Mi Ano Con Salinger Joanna Rakoff
Mi Ano Con Salinger Joanna Rakoff
Mi Ano Con Salinger Joanna Rakoff
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Titivillus 14.12.15
Título original: My Salinger Year
empieza y acaba
Era un día, Dios lo sabe, no solo de abundantes signos y símbolos, sino
también de una prolífica comunicación escrita.
J. D. SALINGER,
Abigail Thomas describe las memorias como «la verdad contada lo mejor que
uno puede», y este libro es sin duda la verdad contada lo mejor que he
podido. Mientras lo escribía, entrevisté a personas que conocí durante el
período que relato y consulté mis propios escritos de la época y de los años
inmediatamente posteriores.
Quizá presté una atención excesiva a la ropa, porque en realidad no sabía casi
nada acerca del trabajo que iba a realizar o la empresa que me había
contratado. De hecho, todavía no acababa de creerme que hubiera
encontrado un empleo. ¡Todo sucedió tan deprisa! Tres meses antes, después
de terminar el curso de posgrado —o abandonar los estudios, según como se
mire—, dejé Londres y regresé a mi país. Llegué a la casa de mis padres, que
vivían en las afueras, con poco más que una caja enorme llena de libros.
«Quiero escribir mi propia poesía, no analizar la de otras personas», le
expliqué a mi novio de la universidad a través del viejo teléfono de pago que
había en el vestíbulo de la residencia de estudiantes donde me alojaba, en
Hampstead. Pero no a mis padres. No les expliqué nada salvo que en Londres
me sentía sola, y ellos, fieles al código de silencio de nuestra familia, no
preguntaron nada acerca de mis planes. En lugar de eso, mi madre me llevó
de compras; a Lord & Taylor, donde eligió para mí un traje chaqueta de tela
de gabardina ribeteado en terciopelo, falda de tubo y chaqueta entallada,
parecido a uno que llevaba Katharine Hepburn en La costilla de Adán . Y
también me compró unos zapatos de salón de ante. Mientras el sastre de la
tienda ajustaba con alfileres el largo de las mangas, me di cuenta de que mi
madre esperaba que aquel conjunto fuera la clave para que encontrara algún
empleo aceptable.
Una semana antes de Navidad, mi amiga Celeste me invitó a una fiesta donde
una vieja amiga suya me comentó, lacónicamente, que trabajaba en el sello de
ciencia ficción de una gran editorial. «¿Cómo acabaste allí?», le pregunté; no
tanto porque estuviera interesada en la mecánica de conseguir un empleo
como porque me extrañaba que una estudiante especializada en filología
inglesa e interesada en la narrativa seria hubiera aceptado semejante empleo.
Como respuesta, la amiga de Celeste puso una tarjeta de visita en mi mano.
«Es una agencia de colocación —me explicó—. Los editores acuden a ellas
cuando necesitan personal. Llámalos.» Por la mañana, marqué el número,
aunque no muy convencida. Trabajar en una editorial no entraba en mis
planes, aunque en realidad no tenía ningún plan, pero la idea del destino me
atraía —una idea que pronto me traería problemas y que tardaría años en
quitarme de encima—, y consideré que el hecho de que la amiga de Celeste y
yo, dos personas reservadas y que se sentían desplazadas en aquella
bulliciosa fiesta, coincidiéramos en aquel rincón constituía una señal.
«¿Puedes venir esta tarde?», me preguntó la mujer que contestó al teléfono.
Por su acento, se notaba que no era de habla inglesa, pero dominaba el
idioma bastante bien.
Y fue así que, vestida con mi traje chaqueta, le tendí mi currículum, redactado
a toda prisa, a una elegante mujer vestida con un traje chaqueta muy similar
al mío.
—Así es.
—Fantástico —respondí, pese a que no tenía ni idea de qué era una agencia
literaria.
—Mi madre también tiene un carácter bastante difícil. Seguro que encajaré.
—Me refiero a una máquina de escribir —aclaró ella mientras fruncía los
labios y dejaba escapar florituras de delicado humo blanco. Luego esbozó una
leve sonrisa—. Es muy diferente a escribir en un… —su cara adoptó una
expresión de desagrado— ordenador.
Y fue así que, el primer lunes después de Año Nuevo, me desperté a las siete
de la mañana, me duché y bajé las ruinosas escaleras del edificio para
encontrarme con que el mundo se había detenido: la calle estaba cubierta de
nieve. Sabía que se acercaba una ventisca, o creo que lo sabía, porque no
tenía televisor ni radio y tampoco frecuentaba círculos sociales en los que la
gente hablara sobre el tiempo. Teníamos cosas más profundas e importantes
de las que hablar. El tiempo era un tema con el que estaban obsesionados
nuestras abuelas y nuestros aburridos vecinos de los barrios periféricos
donde vivíamos. Si hubiera tenido una radio, habría sabido que la ciudad
entera estaba paralizada; que el Departamento de Educación, a causa de la
nieve y por primera vez en casi veinte años, había declarado aquel lunes día
no lectivo; que a lo largo de la costa habían muerto o estaban muriendo
personas atrapadas en sus coches, en casas que carecían de calefacción o
porque habían resbalado en las heladas calles. La agencia utilizaba un
sistema descendente para informar telefónicamente de los cierres por
emergencias. Según este sistema, el director de la empresa, que era mi jefa —
aunque no lo supe hasta después de varias semanas ya que en la agencia
cualquier información más que impartirse se daba por supuesta—,
telefoneaba a su subalterno directo y así sucesivamente en la jerarquía
empresarial hasta que Pam, la recepcionista, los asistentes de los distintos
agentes e Izzy, el extraño y alicaído mensajero, se enteraban de que no tenían
que ir a trabajar aquel día. Pero como ese era mi primer día, todavía no
figuraba en la red de comunicación.
Aunque la ciudad estaba colapsada, los metros funcionaban con normalidad:
el L de la calle Lorimer y el 5, el directo de Union Square, de modo que a las
ocho y media estaba en Grand Central, donde los puestos de café, pastas y
periódicos estaban, curiosamente, cerrados. Llegué al vestíbulo principal, con
su elegante techo de estrellas, y mis tacones resonaron en el suelo de
mármol. Había atravesado media estancia en dirección a la ventanilla central
de información, donde solía encontrarme con mis amigas en mi época escolar,
cuando me di cuenta de por qué mis zapatos producían tanto escándalo:
estaba sola, o casi sola, en un lugar que siempre estaba lleno de cientos, miles
de zapatos que recorrían aquel suelo de mármol. Me quedé inmóvil en medio
del vestíbulo y reinó el silencio. Yo era el único ser que producía ruido.
Empujé las pesadas puertas de cristal del lado oeste y salí al exterior, donde
soplaba un viento helado. Avancé con dificultad a través de la gruesa capa de
nieve que cubría la calle Cuarenta y tres hasta que encontré algo todavía más
extraño que la silenciosa y vacía terminal de Grand Central: una avenida
Madison silenciosa y desierta. Las máquinas quitanieves todavía no habían
pasado, el único sonido que se oía era el del viento y una capa intacta de
nieve se extendía de una acera a la otra. Ni una sola huella de zapatos, ni un
envoltorio de caramelo, ni siquiera una hoja de árbol deslucían la uniformidad
de la blanca superficie.
—Sí, Flaubert está muy bien, pero para trabajar en el mundo editorial tienes
que leer autores vivos.
Entonces, por primera vez desde que entré en su despacho, ella sonrió.
—¿Hola? —balbuceé.
—¡Por Dios! —chilló una voz—. ¿Estás ahí? Sabía que estarías. Vete a casa. —
Era mi jefa—. La agencia está cerrada. Nos veremos mañana.
Se produjo un silencio durante el cual me esforcé en pensar qué responder.
Y colgó.
—Joanna.
Se trataba de una mujer alta, con una figura que mi madre habría calificado
de escultural, y aquel día iba vestida con un jersey de cuello alto y el típico
traje pantalón ajustado de moda en los años setenta, con pantalones anchos y
solapas todavía más anchas. Desde su silla, no solo parecía dominar, sino
también presidir su escritorio y todo lo que se divisaba desde él. Al lado de su
teléfono había un enorme tarjetero rotatorio Rolodex.
Asentí.
—De acuerdo, puedes esperarla allí, pero no toques nada. Llegará enseguida.
—Sígueme —pidió.
Como el día anterior, deseé inspeccionar los libros que cubrían las paredes.
Vislumbré algunos nombres que me resultaron familiares y emocionantes,
como Pearl S. Buck y Langston Hughes, y otros desconocidos e intrigantes,
como Ngaio Marsh. Mi estómago empezó a alborotarse como cuando de
pequeña me llevaban a la biblioteca. ¡Había tantos libros! ¡Todos tentadores a
su manera, y a mi alcance!
—Lo sé —declaró mientras esbozaba una franca sonrisa—. Llevo aquí seis
años y todavía me siento así.
Pero ella pasó velozmente por mi lado y entró en su despacho como si las
gafas le impidieran la visión periférica.
Sonreí abiertamente.
—No —reconocí.
—Sí, yo también lo creo —aseguró ella, y exhaló una bocanada de humo que
pareció contradecir su declaración de confianza—. Aunque puede resultar un
poco complicado.
Tiró con una mano de la cubierta rígida y gris que ocultaba la caja blanca de
plástico que había junto a la máquina de escribir. A primera vista, parecía una
anticuada grabadora de casetes complementada con un montón de cables y
unos auriculares de gran tamaño, pero sin las habituales teclas de play,
rewind, forward y pause . Disponía de una ranura para las casetes, pero eso
era todo. Como tantos otros útiles de oficina de los años cincuenta y sesenta,
su aspecto era, a la vez, encantadoramente arcaico y espeluznantemente
futurista.
Yo no estaba segura de quién era Hugh ni de lo que tenía que hacer con el
dictáfono, pero asentí de nuevo.
—En fin, tengo un montón de cartas para mecanografiar, de modo que te daré
algunas cintas y ya puedes empezar. Después tendremos una charla.
Entró en su despacho con paso decidido y regresó con tres cintas de casete y
un cigarrillo nuevo aún sin encender.
—Así es —confirmé, y estreché su mano, que era cálida, seca y muy, muy
blanca.
—Yo trabajo justo ahí. —Ladeó la cabeza hacia la puerta que había justo
enfrente de mi escritorio y que yo había confundido con un armario—. Si
necesitas algo, pídemelo. A veces, nuestra jefa no… —otro suspiro hondo— no
explica las cosas, así que si no entiendes algo, pregúntame a mí. —De
repente, su expresión cambió y las comisuras de sus labios se curvaron—.
Llevo aquí mucho tiempo, de modo que conozco todos los pormenores de la
oficina. Sé cómo funciona todo el tinglado.
—¡Vaya!
—Lo sé. ¡Vaya! —Se encogió de hombros—. Me gusta este sitio. Bueno, hay
cosas que no me gustan, pero encaja conmigo. Lo que hago. Aquí.
Deseé preguntarle qué hacía exactamente, pero pensé que ese tipo de
pregunta podía considerarse poco cortés. Mi madre me había enseñado que
nunca debía preguntarle a nadie acerca de sus ingresos o puesto de trabajo.
Aquello era una agencia, de modo que, supuestamente, Hugh era un agente.
—¿Papá?
—¡Bueno, ahora eres toda una secretaria! —exclamó mi padre entre risas. Yo
procedía de una familia de científicos y todos mis pasos parecían divertirles
mucho—. ¡Ay, lo siento, toda una asistente!
—Es un poco diferente que ser secretaria —le aclaré y, mientras hablaba,
detesté el tono solemne de mi voz.
—La verdad, Jo, no creo que puedas vivir con esa cantidad. ¿No puedes
pedirles más?
—Lo sé, pero quizá podrías decirles que has calculado tus gastos y que no
puedes vivir con tan poco dinero. Esto son… veamos… —Mi padre sabía
realizar complicados cálculos mentales— mil quinientos dólares mensuales.
Una vez descontados los impuestos te quedarán ochocientos o novecientos al
mes. ¿Te pagan el seguro médico?
—No lo sé.
Tragué saliva. Incluso antes de pagarle a Celeste el alquiler del primer mes y
aunque todavía guardaba varios vestidos y mi mejor abrigo en el armario de
su dormitorio, de manera extraoficial ya vivía con Don. Mis padres no sabían
nada de él, ni siquiera se lo había nombrado. Por lo que ellos sabían, yo
estaba a punto de casarme con mi novio de la universidad, y ellos estaban
encantados con lo bien parecido que era, su carácter amable y su inteligencia.
Cuando mis padres me telefoneaban a la casa de Celeste, yo nunca estaba,
pero ellos se lo tomaban como otro fastidioso síntoma de la juventud.
—No lo sé —contestó.
—¿Qué has hecho esta noche? ¿Te has quedado en casa? ¿Ha ocurrido algo?
Durante el año transcurrido desde que nos licenciamos, Celeste había ganado
algo de peso, pero yo sabía que el problema no era ese. Lo que la preocupaba
no era que el medio kilo de pasta se tradujera en otro medio kilo en la
báscula. Lo que la aterrorizaba era el conjunto de circunstancias que hacían
que pudiera comer medio kilo de espaguetis de una sola vez: el grado de
desapego y falta de ataduras de su vida, en la que nadie, una madre, una
hermana, una compañera de piso, un profesor, un novio… nadie estuviera allí
para controlar sus hábitos y comportamientos y para decirle: «¿No has
comido ya bastante?», o «¿Podemos compartir ese plato de espaguetis?», o
«Salgamos a cenar esta noche», o «¿Qué vas a preparar esta noche para
cenar?». Celeste se levantaba por la mañana, se iba a trabajar y regresaba a
casa sola.
—Tu madre y yo hemos estado hablando sobre este tema —continuó él. Su
paciencia se había evaporado totalmente—. Si vas a aceptar este trabajo
—«ya lo he aceptado», pensé—, deberías vivir con nosotros. Puedes tomar el
autobús que va al centro y así te ahorrarías el dinero del alquiler. Quizá, con
el tiempo, podrías comprarte tu propio apartamento. Pagar un alquiler es
tirar el dinero.
—No puedo vivir en vuestra casa, papá —repliqué midiendo mis palabras—. El
autobús tarda casi dos horas. Tendría que salir de casa a las seis y media de
la mañana.
Pero lo que en realidad pensaba era lo que piensan todos los hijos: «Tú no lo
conseguiste, pero eso no significa que yo no lo consiga.»
—Vaya, parece que has avanzado bastante —declaró—. Les echaré una
ojeada.
—Las cartas pueden esperar. Esas cintas llevan grabadas casi un mes. Ve a
comprarte un bocadillo.
Decidí comprar una manzana y una taza de café. Esto, como mucho, me
costaría un par de dólares. Entré en una tienda de comestibles especializada
en la propia Madison y examiné un montón de plátanos demasiado maduros.
—Un bocadillo de pavo —pedí sin pensármelo dos veces. El corazón me latió
con fuerza debido a mi insensatez—. Con provolone, lechuga, tomate y un
poco de mayonesa. Solo un poco. Ah, y también mostaza.
—¡Ah, bien, ya has vuelto! Ven, tenemos que hablar de unas cuantas cosas.
Asentí.
Salí del despacho y, mientras me alisaba la falda, miré casualmente hacia las
estanterías que había a la derecha de la puerta, en la pared situada enfrente
de mi máquina de escribir. Me había pasado el día de cara a aquella librería,
mirándola sin verla, concentrada en mecanografiar las cartas. La librería
contenía ejemplares en tonos mostaza, granate y turquesa y con títulos
escritos en negrita. Yo había visto esos mismos libros incontables veces: en
las estanterías de mis padres, en el Departamento de Lengua Inglesa del
instituto, en todas las librerías y bibliotecas que había visitado en mi vida y,
cómo no, en las manos de mis amigos. Pero nunca los había leído. Al
principio, simplemente por casualidad y luego por una decisión consciente. Se
trataba de libros tan omnipresentes en las estanterías de la época que ya no
me fijaba en ellos: El guardián entre el centeno, Franny y Zooey, Nueve
cuentos .
Leigh era alta y delgada, tanto que las venas sobresalían de su pálida piel
como si se tratara de un mapa topográfico, y su cabello rubio caía en
grasientos mechones sobre sus hombros. Fuera cual fuese la hora a la que yo
llegara al apartamento, parecía recién despertada. Salía de su habitación con
aire somnoliento, vestida con un kimono de seda arrugado o un pijama
desteñido de hombre, y se dirigía al salón. Las gruesas lentes de sus gafas
magnificaban sus grandes ojos azules y la montura estaba tan pasada de
moda que podía considerarse moderna. Pocas veces salía del apartamento,
salvo para comprar cigarrillos o un litro de leche. En tales ocasiones, se ponía
un viejo abrigo de hombre encima del pijama. Pagaba esas cosas con billetes
arrugados que sacaba de los bolsillos o de viejos monederos, pero cómo los
conseguía constituía un misterio, porque no disponía de ingresos conocidos.
Según Don, procedía de una familia adinerada, ¡muy adinerada!, pero su
padre se cansó de mantenerla poco antes de que yo me mudara al
apartamento, en octubre. «Le dijo que se buscara un maldito empleo», me
explicó Don riéndose, pero a mí su historia, más que divertida, me pareció
triste, como si Leigh fuera un personaje de Wharton, fisiológicamente incapaz
de responder a las exigencias de la era posindustrial.
No consiguió ningún empleo, aunque alguna que otra vez la vi señalar con un
bolígrafo algún anuncio en el Voice . Ahora sobrevivía gracias al café, un café
negro y espeso que preparaba con posos en una vieja cafetera de goteo, los
cigarrillos y el ocasional paquete de macarrones de marca genérica con
queso. «Si piensas en ello, se trata de una comida perfecta —me explicó una
vez—. Aporta proteínas y carbohidratos —declaró mientras contaba los
componentes nutricionales con los dedos—. Y si le añades un paquete de
espinacas congeladas, tienes una comida completa.» Sus orígenes
acomodados solían manifestarse en forma de consejos: dónde encontrar
ajenjo auténtico; cómo arreglar un jersey de cachemira; dónde conseguir un
corte de pelo perfecto. Leigh sabía dónde obtener esas cosas, pero no podía
permitírselas. Ella bebía vino barato que normalmente compraba otra
persona, como yo, vestía jerséis andrajosos y parecía no haberse cortado el
cabello en años.
—Me he tomado este analgésico y ha sido horrible —contesté con voz ronca.
Mi corazón, que ya palpitaba con fuerza, se aceleró todavía más. ¿Por qué
había de querer Leigh las pastillas que el traumatólogo me había recetado
para la rodilla? ¿Qué narices haría con ellas?
—¿Me das aunque sea una? —me preguntó con un tono suplicante que me
asustó.
—Estoy bien —afirmó ella con voz pastosa—. No me duele nada. —Levantó la
mirada hacia mí, pero pareció ver a través de mí o más allá o a otro yo situado
cinco metros detrás de mí—. Solo he gritado por el ruido. El ruido del cristal.
—Señaló la ventana—. La ventana se ha roto.
Yo no estaba segura.
—Puede que diez —contesté—. Yo solo he tomado una. Esta mañana. Porque
me dolía la rodilla. Yo no…
—¡Eh, tía, qué pasa! —exclamó la grave voz de Don en el auricular—. ¿Cómo
te va el trabajo?
Pronunció la última palabra con sorna, como si yo solo jugara a trabajar. Para
Don, trabajar consistía en colocar ladrillos, fregar suelos o troquelar metales
en una fábrica. Don era comunista.
A través del teléfono, su voz sonaba grave y animada. Tenía voz de fumador,
aunque aborrecía el tabaco.
—He hablado con un agente inmobiliario y puede que tenga un lugar para
nosotros.
—¿Para nosotros? —repetí. Solo hacía unos meses que nos conocíamos y yo
tenía un novio en California con quien pensaba irme a vivir. En algún lejano
momento del futuro—. ¿Un apartamento para nosotros?
—Sí, para nosotros —repitió él—. Ya habrás oído esa palabra antes. Significa
«tú y yo» —declaró con lentitud afectada.
Mi jefa se fue a las cinco en punto. Pasó con rapidez por delante de mi
escritorio y me saludó con la mano.
—Quinientos cuarenta.
—Nos lo quedamos.
Una vez en el exterior, me gustó sentir el aire frío en las mejillas. «Al final, no
nos lo quedaremos», pensé. Sin embargo, la mera idea de regresar al
apartamento de Celeste, aunque solo fuera para recoger mis cosas, me
producía ansiedad. Los platos de pasta, el sofá excesivamente mullido, el gato
parapléjico…
Volvió a tomarme del brazo y seguimos caminando por la calle 9 Norte hacia
Macri Triangle, una descuidada parcela verde plagada de ratas y que, por
alguna razón, el Ayuntamiento de Nueva York la consideraba un parque
público.
—No podía cumplir los plazos, de modo que los aplacé. Puedes seguir
aplazándolos indefinidamente. Solo tienes que rellenar un montón de papeleo
cada seis meses, pero me cansé de tanta burocracia.
—De todas formas, los estudios universitarios deberían ser gratuitos —alegó
Don—. En Europa nadie paga veinte mil dólares al año por una licenciatura.
Todos mis amigos europeos piensan que los norteamericanos estamos locos.
—Sí, que el suelo está un poco inclinado. —Se encogió de hombros, me rodeó
con el brazo y me atrajo hacia él—. Pero ¿a quién le importa? No
encontraremos otro apartamento por quinientos dólares al mes. Al lado de
una estación de metro. Al lado de todo. Y el barrio es bonito. La calle 8 Norte.
Con todos esos árboles.
—Los árboles —repetí con una sonrisa, aunque lo único que recordaba de
ellos eran sus oscuras sombras sobre la nieve.
—Toma ya —dijo Marc finalmente, y empujó una jarra de cerveza hacia mí.
Asentí.
—¿Es un hombre amable? —Allison de nuevo—. La gente está furiosa con él,
pero yo siempre he pensado que se trata de un hombre muy agradable, lo que
pasa es que quiere que lo dejen tranquilo.
Como Don, Marc era bajo y musculoso, y, en cierto sentido, igual de intenso.
Parecía una estrella de cine de los años setenta: ojos azules, mandíbula
cincelada, nariz larga y cabello rubio y ondulado. Era tan guapo que hasta los
hombres lo comentaban. Lisa, su novia, era muy poco agraciada,
inusualmente poco agraciada, y tan silenciosa y reservada como Marc abierto
y parlanchín. Estos eran solo algunos de los rasgos de ella que Don criticaba.
De hecho, estaba convencido de que Marc cancelaría la boda.
—Hace unos años, mi amiga Jess trabajó en Little, Brown —explicó Allison
mientras miraba a Marc—. Ya sabes, la editorial que publicaba las obras de
Salinger. —Marc asintió—. Jess solo era una asistente y no tuvo relación con
Salinger ni con sus libros, pero su mesa estaba cerca de la recepción. Una
noche, ella se había quedado a trabajar hasta tarde y el teléfono general no
paraba de sonar. Eran las nueve y media de la noche, y ¿quién telefonea a una
oficina a esas horas? Así que al final descolgó el auricular. Entonces alguien
se puso a gritar, a gritar de verdad, en el otro extremo de la línea. «¡El
original está bien! ¡He salvado el original!» Y también gritó algo acerca de un
fuego y otras cosas que ella no entendió. Aquel hombre no dejaba de gritar,
así que mi amiga pensó que se trataba de un loco, ¿vale? —Asentimos—. Al
día siguiente, cuando llegó al trabajo, se enteró de que…
—¿Y por qué crees que es una locura telefonear a tu editor e informarle de
que tu original no ha sido destruido por un incendio? —insistió Don.
—No es precisamente eso lo que constituye una locura, Don —replicó Allison
—, sino que telefoneara a esas horas, cuando se suponía que no había nadie
en las oficinas. Además, dio por sentado que los empleados de Little, Brown
sabían que se había producido un incendio en su casa, en una pequeña ciudad
de New Hampshire…
—¿Sabes qué? —La voz grave de Don se había vuelto más áspera debido a la
bebida—. Que todo esto me parece una gilipollez. No me creo que Salinger
estuviera trabajando en otra novela. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué es
ahora, millonario? ¿Multimillonario? Yo creo que tu amiga se inventó esa
historia.
—¡Por todos los santos, Don! —gritó Allison. Sus oscuros ojos se volvieron
vidriosos y sus mejillas enrojecieron—. ¿Por qué habría de inventárselo? Es
verdad que se produjo un incendio. Es del dominio público. Recuerdo que mi
madre lo comentó. Y salió en los periódicos. Yo lo leí. Y mi amiga también.
Nos volvimos y vimos a Leigh, sola y vestida con su habitual y viejo albornoz
en tonos granates y azules. Todavía iba maquillada, pero parecía moverse a
cámara lenta.
Cuando Don entró para ver qué me pasaba, me volví hacia él.
—Por supuesto.
Me miró con expresión seria y emitió una de sus risas raras y silenciosas.
—Jerry no quiere leer tus novelas ni oír cuánto te gustó El guardián entre el
centeno .
Todo estaba mal. Todo lo que había mecanografiado durante aquellos dos
días, los montones y montones de cartas: los márgenes, las tabulaciones, los
nombres… todo. Tenía que volver a mecanografiar hasta la última letra.
—¡Feliz año! —exclamaba ella una y otra vez—. ¿Cómo han ido las
vacaciones?
En las conversaciones también surgía, aunque con una frecuencia menor, una
mujer llamada Helen, y mi jefa hablaba de ella con menos detalle. Pero no
conseguí adivinar de quién se trataba. Sin darme cuenta, sus palabras
empezaron a aparecer en las cartas que mecanografiaba: «Gracias por enviar
el bocadillo refrendado —transcribí en cierta ocasión—. Me pondré en
contacto con usted dentro de dos semanas para ultimar los detalles de la
tapicería.» Una y otra vez, tuve que extraer cartas a medio escribir de la
máquina y teclearlas de nuevo. «Por favor, cierra la puerta —le pedía en
silencio a mi jefa—. Por favor, deja de sonar», le pedía al teléfono. Justo en
aquel instante, el teléfono volvió a sonar.
¿Por qué gritaba? Su voz había ido aumentando de volumen conforme el día
avanzaba. «Por favor, deja de gritar», pensé.
Se dirigió al despacho de Hugh con paso decidido y una premura que nunca
antes le había visto.
—Sí —asintió ella con satisfacción—. Quiere ver los informes de los derechos
de autor de… —Miró un papel que sostenía en la mano— de Nueve cuentos y
Levantad, carpinteros… Desde 1979 hasta 1988.
—De acuerdo. —Hugh movió un poco los pies—. ¿Rústica, tapa dura o edición
de lujo?
—Mañana a última hora —respondió Hugh—. Quizás antes. ¿Por qué los
quiere? ¿Para qué los necesita?
—De acuerdo —asintió Hugh, y me miró por primera vez sonriendo levemente
—. Lo que Jerry diga.
2
Equipo de oficina
James había empezado a trabajar en la agencia seis años antes como asistente
de Carolyn, quien se encargaba de vender los derechos en el extranjero y
llevaba en la agencia más tiempo, incluso, que mi jefa; desde la década de los
sesenta o antes. Nadie lo sabía con certeza. Carolyn era menuda como una
niña, hablaba con un sofisticado y grave acento sureño y se teñía el cabello de
un rojizo-anaranjado que, teniendo en cuenta su piel pecosa, debía de
parecerse al color de su pelo en su juventud. Esta ya se había esfumado,
aunque no estaba claro cuándo. Yo le daba unos setenta años, pero podía ser
más joven o más vieja: su tamaño menudo y las arrugas de fumadora —como
mi jefa, fumaba cigarrillos largos y delgados de la marca More— impedían
cualquier certeza. Por las tardes, con frecuencia se quedaba dormida en su
escritorio, la cabeza hundida entre los hombros, como un pajarito. La primera
vez que la vi en esa postura, cuando pasaba por delante de su despacho
camino del lavabo, me sobresalté; temí que hubiese pasado a un estado más
definitivo que el sueño, pero entonces soltó un largo ronquido.
Aunque ahora James disponía de un bonito despacho propio con las paredes
cubiertas de libros, oficialmente todavía se le consideraba el asistente de
Carolyn. Al menos eso descubrí una mañana, cuando pasé por su despacho y
vi que estaba escribiendo a máquina con tranquilidad y soltura, con los
auriculares de un dictáfono ajustados a su leonina cabeza. James tenía treinta
años, la misma edad que Don, y estaba casado. Y después de trabajar seis
años en la misma agencia, con una licenciatura de la Ivy League y casado,
todavía era el asistente de alguien.
Cuando me enteré de todo esto, cada vez que lo veía mecanografiando cartas
o guardándolas en los grandes archivadores metálicos que había al fondo del
departamento de contabilidad, sentía vergüenza ajena. Sin embargo, una
tarde de febrero, cuando la oficina estaba a oscuras como si fuera media
noche, aunque apenas eran las cuatro de la tarde, James me contó que no le
importaba mecanografiar cartas para Carolyn. Aquel día, mi jefa se había ido
a casa temprano para ocuparse de un asunto relacionado con las personas de
las que hablaba a menudo: Daniel y Helen. Yo todavía no sabía quiénes eran
ni de qué modo encajaban en su vida, pero era evidente que ocupaban buena
parte de su tiempo. Mi jefa también se iba temprano regularmente para ver
cómo estaba Dorothy, que, según me contaron, era la anterior directora de la
agencia, una agente formidable y legendaria que tenía noventa y tantos años
y padecía las consecuencias de un derrame cerebral. Nunca se había casado y
tampoco tenía hijos. «En cierto modo, se casó con la agencia», me explicó
James. Y ahora la agencia, personificada en mi jefa, su sucesora, cuidaba de
ella.
Era la primera vez que oía expresar semejante opinión y temía que se tratara
de una trampa.
Apenas habíamos trasladado una o dos cajas cuando comprendí por qué el
apartamento parecía raro, fuera de lugar: en la cocina no había un fregadero.
¿Cómo podía ser que no nos hubiéramos dado cuenta cuando lo visitamos la
primera vez?
—Yo sí me di cuenta —reconoció Don—. Pero ¿qué más da? Cuesta quinientos
dólares al mes. Podemos lavar los platos en la bañera.
Hacía frío. Un frío inusual para enero en Nueva York. Y el pequeño edificio
parecía carecer de todo aislamiento. El aire del interior era tan frío como el
del exterior. Me puse mi pijama más calentito, un jersey grueso, me metí en la
cama y me tapé con varias mantas, pero seguía helada.
Él se encogió de hombros.
—No pasará nada. ¡En el apartamento hay muchas corrientes de aire! Incluso
con las ventanas cerradas, no falta ventilación.
Aquella noche, cuando llegué a casa, Don estaba hablando con una mujer baja
y rechoncha, con el cabello ahuecado y teñido de rubio platino y generosas
carnes que marcaban su camiseta roja.
—¿Tú eres judío? —le preguntó la casera, más como afirmación que como
pregunta.
—¡Desde luego que lo eres! —exclamó ella levantando sus desnudos brazos—.
¡Mírate! —Se volvió hacia mí y esbozó una sonrisa de complicidad—. Se
piensa que como soy polaca los judíos no me gustan, pero sí que me gustan.
Los judíos me encantan. Son buenos inquilinos. Pagan puntualmente. Son
callados. Leen libros. —Señaló el escritorio de Don que, ciertamente, estaba
abarrotado de libros de aspecto serio—. Los judíos son los mejores inquilinos,
¿a que sí?
—¿Ella? —Kristina arrugó la cara en actitud reflexiva—. No. Mírala. ¡Es tan
guapa! —Lanzó una dura mirada a Don—. Me estás tomando el pelo. ¡Para!
—El termostato es de cuando la casa era para una sola familia. Ahora no
funciona. Lo desconectamos.
El cabello rubio platino volvió a agitarse. Esta vez todavía con más frenesí.
—Sí, bueno, eso es porque el horno está encendido. No sabíamos cómo poner
en marcha la calefacción, de modo que encendimos el horno y lo dejamos
abierto.
Cruzó los brazos por encima de su pecho, suspiró y apretó los labios hasta
formar una línea adusta. Ya no éramos sus amigos. Habíamos dejado de ser
inquilinos modélicos.
Cogió una chaqueta de deporte de nailon también roja con unas rayas blancas
en las mangas, se la puso y se subió la cremallera hasta la barbilla.
Salinger no había vuelto a telefonear desde el día que pidió información sobre
los derechos. Todavía no sabíamos para qué la quería. James y Hugh lo
atribuían a otra de sus excentricidades. Pero sí habían telefoneado otras
personas preguntando por él, como me había advertido mi jefa.
—¡No! De ningún modo. No les habrás dicho que sí, ¿no? —me preguntó,
mientras su cara enrojecía de pánico.
—No, claro que no. Pero ¿no deberíamos preguntarle a Salinger si quiere que
aparezca?
También estaban los que yo catalogaba como los chalados. Esta categoría, si
no la más numerosa, sin duda era la más absorbente en cuestión de tiempo. A
veces, su locura me resultaba evidente desde el mismo momento en que
descolgaba el auricular. Entonces me escaqueaba rápidamente y volvía a
colgar con un suspiro de alivio. En otras ocasiones, contestaba y me
encontraba hablando con, digamos, un hombre amable:
—Es muy considerado por su parte pensar en el señor Salinger, pero me temo
que el señor Salinger en este momento no acepta compromisos para dar
conferencias.
—Me temo que no puedo ponerlo en contacto con el señor Salinger. Nos ha
pedido que no demos a nadie su número de teléfono ni su dirección.
Inhalé hondo. Sería más fácil mentir. Decirle: «¡Sí, claro! ¡Por supuesto!», y
después tirar la invitación a la papelera y dejar que culparan a Salinger
cuando no recibieran contestación. Pero me ceñí al guión. Y experimenté un
perverso placer al hacerlo.
—Me temo que no puedo. El señor Salinger nos ha pedido que no le enviemos
ninguna carta dirigida a él.
Ya podía oír, virtualmente, cómo las venas del cuello de aquel hombre
explotaban. Yo sabía que aquel proyecto era para él algo personal. No se
trataba de aportar esplendor a su pequeña universidad, sino de la relación
con Salinger que él había forjado en su mente.
¿Se suponía que debía explicarle que su invitación le sería devuelta, que
acabaría en la papelera junto al escritorio de mi jefa (si me atrevía a dársela)
o perdida en la montaña de papeles de Hugh?
—El señor Salinger nos ha contratado como agentes. Nos ha contratado para
que actuemos en su nombre y nuestro trabajo consiste en cumplir su
voluntad.
—El señor Salinger nos ha explicado lo que quiere que hagamos y nosotros
solo cumplimos sus órdenes —declaré con voz amable.
Estaba exaltada.
—¡Resulta tan agradable ser normal! —me dijo unos meses antes, cuando
regresé de Londres.
Pero no era cierto. Yo no quería ser normal. Quería ser extraordinaria. Quería
escribir novelas, rodar películas, hablar diez idiomas y viajar por el mundo. Lo
quería todo. Y creía que Jenny también.
Pero, como ella decía, la zona de Staten Island era más económica que
cualquiera de los barrios a los que el resto de mis amigos se estaban
mudando, la mayoría proveniente de Brooklyn: Carroll Gardens; Cobble Hill;
la zona de la Quinta Avenida cercana a Park Slope; Fort Greene y Clinton Hill,
una zona difusa situada cerca de Flatbush que, con el tiempo, llamaríamos
Prospect Heights; y, sobre todo, Williamsburg, mi barrio, y Greenpoint, el
colindante hacia el norte. Estas áreas estaban tan densamente pobladas de
amigos, amigos de amigos, conocidos o, simplemente, exalumnos de las
universidades de Oberlin, Bard, Vassar, etcétera, que no podía pedir una taza
de café en el L sin tropezarme con varias personas conocidas. A menudo,
cuando los domingos por la mañana iba a desayunar al restaurante de comida
mediterránea que había a la vuelta de la esquina, me acompañaba a la mesa
una bailarina que había estudiado en el mismo colegio que yo, aunque en un
curso superior, y me atendía una pintora que había asistido al mismo colegio
pero que era dos años mayor que yo. Por la noche, Don y yo podíamos quedar
con Lauren para cenar en un restaurante tailandés o con Leigh y Allison para
tomar unos gin-tonics en el Rat Pack-era, en Bedford, y asistir después al
espectáculo de un circo alternativo en el que un amigo mío de la universidad
actuaba como tragafuegos, otro como payaso al estilo de Jacques Lecoq, y
otro montado en un monociclo y tocando el trombón. Para mí, aquello era el
cielo, un cielo que lo único que necesitaba para mejorar era que Jenny se
mudara a mi calle.
Pero, por lo visto, para Jenny aquello era el infierno. Ella había dejado atrás
aquel estilo de vida infantil. Según me contó con la mirada encendida, para
ella el cielo era ir a un supermercado enorme y, después, descargar las
provisiones de la semana en su apartamento directamente desde su plaza de
aparcamiento. Jenny, como yo, era una hija de los años setenta. Su madre era
una feminista de aspecto afro que publicaba poesía en Lilith y dirigía un
refugio para mujeres, pero Jenny se estaba transformando, a fuerza de
voluntad, en un ama de casa de los años cincuenta. Su boda, que se celebraría
en el restaurante del embarcadero de Central Park, sería un evento fastuoso.
—¡Aaah!
—Pero lo que de verdad me está volviendo loca es que ya nadie habla con
nadie. Ni una palabra. —Abrió más sus bonitos ojos castaños y compuso una
mueca—. Por ejemplo, mi jefa trabaja ahí enfrente. —Señaló un cubículo vacío
e idéntico al de ella, situado al otro lado de la sala—. Pero en lugar de
levantarse, recorrer los cuatro metros que nos separan y decirme: «Jennifer,
¿falta mucho para terminar el capítulo sobre la inmigración mexicana?», me
manda un correo electrónico. Desde la misma sala. ¡Y yo tengo que
contestarle con otro correo electrónico desde la misma sala!
—¡Por lo visto, no! Ya lo intenté, pero ella me miró como si yo fuera un bicho
raro y dijo: «Ahora mismo no puedo hablar. ¿Puedes decirme lo que tengas
que decirme por correo electrónico?»
—Vaya locura.
Jenny se puso el abrigo, una trenca azul marino que tenía desde hacía siglos y
que le daba aspecto de niña de doce años. Salimos al pasillo y tomamos el
ascensor. Este bajó tan deprisa que los oídos se me taponaron. Cuando
llegamos al vestíbulo, el estado de ánimo de Jenny cambió y su optimismo
desapareció. Habíamos abandonado su territorio y salido al mundo, donde
podía suceder cualquier cosa. Tanto en el instituto como en la universidad,
hablábamos de cualquier tema horas y horas; durante nuestras largas
escapadas en coche y durante noches enteras: las dos unidas frente al mundo.
Pero ya no estábamos tan unidas, y no teníamos muy claro cómo encarar el
mundo con las diferencias que, en aquel momento, nos separaban.
Volví a quererla aunque iba a casarse con un hombre que no leía obras de
ficción porque le costaba aceptar que lo que contaban era todo mentira.
—¿Cómo está Don? —me preguntó Jenny con voz fingidamente animada.
—¿Cómo va su novela?
—Está realizando los cambios finales —añadí—. Yo creo que revisa cada frase
al menos un millón de veces.
Parecía cansada. Aunque sus mejillas estaban sonrosadas como siempre y sus
ojos brillaban, tenía unas oscuras ojeras y el aspecto de su cara era
demacrado.
—No me deja. No quiere que nadie la lea hasta que esté terminada del todo.
—Lo comprendo muy bien —contestó Jenny mientras masticaba con actitud
reflexiva. Su bocadillo, hecho con un tipo de pan plano y aceitoso, parecía
mucho mejor que el mío—. ¿Has leído algo suyo?
Titubeé. De hecho, la semana anterior Don me había dejado leer por primera
vez uno de sus relatos. Llegué a casa del trabajo y lo encontré hojeando
papeles en su escritorio. Sujetó con un clip unas hojas con nerviosismo y me
las tendió incluso antes de que me sacara el abrigo. Luego apoyó una mano
en mi hombro y la otra en mi cadera y me hizo sentar en el sofá.
Asentí.
Él asintió.
Era un relato muy corto, unas pocas páginas, pero estaba escrito en una
prosa tan densa que los sucesos no acababan de quedar claros. La historia
parecía versar sobre un joven bajo, de cabello oscuro y clase trabajadora, que
mantenía una relación amorosa con una sueca alta y guapísima. Su cabello
rubio y claro, su «culo perfecto» y su extraña pasividad hacían enloquecer
sexualmente al hombre, quien le arrancaba las bragas. Aparte de esto no
ocurría mucho más. Más que un relato, con la correspondiente estructura
narrativa —planteamiento, nudo y desenlace—, a mí me parecía un esbozo o
un ejercicio, una exploración de los sentimientos encontrados del
protagonista: deseo y asco, sentimiento de superioridad y baja autoestima.
Algo en el argumento hacía que me sintiera incómoda, y no eran solo las
escenas de sexo. Parecía subyacer un deseo inconsciente de castigar a la
rubia perfecta. Se trataba de una historia mezquina.
—No está mal —dije con cautela cuando terminé de leer y le devolví las hojas.
Don había tenido que esforzarse para no mirarme fijamente mientras yo leía.
—¿Eso es todo? —me preguntó—. ¿No está mal? —Soltó una extraña risita
socarrona—. ¿Te ha gustado?
Me encogí de hombros.
—Es curioso que digas esto —declaró Don con expresión sombría. Las aletas
de su nariz se hincharon—. Muy curioso, porque la historia está sacada
fielmente de mi vida. Ese personaje está inspirado en una de mis novias de
San Francisco. En Grete.
—¿Greet? —Me pareció un nombre raro incluso para una sueca—. ¿Se llama
Greet?
—Grete —replicó él—. La sonoridad de la e es más suave. Tienes que
pronunciarla desde el fondo de la garganta. Si no hablas sueco, resulta difícil
pronunciarla.
—Don me dejó leer un relato suyo la semana pasada —le expliqué ahora a
Jenny—, pero era antiguo y nada relevante para la novela. Creo que desde
entonces su estilo ha cambiado mucho.
Una victoria pequeña, infinitesimal, era mía, pero deseé que no fuera así.
—¿Ah, sí?
Para mi continua sorpresa, Hugh podía encontrar cualquier cosa que uno
necesitara en la montaña de papeles de su escritorio. Minutos después,
regresó con una hoja amarilla y deteriorada de las que utilizábamos para las
copias de carbón. Los bordes estaban descoloridos y gastados de tanto
sobarla.
Querido/a señor/a…:
LA AGENCIA
Hugh asintió.
—Sí, son muchas —corroboré, y señalé el montón que seguía donde Hugh lo
había dejado, en una esquina de mi escritorio.
Me eché a reír.
—Sí, ya.
Suspiró y ladeó la cabeza de forma extraña, como si intentara hacer crujir sus
vértebras. Era un nuevo tic nervioso de Hugh o uno en el que yo no me había
fijado hasta entonces.
Pero cuando Hugh volvió a su despacho, extraje la goma del montón de cartas
y las hojeé. Los matasellos eran de todos los rincones del mundo: Sri Lanka,
Malasia, Japón, varios países escandinavos, Alemania, Francia, los Países
Bajos… de todas partes. Sin hacer ruido, empecé a abrir los sobres con el
pulgar y a desplegar las cartas. Eran largas, mucho más de lo que esperaba,
aunque ¿qué esperaba? Yo nunca había escrito una carta como seguidora de
nadie. ¿Qué sabía yo de eso? Algunas estaban escritas a máquina, como las de
la agencia. Otras eran más modernas, extraídas de impresoras láser en
papeles de un blanco inmaculado. Muchas estaban escritas en papeles de
carta rosa o azul, o en el casi transparente del correo aéreo, en el de color
crema de Smythson, en papeles decorados con motivos de Hello Kitty,
Snoopy, nubes, arcoíris, etcétera. Y las hojas estaban atiborradas de palabras.
Uno de los sobres contenía una pulsera de la amistad tejida con hilo de
bordar; otro, una fotografía de un perrito blanco; otro, inexplicablemente,
varias monedas sujetas con cinta adhesiva a un papel sucio y rasgado.
¿Qué más? ¿Quién más? También estaban las cartas que clasifiqué como
«trágicas». Cartas, por ejemplo, de personas cuyos seres queridos habían
encontrado consuelo en Salinger durante sus largos años de lucha contra el
cáncer; de personas que habían leído Franny y Zooey a sus abuelos
moribundos; de personas que, obsesivamente, habían memorizado Nueve
cuentos durante el año posterior a la pérdida de sus hijos, esposas o
hermanos. Y también estaban los chalados, claro, que despotricaban contra
Holden Caulfield en sus cartas emborronadas de carboncillo, o de cuyos
arrugados sobres caían sucios mechones de cabello sobre mi escritorio.
He leído su novela El guardián entre el centeno por tercera vez. Es una obra
maestra y espero que esté orgulloso de ella. Desde luego, debería estarlo. La
mayoría de la porquería que se escribe hoy en día es tan poco atrayente que
me pone enfermo. Pocas personas escriben cosas que sean mínimamente
sinceras.
Hugh reflexionó.
—Me la das. Yo decidiré si merece la pena molestar a tu jefa por ella. Desde el
asunto de Mark David Chapman somos muy cuidadosos.
Asentí, aunque no fue hasta más tarde que, con un escalofrío, la relevancia de
ese nombre acudió a mi mente: Mark David Chapman, el hombre que mató a
John Lennon de un disparo y luego se sentó en la entrada del edificio Dakota y
se puso a leer El guardián entre el centeno . Cuando la policía confiscó el
libro, vieron que en la página del título había garabateado: «Esta es mi
declaración.» Según declaró después, Holden Caulfield lo había obligado a
hacerlo.
¿Acaso mi cara o mi voz revelaban algo? ¿Algún sentimiento del que yo no era
consciente?
Aquella noche, me dormí antes de que Don regresara a casa, pero, por la
mañana, la carta seguía allí, parcialmente oculta por el diario negro y de gran
tamaño en el que Don registraba sus pensamientos e impresiones.
Volví a asentir, aunque sin saber con certeza a qué estaba dando mi
conformidad.
—¡¿Con quién hablo?! —gritó él, aunque tuve que hacérselo repetir varias
veces hasta que lo entendí.
—Soy Joanna —le contesté nueve o diez veces; las tres últimas gritando a
pleno pulmón—. La nueva asistente.
—Puedo telefonearla a su casa y decirle que le llame a usted hoy mismo o ella
puede llamarle el lunes cuando venga.
—El lunes está bien —afirmó. Su voz había bajado otro tono—. Bueno,
encantado de conocerte, Suzanne. Espero conocerte en persona algún día.
—Lo mismo digo. ¡Espero que tenga un buen día!
Yo no diría nunca una frase como esta. ¿De dónde la había sacado?
Colgué e inhalé hondo como había aprendido a hacer en las clases de ballet.
Estaba temblando de pies a cabeza. Me levanté y estiré los brazos.
—¿Era Jerry? —me preguntó Hugh saliendo de su despacho con una taza de
café en la mano.
—Mmm… ¿Por qué no la llamas de todas formas? Creo que ella querrá saber
que Jerry ha telefoneado.
Agarró la taza de café con ambas manos y se sentó en el borde del escritorio;
un gesto que me impactó, porque a mi jefa le horrorizaría que alguien se
tomara semejante familiaridad con el mobiliario de la oficina. Aquel día, Olivia
llevaba una blusa de chiffon negro con grandes lunares blancos y una falda
negra de tubo que se le subía por encima de las rodillas cuando se sentaba. Y
calzaba unas manoletinas rojas que apenas producían un susurro cuando iba
de un lado a otro de la oficina.
—No creas que es tan fantástico —repuso, y miró hacia el techo con sus
grandes ojos azules—. La mayoría son auténticos desastres. Lees unas pocas
páginas y ya sabes lo que va a ocurrir.
Justo entonces, como yo me temía, mi jefa pasó por allí con un cigarrillo en la
mano. De vez en cuando, me sorprendía y sorprendía a todo el mundo, pues
sin motivo aparente entraba por la puerta trasera, que conducía directamente
a nuestra zona.
Olivia trabajaba para dos agentes, Max y Lucy, a quienes con frecuencia nos
referíamos como si constituyeran una entidad única, «Maxy Lucy», porque
eran grandes amigos. Se pasaban el día yendo el uno al despacho del otro; se
reían mutuamente los chistes y se encendían recíprocamente los cigarrillos.
Lucy supervisaba los derechos cinematográficos de todos los autores de la
agencia y era la representante de numerosos autores de libros infantiles y
algunos novelistas que recibían buenas críticas. Empezó su carrera en la
agencia como asistente y, aunque como mucho tendría unos cuarenta años,
personificaba lo mejor de los viejos encantos de aquella: fumaba con una
boquilla de marfil que sostenía teatralmente en el aire; vestía únicamente
elegantes vestidos drapeados de crepé negro y soltaba, con su voz grave
como la de Bacall, graciosas ocurrencias al estilo de Parker. A Max lo habían
contratado pocos años antes para, no era un secreto, rejuvenecer la agencia.
Se trataba de un profesional de éxito, uno de los agentes más conocidos del
momento, y representaba a un montón de escritores que yo admiraba, como
Mary Gaitskill, Kelly Dwyer, Melanie Thernstrom, y a muchos que yo hacía
tiempo que deseaba leer, como Jim Carroll y Richard Bausch. Sus escritores
publicaban sus relatos en revistas que yo leía, como Granta, Harper’s o The
Atlantic , y realizaban frecuentes presentaciones y lecturas en el KGB o el
Limbo, por lo que la vida de Max constituía una continua e interminable
sucesión de fiestas literarias. Su carpeta de comunicación interna estaba
siempre llena de memorándums de acuerdos, y cuando venía a nuestra ala de
la oficina para hablar con mi jefa, en general, era para traspasarle un
problema envidiable: tres editores se peleaban por el mismo libro y la autora
se estaba volviendo loca intentando decidir con cuál de ellos publicar su
novela.
—Lo que dices tiene sentido —declaró él—. Siempre que no interfiera en tu
trabajo.
—Lo intenté. La llamé durante todo el día, pero no estaba en casa. Unas diez
veces.
Mi jefa lanzó una mirada fulminante a Hugh y abrió la boca, como si fuera a
gritarle.
—Jerry me dijo que no lo hiciera, que no la llamara a casa, que podía esperar
al lunes —insistí.
—¡Pues bien, hoy es lunes! Así que, ¿por qué no me lo has dicho?
Una hora más tarde empezaron los gritos. Hugh salió de su despacho y juntos
contemplamos la puerta de mi jefa.
—¿Estás seguro, Jerry? —oímos que gritaba mi jefa—. Sí, claro, si eso es lo
que quieres… Nos encargaremos de ello. Ha sido un placer hablar contigo.
Como siempre.
—Tengo que hablar con Carolyn… Aunque quizá sería mejor hacerlo con Max.
—Las novelas tienen, como mínimo, noventa páginas —declaró Hugh con
frialdad mientras exhalaba un suspiro especialmente profundo—, y Hapworth
tiene unas sesenta. Con unos márgenes realmente anchos supongo que podría
editarse como libro. —Frunció los labios—. Pero solo porque pueda editarse
como libro no significa que deba editarse como tal.
—Yo diría que no —replicó mi jefa, y soltó una risita—. ¡Se lo ha estado
pensando durante ocho años!
—¡En efecto! El editor le propuso la idea por primera vez hace ocho años.
En 1988.
—Ellos, o él, porque es posible que la editorial sea cosa de un solo hombre, le
escribió una carta. —Levantó un dedo en el aire y sonrió—. ¡Con una máquina
de escribir! A Jerry le impresionó este detalle.
—¡A saber por qué! Se trata de una pequeña editorial de Virginia. Orchid
Press o algo así. Es diminuta. Y cuando digo diminuta, quiero decir diminuta.
Como os he dicho, podría tratarse de un solo hombre. Es bastante probable
que sea así.
—Tenemos que averiguar muchas cosas. Para empezar, si ese tío de Orchises
Press… —miró una nota que llevaba en la mano y leyó el nombre—: si Roger
Lathbury todavía quiere publicar el libro. ¡Han pasado ocho años! Cuando lo
llame, pensará que estoy loca. —Contrajo la cara en gesto reflexivo—.
Tenemos que actuar con tiento en este asunto. Con tiento y mucha cautela.
Necesito reflexionar un rato.
—¿Qué es Hapworth?
—Es el último relato que publicó Salinger —me explicó Hugh mientras
limpiaba motas de polvo imaginarias de su jersey—. Apareció en The New
Yorker en 1965. Ocupó prácticamente toda la revista.
—En aquella época no era tan extraño. ¿Sabías que, en una ocasión, Esquire
publicó una novela entera de Mailer por entregas?
Negué con la cabeza, aunque sí que lo sabía. Don era un seguidor acérrimo de
Mailer.
—Por aquel entonces, todas las revistas publicaban relatos. Al menos, todas
las revistas femeninas. En todas ellas aparecieron relatos de Salinger. Cosmo
publicó una de sus novelas. Una novela de verdad.
—Ya sabes que eso era lo que hacía tu jefa, ¿no? —me dijo Hugh con una voz
repentinamente más aguda.
—Era la responsable de las ventas por entregas. —Asintió con la cabeza, como
de acuerdo consigo mismo—. Fue la primera agente de ventas por entregas
de la agencia. Vendía relatos a las revistas; relatos de todos los autores de la
agencia. Lo hizo durante años. Antes de trabajar aquí, tenía un empleo como
asistente del editor de ficción de una revista.
—¿Qué revista?
—Playboy.
—¿Playboy? —susurré. Hugh me estaba tomando el pelo. ¿Mi jefa, con sus
jerséis de cuello alto y sus pantalones, trabajando en una revista para
hombres?
—¿Fue ella quien vendió Hapworth a The New Yorker ? —Por alguna razón,
mi corazón se aceleró un poco al pensar en esta posibilidad.
—La gente la considera su peor obra. No entiendo por qué quiere publicarla
como obra independiente. —Sacudió la cabeza y señaló la estantería donde
estaban las obras de Salinger—. Dice que no quiere ser el centro de atención,
pero esto va a llamar mucho la atención. No lo comprendo.
Asentí, pero ella se alejó sin más por la gruesa moqueta y entró en su
despacho. Bajé de mi estantería el LMP , el Literary Market Place , un grueso
tomo del tamaño de un diccionario en el que figuran el nombre y la dirección
de todas las editoriales del país y también el nombre de los editores y los
redactores. Y, cómo no, allí estaba: Orchises Press, Alexandria, Virginia.
Editor: Roger Lathbury. El hombre que había conquistado a Salinger. No
constaba ningún otro nombre. Inhalé hondo y marqué el número.
—En efecto.
—Veamos quiénes son —dijo mi jefa—. Tenemos que averiguar qué clase de
libros publican; con qué compañía se encontrará Jerry. Y también qué aspecto
tienen sus libros. Ya sabes que esto es muy importante para Jerry.
—¿De verdad? —Yo había supuesto que el estilo homogéneo y singular de sus
libros era obra exclusiva de Little, Brown. Creía que el diseño de los libros era
responsabilidad de las editoriales y que los escritores solo los escribían.
—¡Vaya! —exclamó mi jefa. Hugh incluso se rio—. ¿No lo sabías? Jerry tiene
una idea muy clara sobre el aspecto que han de tener sus libros. Y no solo
acerca de la cubierta, sino también el tipo de letra y papel, los márgenes e
incluso la encuadernación. Nada de ilustraciones en las portadas. Solo texto.
Está todo estipulado en sus contratos.
Leía por las noches, feliz de tomarme un descanso de las continuas salidas
para asistir a fiestas o a tomar unas copas. Leer originales constituía una
razón para acortar las conversaciones telefónicas con mi madre, una excusa
para ignorar mis imperfectos poemas y novelas cortas, porque, irónicamente,
en aquel momento estaba trabajando en algunas novelas cortas. No se lo
comenté a nadie. Y mucho menos a Don.
Una tarde de abril, Max se acercó a mi escritorio, lo que era muy inusual.
Normalmente, estaba demasiado ocupado para acudir a nuestra área de la
oficina, a menos que tuviera que tratar con mi jefa asuntos imperiosos. A
veces le pedía su opinión acerca de algún contrato, y como en aquel momento
Lucy y él estaban en el proceso de convertirse en socios de la agencia, había
todo tipo de complicadas cuestiones legales y financieras que tenían que
concretar.
—¡Hola! —me saludó Max—. ¿Qué haces esta noche? Uno de mis autores
realizará una lectura en el KGB y creo que su novela te gustará. Se trata de
una historia increíble sobre el paso de la pubertad a la edad adulta
ambientada en Nueva Jersey y Nueva York en los ochenta. Te gustará de
verdad. Tengo un presentimiento. Anímate. Después iremos todos a cenar.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Es muy hermética. Según tengo entendido, procede de una familia
adinerada y su juventud fue bastante salvaje. —Lo miré con atención—. ¿Por
qué no se lo preguntas a ella? Es una persona muy agradable. —Sonrió con
malicia—. Y cuando se ha tomado una copa, habla por los codos.
—Ya sabes que el vaso que tiene sobre el escritorio no siempre contiene agua
—prosiguió James.
—¡Me tomas el pelo! —exclamé. Entonces me acordé de las tazas y los vasos
largos que solía haber encima del escritorio de mi jefa—. ¡No!
Él se encogió de hombros.
—Carolyn es de otra época.
—Te los traspaso —dijo—. Ahora que tienes un trabajo, me parece el momento
adecuado.
Volvió a tomar los sobres y examinó los membretes. Separó dos y los sostuvo
en alto para que yo los examinara, como si me los ofreciera.
Lo miré fijamente, demasiado atónita para asentir siquiera. Durante los años
de la universidad y el curso de posgrado, había tenido dos empleos
simultáneos para cubrir los imprevistos y costearme algún que otro pequeño
lujo. Tenía la impresión de que mis padres se sentían satisfechos al cubrir los
gastos básicos. Y tenía esa impresión porque… bueno, ellos así me lo habían
dicho. De hecho, mi madre se había opuesto a que yo trabajara. «Tienes toda
la vida para trabajar —me había dicho una y otra vez—. Ahora concéntrate en
los estudios.»
—¡Ah, los rellené yo por ti! —Agitó la mano con impaciencia—. Falsifiqué tu
firma. Lo hago continuamente.
—Pero mi beca… —Mi voz se apagó. Supuse que no hacía falta preguntarle
por la beca. ¿Qué más daba?
—La beca no lo cubría todo y pensamos que sería bueno para ti pedir un
préstamo para los estudios. Se trata de una deuda buena y puedes deducir los
intereses de tus impuestos.
Esto no tenía ningún significado para mí, pero retomé mis asentimientos con
la cabeza mientras esperaba lograr algo de claridad mental.
Di media vuelta y salí de la habitación para que no viera mis lágrimas, pero
nada más tumbarme en la cama de mi infancia, estas llegaron, calientes y
densas. Entonces hundí la cara en mi vieja almohada de plumas, que ya se
habían convertido en polvo.
Finalmente, me enjugué los ojos y abrí los sobres. El saldo deudor de una de
las tarjetas era de 5.643 dólares y el de la otra, 6.011. Debía a los bancos
Chase y Citibank 11.000 dólares. Casi dos tercios de mi sueldo anual. ¿Cómo
había podido gastarme 11.000 dólares en cinco años? ¿En qué? Había
comprado libros, sí, y billetes de avión. En Londres, había gastado dinero en
comida y llamadas telefónicas: mis padres me habían pedido que los llamara
dos veces por semana y me indicaron que utilizara las tarjetas de crédito para
ese fin. También me había comprado, sí, algunos pares de zapatos. Y una o
dos mochilas. Y sin duda otras cosas de las que podría haber prescindido.
Entonces deseé poder devolverlas todas. No había derrochado el dinero, ni
mucho menos, pero había gastado más de lo que habría hecho si no hubiera
creído que las facturas se desvanecerían por arte de magia. ¡Qué estúpida
había sido!
Mi jefa no era del tipo de personas que dejaban las cosas para mañana, sino
de las que lo querían todo para hoy. Supuse que confiaba en que el asunto
Hapworth se desvaneciera en el aire, que simplemente desapareciera. Si
esperábamos al día siguiente para enviar los libros, quizá Salinger habría
entrado en razón; quizá nos telefonearía y diría: «Ese tipo es un cretino. ¿En
qué estaba yo pensando?» Aquel trato representaba una cantidad ingente de
trabajo que reportaría a la agencia una cantidad ínfima de dinero, si es que le
reportaba algún beneficio. Claro que, ahora que teníamos los libros de la
editorial delante, todo parecía menos abstracto.
Querido Jerry:
Esta carta tampoco era simple. Con ella en la mano, me dirigí al despacho de
Hugh y le expliqué la situación.
Sostuve la carta frente a él: el papel era blanco; la letra, Times New Roman.
Decepcionada, asentí.
—Por tanto, esa mujer puede titular la revista «El Pez Plátano» —continuó
Hugh—. Es perfectamente legal. Los títulos no están sujetos a la Ley de
Propiedad Intelectual, y las palabras tampoco.
—Pero envíale la carta modelo, ¿de acuerdo? —me dijo Hugh con un tono
exageradamente alto y sonriendo con picardía.
—¡Por supuesto!
Antes de echarme atrás, la firmé y la envié. Sabía que debía echar la carta
original a la papelera, pero no tuve el valor de hacerlo. Me acordé del joven
de Winston-Salem: «A la mayoría de las personas les importa un rábano lo
que piensas o sientes.» Agarré la carta de El plátano y la guardé en mi cajón
archivador, dentro de una carpeta de papel manila vacía, sin ningún
propósito.
En enero, la agencia había organizado una gran fiesta para celebrar el retiro
de una agente que se llamaba Claire Smith. El día que empecé a trabajar,
Claire ya había vaciado su despacho, pero acudió un par de veces de visita
antes de la fiesta. Su potente risa resonaba en los pasillos. Claire era una
mujer menuda, enérgica y no muy mayor, de unos sesenta y pocos años. Me
pregunté por qué se retiraba. No parecía el tipo de persona que fuera a
mudarse a Florida para dedicarse al golf. Hugh, por supuesto, me dio la
respuesta: Claire padecía cáncer. De pulmón. Avanzado. Cuando acudió a
visitarnos, llevaba una especie de turbante en la cabeza, pero yo creía que era
solo una cuestión de moda. Al fin y al cabo, la forma de vestir de mi jefa —
anillos y collares enormes y ropa larga, suelta y vaporosa— estaba a un paso
de los turbantes.
—Pero… esto… —empecé mientras me advertía a mí misma que no continuara
— cuando vino de visita estuvo fumando, ¿no?
Claire había sido una auténtica gran dama del mundo editorial, al viejo estilo,
cuando los contratos se negociaban comiendo en un restaurante.
—Fue una agente importante —me explicó James con voz grave.
Mi jefa tenía pocos autores personales: una escritora de temas de salud que
vendía sus obras directamente a las revistas femeninas y luego nos enviaba
los contratos para que los revisáramos; un escritor de temas
medioambientales de cierta reputación que hacía lo mismo y había publicado
unos cuantos libros; un escritor de culto con una narrativa extraña, híbrida y
especulativa; y otro escritor al que yo consideraba el Otro Autor de mi jefa,
porque era el único cuya fama se aproximaba, al menos mínimamente, a la de
Salinger. Se trataba de un conocido poeta que impartía un prestigioso curso
de posgrado sobre escritura creativa. También había publicado varias novelas
que habían sido bien acogidas y poseían un gran valor literario; una de ellas,
en la línea del absurdo, era una obra de culto muy bien considerada. Además,
era el autor de una serie de novelas de suspense psicológico de gran calidad.
«Puede escribir cualquier cosa», me comentó mi jefa en una ocasión con una
admiración que raras veces había percibido en su voz.
—Las cosas están cambiando —me dijo una tarde mientras se distraía un rato
junto a mi máquina de escribir; como siempre, con un cigarrillo en la mano.
Yo sabía que Max subastaba sus libros y también que mi jefa lo sabía, pero
simplemente asentí. En realidad, no entendía del todo su objeción a las
subastas. El objetivo, desde mi punto de vista, consistía en obtener la mayor
cantidad de dinero posible para el autor. ¿Qué tenía esto de malo? Mi jefa
respondió a mi pregunta sin que yo tuviera que formularla.
—Además, con las subastas no se consigue nada bueno. Dicen que son
beneficiosas para los escritores, pero… —sacudió la mano con desdén— lo
único que generan son esos anticipos hinchados que nunca se ven
recompensados.
Se quitó las gafas y se presionó el puente de la nariz con sus delgados dedos
índice y pulgar. Era la primera vez que la veía sin gafas. Se veía diez años
más joven y, al no quedar empequeñecidos por las enormes gafas, sus claros
ojos parecían el doble de grandes. Entonces vi que eran verdes, no azules.
Hasta entonces, yo creía que tenía la misma edad que mi madre: más o menos
sesenta y cinco, pero en aquel momento me pregunté si no sería más joven,
mucho más joven, aunque metamorfoseada por la ropa de señora mayor:
zapatos ortopédicos, vestidos holgados, anillos antiguos… ¿Constituía todo
aquello una especie de disfraz? ¿Con qué fin?
Don estaba harto. Harto de realizar trabajos nimios, harto de tener poco o
ningún dinero. Tomó la determinación de terminar la novela antes del verano
y luego ponerla en manos de agentes. De modo que, cuando yo llegaba a casa
después del trabajo, él no estaba en el gimnasio, sino en su escritorio,
mirando fijamente la pantalla del ordenador y mordiéndose las uñas o
escribiendo con frenesí, incapaz de parar ni para decirme hola. «No puedo
dejarlo todo simplemente porque estés en casa —me explicaba irritado—.
Estoy trabajando.» Yo lo comprendía y valoraba la libertad que esto me
proporcionaba a mí también para trabajar y leer. Aunque, de algún modo, me
dolía que no quisiera separarse de su novela para besarme y sentarse
conmigo en el sofá para que le contara cómo me había ido el día.
—Reúnete conmigo en el L —me dijo Don—. Tengo que salir de esta casa.
Podríamos trabajar allí un rato.
Una hora más tarde, atravesé el crujiente suelo de madera del bar y me reuní
con Don, que estaba sentado a una de las pequeñas mesas redondas,
inclinado sobre su ordenador portátil. El pelo le caía sobre la cara y un
periódico descansaba sobre sus piernas.
—Sí, mírala. —Se inclinó hacia mí por encima de la mesa—. Tiene un cuerpazo
increíble, y aunque su nariz es enorme, de algún modo hace que todavía
resulte más atractiva.
Él me miró.
—Voy contigo.
—No, quédate. Por aquí hay muchas cosas interesantes —repuse mientras
señalaba a mi alrededor—. Nos vemos luego.
Cuando Don llegó a casa, más o menos una hora más tarde, yo estaba leyendo
en la cama, bien arrebujada con el edredón. Se sentó en el borde de la cama y
me acarició el brazo.
—¿Sabes una cosa, Buba? A los hombres nos gusta mirar a las mujeres. Es
algo que hacemos continuamente.
—Vale.
—¡Forma parte de ser hombre! —gritó él. Oí el ruido sordo que produjeron
sus botas al caer al suelo cuando se las quitó, primero una y después la otra
—. Es inevitable, y cualquier tío que te diga lo contrario, miente. Incluido tu
jodido novio de Oberlin.
—¡¿Hola?! ¡¿Hola?!
A continuación pronunció el nombre de mi jefa. Enseguida reconocí el
volumen y el tono de Salinger.
—¿Eres Suzanne? —me preguntó Salinger bajando la voz hasta lo que podía
considerarse un volumen normal.
—Creo que son bonitos. —«¿Bonitos?» ¿De dónde había sacado esta palabra?
—. Algunos me gustaron más que otros. Se refiere al diseño, ¿no?
—Ya. —Intenté clarificar mis ideas, en vano—. Algunos me gustaron más que
otros —repetí—. Yo ya conocía los libros de Orchises. Publican mucha poesía
y algunos de sus poetas son realmente buenos.
—Sí —contesté.
—¿Y escribes poesía?
—Así es.
Entonces yo no sabía, y no lo sabría durante meses y meses, hasta que por fin
leyera Seymour: una introducción , que Salinger equiparaba la poesía a la
espiritualidad. Para Salinger, la poesía representaba la comunión con Dios. Lo
que sí sabía entonces era que, de algún modo, estaba traicionando a mi jefa;
si no de palabra, sí en espíritu.
Justo entonces, vi con el rabillo del ojo que ella se acercaba a nuestra área
procedente del departamento de Contabilidad.
—Sí, gracias, Suzanne —contestó casi en voz baja—. Que tengas un buen día.
Ha sido un placer hablar contigo.
—Es Jerry —le susurré a mi jefa, que en ese momento llegaba a mi escritorio.
Una hora más tarde, mi jefa me tendió una cinta para el dictáfono que me
confirmó lo animada que estaba: «Estimado señor Lathbury —empezaba la
carta—: Quizá quiera sentarse antes de continuar leyendo…»
Una mañana, cuando mayo se aproximaba a su fin, mi jefa, como tantas otras
veces, salió de su despacho y llamó a Hugh. Él acudió enseguida; alarmado,
como yo, por el pánico que reflejó la voz de mi jefa.
—Judy acaba de llamar —le explicó ella con voz cansada—. Ha dicho que
pasará por aquí. Necesito que prepares los informes de los derechos de autor
y que me traigas todos sus libros y… —Agitó las manos con frustración—. En
fin, todo lo que encuentres: artículos de periódicos… todo.
—¿Judy? —susurré.
Me quedé boquiabierta.
—¿Has oído hablar de Judy Blume? —me preguntó con el ceño fruncido.
¿Cómo podía ser que estuviera manteniendo aquella conversación otra vez?
—Bueno, pues esta es su última novela. En realidad, no sé qué hacer con ella.
—Muy bien.
Aquel día llegué a casa cuando se ponía el sol, con el abrigo bajo el brazo: los
días eran más largos y menos fríos, aunque sin llegar a cálidos. Encima del
radiador que había en el pasillo del edificio había una carta dirigida a mí. Al
ver la letra clara y menuda de mi novio de la universidad y la tinta azul de la
pluma que yo le había regalado un año atrás, me quedé sin aliento.
—Me han dado un original y tengo que leerlo esta noche —le expliqué
mientras ponía agua a calentar para hervir pasta—. Esperan mi opinión para
mañana.
Había llegado a un punto en el que parecía que lo único que hacía era
cambiar las comas de lugar. «Las frases hay que trabajarlas», comentaba de
vez en cuando. Yo estaba de acuerdo, pero también opinaba, para mis
adentros, que uno podía trabajarlas en exceso y, cuando me acordaba del
relato que me había dejado leer, pensaba que, en aquel momento, quizás
estaba agotando la microestructura de su pobre novela; que quizás había
llegado el momento de darle algo de aire al libro.
Me quité el jersey y cogí mi viejo pijama de satén granate de los años sesenta.
Me lo había comprado cuando iba al instituto, en Unique, un almacén enorme
de ropa situado en Broadway y donde mis amigas y yo nos proveíamos de
botas, pantalones militares, Levi’s usados y descoloridos vestidos negros: los
accesorios de una juventud alternativa. El almacén hacía tiempo que había
cerrado.
—¿Judy Blume? —me preguntó con una sonrisa casi de suficiencia—. ¿Es
clienta de la agencia?
Asentí.
—Es una buena narradora —comentó—. Sabe conectar con los niños. Me
encantó Quizá no lo haga . Lo leí cuando tenía once años.
—¿Lo leíste? —No me sorprendió tanto que hubiera leído algo tan corriente
como que lo reconociera.
—¡Por supuesto! Por mucho que cueste creerlo ahora que tengo un millón de
años, yo también he sido un niño. —Sonrió—. Bueno, en serio, me encantó ese
libro. Yo era como Tony, el héroe. Mis padres eran de la clase trabajadora,
pero después nos mudamos a un barrio de clase media y no conseguí encajar.
El libro también trata sobre las clases sociales.
Mi vida consistía en un proyecto para ponerme al día. Por tanto, hacía mucho
tiempo que no leía lo que Max denominaba «narrativa comercial». Dejé a un
lado la hoja del título del original con una sensación de angustia. ¿Y si había
dejado atrás la etapa Judy Blume?
Pero supongo que nadie deja atrás a Judy Blume. Cuando era niña, tenía la
sensación de que sus libros trataban de mi propia experiencia, de la soledad y
la confusión que experimenta un intruso. Entonces, ¿por qué me sorprendió
que Vix, su nueva heroína, comiera en su escritorio, en una oficina del centro
de Manhattan? ¿Y no solo eso, sino que además comiera una ensalada de la
tienda de la esquina?
Hacia el final de la novela, cuando Vix cuenta que lo único que lamenta es que
Caitlin, su vieja amiga, no confiara en ella, no le explicara por qué había
tomado las decisiones que había tomado, lloré silenciosamente. Era más de
medianoche y Don estaba durmiendo, pero se despertó sobresaltado.
—No se trata de un libro para niños —le dije mientras las lágrimas resbalaban
por mis mejillas. Él me miró desconcertado—. Mi jefa me dijo que no sabía
qué hacer con él y creí que era porque no comprendía los libros infantiles o a
los niños, pero no se trata de un libro infantil, sino de una novela para
adultos.
—Está bien —dijo Don—. Creo que ahora necesitas dormir. —Bostezó
ostentosamente—. Puedes explicárselo por la mañana.
Asentí, pero después de dejar a un lado el original y cerrar los ojos, mi mente
volvió a darle vueltas. ¿Por qué Caitlin no lograba sincerarse con Vix? Porque
sabía que Vix la juzgaría. Porque sabía que Vix se negaría a entenderla.
Porque era más sencillo fingir que todo iba bien.
Don había salido horas antes para dirigirse a su nuevo empleo, que consistía
en regar las plantas de unos edificios de oficinas del distrito financiero. Marc
se lo había conseguido a través de un autor. El sueldo era exageradamente
alto teniendo en cuenta lo fácil que era el trabajo, pero tenía que salir de casa
a las cuatro y media de la madrugada para que las plantas estuvieran regadas
cuando los empleados del Deutsche Bank y Morgan Stanley llegaran a las
oficinas.
Pero había infravalorado el caso Judy: una vez más, mi jefa me estaba
esperando. En esta ocasión, caminando de un lado a otro frente a mi
escritorio, cigarrillo en mano.
—Me ha gustado.
Saqué el original del bolso, lo puse encima del escritorio y alisé las páginas.
Disimuladamente, recorrí el interior de mi boca con la lengua mientras me
preguntaba si tendría restos de pasas del bollo entre los dientes.
—No, no es para niños —confirmé—. Es una novela para adultos. Sobre niños.
O adolescentes. En parte. —No creí que me pondría nerviosa, pero lo estaba.
—Lo que me preocupa es si se venderá. ¿Los adultos leerán un libro que trata
sobre niños?
—Esta novela no es Oliver Twist —me indicó ella con una sonrisa torcida—.
Pero ¿tú la leerías?
Mi jefa me miró con perplejidad, pero —lo comprendí más tarde— no porque
no entendiera el alcance de la fama de Judy, la forma en que sus libros habían
removido la narrativa infantil, sino porque la relación de mi jefa con la
literatura, con los libros, las historias y los escritores mismos era totalmente
diferente de la mía. Ella nunca había amado los libros como yo había amado
Starring Sally J. Freedman as Herself o Deenie . O como Don había amado
Quizá no lo haga . En aquel momento, sentí una extraña punzada de afecto
hacia él. Ella nunca se había pasado días enteros leyendo tumbada en la cama
o noches enteras imaginando complicadas historias. Ella no había soñado con
ser la protagonista de Ana, la de Tejas Verdes o Jane Eyre para poder tener
amigas verdaderas, amigas que comprendieran sus espinosos sueños y
deseos. ¿Cómo podía dedicar sus días, en realidad su vida, a hacer posible
que los libros se publicaran y no amarlos como yo los amaba, como ellos
necesitaban ser amados?
Supongo que ahí estaba la respuesta: mi jefa era una mujer de negocios.
Esto me sonó a algunas obras de mala calidad que pasaban por mi escritorio,
pero era cierto. Mi jefa me miró y sonrió.
¿De verdad iba a decirle a Judy Blume que su novela no se vendería? ¿Aquella
novela emocionante y sumamente amena que, sin duda, mucha, mucha gente
compraría? ¿Sobre todo en aquel momento, en el que los autores salían de su
despacho para no regresar?
Apenas había introducido la primera cinta en el reproductor, con una taza del
café negro y amargo de la oficina sobre el escritorio, cuando el teléfono sonó.
Eran poco más de las nueve y nadie llamaba tan temprano.
—¿Es usted…?
—¡Judy!
—¡Hugh! —llamó.
—¿Judy?
Ella asintió.
—¿Se va?
—Eso es lo de menos.
La red
—Ven —le dije, y le indiqué con un gesto que me siguiera por el pasillo
central—. Tengo que coger mi abrigo. Y así verás dónde trabajo.
—De acuerdo —accedió ella con el tono que utilizaba con su madre—. Esto
está muy oscuro —susurró—. ¿Intentan ahorrar en electricidad?
De hecho, Jenny había sido la primera de mis amigas que había dejado el
tabaco. Lo dejó durante el primer año de instituto: el efecto colateral de salir
con un tío que ya iba a la universidad. En aquel momento, me impactó que
dejara de fumar.
—¿No te resulta deprimente pasarte el día en esa oficina? ¡Todos parecen tan
tristes! Va en serio que me recuerda una funeraria, con todas esas lámparas
anticuadas y esa moqueta…
Había planeado llevarla a mi barrio para cenar o tomar un café y así poder
enseñarle mi apartamento y las bonitas calles, a ver si así se enamoraba del
lugar y se mudaba a vivir allí.
—¿Aquí?
—Hay un restaurante al que mi jefe nos lleva de vez en cuando —declaró ella
en tono más conciliador—. El nombre es horroroso, pero la comida es muy
buena.
—¿Cómo se llama?
—¿Cómo está Brett? —le pregunté finalmente—. ¿Le han contestado ya todas
las universidades?
Jenny asintió.
—¿Case Western? —El estómago me dio un vuelco—. ¿Por qué? ¡Si podía
entrar en Cardozo!
Asentí.
—No; me iré con él. —Abrió mucho los ojos—. ¡Ya estamos prometidos!
Tomé un bocado de pasta, que se estaba enfriando. «Pasta Pasta. Entre signos
de exclamación», pensé. ¿Alguno de mis otros amigos consideraría que ese
nombre era divertido?
—¿Por qué lo dices? ¿Porque mi jefa quizá le dijo que no estaba segura de que
su novela se vendiera? ¿Porque guarda sus libros en la zona menos visible de
la oficina? —Esbocé una sonrisa—. ¿O porque la agencia parece una
funeraria?
—Por todo —contestó—. Sobre todo, porque tu agencia parece salida de una
novela de Dickens. Cuando entras, es como si hubieras viajado en el tiempo
unos cien años atrás. —Me miró con extrañeza—. Mientras la recorríamos, no
sabía por qué me parecía tan rara, pero cuando llegamos a tu escritorio lo
comprendí: ¡no hay ordenadores!
No fue hasta junio, una semana antes del incidente de Judy, que mi jefa me
ordenó llamar a James.
—Pasa, pasa —le dijo cuando llegábamos a su despacho—. Tú no, solo James
—añadió con un gesto con la cabeza, y cerró la puerta.
—Es posible.
—Todos los ordenadores que he visto son de ese horrible color grisáceo —se
quejó ella—. ¡Puaj! ¿Por qué los fabrican de ese color?
—Bueno, pero no te estoy dando carta blanca. —Mi jefa se detuvo delante de
mi escritorio—. Aunque me has intrigado. Podría sernos útil en relación con
Salinger.
—No me las des. No estoy diciendo que sí. Y aunque lo dijera, solo sería para
los asuntos de Salinger. No quiero que estéis conectados todo el día a la red
haciendo lo que la gente hace… sea lo que sea. —Agitó las manos como si
quisiera mostrar la locura absoluta que constituía internet—. No quiero que
los empleados —me miró y asintió con la cabeza hacia James en señal de
complicidad— se pasen el día enviando correos a sus amigos en Zimbabue.
—No creo que eso suponga un problema —replicó James guiñándome un ojo.
Al día siguiente, Pam dejó sobre mi escritorio un grueso sobre con varios
sellos de correos estampados en una esquina. Contenía la nueva novela del
Otro Autor, su primera aventura literaria en diez años. En aquel momento,
estaba de excedencia de sus clases como profesor y vivía con su mujer en
Nueva Zelanda.
Al final, mi jefa tuvo razón: la novela se vendió por una gran suma de dinero a
un importante editor que la publicaría bajo un nuevo sello literario de su
reputada editorial. Una novela literaria de misterio. Puro oro.
¿La había visto alguna vez en un estado de ánimo tan exaltado? No estaba
segura, pero me alegré, como supongo que debe de ocurrirles a todos los
asistentes, al ver que estaba no solo contenta, sino también eufórica.
Y así fue que, a las cinco de la tarde, nos dirigimos en fila al austero
restaurante decorado al estilo de los ochenta que había a la vuelta de la
esquina. Nos sentamos en la barra, como pájaros en un cable, y tomamos una
copa. De algún modo, fuera de la oficina no teníamos nada que decirnos;
temíamos ser infieles a nuestras lealtades. Solo Carolyn y mi jefa se quedaron
después de la primera ronda. Los demás nos pusimos los jerséis y las ligeras
chaquetas y nos fuimos enseguida. Estábamos en junio, pero todavía hacía
frío. La tormenta de nieve había marcado la pauta para el resto del año,
aunque, en algún momento, el clima tendría que suavizarse.
—Sony fabrica uno en negro, pero es mucho más caro —respondió James con
una sonrisa—. Tu jefa ha decidido que no vale la pena. Ella cree que los
ordenadores no son más que una moda pasajera.
—Pues creo que no va a ser posible —replicó. Lo miré con el ceño fruncido y
él continuó—: Esto que ves es el ordenador. —Se secó la frente con el dorso
de la mano—. ¡El ordenador!
—Pero… ¿por qué? —le pregunté con la esperanza de haberlo entendido mal.
Lo miré fijamente mientras una sensación de alarma me invadía—. ¿Para qué
lo utilizaremos?
—Creo que, en caso necesario, los demás también podremos utilizarlo, pero
nunca para asuntos personales.
Pocos días después, mi jefa nos convocó a todos y nos condujo, mientras Lucy
y Max se reían como colegiales, hasta el ordenador, que se veía nuevo e
inmaculado, grisáceo y con la pantalla negra.
—Lo hemos puesto aquí, en la zona central de la oficina y a plena vista para
que nadie caiga en la tentación de utilizarlo para consultar su correo personal
o… —Se interrumpió mientras buscaba en su mente otras actividades ilícitas
que uno pudiera perpetrar—. O cualquier cosa. La gente pierde mucho tiempo
con los ordenadores, pero esto no va a suceder aquí. Este ordenador es para
realizar labores de investigación. —Hizo un leve gesto con la cabeza a Hugh y
él se lo devolvió—. Y también para hacer un seguimiento de nuestros
negocios. Si necesitáis usarlo para alguna cosa, pedídmelo, pero si paso por
aquí y os veo utilizarlo sin mi permiso, deduciré que estáis haciendo algo que
no deberíais. —Escudriñó nuestras caras y sacudió la cabeza con
exasperación, como si fuéramos un puñado de niños traviesos a su cargo—.
¿De acuerdo?
Pero entonces otro pensamiento acudió a mi mente: ¿no quería yo, antes de
empezar a trabajar en la agencia, formar parte del colectivo de escritores
vivos?
Aquella noche, mientras me lavaba los dientes, Don me llamó desde el sofá.
—¡Haz el favor de no llamarme más por ese nombre! ¡Ya no soy una niña! —le
grité mientras volvía al salón.
Don abrió desmesuradamente sus grandes ojos y, por un segundo, creí que,
de forma inaudita, se le llenaban de lágrimas.
—Es una niña de luz —me contó Don—. Es tan dulce y lista que, haga lo que
haga, te sientes impulsado a cogerla en brazos y abrazarla.
—¿Que yo soy…?
—Sí que lo eres —insistió con voz alegre—. Tu piel es sonrosada y despides
luz. Vas por el mundo como si estuvieras llena de luz. Fue lo primero en que
me fijé cuando te conocí.
Aquella mañana, subí las escaleras de la estación del metro y una cálida brisa
hizo ondear mi vestido. En Lex, me encontré con una curiosa vista: varios
camiones de bomberos circulaban a gran velocidad por la avenida, con las
sirenas apagadas, y la calle estaba inusualmente vacía de coches. Aquellos
camiones, de un rojo que contrastaba con el azul del cielo, eran realmente
bonitos y, como la agencia, parecían reliquias de otra era, de una era
predigital, como salidos de los cuentos que mis padres me leían cuando era
pequeña.
Más allá de la librería había un lavabo donde me lavé las manos con el agua
que brotaba de unos pesados grifos dorados. Me las sequé con una toalla de
papel tan gruesa y suave que podría haber sido de tela, me peiné el cabello y
apliqué una capa de brillo en mis labios: unas vacaciones de cinco minutos de
mis rutinarias sopas de fideos y de lavar los platos en la bañera. Durante unos
instantes, me mimé: imaginé que mis padres me esperaban en el vestíbulo,
que iríamos al Met y comeríamos a la luz de las claraboyas, entre las
esculturas de Rodin, como hacíamos cuando era pequeña. Luego volví a
colgarme el bolso del hombro y salí del lavabo. Pasé por delante de la librería,
crucé el arco y entré en el vestíbulo superior del hotel, que estaba abarrotado
de hombres de negocios. Hombres, todos eran hombres de pelo corto y con
zapatos relucientes. Eran jóvenes, algunos tanto como yo, con la piel lustrosa
y tersa, y sus sonrisas eran amplias y cálidas, muy diferentes de la tensa
sonrisa burlona de Don. Me pregunté quiénes eran y qué hacían allí. ¿Era el
dinero lo que les permitía sonreír de aquella manera? ¿El dinero y la
seguridad?
Ya eran casi las nueve y media, de modo que descendí con rapidez la amplia y
majestuosa escalera que tenía enfrente. Mis zapatos se hundieron en la
gruesa alfombra. Llegué al vestíbulo inferior, donde encontré más hombres,
registrándose o pagando la factura, poniéndose etiquetas identificativas,
realizando llamadas desde los teléfonos del hotel, hablando con el conserje o
el portero; hombres que reían en grupos de tres o cuatro o que estaban solos
hojeando carpetas con tablas y gráficos. Cuando pasaba por su lado, se
volvían, me miraban y sonreían o me saludaban con la cabeza, como si yo
formara parte de su mundo: el reino de la riqueza y el privilegio.
—Buenos días, señorita —me saludó el portero tocándose el ala del sombrero
—. ¿Le pido un taxi?
—No, gracias —le contesté con una voz que no era del todo mía—. ¡Hace un
día tan bonito! Prefiero caminar. Solo voy a unas manzanas de aquí.
—Sí que hace un día bonito —confirmó él—. Espero que lo disfrute.
—Bonito vestido —me dijo Lucy cuando pasé por su despacho—. ¿Lo tenías
desde hace tiempo y lo has recuperado?
—Hace tiempo que quiero preguntarte… —empezó con una voz ligeramente
menos ronca y sonora de lo habitual—. ¿Ya comes?
—Bueno…
—Sé que puede resultar muy duro vivir con el sueldo de una asistente. —
Volvió a reírse—. Si alguien lo sabe, esa soy yo.
—Sí que como —la tranquilicé con una sonrisa amplia—. Todos los días.
Aquel día, sin embargo, hice algo que no había hecho hasta entonces: me
dirigí con paso decidido a una tienda de comestibles especializada de la calle
Cuarenta y nueve, que era donde los agentes compraban su comida. A mi
alrededor, los «masters del universo» pedían ensaladas frisé mientras se
codeaban con sus colegas femeninas: mujeres delgadas y bronceadas que
adornaban sus delgadas muñecas con pulseras de Cartier. Los bocadillos
estaban expuestos en bases plateadas. Después de mucho cavilar, elegí un
bocadillo de pan delgado y embutido rosa. Cuando llegué a la caja, cogí un
bollo de chocolate, pedí un café y entregué un billete nuevecito de veinte
dólares. En aquel momento, mi cuenta no estaba en descubierto, pero, aun
así, mientras introducía el escaso cambio en el monedero, mi corazón se
aceleró. Me dirigí, con el bocadillo en la mano, hacia la Quinta Avenida
mientras el sol calentaba mis hombros. Me senté, rodeada de turistas, en los
escalones de la catedral de San Patricio y di un bocado, un sustancioso,
aceitoso y sabroso bocado al exquisito bocadillo. Sin lugar a dudas, se trataba
del más delicioso que había probado nunca. Me comí la mitad con el propósito
de guardarme la otra mitad para el día siguiente, y a continuación devoré el
resto.
Cuando salí de la estación del metro, crucé la calle Cincuenta y, sin titubear,
abrí la puerta trasera del Waldorf. Subí las escaleras mecánicas y, al pasar
por delante de la librería, miré de reojo el escaparate para asegurarme de
que El guardián seguía allí. En el vestíbulo superior, volví a encontrar
grupitos de banqueros, asesores y a saber qué. Recién afeitados y vestidos
con trajes impecables, levantaron brevemente la vista de sus programas de
conferencias e informes de ventas y me miraron sin demasiado interés. De
repente, deseé ser uno de ellos, estar con ellos, sentirme como en casa en
aquel mundo y tener una tarjeta en el monedero que me permitiera sentarme
y pedir uno de aquellos cafés del Waldorf. Mi padre y yo, el recuerdo acudió a
mi mente con súbita nitidez, habíamos pasado muchas horas en vestíbulos
como aquel cuando yo era pequeña, y nos inventábamos historias acerca de
las personas que pasaban por allí. Mi padre había crecido en una especie de
pobreza forzada, porque sus progenitores eran comunistas y su madre, mi
abuela, que vivía en Grand Street y a quien debía una visita, había sido una
activista. Así que, de adulto, había disfrutado incluso de los lujos más
insignificantes, pero sobre todo de los hoteles elegantes, esos emblemas de la
ociosidad reprobable.
El discurso promocional
Con el paso del tiempo, fui yo quien acabé escuchando las preocupaciones y
temores de Roger. Deduje que Pam había recibido instrucciones de pasarme
sus llamadas a mí primero.
—He vuelto a mecanografiar el libro para poder realizar las maquetas. Podría
haberlo escaneado, pero pensé que a Salinger le gustaría más que lo
mecanografiara.
—Mmm… —murmuré mientras me preguntaba si Salinger notaría la
diferencia.
—¡Oh, sí! —confirmó Roger—. Son erratas nimias, pero erratas al fin y al
cabo. Y yo las he corregido. Salinger se fija mucho en los detalles y he
deducido que querría que los corrigiera.
—También he ampliado bastante los márgenes para que el libro tenga más
páginas. Si es muy delgado, no podré imprimir en horizontal el título en el
lomo. Jerry quiere que se imprima en horizontal. Él odia los títulos verticales,
de modo que he puesto márgenes muy anchos. Además, Salinger lo prefiere
así. No le gusta que haya mucho texto en las páginas. Quiere que la historia
respire.
—¡Sí, sí!
Eché una ojeada a la estantería que tenía enfrente. Entorné los ojos y vi que
tenía razón. Los títulos estaban impresos en horizontal. Todas las palabras
estaban a lo ancho del lomo, unas debajo de otras.
—El día del lanzamiento será el uno de enero —me anunció—. El día del
cumpleaños de Jerry.
—Sí, sí, claro. ¿Para qué esperar? Además, no hay tanto que hacer. Jerry ha
elegido el diseño que yo esperaba que eligiera. Y hemos decidido que el título
no figure en el encabezamiento de las páginas. Se trata de un relato epistolar,
ya lo sabes. Es una carta, y si el título apareciera en todas las páginas
entorpecería su lectura. Jerry está de acuerdo.
Por lo visto, los dos estaban de acuerdo en todo salvo en una cosa: Salinger
no quería que se corrigieran los errores de imprenta. De hecho, le enfureció
que Roger lo hubiera hecho sin consultárselo.
—No lo comprendo —se lamentó Roger—. Incluso parecía enfadado por mis
correcciones. —Se interrumpió y pareció dudar sobre si mencionar siquiera la
potencial catástrofe—. Por un instante creí que iba a decirme: «Olvidémonos
de todo este asunto.» ¡Y todo porque corregí unas simples erratas! Pero está
bien, volveré a ponerlas.
Roger me caía bien. De verdad. Quería que las cosas le fueran bien. Que no
estropeara aquel asunto. Que no corrigiera más erratas.
Durante años había leído The New Yorker religiosamente. Y lo hice imitando
el complicado y estructurado sistema de lectura que utilizaba mi padre, el
cual suponía empezar con las críticas cinematográficas, seguir con las de
teatro, luego pasar a la sección de crónicas de sociedad y acabar con los
reportajes. No obstante, no comprendí la relevancia cultural de la revista
hasta que fui a la universidad. Yo creía que se trataba de una revista para la
gente que vivía en Nueva York o que, como mi padre, había nacido en Nueva
York; o sea, para los neoyorquinos. También pensaba que constituía una
especie de secreto, que se trataba de algo que solo leíamos mi padre y yo. En
nuestra pequeña y conservadora ciudad, nadie la leía, ni siquiera leían el
Times .
Los redactores de The New Yorker habían oído hablar de la agencia, por
supuesto. Como las dos empresas se fundaron más o menos en la misma
época, sus historias estaban entrelazadas. Así que hablamos de Fitzgerald, y
yo respondí a las habituales preguntas acerca de Salinger: no, no lo conocía
personalmente; sí, los periodistas seguían preguntando por él; no, no sabía si
estaba trabajando en una nueva novela. También les expliqué algunos de los
métodos y rituales de trabajo más arcaicos de la agencia. ¡El archivador de
tarjetas! ¡Las máquinas de escribir! ¡Los vasos de «agua» de Carolyn! Y les
hice reír. Y averigüé que incluso The New Yorker , con su aire clásico, estaba
totalmente informatizada y carecía de dictáfonos. Ellos habían oído hablar de
las rarezas de la agencia, como muchas otras personas del mundo editorial, y
ansiaban saber más. Así que les hablé de las cartas para Salinger, claro: de la
muchacha de Japón, con su papel y sobre con diseños de Hello Kitty; de los
numerosos veteranos de guerra; y de la mujer cuya hija había fallecido. Y
también les hablé de los chalados que enviaban cartas escritas seguramente
con cabos de lápices y llenas de manchas y borrones de grafito. Y de los
chicos que escribían utilizando el mismo vocabulario que Holden.
—Sí, en serio.
¿De dónde había sacado esa idea? Yo no había leído a Salinger cuando era
una adolescente y de adulta tampoco. «Para ya», me ordené.
—Yo también debería releer sus obras —admitió uno de los redactores—.
Nueve cuentos me encantó cuando lo leí en el instituto.
Don merodeaba por allí. Creo que fue la primera vez que lo vi sentirse
incómodo. Normalmente, al llegar a las fiestas, evaluaba la situación y
desarrollaba su particular versión de demarcación del territorio masculino.
Llevábamos juntos el tiempo suficiente para que pudiera predecir su
comportamiento cuando llegábamos a cualquier reunión de más de, digamos,
cinco personas. Primero saludaba a todos los hombres que conocía con
sendos medios abrazos, el subsiguiente choque de palmas y el proverbial
«¡Qué pasa, tío!». Después, conseguía una bebida alcohólica, a ser posible en
un vaso de whisky y con cubitos de hielo, cubitos que agitaría durante las
pausas de las conversaciones. Con la bebida en la mano, localizaba un lugar
desde donde tener una visión general de la reunión y —a aquellas alturas, yo
ya lo sabía— poder vigilar tanto la llegada de mujeres atractivas como evaluar
el atractivo de las ya presentes.
—Pues los reportajes son muy buenos —me explicó cuando, unas semanas
antes, le mencioné aquella contradicción—, aunque la narrativa de ficción es
de pena. Realmente espantosa. ¡Y esa cursilada de los chismorreos de la
ciudad! ¡Y la caricatura del tipo con sombrero de copa y monóculo! ¡Qué asco!
¿No te da náuseas?
—Tengo un regalo para ti —me dijo Don mientras yo metía algo de ropa en un
bolso.
Lo miré con recelo. Don no creía en los regalos y, aunque atribuía este
principio a su ideología comunista, yo sospechaba que estaba más relacionado
con su sentido de la pobreza y la tacañería. En las Navidades del año anterior,
se negó a comprar regalos para sus padres y sus numerosos hermanos y
hermanas. Mi cumpleaños había sido dos meses antes, ahora tenía
veinticuatro años, y también se negó a celebrarlo conmigo. «Te lo pasarás
mejor si sales con tus amigas», insistió. Mis amigas por supuesto que
estuvieron encantadas de salir a cenar conmigo y, aunque no eché
especialmente de menos a Don, la extrañeza de celebrar el propio cumpleaños
sin la pareja, sin la persona con la que una vive, me enturbió la noche.
Cuando regresé a casa, se lo expliqué a Don y él, por su parte, me explicó que
los cumpleaños eran una gilipollez y, desde luego, algo burgués. «Fue
Hallmark quien inventó los cumpleaños —me dijo—. No es más que otra
manera de engatusar a las masas para que gasten más dinero y crean que el
materialismo es la respuesta.»
—Sí, algo para que lleves —contestó él con una sonrisa—. Dame tu bolso.
Asentí.
Yo no la conocía.
—Mi abuela dejó de hablar de política en los años cincuenta —repliqué—. Por
razones obvias.
—No, no, eso sería muy aburrido. —Me miró y esbozó ese tipo de sonrisa
amplia y dichosa que te hace sentir que todo es posible—. Pero sí trata sobre
las clases sociales. Y también de cómo puedes formar parte de algo y, al
mismo tiempo, estar fuera de ello. Mi héroe, bueno, es una especie de
antihéroe, es un ciudadano corriente, aunque en realidad no forma parte de la
sociedad. Y su novia, bueno, su exnovia, procede de una familia muy, muy
rica. Ella intenta introducirlo en su mundo, pero no lo consigue. —Se le
escapó una risita, aunque ya no sonreía—. Porque él es de clase trabajadora.
O al menos eso es lo que entendí. Una vez más, la prosa era tan densa, tan
intencionadamente abstrusa, que a veces ni siquiera comprendía lo que
narraba. Pero su opacidad no se parecía a la de, digamos, David Foster
Wallace, cuyos relatos yo estaba leyendo justo entonces. Pocas semanas
antes, yo había acompañado a Max a una lectura que realizaba Wallace en el
KGB. El local estaba tan abarrotado que tuve que quedarme de pie en uno de
los pasillos. Wallace, sudoroso y con un pañuelo en la cabeza, me rozó cuando
pasó por mi lado. La fuerza y energía de su lenguaje me dejaron atónita. Al
día siguiente, cuando Max se fue a comer, le birlé la galerada de La broma
infinita y la leí en mi escritorio. Tenía el pulso tan acelerado que apenas me
acordé de comerme la ensalada. Volví a dejar la galerada en su sitio antes de
que Max regresara y, aquella misma tarde, camino de casa, compré en la
librería Strand por apenas unos dólares un ejemplar de segunda mano de La
niña del pelo raro . Lo escondí de Don, porque él desdeñaba cualquier tipo de
compra —«¿Por qué no sacas los libros prestados de la biblioteca?»—, del
mismo modo que desdeñaba a los escritores que eran objeto de mucha
atención. «¿Cómo puede ser bueno si su novela es un éxito de ventas?», me
preguntó respecto a Wallace. Pero yo ahora sabía que Wallace era realmente
bueno. Se trataba de un autor revolucionario, innovador. Las frases de
Wallace vibraban con vida propia, proyectaban la historia hacia delante y
sumergían progresivamente al lector en la psique de los personajes con un
espíritu revelador, separando capas y más capas hasta llegar a lo esencial.
Las frases parecían saltar fuera de las páginas, mientras que las de Don
parecían hundirse en ellas. Más que revelar, oscurecían.
Vestía un polo Lacoste azul descolorido y unos pantalones azul marino que le
colgaban de las caderas como a un viejo gánster. Su pelo cano se ahuecaba
sobre su frente de un modo que mi madre detestaba. Todo el enfado que
había albergado hacia él desapareció en un suspiro.
Lo abracé e inhalé su fantástico olor: a Old Spice y jabón Ivory con rastros de
Pepto-Bismol y del potente desinfectante de manos que utilizaba en la oficina.
Entonces rompí a llorar.
—Yo… yo… —empecé, pero tuve la sensación de que iba a ponerme a llorar
otra vez.
—Lo entiendo. Claro que sí. Aquí no había nada para ti. Querías ser tú misma,
no solo mi novia.
—¿Recibiste mi carta?
Miré alrededor para ver si mis padres o mi abuela estaban cerca. Debían de
estar arreglándose, en el otro extremo de la casa. Estiré del cable hasta el
salón y me senté en el viejo sillón reclinable de mi madre.
—Solo quiero disculparme por… bueno, cuando la escribí estaba enfadado.
Gran parte de lo que escribí no lo decía en serio. Lo escribí cabreado.
—No tienes por qué disculparte —le contesté. Ahí estaban, las lágrimas,
calientes y atropelladas—. Por favor, no. No te disculpes. Me lo merezco. Es
lógico que estés enfadado.
—La carta…
—No la he leído —le confesé antes de que continuara—. Hace un mes que la
llevo en el bolso.
—Hacías bien en tenerlo. Se trata de una carta cabreada. —Se rio otra vez—.
Por eso te llamo. Ya no estoy cabreado. Supongo que solo necesitaba escribir
esa carta. Ya sabes que me hiciste mucho daño. Me heriste profundamente.
Fue horroroso.
—¡Sí que es asqueroso! Pero ¿por qué lo alquilaste? En realidad tú sabías que
yo lo odiaría. ¡Con esa tarima! ¡Y tan oscuro!
—No sé por qué lo alquilé, Jo, no lo sé. —Se reía tanto que apenas podía
hablar—. Está bien situado. Pensé que era una decisión práctica.
—Lo sé.
—Yo también te echo de menos —le dije a mi novio de la universidad con voz
quebrada.
¡Me sentí tan aliviada al decirlo, al admitirlo! Aunque las consecuencias eran
demasiado enormes para que pudiera preverlas.
—¿Jo? —susurró.
—¡Hola! —me saludó James con una sonrisa y sin separar los dedos del
teclado—. ¿Qué me cuentas?
—Me encantará echarle un vistazo. —Levantó los pies, calzados con zapatos
de piel marrón, y los apoyó sobre el escritorio—. ¿Te va bien traerme el
original mañana?
—Sí, claro.
Educación sentimental
—Claro.
Me levanté y la seguí.
«¿Quién?», pensé, pero enseguida caí en la cuenta de que se refería al… fuera
lo que fuese de mi jefa; la persona con quien o de quien siempre hablaba por
teléfono. No era su marido y tampoco parecía su hermano. La verdad es que
nunca oí que le dispensara ningún tratamiento o calificativo de ningún tipo. A
menudo, en la misma conversación surgía una tal Helen cuyo papel en la vida
de mi jefa también desconocía.
—Lucy…
—Daniel… —empezó con voz ronca—. Daniel murió ayer por la noche.
—Sabía que estaba enfermo —dije. De repente, todo pareció cobrar sentido:
todas aquellas llamadas, la falta de concentración de mi jefa—. Bueno, en
realidad no lo sabía, pero la oía hablar de recetas médicas. Y solía irse a…
Negué con la cabeza. Estaba el asunto de los contratos, pero podían esperar.
—Va bien. —Me acordé del apagado tono de Roger al final de nuestra última
conversación. ¿En realidad iba bien? No estaba segura.
Más tarde, aquel mismo día, telefoneó Jerry. En la oficina todavía se respiraba
tensión y reinaba el silencio. Carolyn se había ido para acompañar a mi jefa.
—¡¡Joanne!! —gritó Jerry.
Me sonrojé brevemente.
—¿Escribes todos los días? ¿Nada más despertarte? —me preguntó sin
levantar la voz.
—Sí.
—Lo mismo pienso yo —contestó Salinger, aunque pronunció las palabras más
alargadas y distorsionadas de lo habitual y tardé un segundo en entenderlas
—. Pero creo que tu jefa no opina lo mismo.
—Bueno, su trabajo consiste en velar por usted —respondí con cautela.
—Es verdad.
Estornudó de una forma casi violenta, sorbió por la nariz y, cuando volvió a
hablar, su voz había aumentado de volumen. ¿Acaso perdía y recuperaba el
oído ocasionalmente?
—Me temo que ha salido. ¿Quiere que le diga que lo llame? —No sabía a
ciencia cierta cuándo podría devolver llamadas, pero las palabras salieron
casi automáticamente de mis labios.
¿De dónde habían surgido los rumores sobre su talante tiránico? Conmigo
siempre era amable y paciente. Mucho más que la mayoría de las personas
que telefoneaban a la agencia. De hecho, más que la mayoría de sus
seguidores.
Volví a asentir.
—Creo que cuidarlo no fue nada fácil para ella. Aunque nunca lo admitió. Y
también está cuidando a Dorothy. Aunque no de la misma manera. —Soltó su
característico suspiro—. Dorothy tiene cuidadores a tiempo completo, pero tu
jefa los supervisa.
—Daniel era su… —No estaba segura de cómo preguntárselo, pero Hugh lo
solucionó por mí.
Cruzamos Park Avenue. Tenía que esforzarme un poco para seguir el paso de
Hugh. Resultaba extraño estar ahí fuera, en el mundo, con él. Yo lo
consideraba un ser propio de la agencia; como el mago de Oz, atrincherado
en su extraño castillo. Estaba casado y tenía dos hijastras. Yo había conocido
a su mujer, que era guapa y agradable y tenía el cabello largo y canoso. Aun
así, me resultaba imposible imaginármelo, por ejemplo, cenando con ella en
su piso en Brooklyn Heights o yendo al cine o a cualquier otro lugar que no
fuera la agencia.
—No he hablado con ella. Carolyn dice que parece llevarlo bien. Que aguanta
el tipo. —Se llevó una mano a la frente, que brillaba de sudor, y compuso una
mueca—. Pero no sé cuánto tiempo aguantará. Es una situación muy dolorosa.
—¿Quién es Helen?
Me detuve de golpe.
—Claro que eran amigas. Bueno, lo son. Se trata de una situación peculiar.
Lo miré inquisitivamente.
—Daniel vivía con Helen unos días a la semana y el resto con tu jefa. Lo
cuidaban entre las dos. Bueno, supongo que lo compartían.
—Vaya —grazné.
Me quedé atónita. Mi jefa, con su aspecto de monja, con sus túnicas y sus
trajes pantalón, con su devoción hacia la agencia y su actitud de institutriz,
¡había compartido su amante con la mujer de él! No me extrañaba que no
tuviera fuerzas para buscar nuevos autores.
—Así que, como comprenderás, tu jefa quizá tarde un poco en volver —dijo
Hugh.
En efecto, tardó en volver. Los días fueron transcurriendo. Días durante los
que yo repetía, una y otra vez, que mi jefa había salido. Pero nunca
especificaba si estaría fuera un rato o el resto del día. Mi jefa no recibía
llamadas de muchas personas, pero esas pocas la llamaban una y otra vez:
Salinger, afable y conversador; Roger, nervioso y hablador, más conforme
pasaban los días; el Otro Autor, en ocasiones tranquilo y encantador y, en
otras, impaciente y de malhumor. Normalmente, su voz sonaba rara y con
ruido de fondo debido a la mala conexión. «Enviadme los contratos tan pronto
como los tengáis preparados —me pidió—. E ingresadme el anticipo en mi
cuenta. Ya tenéis todos los datos necesarios.»
Los días se convirtieron en una semana y luego en dos. Una mañana, durante
la segunda semana, mi jefa llegó a la agencia enfundada en un voluminoso
impermeable y oculta tras unas gafas oscuras. Calzaba unas deportivas de
lona blancas, como de niño, lo que me sorprendió y me resultó enternecedor.
Recorrió en silencio el pasillo, entró en su despacho, cogió algo y volvió a salir
sin hablar con nadie. Por lo visto, y como era de esperar, había puesto en
venta su apartamento.
Pocos días después, el editor de la nueva novela del Otro Autor llamó para
interesarse por los contratos, pues todavía no se los habíamos enviado.
—Has estado revisando contratos desde que llegaste y tu jefa confía en ti.
Simplemente, estudia el contrato y negocia con la editorial. Todo saldrá bien.
Hice caso a Hugh y, nerviosa, revisé las cláusulas mil veces. De hecho, la
agencia había tenido pocos contactos con aquella editorial y no disponíamos
de ningún contrato reciente con ella al que pudiera remitirme como modelo.
Consulté todos los acuerdos que encontré; comparé cláusulas sobre derechos
de autor, sobre publicaciones por entregas, sobre reimpresiones y derechos
de ediciones electrónicas… sobre todos los temas imaginables. También
estudié el memorándum del acuerdo, claro, para comprobar qué derechos
habíamos acordado vender a la editorial y cuáles conservaríamos para
gestionar nosotros mismos. Al final, después de dos días de intenso trabajo,
de comprobar y volver a comprobarlo todo, redacté el tipo de carta larga y
densa que mi jefa me dictaba con frecuencia. Últimamente, ella las redactaba
basándose en mi trabajo preliminar. Había que realizar muchos cambios en
aquel contrato antes de que el autor pudiera firmarlo. El editor no estaba
familiarizado con las normas de la agencia, las normas de otra época.
Ausente mi jefa, la agencia estaba extrañamente silenciosa. No me había dado
cuenta de cuánta vida, cuánta energía aportaba al día a día. Ahora todos
llegaban un poco más tarde, se entretenían durante la comida y se quedaban
en casa los viernes, día de jornada intensiva. Los viernes de mayo a
septiembre, la agencia cerraba antes: una tradición de la industria editorial,
la cual, al menos en sus orígenes, era un negocio de caballeros.
Pero no te preocupes. He aprendido que, por muy hipócrita que esto sea, uno
no puede ir por ahí revelando las emociones a todo el mundo. Supongo que a
la mayoría de las personas les importa un pimiento lo que uno piensa y siente
en general. Y si perciben una debilidad —¿por qué demonios mostrar una
emoción se considera una debilidad?—, vaya si la toman contigo. Se plantan
delante de tu cara y se parten de risa porque estás sintiendo algo.
Don me dijo que no estaba nervioso por conocer la opinión de James sobre su
novela. Me dijo que no esperaba con ansiedad oír su veredicto. «James no es
el único agente del mundo —adujo riéndose, como hacía casi siempre que
hablábamos de algo que fuera, aunque solo levemente, serio—. Si la rechaza
es que no era para él y encontraré a alguien más.»
A pesar de todo, por las noches revisaba la novela una y otra vez, realizando
una mueca al leer esta o aquella palabra, como si un adjetivo inexacto pudiera
determinar el éxito o el fracaso de la obra. En aquella época, Don entrenaba
un par de noches a la semana y, cuando llegaba a casa cargando con la bolsa
de su equipo, estaba totalmente exhausto. Ni siquiera golpear un enorme saco
de vinilo o pelear contra un fibroso puertorriqueño lo calmaba. La boda de
Marc también le preocupaba. Hasta entonces, había constituido una
abstracción o una simple idea, en lugar de un hecho real que ocurriría en
algún momento del continuo espacio-tiempo. Don no sería el padrino —ese
papel lo representaría el hermano de Marc—, pero Marc le había pedido que
leyera un poema. Don escudriñaba las distintas antologías que teníamos en el
apartamento en busca de algo que resultara apropiado.
—¿Qué tipo de poema lees cuando tu amigo se casa con alguien totalmente
aburrido y la persona equivocada para él? —me preguntó mientras se reía.
Por lo que sabía, Jenny quería que fuera una de sus damas de honor, junto
con sus dos mejores amigas de la universidad.
Según Don, hacía mucho tiempo que Allison estaba enamorada de Marc,
desde la universidad, y en aquel momento me pregunté si sería verdad.
Aunque ella nunca me lo había comentado. La verdad es que evitaba hablar
de la boda y de Lisa. Como Don, consideraba que Lisa carecía de encantos o
que, al menos, estos no podían compararse con los de Marc, pero
contemplaba estas desigualdades con indiferencia. Sin embargo, aquel día se
la veía nerviosa, tensa e irritable, como a Don. De repente, deseé haberme
quedado en casa.
—¿Estás listo para el gran día? —le preguntó Don a Marc dándole unas
palmaditas en la espalda.
Marc había dejado de sonreír y miraba a Don con enojo. Bebió un sorbo de
cerveza y me contestó:
—Es el próximo fin de semana. El fin de semana que viene. En Fisher Island.
Tenéis que tomar el ferry. Tenéis que…
—Has hecho la reserva para el ferry, ¿no, Don? Se supone que tienes que
estar allí el viernes para el ensayo de la cena.
«¿El próximo fin de semana?», pensé. ¿Cómo era posible que no me hubiera
enterado? ¿Que no conociera los detalles? ¿Que no supiera nada? Se trataba
de la boda del mejor amigo de mi novio. En Fisher Island. Ni siquiera estaba
segura de dónde estaba ese lugar. Yo creía que la boda se celebraría en
Hartford, en casa de los padres de Marc. Creía que tomaríamos el tren y nos
alojaríamos en la casa de los padres de Don. ¿Qué me había hecho llegar a
esa conclusión? «El próximo fin de semana.»
Empecé a repasar mentalmente el contenido de mi armario —influencia de mi
madre— y me pregunté qué me pondría no solo el día de la boda, sino
también para el ensayo de la cena.
—Sí, sí, claro —decía Don en aquel momento—. Ya hablaremos de eso más
tarde.
Justo entonces llegó Olivia. La había invitado yo, en parte para tener alguien
con quien hablar. Venía acompañada por un hombre esbelto, con gafas,
pantalones caqui y un polo. Y se notaba que se sentía muy incómodo.
Por teléfono, me había contado que tenía un novio nuevo y que este realizaba
algún tipo de trabajo en un banco; algo relacionado con ordenadores y
algoritmos. Su anterior novio era pintor, como ella. Se trataba de un hombre
alto, atlético y de una apostura tan clásica que resultaba casi cómico, justo lo
contrario que Chris.
—Vamos a casarnos.
—Muy bonito —declaró Allison, que se había unido a nosotros—. Por lo visto
todo el mundo se va a casar, ¿no?
—¡Vaya! —exclamó Allison con un brillo extraño en sus oscuros ojos—. Quizá
deberíais celebrar una boda doble. Como en La tribu de los Brady .
—¿Qué os parece si tomamos una copa? Creo que hay vino en la nevera —
sugerí.
—Solo tienen cerveza. Lisa no bebe, así que Marc, como es un tío, solo ha
comprado cerveza.
—Nos iremos contigo —declaré—. Podemos ir a tomar una copa. Una copa de
verdad.
—¿Les pido a mis padres que nos dejen el coche? —le pregunté.
—No lo sé. —Sacudió la cabeza con impaciencia—. Quizás haya que reservar
una plaza para el coche en el ferry y puede que ya sea demasiado tarde.
Ya estábamos bajando las escaleras del metro con una riada de personas
semejantes a nosotros: chicas con vestidos de tirantes al estilo de los años
cincuenta y chicos con tejanos y botas camperas que no encajaban con el
clima.
Una chica que llevaba el cabello teñido de un brillante tono rojizo se volvió a
mirarlo y él le lanzó una mirada iracunda.
—Es tarde y estoy cansado. Ahora no tengo ganas de hablar de ello. —Se
desperezó mientras estiraba, primero un brazo y después el otro, por encima
de la cabeza—. Además, no tengo por qué darte explicaciones. —Soltó una de
sus risitas socarronas—. Marc es mi amigo, y si quiero ir a su boda solo no es
asunto tuyo, ¿comprendes?
—Vamos, Buba, no te pongas así. No es para tanto. He hecho que sonara peor
de lo que es. Si no quería hablar de ello es porque sabía que pasaría esto. Lo
que ocurre es que… ya sabes, estarán todos esos tíos… Topher, Will y los
demás. Y mis colegas de Hartford. Y Marc se casa… Es como el fin de una
etapa. Simplemente quiero pasar un rato con ellos. Yo y mis colegas.
—¿De verdad?
—Me quieres. —Hablé despacio, como a cámara lenta. Don nunca me había
dicho que me quería. Por lo visto, para él el amor no era más que otro invento
burgués. ¿Había esperado yo, en algún momento, que él me amara?—. Me
quieres pero no quieres que te acompañe a la boda de Marc.
El lunes, mi jefa se quedó en la oficina más o menos una hora. Estaba más
pálida de lo habitual, pero se la veía muy serena. Como siempre, pasó por
delante de mi mesa sin dirigirme la palabra, se sentó a su escritorio sin hacer
apenas ruido y empezó a grabar en el dictáfono. La normalidad de su forma
de actuar debería haberme reconfortado, pero me produjo el efecto contrario
y los ojos se me humedecieron. Me dirigí a la otra sección de la oficina.
—¿De verdad?
Experimenté una oleada de alivio y sorpresa mezclada con algo más: esa
extraña sensación que le produce a uno conseguir un excelente en un examen
para el que no se ha preparado lo suficiente.
—Toma, aquí tienes un dictado —declaró con voz suave y somnolienta, aunque
intentaba sonar animada.
Una de sus manos, con sus dedos largos y delgados, estaba levemente
apoyada en mi escritorio, pero su mirada estaba perdida en la pared de
enfrente, en la estantería de los libros de Salinger. Entonces se volvió poco a
poco hacia mí.
—Hiciste un magnífico trabajo con los contratos. —Se refería al Otro Autor—.
No era una tarea fácil.
Aquella tarde, cuando se fue, con los ojos vidriosos y la frente húmeda y
agotada por la breve incursión en el mundo, los contratos llegaron a vuelta de
correo y volví a revisarlos. La editorial había aceptado la mayoría de los
cambios, pero no había eliminado la cláusula de los derechos de explotación
del formato electrónico que, conforme a la política de la agencia, yo había
solicitado. Esta cláusula había empezado a aparecer en los contratos justo
cuando entré a trabajar en la agencia y consternaba mucho a mi jefa y a los
otros agentes, porque concedía a las editoriales los derechos de explotación
sobre todas las ediciones digitales de la obra en cuestión, incluidos los discos
compactos y otras «formas no mencionadas expresamente o de futura
aparición». Muchos contratos habían sido retenidos aquel año mientras la
agencia discutía con las editoriales acerca de aquellos derechos. Esto había
atormentado a Max en particular, porque casi todos sus autores estaban vivos
y necesitaban desesperadamente el dinero que recibirían cuando firmaran el
contrato. Pero mi jefa, que era quien establecía las normas de la agencia, no
permitía que se firmara ningún contrato hasta que aquella cláusula imprecisa
y perniciosa fuera eliminada. En algunos contratos se hacía referencia a algo
denominado «libro electrónico». Cuando mi jefa leyó por primera vez aquel
término, gritó: «¡No sé lo que es un libro electrónico, pero me niego a ceder
los derechos sobre él!»
Deseé solucionar aquella cuestión sin molestarla, de modo que escribí una
nota, «Eliminar cláusula 3.1.a», y la sujeté con un clip a los contratos.
Mientras tecleaba la dirección de la editorial en el sobre, Hugh se acercó,
tomó los contratos y leyó la nota.
Me encogí de hombros.
—¿De verdad?
—¿Qué?
—Lo tienen a prueba durante un par de años —me explicó Hugh con voz tensa
—. Sin sueldo.
La extraña euforia que había sentido hacia su novela fue reemplazada por una
sensación de inquietud. Don habría considerado que mi reacción, juzgar a un
artista por sus actos en lugar de su obra, era infantil. ¿Cuántos grandes
escritores habían dejado mucho que desear como seres humanos? ¿Habría yo
rechazado a Philip Roth si se hubiera dedicado a seducir mujeres casadas? ¿O
a Hemingway? ¿O a Mailer? Por otro lado, ¿por qué era siempre la conducta
de los hombres la que teníamos que disculpar a riesgo de ser consideradas
mojigatas o excesivamente críticas? Don alegaría que se trataba de la
prerrogativa de los artistas, de él; una prerrogativa biológica.
Mientras caminaba, pasé por delante de la enclenque librería que contenía las
obras del Otro Autor. Todas eran, como había comentado mi jefa en mayo,
menores que su última novela. El tipo de novelas que pueden describirse
como silenciosas, en el sentido de que trataban sobre las vidas de personas
corrientes; en el sentido de que habían obtenido buenas críticas, pero no así
un gran volumen de ventas como las novelas sobre asesinos en serie. Me
pregunté si el Otro Autor, privado de su sueldo regular, había tomado la
decisión calculada y consciente de escribir una novela que tuviera una gran
aceptación.
Y me pregunté si esta decisión era mejor o peor que la de escribir una novela
como venganza. Aunque quizás ambas decisiones no eran mutuamente
excluyentes.
Aquella noche, camino del metro, caí en que Don también había asesinado en
su novela a una joven que le había hecho daño.
3
—No lo sé —murmuré sin levantar la vista del original que estaba leyendo.
Me rendí.
Cuando llegó al patio, se detuvo, se volvió hacia mí, frunció los labios y me
lanzó un beso. Yo levanté la mano para despedirme, pero ya era demasiado
tarde: me había vuelto la espalda otra vez.
Sin embargo, por la mañana sentí una curiosa ligereza. Don no estaba y no
tenía la obligación de despertarlo, de hablar con él, de ajustar mis planes a
los de él. Me entretuve en casa más de lo habitual. Disfruté del café intenso
que preparé en mi pequeña cafetera: siempre me sentía egoísta cuando Don
estaba en casa porque la cafetera solo alcanzaba para un café. Me puse un
vestido de cuadros escoceses que sabía que Don odiaba; un vestido largo,
suelto y cómodo.
Era la primera persona que se daba cuenta de que mi jefa no había acudido a
la oficina durante la mayor parte del verano.
—Sí, todo bien —contesté—. Es solo que ha recibido muchos originales y tiene
que leerlos.
—Bien, bien.
—De acuerdo. Yo estaré aquí hasta la una y media, por si necesita alguna
cosa.
Cuando colgué, mi mirada se posó en la estantería que contenía sus libros. Leí
los títulos impresos horizontalmente. Era casi la una y media. No había nadie
en la oficina y mi teléfono había sonado solo una vez en todo el día. Me
levanté y tomé un ejemplar en rústica de cada uno de los libros: El guardián
entre el centeno, Nueve cuentos, Franny y Zooey, Levantad, carpinteros, la
viga maestra y Seymour: una introducción . Durante ocho meses, había visto
tantas veces aquellos títulos que estaban grabados en mi cerebro. A veces,
cuando caminaba por Bedford o Madison, aparecían en mi cabeza sin más,
como un mantra. «Seymour: una introducción », pensaba, por ejemplo. Otras
veces surgían cuando estaba a punto de conciliar el sueño; flotaban en el
interior de mis párpados con sus letras y colores característicos: granate,
mostaza, negro sobre turquesa o blanco crema.
De modo que hice lo que realmente quería hacer, lo que sabía que haría
desde el principio: me fui a casa a leer. Primero leí Franny y Zooey , porque
quería averiguar si estaba de acuerdo con la estudiante o no, o porque sabía
que a mi padre le encantaba aquel libro y se identificaba con Zooey, que era
actor, como lo había sido mi padre. Después leí Levantad, carpinteros, la viga
maestra y Seymour: una introducción . A continuación, Nueve cuentos y,
finalmente, el domingo por la mañana, mientras fuera llovía y yo bebía una
segunda taza de café de mi cafetera exprés, El guardián entre el centeno .
Leí, leí y leí. No paré de leer ni para contestar al teléfono: Allison se había
retirado de la fiesta para interesarse por mí. Solo dejé de leer ocasionalmente
para tomar un melocotón, un trozo de queso o un vaso de agua. Me llevé los
libros al lavabo como hizo Zooey con su texto y, el lunes, el Día del Trabajo,
como no quedaba comida en el apartamento, me llevé El guardián al
restaurante de comida mediterránea de la esquina y seguí leyendo mientras
tomaba huevos con salsa harissa . Luego regresé a casa y lo terminé mientras
las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
O quizás a ti, como a mí, te encantaron todas sus obras. Me encantó Holden,
con su rabia alimentada por el dolor. Me encantó el pobre Seymour, que
susurraba relatos taoístas a su hermana pequeña. Me encantó Bessie Glass,
que vestida con un kimono y con los bolsillos llenos de herramientas se
paseaba, preocupada, por el apartamento. Y me encantó Esmé, por supuesto.
¿A quién no? Y especialmente me encantó o incluso me enamoré un poco de
Buddy Glass, el segundo hijo, que es el narrador de algunos de los relatos de
la familia Glass y cuya vida se ve cada vez más consumida por el dolor.
Quizá tú, como yo, cuando leíste el cuento por primera vez, te identificaste
tanto con Franny Glass que te preguntaste si Salinger, mediante alguna
extraña técnica futurista, se había introducido en tu cerebro. O quizá tú, como
yo, sollozaste de alivio y agradecimiento al saber que no eras la única que
experimentaba aquel agotamiento, aquella desesperación y frustración hacia
todo y hacia todos, incluida tú misma: por tu incapacidad de mostrarte
mínimamente amable con tu bienintencionado padre o por tu inexplicable
decisión de hacer trizas el corazón del hombre que más te quería en el
mundo. No eras la única, había alguien más que intentaba averiguar cómo
vivir en el mundo.
Entonces comprendí las distintas preguntas y los personajes y lugares que los
seguidores de Salinger mencionaban en sus cartas. Los patos de Central Park.
Seymour Glass cuando besa el pie de Sybil. Phoebe. La gorra roja de caza.
Comprendí todos los «¡qué fastidio!», «¡maldita sea!», «farsantes» y
«cretinos». Y el efecto que me produjo fue como cuando uno encuentra las
piezas que faltan en un rompecabezas que está, desde hace meses, a medio
terminar encima de la mesa. De repente, la imagen total era clara.
Supongo que no hace falta comentar que entonces comprendí por qué le
escribían sus lectores, y que, además de escribirle, confiaran en él de una
forma imperiosa y entregada, con empatía y compasión. Porque la experiencia
de leer una historia de Salinger tiene menos que ver con leer una historia y
más con que Salinger en persona te susurre sus cuentos al oído. El mundo
que crea es a la vez palpablemente real y sumamente magnificado, como si
caminara por el mundo con las terminaciones nerviosas a flor de piel. Leer a
Salinger es sumergirse en un acto de tal intimidad que, a veces, te hace sentir
incómodo. Con Salinger, los personajes no le dan vueltas y más vueltas al
hecho de suicidarse, sino que cogen una pistola y se pegan un tiro. Durante
todo el fin de semana, mientras leía sus libros, de vez en cuando tenía que
dejarlos a un lado y respirar hondo. Salinger nos presenta a sus personajes en
toda su desnudez; nos desvela sus pensamientos más íntimos y sus acciones
más reveladoras. Casi es demasiado. Casi.
Y es por esta razón, claro, que sus lectores sienten una necesidad imperiosa
de escribirle; de decirle «aquí es donde metiste el dedo en la llaga», o «aquí
es donde lo bordaste».
—Nada —contesté.
Sonrió, como si quisiera engatusarme para que hablara. «Te conozco.» Pero
una extraña apatía, una extraña vacuidad se había apoderado de mí.
Contemplé el cielo, que se estaba oscureciendo, preparándose para llover.
Durante la ausencia de Don, en realidad me había olvidado de él. No me había
preguntado qué estaba haciendo en la boda o en la playa, si estaba encantado
de poder mirar a las jóvenes invitadas sin miedo a mi censura o si se había
despertado aquella mañana con una rubia tumbada a su lado. En realidad, no
había pensado en él en absoluto.
—Sí, he pensado en ello —contestó, y bebió un sorbo de café—. Pero creo que
a los editores les encantará el estilo o lo aborrecerán —sonrió—. Se podrían
realizar algunos cambios, pero también puedo sacarla al mercado, encontrar
un editor a quien le guste el estilo de Don y que luego sea él quien lo dirija en
los cambios. Con las correcciones se pueden tomar muchas direcciones y no
quiero encaminarlo en la equivocada. Quiero que alguien se enamore de su
forma de escribir.
Asentí.
El drama Hapworth se trasladó del interior del libro —el interlineado, los
márgenes, el encabezado— al exterior. Roger se había tropezado con un
problema técnico: a pesar del generoso interlineado y la amplitud de los
márgenes, el libro no era lo bastante ancho para que el título o el nombre de
Salinger pudieran imprimirse horizontalmente en el lomo. «Las letras se
juntan —me dijo con voz preocupada—. Se ven borrosas. Queda fatal.»
Hacia el final del día, las partes implicadas encontraron una solución, o algo
parecido. Roger accedió a utilizar el último diseño de Salinger, el cual era
algo inusual. Su nombre figuraría impreso en diagonal en el lomo. El acuerdo
no fue fácil de alcanzar. «Ríndete, Roger», le aconsejó mi jefa finalmente. Al
menos eso nos contó a Hugh y a mí.
Y esbozó una sonrisa que, con el tiempo, comprendí que era maliciosa.
Un día, mi jefa me tendió una historia escrita por uno de sus autores. Yo no
había oído hablar de él hasta entonces. Me enteré de que era mayor y que,
mucho tiempo atrás, había publicado varias novelas muy elogiadas, pero hacía
tiempo que estaban descatalogadas y su nombre se había perdido en los
anales de la historia. A mí, ciertamente, no me sonaba de nada. Más tarde,
busqué sus novelas en las librerías de la agencia, pero no encontré ninguna.
—¿En mi nombre? —le pregunté con cautela, convencida de que me diría que
no. Ni siquiera estaba segura de querer que me contestara afirmativamente.
La historia era buena; buena pero «silenciosa». Este término formaba parte
de la jerga de la agencia, que también utilizaba el término «osadas» para
referirse a las obras que contenían escenas de sexo explícito, como las de
algunos autores de Max. Aquella novela era silenciosa en el sentido de que no
había una trama concreta. Claro que lo mismo podía decirse de muchas
novelas, incluidas las de Salinger. Se trataba, más bien, de acompañar al
protagonista durante una visita que realiza a otro personaje.
Aquella tarde, James sacaría al mercado la novela de Don. James era, por
supuesto, un hombre de la agencia, de modo que no la presentaría a subasta,
sino que la enviaría a los editores de uno en uno. «Si se tratara de un libro
importante —me explicó—, sí que organizaría una subasta.» Quizá James
tenía razón: lo único que necesitábamos era que una sola persona apreciara la
peculiar grandeza de la forma de escribir de Don y que, al mismo tiempo, lo
orientara sobre cómo podía soltarse, liberarse, ser más ligero y la historia
más estructurada y estilizada. Solo se necesitaba una persona.
«No —pensé mientras contemplaba a Izzy salir de las oficinas con el original
en la mano y un voluminoso impermeable sobre su delgado cuerpo—, no, eso
depende de Don.»
Me salvó el teléfono, a través del cual me llegó una voz que tenía un
agradable acento inglés.
—Me temo que vamos a rechazarla —me informó ella, y soltó lo que me
pareció un enorme bostezo—. Lo siento, estoy bajo los efectos del jet lag .
Todavía no me he acostumbrado al cambio horario. Llevo siglos aquí, pero
sigo despertándome temprano y me duermo a las seis de la tarde.
Los gritos del despacho de mi jefa habían cesado y Max salió como una
exhalación. «¡Está bien!», exclamó. Sacudió la cabeza con exasperación y se
alejó sin mirarme. Mi jefa suspiró y salió detrás de él con actitud
circunspecta. Seguramente, se dirigía a hablar con Carolyn.
—El primer rechazo —me anunció con una sonrisa amplia—. Y se trata de un
rechazo fantástico.
Camino de casa y bajo los efectos del frío viento, pensé que, al fin y al cabo, el
editor la había rechazado. Un buen rechazo no dejaba de ser un rechazo, de
modo que quizá no estaba tan equivocada en mi evaluación.
Reflexioné acerca de lo que me había dicho la asistente del editor de The New
Yorker : me había pedido que le enviara más historias, y tuve la sensación de
que debíamos enviarle algo inmediatamente. Me acordé de la autora que
había extraído del montón de propuestas editoriales, de la encantadora novela
acerca de la muchacha y su padre alcohólico. Había estado esperando el
momento adecuado para hablarle a mi jefa de aquella autora potencial.
Mi jefa sonrió.
—Ya sabes que antes de pedirle que te la enviara deberías haber hablado
conmigo —me reprendió—. Cuando te pones en contacto con un autor, estás
representando a la agencia.
«Lo comprendo…», iba a disculparme, pero antes ella tendió la mano hacia
mí.
—Enséñamela —pidió.
Aquel viernes, el correo incluía un montón de cartas para Salinger reenviadas
por Little, Brown y unas cuantas dirigidas a mí: los seguidores de Salinger,
que me contestaban. Abrí una que estaba pulcramente escrita con una
máquina de escribir antigua y, por razones que no logré dilucidar, sonreí con
placer. «Querida señorita Rakoff —empezaba—, si es que se llama así de
verdad. —Mi sonrisa desapareció—. Su nombre es tan ridículo que apuesto a
que es falso. No sé quién es usted, pero supongo que utiliza un pseudónimo
para protegerse. —Solté una carcajada tan estridente que distraje a Hugh de
cualquier nimiedad que estuviera haciendo y se agitó en la silla—. Bueno, sea
quien sea, le escribo para indicarle que no tiene ningún derecho a retener mi
carta, o la de cualquier otra persona, y no enviársela a J. D. Salinger. Yo no le
escribí a usted, sino a él. Si cree que puede quedarse con mi carta, está
equivocada. Haga el favor de enviársela inmediatamente a J. D. Salinger.»
Abrí la siguiente carta, que estaba escrita con una letra vivaz e infantil; se
trataba de la chica que esperaba conseguir un excelente con la respuesta de
Salinger. ¿Qué esperaba yo? ¿Una manifestación de gratitud por mis duras
pero útiles palabras? Lo que encontré fueron dos páginas llenas de
improperios escritos en un ataque de ira. «¿Quién eres tú para juzgarme? No
sabes nada de mí. Seguro que eres una vieja y reseca bruja que ni siquiera
recuerda lo que es ser joven. Igual que todos mis profesores. Yo no te he
pedido consejo. NO TE ESCRIBÍ A TI. Escribí a J. D. Salinger. Tienes celos
porque ya no eres joven y por eso quieres castigar a las chicas como yo. O
tienes celos de Salinger porque él es famoso y tú solo eres una más del
montón.» Su carta contenía una incontestable verdad: yo era solo alguien del
montón.
Alguien que empezaba a comprender por qué Hugh me había pasado la carta
modelo: para salvarme de mí misma.
—Me he puesto en contacto con imprentas más importantes —me contó Roger
un día de octubre.
Percibí en su voz una leve arrogancia que no había detectado antes. Por lo
visto, la magnitud del proyecto lo estaba afectando. Hasta entonces, había
sido un editor de libros menores, libros no detectados por el radar, libros de
los que se habían vendido cientos en lugar de miles de ejemplares. Pero ahora
se había dado cuenta de que iba a publicar una obra de Salinger. ¡Salinger! Y
de sus libros se vendían millones de ejemplares. En junio, Roger había
planeado una tirada inicial de diez mil; una cantidad superior a la de
cualquier otro libro de su catálogo. Aun así, se trataba de una cifra modesta.
Mi jefa lo había convencido de que, como decía Hugh, los coleccionistas
comprarían los diez mil ejemplares incluso antes de que llegaran a las
librerías.
—Si imprimo una tirada mayor, me encontraré con otro problema —me
explicó—. ¿Dónde almaceno los libros? Normalmente los guardo en el garaje
de mi suegro…
Pero las imprentas más grandes, las que podían manejar las tiradas
requeridas por las obras de Salinger, presentaban otro problema.
—¿Por qué cree usted que Jerry respondió a su propuesta? —le pregunté de
sopetón.
—Lo recuerdo —lo interrumpí con tanta amabilidad como me fue posible.
—Sé que eso le gustó. Pero… —Hizo una breve pausa y lo oí respirar con
pesadez. Estaba ligeramente resfriado—. Supongo… —Otra pausa—. Bueno,
no le conté cuánto me gustaban sus historias. No le dije: «¡Oh, El guardián
entre el centeno es mi novela favorita!» ni nada parecido. Mi instinto o lo que
sea me indicó que no lo adulara, que no le dijera que era un genio o… —aquí
adoptó un tono de voz estentóreo y profesional— un escritor norteamericano
importante ni nada por el estilo. Bueno, supongo que por esta razón vive en
Cornish, ¿no?
Asentí con la cabeza, olvidando por un instante que estaba hablando por
teléfono.
—Allí no está rodeado de personas que le dicen que es un genio, así que
puede ser él mismo.
—Sí —corroboré.
¡Qué suerte que supiera con exactitud quién era realmente!, pensé.
—Tenemos que pedirle a Kristina que arregle la calefacción —le comenté una
noche a Don.
Estaba arrebujada con una manta en el sofá. Todavía iba vestida con el jersey
y la falda de lana que me había puesto para ir al trabajo, y estaba
considerando volver a ponerme el abrigo.
—Podemos pedírselo —contestó él—, pero no creo que lo haga. Verás —señaló
la diminuta cocina y rio—, si no ha querido instalar un fregadero, ¿de verdad
crees que arreglará la calefacción?
Cogidos del brazo, llegaron a mi escritorio, detrás del cual yo seguía de pie y
paralizada. Creía que mi jefa estaría tensa y nerviosa, pero la verdad es que
se veía radiante, relajada y emocionada. La explicación lógica acudió a mi
mente: Salinger le gustaba de verdad. Lo adoraba. Su trabajo, a aquellas
alturas yo ya lo sabía, era mucho más que un trabajo para ella. Pero buena
parte de su trabajo implicaba ocuparse de los intereses de escritores muertos
y yo no me había detenido a pensar cómo se manifestaría su dedicación en su
relación con los vivos. Ella era el vínculo de Salinger con el mundo, su
protectora, su informadora, su portavoz. Ella formaba parte de la vida de él y
viceversa. Ella era su amiga.
—Joanna, ven que te presentaré a Jerry —me dijo con una sonrisa.
Por primera vez desde principios de junio, sus mejillas tenían color. Asentí
con la cabeza y obedecí. Salí con dificultad de detrás de mi voluminoso
escritorio. Y me moví con más cuidado del habitual, segura de que tropezaría
con un cable, chocaría la espinilla contra un cajón o avergonzaría de algún
modo a todos con mi torpeza de simple mortal deslumbrada por un famoso.
Tenía la sensación de que mis piernas estaban hechas de una sustancia
flexible y sumamente pesada, como el plomo líquido. No obstante, logré
acabar delante de mi jefa y de Salinger sin contratiempos, resistiendo al
impulso de alisarme la falda.
—No necesitamos que nos presentes. Hemos hablado por teléfono muchas
veces.
En persona, su voz era menos confusa y estridente. Me miró y sus negros ojos
brillaron, como si pidiera mi confirmación.
—Así es —corroboré.
Cuando la puerta se cerró, abrí el frío cajón metálico y toqué las ásperas
hojas. Había leído aquella carta una docena de veces y todavía dudaba sobre
qué responder. No estaba segura de qué decirle a aquel muchacho. ¿No sería
mejor entregarle la carta a Salinger y dejar que él lo decidiera?
La puerta del despacho de mi jefa siguió cerrada durante largo rato; tanto
que al final fui a comprarme la triste y habitual ensalada. Cuando regresé, la
puerta estaba abierta y Salinger y mi jefa se habían ido. Una hora más tarde,
ella regresó sola. La carta seguiría guardada en el cajón de mi escritorio.
Dos días después, el sábado, un hombre corpulento y rubicundo y con un
corte de pelo de estilo militar, se presentó en nuestro apartamento con una
caja.
Me incorporé.
—Mira, esto es la calefacción. Hay que conectarla a la tubería del gas, pero
mi marido se ha olvidado la conexión. Volverá mañana y la conectará. ¿De
acuerdo?
—¡Pero aquí hace calor! —exclamó ella con una sonrisa—. ¡Uau! ¡Mucho
calor! Estarás bien hasta mañana, ¿sí?
—Si hubiera regresado del trabajo una hora más tarde, el edificio habría
explotado —me explicó el jefe.
Había esperado la llegada del camión azul en las escaleras del edificio
delantero.
—En lugar de una tubería para gas, han utilizado una para la conducción de
agua —me explicó—. Es increíble. El gas se ha comido la tubería. Y con esa
llama encendida… —Sacudió la cabeza—. Nunca había visto un calefactor
como este. No se me ocurre dónde pueden haberlo comprado. Desde luego,
no en la ferretería del barrio. —Señaló con el pulgar hacia la esquina, donde
había una ferretería—. Parece fabricado hace medio siglo. O en otro país.
—¿Seguro?
—Su novio debería cuidar mejor de usted —dijo mientras sacaba unas llaves
de su bolsillo—. Muy bien, deje que el lugar se airee, por lo menos un par de
horas. Hemos abierto todas las ventanas. ¿Tiene algún lugar donde quedarse
durante ese tiempo?
—Buenas noches —me saludó—. Y recuerde dejar que la casa se airee bien.
Aunque haga frío, el aire tiene que renovarse. Necesita aire fresco.
A finales de mes, Max me invitó a otra lectura en el KGB. Nos sentamos con
un ameno grupo de jóvenes editores y escritores que, inusitadamente, se
quedaron hasta mucho después de terminada la lectura bebiendo whisky con
soda.
—¿Qué demonios haces todo el día para tu jefa? —me preguntó Max—. Mejor
dicho, ¿qué hace ella durante todo el día? Aparte de fumar y hablar por
teléfono, claro.
Lo miré fijamente y parpadeé varias veces con una sonrisa helada en la cara,
sin saber qué contestar. Mi silencio debió de intimidarlo, porque bebió un
reconstituyente trago de whisky y agitó las manos en señal de disculpa.
Max había entrado y salido del despacho de mi jefa con frecuencia durante las
últimas semanas; a menudo gritando. Le habían ofrecido ser socio de la
agencia y, por lo visto, habían surgido discrepancias durante las
negociaciones. Yo no estaba segura, pero sospechaba que tenía algo que ver
con el anticuado sistema remunerativo de la agencia, según el cual, el sueldo
de los agentes se calculaba a partir de la antigüedad en lugar de las ventas.
En cualquier otra agencia, Max, con su extensa y fabulosa lista de autores y
sus contratos millonarios, estaría entre los agentes mejor pagados, pero esto
no era así en nuestra agencia, donde el volumen de negocio se dividía a
partes iguales. Además, para convertirse en socio tendría que pagar unos
derechos a la agencia que seguramente ascendían a más que mi salario de un
año. Yo no tenía claro por qué no cambiaba de agencia.
Yo sabía que Max, de joven, había sido actor, como mi padre, y conservaba la
vocalización precisa de la profesión.
—¡Escucha esto! —Sus ojos negros brillaron—. Un día, creo que justo antes de
que empezaras a trabajar en la agencia, yo estaba hojeando la carpeta de
comunicación interna. Estaba llena de, ya sabes, «por favor, elimina las
siguientes cláusulas del contrato» y cosas así.
Reí. Conocía bien esas expresiones.
—Entonces vi una carta dirigida a una tal señora Ryder. —Me miró—. Empecé
a leerla y básicamente decía: «Querida señora Ryder: Muchas gracias por su
reciente carta dirigida a J. D. Salinger. Como quizá sepa, el señor Salinger no
desea recibir correo de sus lectores… —Se trataba de la carta modelo que me
habían dado al llegar. Asentí con la cabeza—. Por consiguiente, no podemos
remitirle su amable carta. Gracias, también, por enviarnos la carta del señor
Salinger de… —agitó la mano en el aire— de 1958, pero, como le decía, el
señor Salinger nos ha pedido expresamente que no le remitamos ninguna
carta dirigida a él, de modo que se la devuelvo.»
—¿Así que alguien le envió a Salinger una de sus propias cartas? —pregunté,
confusa.
—¡Bromeas! —grité.
—Te aseguro que no. —Cruzó los brazos y sonrió—. Winona Ryder, genio y
figura.
—¿Y por qué mi jefa no se la envió? —Yo conocía la respuesta, pero quería
oírla en boca de Max.
—Sí, a Salinger.
Volvió a dirigir la vista hacia el póster del hombre que sostenía un mazo, un
martillo o lo que fuera. Esbozó una sonrisa triste.
«El mundo editorial, los libros, la vida…», pensé mientras, en la fría tarde, me
dirigía al L, en la Tercera Avenida. A mí me parecía que era posible entender
uno de esos mundos, pero no los tres a la vez.
Al día siguiente, mientras archivaba medio dormida unas fichas, tropecé con
el apartado de la letra S y, como Hugh me había sugerido tiempo atrás,
inspeccioné la extensa sección hasta que encontré la carpeta de la propuesta
de El guardián entre el centeno . Allí estaba. Una ficha rosa como las que yo
rellenaba todos los días para mi jefa. Llevaban impresos los nombres de todas
las editoriales. Yo era consciente de que ahora el mundo editorial era
diferente, mucho más competitivo y despiadado que en 1950, pero de todos
modos esperaba… ¿qué? ¿Pruebas de una puja agresiva como las que Max
dirigía y sobre las que leía artículos en Publishers Weekly ? ¿Pujas en que los
editores se peleaban para conseguir los derechos sobre relatos de asesinatos
reales cometidos en la Ivy League o primeras novelas de licenciados en Iowa?
¿Una ficha llena de citas con los editores? Sin embargo, la ficha de El
guardián estaba casi en blanco. Por lo visto, la novela había pasado por las
manos de otro editor antes de Little, Brown —de hecho, meses antes de ser
propuesta a Little, Brown—, y aquel editor la había rechazado. ¡Alguien había
rehusado publicar El guardián entre el centeno !
Por otro lado, el anticipo por la novela tampoco fue desmesurado, ni siquiera
considerable. Yo sabía que cuando Dorothy Olding vendió El guardián ,
Salinger ya era conocido. Los cuentos que The New Yorker había publicado ya
le habían supuesto seguidores, aunque nada parecido a la popularidad que
conseguiría después, cuando los lectores hacían cola en los quioscos los días
que la revista publicaría un nuevo cuento de Salinger. De todos modos, en
aquella época, cuarenta y cinco años antes, lo que en realidad no era tanto
tiempo, los escritores no recibían anticipos generosos. Fuera como fuese, algo
en aquel modesto anticipo y el rechazo inicial de la otra editorial me
tranquilizaron. Salinger no había sido siempre Salinger. Al principio, Salinger,
sentado a su mesa, intentaba averiguar cómo crear una historia, cómo
estructurar una novela, cómo ser un escritor… cómo ser.
—La novela corta que me diste es muy buena —me dijo con una voz tan baja
que apenas la oí.
Si le contestaba no podría evitar esbozar una sonrisa, así que solo asentí con
la cabeza.
—Envíenosla.
Una noche realmente fría, quedé con Allison para tomar algo en un bar
oscuro y elegante que había cerca de su apartamento.
—¡Oh! —exclamé con una voz extraña y distante, como si no fuera yo, sino
otra persona.
Reflexioné acerca de Franny y Lane. ¿Por qué estaba con Don? ¿Y por qué no
me había formulado nunca esta pregunta?
—Si nos fugáramos, creo que los padres de Brett se morirían del disgusto —
respondió Jenny.
—Ya —gruñí. Intenté dominar mi enfado, pero sin éxito—. Lo que pasa es que
tú también quieres una gran boda, ¿no?
¿Por qué tenía que obligarla a pronunciarse sobre esta cuestión? ¿Por qué no
podía simplemente fingir que el gran evento se organizaba para los
conservadores padres de Brett?
—Así es —reconoció ella con cautela—. Para mí, pronunciar los votos delante
de nuestras respectivas familias y amigos tiene un significado. Y también
celebrarlo con ellos.
Bebió un sorbo de algo, probablemente algo dulce. Jenny y Brett bebían como
si fueran colegiales: Malibú con Coca-Cola, licor de melocotón con zumo de
naranja… Como si intentaran parecer, a propósito, poco sofisticados y
quisieran burlarse de las pretensiones de los «artistas»: nuestras cervezas
artesanales y vinos locales. En Staten Island tenían la botella de Malibú a la
vista, en la encimera de la cocina.
—Una boda es una especie de excusa para celebrar una gran fiesta —me
explicó.
¿Me casaría yo, al cabo de unos años, con un estudiante de Derecho que
leyera exclusivamente historias de la Gran Guerra? Intenté imaginarme a mí
misma dedicando el tiempo y la energía que Jenny dedicaba a su boda. O, aún
más importante, eligiendo un compañero para toda la vida que no
compartiera mis intereses y mi visión del mundo. Pero no conseguí
imaginarme nada de todo eso. Durante un instante, permití que mi mente se
centrara en mi novio de la universidad, a quien no había tenido el valor de
telefonear y quien, probablemente, estaba en su apartamento de Berkeley,
escribiendo notas o leyendo a Lermontov, y la añoranza me cortó la
respiración. ¿Estaría allí con él, al cabo de un año, paseando por la avenida
Telegraph mientras él me rodeaba la cintura con el brazo? Y si no era allí,
¿dónde estaría? De repente tuve una certeza. No estaría donde estaba ahora
mismo. No estaría en aquel apartamento sin fregadero. No estaría
mecanografiando cartas para mi jefa. Y, desde luego, no estaría esperando a
que Don regresara de correr.
—No estoy segura —respondí con nerviosismo. ¿Iba a invitarme a comer con
ella? Me pareció muy poco probable.
Izzy era el mensajero de la agencia. Tenía una cara llena de arrugas y era
fumador de puros. Además, se comunicaba únicamente por medio de gruñidos
y gestos de las manos, y su profunda tos de pecho lo mantenía en casa tres
días de cada cinco.
—Por supuesto.
Una hora más tarde, salí de la agencia como una exhalación, sin siquiera
ponerme el abrigo y con un paquete bajo el brazo. En la avenida Madison, el
sol brillaba intermitentemente y el aire contenía la promesa, la insinuación
del calor, pero en aquel momento era frío y unas ráfagas heladas subieron por
el interior de mis mangas. Aceleré el paso y crucé la avenida en dirección al
edificio gris que albergaba todas las revistas del grupo editorial Condé Nast.
En mi imaginación, The New Yorker tenía la sede en una casa de obra vista
situada en algún barrio elegante con calles flanqueadas por árboles y los
editores se reunían a las cuatro para tomar el té. De algún modo, suponía que
funcionaba de forma similar a la agencia.
Cinco minutos más tarde estaba en la entrada sureste, más allá del teatro
Paris y el Plaza, donde, de niña, había tomado el té con mis padres. Dejé atrás
las filas de coches de caballos y esquivé montones de estiércol. Y allí estaba:
el parque. Extensos prados y serpenteantes senderos que se entrecruzaban se
desplegaron delante de mí. De niña, yo también había jugado allí: había
trepado por la estatua de Alicia en el País de las Maravillas, había montado en
los distintos columpios y alimentado a los patos. Los patos de Holden. Los
enormes y preciosos sauces que crecían bordeando el estanque habían
perdido las hojas y el viento sacudía sus delgadas ramas. Yo estaba helada;
tenía las manos rojas y los dedos entumecidos. Me abracé y bajé el sendero
que conducía al estanque. Holden lo llamaba «lago», una palabra que, para
mí, tenía connotaciones mágicas y me hacía pensar en las sirenas de Peter
Pan , pero en mi familia siempre lo habíamos llamado «estanque». Allí estaba,
con sus aguas mansas y negras, transmisoras de presagios; unos cuantos
rayos de sol cortaban la superficie en el centro. Delante de mí, unos gorriones
marrones daban saltitos por el sendero y un par de palomas bajaron
aleteando del respaldo de un banco ante la perspectiva de conseguir comida.
Pero no había ningún pato. Allí, en la pequeña hondonada del estanque, hacía
más frío; el viento descendía veloz desde las zonas más elevadas. «El viento
chasquea y vira hacia el norte», recordé. El poema más bonito, más
comprimido y más perfecto de Merwin, quien lo compuso para Dido, su
primera mujer. Con lágrimas en los ojos, subí al pequeño y curvado puente
que cruza el estanque. Levanté la mirada hacia los elevados edificios de la
Quinta Avenida, hacia los árboles que se extendían al otro lado del puente y
hacia el sendero que conducía al zoo, adonde Holden lleva a su hermana
Phoebe. Yo también había estado allí y contemplado a las focas mientras
chillaban pidiendo pescado y mientras el agua de la piscina se desbordaba por
el borde. Entonces me llegó, por supuesto del norte, el sonido inconfundible
del agua en movimiento. Patos. Una bandada de patos se dirigía hacia donde
yo estaba con movimientos precisos y calmados; hembras de ánades reales de
color pardo y distintos tamaños. Quince o quizá veinte, con su plumaje
ahuecado y exuberante. Pasaron nadando por debajo del puente y me volví
para verlos entrar en el estanque propiamente dicho. Recorrieron el
perímetro en busca de insectos, peces o restos de bocadillos abandonados por
los cordiales excursionistas invernales. ¡Eran tan bonitos, los patos, tan
bonitos y encantadores! Se deslizaban con elegancia sobre las oscuras
profundidades del estanque y sus innumerables y diminutas plumas los
protegían del frío.
Aquella tarde, cuando llegó el correo, había una carta para mí. El remitente
era de Nebraska. Desplegué dos hojas pequeñas escritas con letras grandes y
trazo tembloroso. Se trataba del veterano de guerra.
Dejé la carta a un lado. Mi corazón seguía latiendo con fuerza. ¿Era posible
que mi padre conociera a aquel hombre? Ojalá fuera así. Descolgué el pesado
auricular y empecé a marcar el teléfono de la oficina de mi padre. Mi jefa
tosió ruidosamente y revolvió unos papeles en su santuario. Volví a colgar.
Antes de soltarlo, el teléfono sonó y me sobresalté ligeramente.
—Quisiera hablar con Joanna Rakoff —pidió una voz que no me resultaba
familiar.
—Hace unas semanas nos envió una historia. Siento haber tardado tanto en
contestarle.
—Gracias a usted por pensar en nosotros. —Tenía el tipo de voz ronca que yo
asociaba con el Lejano Oeste—. Nos encantará recibir más historias de sus
autores.
Se levantó con una pesadez que no tenía cuando la conocí y me indicó que la
acompañara. Su forma de moverse me recordó a Leigh cuando caminaba por
el apartamento con pasos largos y arrastrando los pies.
—Desde el momento que cruzaste la puerta, supe que eras el tipo de persona
que encajaría en nuestra agencia.
Don me hizo una seña con la mano desde una mesa situada junto al ventanal
delantero, nuestra zona favorita, aunque difícil de conseguir. Pero aquella
noche, la multitud que aguardaba no paraba de empujarlo y tirar su bolsa al
suelo. Cada pocos minutos, alguien abría la puerta y entraba una ráfaga de
aire helado. Pedí un café, aunque lo que realmente quería era comida; comida
y vino. No un bollo, sino comida de verdad. Quería cenar. Don balanceaba la
pierna de arriba abajo y se arrancó un padrastro. Se comía tanto las uñas que
las puntas de sus dedos se habían convertido en muñones ensangrentados. Su
diario estaba abierto frente a él y las páginas tenían manchas de sus dedos.
—Tengo noticias —le dije mientras la camarera dejaba mi café sobre la mesa.
El café del L era horroroso, pero esto no disuadía a la gente de hacer cola
para tomarlo. Miré alrededor y supuse que allí el café era lo de menos. ¡Todo
el mundo era tan atractivo! ¿Los clientes del año anterior eran igual de
atractivos? Me fijé en que Don era mayor que el resto de la clientela. No, lo
importante del L no era el café, sino estar en el L.
—Tengo noticias —repetí. Esta frase no era habitual en mí, pero quería llamar
su atención—. He vendido un relato.
—Esto es una mierda —se quejó—. Vámonos de aquí. No puedo pensar con
claridad.
—He vendido un relato —le conté de nuevo después de que pidiéramos una
ensalada de papaya y fideos de arroz.
—Creía que todos los autores de tu jefa eran fiambres —comentó Don, y se
limpió las gafas con el borde de la camiseta.
Algo había cambiado en su voz. En el L, yo era invisible para él. Esto ocurría
con demasiada frecuencia, pero ahora me veía. Había reaparecido para sus
ojos. El hecho de que pudiera desaparecer estando frente a él me asustaba y
preocupaba.
—¡Es fantástico, Buba! Quizá llegues a ser una gran agente. Como Max. —
Bebió un trago de agua con hielo—. Quizá podrías representarme, porque
James no parece estar haciéndolo muy bien.
Levanté mi vaso y bebí un sorbo de agua. No podía hablar, los pensamientos
que cruzaban mi mente eran demasiado horribles, demasiado desleales para
reconocerlos. Yo nunca lo representaría porque sabía, de hecho estaba
convencida, de que su libro no se vendería nunca. Por eso le había ofrecido la
novela a James y no a Max, porque sabía que Max no aceptaría representarla.
Yo leía originales para Max. Si la novela de Don hubiera llegado a mis manos
para evaluarla sin saber que la firmaba mi novio, habría recomendado a Max
que la rechazara con la carta estándar.
Pero esto no se lo dije a Don, por supuesto que no, sino que sonreí y me llevé
unos trocitos de papaya a la boca. En ese momento sucedió algo extraño, algo
que parecía salido de una historia de Salinger: el cocinero derramó un puñado
de chile en polvo sobre las llamas y una nube espesa de humo se dirigió
directamente a nuestra mesa. Los ojos se nos pusieron rojos y nos saltaron las
lágrimas, y a mí se me cerró la garganta, lo que me produjo una sensación
terrible y angustiosa. Pero lo que fue todavía más extraordinario es que,
durante unos instantes, vi a Don como si se encontrara al otro lado de un
abismo. El humo distorsionaba sus facciones. ¡Qué lejos estaba! ¡Qué lejos!
Cuando llegamos a casa, había un sobre dirigido a mí. Las señas estaban
escritas a mano. Al darle la vuelta vi el logo de la revista de pequeña tirada a
la que había enviado mis poemas.
«Ven —pensé mientras me cepillaba los dientes—. Por favor, ven.» Me acordé
de cuando me había salvado en Londres. Me salvó de una ruinosa residencia
de estudiantes situada junto a Cartwright Gardens y de una soledad terrible y
dolorosa que, aparentemente, solo él podía curar. Encontró para nosotros un
bonito piso en Belsize Park, con techos altos y molduras antiguas que no se
parecía en nada al apartamento helado y sin fregadero que compartía con
Don. Cuando se fue a visitar a sus padres antes de trasladarse a estudiar a
Berkeley, yo lloré y lloré, pero fue durante aquellos meses de soledad cuando
realmente pude escribir. Mientras corría por el parque Hampstead Heath, los
poemas surgieron, uno detrás de otro, y también las historias. ¿Por qué? ¿Por
qué? Lo echaba de menos terriblemente. Lloré todas las veces que hablamos
por teléfono y conté los días hasta que regresé a Estados Unidos. Si decidí no
cursar el doctorado, en parte fue porque lo echaba de menos, porque sin él
Londres me parecía un simple escenario y las bonitas casas adosadas y sus
jardines, meros accesorios de una vida que no existía para mí. Porque lo
amaba, lo amaba de verdad. Lo amé nada más conocerlo, cuando tenía
dieciocho años.
Un hilo de humo subió desde el cigarrillo hasta la cara de mi jefa y ella dio un
paso atrás, agitó la mano para dispersarlo y un poco de ceniza cayó sobre la
moqueta.
—No, no era del Post . Quizá del Journal . Trabaja para un periódico del que
no había oído hablar nunca. —Nos miró a los dos—. Por lo visto, Roger
Lathbury ha hablado con ellos. De Hapworth .
—No, no bromeo. —Mi jefa esbozó una sonrisa forzada, con la boca cerrada.
—¡Por supuesto que no he hablado con ellos! —exclamó ella. Se rio y sacudió
la cabeza—. No entiendo cómo Pam ha podido pasarme esa llamada.
—¿Cómo, si no, podían saber lo del libro? —Con un rápido movimiento, apagó
el cigarrillo en el cenicero que había en la consola situada junto a la puerta
del despacho de Hugh—. ¡Lo que está claro es que no ha sido Jerry quien les
ha hablado del proyecto!
Hugh apretó los labios. Él sabía que aquello ocurriría. Desconfió de Roger
desde el principio.
Pero yo no. Yo sí había confiado en Roger. Nunca creí que pudiera hacer algo
así. Sí temí que desbaratara el proyecto debido a su carácter nervioso, pero
nunca pensé que haría lo que Salinger más aborrecía: hablar con la prensa.
—Bueno, él había considerado que ese tío era su amigo —comentó Hugh, y se
asomó a la puerta de su despacho.
Pocos días después, mientras oscurecía y mi jefa ya se había ido a su casa —el
humo de sus cigarrillos todavía flotaba en el aire—, llamó Salinger.
—Lo lamento, Jerry —le dije. No había conseguido llamarlo Jerry hasta hacía
poco y todavía me resultaba extraño—, pero mi jefa ya se ha ido.
—Está bien —declaró con su habitual amabilidad—. Hablaré con ella mañana.
¿Puedes decirle que me llame por la mañana?
—Yo también —confirmó Jerry con una voz más grave de lo habitual—. Yo
también.
Supongo que debería haberle escrito exactamente eso, aunque solo habría
conseguido avivar su ira. Pero ella ha rondado por mi cabeza durante todos
estos años, igual que el veterano y el joven de Winston-Salem, cuya carta
todavía conservo. Sus pliegues se han suavizado con el tacto. La guardo
colgada del corcho que tengo encima de mi escritorio, como un talismán, un
recordatorio. En cierto sentido, desearía habérmelas quedado todas. La idea
de que aquellas cartas, aquellos documentos de la vida de tantas personas
acaben en la papelera me resulta más y más insoportable con el paso de los
años. Podría haberlos salvado y no lo hice.
—Pero ¡si lo estabas haciendo muy bien! —exclamó—. Vendiste aquella novela
corta y… —No terminó la frase—. Creía que eras el tipo de persona para
nuestra agencia.
La tristeza que reflejaron sus claros ojos fue demasiado para mí, aunque sabía
que, en el fondo, su tristeza no tenía que ver conmigo. ¡Ella había perdido
tanto y a tantas personas durante el último año! Max también acababa de
abandonar la agencia arrebatado por el rencor. Se fue prácticamente de un
día para otro. Y sin duda, para mi jefa, perder a su asistente no era nada
comparado con perder a Max. Yo era absolutamente reemplazable. La ciudad
estaba llena de jóvenes como yo que llamaban a las puertas de la literatura
pidiendo una oportunidad. De todos modos… flaqueé cuando ella intentó
disuadirme.
—Yo solo… —¿Podía contarle que quería ser escritora? No estaba segura—.
Hay cosas que quiero hacer. Esto me encanta. —Señalé los libros y los
despachos—. Me encanta trabajar aquí, pero hay cosas que si no las hago
ahora, no las haré nunca.
—Lo comprendo.
—Siento que soy una persona diferente a la chica que conociste —le expliqué.
—No eres tú, sino yo —respondió. Y se rio, pero no con una de sus risas
socarronas. Simplemente, se rio.
—Es posible.
Esto era verdad y no lo era. Quizá Don tenía razón. Quizá no existía una única
verdad. La verdad era cosa de colegialas.
Trece años más tarde, salí de puntillas del dormitorio de mis hijos y me dejé
caer en mi cama con un libro. A través de la ventana me llegó el ruido sordo
del tráfico, de los coches que cruzaban el puente Williamsburg y se dirigían a
Brooklyn, mi antiguo barrio. Antes de que transcurriera un año desde mi
salida de la agencia, mi abuela murió y me dejó en herencia su apartamento
en el Lower East Side. Como ella, yo estaba criando allí a dos hijos, quienes
jugaban en los mismos parques donde habían jugado mi padre y su hermano
y, antes que ellos, mi abuela y sus hermanas. Como mi padre, mis hijos
cruzaban el puente Williamsburg para visitar a sus amigos, que eran los hijos
de mis amigos. Y como le ocurrió a Holden, y también a mí, su infancia tenía
como fondo e incluso estaba marcada por las grandiosas instituciones de la
ciudad. Algunos sábados, ellos también jugaban a pasar por debajo de la
enorme ballena del Museo de Historia Natural o contemplaban las armaduras
del Met. Ellos también montaban en el tiovivo de Central Park y echaban
migas de pan a los patos en el estanque.
—¿Se trata de papá? —le pregunté a mi marido. No había oído que sonara el
teléfono, pero esto no significaba nada.
—Sé que él era… —Parpadeó repetidas veces detrás de sus gafas mientras
intentaba encontrar la forma de expresar lo que pensaba.
¿Qué lugar ocupaba Salinger en la historia de mi vida? Durante los doce años
que hacía que mi marido y yo nos conocíamos, yo había releído Franny y
Zooey y Levantad, carpinteros, la viga maestra todos los años, y El guardián
entre el centeno cada dos o tres años. Mis ejemplares de las obras de Salinger
se estaban deteriorando: las páginas amarilleaban y se habían desgastado y
las tapas estaban pegadas con cinta adhesiva. Podía haber comprado unos
ejemplares nuevos, pero no lo hice.
A nuestro hijo de dos años le había costado mucho dormirse, lo que era
habitual.
—Sí —corroboré.
Pero pocos minutos después estaba en el salón, donde cogí Franny y Zooey de
la estantería. Se trataba de una edición en tapa dura que, junto con las
ediciones en rústica de El guardián y Seymour , mis padres me habían
regalado cuando se mudaron a California; el mismo tipo de edición que había
contemplado, día tras día, durante el año que trabajé en la agencia.
Después de todos esos años, todavía me sentía como Franny, abrumada por el
sufrimiento que me rodeaba y por tantos y tantos egos. Quizá, como Holden
Caulfield, «actúo como si fuera más joven de lo que soy». Quizá seré siempre
una persona «calladamente emocional», como el muchacho de Winston-
Salem, que sabe que uno no puede ir por ahí sangrando, aunque yo no
consiga contener mi hemorragia. Quizá me había casado con alguien que se
parecía demasiado a Lane Coutell. Tres años más tarde, cogería a mis hijos y
lo abandonaría por mi novio de la universidad.
Los dos sabíamos que nunca se recuperaría. Empeoraría cada vez más hasta
el día que no pudiera moverse ni hablar, y después el final.
Gracias a Claire Dederer, Cheryl Strayed y Carlene Bauer por los ejemplos de
diversas clases de memorias y por su clara orientación sobre cómo podía
escribir las mías.