una noción clara de en
qué consiste la diferencia genital, son capaces de diferenciar la ropa, los
juguetes y los símbolos más evidentes de lo que es propio para un sexo
y para el otro.
Al nacer dentro de una cultura determinada, con una lengua espe-
cífica y en un grupo familiar donde ya están insertas las valoraciones y
creencias sobre “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres,
los seres humanos introyectan esos esquemas de pensamiento y acción.
En la forma de concebirse, en la construcción de la propia imagen, re-
toman los mandatos de género que circulan en su entorno y adquieren
las disposiciones correspondientes. La percepción de los seres humanos
está condicionada por el medio que habitan y por las creencias que cir-
culan en su ámbito familiar, pero también por sus procesos psíquicos.

adquieren inconscientemente y determinan ciertas prácticas y actitudes. Textualmente dice: “Nada hay
más dogmático, paradójicamente, que una doxa, conjunto de creencias fundamentales que ni siquiera
necesitan afirmarse en forma de dogma explícito y consciente de sí mismo” (1999, p. 29).

195
Marta Lamas

Las mentes, moldeadas por la cultura y habitadas por el discurso so-


cial, realizan una operación constante de división: la oposición entre lo
femenino y lo masculino. La manera en que las personas aprehenden esa
división es mediante las actividades diarias imbuidas de sentido simbó-
lico. La percepción se estructura de forma inconsciente por las valora-
ciones de género existentes y retorna los marcadores de la organización
concreta y simbólica de toda la vida social. Desde esas pautas culturales,
hombres y mujeres desarrollan un sistema de referencias comunes que
contribuye al sostenimiento del orden simbólico. Los habitus cambian
según el lugar o el momento, pero mujeres y hombres por igual repro-
ducen el sistema de relaciones de género. Bourdieu define los habitus
como “sistemas perdurables y transponibles de esquemas de percep-
ción, apreciación y acción, resultantes de la institución de lo social en
los cuerpos” (Bourdieu, 1995, p. 87).5 De esta manera se define al conjun-
to de relaciones históricas “depositadas” en los cuerpos individuales en
forma de esquemas mentales y corporales, de disposiciones adquiridas
que, mediante la crianza, inculcan la cultura y el lenguaje que las perso-
nas consideran “naturales”. El habitus reproduce estas disposiciones y se
convierte en un mecanismo de retransmisión por el que las estructuras
mentales de las personas “encaman” y toman forma en la actividad de la
sociedad. Este trabajo de inculcación, a la vez sexualmente diferencia-
do y sexualmente diferenciador, suele imponer, mediante mandatos y
valores tácitos, los rasgos y actitudes de la “masculinidad” a los machos
humanos y los de la “feminidad” a las hembras humanas.
Bourdieu documenta cómo la dominación masculina está anclada
en nuestros inconscientes, en las estructuras simbólicas y en las insti-
tuciones de la sociedad, entre las que se encuentran el sistema mítico
ritual y el jurídico. Los habitus de género reproducen la dominación y la
subordinación mediante la violencia simbólica, mecanismo sumamente

5. Bourdieu lo retoma de Marcel Mauss, quien desde 1936 explicó el sentido que le daba a habitas: “lo digo
en latín, ya que la palabra traduce mucho mejor que ‘costumbre’, el exis, lo ‘adquirido’ y la ‘facultad’ de
Aristóteles (que era un psicólogo). La palabra no recoge los hábitos metafísicos, esa misteriosa memoria,
tema de grandes volúmenes o de cortas y famosas tesis. Estos habitus varían no solo con los individuos y
sus limitaciones, sino sobre todo con las sociedades, la educación, las reglas de urbanidad y la moda. Hay
que hablar de técnicas, con la consiguiente labor de la razón práctica colectiva e individual, allí donde
normalmente se habla del alma y de sus facultades de repetición” (1971, p. 340).

196
Dimensiones de la diferencia

eficaz que, según Bourdieu, es lo esencial de la dominación masculina. A


través de la violencia simbólica las mujeres reproducen su propia subor-
dinación de género. Bourdieu afirma que no se puede comprender la
violencia simbólica, a menos que se abandone la oposición escolástica
entre coerción y consentimiento, imposición externa e impulso interno,
y se amplíe la conceptualización de Gramsci de hegemonía como domi-
nación con consentimiento.
La lógica cultural de género da lugar a concepciones locales e histó-
ricas sobre lo que es propio de los hombres (la masculinidad) y lo que
es propio de las mujeres (la feminidad), pero también instala la discri-
minación por sexo (sexismo), por prácticas sexuales (homofobia) y por
identidades transexuales (transfobia). Las prescripciones normativas de
género –lo que “les toca” a las mujeres o a los hombres– funcionan como
mandatos que intentan ajustar los cuerpos al modelo hegemónico. Esto
produce violencias distintas, las cuales ocurren cuando la identidad
psíquica no concuerda con el dato biológico, cuando el deseo se orienta
hacia un cuerpo “equivocado” y cuando la anatomía rebasa el modelo
binario. También la ley incorpora mandatos de género cuando les niega
a las mujeres el derecho a decidir sobre sus cuerpos. Por eso, cuando se
trata de establecer reglas de convivencia democrática, es indispensable
saber qué es el cuerpo y cómo opera su simbolización.
En el cuerpo juegan sexualidad e identidad, pulsión y cultura, carne
e inconsciente. Dado que el sexo es, al mismo tiempo, sexo/sustancia y
sexo/significación, el cuerpo funciona como una bisagra que articula lo
social y lo psíquico. Las sociedades toman al cuerpo como la característi-
ca determinante del ser humano, y en todas las culturas el cuerpo, pilar
básico del orden simbólico, es la fuente y el locus de la identidad (Moore,
1994a, p. 33). Pero como los seres humanos son seres bio-psico-sociales,
esos tres elementos introducen cuestiones identitarias atípicas al orden
normativo, entre las que destacan la transexualidad, la intersexualidad
y la homosexualidad. Frente a estas expresiones de la condición humana
se devela que no hay una correspondencia “natural” entre la identidad
personal, el cuerpo y el género, lo que derrumba la suposición de que la
corporeidad física es el rasgo lógico definitorio de la persona, del cual se
desprenden en automático su género y su orientación sexual.

197
Marta Lamas

El rechazo y la discriminación de las identidades marginales o no


hegemónicas remiten a habitus seculares, producidos por instituciones
de carácter patriarcal, que troquelan las disposiciones y el psiquismo, y
nutren los estereotipos de género vigentes. Por eso les resulta difícil a
las sociedades aceptar el surgimiento de nuevas identidades vinculadas
con la sexuación, como las de las personas transexuales. Sin embargo,
si se toma la diferencia sexual en su acepción psicoanalítica de “cuerpo
con inconsciente”, es posible comprender que la elaboración psíquica
de la identidad puede no corresponder con el dato biológico. La psicoa-
nalista francesa Francoise Dolto considera la imagen del cuerpo como
“síntesis viva de nuestras experiencias emocionales” (1986, p. 21) y tam-
bién como la “encarnación simbólica inconsciente del sujeto deseante”
(1986, p. 21).6 Ambas definiciones son cruciales para analizar por qué
la imagen inconsciente del cuerpo en ocasiones no coincide con lo que
se ve y se nombra.7 Para comprender lo que les ocurre a las personas
transexuales con su cuerpo es relevante entender que una cosa es el
esquema corporal (carne y hueso) y otra la imagen inconsciente que se
tiene de sí mismo.
La reflexión sobre el yo se nutre de la imagen inconsciente del cuerpo,
pero tanto el cuerpo como el pensamiento son “capaces ambos de ser in-
vestidos y colonizados por fantasmas a su vez fuertemente cargados de
libido sexual” (Green, 1995, p. 309). En realidad, la imagen inconsciente
del cuerpo y el yo son dos expresiones posibles para designar el senti-
miento más íntimo, el de sentirse uno/a mismo/a. El yo es una represen-
tación mental de la condición corporal, pero siempre está cruzada por
elaboraciones psíquicas. Por eso la idea particular que un ser se forja de
su cuerpo puede llegar a no coincidir con lo que mira en el espejo.

6. Ambas citas están en cursivas en el texto original.


7. Dolto estudia casos de niños cuyo cuerpo estaba sano, pero cuya imagen inconsciente  del cuerpo
estaba perturbada al grado de no permitirles funcionar corporalmente: “se trataba de niños sanos en
cuanto a su esquema corporal; pero el funcionamiento de éste resultaba recargado por las imágenes
patógenas del cuerpo. La herramienta, el cuerpo, o, mejor dicho, el mediador organizado entre el sujeto
y el mundo, si cabe expresarse así, se hallaba potencialmente en buen estado, desprovisto de lesiones;
pero su utilización funcional adaptada al consciente del sujeto estaba impedida. Estos niños eran teatro,
en su cuerpo propio” (1986, p. 17). Creo que el dilema de la persona transexual, que sabe que su esquema
corporal corresponde a determinado sexo, aunque ella anhele que su esquema sea del sexo opuesto, tiene
que ver con la imagen inconsciente del cuerpo.

198
Dimensiones de la diferencia

Concebir el cuerpo con inconsciente permite entender que el cuer-


po expresa su psiquismo y, en ocasiones, de forma inesperada.8 Para el
psicoanálisis es imposible hacer una clara división entre la mente y el
cuerpo, entre los elementos llamados sociales o ambientales y los bio-
lógicos, pues ambos están imbricados constitutivamente con ese lado
desconocido del inconsciente. La diferente sexuación es la base de la
simbolización del género, una densa problemática cultural que en todas
las sociedades es la base de la construcción de la identidad. Pero la idea
de que los machos se convierten indefectiblemente en hombres hetero-
sexuales e igualmente las hembras en mujeres se topa con una realidad
donde existen las personas intersexuadas. Hay personas que sienten de-
seo sexual en formas que la normatividad cultural considera impropias,
e incluso ciertas personas reivindican pertenecer al sexo contrario al
que les corresponde biológicamente. La tarea epistemológica que sub-
yace a estas situaciones es la de distinguir que una cosa es la dimensión
fundante de la sexuación, otra la dimensión histórica-contingente del
género y una más la dimensión psíquica individual.

El sujeto y su identidad

Para entender los procesos de construcción de la identidad hay que em-


pezar por comprender el papel crucial que desempeña la manera en que
se clasifica, nombra y ubica a una criatura en uno de los dos grupos nor-
mativos: mujer u hombre. El sexo distingue a las personas como machos
o hembras a partir de elementos biológicos de la especie. Desde ese cri-
terio se ha definido que básicamente hay dos sexos; sin embargo, en la
actualidad, desde esa misma perspectiva, se registra la existencia de las
personas intersexuadas. Las cinco áreas fisiológicas de las que depende
lo que, en términos generales, se denomina el “sexo biológico” de una

8. Aquí vale la pena recordar cómo surge el psicoanálisis. En 1889, el neurofisiólogo Freud, asombrado
ante el fenómeno de la histeria, lo describe tentativamente como un misterioso salto de la mente al cuer-
po. La manera innovadora en que Freud interpretó la interacción entre cuerpo y mente en la persona
histérica le permitió comprender el vínculo emocional del sujeto con su cuerpo, y así inauguró ese campo
de saber que tomaría el nombre de psicoanálisis.

199
Marta Lamas

persona –genes, hormonas, gónadas, órganos reproductivos internos y


órganos reproductivos externos (genitales)– arrojan más combinacio-
nes. Estas áreas controlan distintos procesos biológicos en un continuum,
y no en una dicotomía (Fausto-Sterling, 2000). Dentro de este continuum
se encuentra una sorprendente variedad de posibilidades combinato-
rias, cuyo punto medio es el hermafroditismo. Las personas intersexua-
das son las que conjuntan características fisiológicas que se mezclan de
manera atípica. Una clasificación rápida, y todavía insuficiente, de estas
combinaciones obliga a reconocer, por lo menos, cinco “sexos” biológi-
cos.9 La intersexualidad muestra que la dicotomía hombre/mujer es una
realidad simbólica o cultural, y no una realidad biológica, y que aquello
que suele considerarse un reflejo de la biología es en realidad una clasi-
ficación humana (Lacqueur, 1991; Dormuat Dreger, 2000).
Desde el nacimiento se distingue a los seres humanos en función de
la apariencia de sus genitales y de ahí se parte para iniciar el proceso de
atribución de género. Cuando hay cuerpos cuya ambigüedad sexual es
muy evidente, el peso de la normatividad binaria es tal que los médicos
realizan cirugías para “ajustar” dichos genitales atípicos al modelo dual
(Kessler, 1998). Otras veces, cuando la condición intersexuada se mani-
fiesta hasta la adolescencia, el conflicto identitario es tan grave que con
frecuencia desemboca en tragedias individuales.10
Otro elemento básico de la simbolización, en el proceso de atribución
de género, es la complementariedad procreativa de mujeres y hombres.
Indudablemente dicha complementariedad es un hecho fundante, con
consecuencias en todas las dimensiones de la vida social. Por eso no es de

9. Desde un punto de vista biológico habría que hablar de por lo menos cinco sexos: 1) hombres (personas
que tienen dos testículos); 2) mujeres (personas que tienen dos ovarios); 3) personas hermafroditas o
herms (en las cuales aparecen al mismo tiempo un testículo y un ovario); 4) hermafroditas masculinos o
merms (personas que tienen testículos, pero presentan otros caracteres sexuales femeninos); 5) herma-
froditas femeninos o ferms (personas con ovarios, pero con caracteres sexuales masculinos). Esta clasi-
ficación funciona solo si se toman en cuenta los órganos sexuales internos y los caracteres sexuales “se-
cundarios” como una unidad; pero si se imaginan las múltiples posibilidades a que pueden dar lugar las
combinaciones de las cinco áreas fisiológicas señaladas, habría más sexos. Véase Fausto Sterling (2000).
10. El suicidio de Herculine Barbin es un caso paradigmático. Se trata de una persona hermafrodita, que
se convirtió en un caso médico jurídico en el siglo XIX. Un médico dictamina que hay preponderancia de
lo masculino y la ley rectifica su nombre y la obliga a asumir la identidad correspondiente. Barbin, que
había sido criada como mujer, se mata. Véase Foucault (1980).

200
Dimensiones de la diferencia

extrañar que la lógica de género haya extrapolado dicha complementarie-


dad a otros aspectos de la vida y haya simbolizado a la mujer y al hombre con
diferencias “naturales” que se “desprenden” de su actividad procreativa. Y
aunque en los demás aspectos de la vida humana no existe una complemen-
tariedad igual, la fuerza simbólica de la complementariedad reproductiva
de mujeres y hombres se extiende ideológicamente a cuestiones como el
amor y el erotismo.11 Bourdieu ha señalado que inscribir una condición hu-
mana en lo biológico es una forma eficaz de legitimación. Eso ha ocurrido
con la heterosexualidad, a la que se le otorga una calidad de “natural” por
su potencial procreativo. Pero al analizar la sexualidad humana a partir de
dicha complementariedad se le ha otorgado a la heterosexualidad un esta-
tuto de “natural”. Tal visión “biologizada” de la sexualidad no reconoce la
calidad indiferenciada de la libido sexual (Freud) y envía al lindero de
lo “antinatural” todo lo que no se vincule con la vida reproductiva. Unir
procreación y sexualidad restringe simbólica y normativamente el es-
pectro de la sexualidad humana, lo que provoca el rechazo a la homose-
xualidad y discrimina a las personas con prácticas sexuales no dirigidas
a la procreación.12
Si la lógica cultural del género le ha dado fuerza y coherencia al man-
dato heterosexual y ha producido homofobia, ¿qué ocurrió entonces para
que en un lapso de veinte años la Unión Europea pasara de penalizar la
homosexualidad a legitimarla jurídicamente y castigar la homofobia?
Bajo la presión de múltiples demandas de discriminación que formula-
ron las personas homosexuales, varias cortes y tribunales tuvieron que
definir si la homosexualidad era o no una conducta delictiva o patoló-
gica. Al recurrir a instancias académicas y colegios profesionales para
aclarar esta cuestión, los jueces fueron comprendiendo que ni la hetero-
sexualidad ni la homosexualidad son buenas o malas en sí mismas, sino

11. Creer que hay tal complementariedad existencial entre mujeres y hombres ha servido para limitar las
potencialidades de las mujeres y para coartar el desarrollo de ciertas habilidades en los hombres. Puesto
que a ellos les toca realizar ciertas tareas y funciones, a ellas se les prohíben. Como bien señala Celia Amo-
rós (1985), se prohíbe lo que se puede hacer, lo que no se puede hacer no es necesario prohibirlo. O sea, a
los hombres no hay que prohibirles que se embaracen. Eso se comprueba con las prohibiciones históricas
que se les hicieron a las mujeres: leer, estudiar, votar, gobernar.
12. Vale la pena recordar tanto el escándalo como los conflictos y batallas de todo tipo que se dieron al
tratar de introducir los métodos anticonceptivos. Véase Gordon (2007).

201
Marta Lamas

que depende de las circunstancias y el contexto en que se ejerzan las


prácticas sexuales para que se conviertan en delitos. Y así como los hom-
bres heterosexuales que violan mujeres no ponen en cuestión la orienta-
ción heterosexual per se, de la misma forma la conducta de ciertos homo-
sexuales pedófilos no debería estigmatizar la orientación homosexual
en sí misma. El debate público sobre la homosexualidad que se inició en
los países europeos en los años setenta condujo en los noventa a cambios
legales que dieron un estatuto jurídico a la homosexualidad, legalizando
las uniones civiles entre personas homosexuales y, posteriormente, bo-
rrando toda referencia al sexo en los contratos matrimoniales.13
En México, solo el Distrito Federal ha otorgado a la homosexualidad
un estatuto legal similar al de la heterosexualidad al reglamentar el ma-
trimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, dicha reforma
no ha provocado una discusión pública seria que abata la ignorancia
gubernamental respecto a la orientación sexual, ni que erosione los
prejuicios que se manifiestan cotidianamente.14 Vale la pena recordar
que la tradición cultural hegemónica de México –la católica– plantea la
inmoralidad intrínseca del acto sexual. El placer es malo y la sexuali-
dad solo se redime como un medio para reproducir a la especie. En tal

13. El proceso arrancó cuando una comisión del Consejo de Europa hizo, en 1979, una propuesta de
protección moral y jurídica a las personas homosexuales, sugiriendo suprimir las discriminaciones pro-
fesionales y garantizar el goce a los derechos y beneficios que tenían todos los demás ciudadanos. Esto
condujo a modificar el artículo 14 de la Convención europea de los derechos humanos, añadir la orientación se-
xual como causal de no discriminación y exigir igualdad en el tratamiento de las personas homosexuales.
El proceso culmina veinte años después, cuando los 15 países miembros de la Unión Europea ratifican
el Tratado de Amsterdam, que incorpora la orientación sexual entre los motivos de discriminación que
deben ser abolidos. Así, la Corte Europea, que a principios de los ochenta castigaba las relaciones homo-
sexuales consentidas entre personas adultas, unos años después condena la intromisión del Estado en
la vida privada y, actualmente, convierte la homofobia en materia de penalización. Véase Lamas (2005).
14. Un ejemplo reciente ocurrió en el Senado con los panistas, en relación con la inclusión del término
“preferencias sexuales” entre los motivos de no discriminación que debían quedar asentados en el artí-
culo primero de nuestra Carta Magna. En febrero de 2011, la Cámara de Diputados propuso la redacción
siguiente: “Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la
edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las pre-
ferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por
objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”. La bancada del PAN pidió más
tiempo para revisar la propuesta, pues algunos de sus senadores consideraron inaceptable la inclusión
de “preferencias sexuales”. El presidente de la Comisión de Atención a Grupos Vulnerables en el Senado,
Guillermo Tamborrel (PAN), dijo: “debemos ser muy cuidadosos para no abrirle la puerta a los degenera-
dos” (Reforma, 24 de febrero de 2011). Finalmente, la reforma fue aprobada.

202
Dimensiones de la diferencia

concepción subyace una creencia: las prácticas sexuales tienen, por sí


mismas, una connotación inmoral “natural”, expiable con culpa y sufri-
miento. Además, al valorar fundamentalmente el aspecto reproductivo,
se conceptualiza la sexualidad como la actividad de parejas heterosexua-
les, donde lo genital, especialmente el coito, tiene preeminencia sobre
otros arreglos íntimos; todo esto en el contexto de una relación compro-
metida, sancionada religiosa y jurídicamente, y dirigida a fundar una
familia. Por lo tanto, cualquier ejercicio de la sexualidad sin fines repro-
ductivos, o fuera del matrimonio, es definido como perverso, anormal,
enfermo o moralmente inferior. Ante personas que defienden la posi-
bilidad de una relación sexual placentera, consensuada y responsable,
con indiferencia de la sexuación que tenga el cuerpo de la pareja, resulta
obsoleto, o al menos ineficaz, invocar una moral que restringe la sexua-
lidad a sus fines reproductivos.
Hoy en día, las sociedades democráticas y defensoras de los derechos
humanos establecen las premisas valorativas de una relación sexual en
función del consentimiento voluntario y mutuo. La pluralidad de cultu-
ras y la diversidad humana socavan la idea de una práctica sexual “na-
tural” y, al contrario, hacen que se desconfíe de ese término, pues suele
encubrir una definición centrada en la propia cultura. El etnocentrismo
desprecia y estigmatiza las prácticas “extrañas”. Además, una perspec-
tiva etnocéntrica y heterocentrada conduce, con frecuencia, a intentos
de “normalización” de los sujetos desviantes de la norma y, en algunos
casos, a su represión o incluso su eliminación física.
Lo que define si un acto sexual es ético o no, radica en la relación de
autodeterminación y mutuo acuerdo de las personas involucradas y no
en un determinado uso de los orificios y los órganos corporales. Desde
tal visión, es legítima la gran diversidad de prácticas sexuales que exis-
ten, siempre y cuando no resbalen a manifestaciones ilegales e indignas
de consumar el deseo sexual, tales como la violación, el abuso sexual,
los toqueteos, el hostigamiento y la seducción a menores. Por eso un va-
lor imprescindible es el consentimiento, definido como la facultad que
tienen las personas adultas, con ciertas capacidades mentales y físicas,
de decidir su vida sexual. La existencia de un desequilibrio notable de
poder, de maduración, de capacidad física o mental imposibilita que se

203
Marta Lamas

lleve a cabo un verdadero consentimiento. En el caso de los menores de


edad, o de personas con una fuerte discapacidad mental, no existe la
posibilidad real de consentir; en personas con una discapacidad física
depende de las circunstancias.
La antropología ha mostrado que la vida sexual está imbuida de un
conjunto de aspiraciones y regulaciones políticas, legales y sociales
que inhiben o promueven ciertas formas de expresión sexual, al mis-
mo tiempo que estigmatizan o valoran ciertos deseos y actos (Ortner
y Whitehead, 1981; Herdt y Stoller, 1990; Ramet, 1996). Al diferenciar
entre la sexualidad y los contenidos simbólicos que les adjudican las
personas queda en evidencia la gran variación entre las fronteras de lo
normal y lo anormal, las prácticas buenas o malas, naturales o antina-
turales, decentes o indecentes. Sin embargo, todavía hay quienes creen
que ciertas prácticas son ilegítimas en sí mismas y no consideran que el
contexto ético del intercambio es lo que las vuelve aceptables o no. Por
ejemplo, el coito obligado –débito conyugal– que se da en ciertos matri-
monios no es ético desde esta postura, aunque desde una perspectiva
tradicional no se conceptualice la coerción marital como inmoral.
El fenómeno de la globalización de la información ha ido ampliando
la aceptación de la homosexualidad en capas cada vez más amplias. El
término “gay” ha ganado respetabilidad, aunque persisten la ignorancia
y la desinformación sobre estas identidades no hegemónicas. Tal vez
hoy el fenómeno de la transexualidad es el que causa más desconcierto,
inquietud o rechazo. La transexualidad plantea que es erróneo suponer
que el cuerpo determina la identidad. Esta es una disonancia mayús-
cula con la doxa. Pero la idea de que si un ser humano nace macho será
indefectiblemente hombre, y si nace hembra, mujer, es lo que la psicoa-
nalista Virginia Goldner (1991) llama una verdad falsa: por un lado, eso
es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos, pero, por otro lado,
existen multitud de ejemplos que no se ajustan a tal definición, por lo
que esta idea es falsa en la medida en que las variaciones concretas de
las vidas humanas rebasan cualquier esquema determinista.
La transexualidad resquebraja la idea de que el sexo determina al
género como una relación primordial, transhistórica y esencialmen-
te inmutable, y perfila una nueva perspectiva sobre la maleabilidad

204
Dimensiones de la diferencia

humana.15 También cuestiona la vinculación de los enunciados formales


sobre lo que es un hombre, o una mujer, con el imaginario psíquico. No
todos los seres humanos que nacen machos se asumen después como
hombres, ni todas las hembras, mujeres. En la condición transexual la
identidad psíquica de una persona no corresponde con su cuerpo bio-
lógico, y más allá de definir si se trata de un delirio, de una patología o
del resultado de una clasificación social deficiente, esta convicción es
una muestra irrefutable de que no basta la biología para asumirse en
correspondencia.
Tanto la transexualidad como su versión más actual, el transgene-
rismo o transgeneridad, hablan de que la significación de “hombre” y
de “mujer” rebasa la biología.16 El hecho de que un número cada vez ma-
yor de seres humanos –las personas transexuales– alegue una identidad
psíquica en contradicción con su cuerpo biológico y logre “pasar por”
hombre o por mujer, sin tener el sexo cromosómico correspondiente,
introduce una distinción entre sexo, categoría sexual y género (West y
Zimmerman, 1999).17 La “apariencia correcta” que se adecua a la cate-
goría sexual requiere el despliegue y el reconocimiento de las insignias
externas del sexo, tales como conducta, porte, vestido, peinado y moda-
les. De manera muy parecida a lo que Erving Goffman plantea como la

15. Con referencia a lo inmutable, Bourdieu dice que lo que “en la historia aparece como eterno, solo es un
producto de un trabajo de eternización que incumbe a unas instituciones (interconectadas) tales como la
Familia, la Iglesia, el Estado, la Escuela” (2000, p. 8). El trabajo de eternizar es similar al de naturalizar:
hace que algo construido a lo largo de la historia por seres humanos se vea como “eterno” o “natural”.
16. Trans es un prefijo derivado del latín que significa “del otro lado”; se usa para decir más allá, sobre o
a través y para marcar la transformación o el paso a una situación contraria. A quienes desean “pasar-
se” al sexo opuesto se las llama transexuales, y a quienes se pasan al género contrario, transgéneros. A
diferencia de los travestidos, que ocasionalmente se ponen la ropa del sexo contrario, y de las personas
transexuales, que cambian su figura física mediante hormonación y cirugía, los individuos transgénero
modifican permanentemente su aspecto, adoptando el del sexo opuesto y sus marcas sociales, pero sin
recurrir a la transformación hormonal o quirúrgica del cuerpo. Una diferencia fundamental entre quien
recurre al travestismo y quien se asume como transgénero es que la primera persona suele conducir su
vida cotidiana sin travestirse, haciéndolo de vez en cuando, mientras que la persona transgénero trans-
grede todo el tiempo los límites del género, sea vestida como del sexo opuesto, o maquillándose, o asu-
miendo una apariencia bizarra.
17. Garfinkel hace una definición de “pasar por” (passing) como: “El trabajo de lograr y asegurar sus dere-
chos a vivir en el estatus de sexo elegido al mismo tiempo que se toman precauciones ante la posibilidad
de detección y ruina promovida dentro de las condiciones sociales estructuradas en las que lleva a cabo
ese trabajo” (1967, p. 118).

205
Marta Lamas

presentación del self: el outlook, demeanor and orientation (1970; 1980). O


sea, la categoría sexual es la presentación social de la persona, a partir
de la cual se infiere un sexo que biológicamente puede o no coincidir.
La relación entre la categoría sexual y el género es fundamental, pues
para parecer mujer o parecer hombre hay que asumir los mandatos de
género. El ejercicio de asumir ciertas concepciones culturales vigentes
de conducta exhibe la relación entre la cultura y el proceso a través del
cual los humanos, en tanto seres sexuados, se convierten en personas
socialmente clasificadas como “mujeres” o como “hombres”. El género
implica cierta conducta adecuada culturalmente –femenina o masculi-
na– que lleva a desarrollar los atributos y actividades que surgen de la
exigencia de pertenecer a la categoría sexual de “hombre” o de “mujer”;
en cambio la categoría sexual se reconoce y se sostiene por las demostra-
ciones socialmente requeridas de pertenecer a determinado sexo.
En algunas culturas existen formas de clasificación de los hombres y
las mujeres que no priorizan la correspondencia de la identidad social
con la biología.18 Estos casos señalan que los requisitos para el recono-
cimiento social como mujer, o como hombre, pueden consistir también
en la realización de cierto tipo de actividades o tareas, o simplemente su
deseo de pertenecer a determinado sexo (Herdt, 1994; Lang, 1998; Roscoe,
2000; Nanda, 2000). Que en ciertos grupos sociales la atribución social
de la categoría “sexo” dependa del lugar social que se ocupa y del deseo
personal que se manifiesta, y ya no solo de la existencia de determinados
genitales, es una forma distinta de elaborar los significados que se le
otorgan a la diferencia sexual, contraria a la normatividad hegemónica.
Lo que habría que subrayar es que la identidad es una construcción ima-
ginaria que requiere la confirmación simbólica del resto de la sociedad.
En nuestra sociedad cada vez son más las personas que no se ajustan a
los esquemas heteronormativos y sexistas de género, y se sienten violenta-
das en su identidad y subjetividad por los códigos culturales y los estereoti-
pos de género vigentes. De ahí la necesidad de conocer las interpretaciones
intelectuales y científicas que esclarecen los procesos psíquicos y cultu-
rales mediante los cuales las personas, que viven dentro de un esquema

18. Para el caso de los muxes de juchitán véase Miano Borruso, 1998 y 2002.

206
Dimensiones de la diferencia

simbólico que postula la complementariedad de los sexos y la normativi-


dad de la heterosexualidad, lo aceptan (y se convierten en hombres y muje-
res) o lo resisten, como las personas transexuales y transgéneros.

Del derecho a la diferencia al dilema de la diferencia

He sostenido a lo largo de estas líneas que el cuerpo humano es más


que un ente biológico y siempre tiene dimensiones imaginarias (como
la transexualidad) y simbólicas (como la intersexualidad). Los cuerpos
provocan, en quienes los contemplan, una variedad de reacciones y sen-
timientos que van desde el deseo y el amor hasta la violación y el asesi-
nato, pasando por la admiración, el desprecio o el asco.19 Pero también
suscitan reacciones y emociones en los propios yos, pues los “cuerpos”
jamás son “cuerpos” en abstracto, siempre son “cuerpo de mujer” o
“cuerpo de hombre”. La articulación de la sexuación, el orden simbólico
y las elaboraciones psíquicas producen una variedad inconcebible de se-
res humanos. Sin embargo, todavía el mundo sigue estructurado a par-
tir de la diferencia entre mujeres y hombres, y esta diferencia tiene todo
tipo de consecuencias.
Mujeres y hombres son iguales en tanto seres humanos, pero son
diferentes en tanto sexos. La distinta sexuación produce una respuesta
biológica absolutamente diferencial en el caso de la procreación. Aunque
la creación de un ser humano requiere insumos masculinos (espermato-
zoides) y femeninos (óvulos), todo el proceso de concepción, gestación y
parto se lleva a cabo exclusivamente en el cuerpo de la mujer. Esta activi-
dad gestante puede ser vivida por las mujeres como algo deseado y gra-
tificante, o también como algo no deseado que produce conflictos y su-
frimiento. La desigualdad procreativa entre mujeres y hombres ha sido
la base material sobre la cual se ha construido la subordinación social
femenina, y ha resultado muy complejo introducir una mirada que “des-
naturalice” la condición femenina como esencialmente reproductora y
tome a las mujeres, no como hembras paridoras, sino como sujetos en

19. Rocío Silva Santiesteban (2000) ha analizado el asco como una reacción de “basurización simbólica”.

207
Marta Lamas

su propio derecho. Además de los alegatos del feminismo respecto del


derecho a decidir sobre el propio cuerpo, desde una perspectiva jurídica
también se argumenta la necesidad de instaurar un derecho exclusivo
de las mujeres derivado de su diferencia anatómica.
El jurista italiano Luigi Ferrajoli (1999) plantea como un “derecho se-
xuado” que la maternidad sea voluntaria y no impuesta, lo que implica el
acceso al aborto legal. Ferrajoli sostiene que para subsanar la discrimi-
nación producida por la sexuación, especialmente la instrumentación de
las mujeres como medios de reproducción, es necesario elaborar ciertas
“garantías sexuadas”, que justifican tratamientos diferenciados en todas
las ocasiones en que un tratamiento igual penalice al sexo femenino. “La
diferencia sexual debe traducirse en derecho desigual o, si se quiere, se-
xuado” (1999, p. 85). Ferrajoli declara que “la prohibición del aborto equi-
vale a una obligación: la de convertirse en madre, soportar un embarazo,
parir, criar un hijo” (1999, p. 85). Para Ferrajoli el que la maternidad sea
voluntaria requiere de la instauración de la interrupción legal del emba-
razo. Aceptar el derecho sexuado de las mujeres de decidir si prosiguen
o no un embarazo no pone en crisis el valor del principio de igualdad, ni
quebranta el paradigma de la igualdad social entre mujeres y hombres,
como tampoco exime de realizar una reflexión encaminada a subsanar
las situaciones de subordinación provocadas por la diferente sexuación.
Un punto clave para deconstruir la lógica del género radica en cómo
se piensa acerca de la diferencia sexual. Por eso hay que pasar de la rei-
vindicación de un derecho a la diferencia (como lo hace Ferrajoli) hacia
el esclarecimiento del dilema de la diferencia. Pensar en la igualdad a
partir de la diferencia requiere pensar en la “diferencia” no como una
afirmación ontológica o esencialista, como si existiera una verdad ab-
soluta de la mujer, opuesta a la del hombre, o del heterosexual opuesta a
la del homosexual, sino como una variación sobre el mismo sustrato hu-
mano. De ahí que se pueda tratar a hombres y mujeres, a heterosexuales
y a homosexuales, a transexuales y personas intersexuadas como “igua-
les” sin que sean “idénticos”.
Al explorar vías concretas para enfrentar las discriminaciones y exclu-
siones que viven las personas diferentes, tales como las acciones afirma-
tivas y las cuotas de representación política, se presenta el “dilema de la

208
Dimensiones de la diferencia

diferencia” (Minow, 1990). Este consiste en que ignorar la diferencia en el


caso de los grupos subordinados, o discriminados, produce una neutrali-
dad defectuosa, pero centrarse en la diferencia puede acentuar el estigma.
Tanto destacar la diferencia como ignorarla son prácticas que corren el
riesgo de crear más diferencia. Este es el “dilema de la diferencia”.
Asumir que ignorar la diferencia o ponerla por delante implica el pe-
ligro de acentuarla convierte el hecho de definir las acciones ante la dife-
rencia en un desafío sumamente complejo. Joan W. Scott señala que en
el debate de la igualdad versus la diferencia es relativamente fácil caer
en la trampa de elegir una de las dos opciones, pero cuando igualdad y
diferencia se plantean dicotómicamente, estructuran una elección im-
posible (1992, p. 100). Si una persona opta por la igualdad, está forzada
a negar su diferencia; si opta por la diferencia, parece que admite que
la igualdad es inalcanzable. Scott dice que las mujeres no pueden negar
su diferencia ni pueden renunciar a la igualdad, al menos mientras se
refiera a los principios y valores del régimen político democrático. Su
propuesta es pensar en la igualdad a partir de la diferencia, sin negar la
existencia de las relaciones de poder entre los sexos. En vez de perma-
necer dentro de los términos del discurso jurídico-político existente, ella
propone realizar un examen crítico que permita comprender cómo fun-
cionan los conceptos que construyen y constriñen significados específi-
cos. Esto tiene que ver con reconocer, en primer lugar, que no hay que
caer en las trampas de la igualdad entendida como similitud y, al mismo
tiempo, hay que saber que tratar con igualdad a personas desiguales no
elimina su desigualdad.
Para desechar la idea “tramposa” de que las mujeres tienen que igua-
larse con los hombres (o de que los homosexuales deben desear de ma-
nera heterosexual, las personas intersexuales ajustar sus genitales a los
de los dos sexos reconocidos y las personas transexuales conformarse
con su cuerpo y renunciar a su identidad psíquica), algunas socieda-
des democráticas avanzadas han adaptado sus leyes incorporando esa
nueva formulación del género.20 El resultado ha sido la despenalización

20. El proceso de “igualación” de las mujeres en el mundo público no ha alentado a los hombres a un
proceso similar de entrada en el espacio privado.

209
Marta Lamas

del aborto, los matrimonios entre personas del mismo sexo, las leyes de
reconocimiento de la identidad de género de las personas transexuales
y la normatividad que prohíbe intervenir quirúrgicamente el cuerpo de
las personas intersexuales sin su consentimiento. Pero aunque recono-
cer las diferencias y abordarlas jurídicamente ha abierto el camino a una
mayor equidad, centrarse en la diferencia identitaria ha producido los
efectos perversos de la política de la identidad.21 La exclusión sociopolí-
tica y económica de las personas con identidades distintas a las hegemó-
nicas y normativas ha conducido a una participación política identitaria
que con frecuencia favorece un discurso ideológico cercano al esencia-
lismo (Bondi, 1996) y cuyas reivindicaciones se limitan generalmente a
acciones afirmativas y otras medidas nivelatorias como las cuotas de re-
presentación política.22 Ese es otro aspecto del dilema de la diferencia.
Y aunque la política de la identidad nace como respuesta a la exclusión
y como demanda de un trato igualitario, también tiene consecuencias
negativas cuando se encierra en un razonamiento autorreferencial.
Benjamín Arditi (2009) plantea que, así como el debate sobre la dife-
rencia reubicó a la izquierda igualitaria en la defensa de las identidades
particulares, ubicándolas en el marco de la opinión pública y de la polí-
tica democrática liberal, los grupos que reivindicaron la diferencia ali-
mentaron su reverso: el “esencialismo de la diferencia”. Así se sustituyó
un esquema de exclusión por otro, y el “esencialismo de la diferencia”
provocó obstáculos a una postura política incluyente tales como la victi-
mización, la autorreferencia y el relativismo. El riesgo inminente de di-
cha perspectiva es el de no encontrar un espacio de articulación política
común. Arditi reflexiona sobre cómo construir códigos compartidos que

21. “Equidad” es una palabra que ingresó hace poco al vocabulario democrático, pero que tiene orígenes
muy antiguos. Proviene del latín aequus, que quiere decir “igual”, y su acepción está vinculada totalmente
con el ámbito de la justicia: equidad es la cualidad de los fallos, juicios o repartos en que se da a cada
persona según corresponda a sus méritos o deméritos. O sea, es la cualidad por la que ninguna de las
partes es favorecida de manera injusta en perjuicio de otra. Lograr equidad es lograr igualdad con reco-
nocimiento de las diferencias.
22. Recuérdese el caso de las “juanitas”, las diputadas que en la LXI Legislatura (2009) entraron por cuota
de género para luego renunciar a favor del suplente hombre. El apelativo “juanita” se les puso por el caso
de Rafael “Juanito” Acosta, el candidato del PRD a la Delegación de Iztapalapa, que con un acuerdo previo
a la elección aceptó dejar el puesto a Clara Brugada. Las “juanitas” fueron inicialmente nueve diputadas
y luego se sumaron dos más.

210
Dimensiones de la diferencia

transformen las reglas de la democracia y así lograr una participación


activa, con ciudadanas y ciudadanos sensibles a la micropolítica, la par-
ticularidad y el derecho a ser diferentes. Por eso propone “recuperar la
idea de ciudadanía como contrapartida de la identidad cimentada en la
pertenencia a un grupo particular” (2009, p. 70).
Arditi reconoce que las subjetividades desempeñan una función diná-
mica en la agency humana, pero piensa que para romper la dominación
es indispensable que los activistas se conviertan en auténticos agentes
políticos. Este politólogo formula una pregunta fundamental: ¿hasta
qué punto la demanda de derechos especiales para grupos especiales es
compatible con la reivindicación de derechos iguales para todos?
Indudablemente la política es una actividad donde se pueden alentar
procesos de significación más abiertos que en otros ámbitos sociales,
como lo demuestran las recientes reformas de la Asamblea Legislativa
del D. F.. Sin embargo, es indispensable impulsar líneas sólidas de re-
flexión contra la persistencia de la discriminación. Dar cuenta de la
complejidad humana en un ámbito conceptual no es fácil, y el potencial
emancipador de una vía hacia una transformación democrática radical
requiere, además de una mirada crítica e incluyente, estar sustentada
intelectualmente. Es muy duro reconocer que la acción de la sociedad
civil, con sus luchas acerca de las identidades de sus activistas organiza-
dos, es insuficiente para eliminar las desigualdades.
Quizás una política dispuesta a partir de la identidad ciudadana sería
capaz de reconocer objetivos comunes más amplios, superar las autorre-
ferencias y estimular la acción colectiva hacia un proyecto democrático
radical. Aunque la mera existencia de las personas “atípicas” denuncia
la rigidez de la lógica tradicional de género, hay que desatar procesos de
reflexión que erosionen el simplismo de quienes, sea por rechazo o ig-
norancia, reiteran que solo hay dos formas tradicionales de ser humano.
Por eso un elemento básico para la construcción de una sociedad verda-
deramente democrática requiere entender que las identidades sexuales
y de género no se construyen voluntariamente, sino que están cruzadas
por procesos psíquicos inconscientes. Cuando la particularidad de la di-
ferente sexuación, identidad de género u orientación sexual se convierte
en el aspecto central de la identidad, lo más probable es que las personas

211
Marta Lamas

que se movilicen políticamente por dicha particularidad queden ence-


rradas en su gueto.
Por lo pronto hay que difundir y defender una idea: ningún ser hu-
mano debe ser discriminado ni perseguido por los mandatos culturales
del género. El género es cultura, y la cultura se transforma con la in-
tervención humana. Las personas reciben y transmiten significados
culturales, pero también los pueden reformular. Y cuando las normas
de género recibidas son discriminatorias, cuestionar la lógica cultural
que las valida es una tarea impostergable. La exigencia democrática de
igualdad de trato y de oportunidades lleva a enfrentar la discriminación
de las personas en función de su sexo, su orientación sexual o su iden-
tidad de género. Actualizar la forma en que se concibe la relación entre
los cuerpos y las identidades conduce a encarar críticamente los efectos
discriminatorios de la simbolización y a interpretar positivamente las
resistencias y rupturas que los sujetos llevan a cabo.
La indiferencia generalizada ante el sufrimiento y la desigualdad de
recursos y poder sigue provocando rabia e indignación en las personas y
grupos que la padecen. ¿Qué hacer? Para empezar, comprender la fuerza
de la doxa y aprovechar las herramientas intelectuales que explican los
insidiosos mecanismos de exclusión, como la violencia simbólica. Una
herramienta principalísima es la perspectiva de género, que permite
comprender los procesos culturales que otorgan legitimidad a ciertas
identidades y prácticas. Al deconstruir la determinación situacional y
relacional de los seres humanos se muestran los procesos de represen-
tación y de producción de conocimiento cruzados por los habitus de
género. Es imperativo seguir la propuesta de reflexividad de Bourdieu
a este respecto. Con la reflexividad se obtiene una mirada autocrítica
capaz de, por ejemplo, comprender el “dilema de la diferencia”. Si tan-
to centrarse en la diferencia como ignorarla puede recrearla, ¿cuál es la
estrategia para lograr incidir en una transformación social? Es evidente
que no basta con la crítica y la deconstrucción de las creencias, prác-
ticas y representaciones sociales que discriminan, oprimen o vulneran
a las personas en función del género. Es necesario formular, simbólica
y políticamente, una nueva definición del ser humano, y ello significa
plantear como dato crucial que el sujeto sexuado asume, inconsciente

212
Dimensiones de la diferencia

e imaginariamente, su diferencia de sexo y de género. Reformular así


la lógica cultural de género llevaría a trascender las rígidas definiciones
tradicionales de qué es ser mujer y qué es ser hombre.23
Ahora bien, no es nada fácil lograr esta perspectiva libertaria. La so-
ciedad no se cambia por decreto. La sociedad se constituye y modifica
mediante los significados y valores de quienes viven en ella, por lo
cual hay que formular modos de razonamiento y estrategias de acción
para que la sociedad pueda cambiar ciertas conductas y actitudes hacia
comportamientos colectivos más libres y solidarios, más democráticos y
modernos. Por otro lado, las resistencias subjetivas hacen que los seres
humanos no comprendan un amplio número de cuestiones vitales que
los afectan. Bourdieu (1991) plantea que todas las personas tienen cierto
interés en desconocer los significados de la cultura en que viven. Esa for-
ma de ignorancia voluntaria, distinta al proceso de represión inconscien-
te, hace que las personas no entiendan cuestiones de su vida cotidiana.
Este desconocimiento “involuntario” –o alienación– es una parte funcio-
nal del proceso de mantenimiento y reproducción del orden social.
Uno de los anhelos más antiguos del ser humano es construir un
mundo más justo y equitativo. Al igual que en la Edad Media, los seres
humanos que se salen de los parámetros (en este caso los de sexo y gé-
nero) despiertan furias y terrores. Por eso, para Paolo Flores d’Arcais
(1990), un objetivo principalísimo de las democracias es que los “herejes”
puedan vivir sin riesgos. Ante el rechazo irracional, la indignación mo-
ral y el miedo visceral que despierta una persona que desea vivir en una
categoría sexual diferente de la que le corresponde por su sexo, o una
que desea a personas de su propio sexo, hay que garantizar su derecho a
que vivan sin riesgos. Cuando el orden simbólico deje de ver a las perso-
nas atípicas como herejes, el riesgo se eliminará.
La realización de este sueño también requiere transformaciones de
tipo socioeconómico, pero el cambio político puede iniciarse al com-
prender que el cuerpo abarca tres dimensiones: la carne, la psique y la

23. Ese es el caso justamente del movimiento cultural trans que está poniendo en cuestión la normativi-
dad de género al introducir variaciones atípicas y no estereotipadas de identidades y categorías sexuales.
Al contrario, la mayoría de las personas transexuales confirma con su estereotipo que solo hay dos sexos:
las mujeres “femeninas” y los hombres “masculinos”.

213
Marta Lamas

mente. Es crucial desechar la idea arcaica de una esencia de mujer y otra


de hombre, y adoptar una concepción moderna del ser humano como un
sujeto relacional, que perpetúa la doxa y reproduce los habitus de su cul-
tura (de su género y clase social). Entender así la condición humana es
un primer paso para atisbar otras identidades y maneras de estar y ser
en el mundo, y así legitimar la multiplicidad de posiciones de sujeto y de
nuevas identidades humanas existentes. De esta manera, el desafío po-
lítico de las distintas dimensiones de la diferencia humana se perfila un
poco más claro: hay que construir un piso común de igualdad ciudadana
que, reconociendo todas las diferencias (además de las sexuales, identi-
tarias y culturales, también las étnicas, religiosas, etarias y de clase), sea
capaz de trascenderlas. La reivindicación de la condición de humanidad
que comparten todas las personas es lo que finalmente lleva a recono-
cer sus derechos humanos y también obliga a dar oportunidades y trato
iguales a todas.

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217
Identidad, psiquismo y cultura*

Hablar sobre la racionalidad de las identidades


es como hablar del tamaño de los colores: un error de categoría.

(Kwame Anthony Appiah).

La pregunta gravita en el aire: ¿qué nos hace sentirnos mujer u hombre?


Comúnmente un ser humano que nace sexuado como hembra se asume
mujer, o uno que nace con sexuación de macho se asume hombre. Pero
hay quienes sienten haber nacido en un cuerpo equivocado y reivindi-
can su identidad psíquica por encima de su condición biológica. A estas
personas, hoy en día, se las llama transexuales.
Todo en la vida social transmite la creencia de que las hembras bio-
lógicas se convierten en mujeres y los machos biológicos en hombres,
sin embargo el número de personas con la atípica condición transexual
aumenta cada vez más. Lo que la transexualidad y el creciente fenóme-
no transgénero están mostrando expresa un cambio cultural anclado
en procesos de subjetivación que transgrede la clasificación binaria
convencional. En estas páginas analizo la identidad transexual no solo
como suma de procesos psíquicos sino también como una expresión de
las condiciones sociohistóricas contemporáneas que han modificado la
forma en la cual muchos sujetos se conciben a sí mismos. Para ello, reto-
mo planteamientos de autores que estudian la potencia del género en la
formación identitaria. El conocimiento es fundamental para contrarres-
tar la transfobia y frenar la discriminación, por lo cual es indispensable
comprender el proceso de construcción de las identidades de género.

* Extraído de Lamas, Marta (2017). Identidad, psiquismo y cultura (Cuadernos de la Coordinación de Hu-
manidades). México: Coordinación de Humanidades, UNAM. http://www.librosdehumanidades.unam.
mx/libro.php?id=PUB-002058

219
Marta Lamas

Sexuación e identidad

El cuerpo es la materia existencial del ser humano, una entidad simul-


táneamente física y simbólica. El cuerpo es el soporte de las vivencias,
de los intercambios afectivos y de los pensamientos. Además de locus de
pulsiones y razonamientos, de deseos y angustias, de placeres y dolores,
el cuerpo –el propio y el ajeno– es el objeto más inmediato que se ofre-
ce al conocimiento. Todos los seres humanos hacen cultura –simboli-
zan y clasifican– tomando al cuerpo como punto de partida y referencia
principal. Por ello, el cuerpo es un signo fundamental de la diferencia y
también es un espejo ante el otro: podemos reconocernos en la similitud
como “iguales” o mirarnos en la otredad como “diferentes”. Y esa prime-
ra constatación de “igualdad” o “diferencia” la provoca la sexuación.
Nuestra sociedad encuentra en el cuerpo sexuado, y en sus procesos
reproductivos diferenciados, la causa determinante de una supuesta
forma “natural” y universal de identidad de las hembras y los machos.
Esta creencia olvida, como señala Bolívar Echeverría, que la existen-
cia se caracteriza fundamentalmente por una dimensión cultural que
“trasciende la realización puramente ‘funcional’ de las funciones vita-
les del ser humano” (2010, p. 25). Así, una comprensión más afinada de
las formas que desarrolla la identidad requiere tomar en cuenta no solo
la existencia de funciones anatómicas sino la manera en que estas son
simbolizadas. Precisamente la simbolización es lo que la antropología
estudia como lo específicamente humano: la cultura.
Roger Bartra dice que “el mundo simbólico que rodea a los seres hu-
manos les abre la posibilidad de escapar del espacio biológico determi-
nista para entrar en un mundo en el que es posible, aunque difícil, elegir
libremente” (2014, p. 260). A esta dificultad se refiere Pierre Bourdieu
(1991) cuando plantea que los esquemas de percepción y acción que los
seres internalizan –y que él denomina habitus– condicionan las repre-
sentaciones, las prácticas y los sentimientos. Estos habitus son usos y
costumbres que las personas conciben como “naturales”, y Françoise
Héritier los llama “anclajes simbólicos que pasan inadvertidos a los ojos
de los pueblos que los ponen en práctica” (1996, p. 17) por lo cual los indi-
viduos los toman como algo personal y “natural”.

220
Identidad, psiquismo y cultura

¿Cómo asumen la identidad de mujeres y de hombres las hembras y


los machos humanos? Kwame Anthony Appiah (2007) dice que las socie-
dades establecen identidades colectivas, lo que conlleva a la creación de
“etiquetas” sobre las “clases de personas”. Esto a su vez genera expectati-
vas que responden a convenciones sobre la forma en que deben compor-
tarse esas clases de personas. En el proceso de construcción de la propia
identidad se recurre a las “clases de personas” que la sociedad pone a
su disposición, y se aplican las etiquetas de los “libretos” culturales. Así,
Appiah plantea tres momentos: la existencia en el discurso público de
“etiquetas” que designan cierta identidad; la existencia de característi-
cas y pautas de conducta asociadas a la etiqueta, y la internalización de
las etiquetas y sus definiciones. Sin embargo, la capacidad de agencia
–de reflexión consciente– permite a los seres humanos cuestionarse so-
bre las etiquetas, resistir las expectativas sociales que conllevan y actuar
de maneras distintas a las que les correspondería según la etiqueta. Esto
no es frecuente, pero ocurre cada vez más.
Ahora bien, aunque todas las culturas construyen su entramado social
a partir de la simbolización binaria de la sexuación, los sujetos producen
elaboraciones imaginarias en el inconsciente. “La mente y el mundo se
comportan como un sistema cognitivo acoplado en el sentido de que los
objetos funcionan como procesos internos” (Díaz, 2015, p. 365). La re-
presentación que algunas personas elaboran en el inconsciente sobre su
propio cuerpo discrepa con la clasificación normativa que opera en la
cultura. Y precisamente como las creencias deterministas respecto a la
sexuación ignoran la fuerza del psiquismo, amplios sectores de la po-
blación se niegan a aceptar esas identi dades atípicas por “anormales”.1
La sexuación tiene una materialidad incuestionable, pero desde
una perspectiva que se fundamenta en el conocimiento, hoy es posible
comprender las identidades de “mujer” y de “hombre” como construc-
tos humanos y no como esencias determinadas por la biología. Gilberto
Giménez define las representaciones que cada persona formula sobre su
propia identidad como identidades internamente definidas (subjetivas,

1. No solo las personas transexuales viven ese rechazo y menosprecio; también lo sufren las personas
transgénero o simplemente queers. Véase Stryker y Whittle (2006).

221
Marta Lamas

percibidas o privadas) y las que los demás se hacen de nosotros las dis-
tingue como identidades externamente imputadas (objetivas, actuales o
públicas) (2002, p. 39). Este autor dice que la identidad es resultado de
una “especie de compromiso o negociación” entre la autodefinición y la
asignación que se recibe de fuera. Hay discrepancias y desfases entre la
“autoidentidad” y la “exoidentidad” (la que se asigna por otros), y justa-
mente el conflicto transexual radica en que la identidad que se percibe
internamente choca con la identidad externamente imputada. Giménez
también plantea la identidad como un objeto de disputa por la “clasifi-
cación legítima”, y señala que “la prevalencia de la autoafirmación o de
la asignación externa” depende de la correlación de fuerzas (2002, p. 40);
y coincide con Bourdieu (1980), cuando asegura que solo quienes dispo-
nen de la autoridad que confiere el poder pueden imponer la definición
de sí mismos. De ahí que Giménez sostenga que el Estado se reserva la
administración de la identidad, “para lo cual establece una serie de re-
glamentos y controles” (2002, pp. 40-41).
Roger Bartra plantea que la identidad es:

una condición que suele ser vista como un enjambre de símbolos


y procesos culturales que giran en torno a la definición de un yo,
un ego que se expresa primordialmente como un hecho individual
pero que adquiere dimensiones colectivas muy variadas: identida-
des étnicas, sociales, religiosas, nacionales, sexuales y otras muchas
(2014, p. 11).

Esto alude a la forma en que se construye el vínculo entre los procesos


identitarios individuales y los procesos de etiquetación social. Que algu-
nas personas rechacen que su dimensión biológica determine su géne-
ro, como corresponde a la clasificación cultural, demuestra que sentirse
mujer u hombre no depende automáticamente de tener cuerpo de hem-
bra o de macho. Y aunque la identidad de género de la gran mayoría de la
gente está en concordancia con la clasificación normativa del orden sim-
bólico en el cual vive, ¿qué significa que el proceso identificatorio de una
minoría tome otro camino? Como sugiere Freud, la excepción, lo extra-
ño, es lo que nos ofrece pistas acerca de la constitución del ser humano

222
Identidad, psiquismo y cultura

y de lo dado por sentado de los significados sexuales. En consecuencia,


resulta necesaria una posición autoconscientemente desnaturalizada
para visualizar cómo está constituida la apariencia de naturalidad.
En la actualidad, el orden simbólico hegemónico está constreñido
por el paradigma que plantea la existencia de únicamente dos tipos de
seres humanos –mujeres y hombres–, que excluye de tal simbolización
a las personas intersexuadas y las transexuales.2 Esta exclusión simbó-
lica se deriva de un problema de clasificación, pues tanto la realidad
biológica (la intersexualidad) como la realidad psíquica (la transexuali-
dad) rebasan la taxonomía binaria.3 Lo que constituye a los seres huma-
nos son cuestiones de tres órdenes distintos: lo biológico (cromosomas,
hormonas, anatomía); lo psíquico (deseos, pulsiones, imaginarios, in-
consciente), y lo social (cultura, prescripciones sociales, tradiciones);
tres dimensiones de lo humano que con frecuencia son reducidas a dos
–mente y cuerpo– cuando no se registra la existencia de la dimensión
inconsciente.
Como ente bio-psico-social, el ser humano no puede ser comprendi-
do solamente por la sexuación de su cuerpo. El yo es la instancia donde
confluyen el cuerpo, la cultura y la psique. Los seres humanos se hacen
una representación de su cuerpo en el psiquismo, que debe ser validada
por los demás. Y aunque la sexuación (una dimensión biológica) es la
piedra de toque de la clasificación cultural, no determina la identidad.
Sorprende que, a pesar del avance en el conocimiento de la condición
humana, persista la dificultad para reconocer que la identidad de las
hembras y de los machos no es producto de su anatomía, sino de sus
elaboraciones psíquicas y del significado que estas adquieren en la in-
teracción con los demás. Dicha interacción, además, está atravesada
por la valoración diferencial de los sexos en el orden simbólico, o sea,
por el género.

2. Una rigurosa reflexión sobre la intersexualidad en México se encuentra en Alcántara (2012).


3. Por las combinaciones cromosómicas desde la biología, hoy se habla de por lo menos cinco sexos.
Véase Fausto Sterling (1992).

223
Marta Lamas

Género e identidad

En nuestros días, a la simbolización que culturalmente se formula de


la sexuación se le denomina género.4 Respecto de este concepto –al que
me he referido en otras oportunidades– suele generarse una confusión,
pues existen tres homónimos que significan cosas distintas: uno es el
concepto taxonómico clásico, que se refiere a la clase, el tipo, o la especie
(género musical, género literario); el otro es la traducción de gender y se
refiere al sexo; y el tercero nombra lo que culturalmente se considera “lo
propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres, o sea, la simboliza-
ción que cada cultura instaura a partir de la diferente sexuación.
La distinción entre la sexuación y el género (sex y gender) es de enorme
pertinencia con referencia a las diferencias identitarias. Universalmente
las hembras biológicas humanas (cromosomas XX) tienen la misma
sexuación, independientemente de la cultura a la que pertenezcan; lo
mismo ocurre con los machos biológicos (cromosomas XY). Pero depen-
diendo de la cultura en la que se desarrollan y viven, los seres humanos
asimilan mandatos culturales diferentes referidos a “lo propio” de los
hombres y “lo propio” de las mujeres. Un ejemplo sencillo ocurre con las
mujeres y los hombres que viven en países escandinavos e islámicos: los
cuerpos de las mujeres y los hombres de ambas culturas están sexuados
de igual manera (con vaginas y con penes), pero el género (el conjunto
de atribuciones, tareas y actitudes que se consideran privativas de unas
y otros) es absolutamente diferente. Es el género, y no la sexuación, lo
que troquela la organización de la vida colectiva, construye un determi-
nado discurso social y alienta determinadas identidades que producen
mayor o menor desigualdad entre los hombres y las mujeres.
Vale la pena recordar que la nueva categoría género surge vinculada a
investigaciones sobre la identidad. Desde mediados de los años cincuenta,
en el campo de la psicología médica, John Money –un psicólogo de la unidad
endocrinológica pediátrica del Hospital Johns Hopkins en la Universidad
de Baltimore– se ve en la necesidad de desarrollar una interpretación más

4. Para una explicación más amplia sobre el proceso que llevó al concepto tradicional de género hasta
convertirse en una categoría nueva que nombra el proceso de simbolización, véase Lamas (2016).

224
Identidad, psiquismo y cultura

rigurosa sobre la construcción de las identidades femeninas y masculi-


nas. Al tratar de explicarse por qué ciertas criaturas sienten pertenecer al
sexo opuesto, Money, junto con Jean y John Hampson (1955; 1957), inicia
el proceso de distinción conceptual entre sexo y género. Money instala
el concepto de papel de género (gender role) para calificar todo lo que una
persona dice y actúa para mostrarse con el estatus de niño u hombre, o de
niña o mujer. Posteriormente Robert Stoller, psicoanalista y médico psi-
quiatra de la Gender Identity Research Clinic (GIRC) en la Universidad de
California en Los Ángeles (UCLA), profundizará la distinción entre sexo y
género a partir de un incidente que modifica su perspectiva profesional.
En 1958, Agnes, una jovencita de 19 años, esbelta, con senos bien desarro-
llados, amplias caderas, cintura estrecha y medidas 38-25-38, blanca, pelo
rubio largo, complexión tersa, cejas depiladas y nada de maquillaje, ex-
cepto lápiz labial, se presenta a la GIRC y solicita a Stoller una operación
para corregir un gran defecto: sus genitales masculinos. Luego de algunos
exámenes, el equipo médico de la UCLA concluye que el caso de Agnes se
trata de la feminización en la pubertad de un macho genético, y ubica su
condición como un raro caso de intersexualidad.
El caso interesa al sociólogo Harold Garfinkel, quien se dedica a in-
vestigar la manera en que Agnes, pese a tener pene y testículos, ha cons-
truido su feminidad. La perspectiva de análisis de Garfinkel –la etnome-
todología– explora la parte activa que juegan los miembros de un grupo
social en la estructuración de las modalidades de su vida diaria.5 Para es-
clarecer cómo Agnes había ido armando su sentido de lo que es “una mu-
jer” y había construido su identidad femenina pese a la “anormalidad” de
tener genitales masculinos, Garfinkel graba cerca de 35 horas de conver-
sación con ella.6 Así, analiza la forma en que Agnes produce actividades

5. Compuesta de ethnos y logos, la etnometodología explora las actividades cotidianas y comunes de los
miembros de determinado grupo social en calidad de “métodos” que se desarrollan a partir del sentido
común de las personas y su razonamiento práctico.
6. Hoy en día se le imputa a Garfinkel un exceso de atención en los aspectos contextuales de la situación
de la vida cotidiana de Agnes, con una consiguiente ausencia de las dimensiones psíquicas, instituciona-
les e históricas. Sin embargo, esto no es consecuencia de un olvido sino de la orientación teórica general
de su perspectiva etnometodológica. Si bien es cierto que, en su análisis, elude la transformación histó-
rica e institucional en la sociedad, esto no ocurre porque niegue la importancia de la socialización sino
simplemente porque no es su objeto de estudio.

225
Marta Lamas

y conductas femeninas (de género) pese a sus genitales masculinos, y


logra un relato etnometodológico sobre la producción social de género.
Según este sociólogo, la vida cotidiana se aprehende, entiende y organi-
za a través de una constelación de procedimientos y recursos que parten
de que lo “normal” y “natural” es la existencia de dos, y solo dos, sexos. Si
bien tener una vagina o un pene consiste en el requisito para ser recono-
cido dentro de dicha clasificación, en la vida social la gente no anda des-
nuda. Por ello las personas simplemente se guían por lo que Garfinkel
denomina el “genital cultural”, o sea, el aspecto. Así ciertas “insignias” de
género (el pelo, la ropa y los gestos) transmiten la información de si se
trata de un hombre o una mujer. En el caso de Agnes, su “genital cultu-
ral” es lo que cuenta para que, pese a la existencia de su pene y testículos,
Garfinkel y Stoller la tomen por mujer.
Debido a su perspectiva psicoanalítica, Stoller prohíbe operar a perso-
nas transexuales en la GIRC; a diferencia de Money, quien en 1965 logra
la apertura de la primera clínica dedicada a realizar cirugías de reasigna-
ción sexual en Johns Hopkins.7 Sin embargo, al creer que se trata de un
caso de intersexualidad, Stoller permite la cirugía de Agnes consistente
en la castración del pene, extirpación del escroto y la hechura de una
vagina artificial. Juntos Garfinkel y Stoller escriben sobre el caso;8 y justo
cuando el libro está en prensa –en octubre de 1966–, Agnes confiesa que
en realidad es un varón que desde los 12 años ha ingerido los estrógenos
de la terapia hormonal de su madre, provocando así su feminización.9 O
sea, Agnes es transexual y necesitaba desembarazarse de su pene y tener
una vagina para “ajustar” su anatomía a su identidad psíquica. Su caso
convierte el artículo de Garfinkel y Stoller en algo que jamás sospecha-
ron: una referencia clásica en el estudio de la transexualidad.
En 1968, Stoller publica Sex and Gender. The development of feminity and
masculinity, donde señala que “se puede aludir a la masculinidad y la

7. Un recuento de las diferencias conceptuales entre Money y Stoller se encuentra en Goldie (2014).
8. En una nota a pie de página del quinto capítulo de Studies in Ethnometodology (1967), Garfinkel señala
que ese capítulo fue escrito en colaboración con el doctor en medicina Robert Stoller, adscrito al Instituto
Neuropsiquiátrico de la Universidad de California en Los Ángeles.
9. En un apéndice del libro, Garfinkel revela que Stoller le comunicó la condición transexual de Agnes
(1967, p. 285).

226
Identidad, psiquismo y cultura

feminidad sin hacer referencia alguna a la anatomía o a la fisiología”


(1968, pp. viii-ix). Posteriormente, Stoller prosigue su investigación so-
bre el género y estudia a fondo la transexualidad; en 1975 publica el se-
gundo tomo: Sex and Gender II. The Transsexual Experiment. Ahí describe
a la transexualidad como una “identidad per se”, como “la expresión del
verdadero yo del sujeto” (true self) y la nombra un desorden “espectacu-
lar” (1975, p. 2). También señala que esta condición es un “‘experimento’
que permite el estudio de los procesos que contribuyen al desarrollo de
la masculinidad y la feminidad, y que se encuentran enmascarados, y
por lo tanto sin descubrir, en las personas más normales” (1975, p. 3).
Y aunque cuantitativamente, como enfermedad psiquiátrica, la transe-
xualidad es insignificante en su impacto en la sociedad, Stoller consi-
dera que cualitativamente es importante por cuanto aporta en el plano
teórico (1975, p. 3).
Ya en la década de los años setenta, con el impulso del feminismo, se
fortalece una reflexión sobre el género como una lógica primordial de la
cultura que convierte las hembras y los machos de la especie en mujeres
y hombres sociales. Desde diversas disciplinas, muchas académicas ex-
ploran las diferencias sociales entre los hombres y las mujeres, y la efer-
vescencia feminista inquieta a otros campos disciplinarios. En Francia,
la socióloga Evelyne Sullerot impulsa un coloquio para que científicos
de varias disciplinas definan en qué consisten las diferencias de las mu-
jeres respecto de los varones. La idea de realizar el coloquio y el empeño
de publicar un libro, posteriormente, surgen a partir de conversaciones
que Sullerot sostiene con Jacques Monod, Premio Nobel de Medicina y
creador del Centro Royaumont para una Ciencia del Hombre. La inten-
ción es obtener una summa del conocimiento sobre “el hecho femenino”
desde una perspectiva incluyente de lo biológico, lo psicológico y lo so-
cial. Si bien Monod no vive para asistir al coloquio, otro premio Nobel de
Medicina, André Lwoff, toma su lugar.
El coloquio se lleva a cabo en la antigua abadía de Royaumont,10 en
septiembre de 1976, y participan 35 personalidades del más alto nivel

10. La abadía de Royaumont, construida durante el siglo XII, se localiza a 30 kilómetros de París, en la
villa de Asnières-sur-Oisem, y aloja a la Fundación Royaumont (establecida en 1964 por la familia Goüin).

227
Marta Lamas

científico, de siete nacionalidades y ocho diferentes disciplinas.11 El ob-


jetivo, en palabras de Sullerot, es:

tratar de hacer el balance de los conocimientos actualessobre lo que


es el sexo femenino, reuniendo los hechos establecidos por las di-
ferentes disciplinas, las observaciones efectuadas objetivamente,
mencionando las lagunas y las dudas; de introducir hipótesis de ex-
plicación para abrir caminos a la reflexión, aunque conservándoles
su carácter de hipótesis; de intentar tender puentes entre una dis-
ciplina y otra, pero guardándose de las teorías globalizadoras que
pretenden abarcar demasiado (1979, p. 23).

En el libro editado tras el coloquio, el apartado sobre los aspectos psico-


lógicos trata la cuestión de la identidad como el sentimiento íntimo que
experimenta una criatura de pertenecer a un sexo o a otro. La ponencia
que abre la sección de psicología es justamente la de John Money, quien
plantea el desafío de la transexualidad:

El verdadero transexual tiene la morfología reproductora y la fe-


cundidad de un sexo, y una aspiración constante al papel y los privi-
legios del otro. Dicha aspiración puede ser vivida con una tal inten-
sidad que no soportará ningún obstáculo, ni sucumbirá a ningún
intento de persuasión. Un desfase tan marcado entre la aspiración y
la morfología constituye un desafío lanzado a las creencias y las hi-
pótesis habituales respecto del carácter absoluto de las diferencias
entre los sexos. De hecho, el transexualismo nos obliga a examinar
de nuevo las similitudes entre los sexos, en lugar de empeñarnos
en maximalizar las diferencias, como se ha hecho tradicionalmente
(1979, p. 231).

Money concluye su reflexión señalando que los roles codificados se-


gún el sexo se arraigan tan profundamente como constituyentes de la

11. Los investigadores participantes pertenecían a las siguientes disciplinas: antropología, bioquímica,
genética, historia, lingüística, medicina, psicología y sociología.

228
Identidad, psiquismo y cultura

identidad de género que, para mucha gente, ver su descodificación en


otras personas implica una amenaza peligrosa e insoportable, por lo que

en la práctica reaccionan como si estuviese en juego su misma


identidad y como si el resultado pudiera ser su metamorfosis en
bisexual, homosexual, travesti o transexual. Por eso la liberación de
uno y otro sexo choca con una resistencia semejante (1979, p. 237).

El opio de las masas

En las ciencias sociales, la inquietud sobre las diferencias de conducta


entre mujeres y hombres se alimenta de la lucha feminista que va en
aumento, y así el activismo feminista y la discusión académica en torno
al género se fortalecen mutuamente.12
En 1977, un año después del Coloquio de Royaumont, aparece pu-
blicado un ensayo de Erving Goffman con el título “El arreglo entre los
sexos”, donde analiza las causas de esas tan evidentes diferencias con-
ductuales. El eminente sociólogo toma la sexuación como la base de un
código fundamental, según el cual se construyen las estructuras sociales;
y subraya que el código sobre “lo propio” de los hombres y “lo propio” de
las mujeres (la simbolización de género) establece las concepciones que
los individuos tienen sobre su naturaleza humana fundamental (1977,
p. 301). Goffman considera las diferencias biológicas como “muy leves”
(very slight) e insiste en que debemos explicarnos la manera en que las
diferencias en la sexuación se usan para certificar los arreglos sociales
y, lo más importante de todo, la forma en que el funcionamiento insti-
tucional de la sociedad garantiza que esa narrativa suene correcta (1977,
p. 302). Por eso supone que tal vez el logro mayor del movimiento femi-
nista (lo escribe a finales de los años setenta) no es el mejoramiento del

12. Un ejemplo paradigmático es la antropología feminista, dedicada a investigar y comprender las di-
ferencias entre mujeres y hombres en distintas culturas. Esta rama de la disciplina llevó a una amplia
producción de investigaciones que desmontaron las creencias pseudoevolucionistas que afirmaban la
persistencia de papeles sexuales universales. Existen muchas reflexiones al respecto, en especial las de
McKinnon (2012).

229
Marta Lamas

destino de las mujeres sino el debilitamiento de las creencias doctrina-


rias que desde tiempos pasados apuntalan la división sexual del trabajo.
Goffman describe lo que denomina la sex-class placement, o sea, la ubi-
cación en una categoría sexual, como el hecho de colocar a una criatura
desde que nace en la clase de las niñas o de los niños, a partir de lo cual
recibe un tratamiento diferenciado y adquiere diferentes experiencias.
Sobre la condición biológica se impone una forma específica de mos-
trarse, actuar y sentir –el género– y así, en la medida en que el ser hu-
mano construye un sentido de quién es, lo hace con referencia a su clase
sexual y en términos de los ideales culturales de la masculinidad o la
feminidad; por eso la identidad de género es la fuente de autoidentifi-
cación más profunda que ofrece nuestra sociedad (1977, p. 304). Cada
sociedad desarrolla sus concepciones distintivas sobre lo que es esencial
y característico de cada una de las dos clases sexuadas, y sus ideales de
masculinidad y feminidad ofrecen una fuente de relatos para justificar,
explicar o desaprobar la conducta de un ser humano o el arreglo que
establece con los demás. Para Goffman este funcionamiento de la socie-
dad no es una consecuencia biológica sino una producción social.
Goffman previene sobre la utilización del término sexo y califica de pe-
ligroso que se hable de “los sexos” o de “el otro sexo”, porque encaja con los
estereotipos culturales que tenemos. El autor subraya la importancia de
pensar al sexo (la sexuación) como una propiedad de los organismos y no
como una clase de personas, pues hacerlo así implica pensar que se puede
definir a todas las personas por cuestiones biológicas (1977, p. 305).
A las dos clases biológicas se les vinculan muchos atributos y prácti-
cas de conducta no biológicos, lo que resulta problemático, ya que esta
forma de organización social basada en la sexuación es el fundamento
para la elaboración de un trato diferenciado (1977, p. 306).
La clasificación de “categoría sexual” se establece y mantiene por las
demostraciones socialmente definidas y requiere del despliegue y del
reconocimiento de las “insignias” externas del sexo, tales como conduc-
ta, porte, vestido, peinado, modales (lo que Garfinkel llama “el genital
cultural”). La categoría sexual supone que la persona tiene determinada
sexuación, pero pueden existir personas que, sin tener el sexo corres-
pondiente, pertenezcan a dicha categoría sexual, como es el caso de las

230
Identidad, psiquismo y cultura

personas transexuales. Lograr la congruencia entre la categoría sexual


(verse como mujer o como hombre) y la de género (comportarse feme-
nina o masculinamente) requiere el acatamiento de las concepciones
culturales vigentes de conducta con relación a las supuestas naturalezas
esenciales de las hembras y los machos. Según Goffman, esta reproduc-
ción del binarismo no expresa diferencias naturales, sino que, en sí mis-
ma, produce la diferencia binaria.
El mismo año de publicación del artículo de Goffman, los jóvenes so-
ciólogos Candance West y Don Zimmerman presentan una ponencia en
la reunión de la American Sociological Association titulada: “Haciendo
género”.13 Su argumento coincide con Goffman en que el género impli-
ca “un complejo de actividades perceptivas, interactivas y micropolíti-
cas socialmente guiadas que conforman actividades particulares como
expresiones de la naturaleza femenina y de la masculina” (1999, p. 111).
Asimismo, West y Zimmerman también consideran al género “la razón
fundamental de los arreglos sociales” y lo ven como un “medio de legi-
timar una de las divisiones más fundamentales de la sociedad” (1999).
Estos expertos cuestionan que se hable de roles de género, puesto que
los roles son papeles que se admiten o desechan según se requiere, y
no son identidades. Toman como ejemplo el caso de Agnes, y señalan
que para preservar su clasificación como mujer, Agnes debía estar alerta
ante la amenaza de ser descubierta, por lo que tenía que “hacer géne-
ro” correctamente, o sea, manejarse en todas las situaciones de forma
apropiada como mujer. Ahora bien, según West y Zimmerman es im-
posible no hacer género. Es inevitable hacer género, aunque a veces se
hagan transgresiones. Y al hacer género los seres humanos mantienen,
reproducen y legitiman los acuerdos institucionales que se basan en la
categoría sexual. Si lo hacen inadecuadamente, causan desconfianza
e incluso pueden ser agredidos, verbal y físicamente. Así, para West y
Zimmerman el género produce, reproduce y legitima los límites cultura-
les que se establecen según la categoría sexual. Igual que Goffman, estos

13. La ponencia se rechaza para su publicación en varias revistas, hasta que logra publicarse en 1987 (y
en español aparece en 1999). Veinte años después se realiza un simposio para elaborar un balance sobre
el texto de West y Zimmerman. La revista Gender and Society dedica una sección especial al encuentro, en
su número 23 (2009).

231
Marta Lamas

especialistas consideran que hacer género es crear diferencias entre


mujeres y hombres desde que nacen, diferencias que no son naturales
aunque se las vea como tales, y que una comprensión de cómo se produ-
ce el género esclarece el andamiaje interactivo de la estructura social y
los procesos de control social que lo sostienen.
De las ideas relativas al proceso de “hacer género” se deriva a la inte-
rrogante sobre cómo deshacer el género. ¿Será posible que el género se
vuelva irrelevante en las interacciones sociales? Para responder a esta
duda es necesario el desarrollo de investigaciones sobre cuándo y cómo
las interacciones sociales tienen menos género; cuándo se salen de los
estereotipos de género; cuándo rompen las barreras de género.14
Además de estas investigaciones, surge una importante deliberación
teórica donde destaca la filósofa Judith Butler que desarrolla un alegato
sobre la construcción de la identidad y –desde una perspectiva foucaul-
tiana– define al género como el efecto de un conjunto de prácticas dis-
ciplinarias y regulatorias complementarias que buscan ajustar las iden-
tidades al modelo dualista hegemónico: la matriz heterosexual.15 En su
razonamiento, Butler da un giro clave al postular que “el género resulta
ser performativo, es decir, que constituye la identidad que se supone
que es” (1990, p. 25). O sea, lo performativo del género implica que el sig-
nificado es construido por los mismos términos binarios que participan
en su definición. Su propuesta coincide con la formulación de habitus
de Bourdieu, quien habla al mismo tiempo de un principio generador
de disposiciones y prácticas y de su resultado (el entramado cultural y
la subjetividad individual). También Butler retoma el pensamiento de
Freud y Lacan para reivindicar la flexibilidad de la orientación sexual
que, con la fuerza del inconsciente, se resiste a aceptar el mandato cul-
tural heterosexista. Toda su reflexión posterior va dirigida a deconstruir
las creencias esencialistas en torno a qué es ser mujer u hombre, y a
“deshacer el género” (Butler, 2004).

14. La bibliografía de investigaciones al respecto es amplísima, pero por su incorporación de la pers-


pectiva psicoanalítica me parece muy relevante la de la antropóloga británica Henrietta Moore (1994,
1999 y 2007).
15. Su famosísimo libro Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity (1990) sería traducido al
español diez años después como El género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad (2000).

232
Identidad, psiquismo y cultura

Indudablemente el género –la lógica de la cultura que establece “lo


propio” de mujeres y hombres a partir de la diferente sexuación– deviene
central en el proceso de adquisición de la identidad y de estructuración
del psiquismo. En la forma de pensarse, en la construcción de su propia
imagen, de su autoconcepción, los seres humanos utilizan las categorías
y los códigos de su cultura, presentes en los habitus y en el lenguaje.
Ya desde los años setenta, Goffman apuntaba cómo las arraigadas
prácticas de género, los mandatos de género y las simbolizaciones de
género, tienen el efecto de transformar las situaciones sociales en esce-
nas para la actuación de actitudes y deseos de género (1977, p. 325). Este
sociólogo ve al género como un recurso ideológico que produce, repro-
duce y legitima las elecciones y los límites que se afirman en la categoría
sexual, y señala que el arreglo de género, el binarismo y la pseudocom-
plementariedad entre los hombres y las mujeres se mantienen por dis-
positivos de control social. La ley es uno de ellos; otros, la desaprobación
y la condena moral, la amenaza de obtener mala fama o de degenera-
ción o de ir contra “lo natural”. Goffman se asombra –e indigna– ante
la fuerza que las propias personas le dan a ese “arreglo entre los sexos”
que, a todas luces, califica de injusto. Y aunque omite reflexionar sobre
la transexualidad, sin abordar ese aspecto de la identidad de género, su
crítica es de tal radicalidad que lo lleva a soltar una frase contundente:
“El género, no la religión, es el opio de las masas” (1977, p. 315).

Cultura y psiquismo

Las sociedades son comunidades interpretativas que comparten signi-


ficados culturales, y sus habitantes aprenden y aprehenden la división
entre lo femenino y lo masculino mediante las actividades diarias im-
buidas de sentido simbólico. Al nacer en el seno de un grupo familiar y
de una cultura específica, donde ya están insertas las creencias sobre “lo
propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres, los seres humanos
internalizan los habitus que describía Bourdieu. Bartra lo señala cuando
habla de “el pequeño mundo que nos rodea, el mundo de la familia, el
hogar, la comida y el vestido, nos ayuda a entender la inmediatez del

233
Marta Lamas

enjambre de símbolos que nos envuelve” (2014, p. 251). Ese “enjambre de


símbolos” es el orden simbólico que, por el proceso de inculcación de la
cultura, introduce también la lógica cultural de género: un sistema de re-
ferencias comunes, a la vez sexualmente diferenciado y sexualmente di-
ferenciador, con el que las personas construyen su identidad. Esta lógica
de género produce expectativas y reglas tácitas diferenciadas –“lo propio”
de las mujeres y de los hombres– que se perciben mediante el lenguaje, el
trato y la materialidad de la cultura (los objetos, las imágenes, etc.). Así, al
desarrollar y reproducir al sistema de género con sus papeles, creencias y
prácticas diferenciadas, los seres humanos sostienen el orden simbólico
con sus reglamentaciones, prohibiciones y opresiones. La percepción se
estructura con los elementos simbólicos de la vida social que las personas
internalizan, y con lo que Bartra denomina “prótesis culturales” (2014).
Pero, además, los elementos culturales que se internalizan también se ela-
boran psíquicamente de manera inconsciente.
Ante la interrogante sobre el proceso que lleva a asumir determinada
identidad de género, la teoría psicoanalítica plantea que el sujeto realiza
actos de “traducción psíquica” tomando los elementos que lo rodean y
creando representaciones imaginarias propias en el campo de su acti-
vidad simbolizadora (Laplanche, 1989). La criatura, desde su condición
limitada, procesa emocionalmente los mensajes que se le envían direc-
tamente y los que circulan en su contexto, y con ellos lleva a cabo una
“traducción psíquica”. En ese proceso de elaboración propia, que está
fuera de la racionalidad y la voluntad del sujeto, el yo se va estructurando
psíquicamente, y las representaciones que elabora se mezclan con sen-
saciones y desatan asociaciones imaginarias entre aquello que se incor-
pora de la cultura y lo que el yo imagina (Laplanche, 1989).
El yo es la identidad propia, es el sentimiento de ser uno mismo. El
psicoanálisis parte de la premisa de que el yo carece de una esencia; más
bien se va constituyendo dentro de las estructuras del lenguaje y su de-
sarrollo está amarrado a un mundo de sensaciones, imágenes y repre-
sentaciones. Juan David Nasio (2008) considera que el yo está compues-
to por dos imágenes corporales diferentes pero indisociables: la imagen
mental de nuestras experiencias corporales y la imagen que nos devuel-
ve el espejo. Por su lado, Françoise Dolto plantea que la imagen que nos

234
Identidad, psiquismo y cultura

hacemos de nuestro cuerpo es la “síntesis viva de nuestras experiencias


emocionales” (1986, p. 21). Dolto distingue entre el esquema corpóreo
y la imagen inconsciente, y pone el énfasis en la potencia que tiene la
imagen inconsciente del cuerpo. Esta “imagen inconsciente del cuerpo”
es un elemento crucial para comprender el conflicto que las personas
transexuales tienen con su cuerpo. La imagen inconsciente del cuerpo
se forma en la psique cuando la criatura es pequeña, pero continúa ac-
tiva toda la vida. En el caso de las personas transexuales, la imagen que
les devuelve el espejo es cuestionada por dicha representación interna.
La persona transexual sabe que su cuerpo biológico corresponde a sus
cromosomas, pero anhela transformarlo ya que, como asevera Nasio, la
imagen inconsciente que se tiene de sí mismo es “la sustancia misma de
nuestro yo” (2008, p. 56). En realidad, la imagen de sí mismo y el yo son
dos expresiones posibles para designar el sentimiento más íntimo: el de
sentirse uno mismo. En este proceso el inconsciente del sujeto juega un
papel fundamental.
En el caso de la transexualidad, la imagen inconsciente del cuerpo
se construye en oposición a la evidencia biológica. La convicción de una
persona transexual de que no pertenece a la categoría que le correspon-
de en función de su sexuación proviene del terreno de la creencia íntima,
del imaginario, del inconsciente. Para vislumbrar la fuerza del incons-
ciente es necesario comprender que, además de la realidad biológica,
existe una realidad psíquica. Castoriadis dice que pensar la pregunta
por el sujeto nos enfrenta a una nebulosa: “estamos siempre frente a una
realidad humana en la cual la realidad social (la dimensión social de esta
realidad) recubre casi totalmente la realidad psíquica” (1992, p. 119). Pero
la realidad psíquica existe y se manifiesta de distintas maneras. La rea-
lidad psíquica tiene lo que el psicoanalista André Green (1995) nombra
una causalidad psíquica: una dinámica de los contenidos pulsionales,
imaginarios y simbólicos de la vida psíquica. Green plantea que aunque
pensáramos que la cultura modela al individuo, esto no podría realizarse
con independencia de la estructura psíquica de cada quien (1995, p. 236).
Biología y cultura siguen siendo los parámetros dentro de los cuales
se ubica a la condición humana, pero biología y cultura no sirven para ex-
plicar la actividad psíquica pues, como señala Green: “Aun nutriéndose

235
Marta Lamas

de una y otra, lo psíquico procede a crearse a sí mismo” (1995, p. 283).


Green se desmarca del debate clásico entre lo biológico y lo cultural, y
señala que “resulta rigurosamente imposible establecer qué parte le co-
rresponde a uno u otro en el ser humano” (1995, p. 118). Coincide así con
lo que señaló el antropólogo Roger Larsen en el Coloquio de Royaumont:
“El comportamiento no es ni innato ni adquirido, sino ambas cosas al
mismo tiempo” (1979, p. 352). Biología, cultura y psiquismo fundan la
condición humana.
En el proceso de constituir al yo interaccionan la cultura (el apren-
dizaje y la socialización) y el inconsciente (la fantasía, el deseo, el ima-
ginario). Por eso, una parte del proceso de identificación es accesible a
la mente consciente y otra parte no, pues queda en el inconsciente. El
psicoanálisis plantea que nos constituimos psíquicamente como sujetos
sexuados no por nuestra biología, sino por un proceso psíquico que se
realiza fuera de la conciencia y de la racionalidad. Esto coincide con la
concepción de Gilberto Giménez sobre la identidad como

una eflorescencia de las formas interiorizadas de la cultura, ya que


resulta de la interiorización selectiva y distintiva de ciertos elemen-
tos y rasgos culturales por parte de los actores sociales (2002, p. 389).

Lo primordial es que parte de esa “interiorización selectiva” es incons-


ciente. La identidad psíquica se estructura con deseos y simbolizacio-
nes inconscientes que el psicoanálisis intenta descifrar. El amplio pa-
norama de fantasías, deseos e identificaciones, detectado por la clínica
psicoanalítica, describe la necesidad de poseer una identidad, al mismo
tiempo que exhibe la inestabilidad de dicha identidad. Justamente el
psicoanálisis muestra desde una perspectiva individualizante –cualita-
tiva e interpretativa–, que las formas adquiridas por esa identidad jamás
son fijas. Cuando se explora la intrincada trama del proceso mediante el
cual los sujetos se someten –pero también resisten– a ciertos mandatos
culturales, es crucial visualizar los procesos inconscientes existentes.
Una reflexión antropológica central –¿cómo opera la cultura en el yo?–
es respondida por la antropóloga Marilyn Strathern (1995) al postular la
idea de un yo creativo que habla en un dialecto cultural. El yo se expresa

236
Identidad, psiquismo y cultura

recurriendo a los léxicos o dialectos culturales disponibles, tanto para


dar significados como para expresar las experiencias, los sentimientos,
los deseos y las ideas. Roger Bartra va más lejos en su disertación sobre
el vínculo entre la cultura y el cerebro, y plantea que “el yo no solamente
está empotrado en un cuerpo, sino que también forma parte del mundo
circundante” (2014, p. 253). Por eso, para él, las “prótesis culturales” son
capaces de afectar radicalmente la vivencia humana; y destaca:

la cultura no puede ser reducida al conjunto de “habilidades” socio-


cognitivas que permiten a los humanos manejar sistemas simbóli-
cos, identificarse con otras personas, predecir su comportamiento,
aprender y practicar una conducta caracterizada por actos sociales
(2014, p. 68).

Sin embargo, Bartra, que piensa a la conciencia como “un impulso que
permite a las personas darse cuenta de su yo, [que] forma parte de un
circuito que no se aloja solamente dentro del cerebro” (2014, p. 264), no
se pregunta por el psiquismo inconsciente. Y es imposible compren-
der la formación de la identidad si no vemos cómo la causalidad psí-
quica, con sus elementos inconscientes, atraviesa todo el proceso de su
constitución.

Transexualidad y condición humana

A lo largo de estas páginas he insistido en que históricamente la sexua-


ción ha sido –y todavía sigue siendo– un elemento de gran fuerza sim-
bólica que refuerza una concepción binaria sobre la especie humana.
El cuerpo ha servido para clasificar a los seres humanos como mujeres
y hombres, a los que a su vez corresponden atributos, prácticas y sen-
timientos femeninos y masculinos. He subrayado que es fundamental
comprender que, aunque cada uno elabore una identidad singular y úni-
ca, las identidades de género se forman en el marco de la cultura, por lo
que los seres humanos construyen las narrativas individuales de su yo
según las convenciones de la matriz social en la que viven.

237
Marta Lamas

Las representaciones psíquicas que se construyen dependen tanto


de los elementos del orden simbólico circulantes como del momento
cultural y político en que transcurre cada existencia.16 Hoy en día, los
sujetos desarrollan su identidad en un contexto de “radicalización de-
mocrática”, consistente en el surgimiento de reclamos identitarios que
reivindican “lo personal como político”. Según Ernesto Laclau y Chantal
Mouffe, esto lleva a una politización de las relaciones sociales mucho
más radical que nada que hayamos conocido en el pasado, puesto que
nos enfrenta a “la emergencia de un pluralismo de los sujetos, cuyas for-
mas de constitución y diversidad solo es posible pensar si se deja atrás la
categoría de ‘sujeto’ como esencia unificada y unificante” (1987, p. 205).
Este “pluralismo de los sujetos” que se fortalece con los reclamos ciuda-
danos particularistas, desata una crisis de las identidades tradicionales.
Ernesto Laclau (2002) caracteriza esta situación como específica de la
transición de la modernidad a la posmodernidad: una “hibridación” ge-
neral de categorías y distinciones, con elementos de gran ambigüedad.
Por eso han surgido identidades “nómadas” y variaciones identitarias
en los híbridos posmodernos (García Canclini, 1990).
Enriquece el proceso David Le Breton (1995) cuando destaca el peso
que tiene el individualismo en la trama social. Para este antropólogo, el
ser humano occidental tiene, en la actualidad, el sentimiento de que el
cuerpo es como un objeto muy especial e íntimo, pero de alguna manera
diferente de él, por lo cual la identidad de sustancia entre el ser humano
y su arraigo corporal se separa debido a una singular relación de propie-
dad: “poseer el cuerpo” (1995, p. 97).
Según Le Breton, la concepción individualista de la persona –que le
hace decir al sujeto “mi cuerpo”– utiliza como modelo la posesión y dis-
tingue entre la persona y su cuerpo: “Yo soy alguien y este es mi cuerpo”.
La perspectiva de Le Breton permite comprender que tal distinción está
en la persona transexual que afirma: “Yo soy alguien y este NO es mi
cuerpo”. Ante tal situación existencial la solución cultural que se perfila

16. Acertadas interpretaciones sobre el impacto del capitalismo neoliberal en la producción de nuevas
identidades y formas de comportamiento se encuentran en Debord (1969), Lyotard (1979), Lasch (1991) y
Giddens (2000).

238
Identidad, psiquismo y cultura

es la de modificar el cuerpo.17 Y al igual que existen nuevas tecnologías


médicas que rebasan los límites biológicos, como los trasplantes de ór-
ganos y la reproducción asistida, existe también un dispositivo médico
para “ajustar” el aspecto de las personas transexuales: la llamada “ciru-
gía de reasignación sexual”. Este dispositivo médico expresa la dificul-
tad cultural para admitir estados intermedios entre los seres humanos,
estados mixtos o incluso estados con una identidad provisoria: “ayer fui
hombre, hoy soy mujer”.
La transexualidad representa un desafío para los esquemas sociales
de género, igual que la transgeneridad.18 La democratización comunica-
tiva instaurada por internet reproduce y difunde mundialmente a gran
velocidad los discursos y estrategias de lucha de las personas trans por
su reconocimiento. Según Nancy Fraser (1997), la batalla por el recono-
cimiento se ha convertido rápidamente en la forma paradigmática del
conflicto político. Ahora bien, el Estado ha necesitado regular legalmen-
te lo que está ocurriendo con estas identidades transgresoras. Toda apli-
cación de la ley requiere una identidad, y la reivindicación transexual
en varios países ha conducido a una revisión de los fundamentos jurí-
dicos del “cambio de sexo” y a establecer leyes que amparen esa nueva
identidad. Las personas transexuales son seres humanos, y su reclamo
consiste precisamente en ser tratados con los mismos derechos que los
demás. Cuando la ley reconoce las transformaciones en las prácticas
humanas y en las nuevas aspiraciones éticas, consolida el avance que
implica defender la diversidad humana y el respeto a la autodetermina-
ción en el desarrollo de la personalidad. Sin embargo, en la actualidad,
a pesar del cúmulo de transformaciones socioculturales con relación a
la propia imagen, todavía se ve a las personas transexuales como una
rareza, como una aberración o como una patología.

17. Existe una división entre las propias personas transexuales sobre si la solución es cambiar el cuerpo
o ampliar la clasificación cultural. Véanse Butler (2004) y Sullivan (2015).
18. Transgeneridad es la traducción de transgenderism, la postura que deliberadamente se propone ir más
de los límites que establece el género. Las personas que se reivindican como transgéneros combinan ca-
racterísticas, insignias y conductas tanto masculinas como femeninas, desestiman la cirugía y reclaman
los mismos derechos humanos. Véase Stryker y Whittle (2006).

239
Marta Lamas

Vinculado a este reclamo identitario, en ciertos ámbitos disciplina-


rios ya se piensa la condición humana como una condición que integra
una mezcla de características femeninas y masculinas. Esto se da en el
psicoanálisis, desde el planteamiento de Freud (1905) sobre la bisexua-
lidad innata, hasta en la filosofía; e implica que “cada humano, hombre
y mujer, lleva en sí la presencia más o menos sofocada, más o menos
fuerte, del otro sexo. Cada cual es en cierta manera hermafrodita. Lleva
esta dualidad en su unidad” (Morin, 2003, p. 94).
Visualizar esa “dualidad” omnipresente representa un paso nece-
sario para construir otras taxonomías, desarrollar otras categorías so-
ciales y, sobre todo, fortalecer intervenciones contra la discriminación
y la transfobia. Hay muchas formas de asumirse “mujer” u “hombre”,
pero como suelen ignorarse las causas por las cuales las personas lle-
gan a sentirse “mujer” u “hombre”, sobreviene el rechazo, el miedo e
incluso la agresión ante las personas trans. Y aunque hoy en día la tran-
sexualidad se multiplica y gana visibilidad social, como es fácil adver-
tir con la difusión de películas y novelas sobre el tema, así como con
figuras públicas (cantantes, actores, incluso hombres de negocios) que
se admiten transexuales o transgénero, la transfobia persiste como
una lamentable realidad.19
Las expresiones identitarias provocan fascinación cuando se obser-
van desde lejos, pero de cerca producen rechazo, por lo que en el día a
día muchas personas transexuales experimentan discriminación, ofen-
sas y maltratos. Por inferencia, una de las reivindicaciones de los acti-
vistas transgénero se basa en acentuar la importancia de que la sociedad
comprenda ese aspecto de la diversidad humana. El dolor que provocan
las identidades trans en las propias personas, en sus familiares y amista-
des, junto con las expresiones de repudio de los grupos conservadores,
requiere de la definición clara y de la instrumentación efectiva de polí-
ticas públicas que aborden y atiendan la problemática específica de este
grupo de la población. Y un paso fundamental de la política pública es la
comprensión del problema que pretende resolver.

19. Como Martine Rothblatt, la directora ejecutiva (CEO) mejor pagada de Estados Unidos, según la
revista New York de septiembre de 2014. Véase Núñez (2014).

240
Identidad, psiquismo y cultura

El dilema que provoca la condición transexual no radica en si alguien


puede vivir con las normas que rigen la vida del otro género, sino si pue-
de entrar dentro del discurso cultural que estipula lo que son dichas nor-
mas (Butler, 2004). O sea, el quid de lo que plantea la condición trans es
si una persona puede definirse fuera del orden simbólico binario que
establece la existencia solamente de hembras/mujeres y machos/hom-
bres. El valor potencial de la condición transexual radica en aportar una
prueba de la falsedad de una verdad establecida socialmente: la natu-
ral correspondencia entre la sexuación y la identidad. Así, la condición
transexual obliga a reflexionar sobre qué es lo que nos hace sentirnos
mujer u hombre.
No basta saber que la capacidad de simbolizar y el equipamiento
neurológico han favorecido que las personas desarrollen un nivel de
complejidad cognitiva infinitamente superior a la de los demás prima-
tes, sino que es imperioso comprender, muy en el sentido de lo que su-
braya Bartra (2014), el potente vínculo que existe entre el cerebro y el
entorno social.
Finalmente, si la transexualidad altera el orden simbólico según el
cual todos somos clasificables en función de la sexuación, es porque pre-
cisamente ese orden está en proceso de transformación. La pregunta
que habría que tratar de responder no es por qué existe la transexuali-
dad, sino cuál es el significado de que cada vez más personas rechacen
ajustarse a los modelos convencionales de ser hombre y ser mujer. En su
mirada política sobre los conflictos culturales, Eagleton plantea:

Solo hay una cosa peor que tener una identidad, y es no tener nin-
guna. Derrochar energía para afirmar una identidad propia es pre-
ferible a sentir que se carece de identidad, aunque siempre es pre-
ferible no encontrarse en ninguna de esas dos situaciones. Como
todas las políticas radicales, las políticas de identidad se trascien-
den a sí mismas: uno es libre cuando ya no necesita preocuparse
mucho de quién es (2009, p. 118).

241
Marta Lamas

Más adelante este crítico cultural británico dice:

Las formas menos estimulantes de política de la identidad son aquellas


para las que una identidad completamente desarrollada está siendo re-
primida por otras. Las formas más estimulantes, en cambio, son aque-
llas en las que reclamas igualdad con los otros, igualdad para ser libre de
decidir lo que te gustaría llegar a ser (2009, p. 119).

La voluntad de las personas transexuales de lograr la congruencia entre


su psiquismo y su cuerpo expresa el anhelo de libertad que todos com-
partimos. Y, como dice Eagleton: “Una auténtica afirmación de diferen-
cia siempre encierra una dimensión universal” (2009, p. 119).

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245
¿Activismo académico?
El caso de algunas etnógrafas feministas*

El giro hacia una antropología políticamente comprometida con los su-


jetos a los que se investiga cobra visibilidad durante el movilizado con-
texto político de finales de los años sesenta y principios de los setenta.1
La propuesta implicó fuertes críticas que fueron más allá de la denuncia
por el uso colonialista que se le había dado a la disciplina2 y la crítica a
la antropología aplicada por su estrecha relación con el Estado.3 A partir
de entonces hubo variadas iniciativas para transformar la perspectiva
de abordaje del trabajo de investigación, ampliar los temas a investigar
y modificar la relación de quienes hacen investigación con los grupos
estudiados. Uno de los principales impulsos de esta renovación fue el de
las feministas, que comenzaron por cuestionar las perspectivas andro-
céntricas que teñían, tanto las teorizaciones como las investigaciones,
para luego impulsar –teórica y prácticamente– un sentido distinto, más
colaborativo y comprometido con la antropología.4

* Extraído de Lamas, Marta (2018). ¿Activismo académico? El caso de algunas etnógrafas feministas.
Cuicuilco, 25(72), 9-30.
1. Tres fechas clave: en México, 1970, cuando se publica De eso que llaman antropología mexicana (Warman,
Nolasco, Bonfil, Olivera y Valencia, 1970); en América Latina, en enero de 1971, cuando los antropólogos
participantes en el Simposio sobre la Fricción Interétnica en América del Sur proclamaron la Primera Declara-
ción de Barbados: Por la Liberación del Indígena; y en Estados Unidos, 1972, cuando se llevó a cabo la primera
reunión del grupo Anthropologists for Radical Political Action (ARPA).
2. Un pionero de dicha crítica fue el etnógrafo francés Michel Leiris, quien en 1950 publicó sus aprecia-
ciones críticas en la revista Les Temps Modernes.
3. Esta crítica llevó a la propuesta de “reinventar la antropología” (Hymes, 1974).
4. Un primer acercamiento al proceso que revisa textos fundacionales de la antropología feminista que
arranca a mediados de los años setenta y principios de los ochenta, lo hace Mary Goldsmith en la revista

247
Marta Lamas

Durante mucho tiempo, quienes hacían investigación etnográfica


consideraron poco aceptable asumir abiertamente su posición política
(aunque esta se filtrara en su trabajo), pues se pensaba que el interés per-
sonal debía quedar al margen de la investigación. Sin embargo, a partir
de los años noventa muchas etnógrafas feministas pasaron de ser “ac-
tivistas circunstanciales”, concepto que acuñó George E. Marcus (1995)
para nombrar a quien realiza un tipo de investigación que pone a prueba
los límites de la Etnografía, a asumirse como “académicas activistas”.
Esta transición ha supuesto que quien investiga aborde procesos de re-
flexividad, así como que cuestione epistemológicamente la perspectiva
etnográfica tradicional. En estas páginas rastreo algunas coincidencias
que se han desarrollado entre varias antropólogas feministas anglosajo-
nas y ciertas antropólogas mexicanas, o que trabajan en México, y que
conforman hoy esa tendencia que se denomina “antropología feminista
activista”.5 Sin duda, ha habido antropólogas interesadas en investigar
la situación de las mujeres que no se asumen como feministas y otras
que aunque se asumieron como feministas, no dieron el giro al activis-
mo que hoy caracteriza al activist scholarship.6 Aunque el hecho de no uti-
lizar la etiqueta de activista no implica no estar comprometida con cier-
tas causas, aquí acoto mi reflexión al caso de las antropólogas feministas
que se asumen abiertamente como activistas.

El resurgimiento de la etnografía

A partir de que la antropología se suma a la creciente tendencia hacia la


autorreflexividad en todas las ciencias sociales, en parte debido al im-
pulso del feminismo, el postestructuralismo y los estudios culturales, el

Nueva Antropología. Seis años más tarde, Goldsmith (1992) revisa la distinción entre antropología de la
mujer, antropología de género y antropología feminista. Para una puesta al día de la antropología fe-
minista anglosajona véanse Lewin (2006) y Lewin y Silverstein (2013). Para una antropología feminista
descolonizada véase Suárez y Hernández Castillo (2008).
5. Una compilación especial sobre este punto es la de Craven y Davis (2014).
6. En ese sentido, Martha Patricia Castañeda (2012) diferencia dos contextos: el primero es la conforma-
ción de líneas de investigación interesadas en la situación de las mujeres; y, el segundo, la incorporación
de la teoría feminista y la perspectiva de género dentro de la antropología.

248
¿Activismo académico?

análisis sobre la cientificidad de sus resultados da paso a una preocupa-


ción por la etnografía. Según Bob Scholte, una valoración de las asuncio-
nes insertas en la etnografía implica hacer algo más que una reflexión
epistemológica, pues su praxis también es sintomática o expresiva de
un mundo cultural del cual es parte integral. Por lo tanto, la etnogra-
fía, al estar mediada culturalmente, también depende de la sensibilidad
personal de quien trabaja en campo, de la especificidad de sus métodos
descriptivos, del arte o habilidad de los nativos y de la credibilidad de su
información (Scholte 1974, p. 438).
Renato Rosaldo dice que la práctica etnográfica implica el aspecto
discursivo de la representación cultural: ¿quién habla?, ¿cuándo y cómo
lo hace?, ¿quién escribe?, ¿cuándo y cómo lo hace? Aunque Rosaldo ubica
el “uso consciente de la narrativa” (2011, p. 64) en el campo de la etnogra-
fía a fines de los años setenta, será con la publicación en 1986 de Writing
Culture. The Poetics and Politics of Ethnography de James Clifford y George
Marcus, cuando se la vea como “un fenómeno interdisciplinario emer-
gente” (1986, p. 3), que surge a partir de la crisis en la antropología. La
declaración de Clifford sobre que “las verdades etnográficas son inhe-
rentemente parciales, comprometidas e incompletas” (1986, p. 7) expre-
sará una perspectiva crítica que irá en aumento.
Clifford reconoce en ese libro que se “da poca atención a las nuevas
posibilidades etnográficas que surgen de la experiencia no occidental y
de la teoría y política feministas” (1986, p. 19), y ofrece una disculpa por
la omisión de las feministas y las personas “no occidentales”.7 Dice que
cuando se organizó el seminario que daría pie al libro, se dio cuenta
lamentablemente de que el feminismo no había contribuido mucho
al análisis de las etnografías como textos (1986, p. 20). Pese a que va-
rias etnógrafas se habían dedicado a reescribir el canon masculinista,
y a que el feminismo había contribuido a la teoría antropológica, no
existían debates feministas sobre las prácticas textuales etnográficas.
Según Clifford, era en el contenido y no en la forma, donde las femi-
nistas y los no occidentales habían aportado más (1986, p. 21); para él,

7. Al final de la frase, Clifford pone una nota (la 9) donde además de enumerar a una amplia gama de
pensadoras feministas de diversas disciplinas, cita a las antropólogas feministas ya clásicas en esos mo-
mentos: Ortner (1974); Lamphere (1974); Rubin (1975); MacCormack y Strathern (1980); Rosaldo (1980).

249
Marta Lamas

la antropología feminista se había dedicado a “completar la informa-


ción faltante sobre las mujeres, o a revisar las categorías antropológi-
cas (como la oposición naturaleza/cultura), pero sin producir formas
no convencionales de escritura o una reflexión más desarrollada sobre
la textualidad etnográfica en tanto tal” (1986, p. 21). Clifford declaró que
las razones de tal práctica requerían de una cuidadosa exploración y
que ese no era el lugar para hacerlo.8
Pronto hubo reacciones de quienes argumentaban que, desde el des-
punte de la antropología feminista, las colegas enfrentaban el desafío,
no solo de reflexionar críticamente acerca de problemas derivados del
sesgo androcéntrico en las investigaciones, sino también de cómo escri-
bir ciencia social de manera creíble, crítica, empática, sin reproducir dis-
cursos polarizantes, y sin idealizar a los sujetos estudiados. Asimismo, se
dijo que la teorización feminista tenía una gran significación potencial
para repensar la escritura etnográfica, pues cuestionaba la construcción
histórica y política de las identidades y de las relaciones entre el Yo y
los otros, además de que ponía a prueba las posiciones generizadas que
vuelven todos los relatos ineludiblemente parciales. El debate se llevó a
cabo principalmente con artículos en revistas especializadas hasta que,
diez años después, aparecieron publicados simultáneamente dos libros
con el mismo título Women Writing Culture, aunque con un sentido dis-
tinto: el de Gary Olson y Elizabeth Hirsh (1995), que publicó la University
of New York Press, y el de Ruth Behar y Deborah Gordon (1995), publi-
cado por la University of California. El de Olson y Hirsh consiste, ade-
más de un prólogo de Donna Haraway y un epílogo de Henry Giroux, en
seis conversaciones sobre la escritura, el discurso y la praxis con Sandra
Harding, Donna Haraway, Mary F. Belenky, bell hooks (apelativo es-
crito en minúsculas, que aparece también en sus publicaciones), Luce
Irigaray y Jean-François Lyotard, mientras que el de Behar y Gordon
(1995), que es casi el triple de grueso, incluye a 22 colaboradoras, 16 de
ellas antropólogas, y las demás provenientes de los estudios culturales o
de los estudios de la mujer. En su ensayo ya clásico sobre la “Etnografía

8. También enfureció a las antropólogas feministas el hecho de que únicamente aparecía una mujer,
Mary Louise Pratt –que no era antropóloga sino crítica literaria feminista–, por cierto con un espléndido
texto (véase Pratt, 1986).

250
¿Activismo académico?

feminista”, Martha Patricia Castañeda (2010) revisa el debate que se des-


pliega en el volumen de Behar y Gordon suscitado por el dictum de James
Clifford.9 En la conclusión de Gordon ya se expresa el deseo de propiciar
una investigación que se oponga al funcionamiento empresarial de las
universidades, y que prefigura una vía alternativa (1995, p. 430) que sua-
viza lo que en 1987 Marilyn Strathern calificó de una relación awkward
(torpe/incómoda/inoportuna/delicada/difícil) entre el feminismo y la
antropología. Gordon –que no es antropóloga– relata la forma en que
los estudios culturales asumieron la etnografía y obligaron a la antro-
pología a ir a los lugares donde los educadores, los activistas y los legis-
ladores de derecha habían estado trabajando intensamente. Se dio una
transdisciplinarización de la etnografía, y el cruce de ida y vuelta (una
fertilización cruzada) entre investigadoras de distintas disciplinas que
alentó un aumento del trabajo académico activista (activist scholarship).

La antropología activista

La actividad política de las antropólogas feministas ha estado presente


dentro del campo académico desde principios de los setenta, aunque sin
duda ha habido una evolución en la forma en que se han insertado y la
manera en que se han comprometido. No obstante, una característica
de la antropología feminista ha sido, desde el inicio, establecer un com-
promiso político con los grupos o las personas que estudia. Hasta me-
diados de los años ochenta había una clara distinción entre el activismo
feminista y la investigación antropológica. Las etnógrafas feministas
que deseaban visibilizar la experiencia de las mujeres y teorizar sobre el
lugar de las mujeres en otras culturas, usaban las metodologías clásicas
de observación participante y entrevistas a profundidad para producir

9. El ensayo de Castañeda da cuenta del panorama de la investigación del momento, en especial de los
procedimientos de la etnografía feminista. Ella no aborda la problemática más reciente sobre el acti-
vismo feminista decolonial, y esto se debe simplemente a una cuestión de tiempo, ya que su ensayo se
publica en 2010, por lo que supongo que ella debe de haber escrito su texto entre 2008 y 2009. Sus citas
llegan a 2008 y como los procesos de dictamen en la universidad son largos, no es extraño que ella no
registra el giro que, dentro de la etnografía feminista, ocurrió después.

251
Marta Lamas

su escritura etnográfica. Pese a que inicialmente algunas antropólogas


(Stacey, 1988 y Strathern, 1987) dudaron acerca de si era posible hacer
compatible el feminismo y la investigación, después de los noventa otras
colegas transformaron su praxis etnográfica gracias a perspectivas teó-
ricas sobre el poder y la agencia, especialmente a partir de autores como
Foucault y Butler.
De esta manera, surgió una investigación feminista en el campo an-
tropológico que alienta la colaboración, prioriza temas sociales urgentes
de abordar políticamente, valida la escritura etnográfica dialógica que
ubica en el texto tanto a quien investiga como a quien es investigado, y
enfatiza las voces, opiniones y agencia de las mujeres (Sanford y Angel-
Ajani, 2006; Suárez y Hernández, 2008; Phillips y Cole, 2013; Craven y
Davis, 2014; Leyva et al., 2015). En paralelo, toda la disciplina de la antro-
pología se ha desplazado hacia esa dirección y cada vez hay más antro-
pología colaborativa.
Louise Lamphere (2016) revisa el caso de la antropología feminista en
Estados Unidos en el lapso que va desde los años setenta, y señala que des-
de el 2000 han ido en aumento los llamados a realizar una antropología fe-
minista más comprometida, o incluso abiertamente activista. Según ella,
las feministas han transformado el trabajo de campo y la escritura etno-
gráficos revisando las dinámicas de poder entre quien investiga y el grupo
estudiado, con análisis más sofisticados sobre las relaciones de poder que
se establecen y las posibilidades de agencia. Los cambios en la teoría han
impactado la práctica y se enmarcan en un activismo que ha incrementa-
do la colaboración. Lamphere (2016) identifica seis formas distintas en las
que las feministas desarrollan su compromiso:

a) La intervención personal10
b) La narración de contra-historias11

10. Las antropólogas que intentan ayudar a sus entrevistadas a negociar cuestiones de su situación per-
sonal, usando su tiempo para acompañarlas a realizar trámites, explicarles las políticas, darles consejos,
y conseguirles acceso a servicios. Gran parte de este activismo queda sin ser registrado ni escrito. Quie-
nes hacen antropología han efectuado este tipo de trabajo de mediación desde hace mucho tiempo.
11. El uso de narraciones personales para contrarrestar la invisibilidad o la estigmatización de grupos
de mujeres marginales. Estas contranarrativas legitiman las demandas y los objetivos de mujeres en

252
¿Activismo académico?

c) La crítica al neoliberalismo12
d) La participación dentro de las ONG o del movimiento social como
activistas13
e) La estrategia de colaboración14
f) Las formas de hacer accesible su investigación al público15

Según Lamphere, los tres primeros tipos de trabajo comprometido (in-


tervenciones personales, contranarrativas y críticas del neoliberalismo)
han sido parte de investigaciones que son tangencialmente activistas,
y desde los años setenta ya existían las primeras dos formas de activis-
mo –la intervención personal para apoyar las necesidades individuales
o grupales de las personas que estaban en el campo a investigar y las
contranarrativas dirigidas a erosionar los estereotipos e incluir la diver-
sidad de voces de mujeres– pero escasamente se destacaban.16 En cam-
bio, la reciente etnografía calificada de activista se caracteriza por las si-
guientes tres formas: participar en las ONG o el movimiento social como
activistas; utilizar la perspectiva de la colaboración; y, hacer accesible su
investigación al público.

los movimientos sociales contemporáneos. Además, muestran la agencia de las mujeres y valoran sus
saberes. El libro de Lynn Stephen (2013) sobre la huelga de maestros en Oaxaca en 2006 es un ejemplo.
12. En el neoliberalismo, con el adelgazamiento del Estado y el recorte a los servicios sociales del Estado
de Bienestar, muchos grupos sociales han resultado afectados, y la antropología investiga estas conse-
cuencias. Un claro ejemplo es la antología de Craven y Davis (2014).
13. Trabajar dentro del movimiento social –en ocasiones como “voluntaria”– le ofrece a la antropóloga
feminista la posibilidad de hacer avanzar la agenda o los objetivos del movimiento social, además de
acceder a información de primera y conocer las luchas cotidianas.
14. En esta tendencia, la antropóloga no determina las preguntas o la agenda de investigación, sino que
trabaja con los líderes de la organización o con la red de activistas para formular un proyecto que tenga
que ver con sus necesidades. Presenta nuevos dilemas éticos: interpretaciones de los datos, análisis de
las decisiones de política y de las estrategias. A los líderes les incomoda escuchar críticas sobre decisiones
equivocadas o programas que fracasaron. Es más rara la colaboración en la escritura, más fácil hacerlo
con activistas clase media.
15. Esto incluye varias posibilidades: escribir editoriales, presentarse en ámbitos comunitarios, hacer
reportes para legisladores o funcionarios; inclusive, haciendo lobby (cabildeo).
16. En México, un caso es la antropóloga feminista Mary Goldsmith (1986, 1992), quien desde su llegada al
país fusiona su investigación sobre las trabajadoras del hogar con un activismo de apoyo absoluto a ellas.
Así, impulsa la fundación del Colectivo de Acción Solidaria con Empleadas Domésticas (1975), y hasta la
fecha acompaña a las empleadas del hogar.

253
Marta Lamas

La transformación clave en las investigaciones –la colaboración– se


ha nutrido de teorías que, además de incorporar una verdadera pers-
pectiva de género y de interseccionalidad, toman como punto central
la relación entre el poder y la agencia. Pensar las relaciones de poder
insertas en el campo de investigación ha conducido no solo a desarro-
llar metodologías que incrementen la colaboración, sino a trabajar con
muchas ong feministas que inciden para cambiar la política pública
(Craven y Davis, 2014). Lo que inició como un proceso en los márgenes
de la disciplina, se ha convertido paulatinamente en una práctica central
de muchos antropólogos progresistas, políticamente hablando, al grado
de que hoy se acepta que la colaboración con los sujetos de estudio pro-
duce buenas investigaciones.17
Luke Eric Lassiter (2005a y 2005b) describe la etnografía colaborativa
como una etnografía que pone el acento en una colaboración en cada
paso del proceso etnográfico, desde la conceptualización del proyecto
hasta el trabajo de campo y la escritura.
Por su lado, Charles Hale señala que para hacer investigación colabo-
rativa “el primer paso es alinearse con un grupo organizado que lucha
y establecer relaciones de colaboración de producción de conocimiento
con integrantes de ese grupo” (2008, p. 20). Como bien apunta Joanne
Rappaport (2015), esta forma de trabajo hace tiempo que se viene llevan-
do a cabo en América Latina, aunque los antropólogos estadounidenses
desconocen “la existencia de las múltiples aproximaciones latinoameri-
canas a la etnografía en colaboración, que muy rara vez entran en diálo-
go con las corrientes colaborativas norteamericanas” (2015, p. 323). Así,
los antropólogos del Sur18 y las antropólogas feministas han ido impul-
sando un tipo de investigación comprometida, que reivindica la impor-
tancia de una colaboración deliberada y explícita entre las personas que
estudian y las que son estudiadas.

17. Joanne Rappaport (2015) señala que el creciente interés en los métodos etnográficos colaborativos
condujo a que la lasa (Asociación de Estudios Latinoamericanos, por sus siglas en inglés) introdujera
la iniciativa Other Americas/Otros Saberes, con el fin de financiar la investigación colaborativa entre aca-
démicos y organizaciones latinoamericanas indígenas y de afrodescendientes. En otro campo –el de la
comunicación– también se plantea la importancia de la colaboración intercultural (véase Martín Barbero
y Corona Berkin, 2017).
18. Esteban Krotz (2015) hace una muy buena distinción entre antropólogos del Sur y en el Sur.

254
¿Activismo académico?

Antropología colaborativa en Abya Yala19

Un ejemplo relevante de la antropología activista y de colaboración en


nuestro continente son los tres tomos de Prácticas otras de conocimien-
to(s). Entre crisis, entre guerras (Leyva et al., 2015) que, como señala Arturo
Escobar (2015, p. 9), es una obra única en las ciencias sociales de América
Latina. Con cincuenta autores, de 11 países de América Latina, seis paí-
ses de Europa, Canadá y Estados Unidos y una red (Red Transnacional
Otros Saberes, retos), distribuidos a lo largo de tres tomos, esta obra re-
presenta un paradigma de la antropología activista en el Sur, con sus
riquezas y complejidades. Si bien se trata de una obra colectiva, el motor
de tal hazaña es Xochitl Leyva Solano, antropóloga feminista y activista
en las redes neozapatistas.20
Leyva habla de construir una nueva relación entre la investigación
social y la acción política de pueblos originarios y poblaciones afrodes-
cendientes, sustentada en una metodología colaborativa que sitúa el co-
nocimiento en: “La intersección de la clase, la raza, la etnia y el género
para la producción del conocimiento académico y para la vida concreta
de mujeres investigadoras indígenas feministas” (Leyva 2015b, p. 39).
Así, ella propone una “investigación intercultural crítica transformati-
va” (2015b, p. 43); y denuncia los mecanismos múltiples de domestica-
ción, disciplinamiento y cooptación (2015b, p. 44). Además, narra actos
de desobediencia civil, de represión política y desobediencia epistémi-
ca y de violencia y racismo epistémico (2015b, p. 45). También reconoce
como “compañeros de viaje” a ciertos académicos mestizos o extranje-
ros comprometidos (2015b, p. 48). La propuesta de Leyva describe un
nuevo campo político y epistémico, ontológico, y desde una etnografía
doblemente reflexiva: “una mirada académica acompañante y una mira-
da autoreflexiva activista” (2015b, p. 51) busca un diálogo en el cruce de
las ciencias sociales y el feminismo descolonizador.

19. Abya Yala es un término de los indios kune de Colombia; con él nombran al continente americano.
Ciertas tendencias de los antropólogos del Sur lo han retomado, y en especial las feministas decoloniales
(véase Gargallo, 2014).
20. Es doctora en Antropología Social por la Universidad de Manchester, Reino Unido, y trabaja en el
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas) Unidad Regional Sureste.

255
Marta Lamas

Imposible dar cuenta de todos los trabajos que integran este valio-
so esfuerzo, pero quiero destacar a tres autoras, que encarnan el fe-
minismo activista que hace etnografía: Mercedes Olivera, Rosalva Aída
Hernández y Sabine Masson. Olivera, quien se identifica “más como
militante feminista y enseñante que como investigadora” (2015, p. 122)
es un referente en la antropología mexicana.21 Su capítulo “Investigar
colectivamente para conocer y transformar” es un rico testimonio del
proceso que la fue convirtiendo en feminista. Ella narra cómo la cru-
da realidad que iba enfrentando hizo explotar la contradicción entre
la academia y la práctica política, y entonces se convirtió “en activis-
ta política, con cierta capacidad para investigar”. Olivera relata su ex-
periencia con el equipo de investigadoras feministas del Centro de
Investigación y Acción para Mujeres de Centroamérica (ciam) y las di-
rigentes de Mamá Maquín, un grupo de mujeres vinculado a las más de
15 mil mujeres guatemaltecas refugiadas en campamentos en Chiapas,
Campeche y Quintana Roo.22 El Alto Comisionado de Naciones Unidas
para Refugiados (acnur) contrató al ciam para trabajar con Mamá
Maquín, pero luego esta organización pidió capacitación para ser ellas
quienes recibieran el financiamiento. El proceso fue complicado y es-
tuvo intervenido por escisiones internas y conflictos políticos y perso-
nales. Olivera reflexiona sobre lo que dicha experiencia le significó en
la construcción de relaciones horizontales –donde se enseña y se apren-
de al mismo tiempo–, y sobre su propio proceso de deconstrucción de
su “pensamiento colonizado” (2015, p. 122). Su autocrítica es una joya
pedagógica que esclarece el razonamiento por el cual ella concluye di-
ciendo que “la investigación puede ser más un instrumento de la vida
colectiva que una profesión” (Olivera 2015, p. 122).
Rosalva Aída Hernández Castillo tiene una larga trayectoria en el fe-
minismo y en la antropología. En este libro, su capítulo aborda “los retos
metodológicos y políticos que implica la práctica de una antropología

21. Integrante del grupo de Los Siete Magníficos, con Guillermo Bonfil, Daniel Cazés, Margarita Nolasco,
Ángel Palerm, Enrique Valencia y Arturo Warman, es coautora del libro De eso que llaman Antropología
Mexicana (Warman et al., 1970).
22. El grupo tomó el nombre en homenaje a Adelina Caal Maquín (Mamá Maquín), dirigente campesina
asesinada en 1968 en Panzós, Alta Verapaz, Guatemala (Olivera, 2015, p. 117).

256
¿Activismo académico?

feminista socialmente comprometida en el contexto latinoamericano


contemporáneo” (Hernández Castillo, 2015, p. 83). Ella se asume como
académica y como activista, y dice que ha enfrentado descalificaciones
de la academia positivista y desconfianza de los activismos antiaca-
demicistas. Hernández Castillo critica las reformas estructurales que
imponen nuevas lógicas neoliberales en los espacios de investigación,
cuestiona la supuesta neutralidad académica y habla del desarrollo de
un nuevo tipo de estudios etnográficos, que se contextualizan en el
marco del capitalismo transnacional, la geopolítica y los discursos glo-
bales hegemónicos. Define su desafío como el de construir una agenda
política a partir del diálogo y la negociación, para colaborar en la lucha
de los movimientos que trabajaban por la justicia social. Muchas antro-
pólogas feministas se han propuesto, desde instituciones académicas u
organizaciones independientes, apoyar desde la investigación los pro-
cesos de empoderamiento y concientización de las mujeres de sectores
populares; pero ella –entre otras– ha optado por hacerlo por la vía de la
investigación colaborativa (2015, p. 88).
Para Hernández Castillo, mediante un verdadero diálogo se puede
elaborar de manera conjunta una agenda de investigación que genere
conocimiento relevante para los movimientos o actores sociales. Ella
contrasta su anterior investigación-acción en Chiapas con una más re-
ciente sobre mujeres indígenas, justicia comunitaria y justicia penal, y
analiza el desafío de desarrollar esta última a partir de metodologías co-
laborativas, puesto que no se trataba de trabajar con mujeres organiza-
das que luchan por la justicia social, ni de acompañar procesos organiza-
tivos de los que ella había sido parte. Convencida de que “es importante
salir del reducido espacio de la academia y de los oscuros entramados
de la teoría y recuperar la trinchera del lenguaje creando puentes de co-
municación entre nosotros(as) y la gente de a pie”, concluye diciendo:
“Todo científico social es un periodista en potencia y hay que recuperar
esa identidad” (2015, p. 101).
La tercera etnógrafa feminista es Sabine Masson, que se describe
como una mujer blanca de clase media y nacionalidad suiza, que vivió
años en Chiapas e hizo de su tesis doctoral una investigación activista

257
Marta Lamas

comprometida.23 Masson hace una espléndida narración en primera


persona donde entreteje elementos teóricos y metodológicos, además
de que plantea cómo su compromiso político da sentido a su investiga-
ción. Al igual que Olivera y Hernández Castillo, ella menciona su posi-
ción contradictoria en la academia debido a ser activista. Relata que a
partir del año 2000 inicia su investigación desde la perspectiva femi-
nista poscolonial, con el fin de hacer un trabajo educativo, organizativo
y etnográfico de largo plazo junto con un grupo de mujeres indígenas.
Su encuadre era el de la epistemología feminista interseccional, pero su
interrogante sobre “¿qué ocurre en la práctica?” (Masson, 2015, p. 66) la
llevó a hacer una etnografía colaborativa feminista.
Masson señala que los principios que guiaron su trabajo etnográfico
están arraigados en tradiciones socialmente comprometidas y de crítica
del saber/poder en las ciencias sociales. Y describe su visión como “fun-
dada principalmente en la antropología feminista, poscolonial e inter-
pretativa, así como en la sociología cualitativa” (2015, p. 66). Ella se pre-
gunta: “¿Fue relevante mi posición feminista poscolonial para construir
un trabajo de co-labor en cada etapa del proceso de investigación? ¿Me
acerqué a una forma de co-teorización o mi propuesta se quedó en el ni-
vel formal?”. Su respuesta es muy autocrítica y dice que aunque abordó
“el poder, la subjetividad, la reflexividad como elementos centrales de
la investigación” (2015, p. 66), no cree que su trabajo sea integralmen-
te colaborativo. Entre sus limitaciones señala que aunque trató de en-
samblar el trabajo etnográfico y pedagógico en un objetivo común ella
sola hizo la redacción final (2015, p. 71). En su conclusión, que subtitula:
“Etnografía descolonial y práctica feminista transnacional”, habla de
que la posicionalidad, la reflexividad y la subjetividad fueron sus prin-
cipios al encontrarse con mujeres indígenas, y que al construir con ellas
un trabajo educativo, organizativo y científico, se ubicó en “un proce-
so constante de desaprendizaje y aprendizaje” (2015, p. 74). Y, citando a
Rappaport, lamenta que no alcanzó a dar el salto teórico metodológico

23. Luego la publicaría como libro, en coautoría con las mujeres tojolabales: Tzome Ixuk: una historia de mujeres
tojolabales en lucha. Etnografía de una cooperativa en el marco de los movimientos sociales de Chiapas (2008).

258
¿Activismo académico?

determinante: “el desplazamiento del control de la investigación de las


manos de la etnógrafa hacia la esfera colectiva” (2015, p. 71).
Lamento reducir la riqueza del trabajo de estas investigadoras ac-
tivistas en este somero resumen. Sus contribuciones son muchas y su
compromiso data desde hace tiempo.24

A guisa de conclusión: ponerle dientes a la etnografía

¿Cómo se responden hoy las preguntas que se formula Mercedes Olivera


y que representan inquietudes que se han venido planteado personas
que hacen investigación vinculadas a proyectos libertarios de grupos y
pueblos? Ella se interroga:

¿hasta dónde hacemos realmente investigación comprometida?


¿Cuáles son los límites de nuestro compromiso? ¿Hasta dónde lo
que hacemos es útil para el cambio? ¿Cómo evitar que mediante
nuestro compromiso político de colaboración nos coloquemos o
nos coloquen a las y los investigadores en posiciones de poder? ¿En
qué momento la investigación se transforma en acción y qué papel
podemos desempeñar los investigadores en las diferentes etapas
del proceso? (2015, p. 116).

Si bien hace rato que en México y en otros países de América Latina la


mayoría de quienes hacen antropología tiene un claro compromiso polí-
tico con los grupos que investigan, resulta evidente que al asociar direc-
tamente sus investigaciones a la vida ética y política de las sociedades en
las que están insertas, encaran un dilema persistente: ¿hasta dónde su
activismo implica un sesgo o representa una amenaza para la validez de
su trabajo? Obvio que hoy en día persisten ciertas inquietudes relativas
a si asumir objetivos políticos afecta al rigor metodológico y la validez
científica. Pese al evidente uso político que se le ha dado a la disciplina,

24. De las tres autoras citadas, es Hernández Castillo quien tiene más publicaciones, sola y en colabo-
ración. Para una visión amplia de su perspectiva, véanse Shannon Speed, Rosalva Hernández Castillo y
Lynn Stephen (2006); y, Liliana Suárez y Rosalva Hernández Castillo (2008).

259
Marta Lamas

hoy esa inquietud cobra relevancia, tal vez porque quienes hacen lo que
antes se llamaba “antropología aplicada” en la actualidad lo hacen en
contra del Estado.
Craig Calhoun (2008) señala que, no obstante el “trabajo académico
activista” (activist scholarship) se sigue viendo como raro o sorprenden-
te, es muy antiguo (él cita a Aristóteles, Maquiavelo y Marx). Calhoun
habla de las dificultades que genera este tipo de investigación, pues los
comités dictaminadores no están seguros sobre la forma de evaluar la
investigación activista, por tres razones básicas:

1. La ciencia moderna (y más generalmente, la epistemología mo-


derna) ha desarrollado un ideal del conocimiento basado en la
observación objetiva, imparcial; 2. La universidad incluye una
proporción mucho más amplia de trabajo académico que en el pa-
sado (aunque no tanta como los académicos creen), y por lo tanto
el trabajo académico está más contenido en agendas académicas y
estructuras de carrera; y, 3. Se considera que el activismo expresa
intereses individuales, o emociones, o compromisos éticos, en lu-
gar de una perspectiva más reflexiva y más intelectualmente infor-
mada acerca de las cuestiones sociales (Calhoun, 2008, p. xiii).

Calhoun considera que la investigación activista va más allá del trabajo


de incidencia (advocacy) y que le sirve a los grupos o movimientos socia-
les a mejorar el mundo, pues pone nuevos temas en la agenda pública y
en la agenda de investigación, además de que fuerza la confrontación
entre distintas perspectivas, lo que hace avanzar la ciencia social al crear
conocimiento y abrir nuevas formas de pensamiento antinarcisista.25
Además de reivindicar la riqueza epistemológica que conlleva ha-
cer investigación en alianza o colaboración con movimientos sociales
o grupos que luchan, varias personas que hacen investigación activis-
ta plantean que ese tipo de investigación contribuye al desarrollo del
pensamiento crítico y a la desestabilización de los discursos del poder,

25. Ya Bourdieu, quien es un notable ejemplo de académico activista, planteó: “La forma de reflexivi-
dad que yo preconizo es paradójica, por el hecho de ser fundamentalmente antinarcisista” (Bourdieu y
Wacquant, 1995, p. 46).

260
¿Activismo académico?

además de que puede producir efectos políticos sustantivos. Pongo como


ejemplo de ello el Primer Encuentro Internacional, Político, Artístico,
Deportivo y Cultural de Mujeres que Luchan, que se llevó a cabo por el
Día Internacional de la Mujer, del 8 al 10 de marzo del 2018 en el Caracol
de Morelia, zona Tzots Choj. Tengo la impresión de que el trabajo que las
antropólogas feministas activistas han estado desarrollando desde hace
años en Chiapas tuvo mucho que ver con su impulso. Desde diciembre de
2017, en una misiva suscrita por las comandantas Jessica, Esmeralda, Lucía,
Zenaida y una niña que firma con el nombre de “Defensa Zapatista”, el
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) convocó a la realiza-
ción de este encuentro donde estarán “mujeres que luchan, resisten y se
rebelan en contra del sistema capitalista machista y patriarcal”. Miles de
mujeres indígenas de todos los caracoles zapatistas, así como de muje-
res de 27 estados del país y 34 países del mundo llegaron para participar,
convocadas todas por el Comité Clandestino Revolucionario Indígena-
Comandancia General (CCRI-CG) del ezln “y a nombre de las niñas, jóve-
nes, adultas, ancianas, vivas y muertas, concejas, juntas, promotoras, mili-
cianas, insurgentas y bases de apoyo zapatistas”. La fertilización cruzada de
ideas con feministas que llevan años de trabajo político y de investigación
en Chiapas se expresó en el discurso de cierre del encuentro:

Por eso este encuentro es por la vida. Tenemos que luchar por la vida.
¡Que vivan todas las mujeres del mundo! ¡Que muera el sistema patriar-
cal! Desde las montañas del Sureste Mexicano. Las mujeres zapatistas.

Desde el título y el esquema incluyente de participación, este Primer


Encuentro… de Mujeres que Luchan retoma la aspiración que muchas fe-
ministas han expresado desde hace años: lograr una acción feminista
transnacional solidaria entre diversas luchas de las mujeres en el mundo.
En la actualidad, la discusión sobre la responsabilidad inherente a un
trabajo académico feminista contempla cómo incide hoy el proceso de
globalización neoliberal en las vidas de los seres humanos, y en los últi-
mos lustros muchas antropólogas feministas activistas han investigado
aspectos de la brutal desigualdad existente y sus múltiples consecuen-
cias. Así, varias antropólogas activistas han avanzado en reflexiones y

261
Marta Lamas

propuestas sobre lo que conlleva hoy el aspecto ético de hacer investi-


gación, en especial cuando implica presenciar situaciones dolorosas e
injustas. Nancy Scheper-Hughes (2006), quien reivindica la “primacía
de lo ético”, señala que esto requiere tener una accountability (“responsa-
bilidad/rendición de cuentas”) moral ante ciertas situaciones extremas
que presencian las personas que hacen antropología.26 A ella le preocupó
la actitud de muchos de sus colegas, fascinados con símbolos, metáforas
y signos, pero incapaces de registrar la materialidad del sufrimiento hu-
mano. Scheper-Hughes comenta que

aunque la idea de una antropología activa, comprometida política-


mente y moralmente implicada a muchos antropólogos les parece
desagradable, viciada, incluso los atemoriza, esto ocurre menos
en América Latina, India y ciertos países de Europa, como Italia y
Francia, donde el proyecto antropológico es, a la vez, etnográfico,
epistemológico y político, y donde quienes hacen antropología se co-
munican ampliamente con la “polis” y con el “público” (2006, p. 506).

Obvio que asumir y desarrollar esta perspectiva implica, inevitablemen-


te chocar con incómodos obstáculos ideológicos y fuertes barreras aca-
démicas y políticas; y aún más hoy, cuando según Gustavo Lins Ribeiro
la antropología se vuelve una “cosmopolítica” (Lins, 2011, p. 69). De ahí
resulta ineludible la necesidad de construir amplios canales de comu-
nicación mediante un largo contacto interpersonal que aliente la con-
fianza. Con todo, queda pendiente un asunto toral: ¿qué hacer ante los
horrores en campo que llegan a presenciar quienes hacen antropología?
Este dilema llevó a Philippe Bourgois a recuperar una demanda del cam-
po político para plantear que es necesario aplicarla al campo de estudio:
“Ponerle dientes políticos a la etnografía” (Bourgois, 2006, p. xi). Esa se per-
fila hoy como una tarea pendiente del activismo académico feminista.

26. Nancy Scheper-Hughes recuerda que cuando ella empezó a escribir sobre el hambre crónica entre
los cortadores de caña de Brasil y la manera en que se medicaba a sus criaturas, con una mezcla de mala
fe y complicidad que provocaba los fallecimientos infantiles, muchos de sus colegas reaccionaron con
enojo. En una sesión de la American Anthropological Association, Paul Riesman le preguntó si lo que
había hecho era “una antropología del mal” dejando de lado a la antropología (Scheper-Hughes, 2006).

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¿Activismo académico?

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269
De la investigación circunstancial al activismo
académico
Una reflexión post facto*

Nunca sirve, con el mero fin de consolarse de él,


ennoblecer un destino que es forzoso padecer.

(Gesualdo Bufalino, Perorata del apestado).

Hace años, George E. Marcus acuñó el concepto “activista circunstan-


cial” para nombrar a quien realiza un tipo de investigación que pone a
prueba los límites de la etnografía, al adaptar “formas antiguas de prác-
ticas etnográficas de campo a objetos de estudio más complejos” (1995,
p. 95). En estas páginas me inspiro en el concepto de Marcus para narrar
el proceso por el cual pasé de activista feminista a investigadora “cir-
cunstancial” para, finalmente, asumirme como investigadora activista
(activist scholar). Un objetivo en este capítulo es, a partir de una autorre-
flexión, mostrar algunos momentos de ese proceso, pues considero rele-
vante dar cuenta de ciertos factores psíquicos y políticos que confluyen
en la investigación antropológica. En la primera parte relato el inicio
del acompañamiento político que di a una trabajadora sexual que estaba
comprometida en la lucha contra el virus de la inmunodeficiencia huma-
na-síndrome de inmunodeficiencia adquirida (VIH-sida). Luego explico
cómo, de ser su asesora política, me integré a una investigación inter-
nacional sobre el uso del condón entre las trabajadoras sexuales. En la
tercera parte narro la forma en que nuestra relación se quebró por dife-
rencias políticas. En la cuarta sección hablo acerca de la transformación

* Extraído de Lamas, Marta (2021). De la investigación circunstancial al activismo académico. Una re-
flexión post facto. En Rodrigo Parrini y Karine Tinat (coords.), El sexo y el texto. Etnografías de la sexualidad
en América Latina. México: COLMEX.

271
Marta Lamas

de mi activismo político en una parte sustantiva de mi trabajo académi-


co. En la quinta concluyo con una breve reflexión acerca del activismo
académico feminista y de cómo la intersubjetividad al mismo tiempo
que potencia el proceso de investigación también impone restricciones
en la escritura.

Mi llegada al campo del comercio sexual callejero

A finales de la década de 1980 yo había interrumpido mi formación pro-


fesional en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y era
lo que el argot universitario califica de “fósil”: una estudiante que man-
tiene una presencia intermitente en su casa de estudios, sin avanzar en
el proceso de titulación de la carrera. En ese entonces laboraba en la re-
vista Nexos, cuyo ambiente intelectual me resultaba muy estimulante; en
paralelo, mantenía mi activismo feminista.1 Carlos Monsiváis me había
transmitido la importancia de que las feministas nos involucráramos en
la lucha contra el VIH-sida, y seguramente él influyó para que el direc-
tor de. Consejo Nacional de Prevención y Control del Sida (Conasida)
–el doctor Jaime Sepúlveda– me invitara a participar en el I Encuentro
Nacional de Sida y Participación Social que se llevó a cabo en 1989. En la
mesa donde me tocó exponer me sentaron junto a Claudia Colimoro,
una guapa rubia platinada que declaró públicamente ser “prostituta” y
habló de la importancia de concientizar a sus compañeras sobre el uso
del condón. Al terminar la sesión, pedí que me presentaran con ella y le
manifesté mi interés por acompañarla en su trabajo de concientización
sobre el uso del condón; le di mi teléfono y le pedí que por favor me lla-
mara para que platicáramos. Me miró con extrañeza y nos despedimos.
Para entonces yo ya había leído sobre los procesos de colaboración
que se daban entre feministas y trabajadoras sexuales en Estados Unidos
y en varios países de Europa, y racionalicé mi interés como parte de un
proyecto político feminista. A lo largo de mi activismo feminista, había

1. Aunque trabajé como asistente de la dirección de la revista Nexos de enero de 1986 a diciembre de 1993,
gracias a la solidaridad de mi jefe, Héctor Aguilar Camín, simultáneamente sostuve mi activismo: en 1990
fundé la revista Debate Feminista y, en 1992, el Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE).

272
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

acompañado políticamente a mujeres muy distintas (obreras, trabaja-


doras del hogar, enfermeras, secretarias y empleadas universitarias),
pero no a trabajadoras sexuales, tan olvidadas por la izquierda y por las
feministas de México. En el encuentro fortuito con Claudia, vislumbré
que se abriría un campo de intervención política novedosa y fértil en
la capital del país. A los pocos días, una madrugada, recibí su llamada:
estaba detenida en una delegación y esperaba que yo, que tenía aspecto
de “licenciada”, llegara a confirmar que el trabajo de difusión del con-
dón que ella hacía estaba avalado por el gobierno. Hoy interpreto esa
petición como una forma de ponerme a prueba. Esos telefonemas a altas
horas de la noche se repitieron y, a partir de mi respuesta, Claudia me
permitió ir con ella en las rondas que hacía por ciertos puntos para hablar
de la epidemia e impulsar el uso del condón.2
Cuando empecé a acompañar políticamente a Claudia, ella lideraba
un grupo de “representantes” de las trabajadoras sexuales e intentaba
lograr acuerdos con las autoridades de las tres delegaciones con el ín-
dice más alto de “prostitución” visible: Cuauhtémoc, Miguel Hidalgo y
Venustiano Carranza.3 Ella aceptó mi compañía, aunque no dilucidó cla-
ramente qué era lo que yo quería; entendió que yo no andaba detrás de
una comisión, ni pretendía abrir un punto por mi cuenta, y que ni siquie-
ra me interesaba ligarme a un cliente. Ahora bien, no iba por dinero, ni
tampoco por “aventuras”, entonces, ¿qué buscaba? No bastó asumirme
como feminista. Al no encajar dentro de los roles establecidos, surgen
dudas sobre quién eres y qué quieres: ¿era una espía de la competencia,
una periodista o una agente del gobierno?
Poco a poco, pese a sospechar de mi propósito, Claudia fue com-
probando las ventajas que implicaba la relación conmigo. Parte de mi
“capital” era mi relación con Carlos Monsiváis. Gracias a él, le conse-
guí a Claudia cita con dos delegados importantes, el de la Cuauhtémoc

2. Se llamaban puntos los lugares “tolerados” por las autoridades delegacionales para que las trabajadoras
sexuales se “pararan” a ofrecer sus servicios.
3. Las autoridades delegacionales llamaban “representantes” a quienes las chicas calificaban de “ma-
drotas”. Luego, a partir de que Conasida impulsó el trabajo de difusión sobre VIH-sida, también se las
siguió nombrando como “representantes”. Desde una perspectiva laboral, estas microempresarias eran
las “jefas” de sus empleadas, quienes no tenían derechos laborales.

273
Marta Lamas

(Ignacio Vázquez Torres) y el de la Venustiano Carranza (Roberto


Albores Guillén). También por Monsiváis tuvimos acceso al entonces
procurador de Justicia del Distrito Federal, Ignacio Morales Lechuga.
Claudia vio que yo era una aliada útil, con buenos contactos y con cierto
margen de influencia, y me aprovechó como “asesora política”, la figura
con la que algunas feministas hacíamos nuestro activismo. Al principio,
Claudia me codificó de acuerdo con su sistema clasificatorio de género:
una señora “fresa”, un tanto rara, que quién sabe qué se traía entre ma-
nos, pero que parecía dispuesta a “ayudarla”. Por mi parte, yo la clasifi-
qué de acuerdo con el estereotipo feminista: una víctima con potencial
de transformación. Así iniciamos una relación de colaboración política,
no exenta de afecto.
Seguir a Claudia en sus rondas por los puntos me implicó descubrir
una dimensión que desconocía, y esos territorios nocturnos me pare-
cieron, además de peligrosos, de una sordidez deprimente. Además,
al principio me sentía incómoda, pues percibía que mi mera presencia
–¡tan atípica!– inquietaba de alguna manera a las chicas.4 ¿Quién era yo;
qué pretendía? No era una de ellas ni tampoco me veía como policía ni
como madrota. Yo recordaba la dura crítica de Monsiváis hacia ciertas
personas que salen de noche a visitar “antros” como quien va al zooló-
gico, para ver especímenes extraños, y trataba de no mirarlas fijamen-
te. Hoy pienso que esa actitud evitativa pudieron haberla interpretado
como un gesto despreciativo de mi parte.
Anthony Cohen (1992) habla de la incertidumbre que sienten quienes
hacen antropología cuando la gente que está en el campo que investi-
gan les formula la pregunta “¿quién eres?”. Este antropólogo dice que
el dilema de cómo responder implica –al mismo tiempo– cuestiones de
autoconocimiento y de estrategia:

¿Qué debo contestar? (por ejemplo, ¿qué es lo políticamente correcto


contestar?); o ¿qué puedo decir? (por ejemplo, ¿qué puedo decir que
sea inteligible?) ¿Existe acaso una respuesta que sea al mismo tiempo
entendible y fiel? ¿Acaso yo mismo sé quién soy? (1992, p. 221).

4. Chicas es el término con el cual se nombraba a las jóvenes trabajadoras sexuales paradas en los puntos.

274
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

¿Quién era yo? Claudia me presentaba como “una amiga” y yo perci-


bía la desconfianza que despertaba mi presencia: ¿qué tipo de “ami-
ga” era? Decir que yo era feminista no aclaraba mucho, y menos aún
responder que trabajaba en Nexos: “¿nex… qué?” A Claudia la ubicaban
como del “ambiente” y a mí me veían como una mezcla de funcionaria
de Conasida, periodista, o espía de la competencia. Claudia pertene-
cía a un estrato social diferente del de las otras mujeres, tanto por su
origen familiar como porque venía del trabajo en departamentos. A
las dos nos llamaban güeras, con esa especie de admiración y resenti-
miento que en un país racista como México provoca el tono claro de
piel. Éramos diferentes no solo de las chicas que trabajaban en la calle,
sino también de las madrotas. Y pese a que las dos éramos güeritas,
también eran evidentes las diferencias entre nosotras. Pero lo que les
resultaba más incomprensible era mi declarado interés como “femi-
nista”. Aunque en esos primeros meses yo no me sentía, ni me asumía,
como “antropóloga”, ahora puedo interpretar que durante ese tiem-
po se dio lo que lo que Mary Louise Pratt (1986) denomina la “inex-
plicabilidad e injustificabilidad” de la presencia del antropólogo. Sí: a
sus ojos mi figura de activista feminista era ambas cosas: inexplicable
e injustificable.

Mi tránsito a investigadora

Luego de estar acompañando de manera intermitente a Claudia, la


doctora Patricia Uribe, en ese momento encargada del Centro Flora de
Conasida, y el entonces Director de Epidemiología de la Secretaría de
Salud, doctor Mauricio Hernández Ávila, me invitaron a participar en la
investigación internacional Multi-center Intervention Study on Commercial
Sex Workers and HIV Transmission (Uribe et al., 1991), que el AIDS and
Reproductive Health Network llevó a cabo en Estados Unidos, Etiopía,
México y Tailandia. Las mujeres que aceptaban entrar al programa de
Conasida decían que no utilizaban condón con todos los clientes, sino
que ellas “seleccionaban” con quién sí y con quién no. Dicha investiga-
ción se propuso explorar, con métodos cualitativos y cuantitativos, qué

275
Marta Lamas

estaba pasando.5 Como antropóloga yo haría la “observación participan-


te” para detectar y registrar las modalidades en la negociación en la calle
del uso del condón: las actitudes de las trabajadoras frente a los clientes,
la forma en que les proponían usar condón, las respuestas de los clientes
cuando ellas les decían “con condón” y, caso extravagante en ese tiempo,
si algún cliente exigía uso del preservativo.
Hablé con Claudia respecto de esa invitación para participar en la
investigación, en especial, acerca de lo importante que sería esclarecer
ante las propias trabajadoras sus actitudes y conductas acerca del con-
dón, y también sobre lo que implicaba cambiar mi acompañamiento po-
lítico para dedicarme a la investigación.6 Le gustó la idea, y más le gus-
tó que se “aclarara” mi papel, pues mi activismo feminista no resultaba
creíble. También ocurrió lo mismo con las representantes/madrotas, a
quienes les costaba entender que yo no trabajaba para ningún partido
político, sino para una causa. Al principio creyeron que yo estaba con
Claudia porque me pagaba, y me insinuaron que con ellas ganaría más.
Cuando les aclaré que no existía ninguna remuneración económica, mi
desinterés económico les resultó de lo más sospechoso. Pero cuando les
comuniqué que me habían invitado a participar en una investigación,
y asumí mi papel de antropóloga, se terminaron las sospechas. Mi con-
ducta –o sea, mi activismo feminista– ya no era “inexplicable e injustifi-
cable”, como diría Pratt, y asumirme como antropóloga aclaró el miste-
rio de mi presencia en el campo.
¿Qué ocurrió cuando transité de “asesora política” a “antropóloga”?
Mi perspectiva se tornó más compleja. “Pararme” en un punto, noche
tras noche, significó descubrir un contexto cuya violencia e incomodi-
dades apenas había vislumbrado en mis anteriores rondas. Los puntos
para llevar a cabo mi investigación fueron los mismos que había visitado

5. La muestra fue de 914 trabajadoras sexuales a quienes se aplicó un cuestionario con 120 variables.
Además se realizaron entrevistas personales en profundidad y se llevaron a cabo reuniones con ocho
grupos focales (Uribe et al., 1991).
6. No siempre coinciden las necesidades de las personas con los objetivos de la investigación científica.
Mi paso por la ENAH me inculcó la preocupación de formular una perspectiva de investigación responsa-
ble. Al sopesar los usos potenciales que se le podía dar a la investigación acerca de cómo se daba –si es que
se daba– la negociación del condón entre trabajadora sexual y cliente, vi con buenos ojos que se obtuviera
una información que resultara útil frente a la amenaza del sida.

276
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

con Claudia y donde ya me conocían: Sullivan, la zona alrededor de la


Comisión Federal de Electricidad (CFE) y el puente de Insurgentes y el
Viaducto. Aunque ya llevaba tiempo acompañando a Claudia, fue hasta
darle cierta disciplina al proceso de observación cuando experimenté lo
duro que es pararse mínimo cuatro días fijos a la semana –miércoles, jue-
ves, viernes y sábados– de diez de la noche a dos o tres de la madrugada.7
Al principio me resultó difícil permanecer mucho tiempo parada para
realizar la observación, pues pese a la relación que las representantes ya
tenían con Claudia, no querían que averiguara el tamaño de su negocio.
Ante esa dificultad, Claudia propuso entonces abrir un punto nuevo, con-
trolado por ella y –con el apoyo de las autoridades de Epidemiología y
Conasida– organizó el punto de El Oro. Así, en la colonia Roma, en la
calle El Oro esquina con Monterrey, fue el lugar donde me “paré” de diez
de la noche a dos, tres o cuatro de la madrugada, dependiendo del mo-
vimiento. Además de “pararme” en ese punto pasé varias noches en los
vestíbulos de algunos hoteles en donde las chicas llevaban a los clientes, y
muchas madrugadas desayuné con ellas después de la noche de trabajo.8
A diferencia de otras situaciones de investigación en campo, donde a
la antropóloga que investiga se la acepta como una extraña, aquí –para no
despertar suspicacias o temores entre los clientes– yo me debía ver como
una chica más. Aunque cumplí con esa exigencia, tratando de adecuar mi
apariencia, era obvio que yo era un sapo de otro pozo. A las chicas, Claudia
les dijo que yo era una amiga suya, que hacía una investigación sobre si
los clientes aceptaban o no el uso del condón; que me iba a “parar” con
ellas, pero que no me iba a ir con ningún cliente, y que si alguno se ponía
necio, que lo distrajeran o atajaran. Lo único en lo que fue inflexible fue
en el tomar notas: los clientes no debían verme escribiendo, pues podían
creer que yo era policía o periodista.9 Las primeras noches fui incapaz

7. Había puntos que trabajaban seis días a la semana, de martes a domingo, otros cuatro o cinco; y,
algunos excepcionalmente los siete días. Eso dependía de varias cuestiones, entre ellas: la ubicación del
punto y de lo “prestigiado” que estuviera en su oferta de “caras nuevas” o incluso extranjeras.
8. La duración del proceso de observación fue de casi diez meses, entre enero y octubre de 1990, con el
periodo más intenso en el punto sui generis de El Oro.
9. Escribí mi diario de campo a ratos, sentada en el auto, o al regresar a mi casa. Con frecuencia el can-
sancio hacía que apenas consignara mis observaciones en unas rápidas líneas.

277
Marta Lamas

de estar “parada” todo el tiempo, y me iba a sentar algunos ratos al auto,


donde aprovechaba para escribir rápidamente alguna impresión.
Aunque la observación fue mucho más difícil de lo que imaginé, al
mismo tiempo, la transgresión de estar en el punto se volvió muy grati-
ficante: el riesgo de la noche en la calle, además de provocarme miedo,
me resultó sumamente atractivo. Pasadas las primeras semanas de so-
bresaltos, con la rutina decodifiqué ciertas señales de alarma, y aprendí
a estar alerta con los clientes borrachos y con los judiciales. Y así como
controlé mi miedo también me obsesioné con el punto. Vivía para irme
por la noche con las chicas. Llegaba a El Oro entre 9:30 y 10 de la noche y
me quedaba, dependiendo de si era un miércoles o un viernes, de si era
quincena o no, hasta la una o las tres de la mañana. Mi vida se trastornó
totalmente, y no solo por los horarios. Estaba fascinada por la dinámica
de complicidad que se generaba en el punto, me asombraba la mezcla de
sutileza y cabronez con la que las chicas manejaban a los clientes; y pese
a ver ciertos aspectos negativos de esa situación, me intrigaban las fan-
tasías que circulaban en torno al intercambio carnal. Y debo reconocer
que no solo el “adrenalinazo” del punto me mantenía entusiasmada; la
opinión de Monsiváis me importaba mucho, y él se mostraba interesado
en lo que yo estaba haciendo.

El quiebre por las diferencias políticas

La relación con Claudia resultó muy productiva tanto política como


antropológicamente, pero sería ingenuo pensar que el interés político
o el antropológico fueron las únicas razones que provocaron un cierto
rapport entre nosotras. Aunque al principio ella me veía como la “licen-
ciada” con los conectes, la distancia social se acortó cuando no tuve te-
mor a contaminarme con el estigma, y estuve dispuesta a arriesgarme
a circular públicamente en ese ambiente.10 También contribuyó que al

10. Tuve ocasión de comprobar esa idea de “contaminación” una vez que le solicité a Aguilar Camín el
uso de la sala de juntas de Nexos para una reunión con las trabajadoras sexuales. La reacción de rechazo
de las secretarias en Nexos fue impresionante, como si la presencia de las trabajadoras sexuales las fuera
a contaminar o afectar en su reputación de mujeres “decentes”.

278
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

principio no vi a Claudia como una informante, sino como una potencial


feminista. Aunque inicialmente ella interpretó que por morbo yo que-
ría “conocer” el ambiente de la “prostitución”, luego entendió que yo iba
tras un objetivo político distinto, que no era el tradicional: no quería ni
control ni dinero. Así, paulatinamente se produjo una cercanía amisto-
sa: ella venía a mi casa, conoció a mi hijo y a mis amigas; yo iba a la suya,
conocí a sus hijas y a su hijo. Sin embargo, no deseo mistificar nuestra
relación, ni idealizar a Claudia.11 En cualquier relación política siempre
hay un elemento de poder, y la nuestra estaba cruzada por diferencias de
clase social y de estatuto simbólico, muy marcadas ambas. Aun cuando
ella me dio la clave de entrada a ese mundo y me acompañó durante mi
recorrido, la desigualdad entre nosotras se manifestaba de distintas ma-
neras. Además, yo me convertí en una “experta” en el tema de la “prosti-
tución”, y hoy escribo sobre Claudia mientras ella no escribe sobre mí, ni
sobre su experiencia.
A Claudia, Humanos del Mundo Contra el Sida –la asociación civil
auspiciada por Conasida– la lanzó como líder de las trabajadoras sexua-
les. Formada con la pretensión de defender la salud de las trabajado-
ras sexuales, esa organización no gubernamental (pero apoyada por el
gobierno) tuvo el objetivo de hacer prevención entre los grupos de tra-
bajadoras de vía pública.12 Los funcionarios de Conasida detectaron en
Claudia Colimoro a una líder potencial, por ello la invitaron a formar
parte de la asociación civil. Claudia era un personaje raro, no trabajaba
en la calle, sino en departamentos y estéticas, tenía facilidad de palabra

11. Claudia no estuvo exenta de cometer graves errores, como su nefasta participación en el cierre
del Centro de Atención Interdisciplinaria y Servicios (CAIS). Este CAIS, que la Comisión de Derechos
Humanos del Distrito Federal abrió en 1998, tenía un consultorio de atención médica y psicológica, y
una guardería para los hijos de las trabajadoras sexuales. Con la llegada de Emilio Álvarez Icaza como
ombudsman a la Comisión, se suscitó un conflicto y Claudia Colimoro y otras trabajadoras sexuales tuvie-
ron un choque que provocó el lamentable cierre –en 2004– de ese espacio. Elvira Reyes Parra (2007) relata
el incidente que yo desconocí cuando ocurrió.
12. Se formó desde Conasida para administrar fondos proporcionados por la Fundación Hivos (por sus
siglas en holandés: Humanistisch Instituut voor Ontwikkelingssamenwerking, o Instituto Humanista para la
Cooperación con los Países en Desarrollo). Su presidenta era la doctora Gloria Ornelas; su vicepresiden-
ta, María Antonieta Espinoza (una de las grandes madrotas del comercio sexual en departamentos); su
tesorera, la doctora Patricia Uribe; y su secretario, Fernando Jaimes (de reputación dudosa, pues labo-
raba como checador de tiempos y apuntaplacas de la señora Soledad Ramírez, una madrota de Sullivan).

279
Marta Lamas

y era muy atractiva. Era la mujer idónea para hablar en público promo-
viendo el uso del condón, pues además no tenía reparos en decir que era
trabajadora sexual.
Tener la posibilidad de hacer algo por las demás trabajadoras sexua-
les, revivió en Claudia su antigua aspiración de hacer política. Sin em-
bargo, su liderazgo se complicó, pues en Humanos del Mundo Contra
el sida los intereses contrapuestos entre las madrotas de la calle versus
las trabajadoras generaron problemas. Claudia pronto discrepó con la
resistencia de esa asociación civil a cuestionar los malos tratos de las au-
toridades delegacionales y judiciales, y se molestó por el manejo abusivo
del dinero (sin que Conasida lo supiera, Fernando Jaimes cobraba por
el servicio de las tarjetas de control, que debía ser gratuito). Sus críticas
influyeron a algunas chicas del ambiente, y éstas confrontaron a las re-
presentantes, por lo que el conflicto estalló.
Al desarrollar un liderazgo propio, crecidamente comprometido con
las trabajadoras, Claudia se fue alejando más y más del liderazgo im-
puesto al principio por “Humanos”. En menos de seis meses, Claudia
transitó de tomar conciencia sobre el peligro real de la enfermedad a
la necesidad de conformar una organización independiente. Se unió a
Gerardo Ortega, la Mema, líder de un grupo de vestidas (trans y travestis),
y fundaron Cuilotzin, una asociación civil que pretendía luchar por to-
dos los trabajadores del sexo: mujeres y hombres.13 Pero poco después
las tradicionales rivalidades y competencias en el mercado sexual, entre
las chicas y las vestidas, llevaron a Claudia a separarse.
Entonces ella decidió trabajar exclusivamente con mujeres; en 1993,
registró una asociación civil sin fines de lucro con el nombre de Mujeres
Unidas por la Salud (MUSA). A partir de ese momento, se propuso cons-
truir una organización nacional de trabajadoras sexuales; viajó por di-
ferentes estados dando asesorías y organizando pequeños grupos de
trabajadoras, en pos de constituir una red nacional. Asistió también a
reuniones internacionales y fue la representante para América Latina
de la Asociación Internacional de Trabajadoras del Sexo. En el libro
de Kempadoo y Doezema (1998) sobre las trabajadoras del sexo a nivel

13. Estuve presente en el registro de la A.C., que se llevó a cabo en la notaría de Ignacio Morales Lechuga.

280
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

mundial, se consigna que Claudia Colimoro se autonombraba la Mega


puta de México (1998, p. 169), y ahí aparece una breve entrevista realiza-
da por Amalia Lucía Cabezas, titulada “Sex Workers in Mexico”, en la
cual Claudia dice: “El negocio es bueno para nosotras. Ganamos bien
y tenemos un horario flexible, por eso estamos aquí. En ninguna otra
profesión ganamos lo que aquí” (1998, p. 197). Claudia también habla
de la necesidad de una nueva legislación laboral, de la importancia de
ser respetadas y de que su oficio sea considerado como cualquier otro
trabajo. Desde una perspectiva de ver “la prostitución” como un traba-
jo, denuncia: “Si eres una trabajadora sexual no puedes trabajar por tu
cuenta” (1998, p. 198).
Aunque los frutos de su labor fueron escasos (el peso del estigma y
la magnitud de los intereses económicos involucrados resultaron obs-
táculos mayores), Claudia se convirtió en un referente para muchas
trabajadoras sexuales. Durante varios años fue la única exprostituta que
daba la cara en eventos políticos y culturales, así como en programas de
televisión, donde planteó la corrupción de las autoridades y los riesgos
laborales de las trabajadoras. Desde su papel como líder logró medidas
concretas y novedosas, como la instalación de una guardería para hijos
de las trabajadoras sexuales con servicio de 24 horas.14 Así, sabiendo de
lo que ella era capaz, cuando a mediados de la década de 1990 Claudia
me comunicó que “había abierto” un refugio para niñas de la calle (al-
gunas de ellas prostituidas) no sospeché nada; al contrario, pensé que era
una forma de repararse emocionalmente.
En ese entonces ya no nos frecuentábamos tanto como antes, pero
me llevó a conocer la Casa de las Mercedes. Me comentó que ese iba a ser
ahora el proyecto de MUSA; que había logrado el apoyo filantrópico de
Julia Abdalá (la pareja de Manuel Bartlett) y que había establecido con-
venios de cooperación con Cáritas y el gobierno. Al principio involucré a
algunas amigas para que apoyaran la Casa de las Mercedes, sin embar-
go, ella se fue alejando. Luego me enteré que la Casa de las Mercedes era
una Institución de Asistencia Privada, cuya misión era:

14. La estancia infantil ubicada en Fray Servando Teresa de Mier 480, delegación Venustiano Carranza,
que fue inaugurada el 18 de abril de 1994.

281
Marta Lamas

Brindar atención a niñas y adolescentes en situación de calle y de


escasos recursos, incluyendo a aquellas que están embarazadas y/o
con bebé, para asistirlas mediante la prestación de albergue tempo-
ral, asistencia médica y psicológica, así como proporcionarles capa-
citación para rehabilitarlas y reintegrarlas al seno social.15

Objetivo muy loable, pero alejado de la lucha por el reconocimiento de los


derechos laborales de las trabajadoras sexuales. Aunque en ese momen-
to no me di cuenta que atrás del tema de “rescatar” a niñas y jovencitas
de la calle había una perspectiva neoabolicionista, sí me resultó eviden-
te que Claudia tendría que adoptar un discurso de rechazo al comercio
sexual si quería recibir el apoyo de personas y asociaciones caritativas o
filantrópicas vinculadas a grupos religiosos y empresariales.16
Hoy puedo entender que el trabajo de MUSA en la Casa de las
Mercedes resultó para Claudia, además de una oportunidad para legi-
timarse socialmente, una manera de resolver el problema laboral. No
me parece mal hacer compatible el sostenimiento económico con las
convicciones políticas, eso también ha ocurrido con muchas feministas
para quienes trabajar en las asociaciones civiles les ha permitido contar
con un salario y seguir dedicadas totalmente a su militancia compro-
metida.17 Sin embargo, no fue contar con una seguridad laboral lo que
provocó el alejamiento entre nosotras, sino la manera en que se fue

15. La Casa de las Mercedes es una Institución de Asistencia Privada (IAP) fundada en 1994. Aparecen
como fundadores, además de la propia Claudia, Ángeles Espinosa Yglesias, Julia Elena Abdalá Lemus,
Manuel Bartlett Díaz, Ignacio Cobo González, Mauro Uscanga Villalobos y José Felipe Abed Rovanett.
En el patronato vuelven a estar Julia Abdalá, Ignacio Cobo y José Felipe Abed, junto con Rafael Moreno
Valle, Carlos Manuel Meza Viveros y José Ramón Campillo Díaz. Una mezcla de políticos y figuras em-
presariales.
16. El neoabolicionismo retoma la idea del abolicionismo de erradicar totalmente la esclavitud, y la aplica
al comercio sexual por considerarlo una forma de esclavitud sexual. Esa postura se fortalece a partir de
2000 con la firma del Protocolo de Palermo, y en México será con la llegada del Partido Acción Nacional
(PAN) al gobierno federal que se fortalece una inquietud sobre la trata de personas con fines de explo-
tación sexual. La postura conservadora del neoabolicionismo irá difundiendo cada vez más un discurso
que habla de todas las mujeres que trabajan en el comercio sexual como víctimas y, por lo tanto, pretende
eliminar totalmente esa práctica. Para mayor explicación, véase Lamas (2017b).
17. Al igual que ocurrió en otros países, en México varias integrantes de pequeños grupos feministas
pasaron a constituirse en ONG que realizaban intervenciones educativas y advocacy de demandas, lo que
les permitió recibir financiamiento o vender servicios.

282
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

filtrando el neoabolicionismo en su visión. Hoy me queda la duda de si


Claudia realmente se arrepintió de su activismo pasado en favor de los
derechos laborales de las trabajadoras sexuales.

Del involucramiento político a la profesionalización académica

Aunque para mediados de la década de 1990 el trabajo de Claudia en la


Casa de las Mercedes me alejó del ambiente, yo ya había empezado a
escribir sobre las trabajadoras sexuales callejeras. En 1993 publiqué en
la revista Debate Feminista un artículo y en 1994 participé con una ponen-
cia en un Seminario de Antropología Política en el Instituto Nacional
de Antropología e Historia (INAH), que luego se publicó como capítulo
de un libro (Lamas, 1996a). Ese mismo año la revista Estudios Sociológicos
de El Colegio de México me publicó otra colaboración (Lamas, 1996b).
En ese tiempo yo no estaba en la academia, y no seguí investigando.
Además, en ese entonces desconocía el proceso de lxs trabajadorxs se-
xuales18 que formarían en 1997 la Red Mexicana de Trabajo Sexual, dis-
puestxs a asumir públicamente su identidad y dar una batalla política.19
Fue hasta el año 2000 cuando me propuse terminar la carrera en la
enah y decidí aprovechar mi trabajo de “investigadora circunstancial”
para hacer la tesis. Tomé el reporte que había entregado a la doctora
Patricia Uribe, releí las trascripciones de los grupos focales, busqué bi-
bliografía especializada y me puse a sistematizar mis notas, mis recuer-
dos y mis lecturas. Tuve la fortuna de contar con Guillermo de la Peña
como director de tesis, y le sigo agradecida por la manera en que me
impulsó a leer más textos de antropología. Luego me puse a escribir y
reescribir, e hice los trámites para finalmente recibirme en 2003.20

18. Se trata de un colectivo mixto y con participación de personas trans, por lo cual utilizo la “x” en lugar
de decir “las y los”.
19. El proceso de formación de la Red data de finales de la década de 1980 (Madrid, Montejo y Madrid, 2014).
20. Como había ingresado en un plan de estudios de la enah en el que si cursabas un año más salías con
maestría de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), me titulé primero como etnóloga en
la ENAH y luego tramité la maestría en la UNAM: Mi tesis se tituló: La marca del género: trabajo sexual y vio-
lencia simbólica (Lamas, 2003). Ese mismo año me inscribí al doctorado en el Instituto de Investigaciones
Antropológicas, donde me recibí en 2012.

283
Marta Lamas

A lo largo del proceso de escritura de la tesis volví a involucrarme


con algunas trabajadoras sexuales callejeras. Se trató en realidad de dos
grupos: uno de jóvenes de la zona de la estación del metro Revolución
y de Tlalpan y otro de mujeres mayores de La Merced. Ante el envejeci-
miento de varias compañeras y su carencia de derechos laborales, am-
bos grupos se habían puesto de acuerdo para solicitar al gobierno del
entonces Distrito Federal una casa que pudiera servir tanto de asilo para
las ancianas como de espacio para las reuniones políticas de las jóvenes.
Juntas buscaron a Jesusa Rodríguez, la actriz y directora teatral, cer-
cana a Andrés Manuel López Obrador, que en ese entonces era Jefe de
Gobierno. Como Jesusa recordaba mi experiencia en El Oro, me invitó
a la primera reunión que tuvo con ellas en el cabaret El Hábito. Al escu-
charlas, me sorprendió el discurso político que tenían Adela y Margarita,
dos defensoras populares feministas que daban acompañamiento polí-
tico a las trabajadoras sexuales.
Elena Poniatowska respaldó el proyecto del asilo y López Obrador lo
apoyó y amplió.21 La Casa Xochiquetzal, como la nombró Jesusa, había
sido antes un museo, y hubo que adecuarla como vivienda. Aunque fue
un caso exitoso de colaboración sociedad/gobierno, también significó
una ruptura política dentro del grupo inicial de trabajadoras sexuales.
La división entre las más jóvenes (que aspiraban a tener un espacio don-
de reunirse para llevar a cabo sus procesos de formación y discusión po-
lítica) y las ancianas (que querían disponer a sus anchas de su refugio)
terminó con la muy prudente retirada del grupo de jóvenes.
Yo seguí vinculada a las jóvenes, pues me emocionaba su ímpetu e
integridad política. Para sostenerse en su objetivo de trabajar de manera
independiente, tenían que enfrentar las amenazas de quienes “contro-
laban” la zona. Ellas padecían diversas agresiones de las mafias, pues
no aceptaban pagar derecho de piso, ni tenían “representante”. A estas
independientes las acompañé algunas veces a citas con funcionarios

21. Andrés Manuel López Obrador estableció un plan de atención integral para trabajadoras sexuales de
la tercera edad. El Instituto de las Mujeres del Distrito Federal fue el encargado de coordinar los servicios
que estas mujeres debían recibir gratuitamente de las otras dependencias del gobierno capitalino. Final-
mente, en abril de 2006, Enrique Provencio, el secretario de Desarrollo Social del Distrito Federal, hizo la
entrega oficial en un acto sobrio y emotivo.

284
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

del gobierno del Distrito Federal y también a celebrar los días 15 de sep-
tiembre su “grito de Independencia” en el jardín del metro Revolución.
Sin embargo, cuando Adela y Margarita se trasladaron a otra entidad
federativa en busca de nuevos horizontes políticos, mi relación con las
trabajadoras independientes del metro Revolución se evaporó.
Fue hasta 2014 que coincidí con el grupo de trabajadorxs sexuales in-
dependientes que habían logrado, luego de un litigio jurídico, que una
juez reconociera su condición de trabajadoras no asalariadas (Madrid,
Montejo y Madrid, 2014). Esta resolución obligaba al gobierno de la
Ciudad de México a otorgarles la licencia correspondiente para laborar
en la vía pública, además de que conminaba a la Asamblea Legislativa
a reformar un artículo de la Ley de Cultura Cívica que otorgaba a los
vecinos la facultad de denunciar como falta administrativa el ejercicio
del comercio sexual. A raíz de la entrega de las credenciales que las reco-
nocían como no asalariadas,22 establecí una relación de colaboración con
la asociación civil que las ha apoyado durante años: Brigada Callejera.23
Fue entonces que calibré cabalmente la fuerte disputa político-ideo-
lógica que existía con las neoabolicionistas y me sorprendió la mezcla
discursiva que hacían entre comercio sexual y trata. Preocupada por el
ominoso panorama que descubrí tardíamente, me puse a investigar y
volví a intervenir públicamente, respaldando la lucha por los derechos
laborales de quienes se dedican a ese trabajo. En septiembre de 2014 pu-
bliqué en la revista Nexos un artículo donde distinguía comercio sexual
de trata, y a partir de ahí empecé a participar en coloquios y seminarios.
Así fui entretejiendo mi activismo de siempre con mi reciente posición
académica.24 Esas participaciones –entre 2015 y 2017– se reflejaron en

22. Esa categoría existe en la Ciudad de México desde 1972 y contempla a personas que laboran en vía
pública sin una relación patronal ni un salario fijo, como los lustrabotas, los cuidacoches, los músicos ca-
llejeros, los vendedores de billetes de lotería y diez oficios más.
23. El nombre completo es Brigada Callejera en Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez”. Según sus propias
palabras, esta asociación ciudadana retoma el nombre de esa mujer en homenaje a una víctima de sida,
y con ello honra a las trabajadoras sexuales que han muerto por esa causa, que han sido asesinadas o
que han padecido discriminación por trabajar en el comercio sexual y por haber sido infectadas de VIH
24. En 2014 gané un concurso de oposición y ahora tengo plaza de investigadora de tiempo completo en
el Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM.

285
Marta Lamas

seis capítulos de libros y dos artículos académicos, además de un libro


de mi autoría.25
Para escribir el libro investigué bibliográficamente y retomé partes
de la tesis, sin embargo, consigné mínimos aspectos de mi vida entrete-
jidos con esa experiencia. No hice una autoetnografía, término incorpora-
do a mediados de la década de 1970 al léxico de la antropología, que nom-
bra el registro y la reflexión que aborda la experiencia vivida por quienes
efectúan la investigación.26 Según David Hayano, que la define como
el trabajo etnográfico que se lleva a cabo “entre tu propia gente” (1979,
p. 99), los problemas que presenta la autoetnografía son los sesgos que
surgen del involucramiento y la intimidad con los sujetos de estudio.27
Sin embargo, George Devereux (1977) plantea la riqueza que implica que
quien investiga aproveche su subjetividad, registrando y analizando la
forma en que su presencia influye (“trastorna”) el comportamiento de
lo investigado. Para este antropólogo y psicoanalista, si se analizan las
perturbaciones creadas por la existencia y las actividades de la persona
observadora, éstas se vuelven piedras angulares de una verdadera cien-
cia del comportamiento y no –como suele creerse– contratiempos de-
plorables. Devereux considera imprescindible asumir el interés afectivo
personal del científico por su material, y subraya la importancia de ana-
lizar la implicación personal de quien investiga. Además, expresa sus
dudas sobre la neutralidad y objetividad de quien investiga y, con ironía,
concluye diciendo que siempre ayuda descubrir exactamente qué es lo
que uno en realidad está haciendo.
¿Qué había estado haciendo yo en realidad? Aunque cuando llegué
como activista al campo del comercio sexual callejero mi objetivo fue
acompañar un proceso de autoorganización de estas mujeres con las

25. Véanse en la bibliografía como Lamas, 2015a, 2015b, 2016a, 2016b, 2017a, 2017b, 2017c, 2017d y 2017e.
26. Según Wolcott (1989), el concepto de autoetnografía lo utiliza Heider en 1975, pero será Hayano (1979)
quién lo desarrolle en 1979. Este último señala que Raymond Firth ya lo utilizaba en 1966. Véanse Wolcott
(2008) y Hayano (1979).
27. Para Hayano, un primer tipo de autoetnografía es aquel estudio que llevan a cabo etnógrafos en su
grupo cultural, social, étnico, racial, religioso, residencial, o del mismo sexo. El segundo gran tipo de
autoetnografía es escrito por investigadores que se han familiarizado con algunos grupos subculturales,
ocupacionales o recreacionales, y así han adquirido cierta membresía. En ocasiones alcanzar ser inte-
grante de este tipo de grupos implica pasar por un rito de entrada (Hayano, 1979, p. 100).

286
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

que ningún grupo político se había comprometido, hoy creo que eso fue
una “racionalización” que encubrió las motivaciones que Devereux cali-
fica como el interés afectivo personal del científico. Seguramente tuvo
gran influencia mi paso por la ENAH, donde la preocupación comparti-
da con mis compañeros era la de “cómo investigar la realidad para trans-
formarla” (Fals-Borda, 1979), pero también creo que tuvo mucho que ver
mi curiosidad morbosa.

Activismo académico

Desde la perspectiva que da la distancia, hoy pienso que ha sido mucho


después, y a partir de mi relación con Brigada Callejera, que asumo con
claridad eso que ahora se califica como “trabajo académico activista”
(activist scholarship) (Hale, 2008). Aunque la actividad política de las
antropólogas feministas se ha expresado desde principios de la déca-
da de 1970 hasta mitad de la de 1980, había una clara distinción entre
el activismo feminista y la investigación antropológica. Las etnógrafas
feministas, que deseaban visibilizar la experiencia de las mujeres, usa-
ban las metodologías clásicas de observación participante y entrevistas
a profundidad para producir su escritura y teorizar sobre el lugar de las
mujeres en otras culturas (Lewin, 2006). Inicialmente algunas antropó-
logas dudaron acerca de si era posible hacer compatible el feminismo
y la investigación. En especial, Judith Stacey (1988) subrayó que, pese a
que el método etnográfico aparecía como adecuado para la investiga-
ción feminista, había una contradicción entre el igualitarismo político
del feminismo y la investigación, ya que la escritura y la autoría de la
etnografía seguían siendo exclusivamente de quien investigaba. Stacey
previno acerca de que este tipo de trabajo ponía a los sujetos investi-
gados en “grave riesgo de manipulación y traición de quien hace la et-
nografía” (1988, p. 23). Sus duros cuestionamientos fueron abordados
después por varias colegas (Abu-Lughod, 1990; Bell, 1993; Visweswaran,
1994, entre otras), quienes, al incorporar perspectivas teóricas sobre el
poder y la agencia –especialmente a partir de autores como Bourdieu,
Foucault y Butler–, se propusieron transformar esa praxis etnográfica.

287
Marta Lamas

Así se desarrolló inicialmente una investigación antropológica femi-


nista,28 que posteriormente se iría asumiendo cada vez más activista al
alentar la colaboración;29 priorizar temas sociales urgentes de abordar
políticamente; validar la escritura etnográfica dialógica que ubica en el
texto tanto a quien investiga como a quien es investigado, y enfatizar las
voces, las opiniones y la agencia de las mujeres.30
Recientemente, una de las primeras antropólogas feministas, Louise
Lamphere, revisó el caso de la antropología feminista activista en
Estados Unidos en el lapso que va desde la década de 1970 a la actuali-
dad. Ella señala que desde el año 2000 las feministas han transformado
el trabajo de campo y la escritura etnográficos, que los cambios en la
teoría han impactado la práctica y se enmarcan en un activismo que ha
incrementado la colaboración. El análisis de Lamphere (2016) me sirve
para revisar mi proceso, pues ella identifica seis formas distintas en que
las feministas desarrollan su compromiso político:

a) La intervención personal. Las antropólogas que intentan ayudar a


sus entrevistadas a negociar cuestiones de su situación personal,
usando su tiempo para acompañarlas a realizar trámites, explicán-
doles políticas, dándoles consejos y consiguiéndoles acceso a servi-
cios. Gran parte de este activismo queda sin ser registrado ni escri-
to. Este trabajo de mediación se efectúa desde hace mucho tiempo.
b) La narración de contra-historias. El uso de narraciones persona-
les para contrarrestar la invisibilidad o la estigmatización de gru-
pos de mujeres marginales. Estas contranarrativas legitiman las

28. En México destaca el trabajo de Mary Goldsmith con sus investigaciones acerca de las trabajadoras
del hogar y su activismo en favor de la regulación del trabajo doméstico. Goldsmith (1986 y 1992) también
reflexiona acerca de la antropología feminista. Por otra parte, en México, Martha Patricia Castañeda
(2010 y 2012) ha abordado el caso de la etnografía feminista y ha formulado un recuento acerca de las
antropólogas feministas mexicanas.
29. Charles Hale señala que para hacer investigación colaborativa “El primer paso es alinearse con un
grupo organizado que lucha y establecer relaciones de colaboración de producción de conocimiento con
integrantes de ese grupo” (2008, p. 20).
30. Las compilaciones de Sanford y Asale (2006), Phillips y Cole (2013) y Craven y Davis (2014) son un
ejemplo. Para México, en los tres tomos de Prácticas otras de conocimiento(s).Entre crisis, entre guerras, hay
varias antropólogas feministas entre sus 50 autores. Los tomos incluyen a investigadores de once países
de América Latina, seis países de Europa, Canadá y Estados Unidos, y la red retos (Leyva et al., 2015).

288
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

demandas y los objetivos de mujeres en los movimientos sociales


contemporáneos. Además, muestran la agencia de las mujeres y va-
loran sus saberes.
c) La investigación crítica del neoliberalismo. En el neoliberalismo,
con el adelgazamiento del Estado y el recorte a los servicios socia-
les del estado de bienestar, muchos grupos sociales han resultado
afectados, y la antropología investiga estas consecuencias. Un claro
ejemplo es la antología de Craven y Davis (2014).
s) La participación dentro de las ONG o del movimiento social como
activistas. Trabajar dentro de una ONG –en ocasiones como “vo-
luntaria”– o participar en el movimiento social le ofrece a la antro-
póloga feminista la posibilidad de hacer avanzar la agenda o los
objetivos políticos, además de acceder a información de primera y
conocer las luchas cotidianas.
e) La estrategia de colaboración. En esta tendencia, la antropóloga no
determina las preguntas o la agenda de investigación, sino que tra-
baja con los líderes de la organización o con la red de activistas para
formular un proyecto que tenga que ver con sus necesidades. Esto
presenta nuevos dilemas éticos: interpretaciones de datos, análisis
de las decisiones de política y de las estrategias. A la gente le inco-
moda escuchar críticas sobre decisiones equivocadas o programas
que fracasaron. Es más rara la colaboración en la escritura, y resulta
más fácil hacerlo con personas de clase media.
f) Las formas de hacer accesible su investigación al público. Esto in-
cluye varias posibilidades: escribiendo editoriales, presentándose
en ámbitos comunitarios, haciendo reportes para legisladores o
funcionarios, inclusive haciendo lobbying (cabildeo).

Según Lamphere, los tres primeros tipos de trabajo comprometido (in-


tervenciones personales, contranarrativas e investigaciones críticas del
neoliberalismo) han sido parte de investigaciones que son tangencial-
mente activistas y que ya existían desde la década de 1970. En cambio,
la reciente etnografía calificada de activista se caracteriza por los tres
tipos siguientes: participar en las ONG o el movimiento social como
activistas; utilizar la perspectiva de colaboración, y hacer accesible su

289
Marta Lamas

investigación al público.31 En mi caso, he desarrollado la intervención


personal para apoyar las necesidades individuales o grupales de las tra-
bajadoras sexuales callejeras, y la elaboración de contranarrativas diri-
gidas a erosionar los estereotipos. En mi libro sobre el comercio sexual
en las calles de la ciudad de México, he enmarcado mi reflexión en una
crítica a la manera en que en el capitalismo neoliberal se produce la mez-
cla discursiva entre comercio sexual y trata.32 Sin embargo, estoy lejos
de haber realizado una autoetnografía o una investigación colaborativa.
Una antropóloga feminista, Sherry Ortner, señala que la etnogra-
fía “siempre ha significado el intento de comprender otra vida usando
al propio yo (self) –tanto como es posible– como el instrumento de co-
nocimiento” (1995, p. 173). Ahora que he pasado de ser una antropóloga
circunstancial a finalmente asumirme como una académica activista, tal
vez mi próxima investigación –además de ser realmente colaborativa–
podría evolucionar a una autoetnografía. Aunque la autoetnografía y la
self-ethnography son distintas, ambas implican la utilización deliberada
de información sobre quien investiga.33 Otra antropóloga feminista,
Irma McClaurin (2001), plantea que quienes hacen autoetnografía se
sirven de las insights (introspecciones agudas) que tienen sobre sí mis-
mas para relacionarse mejor con los sujetos estudiados. Según Deborah
Reed-Danahay, “una característica principal de la perspectiva autoetno-
gráfíca es la de concebir que quien hace autoetnografía es alguien que
cruza fronteras, y su rol puede ser caracterizado como uno de identi-
dad dual” (1997, p. 3). Creo que mi estatuto intermedio de feminista (ni
“puta” ni “decente”) ha sido un elemento que me facilitó enormemente
cruzar la frontera simbólica que la doble moral instaura entre las muje-
res “decentes” y las “putas”. Sé que algo que les gusta de mí y que favo-
rece nuestra interlocución, tanto lo hizo con Claudia como actualmente

31. Luke Eric Lassiter (2005a y 2005b) describe la etnografía colaborativa como una etnografía que pone
el acento en una colaboración en cada paso del proceso de investigación, desde la conceptualización del
proyecto pasando por el trabajo de campo hasta llegar a la escritura.
32. El libro El fulgor de la noche. El comercio sexual en la calles de la Ciudad de México (Lamas, 2017a) es utili-
zado por Brigada Callejera como una contranarrativa.
33. Los estudios que analizan la propia vida mediante los procedimientos de la etnografía se califican de
self-ethnograpy. Véase Okely (1992); Cohen (1992) y Aull Davies (1999).

290
DE LA INVESTIGACIÓN CIRCUNSTANCIAL AL ACTIVISMO ACADÉMICO

con las compañeras que Brigada acompaña, es mi total desinterés por


defender esa frontera simbólica que fortalece la doble moral sexual que
priva en nuestro país. Como señala atinadamente Bourdieu, “Los grupos
solo reconocen plenamente a quienes manifiestan públicamente que los
reconocen” (1997, p. 222).
Reflexionar post facto acerca de lo que me ocurrió en ese trabajo de
campo me retrotrae al comentario de Stacey (1988) acerca de la dificul-
tad de hacer una etnografía realmente feminista. Aunque ella también
reconoce que en ocasiones las intervenciones etnográficas llegan a ser
constructivas y apreciadas por quienes son sujetos de nuestro traba-
jo, no se borra la desigualdad. Cuando conocí a Claudia, ella y yo nos
contamos nuestras historias de vida. Así fuimos desarrollando percep-
ciones y clasificaciones acerca de la otra, al mismo tiempo fueron sur-
giendo procesos que hoy me explico con los conceptos de transferencia
y contratransferencia que utiliza George Devereux (1977).34 Al principio
Claudia y yo nos fantaseamos recíprocamente como nuestro “comple-
mento” político –la mujer de la práctica y la mujer de la teoría–, pero
después ese vínculo se rompió.35 Es un hecho que la identidad es re-
construida y reinterpretada por cada persona dentro de un horizonte
de significados y saberes disponibles, y es frecuente durante el proceso
de reformulación de la propia identidad la modificación de la narrativa
acerca de la propia vida. Eso es lo que describe Michael Jackson como el
punto crítico que radica en la intersubjetividad y la interexperiencia: “en la
forma en que la constitución del Yo (selfhood) surge y se negocia en un
campo de relaciones interpersonales como forma de estar en el mundo”
(1998, p. 28).

34. La transferencia es la acción u operación de transferir, o sea, de transmitir o transportar; se aplica bási-
camente a cuentas, cargas, créditos, poderes, deberes o derechos, pero su acepción en el ámbito de la psi-
cología es la de trasladar el afecto. En el léxico psicológico su sentido general implica un desplazamiento
de sentimientos: pasar, de una persona a otra, afectos, emociones, sensaciones. Devereux (1977) dice que
“No es el estudio del sujeto sino el del observador el que nos proporciona acceso a la esencia de la situa-
ción observacional”. La contratransferencia se convierte así, para él, en el dato de importancia más decisiva.
35. También surgió una fantasía reparadora: yo le daría lo que ella no tenía, y ella a mí me daría lo que
me faltaba. Obviamente esto no se verbalizó jamás, y mientras ocurría no fuimos conscientes de ello,
pero multitud de detalles y gestos tuvieron ese sentido. Por mi parte, me esforcé por darle lo que creí que
necesitaba –conocimiento– y la llené de libros y fotocopias de artículos, mientras ella intentó darme lo
que pensaba que me faltaba: salidas divertidas con posibilidad de encuentros sexuales.

291
Marta Lamas

Hoy sé lo difícil que resulta establecer una relación de confianza, y


tengo muy presente que de pronto aparecen cuestiones que erosionan
lo que parecía ser un sólido compromiso político, e incluso quiebran
una amistad. En el campo del comercio sexual hay una fuerte disputa
política, y la relación entre quienes investigan y quienes son investiga-
das está cruzada por intereses e intervenciones de diverso orden. Así
pues, como todavía hay mucho por investigar, sé que quiero hacerlo de
otra manera. No me queda claro si, cuando Marcus nombró “activista
circunstancial” (1995, p. 95) a quien realizaba un tipo de investigación
que ponía a prueba los límites de la etnografía, estaba ya definiendo lo
que hoy calificamos de activismo académico. Lo que sé es que apenas
ahora me he dado cuenta de que eso es lo que me interesa hacer de aquí
en adelante.

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296
Segunda parte

Política sexual
La bioética: proceso social y cambio de valores*

Público y privado son clasificaciones que en el discurso político se con-


vierten en términos poderosos, pues se usan para tratar de legitimar
o deslegitimar ciertos intereses o puntos de vista (véase Fraser, 1993).
¿Cómo definir qué se considera asunto público o privado, cuando no
existe una frontera natural entre estos dos ámbitos, sino que el límite se
ha ido transformando históricamente? Lo que está en juego en el debate
sobre lo público y lo privado es definir qué decisiones de los ciudadanos
atañen a la sociedad, y cuáles pueden ser de su exclusiva competencia.
Actualmente esta discusión se ha convertido en una batalla, que se libra
principalmente en el terreno de la sexualidad, la reproducción y la fami-
lia, y se conceptualiza como una batalla moral.
Cada día hay más acciones ciudadanas, incluso juicios legales, en de-
fensa de la decisión individual de cada persona con respecto al uso repro-
ductivo y sexual de su cuerpo y al control sobre la duración de su vida. El
derecho al aborto, al suicidio y a la eutanasia, así como el derecho a la li-
bre opción sexual, que asume abiertamente la homosexualidad y reclama
derechos iguales a los de los heterosexuales, son las reivindicaciones que
más cuestionan la complacencia con la que se acostumbraba a invocar la
idea de una única moral “auténtica”. La situación en la que nos encontra-
mos es mucho más compleja de lo que se puede registrar en la posición
de estar a favor o en contra: el meollo del asunto es el reconocimiento de
la libertad de elegir de acuerdo con la propia conciencia.

* Extraído de Lamas, Marta (1993). La bioética: proceso social y cambio de valores. Sociológica. Revista del
Departamento de Sociología (Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco), 8(22).

299
Marta Lamas

Por eso el debate no puede plantearse como una simple división entre
la adhesión a valores religiosos o laicos. Se trata, como señala Soper,

de una disputa entre una postura basada en una teoría moral y


epistemológica la cual sostiene que las diferencias de experiencia
emergen como diferencias significativas y dotadas de una carga
normativa solamente en función del discurso sobre los “derechos”,
la “opresión”, etcétera; y otra postura que sostiene precisamente
que esas diferencias de experiencia (como la del sufrimiento o su
ausencia) son las que dan significado al discurso moral y distin-
guen sus planteamientos del capricho arbitrario o la preferencia
subjetiva (1992, p. 184).

Los valores morales pueden ser defendidos desde cualquiera de las dos
perspectivas

ya sea como productos discursivos que manifiestan las normas au-


tocreadas en las que están inmersas actualmente nuestras socieda-
des; o referidos a formas de explotación y resistencia que reflejan
aspectos más universales de la experiencia y la potencialidad hu-
manas, y que no son dependientes del discurso (1992, p. 184).

Reconocer la variedad de experiencias de vida lleva a cuestionar el fácil


recurso de la universalidad como un conjunto común de planteamientos
morales: una idea única de moral soslaya la existencia de diferentes pos-
turas éticas. Para muchas personas, las leyes vigentes no responden a
sus opciones vitales. Los códigos existentes estereotipan ciertas formas
de vida, violentando así la identidad y subjetividad de muchas personas.
Es incuestionable que el desarrollo tecnológico y científico avanza mu-
cho más rápido que las normas jurídicas. Cuando los avances son tan rá-
pidos, parece difícil establecer un código ético que alcance el suficiente
consenso como para tener valor legislativo. Esto resulta especialmente
complicado para los médicos, quienes tienen que actuar, frente a la cre-
ciente complejidad de su quehacer cotidiano, basándose en su propia

300
La bioética: proceso social y cambio de valores

ética si no existe una legislación específica que contemple la situación


o si no están de acuerdo con una legislación que consideran atrasada.
Hasta hace poco tiempo, los problemas éticos que el ejercicio de la
medicina planteaba eran fácilmente superables con la aplicación del
sentido común y con buena fe (Dexeus y Calderón, 1992). Pero el hori-
zonte de las posibilidades biológicas que los adelantos científicos han
abierto es amplísimo: transplantes de órganos de donantes vivos o
muertos, prolongación terapéutica o suspensión definitiva de la vida de
enfermos en coma irreversible, diversas maneras de reproducción asis-
tida y de interrupción y manipulación de embarazos, y múltiples formas
de ingeniería genética. Todas estas cuestiones son consideradas actual-
mente como pertenecientes al campo de la bioética.
El término de bioética, propuesto en 1971 por el científico estadou-
nidense Van R. Potter, parece referirse a la ética de la vida, pero si par-
timos de que cualquier ética conlleva una visión del mundo (de la vida)
y una conceptualización del ser humano (que también es vida), lo que
se perfila con fuerza bajo el prefijo bio es la biología. En ese sentido, la
bioética es básicamente una ética de la investigación biológica. Según
Mancina, los tres grupos de problemas que discute la bioética son:

1. Temas relativos a la ética biomédica, en los que se analizan pro-


blemas como la relación médico-paciente, el diagnóstico prenatal,
el trato hacia los minusválidos, el aborto, la eutanasia, etc. En gene-
ral, se busca formular una ética médica capaz de dar respuesta a las
exigencias derivadas de las nuevas actitudes hacia la salud, la vida
y la muerte.
2. Temas relativos al trato con otros seres vivos y el ambiente, en los
que se toman en consideración los derechos de los animales, de los
vegetales y del medio para determinar la posibilidad de una rela-
ción armónica entre el ser humano y la naturaleza.
3. Temas relativos a la ingeniería genética, en los que se consideran los
problemas que derivan de la posibilidad de intervenir genéticamente
sobre los animales y el ser humano. En general, se busca entender cuáles
deben ser los límites de la intervención humana en la materia, tomando
en consideración los derechos de las generaciones futuras (1987).

301
Marta Lamas

Cada uno de estos apartados genera una serie de cuestionamientos que


dependen, inclusive en su formulación, de los sujetos sociales que los
realizan: desde los científicos que se dedican a hacer investigaciones y
experimentos hasta cualquier ciudadano que se preocupe por el futuro
de la humanidad. Justamente ha sido la proliferación de experimentos e
innovaciones la que ha hecho necesario un replanteamiento de los lími-
tes que no se deben rebasar.
La pregunta sobre el concepto de “vida”, la cual solo parece formu-
lable de manera unívoca desde una perspectiva religiosa “que lo define
como un valor en sí que hay que perseguir siempre por su inescrutable
sacralidad” (Vegetti, 1989), ha desempeñado un papel muy importante
en esta elaboración de una ética nueva en relación con la investiga-
ción biológica. La oposición de la Iglesia católica a todo lo relativo a
la intervención humana en los procesos de vida parte de un principio
básico: “la mujer y el hombre no dan la vida sino que son depositarios
de la voluntad divina”. De la formulación según la cual los seres hu-
manos no dan la vida, y por lo tanto no pueden quitarla, se despren-
de la oposición católica al suicidio, el aborto y la eutanasia. Además,
esta perspectiva considera que desde el momento de la fecundación
el ser humano en formación tiene plena autonomía de la madre, cuyo
cuerpo es “mero instrumento divino” y también que desde el mismo
momento de la fecundación, el ser humano en formación es absoluta-
mente equiparable al ser humano nacido, puesto que desde ese primer
momento tiene “alma”.
Es evidente que desde una perspectiva que reconoce los límites y las
potencialidades de las diferentes etapas del proceso biológico se formu-
lan otros razonamientos éticos sobre la vida. Por ejemplo, al aceptar la
actividad cerebral como el indicador por excelencia de la aparición de
la conciencia, se establece una valoración sobre la mera vida vegetativa.
Esto ha operado en las decisiones relativas a los trasplantes de órganos
y a sonados casos en que familiares han solicitado la eutanasia de un
paciente con inactividad cerebral.1

1. Un caso muy sonado fue el de Nancy Cruzan, cuyos padres tuvieron que dar una batalla legal para que se
le permitiera morir en un hospital de Missouri, donde ya llevaba siete años en estado totalmente vegetativo.

302
La bioética: proceso social y cambio de valores

La bioética obliga a aceptar que hay dos lados del problema, el de la


vida y el de la muerte, que están conectados y que reformular uno impli-
ca modificar el otro. Desde una perspectiva de la ciencia de la naturaleza,

veremos que la vida está trenzada con la muerte y que los procesos
de evolución, selección y equilibrio ecológico conllevan la supresión
junto con la afirmación de la vida. El mismo proceso reproductivo
prevé la pérdida de material genético (óvulos y espermatozoides en
exceso) y de embriones malformados. Cualquier técnica que pre-
tenda sustituir o modificar los procesos naturales se enfrentará en
algún momento a la problemática de la muerte (Vegetti, 1989).

En el debate alrededor de la bioética confluyen disciplinas diversas: filo-


sofía, medicina, teología, derecho, economía, psicología y diversas cien-
cias sociales. Esto es así porque la reflexión sobre los temas planteados
por la bioética tienen relación no solo con la libertad de la ciencia, sino
–sobre todo– con el problema de la conciencia, tanto la del feto o la del
paciente, como la del científico y la del ciudadano. La bioética expresa el
dilema moderno entre la libertad individual y la responsabilidad social.
Así como la autodeterminación y el derecho a disponer de nuestro cuer-
po son principios de relevancia ética, también el trabajo de un biólogo
sobre un embrión o la intervención de un médico en una esterilidad son
cuestiones éticas que nos atañen.
En un debate sobre fertilización in vitro, dos investigadores españo-
les, Dexeus y Calderón, exponen su punto de vista como científicos y se-
ñalan que hablar de bioética no podría conducir a establecer un manual
de reglas o prohibiciones.

La bioética no es un repertorio de censura, sino la manifestación


del empeño en dar sentido a la propia libertad del paciente. Es la
preocupación constante por hacer el bien, de orientar la acción y no
desentenderse de ella. En síntesis, es el mantenimiento equilibrado
entre libertad y responsabilidad (1992).

303
Marta Lamas

Tal conceptualización de bioética centra el problema en la idea de que


las personas deben responsabilizarse de sus acciones. Pero esto lleva
a reconocer el conflicto que enfrentan muchas personas por el rezago
entre los códigos legales existentes frente a las nuevas pautas éticas.
Esta brecha establece un margen de ilegalidad para los ciudadanos res-
ponsables que comparten la perspectiva científica que privilegia la vida
consciente sobre la vegetativa. El conflicto se empieza a resolver en las
sociedades más desarrolladas cultural y políticamente, como Holanda,
mediante el reconocimiento del gobierno al derecho de cada ciudadano
a disponer de su vida. Curiosamente, en algunas de las sociedades con-
sideradas “tradicionales” también existe el derecho sobre la propia vida
e, incluso, sobre la de los recién nacidos.2
Es interesante contrastar la vivencia y el manejo del código ético en
diferentes sociedades. En las sociedades llamadas tradicionales todas
las personas se conocen entre sí y obedecen las reglas de la interacción
social sin tener que hacer elecciones morales por sí mismas. El código
ético funciona como una autoridad moral heredada, que reglamenta
rígidamente las obligaciones de las personas que conforman al grupo,
definido por el parentesco, la etnogenia o la geografía. Se trata de un
código deontológico que establece los deberes éticos con claridad. En
cambio, las llamadas sociedades modernas no tienen un código moral
único, entendido como el conjunto de normas que definen las obliga-
ciones éticas entre las personas, sino varios que coexisten. En la medida
en que las sociedades se van “modernizando”, tanto la amplitud como la
especificidad de las obligaciones morales cambian.3 La complejidad de
las nuevas formas de organización social crea círculos más amplios de

2. Quedan ya pocas sociedades que puedan ser consideradas tradicionales en el sentido de que un solo
código moral tiene vigencia en todo el ámbito de la sociedad. A estas sociedades también se las llama
“primitivas” o arcaicas. Lo que está cada vez más generalizado es la coexistencia de sectores tradicionales
con sectores modernos dentro de una misma sociedad. En las grandes civilizaciones, como la hindú, la
china, la islámica y muy especialmente la occidental, la complejidad cultural es tan grande que conviven
personas con creencias diversas y contradictorias.
3. Soy consciente de la carga ideológica que tienen términos como “moderno” o “modernizar”. En aras de
la brevedad estoy dándole los significados más sencillos, o sea, los de sociedades o procesos que conllevan
a la secularización y a una práctica política más abierta y participativa, democrática.

304
La bioética: proceso social y cambio de valores

obligaciones que rebasan las familiares y locales: los ciudadanos de las


democracias modernas tienen obligaciones para con extraños.
Wolfe (1989) define al ser moderno como aquel que afronta las con-
secuencias de decisiones tomadas por desconocidos al tiempo que toma
decisiones que afectarán las vidas de personas que nunca conocerá.
Asuntos como la posibilidad de una guerra nuclear, la destrucción eco-
lógica, la ingeniería genética y los límites al crecimiento económico y
demográfico son algunos de los dilemas sin precedentes que los ciuda-
danos modernos enfrentan, y que no pueden ser resueltos a partir de las
reglas inscritas en la tradición. Estos ciudadanos modernos se convier-
ten en agentes morales ellos mismos y tienden a actuar con un código
que no se establece como un conjunto de deberes fijos, sino en función
del fin que se pretende lograr: un código teleológico.
Todos los códigos éticos de los diferentes grupos humanos pueden
clasificarse en estos dos grandes apartados: los de orientación deonto-
lógica y los de orientación teleológica.4 La deontología ha sido llama-
da la ética del deber, y, desde su perspectiva lo que define el compor-
tamiento ético es el cumplimiento o incumplimiento de la regla. Por
contraste, las éticas de corte teleológico identifican las aspiraciones de
las personas y los objetivos hacia los cuales debería tender la conducta
humana, pero si esos objetivos no se cumplen, no se considera que las
personas hayan actuado de manera poco ética. Los códigos éticos de
orientación deontológica tienden a subrayar la línea divisoria entre lo
bueno y lo malo, mientras que los códigos éticos teleológicos aceptan
gradaciones de lo malo a lo bueno, de lo infame a lo virtuoso, de lo per-
misible a lo inaceptable.
Dicho en otras palabras, los códigos deontológicos se preocupan por
determinar el cumplimiento de la regla, mientras que los códigos teleo-
lógicos se preocupan por determinar el grado de bondad o maldad de las
acciones. Parecería que estas preocupaciones son equivalentes, que lo
correcto es lo bueno y lo equivocado es lo malo. Sin embargo, no siempre
es así. Lo correcto o incorrecto de las acciones a veces coincide y en otras
entra en conflicto con la cantidad de bien o mal que pueden producir.

4. Esto está claramente desarrollado por Lake (1986).

305
Marta Lamas

Para los deontologistas, las acciones son intrínsecamente buenas o


malas por naturaleza y ni las consecuencias ni las circunstancias ni las
intenciones cuentan o pesan sobre la moralidad de las acciones. Varias
doctrinas filosóficas y religiosas deontológicas son fundamentalistas, y
plantean que hay verdades y valores morales que existen independien-
temente de las personas. Esto lleva a la creencia en absolutos morales,
y, como los absolutos no requieren interpretación, el fundamentalisno
demanda obediencia absoluta.
En cambio, la perspectiva teleológica abarca una serie de filosofías y
doctrinas éticas bajo los nombres de “ética de las situaciones”, “existencia-
lismo” y “relativismo ético”. Esta orientación plantea que no hay acciones
buenas o malas a priori, que lo bueno y lo malo pueden variar de acuerdo
con la situación o la interpretación cultural en que se den y que el valor
moral de una acción tiene que ver con la elección humana en situaciones
concretas. La moral, por lo tanto, no consiste en un conjunto de reglas ina-
movibles, sino en ciertos principios que coinciden con los lineamientos
del humanismo; pero la responsabilidad humana consiste en escuchar las
demandas inmediatas del momento. De ahí que se reconozcan las excep-
ciones, los matices. Algunas de las éticas teleológicas, como el situacionis-
mo, subrayan el papel constitutivo de la elección humana en las determi-
naciones éticas y rechaza el legalismo de las posturas deontológicas.
Esta división entre códigos deontológicos y teleológicos suele coin-
cidir con la división que también se da entre las perspectivas religiosas
institucionales, por un lado, y las perspectivas religiosas no institucio-
nales y laicas, por el otro. En ese sentido, cada vez se deja sentir más
la influencia de la modernidad (y, para algunos, de la posmodernidad).
Aunque muchísimas personas se asumen como creyentes y viven su fe y
sus experiencias religiosas, es evidente que la religión ha dejado de ser la
fuente de autoridad moral que una vez fue: los códigos morales basados
en los dictados de Dios ya no guían las conductas del mundo moderno.
Además, ni siquiera dentro de una misma religión hay acuerdo total so-
bre cuestiones morales. Esto se ha hecho evidente en las divisiones entre
judíos ortodoxos y no-ortodoxos; en la gran variedad de posturas de la
teología protestante, que ha generado una proliferación de iglesias que
aceptan prácticas como la homosexualidad, el sacerdocio femenino, etc.;

306
La bioética: proceso social y cambio de valores

y en el número cada vez mayor de personas creyentes que no acatan los


preceptos y prohibiciones de la religión católica, así como por el surgi-
miento de grupos de católicos organizados que discrepan de la postu-
ra del Vaticano y que analizan cómo han cambiado históricamente las
ideas morales de la iglesia católica.5
Además de las divergencias dentro de las religiones, desde hace por lo
menos dos siglos la cultura occidental se ha ido secularizando lo que ha
afectado tanto al orden social como a las creencias y valores.6 Los seres
humanos entendemos la autoridad moral según nuestra vivencia tem-
poral y cultural. La paulatina, pero sostenida, secularización ha permiti-
do asumir que el poder no proviene de Dios sino de los propios ciudada-
nos.7 Aunque cada época histórica revela una conexión entre el poder y la
autoridad que la conforman, en nuestro país coexisten personas que hoy
habitan un tiempo tribal, otras, uno mesiánico y unas más, un tiempo
moderno. Esta multidimensionalidad temporal y cultural, con sus co-
rrespondientes códigos morales, lleva a una pluralidad de percepciones
y concepciones éticas. No es este el espacio para analizar cómo pueden
ser explicados y justificados los valores que respaldamos. Lo que intere-
sa señalar es que, aunque los valores manifiestan aspectos universales
de la experiencia y la potencialidad humanas, también son productos
humanos y reflejan las normas que las personas creamos para convivir.
La sensibilidad moral de las personas se está transformado. Pero las
dificultades que viven los ciudadanos de sociedades en transición hacia
la modernidad (como nosotros) suelen generar una reivindicación del
pasado: antes las cosas sí estaban claras y se sabía qué era lo bueno y
qué lo malo. La declinación de las nociones tradicionales de obligación
moral propicia mucha incertidumbre: antes había un código, hoy se con-
frontan varios. Pero la nostalgia del pasado no nos ayuda a resolver los
dilemas del presente. No hay posibilidad de regresar a los esquemas de
la moral tradicional. Esos códigos dejaron de tener vigencia justamente

5. Entre estos destaca el grupo Catholics for a Free Choice, fundado hace veinte años y que cuenta con
filiales en América Latina y Europa.
6. Ver Marramao (1989).
7. Véase Giner en Marramao (1989).

307
Marta Lamas

porque constriñen el potencial de desarrollo de las personas. No es que la


modernidad socave la moralidad; más bien, la modernidad transforma
el código moral en un intento de introducir elementos de racionalidad.8
El espíritu racionalista que anima a la ciencia en su búsqueda de la
verdad nos lleva a no aceptar un destino impuesto por una voluntad so-
brehumana y a rechazar que haya que aguantar lo que nos toca en la vida
sin intentar cambiarlo o alterarlo.9 En la medida en que los adelantos
científicos y técnicos han ofrecido nueva información y han abierto las
posibilidades de los seres humanos de ejercer su autonomía los valores
laicos han cobrado vigencia. Un ejemplo ilustrativo de preeminencia de
un valor laico en nuestro país es el uso de los anticonceptivos: aunque
la moral religiosa católica, todavía hoy, a finales del siglo XX, considera
pecado el uso de métodos anticonceptivos y los prohíbe todos, menos el
método natural del ritmo y la abstinencia, ni el gobierno ni la mayoría de
la sociedad mexicana comparten esa opinión.
Cuando existen esquemas mentales tan diferentes como el deontoló-
gico y el teleológico, no hay manera de ponerse de acuerdo sobre cuáles
son los principios fundamentales de la ética. Ni siquiera la filosofía ra-
cionalista, que ha desarrollado un esfuerzo sostenido para encontrar es-
tándares universales de justicia con base en la razón, ha logrado estable-
cer un marco adecuado de ideas sobre el comportamiento moral. No hay
un solo criterio universal de ética o de justicia; a lo más, los principios
éticos actuales se formulan como derechos humanos. De estos, tres son
fundamentales: el derecho a la vida, el derecho a la igualdad y el derecho
a la libertad (Camps, 1992). El primero es el que causa más controversia,
pues para muchas personas la vida, en abstracto, no tiene sentido y para
muchas otras la vida es un don divino. Precisamente en concepciones
distintas sobre la vida es donde se libra el debate bioético más candente,
confrontándose la postura de la fe con la perspectiva de la ciencia. En
los otros dos, igualdad y libertad, hay discrepancias menores, pues se
refieren a la justicia social: el acceso igualitario a las condiciones básicas
que hacen posible la libertad de elegir.

8. Véase Olivé (1988).


9. Para una revisión histórica, véase Francisco Miró Quesada (1991).

308
La bioética: proceso social y cambio de valores

Es muy complicado tomar decisiones éticas en cuestiones relativas


a la vida cuando se tienen perspectivas opuestas. Entender en qué radi-
ca la confrontación puede ayudar a deslindar el criterio religioso de los
procesos jurídicos tendientes a establecer las nuevas normas de convi-
vencia moral. Así ha ocurrido en otros países, donde los cambios en las
legislaciones se han hecho a partir del reconocimiento de que las leyes
no pueden basarse en creencias religiosas. A lo largo de la historia, los
seres humanos hemos aspirado a lograr un orden en nuestras relacio-
nes. Las leyes y los valores que rigen la convivencia son la concreción de
esa aspiración, pero, en la medida en que la vida cambia y las leyes no lo
reflejan, el orden social entra en conflicto. Aceptar los procesos sociales,
los cambios en las conductas de las personas, lleva a una redefinición
de lo público y lo privado, y de las leyes y los valores que regulan la vida.
Varias sociedades democráticas modernas han despenalizado ciertas
prácticas que implican una decisión de la persona en relación con el uso
reproductivo y sexual de su cuerpo y el control sobre la duración de su
vida o sobre la calidad de vida que le parece aceptable. Los procesos que
han llevado a ello han significado una serie de confrontaciones inevi-
tables. Sin embargo, la acción responsable y sostenida de una minoría
activa–en el sentido que le da S. Moscovici (1981)– ha logrado introducir
nuevas valoraciones en el complejo problema del derecho a la vida, plan-
teando por cierto, el derecho a la muerte.
El avance tecnológico ha generado una serie de actitudes paradójicas,
entre ellas, la utilización de cualquier medio para evitar que las personas
mueran de muerte natural, aún al precio de sufrimientos atroces. Pero
el verdadero aporte de la ciencia es estar al servicio de la humanidad sin
negar el sentido humano –perecedero– de la vida biológica, sino infor-
mando y acompañando al paciente en la toma de su decisión. La apuesta
liberadora de la bioética es reivindicar la libertad de elección del sujeto
y respetar su voluntad. Para ello se requiere aceptar la existencia de la
pluralidad, de la diferencia, como fundamento de la condición humana.
Desde dicha perspectiva podemos ver que no existen hechos buenos o
malos en sí, sino que cualquier hecho es moral o inmoral según la re-
lación de coherencia que una persona ha establecido consigo misma y
con los demás, o sea, según la valoración ético-cultural del hecho. Así,

309
Marta Lamas

podremos entender las distintas maneras de valorar los trasplantes de


órganos, las técnicas de reproducción artificial, la eutanasia o al abor-
to, dependiendo de los valores desde los que se tome esa decisión. Lo
inmoral, lo poco ético, es la violación de ese pacto de la persona con su
conciencia y no una supuesta objetividad de los sucesos.
Lo conflictivo del mundo actual se expresa también en los enfrenta-
mientos por diferencias de valoraciones éticas. El derrumbe de la expe-
riencia socialista en los países del Este, la globalización de los mercados
y el aumento del fundamentalismo en ciertas naciones anuncian un fu-
turo muy complejo. Ya Marramao habla del “desafío de una ‘edad global’
marcada por la irrupción de diferencias ético-culturales irreductibles” y
expresa preocupación por el desnivel cultural “producido por el conflic-
to entre los valores y su traducción existencial” (1993) . No va a ser fácil
asumir los dilemas que la razón, la democracia y la libertad nos plantean
en un mundo con grandes sectores de población marginada, hambrien-
ta o arraigada en esquemas religiosos fundamentalistas.
Al mismo tiempo, ya no se pueden hacer análisis rigurosos de los
comportamientos individuales y sociales abstrayéndolos de la realidad
corpórea de los sujetos de esos comportamientos. Las personas veni-
mos al mundo en cuerpo de hombre o en cuerpo de mujer y esa dife-
rencia tiene consecuencias distintas, sobre todo en la reproducción.
Enfrentar la desigual valoración que la sociedad ha construido ante la
diferencia sexual conduce, dentro de la bioética, al espinoso problema
del aborto.
Este aparece por el momento como el tema más controvertido y
difícil de resolver porque, según Macklin (2004), la discusión no se li-
mita solo a especialistas, sino que ha involucrado a la sociedad en su
conjunto. Además, los puntos de vista que se expresan tienen que ver
con valores y con posturas ideológicas, y no con posiciones racionales
o científicas. La controversia se debe a que la cuestión por definir –la
interrupción de la vida de una persona o del proceso mediante el cual
se llega a ser persona– se puede formular desde varias posiciones: cien-
tífica, religiosa, jurídica, etc. En el discurso bioético (Macklin, 2004) se
pueden distinguir tres posturas en torno de la importancia del concep-
to persona para resolver los dilemas morales sobre el aborto:

310
La bioética: proceso social y cambio de valores

1. La que sostiene que llegar a un acuerdo sobre el tema del aborto


depende de que se llegue a un acuerdo sobre si el embrión-feto es
persona y, en ese caso, sobre el momento en que empieza su desa-
rrollo como persona.
2. La que sostiene que el aborto puede justificarse moralmente aun-
que se reconozca que el embrión-feto es persona desde el momento
de la concepción.
3. La que sostiene que es imposible tener un conjunto de condicio-
nes necesarias y suficientes para definir el “ser persona” y que con-
cluye que este punto debe ser considerado totalmente irrelevante
para la resolución de la controversia sobre aborto.

El amplio rango de criterios existentes para definir quién o en qué mo-


mento se es persona ha demostrado la imposibilidad de utilizar esta defi-
nición para resolver la controversia. Si distintas perspectivas religiosas y
éticas aceptan o prohíben el aborto es justamente porque existen valora-
ciones distintas de la vida. Esta pluralidad de posturas ha ido conforman-
do ciertas tendencias jurídicas, con un rechazo cada vez mayor a “un ius-
naturalismo inmutable con eventuales conexiones metafísicas” (Mateo,
1987, p. 171). Por ello es imposible establecer un código bioético definitivo.
Frente a esta imposibilidad de encontrar un código de valores de
aceptación general para el ámbito relacionado con las ciencias de la
vida se vislumbran una serie de soluciones intermedias, entre las que
se encuentra el establecimiento de un bioderecho, o sea, una norma-
tividad jurídica que configure el “ámbito lícito de la bioactividad”.
También aquí hay criterios lo suficientemente amplios como para que
quepan varias posturas. Dentro del campo del Derecho internacional,
la normativa que directamente afecta al bioderecho, al influir en sus
formulaciones nacionales, es la que se refiere a los derechos humanos,
y más concretamente al derecho a la vida. Pero justamente la discre-
pancia valorativa sobre la vida es lo que dificulta el establecimiento de
una norma.10 No hay un significado unívoco de vida. Preguntarse qué

10. En un verdadero tour de force, el filósofo Ronald Dworkin (1993) ha escrito un libro centrándose justa-
mente en la cuestión de la valoración de la vida.

311
Marta Lamas

tipo de vida, para qué la vida, y otras interrogantes similares conducen


al problema de la calidad de vida. ¿Qué se valora más, la vida vegetativa
o la vida cerebral?
Parece que estamos atrapados en un círculo vicioso, pero la situación
es, desde una perspectiva mundial, más alentadora. Las acciones de los
ciudadanos han ido ampliando y transformando los márgenes de lo que
se consideraba aceptable o moral. Actualmente, en países que congre-
gan 72 por ciento de la población del mundo está permitido el aborto por
voluntad de la mujer, por factores sociales y económicos y por motivos
médicos amplios (aquí se encuentran las democracias más avanzadas
del mundo, además de algunos países de lo que se llamó el bloque socia-
lista); 18 por ciento de las mujeres del mundo viven en países que permi-
ten el aborto para salvar la vida de la madre (en este grupo están la mayo-
ría de los países islámicos, casi dos tercios de los de América Latina, una
mayoría de países africanos y entre los europeos solo Irlanda); y solo 10
por ciento en naciones que prohíben totalmente el aborto: el Vaticano,
Burkina Faso, República Centro Africana, Filipinas, Indonesia, Irán,
Mali, Malta, Mauritania, Mongolia, Níger, Pakistán, Ruanda, Somalia,
Taiwan y Zaire.11 Que una conducta como la interrupción del embarazo
se repita millones de veces en todos los países del mundo, y que la mayo-
ría de la población la acepte, significa, no solo que varían los esquemas
morales en los diferentes grupos humanos, sino que la tendencia mun-
dial es hacia la despenalización.12

11. Estos datos son de Ibáñez y García Velasco (1992). Para una revisión del estado de las leyes sobre
aborto, véase Cook (1991).
12. Esta tendencia es el resultado del reconocimiento de las graves consecuencias sanitarias y de justicia
que implica considerar el aborto un delito. Se ha comprobado que ningún programa de partido políti-
co, ninguna decisión parlamentaria, ninguna consigna gubernamental tiene como objetivo someter a
persecución y tratamiento criminal, ante los tribunales de justicia, a las mujeres que interrumpen sus
embarazos, pues son millones las mujeres que todos los días, en todos los países del mundo, recurren
a esta medida. No existen denuncias por parte de otros ciudadanos ni hay ninguna intención de que se
cumpla la ley. Pero es justamente la existencia de esa penalización legal lo que genera graves problemas
de justicia social y salud pública: las mujeres con recursos económicos se hacen abortos ilegales en las
mejores condiciones, mientras que las demás –que son la mayoría en nuestro país– engrosan las cifras
de mortalidad y morbilidad materna, generando altos costos de atención en los hospitales públicos. Si el
desuso fuera causa de derogación de las leyes, en México el régimen legal actual penalizador del aborto
sería obsoleto. Si se quisiera cumplir con la ley, no alcanzarían las cárceles para encerrar a más de un
millón de mujeres que abortan cada año en nuestro país.

312
La bioética: proceso social y cambio de valores

Esta transformación legal se ha resuelto de diversas maneras. Una


ha sido mediante el recurso a definir el aborto como un derecho a la
privacidad, o sea, un derecho a que el Estado no se entremeta en la vida
privada. Esta perspectiva ha sido muy cuestionada por el feminismo,
justamente porque está fundada sobre la distinción artificial de las es-
feras pública y privada. Mientras sea un asunto privado, la mujer po-
drá ejercer el derecho de abortar si tiene recursos suficientes. En cam-
bio, definir quién debe tomar la decisión sobre el aborto –¿la mujer, el
Estado, la Iglesia, el médico?– conduce a la prohibición o al estableci-
miento de un derecho: la mujer que desea interrumpir un embarazo
podrá acudir a un hospital público.
En México estos debates todavía están en pañales. Aunque la lucha
feminista por la legalización del aborto se inició en los años veinte, y
tuvo fuerza durante los treinta, no ha logrado desarrollar una perspec-
tiva que rebase la oposición entre derechos de la mujer versus derechos
del feto.13 No ha habido, tampoco, una discusión filosófica que encua-
dre el problema dentro del marco de la libertad, ni tampoco ha habido
juicios o procesos jurídicos que lleven a nuevas formulaciones en juris-
prudencia. El debate político ha sido coyuntural, y ha mantenido una
polarización entre los voceros de la Iglesia católica y las feministas.14
Tampoco se ha dado en medios políticos e intelectuales una discusión
seria y sostenida sobre lo público y lo privado. En junio de 1991, ante el
inminente establecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano,
un grupo de intelectuales se manifestó públicamente proponiendo un
“Acuerdo de mutua tolerancia”.15 Dirigido al presidente de la República,
al Congreso de la Unión, a la Suprema Corte de Justicia y a la opinión

13. Ver Cano (1990).


14. El debate que se dio en la prensa mexicana en relación con el aborto entre 1976 y 1989 fue estudiado
por M.L. Tarrés con G. Hita y A. Lozano (1991). Para realizar el análisis de prensa las investigadoras selec-
cionaron cuatro coyunturas, que tuvieron gran cobertura periodística:
En 1976, con Echeverría, el grupo interdisciplinario para el estudio del aborto en México de Conapo (GIA).
En 1980, con López Portillo, el proyecto de ley Maternidad Voluntaria.
En 1983, con De la Madrid, la propuesta de reforma al Código Penal por la PGR, PJDF e INACIPE.
En 1989, con Salinas de Gortari, los sucesos de Tlaxcoaque.
15. El miércoles 26 de junio de 1991 apareció en La Jornada publicado como desplegado de una página, con
Luis González de Alba como responsable de su publicación.

313
Marta Lamas

pública, el texto del desplegado sometía a la consideración ciudadana


un punto de vista sobre “algunos problemas centrales para la vida pú-
blica de México, relacionados particularmente con la moral, y en torno
a los cuales el Vaticano y la Iglesia católica mantienen posiciones estre-
chas, incluso irreductibles”. Cinco puntos tenía el acuerdo: 1) respeto a
todas las religiones y creencias; 2) planeación demográfica; 3) censura;
4) moral pública; y 5) legislación. Esta propuesta fue, hasta donde sé, de
las pocas manifestaciones críticas que aludieron al conflicto de la moral
y la vida pública.
La discusión sobre los límites y alcances de la bioética tiene poca
tradición en nuestro país. La Organización Panamericana de la Salud
(OPS, 1990) publicó el libro Bioética: temas y perspectivas, que según la
Oficina Sanitaria Panamericana es el primer volumen “del sistema
internacional de salud en abordar la teoría y la práctica de la bioéti-
ca” y que “constituye también el primer análisis de este campo en
América Latina”.16 Allí aparece un capítulo titulado “Panorama bioéti-
co en México”, a cargo de los doctores José Kuthy Porter y Gabriel de
la Escosura, cuyas adscripciones institucionales son respectivamente
la Dirección de la Escuela de Medicina de la Universidad Anáhuac y la
Unidad de Neumología del Hospital General de México. El artículo tie-
ne apreciaciones muy discutibles, como que los principios de ética en
la práctica de la medicina clínica en general “han sido sustancialmente
respetados en virtud de los principios cristianos de la formación fami-
liar y social que impera en México”; aunque los autores tratan de equi-
librar las citas de Juan Pablo II o de documentos como la Instrucción
sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la crea-
ción, del cardenal Ratzinger (1987), con información institucional de
la Secretaría de Salud, en especial la referida a la Ley General de Salud,
es evidente que se trata de una posición conservadora.17 En ese artí-
culo se informa que “un grupo formado por médicos, humanistas, so-
ciólogos, filósofos e investigadores ha fundado la Academia Mexicana
de Bioética”.

16. Publicación científica núm. 527 de la OPS, oficina regional de la Organización Mundial de la Salud.
17. Publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe (1987).

314
La bioética: proceso social y cambio de valores

En cambio, el artículo “Sobre el consentimiento informado” de


Juan Ramón de la Fuente, director de la Facultad de Medicina de la
Universidad Nacional Autónoma de México y María de Carmen Lara,
del Instituto Mexicano de Pediatría, también publicado en ese volumen,
es de otro tenor. Estos autores abordan la controversia sobre el concepto
de autonomía, y tocan las cuestiones de la información y el consenti-
miento. De la Fuente y Lara se concretan a analizar las limitaciones y
condiciones para que los pacientes puedan participar en la toma de de-
cisiones médicas que les conciernen, señalando que esto depende, fun-
damentalmente, del encuadre ético del que se parta.
No he encontrado más publicaciones con referencias mexicanas so-
bre el tema. Los artículos periodísticos de Arnoldo Kraus en La Jornada
son una contribución importante, pues tratan temas relativos a la bioé-
tica desde una perspectiva médica progresista y ofrecen información
concreta a los lectores.18
Sin embargo, en nuestro país hay un evidente rezago, tanto en el de-
bate como en la legislación. Esta situación nos pone en desventaja, ya
que mientras en otras partes se establecen nuevos criterios bioéticos a
partir de procesos de escrutinio y discusión, aquí los heredamos sin ma-
yor trámite. De ahí que algunas iniciativas, como el Primer Congreso
Nacional sobre Bioética, que se llevó a cabo del 24 al 26 de marzo de este
año, se reduzcan a una convocatoria ideológica y no al acto académico
o científico que debería ser. Realizado en la Universidad Anáhuac, este
congreso reunió a diversos grupos “defensores de la vida” reduciendo
la utilización de la bioética a un paraguas ideológico de la postura an-
ti-aborto. Estos grupos ya están organizando un segundo encuentro
para finales de ese año en Guadalajara.

18. Por ejemplo, en “Muerte cerebral: dilemas y más dilemas” (La Jornada, 26 de mayo de 1993), después
de señalar que hay varios criterios para establecer la muerte cerebral, Kraus da a conocer los Criterios de
Harvard, que implica siete requisitos: coma que no responde a la terapéutica habitual; apnea (ausencia de
respiración); ausencia de reflejos encefálicos (los reflejos encefálicos son aquellos que requieren que las
estructuras del tallo cerebral estén íntegras; el reflejo puliar y los movimientos extraoculares son los que
explora el clínico); ausencia de reflejos espinales (noción que se presta a controversia, pues las estruc-
turas de la médula espinal pueden mantener su función a pesar de la muerte cerebral); electroencefalo-
grama isoeléctrico (el electroencefalograma normal muestra diferentes picos de actividad eléctrica que
traducen la actividad del sistema nervioso central); persistencia de las mismas condiciones por lo menos
por 24 horas y que no exista evidencia de intoxicación por drogas o hipotermia.

315
Marta Lamas

Por otra parte, en el Instituto Nacional de Pediatría de la secretaría


de Salud se realizó a principios de año el Congreso Internacional de
Bioética en Pediatría. El Dr. Guillermo Soberón Acevedo, presidente de
la Fundación Mexicana para la Salud, exsecretario de Salud y ex-rector
de la UNAM, participó con una ponencia titulada “Nuevos frentes del
humanismo en la práctica médica”, donde, además de indicar que los
abortos son la cuarta causa de muerte en los hospitales del país, señala
la urgencia de anticiparse a los problemas que plantea la bioética y esta-
blecer reglas claras.
Pero al margen de las todavía aisladas discusiones sobre bioética,
nuestra sociedad está cambiando. Una encuesta nacional de Gallup so-
bre aborto permitió valorar que el 88 por ciento de la población cree que
la decisión de abortar corresponde a la mujer o la pareja.19 Tal resulta-
do, con todas las limitaciones que pueda tener un sondeo de este tipo,
ofrece un indicador sobre el cambio de actitudes en nuestro país. Es
imprescindible que nuestros legisladores conozcan esta realidad. Sólo
así se podrán ir perfilando nuevas reglas de convivencia y nuevas obli-
gaciones morales. Este reconocimiento llevaría a estructurar nuevas
obligaciones éticas, que tomen en consideración los derechos huma-
nos básicos y que impliquen cambios más acordes con una aspiración
común: la reducción del sufrimiento humano. De eso trata también el
debate bioético.

19. Los resultados de la primera encuesta nacional GALLUP/GIRE fueron publicados en la revista Nexos,
núm. 176, agosto de 1992; la segunda encuesta nacional GALLUP/GIRE fue dada a conocer en conferen-
cia de prensa el 26 de mayo de 1993, pero aún no salen publicados los resultados. La encuesta consta de
preguntas cerradas con opción múltiple de respuestas, y preguntas abiertas, con las que completó la
información. Las preguntas se relacionaban con los aspectos legales del aborto, la toma de decisiones y
las situaciones en las cuales se consideraría la opción de un aborto. Personal entrenado de GALLUP llevó
a cabo las entrevistas, realizadas simultáneamente en distintas ciudades, mediante visitas domiciliarias.
La muestra fue de 2.595 personas de localidades urbanas de más de 50.000 habitantes. La muestra se
tomó en 36 localidades distribuidas al azar en estratos regionales. La investigación incluyó personas de
ambos sexos (50,7 por ciento de hombres y 49,2 por ciento de mujeres) agrupados por grupos de edades,
nivel socioeconómico, seis zonas geográficas, tres ciudades principales y con o sin hijos. Se incluyeron
todos los estados de la República, divididos en seis zonas de acuerdo con su localización geográfica y se
mostraron por separado los datos correspondientes a las tres ciudades principales del país: D.F., Guada-
lajara y Monterrey.

316
La bioética: proceso social y cambio de valores

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318
Nuevos horizontes de la interrupción legal
del embarazo*

Este ensayo trata sobre ciertas tendencias generales presentes en el


contexto mundial de la discusión ético-política sobre la interrupción del
embarazo. Su objetivo es dar a conocer, a grandes rasgos, algunos aspec-
tos novedosos de un debate que ha ido evolucionando con la introduc-
ción de nuevos elementos. En estas páginas se abordan unos cuantos
ejemplos de países desarrollados y se trata el caso de las recientes refor-
mas en la ciudad de México. Pero más que un “estado de arte” del debate
jurídico o de los argumentos éticos, este trabajo presenta un conjunto de
hechos significativos que permiten hacerse una idea general de la bata-
lla ideológico-política en torno al aborto.
El proceso de despenalización, que se había venido dando a partir de
la mitad del siglo XX en el mundo, encontró una fuerte resistencia de
la Iglesia católica. La oposición del Vaticano a todo aquello que supone
una intervención en los procesos de la vida nace del dogma religioso de
que la mujer y el hombre no dan la vida, sino que son depositarios de
la voluntad divina. De ahí que la religión católica considere que, desde
la fecundación, el ser humano en formación tiene plena autonomía de
la mujer, cuyo cuerpo es un “mero instrumento divino”; y por eso cree
también que, desde ese mismo momento, el producto en formación es
alguien absolutamente equiparable al ser humano nacido, pues desde el
primer instante tiene “alma”.

* Extraído de Lamas, Marta (2005). Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo. Desacatos.
Revista de Antropología Social (Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social), (17).

319
Marta Lamas

Desde que las leyes relativas al aborto se liberalizaron en los paí-


ses occidentales, la jerarquía de la Iglesia católica empezó a impulsar
los llamados comités “pro-vida”, en un intento de frenar la tendencia a
la legalización.1 El ascenso del polaco Karol Wojtyla al papado en 1978
recrudeció la batalla. Convencido de que hay que prohibir los abortos,
Wojtyla emprendió una especie de “cruzada” para “salvar” a “almas ino-
centes” (aunque después se desentienda del sostenimiento material y
emocional de esas vidas). Como a partir de los desarrollos científico-tec-
nológicos de la medicina y del reconocimiento de los derechos sexuales
y reproductivos la mayoría de las sociedades democráticas y del primer
mundo han liberalizado sustantivamente la perspectiva desde dónde se
reglamenta el aborto, esta “guerra santa” (que incluye acciones terroris-
tas) se lleva a cabo básicamente en América Latina y otros países donde
El Vaticano tiene influencia, como Irlanda, Polonia y Filipinas.2 En estas
páginas concretamente menciono cómo Irlanda ha aceptado el manda-
to católico, mientras que España y Francia han pasado a una visión del
aborto como derecho de las mujeres.
En los países latinoamericanos, donde no está permitida la decisión
de abortar voluntariamente (excepto Cuba), persiste una dramática rea-
lidad: aquellas mujeres que han quedado embarazadas sin desearlo ha-
rán cualquier cosa por interrumpir esa gestación, en lugar de resignarse
a parir y quedarse con la criatura o darla en adopción. Así como subsiste
la penalización de dicha práctica, de la misma manera persisten los ac-
tos ilegales de mujeres que desesperadamente buscan interrumpir un
embarazo no deseado. “Un aborto a cualquier precio” cuesta muy caro
en vidas, salud y extorsión económica, y expresa que la maternidad es
una experiencia en la que el deseo femenino es sustancial.
Al mismo tiempo que cientos de miles de mujeres en nuestro país no se
resignan a llevar a término embarazos no elegidos, algunas autoridades

1. Human Life International fue fundado en 1972, aunque adquirió su condición de asociación civil sin
fines de lucro hasta 1981. En México, el Comité Nacional pro Vida se fundó en 1978.
2. En los Estados Unidos los grupos “pro-vida” forman brigadas que atacan las clínicas donde se realizan
abortos legales, arman barricadas para impedir el paso e incluso sacan a rastras a las mujeres; además
amenazan al personal que labora en ellas y ya tienen en su haber varios asesinatos de médicos que prac-
ticaban abortos legales. Ver Blanchard (1984).

320
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

gubernamentales y unos cuantos legisladores se preguntan qué hacer


frente a los embarazos no deseados de las mujeres pobres cuando las ri-
cas pueden abortar ilegalmente en buenas condiciones. Y mientras esto
ocurre en México, el contexto internacional cambia. Es oportuno hacer
comparaciones, sobre todo porque en otras sociedades los avances jurí-
dicos y sociales consolidan cada vez más la prioridad que tiene la deci-
sión de las mujeres. Nuevas normatividades legales inauguran maneras
distintas de abordar los dilemas que plantean los embarazos no desea-
dos y abren perspectivas alentadoras al derecho a decidir de las mujeres.
Aunque los legisladores suelen tener resistencias para proponer cambios
en un tema tan complejo y politizado como el del aborto, es de aplaudir
el cuidado con el que la fracción perredista de la Asamblea Legislativa
del D.F. amplió la reforma del 2000 al introducir otra radical reforma en
diciembre del 2003, que modifica sustancialmente el estatuto de aborto
en la ciudad de México. Para participar de manera informada en el tan
necesario debate sobre la homologación de la reglamentación en todo
el país es necesario conocer estas reformas recientes relativas al aborto
(2000-2004) en la legislación penal y de salud de la ciudad de México. La
desigualdad de mujeres de distintas entidades federativas en el acceso
al aborto legal es brutal: en menos de la mitad de los estados se permite
la interrupción por malformaciones del producto, y únicamente en uno,
Yucatán, por razones socioeconómicas. Y el impacto de la prohibición
católica, que obstaculiza un tratamiento médico oportuno, se mide en
las muertes, casos de esterilidad y daños a la salud de miles de mexica-
nas. De ahí la importancia de una reforma legal.
Mientras en México se censura un debate informado, internacio-
nalmente se expresa una creciente resistencia gubernamental a hacer-
se cargo de una decisión que atañe a la vida íntima de las personas.3
Además, cada vez pesa más el tema de la calidad de vida en las resolucio-
nes jurídicas. Por ello introduzco los ejemplos de dictámenes judiciales
en Francia.

3. La censura ha ido creciendo en los últimos años y se manifiesta en el cierre de espacios de debate pú-
blico en los medios masivos de comunicación. Un grupo de grandes empresarios vinculados a la Iglesia
católica presionan a los canales de televisión con retirar su publicidad si pasan programas con temas que
“atenten” contra la decencia con temas como el aborto, el sida, la homosexualidad, etc..

321
Marta Lamas

Aunque la institucionalización gradual de los derechos sexuales y re-


productivos como derechos humanos promete ser un marco eficaz, que
introduce elementos de racionalidad en el debate mundial sobre el abor-
to, no hay que olvidar que el reconocimiento del derecho de las mujeres
a controlar los procesos reproductivos es un proceso histórico complejo
y contradictorio, donde no solo hay avances sino también retrocesos. Tal
es el caso de los Estados Unidos, donde a pesar de una resolución de la
Suprema Corte en 1973, las fuerzas conservadoras han ido acotando el
derecho al aborto y gradualmente han convertido al feto en un actor de
importancia, desvinculado de la mujer.
El análisis de la evolución de la compleja dinámica política en torno a
la despenalización del aborto muestra que este no es un proceso lineal,
sino que está condicionado a las variaciones del contexto político.4 De
ahí lo imprescindible de conocer las resistencias y los avances impor-
tantes, tanto para no flaquear en la lucha por la despenalización como
para contar con argumentos contundentes sobre los beneficios de una
perspectiva política que otorga a las mujeres el derecho a decidir.

La procreación: ¿asunto público o privado?

Hoy en día, la cuestión crucial sobre el aborto se centra en determinar


quién decide si los seres engendrados nacen o no. La disyuntiva marca
dos campos: el de quienes, sin asumir la responsabilidad cotidiana de
su crianza, tienen el poder para impedir o favorecer que se den esos na-
cimientos y el de quienes los tendrán que asumir afectiva y económica-
mente en el día a día. Como la consigna del Vaticano de aceptar “todos
los hijos que Dios mande” no está respaldada materialmente por nin-
guna instancia de la Iglesia católica, y como ningún Estado garantiza
tampoco las condiciones básicas para una vida digna a esos hijos, ni está
dispuesto a solventar los costos económicos que dicho anhelo requiere,
tener o no tener hijos es una decisión individual.

4. De ahí casos como el de Polonia, que legalizó el aborto desde 1956, pero en 1993, con el apoyo y la in-
fluencia del Papa polaco, hizo una reforma que lo limitó seriamente. Véase Klugman y Budlender (2001).

322
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

En la actualidad ningún país cuenta con un sistema social que se haga


cargo económicamente de todas las criaturas que nacen y que, al mismo
tiempo, permita que los progenitores continúen su relación afectiva con
ellas. Al gestar una criatura, las mujeres deben asumir en forma privada
e individual su crianza. Existen algunos apoyos estatales en las socieda-
des desarrolladas que requieren alentar el crecimiento de su población.
Pero no existe la opción de entregar a los hijos a una institución para que
los alimente y eduque, y que, al mismo tiempo, quienes los gestaron sos-
tengan una relación afectiva con ellos. Tampoco existe la posibilidad de
“devolución” de un hijo, aunque el abandono, penalizado legalmente, es
una práctica frecuente: en los orfelinatos destinados a recoger criaturas
huérfanas se encuentran muchas que han sido abandonadas.
En Occidente, los hijos son “propiedad privada” de los padres y, a
excepción de unos cuantos interesantes experimentos de socialización
de su crianza –como los kibbutzim en Israel–, el carácter “privado” de
la crianza infantil ha marcado las políticas natalistas de los Estados-
Nación. Como las consecuencias de la procreación duran de por vida, las
mujeres son cada vez más cautelosas en eso de tener hijos. Que la crianza
sea una responsabilidad individual incide en la consideración del aborto
como una decisión privada. Ningún Estado tiene interés en asumir los
costos sociales y económicos que significa criar hijos rechazados por sus
progenitores.5 La liberalización de las legislaciones sobre la interrup-
ción voluntaria del embarazo tiene que ver fundamentalmente con el
carácter privado de la responsabilidad sobre los hijos. Si tenerlos es una
decisión privada, también no tenerlos lo es. Por eso, desde la mitad del
siglo XX han ido en aumento las reformas legislativas y judiciales que les
reconocen a las mujeres la legitimidad de interrumpir los embarazos no
deseados. A finales del siglo XX, un vistazo al panorama mundial en ma-
teria de reglamentaciones sobre la práctica del aborto permitía apreciar
una tendencia mundial hacia la despenalización.6
Así encontramos que a principios del siglo XXI, para más de tres
cuartas partes de la población del mundo está permitido el aborto por

5. Para un impactante estudio comparativo de la vida de hijos deseados y no deseados ver Elías y Moreno (1991).
6. Ver Ibáñez (1993).

323
Marta Lamas

voluntad de la mujer, por factores sociales y económicos y por motivos


médicos amplios (en esta situación se encuentran las democracias más
avanzadas, además de algunos países de lo que se llamó el bloque socia-
lista); para cerca de 15% está permitido únicamente para salvar la vida de
la mujer (en este grupo están la mayoría de los países islámicos, casi to-
dos los de América Latina, una mayoría de países africanos y solamente
Irlanda, entre los europeos); y tan solo en el 10% restante está prohibido
totalmente.7 México, que reglamentó constitucionalmente en 1873 la se-
paración de la Iglesia católica y el Estado, tiene una legislación avanzada
en comparación con la de otros países latinoamericanos.
Pese a que la despenalización va en aumento, la mayoría de las legis-
laciones sigue limitando la decisión de las mujeres. Esta restricción se
manifiesta en el establecimiento de criterios “profesionales” (médicos,
económicos o de salud mental) para obligar a las mujeres a escuchar una
“consejería” (en la que con frecuencia se les trata de disuadir del aborto)
o, sencillamente, al condicionar el procedimiento al permiso de los padres
o la aprobación del marido. Las leyes dependen para su aplicación de la
intervención de terceros (sean médicos, progenitores, maridos o conseje-
ros), que no respetan la voluntad de las mujeres ni les ofrecen una mínima
seguridad jurídica a las que abortan y a quienes las atienden.
Las luchas de las mujeres por decidir su maternidad expresan nuevas
maneras de verse ellas mismas y de ver la vida: rechazan el fatalismo
de la consigna de tener todos los hijos que Dios mande, desmitifican la
maternidad como el destino de las mujeres, priorizan otras elecciones
vitales e incluso inauguran una decisión moderna: la de no ser madres.
Dentro de la constelación de cuestiones que han transformado el
significado social de la maternidad está el aborto, que sigue siendo la
frontera del derecho a decidir. Desde luego que vale más prevenir que

7. Existe una diferencia entre hablar de población y hablar de países. Los países más poblados tienen
legalizado el aborto. En el año 2003 solo en 40 países de un total de 195 estaba absolutamente prohibido
interrumpir el embarazo. La lista de países es elocuente en sí misma: Andorra, Angola, Benin, Bhutan,
Africa Central, Chad, Chile, Colombia, Congo, República Democrática del Congo, República Dominicana,
Egipto, El Salvador, Filipinas, Gabon, Guinea-Bissau, Haití, Honduras, Irán, Irak, Laos, Lesotho, Madagas-
car, Malta, Islas Marshall, Mauritania, Mauritius, Micronesia, Mónaco, Níger, Omán, Palau, San Marino,
Sao Tome y Príncipe, Senegal, Somalia, Surinam, Suazilandia, Togo y Tonga. Mis cursivas marcan los
seis países latinoamericanos y del Caribe. Los datos son del Center for Reproductive Rights (2003).

324
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

lamentar, y eso se consigue generalmente mediante el uso de anticon-


ceptivos, aunque a veces fallan; pero también, vale más remediar que
pagar graves consecuencias, y eso se logra con el aborto. De ahí la impor-
tancia que adquiere contar con un marco que dé acceso legal al aborto
como una prestación de salud. Solo la despenalización respalda verda-
deramente el respeto a la libre decisión de la mujer.
Hay mucho que decir respecto de cómo se percibe socialmente el
aborto, cómo las mujeres viven sus abortos y cómo se habla, en público y
privadamente, de la interrupción voluntaria del embarazo. Estas viven-
cias y percepciones están vinculadas con procesos personales, nuevos
arreglos sociales y transformaciones científicas y culturales. Dar cuenta
de ellas requeriría escribir un libro. Sin embargo, quiero llamar la aten-
ción sobre algunas, pues sirven como indicadores de las transformacio-
nes culturales y políticas que se están dando en torno a la libertad pro-
creativa. Por eso este artículo debe leerse como una invitación a ponerse
al día en ciertos debates y no como una exposición exhaustiva de un am-
plio y complejo fenómeno.

La pastilla para abortar

El siglo XVIII fue el siglo del condón; el XIX, el del diafragma; el XX, el
de la píldora anticonceptiva; y el XXI será el de la pastilla RU486. ¿Qué
es este medicamento abortivo? Esta pastilla (no confundir con la llama-
da píldora del día siguiente o anticoncepción de emergencia) es el me-
dicamento mediante el cual se realiza el aborto farmacológico o aborto
medicamentoso. Su atractivo es que permite interrumpir un embarazo
dentro de las primeras nueve semanas de gestación sin necesidad de
hospitalización ni intervención quirúrgica. Es un método seguro, de
alta efectividad, y los estudios al respecto demuestran que 95% de los
abortos inducidos por esta vía han sido exitosos. La RU486 contiene mi-
fepristona, una sustancia que provoca el aborto al bloquear la acción de
la progesterona. Junto con una dosis de prostaglandinas, interrumpe el
desarrollo de la placenta y estimula las contracciones uterinas. Como
resultado, se produce la salida del tejido embrionario de manera similar

325
Marta Lamas

a lo que ocurre en un aborto espontáneo. Es importante someterse a una


revisión ginecológica posterior para garantizar que la expulsión se haya
realizado completamente.
La creación de la RU486 es un parteaguas para la libertad procreati-
va de las mujeres, pues el aborto deja de depender de una tercera per-
sona y pasa a convertirse en un procedimiento mucho más simple y
accesible, casi autónomo. Con este medicamento se podría dejar en
las mujeres la plena responsabilidad de una decisión privada que, para
evitar complicaciones, debería ir seguida de una revisión médica que
verifique que la expulsión se realizó totalmente. Pero a pesar de que
fue creada en 1980 (por los laboratorios franceses Roussel-Uclaf) hasta
la fecha su uso está controlado por el cuerpo médico, muy en sintonía
con una actitud paternalista que trata a las pacientes como menores de
edad o infradotadas.
Los primeros países que la usaron abiertamente fueron Francia y
China en 1988; luego siguió Inglaterra en 1991 y Suecia en 1992; actual-
mente se usa en Israel y Nueva Zelanda, y en todos los países de la Unión
Europea, excepto Irlanda. La Food and Drug Administration (FDA) de los
Estados Unidos la aprobó en septiembre del 2000, veinte años después
de su creación, con lo cual se convirtió en el ejemplo más escandaloso
de un medicamento que tarda más de dos décadas en estar a disposi-
ción de los usuarios norteamericanos, acostumbrados a contar con los
adelantos científicos tan pronto se producen. Que las autoridades sani-
tarias de EE. UU. la permitieran con más de diez años de retraso frente
a Europa (curiosamente el 28 de septiembre, Día por la Despenalización
del Aborto en América Latina) fue una victoria política para Clinton y los
demócratas. La decisión de las autoridades sanitarias de aceptar el uso
de la RU486 generó gran debate político. Los atentados contra las clíni-
cas donde se practican legalmente los abortos asustaron a las empre-
sas farmacéuticas estadunidenses, e incluso a los fabricantes franceses
(Roussel-Uclaf) y fue una ONG la que solicitó el permiso para su distri-
bución. La FDA estuvo presionada por grupos “pro-vida” y los congresis-
tas más conservadores anunciaron iniciativas para limitar al máximo el
uso del nuevo medicamento (el republicano Chris Smith la llamó “vene-
no para los bebés”).

326
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

Este fármaco, recomendado por la Organización Mundial de la Salud,


está suficientemente probado desde hace veinte años y sin embargo no
llega, en su versión controlada, más que a un mínimo porcentaje de mu-
jeres en todo el mundo: las cuestiones ideológicas en torno al aborto han
supuesto un obstáculo insalvable. Aunque la pastilla abortiva es una alter-
nativa médica muy segura, no hay una comercialización abierta: solo se
consigue en la consulta con el médico, no en las farmacias. Con ella cientos
de miles de mujeres podrían disfrutar del beneficio del desprendimiento
embrionario (como un aborto espontáneo) sin intervención quirúrgica, lo
cual abatiría también problemas provocados por causas diversas:

- la falta de clínicas en zonas rurales


- el exceso de demanda en los servicios de salud
- la llamada “objeción de conciencia” del personal sanitario

Entre sus ventajas se encuentran la de bajar los costos hospitalarios, la


de reducir el riesgo por el plazo más temprano y la de relevar al personal
de salud de realizar la intervención. En Estados Unidos se piensa que
de esta manera se evitarán las constantes agresiones a los centros de
aborto legal por parte de los grupos fundamentalistas, ya que una mujer
que toma la píldora en el consultorio de su ginecólogo y luego asiste a
una visita posterior no da pistas a los fundamentalistas de que piensa
hacerse un aborto.
El manejo gubernamental de la pastilla abortiva en Europa es sustan-
cialmente distinto. Por ejemplo, la política del Reino Unido es facilitar el
acceso a la RU486 para reducir los abortos quirúrgicos (que constituyen
el 80% del total), tanto por sus riesgos como por sus costos. El gobier-
no británico ha decidido poner en marcha un plan piloto para facilitar
el acceso al medicamento, y acortar el plazo de cinco semanas que las
mujeres tienen que esperar con las normas actuales, desde que deciden
abortar hasta que lo hacen. El proyecto incluye repartir condones y píl-
doras anticonceptivas en las escuelas, para reducir la alta tasa de emba-
razos juveniles.
Aunque está comprobado que las razones para abortar vienen dic-
tadas por las circunstancias personales de las mujeres más que por la

327
Marta Lamas

facilidad de acceso a los medios, los grupos conservadores denuncian


que la comodidad implícita en el uso de la RU486 va a incrementar los
abortos. En Francia, en julio del 2004, el gobierno dio un paso significa-
tivo al aceptar que las mujeres tengan acceso directo a la RU486, sin ne-
cesidad de la mediación de un médico, lo que significa que pueden abor-
tar desde sus casas.8 Esto ha sido posible en un país que ya tiene más de
veinte años de uso de la RU486, y donde la información está tan difun-
dida que las mujeres saben que después del desprendimiento deben ir a
una revisión ginecológica para garantizar que todo esté en orden.
No es difícil imaginar un futuro en el que el ejemplo de Francia se ge-
neralice y la comercialización abierta de la RU486 permita a las mujeres
del mundo tomar íntimamente la decisión de un aborto, sin necesidad
de permisos ni explicaciones de ningún tipo. En el marco de los horrores
del aborto clandestino, y de las constantes luchas de las mujeres para ac-
ceder a un aborto legal, la prohibición y el control sobre la RU486 se per-
filan como el pánico del poder patriarcal a que las mujeres tomen en sus
manos el aborto. La RU486 disponible en Europa, EE. UU., China y otros
países, ni siquiera está al alcance de las mujeres latinoamericanas en su
versión controlada en el consultorio del médico. La fuerza de la Iglesia
católica en la región ha sido y sigue siendo un elemento disuasorio para
que los gobiernos latinoamericanos liberalicen sus leyes e introduzcan
este tipo de técnicas.

Ley y religión en Irlanda y España

En todo el mundo, el mayor adversario de la liberalización de las leyes


sobre aborto es el Vaticano, sea frontalmente o por la vía de sus organi-
zaciones instrumentales, como las asociaciones “pro-vida”. En Europa
–la región judeocristiana con las leyes más liberales– las tensiones con
la jerarquía católica se dejan sentir de diversa manera, pero con mayor
intensidad en Irlanda, el país más católico de la Unión Europea y el que
mantiene una prohibición total.

8. Ver El País (24 de julio del 2004).

328
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

El catolicismo fundamentalista arraiga en Irlanda entre políticos


y legisladores, por lo cual ninguna ley regula el acceso al aborto. Sin
embargo, la causal de peligro de muerte de la mujer está amparada
por una sentencia del Tribunal Supremo, que en 1992 interpretó la
Constitución a favor de una adolescente violada y preñada por el pa-
dre de su mejor amiga, a la que los jueces no permitían ni abortar ni
viajar a Inglaterra a hacerlo. Obligada a parir el fruto de una violación,
la adolescente amenazó con el suicidio y el Tribunal Supremo falló que
el aborto es lícito si permite conjurar el riesgo de muerte de la mujer,
incluido el suicidio.
Pero aunque la sentencia lo permite, en Irlanda no se practican abor-
tos porque el Colegio de Médicos lo impide, por lo cual las irlandesas
tienen que viajar a Londres. En 1992 se realizó un referéndum y el pueblo
aprobó el derecho a informarse sobre el aborto y a abortar fuera del país.
Diez años después, en 2002, Irlanda votó que el riesgo de suicidio de la
madre es una causa aceptable para permitir la interrupción del embara-
zo. ¡Hasta ese grado hay que llegar!
A pesar de que la Iglesia católica ha frenado toda iniciativa legislati-
va, y ha obstaculizado la realización de debates públicos sobre el tema,
ciertos acontecimientos lo colocan periódicamente en las primeras pla-
nas de los periódicos. Cuando en junio del 2001 el barco Aurora echó
amarras en Dublín, ochenta irlandesas lo abordaron con la intención de
abortar. El Aurora era el medio utilizado por una joven holandesa para
llegar a las costas de varios países en los que la práctica del aborto está
sometida a serias restricciones, y realizar las interrupciones en el barco.
Su proyecto, titulado Women on Waves, pretendía ofrecer una alternativa
ante la prohibición. Sin embargo, el gobierno irlandés impidió que las
mujeres accedieran al servicio. El hecho que en un solo día 80 irlandesas
desafiaran a la ley y a la opinión pública y se arriesgaran a llegar al Aurora
fue interpretado como un indicador de su desesperación por abortar. A
bordo del barco recibieron asesoramiento y dejaron oír sus quejas por
no tener el dinero para ir a Londres a realizarse el procedimiento.
Aunque Irlanda es el único país en la Unión Europea donde las res-
tricciones son tan tajantes, en otros, como España, también se siente
la presencia del Vaticano. La despenalización del aborto en España se

329
Marta Lamas

logró en 1985 bajo tres supuestos legales: aborto terapéutico, eugenésico


y ético (conocidos en México como las causales de salud, malformacio-
nes y violación). Desde entonces se sostiene la tendencia al alza y, si-
multáneamente, detrás de la mayoría de las diligencias judiciales contra
médicos y mujeres por casos de aborto legal está la mano de la jerarquía
católica. Y aunque casi en su totalidad las denuncias (alrededor de 300
procesos abiertos) terminan por ser archivadas, producen sinsabores e
incertidumbre a quienes las tienen que enfrentar.9
Un indicador que deja sentir con fuerza el impacto de la prohibición
católica es que el 96.53% de los abortos se realizan en clínicas privadas,
pues son pocos los centros públicos que realizan esta intervención por
la “objeción de conciencia” de su personal. Dichos centros privados
sufren el hostigamiento de los grupos “pro-vida”, y algunas veces de
la propia policía. Un ejemplo: en junio del 2000 agentes de la policía
entraron en un centro donde se practican abortos y exigieron a varias
mujeres que se identificasen. La clínica denunció a la policía por coac-
ciones para impedir que se realizaran los abortos, mientras que esta ar-
gumentó que simplemente se limitó a investigar una denuncia de que
ahí se realizaban abortos ilegales. Algunos magistrados de la Audiencia
de Madrid y del Tribunal Supremo declararon que la policía tiene la mi-
sión de impedir delitos, pero no puede identificar o registrar a las per-
sonas que se encuentren en una clínica, pues es invasión a la intimidad.
Además, como la policía sabe que no puede iniciar investigaciones sin
autorización judicial, su presencia no era justificable.
La Asociación de Centros Autorizados para Interrupciones Volun-
tarias del Embarazo (ACAI), que agrupa a la mayoría de las clínicas
donde se realizan los abortos legales en España, vía su presidenta
Consuelo Catalá, declaró que si bien los médicos que practican abortos
están acostumbrados al acoso de los grupos pro-vida, no se vale que la
policía los ampare.
Otra cuestión. Las fuerzas conservadoras intentan aprovechar cual-
quier resquicio para obstaculizar y reprimir a los médicos que son flexi-
bles con los requerimientos. Lo más elocuente del estatuto del aborto

9. Véase El País (29 de enero de 2002).

330
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

en España es que de las tres causales permitidas la del riesgo para la


salud psíquica de la mujer es la que se aduce masivamente: en un 97%
de los casos. Pero también ahí se le buscan tres pies al gato. En enero
del 2002 el fiscal jefe de Andalucía pidió que se suspendiera el ingreso
en prisión de dos ginecólogos condenados por un delito de aborto co-
metido en 1995, y solicitó que se cambiara la pena de prisión por una
multa debido a que la condena se dictó porque el certificado médico iba
firmado por una psicóloga y no por un psiquiatra.
A pesar de que en España falta una política capaz de abordar sin hi-
pocresía los reparos de médicos, miles de mujeres interrumpen sus em-
barazos legalmente. El perfil de quienes abortan es el de mujeres entre
20 y 30 años, solteras, con un nivel de instrucción de segundo grado, sin
hijos, y que no habían abortado antes. El 90% de los abortos se realizan
antes de las 12 semanas y la píldora abortiva RU486 empieza a usarse.
Lo que ocurre en España es especialmente relevante, por tratarse de
una sociedad con la cual México tiene vínculos culturales muy estre-
chos. A pesar de que en España es inconcebible una postura como la
del Colegio de Ginecólogos y Obstetras británicos, que ha pedido a su
gobierno que aborde el aborto como un servicio esencial de la sanidad
pública, hay cierta tendencia del Ministerio de Sanidad de tratar el pro-
blema. Durante el gobierno de los conservadores del Partido Popular,
en enero del 2002, la ministra de Sanidad aconsejó a los adolescentes
usar preservativos ante el alza de abortos.
El problema de los embarazos y abortos de las adolescentes va en au-
mento en España. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas
registró que en la década de los noventa la práctica del aborto creció
74% entre menores de 20 años y que cuatro de cada diez adolescentes
interrumpieron la gestación. El Ministerio de Sanidad y los expertos
atribuyen el fenómeno a las carencias en educación sexual y a dificul-
tades en el acceso a anticonceptivos, las cuales están estrechamente
vinculadas a la censura de la jerarquía católica. Según el estudio del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, elaborado a partir
de las estadísticas oficiales disponibles, en España aborta el 39% de las
adolescentes contra el 12% general de las mujeres adultas. En lugares
como Cataluña, Madrid, Aragón y Asturias esta cifra de adolescentes

331
Marta Lamas

sube al 50%. En Navarra no se practican abortos debido a la objeción


de los médicos y la falta de clínicas privadas dispuestas. Sin embargo,
para cumplir la normatividad, las embarazadas que desean interrum-
pir legalmente su gestación se desplazan a otra comunidad en viajes
sufragados por el Gobierno.
Puesto que la proporción de las adolescentes que abortan es muy su-
perior a la media general, no es de extrañar que algunos casos conflicti-
vos salten a los titulares de la prensa. A finales del 2002, el escándalo se
centró en una adolescente de 15 años embarazada, que no quiso abortar
y a quien un juez la amparó en su derecho a no hacerlo, en contra de la
opinión de sus padres. El juez argumentó que no importaba que la ado-
lescente fuera menor de edad, y alegó libre consentimiento y respeto a
su intimidad. El debate público sobre este caso puso en evidencia una
gran contradicción: ¿por qué entonces la ley exige el consentimiento de
los padres si las jóvenes quieren abortar en alguna de las causales ya le-
gales? Si se acepta la decisión de una adolescente de continuar el emba-
razo, también debería aceptarse su decisión de interrumpirlo cuando
sea por alguno de los supuestos legales.
Mientras que en España se mantienen las trabas al derecho de las jó-
venes al aborto, en otros países europeos se han ido reformando positi-
vamente las leyes. Un caso notable es el de Francia, nación de tradición
católica, donde en diciembre del 2000 se aprobó una reforma ejemplar
a la antigua ley de aborto.

Francia reconoce el derecho de las adolescentes

La primera ley de aborto en Francia, la ley Veil promulgada en 1975, no


era muy restrictiva, aunque los trámites para obtener un aborto legal
eran largos: formalizar un informe sobre los riesgos médicos y precisar
las ayudas del Estado a que tenía derecho la mujer si seguía con el em-
barazo. También se aceptaba la “objeción de conciencia”, en cuyo caso el
médico podía negarse a la intervención y entregar los papeles para que
la mujer buscara a otro facultativo. Pasaron veinticinco años antes de
que se realizara una reforma, que enfoca dos aspectos:

332
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

1. La ampliación del plazo límite para abortar de 10 a 12 semanas, con


lo que la legislación francesa se equipara a la de otros países euro-
peos como Alemania, Bélgica, Finlandia, España o Austria10
2. El permiso a las menores de edad de interrumpir el embarazo sin
necesidad de autorización paterna.

En julio del 2000 Lionel Jospin presentó su propuesta, con el argumento


de que la legalización del aborto en 1975 no había aumentado el número
de abortos (en los últimos 10 años, la cifra osciló entre 160.000 y 190.000
anualmente); lo que sí había disminuido era el número de incidentes
que acompañan la intervención médica, poniendo fin a las muertes por
hemorragia y a la esterilidad provocadas por abortos ilegales.
Esta vez, el debate francés no se verificó entre “pro” y “antiabortistas”.
Al ampliar el plazo a las 12 semanas se dio pie a una discusión sobre la
eugenesia. Gracias a los progresos de las ecografías y de los análisis de lí-
quido amniótico, es posible conocer el sexo del feto, así como otras de sus
características. La mujer tendría la posibilidad de elegir interrumpir el
embarazo y de hacerlo supuestamente a partir de ciertos criterios inquie-
tantes: en el legítimo anhelo de tener una criatura sin defectos ni proble-
mas, se insinuó el fantasma eugenésico de la búsqueda de perfección.
Pero, a pesar de las voces airadas o preocupadas por la ampliación del
plazo, lo más polémico fue la reforma respecto de las adolescentes. Cada
año 10.000 francesas menores de 18 años protagonizaban embarazos no
deseados y en muchos casos viajaban a países vecinos para poder abor-
tar sin tener que contárselo a sus padres. En la nueva ley el “permiso”
sigue siendo la regla, pero se acepta que una adolescente nombre a una
persona adulta de su confianza para que asuma el papel de tutor y la
acompañe antes y después de la intervención médica.
Antes de admitir que las menores vayan acompañadas de alguien
que no sea su padre o madre, el médico, en una primera visita, deberá
esforzarse por convencer a la joven para que dialogue con sus progeni-
tores; pero si durante la segunda visita la joven mantiene que no quiere

10. Los plazos en Europa no son uniformes. Además de los ya mencionados están los países donde operan
las 10 semanas (Italia, Grecia, Dinamarca y Noruega) y los que cuentan con el plazo más amplio de 22
semanas: el Reino Unido, Suiza y Holanda.

333
Marta Lamas

hacerlo, entonces ella tiene que nombrar “un adulto de referencia”, una
especie de tutor, que avale su decisión. En perfecta consonancia con esta
reforma, también se suprime la autorización familiar para conseguir
anticonceptivos hormonales.
La reciente reforma francesa avanza en una concepción moderna de
las adolescentes, a quienes considera sujetos capaces de decidir sobre su
vida procreativa. Esto fue lo que causó escozor entre las capas conserva-
doras de la sociedad francesa. Además, la nueva ley establece penaliza-
ciones para quienes pongan trabas a la interrupción legal del embarazo.
Así, las reformas marcan la voluntad política de impedir a los comandos
“antiaborto” que hostiguen o culpabilicen a las mujeres afectadas o ame-
nacen al personal médico. Las reformas despenalizan también la propa-
ganda y la publicidad a favor del aborto.
El derecho de un médico a negarse a realizar un aborto no se pone
en cuestión, aunque con el uso cada vez más extendido en Francia de la
píldora abortiva RU486, la labor de los médicos se restringe a revisar que
la expulsión de tejido embrionario se haya realizado en su totalidad. Sin
embargo, el sistema público de salud tiene que asegurar la interrupción
legal del embarazo cuando alguno de sus médicos no quiera realizarlo.
Esta nueva ley hace evidente la diferencia de perspectiva de un go-
bierno socialista respecto de las libertades básicas de las mujeres, que in-
cluyen el derecho a decidir de las menores de edad. Será interesante co-
nocer, dentro de unos años, la evaluación que tanto el gobierno como la
sociedad francesa hagan de las consecuencias de esta reforma legislativa.

El derecho a no nacer

Es indudable que los avances tecnológicos y científicos han allanado el


camino para que las mujeres decidan sobre sus cuerpos y vidas. Pero
ciertos juicios también han tenido un impacto simbólico en la transfor-
mación de los significados históricos de la vida y el aborto. En recientes
debates públicos, motivados por denuncias, un elemento que se intro-
duce con fuerza es el de la calidad de vida y, como se dijo en Francia, esto
implica, a veces, el derecho a no nacer.

334
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

En una decisión sin precedentes, el más alto tribunal civil de Francia,


el Tribunal de Casación, ordenó que se indemnice a un joven de 17 años,
sordo, casi ciego y retrasado mental. Se trata de compensar el error de
un médico que atendió a la madre y le hizo descartar el aborto eugenési-
co. Cuando la madre acababa de quedar embarazada de ese muchacho,
su hija mayor, entonces de cuatro años, tuvo una rubeola. Como es sa-
bido que esa infección provoca malformaciones del producto, la mujer
pidió expresamente un examen a su médico. Este, apoyado por un labo-
ratorio, declaró que no había peligro.
Los padres del joven ya habían sido indemnizados por el error mé-
dico. La novedad aportada por la sentencia reside en conceder al hijo
el derecho a una reparación derivada de ese error. Jerry Saint-Rose, el
abogado que representó al Estado, sostuvo que aceptar la demanda su-
pondría reconocer la existencia de un derecho a “no nacer” e incluso al
riesgo de eliminación sistemática de los fetos afectados por una minus-
valía. Ante ello, el padre del muchacho declaró: “Ahora Nicolás va a tener
una vida más segura.”
A esta sentencia se suma otra más, con lo cual despeja cualquier duda
que pudiera quedar respecto de la línea de jurisprudencia adoptada por la
jurisdicción suprema en Francia. El otro caso es el de Lionel, un niño de 7
años, con síndrome de Down. El Tribunal de Casación anunció que debe
ser indemnizado porque el ginecólogo no avisó a la madre de la posible
malformación, lo que le impidió ejercer su derecho al aborto eugenésico.
Como era de esperarse, la profesión médica puso el grito en el cielo
porque considera utópico pretender que los controles previos permitan
diagnosticar el 100% de las malformaciones. Sin embargo, está compro-
bado que la detección del síndrome de Down es certera y fácil. No fal-
tó tampoco la previsible ira del Episcopado, que interpretó la sentencia
como “un gesto de desprecio” hacia las familias de los minusválidos. Los
padres de Lionel reafirmaron que para ellos la sentencia era un gesto de
respeto y de reconocimiento a la vulnerabilidad de su hijo en un futuro
en el que ellos no estarían para cuidarlo. Marie-Sophie Dessaulle, presi-
denta de la Asociación de Paralíticos de Francia, señaló que “la judiridifi-
cación de asuntos tan dolorosos no es positiva”, pero “no habría proble-
ma judicial si los padres no estuvieran preocupados por las condiciones

335
Marta Lamas

de vida que sus hijos vayan a tener, sobre todo cuando ellos fallezcan”.
Esto nos regresa al tema de la responsabilidad individual versus la es-
tatal. No es de extrañar que los padres quieran que “pague” quien, por
un descuido, no los previno a tiempo de que su hijo tenía un daño que
requiere atención especializada, la cual el Estado no otorga gratuita-
mente. Con esta forma de reparación no solo se le garantiza al chico un
futuro asegurado con los cuidados especiales cuando sus padres hayan
muerto, sino que hace que los médicos pongan mayor cuidado en los
diagnósticos prenatales.
La batalla política detonó. Políticos de la oposición de derecha propu-
sieron lanzar al poder legislativo contra el poder judicial para anular tal
jurisprudencia. Por su lado, Bernard Kouchner, el entonces ministro de
Sanidad, se mostró comprensivo ante la preocupación de los médicos
por un caso que abre “un debate muy duro” sobre la posibilidad de rehu-
sar la vida por minusvalía o discapacidad.
Estos casos revivieron el espectro del eugenismo, que atormenta el
diagnóstico prenatal, pero también destacaron ciertas dudas éticas so-
bre el impacto de los descubrimientos de la ciencia en los derechos hu-
manos. El miedo a las consecuencias discriminatorias suplanta la con-
fianza ciega en la sabiduría del cuerpo médico y de la sociedad. Pero
también la oportunidad de ofrecer una vida con mayor calidad y con
mejores posibilidades de desarrollo personal no debe ser desechada.
Diversas corrientes de pensamiento se movilizan para analizar nue-
vos interrogantes. De la pregunta de siempre, ¿cuándo empieza el ser
humano, cuándo se es persona?, se pasa a otra: ¿hasta dónde llevar el
diagnóstico prenatal? La procreación asistida abre perspectivas inaudi-
tas. El embrión fuera del cuerpo materno puede ser explorado antes de
su implantación y su patrimonio genético puede ser revisado. ¿Hasta
qué grado conviene buscar anomalías? La respuesta reside en otra pre-
gunta: ¿hasta qué punto la sociedad está dispuesta a apoyar a un em-
brión con un handicap, que se convertirá en una persona con requeri-
mientos especiales, costosos a veces, dolorosos también? No se debe
olvidar que el “costo” de los hijos recae individualmente en sus proge-
nitores y que tanto la sociedad como el Estado se desentienden de los
cuidados especiales que requieren las personas discapacitadas. Por eso

336
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

el debate debe incorporar el hecho de que la ciencia se encuentra fuerte-


mente correlacionada con el grado de civilización, cultura y democracia
de una sociedad, y que tomar decisiones “científicas” implica tomar de-
cisiones políticas.

El feto entra en escena

Hace unos años era impensable conocer visualmente lo que ocurría du-
rante la gestación en el útero. Recientemente, el “misterio de la vida”
ha sido mostrado por cámaras que transmiten imágenes del proceso de
formación de un ser humano. Aunque no hay novedades sobre el estatu-
to del embrión y del feto, por primera vez el impacto visual del desarrollo
humano intrauterino se convierte en un elemento político para impedir
que las mujeres remedien los embarazos no deseados. La primera ima-
gen fotográfica que se obtuvo de un feto dentro del útero fue la que tomó
un fotógrafo sueco llamado Lennart Nilsson. Publicada en la portada de
la revista LIFE en abril de 1965, esa foto causó una conmoción compren-
sible: a diferencia de otras fotos publicadas en las páginas interiores de
ese mismo número, esta era la de un feto vivo; las otras eran de fetos fue-
ra del útero materno, es decir, de fetos muertos. Desde entonces se in-
auguró una forma un tanto perversa de visualizar al feto: como alguien
autónomo y aislado de la mujer que lo lleva en su seno. Veinticinco años
después, en 1990, el mismo fotógrafo publicó, en la misma revista, otro
conjunto de imágenes sobre el proceso de la vida. Aunque aparecen fo-
tos extraordinarias, como la del blastocito a los ocho días, en la portada
de LIFE se publica la de un embrión de siete semanas, cuando la forma
humana ya es distinguible. Una historiadora de la ciencia, la alemana
Barbara Duden (1993), hace un agudo análisis semiótico que pone en
evidencia el uso político de esas imágenes, y señala cómo, “curiosamen-
te”, la mujer embarazada desaparece. Unos años antes Drucilla Cornell
(1985) había concluido que cualquier analogía del feto como un ser autó-
nomo se basa en el borramiento de la mujer y la reduce a ser solamente
el medio ambiente del feto. Tanto Cornell como Duden se preguntan por
qué la gente se preocupa más por los fetos que por las mujeres. Tal vez

337
Marta Lamas

porque todos hemos sido fetos y la vulnerabilidad de un ser no nacido


nos remite a nuestro origen; o quizá porque en una sociedad patriarcal
se espera que las mujeres asuman sin más la maternidad.
En todo caso, lo interesante es que ambas señalan una misma cues-
tión: la tendencia en EE. UU. a centrarse en los fetos, con absoluta indi-
ferencia hacia a las mujeres. Más allá de una retórica que habla de los po-
bres e inocentes fetos, esta tendencia se empieza a traducir en acciones
concretas de gran violencia. Morgan y Michaels (1999) relatan historias
espeluznantes: una mujer embarazada que está bebiendo en un bar es
arrestada por maltrato infantil, ya que le está dando alcohol a un me-
nor; otra embarazada se pasa un alto y causa un choque que le provoca
el aborto, por el cual es acusada de homicidio por su pareja; un médico
intenta obtener una orden judicial para realizar una cirugía en un feto,
en contra de la opinión de la mujer embarazada. Este tipo de aconteci-
mientos “normalizan” la posición del feto como un sujeto con derechos.
El creciente interés de la sociedad norteamericana por los fetos es
resultado, por una parte, de la propaganda antiaborto de los grupos fun-
damentalistas y, por otra, de la tecnología científica que explora minu-
ciosamente la vida en el útero. La vida intrauterina siempre ha existido,
pero su misterio se ha ido disolviendo a medida que se ha podido pene-
trar en el útero con cámaras y se han logrado imágenes impactantes del
proceso de gestación humano.
Estas imágenes no hablan por sí solas: les hacen significar cosas dis-
tintas los que ponen los pies de fotos, los que las usan políticamente, los
que las utilizan para dar una clase. Tiene significado distinto la misma
imagen usada por un grupo pro-vida que por un neurólogo progresista.
Por eso varias autoras insisten en que debe tomarse en serio esta popu-
larización de los fetos, y que el tratamiento de los fetos como personas
debe denunciarse: hay que despersonificar a los fetos, reconociéndoles
su calidad humana, pero distinguiendo su condición de dependientes
de la mujer embarazada.
Los fetos, como símbolo de los grupos “pro-vida”, ocupan ya un lugar
significativo en el imaginario social norteamericano. ¿Qué problemas
plantea el surgimiento de los fetos como nuevos actores en el discurso
político de los Estados Unidos? Veamos un ejemplo. En abril de 2001, la

338
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

mayoría republicana de la Cámara de Representantes en EE. UU. aprobó


una ley que se llama “Ley sobre la Violencia contra Víctimas No Nacidas”,
la cual convierte en delito federal el daño a un feto en cualquier momen-
to de la gestación. Según la nueva ley, si en el ataque de un delincuente
una mujer sobrevive pero pierde al hijo que espera, el autor del asalto
puede ser condenado por asesinato. El texto se refiere al feto como “un
miembro de la especie Homo sapiens, en cualquier estado de desarrollo,
en el útero de la madre”.
Aunque la ley supuestamente pretende agravar las condenas para ca-
sos de asaltos o asesinatos de embarazadas, al penalizar los atentados
contra fetos ha abierto un resquicio por donde restringir el aborto. Una
de las primeras declaraciones fue de la congresista Carolyn Maloney,
que en ese sentido dijo: “Esta no es una ley sobre violencia contra em-
barazadas, sino para arrebatar a las mujeres el derecho a elegir”. Por su
parte, los conservadores sostuvieron: “Una víctima es una víctima, sin
importar su tamaño.” Bush mostró su apoyo al ala antiabortista de su
partido y su fiscal, John Ashcroft, se congratuló de una medida que, se-
gún los demócratas, pretende lesionar legalmente el derecho al aborto.
Dado que indudablemente se trata de una potencia económica e
ideológica de gran influencia, lo que ocurre en los Estados Unidos debe
preocuparnos. Aunque visualmente el impacto que suscitan las imáge-
nes de fetos es brutal, hay que insistir en que por algo la Organización
Mundial de la Salud (OMS) fijó entre las 20 y las 22 semanas como plazo
para los abortos. Como el desarrollo fetal se conoce con detalle, por eso
las legislaciones establecen plazos límite, más o menos prudentes. Pero,
sobre todo, no hay que olvidar que los fetos requieren de las mujeres
para desarrollarse y sobrevivir, por lo menos hasta los seis meses.11

11. Aunque equipos perinatales muy avanzados han logrado mantener con vida fetos de 5 meses y me-
dio, estos servicios especializados, costosísimos, no existen en la mayoría de las ciudades. Además, esas
criaturas no logran la maduración neurológica necesaria y suelen quedar dañadas. Por eso es que los
médicos cifran en más de seis meses el tiempo de sobrevivencia con buena calidad de vida. Un ejemplo
es el nacimiento de Charlotte Wyatt tras solo 26 semanas de gestación, lo que la dejó con malformación
cerebral, pulmonar y cardiaca, y la ha llevado varias veces a la muerte clínica. Los médicos que la han re-
sucitado se niegan a seguir haciéndolo porque sostienen que el único sentimiento que conoce es el sufri-
miento: tiene once meses y jamás ha sonreído y su calidad de vida es terrible y lo será permanentemente,
pues “ no tiene conciencia visual y no reacciona ante el sonido, no responde a las caricias y no demuestra
que reconoce a las personas de su entorno familiar”. El caso está en el tribunal Superior del Reino Unido,

339
Marta Lamas

Además de insistir en una estrategia de denuncia, hay que ir incor-


porando los elementos teóricos que ofrecen el debate ético en general y
bioético en particular. No se trata de llamar persona a lo que nos plazca.
Desarrollar una verdadera comprensión de lo que es una persona supo-
ne reconocer las fases por la que se pasa: blástula, embrión y posterior-
mente feto. En el conflicto mujer/feto no se está en presencia de dos se-
res iguales o equivalentes. Las mujeres no son un medio, un receptáculo
para la llegada de una nueva vida. Son un fin en sí mismas y si el feto
pone en riesgo sus vidas, todas las legislaciones –excepto la de la Iglesia
católica– favorecen que se salve la mujer.

Una reforma radical en la Ciudad de México

El debate sobre la penalización/despenalización del aborto plantea el


reto de decidir sobre un conflicto en el que están implicados principios
democráticos fundamentales: la libertad de conciencia, el laicismo, el
derecho a la no intervención del Estado en cuestiones de la intimidad
y privacidad. Además, la política sobre el aborto saca a la luz problemas
fundamentales del funcionamiento de los sistemas democráticos, en es-
pecial, muestra la tensión entre el poder legislativo y el judicial, pues se
ha constatado que con frecuencia las sentencias de los tribunales cons-
titucionales limitan las decisiones de los parlamentos.
Resulta fundamental para la vida democrática reconocer que las ac-
ciones de los ciudadanos van ampliando y transformando los márgenes
de lo que se considera aceptable o moral. Las leyes que rigen la conviven-
cia son la concreción de esa aspiración, pero cuando la sociedad cambia
y las leyes no reflejan esas transformaciones, el orden social entra en
conflicto. En México, si bien es cierto que en la legislación subsisten res-
tricciones contra el aborto, la secularización se ha ido extendiendo poco

pues los médicos tienen derecho a negarse a aplicar un tratamiento si consideran que eso es lo más ade-
cuado. La familia no está de acuerdo, en especial la madre, que en un acto de posesión insiste en que la
criatura viva. El caso salta a las primeras páginas porque de alguna manera pone en cuestión el derecho
de “propiedad” que los padres y madres tienen sobre los hijos y porque plantea que hay criterios objetivos
de sufrimiento y calidad de vida. Ver El País (1 de octubre de 2004).

340
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

a poco y los valores morales de la gente se han transformado. En ese sen-


tido es importante el señalamiento de Carlos Monsiváis (1991) respecto
de que el aborto ya está despenalizado por la sociedad. Es relativamente
fácil comprobar que prácticamente ningún programa de partido políti-
co, ninguna decisión parlamentaria, ninguna consigna gubernamental
tiene como objetivo someter a persecución y tratamiento criminal ante
los tribunales de justicia a las mujeres que interrumpen sus embarazos.
Solo por excepción hay denuncias por parte de pocos ciudadanos, y no
existe una exigencia generalizada de que se cumpla la ley, como sí ocu-
rre en otros aspectos de la convivencia, como el crimen organizado o la
violencia doméstica. Además, si se quisiera cumplir con la ley no alcan-
zarían las cárceles para encerrar a las cientos de miles de mujeres que
abortan. Si el desuso fuera causa de derogación de las leyes, en México
el régimen legal vigente penalizador del aborto ya estaría derogado por
obsoleto (De la Barreda, 1991).
Hoy, en México y en otros países latinoamericanos, el peso simbó-
lico de la Iglesia católica, que ha favorecido una política del “avestruz”
con las muertes y tragedias concomitantes, está cediendo ante el tibio
y lento reconocimiento jurídico del derecho de las personas a decidir
en cuestiones relacionadas con sus cuerpos. Esta aceptación se está lo-
grando lentamente, por la ausencia de un debate público y por no estar
sustentada en un discurso jurídico de avanzada democrática, como el de
Luigi Ferrajoli en Italia. El jurista Ferrajoli señala que si se toma en serio
el paradigma de la igualdad hay que preguntarse sobre la diferencia de
sexo. ¿Acaso la diferencia sexual impone algún tipo de derecho sexuado
o derecho de la diferencia? Para responder, Ferrajoli señala que la valo-
rización de la diferencia sexual se funda esencialmente en el principio
normativo de la igualdad, en el sentido de que la igualdad consiste en el
igual valor de las diferencias como rasgos constitutivos de las personas
y como tal la igualdad es asegurada por el carácter universal de los dere-
chos fundamentales. Ferrajoli identifica el derecho a la igualdad con el
derecho a la identidad diferente. Por eso ante la diferencia sexual, para
Ferrajoli hay un derecho relativo únicamente a las mujeres, que es el de-
recho “a la autodeterminación en materia de maternidad (y consecuen-
temente de aborto)” (1999, p. 84). Para este jurista se trata de un derecho

341
Marta Lamas

que es “al mismo tiempo fundamental y exclusivo de las mujeres por


múltiples y fundadas razones” (1999).
Aunque en México no se ha dado un amplio debate público, gracias a
la voluntad política del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en
la ciudad de México se han logrado avances notables. Sin embargo, este
caso comprueba que cuando no existe una tradición de discutir públi-
camente los contenidos específicos de la agenda de gobierno, la moder-
nización del tratamiento legal del aborto se da por razones totalmente
aleatorias. Como se recordará, desde 1931 en el D.F. no se penalizaba el
aborto cuando ponía en riesgo la vida de la mujer, cuando era producto
de la violación o cuando se producía accidentalmente. Esta vieja legisla-
ción era de avanzada si se la compara con la actual de otros países lati-
noamericanos. Casi setenta años después, en agosto del 2000, la Ciudad
de México vivió una reforma que tuvo importantes consecuencias, pues
la ampliación de las causas por las que se permitió el aborto llevaría a
una controversia constitucional. La reforma que se logró en la Asamblea
Legislativa del D.F., con el papel determinante de la mayoría del PRD
y el apoyo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), significó tres
ampliaciones 1) de peligro de muerte se pasó a grave riesgo a la salud de
la mujer, 2) se estableció el aborto por malformaciones del producto y 3)
se planteó la invalidez de un embarazo por una inseminación artificial
no consentida. Además, se estableció en el código de procedimientos pe-
nales que el Ministerio Público sería el encargado de autorizar el aborto
cuando éste fuera legal.
Esta reforma fue cuestionada por un grupo de asambleístas del
Partido Acción Nacional (PAN) y del Partido Verde Ecologista de México
(PVEM), quienes utilizaron el recurso de “acción de inconstitucionali-
dad” a que tiene derecho una tercera parte de los legisladores cuando
considera que una reforma legislativa va en contra de los principios de la
Carta magna. La Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió, un año
y cuatro meses después, que no existía tal inconstitucionalidad, por lo
que la reforma fue ratificada y la ley llamada “Ley Robles” entró en vigor.
A partir de ese momento tanto la Procuraduría General de Justicia del
D.F. como la Secretaría de Salud del D.F. emitieron diversas normas que
regulan los procedimientos, servicios y obligaciones de los servidores

342
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

públicos respecto a la realización de un aborto legal. Así, la Ciudad de


México se convirtió en la entidad con la ley más progresista y los pro-
cedimientos más claros en materia de interrupción legal del embarazo.
Tres años más tarde, en diciembre del 2003, la Asamblea Legislativa
votó nuevas reformas en materia de aborto. Una diputada priísta pre-
sentó una propuesta para la “despenalización” del aborto en un arran-
que que más bien parecía una provocación. ¿Por qué el PRI, que jamás
se ha interesado en despenalizar el aborto en los congresos donde tiene
mayoría proponía, justo donde es una minoría, una despenalización al
vapor? Si el PRD aceptaba la propuesta de “despenalización”, tendría que
pagar el costo político, por ser la mayoría que haría posible la reforma; si
no la aceptaba, quedaría como que estaba escabullendo su compromiso
con el tema. Ante la jugada priísta, el PRD respondió con inteligencia
e hizo otra propuesta, prudente, pero con implicaciones profundas. La
iniciativa de ley del PRI tenía serias fallas jurídicas y contradicciones
de fondo (como mantener el castigo para los médicos que realizaran la
interrupción). Cuando el PRI supo que el PRD preparaba otra propuesta,
elaboró una segunda iniciativa, en la cual limitaba a 12 semanas la rea-
lización del procedimiento. La legislación mexicana no ha establecido
plazos, por lo cual dicha propuesta era improcedente, pues excluía de la
posibilidad de un aborto legal a mujeres en quienes se detectan las mal-
formaciones del producto pasados los 3 meses.
En cambio la propuesta del PRD constaba de una combinación de ele-
mentos que iban desde incrementar el castigo para quien hiciera abortar
a una mujer sin su consentimiento a regular la objeción de conciencia de
los médicos, de manera tal que aunque se reconozca el derecho indivi-
dual del médico, se garantice el servicio a la mujer que solicita un abor-
to legal. También propuso modificar la Ley de Salud, señalando que las
instituciones públicas de salud debían, en un plazo no mayor de 5 días y
de manera gratuita, realizar la interrupción legal del embarazo. Pero la
reforma más importante, y que pasó totalmente desapercibida, fue que
se eliminó el carácter de delito del aborto que se realiza por ciertas cau-
sales legales. Antes, la ley decía que no se castigaría el delito del aborto
si concurrían ciertas circunstancias: grave riesgo a la salud de la mujer,
violación, inseminación artificial no consentida, malformaciones graves

343
Marta Lamas

del producto e imprudencia de la mujer. Con la nueva reforma ya no es


delito el aborto en el Distrito Federal cuando su realización se sustente
en alguna de las causas mencionadas.
Tan técnica fue esta modificación de los términos jurídicos (“se exclu-
ye del delito de aborto”) que hasta los panistas, encantados con el reco-
nocimiento a la objeción de conciencia, votaron a favor de la ley el 26 de
diciembre del 2003. La ley entró en vigor, sin que la derecha planteara un
recurso de inconstitucionalidad, el 27 de enero del 2004. Con estas refor-
mas y reglamentaciones, la Ciudad de México se convierte en la entidad
federativa con las leyes más avanzadas, donde de ser un delito que no
se castiga en ciertas circunstancias, el aborto deja de ser delito en esas
causales. El matiz, aunque sutil, es crucial.
Si bien estas reformas van en consonancia con la opinión de los ci-
tadinos respecto al aborto (más de ¾ partes de la ciudadanía aprueba
según la encuesta de ARCOP, 1999) no hay que pensar que el tema se re-
solverá igual en las demás entidades federativas. Todas carecen de ma-
yoría legislativa perredista dispuesta a asumir el tema de la maternidad
voluntaria, por lo que solo una sociedad verdaderamente indignada y
movilizada ante una ley anticuada y discriminatoria hará posible que
se colapsen los prejuicios contra el aborto y se instaure un tratamiento
jurídico respetuoso y socialmente igualitario.
Esto establece, de entrada, una situación de discriminación con las
mujeres de las demás entidades federativas. Un ejemplo, solo en trece
entidades federativas el aborto por malformaciones del producto es le-
gal.12 ¿Qué puede hacer una mujer que viva en un estado dónde no lo es?
El dilema lleva a la práctica del “turismo abortivo”. Y aunque hay una
propuesta moderada para homologar las causales del aborto legal en
todo el país, hay resistencia o desinterés de los partidos para modificar
la ley en materia de aborto en otros estados. El temor de los políticos
tiene nombre y apellido: Iglesia católica. Ningún partido desea desa-
tar una campaña en su contra desde los púlpitos de la Iglesia católica,
y ningún diputado católico desea ser excomulgado. Menos aún en los

12. Se trata de Baja California Sur, Coahuila, Colima, Chiapas, Distrito Federal, Guerrero, Estado de
México, Morelos, Oaxaca, Puebla, Quintana Roo Veracruz y Yucatán.

344
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

estados de la República. Sin embargo, un número creciente de católicos


practicantes, inclusive monjas, teólogos y sacerdotes, está manifestan-
do públicamente su discrepancia con la jerarquía de la Iglesia católica.
Al enfrentarse a la cerrazón vaticana, la argumentación de estos grupos
católicos progresistas sobre el derecho a elegir de acuerdo con la propia
conciencia ha abierto un camino de esperanza para millones de mujeres
creyentes que han abortado, y que seguirán abortando, y también para
los hombres de fe que las han apoyado, y que continuarán haciéndolo.13

Ética, ciencia y democracia

El consenso básico de las democracias occidentales en torno a que ni el


Estado ni las iglesias pueden intervenir en la decisión de un aborto se
basa en el respeto a la pluralidad y a la libertad de conciencia. Esta pers-
pectiva no acepta un destino impuesto por una voluntad sobrehumana,
se apoya en la ciencia para definir los límites neurológicos de la vida
consciente y considera que no hay que regirse por leyes divinas, sino por
acuerdos sociales.
Las personas que defienden “el derecho a decidir”, que postulan la
maternidad como una decisión voluntaria, plantean el aborto como el
último recurso de la libertad procreativa de la mujer ante embarazos no
deseados, o deseados y con malformaciones graves del producto o que
impliquen riesgos para su salud o su vida, pero no se quedan ahí: sub-
rayan que se requiere cambiar el contexto social que condiciona la toma
de decisiones de las mujeres y de los hombres. Esto, dicho llanamente,
va más allá de simplemente establecer un conjunto de leyes y servicios
médicos, hasta hoy insuficientes; supone un rediseño fundamental de
la vida social y sus relaciones de procreación. Esta perspectiva define
que, en sociedades plurales donde la responsabilidad de los hijos es in-
dividual, la condición principal para la decisión de interrumpir o no un

13. En México, el grupo Católicas por el Derecho a Decidir recibió en abril del 2002 el décimo premio
anual Obispo Méndez Arceo, otorgado a luchadores en Derechos Humanos por un conjunto de 42 grupos
católicos. Esto es, a todas luces, una validación de la postura sobre derechos sexuales y reproductivos de
esta organización.

345
Marta Lamas

embarazo pasa por las libertades individuales. El papel del Estado se


limita a garantizar a todas las mujeres el acceso a buenos servicios de
aborto en los hospitales públicos.
Aunque en el fenómeno actual del aborto hay un manojo de cuestiones
que están imbricadas, para desentrañarlas hay que responder una pregun-
ta fundamental: ¿por qué hay abortos? La respuesta es sencilla: el aborto
es la manera ancestral que tienen las mujeres para resolver el conflicto de
un embarazo no deseado. Pero entonces ¿por qué en pleno siglo XXI hay
embarazos no deseados? Hasta donde se ve, hay tres tipos de causas:

a) Las que tienen que ver con la condición humana: olvidos, irrespon-
sabilidad, violencia y deseos inconscientes. Aquí juegan un papel
protagónico las violaciones sexuales y los “descuidos” o errores
individuales.
b) Las que se relacionan con carencias sociales, en especial, la ausen-
cia de amplios programas de educación sexual, que se traduce en
una ignorancia procreativa generalizada y el acceso restringido
(por motivos económicos y sociales) a los métodos anticonceptivos
modernos.
c) Las relativas a fallas de los métodos anticonceptivos.

Tal vez el primer conjunto sea el más complicado de enfrentar, pues


aunque se pudieran erradicar las fallas técnicas o educar totalmente a la
población, difícilmente se podría transformar la condición humana: los
seres humanos no somos perfectos, y los olvidos, descuidos y errores son
parte constitutiva de nuestra naturaleza. Además, no solo errores, des-
cuidos, ignorancia o violencia sexual producen embarazos no deseados,
también el peso de la subjetividad en los procesos sexuales y procreati-
vos es un elemento inapelablemente definitorio: los deseos inconscien-
tes cuentan. Como cualquier esfuerzo por controlar el inconsciente de
las personas está destinado al fracaso, y todo intento de reglamentar la
vida psíquica es, al menos hoy en día, imposible, hay que resignarse a
remediar ese tipo de embarazos.
Abordar estos problemas implica enfrentar los dilemas actuales
que nos plantean el desarrollo, la ciencia, la razón y la libertad. No es

346
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

posible formular la complejidad de las cuestiones asociadas con la in-


terrupción voluntaria del embarazo en un maniqueo posicionamien-
to de “a favor” o “en contra”. ¿Quién puede estar “a favor” del aborto?
Todas las personas coincidimos en el deseo de que nunca más una mu-
jer tenga que abortar. Nadie en su sano juicio puede estar “a favor”, así,
en abstracto. Por otro lado, ¿qué significa estar “en contra”? ¿Acaso se
pretende impedir que las mujeres violadas aborten, que las que tienen
embriones con patologías graves tengan que llevar a término sus em-
barazos, o que las embarazadas en peligro de morir sean sacrificadas
por la llegada de una nueva vida?
Tener la posibilidad de ser congruente con las propias creencias,
sin que la carencia de recursos económicos o informativos se convierta
en una causa de enfermedad, de riesgo de muerte o de extorsión eco-
nómica, introduce la cuestión de la justicia social. En nuestro país no
todas las mujeres tienen igualdad de oportunidades para interrumpir
un embarazo no deseado, y esto se agrava si lo hacen de manera ilegal.
En contraste con quienes sí tienen medios o información para acceder
a abortos ilegales en óptimas condiciones, la gran mayoría de quienes
recurren a manos clandestinas se arriesga y es maltratada psicológica-
mente, además de que paga sumas totalmente desproporcionadas. El
sector más pobre sufre las complicaciones y la fatalidad de los abortos
mal practicados. Aparte, las dramáticas secuelas de las mujeres que lle-
gan a los hospitales públicos en pésimas condiciones por abortos mal
practicados ocasionan un gasto económico escandaloso, muy superior
al que significaría hacerles a esas mismas mujeres un buen aborto en
esas mismas instituciones públicas.
¿Se pueden cerrar los ojos ante el riesgo ocasionado por la flagran-
te desigualdad de acceso a buenos servicios clandestinos de aborto? Un
objetivo de la despenalización de esta práctica es eliminar la injusticia
social que genera la ilegalidad y atenuar los altos costos humanos, eco-
nómicos y sanitarios concomitantes.
Todas las personas deseamos que se terminen los abortos. El asunto
es que discrepamos radicalmente en cómo lograr ese objetivo comparti-
do: unas personas piensan que hay que prohibir todos los abortos, mien-
tras que otras pensamos que hay que despenalizar esa práctica. Aunque

347
Marta Lamas

ambas posturas sostienen que es importante prevenir los abortos, una


aboga por una amplia educación sexual y una gran difusión de los mé-
todos anticonceptivos, en tanto la otra argumenta que hay que restrin-
gir la actividad sexual a su práctica dentro del matrimonio, que el único
método anticonceptivo válido es el ritmo y que la abstinencia sexual es
la única opción legítima para los jóvenes. Las cifras de embarazo ado-
lescente e iniciación de la vida sexual juvenil fortalecen mi escepticismo
respecto de las vanas ilusiones de los conservadores. La fuerza de la pul-
sión sexual es avasalladora y las fallas humanas, sociales y técnicas pro-
ducen cientos de miles de embarazos no deseados cada año, gran parte
de los cuales siguen siendo interrumpidos de manera ilegal.
El punto central de la defensa de la vida está, creo yo, en otra parte.
Mientras se acepte sin cuestionar el uso que se da al concepto “vida”,
formulado de manera unívoca desde la perspectiva católica, no saldre-
mos del atolladero en el que la discusión está empantanada. Desde una
perspectiva laica hay que contraponer una mirada que toma en consi-
deración otros elementos, como la calidad de la vida, la responsabilidad
individual y la libertad, y que se apoya en la diferencia entre vida vegeta-
tiva y vida consciente, basada en la actividad cerebral. Por eso el debate
ético en torno al aborto no conduce a establecer un manual de reglas o
prohibiciones, sino que lleva a replantear el sentido de la existencia.
Cuando cada innovación tecnológica relativa a la procreación suscita
dudas y temores, y cada fallo jurídico o reforma legislativa causa agita-
ciones, ¿qué es lo que está en juego? Ciertamente, en los urgentes deseos
de interrumpir la gestación de un nuevo ser se reformula algo nodal:
concepciones sobre la vida, lo humano, lo ético. Eso agudiza conflictos
religiosos y políticos, y remite, indefectiblemente, a revisar los concep-
tos y creencias que tenemos, no únicamente acerca de la procreación y
su interrupción, sino por encima de todo, acerca de la libertad.
¿Qué es la libertad en materia de procreación? ¿A qué nos referimos
cuando hablamos de libertad procreativa? Aunque los “derechos repro-
ductivos” están consagrados en el artículo 4 de nuestra Constitución y
México ha suscrito convenios internacionales sobre esa cuestión, en el
plano de la vida cotidiana libertades sustantivas como la interrupción
voluntaria del embarazo siguen sometidas a restricciones. Sin embargo,

348
Nuevos horizontes de la interrupción legal del embarazo

y como lo demuestran los recientes cambios legislativos en el D.F., es


posible mover las fronteras de lo permitido. El proceso de cambiar los
límites tiene que ver más que con la realidad contundente de las mu-
jeres que abortan, que por sí sola debería llevar a ajustar la legislación,
con transformaciones de otro tipo: la voluntad política de un partido de
ser consecuente con su plataforma, la presión de grupos de interés y la
influencia del pensamiento crítico intelectual.

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352
Mujeres, aborto e Iglesia católica*

Desde hace años las batallas más sonadas en torno a los derechos huma-
nos de las mujeres tienen como contrincante acérrimo a la jerarquía de la
Iglesia católica. En estas páginas pretendo trazar solo un aspecto de ese
lamentable panorama: la confrontación que, desde hace tiempo, se vie-
ne dando en torno a la despenalización del aborto. Primero exploraré qué
está en juego para la Iglesia católica en el hecho de que las mujeres tomen
decisiones sexuales y reproductivas. Luego mostraré aspectos relevantes
del contexto mundial de esa batalla. Y finalmente exhibiré algunas conse-
cuencias concretas de las tramposas actitudes del episcopado mexicano.
Por cuestiones de espacio no daré detalles de lo que ha sido la larga lucha
del movimiento feminista y otros sectores sociales para lograr, en abril de
2007, la despenalización del aborto en la Ciudad de México.1 Únicamente
consignaré algunos incidentes significativos de este conflictivo proceso.

1.

Declarándose en contra del derecho de las mujeres a decidir si conti-


núan o no un proceso de gestación, el Vaticano sostiene que hay que
prohibir los abortos para salvar almas inocentes. Su oposición a que los
seres humanos intervengan en el proceso reproductivo parte del dogma

* Extraído de Lamas, Marta (2012). Mujeres, aborto e Iglesia católica. Revista de El Colegio de San Luis,
nueva época, II(3).
1. Para una visión más completa de ese proceso ver Enríquez y de Anda (2008) y Lamas (2009).

353
Marta Lamas

religioso de que la mujer y el hombre no dan la vida, sino que son depo-
sitarios de la voluntad divina: “Ten todos los hijos que Dios te mande”.
Por eso, porque supuestamente interfieren con los designios de Dios, es
que la Iglesia prohíbe los anticonceptivos y el aborto. Además, los obis-
pos consideran que desde el momento de la concepción el ser humano
en formación tiene plena autonomía de la mujer, cuyo cuerpo es un mero
instrumento del Señor. Presuntamente Dios insufla el alma al óvulo des-
de el primer instante de la fecundación, lo que lo vuelve absolutamente
equiparable a un ser humano ya nacido. En torno a esta controversia se
confronta la postura de la fe con la perspectiva científica. Por un lado,
una imposición incuestionada del concepto vida, formulado de manera
unívoca desde la visión religiosa, la define como un valor en sí que hay
que perseguir siempre por su inescrutable sacralidad; por el otro, una
diferenciación entre vida vegetativa y vida consciente a partir de la acti-
vidad cerebral que distingue el estatuto neurológico de un óvulo fecun-
dado, del de un embrión y finalmente de un feto. Así se contrapone la
definición religiosa a una mirada racionalista que se apoya en la ciencia y
en la ley para marcar los límites de lo que los seres humanos permiten. La
Iglesia dictamina qué es pecado, pero las personas no se rigen por desig-
nios divinos, sino por acuerdos terrenales que definen qué es un delito.
El polémico debate sobre la despenalización del aborto cobró rele-
vancia en 1973, cuando en Estados Unidos la Suprema Corte de Justicia
declaró que interrumpir un embarazo era una decisión íntima de las
mujeres que el Estado no debía obstaculizar. La alianza anticomunista
entre el papa polaco y el presidente Reagan sirvió para fortalecer la viru-
lenta reacción que se produjo. Hasta ese momento la Iglesia no se había
mostrado preocupada por los abortos que ocurrían ilegalmente. Pero el
papa Wojtyla sabía que en la Polonia comunista el aborto era un derecho
de las mujeres y, por lo tanto, había que combatir dicha práctica en el
mundo “libre”. Que los obispos estadunidenses comenzaran sus campa-
ñas justamente cuando mejoraron las condiciones para que las mujeres
se hicieran abortos seguros y legales conmocionó a un grupo de femi-
nistas católicas que se escandalizaron de que a la Iglesia le importara
más salvar embriones que vidas de mujeres. Ellas, con algunas monjas
que colgaron sus hábitos para seguirlas, conformaron una organización

354
Mujeres, aborto e Iglesia católica

llamada Catholics For a Free Choice (CFFC), que puso a debate el lugar y los
derechos de las mujeres dentro de la institución religiosa. Denunciando
que la Iglesia limita la autonomía de la mujer y que su resistencia al abor-
to expresa un miedo histórico a las mujeres, protestaron ante el rechazo
eclesiástico a que las mujeres tomen decisiones morales sobre sus vidas
y cuerpos. Cuestionaron que la Iglesia no ordene a sacerdotisas y seña-
laron que si los sacerdotes se casaran y tuvieran que criar a sus criatu-
ras, las reglas sobre la sexualidad y reproducción serían muy diferentes.
Finalmente concluyeron que, al prohibir los anticonceptivos, la Iglesia
dificulta la prevención de los embarazos no deseados y se hace cómplice
de los abortos (Kissling, 1994a).
A partir de entonces, y simultáneamente al crecimiento y populariza-
ción de la segunda ola del feminismo, la Iglesia católica vinculó los temas
de sexualidad y reproducción con la contraposición entre “comunistas”
y católicos que se vivió en muchos países. En México, por ejemplo, des-
de que el Partido Comunista Mexicano (PCM) tuvo su registro legal las
feministas iniciamos una campaña en 1980 para que la coalición de iz-
quierda de la cámara de diputados presentara nuestro proyecto de ley so-
bre maternidad voluntaria (González, 2001). Las compañeras del Frente
Nacional de Liberación y por los Derechos de las Mujeres (FNALIDM)
organizamos debates públicos, mesas redondas, conferencias y otros ac-
tos (obras de teatro, recitales de música, etcétera) en torno al proyecto
de ley, pero en especial las feministas del PCM participaron en condicio-
nes francamente peligrosas. La Iglesia católica desató un feroz ataque al
PCM a través de organizaciones fascistas como el MURO, que integraron
el Comité Nacional Pro-Vida. Muestra de ello fueron los carteles con que
tapizaron tanto al Distrito Federal. como a las principales ciudades del
país. Tres carteles fueron los que más circularon: el primero con las fo-
tografías de los diputados de la coalición de izquierda y el lema “Estos
son los que quieren legalizar el infanticidio”; otro con fotografías de un
crimen de guerra y un feto, diciendo “En los países que ya tienen domina-
dos, los comunistas asesinan legalmente así; y este asesinato pretenden
legalizar en los países que buscan dominar”, y el último, a todo color, una
fotografía sanguinolenta de un feto destrozado con la leyenda “Aborto:
un crimen más del Partido Comunista” (Lamas, 1981).

355
Marta Lamas

Además de la campaña de los carteles se emprendieron otras de pin-


tas y volantes con francas incitaciones al linchamiento y a la violencia.
En Jalisco tuvo trágicas consecuencias lanzar desde un avión volantes
que decían: “El aborto es un asesinato pero matar comunistas no es pe-
cado”. Javier Velásquez Cabrera, secretario general del PCM en el pobla-
do de Tequila, Jalisco, fue asesinado por grupos derechistas el 17 de sep-
tiembre de 1980. En el Distrito Federal y algunos estados, las feministas
y los compañeros que las acompañaban en pintas y pega de carteles fue-
ron salvajemente agredidos. En Morelos, miembros de la Juventud Pro-
Vida le abrieron la cabeza a Alberto Castañeda, y en Michoacán fueron
perseguidas y apedreadas tres compañeras (Lamas, 1981).
Aunque el proyecto de ley fue “congelado”, avanzó el activismo femi-
nista en México, y en otros países. Las protestas y declaraciones feminis-
tas llevaron al papa a promulgar en 1988 una tibia carta apostólica sobre
la dignidad de las mujeres.2 Pero sería la caída del muro de Berlín en 1989
lo que le daría un giro aún más misógino a su rabioso anticomunismo.
Una de las fundadoras de CFFC, Frances Kissling, interpreta la vehe-
mencia flamígera de Karol Wojtyla contra el aborto como la necesidad,
después del fin del comunismo, de construirse otro enemigo común que
uniera a sus fieles. El papa Wojtyla decidió que ahora el diablo sería la
modernidad, principalmente su concepción antiesencialista y atea del
ser humano, expresada por el feminismo en su reivindicación del dere-
cho a decidir sobre el propio cuerpo. Así la campaña en contra del aborto
se convirtió en la punta de lanza eclesiástica en una mediática campaña
“a favor de la vida”.
Mientras que la difusión mundial de las tesis feministas fue vivida
como una amenaza entre los hombres de la Iglesia, para la Organización
de las Naciones Unidas (ONU) representó un llamado a fortalecer los
derechos sexuales y reproductivos en la arena internacional. Una reso-
lución del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, que tam-
bién data de 1989, planteó la necesidad de que los países miembros de la

2. En la carta apostólica Mulieris dignitatem, el concepto que se tiene de la naturaleza de las mujeres es in-
audito: las mujeres deben ser vírgenes o ser madres. Esas son las dos identidades aceptables. Ahora bien,
el documento sugiere que sería excelente si las mujeres pudieran, como la Virgen María, tener ambas
condiciones al mismo tiempo, ¡vírgenes y madres! Hasta la fecha María es el ideal de mujer.

356
Mujeres, aborto e Iglesia católica

ONU discutieran y aprobaran acciones concretas relativas a los temas de


población, crecimiento económico sustentable y deterioro ambiental. La
importancia y complejidad de la temática de la Conferencia Internacional
sobre Población y Desarrollo (CIPD) que se programó para 1994 en El
Cairo, requirió la realización de tres conferencias preparatorias.
Ahora bien, hay que apuntar que la católica es la única religión que
interviene directamente en el concierto de las naciones de la ONU. Bajo
la figura de la Santa Sede, los jerarcas católicos tienen el estatuto de
Estado observador, que les permite asistir y opinar en las sesiones de
trabajo de la ONU. De cara a la CIPD, esta institución religiosa desple-
gó a un equipo de curas para que objetaran lo que veían como el “es-
quema feminista” de la conferencia. En palabras de la Dra. Nafis Sadik,
la directora del Fondo de Población de la ONU, el nuevo proyecto de la
Conferencia era totalmente diferente de las anteriores pues reflejaba la
apertura de la ONU para escuchar a las mujeres y ponía énfasis en darles
el poder para controlar sus vidas, especialmente en el aspecto reproduc-
tivo. Había que responder a lo que las mujeres exigían: incremento y
mejoría de los servicios de planificación familiar y una ampliación del
marco de los servicios de atención a la salud reproductiva, que incluyera
la despenalización del aborto. Solo así se lograría bajar las tasas de mor-
talidad materna y alcanzar una “Maternidad sin Riesgos”.
Este enfoque irritó sobremanera al Vaticano, que calificó la propues-
ta de la ONU como un proyecto de muerte. Además, haciendo gala de su
ignorancia, el delegado de la Santa Sede pidió que se suprimiera la ex-
presión “maternidad sin riesgos” (safe motherhood), porque suponía que
incluía automáticamente el aborto. La maternidad sin riesgos, un objeti-
vo que todos los países quieren alcanzar, es una propuesta dirigida a sal-
var a miles de mujeres de muertes prevenibles por mala atención médica
durante su embarazo o parto.3 La discusión interna fue aumentando de
tono y, durante la tercera y última conferencia preparatoria (PrepCom
III), que duró tres semanas (del 4 al 22 de abril de 1994) en Nueva York,
las delegaciones oficiales de los países miembros y los representantes de

3. La postura de la ONU sobre la maternidad sin riesgo se encuentra en Ramson (2002). Sobre el caso
de nuestro país ver el sitio en Internet del Comité Promotor por una Maternidad sin Riesgos en México
(CPMSR) (incluye documentos, publicaciones, memorias): http://maternidadsinriesgos.org.mx/web/

357
Marta Lamas

más de 400 organizaciones no gubernamentales recibieron un sistemá-


tico cuestionamiento por parte de los sacerdotes.
El objetivo de esta última reunión preparatoria era definir el docu-
mento base para que los jefes de las delegaciones oficiales manifestaran
su acuerdo o desacuerdo con los objetivos y acciones propuestos. Dada
la amplitud de los temas se trabajó en reuniones simultáneas, por lo
cual las delegaciones con muchos integrantes tuvieron oportunidad de
participar en cada una de ellas. La delegación oficial con más presencia
fue la del diminuto Estado del Vaticano, que además logró que algunos
países latinoamericanos enviaran delegaciones presididas por católicos
militantes, ligados al movimiento pro-vida, en vez de funcionarios ex-
pertos en los temas a tratar.4 Sus representantes presionaron abierta-
mente a varios delegados y cuando esta presión no funcionó, los obispos
hablaron directamente a los presidentes de los gobiernos para quejarse
de que sus delegaciones oficiales estaban tomando posiciones “equi-
vocadas” en todos los temas relativos a la estructura de la familia, los
derechos sexuales y reproductivos, y la sexualidad de los adolescentes.
Además, como el consenso era el mecanismo para llegar a los acuerdos,
las objeciones del Vaticano retrasaban la toma de decisiones. Mediante
el recurso de “poner entre corchetes” los párrafos sobre los que discre-
paban, los curas lograron trabar cuestiones en las que casi la totalidad
de los países estaba de acuerdo. Finalmente, la mayoría de los países se
hartó del saboteo sistemático y cuando el cura Diarmuid Martin, jefe de
la delegación del Vaticano, expresó en la plenaria de la PrepCom III que
el documento “carecía de una visión moral coherente”, la reacción del
pleno de la asamblea le propinó un duchazo de agua fría: una iglesia no
puede monopolizar la ética y la moralidad.
La Iglesia decidió, entonces, lanzar una campaña mediática dirigida
a sensibilizar a la opinión pública. Por un lado, convenció al presiden-
te de Argentina de solicitar a sus homólogos asistentes a la IV Cumbre
Iberoamericana en Cartagena (junio 1994) que firmaran una condena al
aborto. Al no lograr su objetivo, Menem retomó la propuesta católica de

4. Con una dimensión de 0.439 Km2 (44 hectáreas) y con una población permanente de alrededor de dos
mil personas, entre eclesiásticos y empleados básicamente hombres, el Vaticano le da sustrato territorial
a la Santa Sede, que es quien mantiene las relaciones diplomáticas con las demás naciones.

358
Mujeres, aborto e Iglesia católica

instaurar el día de la Anunciación a la Virgen María (25 de marzo) como


el Día del No Nacido, que todavía se festeja en algunos países latinoame-
ricanos.5 Por otro lado, el Papa beatificó a una mujer embarazada y con
cáncer uterino que, en lugar de aceptar el tratamiento médico y abortar,
se sacrificó para dar a luz y perdió la vida.6
La Santa Sede envió una nutrida delegación de obispos y curas a la
CIPD de El Cairo (1994) con la firme intención de imponer su agenda
teológica en asuntos de población, sexualidad y reproducción. La ONU
apoyaba, genuinamente, la lucha por la igualdad de las mujeres y a los
religiosos no les gustó la importancia que el documento otorgaba a la
educación de las niñas y jóvenes, y al acceso a las mismas oportunidades
que los hombres. Además el programa de acción de la conferencia plan-
teó que el aborto realizado en condiciones ilegales era un grave proble-
ma que había que enfrentar.7 Este pequeño reconocimiento, que abarcó
solamente uno o dos párrafos de un documento de más de cien páginas
que aborda cuestiones de salud, alimentación, educación, protección de
derechos y obligaciones de los países, y que aboga por un desarrollo inte-
gral dirigido a erradicar las desigualdades, fue magnificado por los emi-
sarios del Vaticano como la imposición de una política criminal de abor-
to legal. A pesar de que la campaña pagada por la Iglesia en los medios de
comunicación fue intensa y terrorífica, al final todos los países, excepto
Irán y Malta, aprobaron los capítulos relativos a derechos reproductivos
y salud reproductiva. Y así la Iglesia católica perdió la batalla en El Cairo.
Por su parte, después de la desgastante experiencia de aguantar a
los obispos poniendo entre corchetes todas las propuestas relativas a
la libertad sexual y reproductiva de las mujeres, varias organizaciones

5. Aunque en El Salvador se instituyó antes el Día del Derecho a Nacer, la fecha se generalizó como el
Día del No Nacido cuando Menem convocó a los demás presidentes de América Latina a establecer de
manera oficial ese día. La primera celebración oficial reunió en Argentina al arzobispo de Boston, carde-
nal Bernard Law (posteriormente acusado de proteger a los sacerdotes pederastas) y a monseñor Renato
Martino, observador permanente de la Santa Sede ante Naciones Unidas. Según Htun (2003) Menem
recibió una carta del papa Karol Wojtlya agradeciéndole su iniciativa.
6. Se trató de Gianna Beretta, una pediatra embarazada de su cuarto hijo y que padecía un cáncer uterino
mortífero, pero que insistió en que se debería sacrificar su vida a favor de su hijo por nacer. Obviamente
ella murió enseguida, dejando huérfanos a los cuatro. Ver Kissling (1994b).
7. En el párrafo 8.25 del Programa de Acción de la Conferencia Internacional de Población y Desarrollo
(Cairo 94) quedó consignado que el aborto inseguro es un grave problema de salud pública.

359
Marta Lamas

feministas lideradas por Catholics for a Free Choice plantearon una dura re-
visión al estatuto de la Iglesia católica romana en la ONU. Cuestionaron
la calidad de observador permanente de la Santa Sede, ya que esta no es
un Estado nacional sino el brazo gobernante de una institución religio-
sa. Denunciaron que la norma de imparcialidad y neutralidad a la que
aspira Naciones Unidas se quiebra cuando una sola iglesia posee privi-
legios que las demás no tienen. La iniciativa, que sigue en pie, derivó en
un debate sobre la validez del principio de separación Iglesias-Estado
dentro de una organización que reúne a los gobiernos de los países
(CFFC, 1996). Luego de la denuncia feminista, la Santa Sede solicitó a la
ONU se prohibiera la participación de Catholics For a Free Choice, petición
a la que no se accedió.
Para la Conferencia de Beijing, la Iglesia modificó su estrategia: ya
no más obispos al frente de la delegación. La jerarquía católica deci-
dió pelear con sus propias mujeres. Así, por primera vez en la historia,
una delegación vaticana estuvo encabezada por una mujer, Mary Ann
Glendon, importante jurista norteamericana conocida por sus posturas
anti-aborto.8 También por primera vez la delegación estuvo compuesta
por más mujeres (14) que hombres (8). Además, el Vaticano impulsó la
creación de varias organizaciones no gubernamentales de mujeres que
comulgaban (literal y metafóricamente) con la jerarquía católica y que,
enviadas por la Santa Sede, se enfrentaron a las feministas en la carpa
de ONG en Huairou.9
Pese a todos los esfuerzos del Vaticano, la plataforma de acción de la
IV Conferencia Mundial sobre la Mujer (Beijing) reafirmó el contenido
de las resoluciones de El Cairo.10 Además, agregó la recomendación de
que los países revisaran las leyes que penalizan a las mujeres cuando

8. Además, es autora de un importante libro sobre la legislación de aborto y divorcio en el mundo occi-
dental. Ver Glendon (1987).
9. Entre las mexicanas destacadas que comulgan con la Iglesia y que asistieron a Beijing estuvo Paz Fer-
nández Cueto, editorialista del periódico REFORMA y actual diputada por el PAN.
10. “Los abortos realizados en condiciones de riesgo ponen en peligro la vida de muchas mujeres, lo cual
representa un problema de salud pública grave. La mayoría de estas muertes, los problemas de salud y
las lesiones podrían prevenirse mediante un mayor y mejor acceso a servicios adecuados de atención en
salud, incluyendo métodos seguros y efectivos de planificación familiar y atención obstétrica de urgen-
cia...” (Párrafo 97. Plataforma de Acción IV Conferencia Mundial de la Mujer. Beijing, 1995).

360
Mujeres, aborto e Iglesia católica

se someten a abortos ilegales (párrafo 106 K). Tanto la Conferencia de


Población y Desarrollo (Cairo 1994) como la IV Conferencia de la Mujer
(Beijing 1995) resultaron un triunfo decisivo en la lucha por la defini-
ción de mujer: ¿receptáculo de una nueva vida o sujeto con derechos? La
influencia de las conferencias fue muy amplia y obligó a los gobiernos
nacionales a tomar posición respecto de demandas nacionalmente aca-
lladas, como el aborto.
Un episodio que tuvo una dimensión tanto cardinal como ridícula
fue la demonización que la Santa Sede hizo del término “género” al exi-
gir que se eliminara de los documentos de Naciones Unidas.11 La suma
importancia que cobró la palabra “género” se debió a su concepción no
esencialista del papel social de las mujeres y los hombres. Jean Franco, en
su agudo ensayo, “Defrocking the Vatican: Feminism’s Secular Project”
exhibe la desesperación del Vaticano por eliminar la palabra “género”,
y alega que “las discusiones sobre el uso de palabras a menudo parecen
quisquillosas, irrelevantes para las luchas reales” (2003, p. 28) pero que,
por el contrario, “el poder para interpretar y la apropiación e invención
activa del lenguaje son herramientas cruciales para los movimientos
emergentes” (2003, p. 28).12 El horror que dicho concepto inspiró a los
funcionarios eclesiásticos lo ejemplificó el obispo auxiliar de Buenos
Aires, que dijo que utilizar la palabra género “nos convierte en compa-
ñeros de viaje del feminismo radical” (2003, p. 33). La relevancia de un
término que desecha la visión esencialista sobre las mujeres y que en lu-
gar de tomarlas como hembras paridoras las concibe como sujetos, hizo
explícito que la sexualidad y la reproducción constituyen la arena de un
forcejeo continuo en el que la fe y el pensamiento laico tratan de asentar
sus derechos.

11. Con el concepto género se entiende que las diferencias entre mujeres y hombres son más un pro-
ducto de la cultura y no de la biología, y que los papeles que ambos desempeñan están históricamente
determinados.
12. Defrock es un término religioso que significa expulsar, deponer o degradar, pero que Franco usa con
ironía, pues apela a una imagen visual: el frock (el hábito, o vestido talar de los personajes religiosos).
Aunque el juego de palabras con defrocking se pierde en la traducción al castellano, en inglés concita la
imagen de las feministas quitándoles sus ropajes, desvistiendo, literal y metafóricamente, a los curas y
obispos. Ver Franco (1998, traducción 2003).

361
Marta Lamas

2.

¿Por qué la lucha del Vaticano se centró, y lo sigue haciendo, principal-


mente en América Latina? Porque en esta región el catolicismo tiene
su mayor clientela. A pesar de que en varios países de la región florecen
nuevas iniciativas feministas y se abren inéditos cauces de participa-
ción, la despenalización del aborto todavía no es una realidad exten-
dida. La interrupción voluntaria del embarazo solo es legal en Cuba,
Puerto Rico, Guyana y la Ciudad de México. En el resto de las naciones
latinoamericanas, se permite el aborto únicamente para salvar la vida
de la mujer o si es producto de una violación, aunque cinco incluso
lo tienen prohibido por estas causas: Chile, El Salvador, Honduras,
República Dominicana y Nicaragua. Por ello las mujeres, al recurrir al
aborto clandestino, corren el riesgo de morir, de contraer infecciones
o ser encarceladas. Como el feminismo ha repetido hasta el cansan-
cio, el aborto es un problema de justicia social, porque las mujeres con
recursos abortan sin peligro en lugares seguros donde pagan altas su-
mas, mientras las demás arriesgan su salud y sus vidas.13 No obstante
la gravedad de la situación, la decisión soberana de despenalizar con-
tinúa atorada, soterrada o negada porque la Iglesia católica frena a los
gobiernos, incluso a los supuestamente democráticos o de izquierda.14
Pese a contar con el apoyo de un amplio sector de la ciudadanía, el
factor que más ha impedido un tratamiento racional y democrático
del problema es la alianza del fundamentalismo eclesiástico con las

13. Son pocos los países que cuentan con otros supuestos, como el de razones terapéuticas, malforma-
ciones del producto, o causas socioeconómicas. Por eso en América Latina y el Caribe, más de 5.000 mu-
jeres mueren cada año debido a complicaciones relacionadas con abortos inseguros (más de un quinto
del total de muertes maternas). Esta cifra corresponde al 21% de las muertes maternas a nivel mundial.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) indica que el aborto es la causa primordial de mortalidad
materna en Argentina, Chile, Guatemala, Panamá, Paraguay y Perú y segunda causa de muerte en Costa
Rica y tercera causa en Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, El Salvador, Honduras, México y Nicaragua.
Y la tragedia no acaba ahí. De todas las mujeres que se someten a un aborto en condiciones de riesgo,
aproximadamente entre el 10% y el 50% necesitan atención médica para el tratamiento de las complica-
ciones. Ver Lamas (2008).
14. Especialmente escandaloso ha sido el caso de Tabaré Vázquez, el presidente socialista de Uruguay,
que usó el veto presidencial para impedir la despenalización que tanto los diputados como los senadores
habían aprobado (Carbajal, 2006).

362
Mujeres, aborto e Iglesia católica

cúpulas empresariales locales. La labor de zapa de organizaciones con-


servadoras ha sido financiada por una organización del Vaticano y de
los obispos estadunidenses –Human Life Internacional– y opera local-
mente pero bajo el mismo esquema a través de los grupos llamados
“Pro-Vida”.15
En México la discusión sobre aborto y la Conferencia de Beijing la
colocó en los medios de comunicación el Partido de Acción Nacional
(PAN) con tramposas manipulaciones (Lamas, 1995). Antes de que par-
tiera la delegación oficial a China ya el secretario de Salud, Juan Ramón
de la Fuente, ya había tenido que declarar que el debate del aborto no
estaba cerrado, que era un serio problema de salud pública y que debía
ser revisado por el conjunto de la sociedad (La Jornada, 15 de agosto de
1995). Recién finalizada la Conferencia de Beijing, el PAN publicó un
desplegado con el título de “Que se cumplan los acuerdos previos toma-
dos por la delegación mexicana que asiste a la IV Conferencia Mundial
de la Mujer en Beijing, China” (La Jornada, 14 de septiembre de 1995,
p. 22). Ahí cuestionaban al director general del Consejo Nacional de
Población (CONAPO) por aceptar que los resolutivos de la Conferencia
consignaran “considerar la posibilidad de revisar las leyes que prevén
medidas punitivas contra las mujeres que han tenido abortos ilega-
les”. Al día siguiente Norberto Rivera, arzobispo primado de México,
declaró “equivocada” y “errónea” la tendencia del gobierno mexicano a
abrir una discusión en torno a la despenalización del aborto, pues era
un tema que iba “a dividir y confrontar a los mexicanos” (La Jornada, 15
de septiembre de 1995, p. 13). En seguida, Pro-Vida solicitó la destitu-
ción del director de CONAPO por haber integrado “un grupo feminista
mexicano pro-aborto”, y denunció que Gómez de León ignoró un estu-
dio elaborado por la comisión de población y desarrollo de la cámara

15. En El Cairo y Beijing, el Vaticano no contó con el apoyo del gobierno demócrata de Clinton. Pero con
el ascenso del republicano George Bush Jr., Karol Wojtyla volvió a tener el respaldo de la administración
norteamericana y se dedicó, con ese apoyo y el de la clase empresarial de derecha, a impulsar y financiar
organizaciones fundamentalistas en varios países de la región. Human Life Internacional (HLI) es una
coalición de grupos pro-vida de varios países, impulsada por poderosas fuerzas conservadoras de Esta-
dos Unidos y apoyada por la jerarquía católica, a través del Consejo Pontificio para la Familia. Ver Edgar
González Ruiz (15 de febrero de 2004) para la historia y vínculos de HLI.

363
Marta Lamas

de diputados sobre el tema: “no solo desconoció el documento, sino


que lo descalificó” (La Jornada, 19 de septiembre de 1995, p. 39).
¡Y cómo no lo iba a descalificar si se trataba de un documento
amañado! En el proceso de constitución de la agenda mexicana para
Beijing el PAN manipuló la consulta legislativa de la siguiente manera.
El diputado Jorge Dávila Juárez, en su calidad de presidente de la co-
misión de población y desarrollo de la cámara de diputados, convocó a
una consulta legislativa (en tres foros) en relación a la IV Conferencia
Mundial de la Mujer, titulada: “Una perspectiva sobre el desarrollo de
la Mujer”. Las consultas se llevaron a cabo en Guanajuato (28 julio), el
Distrito Federal (3 agosto) y Jalapa (14 agosto). La difusión e inscrip-
ción a la consulta fue extremadamente selectiva, al grado que no hubo
una representación de las 250 organizaciones de mujeres que habían
desarrollado un proceso de discusión nacional de cara a Beijing, ni
se invitó a los grupos feministas. La participación mayoritaria fue de
grupos conservadores, que llegaron a conclusiones coincidentes con
la postura del PAN. La jugada panista era legitimar, mediante dichos
foros, una recomendación legislativa, cuestión que logró sin mucha
dificultad gracias al desinterés priísta y perredista por la Conferencia
en Beijing. De ahí que –al dar a conocer las conclusiones de la consul-
ta realizada en la cámara de diputados– Dávila Juárez afirmara que
“Proponen diputados que la postura de México en China sea antiabor-
to” (La Jornada, 30 de agosto). El Heraldo de la misma fecha consignó
“Es una constante el rechazo a la despenalización del aborto provoca-
do. De todas las ponencias presentadas sobre este tema, 95% insisten
sobre este punto, así como en la defensa de la vida desde el momen-
to mismo de la concepción”. Por eso, según Dávila Juárez, en dichas
conclusiones se establecían las demandas de la sociedad para que el
Estado mexicano “no asuma compromisos que su pueblo no acepta y
que pudieran ir contra los valores y los principios de la nacionalidad”.
Pero si los 284 ponentes y 1070 ciudadanos (La Jornada, 30 agosto), ele-
gidos amañadamente, que asistieron a los foros encarnan “las deman-
das de la sociedad”, ¿qué decir de las 2595 personas que constituyeron
la muestra representativa de la población mexicana de las encuestas

364
Mujeres, aborto e Iglesia católica

nacionales sobre aborto Gallup/GIRE, realizadas en 1992, 1993 y 1994, y


donde alrededor del 80% se declaró a favor de que la mujer decidiera?16
Por su parte el Episcopado, en su circular No. 95/33 del 26 de septiem-
bre de 1995, llamó a la comunidad católica de la arquidiócesis de México
a una peregrinación “en pro de la vida y la familia” a la Basílica el domin-
go 15 de octubre de 1995. En hoja aparte se repartió el siguiente volante:

México: ¿realmente piensas así?

México se suma sin reservas a los acuerdos adoptados por la ONU en la


IV Conferencia de la Mujer en Beijing.
Los mexicanos apoyamos los aspectos que promuevan la dignidad de
la mujer pero cuestionamos:

16. En una muestra representativa de la población mexicana (2595 personas de localidades urbanas de
más de 50.000 habitantes) se formularon preguntas cerradas con respuestas de opción múltiple, y pre-
guntas abiertas, con las que completó la información. Personal entrenado de Gallup llevó a cabo las en-
trevistas, realizadas simultáneamente en distintas ciudades, mediante visitas domiciliarias. La muestra
se tomó en 36 localidades distribuidas al azar en estratos regionales. La investigación incluyó personas
de ambos sexos (50,7% de hombres y 49,2% de mujeres) agrupados por grupos de edad, nivel socioeconó-
mico, seis zonas geográficas, tres ciudades principales y personas con o sin hijos. Se incluyeron todos los
estados de la república, divididos en seis zonas de acuerdo con su localización geográfica y se mostraron
por separado los datos correspondientes a las tres ciudades principales del país: Distrito Federal, Gua-
dalajara y Monterrey.
Se quería saber si los entrevistados conocían la situación legal del aborto así como conocer su opinión en
relación a quién debe tomar la decisión de abortar. También se les preguntó su opinión sobre el papel de
la Iglesia, sobre si los abortos deben realizarse en instituciones de salud, y sobre si piensan que la despe-
nalización evitaría la muerte de muchas mujeres. Se formuló la pregunta ¿quién debe tomar la decisión
de un aborto? ofreciendo como respuesta posible las categorías: la mujer, el hombre, ambos, el gobierno,
la Iglesia, los médicos y otros.
Los datos por sí solos son muy interesantes y también si se los compara con los obtenidos posteriormente
en dos encuestas más (1993 y 1994). En líneas generales, la población mostró una postura clara en el sen-
tido de que se trata de una decisión que compete a la mujer y su pareja, y además parece ir en aumento
la tendencia hacia la liberalización de las posturas ante el aborto. Así, encontramos que mientras en la
encuesta de 1992 un 78% de las personas entrevistadas opinó que la decisión sobre un aborto compete
solo a la mujer o a la pareja, y un 16,5% dijo que debería recurrirse a la opinión de otros (médico, sacerdo-
te, etcétera). En los resultados de 1993, el porcentaje de personas que consideraron que una decisión de
este tipo corresponde a la mujer o la pareja, subió a 88,4% y solo un 7% manifestó que la decisión debe ser
tomada por otros, entre los que la Iglesia ocupó el 1,2% y los médicos el 4,2%. En los datos de la encuesta
de 1994 el porcentaje bajó levemente a 82,7%, pero el 1,2% de la Iglesia se sostuvo igual, mientras que el
porcentaje a favor de que la decisión esté en manos de los médicos subió a 5,3%; quienes opinaron que
la decisión la debe tomar el hombre representaron un 0,9% y el gobierno un 0,4% (GALLUP/GIRE, 1992).

365
Marta Lamas

1. La despenalización del aborto presentándolo como un servicio más.


2. La aceptación de familias de homosexuales y lesbianas con derecho
a adoptar.
3. La eliminación de la palabra “Madre” en la familia.
4. La promoción de uso de anticonceptivos desde la edad preadolescen-
te (11 años) para fomentar el sexo seguro sin importar la opinión de los
padres.
¿Vas a dejar que decidan por ti?

El volante incorpora el concepto de decisión (¿Vas a dejar que decidan por


ti?) al mismo tiempo que maneja temores irracionales, como que se elimine
la palabra “madre” en la familia o que se fomente el sexo entre pre-adoles-
centes “sin importar la opinión de los padres”. Así como el feminismo modi-
fica su discurso, sustituyendo la reivindicación profundamente subversiva
del cuerpo como propiedad de la mujer (Petchesky, 1994) por una estrategia
argumentativa más vinculada a la preocupación democrática, también los
grupos fundamentalistas católicos transforman su retórica. Esta recupera-
ción discursiva de señas de identidad progresistas con fines reaccionarios
también se dio durante las dos conferencias de Cairo y Beijing. El Vaticano
le atribuyó a la ONU la imposición de pautas culturales del primer mundo
en el tercer mundo y la obediencia a la presión de Estados Unidos para ins-
taurar un “imperalismo anticonceptivo”, al mismo tiempo que manifestó su
interés por la discriminación de las mujeres. En el caso de México un cambio
discursivo llamativo fue el de Pro-Vida. Conscientes de que su argumenta-
ción amarillista y condenatoria estaba perdiendo fuerza, hizo una recupe-
ración manipuladora: en sus declaraciones antiaborto las mujeres aparecen
como víctimas y el objetivo de Pro-vida se expresa como la protección de sus
derechos. Varios de los elementos del discurso feminista son integrados: la
discriminación femenina, el respeto a la maternidad y la preocupación por
el consentimiento informado. Con este nuevo discurso pro-vida pretendía
encubrir su rechazo a los anticonceptivos y la planificación familiar, y captar
a un sector de mujeres desorientadas.17

17. Esta sigue siendo su estrategia actual. Afuera de las clínicas del Gobierno del Distrito Federal que
otorgan el servicio de interrupción legal del embarazo colocan módulos que dicen “Interrupción del Em-
barazo” para atrapar a las mujeres que buscan abortar y tratar de convencerlas de que no lo hagan.

366
Mujeres, aborto e Iglesia católica

Después de su derrota en Cairo y Beijing, el Vaticano se dedicó, con


el apoyo del gobierno de Bush, a tratar de retroceder la ley en materia
de aborto en ciertos países de la región. Lo logró en dos: El Salvador y
Nicaragua.18 La legislación de El Salvador permitía el aborto cuando el
embarazo era producto de una violación, cuando la vida de la mujer
estaba en riesgo y cuando se detectaba una malformación grave en el
feto. En abril de 1997, por la presión del Vaticano y con la participación
activa de grupos católicos de derecha, diputados de los partidos polí-
ticos Alianza republicana nacionalista (ARENA) y Partido Demócrata
Cristiano (PDC) votaron un proyecto de ley que derogaba las excepcio-
nes al aborto del Código Penal (CRLP, 2000). Además, aumentaron las
sanciones por abortar e introdujeron el delito de “inducción o ayuda al
aborto”. No solo eso: en febrero de 1999, como producto de una cam-
paña masiva liderada por la Iglesia católica salvadoreña, se aprobó una
reforma constitucional en la que se reconoce como persona al óvulo fe-
cundado desde el momento de la concepción. Y también se introdujo la
tipificación penal “lesiones en el no nacido”, que penaliza a quien “cause
lesiones o enfermedad a un feto, perjudicando su desarrollo o provocan-
do una grave tara física o psíquica”.
El caso de Nicaragua es similar. Desde 1893 en Nicaragua se permitía
interrumpir un embarazo que pusiera en riesgo la vida de la mujer o
que fuera producto de una violación. Antes de las elecciones del 2006
la jerarquía católica inició una campaña para prohibirlo totalmente.
Daniel Ortega alegó “razones de fe” para acercarse a la Iglesia durante
las elecciones y conseguir su apoyo. De nada sirvió el exhorto que di-
plomáticos de las Naciones Unidas y de la Unión Europea (entre ellos
las embajadoras de Suecia y Finlandia, el representante del Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la representante de
la Unión Europea y el jefe de la cooperación de Canadá) hicieran a los
diputados a través de una carta dirigida al presidente del Congreso,
Eduardo Gómez, donde solicitaban “dialogar y hacer reflexión pro-
funda y no apresurada sobre el aborto terapéutico”. La cancelación de

18. En su artículo sobre los cambios de 1998 a 2007 en las legislaciones sobre aborto, Boland y Katzive
(2008) consignan solo dos retrocesos a nivel mundial: El Salvador y Nicaragua.

367
Marta Lamas

esa medida terapéutica fue aprobada de manera expedita con el voto


a favor de 52 de los 90 diputados, ninguno en contra y cero abstencio-
nes (el resto de los congresistas se ausentó en el momento de votar).
¿Por qué, si desde 1893 se permitía el aborto terapéutico, los legislado-
res nicaragüenses decidieron hacer retroceder esa ley? Otra vez, por la
presión de la Iglesia católica. Y no es absurdo pensar que, con este re-
troceso legislativo, el Vaticano quiso mandar una señal de fuerza preci-
samente en el país que en ese momento estaba a cargo de la Campaña
Latinoamericana por la Despenalización del Aborto.
En Chile, la eliminación del aborto terapéutico se debió igualmente a
la presión de la jerarquía católica. Desde 1931 el aborto terapéutico había
estado permitido por el Código de Salud, hasta que en 1989 una inicia-
tiva del almirante José Toribio Merino, alentado por la Iglesia católica,
planteó que a la luz de los avances de la medicina el aborto terapéutico
no estaba justificado bajo ninguna circunstancia. En Chile, la relación
de las feministas con la Iglesia católica ha sido compleja, pues durante la
dictadura de Pinochet aquella jugó un papel importante en la defensa de
los derechos humanos y en la protección a los perseguidos políticos. Por
ello, las feministas se han sentido maniatadas para enfrentarse abier-
tamente a la jerarquía eclesiástica, pese a que este retroceso legislativo
hizo de Chile uno de los escasos países donde se encarcela a las mujeres
que abortan (CRLP, 1998).
Estos son apenas unos cuantos ejemplos del criminal proceder ecle-
siástico. No obstante, las tragedias que ocasiona la penalización del
aborto, los políticos latinoamericanos no quieren un enfrentamiento
con dicha institución, que además está sostenida económica y mediáti-
camente por las cúpulas empresariales. Los gobiernos, que no reconocen
el derecho a decidir de las mujeres sobre sus cuerpos como un elemento
democrático imprescindible, ni siquiera lo toman en cuenta para acabar
con esa “estructura de desventaja” que determina el círculo vicioso de
maternidad precoz, número de hijos, falta de educación y menor capaci-
tación laboral (CEPAL, 2006). A pesar de que la condición de las mujeres
latinoamericanas ha variado significativamente a lo largo de los últimos
años, un campo especialmente frágil es el de la salud reproductiva. A
los condicionantes culturales que reproducen y perpetúan la exclusión

368
Mujeres, aborto e Iglesia católica

social de las mujeres, se suman la carencia de una educación sexual ade-


cuada y la influencia de las prescripciones religiosas. Ignorancia, violen-
cia y usos y costumbres conservadoras alientan el fenómeno de la mater-
nidad temprana. Si bien los índices de fecundidad han disminuido en
casi todos los países de la región debido al creciente acceso de las muje-
res al uso de anticonceptivos, las naciones combinan una tasa global de
fecundidad (TGF) baja con tasas de fecundidad adolescente moderadas
o altas. La maternidad temprana se circunscribe fundamentalmente a
los estratos pobres y constituye un factor determinante de la condición
de exclusión y discriminación (CEPAL, 2006). En el estrato socioeconó-
mico más bajo en América Latina, el número de jóvenes de las zonas
rurales que tienen hijos a los 17 años supera claramente al de jóvenes
de esa edad que pertenecen a los estratos urbanos. Según la Comisión
Económica para América Latina (CEPAL), menos de 5% de las jóvenes
urbanas serán madres a dicha edad, en tanto en zonas rurales la inci-
dencia varía entre 20 y 35%, dependiendo del país. A los 22 años, entre
20 y 35% de las latinoamericanas en los estratos urbanos son madres, en
tanto que en los estratos rurales esa proporción llega a 60% y en ciertos
países a 80%. La “estructura de desventaja” que refuerza la pobreza y la
desigualdad no solo incluye a este círculo vicioso de maternidad precoz,
número de hijos, falta de educación y menor capacitación laboral, sino
también a cualquier maternidad impuesta o forzada, sobre todo en las
condiciones de pobreza de la mayoría de las latinoamericanas. Y no solo
jovencitas buscan interrumpir sus embarazos no deseados: también
mujeres adultas, con dos o tres hijos, no se resignan a llevar a término
un embarazo que significará otra boca que alimentar. Por eso la CEPAL
(2006) habla de “la dinámica demográfica de la pobreza” que agudiza las
desigualdades sociales iniciales.

3.

El movimiento feminista latinoamericano, que se reúne cada dos o tres


años en los Encuentros Feministas para “fortalecer sus lazos políticos de
identidad y solidaridad regional”, ha fijado el 28 de septiembre como “Día

369
Marta Lamas

por el Derecho al Aborto de las Mujeres de América Latina y el Caribe”.19


A principios de los noventa, en una reunión promovida por la Red de
Salud de las Mujeres Latinoamericanas y del Caribe (RSMLAC) y coordi-
nada por Católicas por el Derecho a Decidir, fue creada la Coordinación
Regional de la Campaña 28 de septiembre por la Despenalización del
Aborto en América Latina y el Caribe. Esta coordinación ha sido rotati-
va.20 Bajo los lemas “Las mujeres deciden, la sociedad respeta, el Estado
garantiza y la Iglesia no interviene” y “Anticonceptivos para no abortar.
Aborto legal para no morir”, la Campaña 28 de septiembre ha sido impul-
sada por siete redes regionales de mujeres y organizaciones de 21 nacio-
nes. Sin embargo, el movimiento enfrenta el inmenso poder económico
de la Iglesia y sus aliados empresariales. La jerarquía católica, además
de sus vínculos políticos con presidentes y secretarios de Estado, ha lo-
grado imponer un silencio cómplice en los medios de comunicación, vía
los empresarios católicos que amenazan con retirar su publicidad si se
debate el tema de la despenalización del aborto.
En México, por ejemplo, la organización A Favor de lo Mejor o Lo
Mejor por México, chantajeó a las televisoras con el retiro de los anun-
cios de sus productos si seguían transmitiendo debates sobre la des-
penalización del aborto, obviamente porque los iban perdiendo. En la
prensa escrita no han logrado censurar en la misma medida, y es ahí
donde se han ventilado las mayores confrontaciones. Destaco dos ca-
sos paradigmáticos: Paulina y la Ley Robles, ocurridos en 2000. Paulina,
una adolescente de trece años violada en Baja California, levanta una

19. El planteamiento de conmemorar fechas para activar los objetivos que se persiguen y articular acciones
de manera conjunta surgió en el I Encuentro de Colombia, en 1981. Ahí se fijó el 25 de noviembre como “Día
de Lucha contra la Violencia contra la Mujer”. En 1990, durante el V Encuentro en Argentina, en el Taller
sobre Aborto organizado por la Comisión por el Derecho al Aborto de ese país y por las Católicas por el
Derecho a Decidir de Uruguay, con la participación de feministas procedentes de Bolivia, Brasil, Colombia,
Chile, El Salvador, Guatemala, México, Nicaragua, Paraguay y Perú, se fijó el 28 de septiembre.
20. 1993 - 1994 Católicas por el Derecho a Decidir de Uruguay
1994 - 1997 Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) de México
1997 - 1999 Centro de Investigación DEM (Bolivia)
2000 - 2002 Rede Nacional Feminista de Saúde (Brasil)
2003 - 2005 Centro de la Mujer Peruana “Flora Tristán” (Perú)
2006 - 2009 Movimiento de Mujeres de Nicaragua
2010 - 2013 Colectiva Mujer y Salud de República Dominicana.

370
Mujeres, aborto e Iglesia católica

demanda ante el ministerio público, donde se consigna que el himen ha-


bía sido desgarrado por la violencia.21 Paulina queda embarazada y soli-
cita el aborto legal al que tenía derecho. El ministerio público gira orden
al Hospital General de Mexicali para que se le practique, pero durante
una semana la administración del hospital realiza maniobras dilatorias:
unas mujeres le muestran el grotesco film de Pro-Vida, El grito silencioso,
la hacen concentrarse después en una imagen de Cristo y posteriormen-
te el procurador general del estado de Baja California lleva a Paulina y a
su madre a visitar a un sacerdote, quien les explica que el aborto es un
pecado y constituye un motivo de excomunión. Pero Paulina y su madre
siguieron insistiendo en su derecho al aborto legal. Minutos antes de la
intervención programada, el director del hospital llamó aparte a la ma-
dre de Paulina y exageró los supuestos riesgos del aborto, diciéndole que
su hija podía fallecer a causa de la intervención y que ella sería responsa-
ble de su muerte. Esto la atemorizó hasta el punto de desistir de que se
le practicara el aborto a Paulina.
El caso salta a la prensa en enero de 2000 y provoca reacciones de
ambos lados: las feministas inician un proceso de demanda por “con-
culcación de su derecho a interrumpir ese embarazo producto de una
violación” y los grupos religiosos ofrecen becas a la criatura por venir.
Cuando nace el niño, el sacerdote que va a bautizarlo se niega a que
una feminista, elegida como madrina, esté presente. En vista de que
las autoridades no cumplían con la recomendación de la Procuraduría
de los Derechos Humanos y Protección Ciudadana del Estado de Baja
California, ni con la emitida por la Comisión Nacional de Derechos
Humanos, Paulina llevó su caso ante la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH), con miras de ir a la Corte Interamericana
de Justicia. La Secretaría de Relaciones Exteriores medió entre el go-
bierno de Baja California y Paulina, y después de seis años de lucha, se
logró establecer un “acuerdo de solución amistosa” entre el Gobierno
Federal y Paulina para la reparación del daño, firmado ante la Comisión

21. Sobre el caso Paulina, ver el libro de Elena Poniatowska (2002) así como dos cuadernos publicados
por GIRE (2000 y 2004).

371
Marta Lamas

Interamericana de Derechos Humanos en Washington (GIRE, 2008a).


Los grupos religiosos no cumplieron sus promesas de apoyo.
Además del caso Paulina, las reformas en el Distrito Federal cono-
cidas como la Ley Robles cobraron atención mediática. Se trataba de
incorporar al código penal las causales de no punibilidad del aborto ya
existentes en otras entidades federativas. Rosario Robles, gobernadora
interina del Distrito Federal, convocó a una sesión extraordinaria de la
Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) y la mayoría perredista
en la ALDF legisló a favor el 18 de agosto de 2000. La ley Robles signifi-
có tres ampliaciones 1) de peligro de muerte se pasó a grave riesgo a la
salud de la mujer, 2) se estableció el aborto por malformaciones del pro-
ducto y 3) se planteó la invalidez de un embarazo por una inseminación
artificial no consentida.
Como era de esperarse, el arzobispo de México y otros dirigentes de
la Iglesia católica hicieron declaraciones públicas en el sentido de que
todas las personas que estuviesen implicadas en la promoción del aborto
serían excomulgadas de manera sumaria. Poco después, 17 diputados
del Partido Acción Nacional y cinco del Verde Ecologista interpusieron
un juicio de inconstitucionalidad contra la llamada Ley Robles, que per-
dieron, pues la Corte resolvió a favor de la reforma un año y cuatro me-
ses después.
En el largo proceso hacia la despenalización del aborto en México la
jerarquía católica siempre ha sido el obstáculo mayor, directa o indirec-
tamente (Lamas, 2003). Hace tres años, en abril de 2007, después de que
el pleno de la ALDF aprobara por mayoría de 46 votos a favor (PRD, PT,
Convergencia, Alternativa, PRI y del Partido Nueva Alianza), 19 en con-
tra (PAN y PVEM) y 1 abstención (PRI) la despenalización antes de las 12
semanas de gestación, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos
(CNDH) y la Procuraduría General de la República (PGR) interpusieron,
acciones de inconstitucionalidad. Como es de imaginar, el proceso de
deliberación de la Suprema Corte estuvo acompañado de expresiones
a favor y en contra. Mientras la jerarquía de la Iglesia católica profería
amenazas de excomunión y salía a la calle con estandartes que repre-
sentaban a la Virgen de Guadalupe cargando fetos y exclamando “¡Ya
me mataron a un hijo! ¿Me van a matar más?”, en una de las audiencias

372
Mujeres, aborto e Iglesia católica

públicas un sacerdote dominico colaborador de Católicas por el Derecho


a Decidir hablaba a favor de la despenalización. Mientras los abogados
católicos amenazaban con la debacle moral, Jesús Zamora Pierce, expre-
sidente de la Academia Mexicana de Derecho Penal, argumentaba pú-
blicamente por qué el aborto no puede ser considerado delito. Mientras
las fuerzas conservadoras hacían peregrinaciones, los intelectuales y los
científicos del país manifestaban su apoyo a la despenalización con in-
serciones pagadas en la prensa.22
Después de un año y cuatro meses de intensa deliberación y con 6
audiencias públicas sobre el tema, ocho de once magistrados de la
Suprema Corte de Justicia resolvieron que la despenalización del aborto
en el D.F. no era inconstitucional. Esta resolución puso a la Ciudad de
México a la vanguardia del tratamiento penal en relación al aborto, con
argumentos que han impactado profundamente al imaginario colecti-
vo y con una experiencia de organización ciudadana y alianzas políticas
que podría ser llevada a otras entidades federativas. Pero la Iglesia no
iba a quedarse con los brazos cruzados ante una resolución que indu-
dablemente abría las puertas a los congresos locales para que realizaran
despenalizaciones similares. Apenas dos meses después del fallo de la
SCJN y hasta finales del 2009, dieciséis estados reformaron sus constitu-
ciones locales para “proteger la vida desde el momento de la concepción
hasta la muerte natural”.23 Es indiscutible que toda protección a la vida
es loable y necesaria, pero se trata de un valor que acepta excepciones (la le-
gítima defensa, la guerra, el combate a la delincuencia, la eutanasia, etc.).

22. El Colegio de Bioética, constituido por figuras de primer nivel (varios Premios Nacionales de Ciencia
y miembros del Colegio Nacional), publicó un desplegado en La Jornada y Reforma el martes 17 de abril de
2007, con una elocuente explicación científica.
23. Para 2010 el panorama, por orden cronológico (se toma la fecha de aprobación, no de la publicación
oficial y se señala qué partido estaba gobernando en ese momento) de los estados es: 1) Sonora, gobierno
del PRI (21 oct. 08); 2) Baja California, PAN (23 oct. 08); 3) Morelos, PAN (11 nov. 08); 4) Colima, PRI (17 feb
09); 5) Puebla, PRI (12 marzo 09); 6) Jalisco PAN (26 marzo 09); 7) Nayarit PRI (17 abril 09); 8) Quintana
Roo PRI (21 abril 09); 9) Campeche PRI (23 abril 09); 10) Guanajuato PAN (8 mayo 09); 11 Durango PRI (7
abril 09); 12) San Luis Potosí PAN (21 mayo 09); 13) Yucatán PRI (15 julio 09); 14) Querétaro PAN (1 sept 09);
15) Oaxaca PRI (9 sept. 09); 16) Chiapas PRD (18 dic 09). El estado de Chihuahua reformó su constitución
el 1 de octubre de 1994, bajo gobierno del PAN por lo cual no entra en el cómputo de la oleada de reformas.
Y en Veracruz, el PRI, que ya la había votado el 17 de noviembre de 2009, se retractó ante la protesta
ciudadana. Al cierre de este artículo existen iniciativas similares en los estados de Aguascalientes, Baja
California Sur, Sinaloa, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala y Estado de México.

373
Marta Lamas

Los países que tienen despenalizado el aborto también tienen consagra-


da constitucionalmente la protección a la vida. No son excluyentes. Las
Cortes de Justicia hacen una ponderación de derechos, ya que ningún
derecho es absoluto.
En estas reformas, idénticas en su exposición de motivos, la “protec-
ción a la vida” aparece como un eufemismo dirigido a impedir el aborto
legal tal como existe en el Distrito Federal, y no como una verdadera
protección que, por ejemplo, apoye a las embarazadas que desean tener
sus criaturas (mediante seguros de desempleo, apoyos en atención mé-
dica, etc.). O sea, la intención parece ser la de “blindarse” en contra de la
despenalización. Por eso la reacción de muchas mujeres en los estados,
al darse cuenta del verdadero objetivo, también ha sido “blindarse” y se
han amparado legalmente. Independientemente de que tal recurso fun-
cione, la acción expresa una protesta ciudadana inédita. Ya 800 mujeres
han logrado un amparo.24 Y aunque el PRI y el PAN tienen una responsa-
bilidad conjunta sobre las reformas aprobadas en esas 16 entidades fede-
rativas, quienes han provocado un escándalo político son los diputados
y gobernadores priístas quienes, al traicionar su vieja tradición liberal,
han desatado un fuerte cuestionamiento dentro de su propio partido.
Pero el punto central en esta confrontación reside en la cuestión de
si una mujer es más que un cuerpo condenado por su biología. Una mu-
jer puede reparar el error de un embarazo no deseado, producto de la
fragilidad de un descuido o del horror de una violencia. Y por eso entre
la propia feligresía católica se están manifestando posiciones distintas
de las de su cúpula: se acepta la posibilidad de rectificar un embarazo
no deseado como una necesidad benéfica. Las Católicas por el Derecho
a Decidir han desplegado una severa crítica contra los obispos que de-
liberadamente evitan hablar acerca de las excluyentes y atenuantes que
existen en relación con el aborto dentro del propio derecho canónico, y
contra curas que guardan silencio sobre el hecho de que ningún papa,
ni siquiera el actual, se ha pronunciado ex-cathedra contra el aborto

24. El número por estado es: Colima (67), Sonora (72), Quintana Roo (76), Guanajuato (167), Puebla (115),
Yucatán (76), Campeche (60), San Luis Potosí (29) y Oaxaca (138). Los datos son de GIRE.

374
Mujeres, aborto e Iglesia católica

utilizando su supuesta infalibilidad.25 Los obispos distorsionan la teo-


logía y la historia de cómo la Iglesia ha ido transformando sus paráme-
tros morales; al contrario, pretenden que las enseñanzas de la Iglesia
son inequívocas e inmutables. Estas católicas denuncian las actitudes
autoritarias y manipuladoras de los obispos y señalando que aunque
los obispos cuentan con el derecho a pronunciarse sobre los problemas
significativos de la época, como cualquier ciudadano, la mayoría de las
veces lo hacen de manera tramposa y violan las reglas de un debate res-
petuoso pues mienten al mismo tiempo que se colocan en la postura de
detentar la verdad. Además, cuestionan que los obispos que encabezan
esta guerra contra el aborto como su prioridad política olvidan temas
básicos de justicia social que rodean al tema.
Las actitudes fundamentalistas que impulsa el Vaticano impiden un
diálogo en torno al grave problema de justicia social de los abortos clan-
destinos al mismo tiempo que nutren la violencia de los fanáticos. El
fanatismo, según Richard Hare, es

la actitud de quien persigue la afirmación de los propios principios


morales dejando que estos prevalezcan sobre los intereses reales de
las personas de carne y hueso al mismo tiempo que permanece in-
diferente frente a los enormes daños que su actuación ocasiona a
millones de seres humanos (1982, p. 173).

Esa definición le queda como guante a la jerarquía católica. Por eso, en el


recrudecimiento de esta disputa, un número creciente de católicos prac-
ticantes, inclusive de monjas, teólogos y sacerdotes, están manifestando
públicamente su discrepancia y subrayando que el adversario no es la fe
sino las actitudes religiosas fundamentalistas.
Además, es evidente que la sensibilidad moral de las personas se está
transformando. Hay cuestiones que ya son aceptadas en ciertos países
o, en el caso del nuestro, en ciertos grupos y estratos sociales. Nadie está
“a favor” del aborto: todas las personas desean que ya nunca ninguna

25. Ver en especial Hurst (s/f.), La historia de las ideas sobre el aborto en la Iglesia Católica, publicada por
Católicas por el Derecho a Decidir. .

375
Marta Lamas

mujer tenga que recurrir a tal práctica. Pero la mayoría está a favor de
eliminar los problemas de justicia social y salud pública que provocan
los abortos ilegales y de impulsar una educación sexual que prevenga la
repetición de esa conducta. Por ello ha ganado terreno una perspectiva
que establece una distinción entre el hecho del aborto en sí y su trata-
miento penal. Esta nueva perspectiva es representada ejemplarmente
en las palabras del obispo auxiliar de Madrid, Monseñor Iniesta: “Mi
conciencia rechaza el aborto totalmente, pero mi conciencia no rechaza
la posibilidad de que la ley deje de considerarlo como un hecho delictivo”
(Ibáñez, 1992, p. 156). Este tipo de razonamiento ha creado una fisura
importante en la institución religiosa, abriendo un camino de esperanza
para los millones de mujeres creyentes que han abortado y que, mien-
tras no cambien ciertas condiciones, tendrán que seguirlo haciendo, y
también para los hombres de fe que las han acompañado, y que conti-
nuarán ofreciéndoles su apoyo y comprensión.
La tendencia mundial hacia la despenalización es resultado tanto del
reconocimiento de que la interrupción del embarazo es una decisión
que atañe a la propia conciencia como de las graves consecuencias sani-
tarias y de justicia que implica considerar el aborto un delito. Y como la
penalización legal es lo que genera graves problemas de justicia social y
salud pública, otros sectores de la sociedad se han involucrado en el ob-
jetivo de atenuar los altos costos humanos, económicos y sanitarios con-
comitantes. Por eso el problema del aborto ha dejado de ser una cuestión
que interesa exclusivamente a las mujeres.
Sin embargo, el Vaticano intenta desesperadamente que los católicos
se organicen contra la despenalización sin ver que hay cambios civiliza-
torios que ya no tienen retroceso. Por eso, negar los derechos sexuales y
reproductivos de las personas no puede ser un emblema del catolicismo:
las mujeres no rechazarán los anticonceptivos ni el aborto; por el contra-
rio, se alejarán más de la Iglesia. Para la mayoría de los católicos la Iglesia
solo cobra importancia para ciertos rituales en momentos significativos
de la vida, como el bautizo, el matrimonio y la muerte. Pero la feligresía no
piensa demasiado en los dogmas cuando tiene relaciones sexuales.
Carlo Maria Martini, el ilustrado cardenal de Milán que debatió con
Umberto Eco, ha declarado que es necesario que el Vaticano revise la

376
Mujeres, aborto e Iglesia católica

Encíclica que trata los temas de sexualidad y reproducción, la Humane


Vitae, a la luz de la información científica. Pero no creo que los obispos
desconozcan esta información, sino que, en el fondo, les cuesta retrac-
tarse después de la brutal campaña que han desatado. Hace años la
Iglesia estuvo a punto de permitir la anticoncepción, y hoy podría cam-
biar esa regla.26 Pero si lo hace, la gente pedirá que cambie otras, como
la prohibición al aborto. Y entonces la Iglesia tendría que reconocer que
estuvo equivocada y exhibiría el absurdo de su cruzada “a favor de la
vida” y de “los no-nacidos”. Es decir, lo que verdaderamente preocupa al
Vaticano es que la gente comprenda que la Iglesia, más que regirse por
la voluntad de Dios, se rige por seres humanos, con ideas y costumbres
histórica y culturalmente determinadas.
A final de cuentas, la Iglesia tendrá que cambiar y ajustarse a la rea-
lidad. No ha sobrevivido tantos miles de años sin hacerlo. Lástima que
lo haga demasiado lentamente. La reforma protestante cobró fuerza por
esa lentitud. Hoy sucede algo similar. Otra vez, a la Iglesia le cuesta acep-
tar las transformaciones de la sociedad. La Iglesia aprende a destiempo,
pero aprende. Así, dentro de unos años, cuando probablemente ya exis-
tan mujeres sacerdotes, la anticoncepción y el aborto serán aceptados
tranquilamente como lo que son, intervenciones éticas en el proceso de
asumir la responsabilidad por una nueva vida.
Mientras tanto, como en nuestro país el incipiente proyecto demo-
crático, por sí solo, no genera las condiciones para que se respeten los
derechos sexuales y reproductivos, entre los que se encuentra la inte-
rrupción voluntaria del embarazo, es imprescindible impulsar un ver-
dadero debate público al respecto. Esto requerirá no solo sostener un
enfrentamiento con las posturas de los jerarcas católicos sino, tal vez
más importante, vencer la censura que aún existe en la televisión. Si los
derechos sexuales y reproductivos son un eje fundamental en la lucha
por una sociedad menos desigual y más democrática, es indispensable
debatir sobre ellos de manera civilizada, o sea, informada y tolerante.27

26. La Comisión Pontificia para el estudio de la regulación de la natalidad entregó sus conclusiones en
1966 al Papa Pablo VI. Ver Kaufman (2004).
27. En Italia se despenalizó el aborto en 1978, luego de un largo proceso de más de un año, con especialis-
tas a favor y en contra, con un debate transmitido por los canales de televisión.

377
Marta Lamas

Ese objetivo se logrará únicamente si se reivindica y defiende la condi-


ción laica de nuestro Estado.
El laicismo garantiza la libertad de creencias a partir del principio de
la autonomía y libre determinación de los individuos. En la modernidad
el triunfo del laicismo en la vida pública ha propiciado el desarrollo de
la ciencia y de la democracia. Hay quienes temen que el laicismo derive
en un anticlericalismo intolerante, contrario a las libertades civiles en
una sociedad democrática. Para nada. Tal vez el único anticlericalismo
que se ha ido haciendo cada vez más necesario es el que, como señala
Fernando Savater:

Rechaza que los representantes profesionales de determinadas


creencias inverificables dicten a la pluralidad del conjunto social
sus prohibiciones, la obediencia a sus normas, que pretendan cas-
tigar las “blasfemias” que les desagradan o que intenten recabar
derechos diferentes a los de la democracia laica como privilegios
especiales para sus instituciones y feligreses (1993, p. 106).

Sin embargo, la libertad de creencias que garantiza nuestro Estado lai-


co otorga a cada quien el derecho de buscar el sentido de la existencia
como le resulte más satisfactorio, sin atentar, claro está, contra los de-
rechos de los demás. Eso es, justamente lo que las mujeres que abortan
han hecho toda la vida: haciendo caso omiso del discurso oscurantista
y discriminatorio de la Iglesia católica han tomado la decisión ética de
si hacerse responsables o no de una nueva vida. Es hora ya, pues, que la
sociedad se los reconozca.

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381
Postergar la maternidad: dilema individual
y síntoma cultural*

La maternidad, ¿a qué edad?

La revista empresarial Bloomberg Businessweek (de la semana del 21 al 27


de abril de 2014) trae en su portada la foto de Brigitte Adams, una eje-
cutiva de 39 años, junto con el título “Congela tus óvulos, libera tu ca-
rrera”. El artículo central de ese número, escrito por Emma Rosenblum,
da cuenta de una tendencia que va en aumento entre las ejecutivas es-
tadounidenses: postergar la maternidad hasta consolidar su desarrollo
profesional. Rosenblum señala que hay un momento en la vida de una
mujer sin hijos, usualmente alrededor de los 35 años, donde la presión
sobre su futura maternidad se vuelve insostenible, tanto por sus propios
deseos y temores como por las preguntas de familiares y amistades. Esta
tendencia ha hecho que hoy el promedio de edad de mujeres que conge-
lan sus óvulos en Estados Unidos baje a 37 años, cuando hace dos años
era de 39 años.1
Las que dan su testimonio en el artículo son ejecutivas exitosas que
ya pasaron el límite que marca el “reloj biológico”. Brigitte Adams dice:

* Extraído de Lamas, Marta (2016). Postergar la maternidad. En Abril Saldaña Tejeda, Lilia Venegas
Aguilera y Tine Davids (coords.), ¡A toda madre! Una mirada multidisciplinaria a las maternidades en México
(pp. 175-195). México: Ítaca.
1. En Estados Unidos la tendencia de mujeres que tienen sus hijos después de los 35 años va en aumento.
De acuerdo al Center for Disease Control and Prevention´s National Statistics Report el número de mujeres
entre 35 y 39 años que dieron a luz aumentó un 150%, y entre 40 y 44 aumentó un 5% (Rosenblum, 2014).

383
Marta Lamas

No retrasé intencionalmente tener hijos ni tengo planeado divorciarme.


Mi vida y mi fertilidad tomaron caminos opuestos. Congelar mis óvulos
me da más tiempo y la posibilidad de tener una criatura en el futuro. No
estoy segura de ello, pero es una apuesta que estoy dispuesta a hacer.

Más adelante aparece otra fotografía de una escritora, Sarah Elizabeth


Richards, quien gastó 50 mil dólares2 congelando varias veces sus óvu-
los, entre 2006 y 2008. Richards declara:

Me preocupaba que, para cuando conociera al hombre adecuado,


podría ya estar a la mitad de mis cuarentas; entonces ese sería el
momento de utilizar mis óvulos. Al congelarlos… caminas más er-
guida; con la cabeza en alto. Y esto tiene efectos positivos tanto en
tu vida laboral como romántica.

Richards escribió un libro al respecto, y hoy, a sus 43 años y con una pa-
reja prometedora, espera descongelar sus óvulos en un lapso de un año.
¡O sea, está apostando a ser madre a los 45 años!
El artículo citado trata únicamente el caso de profesionistas estaduniden-
ses, sin embargo, el dilema lo están enfrentando también mujeres de todas
latitudes. Un número creciente de profesionistas latinoamericanas ha co-
menzado a postergar la maternidad por razones laborales similares, y se está
embarazando después de los 35 años. Investigaciones de diversos países del
continente muestran una clara relación entre la situación laboral y la edad
del primer parto (las llamadas “madres tardías” son las mujeres que tienen
más alta calificación profesional, en comparación con las trabajadoras no ca-
lificadas y las amas de casa) y la cada vez más frecuente opción de aplazar el
tener hijos en contraposición con el ejercicio profesional.3

2. La congelación cuesta entre 7 mil y 12 mil dólares, en promedio 10 mil dólares; los medicamentos están
alrededor de 3000 y el alquiler para guardar los óvulos congelados es de 1000 al año. Hay que congelar
varios para que al menos uno resulte viable después del descongelamiento. Las estadísticas señalan que
se requieren entre 8 y 12 óvulos para lograr un embarazo exitoso (Rosenblum, 2014).
3. Véase Fuentes et al. (2010) para comparación de las edades de mujeres primíparas en una clínica priva-
da de Santiago de Chile, de nivel socioeconómico alto con las de un hospital público en la misma ciudad,
pero de un nivel socioeconómico bajo y medio bajo. Ahí se encontró una clara relación entre la posterga-
ción de la maternidad y el nivel socioeconómico; también esos autores registraron que en el nivel bajo

384
Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

Por cierto, en México apenas está empezando a darse esa tendencia,


pero todavía dentro de parámetros muy restringidos. En un trabajo de
María Eugenia Zavala (2014) con datos de la EDER (2011), que gentil-
mente me consiguió Ivonne Szazs, se nota a partir de 1960 y hasta 1996
una postergación leve en las mujeres mexicanas de la edad al nacimien-
to del primer hijo (de 20 a 21 años, en promedio), y una postergación
un poquito mayor a partir de 1997, de tal manera que en 2010 la edad
promedio al nacimiento del primer hijo de las mujeres mexicanas se si-
túa entre los 23 y los 24 años. Zavala señala que esta escasa postergación
de la edad de las mujeres al nacimiento del primer hijo es muy inusual,
pues los países desarrollados que han terminado la transición demográ-
fica se caracterizan por una muy elevada postergación de la edad tanto
para la primera unión conyugal de las mujeres como para el nacimiento
del primer hijo. En México, que está en una etapa avanzada de su transi-
ción demográfica y a pesar de que está muy cerca de alcanzar el nivel de
reemplazo poblacional (2,1% de crecimiento poblacional) que se espera
conseguir en 2020, la mayoría de las mujeres NO ha pospuesto mucho
ni la edad de la primera unión marital ni la edad al tener el primer hijo.
Esta situación se debe, según la autora, a que la temprana edad de la
unión conyugal y del nacimiento del primer hijo tienen que ver con la
heterogeneidad de las mujeres mexicanas, que presentan enormes dife-
rencias en esas edades según si viven en contextos rurales o urbanos y
según sus niveles de escolaridad.
Por eso, como me lo señaló Ivonne Szazs personalmente en 2014,
lo que es indudable es que el tema de la escolaridad se perfila como la
gran explicación. Ahora bien, no obstante el ingreso de las mexicanas
a la educación universitaria es cada vez mayor, no son muchas las que
priorizan su carrera profesional por encima de la maternidad. Más bien
ocurre lo contrario: las mexicanas abandonan su profesión cuando se
casan o deciden tener hijos.
De ahí que, a partir de mediados de los años 90 del siglo XX, si bien las
mujeres de mayores niveles de escolaridad (más de 12 años de estudios)

socioeconómicamente hablando es donde ocurren más embarazos adolescentes. Véase Montilva (2008)
para la postergación entre mujeres jóvenes profesionistas en Venezuela y Chile. Véase Ricart y Quintana
(2010) para la maternidad en el proyecto personal de adultas profesionales sin hijos en Cuba.

385
Marta Lamas

pospusieron en varios años su primera unión marital y el nacimiento de


su primer hijo (hasta después de los 23 o los 25 años de edad), las que no
alcanzan ese nivel de estudios, que es la gran mayoría de las mexicanas,
han mantenido las edades tempranas en la primera unión conyugal, e
incluso algunas (las que viven en zonas rurales, las indígenas o las que
no terminan la enseñanza básica de 9 años) se unen hoy a edades más
tempranas que antes. Ivonne Szazs (2014) me hizo notar que “se unen”
es sinónimo de tener hijos al menos un año después de la unión, y que
esa pauta cultural en México no ha cambiado, como sí cambió en Chile,
Argentina, Uruguay y en el sur de Brasil.
En síntesis, lo que dice Zavala es que la edad a la primera unión se
ha pospuesto muy poco (pasó de los 20 a los 21 entre 1960 y 1996, y subió
apenas a los 23 en 2010), y se ha mantenido la pauta cultural de unión
temprana e hijo inmediatamente después de la unión. Por eso, la transi-
ción demográfica mexicana es original, porque no se observa un retraso
del calendario de la fecundidad como en los países de baja fecundidad
(europeos). Ivonne Szazs interpreta, a partir de los datos de Mier y Terán
(2014), que hay que esperar que el 50% de las mujeres mexicanas tengan
al menos un año de enseñanza media (para lo que todavía falta un par
de décadas) para que empiecen a posponer la edad de la primera unión
o el primer hijo. Esta investigadora sostiene que está demostrado que
lo único que influye en la postergación de la edad del primer hijo o de la
primera unión es la enseñanza media. De ahí que el perfil del fenómeno
de quienes están “congelando” sus óvulos en países desarrollados sea el
de mujeres profesionistas treintañeras, en especial, las que son muy exi-
tosas laboralmente.

Un añejo dilema

La tensión entre el desarrollo profesional femenino y el ejercicio de la


maternidad no es nueva. En 1951 Marie Langer publicó Maternidad y sexo,
un libro donde se preguntaba si “la ocupación profesional obstaculiza
para la mujer la realización de la maternidad y hasta qué punto” (1983,
p. 9). En el prefacio a la primera edición Langer señalaba que desde su

386
Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

adolescencia ese fue un tema de discusión frecuente entre amigas y


compañeras. ¡Eso nos remite a los primeros años del siglo XX! Pensar
en una posible incompatibilidad entre maternidad y labor profesional
llevó a esta psicoanalista a plantear la tesis siguiente:

antaño la sociedad imponía a la mujer severas restricciones en el te-


rreno sexual y social, pero favorecía el desarrollo de sus actividades
y funciones maternales. En este último siglo la mujer de nuestra ci-
vilización ha adquirido una libertad sexual y social totalmente des-
conocida y en cambio las circunstancias culturales y económicas
imponen graves restricciones a la maternidad (1983, p. 13).

Langer encontró un cambio fundamental en el hecho de que antes las


mujeres sabían que su destino era casarse y ser madres (lo que sigue
ocurriendo en México), y después eso cambió. Esa transformación la lle-
vó a reflexionar sobre la disyuntiva que enfrentaban las mujeres entre la
vida profesional y la maternidad.
Ese dilema sigue vigente hoy, aunque hace rato ya se ha ido des-
montado la idea de un “instinto materno”. Para el psicoanálisis no hay
“instinto” maternal en la mujer que determine una vocación por tener
hijos, por lo menos no en el sentido que Freud otorgaba al concepto de
instinto para calificar un comportamiento animal fijado por la heren-
cia, característico de la especie y preformado. El provocador trabajo de
documentación histórica de Elisabeth Badinter (1981) sobre la ausencia
de “instinto maternal” dio pie a otros trabajos posteriores en ese mis-
mo sentido (Ferro, 1991). Y si no hay instinto materno, como lo prueban
las mujeres que expresan simplemente no tener ese deseo, además de la
existencia de los filicidios, el maltrato infantil y muchos de los abortos
elegidos ¿qué impulsa a las mujeres a desear ser madres o a no desear
serlo? Porque hoy en día son cada vez más las que no solo postergan sino
incluso llegan a abolir de sus vidas la maternidad.
Cuando una mujer llega a los 35 años sin tener hijos no es que haya
perdido la capacidad biológica para ser madre, sino que puede enfrentar
una duda sobre si tener hijos, una convicción sobre no tenerlos o un con-
flicto por desear tenerlos y no hallarse en condiciones para ello, sea por

387
Marta Lamas

la cuestión profesional o por la ausencia de pareja. Sin embargo, como


socialmente se reproducen narrativas donde la maternidad aparece
como el destino natural de las mujeres y se cree que la mujer se “comple-
ta” siendo madre, la decisión de tener un hijo también responde muchas
veces a cumplir con el mandato de la cultura, internalizado como psíqui-
camente. A eso se suma la presión familiar y social de “¿Y cuando te vas a
quedar embarazada?” o de “¡Ya quiero tener nietos!” o “Se te está pasan-
do el tiempo para tener hijos”. Y así, con el proceso de naturalización que
se hace de la maternidad y con su intensa glorificación cultural, muchas
mujeres acatan ese ideal cultural, y lo siguen reproduciendo.
Antes, cuando las mujeres no podían optar por otros proyectos, la
maternidad tenía un valor social diferente al de hoy. En la actualidad
quienes postergan ser madres lo hacen porque están interesadas en
otras labores, a las que dedican su tiempo y energía. Por eso cada vez son
más las mujeres que al tener opciones profesionales ya no elijen la ma-
ternidad. Algunas se permiten pensar en la maternidad hasta que logran
consolidar una posición o alcanzar cierto prestigio profesional o posi-
ción económica. Así parecería que el deseo de ser madres estuviera su-
blimado o reprimido. Pero indudablemente que en un número creciente
de mujeres ya ni siquiera surge el deseo de ser madre (Avila, 2004).
Ya Silvia Tubert (1991) explicó con claridad que desear tener un hijo no
es lo mismo que desear convertirse en madre. Lo primero implica un de-
seo de criar y responsabilizarse por un ser humano, y lo segundo insiste
en el proceso corporal. Y aunque indudablemente la maternidad puede
ser entendida como un acto de creación –por eso habría que hablar de pro-
creación y no de reproducción, como bien señala María Jesús Izquierdo
(1998)–, hoy se abren muchas vías para canalizar la dedicación y la creativi-
dad de las mujeres. Tubert dice que plantearse ser madre a cualquier pre-
cio es “una representación más de la exigencia narcisista de reproducción
de lo mismo y de eternidad” (1991, p. 278). Por eso para esta psicoanalista
las nuevas tecnologías reproductivas, como práctica social generalizada
que supone la instrumentalización del otro, dan cuenta de un fracaso co-
lectivo en el sostenimiento de la dimensión simbólica de nuestra vida en
tanto seres humanos. Y aunque quienes recomiendan las técnicas de re-
producción asistida recurren con frecuencia al argumento de que se trata

388
Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

de paliar el dolor de la infertilidad, Tubert señala que la gestión tecnológi-


ca del deseo de hijo, con la medicalización sin límite, no puede justificarse
aludiendo al sufrimiento ocasionado por la infertilidad, y expresa su sos-
pecha de que los médicos utilizan el pretexto de la infertilidad como una
coartada para desarrollar la investigación científica.
Pero el asunto clave a dilucidar radica en por qué una mujer decide fi-
nalmente tener un hijo en un momento determinado. Comprender qué
es y cómo surge el deseo de las mujeres de ser madres requiere enten-
der que, además de que hay un ordenamiento simbólico de la materni-
dad como institución, también hay un goce psíquico con la maternidad,
pues esta produce la ilusión –temporal– de una satisfacción absoluta.
Para comprender el psiquismo de los seres humanos resulta indispen-
sable la teoría psicoanalítica, pues aporta elementos importantes para
lo que nos preocupa. Y aunque no es este el lugar para desarrollar esa
vía de interpretación, quiero señalar que el psicoanálisis plantea que la
maternidad también colma deseos y fantasías de otro orden y que con la
maternidad se establece en el inconsciente una equivalencia simbólica.4
Esta conceptualización es difícil de explicar en pocas líneas, y además
de su complejidad, su formulación suele provocar mucha resistencia por
el uso de términos psicoanalíticos (como el de “castración”) que suelen
leerse literalmente. Lo que me interesa subrayar aquí es que desconocer
los mecanismos psíquicos reduce cualquier interpretación sobre la deci-
sión de ser madre a una explicación parcial,
De igual manera la antropología también ofrece una explicación par-
cial sobre cómo la maternidad sirve para encubrir o compensar carencias
de otro tipo. Como el hecho de “ser madre” tiene gran reconocimiento
social, en ocasiones sirve para que las madres obtengan una valoración
social positiva. En un estudio en familias marginadas, la psicoanalista
Anne Bar Din (1993) encontró que las madres anuncian su “papel ma-
terno” llevando en brazos a un niño con el que generalmente no inte-
ractúan. Cargar al niño les permite continuar sintiéndose “madres”, su
única fuente de autodefinición, aunque su desempeño al manifestar

4. Varias psicoanalistas han reflexionado sobre la maternidad desde una perspectiva psicoanalítica. Véase
Klein (1977); Lemoine-Luccioni (1982); Dolto (1986); Tubert (1991); Burin y Dio Belichmar (1996). Y un clásico del
feminismo, escrito como una introducción al psicoanálisis es “Psicoanálisis y feminismo” de Mitchell (1976).

389
Marta Lamas

sentimientos o emociones con sus hijos no sea muy bueno. Estas pro-
genitoras sobrecargadas delegan, generalmente a la hija mayor, el papel
“expresivo” de “ser la madre” de los hijos menores. Y son tremendas las
consecuencias sociales y psíquicas de su ausencia en el maternaje con la
delegación en hijas que medio cuidan a sus hermanitos, pues producen
un grave estancamiento social y emocional. Todo ello en el contexto de
gran reconocimiento “simbólico” a la “Madre”.

La perniciosa medicalización

Al visualizar la postergación de la maternidad a partir de un conteni-


do descriptivo-estadístico sobre cuándo están dando a luz por primera
vez las mujeres, se pone en evidencia una transformación que está ocu-
rriendo en las sociedades desarrolladas. Ya señalé que en el calendario
de ese tipo de fecundidad, que experimenta un amplio retraso en ciertos
países, la tendencia más marcada se da en los niveles socioeconómicos
medio-altos con acceso a educación terciaria. Esta postergación, que
significa una fuerte transición en los tiempos de lo que se ha dado en
llamar “las etapas de la vida”, requiere un alto grado de medicalización.
La medicina, que establece en términos biológicos la frontera de un
embarazo sano y sin riesgos, habla de una maternidad precoz antes de
los 18 años y de una maternidad tardía después de los 35. Obvio que los
límites de lo precoz y lo tardío han cambiado dependiendo del momento
histórico, sin embargo existe una realidad biológica en cuanto a la ca-
pacidad de los óvulos. Se ha establecido que los 35 años es la edad límite
para donar óvulos y también que a partir de los 35 años el embarazo es
“riesgoso”, tanto para la mujer como para la criatura por venir. Esa es la
edad para las pruebas de diagnóstico prenatal, pues una sombra de la
maternidad tardía son los problemas de daños genéticos en las criaturas
(por eso la prueba de amniocentesis se vuelve casi obligatoria después
de los 35). Y como la medicina toma el dato fisiológico de la juventud del
óvulo para definir un tiempo ideal para la procreación, por eso la propia
medicina resuelve el dilema de un grupo de mujeres con recursos econó-
micos ofreciéndoles la congelación de sus óvulos jóvenes.

390
Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

Ahora bien, la tecnología médica siempre se ha interesado por rebasar


el límite biológico de la condición humana, lo que indudablemente tiene
sus riesgos. Iván Illich (2006 [1976]) ha reflexionado sobre el proceso que
viven las sociedades desarrolladas al tomar a la medicina como un mer-
cado que trata a cada persona como un cliente potencial. También ha de-
nunciado el abuso de la tecnología médica y ha descrito agudamente el
efecto incapacitante de la ideología médica: los pacientes/clientes que,
muy influenciados por los medios de comunicación que generan expec-
tativas por encima de la realidad, depositan una confianza ilimitada en
los alcances de la medicina.5
Día a día nuevas tecnologías médicas superan los límites de la na-
turaleza humana, como ocurre con los trasplantes de órganos y otras
indudables maravillas. No resulta descabellado pensar que, ante lo in-
tolerable resulta que la fertilidad biológica imponga su límite, un nú-
mero creciente de mujeres busque traspasarlo. Y así como se rechazan
los límites de la muerte con los nuevos avances médicos y la prolonga-
ción excesiva de la vida, así como se desafía la esterilidad y se desarro-
llan nuevas técnicas de procreación asistida, superar al reloj biológico
de la fertilidad se vuelve el reto. Pero más allá de que la medicalización
significa la posibilidad de que los médicos y sus instituciones condicio-
nen y controlen ciertas conductas humanas, un punto a dilucidar es si
siempre se debe responder a ciertos conflictos humanos con una inter-
vención médica. Sobre todo, cuando el alto costo de los procedimientos
de reproducción asistida amplía aún más la brecha entre mujeres con
recursos económicos y las demás.
Tal parece que en algunos casos, como el del congelamiento de óvu-
los, podría estar ocurriendo eso que Iván Illich (2006 [1976]) denomina
iatrogénesis, que se manifiesta en diversos síntomas de sobremedicaliza-
ción social.6 También la demanda del congelamiento podría responder
a lo que la psicoanalista Colette Chiland (2003) califica con el neologismo

5. Sin embargo, la American Society for Reproductive Medicine previene a las mujeres que no depositen toda
su confianza en dicha tecnología y recomienda: es mejor concebir vía un coito natural a una edad apro-
piada (Rosenblum, 2014).
6. Iatrogénesis viene de iatros (médico) y génesis (origen), y alude a las enfermedades provocadas por la
medicina. Illich la denomina “la nueva plaga”. Ver Illich (2006 [1976], p. 559).

391
Marta Lamas

de “mediagenia”, y que alude al impacto en la demanda de ciertos pro-


cedimientos médicos por la difusión excesiva que de ellos hacen los me-
dios masivos de comunicación. Así podríamos interpretar el caso del
sobredimensionamiento de la congelación de óvulos como respuesta al
fenómeno social de la postergación materna. Con la mediagenia, o sea,
con la amplificación mediática de las posibilidades de la procreación
tardía, un grupo de mujeres capta esa oferta y se aplica a sí misma la
“solución” del congelamiento de sus óvulos, sin siquiera pensar en otra
posibilidad. Esto obliga a reflexionar si siempre es correcta la indicación
de la reproducción asistida y si no hay otras alternativas.
Lo que me interesa subrayar es que la demanda de postergar la ma-
ternidad está estrechamente relacionada con la reactualización de lo
que Freud (1983 [1930]) llamó en 1930 “el malestar en la cultura”, ya que
el sentimiento de frustración o de angustia desencadenado por el con-
flicto actual de combinar maternidad y desarrollo profesional no es un
problema individual, sino que lo comparten muchas mujeres en este
momento histórico. Las mujeres que recurren a una estrategia perso-
nal de preservación de sus óvulos como una consecuencia de un es-
quema laboral masculinizado no imaginan la solución como una refor-
mulación del esquema laboral que otorgue real importancia al cuidado
y la crianza, sino que la ven como una intervención médica que las
“ayude”. El discurso “científico” que sostiene y justifica la intervención
se apoya en la industria médica de reproducción asistida y no registra
el conflicto del desarrollo profesional de las mujeres y su maternidad
derivado de un problema social.7 La medicalización implica que la ins-
titución médica y sus profesionales tienen el poder de resolver el con-
flicto que ocurre entre el deseo profesional y el deseo de ser madre de
muchas mujeres.

7. Apenas en 2012 la American Society for Reproductive Medicine eliminó la etiqueta de “experimental” de
dicho procedimiento y declaró que no se habían encontraron indicios de defectos o malformaciones en
criaturas nacidas así. Lo complicado del procedimiento no radica en la extracción de los óvulos sino en
congelarlos sin que se formen cristales de hielo perjudiciales. El Dr. Geoffrey Sher, director médico de las
Sher Fertility Clinics, con sucursales en 8 estados de la Unión Americana y la dirección de web haveababy.
com, dice que el mercado potencial para el congelamiento de óvulos es exponencialmente mayor que el
de la fertilización in vitro y que se espera que en los próximos 30 años sea un procedimiento de rutina.
(Rosenblum, 2014).

392
Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

La demanda femenina ante las nuevas tecnologías pone en eviden-


cia que para muchísimas mujeres el deseo de ser madre biológicamente
pesa mucho más que el de criar a una criatura, al grado que no se valora
el riesgo personal de prestarse a las experimentaciones y manipulacio-
nes médicas, o de los daños que produce el propio proceso de congela-
ción (los cristales dañinos) en los embriones. Además la oferta médica
sostiene la posibilidad de una maternidad atípica, incluso de un hijo
concebido sin coito, y a veces sin padre. La ciencia facilita una vía inédita
en la historia humana: acceder a tener un hijo sin pasar por el deseo del
otro, y por el encuentro con el otro (Tubert, 1991). Solamente se requiere
un gameto masculino para que la mujer sea madre y, en corresponden-
cia, es el propio óvulo al que hay que congelar. ¿Qué consecuencias tiene
ese grado de medicalización de la procreación? ¿Qué está provocando
en la subjetividad esa tecnología médica? Por un lado, está el proceso de
desmitificación del coito en el proceso de procreación de un nuevo ser,
con la brutal reducción de la presencia del varón a su mínima expresión:
donador de semen. En ese sentido, hay otro elemento a considerar en
relación a las técnicas de reproducción. ¿Qué significaría que la cien-
cia llegue a procrear seres humanos sin la concurrencia de las mujeres,
por simple clonación? El ejercicio de la maternidad ha sido el coto de
poder de las mujeres, y una de las amenazas que rondan es la de que la
capacidad de procreación les sea “robada” a las mujeres. Ciertamente se
trata de una idea aterradora, sobre todo para quienes se consideran las
“dadoras” de vida.

El síntoma cultural

Algo fundamental que Freud (1983 [1930]) subrayó desde el principio de


su trabajo es el vínculo que existe entre los síntomas individuales y el
estado de la civilización. Para interpretar la dificultad de tener hijos y
desarrollarse profesionalmente como un síntoma del estado de nuestra
sociedad capitalista retomo la definición que Colette Soler da de “sínto-
ma” como “lo que el sujeto mismo percibe como algo que no va, que le
hace sufrir, que se impone a él y que no logra eliminar” (2007, p. 207). En

393
Marta Lamas

este contexto del capitalismo tardío es que ha surgido el síntoma de las


mujeres que postergan la maternidad. Las profesionistas ya no son las
histéricas del siglo XIX sino que hoy el dolor que padecen es el de la im-
posibilidad de ser madres (con lo que implica hacerse cargo de la crianza
y el cuidado) y desarrollarse profesionalmente durante ese proceso. Pero
en lugar de luchar socialmente para cambiar esa situación estas profe-
sionistas ejecutivas eligen una vía individual: “comprar” tiempo para
una maternidad futura mediante las tecnologías médicas.
Como en el imaginario cultural sobre la filiación persisten las expec-
tativas sociales respecto de que los hijos se parezcan a sus progenitores
(“sangre de mi sangre”), por eso el deseo de ser madre biológicamente
lleva a las mujeres a someterse a las tecnologías reproductivas a gastar
cantidades exorbitantes e incluso a correr riesgos, incomodidades y do-
lores. Está claro que el motor de la preocupación es el límite de tiempo,
como bien apunta otra cita de Bloomberg Businessweek: “Congelar tus óvu-
los te regala tiempo para empezar una familia”. Ahora bien, las mujeres
que congelan sus óvulos ¿no piensan acaso en que traspasar la frontera
de la concepción no conlleva en automático una garantía relativa al buen
funcionamiento de otras partes del cuerpo? Aunque una mujer se sienta
capaz de embarazarse por primera vez a los 45, ¿estará a los 60 en con-
diciones físicas y psíquicas de aguantar la adolescencia de un hijo? Hay
algo que me preocupa y no logro definir bien, pero que esbozo como
algo cercano a una creencia omnipotente. Intuyo que lo que la utopía de
postergar la maternidad para después de los 40 años significa es que se
ve a la maternidad como una posibilidad siempre vigente. Esto expresa
la incapacidad de renunciar a lo que se percibe como una pérdida: la
potencialidad de la procreación. La cultura transmite que la completud
de la mujer ocurre cuando llega a ser madre, así que aunque se dedique
a labores muy satisfactorias, la mujer que no es madre estará “incomple-
ta”. Postergar la maternidad permite no renunciar abiertamente a ese
mandato de la feminidad, sino posponerlo; obvio que esto resulta posi-
ble solamente para un pequeño grupo de mujeres con recursos.
Al congelar sus óvulos estas profesionistas postergadoras evitan mo-
vilizarse políticamente ante la actual incompatibilidad entre trabajo y
familia. Rosenblum cita un estudio de la Universidad de Nueva York de

394
Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

183 mujeres que congelaron sus óvulos, donde un 19% señaló que hu-
bieran tenido hijos antes si las reglas en su trabajo hubieran sido más
flexibles. ¿Por qué entonces no luchar por las condiciones sociales que
hagan compatibles maternidad y trabajo? Son enormes las dificultades
de las mujeres trabajadoras y muy grave la escasez de opciones y apoyos.
La alternativa actual implica compatibilizar a costa de realizar una doble
jornada o de renunciar a algo. Por eso antes, en las sociedades desarro-
lladas, las profesionistas renunciaban al trabajo, y hoy lo hacen a la ma-
ternidad. Ante la aspiración a hacer carrera profesional y la fuerte inver-
sión en educación (doctorado) la llegada de hijos es un obstáculo. Tener
hijos es algo para el final del trayecto, son la culminación. Y aunque el
ejercicio de la maternidad amenaza la vida profesional, muchas mujeres
dicen “debe ser maravillosa” para luego añadir “pero agobiante” o de-
claran “no me la quiero perder” para reconocer “pero me angustia”. Sin
duda la maternidad implica desde molestias físicas y complicaciones del
embarazo, hasta disminución del tiempo de ocio, baja productividad la-
boral y una cantidad de permisos en el trabajo. Esto vuelve a las mujeres
más prescindibles o más baratas en el ámbito laboral. Para contrarrestar
dicha idea, las mujeres acaban sobre exigiéndose, aumentando su ren-
dimiento a costa de autoexplotarse, y únicamente quienes disponen de
recursos económicos logran hacer compatibles trabajo y familia, pues su
estrategia es usar su capital económico para tener ayuda doméstica en
lugar de corresponsabilizar a la pareja, exigir servicios sociales y luchar
por transformar los horarios laborales.
Dentro de este esquema el conflicto que enfrentan las profesionis-
tas para convertirse en madres aparece cuando las que ya han pasado la
edad adecuada para la concepción buscan embarazarse. Y aunque mu-
chas mujeres confían en la ciencia, esta no siempre podrá garantizar-
les su deseo. ¿Qué hacer entonces? Indudablemente la opción radica en
modificar el esquema laboral actual y desarrollar servicios sociales para
equilibrar las responsabilidades familiares. Es indudable que todavía no
hay condiciones para que mujeres y hombres equilibren sus responsabi-
lidades laborales y parentales. Además, no hay que olvidar que otra cues-
tión fundamental es que el conflicto no es solo el de un problema con el
trabajo sino que también hay un problema sustantivo con la relación de

395
Marta Lamas

pareja. Según el artículo de Rosenblum, que no especifica de qué tamaño


es su muestra o de dónde sacó las estadísticas, el 88% de quienes conge-
lan lo hace por ausencia de pareja, el 24% por razones profesionales, el 15
% por razones financieras, otro 15% porque tener hijos es un compromi-
so que en ese momento no pueden asumir, y un 8% restante por razones
no especificadas. Congelar sus óvulos les permite a ese 88% de ejecutivas
sin pareja salir con hombres sin estar desesperadas por definir la rela-
ción de cara a ya comprometerse a tener hijos. Si bien postergar la ma-
ternidad se argumenta como imaginar una vida que no esté regida por
el reloj biológico, también confronta con el reconocimiento de que no
hay con quien tener ese hijo deseado. Postergar la maternidad porque
no se encuentra una pareja introduce otra complejidad en la decisión,
vinculada al cambio de papeles de género, a la crisis de la masculinidad,
a expectativas de vida diferentes, todo ello en el contexto de un crecien-
te individualismo narcisista (Lyotard, 1979; Lipovetsky, 1983; Giddens,
1994 y 2000; Beck y Beck-Gernsheim, 2003). O sea, estamos ante lo que
Gauchet (1998) definió como una mutación antropológica.

La demanda individual y la reivindicación política

La maternidad se está transformando de ser el destino universal de lo


femenino a una modalidad de la posibilidad de creación de las muje-
res. Sin embargo, el deseo de ser madre persiste. Para la mayoría de las
mujeres tener un hijo es tenerlo biológicamente; en unos casos, tener-
lo con cierto hombre; y en otros, tener el hijo por el hijo. La materni-
dad se desea, en primera instancia, como un suceso biológico; y si esto
no es posible, se recurre a la adopción. Pero quienes adoptan lo hacen
como último recurso, después de que los tratamientos para concebir
han sido infructuosos y son muy pocas las que lo deciden como una
elección en lugar de embarazarse. ¿Por qué persiste tanto interés en el
aspecto biológico que, además, supuestamente es doloroso e incómo-
do? Tener un hijo “de la propia sangre” toca cuestiones que tienen que
ver con la trascendencia y con el narcisismo, que se formulan frecuen-
temente como deseos de fusión con el ser amado, de prolongación de

396
Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

ese amor en un nuevo ser o de continuación de una línea familiar. Sin


duda hay adopciones que han resultado muy gratificantes, al grado de
olvidar el origen real de los hijos pero, en términos generales, la adop-
ción no suele ser la primera opción, pues no colma el aspecto narcisista
y/o de transcendencia y prolongación que ofrecen los hijos biológicos.
En ocasiones ocurre que se adopte después de tener hijos biológicos,
pero esa es otra cuestión.
Las mujeres no han permanecido inmutables al transcurrir histórico
y han surgido nuevas posiciones subjetivas, con sus consiguientes for-
mas de comportamiento subversivo, como las mujeres que no desean
ser madres y las que anteponen su desarrollo profesional a la materni-
dad. Y como las formas de disciplinamiento social, de “normalización”,
de los sujetos se corresponden con las formaciones sociales de la época,
las mujeres “indisciplinadas” y “anormales” desarrollan nuevas estra-
tegias de supervivencia. Interpreto la postergación como una de estas
estrategias, o como lo que Joyce McDougall, otra psicoanalista, señaló:
“todo síntoma es un intento de autocuración” (1996, p. 18). Las mujeres
postergadoras tratan de “curarse” de no poder conciliar el trabajo y la
maternidad, pero al aceptar la “solución” médica a su conflicto, no im-
pulsan una reivindicación política sobre otro tipo de arreglo social, sino
que solo aplazan el conflicto.
Está claro que en nuestra época, traspasada por el individualismo y el
narcisismo constitutivos del capitalismo tardío, el mandato de la femi-
nidad mistifica la maternidad. Por eso una labor política e intelectual es
la de desmitificar tantas creencias relativas a la maternidad, creencias
sobre lo que son y lo que significan los hijos, sobre las diferencias psíqui-
cas entre hombres y mujeres, en especial, aquellas referidas al ejercicio
de la maternidad y la paternidad. Hay que comprender que el dilema de
conciliar maternidad y trabajo no es una cuestión individual, sino que
implica también al orden social, y que el Estado tiene responsabilidad en
establecer nuevos esquemas laborales.
El modelo laboral es muy competitivo y no favorece la conciliación.
¿Qué clase de exigencias políticas válidas se pueden argumentar para
lograr la conciliación entre trabajo y familia? ¿Es mejor pedir congela-
miento que exigir guarderías y horarios? Ahora bien, si desde un punto

397
Marta Lamas

de vista ético la no discriminación se concreta en el acceso al empleo


¿qué política pública habría que instalar al respecto? ¿El deseo de ma-
ternidad representa un freno para la exigencia laboral o es ella la que
la configura? Es indudable que hoy en día, en México, la dificultad de
conciliar produce desazón e inquietud a quienes la viven. Por eso jus-
tamente cada vez más mujeres rechazan ajustarse a los modelos con-
vencionales de ser madres. Pero la reivindicación del derecho a elegir
una maternidad tardía elude abordar la problematicidad de la dificultad
social de conciliar trabajo y familia. Ante el fenómeno de la postergación
materna, atravesado por el contexto social e histórico, los presupuestos
de Sampedro et al. (2002) destacan dos cuestiones: el carácter cada vez
más racional y estratégico del comportamiento reproductivo de las mu-
jeres y el surgimiento de estrategias de género para hacer compatibles
vida laboral, carrera profesional y vida familiar. Desde esa perspectiva,
podríamos interpretar que las técnicas médicas que permiten “poster-
gar” la maternidad aparecen como un dispositivo cultural para “nor-
malizar” a las mujeres de acuerdo al mandato cultural de la feminidad.
Sin embargo, habría que enmarcar el debate sobre la postergación de la
maternidad dentro de la dificultad de nuestra sociedad para admitir un
reparto distinto de las obligaciones laborales que reestructure la organi-
zación social del trabajo.
El fenómeno de la congelación de óvulos está mostrando no solo un
cambio cultural anclado en procesos de subjetivación de las mujeres
sino una brutal disfuncionalidad del mundo laboral. Y la problemática
individual de la postergación se desarrolla en el contexto del reemplazo
generacional. El retraso de la maternidad en sociedades industriales de-
sarrolladas de Europa y Estados Unidos se presenta como un problema
y un peligro por la reducción de la fertilidad por debajo del nivel que
asegura el reemplazo demográfico y por la incertidumbre sobre los efec-
tos de la manipulación científica de límites biológicos: madres a la edad
de abuelas. Existe, pues, una relación entre el indicador demográfico y
el dato socio-cultural. Ya los países escandinavos habían demostrado
en la década de los 90s que a mayor igualdad entre mujeres y hombres,
mejores niveles de fecundidad, o sea, más próximos al reemplazo. Sin
embargo, en Suecia la fecundidad empieza a caer por debajo del nivel

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Postergar la maternidad: dilema individual y síntoma cultural

de reemplazo, y ello se debe a que la igualdad laboral está impactada


porque los varones no toman el permiso paterno, que es legal. Esta si-
tuación produce desigualdad entre los trabajadores de primera (los va-
rones) y las de segunda (las mujeres), que trabajan a tiempo parcial por
el necesario cuidado infantil.
La cultura de género de las organizaciones laborales es masculina, y
desde ahí se acepta y se reproduce la creencia de que los varones deben
seguir teniendo el monopolio de poder en la cúspide de las organiza-
ciones laborales. Esto se traduce en que ellos deben seguir fijando los
horarios laborales sin consideración a las responsabilidades familiares
y además seguir ganando los mejores salarios. Por eso hay que insertar
la reflexión sobre la postergación de la maternidad más allá del discurso
medicalizado, viendo sus aristas demográficas, culturales y psíquicas.
Al concebir el trabajo y la familia como un solo sistema integrado y ver
a las personas como seres integrales que viven vidas complejas, se po-
drán asumir políticas de conciliación trabajo/familia. Así se podrá com-
prender que este dilema individual de la postergación de la maternidad
como un síntoma del capitalismo tardío, que solo podrá ser abordado
con eficacia en la medida que nos acerquemos en la práctica a esa vieja
aspiración de igualdad social entre mujeres y hombres.

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Zavala, María Eugenia (2014). La transición demográfica de 1895 a 2010:
¿una transición original? En Cecilia Rabell (coord.), Los mexicanos. Un balance
del cambio demográfico (pp. 80-114). México: Fondo de Cultura Económica.

401
Aborto*

El aborto siempre ha existido. Las mujeres lo han practicado en todas


las épocas y en todas las culturas como medio de librarse del destino
no deseado que cobra forma en la maternidad impuesta. En su estudio
sobre el aborto en sociedades primitivas, el etnopsicoanalista Georges
Devereux (1976) se planteó establecer una tipología de las prácticas y ac-
titudes respecto del aborto en 300 grupos humanos, desde tribus hasta
sociedades con amplia cultura, pero no occidentales.1 Al analizar cómo
un mismo hecho biológico –la interrupción del embarazo– es simboliza-
do de maneras distintas debido a las especificidades culturales, su obje-
tivo era demostrar la tremenda plasticidad y variabilidad de la conducta
humana. En su análisis, Devereux encuentra motivaciones conscientes
e inconscientes para la ocurrencia de abortos voluntarios e involunta-
rios, por causas que van desde cuestiones médicas, psicológicas, de edad
(extrema juventud o vejez), y de herencias y linaje; control natal; factores
económicos (nomadismo, pobreza); conflictos maritales, e ilegitimidad.
Establece una correlación entre 18 motivos, 11 causas, 17 técnicas, cuatro
actitudes y seis penalidades y consecuencias. Este autor es muy claro al
señalar que no explora las causas y procesos del aborto en Occidente, y
se niega a involucrarse en una disputa ideológica al respecto.

* Extraído de Lamas, Marta (2018). Aborto. En Hortensia Moreno y Eva Alcántara (coord.), Conceptos clave
en los estudios de género, vol. 2 (pp. 15-30). México: Centro de Investigaciones y Estudios de Género.
1. De México aparecen los aztecas (antiguos y modernos), los chontales, los coras, los huicholes, los indios
mexicanos de Nuevo México, los nahuas, los otomíes, los tarahumaras, los tarascos. Un acercamiento más
reciente y riguroso a lo que ocurre en comunidades rurales e indígenas está en Azaola y Nahmad (1977).

403
Marta Lamas

Por su parte, Giulia Galeotti estudia la historia del aborto en Occidente


y plantea que, en la Antigüedad, era básicamente un asunto de mujeres,
ya que el producto se consideraba parte del cuerpo de la mujer. En el mun-
do grecorromano era una práctica “ampliamente difundida en todas las
clases sociales, moralmente aceptada y jurídicamente lícita” (2004, p. 19).
Solamente se castigaba cuando representaba una afectación al interés
masculino, en términos de perder un heredero. Por eso una traducción
del texto clásico del juramento hipocrático (siglo V a.C.) dice: “me absten-
dré de aplicar a las mujeres pesarios abortivos”. Una versión posterior lo
reformuló: “tampoco administraré abortivo a mujer alguna”.2
Con el cristianismo cambia la valoración social y el aborto se vuelve
un pecado contra Dios porque se representa como la destrucción de una
de sus criaturas. Los cristianos debatirán sobre el momento en que el
alma entra al cuerpo y el aborto empezará a ser tema de discusión en los
concilios a partir del siglo IV (Galeotti, 2004, p. 34). Sin embargo, hasta
mediados del siglo XVIII lo que había dentro del útero de la mujer se
consideraba como un apéndice de su cuerpo. En 1745, el sacerdote, teó-
logo y jurista Francesco Emanuele Cangiamila ratificaba que “mientras
aún se encuentra en el árbol, el fruto forma parte del mismo, como el
niño que está en el útero forma parte de la madre” (Galeotti, 2004, p. 11).
No será hasta los descubrimientos científicos del siglo XVIII cuando se
establecerán nuevas bases para la regulación o prohibición de los abor-
tos.3 No obstante, aunque el Vaticano impulsará la idea de las mujeres
como “recipientes” de la voluntad divina (“Ten todos los hijos que Dios
te mande”), el derecho canónico dejará establecidas atenuantes y exclu-
yentes que siguen hoy plenamente vigentes respecto de la interrupción
del embarazo. Aparecen en el canon 1323 y consignan circunstancias por
las que la mujer que aborta no queda sujeta a ninguna pena: “Cuando la
mujer es menor de 16 años” (inciso 1º); “Cuando actuó presionada por

2. Ha habido varios intentos de adaptación del juramento hipocrático. En 1948, en la Convención de


Ginebra, se redactó un juramento en el cual se eliminó la referencia explícita al aborto: “Tendré absoluto
respeto por la vida humana”. Luego, en 1964, el doctor Louis Lasagna volvió a redactar un juramento e
incluyó la frase “Por encima de todo, no debo jugar a ser Dios”. Varios médicos expresaron esas dos ideas:
el absoluto respeto por la vida y no jugar a ser Dios.
3. Una historia de las ideas sobre el aborto en la iglesia católica se encuentra en Hurst (1992).

404
Aborto

miedo” (inciso 4º); “Si lo hizo por necesidad” (inciso 4º); “Si actuó para
evitar un grave daño” (inciso 4º); “Cuando ignoraba que infringía una
ley” (inciso 2º); “Si actuó en legítima defensa” (inciso 5º); “Si actuó por
violencia o de manera accidental” (inciso 3º); “Cuando la mujer carecía
de razón o sufría alguna deficiencia mental” (inciso 6º). Se puede dedu-
cir que las autoridades eclesiásticas que redactaron este canon conside-
raron que el recurso al aborto no puede ser condenado siempre, y con-
templaron atenuantes como el miedo, la legítima defensa, la necesidad
o la evitación de un gran daño (Benlloch, 2002).
Hasta mediados de la década de 1970, la iglesia católica no se había
mostrado preocupada por los abortos ilegales. La alianza anticomunista
entre el papa polaco Karol Wojtyla (Juan Pablo II) y el presidente estadou-
nidense Ronald Reagan sirvió para fortalecer la virulenta reacción que se
orquestó en Estados Unidos contra la despenalización del aborto, luego
de que la Suprema Corte de Justicia de ese país lo sancionara en 1973 como
un acto que pertenece a la intimidad de la mujer. Luego, con la caída del
muro de Berlín en 1989, el papa Wojtyla, que sabía que en la Polonia co-
munista el aborto era un derecho de las mujeres, le daría un cauce a su
rabioso anticomunismo mediante el combate a dicha práctica en el mun-
do “libre”, que asumió como su propia cruzada.4 Frances Kissling (1994) in-
terpreta la vehemencia flamígera de Karol Wojtyla contra el aborto como
la necesidad, después del fin del comunismo, de construirse otro enemigo
común que uniera a sus fieles. Así, el papa Wojtyla decidió que ahora el
“diablo” encarnaría en la modernidad –principalmente por su concepción
antiesencialista del ser humano– y en el feminismo, con sus reivindicacio-
nes cuestionadoras del papel tradicional de las mujeres y su reclamo del
derecho a decidir sobre el propio cuerpo. A partir de entonces, y simultá-
neamente con el crecimiento y popularización de la segunda ola del femi-
nismo, la Iglesia católica vinculó los temas de sexualidad y reproducción
con la contraposición entre “comunistas” y católicos.
En lo que respecta a México, suele creerse que la lucha por el acceso a
la interrupción legal del embarazo es un fenómeno reciente, de finales

4. Polonia legalizó el aborto en 1956, pero en 1993, con el apoyo y la influencia del papa polaco, hizo una
reforma que lo limitó seriamente. Véase Klugman y Budlender (2001).

405
Marta Lamas

del siglo XX. Sin embargo, la demanda por despenalizar el aborto tie-
ne una historia que se remonta a la década de 1930, cuando el Código
Juárez, que dominó por muchos años la legislación penal mexicana, fue
sustituido por el Código Penal para el Distrito y Territorios Federales de
1931. No hay que olvidar que los antecedentes de esta legislación liberal
sobre el aborto se encuentran en el siglo XIX y que, de acuerdo con la
historiadora Fernanda Núñez, en esa época hubo en México una “pro-
liferación de artículos, tesis y ensayos médicos sobre el aborto” (2008,
p. 135), muchos de los cuales eran producto de la influencia del positivismo
francés y de las corrientes higienistas. Para Núñez, ese es el momento
en que los médicos cobran conciencia de su papel en la sociedad y de su
gran ascendiente sobre las familias, razón por la cual sus publicaciones
tienen que ver no solo con la obstetricia y la medicina legal, sino con la
moral. Los documentos que estudia Núñez muestran un claro interés
de los médicos por el dilema de los distintos tipos de aborto, los espon-
táneos y los provocados.5 Esa reflexión conduce a otra en paralelo sobre
los embarazos elegidos y los no elegidos (como el que es resultado de
una violación).
En el proceso de separar al Estado de la Iglesia católica, la generación
liberal (que, según Carlos Monsiváis, impuso a la nación “un proyecto
histórico y muy a medias un modelo de sociedad”, 2008, p. 14) se dio a
la tarea de formular leyes que plasmaran esa visión. Así, en 1871 se pro-
mulgó el Código Penal para el Distrito y Territorios Federales, el llama-
do Código Juárez, en que por primera vez se clasificó el aborto en un
apartado distinto al del delito de homicidio. Ese “primer código penal
netamente liberal” (Barraza, 2003, p. 21) considera necesario el aborto
cuando, de no efectuarse, la mujer corre peligro de muerte (art. 570).
Además, no la castiga cuando el aborto es imprudencial o culposo (art.
572). Pese a su origen liberal, entretejidas con las anteriores disposicio-
nes se encontraban ideas sobre la honra de la mujer que tenían gran

5. La rigurosa investigación de Fernanda Núñez (2008) registra las distintas posiciones de connotados
médicos que debaten el tema durante la década de 1880, así como las definiciones publicadas en 1872
en el Diccionario de ciencias médicas. Su trabajo toma en cuenta desde las ponencias del Primer Congreso
Higiénico Pedagógico de 1882 hasta diversas tesis de medicina, cirugía y obstetricia, así como artículos
de la Gaceta Médica de México de la Escuela Nacional de Medicina y de la Facultad de Medicina de Puebla.

406
Aborto

peso social en aquella época. De tal manera que el aborto intencional


podía tener atenuantes por razones de honor si la mujer no tenía mala
fama, si había logrado ocultar su embarazo y si este era fruto de una
unión ilegítima (art. 573).
La novedad del código de 1931 fue no considerar punible el aborto
cuando el embarazo fuera resultado de una violación (art. 333). Esta ex-
culpación de responsabilidad penal introdujo una importante variable
de ética laica (De la Barreda, 1991, p. 41), producto del predominio de
juristas de tendencia socialista, cuya apertura ideológica en la redac-
ción del mencionado código provenía de los valores que signaron la
Revolución mexicana. No penalizar el aborto cuando el embarazo fuera
producto de una violación significó un avance indiscutible que se suma-
ba a las dos causas presentes en el Código Juárez: cuando el aborto fuera
resultado de imprudencia y cuando se realizara para salvar la vida de la
mujer. Sin embargo, que no se aceptaran otras causas –económicas o
psicológicas– favoreció la persistencia de la práctica clandestina y ries-
gosa a la cual recurrían miles de mujeres.
Cinco años después, en 1936, durante la Convención de Unificación
Penal celebrada en el Distrito Federal, la doctora Ofelia Domínguez
Navarro propuso que se derogara la legislación penalizadora (Cano,
1990). Su texto, titulado “El aborto por causas sociales y económicas”,
tomaba como eje la injusticia social y concluía que el aborto era un pro-
blema cuya reglamentación competía a la salubridad pública y no al de-
recho penal. Las feministas de la época retomaron la argumentación y la
llevaron a otros foros. Por ejemplo, la doctora Matilde Rodríguez Cabo
(tercera esposa del general Francisco Múgica) expuso la dimensión so-
cial del aborto ilegal ante el Frente Socialista de Abogados y repitió la
argumentación de Domínguez Navarro.
La reivindicación del aborto salió del debate político en la medida en
que el Frente Único Pro Derechos de la Mujer, que había sido creado en
1935, se concentró en la consecución del sufragio femenino. Se lo evitó
tanto en las discusiones jurídicas como en las médicas. Hubo que espe-
rar al resurgimiento feminista de la década de 1970, cuando el activismo
de los grupos que se unieron en la Coalición de Mujeres Feministas se
articuló en torno al reclamo del derecho sobre el propio cuerpo y una de

407
Marta Lamas

sus reivindicaciones principales fue la maternidad voluntaria.6 La irrup-


ción de la segunda ola del feminismo en la esfera pública puso en eviden-
cia un enorme conjunto de cuestiones que no habían sido reconocidas,
estaban ausentes de la agenda política –incluso de la izquierda– y tenían
que ver con el cuerpo y los afectos. El feminismo abrió un espacio en el
que era posible hablar de lo prohibido y estigmatizado, e introdujo en el
discurso y el ámbito políticos cuestiones “personales” que no se consi-
deraban propiamente “políticas”: el lema fue “lo personal es político”. Al
mostrar la carga de opresión y discriminación que pesaba sobre las mu-
jeres, la intención de la propuesta feminista no era solamente incluirlas
en el catálogo de las personas marginadas y excluidas, sino dar “un salto
en la mismísima racionalidad política” (Dominijanni, 2012).
Por eso la lucha por la autodeterminación sexual y reproductiva ca-
racterizó el activismo, y las feministas mexicanas empezaron a hablar
de derechos, a exigir reivindicaciones relativas a la sexualidad y la re-
producción, y a expresar la legitimidad de sus deseos a partir de la pre-
misa “mi cuerpo es mío”. La reforma de la legislación sobre el aborto fue
exigida desde el inicio, pero se consiguió 36 años después, y únicamen-
te para la Ciudad de México.7 En el análisis de la demanda de aborto
que formulan las mujeres hay varias cuestiones imbricadas, algunas de
índole económica, otras provenientes de la subjetividad. Es necesario
comprender por qué las mujeres solicitan la interrupción de ciertos em-
barazos. La respuesta es sencilla: el aborto es la manera ancestral de las
mujeres para resolver el conflicto de un embarazo no deseado. Pero en-
tonces, ¿por qué en pleno siglo xxi hay embarazos no deseados? Hasta
donde se ve, hay tres tipos de causas:

1. Las que tienen que ver con la condición humana: olvidos, irres-
ponsabilidad, deseos inconscientes. Aquí desempeñan un papel

6. Al plantear la lucha por la maternidad voluntaria se puso mucho énfasis en los cuatro elementos in-
dispensables para hacerla realidad: 1) educación sexual, dirigida con especificidad a distintas edades y
niveles sociales; 2) anticonceptivos seguros y baratos; 3) aborto como último recurso, y 4) rechazo a la
esterilización forzada (sin consentimiento).
7. Un relato sobre el proceso de despenalización se encuentra en Lamas (2015).

408
Aborto

protagónico los “descuidos” o errores individuales, incluso algunas


violaciones sexuales.
2. Las que se relacionan con cuestiones estructurales y carencias so-
ciales, en especial con la ausencia de amplios programas de educa-
ción sexual, lo que se traduce en una ignorancia procreativa gene-
ralizada y acceso restringido a métodos anticonceptivos modernos
y seguros; también ciertas violaciones sexuales, producto de la vio-
lencia estructural.
3. Las relativas a fallas de los métodos anticonceptivos.

Tal vez el primer conjunto sea el más complicado de resolver, pues, aun-
que se pudieran erradicar las fallas de los métodos o educar sexualmen-
te a la población, difícilmente se podría transformar la condición hu-
mana: los seres humanos no somos perfectos y los olvidos, descuidos y
errores son parte constitutiva de nuestra naturaleza. Además, el peso de
la subjetividad es un elemento definitorio de aquello que produce emba-
razos no deseados: los deseos inconscientes cuentan y determinan mu-
chas acciones vinculadas con la sexualidad, incluso en actos de agresión,
como las violaciones. Cualquier esfuerzo por controlar el psiquismo de
las personas está destinado al fracaso, y todo intento de otorgar míni-
mos educativos parece, al menos hoy en día, imposible. Por lo tanto, hay
que resignarse por el momento a remediar los embarazos no deseados.
Además de responder a un proceso sociopolítico local, la reforma de la
interrupción legal del embarazo (ILE) coincidió con un proceso en varios
países que, con base en el conocimiento científico de los elementos neu-
robiológicos de la condición humana, han despenalizado ampliamente
la práctica. El recurso que ofrece la ciencia para fundamentar la ley en
el conocimiento ha ido disolviendo los desacuerdos sobre la interrup-
ción del embarazo en la mayoría de los países de tradición occidental. Al
transformar la regulación del aborto de un sistema de indicaciones que
señalaban los motivos por los cuales no se castigaba a un sistema de pla-
zos donde se establece que no hay impedimento para hacerlo antes de
las 12 semanas, se retomaron parámetros bioéticos modernos y laicos.
Establecer un criterio para la licitud de un aborto requiere abrevar en
el conocimiento sobre el proceso en que un óvulo fecundado pasa a ser

409
Marta Lamas

mórula, blastocito, embrión y finalmente feto. En la Ciudad de México


ese momento de licitud para interrumpir el proceso que se desarrolla
entre el instante de la concepción y el nacimiento es de 12 semanas,
mientras que en otros países es de 14, 16, 18, 20 e incluso de 24 semanas
(como en el Reino Unido) (Sheldon, 2016).
¿Cómo se toma la decisión de abortar? Hace tiempo, Rodolfo Vázquez
(1988) calificó el aborto como “un problema concreto de ética aplicada” y
planteó que para decidir de manera ética esa decisión resultaba impres-
cindible contar con “una información detallada de la ciencia genética y
la embriología” (1988, 27, p. 50). Este filósofo del derecho amplió el rango
de problemas relativos a la despenalización con una reflexión en torno al
significado de considerar “persona” al embrión. En su reflexión filosófi-
co-jurídica sobre el estatuto del embrión, retomó como punto de partida
el planteamiento del filósofo católico Jacques Maritain de que “es un ab-
surdo filosófico admitir que el feto recibe el alma racional desde el mo-
mento de la concepción, cuando aún la materia no está dispuesta” (1973,
p. 51). Vázquez distingue al embrión del feto, y desmonta la creencia de
que todo embrión está destinado de forma natural –y sagrada– a con-
vertirse en un ser humano nacido: “existen óvulos fecundados que, sin
que nadie interfiera en su desarrollo, se abortan espontáneamente y no
se convierten en nada” (2005, p. 50).8 Para ello, estudió y recogió las ex-
plicaciones de varios científicos, entre los que están sus compañeros del
Colegio de Bioética (Rubén Lisker, Ruy Pérez Tamayo y Ricardo Tapia) y
las reformuló como intervenciones pedagógicas muy claras.
El embrión de 12 semanas no es un individuo biológico ni mucho me-
nos una persona porque:

1. Carece de vida independiente, ya que es totalmente inviable fuera


del útero, al estar privado del aporte nutricional y hormonal de la
mujer.

8. Según Bernard Dickens, como la sangre menstrual no suele analizarse, lo único posible es hacer una
estimación. Dickens (2011) plantea que, por las pérdidas espontáneas, solamente 30% de los embriones
sobrevive, o sea que se pierde 70%: 30% antes de la implantación, otro 30% antes de la sexta semana de
gestación y 10% adicional antes de la decimosegunda semana de gestación.

410
Aborto

2. Aunque posee el genoma humano completo, considerar que por eso


un embrión de 12 semanas es persona obligaría a aceptar como per-
sona a cualquier célula u órgano del organismo adulto, que también
tienen el genoma completo, incluyendo los tumores cancerosos. La
extirpación de un órgano equivaldría entonces a matar miles de mi-
llones de personas.
3. A las 12 semanas el desarrollo del cerebro está apenas en sus etapas
iniciales, ya que solo se han formado los primordios de los grupos
neuronales que constituirán el diencéfalo (una parte más primitiva
del interior del cerebro) y no se ha desarrollado la corteza cerebral
ni se han establecido las conexiones hacia esta región, que constitu-
ye el área más evolucionada en los primates humanos. Estas cone-
xiones, indispensables para que pueda existir la sensación de dolor,
se establecen hasta las semanas 22-24 después de la fertilización.
4. Por todo lo anterior, el embrión de 12 semanas no es capaz de tener
sensaciones cutáneas ni de experimentar dolor, mucho menos de
sufrir o de gozar (Vázquez, 2014, p. 154).

Considerar al embrión como persona implica algo imposible: que una per-
sona quede confinada por completo dentro del cuerpo de otra. Esa impo-
sibilidad vuelve también imposible conciliar los derechos de los embrio-
nes con los de las mujeres embarazadas que quieren deshacerse de ellos;
por ello las disposiciones de “protección” a los embriones son meramente
simbólicas, pues fuera del cuerpo de la mujer no podrían sobrevivir. Sin
embargo, aunque simbólicas, dichas “protecciones” tienen consecuencias
legales y materiales en lo que se refiere a la atención y el trato a las mujeres
que quieren abortar. Y como la hegemonía se construye y se pelea también
en el campo del discurso, ha sido muy productivo analizar el estatuto de
eso que la derecha defiende como “el ser humano desde el momento de la
concepción” con precisión bioética. Una reflexión bioética genera un cam-
bio conceptual y discursivo de gran calado. En México, los científicos e
investigadores del Colegio de Bioética se han preocupado por aclarar este
punto. Rodolfo Vázquez, miembro fundador de esa asociación, subraya
tres puntos que fueron ejes discursivos trascendentes durante el proceso
deliberativo con los legisladores y políticos:

411
Marta Lamas

1. Hay que debatir, deliberar o dialogar sobre temas controverti-


dos en el campo de la bioética, como es el aborto, aceptando nor-
mativamente los valores de cientificidad, laicidad y pluralismo
democrático.
2. Hay que tomar en consideración el “estado del arte” de la ciencia
–en especial la bioética con su información sobre el estatuto del em-
brión– y cierto razonamiento filosófico, para justificar la despenali-
zación del aborto en las doce primeras semanas de embarazo.
3. No existe conflicto entre los derechos de la mujer y los del embrión
y el feto, pues estos últimos no son titulares de derechos fundamen-
tales. El Estado debe hacer todo para salvaguardar los derechos de la
mujer, pues existe una asimetría absoluta entre la vida humana de
la mujer, por un lado, y la del embrión y el feto por el otro. Darles el
mismo valor denotaría una verdadera violencia contra los derechos
fundamentales consagrados en nuestra Constitución y en la norma-
tividad internacional, y afectaría la privacidad, la autonomía, la dig-
nidad y el derecho a la igualdad de las mujeres (Vázquez 2008).

En la Ciudad de México, la reflexión bioética, además de fortalecer la


labor de apoyo a los grupos involucrados en la despenalización, apunta-
ló el aprovechamiento de un avance médico: la biotecnología del aborto
con medicamento. Las tecnologías que intervienen en la vida biológica y
penetran el cuerpo reciben hoy el apelativo de biotecnologías, y el aborto
con medicamento –un desprendimiento embrionario, equivalente a un
aborto espontáneo, sin intervención quirúrgica– no solo convierte un
servicio de salud en un lugar de liberación de un destino impuesto, sino
que también inserta otra dinámica en las relaciones entre quienes pres-
tan el servicio y las usuarias, pues les obliga a confiar en que las mujeres
seguirán adecuadamente las instrucciones, en su casa, para regresar a
una revisión posterior. El aborto mediante fármaco es una decisión de
racionalidad médica. Sin embargo, a pesar de que el medicamento fue
creado en 1980 (por los laboratorios franceses Roussel-Uclaf), hasta la
fecha su uso está controlado por el cuerpo médico, muy en sintonía con
una actitud paternalista que trata a las pacientes como menores de edad
o infradotadas. Los primeros países que usaron el fármaco abiertamente

412
Aborto

fueron Francia y China en 1988; luego siguió Inglaterra en 1991 y Suecia


en 1992; actualmente se usa en todos los países de la Unión Europea, ex-
cepto Irlanda, y en otros países como Israel y Nueva Zelanda. En Estados
Unidos se generó un gran debate político sobre la pastilla y el fanatis-
mo religioso de quienes realizan atentados contra las clínicas donde se
practican legalmente abortos asustó a las empresas farmacéuticas esta-
dounidenses, que no quisieron fabricarla; incluso los fabricantes france-
ses (Roussel-Uclaf) se retiraron. En ese país fue una ong la que solicitó el
permiso para su distribución. La Food and Drug Administration (FDA)
fue presionada por grupos “pro-vida” y por los congresistas más con-
servadores; no obstante, la aprobó finalmente en septiembre de 2000,
veinte años después de su creación, con lo cual se convirtió en el ejemplo
más escandaloso de un medicamento que tarda más de dos décadas en
estar a disposición de los usuarios estadounidenses, acostumbrados a
contar con los adelantos científicos tan pronto surgen.
El manejo de la pastilla abortiva en Europa facilita su acceso para
reducir los abortos quirúrgicos, tanto por sus riesgos como por sus cos-
tos. Aunque está comprobado que las razones para abortar dependen
de las circunstancias personales de las mujeres más que de la facilidad
de acceso a los medios, los grupos conservadores denuncian que la co-
modidad implícita en el uso de la pastilla incrementa los abortos. En
Francia, en julio de 2004, el gobierno dio un paso significativo al acep-
tar que las mujeres tuvieran acceso directo a la pastilla, sin necesidad
de la mediación de un médico, lo que significa que pueden abortar en
sus casas. Esto ha sido posible en un país que ya tiene casi treinta años
de uso de ese método, donde la información está tan difundida que las
mujeres saben que después del desprendimiento deben ir a una revi-
sión ginecológica para garantizar que todo esté en orden. No es difícil
imaginar un futuro en que el ejemplo de Francia se generalice y la co-
mercialización abierta de la pastilla permita a las mujeres del mundo
tomar íntimamente la decisión de abortar sin necesidad de permisos ni
explicaciones de ningún tipo.9

9. En México y otros países de América Latina, circula por Internet la información de otro medicamento,
el misoprostol, entre cuyos efectos se encuentra producir el aborto. Ciertos grupos de activistas infor-
man y acompañan el proceso de ingesta y posterior revisión de este fármaco.

413
Marta Lamas

Es indudable que los avances tecnológicos y científicos han allanado


el camino para que las mujeres decidan sobre sus cuerpos y vidas; pero
mientras se transforman los significados históricos de la vida y el abor-
to, es indispensable contar con un marco legal que defina la interrup-
ción legal del embarazo como un servicio de salud seguro y gratuito. La
ley, como parte sustantiva de la red de significaciones que de Lauretis
(1987) denomina “tecnologías de género”, es un discurso que enuncia
lo que colectivamente se estima deseable o punible. Una de las conse-
cuencias positivas de un cambio en las mentalidades es precisamente la
reforma de la ley. En el esquema tradicional de las relaciones de género
destaca la simbolización de la mujer como madre, lo que explicaría en
parte la gran dificultad a la que nos enfrentamos: no se trata de cambiar
una ley, sino de transformar el orden simbólico, cuya compleja lógica
cultural tiene resonancias psíquicas y tiñe las emociones de los seres hu-
manos. Y aunque una reforma como la ile crea nuevas experiencias y
ofrece una significación distinta para una práctica, no es fácil modificar
la regulación simbólica que atañe a uno de los fundamentos simbólicos
de la sociedad. Esto requiere una transformación profunda en el orden
de género, todavía muy lejana.
Además, en la cultura judeocristiana occidental aún se considera que
los hijos son “propiedad privada” de sus progenitores, de modo que el
carácter “privado” de la crianza infantil ha marcado la política pública.
Que la crianza sea responsabilidad individual incide en la consideración
del aborto como una decisión privada: como las consecuencias de la pro-
creación duran de por vida, las mujeres son cada vez más cautelosas en
eso de tener hijos. El Estado no tiene interés en asumir los costos sociales
y económicos que significa criar hijos rechazados por sus progenitores.10
La liberalización de las legislaciones sobre la interrupción voluntaria del
embarazo tiene que ver fundamentalmente con el carácter privado de la
responsabilidad sobre los hijos. Si tenerlos es una decisión privada, no
tenerlos también debería serlo. Por eso, desde la mitad del siglo XX han

10. Para un impactante estudio comparativo de la vida de hijos deseados y no deseados, véase Elías y
Moreno (1991).

414
Aborto

ido en aumento las reformas legislativas y judiciales que reconocen a las


mujeres la legitimidad de interrumpir los embarazos no deseados.
Hoy en día, decidir sobre el aborto implica una cuestión crucial: de-
terminar quién decide si los seres engendrados nacen o no. La disyun-
tiva marca dos campos: el de quienes, sin asumir la responsabilidad co-
tidiana de su crianza, tienen el poder para impedir o favorecer que se
den esos nacimientos, y el de quienes los tendrán que asumir afectiva y
económicamente en el día a día. Como la consigna de “aceptar todos los
hijos que Dios mande” no está respaldada materialmente por ninguna
institución, religiosa o pública, y el Estado tampoco garantiza las con-
diciones básicas para que esas criaturas tengan una vida digna ni está
dispuesto a solventar los costos económicos que dicho anhelo requiere,
las personas que cargan con la responsabilidad –casi en su totalidad las
madres– reivindican que tener o no tener hijos es una decisión indivi-
dual. En la actualidad, ningún país cuenta con un sistema social que se
haga cargo económicamente de todas las criaturas que nacen y, al mis-
mo tiempo, permita que los progenitores continúen su relación afectiva
con ellas. Al procrear una criatura, las mujeres deben asumir en forma
individual su crianza.
Un vistazo al panorama mundial en materia de reglamentación so-
bre la práctica del aborto a inicios del siglo XXI permite apreciar una
tendencia mundial hacia la despenalización. Así, encontramos que para
más de tres cuartas partes de la población del mundo está permitido el
aborto por voluntad de la mujer, por factores sociales y económicos y
por motivos médicos amplios (aquí se encuentran las democracias más
avanzadas, además de algunos países de lo que se llamó el bloque socia-
lista); para cerca de 15% está permitido únicamente para salvar la vida
de la mujer (en este grupo están la mayoría de los países islámicos, casi
todos los de América Latina, una mayoría de países africanos y solamen-
te Irlanda, entre los europeos); y tan solo para el 10% restante está pro-
hibido totalmente.11

11. Existe una diferencia entre hablar de población y hablar de países. Los países más poblados tienen le-
galizado el aborto. En 2003 solo en cuarenta países de un total de 195 estaba absolutamente prohibido in-
terrumpir el embarazo. La lista de países es elocuente en sí misma: Andorra, Angola, Benin, Bhutan, África
Central, Chad, Chile, Congo, República Democrática del Congo, República Dominicana, Egipto, El Salvador,

415
Marta Lamas

El aborto es uno de los dilemas actuales que nos plantean el desa-


rrollo, la ciencia, la razón y la libertad. No es posible formular la com-
plejidad de las cuestiones asociadas con la interrupción voluntaria del
embarazo en un maniqueo posicionamiento “a favor” o “en contra”.
¿Quién puede estar “a favor” del aborto? La enorme mayoría de la gente
coincide en el deseo de que ninguna mujer tenga que abortar. Nadie en
su sano juicio puede estar “a favor”, así, en abstracto. Por otro lado, ¿qué
significa estar “en contra”? ¿Acaso se pretende impedir que las mujeres
violadas aborten, que las que tienen embriones con patologías graves
estén obligadas a llevar a término sus embarazos, o que las embarazadas
en peligro de morir sean sacrificadas por la llegada de una nueva vida?
Para una mujer, contar con la posibilidad de abortar sin que la carencia
de recursos económicos o informativos se convierta en causa de enfer-
medad, riesgo de muerte o extorsión económica, introduce la cuestión
de la justicia social. ¿Se puede cerrar los ojos ante el riesgo ocasionado
por la flagrante desigualdad de acceso a buenos servicios de aborto? Un
objetivo central de la despenalización ha sido eliminar la injusticia so-
cial que genera la ilegalidad y atenuar los altos costos humanos, econó-
micos y sanitarios concomitantes. Por eso no hay que confundirse. Si
bien todas las personas desean que se terminen los abortos, discrepan
radicalmente en cómo lograr ese objetivo compartido: unas creen que
hay que prohibirlos en su totalidad, mientras que otras piensan que hay
que despenalizar esa práctica. Aunque ambas posturas sostienen que
es importante prevenir, una aboga por una amplia educación sexual y
una gran difusión de los métodos anticonceptivos para impedir emba-
razos no deseados, en tanto que la otra argumenta que hay que res-
tringir la actividad sexual a su práctica dentro del matrimonio, que el
único método anticonceptivo válido es el del ritmo y que la abstinencia
sexual es la única opción legítima para los jóvenes. Además –y se suele
olvidar con frecuencia–, un aspecto crucial de la ILE es su similitud con

Filipinas, Gabón, Guinea-Bissau, Haití, Honduras, Irán, Irak, Laos, Lesotho, Madagascar, Malta, Nicaragua,
Islas Marshall, Mauritania, Mauritius, Micronesia, Mónaco, Níger, Omán, Palau, San Marino, Sao Tome y
Príncipe, Senegal, Somalia, Surinam, Suazilandia, Togo y Tonga. En letras cursivas destaco los seis países
latinoamericanos y de El Caribe que sostienen esta prohibición. Los datos son del Center for Reproductive
Rights. (En Chile se despenalizó el aborto por tres causales, en agosto de 2017. N de la E.).

416
Aborto

la ley del divorcio: no obliga a nadie a acogerse a ella, pero el hecho de


que exista favorece a quienes sí necesitan o desean hacerlo. Si por sus
creencias religiosas una mujer considera que abortar es un asesinato, la
ILE no la obliga a hacerlo. La ley solo le da la opción.
Finalmente, en la urgente necesidad de interrumpir la gestación de
un nuevo ser ciertamente se reformula algo nodal: concepciones so-
bre la vida, lo humano y lo ético. Mientras se acepte sin cuestionar el
uso que se da al concepto “vida”, formulado de manera unívoca des-
de la perspectiva religiosa, no se saldrá del atolladero en que está em-
pantanada la discusión. Ya Rodolfo Vázquez nos ha prevenido de que
“Sacralizar el carácter biológico del ser humano condujo a no pocos mo-
ralistas a excluir todo tipo de intervención humana en los procesos na-
turales, dando lugar a éticas dogmáticas que inevitablemente terminan
confundiendo la moral y la religión” (2007, p. 28). El punto central de la
defensa de la vida está, desde una perspectiva laica, en tomar en con-
sideración otros elementos, como la calidad de vida, la responsabilidad
individual y la libertad, así como el conocimiento científico. Distintas
concepciones agudizan la confrontación ideológico-política y remiten
indefectiblemente a revisar nuestros conceptos y creencias no solo res-
pecto del embarazo y su interrupción sino, por encima de todo, con re-
lación a la libertad individual y el derecho a decidir sobre el cuerpo y
la procreación de un nuevo ser. La ILE es apenas un mecanismo para
garantizar esa libertad, que debería estar acompañada de una educa-
ción sexual adecuada y una oferta de anticonceptivos seguros y baratos.
Indudablemente es mucho mejor prevenir que remediar, pero cuando
las condiciones educativas y culturales de un país muestran graves ín-
dices de embarazo adolescente, también hay que tomar la decisión de
remediar. Si bien el debate ético en torno al aborto lleva a replantear el
sentido de la existencia humana y la responsabilidad hacia los seres por
venir y los ya nacidos, también implica decisiones pragmáticas en la
realpolitik. La despenalización del aborto voluntario y su reformulación
como un servicio de salud gratuito es una necesidad humana básica
para las mujeres.

417
Marta Lamas

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419
Aborto y democracia en México, Uruguay
y Argentina*

Introducción

En América Latina el acceso legal, seguro y gratuito a interrumpir un


embarazo no deseado es la gran deuda de la democracia con las muje-
res. La gran mayoría de los gobiernos de nuestra región se resisten a
garantizar ese servicio sanitario fundamental para la salud y la autono-
mía de las mujeres, que solamente existe en Cuba, Puerto Rico, Guyana,
Guayana Francesa, Uruguay y, apenas a finales de 2020, Argentina. En
México únicamente hay interrupción legal del embarazo (ILE) en dos
de las treinta y dos entidades federativas, Ciudad de México y Oaxaca.
¿Por qué gobiernos que se consideran democráticos se resisten a legali-
zar una práctica que, al ser ilegal y clandestina, llega a costarles la vida,
la salud y la libertad a cientos de miles de latinoamericanas? ¿De dónde
surge un obstáculo tan poderoso que les impide a políticos y legisladores
asumir un reclamo democrático?
En estas páginas esbozo un panorama acerca del conflicto político en
relación con la legalización del aborto en nuestro continente. En la pri-
mera parte recuerdo el papel del intervencionismo religioso en materia

* Extraído de Lamas, Marta (2022). Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina. En René To-
rres-Ruiz y Darío Salinas Figueredo (coords.),Crisis política, autoritarismo y democracia (pp. 71-108). México:
Siglo XXI/CLACSO.
Agradezco a mis colegas del Seminario Permanente de Investigación y Género del Centro de Investiga-
ciones y Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México y a René Torres-Ruiz sus
señalamientos críticos y atinados comentarios.

421
Marta Lamas

de sexualidad y procreación. En la segunda reviso el proceso que cul-


minó con la aprobación de la ILE en Ciudad de México y, cinco años
después, en Uruguay.
En la tercera sección hablo del surgimiento del movimiento de la
Marea Verde en Argentina. En la cuarta comparo acciones y reacciones
de figuras políticas ante los reclamos feministas. En la quinta sección
registro aspectos de la reciente disputa por la legalización en Argentina
y, finalmente, en las conclusiones, reflexiono sobre el desafío democrá-
tico que implica para los demás países de la región hacerse cargo políti-
camente de legalizar el aborto voluntario.

El papel de la jerarquía católica en la disputa por la ILE

Hace años las batallas más sonadas en torno a los derechos humanos-
de las mujeres tienen como contrincante acérrimo a la jerarquía de
la Iglesia católica. Un punto de inflexión de su intervencionismo ocu-
rrió en 1994, cuando el aborto se convirtió en tema de discusión polí-
tica en los medios de comunicación con motivo de la Conferencia de
Población y Desarrollo (CIPD) de las Naciones Unidas. Bajo la figura
de la Santa Sede, los jerarcas católicos tienen el estatuto de “Estado
observador” en la Organización de Naciones Unidas (ONU), lo que les
permite asistir y opinar en las sesiones de trabajo. Esto convierte a los
representantes de la religión católica en los únicos funcionarios de
una Iglesia que intervienen directamente en el concierto de las nacio-
nes de la ONU (CRLP, 2000).
De cara a la CIPD, esta institución religiosa desplegó a un equipo
de curas para que objetaran lo que veían como el “esquema feminista”
de una Conferencia que respondía a lo que las mujeres exigían: incre-
mento y mejoría de los servicios de planificación familiar y una am-
pliación del marco de los servicios de atención a la salud reproducti-
va, que incluyera la legalización del aborto. La presión eclesiástica fue
aumentando de tono a lo largo de las conferencias preparatorias que
se realizaron en Nueva York, donde las delegaciones oficiales de los
países miembros y los representantes de más de 400 organizaciones

422
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

no gubernamentales recibieron un sistemático cuestionamiento por


parte de los sacerdotes. Ya durante la CIPD, en El Cairo, el aborto pasó
de ser una demanda que nacionalmente había sido acallada en nues-
tros países, y se convirtió en objeto de candentes debates. El Vaticano
intentó imponer su agenda teológica en asuntos de población, sexuali-
dad y reproducción, y lo hizo a través de varios representantes oficia-
les de los gobiernos latinoamericanos, muchos de ellos integrantes del
Opus Dei. El Programa de Acción de El Cairo pretendía que se aceptara
el hecho de que el aborto realizado en condiciones ilegales es un gra-
ve problema que es necesario enfrentar. Reconocer este hecho, lo que
abarcó solamente uno o dos párrafos de un documento de más de cien
páginas que aboga por un desarrollo integral dirigido a erradicar las
desigualdades y que aborda cuestiones de salud, alimentación, educa-
ción, protección de derechos y obligaciones de los países, fue magnifi-
cado por el Vaticano como la imposición de una política criminal. Los
representantes eclesiásticos presionaron abiertamente a varios dele-
gados de países latinoamericanos y cuando esta presión no funcionó,
los obispos hablaron directamente a los presidentes de los gobiernos
para quejarse de que sus delegaciones oficiales estaban tomando posi-
ciones “equivocadas” en todos los temas relativos a la estructura de la
familia, la procreación y la sexualidad. Además, como el consenso era
el mecanismo para llegar a los acuerdos, las objeciones del Vaticano
retrasaban la toma de decisiones.
Pese a que en 1994 el Vaticano desplegó una intensa campaña en los
medios de comunicación, su estatuto como “observador” no lo favore-
ció y tanto el peso político de Estados Unidos, con el gobierno demó-
crata de Bill Clinton, como de la Unión Europea lograron al final que
todos los países, excepto Irán y Malta, aprobaran los capítulos relativos
a “Derechos reproductivos y salud reproductiva”. Claro que la redac-
ción fue muy tibia, ya que sola mente quedó consignado que el aborto
inseguro es un grave problema de salud pública.1 Al año siguiente, en

1. En el párrafo 8.25 del Programa de Acción de la Conferencia Internacio nal de Población y Desarrollo
(El Cairo, 1994). Una relación más detallada se encuentra en Lamas (2017).

423
Marta Lamas

1995, la Plataforma de Acción de la IV Conferencia Mundial sobre la


Mujer (Pekín) reafirmó el contenido de El Cairo:

Los abortos realizados en condiciones de riesgo ponen en peligro


la vida de muchas mujeres, lo cual representa un problema de sa-
lud pública grave. La mayoría de estas muertes, los problemas de
salud y las lesiones podrían prevenirse mediante un mayor y me-
jor acceso a servicios adecuados de atención en salud, incluyendo
métodos seguros y efectivos de planificación familiar y atención
obstétrica de urgencia...2

Además, se agregó la recomendación de que los países revisaran las


leyes que penalizan a las mujeres cuando se someten a abortos ilega-
les (párrafo 106 K). Aunque el debate en los medios en torno a estas
conferencias de Naciones Unidas puso el tema del aborto en la agenda
pública, la presión de la Iglesia católica logró que no se modificaran
las leyes prohibitivas y, al contrario, hizo retroceder legislaciones que
simplemente permitían el aborto en ciertas circunstancias.
Hay que recordar que en América Latina desde finales del siglo XIX
y principios del XX varios países modernizaron sus códigos penales,
permitiendo el aborto terapéutico para salvar la vida y el aborto ético
en caso de violación (Htun, 2003). Sin embargo, el Vaticano ha logra-
do cancelar esas vitales excepciones. Chile es un caso elocuente. En
1989, durante las últimas semanas de la dictadura militar de Augusto
Pinochet, una iniciativa promovida por la jerarquía católica a través
del “archicatólico” almirante José Toribio Merino logró que la excep-
ción del aborto terapéutico, que desde 1931 había estado permitido por
el Código de Salud, fuera eliminada. Fue Michelle Bachelet quien re-
instauró el aborto para salvar la vida de la mujer y lo amplió a dos cau-
sales más: por violación y por malformación del producto.

2. Párrafo 97, Plataforma de Acción IV Conferencia Mundial de la Mujer, Pekín, 1995.

424
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

Luego de su derrota en El Cairo y Beijing, el Vaticano logró hacer


retroceder las legislaciones en El Salvador,3 Honduras4 y Nicaragua,5 y
mantuvo su dura influencia en República Dominicana.6 A partir de las
críticas recibidas por su abierta intromisión, desplegó una estrategia
paralela con la creación de organizaciones ciudadanas para impulsar
retrocesos jurídicos respecto al tratamiento legal del aborto. Camila
Gianella Malca (2018) estudia esta forma de intervencionismo de la
Iglesia, con la que trata de entrar de manera subrepticia a la disputa polí-
tica democrática. Ella documenta cómo estas agrupaciones ciudadanas,
que se presentan como “expertas” acerca del “inicio de la vida”, utilizan
un discurso sobre “la soberanía”, que alienta el rechazo a instituciones
como la Organización Mundial de la Salud (OMS). Según Gianella, el eje
principal de esta estrategia transnacional es defender la protección del
óvulo fecundado como un derecho alineado con acuerdos internaciona-
les, donde “destacan las referencias a la Convención Interamericana de
Derechos Humanos y la Declaración de los Derechos del Niño” (Gianella,
2018, p. 367). Así evitan usar el argumento religioso de que Dios insufla el
alma desde el momento de la concepción de un nuevo ser, dogma al que
se aferra el Vaticano, y que obstaculiza un cambio en su pos tura. Esta
investigadora analiza varios litigios jurídicos que han aumentado las pe-
nas por aborto o que han cancelado el derecho a abortar por violación o

3. En abril de 1997, por la presión del Vaticano y con la participación de grupos católicos de derecha,
diputados de los partidos políticos Alianza republicana nacionalista (ARENA) y Partido Demócrata Cris-
tiano (PDC) votaron un proyecto de ley que derogaba las excepciones al aborto del Código Penal (CRLP,
2000). Además, aumentaron las sanciones por abortar e introdujeron el de lito de “inducción o ayuda al
aborto”. No solo eso: en febrero de 1999, como producto de una campaña masiva liderada por la Iglesia
católica salvadoreña, se aprobó una reforma constitucional en la que se reconoce como persona al óvulo
fecundado desde el momento de la concepción.
4. Honduras tenía aprobados unos artículos que legalizaban el aborto por razones terapéuticas, eugenésicas y
jurídicas, pero en 1997, por presiones de la Iglesia católica, esos artículos fueron derogados por decreto.
5. En Nicaragua, en octubre del 2006, los legisladores prohibieron el aborto terapéutico que existía des-
de 1893 y que permitía interrumpir un embarazo que pusiera en riesgo la vida de la mujer o que fuera
producto de una violación. La presión de la Iglesia católica y el oportunismo electoral de Daniel Ortega
lograron que fuera consentida esa barbaridad: de los 90 diputados, votaron en favor 52, ninguno en con-
tra y hubo cero abstenciones (el resto de los congresistas no asistió o se ausentó en el momento de votar).
6. Dominicana lleva más de 20 años debatiendo si eliminar la prohibición total a cualquier tipo de abor-
to, sin lograrlo debido a la presión de la Iglesia católica.

425
Marta Lamas

para salvar la vida de la mujer en algunos países de nuestra región, ade-


más de que frenan cualquier intento de reforma.
Pero la estrategia vaticana no es solo jurídica sino también simbó-
lica, como las peregrinaciones de corte religioso, llamadas “Marchas
por la Vida”, y la designación del 25 de marzo –día en que, según la
Iglesia católica, un ángel le anuncia a la Virgen María que ha concebido
al hijo de Dios– para conmemorar “al no nacido”. El día, llamado en El
Salvador como el Día del Derecho a Nacer, se generalizó como el Día del
No Nacido por iniciativa de Carlos Menem, cuando fue presidente de
Argentina. Durante la IV Cumbre Iberoamericana en Cartagena (1994),
Menem convocó a los demás presidentes de América Latina a firmar una
condena al aborto. Al no lograr su objetivo, les propuso entonces ins-
taurar el Día del No Nacido, lo que generó que el papa Karol Wojtyla le
agradeciera en una misiva su propuesta (Htun, 2003).7
Si bien el activismo “pro-vida” del Vaticano en América Latina ha sido
muy poderoso, y ha contado con el apoyo de varios gobiernos en su ne-
gativa a modificar las leyes del aborto, más recientemente los “nuevos”
cristianismos, como los grupos evangélicos, han abrazado la perspecti-
va “pro-vida” y han ido ganando influencia y posiciones estratégicas en
términos políticos. Incluso la postura llamada “pro-vida” se ha filtrado
en distintas capas sociales, donde personas que no son manifiestamen-
te creyentes defienden la creencia de que un embrión es equivalente a
una criatura nacida. ¿Cómo entonces es que en Ciudad de México y en
Uruguay se logró la reforma en la ley?

Los arduos caminos hacia la legalización: Ciudad de México y Uruguay

El intervencionismo religioso cobra distintas formas, como la que se dio


después de la legalización de 2007 en Ciudad de México y la que se dio
en Uruguay antes de la legalización del 2012. En ambos países el reclamo

7. El 25 de marzo ha sido declarado “oficialmente” el Día del No Nacido en Argentina, Costa Rica, Chile,
El Salvador, Guatemala, Nicaragua y República Dominicana. La primera celebración oficial reunió en Ar-
gentina al arzobispo de Boston, cardenal Bernard Law (posteriormente acusado de proteger a sacerdotes
pederastas) y a monseñor Renato Martino, observador permanente de la Santa Sede ante Naciones Unidas.

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Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

de legalización lo inician las feministas, y lo asumen los partidos de iz-


quierda, con un mismo objetivo: poner el plazo para el aborto voluntario
como un servicio de salud.
En México, las feministas que en los años setenta plantearon la
cuestión del aborto se toparon al inicio con mucho rechazo de parte de
los camaradas de izquierda (especialmente de los comunistas). Hubo
un arduo proceso de debate para que asumieran la demanda, que dio
frutos en 1979. Los diputados del Partido Comunista Mexicano (PCM)
presentaron el proyecto de ley sobre “Maternidad Voluntaria”, que
planteaba la legalización del aborto cuando se realizara por voluntad
de la mujer y antes de las 12 semanas. Esto desató un feroz ataque de la
derecha, donde hubo de todo, desde carteles con fotos de los diputados
comunistas con el lema “Estos son los que quieren legalizar el infan-
ticidio”, hasta francas incitaciones al linchamiento y la violencia, con
volantes que decían: “El aborto es un asesinato, pero matar comunistas
no es pecado”. Los comunistas recibieron múltiples y brutales agresio-
nes, y al proyecto de ley los demás partidos lo “congelaron”. En diciem-
bre de 1997 por primera vez la izquierda llegó al gobierno de Ciudad de
México. Cuauhtémoc Cárdenas ganó con 42% de la votación, lo cual le
otorgó al Partido de la Revolución Democrática (PRD) mayoría absoluta
en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF). La plataforma
del PRD incluía la legalización del aborto entre los elementos de la “ma-
ternidad voluntaria” y a lo largo de 1998 hubo trabajo conjunto de las
feministas con el gobierno perredista para armar una propuesta. Pero
a principios de 1999, el Papa Karol Wojtyla llegó a México e hizo procla-
mas contra el aborto en un enorme estadio de Ciudad de México: “¡Que
ningún mexicano se atreva a vulnerar el don precioso y sagrado de la
vida en el vientre materno!” (Reforma, 25 de enero de 1999). El PRD, que
recordó el riesgo político de un conflicto con la Iglesia, optó por guar-
dar silencio durante el crítico periodo previo a las elecciones. Cárdenas
salió de la jefatura de gobierno para irse como candidato presiden-
cial, y quedó como gobernadora interina Rosario Robles, una feminis-
ta. Cárdenas no ganó la elección presidencial de julio, pero en agosto
Robles convocó una sesión extraordinaria de la Asamblea Legislativa
para reformar el código penal y simplemente incluir las causales de

427
Marta Lamas

no punibilidad del aborto que ya existían en varios códigos penales de


otras entidades federativas del país: por malformación fetal y riesgo
para la salud de la mujer. Esta sencilla reforma de homologar lo que ya
existía causó que la derecha pusiera una acción de anticonstitucionali-
dad, que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió un
año y meses después confirmando la legalidad de la reforma.
Aunque Cárdenas perdió la presidencia, el PRD volvió a ganar el go-
bierno de Ciudad de México para el sexenio de 2000 a 2006, esta vez con
Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Las feministas sabíamos que él
no apoyaría una propuesta de legalización, por lo cual propusimos una
reforma que regulaba la objeción de conciencia de los médicos, pero
que garantizaba en las instituciones públicas el servicio de aborto legal
por las causales existentes. Otro aspecto importante de la propuesta fue
que eliminaba el carácter de delito del aborto que se realiza por gra-
ve riesgo a la salud de la mujer, violación, inseminación artificial no
consentida, malformaciones graves del producto e imprudencia de la
mujer.8 La ley entró en vigor el 27 de enero del 2004 sin que la derecha
interpusiera un recurso de inconstitucionalidad. Así, Ciudad de México
se convirtió en la entidad federativa donde de ser un delito que no se
castiga en ciertas circunstancias, el aborto deja de ser delito cuando su
realización se sustente en alguna de esas causas. El matiz, aunque su-
til, es crucial. En julio de 2006 AMLO compitió para la presidencia y,
según el cómputo oficial, perdió por apenas 0.56% de diferencia. Ante
la negativa a contar todos los votos se desató una brutal polarización
en el país y, en especial, en Ciudad de México, donde Marcelo Ebrard
ganó el gobierno con el PRD. Ebrard apoyó a los inconformes para que
acamparan en el corazón simbólico de la ciudad –el Zócalo– y a lo largo
de la avenida Reforma. Aunque esto polarizó a la ciudadanía, lo que ge-
neró una confrontación política mayor fue que el PRD tomó la decisión
histórica de legalizar el aborto voluntario en la ciudad.9
Cinco meses duró la agitación política y mediática en torno a la refor-
ma, de diciembre de 2006, cuando la noticia saltó a los medios, a abril de

8. Esta causal se refiere, por ejemplo, a si la mujer tuvo una caída y abortó.
9. Una versión más detallada de todo el proceso, aunque inevitablemente parcial, la desarrollo en Lamas (2015).

428
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

2007, cuando se votó la ley, desechando el sistema de causales que regía


desde 1931 para introducir el sistema de plazos.10 Entre los elementos que
confluyeron en la aprobación de la ILE fue fundamental el apoyo que dio
el jefe de gobierno, Marcelo Ebrard, quien tenía la facultad de vetar la pro-
puesta. Cuando le preguntaron acerca del costo político que tendría, seña-
ló: “¿Qué es lo que puede suceder? Lo que puede suceder es que quede en
claro una diferenciación entre qué es izquierda y qué es derecha. Bueno,
pues ¿qué no se supone que de eso se trata el gobierno?”.11
Alberto Melucci (1999) señala que la disrupción que ocasiona un mo-
vimiento social también puede tomar la forma de la afirmación colectiva
de nuevos valores. En un clima político de gran confrontación y crisis
política, la ILE contribuyó a que el PRD, que se consideraba víctima de
un fraude, subrayara su proyecto y lo opusiera al proyecto conservador
del Partido Acción Nacional (PAN). Así como para el PRD era indignante
y doloroso que no se contaran otra vez los votos, de la misma manera
para los panistas la legalización del aborto era un tema que les dolía e
indignaba profundamente.
La manera en que los políticos del PRD se comprometieron a lograr
la ILE se interpretó, en muchos círculos políticos, más como una “re-
vancha” contra el PAN que, como fruto de una convicción democrática,
o feminista. En esta ocasión el PAN no contaba con el 30% de diputados
necesarios para una acción de inconstitucionalidad, por lo que el presi-
dente recién electo instó al Procurador General de la República (PGR)
y al presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos
(CNDH) para que presentaran el recurso. Pero la reforma de ley esta-
ba muy bien diseñada, pues no solo proponía la legalización del abor-
to, sino también planteaba una estrategia de prevención de embarazos
no deseados y de prestación de servicios de salud sexual y reproducti-
va, y además contaba con el apoyo de amplios sectores de la sociedad.

10. El PRD tenía amplia mayoría, pero logró el apoyo de los otros partidos que integraban la Coalición Par-
lamentaria Socialdemócrata: Partido Revolucionario Institucional (PRI), Partido del Trabajo (PT), Partido
Convergencia y Partido Alternativa Socialdemócrata (PAS), más el Partido Nueva Alianza (PANAL), que no
pertenecía a la Coalición. Que seis partidos la votaran le dio mayor legitimidad (Lamas, 2015).
11. La declaración es parte de una entrevista más larga (Lamas, 2015, p. 164).

429
Marta Lamas

Después de un año y cuatro meses de audiencias públicas e intensa deli-


beración sobre el tema, la Suprema Corte resolvió que dicha reforma no
era inconstitucional.12
Vendría entonces la reacción de la derecha, que tomaría dos caminos.
Por un lado, alentó a mucho del personal médico y también al de enfermería
y el administrativo en los hospitales públicos a manifestarse como “objeto-
res de conciencia”.13 Además, los grupos antiaborto hostigaban al personal
a la entrada de las clínicas, y llevaban a cabo sus protestas a lo largo del día,
instalándose con carteles de fetos sangrantes y rezando el rosario con alta-
voces. A las mujeres que llegaban a pedir un turno para realizarse la ILE, las
recriminaban porque iban a matar a un inocente o las asustaban diciéndo-
les que corrían peligro de morir y, además, de irse al infierno. Esto generó
un clima de mucha tensión, dentro y fuera de las clínicas.
La otra vertiente fue que, con el apoyo de la jerarquía católica, mu-
chos gobiernos locales empezaron a reformar las constituciones esta-
tales para “proteger la vida desde el momento de la concepción hasta la
muerte natural”.14 Construida como un dispositivo dirigido a “blindar”
a las demás entidades federativas contra procesos legislativos que pu-
dieran instalar la ILE, esta “protección a la vida” se legisló, en un pe-
riodo de 2 años en 16 de las 32 entidades federativas.15 Dicha reforma
generó incertidumbre jurídica al introducir la creencia de que ya no se
podrían interrumpir los embarazos que la ley ya aceptaba (como por vio-
lación, malformaciones y daño a la salud de la mujer), lo que provocó que

12. Un análisis de la jurisprudencia constitucional en México lo hace Beltrán y Puga (2018). Una compila-
ción de las intervenciones ciudadanas en favor se encuentra en Enríquez y De Anda (2008).
13. Según la ley, la objeción de conciencia solo es válida para quien realiza el procedimiento; las enfer-
meras no tienen derecho a objetar, pues su función es solamente la atención de la paciente y no realizan
directamente la intervención, y tampoco lo puede ser el personal administrativo.
14. Es indiscutible que toda protección a la vida es loable y necesaria, pero se trata de un bien jurídico
que acepta restricciones (la legítima defensa, el aborto, la eutanasia, incluso la guerra). Todos los países
democráticos que tienen legalizado el aborto (los de Europa, por ejemplo) también consagran la protec-
ción a la vida en sus constituciones, pues ambos valores no son excluyentes. La protección a la vida es un
valor absoluto, que admite restricciones y limitaciones (Cook et al., 2016).
15. De las dieciséis reformas, nueve se hicieron en estados gobernados por el PRI, seis en estados con
gobierno panista, y una en Chiapas, con Juan Sabines, un expriista que contendió por el PRD. Para más
detalle véase Lamas (2017). Hoy en día son 20 estados con esa reforma, más Chihuahua, que la había
hecho antes y no forma parte de esta estrategia. Una actualización de la situación se encuentra en la
página de GIRE.

430
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

mujeres que llegaban a las instituciones de salud con abortos en curso,


algunos espontáneos, fueran remitidas a la justicia en lugar de darles
atención médica.16
Cuando gobiernos democráticos deciden acabar con la penalización,
además de la estrategia transnacional de la que habla Giannella Malca,
el Vaticano opera abiertamente. Tal fue el caso de Uruguay, tal vez la
sociedad latinoamericana más laica y con menos compromisos con la
Iglesia católica, donde la injerencia vaticana logró detener varios años la
legalización hasta que se logró apenas a finales del 2012. Uruguay había
legalizado el aborto en 1933, pero la presión de sectores conservadores
logró penalizarlo de nuevo en 1938. Desde la reinstauración democrática
en 1985, en cada periodo legislativo se presentaron distintos proyectos
de ley que proponían desde la legalización total hasta di versas reformas
para regular la práctica del aborto. El tema generó uno de los debates
de mayor nivel y participación ciudadana en Uruguay (Abracinskas y
López, 2006). Finalmente, se elaboró un proyecto de ley que habilitaba la
interrupción voluntaria del embarazo hasta las 12 semanas de gestación.
Dicha iniciativa se aprobó en la Cámara de Diputados el 10 de diciembre
de 2002 con una ajustada mayoría: 47 votos en favor y 40 en contra. El
debate en el recinto batió un récord, al ocupar tres días consecutivos de
acaloradas discusiones.
Cuando la Iglesia cayó en la cuenta de que había grandes probabilida-
des de que la ley fuera aceptada en el Senado, desplegó su estrategia de
presión: llamadas personales a los senadores y envío de cartas con ame-
nazas a algunos cuyos hijos asistían a colegios católicos (en el sentido de
que si votaban en favor de la reforma iban a tener que sacarlos de esas
escuelas). Hasta entonces los grupos llamados “pro-vida” habían tenido
un perfil muy bajo en Uruguay, pero a partir de ese momento salieron
a la calle a juntar firmas y recibieron una gran cobertura de prensa, in-
cluso de medios extranjeros llegados ex profeso. El despliegue de poder
económico que realizaron fue directamente proporcional al temor de
que Uruguay sentara el precedente de legalizar el aborto voluntario. El
arzobispo de Montevideo, Nicolás Cotugno, declaró: “Ningún legislador

16. El informe Omisión e Indiferencia de gire documenta ampliamente esto (GIRE, 2013).

431
Marta Lamas

que se llame cristiano puede votar esta ley”, y los principales líderes po-
líticos de Uruguay –incluido el entonces presidente Jorge Batlle– se pro-
nunciaron en contra. Batlle, además, se comprometió ante el Vaticano a
vetarlo en caso de que la ley ganara. No fue necesario, pues año y medio
más tarde la iniciativa fue rechazada en el Senado, por 17 votos en con-
tra y 13 en favor. Margarita Percovich, senadora por el Frente Amplio,
declaró: “Si al proyecto no hubiera que aprobarlo levantando la mano y
la votación fuera por voto secreto, la mayoría lo votaría” (Carbajal, 2006).
En 2004 el triunfo de la izquierda en las elecciones presidenciales en
Uruguay despertó esperanzas. El Partido Socialista sostuvo una postura
en favor de la legalización del aborto, obtenida en un congreso partida-
rio. Además, durante la campaña electoral el vicepresidente Rodolfo Nin
Novoa se comprometió, en diálogos públicos que mantuvo con las femi-
nistas, a que ni bien ganara el Frente Amplio la ley del aborto iba a ser
uno de los primeros proyectos que se aprobarían. Sin embargo, la sor-
presa fue mayúscula cuando el socialista Tabaré Vázquez anunció que
mientras él fuera presidente de la república no habría una ley de aborto,
y si el Parlamento la llegaba a aprobar él la vetaría. Hubo que esperar
al triunfo de José Mujica para que se aprobara la Ley de Interrupción
Voluntaria del Embarazo en octubre de 2012.
Aunque indudablemente existen diferencias en los procesos de cada
país, las semejanzas se encuentran en la presión que ejerce la Iglesia so-
bre los congresistas para, por un lado, impulsar la reforma de “protec-
ción a la vida” o para frenar la legalización del aborto. El terreno donde
la Iglesia incide es el Congreso democrático.

La marea verde

Hace años Luciana Castellina señaló que las feministas han avanzado
como un río subterráneo.17 En América Latina ese río subterráneo, que
empezó construyendo redes de apoyo y mecanismos puntuales para

17. Castellina habla del movimiento feminista como el río Cársico, el río que fluye por debajo del Carso,
cerca de Trieste. Véase Salvioni, Stephanson y Castellina (1986, p. 78).

432
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

enfrentar la criminalización del aborto, ha abierto una grieta en la mu-


ralla legislativa respaldada por los obispos: circular información en
Internet acerca de cómo utilizar un medicamento (el Cytotec) que pro-
voca un desprendimiento embrionario. No se trata de la llamada píldora
del día siguiente o anticoncepción de emergencia, ni tampoco del fárma-
co creado expresamente para interrumpir una gestación en las primeras
10 semanas, la RU486, que no se consigue en las farmacias. Aunque la
RU486 fue creada expresamente para producir un aborto de manera
segura –existe desde 1980–, su acceso está controlado, por lo cual las
mujeres recurren al Cytotec, que también produce un aborto. La RU486
permite interrumpir un embarazo sin necesidad de hospitalización ni
intervención quirúrgica18 y los estudios al respecto demuestran que 95%
de los abortos inducidos por esta vía son exitosos dentro de las primeras
diez semanas de gestación.19 Este procedimiento, que ha resultado un
parteaguas para la libertad procreativa de las mujeres, abarata los costos
y elimina los riesgos quirúrgicos. En Ciudad de México es el método más
utilizado en las clínicas de ILE, sin embargo, dado el control guberna-
mental que existe sobre el fármaco, las activistas usan el Cytotec, que es
para un problema de salud distinto, con resultados similares. En todo el
continente, grupos locales de feministas instruyen acerca de esa forma
de hacerse un aborto en el hogar. Como bien señaló Sally Sheldon (2016):
¿cómo puede un estado ejercer control sobre la ingesta de unas pastillas?
Además, en México, ciertas organizaciones feministas se ocupan del
traslado de mujeres de otros estados a Ciudad de México, incluso las
alojan durante uno o dos días, para que accedan a la ILE. Así, a lo lar-
go y ancho del país, se ha ido estableciendo una red con la articulación
de distintas colectivas que apoyan a las mujeres a realizarse un aborto.
Otros grupos hacen defensa jurídica de casos. Este activismo feminista
ha funcionado como un mecanismo de sensibilización y también como

18. Hay varios estudios, véase desde Couzinet et al. (1998) hasta Campbell (2018). Para México y América
Latina véase Espinoza et al. (2002).
19. La RU486 contiene mifepristona, una sustancia que provoca el aborto al bloquear la acción de la pro-
gesterona. Junto con una dosis de prostaglandinas, interrumpe el desarrollo de la placenta y estimula las
contracciones uterinas. Como resultado, se produce la salida del tejido embrionario de manera similar a
lo que ocurre en un aborto espontáneo.

433
Marta Lamas

una válvula de descompresión, por lo cual el conflicto político en torno


al aborto ha mantenido un perfil bajo en el espacio público. La ausencia
de una fuerte presión ciudadana y de un amplio debate público ha favo-
recido que los gobiernos estatales no tomen car tas en el asunto. Pese
a ello, doce años después de la ILE en Ciudad de México otra entidad
federativa, Oaxaca, aprobó una ley similar en septiembre de 2019. Este
proceso estuvo fortalecido por diputadas del nuevo partido Morena y
grupos feministas, locales y nacionales.
En Argentina el río subterráneo del feminismo salió con fuerza al espacio
público y cobró la forma de una Marea Verde. Al retomar el pañuelo como
símbolo de lucha y resistencia de las madres y abuelas de las personas desapa-
recidas y asesinadas por el estado durante la dictadura militar, las feministas
recuperan una perspectiva histórica al mismo tiempo que fijan el significan-
te libertario y antipatriarcal del movimiento. Argentina tiene un complejo
recorrido de 37 años de construcción democrática, y la Marea Verde es fruto
de un aprendizaje político colectivo, con importantes antecedentes. En 1990,
durante el V Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, que se llevó
a cabo en Argentina, se fijó el día 28 de septiembre como “Día por el Derecho
al Aborto de las Mujeres de América Latina y el Caribe”. Poco después fue
creada la Coordinación Regional de la “Campaña 28 de septiembre por la
despenalización del aborto en América Latina y el Caribe”, que ha sido sos-
tenida por redes regionales de mujeres y organizaciones de 21 naciones. La
Campaña es rotativa, y tiene como lema: “Las mujeres deciden, la sociedad
respeta, el Estado garantiza y la Iglesia no interviene”. Además, desde hace
35 años en Argentina se lleva a cabo anualmente un Encuentro Nacional de
Mujeres, lo cual ha sido una plataforma de reflexión feminista.
Los pañuelos verdes, piezas fundamentales del “repertorio de movi-
lización”, son signos que insertan a quienes los portan en un horizonte
de movilización política.20 La “práctica social” de portar el pañuelo ver-
de ha construido un marco compartido de significado que atraviesa de

20. El verde significa, al mismo tiempo, esperanza y ¡adelante! En México, el verde es el símbolo de uno
de los grupos principales en la larga lucha por la legalización del aborto, el Grupo de Información en
Reproducción Elegida (GIRE). Su logo es precisamente un círculo verde que alude a esa luz del semáforo
que dice ¡siga! En una reunión que GIRE tuvo en Argentina a finales de los noventa explicó la elección
del color verde.

434
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

manera transversal la clase social, la edad y la condición étnica, y el solo


hecho de traerlo amarrado al cuello, la muñeca o la bolsa, produce un
sentimiento de solidaridad y complicidad. Esta seña de identidad po-
lítica ha operado una especie de traslape generacional, que realiza una
mediación subjetiva. Así, aunque la Marea Verde ha sido llamada “La
revolución de las hijas” (Peker, 2019), la “edad” no es un marcador ex-
cluyente. En 2018, durante los días de la anterior votación para volver al
aborto un servicio sanitario en Argentina, la Marea Verde movilizó cerca
de un millón de personas (Elizalde y Mateo, 2018, p. 436). Y aunque en la
Cámara de Diputados la votación se ganó en junio con 129 en favor y 125
en contra, en agosto se perdió en la de Senadores: 38 en contra y 31 en fa-
vor, y la ley no pasó. ¿Qué frenó la oleada ciudadana de la Marea Verde?
Claramente el intervencionismo del Vaticano, con el poderoso apoyo del
papa Francisco, o sea, de Jorge Bergoglio.
Algo notable ha sido la forma en que la Marea Verde revaloriza al fe-
minismo, y saca al aborto de la discusión de expertos para instalarlo en
el debate público. Así, al poner los cuerpos en la calle, ha materializado
la vieja consigna feminista: “lo personal es político”. Estamos ante el sur-
gimiento no solo de una movilización masiva, sino también de nuevas
subjetividades con agencia. La Marea Verde ha tenido una importante
repercusión en otros países de América Latina, donde mujeres de dis-
tintas posiciones, y con gran heterogeneidad de clase social y condición
étnica, enarbolan su pañuelo verde.
Victoria Freire señala que “la Marea Verde vino a ampliar los términos
de la ciudadanía política, el ejercicio de la voluntad y el placer” (Freire,
2019, p. 91), y esta forma en que las argentinas lograron desplegar su
protesta sacudió las conciencias de muchas mujeres en el continente.
En México, Regina Tamés, quien en 2018 era la directora de Grupo de
Información en Reproducción Elegida (GIRE), dice que “definitivamen-
te fue un detonador que marcó un antes y un después, y sumó a más mu-
jeres a la lucha pues posibilitó que chavas que no estaban organizadas en
una ONG se sintieran parte de un movimiento amplio”.21 Por otra parte,

21. GIRE es una asociación ciudadana feminista fundada en 1992 con el objetivo de lograr la legalización
del aborto en México. Véase su página: <www.gire.org.mx>.

435
Marta Lamas

Rebeca Ramos, la actual directora de GIRE señala que la Marea Verde


despertó un nuevo interés público por el aborto, y que, junto a desatar
una inquietud de “no puede ser que aquí no pase nada”, produjo, prime-
ro, una intensa actividad virtual, y luego la creación en varias entidades
federativas de grupos de Marea Verde. En 2019 se llevaron a cabo tres
foros nacionales sobre aborto, en el norte, el centro y el sur de México,
convocados por organizaciones locales con el apoyo de cuatro ONG fe-
ministas (Balance, GIRE, Fondo Semillas y el Instituto de Liderazgo
Simone de Beauvoir).
Sin embargo, pese al entusiasmo que despertó en México, pronto
surgió un conflicto sobre quién era “la verdadera Marea Verde”. Este
conflicto es producto de inmadurez política, pues hubo quienes se auto-
proclamaron la “verdadera Marea Verde”, con autoridad para hacer de-
claraciones (y también para vender los “verdaderos” pañuelos verdes).22
De nada sirvió plantear que todas somos la Marea Verde, y que intentar
apropiarse del apelativo habla de la estrechez de miras de quienes no
comprenden que un movimiento social lucha por una causa, más allá
de protagonismos. Nada que ver con lo que pasó en Argentina, donde
el auge del feminismo se debió, en palabras de Florencia Minici, a una
articulación de experiencias entre las que se encuentran variadas luchas
por derechos humanos, civiles y sexuales, junto a una “serie de prácticas
asamblearias democráticas de gran pluralidad” (Minici, 2018, p. 49). Su
disposición a articularse volvió a la Marea Verde una fuerza social capaz
de movilizar de la forma en que lo ha hecho, y esto amplificó la diversi-
dad de voces reclamando ese derecho en el espacio público.

Acciones y reacciones políticas ante el reclamo feminista

En julio de 2018 Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia de


México con un arrollador e indiscutible 53%. Si bien muchísimas femi-
nistas votaron por él, lo hicieron sabiendo que, desde su candidatura,

22. Por inmadurez me refiero a la ausencia de debate político y la sustitución de un diálogo agonista por
series de descalificaciones, lo que dificulta la construcción de alianzas.

436
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

este político se había mostrado muy renuente a realizar cualquier tipo


de declaración en favor de un cambio en la legislación respecto al aborto.
Es más, cuando se le preguntaba directamente acerca del aborto respon-
día que lo pondría a consulta pública, lo cual provocó que varias figuras
políticas declararan que los derechos humanos no se consultan. Durante
su campaña a la presidencia, López Obrador planteó que Olga Sánchez
Cordero, una abogada que había sido ministra en la Suprema Corte y
que está en favor de la ILE, sería su secretaria de Gobernación. La ex-
ministra ha sido su “carta feminista”, y ella ha dicho que es necesario
homologar las penas de los códigos penales estatales y avanzar hacia un
Código Penal único, lo cual implicaría legalizar el aborto en todo el país.
AMLO nombró, a sugerencia de Sánchez Cordero, a Nadine Gasman,
una médica partidaria de la ILE, como presidenta del Instituto Nacional
de las Mujeres (Inmujeres), y luego se dio el nombramiento de Alejandro
Encinas como el subsecretario de Derechos Humanos y Población de la
Secretaría de Gobernación.
Encinas es un político de izquierda que viene del PCM y que ha sido un
gran aliado de las feministas. En noviembre de 2019, durante la Cumbre
de la ONU en Nairobi con motivo de los 25 años de la Conferencia de El
Cairo, convocada con el objetivo de revisar los compromisos adquiridos
hace cinco lustros de cara a una renovación del compromiso con la salud
reproductiva, Encinas representó a México. Su intervención señaló que,
si bien el Programa de Acción de El Cairo había fijado rumbo hacia un
mejor futuro, la crisis del multilateralismo, derivada de la falta de enten-
dimiento, solidaridad y cooperación entre las naciones lo había desdibu-
jado. Recordó que América Latina había construido un posicionamiento
muy progresista –el Consenso de Montevideo de Población y Desarrollo
(2013)– y planteó que era fundamental aplicarlo para “enfrentar las bre-
chas de desigualdad que laceran nuestro continente”. Sus palabras es-
tuvieron acompañadas de un gesto simbólico: durante todo su discurso
trajo el pañuelo verde enredado en su muñeca.
La presencia de estos funcionarios tal vez explica que, cuando en
Oaxaca se legalizó la ILE a finales de 2019, al día siguiente hubo un tuit
que generó, además de mucha alegría, una discusión acerca de quién lo
habría escrito, ¿Presidencia o Gobernación? Este decía:

437
Marta Lamas

El #GobiernoDeMexico celebra la decisión tomada por el H. Congreso


de Oaxaca. Nuestra democracia se fortalece con la ampliación de
derechos y el reconocimiento de la autonomía de las mujeres para
decidir sobre sus cuerpos.

No obstante esas señales positivas, ni Sánchez Cordero ni Encinas ni


Gasman han logrado cerrar la brecha que se ha abierto entre muchos
grupos feministas y el presidente López Obrador.
Esa brecha se debe a varias decisiones presidenciales, como las de
retirar el apoyo a los albergues para mujeres víctimas de violencia y a
las guarderías infantiles, cierres que han afectado a muchísimas mu-
jeres de los sectores más vulnerables. Aunque el presidente argumentó
los retiros de apoyo como medidas dirigidas a terminar con los malos
manejos y la corrupción, no ofreció alternativas. La brecha se ha am-
pliado por declaraciones muy desafortunadas de AMLO, que minimizan
la violencia, y por su discurso moralizador, que resulta cada vez más
irritante. Generó mucha molestia la reimpresión de una cartilla moral
(realizada por Alfonso Reyes en 1944) y el hecho de que el presidente les
cediera a los grupos evangélicos la tarea de repartirla, y recientemente,
en noviembre de 2020, el gobierno federal sacó una Guía Ética para la
Transformación de México, con la que intentó “modernizar” el men-
saje.23 La cercanía de AMLO con el partido de los evangélicos (llamado
Partido Encuentro Social antes de perder su registro y ahora recuperado
como Partido Encuentro Solidario con las mismas siglas, PES), además
de muy preocupante para los sectores democráticos, es otra causa del
alejamiento de varios grupos feministas.
La politóloga Denise Dresser habla de “una confrontación reiterada”
entre las feministas y AMLO, y describe a las feministas como “una fuer-
za que ha tomado al presidente por sorpresa, que amenaza con descarri-
lar sus planes y dañar su reputación” (Dresser, 2020, p. 50). Esto se ha
podido ver especialmente en las recientes manifestaciones en Ciudad
de México, que Lucía Álvarez Enríquez describe que han ido in crescendo

23. Su distribución se hará entre los 8 millones de adultos mayores que son beneficiarios de programas
sociales que impulsa el gobierno federal.

438
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

como “un movimiento álgido y novedoso, que en muchos sentidos pue-


de catalogarse como de ‘nuevo tipo’” (Álvarez, 2020, p. 149). Y aunque
coincido con ella en que ha sido la violencia contra las mujeres lo central
en las protestas (y que AMLO no ha reconocido en su grave dimensión)
la presencia del pañuelo verde también acompaña las marchas y man-
da un claro mensaje. Las manifestaciones se han convertido en una ola
violeta salpicada de pañuelos verdes con consignas tipo “Que no haya
aborto legal, también es violencia patriarcal”; “Aborto sí, aborto no, eso
lo decido yo”; “Ni puta por coger, ni madre por deber, ni presa por abor-
tar, ni muerta por intentar”.
Cada vez más las colectivas feministas optan por lo que Sidney
Tarrow califica de política contenciosa:24 “Los desafíos colectivos con-
tenciosos suelen estar caracterizados por la interrupción, la obstrucción
y la introducción de incertidumbre a las actividades de las demás per-
sonas” (Tarrow, 2011, p. 9). Tal es el caso de un grupo de feministas de
entre 20 y 26 años, que mantuvo “tomado” durante 25 días el salón de
Protocolos del Congreso del estado de Puebla mientras otro grupo fe-
minista acampaba afuera, a media calle de la catedral poblana, con la
exigencia de la legalización del aborto. Las integrantes de la colectiva
Coatlicue Siempre Viva y Coordinadora Feminista Puebla, respaldadas
por más de cien organizaciones y 600 activistas de todo el país, lograron
un acuerdo con la mayoría de los diputados de la Junta de Gobierno y
Coordinación Política para que se debata el tema. Esta es la primera vez
que un grupo feminista toma un congreso local. La manta verde que ex-
hibieron decía “Nosotras parimos, nosotras decidimos” (Arellano, 2020).
Ellas son ejemplo de lo que Judith Butler califica de “vulnerabilidad en
resistencia” (Butler, 2015): agencia política, prácticas de autodefensa,
declaraciones transgresoras, actos de solidaridad e intervenciones ar-
tísticas que movilizan los afectos y la memoria, todo ello portando pa-
ñuelos verdes. Incluso las anarquistas, que operan como el “bloque ne-
gro”, traen consigo sus pañuelos verdes y sus feroces consignas contra

24. La traducción de “contentious” es “contencioso, altercador, disputador”.

439
Marta Lamas

el gobierno y contra AMLO se mezclan con los reclamos de justicia y las


aspiraciones acerca de otro mundo posible.25
Esta lucha feminista es una expresión de crisis democrática. México
tiene una enorme cantidad de desafíos, y las tomas de inmuebles, las
pintas, las marchas, expresan la ineficacia de las vías institucionales. Es
lamentable que un presidente que arrasó en las elecciones por el apo-
yo popular se esté enemistando con un amplio sector de sus votantes.
AMLO no ha podido trascender su ambigüedad ante el aborto, lo que
podía entenderse, aunque no justificarse, en tiempos electorales, como
una decisión estratégica para evitar ataques. A dos años de haber toma-
do protesta, no ha cambiado ni un ápice su postura sobre la cuestión.
Eso contrasta con la postura de otro mandatario contemporáneo,
Alberto Fernández, quien, desde antes de asumir la presidencia en
Argentina, se comprometió públicamente con la demanda. Durante su
campaña visitó, con un grupo de dirigentes peronistas, al expresiden-
te José Mujica en Uruguay y juntos se tomaron una foto con el pañuelo
verde. Luego Mujica grabó un mensaje en video en el que, con su estilo
sencillo, resumió uno de los conflictos mayores que existen por la pena-
lización del aborto:

Mujeres pobres, aisladas y en soledad, tienen que hacerle frente a


situaciones que no tienen salida y tienen un doble castigo. Un cas-
tigo de clase. Y tienen que cargar con la irresponsabilidad de los
hombres. Por eso, mi solidaridad con el pueblo argentino, mi soli-
daridad por los que entienden estas cosas y la esperanza de que los
que no entienden, en primer término, si son hombres, que se callen
la boca (El Diario de la República, 2018).

Mujica aludía así a un aspecto del fenómeno que la Comisión Económica


para América Latina y el Caribe (CEPAL) calificó como la “dinámica de-
mográfica de la pobreza” (CEPAL, 2006), que agudiza las desigualdades
sociales iniciales cuando las mujeres son obligadas a parir porque no
pueden recurrir a abortos legales y seguros. En nuestra región algunas

25. El bloque negro es una de las tácticas de lucha de los anarquistas insu rreccionalistas (Illades, 2019).

440
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

mujeres consiguen abortos ilegales en consultorios privados pagando


altas sumas, mientras las demás arriesgan su salud y sus vidas; en espe-
cial quienes mueren, quedan dañadas o van a la cárcel por los abortos
ilegales son las mujeres pobres: indígenas, campesinas y trabajadoras.
El otro lado de esta dinámica es la maternidad forzada, que afecta más a
las mujeres de los sectores vulnerables a edades mucho más tempranas
que el promedio nacional, con adolescentes que interrumpirán los estu-
dios para atender a sus hijos. Forzar a una mujer a proseguir un emba-
razo cuando no eligió ser madre es una forma de violencia, no solo con
ella sino también con la criatura. Ya hay suficiente in formación sobre
cómo los hijos no deseados sufren la falta de deseo materno y cómo pos-
teriormente reproducen de múltiples formas el rechazo que padecieron.
Entre los varios problemas que viven las latinoamericanas, el de la ma-
ternidad forzada concentra gran dolor e injusticia.
A 11 meses de asumir la presidencia en Argentina, Fernández apos-
tó todo su capital político para presentar él mismo la propuesta sobre
Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) al Congreso. Plenamente
consciente de que es un tema que polariza y puede significarle un costo
político, aludió a la identidad de izquierda como motivo suficiente para
abrir la puerta de las decisiones públicas a la demanda feminista.

El reciente proceso en Argentina

Si bien en América Latina subsisten restricciones legales contra el abor-


to, es relativamente fácil comprobar que prácticamente en la mayoría de
los países ningún programa de partido político, ninguna decisión parla-
mentaria, ninguna consigna gubernamental tiene como objetivo some-
ter a persecución y tratamiento criminal ante los tribunales de justicia a
las mujeres que interrumpen sus embarazos. La excepción son los cinco
países que lo prohíben totalmente (El Salvador, Honduras, Nicaragua,
República Dominicana y Haití), donde hay mujeres encarceladas has-
ta por 30 años por abortos espontáneos (pérdidas gestacionales). En los
demás países no existe una exigencia de que se cumpla la ley, como sí
ocurre con otros temas como el crimen organizado o la violencia sexual.

441
Marta Lamas

Además, si se quisiera cumplir con la ley no alcanzarían las cárceles para


encerrar a los cientos de miles de mujeres que abortan. Si el desuso fue-
ra causa de derogación de las leyes, en muchos países latinoamericanos
el régimen legal vigente que penaliza el aborto ya estaría derogado por
obsoleto. ¿Por qué entonces hay tanta dificultad para modificar la ley
para aumentar las causas de no punibilidad o cambiar al sistema de pla-
zos? ¿Y por qué incluso hay tanta resistencia a dar debates públicos so-
bre el aborto? El temor de los políticos tiene nombre y apellido: iglesias
católicas y cristianas. Ningún partido desea desatar una campaña en su
contra desde los púlpitos o desde los medios de comunicación; ningún
diputado católico o cristiano desea ser excomulgado, o tener que sacar a
sus hijos de escuelas católicas. Nadie se quiere enfrentar con ese poder,
excepto algunas figuras políticas notables, como las que he mencionado.
La tendencia a legalizar el aborto voluntario que se había venido dando
en el mundo a partir de finales del siglo XX (Ibáñez, 1992), en América
Latina se topó con el poder de la Iglesia católica sobre los políticos su-
puestamente democráticos. El Vaticano rechaza todo aquello que supo-
ne una intervención en los procesos de la vida (anticonceptivos, aborto,
incluso eutanasia), pues su dogma es que la mujer y el hombre no dan
la vida, sino que son depositarios de la voluntad divina. Las sociedades
democráticas europeas liberalizaron sus leyes en relación con el aborto
a partir del reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, y
también por el avance de la información científica acerca del estatuto
del embrión.26 Hoy todas las sociedades europeas comparten una visión
del aborto como un derecho de las mujeres y sus debates políticos y ju-
rídicos han fortalecido la reflexión sobre las discriminaciones que pro-
duce la instrumentación de las mujeres como medio de reproducción.
Luigi Ferrajoli (1999) desarrolló una fundamentación jurídica a partir
del reconocimiento de que justo por la diferencia sexual varones y mu-
jeres no son jurídicamente iguales, lo que debe “traducirse en derecho

26. Los conocimientos científicos sobre desarrollo del embrión humano sostienen que este carece de
vida independiente, ya que es totalmente inviable fuera del útero, y que su cerebro está apenas en una
etapa inicial, pues no se ha desarrollado la corteza cerebral ni se han establecido las conexiones nerviosas
hacia esa región que son indispensables para que puedan existir las sensaciones. Por tanto el embrión es
incapaz de experimentar percepción sensorial alguna, como el dolor.

442
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

desigual o, si se quiere, sexuado” (Ferrajoli, 1999, p. 85). Dado que nin-


guna persona puede ser tratada como medio o instrumento, este jurista
toma al aborto como un derecho de autodeterminación, exclusivo de las
mujeres. Mientras Ferrajoli subraya que al derecho de libertad corpo-
ral le deben corresponder obligaciones públicas, concretamente exigi-
bles, de asistencia y cuidado, para el Vaticano y los evangélicos el cuerpo
de la mujer sigue siendo un “mero instrumento de Dios.” El rechazo a
esta significación imaginaria de las mujeres como receptáculos para la
llegada de una nueva vida está presente en la profunda rabia y el gran
hartazgo que expresan las consignas en las manifestaciones feministas:
“Saquen sus rosarios, de nuestros ovarios”.
En 2020, el 10 de diciembre, Día Mundial de los Derechos Humanos,
la Cámara de Diputados argentina aprobó el proyecto de ley que envió
el presidente Fernández con 131 votos en favor, 117 en contra y seis abs-
tenciones. La votación en el Senado, fijada para el 29 de diciembre, duró
hasta la madrugada del 30, cuando se aprobó con 38 votos en favor, 29
en contra, y una abstención. La Marea Verde estalló con júbilo en la ca-
lle, ante el estupor de los grupos conservadores, llamados “celestes”, que
confiaban en la influencia del papa argentino.
En Argentina, la postura que se denomina “pro-vida” retomó el dis-
positivo de los pañuelos, pero de color azul celeste. Los “celestes” siguen
la estrategia analizada por Gianella Malca: esconden sus posicionamien-
tos religiosos tras un discurso laico y de expertise científica. Mariana
Carbajal (2020) entrevistó a dos investigadoras de la Universidad de
Buenos Aires (UBA), María Alicia Gutiérrez y Victoria Pedrido, quienes
documentan la transformación de las narrativas dogmáticas eclesiales
en un discurso supuestamente sustentado en la ciencia, el derecho y la
ética. Estas investigadoras encuentran que los celestes dirigen su crí-
tica al gobierno y sus políticas públicas por su ineficacia para resolver
los problemas de la pobreza y el desempleo y por no ofrecer condicio-
nes dignas de vida. Además, son punitivistas, convencidos de que con
mayores castigos se resuelve el conflicto social. Su argumentación no
va únicamente contra el aborto, sino que pretende recuperar un orden
conservador, en la economía, la política y la vida social. De ahí que de-
nuncien “la ideología de género”, con consignas que se desplazan por

443
Marta Lamas

todo el continente como #ConMisHijosNoTeMetas, y que defienden


la familia tradicional, con sus roles complementarios entre mujeres y
hombres. “Hay una circulación de las acciones y las articulaciones, en
los distintos países, hacia niveles regionales y globales”, dice Gutiérrez y
precisa: “colocan a los feminismos y grupos LGBTTIQ+ en el centro de la
mira, a quienes acusan de ser una propuesta desintegradora del orden
social” (Carbajal, 2020).
Las investigadoras señalan que estos grupos se definen como “con-
servadores populares” y que el hilo conductor que los hilvana a todos es
“la defensa de la vida”. Su estrategia se basa en la captación de jóvenes
vía la utilización de redes y de influencers, y en la formación de coaliciones
con gran presencia territorial, tanto a nivel nacional como regional. Una
de las principales articulaciones celestes es una coalición de juventudes
llamada el Frente Joven, que ya cumplió 10 años, y que tiene presencia
en Argentina, Ecuador, Perú y Paraguay. Su lema, que cualquiera podría
compartir, es “Construyendo una sociedad más digna”. Buscan formar
cuadros políticos para las elecciones legislativas, incluso ya lanzaron un
nuevo partido, el Partido Uno (Una Nueva Oportunidad) en nueve pro-
vincias argentinas. Usan el lenguaje de los derechos humanos, aunque
tergiversan su sentido, y pro ponen cambiar la política pública. Su lema
es: “Sin vida no hay derechos y sin derechos no hay futuro”. La consigna
que llevaron al Congreso, tanto en 2018 como en 2020, es: “la vida no
se debate”. Esto coincide con la invariable postura cristiana acerca del
“don de la vida”. Durante la última audiencia del año en la Biblioteca del
Vaticano, Bergoglio no hizo referencia al caso de Argentina, pero dijo:
“Los cristianos, como todos los creyentes, bendicen a Dios por el don de
la vida. Vivir es ante todo haber recibido la vida” (Página 12, 30 de diciem-
bre de 2020).
Gutiérrez advierte que estos grupos han abandonado casi totalmente
el discurso católico religioso y se han centrado en el discurso de la ciencia
y lo jurídico: “Lo vimos en el debate de este año en Diputados y luego en el
Senado. Incluso en la última en cíclica del Papa tampoco hay mucha refe-
rencia a Dios sino a la amistad, a la solidaridad, además del gran ataque
al modelo neoliberal y a la globalización” (Carbajal, 2020). Por su parte,
Pedrido señala que “Lo que hace este papado es justamente traducir a un

444
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

lenguaje más ameno, popular, más comunitario, todo el aparato teórico,


más erudito, en contra del género, de las luchas feministas y LGBTIQ”
(Carbajal, 2020). Estos fundamentalistas han cambiado estratégicamente
su narrativa, no hacen declaraciones relacionadas con la religión, pero van
en la línea de Bergoglio, que habla de la fraternidad entre hombres y muje-
res, y en contra de la “cultura del descarte”. Mientras el Senado debatía, el
papa tuiteó: “El Hijo de Dios nació descartado para decirnos que toda per-
sona descartada es un hijo de Dios. Vino al mundo como un niño viene al
mundo, débil y frágil, para que podamos acoger nuestras fragilidades con
ternura”. Después de la aprobación, los obispos argentinos emitieron un
comunicado a través de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA): “Esta
ley que ha sido votada ahondará aún más las divisiones en nuestro país”.
También felicitaron a los diputados y senadores que “valientemente se
han manifestado a favor del cuidado de toda la vida” y pidieron defender-
la “sin claudicaciones”. El texto de la CEA concluyó señalando que eso “nos
hará capaces de construir una Nación justa y solidaria, donde nadie sea
descartado y en la que se pueda vivir una verdadera cultura del encuentro”
(Página 12, 30 de diciembre de 2020).
En contraposición a esa abstracta defensa de la vida se encuentra la
defensa concreta a tomar decisiones sobre el propio cuerpo a partir de
principios democráticos fundamentales: la libertad de conciencia, el lai-
cismo y el derecho a la no intervención del estado en cuestiones de auto-
nomía personal. Está claro que tanto para José Mujica como para Alberto
Fernández responder a la demanda feminista tiene consecuencias en el
tipo de sociedad que se desea construir. Y si, como se ha repetido hasta
el cansancio, un objetivo de la legalización es eliminar la injusticia social
que genera la ilegalidad y erradicar los altos costos humanos, económi-
cos y sanitarios concomitantes, ¿qué implica que gobiernos supuesta-
mente democráticos cierren los ojos ante la flagrante desigualdad de ac-
ceso a buenos y caros servicios de aborto ilegal y el riesgo que ocasionan
otros abortos ilegales? La libertad y la salud de las mujeres no debería
ser una moneda de cambio en la política, y es indignante que sea así en
muchos países de nuestra región, donde las mujeres no son vistas como
ciudadanas con derechos. En Uruguay y Argentina las acciones de la ciu-
dadanía ampliaron los márgenes de lo que se consideraba aceptable, y

445
Marta Lamas

transformaron una práctica que se criminalizaba en un derecho. ¿Qué


se requerirá para que en los demás países del continente se acabe con la
criminalización que afecta a las mujeres?
Hoy, cuando en varios países latinoamericanos se perfilan crisis po-
líticas capaces de desdibujar las coordenadas del proyecto democrático,
se requiere más que nunca de figuras políticas con convicciones demo-
cráticas y feministas, como Mujica y Fernández. Evidentemente una
movilización popular como la de Argentina es muy elocuente, pero el
bajo perfil del tema del aborto en el espacio público de otras sociedades
latinoamericanas puede ser engañoso. No hay que desestimar el flujo de
ese “río subterráneo” de las colectivas feministas. La izquierda democrá-
tica tendría que ver que, a pesar de ciertas expresiones desordenadas,
incluso violentas, las movilizaciones feministas que exigen este cambio
en la ley cuentan con argumentaciones válidas apoyadas en cifras in-
cuestionables, que revelan una desigualdad estructural profunda que
toda democracia debería proponerse eliminar. ¿Cómo se posicionarán
nuestras democracias latinoamericanas, si así las podemos calificar,
ante lo ocurrido en Argentina?

Conclusiones: el desafío democrático ante el fundamentalismo religioso

Guillermo O’Donnell (2008) ha señalado que la experiencia de América


Latina muestra que el régimen democrático no garantiza, por sí mismo,
la vigencia de otros aspectos –civil, social y cultural– de la ciudadanía.
Ese parece ser el caso de la legalización del aborto. El feminismo –como
idea radical y aspiración igualitaria– tiene una larga historia, pero el ac-
tivismo feminista es resultado no solo del contexto político sino también
de un proceso subjetivo, y cada generación produce nuevas expresiones.
Hoy el triunfo de la Marea Verde en Argentina refuerza la percepción de
que el aborto legal es una reivindicación democrática.
La problematización crítica que han hecho las diversas corrientes fe-
ministas, con sus proclamas anticapitalistas, ha destacado las restriccio-
nes patriarcales y las violencias sexistas presentes en la ilegalidad actual
del aborto voluntario.

446
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

En la actualidad, la cuestión crucial se centra en determinar quién de-


cide si un embarazo debe o no proseguir. La disyuntiva marca dos cam-
pos: en uno se ubican quienes, sin asumir la responsabilidad cotidiana
de la crianza, tienen el poder para impedir o favorecer que se dé dicho
nacimiento, y en el otro están quienes tendrán que asumir en el día a día,
afectiva y económicamente, a la criatura que nazca. La prescripción del
Vaticano de aceptar “todos los hijos que Dios mande” no está respalda-
da materialmente por ninguna instancia de la Iglesia católica. Tampoco
ningún estado está dispuesto a solventar los costos económicos que dicho
dictum implica, por lo que las mujeres acaban siendo forzadas a asumir las
consecuencias del embarazo. Que la crianza infantil sea una responsabi-
lidad individual fortalece la consideración del aborto como una responsa-
bilidad también individual. Una sociedad democrática no puede operar
bajo dictados divinos, como el de creer que tener hijos es un regalo del
cielo, sino debe ver la maternidad como una elección amorosa que requie-
re compromiso y trabajo. Pero redefinir la maternidad como una voluntad
gozosa y responsable implica hacer un reordenamiento jurídico: las mu-
jeres deben poder decidir si continuar o no un embarazo. La maternidad
forzada es una violencia a todas luces inaceptable.
Las actuales luchas de las mujeres por decidir sobre su cuerpo expre-
san nuevas maneras de verse ellas mismas y de ver la vida: rechazan el
fatalismo biológico de la consigna de tener todos los hijos que Dios man-
de, desmitifican la maternidad como el destino “natural” de las mujeres,
priorizan otras elecciones vitales e incluso inauguran una decisión mo-
derna: la de no ser madres. Hoy en día, diversas tendencias feministas
se proponen erradicar la exclusión y la discriminación estructurales que
implican la maternidad forzada y la dinámica demo gráfica de la pobre-
za, y sostienen que la prohibición que atenta contra las mujeres deriva
de la arraigada tradición patriarcal de las religiones.
El aborto es un tema ante el cual no existe la posibilidad de convencer
a quienes se oponen a su legalización, pues, aunque la religión debería
aceptar lo que la ciencia sabe, la fe de los creyentes se aferra al dogma.
Ante posturas irreconciliables, es necesario tomar decisiones políticas.
Por eso Chantal Mouffe insiste en plantear que la “incapacidad para
formular los problemas que enfrenta la sociedad de un modo político

447
Marta Lamas

y para concebir soluciones políticas a esos problemas lleva a enmarcar


un número creciente de cuestiones en términos morales” (Mouffe, 2014,
p. 140). Eso es más que evidente en la forma en que la criminalización
del aborto voluntario que defienden grupos católicos y cristianos ha to-
mado la forma de una cruzada religiosa, con un discurso moralizante.
Jaris Mujica (2007) señala que en la actualidad los grupos que se opo-
nen a la legalización del aborto desde una supuesta “defensa de la vida”
son poderosas agrupaciones que penetran las estructuras formales de
nuestras democracias. Y no cuesta mucho ver cómo su discurso mora-
lizador consolida prejuicios sexistas y moviliza pánicos sociales. Así, en
muchos de nuestros países, la alianza del fundamentalismo eclesiástico
con el conservadurismo local fortalece situaciones desalentadoras, al se-
guir obstaculizando un tratamiento político de una práctica vital para la
autonomía de las mujeres. Un aspecto grave de esa postura es la forma
en que se rehúyen –o censuran– los debates en los medios de comunica-
ción, mientras los canales televisivos religiosos persisten en su mensaje
sobre combatir “los asesinatos de inocentes”.
Esto hace que en varios países de América Latina se viva una simula-
ción respecto de qué implica ser un gobierno democrático, pues el poder
religioso se impone en las mentes de quienes gobiernan y hacen las leyes.
Nuestras democracias tienen más fragilidades que las que pensábamos,
y han generado reacciones muy nocivas como las de orquestar amplias
campañas contra la diversidad (sexual, religiosa, étnica, cultural) para
obtener réditos políticos. No es casual que en años recientes muchos li-
derazgos neopopulistas, aprovechando esta oleada religiosa contra los
feminismos y la diversidad sexual, hayan instalado en el centro de su
agenda el combate a los derechos sexuales y reproductivos. El caso de
Brasil es paradigmático pues figuras cristianas ocupan posiciones en el
gobierno, desde donde lanzan campañas conservadoras y moralistas,
como hace Damares Alves, la pastora evangélica que dirige el Ministério
da Mulher, Familia e dos Direitos Humanos. Las implicaciones del dé-
ficit democrático son varias, pero una indudable es el avance de posi-
ciones fundamentalistas en temas de sexualidad y procreación. En tor-
no al significado político que se le da a la democracia, la Marea Verde
ha ampliado la discusión acerca de los mecanismos e instituciones que

448
Aborto y democracia en México, Uruguay y Argentina

garantizan un sistema democrático y ha introducido la necesidad de so-


beranía sobre el propio cuerpo: “mi cuerpo, mi decisión”. La autonomía
personal (es decir, la libertad para decidir en lo que le incumbe a cada
persona, sin intervenciones externas) es hoy la piedra angular de mo-
vimientos sociales que luchan contra creencias religiosas y prejuicios
culturales. Sea la despenalización de las drogas, el reconocimiento de
otras identidades (como las trans y queers), el matrimonio igualitario o
la interrupción del embarazo, existen amplias franjas de ciudadanos cu-
yas orientaciones y opciones de vida son incompatibles con un modelo
uniforme de persona, de familia y de sociedad. No es posible pensar en
una consolidación democrática si se persiste en mantener reglas y pro-
hibiciones basadas en dogmas religiosos o “tradiciones culturales” que,
por definición, impiden el libre desarrollo de la personalidad y limitan la
posibilidad de una convivencia pacífica y libre.
Además de analizar cómo la decisión política sobre el aborto exhibe
problemas fundamentales del funcionamiento de los sistemas democrá-
ticos, vale la pena analizar el papel que juega la agenda feminista para
avanzar una política de izquierda; por ejemplo, ¿la demanda de la le-
galización del aborto sirve para radicalizar la democracia? Este tipo de
análisis político vuelve a poner la atención en la importancia del víncu-
lo entre los feminismos y la izquierda. En México, la crisis política de
las feministas con el gobierno de AMLO tiene que ver precisamente con
que el presidente parece no entender que la inclusión democrática de las
mujeres implica que ellas deben tener un papel activo en la redefinición
del propio contenido de la dimensión de ciudadanía, en especial, respec-
to de ciertas necesidades que las afectan directamente.
Trasladar el aborto del código penal para llevarlo a la política de salud
pública es una empresa que no solo requiere cambios legales: también re-
quiere un esfuerzo de largo aliento para definir una política de salud de
acuerdo con bases científicas en un continente donde el acceso de la ciu-
dadanía a los servicios sanitarios universales es aún una utopía. ¿Bastará
con el impulso de la Marea Verde, y su articulación de grupos y personas
muy diversas, para detonar el cambio democrático que logre que en el res-
to de los países de América Latina el aborto se convierta en un tema a ser
atendido legalmente en las clínicas de salud? Tal vez, pero para que eso

449
Marta Lamas

ocurra las feministas requieren consolidar, como ocurrió en Argentina,


alianzas más amplias que inscriban su reclamo en las agendas de otros
movimientos como una cuestión de principios democráticos.
No va a ser fácil enfrentar a la estrategia del proyecto conservador
que defiende ese abstracto “derecho a la vida”, pues la narrativa que
utiliza lo inscribe en un anhelo de “dignidad” que comparten amplios
sectores. Tal vez una tarea democrática sea denunciar el fundamenta-
lismo y la moralización inherentes a esa visión. Mouffe señala que las
consecuencias del desplazamiento de la política por la moralidad es que
“la esfera pública democrática ha resultado seriamente debilitada por la
falta de un debate propiamente ‘agonístico’ en torno a posibles alternati-
vas al orden hegemónico existente” (Mouffe, 2016, p. 79). Esa es, quizás,
la mayor carencia que padecemos en América Latina, pues en nuestros
países no hay un debate público acerca del aborto que confronte al dis-
curso fundamentalista. Lo que tenemos de sobra son voceros religiosos,
cuyas amenazas y prejuicios impactan las subjetividades, mientras el si-
lencio de las figuras políticas su puestamente democráticas encubre la
extendida y riesgosa práctica de los abortos ilegales que se llevan a cabo
todos los días, en todos los países del continente.

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Feminismo y prostitución:
la persistencia de una amarga disputa*

Las “guerras en torno a la sexualidad”

En el capitalismo tardío, la búsqueda de placer sexual ha transformado


el paradigma de la sexualidad y se ha pasado del sexo procreativo al sexo
recreativo. En la sexualidad, y en concreto en las relaciones sexuales, se
organiza la vida social y las personas son clasificadas según esquemas
que valoran o estigmatizan ciertas prácticas y conductas. Por eso una
relación sexual nunca es simplemente el encuentro de dos cuerpos, sino
que también es una puesta en acto de las jerarquías sociales y de las con-
cepciones morales de una sociedad (Illouz, 2014).
Desde finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970, la libertad
sexual de las mujeres fue una reivindicación sustantiva de la segunda ola
feminista. Y desde muy temprano surgieron profundas diferencias en la
conceptualización de la llamada “prostitución”.1 Si bien las Sex War han
ocurrido principalmente en el movimiento feminista estadounidense, su
influencia teórica y política ha enmarcado la disputa feminista en todo el
mundo. Esto responde a lo que Bolívar Echeverría (2008) calificó como la
“americanización de la modernidad”, o sea a que la tendencia principal
de desarrollo en el conjunto de la vida económica, social y política es la

* Extraído de Lamas, Marta (2016). Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa.
Debate Feminista (PUEG-UNAM), (51).
1. No me gusta hablar de prostitución porque es un término que únicamente alude de manera denigrato-
ria a quien vende servicios sexuales, mientras que comercio sexual da cuenta del proceso de compra-venta,
que incluye también al cliente. Por eso en estas páginas pongo el término entre comillas.

455
Marta Lamas

americana. Por eso no es rara la “americanización” del debate feminista


mundial, por el papel determinante que han tenido las publicaciones y el
activismo de las feministas estadounidenses.
A finales de 1971, en una conferencia en Nueva York sobre “La elimina-
ción de la prostitución” se dio una álgida confrontación entre feministas
y trabajadoras sexuales, a la que asistió Kate Millet. Dicha confrontación
dividió a las feministas, y algunas secundaron la postura reivindicativa
del trabajo sexual de las hookers. Dos años después, Millet publicaría The
Prostitution Papers, donde consigna que “las feministas ven esta objeti-
vización sexual como deshumanizante y degradante, y la degradación
peor es la que experimentan las mujeres que venden sus cuerpos para
ganarse la vida” (Millet, 1973, p. 13, mi traducción).2
Para esas feministas neoyorkinas el problema de fondo era la brutal
comercialización de los cuerpos de mujeres por el patriarcado capita-
lista, mientras que del otro lado de la Unión Americana, en California,
surgiría una distinta reflexión política: la necesidad de activismo a fa-
vor de los derechos de las trabajadoras sexuales. En 1972, varias amas
de casa –entre las que había lesbianas y prostitutas– fundan Whores,
Housewives and Others (WHO) en California para luchar contra “la hipo-
cresía de las leyes que controlan la sexualidad femenina, especialmente
la prostitución” (Chateauvert, 2013, p. 22). Diez años después, en 1982, la
National Organization for Women formó un comité sobre derechos de las
“prostitutas” al mismo tiempo que estalló la confrontación pública entre
feministas durante la famosa Conferencia sobre Mujeres y Sexualidad,
realizada en Barnard.3 Dicha conferencia visibilizó públicamente las
profundas diferencias entre las feministas que veían toda relación se-
xual (incluso la mercantil) como liberadora y las que la conceptualizaban
como opresiva, y se exhibió la confrontación entre feministas pro-traba-
jadoras sexuales y feministas anti-prostitución. El contraste entre esas
dos posturas se sostiene hasta la fecha.
El naciente movimiento de liberación de la mujer tendría gran im-
pacto entre trabajadoras sexuales de muchos países. Entre 1975 y 1985,

2. El pequeño libro (Millet, 1973) consta de una reflexión y cuatro entrevistas a “prostitutas”.
3. Carol Vance (1984) publicó una antología con una selección de los textos presentados en dicha conferencia.

456
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

diversas organizaciones de “prostitutas” surgieron en Europa, casi


siempre vinculadas a las feministas.4 Hacia mediados de la década de
1980, los grupos ya conectados entre sí empezaron a realizar foros y en-
cuentros. En 1984 se llevó a cabo el Women’s Forum on Prostitutes’ Rights en
Estados Unidos. En 1985 se realizó en Amsterdam el Primer Congreso
Mundial de Prostitutas, y ahí mismo se fundó el International Committee
on Prostitutes’ Rights (ICPR). Al segundo congreso, verificado en Bruselas
en octubre de 1986, asistió Tatiana Cordero, de la Asociación de Mujeres
Trabajadoras Autónomas de Ecuador que había surgido en 1982 en la
provincia de El Oro y logró su estatus oficial en 1987 (Abad, et al., 1998).
Esta será la primera asociación con un proceso organizativo en América
Latina; las demás despuntaron después, cuando se conformó la Red de
Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe.5
En 1986, en una sesión del Parlamento Europeo, el debate sobre una
resolución sobre la violencia contra las mujeres (documento A2-44/86),
que incorporaba la distinción planteada por el International Committee
on Prostitutes’ Rights (ICPR), entre el trabajo sexual en sí mismo y la vio-
lencia del tráfico de mujeres, y recogía no solo las demandas de auto-
rrepresentación y protección de los derechos civiles de las “prostitutas”,
sino además planteaba la exigencia a los gobiernos europeos de incluir
a estas mujeres en sus deliberaciones sobre las políticas respecto de la
prostitución, significó un triunfo parcial de las trabajadoras sexuales.
Digo parcial, pues en la concepción que se hizo del problema se carac-
terizó la “prostitución” como una forma de explotación de las mujeres,
y el documento quedó ambiguo: apoyaba el derecho de las mujeres a

4. Una relación de los grupos europeos se encuentra en Pheterson (1989).


5. En Uruguay en 1985 se crea la Asociación de Meretrices Profesionales del Uruguay (AMEPU) y logra su
reconocimiento jurídico en 1988. En 1987, en Brasil, Gabriela Leite funda la Asociación Nacional de Pros-
titutas, con sede en Río de Janeiro, y lleva a cabo la Primera Conferencia de Prostitutas; en octubre de ese
mismo 1987, en San José Costa Rica se establece la Red de Mujeres Trabajadoras Sexuales de Latinoaméri-
ca y el Caribe (RedTraSex) donde hoy participan organizaciones de trabajadoras sexuales de 15 países. A lo
largo de la década de 1990 surgirán más grupos organizados, como la Asociación de Mujeres Meretrices de
la Argentina (AMMAR) en 1994; en República Dominicana, el Movimiento de Mujeres Unidas (MODEMU)
nació en noviembre de 1997; en México, la Organización Mujer Libertad de Querétaro, en 1997, y en 1998
mujeres de 18 estados de la república fundan la Red Mexicana de Trabajo Sexual; en Chile la fundación
Margen aparece en 1998.

457
Marta Lamas

trabajar de “prostitutas”, pero al mismo tiempo hablaba de la necesidad


de disuadirlas (Pheterson, 1989).
Mientras que los diputados conservadores manifestaban su indig-
nación por que en el Parlamento “se le diera la palabra a las putas”, el
grupo Women’s Organization for Equality (WOE), que reunía a feminis-
tas de varios países residentes en Bruselas y que se comunicaban en-
tre sí en inglés, se juntó varias veces con el International Committee on
Prostitutes Rights. Después de escuchar a las “prostitutas”, unas feminis-
tas aceptaron que si las propias mujeres insistían en trabajar y en que
no habían sido engañadas, había que respetar su decisión, mientras que
otras siguieron convencidas de que la “prostitución” era una actividad
degradante (Pheterson, 1989). Mientras las feministas se dividían, el
International Committee on Prostitutes Rights emitió una declaración donde
separaba conceptual y discursivamente la trata de mujeres y el trabajo
sexual elegido.6 Varios grupos feministas europeos denunciaron la hipo-
cresía y el puritanismo en relación con el comercio sexual e insistieron
en la necesidad de distinguir las prácticas abusivas de otras formas de
coordinación y administración del trabajo sexual, e inclusive propusie-
ron cooperativas manejadas por las propias trabajadoras. Pese a ello, la
confrontación entre las dos posturas feministas ya estaba en marcha y
los avances logrados en relación con la organización internacional, los
derechos laborales y la sindicalización se detuvieron ante el activismo
de un sector del movimiento feminista que cuestionó duramente “la
prostitución” y cuyo discurso fue el vínculo sexualidad/violencia, lo que
definió las tomas de posición.
Entre tanto, en Estados Unidos lo que fortalecería sustantivamente
a las abolicionistas fue la política antisexualidad de Reagan (1981-1989),
que se prolongaría con Bush padre (1989-1993) y Bush hijo (2001-2009)
en la presidencia de Estados Unidos. Esa política conservadora iba no
solo en contra de la pornografía y la prostitución, sino también contra
la educación sexual, los servicios anticonceptivos, la despenalización del

6. Los nueve puntos que planteaba eran: 1: autonomía financiera; 2: elección ocupacional; 3: alianza entre
mujeres; 4: autodeterminación sexual; 5: desarrollo infantil sano; 6: integridad; 7: pornografía; 8: migra-
ción y tráfico, y 9: un movimiento para todas las mujeres. Además, se pronunciaba contra la prostitución
de menores (Pheterson, 1989).

458
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

aborto, la autonomía sexual y el derecho a la privacidad de los adoles-


centes. Los conservadores religiosos condenaban la sexualidad fuera
del matrimonio por considerarla pecaminosa; veían la “prostitución”
como una amenaza para la institución de la familia y, por lo tanto, como
una fuente de decadencia moral en la sociedad. El marco interpretati-
vo de la postura abolicionista respecto del comercio sexual lo estable-
ció Kathleen Barry7 al definir la prostitución como “esclavitud sexual”.
Barry impulsaría la fundación en 1988 de la organización abolicionista
Coalition Against Trafficking in Women (CATW), y también ese año apare-
cería el libro de Carole Pateman (1989) El contrato sexual, que plantea que
al contrato social lo subyace un “contrato sexual”: los hombres dominan
a las mujeres y ellas deben otorgarles servicios sexuales y domésticos.
Así se constituye el patriarcado moderno, con ese “contrato sexual” que
sostiene el contrato social establecido entre hombres. Según Pateman,
“comercio sexual” es un eufemismo que oculta la esclavitud sexual de
las prostitutas.
Muchas feministas coincidieron con Barry en su planteamiento en
Esclavitud sexual de la mujer (1979), donde sostiene que los valores que las
mujeres siempre le han atribuido a la sexualidad habían sido distorsio-
nados y destruidos conforme habían sido “colonizadas” a través tanto de
la violencia sexual como de la supuesta liberación sexual. Según Barry,
las mujeres vinculan el sexo con el amor, por lo que la experiencia “po-
sitiva” del sexo debe basarse en la intimidad; de ahí que el sexo no deba
comprarse ni obtenerse por medio de la fuerza. Esta postura, que des-
carta totalmente la idea de una sexualidad recreativa en busca de placer,
sirvió para unir a muchas feministas con los religiosos puritanos en una
cruzada moral para “abolir” el comercio sexual.
Será justamente a inicios de la década de 1990 cuando el discurso
feminista en contra de la violencia hacia las mujeres se fortalezca con
la reflexión de Catharine MacKinnon.8 La famosa abogada antiporno-
grafía afirmó en 1992 que: “las mujeres son prostituidas precisamente

7. Autora de Female Sexual Slavery ([1979] 1987), libro que luego se amplió y se convirtió en The Prostitution
of Sexuality. Global Exploitation of Women (Barry, 1995).
8. Analizar y debatir a MacKinnon requeriría un ensayo por sí solo. Aquí solamente registro su decisiva
influencia en la disputa feminista.

459
Marta Lamas

para ser degradadas y sometidas a un tratamiento cruel y brutal sin lí-


mites humanos; eso es lo que se intercambia cuando las mujeres son
vendidas y compradas para tener sexo” (1993, p. 13).9 Ella equipara la
prostitución con una “violación repetida” (repeated rape), retoma de
Barry la idea de que la prostitución es una “esclavitud sexual femeni-
na” y plantea que una prostituta es legalmente una “no persona” (legal
non person). También afirma: “Ninguna institución social la excede (a la
prostitución) en violencia física” (MacKinnon, 1993, p. 25). De entonces
a la fecha MacKinnon ha ido desarrollando una impactante estrategia
discursiva que asocia la “prostitución” con la violación y la desigualdad
social (MacKinnon, 2011).
Cuando una cruzada moral logra cierto éxito con respecto a su objeti-
vo fundacional, pone la mirada en otros problemas que asocia con su ra-
zón de ser. A esto se denomina “expansión del dominio” (Weitzer, 2014).
Eso ocurrió con la cruzada moral –iniciada por Reagan y continuada por
los Bush– que intentó establecer el límite de lo decente, lo bueno, lo nor-
mal y lo moral respecto de la sexualidad (abstinencia antes del matri-
monio y fidelidad) y se expandió para condenar toda forma de comercio
sexual. Como la postura del gobierno de Estados Unidos se configuró
como una reacción en contra de todo intercambio sexual comercial, su
agencia de cooperación, la USAID, condicionó el otorgamiento de fon-
dos para los grupos de activistas contra el sida a que no trabajaran con
“prostitutas”.10
Dicha cruzada moral aprovechó el tema de la migración indocumen-
tada, con flujos de mujeres que ocupaban los trabajos desechados por
las mujeres locales en el sector de servicios, tanto en el trabajo sexual
como en el doméstico. Las inmigrantes, impulsadas no solo por la po-
breza sino también por el anhelo de independencia, o en su huida de la
violencia, buscaban a las redes organizadas de tráfico de personas para

9. En un simposio del Michigan Journal of Gender and Law sobre “Prostitution: From Academia to Activism”
con una ponencia sobre la prostitución y los derechos civiles que sería publicada al año siguiente en esa
misma revista (MacKinnon, 1993).
10. En 2003, Bush decreta un plan emergente contra el sida que dispone de 15 billones de dólares, cuyo
objetivo incluye la “erradicación de la prostitución” al considerarla “propagadora” del VIH. Así prohíbe
que se otorgue dinero a los grupos organizados que trabajan con “prostitutas”. Para recibir financia-
miento las organizaciones debían firmar un Anti Prostitution Pledge (Weitzer, 2007).

460
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

salir de sus países y encontrar mejores condiciones de vida, y algunas


serían víctimas de organizaciones criminales.11 La amalgama discursiva
del comercio sexual con la trata habla indistintamente de “mujeres tra-
ficadas” o “mujeres explotadas sexualmente” como “víctimas de trata”,
pero prostitución y trata son distintos. Para distinguir entre la trata y el
lenocinio, (o su equivalente funcional, la explotación de la prostitución
ajena) la abogada Claudia Torres (2016) aclara que los delitos de lenoci-
nio y explotación de la prostitución ajena son distintos e independien-
tes del delito de trata, pues castigan a los terceros que se benefician de
la prostitución independientemente de las condiciones en que esta se
ejerza, e incluyen casos en los que todos los participantes, de manera
voluntaria, ejercen la prostitución y se benefician de ella.
A partir del establecimiento del Protocolo de Palermo,12 y con el apo-
yo económico de USAID, la cruzada abolicionista de la CATW contra la
trata y el tráfico de mujeres despegó con fuerza. Y aunque la definición
de “trata de personas” en el protocolo internacional incluye el trabajo
en la maquila, el doméstico y el del campo, los casos que generan mayor
escándalo son los vinculados al trabajo sexual, aunque estadísticamente
su número sea bastante menor que los de otras formas de trabajo forza-
do o coercitivo. Cuando se discute con el abolicionismo, no se niega la
existencia de un horrendo delito (la captación y el traslado de mujeres
para la venta de sexo con engaño, amenaza o violencia) que debe ser
combatido, sino que se discrepa respecto de su origen y dimensiones
(Weitzer, 2014).13 A ello se suma que hay inconsistencias sustanciales en

11. La evidencia indica que el fenómeno de migración para dedicarse al trabajo sexual es diverso y com-
plejo. Hay varias trayectorias migratorias y distintas experiencias de trabajo que pueden implicar mucha
coerción o explotación, o buena información e intencionalidad consciente de parte de la migrante (Kem-
padoo, 2012; Chang, 2013).
12. La Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, llamada
Convención de Palermo, tiene tres protocolos: uno para prevenir, reprimir y sancionar la trata de per-
sonas, especialmente de mujeres y niños; otro sobre el contrabando de migrantes, y el tercero contra la
fabricación y el tráfico ilegal de armas. La definición en el Protocolo de trata implica tres cuestiones: 1)
conductas (captación, transporte, traslado, acogida o recepción de la persona); 2) medios (amenaza, uso
de la fuerza, engaño), y 3) fines (explotación) (ONU, 2000).
13. Según Ronald Weitzer, un investigador especializado, los abolicionistas afirman que hay cientos de
miles –si no es que millones– de víctimas en todo el mundo, y que este problema ha alcanzado niveles “epi-
démicos”, afirmaciones que han sido reproducidas –sin corroborar– por funcionarios gubernamentales
de Estados Unidos y otras naciones. Luego de recopilar investigaciones con cifras de distintas fuentes

461
Marta Lamas

cómo se define la trata y cómo se identifica a las víctimas y se les certi-


fica como tales (O’Connell Davidson, 2014). Pero las declaraciones ama-
rillistas son estratégicas, porque las dimensiones de un problema social
importan para atraer la atención de los medios de comunicación, los fi-
nanciamientos y el interés de los responsables de las políticas públicas.
Las feministas abolicionistas armaron un repertorio de historias sobre
mujeres inocentes a quienes les fueron confiscados sus documentos, las
obligaron a vender sus cuerpos y las engañaron y explotaron. Esas sobre-
cogedoras narraciones de victimización consolidaron una representación
mediática de la trata que tiene las tres características centrales que Ronald
Weitzer (2014) encuentra en los discursos de las cruzadas morales:

1. Inflación de la magnitud de un problema (por ejemplo, el número de


víctimas, el daño a la sociedad) y argumentos que exceden con mu-
cho la evidencia existente.
2. Historias de horror, en las que los casos más terribles se describen
con mórbido lujo de detalle y se presentan como si fueran típicos y
prevalecientes.
3. Convicción categórica: los integrantes de la cruzada insisten en que
cierto mal existe en la medida exacta en la que ellos la describen y
se niegan a reconocer cualquier escala de grises.

Este tipo de discurso no solo se aleja de los casos predominantes a nivel


empírico, sino que provoca pánico moral. Creer que el comercio sexual
deriva ineluctablemente en trata es un pánico moral contemporáneo
que ha sido estimulado por el activismo antiprostitución (Hunt, 2011,
p. 60). El pánico social es la forma extrema de la indignación moral
(Young, 2009, p. 7) y lo caracterizan dos elementos: su irracionalidad y
su conservadurismo. La indignación moral produce una reacción ante

oficiales sobre las víctimas de trata, de analizarlas minuciosamente y compararlas con cifras sobre vícti-
mas registradas, Weitzer declara que existe una total discrepancia entre ambas. Por ello afirma que las
cifras que denuncian la magnitud del problema no son confiables en lo más mínimo y que las alarmistas
declaraciones de que la magnitud del problema es inmensa y va en aumento no tienen sustento empírico
alguno. Incluso los estimados generales son dudosos, dada la naturaleza ilegal y clandestina del comercio
sexual; existen además otros focos rojos: las cifras oficiales han fluctuado bastante en un corto periodo y
relativamente pocas víctimas de trata han sido localizadas (Weitzer, 2005; 2007; 2012; 2014).

462
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

lo que se vive como una amenaza a los valores o a la propia identidad;


de ahí que los pánicos morales suelan transformarse después en batallas
culturales, como ha ocurrido con el comercio sexual. La prensa juega un
papel importante en la formación de la opinión pública, y la representa-
ción distorsionada de ese fenómeno conduce a la indignación pública y
a llamados para que el Estado ejerza un mayor control social.
Con este tipo de estrategias se pretende justificar la total erradica-
ción de cualquier forma de comercio sexual. Así, una batalla legítima e
indispensable contra la trata se traduce en la represión indiscriminada
contra todas las personas vinculadas con el trabajo sexual, con operati-
vos policiacos (razzias) para “rescatar víctimas”. Desde Estados Unidos
existe una política de premiación a quienes “rescaten” más víctimas que
ha derivado –al menos en la Ciudad de México– en la práctica de detener
a trabajadoras sexuales y presionarlas para que se “declaren” víctimas,
pues si no, son consideradas “cómplices”.14

La materia de la disputa

La cruzada abolicionista visualiza el fenómeno del comercio sexual en


blanco y negro, sin reconocer sus matices y complejidades. Para empe-
zar, persiste un hecho indiscutible: el trabajo sexual sigue siendo una
actividad que eligen millones de mujeres en el mundo, básicamente
por su situación económica. Incluso, aunque las migrantes experimen-
ten condiciones laborales desagradables o de explotación en el lugar de
destino (Kempadoo, 2012), algunas de ellas creen que son “preferibles a
permanecer en casa, en donde las amenazas a su seguridad –en forma
de violencia, de explotación o directamente de privación alimenticia–
son mucho mayores” (O’Connell Davidson, 2008, p. 9). Indudablemente,
muchas trabajadoras eligen “el menor de los males” dentro del duro y
precario contexto en que viven. Por eso, más que un claro contraste entre

14. Varios testimonios de trabajadoras sexuales en la Ciudad de México describen los “operativos de
rescate” que llegan a los antros y cabarets, durante los cuales les dicen a las mujeres: “Todas las víctimas
pónganse aquí” y a la trabajadora que responde “Yo no soy víctima” se le contesta: “Entonces eres cómpli-
ce”. Ante tal acusación, muchas aceptan declararse “víctimas”.

463
Marta Lamas

trabajo libre y trabajo forzado, lo que existe es un continuum de relativa


libertad y relativa coerción. Como las mujeres están ubicadas en lugares
sociales distintos, con formaciones diferentes y con capitales sociales
diversos, en ciertos casos el trabajo sexual puede ser una opción elegida
por lo empoderante y liberador que resulta ganar dinero, mientras que
en otros casos se reduce a una situación de una precaria sobrevivencia
que causa culpa y vergüenza.
Al tiempo que existe el problema de la trata aberrante y criminal, con
mujeres secuestradas o engañadas, también existe un comercio donde
las mujeres entran y salen libremente, y donde algunas llegan a hacerse
de un capital, a impulsar a otros miembros de la familia e incluso a ca-
sarse. Es decir, quienes sostienen que es un trabajo que ofrece ventajas
económicas tienen razón, aunque no en todos los casos; y quienes decla-
ran que la prostitución es violencia contra las mujeres también tienen
razón, pero no en todos los casos (Bernstein, 1999, p. 117). Igual ocurre
del otro lado de la industria del sexo. Los padrotes y madrotas funcionan
como los empresarios: hay buenos y hay malos. Lo mismo pasa con los
clientes: hay clientes malos –los violentos, los drogados– y clientes bue-
nos, “decentes” y amables.
Al igual que en cualquier otro empleo, oficio o profesión, del trabajo
sexual se extrae plusvalía. Solo que la explotación de una actividad de
servicios que se encuentra al margen de la regulación laboral se da sin
derechos laborales y con formas que generan exclusión y violencia. En
el discurso de las abolicionistas es frecuente escuchar la expresión “ex-
plotación sexual”. ¿En qué consiste la explotación? En su Modelo Integral
de Intervención contra la Trata Sexual de Mujeres y Niñas, el UNFPA hace
una importante aclaración: “la explotación de la prostitución, que se
da cuando el dinero ganado mediante la prostitución llega a manos de
cualquier persona que no sea la que se prostituye, es intrínsecamente
abusiva y análoga a la esclavitud” (2013, p. 47). Ese no suele ser el caso
de las trabajadoras sexuales, que se quedan con un porcentaje –entre
el 25 y el 50%– de lo que se cobra por servicio, porcentaje que ninguna
mesera, vendedora o incluso profesora recibe cuando realiza su trabajo.
El término de “explotación sexual” tiene una connotación negativa que
no se aplica a los demás trabajos, donde también existe explotación. Una

464
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

trabajadora sexual de La Merced me dijo: “¿Explotada? Sí, cuando tra-


bajaba ocho horas al día con salario mínimo de 70 pesos. Aquí en unas
horas me hago entre 300 y 500 pesos”. Lamentablemente, los medios de
comunicación saben que vende más hacer un reportaje sobre “esclavas
sexuales” o “víctimas explotadas sexualmente” que hacerlo sobre “obre-
ras o empleadas explotadas laboralmente”.
Frente al contexto de pobreza y desempleo que orilla a muchas muje-
res al trabajo sexual, habría que buscar estrategias redistributivas en lo
material y exigir más y mejores trabajos, en lugar de “rescatar” víctimas
con operativos policiacos. El énfasis en lo laboral es precisamente lo que
Martha Nussbaum (1999) alega cuando señala la necesidad de cuestionar
nuestras creencias respecto de la práctica de recibir dinero por el uso del
cuerpo, y la importancia de hacer una revisión de las opciones y alterna-
tivas de las mujeres pobres. Para esta filósofa, que una mujer con mu-
chas opciones laborales elija la prostitución no nos debería preocupar.
Es la ausencia de opciones para las mujeres pobres las que convierten la
prostitución en la única alternativa posible, y eso es lo verdaderamente
preocupante (Nussbaum, 1999, p. 278). El punto candente que plantea la
prostitución es el de las oportunidades laborales de las mujeres de es-
casos recursos y el control que pueden tener sobre sus condiciones de
empleo (Nussbaum, 1999, p. 278). A Nussbaum le preocupa que el interés
de las feministas esté demasiado alejado de la realidad de las condicio-
nes laborales, como si la sexualidad se pudiera sacar del contexto de las
tácticas de las mujeres pobres para sobrevivir, y por lo tanto considera
que la lucha debería promover la expansión en las posibilidades labora-
les a través de la educación, la capacitación en habilidades y la creación
de empleos. Por eso se plantea que la legalización del trabajo sexual me-
jora las condiciones de aquellas mujeres que, para empezar, tienen muy
pocas opciones.
Ahora bien, el sexual no es un trabajo como cualquier otro. Si evalua-
mos las relaciones políticas y sociales que el comercio sexual sostiene y
respalda, y si examinamos los efectos que produce en las mujeres y los
hombres, en las normas sociales y en el significado que imprime a las re-
laciones entre ambos, vemos que el comercio sexual refuerza una pauta
de desigualdad sexista y contribuye a la percepción de las mujeres como

465
Marta Lamas

objetos sexuales y como seres socialmente inferiores a los hombres. El


estigma expresa esta diferencia. El mercado del sexo es lo que Deborah
Satz (2010) califica de “mercado nocivo”, pero ella misma dice que aun-
que los mercados nocivos tienen efectos importantes en quiénes somos
y en el tipo de sociedad que desarrollamos, prohibirlos no es siempre la
mejor respuesta. Al contrario, si no se resuelven las circunstancias so-
cioeconómicas que llevan al comercio sexual, prohibirlo o intentar erra-
dicarlo hundiría o marginaría aún más a quienes se dedican a vender
servicios sexuales.
A esta problemática laboral se suma el puritanismo de quienes con-
sideran que la liberalización de las costumbres sexuales es negativa. En
el escozor producido por la “prostitución”, lo que más conflictúa tiene
que ver con el uso del cuerpo femenino en una actividad que subvierte
la idea tradicional de lo que deberían ser las mujeres. La prostitución
femenina produce reacciones adversas porque atenta contra el ideal
cultural de castidad y recato de la feminidad (Leites, 1990), y la venta
de servicios sexuales ofende o irrita a muchas personas que creen que
“degrada” la dignidad de la mujer. El asunto de fondo es justamente la
existencia de una doble moral: la sexualidad de las mujeres es valorada
de manera distinta de la de los hombres.15
Precisamente porque la actividad sexual de las mujeres es un desa-
fío a la doble moral, que considera que las transacciones sexuales de
las mujeres son de un orden distinto a las transacciones sexuales de los
hombres, el trabajo sexual obliga a debatir sobre dicha doble moral y
el estigma que genera. En ese sentido, algo que también está en juego
en la contraposición entre abolicionistas y defensoras de los derechos
laborales de las trabajadoras sexuales es la definición de una conducta
sexual apropiada. ¿Quién debe definir la conducta sexual de los ciuda-
danos? ¿El Estado, los grupos religiosos, las feministas? Ahí el tema del

15. Esto lleva a interrogarse con rigor sobre las circunstancias en que las mujeres acceden a una relación
sexual. ¿Qué tan diferentes son entre sí las mujeres que se venden abiertamente de quienes acceden a
distintas formas de intercambio de servicios sexuales por seguridad, por una posición, por regalos o
promociones laborales? Además, aunque la llamada “prostitución” es la actividad exclusiva de un grupo
determinado de mujeres, no hay que olvidar que también es una actividad complementaria de un grupo
muy amplio de amas de casa, estudiantes y trabajadoras que se “ayudan” económicamente o colaboran
con el ingreso familiar de esa manera.

466
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

consentimiento cobra relevancia. Y no es nada fácil de resolver. Anne


Phillips dice: “El borramiento de los límites entre la prostitución y la tra-
ta, y el deseo aparente de considerar a todas las trabajadoras sexuales
como víctimas, resta importancia a la agencia de aquellas que deciden
trabajar en el mercado sexual y hace de la coerción la preocupación cen-
tral, incluso la única” (Phillips, 2013, p. 6). ¿Qué es consentir? ¿Qué es
coerción? ¿Consienten a su explotación las obreras o son también coer-
cionadas económicamente?
Ahora bien, si una mujer vende servicios sexuales por necesidad eco-
nómica o por cualquier otra razón, ¿debe el Estado “rescatarla”? ¿Por qué
el Estado no se propone “rescatar” a otras mujeres, obreras o empleadas,
también forzadas a trabajar en cosas que no les gustan o que incluso son
peligrosas? En el capitalismo, todas las personas que trabajan viven una
presión económica tanto por cubrir su subsistencia como por acceder a
cierto tipo de consumo. ¿El Estado debería garantizarles a todas las per-
sonas un piso de seguridad social y empleo para que ninguna persona
trabaje coercionada, amenazada u obligada? Y si el Estado garantizara
mínimos de sobrevivencia, ¿debería entonces controlar la sexualidad de
la ciudadanía?
La compra-venta de servicios sexuales está vinculada con la preca-
riedad laboral que, más que un fenómeno transitorio, es una condición
estructural del capitalismo. Por ello contrasta la preocupación escanda-
lizada ante la “explotación sexual” de cara a la indiferencia por la ex-
plotación de las obreras, las empleadas del hogar, las campesinas, las
enfermeras, las taquilleras, las meseras, las de la maquila, las barren-
deras y tantas otras trabajadoras que también son explotadas. Y no hay
coaliciones feministas para abatir otras formas de explotación de la
fuerza de trabajo femenina, ni para rescatar a víctimas de condiciones
deleznables de la brutal explotación laboral. Por eso creo que en el es-
cándalo respecto de la “explotación sexual” un elemento fundamental
es la creencia en que la creciente industria del sexo comercial altera las
relaciones de género y crea tentaciones sexuales extrafamiliares para los
hombres, poniendo en riesgo la familia como esfera de seguridad y pro-
tección. Así, lo que empezó como una confrontación entre feministas,
inserta en las “guerras en torno a la sexualidad”, ha desembocado en una

467
Marta Lamas

preocupación social angustiada que ha alentado el pánico moral y ha de-


rivado en la demanda de endurecer el sistema de justicia penal.
Hace rato que se viene dando una reflexión sobre cómo la excesiva in-
tervención del sistema penal ante problemas sociales termina crimina-
lizando a quienes más los padecen (Larrauri, 1991, 2007; Ferrajoli, 1999;
Zaffaroni, 2000; Wacquant, 2013). La criminología crítica anglosajona
inició ese debate, y la feminista española Elena Larrauri, que introdu-
jo esa discusión entre las feministas hispanohablantes, ha reflexionado
críticamente sobre la excesiva intervención del sistema penal para abor-
dar la violencia de género. Larrauri discute con el feminismo al que cali-
fica de “oficial”, pues una de sus características “es su plena confianza en
el derecho penal” (Larrauri, 2007, p. 66), al que critica por su

reacción frente a las opiniones discrepantes. Parece existir la con-


vicción de que quien duda de alguna de las medidas sugeridas para
atajar la violencia doméstica, es porque no se toma suficientemente
en serio el dolor de las víctimas; y así cualquier discusión pretende
zanjarse apelando a la extrema gravedad del problema o al número
de mujeres muertas, recurriendo con ello a la equívoca identifica-
ción de que solo quien está a favor de penas más severas defiende
los intereses de las mujeres (Larrauri, 2007, p. 68).

El análisis de Larrauri es implacable sobre lo que significa reorientar los


objetivos políticos del feminismo hacia fines punitivos. En nuestro con-
tinente, sería Haydée Birgin (2000), abogada feminista argentina, quien
retomó dicha perspectiva y planteó que ese giro punitivo está inserto
en pautas más generales de transformación cultural y política. Birgin
difundió en América Latina la reflexión de la criminología crítica femi-
nista en contra del creciente reclamo feminista por endurecer y ampliar
el sistema punitivo.16 Otras prosiguieron esa perspectiva, como Patricia
Laurenzo (2009) y María Luisa Maqueda (2009), y en México lo haría
Lucía Núñez (2011). En Estados Unidos la lista es larga, pero destaca

16. Birgin publicó más tarde varias compilaciones de ensayos jurídicos, en especial una sobre las trampas
del poder punitivo de la ley (véase Birgin, 2000).

468
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

Elizabeth Bernstein (2014), quien señala que el discurso feminista que


conceptualiza el comercio sexual como una forma de violencia hacia las
mujeres ha sido funcional para el neoliberalismo y su política carcela-
ria. Según ella, un elemento clave de este proceso es el uso creciente del
discurso de “la víctima” para designar a sujetos que en realidad son pro-
ducto de la violencia estructural y de prácticas de exclusión inherentes al
capitalismo neoliberal. A Bernstein le preocupa el vínculo del feminismo
con la política neoliberal, pues fortalece un paradigma político conser-
vador sobre el género y la sexualidad. Ese vínculo es justamente el que
Nancy Fraser (2013) califica de una “amistad peligrosa” del movimiento
feminista con el Estado neoliberal, con ideas muy lejanas a lo que alguna
vez fue una visión radical del mundo.
Las especialistas en violencia doméstica y violación sexual que han
rastreado el surgimiento de la postura que aboga por la política carce-
laria dentro del feminismo han descrito como las campañas feministas
contra la violencia sexual han sido ingredientes fundamentales para el
endurecimiento de la justicia penal (Larrauri, 2007; Núñez, 2011). En
esas campañas es la sexualidad masculina la que se perfila como la ma-
yor amenaza, y las instituciones patriarcales, como el Estado y la policía,
se reconfiguran como aliados y salvadores de las mujeres. En el contexto
actual de reproducción de la desigualdad entre mujeres y hombres, la
precariedad generada por la economía política neoliberal es manejada
por el Estado mediante un duro giro punitivo y una vulneración de los
derechos sociales. Justo por eso la política neoliberal está provocando
lo que Loïc Wacquant llama una “remasculinización del Estado” (2013,
p. 410), que consiste en un fortalecimiento del esquema patriarcal, con
una perspectiva hacia las mujeres como “víctimas que deben ser prote-
gidas” y no como trabajadoras desempleadas o con salarios miserables.
Mientras que la voracidad financiera neoliberal erosiona los salarios,
la sindicalización y los derechos laborales, el discurso gubernamental
plantea que el acceso a bienes y servicios sociales es una excepción des-
tinada exclusivamente a sujetos y grupos que demuestren un grado de
daño, es decir, víctimas. Esto ha desmovilizado a las activistas feminis-
tas en relación con los derechos laborales y, en su lugar, ha alentado la
movilización de víctimas que exigen reparación por la violencia sufrida.

469
Marta Lamas

¿Qué pasa en México?

En México las feministas no se han confrontado en “guerras” como las


Sex Wars, al menos no con la fuerza y la publicidad de otros países. Ha
habido disputas internas entre distintas perspectivas, pero no han ge-
nerado la multitud y variedad de publicaciones de otras partes, espe-
cialmente Estados Unidos. Creo que esto se debe principalmente a dos
cuestiones. La primera es que en nuestro país la “prostitución” en sí
misma no es ilegal y nuestra cultura es menos puritana que la estadou-
nidense.17 La segunda cuestión es que, frente a nuestro desgarrador y
ominoso contexto de violencia –los feminicidios, las desapariciones for-
zadas, los asesinatos y las muertes por “estar en el lugar equivocado”,
o sea, en la “guerra” contra el crimen organizado (Saucedo y Huacuz,
2011)–, la “prostitución” no ha tenido tanta importancia. Incluso quienes
estudian la violencia contra las mujeres en “múltiples ámbitos” (Agoff,
Casique y Castro, 2013) o la analizan con amplitud teórica (Martínez de
la Escalera, 2013) no incluyen la “prostitución” en sus reflexiones, lo cual
me parece acertado.
En nuestro país, la mayoría de las feministas han encauzado sus ener-
gías políticas e intelectuales a investigar, denunciar y tratar de compren-
der esa forma brutal de violencia hacia las mujeres que es el feminicidio
(Gutiérrez, 2004; Monárrez, 2007; 2009; 2011; Belausteguigoitia y Melgar,
2007; Melgar, 2011; Huacuz, 2011; Saucedo y Huacuz, 2011). La violencia
hacia las mujeres, cuya denuncia y combate se ha convertido desde hace
años en la gran reivindicación de la mayoría de las feministas mexicanas,
se ha centrado, además de los feminicidios, en otras expresiones de vio-
lencia (doméstica e institucional) (Torres Falcón, 2001; Saucedo, 2002;
Castro y Casique, 2008; Ramos, 2011) y, más recientemente, en la trata
(Torres Falcón, 2010; Saucedo, 2011). Esta lucha ha tenido gran visibilidad
y ha contado con un fuerte apoyo de todas las posiciones políticas, inclui-
do el gobierno y las Iglesias; ninguna de las otras causas feministas ha

17. En Estados Unidos el comercio sexual es ilegal, tanto para quien vende como para quien compra.
Solamente en Nevada es legal desde 1971. Ahí los burdeles cumplen con estrictas medidas de seguridad
(botones de alarma, supervisión continua con micrófonos ocultos), lo que los convierte en lugares muy
seguros para trabajar (Dewey y Kelly, 2011).

470
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

logrado más leyes, recursos y propaganda mediática. Algunas feministas


críticas han señalado que tal interés institucional es más bien una puesta
en escena que una realidad, pues las mujeres asesinadas siguen apare-
ciendo (Saucedo y Huacuz, 2011; Huacuz, 2011; Melgar, 2011).
Esto explica que en México sea escasa la publicación de libros y artícu-
los en torno a la disputa por la “prostitución”. Existen, sin duda, espléndi-
das investigaciones históricas sobre la “prostitución”18 y muy serias inves-
tigaciones sobre distintos aspectos del comercio sexual,19 además de los
trabajos clásicos sobre el tema: las tesis universitarias de distintas discipli-
nas que abordan aspectos específicos del comercio sexual. Sin embargo,
en nuestro país casi no hay reflexiones políticas y teóricas que den cuenta
de la disputa entre abolicionistas y defensoras de los derechos de las tra-
bajadoras sexuales.20
La visibilidad abolicionista en la disputa la tiene Lydia Cacho, la femi-
nista más importante de México en la lucha contra la trata, con una tra-
yectoria personal de gran compromiso y riesgo personal. Preocupada por
la violencia hacia las mujeres, fundó el Centro Integral de Atención a las
Mujeres en Cancún, y su trabajo la llevó a registrar y denunciar el abuso
sexual a niñas y adolescentes, lo cual le ocasionó una brutal persecución –
que hasta la fecha sigue poniendo en peligro su vida– tanto por parte de los
delincuentes como de los políticos que los protegen.21 Lydia Cacho es un
caso excepcional en la defensa de los más vulnerables, y en su libro Esclavas
del poder. Un viaje al corazón de la trata sexual de mujeres y niñas en el mundo
(2010) lleva a cabo un alegato en contra de la trata abusiva y criminal en
varias partes del mundo, México incluido. Pese a su valentía e integridad
personal, su trabajo periodístico mezcla conceptualmente prostitución y

18. Como las de Ana María Atondo (1992), Fernanda Núñez (1996) y, más recientemente, Pamela Fuentes (2015).
19. Como la de Elena Azaola (2003) sobre prostitución infantil y la de Gustavo Fondevila (2009) sobre la
moral pública en las decisiones judiciales respecto de la prostitución.
20. Una excepción es el libro coordinado por Angélica Bautista y Elsa Conde sobre el trabajo sexual en
La Merced, con reflexiones de ellas y de otros autores sobre los derechos humanos y la desigualdad de
género (Bautista y Conde, 2006). Otro, más centrado en la denuncia que en el análisis, es el de Andrea
Reyes Parra, que ofrece una interpretación sobre lo ocurrido en el Centro de Atención Interdisciplinaria
y Servicios (CAIS) de la CDHDF (Reyes, 2007).
21. Su libro Los demonios del Edén es un desgarrador relato sobre el abuso de niños/as y adolescentes y la
forma en que el poder político protege a los pederastas abusadores (véase Cacho, 2005).

471
Marta Lamas

trata, además de que carece de ciertos soportes de rigor académico, como


el de citar sus fuentes o poner bibliografía. Esta mezcla hace que su traba-
jo resulte sesgado y, en ocasiones, panfletario. No obstante, su arrojo le ha
ganado admiración como heroína en la lucha contra la trata.
Una figura emblemática en la lucha contra la violencia hacia las mujeres
en México es Marcela Lagarde. Ya desde su tesis doctoral de antropología
(1990), en la que construye el concepto de “cautiverio” como “la expresión
político-cultural de la condición subalterna de la mujer”, Lagarde habla de
la prostitución de dos maneras distintas. Una, en la que coincido con ella,
cuando usa el concepto de “puta” como una categoría de la cultura política
patriarcal que sataniza el erotismo de las mujeres, y plantea: “Puta es un
concepto genérico que designa a las mujeres definidas por el erotismo, en
una cultura que lo ha construido como tabú para ellas” (Lagarde, 1990, p.
543). Pero en la otra, de la cual discrepo, la vincula con la violencia y asu-
me una perspectiva abolicionista: “La prostitución presenta afinidad con
otro tipo de relación entre el hombre y la mujer. Se trata de la violación”
(Lagarde, 1990, p. 555). Por eso Lagarde considera que:

La violación y la prostitución tienen en común el placer implícito del


hombre (violador o cliente), la relación de dominación absoluta, la
no-continuidad de la relación social o afectiva, después de la relación
erótica [. . .]. La cosificación de las mujeres por ambas relaciones sinte-
tiza y aclara el carácter patriarcal de las relaciones y de la trama social
basada en la existencia de una ley de propiedad genérica: la propiedad
de todas las mujeres por todos los hombres (Lagarde, 1990, p. 555).

El trabajo fundamental de Lagarde se ha centrado en los feminicidios,


sin ampliar su activismo al campo del comercio sexual. Sin embargo, en
ocasiones ha hecho comentarios respecto de la trata, con una postura
cercana al abolicionismo.22
En nuestro país la disputa feminista en relación con el comercio se-
xual cobró visibilidad en 2014, luego de que una jueza federal ordenó a

22. Por ejemplo, en el IV Congreso Latinoamericano de Antropología (octubre de 2015) hubo una mesa
redonda en torno a los “Aportes de la antropología feminista al análisis de la trata de personas y la violen-
cia de género”, donde Lagarde reiteró la idea de la creciente violencia hacia las mujeres víctimas.

472
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

la Secretaría de Trabajo y Fomento al Empleo del Gobierno del Distrito


Federal (GDF) otorgar a las personas que trabajan en el comercio se-
xual callejero la licencia de “trabajadores no asalariados”.23 Esta reso-
lución judicial24 fue la culminación de una larga lucha de un grupo de
trabajadoras/es sexuales que tuvo que recurrir a un juicio de ampa-
ro, pues con anterioridad el GDF se había negado a otorgarles dicho
reconocimiento laboral. La primera entrega de las licencias se realizó
el 10 de marzo de 2014 en las instalaciones de la Secretaría, y cuando
la prensa la dio a conocer, la sección latinoamericana de la Coalition
Against Trafficking in Women (CATWLAC) desató en Twitter una campa-
ña en contra de la entonces secretaria, Patricia Mercado (véase Lamas,
2014). Esa reacción de la CATWLAC y otras feministas abolicionistas,
que atacan e intentan denigrar cualquier iniciativa que tienda hacia la
regulación (como es el otorgamiento de las licencias), me impulsaron
a entrar en la disputa pública.
En el número de septiembre de la revista Nexos publiqué un artículo
titulado “¿Prostitución, trata o trabajo?” (Lamas, 2014) que causó comen-
tarios a favor y en contra. Intrigada por el desacuerdo de algunas compa-
ñeras feministas, convoqué y coordiné una mesa de discusión interna:
“Perspectivas críticas sobre el tráfico de mujeres: un diálogo entre aca-
démicas feministas”.25 Ahí Ana Amuchástegui26 me invitaría a colaborar
en un panel internacional en el cual varios académicos expondrían sus
resultados de investigaciones empíricas sobre los efectos negativos en
la situación de las trabajadoras sexuales del llamado “combate contra
la trata con fines de explotación sexual”. Al Foro “Sexo, poder y dinero:

23. El Reglamento para los Trabajadores No Asalariados del Distrito Federal existe desde 1972, y con él
se registra a personas que laboran en la vía pública sin una relación patronal ni un salario fijo, como los
lustrabotas, los cuidacoches, los músicos callejeros, los vendedores de billetes de lotería y 10 oficios más.
24. Correspondió a la jueza Paula María García Villegas Sánchez Cordero, del Décimo Tribunal Colegiado
del Primer Circuito, quien concedió el amparo el 31 de enero de 2014. Véase Madrid, Montejo e Icela (2014).
25. Se llevó a cabo en el programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM el 1 de diciembre de 2014.
26. Amuchástegui (Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco) es integrante del Neoliberalism
and Sexualities Working Group (NSWG), coordinado por las doctoras Elizabeth Bernstein y Janet Jacobson,
del Center for Research on Women del Barnard College; entre sus integrantes se encuentran Sealing Cheng
(University of Hong Kong), Mark Padilla (Florida International University), Mario Pecheny (Universidad
de Buenos Aires) y Kerwin Kaye (Wesleyan College).

473
Marta Lamas

perspectivas críticas sobre la trata de mujeres”,27 que se llevó a cabo el 18


de marzo del 2015, asistieron jóvenes investigadoras, y a partir de ahí, y
también por iniciativa de Amuchástegui, se conformó en 2016 un grupo
de trabajo desde una perspectiva no abolicionista, titulado “Placer y pe-
ligro: política neoliberal, sexualidad y género”.28
Pero lo que verdaderamente cimbró a nivel mundial la disputa en-
tre feministas fue la declaración que en agosto de 2015 hizo Amnistía
Internacional (AI) sobre la necesidad de despenalizar el comercio sexual
para defender los derechos humanos de las y los trabajadores sexuales
(Amnesty International, 2015). Dicha declaración cayó como una bom-
ba entre los grupos abolicionistas. El escándalo fue mayúsculo y feroz
en Estados Unidos, donde muchas actrices de Hollywood usaron sus
espacios mediáticos para protestar contra AI, con declaraciones donde
afirmaban que la despenalización conduce siempre a la trata y que el
comercio sexual siempre es violencia hacia las mujeres. AI enfatizó que
condena enérgicamente todas las formas de trata de personas, inclui-
da la trata con fines de explotación sexual, que constituye una violación
inadmisible a los derechos humanos y debe ser penalizada. También
explicó que la despenalización del trabajo sexual no significa eliminar
las sanciones penales para la trata de personas, e insistió en que no hay
estudios ni indicios serios que sugieran que la despenalización da lugar
a un aumento de la trata.29 AI señaló que defiende todos los aspectos del

27. Auditorio Mario de la Cueva de la Torre II de Humanidades de la UNAM, convocado por el Barnard
Center for Research on Women, la UAM-Xochimilaco, la Cátedra Extraoridinaria sobre Trata de Personas de
la UNAM y el Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM.
28. Las integrantes son Luz del Carmen Jiménez Portillo, Jessica Gutiérrez, Melisa Cabrapan, Lucía Núñez,
Nancy Lombardini, Azucena Ojeda, Ana Amuchástegui y yo. El nombre “Placer y peligro” retoma el título de la
famosa Conferencia de Barnard (1982), que marcó un giro en las “guerras en torno a la sexualidad”.
29. Esta declaración la hizo AI luego de realizar una sólida investigación y consulta con una diversidad
de organizaciones y personas, desde la Organización Mundial de la Salud, ONUSIDA, ONU Mujeres,
la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Anti-Slavery International y Human Rights Watch, Open
Society Institution (OSI), la Alianza Global contra la Trata de Mujeres, hasta la recopilación de testimonios
de más de 200 trabajadores/as y ex trabajadoras/es sexuales, policías y funcionarios de gobierno en Ar-
gentina, Hong Kong, Noruega y Papúa Nueva Guinea. Además, las oficinas nacionales de AI en todo el
mundo contribuyeron realizando consultas locales con grupos de trabajadoras/es sexuales, grupos que
representan a supervivientes de trata, organizaciones abolicionistas, feministas y otros representantes
de los derechos de las mujeres, activistas LGBTI, organismos contra la trata de personas, activistas que
trabajan sobre el VIH/sida y muchos más.

474
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

sexo consentido entre adultos que no incluyan coerción, explotación o


abuso, al tiempo que declaró que hay que proporcionar una mayor pro-
tección a los derechos humanos de las/os trabajadoras/es sexuales, pues
el estigma del trabajo sexual contribuye a la discriminación y margina-
ción de quienes se dedican a él. En el convencimiento de que crimina-
lizar expone a los y las trabajadores sexuales a mayores riesgos para su
vida, AI declaró que el derecho penal no es la respuesta.

A guisa de conclusión

El avance cada vez mayor de una conciencia sobre los derechos huma-
nos de las personas que realizan trabajo sexual se contrapone al pánico
social alentado por el abolicionismo, mismo que ha llevado a un endure-
cimiento de las acciones punitivas. En México es indispensable una re-
gulación del comercio sexual que preserve la independencia y la seguri-
dad de las personas que se dedican al trabajo sexual, y que les otorgue los
mismos derechos laborales que a las demás trabajadoras. Esto requiere
que se acepten legalmente formas grupales de organización del traba-
jo (pequeñas empresas o cooperativas) donde la organización de varias
personas para hacer negocio no se interprete como lenocinio.30 El recla-
mo de las trabajadoras independientes y la resolución de la jueza García
Villegas obligan a que el sistema judicial realice un minucioso análi-
sis de la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos
en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las
Víctimas de estos Delitos, pues esta ley es utilizada para impedir el pleno
reconocimiento del trabajo sexual, entendido como actividad sexual re-
munerada, voluntaria y entre adultos. Quienes administran justicia no
distinguen entre trabajo sexual, lenocinio, explotación sexual y trata, y

30. Si tres o cuatro amigas decidieran trabajar juntas, a quien rente el departamento se le podría acusar
de lenona. Igual ocurre con los familiares (madres, hermanos, hijos) que acompañan a las mujeres que
trabajan. Las denuncias por lenocinio no tocan las altas esferas de la “prostitución”, y para lo único que
sirven es para controlar a las trabajadoras sexuales, que necesitan trabajar acompañadas de amistades o
parientes. Es necesario que se acepten otras formas de organización del trabajo sexual, para que el delito
de lenocinio no se pueda aplicar contra las personas que acompañan a las trabajadoras.

475
Marta Lamas

muchos funcionarios han asumido la perspectiva abolicionista, que su-


pone que la prostitución necesariamente constituye una expresión de
violencia sexual extrema. Además, amparándose en esa ley los operati-
vos que dicen “rescatar” víctimas fincan el delito de trata, aunque no se
den los tres elementos de captación, traslado y amenaza/uso de fuerza.
Hoy, las feministas en México van a tener que definir su postura
ante un fenómeno que despunta con fuerza: la reivindicación pública
de trabajadoras sexuales que plantean su libertad de establecer contra-
tos laborales en el marco de la defensa de sus derechos. Las compañeras
que lograron las licencias son excepcionales en el uso político que le dan
a una situación que se considera “vergonzosa”. Estas trabajadoras se-
xuales feministas y politizadas, que reivindican su derecho a “elegir”, se
desmarcan de los dos estereotipos culturales –el de la pecadora y el de la
víctima– e inauguran una manera distinta de asumirse públicamente.
Esto pone a las feministas en una disyuntiva: o bien apoyar la posición
que exige la libertad en el uso del propio cuerpo, o bien secundar la que
condena utilizar la sexualidad como mercancía. Este dilema está entre-
tejido en una madeja conceptual cuyos elementos hay que desenredar, y
creo que es posible hacerlo usando los argumentos de Nussbaum y Satz.
A mí lo que más me intriga en esta disputa es por qué el fantasma de
la violencia sexual sigue siendo un vehículo cultural de tal eficacia.31 El
abolicionismo se alimenta del espectro de la violencia sexualizada, y vale
la pena explorar el abuso que las feministas están haciendo de la figura
de la víctima, así como la asociación entre la violación y la prostitución,
que persiste en el imaginario feminista.32 Este “pánico moral” impide
ver las variedades de situaciones en las que se encuentran las trabaja-
doras sexuales, con distintos niveles de decisión personal y de ganancia
respecto del trabajo sexual, y dificulta la elaboración de políticas públi-
cas que partan de la defensa de sus derechos laborales.

31. Utilizo el término fantasma en su sentido psicoanalítico, como fantasía, representación, guión escé-
nico imaginario, ensoñación que pone en escena de manera más o menos disfrazada un deseo (Chema-
ma, 1998, p. 157).
32. Es significativo que, desde las primeras reflexiones feministas, se vinculó la prostitución con la vio-
lación. (Véase Brownmiller, 1972.)

476
Feminismo y prostitución: la persistencia de una amarga disputa

Además, la disputa en torno a la “prostitución” favorece la fragmen-


tación política del feminismo. Un problema social como la precariedad
laboral forzada por la economía política neoliberal ya de por sí divide
a los distintos grupos como para que, además, la disputa confronte a
las activistas que podrían estar luchando unidas. Es obvio que el pro-
blema no son las distintas tendencias del feminismo, sino que quie-
nes luchan por rescatar a las víctimas y castigar a los hombres pros-
tituyentes estén colaborando con el ascenso de las políticas de “mano
dura” del proyecto económico del capitalismo neoliberal, que avanza
despiadadamente, con el giro punitivo y carcelario del que he hablado,
hacia la erosión de las libertades individuales y los derechos laborales.
Si bien la lucha política del movimiento feminista contra la violencia
hacia las mujeres tiene otro objetivo, está atrapada en el paradigma de
la gobernanza neoliberal: castigar a los pobres (Wacquant, 2013). Esto
es evidente en la forma en que las abolicionistas insisten en acabar
con el sustento de las trabajadoras sexuales pobres, sin ofrecerles una
alternativa económica equiparable. Y por eso la disputa feminista en
torno a la “prostitución” parece ser la punta de un iceberg cuya parte
menos visible es nada menos que la disputa por el modelo de sociedad
a la cual se aspira y por la cual se lucha. Eso hace que la disputa sea tan
irreconciliable y amarga.

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Cuerpo y política*

El cuerpo es la materia existencial del ser humano, una entidad simul-


táneamente física y simbólica. El cuerpo es el operador de todas sus
prácticas sociales y soporte de todas sus vivencias, de sus intercambios
afectivos y sus pensamientos. Cuando la sociedad le impone acuerdos y
prácticas psicolegales coercitivas, el cuerpo experimenta, en sentido fe-
nomenológico, distintas sensaciones placenteras o dolorosas. Además
de locus de pulsiones y razonamientos, de deseos, angustias, alegrías
y miedos, el cuerpo –el propio y el ajeno– es el objeto más inmediato
que se ofrece al conocimiento de los seres humanos. Todos los seres
humanos crean cultura –simbolizan y clasifican– tomando el cuerpo
como punto de partida y referencia principal. Así, el cuerpo, signo fun-
damental, es el lugar de la diferencia y se vuelve un espejo del otro: po-
demos reconocernos en la similitud como “iguales” o mirarnos en la
otredad como “diferentes”, e indudablemente, la primera constatación
de “igualdad” o “diferencia” la provoca la sexuación.1 Precisamente la
sexuación de los cuerpos ha sido la base tanto de la simbolización que
establece reglas sociales diferentes y una moral distinta para cada sexo

* Extraído de Lamas, Marta (2018). Cuerpo y política. En Hortensia Moreno y Eva Alcántara (coords.),
Conceptos clave en los estudios de género, vol. 2 (pp. 47-64). México: Centro de Investigaciones y Estudios de
Género.
1. Elijo hablar de sexuación para referirme a la anatomía, en lugar de diferencia sexual, ya que esta última
implica aspectos psíquicos y culturales. La sexuación se determina por los cromosomas mientras que la
diferencia sexual se construye culturalmente y se internaliza psíquicamente.

485
Marta Lamas

como de la división sexual del trabajo. En eso consiste precisamente lo


que hoy llamamos “género”: la atribución e internalización de manda-
tos culturales que simbolizan la sexuación. Bourdieu (2000) denomina
hexis corporal –término griego que se refiere a la manera de ser– a la
vivencia de lo social que encarna en el cuerpo. El mandato diferenciado
de género implica ese tipo de disciplinamiento/deber ser que se impri-
me en el cuerpo. Para reflexionar sobre la densa problemática cultural
de género en razón de la cual se da un tratamiento político distinto a los
seres humanos en función de su sexuación, selecciono apenas algunas
cuestiones candentes (trabajo sexual, gestación subrogada y aborto)
sin abordar otras, igual de significativas e importantes con relación al
cuerpo y la política.

Cuerpo y cultura

En todas las culturas, la sexuación del cuerpo es el punto de referen-


cia de la construcción del género, que clasifica y simboliza a los seres
humanos como “mujeres” u “hombres”, a quienes les corresponden
conductas y tareas “femeninas” o “masculinas”. La creencia en que las
hembras humanas se convierten indefectiblemente en mujeres hete-
rosexuales e, igualmente, los machos humanos en hombres idem, topa
con la existencia de personas que sienten deseo sexual en formas que la
normatividad cultural considera impropias y con personas que sienten
pertenecer al sexo contrario al que les corresponde normativamente
según sus cromosomas. Estos casos, cada vez más frecuentes, ponen
en cuestión el orden simbólico binario, que ignora que en el cuerpo se
interrelacionan intrínsecamente tres elementos: la corporeidad física,
la identidad psíquica y el género social. Precisamente la combinación
de estos tres elementos amplía la imaginada correspondencia entre el
cuerpo, la identidad personal y el mandato cultural del género, e in-
troduce nuevas identidades y aspectos corporales. Los seres humanos
son seres biopsicosociales, y la combinación no normativa –atípica–
de la biología, el psiquismo y la cultura contradice el orden binario
para dar lugar a identidades homosexuales, transexuales, transgénero y

486
Cuerpo y política

queer.2 Estas expresiones de la condición humana develan que no existe


una correspondencia “natural” entre el cuerpo y una identidad especí-
fica, y que de los cromosomas que determinan el sexo no se despren-
den en automático ni el género ni la orientación sexual. Es necesario
entender la relación del inconsciente con el cuerpo para comprender
cómo en el psiquismo se encauza la orientación de la libido y se elabo-
ran posiciones de sujeto en el imaginario, en ocasiones de forma atípica
e inesperada. Comprender que el cuerpo tiene una psique cuyos proce-
sos inconscientes no controla, ayuda a esclarecer procesos de somati-
zación en virtud de los cuales determinados sentimientos o emociones
encarnan en afecciones físicas. Mientras la antropología subraya que el
cuerpo humano nunca es un cuerpo “natural”, sino que siempre tiene
dimensiones simbólicas (Douglas, 1978; Heritier, 1996), el psicoanáli-
sis derrumba la suposición de que la corporeidad material es el rasgo
definitorio de la persona. Por ejemplo, con la condición transexual es
posible ver que los seres humanos producen –en el inconsciente– ela-
boraciones imaginarias de sus cuerpos (Laplanche, 1989). El psicoaná-
lisis explica cómo, por la imagen inconsciente del cuerpo (Dolto, 1991),
ciertos seres humanos no aceptan la clasificación normativa que opera
a partir de sus cromosomas. Por eso, sentirse psíquicamente “mujer” u
“hombre” puede transgredir los lineamientos culturales binarios. Las
creencias deterministas con relación a la sexuación ignoran la fuerza
del psiquismo; por eso a muchas personas les resulta difícil aceptar el
surgimiento de identidades atípicas, como las de las personas transe-
xuales, transgénero o queer.
Así como siguen vigentes los estereotipos que asocian una determi-
nada identidad con un cuerpo específico, también persiste cierta resis-
tencia social a aceptar que hoy en día no es la sexuación lo que deter-
mina el lugar social de mujeres y hombres. La distinta sexuación de las
hembras y machos humanos, en especial la diferencia respecto del pro-
ceso gestacional, ha sido la base tanto de la división sexual del trabajo

2. La intersexualidad es una condición biológica que obviamente tiene consecuencias identitarias,


pero es de un orden distinto a la homosexualidad y la transexualidad, ya que no es producida por el
psiquismo. Véanse los ensayos del número temático de Debate Feminista, en especial el de Eva Alcán-
tara (2013).

487
Marta Lamas

como de la simbolización de género. El hecho de que cada cuerpo ad-


quiera un valor social distinto por su sexuación (debido a la simboliza-
ción de género) produce efectos en la mente de todos los seres humanos
y tiene consecuencias políticas. Si bien la morfología del cuerpo fue re-
levante hace siglos para la división sexual del trabajo, hoy no constriñe
el desempeño laboral. Sin embargo, todavía tener aspecto de mujer o de
hombre cuenta en la selección y valoración salarial de ciertas labores. Y
cuando el aspecto del cuerpo es ambiguo y no se distingue fácilmente
si una persona es mujer u hombre, la incertidumbre provoca inquietud,
rechazo, malestar e incluso hostilidad.
Dado que el cuerpo es, al mismo tiempo, cuerpo-sustancia y cuer-
po-significación, funciona como una bisagra entre lo social y lo psíqui-
co. Las sociedades toman el cuerpo como la característica identitaria
determinante del ser humano y en todas las culturas el cuerpo es el pilar
básico del orden simbólico y el locus de la identidad (Heritier, 1996). La
sociedad distingue las marcas del cuerpo (la diferencia de sexo, el color
de la piel, la edad), pero en este aparecen también las características
étnicas, los signos de clase social e incluso la orientación del deseo se-
xual. Estas marcas son rasgos identitarios y los cuerpos internalizan los
habitus (Bourdieu, 1991) que les corresponden. La vivencia normativa
del propio cuerpo implica la aceptación del mandato cultural de la so-
ciedad, en ocasiones contra el propio deseo.
Henrietta Moore (1994) denomina “anatomía vivida” a la condición
corporal de las identidades y habla de esa experiencia como una forma
de “intersubjetividad corporeizada”. Ahora bien, esa “anatomía vivida”
con su “intersubjetividad corporeizada” tiene distintas problemáticas
según su sexuación. Mujeres y hombres son iguales en tanto seres hu-
manos, pero son diferentes en tanto sexos. Esa diferente sexuación pro-
duce procesos fisiológicos absolutamente distintos en la procreación
de un nuevo ser humano, pues si bien se requieren insumos de macho
(espermatozoides) y de hembra (óvulos), todo el proceso de concepción,
gestación y parto se lleva a cabo exclusivamente en un cuerpo femeni-
no. La conmoción de la vivencia del embarazo es una experiencia con
placeres y sufrimientos corporales exclusivos de las mujeres. Pero la
desigualdad procreativa entre mujeres y hombres también ha sido la

488
Cuerpo y política

base material sobre la cual se ha construido tanto la simbolización de


género como la subordinación social de las mujeres.
Desde el feminismo de la segunda ola, con la pionera Simone de
Beauvoir, se inicia la crítica al disciplinamiento y la constricción del cuer-
po de las mujeres en función de ciertas convenciones sobre la feminidad.
Nutriéndose de la reflexión de Maurice Merleau-Ponty, el filósofo del
cuerpo, de Beauvoir, analiza la manera en que las mujeres tienden a res-
tringir sus movimientos corporales.3 Pudor, timidez y constreñimientos
subjetivos limitan el uso del cuerpo femenino, que es valorado cultural-
mente por su sumisión, pasividad e inmovilidad. Posteriormente, otras
feministas abundarán en el hecho de que las mujeres tienden a no usar su
cuerpo al máximo de sus capacidades; ni siquiera ocupan el espacio que
tienen disponible, que es mucho más amplio que el que usan.4 Muchas
críticas feministas se centrarán en el poder “normalizador” y represivo
de cierto ideal de la forma, la talla y la apariencia del cuerpo femenino,
y denunciarán el modelo clasista y racista de dicho ideal de belleza: un
cuerpo joven, delgado, en buena forma y con ciertos rasgos y color de piel
(Wolf ,1991; Belausteguigoitia, 2009; Rhode, 2010). Una consecuencia de
ese modelo aspiracional, publicitado por los medios de comunicación
(Urla y Swedlund, 1995), en especial a través de las grandes industrias de
los cosméticos y la moda (los desfiles de moda, las revistas femeninas) es
la epidemia de anorexia y bulimia entre las jóvenes (Gooldin, 2008). Dicho
ideal también ha provocado un aumento brutal de cirugías “estéticas”, in-
tervenciones caras, invasivas y frecuentemente peligrosas (Carbajal, 1999;
Allbright, 2007). Ese cuerpo femenino joven, delgado y atractivo tiene un
valor en el mercado (Mobius y Rosenblat, 2006). No resulta extraño, por
lo tanto, que estén a la venta no solo su imagen, como objeto sexual, sino
ciertos servicios corporales.

3. En Fenomenología de la percepción (1994) Merleau Ponty dice que el acto y el proceso de la percepción
están filtrados, teñidos, por los habitus de la cultura que el cuerpo tiene internalizados.
4. Iris Marion Young y Jean Grimshaw han retomado la reflexión de Merleau-Ponty sobre el cuerpo,
aplicándola a un análisis de las circunstancias actuales. Véanse Grimshaw (1999) y Young (2005).

489
Marta Lamas

El cuerpo y el mercado

El comercio de los servicios que ofrece el cuerpo femenino es hoy un


campo de intensa crítica y denuncia feministas. No hay que olvidar
que ya Marcel Mauss consideró al cuerpo el “primer instrumento de
trabajo” del ser humano (1971, p. 342). Por eso no se puede deslindar el
tema laboral de dicho debate. Si cada vez que los seres humanos sali-
mos a trabajar metemos nuestros cuerpos al mercado, ¿por qué enton-
ces se adjudica un significado moral al hecho de que las mujeres usen
sus genitales o su útero para trabajar, y no a que usen otras partes del
cuerpo? ¿Es posible establecer una clara demarcación entre lo moral
y lo inmoral, lo aceptable y lo inaceptable, en la comercialización de
ciertos actos corporales?
En la actualidad, gran parte de la reflexión crítica feminista gira en
torno a si se debería restringir o prohibir la venta o el alquiler de ser-
vicios corporales. Esto implica fijar límites a un continuum de usos del
cuerpo en la sexualidad y en la procreación. En algunos países, el trabajo
sexual y los contratos de gestación subrogada (o alquiler de útero) se
consideran ilegales, en otros se permiten y unos más los regulan como
mercados legítimos. Cuerpo y política están inextricablemente unidos,
y parecería que la discusión sobre la instrumentalización de las mujeres
como medios de procreación u objetos sexuales pone en cuestión una de
las conquistas democráticas y feministas básicas: el derecho a decidir
sobre el propio cuerpo. La discusión sobre el comercio sexual es de vieja
data y, a pesar de que la transformación de la modernidad se ha orien-
tado a la liberalización sexual, se mantienen añejos prejuicios contra las
mujeres que se dedican al trabajo sexual. El rechazo al trabajo sexual
femenino suele ser el resultado de la creencia de que una práctica laboral
específica representa una violación a la intimidad de la mujer y la degra-
da. No ocurre lo mismo con los varones, pues se toma como “natural” y
valioso que les guste el sexo, de modo que su promiscuidad sexual, inter-
pretada como necesaria e inevitable, los prestigia en vez de devaluarlos.
En especial, las feministas abolicionistas consideran que la comerciali-
zación del sexo envilece la sexualidad y degrada un intercambio huma-
no que debe ser íntimo. Según ellas, no importa que las mujeres tengan

490
Cuerpo y política

todas las relaciones sexuales que quieran siempre y cuando sean libres,
amorosas y no medie una transacción económica.
Otras feministas han cuestionado dicho planteamiento. En especial,
la filósofa Martha Nussbaum (1999) ha respondido con una argumen-
tación que pone en evidencia los prejuicios que existen sobre el uso
del cuerpo femenino para ganar dinero.5 Nussbaum dice que no debe-
ría preocuparnos que una mujer con muchas opciones laborales elija
la prostitución; es la ausencia de opciones para las mujeres pobres lo
preocupante, pues convierte la prostitución en la única alternativa po-
sible. Lo mismo se podría decir de las mujeres que alquilan su útero y
establecen contratos de gestación. El asunto nodal es cómo expandir
las opciones de esas mujeres en el contexto de la precarización labo-
ral (la miserabilidad de los salarios, el desempleo y la ausencia de una
cobertura universal de seguridad social), ya que tanto el trabajo sexual
como el gestacional representan formas importantes de subsistencia y
movilidad social. Muchas de estas mujeres incluso desestiman las duras
condiciones en que los llevan a cabo: el trabajo sexual en la calle puede
ser peligroso, y la reclusión y monitorización durante el embarazo pue-
de ser agobiante; sin embargo, no todas las mujeres consideran estos
trabajos peligrosos o agobiantes, y algunas los defienden como opción
económica; incluso hay quienes declaran que los disfrutan, ya sea por la
carnalidad inherente al trabajo sexual o por las buenas condiciones de
alimentación y descanso que reciben durante la gestación.
Si –según el discurso feminista– las mujeres deben ser libres de to-
mar decisiones sobre sus cuerpos, ¿por qué algunas feministas objetan
que las mujeres comercialicen ciertos servicios corporales? Anne Phillips

5. Nussbaum enmarca su reflexión en una comparación con la venta de otros servicios corporales, y
además establece una analogía con el gran rechazo social y las irracionales estigmatizaciones contra
las primeras mujeres que cantaron en público. Ese rechazo no se debía a la actividad de cantar per se,
la cual podía realizarse en un círculo íntimo (entre familiares y amistades), sino al hecho de hacerlo en
público y para ganar dinero (1999, p. 279). Las primeras mujeres que cantaron en público fueron conside-
radas personas inmorales que se prostituían. Esa prohibición –no en público y por dinero, sí en privado
y por amor– está vigente en nuestros días para la relación sexual, y conlleva una serie de presunciones
sobre lo que es inapropiado en una mujer decente. Al recordar el repudio que inicialmente produjeron
esas cantantes, que hoy son respetadas y ganan bien, Nussbaum insiste en la importancia de poner bajo
cuidadoso escrutinio las ideas sobre el vínculo dinero-cuerpo, pues están teñidas de prejuicios que pro-
ducen injusticias.

491
Marta Lamas

(2013a; 2013b) señala que hay un consenso internacional respecto de


que los cuerpos no son propiedades y no se debe vender o comprar a
los seres humanos ni partes de ellos. Los mercados de esclavos son re-
pudiados mundialmente, aunque no se hayan podido eliminar, como lo
muestra la trata de personas. Sin embargo, hay contradicciones: la venta
de bebés es ilegal, pero la venta de gametos (óvulos y espermatozoides)
para engendrarlos es válida. Varias partes del cuerpo, como la córnea o
el riñón, se venden abierta y legalmente, y hay un mercado internacio-
nal para ellas. Aunque el argumento principal de Phillips se apoya en el
convencimiento de que los seres humanos no son mercancías, señala
que es necesario revisar el planteamiento que afirma que “mi cuerpo es
mío y yo hago lo que quiero con él” en un mundo donde la pobreza y el
desempleo orillan a las personas a vender servicios corporales o, incluso,
partes de sus cuerpos. Hay muchas sociedades que permiten contratos
altruistas para donar órganos o material genético; sin embargo, hay una
grave escasez de donaciones. Ante la poca donación y el aumento en las
innovaciones médico-tecnológicas, el dilema es si se debe aceptar o no
la compraventa.
Ahora bien, si se permite vender la fuerza de trabajo, ¿por qué se pro-
híbe vender los medios de producción de dicha fuerza de trabajo? Si se
acepta que muchas mujeres intercambien servicios sexuales por la se-
guridad económica del matrimonio o de un trabajo, ¿por qué prohibir
que algunas lo hagan abiertamente por dinero? La interrogante ética
que subyace a los dilemas de la venta de servicios sexuales y gestacio-
nales es si se puede realizar un “comercio justo” con el cuerpo. ¿Cómo
definir, desde una postura ética, el uso sexual y procreativo del cuerpo
femenino? ¿Y cómo hacerlo cuando desde hace tiempo se vende sexo le-
galmente, y se venden y compran, también legalmente, ciertos elemen-
tos procreativos (óvulos, espermatozoides y embriones)? Sin embargo,
tanto el comercio sexual como el contrato de gestación (alquiler de úte-
ro) producen mucho rechazo. Así como se cree que se debe prohibir el
comercio sexual, ya que afecta la integridad corporal de las trabajadoras
sexuales y su capacidad para gozar de una vida sexual satisfactoria, tam-
bién hay quienes consideran que no es lícito sujetar el trabajo procreati-
vo a las leyes de la oferta y la demanda que gobiernan la economía, pues

492
Cuerpo y política

supuestamente hay un vínculo especial entre la mujer y la criatura en su


seno (Cook et al., 2003). Por ello se aduce que el trabajo de gestación es de
un orden distinto al que se establece entre una trabajadora y el producto
de su esfuerzo, y se enfatiza que la criatura resultante no debe conside-
rarse mercancía (Ashenden, 2013).
Estos dilemas nos llevan a comparar tales formas de trabajo con otras
donde la retribución económica es aceptada. ¿En qué radica la objeción?
¿En una valoración distinta de los genitales y el útero? En su análisis so-
bre los límites morales del mercado, Debra Satz rechaza la idea de que el
cuerpo tenga una esencia especial, y de que usarlo con fines comerciales
signifique una indignidad o una enajenación/alienación. Sin embargo,
ella reconoce que los mercados que comercian con el trabajo reproduc-
tivo y el sexual son más problemáticos que los otros, aunque dice que no
son degradantes en sí mismos, sino que resultan problemáticos en el
marco de un determinado contexto político y social (2010, p. 158). Satz
(2010) califica de “nocivos” a los mercados que implican transacciones
que frustran o impiden el desarrollo de las capacidades humanas, deter-
minan ciertas preferencias problemáticas o respaldan relaciones jerár-
quicas y/o discriminatorias totalmente objetables. También considera
que el mercado del sexo y el de la procreación son nocivos, y subraya que
la desigualdad existente se agudiza cuando hay una distribución previa
e injusta de recursos, ingresos y oportunidades laborales. En este senti-
do, coincide con Nussbaum, quien además de insistir en la necesidad de
revisar nuestras creencias y prácticas, subraya la importancia de valorar
las opciones de las mujeres pobres.

“Mi cuerpo es mío”

La experiencia de las mujeres con su cuerpo, la forma en que ejercen


–o no– su sexualidad y la manera en que viven el embarazo no es uni-
forme. Por ello no puede afirmarse que el trabajo sexual o la gestación
subrogada sean más dañinos que otras formas de trabajo y transacción
comercial. Aunque la mayoría de las trabajadoras sexuales y de las ges-
tadoras subrogadas considera que tales intercambios mercantiles son

493
Marta Lamas

las opciones con las que obtienen mayores ingresos, esos trabajos se in-
terpretan como instancias que refuerzan la desigualdad de género. La
crítica de Satz se centra en señalar que tanto el comercio sexual como
el alquiler del útero propagan una visión negativa, en que las mujeres
sirven a los deseos de los hombres y ellos las objetualizan. Esto ocurre
independientemente de que las propias involucradas lo vivan o no de
esa manera. La preocupación ética y política que provocan esas prácticas
tiene que ver con las relaciones de género inequitativas que sostienen y
respaldan; con los efectos que tal tipo de transacciones producen en las
mujeres y los hombres, así como en las normas sociales, y con el signifi-
cado que imprimen en las relaciones entre ambos. Aunque millones de
mujeres ganan su sustento cobrando dinero por realizar servicios se-
xuales, con el cuerpo como instrumento de trabajo, lo que incomoda a
Satz es la forma en que ese mercado nocivo contribuye al estatus social
inferior de las mujeres (vale recordar que solo ellas cargan con el estig-
ma). Pero –y esto es muy importante– esta autora destaca que la solu-
ción no radica en la prohibición de tal mercado, dado que criminalizar el
comercio vuelve más peligrosa la situación de las trabajadoras sexuales.
Prohibir los mercados que ya existen (venta de gametos, trabajo sexual
y procreativo) resulta problemático y puede provocar más efectos nega-
tivos que positivos.
Es la asimetría de género, con sus usos y costumbres sexuales y pro-
creativos, lo que valida relaciones desiguales entre hombres y mujeres
de manera absolutamente funcional para la estructura sexista de la so-
ciedad. Por eso el argumento de Satz es que, al margen de cómo se viva
individualmente, el trabajo sexual refuerza la idea de las mujeres como
objetos sexuales de los hombres, y la gestación subrogada refuerza la
creencia de que las mujeres son máquinas para gestar criaturas. Las re-
flexiones de Nussbaum, Satz y Phillips introducen matices importan-
tes en el debate, y están lejos de los argumentos de quienes pretenden
erradicar totalmente el comercio sexual y las gestaciones subrogadas.
Phillips señala que prohibir esos mercados no es justo para las perso-
nas pobres, que solo pueden vender su trabajo sexual y procreativo, e
incluso sus órganos. No es válido impedirle a la gente que comercie con
su cuerpo si esa es la única vía que tiene para su sobrevivencia o para

494
Cuerpo y política

acceder a un nivel mejor de vida. Si no hay otras formas para abatir la


pobreza y expandir las opciones de trabajo, no se les debe retirar lo único
que tienen. Son la desigualdad socioeconómica y la falta de opciones las
que hacen que tanto el trabajo sexual como la gestación subrogada sean
cuestionables; pero mientras no existan otras oportunidades, van a per-
sistir y es mejor regularlos.
Anne Phillips (2013a) se separa de la discusión tradicional al cues-
tionar el individualismo inherente al reclamo feminista que afirma “mi
cuerpo es mío y puedo hacer lo que quiera con él”. Esta autora señala
que hay que ir más allá de la experiencia personal –que incluso puede
ser positiva– y valorar las implicaciones de enmarcar los derechos so-
bre el cuerpo como derechos de propiedad. Conceptualizar el cuerpo
como una propiedad facilita la lógica mercantil, y Phillips plantea que
el paradigma de la propiedad afirma nuestro interés personal frente a
los intereses de otros. A ella le preocupa hasta dónde los mercados de
servicios corporales extinguen los motivos altruistas, debilitan los lazos
de reciprocidad e impiden que veamos a los otros como iguales (2013a,
p. 139). Phillips retoma la idea de Heather Widdows (2013), quien consi-
dera que el énfasis en el derecho a elegir de las personas privatiza ciertos
problemas sociales y dificulta la construcción de una política pública.
El lenguaje individualista de los derechos de propiedad hace más difícil
para las sociedades abordar sus efectos sociales, ya que margina las pre-
ocupaciones macro. Esto también lo señala Satz cuando dice que cen-
trarse en el nivel micro constriñe las formas de hacer política pública.
Es evidente que, como resultado del proceso del capitalismo, hay un
creciente individualismo en la trama social, y que una de sus caracterís-
ticas es la vivencia del cuerpo como propiedad. Hace tiempo que David
Le Breton (1995) analizó las consecuencias de la modernidad capitalista
sobre las representaciones del cuerpo. Este autor señaló que muchas de
las cuestiones éticas más cruciales de nuestro tiempo están relacionadas
con el estatuto que se le otorga al cuerpo en la definición social de la
persona, y subrayó que en la actualidad el ser humano occidental tiene
el sentimiento de que el cuerpo es un objeto muy especial e íntimo, pero
de alguna manera diferente de sí. Según Le Breton, la concepción indi-
vidualista de la persona le permite al sujeto decir “mi cuerpo”, utilizando

495
Marta Lamas

como modelo la posesión, y así la identidad de sustancia entre el ser


humano y su arraigo corporal se rompe, de manera abstracta, por esta
singular relación de propiedad: “poseer el cuerpo” (1995, p. 97). Por eso
es indispensable, como señala Phillips, tomar distancia crítica del re-
clamo individual para analizar el impacto social de ciertas decisiones
jurídicas o legislativas. Por ejemplo, Phillips señala que la gestación
subrogada resuelve parcialmente el problema de quienes pueden pa-
garla, pero la infertilidad de muchísimas personas no se va a resolver
con este mercado. Lo mismo ocurre con la escasez de órganos. Tal vez
la solución a tan dolorosas situaciones se dará en el futuro gracias a los
avances tecnocientíficos. Sin embargo, mientras llega ese momento,
los mercados de órganos, al igual que los de servicios corporales, serán
una realidad.
Ahora bien, la discusión feminista sobre la relación entre el cuerpo y
la política, y el derecho a decidir sobre el propio cuerpo, cobra una im-
portancia sustantiva no solo en relación con los mercados sexual y pro-
creativo, sino también en cuanto al aborto. Un aspecto crucial de la lu-
cha feminista ha sido lograr que las mujeres tengan derecho a decidir si
prosiguen o no un embarazo. En la mayoría de los países democráticos,
el conocimiento científico sobre el proceso gestacional ha permitido que
se establezcan plazos en los que se puede interrumpir un embarazo.6 En
estas sociedades se reconoce hoy al aborto como un derecho específico
de las mujeres, que no pone en crisis el principio de igualdad ni quiebra
el paradigma de la igualdad social entre mujeres y hombres (Ferrajoli,
1999). Pero en países donde los representantes religiosos intervienen en
la política, como ocurre en la mayoría de los países latinoamericanos, la
interrupción del embarazo está prohibida o su autorización se reduce a
situaciones extremas. El Vaticano concibe el cuerpo de una mujer como
mero instrumento de Dios, por lo que se opone a toda intervención hu-
mana en los procesos de la vida, desde los métodos anticonceptivos y el
aborto hasta las técnicas de reproducción asistida. La influencia de la

6. Entre la fecundación del óvulo y sus distintas etapas de desarrollo (mórula, blastocito y embrión), has-
ta llegar a un feto viable, pasan al menos cinco meses. Ese lapso se contempla para la posibilidad legal de
hacer abortos en etapas posteriores a las 12 semanas, especialmente cuando el producto viene con graves
malformaciones o la vida de la mujer corre peligro.

496
Cuerpo y política

Iglesia católica en la política es inmensa, y como bien señala Alejandro


Madrazo (2016), la influencia de la teología en el imaginario jurídico de-
termina la forma en que los juristas enfrentan y buscan resolver proble-
mas sociales significativos como el aborto.7 Por eso, en la actualidad, la
despenalización de la interrupción de un embarazo no deseado es uno
de los debates biopolíticos más candentes.

Biopolítica

A la política que interviene los cuerpos, que define su uso, que les impo-
ne un deber ser, se la denomina “biopolítica”.8 El cuerpo es indispensa-
ble para vivir y trabajar, no es algo sacrosanto, pero su uso está cruzado
por cuestiones ideológico-políticas que tienen un costo, sobre todo para
quienes son más vulnerables. Giorgio Agamben dice que cuando la polí-
tica se transforma en biopolítica, asistimos a una progresiva ampliación
de las decisiones del Estado sobre la “nuda vida”: “en nuestro tiempo la
política ha pasado a ser integralmente biopolítica, por lo que se ha po-
dido constituir como política totalitaria” (2003, p. 152). En todo Estado
moderno hay una línea que marca el punto en que la decisión que una
persona desea tomar o toma sobre su cuerpo es legal o está prohibida.
Pero esta línea ya no se presenta hoy como una frontera fija que divide
dos zonas claramente separadas; más bien es una línea movediza tras
de la cual quedan situadas zonas cada vez más amplias de la vida so-
cial (Agamben, 2003, p. 155). A ello han contribuido los adelantos cien-
tíficos que han ido modificando ciertas expectativas sobre el cuerpo,
su vida y su muerte, al abrir un horizonte de posibilidades amplísimo:

7. Baste recordar las “reformas para proteger la vida” que se impulsaron en 17 estados de la república a
instancias de la Iglesia católica, con el objeto de obstaculizar el acceso de las mujeres al aborto, incluso
en las circunstancias en que es legal (violación, peligro de muerte de la mujer y malformaciones del pro-
ducto). Véase Lamas (2015).
8. El paradigma biopolítico, que abarca tanto la producción discursiva de regímenes de sexualidad como
las tecnologías del Yo, con sus procedimientos de regulación corporal, se le adjudica a Foucault. En su
curso en el Collège de France (1978-1979), publicado póstumamente como Nacimiento de la biopolítica, Fou-
cault desarrolla la tesis de la aparición de una nueva razón gubernamental y plantea la necesidad de
estudiar el liberalismo como esa nueva razón gubernamental. Véase Foucault (2007).

497
Marta Lamas

transplantes de órganos de donantes vivos o muertos con el objeto de


prolongar la vida, eutanasia con formas indoloras de terminación de la
vida, diversas posibilidades de procreación asistida, interrupción y ma-
nipulación de embarazos, y múltiples formas de ingeniería genética que
previenen la aparición de crueles discapacidades. Esta frontera ha ido
cambiando históricamente, por un lado, debido a las transformaciones
sobre la condición humana que el avance del conocimiento ha impulsa-
do, y, por otro, como resultado de las luchas de ciertos grupos que han
cuestionado las prohibiciones.
En ese proceso biopolítico de establecer un umbral que separa y ar-
ticula lo que se puede y lo que no se puede, el poder en turno fija la
frontera entre la prohibición y la aceptación, y la decisión sobre la vida
se vuelve decisión sobre la muerte. Por eso es tan importante pensar
en la biopolítica en el contexto actual del capitalismo tardío del siglo
XXI. El conocimiento de la bioética ha resquebrajado el precepto tra-
dicional de que toda vida es digna de ser vivida, y ha planteado en su
lugar la importancia del contexto personal y la posibilidad de que la
vida deje de ser un bien y se convierta en un mal. Cuando dicho con-
texto –de dolor, desesperación, angustia– transforma la bendición de
la vida en una maldición, se justifica terminar con la vida. Esto puede
implicar desde interrumpir un proceso de gestación hasta adelantar
la muerte. La conciencia de que cualquier acontecimiento en relación
con el cuerpo humano tiene siempre una doble faz –positiva y negati-
va– se ha conquistado combatiendo creencias religiosas que sacralizan
los procesos corporales.
Tal sacralización hoy viste los ropajes de una “naturalidad” que con-
cibe la encarnación de los seres humanos solo de dos formas: hembras/
mujeres y machos/hombres. El orden simbólico sigue siendo dimorfis-
ta. Al encuadrar la condición humana en categorías binarias rígidas, la
biopolítica olvida la plasticidad del deseo y la variabilidad de las identi-
ficaciones psíquicas. Esta diversidad humana en la actualidad se expre-
sa en los híbridos posmodernos, en especial con los “herejes” del género
y la sexualidad. Una persona que desea vivir con un aspecto corporal
atípico despierta rechazo, furia o miedo, emociones que en el fondo ex-
presan el sentimiento de amenaza. ¿Qué hacer ante la fobia irracional,

498
Cuerpo y política

la indignación moral y el terror visceral que provocan los seres huma-


nos que se salen de los parámetros ortodoxos que vinculan sexo y gé-
nero en su cuerpo? La exigencia de respeto a una identidad, que está
en el centro de las reivindicaciones políticas y culturales de millones
de personas, conlleva también el reclamo a disponer del propio cuerpo.
Cada persona asume su vida basándose en la carnalidad de su
cuerpo y en la fuerza psíquica de su deseo. Pero dicha asunción no se
emprende en un vacío, sino dentro de una matriz social, con formas
convencionales: habitus, usos y costumbres, guiones sociales y leyes. Y
aunque el peso brutal de los habitus y de la reproducción social troque-
lan a los seres humanos, dicho proceso está atravesado por la pulsión y
el deseo provenientes del inconsciente y la imaginación. Las formas de
sentir y las formas de representación psíquica están teñidas y filtradas
por la cultura; el imaginario de cada quien está abierto a perspectivas
múltiples, incluso con contradicciones, ambigüedades y ambivalencias.
En la actualidad, los seres humanos reivindican sus deseos y necesida-
des, plantean que las normas sociales relativas al uso del cuerpo deben
estar abiertas a discusión y modificación, y recurren a tecnologías que
rebasan los límites de la naturaleza. Así, un número creciente de perso-
nas busca traspasar los esquemas normativos con una cirugía de “cam-
bio de sexo”, la interrupción de un embarazo o un suicidio asistido.
Incluso, quienes usan su cuerpo en transacciones mercantiles exigen
que las sociedades defensoras de los derechos humanos se preocupen
por establecer nuevas normas antidiscriminatorias. La capacidad hu-
mana para desarrollar estrategias vitales de expresión y sobrevivencia
psíquica debe ser apuntalada con políticas de respeto para una biopo-
lítica distinta. Cuando la sociedad cambia por las conductas de sus ha-
bitantes y las leyes no reflejan esas transformaciones, el orden social
entra en conflicto. De ahí la necesidad de comprender las transforma-
ciones en las conductas identitarias de los seres humanos.
El cuerpo provoca en quienes lo tienen, pero también en quienes lo
contemplan, una variedad de reacciones y sentimientos que van desde
el deseo y el amor hasta la violación y el asesinato, pasando por la admi-
ración, el desprecio o el asco. En cómo pensamos el cuerpo y la política
anidan inquietudes e interrogantes relativas a la condición humana. La

499
Marta Lamas

tarea epistemológica y política que subyace la reflexión sobre cuerpo y


política es la de distinguir que una cosa es la dimensión fundante de
la sexuación, otra la dimensión histórica-contingente del género y una
más la dimensión psíquica individual. Como en el cuerpo se articulan
e imbrican sexualidad e identidad, pulsión y cultura, carne e incons-
ciente, libido y pensamiento, el desafío político respecto de su uso es
construir condiciones sociales que posibiliten a los seres humanos lle-
var a cabo, sin riesgos y en buenas condiciones, su elección de vida y
de muerte. Cuando los sujetos se resisten al mandato del deber ser, se
desvían de la norma y se vuelven “anormales”, entonces viene el castigo,
el rechazo, el estigma. Como dice Paolo Flores D’Árcais (2001), se trata
de que podamos ser “herejes sin riesgos”. Para ello, es necesario asumir
nuestros límites, vulnerabilidades y condición mortal. Todos los cuer-
pos son perecederos. Todas las personas vamos a morir. No podemos
tener todo lo que deseamos ni todo se puede comprar o rentar. Lo único
que podemos hacer mientras estemos vivos es trabajar para sentar las
bases para una mayor justicia social, que establezca mejores condicio-
nes de vida para todos los cuerpos. Esto va desde abatir el sufrimiento
que padecen quienes tienen cuerpos atípicos, enfermos o con alguna
discapacidad, hasta respetar a las personas con un psiquismo distinto y
con identidades transgresoras.
La democracia radical es un modo de intervención, no solo política,
sino cultural, donde se otorga un lugar central a un proyecto de justicia
social que reconoce el derecho a disponer del propio cuerpo, ya sea para
realizar trabajo sexual o procreativo, para abortar o poner fin a la pro-
pia vida. Aunque los cimientos conceptuales de los derechos humanos
han impulsado una decidida defensa de la diversidad humana y un res-
peto a las nuevas identidades –todo lo cual ha establecido un piso más
libre de expresión a diversas formas de vivir la sexuación del cuerpo y
de asumir sus procesos identificatorios– es indispensable acabar con la
biopolítica autoritaria y de tintes religiosos y, en su lugar, desarrollar
una perspectiva bioética laica, que acepte el sentido humano –perece-
dero– de la vida biológica, además de reivindicar la existencia de la plu-
ralidad de creencias, la diferencia como fundamento de la condición
humana y la responsabilidad social.

500
Cuerpo y política

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503
Emoción y política
La vergüenza y las trabajadoras sexuales callejeras
en la Ciudad de México*

En las ciencias sociales, el llamado “giro afectivo”1 se aparta de la inda-


gación tradicional sobre la naturaleza de las emociones para explorar el
efecto que estas producen en la sociedad. Al retomar esa perspectiva y
al recuperar también la apreciación de Norbert Lechner sobre la impor-
tancia que tienen los procesos de individuación subjetiva para los proce-
sos de avance democrático, pretendo relatar la experiencia de un grupo
de trabajadoras sexuales que ha superado el sentimiento de vergüenza
tradicionalmente asociado a la valoración cultural de su oficio. En la pri-
mera parte recuerdo cómo, en nuestra cultura, se impusieron antiguos
códigos mediterráneos de honor y vergüenza que afectan de manera es-
pecífica a las mujeres en relación con el uso sexual de sus cuerpos. En
la segunda parte reviso la fuerza del estigma de puta2 y su producción
social de vergüenza. Y en la tercera, planteo el proceso de concientiza-
ción política que permitió a ese grupo de trabajadoras sexuales resigni-
ficar su actividad como una cuestión laboral y así superar la vergüenza.
Concluyo con una reflexión sobre el papel que tiene la vergüenza para
ocultar la opresión política y la transformación política positiva que es
capaz de producir el afecto.

* Extraído de Lamas, Marta (2017). Emoción y política. La vergüenza y las trabajadoras sexuales calleje-
ras en la ciudad de México. En Rosario Esteinou y Olbeth Hansberg (coords.), Acercamientos multidiscipli-
narios a las emociones. México: UNAM. Agradezco la lectura crítica que Rosario Esteinou hizo de este texto.
Sus señalamientos me resultaron muy atinados y me ayudaron a reformular ciertas ideas.
1. Para el giro afectivo ver Ahmed (2004); Ticineto (2007); Gregg y Seigworth (2010); y, Berlant (2011). En
México están Calderón Rivera (2012); Besserer (2014), y Enríquez Rosas y López Sánchez (2014).
2. No me gusta hablar de prostitución ni califico a las trabajadoras de putas. Por ello aparecerán esos tér-
minos en cursivas, para recordar que, aunque así se usa, yo discrepo.

505
Marta Lamas

La vergüenza

La vergüenza es una emoción universal y, al mismo tiempo, tiene pro-


fundas connotaciones culturales. Desde la antropología, investigadores
de distintas corrientes sugieren que aunque las emociones básicas están
presentes en todas partes, aquello que las provoca es culturalmente espe-
cífico.3 Lo que en ciertas culturas origina vergüenza, en otras no la produ-
ce; aunque la sensación sea similar, lo que hace ruborizar a un japonés no
es lo mismo que sonroja a un mexicano. Sin embargo, por la doble moral
sexual y las valoraciones de género, las mujeres de culturas diferentes se
avergüenzan de manera similar respecto a su reputación sexual.
La vergüenza ha sido estudiada desde hace tiempo por distintas dis-
ciplinascomo un sentimiento profundamente personal y, también, como
una emoción que se comparte socialmente.4 Norbert Elias (2012) analiza
sus transformaciones como parte del proceso civilizatorio en Occidente
y registra cómo la satisfacción de diversas necesidades humanas básicas
se fue cargando de sentimientos de vergüenza.5 Elias documenta desde
el siglo XVI un movimiento de las pautas del comportamiento social, que
se va transformando durante los siglos XVII y XVIII hasta difundirse en
la sociedad occidental a partir del XIX. Este movimiento de restricciones
y transformaciones de los impulsos avanza el umbral de la vergüenza en
las sociedades occidentales, porque se intensifica la observación recíproca
y las personas reconocen los códigos de las prohibiciones y los manda-
tos. En la vergüenza confluyen las pautas sociales de comportamiento y
las funciones psíquicas del ser humano, por eso se produce cuando una
persona atenta contra los mandatos sociales y se siente mal por hacerlo.

3. Desde el trabajo clásico de Ruth Benedict (1946), la antropología ha avanzado en el estudio de las emo-
ciones culturalmente construidas. Un estado del arte de la antropología de las emociones de la década de
1975 a 1985 se encuentra en Lutz y White (1986). Más recientes son los trabajos de Tiedens y Leach (2001).
Para un estado del arte de la afectividad en antropología, véase Calderón Rivera (2012).
4. En el campo de la filosofía hay una larguísima tradición de reflexión sobre las emociones, que se
remonta a los griegos, y donde se aborda la vergüenza. A partir del siglo XIX una gran cantidad de publi-
caciones sobre la vergüenza se ubica en las disciplinas psi (la psicología, el psicoanálisis y la psiquiatría).
En el siglo XX las ciencias sociales se interesan por su estudio, y se establecen derivaciones de interdisci-
plinariedad, como la sociología clínica francesa de De Gaulejac (2008).
5. En especial, Elias otorga relevancia a la invención de la pijama, el pañuelo y el tenedor. Véase Elias (2012).

506
Emoción y política

Según Elias, la estructura de las funciones psíquicas y de los modos habi-


tuales de orientar el comportamiento está relacionada con la estructura
social y con el cambio en las relaciones interhumanas. Este autor detecta
que los esquemas de conducta, que se inculcan y troquelan como una se-
gunda naturaleza, y se mantienen vivos por medio de un control social
poderoso y muy estrictamente organizado, son resultado de un proceso
histórico y de cambios en el psiquismo. Sin embargo, aunque Elias docu-
menta cómo las emociones sexuales van siendo dominadas por los sen-
timientos de vergüenza y pudor, elude el fenómeno de la doble moral se-
xual, y solamente enuncia la subordinación de las mujeres.6
Otros autores comparten la idea de que su efecto está asociado a la
desnudez y a la constatación de la diferencia sexual. Max Scheler –en
1913— apuntaba que el libro del Génesis (3,7) fija el origen de la vergüen-
za (pudor) cuando Eva y Adán muerden la manzana del árbol del cono-
cimiento y pierden la inocencia de la ignorancia; entonces se miran y
se avergüenzan de su desnudez (y de su diferencia sexual, diría Freud).
Martha Nussbaum (2006) también señala que la palabra griega para ver-
güenza, aidos, sirve para designar los genitales con el término aidoia, que
significa “partes vergonzosas”.
La manera en que los seres humanos internalizan el sentimiento de
vergüenza llega a producir otros sentimientos, como la culpa y la depre-
sión. Nussbaum señala la relación “conceptual y causal de la vergüenza
con algunas emociones que no son parientes inmediatas” (2008, p. 243),
y la distingue claramente de la culpa: “mientras la vergüenza se centra
en el defecto o la imperfección y, por lo tanto, en algún aspecto del ser de
la persona que la siente, la culpa está focalizada en la acción” (2008, p.
244). Aunque existen distintos tipos de vergüenzas y de manifestaciones
culposas, en el caso de las mujeres su vida sexual ha sido –y sigue siendo–
un factor determinante asociado a esos sentimientos. La actividad

6. Elias señala claramente que le ha sido preciso dejar de lado el problema de las relaciones entre hom-
bres y mujeres. Lo que sí aborda es la forma en que “En el proceso civilizatorio la sexualidad también
queda progresivamente relegada a la trastienda de la vida social y, en cierto modo, constreñida en un
enclave determinado: la familia nuclear. Paralelamente, también la conciencia que de estas relaciones
sexuales se tiene se muestra constreñida, reducida y relegada a la trastienda. Esta esfera de la vida huma-
na aparece rodeada de un aura de escrúpulos que es expresión de un miedo sociogenético” (2012, p. 596,
mis cursivas).

507
Marta Lamas

sexual comercial ocasiona vergüenza en las mujeres que venden sus ser-
vicios, pero no la produce en los hombres que los compran.7 En nuestra
cultura el comercio sexual tiene significados distintos, según se trate de
una mujer o de un hombre, y aunque cada sociedad tiene sus propios có-
digos de vergüenza, la doble moral sexual es muy específica de la cultura
mediterránea (Peristiany, 1968).8
Al seguir la propuesta de Norbert Elias de “hablar de los sentimien-
tos de vergüenza en conexión con su génesis social” (2012, p. 595), está
claro que para analizar lo que ocurre en México hay que remitirse al
predominio de la cultura hispana sobre la indígena. Entre los antiguos
mexicanos existían formas de intercambio sexual distintas, más li-
bres, no marcadas por el estigma (Moreno de los Arcos, 1966; Dávalos,
2002). La existencia de la prostitución era un hecho común y corrien-
te, y había distintos nombres para designar a las mujeres.9 El más co-
mún era ahuianime, del verbo ahuia, alegrar, por lo cual Moreno de los
Arcos (1966), que sigue a Miguel León Portilla (1964), las designa como
“las alegradoras”; pero Alfredo López Austin (comunicación personal,
1998) discrepa de tal traducción y propone a su vez que se trata sim-
plemente de “las alegres”.10 A las mujeres alegres no se las diferenciaba
negativamente como ocurría con las rameras en España, donde se las
segregaba en barrios, calles y casas especiales para evitar que se con-
fundieran con las buenas mujeres. Aquí no había espacios especiales
para la prostitución, ni lugares particulares o casas específicas para lle-
var a cabo su trabajo.

7. No a todas les produce culpa. Una trabajadora me dijo: “¿Culpa? No traerles de comer a mis hijos. Eso
sí me daría culpa”.
8. En el trabajo coordinado por J. G. Peristiany (1968) varios autores estudian la continuidad y persis-
tencia de ciertos modos de pensar mediterráneos en seis sociedades: Cabilia, Chipre, Grecia, Egipto,
España, y entre los beduinos.
9. Al parecer, en la época prehispánica existieron varias formas de “prostitución”: la hospitalaria (la so-
ciedad azteca conoció la fórmula de recibimiento a los extranjeros); la religiosa o ritual (que alegraba el
reposo del guerrero o las últimas horas de las víctimas destinadas al sacrificio); y, la civil.
10. El término que alude a la puta honesta lo consigna el padre Alonso de Molina en su Vocabulario en lengua
castellana y mexicana y mexicana y castellana desde los mediados del siglo XVI. Según Dávalos (2002), el
discurso de los frailes obscureció una realidad que desentonaba con la mentalidad europea, pues aunque
los religiosos podían encontrar cierto paralelismo entre la prostitución indígena y la española, lo que no
podían entender es que se pudiera ser al mismo tiempo puta y honesta.

508
Emoción y política

Julian Pitt-Rivers (1968), quien estudia este asunto en España en


su ensayo “Honor y categoría social”, sostiene que “es particularmen-
te evidente la diferenciación de los sexos. El honor de un hombre y de
una mujer implican modos de conducta muy distintos […] Una mujer
se deshonra, pierde la vergüenza, cuando se mancha su pureza sexual,
pero un hombre no” (1968, p. 42). Además, el honor de un hombre (pa-
dre, hermano o marido) está implicado en la pureza sexual de su madre,
esposa, hijas, hermanas, y no en su propia pureza sexual. También Julio
Caro Baroja rastrea estas nociones en Las Siete Partidas, código castella-
no del siglo XIII, donde se da a la vergüenza un valor sexual represivo:
“es la que hace que nos guardemos del pecado”.11 En esta serie de orde-
namientos medievales –en el que forman un todo las nociones morales y
políticas— se hace explícita la doble moral: “A las mujeres se les hace in-
juria o deshonra enviándoles alcahuetas, haciéndolas proposiciones des-
honestas o también regalos equívocos e invitaciones de cierta índole”.12
Para Caro Baroja en España los conceptos de “honra” y “vergüenza” han
ejercido gran presión sobre las sociedades de épocas distintas (1968, p.
123) y esto indudablemente se trasladó a la Nueva España e impactó los
códigos de género de los antiguos mexicanos.
Ana María Atondo concluye que la prostitución que se extendió en
México y que se practicó durante todo el periodo virreinal es parecida a
la que se ejercía en los reinos hispánicos al final de la Edad Media (1992,
p. 332). La presencia hispana en nuestras tierras favoreció la práctica
de una prostitución similar a la española, y el cambio fue brutal. Josefina
Muriel señala que: “mientras aquí se las veía como ‘las alegradoras’ y su
oficio era una mera relación personal, allá se les recluía en casas deter-
minadas y se les daban los más despreciables epítetos” (1974, p. 32). En
la Nueva España no podía llamárselas “alegradoras” ni “alegres”, pues
“en su oficio estaba implícita la idea de pecado en su triste secuela de
remordimiento” (Muriel, 1974, p. 32). También estaba la idea de que las
prostitutas sirven para proteger a las buenas mujeres de los impulsos
sexuales irrefrenables de los hombres. Justamente por eso el discurso

11. En la Partida I, título V, ley XXXVIII.


12. En la Séptima Partida, título IX, ley V.

509
Marta Lamas

médico higienista de finales del siglo XIX las calificó de “necesarias pero
peligrosas” (Núñez, 1996).
Desde entonces las trabajadoras sexuales son consideradas “mujeres
del mal vivir”, “mujeres de vida licenciosa”, “mujeres pecadoras” o “muje-
res perdidas”, aunque los clientes son vistos como hombres “normales”,
que tienen necesidades fisiológicas. Gustavo Fondevila (2009), que ana-
liza las sentencias pronunciadas por el poder judicial federal de junio
de 1917 hasta diciembre de 2006 mediante el sistema IUS de la Suprema
Corte de Justicia de la Nación, encuentra que no hay ninguna referencia
en el sistema judicial a la responsabilidad de los clientes masculinos en
la prostitución por lo que la “responsabilidad” recae en las mujeres.13 Eso
ocurre porque los jueces también comparten la doble moral que consi-
dera que “lo propio” de los hombres es desfogarse sexualmente, mien-
tras lo “propio” de las mujeres es ser recatadas.
Aunque las atribuciones, creencias y prescripciones sobre “lo propio”
de los hombres y lo “propio” de las mujeres cambian según la época y la
cultura, la idea de que lo “que les toca” a las mujeres es la pureza sexual
se ha mantenido a lo largo de varias etapas históricas. No es de extrañar,
entonces, que en el estudio clásico del doctor y periodista antiporfirista
Luis Lara y Pardo sobre La prostitución en México (1908), el autor se pre-
gunte si estas trabajadoras son “¿anormales, degenerada s o simplemen-
te inferiores física, social y moralmente?” (en Bailón, 2008, p. 347). ¡Qué
lejos estamos de las alegres que se paseaban sin vergüenza en los tiempos
prehispánicos!

13. Se analizaron alrededor de 215 mil criterios emitidos por la SCJN y los Tribunales Colegiados de Cir-
cuito, publicados en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, desde la quinta a la novena épocas, y
más de 35 mil criterios contenidos en apéndices y algunos informes de labores del mismo periodo. Tam-
bién se realizó una búsqueda global y consulta por palabra sobre el total de tesis contenidas en la base
de datos. Se consultaron índices de los criterios ordenados alfabéticamente, de acuerdo con la materia o
instancia emisora. Y también se hizo una consulta temática y una consulta especial que permitió reunir
un conjunto informativo relevante sobre los conceptos mencionados y sobre las instituciones jurídicas
que los regulan. Posteriormente se solicitó al archivo de la Suprema Corte de Justicia 147 expedientes
impresos y, en algunos casos más recientes, sus respectivas versiones electrónicas (Fondevila, 2009).

510
Emoción y política

El estigma y la violencia simbólica

El estigma es un fenómeno social que se construye sobresimplificando


(Goffman, 1980). Puta es un apelativo negativo adscrito a las mujeres que
desafían el ideal cultural que se tiene sobre la femineidad, compuesto de
pureza, recato y fidelidad. Por eso en nuestra cultura se divide a las muje-
res en decentes y putas, aunque el estigma de puta se aplica también a mu-
jeres que otorgan libremente sus favores sexuales.14 Lo verdaderamente
grave es que muchas trabajadoras sexuales se lo aplican a sí mismas con
ese mecanismo que Bourdieu (2000) califica de violencia simbólica. Según
este autor, la violencia simbólica es una forma “invisible” de dominación
que impide que la dominación sea reconocida como tal. Las trabajadoras
sexuales encarnan de manera especial la situación de violencia simbólica:
simbolizadas como el mal, el pecado o la escoria social, asumen la defini-
ción dominante sobre sus personas, y establecen sus interacciones a par-
tir de la internalización de la división entre decentes y putas. Atrapadas
por la violencia simbólica, reproducen en sí mismas el proceso de estigma-
tización y se auto-desprecian. Ahora bien, estigma e injusticia van de la
mano. Kumar et al. lo expresan bien: “Además de ser un proceso de desa-
creditación social, el estigma es un indicador de profundas desigualdades
sociales” (2009, p. 631). Parecería que en la mente de muchas personas el
estigma de puta tapa el problema de la injusticia social, del desempleo y
de la precariedad salarial que padecen las trabajadoras sexuales callejeras.
Cuando una persona es sensible a la presión ejercida por la opinión
pública, por la mirada social, siente vergüenza. “La vergüenza, en su es-
tructura primera, es vergüenza ante alguien”, como bien señala Sartre
(2013, p. 313). Tiene que ver con la mirada del otro. Avergonzar a alguien

14. Marcela Lagarde amplía la definición: “Ideológicamente se identifica puta con prostituta, pero putas
son además, las amantes, las queridas, las edecanes, las modelos, las artistas, las vedettes, las exóticas,
las encueratrices, las misses, las madres solas o madres solteras, las fracasadas, las que metieron la pata,
se fueron con el novio y salieron con su domingo siete, las malcasadas, las divorciadas, las mujeres se-
ductoras, las que andan con casados, las que son segundo frente, detalle o movida, las robamaridos,
las que se acuestan con cualquiera, las ligeras de cascos, las mundanas, las coquetas, las relajientas, las
pintadas, las rogonas, las ligadoras, las fáciles, las ofrecidas, las insinuantes, las calientes, las cogelonas,
las insaciables, las ninfomaníacas, las histéricas, las mujeres solas, las locas, la chingada y la puta madre,
y desde luego, todas las mujeres son putas por el hecho de evidenciar deseo erótico, cuando menos en
alguna época o en circunstancias específicas de sus vidas” (1990, p. 543).

511
Marta Lamas

implica hacerle una crítica moral. La vergüenza es la mirada del prójimo


que se trae internalizada, es esa violencia simbólica que consiste en apli-
carse a sí mismo el juicio de los demás. Pero también es la consecuencia
de una humillación, ya sea por una situación personal o por la asimila-
ción invalidante que una persona hace a su grupo de pertenencia, como
señala Vincent de Gaulejac (2008). Por eso la injusticia social está en la
génesis misma de la vergüenza. Recientemente, y de cara al intenso de-
bate que se ha producido en torno a los derechos humanos, en el campo
del derecho hay una controversia en cuanto al uso de castigos que produ-
cen vergüenza y atentan así contra la dignidad de las personas15. Martha
Nussbaum dice que la evidencia concluye que las personas humilladas se
alienan cada vez más y sus problemas se agravan (2006, p. 275). Por eso
la vergüenza tiene, según esta filósofa, efectos expresivos y disuasorios
poderosos (2006, p. 267). Al estigmatizar a las trabajadoras sexuales con
calificativos –“desviadas”, “degeneradas” o “indecentes”— se establece
que las mujeres decentes son una clase de mujeres por encima de ellas.
La reivindicación de la libertad o de la agencia de las mujeres tiene
un límite cuando se trata de que ganen dinero por medio de servicios
sexuales. Nussbaum cuestiona los prejuicios respecto a recibir dinero
o hacer contratos en relación al uso del cuerpo, y analiza la mercantili-
zación de servicios corporales16 a partir de un amplio marco donde ins-
cribe dos cuestiones: una revisión de nuestras creencias y prácticas en
relación a tomar dinero por el uso del cuerpo; y, una revisión de las op-
ciones y alternativas de las mujeres pobres. Por eso ella plantea que no
debería preocupar que una mujer con muchas opciones laborales elija
la prostitución, sino que lo preocupante es la ausencia de opciones de las
mujeres pobres, que convierte a la prostitución en la única alternativa po-
sible (1999, p. 278). De ahí que, para Nussbaum, el punto más candente
que suscita la prostitución es el de las oportunidades laborales para las
mujeres de escasos recursos y el control que pueden tener sobre sus con-
diciones de empleo.

15. Hay varios autores que trabajan la relación castigo y vergüenza. Nussbaum cita en especial a Brai-
thwaite (1989), Ahmed et al. (2001) y Posner (2000).
16. Nussbaum (1999) hace una aguda analogía al equiparar los prejuicios en torno a la prostitución con
los que se tenían en el pasado respecto de las cantantes de ópera.

512
Emoción y política

Además de mejorar las condiciones socioeconómicas de las mujeres


que, en principio, tienen muy pocas opciones laborales y bajas expectati-
vas para promover la expansión de sus perspectivas a través de la educa-
ción, la capacitación en habilidades y la creación de empleos, también hay
que combatir el estigma que las propias mujeres se aplican a sí mismas
(violencia simbólica). Como el estigma de puta les da vergüenza, algunas
trabajadoras sexuales han cortado radicalmente sus vínculos familiares.
Otras siguen viviendo en el núcleo familiar y casi siempre son su sostén
principal, aunque tienen que esconder su realidad laboral llevando una
doble vida. El engaño a la familia se sostiene de distintas maneras: salien-
do a trabajar todos los días y con horario; disfrazándose con uniforme
de mesera o de cajera. En esa forma de mentira compartida, la familia
acepta la versión de que trabaja de noche, de mesera o cajera, y que por
ser turno nocturno gana mucho más de lo usual. Se le pide dinero cons-
tantemente y nunca se alude a la disparidad entre lo que ella dice que
gana y la suma mucho mayor que invierte en el sostenimiento del hogar.
Hay ciertos casos donde se acepta abiertamente que una o varias mu-
jeres de la familia trabajen en la prostitución. Inclusive algunos hermanos
o maridos encuentran ingresos como choferes o vendiendo cosas para
las compañeras: ropa, maquillaje, o llevando café o alimentos al punto.17 A
pesar de que en estas familias se habla de la prostitución como un trabajo,
el miedo a que el entorno se entere es notable. Una cosa es que los fami-
liares y las amistades cercanas acepten ese trabajo y otra muy diferente
es que una mujer de la familia aparezca “públicamente” para defender
sus derechos, y entere a medio mundo de que es puta. En ese sentido,
el peso del estigma ha funcionado como un freno para la organización
política de las trabajadoras.
El estigma se palpa y ellas mismas lo declaran con amargura. Por mi
investigación y activismo, cuento con testimonios de trabajadoras se-
xuales que expresan esa problemática.18 Un ejemplo:

17. El punto es el lugar en la calle donde se paran las trabajadoras sexuales para ofrecer sus servicios. Hay
puntos históricos, y otros asignados por las autoridades delegacionales.
18. La primera investigación me permitió obtener el grado de Maestría en Etnología (Lamas, 2003). La
segunda se concretó en el libro El fulgor de la noche (Lamas, 2017).

513
Marta Lamas

Vemos el rechazo de las personas, que eso es inalcanzable para no-


sotros, porque sabemos que siempre estaremos muy, pero muy por
debajo de todas las personas. Nosotras sí quisiéramos que alguien nos
viera como seres humanos que somos, olvidarnos que somos unas
prostitutas: “estas mujeres valen porque son seres humanos simple-
mente o porque tienen hijos y son madres como nosotras”. Pero no-
más vernos como lo que somos, como despojo, porque para la socie-
dad eso somos, escoria, despojo, ese es el valor que tenemos para ellos.

Otro más:

En nuestra conciencia, en nuestra forma de ser, y se puede decir


que tenemos una lucha continua porque pues casi por lo regular
todas somos temerosas, entonces hay momentos en que nos agobia
el sentirnos así, esto de pedirte algo, yo en lo personal no me siento
bien, me siento sucia, no soy feliz porque algo dentro de mí me dice
que no estoy haciendo bien, pero la necesidad me hace, tengo que
hacerlo, pero si yo me dejara llevar por mis impulsos, por mi forma
de ser, yo no estaría jamás aquí, pero no encuentro algo mejor.

La sensación de sentirse “sucia” la comparten muchas trabajadoras. En


entrevista, Elvira Madrid Romero, la presidenta de Brigada Callejera, la
organización que hace trabajo de acompañamiento político y defensa
desde hace más de veinte años, comenta que tanto las autoridades como
sus parejas hacían sentir a las compañeras que: “no valían nada, que
eran unas putas y que de putas no iban a salir, que eso no era un trabajo,
y que era algo sucio y que de ahí tampoco iban a pasar” (entrevista per-
sonal a Elvira Madrid Romero, 5 de agosto 2016).19 Patricia Mérida, una
de las activistas de Brigada Callejera, que da la cara, relata:

19. Brigada Callejera en Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez” A.C. es parte de la Red Latinoamericana y del
Caribe Contra la Trata de Personas (REDLAC), capítulo regional de la Alianza Global Contra la Trata de
Mujeres (The Global Alliance Against Traffic in Women GAATW), y se rige por una asamblea general integra-
da en su mayoría por trabajadoras sexuales.

514
Emoción y política

Cuando me inicié en el trabajo sexual tenía una sensación de ver-


güenza y de repugnación, de asco, porque yo decía, ¡cómo es po-
sible!, después de que yo tuve un gran sueño, casarme de blanco
como mis hermanas, que yo en el pueblo vi cómo se casaron, ese era
mi sueño y después decirme yo ¡cómo es posible que yo terminé en
esto! no, yo no quería esto para mí. Y me sentía yo sucia. Hubo un
tiempo donde yo me bañaba, agarraba el jabón y me tallaba todo
mi cuerpo, con lágrimas, así (hace un gesto de fuerza) con mucho
coraje, con… con asco, me tallaba mi cuerpo así (entrevista personal
a Patricia Mérida, 18 de julio de 2016).

La vergüenza es una emoción dolorosa que responde a una sensación de


estar en falta, ser inadecuada o estar carente de algún tipo de condición
o virtud. De Gaulejac dice que “Cuando la vergüenza se instala en el cen-
tro del funcionamiento psíquico, altera la identidad y obliga al sujeto a
defenderse para tratar de soportarla” (2008, p. 347). Precisamente por
eso Goffman (1980) habla del estigma como deterioro de la identidad:
las personas desean evitar la mirada de los demás, y tienen reacciones
de defensa. De Gaulejac señala que

Las reacciones defensivas designan la forma en que un sujeto apren-


de a vivir con vergüenza, escondiéndose, escondiéndola, intentando
escapar de ella o bien disfrazándola con otros sentimientos. El replie-
gue sobre sí mismo, el secreto, el alcoholismo, la burla, el orgullo, son
todas reacciones que revelan su existencia (2008, p. 348).

Según Martha Nussbaum, este sentimiento cala más profundo que cual-
quier orientación social específica respecto de las normas. Por eso las
trabajadoras sexuales esconden la cara cuando los periodistas intentan
fotografiarlas o filmarlas. Así, tradicionalmente en sus presentacio-
nes se tapan el rostro, como ocurrió en las Jornadas de Análisis sobre
la Prostitución como Problema Social en el D.F., realizada en agosto de
1990 con la asistencia de decenas de trabajadoras sexuales que usaron

515
Marta Lamas

máscaras y antifaces.20 Y precisamente porque como no dan la cara, a los


medios de comunicación les sorprendió gratamente que lo hicieran en
la segunda entrega de las credenciales de trabajadoras no asalariadas.21
En esta ocasión los reporteros estaban asombrados de que las trabajado-
ras se dejaran fotografiar y entrevistar “sin vergüenza”.

La política y el apapacho

El tránsito de muchas trabajadoras sexuales de vergonzosas a desver-


gonzadas es resultado del proceso que han vivido por el trabajo de acom-
pañamiento político y afectivo de Brigada Callejera en Apoyo a la Mujer
“Elisa Martínez”.22 Esta asociación civil sin fines de lucro, apartidista
y laica, se ha dedicado a la defensa de los derechos humanos, civiles y
laborales de las trabajadoras sexuales. Desde 1993, Brigada Callejera se
ha dedicado a promover que se deje de considerar a este oficio como
una actividad denigrante. Durante el Primer Encuentro Nacional de
Trabajadoras Sexuales, en 1997, Brigada postuló la importancia de reivin-
dicar los derechos laborales, y luego, en 1999, junto con la Red Mexicana
de Trabajo Sexual acordaron que la cooperativa Ángeles en Búsqueda de
la Libertad, S.C., tramitara ante la Secretaría del Trabajo del entonces
Distrito Federal (GDF), una petición de licencia de trabajadores no asa-
lariados. Esta licencia es una forma de reconocimiento legal a personas
que trabajan en vía pública sin una relación patronal, ni un salario fijo,

20. Fueron la Comisión de Educación, Salud y Asistencia Social y el Comité de Promoción y Participación
Ciudadana los que propusieron a la Asamblea Legislativa del D.F. la realización de estas jornadas.
21. La primera entrega se realizó el día 10 de marzo de 2014, en las instalaciones de la Secretaría del Tra-
bajo y Fomento al Empleo del DF (STYFE-DF). La segunda entrega se realizó el 11 de julio, Día nacional de
la trabajadora sexual, también en las instalaciones de la Secretaría del Trabajo.
22. Según sus propias palabras se llaman “Brigada” porque hacen promoción, capacitación o cabildeo,
trabajando en grupos operativos pequeños; “Callejera” porque el contacto lo realizan en la calle; “De apo-
yo” porque se solidarizan con personas que viven situaciones de discriminación; “A la mujer”, porque el
trabajo de acompañamiento activo que realizan está dirigido a mujeres trabajadoras sexuales, indígenas
y migrantes. Y, finalmente retoman el nombre de “Elisa Martínez”, porque así recuerdan a una compañe-
ra fallecida por sida y –con ello– hacen un reconocimiento a las trabajadoras sexuales que han muerto por
esa causa, que han sido asesinadas o que han padecido todo tipo de discriminación por ser mujeres, por
trabajar en el sexo y por haber sido infectadas por el virus de inmunodeficiencia humana.

516
Emoción y política

como los lustrabotas, los ‘cuidacoches’, los músicos callejeros, los vende-
dores de billetes de lotería y diez categorías más.23 Quince años después
lograron su objetivo.24
En su labor, Brigada Callejera no solo reivindica al sujeto político del
trabajo sexual, sino que además ha puesto en marcha un dispositivo
afectivo que concientiza políticamente sin descuidar lo emocional. Su
modelo de acompañamiento plantea discusiones políticas centrales y,
además, impulsa a las compañeras para que cuenten sus experiencias
personales: “estas son mis heridas, esta es mi vida”. Estar con ellas, día
y noche, les genera una reparación afectiva mientras que comprender el
peso del injusto contexto social, las desculpabiliza.
Dice Elvira:

Teníamos que luchar contra eso, de que pues ¡caramba!, tú no lo


buscaste, las condiciones se dieron y estás aquí, pues lucha por
mejores condiciones y no te sientas mal, ¿por qué? Inclusive había
quienes decían, “pues yo ¿cómo voy a meterme a una iglesia?”. O
“yo ¿cómo voy a estar con toda la gente si yo no me siento digna
en lo que hago?”. Sí fue mucho trabajo, el estar y decirles que no,
tanto valían ellas, como cualquier persona. Independientemente
de a lo que cada quien se dedicara, cada quien tenía su lugar y que
pues ellas no tenían por qué sentirse mal ni sucias como mujeres
(Madrid Romero, entrevista personal, 2016).

En los relatos de las trabajadoras la vergüenza aparece recurrentemen-


te, y hay ocasiones en que llegan a somatizar la metáfora de la suciedad.

23. En la demanda, además de reclamar que la Secretaría del Trabajo no les diera el mismo trato que
a otros trabajadores en vía pública, también se denunciaba a la Asamblea Legislativa del DF por haber
proclamado la Ley de Cultura Cívica el 31 de marzo de 2004, en concreto el artículo 24 fracción VII, donde
se tipifica como falta administrativa el trabajo de las personas que se dedican al sexo servicio y al Jefe de
Gobierno del Distrito Federal por la aplicación de dicha ley.
24. La Jueza Paula María García Villegas Sánchez Cordero, del Décimo Tribunal Colegiado del Primer
Circuito, concedió el amparo el 31 de enero de 2014. La jueza resolvió a su favor con una argumentación
sobre “los derechos humanos al trabajo y a la igualdad contemplados en artículos 5* y 1* de la Constitu-
ción” y subrayó la importancia de respetar la libre elección de su trabajo, pues no hacerlo “Es inconsti-
tucional”. Por eso concluyó que sí procedía expedirles la licencia y darles la credencial solicitada. Una
relación de los hechos se encuentra en Madrid et al. (2014).

517
Marta Lamas

Tal fue el caso de la hoy activista Patricia Mérida, que relata lo que le
pasó cuando se inició en el trabajo sexual:

Empecé muy chiquita (a los dieciséis años) y cuando me sucedió esto


sería como a los veinte años. Yo empecé a rascarme todo mi cuerpo con
jabón, zacate, quería yo, según limpiar, limpiarme el asco, pero pues
no, no. Así me sucedía, que yo me sentía sucia, mal, pues por haber
terminado ahí. Pero ya con el tiempo fui comprendiendo que pues no,
Brigada Callejera nos enseñó pues que no, que ser trabajadora sexual
es tan honesto, tan digno y que pues por la necesidad, la necesidad es la
que más nada te orilla (Mérida, entrevista personal, 2016).

Con la génesis del sentimiento de vergüenza se da a menudo una degra-


dación social, y las reacciones defensivas incluyen el abuso del alcohol y
la droga. Patricia Mérida no fue la excepción:

La gente pasa, y te juzga, pero no sabe realmente ver lo que hay de-
trás de las esquinas. De que yo empecé a relacionarme con Brigada
Callejera ahí mi mente empezó a desarrollar y a comprender y dar-
me cuenta realmente por qué somos trabajadoras sexuales. Se me
quitó la vergüenza porque ahí me enseñaron que como mujer valgo
mucho, valgo igual que todas las mujeres, y ahí comprendí que lo
que yo estaba haciendo no era no era malo, era una necesidad. Yo
empecé a drogarme a los 18, pero con Brigada dejé la droga y dejé el
alcohol. Yo no sé cómo pagarles, ni con mi vida termino de pagarles.
Brigada me apoyó para que estudiara. Empecé a perder la vergüen-
za, a sentir que valía mucho, que la vida es difícil pero no imposible
(Mérida, entrevista personal, 2016).

La labor de Brigada Callejera va más allá de una mera politización para


que reconozcan el carácter laboral del trabajo sexual, su intervención
es integral: lo político va de la mano de lo emocional. La forma en que
trabaja Brigada Callejera es la de un acompañamiento que no conoce
horarios ni límites. Rosa Icela Madrid, fundadora de Brigada Callejera,
habla de la división interna del trabajo en la organización y señala que

518
Emoción y política

Elvira es la apapachadora, la psicóloga; Elvira es la contenedora, es


la confidente, la solidaria, la cómplice, porque sabe cómo tratarlas.
Es la que aguanta, está al pie del cañón. Ella les dice las cosas rudas,
pero les llega. Cuando tú les dices, sienten que las estás regañando,
y ella se los dice, incluso más duro, pero con risas, con “no chin-
gues”, y las impacta y les penetra (entrevista personal a Rosa Icela
Madrid, 5 de agosto de 2016).

Y aunque Elvira, a la que muchas trabajadoras llaman Mamá, es quien


las lleva de la mano, todos los integrantes de Brigada apoyan; y las com-
pañeras advierten que existe una organización con un trabajo colectivo.
Rosa Icela subraya:

A Elvira le ha tocado el apapacho, pero finalmente en los talleres,


mucho, mucho se ha trabajado la autoestima. Todas han pasado por
un proceso de autoestima y de conocer sus derechos. Y eso junto
con el apapacho emocional, ha sido un cien por ciento. No puede
haber un proceso político sin una valoración personal. Y eso es lo
que ha dado el éxito del programa de que muchas hoy sean lo que
son (Madrid, entrevista personal, 2016).

Ahora, ¿cómo hace Brigada que esa experiencia, que aparentemente


siempre se construye subjetivamente como responsabilidad individual,
tome un estatuto social y se vuelva parte de una reflexión política que
analiza cómo funciona el mundo, la economía, el mercado?: con un dis-
positivo similar al pequeño grupo de autoconciencia feminista que favo-
rece la comunicación. Así, además de “nos encontramos para autoayu-
darnos”, otorga un sentido político a la transformación. No obstante
la experiencia individual se expresa de maneras particulares, también
es un hecho que diversas trayectorias comparten vivencias similares.
Brigada lee en otra clave las experiencias dolorosas y traumáticas y su
perspectiva interpretativa vuelve política una vivencia que ellas suelen
reducir a su propia voluntad. Si las trabajadoras solo se juntaran para
contarse cómo sufren o lo mal que les va, no habría movilización política.
Brigada quiere que las trabajadoras aprendan a pensar y a comprender

519
Marta Lamas

cómo se crea el estigma y cómo funciona la injusticia social. Para produ-


cir y alimentar su resistencia les dicen a las trabajadoras: “Tomen la pa-
labra. Hablen. Pero también reflexionen. Piensen. Escriban”. Y Brigada
les proporciona las herramientas conceptuales para pensar de otra ma-
nera, así como los medios y el espacio para hacerlo. Ese es el sentido del
Taller de Periodismo “Aquiles Baeza”, donde redactan sus historias en la
prostitución.
Pero además del proceso de deconstruir la violencia simbólica,
Brigada les plantea que necesitan encontrarse con quienes –aun con
diferencias– transitan por experiencias comunes. Resulta terapéutico
comprender muchos problemas como resultado de las relaciones de po-
der, y para eso es necesario sobrepasar la experiencia personal y enten-
der que su dolor lo viven otras personas. Así se accede a otro nivel de re-
flexión y de compromiso. Porque Elvira Madrid afirma que de toda esa
conjunción de autoestima, apoyo, politización, formación y apapacho, el
disparador del proceso es el compromiso.

Porque ellas veían, y ven, que nos damos unas chingas, de día y de
noche, mentándoles su madre a quien tengamos que mentársela,
haciendo valer sus derechos, poniendo denuncias y haciendo posi-
ble lo que es imposible para ellas. Yo creo que algo que a ellas nunca
se les olvida es todo el coraje y todo el trabajo que hemos venido
realizando (Madrid Romero, entrevista personal, 2016).

Y desde ese compromiso radical y absoluto, después Brigada puede exi-


gir que ellas se comprometan. Elvira explica:

Cuando ellas empiezan a ser promotoras, el compromiso es “si tú


puedes dar media hora, es media hora pero esa media hora es de
calidad en cuanto a tus compañeras, el tiempo y el compromiso. Si
tú vas a estar todo el día, es todo el día, independientemente de si
te putean y si te dicen, y si te agarran”. Esa es la vara. Yo también
creo que eso las ha comprometido mucho: que sienten que hay que
hacer más por las demás compañeras (Madrid Romero, entrevista
personal, 2016).

520
Emoción y política

Rosa Icela acota que el cambio inicia “Cuando ellas empiezan a oír algo
distinto”. Esto les sucedió con el zapatismo, que les provocó un impacto
transformador.

A muchas les quedó claro al cien por ciento cuando empezaron a


participar en la Otra Campaña del EZLN. La Otra Campaña fue un
proceso importante para la Red Mexicana de Trabajo Sexual por-
que ellas pudieron acudir a varios lugares, comunidades indígenas,
colonias, barrios, con chavos banda y escuchar sus historias, ¡las
mismas que ellas habían vivido! Y ellas sin saberlo habían pasado
por un proceso anterior de injusticia, de desigualdad, de discrimi-
nación, de despojo, muchas sí, de despojo, y cuando ellas escuchan
eso, se les abrieron los ojos y dijeron: “Sí es cierto, no nada más en el
trabajo sexual existe la injusticia”, porque todas empezaron a cono-
cer otras historias de vida (Madrid, entrevista personal, 2016).

Rosa Icela se maravilla ante los avances que han hecho las personas que
están en el trabajo sexual y concluye diciendo:

Son guerreras y guerreros. Es gente que no se ha doblegado, gente


que ha aprendido a sobrevivir, en condiciones muy adversas, inclu-
so muchas de discriminación y de golpes. Cuando uno las escucha,
uno piensa que muchas nos quebraríamos en el proceso y cómo
es posible que todavía tengan ganas de reír, de disfrutar la vida
(Madrid, entrevista personal, 2016).

Hoy Patricia Mérida tiene 49 años. Está casada con un cliente que se
enamoró de ella. Ya no trabaja de prostituta y acaba de terminar un curso
de computación que le financió Brigada Callejera. Mérida, como le di-
cen todos, asiste a las reuniones de Brigada cada vez que puede, y apoya
en todo lo que se ofrece. El dispositivo afectivo de Brigada Callejera ha
tenido eficacia, y la vergüenza por su supuesta suciedad se transformó
en solidaridad con la causa. Lo que Brigada Callejera ha logrado con
Mérida –y ciertamente con muchas otras– fue más allá de alimentar su
autoestima: consistió en devolverle la dignidad y potenciar el orgullo de

521
Marta Lamas

participar en una lucha política compartida con otros sectores sociales.


Justamente De Gaulejac dice que “el orgullo es el medio para restaurar
el Yo, reencontrar una dignidad perdida” (2008, p. 358). Además, este
autor cita a Genet: “Tener conciencia de lo que se es, tanta conciencia
destruye la vergüenza y otorga un sentimiento de orgullo” (2008, p. 359).

La potencia de la afectividad

La vertiente del giro afectivo propone que no hay que comprender las
emociones solamente como estados psicológicos, sino también como
prácticas sociales y culturales que inciden en la vida pública (Ahmed,
2004). El trabajo de Brigada Callejera es un paradigma donde las emo-
ciones compartidas en contextos privados circulan en una economía
afectiva que tiene resonancias públicas. Al referirse a la circulación de lo
privado en la producción de la política, Lauren Berlant (2011) encuentra
en ciertos afectos una suerte de operación ideológica tendente a refren-
dar la desigualdad. Por eso Berlant subraya que los sentimientos son
claves en el momento de evaluar la política, y señala que, así como en
algunos casos pueden ser elementos transformadores, en otros no ha-
cen más que refrendar el statu quo. De ahí que esta autora proponga que
las emociones deben ser estudiadas cuidadosamente desde un punto de
vista crítico atendiendo a la posibilidad de que algunas de ellas sean con-
servadoras y otras progresistas. Según Rosario Esteinou (comunicación
personal, 2017), las emociones en sí mismas no son ni conservadoras ni
progresistas; hay que analizar los valores que sustentan. Así pues, desde
el enfoque de Berlant, sería un error interpretar a la vergüenza como
una emoción conservadora y a la indignación como progresista.25
El giro afectivo habla de que los afectos son en sí mismos actos capaces de
alterar la esfera pública con su irrupción, como lo lograron las trabajadoras
sexuales independientes al luchar –y conseguir– la licencia de trabajador no
asalariado que otorga el Gobierno de la Ciudad de México. Cuando Ahmed

25. Por ejemplo, no se puede calificar la “indignación” de los grupos conservadores ante la prostitución
como “progresista” o la vergüenza de un funcionario público ante la corrupción como “conservadora”.

522
Emoción y política

(2004) habla de “la política cultural de las emociones” alude a la forma en que
éstas se reproducen y circulan, o sea, habla de una economía de los afectos y
de la importancia de comprender la economía emocional que las sostiene.
Según esta autora, la cultura y las emociones se afectan recíprocamente y al
configurar relaciones de mutua influencia, troquelan a las personas y mode-
lan a la sociedad. Desde su punto de vista, en las condiciones estructurales de
desigualdad se encuentran emociones como el miedo, el odio y la vergüen-
za, que son expresiones emocionales de un mundo injusto y desigual. En tal
perspectiva, la vergüenza funciona para sostener la posición subordinada de
las trabajadoras sexuales, y para que siga existiendo la injusticia de que el es-
tigma recaiga solamente en ellas. Esto es precisamente lo que he denomina-
do la “marca del género” en el comercio sexual y que alude a que únicamente
las mujeres son víctimas de violencia simbólica, pues incluso los hombres
que se dedican al trabajo sexual y que muchas veces ocupan una posición
femenina, no viven ese tipo de internalización negativa sobre el ejercicio de
su sexualidad (Lamas, 2003).
Ahmed dice que algunas formas de violencia, efecto de normas socia-
les que están ocultas a la vista, no se presentan como violencia (2015, p.
291). Ese es justamente el caso del estigma, una forma de violencia sos-
tenida por la doble moral que produce vergüenza individual y aumen-
ta la desigualdad social. Debido al estigma, pocas trabajadoras dan la
cara y exigen el trato de trabajadoras. Ahmed lo desarrolla claramente:
emociones como el miedo y la vergüenza refuerzan públicamente los
caminos argumentativos de la discriminación y el rechazo, y se trans-
forman en excusas emocionales para evitar asumir responsabilidades
colectivas. Esto sería como pensar: “Si siento rechazo o desprecio por
una puta, es porque le gusta el dinero, porque no tiene decencia, porque
es una mala mujer o una degenerada”. La reproducción social de ciertas
emociones –como el rechazo o el desprecio– hace que las trabajadoras
se sientan culpables o pecadoras en lugar de sentirse víctimas del sis-
tema y su doble moral. “Si siento vergüenza por ser trabajadora sexual
es porque la culpa de ser puta es mía, porque me gusta el dinero, porque
soy una mala mujer o una degenerada”. Y, como señala Ahmed, la ausen-
cia de comprensión social lleva a que los afectos negativos se entiendan
como intrínsecos a los sujetos que carecen de algo (2015, p. 322).

523
Marta Lamas

El trabajo político de Brigada Callejera, además de un posicionamiento


ético-político, conlleva un trato amoroso que ha logrado descolocar la ver-
güenza e introducir sentimientos de valía personal, y también de indigna-
ción y responsabilidad social. En el circuito afectivo que establece Brigada
Callejera las emociones circulan entre muchas personas. Ahora bien,
Brigada no se conforma con el acompañamiento emocional, por muy im-
portante que este sea. Si un primer paso es escucharlas y apapacharlas, el
segundo paso es que ellas escuchen a quienes tienen al lado. Elvira dice:

Les hemos enseñado algo valioso, ver por tus compañeraspero vol-
tear a ver a quien nadie está atendiendo, los que están en la calle, los
que tienen problemas, a los que nadie pela, a los jóvenes también. Y
como ellas, muchas de ellas también sufrieron esa parte. Cada una
ha escogido, aparte de la lucha del trabajo sexual, otra lucha. Y eso de
estar conectadas en otros movimientos sociales se dan cuenta de que
no son las únicas jodidas, aunque sí son de las más jodidas y de las
que nadie quiere hablar (Madrid Romero, entrevista personal, 2016).

Así, cuando ya pueden comprometerse es el momento en que pasan a


ser cuadros políticos que van a colaborar con un proceso de denuncia
de la desigualdad, y de lucha por otra vida. La vergüenza funciona para
legitimar la doble moral, pero cuando lo que constituye un factor deter-
minante para producirla se quiebra y en su lugar surge una motivación
para la lucha, ocurre una recursividad entre la subjetividad, la acción
social y la vida cotidiana. Por eso Elvira asegura:

El momento en que dejan de sentirse putas y empiezan a sentir-


se trabajadoras sexuales es ¡wow! el momento en que se logró lo
que queríamos. Se logró, y ellas, de sentirse mal, pasan a defen-
der su trabajo, a ser autónomas y a rebasar a los maestros (Madrid
Romero, entrevista personal, 2016).

Jaime Montejo, también fundador de Brigada, dice “Cuando dejan de


tenerse lástima a sí mismas, ya dieron el brinco” (entrevista personal a
Jaime Montejo, 5 de agosto de 2016).

524
Emoción y política

Ahmed destaca el vínculo entre emoción y acción, y habla de las emo-


ciones como acción. No resulta fácil precisar las motivaciones profun-
das de los activistas (Ahmed señala que eso sería reduccionista) pero re-
sulta fácil detectar ciertos encadenamientos afectivos. Las emociones de
los fundadores de Brigada, en especial la indignación ante la injusticia y
el sufrimiento, los han llevado a actuar; y la forma de hacerlo, además de
su enérgico compromiso político, ha sido a través de sus sentimientos y
emociones. Y al tratar a las trabajadoras como iguales, han producido un
efecto legitimador y empoderante en quienes se sentían avergonzadas
de ser putas y fueron respetadas y apapachadas, pero a quienes también
se les exigió un compromiso. Siguiendo a Ahmed, ante una tradición
cultural en la que el comercio sexual se desarrolla dentro de una eco-
nomía afectiva en donde priman emociones como el autodesprecio y
la vergüenza, la intervención política de Brigada Callejera, preñada de
emociones de indignación y de afecto, interrumpe el circuito de la ver-
güenza. Estas emociones de los integrantes de Brigada Callejera permi-
ten a las trabajadoras sexuales visualizarse desde una perspectiva que
desarticula la vergüenza de sus conductas y las sitúa en lo verdadera-
mente vergonzoso: la injusticia social y la discriminación laboral.

A guisa de conclusión

Elvira Madrid Romero, Jaime Montejo y Rosa Icela Madrid, creadores


y sostén de Brigada Callejera, encarnan el poder de la indignación y el
amor, y son ejemplo vivo de que las intervenciones políticas ante la in-
justicia, cuando se acompañan de afecto, logran una transformación
personal y política. El trabajo de Brigada Callejera parte de una ética
que, siguiendo a Sartre, asume su responsabilidad frente a “una reali-
dad humana en situación” (2013, p. 840). Conceptualizar el trabajo se-
xual como esa “realidad humana en situación” conduce a revisar ciertas
emociones negativas, producidas culturalmente por el estigma. Es obvio
que por decreto no puede acabarse con la separación ideológica entre las
mujeres decentes y las putas, pero hay que empezar a deconstruir el estig-
ma. Si bien las trabajadoras manifiestan explícitamente que ese trabajo

525
Marta Lamas

es el más flexible y mejor pagado que pueden conseguir, solamente las


politizadas tienen claro que el suyo no es un problema individual sino
una respuesta a la precariedad laboral y a la mezquindad de los salarios
en nuestro sistema socioeconómico. Y aunque todavía grandes zonas
de nuestro país se rigen con esquemas absolutamente tradicionalistas,
con altas cuotas de estigma y de extorsión que generan marginación y
sufrimiento, miles de mujeres “aguantan” esta situación por el hecho in-
controvertible de que el trabajo sexual es la mejor ocupación que pueden
conseguir, con horarios flexibles y una entrada de dinero superior a la
que, dada su preparación, podrían conseguir en el mercado laboral.
Mientras se consolida la transformación de las mentalidades en ma-
teria de costumbres sexuales, cambio que ya está en marcha, el tema del
comercio sexual destaca como la punta de un iceberg. Abajo se encuen-
tra el contrato simbólico entre los sexos, con todas sus ramificaciones
políticas y económicas, que otorgan a las mujeres su calidad de subor-
dinadas en el contrato social vigente. Así, una reflexión sobre la prostitu-
ción muestra la trama de los elementos socioeconómicos/simbólicos en
juego y pone en evidencia no solo la valoración desigual de la sexualidad
femenina comparada con la masculina, sino lo que Duncan Kennedy
(1991) plantea como “la erotización de la dominación”. Este fenómeno
no solo alude a la situación de las trabajadoras sexuales, sino también de
la mayoría de las mujeres.
En el trabajo sexual confluyen y se cruzan vivencias paradójicas so-
bre la feminidad, el placer y la transgresión, que no he abordado en es-
tas páginas. Además de lo fundamental que resulta el pensamiento de
Freud para comprender la elección de objeto erótico,26 existe una inter-
pretación psicoanalítica dedicada a cuestionar las razones por las cuales
otras mujeres, en la misma situación económica, no recurren al trabajo
sexual. Los deseos inconscientes, las pulsiones eróticas y los traumas
infantiles complementan la justificación económica de la elección del

26. A lo largo de su obra Freud reflexiona sobre las vicisitudes de las relaciones amorosas y/o sexuales
entre hombres y mujeres, y alude directamente a la prostitución en tres ensayos denominados sus “Apor-
taciones a la psicología de la vida erótica” (en la traducción de López Ballesteros) o “Contribuciones a la
psicología del amor” (en la traducción de Etcheverry). Estos ensayos resultan especialmente útiles para
esclarecer la demanda masculina. Véase Freud (1910), (1912) y (1917).

526
Emoción y política

trabajo sexual. La complejidad psíquica del goce, tanto de las mujeres


como de los hombres, también acompaña e impulsa la demanda y la
oferta de comercio sexual.27 Además, las dificultades sexuales y de re-
lación, junto con la existencia de deseos inconfesados, discapacidades
físicas y necesidades psíquicas, alimentan una demanda que alude ese
residuo insublimable y aculturizable de la pulsión. Todo ello explica en
gran parte la persistencia del comercio sexual.
Deconstruir la discriminación inherente al estigma de puta supone
una transformación cultural de gran alcance, que va en la dirección
señalada por Bourdieu (1997) al afirmar que el sentido de las interven-
ciones simbólicas es la modificación del orden simbólico. Resignificar
como trabajadora lo que constituye un factor de vergüenza –ser puta– es
una de las transformaciones políticas que impulsa Brigada Callejera, y
que impactan la subjetividad, entendida como la personalidad indivi-
dual y sus procesos psíquicos pero también como un conjunto de pautas
socioculturales. La compraventa de servicios sexuales, que se potencia
con cambios demográficos y económicos, está imbricada en la subjetivi-
dad. Aquí se ve claramente el vínculo que Norbert Lechner detectó entre
la sociabilidad cotidiana, los arreglos afectivos y la política (1986; 1988;
2006). Al analizar la subjetividad en relación con la esfera pública, este
sociólogo germano-chileno planteó que la subjetividad es la que ofrece
las motivaciones que alimentan lo que denominó “la conflictiva y nunca
acabada construcción del orden deseado” (1986). Esa dimensión subjeti-
va de la política, que Lechner analiza para concluir que los sentimientos
no son un asunto encerrado en el ámbito personal (2006, p. 475), resul-
ta explícita en el lema del feminismo “lo personal es político”. Con su
trabajo comprometido y radical, Brigada Callejera hace patente no solo
la politicidad de lo personal, sino que muestra el poder de las emocio-
nes, capaces de transformar las vidas de mujeres consideradas abyectas
al convertirlas en activistas comprometidas. Y su labor representa un
avance democrático sustentado en lo que Lechner califica de procesos
de individuación subjetiva.

27. El concepto psicoanalítico de goce ofrece un campo fértil de interpretación, pues permite considerar
plausible que las personas gocen psíquicamente aunque no tengan placer sexual. Sobre lo complejo del
goce véase Braunstein (1990). Para una interpretación psicoanalítica clásica véase Welldon (1993).

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531
División del trabajo, igualdad de género y calidad
de vida*

Desde hace rato, las feministas de distintas tendencias han venido de-
nunciando que la llamada “división sexual del trabajo” es una “configura-
ción problemática” que limita el acceso igualitario –de las mujeres y los
hombres– tanto a los trabajos del ámbito público como a los del ámbito
privado (Elshtain, 1981; Tronto, 1993; Fraser, 1997; Lister, 2000a y 2000b;
Izquierdo, 2004).
Si bien hace miles de años el reparto de las tareas que hoy conocemos
–donde las mujeres se hacen cargo del cuidado y los varones del gobier-
no y la defensa– tuvo que ver con las diferencias biológicas, en especial
con la fisiología reproductiva (Harris, 1993), en la actualidad el desarrollo
científico ha relativizado la fuerza masculina (con el uso de máquinas) y
la vulnerabilidad procreativa femenina (con el uso de anticonceptivos).
Así, resulta anacrónico hablar de división sexual del trabajo. No se trata
de negar realidades incontrovertibles; sin duda, los machos humanos
generalmente son más altos, más corpulentos y más fornidos que las
hembras humanas, y su proceso procreativo se desarrolla fuera de sus
cuerpos. Sin embargo, el conjunto evidente de distinciones bio-sexuales
no es lo que produce la segregación laboral existente (Fine, 2010). O sea,
lo que determina la desigualdad laboral son las creencias culturales so-
bre “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres que, además,
se internalizan en el psiquismo. Pero la explicación de la desigualdad

* Extraído de Lamas, Marta (2018). División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida. En Mar-
ta Ferreyra (coord.), El trabajo de cuidados: una cuestión de derechos humanos y políticas públicas (pp. 12-23).
México: ONU-Mujeres.

533
Marta Lamas

laboral que sigue arraigada en el imaginario social es la que remite a la


distinta sexuación de los seres humanos. Por eso, conviene comprender
la fuerza de la cultura y rechazar los argumentos biologistas que circuns-
criben a las mujeres al ámbito doméstico y a los varones fuera de él para
pretender, con ello, justificar sus diferentes posicionamientos laborales.
A partir de una perspectiva que busca mejorar la calidad de la vida
mediante la consecución de igualdad de oportunidades laborales para
todas las personas, independientemente de su sexuación o de su iden-
tidad de género, conviene analizar la repartición del trabajo tradicional
como una configuración problemática. Al ahondar en este punto, Robert
Castel dice que las configuraciones problemáticas “perturban la vida so-
cial, dislocan el funcionamiento de las instituciones y amenazan con in-
validar categorías enteras de sujetos sociales” (2006, p. 93). Las configu-
raciones problemáticas urden la trama del sufrimiento y el desamparo
de un sinnúmero de personas, y hay que estudiarlas a fondo para elabo-
rar mediaciones tendientes a eliminar sus efectos discriminatorios. Hoy
por hoy, con sus cargas de trabajo excesivas distribuidas de forma muy
dispareja –tanto para mujeres como para hombres–, esta repartición es
una de las configuraciones más problemáticas. Asimismo, esta asignación
desigual, además de imposibilitar la conciliación entre el ámbito fami-
liar y el laboral, también condiciona al sistema económico y sostiene un
modelo social que produce conflictos de índole diversa.
Ahora bien, ¿por qué esta segregación laboral que produce discrimi-
nación y obstaculiza un desarrollo social y económico más justo, no se
aborda como una configuración problemática? Porque la gran mayoría
de los seres humanos ven la repartición existente –las mujeres en el tra-
bajo de cuidado, y los hombres en el de gobierno y el de defensa– como
algo natural. Esta sensación de “naturalidad” se desprende de los habitus
del repertorio cultural que, en palabras de Pierre Bourdieu (1991) son
“esquemas de percepción y apreciación” que los seres humanos interna-
lizan. Todos los individuos son moldeados por los procesos de crianza,
por el lenguaje, por los usos y costumbres que los rodean. Así, casi sin
darse cuenta, aprehenden y aprenden “de manera natural” la diferen-
cia que su cultura establece entre “lo propio” de las mujeres y “lo pro-
pio” de los hombres. La percepción se estructura con las valoraciones

534
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

de “género” predominantes en cada entorno familiar, con mandatos


culturales –algunos explícitos, otros implícitos– sobre lo que toca hacer
a los hombres y lo que corresponde a las mujeres. Ese proceso de acul-
turización también produce “disposiciones” diferenciadas generadoras
de aspiraciones y gustos que, a su vez, guían las conductas. Las disposi-
ciones son tendencias, propensiones, inclinaciones, y la forma en que
se inscribe el mandato cultural en el psiquismo provoca su surgimiento
vinculado a la realización de determinados trabajos. Y aunque las perso-
nas asumen esas inclinaciones como “naturales”, se trata de tendencias
pre-racionales, no articuladas claramente, que son producto de la inter-
nalización de los habitus y los mandatos de género.
Los mandatos están diferenciados: el de la feminidad alienta a las
mujeres a ocuparse del cuidado, y el de la masculinidad impulsa a los
varones hacia la defensa y el gobierno. Simultáneamente, un aspecto del
mandato de la masculinidad (la virilidad entendida como resistencia y
valentía) desactiva un cuestionamiento del trabajo explotador y desgas-
tante en la gran mayoría de los hombres; mientras que, por su parte,
un aspecto del mandato de la feminidad (la abnegación) origina que la
mayoría de las mujeres se realice emocionalmente vía la negación de su
deseo o el sacrificio personal. Y aunque cumplir estos mandatos produ-
ce conflictos y ambivalencias tanto en ellas como en ellos (Izquierdo,
2004), en general son aceptados como “naturales”. Así, las personas no
se cuestionan ciertas situaciones de discriminación y opresión de sus
condiciones y exigencias laborales precisamente porque los mandatos
están insertos en el psiquismo, y ello también les dificulta reflexionar
sobre los elementos que fraguan tal división del trabajo.
Pese a los muchos y variados esfuerzos dirigidos a equilibrar las re-
laciones laborales desiguales (que van desde reformar leyes hasta ins-
titucionalizar medidas antidiscriminatorias), poco ha podido hacerse
respecto a las creencias de la mayoría de la población que considera
“natural” que las tareas de cuidado sean realizadas casi exclusivamente
por mujeres. Uno de los mayores desafíos para abordar la desigualdad
socio-económica y política prevaleciente entre el grupo de las mujeres y
el grupo de los hombres, radica precisamente en la transformación de
estos mandatos culturales de género. Los usos y costumbres de dichos

535
Marta Lamas

mandatos enmascaran relaciones de dominación y explotación mutua


bajo la creencia de la complementariedad entre las mujeres y los hom-
bres. Para moverse hacia otro tipo de interacción, menos opresiva y más
justa, es indispensable visualizar cabalmente la inexistencia de esencias
determinadas por los cromosomas, y reafirmar que los mandatos son
consecuencias de procesos sociohistóricos susceptibles de ser transfor-
mados. No es nada fácil que los seres humanos reconozcan los efectos
nocivos de dichos mandatos, y menos aún la desposesión subjetiva que
implica su aceptación acrítica (Dejours, 2007).
Los mandatos de género implican mucho más que asumir deter-
minados roles sociales, pues involucran al psiquismo individual y a la
subjetividad social que se nutren de las valoraciones culturales. Esto lo
registró lúcidamente Norbert Elias (2012) al puntualizar que las coac-
ciones sociales externas se convierten en coacciones internas. Según
Elias, la estructura de las funciones psíquicas y de los modos habituales
de orientar el comportamiento está relacionada con la estructura social
y con el cambio en las relaciones interhumanas. Este autor detecta que
los esquemas de conducta, inculcados y troquelados como una segun-
da naturaleza derivan de un proceso histórico y que se mantienen vivos
por medio de un control social poderoso y muy estrictamente organi-
zado. En ese sentido, no basta la perspectiva política que reivindica que
mujeres y hombres son iguales como seres humanos –no idénticos– sin
suficiente claridad sobre la forma en que se produce la aceptación social
de la división “sexual” del trabajo. Los mandatos de género funcionan
como coacciones sociales no percibidas como tales, y sostenidas por las
propias personas que los asumen sin cuestionar. Bourdieu (2000) lla-
ma “violencia simbólica” al fenómeno por el cual las personas aceptan,
en contra de sus propios intereses, los esquemas y valores que las opri-
men. Esta es una violencia suave que inscribe el mandato cultural de
género en el cuerpo, en la psique y en las relaciones sociales. Así, la gran
mayoría de las hembras humanas aspira a ser lo que la sociedad valora
como “femenina” y a cumplir con las tareas y atribuciones “propias de
su sexo”; mientras que la gran mayoría de los machos humanos aspira a
ser lo que se valora como “masculino” y a cumplir las prescripciones de
los “hombres”. Y es violencia simbólica la forma en que el mandato de la

536
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

masculinidad, en los hombres, los hace colaborar con la cultura laboral


enajenante y sobrexplotadora; y es violencia simbólica la forma en que
el mandato de la feminidad, en las mujeres, las lleva a autoexplotarse
abnegadamente.
El efecto de las normas sociales, que no se presentan como violencia
pero refuerzan la discriminación, se manifiesta en la forma en que los
seres humanos las usan como excusas emocionales para evitar asumir
responsabilidades colectivas ante la injusticia de la doble jornada de
trabajo, los salarios diferenciados, las promociones distintas, los largos
horarios laborales así como la carga unilateral del trabajo doméstico y el
de cuidado.
La violencia simbólica que las personas se aplican a sí mismas cuando
asumen estos esquemas dominantes, erosiona su capacidad de agencia
y les dificulta reaccionar en defensa de sus intereses. Esto ocurre en un
contexto social donde la sexuación del cuerpo determina la ubicación
laboral. Todo ello escandaliza a Erving Goffman (1977), quien critica la
manera en que socialmente se toma la división sexual del trabajo como
“natural”. Este sociólogo discrepa de la utilización del término “sexo”,
y califica como peligroso que se hable de “los sexos” o de “el otro sexo”,
porque encaja con los estereotipos culturales vigentes. Goffman consi-
dera a las diferencias biológicas como “muy leves” (very slight) y señala
que lo que debemos explicarnos es la manera en que las diferencias en
la sexuación se usan para certificar los arreglos sociales y, lo más im-
portante de todo, la forma en que el funcionamiento institucional de
la sociedad garantiza que esa narrativa suene correcta (1977, p. 302). Él
subraya la importancia de pensar al sexo (la sexuación) como una pro-
piedad de los organismos y no como una clase de personas, pues hacerlo
así lleva a pensar que puede definirse a todas las personas por cuestio-
nes biológicas (1977, p. 305). Goffman habla de la ubicación de un ser
humano en una categoría sexual (sex-class placement) que implica colocar
a una criatura desde su nacimiento en la clase de las niñas o en la de
los niños, a partir de lo cual recibe un tratamiento diferenciado y ad-
quiere experiencias vitales diferenciadas. Sobre la condición biológica
se impone una forma específica de sentir, actuar y mostrarse; y así, en la
medida en que el ser humano construye un sentido de quién es, lo hace

537
Marta Lamas

con referencia a su clase sexual y en términos de los ideales culturales


asociados a esa categoría sexual. Eso es, precisamente, el género.
Cada sociedad desarrolla sus propias concepciones sobre lo que es-
tima esencial y característico de cada una de las dos clases sexuadas; y
los ideales de masculinidad y feminidad ofrecen una fuente de relatos
para justificar, explicar o desaprobar la conducta de un ser humano o
los arreglos que establece con los demás. A las dos clases biológicas se
les vinculan muchos atributos y prácticas de conducta no biológicos, lo
cual resulta problemático pues fundamenta el trato diferenciado (1977,
p. 306). Goffman también afirma que el mayor logro del movimiento fe-
minista (nótese que lo escribe a finales de los años setenta) tal vez no
consista en el mejoramiento del destino de las mujeres sino en el de-
bilitamiento de las creencias doctrinarias que, desde tiempos pasados,
apuntalan la división sexual del trabajo. El autor insiste en que la iden-
tidad de género es la fuente de autoidentificación más profunda que
ofrece nuestra sociedad, lo que dificulta visualizar otros roles y opciones
vitales, por lo que suelta una frase lapidaria: “El género, no la religión, es
el opio de las masas” (1977, p. 315).
Ahora bien, si los mandatos culturales de género mistifican la sexua-
ción y dificultan una repartición más equitativa del trabajo entre las
mujeres y los hombres, entonces ¿qué hacer? Aunque el sufrimiento de
ellas y de ellos sea una señal inequívoca de que algo va mal, mientras no
se comprenda la forma en que los seres humanos incorporan esos man-
datos, individual y socialmente, poco se podrá avanzar. Para definir con
mayor eficacia algunas posibles medidas de acción institucional, es ne-
cesario reconocer que las creencias sobre las diferencias supuestamente
sexuales favorecen la aceptación de esos mandatos como algo “natural”.
La violencia simbólica de los mandatos de género es una de las mayo-
res dificultades que enfrentan, mujeres y hombres, para formular una
demanda de intervención gubernamental dirigida a modificar sus tan
asimétricas cargas laborales.
Existe, además, otra dificultad: muchas personas en el ámbito políti-
co, e incluso en el intelectual, temen incluir lo psíquico en sus reflexio-
nes o propuestas, pues les parece que remite a cuestiones íntimas vin-
culadas a la afectividad. Esta resistencia es un error. El feminismo de

538
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

la segunda ola comprendió muy pronto esa dimensión subjetiva de la


política, y la concretó en su famoso lema “lo personal es político”.
En la década de los años ochenta, el sociólogo y politólogo Norbert
Lechner asumió que los sentimientos no son un asunto encerrado en
el ámbito personal, y dirigió su mirada sobre la potencia política de la
afectividad (2006, p. 475). Lechner analizó la importancia que tienen los
procesos de individuación subjetiva para los procesos de avance demo-
crático, y elaboró una reflexión sobre el vínculo entre la sociabilidad coti-
diana, los arreglos afectivos y la política (1986; 1988; 2006). Al analizar la
subjetividad con relación a la esfera pública, este autor planteó que subje-
tividad y política son, como indica el título de una de sus obras, Los patios
interiores de la democracia; y concluyó que la subjetividad es la que ofrece
las motivaciones que alimentan “la conflictiva y nunca acabada construc-
ción del orden deseado” (1986). Más tarde, académicas feministas pro-
fundizaron esa vertiente del análisis de la cultura que explora el efecto
que las emociones íntimas producen en la sociedad, y desarrollaron la
perspectiva conocida como “giro afectivo” (Ahmed, 2004; Berlant, 2011).
El giro afectivo plantea que no hay que comprender las emociones
solamente como estados psicológicos, sino también como prácticas so-
ciales y culturales que inciden en la vida pública. Cuando Sarah Ahmed
desarrolla el texto La política cultural de las emociones (2004), alude a la
forma en que estas se reproducen y circulan; es decir, habla de una eco-
nomía de los afectos. Según Ahmed, la cultura y las emociones se afectan
recíprocamente y, al establecer relaciones de mutua influencia, troque-
lan a las personas y modelan a la sociedad. Hay aspectos de la opresión
y la desigualdad que no se deducen con facilidad a partir de una investi-
gación de las estructuras sociales, sino, más bien, pueden discernirse a
través de un análisis de las disposiciones psíquicas y de las emociones.
Por eso las autoras del giro afectivo registran que los afectos son, en sí
mismos, actos capaces de alterar la esfera pública con su irrupción.
Lauren Berlant (2011), al referirse a la circulación de lo privado en
la producción de la política, encuentra en ciertos afectos una suerte de
operación ideológica tendiente a refrendar la desigualdad; y señala que
así como en algunos casos pueden ser elementos transformadores, en
otros no hacen más que confirmar el statu quo. De ahí que esta autora

539
Marta Lamas

plantee que los sentimientos son clave a la hora de evaluar la política,


por lo que las emociones deben ser estudiadas cuidadosamente desde
un punto de vista crítico atendiendo a la posibilidad de que algunas de
ellas sean conservadoras y otras progresistas.
Desde la perspectiva de que las emociones que circulan en una eco-
nomía afectiva tienen consecuencias públicas, resulta importante diluci-
dar cuál es la economía emocional que sostiene la repartición del trabajo:
¿qué emociones de los varones respecto del cuidado sirven para sostener
sus privilegios patriarcales? Podría pensarse que estas emociones son la
vergüenza a verse como “mandilones” o el enojo por sentir que su virili-
dad se menoscaba al realizar tareas tradicionalmente consideradas feme-
ninas. Ahmed habla de las emociones como acciones, por lo que también
se podría concluir que esas emociones negativas llevan a los hombres a
respaldar, con sus acciones, la posición subordinada de las mujeres en
las labores de cuidado. Pero de igual forma habría que discurrir lo que
sucede con las emociones de las mujeres, para quienes el mandato cultu-
ral que las lleva a cuidar, además de ocasionarles discriminación laboral
también les produce inmensa satisfacción psíquica. Esto les genera una
profunda ambivalencia, pues el trabajo de cuidado les constituye simul-
táneamente una gratificación y una pérdida de autonomía.
Marcados por su ubicación social (donde intersectan la clase social,
la condición étnica, la edad, la orientación sexual, y demás especificida-
des), los seres humanos habitan un espacio social donde sus sufrimien-
tos en el trabajo también tienen que ver con un sufrimiento social vincu-
lado a problemáticas sistémicamente insertas en las relaciones sociales
desiguales: el racismo, el clasismo, la homofobia, etc. Sin embargo, en
el discurso político que denuncia esas prácticas negativas, se desdibu-
ja –o no aparece– el sufrimiento por la repartición desigual del trabajo.
Aunque diversas feministas han impulsado denuncias y reivindicacio-
nes relativas a la discriminación laboral de las mujeres, los varones no lo
han hecho. A lo más, ellos protestan por bajos salarios, pero no existe un
reclamo masculino por carecer de tiempo para darles la merienda a sus
hijos o para acostarlos en la noche. Y aunque ambos, mujeres y hombres,
sufren por las consecuencias de la división del trabajo, la violencia sim-
bólica del mandato de la masculinidad quita a los varones la posibilidad

540
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

de demandar tiempo para disfrutar y ocuparse de sus familias. Por eso


Christophe Dejours (2006) señala que más que explicar las razones de
por qué la gente debería rebelarse (la explotación, la opresión, la dis-
criminación) resulta fundamental comprender por qué, viviendo esas
situaciones de sufrimiento e injusticia, no lo hace.
Para desarrollar políticas públicas que instauren un reparto más
igualitario no basta con visualizar las duras condiciones laborales de
las mujeres y los hombres; es imperativo que se comprenda que la re-
partición del trabajo produce sufrimientos y desigualdades que no se
reflejan en las prioridades de la agenda política. El sufrimiento en el
trabajo muestra los efectos despolitizadores de la violencia simbólica, y
esto explica las dificultades de acción consciente (agency). Los mandatos
culturales que arrastran a las personas hasta convertirlas en cómplices
de su propia opresión, a través de la inculcación de sentimientos de re-
signación o de arrogancia, también establecen obstáculos para su parti-
cipación política. La internalización de los mandatos afecta la capacidad
de los individuos para actuar como agentes eficaces en defensa de sus
intereses, e impide que vean sus conflictos laborales como cuestiones
políticas y no como problemas personales. Creer que lo que se vive es
inevitable porque “es natural”, conduce a pensar que nada puede hacer-
se para cambiarlo. Por consecuencia, la violencia simbólica hace que las
personas acepten e, incluso, se acomoden a su condición de opresión.
Para tener eficacia política, al esfuerzo gubernamental dirigido a
construir igualdad laboral en situaciones de desigualdad de género le
serviría tomar suficientemente en cuenta los obstáculos subjetivos.
Es común presuponer que existe voluntad de todas las personas para
el cambio hacia la igualdad sin valorar que la violencia simbólica fun-
ciona como un freno. Los mandatos de la feminidad y la masculinidad
incrustados en el psiquismo restan autonomía y agencia a muchísimas
personas. Además, uno de los efectos de la internalización de tales man-
datos es que las personas no hablan de sus experiencias de sufrimiento
o frustración laborales. Un esfuerzo dirigido al logro de mayor igualdad
laboral requeriría diseñar dispositivos efectivos para que las personas
que trabajan expresen sus sentimientos de frustración, enojo o dolor
producidos por su situación laboral.

541
Marta Lamas

Para los varones sobrexplotados laboralmente, expresarse sobre el


tema es muy difícil (Dejours, 2006). El mandato de masculinidad los
lleva a “aguantarse” y a ocultar su frustración o su vulnerabilidad. Y
aunque los trabajadores en los niveles medios de la burocracia y de las
empresas de la iniciativa privada disfrutan de puestos más altos y ma-
yores salarios, los padres que trabajan o los trabajadores que tienen pro-
genitores que requieren cuidados, no son “vistos” como responsables
de su cuidado: en el mercado laboral, ni su paternidad ni su condición
filial cuentan. Además, el horario laboral para los hombres en oficinas
públicas y empresas privadas es mucho más extenso que la jornada de
los obreros, lo que objetivamente restringe el tiempo del que podrían
disponer para el cuidado de sus criaturas o de sus enfermos o ancianos.
Y ellos mismos no ven al cuidado como una exigencia ética que deban
cumplir, pues su “deber” reside en la provisión económica. No visualizar
el desequilibrio en las labores de cuidado como una grave problemática
que debe ser asumida por todos –mujeres y varones– reproduce la ven-
taja salarial masculina y los horarios extendidos para los varones. De esa
forma, ni el gobierno ni las empresas diseñan mecanismos y programas
para facilitar que los varones asuman su responsabilidad en el cuidado y
en el trabajo doméstico. Hasta el momento, desconozco investigaciones
que documenten si los varones desempleados se hacen cargo del trabajo
de cuidado.
El desinterés gubernamental y empresarial por tomar en serio los
problemas producidos por la actual repartición del trabajo se vincula es-
trechamente a la ausencia de enunciación del sufrimiento masculino,
a la ausencia de protestas de los varones. De ahí el señalamiento de au-
tores críticos de la construcción hegemónica de la masculinidad, sobre
la necesidad de estimular a los varones para que hablen de sus sufri-
mientos (Connell, 2003; Seidler, 2000). En nuestra cultura se acepta que
las mujeres se quejen, pero se rechaza que lo hagan los hombres. Por
eso guardan silencio sobre sus excesivas cargas de trabajo; no protestan
sobre el peligro de ciertos trabajos (¡son muy machos!); y callan el dolor
que les causa no criar a sus hijos o descuidar su vida familiar. Ese silen-
cio tiene que ver con que, para un hombre, expresar sufrimientos pro-
duce una especie de desautorización simbólica de su persona (Dejours,

542
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

2006). Si para todas las personas los sentimientos no son fáciles de po-
ner en palabras, para los varones es aún más difícil, pues menoscaban
su imagen de masculinidad. Y precisamente las dificultades que tienen
los varones para expresar sus experiencias de privación, dolor o explota-
ción –frecuentemente negadas o vividas con vergüenza– provienen de la
violencia simbólica del mandato de la masculinidad.
Algunos gobiernos socialdemócratas han comenzado a orientar pau-
latinamente el poder del Estado para estimular a los hombres a ocupar-
se, en mayor medida, de las actividades de cuidado (Sevenhuijsen, 1998;
Einarsdóttur, 2012). Para los varones, la decisión de ocuparse activa-
mente del cuidado y no únicamente a través de la provisión, plantea no
solo un desafío a su masculinidad, sino que además incide en su desem-
peño laboral remunerado. La incompatibilidad que existe entre el em-
pleo masculino y la dedicación activa a las tareas de cuidado configura
una de las razones por las que los hombres no suelen aprovechar en su
totalidad las posibilidades de disminuir las contradicciones que viven
entre su desempeño laboral y el cuidado familiar (Einarsdóttur, 2012).
Ante la lentitud de las transformaciones en las conductas masculi-
nas, esos gobiernos han comenzado por otorgar a los varones ciertas
compensaciones en forma de prestaciones laborales, con el fin de incen-
tivarlos para que asuman más responsabilidades de cuidado (Kershaw,
2006). Ampliar el tiempo de los permisos paternos a varios meses es una
política de acción afirmativa, dirigida a equilibrar el valor de las muje-
res en el trabajo asalariado mediante una mayor inclusión masculina en
el ámbito doméstico (Einarsdóttur, 2012). Sin embargo, entre las difi-
cultades para modificar la conducta masculina destaca la resistencia de
muchas mujeres que prefieren ser ellas quienes se ocupen del cuidado.
Como todas las acciones, actitudes y decisiones de los seres humanos es-
tán inextricablemente entretejidas con lo cultural y lo psíquico, no debe
extrañar que una mayoría de mujeres “elija” cuidar a su criatura por en-
cima de otras opciones. Y aunque las mujeres crean que dicha elección
es una decisión “libre”, los mandatos de género inscritos en su subjetivi-
dad la favorecen y/o determinan.
Existe una clara relación entre las decisiones personales y las nor-
mas del entorno cultural. En ese sentido, la “disposición” femenina para

543
Marta Lamas

realizar este “trabajo de amor” suele potenciar su desigualdad salarial,


pues quien se hace cargo del cuidado de una persona reduce su dispo-
nibilidad en el trabajo remunerado, y paga el costo de tener menos pro-
mociones y un salario más bajo. Y dado que el cuidado infantil se estima
una tarea que emana del “instinto maternal”, por lo tanto se piensa que
las mujeres lo llevan a cabo “naturalmente”. Desde hace años se ha ido
desmontando la creencia en un “instinto materno”, tanto desde el psicoa-
nálisis (Langer, 1983) como desde la documentación histórica (Badinter,
1981) y la sociología (Ferro, 1991). Por eso, hoy se considera que el “ins-
tinto materno” de las mujeres es una disposición femenina estimulada
culturalmente que ha conducido históricamente a la desigualdad de las
mujeres. Las cuidadoras primarias en la familia suelen trabajar gratis y
las cuidadoras en centros especiales están mal pagadas. Esta idea de la
mejor disposición de las mujeres a realizar un trabajo emocional sigue
vigente (Hochschild, 1983; Folbre, 2001). Además, esta situación alimen-
ta un círculo vicioso, pues el salario más bajo de la mujer o su carencia de
ingreso suele impulsar a su pareja a incrementar sus horas de empleo.
Y dicho círculo vicioso no solo atrapa a las mujeres sino que también
atrapa a los varones.
Según Nancy Fraser (1997) el desafío de la igualdad no puede enfren-
tarse eficazmente si no se consigue que el ciclo de vida de los hombres
se vuelva más “femenino”, o sea, que incluya las labores domésticas y
de cuidado. Por eso propone avanzar hacia un modelo universal de su-
ministro de cuidados que obligaría a los hombres a imitar a la mayo-
ría de las mujeres contemporáneas que llevan a cabo buena parte del
cuidado primario y, además, asumen otras obligaciones laborales y
realizan actividades ciudadanas. Para Fraser, este modelo liberaría a la
ciudadanía de su raigambre androcéntrica, pues no solo podría abatir
el elevado riesgo de precariedad vinculado a la dedicación al cuidado,
sino que también impulsaría una política pública adecuada de cuidados
especializados. No hay que limitarse a considerar la provisión de cuida-
dos infantiles –tan vital para la sociedad– como una actividad opcional
que puede dejarse en manos de quien sea. Es preciso que las personas
que se hagan cargo de cuidar estén capacitadas adecuadamente. Esto es
especialmente importante con relación al cuidado infantil. Son pocas

544
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

las niñeras que tienen conocimientos sobre las necesidades de las cria-
turas para que se desarrollen bien, cognitiva y subjetivamente (Leira y
Saraceno, 2012). Por la importancia sustantiva que tiene el desarrollo
intelectual y humano de las criaturas, Ana Sojo (2014) ha formulado una
importante reflexión sobre la necesidad de contar con personas capaci-
tadas en la atención infantil. La idea de que “ser mujer” da “naturalmen-
te” ese conocimiento es parte de la mistificación cultural, y deriva en un
resultado desastroso para el proceso de desarrollo infantil.
La división “sexual” del trabajo entre las mujeres cuidadoras y los
hombres proveedores afecta tanto a quienes se dedican al cuidado como
a quienes no pueden realizarlo. El círculo vicioso obstaculiza el desarro-
llo personal, profesional y político de unas y de otros, y para romperlo
hay que desarrollar acciones afirmativas pertinentes para los varones
igual que para las mujeres. Ahora bien, no es fácil aquilatar la mane-
ra y la medida en que los arreglos laborales asimétricos son opresivos,
cuando el discurso social los considera “complementarios”. De ahí surge
el apremio de examinar aquello que subyace bajo la supuesta “comple-
mentariedad” y de analizar la forma en que se lleva a cabo –equitativa o
inequitativamente– en las vidas cotidianas de las personas.
Hace más de dos décadas, la reflexión académico-política ya plantea-
ba al trabajo de cuidado en términos de una expresión ética de la solida-
ridad humana. Quienes analizan las consecuencias de que los hombres
no se responsabilicen de este tipo de trabajo, enfatizan el incremento de
la dependencia económica de las mujeres, y alegan que el cuidado debe
ser una obligación de toda la ciudadanía (Tronto, 1993; Fraser, 1997; Knijn
y Kremer, 1997; Sevenhuijsen, 1998). Más recientemente, otros analistas
han avivado el debate sobre el cuidado al enfocarlo como una obliga-
ción cívica; y, con la expresión ciudadanía incluyente, sostienen que las
tareas de cuidado deberían constituir un deber ciudadano obligatorio
para todas las personas adultas (Lister, 2000b; Kershaw, 2006; Pautassi
y Zibecchi, 2013; Sojo, 2014). Lo que la dimensión incluyente de dicha
propuesta implica, es que los derechos y obligaciones de toda la ciuda-
danía deben ser igualitarios, por lo que una de sus prioridades reside
en lograr el suministro de cuidados por parte de los hombres (Kershaw,
2006). Esto supone una gran transformación cultural y requiere de un

545
Marta Lamas

conjunto de medidas capaces de transformar los habitus masculinos re-


lacionados con el suministro de cuidados (Einarsdóttur, 2012). Para ello
es imperativo echar a andar sólidas reformas en diversos campos de la
política pública, incluidos el tratamiento fiscal del cuidado y la promul-
gación de una ley de dependencia para proteger no solo a las criaturas
y las personas ancianas, sino también a las personas adultas enfer-
mas o con una discapacidad y que no tienen familiares que los cuiden.
También es necesario reformular las normas que regulan las jornadas
laborales de tiempo completo, tomando en cuenta las necesidades de
cuidado. Además, la propuesta de la ciudadanía incluyente tiene un ele-
mento novedoso: en caso de que los hombres eludan sus responsabilida-
des en la provisión de cuidados, entonces pierden su ciudadanía plena
(Kershaw, 2006). Tal propuesta parte de conceptualizar al cuidado como
una exigencia ética vinculante que todas las personas deben asumir, por
lo que el suministro de cuidados se considera una obligación ciudadana
cuyo incumplimiento implica la imposición de sanciones.
Diversos gobiernos han debatido sobre los mecanismos para diseñar
una intervención sostenida y de largo plazo, con acciones afirmativas
dirigidas a los varones. Kershaw (2006) resume las tres reformas princi-
pales que se han planteado:

Reforma 1: Hacer que el cuidado sea redituable para los varones. Lo


cual se logra con incrementos en sus prestaciones laborales; reduc-
ción del tiempo de jubilación; aumento en el monto de la jubilación;
bonos extras.
Reforma 2: Otorgar un amplio permiso no transferible de cuida-
dos (paternos o filiales), desde la lógica de “Úselo o piérdalo”. Si un
padre de familia no utiliza el permiso, no puede transferírselo a la
madre, y se deduce de sus prestaciones totales.
Reforma 3: Una política simbólica. Cualquier estrategia para lograr
que los varones suministren cuidados debe ir acompañada de una
política cultural dirigida a reformular el significado simbólico de
la masculinidad a través de promover representaciones sociales
(películas, anuncios, programas) que vinculen de manera positiva
masculinidad y cuidado.

546
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

La propuesta de ciudadanía incluyente que impone formalmente a to-


das las personas en capacidad de cuidar (adultas, sin enfermedades, ni
discapacidades) la obligación de participar en las labores de cuidado,
coincide con el objetivo del cuidado equitativo en el modelo universal
de suministro de cuidados de Nancy Fraser (1997). La diferencia radica
en que la autora plantea estimular (simbólica y económicamente) a los
hombres para que su comportamiento asemeje al de la mayoría de las
mujeres, mientras que la propuesta de la ciudadanía incluyente estable-
ce como castigo la pérdida de ciudadanía si eluden ese trabajo.
Al revisar la amplia gama de incentivos culturales, políticos y econó-
micos que incitan a los hombres a comportarse de manera no óptima,
desde el punto de vista social, por realizar una cantidad mucho menor
de actividades de cuidado de las que tendrían que asumir si hubiera
equidad con las mujeres (Fraser, 2000), resulta evidente que esta situa-
ción socava la igualdad de oportunidades y reproduce el modelo de la re-
partición del trabajo que coloca a muchas mujeres en situación de inse-
guridad económica y a muchos varones en situación de sobrexplotación
y peligro. Los usos y costumbres que llevan a la mitad de la población a
vivir a expensas del trabajo femenino de provisión de cuidados, provo-
can un riesgo ético significativamente alto (Tronto, 1993; Sevenhuijsen,
1998; Kershaw, 2006).
La nueva política que el Estado debería desarrollar, plantea que la
provisión de cuidados es una responsabilidad social muy importante,
por lo que en una sociedad democrática –con aspiraciones igualitarias–
los hombres deben renunciar a sus privilegios patriarcales participando
equitativamente en el desempeño de las tareas de cuidado, y las mujeres
haciéndose más cargo del gobierno y la defensa. De eso trata justamente
la verdadera paridad, no solo de una cuota del 50% de mujeres en las ins-
tancias del poder político sino de una repartición más equitativa –entre
mujeres y hombres– de todas las labores, incluyendo las implícitamente
“domésticas”. Este tipo de paridad requiere de educación en la igualdad,
con aprendizaje de la coeducación y equidad de oportunidades edu-
cativas, porque si en las aulas no se educa en la igualdad, repercutirá
en la reproducción de la desigualdad en la repartición de los trabajos.
También es imprescindible un desplazamiento de los varones al ámbito

547
Marta Lamas

doméstico. Sin paridad en la educación y en las tareas domésticas, no


habrá verdadera paridad en la política (Scott, 2005). La conjunción de
la paridad política, la paridad doméstica y la paridad educativa confi-
gura una palanca eficaz movilizar a la sociedad hacia la construcción de
un orden social más igualitario y alcanzar una verdadera conciliación
trabajo-familia.
El actual régimen laboral –con su división sexual del trabajo– conser-
va una serie de presunciones culturales que han sido codificadas como
normas con relación a la estructura familiar, a los papeles sociales de
género y a la distribución del trabajo y los recursos, dentro y fuera de
la familia. Dichas presunciones “naturalizan” un conjunto de prácticas
sociales que son injustas para las mujeres y para los hombres. Para refor-
mular esas prácticas es necesario transformar los mandatos culturales;
y eso implica, antes que nada, que las propias personas los vean como
construcciones sociales y deseen su transformación. Esto se dificulta
cuando se sigue pensando que para las mujeres es “natural” la función
social de cuidar pues se desprende de su fisiología procreativa.
La “biologización” invisibiliza el hecho de que, a lo largo del tiempo,
se han venido reformulando muchas de las tareas “propias” de mujeres
o de hombres; que las estructuras familiares han ido cambiando; los
roles de género se han ido transformando; y los métodos anticoncep-
tivos, junto con las técnicas de reproducción asistida, han introduci-
do un deslinde entre la sexuación y el género, entre la biología y las
identidades sociales. No obstante, en la práctica, la división sexual del
trabajo ha cambiado de muchas maneras pues hace tiempo que hay
mujeres que gobiernan y varones que cuidan, todavía la representa-
ción del cuidado como una tarea “naturalmente” femenina se sostie-
ne en el imaginario social. Por eso, aunque varias prácticas laborales
han sido transformadas, todavía permanece una simbolización muy
desigual del trabajo de cuidado. Y como desde el Estado no se visuali-
za la configuración problemática de esta desigual división del trabajo
como un problema público, no se abordan las condiciones que refuer-
zan la pauta de incentivos de género que induce a los hombres a evadir
el trabajo de cuidado y que lleva a las mujeres a depositar una energía
extraordinaria en él.

548
División del trabajo, igualdad de género y calidad de vida

El objetivo de conseguir que los hombres compartan equitativamen-


te el cuidado, desafía los mandatos de género, que son simultáneamente
producto y garantía de preservación del sistema patriarcal. Este objeti-
vo contraviene varios elementos del orden simbólico de género, no solo
respecto a la posición de los hombres en la organización de la economía,
sino también por cuanto se refiere a las prescripciones culturales sobre
que las mujeres “naturalmente” cuidan mejor.
Kevin Olson (2002) plantea que un Estado que impulse políticas so-
cialmente más responsables y equitativas respecto del cuidado contri-
buiría a quebrar el círculo vicioso entre las supuestas “decisiones” indi-
viduales y las prescripciones patriarcales. Olson desarrolla su análisis
siguiendo el rumbo que traza Amartya Sen (1996) al hablar de “capa-
cidades”, y propone el concepto de “agencia cultural” que “consiste en
las habilidades críticas, cognitivas y discursivas (de una persona) para
actuar como agente en la definición de los términos con los cuales ella
se comprende a sí misma y a su sociedad” (2002, p. 396). La “agencia
cultural” es, pues, un concepto que nombra la capacidad de las personas
para participar y transformar a su sociedad. Para que el Estado haga re-
formas estratégicas es indispensable que la sociedad se movilice; pero la
sociedad no cambia por decreto (Crozier, 1984). La sociedad se constitu-
ye con los significados y valores de quienes viven en ella, y solo cambia
mediante la transformación de esos significados y valores. Erosionar el
vínculo entre las reglas sociales (los mandatos de género) y las prácticas
es el tipo de intervención que Nancy Fraser propone. Se trata de una
tarea difícil y compleja, que probablemente tome mucho tiempo y que
requiere avanzar con algunas reformas sociales.
Durante mucho tiempo Carlos Monsiváis insistió en que no habría
transformación política sin una transformación cultural. Por su lado
Bourdieu (1997) señaló que lo que realmente transforma la cultura son
las intervenciones simbólicas. Las imágenes y representaciones del en-
torno suscitan poderosos efectos simbólicos sobre las creencias y accio-
nes de los seres humanos. Algunas simbolizaciones están inscritas en
las normas de las instituciones, y transformar esas normas adelantaría
el cambio. Pero, para cambiar los habitus hay que cambiar los hábitos; y
para cambiar los hábitos hay que cambiar las representaciones sobre “lo

549
Marta Lamas

propio” de las mujeres y de los hombres. Y con la producción de nuevas


representaciones, muchas cuestiones laborales podrían simbolizarse de
otra manera. De ahí la importancia crucial de realizar intervenciones
simbólicas. Bourdieu explica que una intervención simbólica consiste
en una ruptura con los sistemas de conceptualización y clasificación
(1997). Cambiar la conceptualización relativa a la repartición del trabajo,
entonces, requiere una transformación de los mandatos de la masculini-
dad y la feminidad. Y una repartición distinta, más equitativa, de los tra-
bajos humanos conllevaría posibilidades de justicia hasta ese momento
insospechadas en el entramado complejo de las relaciones humanas.

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Investigar el comercio sexual*

En todas las sociedades y en todas las épocas han existido personas que
intercambian sexo por favores o bienes de distinta índole. El vínculo
entre sexualidad, política y economía ha sido registrado en historias y
relatos, y a partir del siglo XIX, ha producido investigaciones de distinto
tipo.1 A lo largo del siglo XX, el individualismo y el consumismo (com-
ponentes centrales de la cultura del capitalismo) han ido conforman-
do prácticas relacionales centradas en diversos intercambios sexuales
(Giddens, 1995; Beck y Beck-Gernsheim, 2001; Plummer, 2003). Además,
en la academia, Foucault, el postestructuralismo, la teoría feminista y
Lacan han dado impulso a una perspectiva antiesencialista la cual sos-
tiene que las conductas e intercambios sexuales no son “naturales”, sino
que históricamente han sido construidos, y que cada cultura les atribuye
cierto significado. Más aún, al visualizar los varios arreglos que existen

* Extraído de Lamas, Marta (2021). Investigar el comercio sexual. En Karine Tinat y Carlos Laverde
(eds.), Más allá del rescate de víctimas. Trabajo sexual y dispositivos antitrata (pp. 47-92). México: COLMEX.
Agradezco la lectura crítica de Luz Jiménez Portilla, Carlos Laverde y Claudia Torres, quienes aportaron
al texto y lo mejoraron. Obvio que cualquier error o imprecisión es mi responsabilidad.
1. El proceso de investigar “científicamente” sobre la “prostitución” inició vinculado a los intensos movi-
mientos intelectuales y políticos de mediados del siglo XIX, unos dirigidos a eliminar el vicio, el delito y la
enfermedad mental en las poblaciones europeas, y otros interesados en comprender la mente humana. De
ahí que tanto la criminología como la psiquiatría fueran las disciplinas más interesadas inicialmente en
el estudio de la conducta sexual humana. La perspectiva decimonómica se encuentra en la monumental
historia de William Sanger (1897), reimpresa en 2002. Un panorama histórico está en Bullough y Bullough
(1987). Para una mirada al siglo XIX véase Baker-Benfield (1976), Walkowitz (1980), Guy (1991) y Rago (1991).
Para México véanse Núñez (1996 y 2003), Bailón (2016), Speckman y Bailón (2016), y Bliss (2001).

555
Marta Lamas

en la diversidad de culturas para llevar a cabo distintas formas de inter-


cambio sexual se comprueba lo que expresa nítidamente la antropóloga
Gayle Rubin: “los actos sexuales están cargados con un exceso de signi-
ficación” (1984, p. 285).
A grandes rasgos, se puede decir que los intercambios sexuales entre
los seres humanos se dividen en dos grupos: los intercambios instru-
mentales (“tengo sexo contigo para conseguir algo”) y los intercambios
expresivos (“tengo sexo contigo porque te deseo”). El comercio sexual es
uno de los arreglos más antiguos y más difundidos de intercambio ins-
trumental y, en la actualidad, está tomando formas inéditas a la vez que
persiste el modelo más tradicional de relación carnal entre un hombre
y una mujer.2 “Prostitución”y trabajo sexual nombran el intercambio de
sexo por dinero.3 El matiz entre ambos términos es de orden simbóli-
co y político: “prostitución” tiene una carga peyorativa, y estigmatiza a
quien vende, pero no a quien compra. En cambio, comercio sexual remi-
te a ambas partes del intercambio, y en ese sentido, es más equitativo.
Quienes intercambian servicios sexuales por dinero y lo asumen como
trabajo suelen reclamar derechos laborales e incluso llegan a organizar-
se sindicalmente para mejorar sus condiciones de trabajo y en defen-
sa de sus intereses.4 Hablar de trabajo sexual conlleva implícitamente
el reconocimiento de que es una actividad similar a la de otras formas
de trabajo: a veces se elige porque está bien retribuída, a veces se lleva
a cabo por una coacción económica, a veces el contexto es desagrada-
ble, incluso peligroso, y a veces llega a ser amable o anodino. Pero, sobre
todo, es un intercambio instrumental que se puede rechazar. Al trabajo
sexual se puede entrar y salir dependiendo de varios factores, tal como
ocurre con otro tipo de trabajos, a diferencia de la “prostitución forza-
da”, equiparable a la trata.

2. Es claro que siempre han existido intercambios homosexuales, y también entre más de dos personas.
Sin embargo, en estas páginas al hablar de “prostitución” me refiero básicamente al intercambio de una
pareja heterosexual.
3. Rechazo utilizar el término “prostitución” por unilateral y por su connotación negativa, así que lo
pondré en comillas a lo largo del texto.
4. Un recuento del movimiento internacional por la sindicalización y la creación de un sindicato mun-
dial (International Union of Sex Workers [IUSW]) se encuentra en Lopes (2011).

556
Investigar el comercio sexual

Con el término “trata” se define un delito que consiste en la captación,


el traslado y la retención de una persona, recurriendo al engaño, al abuso
de poder u otras formas de coacción como el uso de la fuerza, las ame-
nazas, las deudas o incluso el encierro, sin que tenga la posibilidad de
salirse del espacio donde ha sido puesta a trabajar. En México se usan
indistintamente trata y explotación sexual, que no son lo mismo. La di-
ferencia entre ambas es que el beneficio económico caracteriza la explo-
tación sexual mientras que lo central de la trata es que dicho beneficio se
logra mediante el engaño, la coerción, la amenaza y la subordinación. La
“prostitución” forzada es una variante de la trata, y se usa como sinóni-
mo. La explotación de la “prostitución” y el lenocinio son lo mismo, y son
distintos e independientes del delito de trata. Con el delito de lenocinio
o de explotación de la “prostitución” se castiga a las terceras personas,
llamadas lenones o proxenetas (padrotes y madrotas) que se benefician del
trabajo de quien otorga el servicio sexual. Llega a ocurrir que personas
que eligen, de manera voluntaria, ejercer la “prostitución” soliciten la
participación de una tercera persona, que las acompaña y protege; y estas
personas son consideradas lenones (o sea, delincuentes), aunque la rela-
ción sea consentida.5 O sea, el lenocinio y la explotación sexual existen sin
que implique la violencia de la trata sino solamente el aprovechamiento
económico. El concepto “tráfico”, que originalmente se refería a cruzar,
con su consentimiento pero de manera ilegal, a los migrantes, ahora tam-
bién se utiliza como sinónimo de trata; sin embargo, así como existe la
trata con otros fines de explotación laboral que no implican intercambios
sexuales, igual hay tráfico sin el objetivo de la explotación sexual.
Ahora bien, hoy en día, cuando el comercio sexual se ha convertido tan-
to en una industria transnacional como en una disputa político-ideológi-
ca mundial, ¿cómo se investigan las variaciones y múltiples aspectos que
tiene? Existe una abundante literatura académica publicada y en estas
páginas solo pretendo esbozar respuestas iniciales y generales a tres pre-
guntas: 1) ¿por qué investigar?; 2) ¿cómo investigar? y 3) ¿qué investigar?

5. Esto introduce la problemática de la legalidad de ciertas formas de organización del comercio sexual,
donde varixs trabajdorxs sexuales reivindican la posibilidad de trabajar acompañadas de una tercera
persona ubicada en otra habitación, por cuestiones de seguridad básicamente, o para que administre las
citas y los cobros, y exigen que esta no sea considerada lenona. Véase Lamas (2018).

557
Marta Lamas

¿Por qué investigar el comercio sexual?

El estudio de los seres humanos implica analizar todas sus conductas, y


la sexual es fundamental. En relación a la sexualidad humana resulta cru-
cial la aportación de la teoría psicoanalítica, y la referencia imprescindible
sigue siendo Freud. Desde 1930 el padre del psicoanálisis planteó que el
deseo humano no tiene más límite que el que la cultura logra imponerle,
y que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la frus-
tración que la sociedad le inflige en aras de sus ideales culturales. En esta
represión de la sexualidad radica la neurosis moderna generalizada, que
él calificó como “el malestar en la cultura” (Freud, 1983d). Sin embargo,
además de que su pensamiento estimula una reflexión crítica sobre la se-
xualidad humana, Freud aborda directamente la “prostitución” en tres en-
sayos incluidos en el capítulo denominado “Aportaciones a la psicología de
la vida erótica” (en la traducción de López Ballesteros) o “Contribuciones a
la psicología del amor” (en la traducción de Etcheverry).6
Luego de Freud, varios psicoanalistas han explorado la relación que
posiciona a quien vende y a quien compra como cómplices o como con-
trarios. Los interrogantes que se exploran son del tipo: ¿qué se busca real-
mente?, ¿quién tiene el control?, ¿cuál es la fantasía que se está actuando?
y ¿qué se está evadiendo? En el fenómeno del comercio sexual se establece
una dinámica psíquica y de ahí resulta entendible que haya un sentido
“invisible” en la transacción: la demanda inconsciente. Tradicionalmente
la “prostitución” se ha visto como un fenómeno en el que se satisfacen ne-
cesidades económicas de las mujeres y fisiológicas de los hombres. Pero
Estela Welldon (1993), quien trabajó un conjunto de casos clínicos de
“prostitutas” y clientes, planteó que se suele dar una relación simbiótica
entre las necesidades de la “prostituta” y las del cliente. Esto tiene que ver
con lo que Freud señaló: que los encuentros eróticos no solo se dan entre

6. Freud señala que hay una elección masculina que se singulariza por una serie de condiciones, cuya
conjunción no se entiende a simple vista, pero que el psicoanálisis puede esclarecer, y que denomina
como la del “amor por las mujeres fáciles.” Freud devela el “nexo inconsciente” de la oposición entre la
madre y la mujer fácil, indicando que en lo inconsciente a menudo coincide en una misma cosa lo que en
la conciencia se presenta escindido en dos opuestos. Los tres ensayos son 1) “Sobre un tipo particular de
elección de objeto en el hombre” (1910); 2) “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”
(1912) y 3) “El tabú de la virginidad” (1917) (Freud, 1983a; 1983b; 1983c).

558
Investigar el comercio sexual

cuerpos sexuados sino en seres con un inconsciente. Por ello, en la psique


individual se recrean formas diversas de recepción de las prescripciones
culturales: aceptación, resistencia, transgresión.
Esta psicoanalista subraya, siguiendo a Freud, que tanto hombres
como mujeres que entran al comercio sexual tienen cuestiones incons-
cientes que no pueden formular con claridad. Según Welldon, la tran-
sacción monetaria afecta las fantasías de ambos sujetos en relación con
el poder y, en muchísimos casos, entre la “prostituta” y el cliente está
en juego de manera inconsciente quién tiene el control. A muchas per-
sonas les parece que la prostituta lleva “la voz cantante”, pues el trato
inicial lo fija ella, al indicar el precio de la transacción: “yo cobro tanto”;
sin embargo, el hombre, al pagar, siente que él manda. Esta autora tie-
ne razón al decir que lo que aparenta ser un mero contrato económi-
co cubre necesidades emocionales de ambas partes, que son, al mismo
tiempo, opuestas y cómplices.7 Esta mirada psicoanalítica difiere de la
de ciertos psicólogos que postulan interpretaciones esquemáticas, como
la del mutuo desprecio entre la “prostituta” y el cliente, pues encuentra
que con frecuencia existen relaciones de apoyo y amistad entre ambas
partes.8 Algunas reflexiones sobre “la psicología del comercio sexual”
resultan reductivas, puesto que no registran la variedad de formas de
trabajar como puta, las distintas maneras de ser cliente y las formas de
solidaridad y afecto que también surgen en esas relaciones.9
Mientras al psicoanálisis le intriga la elección de objeto erótico, y se
propone comprender qué constituye el lazo sexual entre las personas,
es decir, averiguar en cada caso quién pide qué y quién ofrece qué, las
ciencias sociales se han interesado en estudiar las expresiones sociales

7. Muchos clientes en los casos clínicos de Welldon descubrieron que la necesidad de pagar tenía que ver
con la exigencia psíquica de no sentirse engullidos o controlados. Al pagar se sentían seguros, en control
de la situación. La interpretación de esta psicoanalista es que esos hombres no habían consolidado su yo
básico, por lo que la intimidad de una relación sexual les resultaba amenazante.
8. Welldon cita a investigadores como Rolph (1955) y Gibbens (1957) y a psicoanalistas como Aulagnier
(1966) y Granoff y Perrier (1980).
9. En el libro clásico sobre prostitución y proxenetismo de Mancini (1963), abogado de la Corte de Apela-
ciones en Francia, hay varios ejemplos de las interpretaciones comunes sobre la psicología de las trabaja-
doras sexuales. La revisión de Vanwesenbeeck (2001) también tiene referencias a este tipo de investiga-
ción. Para México el ejemplo paradigmático son las tesis de la carrera de psicología.

559
Marta Lamas

de la sexualidad humana. Un aporte sustantivo se dio en la década de


1920, cuando la Escuela de Sociología de Chicago centró su enfoque de
investigación de la sexualidad en el contexto social, en especial, en lo
que consideró que provocaba las conductas sexuales desviadas (donde
inscribió a la “prostitución”, que todavía sigue siendo ilegal en Estados
Unidos, a excepción del estado de Nevada). Durante la gestión de Robert
Park, el departamento de sociología de Chicago creó la subdisciplina de
Sociología urbana y comenzó a concebir la ciudad como una especie de
laboratorio social, el cual había que investigar. Así, los sociólogos hicie-
ron trabajo de campo para estudiar los intercambios y expresiones sexua-
les en el espacio urbano (a los investigadores los calificaron de voyeurs)
y empezaron a analizar las prácticas sexuales como construcciones so-
ciales y culturales (Sumner, 1983). Desde entonces la investigación del
comercio sexual en el campo de las ciencias sociales ha estado vinculada
a problemas políticos y sociales: discriminación, explotación, delincuen-
cia, y, más recientemente, epidemia de VIH, gentrificación y trata.10
La década de 1970 se caracterizó por sus momentos de gran inquie-
tud sobre la conducta sexual, y fueron las feministas con su activismo las
que pusieron a debate público ciertos aspectos de la doble moral sexual.
Un tema candente fue el de la “prostitución”, pues mientras unas femi-
nistas la consideraron una objetivización sexual “deshumanizante y de-
gradante” (Millet, 1973, p. 13), otras apoyaron a las trabajadoras sexuales
que reivindicaban su oficio.11 Estas profundas diferencias político-ideo-
lógicas en relación a la conceptualización de la llamada “prostitución”
fueron –y siguen siendo– parte de las “guerras en torno a la sexualidad”
(Sex Wars), un rancio enfrentamiento feminista que hasta la fecha tiene
influencia teórica y política mundial (Lamas, 2016). Esta disputa impul-
só mucha investigación, y el material empírico que registró la agencia de
las trabajadoras sexuales ofreció una sólida base para hacer una crítica
al victimismo con el cual se las suele representar.

10. Hay buena investigación sobre el efecto de “limpieza social” hacia lxs trabajadorxs sexuales en algu-
nos procesos de gentrificación. Véase Smith (2002); Hubbard y Sanders (2003); Hubbard (2004).
11. A mitad de esa década las trabajadoras sexuales protestaron públicamente y empezaron a publicarse
libros de corte testimonial, donde reivindicaron el trabajo sexual como trabajo. Véase Jaget (1977), Dela-
coste y Alexander (1987), Bell (1987), y Pheterson 1989.

560
Investigar el comercio sexual

Sin embargo, pese a que académicas feministas alentaron líneas de


investigación en ambas direcciones de la polémica, un detonador sus-
tantivo del giro que tomó mucha de la investigación sobre comercio se-
xual fue el descubrimiento en la década de 1980 del VIH-sida como una
enfermedad de transmisión sexual (Zalduondo, 1991). La epidemia ge-
neró gran atención política y académica sobre lxs trabajadorxs sexuales,
y las investigaciones exploraron aspectos de la compraventa de sexo, no
solo desde una perspectiva epidemiológica, sino también desde una de
derechos humanos (Gruskin, Williams y Ferguson, 2014).
Vanwesenbeeck (2001), en su revisión crítica de la investigación cien-
tífica sobre el trabajo sexual publicada en la década 1990-2000, identifica
cinco grandes campos: 1) investigación relacionada al VIH (prevalencia,
factores en uso de condón, evaluación de programas de prevención); 2)
el contexto y las motivaciones de lxs trabajadorxs sexuales (victimización
temprana, motivos económicos, factores asociados); 3) Cuestiones labo-
rales (rutinas de trabajo, riesgos y tensiones, manejo de la identidad); 4)
Investigación de los clientes, y 5) Asuntos relativos al status social y legal.
Sin embargo, su enfoque no registró, con la claridad que lo hará años des-
pués Didier Fassin (2016), que la lógica que guía la mayoría de las inves-
tigaciones es la de “la razón humanitaria”. Con ese término Fassin anali-
za cómo ciertos sentimientos morales han penetrado en la vida pública,
impulsando lo que él caracteriza como “una literatura científica compa-
sional”, que consiste en “un corpus de trabajos sobre el sufrimiento, los
traumas, el malestar, la miseria, la exclusión…” (2016, p. 16).
A finales del siglo XX, millones de mujeres buscan a las redes organiza-
das de tráfico de personas para salir de sus países y encontrar mejores con-
diciones de vida, y la investigación del fenómeno migratorio va a poner en
evidencia la frecuencia con la que las migrantes recurren al trabajo sexual
(Agustín, 2007a; Piscitelli, 2009; Cheng, 2010; Day, 2010; Kempadoo, 2012;
Chang, 2013). Desde la lógica “humanitaria” habrá más interés por las for-
mas de engaño y confinamiento de las mujeres pobres que migran y que son
víctimas de organizaciones criminales, que por las historias de éxito.12 Este

12. Ya antes la antropóloga Laura Agustín había publicado una reflexión crítica sobre los migrantes,
privilegiándolos como protagonistas valientes.

561
Marta Lamas

fenómeno va a orientar la investigación sobre mercados sexuales hacia el es-


tudio de la trata de personas como un tema central. Desde entonces, aunque
la definición de “trata de personas” en el Protocolo de Palermo (ONU, 2000)
dirigido a controlar el tráfico de personas, armas y droga incluye el trabajo
en la maquila, el doméstico y el del campo, los casos que movilizan más in-
vestigación y recursos son los vinculados al trabajo sexual.13 Las migrantes
que recurren al trabajo sexual como forma de manutención generan gran
escándalo y muchas son catalogadas como víctimas de trata. Que gran parte
de la investigación se oriente con tal perspectiva pone en evidencia lo que ya
señaló Ronald Weitzer: en ninguna otra área de las ciencias sociales la ideo-
logía ha contaminado de forma tan penetrante como en los escritos sobre
la industria sexual, donde con frecuencia se suspende el canon de la inves-
tigación científica y la investigación se sesga deliberadamente para servir a
una determinada agenda política (2005, p. 934). Sin embargo, investigacio-
nes rigurosas dan evidencia empírica sobre que el fenómeno de la migración
para dedicarse al trabajo sexual es diverso y complejo, y que en las diversas
trayectorias migratorias hay distintas experiencias de trabajo que pueden
implicar mucha coerción o explotación, o buena información e intencionali-
dad consciente de parte de la migrante (Kapur 2005; Agustín, 2007a; Cheng,
2010; Salazar, 2011; Kempadoo, 2012; Chang, 2013).
Así, en el siglo XXI, la mayoría de las razones por las cuales se investiga el
comercio sexual tienen un subtexto de tensiones ideológicas y políticas. En
especial, lo que Fassin califica de “razón humanitaria” atraviesa las iniciati-
vas políticas que buscan datos empíricos para fundamentar las decisiones
de política pública. Quienes pretenden erradicar el comercio sexual investi-
gan lo que consideran una violencia brutal hacia las mujeres, y argumentan
que el comercio sexual está relacionado con el crimen internacional y afecta
la moral pública, además de que está avanzando sobre espacios urbanos.14

13. La definición de “trata” en el Protocolo implica tres cuestiones: 1) conductas (captación, transporte,
traslado, acogida o recepción de la persona); 2) medios (amenaza, uso de la fuerza, engaño); y 3) fines
(explotación) (ONU, 2000).
14. Según una de las ideólogas más destacadas de esa postura, Catharine MacKinnon, “las mujeres son pros-
tituidas precisamente para ser degradadas y sometidas a un tratamiento cruel y brutal sin límites humanos;
eso es lo que se intercambia cuando las mujeres son vendidas y compradas para tener sexo” (1993, p. 13). Ella
equipara la “prostitución” con una “violación repetida” (repeated rape) y afirma: “Ninguna institución social la
excede (a la “prostitución”) en violencia física” (1993, p. 25). En Lamas (2016) analizo con más detalle esta postura.

562
Investigar el comercio sexual

Pero del otro lado, el auge de los derechos humanos ha alentado a lxs tra-
bajadorxs sexuales a reclamar derechos laborales; sus demandas impulsan
investigaciones dirigidas a mostrar que este es el oficio con el que logran un
mayor ingreso, que el trabajo sexual puede ser una elección y que su diver-
sidad de formas no permite encasillarlo como violencia. Además, con el giro
afectivo en las ciencias sociales, muchas personas que investigan han empe-
zado a poner atención en las emociones involucradas, lo que ha ampliado la
perspectiva de análisis.15 Esto remite, otra vez, a la importancia del psiquis-
mo, y a la necesidad de conocer elementos básicos de la teoría psicoanalítica
para interpretar los fenómenos culturales, tan cargados de emociones.16

¿Cómo investigar el comercio sexual?

Aunque la disputa feminista y la campaña contra el VIH-sida intro-


dujeron desafíos epistemológicos y nuevas agendas de investigación
(Correa, Petchesky y Parker, 2008), lo que le dio otro giro al sentido de
la investigación, fueron la presión y el involucramiento de lxs activistas,
cuyo objetivo fue hacerla accesible y compartirla con las personas invo-
lucradas.17 En París, en 1990, durante la Segunda Conferencia Mundial
para Organizaciones No Gubernamenteles (ONG) y Sida, un grupo
de activistas de los derechos de lxs trabajadorxs sexuales insertxs en

15. En las ciencias sociales, el giro afectivo se aparta de la indagación tradicional sobre la naturaleza de
las emociones para explorar el efecto que estas producen en la sociedad, y aporta una perspectiva pro-
ductiva para abordar la investigación sobre las prácticas sexuales, incluyendo el comercio sexual. Véase
Ahmed (2004), Ticineto (2007), y Gregg y Seigworth (2010). En México están Calderón (2012), Besserer
(2014), Enríquez y López (2014), y Gutiérrez y Castillo (2019).
16. Así, se han desarrollado una “antropología psicoanalítica” y un “psicoanálisis antropológico”. Tres destaca-
dos antropólogos señalan que las premisas teóricas del psicoanálisis antropológico se asientan en la necesidad
de entender “el lugar de lo cultural en el psiquismo” mientras que las de la antropología psicoanalítica se inscri-
ben en “la ubicación del lugar del psiquismo, de naturaleza necesariamente individual, en la construcción de los
hechos culturales de factura colectiva por definición” (Badiou, Galinier y Juillerat, 1999, p. 12).
17. Estos tres autores hacen un mapeo del estado de la sexualidad y la política sexual, toman la aparición
de la epidemia del VIH-sida como el analizador para revisar el alcance de los derechos humanos, regis-
tran los combates en torno a la “prostitución”, y dan cuenta del dispositivo Prostitution Loyalty Oath, el
cual prohíbe que las organizaciones extranjeras que apoyan a las trabajadoras sexuales reciban fondos
de la United States Agency for International Development (USAID). Concluyen que estamos presenciando un
triste retorno del pensamiento religioso (2008, p. 36). Véase Correa, Petchesky y Parker (2008 y otros).

563
Marta Lamas

variados proyectos en torno al comercio sexual empezaron a articularse


en red alrededor del mundo. Dos años después, en Ámsterdam, durante
la Conferencia Mundial sobre Sida, se creó la Network on Sex Work Projects
(NSWP), y uno de sus objetivos fue publicar un informe anual con la
investigación que se estaba haciendo sobre el trabajo sexual. Aunque
existían ya muy buenas investigaciones, de diversas disciplinas, hasta
1998 cuando se publica Research for Sex Work no había mucho detalle o
debate sobre las exigencias éticas y metodológicas de cara a las propias
personas que realizan trabajo sexual.
La publicación de Research for Sex Work se vincula también a la
International Conference on Prostitution, que se llevó a cabo en marzo de
1997 en Los Ángeles, California, donde participaron varias redes de ac-
tivistas. Justamente en estas reuniones, tanto lxs activistas como lxs
trabajdorxs sexuales criticaron el sentido que las investigaciones tenían
para lxs propixs trabajadorxs sexuales, pues mucha de la información
obtenida era después utilizada para terminar con sus fuentes de su-
pervivencia. Por lo tanto, plantearon que era necesario elaborar ciertas
recomendaciones para que la investigación se hiciera no solo sobre lxs
trabajadorxs sexuales sino también con ellxs. Los primeros siete números
de Research for Sex Work, que aborda un tema distinto en cada ocasión,
fueron publicados por VU University Medical Centre en Holanda. Desde
entonces, Research for Sex Work debatió varios temas centrales sobre qué
supone investigar el trabajo sexual, y las implicaciones tanto metodo-
lógicas como éticas. A partir de 2004 la NSWP continuó la publicación
hasta 2016, cuando terminó el financiamiento.18 Sin embargo, el vínculo
entre investigadores y activistas persiste hasta la fecha.
En el número sobre ética en la investigación, Stephanie Wahab y Lacey
Sloan (2004) subrayan una constante: las diferencias de clase social y
capital cultural entre las investigadoras clase media y las trabajadoras

18. Los números se encuentran en el sitio de internet de NSWP y tratan sobre: 1) trabajo sexual (t.s.)
y educación entre pares (1998); 2) t. s. y servicios de salud apropiados (1999); 3) t.s. y empoderamiento
(2000); 4) t.s. y violencia (2001); 5) t.s. y migración/movilidad (2002); 6) t.s. y derechos humanos (2003);
7) t.s., ética en los servicios de salud y la investigación (2004); 8) t.s. y cumplimiento de la ley (2005); 9)
t.s. y dinero (2006). No hay publicación en 2007; 10) t.s. y derechos de lxs trabajadores sexuales (2008);
11) t.s. y placer (2009); 12) t.s. y violencia (2010); 13) t.s. y VIH (2012).; 14) t.s. como trabajo (2015) y 15) t. s.,
resistencia y resiliencia (2016). Véase http://nswp.org/research-sex-work.

564
Investigar el comercio sexual

callejeras suelen producir resultados de investigación muy proclives a


la representación de las trabajadoras como víctimas. Esto también lo
enfatiza la antropóloga Laura Agustín, quien estudia migración indocu-
mentada, y los mercados informales de trabajo, y que tiene una mirada
crítica sobre la victimización. En ese mismo número de Research for Sex
Work (2004), Agustín señala que, además de los problemas del lado de
quien investiga (en especial problemas éticos, como la insensibilidad y
el oportunismo profesional) existe el problema de las informantes. “¿Por
qué personas que son tomadas como objetos curiosos tendrían que decir
la verdad?” (2004, p. 6). Agustín va al fondo del asunto cuando se pre-
gunta por el sentido de las investigaciones. “Aunque se presenta como
un avance del conocimiento, la investigación es integral para el empleo
de otras personas, sea que laboren en el gobierno, en ONG o en las uni-
versidades” (2004, p. 6). No obstante, aunque los proyectos institucio-
nales de investigación requieren que quien investiga haga explícita su
responsabilidad ética, Agustín señala que eso no implica a las personas
investigadas, que no eligen participar, ni comparten un mismo marco
ético. De ahí la frecuencia con la cual les mienten a quienes investigan.
Agustín revisa las “historias tristes” que lxs trabajadorxs sexua-
les se inventan, y devela que con frecuencia detrás de esas “mentiras”
se encuentra la posibilidad de recibir un servicio médico, u otro tipo
de ayuda.19 Dicho de otro modo, más que “mentiras” gratuitas, se trata de
formas de autoprotección. Además, el hecho de que guarden secretos es
una forma de independencia y de control sobre el proyecto de investiga-
ción. Esta antropóloga española es muy clara: aunque no hay una receta
para evitar esos problemas, muchos de ellos pueden ser sorteados con
una conceptualización adecuada y con metodologías que sirvan para vi-
sualizar las experiencias de vida de las trabajadoras en lugar de repetir
los estereotipos conocidos. Por lo demás, coincide con varias autoras
que plantean que investigar en campo es entrar a un ambiente peligro-
so y difícil, y es necesario hacerlo con prudencia y acompañadas. Como
método, destaca el trabajo etnográfico para estudiar el comercio sexual

19. Aunque esa empezó siendo la tendencia de la investigación en México, pronto surgieron investigacio-
nes con otra perspectiva, como las de Bautista y Conde (2006) y Ponce (2008).

565
Marta Lamas

y subraya las ventajas de tener un gatekeeper (contacto que permite la en-


trada al “ambiente”), de establecer una relación de amistad con alguna
de las trabajadoras y la de permanecer largos periodos en el campo.
Frances M. Shaver (2005), socióloga canadiense, hace un detallado
análisis de los desafíos éticos y metodológicos que implica investigar el
comercio sexual, y coincide con Agustín en que con frecuencia lxs tra-
bajadorxs sexuales responden lo que el investigador quiere escuchar.
En especial le preocupa la dificultad que implica definir el tamaño y
los límites de una investigación para que una muestra sea realmente
representativa; además critica varios sesgos que se dan en las investi-
gaciones: desde la metodología de la “bola de nieve”, que se realiza con
lxs participantes más cooperadorxs, hasta la utilización de informantes
clave (como funcionarios de agencias o servicios de salud y policías), que
conocen a las personas cuando acuden a ellos en crisis, por lo que se for-
man una idea parcializada.
Lxs trabajadorxs a quienes les va bien no desean ser entrevistadxs,
y tampoco aquellxs a quienes les pesa el estigma, lxs que son ilegales
o incluso quienes valoran mucho su privacidad. Hay trabajadorxs que
aceptan la entrevista si hay remuneración económica, y eso conlleva
toda una reflexión ético-metodológica.20 Shaver destaca que obtener
representatividad implica cierta flexibilidad, para ir expandiendo la
muestra e integrando a participantes con características diferentes has-
ta llegar al punto de saturación, cuando ya no se reportan experiencias
o historias distintas. Asimismo, encuentra una persistente vinculación
entre trabajo sexual y victimización, donde prevalece la representación
de la explotación. Shaver, quien plantea que la “prostitución” se suele to-
mar como una categoría identitaria y no como una actividad económica
(2005, p. 297), desmenuza paso a paso el método que han seguido los
tres equipos de investigadores con los que ha desarrollado su indaga-
ción.21 Detalla las estrategias para entrar en el campo con cuidado para

20. En sus investigaciones, Shaver (2005) se decidió darles una cantidad simbólica de dinero a todos los
participantes: en San Francisco fue de 10 dólares y en Montreál de 20. Fue muy evidente que los droga-
dictos participaron solamente por el dinero.
21. El primer estudio se realizó entre 220 trabajadorxs sexuales (mujeres, hombres y trans) en dos cam-
pos (San Francisco y Montreal). El equipo de investigación fue mixto: una mujer y dos varones, y cuatro

566
Investigar el comercio sexual

no alejar a los clientes y no incomodar a las trabajadoras; enfatiza la im-


portancia de establecer cierta confianza para que hablen de los riesgos
laborales, del disfrute del sexo, de sus ganancias y gastos económicos, de
su historia laboral, de sus relaciones fuera del trabajo y de sus planes a
futuro. Uno de los objetivos de sus investigaciones ha sido examinar las
diferencias entre mujeres, hombres y personas trans, y también hacer
comparaciones con personas del mismo nivel socioeconómico, pero que
no hacen trabajo sexual, además de revisar con mucho cuidado las dife-
rencias internas de cada población.
La importancia de llevar a cabo estudios comparativos con grupos
de otro tipo de trabajadores sirve para desmontar ciertos mitos, como
antes planteó Vanwesenbeeck (2001), quien hizo una meticulosa revi-
sión de la metodología con la que se habían investigado las causas por
las cuales las jovencitas ingresaban al comercio sexual, supuestamente
por el abuso sexual infantil y porque las chicas huían de sus hogares.
Sin embargo, al comparar sus resultados con estudios sobre jóvenes no
“prostitutas” encontró muchas similitudes respecto de una conducta
considerada promiscua, donde el deseo de consumir ciertos bienes in-
troduce el apremio por ganar dinero y se une a la curiosidad sobre el
sexo y a las ganas de diversión y aventura. Esta comparación le sirvió a
Vanwesenbeeck para cuestionar la validez de esas investigaciones pla-
gadas de sesgos (2001, p. 259). Con la misma perspectiva comparativa,
Shaver desmitifica la creencia de que las trabajadoras han sufrido gran
abuso sexual cuando eran niñas, para lo cual toma la investigación de
Nadon, Kaverola y Shluderman (1998) quienes compararon la incidencia
de abuso sexual durante la infancia en grupos de “prostitutas” y de no
“prostitutas”, y encontró que entre las no “prostitutas” era mucho ma-
yor (71%) que entre las trabajadoras sexuales (48%) (2005, p. 307). Los
estudios comparativos dan bases para desechar ideas estereotipadas
sobre la población de trabajadorxs sexuales, pero es necesario definir
con precisión qué se va a comparar e identificar los grupos comparables.

asistentes: dos y dos. El segundo estudio comparó 107 trabajadorxs sexuales (mujeres y hombres) con 73
trabajadores hospitalarios en Montreal y Toronto. El tercer estudio investigó varios sectores de la indus-
tria del sexo, y entrevistó a 120 trabajadorxs (mujeres, varones y trans) y 34 informantes clave en Toronto
y Montreal. Véase Shaver (2005).

567
Marta Lamas

Hay muchas cuestiones a comparar, y hay comparaciones estratégicas,


por ejemplo, comparaciones regionales, de diversos niveles de toleran-
cia a la diversidad sexual, de los efectos de prácticas municipales en los
derechos de lxs trabajadorxs sexuales, etcétera.
Las investigadoras más rigurosas, en especial las que han hecho es-
pléndidas etnografías (Agustín, 2007b; Bernstein, 2007a; Kelly, 2008;
Kotiswaran, 2011), coinciden en señalar que la investigación en campo
es desgastante emocional y físicamente.22 Un elemento que todas enfa-
tizan es la confianza que hay que ganarse, demostrando que no se es
una “oreja” de la policía, ni un servidor público en una campaña sanita-
ria. Shaver (2005) subraya lo indispensable que es lograr la legitimación
como investigadorxs académicxs, y considera que sostener ese papel a
lo largo del proceso alienta la veracidad y la cooperación, por lo cual in-
siste en reforzar la diferencia entre el trabajo de investigación, con sus
principios éticos, de las intervenciones que hacen otras figuras, como
funcionarios y activistas. Además, ha desarrollado un modelo de inves-
tigación en asociación (partnership) con la comunidad, donde participan
vecinos. Esta forma de investigar toma más tiempo y no todo mundo se
encuentra cómodo con ella. Requiere capacitar a los asistentes, y las per-
sonas de la comunidad pueden tener objetivos distintos y perspectivas
diferentes sobre la investigación, lo que va a inducir a largas discusiones
hasta llegar a un consenso. Sin embargo, el resultado es muy productivo
pues atenúa el prejuicio hacia lxs trabajadorxs sexuales, además de que
conocerse y trabajar juntos genera beneficios sustanciales, tanto para la
comunidad como para el grupo de trabajadorxs sexuales.
Aunque los reclamos políticos y los anhelos de justicia de las trabaja-
doras sexuales son registrados en las investigaciones académicas tradi-
cionales, la voz de quienes se asumen como trabajadoras sexuales no es
siempre tomada en cuenta en el diseño de estrategias y políticas tanto
respecto del comercio sexual como al combate a la trata. Las propias tra-
bajadoras sexuales reclaman que no se las escuche y denuncian la sordera
ante sus palabras como una forma de injusticia epistémica (Fricker, 2007).

22. La etnografía se perfila como muy productiva en el estudio del comercio sexual. Al respecto véase el trabajo
pionero de Bell (1994). Reflexiones más recientes están en O´Neill (2001) y Berger y Guidroz (2014).

568
Investigar el comercio sexual

Este tipo de injusticia consiste en que hay testimonios a los que no se


hace caso, declaraciones que no se aceptan y voces que no se escuchan,
porque proceden de un colectivo estigmatizado. Esto les ocurre a las
trabajadoras sexuales, pues en el orden simbólico tienen un estatuto
social devaluado. La injusticia epistémica, además de producir discrimi-
nación, también genera un tratamiento sesgado del fenómeno, lo cual
incide en cómo se construye la comprensión acerca del comercio sexual.
De ahí que ante el dilema de “¿cómo investigar?” cobre tanta impor-
tancia la investigación colaborativa. Este tipo de investigación conlleva
el desafío no solo de reflexionar críticamente acerca de los problemas
derivados de los sesgos ideológicos en relación con las distintas modali-
dades de intercambio instrumental y comercio sexual, sino que también
implica el reto de escribir ciencia social de manera crítica, empática, sin
reproducir discursos polarizantes, sin idealizar a los sujetos estudiados,
pero tomándolos en serio y escuchando con respeto cómo comunican
sus vivencias, además de registrar cómo llevan a cabo sus procesos de lu-
cha y debate en torno a su definición social y legal. Hoy en día es más fre-
cuente que antes este tipo de investigación antropológica, que alienta la
colaboración, prioriza temas sociales urgentes de abordar políticamen-
te, valida la escritura etnográfica dialógica que ubica en el texto tanto a
quien investiga como a quien es investigado, y recupera y enfatiza las
voces, opiniones y agencia de las personas (Calhoun, 2008; Lamphere,
2016; Olivera, 2015; Phillips y Cole, 2013; Sanford y Angel-Ajani, 2006).

¿Qué investigar del comercio sexual?

Todo. Sí, hay que investigar todo. Pese a las restricciones políticas y eco-
nómicas, y al avance del conservadurismo puritano, los procesos de mun-
dialización y desregulación neoliberal del mercado han significado la ex-
pansión de los mercados sexuales como nunca, con una proliferación de
nuevos productos y servicios. Un aspecto novedoso es el uso de la tecno-
logía digital, que permite el acceso a clientelas y públicos especializados,
y desplaza la oferta en la calle a espacios privados, vía el contacto por in-
ternet. Quienes trabajan fuera de las calles, con las nuevas tecnologías, se

569
Marta Lamas

benefician de la mínima interferencia del sistema policiaco. Al tratarse de


un mercado boyante, los economistas se interesan y empiezan a publicar
trabajos que registran aspectos poco conocidos del mercado sexual.23
En este momento del capitalismo postindustrial se investiga el vín-
culo entre el Estado, las políticas punitivas y el neoliberalismo, y se ana-
lizan las leyes y las políticas públicas: ¿despenalizar, regular o prohibir?
Se documenta la complejidad de las distintas formas de trabajo sexual y
las variaciones que ha tenido a lo largo del tiempo, así como los lugares
donde se lleva a cabo. A esta diversidad se suman también cuestiones
como su impacto en la seguridad, la salud sexual, los derechos humanos
y las relaciones de género. La revisión de las políticas públicas, en es-
pecial su puesta en acto (enforcement) la abordan autores occidentale24 y
poscoloniales,25 con perspectivas distintas. Economistas y abogadas in-
ciden en el debate sobre los complejos problemas de reformar la ley so-
bre “prostitución” analizando las consecuencias distributivas que tienen
las reformas legislativas en los mercados sexuales concretos y concluyen
que la total prohibición es menos buena que las tres otras opciones: des-
penalización parcial, completa despenalización y legalización (Brown y
Halley, 2002; Halley et al., 2006; Satz, 2010).
Sin embargo, el discurso neoabolicionista26 y la perspectiva de la
victimización filtran actitudes conservadoras y protectoras hacia las

23. Algunas de esas investigaciones sobre la dinámica económica del comercio sexual usan fórmulas
matemáticas para describir el impacto de las políticas en la industria sexual. Véanse Cameron, Collin y
Thew (1999); Della Giusta, Di Tommaso y Strøn (2008). En 2016 se publicó The Oxford Handbook of the Eco-
nomics of Prostitution, con artículos de economistas que exploran matemática y estadísticamente temas
relacionados con el comercio sexual y analizan la influencia de la ley en la estructura del mercado sexual.
Véase Cunningham y Shah (2016).
24. Desde lo occidental destaca Ronald Weitzer (2012) con su libro Legalizing Prostitution. From Illicit Vice
to Lawful Business. Luego de una revisión sobre las tendencias en la política estadounidense hace una
concienzuda investigación sobre qué es lo que ocurre en tres países de Europa (Bélgica, Alemania y Ho-
landa), donde el comercio sexual es legal.
25. Kamala Kempadoo, Ratna Kapur y Prabha Kotiswaran analizan las distintas modalidades del co-
mercio sexual en sociedades poscoloniales, en especial revisan las reformas legales ineficaces que han
impactado a las trabajadoras sexuales, y argumentan que la criminalización del trabajo sexual es inope-
rante en zonas con economías informales y redes sociales informales. Véase Kapur (2005); Kotiswaran
(2011) y Kempadoo (2012).
26. Originalmente el abolicionismo significó la ausencia del involucramiento del Estado en el registro, el otor-
gamiento de permisos o la inspección de las trabajadoras sexuales. Hoy en día el neoabolicionismo pretende la
erradicación total de toda forma de comercio sexual. Véase O'Donnell y Anderson (2006) y Day (2010).

570
Investigar el comercio sexual

trabajadoras sexuales, que se reflejan en algunas investigaciones.27 El


tema del tráfico y la trata con fines de explotación sexual está en la agenda
de todos los cuerpos gubernamentales, tanto nacionales como internacio-
nales, gracias al impulso de las “feministas de la gobernanza” (Halley et al.,
2006 y 2018). Estas feministas son las que inciden en las políticas públicas,
las que representan a sus países en las reuniones de la Organización de
Naciones Unidas (ONU), las que participan en la realpolitik. Aunque tam-
bién hay “feministas de la gobernanza” con una postura proderechos de
lxs trabajadorxs sexuales, en los espacios multilaterales como la ONU, son
las dominance feminists (las feministas de la dominación, también llamadas
radicales) las que tienen hegemonía en el tema de comercio sexual y han
difundido su objetivo de erradicar totalmente el comercio sexual ya que es
“violencia hacia las mujeres”.28
Muchos de los enfoques criminológico y jurídico se han concentrado
en el impacto de los regímenes legales para controlar la “prostitución”.
En Europa, las políticas sobre el comercio sexual han sido cíclicas, y los
gobiernos han modificado sus regímenes en la medida en que cambia el
clima social (caso paradigmático son Suecia y Francia, hoy abolicionis-
tas) (Weitzer,, 2012; Munro y Della Giusta, 2016). Con el auge del neoabo-
licionismo se han impulsado investigaciones que ponen la atención en la
demanda masculina, y tratan de entender por qué los hombres van con
“prostitutas”, para así lograr desalentar la compra de sexo con mujeres
“traficadas”. Desde su trabajo pionero a principios de la década de 1980,
Sven-Axel Månsson (1988; 2001 y 2006) insistió que la “prostitución” era
un problema de demanda y no solo de oferta, y sostuvo que comprar sexo
era básicamente una práctica masculina. El esquema de este investiga-
dor ha sido utilizado en posteriores investigaciones. A partir del avance
del neoabolicionismo, los clientes, que antes eran invisibles y anónimos,
pasaron a ser criminales prostituyentes a los que había que investigar.29

27. La compilación de Farley (2003) es paradigmática de esta perspectiva. Menos tremendista, pero en
la misma línea están Farr (2005) y van den Anker y Doomernik (2006). Varias excelentes críticas a la
perspectiva neoabolicionista y sus efectos en América Latina se encuentran en la compilación de Daich y
Sirimaco (2015), en especial ver Varela (2015).
28. MacKinnon es el ejemplo paradigmático de esta posición. Véase MacKinnon (1993) y (2011).
29. Para México lo único que conozco es el trabajo de Gendes, de Fernández y Vargas Urías (2012).

571
Marta Lamas

En Francia, el Mouvement du Nid (Movimiento del Nido), una organiza-


ción neoabolicionista de raigambre cristiana que proclama estar “con las
personas prostituidas y contra el sistema prostituyente”, realizó una in-
vestigación, que coordinó el sociólogo Saïd Bouamama, con el apoyo del
Institut de Formation des Agents de Recherches (IFAR). Bouamama se in-
teresó en las motivaciones y justificaciones de los clientes, pero al final de
su investigación concluyó que no se puede establecer un perfil del cliente,
pues no se caracteriza por una causalidad única, sino que existe una hete-
rogeneidad de trayectorias, motivaciones y significados otorgados al acto
de comprar sexo. Sin embargo, por el tipo de metodología cualitativa que
utilizó, sí logró captar facetas de la subjetividad de los clientes.30
Otro ejemplo notable de investigación empírica acerca de lo que impul-
sa a los varones a comprar sexo fue el proyecto How Much?31 Este proyec-
to inició con una revisión de los estudios realizados sobre la demanda de
prostitución en la Unión Europea y otros países; luego analizó los resul-
tados del trabajo de campo en cuatro países (Italia, Holanda, Rumania y
Suecia); y culminó con una encuesta realizada en internet. El objetivo era
que los clientes comprendieran cómo su conducta se inscribía en la cadena
del tráfico de mujeres, para lo cual las preguntas que se les formularon ha-
blaban de “prostitutas extranjeras”. El análisis de los clientes en los cuatro
países coincidió con lo ya señalado por Månsson y Bouamama: la variedad
de actitudes. Los clientes se dividieron, por un lado, entre los que decían
de las “prostitutas extranjeras”: “no me importan”, “no es mi problema”
y por el otro, los que decían preferir a “mujeres libres”, porque son más

30. La lista de factores que encontró va desde la timidez, las dificultades debidas a factores familiares
para la construcción de la imagen sexual de sí mismo, la persistencia en las socializaciones familiares, el
tabú sobre la sexualidad, una ausencia de educación sexual que conduce a una imagen degradada de la
sexualidad, la mistificación de la mujer, la influencia de la pornografía, una escisión de las mujeres en
dos categorías: con las que se tiene sexo y con las que no, un modelo de normalidad masculina (centrado
en la performance y la obligación de gozar), un temor al compromiso afectivo y sus consecuencias, una
demanda paradójica que conduce a la insatisfacción (Bouamama, 2004).
31. El proyecto “How much? A Pilot Study on Four Key EU Members and Candidate Countries on the
Demand for Trafficked Prostitution” fue financiado por la Comisión Europea (proyecto núm. 1, 2005) y
se llevó a cabo en colaboración con instancias de prevención del crimen de los cuatro países: la fundación
Iniziative e Studi sulla Multietnicità (ISMU) de Italia, el Consejo Sueco para la Prevención del Delito, el
Departamento de Criminología de la Universidad Erasmus en Rotterdam (Holanda) y el Instituto Nacio-
nal de Criminología (Rumania). Posteriormente sus resultados fueron publicados en un libro. Véase Di
Nicola et al. (2009).

572
Investigar el comercio sexual

cariñosas y más participativas; también hubo clientes que expresaron no


sentir culpa de que hubiera mujeres explotadas. Los investigadores con-
cluyeron que “el comercio sexual está lejos de ser eliminado, tanto por las
actitudes de los clientes hacia las mujeres como por sus largas trayectorias
como clientes” (Di Nicola et al., 2009, p. 232), pero tal vez lo más relevante,
es que los investigadores señalaron que: “la posibilidad de conseguir sexo
comercial libre y no explotativo sería una herramienta poderosa contra el
tráfico” (Di Nicola et al., 2009, p. 233).
El objetivo de investigar a los clientes para encontrar elementos que
sirvan en la labor de prevención del clientelismo ha conseguido información
en muestras de hombres encuestados; no obstante, sigue sin entender-
se qué los lleva a comprar servicios sexuales, pues ellos hablan de mil y
una causas. Investigaciones serias, como las de Månsson, Bouamama y Di
Nicola et al., ofrecen líneas generales de lo que responden los clientes en
encuestas y entrevistas. 32 Otra línea que indaga acerca de la masculinidad
en relación al comercio sexual es la relativa a los proxenetas, de quienes se
obtiene más información a partir de los testimonios de las mujeres.33
Tal vez para obtener nuevas introspecciones en esta relación social
que son los intercambios instrumentales habría que girar la mirada ha-
cia las mujeres que compran sexo, y que empiezan a ser un segmento
del mercado que crece día con día (Frohlick, 2013). Si bien esa actividad
todavía no ha ameritado la publicación de la cantidad abrumadora de
libros como la que existe acerca de la prostitución masculina, en el cam-
po del turismo sexual sí se ha estudiado. Existe un corpus muy sólido so-
bre lugares específicos alrededor del mundo,34 incluso con investigación
sobre las mujeres que viajan a ciertos lugares para comprar relaciones

32. Varios investigadores coinciden en los cuatro determinantes que según Bouamama se juegan en la
demanda masculina: 1) el aislamiento afectivo y sexual, 2) las consecuencias (“desplazamientos” los llama
él) de la igualdad femenina, 3) los consumidores de mercancías sexuales, y 4) el rechazo al compromiso y
a la responsabilidad. Para los detalles, véase Bouamama (2004).
33. El caso mexicano del “padrote”, analizado como un “oficio”, aparece en Montiel (2011), y está el repor-
taje periodístico de Hernández (2015) sobre Tenancingo como “Tierra de padrotes”.
34. Desde la década de 1990 hay buena literatura acerca del turismo sexual. Una compilación más recien-
te, que incluye dos colaboraciones sobre México, es la de Carr y Poria (2010). Piscitelli ha investigado en
Brasil una variante del turismo sexual, donde los europeos viajan para pasar sus dos meses de vacaciones
con una misma mujer, a la que mantienen todo el año (ellas son las llamadas “interesadas”). Véase Pis-
citelli (2007 y 2011).

573
Marta Lamas

sexuales, aun cuando ellas asuman que buscan “relaciones” afectuosas,


aunque sea por unos días (Meisch, 1995; Sánchez, 2001).
A partir del siglo XXI, un rasgo distintivo de la literatura acerca del
trabajo sexual son los testimonios de trabajadorxs, strippers y bailarinas
eróticas.35 La investigación académica continúa realizándose como esa
“literatura científica compasiva” (Fassin, 2016) que se centra en la “pros-
titución”, y mayoritariamente investiga a las trabajadoras callejeras, con
las expresiones del estigma y la exclusión social que las acompañan. La
literatura epidemiológica sigue siendo inmensa, y también hay trabajos
geográficos que investigan las zonas de tolerancia y los conflictos veci-
nales, así como el impacto de la gentrificación (Hubbard, 2004).
Dada la cantidad de atención que ha recibido la “prostitución”, enten-
dida como un intercambio de dinero por ciertos actos sexuales, Laura
Agustín señala que es notable la ausencia de teorización del comercio
sexual como una unidad, en términos sociales y culturales. De ahí que,
en 2005, Agustín publique en la revista Sexualities un ensayo titulado
“Nuevas direcciones de la investigación: el estudio cultural del comercio
sexual” donde propone la creación de un marco para el estudio del co-
mercio sexual, que abarque más que investigar la “prostitución”. Agustín
ofrece una mirada crítica sobre cómo se han desarrollado los estudios
hasta ese momento, y subraya que hay poca investigación con una pers-
pectiva amplia sobre la industria sexual. Ella señala que, no obstante en
diversos foros gubernamentales y no gubernamentales, en las comuni-
caciones mediáticas y académicas, se hacen afirmaciones respecto del
crecimiento de la industria sexual mundial, el aspecto cuantitativo del
comercio sexual sigue siendo muy difícil de valorar. A lo más, algunos
países que tienen legalizado el comercio sexual plantean ciertas estima-
ciones (Cameron, Collins y Thew, 1999; Cameron y Collins 2003; Dewey
y Kelly 2011; Weitzer 2012; Munro y Della Giusta 2016).36

35. Hay un cierto boom editorial de literatura amarillista, que roza lo pornográfico. Para testimonios, re-
latos y análisis menos amarillistas desde la perspectiva de strippers, teiboleras y otras formas de servicios
sexuales, son relevantes Sterry y Martin (2009), y Davina (2017); para México, Granados (2008) y Ezeta
y Salazar (2015).
36. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicó hace años una estimación del comercio
sexual en el sudeste asiático.Véase Lim (1998).

574
Investigar el comercio sexual

Laura Agustín señala que existe una cantidad de actores sociales in-
sertos en la industria del sexo que no dan el servicio directamente; son
los dueños de los negocios, los inversionistas, los empresarios, y otro tipo
de trabajadores, como meseros, cajeros, guardias, choferes, contadores,
abogados, doctores e intermediarios que facilitan los procesos de nego-
cios como los agentes de viaje, guías, agentes matrimoniales, editores de
periódicos y revistas. Los espacios donde se lleva a cabo también varían;
además de los bares, restaurantes, cabarets, clubs, burdeles, discotecas,
saunas, estéticas de masaje, sex shops, cuartos de hotel, departamentos,
también hay sexo comercial en librerías, sótanos, sitios de internet, sa-
lones de belleza, cines, baños públicos, servicios telefónicos, eventos de
modelaje, despedidas de solteros/as, fiestas de swingers y de fetichistas.
Y qué decir de la cantidad de servicios de peluquería y maquillaje, pro-
ductos, películas, juguetes y ropa. Sin embargo, las investigaciones –así
como las políticas públicas– se enfocan solo en la “prostitución”, mien-
tras que esa cantidad de negocios vinculados al sexo no aparecen en los
estudios gubernamentales, lo que significa que no hay permisos, ni ins-
pecciones, ni impuestos, y evidentemente se desconoce cómo operan.
Ante tal estado de la cuestión, Agustín hizo un llamado a enviar cola-
boraciones que utilizaran un marco cultural, y señaló:

Dada la proliferación de formas de comercio sexual, es notable la


escasez de la investigación, a excepción del tema de la prostitución.
El enfoque suele ser sobre las motivaciones personales, la mora-
lidad de la relación de compra-venta, el estigma, la violencia y la
prevención de enfermedades. Cuestiones sobre el deseo y el amor
suelen ser dejadas de lado; las relaciones rara vez son contextuali-
zadas culturalmente o concebidas como complejas; ciertos asuntos
sexuales concretos difícilmente son tratados (2007a, p. 403).

Asimismo, planteó que los artículos podrían enfocarse en cuatro áreas:

1) La división discursiva entre sexo comercial y no comercial


2) El análisis de la creencia de que sexo con amor o sexo con una
pareja es superior al sexo pagado

575
Marta Lamas

3) La consideración de conceptos como consumo, entretenimiento


y “pasarla bien”
4) La exploración de diferentes ideas sobre el deseo (Agustín, 2007a, p. 404).

Todas las colaboraciones debían tomar en cuenta, además del género,


la clase social y la condición étnica, asimismo, a los autores se les pidió
cierta reflexividad sobre cómo vivieron el proceso de investigación.
Los artículos fueron escritos en 2006 desde distintas disciplinas:
antropología médica, sociología, gender studies, antropología cultural,
media studies; y en 2007 Sexualities publicó ocho de ellos en su número de
octubra sobre el Estudio cultural del sexo comercial.37 En su introducción,
Agustín señala que esos artículos “exploran cómo el significado de ven-
der y comprar sexo cambia de acuerdo a los procesos sociales, cultura-
les e históricos en los cuales las transacciones están situadas” (2007b,
p. 403). Ella comenta que, a pesar de que fue muy clara en el marco cul-
tural que debían tener los artículos, recibió muchos que se enfocaban
estrechamente en la “prostitución”, si bien de formas no moralizadoras,
sí describían y aceptaban la venta de sexo como una actividad econó-
mica. Como había hecho un llamado a que los trabajos fueran ubicados
dentro de un marco cultural, Agustín tuvo que localizar a investigadores
en varias partes del mundo para que dictaminaran los artículos, pues
pocas personas tenían expertise en todas las cuestiones que se trataban,
ni conocían todos los contextos locales. Así cuando llegaron los dictáme-
nes, algunos discrepaban, por lo que necesitó buscar a más personas que
la ayudaran a arbitrar qué podía entrar en la edición, y qué no.
Los artículos publicados abordan los intercambios de sexo y dinero
como relaciones complejas, insertas en contextos sociales, económicos,

37. En Sexualities, vol. 10, núm.4, aparecen: “Introduction to the Cultural Study of Commercial Sex”
de Laura María Agustín; 1) “Performance, Status and Hybridity in a Pakistani Red-Light District: The
Cultural Production of the Courtesan” de Louise Brown; 2) “Marketing Sex: US Legal Brothels and Late
Capitalist Consumption” de Barbara G. Brents y Kathryn Hausbeck; 3) “No Money Shot? Commerce,
Pornography and the New Sex Taste Cultures” de Feona Attwood; 4) “Rent-Boys, Barflies and Kept Men:
Men Involved in Sex with Men for Compensation in Prague” de Timothy M. Hall; 5) “Sex Work for the
Middle Classes” de Elizabeth Bernstein; 6) “Shifting Boundaries: Sex and Money in the North-East of
Brazil” de Adriana Piscitelli; 7) “Thinking Critically about Strip Club Research” de Katherine Frank y 8)
“Questioning Solidarity: Outreach with Migrants Who Sell Sex” de Laura María Agustín.

576
Investigar el comercio sexual

culturales e históricos. Y todos se abstienen de hacer juicios acerca de la


explotación.38 Los artículos pisan muchos callos disciplinarios, así como
ideas preconcebidas de lo que constituye el canon al cual los autores tie-
nen que referirse. En la medida en que los autores ubicaban el sexo en
la cultura, algunos dictaminadores se preocuparon por la dispersión de
los temas. Agustín señala que en algunos artículos los autores se antici-
paban a defenderse de las críticas antiprostitución admitiendo que la
injusticia y la explotación existen, incluso cuando sus propias investiga-
ciones no lo mostraban. Estas partes de los artículos fueron suprimidas
editorialmente para que los autores abundaran en sus temas. Agustín
priorizó la información por encima de la moralización y no quiso conti-
nuar debatiendo con las neoabolicionistas.
Lo notable de esta selección es que todos los artículos de ese número
se refieren a las actividades de la clase media: su ocio, turismo, movi-
lidad, consumo, búsqueda de identidad, uso del ciberespacio y trabajo
sexual voluntario. En todas partes el sexo comercial surge como una ac-
tividad casi abierta, una forma de consumo pero también de integrarse
a una comunidad, donde los actos del sexo son menos importantes que
la socialización, la amistad, el consumo y gastar dinero públicamente.
Permanece el interés sobre qué es lo que motiva a las personas a vender
y comprar sexo, pero se registra la diferencia que hacen hoy la globali-
zación y la transformación del capitalismo. La expansión del sector de
servicios se muestra en historias de trabajadorxs locales que adaptan
sus performances para coincidir con los gustos de sus clientes en el tipo
de ropa, en el ambiente y la música. Algunxs trabajadorxs sexuales in-
tentan profesionalizarse y cultivan (y venden) un “personaje”. Modelaje,
strippers, teibol, escorts y “prostitución” son asumidas como ocupaciones
gratificantes, que abren puertas y facilitan no solo la movilidad social
sino también la autorrealización. Agustín encuentra que está ocurrien-
do un cambio cultural notable, y que la evidencia empírica contrasta con
el discurso victimista.

38. Existe una discusión acerca de que en el capitalismo todo trabajo implica explotación. Si se define
el grado de explotación a partir de la relación entre las horas que se trabaja y lo que se percibe econó-
micamente, entonces resulta que hay muchxs trabajadorxs sexuales que son mucho menos explotados
económicamente que la generalidad de los trabajadores.

577
Marta Lamas

En uno de los mejores artículos, el de Elizabeth Bernstein (2007b),


esta antropóloga se pregunta sobre las nuevas conexiones que subyacen
a la nueva respetabilidad del comercio sexual y al nuevo tipo de sujetos
(en su mayoría blancos, nativos del lugar –no migrantes– y privilegiados
económicamente) que han encontrado su camino en la vida en el trabajo
sexual. Se trata de una pauta de reestructuración económica, en la que
mujeres y hombres de la clase media participan en transacciones sexua-
les comerciales, sacando provecho de las tecnologías comunicacionales.
¿Se transforma así el significado del comercio sexual para lxs trabaja-
dorxs y sus clientes? Esxs nuevxs trabajadorxs sexuales, que se organi-
zan y se profesionalizan, ponen en cuestión un conjunto de supuestos
sobre los intercambios sexuales comerciales, por ejemplo, el relativo a
si el trabajo sexual tiene un impacto en el cuerpo y la psique de quien lo
realiza. Aparecen nuevas creencias y nuevas prácticas que no se derivan
de una situación de pobreza, sino que están vinculadas a ciertas condi-
ciones históricamente específicas del contexto neoliberal: una economía
postindustrial, que ha aumentado el costo de la vida en zonas urbanas,
creando un sector ocupacional muy estratificado, con escasos empleos
bien pagados, muchísimo desempleo y trabajos con bajos salarios. Esta
situación económica se conecta con el aumento de jóvenes clase media
desinteresados en formar una familia, y que desafían el modelo monó-
gamo heterosexual. Mientras la latinoamericana Adriana Piscitelli habla
de la movilidad de los límites entre el sexo y el dinero,39 Bernstein subra-
ya la posibilidad de que el mercado sexual sea un intercambio de cone-
xiones interpersonales auténticas, lo cual lleva a pensar en una posible
–aunque lejana– eliminación del estigma.

El debate ético y la investigación

Al cerrar este breve panorama acerca de la investigación sobre el comer-


cio sexual no puedo dejar de reflexionar respecto a las consecuencias

39. Viviana Zelizer (2009) estudia la mezcla de intimidad y dinero, plantea que la intimidad siempre se
entreteje con intercambios mercantiles, y señala que el dinero cohabita regularmente con la intimidad,
incluso la sustenta.

578
Investigar el comercio sexual

que genera la investigación en las vidas concretas de las personas. Y esto


me remite a una pregunta toral: ¿cuál sería la postura más ética respecto
del comercio sexual, la de impulsar su erradicación o la de defender los
derechos de las trabajadoras sexuales? Hace un siglo Max Weber dijo
que toda acción éticamente orientada se enmarca en dos máximas “fun-
damentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas” (2017,
p. 161): la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Se trata
de dos concepciones básicas del mundo, y de la relación entre la ética y
la política. Para Weber hay una diferencia abismal entre obrar con una o
con otra, pues la ética de la convicción se aferra a lo que cree sin ver las
consecuencias que produce, mientras que la ética de la responsabilidad
analiza dichas consecuencias y las toma en cuenta. Muchas feministas
están convencidas de que el comercio sexual es degradante y/o violento
para las mujeres, y proponen abolirlo totalmente, sin escuchar lo que
las trabajadoras sexuales dicen acerca de las consecuencias que tal con-
vicción conllevaría en sus vidas. Weber afirma que cuando las conse-
cuencias de una acción realizada conforme a la ética de la convicción
son malas, quien la impulsó no se siente responsable de ellas. Eso ocu-
rre con las neoabolicionistas. Por otra parte, las feministas proderechos
que respaldamos a lxs trabajadorxs sexuales en su exigencia de derechos
laborales compartimos la perspectiva de la ética de la responsabilidad.
Nos preocupan las consecuencias que conlleva tratar de resolver las
injusticias, riesgos y discriminaciones que viven lxs trabajadorxs
sexualxs a partir de prohibiciones y criminalización, y consideramos
que es indispensable escuchar lo que lxs propixs trabajdorxs alegan.
Si bien las feministas, pese a las posturas contrapuestas que tene-
mos en este y otros temas, compartimos el objetivo de transformar –o
mejor aún, de erradicar– el sistema económico explotador, patriarcal y
racista en que vivimos, quienes investigamos el comercio sexual debe-
mos llevar a cabo nuestra tarea con rigor y sin sesgos. Hoy en día esto
implica cuestionar la representación de todas las trabajadoras sexuales
como “víctimas”, lo que impide ver su agencia y sus distintas formas de
lucha y resistencia, así como desmitificar el trabajo sexual como algo
liberador en sí mismo. Si algo muestran las recientes investigaciones es
precisamente la complejidad no solo de sus situaciones sino también de

579
Marta Lamas

sus actitudes ante dichos intercambios instrumentales: hay culpa y hay


disfrute, hay rutina y hay asco, hay un gran aprovechamiento económi-
co y hay miedo. Así como en el contexto actual de los mercados sexuales
es necesaria una perspectiva interseccional en la exploración de los in-
tercambios instrumentales, también es indispensable considerar cómo
la doble moral sexual tiene un peso en el psiquismo y cómo desde la sub-
jetividad individual se construyen hechos culturales. La sexualidad hu-
mana tiene esa doble condición: incide en lo psíquico y en lo cultural. De
ahí la relevancia de explorar –y comprender– las motivaciones psíquicas
que llevan a los seres humanos a comprar, vender e intercambiar sexo.
Pero tal pesquisa resulta muy difícil de abordar, pues justamente lo que
erotiza al ser humano y lo que determina su elección del objeto erótico
son elementos inconscientes, desconocidos para el propio sujeto.
Esto me regresa a insistir en la perspectiva psicoanalítica.40 El
psicoanálisis, que ya es parte del mapa epistémico de la modernidad,
sostiene que no es posible reducir la sexualidad a las prácticas sexuales.
Como bien señala Joan Copjec, “Con el término sexualidad no se nom-
bra un ámbito separado de la vida, sino la relación desarticulada de los
seres hablantes con su existencia corporal” (2016, p. 71). En What is Sex?,
el libro reciente de Alenka Zupančič (2017), esta filósofa eslovena regresa
a la intuición de Freud de que la sexualidad sirve como una defensa ante
asuntos psíquicos más profundos y difíciles. Zupančič recuerda el pos-
tulado de Freud sobre que hay algo insatisfactorio en la propia sexua-
lidad, pues la persecución del deseo resulta de una pulsión, la pulsión
sexual, que no puede ser satisfecha. De ahí que Zupančič argumente
que la sexualidad y su conocimiento están estructurados en torno a una
negatividad fundamental, con una lógica enigmática, que los une en el
inconsciente.
La alusión al enigma es común en la literatura sobre la sexualidad, y
retomo las palabras de Liv Jessen, una trabajadora social, directora de

40. ¡Ojo! también entre los psicoanalistas que escriben sobre “prostitución” hay neoabolicionistas. Tal
es el caso de Juan Carlos Volnovich (2010), psicoanalista argentino, quien en su libro Ir de putas hace una
ensalada, mezclando la encuesta de Bouamama, los textos de Freud, sus lecturas de feminismo (Butler,
Spivak, Fraisse), autores de moda (Žižek, Derrida), cifras de la ONU, en lo que termina siendo un texto
pretencioso y confuso.

580
Investigar el comercio sexual

Pro Centre, un centro nacional para trabajadoras sexuales en Noruega,


que se acercan a nombrar esa complejidad enigmática:

La prostitución es una expresión de las relaciones entre mujeres y


hombres, con nuestra sexualidad y los límites que ponemos a ella,
con nuestros anhelos y sueños, nuestro deseo de amor e intimidad.
Tiene que ver con la excitación y con lo prohibido. Y tiene que ver
también con el placer, la tristeza, la necesidad, el dolor, la evasión,
la opresión y la violencia (Jessen, 2004, p. 201).

Precisamente el esfuerzo de explorar ese enigma perturbador y las con-


secuencias sociales y políticas que producen sus intensas emociones es
el gran reto que seguirá en pie todavía por mucho tiempo para quienes
se dedican a la investigación.

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591
Democracia y sexualidad*

Introducción

En los últimos años han ido en aumento movilizaciones ciudadanas


con el objetivo de redefinir la legitimidad de ciertas prácticas e iden-
tidades sexuales. Este activismo, en el que participan de forma desta-
cada grupos tanto feministas como de la comunidad de la diversidad
sexual, ha forzado a otros sectores de la sociedad a reflexionar y deba-
tir acerca de qué valores sexuales son defendibles en la agenda política
democrática. Jeffrey Weeks, sociólogo e historiador de la sexualidad,
ha señalado que “los valores sexuales no pueden desentenderse de los
valores sociales más amplios que apoyamos” (1998, p. 12), por lo cual la
interrogante por esclarecer sería qué tipo de política sexual conlleva el
ideal democrático. ¿Será posible establecer una normatividad acerca de
cuáles prácticas sexuales son deseables y cuáles indeseables, y al mismo
tiempo propugnar que lo relativo a la sexualidad permanezca ajeno a la
intervención del Estado?
La reticencia a que el poder público intervenga en la vida privada,
junto a la necesidad de que el Estado proteja la libertad de todos los
seres humanos de conducir su vida sexual de acuerdo con sus propias
decisiones, vuelve tal tarea un asunto complicado que provoca disputas
político-ideológicas.

* Extraído de Lamas, Marta (2021). Democracia y sexualidad. Serie Conferencias Magistrales. Temas de la
Democracia, núm. 35. México: INE.

593
Marta Lamas

En estas páginas pretendo esbozar a grandes rasgos los elementos


centrales del debate acerca de una ética sexual democrática. Para ello,
hago un breve recuento del conocimiento científico acerca de la sexua-
lidad que han retomado las comunidades feministas y de la diversidad
sexual para fundamentar sus demandas e incidir en el debate público;
luego analizo la dinámica cultural que genera graves problemas de dis-
criminación sexual en nuestro país; por último, delineo el contorno de
algunos de los problemas que implicaría establecer una política sexual
democrática.

¿Qué se sabe acerca de la sexualidad?

Toda cultura genera creencias, costumbres y normas, que regulan la


actividad sexual: cuándo tener relaciones sexuales, con quién tenerlas,
cuántas veces, de qué manera y con qué objetivo. De esa forma, a lo largo
del tiempo, cada cultura ha otorgado valor a ciertas prácticas sexuales
y ha denigrado otras, y ha construido sus narrativas a partir de un su-
puesto orden “natural”, ocultando ciertos deseos sexuales y rechazando
socialmente determinadas prácticas. A pesar de la impresionante plu-
ralidad cultural existente, nuestra conciencia de la diversidad sexual
humana es muy limitada: ignoramos las prácticas y creencias sexuales
de las demás culturas (“usos y costumbres”) y sin el menor pudor califi-
camos de “antinatural” lo que nos parece extraño.
Si algo se ha puesto en evidencia a partir de las investigaciones his-
tórico-antropológicas que documentan las múltiples prácticas y na-
rrativas acerca de la vida sexual es justamente que las creencias acerca
de la sexualidad son simbolizaciones culturales.1 La conducta sexual
de los seres humanos es en extremo sensible a las intervenciones cul-
turales, a las transformaciones sociales e, incluso a las modas. El co-
nocimiento aportado por Freud y por Foucault, por el psicoanálisis, la
historia y la antropología ha fortalecido una perspectiva interpretati-
va antiesencialista que, con fundamento, sostiene que las conductas e

1. Véase Ariés (1987); Caplan (ed.) (1987); Gagnon y Simon (2005).

594
Democracia y sexualidad

intercambios sexuales no son “naturales”, sino que han sido construidos


históricamente.
Esta perspectiva antiesencialista plantea que solo podemos compren-
der la sexualidad en un contexto cultural e histórico específico y que, al
conocer las lógicas simbólicas que le han dado forma y contenido a nues-
tras creencias y prácticas sexuales, es posible abandonar argumentacio-
nes esencialistas y ahistóricas, que asumen la existencia de una vivencia
sexual común a todos los seres humanos a través del tiempo y el espacio.
En ese sentido, una de las investigaciones más relevantes es la que
llevó a cabo Michel Foucault. El escándalo que generó el primer volumen
de su Historia de la sexualidad radica precisamente en el planteamiento
de que los seres humanos no siempre hemos vivido, comprendido y asu-
mido la sexualidad como lo hacemos en la actualidad.2 Foucault señala
que la sexualidad no siempre tuvo la posibilidad de caracterizar y cons-
tituir una identidad con tal poder como lo hace ahora, pues hoy en día
hablar de sexualidad sirve para referirse tanto a las actividades sexuales
como a una especie de núcleo psíquico que da un sentido o un significa-
do a la identidad de cada persona.
En su investigación, Foucault trata de “determinar, en su funciona-
miento y razones de ser, el régimen de poder-saber-placer que sostiene
en nosotros el discurso sobre la sexualidad humana” (1991, p. 18) y con-
sidera que la represión ha sido ese modo fundamental de relación entre
poder, saber y sexualidad. Subraya que la represión, que se incrementa
a partir del siglo XVII, se acompaña de un discurso destinado a decir
“la verdad” sobre el sexo. Registra un corte histórico decisivo entre el
régimen sociopolítico anterior al siglo XVIII, en el que el sexo existía
como una actividad y una dimensión de la vida humana, y un régimen
moderno, que arranca desde entonces y llega hasta hoy, donde el sexo se
establece como una identidad.

2. Traducida al español por Siglo XXI Editores, la Historia de la sexualidad consta de cuatro tomos: 1. La
voluntad de saber; 2. El uso de los placeres; y 3. La inquietud de sí, publicados inicialmente en 1977, 1986 y 1987
respectivamente. En 2019 apareció en español el cuarto volumen: Las confesiones de la carne.

595
Marta Lamas

Lo esencial para Foucault:

no es saber si al sexo se le dice sí o no, si se formulan prohibiciones o


autorizaciones, si se afirma su importancia o se niegan sus efectos,
si se castigan o no las palabras que lo designan; el punto esencial es
tomar en consideración el hecho de que se habla de él, quiénes lo
hacen, los lugares y puntos de vista desde donde se habla, las insti-
tuciones que a tal cosa incitan y que almacenan y difunden lo que
se dice, en una palabra, el “hecho discursivo” global, la “puesta en
discurso” del sexo (1991, p. 19).

Al analizar la “puesta en discurso” del sexo, Foucault dice que ha estado


sometida a “un mecanismo de incitación creciente” y que la “voluntad de
saber […] se ha encarnizado –a través, sin duda, de numerosos errores–
en constituir una ciencia de la sexualidad” (1991, p. 20).
Foucault es muy claro en señalar que, más allá de tratar de determi-
nar si las producciones discursivas y sus efectos de poder conducen a
formular la verdad del sexo o, por el contrario, si son mentiras desti-
nadas a ocultarla, lo importante es aislar y aprehender la “voluntad de
saber” que, al mismo tiempo, les sirve de soporte y de instrumento.3 De
ahí también que el asunto sea saber en qué formas, por medio de qué
canales, deslizándose a lo largo de qué discursos llega el poder hasta las
conductas más tenues y más individuales; qué caminos le permiten al-
canzar las formas infrecuentes o apenas perceptibles del deseo; cómo
infiltra y controla el placer cotidiano. Todo ello con efectos que pueden
ser de rechazo, de bloqueo, de descalificación, pero también de incita-
ción, de intensificación. En suma, lo que le interesa a Foucault es develar
“las técnicas polimorfas del poder” (1991, p. 19).
Los feminismos y la comunidad de la diversidad sexual han abrevado
en el pensamiento foucaultiano y se han sumado al proceso de investigar
la genealogía de los arreglos sexuales vigentes. Esto lo han combinado

3. Desde esa perspectiva de explorar las pautas de dominación, subordinación y resistencia que moldean
lo sexual, y de analizar los discursos que organizan los significados de las identidades sexuales, es nota-
ble comprobar cómo hoy en día el discurso contemporáneo de la sexología se ha posicionado en el lugar
del supuesto saber, proclamando que posee la verdad sobre el sexo.

596
Democracia y sexualidad

con una denuncia del sexismo –la discriminación en función del sexo–
que regula simbólica y socialmente la vida sexual de los seres humanos.
Con apoyo en los trabajos histórico-antropológicos que ponen en evi-
dencia cómo han sido instituidos ciertos significados dentro de esa ló-
gica cultural sobre la diferencia sexual que hoy llamamos “género”, las y
los activistas han cuestionado la forma en que se considera “natural” a la
heterosexualidad, y se discriminan la homosexualidad, otras prácticas
sexuales y a las identidades disidentes.
Una lúcida crítica a este aspecto, el de la forma en la cual los seres hu-
manos solemos tomar nuestro contexto cultural como “natural” es la que
desarrolla Pierre Bourdieu. Este antropólogo y sociólogo francés advier-
te que el orden simbólico “está tan profundamente arraigado que no re-
quiere justificación: se impone a sí mismo como autoevidente y universal”
(Bourdieu y Wacquant, 1995, p. 123). Bourdieu explica que tomamos lo que
nos rodea como “natural” gracias al acuerdo “casi perfecto e inmediato”
que se establece, por una parte, entre “estructuras sociales como las que
se expresan en la organización social del espacio y del tiempo y la división
sexual del trabajo, y por la otra, las estructuras cognoscitivas inscritas en
los cuerpos y en las mentes” (Bourdieu y Wacquant, 1995, p. 123). Señala
la eficacia que tiene legitimar una relación que en sí misma es una cons-
trucción social, al inscribirla en lo biológico. Plantea que el trabajo de so-
cialización que se da con la cultura “impone una construcción social de la
representación del sexo biológico que es, en sí misma, la base de todas las
visiones míticas del mundo” (Bourdieu y Wacquant, 1995, p. 123).
Esta construcción social “biologizada” ocurre, por ejemplo, cuando se
establece, a partir de la complementariedad de los sexos para la repro-
ducción, que la orientación sexual “natural” es la heterosexualidad. Dicha
construcción social se ha convertido en una norma –la heteronormatividad–
que no asume la calidad indiferenciada de la libido sexual, por lo cual res-
tringe el espectro de la sexualidad humana, mientras envía al lindero de lo
“antinatural” todas las demás prácticas e identidades sexuales.
En el proceso de investigar la genealogía de los arreglos sexuales
vigentes, muchas feministas e integrantes de la comunidad de la di-
versidad sexual que retomaron el pensamiento foucaultiano también
descubrieron el amplio y complejo panorama detectado por la clínica

597
Marta Lamas

psicoanalítica. La teoría psicoanalítica describe la necesidad humana de


tener una identidad y señala, al mismo tiempo, que las formas que esa
identidad toma jamás son fijas. El psicoanálisis ofrece elementos para
descifrar una compleja e intrincada elaboración que el ser humano lle-
va a cabo ante las fuerzas culturales y psíquicas, y subraya el papel del
inconsciente en la formación tanto de la identidad de género como de
la orientación sexual.4 La inestabilidad de tal identidad radica en que es
impuesta a un ser humano con una libido que no está determinada por
el sexo anatómico, o sea, que es indiferenciada sexualmente. Freud con-
sideraba errónea cualquier argumentación que afirmara la naturaleza
instintiva de la sexualidad (Roudinesco, 2015, p. 323).
El psicoanálisis plantea que la orientación sexual se estructura a par-
tir de las vicisitudes familiares y sociales que vive cada ser humano, y
que dicha estructuración se realiza sin intervención de su conciencia y
su racionalidad. Por eso el ser humano, desde una perspectiva psicoana-
lítica, es un ser escindido, con deseos y procesos inconscientes, y su de-
seo puede derivar tanto hacia cuerpos iguales (homosexualidad) como
hacia cuerpos diferentes (heterosexualidad). Así, la heterosexualidad y
la homosexualidad consisten en una forma de estructuración psíquica
que es resultado de un proceso fuera de la voluntad de las personas, y
que no necesariamente implica enfermedad.
El amplio y complejo panorama de fantasías, deseos e identificacio-
nes detectado por la clínica psicoanalítica es un corpus que describe la
necesidad humana de tener una identidad, pero que también subraya
las vicisitudes por las que pasa dicha identidad. Ello llevará a Freud a
decir que la anatomía nunca basta para determinar lo que es femenino
o masculino; de ahí que concluya que no hay nada más incierto que la
masculinidad y la feminidad (Roudinesco, 2015, p. 324). Sin embargo, las
personas que, consecuentes con su deseo, no se someten al imperativo
heteronormativo de la ley social –es decir, los y las homosexuales– que
asumen de manera abierta su orientación, son incomprendidas, estig-
matizadas, perseguidas y agredidas.

4. La identidad de género es la que lleva a sentirse mujer u hombre. La orientación sexual es la que hace
que el deseo se oriente a mujeres, hombres o ambos (la bisexualidad).

598
Democracia y sexualidad

Desde principios del siglo XX, Freud sostuvo que el deseo humano
no tiene más límite que el que la cultura logra imponerle, y a partir de
ahí cuestiona la idea de que la heterosexualidad sea la manera “natural”
de comportarse. El psicoanálisis plantea que la pulsión sexual busca su
objeto con indiferencia del sexo anatómico, y que el deseo humano, al
contrario del instinto animal, jamás se colma. El deseo se mueve me-
diante elecciones sucesivas del sujeto, que nunca se deciden en forma
autónoma, ya que le son impuestas tanto desde su interior, por sus de-
seos inconscientes, como desde el exterior, por las prescripciones socia-
les del orden cultural, o sea, por la ley social.
Según Freud, la avasalladora fuerza de la pulsión sexual –celebrada,
temida, reglamentada y simbolizada a la vez de mil maneras– es “incom-
patible” con la exigencia de la vida en sociedad: la cultura la reprime y
obliga a renunciamientos y represiones que él califica de “malestar en la
cultura” (1979, pp. 65-140). Cada sociedad pronuncia una condena con
respecto a determinados tipos de comportamiento, y obliga a quienes
los manifiestan a llevar una vida oculta o una existencia clandestina. En
México, tal es el caso de las personas homosexuales: tramos íntegros de
sus vidas quedan proscritos, excluidos o reprimidos.
Aunque en la actualidad se empieza a aceptar lo que ya Freud seña-
ló a principios del siglo pasado –la calidad indiferenciada de la libido
sexual–, no ha sido la reflexión psicoanalítica lo que ha llevado a una
paulatina aceptación de la homosexualidad. El logro se ha derivado
de las resoluciones antidiscriminatorias conseguidas tanto por el ac-
tivismo de los grupos LGBTTTIQ+ como por el avance de la discusión
jurídico-filosófica.5
Ahora bien, como ya señalé, si la interrogante es qué tipo de política
sexual conlleva el ideal democrático, la duda crucial a resolver es hasta
dónde es lícito que el Estado regule el deseo sexual. Esto nos confronta
con un aspecto central del dilema ético: ¿todo vale? La respuesta es sí y no.
Si bien todas las expresiones culturales de la sexualidad son dignas,
cuando son forzadas o abusivas, resultan indignas e, incluso, criminales.

5. Las siglas, que aluden a la diversidad identitaria y sexual, corresponden a lesbianas, gais, bisexuales,
transexuales, transgéneros, travestis, intersexuales, queers y el signo + alude a lo que pueda surgir después.

599
Marta Lamas

¿Cómo plantear una ética sexual que reconozca la legitimidad de la gran


diversidad de prácticas sexuales que existen en el amplio espacio social,
pero que distinga las manifestaciones negativas? Tres temas, homose-
xualidad, prostitución y pornografía, han sido, y siguen siendo, causa de
candentes debates y amargas disputas; al igual que el aborto, aunque no
es en sí mismo una práctica sexual, pero está estrechamente vinculado a
la libertad sexual de las mujeres. En cambio, la violencia sexual no susci-
ta intensas confrontaciones, ya que todas las posiciones político-ideoló-
gicas la condenan de modo unánime.
¿Es posible desarrollar una política pública que ayude a enfrentar pos-
turas homófobas, como las que alegan la repugnancia que les suscita pen-
sar en dos hombres o dos mujeres teniendo relaciones sexuales? ¿Cómo
dialogar con quienes consideran que el comercio sexual es, no solo asque-
roso, sino también denigrante pues atenta contra la dignidad de las mu-
jeres, por lo cual exigen su criminalización? ¿Cómo acotar la difusión de
cierta pornografía sin censurarla toda? ¿Cómo convencer que el aborto es
un derecho de la diferencia sexual que compete a las mujeres? (Ferrajoli,
1999). Estas cuestiones, que se han venido planteando con gran intensi-
dad en sociedades complejas, en México empiezan a ser parte del debate
público democrático, y lo cruzan con múltiples emociones.
Las emociones son fundamentales en política. Cuando Sarah Ahmed
([2004] 2015) habla de “la política cultural de las emociones” alude a la
forma en que estas se reproducen y circulan, es decir, se refiere a una
economía de los afectos y a la importancia de comprenderla. Según esta
autora, la cultura y las emociones se afectan recíprocamente y, al confi-
gurar relaciones de mutua influencia, troquelan a las personas y mode-
lan a la sociedad. Ahmed plantea la necesidad de comprender las emo-
ciones no solo como estados psicológicos, sino también como prácticas
sociales y culturales que inciden en la vida pública.
Ya que los afectos son en sí mismos actos capaces de alterar la esfe-
ra pública con su irrupción, Lauren Berlant (2011) encuentra en ciertos
afectos una suerte de operación ideológica tendente a refrendar la des-
igualdad. Como los sentimientos son factores clave en el momento de
diseñar o evaluar políticas, hay que analizar los valores que sustentan, y
las reacciones que producen.

600
Democracia y sexualidad

Si las emociones no son solamente estados psicológicos, sino tam-


bién son prácticas sociales y culturales que atraviesan la vida pública,
entonces es importante comprender la economía emocional de dos muy
frecuentes, que producen reacciones intensas, respecto de la sexuali-
dad: la repugnancia y la vergüenza. El dilema de si la asquerosidad o
la desvergüenza de un acto de contenido sexual es o no es una razón
para que la ley impida su realización o su representación, encarna una
disputa clásica sobre la relación entre el derecho y la moral, que ha sido
abordada por distintos juristas y filósofos.
Hace más de medio siglo se dio en Inglaterra una polémica muy con-
notada a partir del informe que elaboró en 1957 la Comisión Wolfenden
para desregular la prostitución6 y la homosexualidad. La premisa fue que
las actividades privadas entre adultos que consienten a ellas no son de
incumbencia del Estado. El juez Lord Devlin estuvo en contra y sostuvo
que, aunque no cause daño a terceros, un acto que provoca la repugnan-
cia de los habitantes comunes y corrientes en una sociedad suministra
un enérgico motivo para ilegalizarlo. Del otro lado, el filósofo y jurista
H.L.A. Hart sostuvo la postura de que el Estado no debía meterse en la
vida sexual de las personas. 7
La filósofa Martha Nussbaum retoma dicha polémica, argumenta so-
bre el error de imponer una moral determinada a través del derecho, y
dice que “la ley tiene que adoptar una posición respecto de lo que realmen-
te es un perjuicio significativo” (2006, p. 25). Considera que emociones
como la repugnancia “no son confiables como guías para la práctica públi-
ca” (2006, p. 26) y señala que en el transcurso de la historia la repugnancia
ha sido utilizada para excluir y marginar a grupos o personas que llegan a
encarnar algo que el grupo dominante teme o aborrece (2006, p. 27).
Es asombroso que todavía hoy en día esos dos grupos, las prostitutas
y las personas homosexuales, encarnen algo que resulta aborrecible o
repugnante para amplios sectores de nuestro país. Nussbaum analiza el
papel de la repugnancia para condenar algunas conductas impopulares,

6. A lo largo de este documento aparecen en letras cursivas las palabras prostitución y prostitutas para hacer
énfasis en que se trata de términos denigratorios, los cuales, además, no aciertan a describir el fenóme-
no, pues invisibilizan a los clientes. Prefiero hablar de trabajadoras sexuales y de comercio sexual.
7. Jorge Malem (1998) aporta una interesante reflexión sobre la disputa Devlin-Hart.

601
Marta Lamas

y aborda la cuestión del estigma, planteando que el primer y más esencial


antídoto frente al estigma es una firme insistencia en los derechos de li-
bertad individual. “La ley debe ofrecer a los individuos fuertes proteccio-
nes contra las intrusiones arbitrarias, tanto del poder del Estado como de
las presiones sociales para adaptarse” (2006, p. 321). Esta filósofa estadou-
nidense denuncia los hábitos persistentes de estigmatización y humilla-
ción a ciertos grupos sociales en nombre de la dignidad humana. En espe-
cial, dice que “quienes realizan actos sexuales consensuados –aun cuando
estos sean controvertidos– no deberían ser estigmatizados, mientras que
sí deberían serlo quienes causan daños a terceros” (2006, p. 14).
Nussbaum retoma el principio del daño que John Stuart Mill abordó
en Sobre la libertad como un argumento convincente para establecer una
política pública general: si no hay daño a terceros, se vale. Incluso, ante
el paternalismo jurídico que intenta prohibir los daños que una persona
se podría infligir a sí misma, también cita el texto de Mill quien sostiene
que “La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho,
ser ejercido sobre un miembro de la comunidad civilizada contra su
voluntad es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o
moral no es razón suficiente” (2007). Esto viene a cuento por la actitud
de ciertas feministas neoabolicionistas, que desde la repugnancia (“¡qué
asco tener relaciones sexuales con veinte tipos!”) pretenden “salvar” a las
mujeres que trabajan en la prostitución.8 Hay que tener clara la diferencia
entre comercio sexual y trata de personas, y no confundir esa desubica-
da intención de “salvar” a las trabajadoras sexuales con lo que debería
ser un verdadero rescate de las mujeres secuestradas por tratantes.
¿Qué tipo de protocolos debería establecer el Estado para impedir
esos operativos que, con la intención de rescatar víctimas de trata, aca-
ban deteniendo de manera arbitraria a trabajadoras sexuales?9

8. El abolicionismo respecto del comercio sexual significó inicialmente –a finales del siglo XIX y prin-
cipios del XX– la retirada del involucramiento del Estado en el registro, otorgamiento de permisos e
inspección de las trabajadoras sexuales (Day, 2010). En la actualidad, el neoabolicionismo pretende erra-
dicar la compraventa de servicios sexuales, con un discurso que califica toda forma de comercio sexual
como violencia contra las mujeres. Véanse las obras de Elizabeth Bernstein (1999 y 2014). También Julia
O´Connell Davidson (2014), así como los textos de Ronald Weitzer (2012 y 2014.
9. Muchos de quienes intervienen en los operativos saben que están deteniendo a trabajadoras que no
son víctimas de trata, pero los llevan a cabo ante la exigencia de reunir cifras para que México sea bien

602
Democracia y sexualidad

A partir de un anhelo de mayor libertad sexual, hace varios años, en


México muchas personas empezaron a expresar su desacuerdo con la
visión heterosexista tradicional. Sus argumentos se basaron fundamen-
talmente en las dos fuentes principales ya mencionadas: la investiga-
ción histórico-antropológica y la teoría psicoanalítica. Desde ambas ver-
tientes se ha ido construyendo una perspectiva crítica para analizar las
formas insidiosas y sutiles con las que la cultura adjudica valor a ciertos
actos sexuales mientras devalúa o prohíbe otros.
Los grupos feministas y los que defienden la diversidad sexual han
cuestionado el conjunto de regulaciones políticas, legales y sociales res-
pecto de la sexualidad que establecen qué prácticas son buenas o malas,
naturales o antinaturales, decentes o indecentes. Estas regulaciones in-
hiben muchas formas de expresión sexual, al mismo tiempo que estig-
matizan ciertos deseos y actos.
Hoy en día tienen amplia presencia en la narrativa social en México
tres significados principales sobre lo que se suele concebir como “la
esencia” o el objetivo de la sexualidad: a) la reproducción de la especie;
b) el establecimiento de lazos afectivos y de compromiso entre las per-
sonas, y c) el placer.
En nuestro país hay grupos sociales y personas que asumen princi-
palmente alguno de esos tres significados, dependiendo de su posición
social, su clase, su condición étnica y su edad. Sin embargo, todavía tie-
ne un notable peso la creencia de origen judeocristiano que plantea la
inmoralidad intrínseca del acto sexual. Para dilucidar cómo ha llegado
nuestra cultura a considerar negativa o positivamente ciertas prácticas y
arreglos sexuales, y a producir una valoración distinta según se trate de
mujeres o de hombres, hay que descubrir la lógica simbólica subyacente.

evaluado en el Trafficking in Persons Report (TIP Report) de Estados Unidos de América. Jessica Gutié-
rrez hace un relato de cómo funcionan los rescates. Véase Jessica Gutiérrez, “Crónica de un (no) rescate
de (no) víctimas de trata en México”, en Marta Lamas (coord.), Comercio sexual y discurso sobre trata en
México. Investigaciones, experiencias y reflexiones, México, Centro de Investigaciones y Estudios de Géne-
ro-Universidad Nacional Autónoma de México, 2018, pp. 133-147.

603
Marta Lamas

¿Qué es lo que genera la discriminación?

¿De dónde vienen nuestras creencias acerca de la sexualidad? ¿Quién


nos convenció de que lo positivo para las mujeres es la castidad, pero
para los varones es la variedad sexual?
Las concepciones que han nutrido la narrativa dominante acerca de
la sexualidad están espléndidamente expuestas en el cuarto tomo de la
Historia de la sexualidad de Foucault. Este trabajo, luego de haber perma-
necido inédito durante 34 años, se publicó en Francia en febrero del 2018
con el título Las confesiones de la carne. Ahí Foucault hace una arqueología
en los textos clásicos y encuentra que entre el siglo II y el V, el cristianis-
mo elaboró una concepción que sigue definiendo en gran medida los ele-
mentos que componen nuestras creencias acerca de la sexualidad y de la
relación entre las mujeres y los hombres: la valoración de la virginidad,
la continencia, la monogamia, la fidelidad y el sexo para la procreación,
así como la condena de las relaciones homosexuales, la prostitución, el
adulterio y los placeres del cuerpo.
Tenemos, pues, que para el cristianismo los seres humanos somos
instrumentos de Dios para sus designios y, al valorar el aspecto repro-
ductivo sobre cualquier otro, se conceptualiza la sexualidad como una
actividad de parejas heterosexuales, donde lo genital, en especial el
coito, tiene preeminencia sobre otros arreglos íntimos. Todo esto en el
contexto de una relación comprometida, sancionada religiosa o jurídi-
camente y dirigida a fundar una familia.
Por lo tanto, la sexualidad no heterosexual, no de pareja, no coital,
sin fines reproductivos y fuera del matrimonio es vista como perversa,
anormal, enferma o, sin más, moralmente inferior. El voto de castidad
de monjes, sacerdotes y obispos expresa la creencia religiosa de que las
prácticas sexuales tienen, en sí mismas, una connotación de pecado.
Según esta creencia, dado que el placer es malo en sí mismo, la sexuali-
dad solo se redime si se vuelve un medio para expresar sentimientos ín-
timos, adquirir responsabilidades y, sobre todo, reproducir a la especie.
Un aspecto característico de nuestra cultura es la forma diferenciada
de calificar la actividad sexual según la lleve a cabo un hombre o una mu-
jer. Las arcaicas creencias judeocristianas han transmitido el mensaje

604
Democracia y sexualidad

de que la actividad sexual es “peligrosa” para las mujeres y “saludable”


para los hombres; para las mujeres, el “peligro” radica, además sobre
todo, además de la posibilidad de quedar embarazadas, en el riesgo a
ser deshonradas, pues la sexualidad femenina fuera de los marcos de la
“decencia”, –o sea, de una relación “legítima”–, produce rechazo y escán-
dalo. Las mujeres “decentes” cuidan su “reputación” y se ofenden ante
insinuaciones y propuestas sexuales.
Julian Pitt-Rivers, quien estudia el vínculo entre el honor y la catego-
ría social en la antigua España, sostiene que “es particularmente eviden-
te la diferenciación de los sexos. El honor de un hombre y de una mujer
implican modos de conducta muy distintos […] Una mujer se deshonra,
pierde la vergüenza, cuando se mancha su pureza sexual, pero un hom-
bre no” (1968, p. 42).
Además, el honor de un hombre (padre, hermano o marido) depen-
de de la pureza sexual de su madre, esposa, hijas o hermanas, y no de
su propia pureza sexual. Julio Caro Baroja rastrea estas nociones en Las
siete partidas –código castellano del siglo XIII, donde la serie de ordena-
mientos medievales expresa las nociones morales y políticas como un
todo– y concluye que ahí se hace explícita la doble moral (1968, p. 123).
Para Caro Baroja, los conceptos de “honra” y “vergüenza” imperantes
entonces en España han ejercido gran presión sobre las sociedades de
distintas épocas y esto sin duda se trasladó a la Nueva España e impactó
los códigos de género de los antiguos mexicanos.
Entre las culturas prehispánicas, la actividad sexual tenía un estatuto
más libre y se rendía culto al erotismo (Dávalos López, 2002). Había dife-
rencias entre los diversos pueblos, pero varios de ellos consideraban los
deseos sexuales como un producto divino (Quezada, 1993 y 1996). Alfredo
López Austin señala que, en principio, entre los antiguos nahuas “la vida
sexual es exaltada y no la mancha un vínculo original con el pecado”
(1984, p. 328).
Antes de la Conquista española, las relaciones prematrimoniales eran
comunes, existía la poligamia entre la nobleza; se practicaba el “pecado
nefando”, o sea, la sodomía entre hombres y también con mujeres (fuera
del “legítimo orificio”); las sacerdotisas otorgaban servicios sexuales, y la
existencia del comercio sexual era un hecho común y corriente.

605
Marta Lamas

En lo que fue el centro geográfico y político de Mesoamérica el tér-


mino con que se designaba a las prostitutas es muy elocuente: ahuianime,
del verbo ahuia, “alegrar”, es decir, las “alegres” o las “alegradoras”.10 No
había una dicotomía entre las putas y las demás mujeres, y las “alegres”
contaban con un singular reconocimiento social y religioso. Algo signi-
ficativo es que no había espacios designados para la prostitución, ni luga-
res específicos para su ejercicio: cada mujer vivía donde le apetecía. Con
el impacto cultural de la Conquista esa forma de intercambio sexual se
eclipsó, y desaparecieron las “alegres” o “alegradoras”.
La llegada de los españoles favoreció la práctica de una prostitución
similar a la hispana. Ana María Atondo (1992) señala que en la España
de finales del medioevo la prostitución se practicaba por lo general bajo el
control de proxenetas o alcahuetas, con un limitado margen de acción
de las mujeres, muy diferente de cómo ocurría aquí. El cambio en nues-
tras tierras fue brutal, pues se instaló y arraigó el estigma occidental,
derivado del ideal de castidad y recato de la feminidad (Leites, 1990).
Así, hoy en nuestra cultura persiste la clasificación de las mujeres en
virtuosas y “disolutas” o, como se suele decir de modo coloquial, en “de-
centes” y putas. El apelativo de puta se usa contra mujeres que desafían
el ideal cultural que se tiene sobre la feminidad, compuesto de pureza,
recato y fidelidad, y se aplica también a mujeres que otorgan libremente
sus favores sexuales, sin cobrar. A partir de la creencia de que los varo-
nes requieren “variedad sexual” para su salud, no se les estigmatiza por
tener “aventuras”, pues, además así fortalecen su valor masculino.
La doble moral es evidente: lo que prestigia a los hombres, desprestigia
a las mujeres. Anthony Giddens (1992) señala que, comparados con las
mujeres, los hombres son más “inquietos”, compartimentan su activi-
dad sexual, y su compulsión sexual los conduce a una “sexualidad epi-
sódica” que evita la intimidad. Como esta conducta se interpreta como
“natural” se acepta que tengan múltiples encuentros sexuales antes y
después del matrimonio.

10. Roberto Moreno de los Arcos (1966), siguiendo a Miguel León Portilla (1964) las llama “alegradoras”
mientras que Alfredo López Austin ( 1982) discrepa de tal traducción y propone que simplemente se trata
de “las alegres”.

606
Democracia y sexualidad

La doble moral está presente en la valoración del adulterio: en las


mujeres es un crimen imperdonable; en los hombres, una debilidad.
Giddens dice, asimismo, que la preocupación masculina por la impoten-
cia, la eyaculación precoz, el tamaño del pene y otras angustias, dan sen-
tido a ciertos aspectos de la pornografía masiva y de la violencia sexual
masculina (1992, p. 118). En su mayor parte, el material pornográfico está
dirigido a los hombres y es consumido por hombres, con una fórmula de
poca emoción y mucha intensidad sexual.
Apenas a mediados del siglo XX, con el desarrollo de los anticoncep-
tivos, las mujeres se empezaron a sumar a la libertad que siempre han
tenido los hombres de no vivir en el propio cuerpo consecuencias repro-
ductivas por su actividad sexual. Sin embargo, aun con la existencia de
métodos anticonceptivos, para las mujeres el riesgo de quedar embara-
zadas todavía existe.
Al peligro de un embarazo no deseado se suma el hecho de que en
todo el país, excepto la Ciudad de México,11 persiste la prohibición a in-
terrumpirlo legalmente. Esta política sexual conservadora pone a las
mujeres de las 31 entidades restantes en el trance de arriesgarse a inter-
venciones ilegales y costosas. Habrá que ver qué ocurre con la probable
homologación de un mismo código penal para toda la república. ¿Se to-
mará como modelo la legislación de la Ciudad de México?
Es indudable que el nuevo paradigma referente a la sexualidad ha pasa-
do de valorar el sexo procreativo a centrarse en el sexo recreativo (Vance,
1984; Weeks, 1998; Altman, 2001). El placer sexual y el erotismo se han
vuelvo componentes centrales en la cultura del ocio del capitalismo tar-
dío (Beck y Beck-Gernsheim, 2001; Simon, 1996; Anthony Giddens, 1992;
Plummer, 2003). y esto, junto con la desregulación neoliberal de los mer-
cados, ha permitido la expansión del comercio sexual como nunca antes,
con una proliferación de nuevos productos y servicios de la mano de una
paulatina transformación de los tradicionales usos y costumbres sexuales.
El proceso de mundialización ha implicado el aumento de las cone-
xiones transculturales que involucran al sexo: cada día hay más turismo

11. Para un panorama acerca del proceso que condujo a la despenalización en la Ciudad de México, véase
Lourdes Enríquez y Claudia de Anda (2008) y Marta Lamas (2017).

607
Marta Lamas

sexual y alrededor del mundo un creciente número de mujeres y hom-


bres, incluso menores de edad, está intercambiando servicios sexuales,
vendiendo videos porno, realizando sexo en vivo, trabajando en tiendas
de fetiches entre otras modalidades (Plummer, 2003). Esa multiplica-
ción de opciones constituye un inmenso negocio internacional, vincu-
lado a la cultura del consumo, el turismo y el entretenimiento y, como
ocurre con todo negocio, también tiene derivaciones nefastas, como la
explotación ilegal llamada “trata sexual”.12
En la actualidad, la compra-venta de sexo es un componente central
de la economía de todas las grandes ciudades; en especial el trabajo se-
xual se perfila como una vía mediante la cual personas de clase media,
en su mayoría blancas, nativas del lugar –no migrantes– y hasta cierto
punto privilegiadas socialmente (con estudios universitarios) han en-
contrado una forma de vida aprovechando las tecnologías de la comuni-
cación (Bernstein, 2007).
Estas personas eligen hoy el trabajo sexual por ciertas condiciones
específicas del contexto neoliberal: una economía postindustrial, que
ha aumentado el costo de la vida en zonas urbanas y creado un sector
ocupacional muy estratificado, con escasos empleos bien pagados y mu-
chos de bajos salarios, además de un creciente desempleo. Tal situación
económica se conecta con el incremento de jóvenes de clase media que
están modificando la expectativa tradicional de formar una familia, y
que desafían el modelo monógamo heterosexual. De ahí que Elizabeth
Bernstein (2007) considere la posibilidad de que este mercado sexual
llegue a ser un intercambio de conexiones interpersonales auténticas, e
imagine una posible, aunque lejana, eliminación del estigma.
Esto es distinto por completo de lo que ocurre en zonas que se con-
vierten en el hogar de miles de individuos en tránsito, como las ubicadas
en las fronteras, donde muchas personas intercambian sexo por comi-
da o protección. Son varios los caminos por donde los seres humanos
transitan en el comercio sexual; algunos son opciones desesperadas de

12. La definición de trata en el Protocolo de Palermo (2000) implica tres aspectos: 1) conductas (cap-
tación, transporte, traslado, acogida o recepción de la persona); 2) medios (amenaza, uso de la fuerza,
engaño); y 3) fines (explotación). Véase Convención de las Naciones Unidas Contra la Delincuencia Or-
ganizada Transnacional y sus Protocolos (2004).

608
Democracia y sexualidad

sobrevivencia y otros son cada vez más despersonalizados, como el sexo


cibernético y telefónico; sin embargo, pese a las indudables novedades en
la oferta de servicios sexuales, todavía perdura la forma habitual de con-
tacto carnal entre trabajadoras sexuales y clientes, de la misma manera
que también perduran el estigma y los prejuicios hacia tales mujeres.
En México, cientos de miles de personas obtienen su sustento co-
brando dinero por realizar actos sexuales; algunas lo hacen en duras
condiciones, sin derechos laborales y con los peligros inherentes a un
trabajo estigmatizado, pero otras logran hacerse de un capital y moverse
de lugar social gracias a la independencia económica.
No obstante, el neoabolicionismo utiliza un discurso tremendis-
ta que impide ver la variedad de situaciones en las que se encuentran
las trabajadoras sexuales, con distintos niveles de decisión personal y
de ganancia económica. Hablar solamente de mujeres víctimas sin re-
conocer la existencia de otras trabajadoras sexuales favorece posturas
fundamentalistas que desvían el imprescindible combate contra la trata
hacia un absurdo proyecto de erradicar (abolir) todo el comercio sexual
(Lamas, 2016a).
Una duda ante la lenta pero persistente igualación de las activida-
des sexuales de las mujeres con las de los varones es en qué dirección
se transformará la doble moral sexual: ¿los varones dejarán de comprar
sexo recreativo o las mujeres empezarán a hacerlo como clientas de un
inédito mercado?
En México los problemas relativos a la sexualidad que han estado
dando forma al debate político –el aborto, la homosexualidad, el comer-
cio sexual y la pornografía– se formulan como debates morales de temas
que atentan contra la vida y la unidad de la familia. Pero lo que en reali-
dad atenta contra la vida de las personas es la falta de acceso a la justicia
–como en el caso del aborto– y la discriminación de las personas con
identidades disidentes y opciones sexuales variadas.
La homofobia –el miedo/rechazo a las personas homosexuales– sigue
cobrando víctimas fatales, a través tanto del asesinato como del lincha-
miento. Carlos Monsiváis, quien investigó y reflexionó acerca de las ex-
presiones homosexuales en nuestro país, señaló que, a pesar de que la
heteronormatividad construye una lógica del ocultamiento –“lo que no

609
Marta Lamas

se nombra no existe”–, “¿quién puede ocultar las realidades del deseo?”


(2010, pp. 51-53). Como bien dijo, “para que el cielo de la heterosexuali-
dad exista, se requiere construir con la saña minuciosa de la negación de
cualquier derecho humano, el infierno de los homosexuales” (2010, p. 73).
Existe una grave censura social y política hacia personas cuyo deseo
sexual se orienta hacia personas de su mismo sexo. Las personas homo-
sexuales (lesbianas y gais) son discriminadas a diario, en especial en el
espacio de la política. ¿Cuándo hemos visto en México a una persona
abiertamente gay ocupar un puesto político relevante?
En este contexto la Suprema Corte de Justicia de la Nación lanzó una
bomba cultural en junio de 2015 al sentar jurisprudencia y declarar que
el matrimonio no es de manera exclusiva la unión de un hombre y una
mujer, lo que implica que puede ser también de dos hombres o de dos
mujeres.13 Al convertir al matrimonio en un contrato igualitario, con in-
diferencia del sexo de las personas contrayentes, la Suprema Corte ava-
ló tácitamente la orientación homosexual. Y no solo eso: al reconocer a
lesbianas y gais como ciudadanos con iguales derechos que las personas
heterosexuales, fortaleció el proyecto democrático.
El reconocimiento de que la orientación de la libido humana hacia
los cuerpos de las hembras o los machos de la especie no implica, en sí
misma, ni “normalidad” ni “patología”, llevó a comprender que ni la he-
terosexualidad en sí misma es garantía de “normalidad”, como lo de-
muestran los violadores de mujeres, ni la homosexualidad es garantía de
degeneración, como atestiguan millones de lesbianas y gais decentes. Y
así como nadie cuestiona la heterosexualidad, aunque existan violado-
res de mujeres, tampoco habría que cuestionar la homosexualidad por-
que existan curas pederastas. El deseo homosexual es solamente otra
vertiente del deseo sexual humano, y el prejuicio homófobo se origina
en dogmas religiosos e ignorancia.
La jurisprudencia de la Corte ha molestado y escandalizado a los gru-
pos sociales que conciben a lesbianas y gays como personas degeneradas

13. “Como la finalidad del matrimonio no es la procreación, no tiene razón justificada que la unión ma-
trimonial sea heterosexual, ni que se enuncie como ‘entre un solo hombre y una sola mujer’”. Tesis Juris-
prudencial núm. 1ª./J. 43/2015 (Jurisprudencia), disponible en https://suprema-corte.vlex.com.mx/vid/
jurisprudencia-583152258.

610
Democracia y sexualidad

o enfermas. El matrimonio homosexual no vulnera en modo alguno sus


derechos, pero cada paso que adelanta cualquier concepción antiesen-
cialista provoca reacciones fundamentalistas. Hoy la más difundida es
la campaña contra la “ideología de género”.
¿Qué es el género?14 Hoy se llama “género” a un conjunto de ideas so-
bre la diferencia sexual. Estas creencias culturales atribuyen caracterís-
ticas “femeninas” y “masculinas” con base en la diferencia anatómica.
Dichas simbolizaciones toman forma en un conjunto de prácticas, ideas,
discursos y representaciones sociales que atribuyen rasgos y potenciali-
dades a las personas en función de su anatomía. Son el orden simbólico
de género, que produce efectos en el imaginario de las personas, y la ley
social refleja e incorpora sus valores e ideas.
Dicho de otra forma, la cultura marca a los seres humanos con el géne-
ro (con las creencias acerca de lo “propio” de las mujeres y lo “propio” de
los hombres) y el género marca la percepción de todo lo demás: lo social,
lo político, lo religioso, lo cotidiano. Así, mediante el proceso de consti-
tución del género, la sociedad desarrolla las ideas de lo que deben ser los
hombres y las mujeres, y esas ideas producen los procesos psíquicos y
culturales a través de los cuales las personas sexuadas (hembras, machos
e intersexuales) nos convertimos socialmente en hombres y mujeres.
Pero entonces, ¿qué es la “ideología de género? El concepto “ideolo-
gía” expresa el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pen-
samiento de una persona, una colectividad, una época, un movimiento
cultural, grupo político o institución religiosa (Žižek, 2003). En otras pa-
labras, la ideología es un concepto que alude a una dimensión de la cul-
tura: las creencias que sostienen los usos y costumbres. La ideología es

14. En la lengua española existen tres homónimos del término “género”. Estos son: 1) la definición clásica
de género como clase, tipo o especie: el género musical, el género humano, este género de conducta, etcétera
(genre en inglés); 2) la traducción de gender en su acepción de sexo, y 3) la traducción de la nueva signi-
ficación de gender, que se refiere al conjunto de creencias, atribuciones y prescripciones culturales que
establecen “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres en cada cultura. Si bien ya es compli-
cado que dos conceptos distintos como genre y gender se traduzcan con el mismo término, el asunto se
enreda aún más porque gender tiene a su vez dos acepciones: la tradicional de sexo biológico, y la nueva de
simbolización cultural. Actualmente el uso cotidiano del término “género” circula en la vida social con las
tres acepciones: 1. clase o especie; 2. sexo y 3. simbolización. Y aunque con los tres homónimos se puede
aludir a las diferencias entre mujeres y hombres, todavía hay poca claridad respecto a su uso conceptual.
Véase Marta Lamas (2016).

611
Marta Lamas

la naturalización del orden simbólico; es decir, lo que hace la ideología


naturaliza, hace pasar por natural una creencia (Žižek, 2003).
En México hay varias “ideologías” (conjuntos de ideas) sobre las mu-
jeres y los hombres, pero la ideología judeocristiana es la hegemónica.
Esta le otorga a la complementariedad reproductiva de los seres huma-
nos el significado de actividad sexual “natural”, y así transmite la creen-
cia de que la heterosexualidad es la actividad “moral”.
Desde esa conceptualización, se invisibilizan otras afectividades
y otros erotismos que han coexistido con el correr de los siglos. Pero,
al no reconocer la legitimidad de la diversidad identitaria, la ideología
judeocristiana califica esas actividades sexuales como antinaturales e
indecentes. En cambio, la ideología de género acepta la pluralidad iden-
titaria y distingue moralmente la forma en que las actividades sexuales
se llevan a cabo: con o sin consentimiento, con o sin responsabilidad.
Las personas que comparten la ideología hegemónica califican de
ideología de género a las nuevas reglas acerca de “lo propio” de las mu-
jeres y “lo propio” de los hombres. Por otro lado, quienes comparten la
ideología de género impulsan un sentido crítico acerca de que las posi-
ciones desiguales de mujeres y hombres, que no se derivan de su bio-
logía, ni mucho menos de un orden divino, sino que son resultado del
desarrollo histórico, la estructuración económica y la cultura.
Comprender qué es y cómo opera el género permite, precisamente,
revisar usos y costumbres tradicionales, construidos a partir de creen-
cias arcaicas sobre “lo propio” de las mujeres y los hombres. Al desen-
trañar cómo surgen ciertas prácticas discriminatorias y mostrar que
no son “naturales”, el conocimiento sobre el género se convierte en un
poderoso dispositivo para configurar un espacio de vida común más
igualitario entre los seres humanos. Al comprender que el género es una
lógica de la cultura, omnipresente en todas las situaciones sociales, que
tiñe la construcción de la identidad psíquica y que condiciona las reglas
de convivencia y el sistema jurídico, se abre la posibilidad de sentar las
bases para eliminar injusticias y discriminaciones vinculadas a las iden-
tidades y orientaciones sexuales.
La “ideología de género” muestra cómo a lo largo de la historia
se han “naturalizado” cuestiones que es posible cambiar, y también

612
Democracia y sexualidad

exhibe cuestiones de las que no se habla y que generan exclusión y dis-


criminación. El miedo de las personas conservadoras religiosas ante
la “ideología de género” se alimenta de homofobia, heterosexismo e
ignorancia generalizada, todos ellos elementos nefastos que alientan
el fenómeno del “pánico moral”.
El pánico moral surge ante lo que ciertos grupos sociales viven como
una amenaza a sus valores o a su propia identidad (Young, 2009). Dos
características son la irracionalidad y su conservadurismo. El pánico
moral ante la “ideología de género” es una reacción ante lo que se vive
como un atentado en contra del orden “natural” que propugnan las igle-
sias. Este pánico moral responde a las batallas culturales de los feminis-
mos y de los grupos de la diversidad sexual, y difunde el miedo de que la
“ideología de género” pervierta a la niñez, fomente la homosexualidad y
acabe con la unidad de la familia “natural”.
De las imputaciones por el fin de la familia, la violencia de la porno-
grafía, la maldad de las abortistas y la degeneración de los homosexua-
les, los grupos conservadores están pasando a exigencias para que el
Estado ejerza un mayor control, con prohibiciones de todo tipo.
Luchar contra el puritanismo conservador y su doble moral ha signi-
ficado –y seguirá significando por un tiempo– una confrontación políti-
ca con poderes fácticos como las iglesias y sus grupos ciudadanos, tales
como la Unión Nacional de Padres de Familia y el Comité Nacional Pro-
Vida. Ante la erosión cultural de las identidades binarias, la legitimación
jurídica de la orientación homosexual y la explosión mediática del fe-
nómeno trans, la derecha previene contra una temida decadencia moral
causada por la “ideología de género” y alienta pánico moral respecto de
lo que imagina como amenazas. Además, como los poderes religiosos
tienen cuadros dentro de los partidos políticos, muchos de sus repre-
sentantes son muy renuentes o timoratos en relación a avalar ciertas
propuestas de ley igualitarias en esas materias.
La excepción ha sido la Ciudad de México, donde la izquierda aprobó,
ya hace años, normas que reconocen las relaciones entre personas de
mismo sexo, la identidad de género y la interrupción legal del embarazo.
Sin embargo, aún falta una ley que garantice que las escuelas públicas
impartan una educación sexual que no eluda hablar de placer, y vaya

613
Marta Lamas

más allá que dar información biológica y aborde temas como la mastur-
bación, el embarazo no deseado y la homosexualidad.

Política sexual democrática

Que la sexualidad constituya un tema de interés público y debate polí-


tico. Desde que en 1869 se acuñó el concepto de sexualidad en el campo
de la medicina y la psiquiatría, empezaron a surgir diversos estudios y
debates al respecto. Los años finales del siglo XIX y los iniciales del XX
se caracterizaron por una gran inquietud acerca de la sexualidad, que se
expresó en varios trabajos de investigación y reflexión.
Entre los más conocidos e influyentes destaca la publicación, en 1892, de
Psychopatia Sexualis de Krafft-Ebing y en 1894 de Man and Woman de Havelock
Ellis. En 1897 Magnus Hirschfeld funda el Comité Científico Humanitario;
en 1903 Otto Weininger publica Sexo y carácter; en 1905 aparecen los Tres ensa-
yos de teoría sexual de Freud; en 1908 nace el primer journal de sexología pro-
movido por Hirschfeld; 1909 Eduard Carpenter da a conocer The Intermediate
Sex (Transitional Types in Men and Women); y en 1910 Havelock Ellis sale a la
luz Sex in Relation to Society. La sexualidad se afianza como tema de legítimo
interés intelectual, y alienta un inquietante debate político.
El término “política sexual” surgió con el movimiento crítico europeo
que, en el convulso periodo de entreguerras previo al ascenso del fascis-
mo en Alemania, asumió el nombre de izquierda freudiana y cuyo objeti-
vo fue estructurar una política de la sexualidad. La denuncia de la miseria
y opresión sexuales como elementos inseparables del orden capitalista,
incluía asuntos tan variados como el aborto, la homosexualidad, la pros-
titución, las perturbaciones sexuales y la educación sexual, pero también
el problema de la vivienda y la carencia de terapeutas capacitados.
Una figura protagónica y controvertida en este escenario fue Wilhem
Reich, marxista y discípulo de Freud.15 Hoy la vigencia del planteamiento

15. Sus obras principales fueron La función del orgasmo (1927), La irrupción de la moral sexual (1932) y La
sexualidad en la lucha cultural (1936).

614
Democracia y sexualidad

de la Sex-Pol radica en su concepción de que el eje de la política sexual


debe ser el reconocimiento de la fuerza del deseo.
Después de la Segunda Guerra Mundial reaparecería el interés por
el tema de la sexualidad, pero no sería sino hasta los años sesenta, en el
marco de la revolución sexual, que la idea de la necesidad de una política
sexual ganara terreno en la opinión pública de los países industrializa-
dos.16 En esa década, considerada la etapa de la liberación sexual, se dio
una transformación de actitudes y mayor apertura para hablar de lo se-
xual y se hicieron ciertas reformas legales.
A finales de los sesenta y principios de los setenta, cuando irrumpió
la segunda ola feminista, el debate acerca de la política sexual dio un
giro más, y entró al campo de lucha entre conservadores y liberales,
entre la derecha y la izquierda; se incorporaron las feministas con rei-
vindicaciones escandalosas, como la de la preeminencia del orgasmo
clitoridiano.17
La visión de las feministas no fue homogénea y no tardaron en apa-
recer las escisiones y confrontaciones respecto del comercio sexual y
la pornografía, que llevarían a ser calificadas de sex wars, o guerras en
torno a la sexualidad.18 En paralelo a las reivindicaciones feministas, la
comunidad de la diversidad sexual disputó públicamente definiciones
relativas a la homosexualidad, y a ciertas expresiones identitarias, como
la transexualidad y el transgenerismo (Weeks, 1998; Altman, 2001).
De entonces acá, el panorama se ha complejizado, pues el capitalis-
mo neoliberal, además de producir transformaciones socioeconómicas
y culturales, ha propiciado una nueva dinámica sexual y un psiquismo
distinto en las personas. Estamos ante una “mutación antropológica”
(Gauchet, 1998) y dos claras expresiones de ello son, por un lado, las
transformaciones y desplazamientos en los mandatos tradicionales

16. Los dos reportes de Kinsey Comportamiento sexual del hombre (1948) y Comportamiento sexual de la Mujer
(1953) desatarían un amplio debate.
17. Al debate, que inició con la denuncia del “mito del orgasmo vaginal”, se sumaron psicoanalistas tanto
para confirmar su existencia como para reforzar su cuestionamiento. Las compilaciones de Snitow et al.
(1983) y de Vance (1984) ofrecen un panorama de la disputa. A su vez, la compilación de Jackson y Scott
(1996) incluye los artículos fundacionales.
18. Véase Ellis Willis (1983); Carol, S. Vance (1984); Alan Hunt (1999); Lisa Duggan y Nan D. Hunter (1995)
y Marta Lamas (2016).

615
Marta Lamas

de género (“lo propio de las mujeres” y “lo propio de los hombres”) y


por el otro, lo que varios autores han denominado una sexualización
de la cultura:

Una preocupación contemporánea con valores, prácticas e identi-


dades sexuales; el giro público hacia actitudes sexuales más permi-
sivas; la proliferación de textos sexuales; el surgimiento de nuevas
formas de experiencia sexual; el quiebre aparente de reglas, catego-
rías y regulaciones diseñadas para mantener a raya la obscenidad;
una afición por los escándalos, las controversias y los pánicos en
torno al sexo (Attwood, 2006, p. 77-78).

Aunque la diversidad sexual siempre existió, como lo ratifican las inves-


tigaciones eruditas, a lo largo del siglo XX, el individualismo, el narci-
sismo y el consumismo, componentes centrales de la cultura del capi-
talismo,19 fueron conformando nuevas prácticas sexuales y relacionales
(Lasch, 1991; Beck y Beck-Gernsheim, 2001; Giddens, 1992; Simon, 1996;
Plummer, 2003). Pese a la embestida conservadora que sostiene que
ciertas identidades y prácticas son “antinaturales”, el giro identitario del
tardocapitalismo es notable; hoy las demandas ciudadanas más frecuen-
tes son el reconocimiento de la condición de ciudadanía y la exigencia
de derechos iguales, con independencia de la identidad y la orientación
sexuales (Plummer, 2003).
¿Qué tipo de encuentros sexuales hay en nuestra sociedad? A gran-
des rasgos, se puede decir que los intercambios sexuales entre los seres
humanos se dividen en dos grandes categorías: los intercambios instru-
mentales (tengo sexo contigo para conseguir algo) y los intercambios
expresivos (tengo sexo contigo porque te deseo).
Tanto el matrimonio como el comercio sexual son los arreglos más
antiguos y más difundidos de intercambio instrumental. Nadie, ex-
cepto la maravillosa anarquista Emma Goldman (1977a y 1977b), cues-
tiona la transacción instrumental en el matrimonio, pero muchos

19. Véase Lasch (1991); Beck y Beck-Gernsheim (2001); Giddens (1992); Simon (1996); Plummer (2003).

616
Democracia y sexualidad

se escandalizan cuando hay transacciones instrumentales fuera del


matrimonio.
El comercio sexual es una forma clásica de quid pro quo –una cosa
por otra– y ahora que se ha convertido en una gran industria trasna-
cional, también ha provocado una disputa político-ideológica mundial
(Kempadoo y Doezema, 1998; Scoular, 2010; O´Connell, 2014). Que el
comercio sexual esté cada día más difundido y que al mismo tiempo
provoque cada vez más rechazo, marca la persistencia de la dificultad
humana para comprender los complejos vericuetos psíquicos que acom-
pañan a la pulsión sexual.
¿Cuál debería ser hoy el papel de la política democrática cuando las
experiencias de vida de muchos seres humanos no se ajustan a los es-
quemas binarios tradicionales? En la actualidad muchísimas personas
se sienten violentadas en su propia identidad y subjetividad por los có-
digos culturales y los estereotipos de género existentes (Soper, 1992).
Ante la contundente diversidad humana, la lógica cultural tradicional se
muestra cruelmente anacrónica y ominosamente ignorante. Las iglesias
siguen intentando regular e influir, pero se ha dado un alejamiento de
los valores sexuales religiosos.
Pese al inquietante aumento del fundamentalismo religioso –en es-
pecial, de los grupos evangélicos–, tal parece que estamos presenciando
una secularización de los códigos sexuales, pues incluso las personas
creyentes ignoran de modo deliberado las enseñanzas de sus iglesias so-
bre el control de la natalidad, el aborto, el divorcio y la homosexualidad.
Poco a poco la narrativa social acerca de la sexualidad retoma mayorita-
riamente ideas y datos de expertos no religiosos: profesionales en sexo-
logía, psicología, antropología…
En este contexto, una preocupación de fondo cuando se habla de
“política sexual” se refiere a la vigencia del orden simbólico que, pese al
estallido de las nuevas identidades de género y el reconocimiento de las
orientaciones sexuales sigue siendo binario, heterosexista y puritano.
Ante el nuevo pluralismo político, y frente a la diversidad sexual, ¿qué
política pública podría proteger a la población homosexual y transexual
que vive en nuestros pueblos y pequeñas ciudades? ¿Cómo liberar a las
jóvenes de las rígidas prescripciones de la doble moral? ¿Cuál debería ser

617
Marta Lamas

la educación pública respecto al placer sexual? ¿Qué papel desempeñan


las representaciones pornográficas y los servicios sexuales comerciales
en una democracia? ¿Cómo atenuar la angustia de los varones ante el
desempeño sexual? ¿Qué significa políticamente para la vida sexual de
las mujeres que no se legisle la interrupción de los embarazos no desea-
dos? ¿Cómo darle al deseo sexual un lugar legítimo en la agenda política?
Estas interrogantes solo se podrían responder si se pensara en garan-
tizar la elección y el consentimiento individuales y, al mismo tiempo, si
se tomara en cuenta la obligación del Estado de dar ciertos servicios y se
previniera acerca de los abusos del poder punitivo y censor de algunos
legisladores y gobernantes.
Pero ¿realmente existen esas expectativas ético-políticas en mate-
ria de política sexual democrática de la ciudadanía? Incluso las perso-
nas que critican ciertas prácticas, discursos y representaciones sociales
que discriminan, oprimen o vulneran en función de la identidad o la
orientación sexual, no tienen en mente cuál sería una agenda amplia de
reivindicaciones.
Al reflexionar acerca de cuáles demandas deben ser incorporadas
en la agenda democrática sorprende constatar que muchas ya fueron
planteadas hace un siglo por el movimiento Sex-Pol.20 Esa izquier-
da freudiana tenía un programa inclusivo y radical que para alcanzar
sus objetivos proponía una política social amplia, con la que incluso
pretendía resolver el déficit de viviendas con base en un plan de edi-
ficaciones para trabajadores, a expensas de los grandes capitales y con

20. Las propuestas eran: distribución gratuita de anticonceptivos, abortos gratuitos en las clínicas esta-
tales; garantías laborales y asistenciales para embarazadas; creación de albergues para madres e hijos;
abolición de todos los obstáculos para contraer o disolver el matrimonio; supresión de diferencias ju-
rídicas entre parejas matrimoniales y no matrimoniales; abolición de la prostitución combatiendo sus
causas: el desempleo, la doble moral sexual y la ideología de la castidad; incorporación de las prostitutas
a la vida económica y severa penalización de toda utilización lucrativa de las relaciones sexuales, como
el proxenetismo; lucha contra las enfermedades sexuales mediante una campaña masiva de divulgación
sexual; educación sexual de la juventud para prevenir las neurosis y las perturbaciones sexuales, creación
de centros asistenciales suficientes para las perturbaciones sexuales; formación de los médicos, pedago-
gos y terapeutas respecto a todos los problemas de la vida sexual; protección de la niñez y juventud de
violación y violentación (acoso) por parte de los adultos; eliminación de todas las condiciones y penas
jurídicas para las relaciones sexuales adultas; supresión de todas las penas para los delincuentes sexuales
y, en su lugar, creación de centros terapéuticos suficientes para enfermos sexuales y prevención de la
delincuencia sexual (Subirats, 1975).

618
Democracia y sexualidad

participación de los medios estatales. Estamos muy lejos de una políti-


ca pública así de integral.
Por eso, tal vez más que hablar de demandas concretas, habría que
pensar en qué consistiría un enfoque político democrático de la sexuali-
dad. Nuestra sociedad está dividida entre quienes no les otorgan una va-
loración positiva a las diferentes expresiones sexuales –consideran que
ciertas conductas son pecaminosas, peligrosas o antisociales, por lo que
exigen una regulación estricta– y quienes consideran que no es tarea
del Estado controlar las conductas sexuales que ocurren entre personas
adultas que consienten. Desde tales posturas contrapuestas ¿cómo plan-
tear una política sexual democrática? Más que invocar una única moral
“auténtica” para restringir la sexualidad a sus fines reproductivos, tal
vez debería privilegiarse el carácter ético del intercambio sexual.
Una ética democrática plantea la posibilidad de una relación sexual
placentera, consensuada y responsable con otro ser humano, con inde-
pendencia del cuerpo o la identidad que tenga. Lo definitorio en relación
al carácter ético de un acto sexual no radica en un determinado uso de
los orificios y órganos corporales sino en la relación de mutuo acuerdo
y de responsabilidad de las personas involucradas. Así, todo intercam-
bio sexual donde exista autodeterminación y responsabilidad mutua es
válido éticamente. Esa es la gran diferencia con los conservadores, para
quienes por definición ciertas prácticas son en sí mismas ilegítimas,
mientras que para los libertarios lo que las vuelve legítimas o ilegítimas
es el carácter ético del intercambio.
Este criterio responde a transformaciones en las pautas de ejercicio
de la sexualidad y, desde ellas, las personas más jóvenes conceptualizan
al sexo como algo que en sí mismo no es peligroso y malo, ni liberador y
bueno, sino que depende de las condiciones y el contexto en que se lleve a
cabo. Tal vez porque la autonomía y la responsabilidad respecto del acto
sexual establecen una interacción distinta entre deseo y ética, el con-
sentimiento –definido como la facultad que tienen las personas adultas,
con ciertas capacidades mentales y físicas, de decidir sus intercambios
sexuales– se convierte en un valor de suma importancia. La existencia
de un desnivel notable de poder, de maduración, de capacidad física o
mental dificulta que se lleve a cabo un verdadero consentimiento.

619
Marta Lamas

Un debate candente es el relativo a la edad en que realmente se puede


consentir. En varios países se ha fijado en 14 años, siempre y cuando la
pareja sea más o menos de la misma edad. Cuando hay una diferencia de
edad sustantiva, existe un desnivel preocupante. También hay otros des-
niveles, como el económico, que problematizan los encuentros sexuales,
y remiten a los intercambios instrumentales. Y por supuesto, está la vio-
lencia, no solo por las violaciones sexuales de agresores desconocidos
sino también por las formas de abuso sexual de un familiar cercano que,
con una frecuencia espeluznante, producen embarazos en chicas púbe-
res de 11, 12 y 13 años. ¡Una aberración!
Cualquier política sexual está vinculada de forma inevitable al con-
texto social más amplio, con las disputas políticas y morales que ahí se
libran. La valoración de la sexualidad se debería inscribir en el conjunto
de los valores políticos que adoptamos; o sea, la aspiración democrática
a la libre autodeterminación política debería tener su correlato en la as-
piración a una libre autodeterminación sexual y corporal. Plantear una
“política sexual democrática” va más allá de solo retomar el discurso del
derecho a decidir sobre el propio cuerpo:

implica un proceso más amplio de democratización en que se des-


mantelen definitivamente las barreras que restringen el potencial
y el crecimiento individuales; las barreras de explotación económi-
ca y divisiones de clase, opresión racial y desigualdades de género,
autoritarismo moral y desventaja educativa, pobreza e inseguridad
(Weeks, 1998, p. 121).

Esto requiere ciertos mínimos que el Estado debe garantizar: el acceso a


una educación sexual adecuada, una oferta de anticonceptivos seguros
y baratos, la interrupción legal del embarazo y un marco jurídico que
respete las diversas identidades de género y sus arreglos de convivencia.
Además, como señala Eric Fassin, al hablar de democracia y sexualidad:

Parece más justo hablar de un proceso. Es la extensión del ámbito


democrático, con la creciente politización de las cuestiones de géne-
ro y de sexualidad que revelan y alientan las múltiples controversias

620
Democracia y sexualidad

públicas actuales. Por una parte, lejos de limitarse a la esfera pri-


vada, las cuestiones sexuales se sujetan cada vez más a las mismas
exigencias políticas que todas las demás cuestiones sociales, trátese
del trabajo o de los impuestos, de la inmigración o de la educación:
siempre se deben examinar las normas de género y sexualidad en
nombre de los mismos valores de libertad y de igualdad
(2009, p.69).

Es evidente que no hay unanimidad política acerca de la valoración de las


identidades y orientaciones sexuales desde una perspectiva democrática,
tal y como se comprueba en las persistentes batallas por el orden simbó-
lico, como la reciente contra la “ideología de género”. Además, pese a que
Freud inició una revolución simbólica (Roudinesco, 2015), el olvido de lo
que ha planteado el psicoanálisis es una tendencia cultural general que
Russell Jacoby (1977) califica de “amnesia social”. Según este historiador,
esta amnesia social ha logrado que, incluso en la academia, se olviden los
señalamientos psicoanalíticos sobre la potencia de la pulsión y el deseo en
los comportamientos humanos. Por eso, al cierre de esta reflexión acerca
de la sexualidad traigo a la memoria la condición psicoanalítica que sos-
tiene que no es posible reducir la sexualidad a las prácticas sexuales.
Como señala la psicoanalista Joan Copjec, “con el término sexualidad
no se nombra un ámbito separado de la vida, sino la relación desarticu-
lada de los seres hablantes con su existencia corporal” (2016, p. 71). En su
reciente libro What is Sex? (2017), Alenka Zupančič recuerda el postulado
de Freud que plantea que hay algo insatisfactorio en la propia sexuali-
dad, pues la persecución del deseo resulta de una pulsión: la pulsión se-
xual, que no puede ser satisfecha. Esta filósofa eslovena propone regre-
sar a la intuición de Freud de que la sexualidad sirve como una defensa
ante asuntos psíquicos más profundos y difíciles.
Como bien dice Eva Illouz (2014), la relación sexual nunca es simple-
mente el encuentro de dos cuerpos; es también una puesta en acto de
las jerarquías sociales y de las concepciones morales de una sociedad.
Y pese a que está sujeta a las presiones de las sanciones legales, el juicio
social, las pulsiones inconscientes y los deseos contradictorios, conlleva
el goce de disfrutar una forma especial de ser y de estar en el mundo.

621
Marta Lamas

Por eso, no obstante su condición de irresoluble insatisfacción, la se-


xualidad es una de las vivencias más importantes que tienen los seres
humanos; de ahí la relevancia de insistir en la libertad sexual ante los
grupos religiosos. Estos grupos, que van en aumento, se organizan para
incidir en política y así aplicar sus dogmas y creencias sobre la sexuali-
dad en la ley civil, es decir, para imponérselos a todas las personas, com-
partan o no su religión.
En nuestro país, los principales temas de interés político de estos
grupos religiosos abarcan múltiples aspectos.21 Cuando las creencias re-
ligiosas se infiltran en la agenda pública, producen no solo una serie de
incongruencias, sino también una cadena de injusticias. Por ejemplo,
que la biología determine el destino de una mujer; que la identidad li-
mite las posibilidades de una persona para formar una familia o acceder
a un empleo; que la orientación sexual impida ascender en el ámbito
laboral o político; y que las creencias religiosas tengan mayor peso que la
información científica en la educación infantil y adolescente.
Por suerte, los consensos de la comunidad democrática mundial, que
se han plasmado sobre todo en tratados y convenciones internacionales,
han favorecido en gran medida una perspectiva pluralista y de derechos
humanos en la que tanto la sexualidad como la identidad pertenecen al
ámbito de la autonomía personal, de la libertad para ser y para relacio-
narse. Estas convenciones dificultan que se establezcan leyes y políticas
públicas dirigidas a restringir esos derechos humanos e incluso previe-
nen que algún tipo de reglamento u ordenanza tenga por consecuencia
la exclusión, la segregación o la discriminación.
Sin embargo, es necesario insistir en la importancia de difundir
un conocimiento que lleve a desentrañar los significados de la cultu-
ra de raigambre judeocristriana en que vivimos. Solamente al ampliar

21. Además de todo lo relativo al trabajo sexual y la pornografía, las iniciativas religiosas afectan también
los actos civiles (matrimonio, divorcio, adopción), la educación (limitan la sexual y permiten mayores
márgenes a la religiosa), los servicios de salud (sobre todo en anticoncepción, aborto, embarazo y obje-
ción de conciencia), el derecho penal (en especial en conductas con alguna connotación sexual), los dere-
chos de la niñez y la adolescencia (dándole preeminencia en las decisiones a los adultos y las familias), los
medios de comunicación (pretender restringir y censurar contenidos relativos a la sexualidad y permitir
mensajes religiosos), las cuestiones laborales (como la economía del cuidado y el reparto de las tareas
domésticas) y, finalmente, el uso de alcohol y de sustancias psicoactivas.

622
Democracia y sexualidad

la comprensión sobre el destino infausto que compartimos mujeres y


hombres como seres humanos troquelados por la doble moral, podre-
mos empezar a otorgar otros significados menos injustos y opresivos a
nuestras prácticas e identidades sexuales.
Por último, y no por ello menos importante, hoy mucha de la preocu-
pación feminista acerca de las relaciones sexuales entre mujeres y hom-
bres se centra en la violencia sexual y el acoso (escolar, laboral y calleje-
ro). Aunque se habla mucho de la dominación masculina, se empieza a
visualizar el costo del modelo vigente de masculinidad para los propios
varones, y se critican las masculinidades tóxicas.
No será fácil ni pronto erradicar todas las expresiones de la espeluz-
nante violencia sexual que ocurre en nuestro país. Pero tal vez podría-
mos empezar con iniciativas simbólicas. Hace tiempo la antropóloga
Gayle Rubin señaló que “los actos sexuales están cargados con un exceso
de significación” (1984, p. 285). Tal vez una tarea prioritaria de la polí-
tica democrática sería descargarle a la sexualidad un tantito de signi-
ficaciones negativas, como el pecado y el estigma y, al mismo tiempo,
promover hábitos sexuales cívicos como el consentimiento mutuo y la
responsabilidad con respecto a la pareja. Esta tarea implica llevar a cabo
intervenciones pedagógicas masivas, a través de obras de teatro, pelícu-
las, telenovelas, canciones y otras expresiones que incidan en la subjeti-
vidad humana y transformen el orden simbólico.
La lucha contra toda forma de discriminación implica eliminar las
negativas valoraciones de la doble moral, de la homofobia y la transfo-
bia, a la vez que se reivindican todas las prácticas sexuales consentidas y
responsables. Tal vez el único punto de partida adecuado de una política
sexual democrática sea la aceptación genuina de que existe una plura-
lidad respecto a la sexualidad y que lo ético es que los intercambios se-
xuales ocurran de manera consentida y responsable. Desde tal punto de
partida, una política democrática debería legitimar –en todo el país– las
relaciones consentidas entre personas del mismo sexo, y otorgarles los
mismos derechos a todas las identidades
Un proyecto verdaderamente democrático debería ser capaz de com-
batir lo que Foucault calificó el triple decreto del puritanismo moderno:
“prohibición, inexistencia y mutismo” (1991, p. 11). Como señaló, “si el

623
Marta Lamas

sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexis-


tencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su
represión, posee como un aire de transgresión deliberada” (1991, p. 13).
De ahí la importancia del debate público, de las conferencias, de las in-
tervenciones culturales. Claro que hay que transformar leyes y diseñar
nuevas políticas públicas, pero a la par hay que impulsar una conver-
sación pública acerca de lo que implica la doble moral, en especial, las
consecuencias de las conductas tóxicas y violentas de los machos –y
también de las machas.22
Sobre todo, hay que producir un sentido crítico acerca de las ex-
periencias desiguales de mujeres y hombres en materia de libertad y
disfrute sexual. Cambiar la vida sexual cotidiana de la gente requiere
transformar los mandatos simbólicos que la atraviesan y condicionan.
Pero para poder acabar con las actuales discriminaciones relativas a la
sexualidad habría que empezar por comprender en qué consiste y a quién
sirve la doble moral sexual vigente. ¡Y eso no es fácil! El psicoanalista y
antropólogo George Devereux señaló hace tiempo que la humanidad es
renuente a entender lo sexual, pues –y en esto coincide con Freud– las
experiencias sexuales de cada persona suelen entrar en abierto conflic-
to con su cultura: “es un lugar común el que la civilización occidental se
muestra tan irracional para con lo sexual que se niega rotundamente a
discutir su irracionalidad y aun castiga la objetividad al respecto” (1977,
p. 139).
La tarea es complicada, pues implica desentrañar la red de signifi-
cados simbólicos, entre los que se encuentra la doble moral relativa a
las relaciones sexuales, y esto supone, justamente, comprender cómo
hemos simbolizado la diferencia sexual, o sea, cómo hemos ido constru-
yendo el orden de género. Pero una sociedad que aspira a ser democrá-
tica debería asumir lo más pronto y lo más decididamente posible esa
ardua tarea.

22. El machismo no es una conducta exclusiva de los varones. El machismo es una actitud de prepoten-
cia, que exalta la fuerza y la agresividad como cualidades. Según Octavio Paz el machismo es “la fuerza,
pero desligada de toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno y sin cauce” (1978, p. 73).

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Democracia y sexualidad

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630
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante
el acoso sexual*

Pensar un problema como el del acoso sexual conduce indefectiblemente


a reflexionar acerca de diversas cuestiones. En estas páginas me propon-
go destacar algunos aspectos culturales de un fenómeno que caracteriza
a este momento, puritano y pornográfico a la vez, de nuestra moderni-
dad tardía y neoliberal: la protesta mundial de mujeres. El “¡Basta ya!”
pronunciado por el #MeToo y otros movimientos similares ha perfilado
una coyuntura que nos obliga a las feministas a revisar cómo llegamos a
pensar lo que hoy pensamos, sobre todo porque ciertos posicionamien-
tos contrapuestos nos impiden dialogar entre nosotras.
Mi intención es centrar esta reflexión en algunos grises que se en-
cuentran entre el blanco y el negro de la discusión actual a fin de po-
ner en cuestión creencias y estereotipos, así como para mostrar ciertos
juicios previos –prejuicios– que con frecuencia aparecen. No existen
recetas mágicas para prevenir los abusos sexuales y el acoso de todo
tipo, pero sí hay intervenciones pedagógicas, culturales e instituciona-
les que ayudan a las personas a reflexionar con más información acer-
ca de problemas sociales como el que hoy recibe el nombre de “acoso”.1

* Extraído de Lamas, Marta (2022). Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual.
En Mariflor Aguilar Rivero y Griselda Gutiérrez Castañeda (coords.), Alcances y retos vigentes del feminismo.
Ciudad de México: Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
1. Abuso y acoso nombran cosas distintas, pero ligadas entre sí. El abuso es un acto que puede ser come-
tido una sola vez, mientras que el acoso es una conducta reiterada, un asedio. O sea, el acoso es un con-
junto de abusos que se llevan a cabo durante cierto tiempo, por una misma persona, grupo o institución,
mientras que hay abusos que ocurren una sola vez. Hoy se habla de “acoso callejero” para nombrar los
actos abusivos que, de manera esporádica, ciertos sujetos llevan a cabo en la calle, pero que las mujeres
viven constantemente. En ese sentido, los abusos que los sujetos realizan de manera individual se con-
vierten en un “acoso social machista” (Lamas, 2018).

631
Marta Lamas

En ese sentido, me propongo ofrecer una reflexión crítica acerca de


cómo ciertas creencias y prácticas en relación al acoso, más que ser eman-
cipadoras, resultan ser tropiezos o pasos en falso. Y como no es posible
en unas breves páginas dar cuenta de la multiplicidad de cuestiones que
esto implica, elijo concentrarme en tres de ellas: 1) la narrativa feminista
hegemónica acerca del acoso sexual; 2) la influencia de la doble moral
sexual en dicha narrativa, y 3) las propuestas y reacciones feministas ante
el fenómeno de expresiones sexualizadas que recibe el nombre de acoso.

La narrativa feminista acerca del acoso

Es un hecho que en México existen variadas formas de abuso y acoso


sexual en espacios domésticos y públicos, en especial, en ambientes
laborales y estudiantiles, y que hay una gran impunidad ante ellos. La
explosión de los miles de tuits de los #MeToo mexicanos mostró la tre-
menda dimensión que tiene ese problema, y esbozó un panorama de-
solador: desde violaciones hasta manoseos, de amenazas de despido a
condicionamiento de la permanencia en el trabajo a cambio de “favo-
res sexuales”. Dejando de lado algunos tuits frívolos o improcedentes,
las denuncias de los #MeToo mexicanos han sido un potente indicador
del dolor, la indignación y el hartazgo de muchísimas mujeres por los
episodios de hostigamiento laboral, abuso, agresión, incluso violación,
que han padecido. Junto a la rabia por los abusos de poder llevados a
cabo por jefes, y por las insinuaciones groseras y los toqueteos de cole-
gas, fue también notorio el miedo a perder el empleo. Además, para las
denunciantes sacudir las conciencias ha tenido un costo personal, pues
además del dolor, también ha implicado represalias tanto en el plano
individual como en el social.
Aunque en México había un consenso social velado acerca de que
existían esos horrores, el activismo de las jóvenes exhibió la magnitud
y gravedad de lo que ha estado ocurriendo, y eso que quienes se expre-
saron pertenecen básicamente a un sector urbano clase media: nos falta
todavía ver #MeToos de obreras y de campesinas. Sin embargo, en para-
lelo a estas gravísimas denuncias también circularon otras protestas que

632
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

sobredimensionan conductas no necesariamente dañinas. Es crucial


distinguir comportamientos agresivos, que pueden llegar a constituir
un delito de otros que, aunque sean impropios o desagradables, no son
del mismo orden. Si bien hay que frenar todo comportamiento reproba-
ble, reconocer diferencias y matices lleva a ejercer formas de discrepan-
cia tolerante más que de condena tajante. En estas páginas mi reflexión
va en la dirección de tratar de desentrañar ciertas mezclas equívocas en
torno al acoso. ¿De dónde viene y a quién le sirve la condensación con-
ceptual que revuelve en el término “acoso” actos e intenciones, miradas
y tocamientos, agresiones y torpezas? ¿Qué expresa el rechazo ante con-
ductas que no son estrictamente abusivas ni acosadoras?
Antes del estallido social del movimiento #MeToo, ya las jóvenes ha-
bían iniciado en las redes la denuncia Mi primer acoso y las universita-
rias habían empezado a colgar carteles acusando a ciertos maestros.
También se empezó a escuchar a mujeres que decían sentirse acosadas
por una mirada o una palabra, e igualmente se supo de una minoría de
ellas que resultó que exageraban o mentían, con lo cual se fueron su-
mando a las denuncias legítimas algunas otras malintencionadas e in-
cluso falsas. Cuando ocurrió la efervescencia en torno al primer #MeToo
–octubre de 2017, en Estados Unidos–, me puse a pensar cómo el térmi-
no “acoso” estaba transitando por un proceso de resignificación cultural
y política, y cómo al mezclar conductas muy distintas en grado, en for-
ma y en intención, el término enmarcaba las relaciones entre mujeres
y hombres dentro de una perspectiva de víctimas y victimarios. Con el
objetivo de mostrar el proceso en el que una exigencia legítima de frenar
el acoso sexual ha derivado en actitudes victimistas y exigencias puniti-
vistas, revisé la relación entre la forma en la que hoy se habla de acoso y
las diversas prácticas que así se califican. Para ello tomé ejemplos de dos
sociedades distintas, Estados Unidos y Francia, y revisé el surgimiento
de la legislación sobre acoso sexual, el desarrollo de una retórica victi-
mista por parte de la tendencia feminista hegemónica, las reacciones
que ésta produjo en estudiantes y autoridades en las universidades es-
tadounidenses, el caso del político francés Dominique Strauss-Kahn, la
aparición mediática del #MeToo y la carta de un grupo de francesas con-
tra lo que consideraron ciertos excesos de las actrices denunciantes de

633
Marta Lamas

Harvey Weinstein. El resultado fue un libro en el que algunos ejemplos


muestran las variaciones culturales entre los dos países, mientras que
otros, al contrario, subrayan la forma en que, en esas distintas socieda-
des, hay una nueva narrativa social que utiliza el término “acoso” como
rechazo a actitudes y prácticas machistas. En ese libro hice un esfuerzo
por registrar un proceso cultural y político, donde un nuevo significado
de “acoso” apuntala una postura política conservadora respecto a la se-
xualidad, pero hablé muy poco de lo que pasaba en México.
Luego vendría el terremoto mediático de los #MeToo mexicanos y,
apenas una semana después, el suicidio del músico y escritor Armando
Vega-Gil polarizaría un debate que apenas estaba iniciando y que provo-
có reacciones desmedidas de ambos lados. La académica Zenia Yébenes
(2 de abril de 2019) subió a su Facebook al día siguiente un texto no-
table, donde enmarcó la complejidad de lo que estamos viviendo. Ella
planteó la necesidad de reflexionar qué dice de nosotros, como socie-
dad, la forma en que estamos reaccionando, y exhortó a las feministas a
“responsabilizarnos del movimiento y asegurarnos de que no pasa por
el eje la criminalización/victimización”. A tal tarea se empezaron a su-
mar grupos como Paréntesis Violeta (2019), constituido por académicas
feministas de varias disciplinas que en un conciso texto expresaron su
sorpresa por la ruptura del diálogo entre las distintas posturas feminis-
tas, por la ausencia de discusión en torno a la formulación de soluciones
a esta problemática, por la poca cercanía de algunos feminismos con
otros sectores –incluidas las comunidades diversas y los pueblos origi-
narios– y por el hecho de que en esta coyuntura las discusiones se orien-
taran principalmente hacia la búsqueda de culpables en vez de pensar
en mecanismos alternos para una transformación cultural progresiva.
Otras feministas que manifestaron sus preocupaciones fueron las de un
colectivo de artistas y escritoras con el texto “Destruir al patriarcado, no
reciclarlo” (2019), donde hicieron un inteligente llamado a un diálogo
necesario y profundo.
De entonces a la fecha en que escribo estas páginas se ha debatido
mucho acerca del acoso sexual y de los #MeToos; sin embargo, se ha
analizado menos la narrativa hegemónica que sostiene dicho deba-
te. En mi libro hice un recuento histórico-crítico acerca de cómo se ha

634
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

desarrollado tal narrativa y aquí solo voy a recordar que uno de sus ejes
discursivos fundamentales es el de tomar a la mujer como el sujeto privi-
legiado de enunciación del daño. Janet Halley (2006), abogada y profeso-
ra en Harvard, señala que la retórica que incita a considerar a las muje-
res como víctimas de la “natural” violencia masculina ha sido elaborada
por las dominance feminists, mal llamadas feministas radicales,2 con base
en una tríada conceptual: female injury, female inocence y male inmunity.3
Esta tríada que transmite que las mujeres son inocentes y sufren daño,
mientras que los hombres lastiman a las mujeres y salen inmunes, se
ha convertido en el eje fundamental a partir del cual se construye gran
parte de la política contemporánea feminista, en especial la relativa a
la violencia de género. Las dominance feminists alegan que las mujeres
siempre son inocentes, sin advertir la obviedad de que también muchos
hombres lo son. Sin duda muchas mujeres sufren daños, pero también
las hay que dañan deliberadamente a los hombres y a otras mujeres, y las
que gozan de inmunidad. Otras feministas son muy críticas respecto de
esta postura, por lo que rechazan la creencia de que las mujeres tengan
una “esencia” distinta de la de los hombres, e invitan a analizar con más
detalle la multiplicidad de combinaciones de inocencia, daño e inmunidad
que se desarrollan en las relaciones entre los seres humanos.
En México, dado el pavoroso contexto de inseguridad y violencia se-
xual que existe, la narrativa de las dominance feminists ha tenido resonan-
cias poderosas. De ahí que sea indispensable llevar a cabo una reflexión
crítica acerca de su retórica, pues tanto el abuso sexual como los distin-
tos tipos de acoso son problemas enormes como para equipararlos con
ciertas miradas, palabras o gestos que, aunque incomoden, son de otro
orden. Sin embargo, resulta muy difícil tratar de criticar su incitación
retórica en la medida en que formulan su objetivo como acabar con la
“violencia sexual”. ¿Quién puede no estar de acuerdo? Pero al vincular
la violencia sexual y los feminicidios con actos que no son violentos, ni
agresivos, aunque expresen deseo o tengan connotaciones sexuales, se

2. Prefiero calificarlas de feministas de la dominación, ya que ser radical es ir a la raíz de los problemas,
más que asumir posturas extremistas como las que ellas tienen.
3. Daño femenino, inocencia femenina e inmunidad masculina.

635
Marta Lamas

emocionaliza cualquier discusión. Además, al no introducir distincio-


nes se refuerza una perspectiva rígida que representa a toda expresión
sexualizada como un vector de violencia y peligro. Un ejemplo de esto es
lo que está pasando con los piropos.
Un piropo es algo totalmente distinto de las obscenidades y majade-
rías que muchos hombres dicen en la calle. Comparto la repulsa que pro-
vocan esas injurias y asquerosidades, pero también reconozco que hay
piropos que expresan de buena manera, incluso con ingenio, la admi-
ración o el deseo. Entiendo el rechazo de mis alumnas universitarias al
piropo, no solo por su aspecto machista –los varones piropean a las mu-
jeres y no viceversa–, sino también porque vuelve a centrar la atención
en el atractivo físico como el atributo fundamental de las mujeres. En la
calle no se piropea la inteligencia o la bondad, lo que cuenta es el aspec-
to. El avance de las mujeres en el espacio público ha ido desvaneciendo
los piropos callejeros a la par que persisten –¿aumentan? – las groserías
y obscenidades. A esta desaparición se suman los cambios que genera el
ritmo de la vida actual, como señaló Carlos Monsiváis. Nuestro escritor
registró desde finales de los años sesenta la extinción del “piropo elabo-
rado”, y apuntó: “La prisa en la ciudad eliminó la morosa contemplación
de la belleza femenina. La insistencia en el slogan supersintético abolió
las vastas disquisiciones en el estilo de Quiero que los primeros ojos zarcos
que vea mi primogénito al venir a este valle de lágrimas sean los tuyos, guapa”
(2017, p. 255). Pese a la desaparición de piropos tan barrocos, todavía
perviven piropos tradicionales y, así como hay mujeres que se enojan
con ellos, también hay otras que los disfrutan. Mientras la transforma-
ción cultural en curso lleva a que desaparezcan los piropos o incluso a
que las mujeres empiecen a decírselos públicamente a los hombres y a
otras mujeres, ¿habrá que considerar este uso y costumbre como una
falta administrativa? Me da la impresión de que lo que molesta de los
piropos –aunque no sean indecentes, como el de guapa– no son las pa-
labras en sí, sino la forma y el contexto en que se dicen, pero en otros
casos lo que irrita a muchas mujeres es que claramente translucen una
intención sexual.
Así como es indispensable respaldar la exigencia de las jóvenes de an-
dar en el espacio público sin que nadie las moleste, también es necesario

636
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

deslindar qué constituye una molestia. Una cosa es la legítima indigna-


ción ante los comentarios soeces o agresivos, y otra es querer “higieni-
zar” el espacio público de toda alusión sexualizada. Es necesario dilu-
cidar si toda expresión de deseo sexual puede ser considerada “abuso”,
para lo cual hay que distinguir matices en las palabras y gradaciones en
los actos y reflexionar acerca de una cuestión esencial: ¿es malo sentir
atracción sexual por una persona y hacérselo saber? ¿Qué está mal: la
proposición en sí misma o la manera en que se hace? ¿Por qué se ofende
a una mujer –y no a un hombre– si alguien le dice que desea sus “favores
sexuales”? ¿Por qué solo se “atenta” contra el “pudor” de las mujeres y no
el de los hombres? La explicación se encuentra en la doble moral sexual.

La influencia penetrante de la doble moral sexual

La doble moral es un código cultural que condensa concepciones socia-


les en torno a lo que significa ser hombre o ser mujer y, específicamen-
te, estima la actividad sexual como “peligrosa” para las mujeres y “sa-
ludable” para los hombres. Para las mujeres, hay dos tipos de “peligro”,
uno objetivo y otro simbólico: la posibilidad de quedar embarazadas y el
riesgo a ser deshonradas, pues la sexualidad femenina fuera de los mar-
cos de la “decencia”, o sea, de una relación “legítima”, produce rechazo y
escándalo. Las mujeres “decentes” cuidan su “reputación” y se ofenden
ante insinuaciones y propuestas sexuales; muchas ni siquiera sonríen
ante expresiones de admiración como los piropos y rechazan cualquier
proposición como si el mero hecho de escucharla las “manchara”.
Foucault, en el recientemente publicado cuarto tomo de su Historia de
la sexualidad (2019),4 ubica el proceso que dará base a la doble moral entre
el siglo II y el V. En la presentación a la traducción al español, Edgardo
Castro señala que dicha elaboración cristiana sigue “definiendo en gran
medida el horizonte en el que se dibujan nuestras figuras no solo de la
sexualidad, sino de la subjetividad en general y sus relaciones con los

4. Luego de haber permanecido inédito durante 34 años, en febrero de 2018 se publicó en francés el cuar-
to tomo con el nombre de La experiencia de la carne. La traducción al español es de 2019.

637
Marta Lamas

otros” (Foucault, 2019, p. 10). De ahí surge el ideal cultural de castidad y


recato de la feminidad, y otros autores lo han analizando contrastándolo
con la creencia de que los hombres requieren “variedad sexual” para su
salud y fortalecer su valor masculino, por lo que ellos no son estigmati-
zados por tener “aventuras” (Leites, 1990; Weeks, 1998). Por eso se acepta
socialmente que tengan múltiples encuentros sexuales no solo antes del
matrimonio, sino incluso después. La doble moral sexual es evidente: lo
que prestigia a los hombres, desprestigia a las mujeres.
Los seres humanos internalizamos la doble moral no solo de manera
explícita, sino también de forma inconsciente. Cuando las valoraciones
de la doble moral sexual se filtran al discurso hegemónico sobre el acoso,
muchas mujeres se sienten agraviadas por miradas lúbricas o comenta-
rios lascivos; algunas incluso consideran que “degradan su dignidad de
mujer” o que son un “atentado a su pudor”. Hay que tener presente la di-
versidad de subjetividades en la cual, al mismo tiempo, hay mujeres que
todavía disfrutan los piropos y los requerimientos masculinos, e incluso
algunas se divierten burlándose de los hombres que los profieren. Sin
embargo, la narrativa hegemónica que representa a todas las mujeres
como víctimas potenciales de los hombres invisibiliza a las mujeres que
gozan las miradas provocativas o los piropos, y a las que cuestionan la
doble moral para reclamar el derecho de expresar su deseo a “piropear”
y cortejar a los hombres.
Reflexionar críticamente acerca de cómo la narrativa dominante
sobre el acoso se nutre de creencias tradicionales de la doble moral vi-
gente, remite al importante papel que tienen los usos y costumbres. No
me refiero a los “usos y costumbres” de los grupos indígenas, sino a los
derivados de los mandatos culturales de la masculinidad y la feminidad,
es decir, a los de la inmensa mayoría de la población. Se suele ignorar la
complejidad del proceso de elaboración psíquica que cada ser humano
realiza al internalizar esos mandatos, que consiste precisamente en lo
que León Rozitchner calificó hace años como la determinación histórica
en el psiquismo. Este filósofo plantea que el aparato psíquico es “el últi-
mo extremo de la proyección e interiorización de la estructura social en
lo subjetivo” (1982, p. 15). En el psiquismo, lugar de implantación de la
dominación exterior, es donde ocurre eso que Bourdieu (2000) califica

638
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

de violencia simbólica: la dominación que se ejerce sobre un ser humano


con su consentimiento. La violencia simbólica, que impregna las relacio-
nes sociales, es un mecanismo opresor sumamente eficaz, pues impide
que las personas dominadas se reconozcan como tales y las convierte
en cómplices de su opresión. Un ejemplo paradigmático que ofrece
Bourdieu es el de la virilidad, que resulta una carga y una limitación para
los varones, y que con frecuencia produce las conductas nefastas que
hoy se califican de “masculinidad tóxica”, y que ellos han internalizado
sin darse cuenta.
Las creencias culturales sobre “lo propio” de las mujeres y “lo propio”
de los hombres son el sustento de los usos y costumbres, y tienen con-
secuencias inmensas en la subjetividad y en las prácticas. El mandato
de la feminidad hace que la expectativa de conducta de las mujeres ante
un requerimiento sexual sea, al principio, dar una negativa. Por la do-
ble moral, las mujeres cuidan su “honra” y el temor a ser consideradas
“una mujer fácil” deriva a que se hagan “la difícil”. En nuestra cultura
está vigente la creencia de que “aunque una mujer diga que no, hay que
insistir”. De ahí que muchos hombre recomienden: “Tú insístele, aun-
que te diga que no. A las mujeres hay que conquistarlas”. No nos debe-
ría extrañar que, mientras siga existiendo la doble moral que establece
una división entre las mujeres “decentes” y las mujeres “fáciles”, seguirá
reproduciéndose la estrategia de “hacerse la difícil”. Además, ya que se
dice que a los hombres les gusta conquistar, ¿qué reacción sería adecua-
da cuando la conducta masculina de piropear o de hacer “proposiciones
indecorosas” responde a usos y costumbres culturales?
Lo que habría que distinguir son los intentos de conquistar de los
actos groseros y agresivos, los cuales nacen de la miseria sexual y los
resentimientos personales. Aunque sea complicado, es necesario poner
un límite y hoy ese límite es “NO significa NO”. El problema es que con
frecuencia no se lo respeta. Recordemos la frase de “un hombre llega
hasta donde la mujer quiere (o le permite)”. ¿Realmente es así? ¿Las mu-
jeres logran ponerle freno a las conductas indeseadas de los hombres?
Lo dudo mucho, y las violaciones son un claro ejemplo de que no es así.
Sin embargo, como bien señaló el grupo de francesas en su comuni-
cado, es imprescindible distinguir la agresión sexual de “la libertad de

639
Marta Lamas

importunar, indispensable a la libertad sexual”.5 De esa forma, ellas sos-


tuvieron que el “coqueteo” o la seducción insistente o torpe no es un deli-
to, ni la galantería una agresión machista. Ellas discreparon de mezclar
discursivamente actos no agresivos con otros que sí lo son. Además,
aunque las feministas de la dominación dicen que la sexualidad mas-
culina conlleva inherentemente el riesgo de la violencia, bastaría pre-
guntarles a las lesbianas si entre ellas no ocurren abusos y acoso en sus
relaciones para así ver que todo, la vulgaridad, los celos y la ignorancia
afectiva, son características humanas presentes en personas de todas las
orientaciones sexuales.
En nuestra sociedad la sexualidad ha sido conceptualizada cultural-
mente como una necesidad de los hombres que las mujeres satisfacen; al-
gunas lo hacen amorosa y gratuitamente, otras cobran abiertamente y las
más intercambian “favores sexuales” en un amplio conjunto de arreglos
que van desde regalos hasta promociones laborales. Como supuestamen-
te los hombres “necesitan” más sexo que las mujeres, los intercambios del
tipo quid pro quo –una cosa por otra– son muy comunes. ¿Eso es acoso, o las
mujeres consienten, aunque sea de forma interesada o coaccionada? Esa
sexualidad instrumental –tengo sexo contigo para conseguir algo– es di-
ferente de la sexualidad expresiva –tengo sexo contigo porque te deseo–,
y es parte de los usos y costumbres de hoy y de siempre. Las mujeres han
usado –y lo siguen haciendo– su capital erótico14 para obtener seguridad,
ascenso laboral, riqueza o incluso para sobrevivir (Hakim, 2012). ¿Hay que
acabar con los intercambios instrumentales? Quizá, pero para erradicar
la práctica de usar el capital erótico en intercambios desesperados y sór-
didos con el objetivo de obtener algo a cambio faltaría antes redistribuir
el capital económico de tal manera que elimine la precariedad laboral y
garantice a todo ser humano acceso a la seguridad social.
Regresando a mi preocupación por los grises, también hay que dis-
tinguir las diferencias que hay entre los propios quid pro quo. No es lo

5. El periódico Le Monde (10 de enero de 2018) publicó el texto de un grupo de escritoras, artistas y psicoa-
nalistas francesas, que fue interpretado como un “ataque” al movimiento #MeToo, cuando lo que propo-
nía era un deslinde ante la postura de juzgar mediáticamente y denunciaba el extremismo de considerar
todo requerimiento sexual como acoso. En mi libro reproduzco la versión en español de dicho documen-
to (Lamas, 2018).

640
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

mismo la actriz que se acuesta con el director o productor que una mu-
jer refugiada a quien una autoridad le exige “favores sexuales” para dar-
le “protección”, o incluso comida, como tampoco lo es la situación de
la empleada que busca así un aumento de salario. Indudablemente no
todas las transacciones de “favores sexuales” son iguales y muchas re-
sultan abusivas. Sin embargo, calificar este tipo de intercambios como
“acoso” pone la atención en los supuestos acosadores sin visibilizar el
modelo socioeconómico/laboral que favorece este tipo de conductas. Tal
vez sería más sensato desarrollar un nuevo vocabulario que distinga las
diferentes características de esos intercambios, sin estigmatizarlos a to-
dos. ¿Qué ocurre socialmente cuando todo se califica de acoso? Por lo
pronto se mezclan los quid pro quo consentidos con el conjunto de “usos y
costumbres” machistas, entre los que destaca el acoso callejero con dis-
tintas conductas masculinas que las mujeres padecen en el espacio pú-
blico, un día sí y otro también, y que indudablemente hay que erradicar.
Más que reiterar que en México hay muchísimas mujeres que son víc-
timas de abusos sexuales y también de acoso callejero, laboral y escolar,
mi objetivo es revisar por qué hay cada vez más mujeres que frente a una
molestia o un agravio menor se colocan en la posición de víctimas. En
relación con esto vale la pena recordar cómo la politóloga Wendy Brown
eligió el término injury –que se puede traducir como “daño”, “herida”,
“dolor”, “perjuicio” o “agravio”– para analizar una característica de los
reclamos ciudadanos en el neoliberalismo. En su libro States of Injury
(1995), ella califica de “vínculos heridos” (wounded attachments) a identi-
dades cuya relación con el Estado se define por el daño, el agravio o el
dolor, y analiza cómo las identidades victimizadas alientan nuevas for-
mas de poder y control. Según Brown, la trampa de ese tipo de identi-
dad –una identidad de víctima perenne– consiste en que, al legitimar al
Estado y su ley como “protectores” y representar a las personas heridas/
dañadas/agraviadas como necesitadas de esta protección estatal, dicha
“protección” se convierte en una forma de sujeción. Brown analiza la
forma en que ciertos proyectos políticos contemporáneos refuerzan las
propias configuraciones y efectos de poder que buscan eliminar, y hace
una incisiva interpretación al respecto de los reclamos que las feminis-
tas le hacen al Estado acerca de la “justicia de género”. Esta politóloga

641
Marta Lamas

manifiesta su preocupación por la manera en que los objetivos políti-


camente emancipadores del feminismo se diluyen cuando se acude al
Estado para que controle, e imponga, ciertas prácticas de dominación
masculina. Resulta muy esclarecedor su énfasis en los peligros de luchar
desde una identidad herida/agraviada/dañada por objetivos política-
mente emancipatorios apelando a instituciones represivas y despoliti-
zadoras del régimen.
La abogada feminista Tamar Pitch manifiesta su asombro de que
“cualquiera que haya sufrido cualquier delito o incivilidad es víctima”
(2009, p. 122). Además, no es lo mismo ser víctima que centrar toda la
identidad en la condición de víctima. La narrativa de las feministas de
la dominación, que representa a todas las mujeres como víctimas po-
tenciales, lamentablemente ha propiciado una perspectiva victimista
inquietante, que instala una actitud acrítica y pervierte una exigencia
legítima de reparación al persistir todo el tiempo en el lamento y la exi-
gencia. Las mujeres son sujetos que pueden decidir, y la multiplicidad
existente de mujeres genera una multiplicidad de acciones y posiciones:
hay mujeres que ponen freno a los abusos o al acoso, seguramente hay
mujeres abusadoras y acosadoras, e incluso debe de haber mujeres pri-
vilegiadas que no han sido abusadas ni acosadas.
Sin embargo, la narrativa que más se escucha es la de que todas las
mujeres son víctimas potenciales y esto, como subraya Pitch, produce
efectos perversos

tanto sobre la autoconciencia, el sentido de sí de las mujeres, como


sobre el tipo de acción política para llevar a cabo y, por último y más
en general, sobre un clima cultural ya muy afectado por la respuesta
represiva que se le da al sentido de inseguridad difuso en nuestras
sociedades (2009, p. 123).

Además esta abogada feminista insiste en que la cuestión a analizar no


es solamente la de la utilidad y eficacia del derecho penal para abordar
ciertos actos impropios, sino también lo que supone la reducción de las
mujeres al papel de víctimas, porque “simplifica el contexto y la com-
plejidad de las relaciones entre los sexos” (2009, p. 121). Esto es toral.

642
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

Pitch reflexiona acerca de cómo las mujeres con el estatuto de “víctimas”


acaban por “necesitar cada vez nuevas demandas de penalización para
mantenerse visibles en la escena pública” (2009, p. 121).
No calibrar el peso apabullante que tiene la cultura en los seres hu-
manos lleva a que se vean como cuestiones individuales lo que son con-
ductas aprendidas socialmente. Esto también lo apunta Tamar Pitch,
al criticar que el derecho penal da exclusivamente la responsabilidad al
ofensor cuando a menudo las violencias contra las mujeres se deben a
la influencia de contextos culturales o condiciones sociales, lo que pro-
duce una “implícita individualización de la responsabilidad y el riesgo
de la simplificación del escenario” (2009, p. 121). Por eso se interpretan
las violencias como “una confrontación concreta entre la malvada in-
tencionalidad del ofensor y la víctima inocente y pasiva” (2009, p. 121),
lo cual invisibiliza el papel que juegan las causas sociales de esos actos.
Eso también ocurre con la perspectiva penal, que reduce una compleja
problemática social al enfrentamiento de una víctima y su victimario.
Aunque los abusadores tienen una responsabilidad por sus acciones,
con frecuencia no comprenden por qué se los castiga, ya que están lle-
vando al acto un elemento del mandato cultural de la masculinidad. En
ese sentido, una tarea pendiente es la transformación de los mandatos
culturales y no hay que desestimar lo lento y difícil que va a ser cambiar
muchas creencias culturales acerca de “lo propio” de los hombres y “lo
propio” de las mujeres.

Las propuestas y reacciones feministas ante las expresiones sexualizadas

Tanto por la pluralidad cultural del mundo como por los distintos nive-
les socioeconómicos y educativos existentes, no existe una única visión
acerca de si ciertas expresiones o conductas con alusiones o connotacio-
nes sexuales son “buenas” o son “malas”. Lo que es aceptable en cierta lo-
calidad es rechazado en otra; lo que es común en una gran ciudad en otra
ya no lo es. También las valoraciones tienen sesgos de clase y de edad, y
así podríamos seguir contrastando cada acto específico. Por eso, lo que
empieza a generalizarse es que, en lugar de prohibir ciertas conductas

643
Marta Lamas

sexuales, se opte por prohibir llevarlas a cabo sin el consentimiento de la


otra persona. Y así, aunque empieza a haber cierta coincidencia acerca
de la importancia del consentimiento, también comienzan a aparecer
dificultades al tratar de definir más concretamente qué implica “con-
sentir”: ¿autorizar, dejar hacer, permitir, no impedir? El consentimiento
en materia sexual suele estar atravesado por ambivalencias y contra-
dicciones, lo que lo convierte en una fuente inagotable de confusiones
y conflictos: ¿A qué se consiente, para qué se consiente y, sobre todo,
cómo se consiente?
Janet Halley (2016) explica la dificultad que supone concebir el con-
sentimiento como una acción transparente. Ella consigna la existencia
de al menos tres tipos de consentimiento: el consentimiento positivo,
que es claro en lo que quiere; el coaccionado, que acepta constreñido; y
el performativo, que comunica semióticamente estar de acuerdo. El quid
pro quo es un ejemplo de consentimiento constreñido, mientras que los
suspiros y los gemidos en pleno faje suelen ser considerados consen-
timiento performativo. Halley analiza algunos problemas que surgen
en los intercambios sexuales, que van desde el remordimiento post facto
hasta todo tipo de dudas, ambigüedades y contradicciones a lo largo del
encuentro. Las dinámicas subjetivas generan situaciones como las que
revisa esta abogada: cuando alguien manda señales de aceptación (con-
sentimiento performativo) o incluso cuando consiente claramente pero
luego se arrepiente y alega que en realidad no quería. En países con gran
juridificación esto se convierte en un pleito legal que puede durar años.
Además, aunque los distintos #MeToo mexicanos exhibieron una
gravísima problemática de prepotencia machista, abuso de poder y per-
versión psíquica, también dejaron entrever algo que todos sabemos que
existe: que en ambientes de trabajo y estudio surgen enamoramientos y
relaciones sexuales. Aunque la mayoría de las instituciones educativas
prohíbe expresamente las relaciones amorosas entre docentes y estu-
diantes, y también en muchos espacios laborales se da una prohibición
similar entre jefes y subordinados, no se acaba por decreto con la atrac-
ción sexual ni los sentimientos amorosos. Y como ocurre con todo en
la vida, en algunos casos esas relaciones se resuelven de maneras posi-
tivas y en otros de forma negativa. A eso se suma que en esos espacios

644
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

laborales y escolares se dan procesos de mentoría, que en ocasiones ge-


neran intercambios tipo quid pro quo. Algunos de estos intercambios se
mantienen en secreto hasta que se da una desavenencia y entonces salta
el conflicto. Lo que inició con consentimiento, cuando una de las partes
lo termina produce dolores, traiciones y resentimientos afectivos que se
mezclan con cuestiones profesionales. Esto va armando un entramado
emocional de despecho y venganza muy difícil de destejer.
Por todo ello resulta un tanto simplista abordar las cuestiones éti-
cas relativas a la sexualidad solamente desde el consentimiento posi-
tivo, pues hay muchos otros elementos culturales y psíquicos que inci-
den. Una consigna que han impulsado las jóvenes es la de “NO significa
NO”, y he escuchado de algunas de mis estudiantes –jóvenes urbanas
que asisten a la UNAM y al ITAM– que ya han impuesto esta regla en
sus encuentros sexuales. Me ha sorprendido que, por ejemplo, lo hagan
incluso cuando los prolegómenos sexuales –el “faje”– van muy adelanta-
dos. Estas jóvenes –tengo la impresión de que son todavía una minoría–
ya no dan por sentado que fajar con un hombre implica “llegar hasta el
final”, y reivindican su derecho a decir “No” aun cuando estén en una
circunstancia avanzada del proceso, como desnudarse junto al suso-
dicho. No sé si eso también sea lo que esperan sus compañeros, pero
esta modificación en las expectativas femeninas respecto a consumar
la relación heterosexual es otro indicador de la mutación en curso de las
relaciones entre mujeres y hombres. Indudablemente los tiempos están
cambiando, y los hombres heterosexuales tendrán que ir asimilando las
nuevas reglas, es decir, el nuevo “contrato sexual”. Estos cambios van de
la mano de muchos otros: la fluidez de género, la bisexualidad, la asun-
ción de un deseo polimorfo, las incursiones en un lesbianismo “políti-
camente correcto”, etc. Junto a esa diversidad de deseos y experiencias
se está dando una contundente –y a veces tajante– reacción de rechazo
a ciertos usos y costumbres tradicionales en lo íntimo, al mismo tiempo
que se exigen más y mayores castigos en lo público.
Aunque para muchas feministas el punitivismo se perfila como un ca-
mino para abordar el problema, resulta muy alentador que jóvenes abo-
gadas feministas estén cuestionando el enfoque punitivo. El 24 de abril,
a un mes de iniciado el escándalo producido por los primeros #MeToo,

645
Marta Lamas

el Círculo Feminista de Análisis Jurídico llevó a cabo el Conversatorio


“Lecciones del #MeToo en México”, organizado en dos mesas: “Razones
y conformación del #MeToo”, con la participación de una defensora
popular y tres abogadas,6 y “Lecciones del #MeToo al movimiento y a
los entes públicos y privados” con la participación de tres abogadas y
una periodista.7 La experiencia de litigio de las abogadas enmarcó el
Conversatorio en ciertas preocupaciones: la posibilidad de exigir de-
bido proceso en nuestro deficiente Estado de derecho, el muy desigual
acceso a la justicia, la carencia de mecanismos seguros para las de-
nuncias, la falta de personal capacitado para atenderlas, entre otras.
Un tema ineludible fue el de las denuncias anónimas, que son válidas
legalmente, pues hay canales para realizar de manera confidencial una
denuncia. Sin embargo, ¿puede ser una denuncia simultáneamente
anónima y pública? Con varios de los #MeToo el anonimato resultó ser
un arma de doble filo: por un lado facilitó que muchas mujeres se atre-
vieran a plantear las infamias que habían vivido, pero también se pres-
tó a que varios hombres se declararan calumniados. ¿Dar públicamente
el nombre del supuesto abusador violenta su presunción de inocencia?
Los #MeToo mexicanos se arriesgaron y algunos aludidos protestaron;
unos lo hicieron por escrito, otros recurrieron a las amenazas e incluso
un profesor del Colegio de México anunció, en entrevista con Carmen
Aristegui, que iniciaría un litigio por “daño moral”. En el Conversatorio,
la abogada Karla Micheel Salas planteó el conflicto que existe ante el
“derecho a la imagen pública”.
Otras intervenciones giraron en relación a cómo reparar el daño.
¿Cómo se resarce un abuso sexual? A diferencia de otras activistas fe-
ministas, que están atrincheradas en la exigencia del castigo, las abo-
gadas coincidieron con otros juristas en que reprobar una acción no
conduce ineluctablemente a castigar a quien la hizo (Gargarella, 2018).
En los casos que les ha tocado litigar, las mujeres no quieren meter al
tipo a la cárcel, solo quieren que reconozca que estuvo mal lo que hizo y

6. En esa mesa participaron Lulú Barrera de Luchadoras, Amaranta Valgañón de Equis, Estefanía Medi-
na de Tojil y Karla Micheel Salas, conocida abogada feminista.
7. En esa mesa participaron Lucía Núñez del CIEG, Ana Velázquez del Círculo Feminista de Análisis
Jurídico, Estefanía Vela del CIDE y Claudia Ramos de Animal Político.

646
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

que ofrezca una disculpa. Sin embargo, en México estamos lejos de pro-
piciar que el infractor reciba una amonestación para que comprenda
lo que provocó su acción y se disculpe. Encima, muchísimas mujeres –
agraviadas y no agraviadas– exigen más y mayores castigos pues creen,
equivocadamente, que se logra más justicia cuando se aplican castigos
más duros o prolongados. La criminóloga española Elena Larrauri criti-
ca a ciertas feministas que se niegan a aceptar la posibilidad de respon-
der de manera no punitiva, e incluso tienen reacciones airadas cuando
enfrentan una resistencia crítica al punitivismo. Dichas feministas di-
cen que no se toma suficientemente en serio el dolor de las víctimas e
intentan zanjar cualquier discusión apelando a la extrema gravedad de
la violencia hacia las mujeres. Esta actitud genera la equívoca creencia
de que “sólo quien está a favor de penas más severas defiende los in-
tereses de las mujeres” (Larrauri, 2007, p. 68). Este tipo de reacciones
también han surgido en nuestro país ante las propuestas de no aplicar
penas privativas de libertad por incidentes no graves y buscar otras for-
mas de resolución del conflicto. Es un despropósito total plantear que
ante una palabra, un gesto o incluso una mirada con deseo debe haber
forzosamente un castigo, tipo la expulsión escolar o el despido laboral.
Afortunadamente, en el Conversatorio las jóvenes abogadas hablaron
de buscar formas alternativas de resolución de conflictos en oposición
al punitivismo.
Hace tiempo la abogada feminista Tamar Pitch señaló que cuan-
do las mujeres recurren al derecho penal, no piensan cuál es el precio
que pagan o el beneficio que obtienen de lo que implica “el uso de un
instrumento típico de la represión institucional por parte de un mo-
vimiento cuyo objetivo es la libertad femenina” (2009, p. 119). Esta ju-
rista recuerda que para que un fenómeno sea tipificado en el lenguaje
normativo de la ley, hay que simplificarlo. La reglamentación penal
requiere precisión para evitar una excesiva discrecionalidad de los
jueces, y ella explica que ello “supone casi siempre una traición a las
demandas, muy a menudo complejas, de sujetos colectivos, que hacen
referencia generalmente a problemas sociales y culturales con múlti-
ples implicaciones, las cuales, inevitablemente, en esta traducción al
lenguaje penal se pierden” (2009, p. 120).

647
Marta Lamas

Aunque el estallido de los #MeToo mexicanos quebró el silencio que


encubría prácticas nefastas y, al visibilizarlas, hizo que se empiecen a
ver como inadmisibles, no logró establecer con claridad la importancia
de llevar a cabo procesos justos. Varias instituciones – universidades,
empresas, oficinas gubernamentales– reaccionaron expeditivamente
despidiendo a los acusados de los #MeToo mexicanos, con la intención
de dar así una clara señal de que no permitirían más abusos. Esas re-
acciones tajantes, dirigidas a aplacar en lo inmediato las protestas y el
escándalo, generan aplausos al mismo tiempo que agudizan el espinoso
problema de ausencia de presunción de inocencia. ¿Qué hubiera pasado
si en lugar del despido fulminante se hubiera iniciado una investigación
y se hubiera escuchado a los involucrados? No hubiera habido aplausos,
pero tal vez se habrían encontrado las fallas institucionales que facilita-
ron o desatendieron los incidentes. En lugar de llevar a cabo actos justi-
cieros o tratar de hacerse justicia por cuenta propia, hay ciertas reglas y
procedimientos que toca construir y cumplir si se quiere armar un en-
cuadre de justicia para atender el problema.
En los conflictos por acoso se suelen enfrentar dos palabras y es ne-
cesario garantizar un tratamiento cuidadoso de las acusaciones que a la
vez cuestione los resabios de raigambre patriarcal insertos en la doble
moral vigente y detenga los términos denigratorios hacia todo acusado,
pues conllevan un menoscabo público de su reputación antes de que se
defina o no su culpabilidad. Así como es imperativo tomar en serio la
denuncia de acoso, también es crucial que haya un proceso justo y eso
implica juzgar conforme a las leyes y sin consideraciones personales,
morales o políticas. Que cualquier persona acusada de un delito tenga
la posibilidad de defenderse es un logro civilizatorio que hay que pro-
teger, y la presunción de inocencia no implica de ninguna manera una
mengua a los derechos de la persona que acusa. Lo que necesitamos en
México es la existencia de juzgadores competentes y capacitados en
perspectiva de género, o sea, en una perspectiva que valore el peso de
los mandatos de la cultura en las relaciones y reacciones humanas. De lo
contrario, la reacción improvisada de estas instituciones será deficiente
y más cercana a la venganza, como impulso personal, y no a la justicia,
como expresión civilizatoria.

648
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

A guisa de conclusión

En México, en nuestro contexto de lucha ciudadana por erradicar la im-


punidad y por el establecimiento de un verdadero Estado de derecho, los
#MeToo han posicionado en la agenda pública el tema del acoso y los abu-
sos. Desgraciadamente ya empiezan a circular iniciativas de ley de corte
punitivista para castigar “más y mejor” a los infractores. ¡Qué lástima!
En lugar de recurrir fácilmente a subir las penas, nuestros legisladores
y gobernantes deberían ir pensando en impulsar intervenciones cultu-
rales, que transformen las simbolizaciones en el imaginario social. Esa
labor a largo plazo debe ir de la mano de definir con claridad y de forma
explícita lo que se considera una conducta impropia. Muchas institucio-
nes –empresas, universidades, fábricas, oficinas públicas– tienen códi-
gos de conducta internos, donde se establece que no se aceptan “malas
conductas”, pero sin explicitar qué tipo de conductas son esas; y aunque
el código de conducta suele ir en sintonía con la legislación vigente y
con ciertos parámetros culturales convencionales respecto a qué se vale
y qué no, también es común que reproduzca creencias que provienen de
la doble moral. Esto pasa con las leyes de nuestras entidades federativas
que, además de que tipifican de forma distinta el abuso, el acoso y el
hostigamiento sexual, reproducen creencias de la doble moral, como el
“atentado al pudor” y hablan de “lascivia”.
Aunque mi reflexión no va encaminada a plantear soluciones respec-
to de qué hacer ante los casos de abuso y acoso sexual, me resulta eviden-
te que para cambiar mentalidades se necesitan más políticas culturales
y más educación sexual, al mismo tiempo que menos castigos y más de-
bate público. El diálogo se perfila como un camino eficaz, y pongo un
ejemplo; a diferencia de lo que ocurre en la UNAM, donde estudiantes
encapuchadas cuelgan en una especie de “tendedero” de ropa carteles
con los nombres de maestros supuestamente acosadores, en Argentina,
en la Universidad de Tucumán, las jóvenes han optado por la estrate-
gia del diálogo: un grupo de ellas invita a hablar al profesor acosador, le
explican que su conducta les resulta inaceptable y se lo conmina a que
la abandone. Lo interesante ha sido descubrir que, aunque unos docen-
tes sabían muy bien que estaban haciendo algo malo, otros tenían tan

649
Marta Lamas

naturalizadas esas actitudes que no se daban cuenta y se avergonzaron,


ofreciendo cambiar. Esta manera de abordar el problema fortalece a las
estudiantes y permite una rectificación e incluso en algunos casos una
verdadera toma de conciencia del profesor.
Finalmente, al explorar y registrar las reacciones psicopolíticas que
han suscitado los #MeToo, comparto con varias feministas una inquie-
tud ante la simplificación discursiva de las relaciones entre los hombres
y las mujeres. Sin duda estas relaciones –sexuales, laborales, amistosas,
familiares, etc.– están atravesadas por prácticas de poder, pero no en
una sola dirección. Pese a que existe cierto código compartido –el “senti-
do común”– respecto de la expresión del deseo y a conductas de conno-
tación sexual, también existen ambigüedades y emociones personales
que hacen fácil equivocarse respecto de la intencionalidad o la maldad
de quien las lleva a cabo.
Esto me recuerda las dificultades dentro del propio movimiento para
dialogar y debatir entre nosotras. Con la aparición del #MeToo empezó
a circular una interpretación que contraponía generacionalmente a las
feministas de la segunda ola con las jóvenes millennials. Dicha interpre-
tación, que carece de sustento empírico, opone binariamente a las femi-
nistas a partir de la edad, olvidándose de otras diferencias sustantivas
como la clase social, la condición étnica y la ideología política, que tam-
bién inciden en los posicionamientos. Creer que los desacuerdos entre
las posturas feministas se deben a la diferencia de edad es no visualizar
la complejidad de posiciones que atraviesan las generaciones y también
es desconocer los procesos que desde hace muchos años han venido con-
frontando a las activistas al grado de que se habla de las sex wars.8 La
sexualidad, el consentimiento, la agencia y la regulación legal han sido
cuestiones que han polarizado a los diversos feminismos en varios paí-
ses, y reducir esa complicada disputa a una cuestión generacional elude
abordar la profunda discrepancia política que existe en el movimiento.
La desigualdad entre mujeres y hombres, así como formas nefastas
de dominación, violencia y discriminación, siguen reproduciéndose día

8. Las sex wars o guerras en torno a la sexualidad aparecen desde inicios de los años 70. Los temas prin-
cipales han sido la pornografía, el comercio sexual y, más recientemente, el acoso sexual. Para una visión
sobre el conflicto entre feministas ver Vance (1984) y Duggan y Hunter (1995).

650
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

con día. Al dar a conocer sus experiencias, al hablar de sus sufrimientos,


las denunciantes de los #MeToo han mostrado un lado del problema. El
debate acerca de qué hacer con el abuso y el acoso tiene una dimensión
política tal que obliga a interrogarnos acerca de las certezas culturales
que producen y alimentan injusticias sociales. ¿Qué tipo de sociedad
queremos construir?, ¿una que restrinja todas las expresiones sexuali-
zadas, aunque no sean abusadoras ni agresivas?
Es innegable que el orden social patriarcal que persiste también vul-
nera a los propios varones. Recuerdo las palabras del abogado Duncan
Kennedy que se pregunta “si será posible que hombres y mujeres hete-
rosexuales vivan su sexualidad y sientan placer dentro del régimen ac-
tual sin colaborar con la opresión” (2016, p. 12). No sé si eso será factible
pronto, pero me parece que como cada ser humano es resultado de lo
que Bourdieu califica como habitus, es decir, de maneras de sentir y de
conducirse en la vida estructuradas en gran medida por su lugar social,
una tarea impostergable es la de también entender así la conducta de los
abusadores y acosadores. Comprender no es avalar, ni explicar tampoco
es justificar. Pero si los seres humanos somos troquelados por los man-
datos de la masculinidad y la feminidad sin que muchas veces se cobre
conciencia de ello, ¿no habría que visualizar la forma en que tal vulnera-
bilidad humana se construye para poder entonces transformar las con-
diciones subjetivas de su existencia? En ese sentido, si queremos desa-
rrollar mejores respuestas, personales e institucionales, es necesario no
solo repudiar y denunciar a esos hombres, sino también poner atención
en un aspecto central del fenómeno: su subjetividad. En el debate actual
en México sobre las masculinidades tóxicas hay señalamientos oportu-
nos que valdría la pena tomar en cuenta.9
Hace años Freud ([1930] 1983) planteó que el deseo humano no tiene
más límite que el que la cultura logra imponerle, y nombró a la represión
de la sexualidad que la sociedad inflige en aras de sus ideales como “el
malestar en la cultura”. Son muchas las cuestiones acerca de ese “ma-
lestar” sobre las que hay pensar y debatir, y me sumo a lo que ya han

9. Dos publicaciones recientemente aparecidas en 2018 que aportan al respecto son la de Juan Carlos
Ramírez Rodríguez y Norma Celina Gutiérrez de la Torre y la de Luis Gerardo Ayala Real y Luis Fernando
Rodríguez Lanuza.

651
Marta Lamas

señalado otras compañeras: a convocar a un ejercicio de reflexividad au-


tocrítica a quienes, pese a todas las diversidades y tendencias, nos asu-
mimos feministas. Precisamente ahí, en ese terreno pleno de disputas
políticas y personales, el debate de ideas desempeña el papel de instru-
mento colectivo de emancipación.

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652
Interpretaciones y posicionamientos feministas ante el acoso sexual

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Yébenes, Zenia (2 de abril de 2019). Ayer, ante el suicidio de Armando
Vega-Gil hubo muchas reacciones [posteo]. Facebook.

653
Tercera parte

Feminismos: historia,
cultura y política
La radicalización democrática feminista*

En este ensayo me concentro en el proceso de una tendencia del feminis-


mo latinoamericano: la que pasa de la protesta rabiosa a una interven-
ción cada vez más profesional en la política nacional.1 Sé que al abordar
esquemáticamente dicho proceso dejo fuera cuestiones importantes, sin
embargo considero relevante el análisis de ciertas experiencias vividas,
relativas a la articulación de las aspiraciones políticas del movimiento
con el desarrollo de un trabajo más público. Alentar un debate político
siempre necesario es el espíritu que anima esta reflexión autocrítica.

De lo político a la política

En general, la tradición feminista vincula la política a un ejercicio del


poder en cualquier ámbito, en el sentido que Chantal Mouffe señala
como político a partir de una interesante reflexión sobre el trabajo clá-
sico de Carl Schmitt: allí donde existe una relación de poder hay una
relación política que puede potenciarse o interrumpirse. Pero al asociar
así política con poder, muchas activistas desarrollan un cierto rechazo o
desprecio por cualquier actividad que signifique gestión o negociación
política. Al asumir esta idea totalizante de lo político (expresada en la

* Extraído de Lamas, Marta (2000). La radicalización democrática feminista. En Benjamín Arditi (ed.),
El reverso de la diferencia. Identidad y política. Caracas: Nueva Sociedad.
1. Como he sido activista de lo que voy a analizar, reconozco de antemano el riesgo de parcialidad en
esta reflexión.

657
Marta Lamas

reivindicación clásica del feminismo: “lo personal es político”), el movi-


miento ha relegado el desarrollo de la política como práctica y ha tenido
problemas para insertarse en la dinámica política local.
Ambas concepciones –lo político como todo lo que se vincula al ejer-
cicio del poder y la política como negociación y gestión– coexisten, se
cruzan y entran en conflicto. En México, y en otros países latinoame-
ricanos, el movimiento feminista ha dedicado muchos esfuerzos a im-
pugnar y denunciar las acciones de gobierno y de partidos, y menos a
dialogar con las autoridades o a construir alianzas políticas. Apenas re-
cientemente el movimiento se inserta en las dinámicas nacionales vía el
ejercicio ciudadano de sus militantes y de su exigencia a participar en la
formulación de políticas públicas.
La dinámica política del movimiento se caracteriza por la conjunción
de por lo menos dos elementos. Por un lado el pensamiento “mujerista”,
entendiendo por esto una concepción que esencializa el hecho de ser
mujer, idealiza las condiciones “naturales” de las mujeres y mistifica las
relaciones entre mujeres. Una típica actitud mujerista es hablar en nom-
bre de las mujeres, como si estas tuvieran una posición uniforme en la
sociedad. Por otro lado, en esta dinámica confluye una política arraiga-
da en la identidad, en el sentido en que las feministas han construido su
práctica política a partir de su identidad como mujeres, favoreciendo un
discurso político-ideológico cercano al esencialismo: las mujeres somos,
las mujeres queremos, etc. Este discurso, que facilita un enganche iden-
tificatorio, dificulta la articulación con la política nacional.
Aunque en sus inicios2 el movimiento feminista logró construir para
sí una presencia en el espacio público, no pudo traducir sus propues-
tas al lenguaje de las transacciones políticas, ni volvió comprensible su
discurso en otros sectores. Como la tesitura desde la cual las feministas
planteaban sus demandas estaba hiperradicalizada, poco a poco el dis-
curso del movimiento se tiñó de la lógica del todo o nada. Esto, junto con
la negativa a aceptar formas políticas tradicionales, pues la lógica orga-
nizativa de los grupos feministas, en especial, las cuestiones relativas

2. Me refiero aquí no al surgimiento feminista que ocurrió a finales del XIX o principios del XX, sino al
resurgimiento que se da en América Latina en los años 70.

658
La radicalización democrática feminista

al liderazgo y la representación, eran distintas de las asumidas por los


demás actores políticos, encerraron a los grupos feministas en su utopía
revolucionaria y los volvieron políticamente ineficaces.
El rechazo a concentrar en unas pocas la voz de todas se volvió un
problema constante, muy significativo. Por un lado, la negativa a desig-
nar representantes enmascaró un afán competitivo, cargado de senti-
mientos negativos, y se convirtió en un freno del desarrollo político de
algunas compañeras. Por el otro, la visibilidad adquirida por determi-
nados grupos o por ciertas integrantes del movimiento generó males-
tar y animadversión. Los conflictos se exacerbaron al convertirse unas
cuantas “caras públicas”, en el lenguaje de los medios de comunicación,
en “líderes” del movimiento. Irritó demasiado esta publicidad, impuesta
por la lógica comunicativa de masas como “representación”.
Al actuar a través de grupos identitarios y no establecer relaciones po-
líticas con otras fuerzas, el movimiento se aisló y se excluyó a sí mismo
de la realpolitik. Sin canales de comunicación más formales, las posturas
del movimiento se ignoraron o fueron manipuladas por los medios de
comunicación. Sin figuras visibles, se “invisibilizó” la actividad feminis-
ta en el ámbito nacional.
En muchos países, entre ellos México, el costo político de dirigir los
esfuerzos a conseguir un espacio y un reconocimiento dentro de la iz-
quierda fue alto. Las feministas se apartaron de procesos políticos más
amplios, restringiendo su perspectiva global. Además, la ausencia de
una cultura democrática interna en el manejo de los problemas surgi-
dos por la multiplicidad de concepciones y niveles de conciencia que se
expresaban desgastó a los grupos.
En este contexto, no solo los escollos derivados de las propias deman-
das feministas, en especial la de aborto, obstaculizaron un desarrollo
político, con consensos y estrategias unitarias de acción; el movimiento
también debió lidiar con la inmadurez política de sus militantes, y con
sus conflictos afectivos. Es sabido que mucha de la dinámica de la acción
colectiva tiene incentivos y necesidades psicológicas. Desde cierta pos-
tura radicalizada del feminismo “luchar” fue un fin en sí mismo, hacien-
do a un lado el resultado de la lucha. Así, un sinnúmero de activistas se
intoxicaron con su propio radicalismo y dedicación, felices por las horas

659
Marta Lamas

sacrificadas a la militancia, embriagadas con “identidad” y sin gran in-


terés por incidir en la vida pública del país. La ideología “mujerista”, la
visceralidad y las dinámicas de encapsulamiento (con sus grupos de ini-
ciadas), no obstante su singular ineficacia, gratifican en el plano perso-
nal. De allí la persistencia inquietante de muchas feministas en la doble
vertiente del ensimismamiento identitario: victimista y narcisista.
Además, al no conseguir la participación política en el plano nacional,
a los grupos feministas los afectó el cruce subterráneo de vinculaciones
o agravios íntimos que, en la marginalidad política, intensificaron reac-
ciones aparentemente irracionales, y fue casi insuperable la dificultad
para establecer relaciones políticas no personalizadas.
El mujerismo, clave en la resistencia para aceptar liderazgos, hizo
de la representatividad un problema crónico. ¿Si todas somos iguales,
cómo “distinguir” a una como líder? Según Celia Amorós (1987) el con-
flicto ontológico de la mujer para alcanzar su calidad de sujeto y de ciu-
dadana radica en que en el espacio público los sujetos del contrato social
se encuentran como iguales; las mujeres, relegadas al espacio privado,
quedan excluidas.3 Como en el espacio privado no hay poder ni jerarquía
que repartir, se convierte en un espacio de lo indiscernible, donde las
mujeres se vuelven, en palabras de Amorós, “idénticas”, o sea, sustitui-
bles por otra que cumpla esa función femenina. Esta vivencia de las mu-
jeres como idénticas obstaculiza el diferenciarse entre sí, el reconocer
jerarquías. Además, debido a la forma de vinculación de las mujeres con
el mundo –el amor como vía de significación, el “ser para los otros”– las
feministas desarrollan una lógica amorosa –todas nos queremos, todas
somos iguales– que no les ha permitido aceptar conflictos y diferencias.
Para que las mujeres emerjan como sujetos políticos plenos, como ciu-
dadanas, es preciso desmontar este entretejido de autocomplacencia y,
como señala Amorós, dejar de ser idénticas.
Al intensificarse estos conflictos, la primera etapa del resurgimiento
feminista, que vio florecer a distintos grupos y proyectos, cerró su ciclo.
Vinieron tiempos de balance interno y de reflujo, así como del surgi-
miento del movimiento popular de mujeres.

3. Pateman (1988) plantea que bajo el contrato social subyace un contrato previo, el contrato sexual.

660
La radicalización democrática feminista

En los años 80, el rango de la actividad feminista pasó de los peque-


ños grupos de autoconciencia a modelos nuevos de militancia com-
prometida, especialmente el de participar asalariadamente en grupos
constituidos como asociaciones civiles. Varias feministas, después de
enfrentar las estrecheces de la sobrevivencia, se constituyeron en dichas
asociaciones (también denominadas organizaciones no gubernamenta-
les, ONG), y solicitaron donaciones y apoyo de agencias internacionales.
A diferencia del financiamiento que se obtuvo en otros países latinoa-
mericanos –por ejemplo, en Perú al grupo Flora Tristán y en Chile a La
Morada– en México los fondos recibidos no fueron para desarrollar una
infraestructura feminista, sino para proyectos relativos a la pobreza,
que implicaban un apoyo directo a mujeres de sectores populares. Esto
configuró un estilo de trabajo que las mexicanas llamaron “feminismo
popular”, y que favoreció el crecimiento de las bases del movimiento am-
plio de mujeres.4
También distintas orientaciones políticas consolidaron la formación
de redes temáticas, que funcionaron como estructuras de comunica-
ción, enlace y coordinación. Una función importante de estas “redes de
coordinación” fue impulsar la creación de una conciencia de vinculación
nacional a lo largo y ancho del país. Las redes propiciaron encuentros en
otras regiones y diálogos o enlaces muy significativos con interlocutores
externos, como las instituciones académicas, sectores gremiales y algu-
nos funcionarios de la administración pública, sensibles a las deman-
das del movimiento popular de mujeres. El “feminismo popular” creció,
tratando de no imponer una dirección a las acciones populares, pero sí
de introducir la reflexión feminista, que simultáneamente empezó a
sistematizarse en los recién creados programas de estudio en ámbitos
académicos.
Además, al revaluar la izquierda el papel de la democracia repre-
sentativa surgieron nuevas disposiciones en torno de la relación con la
política tradicional. A raíz de los conflictos sobre el respeto al ejercicio
de la ciudadanía algunos grupos desarrollaron una reflexión sobre las

4. Esta tendencia del feminismo “popular”, a la que se le puso el mote de “populárica”, estuvo constituida
principalmente por feministas socialistas, mujeres cristianas y ex-militantes de partidos de izquierda.
Ver VV. AA. (1987).

661
Marta Lamas

diversas experiencias de indefensión ciudadana ante el poder estatal y


sus varias vertientes: policial, judicial, burocrático, militar.5 Se abrió una
nueva dimensión en las conciencias ciudadanas y muchísimas feminis-
tas sintieron la urgencia de vías distintas para expresar su inconformi-
dad. Esto no quita que muchas otras ni tomaron en cuenta los procesos
locales, pues en su visión del feminismo como opción “revolucionaria” la
lucha por la democracia resultaba una cuestión reformista.
La necesidad de integrarse en la dinámica política de sus países con-
dujo a varias feministas al examen severo de la idealización de su prácti-
ca política, que aunque se pretenda “diferente”, frecuentemente se da de
manera arbitraria y manipuladora, con un manejo negador y “victimi-
zado” del poder.6 Fue significativo el cambio de actitud de un sector del
movimiento que asumió el pacto político como un mecanismo democrá-
tico responsable: se generaron nuevos estilos organizativos –integración
a comisiones gubernamentales de trabajo, formación de instancias de
consultoría a partidos, alianzas con funcionarias y políticas– y lentamen-
te despuntó la conciencia de que las formas excluyentes de la reivindi-
cación identitaria requiere otra forma de identificación –que podemos
calificar como “ciudadana”– fiel al pluralismo y los valores democráticos.

La tentación de la política

Los procesos de democratización en varios países de la región hicieron


que un sector sustantivo del movimiento asumiera la necesidad de ac-
ciones y negociaciones puntuales, y esto fue modificando lentamente
la concepción feminista de la política, especialmente en lo relativo a la
relación con el Estado y los partidos políticos. Impulsar una concepción
política más afinada requiere de un entendimiento fundamental: demo-
cracia significa negociar con los adversarios. Esa concepción no puede

5. La penalización del aborto es otra experiencia más de la arbitrariedad del Estado, solo que el discurso
radicalizado del feminismo mexicano no lo formula claramente así, ni de manera tal que se pueda colo-
car en la agenda política de los partidos y en la agenda pública del gobierno.
6. Los estragos del “mujerismo” y la política identitaria requieren un análisis sobre la relación entre la
inmadurez política y la subjetividad que rebasa esta reflexión.

662
La radicalización democrática feminista

ser incorporada por mujeres que sacralizan su propia identidad: muje-


res que se sienten víctimas totales o que se creen en lo fundamental más
buenas, sensibles y honestas que los hombres. Estas víctimas y heroínas
no consiguen establecer relaciones políticas entre sí y con otras perso-
nas. Así, al añejo problema/conflicto sobre el liderazgo y la representa-
ción, se enganchó el reto de la articulación con otros grupos políticos.
Estimular el reconocimiento de la diferencia y del conflicto en la
práctica política del movimiento, reconocer el ejercicio del poder en
su interior; y admitirlo como recurso de transformación fueron los
nuevos desafíos. Sin embargo, la persistencia en el imaginario colec-
tivo del movimiento de ciertos mitos manifestó el poder de la política
identitaria.7
¿Por qué tiene tal potencia movilizadora la identidad?; ¿por qué pro-
duce victimismo? Pietro Barcellona plantea que precisamente el “terre-
no de una recuperación de la subjetividad es la existencia del sufrimien-
to” (1996, p. 151) y que el mecanismo que opera en esta victimización es
cobrar conciencia de sí a partir del dolor. Precisamente una de las carac-
terísticas de la política de la identidad es que desarrolla una “conciencia
dividida” (Bondi, 1996, p.26) que incorpora, de un lado, el sentimiento de
daño y victimización y, de otro, un sentimiento de identidad que deriva
en empowerment8 y crecimiento personal. De ahí se nutren numerosos
movimientos sociales, que equiparan la opresión con el conocimiento
auténtico y hasta con la virtud, y pretenden que el hecho de sufrir basta
para impulsar una propuesta política.

7. Durante el IV Encuentro Feminista Latinoamericano, que se llevó a cabo en Taxco (México) en 1987,
un grupo de feministas “históricas” planteó la existencia de 10 mitos, que se entrelazan y se retroalimen-
tan entre sí, configurando un pensamiento que genera una práctica política vulnerable e ineficaz. Estos
mitos, que expresaban el tono general de la política feminista en la región, eran: 1. A las feministas no
nos interesa el poder; 2. Las feministas hacemos política de otra manera; 3. Todas las feministas somos
iguales; 4. Existe una unidad natural por el solo hecho de ser mujeres; 5. El feminismo solo existe como
una política de mujeres hacia mujeres; 6. El pequeño grupo es el movimiento; 7. Los espacios de mujeres
garantizan por sí solos un proceso positivo; 8. Porque yo, mujer, lo siento, vale; 9. Lo personal es auto-
máticamente político; 10. El consenso es democracia. El tiempo ha erosionado la vigencia de esos mitos,
pero en ese momento dominaban el imaginario colectivo del movimiento y expresaban los supuestos de
una política identitaria “mujerista” (Birgin et al., 1987).
8. Hay un debate sobre la traducción de este término. Algunas personas optan por apoderamiento (Ve-
nier, 1997). Otras utilizan el anglicismo “empoderamiento”. Yo prefiero usar potenciación.

663
Marta Lamas

La mancuerna victimización/identidad favoreció el reclamo iden-


titario feminista, pero frenó el desarrollo de una práctica política más
amplia, necesaria para avanzar en espacios y demandas ciudadanas o
en formas unitarias de organización. El igualitarismo militante del mu-
jerismo paralizó una política eficaz y muchos pequeños grupos feminis-
tas acabaron volviéndose ghettos asfixiantes, donde la autocomplacencia
frenaba la crítica y el desarrollo, y donde resultaba imposible reconocer
diferencias para fijar una representación.
Así, quienes vivían el feminismo como un sitio de pertenencia iden-
titaria muy arraigada se sintieron amenazadas y tomaron la crítica a la
estructura del movimiento como ataque personal y como una especie
de traición o desviación de la supuesta “esencia” feminista. Entonces
se empezó a percibir a “las otras” como aquellas que negaban la identi-
dad feminista propia, y la relación entre “nosotras” y “ellas” se convirtió
en un antagonismo. A partir de allí, en el campo de las identificaciones
colectivas se ahondaron las diferencias de las dos grandes tendencias
(radicales y populares) y se configuró la contraposición entre las “femi-
nistas de la utopía” y “feministas de lo posible” (una expresión surge du-
rante el VI Encuentro Feminista en El Salvador 1993) que derivaría a la
actual de autónomas e institucionalizadas.9
Antes, el radicalismo feminista se tradujo en una oposición a cual-
quier acción conjunta con instancias gubernamentales; hoy, la aparición
de nuevos contextos políticos, con amigos y aliados opositores por pri-
mera vez en el poder, enriquece y vuelve complejo el panorama. La lucha
de grupos de oposición por llegar a ser gobierno da un giro a muchas as-
piraciones feministas. Simultáneamente, grupos de activistas hartas de
la mera expresión declarativa de los valores feministas, reconocen que
el avance del movimiento pasa también por una mayor participación,
y ocupan puestos en las estructuras partidarias y gubernamentales.10

9. Estas definiciones, impuestas por las autonombradas autónomas, son cuestionadas por las denomi-
nadas institucionalizadas, que argumentan, a su vez, que institucionalizarse no implica perder auto-
nomía. Además, existe una tercera postura, autodenominada “ni las unas ni las otras” (Gargallo, 1997;
Birgin, 1997).
10. En concreto, en la Ciudad de México con el triunfo de la oposición de izquierda, hay un reposiciona-
miento de las tareas feministas en este nuevo contexto político.

664
La radicalización democrática feminista

Además, las ideas sobre la participación ciudadana estimulan la nece-


sidad de influir las políticas públicas, lo cual se expresa en diversas for-
mas en torno a las demandas que cohesionan al movimiento. Destaca en
primer lugar, la experiencia del trabajo respecto de la violencia sexual,
única exigencia “decente”, retomada con respeto y beneplácito por todo
el espectro político (la derecha incluida). En varios países esta lucha re-
plantea las alianzas con mujeres en el gobierno y el aparato estatal, lo
cual produce una valoración del pacto entre mujeres.11 Algo queda claro:
se requieren más mujeres en puestos políticos, y esto intensifica la lucha
para corregir la carencia numérica existente, lo cual en varios países ha
derivado en la instalación de cuotas para mujeres en los partidos y en el
aparato del estado.
En una dimensión distinta se encuentra la lucha por la despenaliza-
ción del aborto, que enfrenta un adversario común en toda la región: la
Iglesia católica. Al reconocer en el aborto el punto límite de la autonomía
de las mujeres, y al comprobar la resistencia de los partidos a enarbolar
la demanda de cambio de ley, las feministas plantean nuevas formas de
participación ciudadana en torno al tema. En México, luego de más de
veinte años de exigir “aborto libre y gratuito”, sin el menor resultado,
un grupo modifica su discurso y demanda reformas a la ley, como una
postura que exige coherencia democrática del Estado.12 Dirigirse a la so-
ciedad y a los tomadores de decisiones supone también una ruptura del
modelo mujerista, y expresa la convicción de que el aborto es un proble-
ma de la sociedad.
Estos cambios son favorecidos por el clima internacional, con diver-
sas actividades asociadas a las dos conferencias de Naciones Unidas, la
de Población y Desarrollo (El Cairo 1994) y la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer (Beijing 1995). Al sentirse parte de un movimiento mun-
dial varias integrantes de ONGs feministas comparten la estrategia de

11. En México, un grupo de presión, el Grupo Plural, fue creado por feministas, diputadas, académicas
y funcionarias para introducir una Ley sobre delitos sexuales. La norma salió gracias a la alianza de las
diputadas de todos los partidos.
12. El Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) se forma en 1991, cuando la reforma al
artículo 130 de la Constitución hecha por el gobierno de Salinas le da presencia legal a la Iglesia católica.
GIRE se constituye como asociación civil sin fines de lucro en 1992.

665
Marta Lamas

influir en el gobierno a través de una decidida participación en los esce-


narios políticos internacionales. Estas conferencias fueron muy útiles
porque demandas nacionalmente acalladas –como el aborto– se volvie-
ron objetos discursivos en foros internacionales, y obligaron a los go-
biernos a tomar una posición al respecto, además de generar debates
locales (Lamas, 1998).
La participación de parte sustantiva del movimiento en estos proce-
sos también abrió un espacio para el diálogo y la negociación intergru-
pal, además de que con la asistencia a dichas conferencias se ganó expe-
riencia para cabildear e influir, y se generó conciencia sobre los alcances
del feminismo internacional. Al margen de otras consideraciones, el
debate en torno a estas conferencias de Naciones Unidas legitima en
la esfera pública nacional la visión que sitúa al discurso feminista como
“perspectiva de género”.13 Es elocuente que el Vaticano se haya pronun-
ciado en contra del término “género”, y haya presionado en ambas con-
ferencias para su eliminación, pues el género constituye una forma de
comprender las relaciones entre los sexos y plantea una manera moder-
na de comprender la igualdad.
Se perfila entonces una reorientación “hacia fuera” del activismo.
Muchas feministas se incorporan a organizaciones civiles mixtas con
reivindicaciones ciudadanas, y se reactiva un sector del movimiento in-
sertándose en la dinámica política nacional. Esto, en México, se da cla-
ramente en relación al zapatismo, donde organizaciones de mujeres y
feministas que coinciden en su apoyo al EZLN forman una organización
solidaria: la Convención Nacional de Mujeres.
Pero no hay que creer que la influencia feminista en el zapatismo se
da solo por las feministas. Eso sería tanto como confundir el feminis-
mo espontáneo de las mujeres que cobran conciencia de su situación
con el conocimiento intelectualizado del feminismo organizado. Tener
conciencia feminista no es saber intelectualmente de feminismo, sino
comprender que es injusto estar subordinada por ser mujer. La notable

13. Si bien perspectiva de género es el posicionamiento desde el cual se analiza lo social con conciencia
de que “lo propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres son construcciones culturales, en varios
ámbitos se la conceptualiza como la perspectiva que “incluye” a las mujeres. Sea en su acepción amplia
o en la restringida, la perspectiva de género obliga a poner atención a muchas demandas feministas.

666
La radicalización democrática feminista

concientización feminista de muchas indígenas vinculadas con el zapa-


tismo habla de varias cuestiones. Por un lado, de que la reflexión que
muchas mujeres hacen de sus propias condiciones encontró un terreno
fértil en el discurso igualitario del zapatismo (Rovira, 1997); por otro, de
que también ocurrió un proceso de “contagio social” (Monsiváis, 1978),
y ahí jugaron un papel importante la cantidad y diversidad de mujeres
con una visión no tradicional de la mujer que se han acercado al zapa-
tismo (mujeres de la sociedad civil, campesinas de comarcas lejanas,
indígenas de otros estados, militantes políticas, feministas, ecologis-
tas, académicas y muchas extranjeras de los medios de comunicación),
Indudablemente el trabajo comprometido de algunas feministas logra
introducir aspectos importantes en el debate de género dentro de la dis-
cusión con el EZLN y sus asesores.14
Mientras tanto, en la escena nacional, y ante la enorme brecha en-
tre gran participación y representación incipiente, muchas feministas
toman conciencia de la paradoja de la falta de reconocimiento de sus
liderazgos y plantean la creación de distintas instancias estatales. En
México es muy tardía la instalación de una oficina especializada: apenas
en 1996 el gobierno da a conocer su proyecto de creación del Programa
Nacional de la Mujer. Conocidas feministas aceptan participar y se ha-
bla de esas designaciones como un logro del movimiento. Este cambio
es muy positivo, al reivindicar como mérito colectivo lo que antes se hu-
biera interpretado como cooptación individual.
Por eso, quizá la voluntad feminista de hacer política, que articula de
otra manera la acción ciudadana antisexista, sea el cambio más nota-
ble a finales de los 90. Cantidad de activistas se esfuerzan por conciliar
sus motivaciones privadas con las necesidades públicas y se proponen
adquirir capacidades políticas básicas y desarrollar una práctica menos
endogámica. Pero la creciente especialización y profesionalización tam-
bién introduce elementos de competencia antes insospechados: se oyen
críticas al elitismo, a los privilegios universitarios y vuelven a aparecer
expresiones populistas y antiintelectuales.

14. Aunque muchas participaron, hay que destacar el trabajo de Patria Jiménez y Eugenia Gutiérrez, así
como el de Sara Lovera y Marcela Lagarde.

667
Marta Lamas

Sin embargo, la necesidad de hacer política hoy pone límites al des-


borde de subjetividades que caracteriza al activismo feminista. Por eso,
aunque son frecuentes los comentarios nostálgicos por las reuniones
con “espacio para las cuestiones personales”, comienza a ser un tema de
reflexión informal el impacto de las emociones en el quehacer público.
Los cambios hacia formas políticas menos personalizadas todavía pro-
ducen rechazo, pero por primera vez en muchos años al lema “lo perso-
nal es político” lo acompaña la prevención: “pero también lo personal
puede ser patológico”.
Actualmente la mayoría de los grupos en el movimiento han crista-
lizado su presencia en tres expresiones notorias: la profesionalización,
mediante financiamiento, de grupos institucionalizados que abordan
temas específicos (salud, educación, violencia), con cabildeo político de
demandas; la legitimación –académica y política– de la perspectiva de
género, con la proliferación de programas de estudio, cursos, coloquios,
publicaciones, foros e investigaciones; y la consolidación, en el ámbito
público, de un discurso “mujerista” que recoge, a pesar de todo, muchas
preocupaciones y aspiraciones feministas.
Pese a que en México el gran éxito del feminismo es precisamente este
discurso, que impulsa la exigencia de derechos por parte de las mujeres
comunes y corrientes, las feministas todavía no figuran como interlocu-
toras de peso en el mundo de la política. Esto se relaciona con varias cues-
tiones. Por un lado, tiene que ver con la ausencia de fuerza organizada del
feminismo, carencia que lo vuelve poco interesante para los partidos. Por
el otro, su debilidad también tiene que ver con que a pesar de que muchas
personas y organizaciones políticas incorporan las tesis del feminismo,
no aceptan a un movimiento que está identificado públicamente con el
aborto y el lesbianismo. Ver a las feministas con el cliché de abortistas o
lesbianas no trae oleadas de seguidoras. Aborto y lesbianismo (que tras-
tocan el paradigma vigente de “normalidad” y de “naturalidad” de lo que
es una mujer) atentan contra dogmas de la Iglesia católica, arraigados en
la sociedad. Por ello, quienes conceden legitimidad a estas demandas en
privado, no están dispuestos a hacerlo en público. De ahí que la defensa de
los derechos sexuales y reproductivos asumida por el movimiento femi-
nista dificulte su aceptación en la política nacional, además de que ningún

668
La radicalización democrática feminista

partido asume como legítimas estas demandas feministas, pues no desea


enemistarse con la Iglesia católica.

La rearticulación política del movimiento

Este rápido sobrevuelo ofrece elementos para comprender al mujeris-


mo como un elemento interno que ha frenado el desarrollo político del
movimiento y que ha marcado la división entre algunas de sus tenden-
cias. Por eso, tal vez la principal lección que ha aprendido una tenden-
cia del movimiento feminista es la inexistencia de la unidad natural de
las mujeres; la unidad tiene que ser construida políticamente. Esto ha
erosionado en algunos grupos el pensamiento mujerista, y, a su vez, ha
revalorizado la relación con las demás fuerzas políticas. Cada vez hay
más feministas trabajando de cara a la sociedad, estableciendo alianzas
y decididas a ganar espacios. Además de pretender influir en coyunturas
electorales, es evidente el extraordinario interés de feministas en toda la
república por construir una agenda común. Esto no elimina la existen-
cia de feministas ilusionadas con la reivindicación de la igualdad o sedu-
cidas con la glorificación de la diferencia que desarrollan un activismo
extremo; para ellas es menos importante obtener un logro político que
compartir la sensación de pertenencia, comunicar al mundo sus creen-
cias y disfrutar el placer indudable de la relación grupal.
Algo impresionante es cómo han aumentado las dificultades de rela-
ción entre distintas tendencias. Mientras unas ya saben que la política
como purismo o autonomía a ultranza no permite construir relaciones
democráticas, otras todavía se problematizan muy intensamente por la
participación en la política tradicional. Estas organizaciones feministas
han cambiado su antiguo miedo a la cooptación por el gobierno por el
nuevo temor a la mediatización de los grupos que buscan institucionali-
zarse. Ante la contraposición entre radicalismo y reformismo, la antigua
reivindicación por la autonomía cobra hoy gran actualidad.15

15. Los conflictos internos de la radicalización de las autónomas, que cuestionan “la tecnocratización y suaviza-
miento (sic) que ha atravesado al feminismo latinoamericano en la última década” está tratado en un artículo
ofrece un atisbo de los conflictos y las prácticas de las autodenominadas autónomas (Bedregal, 1998).

669
Marta Lamas

Unas tratan a la autonomía desde una perspectiva eminentemente


separatista, manifestando su temor ante la posible “asimilación” o “des-
virtuación” de las propuestas feministas; otras, defienden una noción de
autonomía que integra la relación política con diversos interlocutores,
privilegia las alianzas y pretende influir con eficacia política sin ceder en
principios. En medio se encuentra una pluralidad de matices. Pero no
precisar qué se entiende por autonomía o mezclar autonomía política
con autonomía organizativa deriva en dinámicas de intolerancia. Esto
arroja un saldo más bien escaso en cuanto a la posibilidad de diálogo
interno y a la formación de instancias de acción unitarias.
Además, esta contraposición refleja la distinción que hace Mouffe
de las concepciones de lo político y la política: unas, las “puras” y “duras”,
interpretan el feminismo como el arma para enfrentar lo político, por lo
cual la intervención pública se ve como una amenaza que neutralizaría
la “esencia” radical de las demandas feministas. Resentimientos y para-
noias se entrecruzan en torno a una opción que les parece despreciable:
la negociación política, vivida con su doble connotación de traición y
transa con el “sistema”. Además, el reformismo empaña el heroísmo de
la militancia revolucionaria.
Por su parte las convencidas de que hay que actuar en política se pro-
nuncian por la idea de la política como negociación de los conflictos. Pero
así ya no idealicen la política feminista al reorientar su radicalismo o
nostalgia revolucionaria hacia las prácticas democráticas, tampoco es-
tán exentas de conflictos. Muchas siguen atrapadas en rivalidades ab-
surdas, pues la lógica identitaria confronta a compañeras con múltiples
coincidencias políticas solo porque pertenecen a redes o instancias dis-
tintas. Esos tropiezos, consecuencia de “la política de identidad” que fa-
vorece que en los grupos se encaucen inquietudes políticas y vitales, sin
la necesaria separación entre hacer y ser (Bondi, 1996) producen disloca-
ciones discursivas, falsas oposiciones y confrontaciones personalizadas.
Además, se vive una situación paradójica: aunque las activistas y sim-
patizantes del movimiento persisten en un discurso victimista irritan-
te, no se escucha la voz de las víctimas. En especial, es grave constatar
que no hay mujeres comunes y corrientes, o sea, mujeres no feminis-
tas, debatiendo en torno a lo que significa, práctica y políticamente, el

670
La radicalización democrática feminista

sexismo. Esto es especialmente preocupante en cuestiones que las afec-


tan brutalmente, como la penalización del aborto. Los millones de mu-
jeres que en América Latina recurren al aborto clandestino no expresan
públicamente su rechazo a la criminal penalización, ni a la ciega conde-
na del Vaticano. Tampoco el movimiento ha logrado coordinar un traba-
jo en torno a esta crucial demanda. Basta con recordar que la Campaña
Latinoamericana por la Despenalización del Aborto “28 de septiembre”
(en la que participan los grupos feministas de la región) se creó hace
apenas cuatro años.
Hoy, las reflexiones políticas de muchas feministas se centran en
la democracia, el respeto a la pluralidad y la libertad política, y rara
vez se mencionan los problemas derivados de la diferencia sexual. Las
preocupaciones que definen los parámetros de la lucha ciudadana por
la justicia social olvidan al cuerpo. Como la exigencia democrática no
incorpora las implicaciones de la diferencia sexual, persiste el distinto
impacto que tiene la reproducción (deseada y no deseada) en las vidas
de las mujeres. La crítica feminista subraya que reconocer la diferen-
cia sexual en el terreno sexual/reproductivo obliga a repensar los dere-
chos democráticos.
Este es uno de los grandes desafíos del feminismo latinoamericano:
tomar el cuerpo como espacio de ejercicio ciudadano y plantear los dere-
chos sexuales y reproductivos como eje de lucha.16 Negarles a las mujeres
su condición de sujetos, capaces de decisión, vuelve a la sexualidad y re-
producción femeninas temas de candentes batallas ideológicas que, hoy
en día, se dan contra la jerarquía de la Iglesia católica y sus aliados, des-
de el Opus Dei hasta los empresarios locales. Es evidente que, en América
Latina, para que las mujeres participen políticamente de manera más
audaz y decidida requieren reapropiarse de sus cuerpos. La filtración de
las dimensiones políticas y filosóficas del feminismo en la vida cotidiana
ha promovido una especie de capacitación emocional, política e intelec-
tual que tiende a lograr una cierta autonomía.

16. Estos derechos precisan de igualdad de acceso a una serie de servicios concernientes a la salud sexual
y reproductiva: a la información sexual, a los anticonceptivos, a cuidados médicos económicamente ac-
cesibles y de calidad que, en el caso de las mujeres, por la diferencia sexual, implican la instauración del
servicio de aborto despenalizado.

671
Marta Lamas

Por eso, más allá de las unanimidades o discrepancias de siempre, o de


las competencias absurdas dentro de una misma corriente política, o de
las estériles discrepancias con las otras tendencias, los objetivos genera-
les del movimiento son retomados silenciosamente a lo largo y a lo ancho
del continente. Aunque todavía hay activistas refugiadas en pequeños
grupos sectarios, y aunque también las integrantes de organizaciones
civiles exitosas tienen actitudes mujeristas e identitarias, el impacto po-
lítico del movimiento es visible en la vida de muchísimas mujeres. Pero
si bien hay conciencia de que para ejercer ciudadanía se necesita asumir
el control del propio cuerpo, las dificultades para la construcción de una
nueva configuración política son de una dimensión distinta.
John Keane plantea que “la decisiva cuestión que afrontan todos los
demócratas al final del siglo XX” es algo básico, a saber, “cómo estable-
cer la compleja estrategia de una reforma creativa y un planificación
guiada por la acción estatal, y una innovación desde abajo a través de
iniciativas sociales radicales que expandan e igualen libertades civiles”
(1998, p. ). Entender el ejercicio de la ciudadanía como un compromi-
so colectivo de los ciudadanos en la resolución de sus asuntos y los de
su entorno enriquece la caracterización tradicional y propicia una con-
cepción moderna: ciudadanía como la capacidad de autodeterminación
de los agentes del desarrollo (Camou, 1996). Redefinir las fronteras de
la acción ciudadana y desarrollar políticas públicas (reformas y plani-
ficación) supone un desafío interesante para las feministas: mejorar su
posición en el orden político existente al mismo tiempo que pretenden
transformar ese orden. Ahora bien, aunque urge crear procesos de uni-
ficación y lograr objetivos para el conjunto de la sociedad que propicien
un ejercicio ciudadano susceptible de alterar la balanza del poder insti-
tucional, se requiere trabajar con algo fundamental que sostiene la polí-
tica: la subjetividad.
Armar una propuesta colectiva que reconozca las identidades parti-
culares y que sea capaz de rebasarlas en una aspiración más amplia es
tarea del proyecto democrático. Para abordarla bien se requiere com-
prender cómo el proceso de socialización y de introyección imaginaria
de lo cultural es determinante en la constitución de algunas identidades
políticas. Crecientemente más y más feministas empiezan a cuestionar

672
La radicalización democrática feminista

principios identitarios excluyentes, deseando avanzar en una praxis co-


lectiva distinta, que produzca otras subjetividades, menos egoístas y au-
tocentradas, más solidarias y altruistas.
Tejer nuevos vínculos sociales, reparar el tejido social con un sentido
distinto, no corporativista, requiere una construcción diferente de un
“nosotras”, que resuelva de manera productiva la confrontación con el
“ellas” y el “ellos”. Este desafío, que refleja la tensión entre el reconoci-
miento de la diversidad y su superación en una acción ciudadana más
amplia, se ha vuelto apremiante.
En ese sentido, es imprescindible que el movimiento feminista con-
siga reconceptualizar su práctica política caracterizando la identidad no
como esencia irreductible sino como posición que asumimos o que se
nos asigna. Hacerlo implica cambiar la pregunta “¿quién soy yo?”, pre-
sente en algunas reivindicaciones de diversidad, por “¿dónde estoy?”.
Enfocar el lugar me permite ver a las otras personas junto a mí. El én-
fasis en el dónde –en la posición– facilita el pensar de manera distinta
cuestiones sobre la identidad (Bondi, 1996). Por ejemplo, pensar en la
ubicación alienta una preocupación sobre las relaciones entre diversos
tipos de identidades, y por lo tanto, sobre el desarrollo de una política
basada en afinidades y coaliciones.
Ahora bien, la apuesta por una política distinta implica algo más que
impulsar los temas, demandas y cuestionamientos relativos a la diferen-
cia sexual: es aceptar en el seno del quehacer político, en las organiza-
ciones mismas, a la propia diferencia sexual. Si en verdad se está contra
el esencialismo, si se considera que importa el pensamiento y el com-
promiso, entonces es hora de exigir coherencia. Modificar el reparto de
tareas, de tiempos, de asignaciones sociales, reconociendo la diferencia
sexual y el género, no es pensar solo en las mujeres, o dirigirse solo a
ellas: es pensar en cada circunstancia, en cada situación, qué ocurre con
los hombres y qué con las mujeres.
Asumirse como sujetos políticos republicanos y democráticos, no vic-
timizadas ni sometidas, ha llevado a muchas feministas a un proceso de
inclusión, no solo discursiva, sino concreta, física, de los hombres. Una
organización mixta introduce un vuelco en la concepción tradicional del
movimiento feminista y es una opción riesgosa, sobre todo hoy, cuando

673
Marta Lamas

grandes sectores de mujeres que padecen el machismo se han decidido a


actuar, y descubren las mieles del mujerismo. Quienes recién se asumen
como mujeres (políticamente hablando) desconocen las limitaciones
de una política arraigada en la identidad, y se ilusionan con el discurso
mujerista e identitario. Sin embargo, conformar una fuerza política de
personas feministas (mujeres u hombres) es una posibilidad ante el ries-
go de que, una vez más, el feminismo invierta sus energías “dentro” del
movimiento, con poco impacto hacia afuera. 17
Lentamente el movimiento acepta la idea misma de diversidad en
su seno y comprende que el hecho de que existan distintas tendencias
y posiciones diferentes lo vigoriza. El feminismo, en una sociedad ma-
chista, es por naturaleza radical. Por eso todas las distintas perspecti-
vas estratégicas –de las negociadoras a las intransigentes– confluyen
en una misma dirección: lograr que la diferencia sexual no se traduzca
en desigualdad. El dilema es: ¿de qué forma el movimiento feminista
asegura cierta coordinación básica entre sus diferentes tendencias?
Aunque una verdadera coordinación social democrática requiere mu-
chas cosas, entre ellas, una reforma del Estado que reconozca a nue-
vos actores políticos (Lechner, 1999), el problema inmediato radica en
cómo accionar cuando el movimiento está en un creciente proceso de
diversificación y sectorialización. Algo básico es recuperar lo público
como un asunto que concierne a todo el movimiento. Si esto ocurre,
como parecen expresarlo ciertos signos alentadores, las reivindicacio-
nes mujeristas serán desplazadas lentamente y sustituidas por otras
más acordes al anhelo democrático. Pasar a una política propositiva es
mucho más que cuestionar los silencios de los actuales monopolios par-
tidarios sobre temas vitales para millones de personas; es renovar los
sistemas de intermediación, representación y participación ciudadana
para verdaderamente transformar el Estado con, en palabras de una
feminista chilena radicada en México, “un equilibrio entre la ética y la
negociación” (Tarrés, 1993). A eso apunta, precisamente, la radicaliza-
ción democrática del feminismo latinoamericano.

17. En México, esta es la apuesta de la nueva agrupación política feminista mixta llamada Diversa.

674
La radicalización democrática feminista

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676
Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones*

A Lucero González, quien me ha enseñado el valor del afecto


al confrontar desacuerdos.

La función de la arrogancia

“¿En qué momento el debate y la discusión se convierten en una pe-


lea, una querelle, y cuándo una disputatio se vuelve una disputa? ¿En qué
punto el argumento y la argumentación se transforman en antagonis-
mos enconados?”(Hanssen, 2000, p. 1). Estas interrogantes de Beatrice
Hanssen condensan un conjunto de problemas presentes en los femi-
nismos latinoamericanos. Por eso, cuando Gloria Careaga me invitó a
reflexionar sobre los retos y perspectivas de nuestro movimiento pensé
en explorar el antagonismo entre las feministas autollamadas “autóno-
mas” y las consideradas “institucionalizadas”, pero sin referirme a los
consabidos problemas provocados por la vivencia religiosa de la política,
con sus posiciones mesiánicas, sus cismas y sus sacerdotisas, ni a los
típicos problemas de la rivalidad entre mujeres, con su narcisismo de las
pequeñas diferencias. En esta intervención quiero abordar dos desafíos
que tratan carencias de distinto orden, una subsanable con un poco de

* Extraído de Lamas, Marta (2006). Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones. En Feminismo:


transmisiones y retransmisiones. Ciudad de México: Taurus. Agradezco la lectura crítica de Marisa Belauste-
guigoitia, Sandra Lorenzano, Araceli Mingo, Hortensia Moreno, Jorge Nieto Montesinos, Mabel Piccini,
María Teresa Priego y Blanca Rico.

677
Marta Lamas

conciencia autocrítica, y otra que requiere un mayor esfuerzo. Ellos son,


creo, nuestros retos irrenunciables.
¿Qué pasa en el movimiento latinoamericano que no podemos deba-
tir entre nosotras? Sin negar que existan otras cuestiones, creo que lo
que Carlos Pereda (1999) denomina “la razón arrogante” juega un papel
decisivo. Esta forma de interlocución es una carencia remediable con
autocrítica. En su breve pero jugoso tratado, Pereda disecciona la arro-
gancia como una característica de la identidad que se construye a partir
de ciertas estructuras culturales y de un modelo que se autoafirma al
discriminar lo que no entiende o desconoce. Pereda centra buena par-
te del conflicto de la arrogancia en la dificultad del reconocimiento del
otro, y la describe como una estrategia que comparten dos inculturas: la
académica y la antiacadémica.
Pereda caracteriza la arrogancia como un mecanismo para separar-
se y separar, para defender jerarquías que se consideran indiscutibles.
Como expresión del pensamiento cerrado, como desprecio por la razón
de los otros, la arrogancia conduce al prejuicio. “Por eso en la arrogancia
se conforma uno de los dispositivos más eficaces de inmunización en
contra de las reales o posibles interpelaciones del otro. Porque la o el
arrogante se considera demasiado por encima de quienes lo cuestionan
para vacilar y ponerse a discutir, a dar razones, a ofrecer argumentos”
(Pereda, 1999, p. 13). El resultado es obvio: “De esta manera, no se acep-
tan más que cómplices” (Pereda, 1999, p. 13). Por ello, la razón arrogante
es una forma del espíritu sectario. Las sectas –como grupos que obstacu-
lizan el paso– hacia dentro y hacia fuera tienen lo que Pereda denomina
sus “blindajes teóricos”. Este autor plantea que la regla del sectarismo es:
Siempre es bueno más de lo mismo, (1999, p. 14) y a esta sentencia opone
otra que es, por definición, la regla anti-sectaria: “No olvides que cual-
quier tipo de querencia posee un techo, un límite: más allá de él habita
la aridez o la locura; en ambos casos, poco a poco o de súbito, comienza
el sinsentido” (1999, p. 17). El mensaje es claro: persistir ciegamente en
cualquier idea o “querencia”, sin abrirse a otras, conduce a la infecundi-
dad o al agotamiento.
Para ser interlocutoras productivas en vez de estériles adversarias en
el cada vez más urgente debate del feminismo latinoamericano, tenemos

678
Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones

que hacer un trabajo compartido para desarmar la razón arrogante, tanto


en el campo de las intelectuales como en el de las anti-intelectuales. No
hay que hacer nada ruidoso, nada declarativo, nada espectacular: solo un
ejercicio de la razón que no tenga temor de corregirse y cambiar su punto
de vista, para lo cual hay que escuchar, tratar de entender las razones y
sinrazones de las otras feministas, estudiar, aprender a debatir y confron-
tar argumentaciones. Pero para que estas nuevas estrategias discursivas,
asentadas en la eliminación del desprecio y del sectarismo, sean eficaces,
¿qué se requiere? Discutir, dialogar, confrontar ideas y argumentos. Para
lo cual hay que, entre otras cosas, construir un piso de entendimiento, lo
que implica minimizar el desorden terminológico y compartir ciertos có-
digos. Ése es el segundo desafío, que requiere un esfuerzo de otra índole.
La facilidad que tenemos las feministas para localizar nuestros pro-
blemas en el exterior, en el “patriarcado”, en las otras feministas, en las
diferencias, contrasta con nuestra dificultad para nombrar cuestiones
que están en el aire y articularlas políticamente. Esa capacidad para
percibir lo que está en el ambiente se potencia cuando hay una mirada
teórica. Si bien la diversificación y proliferación de posiciones vuelven
imperativo hablar de muchos feminismos, es impactante detectar la re-
iteración del deseo compartido por sostener un debate político abierto.
Sin embargo, entre las asunciones silenciosas que circulan entre noso-
tras se encuentra la de que un debate amplio exige un lenguaje llano,
directo, y obliga a evitar terminologías difíciles.
A riesgo de ser tachada de elitista, creo ineludible distinguir distintos
ámbitos de debate, con sus requerimientos específicos. Para lograr cier-
to nivel de discusión política hay que reconocer los desajustes cognitivos
de nuestras variadas situaciones, e intentar comprendernos desde un
piso teórico que permita el intercambio de ideas. Alcanzar esto no es
fácil, pues además de las resistencias subjetivas existe el prejuicio de que
ocuparse de cuestiones teóricas resta tiempo a la praxis. Creo precisa-
mente en lo contrario: ciertos conocimientos teóricos mejoran la praxis.
Judith Butler (1995) acuña el término activismo teórico para darle un esta-
tuto de valor al trabajo de reflexión teórica, frente a quienes plantean la
teoría como un universalismo complicado y defienden al pragmatismo
como la práctica política correcta.

679
Marta Lamas

Hoy, en América Latina, es necesaria una actualización de la teoría,


no solo por un urgente proceso de aggiornamiento político, sino también
por la falta de crecimiento del movimiento.1 ¿A qué se debe el rechazo y/o
la indiferencia de las jóvenes ante el feminismo? Entre otras cosas tiene
que ver con nuestro discurso, repetitivo y aburrido por ausencia de nue-
vas elaboraciones teóricas. Además, una cantidad considerable de femi-
nistas de distintos países latinoamericanos ha quedado atrapada en la
moda fetichizada del género.2 Esto puede deberse a lo que Bourdieu y
Wacquant (2001) han denominado las “argucias de la razón imperialis-
ta”, que funcionan, por ejemplo, por la vía de la imposición de agendas
de investigación promovidas desde la doxa norteamericana a través de
sus universidades y fundaciones; pero también puede deberse a nues-
tras propias limitaciones: la autocensura del pensamiento es más fuerte
que cualquier prescripción externa. Del uso fetichizado del paradigma
del género se desprende una simplificación de los conflictos de los se-
res humanos, que no incorpora las complejas dimensiones del cuerpo
y que alienta un ingenuo voluntarismo político. Bourdieu y Wacquant
plantean que algunos “términos aislados, de apariencia técnica” son
más insidiosos que las teorías o que las visiones filosóficas del mundo,
pues condensan y ponen en circulación “toda una filosofía del individuo
y de la organización social”. Para evitar este peligro hay que alejarse del
cómodo camino fijado por ciertas certezas ideológicas –donde el con-
cepto género ocupa un lugar políticamente correcto– e incursionar en
un sendero más riesgoso respecto de las diferencias entre las mujeres y
los hombres.

El lugar de la teoría

¿Cómo presentamos nuestras ideas cuando discutimos?, ¿explicitamos


el aparato teórico al que suscribimos, explicamos desde qué paradigma

1. Aunque reconozco la influencia del pensamiento feminista en nuestros países (Lamas, 2001), estoy
convencida de que necesitamos un crecimiento numérico para presionar políticamente.
2. Desarrollo esto más ampliamente en “La fetichización del género” (Lamas, 2002).

680
Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones

trabajamos? Hacer este tipo de precisiones propicia más el diálogo que


la confrontación. Si bien la teoría per se es valiosa, para quienes estamos
en un movimiento político se vuelve un recurso para desarrollar una
postura de interlocutoras más que de adversarias.
¿A qué nos referimos las feministas cuando hablamos de “teoría”? La
“teoría feminista” ha transitado de ser un discurso ideológico-político
a ocupar hoy un lugar predominante en universidades y centros de es-
tudios de países desarrollados. Una revisión a vuelo de pájaro de la pro-
ducción teórica muestra una actividad intensa, de la crítica literaria a la
filosofía política, de la queer theory a la teoría psicoanalítica, de la crítica
cultural a la antropología. Pero cuando se habla de “teoría feminista” se
alude, centralmente, a un cambio de paradigmas cognitivos que propo-
nen una lectura nueva sobre la condición humana. La teoría feminista
ha realizado tanto un desciframiento de la determinación situacional y
relacional de los seres humanos como una serie de teorizaciones relati-
vas a las consecuencias discriminatorias de la simbolización de la dife-
rencia sexual.
Precisamente en torno a la diferencia sexual ronda uno de los deba-
tes más acuciantes del feminismo: el del esencialismo. Para las feminis-
tas resulta inevitable tratar ese tema, no solo porque hemos invertido,
emocional y políticamente, muchísimo más de lo que nos damos cuenta
en el tema “mujer”, sino porque parte sustancial del movimiento plan-
tea la necesidad de hacer política, precisamente, “como mujeres”. Por
eso nuestros desafíos tienen que ver tanto con la manera de abordar
el análisis del cuerpo sin caer en esencialismos, como con la forma de
construir un discurso político movilizador, que reconozca la diferencia
sexual y el género.
Cuando el feminismo apela a un sujeto político universal –las mu-
jeres– ¿está o no está haciendo un llamado esencialista? Las respuestas
dependen del enfoque teórico: no es lo mismo un esencialismo sus-
tancialista que un esencialismo estratégico, como lo sugiere Gayatri
Chakravorty Spivak (1989).
A lo largo de su obra, Spivak ha abordado cuestiones centrales del
esencialismo diciendo diferentes cosas en distintos momentos. Una
intuición interesante, que causó gran turbación, fue su alusión a un

681
Marta Lamas

“esencialismo estratégico”. La frase textual “el uso estratégico de un


esencialismo positivista en un interés político escrupulosamente visi-
ble” (1989, p. 126)3 fue interpretada de la siguiente manera: es válido que
para movilizar políticamente a un sector de mujeres las convoquemos a
hacer política “como mujeres”.
Ante tal postulado, se desató el debate: ¿cómo diferenciar entre un
esencialismo estratégico y uno sustancialista? La respuesta de Spivak
fue doble: por un lado, para que verdaderamente se trate de un manejo
estratégico, el uso político de la palabra “mujer” debe estar acompañado
de una crítica persistente; si no hay crítica constante, entonces la es-
trategia se congela en una posición esencialista. Por otra parte, no da
igual quién emplea la palabra “mujer”; no es lo mismo una académica
diciendo “yo, como mujer” que una mujer de barrio; la distancia entre
una mujer que se atreve a decir “yo, como mujer” en el despertar de su
conciencia ante los poderes establecidos, y una política feminista, con
años de lecturas y discusiones, es la que media entre una declaración
o un análisis esencialista estratégico o sustancialista. El punto a diluci-
dar es dónde están situadas las personas que hablan, y para qué usan el
concepto. El quién y el cómo definen el qué. Ahí aparece la distinción de
Spivak entre el esencialismo como estrategia, como un recurso situacio-
nal, y el esencialismo como teoría.4 Ahora bien, admitir que se requiere
de un supuesto estratégico del cual partir, del tipo “todas las mujeres es-
tamos oprimidas”, para facilitar procesos de apertura y comunicación,
no es lo mismo que creer en una esencia compartida y defenderla.
En política se necesita una idealización mínima para mover subje-
tividades y lograr cambios. De ahí la utilidad estratégica de promover
un despertar políticamente distinto. Por eso los llamados a una toma
de conciencia con frecuencia visten ropajes esencialistas, como la frase
“tú, como mujer”. Pero pasado ese primer momento, el movimiento re-
quiere de un trabajo teórico posterior, y cada vertiente debe desarrollar
su posicionamiento respecto del desafío de afirmar la importancia de la

3. La cita “strategic use of a positivist essentialism in a scrupulously visible political interest” se comenta
en la entrevista con Rooney.
4. Por cierto, me critico por no haber matizado tal distinción en mis denuncias al mujerismo y a las
posturas mujeristas.

682
Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones

diferencia sexual sin esencializarla. Una mujer ¿habla solo como agente
o representante de su sexo? No, también habla marcada por una cultura,
una clase social, una pertenencia étnica o racial, cierta sexualidad, una
religión, en fin, una historia o posición determinada. Entonces, ¿qué
implica hablar de las mujeres como unidad política, con los mismos in-
tereses y necesidades?
En su brillante análisis de las formas en que las mujeres legitiman
su lenguaje público, Catherine Gallagher (1999) nos recuerda que lo que
sacó a las mujeres a las calles, lo que las empujó a las distintas mani-
festaciones de la lucha feminista, desde las huelgas de hambre de las
sufragistas a los enfrentamientos con la policía, fue “su sentimiento de
lealtad hacia una comunidad de compañeras en el sufrimiento: en otras
palabras, la solidaridad con un sujeto colectivo” (Gallagher, 1999, p. 55).
Indiscutiblemente el poder retórico del término “mujer” tiene que ver
con ese sujeto colectivo. Pero su uso acrítico conlleva un riesgo para la
acción política, por ejemplo, al estimular la idea de que solo una mujer
puede saber realmente qué le ocurre a otra mujer; dicha suposición es
equivocada, no por “esencialista”, sino porque plantea la posibilidad del
conocimiento en la identidad.5 Por eso hay que vigilar hasta el lenguaje:
no es lo mismo hablar “como mujer” que hablar “desde un cuerpo de mu-
jer”. Esta tenue distinción, plena de significado, es crucial para la forma
en que se aborda la política.
Precisamente para elaborar estas sutiles distinciones es imprescindi-
ble el trabajo intelectual. La teoría no es un lujo, es una necesidad vital.
¿Cómo reconstruir el mundo y las relaciones de poder entre los sexos?,
¿tomando la diferencia sexual como una afirmación “ontológica”, como
si existiera una verdad absoluta de la mujer, opuesta a la del hombre
(Boccia, 1990)? Asumir sin matices la duplicidad sexual del sujeto pue-
de hacernos resbalar hacia equívocos inquietantes, como el de afirmar,
por ejemplo, que el pensamiento de hombres y mujeres es diferente
porque es sexuado. La apuesta es, por lo tanto, doble: reconocer la dife-
rencia sexual al mismo tiempo que se la despoja de sus connotaciones

5. Para un vistazo al peligro de desarrollar la política a partir de la identidad ver el número 14 de Debate
Feminista (1996), dedicado a “Identidades”, donde Mouffe y Bondi hacen sendos cuestionamientos.

683
Marta Lamas

deterministas. Esto requiere aceptar que los comportamientos sociales


masculinos y femeninos no dependen en forma esencial de los hechos
biológicos, pero también reconocer el peso específico que tiene la com-
pleja estructura de la especie humana: el cuerpo, en su condición de car-
ne, mente e inconsciente.6
Los contrastes de intereses y conductas entre hombres y mujeres no
son la consecuencia de una esencia enraizada en la biología, ni tampoco
se deben solamente a los roles impuestos por la sociedad. La diferencia
sexual y el contexto7 de la experiencia de vida constituyen al sujeto en
tanto tal. Marcadas por su sexuación y por una serie de elementos que
van desde las circunstancias económicas, culturales y políticas hasta un
desarrollo particular de la subjetividad, las personas ocupan posicio-
nes diferenciales en el orden cultural y político (Alcoff, 1988). De esta
concepción teórica se desprenden interrogantes para la acción política.
Una, crucial, es la relativa a la ciudadanía.
Es obvio que hombres y mujeres ocupan posiciones diferentes en la
sociedad y que esto dificulta a las mujeres el ejercicio de sus derechos.
Pero ¿puede la diferencia sexual constituir un principio a partir del cual
se establecen formas de ciudadanía radicalmente diferentes para uno y
otro sexo? ¿Cómo defender una ciudadanía igualitaria, y reivindicar la
diferencia sexual? En el clima antiintelectual en que nos movemos no
se comprende el papel clave de la teoría en el desarrollo de conceptos
que sirvan para guiar la práctica. Un ejemplo: la incapacidad –¿o tal vez
habría que hablar de resistencia?– para comprender la diferencia se-
xual, en el sentido de calibrar su sustrato biológico y de vislumbrar que,
además, hay una realidad psíquica, ha llevado a pensar que las diferen-
cias entre masculinidad y feminidad son solo el resultado de factores

6. Para la mayoría de las “especialistas” en género, la diferencia sexual se reduce a las diferencias anató-
micas del sexo, y no se contemplan otras singularidades, ni de índole bioquímica ni de índole psíquica.
El “olvido” del inconsciente y el desconocimiento de la investigación biomédica, que ha develado que mu-
chas funciones fisiológicas están influidas directa o indirectamente por el sexo (Institute of Medicine,
2001), apuntalan la mistificación constructivista, tan cara a las ciencias sociales. Las consecuencias de lo
psíquico y lo biológico en la conducta humana tienen que ser incluidas en una reflexión rigurosa sobre el
distinto estatuto social de las mujeres y los hombres.
7. En la entrevista a Spivak, Ellen Rooney plantea precisamente que “contexto” es un concepto antiesen-
cialista (1989, p. 124).

684
Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones

sociales. Y aunque esto empieza a ser criticado por un sector lúcido del
feminismo, los estragos reduccionistas de esta limitación reverberan en
las propuestas políticas del movimiento.

Del desacuerdo a la discusión

Al imaginarnos como interlocutoras en un debate sobre desafíos y pers-


pectivas del feminismo, ¿qué es lo que actualmente nos mueve a bus-
carnos las unas a las otras?, ¿la expectativa del diálogo, la añoranza de
una rica discusión? Sin duda la posibilidad de debatir representa algo
muy atractivo. Pero, nos guste o no, ya no podemos debatir con rigor
solamente entre nosotras, sin tomar en consideración al mismo tiempo
a quienes hacen teoría en las ciencias sociales, en la filosofía política, en
el postestructuralismo.
La teoría feminista es intrínsecamente multidisciplinaria: en ella
participa una amplia variedad de interlocutores. Hoy se habla de teoría
feminista no solo internamente, o sea, desde los estudios feministas o
de género, sino también en el campo crítico general. La dificultad de
algunas feministas para situarse en el extenso terreno del debate teórico
parece proceder de un temor a que el feminismo aparezca como algo
subsumido, secundario, condicionado por el pensamiento patriarcal.
Pero, además, ubicarse dentro del vasto contexto intelectual requiere de
la apropiación de las reglas de la crítica teórica en cualquier disciplina,
o sea, un conocimiento de los autores y los debates internos, lo cual sig-
nifica un esfuerzo de preparación que no todas están en condiciones o
disposición de realizar.
Sin embargo, nuestro movimiento debe desarrollar una visión bi-
fronte, una mirada de Jano, atenta tanto al debate interno como al exter-
no. Así, hay que apostar por lo que ya Teresa de Lauretis (1993) formula-
ba como una visión relacional para vincular lo intrínseco y lo extrínseco.
Lamentablemente, nuestra realidad interna es más bien triste, pues la
incipiente crítica feminista todavía no ha logrado interesar a los dis-
tintos establishments culturales y académicos. En nuestra región, ni los
estudios de género constituyen una tendencia importante en el área de

685
Marta Lamas

las ciencias sociales, ni el pensamiento feminista tiene un lugar en el


mundo intelectual latinoamericano.
¿Qué ocurre con el debate teórico en nuestros países? Sin duda, en
América Latina hay académicas feministas de primera línea, que se inser-
tan en debates más amplios en sus propios campos, pero que no han de-
sarrollado gran interés por la teoría. Es indudable que las investigaciones
y reflexiones feministas han permitido un mejor mapeo de la situación
de las mujeres en nuestros países.8 A pesar del gran prejuicio anti inte-
lectual en los grupos, estos han dado consistencia y visibilidad a los pro-
gramas universitarios al exigir investigaciones que ofrezcan datos para
fundamentar demandas políticas (violencia intrafamiliar, discriminación
salarial, aborto, etc.). Sin embargo, falta vitalidad teórica en los distintos
centros de estudios académicos sobre la mujer o el género. Esto refleja un
fenómeno sociocultural más amplio: en nuestra región, las urgencias po-
líticas han relegado la discusión teórica a un segundo plano. Si esto ocurre
en la academia, ¿qué podemos esperar de los grupos de activistas?
Quienes rechazan la teoría suelen adoptar actitudes pragmáticas.
Mediadas por un brutal neopragmatismo e irritadas por el lenguaje difí-
cil de la teoría, muchas feministas se paralizan ante el callejón sin salida
que supone tener que optar por uno de los dos polos: teoría o práctica.
Otras, en cambio, pensamos que tanto un fuerte pragmatismo como
una defensa a ultranza de la teoría pura presentan insuficiencias para
la política, y seguimos reivindicando la importancia de sostener la man-
cuerna teoría/práctica. Sin embargo, si algo brilla por su ausencia en
nuestro movimiento es el uso de la teoría para hacer política.
De ahí que, si entramos a la arena del debate desarmadas teóricamen-
te, no será extraño que lo que priven sean los argumentos personalizados.

8. Pareciera que para compensar la ausencia de teorizaciones nuestras académicas se han volcado en la
presentación de datos de investigación o de archivo. Hay mucho trabajo en la sociología, con excelentes
investigadoras de la fuerza de trabajo femenina y las relaciones familiares, en el área urbana y la rural.
También se nota la voluntad de releer y revalorar fuentes históricas, ya que el silencio de las mujeres en
los registros existentes es impresionante. Comienza a fortalecerse la tendencia a los trabajos arqueoló-
gicos, o sea, a la recuperación de zonas olvidadas, de autoras silenciadas, que arrojan datos nuevos. Hay
gran productividad de este tipo de trabajo, sobre todo en la historiografía literaria. Empiezan a verse
investigadoras con una mirada sobre las prácticas, discursivas y de vida, de las mujeres; se investiga la
subjetividad femenina; se indaga en la representación política, en especial, en cómo los conflictos de
género repercuten en el desempeño profesional.

686
Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones

Si bien las controversias entre feministas del primer mundo despegan


de lo que se define como teórico, entre nosotras no es fácil analizar los
vínculos de las posiciones antagónicas con cuestiones teóricas. Por eso,
a diferencia de otros feminismos, las confrontaciones expresadas en el
movimiento latinoamericano anuncian más rivalidades y resentimien-
tos personales que diferencias teóricas consistentes.
Esto se enlaza con otra característica de nuestro funcionar político.
Muchas de las expresiones arbitrarias que circulan en el movimiento
se deben no solo a la “razón arrogante”, sino también a una especie de
inconsciencia de los propios límites. Ya se sabe que el feminismo fa-
vorece una “lógica de las idénticas” (Amorós, 1987), lo que alimenta el
sentimiento de que todas somos iguales y produce una extraña diná-
mica en los intercambios entre nosotras.9 Siempre me ha intrigado por
qué, a pesar de que sabemos que el rigor es una condición de posibilidad
del debate político serio que añoramos, tratamos de entablarlo sin una
preparación previa, sin documentos a discutir, sin un “piso común”. De
ahí que compartir una mínima responsabilidad para lograr ese debate
signifique también dos cosas: reconocer los propios límites y tratar de
ampliar los márgenes cognitivos y conceptuales dentro de los que nos
movemos. Necesitamos voluntad, disciplina y, sobre todo, ilustración:
luces y más luces.
Como estoy convencida de que el conocimiento, y en concreto la teo-
ría, son vitales para enfrentar mejor las posturas antagonistas y armar
alianzas y coaliciones, quiero terminar con un ejemplo relativo a esta
aspiración. Entre los feminismos hay varios desacuerdos básicos, tanto
conceptuales como metodológicos, sobre principios y premisas funda-
mentales. Pero también hay un cierto tipo de desacuerdo sobre el que
no se ha teorizado dentro de nuestro movimiento. Es el que Jacques
Ranciere ubica en una determinada situación de habla: “Aquella en la
que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice
el otro. El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien

9. Véase “De la protesta a la propuesta…” en este mismo volumen. Véase también el documento colectivo
“Del amor a la necesidad” (1987).

687
Marta Lamas

dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco
pero no entiende lo mismo con el nombre de la blancura” (1996, p. 8).
El desacuerdo no es desconocimiento, ni tampoco malentendido.
El desacuerdo no se refiere solo a las palabras: se refiere a la situación
misma de quienes hablan, a la producción de sentidos y significados. El
desacuerdo concierne menos a la argumentación que a la presencia o a
la ausencia de un objeto común entre una persona y otra. La situación
extrema del desacuerdo es aquella en que una persona no ve el objeto
común que le presenta la otra. Esta situación extrema concierne fun-
damentalmente a la política. ¿Qué puede hacer alguien que se sirve de
la palabra para discutir, pero que le otorga a la palabra sus contenidos e
inflexiones, y supone que la otra persona lo comprende? Entre nosotras
existe la falsa percepción de que la desavenencia política significa polé-
mica, y no este tipo de desacuerdo.
No nos debe extrañar que, si no somos capaces de teorizar la natura-
leza de las querellas entre nosotras, internalicemos antagonismos que
concebimos de manera equivocada. Hay que dejar de creer que la teoría
es, en sí misma, patriarcal, elitista, totalizadora y masculinista, o bien
universalista, hegemónica, occidental e imperialista, y tratar de aplicar-
la con rigor en nuestra praxis, nuestras experiencias, nuestras narrati-
vas, nuestra política del cuerpo.
El terreno de lo político es un ámbito intersubjetivo, que está estruc-
turado tanto por las reglas del debate público (casi inexistente en nues-
tro países) como por las tensiones agonistas.10 El agonismo se refiere
no al enfrentamiento –antagonismo– sino a la tensión inherente a las
múltiples diferencias presentes en la estructura del sujeto hablante. De
ahí que esperar consensos o coincidencias sea un desacierto que no solo
pasa por nuestra subjetividad, sino también por nuestro posicionamien-
to teórico. Una meta de nuestro movimiento, sobre todo cuando regis-
tramos la dimensión y la fuerza de nuestro enemigo común, podría ser
la de llegar a zonas de acuerdo, avanzando en coaliciones puntuales, sin
intentar borrar nuestras diferencias. Esto implica no solo impulsar otra

10. Chantal Mouffe trabaja específicamente la distinción entre antagónico y agonístico. Véase Mouffe
(1996).

688
Los feminismos: desacuerdos y argumentaciones

lógica política; también implica instaurar nuevas prácticas discursivas


y argumentativas. La posibilidad de construir algunos momentos de
alianza está estrechamente vinculada con la de ceder en nuestras distin-
tas posturas.11 Hay que “competir” y convencer. Por eso es que debemos
obligarnos a fundamentar teóricamente nuestros posicionamientos.
Enfrentadas a estos desafiantes retos las feministas latinoamerica-
nas tenemos que lanzarnos a “articular las posibilidades de una vida po-
lítica más plenamente democrática y participativa” (Butler, 1995). Una
de nuestras tareas es definir algunos puntos de referencia en relación
con esas líneas de confluencia que hay que encontrar para propiciar una
amplia alianza, más de interlocutoras que de adversarias. Pero, más allá
de todo lo que ese desafío demanda, hay algo impostergable que cada
una de nosotras puede hacer desde hoy, en solitario, sin necesidad de
las demás, y sin mayores requerimientos que una voluntad distinta: des-
pojarnos de la “razón arrogante” que ha nutrido durante ya demasiados
años la larga noche del feminismo latinoamericano.12

Bibliografía
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Birgin, Haydée et al. (1987). Del amor a la necesidad. Fem, 11(60),
diciembre.

11. No puedo dejar de pensar en el triste papel de la izquierda francesa en las elecciones de 200X. Incapaz
de formar un frente, compitió electoralmente fragmentando sus posiciones, por lo cual quedó abajo del
candidato de ultraderecha y se vio obligada, en la segunda vuelta, a votar al candidato de centro-derecha.
Pongamos “nuestras barbas” a remojar.
12. Hemos hecho demasiadas cosas buenas como para no poder dialogar entre nosotras. Hemos logra-
do que miles de latinoamericanas sufran menos y que otros miles, al interrogarse y cambiar sus vidas,
sufran de distinta manera. Hemos construido organizaciones y redes, cambiado leyes, transformado la
cultura y la política. Hemos modificado el orden doméstico, hemos introducido una nueva perspectiva
sobre las distintas relaciones entre los sexos, pero seguimos atadas a formas rudimentarias de rivalidad
y agresión entre nosotras. Por eso, a pesar de lo mucho que hemos logrado allá afuera, al hacer aquí un
balance de nuestras relaciones internas hablo de una “larga noche”.

689
Marta Lamas

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690
El feminismo en México a finales del siglo XX:
de la protesta a la propuesta*

Este capítulo trata el proceso de intervención política del movimiento


feminista en México en el último cuarto del siglo XX. Aquí analizo la
evolución de una dinámica política y señalo algunos cambios deriva-
dos de una reorientación estratégica. Concretamente, explico cómo un
sector del feminismo mexicano pasó de una visión de la política como
práctica masculina a una reivindicación del quehacer político como algo
necesario y propio. Este paso de la protesta a la propuesta se expresa en
una creciente profesionalización de la intervención feminista en la vida
pública nacional.
Describo básicamente dos momentos: el primero, caracterizado por
una concepción que, al idealizar la condición femenina, mistifica las re-
laciones entre mujeres y desarrolla una política arraigada en la identidad.
Esta concepción se nutre de un pensamiento que pretende hablar en nom-
bre de todas las mujeres, al que llamo “mujerismo”. El segundo consiste en
la institucionalización gradual de sus formas organizativas de cara a una
intervención más eficaz, más pragmática también, en la esfera pública.
Dado que el feminismo resurge públicamente en México en 1970, el
capítulo abarca apenas treinta años. Un periodo relativamente corto del
s. XX, pero lleno de procesos relevantes (Cano). Abarcar todo lo ocurrido
en estas páginas es imposible. Por razones de espacio me ocupo del as-
pecto político en detrimento de la muy importante dimensión cultural

* Extraído de Lamas, Marta (2006). De la protesta a la propuesta: el feminismo en México a finales del
siglo XX. En Isabel Burdiel, Guadalupe Gómez Ferrer, Gabriela Cano y Dora Barrancos (comps.), Historia
de las mujeres en España y América Latina. Un siglo de transiciones, vol. 4. Madrid: Cátedra.  

691
Marta Lamas

del feminismo mexicano. Este ensayo de afán autocrítico surge a par-


tir de mi experiencia activista y, por lo tanto, está moldeado por ella.
Obviamente, el feminismo mexicano no es unidimensional y la diver-
sidad de organizaciones, corrientes y orientaciones en su seno impide
hablar de un solo proceso. La mía es una versión y hay otras interpreta-
ciones (Bartra, 2002) en torno a las enormes dificultades y sustantivos
triunfos en el desarrollo de un trabajo público concertado.

Los setenta

La “segunda ola” del feminismo, que arranca a principios de la década,


queda en sus inicios integrada por mujeres de clase media, con educa-
ción universitaria, que se identifican con las posturas de la izquierda y
que se interesan por la discusión feminista que se desarrolla en Europa
y Estados Unidos. Estas nuevas feministas se constituyen como movi-
miento social a partir de la crítica a la doble moral sexual y al papel del
ama de casa, con la opresión derivada de las cargas del trabajo domésti-
co y de la crianza infantil. Así, siguiendo la ruta trazada por las estadou-
nidenses y europeas, el incipiente movimiento se organiza en grupos de
autoconciencia, orientados al análisis y descubrimiento de la condición
de la mujer desde la discusión de la vida personal, sobre todo en el terre-
no de la sexualidad. El lema “lo personal es político” refleja cabalmente
el sentir del momento. Pero el origen social de estas mujeres pesa, pues
al tener resuelto individualmente el trabajo doméstico y de cuidado de
los hijos con empleadas domésticas, la mayoría vive el feminismo más
como instrumento de análisis o de búsqueda personal que como nece-
sidad organizativa para enfrentarse colectivamente a esa problemática.
Ya en 1971 la escritora Rosario Castellanos sentencia: “Cuando desapa-
rezca la última criada, el colchoncito en que ahora reposa nuestra con-
formidad, aparecerá la primera rebelde furibunda” (Castellanos, 1995).
Estas primeras activistas establecen relaciones políticas entre sí en
un espacio común –la Coalición de Mujeres Feministas (1976)– y reivin-
dican tres demandas principales: la maternidad voluntaria (que implica
el derecho a la educación sexual, al uso de anticonceptivos y el acceso

692
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

legal al aborto voluntario, que hasta hoy es delito); el alto a la violencia


sexual y el derecho a la libre opción sexual. Con estas demandas, que se
convierten en los ejes principales alrededor de los cuales desarrollará su
activismo, el movimiento construye su presencia en el espacio público.
Esos años, los grupos feministas desarrollan una intensa actividad de
crítica cultural, con la cual logran instalar una denuncia del sexismo. En
esa primera década despegan varias líneas de trabajo que con los años
se multiplicarían: Alaíde Foppa inicia en Radio UNAM su programa Foro
de la Mujer, imparte la primera cátedra de estudios sobre la condición de
las mujeres en la UNAM y publica la revista fem. que existe hasta la fecha.
Junto con Cihuatl y La Revuelta , estas publicaciones feministas difunden
las ideas y principios feministas. También se crean las primeras organi-
zaciones de apoyo: el Centro de Apoyo a Mujeres Violadas y el Colectivo
de Acción Solidaria con Empleadas Domésticas. Además, se realizan
todo tipo de manifestaciones, foros, concursos y denuncias públicas. En
otras entidades federativas de la república surgen grupos feministas. En
1979 se crea el Frente Nacional por la Liberación y los Derechos de las
Mujeres, la primera instancia unitaria de grupos feministas, sindicatos,
grupos gays y partidos de izquierda.
En esta década inicial de su resurgimiento el movimiento se dedica
más a impugnar y denunciar las acciones del gobierno y de los parti-
dos que a dialogar con las autoridades o construir alianzas políticas. La
lógica organizativa de los grupos feministas, en especial lo relativo al
liderazgo y la representación, es distinta de la asumida por los demás ac-
tores políticos, por lo que no logra traducir sus propuestas al lenguaje de
las transacciones políticas ni volverlas comprensibles en otros sectores.
Un ejemplo: en 1975 la mayoría de los grupos feministas decide no par-
ticipar en la conferencia internacional ni en las actividades del gobier-
no mexicano por el Año Internacional de la Mujer (AIM). Consideran
al AIM una manipulación y denuncian a la Organización de Naciones
Unidas (ONU) de apropiarse de la causa feminista para mediatizarla. Al
abstenerse de participar, su ausencia no es registrada, y las delegadas
extranjeras que inquieren sobre la existencia de feministas mexicanas
reciben la respuesta de “no hay” mientras que estas se reúnen en la otra
punta de la ciudad, en un aislado “contra-congreso” de protesta.

693
Marta Lamas

Al rechazar las formas políticas tradicionales esos grupos iniciales se


encierran en su utopía revolucionaria y su discurso queda teñido por la
lógica del todo o nada. Un elemento negativo es la resistencia para acep-
tar liderazgos. La prevalencia del mujerismo hace de la representativi-
dad un problema crónico, pues dificulta reconocer diferencias. Si todas
somos iguales, ¿cómo distinguir a una como líder? El rechazo a delegar
en unas pocas la voz del movimiento también enmascara sentimientos
como la envidia y la rivalidad. Los conflictos se exacerban cuando unas
cuantas caras públicas son nombradas, en el lenguaje de los medios de
comunicación, las líderes del movimiento. La visibilidad adquirida por
ciertas integrantes del movimiento, impuesta por la lógica comunicativa
de masas como representación, genera malestar y animadversión entre
las demás. Pero las irritadas no comprenden el beneficio de contar con
ciertas figuras públicas que encarnen las demandas feministas. Sin ca-
nales formales de comunicación, se ignoran las posturas del movimien-
to o estas son manipuladas por los medios de comunicación. Sin líderes
visibles, se invisibiliza la actividad feminista en el ámbito nacional.
Aunque los distintos grupos feministas desarrollan múltiples ini-
ciativas y buscan construir instancias de coordinación entre ellos, al no
establecer relaciones políticas con otras fuerzas, el movimiento se aísla
de la política nacional. Al actuar a través de grupos identitarios cobran
fuerza las emociones personales, de pasión o de resentimiento amoroso.
El movimiento debe lidiar no solo con la inmadurez política de sus mili-
tantes, sino también con sus conflictos afectivos. A los grupos feminis-
tas los afecta el cruce subterráneo de vinculaciones o agravios íntimos
que, en la marginalidad política, intensifican reacciones aparentemente
irracionales. Su capacidad de respuesta ante situaciones de coyuntura
es deficiente y solo en contadas ocasiones logra presencia política en el
espacio público. El costo de canalizar los esfuerzos solo en conseguir un
espacio y un reconocimiento dentro de la izquierda es alto. Muchas ac-
tivistas, sobre todo las que estaban en el Partido Comunista Mexicano
(PCM) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), debieron
lidiar con la cerrazón machista de sus compañeros. También hay desen-
cuentros e incomprensión, como cuando el PCM acusa al feminismo de
ser agente del imperialismo yanqui y promover el aborto. Años después,

694
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

en 1980, ese mismo partido llevaría a la Cámara de Diputados la pro-


puesta feminista de ley sobre interrupción legal del embarazo.
Además, los escollos derivados de las propias demandas feministas
obstaculizan un desarrollo político más eficaz. Cuestiones como el abor-
to y el lesbianismo trastocan el paradigma vigente de supuesta normali-
dad de lo que es una mujer, y atentan contra dogmas de la Iglesia católica
arraigados en la sociedad. Defender esas causas dificulta la aceptación
del movimiento y se estereotipa a las feministas con el cliché de abortis-
tas o lesbianas, lo cual no trae oleadas de seguidoras.
Al entrar a los ochentas, y después de la realización de dos Encuentros
Feministas Nacionales, la primera etapa del resurgimiento feminista,
que vio florecer a distintos grupos y proyectos, cierra su ciclo con un
balance positivo. El movimiento feminista ya es una referencia en la po-
lítica mexicana.

Los ochenta

El inicio de esta década es un tiempo de balance interno y de reflujo.


Poco a poco el rango de la actividad feminista pasa de los pequeños gru-
pos de autoconciencia a modelos nuevos de militancia comprometida,
especialmente el de participar asalariadamente en grupos constituidos
con personalidad jurídica. Así, en los ochenta, un sector sustantivo del
movimiento feminista transforma su modelo de activismo: de la frag-
mentación interna y la identificación apasionada con puntos de vista
sectarios, así como de una gran reticencia a colaborar con quienes tie-
nen puntos de vista diferentes, muchos grupos se acercan al modelo de
los grupos de interés, que ponen el acento en la igualdad de derechos
en la esfera jurídica y que trabajan políticamente como grupos de pre-
sión (Gelb, 1992). Varias feministas se constituyen en asociaciones civi-
les (también denominadas organizaciones no gubernamentales, ONG),
y solicitan financiamiento a agencias internacionales. Como los fondos
que reciben no son para impulsar una infraestructura feminista, sino
para desarrollar proyectos que ayuden a combatir la pobreza, esto confi-
gura un estilo de trabajo que se da en llamar “feminismo popular”. Esta

695
Marta Lamas

tendencia está integrada principalmente por feministas socialistas, mu-


jeres cristianas y exmilitantes de partidos de izquierda, que se avocan a
trabajar con las bases del movimiento amplio de mujeres.
En paralelo se institucionalizan los primeros espacios académi-
cos feministas: el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer
(El Colegio de México, 1982) y el Área de Mujer y Cultura (Universidad
Autónoma Metropolitana, 1983). Se sistematiza la formación académica
y una parte del trabajo de investigación empieza a vincularse con los
objetivos del movimiento.
Feministas de distintas orientaciones políticas consolidan la forma-
ción de redes de apoyo temáticas (salud, violencia, etc.), que crean una
conciencia sobre la necesidad de vinculación nacional a lo largo y ancho
del territorio, propician encuentros en otras regiones del país y esta-
blecen diálogos o enlaces muy productivos con interlocutores externos,
como serían las instituciones académicas, los sectores gremiales y algu-
nas instancias de la administración pública. Las feministas que centran
su trabajo en los sectores populares aprovechan los encuentros naciona-
les y sectoriales de trabajadoras, campesinas y colonas, y las reuniones
locales o regionales de núcleos femeninos populares, no solo para inter-
cambiar experiencias sino para discutir el carácter de clase y de género
de las demandas femeninas. Con este trabajo, el “feminismo popular”
retoma las reivindicaciones feministas que vienen de los años setenta, y
las vincula a las demandas específicas de las mujeres populares.
En 1985, el temblor que sacude a la ciudad de México propicia la au-
toorganización espontánea de la ciudadanía, con un gran protagonismo
de las mujeres de las colonias populares (amas de casa y trabajadoras
asalariadas). El movimiento popular de mujeres en las zonas margi-
nadas entra en contacto con las feministas, pues algunas se acercan a
ellas, para acompañarlas en su proceso, y para introducir la perspecti-
va feminista en sus organizaciones (Tuñón, 1997). Estas organizaciones
populares se convierten en una alternativa de participación para miles
de mujeres, solo que las demandas que las movilizan no tocan las tres
exigencias básicas del feminismo: aborto libre, rechazo a la violencia y
respeto a la orientación sexual, a pesar de que precisamente ese sector es

696
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

el que más padece las consecuencias de la penalización del aborto, de la


falta de educación sexual y de los abusos en materia de violencia sexista.
Sin entrar a analizar a fondo la composición y el alcance de estas in-
tervenciones feministas, vale la pena subrayar un saldo relevante de su
impacto político en 1985 y 1986: muchas feministas asumen la necesidad
de negociaciones puntuales sobre asuntos ciudadanos y esto modifica
lentamente la concepción feminista de la política, especialmente en lo
relativo a la relación con el Estado. Pero la incapacidad para conciliar
la diversidad de posturas feministas hace crisis y los conflictos de de-
mocracia interna, liderazgo y pluralismo pesan decisivamente en las
dificultades para consolidar un trabajo a largo plazo en estas instancias
populares.
Esos conflictos se ponen en evidencia en el IV Encuentro Feminista
Latinoamericano y del Caribe realizado en Taxco en 1987, donde también
se confrontan los distintos paradigmas políticos. Un conflicto central
gira en torno al carácter de la reunión: ¿pueden asistir todas las mujeres
o se requiere que sean feministas? Mientras las feministas “populares”
defienden la participación de todas las mujeres, las de otras tendencias
hablan de la necesidad de un espacio propio para debatir sobre el queha-
cer político feminista. Aunque el grupo coordinador logra evitar el pre-
dominio de una sola concepción, persiste el enfrentamiento entre las
tendencias. Finalmente se acuerda respetar la pluralidad y se acepta la
participación de todas las mujeres que se asuman como feministas.
A Taxco asisten más de 1.500 mujeres, y hay discusiones alrededor
de todo tipo de temas, desde la identidad y el cuerpo hasta las alianzas
y las propuestas para generar una fuerza política. En realidad, hay dos
encuentros paralelos. La participación masiva se caracteriza justamente
por la afluencia de mujeres de organizaciones políticas, militantes de
los movimientos populares, madres de desaparecidos, cuadros de orga-
nizaciones campesinas y sindicales, cristianas de la teología de la libera-
ción, grupos de exiladas, artistas visuales, esotéricas y un número enor-
me de centroamericanas involucradas en la guerra y en la política en
sus países. Se hace evidente la fuerza del feminismo popular al mismo
tiempo que queda en evidencia la escasa participación de una base social

697
Marta Lamas

de clase media aunque, paradójicamente, de allí proviene la minoría ac-


tiva –las “líderes”– del movimiento feminista (Tarrés).
Durante el Encuentro se cuestionan los supuestos de una política
identitaria que paraliza un quehacer político eficaz. Se denuncia al pen-
samiento mujerista, por el cual, en infinidad de ocasiones, los pequeños
grupos feministas acaban volviéndose guetos asfixiantes, donde la auto-
complacencia frena la crítica y el desarrollo, y donde es imposible reco-
nocer diferencias para fijar una representación. Carecer de una concep-
ción política más afinada impide desarrollar formas organizativas más
eficaces. Mujeres que sacralizan su propia identidad, que se sienten víc-
timas totales o que se creen en lo fundamental más buenas, sensibles y
honestas que los hombres, víctimas y heroínas, no consiguen establecer
relaciones políticas entre sí y con otras personas. Este señalamiento se
vive como amenaza entre varias compañeras para quienes el feminismo
es un sitio de pertenencia identitaria muy arraigada. Estas compañe-
ras viven la crítica como ataque personal y como una especie de traición
o desviación de la supuesta esencia feminista. Así, en este Encuentro,
cuando se empieza a percibir a “las otras” como aquellas que niegan la
identidad feminista que se considera la única auténtica, la relación en-
tre “nosotras” y “ellas” se transforma en un antagonismo (Mouffe, 1993)
que persiste hasta la fecha. A partir de allí, en el campo de las identifica-
ciones colectivas se ahondan las diferencias de las dos grandes tenden-
cias (radicales y populares) y se configura la contraposición entre las lla-
madas feministas de la utopía y las feministas de lo posible, que deriva
en la actual de autónomas e institucionalizadas (Birgin, 1997).
A finales de los ochentas, la izquierda revaloriza el papel de la de-
mocracia representativa y surgen nuevas disposiciones en torno a la
relación con el Estado. Un sector del movimiento asume el pacto polí-
tico como un mecanismo democrático responsable. Este significativo
cambio de actitud genera nuevos estilos de participación: integración
a comisiones gubernamentales de trabajo, formación de instancias de
consultoría a los partidos políticos, establecimiento de alianzas con fun-
cionarias y políticas.
En estos años es patente la necesidad de las feministas de integrarse
en la dinámica política del país. Antes, el movimiento no había tenido

698
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

propuestas sobre el proyecto de transición, ni había tomado en cuenta


la apertura de espacios que se generó a partir del proceso de reforma
política que inició el Estado en la década pasada. En la visión de corte
marxista que el movimiento tenía del feminismo como opción “revolu-
cionaria” la lucha por la democracia resultaba una cuestión reformista
en la que no valía la pena involucrarse. Por eso, en ninguna de las dos
elecciones presidenciales previas (1976 y 1982) el movimiento se pronun-
ció públicamente, ni exigió conocer la posición de los candidatos ante
las demandas feministas, ni estableció alianzas o apoyó candidatos. En
1988 tampoco realiza tales acciones, pero al menos se propone incorpo-
rar a la agenda electoral asuntos de la problemática específica femenina.
La necesidad de no quedar al margen de la dinámica política del
país lleva a varias feministas a integrarse al recién creado Partido de la
Revolución Democrática (PRD), donde confluyen los militantes del PCM,
el PRT y otras organizaciones de izquierda. En las elecciones de 1988,
cuando la contabilidad temprana de los votos favorece a Cuauhtémoc
Cárdenas (del PRD) al gobierno supuestamente se le descompone el
sistema de cómputo y, al final, la cuenta hace ganador al partido en el
poder. Después de este fraude electoral, un número importante de femi-
nistas siente la urgencia de encontrar vías de expresión para mostrar su
disconformidad. Para entonces lo novedoso es que un sector sustantivo
del movimiento manifiesta su voluntad de fortalecer una identidad fe-
minista distinta, que caracterice el ser mujer no como una esencia irre-
ductible sino como una posición en el tablero social. Cambiar la pregun-
ta “¿quién soy yo?” por “¿dónde estoy?” implica algo aparentemente muy
sencillo, pero tiene consecuencias profundas pues permite ver a las otras
personas junto a uno. Pensar en la ubicación alienta una preocupación
sobre las relaciones entre diversos tipos de identidades, y por lo tanto,
sobre el desarrollo de una política basada en afinidades y coaliciones.

Los noventa

Al inicio de los noventa confluyen una serie de acontecimientos y ten-


dencias nacionales e internacionales que por primera vez posicionan al

699
Marta Lamas

feminismo con un perfil político sobresaliente. En el ámbito nacional, el


proceso de transición a la democracia, que intenta romper el monopolio
del partido que gobierna el país desde 1922, favorece una reorientación del
activismo hacia afuera. Esto lleva a revalorar la relación con la política y a
trabajar para desarrollar mecanismos de intervención en la realpolitik, es-
tablecer alianzas, influir en coyunturas electorales y construir una agenda
común. Muchas militantes, decepcionadas por el fracaso para constituir
una Coordinadora Feminista, que permita responder mejor públicamen-
te y servir de enlace, se insertan en la dinámica nacional por vía del ejer-
cicio ciudadano. Como una de las principales lecciones aprendidas a lo
largo de esos años es la inexistencia de una unidad natural de las mujeres,
la tarea queda clara: la unidad tiene que ser construida políticamente. Los
noventa se vuelven entonces la década de los pactos.
En 1991, Amalia García, una diputada del PRD, logra que todas las
diputadas de los demás partidos se alíen para reformar el Código Penal
en materia de violencia sexual. En 1992, después del VII Encuentro
Nacional Feminista en Acapulco, un sector del feminismo “popular” ini-
cia una intervención más pragmática en la esfera pública al exigir cuotas
de representación de mujeres a los partidos políticos. Se plantean las
alianzas con mujeres en el gobierno y en el aparato estatal y se valoran
los acuerdos políticos entre las mujeres. Algo queda claro: se requieren
más mujeres en puestos políticos, y esto intensifica la lucha para corre-
gir la carencia numérica existente. El PRD es el primero en modificar
sus estatutos, al establecer que en la dirección de ese partido no puede
haber más de un 70 por 100 de hombres.
En enero de 1994 hace su aparición el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) en Chiapas, uno de los estados con más población in-
dígena y mayor pobreza. El EZLN muestra su discurso feminista al pro-
clamar la Ley Revolucionaria de las Mujeres, que reconoce el derecho de
las mujeres a la plena participación política –incluso para desempeñar
cargos de dirección política y militar– y a decidir sobre todos los aspec-
tos de su vida –la elección matrimonial, el número de hijos y el traba-
jo remunerado– además de condenar la violencia física y sexual hacia
las mujeres. Varias feministas se acercan a las zapatistas y construyen
puentes de colaboración.

700
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

En el terreno internacional, las dos conferencias de la ONU, la de


Población y Desarrollo (Cairo 1994) y la IV Conferencia Mundial sobre la
Mujer (Beijing 1995) son muy útiles porque demandas nacionalmente aca-
lladas –como el aborto– se vuelven objetos discursivos centrales en foros
internacionales, y ello obliga al gobierno a tomar una posición al respecto.
Al sentirse parte de un movimiento mundial, la coordinación de ONG Por
un milenio feminista, que congrega a 260 organizaciones de todo el país
(más de la mitad de las 500 registradas que trabajan con mujeres) realiza
reuniones en los estados y abre un espacio para el diálogo y la negociación
intergrupal. Algunas feministas son parte de la delegación oficial en esas
conferencias, con lo cual ganan experiencia para cabildear e influir, y se
genera conciencia sobre los alcances del feminismo internacional. Estas
conferencias de la ONU legitiman en la esfera pública nacional al discur-
so feminista como “perspectiva de género”. Así, los noventa se convierten
en un tiempo de protagonismo del género, que constituye una forma de
comprender el origen socio cultural de la subordinación de las mujeres
y también la carga de poder que impregna las relaciones entre los sexos.
Asimismo, es la década de la creación de distintas instancias colec-
tivas: una articulación nacional del movimiento feminista (Milenio
Feminista), un foro de debate estratégico (la Convención de Mujeres),
un espacio amplio de coincidencia de mujeres de todas posiciones, des-
de pro-zapatistas hasta panistas (la Asamblea de Mujeres) y la primera
agrupación política nacional feminista (DIVERSA). Además, muchas
activistas se incorporan a organizaciones civiles mixtas con reivindica-
ciones ciudadanas, como Alianza Cívica, y también buscan un espacio
en los partidos políticos.
Las ideas sobre la participación ciudadana estimulan la necesidad
de influir las políticas públicas. Además, la llamada perspectiva de gé-
nero adquiere gran resonancia en el discurso político y contribuye al
protagonismo que las mujeres adquieren en los últimos años del siglo,
cuando ocupan más cargos públicos y tienen una creciente presencia
política. Por su parte, el gobierno se pone al día de la tendencia mundial
y en 1996 da a conocer su proyecto de creación del Programa Nacional
de la Mujer. Por primera vez el movimiento feminista propone candi-
datas y varias aceptan participar en sus dos instancias: el Consejo y la

701
Marta Lamas

Contraloría. Unos días después, durante el Congreso Feminista por


el Cambio Social (1996), se habla de esas designaciones como un logro
del movimiento. Revindicar como mérito colectivo lo que antes se hu-
biera interpretado como cooptación individual es una actitud inédita,
muy positiva. A partir de entonces se sucede una serie de cambios en
las instancias gubernamentales federales: el Instituto Federal Electoral
recomienda la cuota de 30 por 100 de mujeres a los partidos políticos; la
Cámara de Diputados establece la Comisión de Equidad y Género y en
1998 instaura el “Parlamento de Mujeres”, comisión legislativa integrada
por senadoras y diputadas federales y formada con el propósito de servir
como instancia de reflexión, deliberación y promoción de una agenda
legislativa y de políticas públicas tendientes a eliminar la discrimina-
ción contra la mujer y favorecer la democracia. En 1998 se sustituye el
Programa Nacional de la Mujer por la Comisión Nacional de la Mujer
y en el 2000 esta se transforma en el Instituto Nacional de las Mujeres
(INMUJERES), con un mayor poder, al menos simbólico.
En 1999 un grupo de feministas, encabezadas por Patricia Mercado,
logra el registro legal que el Instituto Federal Electoral (IFE) otorga a la
figura de agrupación política nacional (APN). Esta es el escalón anterior
a un partido político y debe contar, entre otros requisitos, con 7 mil per-
sonas afiliadas. DIVERSA incluye temas del feminismo y la diversidad
sexual, como lo son la despenalización del aborto, la atención a la salud
sexual y reproductiva y el respeto a los derechos de las personas homo-
sexuales. Bajo la presidencia de Mercado, DIVERSA inicia la construc-
ción de un partido político.
Un hecho muy relevante a fines del siglo es la llegada en 1999 de
Rosario Robles a la jefatura del gobierno del Distrito Federal, donde per-
manece en el cargo hasta el año 2000. Universitaria de izquierda, sindi-
calista y feminista, Robles promueve una reforma a la ley de aborto de la
Ciudad de México, que introduce la no penalización del aborto por gra-
ve daño a la salud de las mujeres así como por malformaciones fetales.
La reforma es impugnada por “anticonstitucional” por el conservador
Partido de Acción Nacional (PAN) y un año y cuatro meses después la
Suprema Corte de Justicia de la Nación resuelve la controversia consti-
tucional aceptando la constitucionalidad de la llamada “Ley Robles”.

702
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

En el año 2000 por primera vez gana las elecciones federales un par-
tido distinto al que llevaba gobernando setenta y ocho años. Pese a que
reconocen la importancia de la alternancia en el poder, muchos grupos
feministas lamentan el triunfo del Partido Acción Nacional (PAN) por su
talante conservador. Unas pocas figuras feministas aceptan colaborar
en el nuevo gobierno, con la idea de aprovechar los espacios nuevos que
se supone que abre la alternancia mientras la mayoría de las feministas
aguarda recelosa la línea que irá a definir el PAN. En su toma de posesión
como presidente, Vicente Fox, asume el compromiso de que su próxima
gestión gubernamental adoptará la llamada perspectiva de género.

El nuevo siglo

A principios del siglo XXI muchas integrantes del movimiento ya asu-


men la dimensión pragmática de la intervención en política y el re-
conocimiento de que el avance feminista pasa no solo por una mayor
participación popular sino también por la necesidad de ocupar puestos
en las estructuras partidarias, legislativas y gubernamentales. Un logro
político de las feministas mexicanas es la construcción y difusión de un
discurso que impulsa la exigencia de derechos por parte de las muje-
res comunes y corrientes. Y aunque difundir que las mujeres tienen de-
rechos ha sido de lo más eficaz para enfrentar el sexismo, también ha
ocurrido una manipulación: la apropiación de términos feministas en
discursos de mujeres políticas conservadoras. Un ejemplo significativo
es el de la esposa del ex presidente, Marta Sahagún de Fox. Al plantear
reivindicaciones feministas, como la del “empoderamiento” (empower-
ment) de las mujeres, ella gana popularidad entre la población femenina
al mismo tiempo que se ubica en las preferencias electorales. También
confiesa que fue una mujer golpeada por su anterior marido, lo cual
despierta simpatías. En torno a ella se produce un debate político sobre
las mujeres y el poder, en concreto, sobre el papel de la Primera Dama
(Sefchovich, 2004).
A pesar de la difusión de su discurso, las feministas todavía no fi-
guran como interlocutoras de peso en el mundo de la política. Esto se

703
Marta Lamas

relaciona con varias cuestiones. Por un lado, tiene que ver con la au-
sencia de fuerza organizada del feminismo, carencia que lo vuelve poco
interesante para los partidos. El movimiento sigue sin movilizar a las
mujeres de clase media que han sido su sustento en otros países aunque,
paradójicamente, las caras visibles son precisamente esas pocas muje-
res universitarias de clase media que en los setentas iniciaron el movi-
miento y que en los ochentas lo difundieron. Las bases sociales del mo-
vimiento tendrían que ser las mujeres de los sectores populares que, a su
vez, responden a intereses políticos partidarios y de otros movimientos,
como el urbano popular.
Por el otro, esta debilidad también tiene que ver con que a pesar de
que muchas personas y organizaciones políticas incorporan las tesis del
feminismo, no aceptan a un movimiento que está identificado pública-
mente con el aborto y el lesbianismo. Quienes conceden legitimidad a
estas demandas en privado, aún no están dispuestos a hacerlo en públi-
co, especialmente los políticos, cuya hipocresía frente a esos temas es
ya conocida. Además, hay una amplia brecha generacional y es casi nula
la participación de jóvenes. Claro que esta ausencia de juventud puede
interpretarse como resistencia de las jóvenes ante formas organizativas
que no consideran propias o que asocian a sus madres.
Pero, pese a la debilidad numérica, el movimiento tiene una poderosa
presencia simbólica, ya que la convocatoria del feminismo ha moviliza-
do con gran eficacia política a un grupo de mujeres destacadas: escrito-
ras, científicas, artistas, funcionarias y políticas. Estas han respondido
en bloque en defensa de casos paradigmáticos: la liberación de Claudia,
una mujer encarcelada por el asesinato del hombre que intentaba violar-
la, al que hirió, aunque este murió a las pocas horas por falta de atención
médica (Llamas y Rodríguez, 1998), y la defensa del caso Paulina, una
adolescente violada a la que el director conservador de un hospital públi-
co le negó el aborto legal al que tenía derecho (GIRE, 2004).
Estos procesos, de resonancia nacional, muestran las maneras como
las feministas mexicanas se enfrentan al desafío de construir un mo-
vimiento más estructurado y mejor organizado, capaz de constituirse
en una influencia política más amplia. Una meta actual es la de incidir
sobre el gobierno en la definición de políticas públicas. Ahí, el Instituto

704
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

Nacional de las Mujeres no es de gran ayuda. Incapaz de definir una


política pública que aborde los problemas básicos de las mujeres, el
INMUJERES ha jugado un triste papel al retomar solo la única demanda
sobre la cual la derecha no tiene objeción: la lucha contra la violencia.
Sin embargo, en ese renglón, no se pronuncia y ni hace presión para
que se cure una de las llagas más dolorosas y escandalosas del país: los
asesinatos de mujeres pobres, muchas de ellas adolescentes, en Ciudad
Juárez. Después de diez años de muerte y terror, los crímenes de odio,
tipo “cacería sexual”, de las “Muertas de Juárez” siguen sin resolverse
(Monárrez, 2002). El nombramiento de una Fiscal Especial y de una
Comisionada Especial, que tiene que vigilar los veinte puntos que se han
formulado para componer “el tejido social” en la zona, expresan más un
gesto simbólico del gobierno federal que un verdadero interés por resol-
ver los más de trescientos feminicidios.
Casos como los de Ciudad Juárez son un recuerdo de un hecho la-
mentable: amplios sectores de mujeres no han alcanzado las condicio-
nes de las mujeres urbanas de la clase media. Como la distribución de
la riqueza (material y simbólica) sigue siendo muy injusta, difícilmen-
te las mujeres de los sectores más pobres superarán su condición, pues
carecen de recursos para integrarse al proceso modernizador que, pa-
radójicamente, crea a la vez riqueza y exclusión (Lamas et al.,1995). En
ese sentido, la desigualdad entre las mujeres es una brecha que no se
subsana al eliminar la discriminación sexista. De ahí la necesidad de
que el movimiento sea capaz de generar en la opinión pública una mi-
rada que reconozca los problemas estructurales que persisten e impi-
den que todas las mujeres tengan acceso a grados similares de partici-
pación y a mejores condiciones en sus vidas. Al machismo cotidiano se
suma la pésima distribución de la riqueza. Esto marca a las mujeres de
los sectores más pobres condiciones de vida absolutamente precarias,
donde la lucha por la subsistencia diaria elimina cualquier interés por
otra causa. Pese a que la dinámica económica estructura condiciones
difíciles de remontar, la presión social se perfila como la única ma-
nera para lograr que los partidos verdaderamente incorporen en sus
programas una real perspectiva de género que integre también la clase
social y el origen étnico.

705
Marta Lamas

Pero aunque el panorama no es igual de promisorio para todas, los


cambios políticos, demográficos y laborales han ya modificado el lugar
social de las mujeres y abonan el terreno para las transformaciones que
el feminismo provocó en otros países. La internacionalización de nuevas
pautas de masculinidad y feminidad promueve la adopción de estilos de
vida, formas de trabajo y modelos de consumo más equitativos. Más infor-
mación produce mejores discursos y prácticas políticas. Gracias a la mun-
dialización de esas pautas sociales, culturales y políticas, los grupos orga-
nizados de mujeres tienen más oportunidades para actuar, sobre todo al
insertarse en redes globales para impulsar sus demandas específicas.
Con este panorama, el reto es convertirse en una fuerza política ca-
paz de ofrecer alternativas concretas de participación. Por eso la tarea
se perfila no solo como la necesidad de acercarse a los grandes sectores
de mujeres que padecen de manera aislada y silenciosa el sexismo sino
también como la urgencia de impulsar una política no sexista amplia.
Esto implica mucho más que modificar el reparto de cargas, de tiempos,
de asignaciones sociales, reconociendo la diferencia sexual y el género:
es mostrar en cada circunstancia, en cada situación, qué ocurre con las
mujeres y qué con los hombres. Y esto supone, también, aceptar en el
seno del quehacer político, en las organizaciones mismas, a la propia di-
ferencia sexual. Por eso la gran prueba de que verdaderamente las femi-
nistas son sujetos políticos democráticos es la inclusión de los hombres
en su reflexión, discurso y acción.
Esta sensibilidad propicia, en el 2002, la creación de un partido de
orientación feminista: México Posible. Lo preside Patricia Mercado y
a él se suman ambientalistas, gays y defensores de derechos humanos.
Corre en la campaña electoral parcial del 2003 para diputados, pero no
logra el 2 por 100 necesario para obtener el registro legal. En 2004, con el
apoyo de distintas redes feministas, va por segunda vez por el registro,
para competir en la elección federal del 2006; sin embargo, lo hará con
un nombre distinto, ya que las autoridades electorales no permiten usar
el anterior. Su voluntad de participar en la Realpolitk es un indicador sig-
nificativo del impacto político del movimiento.
Así, en este despunte de un nuevo siglo, las feministas mexicanas en-
frentan el desafío de constituirse en una influencia política más amplia,

706
EL FEMINISMO EN MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XX

que incida sobre el gobierno en la definición de políticas públicas; una


presión eficaz de lograr que los partidos incorporen en sus programas
la perspectiva de género, y que presenten más candidatas feministas
en sus fórmulas electorales; capaz de generar en la opinión pública una
mirada que reconozca el machismo en los problemas sociales; capaz de
actuar con los artistas, críticos e intelectuales, para impulsar una crítica
cultural al sexismo. Lo que es patente es que el movimiento ya ha cristali-
zado su presencia en tres expresiones notorias: a) la profesionalización,
mediante financiamiento, de grupos institucionalizados que abordan
temas específicos (salud, educación, violencia), con cabildeo político de
demandas; b) la legitimación –académica y política– de la perspectiva de
género, con la proliferación de programas de estudio, cursos, coloquios,
publicaciones, foros e investigaciones; y c) la promoción de un conjun-
to de intervenciones culturales que consolidan un discurso sobre dere-
chos de las mujeres que recoge muchas preocupaciones y aspiraciones
feministas.
Sumado al éxito de la “perspectiva de género” como salto conceptual,
está también el que el feminismo ha filtrado consistentemente sus tesis
a la ciudadanía, y muchas ya están presentes en la conducta de las mexi-
canas. Otro logro muy valioso es que para un sustantivo sector feminista
la reivindicación por la autonomía política ha sido insertada dentro del
contexto general de avance hacia la democracia. El accionar feminista,
muy favorable a la construcción de pactos y alianzas, muestra que lle-
gar a acuerdos no significa perder autonomía y capacidad de crítica, y
tampoco significa integrarse a cualquier grupo político. Quizás el papel
clave del feminismo en la construcción de la democracia mexicana sea
el de establecer prioridades y llegar a acuerdos mínimos, manteniendo
como eje el principio de la igualdad, para generar nuevas relaciones en-
tre los sexos. Esta aspiración la expresan muchas mujeres que trabajan
por abrir espacios, por garantizar transparencia y por consolidar agen-
das. Esta influencia feminista es visible en la vida de un sinnúmero de
mujeres y con ella los objetivos generales del movimiento se retoman en
los distintos estados de la república. Es así como de víctimas del machis-
mo, millones de mexicanas pasan a ser agentes sexuados de una historia
en desarrollo.

707
Marta Lamas

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708
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres*

¿Qué es la memoria política sino la continuidad de las insistencias,


las reiteraciones, las certezas fulgurantes de logro o derrota,
el amor a las vivencias que al evocarse
suscitan ideas de nobleza propia
y monstruosidad ajena?

(Carlos Monsiváis).

Introducción

¿Cómo fue la participación de las mujeres durante el movimiento es-


tudiantil de 1968? ¿Cómo es la movilización feminista ahora, cincuenta
años después? ¿Cuál es el vínculo entre el ayer y el hoy? Mucho se ha
escrito sobre la dinámica política del movimiento y varios líderes han
transmitido su visión sobre el proceso político y sus vicisitudes perso-
nales durante su encarcelamiento. En cambio, muy pocas de las par-
ticipantes han puesto por escrito la forma en la que el 68 impactó sus
vidas, sus relaciones y su trayectoria política, y es hasta fecha muy re-
ciente cuando ha surgido una crítica sobre la ausencia de testimonios y
reflexiones en torno al papel crucial que jugaron las mujeres durante y
después del movimiento.1

* Extraído de Lamas, Marta (2018). Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres. Revista Mexicana
de Ciencias Políticas y Sociales, LXIII(234), 265-285. http://www.revistas.unam.mx/index.php/rmcpys/arti-
cle/view/65427/58400
1. Caso excepcional es el de Roberta Avendaño, la Tita, representante de la Facultad de Derecho (UNAM) en
el Consejo Nacional de Huelga, quien en 1998 publicó sus memorias, hoy en día imposibles de conseguir.

709
Marta Lamas

En estas páginas, en la primera parte, reviso el cuestionamiento que


se ha hecho a la ausencia de reflexiones sobre la participación de las mu-
jeres en la mayoría de los primeros textos sobre el movimiento estudian-
til, en especial los escritos por los líderes; en la segunda parte doy cuenta
del giro “políticamente correcto” que algunos autores han dado poste-
riormente y también registro actitudes feministas poco conocidas de al-
gunas mujeres durante el movimiento. Por último, en la tercera sección,
esbozo la actual forma de movilización feminista que, en un contexto
de brotes aterradores de violencia, ha desarrollado una forma creativa de
organización con autonomía y alianzas.

El activismo femenino: no solo cocinar

Dada la poca presencia política de las mujeres en el contexto de la épo-


ca, resulta lógico que dicha escasez también se reprodujera en el mo-
vimiento. En su análisis sobre los liderazgos en los movimientos so-
ciales, Morris y Staggenborg (2007) concluyen que es muy común que
estos tengan un rostro masculino, ya que el nivel de desigualdad de
género en la comunidad a la que pertenecen los activistas es uno de los
principales determinantes de la falta de mujeres en los niveles altos de
liderazgo (2007, p. 176). Entonces, no es extraño que dado el contexto
cultural machista de la década de 1960, la gran mayoría de los líderes
que luego contarían sus historias hayan sido varones. Sin embargo, al
releer hoy lo que se publicó justo después del 68, se puede vislumbrar
la presencia de las mujeres como participantes comprometidas. En lo
que fue el primer libro que abordó parcialmente el 68, Días de guardar
(1970), Carlos Monsiváis transmite elementos del ambiente cultural
previo y posterior a la matanza de Tlatelolco y mezcla la crítica polí-
tica devastadora con su irónica mirada sobre una sucesión de acon-
tecimientos artísticos y sociales. Son escasas sus referencias directas
a las mujeres, exceptuando alusiones generales, como documentar el
dicho de “las muchachas primero” en la retirada del Zócalo luego de la
“Manifestación del Silencio (2017, p. 263) o la inevitable mancuerna de
hablar de “padres y madres de familia” (2017, p. 301). También nuestro

710
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

escritor registra a “mujeres hincadas rezando” (2017, p. 297) y mencio-


na “el llanto diferenciado de las mujeres” (2017, p. 302). Recuerda que
“Una mujer anónima increpa a un general elevado sobre un tanque”
(2017, p. 339) y refiere que “Mujeres enlutadas (madres, hermanas, pa-
rientes de estudiantes muertos o desaparecidos) desfilan por el centro
de la ciudad y hablan frente a la Cámara de Diputados” (2017, p. 339).
Hace una sobria y conmovedora descripción de la madre de un estu-
diante asesinado, su hijo único, en el Casco de Santo Tomás (2017, p.
341). Pero será mucho después, en El 68. La tradición de la resistencia,
publicado en 2008, donde Monsiváis desarrolle más ampliamente su
visión del movimiento estudiantil y donde dé cuenta de varias formas
de participación femenina, que comentaré más adelante.
En La noche de Tlatelolco (1971) aparece un amplio rango de mujeres in-
volucradas en el movimiento. Con el tino y la delicadeza que la caracteri-
zan, Elena Poniatowska nos presenta un ensamble de las voces de líderes
estudiantiles, estudiantes y otros participantes, como obreros y burócra-
tas, e incluye testimonios de 103 mujeres, de distintas edades y condicio-
nes sociales: estudiantes (UNAM, IPN, Ibero), maestras (normalistas y
de primaria), madres de familia (las más numerosas), funcionarias uni-
versitarias y públicas, directoras de servicios, habitantes de Tlatelolco,
además de las dos líderes conocidas (la Tita y la Nacha), la esposa de
Eli de Gortari y la China Mendoza (escritora y habitante de Tlatelolco).
Poniatowska registra palabras llenas de dolor, como las de Celia Castillo
de Chávez, quien en la explanada de la Ciudad Universitaria, el 31 de
octubre declara: “Me han matado a mi hijo, pero ahora todos ustedes
son mis hijos”, y también transmite participaciones geniales, como las
de la actriz Margarita Isabel, quien armaba sketches teatrales en los mer-
cados para hacer que los espectadores se involucraran y discutieran. La
noche de Tlatelolco es un relato que conmueve y muestra la amplitud de
la participación femenina y la conmoción compartida que significó el
movimiento estudiantil.
Sin embargo, en los textos de los líderes la variedad de la participa-
ción femenina apenas se esboza. En Los días y los años (1971), el relato
autobiográfico de Luis González de Alba, algunas compañeras están in-
tercaladas en sus recuerdos: María Elena, Selma, Marjorie, Alcira, Alma,

711
Marta Lamas

Marcia y la Tita. Él registra “los gritos de las mujeres” (1971, p. 10) y le


llama la atención que las muchachas tomen la palabra con más frecuen-
cia que los hombres para dirigirse a los soldados (1971, p. 131). Luego de
comentar que María Elena y Selma traían a la cárcel diariamente de co-
mer, González de Alba relata cómo “en vista de que varios conocidos re-
cibíamos todos los días comida para una persona, decidimos organizar
a las familias para evitarles tanto trabajo” (1971, p. 162). No obstante estas
menciones, no registra otras formas de acción de las mujeres. Otro lí-
der, Gilberto Guevara Niebla, publica veinte años después La democracia
en la calle. Crónica del movimiento estudiantil mexicano (1988), donde habla
todo el tiempo en ese masculino genérico que, en castellano, subsume
a las mujeres: “los estudiantes”, “los participantes”, “los manifestantes”,
“los universitarios”, “los politécnicos”, “los compañeros”. Al analizar la
riqueza social del movimiento, habla de los sectores sociales (emplea-
dos y obreros) y de los grupos civiles (profesores, intelectuales, artistas,
empleados públicos, profesionales, eclesiásticos, obreros, campesinos y
hasta empresarios), pero solamente menciona a las mujeres como “las
amas de casa” que asistieron al mitin en Tlatelolco (1988, p. 43).
Este tipo de omisiones llevaron a Deborah Cohen y Lessie Jo Frazier,
historiadora y antropóloga estadounidenses, respectivamente, a re-
visar las coincidencias y divergencias que aparecen en los relatos de
hombres y en los de mujeres que participaron en el 68. A ellas, que con-
ciben a nuestro movimiento estudiantil como una lucha que impulsó
la participación ciudadana en un sentido muy general, pero que tam-
bién tuvo características específicas, les preocupaba que en muchos de
los primeros textos publicados se dejaba en la sombra la participación
de las mujeres en la base, lo que menoscababa una comprensión in-
tegral de la acción histórica. Convencidas de que fue la participación
masiva de la población la que hizo tan poderoso y amenazante al mo-
vimiento a los ojos del Estado, estaban sorprendidas de que la versión
“oficial” a cargo de los líderes no registrara a cabalidad la dimensión
de la participación de las mujeres. Según ellas, la versión de los diri-
gentes varones había llegado a convertirse en el lente a través del cual
se interpretaba y evaluaba el 68. Por lo que se propusieron investigar
el papel que habían tenido las mujeres involucradas en ese entonces.

712
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

Cohen y Frazier vinieron a México en 1989 y entrevistaron a más de 60


mujeres que habían participado en el 68, registraron qué recordaban y cómo
habían vivido el movimiento.2 La variedad de las entrevistadas incluyó:

[…] estudiantes universitarias en diversas facultades de la UNAM,


en el Instituto Politécnico Nacional, en la Escuela Nacional de
Antropología y en las universidades de provincia; estudiantes más
jóvenes tanto en escuelas mixtas como en las exclusivamente feme-
ninas; mujeres que vivían en los conjuntos habitacionales, princi-
palmente en Tlatelolco, activistas de partidos políticos, incluyendo
a la Juventud Comunista, hijas de refugiados europeos, abogadas
de prisioneros políticos, mujeres que se preparaban para trabajar
en la Olimpiada de 1968, maestras a nivel secundario y universita-
rio, funcionarias universitarias, madres de estudiantes, prisioneras
políticas, artistas, activistas sociales, miembros del CNH y profe-
sionistas: psiquiatras, periodistas, antropólogas (Cohn y Frazier,
1993, p. 80).

Los testimonios que ofrecen las autoras resultan sorprendentes y dan


nuevos elementos no solo para calibrar la actuación femenina en el 68,
sino también para comprender aspectos de la dinámica del movimiento
estudiantil:

La verdad es que yo hacía lo que quería. Seguía a la policía a las tres


de la mañana, manejaba un camión, dirigí a 60 muchachos arma-
dos con palos para que protegieran a uno de los líderes del movi-
miento […] No consideré mi participación en el 68 limitada a un
papel o rol tradicionalmente femenino. [A] pesar del hecho de que
estaba en la cocina, a pesar de que iba a recoger comida […] eso era
lo que hacíamos todos, todos aquellos que no éramos líderes, mu-
jeres y hombres (Mariana, estudiante de la Facultad de Ciencias)
(Cohen y Frazier, 1993, p. 75).

2. Aunque, para garantizar el anonimato, cambiaron los nombres en las citas que ponen, en este primer
artículo (1993) al final aparece la lista de las 60 entrevistadas. En los ensayos posteriores, donde reelabo-
ran mucha de la información, solamente aparecen los seudónimos

713
Marta Lamas

Sin plantear una experiencia femenina colectiva, pues cada una de las
entrevistadas tenía una historia distinta, Cohen y Frazier entrevén un
“diferencial de participación” (1993, p. 81). Ellas consideran que las mu-
jeres se integraron igual que los hombres en todos los niveles del mo-
vimiento: la gran mayoría en las brigadas, menos en las asambleas y
pocas en el Consejo Nacional de Huelga (CNH). Aunque todas las en-
trevistadas se refirieron a las brigadas como la estructura democrática
organizativa del movimiento, algunas estaban conscientes de su escasa
experiencia política y se sentían inseguras al hablar en las asambleas.
Muchas comentaron que los varones las presionaban para que perma-
necieran en los papeles tradicionales o que las hacían sentir incómodas.
Pero, sobre todo, muchas se comprometieron con el movimiento en la
tarea sustantiva de organizar las comidas:

El proporcionar las comidas permitía un funcionamiento efectivo


y creciente. Además, las horas de comida servían para dar energía y
fortalecer la lucha. Cientos de estudiantes regresaban de sus activi-
dades nocturnas, matinales o vespertinas y eran recibidos con una
comida caliente y un lugar donde nutrir no solamente su cuerpo,
sino su espíritu (Cohen y Frazier, 1993, p. 82).

Hacer las compras, cocinar y limpiar después, fueron tareas laborio-


sas consideradas “trabajo de mujeres”. Y fueron indispensables. Jaime
García Reyes declara:

[…] para el 23 de septiembre, las escuelas se habían transformado


para muchos de nosotros, en nuestras casas, sobre todo los que
veníamos de provincia. Comíamos y dormíamos. Todo giraba en
torno a las escuelas […] Siempre teníamos comida en abundancia
(Bellinghausen e Hiriart, 1988, p. 88).3

3. El testimonio aparece en Pensar el 68, de Hermann Bellinghausen y Hugo Hiriart, libro que se cons-
truye a partir de extensas entrevistas con Raúl Álvarez Garín y Gilberto Guevara Niebla, además de que
intercala breves análisis de intelectuales y políticos. En las entrevistas y reflexiones escritas, recuerdos
y análisis sobre el movimiento estudiantil, de las 35 personas que aparecen solo cuatro son mujeres: Ro-
berta Avendaño –la Tita–, Teresa Jardí, Soledad Loaeza y Elena Poniatowska. En la cronología, al final,

714
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

También Cohen y Frazier registran que otras mujeres desecharon ese


papel, pues preferían hablar en los mercados y en los autobuses, ya que
descubrieron que eran buenas para comunicarse con la gente. Algunas
reformularon la propaganda política, modificando los mensajes “inte-
lectuales” para que se entendieran, haciendo “pequeños cuentos”, incor-
porando mitos populares y dichos mexicanos (Cohen y Frazier, 1993, p.
85). Muchas estuvieron en las guardias nocturnas, lo que les significó
muchos problemas con sus familias. Y porque su condición femenina
las hacía menos sospechosas, varias fueron mensajeras y engañaban a
la policía. Las jóvenes de clase alta usaban sus coches. Y después del 2 de
octubre empezó una nueva etapa: las mujeres se organizaron para visi-
tar a los presos, hacer colectas, llevarles libros, comida, etc.
En 1993, Cohen y Frazier publican sus reflexiones junto a esos testi-
monios en un primer artículo titulado “No solo cocinábamos… Historia
inédita de la otra mitad del 68”. Su propósito no fue tomar las expe-
riencias de las mujeres como un complemento de la historia oficial ni
obtener “una perspectiva de las mujeres”, sino ganar una mirada más
completa sobre lo que ocurrió. Algo que para ellas resultó muy signi-
ficativo fue que la mayoría de las mujeres que entrevistaron coincidía
con la opinión de historiadores y analistas políticos varones acerca de
que la participación femenina no había influido mayormente en el curso
del movimiento. La mayoría de las entrevistadas no consideraba que
su participación mereciera un estudio histórico, aunque todas seña-
laban que el 68 había cambiado profundamente su vida. Yo fui una de
las 60 entrevistadas y ese fue mi caso: juzgué mi participación como
insignificante al mismo tiempo que reconocí que el 68 había cambiado
mi vida.4

se consigna que el 2 de agosto la Unión Nacional de Mujeres Mexicanas protesta por la represión; se
recuerda la mesa redonda del miércoles 21 de agosto, donde participa Ifigenia Martínez; se registra que
el miércoles 28, a la altura de El Caballito, el contingente estudiantil fue agredido y resultaron lesionadas
varias muchachas; también se dice que el miércoles 2 de octubre varias mujeres fueron masacradas por
la fuerza pública (Bellinghausen e Hiriart, 1988).
4. En 1968 yo tenía 20 años y fui parte de la tropa, participando en una brigada. Retrospectivamente, creo
que lo único diferente que hice en ese momento fue buscar dónde esconder a Marcelino Perelló, cuando
mi entonces marido se negó a hacerlo en nuestra casa. Ahí se acabó mi matrimonio. Y la única amiga que
vivía sola en ese entonces, la poeta y escritora Mónica Mansour, me prestó solidaria su departamento
(Lamas, 2018a).

715
Marta Lamas

“No solo cocinábamos” pone la atención sobre lo diverso de la partici-


pación femenina y destaca cómo la preparación de la comida hizo posi-
ble que el movimiento se sostuviera. Dar de comer implicaba reunir di-
nero, ir al mercado, preparar alimentos, limpiar y volver a empezar. Esa
actividad de las mujeres, que proveyó el apoyo material y emocional a
los brigadistas, es un trabajo que hasta la fecha pasa desapercibido. Bert
Klandermans (2007), psicólogo social holandés que analiza las distintas
formas de participación en los movimientos sociales, destaca el tiempo
y el esfuerzo que se invierten como dos importantes dimensiones que
sirven para distinguir niveles y formas de participación (2007, p. 362).
En el movimiento, el tiempo y el esfuerzo que tomó alimentar a cientos
de brigadistas fue parte de lo que se califica como “trabajo emocional”,
que es elemento constitutivo del mandato cultural de la feminidad.5
Entre los mandatos de género de nuestra cultura, el de la feminidad
implica abnegación que, como bien dijo Rosario Castellanos en su dis-
curso de 1971, es una “virtud loca” (2006). Ese mandato cultural, que se
construye subjetivamente como responsabilidad individual, en el caso
de las mujeres del 68 se volvió una eficaz intervención política. Valorar lo
que representó alimentar a los brigadistas lleva a recordar la apreciación
de Norbert Lechner (2006) sobre la importancia del vínculo entre la so-
ciabilidad cotidiana, los afectos y la política. Las emociones no son sola-
mente estados psicológicos, sino también prácticas sociales y culturales
que inciden en la vida pública (Ahmed, 2004). Las emociones circulan en
una economía afectiva que tiene resonancias públicas y, en las ciencias
sociales, el llamado “giro afectivo” explora el efecto que estas producen
en la sociedad, pues con su irrupción son en sí mismas capaces de al-
terar la esfera pública. Alimentar, cuidar, escuchar, requieren tiempo y
esfuerzo, y el trabajo emocional/nutricional de las mujeres jugó un papel
no solo durante el movimiento sino también después, luego de la ma-
sacre de Tlatelolco, cuando muchas continuaron proveyendo el apoyo
material y emocional a los presos y a sus familias.

5. Los mandatos culturales son esquemas de conducta que se inculcan y troquelan como una segunda
naturaleza y se mantienen vivos por medio de un control social poderoso y muy estrictamente organi-
zado. Norbert Elias considera que son resultado de un proceso histórico y de cambios en el psiquismo
(Elias, 2012).

716
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

La visibilización de las mujeres

En 2001 Cohen y Frazier asisten al Seminario Nacional Movimientos


Estudiantiles Mexicanos en el siglo XX (UNAM), donde participan cua-
tro líderes prominentes del 68. A partir de esa experiencia reelaboran su
primer artículo de 1993 y en 2003 publican en inglés lo que en 2004 apa-
recerá como “México 68: hacia una definición del espacio del movimien-
to. La masculinidad heroica en la cárcel y las ‘mujeres’ en las calles”.6 En
este texto las autoras amplían y profundizan su interpretación anterior
desde la perspectiva de mostrar cómo “el género forma parte de la cultu-
ra política” (Cohen y Frazier, 2013, p. 87). Para entonces el clima social
ha cambiado y la conciencia de género (aunque sea en su versión de lo
“políticamente correcto”) ya tiene un lugar en la vida cultural y política
de México. Halbwachs argumenta que el ser humano “evoca sus recuer-
dos apoyándose en los marcos de la memoria social” (2004, p. 336) y esos
marcos son un conjunto de puntos de referencia que también aluden
al “medio” social de donde surgen. Así, veinte años después del resur-
gimiento feminista en nuestro país, el medio social –al menos el políti-
co-intelectual– ya ha sido influido por el reclamo feminista de inclusión,
lo que pondrá los ojos de muchos en la participación de las mujeres, que
será entonces más reconocida.
A manera de ejemplo, en 1991 se publica el libro 68, de Paco Ignacio
Taibo II, donde el autor reflexiona:

Ser mujer en el 68 no era mala cosa. Era para miles de compañe-


ras, la oportunidad de ser igual. El 68 era previo al feminismo. Era
mejor que el feminismo. Era violentamente igualitario. Y si no lo
era, podía serlo. Un tipo, una tipa, un voto, un bote de colecta, un
montón de volantes, un riesgo. Eso, de entrada, poco importaba si
tenías falda o pantalón. Y ser hombre en el 68 era mejor, porque
existían esas mujeres (Taibo II, 1991, p. 49).

6. Publicado originalmente en la Hispanic American Historical Review, luego aparecerá en Estudios Socio-
lógicos y finalmente será reproducido en un libro publicado en 2013, de donde tomo las citas (Cohen y
Frazier, 2013).

717
Marta Lamas

Este libro tiene un capítulo titulado “Mujeres y colchones”, donde Taibo


II hace alabanzas: “Las mujeres eran maravillosas. Eran guapas, guapí-
simas. Paseaban su indiscutible belleza con desenfado y sin cosméticos”
(1991, p. 49), y también critica a los varones:

[Las mujeres] tenían mayor sentido de lo cotidiano, eran menos li-


mitadas que uno. Y además podían reírse, y tú hacerte eco con ellas
si algún primate decía que “las compañeras no podían salir a pintar
en las noches”. Éramos tan endiabladamente iguales y diferentes.
Seguro habría algún pendejo que quería que ellas organizaran la
cocina del café en la Facultad, pero seguro alguno menos pendejo
diría que ese era trabajo de todos (Taibo II, 1991, p- 50).

Pero Taibo II también registra el ambiente opresivo de la época:

Las mujeres contaban historias familiares con furia, historias de


terribles guerras por su igualdad que atestiguaba un moretón en el
brazo. Combates por la media hora más, el derecho a la ciudad noc-
turna, el trágico descubrimiento de la ruedita de anticonceptivos.
Y cada una se ganaba doblegando a gritos y amenazas de abando-
no de hogar a madres recalcitrantes, abuelos retrógrados, padres
protopriistas (Taibo II, 1991, p. 51).

Otras narraciones también consignan esas batallas y distintas formas


de ganarlas. Elaine Carey (2016) relata que cuando entrevistó en 1996 a
Carmen Landa, le contó que sus jóvenes compañeros varones simple-
mente asumían que las mujeres no participarían en las guardias. Y aun-
que sus compañeros inicialmente rechazaron sus esfuerzos por quedar-
se a las guardias, finalmente Carmen logró ser aceptada porque era la
única que sabía cómo manejar el mimeógrafo. Carey señala: “Ella fue
aceptada de mala gana a condición de que les enseñara a usar esa má-
quina” (2016, p. 95).
Chicas y mujeres activas y valientes surgen en varios relatos. Cohen
y Frazier registran la existencia de brigadas integradas únicamente por
jóvenes pertenecientes a escuelas de matrícula solo femenina y señalan

718
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

que “las estudiantes de escuelas exclusivas para mujeres tendían más a


tener una participación activa en las reuniones estratégicas e ideológi-
cas, que las provenientes de escuelas mixtas y que colaboraban en briga-
das mixtas” (Cohen y Frazier, 2013, p. 101).7
Como la responsabilidad de organizar y llevar a cabo las intervencio-
nes diarias era dejada en manos de los miles de brigadas, preponderan-
temente estudiantiles y en gran medida autónomas, sus integrantes de-
cidían las actividades diarias que realizarían para llevar el movimiento
a las calles. La mayoría eran informativas y muchas funcionaban como
brigadas “relámpago”: subíamos a un camión y mientras uno de nosotros
“echaba el rollo”, los demás repartíamos volantes y boteábamos. Había
veces que los pasajeros nos aplaudían en señal de solidaridad e incluso
nos daban dinero. Pero también hubo intervenciones más creativas. En
mi escuela, la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), la
brigada “Miguel Hernández” (integrada por más mujeres que hombres)
decidió que, en vez de mimeografiar volantes con el pliego petitorio, se
copiarían poemas, y fue así que muchas veces salió a repartir poemas.
Mariángeles Comesaña cuenta que en los mercados la gente les decía:
“Aquí no aparece lo que piden los estudiantes”, a lo que respondían, con
una seguridad inobjetable: “Léalo usted bien y verá que sí. Ahí dice muy
claramente lo que pedimos los estudiantes” (Comesaña, 2008, p. 73).
Entonces, organizaban de inmediato un mini-recital y se daban vuelo
leyendo los poemas impresos en los volantes.
Aunque la participación de las mujeres en el 68 no se asumió “femi-
nista”, sí conllevó un despertar libertario, que cuestionó en la práctica
varios usos y costumbres de género. Un ejemplo divertido y elocuente de
esta especie de feminismo espontáneo me lo relató la poeta Mariángeles
Comesaña, integrante de la brigada “Miguel Hernández” de la ENAH.
Una de sus compañeras de brigada decidió que era muy importante en-
trar a las cantinas, “pues cómo era posible que hubiese un espacio en
la Ciudad de México que estuviera prohibido para las mujeres”. Así, un

7. Este señalamiento remite a una vieja discusión en el campo de la pedagogía, donde un sector de
especialistas sostiene que es mejor que niñas y niños estudien por separado, para que las mujeres no
asuman las actitudes de subordinación y timidez que suelen darse en salones mixtos, dado que los niños
imponen su masculinidad precoz y agresiva (Belausteguigoitia y Mingo, 1999).

719
Marta Lamas

grupo de chicas entraban rapidísimo, entregaban los volantes mientras


los meseros o el encargado les decían: “Sálganse, sálganse, no pueden
estar aquí” y los borrachitos gritaban: “¡Déjenlas que se queden!” (entre-
vista realizada a Mariángeles Comesaña el 15 de abril de 2018). Acabar
con la prohibición de que las mujeres entraran a las cantinas fue, años
después, una reivindicación feminista que se logró hasta 1981 y no sin
algunos incidentes violentos.
Treinta años después, desde una visión cosmopolita, Jorge Volpi
(1998) analiza la controvertida participación de Elena Garro (quién “de-
nunció” que en el 68 varios intelectuales estaban involucrados en un
“complot” contra el gobierno) y, con su perspectiva marcadamente lite-
raria, registra a otras escritoras que se pronunciaron respecto del 68. El
escritor divide La imaginación y el poder en varios actos, como una obra
teatral, y en el “cuarto acto”, titulado “Los filósofos de la destrucción”,
Volpi cita textos o declaraciones de Rosario Castellanos, María Luisa La
China Mendoza, Julieta Campos, Nancy Cárdenas y de Elena Garro y su
hija, Helena Paz. En el “quinto acto”, “La conjura de los intelectuales”,
Volpi analiza las impactantes declaraciones de Elena Garro y recuerda
a otras intelectuales que escribieron sobre el movimiento estudiantil o
que participaron y fueron acusadas de estar en “la conjura intelectual”,
como Leonora Carrington y Neus Espresate.
Pero es Monsiváis quien, cuarenta años después,8 al analizar los fe-
nómenos más decisivos de 1968 a 2008, citará como un elemento fun-
damental “el impulso del feminismo que no sin grandes trabajos mo-
difica las jerarquías del comportamiento masculino” (2008, p. 23). El
Monsiváis que escribe El 68. La tradición de la resistencia tiene ya una pers-
pectiva muy distinta al de Días de guardar. Ahora hace una cuidadosa
reconstrucción de los hechos, punteada con sus comentarios ácidos y
lúcidos, por la cual, además de enterarnos de que considera que la Tita

8. También cuarenta años después, Pablo Gómez publica 1968. La historia también está hecha de derrotas,
donde trabaja una rigurosa reconstrucción de los hechos, a partir de la lectura de los reportes policiacos
y los documentos de la Secretaría de Gobernación. Gómez registra la actividad de muchas mujeres: la
empleada que arroja una máquina de escribir a una tanqueta, los partes policiacos que consignan que
jóvenes golpeadas fueron llevadas a hospitales, las alumnas de una vocacional detenidas, en fin, todo lo
que la policía y los agentes dejaron por escrito. Sus menciones abarcan más de 60 referencias de distintas
mujeres, pero no analiza el trabajo de las brigadistas (Gómez, 2008).

720
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

y la Nacha son “dos mujeres a las que distinguirá su valor civil y la saña
persecutoria en su contra” (2008, p. 112), informa de la “chava” brigadis-
ta de la Facultad de Ciencias a la que le gritan que el sitio de la mujer es
el hogar y ella los envía al mismísimo carajo; de las reuniones en casa
de Selma Beraud; de la participación de Ifigenia Martínez, directora de
la Facultad de Economía; de la detención de Rina Lazo y Adela Salazar;
de que la poeta uruguaya Alcira, se esconde en un baño de la Torre de
Humanidades cuando el Ejército invade Ciudad Universitaria y es en-
contrada a punto de morir de hambre doce días después.9 Carlos registra
también un recuerdo conmovedor: “Una señora increíble, de cuarenta y
tantos años, de ropa pobretona y aspecto gastado, se acercó al tanque y
le dijo al general que debería darle vergüenza matar jóvenes, y el tipo se
quedó estupefacto, no respondió, la dejó ir” (Monsiváis, 2008, p. 220).
También reproduce la “Letanía” que Nancy Cárdenas publicó en La cultu-
ra en México el 30 de septiembre de 1968 (Cárdenas, 1968). Y no se resiste
a copiar el discurso del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, donde
habla de las personas “damnificadas” por el movimiento estudiantil, en-
tre las que incluye a:

[…] tantas mujeres soezmente vejadas que, además de sufrir la propia


vergüenza, han llenado de indignación a un padre, a una madre, a un
esposo, a un hijo y que pudieron haber sido la esposa, la madre,
la hermana o la hija de quienquiera de los mexicanos (Monsiváis,
2008, p. 128).

¡Mujeres soezmente vejadas! La acusación de violencia sexual por parte


de los estudiantes va totalmente en contra de los testimonios recabados,
que registran la camaradería entre mujeres y hombres, al grado de que
a las mujeres no les daba miedo quedarse a hacer guardia en la noche en
la escuela, con ellos al lado.
Sin duda, el 68 desafió los valores sexuales tradicionales y provocó
ampliaciones inesperadas en la vida sexual de muchas, con múltiples

9. Roberto Bolaño (1999) escribe una breve y amorosa novela sobre Alcira.

721
Marta Lamas

tránsitos de la política al sexo, del sexo a la política.10 Los momentos


intensos y peligrosos que se vivían cambiaron las relaciones interperso-
nales de todo tipo. Mientras las familias se sentían amenazadas por las
actividades de sus hijas e hijos, las jóvenes descubrían nuevas dimen-
siones en las relaciones con los hombres: desde como amantes hasta
como camaradas. El despertar sexual de muchas mujeres estuvo ligado
a su despertar político y viceversa. La amistad entre hombres y muje-
res se volvió una realidad. Podía haber una sola mujer en una briga-
da y todos eran camaradas. Varias terminaron la relación con el novio,
porque no apoyaba al movimiento o porque desaprobaba su involucra-
miento. La vida de muchas se transformó al quedarse de noche en las
guardias. Cohen y Frazier recogen las palabras de Luisa, de la Facultad
de Ciencias Políticas sobre el movimiento: “fue dar un gran paso hacia
la igualdad” (1993, p. 98). Y como dijo Kati: “En ese periodo éramos an-
dróginas” (1993, p. 103).
Sí, y muchas fueron protofeministas. Por eso, no resulta extraño
que fueran justamente las feministas quienes salieron por primera vez
a manifestarse a la calle después del 2 de octubre. En mayo de 1971, el
primer grupo de la segunda ola feminista en México, Mujeres en Acción
Solidaria (MAS), decidió hacer una protesta por la celebración consumis-
ta del día de la madre.11 Amigos preocupados por una posible represión
sugirieron que pidieran permiso al entonces Departamento del Distrito
Federal, que les fue negado. Pese a ello, decidieron seguir con el plan.
Tuvieron suerte, pues al mismo tiempo que iniciaba su mitin llegaron
las candidatas a Miss México a depositar una ofrenda en el Monumento
a la Madre. La mezcla de feministas y “misses” de belleza fue registrada
por la televisión. Un mes después fue la represión del “halconazo” del 10
de junio. Esas nuevas feministas, que desafiaron al gobierno y fueron
las primeras en salir a la calle, venían del movimiento estudiantil del 68.

10. Seis años después de su segundo ensayo, Cohen y Frazier publicaron una antología sobre los cambios
en 1968 en las prácticas sexuales y los papeles de género, titulada Gender and Sexuality in 1968. Transforma-
tive Politics in the Cultural Imagination (Cohen y Frazier, 2009).
11. Un recuento de esos momentos se encuentra en Acevedo et al. (1977).

722
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

La movilización feminista en constelaciones

¿Cómo han sido las movilizaciones feministas después del 68? En 1971,
el movimiento feminista de la segunda ola apareció públicamente en
México,12 luego se diversificó13 y poco a poco algunas de sus reivindica-
ciones –como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo y la igualdad
de trato y de oportunidades– se filtraron en la mente de muchísimas
personas. En las décadas de 1980 y 1990, gran parte de las activistas se
desplazaron a fortalecer sus incipientes organizaciones y las movili-
zaciones públicas fueron escasas y poco nutridas; nada que ver con la
participación masiva que tuvo el movimiento estudiantil. Además, con
el avance del neoliberalismo surgió una nueva expresión cultural que
se calificó como posfeminismo.14 Entendido como una negación del fe-
minismo o como una superación de él, el posfeminismo reconfiguró el
discurso feminista sobre la libertad y la autonomía en una celebración
del hecho de “ser mujer”. Byung Chul-Han considera que “el neolibera-
lismo es un sistema muy eficiente, incluso inteligente, para explotar la
libertad” (Chul-Han, 2014, p. 13) y los medios de comunicación masiva
transmitieron una idea de la “liberación de la mujer” simplemente como
la de la libertad para consumir, para tener relaciones sexuales más li-
bres, para vivir sin ataduras (McRobbie, 2009; Genz y Brabon, 2009; Gill
y Donaghue, 2013). La postura posfeminista produjo un repudio al femi-
nismo en una cantidad de jóvenes que declararon: “Yo no soy feminis-
ta”, mientras otras consideraban que ser feminista era algo del pasado
(Gill y Scharff, 2001). El cine y la televisión representaron a las mujeres
jóvenes como chicas autosuficientes que, aunque ganaban dinero, tam-
bién querían gustar y ser deseadas, por lo que la industria de la belleza
y la moda, aprovechando el poder adquisitivo de las jóvenes solteras, las

12. Un excelente trabajo sobre los primeros años del feminismo en Ciudad de México es el de Ma. Cristi-
na González (2001). Mi interpretación en Lamas (2000; 2006).
13. Una aproximación a las formas que ha tomado el feminismo en México se encuentra García, Millán y
Pech (2007); Espinosa (2009) y Espinosa y Lau (2011).
14. El término “posfeminismo” alude a un fenómeno político del capitalismo tardío y, al mismo tiempo,
a una tendencia académica y a una categoría descriptiva de la cultura popular. El posfeminismo en la
política, el posfeminismo en la academia y el posfeminismo en la cultura popular están vinculados y se
entremezclan (Genz y Brabon, 2009).

723
Marta Lamas

incitaron hacia la “libertad” del consumo (McRobbie, 2009). De ahí que


Nancy Fraser (2013) señalara que el movimiento feminista había termi-
nado enredándose en una “amistad peligrosa” con los esfuerzos neolibe-
rales para fortalecer una sociedad de mercado.
A lo largo de los años noventa, eso que Chul-Han (2014) denomina
“psicopolítica” (nuevas técnicas de poder del capitalismo neoliberal, que
penetran en nuestra psique para explotarla y controlarla sin que nos de-
mos cuenta), alentó una ideología individualista que, entre otras cosas,
desprecia al activismo político colectivo. Las emociones no son solamen-
te estados psicológicos, sino también prácticas sociales y culturales que
inciden en la vida pública (Ahmed, 2004) y representan un medio muy
eficaz para el control psicopolítico del ser humano. Asimismo, los mo-
vimientos sociales tienen una dimensión emocional (Goodwin, Jasper
y Polleta, 2007). Monsiváis habló de las emociones que circularon en el
movimiento estudiantil y las resumió como “la mezcla de indignación
política y alegría comunitaria” (2008, p. 104). Estas emociones siguen
presentes hoy en día, pero junto a una nueva: el miedo. En 1968 no exis-
tían feminicidios como ahora ni las jóvenes temían ser secuestradas o
desaparecidas y tampoco el miedo sobrevolaba la vida cotidiana, como
lo hace en la actualidad.
Obvio que la violencia en México no es igual en todo el país ni afecta
de la misma manera a todas las personas: además del género, la clase so-
cial, la edad, la condición étnica y vivir en ciertas zonas son factores que
marcan diferencias sustantivas. Sin embargo, el miedo y la preocupa-
ción por la violencia actual, alimentada y sostenida por el neoliberalismo
patriarcal, atraviesa de forma omnipresente el imaginario social. Y, no
obstante, en México existen muchos feminismos con variadas tenden-
cias dentro del movimiento social, distintos postulados del pensamiento
político y diversos enfoques de la crítica cultural, todos ellos preocupa-
dos u ocupados con la violencia hacia las mujeres.15 Ahora bien, la lucha
contra la violencia hacia las mujeres ha tenido gran visibilidad política
y social, y ha contado con un fuerte apoyo discursivo de todas las posi-
ciones políticas, de todos los gobiernos y de todas las iglesias. Ninguna

15. Sobre México véanse especialmente las compilaciones de Huacuz (2011) y Agoff, Casique y Castro (2013).

724
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

otra causa feminista ha logrado más leyes, recursos y propaganda que


la lucha contra la violencia, que se ha enfocado no solo en los brutales
feminicidos, sino también en las distintas expresiones de la violencia
intrafamiliar, en la violación, la trata y, más recientemente, en el acoso
sexual. Y aunque las nuevas perspectivas de análisis y formas de lucha
han surgido precisamente desde el movimiento feminista, es notorio
cómo la violencia suscita más interés político que la desigualdad.
En años recientes, la mayoría de las manifestaciones por las que han
salido a las calles miles de mujeres, principalmente jóvenes, ha sido para
protestar contra la violencia. Un dato: según un rastreo en medios, se
registraron 124 movilizaciones feministas en los últimos diez años en la
Ciudad de México, de las cuales 30 correspondieron a temas de derechos
humanos, 26 a temas de derechos sexuales y reproductivos y 67 a violen-
cia.16O sea, más de la mitad de las movilizaciones feministas registradas
por Comunicación e Información de la Mujer, a.c (CIMAC) han sido en
torno a esta violencia. Y cada año las movilizaciones han ido en aumen-
to: en 2007 fueron 4; en 2008 solo 1; en 2009, 2; en 2010, 1; en 2011, 2; en
2012 subieron a 7; en 2013 y 2014, 5 y en 2015, 8; en 2016 se disparan a
15 (cuatro son movilizaciones digitales) y en 2017, 18 (de las cuales cin-
co son digitales). Ni siquiera las marchas tradicionales, que son las que
conmemoran fechas emblemáticas (8 de marzo: día internacional de la
mujer; 28 de septiembre: día de lucha por la despenalización del aborto
y 25 de noviembre: día de lucha en contra de la violencia hacia las muje-
res), han sido tan nutridas y combativas como la movilización del 24 de
abril de 2016, también llamada la Primavera Violeta. Esta movilización
se coordinó con el movimiento feminista internacional, y plataformas
digitales como Facebook y Twitter fueron clave en la organización.

16. Estos datos son producto de una búsqueda de información sobre movilizaciones feministas que so-
licité a la agencia CIMAC Noticias. El documentó se centró en la Ciudad de México, en el periodo 2007
y 2017, a partir de la cobertura en medios que CIMAC tiene registrada (CIMAC, 2018). La clasificación
en esas tres categorías es de CIMAC y desconozco tanto el criterio como la metodología utilizada. En el
apartado “Derechos humanos” incluyen todo lo que no son derechos sexuales y reproductivos, como de-
rechos laborales y cuestiones políticas (Ayotzinapa). Además, supongo que se construyó solamente con
base en el registro que tiene esa agencia periodística, sin consultar otras fuentes. De ahí que tomo dicho
registro solamente como un acercamiento incompleto.

725
Marta Lamas

Hace años Rossana Rossanda dijo:

Movimiento es algo más y algo menos que partido. Movimiento es


una cultura, un quehacer de masas que se consolida dentro de la so-
ciedad, la atraviesa y cambia su fisonomía, aun la institucional. No
tiene los límites, ni las reglas ni la jerarquía del partido. Movimiento
es un impulso, una oleada, una marea (Rossanda, 1982, p. 221).

Ese “quehacer de masas” del movimiento feminista ha cobrado, en los


últimos años, una expresión creativa de movilización: las constelacio-
nes. Según Emanuela Borzacchiello (entrevista realizada el 2 de mayo de
2018), muchas feministas están usando el concepto de “constelaciones”
como metáfora de su acción política: las constelaciones son estrellas
distintas que están agrupadas; pueden tener conflictos entre ellas, pero
siempre están vinculadas. Esto ocurre hoy con los diferentes grupos de
activistas. Borzacchiello señala que esta organización en constelaciones
hace que las activistas estén ligadas entre sí, sobre todo cuando se movi-
lizan. Nunca se dirigen solamente al Zócalo (centro del poder político),
sino que se desplazan por toda la ciudad con iniciativas diferentes, lo que
permite que más gente se pueda sumar. La forma en que las feministas
se movilizaron el 8 de marzo de 2018 es muy representativa de la acción
de las constelaciones feministas. Muchas compañeras de la Ciudad de
México fueron a Chiapas, al “Primer Encuentro Internacional, Político,
Artístico, Deportivo y Cultural de Mujeres que Luchan’’ y otras fueron
a Oaxaca, donde hubo un encuentro sobre comunalidad; sin embargo,
unas más decidieron quedarse en la Ciudad de México: “el centro no
debe quedar descubierto”. Además, actuar como constelaciones no solo
implica desplazarse por varios lugares, sino también hacerlo en el tiem-
po, pues organizan eventos a distintas horas del día.
La forma como las tecnologías de la información y las redes sociales
han posibilitado las convocatorias mundiales es un elemento distintivo
de las movilizaciones feministas de esta época. El decisivo papel que ha
tenido el activismo de las feministas estadounidenses, que ha incidido
de forma determinante en otras latitudes y, por razones geográficas, es-
pecialmente en nuestro país, se debe a la aplastante influencia que tiene

726
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

Estados Unidos en el resto del mundo. Bolívar Echeverría (2008) nom-


bró “americanización de la modernidad” al proceso por el cual Estados
Unidos se impone, desde el siglo xx, como la tendencia principal de de-
sarrollo en el conjunto de la vida económica, social y política. Así, cuando
el feminismo se vuelve a poner de moda entre las millenials17de Estados
Unidos, la “americanización” comunicacional velozmente propaga una
revaloración discursiva del mismo y el título del libro de Chimamanda
Ngozi Adichie (2012), Todos deberíamos de ser feministas, se convierte en la
seña de identidad de una generación.18
Para esta nueva oleada de feministas jóvenes la lucha contra el ma-
chismo va a retomar una de sus formas insidiosas: el acoso sexual. En
este tema, que indigna a cientos de miles de jóvenes, la movilización ha
sido básicamente digital y la causa se fortalecerá con el escándalo me-
diático del #MeToo.19 Pero, a diferencia de las activistas estadounidenses,
que lograron que su “¡Basta ya!” al acoso derivara en la campaña Time’s
Up (¡Se acabó el tiempo!), destinada a obtener recursos para pagar de-
mandas legales, en México no se ha recurrido al litigio jurídico. Además,
como en nuestro país lo que millones de mujeres padecen todos los días
es un acoso continuo, pero que proviene de varones a los que jamás vuel-
ven a ver, resulta muy complicado poner una denuncia. Esa situación es
muy distinta a la de tener un jefe o maestro que asedia y hostiga, aunque
ambas formen parte de la trama cultural machista. Pero incluso en estos
últimos casos existe una dificultad en nuestro país: el acceso a la justicia
es muy deficiente y desigual. ¿Qué hacer si los protocolos no sirven, si el
personal que supuestamente debe atender las denuncias no está capaci-
tado, además de que su ejercicio profesional está plagado de prejuicios?
Esa atroz carencia ha llevado a muchas activistas feministas a hacer jus-
ticia “por propia mano”, haciendo “escraches” y denuncias públicas. Ya

17. Así se denomina al sector etario que comprende a las personas nacidas entre 1982 y 2000 (Howe y
Strauss, 2000).
18. Esta frase se convirtió en un slogan que incluso llegó a rotularse en camisetas, aun en las muy costo-
sas de Christian Dior (¡más de 500 euros!).
19. Tal es el caso de #MeToo, #MiPrimerAcoso, #NoTeDaVergüenza, #NoTeCalles, todas iniciativas mun-
diales que se retomaron en México. En cambio, la campaña contra el acoso sexual en el metro, “No es de
hombres”, sí es mexicana.

727
Marta Lamas

son varios los incidentes de grupos de universitarias cuya movilización


contra el acoso consiste en utilizar la denuncia pública como forma de
presión para que se despida a un maestro o se expulse a un compañero.
Y aunque el acoso es una realidad repugnante que se debe combatir, hay
que tener cuidado en cómo se aborda.20
Lo indudable es que hoy, en México, hay muchísimas jóvenes que se
asumen como feministas y que despliegan una variedad de acciones y
reflexiones, desde sus constelaciones y también desde formas más tra-
dicionales de organización, como las asociaciones civiles.
Regresando al tema del 68, entre las jóvenes que se asumen como fe-
ministas, algunas han hecho una reflexión sobre el movimiento estu-
diantil. Un ejemplo: en la mesa titulada “Género, rebeldía y presente”
del coloquio “1968 Cambiar el Mundo, Cambiar la Vida” (Seminario de la
Modernidad, 2018),21 las ponencias de tres jóvenes feministas, no obs-
tante sus diferencias, tocaron aspectos sobre la movilización política de
las mujeres en el 68 y la vincularon con algunas de sus mayores preocu-
paciones: la violencia, los feminicidios y el acoso. Las tres subrayaron
la invisibilización de la participación de las mujeres y cada una abundó
sobre cuestiones que las inquietaban. Rebeca Jiménez Marcos denun-
ció la revictimización de quienes acuden a ministerios públicos y poli-
cías, y en su conclusión señaló: “es curioso que en los últimos años en
donde ha habido una efervescencia del movimiento feminista también
han aumentado los casos de feminicidio” (Seminario de la Modernidad,
2018). Por su parte, Tania Tagle, luego de una revisión del pensamiento
feminista, señaló que: “Ser feminista es algo mucho más complejo que
creer solamente en la igualdad entre hombres y mujeres” (Seminario de
la Modernidad, 2018) y Brenda Marisol Medina explicó:

Ahora nosotras, las feministas de las nuevas generaciones, y con la


mirada que tenemos del 68, podemos ubicar cosas que han cambiado,

20. Hay que combatir el acoso reconociendo su amplitud social, pero defendiendo el debido proceso. En
otro lugar desarrollo ampliamente mi postura al respecto (Lamas, 2018b)
21. El coloquio constó de cuatro mesas con el objetivo de conocer qué piensan los jóvenes de hoy sobre
el 68, para lo cual la dinámica fue que una persona que hubiera participado en el movimiento estudiantil
participara en la mesa con tres jóvenes de entre 20 y 30 años.

728
Del 68 a hoy: la movilización política de las mujeres

por ejemplo, ya participamos más las mujeres, ya participamos, in-


cluso, a nivel estructural, en los puestos políticos de la universidad, en
la academia, en muchos escenarios. Sin embargo, cuando yo leo las
entrevistas de la Nacha22 y de otras mujeres que hablan del machismo
en su Facultad, ¡híjole es mi realidad!: escuchar comentarios sexistas
y machistas en el salón de clases, en eventos académicos, salir a la
calle y que te griten un piropo, me hace pensar hasta qué punto, qué
alcance puede tener el 68 al hacer que las mujeres participemos más
y nos politicemos, pero también qué cosas no han cambiado y nos
hacen pensar que es necesaria más politización. Y que los hombres
no siempre han tomado parte de ese proceso de politización desde el
feminismo (Seminario de la Modernidad, 2018).23

Según Monsiváis, el 68 significó una súbita politización de muchas


mujeres, que luego desembocarían en el feminismo. Indudablemente
la politización es necesaria, pero para transformar la realidad social
también se requiere de agencia y la agency se constituye como conse-
cuencia del conjunto de procesos que se desarrollan en el mundo social,
con sus mandatos culturales y sus imperativos psíquicos (Archer, 2000).
En nuestro contexto de gravísima desigualdad social, el neoliberalismo
está provocando lo que Loïc Wacquant llama una “remasculinización del
Estado” (2013, p. 410), que consiste en el fortalecimiento del esquema
patriarcal y la vulneración de los derechos sociales. Esta política neolibe-
ral aborda la desigualdad entre mujeres y hombres con una perspectiva
hacia las mujeres como “víctimas que deben ser protegidas”, lo que ha
fortalecido una tendencia punitiva.24 A esto se suma el victimismo que
ha impregnado muchas demandas y discursos feministas. Sin embar-
go, pese a lo generalizada que está la perspectiva victimista, visualizar la

22. Se refiere a Ignacia Rodríguez, líder del CNH.


23. Medina dejó en claro que la lucha feminista también requiere algo de lo que se habla poco: la par-
ticipación de los varones. En ese sentido señaló: “Una forma de hacer la revolución feminista para los
hombres es que también limpien la casa, es que también apoyen el trabajo doméstico, es que reconozcan
las labores de las mujeres, es que respeten la organización y la convocatoria política de las mujeres en las
manifestaciones” (CCU-Tlatelolco, 2018).
24. Una crítica feminista a la “ilusión punitiva” se encuentra en Núñez (2018).

729
Marta Lamas

pluralidad de voces y acciones feministas impide reducir la diversidad del


movimiento a solo esa postura. Finalmente, Rossana Rossanda dijo hace
mucho tiempo que: “No nos salvaremos a menos que tejamos todos los
hilos de esta tela desgarrada en que nos hemos convertido” (1982, p. 61). La
riqueza del feminismo actual se deriva de la creatividad y potencia de gru-
pos y personas que, desde posturas radicales y críticas, desarrollan formas
de intervención y reflexión políticas para retejer nuestro desgarrado teji-
do social. Si el movimiento estudiantil del 68 significó el rechazo al autori-
tarismo estatal, las actuales constelaciones del movimiento feminista, que
estallan con indignación y alegría en sus movilizaciones callejeras, man-
dan un mensaje en contra del miedo y el terror y llenan de nuevos con-
tenidos el viejo lema de “lo personal es político”. Ahora solo falta que las
jóvenes empiecen a escribir sus testimonios para documentar su historia.

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734
Mujeres guerrerenses: feminismo y política*

Introducción

Las condiciones sociales contemporáneas –globalización capitalista, ex-


pansión de las tecnologías electrónicas, pluralización de formas de se-
xualidad, cambios demográficos, individualismo narcisista y voracidad
consumista– han producido modificaciones en las prácticas y el psiquis-
mo de los seres humanos. Es en este contexto de nuevas subjetividades y
formas de comportamiento donde la democratización comunicativa de
Internet difunde, a una velocidad impresionante, discursos y luchas ciu-
dadanas que cuestionan las fronteras entre “lo propio” de los hombres y
“lo propio” de las mujeres. Así, se multiplican y ganan visibilidad social
algunas modificaciones a los mandatos tradicionales de la feminidad y
de la masculinidad, entre las que destaca la forma con la que las mujeres
son alentadas a participar en “igualdad” con los hombres en la política y
en el trabajo. De las nuevas tecnologías del género,1 entretejidas con la
actividad económica y cultural, emergen nuevas expresiones de la femi-
nidad, arropadas en un discurso político contra el machismo y sobre la
equidad, y un número cada vez mayor de mujeres incorpora la aspiración

* Extraído de Lamas, Marta (2016). Mujeres guerrerenses: feminismo y política. Revista Mexicana de
Ciencias Políticas y Sociales, LXI(226), 409-424. http://www.revistas.unam.mx/index.php/rmcpys/article/
view/53668
1. Teresa de Lauretis retoma el concepto de tecnologías del yo de Foucault, y nombra tecnologías de géne-
ro a aquellas que nos troquelan con anhelos y prescripciones obligatorias sobre “lo propio” de las mujeres
y “lo propio” de los hombres. Véase De Lauretis (1987).

735
Marta Lamas

igualitaria y desafía ciertos límites a su ingreso al mundo político y la-


boral. ¿Cómo se expresan en México esos cambios que las condiciones
sociohistóricas producen en las prácticas y los sentimientos humanos?
En especial, ¿cómo mujeres que habitan zonas geohistóricamente mar-
ginadas –muchas de ellas indígenas– construyen hoy en día su praxis?
¿Qué tipo de agencia tienen? ¿Qué reflexividad han desarrollado? ¿Cuál
es la relación de una reconfiguración del mandato de la feminidad que
hoy es patente entre ciertas mujeres con el pensamiento feminista? Para
responder a estas interrogantes traigo a colación el caso de cuatro muje-
res del estado de Guerrero, una de las entidades más violentas –si no la
más– de nuestro país, que desde finales de 2014 se encuentra en el foco
de la atención de todo mundo por la tragedia de Ayotzinapa.2
En Guerrero, estado pródigo en luchas populares y grandes desigual-
dades económicas y sociales, la guerrilla se dio a conocer en las décadas
de los años sesenta y setenta, y ahora sigue viva en distintos grupos, como
el Ejército Popular Revolucionario (EPR); el Ejército Revolucionario
del Pueblo Insurgente (ERPI); el Ejército Revolucionario del Pueblo
(ERP); las Milicias Populares; y, las Fuerzas Armadas Revolucionarias-
Liberación del Pueblo. Desde entonces, Guerrero está ocupado por des-
tacamentos militares y, aunque con el crecimiento del narco la guerrilla
ha permanecido en un segundo plano, sigue emitiendo comunicados
políticos (Gil, 2014, p. 6-7). Sea por la guerrilla o por el narco, milita-
res y fuerzas federales tienen una presencia constante en el territorio.
Guerrero es el mayor productor de opio en México, por lo tanto además
de los enfrentamientos con las fuerzas gubernamentales, el salvajismo
de los propios cárteles cobra sus víctimas entre los campesinos y sus hi-
jos.3 Durante una entrevista publicada en el periódico español El País, el
gobernador interino de Guerrero, Rogelio Ortega, dijo:

Mire, la amapola se cultiva dos veces al año y, solo en el semestre pa-


sado, se destruyeron 50 mil plantíos. Mi reacción fue decir ‘¡pobres
campesinos!’ ¿Por qué? Porque el narco les paga por adelantado la

2. Para un relato minucioso de lo ocurrido con los estudiantes de Ayotzinapa, véase Illades (2015).
3. Véase Martínez Ahrens (2015a y 2015b).

736
Mujeres guerrerenses: feminismo y política

cosecha. ¿Y cómo van a devolver ese dinero, si les queman el cul-


tivo? Pues con sus hijos. El narco se los lleva para convertirlos en
sicarios, les entrenan para que ejecuten sin que les tiemble la mano
(Martínez Ahrens, 2015a).

Y esa brutalidad también alcanza a las mujeres, en especial a las más


jóvenes, a quienes los narcos se “roban” para usarlas sexualmente y,
en ocasiones, luego venderlas o eliminarlas.4 Las cuatro mujeres de las
que hablaré han luchado contra el machismo, unas se han enfrentado
al abuso militar, otras al poder fáctico del narco, y tres han participado
abiertamente en política; incluso una perdió la vida por ello. Sus histo-
rias ilustran la existencia de una conciencia feminista, se la califique o
no así. Tener conciencia feminista no requiere de un acervo intelectual
de feminismo, ni de aceptar la etiqueta de “feminista” sino de compar-
tir la idea de que estar subordinada, por el hecho de ser mujer, entraña
una injusticia. Poco a poco, pese a los tabúes religiosos y las resisten-
cias machistas, en sus comunidades guerrerenses estas cuatro mujeres
empezaron a plantear reivindicaciones netamente feministas. A este
proceso de filtración de una perspectiva feminista, Carlos Monsiváis
lo denominó el “contagio social” del feminismo (Monsiváis, 1978, p. 18).
Estos son cuatro ejemplos de “contagio” de mujeres que con gran valen-
tía y agenciamiento rebasaron el mandato tradicional de la feminidad,
dos de ellas con un costo altísimo. ¿Será que sus trayectorias rupturistas
indican un proceso de destradicionalización en sus marginadas comu-
nidades de Guerrero?

Valentina y el ejército

Tanto por la guerrilla como por la siembra de amapola, Guerrero lleva


largo rato ocupado por distintos destacamentos militares. Su presencia
ha provocado abusos contra la población indígena, como el que padeció

4. La escritora Jennifer Clement (2014) acaba de publicar una novela que transcurre en Guerrero, y en la
cual ficcionaliza la historia de las jovencitas que viven ese trágico destino.

737
Marta Lamas

Valentina Rosendo Cantú. Ella tenía 17 años y estaba lavando ropa en el río
cerca de su casa cuando un grupo de ocho soldados la abordó. Mientras
uno le apuntaba con un arma, otro la interrogó agresivamente sobre la
persona que aparecía en una foto y le mostró una lista con varios nom-
bres. Cuando ella contestó que no los conocía, un militar la golpeó con
la culata de su rifle y ella cayó al suelo. Dos soldados le quitaron su ropa
y uno de ellos la violó. Después, el militar que la había interrogado tam-
bién procedió a violarla. Esto ocurrió en febrero del 2002, en el poblado de
Barranca Bejuco, municipio de Acatepec, en Guerrero. Cuando Valentina
llegó al centro de salud más cercano, en Caxitepec, el médico en turno se
negó a atenderla alegando que no quería “tener problemas” con el ejér-
cito. Valentina, acompañada de su marido y cargando a su hijita de tres
meses, caminó durante quince horas hasta llegar al Hospital General de
Ayutla. Como “no tenía cita previa”, la hicieron regresar al otro día, por lo
que tuvieron que pernoctar ahí. El marido de Valentina, integrante de la
Organización Independiente de Pueblos Mixtecos y Tlapanecos (OIPMT),
asociación de la cual surge la Organización del Pueblo Indígena Me´phaa
(OPIM), la acompañó a presentar la queja ante la Comisión Nacional de
Derechos Humanos, la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos
de Guerrero y el Ministerio Público del Distrito Judicial de Allende.
Jean Franco (2008), quien ha analizado la violación sexual como un
arma de guerra, señala que generalmente las mujeres víctimas de di-
cha violencia sexual no denuncian por la vergüenza y la estigmatización
que supone esa agresión. Valentina decidió denunciar y el Centro de
Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan asumió su defensa le-
gal. Valentina presentó una denuncia contra elementos del ejército por
los delitos de violación sexual y lo que resultase de la investigación. Pero
la titular del Ministerio Público del fuero común, especializada en deli-
tos sexuales y violencia intrafamiliar, se declaró incompetente y remitió
la investigación a la Procuraduría General de Justicia Militar. Valentina
presentó un amparo solicitando que las autoridades militares declina-
ran la competencia del caso, pues los soldados violadores debían respon-
der ante la justicia civil.
A partir de entonces, la comunidad de Valentina empezó a recibir
mensajes: “si persisten en denunciar al ejército, van a tener problemas”;

738
Mujeres guerrerenses: feminismo y política

“por esa mujer les van a retirar el apoyo de procampo”. Las agresiones
y la estigmatización contra ella aumentaron y su marido la abandonó.
Sin embargo, Valentina se mantuvo firme, respaldada por sus padres y
hermanos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)
admitió el caso en 2006 y recomendó al Estado mexicano la adopción
de una serie de medidas para la reparación integral del daño generado
por la violación de los derechos de Valentina. Como el gobierno no cum-
plió las recomendaciones y prosiguieron las amenazas e intimidaciones
hacia Valentina y su familia, en 2009 la cidh demandó a México ante la
Corte Interamericana de Derechos Humanos (COIDH).
En mayo de 2010 el gobierno mexicano compareció en Costa Rica
ante la Corte, y negó la denuncia de Valentina. Sin embargo, la Corte
Interamericana de Derechos Humanos sentenció a su favor el 31 de
agosto de 2010.5 Uno de los puntos que resolvió fue que el gobierno
mexicano tenía la obligación de hacer un reconocimiento público de
responsabilidad. Para una víctima, dicho acto público es una de las me-
didas de reparación más trascendentes, pues confirma la veracidad de
su denuncia. El gobierno lo hizo más de un año después; y, en el acto, el
entonces secretario de Gobernación calificó a Valentina de “mujer ejem-
plar”. Su coherencia y valentía para persistir en su denuncia a lo largo de
nueve años y medio se debió a su concientización política y a su deseo de
proteger a otras mujeres indígenas.

Martha y la Coordinadora Feminista de Mujeres Indígenas

Martha Sánchez Néstor es parte de una generación de indígenas que


iniciaron su activismo político muy jóvenes, que han estudiado, saben
de feminismo y se manejan con las modernas tecnologías de comuni-
cación. Ella ha construido su liderazgo político desde la base y, así, ha
logrado tener una gran representatividad. De joven estudió para secre-
taria y, en 1994, a sus veinte años, fue invitada a trabajar en el Consejo
Guerrerense 500 Años de Resistencia Indígena. Asistir a la Convención

5. El documento de la Corte se encuentra disponible en: <riec_216_esp.pdf>.

739
Marta Lamas

de Aguascalientes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional


(EZLN) en la Selva Lacandona desencadenó su concientización. Dejó
entonces su función de secretaria e ingresó como militante al Consejo
Guerrerense, donde formó la Comisión de la Mujer en 1998. De ahí en
adelante, Martha impulsó la realización de reuniones y talleres esta-
tales de articulación entre las distintas etnias, organizó el Segundo
Encuentro Nacional de Mujeres Indígenas, el Foro Voces de Mujeres y
presidió una importante organización mixta, con 54 de los 56 pueblos
indígenas de México: la Asociación Nacional Indígena Plural (ANIP).
En 2004 –junto con otras compañeras– forma la Coordinadora
Guerrerense de Mujeres Indígenas, que reúne a las cuatro etnias de
Guerrero: amuzga, mixteca, nahua y tlapaneca. La riqueza de esta ini-
ciativa queda plasmada en un libro que Martha escribe, junto con otra
líder indígena, Libni Iracema Dircio Chautla y la académica Gisela
Espinosa Damián. El libro incluye, además de un análisis sociopolítico
e histórico del proceso de formación de la Coordinadora, trece testi-
monios de mujeres indígenas que representan “una nueva intelectua-
lidad femenina en los pueblos indígenas de Guerrero” (Espinosa, et al.,
2010, p. 77). Ellas registran la micropolítica en la que están inmersas
en una entidad federativa donde, además de la situación de miseria y
carencia de servicios públicos, los grupos de delincuentes, narcotra-
ficantes, guerrilleros, paramilitares e integrantes del ejército federal
agreden a las comunidades, y donde la represión política en contra de
las dirigentes indígenas se da con violaciones y asesinatos.
Martha reivindica la lucha por una cultura democrática, participa
en procesos estatales con la Secretaría de la Mujer de Guerrero, y cola-
bora en la construcción de la Agenda de las mujeres indígenas y afro-
mexicanas en Guerrero.6 Ella relata que aunque las mujeres indígenas
“han perdido el miedo para hablar en su familia, en la comunidad, con

6. La convocatoria fue espectacular: llegaron desde activistas hasta académicas, pasando por funciona-
rias y representantes de instituciones. Ahí estuvieron el Grupo Plural por la Equidad de Género y el Ade-
lanto de las Mujeres en Guerrero; la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas; la Alianza de Mujeres
Indígenas de Centroamérica y México; onu Mujeres; Morena de Guerrero; la Red Macuilxóchitl; la Secre-
taría de la Mujer del Gobierno del Estado de Guerrero; el Consejo de la Nación Amuzga; la Coordinadora
Nacional de Mujeres Rurales ac.; la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en el Estado; y, la
Universidad Autónoma de Guerrero, entre otras.

740
Mujeres guerrerenses: feminismo y política

funcionarias, con diputadas, con quien sea” (Espinosa, et al., 2010, p.


191), todavía expresan sus miedos a enfrentarse con su pareja, a decep-
cionar a su familia y a traicionar a su comunidad. Dado que el racismo
y la discriminación caracterizan la exclusión de todos los indígenas
y afectan por igual a sus hermanos y sus compañeros, eso les ha di-
ficultado defender su particular problemática como mujeres. Por eso
han insistido en analizar simultáneamente la condición de mujeres
junto con la situación de sus hombres dado que, para que cambie su
posición, también los hombres deben cambiar. Así, la transformación
personal de estas mujeres ha provocado cambios en las parejas; y, aun-
que en un principio los hombres protestaron, hoy muchos de ellos han
enmendado actitudes y conductas. Pese a ser inicialmente objeto de
burlas, luego otros hombres los acaban imitando.
Martha rechaza la idea de que los mayores conflictos de las indí-
genas provengan de los usos y costumbres tradicionales, e insiste en
que los “mayores conflictos” surgen de la miseria y la explotación de
sus pueblos, por la carencia de servicios públicos de calidad, la violen-
cia del Estado, y la militarización de la zona. Ella establece un diálogo
crítico con compañeros del movimiento indígena, pues suscribe las
denuncias colectivas de las carencias que padecen sus pueblos, des-
atendidos por las políticas gubernamentales, pero también critica el
machismo que existe dentro de las comunidades indígenas evidente
en la exclusión de las mujeres de la toma de decisiones, la violencia
sexual y simbólica, y las prácticas sexistas como es el caso de la total
escasez de recursos para la educación y el fortalecimiento político de
las mujeres.
Martha ha proseguido su formación, destinando un tiempo para
capacitarse y formar a sus compañeras. En 2011 se integra al Instituto
de Liderazgo Simone de Beauvoir, como coordinadora del Programa
de Mujeres Indígenas. De ahí pasará a finales de 2014 –con la salida
del gobernador Aguirre y la entrada del gobernador interino Rogelio
Ortega, tras la tragedia de Ayotzinapa– a ocupar el cargo de Secretaria
de Asuntos Indígenas.

741
Marta Lamas

La comandante Nestora Salgado

Con el propósito de garantizar la seguridad de los habitantes en una de


las zonas del país con mayor marginación, violación a derechos huma-
nos y militarización, en 1995 se crea la Policía Comunitaria de Guerrero.
A partir de la Ley de Seguridad Pública aprobada en 2007, se le recono-
ce su carácter de policía preventiva y auxiliar en los municipios, sujeta
a los lineamientos del Ayuntamiento. Desde 2011, la Ley de Seguridad
Pública reconoce como actos de autoridad los ejercidos por la Policía
Comunitaria en sus funciones.7 En 2013, Nestora Salgado es nombrada
la primera comandante mujer de la policía comunitaria.
Nestora fue la sexta hija –de un total de siete– de una familia del pue-
blo artesanal de Olinalá, en la región de la Montaña; perdió a los once
años a su madre; se casó a los 16; tuvo tres hijas y migró a los Estados
Unidos, dejándolas al cuidado de su familia. En Washington trabajó sie-
te años como recamarera y empleada doméstica; se separó de su marido
y regularizó su situación migratoria. Hoy tiene nacionalidad estadou-
nidense. Durante esos años, construyó una nueva vida en el país veci-
no junto a su actual compañero. Sensible a la situación de miseria de la
montaña guerrerense, Nestora giraba recursos sistemáticamente para
apoyar a su comunidad, y se fue ganando un lugar de liderazgo comuni-
tario en Olinalá. Preocupada por la inseguridad, Nestora decidió orga-
nizar la policía comunitaria de su pueblo para combatir la connivencia
de las autoridades locales con el narcotráfico. Ella declaró que no le tiene
miedo a los sicarios sino al Ayuntamiento y solicitó a sus paisanos que
“No vendan la droga, no la consuman, porque mientras haya consumi-
dores esto va a seguir adelante, y es difícil pararlo”.
El 16 de agosto del 2013 Nestora encabezó la detención del síndico de
Olinalá, Armando Patrón Jiménez –hoy diputado electo por el Partido de
la Revolución Democrática (PRD)–, a quien se acusó de cometer el delito
de abigeato (robo de ganado) y de estar presuntamente involucrado en

7. Según María Teresa Sierra (2010), investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores
en Antropología Social (CIESAS), para el año 2011 la Policía Comunitaria en Guerrero ya contaba con 750
policías comunitarios; tres Casas de Justicia que atendían a 62 comunidades distribuidas en 11 munici-
pios de la Costa-Montaña de Guerrero.

742
Mujeres guerrerenses: feminismo y política

el asesinato de dos ganaderos. Fue retenido en la Casa de Justicia, pero


los cómplices del síndico presentaron una denuncia por “secuestro” y
cinco días después, el 21 de agosto, Nestora y otros policías comunita-
rios fueron detenidos por veinte militares. Posteriormente, la Marina
Armada de México la trasladó al penal de alta seguridad en Nayarit, acu-
sada del delito de secuestro.
La comandante fue encarcelada como represalia por su valiente
trabajo en contra del crimen organizado y la corrupción municipal. El
profesor Thomas Antkowiak, director de la Clínica Internacional de
Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Seattle, lidera el litigio internacional en su favor. También el Grupo de
Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de Naciones Unidas y la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos están monitoreando el caso. En
marzo de 2015, un juez federal desestimó los cargos federales por delin-
cuencia organizada en modalidad de secuestro y ordenó su liberación.
Sin embargo, Nestora sigue encarcelada dado que el fiscal de Guerrero
–posiblemente bajo amenaza– no se desiste de la acusación. Luego de
casi dos años de estar detenida en la cárcel de alta seguridad en Tepic,
Nestora Salgado inició una huelga de hambre por su irregular situación
jurídica, y así logró ser trasladada al Centro Femenil de Reinserción
Social de Tepepan, en la Ciudad de México.
En el caso de Nestora hay una clara ausencia de debido proceso: los
cargos que se le imputan están basados en pruebas ilegales (a las “vícti-
mas” las arraigaron y les tomaron declaración sin seguir el proceso le-
gal); la trasladaron a Tepic antes de que se cumplieran las 72 horas de
su primera declaración, por lo cual su abogado de oficio no tuvo posi-
bilidad de presentar recursos. Nestora estuvo ilegalmente encarcelada
en Tepic casi un año, sin que existiera orden judicial para ello, al tiempo
que ninguno de sus acusadores se ha presentado a ratificar la denuncia
en su contra, pese a haber sido citados. Además, aunque es ciudadana
de Estados Unidos nunca tuvo acceso a asistencia consular, pese a que
la justicia mexicana tuvo conocimiento de su calidad de estadunidense.
El turbio entramado de la narcopolítica en Guerrero involucra tam-
bién a la justicia, incapaz de ver que una mexicana que logra luego de
años de trabajo en Estados Unidos una buena situación económica y la

743
Marta Lamas

nacionalidad, no va a regresar a su comunidad a “secuestrar” a la vista de


todos –como ocurrió con Patrón Jiménez–, para remitirlo abiertamente
a la Casa de Justicia. Al pretender limpiar de droga y de corrupción a su
comunidad, Nestora afectó grandes intereses y, esto, la mafia política
no se lo perdona.

La precandidata del PRD Aidé Nava

El PRD en Guerrero es un partido donde hay narcos, pero también po-


líticos decentes que quieren poner orden y acabar con la narcopolítica.
Ahuacuotzingo es un pequeño municipio de la montaña de Guerrero,
ubicado en el corazón de los mayores campos de opio de América.8 Ahí,
como en otras poblaciones de ese estado, el narco controla la zona, por lo
cual intentar una política independiente de los narcos es jugarse la vida.
En marzo de 2015, Aidé Nava González, de 41 años, precandidata del
PRD en Ahuacuotzingo fue secuestrada y su cabeza apareció junto a un
mensaje escrito con letras rojas: “Esto le va a pasar a todos los putos cha-
queteros y putos políticos que no se quieran alinear. Firmado: Puro Rojo
zns” (Martínez Ahrens, 2015b). La autopsia determinó que Aidé fue tor-
turada con una saña escalofriante y que, aún viva, la habían decapitado.
Aidé Nava era la viuda de Francisco Quiñónez Ramírez, un hombre
popular y con un fuerte compromiso social, alcalde de Ahuacuotzingo
por el PRD entre 2009 y 2012. Como no hay reelección, Quiñonez –de 42
años– tuvo que esperar para participar de nuevo en las elecciones de ju-
nio del 2015; pero el 28 de junio de 2014, fue emboscado por sicarios que
lo bajaron de su camioneta y lo acribillaron ante su esposa. Dos años an-
tes, el 11 octubre de 2012, el hijo de la pareja, Francisco, de quince años,
había sido secuestrado. En un vídeo subido a YouTube, el muchacho im-
ploraba a sus padres que pagasen 17 mil dólares por su rescate. El dinero
se pagó, pero no se volvió a saber nada del joven. Cuando asesinan al ma-
rido, Aidé decide tomar su relevo, y acepta la precandidatura del PRD,
con la ilusa esperanza de combatir al mal.

8. Véase Martínez Ahrens (2015b).

744
Mujeres guerrerenses: feminismo y política

En Guerrero, en la última década, han sido asesinados más de 60


miembros del PRD (Martínez Ahrens, 2015b), y también han caído mili-
tantes y dirigentes del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del
Partido Acción Nacional (PAN). Los asesinan en la puerta de sus casas,
mientras desayunan en un hotel o en plena carretera. Poco importa el
lugar. Como se ha podido ver con el caso de Ayotzinapa, la necropolitica
del narco se instaló hace mucho tiempo en el estado de Guerrero. El ase-
sinato de Aidé ha sido atribuido por el PRD a Los Rojos, un salvaje cartel
que desde hace años libra un combate a muerte con Guerreros Unidos,
la organización criminal causante de la tragedia de Ayotzinapa. Ese te-
rritorio es suyo, como afirman en el mensaje sangriento y elocuente que
dejaron junto a la cabeza de Aidé. La muerte de esta valiente mujer no
tuvo el impacto mediático de otras muertes, y cuando fue sepultada en
su pueblo natal de Pochutla, su hija mayor, Vanesa, rogó ante un féretro
cubierto de flores que México no dejase caer en el olvido la lucha de sus
padres. Luego, huyó de Ahuacuotzingo.
La tragedia de Ayotzinapa, como ningún otro episodio criminal en
México, ha conmovido al país. El Instituto de Estudios para la Transición
Democrática señaló que: “cuerpos policíacos, ejército, partidos políticos,
procuradurías de justicia, aparatos de inteligencia, gobierno local y go-
bierno federal, tienen una grave responsabilidad, y su actuación, por
omisión o comisión, configura un fracaso mayúsculo del Estado mexi-
cano” (IETD, 2014).
Lo que ocurre en Guerrero es más que un fracaso del Estado; lo que
Guerrero pone en evidencia es una forma de hacer política bajo el mortífe-
ro poder corruptor del narcotráfico alimentado por una cruenta virilidad.

La necropolítica y el capitalismo gore

En Guerrero se ha gestado una problemática ominosa por la nefasta


mezcla de la voracidad económica con los imperativos de la virilidad, en
el contexto de la plena vigencia de los viejos problemas sociales de la po-
breza y la desigualdad constantemente pospuestos y desatendidos. Sayak
Valencia (2010) califica como gore, término del género cinematográfico

745
Marta Lamas

de violencia extrema, este momento del capitalismo que se caracteriza


por el derramamiento de sangre del crimen organizado, con técnicas
crueles como el secuestro, la tortura, el decapitamiento y el desollamien-
to. Ella habla de la “violencia sobregirada y la crueldad ultra especializa-
da” que “se implanta como formas de vida cotidiana en ciertas localiza-
ciones geopolíticas a fin de obtener ganancias económicas”, y considera
la mutilación y desacralización del cuerpo humano como “una herra-
mienta de necroempoderamiento”.
Para “conceptualizar a los hombres que utilizan la violencia como
medio de supervivencia, mecanismo de autoafirmación, y herramienta
de trabajo”, Valencia retoma la figura del endriago (personaje mítico en
Amadís de Gaula), “monstruo que conjuga hombre, hidra, y dragón, habi-
ta tierras infernales y produce gran temor entre sus enemigos”. Según la
autora, nuestros endriagos contemporáneos no solo matan y torturan por
dinero, sino que también buscan dignidad y autoafirmación a través de
una lógica “kamikaze” y sacrificial. Estos nuevos sujetos “ultra violentos
y demoledores” –sicarios, secuestradores, coyotes y polleros, pero tam-
bién policías y soldados– son hombres que hacen frente a su situación de
marginalidad por medio del imperio de la violencia y del mercado negro
–tráfico de cuerpos, drogas, armas–. Muchos son hombres pobres que vie-
nen de grupos étnicos discriminados y clases sociales subordinadas, que
contribuyen a sostener el poder de la masculinidad hegemónica –la de los
gobernantes y empresarios– en un sistema donde están estrechamente
entretejidos el poder, la economía y una virilidad depredadora.
En México, matar se ha convertido en el negocio más rentable para
estos hombres, desempleados y sin formación, impulsados por el deseo
de consumo y la necesidad de hacerse de un capital. Rita Laura Segato,
quien califica a la economía como “de rapiña”, dice que para sostener
su poder esta economía desarrolla una pedagogía de la crueldad (Gago,
29 de mayo de 2015). Bourdieu (2000) reflexionó en su análisis La domi-
nación masculina sobre la virilidad, y señaló que los hombres adquieren
prestigio ante los ojos de los demás hombres con acciones peligrosas,
donde arriesgan la vida y no muestran miedo. Por eso, como matar
despiadada y fríamente conlleva el prestigio de la virilidad, y como han
ido “educados” en la crueldad, estos nuevos endriagos son incapaces de

746
Mujeres guerrerenses: feminismo y política

cuestionar la brutalidad y el horror en que están inmersos, y tienen –


como bien explica Valencia–, una de las subjetividades más “feroces e
irreparables” del capitalismo neoliberal.
Esto que pasa en Guerrero también ocurre en otras zonas de México,
donde circulan libremente la droga, la violencia y el capital, y donde las mu-
jeres son robadas, violadas, encarceladas o asesinadas, mientras los hom-
bres se van convirtiendo en endriagos, en muertos o en desaparecidos.
Rossana Reguillo (2015a y b) señala que la economía de la muerte que
acompaña la guerra contra el narco ha convertido los cuerpos decapita-
dos, las balaceras y las fosas, en parte constitutiva del paisaje. Para ella,
el sentido común, que fue “orillado a incorporar ese paisaje desolado”,
no solo ha contribuido a la normalización de la violencia extrema, sino
que además ha producido “una aspiración, un deseo: la aniquilación, la
violencia, la destrucción del otro, ya no como un acto de violencia utili-
taria (la que persigue un fin) sino pura violencia expresiva (aquella que
busca exhibir su poder total)” (Reguillo, 2015a y b). Justamente, la vio-
lencia expresiva enmarca este atroz paisaje social de miseria ancestral,
impunidad y corrupción de autoridades y partidos, de violencia delin-
cuencial y, desgraciadamente, también policíaca y militar. Y no solo eso,
sino que la popularización de la narcocultura, con sus levantones, tor-
turas, ejecuciones y fosas, ha invadido el imaginario de otras personas,
incluso de niños.9
Es preocupante que el reclamo feminista sobre la violencia de género
no aborde la problemática de la violencia de los hombres contra otros
hombres. Desde hace más de treinta años, el tema de la violencia hacia
las mujeres se convirtió en la gran reivindicación de la mayoría de las
feministas en México. Ninguna de las otras causas feministas ha logra-
do más leyes, recursos y propaganda mediática que esta. El reclamo ha
tenido una gran visibilidad y un fuerte apoyo de todas las posiciones
políticas, incluido el gobierno y las iglesias. Varias autoras10 han anali-
zado y denunciado el proceso de incorporación e instrumentalización

9. Los textos citados de Reguillo (2015 a y b) analizan el caso del niñito asesinado en Chihuahua por unos
adolescentes que “jugaron” a asesinarlo, luego de torturarlo.
10. Saucedo y Huacuz (2010); Huacuz (2011); Melgar (2011); Núñez (2011).

747
Marta Lamas

de las reivindicaciones del feminismo por parte de partidos políticos,


grupos de poder estatales, incluso organizaciones no gubernamentales.
Un aspecto principal de este proceso es la forma en que esa demanda ha
sido utilizada para impulsar un giro punitivo (Núñez, 2011). La reflexión
de Kristin Bumiller (2008), sobre la forma en que el neoliberalismo ha
pervertido la lucha contra la violencia hacia las mujeres para fortale-
cer el giro carcelario del Estado, se puede aplicar a nuestro país. En esa
misma dirección apunta el señalamiento de Loïc Wacquant en torno a
que la política neoliberal está provocando una “remasculinización del
Estado” (Wacquant, 2013, p. 410), que consiste en un fortalecimiento del
esquema patriarcal, con un duro giro punitivo y una vulneración de los
derechos sociales. Eso es lo que estamos viviendo hoy: un giro carcelario,
una remasculinización del Estado y una vulneración de los derechos. De
ahí que se haya vuelto imperativo analizar cómo los mandatos de género
conectan las dimensiones psicosexuales de la identidad al amplio rango
de los imperativos sociopolíticos y económicos.

Destradicionalización y reflexividad

La profunda crisis civilizatoria provocada por la voracidad del neolibe-


ralismo ha propiciado afectaciones a valores, identidades, estructuras
de vida y formas de sociabilidad y afecto. Esas transformaciones impac-
tan la producción social de subjetividades, entendiendo por subjetivi-
dad tanto la estructuración individual y sus procesos psíquicos como el
conjunto de pautas socioculturales, especialmente aquellas relaciona-
das con la sociabilidad cotidiana y los arreglos afectivos, que en espe-
cial han repercutido en los mandatos de género. Estas cuatro mujeres
guerrerenses encarnan interesantes y novísimas reformulaciones como
sujetos políticos. Valentina y Martha, de forma distinta, pero ambas con
autonomía y agencia, han marcado una diferente representación de las
mujeres indígenas. La injusticia cometida con la comandante Nestora y
el horror de lo sucedido a Aidé Nava –aunque son experiencias negativas
muy contundentes– ofrecen una visión de coraje y arrojo nada común
en el mandato tradicional de la feminidad. Las cuatro guerrerenses han

748
Mujeres guerrerenses: feminismo y política

puesto en circulación un mensaje que habla de un agenciamiento nota-


ble. El hecho de que mujeres ocupen puestos antes considerados “mas-
culinos” (como la comandante Nestora); que se arriesguen a denunciar
la violación de unos militares (como Valentina); que desarrollen una
carrera política, dejando de lado la opción típica del matrimonio y los
hijos (como Martha); y, que tengan la valentía inaudita de asumir un
cargo sabiendo que se juegan la vida al desafiar al narco (como Aidé),
¿provoca que se transformen las ideas sobre “lo propio” de los hombres
y lo “propio” de las mujeres? ¿Podríamos interpretar la visibilidad con-
quistada por sus historias como una fuente de reflexividad crítica sobre
“lo propio” de las mujeres? Para Lois McNay (1999) la respuesta es afir-
mativa, pues ella considera que la transposición del habitus femenino en
distintos campos constituye una reflexividad crítica respecto al género.
Al principio de estas páginas decía que los seres humanos al ser atra-
vesados por los mandatos culturales y someterse a los requerimientos de
la vida social, transforman no solo sus prácticas sino la forma en que se
conciben a sí mismos. Y aunque es indudable que estas cuatro golondri-
nas no hacen verano, también es cierto que ellas han iniciado un proceso
de destradicionalización del género; o sea, un deshacer ciertas creen-
cias, normas y habitus. Luis Villoro, al reflexionar sobre la identidad de
los pueblos, decía que “un pueblo no es una realidad dada de una vez por
todas, es una configuración cambiante con las circunstancias” (1998a,
p. 65). Los pueblos de Valentina, Martha, Nestora y Aidé, tienen hoy una
configuración distinta. También Villoro planteaba que: “para ser au-
téntica una cultura debe responder a las necesidades colectivas reales”
(1998, p. 65). Es un hecho que las luchas de estas cuatro mujeres, además
de consistir en procesos de reformulación identitaria, han significado
dar voz y presencia a necesidades sentidas colectivamente, como lo es
la defensa de derechos individuales y colectivos. Sin embargo, no hay
que sobreestimar las posibilidades de la destradicionalización de géne-
ro, la cual solamente alude a un proceso donde, en un orden social, la
tradición cambia de estatus. Lisa Adkins (2004) nos recuerda que una
indudable reflexividad respecto al género no supone en automático una
destradicionalización. Según ella, la reflexividad en relación al género
se está convirtiendo crecientemente en una rutina, sin que eso implique

749
Marta Lamas

que se dé una eliminación del esquema de género. La destradicionaliza-


ción puede llevar a una forma de pensar “el arreglo entre los sexos” sin
que las prácticas que se desprendan de tal reflexión lleguen a cambiarlo.
La reflexividad también está cruzada tanto por la individualización y el
consumismo como por el deseo de tener una vida digna y poder desarro-
llarse individualmente.
Ahora bien, ¿cuál es el efecto de la transformación personal de unas
cuantas sobre las demás mujeres? ¿Se podría pensar entonces que ellas,
además de “traducir” en actos una propuesta política, alientan cierta
agencia en las demás? Esta interrogante es la más difícil de responder,
sin embargo la reflexión de una psicoanalista, Piera Aulangier ofrece un
indicio esperanzador. Aulangier habla de la importancia del encuentro
entre un “poder de aprehender” y los enunciados disponibles. La clave
de dicho momento radica, según ella, en que “este poder de aprehender
y de apropiarse de una parte de los mensajes es uno de los fundamentos
del proceso que instituye al Yo” (2007, p. 309). Desde esa perspectiva,
¿podría pensarse que las vidas de estas cuatro guerrerenses se han vuel-
to “enunciados disponibles”, y que las demás mujeres están en posibili-
dad de aprehender lo que implican sus trayectorias y emularlas? Obvio
que las trágicas experiencias de Aidé y Nestora pueden resultar desalen-
tadoras para la gran mayoría, sin embargo, también son un paradigma
de coherencia e integridad nada desdeñable. Finalmente, lo único que se
puede concluir es que estas cuatro mujeres, con su praxis, ya han pues-
to en marcha un cambio entre las guerrerenses. Y, llevando agua a mi
molino, también es posible pensar que en este cambio el feminismo ha
jugado un cierto papel, pues su “contagio” y la apropiación de las ideas
feministas de autonomía y amor propio articularon de otra forma sus
identidades femeninas.

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Villoro, Luis (1998). Sobre la identidad de los pueblos. En Estado plural,
pluralidad de culturas. México, UNAM/Paidós.
Wacquant, Loïc (2013). Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la
inseguridad social. Barcelona: Gedisa.

752
Debate Feminista: ¿una revista de izquierda?*

Las revistas se insertan dentro de una historia determinada, pero además


“son el contexto inmediato donde se inscribe cuando menos parcialmen-
te la obra personal de quienes realizaron esos emprendimientos editoria-
les” (Illades, 2011, p. 20). Por eso Debate Feminista es parte de la historia de
un sector de la izquierda mexicana y, al mismo tiempo, parte de mi histo-
ria personal. Debido a eso, este es un texto de carácter testimonial, ya que
necesito recurrir a la autorreferencia para dar cuenta, a grandes rasgos,
de cuestiones personales que fueron determinantes en el surgimiento,
desarrollo y orientación de la publicación.1 Creo, sin embargo, que, pese
al sesgo personal, este relato aporta elementos que iluminan aspectos del
contexto y las características de la izquierda en México.

El feminismo de izquierda

“Feminismo” es un término con el que se alude tanto a un movimiento


social como a un pensamiento político y a una forma de crítica cultu-
ral. Sus diversas tendencias y sus variadas expresiones, que van desde el

* Extraído de Lamas, Marta (2020). Debate Feminista: ¿una revista de izquierda? En Jorge Cadena Roa y
Miguel Armando López Leyva (coords.), Las izquierdas mexicanas hoy, vol. I: Las vertientes de la izquierda (pp.
151-176). México: UNAM.
1. El testimonio personal, que registra los determinantes biográficos, ha cobrado importancia en la in-
vestigación sobre los movimientos sociales. Véase Passy y Giugni (2000); Van Dyke, McAdam y Wilhelm
(2000); Crossley (2003); y, Giugni (2007).

753
Marta Lamas

activismo a la investigación y teorización pasando por la creación literaria


y artística, obligan a hablar de “feminismos”, y estos inciden en ámbitos
distintos: en el trabajo político con mujeres de las zonas rurales, indígenas
y urbano-populares, en la academia y en la realpolitik, entre otros. Desde
distintos enfoques ideológicos y prácticas políticas las feministas coinci-
den en que la diferencia sexual no debe traducirse en desigualdad.2
Esos varios feminismos, con sus distintas tendencias dentro del mo-
vimiento social, diversos postulados del pensamiento político y múlti-
ples enfoques de la crítica cultural, los ubico en dos grandes campos que
distingo a partir de cómo conceptualizan a ese ente que socialmente lla-
mamos “mujer”. Por un lado, están quienes consideran que existe una
esencia en las mujeres distinta de la de los hombres; estas feministas, a
quienes califico de “mujeristas”, se encuentran presentes en casi todas
las derivas del movimiento, e incluso muchas se asumen de izquierda.
No es mujerismo el hecho de dar prioridad política a las mujeres pues es
correcto llevar a cabo un trabajo específico con determinados sectores
sociales. Lo distintivo del mujerismo no es su sector de intervención –las
mujeres– sino la conceptualización con la cual se trabaja: creer que la
“esencia” de las mujeres las hace más vulnerables que a los hombres o
mejores que ellos, por ejemplo, menos corruptas.
Del otro lado están quienes comparten una perspectiva antiesencia-
lista, que pone el acento en la multidiferenciación del sujeto, y cuestio-
nan los mandatos culturales asignados a todas las identidades, y no solo
a la identidad de “mujer”. Esta perspectiva abarca al conjunto de dife-
rencias humanas que rebasan la simple oposición sexual. El feminismo
antiesencialista de izquierda visualiza las intersecciones entre la clase
social, la condición indígena, la edad (por mencionar solo algunas) con
el género.3 Ciertas feministas se interesan también por la complejidad

2. Las distintas perspectivas para lograr dicho objetivo llevan a que se las nombre y caracterice políti-
camente de diversas formas. Una clasificación inicial caracterizó al feminismo como radical, liberal y
socialista. Luego se habló de feministas de la igualdad o feministas de la diferencia. Dentro del propio
movimiento mexicano se estableció la diferencia entre feministas “autónomas” y feministas “institucio-
nalizadas”, y luego Espinosa (2009) habló de 4 vertientes del feminismo: la histórica, la popular, la civil
y la indígena.
3. Una de estas tendencias ha planteado la importancia de la interseccionalidad, o sea, de la perspectiva
que analiza cómo intersectan los condicionantes de clase social, condición étnica, edad, y otros más, con

754
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

psíquica de los seres humanos, por lo cual subrayan la importancia de la


dimensión simbólica y toman en consideración el carácter troquelador
del lenguaje y la cultura que penetra los imaginarios individuales.
Ahora bien, estas dos perspectivas –la mujerista y la antiesencialis-
ta– se encuentran en todos los posicionamientos políticos feministas:
hay compañeras de izquierda mujeristas (¡muchas feministas antipa-
triarcales y anticapitalistas!) y feministas de izquierda antiesencialistas;
feministas liberales y radicales mujeristas y también antiesencialistas.
Asimismo, hay feministas de derecha, cuyo objetivo es eliminar la dis-
criminación provocada por la lógica cultural de género.4 Además de
esas combinaciones de conceptualizaciones con implicaciones políticas,
muchas feministas de izquierda que tienen diferencias internas, como
ocurre en la izquierda, también coinciden con muchas liberales y de de-
recha en considerar prioritario insertarse dentro de la realpolitik. La con-
traposición de discursos y prácticas lleva a múltiples combinaciones y a
variadas formas de lucha, incluso con expresiones que llegan a ser muy
sectarias e, incluso, agresivas.
Al analizar la relación de la revista con una parte de la izquierda mexi-
cana me percaté de que, aun cuando muchas feministas nos sentíamos
parte de la izquierda, la izquierda no nos registraba como parte suya
(Lamas, 1992).5 Entre los autores de diversas posturas que han escrito
específicamente sobre la izquierda actual en México ninguno incluye al
feminismo.6 Un ejemplo escandaloso es el ambicioso proyecto de Arturo
Martínez Nateras, cuando intenta recuperar La historia de la izquierda

el género. Esta perspectiva es hoy un imperativo del feminismo académico para visualizar la complejidad
de cómo operan las relaciones de poder en un amplio espectro que rebasa las cuestiones de género. Véase
Crenshaw (1995), Grabham et al. (2009) y McCall (2005).
4. Las feministas insertas en grupos conservadores son conscientes de su discriminación como mujeres
y luchan por la igualdad de oportunidades y de trato, sin poner en cuestión el sistema capitalista. Estas
son tanto algunas mujeres del PAN y el Verde, además de ciertas académicas.
5. Siguiendo a Cadena Roa y Leyva, hay varias vertientes de la izquierda mexicana: partidista, antisiste-
ma, de movimiento, gubernamental, etcétera. Mi somera revisión se centró en lo que algunos intelectua-
les han escrito sobre la izquierda mexicana reciente, y en rastrear si hacían alusión al feminismo como
integrante de la izquierda.
6. Los autores que revisé son Aguilar Camín (2008); Anguiano (1991); Encinas (2009); González Pérez
(2009); Illades (2011); Martínez Nateras (2014); Ortega y Solís de Alba (2012); Patán (2012); Pipitone (2015);
Rodríguez Araujo (2015); Sánchez Rebolledo (2014) y Woldenberg (1998, 2012).

755
Marta Lamas

mexicana del siglo XX. En el Libro 1 Cronología (2014), dice que “No existió
un movimiento trascendente al cual la izquierda haya sido ajena, todo le
era propio, sea estudiantil, sindical, magisterial, político, urbano, feme-
nil, juvenil” (Martínez Nateras 2014, p. 13), y aunque declara “Destaco la
participación de la mujer de izquierda en los movimientos revoluciona-
rios generales y en la lucha por los derechos propios de género y por la
equidad” (2014, p. 13), las feministas y el movimiento feminista brillan
por su ausencia. Según el autor, esa Cronología representa la “hoja de
vida de la izquierda mexicana siempre fusionada al movimiento social y
político mexicano e internacional” (2014, p. 11). Y aun cuando Martínez
Nateras expresa la pretensión de registrar “los hechos, temas, aconteci-
mientos y protagonistas que integran ese mosaico diverso y plural que
es la izquierda mexicana en el siglo XX” (2014, p. 12), olvida las luchas, los
temas y los acontecimientos feministas.
En la Cronología se pasa por alto a feministas históricas, como Juana
Belén Gutiérrez o Hermila Galindo; no se registra la creación del Frente
Único Pro Derechos de la Mujer, en 1935; ni la formación de la Unión
Nacional de Mujeres Mexicanas (cercana al Partido Comunista Mexicano,
PCM), en 1964; ni tampoco está la creación del Frente Nacional de
Lucha por la Liberación y los Derechos de las Mujeres, FNLADIM, en
1979 (donde, por cierto, participaron el PCM y el Partido Revolucionario
de los Trabajadores, PRT; el Sindicato Independiente de Trabajadores
de la Universidad Autónoma Metropolitan, SITUAM, y el Sindicato
de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México,
STUNAM; las mujeres de la Tendencia Democrática, TD –del Sindicato
Nacional de Trabajadores Electricistas–, y el Movimiento Revolucionario
del Magisterio, MRM).7 Sobra decir que, por supuesto, no aparece la
creación de la Coalición de Mujeres Feministas (1976) ni alguno de los
Encuentros Nacionales Feministas (Lamas, 2006a). También asombra

7. El FNALIDM se constituyó como un frente amplio de izquierda, con la unión de tres grupos feminis-
tas (Movimiento de Liberación de la Mujer, Lucha feminista y Colectivo de Mujeres) con los partidos de
izquierda, los sindicatos universitarios, el MRM y la TD, pero también con tres organizaciones homo-
sexuales, dos de ellas mixtas (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria y grupo LAMBDA) y una
de lesbianas (Oikabet). La participación de los grupos de homosexuales y lesbianas produjo la retirada
escandalizada de la Unión Nacional de Mujeres Mexicanas. En la revista Fem. se consigna un recuento
sobre el FNALIDM, un año después de ser constituido (Rascón, 1980).

756
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

que tal Cronología no registre la presentación por el PCM de la primera


propuesta de ley sobre la despenalización del aborto en 1980. Si bien la
Cronología consigna el asesinato del comunista Francisco Javier Velázquez
Cabrera –12 de septiembre de 1980 en Tequila, Jalisco–, omite señalar que
el asesinato fue resultado de la criminal campaña “anti-aborto” de la dere-
cha, cuyo lema fue “El aborto es un asesinato pero matar comunistas no es
pecado”.8 De igual forma elude mencionar la primera reforma a la legisla-
ción sobre aborto, llamada “Ley Robles” –con la mayoría del PRD en agosto
del 2000–, que marcó el inicio del proceso de reformas que finalmente
culminó en 2007 con la aprobación de la interrupción legal del embarazo.
En especial esta inadvertencia llama la atención, pues la despenalización
del aborto ha sido considerada como un triunfo de la izquierda.9
Algo sorprendente en la omisión de cuestiones feministas dentro de
la Cronología es que, ante la detallada relación que hay sobre el levanta-
miento del EZLN, no consigna la promulgación de la Ley Revolucionaria
de Mujeres (1994), cuya importancia simbólica y política para las muje-
res indígenas sigue vigente hoy en día (Bonfil, Batalla y Aguirre, 2008;
Hernández Castillo, 2008; Millán, 1998). Aunque Martínez Nateras dice
que hay “nuevos problemas” para la izquierda “como la igualdad de gé-
nero, el respeto a las minorías y a los derechos humanos” (2014, p. 15),
ninguna de las diversas luchas feministas por la igualdad de género que-
da registradas por él. Es probable que estas indignantes ausencias ha-
yan provocado que en el Libro 2: Movimientos sociales –compilado por Joel
Ortega–, se incluyesen dos entradas: “Mujeres del porvenir. Movimiento,
obra y pensamiento en la lucha por la democracia en México” de Sara
Lovera y “Mujeres en Lucha” de Daniel Carlos García.10

8. En varios estados de la república las feministas y los comunistas fueron salvajemente agredidos por
miembros de la Juventud Pro-Vida. En Morelos le abrieron la cabeza al militante del PCM Alberto Cas-
tañeda, y en Michoacán fueron perseguidas y apedreadas otras tres militantes del PCM (Lamas, 1981).
9. Por ejemplo, Carlos Illades incluye la despenalización del aborto cuando afirma que “algunas de las liber-
tades de las que ahora disfrutamos son producto de las luchas de aquella izquierda” (2011, p. 16). Incluso Julio
Patán dice que entre las cuestiones que se le deben a la izquierda está “no solo la posibilidad de que el aborto sea
un tema que pueda discutirse libremente, sino el hecho de que se haya despenalizado” (2012, p. 16)
10. Tal vez fue un lapsus, pero en el índice general no aparece el término “feminista” del título del ensayo
de Lovera, que sí está en la parte interna. Es significativo que Lovera, que pretende registrar la obra y el
pensamiento feminista, no dé cuenta ni del surgimiento de Fem. ni de Debate Feminista; Daniel Carlos
García sí lo hace.

757
Marta Lamas

Esta omisión de las luchas y triunfos feministas en escritos de auto-


res que reflexionan sobre la izquierda mexicana reciente, se contrapone
a la inclusión “políticamente correcta” que algunos hacen del feminismo
dentro de la izquierda mundial.11 Tal es el caso de Ugo Pipitone (2007),
quien en su breve ensayo sobre “La izquierda”, coloca al feminismo y
al ambientalismo dentro de lo que considera “la nueva izquierda”. Pero
aunque Pipitone califica al feminismo de “nueva insurgencia cultural
que enjuicia relaciones entre los sexos que reproducen y consagran la
opresión sobre la mujer” (2007, p. 48), en su apartado final “Nuevos re-
tos, nuevas urgencias”, no retoma ni una propuesta feminista. La refe-
rencia de Pipitone al feminismo, con una bibliografía clásica pero anti-
cuada (De Beauvoir y Friedan), es un mero gesto simbólico, ya que en su
análisis no toma en cuenta en serio la crítica feminista. Ciertos autores
de izquierda han comprendido que no es políticamente correcto ignorar
al feminismo, y lo añaden a eso que Woldenberg (2012) califica como
parte de la izquierda: “un denso archipiélago de organizaciones sociales,
sindicales y ecologistas, agrarias y estudiantiles, en defensa de los dere-
chos humanos, feministas, gays, y demás”, sin realmente analizar –¿ni
conocer?– sus propuestas.
Además de esa manera “políticamente correcta” de aludir al feminis-
mo, existe la moda académica de incluir el término “género” junto con
el de clase y etnia. Un ejemplo de ello es el libro Etnia, género y clase en el
discurso y la práctica de las izquierdas de América Latina (Urrego y Carrillo,
2012), editado por la Red para el Estudio de las Izquierdas en América
Latina (REIAL), donde ninguno de los dieciséis ensayos que lo compo-
nen desarrolla un argumento, hace una descripción o elabora un análi-
sis que tenga que ver con la problemática de género.
No había visualizado esta situación tan claramente hasta hoy, que in-
tento relatar el vínculo de Debate Feminista con la izquierda. Tal vez mi
ceguera se debió a que me considero de izquierda desde que en la pre-
paratoria me vinculé con el trotskismo. Luego, ya en la Escuela Nacional
de Antropología e Historia, participé activamente en el movimiento

11. Para muestra, basta un botón. En la bibliografía de Ortega y Solís de Alba (2012) aparecen secciones
especiales sobre “Movimiento armado”, “Movimiento sindical”, “Movimiento estudiantil”, “Movimiento
cristiano”, “Movimiento indígena”, sin que aparezca “Movimiento feminista”.

758
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

estudiantil de 68. El ambiente político de mi escuela me marcó, y en espe-


cial, ser alumna de Bolívar Echeverría. En 1971 ingresé a ese grupo de acti-
vistas que conformaron el inicio de la segunda ola del movimiento femi-
nista en la Ciudad de México. Éramos mayoritariamente mujeres de clase
media, con educación universitaria, que nos asumíamos de izquierda,
leíamos a Gramsci y algunas teníamos vínculos con militantes del Partido
Comunista Mexicano o del Partido Revolucionario de los Trabajadores.
En ese entonces, la visión que la izquierda mexicana tenía del feminismo
era la estrecha concepción de que se trataba de un movimiento separatista
y pequeño burgués, a pesar de que nuestro esfuerzo para conseguir un re-
conocimiento como parte de esa izquierda fue grande. En especial, las mi-
litantes comunistas y trotskistas debieron lidiar con la cerrazón machista
de sus camaradas. Pero la rápida adopción por la Cuarta Internacional de
una perspectiva feminista atenuó un tanto la resistencia en los trotskis-
tas, al grado de que las militantes del PRT fueron las primeras en crear en
1976 un grupo feminista: el Colectivo de Mujeres. El PCM tardaría un poco
más en abrirse al feminismo, luego de desencuentros e incomprensiones,
como cuando nos acusó de ser agentes del imperialismo yanqui por pro-
mover la despenalización del aborto.12
El feminismo tenía otra lógica –“lo personal es político”– que me alejó
de la dinámica de los partidos y me llevó a reivindicar la autonomía or-
ganizativa. Luego, a mediados de la década de los ochenta, durante mi
estancia en España, me vinculé con Ludolfo Paramio, que me sugirió la
lectura de autores de la New Left. La propuesta crítica de Laclau y Mouffe
sobre la radicalización de la democracia fue mi punto de inflexión hacia
una perspectiva distinta. El pensamiento de Norbert Lechner sobre la
importancia que tienen los procesos de individuación subjetiva para los
procesos de avance democrático me acercó a otra visión de la lucha de-
mocrática. En esa época pensaba –y lo sigo haciendo– que una tarea de
la izquierda consistía en mejorar el vínculo entre la vida personal y la
política. José Aricó me influyó con su crítica al exceso de discurso utópi-
co, que liquida la posibilidad de amar lo posible, pues –como decía este

12. Años después, en 1980, ese mismo partido llevaría a la Cámara de Diputados la propuesta feminista
de ley sobre interrupción legal del embarazo, titulada Ley sobre Maternidad Voluntaria.

759
Marta Lamas

marxista– sin algo de adhesión a lo posible, de búsqueda de lo posible,


no podemos hacer de la política una dimensión humana.
A mi regreso de España, mi trabajo de 1986 a 1993 como asistente de
Héctor Aguilar Camín, director de la revista Nexos, me acercó políticamen-
te a diferentes integrantes del Consejo: Roger Bartra, Rolando Cordera,
Adolfo Gilly, Carlos Monsiváis, Carlos Pereyra, José Woldenberg. De
todos ellos el que tuvo la mayor influencia sobre mí, la más profunda y
sostenida, fue Monsiváis. Además de ser un crítico de la cultura y la polí-
tica, fue un comprometido activista contra todo tipo de discriminación
y exclusión: combatió el clasismo, el racismo, el sexismo, la intolerancia
religiosa, el machismo, la homofobia, el antisemitismo, la islamofobia y
de cuanta discriminación se percataba.13 Aunque encarnó la definición
que Paolo Flores D’Arcais hace de la izquierda como “un compendio de
actitudes que pueden resumirse en indignación hacia lo existente” (2001,
p. 121), Monsiváis estaba convencido de que también había que intervenir
en la realpolitik con acciones. Él me transmitió el señalamiento de Saul
Alinsky (1971) en el sentido de que hay que tener objetivos radicales pero
métodos reformistas. Al seguir a Monsiváis me he asumido como parte
de esa constelación de activistas/intelectuales de izquierda que luchan
contra la injusticia y la desigualdad, pero que, al mismo tiempo, evitan lo
que Gabriel Zaid (2012) califica como “metas indefinidas, excesivas o im-
posibles”. Esta postura me llevó a ser integrante del Instituto de Estudios
para la Transición Democrática (IETD), que aglutinó a muchos de los
antiguos integrantes del Movimiento Acción Popular (MAP), y también
me impulsó a apoyar tres frustrados intentos de armar un partido social-
demócrata y feminista (Democracia Social, México Posible y Alternativa
Socialdemócrata y Campesina).14

13. Sin lugar a dudas, fue un referente ético-político de muchos movimientos sociales y organizaciones
civiles, y un poderoso e influyente aliado del feminismo. Para un panorama de sus reflexiones críticas
sobre el feminismo véase Monsiváis (2013).
14. Rodríguez Araujo califica al MAP como “una organización sui generis” pues sus integrantes “sin asu-
mirse como miembros de organización alguna, siguen participando en política (primero en el PSUM,
luego en el PMS y algunos de ellos en el PRD y menos todavía en Morena). Los más conocidos fueron
Rolando Cordera, José Woldenberg, Arnaldo Córdova, Adolfo Sánchez Rebolledo, Carlos Pereyra, Pablo
Pascual Moncayo y otros que sería largo mencionar” (2015, nota 316, pp.150-151). Varios de ellos forma-
rían, en 1989, el IETD.

760
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

¿Por qué y cómo nace Debate Feminista?

En México, a principios de la segunda ola del feminismo, aparece la re-


vista Fem. (1976) como un claro proyecto cultural y político.15 El editorial
del primer número plantea su perspectiva política: “Fem. considera que
la lucha de las mujeres no puede concebirse como un hecho desvincula-
do de la lucha de los oprimidos por un mundo mejor”. La desaparición de
Alaíde Foppa en Guatemala en diciembre de 1980 desata una crisis en la
dinámica interna de Fem.16 A lo largo de años se dan varios intentos por
superar el quiebre, con mecanismos para su reorganización tales como
la de rotar la coordinación de cada número; pero los roces y conflictos,
tanto personales como ideológicos, no cesan.
Esto me llevó, a finales de 1986, a proponerle a Carlos Payán, el en-
tonces director de La Jornada, la realización de un suplemento feminista
mensual para dicho periódico. Ya desde mediados de los años ochenta,
un amplio sector de la actividad feminista en México y América Latina
había transitado de los pequeños grupos de autoconciencia a modelos
nuevos de militancia comprometida, especialmente el de participar asa-
lariadamente en grupos constituidos como asociaciones civiles. Esto
configura un estilo de trabajo con mujeres indígenas y de sectores po-
pulares que favorece el crecimiento de las bases del movimiento amplio
de mujeres. Pero persiste un dilema: ¿cómo introducir en los ámbitos de
esas activistas las reflexiones teórico-políticas que pudieran enriquecer
sus intervenciones?
Argumenté a Payán que era necesario instalar un punto de vista “fe-
minista de izquierda” para analizar y discutir lo que ocurre en el país
y para establecer un debate con los integrantes de la realpolitik de la iz-
quierda. Payán aceptó, así que empecé a armar un equipo. Varias repor-
teras de La Jornada solicitaron participar, sin embargo, ellas querían un
suplemento de mujeres mientras que mi objetivo era la interlocución

15. La segunda ola surge públicamente en 1971, y cinco años después aparece Fem., fundada por Alaíde
Foppa y Margarita García Flores, y arropada por un grupo de escritoras, intelectuales y activistas. Poco
después, casi simultáneamente, aparecen La Revuelta (1976) y Cihuatl. Voz de la Coalición de Mujeres (1977),
dos publicaciones en formato de periódico que no durarían mucho.
16. Durante el gobierno de Romeo Lucas García, y por elementos del ejército. Véase Poniatowska (1990).

761
Marta Lamas

con la izquierda desde un suplemento feminista donde por supuesto


también escribieran hombres. Pero las reporteras insistieron, y con mi
amarga experiencia de las broncas internas de la revista Fem., decidí evi-
tar el desgaste de visiones contrapuestas: en vez de acabar en un embro-
llo de componendas y concesiones, opté por cederles el proyecto, que
apareció en 1987 con el nombre de Doblejornada.
En octubre de 1987 se lleva a cabo en México el IV Encuentro Feminista
Latinoamericano y del Caribe, al que asisten más de 1500 mujeres: femi-
nistas, militantes de organizaciones políticas, activistas en movimien-
tos populares, madres de desaparecidos, cuadros de organizaciones
campesinas y sindicales, cristianas de la teología de la liberación, grupos
de exiladas y un número enorme de centroamericanas involucradas en
la guerra y en la política en sus países. Ante la confrontación de distintos
paradigmas políticos pienso, una y otra vez, en la necesidad de tener un
medio donde proseguir el “debate” y discutir posiciones teóricas sobre el
quehacer político feminista.
Así las cosas, en 1988 el fraude electoral perpetrado por el PRI provocó
la indignación ciudadana, y muchísimas mujeres, no solo las represen-
tantes de colonias e integrantes de sindicatos y de organizaciones po-
líticas, sino también mujeres feministas de clase media, desarrollaron
una defensa de la legalidad democrática.17 El fraude, además de movili-
zar a la ciudadanía, derivó en amplios sectores de la izquierda mexicana
en eso que Cuauhtémoc Cárdenas (1990) nombró “el nacimiento de una
nueva esperanza”. Así, cuando parte de la izquierda mexicana revaloró
el papel de la democracia representativa y surgen nuevas disposiciones
en torno a la relación con el Estado, en varias feministas se potenció el
deseo de participar en la realpolitik. Esto significó el inicio de un cambio
de perspectiva y de actitud pues, al dejar de pensarnos como “revolucio-
narias”, se produjeron nuevas formas de acción: integración a comisio-
nes gubernamentales de trabajo, formación de instancias de consultoría
a los partidos políticos, establecimiento de alianzas con funcionarias y

17. Primero se formó el Frente de Mujeres en Defensa del Voto Popular, y poco después surgieron las or-
ganizaciones Mujeres en Lucha por la Democracia, MLD, y la Coordinadora de Mujeres Benita Galeana,
que reunieron a un amplio rango de ciudadanas conscientes de la necesidad de participar cívicamente
(Lamas, 2006b).

762
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

políticas.18 Así, con la patente voluntad de muchas feministas de izquier-


da para integrarse a la dinámica política del país, creció la urgencia de
contar con un medio feminista dispuesto a entrar al debate que la iz-
quierda mexicana empieza a dar sobre la intervención en la incipiente
política democrática. Si algo originó el proceso de democratización en
México fue, precisamente, que muchos de los grupos del movimiento
feminista dejaron de ver la política como algo ajeno y eminentemente
masculino y, en vez de ello, empezaron a reivindicar la realpolitik como
algo necesario y propio. De esa forma, la transición democrática condu-
jo a una creciente profesionalización de la intervención feminista en la
vida pública nacional, para lo cual contar con un medio de reflexión y
debate se vuelve aún más imprescindible.
Después del fracaso con el suplemento en La Jornada, y en el contexto
de la inquietud democrática, hablé con Carlos Monsiváis sobre la nece-
sidad de crear una revista para la reflexión feminista y para su interlocu-
ción política con otros sectores políticos de la izquierda. Aunque la idea
de la publicación le encantó, él declinó formar parte del equipo editorial,
argumentando que, independientemente de que publicáramos textos
escritos por hombres, era importante que la revista la hicieran solo mu-
jeres. Eso sí, luego de la experiencia de dirección colectiva en Fem. resul-
taba mejor una sola directora. Lo siguiente fue reunir a algunas de las
compañeras del proyecto de Doblejornada y a varias activistas para desa-
rrollar la propuesta: una revista intelectual tipo journal académico, don-
de publicar materiales extensos para debatir y transmitir las reflexiones
teórico-políticas del feminismo, nacional e internacional.
En la presentación editorial del primer número (marzo 1990) que es-
cribí junto con Monsiváis, y de la cual extraigo solo unos párrafos, se
declara nuestro ideario:

18. Para la visión de izquierda de la mayoría de los grupos feministas en la Ciudad de México, la lucha
por la democracia resultaba una cuestión reformista en la que no valía la pena involucrarse. Por eso, en
ninguna de las dos elecciones presidenciales previas (1976 y 1982) nos pronunciamos públicamente, ni
exigimos conocer la posición de los candidatos ante las demandas feministas, ni establecimos alianzas
o apoyamos candidatos. En 1988 la candidatura de Rosario Ibarra a la presidencia de la república por
el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) apareció como la reivindicación de un símbolo de
lucha de la izquierda y no como una propuesta feminista. En cambio, la candidatura de Patricia Merca-
do en 2006 sí fue, claramente –además de una aspiración socialdemócrata– una candidatura feminista.

763
Marta Lamas

Debate Feminista nace de la necesidad compartida entre varias fe-


ministas de disponer de un medio de reflexión y debate, un puente
entre el trabajo académico y el político, que contribuya a movilizar
la investigación y la teoría feministas, dentro y fuera de las institu-
ciones académicas, y ayude a superar la esterilidad de los estudios
aislados del debate político.
Nos proponemos analizar los asuntos necesarios para el cambio
político y trabajar en la fundamentación de un programa político
feminista. Para transformar las condiciones de vida y la práctica
política en México, también es preciso reflexionar y teorizar sobre
esas condiciones de vida, sobre esa práctica y sobre el país.
En México hay distintas posiciones feministas. Quienes partici-
pamos en esta revista ni representamos, por supuesto, a todas
las tendencias ni pretendemos dar cuenta de la amplitud de las
preocupaciones e intereses del horizonte feminista. Sin negar ni
esconder las diferencias, nos une el deseo de un movimiento fe-
minista autónomo, fuerte, y la urgencia de participar en el debate
político actual.

También establecimos el deseo de convertirnos en “un puente entre


el trabajo académico y el político”, para con ello contribuir a movilizar
la investigación y la teoría feministas, y superar la esterilidad de los es-
tudios aislados del debate político. Asimismo, subrayamos que Debate
Feminista no era solo un equipo editorial sino también un grupo donde
participaban activistas: “Esperamos que esta unión de teoría y práctica
se refleje en la revista y contribuya a darnos actualidad política y a hacer
más fructífero el diálogo en el interior del propio movimiento”.
El primer número de Debate Feminista –“Amor y democracia”– apa-
reció en marzo de 1990, en el contexto de la transición a la democracia.
Su contenido es una declaración de principios, pues de los ocho ensa-
yos principales –“Feminismo y Democracia”, “De la revolución a la de-
mocracia”, “Derechos humanos para la democracia”, “La bandera de la
democracia y el socialismo”, “La democracia civilizatoria”, “La necesi-
dad de un nuevo proyecto socialista”, “El feminismo y la democratiza-
ción mundial”, “El contexto es lo que cuenta. Feminismo y teorías de la

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DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

ciudadanía”– cuatro son de autores varones y cuatro de mujeres.19 En un


país donde más de la mitad de los habitantes eran mujeres, y los puestos
más poderosos en los partidos y en el gobierno estaban ocupados casi en
su totalidad por hombres, esa presencia paritaria de hombres en la parte
central del primer número de la revista, igual que en la serie de mesas
redondas que le siguieron (organizadas bajo el paraguas de “El amor
en tiempos de la democracia”, en los rubros de Literatura; Historia;
Psicología, Ciencias Sociales y Política) fue una toma de posición polí-
tica, que produjo rechazo o irritación entre las feministas mujeristas.20
Para el segundo número decidimos analizar El feminismo en Italia,
pues desde la experiencia del IV Encuentro Feminista Latinoamericano
y del Caribe (1987), algunas nos interesamos por el feminismo italiano y
su fecunda interlocución con el Partido Comunista (PCI). Publicamos a
quince autoras italianas, además de una reflexión sobre “La propuesta
de las mujeres del PCI” y el Manifesto di Rivolta Femminile. De Rossana
Rossanda en ese número publicamos tres textos –sí, tres—–, uno de
ellos sobre lo que le significó su encuentro con el feminismo (la traduc-
ción es del poeta David Huerta). Las reflexiones y debates de las femi-
nistas italianas fueron un tema constante a lo largo de los 25 años de la
primera etapa. Reprodujimos los documentos de la sección femenina
del PCI sobre la necesidad de cambiar los tiempos de la vida y la política
y reflexiones tanto de diputadas, como Livia Turco, así como de femi-
nistas radicales, como Silvia Federici, quien planteó los temas del sa-
lario al trabajo doméstico. También publicamos a las “feministas de la
diferencia”. Alessandra Bocchetti (1995) resumió lo central de la crítica
feminista italiana en cuatro interrogantes cruciales: 1) ¿se puede cam-
biar el sentido de la política?; 2) ¿es posible una política sin ideología?;
3) ¿es posible una política sin idea de Estado?; y, 4) ¿se puede prescindir
de la idea de progreso?

19. Las mujeres: Lourdes Arizpe, Teresita de Barbieri, Mary G. Dietz y Carole Pateman; los varones: Luis
F. Aguilar Villanueva, Roger Burbach, Orlando Núñez y Norbert Lechner.
20. En las mesas los varones fueron: Hermann Bellinghausen, Rolando Cordera, Luis González de
Alba, Sergio González Rodríguez, Antonio Lazcano Araujo, Jaime de León, Alfredo López Austin, Carlos
Monsiváis y Juan Villoro. Las mujeres: Solange Alberro, Josefina Aranda, Lore Aresti, Brígida García,
Ana Luisa Liguori, Ángeles Mastretta, Hortensia Moreno, Antonieta Torres Arias, Julia Tuñón, Jesusa
Rodríguez y yo.

765
Marta Lamas

En México, en 1990, en la LIV Legislatura del Congreso de la Unión,


entre los 500 legisladores solamente había 40 mujeres diputadas, y entre
los 64 senadores solamente 8 mujeres. Dentro de los partidos, las muje-
res empiezan a exigir una representación mayor, lo que deriva en la re-
gulación de porcentajes en las candidaturas y las cúpulas de dirección.21
El objetivo de lograr una representación más equitativa se convirtió en
un motor que dejó de lado las diferencias ideológico-políticas entre mu-
jeres de distintos partidos políticos. En marzo de 1991, la Convención
Nacional de Mujeres para la Democracia planteó como uno de sus ob-
jetivos obtener más representantes mujeres en puestos de elección y
de gobierno. Con una asistencia de mujeres que provenían de más de
treinta organizaciones populares, feministas, partidarias y sindicales, la
Convención solicitó a los partidos políticos el registro de candidaturas,
lo cual marcó el inicio de una confluencia transpartidaria y trans-grupal
por ampliar la representación de mujeres.
En ese contexto nacional y con un sector del movimiento feminista
que se interesó en debatir sobre el pacto político, las cuotas y el estable-
cimiento de alianzas con funcionarias y políticas, Debate Feminista deci-
dió alentar una discusión y luego publicarla. Grabamos dos debates al
respecto. El primero, el sábado 29 de junio de 1991, en la Casa de Cultura
“Jesús Reyes Heroles”, con el foro “¿De quién es la política? Crisis de
representación: los intereses de las mujeres en la contienda electoral”.
El plato “fuerte” fue la discusión entre Monsiváis y Beatriz Paredes, a la
sazón gobernadora de Tlaxcala.22 Monsiváis fue muy enfático respecto

21. El primer partido donde se discutió esta cuestión fue el PRD, que en noviembre de 1990, durante
su Primer Congreso Nacional, reglamentó un 20% de cuotas de género en sus candidaturas. La medida
produjo oposición, pero la presión de numerosas feministas obligó a la realización de un debate interno.
El PRD modificó sus estatutos en 1993, y estableció que en la dirección de ese partido no podría haber
más de 70% de hombres y poco después el porcentaje de 30% de mujeres se hizo extensivo a las listas. La
decisión no tuvo resonancia en los medios de comunicación ni en otros espacios políticos, a excepción
del ámbito feminista. Por otra parte, aunque en 1994 el PRI descalificó públicamente el mecanismo de
las cuotas, en su Congreso de 1996 las mujeres lograron que también en ese partido se estableciera un
porcentaje de 30%. Para el PRD, ver Amalia García, Ifigenia Martínez y Nuria Fernández (1991); para el
PRI, ver María Elena Chapa (1996).
22. Los comentarios estuvieron a cargo de Laura Carrera, Ana Lilia Cepeda, Amalia García, María An-
gélica Luna Parra y Patricia Mercado, y moderó Miriam Morales. Por la tarde los ponentes fueron Luis
F. Aguilar Villanueva y quien esto escribe; como comentaristas participaron Gloria Brasdefer, Teresa
Incháustegui, Marcela Lagarde, Sara Lovera, Patricia Ruiz, y moderó Sara Sefchovich,

766
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

de la importancia de tener candidatas mujeres: “Y si insisto en el valor


de la representación, es en la medida en que psicológicamente le abre a
muchísimas mujeres el campo para la identificación, para la compara-
ción y para la emulación (como se decía en el Partido Comunista de los
años cincuenta)” (Monsiváis, 1991, p. 42).
Durante la segunda discusión –que se realiza a puerta cerrada, pero gra-
bada y publicada– cuatro activistas hacen un balance sobre la participación
de la Coordinadora Feminista después de las elecciones de 1991. Aunque la
propuesta de la Convención fue la de incluir a todos los partidos, el Partido
Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN) se
retiraron y solo el Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido
del Trabajo (PT) y el Partido Revolucionario de las y los Trabajadores (PRT)
dieron registro a candidatas feministas. Como los resultados cuantitativos
se dieron por debajo de las expectativas –solo quedaron dos candidatas:
Patricia Ruiz Anchondo, de Asamblea de Barrios; y, Evangelina Corona, del
Sindicato de Costureras–. Al artículo lo titulamos “Después de la derrota”.23
A lo largo de los años, el tema de la representación política de las mu-
jeres se convirtió en uno de los ejes de movilización más potentes, en
especial, para las mujeres de los partidos. Estas mujeres, que compar-
tían varios puntos de la agenda feminista, se centraron en el objetivo de
“ganar espacios”, lo cual se argumentó como “avanzar un trecho antes
de que las diferencias políticas nos separen”.24 Así, los años noventa se
volvieron la década de los pactos entre mujeres de distintas adscripcio-
nes partidarias, lo que fortaleció la construcción de una agenda común.
En poco tiempo, serían precisamente estas mujeres políticas las que for-
zarían no solo la inclusión discursiva del tema de la representación, sino
que, además, lograrían “legitimar” ciertos temas feministas como asun-
tos importantes, en especial, la violencia y el feminicidio.25

23. Donde participan Patricia Mercado, Sara Román, Estela Suárez y Elena Tapia.
24. “Ganar espacios” es el lema de la campaña por las acciones afirmativas que se decide en el VII En-
cuentro Nacional Feminista, en 1992. Ver “Feminismo, vida cotidiana y política: una propuesta de acción
afirmativa”, en Debate Feminista, 7, marzo 1993.
25. La denuncia y el combate a la violencia contra las mujeres ha sido la gran batalla de la mayoría de las
feministas. Esta lucha ha tenido gran visibilidad política y social, y ha contado con un fuerte apoyo de
todas las posiciones políticas, de todos los gobiernos y de todas las Iglesias. Ninguna otra causa feminista
ha logrado más propaganda, recursos y leyes.

767
Marta Lamas

A las feministas que intervienen en la realpolitik, y logran impulsar


cambios y promulgar leyes desde concepciones feministas, ciertas au-
toras las denominan “feministas de la gobernanza” (Halley et al., 2006).
En México, las “feministas de la gobernanza” aparecieron con fuerza
durante dos reuniones de la ONU: la Conferencia Internacional sobre la
Población y el Desarrollo, de El Cairo en 1994, y la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer de Beijing, en 1995.26 En esos foros internacionales se co-
locaron demandas nacionalmente acalladas –como el aborto– como ob-
jetos discursivos centrales, lo que obligó al gobierno y a los partidos a
tomar una posición al respecto. Poco después, el 8 de marzo de 1996, el
gobierno federal anunció la creación del Programa Nacional de la Mujer
(que luego se transforma en el Instituto Nacional de las Mujeres) y dos
conocidas feministas aceptarían participar en dos instancias: el Consejo
y la Contraloría. Durante el Congreso Feminista por el Cambio Social,27
se habló de esas designaciones, que antes se habrían calificado de “coop-
tación”, como un logro del movimiento, y se reivindicó como mérito co-
lectivo lo que antes se hubiera visto como falla individual.
Lentamente, con las “feministas de gobernanza”, el movimiento femi-
nista logró construir para sí una presencia en la realpolitik, y empezó a tra-
ducir sus demandas al lenguaje de las transacciones políticas. Desde Debate
Feminista acompañamos ese proceso publicando textos que conceptualizan
la política como “conflicto y negociación”, como “agonismo y gestión”.28

El alcance de la revista

Desde el editorial del primer número –repito—– señalamos que Debate


Feminista no era solo un equipo editorial sino también un grupo donde

26. El número 12 de la revista (octubre de 1995), que dedica varios ensayos a lo ocurrido en Beijing, y
reprodujo la Declaración de la IV Conferencia así como la de América Latina y el Caribe, también incluye
ensayos teóricos sobre feminismo de autoras anglosajonas e italianas.
27. Realizado del 21 al 24 de marzo de 1996 en el Claustro de Sor Juana en la Ciudad de México, las femi-
nistas fueron Cecilia Loría y Patricia Mercado.
28. Dos textos imprescindibles fueron: “Feminismo, ciudadanía y política democrática radical”, de
Chantal Mouffe (1993) y “Repensar el ámbito público: una contribución a la crítica de la democracia real-
mente existente”, de Nancy Fraser (1993).

768
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

participaban activistas. Queríamos dar cuenta de lo que sucedía en el


movimiento, por lo que –además de discutir entre nosotras, proponer
ensayos y revisar las colaboraciones espontáneas–, también nos pareció
importante grabar discusiones, fueran internas o públicas, para luego
transcribirlas y publicarlas. Este proceso, aunque implicaba mucho traba-
jo, lo hicimos en diez ocasiones,29 con la esperanza de impulsar una de las
cuestiones fundamentales: el debate con otras posiciones o grupos.
Como queríamos fortalecer el diálogo no solo con otros grupos del mo-
vimiento feminista sino también con los demás sectores de la izquierda
democrática, buscamos textos donde figuras relevantes de la izquierda
dialogaran con el feminismo o reflexionaran sobre los temas feministas.
Así, a lo largo del tiempo tradujimos y publicamos textos sobre las rela-
ciones clase/género, la justicia social y la política de la diferencia, escritos
por autores de la izquierda mundial: Benjamín Arditi, Alessandro Baratta,
Michelangelo Bovero, Cornelius Castoriadis, Bolívar Echeverría, Nancy
Fraser, David Harvey, Eric Hobsbawm, Norbert Lechner, Chantal Mouffe,
Susan Sontag y Gianni Vattimo, además de destacadas/os feministas y
activistas LGBTI. También revisamos experiencias políticas en otros paí-
ses, desde la situación de las mujeres por la reunificación alemana hasta
la de las mujeres cubanas durante el llamado “Periodo especial en tiempo
de paz”, pasando por los marasmos del feminismo este-oeste. Hubo un
debate sobre si conseguir un lugar en el gobierno es una coartada o una
conquista, revisamos la reivindicación de paridad y analizamos el triunfo
y la primera gestión de Michele Bachelet.
Para que la revista mantuviera su vigencia, hicimos números temáti-
cos, como libros, siempre con secciones que variaban –algunas más cons-
tantes–, como “desde la escritura”, “desde el diván”, “desde la política”,

29. Los otros temas que debatimos, grabamos, transcribimos y publicamos fueron: a) sobre el financia-
miento de las organizaciones feministas, titulada “El ruido del dinero”; b) sobre la condición de extran-
jería: titulado “Usted no es de aquí o el Paraíso perdido”; c) Dos discusiones, una con un grupo de chavas
de menos de veinte años y otra con chavas veinteañeras sobre si eran feministas; d) una sobre literatura
y feminismo; e) una sobre arte y feminismo; f) dos discusiones sobre conciliación de responsabilidades
laborales y familiares (una se llevó a cabo en la Facultad de Economía de la UNAM, con la asistencia del
coordinador del Seminario sobre la Cuestión Social, un representante de la OIT; uno de la Secretaría del
Trabajo y tres integrantes de la revista; y la otra fue en las oficinas del PNUD/ONU, con Rebeca Grynspan,
María Jesús Izquierdo, Ana Sojo y Estela Suárez; y, g) una discusión más, con jóvenes que respondieron
a la pregunta: “¿Qué significa ser feminista para mí?”.

769
Marta Lamas

“desde la crítica”, “desde la teoría”, “desde el cuerpo”, “desde la mirada”


mientras que otras, como “desde los márgenes”, “desde el otro lado”,
“desde la diferencia”, “desde el espejo”, solamente aparecieron una vez.
La única sección presente a lo largo de los cincuenta volúmenes es la de
humor y sátira a cargo de Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe: “argüende”;
la sigue en continuidad la sección de reseñas, “lecturas”, que se publicó
en todos los números excepto en el 50, último de la primera época.30
Nuestra prioridad fue difundir textos oportunos y útiles para el de-
bate, y no nos inquietaba reproducir ensayos poco conocidos en México.
Tampoco nos incomodaba la extensión, que en algunos artículos llegó a
superar las cincuenta cuartillas. Así, dos veces al año, durante veinticin-
co años ininterrumpidos, sacamos 1,331 títulos de más de 900 autoras
y autores de diferentes nacionalidades y adscripciones institucionales.
Pero, y tal vez esto fue lo más característico de nuestra propuesta po-
lítico-editorial, además de los textos de corte intelectual y académico,
también hubo otro tipo de trabajos, más de corte cultural, como testi-
monios de muchas activistas, documentos políticos, arte, fotografía, y
humor. Recordando a las feministas socialistas de principios del siglo
XX, que pedían “Pan y Rosas”, nosotras queríamos una publicación que
junto al “pan” de la teoría y la investigación académica ofreciera tam-
bién las “rosas” del arte, la literatura y el humor. La sección a cargo de
Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe fue la más celebrada e incluso ameritó
reflexiones académicas.31
Y aunque desde el editorial del primer número expresamos el objetivo
de convertirnos en un medio de reflexión y debate, “un puente entre el
trabajo académico y el político”, para así contribuir a movilizar la inves-
tigación y la teoría feministas, superando la esterilidad de los estudios
aislados del debate político, la realidad es que no logramos erigirnos en
ese puente. Las activistas no se interesaron por Debate, y eso a pesar de

30. Durante la primera época de Debate Feminista (1990-2014) fui la directora. En 2016 pasó a ser una
revista académica del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM, con Hortensia Mo-
reno Esparza como directora. A los primeros 25 años se puede acceder electrónicamente en la página del
CIEG/UNAM.
31. Un ejemplo es el ensayo “Humor y feminismo. El teatro de Jesusa Rodríguez en Debate Feminista”
(Ludec, 2007).

770
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

que nos dedicamos a buscar investigaciones que ofrecieran datos para


fundamentar o enriquecer sus demandas políticas. Muchas se aferraron
al prejuicio de que ocuparse de cuestiones teóricas resta tiempo a la mili-
tancia, y se mantuvieron aisladas de la discusión que intentamos impul-
sar contra el mujerismo y a favor de la interseccionalidad. Además de que
las urgencias políticas relegan la discusión teórica a un segundo plano,
entre muchas activistas feministas (al igual que entre muchos militantes
de izquierda) campeaba un gran prejuicio antiintelectual. Compañeras
involucradas en proyectos políticos de base, con indígenas, campesinas o
mujeres del sector urbano popular, nos criticaban por los “densos” textos
que publicábamos. A nosotras nos parecía que tanto las intervenciones
planificadas como la capacidad de respuesta de los grupos feministas ante
situaciones de coyuntura se beneficiarían de las teorizaciones. Por eso in-
sistíamos en que la alternativa excluyente entre la teoría o la práctica es
errónea, y reivindicábamos constantemente la importancia de la “praxis”.
Sin embargo, además de que hubo rechazo porque a cierto sector la revis-
ta le parecía elitista, también lo hubo porque a las compañeras mujeristas
les irritaba que publicáramos a tantos hombres.
Ahora bien, además de influir entre pocas activistas feministas, al-
gunas mujeres de los partidos y las feministas de gobernanza, los ejem-
plares de Debate Feminista tuvieron impacto –y lo siguen teniendo– fun-
damentalmente en la academia. Fue en ese ámbito donde los artículos
teóricos fueron los más apreciados, junto con las traducciones de auto-
res extranjeros. La existencia de Debate Feminista se nutrió de un proceso
que se inició desde los años ochenta con el surgimiento de académicas
feministas. Así, primero el Programa Interdisciplinario de Estudios de
la Mujer, en El Colegio de México, en 1982; el Área de Mujer y Poder, en la
Universidad Autónoma Metropolitana, en 1983; y, después, el Programa
Universitario de Estudios de Género, en la UNAM, en 1992, fueron un
semillero de lectoras y autoras. Ninguna de esas instituciones tenía
una revista, y aunque nuestro objetivo no fue ser un medio académico,
Debate resultó el espacio idóneo para que muchas de estas compañeras
enviaran sus colaboraciones. También tuvimos éxito con intelectuales
feministas, incluso con figuras señeras de la crítica cultural como Jean
Franco y Nelly Richard, que consideraban a Debate Feminista una de las

771
Marta Lamas

revistas feministas más importantes de América Latina. Este éxito de


Debate Feminista entre intelectuales radicó en su transdisciplinariedad,
en su mezcla de materiales (ensayo, fotografía, humor, etc.) y también a
que publicamos temas que la izquierda suele desatender.
El feminismo de izquierda tiene la convicción de que una de las pro-
blemáticas sociales más agudas es la del trabajo, pero no solo por lo que
la izquierda sí ve, todo lo relativo a la precarización laboral (el brutal
desempleo, la falta de cobertura de seguridad social, lo miserable de los
salarios y las pensiones, la descomposición del sindicalismo y la erosión
de los derechos laborales), sino también por la división sexual del traba-
jo, con su carga del trabajo gratuito de crianza y cuidado, que se reparte
de forma muy dispareja entre mujeres y hombres. De ahí que transfor-
mar el orden social requiera también transformar ese aspecto clave de la
vida cotidiana, lo que a su vez implica quebrar el círculo vicioso en que
estamos inmersos y el orden simbólico que lo contiene y refrenda. La
crítica feminista sobre el cuidado ofrece una visión abarcadora, siem-
pre y cuando se la conciba no como una serie de actividades, sino como
una perspectiva política que toma en cuenta cómo los mandatos de la
cultura inciden en la vulnerabilidad humana. Como pensábamos que lo
que requería la izquierda mexicana para ser una oposición más creativa
y eficaz eran ideas feministas sobre esa crítica, publicamos ese conoci-
miento tanto para que la izquierda desanquilosara su pensamiento po-
lítico como para mejorar la formación de nuestros cuadros feministas.
Veíamos que uno de los desafíos principales del proyecto de la izquierda
–y no solo en México– estribaba en debatir las implicaciones y requisitos
del trabajo de cuidado de los seres humanos vulnerables (desde los bebés
pasando por los niños hasta llegar a las personas ancianas, enfermas o
con alguna discapacidad). Esa reflexión la publicamos en trece ejempla-
res y muchos ensayos más en los restantes números.32

32. Los números dedicados a variados aspectos de dicha problemática fueron: el 3, Del cuerpo a las necesi-
dades; el 6, Creación y procreación; el 7, Política, trabajo y tiempos; el 10, Cuerpo y política; el 17, Ciudad, espacio y
vida; el 18, Público/privado: sexualidad; el 19, Ley, cuerpo, sujeto; el 22, Intimidad y servicios; el 30, Maternidades;
el 31, Familia/trabajo; el 32, Matrimonio homosexual, familia homoparental; el 42, Viejas; y, el 44, Cuidados y
descuidos; además de ensayos en otros volúmenes sobre la ética del cuidado, la división sexual del trabajo
y la economía del cuidado.

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DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

Pero la vida de una revista es extraña. Las personas que la realizan


tienen un objetivo y se proponen llegar a cierto público, y con frecuen-
cia no logran que la lean sus destinatarios/as. Eso le ocurrió a Debate
Feminista. Además, como armar una revista requiere un capital para
sostenerla, hubo que recurrir a la publicidad gubernamental para pagar
su producción y los salarios del personal.33 Al desgaste que implicaba la
búsqueda de anuncios se suma la muerte de Carlos Monsiváis en junio
de 2010. Luego de tres años muy duros de duelo y desconcierto sin mi
principal interlocutor, y dado que se avecinaba el número 50 (octubre
2014), decidí que era un buen momento para cerrar esa etapa del pro-
yecto. Así, para ese último número que dirigí, los textos testimonian esa
línea de feminismo de izquierda que la revista trató transmitir durante
esos veinticinco años.34
Desde el primer número decidimos desarrollar una estrategia de
incidencia política mediante la publicación de temas que nos importa-
ban, y que pensábamos que debían también importarle a la izquierda.
Monsiváis siempre insistió en que la apuesta por la transformación po-
lítica encuentra su mayor aliado en el campo de la cultura, al grado de
que si no se da también la batalla cultural, se puede perder la batalla
política. El trabajo de Debate Feminista, durante cinco lustros, habla del
esfuerzo y la pasión por librar esa batalla cultural. Por eso creo que, pese
a todo, Debate Feminista logró una mínima presencia en un sector de la
izquierda democrática y crítica, no me esforcé en buscar otras interlo-
cuciones. En esta presencia fue fundamental el respaldo de varios ami-
gos, además del apoyo constante de Monsiváis, que no solo colaboraron

33. A partir del número 9 recibimos publicidad de varias instituciones gubernamentales, y para equili-
brar el impacto simbólico de sus anuncios, seguimos poniendo anuncios de forma gratuita a las organi-
zaciones feministas que estaban cerca (El Hábito, GIRE, Semillas, Católicas por el Derecho a Decidir) y
mantuvimos largo tiempo la presencia de Coyuntura (PRD) y de Memoria (Centro de Estudios del Movi-
miento Obrero y Socialista), como una seña de identidad de izquierda.
34. Los ensayos en ese número 50 son: “El tiempo del despojo. Poder, trabajo y territorio”, de Adolfo Gilly;
“Capitalismo Gore”, de Sayak Valencia; “Frontera norte, neocapitalismo y literatura”, de Jean Franco;
“Los ensayos sobre disidencia sexual de Carlos Monsiváis”, de Rodrigo Parrini; “De cómo cierto feminis-
mo se convirtió en criada del capitalismo. Y la manera de rectificarlo”, de Nancy Fraser. Un testimonio de
la Cuarta Ola (escrito por nueve jóvenes feministas); un dossier con siete artículos sobre comercio sexual,
que distinguen entre trata y trabajo; y una reflexión de cuatro feministas sobre los 25 años de la revista.

773
Marta Lamas

ocasionalmente, sino que difundieron la revista.35 Claro que estos gar-


banzos de a libra son de los escasos intelectuales “de izquierda” –con sus
diferentes posturas– a quienes verdaderamente les interesaba el debate
político del feminismo.
Aunque la revista tuvo alguna resonancia entre intelectuales y fue útil
para algunos cuadros políticos, Debate Feminista encarnó una experiencia
típica de la izquierda: la dificultad para sumar esfuerzos en torno a un pro-
yecto compartido. En este balance, mi autocrítica es que, al resbalar a ese
uso y costumbre tan común en la izquierda –el autoconsumo–, nos centra-
mos en el desafío de producir la revista, y en el disfrute de presentarla, sin
trabajar más en lograr la interlocución propuesta.36 Faltó desarrollar una
estrategia de incidencia en otras entidades federativas, donde también
existía interés por la revista.37 Ahora bien, aunque Debate Feminista no se
asumió como “la vanguardia del feminismo”, su trayectoria y desempe-
ño apunta al dilema de si los movimientos sociales requieren de una elite
intelectual. No obstante, en la revista colaboraron tanto activistas como
teóricas e intelectuales, no llegó a incidir en ese público contrahegemó-
nico y subalterno que son la mayoría de las mujeres que participan en el
movimiento feminista, y menos aún en las mujeres de otros grupos como
los urbano populares, campesinos e indígenas. Debate feminista fue una
herramienta importante para algunas personas –mujeres y hombres– que
la aprovecharon, disfrutaron y utilizaron, pero sin gran incidencia fuera
de los núcleos académicos e intelectuales. En la tensión que nunca se llegó
a resolver entre esta “elite intelectual” del feminismo y las activistas de

35. Bolívar Echeverría publicaría en Debate Feminista en cinco ocasiones, Woldenberg en cuatro, Cordera
en tres y Adolfo Gilly y Roger Bartra una vez. Monsiváis en 26 ocasiones. Este último, además de Eche-
verría y Woldenberg, junto con Fernando Escalante Gonzalbo (quien publicó dos veces) y Néstor García
Canclini (también dos veces), fueron entrevistados sobre Debate feminista a raíz de los quince años de su
publicación (Enfoque, 2004).
36. En las presentaciones semestrales de la revista también caímos en una rutina que disfrutábamos,
pero con nuestra misma “clientela” feminista. Presentábamos cada número en el espacio que Jesusa Ro-
dríguez y Liliana Felipe regenteaban –el cabaret El Hábito–, y así seguíamos insertas en nuestro medio.
37. Logramos establecer una amplia red de suscripciones en el extranjero, principalmente en universida-
des de Estados Unidos y Canadá, incluso a lugares remotos, como Japón. Llama la atención la dificultad
que hubo en México para que conseguir suscripciones. Por otro lado, en nuestro descargo, debo decir que
cambiamos cuatro veces de agencias de distribución, y fueron experiencias muy negativas: no cumplían
el acuerdo, se quedaban en bodega los ejemplares o no los devolvían.

774
DEBATE FEMINISTA: ¿UNA REVISTA DE IZQUIERDA?

base, hoy me pregunto qué fue lo determinó esa brecha: ¿rechazo o desin-
terés?, ¿antiintelectualismo o mujerismo?
Ahora bien, lo que resulta impactante es comprobar que para las iz-
quierdas mexicanas la discusión feminista no tuvo –¿no tiene?– interés.
Si bien el feminismo resulta un eje fundamental de la lucha por la justi-
cia, nuestros compañeros, con contadas excepciones, no se interesaron
por el debate teórico político del feminismo. Entiendo que la ausencia
de fuerza organizada del movimiento feminista fue una carencia que lo
volvió poco atractivo para los partidos, y también comprendo que para
los cuadros femeninos de los partidos, sus “bases” naturales no eran las
intelectuales sino las mujeres de los sectores populares. Pero lo que no
deja de sorprenderme negativamente es que las cabezas de las distintas
variedades de la izquierda mexicana estaban – ¿están?– lejos de intere-
sarse por la discusión teórico-política publicada en Debate Feminista.
En su esbozo de una teoría crítica socialista-feminista de la cultura po-
lítica del capitalismo tardío, Nancy Fraser (1991) subraya la importancia de
los “medios socioculturales de interpretación y comunicación” en la lucha
por las necesidades. Tal vez en un futuro, Debate Feminista será vista como
un medio de interpretación y comunicación que colocó las teorías y re-
flexiones feministas en el radar de apenas unos cuántos intelectuales y de
ciertos escasos cuadros políticos de la izquierda democrática.

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779
Las nietas de la Malinche
Una lectura feminista de El laberinto de la soledad*

Una tarea pendiente del feminismo mexicano ha sido analizar el tra-


tamiento que Paz da a las mujeres y a lo femenino en su obra. Con El
laberinto de la soledad Paz intentó develar la singularidad de la cultura
mexicana, objetivada en un ser social: “el mexicano”. Aunque se esfor-
zó en encontrarle valor a lo colonizado y sometido, a lo olvidado y su-
bordinado, no otorgó una presencia igualmente central a las mujeres.
Atrapado en los límites culturales de la época histórica en que escribió,
dentro de los cuales no se pensaba la condición de la mujer, Paz logra sin
embargo introducir la existencia simbólica de la Mujer en su reflexión
sobre mexicanidad. Pero al solo reconocer a las mujeres como comple-
mento amoroso o como figuras (Sor Juana y la Malinche) El laberinto…
queda como una espléndida reflexión sobre el problema de la identidad
del mexicano, pero en su acepción concreta de ser masculino.
En este trabajo, con el cual pretendo sumarme al homenaje crítico a
la obra de Paz, encuentro la presencia de Simone de Beauvoir en El la-
berinto de la soledad y reconozco la influencia del texto en un conjunto de
escritoras feministas a las que nombro las nietas de la Malinche.

* Extraído de Lamas, Marta (2001). Las nietas de la Malinche. En Memoria del Coloquio Internacional por
El laberinto de la soledad a 50 Años de su Publicación. México: Fundación Octavio Paz/Fondo de Cultura
Económica.

781
Marta Lamas

La mujer y lo femenino en El laberinto de la soledad

Paz publica los dos primeros capítulos de El laberinto de la soledad en la


revista Cuadernos Americanos a finales de 1949 y principios de 1950. Paz
“se concentra durante un tiempo” en la cultura francesa, tanto por gusto
como por razones laborales: trabaja en el servicio diplomático en Francia
entre 1945 y 1953.1 Esa estancia hace imposible que Paz no supiera de la
existencia de la obra de Simone de Beauvoir. El primer tomo de El se-
gundo sexo (Los hechos y los mitos) aparece en junio de 1949 y consigue una
venta impresionante: en una semana, 20 mil ejemplares. Una posible
razón de tal éxito es el tino de la revista de Sartre, Les Temps Modernes,
de publicar en mayo un extracto sobre “La iniciación sexual de las mu-
jeres” y en junio, al mismo tiempo de la salida del primer volumen, el
capítulo sobre “Lesbianismo”. El segundo tomo, La experiencia vivida, pu-
blicado en noviembre de ese año, tuvo una venta y un éxito publicitario
similares. Es de imaginar que un ávido y culto lector como Paz abrevara
en la revista intelectual de vanguardia además de que varios incidentes
en el mundo literario francés dieron a El segundo sexo una notoriedad y
una difusión espectaculares. En el escándalo que dicha obra suscitó en
la prensa tuvo que ver el escritor católico François Mauriac, quien ma-
nifestó su rechazo total por la obra y encabezó una campaña en el diario
Le Figaro para que los jóvenes condenaran El segundo sexo como porno-
grafía.2 Ahora bien, no solo la derecha se escandalizó. El rechazo al tra-
bajo De Beauvoir, en concreto a sus planteamientos sobre la sexualidad
femenina, estuvo repartido en todo el espectro político. Los comunistas
denunciaron en Les Lettres Françaises que a las obreras no les importaban
los problemas que ella planteaba. Incluso Albert Camus se puso furioso
y le reclamó haber “ridiculizado” al varón francés.
En las fechas de publicación de El segundo sexo y de El laberinto… apoyo
mi hipótesis de la influencia de De Beauvoir en la obra de Paz. Es posible

1. La expresión es de Carlos Monsiváis, en su espléndido ensayo sobre Paz “Adonde yo soy tú somos
nosotros” (26 de abril de 1998).
2. Mauriac hizo el comentario grosero de que la lectura de El segundo sexo lo había familiarizado con la va-
gina de la autora. Mauriac se lamenta (en el mismo periódico) que aun “católicos inminentes” defendie-
ran a De Beauvoir por su valentía para abordar tabúes sociales como la iniciación sexual y el lesbianismo.

782
Las nietas de la Malinche

pensar que cuando el primer tomo de El segundo sexo aparece en junio


de 1949, Paz ya hubiera entregado el manuscrito del primer capítulo, “El
pachuco y otros extremos”, a Cuadernos Americanos, que lo publicaría en
el número 5 de septiembre-octubre de 1949. En este capítulo, cuando Paz
trata al pachuco, no hay la menor alusión a la mujer pachuco. Utilizando
la ambigüedad del castellano, que al emplear el género masculino in-
cluye lo femenino, Paz habla de los mexicanos, de los pachucos, de los
hombres. Solamente tres referencias explícitas a mujeres se encuentran
en este capítulo: la de su amiga de Berkeley (1959, p. 17), la de las ancia-
nas norteamericanas que hacen planes a pesar de la vejez y la de “esos
seres bondadosos y siniestros que son las madres y esposas norteameri-
canas” (1959, p. 22). Y al final del capítulo aparece una posible influencia
beauvoiriana cuando menciona a la mujer en general, y dice que, como
una planta en una maceta, “el hombre y la mujer” se encuentran presos
en esquemas (1959, p. 23). Exceptuando esas alusiones, el capítulo es un
claro ejemplo de androcentrismo.
Totalmente distinto es el segundo capítulo, “Máscaras mexica-
nas”, publicado en el número 7 de enero-febrero de 1950 de Cuadernos
Americanos. En él, Paz ya habla claramente de la Mujer, retoma los im-
perativos culturales de lo que es ser Mujer en México y los interpreta
acercándose a formulaciones de la filósofa francesa.3 La influencia de De
Beauvoir presente en el segundo capítulo es clara, sobre todo en la cons-
tante referencia del poeta a la situación de la mujer en “otros países”,
precisamente una de las novedades de El segundo sexo.
Paz no incorpora a cabalidad la radical y moderna forma de com-
prender la problemática femenina de la filósofa. De Beauvoir muestra
cómo las características humanas consideradas “femeninas”, en vez de
derivarse “naturalmente” de su biología, son adquiridas por las mujeres
mediante un complejo proceso individual y social. Por eso con la frase,
aparentemente sencilla, “Una no nace mujer, sino que se convierte en
mujer”, De Beauvoir plantea que lo que hace diferentes a las mujeres

3. Ejemplos de frase contundentes y elocuentes: “la mujer no se siente ni se concibe como objeto, como
‘otro’”; “Su feminidad jamás se expresa, porque se manifiesta a través de formas inventadas por el hom-
bre”; y “La mujer vive presa en la imagen que la sociedad masculina le impone; por lo tanto, solo puede
elegir rompiendo consigo misma”.

783
Marta Lamas

de los hombres es el conjunto de procesos culturales y psicológicos que


marcan con determinadas atribuciones y prescripciones a las personas
con cuerpo de “mujer”, o sea, según la jerga de hoy día, el género.
Mientras De Beauvoir discute la prevaleciente concepción biologista,
Paz la reitera al plantear que para los mexicanos la fatalidad anatómica de
las mujeres es lo que hace que sean “seres inferiores porque, al entregar-
se, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su
‘rajada’, herida que jamás cicatriza” (1959, p. 27). Paz retoma el postulado
beauvoiriano de que es la cultura, la que produce un imaginario social con
una eficacia simbólica contundente, la que otorga cierto significado a los
cuerpos de las mujeres y los hombres. No incorpora la idea de que mujeres
y hombres no son un reflejo de la realidad “natural”, sino el resultado de
una producción histórica y cultural basada en el proceso de simbolización.
Insiste en metáforas biologicistas, al hablar del “instinto de la especie”,
o poéticas, al referirse al “apetito cósmico”, como la construcción social
de la masculinidad y la feminidad. Sin embargo, encuentra la expresión
local (“mexicanizada”) de algunos elementos de la feminidad: la “aparente
impasibilidad sonriente ante el mundo exterior”; el imperativo de ser “de-
cente” ante el escarceo erótico y “sufrida” ante la adversidad (1959, p. 32).
Hay cuatro momentos en El laberinto de la soledad en los que Paz re-
flexiona sobre la Mujer y o femenino: en los capítulos II (“Máscaras
mexicanas”), IV (“Los hijos de la Malinche”), V (“Conquista y Colonia”,
donde habla de Sor Juana), y en el “Apéndice dice: La dialéctica de la
soledad”. En ellos encuentro simultáneamente una mistificación de la
Mujer y una ausencia de las mujeres de carne y hueso. Esto no es de
sorprender, pues Paz comparte la lógica de género, o sea, los conceptos
cotidianos sobre lo femenino y lo masculino que establecidos como con-
junto objetivo de referencias, estructuran la percepción y la organiza-
ción concreta y simbólica de toda la vida social.
A diferencia de Samuel Ramos, para quien las mujeres son totalmen-
te inexistentes (sólo menciona cuatro veces la idea/palabra mujer), para
Paz si son una realidad simbólica de la que hay que dar cuenta.4 Además

4. El perfil del hombre y la cultura en México, publicado en 1934, es literalmente un ensayo sobre el hombre
en su acepción masculina exclusivamente. De las cuatro menciones, dos aparecen en una sola frase “El
mexicano no desconfía de tal o cual hombre o de tal o cual mujer; desconfía de todos los hombres y de

784
Las nietas de la Malinche

de tocar ciertos aspectos culturales de la feminidad, Paz ve a la mujer


como el complemento existencial del hombre. Su gran hallazgo en este
ensayo y en su obra poética, es la contraposición de opuestos. En El labe-
rinto… plantea la oposición binaria como “dualismo” y señala que, aun-
que la sociedad se conciba como unidad, en “su interior esta escindida
por un dualismo”. El poeta enumera: lo bueno y lo malo; lo permitido y
prohibido; lo ideal y lo real; lo racional y lo irracional; lo bello y lo feo; el
sueño y la vigilia; los pobres y los ricos; los burgueses y los proletarios; la
inocencia y la conciencia; la imaginación y el pensamiento. Paz toma en
cuenta el conjunto de oposiciones que organizan todo el cosmos, pero
sintomáticamente elude la oposición de las mujeres y los hombres. Esta
oposición fundante, construida simbólicamente sobre la diferencia ana-
tómica, confluye para sostener, práctica y metafóricamente, la división
del mundo en “femenino” y “masculino”.
En la obra de Paz la identidad “social” de las personas como “mujeres”
u “hombres”, que implica división de tareas, actividades y papeles so-
ciales en todas las esferas dela vida social y del orden representacional,
se subsume dentro de las es incluyente o excluyente. Más general: los
mexicanos. Pero el androcentrismo lingüístico del castellano no permite
distinguir cuándo esa clasificación es incluyente o excluyente.
A lo largo de su indagación sobre la otredad, Paz reitera su visión de
la mujer, a veces asumiéndola en primera persona, otra adjudicándo-
sela a “los mexicanos”. Para Paz la mujer “incita” y “repele” (1959, p. 60),
y es “cifra viviente de la extrañeza del universo y de su radical hetero-
geneidad”. Paz se pregunta si “la mujer, ¿esconde la muerte o la vida?,
¿en qué piensa?, ¿piensa acaso?, ¿siente de veras?, para concluir con ¿es
igual a nosotros? El “nosotros” es evidentemente masculino: nosotros
los hombres.
En el “Apéndice: La dialéctica de la soledad” Paz retorna a la mujer
en el contexto del discurso del amor, con expresiones de fascinación
y atrapamiento que van más allá de una mera reflexión intelectual. Es
en esta parte donde más subsume el pensamiento de de Beauvoir, sin

todas la mujeres” (p. 58); la tercera: “Estos centros conservan en su espíritu como en la cara de sus mujeres
o en la arquitectura de sus ciudades” (p. 68), y la cuarta: “Pero este México representado por el charro y la
china poblana” (p. 91). Las cursivas son mías.

785
Marta Lamas

citarla: “La mujer siempre ha sido para el hombre ‘lo otro’, su contrario y
complemento.” La única mención que le concede aparece más adelante,
donde dice: “Medio para obtener el conocimiento y el placer, vía para
alcanzar la supervivencia, la mujer es ídolo, diosa, madre, hechicera o
musa, según muestra Simone De Beauvoir, pero jamás puede ser ella
misma.” La conclusión a renglón seguido de Paz es impactante: “De ahí
que nuestras relaciones eróticas están viciadas en su origen, manchadas
en su raíz.”
Esa intuición poética de una mancha original, que le permite a Paz
establecer la conexión Mujer con Madre violada con Malinche y concluir
con la Chingada, es el fundamento de su influencia entre las feministas.

Las nietas de la Malinche

El uso y la interpretación que Paz da a la Malinche es clave para com-


prender el impacto cultural de El laberinto… La búsqueda de Paz sobre el
origen mexicano, y sobre los orígenes en general (los de nuestras rela-
ciones eróticas, los de la relación hombre/mujer), es una constante en su
obra. Sabemos bien, sin embargo, que resulta imposible reconstruir la
historia; a lo más, llegamos a armar interpretaciones provisionales ex-
cavando ruinas y siguiendo huellas. No hay aprehensión posible de lo
pasado, solo atisbos de la contingencia y complejidad de lo que ocurrió
cuando existíamos.
Paz trabaja sobre la construcción imaginaria que los seres humanos
hacemos del coito de nuestros padres por la vía del mito del origen
nacional. Así, el encuentro entre españoles e indios, el mestizaje, es
la escena originaria de los mexicanos.5 En esta puesta en escena del
mito, Paz otorga realidad histórica a un elemento que usualmente se
imagina: la violación de la madre. Pero Paz no solo plasma en la esce-
na primaria nacional una visión dolorosa –la madre violada– sino que
establece abiertamente una analogía inasimilable: Madre/Violación =

5. Para el psicoanálisis, la “escena primitiva” o “escena originaria” es la construcción imaginaria que cada
quien hace del coito de sus padres. Serge Viderman plantea que puede ser considerada como “la unidad
más pequeña de significación de la psique”.

786
Las nietas de la Malinche

Malinche/Traición. De esta forma Paz enuncia el horror de algo temi-


do respecto del vínculo materno: “Mi madre me ha traicionado”. Todos
hemos nacido de una madre y a todos nos da horror su violación, pero
más dolor causa su traición, su abandono. El rastro imaginario del
enunciado genera un conflicto brutal con el personaje femenino. Al
tocar Paz el mito del mestizaje, hiere la investidura libidinal de los
mexicanos –la madre chingada– y al subsumir a la MADRE dentro de
la CHINGADA, El laberinto de la soledad se convierte más que en una
transgresión, en algo unheimlich.
Que la imaginarización de lo que Freud llama “la escena original”
aplicada al origen mexicano desemboque en la categorización de la
Malinche como traidora, desencadena una reacción entre las feminis-
tas, de manera notable entre las de del movimiento chicano.6 La segunda
ola del feminismo a finales de los años sesenta, que conlleva el desarrollo
de una audaz crítica cultural feminista, coincide con el desarrollo del
movimiento chicano y cambia sustantivamente las condiciones de re-
cepción de El laberinto de la soledad.
Las feministas chicanas buscan su identidad como mujeres, asumen
una voz individualizada y denuncian el machismo de sus compañeros.
Por ello, y por aceptar el aspecto liberador de la cultura norteamerica-
na, con su discurso igualitario y democrático, son acusadas de “malin-
chistas” o “vendidas” (Moraga, 1983, pp. 90-117). El paralelismo con la
Malinche es notorio: si Malintzin fue acusada de hispanizarse, las chica-
nas lo fueron de anglizarse. Muchas toman El laberinto de la soledad, y en
especial al capítulo IV, “Los hijos de la Malinche”, como un texto catali-
zador para pensar sus rupturas con la tradición patriarcal.
La Malinche se erige como figura del imaginario feminista chicano
justamente por la influencia de El laberinto de la soledad, y no porque las
escritoras se hayan dedicado a investigarla por su cuenta. aunque son
varios los autores mexicanos que tratan a la Malinche, la inmensa ma-
yoría si no es que la totalidad, de las citas y alusiones feministas son del
ensayo de Paz. Refiriéndose a las chicanas, Norma Alarcón reconoce que

6. Norma Alarcón (1993) señala que los críticos chicanos coinciden en que la producción de literatura
chicana contemporánea empezó en conjunción con la huelga de la Asociación Nacional de Trabajadores
Agrícolas de César Chávez en 1965, y con el desarrollo del nuevo feminismo.

787
Marta Lamas

“las relecturas actuales de la leyenda y mito de Malinche generalmente


parten de los puntos de vista de Paz” (1993, p. 25).7
Al apropiarse de la Malinche como símbolo se inicia la “autoexplora-
ción, autodefinición y autoinvención cultural de las chicanas” (Alarcón,
1993, p. 34), acentuándose la amplia influencia de Paz. Son muchas las
escritoras chicanas que retoman a la Malinche como figura simbólica
central y la empiezan a llenar con deseos, significados e intenciones
propias. Estas escritoras podrían ser llamadas “las hijas de la Malinche”,
pero ya Margo Glantz utilizó esa expresión para aludir a escritoras mexi-
canas de otra generación, “que intentan crear una forma y trascender
mediante ella la maldición a la que están condenadas por su ‘fatalidad
anatómica’ y por el papel simbólico y social de la Malinche a través de la
historia” (1994, p. 203). Por eso elijo referirme a un conjunto posterior
de escritoras y críticas con una perspectiva feminista como “las nietas”.
Mientras las “hijas de la Malinche” de Glantz abrieron nuevas vías en la
expresión narrativa, las nietas avanzan en el desarrollo de una mirada
crítica sobre las esencias (desde la mexicana hasta la femenina).
Si la aportación más frecuentada, alabada y cuestionada por las femi-
nistas ha sido la de Paz en torno a Malinche, es porque para él esta mujer
es la clave de nuestros orígenes mexicanos. Alarcón dice que “Paz explo-
ta el rompimiento modernista con lo sagrado para desarrollar y aclarar
a la Doña Marina de [Alfonso] Reyes transformándola en la Chingada”
(Alarcón, 1993, p. 26). En este movimiento de ruptura Paz logra, además,
distanciarse de la cosmogonía religiosa y ubicar el momento fundante
en algo más carnal y secular como la relación entre Cortés y Malintzin.
Al establecer una relación entre madre primordial del pueblo mexica-
no y la Chingada, Paz reitera una suposición interpretativa: “el pueblo
mexicano no perdona su traición a la Malinche (1959, p. 78).
Paz usa al personaje de la Malinche para describir la penetración
cultural y el mestizaje, y deposita en ella el peso del conflicto de la
Conquista. Esto se reformula desde la perspectiva chicana como ale-
goría de la dualidad mexicano-estadunidense. Por eso la Malinche es

7. El ensayo de Norma Alarcón apareció inicialmente en Cultural Critique 13 (otoño de 1989). Fue traducido por
Cecilia Olivares como “Traduttora, traditora: una figura paradigmática del feminismo de las chicanas”.

788
Las nietas de la Malinche

retomada profusamente como “una figura paradigmática del feminis-


mo de las chicanas” –según Norma Alarcón–, y es vista como “traducto-
ra” en el sentido amplio, o sea, como “mediadora” entre ámbitos cultura-
les antagónicos. A pesar de la aversión o el recelo que causa su condición
de madre violada y traidora, las escritoras chicanas la defienden como
una mujer que, pese a todo, elige un camino y asume su deseo.
La hipótesis de que Malintzin decide por sí misma es una clave que
Tzvetan Todorov plantea en su influyente obra La conquista de América. El
problema del otro:

Podemos imaginar que siente cierto rencor frente a su pueblo de


origen, o frente a algunos de sus representantes; sea como fuere,
elige resueltamente el lado de los conquistadores. En efecto, no se
conforma con traducir, es evidente que también adopta los valores
de los españoles, y contribuye con todas sus fuerzas a la realización
de sus objetivos (1987, p. 108).

Por ello, Todorov la considera un ejemplo de interrelación cultural. La


reformulación de Sherlene Soto al respecto es un ejemplo de como opera
la valoración feminista. Soto deja de lado el aspecto sexual (¿realmente
importa si fue violada?) y se concentra en el trabajo de mediación que
Malintzin realizó para así criticar la tradicional perspectiva negativa so-
bre ella. Al igual que otras autoras, la reinterpreta como un estereotipo
femenino positivo y valioso: “una talentosa intérprete, guía, estratega y
diplomática [cuyas] capacidades y talentos fueron sumamente respeta-
dos por sus contemporáneos” (1986, p. 15). Alarcón encuentra una lógica
en el rechazo generalizado a la Malinche, pues en ciertos contextos “ha-
blar (o traducir) para uno mismo en vez de hacerlo a favor de los inte-
reses y valores del grupo es equivalente a traición” (Alarcón, 1993, p. 24).
Jean Franco, una de las críticas culturales feministas más agudas,
arriesga en Las conspiradoras una respetuosa crítica a El laberinto de la
soledad. Franco reflexiona en torno al señalamiento de Paz que la cons-
trucción misma de la identidad nacional se basó en la dominación del
macho (1994a, p. 138). Muestra que, al afirmar Paz que el varón mexica-
no se había conformado como un violento rechazo hacia su vergonzosa

789
Marta Lamas

madre, el problema de la identidad “se presentó básicamente como un


problema de la identidad masculina” (1994a, p. 172). También reflexiona
sobre la traición como ruptura de los lazos de la comunidad cultural,
aunque la encuentra igualmente una condición emancipadora.
Pero lo interesante en el texto de Jean Franco es que cuestiona el plan-
teamiento de Paz sobre el machismo defensivo del mexicano y la necesi-
dad de reprimir la parte “femenina” que existe en él y en los demás. Señala
que Paz no establece una distinción entre la representación y la realidad
de la mujer, y por ello “condena a los mexicanos a permanecer atrapados
por su propia representación” (1994a, p. 174). Aunque para Franco El labe-
rinto de la soledad contiene una “discusión gráfica de la ideología del macho
mexicano” (1994a, p. 206), al centrar su enfoque en la Malinche, ella logra
tocar puntos clave de la reflexión sobre la feminidad.
Como para Franco el papel esencial de lo femenino es la articula-
ción (1994, p. 156), no es de extrañar que piense que la Malinche no
subvierte la separación de los dos mundos: actúa como puente y nos
afirma en nuestra modernidad. En otro ensayo, donde analiza a la
Malinche en relación con el don y el contrato sexual, Franco pone én-
fasis en la Malinche como mujer intercambiada (1996, p. 156), que es
objeto de una especie de conversión cultural. Por eso Franco actualiza
la caracterización que hace Todorov de la Malinche como “símbolo de
mestizaje” (1987, p. 109) y la resemantiza en términos modernos como
“símbolo transfigurado del multiculturalismo”.
Paz sitúa la “enfermedad mexicana” en “esta ambigua subjetividad
de los hijos de la Malinche, avergonzados por su violación (Conquista)
y por ello forzados a rechazar la parte femenina como lo devaluado, lo
pasivo, lo rajado y maltratado”, e insiste en que el mexicano y la mexi-
canidad se definen como ruptura y negación (1959, p. 79). El sentido de
las metáforas y analogías presentes en El laberinto de la soledad ha sido
explorado por varios autores; pero ninguno de ellos ha postulado que
si hasta hoy la Malinche subsiste como figura paradigmática, es tam-
bién por una cuestión más fundamental y dolorosa: la persistencia de
la violación como síntoma de la relación entre los sexos (Bartra, 1987 y
Lomnitz, 1995).

790
Las nietas de la Malinche

El otro es, fundamentalmente, el otro sexo

Al simbolizar a la Malinche como el horror de una relación sexual, fanta-


seada como violación perpetua, Paz deja traslucir en su reflexión una ca-
racterística del pensamiento sexista: la no visualización del deseo autó-
nomo de las mujeres. La paradoja de Paz respecto de la Malinche es que
postula que ella se entrega, colabora, pero no piensa ni por un momento
hasta dónde ella asume su deseo. Paz no percibe que, desde una situa-
ción de desigualdad y de doble desventaja (la de ser india y ser mujer),
la Malinche descifra, para sí misma al menos, el misterio del Otro. En el
proceso de traducción/desciframiento ella se pone en juego con su cuer-
po, su sexo, pero también con su inteligencia. La Malinche tiene metis (la
astucia del débil frente al fuerte) y al aliarse con los españoles, seducir a
Cortés e incidir mucho más que una simple traductora, Malintzin está
siendo fiel a sí misma, a su deseo (Detienne y Vernant, 1988).
En su ensayo, Paz no logra no logra colocar a la Malinche en ese lugar
de mujer que desea; al contrario, valida la apreciación de ella como un
objeto que pasa de mano en mano, de sexo en sexo. Tampoco la distin-
gue de sus compañeras vendidas como ella, pero hoy olvidadas. Tal vez
por eso es que, al no percibir la diferencia constitutiva de Malintzin y al
no comprender la ambivalencia y potencialidad que está en juego en su
desempeño, no solo como estrategia de supervivencia sino también de
realización personal, acaba reiterando el mito patriarcal.
Por su parte, cierta crítica feminista toma como afrenta a las mujeres
la caracterización de Paz de la Malinche. Sin decirlo claramente, muchas
autoras sugieren que Paz interpreta denigratoriamente a la Malinche o
que la trivializa y, las chicanas específicamente, manifiestan gran inco-
modidad por esa representación que se contrapone a su calidad de me-
diadoras y traductoras. La inconformidad feminista deriva en reformu-
laciones del mito, y abre el camino a una reflexión sobre la invisibilidad
del deseo de las mujeres.
Si lo central en la condición humana es que somos deseantes, ¿hacia
adónde apunta la primacía del deseo en las mujeres? En El laberinto de la
soledad el reconocimiento de este deseo femenino lo coloca Paz en Sor
Juana como persona en cuerpo de mujer y le otorga su admiración como

791
Marta Lamas

intelectual, como conciencia. Para él Sor Juana “responde a todo lo que


en su tiempo se podía pedir a una mujer” (1959, p. 102), y habla de su “do-
ble soledad” (1959, p. 103) por su doble conflicto, con la sociedad y con la
feminidad. Pero también lamenta que ella nunca logrará perdonarse su
atrevimiento y su condición de mujer.
Lo que Paz hace con Sor Juana no lo hace con la Malinche, ni con las
mujeres en general, a la Malinche no le da un estatuto de sujeto en su
propio derecho, ni reconoce su talento y singularidad. En este sentido
Paz reproduce la “violencia simbólica”8 de la tradición machista, que di-
vide a las mujeres en “putas” y “decentes”.
El fantasma de la madre en el conflicto del nacimiento preside el final
del ensayo de Paz. En el “Apéndice” Paz habla del feto, “uno con el mun-
do que lo rodea”, y dice que “al nacer, rompemos los lazos que nos unen
a la vida ciega que vivimos en el vientre materno, en donde no hay pausa
entre deseo y satisfacción”. En otra parte señala que somos expulsados
del claustro materno. Más adelante se remite de nuevo al momento del
nacimiento: “roto el cordón que lo unía a la vida”. Recorre infancia, ado-
lescencia y madurez para hablar de la soledad como un “estado peligroso
y temible”, y calificar al sentimiento de soledad como “nostalgia de un
cuerpo del que fuimos arrancados”.
En su afán por comprender por qué “nuestro erotismo está condi-
cionado por el horror y la atracción del incesto” (1959, p. 178), Paz hecha
mano en El laberinto… de algunos elementos clásicos del pensamiento de
Freud, en especial, de sus textos más sociales, como El malestar en la cul-
tura y Tótem y tabú, que dan cuenta de los procesos de simbolización de
los seres humanos. Pero me parece extraña su resistencia a incorporar la
existencia del inconsciente en su reflexión. Por eso Paz describe contra-
dictoriamente la conducta de los mexicanos: a veces de manera volunta-
rista, a veces fatalista. Aunque me resulta incomprensible su conspicuo
silencio sobre Freud (no lo cita claramente), podemos suponer que las
sociedades son comunidades interpretativas que se van armando por
compartir ciertos significados. De acuerdo con Pierre Bourdieu (1997),

8. “La violencia simbólica”, “lo esencial de la dominación masculina” (Bourdieu, 1996, p. 24), es un con-
cepto sumamente eficaz precisamente por la introyección que de ella hacen las personas.

792
Las nietas de la Malinche

los “productores culturales”, suelen desarrollar sistemas de referencias


comunes en un proceso de “apropiación” cultural que toma años. La in-
negable “apropiación” que Paz hace de Freud se inscribiría en el proceso.
Eso no evita que en varias cuestiones se hallen en las antípodas, como
cuando el poeta persiste en una mirada mistificadora sobre el amor como
el intento humano por derribar esa soledad, bastante lejana del duro es-
cepticismo de Freud. ¿Cómo abordar el conflicto existencial de la soledad,
si la dimensión de la falta humana es inconmensurable, si todos los seres
sufrimos de nostalgias y reminiscencias de aquel momento unitario de
nuestras vidas? Paz postula la comunión entre dos seres, la fusión amo-
rosa, y evita el papel del deseo y del inconsciente al depositar la resolución
del conflicto de la soledad en la complementariedad amorosa. Paz rea-
firma la ilusión de una posible armonía y unidad entre los sexos, y des-
carta los conflictos inherentes a las relaciones de poder entre mujeres y
hombres, que incluyen aspectos de la subjetividad y la sexualidad. Así, sin
proponérselo, Paz reproduce el discurso sexista del momento. Aunque
otorga a la Mujer reconocimiento simbólico, no registra la existencia
cotidiana de las mujeres, con sus prácticas y sus deseos, por lo cual no
concede suficiente peso a los conflictos derivados del distinto posiciona-
miento de los sexos y de la consecuente subordinación social femenina.
Un punto espinoso de su reflexión reside en que la carga de ideali-
zación de la Mujer esconde también una cuota de hostilidad. En conse-
cuencia, se produce un doble mensaje: la mujer es un inmóvil sol secre-
to, y el hombre la busca para establecer una comunión erótica, al mismo
tiempo que duda de si ella piensa. La dicotomía mujer/hombre configu-
ra un delirio cultural, que se expresa en ver a las mujeres más cercanas a
la naturaleza, más “animales” que los hombres. Esto se manifiesta, en el
plano pulsional, con la violación; en el social, con la subordinación. Paz
acepta este delirio cultural y habla por ejemplo de “que la mujer encarna
la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal, y en este hecho
radica su imposibilidad de tener una vida persona”.
La crítica feminista sostiene que la recepción del mandato de la
cultura en la psique individual varía, y que de formas diversas se re-
gistran las múltiples expresiones del Otro. Aplicado esto al paradigma
de la mexicanidad que postula Paz, tendríamos que hoy, más allá de

793
Marta Lamas

interpretaciones, de elaboraciones, de representaciones, “lo mexicano”


reivindicaría la existencia de una diversidad de formas de ser. La mexi-
canidad no es en esencia, sino una diversidad (de deseos, discursos y
prácticas) que hace cincuenta años era difícil concebir. La aceptación de
dicha diversidad va de la mano con el reconocimiento del otro.
¿Cómo entiende Paz al Otro? Para él, el Otro del mexicano es, alter-
nativamente, el español o el indígena, el gringo o el europeo. Pero la
acepción del mexicano como ser masculino remite a algo básico y fun-
damental, que sin embargo Paz no asume a pesar de su lectura beauvoi-
riana: el Otro es también el otro sexo. No es posible tratar temas como la
existencia del Otro sin referirse a la diferencia sexual. Las mujeres y los
hombres son construidos en sistemas de significados y representacio-
nes culturales que, a su vez, están inscritos en sistemas de poder. Por eso
la identidad (de un sujeto o de un país) no puede ser entendida a menos
que se perciba al género como un componente en interrelación compleja
con otros sistemas de identificación y jerarquía (Alcoff y Potter, 1993).
Quiero concluir subrayando una vez más la fantástica intuición de
Paz para captar cuestiones fundamentales. Abre El laberinto… con un pá-
rrafo de Antonio Machado que usa como epígrafe. Tomo de él una parte
sustantiva: “Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia
de la razón humana… Pero lo otro no se deja eliminar, subsiste, persiste;
es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes…”. Desde esta
epígrafe Paz enmarca su reflexión en El laberinto… y bordea problemas
sustantivos, como la constitución del género. La diferencia sexual es un
real inasible. Ante la imposibilidad de concebir el sexo, los seres huma-
nos lo simbolizamos.9
Aunque el ensayo de Paz contiene acercamientos notables y singula-
res respecto de la cuestión de la mexicanidad, es interesante comprobar
las huellas del pensamiento psicoanalítico freudiano y algunos chispa-
zos del pensamiento de De Beauvoir. Sin embargo, el concepto clave
para leer hoy El laberinto… es el de “violencia simbólica”. La violencia

9. Joan Copjec (1994) parafrasea a Kant y dice que “teorizar el sexo implica una eutanasia de la razón
pura”, y postula que tratar de entender el sexo es lanzar la razón a un conflicto, pues al enfrentar la apa-
rente irresolubilidad de ciertas cuestiones, esta se apega más fuertemente a sus suposiciones dogmáticas
o se abandona a un escepticismo sin esperanzas.

794
Las nietas de la Malinche

simbólica permite comprender la situación de aceptación del “otro”, que


introyecta la valoración que hay sobre él, y acaba con la oposición entre
coerción y consentimiento, imposición externa e impulso interno. Con
dicho concepto se explica la aceptación de las mujeres de la definición
patriarcal sobre ellas.
Aunque la realidad simbólica y los acontecimientos culturales que
pautaron El laberinto… están presentes todavía, las consecuencias de un
discurso igualitario, y de comportamientos y prácticas más ligados a la
equidad, envejecen poco a poco el armazón patriarcal del ensayo de Paz.
Si bien la resolución de la crisis social respecto de la desigualdad de la
mujer no subsana la soledad individual ni cura la ruptura narcisista de la
no complementariedad, asumir a las mujeres como sujetos con deseos y
necesidades distintas conduce paulatinamente a formular un pacto sim-
bólico –un mito– distinto. Esto no atenúa los malestares de la condición
humana, aunque apunta a una nueva construcción de la mexicanidad.
Sin duda, en El laberinto… Octavio Paz renovó la historia natural, pero
en sus propios términos masculinos: como hombre (en su acepción de
sexo y no de género humano). Pero a pesar de su androcentrismo invo-
luntario, con El laberinto de la soledad Paz logra algo formidable: nom-
brar con talento poético el imaginario colectivo de los mexicanos. Es la
prosa de Paz lo que convierte a El laberinto… en un texto fundacional. Su
eficacia, cincuenta años después, no se deriva de la vigencia de un aná-
lisis cultural de la realidad mexicana, armado a partir de la definición
patriarcal de “lo femenino” y “lo masculino” dentro del orden simbólico,
sino de una reconstrucción poética de ideas que articulan la configura-
ción de lo mexicano.

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797
El feminismo de Virginia Woolf:
el caso de Tres guineas*

Virginia Woolf es un ícono del feminismo por dos obras fundamentales:


Una habitación propia (1929) y Tres guineas (1938). Separados por casi diez
años, estos textos exhiben claramente las pasiones políticas que Woolf
entreteje de manera sutil en sus novelas. Aunque ambos libros son pro-
paganda feminista de alto nivel, inteligente y de una actualidad sorpren-
dente, al compararlos se nota la radicalización de la escritora: mientras
que Una habitación propia es un atractivo relato calculado finamente para
convencer a los hombres, en Tres guineas hay un cambio de estilo notable,
con un rechazo de la seducción a favor de la argumentación fría, y tam-
bién con un claro interés por ofrecer datos duros.
¿Cómo se dio ese tránsito? Vale la pena hacer algo de historia. Sensible
e inteligente, Virginia Woolf era una mujer profundamente conmovida
por su entorno, preocupada por la política, y con opiniones que defen-
día y que deseaba transmitir. Para muchas personas la imagen que pro-
yectaba era la de una mujer poco interesada en los asuntos mundanos,
elitista, complicada y asocial, sin embargo una lectura cuidadosa de su
obra, sus diarios y su correspondencia nos devuelven a una feminista
indignada por lo que vivía y veía. A pesar de que maldecía la política, no
ignoraba lo que ocurría políticamente. Leía con avidez los periódicos, es-
cuchaba las noticias en la radio y seguía día con día los acontecimientos
políticos. Su interpretación del mundo que la rodeaba era aguda y sin

* Extraído de Lamas, Marta (2014). El feminismo de Virginia Woolf: el caso de Tres guineas. En Argentina
Rodríguez (coord.), Escribir como mujer. Ensayos sobre la obra de Virginia Woolf. México: UNAM.

799
Marta Lamas

contemplaciones, y su persistente sensación de exclusión y discrimina-


ción como mujer se concretó en un feminismo sui generis. Aun cuando el
movimiento por la igualdad ciudadana de las mujeres tuvo gran impac-
to en ella, su militancia en la campaña Votes for Women no fue sostenida:
pasó un tiempo rotulando sobres en una oficina de las sufragistas, estu-
vo en unas pocas reuniones y confesó que pensaba que asistir a un mitin
masivo era una pérdida de tiempo.1 En 1912, cuando a los treinta años se
casó con Leonard Woolf, un comprometido socialista con quien man-
tuvo una extraordinaria relación de apoyo y estímulo intelectual, siguió
apasionadamente los debates, registró minuciosamente las expresiones
antifeministas, respondió públicamente a algunas manifestaciones ma-
chistas y escribió en forma combativa en las páginas de la publicación
feminista The Woman’s Leader. En 1918 le fue otorgado el voto a las in-
glesas mayores de treinta años. Esa medida, junto con la movilización
que motivó la Primera Guerra Mundial, debilitó al movimiento de las
mujeres. Virginia Woolf respaldó la campaña Adult Suffrage para otorgar
el voto a los hombres sin propiedad (obreros, marineros, campesinos) y
se preocupó por cuestiones más amplias, como la huelga general de 1925
(la huelga de los mineros). Su interés por el arte la llevó a participar de
1925 a 1931 en la London Artist’s Association. Su constante rivalidad con su
hermana Vanessa, con quien mantenía una relación afectuosa pero muy
competitiva, la llevó a reflexionar sobre las dificultades que enfrentan
las mujeres artistas, y la manera en que el matrimonio las salva o propi-
cia su estancamiento.
Dentro de este contexto, Virginia Woolf elaboró en 1928 una confe-
rencia sobre “Mujeres y literatura”; la impartió dos veces en Cambridge,
y al año siguiente la publicó como Una habitación propia (1929).2 Dos años y
pico después, el 21 de enero de 1931, cuatro días antes de cumplir 49 años,
pronunció otra conferencia en el ambiente más político de la London

1. Esto ocurrió de 1907 a 1910, cuando tenía entre 25 y 28 años. Woolf usó esa experiencia en su novela
Noche y día, donde recrea el ambiente de los comités de trabajo y las discusiones sobre la agenda política
en un local sufragista. Veinte años separan Noche y día de Tres guineas, y en el ensayo, la crítica burlona
que hace a las sufragistas en la novela, se dirige a las personas anti-feministas.
2. En Newnham College el 20 de octubre y en Girton el 26 de octubre. A la segunda la acompaña Vita
Sackville-West. Virginia Woolf habla de las dos en su diario como si hubieran sido una sola, probable-
mente debido a que el texto de la conferencia fue el mismo.

800
EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

and National Society for Women’s Service, esta vez sobre “Profesiones
para mujeres”.3 El año anterior, a sus 48 años, había conocido a Ethel
Smyth, de 72, una famosa compositora y directora de música, una fe-
minista combativa, promotora del sufragio y defensora del derecho a
amar a su propio sexo.4 En 1910, mientras Virginia Woolf colocaba en
sobres panfletos feministas, Ethel y Emmeline Pankhurst se manifesta-
ban tirando piedras a las casas de los ministros por su negativa a otorgar
el voto a las mujeres. Las encarcelaron celda con celda en la prisión de
Holloway, y ahí compuso Smyth la Marcha de las mujeres, un himno de
batalla del movimiento sufragista. En 1930, Smyth era ya una excéntrica
figura pública que conducía un programa de radio para la BBC, titula-
do Point of View. Había leído Una habitación propia, admiraba a Virginia
Woolf y la invitó para entrevistarla. Cuando la conoció personalmente
se enamoró de ella y trató de conquistarla, dado que se asumía abierta-
mente como lesbiana. El primer año del cortejo de Smyth a Woolf cul-
minó con la participación de ambas en la London and National Society
for Women’s Service. Woolf hizo en su discurso un elogio de Smyth: la
calificó de pionera y dijo que había despejado el camino para las que
venían detrás, y que no solo la admiraba por esa trayectoria, sino que
le debía mucho. Esas dos figuras deben de haber sido un espectáculo
juntas: la indómita Smyth junto a la reservada Woolf. Una reseña de su
presentación en la London and National Society for Women’s Service,
que publicó The Woman’s Leader, las compara, y observa que a sus 72 años

3. En términos prácticos, esa conferencia consolidó su relación con dicha institución feminista, a la cual
se integró formalmente en noviembre de 1932. Se comprometió a apoyarla, y trató de vender el manus-
crito de Una habitación propia para donarle el dinero.
4. Ethel Smyth estudió con Brahms, Grieg y Tchaikowsky en el Conservatorio de Leipzig, cuando las aca-
demias de música mantenían cerradas sus puertas a las mujeres. Escribió óperas, varias piezas corales
y vocales, música instrumental y de cámara. Su música, intensa y ajena al decoro victoriano, fue consi-
derada por algunos críticos como “carente de la feminidad que se esperaría de una compositora”. En su
etapa más productiva, entre los años 1894 y 1925, compuso y escribió seis óperas. George Bernard Shaw le
escribió: “Tu música me curó para siempre de la vieja ilusión de que las mujeres no podían realizar lo que
los hombres en el arte”. Sir Thomas Beecham y Bruno Walter dirigieron obras suyas y Mahler se interesó
en producir su ópera Wreckers. Como reconocimiento a su talento, fue distinguida en 1910 con un doc-
torado honorario de Música de la Universidad de Durham, en 1926 fue honrada con el mismo título por
la Universidad de Oxford e igualmente en 1930 por la Universidad de Manchester. También la Reina le
otorgó la Orden del Imperio Británico como Gran Dama por “los más altos logros alcanzados alguna vez
por una mujer”. Hermione Lee (1999) le dedica un capítulo de su formidable biografía de Virginia Woolf.

801
Marta Lamas

Smyth era vivaz y juvenil, mientras que Virginia Woolf “estaba con no-
sotras, pero no era una de nosotras; sus ojos estaban en las estrellas”
(Lee, 1999, p. 593).
Durante los primeros meses de su relación, Virginia Woolf se dedicó
a escuchar las maravillosas historias de Smyth, cuya energía belicosa era
legendaria. Con encendida elocuencia, Ethel soltaba sus diatribas con-
tra lo que llamaba alternativamente “el círculo vicioso”, “los gángsters”,
“el club” o “la máquina”, que eran los universitarios ricos, los mecenas
y los jefes de los colleges, de las editoriales y de los comités intelectuales
y artísticos. Aunque estos comentarios coincidían con lo que ya Woolf
venía sintiendo y pensando, la influencia de Ethel Smyth se percibe en
el tono más abrasivo y feroz de Tres guineas.
Virginia Woolf no imaginó el largo proceso de escritura que enfren-
taría los siguientes años al retrabajar su conferencia “Profesiones para
Mujeres” con la intención de convertirla en un libro; pero sí vislumbró,
desde el día antes de impartir la conferencia, el 20 de enero de 1931, que
se trataba de algo muy importante:

En este momento, al tomar un baño, he concebido un nuevo libro,


una secuela a Una habitación propia, sobre la vida sexual5 de las mu-
jeres: tal vez se llamará las Profesiones de las mujeres. ¡Dios, qué emo-
cionante! Esto acaba de desprenderse de mi conferencia que daré el
miércoles al grupo de Pippa.6

Si bien Una habitación propia se publicó justo un año después de imparti-


da, el proceso de elaboración de Tres guineas fue conflictivo y laborioso, y
desde que concibió el libro hasta que este vio la luz pasaron siete años, ya
que en un principio Woolf trató de desarrollar una nueva forma literaria
donde alternaría escenas de ficción con capítulos de análisis histórico:
una novela-ensayo cuyo título sería The Pargiters. Por eso, pocos días des-
pués de su conferencia, en enero de 1931, Woolf empezó a recortar todas

5. Dice “sexual” en relación a la diferencia sexual. Hoy diría “de género”, para evitar el doble sentido del
término sexual
6. Su amiga Pippa Strachey, la hermana feminista de Lytton Strachey, fue quien la invitó a la London and
Nacional Society for Women´s Service.

802
EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

las noticias y referencias sobre la doble moral vigente, las prácticas se-
xistas en curso (por ejemplo, el debate de si una mujer podía dirigir una
oficina gubernamental o la renuncia de once miembros del comité de
una biblioteca cuando se designó a una mujer como directora) y frases
misóginas, como la de C.E.M. Joad: “Creo que las mujeres no se deberían
sentar a la mesa con los hombres” (2006, p. 188 n.4). Reunió, asimismo,
cientos de ejemplos de prejuicios victorianos y contemporáneos que
posteriormente incluiría en su larga sección de notas. El 16 de febrero
de 1932 anotó en su diario que ya tenía “suficiente pólvora para volar St.
Paul”, aludiendo a la catedral (1977 IV, p. 77).
Al fracasar en su proyecto de The Pargiters, Woolf decidió hacer dos
libros: una novela, Los años y el largo ensayo político, Tres guineas. En
ellos vertería sus preocupaciones políticas, feministas y pacifistas, su
sentimiento de ira ante las formas brutales de sexismo que veía cotidia-
namente y, sobre todo, repararía una gran herida personal: su falta de
educación universitaria. Esta carencia, que ella denunció como la exclu-
sión de las hijas del patriarca Stephen de la educación a la que tuvieron
acceso sus hermanos, la marcaría de por vida, pero en vez de victimi-
zarse transformó su dolor en un eficaz alegato irónico que apuntaba al
corazón del machismo.
Su marido influyó decisivamente en su politización. Leonard Woolf
era un intelectual de izquierda, comprometido y muy reconocido que
consideraba que era posible establecer formas de cooperación que des-
activaran las respuestas bélicas entre los países.7 Leonard Woolf dictaba
conferencias y escribía artículos que daba a leer a Virginia. La relación
de ambos con la política era muy diferente, lo que no impide que hubiera
una perspectiva ideológica similar. Ambos pertenecían a un círculo de
intelectuales progresistas que padecieron las dos guerras mundiales del
siglo XX.
La Primera Guerra Mundial radicalizó a Virginia Woolf, y lo dice in-
directamente en Una habitación propia: “La guerra endureció las ideas
de las mujeres sobre sus gobernantes masculinos” (Lee, 1999, p. 339). La

7. La biografía de Victoria Glendinning (2006) ofrece un retrato muy completo de la actividad política e
intelectual Leonard, así como de la estrecha colaboración entre ambos.

803
Marta Lamas

guerra le parecía una ficción absurda y absolutamente masculina. Junto


con sus muy queridos amigos de Bloomsbury estuvo en la vanguardia del
movimiento pacifista, defendiendo a los objetores de conciencia, y reci-
biendo la hostilidad nacional en contra, sobre todo hacia quienes eran
objetores por razones políticas más que por razones religiosas. Leonard,
activo socialista, estuvo contra la Primera Guerra Mundial, y no fue en-
listado porque lo incapacitó su famoso temblor en las manos. Lytton
Strachey y Bertrand Russell eran pacifistas notables, y como muchos
otros que desafiaron los tribunales y se resistieron a ir al frente, acep-
taron hacer trabajo de apoyo (de oficina y labores agrícolas). Durante
la Primera Guerra Mundial resultó relativamente fácil sostenerse dig-
namente como pacifista, pero en 1935 fue derrotada esa postura en el
partido Laborista y la Guerra Civil española redujo a una minoría a los
socialistas que persistieron en ella: del grupo Bloomsbury solo Woolf y
Huxley se sostuvieron en su pacifismo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, con el avance del nazismo, a
Virginia Woolf le resultó muchísimo más difícil defender su postu-
ra, pues el hecho de ser pacifista adquirió un tinte equívoco y suscitó
respuestas hostiles. Así como el debate sobre la guerra dividió a la iz-
quierda, en la misma forma se partió el grupo de Bloomsbury. También
el matrimonio Woolf estaba dividido, aunque no se hablaba de ello. La
amenaza del fascismo influyó en que muchos amigos pacifistas modifi-
caran sus ideas. Ella no. Incluso manifestó que estaría dispuesta a morir
sin pelear si los alemanes invadieran Inglaterra.
Aunque no asistía regularmente a reuniones feministas o pacifistas,
Virginia Woolf participaba políticamente pensando y escribiendo. Sus
posiciones infiltraban lo que componía y fue muy prolífica, pues escribió
nueve novelas, dos biografías, una comedia y más de 500 ensayos y rese-
ñas. Carlos Monsiváis decía que el feminismo de Virginia Woolf estaba
entretejido en su literatura. Incorporó posturas y actitudes feministas
en sus novelas El cuarto de Jacob y La señora Dalloway, pero sin integrar
discursos ni hacer comentarios explícitos. Sus batallas políticas están
en sus letras, pero como no creía en las obras de arte “políticamente co-
rrectas”, no usaba su literatura como panfleto. Solo se vislumbraban su
feminismo y su pacifismo en los diálogos y actitudes de sus personajes,

804
EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

por ejemplo, uno de pregunta: “¿Dejarías que los alemanes invadieran


Inglaterra sin hacer nada?” (Lee, 1999, p. 665).
Su dilema existencial fue su exclusión como mujer, pero su interés
intelectual estaba más bien ubicado en la interrogante de si el arte debe-
ría seguir los dictados o necesidades de la política, o si se podía sostener
como algo aparte. Sin embargo, su aversión a cualquier participación
oficial o distinción la mantuvo lejos de las discusiones públicas y nutrió
su fama de antisocial. La invitaron a ser parte de la delegación británi-
ca del Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura
que organizó Malraux, pero no aceptó. Se negó a unirse al PEN Club,
aunque asistió a la invitación de Vigilance, organización francesa an-
tifascista, para crear un grupo similar, al que Leonard dio el nombre de
For Intellectual Liberty. También renunció a la Sociedad Internacional
de Escritores, supuestamente por razones de salud. Sin embargo, en di-
ciembre de 1936 escribió “Why Art Today Follows Politics” para el Daily
Worker, a petición de la Artists’ International Association, una alianza
plural de artistas comunistas, socialistas y liberales contra el fascismo y
la guerra.
Pero Virginia Woolf defendía su vocación de escritora y al ominoso
ambiente proguerra se sumaron las preocupaciones por su novela Los
años, que le resultó tan difícil y doloroso escribir. Surgida también de la
famosa conferencia sobre “Profesiones de mujeres”, que dio pie a Tres
guineas, hizo en ella una denuncia sutil y radical a una sociedad patriar-
cal, imperialista, clasista y guerrera. Su actitud antipanfletaria derivó en
una ruptura formalista en su literatura: no hay un héroe, no hay una tra-
ma climática, no hay resolución ni certezas; hay apertura, varias voces,
dudas, un sentir colectivo. Y sin sermonear ni llenar a sus personajes de
opiniones políticas, las voces femeninas en Los años diagnostican sutil-
mente los vínculos machistas entre la educación, el gobierno y la guerra
que en Tres guineas Woolf denunciaría acremente.
Es en el largo ensayo Tres guineas donde su feminismo y su antibeli-
cismo se concretan con una fuerza inusitada. Desde 1931 en que lo con-
cibe hasta 1938 en que se publica, Virginia Woolf compartió con Leonard
una sensación de desvalimiento creciente que desembocó en una ira
contenida. Además, durante la escritura de ese libro ocurrió la muerte

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Marta Lamas

del hijo mayor de su hermana, con el que tenía una relación muy cerca-
na. Seducido por la causa de la república española, Julian se sumó a la
unidad médica británica que, del lado republicano, ayudó a transportar
a los heridos en el campo de batalla a dos hospitales que se montaron
en El Escorial. Un trozo de metralla se le clavó en el pecho y murió tras
una agonía de seis horas. Aunque ella no menciona a su sobrino en Tres
guineas, la desesperó que el joven al que más quería hubiera perdido la
vida de manera tan deplorable. Luego reconoció en forma privada que
al escribir sobre la guerra “siempre pensaba en Julian” (1977 V, p. 148).
El 6 de septiembre de 1939, al iniciarse la Segunda Guerra Mundial,
escribió que “la guerra es la peor de todas mis experiencias de vida” (1977
V, p. 234). Aunque Woolf se refería a Tres guineas como “mi panfleto con-
tra la guerra” (1986 VI, p. 159) ella aprovechó su reflexión sobre el belicis-
mo para mostrar lo que le preocupaba profundamente: el trato cotidiano
que los hombres daban a las mujeres. Con un título que no se entiende
hasta que se empieza a leer, Tres guineas es un libro menos seductor, más
feministamente militante, y un tanto denso. Tal vez por eso ha sido me-
nos leído y aclamado que Una habitación propia. El texto está dividido en
tres partes, cada una de las cuales corresponde a la guinea, una moneda
inglesa equivalente a 21 chelines que hoy está en desuso, excepto en las
carreras de caballos, donde se sigue utilizando por razones de tradición.
La guinea tiene cierto tufo elitista y no es gratuito que Woolf la haya
utilizado en lugar de hablar de libras (pounds), pues así, desde el título,
sugiere el vínculo entre el estatus y el poder.
Las tres guineas son tres donativos que la narradora,8 una hija sin
educación de un hombre ilustrado, piensa dar ante la solicitud de un
hombre culto que le pide firmar un manifiesto a favor de la libertad in-
telectual, otorgar un donativo a su asociación e ingresar en ella; la jo-
ven reinterpreta la petición como si este hombre le pidiera su opinión
acerca de cómo prevenir la guerra, acepta firmar el manifiesto y hace el
donativo de una guinea. Pero en lugar de ingresar a su asociación habla
de fundar una propia y manda las otras dos guineas a dos causas que

8. Virginia Woolf recibió muchas peticiones, pero no para dar dinero, sino para prestar su prestigio. En
una carta a Pippa Strachey (7 de marzo de 1937) se queja de que la importunen sobre asuntos políticos:
“Tengo que firmar casi seis cartas diariamente” (1986 VI, p. 112).

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EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

también le han solicitado su apoyo: a una universidad para mujeres y


a una asociación que apoya a las mujeres profesionistas. Estas contri-
buyen a frenar la guerra en la medida en que facilitan que las mujeres
ingresen a la vida pública como iguales a los hombres y que desde ahí
transformen la sociedad.
Aunque el libro está dividido en tres partes, su estructura es mucho
más compleja de lo que parece a simple vista, pues las tres peticiones no
corresponden a las tres secciones: en su interior se hallan doce cartas:
cinco que ella recibe y siete que escribe, incluyendo los borradores. En
cierto sentido, Tres guineas es una reflexión en voz alta sobre lo que pue-
de hacer una mujer como ella, “hija de un hombre ilustrado”, pero sin
educación formal, para prevenir la guerra. Y desde ese punto de partida,
su alegato analiza la discriminación de las mujeres por la falta de opor-
tunidades educativas, los obstáculos en las profesiones y su ausencia en
los lugares de toma de decisiones. De manera irónica y erudita, Woolf da
rienda suelta a su indignación por la situación de sus contemporáneas
en un mundo dominado por los varones. Pero no solo eso. Además, los
critica burlonamente por su infantilismo y narcisismo, que los condu-
cen a pelear como chiquillos, aunque con las devastadoras consecuen-
cias que acarrean los enfrentamientos bélicos.
En Tres guineas Virginia Woolf documentó con detalle el sexismo que
veía, y en las 124 notas reunió un increíble cúmulo de información que
había ido juntando a lo largo de años. Aunque decide poner todas las no-
tas al final, y no a pie de página, la cantidad de referencias resulta agota-
dora y con frecuencia no se leen, pese a que gran parte de ellas es necesa-
ria y memorable. Citar es su estrategia para legitimar una información
tan brutal que se podría pensar que proviene de la mente calenturienta
de una feminista iracunda y no de los dichos y hechos patriarcales que
quería exhibir.
Pero más allá de lo abrumadora que puede resultar la información, es
espectacular el rango de temas que ventila: cuestiones relacionadas con
la antropología, la educación, la crítica literaria, la psicología, la histo-
ria, la medicina, el arte, los clásicos, la teología, todos tratados con rigor
y fundamento. Es impresionante la manera en que mezcla cuestiones
aparentemente superficiales para mostrar la gravedad de lo que quería

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Marta Lamas

criticar; por ejemplo, la forma en que exhibe con minuciosidad la exis-


tencia de lo que hoy se llama “techo de cristal” (el obstáculo invisible que
impide a las mujeres que trabajan llegar a los puestos más altos) a partir
de una revisión de la lista de los salarios de los funcionarios públicos.
Tres guineas resulta una revelación política para quienes solamente han
leído sus novelas e ignoran la actitud radical que siempre asumió Woolf
con su rechazo a la autoridad patriarcal, a la cháchara de los políticos, a los
nombres inscritos en el British Museum, a las estatuas celebratorias de
mármol. Invariablemente, manifestó que dicha megalomanía le resultaba
ridícula, y en Tres guineas desarrolla su crítica con un despiadado rigor:
pone en evidencia las facetas abominables y ridículas de la masculinidad
en una sociedad que excluye educativa y laboralmente a las mujeres.
Muchas personas consideran este ensayo solamente como un texto
antibélico, sin registrar que lo central es la forma en que exhibe el víncu-
lo entre el machismo y la guerra, en especial, el aspecto narcisista y ridí-
culo de los hombres del poder. En ese sentido, es muy significativo que
aunque Woolf menciona en el texto ciertas fotografías devastadoras so-
bre las atrocidades de la guerra9 no las reproduzca, y en cambio, incluya
cinco fotos que son ejemplo del infantilismo megalómano de los patriar-
cas: sus atuendos fastuosos y absurdos, como las capas de armiño y las
pelucas postizas de los jueces, los trajes púrpuras de seda y los crucifijos
enjoyados de los obispos, los uniformes con charreteras, medallas, plu-
mas y bandas de los militares.10 Esas cinco fotos retratan al establishment
patriarcal en pleno: un general, unos heraldos, una procesión de aca-
démicos, un juez y un arzobispo (aunque las fotos no consignan los
nombres de los personajes, en esa época eran bastante conocidos).11

9. Describe las fotos de cadáveres en un bombardeo de Franco a la población civil en España; especial-
mente habla de los cuerpos mutilados de unos niños que le dan la imagen de una carnicería.
10. Ni en la edición argentina de Sudamericana ni en la española de Lumen se incluyen las fotografías.
¿Cómo interpretar tan significativa ausencia?
11. En su erudito ensayo introductorio a Three Guineas, Jane Marcus (2006) aclara que los cuatro hom-
bres que aparecen han sido identificados por Alice Staveley: el general es Lord Baden-Powell, un héroe
militar y fundador de los Boy Scouts; quien encabeza la procesión de académicos es Stanley Baldwin,
que fue primer ministro y rector de la Universidad de Cambridge; el juez es Lord Hewart, en ese tiempo
el lord canciller; y el obispo es Cosmo Gordon Lang, arzobispo de Canterbury. Los heraldos no han sido
identificados.

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EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

Junto con esas imágenes, que usa subversivamente dentro de su sóli-


da y documentada investigación sobre la discriminación femenina en
Inglaterra, Virginia Woolf establece comparaciones escandalosas, que
irritan, como la que hace entre San Pablo y Hitler. Tanto su brutal crítica
a la religión, y en concreto, al cristianismo, al cual caracteriza como un
agente de la represión, como la manera en que rechaza la glorificación
del militarismo y se burla de los trajes guerreros, le acarrearon muchas
críticas negativas. Si todavía hoy en día es tan riesgoso burlarse de la
Iglesia y del Ejército, en el ambiente de pre-guerra de los años treinta la
ironía y el sarcasmo de Wolf deben haberse vivido como insultos agresi-
vos. No sorprende, pues, la mala acogida que recibió su ensayo.
La recepción de su libro fue horrible: pocos críticos lo comentaron, y
la prensa se centró en el lado amarillista al cuestionar la ferocidad con
que criticaba los ropajes de los curas y los militares. Hubo quienes hi-
laron más fino y detectaron el vínculo del internacionalismo de Woolf
con una postura de izquierda, como Queenie Leavis, cuya reseña tuvo
por título “Gusanos del Reino Unido, uníos”, parodiando el lema del
Manifiesto Comunista.12 Denostada por su feminismo radical y su iz-
quierdismo, Woolf también fue muy atacada y ridiculizada por su an-
tibelicismo, aunque ni Russell ni Huxley lo fueron, sino que se los con-
sideró unos utópicos. Pero las críticas negativas no solo vinieron de los
conservadores; tampoco la mayoría de sus amigos entendió el ensayo, o
se avergonzaron del tono iracundo que traslucía. Leonard lo considera-
ba su peor libro, Keynes lo calificó de tonto, y a Vita Sack-Ville West no
le gustó. A Quentin Bell, su sobrino y biógrafo, le irritó de tal forma que
lo criticó duramente.
Si bien Tres guineas indignó y decepcionó a muchos lectores, sumó
también muchas lectoras entusiastas, desde las directoras de escuelas
para jovencitas hasta las escritoras y sufragistas del momento, como
Emmeline Pethick Lawrence, Ethel Smyth y Pippa Strachey. Las mujeres
entendieron con mayor claridad que lo central de Tres guineas era la críti-
ca al régimen patriarcal y su derivado, el fascismo de todos los días. Para

12. En inglés “Caterpillars of the Commonwealth, Unite” tiene resonancias que aluden tanto a los gusanos de
seda como a Ricardo II, de Shakespeare (Black, 2004).

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Marta Lamas

ellas la postura de Woolf ante la guerra era más compleja que el mero ho-
rror que muchas personas pacifistas mostraban ante la muerte. Virginia
Woolf retoma el discurso de que había que defender a la civilización de
la barbarie del fascismo y ofrece una visión crítica de la sociedad ingle-
sa, donde las clases educadas resultan perpetradoras y aceptadoras de
la barbarie cotidiana. Vincular las actitudes patriarcales cotidianas al
horror del nazismo de Hitler fue un acto temerario, que explica en parte
el porqué del rechazo tan generalizado a esta obra. Pero no fue pura au-
dacia, sino precisamente una lectura cuidadosa de su época, lo que lle-
vó a Virginia Woolf a encontrar que lo que Hitler encarnaba de manera
brutal también se encontraba en Inglaterra en esas actitudes cotidianas
que llamó el “hitlerismo inconsciente”. Esta reflexión resultó indigerible
para los ingleses. Además, lo novedoso de su método de documentación
y lo visionario y vanguardista de su postura política llevaron a que se
despreciara o se malentendiera su posición. Paradójicamente, fue acu-
sada de escribir sobre cuestiones irrelevantes e inútiles acerca de las
mujeres cuando había que enfrentar la amenaza del fascismo.
Virginia Woolf sabía que si decía lo que realmente pensaba sobre la
guerra recibiría mucha hostilidad. ¿Qué pensaba? En sus cartas y diarios
es muy explícita sobre sus sentimientos sobre la guerra:

[…] es un despliegue idiota, superficial y violento, y odioso, y estúpi-


do, e innoble, y malo. Diría que me aburren totalmente los libros de
guerra, que detesto el punto de vista masculino, que me aburre su
heroísmo, su virtud y su honor. Que lo mejor que pueden hacer los
hombres es no hablar de ellos más (Lee, 1999, p. 592).

Obviamente, estas opiniones se conocieron después de su suicidio,


cuando sus cartas, diarios y papeles personales fueron publicados.
Tres guineas no es un panfleto feminista típico, no convoca a las mu-
jeres a juntarse para hacer la revolución, sino que insta a hacerla per-
maneciendo al margen, como outsiders. Justamente su conciencia de
exclusión la lleva a proponer una sociedad de outsiders: “las de afuera”,
en la traducción argentina de Román J. Jiménez de Sudamericana, “las
extrañas”, en la traducción española de Andrés Bosch de Lumen (tal vez

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EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

hoy habría que decir “las marginadas” o, siguiendo a Spivak (1988) “las
subalternas”). Woolf plantea preguntas irónicas de forma retórica, y en-
tra luego a responder con ejemplos e imágenes sugerentes. Esta estrate-
gia de denuncia la expuso no solo a las burlas previsibles, sino también a
duras críticas: que era autorreferente, pues no hablaba de las mujeres de
otras clases sociales; que no reconocía la agresividad femenina; que no
enfrentaba el dilema concreto de cómo reeducar a la sociedad si acababa
siendo invadida por los alemanes.
Su denuncia radical de outsider en una sociedad patriarcal, imperialista,
clasista y guerrera mezcla provocadoramente hechos y pensamientos, datos
y metáforas. Es impresionante que Woolf formulara planteamientos que
las feministas de la segunda ola enarbolaron 40 años después, como que los
varones se aprovechan del trabajo doméstico gratuito de las mujeres, por el
cual las amas de casa y las madres deberían recibir un salario.13
Sus propuestas, en especial su llamado a bailar como brujas frente a
la hoguera, fueron calificadas de aterradoras expresiones de rabia. Sin
embargo, su argumentación, irónica y maliciosa, es mucho más sutil.
A lo largo del ensayo envuelve al lector en un discurso crítico sobre el
feminismo que incluso la lleva a eliminar la palabra “feminista”, para
luego reivindicar que ese feminismo denostado plantea lo mismo que
anhela el hombre con educación: la igualdad de todos los seres huma-
nos. Muchas personas tomaron literalmente, sin detectar su ironía, su
incitación a eliminar la palabra “feminismo”. Por eso considero indis-
pensable citar de manera extensa esa parte de la sección de la tercera
guinea, porque, a más de ser una joya, ejemplifica a la perfección la es-
trategia discursiva de Woolf.
Luego de argumentar arias cuestiones, la narradora le concede su
interlocutor, ese hombre con educación:

La guinea es suya; es una donación libre, libremente efectuada.


Pero la palabra “libre” se usa tan a menudo y, como todas las pa-
labras muy usadas, ha llegado a significar tan poco, que quizá sea

13. Lo interesante es que las feministas que desarrollaron esa veta llegaron por su propio razonamiento
a la misma conclusión de Woolf.

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Marta Lamas

aconsejable explicar con exactitud, incluso con pedantería, lo que


la palabra “libre” significa en este contexto. Aquí significa que no
se pide a cambio derecho o privilegio alguno. La donante no le pide
que la admita usted al sacerdocio de la Iglesia de Inglaterra, o a la
Bolsa, o al Cuerpo Diplomático. La donante no desea ser “inglesa”
en los mismos términos que usted es “inglés”. La donante no recla-
ma ser admitida, a cambio de la donación, en profesión alguna; no
quiere ningún honor, título ni medalla; no quiere ninguna cátedra
o conferencia; no quiere ser socia de asociaciones, comités ni juntas
directivas. La donación está libre de todas esas condiciones, debido
a que el único derecho de importancia primordial para todo ser hu-
mano ya ha sido conquistado. No puede usted quitarle a la donante
el derecho a ganarse la vida. Ahora, por primera vez en la historia
de Inglaterra, la hija de un hombre con educación puede darle a su
hermano una guinea ganada por ella, a pedido de este, para el fin
anteriormente especificado, sin solicitar nada a cambio. Es una do-
nación libre, dada sin miedo, sin adulación y sin condiciones. Esta,
señor, es una ocasión tan trascendental en la historia de la civiliza-
ción que merece cierta celebración. Pero dejemos de lado las vie-
jas ceremonias. El Lord Mayor, en compañía de sus tortugas y sus
alguaciles, golpea con su maza nueve veces una piedra, mientras
el Arzobispo de Canterbury, con todas las vestiduras canónicas, im-
parte una bendición. Inventemos una nueva ceremonia para esta
nueva ocasión. ¿Habrá algo más pertinente que destruir una vieja
palabra, una palabra viciosa y corrompida que hizo mucho daño en
su tiempo y que ahora es obsoleta? La palabra “feminista” es la in-
dicada. Según el diccionario, esta palabra significa “quien defiende
los derechos de las mujeres”.
Y como el único derecho, el derecho a ganarse la vida, ha sido ya
conquistado, la palabra ha dejado de tener significado. Y una pa-
labra sin significado es una palabra muerta, una palabra corrupta.
En consecuencia, celebremos esta ocasión cremando el cadáver.
Escribamos esta palabra en grandes letras negras sobre una hoja
de pergamino y apliquemos, con toda solemnidad, un cerillo al
papel. ¡Mire cómo arde! ¡Qué luz baila sobre el mundo! Después,

812
EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

pulvericemos las cenizas en un mortero, con una pluma de ganso,


y declaremos, cantando al unísono, que en el futuro todo aquel que
utilice esa palabra es de esos que se dedican a tocar el timbre de las
casas y salir corriendo,14 un alborotador, un individuo que escarba
entre viejos huesos, con la prueba de su indignidad manifiesta en
una mancha de agua sucia en su cara. El humo ha desaparecido;
la palabra está destruida. Observe, Señor, lo que ha ocurrido como
resultado de nuestra celebración. La palabra “feminista” ha queda-
do destruida, el aire se ha despejado. Y en este aire claro ¿qué ve-
mos? Hombres y mujeres que trabajan juntos por la misma causa.
También se ha dispersado la nube que cubría el pasado. ¿Para qué
luchaban en el siglo XIX aquellas extrañas mujeres muertas, con sus
gorros y sus chales? Por la misma causa por la cual luchamos ahora.
“Nuestro reclamo no era solamente por los derechos de las mujeres”
–es Josephine Butler quien habla– “sino que era más amplio y más
profundo; era el reclamo por los derechos de todas las personas –to-
das las mujeres y todos los hombres– a que se respetaran en ellas los
grandes principios de la Justicia, la Igualdad y la Libertad”. Esas son
las mismas palabras de usted, Señor, su mismo reclamo. Las hijas
de los hombres con educación que fueron llamadas “feministas”,
con su consiguiente resentimiento, eran de hecho la vanguardia
de su movimiento, Señor. Combatían al mismo enemigo contra el
que usted lucha, y por las mismas razones. Combatían la tiranía del
Estado patriarcal, de la misma manera que usted lo hace contra la
tiranía del Estado fascista.15

Así, en su defensa del derecho de las mujeres a ganarse la vida, Virginia


Woolf se desmarca del victimismo. Se vuelve evidente que ella pensaba

14. “Tocar el timbre de las casas y salir corriendo. Esta expresión ha sido acuñada con la finalidad de
designar a aquellas personas que utilizan palabras con el deseo de herir y, al mismo tiempo, no ser des-
cubiertas. En una época de transición en la que muchas cualidades cambian de valor, se necesitan nuevos
términos que expresen nuevos valores. La vanidad, por ejemplo, que parece llevar a graves complica-
ciones de crueldad y tiranía, a juzgar por las pruebas que se ven en el extranjero, todavía se enmascara
con una locución que solo tiene asociaciones triviales. El Diccionario de Oxford necesita un suplemento”
(Woolf, 2006, p. 208, n. 11).
15. La traducción es mía, al igual que las demás frases de Woolf en español.

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Marta Lamas

que derrocar al patriarcado era algo que no solo competía a las mujeres,
sino también a los hombres, que se beneficiarían de ello. En ese sentido,
Woolf se deslinda de las posturas sectarias de las feministas mujeristas
y reivindica claramente la necesidad de conseguir la igualdad entre las
mujeres y los hombres por medio de la educación de ellas y su ingreso al
mundo asalariado. Por eso, más allá de criticar el ominoso panorama bé-
lico, la propuesta de Virginia Woolf consiste en manifestar la necesidad
de un proceso de reeducación y nuevas leyes relativas a una cooperación
social y económica que pudiera transformar la sociedad. Y puesto que
las mujeres apoyan al patriarcado sin remedio cuando dependen eco-
nómicamente de los varones, aboga por que tengan responsabilidades
políticas y económicas, con igualdad de trato y de oportunidades. Su an-
helo era una transformación social radical. En ocasiones su ironía no era
detectada, como cuando puso el irónico título “Las mujeres deben llorar,
o unirse contra la guerra” a la versión periodística que escribió sobre
Tres guineas, y se publicó en el Atlantic Monthly en 1938.16
Han transcurrido más de 75 años de la publicación de Tres guineas, y
su repercusión en los feminismos posteriores ha sido notable.17 No solo
su pacifismo contagió a los grupos de mujeres, sino que su rechazo a las
celebraciones, sus protestas contra la censura y su desprecio por las acti-
tudes pomposas marcaron un estilo del feminismo ilustrado, interesado
en alentar discusiones sobre la civilización y la barbarie. Woolf siempre
insistió en las causas domésticas y educativas de la guerra, y las feminis-
tas actuales han retomado ese eje de reflexión.
En la actualidad, ¿cuál es la vigencia de su reflexión? Es evidente que
el panorama que pintó Woolf ha cambiado en algo esencial: el acceso de
las mujeres a la educación superior. Ya son mayoría los países en que se
aprecia una mayor presencia y permanencia de las mujeres en el sistema
educativo, especialmente en el sector terciario. Pese a los altos niveles de
educación de éstas, no se han eliminado las desigualdades en el mercado
del trabajo y en el ámbito doméstico. Las diferencias salariales entre los

16. Jane Marcus refiere que “Women Must Weep - Or Unite Against War” apareció en dos números, el de
mayo de 1938 y el de junio de 1938 (2006, p. 161).
17. Es amplísima la bibliografía de estudios sobre Woolf, y en concreto sobre Tres guineas. Véase especial-
mente las bibliografías que aparecen en Black (2004) y Marcus (2006).

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EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

sexos se sostienen, e incluso en varios rubros no se otorga igual salario


por igual trabajo. Asimismo, el trabajo doméstico, no asalariado, sigue
siendo responsabilidad casi exclusiva de las mujeres, que siguen sin per-
cibir una retribución económica por realizarlo.
Además, si miramos a nuestro alrededor, constatamos que por varias
razones Tres guineas se sostiene como una crítica vigente de las relacio-
nes entre las mujeres y los hombres. Tal vez el aspecto más radical de la
crítica de Virginia Woolf sea que muestra el vínculo entre la cultura y
la política. Especialmente sobrecogedora es su idea de que el fascismo
está a la vuelta de la esquina y que va de la mano con el machismo. En
América Latina, las dictaduras militares han comprobado dolorosamen-
te lo acertado de su observación respecto de que los regímenes fascistas
tienden a marcar las divisiones entre los sexos, y a que el fascismo está
alimentado por el machismo de todos los días. Pero tal vez lo más im-
portante, y lo que más nos cuestiona a las mujeres, es que en Tres guineas
Virginia Woolf no solo establece una analogía entre la tiranía del Estado
patriarcal y la tiranía del estado fascista, sino, sobre todo, argumenta
que no hay tiranía sin complicidad. Este señalamiento coincide con lo
que Pierre Bourdieu define como “violencia simbólica”, y es un eje fun-
damental que devela el vínculo entre el impulso a la guerra y las actitu-
des de género.18 Woolf saca a la luz la complicidad de muchas mujeres en
la reproducción y promoción de los sentimientos nacionalistas y bélicos,
y su conclusión antiesencialista es tajante: ni todas las mujeres son pa-
cifistas, ni todos los hombres belicistas. Por cierto, Bourdieu cita la idea
de Woolf en Tres guineas sobre el “poder hipnótico de la dominación”
(Bourdieu, 2000, p. 12) y en varias ocasiones le reconoce su talento para
hacer evidente, o sea, para objetivar “la operación propiamente simbó-
lica cuyo producto es la división entre los sexos” (Bourdieu, 2000, p. 13)
Pero si todavía hoy la lectura de Tres guineas sigue siendo tan esti-
mulante es no solo por la maravillosa malicia con la que está escrito,
sino fundamentalmente por la vigencia de su análisis, que sugiere que
los mundos público y privado están inseparablemente conectados: “Las

18. Para Bourdieu (2000) la violencia simbólica es aquella que se ejerce con el consentimiento y/o la com-
plicidad de quien la sufre, ya que al tomarla como “natural”, es incapaz de decodificarla.

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Marta Lamas

tiranías y las servidumbres de uno son las tiranías y las servidumbres del
otro”. Además, junto a la dolorosa observación del vínculo entre el fascis-
mo y la subordinación de las mujeres, que ella definió como “fascismo
cotidiano”, se encuentra lo que ha sido considerado su argumento más
potente, que ejemplifica la forma como Virginia Woolf comprendía la
actividad política de las mujeres como outsiders: su alegato antinaciona-
lista. Con tres frases lanza la provocación de que las mujeres no pueden
ser patriotas en un país que las discrimina y excluye: “As a woman, I have
no country. As a woman I want no country. As a woman my country is the whole
world” (Woolf, 2006, p. 129).19
Tal vez lo más polémico de su ensayo sea justamente su internacio-
nalismo, que hoy, de cara a la dolorosa situación de las personas que se
ven obligadas a migrar, cobra una vigencia impresionante. Todos los se-
res humanos somos habitantes del mundo y, como bien expone Virginia
Woolf, el mundo es el país de todos.
Al igual que esta escritora lo hizo en su tiempo, hoy tenemos necesi-
dad de expresar nuestro profundo desacuerdo político contra la guerra y
la marginación, en todas sus expresiones. El estallido de conflictos étni-
cos, religiosos y nacionalistas parece ser el horizonte del futuro y, ante la
multiplicación de las diferencias y el surgimiento de nuevos antagonis-
mos, los seres humanos tendríamos que encontrar la manera de acep-
tar la diversidad, sin que eso conduzca a enfrentamientos sangrientos.
Además, ante las aberrantes restricciones a los outsiders de hoy –indíge-
nas, migrantes, transexuales, herejes de todo tipo– convendría poner en
circulación, reformulándola, la emocionante frase internacionalista de
Virginia Woolf: como ser humano, no tengo país. Como ser humano no
quiero país; como ser humano, el mundo entero es mi país.

Bibliografía
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University Press.
Bourdieu, Pierre (2000). La dominación masculina. Barcelona:
Anagrama.

19. “Como mujer, no tengo país. Como mujer no deseo tener país. Como mujer mi país es todo el mundo”.

816
EL FEMINISMO DE VIRGINIA WOOLF: EL CASO DE TRES GUINEAS

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Spivak, Gayatri Chakravorty (1988). Can the Subaltern Speak? En Cary
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817
Rosario Castellanos, feminista a partir
de sus propias palabras*

Rosario Castellanos fue una gran feminista.1 La mayoría de quienes lo


afirmaron antes, lo hicieron a partir del análisis de la rica obra literaria
de esta chiapaneca universal; y hay quienes lo concluyen con base en
la tesis de Maestría en Filosofía que la autora presentó a los 25 años de
edad, el 23 de junio de 1950, tres años antes de que las mexicanas obtu-
vieran el derecho de votar. Elena Poniatowska asegura que con esa tesis,
titulada “Sobre cultura femenina”, Castellanos “establece el punto de
partida intelectual de la liberación de las mujeres en México” (Pacheco,
1974, p. 7).2 Es de notarse que la joven Rosario escribió su tesis sin haber
leído El segundo sexo de Simone de Beauvoir, publicado en París un año
antes.3 La historiadora Gabriela Cano (2012) considera que la tesis es un
claro ejemplo de lo que Mary Louise Pratt (2000) llama el “ensayo de gé-
nero”, o sea, una reflexión crítica que discute el estatuto de las mujeres
en sociedad y que confronta la pretensión masculina de monopolizar
la autoridad intelectual. Medio siglo después de presentada la tesis, el
Fondo de Cultura Económica la publicó a instancias de Cano, con un
prólogo de la historiadora que ubicaba el momento histórico en que se

* Extraído de Lamas, Marta (2017). Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras. En
LiminaR. Estudios Sociales y Humanísticos, XV(2), 35-47.
1. Este no es un análisis literario sino, como su título indica, un acercamiento al feminismo de Rosario
Castellanos a partir de algunos de sus textos.
2. En el prólogo a la recopilación de artículos periodísticos que José Emilio Pacheco preparó pocos meses
antes de la muerte de Castellanos.
3. Este dato lo consigna Andrea Reyes, en su entrevista con Dolores Castro, la gran amiga de Rosario
(2013, p. 165).

819
Marta Lamas

presentó la tesis y sus influencias intelectuales. Sobre cultura femenina es


una tesis sólida desde un punto de vista académico. En ella Castellanos
desmonta eficazmente el pensamiento machista y androcéntrico de di-
versos filósofos y escritores en torno a lo que han dicho sobre las muje-
res. Con su célebre ironía, Castellanos expone en qué consiste la cultu-
ra femenina, y el salón de examen se “inunda de risas” (Cano, 1992, p.
253).4 Algunas personas no captan la sutileza de su crítica, y piensan que
Rosario avala las consideraciones machistas sobre la inferioridad de las
mujeres. ¡Craso error! Luego de desnudar el sexismo y la misoginia de
varios autores, ella señala que no le queda más remedio que recurrir a “la
propia tentativa, a la propia labor, al propio hallazgo” (Castellanos, 2005,
p. 79). Rosario dice que le intriga que:

La mayor parte de las mujeres están muy tranquilas en sus casas


y en sus límites sin organizar bandas para burlar la ley. Aceptan la
ley, la acatan, la respetan. La consideran adecuada. ¿Por qué enton-
ces ha de venir una mujer que se llama Safo, otra que se llama Santa
Teresa, otra a la que nombran Virginia Woolf, alguien (de quien sé
en forma positiva que no es un mito como podrían serlo las otras y
lo sé porque la he visto, la he oído hablar, he tocado su mano) que
se ha bautizado a sí misma y se hace nombrar Gabriela Mistral, a
violar la ley? (2005, p. 84).

Ella no quiere, “como hacen las y los feministas, defenderlas a todas


mencionando a unas pocas” (2005, p. 84). Por eso, a la pregunta que ella
misma se formula: “¿Hay un modo de pensar específico de nosotras?”
(2005, p. 86), responde: “Los más venerables autores afirman que es una
intuición directa, oscura, inexplicable y, generalmente, acertada. Pues
bien, me dejaré guiar por mi intuición” (2005, p. 86).
Esa tarea que Castellanos emprende con eso que califica de “intui-
ción”, la acompaña de un ejercicio irónico de erudición, y así coincide
con lo que también señala Simone de Beauvoir: la diferencia que vemos

4. Amigos de Castellanos y estudiosos de su obra coinciden en destacar su característica ironía (ver como
ejemplos, Megged, 1984 y Amador, 2006).

820
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

socialmente entre las mujeres y los hombres no se deriva de la biología


o de una incapacidad congénita, sino de un encauzamiento distinto de
la energía y el espíritu. Para los varones, la producción de cultura es la
vía para trascender en el mundo, mientras que la maternidad lo es para
las mujeres. Su perspicacia feminista guía su pluma y la lleva a elaborar
una reflexión que gira principalmente en torno a los efectos del manda-
to cultural de la feminidad en las mujeres. Rosario Castellanos escribe
mucho sobre mujeres, sobre sus emociones, sobre cómo viven el amor, el
matrimonio, la maternidad, la soledad; y, en sus textos, ella recuerda su
infancia de soledad, rechazo y discriminación, exhibe sus heridas amo-
rosas y expresa su anhelo de maternidad. La escritora aborda así los te-
mas centrales de la crítica feminista. Junto con las mujeres que pueblan
su obra literaria –novelas, cuentos y poesías– y sus ensayos, Castellanos
analiza la obra de otras autoras, y las vuelve figuras cercanas y entraña-
bles. Coincide con De Beauvoir en que el estudio de los mitos en una cul-
tura es una vía para decodificar las actitudes sociales ante las mujeres,
y analiza críticamente las tres figuras míticas de la mujer en México: la
Malinche, la Virgen de Guadalupe y sor Juana (Castellanos, 1998c).
Todo autor es la suma de sus obsesiones. La vida, las pasiones y los
dolores de Rosario Castellanos resuenan en sus poemas, en sus narra-
ciones literarias y en sus colaboraciones periodísticas. Según cierta crí-
tica literaria, lo que distingue la escritura de Rosario Castellanos es que
integra una intelectualidad femenina con una textualidad femenina
(Zamudio y Tapia, 2006). Maureen Ahern apunta que Castellanos creó
un discurso intrínsecamente femenino (1988, p. 36), y que la forma en
que nuestra escritora aborda su tratamiento de las mujeres en México
es no solo una vía eficaz para explicar los mitos culturales, sino también
para escribir un tipo nuevo de literatura (1988, p. 43). Este proceso de es-
cribir asumiéndose como mujer, sin resbalar al estereotipo, no fue fácil
ni indoloro pues, como señaló Carlos Monsiváis, ella tuvo que “librar un
combate explícito por su derecho a no confinarse en una literatura pro-
fesionalmente ‘femenina’” (1992, p. 321). El autor considera que, a partir
del sarcasmo y la distancia crítica, Rosario “destruye memorablemente
muchas de las trampas y prisiones de la ‘sensibilidad femenina’ y escri-
be una poesía admirable, despojada de cualquier velo retórico, directa,

821
Marta Lamas

crítica… una poesía claramente autobiográfica, pero no poesía ‘confesio-


nal’” (1992, p. 322). Según Elena Poniatowska (s.f.), Rosario protesta del
único modo que sabe: escribiendo; y así se va convirtiendo en una gran
poeta y una narradora impresionante. Los amplios estudios en torno a
sus textos confirman esa justa apreciación. Pero además de su esplén-
dida obra literaria, Rosario Castellanos escribe en periódicos y revistas,
y precisamente ahí se encuentran diáfanos ejemplos de su feminismo.
Ella registra con agudeza eso que el feminismo contemporáneo deno-
mina la construcción del “género” (Lamas, 2016); o sea, ese conjunto de
creencias culturales sobre “lo propio” de las mujeres y “lo propio” de los
hombres, que se expresa en “usos y costumbres”, y lo critica de manera
nada complaciente. Gracias a la valiosa labor de Andrea Reyes al inves-
tigar y recopilar sus escritos periodísticos, hoy contamos con abundan-
tes e indiscutibles pruebas de su feminismo. Reyes buscó, desenterró
y, como ella misma dice, “rescató” un amplio número de documentos
que no habían sido incluidos en ninguna de las antologías y bibliogra-
fías previas: muchos de los que Castellanos publicó en Excélsior y otros
más desperdigados en suplementos y revistas literarias. Al inicio de su
labor, Reyes buscaba alrededor de cien ensayos, y al final encontró 338
que, sumados a los 179 ya publicados en antologías, hacen de la produc-
ción de Rosario Castellanos un total de 517 artículos periodísticos.5 Esta
recolección en tres tomos –publicados en 2004, 2006 y 2007– congrega
399 textos bajo el título Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario
Castellanos. Nunca dejaré de agradecerle a Andrea Reyes su valiosísimo
trabajo pues permite visualizar este aspecto menos conocido del pensa-
miento feminista de Rosario Castellanos. El título que Reyes le puso a su
compilación, Mujer de palabras, lo tomó del poema “Pasaporte”:

¿Mujer de ideas? No, nunca he tenido una.


Jamás repetí otras (por pudor o por fallas mnemotécnicas)
¿Mujer de acción? Tampoco
Basta mirar la talla de mis pies y mis manos.

5. De ellos, algunos más largos fueron publicados en el “Diorama de la Cultura” de Excélsior, en la Revista
de la Universidad Nacional Autónoma de México y en Suma Bibliográfica.

822
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

Mujer, pues, de palabra, No, de palabra no,


Pero sí de palabras,
muchas, contradictorias, ay, insignificantes,
sonido puro, vacuo, cernido de arabescos,
juego de salón, chisme, espuma, olvido.
Pero si es necesaria una definición
para el papel de identidad, apunte
que soy mujer de buenas intenciones
y que he pavimentado
un camino directo y fácil al infierno (Castellanos, 1998b, p. 221).

Ahora bien, sin olvidar que el feminismo de Rosario Castellanos se ex-


presa en toda su obra, en su poesía y literatura, destaca lo manifiesto en
sus potentes artículos de crítica cultural y política. Ahí, ella mezcla su
preocupación por la marginación de las mujeres, por su sumisión a con-
ductas autodevaluatorias, por la enajenación de una maternidad misti-
ficada y chantajista, y por las consecuencias negativas de la abnegación,
con escenas de su propia vida cotidiana, en relatos divertidos donde se
burla de sí misma.
Deslumbra la lucidez con que analiza la condición de las mujeres y
las expresiones de eso que hoy calificamos como el mandato cultural
de la feminidad. Tal lucidez recorre toda su obra y, como bien señaló
Margarita García Flores (1979), es la materia misma de su vida. Justo esa
lucidez la lleva a interpretar, sin conmiseración alguna, su propia con-
ducta y la de sus congéneres femeninas.
Eduardo Mejía (1998) relata que Raúl Ortiz y Ortiz, uno de los mejores
amigos de Rosario, publicó El eterno femenino a la muerte de Castellanos.
Ese texto generó mucha incomodidad, pues:

[…] en pleno auge del feminismo, pinta unas mujeres conformistas,


a lo largo de la historia, con la supremacía masculina, impulsoras
del machismo, contentas de no tomar decisiones, fascinadas de que
las elogien por su físico y no por sus méritos, encantadas con las
torturas a las que deben someterse para agradar al macho (Mejía,
1998, p. 9).

823
Marta Lamas

No es de extrañar la incomodidad y rechazo que esa obra suscitó entre


quienes asumen el “mujerismo”.6
Aunque El eterno femenino reúne muchas de las críticas que Rosario ya
venía realizando, su feminismo es más frontal en sus artículos periodísti-
cos. En agosto de 1968 publica “La mujer, ¿ser inferior?” (Reyes, 2006, pp.
153-155), donde describe la feminidad como una forma de violencia simbó-
lica. Se recordará que la violencia simbólica es la que las propias personas
se aplican a ellas mismas. Según Bourdieu, es “violencia amortiguada, in-
sensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente
a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del
conocimiento” (2000, p. 12). Rosario Castellanos percibe ese ejercicio de
violencia de las propias mujeres contra sí mismas y señala:

[…] hasta qué punto se ha puesto en manos de las mujeres la defen-


sa de un tipo de valores que las perjudican y las colocan en situación
de inferioridad, y de cómo ellas han cumplido con un celo digno
de mejor causa el papel de guardianas de la pureza de la tradición
(Reyes, 2006, p. 153).

Nuestra escritora denuncia la manera en que la cultura va haciendo que


el varón se convierta en victimario y la mujer, en víctima. Habla de la
rivalidad entre la madre y la hija, de la ausencia de solidaridad entre mu-
jeres, de la individualidad irreductible del narcisismo femenino. Todas
esas cuestiones siguen vigentes, sin asumirse ni resolverse entre la ma-
yoría de nuestras conciudadanas, incluso entre las propias feministas.
Además de sus duras apreciaciones sobre la forma en que tradicional-
mente se asume la feminidad tradicional, desde muy temprano Rosario

6. “Por mujerismo entendemos la idea de que las mujeres, por el hecho de serlo, poseen ciertas virtudes
que las hacen mejores que los hombres. No es mujerismo el hecho de dar prioridad política a las mujeres,
sino concepciones reduccionistas y sectarias según las cuales solo las mujeres son capaces de cierto tipo
de acción y por eso solo hay que trabajar con mujeres, ‘las verdaderas portadoras del cambio revoluciona-
rio’. Esta diferencia, por sencilla que parezca, es fundamental. Puesto que las mujeres, como grupo social
–como género–, están en condiciones singulares de discriminación, opresión y explotación, es correcto
plantearse un trabajo específico con ellas […] al rechazar la idea de la ‘esencia femenina’ [del mujerismo]
pensamos que el tema del feminismo no son las mujeres, sino las relaciones entre el género femenino y
[el] masculino” (Lamas, 1990, pp. iii-iv).

824
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

Castellanos habla del feminismo, de las feministas, de la emancipación


femenina e incluso se autonombra feminista. Doy algunos ejemplos.
Con 32 años de edad –en “Presencia de Concha Urquiza”, de 1957–, ana-
liza la obra poética de la michoacana y suelta la idea de que: “en México
la protesta femenina no ha sido nunca descarada y franca”, para además
señalar: “No esperemos pues encontrar proclamas rebeldes de feminis-
tas emancipadas con deseos de hacer prosélitos” (Reyes, 2004, p. 70).
Se requiere de un amplio libro para dar cuenta de la cantidad de se-
ñalamientos, guiños y críticas feministas que se encuentran en los ar-
tículos periodísticos reunidos en Mujer de palabras (Reyes, 2004, 2006 y
2007). En estas páginas voy a referirme solo a algunos muy significati-
vos. Rosario empieza a escribir en Excélsior en junio de 1963, y el 7 de di-
ciembre de ese año publica una reseña de un estudio sobre la Personalidad
de la mujer mexicana, que titula “Feminismo a la mexicana” (Reyes, 2004,
pp. 247-250).7 En ese texto conjuga muchas de las preocupaciones femi-
nistas a las que dedicará su atención una y otra vez: la diferencia del tra-
to familiar hacia las niñas y los niños, el desinterés por la educación de la
niña, el terror a la soltería, la maternidad como realización social y el re-
chazo de los varones, que describe así: “la mujer que intenta ejercitar su
voluntad, hacer uso de su inteligencia, realizar una vocación, sabe que
corre un riesgo: la soledad. Los hombres huirán de ella por sus comple-
jos” (Reyes, 2004, p. 249). Sin embargo, la crítica más dura que formula
no se dirige a los varones, sino a las mujeres. Ella remata preguntando:

¿Quién es tu peor enemigo? El de tu oficio, dice el refrán. Y el oficio


de mujer en México, que quizás es uno de los más duros, cuando ha
pretendido un equilibrio mayor de las relaciones entre los sexos,
ha encontrado la resistencia más enconada, no entre los hombres,
sino entre las mismas mujeres. Ellas, aun las emancipadas, las crea-
doras, no aprovechan sus medios de expresión para una rebeldía
franca sino apenas para un débil gemido, cuando no para predi-
car la abnegación, la humildad y la paciencia. Todavía los “hombres

7. Cuyo autor o autora es M. Loreto H., de quien Rosario asegura no tener idea de si se trata de una mujer
o de un hombre (Reyes, 2004, p. 247).

825
Marta Lamas

necios que acusáis” de Sor Juana sigue siendo nuestra protesta más
audaz. Habría que preguntarse por qué el feminismo, que en tantos
otros países ha tenido sus mártires y sus muy respetadas teóricas,
en México no ha pasado de una actitud larvaria y vergonzante. ¿Es
masoquismo? ¿Es temor al ridículo? (Reyes, 2004, p. 250).

¡Esto lo escribe en 1963!, cuando todavía no se perfilaba siquiera lo que


vendría a ser la segunda ola del feminismo, también llamada “movi-
miento de liberación de la mujer”. Durante varios años Castellanos pu-
blica artículos filosos sobre escritoras y acontecimientos políticos y cul-
turales, dejando caer sus señalamientos feministas. Por ejemplo, en “Un
bosquejo de Balaguer: las gobernadoras”, de 1966, relata el “caso insólito”
del presidente dominicano a quien califica de “esa rarísima ave caribeña
que abre, de par en par, las puertas de la vida pública para que tengan ac-
ceso a ellas quienes tradicionalmente habían permanecido, como con la
pierna quebrada, en casa” (Reyes, 2004, p. 552). Y ante los nombramien-
tos de gobernadoras de las provincias, que otorgó este político a mujeres
que habían participado activamente en su campaña electoral, Rosario
exclama: “¿Qué haremos las feministas autóctonas?” (2004, p. 552).
De 1969 sobresalen dos artículos –“El queso y la ratonera: la emancipa-
ción femenina” (Reyes, 2006, pp. 325-328) y “Feminismo 1970: curarnos
en salud” (2006, pp. 378-381)– en los que critica tanto los esquemas de
la cultura como la acción de algunas feministas. En el primero se burla
ácidamente de la demagogia política sobre la “emancipación”, y dice que:

[…] la emancipación significa hasta ahora, fundamentalmente, no


una hazaña de la voluntad, no una prueba de la aptitud, no un alar-
de de la inteligencia sino algo más difícil y más peligroso que todo
eso: una proeza del equilibrio. Porque la mujer mexicana tiene que
ser, de manera simultánea y ubicua, el cimiento inconmovible del
hogar y uno de los pilares de la fábrica, de la oficina, del aula. Tiene
que dedicar su atención –con la misma intensidad– al cuidado fí-
sico, moral e intelectual de sus hijos en proceso de desarrollo y a
los problemas que le plantea su trabajo, su participación en la vida
comunitaria, su examen de la realidad política en la que se supone

826
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

que es un factor determinante. Tiene que dividir su tiempo entre la


consagración al esposo del que, según la fórmula sacramental, es
compañera y no sierva. Por lo tanto debe actuar como interlocuto-
ra, como caja de ahorros, como objeto decorativo en las reuniones
sociales, amén de proporcionar la ropa limpia, de mantener los bo-
tones en su lugar, de presentar la mesa puesta y cumplir, integra y
satisfactoriamente, los deberes conyugales que por sabidos se ca-
llan (Reyes, 2006, pp. 325-326).

En el segundo, analiza los primeros grupos del nuevo feminismo en


Estados Unidos, con muchos señalamientos acertados; solamente reto-
mo aquel donde sostiene que estas feministas:

En su lucha rompen la imagen seductora que de la feminidad ha


elaborado nuestra época (y que en esto se asemeja a todas las épocas
anteriores). Destruyen tabúes que no han perdido aún el prestigio
de lo sagrado y arrostran el riesgo de ser excesivas, de ser injustas y,
sobre todo, de ser impopulares entre aquellas que deben constituir
el núcleo de sus seguidoras (Reyes, 2006, p. 380).

¡Hay que leerlos completos!


En 1970, en una nota que titula “Casandra de huarache: la libera-
ción de la mujer, aquí” (Reyes, 2006, pp. 561-564), Rosario se respon-
de sobre la ausencia en México de feministas. El argumento es genial.
Autonombrándose como profetisa autóctona, toma como referencia la
gran marcha que se llevó a cabo el miércoles 26 de agosto de 1970 en
varias ciudades de Estados Unidos, para celebrar los cincuenta años del
voto obtenido por las ciudadanas norteamericanas en 1920, y formula
una valoración sobre la ausencia de movilización feminista en nuestro
país. Con su registro, se adelanta dos semanas al reportaje que otra pio-
nera del feminismo mexicano, Marta Acevedo, publicó en La Cultura en
México, con una pequeña introducción de Elena Poniatowska.8 El artí-

8. Acevedo viajó a California para atestiguar la marcha en San Francisco. Su reportaje se publicó con el
título “Nuestro sueño está en escarpado lugar” el 30 de septiembre 1970, y se republicó en la revista Debate
Feminista (1995).

827
Marta Lamas

culo de Castellanos inicia con el relato de la marcha, para seguir con un


análisis político del feminismo en Estados Unidos, comentando la gama
de las reacciones en México: “desde el choteo burdo y aún los juegos de
palabras procaces, hasta el desgarramiento de las vestiduras ante este
nuevo signo apocalíptico que anuncia la decadencia y quizá la muerte
de nuestra cultura y de nuestra civilización” (Reyes, 2006, p. 562). Luego
señala que todos esos comentarios tienen una característica común: se
refieren a ese movimiento de liberación de la mujer en Estados Unidos
como si estuviera “ocurriendo en el más remoto de los países o entre
los más exóticos e incomprensibles habitantes del menos explorado de
los planetas. Esto es, como si lo que está aconteciendo del otro lado del
Bravo no nos concerniera en absoluto” (2006, p. 563); y finaliza con una
demoledora crítica a las mujeres de su clase social:

A mí no me gusta hacerla de profetisa pero esta es una ocasión en


que se antoja fungir como tal. (Aparte de que la profecía es uno de
los pocos oficios que se consideran propios para señoras histéricas
como su segura servidora). Y yo les advierto que las mujeres mexica-
nas estamos echando vidrio acerca de lo que hacen nuestras primas
y estamos llevando un apunte para cuando sea necesario. Quizá no
ahora ni mañana. Porque el ser un parásito (que es eso lo que so-
mos, más que unas víctimas) no deja de tener sus encantos. Pero
cuando el desarrollo industrial del país nos obligue a emplearnos
en fábricas y oficinas, y a atender la casa y los niños y la apariencia
y la vida social y, etcétera, etcétera, etcétera, entonces nos llegará
la lumbre a los aparejos. Cuando desaparezca la última criada, el
colchoncito en que ahora reposa nuestra conformidad, aparecerá la
primera rebelde furibunda (Reyes, 2006, pp. 563-564).

Precisamente uno de los impulsos en la movilización política de las mu-


jeres que conformaron la segunda ola feminista fue la confrontación
con el trabajo del hogar, sobre todo para quienes ya trabajaban fuera de
casa. Si el movimiento feminista tuvo tanta fuerza en Estados Unidos
y en Europa fue, indudablemente, porque las mujeres como Rosario
Castellanos –universitarias, profesionistas o funcionarias– no tenían

828
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

empleadas del hogar. Así, la confrontación con la carga de ocuparse de


las labores del hogar fue un disparador del activismo entre esas mujeres
de clase media. En su conclusión –“Cuando desaparezca la última cria-
da, el colchoncito en que ahora reposa nuestra conformidad, aparecerá
la primera rebelde furibunda”– condensa el análisis político que elabora
el nuevo feminismo sobre la importancia del trabajo llamado domésti-
co (Costa y James, 1975). Al marcar la relevancia política de ese trabajo
“invisible” coincide con Marta Acevedo (1995a), cuyo reportaje en el su-
plemento cultural de la revista Siempre! funcionó como un dispositivo
alrededor del cual un grupo de mujeres empezó a reunirse con el modelo
del pequeño grupo de autoconciencia para discutir el tema.
Este primer grupo de la segunda ola feminista en México salió a las
calles con el nombre de Mujeres en Acción Solidaria el 10 de mayo de
1971, en una protesta por la celebración del Día de la Madre.9 Pero, una
vez más, Rosario Castellanos se adelantó a esa expresión pública, pues
su discurso de tres meses antes –15 de febrero– se convirtió en el punto
de referencia de ese nuevo feminismo en México. Ese día, el PRI con-
memoraba el Día Nacional de la Mujer, y se desmarcaba del festejo del 8
de marzo, Día Internacional de la Mujer. Rosario Castellanos pronunció
un discurso en el Museo Nacional de Antropología frente a un nume-
roso grupo de mujeres destacadas y funcionarias, junto al presidente
Luis Echeverría y su esposa, María Esther Zuno.10 Hoy sus palabras la
consagran como la indudable precursora intelectual de la liberación de
las mujeres mexicanas. Unos días antes, el presidente Echeverría había
hecho que la nombraran embajadora en Israel por la gran admiración
que provocaba en la pareja presidencial. Ella comunicó públicamente su
designación cinco días después del acto en el museo en su columna edi-
torial de Excélsior, con esa actitud burlona y menospreciativa que la ca-
racterizó: “de pronto ¡zas! que me nombran embajadora” (Reyes, 2006,
p. 661). El discurso que cimbró a los asistentes se publicó el 21 de febrero

9. Marta Acevedo relata ese episodio en “Lo volvería a elegir” (1995b).


10. Las otras tres oradoras participantes fueron Margarita Lainé de Zubiría, la senadora Aurora Ruvalca-
ba y la sinaloense Aurora Arrayales Sandoval. A Rosario Castellanos la nombran “la poetisa” (El Universal,
16 de febrero 1971).

829
Marta Lamas

en el suplemento “Diorama de la Cultura” de Excélsior, un día después del


artículo donde contaba que había sido nombrada embajadora.
En ese discurso, titulado “La abnegación: una virtud loca” (Reyes,
2006), encontramos a una feminista que ha madurado y pulido ideas
que venía germinando desde los años cincuenta. Eran ya cuatro lustros
de una aguda observación de su entorno, a la que se agregaba una inten-
sa reflexión y una labor escritural incesante, y todo ello acompañado de
su consabida lucidez, que cuajaron en unas palabras que conmovieron o
irritaron profundamente a las presentes. En sus líneas plantea, de ma-
nera radical, un vínculo entre la situación de las mujeres, el mandato
de la feminidad y los problemas nacionales. Su estrategia es impeca-
ble. Empieza señalando que: “La aportación de la mujer a la cultura en
México ha sido muy importante si la consideramos únicamente desde
el punto de vista cualitativo” (Reyes, 2006, p. 663), o sea, el genio de sor
Juana logra equilibrar el raquítico panorama de las aportaciones feme-
ninas. Pero como no son las excepciones las que sirven para dar cuenta
del nivel cultural de la población, sino las estadísticas, ofrece una radio-
grafía de la desoladora situación educativa de las mexicanas, incluso de
las profesionistas. Ella señala que ese patético fenómeno debe tener una
explicación, que no es la “de los antifeministas que decretan una inferio-
ridad atribuible al sexo” (Reyes, 2006, p. 664), y propone otra explicación
que despliega con gracia y agudeza.
Ante el interrogante sobre la razón por la cual es patente la ausencia
de mujeres destacadas, Castellanos responde que:

El sexo, lo mismo que la raza, no constituye ninguna fatalidad bio-


lógica, histórica o social. Es solo un conjunto de condiciones, un
marco de referencias concretas dentro de las cuales el género hu-
mano se esfuerza por alcanzar la plenitud en el desarrollo de sus
potencialidades creadoras (Reyes, 2006, p. 664).

Esto es justo lo que hoy sostiene la gran mayoría de investigadores y


científicos.
Para transmitir la audacia y la brillantez de sus palabras cito textual-
mente varios párrafos del discurso.

830
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

El primer argumento que acude a los labios de las feministas más ai-
radas que reflexivas –al comparar su situación propia con la del hom-
bre– es la exigencia de la igualdad. Una exigencia que en tanto que es
metafísica, lógica y prácticamente imposible de satisfacer, propor-
ciona un punto de partida falso y arrastra consigo una serie de conse-
cuencias indeseables. Además de que, en última instancia, no es más
que un reconocimiento del modelo de vida y de acción masculinos
como los únicos factibles, como la meta que es necesario alcanzar a
toda costa. No. Si nos proponemos construir un feminismo auténti-
co pero, sobre todo, eficaz, tenemos que partir de otros postulados, el
primero de los cuales sería la investigación acuciosa, el conocimiento
lo más exacto y puro que pueda alcanzarse del complejo de cualida-
des y defectos, de carencias y de atributos, de aspiraciones y limita-
ciones que definen a la mujer. Esta investigación va a conducirnos a
un descubrimiento muy importante: el de que no existe la esencia de
lo femenino. Porque lo que en una cultura se considera como tal, en
otra o no se toma en cuenta o forma parte de las características de la
masculinidad. Pero entonces, si no existe la esencia de lo femenino
tendremos que admitir que lo que existe son las encarnaciones con-
cretas de la feminidad (Reyes, 2006, p. 664).

Esta postura antiesencialista tiene coincidencias claras con el pensa-


miento de Simone de Beauvoir, y prefigura la postura que posterior-
mente asumirá la mayoría de las autoras feministas.
Rosario Castellanos aborda cuestiones centrales de hoy como el debate
entre los feminismos que discuten sobre si hay que luchar por la igualdad o
por la equidad. También acota que, en la problemática social, se encuentra
una gran variedad de mujeres, por los diferentes estratos económicos, cul-
turales y temporales existentes. Así desmonta el consabido recurso de hablar
de “la mujer” y plantea que hay que distinguir entre las diversas situaciones y
desarrollos de las mujeres. Ella contrapone algunos ejemplos, que van desde
la indígena que pastorea ovejas a la estudiante de la Facultad de Ciencias, de
la situación inhibida de la muchacha provinciana a la desenvuelta de la de-
portista, de la sirvienta que acaba de descubrir la licuadora a la de la azafata
que recorre rutinariamente el mundo. Y subraya:

831
Marta Lamas

Pero todas están ligadas entre sí, por lo pronto, de las siguientes
maneras: todas están sujetas a los derechos y obligaciones de una
misma legislación; todas han heredado el mismo acervo de tradi-
ciones, de costumbres, de normas de conducta, de ideales, de ta-
búes; todas están dotadas del mismo grado de libertad como para
reclamar sus derechos si se les merman; como para cumplir o no
con las obligaciones que se les imponen; como para optar entre la
repetición de los usos ancestrales o la ruptura con ellos; como para
aceptar o rechazar los arquetipos de vida que la sociedad les pre-
senta; como para ampliar o reducir los horizontes de sus expectati-
vas; como para no aceptar las prohibiciones o como para acatarlas
(Reyes, 2006, p. 665).

De esta manera, al mismo tiempo que reconoce la fuerza del mandato de


la feminidad y de sus usos y costumbres, también concibe una reivindi-
cación de la igualdad ciudadana.
Luego toma al toro por los cuernos y expone:

En México, cuando pronunciamos la palabra “mujer” nos referimos


a una criatura dependiente de una autoridad varonil. Ya sea la del
padre, la del hermano, la del cónyuge, la del sacerdote. Sumisa a las
decisiones ajenas, que regulan desde su aspecto personal hasta la
elección del estado civil o de la carrera que va a estudiar o del traba-
jo al que se va a dedicar; adiestrada desde la infancia para compren-
der y tolerar los abusos de los más fuertes, pero también para res-
tablecer el equilibrio interior tratando con mano fuerte a quienes
se encuentran bajo su potestad, la mujer mexicana no se considera
a sí misma –ni es considerada por los demás– como una mujer que
haya alcanzado su realización si no ha sido fecunda en hijos, si no la
ilumina el halo de la maternidad (Reyes, 2006, p. 665).

Y con su proverbial ironía plantea que el amor al hijo permite a quien lo


siente: “Ascender, entre nubes de incienso, hasta las más altas cumbres
de la abnegación” (2006, p. 666). Abnegación es una palabra que viene del
latín, ab negare, y que significa negarse a sí misma. Rosario Castellanos

832
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

reflexiona sobre ello y suelta entonces su atinada provocación: “La abne-


gación es la más celebrada de las virtudes de la mujer mexicana. Pero yo
voy a cometer la impertinencia de expresar algo peor que una pregunta,
una duda: la abnegación ¿es verdaderamente una virtud?” (2006, p. 666).
Su respuesta a esa inquietante pregunta pone en evidencia las conse-
cuencias negativas de la abnegación, no solo en la criatura sino también
en otros integrantes de la familia:

Mas para la abnegación de la mujer mexicana no bastan los hijos.


Se propina también a los demás miembros de la familia: al marido
al que se convierte en un tirano doméstico quien, si no acierta a
defenderse, se encuentra de pronto despojado hasta de la más mí-
nima responsabilidad (Reyes, 2006, p. 667).

Al calificar de “loca” esa supuesta virtud Castellanos previene que:

[…] para su locura no existe entre nosotros otra camisa de fuerza


más que la ley […] Todas las disposiciones legales que hemos ido
elaborando a lo largo de nuestra historia tienden a establecer la
equidad –política, económica, educativa, social– entre el hombre y
la mujer. Y no es equitativo –y por lo tanto tampoco es legítimo– que
uno de los dos que forman la pareja dé todo y no aspire a recibir
nada a cambio. No es equitativo –así que no es legítimo– que uno
tenga la oportunidad de formarse intelectualmente y al otro no le
quede más alternativa que la de permanecer sumido en la ignoran-
cia. No es equitativo –y por lo mismo no es legítimo– que uno en-
cuentre en el trabajo no solo una fuente de riqueza sino también la
alegría de sentirse útil, partícipe de la vida comunitaria, realizado
a través de una obra, mientras que el otro cumple con una labor
que no amerita remuneración y que apenas atenúa la vivencia de
superfluidad y de aislamiento que se sufre; una labor, que por su
misma índole perecedera, no se puede dar nunca por hecha. No es
equitativo –y contraría el espíritu de la ley– que uno tenga toda la li-
bertad de movimientos mientras el otro está reducido a la parálisis.
No es equitativo –luego no es legal– que uno sea dueño de su cuerpo

833
Marta Lamas

y disponga de él como se le dé la gana mientras el otro reserva ese


cuerpo, no para sus propios fines, sino para que en él se cumplan
procesos ajenos a su voluntad. No es equitativo el trato entre hom-
bre y mujer en México (Reyes, 2006, p. 667).

La equidad es, justamente, la igualdad con reconocimiento de las dife-


rencias. Resulta innovador y visionario el uso de Castellanos del térmi-
no “equitativo”. Ella denuncia: “Pero nos damos el lujo de violar la ley
para seguir girando, como las mulas de noria, en torno a la costumbre.
Aunque la ley se haya hecho, y lo sepamos, para corregir lo que la cos-
tumbre tiene de obsoleto, de viciado y de injusto” (2006, pp. 667-668).
No resbala al victimismo y, muy en su línea de criticar la complacencia
femenina, lanza otra provocación:

Si la injusticia recae aún en las mujeres mexicanas, no tienen dere-


cho a quejarse. Ellas lo han escogido así. Ellas han despreciado las
defensas jurídicas que tienen a la mano. Ellas se niegan a asumir
lo que los códigos les garantizan y la Constitución les concede: la
categoría de personas (Reyes, 2006, p. 668).

Para terminar, cierra su discurso con un giro hacia un horizonte positivo:

Pero no hay por qué desesperar. Cada día una mujer –o muchas
mujeres– (¿quién puede saberlo, puesto que lo que ocurre, ocurre
en el anonimato, en la falta de ostentación, en la modestia?) gana
una batalla para la adquisición y conservación de su personalidad.
Una batalla que para ser ganada, requiere no solo de lucidez de la
inteligencia, determinación en el carácter, temple moral, que son
palabras mayores, sino también de otros expedientes como la astu-
cia y, sobre todo, la constancia. Una batalla que al ganarse está ges-
tando seres humanos más completos, uniones más felices, familias
más armoniosas y una patria integrada por ciudadanos conscientes
para quienes la libertad es la única atmósfera respirable y la justicia
el suelo en el que arraigan y prosperan, y el amor el vínculo indes-
tructible que los une (Reyes, 2006, p. 668).

834
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

La ovación estalla. El presidente Echeverría la felicita. María Esther


Zuno la abraza, visiblemente conmocionada. El secretario de Educación,
Víctor Bravo Ahuja, y el rector de la UNAM, Pablo González Casanova,
se muestran un tanto desconcertados. Las mujeres asistentes al acto
siguen aplaudiendo a rabiar y Rosario Castellanos, que acaba de po-
ner una bomba expansiva en los cerebros de muchas de ellas, sonríe
plácidamente.
Hoy en día sorprenden la vigencia y la radicalidad de su discurso,
pero también abruma pensar que lo que ella analizó y denunció hace
ya casi medio siglo, persiste todavía en las formas de actuar y de pen-
sar de millones de mexicanas. La lectura de “La abnegación, una virtud
loca” (Reyes, 2006, pp. 663-668) es muy aleccionadora, pues con su tra-
dicional lucidez, Rosario Castellanos rechaza el victimismo, reivindica
la necesidad de terminar con la autocomplacencia femenina y propo-
ne que las mujeres se responsabilicen por sus vidas, que dejen de ser
“parásitos”. Ahora bien, después del discurso, la reflexión feminista de
Rosario Castellanos se sigue expresando abiertamente en sus artículos
periodísticos. Desde Tel Aviv –donde muere tres años después, en agos-
to de 1974– persiste en su crítica a la forma tradicional y enajenada de
la feminidad. Una muestra: al develar los ejes argumentativos de sus
tres cuentos y una novela corta que se encuentran en Álbum de familia.
Satisfacción no pedida, aprovecha al personaje de Justina para discurrir
una despiadada descripción de las mujeres enajenadas. Justina:

[…] lo ignora todo en relación consigo misma y con quienes la ro-


dean. Habita esa especie de limbo que constituye el ideal que persi-
gue la educación femenina en nuestros días. La mujer que abando-
na ese limbo es para entrar en el infierno de la lucidez. Una lucidez
que hay que graduar, que hay que disminuir, que hay que, definiti-
vamente, aplastar. Pero que a veces insiste en renacer. Y de pronto
hace el balance de una existencia entera en una sola palabra: far-
sante, fracasada, mediocre (Reyes, 2007, p. 62).

Castellanos concluye su lapidaria descripción al recordar que, ya lo ha di-


cho Sartre, “el hecho de salvarse no es un asunto individual, es un asunto

835
Marta Lamas

colectivo. Y dentro de una sociedad enajenada una de las criaturas más


enajenadas, como lo es la mujer, no tiene acceso a la autenticidad, ni
siquiera por la vía de la creación” (Reyes, 2007, p. 62).
Rosario Castellanos se desespera ante las abnegadas mujercitas
mexicanas, a las cuales dirige sus saetas. En “Casa y potro… La señora
avestruz hace su nido”, con humor, se ríe de ella misma, y sigue asu-
miéndose feminista. Ya en su cargo de embajadora relata la incomodi-
dad que siente ante las preguntas sobre asuntos domésticos que los otros
diplomáticos le formulan: “Con una susceptibilidad hipersensibilizada
por la experiencia yo empecé a sospechar que mis colegas reservaban,
exclusivamente para mí, estos temas de conversación en vista de que
soy mujer y… claro. ¿Antifeministas? Me pregunté afilando mis garras”
(Reyes, 2007, p. 162). Luego comprueba que también entre los embajado-
res varones lo doméstico era un tema importante de conversación.
Desde Israel siguió preguntando por la ausencia de activismo femi-
nista en nuestro país, e increpó a sus congéneres: “Usted, señora, ab-
negada mujercita mexicana; o usted, abnegada mujercita mexicana en
vías de emancipación: ¿qué ha hecho por su causa en los últimos me-
ses?” (Reyes, 2007, p. 195). En 1972, en “Bandera femenina: la liberación
del amor”, narra lo que está ocurriendo con las feministas en Estados
Unidos, y pone en boca de una supuesta abnegada mujercita mexicana
la creencia de que probablemente:

[…] el ejemplo de las norteamericanas sea imposible de seguir en


México. ¡Nuestra idiosincrasia es tan diferente! Y también nuestra
historia y nuestras tradiciones. El temor al ridículo nos paraliza y
entendemos muy bien al poeta francés cuando confiesa que “por
delicadeza, ha perdido la vida” (2007, p. 195).11

Su percepción tiene indudables resonancias con el ya mencionado


“Feminismo 1970: curarnos en salud”, donde dice: “Nosotras, al sur de la
frontera del río Bravo, contemplamos la aventura desde lejos, como si el

11. Alude al poema “Chanson de la plus haute tour” (“Canción desde la torre más alta”), de Arthur Rimbaud
(1854-1891): “Oisive jeunesse/A tout asservie,/Par délicatesse/J’ai perdu ma vie (Juvenil pereza/a todo sujeta,/por
delicadeza,/he perdido mi vida)”.

836
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

asunto no nos concerniera. Nos instala en esta certidumbre el hecho de


que pertenecemos a otro país, a otro estilo de vida ¿pero tenemos razón
en suponernos tan diferentes?” (Reyes, 2006, p. 380).
Por eso, luego señala que vale la pena pensar en lo que estaba pasan-
do en Estados Unidos y comenzar a “curarse en salud” (2006, p. 381). La
abnegada mujercita mexicana es su interlocutora imaginaria, e incluso
Rosario Castellanos –en “Ni odio ni histeria: el estéril estallido emocio-
nal”, de 1972– arroja otra de sus típicas provocaciones al confesar: “A mí
me tentaba la imagen, nunca bien realizada, de abnegada madrecita
mexicana” (Reyes, 2007, p. 219).
Antes de su etapa como embajadora en Israel, Rosario Castellanos ya
encarnaba la representación nacional de la mujer pensante y la escrito-
ra. La lejanía de nuestro país le regaló una mayor libertad pues, como
sugiere Monsiváis, ella “termina harta de los papeles y de las imposicio-
nes culturales, decidida a la libertad a partir de la conducta y los gestos
espontáneos” (1992, p. 323).
Durante su labor como embajadora ella siguió mandando artícu-
los rebosantes de aventuras personales y confesiones chuscas. Las re-
ferencias a sí misma persistieron, como en el texto “Entre pedir y dar:
los caminos de la providencia”, donde recapitula sobre su destino y es-
cribe: “Yo era niña y vivía en Comitán, Chiapas, en pleno siglo XVI. Lo
que daba por resultado que en mi futuro no había más que una sopa.
Cuando yo fuera grande yo iba a ser mujer” (Reyes, 2007, p. 267). En sus
reflexiones feministas bullen sus vivencias personales, y Monsiváis, que
comprende el valor de sus percepciones, la reivindica diciendo que “ella
no confiesa, se limita a dar fe de que la intimidad no es vergonzosa ni
inexpresable” (1992, p. 322). Pero además de mostrar aspectos de su in-
timidad, Castellanos elabora consideraciones políticas de una sutileza
deslumbrante, como en “Juan Charrasqueado: tal día como hoy”, cuando
disipa cualquier duda sobre su postura respecto de los varones y señala
que “[…] la posibilidad de igualar –desde el punto de vista no biológico,
sino puramente humano, por supuesto– a las mujeres con los hombres.
Antes de meterme a averiguar si es posible, me gustaría estar segura si
es deseable” (Reyes, 2007, p. 283). Ella rechaza tratar de parecerse a ese
modelo de “hombre” cuyo sinónimo es el macho “porque es una empresa

837
Marta Lamas

titánica que consume las energías enteras de la existencia y las vuelca


íntegramente en el vacío” (2007, p. 283). Esa reflexión también es muy
de avanzada, y hace una crítica justo a lo que hoy señalan los estudiosos
sobre el costo que tiene para los varones cumplir con los mandatos de la
masculinidad hegemónica.
En 1973, en un artículo sobre el feminismo en Israel, relata un desa-
yuno con Golda Meir y otras mujeres diplomáticas, y vuelve a consignar
su obsesión con la imposible conciliación de dos formas de vida: la del
“hada del hogar” –las amas de casa, las abnegadas y sufridas madrecitas
universales– y la del ser humano libre que elige una carrera para “rea-
lizarse y cumplirse” (Reyes, 2007, p. 343). Ahí mismo –“Feminismo en
Israel: las golondrinas y el verano”– recuerda lo dicho por Betty Friedan
sobre la sujeción doméstica y la mística de la feminidad, pero cuando
analiza la situación de las mujeres en ese país, sus avances y sus obstá-
culos, y la compara con el nuestro, dirá que en Israel “se respira mejor”
(2007, p. 345). Sí, en Israel Rosario Castellanos vive un momento de ple-
nitud. Luego de un susto terrible por una rara enfermedad infecciosa
que tuvo a su hijo al borde de la muerte, en “Gabriel en el hospital: el
valor de la vida” enuncia sucintamente su concepción de la felicidad y
detalla: “la felicidad consiste en la coincidencia de lo que se quiere con
lo que se debe y con lo que se puede” (Reyes, 2007, p. 286). No le dura-
ría mucho esa afortunada coincidencia. De manera escalofriantemente
premonitoria, un mes antes de morir electrocutada en su residencia di-
plomática al tratar de conectar una lámpara, escribe una frase estreme-
cedora en “Decíamos ayer… Otra vuelta de tuerca”: “Me quedé prendida
de la lámpara” (Reyes, 2007, p. 381).
Rosario Castellanos es el paradigma de un ser humano brillante y
crítico, encerrado en un cuerpo que lo limita socialmente, de la misma
forma en que describe a sor Juana en “Agnon en Nepantla” (Reyes, 2007),
como una de esas “criaturas que han sido registradas en una fecha pero
que se mueven y son otras dimensiones temporales. A quienes cons-
triñen un espacio y reclaman otro espacio diferente” (2007, p. 55). En
uno de sus poemas más famosos, “Meditación en el umbral”, Rosario
hablará de su aspiración de alcanzar “otro modo de ser, humano y li-
bre” (Castellanos, 1998a). Pero mientras llega a realizarse ese “otro modo

838
Rosario Castellanos, feminista a partir de sus propias palabras

de ser”, ella oscila entre la señora decente y la feminista lúcida, entre la


mujer desgarrada y la escritora famosa. Por eso, tal vez, en “De cómo
hacerse famosa: a pesar de proponérselo” acepta: “Ya me acostumbré a
permanecer en los umbrales” (Reyes, 2007, p. 377).
Elena Poniatowska comenta que uno de los entierros más tristes
fue el de Rosario Castellanos en la Rotonda de los Hombres Ilustres del
Panteón de Dolores, al cual acudieron Luis Echeverría y María Esther
Zuno de Echeverría para acompañar al muy joven Gabriel Guerra
Castellanos, hijo de la poeta con Ricardo Guerra. En agosto de 2017 se
cumplirán 43 años de su muerte y su pensamiento sigue vivo, con pala-
bras e ideas que nos conmueven e iluminan. Desde su tesis de la Facultad
de Filosofía, Rosario Castellanos se propuso entender a esas pocas y ex-
cepcionales mujeres que optan por “otro modo de ser”, para:

[…] comprenderlas, averiguar por qué se separaron del resto del re-
baño e invadieron un terreno prohibido y, más que ninguna otra
cosa, qué las hizo dirigirse a la realización de esta hazaña, de dón-
de extrajeron la fuerza para modificar sus condiciones naturales y
convertirse en seres aptos para labores que, por lo menos, no les son
habituales (2005, pp. 85-86).

Probablemente no imaginó que ella también sería excepcional, que se


“separaría del resto del rebaño” y que realizaría una hazaña literaria, de
una riqueza y fuerza descomunal.
Hoy el legado crítico de Rosario Castellanos se perfila también como
un punteo necesario en la agenda ético-política del feminismo mexica-
no. Entre las varias tareas que ella esbozó destacan dos: la de la autocrí-
tica implacable para evitar la abnegación, el mujerismo y el victimismo,
y la de la asunción de un feminismo lúcido y radical –que va a la raíz– y
que, al visualizar los costos que tiene la masculinidad, es capaz también
de incluir a los varones. Y si bien en la actualidad su nombre concita
respeto y asombro, no dejo de lamentar que Rosario Castellanos debió
de haberse sentido sola, muy sola, en su lúcido e inteligente feminismo.

839
Marta Lamas

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841
Leonard Woolf*

Hace medio siglo, el 14 de agosto de 1969, murió Leonard Woolf, a los 89


años. Muy admirado y respetado en su tiempo por su trayectoria como
escritor político, socialista y pacifista, hoy se lo recuerda principalmente
por haber sido el marido de Virginia. Ambos constituyeron un matri-
monio muy poco convencional, como también lo fue la larga relación
amorosa que Leonard sostuvo con Trekkie Ritchie Parsons posterior al
suicidio de Virginia.
Leonard Woolf, que nació en Londres en 1880, era el tercer hijo
de nueve en una familia judía que llevaba tres generaciones viviendo
en Inglaterra. Estudió en Cambridge, y luego ganó un horrendo puesto de
funcionario público en Ceilán (hoy Sri Lanka), donde permaneció
de 1904 a 1911. Su trabajo lo llevó a desarrollar funciones de juez, agró-
nomo, agente aduanal, policía, e incluso veterinario. Encargado de
mantener el orden de 40 mil tamiles y árabes, aprendió a hablar cinga-
lés y tamil. Enfrentó brotes de fiebre biliosa hematérica en la población
(rindepest), luchó contra traficantes de opio y se movió en bicicleta por
kilómetros de selva. La brutal injusticia del sistema colonial lo volvió un
antiimperialista, y después de seis años y medio le provocó tal crisis que
aprovechó un permiso y regresó definitivamente a Inglaterra. Buscó
en Cambridge a su gran amigo, Lytton Strachey, quién lo invitó a la
Cambridge Conversazione Society, un elitista y secreto grupo de discu-
sión político-literaria, que era apodado Los Apóstoles pues solamente

* Extraído de Lamas, Marta (1° de agosto de 2019). Leonard Woolf. Nexos.

843
Marta Lamas

aceptaba tener 12 integrantes. Cuando Lytton fue secretario, en octubre


de 1902, Woolf se sumó a ese grupo de mentes selectas, como Bertrand
Russell, E. M. Forster, G. H. Hardy, Desmond MacCarthy, G. E. Moore,
John Maynard Keynes, Rupert Brooke y Thoby Stephen, el hermano
mayor de Virginia. A partir de entonces se interesó por la hermana de
Thoby, y empezó a cortejarla.
La joven Virginia se convertiría en la señora Woolf en 1912, cuando ya
muchos pensaban que no se casaría. Ella vivió mucha presión familiar
y social con el tema de que debía encontrar marido, en especial desde la
muerte de su padre cuando ella tenía 22 años, edad más que apropiada
para estar casada en esa época. Tuvo varios romances platónicos y algu-
nos pretendientes, pero hasta sus 30 años encontró lo que ella buscaba:
“El hombre a quien le pueda decir ciertas cosas” (Lee, 1996, p. 244)
Virginia Stephen era hermosa, mordaz, muy lectora, y venía de una
familia con prestigio social e intelectual. Pero también era una mujer
solitaria y triste, que hacía largas caminatas hablándose a sí misma.
Tenía un historial de “enfermedad mental”, por una serie de depresiones
y breakdowns (truenes emocionales), en los que los abusos sexuales por
parte de sus medios hermanos mayores jugaron un papel. Ella escribió:
“Los abrazos de George y el hecho de que mi padre nos dejó leer todo lo
que queríamos, me enseñaron todo lo que se puede saber del sexo” (Lee,
1996, p. 153)
Leonard era un comprometido socialista, amante de los animales y
apasionado de la literatura, que hizo una labor importantísima a favor
de la paz mundial como impulsor de la Liga de las Naciones, un meca-
nismo de diálogo y concertación para prevenir la guerra, que fue el ante-
cedente de la ONU. Además, fue la eminencia gris del partido laborista
en Inglaterra, integrante del grupo Bloomsbury, gran amigo de John
Maynard Keynes y un crítico implacable del imperialismo. Gran editor,
también escribió más de una docena de libros de análisis sobre la coo-
peración internacional, el socialismo y la gobernanza de las naciones,
una larga reflexión autobiográfica en cinco tomos, un libro de cuentos
–Stories of the East– y dos novelas semiautobiográficas –La Villa en la
Jungla y Las vírgenes sabias– la primera inspirada en su estancia en Ceilán
y la segunda, un roman à clef sobre su noviazgo con Virginia.

844
Leonard Woolf

Profundamente conmovida por su entorno, preocupada por la polí-


tica, y con opiniones que defendía y que deseaba transmitir, Virginia
Woolf fue una mujer excepcional. La lectura de su obra, sus diarios y su
correspondencia nos devuelven a una feminista indignada por lo que
vivía y veía. A pesar de que maldecía la política, no ignoraba lo que ocu-
rría políticamente. Junto a Leonard seguía día a día los acontecimien-
tos políticos, leía con avidez los periódicos y escuchaba las noticias en
la radio. Ellos tuvieron una extraordinaria relación de apoyo y estímulo
intelectual, todavía hoy rara. Se conocen varias historias de amor donde
las mujeres renuncian a mucho en aras de la vida profesional de sus ma-
ridos. La de los Woolf es una historia paradigmática del caso contrario,
donde el hombre hace una renuncia sustantiva en aras de la vida profe-
sional de su esposa.
La biografía de Victoria Glendinning acerca de Leonard muestra el
cuidado que él tuvo para ir protegiendo a Virginia, la forma en que de-
cidió establecer la Hogarth Press, supuestamente como un hobby, pero
también como una forma de terapia ocupacional para ella. Leonard
consigna en sus memorias la decisión en 1915 de comprar una imprenta
para “darle a Virginia una ocupación manual que la distraiga totalmente
de su escritura” (Woolf, 1963, p. 233). Posteriormente diría que lo que les
interesó al hacer una casa editorial fue “el aspecto inmaterial del libro, lo
que el autor tenía que decir y cómo lo decía”. Hoy se reconoce la inmensa
contribución de los Woolfs a la cultura literaria y artística del siglo XX,
en especial al modernismo. A lo largo de los primeros 24 años, hasta la
muerte de Virginia, publicaron 450 títulos. Empezaron con el propósito
de publicar lo que las editoriales comerciales no podían o no querían
publicar. Además, como tenían sus propias ideas acerca de qué hacía
“atractivo” también por fuera a un libro, abandonaron el preciosismo de
los diseños y el encuadernamiento típicos del momento. Sin embargo,
consistente con la postura política de Leonard, la Hogarth Press no fue
una editorial elitista para producir ediciones limitadas de un grupo ín-
timo de amigos.
Leonard subraya, una y otra vez en sus Memorias, la condición híbri-
da de la Hogarth Press, a la que nombra su hippogriff (animal mítico, mi-
tad grifo y mitad caballo). Bajo su dirección, la Hogarth Press desarrolló

845
Marta Lamas

prácticas editoriales desconcertantes al mezclar amateurismo y profe-


sionalismo. La autonomía era una prioridad para él y valoraba ofrecerles
a los autores una alternativa a las editoriales comerciales. Al elegir a sus
autores con un criterio agudo y riguroso, Leornard Woolf construyó una
vía novedosa que tuvo la fuerza para competir en ventas: ni el tipo de
pequeña editorial de amigos, ni las comerciales. John Lehman, su pos-
terior socio, declara que él aprendió lo esencial del trabajo editorial de
un hombre (Leonard) que creó su propio negocio, y que nunca permitió
que se volviera tan grande como para que acabara con departamentos
separados unos de los otros. Según Lehman, Woolf “tenía el punto de
vista tanto de un autor como de un impresor que debía que ganarse la
vida” (Southworth, 2010, p. 10).
Después de los primeros cinco años Leonard recibió muchas ofertas
de compra o de asociación con otras editoras. Pero nunca aceptó. Su
socialismo se expresó en la publicación de libros, folletos y colecciones
acerca de asuntos políticos y sociales como una manera no solo de pu-
blicar textos modernistas que eran rechazados por otras editoriales sino
también como una forma de terapia ocupacional para su mujer. Hombre
atípico y sensible, Leonard Woolf comprendió muy pronto la genialidad
de su frágil esposa, y no solo armó con rigor las condiciones de vida para
que ella desplegara su talento como escritora, sino que además renunció
a muchas cosas –entre ellas a una vida sexual activa– para acompañarla
y cuidarla.
Virginia se suicidó a los 59 años, arrojándose al río Ouse, con el abri-
go lleno de piedras. Habían estado casados 29 años y en la nota que le
dejó decía estar segura que estaba enloqueciendo de nuevo, y que no
quería ser una carga para él. También le declaraba que le debía toda la
felicidad de su vida, y concluía: “No creo que ninguna otra pareja pue-
da haber sido más feliz que lo que nosotros hemos sido” (Glendinning,
2006, p. 324).
Leonard, que la sobreviviría 28 años más, continuó con su trabajo
intelectual y político en el partido laborista y la Fabian Society, siguió
siendo un agudo editor del New Statesman y Political Quarterly, recibió
premios y reconocimientos, y afortunadamente no tuvo una viudez
desconsolada. Dos años después del suicidio, a sus 62 años, se enamoró

846
Leonard Woolf

perdidamente de Trekkie Ritchie, una pintora casada con Ian Parsons,


un editor de Chatto & Windus, con el que Leonard mantuvo una rela-
ción profesional. Los Parsons eran un matrimonio bien avenido, que lle-
vaba una divertida vida social en la que destacaban, pues bailaban juntos
con gran estilo. Leonard cayó perdido por Trekkie, cuya personalidad
era lo opuesto a Virginia: apolítica, alegre y deportista. En 1943 Leonard
se mudó a la casa pegada a la de los Parsons, en Victoria Square, y ambos
desarrollaron una rutina doméstica compartiendo mucho tiempo y mu-
chas otras cosas. No hay que olvidar que tanto Leonard como los Parsons
eran parte de ese sector que la sociedad inglesa consideraba bohemio, y
que antes de la Segunda Guerra Mundial escandalizó por sus actitudes
libertarias respecto del sexo.
El grupo Bloomsbury, al que Virginia y Leonard pertenecieron, fue
considerado subversivo y extravagante por atreverse a experimentar
no solo en el campo artístico sino también en sus modelos de rela-
ción, en sus propias vidas. Muchos de sus integrantes fueron pioneros
sexuales y ostentaron el carácter “ilícito” de sus relaciones. El grupo
Bloomsbury fue descrito como “a circle of people who lived in squares and
loved in triangles” (Nicholson, 2002, p. 41). Aunque asumían una ética de
trabajo, defendían la honestidad intelectual y tenían gran compromi-
so social, los integrantes del grupo Bloomsbury fueron considerados
unos excéntricos radicales. Ellos se pensaban a sí mismos simplemen-
te como “modernos”.
La relación entre Leonard y Trekkie se dio dentro de esos parámetros
de “modernidad” y “bohemia”. Cuando en 1944 Ian fue enviado a comba-
tir a Francia, Trekkie se fue a vivir a la emblemática Monks House con
Leonard. Al regreso de su marido, ella volvió a la casa de Victoria Square.
Leonard le escribió “Regresa, regresa, no puedo estar sin ti queridísima”
(Adamson, 2001, p. 166). Trekkie estableció entonces una rutina: la sema-
na la pasaba con Leonard y los fines de semana con Ian. Sin separarse de
su marido, quien en paralelo inició una relación con Norah Smallwood,
Trekkie sostuvo a lo largo de 25 años la relación con Leonard. Ella era 22
años más joven, y estaba llena de vida. Él se dedicó a promoverla como
artista, la acompañó a exposiciones en galerías de arte, la llenó de re-
galos (entre ellos, un boceto de Rembrandt), y viajaron muchas veces

847
Marta Lamas

juntos. En 1946 pasaron sus primeras vacaciones en Wiltshire y Dorset,


en 1948 en Penzance, y en 1949 en el norte de Francia. Rompiendo los
códigos de discreción usuales de la burguesía victoriana, Trekkie llegaba
de un viaje con Leonard y al día siguiente salía con Ian a otro. En 1957
viajaron a Israel y en 1960 Leonard, a sus 80 años, cumplió su sueño de
regresar a Ceilán. La prensa registró la presencia de la señora Parsons
como “su secretaria”, y mencionó que él la buscaba constantemente con
la mirada.
En el último tomo de su autobiografía, Leonard escribe discretamen-
te sobre ella, y apenas es posible entrever qué tipo de relación tenían. Sin
embargo, sus cartas, publicadas hasta después de la muerte de ambos,
son un conmovedor testimonio de su intensa pasión amorosa. La co-
rrespondencia con Trekkie, a la que llamaba Tiger, lo muestra como un
amante juguetón, que intercambiaba mensajes eróticos con quien fue
su pasión otoñal. Ella lo cuidó y acompañó hasta su muerte, y él le here-
dó todos sus bienes, excepto algunos legados para sus sobrinos.
Hombre tierno en lo íntimo y feroz en la política, Leonard Woolf tenía
un lema con el cual guiaba sus acciones: Justice and mercy. Consideraba
que la justicia y la clemencia eran el fundamento de toda sociedad civi-
lizada, e incluía a la tolerancia dentro de la clemencia. Parecería que el
destino le hizo justicia al regalarle la compañía amorosa de Trekkie esos
cinco lustros finales de su vida. En The Journey Not the Arrival Matters, el
quinto y último tomo de su autobiografía, Leonard Woolf enumeró los
placeres de su vida: “comer y beber, leer, caminar y montar. Cultivar un
jardín, los juegos de todo tipo, los animales de toda especie, la conversa-
ción, los cuadros, la música, la amistad, el amor, la gente” (Woolf, 1975,
p. 182) y también señaló que “es posible encontrar enorme felicidad en
el amor y el afecto mucho después de haber aceptado el hecho de que la
pasión se acaba” (Woolf, 1975, p. 183).
Según una gran amiga de Leonard, Dadie Rylands, Trekkie “le dio los
años más felices de su vida” (Adamson, 2001, p. xviii). Sin embargo, la
propia Trekkie decía que Leonard se hubiera podido enamorar de cual-
quiera, porque “él tenía el hábito del amor” (Glendinning, 2006, p. 340).
Trekkie Ritchie Parsons murió 26 años después de Leonard, en 1995,
a los 93 años.

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Leonard Woolf

Bibliografía
Adamson, Judith (ed.) (2001). Love Letters. Leonard Woolf y Trekkie
Ritchie Parsons (1941-1968). Londres: Chatto & Windus.
Glendinning, Victoria (2006). Leonard Woolf. A Biography. New York:
Free Press.
Lee, Hermione (1996). Virginia Woolf. New York: Vintage Books.
Nicholson, Virginia (2002). Among the Bohemians. Experiments in Living
1900-1939. New York: William Morrow.
Southworth, Helen (2010). Leonard and Virginia Woolf. The Hogarth Press
and the Networks of Modernism. Edimburgo: Edinburgh University Press.
Woolf, Leonard (1975). The Journey not the Arrival Matters. An
Autobiography of the Years 1939 to 1969. Londres: Harcourt Brace Jovanovich.

849
Las creencias del feminismo*

Toda militancia choca contra una dificultad:


tomar en cuenta lo diverso de la realidad.

(Elisabeth Badinter).

La gran mayoría de las personas considera al feminismo como una lu-


cha de mujeres que, a lo largo de distintas épocas y con especificidades
locales, desarrollan protestas individuales y resistencias colectivas ante
la injusticia de su subordinación social y política.1 Para hablar hoy sobre
las creencias del feminismo asumo que hay muchos feminismos, con
variadas tendencias dentro del movimiento social, distintos postulados
del pensamiento político y diversos enfoques de la crítica cultural, por
lo cual resulta imposible hablar de “las creencias del feminismo” como

* Extraído de Lamas, Marta (2020). Las creencias del feminismo. En María del Carmen Servitje (ed.),
Genealogía crítica de la violencia. Hacia la liberación del espacio político-religioso del cuerpo de las mujeres. México:
Universidad Iberoamericana.
Agradezco a Regina Larrea, Leticia Cufré, Hortensia Moreno, Raquel Serur, Ana Luisa Liguori Y María
Consuelo Mejía la lectura crítica que hicieron de este manuscrito. En especial, la perspectiva de Regina
como abogada enriqueció mi reflexión y afinó aspectos de mi argumentación. Obviamente que las des-
cargo de cualquier error o malinterpretación que yo haya hecho de sus señalamientos.
1. Algunos testimonios escritos dan cuenta del antiguo anhelo de justicia de las mujeres, como el famoso
“Hombres necios que acusáis” de Sor Juana (1689). Pero será hasta finales del siglo XVIII que las mujeres
cuestionarán la injusticia de su exclusión o su subordinación social, yendo más allá del lamento, la queja
o la indignación, con argumentos políticos. En ese sentido, los dos antecedentes que marcan la aparición
de un pensamiento que reclama derechos políticos, ciudadanos, educativos y laborales para las mujeres
son la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791), de Olympe de Gouges y la Vindicación de
los Derechos de las Mujeres (1792), de Mary Wollstonecraft. Véase Freedman (2003) y Offen (2015).

851
Marta Lamas

una unidad. En estas páginas reflexiono sobre cómo dos creencias fe-
ministas –el mujerismo y el victimismo– impactan el actual entreteji-
do discursivo respecto de la sexualidad y la violencia hacia las mujeres.
Centro mi reflexión en un ejemplo paradigmático: la actual mezcla con-
ceptual, política y legal que se hace entre comercio sexual y trata. Esta
imprecisión conceptual, política y legal no es inocua ya que genera más
violencia. Concluyo estas páginas con la esperanza de que las feministas
seamos capaces de ver la diversidad que existe entre las mujeres y des-
montemos tanto el mujerismo como el victimismo inscritos en muchas
de nuestras conceptualizaciones e intervenciones. Solo así podremos to-
mar decisiones con más responsabilidad e incluso podremos acercarnos
a un objetivo que compartimos con otros grupos sociales: el de reparar
el tejido social de nuestro país, tan desgarrado hoy día.

El mujerismo

“Mujer” es un concepto que implica diferencias entre hembras y machos


biológicos, pero que también encubre las diferencias que existen entre
las mujeres. Esa es, justamente, la denuncia que hicieron desde los años
ochenta y a lo largo de los noventa las feministas llamadas “de color” y las
de los países del Tercer Mundo.2 ¿Por qué hablar de “las mujeres”, como
si tuvieran los mismos problemas, intereses y necesidades? O más bien,
¿qué implica hablar de “la Mujer” como simultáneamente el objeto y el
sujeto de la política feminista? Las diversas tendencias feministas conci-
ben a ese ente que socialmente llamamos mujer a partir de ciertas creen-
cias que dan pie, a su vez, a discursos y prácticas contrapuestas. Las dos
creencias que analizo aquí –mujerismo y victimismo– tienen que ver con
uno de los debates más acuciantes dentro del feminismo: el del esencia-
lismo. Dentro de este debate, el mujerismo sostiene que existe una esen-
cia en las mujeres distinta de la de los hombres, y que dicha esencia está
en el cuerpo, específicamente en la sexuación. Muchas feministas creen
que es sustantivamente mejor que la esencia de los hombres.

2. Un buen panorama de la crítica al etnocentrismo feminista se encuentra en Mohanty (2003a y 2003b).

852
Las creencias del feminismo

Indudablemente el cuerpo es la materia donde existe del ser humano,


una entidad simultáneamente física y simbólica, y es el lugar donde se
dan las vivencias, los intercambios afectivos y los pensamientos. Todos
los razonamientos y las pulsiones, los deseos y las angustias, los placeres
y los dolores, se experimentan en el cuerpo. Pero una cosa es saber que
existe una sexuación diferenciada, y otra distinta es creer que hay senti-
mientos o capacidades asociadas con tal diferencia biológica.3 Los seres
humanos somos entes bio-psico-sociales y no podemos ser comprendi-
dos solamente por la sexuación de nuestros cuerpos. Biología, psiquis-
mo y cultura fundan la condición humana, y el Yo es la instancia donde
confluyen el cuerpo, la mente y la psique.
Al analizar el mundo y las relaciones de poder entre los hombres y las
mujeres, desde la perspectiva que ve a la sexuación como una esencia, se
cometen equívocos inquietantes, como el de afirmar, por ejemplo, que el
pensamiento de los hombres es distinto al de las mujeres porque se lle-
va a cabo en un cuerpo sexuado de forma diferente (Boccia, 1990). Esta
creencia esencialista ha dado pie a formulaciones culturales binarias,
como la de que los hombres son racionales y las mujeres emocionales.
Una reflexión no esencialista sobre los seres humanos toma en cuenta
no solo su condición biológica sino también la diversidad de su estructu-
ración cultural y la complejidad de su funcionamiento psíquico. Aquí el
desafío intelectual radica en reconocer las implicaciones de la diferencia
sexual al tiempo que se la despoja de sus connotaciones deterministas.4
La relevancia de este debate, más allá de la discusión académica, es
que las feministas construyen su posicionamiento político y hacen sus
intervenciones a partir de los enfoques –esencialistas o no– con los que
conceptualizan a la mujer. El mujerismo que cree que la esencia de las
mujeres las hace mejores que los hombres o más vulnerables que ellos,

3. Aunque la especie humana tiene una estructura sexuada (determinada por los cromosomas) hoy se
sabe que los comportamientos masculinos y femeninos no están determinados por los hechos biológicos
sino por una compleja dinámica psíquica y cultural. Una interesante puesta al día de la investigación
científica sobre los límites biológicos de la sexuación se encuentra en Fine (2010).
4. Este desafío lleva, por ejemplo, a establecer condiciones jurídicas que reconozcan la diferencia que
existe en el proceso de gestación, que se desarrolla exclusivamente en el cuerpo de las mujeres, por lo
que se les debería otorgar el derecho a interrumpir un embarazo no deseado. La argumentación de ese
derecho de la diferencia sexual la desarrolla el jurista Luigi Ferrajoli (1999).

853
Marta Lamas

resulta la perversión más insidiosa del feminismo. Al olvidar la diversi-


dad sociocultural y la complejidad psíquica y centrarse en un solo de-
terminante, yerra tanto en el diagnóstico como en las propuestas que
plantea. Hay que aclarar que no es mujerismo el hecho de dar prioridad
política a las mujeres pues, como grupo social, ellas están en condiciones
singulares de discriminación, opresión y explotación. El planteamiento
feminista de la necesidad de realizar un trabajo político específico con
las mujeres es correcto y hay que deslindarlo del mujerismo.
Comprender la complejidad que constituye al ser humano es fun-
damental tanto para abordar el análisis de la situación de las mujeres
como para construir un discurso político movilizador, siempre abierto a
revisión. Pero como para promover un despertar políticamente distinto
y mover subjetividades se necesita por lo menos una idealización míni-
ma, de ahí la utilidad estratégica de hablar de “la mujer” como un sujeto
político homogéneo. Ahora bien, cuando gran parte del movimiento fe-
minista se plantea la necesidad de hacer política “como mujeres” ¿está
haciendo un llamado esencialista? Las feministas hemos invertido mu-
chísima energía (emocional y política) en debatir qué implica apelar a ese
sujeto político universal: la Mujer (Riley, 1988). En su brillante análisis de
las formas en que las mujeres legitiman su lenguaje público, Catherine
Gallagher nos recuerda que lo que sacó a las mujeres a las calles, lo que
las empujó a las distintas manifestaciones de la lucha feminista, desde
las huelgas de hambre de las sufragistas hasta los enfrentamientos con
la policía, fue “su sentimiento de lealtad hacia una comunidad de com-
pañeras en el sufrimiento: en otras palabras, la solidaridad con un sujeto
colectivo” (1999, p. 55). Por eso los llamados a una toma de conciencia
con frecuencia visten ropajes esencialistas, con expresiones del tipo “tú,
como mujer” o “nosotras”. Pero pasado ese primer momento, se requiere
de una reflexión teórica para distinguir algo crucial: una mujer no puede
representar a todas las mujeres. Ante esa creencia, que es una de las más
comunes, Alessandra Bocchetti exclama: “¿Cómo es posible que se pue-
da hablar en nombre de todas las mujeres? Las mujeres son muchas, so-
bre todo son distintas entre sí, no son una categoría ni una clase. No es
posible la delegación. No es posible la representación” (1990, p. 224). Una
mujer habla marcada por una cultura, una clase social, una pertenencia

854
Las creencias del feminismo

étnica, cierta sexualidad, una ideología política, una religión, en fin, una
historia y una posición específicas.5 Entonces, ¿qué implica hablar de las
mujeres como unidad política, con los mismos intereses y necesidades?
Aunque el poder retórico del término “mujer” tiene que ver con ese su-
jeto colectivo, su uso acrítico conlleva un riesgo para la acción política,
pues estrecha la perspectiva estratégica al concentrarse en un aspecto
identitario. El “mujerismo” mistifica, y generaliza la creencia en que
solo una mujer puede saber realmente qué le ocurre a otra mujer. Dicha
suposición es errónea, no solo por “esencialista”, sino porque plantea la
posibilidad de comprensión en la identidad, y no en el conocimiento.6
Por eso hay que vigilar el lenguaje: no es lo mismo hablar “como mujer”
que hablar “desde un cuerpo de mujer”. Esta tenue distinción, plena de
significado, resulta crucial para la forma en que se aborda la política y se
evita el esencialismo mujerista.
Gayatri Chakravorty Spivak introduce una distinción muy atina-
da entre un esencialismo sustancialista y un esencialismo estratégico.
Interpreto su idea de “el uso estratégico de un esencialismo positivista
en un interés político escrupulosamente visible” (1989, p. 126, mi traduc-
ción) en el sentido de que, para movilizar políticamente a un sector de
mujeres es válido convocarlas a hacer política “como mujeres”. Ahora
bien, ¿cómo diferenciar entre un esencialismo estratégico y uno sustan-
cialista, o sea, mujerista? La respuesta de Spivak es que, por un lado, para
que verdaderamente se trate de un manejo estratégico, el uso político de
la palabra “mujer” debe estar acompañado de una crítica persistente; si
no hay crítica constante, entonces la estrategia se congela en una posi-
ción sustancialista. Por otra parte, no da igual quién emplea la palabra
“mujer”; no es lo mismo una académica diciendo “yo, como mujer” que
una vecina de barrio; la distancia entre una mujer que se atreve a decir
“yo, como mujer” en el despertar de su conciencia ante los poderes es-
tablecidos, y una feminista con años de lecturas y discusiones, es la que
media entre una declaración estratégica y una sustancialista (Spivak,

5. Angela Harris hace una aguda reflexión al respecto. Véase Harris (1990).
6. Y, como me señaló Hortensia Moreno, también excluye la posibilidad de que un hombre comprenda
lo que le ocurre a una mujer.

855
Marta Lamas

1989). El punto a dilucidar es dónde están situadas las personas que ha-
blan, y para qué fines se usa el concepto. El quién, el cómo y el para qué
definen el qué. Ahí aparece la distinción de Spivak entre el esencialismo
como un recurso retórico, y el esencialismo como punto de vista teórico
y prescriptivo. Por eso, admitir que se requiere de un supuesto estratégi-
co del cual partir –del tipo “todas las mujeres estamos oprimidas”– para
facilitar procesos de apertura y comunicación, no es lo mismo que creer
verdaderamente que todas las mujeres tienen las mismas vivencias.

El victimismo

El feminismo de la segunda ola hizo visible la naturalización social que


había en relación a la violencia contra las mujeres. Las feministas que
asistimos al Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe,
en 1981 en Bogotá, decidimos establecer un día de lucha para visibilizar
esa violencia de la que no se hablaba, y para la cual no había políticas
públicas. Así designamos el 25 de noviembre como Día mundial de lucha
contra la violencia hacia las mujeres, y años después la ONU retoma-
ría esa fecha y la haría oficial.7 A medida que las feministas empezaron
a denunciar los casos de mujeres violadas, mujeres golpeadas, mujeres
asesinadas, y esos casos se empezaron a sumar, surgió ante los ojos de la
sociedad la magnitud de un problema social que se padecía de manera
individual. Celia Amorós nombra a este proceso “pasar de la anécdota a
la categoría”, y plantea que “conceptualizar es politizar” (2009, p. 3). Esta
filósofa explica que la conceptualización se produce cuando se activa un
mecanismo crítico, como el que visualizó la inmoralidad y magnitud de
dicha violencia. Desde entonces, la denuncia y el combate a la violencia
contra las mujeres se ha convertido en la gran batalla de la mayoría de
las feministas, las mexicanas incluidas. Esta lucha ha tenido gran visibi-
lidad política y social, y ha contado con un fuerte apoyo de todas las po-
siciones políticas, de todos los gobiernos y de todas las Iglesias. Ninguna

7. En recuerdo de las hermanas Mirabal, asesinadas en República Dominicana a causa de su activismo


político.

856
Las creencias del feminismo

otra causa feminista ha logrado más leyes, recursos y propaganda que


la lucha contra la violencia hacia las mujeres. Esta lucha se ha enfocado
no solo en los brutales feminicidios,8 sino también en las distintas ex-
presiones de la violencia intrafamiliar (también llamada doméstica) e
institucional,9 en la violación y el acoso sexual, y más recientemente, en
el comercio sexual y la trata.
Por todo ello, como bien señala Elisabeth Badinter, hay que “rendir
homenaje al feminismo actual que le dio a la violación su verdadero sig-
nificado, que se movilizó ampliamente para sacar a las víctimas de su
soledad y de su silencio” (2003, p. 30). También hay que alabar a las femi-
nistas que investigan asesinatos de mujeres, se arriesgan a denunciarlos
–y a “contarlos” como señaló Amorós– y así logran que se reconozca el fe-
minicidio como una trágica y espeluznante realidad social. Y finalmente
hay que estar profundamente agradecidas con los grupos de activistas
que, de manera comprometida y valiente, se dedican a acompañar a las
mujeres víctimas de violencia en la búsqueda de justicia, protección y
reparación del daño.10 Pero simultáneamente a estos reconocimientos,
también hay que llevar a cabo una crítica sobre las consecuencias ne-
gativas que han producido las creencias mujeristas y victimistas en el
abordaje al problema de la violencia.
Empecemos por recordar qué pasó después de esa necesaria visibi-
lización. Varios grupos feministas exigieron una mayor atención a la
violencia dirigida específicamente contra las mujeres, y se sumaron a
una corriente que plantea con fuerza la distinción entre la “victimiza-
ción derivada de un delito” y la “victimización social” (Elias, 1986). Esta
corriente señala que existen multitud de conductas socialmente admiti-
das y jurídicamente no prohibidas que presuponen la desigualdad entre
hombres y mujeres, que postulan la superioridad social de aquellos sobre

8. En nuestro país, muchas feministas han encauzado sus energías políticas e intelectuales a investigar,
denunciar y tratar de comprender la violencia hacia las mujeres, en especial, su expresión más brutal
que es el feminicidio (Gutiérrez, 2004; Monárrez, 2007, 2009 y 2011; Belausteguigoitia y Melgar, 2007;
Melgar, 2011; Huacuz, 2011; Saucedo y Huacuz, 2011).
9. Para ese tipo de violencia véanse autoras como Torres Falcón (2001); Saucedo (2002), Castro y Casique
(2008); Izquierdo (2011); Saucedo (2011) y Agoff et al. (2013).
10. Es relevante el trabajo de la organización Católicas por el Derecho a Decidir con el Observatorio
Ciudadano Nacional del Feminicidio.

857
Marta Lamas

ellas y que reproducen el sexismo. Las denuncias feministas mostraron


la existencia de esa victimización social fundamentada en el abuso y la
prepotencia social patriarcal e inscrita en leyes acordes con este código
normativo social.11 Al principio esto generó escozor, pues desde un pun-
to de vista jurídico no se puede hablar de “víctimas” cuando la conducta
que crea la victimización no es un delito, ya que los “victimizadores” ac-
túan cumpliendo las normas del mandato cultural que les corresponde y
sin violar ley alguna (Meloy y Miller, 2011). Por eso, muchas situaciones
de injusticia social son consecuencia de la permisividad misma de la so-
ciedad ante determinadas conductas tradicionales (usos y costumbres),
que atentan contra derechos humanos básicos. Esta tendencia feminis-
ta calificó de “victimización social” la adjudicación de lugares, tareas y
comportamientos “femeninos” que supuestamente conllevan la subordi-
nación social de las mujeres, y que están respaldados por toda una gama
de rituales, costumbres y símbolos (Meloy y Miller, 2011). Sin embargo,
no conceptualizó de la misma manera el conjunto de ventajas, gratifi-
caciones y privilegios que se derivan de la misma posición femenina, y
tampoco consideró si los varones padecían algún tipo de victimización
social derivada del mismo código social. Así se generalizó un discurso
en el que todas las mujeres tienen categóricamente la condición de “víc-
timas” potenciales y todos los hombres de perpetradores o victimarios.12
A lo largo del tiempo, el término “víctima” ha venido a cobrar signi-
ficados adicionales al original, que es el de una persona (o animal) que
se sacrifica a los dioses, y en la actualidad se ha pasado a nombrar como
víctima a la persona que resulta perjudicada por cualquier acción o su-
ceso. En 1987 la Asamblea General de la ONU en su Declaración sobre los
principios básicos de justicia para víctimas del crimen y el abuso de poder, defi-
nió a las víctimas como: “personas que, individual o colectivamente, han
sufrido daño, incluyendo daño físico o mental, sufrimiento emocional,
pérdida económica o menoscabo sustancial de sus derechos fundamen-
tales, a través de actos u omisiones que violan la ley, incluidas aquellas

11. Por ejemplo, aquellas que no tipificaban la violación dentro del matrimonio pues tenían la creencia de
que el ámbito familiar es coto privado del paterfamilias.
12. Janet Halley (2006) plantea que con frecuencia las feministas plantean una triada que afecta a las
mujeres y por la cual lucha el feminismo: daño femenino + inocencia femenina + inmunidad masculina.

858
Las creencias del feminismo

que prescriben el abuso de poder”. Hoy en día el concepto “víctima” se


usa de manera indiscriminada para nombrar a cualquier persona que
sufra un daño, una pérdida o una dificultad derivada de una multitud
de causas: un delito, un accidente, una enfermedad, un ataque a sus de-
rechos humanos, un desastre natural, etc. Así tenemos que hay víctimas
del cáncer, víctimas del racismo, víctimas de una injusticia, víctimas de
un huracán, víctimas de un secuestro o víctimas de las circunstancias.
La victimología surge como una respuesta de política pública para ga-
rantizar los derechos de las víctimas, que incluyen su defensa, la repara-
ción del daño, la protección de la identidad y el tratamiento terapéutico
especializado (Elias, 1986). Con la victimología, la persona víctima (o el
grupo al que pertenece esa persona) adquiere visibilidad de que está
siendo objeto de persecución, violencia o discriminación.
Elisabeth Badinter (2003) plantea que el feminismo es una de las
puntas de lanza de un proceso social de victimización de la condición
femenina, que ha alentado actitudes victimistas. Esta feminista encuen-
tra algo de lo que se habla poco: para las mujeres, ser consideradas víc-
timas conlleva ventajas. “La víctima siempre tiene razón y provoca una
conmiseración simétrica al odio que se dispensa a su verdugo” (2003,
p. 14). Esto ya lo anticipó Freud, con la noción del “beneficio de la en-
fermedad”.13 Ahora bien, son cosas distintas –aunque estén vinculadas–
la victimización y el victimismo. Este último se define como la actitud
que consiste en pensarse prioritariamente como víctima. Según Carlos
Monsiváis, el victimismo es la pretensión de centrar toda la identidad en
la condición de víctima. El victimismo instala una actitud acrítica hacia
la víctima, y pervierte una exigencia legítima de reparación al persis-
tir, todo el tiempo, en el lamento y la exigencia (comunicación personal
con Carlos Monsiváis, 2000). Un problema grave, señala Badinter, es la
creencia en que, por su condición de víctima una persona dice forzosa-
mente la verdad (2003, p. 51).
En conjunto, el mujerismo y el victimismo provocan que se conciba la
condición de víctima como parte integral de la condición femenina. Sin
duda hay muchas mujeres que son víctimas, y sin duda hay riesgos que

13. El propio Freud (1926) reconoce que dicho beneficio es una frágil ganancia.

859
Marta Lamas

mayoritariamente afrontan las mujeres. Pero también es cierto que hay


mujeres victimarias, y hombres víctimas, aunque el discurso social sobre
la victimización femenina dificulte visualizar el panorama completo.14

Las “guerras feministas” en torno a la sexualidad

Al principio señalé que hay muchos feminismos, con variadas tenden-


cias políticas y distintas perspectivas teóricas. Más allá de esas diferen-
cias, hay un tema que ha enfrentado a las diversas posturas feministas
en una dura confrontación: la sexualidad. No obstante, la libertad sexual
de las mujeres fue una reivindicación sustantiva de la segunda ola fe-
minista desde finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970, muy
pronto agudas discrepancias abrieron una brecha dentro del movimien-
to. No hay que olvidar además que las posturas de grandes sectores de
la sociedad sobre la sexualidad estaban –y siguen estando– atravesadas
por una doxa de raigambre religiosa que tiñe con arcaicas valoraciones
culturales la conceptualización del intercambio sexual.15 La doxa se ex-
presa en la doble moral,16 que condensa las concepciones sociales en tor-
no a lo que significa ser hombre o mujer y, en especial, valora de manera
diferenciada su actividad sexual. La doble moral es clara: lo que vale para
los hombres no vale para las mujeres. En México, como en las demás
sociedades judeocristianas, el ideal cultural de la feminidad consiste en
una conducta sexual virtuosa: castidad, fidelidad y recato.17 Por eso el

14. Cada vez hay más conciencia del estremecedor panorama de violencia que existe y que también supone
una variedad enorme de formas de vulneración, agresión y crueldad contra los varones (Valencia, 2010); pero
aunque los hombres pueden padecer horrendas violencias no se asumen como víctimas pues eso los coloca en
una postura vulnerable, y por ende “femenina”, lo que dificulta que denuncien las agresiones (Segato, 2015).
15. La doxa designa el conjunto de las creencias en un universo social determinado. La doxa hace creer
en la naturalidad y legitimidad de un orden social establecido (Bourdieu, 1997).
16. Para comprender las raíces mediterráneas de la doble moral véase Peristiany 1968. Para el caso con-
creto de España véase Pitt-Rivers (1968) y Caro Baroja (1968). Para formas de intercambio sexual distin-
tas, más libres, entre los antiguos mexicanos véase Moreno de los Arcos (1966) y Dávalos (2002). Para un
panorama de cómo el modelo hispano de prostitución se extendió en México durante todo el periodo
virreinal, veáse Atondo (1992).
17. El eje estructurador de la valoración de la feminidad es el conjunto de virtudes asociadas con la
maternidad, lo cual paradójicamente deja fuera la sexualidad. Por eso, en la tradición judeocristiana,

860
Las creencias del feminismo

uso del cuerpo femenino en una actividad sexual fuera de los marcos de
la “decencia”, o sea, de una relación “estable y amorosa”, produce recha-
zo y escándalo. En la cultura judeocristiana la negación del deseo sexual
femenino se contrapone con la creencia de que los varones requieren
“variedad sexual” para su salud, por lo que tradicionalmente ha sido
aceptable que tengan múltiples encuentros sexuales no solo antes del
matrimonio sino también después; y también que no sean estigmatiza-
dos por comprar servicios sexuales o tener “aventuras”. Así, en nuestro
país, la simbolización heteronormativa de la sexualidad es la de un ser-
vicio que requieren los hombres y que las mujeres otorgan, en el ámbito
privado las novias y esposas lo hacen amorosa y gratuitamente, mien-
tras que en el ámbito público las trabajadoras sexuales cobran. Como
los hombres “necesitan” sexo, las mujeres lo regalan, lo venden o llevan
a cabo una amplia gama de arreglos intermedios donde se intercambian
“favores” sexuales por otro tipo de “favores”: regalos, viajes, promocio-
nes laborales, etc.. Y ya que la doble moral sostiene que las mujeres no
desean ni necesitan el sexo en la misma medida que los varones, esa
creencia oculta el grave problema de represión sexual de las mujeres,
con su expresión cultural de frigidez. Dentro de ese esquema, el tipo de
sexualidad que las mujeres ejercen opera como un dispositivo de control
y, en el marco de la doble moral, se vuelve la vara para medir si una mu-
jer es decente o puta.18
Inserto en el contexto de doble moral, en México ya circula social-
mente el discurso de que todo comercio sexual es violencia contra las
mujeres. Esa es la postura de las hoy abolicionistas quienes dicen,
además, que el comercio sexual indefectiblemente conduce a la tra-
ta.19 Así, además de que el trabajo sexual produce reacciones adversas,

el ideal femenino está presente en la secuencia feminidad/maternidad/amor/servicio/altruismo/ab-


negación/sacrificio.
18. El insulto de puta también se dirige a mujeres que no son trabajadoras sexuales: es puta la que tiene
sexo casual o recreativo, la que se acuesta libremente con varios hombres, sin cobrar.
19. El abolicionismo significó inicialmente, a finales del siglo xix y principios del xx, la retirada del in-
volucramiento del Estado en el registro, otorgamiento de permisos e inspección de las trabajadoras se-
xuales (Day, 2010). En la actualidad el abolicionismo pretende erradicar totalmente la compra venta de
servicios sexuales, con un discurso que califica toda forma de comercio sexual como violencia contra las
mujeres (Bernstein, 1999 y 2014; Weitzer, 2005, 2007, 2012).

861
Marta Lamas

pues atenta contra el ideal cultural de la feminidad (Leites, 1990), ahora


se lo rechaza pues, según dicen las abolicionistas, conlleva violencia
o degradación. Este es uno de los puntos candentes de las llamadas
“guerras en torno a la sexualidad” (sex wars) en las que se han enzar-
zado las feministas desde los años setenta.20 Si bien estas sex wars se
hicieron más públicas en el movimiento feminista estadunidense, su
influencia teórica y política ha enmarcado la disputa feminista en todo
el mundo. Esto se debe a lo que Bolívar Echeverría (2008) calificó como
la “americanización de la modernidad”, en virtud de la cual la tenden-
cia principal de desarrollo en el conjunto de la vida económica, social y
política es la que impone Estados Unidos. Y justamente por el rotundo
papel que han tenido las teorizaciones y el activismo de las feministas
estadunidenses también se ha dado una americanización del debate fe-
minista mundial.
La disputa entre las feministas que condenan el comercio sexual
como una forma de violencia hacia las mujeres y las que abogamos a
favor del reconocimiento de derechos laborales para las personas que
llevan a cabo trabajo sexual, ha sido alimentada por fuerzas políticas y
religiosas, preocupadas por la liberalización de las costumbres sexuales
y la expansión del comercio sexual. La política antisexualidad de Reagan
(1981-89), que se prolongó con Bush padre (1989-93), iba no solo en con-
tra del comercio sexual sino también contra la educación sexual, los
servicios anticonceptivos, la despenalización del aborto, la autonomía
sexual y el derecho a la privacidad de los adolescentes. Los conservado-
res religiosos, que condenaban la sexualidad fuera del matrimonio por
considerarla pecaminosa, respaldaron esa política pues veían la libertad
sexual como una amenaza para la institución de la familia y, por lo tan-
to, como una fuente de decadencia moral en la sociedad. Lo asombroso
es que muchas feministas se se unieron a las organizaciones religiosas
en la batalla contra el comercio sexual. Incluso las feministas critica-
ron la postura liberal de Clinton (1993-2001) ante esos temas. Y cuan-
do la administración del demócrata terminó su periodo, la de Bush hijo

20. Varias autoras han documentado los inicios de dichas “guerras”. Véase Snitow et al. (1983); Vance
(1984); Duggan y Hunter (1995).

862
Las creencias del feminismo

(2001-2009) recibió un apoyo inmenso para volver al esquema punitivo


anterior, no solo de los grupos religiosos sino también de las feministas
llamadas radicales.
Esa tendencia feminista llamada “radical”, en especial la de Catharine
MacKinnon (1987; 1993) y Andrea Dworkin (1997), es la que ha dado un
encuadre teórico a la postura neoabolicionista.21 Estas autoras conside-
ran que las mujeres son una clase oprimida, que la sexualidad es la causa
de dicha opresión y que la dominación masculina descansa en el poder
de los hombres para tratar a las mujeres como objetos sexuales. Desde
tal perspectiva, la violencia sexual, la violación, la pornografía, el acoso
sexual, la prostitución22 y la trata constituyen un todo (MacKinnon, 1987).
La influencia teórica, política y jurídica de estas autoras ha sido inmen-
sa, y desde sus creencias se ha ido potenciando un discurso mujerista
y victimista respecto de la sexualidad, la violencia y la ley, con térmi-
nos que definen como “sobrevivientes” a las mujeres víctimas de algún
acto de violencia sexual. Una importante activista de esa perspectiva es
Kathleen Barry,23 quien en su manifiesto abolicionista Esclavitud sexual
de la mujer (1979), sostiene que “los valores que las mujeres siempre le han
atribuido a la sexualidad han sido distorsionados y destruidos conforme
han sido colonizadas a través tanto de la violencia sexual como de la su-
puesta liberación sexual”. Esta postura se sostiene en la creencia de que
hay una sexualidad apropiada para todas las mujeres, lo que coincide en
gran medida con la tradición religiosa judeocristiana y explica en parte
la alianza de las feministas radicales con los grupos puritanos para em-
prender una cruzada moral dirigida a abolir el comercio sexual.
La actual mezcla conceptual, política y legal que se hace entre comer-
cio sexual y trata proviene de dicha alianza y produce violencia contra
las personas que realizan trabajo sexual. La trata de personas es un
horrendo crimen que indudablemente debe ser combatido con mucha

21. Hoy se califica de neoabolicionistas a quienes suscriben el reclamo de “abolir” o erradicar totalmente
el comercio sexual.
22. No me gusta hablar de prostitución porque es un término que únicamente alude de manera denigratoria
a quien vende servicios sexuales, mientras que comercio sexual da cuenta del proceso de compra-venta, que
incluye también al cliente. Por eso en estas páginas cuando uso el término prostitución lo pongo en cursivas.
23. Fundadora de la organización abolicionista Coalition Against Trafficking in Women (CATW).

863
Marta Lamas

más determinación e inteligencia.24 La trata incluye el trabajo en la ma-


quila, el doméstico y el del campo, aunque los casos que generan mayor
atención –política y mediática– son los de trata con fines de explotación
sexual. En México desde hace tiempo ha existido la captación de muje-
res con engaños, amenazas o violencia. Existen sobrecogedoras histo-
rias sobre mujeres que fueron secuestradas y forzadas a dar servicios
sexuales en condiciones atroces. Pero esos casos no son el común de la
situación de las trabajadoras sexuales en nuestro país.25 Las feministas
abolicionistas abordan el fenómeno del trabajo sexual sin reconocer sus
matices y complejidades, y mezclan conceptualmente comercio sexual
y trata como si ambos fueran lo mismo. Esto sucede porque a ellas les
resulta inconcebible que una mujer pueda “voluntariamente” elegir el
trabajo sexual, ya que lo consideran degradante, asqueroso o violento. El
mujerismo y el victimismo se juntan en la postura de las abolicionistas y
les dificulta visualizar las distintas formas de trabajo sexual que existen,
y la diversidad de maneras de ejercerlo.
En la actualidad, la confrontación feminista en las “guerras en torno
a la sexualidad” se ha agudizado debido a la gran influencia en este tema
de lo que varias autoras califican de “feminismo de gobernanza” (Halley
et al., 2006).26 Para estas autoras, la gobernanza es el buen gobierno que
se lleva a cabo con la intervención de la sociedad civil.27 Uno de los obje-
tivos de la gobernanza es evitar el conflicto entre ciudadanos y obtener
avances sociales significativos, por lo cual se requiere gobernar con la
participación de las asociaciones ciudadanas. Con el concepto de “femi-
nismo de gobernanza”, Halley, Kotiswaran, Shamir y Thomas (2006) se

24. Las acciones contra la trata deberían dirigirse más eficazmente hacia las finanzas de las redes de
tratantes, en lugar de centrase en realizar operativos policiacos que compiten por alcanzar cifras de víc-
timas rescatadas, y así recibir el premio que otorga el gobierno de Estados Unidos (Weitzer, 2007 y 2014).
25. También contra los trabajadores hombres, pero mi investigación y mi trabajo de acompañamiento
político solamente lo he hecho con trabajadoras mujeres. Hay una especifidad diferente entre unas y
otros.
26. El documento que producen las cuatro autoras es resultado de una serie de intercambios escritos y
telefónicos que se llevó a cabo entre diciembre de 2005 y abril 2006 (Halley et al., 2006).
27. Robert Rotberg (2016) define la gobernanza como el sistema de valores, políticas e instituciones a
través de los cuales una sociedad administra sus asuntos económicos y sociales, y señala que el término
se usa para calificar la actuación de los gobiernos, en especial su capacidad burocrática y legislativa para
entregar los servicios que requiere la ciudadanía.

864
Las creencias del feminismo

refieren a las redes y ONG feministas que han intervenido con su acti-
vismo en las decisiones gubernamentales y en la construcción de leyes,
nacionales e internacionales. Estas autoras analizan la forma como al-
gunas feministas insertas en los procesos de gobernanza han logrado
diseñar e instalar protocolos de criminalización de la violación como
arma de guerra y del tráfico sexual, así como instaurar medidas para la
atención de las víctimas.28 En su análisis, Halley et al. (2006) develan la
lógica mujerista y victimista (aunque no la nombren así) que ha guiado
ciertas acciones feministas, y cómo se ha pasado de condenar la violen-
cia sexual a criminalizar el comercio sexual. Estas autoras subrayan los
efectos negativos que tiene catalogar una conducta como delito, pues
no lo inhibe ni elimina las causas que lo generan, sino que, por el con-
trario, la criminalización hace que un amplio rango de actores negocie
a “la sombra de la ley” (2006, p. 338), mientras el Estado concentra sus
esfuerzos y recursos en la persecución y el encarcelamiento.

El giro punitivo feminista

Al concebir toda forma de comercio sexual siempre bajo el rubro de “vio-


lencia sexual” las feministas llamadas radicales, muchas de ellas desde
el feminismo de la gobernanza, han alentado un lamentable giro puni-
tivo y carcelario. Varias autoras han descrito cómo las campañas femi-
nistas contra la violencia sexual han sido ingredientes fundamentales
para el endurecimiento de la justicia penal (Larrauri, 2007; Bumiller,
2008; Núñez, 2011). En esas campañas es la sexualidad masculina la
que se perfila como la mayor amenaza para las mujeres, y así el Estado
despliega “la protección a las mujeres” reforzando el estereotipo de su
vulnerabilidad (Marcus, 2002). El objetivo de esta perspectiva es forzar
a los hombres a cambiar su conducta sexual y las herramientas para lo-
grarlo son la criminalización de toda conducta vinculada con la sexuali-
dad, la modificación de leyes y la aplicación de castigos penales, como el

28. El caso más notable de intervencionismo del feminismo abolicionista es el del Protocolo de Palermo
en 2000 (Halley et al., 2006; Torres, 2016).

865
Marta Lamas

encarcelamiento. Todo esto refuerza prejuicios sexistas, amplía el “resi-


duo tolerado de abuso” (Kennedy, 2016), produce un duro giro punitivo
y una vulneración de derechos laborales.29
En el campo de la criminología crítica hace tiempo que varias femi-
nistas vienen elaborando una reflexión sobre cómo la excesiva inter-
vención del sistema penal ante problemas sociales termina criminali-
zando a quienes más los padecen (Larrauri, 1991 y 2007; Ferrajoli, 1999;
Birgin, 2000; Zaffaroni, 2000; Laurenzo, 2009; Maqueda, 2009). Pero
justo esta excesiva intervención judicial es la que otras feministas le exi-
gen al gobierno para abordar la violencia contra las mujeres. Una de las
voces más destacadas de la criminología crítica iberoamericana, Elena
Larrauri, cuestiona la “plena confianza en el derecho penal” que tienen
esas feministas (2007, p. 66). Asimismo, Larrauri critica la reacción de
ciertas feministas ante opiniones discrepantes en el manejo de la violen-
cia contra las mujeres:

Parece existir la convicción de que quien duda de alguna de las me-


didas sugeridas para atajar la violencia doméstica, es porque no se
toma suficientemente en serio el dolor de las víctimas; y así cual-
quier discusión pretende zanjarse apelando a la extrema gravedad
del problema o al número de mujeres muertas, recurriendo con ello
a la equívoca identificación de que solo quien está a favor de penas
más severas defiende los intereses de las mujeres (2007, p. 68).

Exigir penas “más severas” implica reorientar los objetivos políticos del
feminismo hacia endurecer la política, lo cual coincide con pautas puni-
tivas más generales en la dinámica neoliberal. Esto ha provocado un for-
talecimiento del esquema patriarcal, con una perspectiva que visualiza
a todas las mujeres como víctimas que deben ser protegidas y en la que
instituciones del Estado, como la policía, aparecen como aliados y salva-
dores de las mujeres. Justo esta política neoliberal punitiva es lo que Loïc
Wacquant denomina una “remasculinización del Estado” (2013, p. 410).

29. Kristin Bumiller (2008) documenta cómo en Estados Unidos la política neoliberal ha aprovechado la
lucha del movimiento feminista contra la violencia hacia las mujeres en su giro punitivo contra los varo-
nes negros y morenos, siempre los primeros sospechosos de actos de violencia sexual.

866
Las creencias del feminismo

Así, el uso creciente del discurso sobre “la mujer víctima” es un elemento
clave en el proceso en el que la lucha feminista contra la violencia ha-
cia las mujeres se ha vuelto funcional para el neoliberalismo y su po-
lítica carcelaria al fortalecer un paradigma político conservador sobre
el género y la sexualidad. Nancy Fraser (2013) califica dicho paradigma
como una “amistad peligrosa” del movimiento feminista con el Estado
neoliberal. El discurso feminista que habla de que, en todas partes, todo
el tiempo, hay violencia sexual, perfila a todos los hombres como sospe-
chosos, y a todas las mujeres, como víctimas potenciales. Si, como alega
Dworkin (1997), la sexualidad masculina oprime a todas las mujeres en
este sistema social, entonces hay que condenar al sexo masculino, o sea,
a la mitad de la humanidad. Así tenemos, por un lado, a la Mujer, víctima
impotente y oprimida; por el otro, al Hombre, victimario violento y do-
minador. Esencialismo puro. Mujerismo puro. Victimismo puro. Como
dice Badinter, de un plumazo se borra la complejidad, la historicidad y la
evolución humana respecto de la relación entre los hombres y las muje-
res (2003, p. 49). Estas creencias están muy lejos de lo que alguna vez fue
la visión libertaria del feminismo sobre las relaciones humanas.
Al discurso sobre la violencia masculina, se suma la valoración nega-
tiva de la liberalización de las costumbres sexuales y la creencia en que
la venta de servicios sexuales “degrada” la dignidad de la mujer. Esto ha
conducido a un fenómeno que se califica de pánico moral. Este tipo de
pánico es la forma extrema de la indignación moral (Young, 2009, p. 7) y
lo caracterizan dos elementos: su irracionalidad y su conservadurismo.
La indignación moral produce una reacción ante lo que se vive como
una amenaza a los valores o a la propia identidad; de ahí que los pánicos
morales suelan transformarse después en batallas culturales, como ha
ocurrido con el comercio sexual. Quienes visualizan la violencia sexual
como el “gran problema” de las mujeres ven el trabajo sexual con la in-
dignación y el horror que caracterizan al “pánico moral”. Este pánico
alienta la demanda de endurecer el sistema de justicia penal para “abo-
lir” el comercio sexual, y representa a los clientes como “depredadores” y
“prostituyentes”. Los medios de comunicación y el cine juegan un papel
importante en la formación de la opinión pública y la representación
distorsionada y tremendista de todas las trabajadoras sexuales como

867
Marta Lamas

víctimas va de la mano con llamados para que el Estado ejerza un mayor


control social sobre vida sexual de la ciudadanía. Así, una batalla legíti-
ma e indispensable contra la trata se ha ido convirtiendo en represión
indiscriminada contra todas las personas vinculadas con el comercio
sexual. Esto se ha traducido en operativos policiacos (razzias) que para
“rescatar víctimas” detienen no solo a trabajadoras sexuales, sino a bai-
larinas, meseras, ayudantes, afanadoras y demás trabajadores.30
Algo que también está en juego en la contraposición entre abolicio-
nistas y defensoras de los derechos laborales de las trabajadoras sexua-
les es la definición de en qué consiste una conducta sexual apropiada.
Un dilema que se plantea es el de quién debe definir la conducta sexual
de los ciudadanos: ¿el Estado, los grupos religiosos, las feministas?
Este dilema debería llevar a realizar un análisis más riguroso sobre la
sexualidad de las mujeres, sobre su deseo, su represión sexual, y sobre
las distintas circunstancias en las que acceden a un intercambio sexual.
Aunque no puedo extenderme sobre este asunto, quiero dejar cierta in-
terrogante asentada. ¿Qué tan diferentes son entre sí las mujeres que
se venden abiertamente de quienes acceden a distintas formas de in-
tercambio de servicios sexuales por seguridad, por una posición, por
regalos o promociones laborales? Aunque la llamada “prostitución” es
la actividad exclusiva de un grupo determinado de mujeres, no hay que
olvidar que también es una actividad complementaria de un grupo muy
amplio de amas de casa, estudiantes y trabajadoras que se “ayudan” eco-
nómicamente o colaboran con el ingreso familiar de esa manera. Ahora
bien, si una mujer vende servicios sexuales por necesidad económica o
por cualquier otra razón, ¿debe el Estado “rescatarla”? ¿Por qué el Estado
no se propone “rescatar” a otras mujeres obreras o empleadas, también
forzadas a trabajar en cosas que no les gustan o que incluso son peligro-
sas? ¿Y por qué no también a los hombres que se hallan en las mismas

30. Estos operativos se cobijan en la ambigüedad legal. La abogada Claudia Torres (2016) ha hecho un
riguroso análisis donde compara las regulaciones sobre el trabajo sexual, entendido como actividad vo-
luntaria y entre adultos, y la Ley de Trata. Torres muestra las ambigüedades y las complejidades de la Ley
de Trata y describe la forma en que obstaculiza el reconocimiento al trabajo sexual. Las normas sobre
trata constituyen un régimen más amplio y avasallador, en comparación con las normas sobre trabajo
sexual, lo cual amenaza el estatuto legal del trabajo sexual.

868
Las creencias del feminismo

circunstancias? En el capitalismo, todas las personas que trabajan viven


una presión económica tanto por cubrir su subsistencia como por acce-
der a cierto tipo de consumo. Comparto la propuesta de la “renta míni-
ma”, con la cual el Estado debería garantizarles a todas las personas un
piso de seguridad social y empleo para que ninguna trabaje coercionada,
amenazada u obligada. Pero incluso si el Estado llegara a garantizar ese
mínimo de sobrevivencia, ¿debería prohibirse el comercio sexual?

Trabajo sexual y violencia económica

La venta consentida de servicios sexuales está vinculada a tres cuestiones:


1) a un contexto de precariedad laboral, desempleo y falta de oportuni-
dades; 2) a la obtención de ingresos extraordinarios; y 3) a necesidades
psíquicas. Las dos últimas cuestiones rara vez son tomadas en considera-
ción, pero explican las causas por las cuales muchas mujeres que podrían
trabajar en otro giro laboral, eligen el trabajo sexual. Precisamente el he-
cho de que otras mujeres que sí tienen opciones lo elijan es una prueba de
que no todas son víctimas. Ahora bien, la primera cuestión –el contexto de
precariedad y falta de oportunidades– más que un fenómeno transitorio,
es una condición estructural que se perfila como “el elemento que cohe-
siona el nuevo capitalismo como modo de producción no solo eficiente
sino coherente” (Alonso y Fernández Rodríguez, 2009, p. 230). Por ello va
a ser difícil, si no es que imposible, cambiar dicho contexto en el corto pla-
zo. Y los seres humanos necesitan alimentarse todos los días. De ahí que
indudablemente muchas trabajadoras elijan el menor de los males dentro
del duro y precario contexto en que viven: el trabajo con la mayor retribu-
ción económica y con gran flexibilidad de horario.31
Como las mujeres están ubicadas en lugares sociales distintos, con
formaciones diferentes y con capitales sociales diversos, en ciertos ca-
sos el trabajo sexual puede ser una opción elegida por lo empoderan-
te y liberador que resulta ganar dinero, mientras que en otros casos se

31. Este es un punto en el estudio que realizó Amnistía Internacional (2015) para definir su postura a
favor de los derechos de las trabajadoras sexuales.

869
Marta Lamas

reduce a una situación de una precaria sobrevivencia que les causa culpa
y vergüenza. Existen, simultáneamente, formas de trabajo más libres y
formas más forzadas, que en el mercado del sexo se expresan como un
continuum de relativa libertad y relativa coerción. Así, al tiempo que exis-
te el problema de la trata aberrante y criminal, con mujeres secuestradas
o engañadas, también existe un comercio donde las mujeres entran y
salen libremente, y donde algunas llegan a hacerse de un capital, a im-
pulsar a otros miembros de la familia e incluso a casarse. Es decir, quie-
nes sostienen que es un trabajo que ofrece ventajas económicas tienen
razón, aunque no en todos los casos; y quienes declaran que es violen-
cia contra las mujeres también tienen razón, pero no en todos los casos
(Bernstein, 1999, p. 117). Esta complejidad y diversidad debe tomarse en
cuenta en la formulación de leyes y políticas públicas.
Igual ocurre del otro lado de la industria del sexo. Los padrotes y
madrotas funcionan como los empresarios: hay buenos y hay malos. Lo
mismo pasa con los clientes: hay clientes malos –los violentos, los dro-
gados– y clientes buenos, generosos y amables. Por todo lo anterior, de
nada sirve declarar que todas las trabajadoras sexuales son víctimas que
hay que salvar y, en vez, hay que analizar los costos y consecuencias que
tendría cualquier decisión legislativa sobre la vida concreta de ellas.
Ahora bien, reconocer que el trabajo sexual es la actividad que eligen
cientos de miles de mujeres en nuestro país no significa considerarlo
como un trabajo igual que los otros. El estigma expresa claramente esa
desigualdad, por eso Deborah Satz (2010) califica al mercado del sexo
como un “mercado nocivo”. Al evaluar las relaciones políticas y socia-
les que el comercio sexual sostiene y respalda, y al examinar los efectos
que produce en las mujeres y los hombres, en las normas sociales y en
el significado que imprime a las relaciones entre los sexos, Satz encuen-
tra que el comercio sexual refuerza una pauta de desigualdad sexista y
contribuye a la percepción de las mujeres como objetos sexuales y como
seres socialmente inferiores a los hombres. Sin embargo, ella misma
dice que aunque los mercados nocivos tienen efectos importantes en
quiénes somos y en el tipo de sociedad que desarrollamos, prohibirlos
no es siempre la mejor respuesta. Al contrario, si no se resuelven las cir-
cunstancias socioeconómicas que llevan al comercio sexual, prohibirlo o

870
Las creencias del feminismo

intentar erradicarlo hundiría o marginaría aún más a quienes se dedi-


can a vender servicios sexuales.
Para tomar posición ante el dilema de abolir o regular el comercio
sexual, se requiere de entrada, reconocer la diversidad de situaciones y
realizar un análisis de las opciones y alternativas de las mujeres pobres.
Coincido con Martha Nussbaum (1999) en que no nos debería preocupar
el hecho de que una mujer con otras opciones laborales elija el trabajo
sexual. Es la ausencia de opciones para las mujeres pobres lo que con-
vierte al trabajo sexual en la única alternativa posible, y eso es lo verda-
deramente preocupante (1999, p. 278). Lo grave es que para las mujeres
de escasos recursos no haya trabajos con una remuneración equivalente
a la que se obtiene con el comercio sexual. Y frente a dicha problemática
a Nussbaum le preocupa –y a mí también– que la perspectiva de las abo-
licionistas esté demasiado alejada de la realidad de las condiciones labo-
rales, como si se pudiera olvidar el contexto donde las mujeres pobres
recurren al trabajo sexual. Por eso Nussbaum considera que la legaliza-
ción del trabajo sexual mejora las condiciones de aquellas mujeres que,
para empezar, tienen muy pocas opciones, y plantea que el objetivo de-
bería ser promover la expansión en las posibilidades laborales, a través
de la educación, la capacitación en habilidades y la creación de empleos.
Un término recurrente en el discurso de las abolicionistas es el de
“explotación sexual” para calificar al trabajo sexual. ¿En qué consiste la
explotación? No es fácil definirla. En su Modelo Integral de Intervención
contra la Trata Sexual de Mujeres y Niñas, el Fondo de Población de las
Naciones Unidas (UNFPA) hace una importante aclaración: “la explo-
tación de la prostitución (que) se da cuando el dinero ganado mediante
la prostitución llega a manos de cualquier persona que no sea la que se
prostituye, es intrínsecamente abusiva y análoga a la esclavitud” (2013,
p. 47). Ese no suele ser el caso de las trabajadoras sexuales que se que-
dan con un porcentaje –suele ser el 50%– de lo que cobran por servicio,
porcentaje que ninguna mesera, vendedora o incluso profesora recibe
cuando realiza su trabajo. Al igual que en cualquier otro empleo, oficio o
profesión, del trabajo sexual se extrae plusvalía. Solo que la explotación
de una actividad de servicios que se encuentra al margen de la regula-
ción laboral se da sin derechos laborales. El término “explotación” tiene

871
Marta Lamas

una connotación más negativa cuando se une con “sexual”, aunque en


muchos casos sea menor la extracción de plusavlía (o mayor la ganancia)
que lo que ocurre en los demás trabajos, donde existe una mayor ex-
plotación laboral (con una menor ganancia). Una trabajadora sexual de
La Merced me dijo: “¿Explotada? Sí, cuando trabajaba ocho horas al día
limpiando oficinas con salario mínimo de 70 pesos. Aquí en unas horas
me hago 500 pesos”.
Es notorio, y lamentable, que el término “explotación sexual”32 pro-
duzca reacciones encendidas e interesadas pero que la explotación eco-
nómica concreta, y a menudo más aguda, de las obreras, de las emplea-
das del hogar, las afanadoras, las maquiladoras, las barrenderas y tantas
otras trabajadoras, no genere la misma preocupación e interés. Las tra-
bajadoras sexuales están en el comercio sexual porque ahí ganan mucho
más que en otro lugar, y muchas de ellas lo hacen para mantener a una
familia o pagar un tratamiento médico especializado. Por eso me espan-
ta el discurso de quienes quieren abolir el comercio y privar a miles de
personas de una fuente de trabajo cuyo ingreso no les sería posible con-
seguir de otra manera. Ese es, creo yo, el gran quid del comercio sexual:
que el trabajo sexual es el trabajo mejor pagado que pueden conseguir
muchas mujeres. Y aunque a muchas de las trabajadoras sexuales les
gustaría ganar lo mismo en otro tipo de trabajo nadie les va a ofrecer ese
ingreso. El capitalismo es cruel. No le ofrece un salario base a cualquier
persona por el solo hecho de necesitarlo. Nadie “beca” a los seres huma-
nos por existir, y por ello deben trabajar, incluso en tareas desagrada-
bles o peligrosas. Habría que luchar porque ya nunca ninguna persona
–mujer u hombre– tuviera que verse obligada a recurrir al trabajo sexual
si esto les causa asco o rechazo. Pero entonces ¿no habría también que
luchar para que ninguna persona se viera obligada a limpiar excusados
o trabajar en un camión de basura si les causa asco o rechazo?

32. Hay que distinguir entre la trata y la “explotación de la prostitución ajena” (también calificada de
lenocinio). Claudia Torres (2016) aclara que los delitos de lenocinio y explotación de la prostitución ajena
son distintos e independientes del delito de trata, pues castigan a los terceros que lucran con la prosti-
tución, independientemente de las condiciones en que esta se ejerza, e incluyen casos en los que todos
los participantes, de manera voluntaria, ejercen la prostitución y se benefician de ella. Por eso es un error
confundir explotación sexual con trata.

872
Las creencias del feminismo

Es obvio que habría que “abolir” la miseria, el sufrimiento y la sordi-


dez que rodea no solo mucho del ejercicio del trabajo sexual sino tam-
bién de otros trabajos. Pero ¿qué consecuencias concretas en las vidas de
las trabajadoras sexuales tendría hoy “abolir” esa forma de subsistencia?
Si imaginamos por un momento que se prohibiera lo que en la actuali-
dad está permitido, ¿qué ocurriría? Para empezar, pondría en riesgo a
las trabajadoras más vulnerables, no a las que trabajan en departamen-
tos y hoteles en Santa Fe y Polanco. Al contexto de pobreza, marginali-
dad, desempleo y migraciones, que llevan a las mujeres a realizar trabajo
sexual se agregaría la clandestinidad de la ilegalidad. Abolir el comercio
sexual provocaría lo que ha ocurrido en Suecia: un empeoramiento de
las condiciones de vida de las trabajadoras sexuales, con más riesgos por
la clandestinidad, y menos ingresos (Kulick, 2003; Ostergren, 2004).

El costo de las creencias feministas

Ahora bien, regresando a las creencias feministas del mujerismo y el vic-


timismo ¿qué nos muestra este conflicto en torno al comercio sexual?
Por un lado devela la forma en que las representaciones que nos hemos
hecho acerca del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, de sus deseos
y sus necesidades, está filtrada por nuestra herencia judeocristiana oc-
cidental, con su doble moral.33 Por el otro, que el mujerismo y el victi-
mismo dan lugar a una actitud condescendiente que se niega a aceptar
la agencia de las trabajadoras sexuales independientes. Ya lo expresó la
filósofa Anne Phillips:

El borramiento de los límites entre la prostitución y la trata, y el de-


seo aparente de considerar a todas las trabajadoras sexuales como
víctimas, resta importancia a la agencia de aquellas que deciden
trabajar en el mercado sexual y hace de la coerción la preocupación
central, incluso la única (2013, p. 6).

33. Baste revisar los mitos del catolicismo para visualizar la dificultad de la religión ante la sexualidad
femenina: María, una virgen que concibe sin tener una relación sexual. Que la “purísima concepción”
aluda a la producción de un nuevo ser sin contacto carnal, etc., etc.

873
Marta Lamas

Pero, ¿qué es la coerción? La mayoría de las personas que trabaja asa-


lariadamente consiente su explotación, por la coerción económica que
impone la sobrevivencia sin becas, ni rentas, ni herencias. La dificultad
para reconocer que existe agencia, o sea acción con conciencia reflexiva,
en el contexto general de coerción económica, se debe al mujerismo y a
la victimización que obturan un pensamiento crítico.
Cuando Elisabeth Badinter señala que “Toda militancia choca contra
una dificultad: tomar en cuenta lo diverso de la realidad” nos está dando
la pista: el obstáculo radica en no ver la diversidad que existe entre muje-
res, la diversidad de sus deseos, de sus situaciones, de sus posibilidades,
de su clase social y su extracción cultural. Al escuchar lo que dicen las
propias trabajadoras sexuales se encuentra la diversidad: hay las que su-
fren, las que gozan, las que se aprovechan, las que son timadas, las que
victimizan, las que son victimizadas. Sí, la diversidad es eso: hay de todo.
Lo grave de las creencias es que a veces se convierten en prejuicios.
La psicoanalista Silvia Bleichmar (2007) reflexiona sobre el tránsito de
creencia a prejuicio y señala que al prejuicio “lo que le da el carácter pa-
tológico es su inmovilidad, su imposibilidad de destitución mediante
pruebas de realidad teóricas o empíricas” (2007, p. 44). Sí, de nada les
sirven a las abolicionistas las “pruebas de realidad” que las propias tra-
bajadoras aportan, ni el corpus de investigaciones que documentan dis-
tintas formas de trabajo sexual (Kempadoo y Doezema, 1998; O´Connell
Davidson, 2008 y 2014; Kostiwaran, 2011; Weitzer, 2012). Bleichmar
plantea que cuando el prejuicio deviene el organizador de la acción,
toma un carácter primordialmente antiético. Por eso concluye subra-
yando un asunto cardinal: “El prejuicio es, indudablemente, una exce-
lente coartada psíquica para la elusión de responsabilidades y el ejer-
cicio de la inmoralidad” (2007, p. 45). La coartada de creer que se está
rescatando a las trabajadoras de la violencia y la degradación elude la
responsabilidad ante las consecuencias concretas de tal rescate. Esto lo
subrayan también Halley et al. (2006) cuando critican la manera en que
ciertas feministas descuidan las consecuencias de las reformas legislati-
vas, en especial, la forma en que producen personas que ganan y perso-
nas que pierden con ellas. Un compromiso responsable de las distintas
posturas feministas tendría que ir más lejos que simplemente desplegar

874
Las creencias del feminismo

sus concepciones: analizaría los costos y los beneficios de sus propues-


tas y de sus acciones en las vidas concretas de las trabajadoras sexuales.
Aferrarse a la creencia, más allá de cualquier “prueba de realidad”,
de que todas las trabajadoras sexuales son víctimas porque toda forma
de comercio sexual es violencia hacia las mujeres produce fanatismo.34
Hace años Richard Hare (1982), un filósofo inglés que trabajó sobre las
valoraciones morales desde la racionalidad, definió el fanatismo como
la actitud de quienes persiguen la afirmación de los propios principios
morales dejando que prevalezcan sobre los intereses reales de las perso-
nas de carne y hueso. Hare señala que las personas fanáticas permane-
cen indiferentes frente a los enormes daños que su actuación ocasiona
a los demás seres humanos. ¿Se imaginarán las feministas que luchan
por erradicar el comercio sexual lo que eso implicaría en la vida concreta
de esas trabajadoras? Por eso, desde mi perspectiva, “la liberación del
espacio político-religioso del cuerpo de las mujeres” requiere liberarse
previamente de las creencias esencialistas del feminismo. Para ello es
indispensable más reflexión crítica sobre por qué las ideas feministas,
que una vez formaron parte de una visión de emancipación humana, se
expresan, cada vez más, en términos victimistas y punitivos.
¿Encontraremos las feministas una creencia compartida que nos
permita atravesar el abismo de nuestras diferencias? No tengo respues-
ta a esta interrogante, pero de cara al objetivo de construir una genea-
logía crítica de la violencia tal vez un paso necesario sería debatir entre
nosotras la reflexión que hace Rita Laura Segato (2015) sobre entender la
violencia como expresiva. ¿Qué expresa la violencia contra las mujeres?
¿sólo una misoginia extrema? Segato dice que no es posible compren-
der la violencia contra las mujeres sin recordar qué tipo de sujetos y de
prácticas se generan en la deriva actual del capitalismo neoliberal, que
impone nuevas violencias sobre los cuerpos y las subjetividades. Sayak
Valencia (2016) coincide con ella en que las personas desaparecidas,

34. Esta creencia neoabolicionista, que afirma que toda forma de prostitución explota a las mujeres, inde-
pendientemente de si hay consentimiento de su parte, quedó consagrada en nuestra la Ley de Trata, cuyo
artículo 40 dice: “El consentimiento otorgado por la víctima, cualquiera que sea su edad y en cualquier
modalidad de los delitos previstos en esta Ley, no constituirá causa excluyente de responsabilidad penal”.
O sea, si las mujeres no pueden consentir, es que no pueden tomar decisiones.

875
Marta Lamas

cercenadas, decapitadas o desolladas son el reflejo más nítido del mo-


delo socioeconómico actual, que configura, mediante la “mutilación y
desacralización del cuerpo humano” un nuevo campo de sentido simbó-
lico. De este contexto monstruoso, del cual ha emergido una aterradora
violencia que se ejerce con una atroz crueldad, surgen sujetos capaces
de desarrollar, impasibles, esas estremecedoras prácticas. Y aunque en
su gran mayoría estos sujetos son hombres que “utilizan la violencia
como medio de supervivencia, mecanismo de autoafirmación y herra-
mienta de trabajo” (Valencia 2016), cada vez se suman más mujeres que
los acompañan, los atienden, les sirven, vigilan a las personas secuestra-
das, llevan las cuentas económicas de la organización y, también, tor-
turan, mutilan y matan. Ante tal panorama ¿de qué sirve interpretar la
violencia contra las mujeres como un “crimen de odio machista”? Hay
que situar esa violencia en su especificidad, pero también dentro de la
variedad enorme que hoy existe de formas de vulneración, agresión y
crueldad a las vidas humanas.
Por eso creo que un tema prioritario en esa “genealogía crítica de la
violencia” tiene que ser el desgarramiento del lazo social. El lazo social
es ese vínculo entre la persona y los otros integrantes de la sociedad, a
los que no conoce; es un lazo distinto del lazo familiar o el lazo comuni-
tario, y consiste en una verdadera solidaridad con los demás seres hu-
manos. Cuando se rompe el lazo social, se fractura la cohesión social y
se desgarra el tejido social. En México, el lazo social se ha fragmentado
y debilitado no solo por las consecuencias de la explotación económi-
ca y la dominación política que inciden en –y deterioran– las condicio-
nes de vida y de trabajo, sino también por los procesos de exclusión y
discriminación derivados de creencias. Eso remite al objetivo de este
Congreso: la liberación del espacio político-religioso del cuerpo de las muje-
res. ¿Podrán las feministas desarrollar intervenciones políticas, cultu-
rales y legales que habiliten una producción distinta de subjetividades
femeninas y masculinas cuando gran parte del movimiento comparte
el mujerismo y el victimismo? La liberación se tiene que plantear para
todas las personas, como decíamos al inicio de la segunda ola: no hay
liberación posible de las mujeres si no hay liberación social. Claro que
es legítimo, como una postura estratégica a la Spivak, hacer un llamado

876
Las creencias del feminismo

a las mujeres. Pero, también a la Spivak, hay que acompañar dicho lla-
mado de una postura crítica.
Todos los seres humanos estamos troquelados por los mandatos
de género de nuestra cultura, por lo que no nos resulta fácil cuestionar
nuestras simbolizaciones culturales. Eso es evidente en el rechazo, la in-
comodidad o la indignación que produce el trabajo sexual en amplios
sectores de la sociedad. El estigma de la doble moral ha calado de tal
forma que encubre la problemática laboral de las trabajadoras sexuales,
y la ausencia de sus derechos laborales profundiza el desgarramiento
del lazo social. Y aunque los seres humanos hemos logrado desarrollar
herramientas tecnológicas notables y realizar avances científicos nota-
bles e impactantes, ¡cuánta dificultad tenemos para restaurar el tejido
social! ¿Por qué? Justamente porque uno de los desgarres más brutales
se produce por las creencias que tenemos y que nos confrontan ante la
diversidad de identidades y opciones de vida existentes.
Finalmente, la triste realidad es que en nuestro país llevará mucho,
pero mucho tiempo, lograr una cohesión social que evite los desgarra-
mientos violentos. No va a ser fácil, y no se logrará en solitario. Sin em-
bargo, la acción política también tiene una dimensión individual: lo que
cada persona puede hacer por sí sola. Para transformar la sociedad es in-
dispensable un cambio personal y esa ha sido parte de la apuesta de mu-
chas feministas al reivindicar que lo personal es político. El feminismo no
es, como bien señala Janet Halley, “una verdad transhistórica que per-
manece trascendentemente pura”; el feminismo es “una práctica conti-
nuamente condicionada por sus propios actos que la preceden” (2006, p.
30). Y los actos que han precedido a la mezcla conceptual entre comer-
cio sexual y trata, actos en su mayoría llevados a cabo por feministas
de la gobernanza, han tenido efectos negativos en la situación de mu-
chas trabajadoras sexuales. Las creencias mujeristas y victimistas res-
pecto a la violencia han dificultado realizar un diagnóstico más certero,
y proponer cuestiones preventivas en lugar de punitivas. Pero además,
las feministas que no se preocupan ni denuncian la violencia contra los
hombres, o no visualizan el daño que muchas mujeres infligen, generan
algo más que solo una política equivocada: producen un quiebre ético en
la aspiración feminista.

877
Marta Lamas

Para acercarnos a construir ese “otro mundo posible” que anhela-


mos (sin injusticias, desigualdades y violencias) es imprescindible bus-
car formas de caminar hacia un horizonte compartido, lo que no es fácil
pues, como dice Antonio Machado, “el camino pesa en el corazón” (2006,
p. 171). Una forma principalísima de ese caminar es la que hoy nos reúne
en este Primer Congreso Continental de Teología Feminista, y consiste
en pensar críticamente y discutir respetuosamente. La actividad sexual
de las mujeres –sea comercial o gratuita– obliga a reflexionar y a debatir
sobre la doble moral, sobre los prejuicios y sobre la violencia no inten-
cionada que generan ciertas intervenciones feministas. Y justamente
porque el espacio político-religioso del cuerpo de las mujeres está cru-
zado por creencias relativas a la sexualidad femenina que obstaculizan
su liberación, es que debemos enfrentar el desafío de cuestionarnos y
criticarnos.

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El regalo de la suicida*

Virginia Woolf se suicidó a los 59 años, arrojándose al río Ouse. Llevaba


casada 29 años y le dejó la siguiente nota a su marido:

Queridísimo:

Estoy segura de que estoy enloqueciendo de nuevo. Siento que no


podemos vivir otro de esos tiempos terribles. Esta vez no me re-
cuperaré. Empiezo a oír voces, y no me puedo concentrar. Así que
estoy haciendo lo que me parece lo mejor. Tú me has dado la ma-
yor felicidad posible. Tú has sido en todos los sentidos todo lo que
cualquiera podría ser. No creo que dos personas hayan podido ser
tan felices hasta que llegó este terrible desastre. Ya no puedo luchar
más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y
lo harás, lo sé. Ves, ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente.
No puedo leer. Lo que te quiero decir es que te debo toda la felicidad
que he tenido en mi vida. Tú has sido totalmente paciente conmigo
e increíblemente bueno. Quiero decirlo, y todo mundo lo sabe. Si
alguien hubiera podido salvarme, ése eres tú. Todo me ha abando-
nado excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir echando a
perder tu vida más tiempo. No creo que dos personas hayan podido
ser más felices de lo que hemos sido tú y yo (Woolf, 1975, p. 94).

* Extraído de Lamas, Marta (2021). El regalo de la suicida. En Arnoldo Kraus (coord.), Suicidio (pp. 37-55).
México: Debate.

887
Marta Lamas

Cuando Virginia conoció a Leonard tenía ya un historial de “enfermedad


mental”, de depresiones y breakdowns (colapsos mentales), dos intentos
de suicidio y había sido internada varias veces en una “casa de descan-
so”. Hermione Lee, autora de su espectacular biografía, se niega a cali-
ficar esa enfermedad como locura y argumenta que Virginia no era una
víctima. “Al contario, era una persona con valor, inteligencia y estoicis-
mo excepcionales, que conocía su condición, y toleraba periódicamente
una gran angustia y un dolor físico grave, con una notable escasez de
autocompasión” (1996, p. 171).
Virginia Stephen se convertiría en la señora Woolf a los 30 años, en
un momento en el que ya muchos pensaban que no se casaría. Vivió mu-
cha presión familiar y social por el tema de que debía encontrar mari-
do, tuvo varios romances platónicos y algunos pretendientes, pero has-
ta que conoció a Leonard encontró lo que buscaba: “El hombre a quien
le pueda decir ciertas cosas” (Lee, 1996, p. 244). Leonard era un hombre
vital, comprometido socialista, amante de los animales y apasionado
de la literatura, que había sido funcionario público en Ceilán (hoy Sri
Lanka), donde se encargó de mantener el orden de 40.000 tamiles y ára-
bes, y desempeñó funciones de juez, agrónomo, agente aduanal, policía
e incluso veterinario. Permaneció allá de 1904 a 1911, y cuando regresó
a Londres, su amigo Lytton Strachey lo invitó a un grupo de discusión
político-literaria en Cambridge, integrado por intelectuales destacados,
entre los que estaba Thoby Stephen, el hermano mayor de Virginia. Así
la conoció, y se enamoró de ella.
Virginia Stephen era hermosa, y tenía gran agudeza mental; leía mu-
cho, y podía ser muy irónica y también muy divertida. Venía de una fa-
milia con prestigio intelectual y social, y desde muy joven descubrió que
lo suyo era escribir. Aunque Leonard le pregunta en una carta a Lytton
Strachey: “Enamorarme de ella ¿no es un peligro?” (Spotts, 1989, p. 167),
finalmente le pide que se case con él en enero de 1912. Virginia vacila,
posterga su respuesta, se muestra dudosa, incluso rechazante. El 29 de
abril de 1912 él le escribe una carta apasionada:

No hay nada de lo que has hecho que no me parezca absolutamente


correcto, lo que me hace amarte aún más. Ni por un instante pensé

888
El regalo de la suicida

que me estuvieras maltratando, y nunca lo pensaré, te cases conmi-


go o no. Te amo más por no decidirte –sé tus razones. Eres mucho
más fina, noble y mejor que lo que yo soy. No resulta difícil amarte
y cuando uno ama a alguien como tú, hay que hacerlo sin concesio-
nes, ni reservas (Spotts, 1989, p. 173).

El 1° de mayo, Virginia le confiesa:

Soy tremendamente inestable. Paso de lo caliente a lo frío en un


instante, sin razón alguna, excepto que creo que el puro esfuerzo
físico y el agotamiento tienen una influencia. Lo único que puedo
decir es que a pesar de esos sentimientos que se persiguen todo el
tiempo en que estoy contigo, también hay un sentimiento que es
permanente, y que va creciendo. Tú quieres saber, claro, si ese sen-
timiento me llevará a casarme contigo. ¿Cómo saberlo? Creo que
sí, puesto que parece que no hay razón para lo contrario. Pero no
sé qué pasará en el futuro. Me doy miedo a mí misma (Nicholson y
Trautmann, 1975, p. 496).

También en esa misma carta le dice que no quiere ver el matrimonio


como una profesión, aunque más adelante reconoce que quiere todo:
amor, hijos, aventuras, intimidad, trabajo:

Paso de estar medio enamorada de ti, y desear que estés conmigo


siempre, y que sepas todo acerca de mí, a extremos de locura e in-
diferencia. A veces pienso que si me caso contigo, podría tener todo
(Nicholson y Trautmann, 1875, p. 496).

Sin embargo, algo se interpone y ella piensa que es lo sexual. Dice cla-
ramente que no siente atracción física por él, y que el día que la besó
se sintió como una piedra. Virginia reconoce que la manera en que él
la cuida la sobrepasa, y que es precisamente por la forma en la cual a
él le importa ella que siente el deber de corresponderle antes de casarse.

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Marta Lamas

Siento que debo darte todo, y si no puedo, pues entonces el ma-


trimonio sería de segunda tanto para ti como para mí. Si todavía
quieres continuar, como antes, dejándome encontrar mi propio
camino, eso es lo que me gustaría. Y ambos debemos asumir los
riesgos. Pero también me has hecho muy feliz. Ambos queremos un
matrimonio que sea tremendamente vivo, siempre vital, siempre
cálido, no muerto y fácil en pedazos, como lo son la mayoría de los
matrimonios (Nicholson y Trautmann, 1875, p. 496).

Se casaron en septiembre de 1912 y al regreso de la luna de miel, Leonard


empezó a preocuparse. Desconocía el proceso de la “neurastenia”, como
la calificaban los doctores, y le tomó tiempo darse cuenta de la gravedad
de los síntomas de su mujer: ese “filo de la navaja en que su mente se
encontraba” (Woolf, 1963, p. 148). A lo largo de los primeros siete meses
de 1913 su preocupación creció, pues los síntomas de peligro aumenta-
ban. En enero y febrero Virginia terminaba la novela The Voyage Out, es-
cribía diariamente con una “intensidad torturada”. Lo que Leonard no
sabía, y reconoce que aprendería con el tiempo, es que al terminar un
libro Virginia quedaba agotada emocionalmente, a punto de tener un
breakdown, no solo por la intensidad mental y el perfeccionismo con los
que escribía, sino también por “la fragilidad de una hipersusceptibilidad
patológica a la crítica, por lo que ella sufría una aprehensión creciente-
mente angustiosa” (Woolf, 1963, p. 149).
En su diario, Leonard registra el progreso de la crisis: desde enero
al primero de agosto documenta su estado de ánimo, cómo duerme y
si tiene dolor de cabeza. A partir del 1 de agosto lleva dicho registro de
manera cifrada, en cingalés y tamil. La psiquiatría de la época era muy
limitada, y se redujo a tratarla como una inválida. El médico de Virginia,
el famoso sir George Savage, decidió en ese momento que sería mejor
que ella nunca se embarazara.
En el tercer volumen de su autobiografía, Beginning again. An autobio-
graphy of the years 1911 to 1918, Leonard Woolf relata retrospectivamente la
pesadilla en que se convirtieron esos días, la confusión de los médicos, la
frustración de ver a su amada con síntomas que iban incrementándose:
intensos dolores de cabeza, insomnio, apenas comía, no podía escribir y

890
El regalo de la suicida

se deprimió muchísimo. Luego de meses de sufrimiento ocurrió una ca-


tástrofe. Mientras Leonard fue a ver al doctor Savage para comunicarle
que habían decidido cambiar de médico, dejó a Virginia con una amiga,
pero olvidó cerrar la caja donde guardaba el tranquilizante. La amiga la
dejó sola para que durmiera y Virginia aprovechó para ingerir todas las
tabletas, entró en coma y hubo que llevarla al hospital. Casi muere ese
10 de septiembre. Leonard asume su responsabilidad y señala que aun-
que durante los dos meses anteriores estuvo vigilando a Virginia noche
y día, en esa tarea era humanamente imposible no equivocarse. Tal vez
un psicoanalista interpretaría de otra forma su olvido del Veronal, pero
a partir de ese momento Virginia tuvo cuatro enfermeras, dos de día y
dos de noche.
Cuando Virginia estuvo fuera de peligro, Leonard se negó a seguir
el procedimiento usual en la época: certificar a una persona como peli-
grosamente suicida y encerrarla en un asilo. Los médicos aceptaron no
certificar lo ocurrido si llevaba a Virginia a descansar al campo y les ga-
rantizaba que ella estaría siempre acompañada de enfermeras. El medio
hermano de Virginia, Herbert Duckworth, les ofreció su casa de campo,
Dalingridge, y se mudaron allá dos meses.
Durante su estancia en Dalingridge lo más difícil fue obligarla a co-
mer. Antes, cuando estaba bien, Virginia comía y bebía muy a gusto.
Enferma, su rechazo a la comida fue absoluto. Leonard registra que tar-
daba hasta dos horas para lograr convencerla de que comiera lo mínimo.
Sentado a su lado, le ponía en la mano una cuchara o un tenedor y le
decía suavemente que comiera, al mismo tiempo que le tocaba el bra-
zo. Así lograba que cada cinco minutos deglutiera una cucharada. “Este
penosísimo asunto de la comida, entre otras cosas, me dio una lección
sobre la insanity que encontré muy difícil de aprender: no sirve discutir
con una persona insana” (Woolf, 1963, p. 163). La recuperación fue muy
lenta, pero las cuatro enfermeras pasaron a dos, luego a una y finalmen-
te se instalaron el 1 de mayo de 1914 en la casa Asham. Los siguientes tres
meses vivieron una “vida vegetativa”: Virginia leía, pero no escribía. Y
cuando en agosto finalmente decidieron viajar, ¡estalló la guerra!
Ese episodio inicial, que duró del verano de 1913 al otoño de 1915, afec-
tó profundamente las vidas de ambos. Leonard consultó a una docena de

891
Marta Lamas

neurólogos y especialistas mentales (psiquiatras) y escribe que, aunque


suene arrogante, los médicos no entendían lo que le pasaba a Virginia,
y solo repetían que sufría de neurastenia. En su autobiografía, él despo-
trica contra el magro saber médico de la época, que no comprendía las
consecuencias que le provocaba su proceso creativo.
Casi 50 años después (a principios de los 60) Leonard afronta la tarea
de hablar de su vida con Virginia. La memoria puede ser traicionera y
fantasiosa, pero en ese tercer tomo de su autobiografía, que cubre de
1911 a 1918, Woolf relata con sobriedad su miedo y su enojo por los años
de la guerra, así como su preocupación y desesperación por la enferme-
dad de Virginia.
Cuidar a una persona es un trabajo muy desgastante. Leonard arregló
su vida para poder combinar su activismo político y su propia escritura
con la atención especial que requería su mujer. Leonard era un socialis-
ta que hizo una labor importantísima a favor de la paz mundial como
impulsor de la Liga de las Naciones, un mecanismo de diálogo y concer-
tación para prevenir la guerra, antecesor de la ONU. También fue la emi-
nencia gris del partido laborista en Inglaterra, y escribió más de una do-
cena de libros de análisis sobre cooperación internacional, socialismo y
gobernanza de las naciones, además de un libro de cuentos y dos novelas.
Leonard comprendió muy pronto la genialidad de Virginia, y renunció
a muchas cosas –entre ellas a una vida sexual activa– para acompañarla y
protegerla. Ambos constituyeron un matrimonio muy poco convencio-
nal, en el que él armó cuidadosamente las condiciones de vida para que
ella desplegara su talento. Hermione Lee señala que ambos construye-
ron “un espacio de mutua necesidad que continuó deleitándolos en su
madurez” (Lee, 1996, p. 315). La biografía de Victoria Glendinning sobre
Leonard registra el cuidado que él tuvo para ir protegiendo a Virginia, la
forma en que decidió establecer la Hogarth Press, supuestamente como
un hobby, pero también como una terapia ocupacional para ella. Leonard
consigna en sus memorias la decisión en 1915 de comprar una imprenta
para “darle a Virginia una ocupación manual que la distraiga totalmente
de su escritura” (Woolf, 1963, p. 233).
Virginia siempre tuvo consciencia de lo que Leonard hacía por ella.
En su diario del 28 de mayo de 1931, que inicia con la descripción de un

892
El regalo de la suicida

agudo dolor de cabeza, con flashazos de luz, comenta que “si no fuera
por la bondad divina de L., cuántas veces estaría pensando en la muer-
te; siempre noqueada como estoy; pero ahora las recuperaciones son
un alivio infinito” (Olivier Bell, 1982, p. 27). Que durante su matrimonio
Virginia haya escrito nueve novelas, cinco libros de cuentos, dos biogra-
fías, sus dos ensayos feministas largos (Una habitación propia y Tres gui-
neas), además de reseñas y cartas, es la prueba incontestable de que el
régimen de vida que diseñó Leonard fue acertado.
Su extraordinaria relación pudo darse gracias al cuidado y paciencia
de Leonard, y también al reconocimiento agradecido de ella. Sabemos
de varias historias de amor en las que las mujeres renuncian a mucho
en aras de la vida profesional de su marido. La del matrimonio Woolf
es una historia paradigmática del caso contrario: el hombre hace una
renuncia sustantiva en aras de la vida profesional de su esposa.
El primer capítulo del quinto, y último, tomo de la autobiografía de
Leonard, The Journey Not the Arrival Matters: An Autobiography of the Years
1939 to 1969, se titula “La muerte de Virginia”. Ahí Woolf dice que, a par-
tir de que Virginia devolvió a la imprenta las galeras de la biografía de
Roger Fry hasta su suicidio “fueron los días más terribles y angustio-
sos de mi vida” (1975, p. 44). La pérdida de control de Virginia, la depre-
sión y la desesperanza empezaron uno o dos meses antes de su suicidio.
Aunque las tensiones y presiones de la vida en Londres y Sussex en los
ocho meses entre abril de 1940 y enero de 1941 fueron para ella terribles,
al igual que para todos los ingleses, ella estuvo feliz la mayor parte del
tiempo y su mente más tranquila de lo usual.
Ambos tenían conciencia de que el pequeño mundo que habían cons-
truido estaba amenazado por la destrucción fascista. Virginia admitió que
se sentía devastada por la presión de la incertidumbre que merodeaba, pero
discutieron con calma qué harían si Hitler desembarcaba en Inglaterra; am-
bos coincidieron en que “si eso ocurría, no tenía sentido esperar, sino que
deberíamos cerrar la puerta del garage y suicidarnos” (Woolf, 1975, p. 46). Sin
embargo, en esos días Virginia dijo: “No, deseo tener 10 años más de vida y
escribir mi libro” (Woolf, 1975, p. 46). Con el telón de fondo del horror de la
guerra, durante lo que parecía la mayor tragedia de la historia, Virginia pedía
10 años más de vida unos meses antes de suicidarse.

893
Marta Lamas

Leonard Woolf relata desapasionadamente el horror de esos meses,


los bombardeos, el silencio en las calles, las aglomeraciones en los re-
fugios y la destrucción de su casa en Londres, lo que lo obligó a rentar
dos cuartos en una granja en Rodmell para guardar ahí algunos de sus
muebles y montañas de libros. También a Monk’s House, su casa en
las afueras de Londres, llevó miles de libros que quedaron apilados en
mesas y en el piso. Hubo que trasladar la imprenta de Hogarth Press a
Letchworth. El ambiente era de un fatalismo tranquilo; si llegaban los
nazis, el gobierno se iría a Canadá y ellos inevitablemente terminarían
en un campo de concentración o en el suicidio.
Leonard se pregunta por qué no presintió sino hasta principios de
1941 el estado mental de Virginia. ¿Cuál era el verdadero estado emocio-
nal de su mujer en el otoño e inicios de invierno de 1940? En ese tiempo
Leonard creyó que su mente estaba “más calmada y más estable, sus áni-
mos más contentos y más serenos que lo usual en ella” (1975, p. 69).
Leonard describe esos meses finales de 1940 como una pausa. A la
espera del brutal desenlace del nazismo, Virginia y él esperaban en com-
pleta calma, sin tensión, la amenaza de la invasión alemana sobre sus
cabezas y los bombardeos sobre Inglaterra. Aislados, física y socialmen-
te, les habían bombardeado su casa de Londres y ya no tenían gasoli-
na para ir y venir. Por primera vez en su vida Virginia y Leonard vivían
solos. “Estar finalmente sin sirvientes, sin ninguna responsabilidad ha-
cia nadie más que nosotros mismos, nos dio una sensación de libertad
y de una calma mªuerta en el centro del huracán” (Woolf, 1975, p. 70).
Establecieron una rutina monótona: trabajar toda la mañana, almorzar,
caminar o hacer el jardín en la tarde, cocinar la cena, leer y escuchar
música y, finalmente, ir a la cama. Leonard reproduce un fragmento del
diario de Virginia del 10 de octubre de 1940:

Cuán libres, cuán apacibles estamos. Nadie viene. Sin sirvienta.


Cenamos cuando queremos. Vivimos al día [Living near to the bone].
Creo que hemos dominado la vida con bastante competencia
(Olivier Bell, 1984, p. 328).

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El regalo de la suicida

Una noche escuchan caer cerca una bomba y Virginia le dice a su mari-
do: “No quiero morir todavía” (Woolf, 1975, p. 72).
Leonard reflexiona acerca de la distinta actitud que ambos tenían
frente a la muerte. Él confiesa que nunca pensó en la muerte hasta que
empezó a envejecer. El caso de Virginia era distinto. “La muerte siempre
estaba presente para ella” (Woolf, 1975, p. 73). Sus intentos anteriores de
suicidio, y saber que la terrible desesperación de la depresión podría en
cualquier momento invadir de nuevo su mente, hacía que la muerte no
estuviera lejos de sus pensamientos (Woolf, 1975, p. 74). La temía, pero
al mismo tiempo estaba medio enamorada de la muerte liberadora. Sin
embargo, en esos meses de finales de 1940, con la devastación y muerte
de la guerra, al oír caer una bomba expresó que todavía no quería morir.
Leonard lo adjudica a que estaba más tranquila y más contenta que de
costumbre porque estaba escribiendo.
En su diario del 6 de octubre, Virginia dice que “nunca había tenido
una temporada tan buena de escritura” (Olivier Bell, 1984, p. 327). Estaba
feliz. Y el 23 de noviembre reitera:

Me siento un tanto triunfante respecto al libro. Creo que es un in-


tento interesante de un nuevo método. Creo que es más depurado
que los otros. Con la leche desnatada. Una palmadita rica, mucho
más fresca que el padecimiento de Los años. He disfrutado escri-
biendo casi cada página (Olivier Bell, 1984, p. 340).

La mañana en que terminó Between the Acts, ya pensaba en el siguiente libro.


Hasta principios de 1941 Leonard percibe la profunda perturbación de la
mente de su mujer. Cita el diario de Virginia del 9 de enero, donde ella expre-
sa su preocupación con la muerte; luego, el 25 de enero, cae en un abismo de
desesperación (trough of despair). Ese ataque súbito duró 10 o 12 días. Fue algo
extraño: cuando pasó, Virginia comentó que no se acordaba por qué había
estado tan deprimida. Pero a Woolf le dio la impresión de que tenía que ver
con la revisión del libro, y con la nube negra que siempre cubría su mente
cuando, “al terminar un libro, tenía que enfrentar el shock de la separación,
como si fuera un cordón umbilical mental, y mandarlo a la imprenta. Y final-
mente a los críticos y al público” (Woolf, 1975, p. 79).

895
Marta Lamas

Leonard dice que no se dio cuenta de qué tan severos eran los sínto-
mas, porque lo engañó la velocidad de este ataque.

Durante años me había acostumbrado a vigilar los signos de peligro


en la mente de Virginia; y los síntomas de alerta venían lentamente y
sin error: el dolor de cabeza, el insomnio, la incapacidad de concen-
trarse. Habíamos aprendido que un breakdown podría ser evitado si
ella se retiraba inmediatamente a hibernar en un capullo de inmovili-
dad cuando aparecían los síntomas. Esta vez no hubo tales síntomas.
La depresión la tumbó como un golpe repentino (1975, p. 79).

Pero 12 días después, el 7 de febrero, ella se pregunta en su diario: “¿Por


qué me deprimí? No lo puedo recordar” (Olivier Bell, 1984, p. 355).
La última entrada del diario de Virginia data del 24 de marzo, dos días
antes del suicidio, donde parece que está pensando en su próximo libro.
El diario de Leonard del 18 de marzo consigna que ella no está bien, y
en sus memorias él dice que tal vez ella trató de suicidarse esa semana.
Salió a caminar en pleno aguacero, y cuando él fue a buscarla, la encon-
tró empapada, parecía enferma y estaba temblando. Dijo que se había
resbalado y caído en una zanja.
El 26 de marzo Leonard se da cuenta de que la situación es peligrosa:
una depresión desesperada se instala en Virginia. Sus pensamientos se
aceleran, incontrolables; está aterrorizada de enloquecer. Ese miérco-
les Leonard está convencido de que la condición mental de su mujer es
como la de aquellos terribles días de agosto de 1913, que la condujeron a
su intento de suicidio:

Enfrenté la terrible decisión que yo debía tomar. Era esencial que ella
se resignara a estar enferma y al régimen drástico que la podría sal-
var de la locura. Pero estaba a punto de la desesperación, la locura y
el suicidio. Tenía que instarla a enfrentar el borde del desastre para
convencerla de que aceptara la infelicidad del único método para evi-
tarla, y sabía al mismo tiempo que una palabra equivocada, cualquier
insinuación para presionarla, incluso una declaración de la verdad,
sería suficiente para empujarla al suicidio (Woolf, 1975, p. 91).

896
El regalo de la suicida

El recuerdo de 1913 lo rondaba. Sin embargo, tenía que tomar una deci-
sión, y cualquiera que fuera, el riesgo era sobrecogedor. Leonard es muy
cauto al señalar el dilema: para Virginia hubiera sido intolerable que la
vigilara poniéndole enfermeras noche y día. Años después dirá que la
decisión que tomó fue equivocada y condujo al desastre. En la mañana
del 28 de marzo de 1941 Woolf le escribe una nota a John Lehman donde
le confiesa que Virginia está a punto del quiebre nervioso, que está muy
enferma y que por lo tanto es necesario postergar totalmente la publi-
cación de su libro Between the Acts. También le pide que no responda a
esa carta, sino que le escriba directamente a ella diciéndole que no será
posible publicarlo en primavera, sino tal vez hasta otoño. De esta forma
Leonard quería quitarle la presión a su mujer, quien estaba convencida
de que ése no era un buen libro. Luego, a las 11 de la mañana, se asoma a
su estudio y la ve escribiendo, probablemente una de las dos cartas que
le dejaría. A la una volvió a buscarla para almorzar, y no estaba. Leyó una
de las dos cartas que ella le dejó:

Queridísimo:
Te quiero decir que me has dado una felicidad completa. Nadie po-
dría haber hecho más de lo que tú has hecho. Por favor créeme. Pero
sé que no me voy a poder recuperar, y estoy desperdiciando tu vida.
Es esta locura. Nada de lo que diga nadie me convencerá. Tú po-
drás trabajar, y vas a estar mucho mejor sin mí. Ves que ni siquiera
puedo escribir esto correctamente, lo que muestra que tengo razón.
Todo lo que quiero decir es que hasta que llegó esta enfermedad
fuimos perfectamente felices. Y todo gracias a ti. Nadie podría ha-
ber sido tan bueno como tú fuiste. Desde el primer día hasta ahora.
Todo mundo lo sabe (Lee, 1996, p. 747).

Leonard salió corriendo a buscarla, pero solo encontró su bastón en el


río. Esa misma noche le escribió a Vita Sackville-West.

Mi querida Vita:
No quiero que veas en el periódico o que escuches en la radio la cosa
terrible que le ha sucedido a Virginia. Ha estado muy enferma estas

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Marta Lamas

últimas semanas y estaba aterrorizada de volverse loca otra vez.


Supongo que fueron la tensión de la guerra y terminar su libro, y no
podía ni descansar ni comer. Hoy salió a dar un paseo dejando una
carta donde decía que se suicidaría. Creo que se ha ahogado, pues
encontré su bastón flotando en el río, pero aún no encontramos su
cuerpo. Sé lo que vas a sentir y lo que has sentido por ella. Ella te
quería mucho. Ella ha estado viviendo un infierno en estos últimos
días.

Tuyo,
Leonard (Spotts, 1989, p. 259).

El cuerpo de Virginia tardó días en aparecer. Mientras, los amigos llega-


ron a consolar a Leonard. La médica de Virginia, Octavia Wilberforce, le
dijo: “Nadie la hubiera podido mantener viva tanto tiempo”, y él se echó
a llorar (Spotts, 1989, p. 749).
Sin embargo, Virginia tuvo razón. Leonard vivió mucho mejor sin
ella. Continuó con su trabajo intelectual y político en el partido laborista
y la Fabian Society, siguió siendo el agudo editor del New Statesman y
The Political Quarterly, recibió premios y reconocimientos, y afortunada-
mente su viudez no fue desconsolada. Dos años después del suicidio de
Virginia, a sus 62 años, se enamoró perdidamente de Trekkie Ritchie,
una pintora cuya personalidad era lo opuesto a Virginia: alegre, depor-
tista y sensual. Aunque casada con Ian Parsons, un editor de Chatto &
Windus, con el que Leonard tuvo una relación profesional, Trekkie le
correspondió y vivieron una relación amorosa de más de 25 años, hasta
la muerte de él en 1969.
En 1943 Leonard se mudó a la casa pegada a la de los Parsons, en
Victoria Square, y compartió con Trekkie una rutina doméstica y mu-
chas otras cosas. Su relación se dio dentro de los parámetros de “moder-
nidad” y “bohemia”, que experimentaron con formas más libres de rela-
ción y convivencia (Nicholson, 2002). Cuando en 1944 Ian fue enviado
a combatir en Francia, Trekkie vivió en la emblemática Monk’s House
con Leonard. Al regreso de su marido, volvió a la casa de Victoria Square.
Leonard le escribió: “Regresa, regresa, no puedo estar sin ti, queridísima”

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El regalo de la suicida

(Adamson, 2001, p. 166). Trekkie estableció entonces una rutina: con


Leonard pasaba la semana, y los fines de semana con Ian sin separarse
de su marido, quien inició una relación paralela con Norah Smallwood.
Trekkie sostuvo una honda relación amorosa con Leonard. Era 22
años más joven, y estaba llena de vida. Él se dedicó a promoverla como
artista, la acompañó a exposiciones en galerías de arte, la llenó de re-
galos (entre ellos, un boceto de Rembrandt), y viajaron muchas veces
juntos. En 1946 pasaron sus primeras vacaciones en Wiltshire y Dorset,
en 1948 en Penzance, y en 1949 en el norte de Francia. Rompiendo los
códigos de discreción usuales de la burguesía victoriana, Trekkie llegaba
de un viaje con Leonard y salía al día siguiente con Ian a otro. En 1957
viajaron a Israel y en 1960 Leonard, a sus 80 años, cumplió su sueño de
regresar a Ceilán. La prensa registró la presencia de la señora Parsons
como “su secretaria”, y mencionó que él la buscaba constantemente con
la mirada.
El tercer tomo de su autobiografía (publicado en 1963) se lo dedica a
Trekkie y en el quinto tomo Leonard escribe discretamente sobre ella, y
apenas si es posible entrever qué tipo de relación tenían. Sin embargo,
sus cartas, publicadas después de la muerte de ambos, son un conmove-
dor testimonio de su intensa pasión amorosa. La correspondencia con
Trekkie, a la que llamaba Tiger, lo revela como un amante juguetón, que
intercambiaba mensajes eróticos con su pasión otoñal. Según un gran
amigo de Leonard, Dadie Rylands, Trekkie “le dio los años más felices de
su vida” (Adamson, 2001, p. xviii). La propia Trekkie afirma que Leonard
se hubiera podido enamorar de cualquiera, porque “él tenía el hábito
del amor” (Glendinning, 2005, p. 340). Lo cuidó y acompañó hasta su
muerte, y él le heredó todos sus bienes, excepto algunos legados para
sus sobrinos.
Hombre tierno en lo íntimo y feroz en la política, Leonard Woolf
guiaba sus acciones con el lema: Justice and mercy. Consideraba que la
justicia y la clemencia eran el fundamento de toda sociedad civilizada,
e incluía a la tolerancia dentro de la clemencia. El suicidio de Virginia
fue el regalo que le permitió no solo trabajar mejor, como ella misma
pronosticó, sino que le hizo justicia al regalarle la compañía amorosa de
Trekkie durante los cinco lustros finales de su vida.

899
Marta Lamas

Bibliografía
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Ritchie Parsons (1941-1968). Londres: Chatto & Windus.
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Nicholson, Nigel y Joanne Trautmann (1975). The Letters of Virginia
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Olivier Bell, Anne (ed.) (1982). The Diary of Virginia Woolf. Volume Four
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Woolf, Leonard (1975). The Journey Not the Arrival Matters. An
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900
Sobre las autoras

Marta Lamas

Investigadora titular del Centro de Investigaciones y Estudios de


Género de la Universidad Nacional Autónoma de México y doctora en
Antropología por el Instituto de Investigaciones Antropológicas de
la misma institución. Ha impartido clases en el Instituto Tecnológico
Autónomo de México, la Escuela Nacional de Antropología e Historia y
en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Fundadora de la revis-
ta Debate Feminista, del Grupo de Información en Reproducción Elegida
(GIRE), de la Sociedad Mexicana Pro Derechos de la Mujer y del Instituto
de Liderazgo Simone de Beauvoir. Es autora de once libros, entre los
más recientes Acoso: ¿denuncia legítima o victimización? (2018), Memorias
incompletas. Algunos de mis activismos feministas (2020)  y Dolor y política:
sentir, pensar y hablar desde el feminismo (2021), así como de centenares de
ensayos y artículos académicos y periodísticos.

Gabriela Méndez Cota

Académica de tiempo completo en el Departamento de Filosofía de la


Universidad Iberoamericana Ciudad de México y miembro del Colegio
de Profesores del Doctorado en Estudios Críticos de Género, programa
interdepartamental de la misma institución. Obtuvo los grados de maes-
tría y doctorado en  Goldsmiths,  University  of London con un análisis

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Marta Lamas

cultural y filosófico del activismo mexicano antitransgénicos. Desde


2009 ha impartido cursos y seminarios sobre perspectivas feministas de
la cultura, la tecnología y la subjetividad para diversas instituciones de
México, entre ellas el Instituto de Estudios Críticos y el Centro Nacional
de las Artes. Es autora del libro Disrupting Maize: Food, Biotechnology and
Nationalism in Contemporary Mexico (Rowman & Littlefield, 2016) y de
varios ensayos y artículos sobre política de la representación cultural.
Contribuye a la edición académica a través de la revista internacional de
cultura y teoría Culture Machine y el Colectivo de Acceso Abierto Radical.
Recientemente coordinó el volumen colectivo Filosofía pirata y trabajo
editorial (2021) para la colección Lecturas de Sileno de la Universidad
Iberoamericana Ciudad de México.

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