Niagara

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A

mediados del siglo XX, había en América un lugar de ensueño para cualquier pareja
de recién casados: las cataratas del Niágara. Aquellas aguas tan vivas y los lujosos
hoteles que las rodeaban prometían una luna de miel fastuosa, bañada en puro
almíbar. Ahí, en una de esas habitaciones con almohadas color de rosa y toallas
bordadas, se despertó Ariah Erskine la mañana del 12 de junio de 1950. Pensaba
encontrar a su lado al hombre que desde hacía unas horas era su marido, pero la
realidad era otra. Tras unos días de búsqueda afanosa, la joven tuvo que asumir que
era la viuda de un suicida, ahogado en las turbulentas aguas del Niágara…
Con este arranque trágico y poderoso, Joyce Carol Oates empieza a hilvanar la vida
de Ariah, una mujer que tras un rostro pálido y un cuerpo poco agraciado esconde un
carácter firme y una sensualidad peculiar. Quien va a descubrir estos encantos es Dirk
Burnaby, un abogado que pronto se convertirá en su segundo marido, y juntos vivirán
en una casa cerca de las cataratas. Con el nacimiento de tres preciosos niños, el
retrato de la familia feliz parece completo, pero el agua maldita del Niágara volverá a
reclamar sus víctimas, dejando un rastro de odio que solo el tiempo sabrá curar.

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Joyce Carol Oates

Niágara
ePub r1.0
Titivillus 11.08.2020

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Título original: The Falls
Joyce Carol Oates, 2004
Traducción: Carme Camps

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Para Nancy Van Goethem y Larry Joseph

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La cruel belleza de las cataratas
Que te llama…
¡Ríndete!
M. L. TRAU,
«The Bailad of the Niágara», 1931

Las cataratas del Niágara, que incluyen las cataratas Americanas, Velo
de Novia y la enorme Herradura, ejercen en una parte de la población
humana, quizá una cifra tan elevada como un cuarenta por ciento (de
los adultos), un extraño efecto denominado hidracopsíquico. Se sabe
que este trastorno mórbido invalida temporalmente la voluntad aun
del hombre más activo y robusto en la plenitud de su vida, como si se
hallara bajo el influjo de un hipnotizador maligno. Esta persona,
atraída hacía los turbulentos rápidos que hay en las cataratas, puede
permanecer largos minutos con la mirada fija como paralizado.
Aunque se le hable en el tono más autoritario, no oirá nada. Si se le
toca o se le intenta sujetar, tal vez aparte la mano con enojo. Los ojos
de la víctima hechizada están fijos y dilatados. Puede que exista una
misteriosa atracción biológica hacia la estruendosa fuerza de la
naturaleza representada por las cataratas, románticamente
malinterpretada como «magnífica», «grandiosa», «divina», y, así, la
desdichada víctima se arroja a su funesto destino si nadie se lo ha
advertido.
Podemos especular: bajo el influjo de las cataratas, el
desventurado individuo deja de existir y, sin embargo, desea hacerse
inmortal. Un nuevo nacimiento, no distinto de la promesa cristiana de
la resurrección del cuerpo, puede ser la más cruel de las esperanzas.
La víctima jura en silencio a las cataratas: «Sí, habéis matado a miles
de hombres y mujeres, pero no podéis matarme a mí. Porque yo soy
yo».
Dr. MOSES BLAINE,
Cuaderno de notas del médico de Niágara Falls, 1879-1905

En 1900, las cataratas del Niágara eran conocidas, para consternación


de ciudadanos locales y promotores del próspero comercio turístico,
como «El paraíso del suicidio».
Breve historia de las cataratas del Niágara, 1969

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PRIMERA PARTE
La luna de miel

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La declaración del portero
12 de junio de 1950

D esconocido y anónimo en aquel momento, el individuo que iba a arrojarse a las


cataratas Herradura apareció ante el portero del puente colgante de la isla
Cabra aproximadamente a las 6:15 de la mañana. Se trataba del primer peatón del día.
«¿Cómo iba a saberlo entonces? No podía. Pero si miro atrás, sí, debería haberme
dado cuenta. De haberlo hecho, tal vez le habría salvado».
¡Tan temprano! La hora debía de ser el amanecer, pero aquellas cortinas
cambiantes de neblina, bruma y agua pulverizada que ascendían formando continuas
nubes ondulantes desde la garganta del Niágara, de cincuenta metros, tapaban el sol.
La estación debía de ser principios de verano, pero cerca de las cataratas el aire
estaba agitado y era húmedo, abrasivo como finas limaduras de acero en los
pulmones.
El portero supuso que el individuo, distraído y extrañamente apresurado, había
atravesado directamente Prospect Park desde uno de los antiguos y elegantes hoteles
de Prospect Street. El portero observó que el individuo poseía un rostro joven-viejo
demacrado, una piel de muñeca de cera, ojos hundidos, como brillantes. Las gafas de
montura metálica le daban un aspecto de escolar impaciente. Con su metro ochenta,
era larguirucho, delgado, ligeramente cargado de espaldas, como si hubiera estado
inclinado sobre un escritorio toda su vida. Caminaba apresurado, con decisión aunque
a ciegas, como si alguien le estuviera llamando. Vestía de modo convencional, sobrio,
nada de lo que llevaría el típico turista de las cataratas del Niágara. Una camisa de
etiqueta de algodón blanco con el cuello desabrochado, traje oscuro con la americana
desabrochada y la cremallera atascada «como si el pobre tipo se hubiera vestido muy
deprisa, a oscuras». Los zapatos eran de vestir, de piel negra lustrada «como los que
se llevan para asistir a una boda o a un funeral». Los tobillos blancos como la cera,
sin calcetines.
«¡Sin calcetines! Con unos zapatos tan elegantes. Eso lo decía todo».
El portero le gritó: «¡Eh!», pero el hombre no le hizo caso. No solo iba a ciegas,
sino que también era sordo. Bueno, no oía. Se notaba que tenía la mente fija como
una bomba a punto de explotar: tenía que ir a algún sitio, rápido.
El portero le gritó más fuerte. «Eh, señor: la entrada vale cincuenta centavos»,
pero tampoco esta vez el hombre dio muestras de oír. Con la arrogancia de la
desesperación no parecía haber visto la cabina de peaje. Ahora casi corría, sin mucha
agilidad y contoneándose, como si el puente colgante se inclinara bajo su peso. El
puente se hallaba aproximadamente a un metro ochenta por encima de los rápidos y
el suelo de planchas estaba mojado, era traidor; el hombre se agarraba a la barandilla
para mantener el equilibrio e impulsarse hacia delante. Los zapatos de suela lisa

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resbalaban. El hombre no estaba acostumbrado al ejercicio físico. Las relucientes
gafas redondas también le resbalaban en la cara y se le habrían caído si no se las
hubiera apretado contra el puente de la nariz. El cabello de color rata, que le raleaba
en la coronilla del color de la cera, le rodeaba la cara mojada y demacrada formando
húmedos rizos.
Para entonces el portero había decidido dejar su cabina de peaje y seguir a aquel
hombre tan agitado. Llamó: «¡Señor! ¡Eh, señor! ¡Espere, señor!». Ya había tenido
experiencias de suicidio. Algunas veces más de las que deseaba recordar. Llevaba
treinta años en el negocio turístico de las cataratas. Ya había cumplido los sesenta, no
podía seguir el paso de aquel hombre más joven. Suplicó: «¡Señor! ¡No lo haga! ¡Por
el amor de Dios, se lo ruego: no lo haga!».
Debería haber llamado a emergencias desde la cabina de peaje. Ahora era
demasiado tarde para volver.
Una vez en la isla Cabra, el hombre más joven no se paró junto a la barandilla
para mirar hacia la costa canadiense, al otro lado del río; tampoco se paró para
contemplar la rugiente y tumultuosa escena, como haría cualquier turista normal. Ni
siquiera se paró para secarse la cara chorreante, ni para apartarse el pelo de los ojos.
«Bajo el influjo de las cataratas. Ningún mortal iba a detenerle».
Pero había que intervenir, o intentarlo. No se puede dejar que un hombre —o una
mujer— se suicide, que cometa ese pecado imperdonable ante tus propios ojos.
El portero, sin aliento, mareado, cojeaba tras el hombre más joven gritándole
mientras se dirigía hacia la punta sur de la pequeña isla, la punta de la Tortuga, sobre
la catarata Herradura. El rincón más traidor de la isla Cabra, pues era el más bello y
cautivador. Allí los rápidos adquieren una fuerza frenética. El agua gira formando
blanca espuma y se eleva casi cinco metros en el aire. Apenas hay visibilidad. El caos
de una pesadilla. La catarata Herradura es una gigantesca cascada de ochocientos
metros de largo desde el punto más alto, que cada segundo vierte tres mil toneladas
de agua sobre el cañón. El aire ruge, tiembla. La tierra se sacude bajo los pies. Como
si la tierra misma empezara a separarse, a desintegrarse en partículas, hasta su centro
líquido. Como si el tiempo hubiera cesado. Como si hubiera explotado. Como si te
hubieras acercado demasiado al radiante, vibrante y enloquecido corazón de todo ser.
Aquí, tus venas, arterias, la minuciosa precisión y perfección de tus nervios quedarán
trastornados en un instante. Tu cerebro, en el que resides, ese depósito único de ti,
será desmenuzado en sus componentes químicos: células cerebrales, moléculas,
átomos. Cada sombra y cada eco de cada recuerdo quedará borrado.
¿Tal vez sea esa la promesa de las cataratas? ¿El secreto?
«Como si estuviéramos hartos de nosotros mismos. De la humanidad. Esta es la
salida, solo unos cuantos tienen la visión».
A treinta metros del hombre más joven, el portero le vio poner un pie en el barrote
inferior de la barandilla. A modo de prueba, en el resbaladizo hierro forjado. Pero las
manos del hombre se agarraron con fuerza al barrote superior.

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—«¡No lo haga, señor! ¡Señor! Maldita sea…».
Las palabras del portero fueron engullidas por las cataratas. Le volvieron a la cara
como un frío escupitajo.
Él mismo estaba al borde del colapso. Este sería el último verano que pasaría en
la isla Cabra. El corazón le dolía, le latía con fuerza para enviar oxígeno a su aturdido
cerebro. Y le dolían los pulmones, no solo por las punzantes salpicaduras del río, sino
por el extraño gusto metálico que tenía el aire de la ciudad industrial que se extendía
al este y al norte de las cataratas, donde el portero había vivido toda su vida. «Te
agotas. Ves demasiado. Cada vez que respiras te duele».
El portero después juraría que había visto al hombre más joven hacer un gesto de
despedida en el instante inmediatamente antes de saltar: un gesto de falso saludo, un
gesto de desafío, como podría hacer un escolar descarado a una persona mayor, para
provocar; sin embargo, también era una despedida sincera, como se podría hacer a un
extraño, a un testigo al que no le deseas ningún daño, al que deseas absolver del más
mínimo asomo de culpabilidad que pudiera sentir por dejarte morir cuando podría
haberte salvado.
Y al instante siguiente el hombre joven, que había ocupado en exclusiva la
atención del portero, simplemente… desapareció.
En una fracción de segundo, desapareció. En la catarata Herradura.

«No es el primero de esos pobres desgraciados que he visto, pero por Dios que será el
último».

—Cuando el alterado portero regresó a su cabina de peaje para llamar al servicio


de emergencias del condado de Niágara, eran las 6:26 de la mañana,
aproximadamente una hora después del amanecer.

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La recién casada

- N o. Por favor, Dios mío. Esto no.


El dolor. La humillación. La horrible vergüenza. Pena no, todavía no. El
shock era demasiado reciente para sentir pena.
Cuando encontró la enigmática nota que su marido le había dejado apoyada en el
espejo del dormitorio de la suite nupcial del Rainbow Grand Hotel, Niágara Falls,
Nueva York, que ocupaban, Ariah llevaba veintiuna horas casada. Cuando a primera
hora de la tarde de aquel día se enteró por la policía de Niágara Falls de que un
hombre que se parecía a su esposo, Gilbert Erskine, se había arrojado a la catarata
Herradura temprano aquella misma mañana, y había sido arrastrado por las aguas —
había desaparecido sin dejar rastro— más allá de los rápidos del Agujero del Diablo,
como se llamaba la pintoresca atracción río abajo desde las cataratas, no llevaba
casada ni veintiocho horas. Estos eran los hechos, duros y crueles.
—Soy una recién casada que se ha quedado viuda en menos de un día.
Ariah habló en voz alta, en tono de asombro. Era hija de un ministro presbiteriano
muy venerado, ¿eso servía para algo con Dios o con las autoridades seglares?
De pronto Ariah se golpeó la cara con ambos puños. Quería aporrearse, ponerse
negros unos ojos que habían visto demasiado.
—¡Dios mío, ayúdame! No puedes ser tan cruel… no puedes.
«Sí puedo. Necia mujer, claro que puedo. ¿Quién eres tú para escapar a mi
justicia?».
¡Con qué rapidez llegó la respuesta! Un insulto que resonó tan claramente en el
cráneo de Ariah que casi creyó que aquellos extraños que la compadecían podían
oírlo.

Pero había un consuelo: hasta que se encontrara el cuerpo de Gilbert Erskine en el río
y fuera identificado, su muerte era teórica y no oficial.
Ariah aún no era una viuda, sino todavía una recién casada.

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… Despertó aquella mañana y se enfrentó al desagradable e incontrovertible hecho de
que ella, que había dormido sola toda su vida, volvía a estar sola a la mañana

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siguiente de su boda. Despertó sola aunque ya no era la señorita Ariah Juliet Littrell,
sino la señora de Gilbert Erskine. Aunque ya no era la hija solterona del reverendo
Thaddeus Littrell y señora, de Troy, Nueva York, profesora de piano y canto en la
Academia de Música de Troy, sino la esposa del reverendo Gilbert Erskine, recién
nombrado ministro de la primera iglesia presbiteriana de Palmyra, Nueva York.
Despertó sola y enseguida lo supo. Pero no podía creerlo, tenía demasiado
orgullo. No se permitió pensar: «Estoy sola, ¿verdad?».
Un clamor de campanas de boda la habían seguido hasta allí. Cientos de miles. La
cabeza le dolía tanto como si la tuviera en un torno. Sentía las entrañas como si sus
intestinos se estuvieran corroyendo y pudriendo. En aquella cama desconocida que
olía a ropa húmeda, carne húmeda y desesperación. Dónde, dónde se encontraba,
cómo se llamaba el hotel al que la habían llevado, un paraíso para la luna de miel, y
Niágara Falls era la capital mundial de la luna de miel; el pulso le latía con tanta
violencia en la cabeza que no podía pensar. Había estado casada tan poco tiempo que
poco sabía de su esposo, aunque le parecía plausible (Ariah se decía esto a sí misma
como una niña asustada podría contarse una historia para mantenerse a salvo) que
Gilbert solo se hubiera bajado de la cama con sigilo y estuviera en el cuarto de baño.
Se quedó tumbada inmóvil para oír ruido de grifos, de una bañera que se vaciaba, de
la cadena del retrete, esperando oír a pesar incluso de que sus sensibles nervios se
resistían a ello. La turbación, el azoramiento, la vergüenza de semejante intimidad
eran nuevos para ella, como la intimidad del matrimonio. El lecho matrimonial. No
había lugar para esconderse. La acre brillantina de él y la tímidamente dulce colonia
Lirio del Valle de ella en colisión. Solo Ariah y Gilbert, a quien nadie llamaba Gil,
juntos a solas jadeantes y sonrientes y decididos a mostrarse alegres, agradables y
educados el uno con el otro como siempre habían hecho antes de que la boda les
uniera en santo matrimonio, salvo que Ariah sabía que algo iba mal, de golpe había
salido del cálido estupor de su sueño para dar con esta conclusión: «Se ha ido. Se ha
ido. No puede haberse ido. ¿Adónde?».
¡Maldita sea! Ella era una tímida recién casada. Así la veía el mundo y el mundo
no estaba equivocado. En el mostrador de recepción del hotel había firmado, por
primera vez, señora Ariah Erskine, y se había sonrojado. Virgen, a los veintinueve
años. Inexperta con los hombres como con cualquier otra especie de ser. Mientras
permanecía tumbada atormentada por el dolor no se atrevía siquiera a estirar el brazo
en la enorme cama por miedo a tocarle. No quería que él malinterpretara su gesto.
Casi tuvo que recordar su nombre: Gilbert. Nadie le llamaba Gil, ninguno de los
parientes Erskine a los que había conocido. Posiblemente amigos suyos en el
seminario de Albany le habían llamado Gil, pero esa era una parte de él que Ariah
aún no había visto y no podía suponer. Era como discutir con él de la fe religiosa: se
había ordenado ministro presbiteriano de muy joven y por tanto la fe era su terreno
profesional, no el de ella. Llamar a este hombre por el diminutivo campechano de Gil

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habría sido un gesto demasiado familiar para Ariah, su prometida que acababa de
convertirse en su esposa.
Con su tono tenso y tímido él la había llamado «Ariah, cariño». Ella le llamaba
«Gilbert», pero tenía planeado que en un momento de ternura, como en una escena
romántica de una película de Hollywood, empezaría a llamarle «querido»; tal vez
incluso «Gil, querido».
A menos que todo aquello hubiera cambiado. Esa posibilidad existía.
En la recepción de la boda había tomado una copa de champán, y otra —o dos—
en la habitación del hotel la noche anterior, nada más, y sin embargo nunca se había
sentido tan drogada, tan destrozada. Tenía las pestañas pegadas como con pegamento,
en la boca notaba un sabor ácido. No soportaba la idea: había estado durmiendo así,
comatosa, con la boca abierta como un pez.
¿Había roncado? ¿Lo había oído Gilbert?
Intentó oírle en el cuarto de baño. La anticuada fontanería chillaba y rugía, pero
no cerca. Sin embargo, seguro que Gilbert estaba en el cuarto de baño.
Probablemente se esforzaba para no hacer ruido. Durante la noche había utilizado el
baño. Intentando disimular sus ruidos. Haciendo correr el agua para disimular… ¿O
había sido Ariah, que con desesperación había abierto los dos grifos del lavabo?
Ariah, con su camisón de seda de color marfil manchado, balanceándose y tratando
de no vomitar, pero al final vomitó en el lavabo, sollozando.
«No. No pienses en ello. Nadie puede obligarte».
El día anterior, al llegar a media tarde, a Ariah le había sorprendido que en junio
el aire fuera tan frío, tan húmedo. El aire estaba tan saturado de humedad que el sol
en la parte occidental del cielo parecía un farol refractado a través del agua. Ariah,
que llevaba un vestido de popelín de manga corta, sintió un escalofrío y se apretó los
brazos contra el pecho, abrazándose. Gilbert, que miraba en dirección al río
frunciendo el entrecejo, no se dio cuenta.
Gilbert había conducido durante todo el trayecto desde Troy, situada varios
centenares de kilómetros hacia el este; había insistido. Le había dicho a Ariah que le
ponía nervioso ir de pasajero en su propio coche, un Packard de 1949 negro,
pulcramente limpio y brillante. Durante el viaje se había excusado en repetidas
ocasiones y se había sonado la nariz ruidosamente, apartando la cara de Ariah. Tenía
la piel sonrojada como si tuviera fiebre. Ariah murmuró varias veces que esperaba
que no se hubiera resfriado como la señora Erskine, la madre de Gilbert, ahora suegra
de Ariah, había comentado preocupada durante el almuerzo.
Gilbert era propenso a sufrir irritaciones de garganta, infecciones respiratorias,
dolores de cabeza con sinusitis, le informó la señora Erskine a Ariah. Tenía «el
estómago delicado» y no toleraba la comida picante ni la «agitación».
La señora Erskine había abrazado a Ariah, que se entregó con rigidez a los brazos
de la rolliza anciana. La señora Erskine había rogado a Ariah que la llamara
«madre»… como hacía Gilbert.

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Ariah dijo que sí en un murmullo. Sí, madre Erskine.
Pensando: «¡Madre! ¿En qué nos convierte eso a Gilbert y a mí, en hermanos?».
Ariah lo había intentado. Ariah estaba decidida a ser una esposa ideal, y una
nuera ideal.
Un clamor de campanas de iglesia. ¡Domingo por la mañana!
En una cama extraña, en una ciudad extraña, y perdida.
Una voz femenina que le reprende al oído, y el olor del pecho empolvado con
talco. «Si nunca has bebido nada más fuerte que la sidra dulce, Ariah, ¿crees que es
sensato tomarte una segunda copa de champán… tan pronto después de la primera?».
Posiblemente no había sido la madre de Gilbert, sino la de la propia Ariah. O
posiblemente habían sido ambas madres en diferentes momentos.
Una recién casada con risa tonta y temblando. Vestida de satén y chantillí,
muchos botoncitos de nácar, velo de gasa y guantes de encaje hasta el codo que,
cuando se los quitó después del almuerzo, dejaron pequeñas hendiduras en forma de
diamante en su sensible piel como si se tratara de una exótica erupción. A la hora del
almuerzo, en la grande y lóbrega residencia de ladrillo contigua a la iglesia, se
observó a la novia llevarse a los labios con nerviosismo su copa de champán varias
veces. Comió poco, y la mano le temblaba tanto que se le cayó del tenedor un bocado
del pastel de boda. Sus ojos verdes más bien pequeños y de forma almendrada no
paraban de llorarle, como si tuviera alergia. Se excusó varias veces para acudir al
cuarto de baño. Se pintó los labios de nuevo en un tono rojo vivo como una luz de
neón; se había empolvado la nariz con demasiada frecuencia, y de cerca se le notaban
grumos de polvos. Aunque procuraba actuar con elegancia, en realidad se mostraba
torpe y desgarbada como una cigüeña. Codos puntiagudos, nariz picuda. Jamás se
habría dicho que era una experta cantante, su voz era ronca e inaudible. Aun así,
algunos declararon que Ariah era «tan encantadora», «una novia guapísima». Y sin
embargo: ¡aquellos senos tan pequeños! Era muy consciente de que todo el mundo le
miraba el pecho cubierto con el exquisito corpiño de chantillí y sentían lástima de
ella. Era muy consciente de que todo el mundo sentía lástima de Gilbert Erskine, que
se había casado con una solterona.
¿Otra copa de champán?
Declinó el ofrecimiento con delicadeza. O quizá se la había tomado. Solo unos
sorbos.
La señora Littrell, la madre de la novia, aliviada y ansiosa en igual medida, había
admitido a Ariah que sí, tal vez le parecía extraño, un corsé completo para contener
los diminutos pechos de la talla 85-A, la cintura de cincuenta y cinco centímetros y
las caderas de ochenta centímetros, pero se trataba de una boda, el día más importante
de la vida de una mujer. Y el corsé proporciona una liga para las más finas medias de
seda.
Ariah se rio como una loca. Ariah cogió algo, un trozo de seda de la atónita
costurera y se sonó la nariz con él.

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Aunque había obedecido, por supuesto. Ariah jamás se habría enfrentado a la
señora Littrell en cuestiones de protocolo femenino.
Más tarde, en la ceremonia de la mañana, mientras la señora Littrell y la costurera
la vestían, había rezado en silencio: «Dios mío, no permitas que las medias me hagan
bolsas en los tobillos. En ningún sitio donde se vea».
Y cuando comenzó la ceremonia: «Dios mío, no permitas que sude. Sé que estoy
empezando a hacerlo, lo noto. No permitas que se me vean medialunas bajo los
brazos. En este vestido tan hermoso. ¡Te lo ruego, Dios mío!».
Estas pueriles plegarias, llenas de inquietud, que Ariah supiera habían recibido
respuesta.

Poco a poco se fue sintiendo más fuerte. Hizo un esfuerzo y susurró:


—¿Gilbert? —Como uno susurraría adormilado a la pareja para despertarla por la
mañana—. ¿Gilbert, dónde estás?
Ninguna respuesta.
Mirando con los ojos entrecerrados vio que no había nadie en la cama, a su lado.
Una almohada con un hueco. La funda de la almohada arrugada. La sábana un
poco apartada, como con cuidado. Pero no había nadie.
Ariah se obligó a abrir los ojos. ¡Ah!
Un reloj de cerámica alemana sobre la repisa de la chimenea al otro lado de la
habitación y unos relucientes números dorados que, durante varios duros segundos,
no significaron nada para los ojos entrecerrados de Ariah. Luego la esfera del reloj
mostró las 7:10. La niebla que se veía fuera de la ventana del hotel empezaba a
disiparse; parecía la mañana, no el atardecer.
Entonces Ariah no había perdido el día.
No había perdido a su esposo. ¡No tan pronto!
Porque probablemente si Gilbert no estaba en el cuarto de baño estaría en alguna
otra parte del hotel. Gilbert le había hecho saber que era madrugador. Ariah supuso
que había bajado al vestíbulo con pandado oscuro de estilo Victoriano, sillones de
cuero y reluciente suelo de mármol; o posiblemente estaba tomando café en el amplio
y regio mirador que daba a Prospect Park y, a poca distancia, el río Niágara y las
cataratas. Hojeando el Niágara Gazette o el Buffalo Courier-Express con ceño. O,
con la pluma de plata que llevaba su monograma en la mano, regalo de la propia
Ariah, tal vez estaba haciendo anotaciones mientras revisaba los folletos turísticos,
mapas y panfletos con títulos como LAS GRANDES CATARATAS DE NIÁGARA: UNA DE LAS
SIETE MARAVILLAS DEL MUNDO.
«Está esperando a que me reúna con él. Está esperándome para cogerme de la
mano».
Ariah imaginaba a su joven esposo. Su atractivo era el de un hombre austero.
Aquellas gafas que centelleaban, y las ventanas de la nariz anchas y profundas de una

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manera poco natural en su larga nariz. Ariah le sonreiría alegremente, le saludaría con
un leve beso en la mejilla. Como si llevaran mucho tiempo comportándose así, con
tanta informalidad, con tanta intimidad. Pero Gilbert disiparía esa sensación
levantándose apresurado, con torpeza, sacudiendo la mesita de ratán y derramando
café, pues le habían enseñado a no permanecer jamás sentado en presencia de una
mujer.
—¡Ariah! Buenos días, cariño.
—Lamento llegar tan tarde. Espero…
—¿Camarero? Otro café, por favor.
Sentados en unas encantadoras mecedoras de mimbre blanco, uno al lado del otro.
La pareja que está de luna de miel. Entre centenares de parejas que estaban de luna de
miel, en junio, en las cataratas. Aparece el camarero negro de uniforme, sonriendo…
Ariah dio un brinco, bajó de la cama. Esta era de estilo Victoriano con cuatro
columnas, adornos de latón y dosel de ganchillo como una tela mosquitera; el
colchón estaba demasiado alto. Como una criatura con la espalda rota en varios
puntos, Ariah se movía con cautela. Colocó en su sitio un tirante del camisón de seda
que se había caído, o había sido arrancado. (Y cuánto le dolía, qué mal color tenía el
hombro… Durante la noche se le había formado un morado del tono de una ciruela).
Se le habían despegado las pestañas, aunque poco. Tenía trozos de mucosidad seca en
los ojos como arena. Y aquel horrible gusto ácido en la boca.
—Oh, Dios mío.
Sacudió la cabeza para despejarse, lo que fue un error. ¡Cómo cristales rotos!
Relucientes fragmentos de espejo yendo de un lado a otro en su cerebro.
Igual que la semana anterior, cuando se le había caído con torpeza un espejo de
mano de nácar en el suelo alfombrado del dormitorio de sus padres; el espejo,
perversamente, rebotó de la alfombra al suelo de madera y se rompió, se hizo añicos
enseguida; la asustada novia y su atónita madre miraron con desaliento esta señal de
mal augurio en el que, como devotas presbiterianas, a ninguna le estaba permitido
creer.
—Oh, madre, lo siento. —Ariah había hablado con calma aunque pensaba con
estoica resignación: «Ahora empezará. Mi castigo».
Ahora el ahogado estruendo de las cataratas había penetrado en su sueño.
Ahora el ahogado estruendo de las cataratas, inquietante como los indescifrables
murmullos de Dios, había penetrado en su corazón.
Se había casado con un hombre al que no amaba y no podría amar. Peor aún:
sabía que se había casado con un hombre que no podría amarla.
Los católicos, cuya barroca religión espantaba y fascinaba a los protestantes,
creían en la existencia de los pecados mortales. Había pecados veniales, pero los
pecados mortales eran los graves. Ariah sabía que debía de ser un pecado mortal,
castigado con la condena eterna, haber hecho lo que ella y Gilbert Erskine hacían.
Unidos en santo matrimonio, con un contrato legal que les unía para toda la vida. Al

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mismo tiempo, posiblemente, era muy corriente en Troy, Nueva York, y en todas
partes. Era algo que «con el tiempo, superaría».
(Una expresión que le gustaba a la señora Littrell. La madre de Ariah la
pronunciaba al menos una vez al día; parecía pensar que era una opinión alegre).
Ariah se quedó de pie, inestable, sobre la polvorienta y mullida alfombra rosa. Iba
descalza, sudaba y sin embargo temblaba. De pronto empezó a sentir picor. Debajo de
las sudadas axilas, entre las piernas. Un picor fuerte como si la hubieran atacado
diminutas hormigas rojas en la zona de la entrepierna.
«Mi castigo». Ariah se preguntó si seguía siendo virgen.
O si en la confusión de la noche, en un delirio de semidesnudez y ropa de cama,
besos con la boca abierta y jadeos, y el frenético hurgar del joven esposo, ella habría
podido quedar… de alguna manera… embarazada.
Ariah se apretó los nudillos contra la boca.
—Dios mío, no, por favor.
No era posible, y no iba a pensar en ello. No era posible.
Por supuesto, Ariah quería tener hijos. Eso decía. Eso había asegurado a madre
Erskine y a su propia madre. Muchas veces. Una mujer joven normal quiere hijos,
una familia. Una buena mujer cristiana.
«¡Pero tener un bebé!». Ariah dio un paso atrás con repugnancia.
—No, por favor.
Ariah llamó tímidamente a la puerta del cuarto de baño. Si Gilbert estaba allí, no
quería interrumpirle. El pestillo no estaba echado. Abrió con cautela… Un espejo
rectangular que había tras la puerta se acercó a ella como un dibujo animado burlón:
allí estaba una mujer demacrada de rostro ceniciento vestida con un camisón
desgarrado. Apartó los ojos con rapidez y el fino cristal roto que tenía dentro del
cráneo se movió de un lado a otro, reluciendo con dolor.
—¡Oh, Dios mío!
Pero vio que el cuarto de baño se encontraba vacío. Una espaciosa y lujosa
estancia de un blanco cegador con relucientes grifos de latón, jabones perfumados en
envoltorios dorados, toallas de manos con el monograma coquetamente bordado. Una
enorme bañera de porcelana blanca con patas en forma de garra, vacía. ¿Se había
bañado Gilbert? ¿Se había duchado? (No había señales de humedad en la bañera). El
baño olía severamente a vómito y varias de las toallas de rizo blancas estaban usadas.
Una de ellas descansaba en el suelo. Sobre el elegante lavabo de cerámica empotrado,
el espejo en forma de corazón estaba manchado.
Ariah recogió la toalla manchada y la colgó en el toallero. Se preguntó si volvería
a ver alguna vez a Gilbert Erskine.
En el espejo se cernía una mujer fantasmal, pero ella no quería ver su mirada
lastimosa. Se preguntó si era posible que lo hubiera imaginado todo: el compromiso
(«Mi vida ha cambiado. Estoy salvada. ¡Gracias, Dios mío!»), la ceremonia de la
boda en la iglesia de su padre y los sagrados votos matrimoniales. La película favorita

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de Ariah era Fantasía, de Walt Disney, que había visto varias veces, y estar casada no
era muy diferente de Fantasía.
Si era la hija solterona del reverendo Thaddeus Littrell y señora, de Troy, Nueva
York. ¡Una soñadora!
—¿Gilbert? —Alzó la voz, temblorosa—. ¿Estás ahí…?
Silencio.
Además del cuarto de baño, la suite nupcial Rosebud, como se la llamaba,
consistía en un dormitorio y un salón, y dos vestidores. Los muebles eran
agresivamente Victorianos, con cojines, cortinajes, lámparas de pantalla y alfombras
de color tulipán. Algunos cojines tenían forma de corazón. Ariah abrió cada uno de
los vestidores, haciendo una mueca por el dolor de cabeza. (¿Por qué se comportaba
de un modo tan absurdo? ¿Por qué iba Gilbert a esconderse en un vestidor? No quería
pensar). Vio la ropa de él, colgada con pulcritud en las perchas del hotel, en su lugar,
intacta. Si hubiera huido, ¿no se habría llevado la ropa?
No quería pensar si faltaba el Packard. Era un regalo de los Erskine a Gilbert, que
le habían hecho unos meses atrás.
¡El salón! Allí se cernía un mal recuerdo. Sobre una mesa de mármol había un
jarrón con rosas rojas un poco marchitas y una botella vacía de champán, ambos
obsequio del Rainbow Grand. «¡Enhorabuena, señor y señora de Gilbert Erskine!».
La botella estaba volcada. Ariah sintió una oleada de vergüenza. Un sabor agridulce
como bilis acudió a su boca. Gilbert solo había tomado un sorbito de su copa de
champán, con cautela. Raras veces ingería, como decía él, alcohol; ni siquiera en la
recepción de la boda. Pero Ariah sí.
Resaca. Ese era el estado en que se hallaba. No había ningún misterio en ello.
¡Resaca! ¡La mañana siguiente a su boda!
Demasiado vergonzoso. Gracias a Dios que ninguno de los mayores lo sabía.
Porque Gilbert jamás se lo diría. Ni siquiera se lo diría a madre Erskine, que le
adoraba.
«Qué desagradable. Francamente, me repugnas».
Jamás. Era demasiado agradable. Y tenía su orgullo.
Era un caballero, aunque también un muchacho inmaduro. Un caballero jamás
inquietaría a su esposa, en especial si era nerviosa y excitable. Hacía menos de veinte
horas que era su esposa. Así que Gilbert tenía que estar en algún otro lugar del hotel.
Abajo, en el vestíbulo, o en la cafetería; en el mirador que daba al césped, o paseando
por los jardines del hotel, esperando a que Ariah se reuniera con él. (Gilbert no habría
ido todavía a ver el panorama, a las cataratas, sin ella). Y aún era pronto, no eran aún
las siete y media de la mañana. Se había llevado la ropa y los zapatos y se había
vestido sin hacer ruido en el salón. Procurando no despertar a Ariah, que sabía que
estaba… exhausta. No había encendido la luz. Había ido descalzo de un lado a otro.
«Estaba desesperado por escapar. Sin que me diera cuenta».
—¡No! No puedo creerlo.

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Era extraño estar tan sola. Incluso la voz de Ariah en aquella suite absurdamente
decorada sonaba a sola. Ella suponía que el matrimonio sería diferente.
Empiezas con un deseo, y el deseo se hace realidad, y no puedes apagar el deseo.
Igual que «El aprendiz de brujo», la secuencia de la pesadilla cómica de Fantasía.
La terrible experiencia de Mickey Mouse como desventurado aprendiz de brujo, sin
embargo, tiene un final feliz cuando el brujo regresa a casa y rompe el hechizo. Pero
la situación de Ariah era muy diferente.
El hogar. ¿Dónde estaba el hogar de Ariah? Se establecerían en Palmyra, Nueva
York. En una sobria casa de ladrillo que acompañaba al nombramiento de Gilbert
como ministro. Ella no había pensado mucho en esta residencia, y no iba a pensar en
ella ahora.
Ahora, ¿dónde estaba ahora?
¿En Niágara Falls?
¡Nada menos! Chistes vulgares. Como si Ariah y Gilbert esperaran ser la típica
pareja estadounidense de recién casados.
En realidad era Gilbert, cosa extraña, quien había querido ir a las cataratas. Hacía
mucho tiempo que le interesaba la historia glacial antigua —la prehistoria geológica
— del interior de Nueva York. Una de sus citas había sido en el Museo de Historia
Natural de Albany, y otra en las cataratas Herkimer, donde un coronel retirado del
ejército tenía una colección de fósiles y objetos indios abierta al público. Por la
conversación que Gilbert había tenido con el padre de ella a la hora de la cena, que
había sido mucho más animada e interesante que la conversación de Gilbert con
Ariah, había deducido que Gilbert creía que su destino podía ser reconciliar las
supuestas pruebas de descubrimientos de fósiles en el siglo XIX con el relato bíblico
de la creación de la Tierra.
El reverendo Littrell, de edad madura, robusto y de mandíbula cuadrada, con el
aspecto sensato de Teddy Roosevelt en las antiguas fotos, se rio de semejante idea. Él
creía que el Diablo había dejado los llamados fósiles en la tierra para que los necios
crédulos los encontraran.
Gilbert había hecho una mueca al oír esto, pero, como era un caballero, no hizo
ninguna objeción.
«El camino de la ciencia y el camino de la fe». Ariah tenía que admirar a su
prometido por mantener semejante ambición.
Ella siempre había interpretado el Libro del Génesis como una versión hebrea de
un cuento de Grimm. Se trataba sobre todo de un aviso: si desobedeces a Dios Padre
serás expulsada del Jardín del Edén. Elija de Eva, tu castigo será doble: «Darás a luz
con dolor, y tu deseo será el de tu esposo, y él gobernará sobre ti». ¡Bueno, estaba
claro!
Ariah no tenía intención de entrar en debates teológicos con Gilbert, ni con su
padre. Que aquellos hombres pensaran lo que quisieran, se decía Ariah. Es para
nuestro bien, además.

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Ariah decidió llamar a recepción. Valiente, cogió el auricular del teléfono de
plástico rosa y marcó el cero. Preguntaría si… si un hombre más bien joven se
encontraba en el vestíbulo. O… en el mirador. En la cafetería. Quería hablar con él,
por favor. Era un hombre joven, delgado, que pesaba unos sesenta y cinco kilos, tenía
la piel pálida que parecía demasiado tensa para los huesos de su cara, gafas redondas
de montura metálica, vestido con pulcritud, cortés, con un aire distinguido, como si
esperara tranquilamente a ser complacido; o quisiera mostrar lo caritativo que podía
ser, lo predispuesto a cumplir con sus expectativas, aunque en el fondo se sintiera
insatisfecho… Pero cuando la operadora dijo alegremente: «¡Buenos días, señora
Erskine! ¿Qué puedo hacer por usted?», Ariah se quedó aturdida. Tendría que
acostumbrarse a que la llamaran señora Erskine. No obstante, la mayor impresión se
la llevó cuando cayó en la cuenta de que una extraña conocía su identidad; en la
centralita debía de haberse encendido una luz en el número de su habitación. Ariah
dijo con timidez:
—Solo… me preguntaba qué tiempo hace. Me preguntaba qué ponerme esta
mañana.
La operadora se rio de un modo amistoso, con práctica.
—Aunque sea el mes de junio, señora, estamos en las cataratas. Abríguese hasta
que se disipe la niebla. —Hizo una pausa para producir un efecto dramático—. Si es
que se disipa.

3
7:35 de la mañana. Ariah aún no había encontrado la nota de despedida, escrita en
una hoja de papel de escritorio del Rainbow Grand de color rosa, pulcramente
doblada y apoyada en el tocador del dormitorio. Era un pequeño espejo oval con
marco dorado en el que, en el estado angustiado en que se encontraba, Ariah no se
atrevía a mirarse.
«Dios mío. Ten piedad. Qué debe de haber visto Gilbert mientras yo dormía».
Claro que era un alivio que Gilbert Erskine no estuviera cerca.
Después de la frenética multitud del día anterior, tantas caras asfixiantes cerca de
la suya, y una locura de sonrisas como una pesadilla, y la intimidad de la cama
compartida…
Un baño. ¡Rápido, antes de que regresara Gilbert!
Ariah se habría bañado igualmente, por supuesto. Tenía la costumbre de darse un
baño cada noche antes de acostarse, pero la noche anterior no lo había hecho; si se lo
saltaba una noche, se bañaba por la mañana sin falta. A veces, en la pegajosa
humedad del verano del interior de Nueva York, en esa época anterior al aire

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acondicionado, Ariah se bañaba dos veces al día; y aun así nunca estaba convencida
de no oler.
Nada le atraía más que un baño. Un baño caliente y espumoso en aquel suntuoso
cuarto de baño, en una lujosa bañera que no tendría que limpiar después con un
limpiador holandés y un cepillo; un baño oloroso y burbujeante con sales de baño de
lila, cortesía del Rainbow Grand. Los ojos se le llenaron de lágrimas de gratitud.
«¡Dame otra oportunidad! Te lo pido por favor, Dios mío».
Por supuesto, aún había esperanzas. Ariah no creía en serio que Gilbert Erskine se
hubiera fugado.
Porque, al fin y al cabo, ¿adónde podía fugarse un ministro presbiteriano de
veintisiete años, hijo y yerno de ministros presbiterianos?
—Está atrapado, igual que yo.
Ariah abrió los grandes grifos de latón hasta que todos los espejos del cuarto de
baño estuvieron empañados. ¡Qué delicioso ambiente sofocante y perfumado! Y el
agua, tan caliente como podía soportar, para limpiarse el sudor seco y otras manchas
de su cuerpo. Los olores de su cuerpo.
Y también el cuerpo de él. Donde ella le había tocado con torpeza, sin querer. O
donde, en la confusión, le había rozado, o se había apretado contra él… No recordaba
con exactitud. Y lo que había ocurrido, aquel fluido lechoso que salía de la cosa como
de goma del hombre y se vertía sobre su vientre y en la ropa de la cama… no, no
podía recordarlo.
El grito agudo y espantado del hombre. Un grito de murciélago. Sus
convulsiones, sus gemidos en brazos de ella. No podía recordar y no era culpa suya.
Ariah también se lavaría el pelo. Estaba enmarañado y se le pegaba en la nuca. Lo
tenía un poco rizado y de un tono pelirrojo claro, tan fino que precisaba cuidados
constantes. Recogerlo con horquillas, ponerse rulos de goma para el pelo. (Había
traído algunos a su luna de miel, escondidos en la maleta. Pero evidentemente no
podía llevar esas cosas en la cama). Esta mañana no tendría tiempo de rizarse el pelo,
se lo cepillaría hacia atrás formando lo que la señora Littrell llamaba «un elegante
recogido francés» y ahuecaría los lánguidos mechones que le caían sobre la frente. Y
esperaba parecer más una bailarina que una solterona bibliotecaria o maestra de
escuela.
Se pondría un capullo de rosa clavado en el recogido francés.
Se maquillaría un poco, no se pondría la mascarilla cosmética del día anterior,
que parecía haber sido lo adecuado. Los labios pintados no de un fuerte rojo, sino
rosa coral. «Una forma diferente de feminidad. Seducción».
Y así, cuando Gilbert volviera a ver a Ariah, con una blusa estampada, una rebeca
blanca sobre los hombros, el pelo con el elegante recogido francés y sus finos labios
pintados en un tono discreto, volvería a admirarla. Volvería a mirarla con temor
reverente. (¿No la había mirado con temor reverente en una ocasión? ¿Por un
instante? ¿La hija con tendencias musicales del reverendo Thaddeus Littrell, con su

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aura de patricia de pequeña ciudad?). Él le sonreiría tímidamente, ajustándose las
gafas.
Parpadearía como si le molestara una luz brillante.
«Te perdono, Ariah. Aunque anoche me diste asco, y yo te di asco a ti.
»No puedo amarte. Pero puedo perdonarte».
Ariah dejó caer al suelo su camisón de seda de color marfil con tirantes de encaje
y corpiño de puntillas, que quedó formando un retorcido montón. Tenía manchas
secas. Y manchas tirando a oscuro… No quería mirar. Agradecía el vapor que flotaba
en el aire porque le nublaba la visión. Se metió con cuidado en la bañera de patas en
forma de garra, que aún no se había llenado del todo. ¡Ay!, el agua quemaba, pero lo
soportaría. La bañera era más grande, más incómoda que la vieja bañera de la casa de
los Littrell. Un abrevadero para elefantes. Y no tan inmaculadamente limpia como
ella creía: los grifos tenían estrechos cercos de orín, había un poco de pelusa y
pelillos ondulados flotando en el agua jabonosa.
Ariah se acomodó de mala gana en la bañera. Estaba tan delgada que casi parecía
flotar. «No mires. No es necesario». Su cuerpo amarillento magullado. Senos
pequeños duros como peras verdes. Pequeños pezones duros en aquellos senos como
capuchones de goma. Se preguntó si Gilbert se habría quedado decepcionado… Su
clavícula apretada a la pálida piel, casi traslúcida, salpicada de pecas pálidas. De niña,
Ariah se había atrevido a meterse el dedito en el ombligo, preguntándose si eso se
consideraba un acto sucio. Como tantos actos asociados al cuerpo femenino.
En la entrepierna, un mechón de aquel pelo de color óxido llamado púbico.
¡Qué embarazoso! Unos años atrás, en una presentación de un recital musical en
la escuela, Ariah había tenido un lapsus en la palabra «público» y había dado la
impresión de que decía «púbico». Se corrigió enseguida: «Público». Los asistentes
eran principalmente padres, parientes y vecinos de sus alumnos, y su rostro enrojeció:
cada peca en la constelación de pecas de su cara era una encendida estrella en
miniatura.
Por fortuna, Gilbert Erskine no se hallaba entre el público. Podía imaginarle
haciendo una mueca, entrecerrando los ojos.
Por amabilidad, nadie había mencionado jamás el desliz de Ariah.
(Aunque en privado la gente debía de haberse reído. Como se habría reído la
propia Ariah si otro hubiera cometido semejante error). En Troy, Nueva York, al
parecer se dejaban de decir muchas cosas. Por tacto, por bondad. Por lástima.
Ariah se examinó una uña de la mano que se le había roto. Se le clavaba en la
carne.
¿Un arañazo en el hombro de Gilbert? ¿En su espalda, o…?
«¿Gilbert Erskine no es demasiado joven para ti, Ariah?», no le preguntaron ni
una sola vez las primas y amigas de Ariah durante los ocho meses que duró su
noviazgo. Ni siquiera con juguetona inocencia se lo preguntó nadie.

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Ella se preguntaba si alguien no le diría a Gilbert: «¿Ariah Littrell no es
demasiado mayor para ti?».
¡Pero hacían buena pareja! Aparentaban la misma edad, casi siempre. Tenían el
mismo temperamento, eran inteligentes, aficionados a los libros, excitables y quizá
un poco egotistas, inclinados a la impaciencia, a la exasperación. Inclinados a pensar
bien de sí mismos y menos bien de la mayoría de los demás. (Aunque Ariah sabía
esconder estos rasgos, como hija sumisa). Los respectivos padres habían aprobado de
buen grado la pareja.
Era difícil calibrar quién de los cuatro mayores se quedó más aliviado: la señora
Littrell o la señora Erskine, el reverendo Littrell o el reverendo Erskine.
En cualquier caso, Ariah se había comprometido justo a tiempo. Veintinueve años
era casi el borde del precipicio, el límite del olvido: los treinta. Ariah se burlaba de
esta idea convencional y sin embargo los últimos años de la veintena, pasados los
veinticinco, cuando todas las chicas que conocía se iban a comprometer, o se casaban,
o tenían un hijo, habían sido espantosos, una pesadilla. «Dios mío, envíame a alguien.
¡Te lo ruego!». Había ocasiones, le avergonzaba admitirlo, en que Ariah Littrell,
experta pianista, cantante, profesora de música, de buena gana habría cambiado su
alma por un anillo de compromiso. Era así de sencillo. El hombre en cuestión era
algo secundario.
Y entonces se produjo el milagro: el compromiso.
Y ahora, en junio de 1950, la boda. Igual que Cristo con los panes y los peces,
mejor aún, como Cristo resucitando a Lázaro de entre los muertos, el acontecimiento
le había parecido a Ariah un milagro. Ya no tendría que seguir siendo Ariah Littrell,
la hija del ministro; la muchacha a la que todo el mundo en Troy declaraba admirar.
Ahora podría regocijarse con el inocente orgullo de ser la esposa de un ambicioso
joven ministro presbiteriano que, con solo veintisiete años, tenía su propia iglesia en
Palmyra, Nueva York, 2100 habitantes.
Ariah tenía ganas de reírse al ver la cara que ponían sus amigas cuando vieron por
primera vez el anillo de compromiso. «¡Admite que creías que nunca iba a estar
prometida en matrimonio!», tenía ganas de decir en broma, o como acusación. Pero
no decía nada, claro. Sus amigas lo habrían negado.
La ceremonia de la boda había transcurrido como en un sueño. Sin duda Ariah no
había tomado champán antes del servicio de la iglesia, sin embargo caminaba con
paso inestable, se apoyaba en el fuerte brazo de su padre, que acompañaba a su alta y
pálida hija pelirroja por el pasillo central, y una luz centelleante la cegó, luces
pulsátiles como estrellas maníacas. «Ariah Littrell, juras solemnemente amar, honrar,
obedecer, hasta que la muerte…». Nada de champán, por supuesto, pero se había
tomado varias aspirinas con Coca-Cola, un remedio casero frecuente. Le aceleraba el
corazón y le deshidrataba la boca. Probablemente Gilbert lo desaprobaría. Él estaba a
su lado en el altar, más alto, inmóvil y cauto, tratando de no sorber y recitando su
parte de la ceremonia con voz grave: «Te tomo, Ariah. Mi legítima esposa». Dos

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jóvenes temblorosos ante el altar siendo bendecidos como el ganado que está a punto
de ser sacrificado por un carnicero corriente. Unidos por el terror y sin embargo
extrañamente ajenos el uno al otro.
Lo que le esperaba a Ariah, la prueba física en su noche de bodas y en las noches
siguientes, no quería ni pensarlo. Nunca había sido una chica a la que tentaran mucho
los pensamientos prohibidos, ni las acciones prohibidas. Aunque se la veía
sorprendentemente apasionada cuando interpretaba con estruendo los movimientos
tormentosos de las grandes sonatas de piano de Beethoven, o cantando ciertos lieder
de Schubert, Ariah era una muchacha rígida y tímida en la mayoría de las reuniones.
Se ruborizaba fácilmente, evitaba que la tocaran. Sus ojos de color verde guijarroso
relucían de inteligencia y no de calidez. Si había tenido novios ocasionales eran
chicos como ella. Chicos como Gilbert Erskine, que eran jóvenes viejos y con
tendencia a tener los hombros caídos ya de adolescentes. Por supuesto Ariah se
sometía a reconocimientos médicos rutinarios por parte del médico de familia de los
Littrell, pero se podía confiar en que el anciano no utilizaría instrumentos
ginecológicos de manera extrema y siempre desistía cuando Ariah gemía de dolor e
incomodidad, o le daba una patada cuando sentía pánico. Por delicadeza femenina y
turbación la señora Littrell evitaba el tema matrimonial, y por supuesto el reverendo
Littrell habría preferido morir antes que hablar a su tensa y virginal hija de asuntos
íntimos. Dejó esta embarazosa tarea a su esposa y no pensó más en ello.
El baño caliente empezaba a marear a Ariah. O semejantes pensamientos la
empezaban a marear. Vio que su pecho izquierdo flotaba en el agua, un poco ocre,
como en sombras. Él se lo había estrujado, pellizcado. Suponía que tenía moretones
en la parte inferior del vientre y en los muslos. Entre sus piernas irritadas tenía menos
sensibilidad, como si aquella parte de su cuerpo se le hubiera quedado dormida.
¡Aquel grito de murciélago! Su rostro de muchacho sonrojado contraído como el
rostro de Boris Karloff en Frankenstein.
No había dicho: «Te quiero, Ariah». No había mentido.
Tampoco ella había susurrado: «Te quiero, Gilbert», como había ensayado,
cuando yacía en sus brazos. Sabía que estas palabras le ofenderían en semejante
momento.
Recostada en la bañera, mientras el agua perdía su humeante calor y empezaba a
hacer espuma, Ariah se echó a llorar en silencio. Las lágrimas le escocían los ojos,
que ya le dolían, y le resbalaban por las mejillas hasta caer en el agua del baño. Se
había imaginado que, mientras se bañaba, oiría que se abría y se cerraba la puerta de
fuera, y la voz animada de Gilbert:
—¿Ariah? ¡Buenos días!
Pero no había oído que se abriera ni cerrara la puerta. No había oído la voz
animada de Gilbert.
Pensó que, mucho antes de conocer a Gilbert Erskine, mientras iba aún al
instituto, se había encerrado en el cuarto de baño de casa y se había examinado con

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un espejito después de bañarse. ¡Oh, había estado a punto de desmayarse! Era tan
horrible como donar sangre. Había visto, entre sus delgados muslos, en el interior del
húmedo y rizado mechón de vello púbico, una curiosa pequeña protuberancia como
una lengua, o uno de esos viscosos órganos que sacas con cuidado de un pollo antes
de asarlo; y se quedó mirando con espantada fascinación un agujerito en la base de
esta protuberancia, más pequeño que su ombligo. ¿Cómo diablos podía caber en un
espacio tan diminuto la cosa de un hombre? Peor aún, ¿cómo podía salir un bebé por
un espacio tan pequeño?
Esa revelación había dejado a Ariah debilitada por el terror, el miedo y la
repulsión durante horas. Tal vez aún no se había recuperado.

4
Allí estaba. La nota. Tan llamativa. Como un grito. Apoyada en el espejo del tocador.
Ariah jamás comprendería cómo, o por qué, no se había fijado antes.
Escritas en el papel de color rosa del hotel, con una letra garabateada con prisas
que a Ariah le habría costado identificar como la de Gilbert, estaban estas palabras:

Ariah, lo siento… no puedo…


He intentado quererte
Me marcho a donde mi orgullo debe llevarme
Sé… que no puedes perdonarme
Dios no me perdonará

Con esto nos libero a los dos de nuestro juramento.

Sobre la alfombra había una pluma de plata con un monograma grabado. Debió
de dejarla con descuido y se cayó al suelo.
Durante mucho rato (¿cinco minutos?, ¿diez?). Ariah permaneció paralizada, con
la nota en su temblorosa mano. La mente se le había quedado en blanco. Al fin
prorrumpió en llanto, fuertes y roncos sollozos que le sacudían todo el cuerpo.
Como si, después de todo, le hubiera amado.

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El buscador de fósiles

¡ C orre, corre! Corre por tu vida.


Por fin amaneció. Toda la noche el estruendoso río le había estado
llamando. Toda la noche, mientras rezaba para reunir fuerzas para lo que debía hacer,
el río le había estado llamando. «¡Ven! Aquí hay paz». Siglos atrás los tuscaroras lo
llamaron el río del Trueno. Las cataratas del Trueno. Los indios ongiara lo llamaban
Agua Hambrienta. Devoraba al incauto, y los sacrificios. Aquellos que se arrojaban a
sus borboteantes aguas para ser arrastrados al olvido y a la paz. Cuántas almas
torturadas repudiadas por Dios habían hallado paz en esas aguas, cuántas habían sido
destruidas y devueltas a Dios, no podía saberlo. Seguramente había habido centenares
como él, quizá miles. Desde el principio de la historia escrita en esta parte de
Norteamérica, en el siglo XVI. Muchos de ellos eran paganos, pero Jesús tendría
piedad de ellos. Jesús tendría piedad de él. Jesús le concedería el perdón, como a Él
en su cruz se lo habrían concedido si lo hubiera deseado. Pero Él no había precisado
semejante consuelo, pues era el hijo de Dios y había nacido sin pecado y sin la
capacidad o el ansia de pecado. Él jamás había tocado a mujer alguna, jamás había
gritado en extática entrega al tosco roce de una mujer.
Amanecía, había llegado el momento. Había vivido demasiado. ¡Veintisiete años
y tres meses! Decían que era joven, le consideraban un prodigio, pero él sabía que no
lo era. Había vivido un día y una noche de más. «¿Tomas a esta mujer como a tu
legítima esposa? Hasta que la muerte os separe», y por eso no podía soportar una
hora más. Salió con sigilo de la cama. Apartó con cuidado la ropa de la cama que olía
a los cuerpos de ambos. Mientras la mujer que era la señora Erskine, la legítima
esposa, dormía profundamente, de espaldas como si se hubiera caído de una gran
altura, inconsciente, sin pensar, con las manos hacia arriba en señal de asombro, la
boca abierta como un pez y respirando de un modo idiota con un ronquido húmedo
que le irritaba, le hacía desear rodearle el cuello con los dedos y apretar. ¡Corre,
corre! No mires atrás. Recogió su ropa, sus zapatos, salió de puntillas al salón donde
una pálida y fría luz en la ventana dejaba ver la habitación decorada de color rosa de
un modo recargado. «La suite nupcial, un paraíso para dos. Lujo e intimidad. ¡Un
idilio que jamás olvidará!». Se abrochó con torpeza, mascullando para sí mientras se
vestía apresuradamente, se ponía los zapatos a la fuerza y salía a toda prisa.
¡Corre, corre! Por tu vida.
Estaba demasiado inquieto para esperar el ascensor y bajó por la escalera de
incendios. Cinco pisos. Según el reloj Bulova (regalo de sus orgullosos padres
cuando se había graduado como el primero de la clase en el Seminario Teológico de
Albany) que no había olvidado ponerse en la muñeca, pues G era persona que
observaba ciertos rituales rutinarios aun en la exaltada hora final de su vida, eran

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poco más de las seis de la madrugada. El vestíbulo del hotel estaba casi vacío. Había
algunos miembros del personal uniformados que no se fijaron mucho en él. Fuera, el
aire era frío y muy húmedo. Junio, el mes de las novias. Junio, la estación del amor
joven. Junio, una burla. Si según el reloj de G debería ser el amanecer, según el cielo
real sobre la garganta del Niágara era una hora sin tiempo, envuelta en la neblina,
reluciendo hoscamente como el fondo de una olla frotada con estropajo y oliendo
principalmente a algo sulfuroso, metálico. «¡Niágara Falls! ¡La capital mundial de la
luna de miel!». Lo había sabido desde el principio, tal vez. Nunca se había engañado
en realidad. Le presentaron a la mujer pelirroja, ansioso G por establecerse gracias a
su influyente padre el reverendo Thaddeus Littrell de Troy, Nueva York. Le
presentaron a la mujer pelirroja, cuyos labios rojos se ondularon formando una
sonrisa vacilante y esperanzada mientras sus ojos verdes le miraban fijamente,
brillantes e inflexibles como el cristal. Y había pensado, en su locura, vanidad y
desesperación: «¡Una hermana! Una como yo».
Caminaba deprisa. Los pies desnudos con zapatos de vestir, que le rozaban en los
talones. Había sido un error no ponerse calcetines, pero no había tenido tiempo. Tenía
que llegar al río, tenía que llegar allí. Como si solo allí pudiera respirar. Las anchas
aceras de Prospect Street estaban llenas de charcos de un chaparrón reciente. La calle
empedrada relucía. Bajó a la calzada y un traqueteante tranvía apareció de la nada y
se abalanzó hacia él e hizo sonar una estridente bocina; él escondió la cara para que
nadie pudiera reconocerle después de verle en los periódicos locales. Porque sabía
que la vergüenza y desesperación de su acto le sobrevivirían, y su valor quedaría
oscurecido, pero no le importaba porque era el momento, Dios jamás le perdonaría,
pero Dios le concedería la libertad. Esa era la promesa de las cataratas. Durante toda
la noche oyó su rugido ahogado y ahora al aire libre lo oía con más claridad, y sentía
vibrar la tierra misma bajo sus pies con su poder. «¡Ven! Solo aquí hay paz».

Qué orgullo, qué fervoroso triunfo. Diez meses antes.


Al anunciar por teléfono con voz temblorosa: «Estoy comprometido, Douglas», y
su amigo habló con afecto, espontáneamente: «¡Enhorabuena, Gil!». Y él había dicho
casi con jactancia: «¿Vendrás a mi boda? Está prevista para el próximo junio». D
dijo: «Claro que sí, Gil. Eh, es una noticia fantástica. Me alegro mucho por ti». G
dijo: «Yo también estoy contento». D dijo: «¿Gil?», y G dijo: «¿Qué, Douglas?», y D
preguntó: «¿Quién es ella?», y por un instante G no pudo pensar y balbuceó:
«¿Quién?», y D dijo, riendo: «Tu prometida, Gil. ¿Cuándo la conoceré?».
D se había quedado impresionado (¿no?) cuando se había enterado de quién era la
prometida de su amigo. De quién era hija. Profesora de música, pianista y cantante.
En el seminario habían sido tipos muy opuestos. Sin embargo, habían hablado
apasionadamente hasta altas horas de la noche: de la vida y de la muerte, de la
mortalidad y de la vida eterna. Jamás habían hablado del suicidio. Jamás de la

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desesperación. Porque, siendo jóvenes cristianos que estudiaban para ser ministros,
¿por qué iban a desesperarse? Ellos eran los portadores de buenas noticias. En
cambio, hablaban con fervor del final de la adolescencia del amor —del amor
maduro, el amor entre un hombre y una mujer, lo que un matrimonio cristiano de
mediados del siglo XX debía ser—. Por supuesto, hablaban de tener hijos.
Jugaban al ajedrez, que era el juego de D. Iban de excursión y a veces buscaban
fósiles en barrancos y lechos de riachuelos ricos en esquisto, que era el juego de G
desde que era niño.
D no había podido asistir a la boda de G. G se preguntó si asistiría a su funeral. Si
es que puede haber un funeral sin un cuerpo. Porque tal vez jamás encontraran su
cuerpo. Sonrió al pensar en esto. A veces, al saltar a las cataratas, algún ser humano
se perdía para siempre. Incluso se sabía de pequeñas barcas que se habían
desintegrado de tal manera que jamás se habían recuperado o identificado sus restos.
La paz del olvido.
G no había dejado ninguna nota para D. Solo había garabateado una nota para A,
su esposa, por un sentido del deber que no sugería (eso esperaba, pues no era cruel)
nada del odio que sentía por las mujeres. Pero D le perdonaría; eso creía.
D tenía ahora su propia vida, apartada. Desde hacía años. Era ayudante del
ministro de una gran iglesia próspera, de Springfield, Massachusetts. Era un
orgulloso esposo y padre de unas gemelas de dos años. Convertir a D en cómplice de
algún tipo, aunque solo fuera de segunda o tercera mano, sería un acto pecaminoso.
Hacer compartir a D un secreto tan vergonzoso. A menos que fuera un secreto tan
bello. «No puedo amar a ninguna mujer, Dios sabe que lo he intentado. Solo puedo
amarte a ti». D se unía a G en sus paseos en busca de fósiles. De niño había
empezado a recoger puntas de flecha indias y objetos, pero los fósiles le fascinaban
más. Esos restos delicados de un tiempo perdido y apenas imaginable anterior a la
historia humana eran como misteriosas obras de arte, impresiones óseas de
organismos en otro tiempo vivos de una era de millones de años —¡insondables
sesenta y cinco millones de años!— antes de Cristo. Un mundo de tiempo lento en el
que mil años no eran sino un instante y sesenta mil años eran un espacio de tiempo
demasiado breve para ser medido con métodos geológicos de datación de fósiles.
Cuando era un muchacho de trece años había confeccionado una red de malla fina
unida a un marco de madera para poder caminar por los lechos de los riachuelos y
cribar el blando fango negro en busca de fragmentos de huesos y rocas fósiles, los
dientes de antiguos tiburones y rayas; los contornos de antiguos calamares
calcificados en una especie de ámbar. ¡En un lugar tan tierra adentro como Troy,
Nueva York! G no podía creer, como su padre, que el Diablo hubiera plantado los
llamados fósiles en la tierra para confundir a la humanidad; para arrojar dudas sobre
el relato de la creación que aparece en el Génesis: que Dios hubiera creado la Tierra y
las estrellas y todas las criaturas de la Tierra en siete días y noches, no más de seis

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mil años atrás. (¡Seis mil! G sonreía al pensar en ello). No obstante, se resistía a la
hipótesis de la evolución. Ceguera, accidente. ¡No! No era posible.
Y sin embargo: ¿podía ser cierto que el noventa por ciento de todas las especies,
flora y fauna, que habían vivido se hubieran extinguido y que las especies se
estuvieran extinguiendo continuamente, a diario? ¿Por qué Dios creó tantas criaturas,
solo para dejarlas luchar frenéticamente unas con otras por la existencia y después
caer en el olvido? ¿La humanidad también desaparecería algún día? ¿Era este el plan
de Dios? Porque sin duda existía un plan. La cristiandad debía comprender, y
explicar. El padre de G se negaba a discutir estos temas con G. Hacía tiempo que
había llegado a la conclusión de que la ciencia era una falsa religión, poco profunda,
y que en definitiva lo único que importaba era la fe profunda y permanente. «Ya lo
verás, hijo. Con el tiempo». Algunos de los profesores más jóvenes de G en el
seminario estaban más abiertos a discutir estas cuestiones, pero también estos
hombres tenían respuestas limitadas y estaban desinformados en cuanto a la ciencia.
Para ellos, existía poca diferencia entre seis mil años, sesenta y cinco millones de
años y quinientos millones de años. ¡Fe, fe! G se quejaba a D: «¿De qué sirve la fe si
se basa en la ignorancia? Yo quiero saber». Pero D decía: «Mira, Gil: la fe es una
cuestión práctica, cotidiana. No puedo dudar de la existencia de Dios y de Jesús más
de lo que puedo dudar de la existencia de mi familia o de ti. Lo que importa es cómo
nos relacionamos con ellos, y uno con otro. Y eso es todo lo que importa».
Esta respuesta conmovió a G. Su sencillez, y la sensatez esencial de semejante
actitud. Sin embargo, él dudaba de que pudiera quedarse satisfecho con ella. Siempre
quería más…
«Tal vez ese es tu destino especial, Gil. Dar sentido a estas cosas. Juntar la ciencia
y la fe. ¿Alguna vez has pensado en ello?».
D se mostraba muy serio cuando decía esto. Parecía pensar que G, graduado de
un seminario protestante provincial del interior del estado de Nueva York,
prácticamente sin conocimientos de ciencia, podría ser capaz de semejante tarea.
Nadie más que D había tenido jamás semejantes ambiciones para G.
Nadie más que D le había llamado jamás Gil.
Bueno, eso ahora había terminado. G dejaría atrás su colección de fósiles, en casa
de sus padres. En su habitación infantil, en cajones y cajas de cartón. En el instituto
había empezado a llevarlos para mostrárselos a los profesores de ciencias, que
intentaban identificarlos y datarlos. ¿Sabían más sus profesores que el propio G?, se
preguntaba él. Quería creer que sí. Ellos le aseguraban que, al menos, los fósiles
tenían millones de años. ¿Centenares de millones? Estaba la era cambriana y la era
del cretáceo. Los fósiles de la región interior de Nueva York podían pertenecer a la
Edad de Hielo. La era de los dinosaurios. La era del hombre de Neanderthal. Le
emocionaba pensar que aquellos objetos misteriosos habían acabado en sus manos.
No existían accidentes en el plan divino, y él sabía que Dios había querido que él
fuera ministro; puesto que Dios le había permitido hallar aquellos fósiles, también

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había de existir una razón. Algún día conocería esa razón. Tenía intención de hacer
cursos de paleontología, paleozoología, en alguna distinguida universidad como
Cornell… Por alguna razón, jamás lo hizo. Se preguntaba si había tenido miedo de lo
que pudiera aprender.
«Que no tienes ningún destino especial. Ni tú ni la humanidad».

Tan temprano, un domingo por la mañana, la ciudad se hallaba casi desierta. Sin
embargo, las campanas de la iglesia parecían sonar continuamente; un estridente
clamor. Quería taparse los oídos con las manos. Nunca se había fijado en lo molesta
que era su fe. ¡Ahí estamos! ¡Cristianos! ¡Rodeándote! ¡Llevándote noticias de los
Evangelios! ¡Buenas noticias! ¡Ven y sálvate! Él encontraba mucho más seductor el
monosilábico rugido de las cataratas.
Jadeando, hizo esfuerzos por caminar a paso normal, por si algún agente de
policía le veía y adivinaba sus intenciones. Su rostro; su rostro ajado. El rostro de un
muchacho que había envejecido años en una sola noche. Los ojos hundidos en el
rostro. Tenía miedo de que en su semblante irradiara de forma inconfundible la
liberación de la desdicha que buscaba.
Pero le costaba fingir calma. Se sentía como una fiera salvaje atada a una correa.
Si alguien se interponía en su camino o intentaba detenerle, si la mujer hubiera
intentado detenerle, la habría apartado de sí con furia.
No sentía desesperación; en absoluto. La desesperación sugería docilidad,
pasividad, renuncia. Pero Gilbert Erskine no iba a renunciar a nada. Otro hombre
regresaría a la suite del hotel, a la legítima esposa. La cama, la entrepierna de color
rojo óxido. La boca de pez gimiendo y los ojos en blanco, y los bebés a la larga, un
íntimo mal olor de pañales. Aquel era el verdadero destino de Gilbert Erskine. La alta
y sobria casa de Palmyra, Nueva York, de ladrillo de color barro y tejado de tablillas
y una congregación de menos de doscientas personas, la mayoría de edad madura y
ancianos, a los que el joven ministro debía demostrar lo que valía. Ganarse su
confianza, su respeto, a la larga su amor. ¿Sí? Pero no.
No para G. Él actuaba por valor, por convicción. Dios no le perdonaría. «Pero
Dios me conocerá tal como soy».
El rugido de las cataratas, como el rugido de la sangre en los oídos, que penetraba
en su febril cerebro mientras yacía sin dormir en aquella cama. Recordando la
vanidad de su primer encuentro. Él había creído que aquella mujer era una hermana;
qué broma tan cruel, tan tosca. Cómo se habían conocido. Ahora lo sabía. Los padres
de ambos habían planeado con astucia el encuentro, ahora lo veía. Los padres de ella
estaban desesperados por que se casara la solterona fea y seria. (¿Era posible que les
preocupara la masculinidad de él? Al menos al reverendo Erskine). ¡De modo que
Ariah y Gilbert no eran más que peones en un tablero de ajedrez cuando creían ser
jugadores!

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Anoche. Su vida le pasó escorada como si ya se estuviera ahogando en el río.
Rota como una muñeca de plástico barata en las cataratas. A su lado la mujer que
dormía y roncaba. Una mujer borracha. Su noche de bodas y una mujer borracha.
¡Corre, corre! Tenía que arrojarse a la más monstruosa de las cataratas, la Herradura.
Nada inferior sería suficiente. En la sensación expansiva que tenía de sí mismo, temía
sobrevivir. Temía ser arrancado del agua que giraba al fondo de las cataratas, roto y
lisiado. ¿Habría equipos de rescate de guardia tan temprano? Deseaba la extinción
total, la eliminación. Borrar para siempre de su mente el rostro goloso y manchado de
la mujer pelirroja. Durante los largos meses de su compromiso había sido casta y
virginal y fría al tacto como un carámbano, y aquella sonrisa de labios finos y actitud
torpe… Bueno, se había dejado engañar. Como un inocentón del Diablo, se había
dejado engañar. ¡Él, Gilbert Erskine! El más escéptico de los seminaristas. El más
librepensador. Él, que se había enorgullecido de esquivar durante años las artimañas
de las mujeres, que eran unas cabezas de chorlito y unas atontadas. Estaban
desesperadas por casarse. Todas ellas, desesperadas por estar prometidas;
vergonzosamente ansiosas por llevar un anillo, por presentarse con jactancia ante el
mundo. «¿Lo veis? Me aman. Estoy salvada». Pero Ariah Littrell le había parecido
muy diferente. De otra especie. Una mujer joven a la que podría respetar como
esposa, una mujer que era casi igual a él socialmente y casi igual a él
intelectualmente.
Le amargaba que D no hubiera preguntado: «¿Amas a esa mujer, Gil?».
Tenía intención de haberle contestado: «Tanto como tú amas a la tuya».
Así que se decidió. Colocaría el anillo en el delgado dedo de ella.
¡Corre, corre!
El agua le salpicaba la cara como saliva. El rugido de las cataratas se había ido
haciendo cada vez más fuerte. Las gafas se le estaban quedando empañadas, apenas
veía el pavimento delante de él. El puente. El puente colgante de la isla Cabra.
«Ámame por qué no puedes amarme por el amor de Dios por qué no puedes. ¡Hazlo,
HAZLO!». La isla Cabra era lo que él quería. La había señalado en el mapa turístico.
Con la pequeña pluma de plata que ella le había regalado, con sus iniciales G. S.
grabadas. ¡Su orgullo en aquel objeto! «Me aman, estoy salvado».
Sus tímidos besos con la boca seca, toqueteándose. El cuerpo de ella tensándose,
erguido el duro pequeño esqueleto cuando él la tocó, cuando la rodeó con sus brazos.
«Como hacen en las películas. Fred Astaire, Ginger Rogers, ¡bailemos! Es muy
fácil».
Él sabía que ella no le amaba. Claro que lo sabía. Sin embargo, creía (¡casi!) que
él la amaba. «Llegaría a amarla, a su legítima esposa. Con el tiempo».
Como su padre había llegado a amar a su madre, suponía. Como todos los
hombres llegaban a amar a sus esposas.
Pues, ¿no había impuesto Dios a la humanidad: «Creced y multiplicaos»?
¡Corre! De lo contrario la vergüenza le paralizaría.

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Champán en la recepción, y en la habitación del hotel. Él no lo sabía. No lo había
adivinado. Aquella mujer de huesos delicados bebiendo sedienta como un jornalero.
Sin hacer caso de las diplomáticas indicaciones que él le hacía de que tal vez ya había
tomado suficiente. Riéndose, secándose la boca manchada con el dorso de la mano.
Quitándose los zapatos de una patada. Cuando intentó ponerse de pie se había
balanceado, mareada; él se había abalanzado hacia ella para sujetarla. Ella había
estado a punto de caerse, se apoyó en sus brazos. Qué diferente de la estirada hija del
ministro que había conocido. Ariah Littrell con sus blusas blancas fruncidas, sus
cuellos estilo Peter Pan y vestidos bien planchados y faldas de franela. Zapatos de
tacón alto bien lustrados e inmaculados guantes blancos. Que Ariah tuviera casi tres
años más que G, a este en secreto le complacía. Era como un triunfo, pues sabía que
ella tenía que estarle agradecida por haberla elegido. Y no quería por esposa a una
mujer inmadura, daba por sentado que él sería el cónyuge inmaduro. Ariah cuidaría
de Gilbert tal como había hecho su madre, que le adoraba, durante veintisiete años. Si
estaba dolido, hosco, irritable, decepcionado, Ariah le comprendería y perdonaría. Si
se inflamaba en un ataque de genio infantil, ella le perdonaría. Él confiaba en todo
esto. Un joven ministro ambicioso precisa una esposa astuta, madura y responsable.
Atractiva pero no en exceso. Y Ariah estaba dotada, al estilo de las pequeñas
ciudades, de un talento raro: a él le había impresionado que tocara el piano, y la
calidad de su voz de soprano. En un recital de Navidad Ariah Littrell cantó «Noche
de paz» de un modo tan bello que ella misma se veía hermosa. ¡Su piel cetrina estaba
radiante! Los ojos más bien fríos, pequeños, relucían como esmeraldas. La boquita
fruncida se abría con elegancia para dar forma a palabras incomparablemente dulces.
«Noche de paz, noche de amor…». G, sentado con el reverendo Littrell y su esposa,
quedó sorprendido. No esperaba disfrutar mucho con el recital, pero en cuanto Ariah
salió al escenario, hizo una seña con la cabeza al pianista que le acompañaba y
empezó a cantar, sintió un escalofrío con… algo. ¿Orgullo? ¿Codicia? ¿Atracción
sexual? Aquella mujer hermosa, de actitud fría, que cantaba ante un público que la
admiraba, vestida de un modo extraordinario con una falda larga de color vino, un
fajín y una blusa de seda blanca de manga larga, levantaba la mirada como si buscara
el cielo. Sus delgados dedos ahuesados apretados al pecho en gesto de plegaria. El
cabello que a la luz corriente era apagado, débil, brillaba a la luz del escenario. Unas
sutiles manchas de carmín daban vida a su rostro. «Noche de paz, noche de amor…».
G apretó los puños pensando sí, sí que amaría a aquella mujer notable. La haría suya.
Corre por tu vida.
La ceremonia de la boda había transcurrido de forma confusa, como un paisaje
neblinoso vislumbrado desde la ventana de un vehículo que avanza a toda velocidad.
Aunque D no se hallaba presente, no le había sido posible acudir, G no dejaba de
verle por el rabillo del ojo. D, sonriendo y asintiendo para darle ánimos. «¡Sí! ¡Bien!
¡Lo has hecho, Gil, y por tanto puedes!». En la recepción ella había empezado a
beber y en el camino de Troy a Niágara Falls se había quedado dormida, con la

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cabeza apoyada en su hombro de un modo que le molestaba, pues era tan íntimo y sin
embargo inconsciente, sin pensar. Y en la habitación del hotel se había bebido casi
toda la botella de champán que les aguardaba. Charlaba con nerviosismo, con lengua
de trapo. Se reía y se secaba la boca. Tenía carmín en los dientes, la ropa
desarreglada. Al levantarse, se mareó y perdió el equilibrio; él había tenido que
abalanzarse sobre ella para sujetarla. «¡Ariah, cariño!». Mientras se preparaba para
acostarse se reía y tenía hipo y tropezó con él. Cuando él se inclinó para besarle los
labios húmedos y abiertos notó un sabor a alcohol y sintió pánico. El corazón le latía
a toda velocidad. La cama era ridículamente grande, el colchón estaba tan alto que
Ariah insistió en que él la subiera a la cama. Por todas partes había cojines de
terciopelo en forma de corazón, con fundas de encaje como redes para atrapar peces
incautos. Era un santuario dedicado… ¿a qué? Ariah yacía en la cama como una torpe
nutria marina con su camisón de seda de color marfil, hipando, apretándose los
nudillos contra la boca y tratando de no prorrumpir en carcajadas. O tal vez era llanto
histérico.
Él no sabía qué esperar, no había querido pensar en lo que le esperaba, pero, Dios
mío, no esperaba esto. Ella le hizo arrodillarse a su lado, excitado y temblando como
en un sueño febril de morbosa degradación. Bajo su vacilante peso ella se retorcía y
gemía. De pronto le rodeó el cuello con los brazos —¡fuerte!— tan fuerte como los
tentáculos de un pulpo, y le besó de lleno en los labios. ¿Aquella era Ariah Littrell, la
hija solterona del ministro? Torpemente seductora, cerró uno de sus párpados. No
podía soportarlo, sus manos calientes golpeándole a ciegas. Ella gemía su nombre,
que en su boca sonaba obsceno. Le toqueteaba el pecho, el vientre y la entrepierna.
¡El pene! Que una mujer le tocara allí, de aquel modo… Con un gemido gutural
suplicó: «Ámame, por qué no puedes amarme, por el amor de Dios. ¡Hazlo!
¡HAZLO!». Mostrando las encías, los húmedos dientes. Un mechón de vello de color
óxido entre los muslos apretados de ella. Le resultaba fea, repulsiva. «Maldita sea,
por favor, qué te pasa ¡HAZLO!». Apretaba su entrepierna contra la de él. La pelvis.
Él tenía ganas de pegarle con los puños, golpearla hasta que quedara inconsciente y
no le conociera. Él también gemía, suplicando: «¡Para! ¡No lo hagas! Me repugnas».
En realidad era posible que le hubiera pegado, no con la palma de la mano
exactamente, por instintiva autodefensa, golpeando su espalda contra las enormes
almohadas. Pero ella se había reído. A menos que estuviera llorando. La cama de
latón crujía, se movía y ladeaba como un bote borracho. El codo de él le rozó el
pecho. Había algo ofensivo, obsceno en los pequeños senos duros, los pezones de
aspecto hinchado. Gritó y le escupió que le dejara en paz pero ella le toqueteaba a
ciegas, le agarraba, sus fuertes dedos le aferraron el pene como en la más lasciva de
las fantasías sexuales adolescentes. Para su horror, un estridente grito acompañado de
un estremecimiento se le escapó de los labios cuando su lechosa semilla brotó de él
desgarradora y dulce como un enjambre de abejas. Se derrumbó sobre ella entonces,
jadeando. Su cerebro se había extinguido, como una llama que se ha apagado. El

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corazón le latía peligrosamente fuerte. Ambos mantenían firme el cuerpo viscoso por
el sudor.
Más tarde la oiría tener náuseas y vomitar en el cuarto de baño.
Un delirio de sueño le inundó como espumosa agua sucia. En la confusión de un
sueño creyó que tal vez había asesinado a la mujer cuyo nombre no lograba recordar.
«Legítima esposa. La muerte os separe». Le había partido el cuello. Asfixiado en la
olorosa ropa de la cama. Golpeado y arañado entre sus piernas. Estaba tratando de
explicárselo a su padre, y a su amigo D, a quienes había traicionado. No podía
soportarlo. Jamás volvería a hacerlo.

¡Corre, corre!
Cruzó el puente de madera sobre los rápidos. Le dolían los pies desnudos en los
zapatos de piel. Se había vestido de manera apresurada, con descuido. Se le había
atascado la cremallera. Una voz se elevó detrás de él: «¡Eh, señor! La entrada cuesta
cincuenta centavos». Alguien le gritaba por detrás. ¡Cincuenta centavos! G ni siquiera
miró atrás. Tenía fama, se había enorgullecido de su fama, en el seminario, de ser más
bien distante, incluso arrogante. D era su único amigo, D era verdaderamente,
cristianamente, bueno. D comprendería su desesperación y le perdonaría aunque Dios
no lo hiciera. No llevaba un céntimo encima para pagar la entrada. A donde él se
dirigía, con orgullo, no necesitaba ni un centavo. Y tal vez era el Diablo que se estaba
burlando de él disfrazado de portero con el pelo gris. Como podría ser el Diablo
quien se burlara de la humanidad colocando fósiles en la tierra. Tentándole a
volverse. Tentándole hacia la cobardía. Pero en su zambullida de cabeza G no iba a
sucumbir, pues G había jurado que llegaría hasta el final. Lo había jurado por Dios.
Por Jesucristo (cuya salvación repudiaba) lo había jurado. En una hora muerta de la
noche antes del amanecer, casi las cinco según su reloj Bulova de oro, se había
arrodillado en el duro y doloroso suelo de falso mármol del cuarto de baño. Haciendo
esfuerzos para soportar el olor de la mujer. Vómito, sudor. Olor de carne femenina no
limpia. Había desnudado su alma ante su creador para que le fuera extirpada de raíz.
Pues ahora no necesitaba un alma. Este acto sería su crucifixión. La muerte de un
hombre y no de un cobarde. D lo vería. Todo el mundo lo vería.
Por fin a D se le rompería el corazón. Al mundo se le rompería el corazón.
Y sin posibilidad de supervivencia.

El portero gritaba detrás de él. G apenas oía la voz del hombre por encima del rugido
de las cataratas. A su izquierda el río Niágara era salvaje, ensordecedor. Se creería,
como habían creído las tribus indias locales, que era algo vivo que debía ser aplacado
mediante sacrificios. Un río hambriento e insaciable. Su fuente debe de ser imposible
de conocer. Y las enormes cascadas delante. Las cataratas, que se extendían formando

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una curva como una herradura, en todo lo que la vista abarcaba a través de cortinas de
la bruma que se elevaba y salpicaduras. (Entre las salpicaduras aparecían y
desaparecían pequeños arcos iris parpadeantes y coquetos. Como burbujas, o
mariposas. Tentando al espectador a mirar fijamente con sorpresa, admiración,
tentando al espectador a sonreír. ¡Semejante belleza inútil entre semejante
destrucción!). G apenas podía ver, pero sabía que las cataratas estaban al frente. Era
un lugar llamado la punta de la Tortuga lo que buscaba, pues sabía por el mapa que
era la punta más meridional de la pequeña isla. Las cataratas ahora hacían tanto ruido
que resultaban hipnotizantes, calmantes. Las salpicaduras de agua le cegaban pero ya
no necesitaba ver. Malditas gafas, que le resbalaban en la nariz. Siempre había odiado
las gafas, le habían diagnosticado miopía a los diez años. ¡El destino de G! En un
gesto del que jamás había sido capaz en toda su vida se quitó las gafas y las arrojó al
vacío. ¡Hasta más ver! ¡Se acabó!
De pronto se encontró ante la barandilla.
En la punta de la Tortuga.
¿Tan pronto?
Palpó con las manos y las cerró en el barrote más alto de una barandilla. Levantó
el pie derecho, un zapato de suela resbaladiza, estuvo a punto de perder el equilibrio
pero lo mantuvo, como un acróbata situándose sobre la barandilla mientras una parte
de su mente retrocedía pensando con incredulidad y aturdimiento: «¡No puede ir en
serio, Gil! ¡Es ridículo! Te graduaste como uno de los primeros de tu clase, te han
regalado un coche nuevo, no puedes morir». Pero orgulloso pasó por encima de la
barandilla y saltó al agua; fue arrastrado al instante por la corriente tumultuosa y
potente como una locomotora, y en cosa de segundos tenía el cráneo roto, el cerebro
y su voz inmortal aparentemente incesante extinguidos para siempre, como si nunca
hubieran existido; al cabo de diez fugaces segundos su corazón se paró, como un reloj
cuyo mecanismo ha sido aplastado. Se le partió la columna vertebral una y otra vez,
como la espoleta seca de un pavo que unos niños que ríen han cogido, y su cuerpo fue
arrojado inerte como una muñeca de trapo hasta el pie de las cataratas Herradura,
levantado y dejado caer y levantado de nuevo entre las rocas y engullido entre agua
que giraba y pestañeantes arcos iris en miniatura, perdido ahora a la espantosa visión
del único testigo que había en la barandilla de la punta de la Tortuga, aunque poco
después sería regurgitado del pie de las cataratas y arrastrado río abajo seiscientos
metros pasando por los rápidos del remolino y hasta el Agujero del Diablo, donde
sería succionado y quedaría atrapado en el remolino de agua; el cuerpo fracturado
giraría como una luna enloquecida en órbita hasta que Dios, con su misericordia, o su
antojo, permitiera que el milagro de la putrefacción llenara el cuerpo de gases,
haciéndolo flotar hasta la superficie del espumoso remolino, y lo liberara.

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La Recién Casada Viuda de las Cataratas
La búsqueda

« M aldita sea, si hablaba por sí sola.


»Sí, se veía. En sus ojos. ¡Pobre mujer!».
Nadie entre el personal del Rainbow Grand sabía decir con certeza cuándo había
aparecido por primera vez abajo, en el vestíbulo, la joven pelirroja que pronto sería
conocida en el imaginario popular como la Recién Casada Viuda de las Cataratas.
Eran cerca de las 10:30 de la mañana del 12 de junio de 1950 cuando algunos
empezaron a fijarse en ella, pero sin prestarle demasiada atención. El vestíbulo del
Rainbow Grand era espacioso y estaba abarrotado. Un botones que pasaba tal vez se
cruzara en su vacilante camino y estuviera a punto de chocar con ella, apresurándose
a pedirle disculpas y reanudando con igual rapidez su camino. Una camarera de The
Café diría que la había visto —«O a alguien como ella»— hacia esa hora. Pero era
junio, época de bodas. Era temporada de lunas de miel en Niágara Falls y el vestíbulo
del antiguo Rainbow Grand, de estilo Victoriano, en Prospect Street, estaba lleno de
gente, la mayoría parejas. Había cola en el mostrador de recepción con su
ornamentación con volutas doradas y, en lo alto, un reloj en forma de sol sostenido
hacia arriba por un sonriente Cupido amor vincit omnia. En el vestíbulo central, en
sillas de mimbre con cojines, había hombres sentados con las piernas cruzadas,
fumando cigarros o en pipa. Fumar cigarrillos era algo general. El vestíbulo daba al
Rainbow Terrace, un caro comedor que el domingo servía un desayuno-almuerzo. Al
fondo del vestíbulo se servían desayunos de última hora y otros refrigerios en The
Café, una zona elegante pero informal rodeada de macetas con palmeras y flores
tropicales; sobre una plataforma elevada, una etérea mujer joven con el pelo largo
tocaba el arpa interpretando tonadas irlandesas: «Danny Boy», «The Rose of Tralee»,
«An Irish Lullaby». Con frecuencia los huéspedes eran llamados por una voz
masculina mediante un sistema de megafonía. ¡Qué revuelo! Como el reconfortante
zumbido de una colmena. O el rugido vibratorio y susurrante de las cataratas.
Uno casi podía dejarse llevar en ese espacio, fascinado, sin pensar. Se podía caer
bajo el influjo de las largas notas delicadas y rítmicas del arpa, apenas perceptible
entre el ruido de la multitud. Uno se podía encontrar de pie, transfigurado en un lugar,
sin saber dónde se encontraba o por qué.
«Estaba sola. Eso destacaba. Todo el mundo estaba con alguien, o iba con prisas a
algún sitio. Pero ella no».
Cuando se la veía por primera vez, la Recién Casada Viuda no parecía en absoluto
una recién casada, ni mucho menos una viuda. Llevaba una camisa de organdí con un

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estampado de flores y una falda acampanada, del tipo que podría llevar una chica de
instituto el día de su graduación. El cinturón era una cinta de color carmesí, atada con
un lazo flojo. Llevaba los botones de nácar de la blusa abrochados hasta la garganta,
como si tuviera frío. Parecía que llevaba puesto un guante blanco y el otro en la
mano. Se había recogido el cabello, de un tono óxido descolorido, formando un torpe
moño francés que ya se le había aflojado; en él llevaba clavado un capullo rosa, que
se le estaba cayendo. Las medias eran una o dos tallas demasiado grandes para sus
piernas extremadamente delgadas y le hacían bolsas en los tobillos. Sus zapatos eran
de charol blanco con tacón medio: zapatos para ir a la iglesia el domingo. Tenía el
rostro ceniciento y salpicado de pecas como gotas de lluvia sucias; a veces parecía
manchado, parcialmente borrado como una pintura al pastel. Como el conserje del
hotel relataría más tarde a Clyde Colborne, propietario del Rainbow Grand, esa
extraña y solitaria figura se movía lenta y titubeante, como sonámbula, entre la
algarabía del vestíbulo. Se quedó un rato de pie junto a los ascensores mirando con
ansiedad hacia las puertas que se abrían, como si esperara a que apareciera alguien; al
cabo de unos veinte minutos, cuando la arpista hizo su descanso, la mujer pelirroja
pareció despertar y miró alrededor, sobresaltada. Enseguida se marchó de la zona del
café y desapareció de la vista. Pero poco después volvía a estar allí, en el vestíbulo
central, en el área de salón donde los huéspedes se reunían, de pie y sentados, leían el
periódico, fumaban. Allí, la mujer pelirroja fue vista mirando con intensidad infantil,
aunque un poco a ciegas, los rostros de algunos huéspedes masculinos, que se
sintieron incómodos. Varios de estos hombres hablaron con la mujer pelirroja, sin
duda cortésmente, pero ella se apartó con rapidez, haciendo un gesto de negación con
la cabeza, pues, ahora se daba cuenta, ese individuo no era nadie a quien ella
conociera o buscara. «Comprendí que no les hacía ninguna proposición. Nada de eso.
Ninguno de ellos se quejó». (Aunque después varios de estos hombres, al recordar el
encuentro, concedieron entrevistas a los medios locales. «Sí, se notaba. Estaba
buscando a su esposo. Pero era demasiado tímida para decirlo. Para pronunciar su
nombre. O era como si, tal vez, hubiera olvidado su nombre. Pero de alguna manera
sabía que él había muerto. Se hallaba en estado de shock. ¡Sentí compasión por
ella!»). Los botones contarían más adelante que la mujer pelirroja apareció de nuevo
en el corredor del ascensor, donde permaneció a un lado, con la cabeza ladeada, para
observar, en un ángulo furtivo, a los huéspedes que iban y venían, que pasaban por su
lado rodeándola como las aguas turbulentas rodean una roca. Más tarde se deslizó
hasta la entrada del Rainbow Terrace, donde el maître habló con ella: «Era como
hablar con un zombi. Se mostró educada, pero en el interior de sus ojos no estaba
allí». Cuando la vio ascender parcialmente la escalinata con alfombra roja que
conducía al entresuelo, y vacilar como si se hubiera mareado, el conserje pidió a un
ayudante que se acercara a ella para preguntarle si podía ayudarle, pero cuando este
lo hizo, la mujer pelirroja dijo que no con la cabeza: «Fue muy amable, como si
lamentara decepcionarme». Volvió a desaparecer (en el salón de señoras, como

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relataría más adelante el encargado) para reaparecer unos minutos más tarde, con la
cara lavada, en la entrada del vestíbulo; allí se situó a unos metros de la puerta
giratoria principal, que estaba en continuo movimiento.
«Era como si esperara a que alguien entrara por aquella puerta. Pero sabía que no
iba a venir. Por eso… se quedaba allí».
Para entonces —era después de mediodía, había más bullicio que nunca en el
Rainbow Grand, pues llegaban clientes que salían de la iglesia e iban a tomar el
popular desayuno-almuerzo— a la mujer pelirroja se le había caído de la cabeza el
capullo de rosa. El torpe recogido francés se estaba deshaciendo, y formaba pequeños
mechones de fino cabello. El guante blanco que llevaba en la mano había
desaparecido. Aunque debía de estar exhausta, la mujer pelirroja permanecía de pie
con la rigidez del maniquí de una tienda —«como si ni siquiera parpadeara»—
mirando fijamente la puerta giratoria. El conserje no quería ni pensar en cuánto rato
habría permanecido allí la mujer solitaria si por fin no la hubiera abordado.
—Señora… Disculpe. ¿Es usted huésped del Rainbow Grand?
La mujer pelirroja al principio no dio muestras de oír al conserje. Cuando este
entró en su línea de visión ella se hizo a un lado para seguir mirando la puerta
giratoria. Era «como si estuviera hipnotizada… y no quisiera que la despertaran». Él
repitió la pregunta, educadamente pero con contundencia, y esta vez la mujer
pelirroja le miró y asintió, de modo apenas perceptible: sí.
—¿Necesita ayuda?
—Ayuda. —Habló lentamente, con voz ronca, casi inaudible. Era como si la
palabra fuera extranjera, desconcertante.
—¿Puedo ayudarla en algo?
La mujer pelirroja levantó la mirada con lentitud, hacia el rostro del conserje,
como unos ojos de cristal que se volvieran hacia arriba en la cabeza de una muñeca.
La piel debajo de los ojos tenía un tono azulado. Había una señal enrojecida en la
cara inferior de la esbelta mandíbula de la mujer, como si se hubiera hecho daño ella
misma o le hubieran hecho daño. («Parecían los dedos de un hombre. Su forma.
Como si la hubiera agarrado, intentado estrangularla. Pero tal vez no. Tal vez fue mi
imaginación. Más tarde, debió de desaparecer.»). La mujer entrecerró los ojos y se
ajustó los anillos. Negó con la cabeza con aire de disculpa: no.
—¿Seguro, señora? ¿No puedo ayudarla?
—Gracias, pero nadie puede ayudarme. Creo que estoy… condenada.
El conserje se quedó desconcertado. En ese momento una familia numerosa entró
en tropel por las puertas giratorias como una explosión de fuegos artificiales y el
conserje no estaba seguro de lo que había oído, o de querer haberlo oírlo.
—Señora, disculpe, ¿qué ha dicho?
—Condenada.
Los labios de ella se movían entumecidos. Habló con firmeza. Se habría
marchado de no ser porque el conserje la tomó con delicadeza de la muñeca y la llevó

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a un rincón tranquilo del vestíbulo. Era evidente que la mujer no estaba bien.
Emocionalmente perturbada, mentalmente trastornada. Se veía que poseía buena
educación. No era adinerada, pero sí de clase media alta. Una patricia de pequeña
ciudad. El acento era inconfundible: el interior de Nueva York, pero no el Nueva
York occidental. De algún lugar del este, quizá del norte. Una mujer casada, una
mujer culta. Le había ocurrido o le habían hecho algo, y el conserje esperaba
fervientemente que, fuera lo que fuera, quienquiera que lo hubiera hecho, no hubiera
sucedido en el recinto del hotel. O que, si había sido así, el Rainbow Grand no fuera
responsable.
—Señora, desearía que me dijera qué le ocurre. Para que pueda ayudarla.
La mujer pelirroja preguntó con ansia.
—¿Qué me pasa, o a él?
—¿Quién es él?
—Mi esposo.
—¡Ah! ¿Su esposo se llama…?
—Es el reverendo Erskine.
—¿Reverendo Erskine? Entiendo. —Como le diría al señor Colborne, el conserje
recordó entonces haber visto a aquella mujer en compañía de un hombre joven el día
anterior, cuando se habían registrado en el hotel. Sin embargo, no había mantenido
ninguna conversación con la pareja y no recordaba sus nombres—. ¿Le ha ocurrido
algo?
(El conserje sintió una punzada de aprensión. Por supuesto uno espera lo peor.
Abrir una puerta en algún piso de arriba, descubrir a un hombre colgado de una
lámpara. Un hombre que se ha cortado las venas en la bañera. No sería la primera vez
que un hombre se suicidaba en el Rainbow Grand, con o sin esposa, aunque se
guardaba discreción a este respecto). La mujer pelirroja dijo en un susurro, haciendo
girar sus anillos en el dedo:
—No lo sé. Verá… lo he perdido.
—¿Que lo ha perdido? ¿Cómo?
—Como se pierden las cosas. Ha desaparecido.
—¿Simplemente… ha desaparecido? ¿Adónde ha ido?
La mujer pelirroja se rio con tristeza.
—¿Cómo quiere que sepa adónde ha ido? No me lo ha dicho.
—¿Cuánto tiempo hace que ha desaparecido el reverendo Erskine?
La mujer miró fijamente el reloj que llevaba en su delgada muñeca, sin que diera
muestras de comprender la hora. Al cabo de un rato dijo:
—Tal vez se ha marchado con el coche. Es suyo. Salió de nuestra habitación antes
de que amaneciera, creo. O tal vez… —No terminó la frase.
—¿Se ha marchado? ¿Sin decir nada?
—A no ser que me haya hablado. Y como yo estaba… estaba dormida… como
estaba dormida, bueno, yo… no le haya oído. —Parecía que iba a prorrumpir en

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llanto pero se recuperó. Se secó los ojos con los dedos enguantados—. No le conocía
muy bien. No conozco sus… costumbres.
—Pero, señora Erskine, ¿ha buscado a su esposo fuera? Puede que tan solo haya
salido fuera.
—Fuera. —La señora Erskine negó con la cabeza lentamente como si el concepto
de semejante amplitud la abrumara—. No sabría dónde mirar. No sabría por dónde
empezar. El coche es suyo. Está todo el mundo.
—Tal vez solo está en el mirador, esperándola a usted. Vamos a verlo. —El
conserje habló animado. Esperanzado. Habría salido con la señora Erskine por las
puertas giratorias de no ser porque ella dio un paso atrás con expresión de miedo,
manteniéndole apartado con el brazo extendido.
—No… no estoy segura de que él quisiera eso. Si estuviera fuera. En el mirador.
—Pero ¿por qué no?
—Porque me ha abandonado.
—Pero, señora Erskine, ¿por qué cree que su esposo la ha abandonado, si no le ha
dicho nada? Podría estar simplemente fuera. ¿No le parece una conclusión extrema?
Quizá solo ha salido a contemplar el paisaje. O ha ido hasta la garganta.
—Oh, no. —La señora Erskine habló con rapidez—. Gilbert no se iría a ver el
paisaje sin mí en nuestra luna de miel. Había señalado las cosas que iríamos a ver. Es
escrupuloso con esas cosas; muy bien organizado. Es coleccionista, o lo era. ¡De
fósiles! Y no haría nada a medias. Si se ha ido, se ha ido.
Luna de miel. Al conserje este hecho le pareció un mal augurio.
—Pero ¿dice que el reverendo Erskine no ha dejado ninguna nota? ¿Se ha ido sin
decir una palabra?
—Sin una palabra.
La mujer pelirroja pronunció esto con estoica resignación.
—¿No hay ninguna nota en su habitación, ha mirado bien? ¿Ni en recepción?
—No lo creo.
—¿Ha mirado en recepción, señora Erskine?
—No.
—¿No?
—No me habría dejado una nota allí, en un buzón abierto.
No era el estilo de Gilbert si tenía que comunicarme algo privado.
El conserje se excusó y fue al mostrador de recepción para comprobarlo. ¿Había
algún mensaje para la habitación 419? Preguntó al personal de turno si habían
hablado o visto a ese tal reverendo Erskine, pero le dijeron que no. Pidió ver el libro
de registro, y allí estaba: «Reverendo Gilbert Erskine, señora Ariah Erskine, Troy,
Nueva York». También figuraba la anotación de un Packard de 1949. La pareja estaba
registrada en el Rainbow Grand para cinco noches en la suite nupcial Rosebud.
Luna de miel. No era siniestro, era patético.

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—Llame al señor Colborne, por favor. Déjele una nota. No es una emergencia
exactamente. Una mujer perturbada cuyo marido ha desaparecido, o eso cree ella.
—¿Desaparecido? Esta mañana un tipo se ha tirado a la Herradura.
—A la Herradura. —Después el conserje recordaría que había oído este
comentario de pasada a uno de los recepcionistas cuando se iba, y lo había descartado
al instante. O quizá no lo había oído con claridad. O no había querido oírlo.
Uno no cree que un clérigo se suicide en las cataratas. En especial si está en su
luna de miel. Uno no lo hace, simplemente.
A la mujer pelirroja no pareció sorprenderle que no hubiera ningún mensaje para
ella en recepción. Pero permitió que el conserje la acompañara fuera. A la pálida luz
del sol de primera hora de la tarde la mujer parpadeó como si la cegase. Su rostro
pecoso brillaba como si se lo hubiera frotado con fuerza. Tenía un aspecto
extrañamente joven, y no obstante ajado, agotado. Sus ojos, más bien pequeños,
como encogidos, eran de un peculiar verde vidrioso. No era ninguna belleza, con las
cejas y pestañas de un rojo tan pálido que casi eran incoloras, y una piel translúcida
que mostraba una red de venitas azules en las sienes. Sin embargo, había algo fiero e
implacable en ella. Una terquedad, casi un resplandor. «Como si la hubieran herido
muy, muy en lo hondo. Humillado. Pero iba a sobrellevarlo, hasta el último detalle».
Y por eso parecía reacia a mirar a la multitud de huéspedes que abarrotaban el
mirador, una bella estructura que rodeaba unas tres cuartas partes del hotel. El
conserje la tomó del brazo cuando ella se tambaleó. Caminaban por un sendero de
grava por debajo del mirador, entre el hotel y un césped terraplenado y una rosaleda.
Había huéspedes cenando al aire libre, en una pérgola victoriana de color lila
montada en el césped como si se tratara de un libro de cuentos infantil. Algunos
huéspedes levantaban la mirada a su paso, con curiosidad.
—¿No ve a su esposo en ningún sitio, señora Erskine?
—Oh, no le encontraremos. Ya se lo he dicho. Se ha marchado.
—Pero ¿cómo puede estar tan segura —el conserje procuraba conservar la
paciencia— si no ha dejado ninguna nota? Podría tratarse simplemente de un
malentendido.
La mujer pelirroja asintió con aire serio.
—Sí. Creo que lo es. Lo ha sido. Un trágico malentendido.
El conserje quería preguntar si habían discutido, pero no se atrevió a pronunciar
esas palabras.
Pasaron por delante de las pistas de tenis. Pasaron por delante de los que jugaban
al bádminton, al croquet. Hombres de edad madura vestidos con ropa deportiva,
riendo ruidosamente, bebiendo cerveza, fumando. En la gran piscina exterior había
numerosos nadadores, mucha gente tomando el sol. El ambiente era festivo, incluso
estridente. Sonaba música popular a todo volumen. La mujer pelirroja se protegía los
ojos como si sintiera dolor.
—Deberíamos comprobar si está el coche, señora. Solo para saberlo.

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Esto lo habría hecho de inmediato el conserje si hubiera sido la señora Erskine,
pero ella no parecía haber pensado en ello.
—¿Recuerda dónde está aparcado su coche, señora Erskine? —preguntó el
conserje mientras se acercaban al aparcamiento de atrás y debajo del hotel, y la mujer
dijo con aire somnoliento:
—Lo aparcó Gilbert, por supuesto. No me dejaba conducir su coche. No creo que
jamás me hubiera permitido conducirlo. Aunque tengo permiso de conducción desde
los dieciséis años. Pero claro, era su coche. Quiero decir, es. Allí, junto a la valla…
¿lo ve? El Packard.
Una señal del estado de shock en que se hallaba la mujer pelirroja fue que al ver
el coche de su esposo en el aparcamiento solo demostrara ligera sorpresa y no alivio.
En realidad, el conserje observó que se quedaba paralizada, mirando fijamente el
vehículo sin acercarse a él. Como si el reluciente Packard negro fuera otro enigma
con el que hubiera de enfrentarse aquel día y no se viera capaz.
El conserje comprobó las puertas y el maletero del Packard; todo estaba cerrado
con llave. Atisbo en el oscuro interior que estaba tapizado en un tono gris pálido,
inmaculadamente limpio. No había ni una sola prenda de ropa ni un pedazo de papel
en el asiento trasero. El conserje no sabía si la presencia de ese coche, que al parecer
la señora Erskine había dado por supuesto que faltaría, era una buena señal o no. Tal
vez el clérigo hubiese sufrido, de alguna manera, algún daño en algún lugar. Quizá se
había encontrado con algún mal tipo; en la ciudad de Niágara Falls había individuos
conocidos como peligrosos.
El conserje dijo, animado:
—¡Bueno! Como ve, señora Erskine, no puede haber ido muy lejos a pie.
Probablemente cuando regresemos al hotel estará allí, esperándola.
El día se había vuelto cálido, tras la neblina y el fresco de la mañana, y esta
optimista afirmación parecía apropiada. Pero la señora Erskine sintió un escalofrío.
—¿Otra vez a la habitación? ¿La suite Rosebud? No.
Fruncía el entrecejo, mientras hacía girar rápidamente sus anillos como si quisiera
arrancárselos del dedo.
El conserje trató de consolarla y la tomó del brazo para conducirla de nuevo al
hotel, pero la mujer pelirroja comenzó a hablar con rapidez:
—¡Por favor, no tiene que mimarme! Ha sido muy amable. Esperaba no implicar
a nadie en esto, en especial a extraños, pero no sé qué hacer, dónde buscar, dónde
esperar. —Se interrumpió; los labios le temblaban. Trataba de elegir las palabras con
cuidado—. En especial si Gilbert se ha marchado y no va a regresar. No puedo
enfrentarme a sus padres. O a mis padres. Me echarán la culpa. Y es culpa mía, lo sé.
Pero también he de ser práctica. Mis días de ensueño han terminado. En noviembre
cumpliré treinta años. Tengo dinero ahorrado en una cuenta bancada de Troy —
prosiguió con ansia—. Puedo pagar la suite del hotel. Si a la dirección le preocupa el

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pago, que esté tranquila. Pagaré. —La señora Erskine se había puesto a llorar
quedamente. O tal vez reía. Sus pálidos labios se movían con gesto nervioso.
El conserje, un veterano que llevaba cuarenta años en el Rainbow Grand, sentía
una gran lástima por aquella mujer y la quería consolar, pero no encontraba palabras.
«¿Qué le dices a una recién casada cuyo esposo la ha abandonado en su luna de
miel?». El misterioso fatalismo de la señora Erskine empezaba a afectarle, como un
veneno de acción lenta.
Cogiéndola del brazo con suavidad, dijo en tono animoso:
—Señora Erskine, señora, encontraremos a su esposo, se lo prometo. Relájese.
—¿Qué me relaje? —Su risa sonó como un cristal al romperse—. Estoy de luna
de miel.

2
¿Dónde diablos estaba su jefe, Clyde Colborne? El conserje estaba lleno de inquietud,
agotado. Como un empleado de hotel que ha estado llevando una silla que sobra de
un lado a otro, sin tener donde ponerla. Llevas esa cosa de una habitación a otra y
pesa. ¡Qué otro coja esa silla!
—Volveremos a mirar abajo. Luego, en su habitación. ¿Se siente con fuerzas,
señora Erskine?
La mujer pelirroja inclinó la cabeza, bajando los ojos, como para indicar: «¡Sí, sí!
¿Qué otra cosa puedo hacer?».
El conserje comprobó otra vez en recepción si había un mensaje para la señora
Erskine de la habitación 419. «Lo siento, señor, no hay nada». Entonces, con
paciencia, como un hombre que guía a un niño errático e imprevisible, el conserje
cruzó con la señora Erskine el vestíbulo principal, que estaba más abarrotado y
bullicioso que antes, con el aire cargado de humo de tabaco, y el animado café (donde
ahora un pianista tocaba alegres tonadas de espectáculos de Broadway), y salieron al
Rainbow Terrace, donde comensales vestidos de gala que se agolpaban alrededor de
un bufet extraordinariamente abundante, adosado a una pared de espejo entero, como
un banquete de los dioses, miraban el demacrado rostro de la señora Erskine con
curiosidad. En voz baja el conserje preguntó de manera innecesaria:
—¿No le ve por ninguna parte, señora Erskine?
La mujer hizo un gesto de negación casi imperceptible con la cabeza.
«No. Claro que no le veo. ¿Aquí? ¿Cómo iba a verle si se ha marchado?».
Para entonces la mayor parte del personal del hotel había sido alertado de la
situación en que se hallaba la señora Erskine. Habían enviado botones a los salones
de caballeros, a las salas de reunión privadas que daban al entresuelo, las escaleras de
incendios y los almacenes y rincones remotos del edificio. Habían avisado al médico

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del hotel, el doctor McCrady, por si acaso la señora Erskine se ponía histérica o
enferma. Habían llamado a la policía de Niágara Falls y a las autoridades de la zona
ribereña, incluida la unidad de rescate de la Guardia Costera. Un colega llevó aparte
al conserje y le informó de que de hecho un hombre no identificado se había arrojado
a las cataratas Herradura a primera hora de aquella mañana; un portero del puente de
la isla Cabra había tratado de impedirlo. Habían desplazado equipos de búsqueda río
abajo, pero aún no habían encontrado el cuerpo y la oficina del alcalde, junto con la
poderosa Comisión de Turismo de Niágara, esperaban mantenerlo en secreto el
mayor tiempo posible.
El conserje se estremeció. ¡Oh, lo sabía! Algo terrible había ocurrido.
«Creo que estoy… condenada».
Sí, por la descripción del suicida parecía que podía tratarse del reverendo Erskine.
El conserje vio a la mujer pelirroja de pie, sosteniéndose con torpeza, cerca del
mostrador de recepción, prestando poca atención a las repetidas sugerencias del
médico del hotel de que se sentara en uno de los mullidos sofás que estaban cerca.
Ella observaba de un modo vago y plácido a una joven y atractiva pareja que estaba
de luna de miel, cogidos de la cintura, bromeando y riendo con el recepcionista
mientras firmaban en el registro. Había descubierto que su recogido francés se estaba
deshaciendo y con dedos torpes trató de arreglarlo. Se acomodó el lazo flojo del
cinturón carmesí. De todas las mujeres y los hombres que había en el vestíbulo del
Rainbow Grand, que se había convertido en una especie de simulacro como de
pesadilla del ancho y poblado mundo que existía fuera del hotel, esa mujer, la señora
Ariah Erskine, parecía ser la única que destacaba como extraña; la única que estaba
de más, que era indeseable; la única que no tenía un lugar donde estar.
—Será mejor que se lo digamos, ¿no? Llevémosla a la comisaría de policía.
—Pero si aún no han encontrado el cuerpo, no podrá identificarlo. Y tal vez no
sea el reverendo. Dios mío, sería una crueldad alterar a esa pobre mujer más de lo que
ya está ahora, si… si el hombre muerto no es su esposo.
—Pero ¿y si lo es?
—Dale, ¿dónde diablos está el señor Colborne?
—Dice que viene de camino.
Clyde Colborne, propietario del Rainbow Grand, era un jefe afable, formal, pero
no siempre se podía contar con él y delegaba la mayor parte de su autoridad a su
personal. Había heredado el distinguido antiguo hotel de Prospect Street que había
sido fundado por su abuelo en 1881, en una época de abundancia y entusiasmo de la
expansión turística de Niágara Falls; el hotel aún gozaba de prestigio pero, como los
otros antiguos hoteles de estilo Victoriano cerca de las cataratas, construidos en una
época en que los clientes viajaban en tren, no en coche, y exigían servicios de lujo, lo
que incluía alojamiento para su servidumbre, el Rainbow Grand empezaba a notar la
competencia de los moteles y cabañas turísticas que brotaban como hongos
venenosos en los límites de la ciudad de Niágara Falls. Si bien el señor Colborne era

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muy consciente de esta amenaza, raras veces hablaba de ella salvo elípticamente: «La
gente siempre pedirá calidad. El Rainbow Grand proporciona calidad. Es el estilo
americano».
Que supiera el personal, Clyde Colborne pasaba gran parte de su tiempo remando
en el río y los Grandes Lagos, jugando al golf en el Isle Grand Country Club cuando
hacía buen tiempo y apostando con sus amigos, hombres que se le parecían mucho.
La directora del hotel, una mujer llamada Dale que llevaba una década como
ayudante del señor Colborne, sugirió que miraran en la suite de la señora Erskine
antes de llevarla a la comisaría de policía. Era una situación terrible para todos los
implicados, pero tenían que pensar en las relaciones públicas, en los otros huéspedes
del hotel que habían ido al Rainbow Grand a pasárselo bien. Si la pobre señora
Erskine de pronto se ponía histérica… ¡qué escándalo!
—Estamos en junio. Es un domingo de junio y por una vez no llueve. Es la época
de las lunas de miel, por el amor de Dios. Una época feliz en las cataratas.
Así que hablaron con la señora Erskine y de mala gana esta subió a la habitación
419. La mujer pelirroja había dicho en tono quejumbroso que su esposo no estaría
allí: «Es el único lugar del mundo en el que puedo garantizarles que no está».
Para entonces Ariah Erskine se movía de un modo tan titubeante, con un aire tan
distraído, que a los empleados del Rainbow Grand les parecía que apenas era
consciente de lo que la rodeaba. Cuando se abrió la puerta del ascensor en la cuarta
planta tuvieron que empujarla levemente para que saliera. Sin embargo, aseguró al
doctor McCrady, con aire casi de irritación, que se encontraba bien, «en absoluto
mareada». Pese a ello, había perdido la llave de su habitación. Por fortuna, Dale tenía
una llave maestra que les permitió entrar.
En la habitación 419 el conserje llamó con fuerza a la puerta, nervioso. Solo por
si acaso había alguien dentro.
—¿Hay alguien ahí? La dirección del hotel va a entrar.
No hubo respuesta.
El exterior de la puerta ricamente decorada estaba forrado de felpa roja. Una
placa de latón rezaba: SUITE NUPCIAL ROSEBUD.
Dale abrió la puerta y la mujer pelirroja y los empleados del hotel entraron con
vacilación. No hay vacío igual al de una habitación de hotel sin nadie dentro. Un sol
pálido se filtraba a través de las cortinas venecianas parcialmente corridas. En algún
lugar más arriba se oía el zumbido de un aspirador. La primera estancia era el salón
de muebles recargados, pero a todas luces allí no había nadie. Algunos mapas y
folletos turísticos desparramados, un jarrón con rosas marchitas, una botella de
champán vacía a su lado; y dos copas de champán, ambas también vacías, un poco
separadas.
El conserje abrió la puerta del dormitorio, que asimismo parecía vacío. La señora
Erskine entró en esta habitación de muy mala gana, con los ojos casi cerrados.
—Nadie. No hay nadie.

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Lo dijo tan bajo que no era seguro que hubiera dicho nada. La recargada cama de
columnas de latón con el dosel de ganchillo daba la impresión de haber sido estirada
con prisas, la colcha tirada hacia arriba sobre sábanas arrugadas, y encima de ella
cojines en forma de corazón. La impresión inmediata y errónea era que alguien, o
algo, podía estar bajo la colcha. El que hubieran hecho la cama le pareció al conserje
un detalle: podía ser que la señora Erskine hubiera esperado visitas y quisiera que
todo estuviera pulcro. Pero el ambiente olía a rancio. A brillantina de hombre, a
colonia de mujer, a haber dormido hasta tarde, a sábanas sucias…
«¿Qué ocurrió en esa cama? Qué impresión, qué desdicha. Qué revelaciones».
La mujer pelirroja desvió la mirada. Por un instante se balanceó sobre los pies.
El conserje preguntó educadamente, intranquilo:
—¿Puedo mirar en el cuarto de baño, señora Erskine?
—Sí, por supuesto. No hay nadie.
En el cuarto de baño ardía una luz, pero la habitación estaba vacía. Las toallas
mojadas habían sido sustituidas en los toalleros, y la cortina de la ducha metida en la
gran bañera con patas de garra. En el lavabo había varios pelos oscuros, que sin duda
no eran de la señora Erskine. Y en el mostrador de al lado del lavabo había un neceser
masculino cerrado que no contenía nada especial. Pero estaba allí.
No era una buena señal, pensó el conserje.
De pronto la mujer pelirroja dijo, con una carcajada:
—Su cepillo de dientes está dentro; lo he comprobado. Cabría pensar que se lo
habría llevado, ¿no? Supongo que es fácil comprar un cepillo de dientes en cualquier
parte.
A continuación miraron en el vestidor donde el señor Erskine había colgado su
ropa, que la señora Erskine dijo que no había tocado, que ella supiera. Revisaron el
cajón de arriba del escritorio, en el que el señor Erskine había colocado pulcramente
camisetas blancas y calzoncillos, calcetines negros, varios pañuelos de algodón
blancos recién lavados y un par de gemelos. Sobre un portaequipajes estaba la maleta
del señor Erskine, vacía salvo por un libro de bolsillo titulado The Niágara Gorge:
History and Pre-History, y otra mala señal: una cartera de piel, de hombre.
—Señora Erskine, ¿puedo…?
—Sí, por supuesto. Cójalo.
Con timidez, el conserje examinó la cartera, que contenía la identificación y
fotografía del ministro, el permiso de conducción, varios cheques en blanco
arrancados de una chequera, media docena de monedas y billetes de diversos
importes, incluso de cincuenta. La fotografía mostraba a un hombre joven con el
cabello oscuro, la nariz picuda, el rostro enjuto con gafas de persona estudiosa y que
no sonreía. ¿Aquel era el reverendo Gilbert Erskine, el marido desaparecido de la
recién casada pelirroja?
«Un fanático. Qué boca tan rígida. ¡Qué ojos!».

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El conserje pensó que era justo el tipo de hombre que se arrojaría a las cataratas
Herradura.
—Señora Erskine, ¿puedo llevarme esa fotografía de su esposo? Las autoridades
la necesitarán. Y será mejor que coja usted esta cartera y la ponga a buen recaudo.
Nunca deje objetos valiosos en una habitación de hotel.
La mujer pelirroja aceptó la cartera que le tendía el conserje con los ojos bajos,
como avergonzada. No hizo ademán de contar los billetes que, como había calculado
con rapidez el conserje, ascendían a varios cientos de dólares.
Regresaron al salón, donde la señora Erskine se acercó despacio a la ventana para
mirar a lo lejos como sin ver. ¿Miraba hacia las cataratas o… hacia el cielo? De perfil
poseía una clase de belleza antigua. Su rostro parecía etéreo y decidido, como el
grabado de una moneda antigua. De nuevo el conserje vio, o creyó ver, unas leves
señales rojas semejantes a los dedos de un hombre en su pálida y delicada garganta.
«El reverendo. Debió de ser él. ¿Quién, si no?».
Mientras el conserje y los demás efectuaban otra rápida búsqueda en el salón, la
pelirroja señora Erskine permaneció inmóvil junto a la ventana. Como si pensara en
voz alta dijo, somnolienta:
—Las cataratas. ¿Es singular cuando lo dicen o… hay varias cataratas?
Dale dijo:
—Nosotros solo decimos «las cataratas». No nos referimos a la ciudad de Niágara
Falls, sino al río. Es algo más que el lugar real, las cataratas Americanas, el Velo de
Novia y la… Herradura. También son los rápidos, y el remolino del Diablo. Y la
garganta. Se diría que son todos los kilómetros, unos seis kilómetros, de aguas
peligrosas. «Agua hambrienta», la llamaban los indios. También es el espíritu del
lugar.
—El espíritu del lugar. Sí.
Después les parecería que de alguna manera la mujer pelirroja lo sabía. Lo que le
había ocurrido a su esposo.
No encontraron nada importante en el salón. Varios mapas y folletos turísticos
con anotaciones. Una postal del popular crucero Maid of the Mist que pasaba por la
base de las cataratas Americanas y Herradura. Era conmovedor pensar en la joven
pareja que estaba de luna de miel planificando realizar aquel crucero allá en Troy.
—¿Dice que no ha encontrado ninguna nota, señora Erskine? —preguntó el
conserje una última vez—. ¿Nada que pudiera considerarse… una nota de despedida?
—Se dio cuenta de que estaba mirando fijamente una papelera metida bajo un
escritorio femenino de estilo Victoriano, donde habían arrojado algunos papeles
arrugados.
La mujer pelirroja pareció despertar, no del todo, de un trance.
—¿Qué? No. Ninguna despedida. Lo siento.
Sonrojado, el conserje se inclinó para recoger lo que había en la papelera: dos
servilletas de papel arrugadas, una de las cuales tenía manchas de carmín. Pero nada

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más.

3
—¿Un huésped de mi hotel? Díganme que no.
Veía en los ojos de su personal, antes de que nadie se atreviera a hablar, que se
trataba de una mala noticia.
Al menos el hotel no se había incendiado: ya lo sabría.
Al menos no habían asesinado a nadie en el recinto: la policía estaría allí, el
sendero delantero lleno de coches patrulla y vehículos de urgencias.
A las dos y veinte de la tarde del 12 de junio de 1950, justo a tiempo para
acompañar a Ariah Erskine a la comisaría de policía de Niágara Falls, Clyde
Colborne por fin había llegado al Rainbow Grand.
Era un hombre ocupado, huesudo, de treinta y tantos años. Agresivamente
amistoso, con una calvicie prematura que relucía de un modo opaco como una estatua
romana. Sus ojos astutos e inquietos se hundían en un rostro arrugado tras años de
pasear en barca, hacer esquí acuático, jugar al golf al sol. Tenía las manos y los pies
grandes, que no se estaban quietos. Exudaba un aire, acre como la loción de después
del afeitado, de frenética y bienintencionada inactividad. Hablaba y se reía
ruidosamente, con un exceso de energía. Ese día se había vestido como si aquella
mañana hubiera ido a la iglesia, con un traje de lino, camisa blanca con el cuello
desabrochado y sombrero de paja de ala ancha y copa hundida; como hacía a menudo
en semejantes ocasiones, cuando pasaba por el hotel en domingo, dejó que sus
empleados creyeran, no con total exactitud, que había asistido a los servicios de la
iglesia con su familia en la Isla (como se denominaba a l’Isle Grand) y no que
simplemente había pasado por su casa a toda prisa mientras su familia estaba en la
iglesia para darse una ducha rápida, afeitarse y cambiarse de ropa antes de volver a
coger el coche tras una noche de sábado maratoniana jugando al póquer y bebiendo
en el yate de algún amigo anclado en Buckhorn Island, en el canal Tonawanda del río
Niágara.
Colborne no estaba separado de su esposa en aquella época. Vivía en casa, aunque
a menudo pasaba la noche en su suite del Rainbow Grand. La noche anterior, al
terminar la maratón de juego hacia las cinco de la madrugada, había dormido cinco o
seis horas, sumido en el estupor y la confusión, en el yate, donde siempre era bien
recibido. Había perdido dinero al póquer y se sentía culpable, disoluto, y estaba
resentido porque él, Clyde Colborne, un hombre que valía millones de dólares, al
menos en propiedades e inversiones, un hombre que caía bien y era admirado por
otros hombres aunque su estirada esposa y familia política lo desaprobaban, tuviera
que experimentar semejantes sentimientos. «¡Casado demasiado pronto! Casado

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demasiado tiempo». Su amigo de juventud Dirk Burnaby, que jamás se había casado,
que era el anfitrión de la partida de póquer en su yate y le ganó mil cuatrocientos
dólares a Colborne en el curso de la noche, decía que la domesticación del macho de
la especie Homo sapiens era el gran enigma de la evolución.
«Las mujeres no solo nos han domesticado para sus propios fines, nos hacen
sentir culpables cuando no se produce la domesticación».
Antes de llegar al Rainbow Grand, Colborne había oído el rumor de que se había
producido un suicidio en las cataratas. Para entonces era ya una noticia de dominio
público. Burnaby tenía en el yate una radio de la policía (no oficial, no autorizada)
que a veces escuchaba, en especial a última hora de la noche cuando no podía dormir;
«curiosidad congénita», como él lo denominaba. (Burnaby era abogado además de
propietario de yate, jugador, aficionado a los deportes y esporádico líder cívico). Así
que habían escuchado la desagradable noticia de que un hombre, hasta el momento
no identificado, había sido visto por un portero del puente de la isla Cabra cuando se
arrojaba a las cataratas Herradura a primera hora de la mañana. ¡Otro suicidio! En el
punto más álgido de la temporada turística de lunas de miel, cuando acudía gente de
todo el mundo a las cataratas. Malditos suicidios, pensó Colborne, disgustado. Este
sería… ¿cuántos había habido solo en el último año? ¿Tres, cuatro? Las autoridades
sabrían. No cabía duda de que se habían producido más, y los cuerpos destrozados
jamás se habían encontrado.
Burnaby dijo crípticamente que nunca se enteraba de cuando alguien saltaba a las
cataratas pero que no sentía ningún remordimiento. «Por la gracia de Dios, y con
buena suerte, se acabó todo». Pero Colborne no opinaba lo mismo. Él era un hombre
de negocios, él vendía las cataratas, la idea de las cataratas. Lo que no vendía era la
idea de algún loco neurótico que se arrojaba a las cataratas.
Con todo, lo que más despertaba su furia eran los suicidios masculinos. Colborne
admitía que las mujeres que se lanzaban estaban desesperadas porque eran mujeres.
Era como un defecto de nacimiento: ser mujer. Los suicidios femeninos eran más
dignos de lástima de que de condena, como los condenaba la Iglesia. La mayoría eran
muchachas jóvenes y afligidas, embarazadas y abandonadas por sus amantes. Eran
esposas maltratadas o abandonadas por sus maridos. Se les había muerto su bebé. Tal
vez, de alguna manera, ellas habían matado a su bebé. Estaban mentalmente
enfermas, perturbadas. Solo eran mujeres. Los suicidios femeninos románticos
ocurridos en las cataratas habían llegado a su apogeo a mediados del siglo XIX, y
todos habían sido de mujeres jóvenes, bellas, trágicas; al menos, así las presentaban
en los periódicos. A mediados del siglo XX, las cosas habían cambiado mucho. Ahora
lo más probable era que se suicidaran muchachas y mujeres patéticas, no herederas ni
amantes rechazadas por hombres acaudalados, y sus muertes no eran presentadas
como románticas en los medios de comunicación.
¡Pero los hombres! Egoístas hijos de puta. Tenían que ser unos cobardes morales,
que tomaban el camino más fácil manchando la reputación de las cataratas.

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Exhibicionistas. «¡Miradme! Aquí estoy».
Colborne sabía qué aspecto podía tener un cuerpo después de haber caído a las
cataratas. Cuando aflora a la superficie del río, a veces días o incluso semanas más
tarde. Kilómetros río abajo, en el lago.
Sin embargo, las cataratas ejercían su malévolo hechizo, que jamás se debilitaba.
Si te criabas en la región de Niágara, lo conocías. La adolescencia era una época
peligrosa. La mayor parte de nativos de Niágara se mantenían alejados de las
cataratas, por lo que eran inmunes. Pero si te acercabas demasiado, incluso por
curiosidad intelectual, corrías peligro: empezabas a tener pensamientos no naturales
respecto a tu personalidad, como si las estruendosas aguas pensaran por ti,
despojándote de tu libertad.
A Clyde Colborne le gustaba pensar que él se ahorraba esos pensamientos. Como
dijo Dirk Burnaby en una ocasión, tenías que tener un alma profunda y misteriosa
para querer destruirte a ti mismo. Cuanto menos profunda, más a salvo estabas.
Colborne había dicho, riendo:
—Brindaré por ello.
Las cataratas eran buenas para algo: el dinero.
O sea que se trataba de una mala noticia, o en cualquier caso no una buena
noticia, lo que sus empleados le estaban contando. Todos lo comentaban. Un tal
reverendo Erskine había desaparecido y, según todos los datos, parecía que era el
hombre que se había arrojado al agua aquella mañana; la que era su esposa desde
hacía apenas más de un día, la mujer pelirroja del rostro pálido y pecoso y actitud
distraída, le había estado buscando en el hotel y por fin había informado de que había
desaparecido. La pareja era de Troy, al otro extremo del estado; habían reservado la
suite nupcial Rosebud para cinco días.
—¿Se casaron ayer? Dios mío.
Colborne no podía creérselo, estaba indignado. Él tenía una hija de doce años.
Tenía una madre que le adoraba, le perdonaba sus defectos. Era un sentimental con
las mujeres. Le enfurecía que algún hombre, y mucho más un ministro de la Iglesia,
pudiera comportarse de un modo tan egoísta en su luna de miel.
—Al menos habría podido esperar a haber estado casado un tiempo, darle una
oportunidad. Unas semanas, meses, como hicimos todos los demás. Dios mío.
Al serle presentada la Recién Casada Viuda, Colborne le tendió una mano para
cogerle las suyas. Estaba tenso. Deseaba un trago rápido. Los dedos de la joven
estaban helados y carecían de fuerza; de pronto sintió el impulso de calentárselos
enérgicamente con sus manos.
—¡Hola! Hola, señora Erskine, soy Clyde Colborne, propietario del Rainbow
Grand. Me he enterado de su situación y la acompañaré a la comisaría de policía.
Supongo que ha llamado a su familia, ¿verdad? Y a la del reverendo Erskine. Y le
ruego que comprenda, señora Erskine, que en estas difíciles circunstancias está usted
invitada a quedarse en el Rainbow Grand, a cargo de la casa, todo el tiempo… —

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Colborne se interrumpió, sonrojándose. Iba a decir hasta que el cuerpo fuera hallado,
identificado, enviado a casa. Pero a la señora Erskine aún no le habían hablado del
hombre que se había arrojado a las cataratas—. Todo el tiempo que sea necesario.
La mujer pelirroja alzó sus extraños ojos de un verde vidrioso hacia él. Aunque
sin duda sus empleados le habían dicho quién era Clyde Colborne, y adonde la iba a
acompañar ahora, parecía haberlo olvidado. Con voz ronca y desconcertada repitió:
«Todo el tiempo que sea necesario». Como si fueran unas palabras extranjeras, o un
acertijo.
En el breve trayecto hasta la comisaría de policía de Niágara Falls, en South
Main, Clyde Colborne, al volante de su flamante coche nuevo (un Buick azul pálido
con neumáticos de banda blanca, transmisión automática, tapicería de piel de color
beige, suave como el interior del muslo de una mujer), era incómodamente consciente
de su pasajera Ariah Erskine, que iba sentada con rigidez, las manos enguantadas
entrelazadas sobre el regazo. (Ariah había recuperado de su habitación del hotel un
nuevo par de guantes blancos de ganchillo). Colborne se estrujaba el cerebro para
pensar en algo que decir. El silencio entre los seres humanos le asustaba. Estaba
ensayando cómo le contaría esta desdichada experiencia a su viejo amigo Burnaby.
«¡Dios mío! Habría estado mucho mejor si hubiera ido a la iglesia con mi familia».
Cuando Colborne estaba aparcando, la mujer habló con voz queda:
—Todavía no he llamado a mi familia. Ni a la suya. No tengo nada que decirles.
Preguntarán adonde ha ido Gilbert y por qué. Y no tengo respuesta.

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«Mujer necia, ¿quién eres tú para escapar a mi justicia?».
La voz de Dios se burlaba de ella dentro de su cráneo. En este lugar de extraños
que la miraban fijamente con lástima y recelo.
—Pero ¿es esto justo, Dios? ¿Por qué lo merezco?
Ella esperó. Dios rehusó responder.
Cuánto tiempo parecía haber transcurrido, y qué lejano le parecía todo. Estaba de
pie con sus delgados brazos extendidos en postura de crucifixión mientras le ponían
el vestido de satén blanco con su multitud de botones de nácar, pliegues, dobleces e
ingenioso encaje como una camisa de fuerza. La señora Littrell había insistido en el
corsé, y Ariah apenas podía respirar. «Te tomo a ti Gilbert. Mi legítimo esposo». Un
estornudo habría destrozado el corsé, y la boda.
En la comisaría de policía, la culpa era a todas luces de la esposa del hombre
caído.
Ariah se había lavado la cara. Se había enjuagado la boca, en la que el pánico le
había dejado un sabor como a monedas de cobre. Cuánto se irritaría Gilbert al ver que

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otra vez su maldito recogido francés (como su madre lo llamaba) se había deshecho.
Mechones de pelo completamente rizados debido al ambiente húmedo de Niágara.
Ariah vio con desaliento que tenía aspecto de recién levantada.
En aquella pocilga de cama.
«Me repugnas. He intentado amarte».
«Esto ahora nos libera a los dos».
En este lugar nuevo e impersonal. No el llamativo y lujoso hotel donde pasaban la
luna de miel, sino una fea habitación donde unos extraños se dirigieron a ella con
urgencia:
—¿Señora Erskine? —Y de nuevo, como si este fuera su nombre—: ¿Señora
Erskine? Tenemos que decirle algo; por favor, prepárese.
El caballeroso hombre del hotel cuyo nombre había olvidado parecía haber
desaparecido y ahora estaba sola con aquellos extraños, identificados como agentes
de policía aunque no iban de uniforme. Inesperadamente, resultó que uno de ellos era
una mujer: una matrona. Se precisa una mujer agente de policía para tratar con las
mujeres criminales, con las víctimas femeninas. Esta era de edad madura, con un
rostro como un hacha no afilada, un leve bigote oscuro sobre el labio superior y
vestida con un traje de sarga muy ceñido a su voluminoso cuerpo. La mujer estaba
diciendo… ¿qué era lo que decía? Ariah trató de escuchar a través del zumbido de sus
oídos.
Era posible que Gilbert Erskine hubiera caído… ¿Qué? ¿Dónde?
—Las cataratas Herradura, según ha informado un testigo. Hacia las seis treinta
de esta mañana.
Ariah oyó estas palabras individualmente, pero no pudo obtener sentido de su
conjunto. Y, cosa asombrosa, la mujer también tenía la fotografía de la cartera de
Gilbert. (¿Cómo había llegado a sus manos aquella fotografía de Gilbert, exactamente
igual a una que Ariah tenía en su poder?). Ariah dijo lentamente:
—Mi esposo no se habría ido a ver el paisaje sin mí. Puede que me abandonara,
pero no se habría ido a ver el paisaje sin mí. Nos pasamos semanas planeando este
viaje, sobre todo él. Había señalado las panorámicas turísticas y las vistas geológicas
que íbamos a visitar, incluso las numeró en el orden en que las veríamos —dijo ella
con terquedad—. Deberían haber conocido a Gilbert Erskine para saber que él no
habría hecho una cosa así.
La mujer del traje de sarga gris, con abundante busto y anchos hombros, trataba
de no discutir, se notaba. Pero se estaba fraguando una discusión.
—Señora Erskine, lo comprendemos. Pero esta fotografía del señor Erskine ha
sido identificada casi con certeza por el testigo que vio al hombre en las cataratas esta
mañana en la isla Cabra; poco después de la hora en que dice usted que el señor
Erskine desapareció de la habitación del hotel.
—¿Yo he dicho eso? ¿Cómo puedo haberlo dicho? —preguntó Ariah, nerviosa—.
Estoy segura de que dije que no sabía la hora. No tenía idea de la hora. La hora no me

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preocupaba cuando estaba dormida. Alguien debe de mentir.
—Nadie miente, señora Erskine. ¿Por qué iba alguien a mentir? Solo queremos
ayudarla.
—Si mi esposo se ha marchado, se ha marchado. ¿Cómo se puede evitar eso?
¿Cómo me pueden ayudar ustedes?
—Como su esposo ha desaparecido, y como han visto que un hombre caía al río
en las cataratas Herradura…
—Gilbert no haría eso. Sé que cuando dice «caerse» se refiere a «arrojarse». Pero
Gilbert jamás cometería un acto tan desesperado, él es un hombre de Dios. —Lo
comprendemos, señora Erskine. Pero…
—¡No lo entienden! Gilbert me ha vuelto la espalda a mí, pero no le volvería la
espalda a Dios.
Ariah hablaba con seguridad. Le parecía que aquellos extraños ignorantes la
estaban provocando deliberadamente. Querían que admitiera su complicidad en el
destino de Gilbert. Querían que confesara.
Uno de los agentes masculinos dijo, aclarándose la voz:
—Señora Erskine, ¿usted y su esposo… habían discutido?
Ariah negó con la cabeza.
—Jamás.
—No habían discutido. En ningún momento, nunca.
—En ningún momento. Nunca.
—¿Estaba preocupado?
—¿Preocupado en qué sentido? Gilbert se guardaba sus sentimientos para sí, era
un hombre muy reservado.
—¿Le pareció que estaba preocupado? En las horas previas a su desaparición.
Ariah trató de pensar. Volvía a ver el rostro contraído y sudoroso de su marido.
Sus dientes apretados formando una mueca como una calabaza de Halloween. Oyó de
nuevo el chillido de murciélago que se le escapó de los labios. No podía traicionarle,
su vergüenza era tan profunda como la de ella.
Hizo un gesto de negación, con dignidad.
—¿Y dice que no dejó ninguna nota?
—Ninguna.
—¿Ninguna insinuación de… por qué podía desear abandonarla? ¿Adónde podría
ir?
Ariah negó con la cabeza, apartándose un mechón de pelo de su rostro acalorado.
¡Oh, estaba transpirando! Dicho vulgarmente, sudando. Como una mujer culpable al
ser interrogada. Durante horas había sentido frío, escalofríos. Ahora, de pronto, aquel
lugar resultaba sofocante, y hacía mucho calor. Las entrañas de la tierra se abrían y
dejaban escapar un calor gaseoso y humeante. Ariah vio con una sorprendida sonrisa
que llevaba los guantes de ganchillo blancos que su anciana tía abuela Louise le había
regalado para su ajuar.

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¡El ajuar! Ariah se mordió el labio para no echarse a reír.
—Antes de su viaje de luna de miel a Niágara Falls, mientras planeaban la boda,
por ejemplo, ¿no hubo ningún asomo de… desacuerdo? ¿Algún descontento por parte
del señor Erskine o de usted?
Ariah apenas escuchó esta grosera pregunta. No.
Los agentes de policía la miraban con ojos escrutadores y neutrales. A Ariah le
parecía que se intercambiaban miradas de un modo muy sutil para que ella no lo
notara. Por supuesto, tenían práctica en este tipo de cosas. Entrevistar a individuos
culpables. Tenían experiencia como un trío de músicos. Un trío de cuerda. Ariah era
el solista visitante, la soprano que no dejaba de equivocarse con las notas.
—Hemos emitido un boletín de emergencia referente a su esposo, señora Erskine.
Y han salido equipos de búsqueda por el río, en ambas orillas, en busca del cuerpo del
hombre… que ha caído. —La mujer del traje de sarga gris hizo una pausa—: ¿Desea
que nosotros se lo notifiquemos ahora a su familia y a la del señor Erskine?
La mujer habló con voz amable. Pero Ariah sintió necesidad de darle una
bofetada en la cara.
—No dejan de decirme eso —dijo con aspereza—. No. No quiero notificárselo a
nadie. No podría soportar a una multitud de parientes rodeándome. Arrojé aquel
maldito corsé a un cubo de basura. No volveré a eso.
Se produjo una pausa llena de desconcierto. Esta vez los agentes de policía
intercambiaron miradas significativas de un modo mucho más evidente.
—¿Corsé, señora Erskine? No lo entiendo.
Como ella misma llevaba uno, no podía comprender cómo se había deshecho
Ariah del suyo.
—Gilbert ha decidido dejarme sola y permaneceré sola.
Pero la mujer policía era tan terca como Ariah, y no se dejó disuadir. Dijo:
—Señora Erskine, no tenemos opción. Necesitará el apoyo de su familia y
debemos notificárselo a la del señor Erskine, inmediatamente. Es un procedimiento
estándar en casos como este.
En casos como este.
Entonces fue cuando a Ariah se le cayó el pesado tazón de la mano al suelo,
derramando el agua y haciéndose añicos. Quería protestar ante aquellos extraños que
la estaban acusando y sentían lástima por ella y trataban de manipularla y decirles
que ella no era «un caso como este» —ni Gilbert Erskine era «un caso como este»—,
pero el suelo bajo sus pies de pronto se ladeó y ella no pudo guardar el equilibrio y
mantenerse en pie. Las luces fluorescentes vacilaban como la luz del fuego y aunque
Ariah tenía los ojos abiertos no veía nada.
«Mujer necia, no desesperes. Mi justicia es mi misericordia».

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—Hola, Burnaby. ¡Gracias a Dios que estás ahí!
Efectuaba la llamada desde una cabina de teléfono del vestíbulo. Necesitaba
ayuda, y un trago. Apoyo moral. Dirk Burnaby era el hombre al que había que
consultar en semejantes ocasiones extremas. Solo para hablar, tal vez. Pedirle consejo
experto, consuelo, a cualquier hora del día o de la noche. El pobre padecía de
insomnio desde la guerra. Le gustaba tener noticias de sus compañeros. Un soltero se
siente solo casi tanto como un hombre casado. Burnaby, el más joven de su equipo,
era el único soltero. Siempre tenía mujeres, algunas de ellas espléndidas coristas del
Elmwood Casino, o modelos. Afortunado bastardo, pero algún día se le acabaría la
suerte.
Colborne deseaba haberse llevado su petaca, pues se moría por un trago. Todos
habían bebido bastante en el yate de Burnaby la noche anterior, The Valkyrie; era un
bello barco de unos doce metros, de un blanco reluciente, que estaba anclado en el río
junto a l’Isle Grand, al alcance de la vista de la finca de los Burnaby situada en el
extremo suroriental de la isla. No es que Burnaby viviera en la vieja mansión.
Burnaby un poco borracho, diciendo en broma que era el holandés errante de las
cataratas. ¿Qué significaba eso?
Colborne estaba diciendo:
—La pobre mujer. Una huésped del Rainbow. Estoy pensando que es un poco
responsabilidad mía. Hasta que aparezca su familia. Al parecer su esposo se ha
matado. Esta mañana. Dirk, ¿me escuchas? Un ministro presbiteriano.
Al otro lado de la línea, Burnaby emitió un ruido evasivo.
—Estamos en la comisaría de policía, están tratando de entrevistarla. Le he
asegurado que podía quedarse en la suite todo el tiempo que necesite. —Colborne se
interrumpió. «Buenas relaciones públicas», pensó. Pero también era un acto
caritativo. Quería que Dirk Burnaby lo comprendiera. En su círculo, Burnaby era
generoso con el dinero, incluso derrochador. Prestaba dinero que sabía que jamás
recuperaría. Aceptaba clientes que sabía que jamás le pagarían, igual que aceptaba
casos que sabía que no podía ganar, o que no serían lucrativos si los ganaba. Burnaby
no era cristiano pero se comportaba como se supone que un cristiano ha de
comportarse, lo cual hacía que Colborne, que era cristiano, se sintiera incómodo. Por
eso Colborne quería que Burnaby supiera lo de la suite—. Está en una suite nupcial
—añadió—. No es barata.
Esto llamó la atención de Burnaby.
—¿Suite nupcial? ¿Por qué?
—Estaban de luna de miel. Se casaron ayer.
Burnaby se echó a reír.
Colborne reaccionó indignado.

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—¡Eh, Burn! No es ninguna broma. La mujer se ha quedado sola aquí y se
encuentra en estado de shock y dice que no quiere ver a nadie, ni siquiera a su
familia. Le he dicho que la ayudaría, pero… ¿qué demonios se supone que tengo que
hacer?
—Bueno, ¿es joven? ¿Es bonita?
—¡No! —Colborne se interrumpió, airado—. Pero es una dama.
En el extremo de la línea donde estaba Burnaby se produjo un silencio
inquietante.
¿Por qué Colborne llamaba a su amigo Burnaby, por qué desde la comisaría de
policía tenía que ser él quien se hallara en un estado de ansiedad? La noche anterior,
en The Valkyrie, había perdido mil cuatrocientos dólares al póquer y la mayor parte
los había ganado Burnaby. Había firmado un cheque a su amigo con una rúbrica
simpática. Colborne había jugado con astucia y en serio, pero las cartas habían ido en
su contra. Burnaby había tenido todas las buenas cartas. Tanto si este repartía como si
no, tenía todas las cartas buenas. Sus amigos reconocían la buena suerte de que
Burnaby había gozado en el transcurso de los años. La mayoría de hombres de su
círculo se conocían desde principios de los años treinta, de la Academia para
Muchachos Mount St. Joseph’s de Niágara Falls. Burnaby iba dos clases más atrás
que Colborne, Wenn, Fitch y Howell, pero jugaba en los equipos de la universidad
con ellos, sobre todo al fútbol y al baloncesto. Cuando ganaba, era un ganador cortés;
cuando perdía, era un perdedor cortés. Pero raras veces perdía. Posiblemente sus
amigos estaban un poco celosos del éxito de Burnaby con las mujeres. Era polígamo
en serie, decían en broma. No se casó con ninguna de esas mujeres y ni siquiera se
vio inducido a ningún compromiso. De alguna manera, Burnaby las abandonaba sin
dejar rastro. Y mantenía relaciones amistosas con aquellas mujeres, o al menos en
general.
En la época del Mount St. Joseph’s, Dirk Burnaby había sido el Pacificador. Uno
de los sacerdotes le había llamado así: «Pacificador». En realidad, Burnaby tenía
genio. Pero la ira se le pasaba enseguida, siempre era más considerado, más listo que
los otros muchachos. Más profundo, más espiritual, quizá. Burnaby tenía la extraña
costumbre de disculparse con tanta sinceridad que el otro sentía una punzada de
felicidad cuando le dejaba en mal lugar, aunque a menudo no quedara exactamente en
mal lugar. Daba la impresión de que le dolía caer mal a alguien y que sus amigos
pudieran caerse mal. «¿Y si uno de nosotros muere?», decía Burnaby. ¡Y lo decía en
serio! Era un tipo que quería que sus amigos fueran amigos. Y uno quería complacer
a Burn, por eso cedía. Burn le hacía a uno mejor persona de lo que verdaderamente
era, con tal de complacerle. Era así incluso ahora. El hecho de ser adultos no les había
cambiado mucho. En los últimos veinte años Colborne había llamado a Burnaby una
docena de veces pidiéndole ayuda. Unos años atrás, cuando Irma había echado a
Clyde de su casa, había puesto un pleito de divorcio citando infidelidades por parte de
Colborne. ¡Infidelidades! Como si las mujeres hubieran significado algo para

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Colborne: «No significaban nada». Parecía imposible metérselo en la cabeza a Irma:
«No significaban nada». Pero las mujeres como Irma tardan en perdonar. Son tacañas
con el perdón. Colborne había estado sumido en un estado lamentable, viviendo en
una suite del hotel (y tratando de no ver que sus empleados hacían muecas y se reían
de él a sus espaldas), bebiendo demasiado, comiendo demasiado, perdiendo dinero en
las carreras. Las mujeres a las que había estado viendo no tenían tiempo para él
cuando no tenía dinero para gastar con ellas; no es que fueran exactamente prostitutas
(aunque quizá sí lo eran, hablando con franqueza), pero sabían oler una causa
perdida. En dieciocho meses se le habían ido algo más de cincuenta mil dólares sin
tener nada que enseñar a cambio más que una erupción genital y una tendencia a
vomitar de repente. Clyde había estado muy preocupado por si sus hijos se volvían
contra él, aunque suponía que tendrían justificación para ello. Una hija, dos hijos. No
se merecía esos hijos. Irma los iba envenenando con sus lágrimas y sentimientos
dolidos, y Clyde amaba también a sus hijos, pero maldita sea (juraba él) si iba a
arrastrarse a pedir perdón, no iba a hacerlo. ¡Esto le estaba destrozando! Así que una
noche desnudó su ulcerosa alma ante Dirk Burnaby, sabiendo que él haría bien las
cosas. Tenía un bufete profesional en Niágara Falls y Buffalo que le iba muy bien
gracias a su capacidad de ayudar a otros abogados en casos que eran demasiado
complicados para ellos o en los que francamente habían fracasado. Burnaby, el
hombre al que acudir. Un hombre en el que se podía confiar que no revelaría tus
secretos. De modo que Colborne fue a ver a Burnaby y le confesó su situación. Y
Burnaby escuchó, y se puso en marcha de inmediato. Le dijo a Colborne que se
tranquilizara, y este lo hizo (hasta cierto punto). Le dijo a Colborne que se
mantuviera lejos del hipódromo de Fort Erie, Ontario, y Colborne lo hizo. Le dijo que
se comportara —«con afecto, sinceramente, como si les amaras»— con su familia, y
él lo hizo. Y Burnaby pasó tiempo con Irma, solos los dos. Esto resultó halagador
para ella. Burnaby le dijo a Irma que Colborne la quería tanto que tenía que poner a
prueba ese amor. Y jamás volvería a hacerle daño. Y así se superó la crisis. Los
Colborne se reconciliaron. A veces Clyde no estaba muy seguro de que aquello
hubiera sido algo bueno, pero suponía que sí. Tenía que serlo.
El matrimonio, la familia. ¿Qué más hay? Había que crecer. Había que aceptarlo.
Haría que el matrimonio funcionara por Burnaby. Se lo debía a Burnaby. Irma
pensaba igual. «Le debemos a Dirk Burnaby el permanecer juntos».
Ahora Colborne prácticamente estaba suplicando.
—Dirk. Ven a vernos. A South Main. Llevaremos a la señora Erskine de nuevo al
hotel y tomaremos unas copas en el bar. Nosotros, quiero decir, no con ella.
Al otro extremo del hilo telefónico se oyó algo así como un suspiro.
—De acuerdo, Clyde. Estaré ahí en diez minutos.

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Treinta y tres años y equilibrista. Sobre una sima profunda como la garganta del
Niágara.
Lo conocía: estaba acostumbrado a esos personajes extravagantes y temerarios, y
a todas luces perturbados, del siglo XIX, que arriesgaban su vida para deslumbrar a
multitudes cruzando sobre una cuerda floja la mortal garganta del Niágara, o, más
locos aún, sumergiéndose en las cataratas en barriles, kayaks, artilugios caseros de
ingeniosos diseños. «¡Mirad, miradme! ¿Ha habido jamás alguien como yo?».
Él era descendiente de uno de ellos. Su célebre antepasado Reginald Burnaby el
Grande había atravesado las cataratas Americanas, doscientos cuarenta metros,
caminando sobre un alambre el día de la Independencia de 1869. Se calculaba que
más de ochocientas personas contemplaron ávidamente cómo Reginald Burnaby el
Grande (identificado de formas diversas como sacerdote católico apartado del
sacerdocio de Galway, exconvicto de Liverpool, si no convicto fugitivo de esa ciudad
portuaria) llevó a cabo el traidor cruce en unos veinte minutos, con una vara de
bambú de tres metros y medio con banderas estadounidenses ondeando en ambos
extremos. Durante el cruce, las mujeres se desmayaban; al menos una mujer se puso
de parto. A juzgar por un daguerrotipo de Reginald Burnaby la víspera del
acontecimiento, era un individuo larguirucho, de aspecto agitanado, moreno y
apuesto, de unos veintiocho años, con la cabeza afeitada, fino bigote con las puntas
hacia arriba, una mirada teatral apenas perceptiblemente bizca. En el alambre vestía
chaqueta de teniente de la Unión (¿la suya?) y pantalones negros de actor de circo, y
su atrevida hazaña fue celebrada en los periódicos de hasta San Francisco, Londres,
París y Roma. La segunda vez que Burnaby arriesgó su vida sobre la garganta, en
junio de 1871, con el patrocinio de un balneario de Niágara Falls, reunió multitudes
aún mayores. La novedad de este cruce fue que Burnaby llevaba una camisa de fuerza
de la que consiguió liberarse a medio camino de la garganta; el drama fue que de
repente sopló un viento procedente de la costa canadiense, que escupió lluvia, y
Burnaby se vio obligado a agacharse en la cuerda floja y, «desesperado e ingenioso
como un mono», según lo describió el corresponsal del Times de Londres, efectuó su
laborioso recorrido desde punta Prospect hasta la isla Luna en unos cuarenta minutos.
En la tercera ocasión, en agosto de 1872, las multitudes fueron aún más numerosas,
calculadas en más de dos mil solo en el lado estadounidense y al menos la mitad de
esa cifra en el lado canadiense. Este cruce lo patrocinó él mismo, que supuestamente
necesitaba dinero para su esposa e hijo recién nacido. Para el acontecimiento, que fue
el más controvertido, desde punta Prospect a la isla Luna sobre las cataratas
Americanas, y de la isla Luna a la isla Cabra, al otro lado de las cataratas Velo de
Novia, Burnaby se puso medias de seda rojas y se pintó la cabeza afeitada con
«pintura de guerra» de un valiente indio iroqués. Desde el principio del espectáculo
se dijo que el ambiente estaba alterado y era poco respetuoso. La neblina que se

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levantaba de la garganta era particularmente espesa, y la vista de que gozaba la
multitud era turbia, lo que contribuía al descontento general y a acusaciones de
fraude. El atrevido hombre también parecía menos seguro de sí mismo. Estaba más
delgado y parecía haber perdido el temerario entusiasmo de la juventud de que
gozaba apenas un año antes. Después de caminar unos veinte minutos con lentitud,
centímetro a centímetro sobre el alambre, algo ocurrió que hizo caer a Burnaby a la
catarata. (Aunque jamás se arrestó a nadie, se creía que un joven no identificado del
lado estadounidense había lanzado un tirachinas al intrépido hombre y le había dado
en la espalda). Para horror de la multitud, Burnaby se hundió casi sesenta metros en
las aguas turbulentas al pie de las cascadas; para deleite de la multitud, que ahora
gritaba y se empujaba para ver mejor, Burnaby afloró a la superficie del agua al cabo
de unos minutos, aparentemente ileso, según informarían los periodistas. Un aplauso
general se elevó cuando el intrépido hombre con la cabeza afeitada y pintada fue
nadando hacia la base de la isla Luna; un grupo de personas acudieron a rescatarlo
cuando Burnaby, que se encontraba a menos de tres metros de la orilla, fue atrapado
por una fuerte resaca y engullido por las aguas veloces y verdosas. Todos los testigos
declararon que, cuando fue tragado, Burnaby gritó: «¡Adiós, cariño! ¡Dale un beso al
niño de mi parte!» a su joven esposa, que contemplaba la escena sin poder hacer
nada, con su hijo de ocho meses en brazos, desde una plataforma situada en la isla
Cabra.
Ese niño algún día sería el padre de Dirk Burnaby.
El cuerpo destrozado de Reginald Burnaby, apenas reconocible salvo por la cara y
cabeza pintadas de forma tan atrevida, no fue descubierto hasta varios días después,
cuando al fin fue avistado veinticuatro kilómetros río abajo, al norte de Lewiston; fue
sacado a la orilla y recibió cristiana sepultura, cortesía de una coalición de residentes
de Niágara Falls que se habían apiadado de Burnaby y su joven familia.
Después del destino de Reginald Burnaby el Grande, del que se dio amplia
publicidad, se prohibió oficialmente cruzarla garganta del Niágara sobre un alambre.

—Pobre tonto. Tiraste tu vida, una vida preciosa, ¿y para qué?


En una pared de su casa de Luna Park había varios daguerrotipos de su temerario
abuelo. Dirk Burnaby a menudo los contemplaba, sonriéndose ante el bigote fino y
largo con las puntas hacia arriba que daba al rostro enjuto y alegre un aire de
masculino pavoneo. En una fotografía, Reginald Burnaby sonreía con rigidez y se le
veían los dientes en mal estado, mellados y manchados. En otra fotografía, Burnaby
iba vestido con un ceñido jersey y medias, atuendo de artista circense, en pie con los
brazos en jarras, los nudillos en las caderas y en el rostro una expresión de
superioridad como si dijera: «¿No soy nadie?». Aquí se veía que Burnaby era un
hombrecillo musculoso, compacto, con el torso, los muslos y las piernas muy
desarrollados. (Dick Burnaby había leído que su abuelo solo medía un metro sesenta

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y cinco y pesaba menos de setenta kilos en el momento de su muerte). Se veía que
probablemente era un hombre apasionado, inquieto, consumido por la vanidad,
perseguido por las mujeres, condenado a morir joven. Sí, había sido valiente, pero
¿de qué servía eso?
¿Quién quiere ser un intrépido, y tener fama póstuma?
Él, Dirk Burnaby, no se parecía físicamente en nada a su antepasado. Había
crecido hasta una gratificante altura de un metro ochenta y cinco cuando aún era
adolescente. (¡Eso le gustaba! Ser más alto que sus compañeros de clase y la mayoría
de adultos. Le había dado un impulso y una seguridad en sí mismo que lo
acompañaría toda su vida). No era de piel morena como un gitano, sino que tenía la
piel clara, y no era ni levemente bizco. Detestaba los bigotes y las barbas, le escocían
su piel fina y sensible. Era un hombre apuesto, ¿por qué esconderlo? Suponía que no
era muy valiente. Nunca arriesgaría su vida si podía evitarlo.
—Prefiero vivir, gracias.
En el ejército de Estados Unidos, en el que había sido soldado de Infantería
durante dos años, estacionado sobre todo en Italia, se había visto obligado a disparar
al enemigo, y no podía decir que nunca —una sola vez— hubiera dado a un blanco
humano, y mucho menos matado. Él no quería haber matado. En el momento crucial,
al disparar el rifle, a menudo cerraba los ojos. A veces no apuntaba, y a veces ni
siquiera apretaba el gatillo. (Años más tarde, Dirk se enteraría de que un porcentaje
asombrosamente elevado de soldados habían hecho lo mismo, pues no querían matar,
y sin embargo se ganó la guerra). Dirk Burnaby había resultado herido, y pasó varias
semanas en un hospital del ejército cerca de Nápoles. Luego le concedieron medallas
para demostrar que había actuado con valentía en aquel suceso confuso y caótico
denominado Segunda Guerra Mundial; se alegró muchísimo de que los Aliados
hubieran ganado a los perturbados y asesinos poderes del Eje, sin duda hablaba con
pasión de la locura de Hitler, Mussolini, Tojo y lo que significó que millones de seres
humanos hubieran aceptado su locura, pero de su experiencia real de la guerra
conservaba poco, salvo un gran alivio porque la guerra había terminado y él estaba
vivo.
—Eso es lo que te perdiste, abuelo. La vida corriente.

«Una cosa no fue: amor a primera vista».


Él no creía en eso. No creía en las coincidencias románticas, sentimentales,
significados sacados de la nada. Sin duda no creía en el destino, él era jugador por
naturaleza y el jugador sabe que el destino no es más que la casualidad que trata de
manipular en provecho propio.
Sin embargo, la primera vez que vio a Ariah Erskine le causó cierta impresión. La
mujer pelirroja con el vestido de volantes se hallaba en compañía de su amigo Clyde
Colborne, que la ayudaba, como si estuviera convaleciente, a bajar la escalera de la

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comisaría de policía de Niágara Falls. La mujer se deshizo bruscamente del brazo de
Colborne, como si hubiera dicho algo que la hubiera molestado, o fuera capaz de
caminar sin ayuda de un hombre, gracias.
Al ver a Burnaby, Colborne le llamó con ansiedad y le presentó a «la señora
Ariah Erskine», quien le miró fijamente durante un tenso momento antes de
entrecerrar los ojos. (¿Se había preguntado la pobre mujer en aquel momento, en la
confusión de la pena, si Burnaby, un extraño, podría resultar ser el marido
desaparecido?). La señora Erskine le dio la impresión de ser feroz, fea y altiva, como
una de esas mujeres pelirrojas de espalda recta que suelen aparecer en algunas
acuarelas de Winslow Homer. La estirada institutriz ante la pizarra, de perfil,
despegada del ojo admirativo del observador; la muchacha pelirroja con el vestido
anaranjado que yace sobre la hierba leyendo una novela, ajena a cualquier
observador. El rostro pálido y pecoso de esta mujer relucía como si se lo hubiera
frotado con fuerza. El pelo de color óxido descolorido le caía en larguiruchos rizos y
mechones en torno a la cabeza como si ya no le importara. Había manchas de
transpiración bajo los brazos del vestido de organdí que lucía, y las medias le hacían
bolsas en los tobillos. Tenía los ojos húmedos, inquietos, inyectados en sangre. No se
parecía en nada a la mujer apenada que habían hecho creer a Dirk Burnaby que era, y
resultaba mucho más interesante. Mientras Clyde Colborne hablaba con nerviosismo
sobre todo lo que la policía le había dicho, lo que se estaba haciendo y lo que se
haría, la mujer pelirroja tenía la mirada abstraída, y prestaba poca atención a
Colborne y a su amigo Burnaby; este era mucho más alto que ella, tenía el pelo muy
rubio, era apuesto y le sentaban bien el blazer azul marino de botones dorados y los
pantalones de pana blancos planchados con pulcritud: una figura masculinamente
elegante sacada de Esquirre. ¡A él, Dirk Burnaby, al que las mujeres adoraban,
algunas de ellas mujeres ricas casadas, esa mujer hacía caso omiso! Tuvo que sonreír.
Ariah Erskine interrumpió a Colborne para decirle que no tenía intención de regresar
al hotel aún, iba a dirigirse a la garganta del Niágara. Si Colborne no podía llevarla en
coche, tomaría un taxi, o iría a pie. Le habían informado de que las autoridades creían
que su esposo había caído al río aquella mañana y habían salido equipos de rescate.
Un equipo de la Guardia Costera estaba en el río. Ella tenía que estar allí para
efectuar la identificación, en el caso de que el hombre que había caído fuera, en
realidad el reverendo Erskine.
Colborne dijo, sorprendido:
—Señora Erskine, no es buena idea. Es mejor que no esté allí. No si…
—Están buscando un hombre. Un cuerpo. No creo que pueda ser Gilbert, pero
debo estar allí. —La señora Erskine trató de hablar con seguridad en sí misma, pero
Burnaby percibió cierto temblor en su voz. La mujer estaba de pie entre los hombres
con la cabeza vuelta a un lado, negándose a mirarles a los ojos—. Tengo que ser
testigo si… si encuentran a ese hombre. Tendré que saberlo.
Colborne objetó:

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—Pero, señora Erskine, sería mucho mejor que esperara en el hotel hasta…
—No. Nada puede ser mejor. Si Gilbert está muerto, tendré que saberlo.
Colborne miró con aire suplicante a Dirk Burnaby, que observaba a aquella terca
mujer pelirroja con una especie de fascinación. No sabía qué pensar de ella: el
cerebro se le había quedado en blanco. Se le ocurrió la extraña idea, tan menuda era
ella, de que no podía pesar más de cuarenta y cinco kilos, que un hombre podría
alzarla, echársela al hombro y llevársela. ¡Aunque protestara! Se oyó a sí mismo
decir:
—No creo que haya oído mi nombre, señora Erskine. Soy Dirk Burnaby, amigo
de Clyde. Soy abogado. Vivo a unos tres kilómetros, en la isla Luna, cerca de la
garganta. Haré lo que sea necesario para ayudarla, señora Erskine. Le ruego que
confíe en mí.
Esta observación resultó completamente inesperada. Una hora más tarde, Burnaby
no podría creerse que hubiera dicho tales palabras. Colborne le miró boquiabierto, y
la mujer pelirroja se volvió a él frunciendo al entrecejo, entrecerrando los ojos como
si no recordara bien que se encontraba allí. Abrió la boca para hablar, pero no lo hizo.
Su carmín había desaparecido, sus finos labios estaban resecos y cortados. De forma
impulsiva, Burnaby le dio un apretón en la mano.
Era una mano pequeña, del tamaño de un gorrión; sin embargo, en el guante
blanco de ganchillo los dedos se notaban calientes, ardientes.

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La Recién Casada Viuda de las Cataratas
La vigilia

D urante siete días y siete noches veló.


Durante siete días y siete noches se encontraba a la Recién Casada Viuda
de las Cataratas en la garganta del Niágara, en la isla Cabra o en la costa; se unió a los
equipos de búsqueda del hombre desaparecido y acompañó a la Guardia Costera en
su barco patrulla río abajo más allá de Lewiston y Youngstown, hasta la
desembocadura del río en el lago Ontario. Ariah Erskine era la única mujer a bordo
del barco de la Guardia Costera, y su presencia hacía sentir incómodos a los hombres.
Se encontraba febril, como en trance. Tenía los ojos inyectados en sangre, fijos en las
embravecidas olas del río, como si en cualquier momento pudiera aparecer el cuerpo
de un hombre y su búsqueda fuera a terminar. Con su voz baja y ronca no dejaba de
repetir a quien la escuchara: «Soy la esposa de Gilbert Erskine, y si me he convertido
en la viuda de Gilbert Erskine debo estar presente cuando le encuentren. Debo
ocuparme de mi esposo». Los agentes de la Guardia Costera intercambiaban miradas
de dolor, pues sabían el aspecto que tendría el hombre tras haber caído a las cataratas.
—¿Por qué me he involucrado con esta mujer? Está loca.
Peor aún, Ariah Erskine apenas parecía saber quién era Dirk Burnaby. Sin duda lo
había confundido con Clyde Colborne, su amigo. Aun así, Dirk se había ofrecido
voluntario a que ella dispusiera de él todo el tiempo preciso. Había llamado a su
despacho y hablado con su ayudante: de momento, todo el trabajo quedaba paralizado
(«Di a todos nuestros clientes que se trata de una emergencia»). Las autoridades de
Niágara Falls conocían bien a Burnaby y agradecían su presencia, pues nadie sabía
qué hacer con Ariah Erskine, que se negaba a comportarse como los otros deseaban
que lo hiciera. Ni siquiera sus padres podían razonar con ella.
Dirk Burnaby oyó sin querer una lamentable conversación:
—Ariah, querida, ¿vuelves al hotel con tu padre y conmigo? Cariño, estás
exhausta. Estás enferma. ¡Mira ese vestido! ¡Y tu pelo! Ariah, por favor, haz caso a tu
madre.
Pero Ariah, terca y haciendo un mohín, no quiso.
—Quisisteis que me casara con Gilbert Erskine, y eso hice. Y soy su esposa.
¡Esto es lo que una esposa debe hacer, madre! Vete y déjame en paz.
Estaba interpretando un papel, pensó Dirk, desaprobándolo. Se había convertido
en una peregrina de las cataratas, como la anunciaba la prensa. La Recién Casada
Viuda de las Cataratas. Quizá era cierto, no tenía elección.
Durante el día de la vigilia se observó que Ariah Erskine miraba de forma
obsesiva el río, su superficie siempre cambiante y turbia como una llama teñida de
verde, y sin embargo era ajena a todo lo demás que la rodeaba. Solo era vagamente

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consciente de los que estaban a su lado, y a menudo no respondía cuando se le
hablaba. No habría comido nada de no ser porque se la llevaban y la forzaban a
comer.
Cuando Ariah despertaba de su agotado sueño aparecía desconcertada y con la
mirada vacía, vulnerable como una niña que acaba de despertar de una pesadilla. Sin
embargo, al cabo de unos segundos reunía su voluntad de acero, esa voluntad que
tanto impresionaba a Dirk Burnaby, pues jamás había visto nada igual en su vida, y se
daba cuenta de dónde estaba y por qué. «La pesadilla estaba fuera de ella, en el
mundo. Tenía que conquistarla allí o en ninguna parte».

Era un hecho, ansiosamente dado a conocer por la prensa, que cada día de su vigilia
Ariah Erskine, la Recién Casada Viuda de las Cataratas, aparecía en la garganta del
Niágara a las seis de la mañana. A menudo iba con prisa, como si temiera llegar tarde.
A esa hora la atmósfera de la garganta era fría, húmeda, neblinosa. Entre zarcillos de
neblina que se elevaba como vapor, Ariah rehacía la ruta que supuestamente había
seguido el hombre aún no identificado que se había arrojado a las cataratas Herradura
la mañana del sábado 12 de junio; cubierta con un impermeable y un sombrero
amarillos proporcionados por el propietario de los barcos de crucero Maid of the
Mist, cruzaba el estrecho puente peatonal que iba hasta la isla Cabra, mirando
fijamente las aguas turbulentas de tono verdoso y pasando su mano cubierta con el
guante blanco por la barandilla. Movía los labios. (¿Rezaba? ¿Se dirigía a su esposo
perdido?). Con su impermeable amarillo chillón la mujer parecía una flor
descompuesta sobre el fondo de las neblinas sulfurosas, que no cesaban de elevarse
de la gran garganta.
(«Elevándose siempre como las almas de los condenados en busca de la
salvación», dijo Ariah a Dirk Burnaby en uno de los raros momentos en que reparaba
en él. Su sonrisa fija, melancólica, le estremecía). Debajo del impermeable Ariah
llevaba vestidos de verano, blusas de algodón de colores claros o estampadas; las
medias que le cubrían las piernas pronto se quedaban empapadas por el agua
pulverizada, y también su rostro y cabello se mojaban enseguida. Ella no daba
muestras de darse cuenta. Los periodistas y fotógrafos, y a medida que transcurrían
los días un variado surtido de curiosos y morbosos, les seguían, aunque a respetable
distancia, de lo que se aseguraba Dirk Burnaby. Él detestaba a esos parásitos, pues así
los consideraba, si bien la propia Ariah parecía indiferente a su presencia. Su
concentración se limitaba al río. Cuando un extraño la llamaba. —«¿Señora Erskine?
Disculpe, señora Erskine». «Hola, señora Erskine. Soy del Niágara Gazette, ¿puedo
hablar con usted unos minutos?»— daba la impresión de no oírlo. Sin embargo, por
lo que Dirk veía, no hacía ningún esfuerzo por ocultar su rostro o disfrazarse. En
algunas fotografías de la Recién Casada Viuda que aparecían en los periódicos, el
rostro menudo de Ariah, salpicado de agua, relucía pálido y liso como el mármol

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blanco, de un modo que daba la impresión de que estaba llorando continuamente,
como podría llorar una estatua, con aire resignado y calmado.
Dirk sabía que Ariah Erskine no lloraba. Era una mujer astuta, ahorraba sus
lágrimas. Pronto necesitaría todas las que pudiera reunir.
En el río Niágara los cadáveres solían encontrarse al cabo de una semana. Si se
habían hundido, los espantosos efectos de la putrefacción los convertían en
flotadores. Solo era cuestión de tiempo.
Una vez en la isla Cabra, Ariah se dirigía hacia la punta de la Tortuga por el
recodo oriental del camino, que era el que el suicida había tomado. Allí se quedaba
inmóvil durante media hora, una figura solitaria y melancólica con su impermeable
incongruentemente alegre, hechizada por las estruendosas cataratas Herradura. A
medida que la mañana se iluminaba, la misteriosa aura verde espejada de las cataratas
se hacía más clara. Aparecía el arco iris, rielando en la bruma. El rugido de la catarata
en la punta de la Tortuga era tan fuerte que penetraba en todo tu ser, y expulsaba los
pensamientos coherentes. Podía ocurrir que no recordaras tu nombre, y que no
desearas recordarlo. Te sentías a un latido de distancia del núcleo primordial del ser:
pura energía, sin nombre e intacto. Las fotografías de la Recién Casada Viuda en la
punta de la Tortuga, el lugar del suicidio, eran muy populares, aunque la mayoría de
ellas mostraban a la afligida mujer solo de espaldas, con la cabeza y el rostro ocultos
por la sombra del gorro de ala ancha del impermeable. Dirk Burnaby permanecía
unos metros detrás de ella, observándola con inquietud, alerta a cualquier movimiento
o gesto súbito temerario. Si Ariah se apretaba demasiado a la barandilla, inclinando
su cuerpo sobre ella, Dirk daba un rápido paso al frente. Estaba listo para agarrarla,
inmovilizarle los brazos y forcejear para alejarla del peligro. Comprendía el primitivo
y maligno hechizo de las cataratas: estaba empezando a sentir de nuevo la siniestra
atracción que había experimentado años atrás, de adolescente, cuando sus emociones
eran más crudas, estaban más cerca de la superficie. Aquellos sentimientos de
disolución, pérdida, pánico, muy parecidos a la sensación de estar enamorándose en
contra de su voluntad.
¡Las cataratas! «No puedes creer que pueda matarte. Cuando se trata de puro
espíritu».
Después de su vigilia en la punta de la Tortuga, Ariah se volvía como alguien que
despierta despacio y de mala gana de un profundo sueño y se dirigía al recodo
occidental del camino, pasando ante las cataratas Velo de Novia y la isla Luna, por
delante de la isla Pájaro y la isla Verde; aunque el suicidio no se había producido en
este lado de la isla Cabra, Ariah se entretenía junto a la barandilla, mirando con
atención, pensativa, con afán, esa parte del río, como si de alguna manera el cuerpo
de su esposo perdido pudiera emerger. Esto parecía posible cuando se miraba
fijamente río arriba y se veían las violentas olas que avanzaban hacia ti formando una
corriente que parecía extenderse hasta el horizonte… y el infinito. Allí, en la fuente

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del río, se hallaba el futuro; a tu espalda, se convertía en el pasado. Solo el fugaz y
efímero momento de su paso estaba vivo, y vivía en ti.
Ariah Erskine volvía a cruzar entonces el puente peatonal, ajena al portero que
estaba en su garita y la miraba fijamente con inquietud y temor (era el hombre que
había presenciado el suicidio, y temía que le reconociera); pasaba por delante de las
cataratas Americanas y durante largo rato contemplaba el agua que se precipitaba en
su base; se volvía para seguir el camino río abajo, deteniéndose de vez en cuando,
nunca de forma previsible, para asomarse por la barandilla y perderse en las agitadas
aguas blancas. De este modo, en el curso de una mañana la Recién Casada Viuda de
las Cataratas se dirigía hacia la torre de observación de Niágara y el muelle del Maid
of the Mist, que estaba abarrotado de turistas, pasando por delante de la cueva de los
Vientos y el remolino del Diablo, que podían mantener su interés incluso durante una
hora.
¡El remolino del Diablo! Dirk Burnaby pensaría después que era como si ella lo
hubiera sabido, como si lo hubiera percibido. El hombre muerto dentro. Atrapado por
la fuerza centrífuga. Un movimiento circular del infierno.
Casi había llegado a compartir la morbosa fascinación de la mujer por el río. La
posibilidad de que el río vomitara en cualquier momento el cuerpo del hombre
muerto. Esperaba que no ocurriera —no lo habría soportado— en presencia de ella.
Quería estar cerca, a su lado, en la barandilla, y rodearla con el brazo. Quería para
sí mismo esa atención tan feroz, esa lealtad. No podía creer que el reverendo Gilbert
Erskine lo mereciera. Odiaba a aquel hombre, lo detestaba; detestaba el que, aun
muerto, cautivara tanto a aquella mujer. Sin embargo, pensaba: «Ella está más allá del
dolor. Más allá del amor de cualquier hombre».

Un fotógrafo se acercó con atrevimiento a Ariah Erskine mientras ella estaba apoyada
en la barandilla sobre el remolino, y allí estaba Dirk Burnaby para interceder; le
arrebató la cámara al hombre y la arrojó al río. Cuando este protestó, abriendo la boca
como un pez, Dirk dijo con calma:
—Ahora haga el favor de largarse, o seguirá usted a la cámara.
El fotógrafo dijo que era de la Asociación de Prensa, y que informaría del
incidente a la policía.
—Yo soy la policía —dijo Dirk Burnaby—. Un detective sin uniforme nombrado
para proteger a esta dama de los acosadores. Así que lárguese o le arrestaré.
Empujó al fotógrafo con el puño en el pecho, obligándole a retirarse.

No comprendían lo que había ocurrido, decían. A Gilbert, a Ariah. Era como si algo
terrible —demoníaco— hubiera sucedido a estos jóvenes en cuanto se casaron e
iniciaron su luna de miel en Niágara Falls.

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—¿Por qué Ariah se comporta de forma tan extraña, señor Burnaby? ¿Por qué no
pasa nada de tiempo con nosotros?
La señora Littrell, una mujer de edad madura con el cuerpo blando, con el rostro
demacrado, suplicante, y ojos asustados, rogó a Dirk Burnaby que intercediera con su
hija mientras el reverendo Littrell miraba con aire sombrío, acariciándose la barbilla.
Tal vez creían que Burnaby estaba asociado con el Rainbow Grand, ya que parecía
socio de Clyde Colborne; tal vez creían que era algún agente de Niágara Falls, cuyo
trabajo consistía en consolar a los afligidos supervivientes de las personas
desaparecidas y suicidas. Dirk sentía lástima por los Littrell, e irritación hacia Ariah,
que les trataba con tan poca consideración; al mismo tiempo le complacía observar
que la hija apenas se parecía a ninguno de los dos. La muchacha pelirroja era un
original, ¡él lo distinguía!
Amablemente dijo a los Littrell que Ariah se hallaba en estado de shock y que no
debían tomarse como algo personal su extraña conducta. Les dijo que en el curso de
su vida había sido testigo de conductas similares en otras personas, cuando un
individuo sufría una pérdida irreversible repentinamente, sin previo aviso. (Pensaba
en una o dos muchachas con las que había tenido una relación romántica, a las que no
les había gustado que Dirk Burnaby las dejara y habían montado bastante escándalo
por ello. También pensaba en su madre, que había caído en un estado morboso de
ensimismamiento tras la pérdida de su belleza a los cincuenta años, negándose a salir
de su casa en la isla o incluso a ver a antiguos amigos. ¡Ni siquiera a sus hijos!).
—Las personas se comportan de formas extremas tras una gran conmoción —dijo
Dirk—. En estos momentos no se sabe con absoluta certeza que su esposo sea el
hombre que fue visto… bueno, en las cataratas. Y por eso Ariah se encuentra en un
estado de suspense, de desconocimiento.
Se dio cuenta por la expresión desconcertada y temerosa que asomó a los rostros
del reverendo y la señora Littrell de que no querían entender exactamente lo que él
les decía; también ellos conservaban la esperanza de que su yerno no estuviera
muerto, sino que solo hubiera desaparecido. (¿Y que reaparecería?). ¡Qué patéticos
eran los Littrell! Dirk sintió una punzada de compasión por ellos; por la
desesperación que había en su deseo de creer que aún quedaban esperanzas, y de que
sus plegarias, bastante literales, serían respondidas por un Dios vigilante. Dirk dijo
con amabilidad, como si conociera a Ariah Erskine más íntimamente de lo que la
conocía:
—Creo que en estas circunstancias es mejor para su hija mantenerse activa. En
lugar de estar esperando pasivamente en el hotel sin poder hacer nada.
«Tal como se espera que ha de hacer una mujer», pensó Dirk.
La señora Littrell protestó:
—Pero señor Burnaby, Ariah ni siquiera duerme en el hotel, que sepamos.
¿Dónde está? No hace las comidas aquí. Nos informó a nosotros y a los Erskine de
que no podía pasar tiempo con nosotros, de que «no tiene tiempo». Los padres de

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Gilbert están muy preocupados, pero Ariah no quiere verlos. La he visto con ese
horrible impermeable amarillo en… ¿se llama Prospect Park? Pero cuando la he
llamado, se ha ido corriendo. Y hay fotógrafos y periodistas por todas partes. Gente
de la radio esperando entrevistarnos. —La señora Littrell se estremeció—. ¿Ha visto
lo que escriben sobre ella, señor Burnaby? En los periódicos de Troy también. «La
Recién Casada Viuda de las Cataratas». ¡Nuestra única hija! Se casó el sábado
pasado.
Mientras hablaba, la señora Littrell miraba al reverendo Littrell en busca de
apoyo, pero su esposo apenas parecía oír lo que ella decía. Dirk comprendió que el
pobre hombre estaba desorientado, inerte. Su voluminoso cuerpo de edad madura
parecía estar perdiendo definición, como si se estuviera derritiendo. Llevaba un
insulso traje gris con solapas grandes, camisa blanca almidonada y una vulgar corbata
buena. Sus ojos detrás de las gafas bifocales no dejaban de recorrer la habitación (se
encontraban en la habitación de los Littrell en el Rainbow Grand, Dirk había pasado
para hablar con ellos en lugar de Ariah), como si buscara alguna confirmación de
dónde se encontraba, qué significaba aquello. El corazón de Dirk se compadeció de
él. Allí estaba un hombre acostumbrado a la autoridad, y sin autoridad estaba
indefinido como una bandera en un calmado día sin viento. La señora Littrell dijo:
—Señor Burnaby, ¿tendrá la bondad de decirle a Ariah que… que pensamos en
ella constantemente, que estamos preocupados por ella, esperando que cuando esto
haya terminado regrese con nosotros de nuevo a casa?
«Así que la señora Littrell sabe que su yerno ha muerto», pensó Dirk.
Buena señal.
Pero cuando Dirk dejó la habitación, el reverendo Littrell salió al corredor con él
como para hablar de hombre a hombre.
—Señor Burnaby, ¿ha dicho que usted… no, usted no… conocía a Gilbert? No le
conocía. Entiendo. No sabía, pues, que Gilbert tenía un extraño e insano interés, o
afición, por los… cómo lo llaman… ¿fósiles? Pequeños esqueletos, como caracoles y
ranas, que se encuentran en las rocas. Decía que tenían millones de años de
antigüedad, en realidad no hay forma de demostrar que tienen más de seis mil años. Y
por qué estas cosas son tan importantes para los llamados científicos, cuando están
hechas para demostrar la creación de Dios y la historia de la Tierra… no lo sé.
Dirk negó con la cabeza con gesto educado. No, ni idea.
—No soy científico, reverendo. Soy abogado.
El reverendo Littrell frunció el entrecejo y dijo:
—Mi yerno habría querido que Ariah fuera con él a alguna expedición en busca
de estas cosas, fósiles. Caminar por lechos de río y pantanos. Y es posible que mi
hija, que tiene una vena de terquedad, como ha visto usted, se negara a ir con él en su
luna de miel… Estoy pensando, espero, que se trate de esto. Que solo se trate de esto.
Señor Burnaby, ¿qué opina usted?

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Dirk Burnaby murmuró al anciano que no estaba seguro. No estaba seguro de
nada.

Dirk comprendía por qué Ariah Erskine esperaba evitar a sus padres el máximo de
tiempo posible. ¡Y a sus suegros! El reverendo Erskine y señora casi parecían saltar
sobre el joven cuando lo veían, rapaces como animales hambrientos. Enseguida tenía
que decirles que no había noticias de su hijo. Tuvo buen cuidado de explicarles que él
no formaba parte de la policía de Niágara Falls ni de la Guardia Costera, que solo era
un ciudadano particular que procuraba ayudar en aquella emergencia, pero los
Erskine no parecían oírle.
—¿Hay alguna noticia de mi hijo? —preguntaba el reverendo Erskine, con aire de
reproche en la voz. Cuando Dirk le decía que no, que no lo creía, no de momento, el
reverendo Erskine decía:
—Pero ¿por qué? ¿Ha desaparecido un hombre y su esposa, recién casada, está
alterada y poniéndose en ridículo en público, y no hay ninguna noticia? No lo
entiendo.
Los Erskine tenían aproximadamente la misma edad que los Littrell, entre
cincuenta y cinco y sesenta años, pero parecían más viejos debido a la tensión y la
falta de sueño. La señora Erskine era una mujer tranquila, de aspecto sofocado y el
rostro rectangular y huesudo que tenía Gilbert Erskine en su fotografía, pero carecía
del aire de irritada inteligencia de su hijo; el reverendo Erskine era un individuo
enérgico con la voz calibrada para resonar desde un púlpito y llenar una iglesia de
tamaño medio. En la habitación del hotel, esta voz era demasiado fuerte para que
Dirk Burnaby se sintiera cómodo, y tuvo que resistir el impulso de taparse las orejas
con las manos. Dirk también estaba un poco intimidado por la animosidad del
hombre.
—Señor Burnaby, ¡qué cosas se están imprimiendo! ¡Incluso en el periódico de
nuestra ciudad! Y aquí, en el Gazette, y el Buffalo News… agentes demasiado
cobardes para identificarse que especulan que Gilbert es el hombre que se arrojó a la
catarata Herradura. ¡Si no hay absolutamente ninguna prueba! Esto es libelo, señor
Burnaby. Le ruego que informe a sus amigos.
Dirk protestó débilmente, aquellos no eran sus amigos.
—Digan lo que digan sobre nuestro hijo, no es cierto. Gilbert jamás haría algo
como arrojarse a las cataratas.
El reverendo Erskine hablaba con desprecio. Era un hombre muy delgado que no
superaba la estatura media, varios centímetros más bajo que Dirk Burnaby, y sin
embargo parecía sobrepasarle debido a su feroz indignación. Los cristales de sus
gafas destellaban. Tenía saliva en las comisuras de la boca. Dirk supuso que Gilbert
Erskine había partido de esta vida por orden de su padre, el reverendo, sin que
ninguno de los dos lo supiera. «Para escapar de la ira de Dios. ¡Aquí está Dios!».

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Con voz calmada y una mirada de disculpa a la señora Erskine Dirk dijo:
—A veces la gente nos sorprende. Personas a las que creemos conocer.
El reverendo Erskine dijo con brusquedad:
—Sí. Pero no nuestro hijo. Gilbert no es una persona cualquiera.
Dirk no supo qué responder.
—Gilbert jamás se habría quitado… la vida. Jamás.
Dirk tenía la mirada fija en la mullida alfombra roja con aire sombrío.
—Espero que estos periódicos se retracten públicamente. Publiquen disculpas.
Gilbert jamás lo haría.
Dirk había dejado de mala gana a Ariah Erskine durmiendo en la parte trasera de
su coche, aparcado detrás de su casa en Luna Park. La muchacha pelirroja (Ariah se
había vuelto tan frágil y melancólica durante la vigilia que a Dirk le costaba
imaginarla ya como una mujer madura y adulta) se había negado a entrar en casa de
Dirk para refrescarse un poco y dormir. Se había negado a acompañarle al Rainbow
Grand. «También ella teme a esa gente. Es su instinto de supervivencia».
Cuando Dirk salió de la habitación de los Erskine, fue la señora Erskine quien le
acompañó a la puerta y le dio un ansioso apretón en la mano. Los dedos de la mujer
estaban húmedos y fríos, pero eran sorprendentemente fuertes.
—Señor Burnaby, Dirk. No sé quién es usted ni por qué ha sido tan amable con
Ariah y con nosotros, pero quiero darle las gracias y que Dios le bendiga. Sea lo que
sea lo que le haya ocurrido a Gilbert —sus ojos estaban fijos en los de Dirk,
reluciendo de terror—, él también se lo agradecería.
Dirk murmuró unas palabras de consuelo, o de conmiseración.
¡Cuánto odiaba al suicida! «Egoísta y maquinador bastardo».

Anduvo los ochocientos metros que le separaban de su casa de piedra caliza roja en
Luna Park. ¡Le bullía la mente! Era un hombre de fuertes apetitos e imaginación y a
veces se le acusaba de hinchar los acontecimientos y a las personas dándoles una
repentina importancia, como las imágenes ampliadas en una pantalla. Más tarde, estas
podían encogerse al tamaño de puntas de aguja. Podían desaparecer.
Le habían acusado de esto con bastante frecuencia en su relativamente corta vida
de treinta años. «Como si fuera culpa mía. Pero ¿cómo puede serlo?». La verdad es
que Dirk no lo entendía.
Ella se había negado a entrar en su casa para dormir en una cama como era
debido ni siquiera para echarse un rato. Ni una sola vez le había llamado «Dirk»; ni
siquiera «señor Burnaby». No sabía su maldito nombre.
Al ver a Ariah Erskine durmiendo tranquilamente en la cómoda parte trasera de
su Lincoln Continental, una muchacha delgada con la piel como de papel y
magullada y la boca relajada con un poco de baba que le caía, las rodillas flexionadas

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hasta el pecho, las uñas mordisqueadas y el cabello pelirrojo que necesitaba un
lavado enseguida, se dijo con furia: «No vas a hacerlo. No vas a enamorarte. No».

—Disculpe, señor Burnaby. La Guardia Costera lo ha encontrado.


No «le», sino «lo».
Dirk agradeció que Ariah Erskine no estuviera presente para oír este brusco
comentario hecho por un agente de la patrulla de Niágara Falls.
Era la media mañana del 19 de junio. Se oían campanas: era domingo.
Habían transcurrido siete días y siete noches como un torrente vertiginoso.
En el momento en que lo encontraron, la Recién Casada Viuda no dormía, sino
que había ido a un baño de señoras en Prospect Park.
Sintiéndose mareado, Dirk exclamó:
—¡Dios mío! ¿Dónde?
—En el remolino.
¡El remolino del Diablo! Había tenido una premonición.
Tantos días de inútil búsqueda río abajo hasta el lago Ontario y atrás hasta
Niágara Falls, y todo ese tiempo el cadáver había estado atrapado en el remolino, a
menos de cinco kilómetros de las cataratas Herradura. Su cuerpo había sido
arrastrado río abajo, engullido en el remolino y permanecido cautivo allí. El remolino
del Diablo era un fenómeno natural tan extraordinario como las cataratas. Una cuenca
como un mamut circular en la garganta, de sesenta metros de altura, en el que el agua
espumosa giraba en un vórtice enloquecido. A veces en este vórtice quedaban
atrapados objetos de tamaños diversos durante días, semanas. Era raro que un cuerpo
quedara atrapado tanto tiempo como el de Erskine, pero no un hecho desconocido.
El cadáver había sido succionado bajo la superficie del río y resultaba invisible
desde la orilla. Había girado, girado y girado durante siete días y siete noches en el
remolino.
Dirk ya no sentía odio hacia el suicida. Tampoco estaba celoso de él. En realidad,
esperaba que aquel pobre bastardo estuviera ya muerto cuando su cuerpo penetró en
el remolino.

—Ariah, no puedes hacer eso. Quédate.


—Lo haré. Debo hacerlo.
—Ariah, no.
Dirk habló con aspereza, como hablaría un hermano mayor. Ariah se pasó la
lengua por los delgados labios, cortados. Tenía la piel de la cara tan tensa sobre los
huesos que parecía que un gesto o movimiento súbito podría desgarrarla.
—Debo hacerlo.
Estaba interpretando un papel, pensó Dirk. Y lo interpretaría hasta el final.

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Las autoridades no tuvieron más remedio que acceder. Como probable viuda del
hombre muerto, Ariah Erskine tenía derecho a ver el cadáver inmediatamente e
identificarlo.
Río abajo, en la costa cercana al remolino del Diablo, se había congregado una
pequeña multitud. Había un contingente de periodistas y fotógrafos superior al de
costumbre. De mala gana, los encargados de urgencias permitieron que Ariah se
acercara al cadáver. A unos diez metros de distancia, repentinamente Ariah se soltó
del brazo de Dirk Burnaby y casi echó a correr. Retiraron la lona que cubría el
cadáver. Oh, ¿qué era aquel olor, aquel mal olor? Una expresión de pueril perplejidad
asomó al rostro de la viuda. El cadáver era un clásico flotador. Nadie había preparado
a la viuda para esta experiencia. Ni siquiera Dirk Burnaby, que no había tenido
fuerzas, o estómago, para ello.
Los restos de Gilbert Erskine, de veintisiete años, estaban grotescamente
hinchados debido al gas intestinal, y era casi irreconocible como ser humano. El
cuerpo que había sido delgado era como un globo, desnudo, sin pelo, sin uñas en las
manos ni en los pies. Una lengua oscura e hinchada sobresalía de una boca que
sonreía extrañamente y de una mandíbula muy caída. Tenía los ojos lechosos, sin iris
y sin párpados. Los genitales estaban hinchados de modo similar, como ciruelas
reventadas. Lo más espantoso era que la capa externa de la piel se había despegado y
quedaba al descubierto una capa dérmica de color marrón rojizo, teñida por los
capilares reventados. Un hedor más virulento que el dióxido de sulfuro emanaba del
cuerpo. Ariah gritó algo que sonó como risa. La risa de una niña alborotadora teñida
de miedo, de indignación.
Afirmó reconocer a su esposo por la «mueca de enojo» del cadáver y por el anillo
de casado de oro blanco, a juego con el suyo, dentro del cual el dedo ennegrecido
había aumentado varias veces su tamaño.
—Sí. Es Gilbert.
Lo dijo en un susurro. Entonces la Recién Casada Viuda perdió su notable vigor y
su fuerza. Siete días y siete noches de vigilancia habían terminado. Puso los ojos en
blanco como una muñeca cuando se la sacude y se habría desplomado al suelo de no
ser porque, maldiciéndose por su destino, Dirk Burnaby la tomó en sus brazos.

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La declaración

D e pronto desapareció de las cataratas, y de la vida de Dirk Burnaby.


—¡Gracias a Dios! Qué pesadilla.
Era un recuerdo que alimentaba su insomnio. Como un gran pájaro carroñero de
plumas negras desgarrándole las entrañas. No habría creído que fuera tan vulnerable.
Porque al fin y al cabo había estado en la guerra, había visto escenas horribles…
Había ocasiones en que se apoderaba de él una sensación de mareo, de vértigo, no un
recuerdo exactamente, sino la emoción del recuerdo, mientras jugaba al golf con sus
amigos en el hermoso campo en pendiente del Country Club de l’Isle Grand, mientras
navegaba o paseaba en barca por el río, y cuando algo le hacía recordar que su
felicidad era solo consecuencia de la casualidad y de la suerte: para otros muchos
millones, menos afortunados que Dirk Burnaby, la vida había sido dolorosa,
espantosa, prematuramente interrumpida. Al ver ahora el cuerpo hinchado y
descolorido en la orilla del río y a la impetuosa muchacha pelirroja apartándose de él
antes de que pudiera detenerla, casi abalanzándose para retenerla.
Bueno, a ella eso le habría disgustado, suponía él.
«No es amor. No es mi tipo». Desde entonces no había sabido nada de ella. Claro
que no. ¿Qué esperaba? No esperaba nada. En cuanto el cuerpo fue identificado y la
vigilia terminó, el papel de Dirk Burnaby en el drama finalizó. Había visto que se
llevaban a Ariah Erskine en ambulancia al hospital, tras sufrir un shock, pero
entonces llamaron a su familia y se ocuparon de ella. El cuerpo tendría que ser
enviado a Troy, y el funeral y el entierro del reverendo Gilbert Erskine debían
realizarse de inmediato.
Probablemente se le llamaría «accidente». El imprudente joven con interés por la
exploración científica se había caído al río Niágara. Los periódicos locales serían
discretos. El forense dictaminaría «muerte accidental». Porque en ausencia de un
motivo claro para el suicidio, una nota…
Nunca había estado en Troy. Era una ciudad sin nada especial que la distinguiera,
casi quinientos kilómetros al este junto al río Mohawk, pasado Albany.
«No es amor». Esto era un hecho: si Dirk Burnaby hubiera visto a Ariah Erskine
en una reunión social, su mirada habría pasado por ella sin detenerse. Cuando sus
amigos le preguntaban por ella, Dirk se mostraba evasivo salvo para decir con énfasis
que no había tenido contacto alguno con aquella mujer desde los días de vigilia, había
sido un gesto impulsivo por su parte y nada más. Ella nunca le había dado las gracias.
Nunca había parecido verle. Clyde Colborne comentó:

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—Me dijo que estaba condenada. Y con la expresión que tenía en la cara, no iba a
discutírselo.
¿Condenada? Dirk no preguntó a qué se refería. Estaba repartiendo cartas, una
acción que sus expertas manos realizaban sin tacha, pero de pronto una se le escapó y
cayó al suelo. Sus amigos sonrieron y no dijeron nada. Aquella noche (la partida de
póquer era en casa de Tyler Wenn, junto al río). Dirk ganó tres mil cien dólares y los
devolvió a sus amigos, no los quiso. Estaba harto del póquer, dijo. Hacía más de
veinte años que conocía a estos hombres: Buzz Fitch, Stroughton Howell, Clyde
Colborne, Wenn. Eran como hermanos para él, y no le importaba no volver a verlos
nunca más.

Nada de enamorarse. ¡Burnaby no! Hojeó periódicos y revistas generales, mirando las
fotografías, los titulares. Sabía que le repugnaría, pero no pudo resistirse.
LA VIGILIA DE LA RECIÉN CASADA VIUDA DE LAS CATARATAS
LA VIGILIA DE 7 DÍAS DE LA RECIÉN CASADA VIUDA TERMINA EN TRAGEDIA
EL CUERPO DEL MINISTRO DE TROY, DE 27 AÑOS, HALLADO EN LA GARGANTA
DEL NIÁGARA
7 DÍAS DESAPARECIDO BUSCADO POR LA ESPOSA RECIÉN CASADA

Life, Time y The Saturday Evening Post habían publicado artículos compasivos.
En ningún caso se empleó la palabra «suicidio».
Dirk prestó poca atención a los artículos en sí mismos, lo que le llamaba la
atención eran las fotografías. Frunció el entrecejo al verse en algunas de ellas. Una
figura confusa, en sombras. Se reconocía a Dirk Burnaby si se le conocía, pues tenía
cierta estatura física, un perfil duro, bello, el pelo rubio que le nacía en la frente con
volumen. En una de las fotografías de un periódico Dirk se veía borroso, pues se
había movido, como si le hubieran cogido en el momento de intentar impedir que el
fotógrafo tomara la foto, cuando Ariah Erskine con su impermeable y sombrero
estaba de pie junto a la barandilla, inmóvil como una estatua, MUJER DE TROY DE 29
AÑOS SE UNE A LA BÚSQUEDA DE SU ESPOSO EN LA GARGANTA DEL NIÁGARA. Qué extraño
le parecía a Dirk; la multitud de acciones e impresiones de la larga vigilia reducidas a
enunciados tan sencillos. Y ni una de las fotos mostraba a Ariah Erskine tal como él
la recordaba.
La Recién Casada Viuda se había convertido en otra leyenda de Niágara, pero
nadie recordaría su nombre.

No fue un buen día para la señora Burnaby, la madre de Dirk. Tenía sesenta y tres
años y ya pocos días eran buenos.
—Nunca me visitas, Dirk. Casi diría que me evitas.

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La señora Burnaby se reía cruelmente. Ese sonido, familiar para su hijo, de
picahielo de plata clavándose en la escarcha. Porque la mujer sabía bien que su hijo la
estaba evitando y que, para demostrar lo contrario, acudía a la isla con más frecuencia
de lo que lo hubiera hecho si no pretendiera evitarla.
—¡Dirk, cariño! Tu madre lo sabe, y te perdona.
Claudine Burnaby vivía ahora sola en l’Isle Grand con un ama de llaves, en la
casa solariega de veintitrés habitaciones que el padre de Dirk había construido en
1924, tras haberse hecho rico gracias a inversiones en negocios locales y en bienes
inmuebles. La casa Burnaby, de casi tres hectáreas de terreno y situada en una zona
privilegiada frente al río, era una réplica de menor tamaño de una finca rural inglesa
de Surrey, construida con piedra caliza rosa oscura en un montículo que daba al canal
Chippawa (de cara a Ontario, Canadá) del río Niágara. En los días claros sus altas e
imponentes ventanas brillaban con el destello de las misteriosas vidas de su interior;
cuando hacía el tiempo más típico de Niágara Falls, nublado y húmedo, la piedra
caliza parecía plomo y los empinados tejados de pizarra se apoyaban con pesadez en
el edificio. Igual que otras mansiones de la época de los años veinte en la isla, tenía
un nombre romántico y pretencioso: Shalott. Dirk se había marchado de Shalott a los
dieciocho años, para ir a la Universidad Colgate y a la facultad de derecho de
Cornell; jamás había regresado para vivir una temporada larga, pero su madre
mantenía su antigua habitación siempre a punto, como un santuario. En realidad,
ahora consistía en una serie de habitaciones, un apartamento remodelado y
bellamente amueblado. El padre de Dirk había muerto (de repente, de un ataque al
corazón) doce años antes, en 1938, y poco después su madre había iniciado una
inesperada y obstinada retirada del mundo.
Su madre había asegurado a Dirk numerosas veces que él, y no sus hermanas
mayores, que estaban casadas, heredaría Shalott. Por supuesto viviría en Shalott y allí
criaría hijos. Y si así sería algún día —razonaba la señora Burnaby, con intachable
lógica—, ¿por qué no ahora? ¿Por qué no se casaba y se establecía como hacían todos
los de su edad? Claudine seguiría viviendo en Shalott, en su parte de la casa, y Dirk y
su familia vivirían en el resto, que sin duda era lo bastante grande. Estaba el río, y el
muelle, la lancha motora que ya nadie utilizaba, el barco de vela que a Dirk tanto le
gustaba de niño; solo pensar en cuánto les gustaría a los hijos de Dirk… Su papá les
llevaría por el río, les enseñaría a navegar…
—Pero aún no me he casado, mamá. Ni siquiera estoy comprometido. —A Dirk
le daba vergüenza señalar este detalle—. Lo olvidas.
Claudine dijo con frialdad:
—No, Dirk. No lo olvido jamás.
Claudine se había convertido en una madre que coqueteaba con su hijo; sin
embargo, mantenía un aire de reproche moral. Podía decirle a Dirk cosas que ninguna
otra persona se atrevería; y él se las toleraba y seguía adorándola.

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Ella se había vuelto una hermosa araña exótica en su telaraña de habitaciones, que
aguardaba en Shalott.
Mucho tiempo atrás, en 1907, Claudine Burnaby había hecho su presentación en
sociedad en Buffalo. Siguiendo la moda de la época, tenía el cuerpo rollizo,
abundante busto y cintura de avispa, una figura como un reloj de arena; el cabello
rubio natural, el rostro infantil, con labios carnosos. Se había casado con un
empresario de Niágara Falls llamado Virgil Burnaby, hijo (adoptado) de unos
residentes acomodados de Niágara Falls.
Como a la mayoría de mujeres ricas y hermosas, se le perdonaban todas las faltas
y los defectos de carácter, y hasta después de empezar a perder su fabuloso aspecto
no había intentado, durante un desesperado año o dos, ser buena. Quizá era un poco
tarde, o quizá la bondad la aburría. No cabía duda de que la religión la aburría. Si los
servicios del domingo no eran una oportunidad para que Claudine Burnaby se
exhibiera ante un público que la admiraba, no había motivo para ir. Cuando era una
viuda relativamente joven había tenido numerosos amigos, acompañantes
(¿amantes?), pero ninguno de ellos duraba más de unos meses. Cuando alcanzó la
cincuentena se obsesionó con su aspecto, con los efectos que la edad producía en su
piel clara y fina, y durante años consideró la posibilidad de estirarse la piel de la cara,
agotando a su familia con sus preocupaciones, porque ¿y si pasaba algo durante la
operación?, ¿y si no salía bien? A los hijos de Claudine no les servía de nada
asegurarle que aún era una mujer guapa; aunque de hecho era una mujer hermosa,
ahora en la edad madura. Pero Claudine no se dejaba consolar. «Odio todo esto. Me
odio a mí. Odio mirarme en el espejo». Porque Claudine sabía muy bien lo que el
espejo debería estar reflejando y no reflejaba.
Sin embargo, aquí había auténtico dolor, pensaba Dirk. Su madre, que en otro
tiempo había sido tan sociable, ahora se estaba recluyendo. Si aceptaba invitaciones a
casa de antiguos amigos, a menudo se marchaba pronto sin dar explicaciones ni
despedirse. En los clubes privados y exclusivos de l’Isle Grand, Buffalo, en Niágara
Falls, de los que ella y su difunto esposo habían sido miembros destacados durante
décadas, se quejaba de que se había vuelto invisible. «La gente mira hacia mí, pero
no a mí. Y nadie me ve realmente».
Era un lamento infantil en boca de una mujer mayor.
Las hermanas de Dirk, Clarice y Sylvia, protestaban: Claudine no era invisible
para ellas ni para sus nietos. Por la mirada aburrida y velada de Claudine al oír esto,
uno comprendía que ser visible a semejantes ojos no significaba nada para ella.
Clarice y Sylvia se quejaban amargamente a Dirk. Recordaban que, cuando eran
niñas, su madre no se había ocupado mucho de ellas, ya que había niñeras que podían
hacerlo igual de bien. Aunque Claudine había disfrutado bastante de su hijo Dirk, un
muchacho robusto y guapo, amable y de talante dulce. Sus hermanas decían con
disgusto: «Lo que mamá echa de menos es la atención masculina. Con ella, todo es
sexo».

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Personalmente Dirk pensaba que no. Para Claudine nada era, ni nunca fue, sexo.
Solo simple vanidad.
Él siempre se había sentido culpable por la manera tan obvia en que su madre le
había favorecido sobre sus hermanas. Le daba dinero, le hacía regalos a escondidas;
Dirk lo daba por supuesto cuando era adolescente. Incluso cuando era un joven
veinteañero, cuando hacía alarde de mantenerse a sí mismo…
A finales de la cincuentena, tras una racha de depresión, Claudine, finalmente,
decidió de forma impulsiva hacerse estirar la piel de la cara en una clínica de Buffalo.
Su sensible piel quedó amoratada e hinchada durante semanas, con los ojos
inyectados en sangre, el lado izquierdo de la cara paralizado y sin expresión. Ahora
no se atrevía a sonreír o a demostrar emoción alguna, pues solo la mitad de su cara lo
registraría. «¡Un zombi! Eso es en lo que me he convertido. Por fuera y por dentro —
decía con amargura, aunque con aire de satisfacción—. Este es mi castigo. Virgil se
reiría. “¿Creías que volverías a casarte?”. “¿Creías que algún hombre volvería a
amarte?”. No es más que lo que me merezco, una mujer mayor intentando ser joven».
La operación de cirugía era irreversible, según averiguó Dirk. Los nervios habían
resultado dañados. Los tejidos de la cara y de detrás de las orejas de Claudine habían
quedado traumatizados de forma permanente. Y ella había firmado una autorización
con la que anulaba toda posibilidad de denuncia por negligencia profesional.
Después siguieron las rachas de enfermedad. Bronquitis, anemia, fatiga… ¡qué
fatiga! Aunque Claudine aborrecía cualquier tipo de ejercicio, a veces estaba tan
agotada que apenas podía vestirse. A menudo dormía doce horas seguidas. Cuando,
tras insistir varias semanas, Claudine convenció a Dirk de que llevara a casa con él,
para conocerla, a una atractiva joven con la que (creía él) tal vez se casaría, Claudine
envió recado a través de Ethel de que «la señora Burnaby no se encuentra bien y les
ruega la disculpen».
Ahora Claudine raras veces salía de Shalott. Y en pocas ocasiones invitaba a
nadie, ni siquiera a parientes. Sus nietos alborotaban y la ponían nerviosa, sus hijas
eran peleonas y aburridas. Dirk vio que cultivaba el sentirse herida como si se tratara
de un valor espiritual; se convertiría en mártir de su propia vanidad, algo que ella
interpretaba como crueldad por parte de los demás al reprimir sus adulaciones, las
cuales ella durante mucho tiempo había dado por sentadas. Decía, encendida:
«Envidio a las mujeres corrientes. Las mujeres “bonitas” que solo eran eso, “bonitas”
y nada especial. No saben lo que se han perdido, y yo sí».

A finales de junio, Dirk fue en coche hasta la isla para pasar un fin de semana en
Shalott. Estaba agotado por todo lo que había pasado en las cataratas. El insomnio se
propagaba en su casa de Luna Park como el fuego. La garganta del Niágara estaba tan
cerca que oía el rugido de las cataratas mezclado con el rugido de su propia sangre y
notaba en su boca el sabor del agua cuyas salpicaduras el viento del norte levantaba,

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incluso en verano. Con recelos, Dirk se marchó a Shalott, donde su madre le
esperaba, la aterciopelada araña negra temblando en su telaraña.
Pero Claudine le saludó a través de una rendija de la puerta de su dormitorio.
No era uno de sus días buenos. No permitiría que su hijo la saludara, y mucho
menos que la besara, aunque estaba muy entusiasmada por su llegada. En cambio,
para desaliento de Dirk, le permitieron que la visitara sentado detrás del diván de su
dormitorio donde ella yacía, apretándose un trapo mojado en la cabeza para aliviar
una migraña. Con voz temblorosa y llena de reproche, dijo:
—Cariño, puedes hablarme perfectamente sin mirarme. No tenemos que estar
siempre cara a cara.
Obsesionada con su cara. Dirk tuvo ganas de reírse, pero ¿era divertido?
Más tarde, aquella noche, cuando Claudine se sintió más fuerte, cenaron juntos en
una habitación en penumbra, iluminada románticamente con velas, en el piso de
abajo. Aunque también en esa ocasión Dirk tenía prohibido mirar.
Salvo Ethel, el ama de llaves que llevaba más de treinta años trabajando para la
señora Burnaby, nadie, evidentemente, tenía permiso para verla cara a cara.
Dirk detestaba eso, que su atractiva y sensata madre se volviera extraña. ¡Si solo
tenía sesenta y tres años!
Claudine le acribilló a preguntas, como siempre. Los dos bebieron una buena
cantidad de áspero vino tinto, que Dirk sirvió. La reiterada sorpresa de Claudine
cuando su copa de vino estaba vacía se había convertido en una broma entre ellos.
Dirk mencionó la «terrible experiencia» de lo ocurrido en las cataratas. Siete días
buscando a un hombre que se había arrojado a las cataratas Herradura. Dirk se había
involucrado voluntariamente… hasta cierto punto.
Con un estremecimiento de desaprobación, Claudine dijo:
—No es propio de ti, cariño, implicarte con extraños. En una aventura tan
espantosa.
Natural de la región de Niágara Falls, sentía indiferencia por las cataratas y
despreciaba a los turistas que llegaban de todo el mundo en bandadas; posiblemente
jamás había visitado las cataratas. («He visto postales, estoy segura. Son asombrosas,
si te gustan esas cosas»). Como todos los demás oriundos del lugar, Claudine había
crecido consciente de los suicidios, pero los asociaba con un fracaso en el amor o los
negocios, o a la pura locura; no tenían nada que ver con ella. Si conocía a su
legendario y atrevido suegro Reginald Burnaby, que había caído y muerto en la
garganta en 1872, jamás aludía a él, ni siquiera en broma.
El padre de Dirk, Virgil Burnaby, había sido educado en circunstancias inusuales:
él y su joven madre habían sido llevados al hogar de un banquero y filántropo de
Niágara Falls, dirigente de la Alianza de la Caridad Cristiana, llamado MacKenna.
Era típico de Claudine mostrar poco interés por la reciente y difícil situación por
la que había pasado Dirk. Este sabía que sus hermanas le habían enviado recortes de

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periódicos y revistas; sin duda le habían señalado la figura borrosa de Dirk en alguna
de las fotografías, pero Claudine debía de haberlo tirado todo sin leerlo.
—«La Recién Casada Viuda de las Cataratas»; leí el vulgar titular. Fue suficiente.
Más tarde, cuando Dirk intentó derivar el tema de su conversación de nuevo hacia
las cataratas, Claudine dijo con irritación:
—Un suicidio más o menos, ¿qué importa? Por favor, no estropees esta
encantadora cena introduciendo algo feo como un gato muerto, Dirk, te lo ruego.
Dirk sonrió. Claudine no era una mujer que rogara.
Más tarde aún, cuando Claudine sacó el consabido tema de que Dirk se casara y
se fuera a vivir con su esposa y familia a Shalott, Dirk dijo con naturalidad que la
semana anterior había conocido a una mujer en las cataratas.
—Hija de un ministro, de Troy. Aunque no es muy religiosa. En realidad, es
profesora de música.
Pero Claudine, que tomaba unos sorbos de whisky con agua, no pareció oírle.
Aunque aquella noche, antes de acostarse, Claudine dijo con sequedad:
—No conocemos a nadie de Troy, Dirk. Nunca hemos conocido a nadie.

Cuando Dirk visitaba Shalott siempre bebía más de la cuenta. Se había llevado una
botella de whisky a su habitación, con la bendición de Claudine. Su filosofía era:
«Solo se vive una vez». Había una forzada alegría nerviosa en sus mandíbulas cuando
lo pronunciaba; Dirk solo la vislumbró antes de que ella se tapara el rostro.
Sí, tenía la cara parcialmente paralizada. Pero con Claudine no se podía adivinar
qué parte era.
En Shalott, Dirk quedó impresionado por la belleza del lugar. No por la
pretenciosa casa solariega (que a él en principio le desagradaba: era un hombre de
gustos modernos, no pseudoeuropeos sino al estilo estadounidense tipo Frank Lloyd
Wright), sino por los terrenos, el paisaje, el río. El río de su infancia. El río Niágara
que se dividía en l’Isle Grand, igual que, kilómetros más abajo de las cataratas, se
dividía en la isla Cabra, mucho más pequeña. Se decía que el río Niágara estaba
peligrosamente contaminado por la industria de Buffalo, pero menos contaminado en
el canal Chippawa, que se hallaba en el lado occidental de l’Isle Grand, que en la
parte oriental, el canal Tonawanda, que limitaba con el barrio industrial de
Tonawanda Norte. «No pienses en la contaminación. En realidad no se huele, no se
ve, no se nota su sabor». Demasiados amigos de Dirk Burnaby eran propietarios de
fábricas o inversores, muchos de sus clientes eran de esta clase, era una zona en la
que había aprendido a circunnavegar. Contemplando el río, los barcos de vela y yates
en el río, uno pensaba en la belleza; en la elegancia de objetos hechos por el hombre
que en un día soleado de verano daban la impresión de ser naturales. Uno no pensaba
en el agua envenenada más de lo que lo hacía en las mortales cataratas que había río
abajo. Aquí, el río Niágara no parecía diferente de ningún otro río ancho y de

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corriente rápida. En los días claros reflejaba un cielo de color azul cobalto; en otras
ocasiones era del tono del plomo, pero un plomo inquieto, centelleante, como algo
vivo que crispara su pellejo. Los rápidos de blancas aguas no comenzaban hasta
pasados varios kilómetros. Donde el río se dividía en la isla Cabra, la corriente se
volvía traidora; a tres kilómetros por encima de las cascadas, esta zona era conocida
como el Límite.
Una vez un barco traspasó el Límite; sus ocupantes estaban condenados.
Una vez un nadador se dejó arrastrar hasta el Límite; estaba condenado.
El Límite. Dirk bebió whisky y pensó qué podría significar.
Cuando visitaba Shalott se veía obligado a recordar con incomodidad cómo,
durante casi toda la década de sus veinte años, salvo cuando había estado en el
ejército de Estados Unidos, al otro lado del océano, se había visto arrastrado a una
relación con su madre de la que se avergonzaba. No es que pasara mucho tiempo con
ella, no era así. Pero aceptaba dinero de ella en secreto. Sin que lo supiera su padre,
que lo habría desaprobado. Claudine había insistido con su espléndido talante en
liquidar el préstamo de doce mil dólares que Dirk había pedido para asistir a la
facultad de derecho de Cornell; después estaban los gastos para vivir, jugar, las
deudas… Durante varios años Dirk había apostado fuerte a los caballos en Fort Erie.
Había acabado por creer que era una adicción. No necesitaba ganar, sino jugar. Era
más hábil en el póquer, por fortuna. Raras veces perdía jugando al póquer. Había sido
un joven soltero famosillo, popular, se había comprado una casa en el barrio
residencial exclusivo de Luna Park, un coche caro y un nuevo barco de vela y un yate
de doce metros. Se había hecho miembro de los clubes privados a los que pertenecían
sus padres y amigos y se había divertido con frecuencia en ellos. Las madres de las
jóvenes que se presentaban en sociedad le buscaban con avidez. Sus padres le
invitaban a jugar al golf con ellos, al squash, al tenis. Al póquer. Dirk era un jugador
de póquer inocentemente genial, su pueril sonrisa y ojos sinceros enmascaraban su
competitividad, casi parecía ganar por accidente. Se hizo famoso como joven con
suerte, un hombre con una vida privilegiada. (Pocas personas conocían sus pérdidas
en Fort Erie. Para 1949 se había limitado a apuestas pequeñas, de tres dígitos). Con el
tiempo, Dirk Burnaby ganó dinero como abogado pero sus gastos excedían sus
ganancias y Claudine, lejos de desanimarle, parecía animarle. «Solo se vive una vez.
No te mataron en Italia. Eres más alto, más masculino que Alan Ladd. ¿Por qué no
iba a adorarte todo el mundo?». Dirk aceptaba el dinero que su madre le daba en
secreto en parte porque aceptarlo la hacía feliz a ella; y había muy pocas cosas que
todavía hicieran feliz a Claudine. Pero se sentía culpable por ello. Temía que su padre
descubriera estas transacciones y, con el tiempo, sus hermanas. (Dirk suponía que
Clarice y Sylvia ya lo sabían. No se podía tener secretos con ellas, que vigilaban
como buitres). Aunque el padre de Dirk había muerto hacía más de una década, Dirk
aún tenía la vaga sensación de que, de alguna manera, lo sabía y estaba disgustado

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con su hijo. Dirk llegó a odiar que él y Claudine fueran co-conspiradores de ese
modo. ¿Qué significaba exactamente «Solo se vive una vez»?
Ahora Dirk jamás aceptaba dinero de Claudine. Pero tampoco le devolvió nunca
el dinero que había recibido.
Claudine se sentiría profundamente herida si lo intentara. Se pondría furiosa
como una mujer rechazada. Habría armado un gran escándalo y los habría dejado al
descubierto a los dos.

—Madre, tal vez me case. O lo intente.


Era un domingo tranquilo, cuando tomaban un desayuno-almuerzo. Huevos
revueltos, salmón ahumado, bloody marys. Estaban sentados en la terraza de losas
que daba al río y Claudine llevaba una pamela de paja con un velo de fino tul para
ocultar a su hijo su estropeado rostro.
Se hizo un silencio. Claudine se inclinó hacia delante como si no hubiera oído.
—¿Qué, Dirk?
—Tal vez. Tal vez lo haga.
Pensando: «No te querrá. ¿Por qué iba a quererte?».
Dirk sintió una ligera náusea, algo que le resbalaba dentro. Tomó un trago largo
de vodka disfrazado de zumo de tomate picante.
Claudine se rio levemente.
—¿Con quién… te casarías?
—No estoy seguro.
—Entonces no vas en serio. —Claudine hablaba con cautela.
—Probablemente no.
—¿Es Elsie?
—No.
—¿Gwen?
—No.
—Ah, esa rubita… June Allyson…
—Harriet Trauber.
—¿Ah, sí? —Claudine exudaba un aire de tibio entusiasmo. Harriet Trauber era
una de las jóvenes presentadas en sociedad en Buffalo, la temporada pasada.
—No, madre. No es Harriet Trauber.
Claudine suspiró. Se bebió su bloody mary con lentos sorbos contemplativos,
alzándose el velo con delicadeza.
—No será una de tus coristas del Elmwood Casino, espero. Dirk, ofendido, no
respondió.
Claudine suspiró fingiendo alivio.
—Bueno, cariño, hay una vena salvaje en ti, y te gustan las mujeres salvajes,
exóticas.

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Dirk se encogió de hombros. No se sentía nada salvaje ni exótico en aquel
momento.
Resaca, podría decirse, de la noche anterior.
Los ojos le dolían por las horas de insomnio. Se los protegía del resplandor del
agua del río con gafas oscuras.
Claudine preguntó, con estudiada naturalidad:
—¿Las mujeres sexy son más sexuales en la vida real?
—¿Qué otros mundos hay que el real, madre? —Dirk se rio, incómodo.
—El encanto sexual podría ser solo superficial. Un juego, una simulación. Pero
después podría no haber realmente… —Claudine se interrumpió, como si tuviera
vergüenza. Dirk vio que se acariciaba con los dedos el tejido cicatrizado de detrás de
la oreja derecha—: nada.
En el río pasaban varios veleros altos, uno de ellos muy zarandeado por el viento.
Dirk lo miró fijamente, esperando que no se produjera ningún contratiempo.
Ethel salió de la cocina para llevar a Claudine y Dirk más panecillos con
mantequilla caliente, té helado en vasos altos y cítricos recién cortados en cuatro
trozos con bolitas de nata. Claudine, a pesar del velo, conseguía comer y beber sin
evidente dificultad. El viejo consuelo de la comida. Madre e hijo, madre y comida. La
madre proporcionando comida a su hijo. A Claudine no le había gustado mucho ser
madre, pero había disfrutado con algunos de los rituales, y el respeto y la deferencia
que conllevaban.
Dirk recordaba escenas similares de su infancia. Mucho tiempo atrás. O de no
tanto tiempo atrás. Claudine presidiendo un desayuno-almuerzo dominical, en
verano. Pero la mesa estaba llena. El padre de Dirk, las hermanas de Dirk, parientes,
invitados. Una tarde de navegación en el canal, pasando por delante de Fort Erie y
Buffalo, por debajo del puente Paz, para entrar en el espacio abierto y ventoso del
lago Erie, amplio como un mar interior. Allí estaba la rubia Claudine, riendo, con un
vestido suelto parcialmente abrochado sobre un bañador de dos piezas estampado en
rosa. Nuestra Betty Grable, le decían en broma a Claudine Burnaby. Y Claudine en el
piso de arriba, cambiándose de ropa, y Dirk la llamaba, tendría unos trece años,
dieciséis, incluso dieciocho, y había ido a casa a pasar unos días de vacaciones.
Prohibido mirar directamente a su madre porque se estaba cambiando de ropa.
Prohibido mirar. Con su voz alegre del teléfono, Claudine interrogaba a Dirk —
¿dónde había estado toda la mañana?, ¿con quién?, ¿adónde iba a ir después?,
¿cuándo podía esperar que estuviera en casa aquella noche?—, las preguntas eran
como fuego de ametralladora, y sin importancia. Los intercambios dejaban a Dirk
irritado y ansioso, sexualmente excitado y disgustado, ansioso por escapar del aire
perfumado y en sombras del dormitorio de su madre.
Había tenido novias, y algunas de ellas mayores, unos años de más que resultaban
útiles. Con ellas había satisfecho su deseo sexual aquellas noches, en la época en que

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era demasiado joven para comprender. Ahora, de adulto, ardiendo de disgusto e
impaciencia, suponía que comprendía.
Ella quería que siguiera siendo un niño, un macho inmaduro de sangre caliente. Él
era un seductor, un conquistador sexual. Las rivales de ella eran derrotadas por la
lujuria de él y por su indiferencia hacia los objetos de su lujuria. Él era un hombre
adulto con poder sexual y sin embargo tenía algo de eunuco, un eunuco marioneta
propiedad de su madre.

—No, tengo que irme.


Sin embargo ella le suplicaba que se quedara un poco más, a pasar la noche.
Como siempre le suplicaba cuando Dirk se preparaba para marcharse, aunque de
antemano habían acordado cuándo se marcharía. Era un intercambio cómicamente
familiar que no estaba menos lleno de tensión por ser familiar y porque Dirk supiera
que ocurriría.
Tenía trabajo que hacer, dijo Dirk. Había faltado muchos días a la oficina, al
ofrecerse voluntario a quedarse en las cataratas.
Claudine arrugó la nariz en gesto de desagrado. Sabía que se había producido un
suicidio y no iba a preguntar. No iba a preguntar si su hijo había sido el que había
encontrado el cuerpo o lo había tocado.
Como no iba a preguntar por —¿qué ciudad?— una pequeña ciudad del interior
en la que los Burnaby no conocían a nadie.
Claudine acompañó a Dirk al sendero, a su coche. Llevaba el sombrero de paja
con el velo, que era bastante atractivo, con una cinta de terciopelo azul y flores
artificiales, y un vestido playero estampado en azul, que le quedaba un poco suelto
sobre su cuerpo cada vez más fofo. Al despedirse, Dirk sintió una punzada de lástima
y de irritación porque Claudine siguiera escondiéndose tras aquel ridículo velo.
Interpretaba el papel de la recluida herida, y tal vez se encontraba atrapada en él. La
Dama de Shalott aguardando a ser rescatada. Aguardando a un amante que la liberara
de su hechizo; o que, al menos, le arrancara el velo.
En un impulso, Dirk tironeó de él.
—Vamos, madre. No te pasa absolutamente nada.
Pero Claudine lanzó un grito con sorpresa e ira, resistiéndose. Se alejó a toda
prisa y Dirk la siguió. Ella se asió el sombrero con ambas manos, y Dirk se lo ladeó,
riendo. ¿Qué era este juego? De acuerdo: un juego. Él le quitó el sombrero —y el
velo— con pericia y vio una mujer de piel pálida y mirada aturdida que le observaba
con los ojos ligeramente inyectados en sangre, el cabello rubio que había perdido su
color peinado hacia atrás, aplastado, su rostro sin arrugas pero ceniciento, rígido y
asustado, y la boca pintada perversamente de rojo. Furiosa, Claudine le dio una
bofetada a Dirk, y al ver que este solo se reía, le arañó la mejilla izquierda con las
uñas.

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—¡Maldita sea, cómo te atreves! ¡Vete de aquí! ¡Te odio!
Dirk se alejó de Shalott con el coche, riendo, y temblando.

Se vio acosado por la expresión de dolor, consternación, indignación, disgusto de su


madre. Y por su cara que le desconcertaba, tan inesperadamente joven.

2
Dieciocho días después de que terminara la vigilia en las cataratas, Dirk Burnaby
cruzó en coche el paisaje de glaciares esculpidos del estado de Nueva York hasta
Troy.
No tenía ningún plan claro. Estaba nervioso, entusiasmado, y sin embargo se
sentía morbosamente fatalista. «Lo que sea, será. Solo se vive una vez». Como joven
litigante en auge, era fanático de la estrategia legal; no obstante, esa mañana, con su
vida en la balanza, no tenía más pensamiento que llevarse una dirección de la familia
Littrell, proporcionada por el director del Rainbow Grand Hotel. Tenía también un
número de teléfono, pero no había llamado a la mujer pelirroja que se quedaba de pie
ante él y sin embargo no le miraba. Tal vez solo quería obligarla, por primera y última
vez, a mirarle.
Era un viaje de casi quinientos kilómetros. Llevaba ropa nueva que había sacado
de su armario, y que no recordaba haber comprado. Un blazer azul marino con
botones náuticos metálicos, una camisa deportiva a rayas, pantalones de pana blancos
y gorra de marino blanca; cinturón de cáñamo con una pequeña hebilla rectangular de
latón; zapatos de lona azul marino.
Dirk Burnaby, salido de una página satinada de Esquirre.
No obstante, mientras conducía junto al río Mohawk, se vio obligado a pararse
más de una vez junto a la carretera para orinar. Ocultándose a la vista de la carretera
cerca de las poblaciones de Auburn, Canastota, Fort Hunter. (¡Estaba nervioso! Tenía
la sensación de que le pellizcaban la vejiga). El insomnio oscilaba y se ondulaba
como llamas azules incluso en su estado de vigilia.
—Maldita sea. Ya basta. ¡Se acabó!
A las afueras de Amsterdam un campo de margaritas inclinadas por el viento le
llamó la atención. En realidad eran flores con ojos. Se rio, tan simple parecía su vida.
Vadeó campos de hierba que le llegaban hasta la rodilla para coger flores que
arrancaba a puñados para la muchacha pelirroja, para conseguir que le mirara.
Arrancó una flor salvaje, dura y fibrosa (¿achicoria?, ¿con pequeños pétalos azules?),
arrancó tallos espinosos, enredaderas, que le escocían en las manos. Rosas silvestres,
capullos rosa pálido y blancos. ¡Pero las manos le sangraban! Cogió más margaritas y

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manojos de ranúnculos; unas florecillas doradas que supuso eran ranúnculos. En una
acequia descubrió una flor pálida parecida a la anémona que le recordó la tez de la
muchacha pelirroja, y naturalmente estas las arrancó de raíz. En el maletero de su
coche había una jarra de cristal que llenó de agua de la acequia, y metió en ella todas
las flores que pudo. Era un ramo grande, mal hecho. Un centenar de flores. El
corazón le latía deprisa y con una absurda esperanza.
En Albany se paró a beber algo. En una licorería compró una botella de champán.
Dijo al sonriente vendedor:
—Espere. Que sean dos.
—¿Dos Dom Pérignon? Sí, señor.
Poco después cruzó un puente sobre el río Hudson y entró en la ciudad de Troy,
situada en una colina, donde le informarían de que la hija del reverendo Littrell y
señora ya no vivía con ellos en la rectoría junto a la primera iglesia presbiteriana de
Troy. Abrió la puerta la señora Littrell, que se quedó sin aliento y parpadeando al ver
a Dirk Burnaby, al que reconoció. Su hija había alquilado un apartamento cerca de la
Academia de Música de Troy y vivía sola.
Esto era buena señal, pensó Dirk. ¿No?
Dirk cruzó la ciudad hasta la antigua Academia de Música de estilo neogótico, y
hasta la residencia de ladrillo rojo de Ariah, a una manzana de distancia. En la acera
de grava que conducía hasta la casa se detuvo al oír cantar a una mujer. El sonido
parecía venir de arriba; levantó la mirada y vio una ventana del segundo piso abierta.
Se quedó quieto agarrando la jarra llena de flores con las dos manos, escuchando con
atención. Una voz de soprano pura, clara, dulce aunque vacilante, aplicada a la más
improbable de las apasionadas canciones de batalla:

¡Mis ojos han visto la gloria


de la llegada del Señor!
¡Ha pisoteado con fuerza la cosecha
de las uvas de la ira almacenadas!
¡Ha soltado el fatídico rayo…

Sin embargo, ¡qué propio de Ariah! Siguiendo un impulso, Dirk alzó la voz, poco
entrenada pero profunda, y prosiguió:
—… de esta terrible y rápida espada!
No había cantado lo bastante alto para que Ariah le oyera, estaba seguro. Sin
embargo, ella no prosiguió con el estribillo; no se oyó el «¡Gloria, gloria, aleluya!»,
solo un abrupto silencio.
Dirk se quedó de pie en el porche delantero y llamó al timbre. Fingió que no
reparaba en la mujer que le miraba disimuladamente desde la ventana de arriba.
«Responderá o no. De esta manera se decidirá mi vida».

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Qué sereno se sentía Dirk Burnaby. Esto estaba bien. Había puesto su vida en
manos de aquella mujer a la que apenas conocía.
Sin embargo resultó una sorpresa, algo inesperado, que Ariah abriera la puerta.
Los dos se miraron fijamente, un largo momento, incapaces de hablar.
La primera impresión de Dirk fue: Ariah ahora no se parecía en nada a la Recién
Casada Viuda. Su cabello pelirrojo estaba encantadoramente alborotado como por el
viento, suave como las plumas, rizado, rodeándole la delgada cara. La generosa luz
del sol lo veteaba de plata como pequeñísimas líneas de un rayo. ¡La muchacha
pelirroja empezaba a tener canas!
Con todo, no iba vestida de luto. Su falda era de un tejido veraniego ligero, con
un estampado de loros de vivo color verde y pico dorado, y la camiseta era blanca,
recién lavada, deportiva como la de una adolescente. No llevaba medias e iba
descalza. En su suave y pecoso rostro no había ni asomo de pesar, ni de sentimiento
de pérdida; había color en sus mejillas, un rubor que le subió desde la garganta en la
confusión del momento. Sus ojos, que ya no estaban inyectados en sangre, con finas
pestañas de color rojo pálido, eran de aquel verde cristalino puro, como el río, que
tanto habían hipnotizado a Dirk Burnaby. Aquellos ojos se abrieron de inmediato al
reconocerle.
Dirk se oyó tartamudear:
—¿Señora Erskine…?
—No. Ya no. —Lo dijo con calma, aunque parecía asustada. Sus dedos, con las
uñas cortas, como si se las hubiera comido, jugueteaban con un pliegue de la falda
estampada—. ¡Vuelvo a llamarme Ariah Littrell! En realidad, nunca fui esa otra.
«Esa otra» fue pronunciado con un aire de perplejo desapego, como una frase
extranjera que no se comprende del todo.
Dirk Burnaby, elocuente y enérgico como un litigante, mortal como un pitbull en
el foso, tragó saliva con fuerza, con la boca seca como la arena. ¡Oh, qué le estaba
ocurriendo! Era consciente de que se había derramado agua sobre su elegante blazer
azul marino.
—¿Me recuerda? Soy Dirk Burnaby. Fui el que… quiero decir, soy…
Ariah se rio.
—Claro que le recuerdo.
—¿De… verdad? No lo habría dicho.
Qué cosa tan tonta de decir, ¿por qué la decía? Sin embargo, Ariah Littrell pareció
pasar por alto su torpeza y le invitó a entrar.
Cuando Dirk le tendió a Ariah la jarra de flores que goteaba y que de pronto
pesaba mucho, se mostró torpe de nuevo, como en una escena de una película de Bob
Hope. Murmuró a modo de disculpa:
—Espero que no le importe.
—Oh, gracias.

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Algunas flores se salían de la jarra. Margaritas con el tallo roto, una multitud de
rosas silvestres de color rosa pálido salpicadas de diminutos pinchos. Había raíces,
grumos de tierra, malas hierbas mezcladas con flores silvestres, insectos en la parte
inferior de los brotes de achicoria. Pero Ariah murmuró:
—Son bonitas.
Se encontraban en una pequeña sala de estar. Había un piano vertical Steinway
adosado a una pared. Sobre el piano, partituras de Mozart, Chopin, Beethoven, Irving
Berlin. En el suelo, una delgada alfombra arrugada en la que se enredaban los zapatos
de Dirk, de lona con suela de goma. El vivo color verde lima de los loros de la falda
que rozaba las pálidas y delgadas piernas desnudas de la mujer llenaba de manchas la
visión de Dirk. Una voz masculina hueca dijo:
—Tenía cosas de trabajo que hacer en Albany y he pensado… que podía pasar a
verla. Ariah, debería haber telefoneado antes de venir, pero… no tenía su número. —
Se interrumpió. El pulso le latía en la cabeza, como una sutil burla de un latido de
corazón normal—. Acabo de oírla cantar. En la acera.
«Quería decir que yo estaba en la acera y la he oído cantar. ¿Qué estoy
diciendo?».
Ariah murmuró algo que Dirk no oyó y se fue a la habitación de al lado, una
pequeña y anticuada cocina con un feo fregadero profundo y grifos oxidados. Dirk la
siguió a ciegas. Junto al fregadero Ariah se volvió, sobresaltada al verle tan cerca.
Dirk se dio cuenta demasiado tarde de que ella esperaba que se quedara en la otra
habitación, pero ya no podía retroceder, pues quedaría peor aún. Parecería más tonto
todavía. Disimuladamente se limpió las manchas de humedad del blazer. Oh, Dios
mío. Algunas al parecer eran de sangre, de los arañazos de sus dedos.
Ariah había dejado la jarra de flores en el fregadero y alargó un brazo para coger
un jarrón que había en un estante sobre el fregadero, poniéndose de puntillas
procurando guardar el equilibrio. ¡Qué pálidos, qué esbeltos eran sus pies! Dirk se los
quedó mirando fijamente. Tuvo la idea confusa de inclinarse para sujetar aquellos
pies; de tomar aquellos pies en sus manos y levantar a Ariah, pues sin duda tenía
fuerza suficiente, como Fred Astaire habría podido tomar los pies de Ginger Rogers
en una brillante escena de baile de fantasía en una película aún no rodada; ¿o sí había
sido rodada y Dirk la recordaba? A través de la delgada camiseta de algodón Dirk vio
las pequeñas vértebras de la mujer que se tensaban como unos nudillos apretados y
sintió un instante de vértigo, tan íntima era aquella visión.
—Déjeme a mí.
Dirk le bajó el jarrón de cristal. Era uno de la señora Littrell, le pareció saber. Un
regalo de boda. Vio cómo le resbalaba de sus dedos húmedos y se hacía añicos en el
suelo de la cocina; sin embargo, no fue así: el jarrón estaba a salvo en el fregadero.
De modo que Ariah cogería de los dedos temblorosos de Dirk cualquier cosa que él le
diera y lo pondría a salvo. Él dijo:
—Tiene una bonita voz, Ariah. La he reconocido de inmediato.

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¿Qué significaba eso? ¿Que Dirk tenía oído para reconocer una bonita voz, lo
cual era discutible, o que había reconocido la voz de Ariah de inmediato? Esto
también era discutible.
Ariah se rio, turbada.
—Oh, no es necesario que diga esas cosas, señor Burnaby.
—Dirk, por favor, y de tú.
—Dirk.
¡Qué nombre tan extraño y poco melódico! Dirk nunca lo había oído claramente.
Se lo había puesto su madre, seguro. Parecía saber que Dirk era un nombre familiar,
de la familia de su madre, no de su padre.
Ariah dijo:
—Mi voz no es bonita, es…
—Para ser del interior de Nueva York, lo es. Sí, lo es.
No había querido parecer creído. Su voz hueca llenó la atestada cocina como una
radio de plástico barata puesta a demasiado volumen.
—… apenas es voz. —Ariah lo dijo con aire triste pero con seguridad.
Ella era la experta en música, ella era la que sabía.
Ariah estaba bregando con las flores silvestres en el fregadero. Tantos tallos
rotos… ¿cómo había ocurrido? ¿Por qué Dirk no había comprado un ramo en
Albany? «No se me ocurrió». Tuvo que arrancar pequeños terrones de tierra de los
tallos de casi todas las margaritas, pero Ariah utilizó un cuchillo de pelar. La
achicoria casi era demasiado dura para ser cortada. ¿Cómo había podido Dirk
arrancarla solo con las manos? A Ariah se le cayó una ramita de esta flor al suelo y
los dos se inclinaron al mismo tiempo para cogerla. Dirk vio con una punzada de
excitación que las delgadas y pecosas manos de Ariah estaban desnudas de todo
adorno: ningún anillo.
Había olvidado el Dom Pérignon en el coche.
—Discúlpame, Ariah. Vuelvo enseguida.
Al ir hacia el coche, Dirk se preguntó si Ariah pensaba que realmente se
marchaba; no le había explicado lo que iba a hacer. ¿Creería tal vez que se marchaba
de manera tan inesperada como había llegado? ¿Debería marcharse? Le había traído
las flores, quizá eso era suficiente. Esa tarde todo estaba sucediendo rápida y
vertiginosamente, como un viaje en una montaña rusa, y Dirk Burnaby desconfiaba
de tanta velocidad. Nada odiaba más que la sensación de vértigo, como de resbalar,
deslizarse y caerse.
Cogió la bolsa de papel con las botellas. Francamente, se moría de ganas de tomar
un trago.
Cuando volvió a la cocina de Ariah, esta se las había apañado para colocar la
mayor parte de las flores en el jarrón de cristal. Había recortado tallos y dejado aparte
las flores partidas. Intentó atrapar una gorda araña que salió de un tallo de rosa
silvestre y corría por el mostrador para ir a ocultarse en una rendija de la pared.

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Dirk anunció:
—¡Champán! Vamos a celebrarlo.
Ariah abrió la boca para protestar, o alarmada, o simplemente sorprendida.
Siguieron varios minutos de ingeniosidad que les hizo sudar mientras Dirk
Burnaby forcejeaba con un tenedor, un cuchillo de cortar y un picahielo para abrir la
primera botella de Dom Pérignon, pues por supuesto, como era de prever, Ariah no
tenía sacacorchos en la cocina. Tampoco tenía copas de champán, ni siquiera copas
de vino. Pero tenía relucientes vasos de zumo de fruta para que Dirk vertiera el
espumoso líquido en ellos. Brindaron con estos vasos, entrechocándolos ligeramente,
de forma ceremonial.
—¡Por nosotros! —exclamó Dirk, riendo. Había imaginado que los vasos
chocarían con demasiada fuerza y se romperían, derramando el champán sobre Ariah
y él, pero no ocurrió.
Los dos se hallaban tensos, sin saber qué hacer. ¿Qué música sonaba? Dirk la oía,
débilmente. No la melodía, sino el alegre ritmo de la percusión. Glenn Miller. «String
of Pearls». Por el modo en que Ariah miraba alrededor, desconcertada y
aparentemente complacida, se habría dicho que ella también la oía.

Sin saber cómo, se encontraron en el salón, buscando asiento. Dirk se había quitado
el blazer azul marino, tenía mucho calor. Estaba sentado en una banqueta de piano de
patas poco seguras entre un montón de libros de lecciones de Czerny y Piano
Technique for the Older Student. Ariah estaba sentada en una silla de respaldo de
mimbre que había cerca. Retorcía los dedos de los pies. Había llevado el jarrón de
cristal con las flores silvestres al salón y lo había colocado sobre el piano.
Dirk dijo de mala gana, como si el champán le estuviera haciendo efecto como un
suero de la verdad:
—No he ido a Albany por trabajo. No tenía nada que hacer en Albany. He venido
a Troy a verte, Ariah.
Ariah alzó rápidamente su copa y olisqueó el burbujeante líquido que contenía.
Parpadeó, moviendo sus pálidas pestañas. Esta revelación tal vez la había
impresionado, a menos que no le sorprendiera en absoluto, pero decidió no responder
a ella. En cambio dijo, en un murmullo tan bajo que Dirk tuvo que esforzarse para
oírla:
—Solo he tomado champán dos veces en mi vida. Pero en la misma ocasión. No
era tan bueno como este.
Se rio, estremeciéndose. Dirk la miraba fascinado. De un modo extraño, su
boquita remilgada y perfecta evocó en su mente el cuerpo translúcido de color malva
rosado de un bello pez tropical; uno de los delicados peces de dos o tres centímetros
que él compraba para el acuario que de niño tenía en Shalott. Con qué rapidez se
deslizaban aquellas misteriosas pequeñas criaturas con su cola y aletas como de

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encaje hacia la comida que Dirk espolvoreaba en el agua para ellas, retirándose
prácticamente en el mismo instante, poseídas por una diminuta vida mágica que iba
más allá de la imaginación del muchacho que se cernía sobre ellas como un torpe
semidiós.
Prosiguió:
—Estoy enamorado de ti, Ariah. No estoy aquí por ninguna otra razón. Creo que
debes saberlo. —Él mismo oyó estas palabras con incredulidad. Tenía intención de
decir algo muy diferente, respecto a que quería volver a verla. Se sintió obligado a
decir, ya que ella miraba fijamente su bebida con aire serio—: Por favor, no me
malinterpretes, Ariah. En general, los lunes son días muy ajetreados para mí. De
lunes a viernes es trabajo. No suelo cruzar el estado de Nueva York porque sí. Soy
abogado. Soy litigante. Tengo un bufete particular, con un socio, agentes en Niágara
Falls y Buffalo. —(¿Debería ofrecer una tarjeta de visita a Ariah? Tenía un montón
en la cartera). Luego añadió, balbuceando—: La semana que me tomé libre para estar
contigo en las cataratas fue… no fue… una semana típica para mí. No soy voluntario
del equipo de rescate. Normalmente trabajo cada día. Y días muy largos. Quiero
decir… —La lengua no le cabía en la boca. No tenía idea de lo que estaba diciendo
—. Estoy enamorado de ti, Ariah, y quiero casarme contigo.
Ya estaba. Lo había dicho.
Había recorrido en coche casi quinientos kilómetros para hacer esta absurda
declaración a una mujer que seguía mirando fijamente su copa. Arrugó su naricita
como si fuera a estornudar.
Por fin habló, con seriedad:
—¡Casarse conmigo! Pero si ni siquiera me conoce.
—No necesito conocerte —dijo Dirk débilmente—. Te quiero.
—Eso es ridículo.
—¿Por qué es ridículo? Es amor.
—Me abandonaría. Como el otro.
Habló con aire pensativo, y tomó un sorbo de champán.
—¿Por qué diablos iba a abandonarte? Jamás te abandonaría.
Ariah hizo gestos de negación con la cabeza y se secó los ojos. De pronto parecía
estar a punto de llorar.
Dirk dijo con suavidad:
—Lo sé, viviste aquella horrible experiencia. Pero yo no soy como… —Se
interrumpió, pues no quería aludir al otro en modo alguno; esperaba no aludir al otro
jamás cuando vivieran juntos, si podía evitarlo—. No soy como los demás. Como
nadie que hayas conocido. Si me conocieras, querida, lo sabrías.
Este audaz comentario se cernió en el aire como la fragancia del polen de las
flores silvestres que había sobre el piano.
—Pero no le conozco, señor Burnaby.
—Por favor, llámame Dirk, Ariah, y tutéame. ¿No puedes hacerlo?

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—Señor Dirk Burnaby. No le conozco.
—Me conocerás. Podemos estar comprometidos todo el tiempo que quieras. Y
estuvimos juntos aquella semana. Durante aquella vigilia. Creo que fue una semana
muy larga.
Como una niña obstinada, Ariah frunció el entrecejo. Parecía a punto de
contradecir a Dirk; luego se lo pensó mejor y tomó otro sorbo de champán. Parpadeó
en un gesto de éxtasis.
El amor para esta imprevisible mujer llegó con tanta fuerza que Dirk notó que el
suelo se movía bajo sus pies. Por un instante habría podido creer que se hallaba en el
río, en una embarcación que no podía ver ni palpar.
—Ariah, ¿puedo besarte? Solo una vez.
Ariah no dio muestras de oírle. Hizo gestos de negación con la cabeza, como si
intentara despejarla.
—El champán me produce un extraño efecto.
—¿Y cómo es?
—Un efecto perverso.
Dirk se rio.
—Bueno, eso espero.
Ariah se echó a reír, cosa extraña. Dirk recordó con incomodidad aquel grito-risa
cuando ella vio por primera vez el cuerpo hinchado de su difunto esposo.
—Pero soy demasiado mayor para usted. Los hombres prefieren a las chicas más
jóvenes… ¿no?
Dirk dijo, molesto:
—Yo no soy «los hombres». Yo soy yo. Y no quiero una chica joven, te quiero a
ti.
Ariah se bebió el champán. Luego sonrió de forma inescrutable.
—La famosa Recién Casada Viuda. Es usted muy valiente, señor.
—Quiero una esposa a la que pueda respetar intelectualmente. Una esposa que
sea más lista y más sensible que yo, y más dura. Una esposa que tenga talento para
algo para lo que yo seguro que no tengo.
¡Qué combativo! Dirk pensó que parecía un hombre que luchaba por su vida.
Ariah dijo, pensativa:
—Pero tal vez me abandonaría también. En nuestra luna de miel.
¡Qué exasperante era aquella mujer! Dirk preveía toda una vida de combate.
—Ariah, ¿por qué iba a dejarte? Te adoro. Eres mi alma.
Siguiendo un impulso se inclinó, cogió la cabecita de Ariah con ambas manos y la
besó en la boca, que resultó inesperadamente suave, cálida, amistosa. Él se quedó un
poco asombrado por que aquella mujer le estuviera devolviendo el beso al tiempo que
parecía estar riéndose de él.

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7 de julio de 1950

D iría que sí. Sí con su cuerpecito delgado y ansioso como el de un gato nervioso
que se acurruca junto al hombre. Sí al rostro atractivo y grande como una luna
de aquel hombre. Sí a sus sobresaltados ojos del color del níquel. Sí a su voz, una
profunda voz natural de barítono. Sí a lo que ella astutamente percibía como bondad
de aquel hombre, decencia. Sí a su boca que podía ser herida por una palabra suya
pronunciada con descuido. Sí a su valentía. A su audacia. Pues ella había sido la
esposa recién casada de otro hombre, aunque no la esposa de otro hombre, y de hecho
era virgen aunque había sentido la semilla de su joven esposo ácida y caliente como
saliva derramándose sobre su vientre, y en el húmedo vello entre las piernas. Pero sí,
se casaría con Dirk Burnaby. Sí al ramo de flores silvestre. Sí a las caricias de sus
grandes y suaves manos, y a su lengua. Sí al asombroso calor, peso, solidez y tamaño
de su pene. Eso que antes de dos rápidas copas de champán, una hora antes, le habría
parecido a Ariah el pensamiento más prohibido, ahora era el más lujoso y adorable de
los pensamientos. Sí a sus besos, a su boca inquieta. Sí a sus hombros, espalda y
muslos solo ligeramente gordos y musculosos. Sí a su cabello que le caía sobre la
cara, y sobre la de ella. Sí aunque una parte de ella sabía que también la abandonaría.
Sí aunque una parte de ella sabía que estaba condenada. Sí aunque, estando
condenada, no merecía semejante felicidad. Sí aunque, estando condenada, le
importaba un comino si merecía la felicidad o si estaba condenada. Sí a la evidente
inteligencia de aquel hombre. Sí a los buenos modales de aquel hombre, y a su
sentido del humor. Sí porque la hacía reír, y él también se reía, sin intención de ello.
Sí porque su risa era una risa que le salía de lo más hondo, calentándole la sangre del
pálido rostro pueril. Sí a su peso que descansaba sobre ella. Sí a aquella comodidad,
que ella no habría previsto. No habría imaginado. Sí al riesgo de quedar embarazada,
que no preocupaba a Ariah por lo inesperado del momento más de lo que habría
preocupado a cualquier hembra en el momento de su primera copulación. En la
pasión del primer amor. En la pasión, el frenesí, la locura del primer amor. Sí al
riesgo de embarazo con un hombre al que apenas conocía. Sí aunque (con su
mentalidad morbosa) sentía terror a estar ya embarazada de su desastrosa noche de
bodas. Por el simple hecho de haberse derramado un ácido caliente como saliva. Pero
sí al puro deseo de este hombre por ella. Sí a su olor. Sí a lo que brillaba en sus ojos,
su amor por ella. Sí al hecho (¡lo sabía!) de que apenas la conocía. Sí a la ardiente
sensación que experimentaba en su entrepierna. Sí a que él la levantara más y más,
como el surtidor de una fuente. Sí a que la hiciera gemir, gritar. Sí aunque su boca
debía de estar fea, jadeando tanto. Los labios separados y los dientes apretados. Sí al
hombre que le hacía el amor de un modo tan maravilloso, llenando su cuerpo que era
pequeño y al mismo tiempo infinito, inagotable.

Página 93
SEGUNDA PARTE
La boda

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Se casaron…

S e casaron.
Fue una boda apresurada, a finales de julio de 1950.
—No hay tiempo para un noviazgo. Dirk y yo no creemos en esas costumbres
burguesas.
Ariah hablaba atropelladamente, mordiéndose el labio para no reír.
Y mientras Dirk Burnaby decía con más sobriedad:
—Cuando es amor a primera vista, ya puedes entregarte. Estás condenado.
¡Condenado a la felicidad! Eso creían los amantes.

Se casaron, para el asombro de todos los que los conocían. En especial de los
parientes, amigos y conocidos de los Littrell de Troy, Nueva York.
—Por supuesto, nadie lo aprueba —decía Ariah—, pero hemos decidido no
preocuparnos. —Quería decir: «Hemos decidido que nos importa un comino», pero
se contenía.
Estando enamorada de Dirk Burnaby, estando tan felizmente enamorada, Ariah
tenía que morderse la lengua con frecuencia por miedo a hablar con desmesura. Por
miedo a hablar con atrevimiento. Por miedo a decir la verdad.
A los treinta años Ariah había descubierto no solo el amor, sino el sexo. No solo
el sexo, sino el sexo con Dirk Burnaby. Hacer el amor, se denominaba. «Hacer el
amor». ¡Ah, qué expresión tan apropiada! Podía inspirarte para hablar con franqueza,
para asombrar y ofender. Podía inspirarte para decir cosas que jamás habías soñado
decir cuando hacías esfuerzos (bueno, la mayor parte de las veces que habías
intentado hacer el esfuerzo) por ser la hija decorosa y buena de un ministro, una
dama.
Dirk dijo:
—No nos ha de preocupar que los demás lo desaprueben. Tu familia, mi madre.
—Se interrumpió, mirando de repente con demasiado interés una mancha que había
en el suelo. Porque estaba pensando en el otro. El primer marido. Los Erskine—. No.
No ha de importarnos, y no nos importa. Estamos casados, y no hay más que decir.
Ariah dijo:
—Sí, hay más que decir.
Tocando a su esposo de aquella manera tan suya. El cosquilleo secreto que había
perfeccionado. La mirada de él, que pretendía ser seria, de repente se inundó de
deseo.

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Se casaron, y Ariah se reía:
—Podemos hacer esto siempre, ¿verdad? Qué felicidad la mía.
—Dirás la mía.
Le hizo cosquillas de aquella manera secreta que la hacía jadear, gritar, suplicar
clemencia como jamás había hecho o imaginado cuando era la hija del ministro en
Troy, Nueva York.

Se casaron, y vivían en Niágara Falls, en la casa de piedra caliza de Luna Park. Allí
hacían el amor todo el tiempo. O casi.
Él la abandonaría algún día, ella lo sabía. Pero nunca pensaba en ello, tan feliz
era.
«No pienses en ello. No seas morbosa».
Eso se decía Ariah. Tenía intención de ser, en este matrimonio milagroso, una
mujer práctica, con los pies en el suelo.
Tenía intención de ser una mujer amorosa, desinhibida. Cada noche, a la hora de
la cena, había vino, servido por Dirk en copas de cristal que centelleaban.
Aquella sensación adorable, perversa, que corría por el interior de Ariah como
miel fundida. «Te quiero te quiero». A veces, riendo, él la cogía en brazos, se la
cargaba al hombro y la subía al piso de arriba.
Aún no estaba embarazada. ¿O tal vez lo estaba?
«¡No seas morbosa, Ariah!».
A menudo ella se llevaba la botella de vino arriba. En especial el chianti, si estaba
abierta y no la habían terminado; no era cuestión de que se volviera agrio.

Se casaron, y jamás miraban atrás.


¡Aquella cama de latón que crujía, en el tercer piso, el último, de la casa número 7
de Luna Park! En el dormitorio de soltero con las paredes con papel de seda francés,
la mullida alfombra china de color verde menta que era tan delicioso pisar con los
pies descalzos. En la casa neogeorgiana situada a menos de un kilómetro de la
garganta del Niágara. En la casa en la que, en las noches de verano con las ventanas
abiertas, cuando las polillas chocaban contra las telas mosquiteras como suaves
pensamientos palpitantes, se oía, a lo lejos, el incesante murmullo de las cataratas.

Se casaron, y rejuvenecieron.
Se volvieron más jóvenes de lo que ambos recordaban haber sido cuando niños.
—Crecí en Shalott.

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—Yo crecí en la rectoría.
—Nosotros éramos unos privilegiados, teníamos dinero.
—Nosotros sí éramos privilegiados: teníamos a Dios.
Se rieron, se estremecieron y se abrazaron. Estaban desnudos. Cuántos dedos de
los pies (¡veinte!) bajo la colcha al pie de la cama.
Ninguno de los dos deseaba pensar en lo accidental que era que se hubieran
conocido, y enamorado, y casado.
Ninguno de los dos deseaba conjeturar qué les habría faltado en sus vidas si el
otro esposo no se hubiera arrojado a las cataratas Herradura.

«No. No volverás a tener una mente morbosa».

Se casaron, y cada uno de ellos se convirtió en el mejor amigo del otro.


Y cada uno de ellos se daba cuenta de que no había tenido nunca ningún mejor
amigo, hasta entonces.

Se casaron. El legendario insomnio de Dirk Burnaby desapareció.


Aunque era un hombre corpulento, y con la deliciosa comida casera de Ariah se
estaba volviendo más corpulento, Dirk descubrió que tenía habilidad para acurrucarse
en la huesuda curva del costado de su esposa; la habilidad de hundir la cara en su
cuello; la habilidad de dormirse con completa satisfacción, sin que le acosara un solo
pensamiento (de su profesión, sus finanzas, su madre cada vez más excéntrica). Ah,
la vida era tan sencilla. La vida era esto.
Ariah permanecía despierta, acunándole en sus brazos. Quería permanecer
despierta para disfrutar de él. Para recrearse en él. ¡Su esposo! ¡Su hombre! Era el
hombre más maravilloso que jamás hubiera conocido, y mucho menos conocido
íntimamente, tocado y besado. Era el hombre más maravilloso que ninguna muchacha
podría haber soñado, en Troy, Nueva York. Veía el modo en que las mujeres le
miraban por la calle. Algún día tal vez llegaría a estar celosa, pero todavía no.
Ella le acariciaba con ternura los hombros, la frente, la barba incipiente de la
parte inferior de la barbilla. Le gustaba que Dirk Burnaby fuera un hombre
corpulento, que ocupara tanto espacio en su vida. Le desconcertaba recordar cómo
había sido su vida antes de él. «No era una vida. Aún no había empezado». Le
acariciaba el pelo, apartándoselo de los ojos. Su pelo muy rubio, espeso y esponjoso y
ni una sola cana, que ella hubiera descubierto. A veces sentía una punzada de envidia.
Porque su cabello pelirrojo estaba perdiendo el color con rapidez. Estaba siendo
invadido por el gris, por el plateado, incluso por cabellos blancos. Se podía decir (se
podía especular) que había sufrido alguna conmoción grave. Un rostro de muchacha

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pero vetas de cabello gris. Pronto parecería una de esas hadas que anuncian una
muerte en la familia. Pero era demasiado vanidosa para teñirse el pelo. (¿Tal vez no
era lo bastante vanidosa?). Dirk dormía, y en su sueño parecía pesar más. Respiraba
por la boca, emitía un sonido sibilante húmedo. A ella le gustaba ese sonido. Le
besaba la frente. Le oía murmurarle a ella en su sueño palabras no del todo audibles o
inteligibles, pero que sonaban como «Ariah, te quiero». Luego volvía a sumirse en el
sueño. Raras veces menos de ocho horas cada noche. Ahora que se hallaban
felizmente casados. Ariah intentaba colocar su cuerpo desnudo y pegajoso en una
postura en que su brazo, su pierna y costado no se quedaran entumecidos, en que el
peso de su esposo no le cortara la circulación. Le gustaba ese peso. Cuando le hacía
el amor quería que la aplastara, que la aplanara. Que la asfixiara. «¡Oh, penétrame!
¡Más adentro!». Era curioso que el hombre penetrara en su cuerpo, y sin embargo
pareciera rodearlo. Era curioso que encajaran de un modo tan perfecto, como un
guante, aunque cualquiera veía enseguida que su tamaño no era el adecuado.
El distante murmullo de la garganta. El murmullo de la sangre de ambos.
¿Tal vez estaba embarazada? Qué sorpresa se llevaría Dirk.
O quizá no. En el apartamento de Ariah en Troy no habían tomado precauciones,
y desde entonces no las tomaban. ¿Sería que los dos sabían que querían tener hijos?
«Solo se vive una vez». Esta frase que a ella le parecía fatalista y optimista al
mismo tiempo la había aprendido Ariah de Dirk.
«Solo se vive una vez». Le hacía sonreír, parecía desatarte a todo cuanto
quisieras.

Se casaron, y cada noche era una aventura.


El hombre era tan nuevo en la vida interior, secreta, de ella, que no siempre tenía
nombre.
«Esposo» serviría.
Ella se aferraba a este esposo. Sus brazos ligeramente pecosos eran delgados,
pero fuertes. La fuerza de la astucia y la desesperación. Tocaba el piano desde los
ocho años, lo que significa tocar escalas de modo incansable, con fanatismo, y eso
refuerza los brazos, las muñecas y los dedos. Se maravillaba de que hubiera atrapado
para ella, en estos brazos, a un hombre tan notable. Pero era humilde, también. Quizá
incluso estaba asustada. Pues sabía por experiencia que Dios (en quien no creía, al
menos de día) podía arrebatárselo en cualquier momento.
Hacían el amor de día, y hacían el amor de noche. Poco a poco, el cambio fue casi
imperceptible, dejaron de hacer el amor de día (con su sensación de acto ilícito, como
tomar bombones antes de comer), como ha de desaparecer el entusiasmo de la
novedad de la vida de casado, pero siguieron haciendo el amor de noche, apasionada
y reverentemente, durante un tiempo. Después del amor, Ariah acunaba a su esposo,
que se acurrucaba junto a ella con una dulce alegría infantil; ella le acariciaba su

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magnífico cuerpo, le apartaba de los ojos con cuidado su suave cabello, murmuraba:
«¡Te quiero, esposo mío!». No podía creer que ninguna esposa hubiera adorado tanto
a ningún esposo. No podía creer que sus padres, de los que ahora se había apartado,
se hubieran adorado tanto. Los Littrell siempre habían sido de edad madura. Ariah
sentía lástima. Ariah tenía miedo de su ejemplo. «Eso jamás me ocurrirá a mí. A este
hombre y a mí».
Sonrió al pensar que Ariah Littrell había sido una muchacha tan huraña, hosca y
malhumorada, que había crecido en la rectoría bajo la mirada vigilante de sus
mayores, una escolar de lengua afilada e irritable y alumna siempre con buenas notas,
aburrida (en secreto) e incómoda en la iglesia durante los sermones de su padre. Sin
embargo, de algún modo, aunque no lo mereciera, ahora era feliz.
Una noche, cuando hacía apenas quince días que era la señora de Dirk Burnaby,
vio desde la cama, a través de la ventana de celosía, una luna en forma de hoz que
relucía a través de columnas de bruma como si le guiñara un ojo. Estaba acunando a
su esposo, que dormía profundamente en sus brazos. ¡Tenía intención de protegerle
siempre! Sin embargo empezó a parpadear. Los ojos se le cerraban. Los abrió bien
para ver a su esposo cruzar la inmensa garganta del Niágara sobre… ¿qué era? ¿Una
cuerda floja? ¡Una cuerda floja! Le daba la espalda a ella. Su pelo muy rubio ondeaba
al viento. Vestía un traje negro, de ministro. Llevaba en las manos una vara de bambú
de tres metros y medio para mantener el equilibrio. Era una actuación de circo, pero
aquí, mortal. Y hacía viento. ¿Por qué hacía eso, por qué si se amaban tanto el uno al
otro?
En la orilla, Ariah se inclinó sobre una barandilla de hierro que se le clavaba en la
cintura y le gritó con voz aterrada: «¡Vuelve! ¡Te quiero! ¡No puedes abandonarme!».

2
Se casaron, enamorados y con prisas.
Entre susurros, murmullos, acusaciones. Llorosas proclamaciones de
desaprobación. «¿Cómo puedes? ¿En qué piensas? ¿Solo en ti? ¿Tan pronto después
de morir Gilbert? ¿No tienes vergüenza?».
Se casaron en una breve ceremonia civil, no en una iglesia. No en la ciudad natal
de la novia, Troy, sino en Niágara Falls. Una ceremonia privada en el ayuntamiento y
sin parientes invitados. ¡Qué vergüenza!
El corazón de Ariah latía con fuerza. Pero no lloraría, ni hablar.
Tenía intención de no volver a llorar nunca más, tan feliz era. Con dignidad,
Ariah explicó:
—En realidad, la vergüenza existe. El mundo es un montón de vergüenza como
basura que se va pudriendo. Los campos de exterminio. ¿Recordáis los campos de

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exterminio nazis? Cadáveres amontonados como leña. Supervivientes como
esqueletos. Visteis las mismas fotografías que yo en Life. Vivisteis la misma historia
que yo. Eso es vergüenza. Y más que vergüenza. Pero Dirk Burnaby y yo no
compartimos esa vergüenza. Nosotros nos amamos y no vemos razón alguna para
fingir que no es así. En especial, no vemos ninguna razón para fingir que nuestra
conducta privada sea asunto de nadie excepto de nosotros.
Fue un pequeño discurso brillante, y dado de forma casi intachable. Un pequeño
temblor en el labio inferior de Ariah delató cierta emoción.
La señora Littrell se puso enferma. El reverendo Littrell, furioso como Cristo con
los mercaderes del templo, prohibió a su hija que volviera a la rectoría, jamás.

Se casaron, sin necesidad de jurar «Hasta que la muerte nos separe».


Se casaron, y Dios no tuvo nada que ver con su felicidad.

Se casaron, y posiblemente la novia estaba embarazada.


En la felicidad del primer amor, Ariah procuraba no pensar en las consecuencias
del amor. En aquellos primeros días y semanas su cerebro se hallaba en una fiebre de
amor. ¡Era una alegre joven que bailaba, bailaba, bailaba, toda la noche, sin cansarse!
«No podía decirle a mi esposo: puede que esté embarazada. Puede que tú no seas
el padre. Igual que no podía decirle a este hombre: sé que algún día me dejarás. Sé
que estoy condenada. Pero hasta entonces, tengo intención de ser tu abnegada
esposa».

Se casaron, y en el matrimonio se esperan hijos, tarde o temprano.


Se casaron, es decir, se aparearon. Aparearse era la consecuencia física del
matrimonio, y poco había de abstracto en ello.
—Debo ser realista.
Así se regañaba Ariah en su alegría de la satisfacción matrimonial, aunque aún
tenía que reflexionar sobre ciertos hechos que no iban a desaparecer.
Uno de ellos era: no había tenido un período desde hacía semanas. (¡Cuánto
odiaba esa palabra! Arrugó la nariz con desagrado). Su último período había sido
antes de Semana Santa: el 15 de abril, mucho antes de su desastrosa situación como
señora Erskine. Ariah no dudaba, había dejado de menstruar debido al pánico y al
miedo que le producía su boda. Había perdido peso, nunca había sido lo que la
literatura médica llama normal. Su pubertad (otra palabra horrible) le llegó tarde, no
se le había desarrollado el pecho, las caderas, ni había empezado a menstruar (esta
palabra horrenda era la que más odiaba de todas) hasta los dieciséis años. La última
niña (bueno, una de las últimas) de su clase del instituto. Y nunca había sido regular.

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(¡Otra palabra humillante!). Si la señora Littrell, una mujer de amplio pecho y
caderas, estaba preocupada por el estado físico de su hija, debía de avergonzarle
demasiado para hablar de ello. Cuando Ariah empezó a tener faltas en la época en
que iba al instituto, la señora Littrell la llevó al médico de su familia que murmuró,
mirando fijamente un pisapapeles que tenía sobre su escritorio, que Ariah era «como
algunas muchachas que crecen despacio», «maduran despacio», tenía tendencia a una
dolencia denominada amenorrea.
«¡Amenorrea!». Una palabra más espantosa aún.
Ariah permaneció sentada, avergonzada, en el despacho del doctor Magruder con
la mirada fija en las pecosas manos, con las uñas mordidas, que tenía sobre el regazo.
«Amenorrea». El doctor Magruder dijo con torpeza que casi siempre era habitual
en una muchacha con poco peso, lenta en madurar.
Lo que quería decir que Ariah tal vez tuviera dificultades para concebir cuando
por fin se casara.

(O tal vez quisiera decir, como ahora suponía Ariah, que sería difícil determinar el
inicio del embarazo. A menos que se precipitara a ir a ver a un médico y pedirle una
prueba de embarazo, lo que Ariah no iba a hacer).

(Oh, Dios. Le había costado hablar con Dirk Burnaby de estos serios asuntos
femeninos. Problemas femeninos. Los Burnaby eran una pareja romántica como Fred
Astaire y Ginger Rogers. Cuando uno entraba en una habitación en la que el otro
esperaba, empezaba a oírse música de baile).

Se casaron, y así se convirtieron en marido y mujer.


Estos roles les esperaban en el número 7 de Luna Park, como sus albornoces
respectivos con las palabras «Él» y «Ella» bordadas que se pusieron, felices y
agradecidos.
Dirk dijo con sobrecogimiento:
—No puedo imaginar mi vida antes de conocerte, Ariah. Debía de ser tan vacía…
Debía de ser una vida sin oxígeno.
Ariah se secó las lágrimas de los ojos pero, no se le ocurrió nada que responder.
Ella recordaba muy bien su vida antes de conocer a Dirk, la vida circunscrita,
ocupada, ordenada de la hija de un ministro, como un mandil atado sobre su cuerpo.
Por supuesto tenía su música. Sus alumnos. Sus padres, su familia. Sin embargo, al
pensar ahora en esa vida, sentía que algo le atenazaba la garganta; tenía la sensación
de que iba a asfixiarse. ¡Le faltaba oxígeno!

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Corrió hacia su esposo (iba descalza, estaban en su dormitorio vistiéndose, una
neblinosa mañana de agosto) y apretó su cuerpecito en los brazos sorprendidos de él,
rodeándole con los suyos por la cintura.
El corazón del hombre, del tamaño de un puño, golpeaba en el oído de Ariah
como un metrónomo.

«Dirk. Cariño, creo que estoy… que tal vez esté… a veces tengo esta sensación, de
que podría… estar embarazada».
Pero no. Ariah no podía hablar de su miedo y arriesgarse a ver aquella expresión
de alarma en el rostro de su esposo. Todavía no.

Se casaron, y el resto de su vida sería su luna de miel. ¡Estaban seguros!

Se casaron, y Dirk Burnaby ofreció a su esposa pelirroja el regalo más exquisito que
ella jamás había recibido: una espineta de madera de cerezo. Él había encendido velas
en la sala de estar y las llamitas se reflejaban en la madera pulida.
—Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho para merecer esto?
El grito de Ariah sobresaltó a su esposo, pues parecía muy asustada.
El piano era un regalo de aniversario, explicó Dirk. Hacía tres meses que habían
«puesto los ojos el uno en el otro por primera vez».
Tres meses. Ariah no quería calcular lo que eso podía significar.
«Tres meses». No, no pensaría en ello.
Se sentía mareada, como si tuviera vértigo. Pero probablemente era el chianti.
Y aquella sensación de miel caliente en la entrepierna. El chianti.
Ariah besó a su esposo, le abrazó con tanta fuerza que él se rio. «¡Vaya!». La
apartó con suavidad. Quería que tocara para él, dijo. No había tocado el piano, ni una
sola nota, desde aquel día en que había ido a Troy a declararse.
De manera que Ariah se sentó ante la espineta y tocó para su esposo. Bebiendo
sorbos de vino entre pieza y pieza en una copa de reluciente cristal. Esta espineta era
el instrumento más bello que Ariah jamás hubiera visto, y por supuesto el más bello
que hubiera tocado. Las lágrimas afloraron a sus ojos y le resbalaron por las mejillas.
Mientras Dirk escuchaba con seriedad, con la cabeza inclinada y siguiendo el ritmo,
Ariah le ofreció un concierto de algunas de sus piezas favoritas de sus recitales
infantiles. Un minueto de Mozart, valses y mazurcas de Chopin, Träumerei de
Schumann, Claro de luna de Debussy. Cada vez que una pieza terminaba, Dirk
estallaba en aplausos. Estaba profunda y sinceramente emocionado. En verdad creía
que su esposa era una pianista dotada, no solo una joven pianista con talento
procedente de Troy, Nueva York. A menudo iba a conciertos al Kleinhan’s Music

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Hall de Buffalo, dijo. Había oído intérpretes en el Carnegie Hall de Manhattan. Había
asistido a la Metropolitan Opera, donde había visto una producción espectacular de
Carmen y La Traviata. Su padre, el fallecido Virgil Burnaby, al que Ariah jamás
conocería, había tenido discos de Caruso que Dirk había oído cuando era niño.
Caruso cantando El barbero de Sevilla, El holandés errante. Caruso cantando Otelo.
Ariah no entendía cómo su pulida y seria técnica pianística les había conducido al
gran Caruso, pero la relación le resultó halagadora.
«Me ama. Creería cualquier cosa».
Extraña preciosa verdad era esta. Como abrir la mano y descubrir en la palma un
diminuto huevo moteado de petirrojo.

Se casaron. De forma abrupta, y sin pedir disculpas. Sin avisar. Sin pensar en «cómo
se hacen las cosas». O cómo no se hacen las cosas.
—Al menos —dijo Ariah—, no nos hemos fugado.
Dirk dejó con brusquedad el periódico que estaba leyendo, con falso disgusto.
—Maldita sea, Ariah, ¿por qué no se te ocurrió a tiempo?

Se casaron, y unas semanas más tarde llegó al número 7 de Luna Park, Niágara Falls,
una carta escrita a mano para «la señora Ariah Burnaby» con el remitente de «señora
Edna Erskine». El sello de tres centavos estaba al revés.
—La madre de Gilbert. Oh, Dios mío. Quiere saberlo. Si estoy embarazada. ¡No,
no es posible!
En un gesto de cobardía, Ariah tiró esta carta sin leerla.

Se casaron, y la mujer que era la suegra de Ariah, Claudine Burnaby, mandó recado, a
través de las hermanas de Dirk, Clarice y Sylvia, de que estaba «pensando seriamente
en desheredar» a su hijo renegado.

Se casaron, y vivían en la casa de Dirk Burnaby, en el número 7 de Luna Park que, a


Ariah le parecía, otras mujeres habían visitado de vez en cuando, si no habían
residido en ella. Sabía que era así porque los vecinos se encargaron de que lo supiera.
La señora Cotten, que vivía en la casa de al lado, la señora Mackay, que vivía al otro
lado del parque. «¡Mujeres con tanto encanto, algunas! Coristas, evidentemente». Las
hermanas mayores de Dirk, a las que Ariah había visto solo dos veces, se lo hicieron
saber. «Nunca pensamos que Dirk se casaría con ninguna. Nuestro hermano menor
siempre fue un granuja inmaduro y malcriado».

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—Clarice y Sylvia —dijo Dirk, como si leyera unos nombres grabados—. Dos de
las Parcas. Y Claudine es la tercera.
De vez en cuando, en las primeras semanas de vivir en Luna Park, sonaba el
teléfono, y si Ariah respondía con timidez: «¿Diga?», se producía al otro extremo del
hilo un grave silencio de reproche.
—Aquí la residencia de los Burnaby, ¿diga? —(Pues era posible que Ariah se
sintiera un poco sola en aquel lugar nuevo para ella. En aquella ciudad junto a la
garganta del Niágara donde en otro tiempo la Recién Casada Viuda de las Cataratas
había cautivado la imaginación colectiva, pero en la que Ariah Burnaby era una
desconocida)—. Sé que está ahí. Oigo su respiración. ¿Quién es? —A Ariah le
temblaba la mano al sostener el auricular. No, no estaba asustada: estaba molesta. Era
su casa, y aquel era su número de teléfono, igual que el de su esposo. Captaba una
respiración femenina a través del teléfono—. Si quiere hablar con Dirk Burnaby, me
temo que no está aquí. —Ariah pensaba en añadir: «Es un hombre casado. Yo soy su
esposa». Pero se contenía.
A veces las llamadas llegaban cuando Dirk se encontraba en casa. Ariah estaba
decidida a no escuchar. Ni siquiera «sin querer». (No iba a ser de esa clase de
esposas. Sabía que antes de conocerla su marido había llevado una vida de soltero,
pero de eso hacía mucho tiempo. Meses). Había alguien insistente llamada Gwen, y
había alguien realmente insistente llamada Candy. (Candy: un nombre de corista por
excelencia). Una o dos veces, alguien llamada Vi que en realidad se identificaba ante
Ariah antes de pedir de manera educada hablar con «su esposo, el litigante». Llegó
una carta perfumada, que olía a lavanda, con matasellos de Buffalo, dirigida «al señor
Dirk Burnaby», de alguien a todas luces del sexo femenino con las iniciales «H. T.»,
pero Ariah no estaba presente cuando su esposo la abrió. (Si es que en realidad la
abrió. Posiblemente, por respeto a Ariah, la había tirado sin abrir). Cuando el teléfono
empezaba a sonar de forma insistente a primera hora de la mañana, y Dirk respondía,
malhumorado porque le habían despertado de su sueño, y decía: «¿Diga? ¿Diga?» y
«Si eres quien creo que eres, te ruego que desistas, no es una conducta digna de ti»,
por fin llegó el momento de que Dirk Burnaby se cambiara de número y no
apareciera en el listín telefónico.
Las llamadas misteriosas cesaron de pronto. Y no se recibieron más cartas
perfumadas.
Sentada ante la espineta Steinway, dándole a las perfectas teclas de marfil, Ariah
levantaba la cabeza al oír, o imaginar que oía, que sonaba el teléfono. Pero no.

3
«Amenorreica. Lenta en madurar».

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Diciéndose que no significaba nada el que se le retrasara semanas.
En realidad, meses…
Siempre había sido una muchacha delgada, se podría decir escuálida. Una de esas
chicas nerviosas, toda codos. Esas chicas no quedan embarazadas.
Sin embargo, Ariah tenía que admitir que estaba ganando peso. Tenía el vientre
extrañamente hinchado. Sus pechos pequeños y duros se estaban rellenando y los
pezones se estaban volviendo sensibles, tenía que admitirlo aunque fuera absurdo y
«no pensaría en ello».
Había sido virgen. Gilbert había salpicado su caliente y furiosa semilla ácida
fuera (no dentro) de su cuerpo de recién casada. ¡Lo sabía! ¡Lo podía jurar! Había
sido testigo sin quererlo.
—De aquello no podría salir un bebé de verdad. No lo creo.

«¡Dios no serías tan cruel verdad! Gracias, Dios».

Era 1950. Ariah Burnaby se quedaba en casa.


Ella era una esposa que se quedaba en casa mientras su esposo iba en coche cada
día de la semana, por la mañana, a su bufete de abogado de la ciudad.
Dirk Burnaby era un abogado de éxito. Un litigante. No sentía una gran pasión
por el derecho, lo reconocía, pero era un trabajo adecuado y él se crecía en la
competitividad.
Ariah no era por naturaleza una mujer tímida, pero una noche, a la hora de la
cena, oyó su voz tímida, suave, vacilante, que preguntaba:
—¿Te importaría, cariño, si diera clases de piano aquí, y clases de canto? Me
siento un poco sola durante el día y echo de menos a mis alumnos y necesitaría algo
para estar ocupada hasta…
Ariah dejó de hablar, horrorizada. Había estado a punto de decir «hasta que llegue
el bebé».
Dirk no oyó esto, por supuesto. Las palabras que Ariah no había pronunciado.
Ariah se preguntó si había metido la pata. Por la forma en que su esposo la
contemplaba. Era el modo en que la contemplaba cuando tocaba el piano para él, lo
más reciente la Sonata en do menor sostenido de Beethoven, la llamada Sonata a la
luz de la luna, a la que sabía que Dirk Burnaby no podría resistirse, aquella lenta y
somnolienta obertura en particular; él le había dicho que nunca había oído nada tan
hermoso, y lo decía en serio. Pero ahora se preguntaba si había ido demasiado lejos.
Era 1950, no 1942. Las mujeres estadounidenses no trabajaban. En especial, las
mujeres casadas de la clase social de Ariah. Podía imaginar cómo habría recibido
semejante propuesta su padre si la hubiera hecho su madre. Ninguna mujer de la
familia Littrell trabajaba. Ninguna. (Excepto una tía soltera o dos, maestras de

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escuela. Pero estas no contaban). Sin embargo, Dirk la sorprendió cogiéndole la mano
y besándosela, y diciéndole con infantil impaciencia:
—Ariah, por favor, haz lo que quieras. Lo que te haga feliz a ti me hace feliz a
mí. Yo estoy fuera mucho tiempo, y este lugar debe de resultar solitario. Eres una
mujer con carrera; lo sabía. Estoy orgulloso de ti. Haré correr la voz en la ciudad.
Tengo muchos amigos que tienen pretensiones para sus hijos y pueden permitirse
pagar esas clases. Estás en el mercado laboral, cariño. —Alzó su copa de vino para
brindar, y Ariah alzó la suya. Bebieron. Se besaron. Dirk dijo—: Bueno, hasta que
tengamos familia.

«Dios, no lo harías. No serías tan cruel. No dos veces».


La lógica de Ariah era que cuanto más esperara, cuantas más veces ella y Dirk
Burnaby hicieran el amor, más probable sería, tenía que ser, que el bebé que ella
llevaba en su seno (o no llevaba) fuera de él y no del otro.
No se atrevía a ir a ver a un médico. No podía. Porque entonces lo sabría, sería
inevitable. Sabría si estaba embarazada (o no) y tendría que decírselo a Dirk, y ¿qué
le diría exactamente?
Sabía que se estaba volviendo un poco loca con esto. ¡Dándole vueltas!
El pálido rostro en el espejo. Las vetas plateadas en el pelo.
Se amasaba la pálida y tensa carne de su vientre. Se pellizcaba los pechos.
(Bueno, hay que admitirlo: sus pechos estaban más llenos. Seguían siendo pequeños,
pero más llenos. Y sensibles. Posiblemente era consecuencia de los amorosos besos,
manoseos y chupeteos de su esposo, que se agarraba a sus pezones como un gran
bebé travieso. Con suavidad tendría que señalarle que dejara de hacerlo). Ante la
espineta, se oyó tocar aquellos exquisitos nocturnos lentos de Chopin. Que invitaban
a dormir, como una nana.

Se casaron, era 1950 y el esposo estaba fuera gran parte del día, de lunes a viernes.
La esposa estaba en casa. La esposa empezaba a sentirse sola, incluso después de
empezar a volver a dar clases de música.
(Eran exclusivamente alumnos de piano, muy jóvenes. En Troy tenía alumnos
mayores, con mucho más talento, y los echaba de menos. En Niágara Falls nadie de
la comunidad musical la conocía). Dirk siempre telefoneaba a Ariah a última hora de
la mañana desde su despacho, a primera hora de la tarde y, si tenía que quedarse a
trabajar hasta tarde, o tenía que salir con un cliente a tomar una copa, tal vez llamaba
hacia las seis.
—¡Hola, cariño! Te echo de menos.
Su voz era tierna, llena de amor y pesar. Lamentaba sinceramente llegar tarde a
cenar. Ariah le aseguraba que no se preocupara, que le esperaría para cenar. En

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cuanto oía que el coche se detenía en el sendero le preparaba su copa: martini con
hielo.
Y también se preparaba uno para ella. ¡Estaban empezando a gustarle aquellas
pequeñas aceitunas!
Hablaba con voz lenta, seductora. Se oía a sí misma murmurar cosas a su esposo
al teléfono que jamás se habría atrevido a decir cara a cara.
—Oh, cielo —gemía Dirk, con el aire de un hombre que se revuelve dentro de su
ropa—. Yo también.

A veces Dirk insistía en que Ariah tomara un taxi y fuera a la ciudad a reunirse con
él. En el Falls Boat Club, o en uno de los elegantes hoteles de Prospect Street, o en
Mario’s Restaurant & Pizzeria. Era una velada especial, copas y cena. Ariah se sentía
tímida entre los amigos de Dirk Burnaby (tenía tantos que apenas se molestaba en
recordar sus nombres; estaba adquiriendo fama de ser distante), pero era una
oportunidad para llevar su ropa nueva y elegante comprada en Berger’s, en Buffalo,
sus zapatos de tacón alto y maquillarse. Se ahuecaba el pelo y procuraba que las vetas
plateadas resultaran exóticas. En Troy se habría sentido como un monstruo vestida
así; en esta nueva vida, del brazo de Dirk Burnaby, se sentía espléndida. (¿Lo estaba
imaginando, su antes delgada boca ahora era más gruesa? ¿Estaba hinchada de tantos
besos?). Dirk la alzó en vilo para besarla.
—Estás más guapa que Susan Hayward, y eres mía.
¡Susan Hayward! Ariah suponía que sí, podía ver un parecido.
El abarrotado y bullicioso Mario’s era el restaurante más popular de Niágara Falls
entre los residentes del lugar, en especial hombres de negocios, políticos, individuos
relacionados con el juzgado y el ayuntamiento. La multitud que iba en barca y la
multitud que jugaba. Parecía ser un secreto a voces que el local Mario’s estaba
relacionado con una familia del crimen de Buffalo. (Ariah nunca había oído esta
curiosa expresión antes de conocer a Dirk Burnaby: «familia del crimen». El lenguaje
convertía el crimen en algo inesperadamente íntimo, incluso tierno). En Mario’s todo
el mundo conocía a Dirk Burnaby. Su fotografía firmada se hallaba en una pared de la
sala del bar, entre una galería de celebridades locales. El maître se adelantó a
saludarle. El propietario, Mario en persona, estrechó la mano de Dirk y le acompañó
a su mesa favorita en un rincón del fondo del comedor principal. Las camareras,
vestidas con un ceñido uniforme de seda negra, le saludaron y miraron con fijeza a
Ariah. Y otras mujeres también la miraron así.
Ariah, sonrojándose, podía oírlas. «¿Esa? ¿Esa flaca pelirroja? ¿Qué vio Dirk
Burnaby en ella?».
Ella se agarró más fuerte del brazo de Dirk. Él le dio un apretón en la mano.
Ser presentada a los antiguos amigos de Dirk aún resultó más angustioso. Que
parpadearan al ver a Ariah como si trataran de situarla. En Mario’s flotaba una

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neblina de apestoso humo azulado que a Ariah le hacía llorar los ojos y no le ayudaba
en su percepción. Sabía que Dirk deseaba intensamente que cayera bien a sus amigos,
y quería que sus amigos le cayeran bien a ella. Por fortuna, los amigos más íntimos
formaban un ruidoso grupo que bebían mucho y jugaban juntos al póquer desde que
iban al instituto de Mount St. Joseph, exceptuando el tiempo que duró la guerra. Eran
individuos de mirada astuta, pocos años mayores que Dirk. Tenían un aire de poseer
dinero y títulos que hizo que Ariah viera a su esposo bajo una nueva luz. «Es uno de
ellos. Les debe lealtad a ellos».
Con el mejor de los ánimos, Ariah trató de examinar a estos hombres, con
resultados diversos. Clyde Colborne, ancho de hombros y calvo, que parecía
desconcertantemente conocido, como un personaje secundario en la tira cómica de
Dick Tracy; Harold («Buzz»). Fitch, agente de alto rango del departamento de policía
de Niágara Falls; el rollizo Stroughton Howell, un «colega abogado», que apretó la
mano de Ariah con afán y la felicitó por su matrimonio; Tyler «Spooky». Wenn,
gregario y cómico como Ed Wynn, que había sido teniente de Marina en la guerra y
condecorado con un Corazón Púrpura («Para sustituir el mío, al que dispararon de un
modo infernal») y acababa de ser nombrado interventor del condado de Niágara.
Ariah necesitó un trago, o dos tragos, para sentirse un poco cómoda con aquellos
hombres que hablaban en voz alta y reían estrepitosamente. Su conversación casi la
excluía. En medio de ellos, Dirk Burnaby quedaba un poco apagado. Era el hermano
menor de pelo rubio del que se sentían orgullosos. Les gustaba tocarle, hacerle
muecas y darle empujones cariñosos. Ningún chiste merecía ser contado si Dirk no
estaba escuchando. Ariah entendió que, como ella era la esposa de Dirk, la
respetarían y serían amables con ella; uno o dos incluso coquetearon con ella. Pero
sabía que jamás la aceptarían como merecedora de Dirk Burnaby.
Ariah lo comprendía, no estaba celosa. Todavía no.
Al volver a Luna Park después de la primera velada que pasaron en Mario’s, una
larga y alegre velada que no terminó hasta la una de la madrugada, Ariah murmuró,
con la cabeza apoyada en el hombro de Dirk mientras este conducía:
—Ese hombre calvo y corpulento, Colborne. ¿Se supone que le conozco, cariño?
Se ha comportado como si me conociera.

Otra noche en Mario’s se produjo un inesperado revuelo de atención cuando entró un


hombre de edad madura y pelo oscuro, sin que se distinguiera por nada de modo
evidente, acompañado de otros hombres; Ariah oyó que alguien murmuraba el
nombre de «Pallidino».
Después le comentó a Dirk:
—No le has dado la mano a ese hombre; me he fijado. Cuando se ha acercado a la
mesa.
Dirk dijo:

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—No se te escapa una, cariño. No creía que se hubiera notado tanto.
—¿Es malo? ¿Pertenece a la familia del crimen?
Ariah habló de modo impulsivo. La cabeza le daba vueltas, un poco. Mientras
Dirk conducía por el Rainbow Boulevard los faros de los coches que venían de cara
se estrellaban contra sus ojos con una suave explosión insonora.
—Es un hombre de negocios, se podría decir. Pero no de mi clase de negocios.

Otra velada en Mario’s, después de que Ariah devorara con gula un delicioso plato de
pasta llamado gnocchi, tras haberse tomado un martini y dos copas y media de vino,
tuvo que excusarse y salir apresuradamente de la mesa hacia el baño, donde durante
diez duros minutos, de forma intermitente, lo vomitó todo.
Todo, fue la sensación que le produjo.
Después, aunque pálida, temblorosa y exhausta, se sintió mucho mejor.
«No seas ridícula. Pide cita, ve a ver a un médico. Si estás embarazada será hijo
de Dirk. ¿De quién, si no?».

4
Se casaron. ¿Por qué no era suficiente eso?
¿Qué necesidad había de tener familia, familia política? ¡Política!
En secreto a Ariah le gustaba que su esposo hubiera sido desheredado por haberse
casado con ella. Ella le respetaba, que se hubiera encogido de hombros y reído
cuando se había enterado. Una no se casa por dinero, se casa por amor. Una se casa
para vivir.
Era cierto, Ariah echaba de menos a sus padres, a veces. Bueno, no mucho; de
todos modos no habría podido comentar su problema con su madre. ¿Y con el
reverendo Littrell? Jamás.
En momentos de debilidad, Ariah recordaba la punzada que le habían producido
las palabras de su padre: «Aquí no serás bien recibida. Ni tú ni él. Esto que estás
haciendo es terrible. Casarte con estas prisas, con un hombre al que no conoces. Y el
pobre Gilbert murió hace apenas un mes. ¡Ariah, qué vergüenza!».
Ariah había tenido ganas de gritar que no conocía a Gilbert Erskine y sin embargo
ellos la habían apremiado a que se casara con él.
No. No se defendió, no se disculpó. Era mejor marcharse de la rectoría con
dignidad. Decir adiós a la vida de hija obediente.

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La señora Ariah Burnaby no tenía la carga de los padres. En 1950, esto era algo
extraordinario, como alguien a quien le falta un ojo o una extremidad y no lo echa de
menos.
Sin embargo allí estaban, Ariah y Dirk conduciendo hacia Shalott —¡Shalott!,
¡qué nombre tan cursi para una casa!— un domingo de septiembre en que el cielo
estaba salpicado de nubes.
Por alguna razón, Claudine Burnaby parecía haber cambiado de idea respecto a
desheredar a su hijo renegado. Y tenía curiosidad por conocer a su nuera. Por fin.
«Me echará un vistazo y lo sabrá. Pensará que por eso nos casamos con tantas
prisas».
Para esta maldita visita a su suegra, Ariah se había puesto un vestido suelto de
hilo de color rosa tan amplio que las mangas parecían ir detrás de ella. Las muñecas,
que le sobresalían, eran huesudas en exceso. Se había empolvado las pecas de la cara
y aplicado con cuidado carmín de vivo color rojo a los labios.
—Oh, Dirk. Me preocupa muchísimo no gustarle a tu madre.
—Oh, Ariah. Me preocupa muchísimo que no te guste mi madre.
Ariah era sincera, Dirk se burlaba. Pero ella percibió la tensión en la mandíbula
de su esposo. El brillo estoico de sus ojos. Inquieta, suponía que, aunque Dirk
Burnaby desaprobaba intensamente a su difícil madre, también la quería.
Querría que su esposa también la quisiera.
Dirk había mostrado a Ariah fotografías de Claudine Burnaby: una impresionante
rubia de mandíbula pronunciada, ojos de mirada intensa y boca con una sonrisa
irónica. Un aspecto tenso a lo Joan Crawford en la boca, como si tuviera demasiados
dientes. Cuánto se sorprendió Ariah cuando Dirk dijo, riendo levemente:
—Que no te engañe el aspecto dulce de mamá, cariño.
Era la primera vez que Ariah visitaba l’Isle Grand, que parecía flotar en el
turbulento río Niágara, a medio camino entre Niágara Falls y Buffalo. Shalott estaba
construida en el borde suroriental de la gran isla rural en forma de bloque de
edificios, de cara a Ontario, Canadá.
(¡Ontario! Ariah recordó por primera vez desde la muerte de Gilbert Erskine que
este había planeado pasar parte de su luna de miel en Ontario, al oeste de Niágara
Falls, en una zona silvestre bordeada por el río Thames, que se decía era rica en
yacimientos de fósiles). Ariah se mordía la uña del pulgar, pensativa, hasta que su
esposo, sin fruncir siquiera el entrecejo, alargó el brazo y de un golpe le apartó la
mano de la boca.
—Ariah. Dímelo y daré la vuelta y regresaremos. Odio verte ansiosa.
—¿Ansiosa? No estoy ansiosa. —Ariah miró por el parabrisas lo que había a la
vista: campos abiertos, bosques, el río a lo lejos. Y casas. ¡Qué casas! Habría que
llamarlas mansiones. Ostentosas. «Consumo ostentoso». Una parte de ella se sentía
ofendida por semejantes exhibiciones materiales. Era hija del ministro de una
pequeña ciudad, distinguía la vanidad cuando la veía—. Estoy fascinada. Viendo

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cómo vivías cuando eras niño Dirk se rio con inquietud. Como si él nunca hubiera
pensado en sí mismo en estos términos.
Cuando Dirk entró en el sendero ligeramente empinado de Shalott, Ariah se
mordió el labio. Vaya, qué tontería. ¡Una casa tan grande! Decidió que por principios,
la señora Burnaby no le gustaba.
Les habían invitado a tomar un desayuno-almuerzo a mediodía, pero a las doce y
media la señora Burnaby aún no había aparecido. En la terraza que daba al río habían
preparado una mesa de cristal para tres.
—La señora Burnaby bajará enseguida; se disculpa por hacerles esperar —les dijo
una mujer mayor en uniforme de ama de llaves, entre pequeñas pausas. Que se
pusieran cómodos. Les invitó a tomar un aperitivo y una copa: zumo de tomate que
había en una jarra helada, que resultó ser bloody mary, una bebida deliciosa que
Ariah jamás había probado y le gustó bastante.
Dirk dijo:
—Ariah, ten cuidado. El vodka puede ser mortal.
Ariah se rio alegremente. Aquella mañana había tenido ligeras náuseas, y no
había tomado ni un desayuno ligero, y ahora se sentía hambrienta, por lo que devoró
pequeños cruasanes con cangrejo y rábanos bañados en nata agria. Había dejado de
morderse las uñas. Se vislumbró reflejada en una ventana y se animó,
verdaderamente estaba guapa: el amor de su esposo había obrado el milagro.
—Dirk, no dejarás de amarme, ¿verdad, cariño? ¿No despertarás una mañana y
cambiarás de idea?
—Ariah, no seas tonta.
—Porque si lo haces, podría apagarme. Como una luz.
Dirk la miró con inquietud, como si temiera que alguien pudiera oírles. Las
ventanas que daban a la terraza tenían persianas venecianas a través de las cuales uno
podía observar la terraza sin ser visto, y la mayor parte de estas ventanas estaban
abiertas. Había encendido un cigarrillo, e iba por su segunda copa. Y, ¿dónde diablos
estaba Claudine?
Dirk llevó a Ariah a pasear por el césped que bajaba en pendiente hasta el río;
fueron al muelle y le habló, un poco distraído, de los barcos de su infancia. De su
amor por la navegación y el río. Cuando su padre vivía.
—Era un muchacho temerario, supongo. Tuve algunos sustos. —Dirk hablaba
con aire melancólico. Ariah se preguntó si lamentaba su conducta pasada, o el pasado
en sí mismo. El viento que se levantaba del río era fresco y maravillosamente
vigorizante. A poca distancia pasaban barcos de vela sin esfuerzo aparente. Aquí, en
el muelle de Shalott, no se oía el siniestro estruendo de las cataratas, ya que se
encontraban a kilómetros de distancia río abajo. En este muelle se podía nadar, la
corriente no era mortal. No serías arrastrado gritando hacia tu destino fatal. «Podría
vivir aquí. Y nuestros hijos. ¿Por qué no íbamos a heredarlo?». Fue un pensamiento
inesperado, indigno. Ariah no sabía qué pensar de ello.

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El muelle necesitaba reparaciones, se movía y crujía perceptiblemente bajo el
peso de ambos. El único barco amarrado era un viejo bote de vela blanco. La idea de
subir a aquel barco, de ser mecida y vapuleada por el río, alarmó a Ariah, y no
obstante se apoyó con coquetería en el brazo de su esposo y dijo:
—Tu viejo barco parece abandonado. ¿Por qué no me llevas en él, Dirk?
¿Después de comer?
—Sí. Me gustaría.
Dirk habló con entusiasmo forzado. Ariah se daba cuenta de que estaba distraído,
mirando el reloj y hacia la casa. No era propio de él no estar pendiente de ella en su
presencia. Ariah sintió el tirón de la otra mujer en aquella casa.
—Creo que tu madre ha salido de la casa. ¿No es esa…?
—No. Es Ethel, preguntándose dónde estamos.
Era casi la una. Dirk, malhumorado y ceñudo, con el pelo alborotado por el
viento, condujo a Ariah de nuevo hacia la terraza. El sol, que no les daba
directamente sobre la cabeza, calentaba de un modo sorprendente. En este clima se
producían formaciones de nubes perpetuas, brumosas y húmedas, a través de las
cuales el sol brillaba en fragmentos. Entre los dos Grandes Lagos, Erie y Ontario. El
cielo siempre era cambiante, variable. En este pálido resplandor el césped de Shalott
se veía marrón, seco, lleno de malas hierbas en algunos sitios. Los rosales estaban
teñidos de manchas negras. Se veía que el terreno estaba descuidado, como si la vida
se fuera retirando. Y la imponente casa de piedra caliza, vista por detrás, como por
detrás del escenario, tenía un aspecto estropeado por el tiempo. Había grietas en la
piedra. En el oxidado canalón para el agua de lluvia crecía un viscoso moho verde
como una larga y delgada serpiente que se extendía en toda la anchura de la casa.
Ariah se rio con nerviosismo.
—¿Y si nos hemos equivocado de domingo, Dirk?
—Me parece que puede ser —dijo Dirk con seriedad.
Ariah nunca había visto a su esposo, alto, apuesto y seguro de sí mismo, tan
distraído, tan irritado. Enojado. Volvieron a la terraza, y Claudine aún no había
aparecido. La azorada ama de llaves se disculpó como antes. Dirk dijo:
—Si mi madre espera que vaya a buscarla y le ruegue que se reúna con nosotros,
está equivocada.
Ariah, picando de los aperitivos, procuraba no oír. Se sirvió un poco más de
aquella fuerte y deliciosa bebida de color rojo sangre, ya que Dirk parecía poco
inclinado a servírsela. Comió cruasanes con cangrejo, que hizo bajar con su bloody
mary. Tenía la boca inundada de saliva, estaba vorazmente hambrienta, aunque sintió
una leve oleada de náuseas en el estómago.
De pronto Dirk dijo:
—Ariah, nos marchamos. ¿Dónde tienes el bolso?
Ella se quedó muy quieta, respirando profundamente. Vencería ese momento de
debilidad. No sucumbiría. Parpadeó con rapidez. No quería ver el abandonado barco

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de vela meciéndose y balanceándose en el muelle, el incesante movimiento, repetido
hasta la idiotez. Sintió náuseas como si estuviera mareada. Se apartó del río y vio, o
imaginó que veía, un rostro fantasmal en una ventana a unos tres o cuatro metros de
distancia. Pero de inmediato el rostro quedó tapado por una persiana que se cerró.
Esperaba que Dirk no lo hubiera visto.
—¿Ethel? Dile a tu señora que es insufriblemente grosera. Y que no vuelva a
invitarnos a mi esposa y a mí a venir aquí nunca más.
Dirk cogió a Ariah por el brazo. ¡Nunca la había agarrado con tanta fuerza! Ella
iba a protestar, tambaleándose en sus zapatos de tacón alto, y de repente, para su
horror, le vino una arcada. De pronto sintió el estómago revuelto; indefensa,
atormentada por espasmos de náuseas, vomitó todo lo que de forma imprudente había
bebido y devorado, manchando la parte delantera de su vestido de hilo rosa y
salpicando la mesa de cristal y la terraza de losas.
—Ariah, por el amor de Dios —dijo Dirk con aire desdichado—, ¿no te lo había
advertido?

5
Era 1950 y todas estaban embarazadas.
Las náuseas, en especial por la mañana, se hicieron más frecuentes en el caso de
Ariah.
Tres meses —doce semanas y dos días— después de su boda con Dirk Burnaby,
Ariah al fin acudió a la consulta de un médico. Un nombre sacado del listín telefónico
de Niágara Falls: Piper.
—Señora Burnaby, ¡buenas noticias!
Ariah prorrumpió en llanto. Oh, había ensayado este momento, su sonrisa y su
estoicismo, incluso se había puesto ropa elegante para impresionar al doctor Piper y a
su enfermera, pero ahora que había llegado el momento, que se precipitó sobre ella
como una locomotora, no tenía fuerzas, no tenía control. Se tapó la cara, que le ardía,
con las manos. El doctor Piper, un digno caballero de edad con consulta en el centro
de Niágara Falls, a quince minutos a paso rápido de Luna Park, se la quedó mirando
con asombro.
Ariah suplicó:
—Doctor, no me diga de cuánto tiempo estoy embarazada. No me diga cuándo
nacerá el niño. ¡No!
—Pero señora Burnaby…
Ariah intentó explicarse. No, no podía. Estaba llorando, sonándose la nariz. Oh,
¿por qué aquel hombre no podía haberse matado antes de la noche de bodas, y no
después? Balbuceó:

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—Doctor Piper, sí… estoy contenta. Estoy casada y soy feliz. Amo a mi esposo…
nos casamos en julio… y queremos hijos… pero no estoy segura… quiero decir, no
quiero saber… quién es el padre.
Al ver que el doctor Piper la miraba con horror, del modo en que el reverendo
Littrell lo hacía, Ariah trató de explicar las circunstancias de su primer matrimonio,
su brevedad, la tragedia. Rebulléndose en la silla con turbación le contó que su
esposo había eyaculado sobre ella, entre sus piernas. Oh, ella era virgen, pero sabía
que las vírgenes pueden quedar fecundadas. En el instituto circulaba esta cruda
información práctica; incluso la hija de un ministro presbiteriano podía haberlo oído
sin querer, con perplejidad y temor, y almacenar el comentario como futura referencia
pensando: «A mí no me pasará. Jamás. ¡Oh, no!».
—No quiero saberlo, doctor. Si estoy embarazada de dieciséis semanas, mi primer
marido es… sería… habría sido el padre. Si solo estoy de doce semanas, el padre es
mi segundo marido. ¿El bebé puede ser prematuro? ¿Puede retrasarse? —Ariah no
soportaba mirar al doctor Piper, pues sabía que el pobre hombre se sentía abrumado
por la turbación, y porque sabía que ella, en la confusión de ser mujer, era la culpable
—. Doctor, se lo ruego: no necesito saberlo en absoluto, ¿verdad? Y mi esposo no
necesita saberlo, ¿verdad?
El doctor Piper acercó una caja de Kleenex a Ariah, que cogió un pañuelo,
agradecida por poder secarse la cara. Por comentarios que él había hecho, daba la
impresión de que conocía el apellido Burnaby, si no personalmente al esposo de
Ariah, y ese apellido le impresionaba. Habló ahora con más autoridad de la que
esperaba Ariah, y de inmediato se tranquilizó:
—Señora Burnaby, el bebé que lleva en su seno no tiene más de trece semanas. Es
lo que yo calculo, y raras veces me equivoco. Puedo errar en unos días, una semana,
pero no más. El señor Burnaby, por lo tanto, es el padre del bebé. El niño nacerá en
abril del año próximo. La próxima vez que venga podré ser más específico, si lo
desea.
Ariah dijo con debilidad:
—No, doctor. Eso ya es bastante específico. Abril.
El doctor Piper se levantó de su escritorio y estrechó la mano de Ariah, que estaba
fría y húmeda como la mano de una mujer muerta que necesitara ser reavivada. Con
voz amable dijo:
—Le sugiero que deje de hacer esas ridículas conjeturas, señora Burnaby. No le
cuente a nadie lo que me ha dicho a mí. Informe a su esposo de la buena noticia,
salgan y celébrenlo. Volveré a verla pronto, y enhorabuena.

Se casaron, y ella quedó embarazada. Lo celebraron.

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El primogénito

S egún el calendario, fui un bebé de primavera.


Y Nacido una semana antes de lo previsto. Posiblemente dos.

Pero a finales de marzo en Niágara Falls, Nueva York, hacía mucho viento, nevaba,
estaban bajo cero como ocurría desde el día de Acción de Gracias. Las campanillas
de invierno y los crocos en el número 7 de Luna Park y al otro lado de la calle, en el
pequeño jardín rodeado de una verja, que se habían atrevido a florecer
prematuramente, habían quedado cubiertos con otra capa de nieve.
Se habló mucho del hecho de que en la región de Niágara aquel invierno hubieran
caído casi tres metros de nieve. La mayor parte de ella no se había fundido para el 26
de marzo.
Al regresar del hospital a casa, Ariah, resplandeciente de alegría, pidió a Dirk que
por favor condujera junto al río, para que su hijo de una semana, Chandler, pudiera
ver las cataratas.
—Por favor, cariño. Tal vez lo recuerde para siempre. Podría ser su primer
recuerdo visual.
Dirk tal vez vaciló un breve instante. El humor de su esposa era variable e
inescrutable y sin embargo, como ya sabía, estaba determinado por una lógica
subterránea tan firme como las vigas de acero que había bajo el cemento de un
puente. Y Dirk se hallaba en un estado de tanta felicidad, maravilla y alivio por el
nacimiento de un hijo sano, que por supuesto cedió.
Iba bien afeitado. Se había recortado el pelo. Durante varios días había sido un
hombre preocupado, desaseado, pero ya no.
En esa época del año, las cataratas estaban desiertas a mediodía. Salvo por un
solitario quitanieves municipal que avanzaba por Prospect Park, arrojando gases a su
paso, no había nadie.
—¡No hay turistas! Qué placer.
Dirk entró en Prospect Park y aparcó en la punta. Dejó el motor en marcha y la
calefacción encendida fuerte. La parte trasera del Lincoln Continental estaba casi
toda llena de tulipanes, jacintos, y otras flores, un poco marchitas pero aún olorosas,
festivas. Eran flores de la habitación de Ariah en el hospital, y la mayoría se las había
regalado Dirk.
Fred Astaire llevando a su querida Ginger Rogers flores al hospital. La pareja de
baile pelirroja, que ahora no bailaba, pero que pronto reviviría.

Página 115
Y llevando a casa un bebé tan pequeño, y sin embargo con solo tres kilos tan
perfectamente formado, Dirk sabía que su vida a partir de ahora estaría completa. ¡Sí,
para siempre!
Soplaba viento del norte procedente de Canadá, y lo que veían del cielo era el
azul cerámica brillante del invierno. Ariah, temblorosa y pálida por el parto, que
había durado once horas y le había producido una alarmante pérdida de sangre y una
breve infección hospitalaria con fiebre, arrullaba y besaba al bebé de rostro
enrojecido.
—¿Lo ves, cariño, adonde te han llevado papá y mamá? A las cataratas.
Ariah se rio y levantó a Chandler en sus brazos, que le temblaban un poquito.
(Dirk la vigilaba de cerca. Él le sujetaría las manos si era necesario. En el hospital, en
el culmen del delirio provocado por la fiebre, Ariah había gritado ciertas cosas. Se las
podría llamar advertencias. Él estaba advertido, vigilaría). Chandler iba bien abrigado
con una mantita infantil de cachemira azul, y sus manitas, que agitaba, estaban
protegidas por unos guantes a juego. Miraba con aire burlón a través del ancho
parabrisas del coche. Tenía su boquita abierta y húmeda y los ojos oscuros y redondos
le sobresalían. Parpadeó y entrecerró los ojos. Su rostro era el de una pequeña
muñeca de goma con la frente extrañamente inclinada, como un trozo de queso,
pensó Ariah, y la barbilla retrocedía como algo derretido, pero era un bebé hermoso,
era de Dirk y de ella, y toda aquella sangre había valido la pena.
Ariah dijo con entusiasmo:
—Puede ver. Quiero decir, no es solo que tenga los ojos abiertos. Está procesando
lo que ve. Es como si devorara el paisaje con esos ojos.
Casi se diría que Chandler comprendía lo que veía. Donde la neblina se elevaba
desde la garganta, el hielo había formado una filigrana en los altos robles y olmos
deshojados en la orilla del río, y relucía al sol como las notas agudas de Mozart.
Como en un cuento de hadas, había un puente de hielo que se había formado al otro
lado del río Niágara y aparecían y desaparecían fantasmales arcos iris en un abrir y
cerrar de ojos. Incluso a temperaturas bajo cero, la bruma de aspecto caliente seguía
levantándose.
Eran las cataratas Americanas hacia las que miraban. Las más grandes, la
Herradura, se hallaban más lejos, al sur y al oeste de la isla Cabra, y no eran visibles
desde el coche de Dirk salvo como una confusa bruma.
Permanecieron en silencio en el coche durante unos minutos.
Chandler se rebulló, murmuró. Agitó sus pequeños puños enguantados. Sería un
bebé inquisitivo, con tendencia a ser inquieto, quejumbroso. Frunció el entrecejo en
un gesto como de ansiedad animal. Su boquita de pez se abrió. Pronto querría volver
a alimentarse: ser amamantado. Amamantar era una experiencia nueva, asombrosa y
abrumadora para Ariah, una experiencia de amor para la que la nueva madre no
estaba preparada.
Ariah sonrió con aire somnoliento al pensar en ello.

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Al cabo de un momento, dijo:
—¿Qué crees que es lo que nos ha traído aquí, Dirk? A los tres.
Ariah habló con voz neutra, prosaica. Como una clienta haciendo una pregunta
práctica a su abogado. Mecía el cálido peso de Chandler contra la pechera de su
abrigo y apretaba sus labios ligeramente agrietados sobre la cabecita del niño. Este
vestía un gorrito de lana que uno de los parientes de Dirk les había regalado, pero el
calor de su cráneo atravesó los labios de Ariah.
Dirk dijo:
—¿Qué nos ha traído aquí? ¿Quieres decir literalmente «aquí»? Yo, cariño. A
petición tuya.
Dirk habló con ligereza, pues ese era el modo en que se debía hablar a una madre
reciente en tales circunstancias.
Pero Ariah insistió, pues siempre lo hacía.
—Quiero decir qué es lo que nos ha traído, a los tres, a este lugar. Y en este
momento. De todo el universo y el tiempo infinito.
A Ariah le costaba un poco hablar tanto. En el hospital, en su habitación
particular de paredes blancas entre centros de flores, y en la sala de preparación al
parto, había gritado, suplicado, amenazado. Tenía irritada su sensible garganta debido
a los gritos guturales y gemidos, como de un animal moribundo, que le habían
brotado a la fuerza.
Dirk dijo, de aquel modo ligero, insistente:
—Ya sabes lo que nos ha traído aquí: el amor.
—¡El amor! Eso supongo. —Ariah reaccionó como si su esposo no hubiera
pensado en ello, acariciándole él la mano mientras ella acunaba la cabecita del niño,
ayudándole a sostenérsela con su mano grande y un poco torpe, mirándola de reojo,
disimuladamente, como la había estado mirando cuando se encontraba en la cama del
hospital y sintió que le atenazaban el corazón. El amor que sentía por ella y su hijo
era tan fuerte que no podía articular palabra.
Ariah prosiguió, frunciendo el entrecejo:
—El amor no es menos una fuerza en la vida que la gravedad, ¿no? Tampoco
puedes ver la gravedad.
Dirk sonrió y dijo:
—Tú y Chandler sois visibles. Yo soy muy visible.
Se dio unas palmadas en el estómago. Había perdido casi cinco kilos desde que
Ariah había ingresado en el hospital, pero aún podía perder otros diez.
Ariah insistió:
—Pero el amor es arriesgado. Es una tirada de dados.
—Se parece más al póquer. Te dan cartas, pero un buen jugador consigue buenas
cartas. Y un buen jugador sabe qué hacer con ellas.
Ariah sonrió a Dirk, pues le había gustado esta respuesta.
—Un buen jugador sabe qué hacer con ellas.

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Tironeó en gesto juguetón de los dedos de Dirk, los que sostenían la cabeza de
Chandler. La palma de la mano de Dirk sola era suficientemente grande para sostener
al bebé, sin ningún otro apoyo. Ella dijo, con su nueva voz ronca, melancólica:
—Ahora no me dejarás por un tiempo, supongo. Ahora que está el bebé.
—Ariah, ¿por qué dices estas cosas?
Dirk se apartó, ofendido.
Ariah miró a su esposo con inocente sorpresa. El bello rostro, cansado de la dura
prueba de la semana anterior, como el rostro de un muchacho estadounidense que ha
tenido que crecer demasiado deprisa, estaba arrugado como presa de la aflicción. Por
su vida que Ariah no podía comprender el porqué.
En ese momento Chandler empezó a rebullirse y a farfullar con más urgencia,
llenó sus pequeños pulmones de aire y se puso a bramar. Era hora de ser
amamantado, por fortuna.

Y así un bebé fue a vivir al número 7 de Luna Park. ¡Un bebé!


Era un bebé ángel, a veces. En otras ocasiones, un pequeño demonio de rostro
enrojecido que rugía. Mamá y papá le contemplaban maravillados. Pero como había
salido escurriéndose por un pequeñísimo agujero del cuerpo de ella, su madre habría
jurado que procedía de otro planeta. ¿Criptón? Donde las leyes de la naturaleza son
diferentes de las nuestras.
Cuánto le gustaba llorar, ejercitando aquellos pulmones de bebé. Furioso,
decidido, como uno de esos líderes fascistas locos y matones que se veían en las
películas, Hitler, Mussolini, gritando a su público hipnotizado que se aglomeraba en
las plazas públicas. Ariah iba a decir en broma: «Tal vez quiera un púlpito para su
primer cumpleaños, puede empezar a dar sermones». La alusión iba dirigida al
reverendo Littrell, por supuesto. Pero Ariah se mordió el labio y se cañó.
Las noches ahora no eran tan románticas en el número 7 de Luna Park, en la casa
del exsoltero Dirk Burnaby. Las noches eran una navegación muy movida en un río
turbulento oscuro y agitado que te dejaba aturdido, mareado. Rogando para que
amaneciera.
—Al menos tú puedes irte a trabajar. Eso es lo que hacen los papás.
Ariah intentaba verlo con sentido del humor. Dirk protestaba diciendo que se
quedaría en casa para ayudar, si Ariah quería que lo hiciera. Y contrató a una niñera
para que ayudara cuando Ariah se hallase completamente exhausta. Pero Ariah sentía
cierto rencor hacia la niñera, pues el bebé Chandler era suyo.
(Jamás volvería a tener uno, se juró. ¡Oh, cuánto dolía! Dicen que olvidas los
dolores del parto, pero ella, Ariah, no iba a olvidar. Jamás). Un bebé ángel, un bebé
demonio. Se despertaba media docena de veces por la noche. Chillando, hambriento.
Pidiendo el pecho. Ambos pechos. Llenando los pañales de mierda de bebé. (La cual,
atontada por la falta de sueño y sin su yo irritable acostumbrado, a Ariah, por extraño

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que parezca, no le desagradaba. «No huele mal, exactamente. Te acostumbras. Es
como… bueno, el bebé»). Un volcán, se maravillaba Dirk, que chorreaba por ambos
extremos.
Después había que amamantarle.
¡Amamantarle! Esto lo hacían madre e hijo juntos, siempre que el bebé lo
deseaba. Era un asunto privado. La hambrienta boquita de pez del bebé chupaba,
chupaba y chupaba su gordo pecho lleno de leche. «Otra forma de hacer el amor —
pensaba Ariah—. Pero no se lo diremos a papá».
No, es mejor que papá no lo sepa.
No es que papá no adorara al bebé, que lo adoraba. Pero a papá no le habría
gustado pensar en él como un rival masculino, exactamente.

«Dios, gracias. Ahora estoy redimida, y jamás volveré a pedirte nada».

2
—Al parecer me han perdonado, supongo. Los presbiterianos, al menos.
Al cabo de unas semanas, la señora Littrell acudió sola en tren a Niágara Falls a
ver a su nieto.
—¡Oh, Ariah! ¡Oh, mi bebé!
Fue una reconciliación lacrimógena, en la ruidosa estación de tren de Niágara
Falls, como una escena de una película sensiblera pero buena de los años cuarenta,
rodada en tiempos de guerra en blanco y negro. Ariah, ahora una mujer casada y
madre, y muy orgullosa de sí misma por apañárselas tan bien, fingió una expresión de
emoción filial cuando abrazó a su madre, sorprendida por el cuerpo blanco, cálido y
de pecho abundante de la mujer, pero no pudo soltar más de una o dos lágrimas.
«¡Jamás! Jamás te perdonaré el haberme abandonado cuando te necesitaba».
—Ariah, cariño, ¿podrás perdonarme algún día? —preguntó ansiosa la señora
Littrell, y Ariah dijo enseguida, apretando las rollizas manos de su madre:
—Oh, madre, claro que sí. No hay nada que perdonar.
Dirk Burnaby, el sonriente yerno, le estrechó la mano a la señora Littrell, cortés y
amable. Y allí estaba Chandler en su cochecito, parpadeando ante aquella mujer de
edad madura llorosa y trémula y metiéndose los dedos en la boca. La señora Littrell
se inclinó sobre él como sobre un abismo que le hiciera sentir vértigo. Balbuceó:
—Oh, es un milagro. Es un milagro. ¿No es un milagro? Qué hermoso bebé.
Ariah quería corregir a su madre: el bebé Chandler no era hermoso exactamente,
no había que exagerar, pero sí, quizá a su abuela se lo parecía. La señora Littrell rogó
a Ariah que le permitiera sostenerlo en brazos, y desde luego ella lo consintió.

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—Chandler, esta es tu abuela.
—Abuela. Espero que me llame así. ¡Oh, qué hermoso es!
La señora Littrell tenía intención de quedarse solo dos noches en Niágara Falls,
en la habitación para invitados del número 7 de Luna Park, pero acabó quedándose
seis noches.
—No sé por qué, pero es más fácil cuando la gente no te habla —dijo Ariah con
sequedad. (Aunque en secreto estaba encantada con el triunfo del bebé Chandler
sobre su madre. Había aquí una deliciosa venganza). La señora Littrell había llevado
consigo dos grandes maletas en el tren, una llena de cosas para bebé. Algunas eran
nuevas y otras usadas, entre las que se encontraban varias prendas de ropa de cuando
Ariah era bebé, treinta años atrás.
—¿Recuerdas, cariño? Este gorrito lo tejió tu abuela para ti.
Ariah sonrió y dijo que sí, creía recordar, aunque definitivamente no era así.
Bueno, estas cosas viejas podrían haber pertenecido a cualquiera, pues por lo que
sabía Ariah su madre habría podido comprarlas en alguna venta de beneficencia en
Troy. La iglesia siempre hacía ventas de objetos usados en el sótano. Una repentina
rabia inundó a Ariah en medio de su feliz reconciliación, porque su madre no tenía
derecho a volver a entrar en su vida cuando a Ariah le iba tan bien sin ella y sin el
reverendo Littrell. La señora Littrell no tenía más derecho a volver a entrar en la
nueva vida de Ariah que el que habría tenido Gilbert Erskine si hubiera resucitado de
entre los muertos.
Gilbert Erskine. Ariah ya no pensaba nunca en él. Sin embargo, en un sueño de
singular horror había acudido a ella: llamando tenazmente a la puerta principal de su
nuevo hogar. Como el hijo monstruo de The Monkey’s Paw. Con cobardía, Ariah se
había ocultado bajo la ropa de la cama y había enviado a Dirk a abrir la puerta en su
lugar.
Evidentemente, la señora Littrell no tenía ni idea de la situación económica de
Dirk Burnaby, al traer a la joven pareja tantas cosas, nuevas y de segunda mano.
Ariah no le había contado casi nada de su vida de casada en Niágara Falls; solo le
había enviado una postal para anunciar el nacimiento de su hijo y unas fotografías de
Chandler. Era evidente que Luna Park intimidaba a la esposa del ministro de Troy.
Los elegantes y frondosos hogares de ladrillo del barrio residencial cerca del río; las
casas neogeorgianas de cara al parque con su césped pequeño pero escrupulosamente
cuidado y verjas de hierro negro forjado; los sobrios y modernos muebles de la
vivienda de soltero de Dirk Burnaby; la espléndida espineta Steinway de Ariah…
todo tomó por sorpresa a la señora Littrell. Por no mencionar a la niñera irlandesa, el
ama de llaves y el cocinero, que resultó ser un francés al que Dirk empleaba para
cenas de negocios varias veces al mes. Y estaba un negro que se ocupaba del césped,
aunque fuera de pequeño tamaño. La señora Littrell parecía desorientada, como si
hubiera entrado en casa de la hija casada de otra mujer, pero no tenía prisa por
marcharse.

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Varias veces murmuró a Ariah al oído:
—Cariño, debes de ser muy feliz, ¡tu copa debe de estar rebosando!
La tercera vez que la señora Littrell hizo esta entrecortada observación, mientras
Dirk levantaba a Chandler para hacerle a la abuela una demostración de cómo su hijo
daba patadas y agitaba los brazos en lo que Dirk denominaba «acrobacia del
helicóptero», Ariah replicó con maldad:
—¿Crees que mi copa es tan pequeña, madre? ¿Qué rebosa tan fácilmente?

Durante aquel año, el reverendo Littrell empezó a acompañar a la señora Littrell a


Niágara Falls. También el padre de Ariah quedó hechizado por la casa de Burnaby.
En especial, quedó hechizado por el bebé.
El padre de Ariah parecía haber envejecido en el último año. Ariah suponía que
ella tenía la culpa. Él era un hombre orgulloso, a pesar de toda la humildad cristiana
que predicaba en el púlpito, y la conducta de Ariah debía de haberle escandalizado.
Tenía profundas arrugas en el rostro y su mandíbula a lo Teddy Roosevelt sobresalía
con menos confianza. Daba la impresión de ser más bajo. Tenía el vientre más
pronunciado. Había adquirido una molesta costumbre nerviosa de carraspear antes de
empezar a hablar, como para emborronar sus palabras. A diferencia de la llorosa
madre de Ariah, no se disculpó ante esta ni la abrazó como su madre había hecho. Lo
máximo que logró hacer fue informar a Ariah, cuando se encontraron a solas, como si
se tratara de una revelación bíblica:
—A veces, actuar apresuradamente no es un acto imprudente, veo. Eres dichosa
con tu esposo e hijo. Ariah, cada hora de mi vida doy gracias a Dios por cómo te han
ido las cosas.
Ariah dijo con voz baja:
—Gracias, padre.
Tenía ganas de añadir, con una sonrisa maliciosa: «Sí, pero sigo condenada. Eso
no cambiará».
Bueno, Ariah estaba agradecida por las palabras de su padre, aunque se las
hubiera dicho a regañadientes; en un momento de su vida en que ya no las necesitaba.

(¿Por qué iba a importarle nadie? Ahora que tenía a su hijo. Suyo).

—Qué personas tan buenas y decentes son tus padres. —Dirk habló con su
entusiasmo de costumbre y Ariah no captó en su voz, en su rostro sonriente, el más
mínimo asomo de ironía. Sabía que estaba pensando: «Qué diferentes de mi madre»,
y por tanto, claro está, los Littrell le podían parecer buenos suegros, decentes, ideales.
—Bueno. Son cristianos, es evidente.

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Ariah habló alegremente. ¡No, no lo dijo con sarcasmo!
En realidad estaba agradecida, muy agradecida, porque su esposo, siempre buen
anfitrión, fuera tan cortés con sus padres. Esto le daba espacio para quedarse en
silencio cuando lo deseaba. Le daba oportunidades de escabullirse con Chandler para
echar una siesta.
A Ariah le gustaba que, en presencia de su yerno, alto y seguro de sí mismo, que
hablaba con naturalidad y con autoridad de negocios, política, economía, leyes, y que
parecía saber mucho del inminente desarrollo de la energía hidráulica en la zona de
Niágara, el reverendo Littrell tendiera a mostrarse deferente. «Sí. Entiendo. Oh, ya
veo». Cuando en Troy habría afirmado su propia personalidad, aquí, en Luna Park,
estaba subyugado. Dirk Burnaby era de una clase social desconocida para los Littrell,
ya que sus creencias religiosas eran indefinidas y su sentido del humor difícil de
descifrar. Incluso Chandler, que de pronto gateaba, era imprevisible. Cuando
competía con la abuela Littrell para atraer la atención de su inquieto nieto, el abuelo
solía perder. El niño miraba al hombre con curiosidad, parpadeando lentamente, sin
sonreír. A veces se apartaba con brusquedad del abuelo. En esas ocasiones, Ariah veía
en el rostro de su padre una expresión de auténtica pérdida.
El poder de un niño inconsciente: rechazar. Sobrevivir.
Así una generación tritura a otra sobre la tierra. La convierte en huesos, en polvo.
En olvido. Ariah sonrió con crueldad al pensar en lo poco que debía de significar la
promesa del cielo, cuando habías perdido la tierra.
—¡Chandler! Eres un niño travieso. El abuelo leerá para ti. ¿Ves? Aquí está tu
libro del Gran León, tu favorito.
Ariah levantó a su hijo y lo devolvió a su padre; lo depositó en el sofá, al lado del
torpe y sonriente anciano.

Ariah tenía miedo de navegar y no le entusiasmaba mucho que el Valkyrie de doce


metros surcara la cresta de las turbulentas olas río arriba, río abajo, al lago Erie y
volver; sin embargo, fingía por Dirk disfrutar con estas excursiones, o casi siempre.
Anticipaba un día en que ella se quedaría en casa, y Dirk y Chandler podrían salir
solos; pero ese día aún no había llegado.
Sin embargo, fue una ocasión festiva cuando Dirk llevó a sus suegros en yate al
lago Erie, ocho kilómetros al sur, y a cenar en la espléndida terraza del Buffalo Yacht
Club. Ariah se sentía orgullosa al ver lo deslumbrado, lo impresionado que se quedó
su padre con el reluciente yate blanco cuando Dirk les llevó por primera vez al paseo
marítimo. Suponía que se preguntó cuánto debía de costar. (Jamás lo habría
adivinado). La señora Littrell estaba emocionada, ansiosa. Había otros muchos barcos
en el río ese día brillante y ventoso, barcos de vela, yates, lanchas. ¿Y si había una
colisión?, ¿y si las olas volcaban su barco? Ariah veía que su madre estaba asustada

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de verdad. Hablaba en voz baja, avergonzada, pues no quería que su yerno la oyera.
Ariah dijo alegremente:
—Es imposible, madre. Dirk es un experto en navegación. —Lo dijo con tanta
naturalidad alguien que, antes de Dirk Burnaby y esta nueva vida de ella en las
cataratas, jamás había puesto los ojos en una embarcación como el Valkyrie, y mucho
menos había pisado una cubierta.
En cualquier caso, una vez salieron al río, Ariah y la señora Littrell
permanecieron en la cabina con Chandler. El viento en el río Niágara era implacable;
Dirk insistía en mantener cierta velocidad; detestaba irse deslizando; cuando las
nubes cubrieron el sol, la temperatura bajó diez grados. A Ariah le preocupaban las
nubes que se estaban formando sobre el lago hacia el que se encaminaban, pero no
dijo nada a su madre, por supuesto. En la región de los Grandes Lagos, el tiempo
cambiaba rápidamente: los meteorólogos siempre se equivocaban. Chandler estaba
emocionado con el gran barco de papá, pero tenía tendencia a entusiasmarse
demasiado y se cansaba enseguida. Se ponía pesado, inquieto, lloriqueaba.
—Es un niño sensible, muy excitable —dijo la señora Littrell con aire protector
—. Se parece a su madre.
Ariah se rio.
—¿Así es como me ves, madre? ¿«Excitable, sensible»? —No sabía si sentirse
adulada o insultada. Se sentía muy orgullosa de sí misma aquellos días, como madre
primeriza.
Durante un tiempo después de que naciera Chandler no había sido ella misma, se
podría decir. Estaba exhausta, melancólica. Quería arrastrarse a un nido de sábanas y
esconderse. Pero no lo había hecho, ¿verdad? Sus pequeños senos duros se habían
llenado de leche, dulce y deliciosa leche que exigía ser extraída.
La señora Littrell se apresuró a decir:
—Pero también tienes mucho talento, Ariah. Eres muy… inteligente. Misteriosa,
un poco. Tu padre y yo siempre lo hemos pensado.
¡Misteriosa! A Ariah eso le gustó, estaba un poco mejor. Preguntó:
—¿Y en qué crees que se parece Chandler a su padre?
—¿Su padre? Bueno… tiene sus ojos, creo. Hay algo de Dirk en su boca. La
forma de la cabeza. —Pero la madre de Ariah parecía insegura.
Ariah dijo:
—Cuando nació, Chandler tenía el pelo oscuro. Mechones oscuros como algas
marinas. Ahora se le está aclarando, como el de Dirk. Se parecerá a su padre, creo. Le
gustan los números, y Dirk dice que él solía jugar con números también cuando tenía
la edad de Chandler. La madre de Dirk dice que Chandler se parece mucho a él
cuando tenía su edad. —Era una mentira tan asombrosa que a Ariah le costó creer
que la hubiera dicho ella—. Claro que Chandler nació unas semanas antes de lo
previsto, o sea que tiene que ponerse al día. Pero lo hará.

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Gracias a Dios, las preocupaciones de Ariah por la paternidad de su bebé ahora
habían quedado atrás. Las recordaba solo vagamente, como se podría recordar una
secuencia de cine borrosa de mucho tiempo atrás. Al ver a Dirk con Chandler se sabía
que eran padre e hijo. Chandler adoraba a su papá, y su papá le adoraba a él. Ariah
veía su propia ansiedad del pasado como un síntoma de su embarazo, como los
mareos matinales o sus antojos de comidas extrañas (avena fría, bocadillos de
escabeche, barritas de pescado con mostaza, bocadillos calientes de DiCamillo’s
Bakery). Las madres primerizas temen lo peor, le aseguró el doctor Piper. Imaginan
que pueden dar a luz niños deformados, monstruos. Al menos, Ariah no había estado
tan loca.
El inquieto Chandler había dejado su juego de números y se había tumbado para
dormir. La señora Littrell miraba con los ojos entrecerrados por la ventana de la
cabina, salpicada por el agua, hacia los hombres que se encontraban en cubierta.
Estaba maravillada.
—Nunca creí que viviría para ver esto, tu padre con un chaleco salvavidas. Como
un capitán de barco. —Intentó reír aunque el Valkyrie, en la estela de una enorme
barcaza de carbón de los Grandes Lagos que había pasado peligrosamente cerca,
empezaba a balancearse. Con una sonrisa dijo:
—Ariah, te casaste con un hombre maravilloso. Hiciste bien en no desesperar.
¿No desesperar? ¿Eso era para ella su amor por Dirk?
—Sí, madre. Dejémoslo estar.
Ariah cerró los ojos. ¡Aquel maldito barco! Meciéndose, balanceándose. Temía
más marearse que ahogarse.
Pero la señora Littrell insistió, levantando la voz para ser oída a pesar del ruido
del motor.
—Oh, Ariah. Los caminos del Señor son inescrutables, como dice la Biblia.
Ariah dijo:
—Quizá Dios tenga un perverso sentido del humor.

Los Littrell nunca hablaban a Ariah de los Erskine, a los que conocían bien en Troy;
nunca le hablaban de Gilbert Erskine. Era como si, cuando los Littrell estaban de
visita en Luna Park, bajo el influjo de la casa de los Burnaby, una parte del pasado
hubiera dejado de existir.

La noche del viaje en yate al lago Erie y al regreso, mientras se desvestían para
acostarse y hablaban de la excursión, que Dirk creía había ido muy bien, Ariah de
pronto deseó no haber vuelto a ver a sus padres nunca más, ni a nadie. Tenía el alma
gastada y manchada como una toalla vieja y usada. Se oyó a sí misma decir con voz
divertida:

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—Bueno, al parecer ahora estoy totalmente perdonada. El Valkyrie lo ha logrado,
con el reverendo. —Mirándose a un espejo descubrió en su cabeza nuevos cabellos
plateados muy visibles. Eran como pensamientos melancólicos, del tipo que uno
quiere arrancar de raíz—. Pero ¿sabes qué? Soy la misma pecadora de siempre.
Dirk se rio, tendiéndole los brazos.
—Cariño, eso espero.

3
¡Sin avisar!
Una tarde entre semana del mes de octubre de 1953, demasiado pronto para que
se tratara del alumno de piano de Ariah, sonó el timbre de la puerta y fue a abrir.
Sintió solo una leve inquietud. A aquella hora no sería el cartero, ni un repartidor.
Ariah no tenía tanta amistad con sus vecinos de Luna Park para que alguno de ellos
fuera a visitarla inesperadamente y sin haber sido invitado. (Suponía que tenía fama
de ser poco amistosa, distante. Y tal vez no iban desencaminados). Aparte de unas
horas de clases de piano a la semana, Ariah pasaba los días con Chandler. Era una
madre entregada, abnegada. Había despedido a la niñera irlandesa que Dirk había
contratado y reducido las horas que el ama de llaves de Dirk trabajaba para ellos.
—Esta es mi casa. Detesto compartirla con extraños.
Le gustaba observar a Chandler desde cierta distancia, mirar al niño mientras
jugaba durante largos períodos de tiempo, ajena a él. Murmuraba, hablaba, se reía
para sí, creando con paciencia torres, puentes, aviones notablemente complicados, y
luego, con un escueto gritito crítico («¡Ahora fuera!»), imitando la voz de papá, los
destruía, desintegraba, los hacía caer y formar un montón.
El juego tenía un nombre secreto, había susurrado al oído de mamá si le prometía
no contarlo: «Terremoto».
A los dos años y siete meses, Chandler era delgado, con tendencia a la excitación
nerviosa, tímido y desconfiado en presencia de otros niños. Su rostro era estrecho y
triangular como el de un hurón. Y también sus ojos le parecían a Ariah como de
hurón: inquietos, siempre en movimiento.
—Chandler, mírame. Mira a mamá.
Y así tal vez lo hacía, pero se veía que su pequeño cerebro, que funcionaba con
rapidez, estaba concentrado en algo más urgente.
Antes de que Ariah llegara a la puerta principal, volvió a sonar el timbre, con
insistencia. Ariah estaba irritada al abrir la puerta.
—¿Sí? ¿Qué desea? —En el umbral esperaba una mujer mayor elegantemente
vestida, perfumada, que le parecía familiar de un modo confuso, como en una

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pesadilla. Era alguien a quien Ariah jamás había visto antes y sin embargo conocía
(¡lo sabía!).
La mujer movió la boca de un modo extraño, con una voz culta y cohibida que
sonó como si no se hubiera utilizado durante algún tiempo, y dijo:
—Ariah. Hola. Soy la madre de Dirk, Claudine Burnaby.
Fingió no ver la expresión de asombro y desaliento de Ariah, y le tendió una
lánguida mano enguantada. Sus dedos prácticamente no ejercieron presión. Miró a
Ariah a través de unas gafas de sol tan oscuras que esta ni siquiera veía el brillo de
sus ojos. Su boca era de un vivo color rojo, pero era una boca reacia a sonreír.
¡Ella! La suegra.
Durante un largo y terrible momento, Ariah se quedó paralizada. Este era un
encuentro improbable de aquellos con los que habría podido fantasear una nuera de
mente morbosa durante más de tres años, sin embargo estaba ocurriendo ahora,
claramente estaba sucediendo por primera vez; y la suegra dominaba la situación.
Aparcado junto al bordillo, solemne como un coche fúnebre, se encontraba un
automóvil conducido por un chófer.
Ariah oyó que le temblaba la voz como una cantante sin experiencia. Quería
alcanzar notas que no existían.
—¡Señora Burnaby! Hola. Pase, por favor.
La mujer se rio de forma agradable.
—Oh, querida, no podemos ser «señora Burnaby» las dos. No al mismo tiempo.
Ariah pensaría después en este comentario, como un individuo examinándose
moratones y cortes que no se había percatado de haberse hecho.
Ariah balbuceó algo referente a que Dirk no se encontraba en casa, Dirk
lamentaría mucho no verla, aunque, en algún lugar de su mente, sabía que la señora
Burnaby había ido deliberadamente allí a una hora en que Dirk no estaría en casa;
¿por qué se presentaba como ingenua? Se ofreció para coger el abrigo de la señora
Burnaby, lo que hizo con torpeza; en realidad era una capa de lana muy fina, de un
color brezo exquisitamente bello que hacía juego con el traje que la señora Burnaby
vestía; el traje sugería la alta costura de mediados de los años cuarenta, anchos
hombros, cintura apretada y una falda acampanada que le llegaba a media pierna.
Sobre el rígido pelo rubio metálico, llevaba un sombrero de terciopelo negro con un
pequeño velo. Toda ella desprendía un olor a gardenias marchitas y polillas. Ariah se
sentía profundamente mortificada por verse expuesta a los ojos de esta mujer como
alguien que se había abandonado tanto desde su boda. Vestía un viejo jersey y
pantalones informes y unos mocasines con el talón tan usado que, en realidad, eran
zapatillas de andar por casa. Las vueltas de los pantalones de Ariah estaban
manchados de una sesión de pintura de huevos de Pascua con Chandler, meses atrás.
Y, por supuesto, Ariah llevaba el pelo (encanecido) cepillado hacia atrás, liso desde
su pálido y feo rostro, y necesitaba un lavado. Tenía intención de arreglarse un poco
para la clase de piano de las cinco…

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La señora Burnaby, no obstante, apenas parecía consciente de Ariah, y miraba con
atención a su alrededor.
—Han pasado años. Dirk jamás me invitó. Siempre ha sido un niño extraño y
vengativo, malcriado desde que nació. Nadie esperaba que se casara. Por supuesto,
hay razones para casarse, y algunas son buenas. Aquí has cambiado el papel de las
paredes, veo. Y el suelo de baldosas es nuevo. Ninguna de las anteriores a ti vivió
realmente en Luna Park, que yo sepa. Es notable. «Dirk se casa, madre», me
informaron mis hijas. «No adivinarías jamás con quién porque no lees los
periódicos». Es su idea del sentido del humor. ¿Y quién es este? —Con sus zapatos
de tacón alto, oscilando apenas perceptiblemente, la señora Burnaby entró en el salón,
donde Chandler levantó la mirada de sus Tinkertoys, sobresaltado. La parlanchina
mujer de cabello rubio metálico, boca muy pintada y relucientes gafas de sol oscuras
se cernía sobre él como una aparición. Levantó la voz con tono alegre:
—¿Este es… Chandler? Supongo que lo es.
Ariah se apresuró a acuclillarse al lado de Chandler, que en silencio miraba
fijamente a la señora Burnaby con ojos como platos. Fingiendo que le acariciaba, le
alisó la ropa y le arregló el alborotado cabello.
—Chandler, esta es la abuelita Burnaby. La mamá de papá. Di hola a…
La señora Burnaby dijo, complacida pero con firmeza:
—Abuela Burnaby, si no te importa. No me siento como abuelita de nadie,
gracias.
Ariah balbuceó:
—Abuela Burnaby. Chandler, di hola.
Chandler se metió los dedos en la boca, inclinó su delgado cuerpecito hacia su
madre como para esconderse en el pliegue de su brazo, miró parpadeando a su abuela
y murmuró, en tono apenas audible, lo que sonó como «H-la».
Ariah dijo con su voz de mami, como si se tratara de una noticia muy feliz y
asombrosa que Chandler debía alegrarse de oír:
—Esta señora es tu abuela Burnaby, Chandler. Nunca habías visto a la abuela
Burnaby, ¿verdad? Así que es una agradable sorpresa, ¡ha venido a vernos! Cariño,
¿qué dices cuando alguien viene a verte? Un poco más fuerte, cielo… «Hola».
Chandler lo intentó de nuevo, encogiéndose.
—H-la.
La señora Burnaby dijo:
—Hola, Chandler. Estás empezando a ser un niño mayor, ¿verdad, Chandler?
¿Tienes casi cuatro años, o… no tantos? ¿Y qué has construido aquí, Chandler, una
ingeniosa pequeña ciudad de palos? —La señora Burnaby respiraba audiblemente,
como si acabara de entrar corriendo en la habitación. Llevaba un bolso de piel y una
bolsa de compra con varios paquetes envueltos para regalo; entregó la bolsa de
compra a Ariah como se podría entregar un objeto que molesta a un criado, sin
mirarla—. Pero ¿por qué juegas aquí abajo, Chandler? Has de tener tu propia

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habitación arriba para jugar. Seguro que arriba tienes un cuarto para jugar. No puede
ser muy cómodo para tus padres ni para ti jugar aquí abajo. Estorbando. Y los
muebles te estorban, ¿verdad, Chandler?
Parecía una pregunta tan urgente, la señora Burnaby hablaba con tanta
preocupación e irritación súbitas, que Ariah se vio obligada a responder, mientras
Chandler se revolvía para desprenderse de mamá.
—Oh, Chandler juega donde quiere. Arriba y aquí. A veces yo juego con él,
¿verdad, Chandler? Y también utiliza los muebles, de maneras muy hábiles. Verá,
señora Burnaby…
La mujer mayor dijo sin expresión:
—Por favor, llámame Claudine. Como he dicho, no podemos ser la señora
Burnaby al mismo tiempo.
—Claudine.
Ariah tuvo el impulso de decir que qué nombre tan bonito, pues verdaderamente
le parecía un nombre muy lindo, pero la garganta se le cerró, negándose a decirlo.
—Y tú eres Ariah, de Troy, la esposa de Dirk. No me acuerdo de tu apellido, lo
siento. ¿Tu padre es predicador?
—Ministro. Presbiteriano.
—Pero también predica, ¿no? ¿O en esa secta no predican?
—Bueno, sí. Pero…
—Bien, al fin nos conocemos. He visto fotografías tuyas, claro, mis hijas me las
han enseñado. —La señora Burnaby hizo una pausa. Era una pausa que reclamaba
una sonrisa, o fruncir el entrecejo con aire pensativo. Pero el rostro de la señora
Burnaby permaneció inexpresivo—. Querida, pareces diferente en cada fotografía; y
ahora que te he conocido… bueno, eres otra persona.
Dirk y Ariah no visitaban a menudo a las hermanas casadas de Dirk y a sus
familias. Ariah temía estas ocasiones que solían centrase en algún día de fiesta: día de
Acción de Gracias, Navidad, Pascua. Desde el principio había percibido la
desaprobación, incluso el desagrado, de sus cuñadas Clarice y Sylvia, y había
decidido no darle importancia. Ahora temía pensar qué podrían decir de ella a la
señora Burnaby.
Y qué horrible, Claudine Burnaby apenas parecía mayor que sus hijas, que tenían
unos cuarenta años.
Ariah había invitado varias veces a su suegra a tomar asiento, pero cada vez la
mujer fingía no oír; había sugerido preparar té, pero la señora Burnaby parecía
preferir pasear por el piso de abajo, preguntando si los muebles o las cortinas eran
nuevas, y si Ariah los había elegido; declaró que admiraba la espineta, sobre la que
había montones de libros de clase; hizo sonar fuerte varias teclas, lo que hizo que a
Ariah le rechinaran los dientes como si alguien rascara una pizarra con las uñas.
—Yo antes tocaba. Hace mucho tiempo. Antes de que llegaran los niños.

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A continuación entró en el comedor y miró por las puertas de cristal el jardín
trasero; pasó unos minutos en la cocina, mientras Ariah miraba con ansia desde el
umbral de la puerta, haciendo una mueca por el estado del fregadero, la cocina de
gas, el frigorífico. Ariah tenía muchas ganas de decir: «La mujer de la limpieza viene
mañana», pero, aunque era cierto, tenía un aire de falsedad. Quería protestar: «¡No
me juzgues por lo que ves!».
De nuevo en el salón, la señora Burnaby se sentó en una silla cerca de su nieto,
tensa, como una figura de cera con la flexibilidad limitada en sus extremidades
inferiores. Intentó de nuevo entablar conversación con Chandler. Sacó de la bolsa uno
de los regalos envueltos con papel de vivos colores como para bromear, pero el
pequeño se limitó a acurrucarse junto a Ariah, como antes. Los regalos que la señora
Burnaby había traído para él —tanto Chandler como Ariah parecían saberlo de
antemano, por su tamaño y relativo poco peso— eran poco prometedores. Ropa,
animales de peluche. A Ariah le preocupaba que Chandler se escurriera de sus brazos
y escapara. Cuando se le interrumpía mientras jugaba a veces se ponía de mal humor,
y en ocasiones extrañamente herido, temeroso. En especial le desagradaba que le
interrogaran como la señora Burnaby estaba haciendo. Y qué extraña era su abuela,
tan diferente de la otra; mirándole a través de unas relucientes gafas oscuras y opacas
y esperando que le sonriera aunque ella no le sonreía a él. En su rostro como de papel
de lija no habría arrugas, si bien la piel tenía un tono amarillento, y su boca era
demasiado brillante, dibujada para exagerar el tamaño de sus labios, o para disimular
lo delgados que eran. Cuando hablaba, daba la impresión de que tenía canicas en la
boca que procuraba que no se le cayeran. Cuando se inclinó hacia delante para
acariciarle el pelo, Chandler retrocedió. Se habría arrastrado por la alfombra sentado,
para escapar a la habitación de al lado, pero mamá le sujetó riendo alegremente.
—Es tímido, señora Burnaby. Es…
La mujer mayor resolló en tono burlón, como si «tímido» fuera un código que ella
sabía descifrar.
—¿Es tímido con su otra abuela, la de Troy?
—Es muy pequeño, señora Burnaby. Hasta la primavera no cumplirá tres años.
—Tres. —La señora Burnaby suspiró—. Vivirá el siglo veintiuno. Es extraño que
alguien pueda ser tan joven y humano, ¿verdad? Pero fue prematuro, me dijeron.
Ariah hizo caso omiso del comentario. Le incomodaba que Claudine Burnaby
hablara con tanta familiaridad de Chandler, como si tuviera derecho a ello.
Ariah repitió su ofrecimiento de té, o café, y esta vez la señora Burnaby dijo:
—Un whisky con soda. Gracias.
Ariah fue a la cocina a preparar la bebida para su suegra y, para Chandler y ella,
un refresco. ¡Qué alivio, estar sola! Podía oír la voz de la señora Burnaby alta,
entusiasta, animando a Chandler a abrir sus regalos, pero no hubo respuesta audible
del niño.
«¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres de nosotros? Vete, vuelve a tu telaraña».

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Con todo, pensó Ariah, animosa, aquella mujer era la abuela de Chandler y tenía
algunos derechos, quizá. Y el niño debería tener la oportunidad de contar con un
pariente mayor rico. ¿Sí? Era una cuestión práctica. Ariah debía dejar a un lado sus
prejuicios.
«¡Pero mis prejuicios soy yo! Me gustan mis prejuicios».
Qué fuerte, el olor del caro whisky de Dirk. Ariah consideró la posibilidad de
prepararse uno para ella. O de tomar un trago rápido de whisky solo en la cocina. Pero
en el estado de nerviosismo en que se encontraba podrían ocurrir cosas lamentables.
La sensación ardiente del whisky al bajar por la garganta, tan maravillosa, y tal vez
demasiado maravillosa, que hacía que Ariah quisiera acurrucarse junto a Dirk y hacer
el amor. O llorar, porque se sentía sola. Había querido buscar un sacerdote católico
(jamás en su vida había hablado con uno) y confesar sus pecados. «Estoy condenada,
¿puede usted salvarme? Empujé a mi marido a matarse. ¡Y me alegré de que
muriera!». Quería llamar a Dirk a su oficina y decirle a su secretaria de voz
aterciopelada (que estaba enamorada de Dirk Burnaby, Ariah lo sabía) que se trataba
de una emergencia, y cuando él se pusiera ella le gritaría: «¡Ven a casa! Esta horrible
mujer es tu madre, no la mía. ¡Ayúdame!». Había preparado la copa de Claudine
Burnaby con dedos temblorosos y olía tan bien que Ariah tomó un sorbo, pero solo
un sorbito, directamente de la botella, antes de volver a taparla.
Aquella dulce sensación de quemazón en la garganta. Y más abajo.
Desde la visita fracasada a Shalott en verano de 1950, más de tres años atrás,
había existido poco contacto entre Claudine Burnaby y la joven pareja. Cuando nació
Chandler, Ariah había enviado a la señora Burnaby una postal para anunciárselo, pero
ella respondió enviando varios generosos regalos a su nieto, incluido un caro
cochecito de bebé copiado de un modelo Victoriano, demasiado grande, incómodo de
utilizar, lleno de adornos y nada práctico, que Dirk había bajado enseguida al sótano.
Y había enviado regalos para Chandler en Navidad y Pascua. Invariablemente eran
paquetes envueltos en la tienda dirigidos al señor don Chandler Burnaby. No había
ninguna nota dentro, ningún comentario para los padres de Chandler.
—Tal vez piensa que Chandler vive solo en la antigua casa de soltero de su padre
—se reía Ariah. Solo bromeaba (claro), y sin embargo Dirk, susceptible en lo que se
refería a su madre, se ofendía.
—Mi madre no es una buena persona. He intentado aceptarlo, y tú también
deberías hacerlo. No tiene intención de ser grosera. Vive en su propio universo sin
aire, como una tortuga en su caparazón.
Pero una tortuga no vive en un universo sin aire, objetó Ariah, una tortuga vive
con otras tortugas, seguro que se comunican. Las tortugas no manejan cantidades
ridículas de dinero que no han ganado, sino que solo han heredado por casualidad.
Sin embargo, Ariah no iba a expresar esta opinión a su inquieto esposo.
Ariah detestaba que las hermanas de Dirk, Clarice y Sylvia, siempre estuvieran
dando a Dirk noticias de su madre que sabían que le alterarían. Claudine se había

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convertido en una «hipocondríaca sin remedio». Era «patética, digna de compasión».
A veces parecía estar auténticamente enferma, con migrañas, infecciones
respiratorias, cálculos biliares. (Seguro que nadie puede imaginarse los cálculos
biliares). Claudine esperaba «manipular» a todos los Burnaby para que se doblegaran
a su voluntad. No le ocurría «absolutamente nada», salvo que era «cruel y vengativa,
como una emperatriz romana». Las hermanas (y sus respectivos esposos) decían que
Claudine Burnaby jugaba con ellos, y con sus abogados: les incitaba a presentar una
petición en el juzgado del distrito para arrebatarle sus poderes, lo que les arrastraría a
todos ante el tribunal y provocaría un escándalo. Además de Dirk y sus hermanas
había otros Burnaby y asociados metidos en los negocios de la familia, de los que
Ariah sabía poco y quería saber aún menos. Bienes inmobiliarios, inversiones en
fábricas locales, una compañía de administración de fincas en Niágara Falls.
¿Patentes? Dirk decía, irritado:
—No necesitamos un céntimo más del que gano como abogado. Y no quiero
hablar de ello.
Ariah, que no tenía el menor interés en hablar del tema, se ponía coquetamente de
puntillas para besar el rostro encendido, sonrojado, de su esposo, y le envolvía en sus
brazos hasta donde le alcanzaban.
¡Oh, le quería! Sin duda alguna.
Pensándolo bien, tal vez podría mostrarse educada, si no encantadora, con
Claudine Burnaby; tal vez incluso (reuniendo toda su formación de amor cristiano,
todas sus clases dominicales infatigablemente impartidas por su propia madre) podría
encariñarse con la mujer. «¡Lo intentaré!». Otro sorbito muy pequeño del whisky de
sabor suave de Dirk, y Ariah regresó al salón donde la señora Burnaby había ayudado
a su nieto a abrir dos de sus regalos, que en realidad eran ropa para un niño menor
que Chandler. El pequeño solo hizo débiles esfuerzos por fingir interés por estos
regalos, y mostró poca curiosidad por los otros. Ariah esperaba reparar esta
indiferencia. La señora Burnaby aceptó su whisky con soda sin hacer ningún
comentario, y se lo bebió sedienta, como si fuera su recompensa, mientras Ariah se
arrodillaba al lado de Chandler para compartir su refresco con él. Pero por alguna
razón algo en el ambiente había cambiado mientras Ariah se encontraba fuera de la
habitación.
La señora Burnaby dijo con voz irónica:
—Al traer regalos una se trae a sí misma. Lo del «corazón en la mano». Pero el
«corazón en la mano» no siempre es bien recibido.
Ariah abrió la boca para protestar. Pero el whisky que se había tomado tan deprisa
en la cocina le provocó ganas de reír.
La señora Burnaby prosiguió:
—Antes tocaba el piano, pero no Chopin, Mozart, Beethoven. Me faltaba la
técnica. Me prepararon para mi presentación en sociedad; yo era una gran belleza,
para utilizar una expresión de aquella época. Tú, Ariah, al menos te has ahorrado eso.

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Ariah se rio, tan torpe era este insulto. ¿O no era un insulto, sino un cumplido
ambiguo? La señora Burnaby pasaba el dedo índice por el borde de su vaso.
—Mis hijas y sus maridos esperan heredar Shalott, y las tierras que van con ella,
pero Shalott está destinada a Dirk, a un hijo varón. Dirk es el único de mis hijos lo
bastante expansivo para encajar en aquel espacio. ¿Entiendes? Aunque me ha partido
el corazón. Aunque no es de fiar como hijo, ni probablemente como marido, como
descubrirás, querida.
Herida, Ariah dijo con calma:
—No creo que quiera hablar de mi marido con usted, señora Burnaby. En especial
en presencia de su hijo. Espero que lo comprenda.
La señora Burnaby pasó por alto este comentario y tomó otro largo trago.
—Mis hijas dicen que eres una buena pianista aficionada. Ellas te han oído, claro.
Me pregunto si tocarás para mí.
—Bueno, algún día, tal vez. De momento…
—¿Y das clases en esta casa, como dabas clases en Troy? ¿Hay alguna razón para
ello, querida?
—¿Para dar clases? Me gusta enseñar a jóvenes alumnos. Necesito algo que
hacer, además de ser solo esposa y madre.
—¿Solo esposa y madre? ¿Qué dice Dirk a eso?
—Bueno, ¿por qué no se lo pregunta usted misma, señora Burnaby? Estoy segura
de que se lo dirá.
—Dicen que enseñabas música antes de casarte. Antes del primero de tus
matrimonios. Sé que has estado casada más de una vez, Ariah. Lina viuda joven. Eso
era más corriente durante la guerra. Con los ingresos de mi hijo, parece un poco
extraño que su esposa dé clases de piano, pero quizá no sé ya cuáles son los ingresos
de Dirk. Ha dejado de informarme. Tiene sus razones, pero nadie sabe cuáles son. El
descuidado muchacho aún me debe doce mil dólares, pero como no le cobro intereses
el que pidió el dinero no tiene prisa por devolver el préstamo. Ah, pareces
sorprendida, Ariah. Sí, pero es inútil preguntar a Dirk por estos asuntos porque
simplemente no te lo contará. Nunca ha confiado en ninguna mujer. Es reservado de
un modo enfermizo. Se aprovechaba de todas. Algunas acudían a mí, me refiero a las
respetables. Con el corazón partido y, por supuesto, furiosas aunque entonces no lo
sabían. Yo no me implicaba de manera directa (ni el padre de Dirk, quiero que lo
sepas), pero se hicieron cosas, cosas médicas de cierto tipo, con el fin de que Dirk
pudiera salir de las situaciones potencialmente embarazosas en las que se encontraba.
Y en las que se encontraban otras personas. ¿Sigues mis palabras, Ariah? Salvo por
tus pecas, que me parecen muy atractivas, tienes una mirada inexpresiva que me
desconcierta.
En ese momento Chandler, a menos que fuera la propia Ariah, derramó un poco
de refresco sobre la alfombra, lo que requirió limpiarlo con una servilleta.
La señora Burnaby prosiguió:

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—Me pregunto si Dirk sigue visitando Fort Erie. ¿Te ha llevado al hipódromo,
querida?
—¿El… hipódromo? —Ariah sabía por supuesto que existía un hipódromo en
Fort Erie, un hipódromo famoso localmente; pero la pregunta de la señora Burnaby la
dejó perpleja.
—Ya veo que no. Bueno.
Para entonces a Ariah le latía el pulso dolorosamente en la cabeza. El whisky, que
había bajado con tanta suavidad, le estaba revolviendo el estómago. Se sentía como si
su suegra, elegantemente vestida con un sombrero de terciopelo negro y gafas de sol
opacas, se hubiera inclinado con languidez para darle un golpecito en el esternón. Y,
para su horror, vio que Chandler lo estaba absorbiendo todo. En general la
conversación de los adultos le aburría, pero ahora el niño estaba escuchando, mirando
boquiabierto a su abuela.
—Cielo, ¿por qué no te vas a la otra habitación, solo un ratito? Mamá enseguida
irá…
—No, no. No es necesario, querida. Me marcho.
Ariah se tambaleó detrás de Claudine Burnaby, en la estela perfumada de la
mujer. Como carecía de la presencia de ánimo necesaria para recuperar la capa de la
señora Burnaby, ella misma la sacó del armario del vestíbulo.
—Por favor, dale cariñosos recuerdos a Dirk. No sé cuándo saldré de la isla de
nuevo. Parece que hay muy pocas razones, y cuesta mucho esfuerzo. Y mi salud es
francamente mala. —En la puerta, la señora Burnaby le tendió la mano enguantada
otra vez, no para estrechar la de Ariah sino solo para rozarla, a modo de despedida.
En voz baja dijo:
—Querida, no padezcas. Tu secreto morirá conmigo.
—¿Mi… mi secreto? ¿Qué secreto?
—Bueno, ese niño no es hijo de Dirk. Lo sabes tú y lo sé yo. No es mi nieto.
Pero, como he dicho, no padezcas. No soy una mujer vengativa.
Ariah se quedó sin habla mientras su suegra, con unos zapatos de tacones
imposibles, se encaminaba por el paseo delantero hacia el chófer, que se apresuró a
ayudarla a subir a la parte trasera de la limusina.
Cuando regresó al salón, Chandler volvía a estar absorto con sus Tinkertoys. A su
lado descansaba olvidado el montón de regalos envuelto en papel de colores.

Ariah se llevó la botella de whisky arriba. Al regresar del trabajo, Dirk la encontraría
aquella noche en el dormitorio, en su cama aún sin hacer.

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La pequeña familia

E ra lógico, ¿no?
Sabiendo que te podían arrebatar a tu primogénito en cualquier momento
por un acto de Dios, habías de tener un segundo hijo. Y si no podías amar a tu
primogénito tanto como una madre debería amarlo, sin duda debías tener un segundo
hijo para hacer bien las cosas.
—Aunque algunas cosas probablemente nunca pueden hacerse bien.
Por la misma lógica, si tus dos primeros hijos eran niños, te veías obligada a
volver a intentarlo con la esperanza de tener una niña.
Una hija. «Mi vida sería completa entonces. Dios mío, no te pediría nada más, te
lo prometo».

Era lógico. Si sabías que tu esposo algún día podía dejarte, o podía serte arrebatado,
al menos habías de tener varios hijos.
Era lógico. Ariah Burnaby era una mujer lógica. Con los años se convertiría en
una mujer que esperaría lo peor para liberarse de la ansiedad de la esperanza. Se
convertiría en una mujer tranquila, de principios fatalistas, que prevería su vida con la
ecuanimidad de un hombre del tiempo. Se arriesgaría (suponía que lo sabía, pues
incluso en su estado más neurótico seguía siendo una mujer inteligente) a empujar a
su esposo a alejarse de ella, cumpliendo con sus expectativas de que algún día
desaparecería de su vida.
Incluso mientras le apretaba con fuerza en sus brazos. Aunque nunca lo bastante
fuerte.

Era lógico, ¿no? Sin embargo, cuántas veces durante la siguiente década brotaría de
ella, que no creía en la plegaria, la ahogada plegaria:
«Dios mío, no serías tan cruel… ¿verdad? ¿Tú? Te ruego que esta vez me dejes
embarazada. ¡Por favor!».

Era un deseo lógico. Sin embargo, tardaría años en cumplirse.


—Me amas, ¿verdad, Dirk? —preguntaba con su voz melancólica por la noche,
en el estupor del duermevela, cuando pronunciamos cosas que no diríamos de día.

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Él estaba demasiado sumido en el sueño para responder. Pero su cuerpo se
curvaba en torno al de ella, pesado, cálido, consolador. Ella se acurrucaba en la curva
de su brazo, conspirando. ¡Otro bebé!
Con el paso del tiempo no es que se amaran cada vez menos (o Ariah así lo creía),
pero hacían el amor cada vez con menor frecuencia. Y con menor pasión. Se
sorprendían cada vez menos al hacer el amor. Debió de haber un día, una hora, en que
hicieron el amor de día por última vez; en que hicieron el amor de forma impulsiva
en algún lugar que no era su grande y cómoda cama por última vez; en que Ariah
apretó su angustiada boca contra el sudoroso pecho de Dirk para evitar llorar
demasiado alto.
Y una vez Ariah tomó la decisión de que «no debía, jamás jamás, volver a beber»
después de aquella terrible visita de Claudine Burnaby, ni siquiera una copita de su
vino tinto favorito para cenar, ni siquiera una sola copa de Dom Pérignon para
celebrar un aniversario importante, la dulce sensación de deseo en su entrepierna
desapareció como si nunca hubiera existido y empezó a abrazar a su esposo con
menos deseo, y a veces sin deseo alguno salvo por el crudo deseo femenino de
concebir, de quedar embarazada, de tener un hijo.
Tener un hijo.

Tal vez no era lógico, este deseo. Pero con el tiempo lo parecería, después de que
nacieran los niños.
Porque con el tiempo se podía lograr que la tirada de los dados más aleatoria y
desesperada pareciera inevitable.
Cuántos años.
—Sin embargo, no lo dudé. Jamás.

«Y, así pues, nací. ¿Y por qué?».

2
¡Un milagro! Ariah por fin había concebido un segundo hijo y dio a luz en septiembre
de 1958. Tenía treinta y siete años.
—Casi demasiado tarde. ¡Pero no tanto!
Este embarazo, recordaría Ariah tan bañada en felicidad como en una firme luz
dorada, ¡qué diferente del primero, tantos años atrás! Royall Burnaby nació
exactamente cuando estaba previsto, un saludable bebé de nueve meses que pesaba
tres kilos y veinte gramos, con el inconfundible cabello rubio y ojos azul cobalto de

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su padre. Nació con el pensamiento espontáneo de su madre: «Este es
verdaderamente nuestro. A este bebé podemos amarlo».
Nació en un momento en que su padre estaba en la cresta de una economía
floreciente en Niágara Falls.
Nació en un momento de la historia en que parecía que todo el universo se estaba
expandiendo, hasta el infinito.
Si bien el matrimonio de Ariah empezaba a «ir a la deriva», a «desgastarse» —
estas eran las palabras que acudían a la mente, menos crueles que otras—, el
nacimiento de Royall Burnaby arreglaría las cosas, por un tiempo.
—Ahora verdaderamente no puedes dejarme, Dirk, ¿verdad? Ahora tenemos dos
hijos —eso decía Ariah en broma, frotándose con fuerza los ojos.
Dirk hacía una mueca. Nunca sabía qué pensar cuando su mujer hablaba en
broma, salvo que no le gustaba mucho. Pero sabía que era mejor no hablarle con
aspereza.
Al alzar a Royall, que daba patadas y agitaba los brazos en las dos grandes manos
de papá. Al alzar a Royall, que era un bebé robusto como una pequeña dinamo,
perfilándose ya como una personalidad definida, y muy diferente de Chandler.
Cuando los observaba, Ariah sabía que Dirk no podía estar pensando: «Este es mío,
es mi hijo»; sin embargo, la expresión de su rostro, de embelesamiento, de amor
herido, sugería exactamente eso.

Eran los años cincuenta. Época de auge.


Sería una era, afirmaban los historiadores locales, como la década de 1850 en
Niágara Falls. Pero si bien en esa época en Niágara Falls se desarrolló el turismo, en
la década de 1950 se desarrollaría la industria. En 1960 la población de la zona se
doblaría con gran rapidez hasta alcanzar más de cien mil habitantes.
En 1970 la zona se jactaría de poseer la mayor concentración de fábricas químicas
de Estados Unidos.
Hacia la parte interior de la zona del río Niágara y la fantástica garganta envuelta
en la neblina, la ciudad de Niágara Falls y sus alrededores se urbanizó de forma
espectacular. El mundo de Royall Burnaby, Si había existido otro, Royall no lo
conocería.
Ariah no tenía más que una vaga noción de lo que estaba ocurriendo, pues le
interesaba poco la política local. (En realidad, le interesaba muy poco la política. Por
qué preocuparse, era un mundo de hombres). Sin embargo, incluso Ariah se daba
cuenta de cómo el campo abierto, los bosques, las granjas de las afueras de la ciudad
estaban siendo excavados, nivelados, convertidos en zonas industriales que se
extendían a lo largo de cientos —no, debían de ser miles— de hectáreas.
—¿Qué ha pasado, papá? ¿Dónde estamos? —Eso preguntaba Chandler,
desconcertado, cuando en sus paseos dominicales papá llevaba a la pequeña familia al

Página 136
norte conduciendo junto al río, o hacia Lockport en el interior. (A Chandler le
interesaban el canal Erie y las grandes compuertas de Lockport). Pero las vistas
conocidas se estaban volviendo irreconocibles, destrozadas y confusas como un
terremoto de Tinkertoys.
—Chandler, estás contemplando el progreso.
Eso decía Dirk, señalando con la mano al otro lado del parabrisas. En el asiento
trasero, Ariah sostenía a Royall en el regazo, arrullándole y cantándole al oído.
Era un hecho: la tierra pura se estaba convirtiendo en cemento. Se derribaban los
árboles, se serraban en trozos y se los llevaban. Había grúas gigantescas y
excavadoras por todas partes. La antigua carretera de dos carriles que llevaba a
Lockport se estaba ampliando a tres carriles. De la noche a la mañana aparecieron
autopistas en medio de los campos. Había puentes nuevos, de un brutal color gris
arma de fuego. Ariah lo observaba con desagrado, y de lejos. El progreso se estaba
produciendo a kilómetros de Luna Park, ¿por qué iba a preocuparse? Luna Park se
hallaba en la zona de Rainbow Avenue y la calle Segunda, era el barrio residencial
más antiguo de la ciudad; los cambios se estaban produciendo hacia el este y el norte,
más allá de Hyde Park, junto a Buffalo Avenue, Veterans Road, Swann Road, en la
zona de la calle Cien y más allá, que a Ariah le importaba tanto como si hubiera
estado en la luna.
Era tierra de nadie, reclamada para fábricas, almacenes, aparcamientos para los
empleados. Fabricantes de piezas para automóviles, fabricantes de unidades
refrigeradoras, fábricas químicas, fábricas de fertilizantes. Había plantas yeseras.
Curtidurías y fábricas de artículos de piel. Fábricas de detergentes, lejía,
desinfectantes y limpiadores industriales. Asfalto, amianto. Pesticidas, herbicidas.
Nabisco, Swann Chemical, Dow Chemical, United Carborundum, NiagChem,
Occidental Chemical (Oxy-Chem). Se levantaban gigantescas centrales eléctricas al
sur, junto al río, con la muy anunciada intención de aprovechar hasta una tercera parte
de la energía del agua de las cataratas. Ariah leyó en el Niágara Gazette que una
entidad llamada Burnaby, Inc. había vendido centenares de hectáreas de primera
calidad a Niágara Hydro, y le sorprendió tanto que el periódico se le cayó al suelo.
—Dios, ¿somos nosotros? ¿Somos ricos?
Esa posibilidad la inundó de temor.
En esa época Royall era un bebé de cinco meses que rebosaba de apetito y
energía, alimentado por el pecho de Ariah. Chandler, de siete años, un niño un poco
torpe, más tímido y torpe con la llegada de un hermanito, se quedó en el umbral del
cuarto de los niños, observando con preocupación a su madre. Al ver su expresión de
sorpresa e inquietud preguntó qué ocurría y Ariah se apresuró a decir:
—¡Oh, nada, cielo! No ocurre nada.
Desde que había nacido Royall, Ariah a menudo parecía desconcertada por la
presencia de Chandler. Le quería, claro, pero tenía tendencia a olvidarle. En la

Página 137
confusión que le producía la privación de sueño le consideraba «el otro», y olvidaba
temporalmente su nombre.
Ariah se había jurado no querer menos a Chandler que a Royall. Sin embargo,
tendía también a olvidar este juramento.
No era una mujer supersticiosa, pero sintió una punzada de algo parecido al terror.
Pues parecía de algún modo peligroso aprovecharse de las cataratas. Desviando
millones de toneladas de hermosa agua del río que se precipitaba torrencialmente,
convirtiéndola en electricidad para los consumidores.
Se llevó a Royall al dormitorio, donde había un teléfono, y llamó a Dirk a su
bufete. ¡Oh, por qué Dirk no estaba nunca en casa! Nunca estaba allí cuando ella le
necesitaba. La recepcionista de voz aterciopelada le dijo con frialdad que «el señor
Burnaby» se encontraba en el ayuntamiento, en una reunión con el alcalde y la
Cámara de División Territorial del condado de Niágara del que había sido nombrado
miembro. (¿Se suponía que Ariah tenía que saber esto? ¿Lo había olvidado?).
—¿Y cuál es el número de allí? Por favor.
La recepcionista de voz aterciopelada parecía reacia, pero le dio a la señora
Burnaby el número de la oficina del alcalde; el recientemente elegido alcalde de
Niágara Falls era Tyler «Spooky». Wenn; Ariah creía que tenía derecho a llamar a su
esposo, ya que Dirk ahora llamaba en tan raras ocasiones a casa, como hacía cuando
eran recién casados y cuando Chandler era más pequeño. A Ariah le temblaba la
mano. Royall, que se rebullía en el regazo de mamá, agitando sus pequeños puños, se
estaba poniendo nervioso; sin duda había vuelto a mojar el pañal. Ariah se mordió la
uña del pulgar dudando de si llamar a la oficina de Wenn y pedir hablar con su esposo
enseguida, diciendo que se trataba de una emergencia familiar; era una estratagema
que Ariah había empleado en el pasado, quizá una o dos veces de más; pero a veces
no podía evitarlo, estando sola con dos niños pequeños y con su tendencia a
experimentar emociones que la alarmaban.
Aquellos nueve meses embarazada de Royall había sido feliz. No sabían que era
un niño, claro. Ariah estaba loca de amor por Royall, pero no podía por menos de
pensar que su felicidad sería completa si en su lugar hubiera tenido una niña.
—¿Ariah? Hola. ¿Qué pasa?
La voz de Dirk le sonó fuerte y urgente al oído. Ariah no recordaba haberle
llamado. Royall respiraba con dificultad, se preparaba para echarse a llorar. Ariah le
puso apresuradamente el pecho en la boca, su magullado y escocido pezón que
parecía haber sido pellizcado por algún desaprensivo, y Royall empezó a chupar.
—¿Ariah? Cariño, ¿ocurre algo?
Él debía de amarla, pues. Ariah oyó la creciente desesperación en su voz.
Ariah cogió con torpeza el auricular y trató de hablar, pero las palabras le salieron
atropelladamente, se derramaron como guijarros. Sabía que había una razón
específica por la que había llamado a Dirk cuando este se encontraba en una reunión
con el alcalde de Niágara Falls, pero maldita sea, no la recordaba. Dijo:

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—Había un problema… el bebé no respiraba bien… pero ahora respira bien,
ahora está bien.
—Cielo, no te oigo. ¿Le ocurre algo al bebé?
—No respiraba bien. Pero ahora respira bien. Lamento haberte molestado. No
sabía qué hacer.
—¿Ahora está bien? ¿Royall está bien?
—Royall está bien. Escucha.
Ariah acercó el auricular a la boquita húmeda de Royall y le instó con unos
golpecitos a que emitiera algún ruidito. Uno fue un ruido agudo como el grito de un
pavo real.
—¿Ariah? ¿Ese es… Royall? ¿Royall está bien? —Dirk parecía confundido,
como un ciego que intenta ver.
—Cariño, Royall está bien. Es el bebé más maravilloso del mundo.
—¿Está bien? ¿Estás segura?
Ariah se rio irritada.
—Estoy segura. Si dudas de mí, ven a casa a verlo por ti mismo.
Hubo una breve pausa de sorpresa.
—Bueno, cariño, por un momento me has dado un susto de muerte. —Dirk habló
con cuidado, pues no quería alterarla más. Ariah lo sabía: su cauto esposo abogado no
quería alterar a su inestable esposa. En una fotografía enmarcada en el estudio de
Dirk había un desvaído daguerrotipo de su notorio abuelo Reginald Burnaby el
funambulista, captada mientras cruzaba la humeante garganta del Niágara
sosteniendo una vara de tres metros y medio sobre los hombros para mantener el
equilibrio. Ariah comprendía la precariedad de aquel equilibrio.
Mientras Royall chupaba y tironeaba de su pecho, Ariah sintió de pronto una
incómoda punzada de algo cortante, húmedo, ansioso en la boca del estómago, y
gimió en voz alta:
—Oh, Dirk. Te echo de menos. Ven a casa y haz el amor conmigo, cariño.
—Ariah, ¿qué dices?
—Te echo de menos, Dirk. Quiero hacer el amor contigo. Como hacíamos antes.
Antes de que nacieran los niños. ¿Lo recuerdas?
Hubo otra pausa. Ariah oía la respiración acelerada, alarmada, de su marido.
—Estoy en una reunión, cariño. Es una reunión importante. Si no estoy presente
para votar, Dios sabe lo que ocurrirá. Así que será mejor que me despida, Ariah, si tú
y el bebé estáis bien. —Dirk hizo una pausa, como para pensar algo—. ¿Y Chandler?
Ariah se rio del modo vigoroso en que Royall chupaba, causándole dolor en el
pecho, y ese dolor despertó una sensación entre sus piernas.
—Tu hijo es mi amante, Dirk. Lo lamentarás.
La leche le resbalaba por las comisuras de la boquita de Royall y se le deslizaba
por la barbilla. Leche aguada, le parecía a Ariah; aguada como la leche desnatada. Tal
vez no era buena leche. Leche de buena madre. Tal vez era deficiente en vitaminas.

Página 139
Dirk estaba diciendo algo, le preguntaba algo, Ariah no le oía con los ruidos
borboteantes que hacía el bebé al chupar. En medio de su confusión recordó de pronto
por qué había llamado a Dirk.
—Ese artículo de la portada del Gazette. El de las plantas de hidroenergía. ¿Por
qué aparece nuestro apellido?
Dirk se apresuró a decir:
—Cielo, eso no tiene nada que ver con nosotros. Es una rama de la familia con la
que no estoy relacionado. No activamente. No te preocupes. No tiene importancia.
—No tiene importancia. Entiendo.
—Tengo algunas acciones en Burnaby, Inc. Pero no estoy involucrado, tengo mi
propia vida aparte. Mis propios ingresos.
Ariah se estaba poniendo tan nerviosa, tan incómoda, que se atrevió a apartar su
pecho del bebé que mamaba con tanta ansia, y por un instante, lleno de asombro, el
bebé simplemente siguió chupando en el aire, inexpresivo su rollizo rostro. Sus ojitos
húmedos de color azul cobalto con sus finas y pálidas pestañas no parecían estar
enfocados: esto era apetito puro frustrado. En el otro extremo de la línea el padre del
bebé estaba diciendo que tenía que regresar a la reunión, que esperaba llegar a casa
hacia las diez.
—Tú y los niños estáis bien, ¿no? Te quiero.
—Bueno, yo te odio.
Ariah se rio enojada, y colgó el auricular antes de que Dirk pudiera explicarle por
qué volvería a llegar tarde a casa aquella noche, pues tenía que cenar en Mario’s o en
el Boat Club o en el Rainbow Grand Terrace con sus ricos amigos de negocios.
Chandler había cogido las páginas del Gazette y estaba leyendo con ansia el
artículo sobre Niágara Hydro. El niño era un lector precoz, parecía haber aprendido
solo cuando empezó la escuela y ahora, según su maestro, era el lector más avanzado
de segundo grado. Pero a menudo leía con poca luz, y a Ariah le preocupaba que le
perjudicara la vista. El niño dijo:
—Mamá, ¿este es nuestro apellido… Burnaby? ¿O el de otro?
Para entonces Royall gritaba con furia. Con el rostro enrojecido como un
demonio. Ariah notaba que le estaba subiendo la temperatura y se le ocurrió la
terrible idea de una langosta que estaba hirviendo, volviéndose roja. De pronto el
niño le dio miedo. ¿Por qué había deseado tanto otro bebé, cuando ya era demasiado
mayor? ¿Cuándo su esposo podía dejarla en cualquier momento? Lanzó un grito y
dejó caer el agitado peso de Royall sobre —¿qué era?— el borde de la cama. Era una
superficie blanda, y sin embargo, al dar patadas y agitar los brazos en el aire con
rabia infantil, Royall de alguna manera rebotó y cayó al suelo; chocó contra el suelo
alfombrado con el culo protegido por el pañal y la base del cráneo al mismo tiempo.
Por una fracción de segundo se hizo el silencio en la habitación, el bebé de aspecto
hervido había dejado de respirar, luego llenó sus pequeños pulmones con una

Página 140
tremenda inhalación de aire y se puso a llorar, a gritar, a bramar, hasta que Ariah se
tapó los oídos con las manos con fuerza, destruida.
Chandler, de siete años, se apresuró a recoger a su hermanito, que pataleaba y
agitaba los brazos, y lo dejó con cuidado sobre la cama, donde siguió bramando sin
parar. Ariah se retiró, descalza, a un rincón de la habitación. Notaba que la leche le
rezumaba de ambos pechos, resbalando por su piel caliente; no llevaba nada debajo
de su mugriento albornoz. Chandler dijo con seriedad:
—Podríamos devolverlo, mamá, ¿no? ¿Dónde lo conseguiste?

3
Ahora había dos niños pequeños en casa de los Burnaby, y Ariah se sentía más sola
que nunca: porque no tenía una hija.
Este anhelo empezó poco después de destetar a Royall. ¡Oh, cuánto echaba de
menos tener un bebé en su pecho! Rogaba: «Dame una hija. Una hija para redimirme,
para que las cosas vayan bien».
Porque a Ariah le parecía que, de alguna manera, había fallado. Era una mujer
(¡evidentemente!) y sin embargo por alguna razón no era una mujer mujer, una buena
mujer.
Tanta era la exaltación de Ariah, a medida que transcurrían meses y meses, años,
y tanto era su terror de que finalizara su vida fértil, que casi se lo confió a su propia
madre.
—¿Tú también tuviste estos sentimientos, madre? ¿Querías una hija?
Pero su madre se limitó a sonreír y meneó la cabeza.
—Bueno, yo quería lo que me enviara Dios, Ariah. Y tu padre también.
Necia engreída. Ariah la odiaba.
No, Ariah no estaba próxima a su madre, aunque los Littrell iban con frecuencia a
Niágara Falls de visita al número 7 de Luna Park, y al menos una vez al año los
Burnaby iban a Troy en alguna u otra ocasión festiva. Ariah apretaba los dientes e
interpretaba el papel de hija que se ha convertido en madre, con la aprobación de sus
padres. Suponía que la señora Littrell creía que ella y Ariah estaban próximas, pero
era un malentendido por parte de la mujer. Ariah lo había comentado con Dirk de
forma racional:
—Chandler y Royall necesitan abuelos, y estos son unos abuelos abnegados. Así
que creo que deberíamos seguir viéndoles, por los niños.
Dirk pareció sorprendido por este argumento dado con indiferencia.
—Pero creía que todos nos gustábamos, Ariah. Creía que estábamos de acuerdo
en que todos éramos amigos.
Ariah meneó la cabeza, confusa por su afable esposo.

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—Claro que estábamos de acuerdo, cariño. Yo siempre estoy de acuerdo. Pero no
es así. Hacemos lo que hacemos por el bien de los niños.
(Al menos no había posibilidad de malinterpretación en el caso de Claudine
Burnaby. Esta era una mujer que se había apartado por completo de Ariah. ¡Qué
alivio!). Dos muchachitos en casa de los Burnaby. Uno, el más joven, se parecía
claramente a su padre; el otro, el mayor, tal vez se parecía más a su madre. Al menos
en temperamento.
A Chandler le iba bien en el colegio. Sacaba buenas notas, pero nunca parecía
satisfecho. Incluso en la escuela primaria siempre presentaba a sus profesores tareas
para aumentar nota, en general sobre temas científicos como la Edad de Hielo, los
mamuts lanudos y los tigres dientes de sable, el hombre de Neanderthal, el cometa
Halley, el sistema solar. (Para hacer una réplica del sistema solar, Chandler diseñó un
ingenioso artilugio sujetado con alambres en el que el Sol era un pomelo, y los
planetas frutas más pequeñas que culminaban en una uva, que era Plutón. Para una
réplica de la órbita del cometa Halley, Chandler diseñó un artilugio móvil aún más
ingenioso en el que el cometa era una bujía y el planeta Tierra una pelota de goma
pintada. Por este Chandler ganó un premio en la Feria de la Ciencia del condado de
Niágara, donde competía con niños de hasta diez años). Dirk estaba orgulloso de
Chandler, y Ariah suponía que también lo estaba. ¡Pero el niño la irritaba tanto! No
tenía ni pizca de talento musical, aunque siempre estaba ante el piano, imitando a los
alumnos más jóvenes de Ariah. Ella se tapaba los oídos con las manos rogándole que
parara:
—Cielo, mis alumnos no tocan mejor que tú, pero al menos mamá cobra por
escucharles.
Chandler a menudo llevaba la camisa mal abrochada, aun cuando Ariah habría
jurado que se la había abrochado con esmero. Regresaba del colegio con el aspecto de
un pilluelo callejero, desaliñado, con manchas antiguas de comida en los pantalones,
cuando Ariah le había enviado con pantalones recién lavados y planchados. Parecía
que siempre llevaba los zapatos sucios de barro, incluso aunque hiciera buen tiempo.
A menudo los llevaba desabrochados; de hecho, tropezó un día con sus pies
desproporcionadamente largos, se cayó por las escaleras y se hizo un gran corte en la
barbilla, que poco a poco se fue convirtiendo en una cicatriz blanca, parecida a un
fósil. En aquel clima de cielos cambiantes, lluvias repentinas, aguanieve, granizos, en
el que los nativos sanos parecían haber desarrollado anticuerpos para los resfriados y
la gripe, el pobre Chandler siempre sufría dolencias respiratorias y gripe estomacal.
Tuvo unas fiebres repentinas por pura perversidad, consciente de que su madre tenía
terror a la meningitis y la polio. Sin embargo, con una temperatura de 39 grados,
Chandler insistió en caminar ocho manzanas para ir a la escuela bajo la lluvia porque
temía «quedarse atrás»; protestó tanto que Ariah tuvo que ceder.
—Pero si vuelves con meningitis o polio, señor don Chandler Burnaby, tú mismo
irás a urgencias y te cavarás tu propia tumba, y en tu lápida podrás esculpir:

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sabelotodo. Yo me lavo las manos.
Dirk regañaba a Ariah por preocuparse demasiado por el niño, porque le
acomplejaba respecto a su salud, que era buena, él y Royall rebosaban de salud. Ariah
protestaba:
—¿Quién se preocupará por ese niño si no su madre? ¿A quién le importará si ese
niño vive o muere excepto a su madre? Porque su madre es la única a la que le
echarán la culpa si no. Si no vive.
Dirk se reía de ella, era divertida como Lucille Ball en la serie de televisión, otra
pelirroja pero no tan belicosa y aguda como Ariah.
—Ariah, ¿qué va a ocurrirle a Chandler? Es un niño absolutamente sano y
simpático. Un poco escuálido, tal vez.
Ariah se encendía:
—¿Me estás acusando de que nuestro hijo pesa menos de lo normal? ¿De que está
desnutrido? No come, siempre tiene la nariz en algún libro. Quizá tenga la solitaria.
Peor aún: Chandler era un niño distraído. Mientras que Royall te clavaba la
mirada con intensidad, sonreía y ladeaba la cabeza y empezó a «hablar» a los veinte
meses, y a los tres había aprendido a dar la mano a las visitas de sus padres y a
preguntar cómo estaban, Chandler a menudo se perdía en una bruma de pensamiento
interior; casi se oía el zumbido de la maquinaria de su cerebro. Paseaba por la ciudad
o iba a la garganta del Niágara en lugar de ir directamente a casa al salir del colegio,
y regresaba con una patrulla del departamento de policía de Niágara Falls, o con
extraños con placas de matrícula de otro estado. No estaba permitido el paso de niños
pequeños sin la compañía de adultos por las pasarelas de la garganta, en especial
estaba prohibido cruzar a la isla Cabra, pero por supuesto Chandler Burnaby aparecía
exactamente en estos lugares; después decía que «solo estaba explorando. Viendo lo
que hay allí». En una ocasión, cuando empezaba cuarto grado, apareció en el centro
de la ciudad, en la Biblioteca Pública de Niágara Falls, donde los bibliotecarios le
encontraron no en la sala infantil donde debería estar, sino en la de adultos,
«escondido» entre libros «no dirigidos a ojos infantiles». Por supuesto, llamaron a su
avergonzada madre para que se lo llevara a casa. Ariah se puso furiosa con el niño,
pero suponía que veía la parte humorística de la situación.
—Si vas a escaparte de casa, jovencito, tendrás que ir mucho más lejos que el
centro de la ciudad.
Chandler se disculpó, pero de un modo tan suave y vago que Ariah supo que
apenas escuchaba sus propias palabras.
Lo que más la exasperaba era pillarle leyendo cuando se suponía que estaba
dormido. Chandler se hacía una pequeña tienda de campaña con las sábanas y se
acurrucaba debajo con una linterna, leyendo y sin duda perjudicándose la vista.
—Si algún día necesitas gafas, no vengas a quejarte a mí. Y si le quedas ciego,
jovencito, puedes coger una lata e ir a pedir limosna por las calles. Pero no vengas a
pedirme nada a mí.

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(Chandler se encogía con ojos como platos al ver su furia. Pero Ariah sonreía
enseguida y lo estrechaba contra su pecho).
—Eh, cariño, venga. Mamá te quiere.

4
«Una hija. Entre estos varones rapaces. Y nuestra pequeña familia será completa».
Ariah esperaba.

5
—¡Es ridículo! Peor que los cuentos de hadas.
De vez en cuando, mientras empujaba el cochecito del bebé por Luna Park,
deteniéndose a hablar bajo los espléndidos y altos plátanos con otras madres o
niñeras, con su vivo estilo parlanchín a lo Lucille Ball que enmascaraba el desprecio
secreto que sentía no solo por la compañía que tenía en semejantes ocasiones
(mientras su gregario esposo abogado Dirk Burnaby tenía una compañía muy
diferente), sino por su falsa y alterada personalidad, Ariah escuchaba anécdotas de la
Recién Casada Viuda de las Cataratas. Pero nadie recordaba el nombre de la bella
joven pelirroja que había estado buscando en la garganta del Niágara durante siete
días y siete noche a su esposo perdido, condenado, que se había hundido en las
cataratas Herradura y había muerto. Nadie sabía decir con certeza si la tragedia había
ocurrido pocos años atrás, hacía veinticinco años, cien años.
Una joven niñera húngara aseguró a Ariah que el fantasma de la Recién Casada
Viuda aún velaba.
—En las noches de niebla. Y solo en junio. Dicen que si la ves no le hables, y
huirá. Pero si te quedas callada, puede que venga a por ti.
Ariah se rio. Una astilla de hielo pareció penetrar en su corazón, qué absurdo era
esto.
Ariah se rio, escondiendo la cara. En su bonito cochecito de bebé, el pequeño
Royall se agitaba y daba patadas.
Educadamente, Ariah preguntó a la muchacha húngara si alguna vez había visto a
la Recién Casada Viuda. La joven negó con firmeza con un gesto de la cabeza; tenía
el pelo recogido en tíos gruesas trenzas.
—Soy católica, y no hemos de creer en fantasmas. Es un pecado creer en
fantasmas. Si viera un fantasma, cerraría los ojos. Si los abriera y el fantasma siguiera
allí, huiría corriendo.
La muchacha sonrió y se estremeció, pues todo esto era muy real para ella.

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Ariah dijo, amablemente escéptica, como si hablara a una niña muy pequeña:
—Pero ¿por qué, Lena? ¿Por qué huir? La pobre Recién casada Viuda está
muerta, ¿no?
La muchacha dijo con impaciencia:
—El fantasma está muerto, sí, pero no está donde debería.
Es un alma condenada. Eso es lo que es un fantasma. Por eso huiría de ella,
señora Burnaby, ¡ya lo creo!

Ariah tenía que admitirlo: ella también huiría. Si tuviera opción.

Chandler regresaba a casa del colegio de Luna Park contando historias que a Ariah le
ponían la piel de gallina.
Mucho tiempo atrás, los indios ongiara hacían sacrificios en el río Niágara sobre
la garganta. Cada primavera llevaban a una niña de doce años a los rápidos sobre la
isla Cabra, localmente conocida como el Límite, y la colocaban en una canoa con su
vestimenta nupcial; después un sacerdote de la tribu la bendecía y la soltaba, y la
canoa era impulsada hasta las cataratas Herradura; la muchacha era entonces la novia
del dios del Trueno que vivía en las cataratas.
Chandler dijo con excitación:
—Por eso hay fantasmas en las cataratas. En la neblina a veces puedes verlos. Por
eso la gente quiere arrojarse a las cataratas, es el dios del Trueno. Tiene hambre.
Ariah sintió un escalofrío. Claro que era cierto. O había sido cierto en otro
tiempo.
Pero miró a su joven e impresionable hijo con aire burlón. Uno habría pensado
que estaba furiosa con él.
—Tonterías. No es tan romántico y mítico si sabes que eso a lo que llamaban
sacrificios probablemente eran niños a los que nadie quería: huérfanos o niños
tullidos. Niñas que no servían para nada.
Ariah habló con pasión. Chandler la miró boquiabierto. Una inteligencia adulta
vuelta ferozmente sobre un niño de nueve años, un obús haciendo pedazos a un
colibrí. Sin embargo, hay colibríes que son la peste y merecen que se les haga
pedazos.
—Los rituales de sacrificio. El asesinato ritual, convertirse en la novia del dios
del Trueno, todo eso son formas fantasiosas de hablar de simple asesinato.
Ignorantes, primitivas, supersticiosas. Como casar a una virgen de doce años con un
hombre de verdad, pero peor. Los valientes indios, maldita sea, deberían haber sido
arrojados al río Niágara también. A ver lo valientes que eran, los muy bastardos.
Podrían haber tenido una gran asamblea con su compañero el dios del Trueno en el
remolino. —Ariah hizo el gesto de escupir, tan sulfurada y disgustada estaba.

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Era extraño: los ojos de Chandler no tenían color. A veces tenían el reluciente no
color de las escamas de los peces, a veces eran de un marrón como el del barro de los
pantanos, o castaño verdosos. Cuando Ariah le miraba a la cara, en ocasiones como
esta, los iris de Chandler parecían encogerse. (Ariah lo sabía. Cada vez era más
miope. Para hacerle daño a ella).
—Cielo, mamá solo está intentando enseñarte. No te creas todo lo que oigas en tu
vida.
Chandler asintió, como podría hacerlo un perro al que han dado una patada. Al
menos el niño estaba aprendiendo. Estaba aprendiendo no solo a obtener
sobresalientes en el colegio, sino a ser reflexivo, escéptico. Estaba aprendiendo a
cuidar de su madre, que estaba condenada.

6
Esos eran tiempos felices. Ariah lo sabía.
Los días cálidos de primavera sacaba a Royall a la calle. Por Luna Park, por
Prospect Park, junto a la brumosa garganta del Niágara, lo que el pequeño parecía
encontrar infinitamente emocionante. Ya a la edad de diez meses Royall sabía andar
si Ariah le sujetaba la mano con fuerza. Ella daba vueltas con orgullo por el mirador
del centro de Luna Park; el regordete chiquillo de pelo rubio se tambaleaba y
abalanzaba y daba grititos de excitación al lado de su madre, que no cesaba de
murmurarle palabras de aliento.
—Sí, cielo. Así, así. Muy bien. ¡Aúpa! Ahora de pie otra vez, Royall. Qué mayor
es Royall, qué bien sabe andar.
A Royall se le encendían los ojos, sin exagerar, cuando algún observador aplaudía
sus esfuerzos y le alababa.
Pronto las otras madres y niñeras de Luna Park conocieron a Royall por su
nombre.
Royall, el guapo y maravilloso chiquillo de los Burnaby.
A Ariah se le henchía el corazón de amor hacia el niño. Ahora que había superado
su exigente infancia, ahora que estaba desarrollando una personalidad distinta, sentía
hacia él una ternura que no había sentido hacia su hermano mayor. Mientras Chandler
parecía encogerse ante el mundo como si le abrumara su profusión, Royall miraba y
parpadeaba y reía e invitaba a más.
Ariah se sentía sobrecogida. Aquel niño parecía saber que el mundo era bueno
con él. Que le adoraba. Que siempre le ofrecía más.
Al salir de casa con Royall para su expedición matinal, Ariah a veces oía a
Chandler pedirle de lejos:
—Mamá, ¿puedo ir yo también?

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Ariah había olvidado que era verano y Chandler no tenía colegio. O había
olvidado que Chandler estaba en casa. Sentía entonces una punzada de culpabilidad y
decía enseguida:
—Claro que sí, cielo. Creíamos que no te apetecería. Tú puedes empujar el
cochecito.
Porque mientras Royall tenía fuerzas, caminaba al lado de Ariah; cuando se
cansaba, Ariah le ataba al cochecito y lo empujaba. A menos que tuviera una clase de
piano, no tenía prisa por regresar al número 7 de Luna Park. Si en su ausencia sonaba
el teléfono o el timbre de la puerta, ¿qué importaba?
Dirk se quejaba de que a veces era difícil contactar con Ariah. Ella había decidido
que no quería ayuda en casa. Ni siquiera una niñera para que la ayudara con Royall;
no, gracias. Ariah era la única niñera que Royall precisaba.
Era un fresco y luminoso día de otoño cuando Ariah se sintió arrastrada hacia
Prospect Park. Caminaba con su impaciente cachorrito Royall, que se abalanzaba y
había que frenarle; había que llevarle en los fuertes brazos de Ariah al cruzarlas
calles, y al subir las colinas, mientras Chandler empujaba con pericia el cochecito.
Eran mamá y dos hijos. Faltaban papá y la niña.
Juliet, la llamaría Ariah. ¿Había un nombre más bonito que Juliet?
En el instituto, Ariah estaba convencida de que su vida había empezado a ir mal
cuando sus padres la bautizaron con aquel nombre tan ridículo. El de una vieja tía
soltera de su padre, muerta mucho tiempo atrás.
No habían caminado media hora cuando a Ariah empezaron a salirle ampollas en
los dos talones de los pies. Maldita sea, se había puesto unos zapatos inadecuados. En
la hierba podía andar descalza; en el pavimento iba con cuidado con lo que había en
el suelo, colillas mal apagadas, piedrecillas y fragmentos de cristal. Y había tales
enjambres de turistas cerca de las barandillas que daban al río que corría peligro de
que la pisaran. Así que Ariah se sentó a una mesa de pícnic con Royall mientras
Chandler iba corriendo a buscar refrescos para todos. Tenían la costumbre de tomar
un refresco cuando hacían estas expediciones. Estaban junto a los turbulentos rápidos
superiores, cerca del puente peatonal que conectaba con la isla Cabra. En el puente
los recién casados se hacían fotografías. Una familia de individuos corpulentos,
riendo y hablando con acento del Medio Oeste, pasó en tropel. Ariah quería
advertirles que no subestimaran las cataratas solo porque era mediodía y había ruido.
Por debajo del ruido se percibía algo más fino, como una vibración. Si se miraba con
atención se veían arcos iris fantasmales que guiñaban el ojo y relucían sobre el río.
Ariah se estremeció, y sonrió. El rugido de las cataratas Americanas, tan cerca,
pareció penetrar en su alma.
«Es una época feliz. Tienes treinta y nueve años. No tendrás estos hermosos hijos
pequeños para siempre».
(¿Había hablado Dios con Ariah, esta vez? Lo pensó. Pero no estaba segura).
Bueno, era así. Los niños crecían deprisa. Casi todo el mundo con quien Ariah se

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veía, amigos y socios de Dirk, tenían hijos mucho mayores que los Burnaby. Algunos
de estos niños eran prácticamente mayores.
Ariah pensó cuánto lo desaprobaría aquella gente, que miraba a la excéntrica
esposa de Dirk Burnaby con desagrado, si supiera lo mucho que deseaba tener otro
bebé. ¡Vaya, otro más!
Chandler regresó con sus refrescos fríos. Pero Royall estaba demasiado nervioso
para beber más de unos sorbos. Rebosante de energía, empezó a correr en círculos en
la hierba, lanzando chillidos, tropezó y cayó y se levantó él solo, y dio otra vuelta
corriendo, incansable. Su fino pelo rubio relucía a la pálida luz del sol. Sus rollizos
bracitos perfectamente formados le ayudaban a mantenerse en precario equilibrio.
Qué instintivo era ese niño; observarle resultaba fascinante. La llama de la vida
siempre parecía estar en la superficie del ser de Royall; el firme correr de su sangre
por las venas le calentaba la piel. Nadie podía confundir a este niño con una niña, a
pesar de su cabello ondulado. Ariah recordaba que la noche anterior le había bañado
como cada día antes de acostarse; había jugado salpicando agua en el suelo y hacia
ella. Al lavarle con suavidad se había dado cuenta, no por primera vez, de que
contemplaba somnolienta su blando y pequeño pene que flotaba en el agua jabonosa.
Tan limpio, tan bien formado. Y los saquitos de carne que le servían de cojín. (Esos
sacos, en el varón sexualmente maduro, ¿contenían el semen, el esperma? Ariah no
sabía lo suficiente de anatomía masculina. Habría podido preguntárselo a Dirk, en
otro tiempo). Qué extraño que Royall tuviera la capacidad de perturbar a su madre,
mientras que Chandler no. Porque el sexo de Chandler no era más que un apéndice de
su delgado y torpe cuerpo, un cuerpo que a Ariah le recordaba al suyo, mientras que
en Royall el sexo era el centro de su compacto cuerpecito. El sexo era la punta de su
ser, o algún día lo sería. La virilidad de su padre renacida. Pero qué extraño y
perturbador era en un niño tan pequeño.
—¡Royall! Acabarás con fiebre.
Al fin Royall se cansó de correr en círculos y de gritar como un cachorro
enloquecido, pero siguió incansable, empujando a Ariah cuando ella intentó cogerle
en brazos para que durmiera una siesta en el banco del parque con ella. ¡No, no!
Royall no estaba dispuesto a dormir una siesta. Así que Chandler se ofreció a pasearle
en el cochecito por el parque; Ariah le sentó y le ató en él, y le colocó bien su
pequeña gorra de béisbol con visera, pues, como su papá, Royall era propenso a
quemarse con el sol. Ariah advirtió a Chandler de que no empujara a su hermano
demasiado rápido, que no fuera demasiado lejos y sobre todo que no fuera colina
abajo. Les gritó cuando se alejaban: «¡Y no os perdáis! ¿Me oyes?». Pero el rugido de
las cataratas hacia las que Chandler se dirigía era tan fuerte que sus palabras
quedaban fuera del alcance de su oído.
En cuestión de segundos, Chandler y el cochecito desaparecieron entre una
multitud de turistas cargados con cámaras, que se encaminaban hacia el crucero Maid

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of the Mist. A poca distancia, una bandera estadounidense colocada en un alto mástil
ondeaba al viento en el borde de la garganta.
«Gracias a Dios por estas maravillas».
Ariah suspiró, bostezó, se desperezó como un gran gato perezoso y se tumbó en el
banco del parque a tomar el sol. Movió los dedos de los pies, descalzos. Ah, esto era
el paraíso. Se lo merecía. ¡Estaba tan cansada! Bajo sus párpados cerrados danzaban
cometas.
El suelo de cemento junto al río estaba mojado por las salpicaduras del agua. Pero
había barandillas de protección, por supuesto. Mezclados con familias de turistas,
Chandler y el cochecito parecían pertenecer a ellas. Nadie le identificaría como un
niño de nueve años que iba solo empujando el cochecito de su hermano menor sin
que su madre estuviera cerca. Estas normas del parque no eran aplicables a un niño
tan maduro y astuto como Chandler.
Ariah notó que le iba entrando un sueño ligero. Se hallaba en una canoa sobre los
rápidos, en una corriente solo moderadamente veloz. De vez en cuando oía gente que
pasaba cerca, levantaba la voz y reía. Una lengua que no identificaba, ¿era francés?
(¿Aquellos extraños la miraban? ¿Hacían comentarios groseros sobre ella? Una mujer
pelirroja y pecosa con facciones austeras que parecía delgada y joven como una
muchacha hasta que te acercabas y veías el cabello con hebras blancas y finas arrugas
en su rostro. Los tendones en su cuello blanco. Sin embargo, la mujer sonreía, ¿no?).
Pensaba en cuántos años atrás, más de nueve años, había ido a Niágara Falls como
una recién casada ingenua, confiada. Sin saber nada del amor, del sexo. Sin saber
nada de los hombres.
Desde entonces, desde la muerte de su joven primer esposo al que ya no
recordaba con claridad, ni deseaba recordar, Ariah había recibido varias cartas de su
madre, la señora Edna Erskine. Ariah nunca había contestado a estas cartas. Para su
vergüenza, ni siquiera las había abierto. No se había atrevido. La última carta,
recibida cuando estaba embarazada de Royall, la había asustado tanto, como si se
tratara de una misiva de los muertos, que había escrito en el sobre: devuélvase al
remitente, dirección desconocida, y la había echado al buzón.
No le contó nada a Dirk, por supuesto. Como todas las mujeres, vivía su vida
secreta y silenciosa sin que la conociera su esposo, ni sus hijos.
¡Su esposo! Dirk Burnaby era su esposo, no el otro.
Sin embargo había momentos como este, en que se dejaba arrastrar por el sueño,
en que Ariah parecía no saber con claridad quién era el esposo.
No, sin lugar a dudas su esposo era Dirk Burnaby. Un hombre mucho más real
que la propia Ariah, si se medía su estatura, su rotundidad, su posición en el mundo.
Ariah no le había hablado a Dirk de la terrible visita de Claudine. Ni siquiera para
explicar su agitación posterior. El estupor causado por el alcohol en que la había
encontrado. Tampoco le había hablado de las acusaciones de Claudine. De que Dirk
estaba en deuda con ella, de que él jugaba, de que tenía amantes para las que habían

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hecho «cosas médicas»… «Una hija. Dame una hija antes de que sea demasiado
tarde».
Yaciendo en los fuertes y carnosos brazos de Dirk la noche anterior. Había estado
despierta, esperándole. Él había llegado tarde a casa: pasada la medianoche. Y había
estado bebiendo, Ariah lo sabía, y perdonaba. Su esposo estaba preocupado por algo
y Ariah se consolaba sabiendo que él no la implicaría. Porque también Dirk Burnaby
debía tener su vida privada. Su vida secreta. Y su trabajo como abogado, de muy
poco interés para Ariah, formaba el grueso de esa vida. Ella no era la mujer con la
que debería haberse casado, era evidente. Había visto su cara cuando, en compañía de
sus amigos y sus respectivas esposas, ella, la señora Burnaby, hacía uno de sus
comentarios fríamente enigmáticos, o, más desconcertante aún, no decía nada en
absoluto. Ariah era capaz de estar sentada en una cena mirando fijamente al vacío y
tamborileando con los dedos sobre la mesa (en realidad, practicaba el piano sobre un
teclado invisible) mientras a su alrededor la gente conversaba. La última vez que
había acudido al l’Isle Grand Country Club, Ariah se había separado del resto del
grupo y había localizado un piano en un salón de baile, se había sentado y tocado con
suavidad, somnolienta, piezas de su infancia que le habían gustado y por las que
había sido alabada exageradamente: el primer movimiento de la Sonata a la luz de la
luna del joven Mozart y mazurkas de Chopin de extraordinaria belleza; Ariah se
había ensimismado tanto que había olvidado dónde se encontraba, hasta que la
despertó con rudeza el burlón aplauso de los amigos de Dirk, Wenn y Howell, que
estaban de pie sonriendo detrás de ella. Por fortuna Dirk entró en la sala en aquel
momento también. Ariah, dolida, humillada, simplemente huyó. «Pero me vengaré de
vosotros. Algún día».
La noche anterior había tenido uno de esos momentos en que tenía ganas de
llorar. No es que fuera desdichada, solo tenía ganas de llorar. Sabía por las otras
madres del parque (¡la mayoría mucho más jóvenes que Ariah!) que todas tenían
ganas de llorar de vez en cuando, si eres mujer te está permitido. En realidad, Ariah
era feliz. Yaciendo en brazos de Dirk lloraba de pura felicidad. ¿Por qué? Sus hijos
eran unos niños tan hermosos. Nadie se merece unos niños tan hermosos.
—Pero cariño —murmuraba Ariah, hundiendo la cara en el cuello del pijama de
franela de Dirk—, también necesitamos una hija. ¡No podemos abandonar!
Necesitamos una hija para que nuestra familia sea completa.
Ariah se mantenía rígida, procurando no temblar, mientras Dirk se preparaba para
hablar. Porque habían hablado de este tema muchas veces. Como preludio al ir a
hacer el amor de un modo muy diferente de como lo hacían en los primeros años de
casados, cuando era espontáneo, juguetón, ardiente. Ahora, cuando hacían el amor,
Ariah se aferraba a Dirk con un aire de determinación, de desesperación. Su rostro
tenso mostraba el perfil del cráneo que había debajo. Su boca hacía una mueca de
angustia, ponía los ojos en blanco. En esas ocasiones Dirk casi parecía tener miedo de
ella. Un hombre temeroso de una mujer que resultaba que era su esposa. Él suspiraba

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y acariciaba la cálida frente de Ariah como para aplacarla. Estaba tan profundamente
enamorado de Ariah que ya apenas podía verla; al igual que alguien es incapaz de ver
su propio reflejo en el espejo cuando se encuentra demasiado cerca.
—Claro que también me gustaría tener una hija. Pero ¿crees que es prudente
probarlo a nuestra edad? ¿Y si tenemos otro niño?
Ariah se ponía tensa. Se reía.
—Mi edad, quieres decir —lo decía a la ligera para disimular el dolor que sentía.
Por la mañana decía, besándole con pasión:
—Otro niño, ¿por qué no? Tendremos un equipo de baloncesto.
Ariah sonreía, dejándose deslizar río abajo al sol. Pensando en esto.
Porque, después de todo, anoche habían hecho el amor. Ella, la mujer, inclinada a
concebir, se había salido con la suya otra vez.
«¡Una hija! Llévate a mis hijos y dame una hija en su lugar, jamás volveré a pedir
nada, Dios mío, lo juro».
—¿Señora? Despierte, señora.
Una voz áspera, urgente. ¿De quién?
Ariah estaba despierta, sin embargo de alguna manera tenía los ojos cerrados.
Qué tenso sentía el corazón mientras intentaba trepar por los empinados muros de
granito, mojados y relucientes, de la garganta. Alguien le estaba hablando en voz alta.
—Señora. Por favor.
Ariah notó que la zarandeaban por el hombro. ¿Qué era esto? Un extraño que se
atrevía a tocarla, en aquel lugar público donde estaba tumbada indefensa. Abrió los
ojos.
Balbuceó, presa del pánico.
—¿Qué… ocurre? ¿Quién es usted?
«Ha ocurrido. Ahora».
Un extraño hablaba con ansia a Ariah, mientras ella hacía esfuerzos para
incorporarse y ponerse de pie. (Pero ¿por qué iba descalza? ¿Dónde estaban sus
zapatos?). Apresuradamente se arregló la ropa y se pasó las manos por el pelo
alborotado. Un hombre joven con uniforme verde oscuro, un encargado del parque, le
habló con severidad, lo que a Ariah le pareció muy mal, pues ese hombre era más
joven que ella.
—Señora, ¿estos niños son hijos suyos? Estaban solos en la isla Cabra.
Chandler se acercó a su madre, avergonzado. Y en el cochecito, atado, con la
pequeña gorra de béisbol torcida en la cabeza, estaba el bebé. Oh, ¿cómo se llamaba?
Royall. «Un nombre sacado del periódico, el sonido me llamó la atención. Royall
Mansión, un purasangre ganador». Ariah miró fijamente a los niños como si no les
hubiera visto en mucho tiempo. Pero ¿adónde habían ido? ¿Cuánto tiempo había
transcurrido? ¿Por qué Ariah, la esposa de Dirk Burnaby, estaba descalza en aquel
lugar público y un impertinente extraño la regañaba?

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—Sí, claro que son mis hijos —dijo Ariah acaloradamente—. Chandler, ¿dónde
habéis estado? Me has tenido muy preocupada. Te he dicho que no fueras lejos.
Chandler se disculpó en un murmullo mientras el encargado del parque
contemplaba la escena con aire dubitativo. Casi se diría, por la expresión de su cara,
que no creía que Ariah fuera la madre de aquellos niños. La camisa a cuadros rojos
mal abrochada de Chandler y sus anchos pantalones caqui estaban mojados por las
salpicaduras del agua. Tenía el aspecto de un pilluelo de calle, no del hijo de Dirk
Burnaby de Luna Park. Ariah quería sacudirle, bien fuerte. Y ahí estaba Royall, que
no parecía él sino el bebé de cualquiera, cayéndole los mocos y la baba. Su rostro era
como una suave pasta de pan que ha perdido su forma. Su energía demoníaca parecía
haber desaparecido; estaba pálido, como mareado, y apenas podía mantener los ojos
abiertos.
Oh, Dios mío. A pesar de la gorra protectora parecía que la naricita de Royall se
había quemado con el sol.
Ariah estaba regañando a Chandler, la había desobedecido otra vez. Se había ido
demasiado lejos. ¡No era de fiar! El encargado del parque escuchaba con un irritante
aire de severidad, meneando la cabeza. Quién se creía que era, ¿el FBI? Ariah llegó a
la conclusión de que si tuviera poder para arrestarla o ponerle una multa ya lo habría
hecho, lo cual era un alivio. Royall despertó de su trance y se puso a llorar con
fuerza.
—¡Ma-mi! ¡Ma-mi!
Ariah se apresuró a arrodillarse delante de él y le cogió en brazos.
—Cariño, mamá está aquí.
Y allí estaba mamá.

Mamá y Chandler empujaron el cochecito de nuevo hasta Luna Park, tarareando


«Little Baby Bunting». Royall, agotado de tanto llorar, dormía.

7
—Señora Burnaby. ¡Buenas noticias!
Pero ¿qué era? El corazón de Ariah se volvió seco, poroso y se resquebrajó como
un terrón de arcilla seca.
—Doctor. Oh, Dios mío. Gracias.
Claro que estaba asombrada, atónita de alegría.
Ariah calculó que ya estaba embarazada el día en que se tumbó al sol en el banco
de Prospect Park. Soñando, dejándose llevar. De alguna manera lo sabía: sabía algo.
Ya había empezado a fluir la más profunda primavera de su felicidad.

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Juliet nacería a finales de mayo de 1961.
«Mi pequeña familia, completa».

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Antes…

A él la mujer le parecía un buitre. Cerniéndose en el borde de su visión.


Encaramado, encorvado, mirándole fijamente sin parpadear. Aguardando.
Ella era la Mujer de Negro. Le estaba observando, esperando para abordarle. Era
paciente, insistente. Le esperaba. Esperaba a que Dirk Burnaby flaqueara. Tenía su
nombre, y tenía su número. Él temía que fuera a su casa de Luna Park.
Aunque su recepcionista le había dicho a Dirk varias veces el nombre de la mujer,
él lo había olvidado casi al instante.
Así imaginaba él la Muerte. Un buitre con un ojo infalible y una paciencia
infinita. Así imaginaba él su conciencia, a cierta distancia de su vida.
«No te involucres. Por el amor de Dios».
«Es lo último que necesitas, Burnaby».

—Madelyn, haz el favor de explicárselo a esa mujer otra vez, «verdaderamente lo


siento». «Lamento sinceramente» no poder atenderla, y no puedo pensar en aceptar
otro caso. Ahora no, con el montón de casos que tengo. «Esta clase de litigios por
daños personales no es el fuerte del señor Burnaby».
Madelyn, que llevaba once años como recepcionista del señor Burnaby, conocía
la expresión «el fuerte»: era una de las preferidas de su jefe, de momento. «Fuerte»
refiriéndose a especialidad; una parcela de trabajo en la que uno lo hace muy bien.
«Fuerte» refiriéndose a lo que Dirk Burnaby el abogado sabe que puede hacer con su
habitual habilidad y astucia, y ganar.
En otra ocasión dijo:
—Madelyn. No. Haz el favor de devolverle este material. Explícaselo, por favor,
otra vez. «El señor Burnaby sinceramente lamenta», etcétera. Esta clase de pleitos no
es lo que yo hago, y de todos modos tengo encargos para años.
Madelyn vaciló. Claro que haría lo que el señor Burnaby le pedía. Al fin y al
cabo, era empleada suya. Había estado enamorada de él, todos esos años. Pero su
amor era de esa clase que no espera ser correspondido, ni siquiera ser reconocido.
—Pero, señor Burnaby, ella me preguntará: «¿Ha leído mi carta? ¿Ha mirado las
fotografías, al menos?». ¿Qué tengo que decirle?
—Dile que no.
—¿«No», simplemente «no»?
—No, no he leído su carta y no he mirado las fotografías.
Se estaba exasperando, irritando. Empezaba a perder la famosa compostura
Burnaby. Empezaba a sentirse como un hombre perseguido. Lo que más le sorprendía
era que justo Madelyn le mirara fijamente con aquella expresión de disculpa y

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reprobación; como si, independientemente de él, ella se hubiera formado una opinión
propia sobre este tema.
—Oh, señor Burnaby, solo quiere verle unos minutos. Lo ha prometido. ¿Tal
vez… debería hacerlo? Ella es una mujer tan… —Madelyn se interrumpió,
sonrojándose por su audacia, buscando la palabra más exacta y persuasiva— sincera.
—Las mujeres sinceras son las más peligrosas. ¡Dios nos libre de ellas!
Retrocediendo, retirándose a su despacho interior, Dirk logró hacer reír a
Madelyn. Pero era una risa crispada, que sonaba triste. Una risa que indicaba «me ha
decepcionado, señor Burnaby».

El buitre. La Mujer de Negro. Se había aficionado a esperar a Dirk Burnaby en el


vestíbulo del edificio donde estaba su oficina. En la escalinata exterior. En la acera.
Incluso cuando caía una fina llovizna, incluso al anochecer, cuando él se había
quedado a trabajar hasta tarde sin intención de esquivarla, simplemente había
trabajado hasta tarde, absorto.
Por el rabillo del ojo él la veía, la oscura figura que rondaba cerca; no la miraba
de cerca, no establecía contacto visual, antes de que ella pudiera pronunciar su
nombre él se había vuelto, se alejaba con rapidez.
Él lo sabía. No quería involucrarse. No quería dejarse llevar por la compasión, o
por la piedad.
Si ella le llamaba, él no la oía.
«No. No lo haré. No puedo».
Desde que se había enamorado de Ariah y casado con ella había dejado de pensar
en sí mismo como una romántica figura solitaria que cruzaba el alambre. ¡Un alambre
sobre un abismo! Ya no, ya no era ese hombre. Nunca había sido ese hombre. El
destino de su abuelo Reginald Burnaby en las cataratas no sería el suyo. Estaban en
1961, no en 1872. Dirk Burnaby ahora no estaba solo, jamás volvería a estar solo.
Había sellado su destino. O, más bien, su destino le había sellado a él.
Ariah confiaba en él.
—¡Ahora estamos a salvo, cariño! Aunque se nos lleven uno, nos quedan dos. Si
tú me abandonaras —se rio con una risa ronca, burlándose de su propio miedo—, me
quedarían tres.
Dirk se rio, pues estos comentarios de Ariah se le antojaban caprichosos, hechos
para divertir. Tenían la costumbre de que Dirk meneaba la cabeza fingiendo
severidad.
—¡Ariah! Qué cosas dices.
—Bueno. Alguien tiene que decirlas.
La respuesta de Ariah fue brillante, valiente. Sus ojos verde vidrioso, su palidez y
el cabello pelirrojo que le daba, a los cuarenta años, el aspecto de una mujer joven y
bisoña. Después de más de una década de vivir con Ariah, Dirk creía que comprendía

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a aquella mujer menos que al principio. Se peguntaba si esto podía ser cierto en
cualquier mujer.
Por supuesto, Ariah no era cualquier mujer.
Él consideró las palabras que Ariah había pronunciado: «Ahora estamos a salvo».
¿Qué significaba esto? ¿Era el principio básico de la vida doméstica, de la terrible
necesidad de propagar la especie? El deseo humano, como en un cuento de hadas, de
vivir más que lo que dura la vida propia, a través de los hijos. Vivir más de lo que a
uno se le ha asignado, e importar. Importar muchísimo a alguien.
No estar solo. Ahorrarse la posibilidad de conocerse uno mismo, en soledad.
Él era un hombre casado, de cuarenta y tantos años, un hombre profundamente
enamorado de su esposa. Un hombre que había engendrado hijos a los que amaba. Un
ciudadano responsable de su tiempo y lugar. «De quién soy no cabe duda. Ya no. Lo
sé».
A veces este amor venía con tanta fuerza que casi no podía respirar. Sentía una
opresión en el pecho. Sus hijos pequeños, su hija, aún un bebé. Los ojos de la madre
se alzaban hacia los de él con aire de triunfo; sin embargo, un triunfo temible,
peligroso. «Ahora ellos son mi cuerda floja —pensaba Dirk con ternura—. A menos
que sean mi abismo».

Aquella mujer, la Mujer de Negro, había acudido a otros abogados de Niágara Falls.
Durante semanas había ido de bufete en bufete. Era extraño que hubiera acudido a
Dirk Burnaby tan tarde: él suponía que sabía que no podía permitirse pagar lo que él
cobraba, no era probable que pudiera pagar los honorarios de ningún abogado con
bufete en el edificio donde se encontraba el suyo. A esta nueva torre se la llamaba
Two Rainbow Square, y estaba situada el centro de la ciudad, en Rainbow Boulevard
con Main Street.
Había presentado su caso al Departamento de Salud del condado de Niágara.
Había intentado hablar con el editor del Niágara Gazette, y en realidad había hablado
con un periodista. Rápidamente se corrió la voz por la ciudad, que, a pesar de su
floreciente población de obreros de fábrica y trabajadores manuales, era una
comunidad pequeña y cerrada. Su núcleo, aquellos individuos que tenían poder y que
importaban, estaba formado por menos de cincuenta personas, todas ellas hombres.
Dirk Burnaby se hallaba entre esos hombres, claro. Y la mayoría de ellos eran amigos
suyos, o conocidos. Hombres de generaciones mayores habían sido amigos o
conocidos de su padre, Virgil Burnaby. Dirk pertenecía a los mismos clubes privados
que ellos. Sus mujeres le adoraban.
Cómo podía explicar a la Mujer de Negro: «Mis amigos son sus enemigos. Mis
amigos no pueden ser mis enemigos».
Dirk no conocía los detalles de la denuncia que esta mujer desesperada esperaba
presentar contra la ciudad de Niágara Falls, salvo que tal denuncia no tenía ninguna

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posibilidad de resolverse a su favor, o ni siquiera de que algún juez la considerara en
serio. El rumor que corría era que su familia tenía graves problemas de salud,
posiblemente ella había sufrido abortos; o esto era lo que decía. Estaba intentando
organizar una asociación de propietarios de su barrio, en las proximidades de la calle
Noventa y nueve y Colvin Boulevard, para protestar por las condiciones de salud de
una escuela pública de la zona. Él había visto en el Niágara Gazette un artículo breve
y neutral bajo el confuso titular PADRES SE ORGANIZAN PARA PROTESTAR POR LA ESCUELA
DE LA CALLE NOVENTA Y NUEVE.
El alcalde de Niágara Falls, el buen amigo de Dirk «Spooky». Wenn, creía
firmemente que la Mujer de Negro —cuyo nombre también a él le costaba recordar—
era una «comunista conocida». En realidad, era hija de un notorio comunista, un
organizador del CIO, el Comité de Organizaciones Industriales, en los años treinta en
Tonawanda Norte, que había muerto en un enfrentamiento con esquiroles y la policía.
«Esta gente» había causado muchísimos problemas en el pasado. La mujer y su
marido, supuestamente un operario de una de las fábricas de plásticos, eran
«agitadores profesionales». Evidentemente, eran judíos. Recibían «órdenes de
Moscú». Habían estado involucrados en manifestaciones en Buffalo en la época de la
ejecución de los Rosenberg. Tal vez no estaban casados, sino que se habían «juntado»
como «parte de una comuna». Todo el mundo sabía que el comunismo era «ateo»,
eso era un hecho. Esa pareja tenía una hipoteca sobre un bungalow de la calle
Noventa y tres como «fachada». Con ellos vivían hijos de los que afirmaban que eran
suyos. Al igual que la mujer afirmaba que había tenido abortos, y que esto era culpa
de la ciudad, no suya. Afirmaba que sus hijos estaban enfermos debido al agua de la
ciudad, o al suelo, o al aire, o a la zona de juegos de la escuela pública de la calle
Noventa y nueve, ¿quién sabía todo lo que afirmaba? Ya había causado problemas en
la escuela y en el Departamento de Salud del condado de Niágara. Wenn habló
largamente, con vehemencia, como si la Mujer de Negro le hubiera amenazado en
persona. Eran las dos de la madrugada de un domingo, un interludio entre partidas de
póquer en la recién comprada casa colonial blanca de Stroughton Howell que daba a
la isla Buckhorn. Clyde Colborne, Buzz Fitch, Mike MacKenna, Doug Eaton, cuyo
hermano mayor estaba casado con la hermana de Dirk, Sylvia, y Dirk también
estaban presentes. Wenn dijo:
—¡Esos rojos! Como los Rosenberg, su sueño es derrocar el gobierno de Estados
Unidos y sustituirlo por comunas y el amor libre, de eso trata en realidad su queja. El
fin justifica los medios. Está claro como el día en Mi lucha del viejo Marx.
Stroughton Howell intercambió una mirada con Dirk, se rio y dijo:
—¿En El capital de Adolf también?
Wenn dijo, acalorado:
—No guardan en secreto sus intenciones, es lo que quiero decir. Es cuando van
por debajo, fingiendo ser ciudadanos corrientes, cuando son peligrosos.

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Dirk Burnaby estaba de un humor afable, tras haber bebido whisky de calidad y
obtenido una cantidad considerable de buenas cartas durante la velada, pero no tan
buenas para que sus amigos se desmoralizaran y le guardaran rencor al ver que
ganaba y volvía a ganar. Se saltó una mano. Percibía cuándo la suerte podía
escurrírsele de los dedos. Con la sagacidad del abogado, dijo:
—Lo que esa gente quiere es una compensación, una indemnización. Nada de
derrocar al gobierno de Estados Unidos.
¿Había hecho en serio este comentario rápido? Probablemente sí.
¿Y lamentaría haberlo hecho?

¡La Mujer de Negro! El buitre.


Antes la mujer tenía un nombre, antes era plenamente humana para él. Había sido
una amenaza. Le había hecho maldecir por lo bajo. «Maldita sea, no lo haré. Qué
pedazo de idiota soy si lo hago».

Dirk jamás sacaría el tema de la Mujer de Negro con Ariah. No voluntariamente.


Sabía que era mejor —¡para entonces ya tenía suficiente experiencia!— no discutir
nada problemático con su excitable esposa. Sus conversaciones podían comenzar con
normalidad, pero al cabo de unos minutos Ariah empezaría a alarmarse, a agitarse.
Durante los últimos años se había vuelto cada vez más ansiosa respecto al ancho
mundo que existía fuera de su casa de Luna Park. Se negaba a leer la primera página
del Gazette.
—Es obsceno saber demasiado si no puedes hacer nada por ello.
Se aislaba de cualquier mención de noticias extranjeras porque siempre eran
preocupantes. Se negaba a ver las noticias en la televisión, y de las revistas que
llegaban a la casa prefería el Saturday Evening Post, Ladies’ Home journal y
Reader’s Digest, no Life ni Time. En las reuniones sociales se excusaba con
brusquedad para dejar conversaciones que derivaban hacia temas desagradables,
como reminiscencias de la época de la guerra entre Dirk y sus compañeros veteranos.
(Un conocido de Dirk que había sido soldado había entrado en Dresde después del
famoso bombardeo. Otro, un banquero que tenía una casa frente al río en l’Isle
Grand, había estado presente en la liberación de Auschwitz). Ariah escuchaba con
morbosa concentración, mordiéndose el pulgar hasta que le salía sangre de la
cutícula, mientras Chandler describía el ejercicio de agacharse y ponerse a cubierto
(en el caso de un ataque atómico por parte de los soviéticos) en la escuela de Luna
Park. Incluso los reportajes de los niños que salían durante los simulacros para casos
de incendio la alteraban. Sin embargo, Ariah comprendía que era prudente hacerlo:
—Hay que estar preparado para lo peor.

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No obstante, si Dirk se ponía a hablar con preocupación del ejercicio de su
profesión, si hablaba del modo más natural sobre ello, el rostro de Ariah se ponía
tenso. Dirk sabía divertirla, a Ariah le encantaba divertirse. Quería que le contara que
el mundo que existía tras los muros del número 7 de Luna Park era una zona de locos
y bellacos. Si no eras ni loco ni bellaco, era que no formabas parte de ese mundo. Te
mantenías apartada, más arriba. O sea que Ariah podía divertirse, podía disolverse en
carcajadas. Le encantaba la forma en que Dirk imitaba a los jueces locales, a los
políticos, colegas de profesión y rivales. Tenía un sentido del humor deliciosamente
malicioso. Pero si Dirk empezaba a hablar en serio, se ponía tensa. Nunca preguntaba
por el resultado de sus casos por miedo, suponía él, de que le tuviera que informar de
vez en cuando de que había perdido; o de que no había ganado de manera tan
espectacular como él y sus clientes deseaban. Ella temía su fracaso, su humillación
profesional, su ruina. Temía que su madre le desheredara (aunque, como Dirk le
había dicho repetidas veces, no deseaba el dinero de su madre, y suponía que en
realidad estaba desheredado). Sobre todo parecía temer su muerte súbita (un ataque al
corazón, un accidente de coche), que desapareciera… que se desvaneciera. —Como
su primer marido—, suponía Dirk.
Salvo que, de forma extraña, Ariah ya no parecía recordar que había tenido un
primer marido antes que a Dirk Burnaby.
Después de que su segundo hijo naciera, y ocupara tanto espacio con su potencia
pulmonar y su infatigable energía, la elegante casa del número 7 de Luna Park se
quedó pequeña. Dirk no hizo caso de las protestas de Ariah y compró una casa más
grande, con cinco habitaciones, casi directamente al otro lado, en el número 22 de
Luna Park. La nueva casa era de la misma categoría que la otra, había sido construida
en los años veinte y tenía grandes estancias arriba y abajo, estaba hecha de piedra
arenisca, en una hectárea de tierra bordeada de olmos y pinos escoceses, una finca de
primera en esa parte de la ciudad. Aun así, Ariah se había mostrado terca a la hora de
mudarse. Había estado irritable y malhumorada durante semanas. Detestaba que, en
esa nueva casa, no tuviera más remedio que permitir que su esposo contratara a un
ama de llaves y a una niñera a tiempo completo.
—Supongo que debemos de ser ricos —dijo con sequedad—. Como todos los
Burnaby. Tentando al destino.
Dirk dijo:
—El destino nos viene a nosotros, Ariah. Seamos ricos o pobres.
Ariah se estremeció. Dio un cachete cariñoso a Dirk, clavándole sus uñas
mordidas en el brazo. En lo relativo a morbosidad, no quería que la desafiaran.

Lo que importaba era que la nueva casa de los Burnaby, como la antigua, se hallaba a
kilómetros de distancia de la calle Noventa y nueve y Colvin Boulevard, al igual que

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el colegio de Luna Park, donde Chandler estaba ahora en quinto grado, se encontraba
a kilómetros de distancia de la escuela pública de la calle Noventa y nueve.

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… Y después

Y no obstante sucedería: en septiembre de 1961 Dirk Burnaby aceptaría, después


de todo, la denuncia maldita. El proceso judicial fue inicialmente conocido
como el caso Olshaker, aunque tiempo después, y de forma más notoria, cuando se
aludía a él se hablaba del caso canal Love.
Rápidamente —¡con incredulidad!— el rumor se difundió por Niágara Falls, por
la muy unida comunidad legal en la que todos se conocían, o querían creer que se
conocían; por el ayuntamiento y el tribunal de justicia de la ciudad y del condado; por
el grupo social al que pertenecía Dirk Burnaby, o podría haber pertenecido si su
excéntrica esposa pelirroja hubiera sido más sociable. En algunos lugares la noticia
fue recibida con incredulidad, y en otros con indignación.
«¿Dirk Burnaby? ¿Está loco? Sin duda sabe que no puede ganar ese pleito».
Y: «¡Burnaby! Hay que reconocerlo, ese tipo tiene agallas».
Y: «¡Burnaby! Ese hijo de puta. Ese traidor a su clase. Es el fin de su carrera».

—El canal Love. Como diría Dirk Burnaby: «No es un canal. Nunca ha sido un
canal. Y no tiene nada que ver con el amor».

Creía que lo había decidido: no hablar con la Mujer de Negro. (Cuyo nombre parecía
incapaz de recordar). Rehuía a la impetuosa mujer cuando se atrevía a abordarle fuera
de su despacho y se negaba a devolverle las llamadas a su oficina, y hacia mediados
de junio de 1961 ella había dejado de intentar ponerse en contacto con él. Había
dejado de aparecérsele de aquel modo, como un buitre, que había empezado a
penetrar en sus sueños, a contaminarlos y a hacerle gemir en voz alta como un niño
asustado. Ariah, cuando le oía, le daba unos golpecitos para despertarle y preguntarle
qué le ocurría, ¿tenía una pesadilla?, ¿un ataque al corazón? Por la noche, en su cama
de la parte alta de la casa, Ariah, angustiada, le ponía la mano sobre el pecho, sobre la
peluda carne de la parte superior de su torso, húmeda y pegajosa por el sudor
producido por la pesadilla; donde, a unos centímetros en el interior de su cuerpo
estremecido, el corazón latía como el badajo de una campana.
Dirk murmuraba:
—No, Ariah. No me pasa nada. Vuelve a dormirte, cariño.
Había tomado una decisión, creía. En cualquier caso, la Mujer de Negro había
desaparecido de su vida. Si por fin había conseguido un abogado que se ocupara de
su caso, Dirk no se había enterado. Temía averiguarlo.

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Entonces, a finales de junio, cuando Dirk se dirigía en coche a su casa bajo una
tormenta repentina, bajo un cielo negro y turbio, y esperaba a que cambiara el
semáforo en el cruce de Main y Ferry, cerca del hospital St. Anne’s, vio a una mujer
joven y a una niña pequeña acurrucadas bajo un paraguas, esperando en una parada
de autobús. No llevaban impermeable, solo ropa de verano. La tormenta se había
formado con rapidez, como de costumbre: en cuestión de minutos la agradable
temperatura de junio había bajado unos siete grados. La lluvia caía con la fuerza del
fuego de una ametralladora, bajaba por las cunetas de las calles como un torrente de
agua sucia. La mujer se agazapaba sobre la niña tratando de sostener el paraguas de
forma que la protegiera, pero sin mucho éxito. Una lluvia malvada les azotaba,
cayendo casi horizontalmente. Dirk aparcó junto a la acera y gritó:
—¡Eh!, ¿quieren subir? Venga.
La mujer vaciló solo un instante antes de subir al asiento delantero del grande y
lujoso coche, acomodó a la temblorosa niñita en su regazo y dejó el paraguas en el
suelo. Estaba sin aliento y parecía un poco desorientada.
—Dale las gracias a este hombre tan amable, Alice. Señor, es usted un auténtico
samaritano.
Secó la cara de la niña, apartándole de los ojos los mechones húmedos de pelo
color castaño oscuro. El cabello de la mujer era muy negro, y lo tenía muy mojado.
Tendría unos veintiocho años y exudaba un aire de vigor, de actividad; su piel era
olivácea pálida, no iba maquillada, sus ojos eran oscuros y relucientes como
minerales; tenía ojeras, pero por lo demás, pensó Dirk, parecía estar bastante bien.
Dadas las circunstancias.
Ella, o la niña, olía a algo afrutado, como a chicle o a caramelo, mezclado de
forma discordante con olor a desinfectante.
Dirk preguntó educadamente adonde podía llevarlas; la mujer le dio una dirección
y se disculpó porque estaba muy lejos.
—¿Por qué no nos deja en la estación de autobuses, señor? Se lo agradeceríamos.
Algo en la dirección hizo dar un respingo a Dirk. No formaba parte de Niágara
Falls, lo sabía. Era aquella tierra de nadie de nuevas urbanizaciones de viviendas,
fábricas y almacenes, tierra toscamente excavada y árboles talados. Pero desde luego
acompañaría a aquella pobre mujer y a su hija a casa. Era lo mínimo que podía hacer,
en su caro y flamante Lincoln Continental color verde mar con neumáticos de banda
blanca, transmisión automática, interior tapizado en terciopelo que a Ariah le
recordaba, como había comentado varias veces, un lujoso ataúd. Sintió lástima por
aquella atractiva mujer y su hija, sin duda habían estado en el hospital, obligadas a
tomar autobuses urbanos con aquel mal tiempo. Vio que llevaba anillo de casada en el
dedo y un anillo de compromiso con una piedra del tamaño de un guisante y sintió
una punzada de desaprobación, casi de repugnancia moral, porque un hombre, un
esposo, no pudiera proporcionar una vida mejor a su esposa e hija.
«Vamos, Burnaby: la gente pobre no puede evitarlo».

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Con frecuencia tenía que recordarse este hecho. Si es que era un hecho.
Bajo la fuerte tormenta Dirk conducía hacia el este por Ferry, atravesó la calle
Diez, atravesó el memorial Parkway, más allá de Hyde Park, que parecía flotar como
una luminosa isla verde en la débil luz, en esta zona de su ciudad natal que no
obstante apenas conocía, donde el aire empezaba a oler como una fuerte
intensificación del curioso olor de sus pasajeras. Una mezcla de dulzor, y algo áspero
y químico por debajo. A los limpiaparabrisas les costaba mantener limpios los
amplios cristales del Lincoln. Dirk era incómodamente consciente de que la mujer de
cabello negro le observaba con atención el perfil de su cara.
Con voz de pueril sorpresa preguntó:
—¿Es usted… el señor Burnaby?
—Sí. ¿Me conoce?
La mujer puso ojos como platos. Sonrió maravillada.
—¡Si le conozco! Señor Burnaby, soy aquella mujer descarada que durante
semanas intentó hablar con usted. ¿Lo recuerda?
Dirk la miró fijamente. ¡La Mujer de Negro! Y no la había reconocido.

Se llamaba Nina Olshaker, no vestía de negro, solo ligera ropa de verano corriente,
una camisa de algodón y pantalones, zapatillas de paja en los pies desnudos,
empapados por la lluvia. No había nada que reprochar ni nada parecido a un buitre en
su actitud, solo ganas de agradar, aprensión.
Dirk se sentía avergonzado, había exagerado mucho la amenaza que representaba
aquella pobre mujer. Había ido vestida de negro o de oscuro, con ropa más formal,
cada vez que había ido a su bufete; con la ropa de una mujer de luto. Pues en realidad
estaba de luto.
La primera vez que la vislumbró, semanas atrás, Dirk no había querido ver más.
Sabía quién era o creía que lo sabía. Sabía lo que quería de él o creía saberlo. Y como
un cobarde había evitado encontrarse con su mirada.
—Supongo que le debo una disculpa, señora Olshaker.
—¿A mí? ¿Usted me debe a mí una disculpa? No, señor Burnaby.
Él estaba demasiado avergonzado para dar explicaciones, y por esto se doblegó a
su destino. Sucedería rápidamente. Después recordaría que había tenido la
oportunidad de dejar a la mujer en la estación de autobuses en el centro de la ciudad;
había tenido la oportunidad, en casa de ella, de limitarse a dejarla y declinar su
invitación a entrar. Y una vez dentro, al escuchar su apasionada súplica, había tenido
la oportunidad de decirle que consideraría su caso y retirarse. Todas estas
oportunidades las había dejado pasar en su celo por hacer lo correcto.
Porque aquella mujer le conmovió. Y la bonita niñita con el pelo oscuro que a
Dirk le parecía letárgica, pasiva de un modo poco natural.

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¡Qué diferencia de su Royall de tres años, aquel niño de infinita energía y buen
humor!
De manera que Dirk llevó a Nina Olshaker y a su hija a casa, a un pequeño
bungalow de madera en el número 1182 de la calle Noventa y tres, cerca de Colvin
Boulevard y una corriente de agua salobre llamada arroyo Negro. La casa, de color
amarillo pálido con un borde verde oscuro, estaba situada cerca de la calle en un
estrecho callejón de un barrio, o división urbanística, de casas similares de bajo
precio. Parecía una casa de juguete, tan compacta era. Podía haber cabido en el garaje
para dos coches de la casa de Burnaby, en el 22 de Luna Park.
Colvin Heights era el nombre que recibía esta subdivisión de la parte oriental de
Niágara Falls, aunque en años y décadas posteriores, y el fenómeno que representaba,
sería designada por una especie de apodo: canal Love. En aquella época, Dirk no
tenía conocimiento de que existiera ningún canal; de hecho, no había ningún canal
visible. Colvin Heights parecía bastante nuevo, crecían pocos árboles en las parcelas
cuadriculadas de los propietarios y los que Dirk vio parecían mal desarrollados, con
hojas que se asemejaban al papel. Percibía un ambiente de pantano, dulcemente
sulfuroso, como si poco a poco hubiera ido descendiendo en su gran coche lujoso,
una góndola verde mar creada para flotar. Cuando abandonó el santuario del
automóvil, una lluvia oscura y punzante le golpeó el rostro desprotegido, pero se rio
como si se tratara de un juego, corriendo con su gran paraguas negro de golf para
tratar de proteger a Nina Olshaker y a su hija mientras se apresuraban a entrar en la
casa.
Allí, Dirk se quedaría casi dos horas. En su celo por hacer lo que estaba bien, lo
que haría un caballero.

—¿Ariah? Soy yo. Trabajaré hasta tarde, cielo. Ha surgido una emergencia.
La voz de Ariah se elevó débilmente, como si se hallara a centenares de
kilómetros de distancia, no a menos de diez.
—¿Una emergencia?
Dirk dijo enseguida:
—Nada grave, Ariah. Nada personal.
—Bueno. Está bien. Ven a casa cuando puedas, Dirk. Los niños probablemente
estarán dormidos. Te mantendré la cena caliente.
Dirk sintió una ligera náusea. ¡No tenía apetito!
Dijo:
—Cariño, es un detalle por tu parte. Muchas gracias.
Ariah se rio.
—Bueno, estamos casados. Soy tu esposa. Mi obligación es mantener las cosas
calientes, ¿no?

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Dirk se enteraría de la historia: Nina Olshaker llevaba diez años casada con Sam
Olshaker, que actualmente hacía el turno de noche en Parish Plastics, una de las
fábricas del condado. Se habían trasladado a Colvin Heights hacía seis años. Tenían
un hijo de nueve años, Billy, y Alice, de seis, y habían tenido otra hija, Sophia, que
había muerto de leucemia en marzo de 1961, a los tres años.
—Este lugar la envenenó, señor Burnaby. No puedo demostrarlo, los médicos no
lo dirán, pero yo lo sé.
Las respectivas familias de Nina y Sam eran de la zona. Sam había nacido en
Niágara Falls, donde su padre trabajaba para Occidental Petroleum; Nina había
nacido en Tonawanda Norte, donde su padre había trabajado durante treinta años en
Tonawanda Steel y había muerto el verano anterior de un enfisema a la edad de
cincuenta y cuatro años. Ella dijo con amargura:
—Y la muerte de papá también. Trocitos de acero en sus pulmones. Tosía y
escupía sangre. Al final, apenas podía respirar. Él sabía qué era lo que lo estaba
causando, todos los hombres de la fábrica de acero lo sabían, estaban resignados. La
paga es buena, esa es la trampa. Y quizá, aunque saben lo que les está ocurriendo, no
lo creen exactamente. Eso sentimos cuando ocurrió lo de Sophia. Cada vez estaba
más débil, perdía peso, sus glóbulos blancos fallaban, pero seguíamos rezando, y
siempre pensábamos que mejoraría. Fue como yo, que tuve un aborto; pensaba: solo
es eso, que ha ido mal. Es algo que ha ido mal, una vez. Como mala suerte. Pero la
próxima vez las cosas serán distintas. Cuando murió Sophia quise que le hicieran la
autopsia, y cambié de idea. Ahora me pregunto si actué bien. Si era leucemia, solo
eso, como algo que heredas en la sangre, como nos dijo el Departamento de Salud del
condado, o tal vez se trataba de algo más también. ¿Había algún veneno? Puedo notar
su sabor yo misma. Cuando el tiempo es húmedo como hoy. Pero nos dijeron que no
hay nada, ningún veneno en el aire, ni en el agua que bebemos, que han hecho
pruebas. Eso dicen. Oh, señor Burnaby, ahora estoy muy preocupada por Alice. No
gana peso, no tiene mucho apetito, la llevo a que le hagan análisis de sangre y tiene
«recuentos de glóbulos blancos bajos fluctuantes»; ¿qué significa eso? Y Billy tiene
dolores de cabeza en el colegio, le escuecen los ojos y tose mucho. Y Sam. —Se
interrumpió de pronto, pensando en Sam.
Dirk le dio el pésame en un murmullo. Lo lamentaba muchísimo. Y qué débil
sonó su voz, mientras Nina proseguía con impaciencia:
—Solo quiero justicia, señor Burnaby. No quiero dinero, quiero justicia para
Sophia. Quiero que Billy y Alice estén protegidos. Quiero que quien sea responsable
de la muerte de Sophia y de otros niños enfermos o moribundos que hay en el barrio
reconozcan su responsabilidad. Sé que aquí ocurre algo. Se huele, a veces nos arden
los ojos y las ventanas de la nariz. En el jardín de atrás, en muchos patios traseros de
aquí, hay un extraño y desagradable fango negro que rezuma, como gasolina, pero

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más espeso. Se lo mostraré, en el sótano tenemos. Cuando el tiempo es húmedo
rezuma por las paredes. Si llamas al gobierno municipal, se pone una secretaria o
alguien que te dice que esperes, y tú esperas y se corta la línea. Vas allí, al
ayuntamiento, y esperas. Puedes esperar semanas, meses. Supongo que puedes
esperar años, si es que vives tanto. En la escuela de la calle Noventa y nueve, señor
Burnaby, los niños notan que el sabor del agua que beben no es bueno. Cuando
juegan fuera, en el patio, los ojos les escuecen y les arde la piel. Hay un campo cerca
de la escuela, y una acequia, y los niños juegan allí, y se queman. Billy trajo a casa
unas piedras calientes, una especie de roca fosforescente, del tamaño de una pelota de
béisbol; la tiras al suelo y explota como un petardo y arde, ¿qué cosa es esa para que
los niños jueguen? Hablé con el director. No es nada amable, ni comprensivo. Uno
creería que se preocuparía por los alumnos de su escuela, por el amor de Dios, pero
no, prácticamente se comporta con grosería conmigo, como si fuera una madre loca,
prepotente, para la que no tiene tiempo. Dice que Billy debería quedarse en el recinto
de la escuela y no ir a jugar a la acequia o el campo, pero la realidad es que los niños
juegan en el patio y esa masa negra rezuma por las grietas. Tengo fotografías de todo
esto, señor Burnaby. Tengo fotografías de Sophia. Quiero que las vea. ¿Billy? Billy,
ven.
En el umbral de la puerta de la sala de estar había un chiquillo con el cabello tan
rubio que era casi blanco, y ahora se acercó de mala gana para saludar al señor
Burnaby.
—Es abogado, Billy. Un abogado famoso.
Dirk hizo una mueca. ¡Famoso!
—Quiero que trasladen a Bill a otra escuela, pero se niegan a trasladarlo. Porque
si ceden con un padre, tienen que admitir que algo ocurre para que cedan, y no lo
harán. Porque todo el mundo querría que trasladaran a sus hijos a una escuela más
segura. Porque quizá serían responsables; ¿la administración de la escuela, la Junta de
Educación, el alcalde? Todos se protegen unos a otros, se ve que van con rodeos y
mienten, como en el Departamento de Salud, pero qué puede uno hacer, vivimos
aquí, pagamos nuestra hipoteca y los plazos del coche, y si tenemos costes médicos
extra como llevar a Alice a St. Anne’s en lugar de a donde ellos quieren que nos
manden para hacer pruebas, en la clínica médica del condado, todo esto se va
sumando, no podemos permitírnoslo con el salario de Sam, y si le ocurre algo a él, en
Parish hay el seguro médico, y la pensión, y Sam está preocupado por si toman
represalias contra él, si causamos problemas. ¿Es eso posible, señor Burnaby, incluso
con el sindicato… el AFL?
Dirk frunció el entrecejo, pensativo. Pero lo sabía: sí, era posible. Parish Plastics
era una de las empresas duras de la zona, conocía al viejo Hiram Parish, amigo de
Virgil Burnaby al igual que la señora Parish había sido conocida de Claudine, sabía la
fama que tenía Parish, Swann, Dow, Oxy-Chem y otras. Incluso con la floreciente
economía local, los sindicatos de trabajadores no habían conseguido los contratos que

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querían de estas compañías. Dirk Burnaby no estaba metido en negociaciones
laborales, pero tenía amigos abogados que sí lo estaban: servían a las compañías. Si
él se hubiera dedicado al derecho laboral, que nunca le había atraído, posiblemente
estaría trabajando para Parish, Inc. Dijo:
—Es posible, señora Olshaker. Tendría que examinar el contrato de su esposo
para formarme una idea.
Dirk se preguntaría si este fue el primer paso, el paso fatal. El gesto involuntario.
La introducción del yo, Dirk Burnaby, en la vida de unos extraños.
—¡Señor Burnaby, gracias!
Nina Olshaker le miraba con aquellos ojos oscuros relucientes como el mineral,
sonriendo como si las palabras de Dirk significaran más de lo que en realidad
significaban.

El resto de la visita pasaría para Dirk en veloces segmentos inconexos como un sueño
interrumpido. Nina le hablaba de un modo animado, agresivo, como si entre ellos se
hubiera decidido algo.
Le habló del trágico error de la casa: habían firmado una hipoteca de treinta años.
Al principio la casa les gustaba, en un barrio tan agradable, amistoso, de parejas
como ellos, con muchos niños; Billy podría ir a la escuela que estaba a dos manzanas,
tenía un jardín lo bastante grande en la parte posterior para que Sam plantara un
huerto.
—Eso le produce mucha satisfacción, debería verle. ¿Debe de ser genético o algo
así? Yo no soy así. Creo que si planto semillas probablemente no saldrá nada de ellas.
Si salen, algún maldito bicho las estropeará.
Casi sin darse cuenta, Nina se pasó la mano por el abdomen. —Tal vez estaba
pensando en que había tenido un aborto. O en la niñita que había muerto.
Dirk escuchaba. Hizo algunas preguntas aquella tarde. Nina Olshaker le
fascinaba, nunca había conocido de cerca a ninguna mujer como ella. Posiblemente
tenía algo de sangre tuscarora, con aquel pelo tan negro y sin brillo. Tenía ojeras de
cansancio y preocupación; sin embargo, los ojos le brillaban como si poseyera un
oscuro conocimiento y le atraían con complicidad. Mostraba una actitud nerviosa e
inconexa. Su piel oscura era algo áspera, pero atractiva. Oh, Dirk Burnaby encontraba
atractiva a Nina Olshaker, tenía que admitirlo. Era especial, se consideraba especial.
Tenía una misión, aunque saliera derrotada. Aquella ropa de verano barata, descalza
entre el cómodo desorden de su casa y no muy avergonzada por sus pies (no muy
limpios) igual que no le avergonzaba el desorden de la casa, ni los mocos de los
niños, o los fuertes olores de algo húmedo y podrido que se percibían en el aire. Le
contó a Dirk Burnaby su historia sin ser consciente en lo más mínimo de que ella era
de un tipo y una clase que normalmente eran invisibles para él.

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No es que Dirk Burnaby no creyera en la democracia. Todos los hombres, y
algunas mujeres, eran iguales. A los ojos de Dios. (Si no de la economía). La
Constitución de Estados Unidos garantizaba el derecho a la vida, a la libertad y a la
búsqueda de la felicidad. Aunque no la felicidad real. (Sea lo que sea la felicidad.
Una casa acogedora construida con pasta compactada para que tenga el aspecto de
ladrillos). Como diría Claudine Burnaby con sarcástico sentido del humor: «Esta
gente no existe. Y si existe, ¿qué tiene que ver con nosotros?».
Nina decía que la casa se había convertido en una trampa; había enfermado a
Sophia y les estaba enfermando a todos, y ahora algunos vecinos se estaban
volviendo contra Nina diciendo que había causado problemas en la escuela asustando
a la gente y fomentado la histeria y el descenso de los valores de la propiedad; la
acusaban, y también a Sam, de ser comunistas.
—¿Puede creérselo, señor Burnaby? ¿Sam y yo? ¿No es ridículo? Somos
católicos.
Dirk dijo:
—Sí. Es ridículo.
—¡Quiero decir ridículo! Es una tontería. Lo único que queremos es que nos den
respuestas sinceras a nuestras preguntas, que no nos mientan, ¿cómo nos puede
convertir eso en comunistas, por el amor de Dios?
Dirk pensaba con inquietud en los epítetos lanzados a los abogados que defendían
a hombres y mujeres que estaban en la lista negra o bajo sospecha de subversión a
principios de los años cincuenta. Los pocos miembros del profesorado de la
Universidad de Buffalo que se habían negado a firmar juramentos de lealtad. Un
ministro protestante, un columnista del Gazette, agentes del sindicato. No había
muchos. Los abogados que los habían defendido eran despreciados y se les llamaba
«abogados comunistas», «abogados rojos», «abogados judíos».
Dirk dijo efusivamente:
—Bueno, ahora estamos en 1961, Nina. Somos mucho más avanzados.
A continuación Nina Olshaker mostró a Dirk una carpeta con fotografías,
secándose los ojos, temblando. Había llevado a Billy a Alice a otra habitación para
que comieran un estofado recalentado y miraran la televisión, no quería que vieran
eso. Dirk se preparó para ver una sucesión de fotografías de la bella Sophia
desaparecida. Un bebé, una niña pequeña que gatea, una niñita de piernas largas
sostenida orgullosamente en los brazos vigorosos y morenos de su padre. (Sam, un
joven delgado y fuerte, que sonreía bajo el sol, con una gorra de béisbol en la cabeza,
camiseta y pantalones cortos. Por un instante Dirk sintió una punzada de celos
sexuales). Luego, la niña se hallaba en una cama de hospital, la piel translúcida y
turbios sus ojos azul claro. Después, la niña muerta, una muñeca de piel como la cera
en un ataúd blanco forrado de satén. Dirk entrecerró los ojos sin oír ya la voz
temblorosa de Nina Olshaker.

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Pensaba en su hija, Juliet. Tenía apenas seis semanas. Tragó saliva con dificultad,
sintió una punzada de terror.
Dirk ya había olvidado que no había tenido muchas ganas de tener otro hijo. Lo
había hecho por la gran necesidad que de ello tenía su esposa. Ella le había asustado
un poco.
«¡Hazme el amor! Por el amor de Dios. ¡Hazlo!».
No Ariah, sino la fiera y voraz hembra. No la Ariah con la que se había casado,
sino otra que había en su lugar.
Sin embargo, de esa unión había nacido Juliet.
—Yo también tengo una hija.
—¡Ah! ¿Cómo se llama? —Juliet.
—¡Qué nombre tan bonito! ¿Cuántos años tiene?
—Acaba de nacer.
¡Qué extraño haber dicho esto! No era cierto, exactamente. En aquel instante Dirk
comprendió la fragilidad de la vida de un niño. Lo precaria que era su unión a la vida.
Mamando del pecho de la madre o de un biberón, dependiendo por completo de los
demás, careciendo de fuerza, de movilidad, de lenguaje. Por un instante sintió el
absurdo terror de que, en su ausencia, como castigo porque no iba directamente a
casa, le ocurriría algo a su hija.
Nina le estaba mostrando fotografías que había tomado en la escuela de la calle
Noventa y nueve. El patio de recreo donde brotaba lodo negro de las grietas del
asfalto. La acequia de «hediondo lodo». El campo abierto de altas hierbas y cardos,
envenenados con agua salobre. Los ojos enrojecidos e hinchados de Billy, sus manos
«quemadas» y las manos «quemadas» de otros niños.
—El director nos dijo a las madres: «Asegúrense de que los niños se lavan las
manos. Entonces no tendrán problemas» —contó Nina, enfadada. Extendió más
fotografías sobre una mesa, tomadas en el vecindario y en el sótano y en el jardín
trasero de los Olshaker.
Dirk las contempló, consternado. En los últimos años se habían presentado
denuncias contra ciertas empresas químicas, Dow, Swann, Hooker, Oxy-Chem; eran
denuncias por daños personales presentadas por obreros que prácticamente siempre
eran rechazadas por los jueces de distrito o retiradas del juzgado por sumas no
reveladas, ninguna de ellas muy elevada. Se comprendía que al trabajar en ciertas
fábricas se corría un riesgo, y se le pagaba a uno por ello.
Por supuesto, no se pagaba lo suficiente. Nunca lo suficiente. Pero ese era otro
tema.
La contaminación de un vecindario, de la tierra, el suelo, el agua y el consiguiente
efecto sobre los individuos era algo muy diferente, y nuevo. Dirk Burnaby nunca
había pensado mucho en ello. Su ejercicio de la ley no tenía nada que ver con estos
casos abstractos; él era un abogado preparado para argumentar puntos pequeños pero
devastadores basados en la ley estatutaria del estado de Nueva York. Sus clientes

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solían ser hombres de negocios acomodados que deseaban proteger o ampliar su
posición social. De vez en cuando Dirk representaba a un cliente que se declaraba en
bancarrota, y en ocasiones actuaba de oficio. Pero esta no era su especialidad. Él era
un experto jugador de ajedrez en un tablero de juego que conocía a fondo, y en él
Dirk Burnaby era conocido, respetado y temido.
Sintió una punzada de emoción y de temor. ¡Un nuevo juego! También este lo
dominaría Dirk Burnaby.
—En mi propia ciudad.
Debió de hablar en voz alta, pues Nina Olshaker dijo con seriedad:
—¡Sí! En su ciudad.
Algunas fotografías habían caído al suelo, y Dirk las recogió. La sangre le latía en
la cara. Nina decía:
—Esto debería ser una prueba, señor Burnaby, ¿no le parece? En un tribunal de
justicia, si el jurado lo viera, debería importar. Los niños deberían importar. La vida
de las personas debería importar.
Dirk estaba pensando que no, que lo que deberían importar eran las pruebas
científicas, los testimonios de los doctores, o podría conseguirse que importaran. Una
madre calmada aunque llorosa en el estrado de los testigos, describiendo estas cosas,
describiendo la muerte de su hija, su enfermedad y la de sus hijos, podía lograrse que
importara.
—¡Señor Burnaby! Venga, antes de marcharse. —Nina cogió a Dirk del brazo y le
llevó a la cocina, abrió los dos grifos y puso agua en un vaso; le pidió que la oliera,
que la probara. Dirk la olió pero rehusó probarla, aunque (pensaba) no tenía un olor
muy diferente del agua que él y su familia bebían en Luna Park. Nina se rio y tiró el
agua al fregadero.
—Bueno, ¿por qué iba a hacerlo? Nadie se lo reprocha.
Después Nina le llevó al sótano; Dios, cómo olía allí, y los escalones baratos de
madera crujían bajo su peso. A la escasa luz cenital, el sótano era una cueva que
apestaba a desagües atascados y como a alquitrán, algo nauseabundo. En el suelo
había oscuros dibujos de telarañas, relucientes. Había regueros de agua de lluvia,
pequeños charcos. Los muros de cemento de apenas dos metros rezumaban una
especie de asqueroso estiércol. Una bomba de sumidero funcionaba produciendo
mucho ruido, como un corazón a punto de explotar.
—Cuando llueve mucho como ahora, el sótano se inunda. Sam es el encargado de
comprobar la bomba del sumidero, pero cuando llega a casa ya podría haberse roto.
¡Maldita sea! —Nina jadeaba, acalorada. Agarró a Dirk del brazo con firmeza, como
para impedir que huyera corriendo escaleras arriba—. ¿Lo ve, señor Burnaby? Esto
no me lo estoy imaginando. La gente del barrio dice que esto es simplemente lo que
ocurre en Niágara Falls cuando llueve; incluso Sam trata de decirlo, nació aquí, dice,
siempre ha sido así, dice, nadie quiere admitir que es otra cosa, tienen miedo de que
baje el valor de la propiedad, ¡tonterías! Esto es más que agua de lluvia y polvo, es

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más que un sumidero atascado, deberían hacerse análisis, toda la tierra y el agua de
aquí, de Colvin Heights, debería ser analizada, no paro de decírselo a la gente. Nunca
he sido una persona enfermiza. Ahora no soy una persona enfermiza, pero tengo
migrañas porque vivo aquí, tengo asma como el pobre Billy, y como Sam; no hablo
mucho de mí porque a quién le importa, no es de mí sino de los niños de quienes
tenemos que ocuparnos, ¿no? A Sam le importo un bledo, dice que tengo mucha
imaginación pero yo no imagino que he tenido un aborto, ¿no? No imaginé a mi hija
muriendo de leucemia, ¿verdad?, ¿verdad?
Nina se había emocionado y se secaba las lágrimas de los ojos. Tenía el rostro
contraído por la pena, la rabia. Dirk, que procuraba no respirar en aquel lugar
asqueroso, no podía consolarla, y tuvo que escapar escaleras arriba donde, en el
umbral, el niño, Billy, se encontraba agazapado.
¡Dios mío! Por poco. Había estado a punto de vomitar. Le había entrado dolor de
cabeza entre los ojos. Y los ojos le escocían a causa de la humedad.
Nina fue con él a la cocina y se disculpó.
—Yo estoy acostumbrada al olor, supongo. Me cuesta imaginar lo que será para
otra persona. —Se rio con torpeza.
Cuando Dirk salió de la casa, desesperado por escapar, Nina le acompañó.
La fuerte lluvia había amainado. Dirk no se molestó en abrir el paraguas. Gracias
a Dios podía volver a respirar. Después de la pestilencia de aquel sótano, que no
olvidaría en mucho, mucho tiempo, el aire viscoso del este de Niágara Falls casi tenía
un sabor fresco.
Y era un aire, una media tarde, que poseía una luminiscencia misteriosa,
mezclada con los olores alquitranados y a pantano que predominaban. El cielo estaba
revestido de nubes, aclarándose un poco por el lado occidental, el cielo canadiense
donde el sol descendía. Era mediados de verano; el solsticio de verano. La noche
tardaba en llegar en esta zona urbana de fábricas con chimeneas con un borde de
fuego, vastas hectáreas de luces diseminadas.
En el coche de Dirk, Nina siguió hablándole, ahora más deprisa, como si
percibiera que podía haberle ofendido y obligado a huir.
—La gente dice que por aquí hay un viejo canal que fue rellenado, nadie sabe
dónde está exactamente. Cerca de la escuela, creo. Lo rellenaron antes de que el
contratista de Colvin Heights empezara a construir aquí después de la guerra, y yo
pensaba… ¿con qué rellenaron el canal? Quizá no solo polvo, tal vez también
productos de desecho. Tal vez productos químicos. Swann Chemicals está
precisamente junto a Colvin Boulevard, del otro lado de Portage. Nadie nos lo dirá.
He preguntado en el Departamento de Salud y en el ayuntamiento. He preguntado en
el Gazette. Por eso estoy intentando que un abogado se interese. Señor Burnaby, todo
el mundo dice que el mejor abogado de Niágara Falls es usted.
Dirk frunció el entrecejo. Tal vez era cierto. En su tablero de ajedrez, jugando
según las reglas que conocía, Dirk Burnaby posiblemente era imbatible, se hallaba en

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el mejor momento de su carrera profesional al igual que lo estaba en su vida.
—Señor Burnaby, sé que no puede decir que sí ahora mismo. Pero se lo ruego, no
diga que no. ¡Por favor! Sé que tiene que pensárselo. Y sé que usted sabe que no
tenemos mucho dinero. Quizá tendríamos… juntándonos algunos vecinos a los que
nos afecta… un par de miles de dólares. Sé que usted cobra mucho más. Aquella
mujer tan agradable de su despacho trató de explicármelo. Pero yo quería hablar con
usted, y lo he hecho. ¡Gracias!
Dirk dijo:
—Señora Olshaker, me mantendré en contacto. Me ha dado mucho en lo que
pensar.
Nina tuvo el atrevimiento de cogerle la mano con las suyas y le dio un fuerte
apretón. Sus ojos de color mineral brillaban con una especie de coqueta
desesperación. Bajó la voz y dijo:
—Tengo que confesarle algo, señor Burnaby. ¡No se enfade! ¡No me lo tenga en
cuenta! Verá, he rezado por esto. Esta tarde. He rezado por usted. Dios me lo ha
enviado.

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El submundo

« A dulterio,
mujer».
jamás. Jamás un esposo adúltero. Tampoco me enamoré de esa

Aunque se destruiría a sí mismo, y su matrimonio, en la causa perdida del canal


Love.

1
Ariah lo sabía, sin embargo no lo sabía. Como no lo sabe una esposa, sabiéndolo.
O cree que lo sabe.
Era el final del verano de 1961, y después fue el otoño y el principio de otro
invierno en las cataratas, cerca de la garganta del Niágara. ¡Un nuevo bebé en la casa
del 22 de Luna Park! A Ariah, la madre, esta hija le parecía la misteriosa vida que
latía en la casa. A la triunfante, aunque exhausta madre. A Chandler y a Royall les
quería, pero Juliet era el alma misma de Ariah.
—Nuestros ojos. Tenemos los mismos ojos. ¡Oh, Bridget! Mira.
Sostenía el bebé de grandes ojos, que sonreía con la boca húmeda, al lado de su
cabeza, pavoneándose ante el espejo. Los ojos verde mineral, ojos verde vidrioso con
finas hebras de sangre; la recién contratada niñera irlandesa miraba un par de ojos y
después el otro, del bebé a la madre, y, como era irlandesa, y astuta, supo decir con
fuerte acento de su región:
—¡Oh, señora Burnaby! Sin duda es la viva imagen de su madre, Dios las ha
bendecido a las dos.
Y sin embargo…

«Mi esposo me ama. Nunca me sería infiel. Sabe que me destruiría. Y me ama».

¡Maldita sea! Estaba sonando el teléfono. Ariah se había olvidado de descolgarlo. En


mitad de su clase de los jueves a las cinco de la tarde (su alumna era una niña de doce
años, vecina, rolliza y bonita, de talento regular con la que Ariah estaba bastante
encariñada). Gritó sin levantarse de la banqueta del piano:
—Royall, cariño, ¿quieres descolgar el auricular? No digas nada a quien sea que
llame, solo descuelga el auricular y déjalo con suavidad. Buen chico.
Pero Royall, como era Royall, nunca obedecía a su madre sin desobedecerla al
mismo tiempo. Ese era el juego de Royall. Tenía tres años, y le sobraban ganas de

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jugar. Descolgó el auricular con ambas manos y parloteó al aparato como un mono
demente.
—¡No mami! ¡No mami, adiós!
Ahogando la risa el niño dejó caer el auricular al suelo alfombrado, que produjo
un suave ruido sordo, y se apartó, tapándose la boca con las manos con una expresión
de traviesa hilaridad. Ariah no podía regañarle, quienquiera que estuviera al teléfono
la oiría.
Las clases de piano que Ariah daba después del colegio tenían que ser, para ella,
oasis de relativa calma, cordura, sí, incluso un poco de belleza entre las borboteantes
energías del hogar de los Burnaby, pero no siempre era así.
Ariah se volvió con un suspiro hacia su alumna, que fruncía el entrecejo
intentando efectuar un difícil ejercicio de (desafinados) arpegios séptimos dominantes
en si mayor, que sus regordetes dedos a duras penas conseguían, aunque no muy
bien. Con todo, la niña poseía talento. O lo que en esa época pasaba por talento en la
carrera profesional de Ariah como profesora. Con su acostumbrado entusiasmo
entrecortado, exclamó:
—¡Muy bien, Louise! ¡Muy prometedor! Ahora vamos a escucharlo otra vez, deja
que las notas se deslicen con suavidad, estamos en tiempo cuatro por cuatro…
Por alguna razón era una extraña especie de consuelo. La frecuencia con la que, al
enseñar a tocar el piano, una se oía a sí misma murmurar: «¡Muy bien! ¡Muy
prometedor! Vamos a escucharlo otra vez».
Sus conocidos y parientes de la familia Burnaby la consideraban una excéntrica,
Ariah lo sabía. La esposa de Dirk Burnaby daba clases de piano por cinco dólares a la
hora. Una mujer con tres niños pequeños. Como una solterona refinada que necesitara
ingresos. Ariah había dicho con aire inocente y los ojos muy abiertos a las hermanas
de Dirk, que lo desaprobaban:
—Oh, me estoy preparando para un futuro cuando tal vez me quede sola y
abandonada y tenga que mantenerme a mí y a mis hijos. ¿No deberían hacerlo todas
las esposas?
Había valido la pena, ver la expresión en sus remilgados rostros muy
maquillados. ¡Qué divertido! Ariah sonrió al recordarlo.
Aunque a Dirk no le había divertido tanto. En realidad, se había puesto furioso
con ella.
Ariah había querido protestar: «Pero ¿no deberían hacerlo todas las esposas?».
Allí estaba Louise interpretando sus arpegios, sucesión de las notas de los
acordes, que deberían haber sido veloces, ligeros, centelleantes como el agua al
rizarse sobre la roca, pero que eran pausados, tocados de forma irregular, cada nota
como un pequeño mazo.
—Recuerda el compás, cielo: un compás son cuatro tiempos, y una negra señala
un tiempo.

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Ariah marcaba el ritmo con el lápiz. Había desarrollado una habilidad
ambiauditiva, con la que escuchaba a sus alumnos con un oído mientras con el otro
escuchaba lo que estuviera ocurriendo en otra parte de la casa. Esta nueva casa que
Dirk había insistido en comprar era espantosamente grande, había muchas
habitaciones en las que podían entrar los niños mayores; la habitación denominada
«sala del piano de mamá» era un antiguo salón que daba a la sala de estar, cerca de un
pasillo que conducía a la cocina y desembocaba en la escalera. ¿Dónde estaba
Bridget? Tal vez en la cocina con el bebé. Tenía que vigilar también a Royall, pero
por supuesto Royall no era fácil de vigilar. Para entonces Ariah esperaba que
quienquiera que hubiera llamado hubiera colgado.
Sí, parecía que Bridget se encontraba en la cocina, dando de comer y acunando al
bebé de aquella manera que a Ariah le desagradaba. «Ella quiere ser la madre de ese
hermoso bebé. Bueno, pues la madre de ese bebé soy yo».
A Ariah tampoco le gustaba el modo en que Royall se acurrucaba junto a la niñera
irlandesa. El modo en que la niñera irlandesa le acariciaba siempre el fino cabello
rubio, admirándose de sus ojos azules, abrazándole. Charlando con él, en lo que
parecía habla infantil gaélica. Ariah se preguntaba si conspiraban y se reían juntos, si
escondían secretos a mamá.
Chandler era demasiado mayor para que Bridget le hiciera mimos. Y él nunca
estaba en casa. ¡Por suerte!
A Ariah le gustaba tener el auricular descolgado. Se sentía protegida, a salvo. Los
teléfonos que sonaban la ponían nerviosa. A veces se alejaba rápidamente de un
teléfono que sonara, tapándose las orejas con las manos. ¿Y si era Dirk, o aquella
recepcionista de voz aterciopelada, Madelyn, a la que despreciaba? ¿Y si la llamada
era para decir que Dirk volvería a llegar tarde a cenar, o que no iría a cenar?, ¿por qué
iba Ariah a averiguar semejante noticia dolorosa? Era mejor no saberlo. Limitarse a
ver lo que ocurría. Levantaba el auricular y dejaba que se cortara la comunicación,
como al final ocurría igualmente. Aunque a veces el ama de llaves intervenía, o
incluso Bridget, que no tenía derecho a hacer de doncella de salón. El teléfono sonaba
y rompía la paz de la casa y entonces se oía el grito:
—¡Señora Burnaby! El teléfono, señora.
Pero ¿dónde estaba la señora? En el piso de arriba, en su cuarto de baño con los
dos grifos abiertos. Tarareando en voz alta.
Las clases de piano solían durar más de la cuenta si no tenía otro alumno a
continuación, y así esta clase continuó hasta las seis y cuarto. Louise parecía
insegura. Lo había hecho tan mal con el pequeño rondó de Mozart en el que había
estado trabajando durante semanas, que Ariah había tenido que tocarlo para ella otra
vez. Qué pieza tan alegre, perfecta; toda superficies centelleantes, sin profundidades
ni intersticios de tristeza.
—Ahora vuelve a probarlo, Louise. Sé que puedes hacerlo.
Pero Louise empezó, tocó mal su primera nota y meneó la cabeza.

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—Me parece que tengo que marcharme, señora Burnaby.
La niña se levantó con torpeza de la banqueta del piano y recogió su música.
Ariah se quedó perpleja. Louise, con la vergüenza reflejada en el rostro, dijo:
—Esta es mi última clase de piano con usted, supongo. Lo siento.
Esto pilló a Ariah tan por sorpresa que apenas supo cómo reaccionar.
—Louise, ¿qué dices? ¿Tu última clase…?
—Mi madre dice…
—¿Tu madre?
—Mi papá se lo dijo, supongo. Basta de clases de piano a partir de hoy.
La chiquilla, sonrojándose, sin mirar a Ariah a los ojos, se marchó a toda prisa.
Ariah la siguió hasta la puerta de la calle y la cerró sin hacer ruido; se quedó en el
vestíbulo unos minutos, aturdida, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.
Vaya, Louise Eggers era una de las alumnas más prometedoras de Ariah. La familia
Eggers vivía justo al otro lado del parque en una hermosa y antigua casa colonial a la
que los Burnaby habían sido invitados varias veces en los últimos años. Ariah se
había mostrado reservada como de costumbre frente a la sociabilidad de la señora
Eggers, pero siempre había dado por supuesto que le caía bien. El señor Eggers,
director general de Niágara Hydro, era un conocido de trabajo de Dirk con el que
tenía una relación amistosa.
O eso había parecido.
—Oh, maldita sea. —Ariah hizo una mueca de dolor.
Alguien debía de haber vuelto a colgar el auricular. El teléfono estaba sonando de
nuevo.

La pesada aunque bienintencionada mujer de County Galway llamó a la señora al


teléfono con su cantarina entonación. Aturdida, Ariah cogió la llamada en el estudio
de Dirk.
—Sí.
No tenía fuerzas siquiera para hacer la pregunta ritual.
Pero tuvo una sorpresa. Era Clarice, su cuñada.
¡Clarice! La mayor de las dos hermanas Burnaby, y la que asustaba más a Ariah.
Era tipo Joan Crawford, de mirada furiosa, con una fuerte permanente en el cabello
como pequeñas salchichas y tenía la costumbre de levantar el labio a Ariah incluso
mientras le sonreía fingiendo afecto. Clarice tenía poco más de cincuenta años, era
una mujer impasible, con algo del aire de superioridad y de reproche que poseía
Claudine.
—¿Ariah? ¿Estás ahí?
—Ah, sí.
La respuesta de Ariah fue débil, casi inaudible. Trataba de reunir fuerzas para
comportarse de ese modo —pero ¿cómo era ese modo?— que el mundo engreído

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denomina normal.
Oh, Dios mío. Rápidamente la mente de Ariah se puso en marcha. ¿Ella y Dirk
habían sido invitados a llevar a los niños a casa de Clarice a l’Isle Grand y se habían
olvidado de ir? ¿Otra vez? (Para vergüenza de Ariah, esto había ocurrido el domingo
de Pascua de aquel año. Ariah aceptó la culpa, se había olvidado de señalar la fecha
en su calendario). Dos o tres veces al año las hermanas de Dirk hacían el caritativo
esfuerzo de mostrarse amables, invitando a su hermano y a su familia, que iba
aumentando, a su casa en alguna ocasión festiva. Ariah temía estas ocasiones y a
veces, alegando tener dolor de cabeza o una clase de piano que había que recuperar,
no asistía. Claudine Burnaby, que ahora era setentona, tercamente recluida, y de la
que se rumoreaba que se había vuelto fanática religiosa, jamás visitaba el hogar de
sus hijos, pero se hablaba de ella y se preocupaban por ella de forma obsesiva, hasta
el punto en que Ariah tenía ganas de taparse los oídos con las manos y salir corriendo
de la habitación.
(¿Por qué era una conducta excéntrica esconderse en casa de una si era lo que
quería hacer, si tenías medios económicos para hacerlo? En especial si vivías en una
finca como Shalott, que daba al río Niágara). Clarice preguntó con cortesía a Ariah
cómo estaba, cómo estaban los niños; invariablemente Clarice confundía sus
nombres, pero Ariah nunca se molestaba en corregirla. Enseguida le decía que bien,
bien, todos estaban bien, aunque en la confusión e incomodidad del momento Ariah
no tenía ni la menor idea de lo que decía: si Chandler hubiera desaparecido de casa
durante días, si Royall hubiera encendido cerillas en el sótano para prender fuego a la
casa y Bridget se hubiera fugado con la hermosa Juliet, Ariah habría respondido en
tono alegre: «¡Oh, bien!». Pero no tenía fuerzas para preguntarle a Clarice cómo
estaba su familia.
—Bueno, la razón por la que llamo, Ariah —dijo Clarice, en una voz que era
como cemento vertido—, es para preguntar si has oído algo de los horribles rumores
que han llegado hasta mí. —Hubo una pausa para ponerle dramatismo al asunto.
Ariah se apretó el auricular a la oreja con fuerza, como si los rumores estuvieran
dentro del teléfono y se esperara que ella tuviera que oírlos.
Clarice prosiguió con severidad:
—Sobre mi hermano Dirk.
Desesperada, Ariah bromeó:
—¡Ah, tu hermano Dirk! No mi esposo Dirk. Qué alivio.
—Ariah, querida, supongo que esto te parece divertido.
Ariah se rio.
—Clarice, espero que lo sea. He tenido tres clases de piano esta tarde y tengo
ganas de reírme de algo.
—Bueno, pues no te reirás de esto: Dirk está liado con otra mujer.
¡Liado! Qué curiosa expresión.
—Ariah, ¿me oyes? La gente dice que Dirk se ve con otra mujer.

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Ariah sonreía a un fragmento de niebla que de alguna manera había penetrado en
la habitación. Se cernía sobre los objetos, desdibujando sus formas. Tenía el sabor de
la fría y húmeda neblina que había al pie de las cataratas.
—Oh, por Dios. Dirk se ve con mujeres siempre, Clarice. No puede evitarlo.
¡Tiene ojos! —Ariah se rio, un sonido como un pollo cuando le retuercen el cuello—.
¿Qué tiene eso de inusual?
—Ariah, ¿estás sentada? Siéntate.
Ariah meneó la cabeza con obstinación. ¡No se sentaría! Como Royall, que
desobedecía por principio. Al menos tenía tanto orgullo como su propio hijo de tres
años. Estaba de pie ante el buró de Dirk, débilmente apoyada en él. No tenía la
coordinación motora precisa para apartar la pesada silla giratoria de Dirk y sentarse.
Era raro que entrara en el estudio de él. Se suponía que estaba fuera de los límites de
los niños. Ariah no tenía el más mínimo interés por los datos financieros, los cheques
cancelados y facturas y formularios de Hacienda. Todos los documentos personales
de Dirk se guardaban en esta habitación, lo que significaba documentos familiares
también, pero Ariah los evitaba. Desde que se había casado no había pagado una sola
factura, jamás había abierto una carta que contuviera facturas, todo lo que venía del
condado de Niágara, estado de Nueva York, o del gobierno federal lo apartaba de ella
con un escalofrío, pues sabía que su esposo capaz y amable se ocuparía de esas cosas
horrorosas.
Las sensibles ventanas de su nariz se estremecían en esta habitación. Podía
detectar el débil y reconfortante olor de los cigarros que Dirk fumaba de vez en
cuando. La loción de su pelo, su colonia. Una botella de colonia francesa para
hombre que Ariah le había regalado. «Me ama. Sabe que me destruiría».
Ariah oía a Bridget que llevaba a Juliet al piso de arriba, al cuarto de los niños,
arrullándola y mimándola en gaélico. ¡Hora de cambiar pañales! Ariah sintió una
terrible sensación de pérdida. ¡Pañales, pis de bebé y mierda de bebé! Se estaba
perdiendo la etapa de bebé de su hija. En la escalera, Royall se precipitaba detrás de
Bridget parloteando y pisando fuerte como un soldado. Ariah se moría de ganas de
estar con ellos. Balbuceó:
—Clarice. Tengo que colgar, mis hijos me llaman.
Clarice dijo con furia:
—¡No! ¡No te atrevas a colgarme, Ariah! Ya hace mucho tiempo que tienes la
cabeza escondida bajo el ala. Estos feos rumores no solo te conciernen a ti,
conciernen también a la familia Burnaby. A todos nosotros. Mi pobre madre no está
bien, quedaría destrozada si se enterara de lo mal que su hijo favorito se está
portando. Y en público. No es suficiente con que Dirk esté liado con otra mujer de
clase baja, una mujer casada y con hijos, sino que está presentando mociones
ridículas al juzgado en su nombre, ha perdido su sentido legal y moral, parece haber
perdido la cabeza, y tú, su esposa, que siempre ha imaginado que es tan lista y culta e

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ingeniosa y superior al resto de nosotros, ¿no lo habías observado? ¿Estás ciega,
Ariah?
La neblina parecía estar extendiéndose. Ariah se frotó los ojos. ¿Acaso se estaba
quedando ciega? También le zumbaban los oídos, oía como agua que caía a lo lejos.
En la pared, sobre el escritorio de Dirk, estaban enmarcados daguerrotipos de su
temerario abuelo Reginald Burnaby el Grande. Un joven atractivo, muy delgado, de
aspecto agitanado, con la cabeza afeitada y largo bigote de puntas hacia arriba y unos
intensos ojos oscuros y relucientes como canicas. Ariah sentía su burlona presencia.
«¡Tú también estás en la cuerda floja! Tú, en tu sueño convencida de estar a salvo en
tierra».
Todos estos años, Ariah se había estado burlando de sí misma y de Dirk con
divertidas fantasías de que él la dejaría. Pero ahora…
Clarice decía:
—Pregúntale a mi hermano por Nina cuando llegue a casa. Nina Olshaker. Si es
que va a casa. Pregúntale por qué se está suicidando profesionalmente por ella.
¡Presentando un pleito contra la ciudad de Niágara Falls, la Junta de Educación,
Swann Chemicals y no sé quién más! Sus propios amigos, ¡no lo hubiera pensado!
¡Hombres con los que había ido al colegio! ¡Amigos de nuestros padres! ¡Algunas de
las personas más poderosas de Niágara Falls y Buffalo! Y todo eso por una mujer que
ni siquiera es atractiva, dicen. Su marido es obrero de una fábrica y agitador
comunista y tienen dos niños, ambos retrasados. Pero ahora los Olshaker están
separados, Dirk ha preparado una residencia para ella en Mount Lucas; ella vive allí a
costa de él; tú, Ariah, su esposa, ¿no sabes nada? ¿De veras? ¿Te escondes tocando tu
precioso piano? ¡Una espineta Steinway! La amante de tu esposo tiene algo de sangre
tuscarora, dicen. Peor aún, es católica.
Ariah gemía como un animalito atormentado.
—¡No te creo! ¡Déjame en paz! —Colgó el auricular para no oír la voz rapaz de
su cuñada.
En la pared, Reginald Burnaby el Grande sonreía y le guiñaba el ojo.
—No es cierto. Dirk no.
Ariah empezó a rebuscar en el buró de Dirk, a ciegas. No sabía bien lo que
buscaba. Los secretos de su esposo. El buró era un bello mueble antiguo, de caoba
tallada, y tan pesado que dejaba profundas mellas en la alfombra; Dirk no lo había
heredado de su padre, Virgil Burnaby, sino del adinerado benefactor de este, Angus
MacKenna. Ariah sabía poco de estas personas muertas, y deseaba conocer menos.
Ella se había casado con Dirk, no con su familia. ¡Odiaba a su familia! Oh, un buró es
una colmena de secretos. Secretos masculinos. Había numerosos escondrijos, cajones.
Esparcidos sobre el escritorio había cigarros envueltos en celofán, sobre todo Sweet
Coronas. Había talonarios de cheques cancelados, recibos, facturas unidas con gomas
elásticas. Extractos de banco, formularios de Hacienda, cartas de negocios, pólizas de
seguros. (¿Ninguna carta personal? Eso era sospechoso). Gimiendo para sí como un

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perro apaleado, Ariah abrió cajones, los revolvió frenética. «Esta persona no soy yo.
Esta no es Ariah». La neblina de las cataratas había entrado en la habitación,
repugnante como un escupitajo. A Ariah le costaba ver. Hojeó la chequera de Dirk,
jadeando. ¿Pruebas? ¿Pruebas de la traición de un marido? Había olvidado el nombre
de la mujer. «Pero no puede haber ninguna mujer».
Con su esmerada letra de imprenta Dirk había anotado que había extendido
cheques de quinientos dólares a «N. Olshaker» en agosto, septiembre, octubre, y el
más reciente en noviembre de 1961. Ariah jadeaba, desconcertada. «“N. Olshaker”.
Si ella es su cliente, ¿por qué es él quien le paga?».
¿Por qué le paga?
¿Por servicios prestados?
Había otras anotaciones misteriosas, sospechosas. Pagos mensuales de 365
dólares a Burnaby Property Management, Inc. ¿Por qué extendía Dirk un cheque al
negocio de su familia? ¿Qué sentido tenía? «“Una residencia en Mount Lucas”.
Donde ha instalado a su amante. Oh, Dios mío».
Ariah notó un movimiento detrás, se volvió sintiéndose culpable y en el umbral
de la puerta vio la cara de un chiquillo de rostro huesudo de edad indefinida, con una
expresión demasiado seria para ser un niño, sin embargo de estatura demasiado baja
para ser un adolescente, con la piel arrugada y amarillenta y ojos preocupados que
relucían como escamas de pez tras sus gafas de montura metálica. (¡Oh, aquellas
malditas gafas! Solo hacía unas semanas que las llevaba y Ariah nunca las veía sin
desear arrancárselas de la nariz del muchacho y partirlas en dos). La camisa del
muchacho estaba arrugada y desabrochada y llevaba manchas en ambas rodillas de
los pantalones del colegio, aunque algunas de estas prendas se las había puesto
aquella mañana recién lavadas y planchadas. Durante un instante de pánico Ariah no
pudo recordar el nombre de este hijo.
«Es mío, mi penitencia».
¿El chiquillo preguntaba con ansia si ocurría algo?
Aquella voz áspera: si el papel de lija pudiera hablar, hablaría así.
Ariah logró recuperarse, hasta cierto punto:
—Chandler, por el amor de Dios. Me has dado un susto de muerte. ¡Andando
detrás de mí como… como una tortuga! —Ariah juntó las manos para impedir que le
temblaran. Debía de tener el rostro mortalmente pálido, las pecas destacándose como
puntos de exclamación. Sin embargo se dirigió a Chandler con su habitual voz
desaprobadora, como si el niño lo quisiera y se sintiera cómodo con ella, no con otra.
Chandler dijo con vacilación:
—Te he oído llorar, madre. Te he oído gritar.
Ariah dijo, acalorada:
—No me has oído gritar, Chandler. No seas ridículo. Esa no era yo.

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2
«Descendí entonces al submundo. Donde no puedes ver, no puedes respirar. Te
ahogas en el negro fango. En la vergüenza».
Estas semanas, meses. Días agotadores aunque estimulantes que para Dirk
Burnaby empezaban a primera hora de la mañana y terminaban a primera hora de la
mañana. Descuidando a sus otros clientes, a sus clientes de pago, por el caso del
canal Love.
Era cierto, Dirk Burnaby estaba presentando mociones en el tribunal de distrito
del condado de Niágara. Al servicio de sus clientes iba a pleitear contra la ciudad de
Niágara Falls, la Junta de Salud de Niágara Falls y la Junta de Educación de Niágara
Falls, Swann Chemicals, la oficina del alcalde de Niágara Falls y la oficina del
médico forense de Niágara Falls. Jamás había escrito una prosa tan elocuente, tan
llena de fuerza. Pero sobre todo era un explorador, en su coche y en ocasiones a pie,
descendiendo al submundo.
A veces se sentía como esos primeros exploradores, condenados, que habían
remado en sus canoas por el ancho río que unía dos gigantescos lagos, sin darse
cuenta hasta que era demasiado tarde de que la corriente se iba acelerando con gran
rapidez, y de que habían penetrado en el Límite, los turbulentos rápidos de aguas
blancas que estaban justo pasada la isla Cabra. Al principio crees que tus acciones
son las que impulsan tu barquita a tanta velocidad; después te das cuenta de que la
velocidad, la propulsión, no tiene nada que ver contigo. Es algo que te está
ocurriendo a ti.
Dirk despertaba de estos trances en los que entraba, a menudo en la sala de
archivos del condado, o en su lujoso y enorme coche como la barca de Caronte
cruzando la laguna Estigia para penetrar en una región desconocida para él.
Atravesaba esa otra región, la ciudad industrial de Niágara Falls. Qué diferente de
la reluciente ciudad turística junto al río Niágara. La pintoresca ciudad al borde de la
célebre garganta del Niágara. La Maravilla del Mundo, la capital mundial de las lunas
de miel. Prospect Avenue con sus antiguos grandes hoteles de otra época, que a
principios de los años sesenta solo estaban empezando a ser sustituidos por hoteles
más modernos y moteles. Y Prospect Park y jardines. Y la neblina que se levantaba
continuamente y el rugido de las cataratas. Dirk no podía ver que la segunda ciudad,
la región del submundo, que se extendía kilómetros al este, tuviera ninguna relación
con las residencias situadas junto al río. Era un gemelo, aunque un gemelo deforme.
Había las cataratas, y había la ciudad de Niágara Falls. Una era belleza y el terror de
la belleza; la otra, simple conveniencia y fealdad creada por el hombre.
Veneno creado por el hombre, muerte.
—Cuando es deliberado, es asesinato. Es más que negligencia. «Negligencia
intencionada con la vida humana».

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La única relación entre las cataratas y la floreciente ciudad industrial era la
enorme energía desviada de las cataratas para hacer funcionar algunas de las
industrias de Niágara Falls. Pero había que saber que esta relación existía, y era un
negocio de muchos millones de dólares: Niágara Hydro. Para el ojo no educado, esas
relaciones resultaban invisibles.
Para el ojo no educado, muchas cosas eran invisibles.
—No tienen conciencia. Los de mi clase.
«Los de mi clase» sería algo que Dirk Burnaby descubriría a cada momento.
Donde Nina Olshaker había sido groseramente rechazada, donde la habían
frustrado y donde habían mentido a sus preguntas, a Dirk Burnaby le iba mucho
mejor. Él era un abogado titulado que podía ejercer en el estado de Nueva York, y
conocía los derechos de los ciudadanos y de los fiscales. Pidió ver los archivos del
condado, las escrituras de propiedad. Pidió ver informes de salud del condado. Y
transcripciones de las reuniones de la Junta de División Territorial del condado de
Niágara. Tenía experiencia en los edificios de la ciudad y del condado, en el tribunal
de justicia del condado de Niágara, en la oficina del fiscal de distrito. Hacía
preguntas, e insistía en que le dieran respuestas. No solo amenazaba con notificar
órdenes de comparecencia, lo hacía. No era de los que aceptaban la ofuscación
—«tonterías»— de los subordinados y aduladores, incluido el personal del alcalde
Wenn. Incluidos los colegas de profesión de Dirk Burnaby, al servicio del gobierno
local y directores generales y juntas directivas de Swann Chemicals, Inc.
El abogado en jefe de Swann Chemicals era un hombre llamado Brandon Skinner,
al que Dirk conocía de lejos, con cautela. Al igual que Skinner conocía a Dirk
Burnaby. Entre ellos existía un respeto mutuo, si no cordialidad. Skinner tenía diez o
doce años más que Burnaby, era un hombre acaudalado que poseía una finca junto al
río no lejos de Shalott.
—Al menos, nunca hemos fingido ser amigos. No hay que guardar las
apariencias.
Dirk tenía esperanzas. Se sentía optimista. Conocía los síntomas: la excitación
previa a una buena y justa pelea.
Por supuesto sabía que Skinner y otros abogados de la defensa irían dando largas.
Conocía los trucos, él mismo los había utilizado. Los trucos son un artículo de
primera necesidad en el negocio de la abogacía, como los instrumentos quirúrgicos
para un cirujano. Pero la defensa no podía engañarle. Tampoco podía agotar la
resistencia de los demandantes haciendo que subieran una barbaridad los costes
legales porque él, Dirk Burnaby, estaba trabajando sin cobrar.
Empezaba a ver que probablemente acabaría pagando los gastos de su propio
bolsillo.
—Qué demonios, soy rico.

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«En el submundo. Donde me ahogaría».
Porque llegó el momento en que Dirk descubrió el nombre Angus MacKenna en
alarmante proximidad con el nombre Hiram S. Swann. ¡Angus, el benefactor de
Virgil Burnaby! El anciano de aspecto bondadoso prácticamente había sido un abuelo
para Dirk, mucho tiempo atrás.
Y llegó el momento en que Dirk descubrió que MacKenna Laboratories, Inc., una
empresa de la que Virgil Burnaby era socio, había sido reconstituida en 1939 como
MacKenna-Swann Chemicals, Inc.; en 1941, Swann compró la parte de MacKenna, y
a partir de entonces la empresa sería conocida como Swann Chemicals, Inc. En los
años de expansión de la fabricación de armas, en tiempos de guerra, se convertiría en
uno de los negocios más prósperos de la parte interior del estado de Nueva York.
—¿Por qué jamás supe esto? Mi padre…
Pero el padre de Dirk en raras ocasiones hablaba de estas cosas con él. En los
últimos años de su vida había parecido perder interés por los negocios y la vida
pública, o que estos le daban asco. Su vida consistía en ir en barco, pescar, jugar al
golf; en beber de una manera caballerosamente afable que enmascaraba (ahora Dirk
lo suponía, pues en aquella época no tenía ni idea) una profunda melancolía. Los
padres de Dirk llevaban una vida cada vez más separada cuando se hallaban en la
edad madura; la de Claudine agresivamente social y la de Virgil tercamente retirada.
Dirk recordaba con nitidez excursiones en barco de vela con su padre cuando, los dos
solos, se comunicaban sin decirse una sola palabra como si el ventoso y turbulento
río, donde todo podía ocurrir, los hubiera reducido a una identidad común. En otras
ocasiones, Virgil Burnaby había estado sonriente, distante. «Un hombre que ha vivido
la vida de otro hombre».
Años más tarde, Dirk se preguntaría si su padre, miembro de l’Isle Grand Country
Club, casado con una heredera, se avergonzaba de Reginald Burnaby el Grande.
Aquel funambulista bigotudo que había muerto en las cataratas, por la gloria y unos
cientos de dólares. O tal vez Virgil estaba orgulloso en secreto. Dirk sentía la pérdida,
su padre jamás le había contado nada de su vida personal, emocional.
Al hacerse mayor, Dirk había sabido vagamente que su padre estaba involucrado
con Angus MacKenna y sus hijos Lyle y Alistair en diversos negocios. Uno de sus
éxitos era la creación de insecticidas y herbicidas; MacKenna Laboratories era
propietaria de varias patentes que conservaron cuando se vendió la empresa, y de
estas patentes, en la época presente, los herederos de Virgil aún recibían dividendos.
(Bastante elevados, por cierto). Dos años antes de que Swann comprara la compañía a
MacKenna y a sus socios, adquirió en subasta el canal de once kilómetros,
incompleto, conocido localmente como canal Love, para utilizarlo como vertedero. El
misterioso canal jamás había existido como canal de agua. Su construcción se inició
en 1892, como proyecto de un urbanista local llamado William T. Love; el ambicioso
plan era unir la parte superior e inferior del río Niágara y evitar la garganta. Pero
Love se había arruinado y el canal se dejó excavado solo parcialmente. Estaba

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situado en tierra de nadie, en el borde oriental de lo que en aquella época era una
ciudad de unos veinte mil habitantes donde el desarrollo industrial apenas
comenzaba. Como en la ciudad de Buffalo, mucho más grande, junto al lago, y en los
suburbios industriales de Tonawanda Norte y Lackawana, la expansión del desarrollo
local empezaría con el estallido de la guerra en 1941. Vehículos militares, aviones,
munición, productos enlatados, botas, guantes, uniformes, ¡incluso banderas! Y
productos químicos de toda clase. La guerra fue lo mejor que le pasó a Niágara Falls,
incluso mejor que el turismo de la década de 1850.
Dirk recordaba la excitación de aquella época, cuando a la edad de veinticuatro
años se había precipitado a alistarse, con sus amigos, en el ejército de Estados
Unidos. No se le había ocurrido que para los estadounidenses que se quedaban en
casa, incluidos Virgil Burnaby y sus socios, la guerra era algo muy bueno.
Desde 1936 hasta 1952 el llamado canal Love, una acequia abierta, se utilizó
como depósito de residuos municipales y químicos. Swann Chemicals vertía
toneladas de desperdicios allí, y vendió los privilegios de vertido a la ciudad de
Niágara Falls para que descargara allí la basura y, en los años cuarenta, al ejército de
Estados Unidos, que arrojaba residuos químicos de guerra secretos (radiactivos)
relacionados con el proyecto Manhattan. En 1953 Swann Chemicals de pronto dejó
de hacer vertidos; cubrió los peligrosos residuos con tierra y vendió esa propiedad
contaminada de once kilómetros a la Junta de Educación de la ciudad de Niágara
Falls por un dólar. ¡Un dólar!
Y en el contrato se estipulaba que Swann Chemicals, Inc. quedaba exenta «a
perpetuidad» de cualquier perjuicio —«daño físico o muerte»— sufrido como
consecuencia de los peligrosos residuos.
Dirk leyó y releyó, horrorizado.
¿Cómo había ocurrido esto? ¿Cómo se había permitido que ocurriera? ¿Hacía tan
poco tiempo, en 1953? Ocho años después de Hiroshima, de Nagasaki. Cuando se
conocían algunas de las consecuencias de la contaminación radiactiva.
Swann Chemicals era el principal contaminador, pero los vertidos habían
comenzado en la época de MacKenna-Swann. Insecticidas, herbicidas, venenos.
Productos químicos. Dirk vio que los dividendos que su familia recibía se
remontaban a estos orígenes. Aquellas patentes por las que él declaraba que no se
preocupaba, pero que había dado por supuestas como todos los demás Burnaby.
Dirk se sintió enfermo, avergonzado. También él había estado involucrado en
esto.
Toda su vida había estado involucrado, sin saberlo.
(Pero ¿cómo sin saberlo?). Cuando Ariah le reprendía, en un murmullo hablaba
de los «Burnaby ricos». Dirk no tenía claro si Ariah se burlaba de él o le reñía. Si sus
comentarios eran en broma o crueles. Sin duda mostraba un aire de superioridad
moral. (No era de extrañar que a Clarice y Sylvia les cayera mal su cuñada. Dirk en
realidad no podía reprochárselo). Pero el desprecio de Ariah por el dinero era

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consecuencia de haberse casado con Dirk Burnaby, que les proporcionaba a ella y a
sus hijos una vida confortable. ¿Dónde estaba la superioridad moral en eso?
A quien temía era a Nina Olshaker, al descubrir que él, Dirk Burnaby, estaba
relacionado de algún modo con el canal Love. Aunque indirectamente, sin tener culpa
alguna.
(Pero ¿cómo sin tener culpa alguna?). Después de que se vendiera el terreno con
residuos peligrosos a la Junta de Educación de Niágara Falls por un dólar, esta pronto
volvió a vender gran parte del terreno a un urbanista local llamado Colvin e inició la
construcción de una escuela pública. Cuando se inauguró la escuela de la calle
Noventa y nueve en el otoño de 1955, una parte considerable de Colvin Heights
estaba construido y se habían vendido muchos de los pequeños bungalows de
madera. Dirk suponía que la administración y el claustro de profesores del colegio no
sabían nada del solar donde estaba el edificio, el hecho de que estaban trabajando
sobre un vertedero de residuos tóxicos. Ni siquiera el director de la escuela podía
saberlo. La Junta de Educación debía de haber mantenido en secreto el trato con
Hiram S. Swann y sus socios. Colvin, el contratista, debió asimismo de guardar el
secreto, pues seguramente también debía de saberlo.
Según los archivos de salud del condado, los residentes de Colvin Heights
empezaron a quejarse casi de inmediato de olores nauseabundos, «lodo negro»,
filtraciones en los sótanos, céspedes húmedos, niños y animales domésticos
«quemados» en los jardines que contenían una virulenta especie de brea. Colvin se
avino a limpiar parte de las zonas peores, como hizo la ciudad de Niágara Falls. Un
sector en forma de medialuna, contiguo a Swann Chemicals, a tres kilómetros al este,
fue descalificada como zona residencial y se dejó sin urbanizar. (Aunque se valló, los
niños jugaban allí. Empezó a ser utilizada como vertedero ilegal de cosas de las que
la gente quería deshacerse, como colchones viejos, artículos del hogar rotos,
materiales de construcción inservibles y árboles de Navidad combustibles). En 1957
los investigadores médicos de la Junta de Salud del condado inspeccionaron el lugar
donde estaba enclavada la escuela de la calle Noventa y nueve y declararon la zona
«sin riesgos para la salud». Examinaron a los residentes de la subdivisión que habían
presentado quejas médicas y no encontraron base alguna para alarmarse. Su
conclusión fue unánime: no había ningún problema en Colvin Heights, y si lo había,
se habían ocupado de él.
Dirk comprobó los archivos de la Junta de Educación de 1952. En la época de la
venta de Swann Chemicals el presidente de la compañía era un hombre de negocios
local, ya fallecido, llamado Ely; Dirk recordaba que Ely, o alguien con ese nombre,
había sido uno de los socios de Hiram Swann. Habría conocido a los MacKenna, y
seguramente a Virgil Burnaby.
Por eso la Junta de Educación había aceptado la cláusula sin precedentes de
Swann de que su compañía quedaba exenta de culpa «a perpetuidad». Eran unos
amigos que ayudaban a otros amigos. Hombres que pertenecían a los mismos clubes

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privados, que estaban unidos entre ellos por vínculos comerciales y quizá incluso de
matrimonio y sangre. Y posiblemente mucho dinero había cambiado de manos. Ely
podía haber sido un inversor secreto en la subdivisión que sería conocida como
Colvin Heights. Ely podía haber sido un compañero de póquer de Hiram Swann. O
pareja de golf de los MacKenna. Muy probablemente había sido invitado a Shalott.
En algunos casos ser miembro de la Junta de Educación se debía a motivos políticos,
en otros voluntario-filantrópicos. No había salarios. El cargo era honorífico.
Dirk estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos. Su pesada y aturdida
cabeza. No tenía una idea clara de dónde estaba, en qué edificio municipal había
entrado horas antes, un solitario merodeador entre polvorientas estanterías de
aluminio como las de una biblioteca, llenas de documentos en lugar de libros. Había
estado tomando notas con furia, y ahora su mano derecha era una garra. Apenas podía
sostener una pluma. Se notaba el interior de la nariz, boca, garganta chamuscados,
como si hubiera estado respirando los vapores de un horno. ¿Qué le diría a Nina
Olshaker? Porque debía decírselo. ¡Cuánto anhelaba el río! El río de su infancia. El
cielo sobre el río, fragmentos de cemento roto que, mientras miraba, mientras soplaba
el viento, daban paso a un pálido sol otoñal. Pero era el sol. Y el viento procedente de
Ontario era fresco, despejaba las ventanas de la nariz. Él y su padre estaban en la
húmeda y resbaladiza cubierta del Chris-Craft de nueve metros Luxe II de Virgil
Burnaby. Una embarcación elegante, de un blanco reluciente, hermoso a los ojos de
Dirk, aunque de niño prefería el barco de vela de su padre. Pero Virgil no había
querido sacarlo en los últimos años de su vida; navegar a vela era demasiado
agotador para alguien que se hallaba en un estado de debilidad como él. (¿Una
dolencia cardíaca? Dirk nunca lo había sabido). Estaban solos, qué alivio estar solos.
Este fue su viaje más largo, por la gran anchura del lago Erie y por la asombrosa
longitud del lago Hurón hasta Sault Sainte Marie, a centenares de kilómetros en la
parte norte de Michigan, en la frontera canadiense. Virgil Burnaby, Dirk Burnaby.
Padre e hijo. Dirk se protegía de la luz mientras miraba a su padre en la proa del
barco, que observaba fijamente el lago y el brumoso horizonte. Había algo en la
postura del anciano, en la inclinación de sus hombros y de su cabeza, que inquietó a
Dirk. «¿Papá? —llamó Dirk, haciendo bocina con las manos alrededor de la boca—.
¡Eh, papá!». Su voz era joven y desesperada. Pero con el ruido del motor del barco y
el viento, Virgil Burnaby no le oyó.

3
«No estaba enamorado de Nina Olshaker. Y sin embargo…».
Instintivamente, Ariah se apartó de su roce. De su aliento. De su cerebro enfermo
de culpa. Como uno podría apartarse de un olor sutilmente tóxico. De un aura

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radiactiva invisible, aunque palpable. Dirk no le dijo nada a Ariah del canal Love
porque sabía que ella no quería saber nada de lo más profundo de su vida que les
excluyera a ella y a sus hijos. Se había vuelto la madre más sumamente protectora. Su
instinto era infalible, siempre vigilante. Se había fijado —¡tenía que haberse fijado!—
en que Dirk trabajaba cada vez más horas, y a menudo los fines de semana, que había
perdido gran parte de su entusiasmo y de su apetito. Fumaba más. Dormía menos. En
casa, se quedaba encerrado en su estudio y al teléfono mucho rato después de que los
niños y Ariah se hubieran acostado. Y lo más asombroso era que había dejado sus
noches de póquer, aquella tradición que había iniciado en 1931. Antes de
abandonarla, la noche de póquer se había reducido a aproximadamente una vez al
mes. Pero ahora parecía que Dirk la había dejado por completo. Ariah estaba tan
entregada a Juliet y Royall que apenas parecía reparar en su esposo salvo para
murmurar, con su leve sonrisa dolida: —¡Vaya! Qué honor tenerte de nuevo con
nosotros en Luna Park por unas horas, señor Burnaby. —Bromeaba con los niños en
presencia de Dirk—: ¿Sabéis aquel del abogado carísimo y su cliente? El cliente
llama al teléfono y el abogado responde, y el cliente dice: «¡Hola!, ¿cómo está?», y el
abogado dice: «Cincuenta dólares».
Ariah se reía con ganas, la señal para que los niños mayores se rieran, cosa que
invariablemente hacían. Juliet, que solo era un bebé, agitaba sus regordetes puñitos
con excitación. ¡Risas, risas! Dirk también se reía.
Como a todos los abogados, le encantaban los chistes sobre su profesión. Cuanto
más injustos, más divertidos.
Algunas noches, Ariah, de vista aguda, debía de haber reparado en las medialunas
de fatiga bajo los sonrientes ojos de Dirk, y debía de haber olido el whisky en su
aliento. Pero nunca preguntaba dónde había estado, o con quién. O si había estado en
su despacho todas aquellas horas, trabajando. Bebiendo solo.
Ariah tenía pocas amigas y ninguna amiga íntima. O sea que no se enteraba de los
rumores. De que Dirk Burnaby estaba descuidando o dando largas a sus clientes de
pago, de que varios le habían dejado, disgustados, y había más que estaban dispuestos
a hacer lo mismo. No solo Dirk Burnaby no estaba aceptando clientes de pago, sino
que ahora él era el único que pagaba: los gastos de un pleito único y difícil que estaba
requiriendo mucha más preparación de la que había previsto en julio. Pero Ariah era
ajena a todo ello, en su mundo intenso, estrechamente circunscrito y reconfortante de
los hijos, el hogar, las clases de piano.
A veces por la noche se abrazaban, Ariah se apretaba de forma juguetona como
un mono a los fornidos brazos de su esposo, sin decir palabra, extrañamente
satisfechos, al borde del sueño como de un vasto abismo. Ese abrazo era una
costumbre de años. Ariah se soltaba para dormir mientras Dirk, con su antiguo y
desagradable insomnio golpeándole como olas inútiles, se encontraba pensando en…
¿quién? ¿La Mujer de Negro?

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Qué ridículo haber pensado en Nina Olshaker en estos términos. De qué manera
demonizamos lo que ignoramos y lo que tememos.
Dirk se avergonzaba al recordar lo cerca que había estado de rechazar a Nina,
como la habían rechazado todos los demás abogados de la ciudad.
Qué cerca había estado de perderla.
—No fracasaré. No puedo.
Ariah, dormida en los brazos de Dirk, oía estas palabras murmuradas y se retorcía
con infantil placer.
—Mmm, cariño. Yo también te quiero.
De día, Ariah evitaba responder al teléfono. Clasificaba el correo formando
pulcros montones sobre la mesa del vestíbulo, pero con frecuencia aplazaba abrir el
correo destinado a ella, aunque era raro que recibiera alguno. (Una carta de su madre,
por ejemplo. El reverendo Littrell había muerto de repente de un ataque al corazón
aquel otoño, y la señora Littrell, que se sentía sola e inútil en Troy, insinuaba que le
gustaría muchísimo ir a vivir a Luna Park —«Para ayudar con los niños»—, pero
Ariah no la animaba a hacerlo). Nunca miraba las noticias de la televisión ni leía las
primeras páginas de los periódicos donde podían aparecer noticias inquietantes.
Pasaba rápidamente a los artículos, a las páginas femeninas, a los espectáculos, a las
tiras cómicas. Ella, Royall y Juliet disfrutaban con las tiras cómicas: los
Katzenjammer Kids, Li’l Abner y el pato Donald eran sus favoritos. Si hubiera leído
ciertas páginas del Gazette o del Buffalo Evening News habría descubierto artículos,
entrevistas, incluso editoriales sobre el tema del polémico pleito de los propietarios
de viviendas de Colvin Heights, y habría visto el nombre de Dirk Burnaby. Pero no lo
hacía. A veces, al pasar las páginas deprisa, Ariah cerraba los ojos y se mordía el
labio inferior. ¡No, no! Las noticias locales ya no la tentaban más que las noticias de
un gran terremoto en México, de un avión de American Airlines que se había
estrellado en la bahía de Jamaica, de que en un incendio de un edificio en Buffalo
hubieran muerto once niños, de una invasión encubierta de Cuba por parte de
refugiados cubanos armados por los estadounidenses («¿Bahía Cochinos? —se
preguntaría Ariah con inocencia durante años—. ¿No podían haberle puesto otro
nombre?»), una insurrección, o una guerra civil, o una invasión, fuera lo que fuera,
que empeoraba en la otra punta del planeta en… ¿cómo se llamaba ese país? Algún
lugar asiático, remoto como la luna.
Pero estaba Chandler, el infatigable Chandler, un diligente lector de periódicos.
Qué rápido en buscar el apellido Burnaby entre columnas de letra impresa.
—¿Papá? Ese que sale en el periódico eres tú, ¿verdad? —La voz del niño
temblaba de emoción.
Dirk se armaba de valor para leer. Invariablemente Burnaby no tenía buena prensa
en Niágara Falls en esa época.
LOS PROPIETARIOS DE VIVIENDAS DE COLVIN HEIGHTS
DEMANDAN A LA CIUDAD Y SWANN CHEMICALS

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ACUSACIÓN DE «NEGLIGENCIA INTENCIONADA».

—Sí, Chandler, soy yo.


—Ese canal Love… en realidad no es un canal, ¿verdad?
—No. Nunca lo ha sido.
—¿Está muy lejos de nosotros?
—A unos veinte kilómetros. En esa dirección —señaló Dirk.
—¿Veinte kilómetros es cerca? —Chandler fruncía el entrecejo, arrugando la
frente. Se notaba cuánto necesitaba saber, además del hecho en sí, qué significaba ese
hecho.
—Yo creo que es demasiado cerca. Pero no, no está peligrosamente cerca.
Dirk sonrió, para tranquilizar a Chandler. Aunque su sonrisa no era tan segura
como la sonrisa Burnaby de meses atrás.
Chandler dijo, bajando con timidez la cabeza:
—Papá, ¿podría… podría ayudarte?
—¿Ayudarme? ¿Cómo?
—No sé. De alguna manera. Como una especie de procurador.
Dirk se echó a reír.
—No, Chandler. Eres demasiado joven. Y no estás exactamente preparado. Pero
gracias por pedírmelo, te lo agradezco.
Dirk se emocionó. Chandler, con sus once años, era un chiquillo taciturno, como
burlón con su aire precoz de adulto responsable. Sus ojos miopes tenían el misterioso
tono de la niebla y su enfoque parecía borroso, incluso con sus gafas nuevas. Era un
estudiante de sobresalientes en octavo grado (eso le había informado Ariah a Dirk),
pero no tenía muchos amigos y no se sentía completamente a gusto en el colegio.
Tenía una sonrisa rápida, tímida, tentativa. Siempre parecía estar preguntando a sus
padres: «¿Me queréis? ¿Sabéis quién soy?». Los pequeños, Royall y Juliet, eran hasta
tal punto el centro de la escrupulosa atención de su madre, que Chandler tendía a
quedar olvidado. Dirk, que en raras ocasiones pasaba algún tiempo a solas con él,
ahora quiso tocarle, abrazarle; quiso tranquilizarle: «Sí, claro que tu papá te quiere».
Cuánto temía convertirse en su propio padre…
Chandler bajó la voz y dijo:
—No te preocupes, papá. No se lo diré a mamá. Lo que he leído en el periódico
sobre ti, jamás se lo diré a mamá.

Se había programado una vista preliminar del caso del canal Love para mediados de
febrero en el tribunal de distrito del condado de Niágara. Pero la fecha se aplazó
varias semanas, a petición de la defensa. Y otra vez se aplazó la fecha, hasta finales
de abril. La Junta de Salud del condado de Niágara estaba poniendo al día lo que
había descubierto, a petición de la defensa. El abogado de la acusación expresó su
descontento por tan inadmisible estancamiento, aunque en privado sentía un gran

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alivio. La moción que Dirk había escrito era la más larga y la más documentada
estadísticamente de su carrera; sin embargo (lo admitía), podía haber sido incluso
más larga, más documentada.

—¡Oh, señor Burnaby! ¿Por qué la gente es tan mala?


Qué joven parecía, Nina Olshaker. Se secaba lágrimas de pena e indignación de
los ojos. Su pregunta era legítima. Dirk Burnaby, cuya lucrativa profesión se basaba
en las palabras, no encontró ninguna para darle una respuesta.
Bueno. Estaba el Holocausto, había descubierto algunos hechos sobre la
naturaleza humana como consecuencia de lo que sabía del Holocausto, y estaba
seguro de que no sabía todo lo que había que conocer sobre ello. El papel de los
científicos, médicos, enfermeras, tipos directivos útiles, incluso tipos de profesor, y
(en especial) tipos con mentalidad legal. Cabecillas mesiánicos, místicos. No se podía
decir siquiera que algunos de estos individuos fueran egoístas, pues el ego no parece
ser el punto importante. No se podía decir que los nazis fueran unos locos, pues los
documentos mostraban que estaban plena y calculadoramente cuerdos. A los crueles
matones, los sádicos natos, asesinos y verdugos de la raza, se los podía comprender;
pero no a estos otros. ¡Cómo se podía comprender a estos otros!
«Los míos», algunos. Ah, por supuesto.
Ahí estaban las pruebas atómicas en Nevada. Antes y después de Hiroshima y
Nagasaki. La década de 1950 fue la de las pruebas nucleares (secretas). Uno quería
ser patriota. Necesitaba ser patriota estadounidense, era la consecuencia dorada de
una guerra justa. Una guerra que (todo el mundo está de acuerdo con ello) tenía que
hacerse, no podía no hacerse y se hizo, y se ganó. Y él, Dirk Burnaby, había
participado en esa victoria. Y por eso no quería saber demasiado sobre el gobierno
para el que había luchado. Nunca era bueno para un patriota saber demasiado. Saber,
como Dirk había sabido por medio de un periodista del Buffalo Evening News que no
había podido publicar su información, que en Nevada, en los terrenos de prueba de
Nellis de 1952 a 1953, varios soldados fueron equipados con prendas protectoras y
otros no. Se filmaron películas de su actuación como testigos de las explosiones
desde diversas distancias. Algunos soldados, con y sin prendas protectoras, fueron
conducidos en vehículos de las Fuerzas Aéreas a la zona cero inmediatamente
después de las explosiones de la bomba A, mientras otros fueron situados a distancias
calculadas. ¿A qué distancia de la zona cero se estaba a salvo? ¿Plasta qué distancia
había peligro? Los científicos y los políticos estaban impacientes por saberlo.
«Los míos» se encargaron de ello. Militares de alto rango, científicos
privilegiados que recibieron elevadas sumas de dinero. Dirk lo sabía.
Por qué le sorprendía, pues, lo del canal Love. A qué venía su ingenuidad,
perversa en un hombre de cuarenta y cinco años inteligente y con experiencia.

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Sin embargo, compartía el desaliento, la indignación de Nina Olshaker. Lo
intentaba, lo intentaba con todas sus fuerzas, Ariah no podía haber empezado a
sospechar lo difícil que le resultaba separarse de este caso. Intentaba no dejarse llevar
por lo afectivo. Era el abogado de Nina Olshaker, no su protector. No sería su amante.
«Jamás. Eso no ocurrirá. Sería una locura».
Esta notable mujer, diferente de todas las demás mujeres que había conocido.
Aunque sufría de migraña, tos crónica e infecciones, el principio de lo que parecía ser
asma y tendencias nerviosas, Nina salía cada día a sondear Colvin Heights. Con poca
ayuda había organizado la Asociación de Propietarios de Viviendas de Colvin
Heights, a la que ahora pertenecían unas setenta personas, de las aproximadamente
trescientas cincuenta que podrían formar parte de ella. Nina era incansable, o eso
parecía. Tenía energía, era optimista, estaba entregada a su causa. Si la ponía enferma
lo que descubría, procuraba no desmoralizarse. Con Dirk estaba empezando a
aprender a ser sagaz, astuta, se podría decir. Él le había proporcionado una grabadora,
por ejemplo, para archivar las entrevistas con sus vecinos, para no confiar en las
notas tomadas con la caligrafía de una escolar que posteriormente, ante el tribunal,
podrían ser puestas en duda. Ayudada por un procurador al servicio de Dirk estaba
efectuando una lista de casos de enfermedad, dolencias crónicas y muertes en la
subdivisión de Colvin Heights desde 1955. Estaba entrevistando a padres de niños
que habían asistido a la escuela de la calle Noventa y nueve y trataba de entrevistar a
profesores. El director de la escuela le prohibió poner los pies en la propiedad de la
escuela. A veces le cerraban la puerta en las narices. La acusaban de ser agitadora,
comunista. Ella y la Asociación de Propietarios de Viviendas estaban «rebajando el
valor de las propiedades», «haciendo publicidad negativa», se decía. Ella y su
abogado pretendían «hacer su agosto», «buscando una gran compensación
económica». Nina le dijo a Dirk:
—Algunas personas que no nos hablan son patéticas. Tosen, tienen los ojos
hinchados y enrojecidos como Bill. En la calle Noventa y nueve hay un tipo, que no
debe de tener más de cincuenta años, que tiembla todo el rato como si hubiera
inhalado gas nervioso. Van con muletas. ¡En sillas de ruedas! Un tipo que trabaja en
Dow utiliza una mascarilla de oxígeno. Enfisema. «De fumar», le dijo el médico.
Pero Nina Olshaker estaba reuniendo datos que abarcaban parte del mismo
territorio que la Junta de Salud del condado de Niágara había declarado haber
abarcado unos años antes. Los datos eran irrefutables, pensaba Dirk. Cualquier juez
justo, y sin duda cualquier jurado típico, quedaría impresionado. Nina se centraba en
la zona desde la calle Ciento ocho hasta la calle Noventa y nueve. De Colvin
Boulevard a Veterans Road. Aquí había extraños grupos de enfermedades en calles
que cruzaban el canal Love (escondido, enterrado), y la frecuencia con que se daban
era sorprendentemente desproporcionada con respecto a cualquier otra zona de la
ciudad, y por supuesto a la población general de Estados Unidos. Abortos, niños
nacidos muertos, deformaciones de nacimiento. Trastornos neurológicos, ataques de

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apoplejía. Problemas cardíacos, problemas respiratorios. Enfisema. Problemas de
hígado, de riñón, de vesícula. Y abortos. Infecciones en los ojos, en los oídos, en la
garganta. Migrañas. Más abortos. ¡Cánceres! Cánceres de todo tipo. Una cornucopia
de cánceres. De pulmón, de colon, cerebrales, de pecho, de ovarios, cervicales, de
próstata, de páncreas. (El cáncer de páncreas era raro, pero no en Colvin Heights).
Leucemia. Leucemia infantil. (Siete veces más frecuente que la media). Problemas de
hipertensión, tensión sanguínea mórbidamente baja. Nefrosis, nefritis. (Enfermedades
muy raras en los niños, pero no en Colvin Heights). Y abortos.
Nina dijo:
—Ahora me siento menos sola, ahora que estoy sabiendo cosas. Más como si
tuviera derecho a estar enfadada.
En otra ocasión dijo:
—Señor Burnaby, sé lo que hago, todo esto.
Habló con agresividad, inmovilizándole con una de sus oscuras e intensas
miradas fijas, sin parpadear, como si dañaran a sus ojos.
Dirk preguntó:
—«¿Lo que haces?». ¿A qué te refieres, Nina?
—Tiene que ver con Sophia. Estoy haciendo el duelo por mi niñita, supongo. Por
eso me cuesta parar, volver a casa, por muy cansada que esté. Sam dice que voy a
volverme loca con esto y a empeorar las cosas, pero si no tengo la mente ocupada con
este asunto, intentando que la gente entienda, intentando hacerles ver que esto es para
su propio bien, se va a ella, ¿lo entiende? A Sophia. Y con ello no puedo hacerles
ningún bien, ni a Billy ni a Alice.
En enero, el hijo de los Olshaker, Billy, tenía tanta alergia a la escuela de la calle
Noventa y nueve, tantas náuseas, los ojos tan llorosos e hinchados, estaba tan
próximo a tener ataques de asma, que Nina se negó a dejarle asistir y violó la ley del
estado. Le llegaron citaciones judiciales, la amenazaron con ser arrestada.
—No pueden hacerme eso, ¿verdad, señor Burnaby? No pueden. Ese sitio pone
enfermo a Billy. Puedo notar cómo le va afectando cuando nos dirigimos allí. ¿Me
meterán en la cárcel? ¿Qué puedo hacer?
Dirk hacía sus propias llamadas telefónicas amenazadoras y se ocupaba del
problema. Alquiló un bungalow en Mount Lucas, una ciudad rural de las afueras al
noroeste de Niágara Falls, donde Nina podría quedarse con sus hijos cuando deseara
escapar de Colvin Heights. (Sam se quedó en la casa de la calle Noventa y nueve, a
diez minutos de Parish Plastics. Consideró que mudarse de su casa era rendirse). Pero
Nina era inflexible, Nina perseveraba. La tenacidad de aquella mujer maravillaba a
Dirk. Estaba acostumbrado a clientes que nunca levantaban un dedo para ayudar en
sus casos, que se limitaban a pagarle los honorarios. Estaba acostumbrado a clientes
que no luchaban por su vida. Casi se preguntó si debería ofrecerse para comprar la
propiedad de los Olshaker, pagar su hipoteca y ayudar a la pareja a adquirir una casa
fuera de Niágara Falls. Pero sabía que Sam no permitiría semejante acto de caridad;

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tenía su orgullo, que ya estaba amenazado por la presencia de Dirk Burnaby en la
vida de Nina. Y había motivos para ese orgullo.
«¿O quiero que Nina abandone a su esposo? ¡Solo por un tiempo!».
De los atropellos que Nina estaba descubriendo, el que más la alteró fue el relato
que le hizo un ama de casa que vivía en la calle Noventa y ocho, detrás de la escuela.
La mujer describió una «limpieza de emergencia» del patio de recreo después de que
tras unas lluvias torrenciales en la primavera de 1957 apareciera un lodo negro que
apestaba y cubría gran parte del asfalto. Una mañana, dijo Nina, la mujer observó que
un vehículo de la ciudad se paraba y bajaba de él una brigada de limpieza; iban
vestidos con prendas protectoras, con aspecto de astronautas, cascos, botas, guantes,
y algunos de ellos con mascarillas antigás. ¡Mascarillas antigás! Y, sin embargo, unos
días más tarde se reabrió la escuela y los niños jugaban en el patio como de
costumbre. Nina dijo con voz temblorosa:
—¡Ahí es adónde van nuestros hijos! ¡A esa escuela! ¡Aquí vivimos! ¡Y esos
hombres adultos, que trabajaban para la ciudad, tenían miedo de respirar ese aire!
Pero todo el mundo nos miente. El alcalde lo negaría. La Junta de Salud. Dicen que
aquí no pasa nada, que es culpa nuestra el que estemos enfermos, que «fumamos
demasiado, bebemos demasiado». Eso es lo que dicen. Les importa un comino si
nuestros hijos viven o mueren, les importa un comino lo que nos pase a cualquiera de
nosotros, señor Burnaby, ¿por qué la gente es tan mala?
La joven mujer, agotada por la tensión, prorrumpió en llanto y empezó a toser.
Dirk la ayudó, un poco tenso. Sentía por ella una emoción a la que no podía poner
nombre, no deseo sexual, ni simple deseo, sino compasión, el pánico animal
compartido de que no eran lo bastante fuertes, el enemigo les derrotaría. Si el
enemigo era «malo», el enemigo les derrotaría.
Se encontraban en la casa que había alquilado para Nina y sus hijos, en Mount
Lucas. Eran las once de la noche, los niños se habían acostado. Dirk y Nina estaban
en la cocina bien iluminada, donde habían extendido el mapa de Colvin Heights sobre
la mesa. Sam estaba trabajando en Parish Plastics. Dirk se hallaba aproximadamente
a treinta kilómetros de Luna Park y de su casa, de su familia. Abrazó a Nina Olshaker
mientras esta sollozaba, y percibió el frenético calor que emanaba de la piel de ella.
Un olor a algo rancio, transpiración femenina, rabia. Notó sus erráticos latidos del
corazón. Quería amar a esta mujer, sin embargo no podía. No se atrevía. La abrazaba
con rigidez, torpe como Dirk Burnaby jamás había abrazado a una mujer que lloraba,
a ninguna mujer que no fuera su esposa, que tan claramente le deseaba, o deseaba que
la consolara.
Su profesión eran las palabras, pero ahora no se le ocurría ninguna.

—Dirk, hola.

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Este lacónico saludo. La voz ronca de Clarice junto a sus oídos como una lima
oxidada contra una roca.
Era la mañana después de la explosión emocional de Nina Olshaker. Dirk había
estado pensando en ella, y en lo que le había preguntado, y ahora se sentía tan
indefenso como se había sentido entonces. «¿Voy a fracasar? No».
La hermana mayor de Dirk le telefoneó a su oficina, y le pidió a Madelyn que le
pasara con su jefe inmediatamente. No importaba que estuviera hablando por
teléfono, que se pusiera. Se trataba de una emergencia familiar, sí, lo era.
¿Cuánto hacía que Dirk no hablaba con nadie de la familia Burnaby? No lo
recordaba. Meses. Había dejado de devolver las llamadas de sus hermanas (sabía que
estarían furiosas con él por todo este asunto del canal Love) y había dejado de llamar
a Claudine, y mucho menos había visitado a la difícil anciana.
Un día le afligiría la culpabilidad, Dirk lo sabía. Cuando Claudine muriera. Pero
todavía no.
Tras un rápido y somero preámbulo preguntando por la salud de Dirk y su familia
y sin prestar atención a las educadas respuestas de Dirk, Clarice atacó directamente.
—Esa mujer con la que estás liado, esa mujer, está casada, tiene hijos, es india
tuscarora, ¿verdad?, ¿es squaw? ¿A la vista de todos, mi hermano tiene la
desvergüenza de arrejuntarse en Mount Lucas con una squaw?
Dirk estaba tan perplejo por este torrente de palabras, por la vulgaridad de una
mujer a la que siempre había considerado remilgada, puritana, que por un instante se
quedó sin habla.
Clarice, furiosa, dijo:
—Dirk, maldita sea, ¿me estás escuchando? ¿Estás despierto o estás borracho?
¿Intentas destruir a la familia Burnaby cometiendo una locura?
Dirk logró decir, alterado:
—Clarice, ¿de qué demonios estás hablando? Squaw tuscarora. No pienso seguir
escuchando tonterías como esta.
—¡No cuelgues! ¡No te atrevas a colgarme! Es imposible llegar a ti, como es
imposible hablar con tu esposa. Los dos vivís en vuestro mundo de ensueño, ajenos al
resto de nosotros, qué avergonzados estamos, por tu conducta y la suya… Ariah…
qué nombre tan ridículo… un nombre que nadie había oído jamás… tú y ella, qué
pareja tan perfecta hacéis: el adúltero y la esposa que no ve ni oye nada malo…
—¿Qué tiene que ver Ariah con esto? Te prohíbo que hables de Ariah.
—¡Claro! «Te prohíbo que hables de Ariah». ¿Y de esa otra mujer, Nina? ¿Me
prohíbes que hable de ella?
—Sí. Voy a colgar, Clarice.
—¡Bien! ¡Muy bien! ¡Arruina tu vida! ¡Tu carrera! ¡Créate enemigos que te
destruirán! Si padre viera ahora cómo se ha vuelto su hijo favorito.
—Clarice, hablaremos de esto en otro momento. No hay nada entre Nina
Olshaker y yo, es todo lo que voy a decir. Adiós.

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—Ariah también me colgó. Esa mujer está ciega, tan ciega como tú. Es igual de
egoísta. Madre dice de ella que es un demonio. Qué pareja hacéis. Una pareja surgida
del infierno.
—Clarice, estás histérica. Adiós.
Dirk colgó el auricular, temblando. Solo recordaría algunas de las palabras que su
hermana le había gritado. «Ariah también me colgó».

—No soy el amante de nadie, cariño. Soy tu esposo.


Dirk trató de volver a explicarlo, con calma. Empezaba a dolerle la cabeza detrás
de los ojos.
Sí, estaba involucrado en un complicado caso civil, el más difícil de su carrera.
No, no estaba liado con Nina Olshaker, la principal litigante.
Él representaba a la señora Olshaker, sí. No era el amante de la señora Olshaker.
—Soy su abogado. Me he comprometido. No es diferente de ningún otro caso
mío, excepto que… —Dirk vaciló, la voz empezaba a temblarle. Porque por supuesto
el caso era diferente de todos los que hasta entonces había aceptado—. Excepto que
es más complicado. Ha precisado mucha más preparación.
Qué engañoso, para Dirk Burnaby, hablar del canal Love como si el caso
estuviera casi finalizado. Como si la gran preparación hubiera terminado.
Ariah escuchaba con atención, con los ojos bajos. Su rostro era el de una niña
esculpida en pálido mármol que ha empezado a resquebrajarse muy finamente. En los
bordes de los ojos evasivos, y formando como un paréntesis en la boca que parecía
haberse encogido al tamaño de un caracol metido en su caparazón.
Dirk siguió con su explicación que no era —¿por qué iba a serlo?— una disculpa.
El día había sido largo, y no muy animado, pues otro de los testigos periciales de
Dirk estaba echándose atrás de su promesa de declarar por la acusación, y Dirk había
estado al teléfono, camelando, suplicando, maldiciendo, con la garganta ronca de
indignación; sin embargo, ahora podía hablar con precisión, con calma. Sin demostrar
culpa alguna, pues no la sentía. (¿La sentía? Nadie lo pensaría, al ver a aquel hombre.
Para tener esta conversación a medianoche con su esposa incluso se había afeitado y
puesto loción en la barbilla. Se había quitado la americana deportiva de pelo de
camello, y la corbata de seda. Se había quitado los gemelos de oro con sus iniciales y
se había subido las mangas de la camisa blanca almidonada, en un gesto de
familiaridad conyugal). Le estaba explicando que nunca había engañado a Ariah en
modo alguno, a pesar de lo que hubiera dicho Clarice. Ariah le había dado razones
para suponer que no le interesaba el caso del canal Love, y no se lo reprochaba. («Es
una pesadilla. Será mejor que no sepas nada»). Tenía razones para suponer, por los
comentarios que Ariah había hecho en el curso de los años, que los detalles del
ejercicio de su profesión de abogado no le interesaban mucho; y en este caso, que

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estaba exigiendo mucho más esfuerzo que cualquier otro de los que había aceptado,
había querido mantenerla al margen en particular.
—¿De veras?
Ariah lo dijo en un murmullo jadeante que habría podido pretender ser coqueto.
Qué extraño comportamiento estaba teniendo Ariah. Como si fuera ella, y no
Dick, la que hubiera sido descubierta por Clarice. Como si, tras haber sido informada
de que su esposo la estaba engañando y no haberle dicho nada a él durante meses,
Ariah fuera cómplice de su delito.
Dirk dijo con incomodidad:
—Ariah, cariño, no estás disgustada, ¿verdad?
—Disgustada.
La boca-caracol apenas se movió. Ariah murmuró esta palabra con tan poco
énfasis que su comentario carecía de sentido.
—Cariño.
Dirk le rozó el brazo, pero Ariah se apartó ágilmente. Como un gato se aparta del
roce de alguien que no quiere que lo toque en aquel momento y sin embargo no
quiere ofender, pues en el futuro ese individuo podría ser útil.
Descalza, Ariah se movía con agilidad. Pasó por el lado de Dirk rozándole sin dar
ninguna explicación, salió de la habitación y bajó la escalera.
Estaban en su dormitorio, iluminado solo por una lámpara de las mesillas de
noche. Dirk había hablado con calma. Ariah se había puesto una bata de satén de
color calabaza sobre el camisón en cuanto Dirk entró en la habitación a oscuras,
disculpándose por despertarla, y encendió la luz. Otra vez se disculpó aunque Ariah
indicó que no, que no fuera tonto, no estaba dormida. Le había estado esperando.
Tocando mazurcas de Chopin con las yemas de los dedos, como hacía a menudo en
aquella cama. ¡No era necesario disculparse!
En el piso de abajo, Ariah fue directamente al armario de los licores del comedor.
Con el enérgico aplomo del que retuerce el cuello de un pollo, del que ha retorcido el
cuello de un pollo numerosas veces, destapó la botella de whisky escocés
Black & White de Dirk y se sirvió un trago en una copa de vino cogida apresurada y
bruscamente de un estante.
—¡Ariah! Cariño.
Dirk se quedó desconcertado al presenciar esta escena. Que Ariah hubiera cogido
una copa de vino hacía que el gesto fuera de algún modo más patético.
Ariah bebió, cerrando los ojos. Dirk casi vio una llama traspasándole su delgada
garganta, subiendo hacia las ventanas de la nariz. Ariah hizo una fuerte y temblorosa
inspiración, pero permaneció impasible y contenida.
—Ariah, por favor, no te disgustes. No hay motivo, ¡de verdad!
Ariah seguía sin mirarle. Tenía los ojos empequeñecidos, como si llorar en
secreto se los hubiera gastado. Y sus pecas, como la juventud de Ariah, habían

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desaparecido. Temblorosa, alzó la copa de vino y tomó otro rápido sorbo de whisky.
Bajó los párpados, que le temblaban.
Dirk dijo:
—Ariah, no sé qué te ha dicho mi hermana. No puedo imaginar qué te ha estado
diciendo. No tiene motivos para las terribles acusaciones que ha hecho. —Se
interrumpió, inseguro de las acusaciones que Clarice pudiera haber hecho. No quería
meter la pata innecesariamente—. Los parientes están enfadados conmigo por ambos
lados de la familia. No solo los Burnaby, sino también la familia de mi madre. En
toda l’Isle Grand. Dicen que soy un traidor a mi clase, como Franklin D. Roosevelt.
¡Nunca le aprobaron! Ariah, no hay nada cierto en las acusaciones de Clarice
respecto a la señora Olshaker. Diga lo que diga sobre ella. Mi relación con Nina
Olshaker es puramente profesional, te lo prometo.
Qué débil sonaba eso: «Te lo prometo».
Lo que afirma todo mentiroso.
—Y Nina Olshaker no es india tuscarora. Y aunque lo fuera… —Dirk no terminó
la frase; su voz sonaba a la defensiva y vacilante. ¿Qué le estaba diciendo
exactamente a Ariah?
Ella apenas parecía escuchar estas declaraciones. Podía ser que tuviera su
pregunta preparada desde hacía tiempo. Preguntó con voz calmada:
—¿Una casa en Mount Lucas? ¿Por qué?
Dirk se apresuró a decir:
—Por razones de salud. Sobre todo por los niños. Billy Olshaker, de nueve años,
tiene asma y una reacción alérgica extrema al lugar donde se encuentra la escuela,
que está en ese vertedero del canal Love al que estamos expuestos. Y la menor, una
niña, tiene pocos glóbulos blancos y problemas respiratorios. He contratado a testigos
periciales para que informen sobre algunos de los productos químicos, benceno y
dioxina, por ejemplo, que se encuentran entre los hasta doscientos productos
químicos que hay en el canal Love, al que se llevan arrojando desde 1936, y estos
causan específicamente leucemia en los jóvenes…
Ariah hizo leves gestos de negación con la cabeza como para disipar algún
fragmento de sueño desagradable.
—Pero ¿dónde está el esposo? ¿El señor Olshaker está en Mount Lucas con su
familia?
—A veces, los fines de semana.
Dirk no estaba seguro de que fuera cierto. Pero sonaba plausible.
Dijo:
—Sam Olshaker trabaja en Parish Plastics, a diez minutos de su casa de Colvin
Heights. Si se quedara en Mount Lucas tardaría mucho más.
—¿Por qué no buscaste, entonces, una casa más práctica?
Qué litigante más astuta habría podido ser Ariah. Interrogando a un testigo que no
comprende del todo de qué manera se está incriminando a sí mismo. Y su voz tan

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irritantemente baja, contenida.
Dirk dijo, confuso:
—¿Una… casa más práctica? ¿En cuanto a situación? Bueno, queríamos, quiero
decir, yo quería un lugar en el campo, para sacar a Nina y a los niños del aire del este
de Niágara Falls. —Dirk ahora hablaba con rapidez, y con convicción—. La zona
este de Niágara Falls es muy diferente de Luna Park, Ariah. No puedes imaginártelo.
No creo que hayas estado allí en años. Nosotros vivimos tan cerca del río, la garganta
y Canadá que el aire casi siempre es fresco. Pero unos cuantos kilómetros al este…
—¿Los Olshaker están separados formalmente?
—No están separados. No.
—Sin embargo, no viven juntos.
—Parte del tiempo, gran parte del tiempo, sí. Viven juntos. Pero por razones de
salud…
—Sí, ya lo has dicho. ¿Estás enamorado de Nina Olshaker?
—Ariah… —A Dirk le sorprendió la pregunta, y la serenidad con que fue
pronunciada—. ¿Cómo puedes pensar algo así de mí? ¡Tu marido! Me conoces.
Los ojos velados de Ariah se levantaron veloces hacia los de Dirk. Parecía
aturdida, no enfadada.
—¿Ah, sí?
Dirk dijo, dolido:
—Ariah, claro que me conoces. Nadie conoce mi corazón mejor que tú. —Movía
sus anchos hombros con incomodidad, como si le apretara la camisa. Tiraba del
cuello desabrochado de la camisa, que le irritaba la piel de la garganta—. Siempre he
creído, cariño, que me conocías mejor que yo mismo. Que ante ti estoy desnudo,
expuesto por completo.
Ariah se rio levemente.
—¡Qué frase hecha! «Me conoces mejor que yo mismo». El matrimonio es una
folie a deux, ¿verdad?
—¡Ariah, nuestro matrimonio no es una folie a deux! Es ridículo. Es rudo y cruel.
Hace casi doce años que nos conocemos.
Ariah dijo, terca:
—Todo matrimonio, todo amor, debe ser una folie a deux. De lo contrario, no
existiría ni matrimonio ni amor.
Dirk se sintió dolido. Quería agarrar los estrechos hombros de su esposa y
zarandearla bien, con fuerza. Jamás en su matrimonio la había tocado con ira, ni con
impaciencia; en raras ocasiones le había levantado la voz, aunque en ocasiones ella le
había provocado más de lo soportable. En ocasiones semejantes. Había un
engreimiento funesto en las declaraciones autocondenatorias de Ariah. Había un
engreimiento funesto en la autocondenación.
—¡No me importa ser un iluso, de momento! Dime que lo soy. Bien. Resulta que
yo creo que te amo, y no estoy enamorado de… —Dirk vaciló, reacio de pronto a

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utilizar el nombre de Nina Olshaker de este modo y reforzar así el argumento de su
exasperante esposa— esa otra mujer. Sea lo que sea lo que te haya dicho Clarice. Ella
y Sylvia siempre nos han guardado rencor, ya lo sabes. Les encantaría minar nuestro
matrimonio.
Ariah consideró esto. Por supuesto, Ariah sabía que era sí.
Dirk tocó la muñeca de Ariah. Fue un gesto amable, tentativo, ni repudiado ni
aceptado por Ariah. Él dijo:
—Os quiero, a ti y a mi familia, cariño. Mi vida más verdadera es mi familia.
—¿Lo es?
—Claro que sí. —Dirk se preguntó si podría quitarle la botella de Black & White
de la mano. Había algo en la forma en que la agarraba que le preocupaba. Y no le
importaría tomar también un trago. Había tomado una o dos copas en Mario’s antes
de ir a casa, pero parecía haber transcurrido mucho tiempo desde entonces.
Dirk dijo humildemente:
—Comprendo que he estado distraído a causa del trabajo. Y no disminuirá, no
puede disminuir, en una buena temporada. Si perdemos la vista preliminar, sin duda
voy a apelar. Pero si ganamos, digamos a principios de verano, por supuesto los otros
apelarán, y…
—¡De qué manera los abogados se dan trabajo unos a otros! Sois todos sacerdotes
que adoran al mismo dios. No es extraño que os adoréis los unos a los otros.
—En estos momentos, en Niágara Falls nadie me adora mucho.
Dirk habló con ligereza, no con amargura. ¿Le importaba un comino convertirse
en un paria entre sus colegas? Claro que no. Pero al menos quería el amor y el apoyo
de su esposa. Se merecía eso, como poco. Como si le hubieran apartado de un
argumento crucial dijo:
—Cuando por fin ganemos el caso, Ariah, cosa que creo que sucederá, hacia el
próximo otoño al menos…
—¿El otoño de qué año? ¿De este año?
Las preguntas de Ariah le dejaban perplejo. Estaban hechas con un sarcasmo
levemente velado, lo sabía; sin embargo, ¿de qué año? Era posible que se tardara
mucho, mucho tiempo en resolver el caso del canal Love.
—Ariah, el caso es complicado. Es muy complicado. He consultado testigos
periciales, he contratado a médicos, a científicos para que me ayuden en la
preparación. Estamos tratando de reunir datos para refutar la afirmación de la Junta
de Salud de que no hay «ningún problema» en el canal Love; o de que si hubiera
algún problema lo habrían resuelto. Pero he encontrado resistencia porque hay
médicos locales, incluso en Buffalo y Amherst, que tienen miedo de declarar contra
sus colegas de la Asociación Médica Americana. Y un químico orgánico de la
Universidad de Buffalo, al que creía que había contratado, de pronto decidió que no
podía arriesgarse a declarar en favor de los residentes del canal Love, su laboratorio

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depende de subvenciones del estado de Nueva York. Y no puedo involucrar en esto al
Departamento de Salud del estado de Nueva York, esos hijos de puta no colaborarán.
Mientras Dirk hablaba con creciente emoción, Ariah permanecía en silencio,
curvando sus desnudos y blancos dedos de los pies en la alfombra.
Dirk prosiguió, con urgencia:
—Es una cuestión de fe, Ariah. Has de saber, cariño, que os quiero a ti y a los
niños más que a nada en el mundo, y…
Ariah abrió los ojos, y por primera vez miró a Dirk, sin parpadear:
—Y sin embargo nos estás poniendo en peligro. Estás poniendo en peligro
nuestro matrimonio. Nuestra familia.
—Ariah, no.
—Te vas de la familia para… no estoy segura de lo que es: algo que quieres, y
necesitas. Nosotros no te bastamos.
Ariah se apartó, cogiendo con firmeza la botella de Black & White. Era como una
sílfide, flotando. Dirk no tuvo más remedio que seguirla. Tenía ganas de cogerle el
brazo, de hacerla parar, de que le escuchara. Ariah caminó descalza, con seguridad,
por un oscuro pasillo hacia la parte delantera de la casa. La casa del número 22 de
Luna Park era bastante grande, y este pasillo era largo. A través de las ventanas
emplomadas con parteluz del vestíbulo se veía una pálida luna que relucía, y los
árboles eran azotados por un viento sorprendentemente fuerte. ¡El perpetuo viento de
la garganta! Dirk pensó que este acababa con toda resistencia. Podías volverte como
la piedra, lisa por el desgaste, impersonal y ajeno a todo daño.
Fuera, los bellos y viejos olmos de Luna Park estaban siendo golpeados por ese
viento. Siglos de olmos y siglos de viento, y sin embargo en esta nueva década los
olmos empezaban a vacilar, apenas perceptiblemente. Sus elegantes ramas
empezaban a secarse, a fracturarse.
Ariah dijo, ahora con aire de súplica:
—Dirk. Quiero que dejes eso del canal Love. Ahora, esta misma noche; creo…
creo que deberías hacerlo.
Dirk protestó:
—¡Ariah, no! ¿Qué me estás pidiendo? Cariño, no puedo.
—«No puedo».
—No puedo y no lo haré. Esa pobre gente precisa mi ayuda.
Merecen justicia. Todo el mundo les miente, y yo no voy a mentirles. No voy a
abandonarles.
—«No puedo». «No lo haré». Entiendo.
—Ningún abogado con integridad deja un caso así. No cuando las circunstancias
son tan desalentadoras, y los demandantes están tan indefensos.
—¿Y quién paga los costes legales? No esos querellantes indefensos, supongo.
—Bueno, no.
—¿El señor y la señora Olshaker?

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Dirk dijo con impaciencia:
—Sam Olshaker hace turnos en Parish Plastics. Mantiene a una esposa y a dos
hijos. Gana menos en un año que yo en… —Dirk se interrumpió, inseguro. (No
pretendía alardear, exactamente. Pero ¿esto era alardear? En los últimos meses Dirk
Burnaby no traía ingresos. El dinero de la cuenta de su oficina iba solo en una
dirección.)—. No tienen dinero ahorrado. Tienen que pagar costes médicos que
superan el seguro de Parish. Y ese seguro no es muy elevado. Compraron una casa
con una hipoteca a treinta años y, al igual que sus vecinos de Colvin Heights, están
atrapados ahí, a menos que se pueda obligar a Swann Chemicals, o al condado, o al
estado, a pagar indemnizaciones. A menos que alguien les pague su hipoteca. Y,
entretanto, su salud se ve afectada. Intenta tener piedad de esa gente, Ariah. Si les
conocieras, y a sus hijos…
Ariah dijo apresuradamente:
—Pero no les conozco. Y no les conoceré. No tengo nada que ver con ellos, y
ellos no tienen nada que ver conmigo. ¡Hay gente que se muere de hambre en China,
en India, en África! Tengo que preocuparme por mis hijos, tengo que proteger a mis
hijos. ¡Ellos están antes, y… no hay nada después!
—Ariah, qué cosa tan despreciable has dicho. No es digno de ti.
—No es digno de tu esposa, quizá. Pero es digno de mí.
Pero Ariah hablaba con vacilación, como si se arrepintiera de sus ásperas
palabras. Alzó su copa de vino otra vez y bebió con avidez. Dirk sabía que no debía
provocarla. Era un error ponerla aún más nerviosa en esos momentos. Ahora se
estaba poniendo excitable, debía ir con cautela. Desde la muerte de su padre se había
vuelto menos previsible, menos estable, aunque apenas parecía haberle llorado y
había rechazado con aire despreocupado la conmiseración de Dirk; Ariah estaba
profundamente afectada, él lo sabía. Y la viudedad y soledad de su madre también
debían de pesar sobre ella. Dirk sabía que debía retirarse, con cautela. O permanecer
callado a su lado. A modo de consuelo. Fuera como fuera un esposo, como era. Fuera
cual fuera el misterioso vínculo mudo entre ellos.
Cerca, en algún lugar en lo alto, crujió una tabla del suelo. O pareció crujir. Ariah
gritó con aspereza:
—¡Chandler! Vuelve a la cama inmediatamente.
Pero en lo alto de la escalera reinaba el silencio. Incluso el sonoro tictac de un
reloj de caja que había en el vestíbulo parecía haberse parado para crear un instante
dramático antes de proseguir.
Dirk tocó la tensa espalda de Ariah, que le temblaba, e intentó tomarla en sus
brazos. En un gesto instintivo de sobresalto, ella le dio un codazo. Se liberó de él con
la respiración acelerada. Dirk dijo, dolido:
—Ariah, no puedo abandonar el caso del canal Love. No me lo pidas. He hecho
una promesa a mucha gente. Dependen de mí. No es un litigio corriente, de los que
hacen más ricos a los ricos. Esto es la vida. Su vida. Si ahora abandono…

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—¿El orgullo de Dirk Burnaby quedaría herido? Entiendo.
—… les dejaría en la estacada. Les traicionaría. Y nuestros adversarios merecen
quedar al descubierto. Ser castigados. De la única manera en que les duele, pagando
dinero. ¡Me encantaría arruinar a Swann y a sus socios! Esos hijos de puta. Y la
ciudad, y el condado, la Junta de Educación y la Junta de Salud, estas instituciones
han estado confabuladas durante años. El fiscal del distrito, los jueces. Yo soy el
único abogado que parece querer aceptar este caso, hasta el amargo final. No podría
vivir en paz si…
—Entonces, ¿con quién vas a vivir? ¿Con ella?
Ariah volvió un rostro pálido y contraído hacia Dirk. Un rostro que desconcertó a
Dirk, tan deformado por la furia.
—Ariah, te lo he dicho. No estoy enamorado de Nina Olshaker.
—Pero ella está enamorada de ti.
—¡No! Claro que no está enamorada de mí.
Dirk hablaba con tanta vehemencia, con tanto disgusto, que se notaba que decía la
verdad.
Ariah se apartó. Ella, que hacía años que ni siquiera probaba el vino, que Dirk
supiera, ahora se sirvió más whisky en su copa de vino y bebió con un gesto
desesperado, jactancioso. El fuerte alcohol estaba produciendo su efecto en su
pensamiento, en su coordinación motora, Dirk se daba cuenta. Sin embargo, vacilaba
en quitarle la botella. Qué niña tan terca era, caprichosa como Royall. Pero el aire de
daño autoinfligido, y de regocijarse en él, era propio de Ariah. Aquel letal revés
brusco a su por otra parte inteligencia lúcida. Dirk recordaba que, años atrás, en l’Isle
Grand Country Club, Ariah se había apartado de los amigos con quienes estaban
cenando y había encontrado un piano en un salón de baile vacío, y cuando la
encontraron, y aplaudieron su actuación, había huido del lugar como un perro
apaleado. Los amigos de Dirk habían admirado sinceramente la actuación de Ariah al
piano, sin embargo esta al parecer había oído, o había deseado oír, burla en sus
aplausos. Y no hubo explicaciones ni disculpas que pudieran cambiar la situación.
Ariah dijo, con voz temblorosa:
—Muy bien, pues, señor Burnaby. Trasládate a vivir con Nina Olshaker, este
parangón del sufrimiento y la virtud, que resulta que es casi lo bastante joven para ser
tu hija, y con sus preciosos hijos. Más preciosos para ti que tus propios hijos. Múdate
a esa casita de luna de miel en el idílico Mount Lucas. Aquí no te necesitamos. De
todos modos, tampoco te vemos nunca. Podemos mantenernos con mis clases de
piano. Adelante, vete.
—Ariah, no digas esas cosas. No puedo creer que las digas en serio.
—Te has ido de la familia. Nos has traicionado.
Dirk alargó el brazo hacia Ariah cuando esta le dio la espalda, y lo único que
pudo coger fue la botella de whisky.
Ariah subió corriendo la alfombrada escalera, descalza y lloriqueando.

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—¡Vete, vete! Te odio, todos te odiamos, vete.
—Ariah…
Dirk se quedó jadeante y sudoroso al pie de la escalera. Oyó a su alterada esposa
corriendo descalza, ahora con pesadez y sin elegancia, entrar en el cuarto de los
niños; ¿era allí adonde había ido Ariah? No, habría entrado en el dormitorio de
Royall, al lado de la habitación de los niños. Despertaría al niño de su profundísimo
sueño y medio lo llevaría, medio lo arrastraría al dormitorio del bebé, y allí
asombraría a la niñera irlandesa cerrando la puerta con llave tras de sí como si un
demonio les persiguiera. Sacaría al bebé que dormía de su cuna, lo mecería y
consolaría a los niños a los que estaba aterrorizando, advertiría a la asustada Bridget
que se quedara lejos de la puerta y que si Dirk se atrevía a subir la escalera para
llamar suave y razonablemente a la puerta del cuarto de los niños (pero Dirk no lo
haría, sabía que era mejor no hacerlo). Ariah le gritaría a través de la puerta, con la
furia de una madre animal que protegiera a sus cachorros.
En el pasillo fuera del cuarto de los niños podría estar el pobre Chandler, de pie.
Descalzo también, con su arrugado pijama de franela. Tal vez Chandler habría tenido
tiempo de ponerse las gafas, pero probablemente no lo habría hecho. Chandler, que
miraría a su afligido padre parpadeando y entrecerrando los ojos, encerrado fuera del
cuarto de los niños por la fiera Ariah.
Pero Dirk sabía que era mejor no perseguir a aquella mujer. Con la botella en la
mano, se fue de la casa del número 22 de Luna Park.
Preguntándose si volvería jamás. ¿Ariah le querría, y querría que volviera con
ella; tenía él la fuerza necesaria para volver con ella y continuar no obstante con el
canal Love? Tampoco podía ceder. En aquel momento, apretando el acelerador de su
coche, no podía haber adivinado adonde se dirigía, qué significaría esta agotadora
conversación con Ariah. Incluso su intuición de jugador le había abandonado.
Conducía en la noche azotada por el viento. En el año cuarenta y seis de su vida.
Se encontraba al borde del Límite. Sentía la corriente del rápido acelerándose aún
más rápidamente. Ya no podía invertir su rumbo, tampoco podía girar. Conduciendo
en el grande y lujoso coche estadounidense que nunca en semejantes ocasiones había
dejado de recordarle un barco; un barco pilotado por el propio Dirk Burnaby, en la
laguna Estigia. Conduciría, conduciría. No dormiría. Al este de Luna Park, lejos de
las cataratas y hacia el interior. Algo le atraía como un imán. No era la mujer, sino
algo que no tenía nombre. Las burlonas luces que pestañeaban lascivamente en Dow
Chemical, Carborundum, Oxy-Chem, Swann Chemicals, Alliance Oil Refinery,
Allied Steel. Pálido humo como vendas ondeantes. Y niebla. Y bruma, oscureciendo
el cielo iluminado por la luna. El este de Niágara Falls era una zona de llovizna
perpetua. Olores que se habían vuelto visibles. Huevos podridos, agrios y dulces y sin
embargo astringentes como desinfectantes. Un gusto a éter. Dirk conducía, fascinado.
Suponía que debía de estar conduciendo por las proximidades del canal Love. La
calle Ciento uno y Buffalo Avenue. Había girado en Buffalo hacia Veterans Road.

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Tenía toda la noche. No tenía prisa. No tenía destino. Alzó la botella de whisky para
beber, agradecido. Un hombre sabía que podía confiar en este consuelo.
«Hacia el submundo que se abría para recibirme».

4
A finales de invierno y principios de primavera de 1962, uno a uno sus colegas se
alejaron de él.
Un día en el ayuntamiento, Tyler «Spooky». Wenn le miró fija y fríamente, y pasó
por delante de Dirk Burnaby sin decir una palabra.
—¡Hola, señor alcalde! —le gritó este mientras el otro hombre se retiraba con
rigidez, en una falange de otras espaldas rígidas que se retiraban, los compañeros del
alcalde. Dirk lo dijo con voz de burla perfectamente modulada.
Un día Buzz Fitch pasó por su lado. O casi. Se paró a la mesa de Dirk en el Boat
Club, sin sonreír. Hizo un breve saludo con la cabeza. La voz grave de Fitch dijo:
—Burnaby.
Dirk levantó la mirada y sonrió con esfuerzo. Pero sabía que era mejor no tender
la mano para no ser rechazado.
—Fitch. El señor ayudante del jefe de policía Fitch. ¡Enhorabuena!
(¿Llevaría Fitch un arma, cuando iba con traje y corbata, mientras cenaba en el
Boat Club con amigos? Dirk tenía que suponer que sí). Un día Stroughton Howell
pasó por su lado; el antiguo amigo de la facultad de derecho, recién nombrado juez
Howell del tribunal del distrito, con elegante toga negra de juez vestida con teatral
estilo. Sin embargo, la mirada que lanzó a Dirk con los ojos húmedos era, Dirk lo
recordaría después, de dolido pesar, cuando Howell se dirigió hacia un ascensor
absorto en la conversación con uno de sus pasantes en el gran vestíbulo de alto techo
del edificio de los juzgados del condado, mientras Dirk Burnaby se preparaba para
salir por una puerta lateral. Howell le miró fijamente y murmuró lo que sonó como
«¡Dirk!»; dio la impresión de que iba a decir algo más y luego decidió que no, y
siguió su camino.
—Hola, juez Howell —le gritó Dirk.
Pero el juez Howell, que entraba en el ascensor, no miró atrás.
«Enhorabuena por su nombramiento, juez. Estoy seguro de que lo merece, aún
más que sus estimados colegas del tribunal».
Y una dolorosa velada en el Rainbow Grand adonde había ido a tomar una copa
con su antiguo amigo Clyde Colborne, después de uno de sus largos días. Después de
uno de sus muy largos días. Y Clyde Colborne dijo con calma:
—Burn, espero que sepas lo que estás haciendo.
Dirk dijo, irritado:

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—No, Clyde. Dímelo tú.
Clyde meneó la cabeza con seriedad. Como si Dirk le estuviera pidiendo
demasiado, incluso como amigo.
Dirk dijo:
—Lo que estoy haciendo, Clyde, es seguir mi instinto por una vez. No el camino
del dinero. Mi conciencia.
¡La conciencia! Clyde miró a Dirk, alarmado.
—Tú puedes permitirte tener conciencia, Dirk. Eres un Burnaby. Pero eso no
durará para siempre. —Clyde se interrumpió, reprimiendo una sonrisa medio
fraternal—. Con la sangría que está sufriendo tu práctica profesional apenas durará lo
que queda de año.
—No estoy pensando en eso. Estoy pensando en la justicia.
¡La justicia! Como la conciencia, esto mereció una mirada de alarma por parte de
Clyde.
Clyde Colborne se estaba convirtiendo con rapidez en la ruina de un hombre
apuesto. Conservaba el porte de un chico rico, que jamás ofendía porque siempre te
invitaba a unirte a él; conservaba el aire gregario del hotelero. Pero en los últimos
años el Rainbow Grand tenía cada vez menos huéspedes, y huéspedes cada vez
menos ricos cada temporada. Se notaba y se percibía el cambio en Prospect Street, en
los otros antiguos hoteles de lujo, como si el clima de Niágara Falls estuviera
cambiando. Como si el aire de la ciudad estuviera cambiando; como si en lugar de
frescos vientos de la garganta ahora predominara un olor a productos químicos, una
bruma espumosa en torno a las farolas y la luna por la noche. Y en las afueras de la
ciudad, que crecía rápidamente, habían construido moteles cada vez más baratos,
«cabañas con motor». Alojamientos de módicos precios para estadounidenses que
llegaban en atestados coches y para campistas. Familias con niños pequeños, además
de parejas de luna de miel. Turistas en autobuses. Jubilados. Gente a la que no le
importaba en lo más mínimo la comida y la bebida exquisitas, o los cantantes de
cabaret de calidad, o las flores recién cortadas en lujosas suites de hotel, o arpistas
irlandeses en el vestíbulo. Estos eran los auténticos estadounidenses del siglo XX;
Clyde Colborne se estremecía al verlo.
Ahora dijo:
—Esto, lo que estás haciendo, Burn. ¡Maldita sea! La publicidad. Es fatal para
nuestra imagen. Está perjudicando al turismo. Las cosas están ya bastante mal, en
algunos lugares la situación es desesperada, y tú sigues. Si… —Clyde se interrumpió,
sonrojándose de vergüenza. Él, que había estudiado tres años de latín en la Academia,
traduciendo, con ayuda de Dirk Burnaby, a Cicerón y a Virgilio, ahora tartamudeaba
como un personaje bobo de dibujo animado soltando un diálogo indigno de él y de su
amistad con Dirk Burnaby, pero ¡maldita sea!, no se le ocurrían otras palabras más
dignas. Esto le dolía, y le sabía mal—. El canal Love. Está recibiendo tanta jodida
atención como las cataratas, o más. Cada vez que abro un jodido periódico.

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Los hombres se quedaron en silencio. Dirk Burnaby, que tenía tanto que decir,
tanto que no lograba decir (aquel largo y agotador día de reuniones con testigos
periciales, interrogando a tres parejas de padres de Colvin Heights cuyos hijos
pequeños habían muerto de leucemia en los últimos dos años), supo que nada había
que decir. Y supo que esa sería la última vez que hablaría con Clyde Colborne, su
amigo.
Un momento peligroso cuando Dirk sintió el impulso de arrojarle la bebida a la
cara a Clyde. Pero no. No cedes a semejantes impulsos salvo en las melodramáticas
películas de Hollywood. Y esto no era Hollywood, y sin duda no era una película.
Porque en las películas hay primeros planos, planos a distancia, planos maestros,
fundidos y compasivos cortes rápidos. Hay una música de fondo que señala qué
emociones tienes que sentir. En lo que se llama vida, hay una corriente continua de
tiempo como el río que se precipita hacia las cataratas y más allá. No hay forma de
escapar de ese río.
Por eso Dirk no arrojó su bebida a la cara de Clyde Colborne, ni se la terminó. La
dejó sobre la mesita de cristal que se encontraba entre él y las piernas de Clyde. Dejó
un billete de veinte dólares y se levantó antes de que Clyde pudiera protestar y decir
que él pagaba, ¡por Dios!
—Sí. El canal Love nos está haciendo daño. Adiós, Clyde.

Tenía que admitirlo: echaba de menos las noches de póquer. Maldita sea, en su
corazón había un vacío: echaba de menos a aquellos hijos de puta.

Y uno de los cuñados de Dirk. El que estaba casado con Sylvia. Ojitos astutos y piel
grasienta reluciente como el pellejo de una foca. Dirk sintió un instante de pánico por
si este cuñado tenía intención de invitarle a casa a una cena familiar en la isla, «hace
mucho tiempo que no te hemos visto, Dirk, te echamos de menos, y Sylvia también»,
pero no se trataba de eso, no había ninguna invitación a cenar en la impecable mente
de su cuñado, en cambio cogió con urgencia el codo de Dirk.
—El canal Love. Es un barrio de negros, ¿verdad? ¿En el lado este?
Dirk explicó cortésmente a su cuñado que no, el canal Love no era un barrio de
negros.
—¿Y si lo fuera?
Al ver la expresión en el rostro de Dirk Burnaby, que normalmente era un rostro
cordial, en cuya compañía los dos hombres estaban acostumbrados a encontrarse, el
cuñado soltó el codo de Dirk y se retiró. Balbuceó unas palabras más y se despidió.
Sí, saludaría a Sylvia de su parte. Si, informaría a los parientes de que Dirk Burnaby
era un hombre cambiado, un hombre enojado y peligroso, era exactamente lo que
todo el mundo decía de él. Un traidor a su clase.

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La reluciente fotografía firmada de Dirk Burnaby, enmarcada, seguía en la pared de
las celebridades de Mario’s. Nadie había sugerido a Mario que la quitara, todavía.
Posiblemente Mario jamás la quitaría.

«Cuando gane, será una gran victoria.


»Observadme».

Una noche Dirk fue a l’Isle Grand, donde no había estado desde hacía meses.
Aislado de Claudine. Aislado de Lisie Grand Country Club. Sin embargo, curioso por
saber si alguien le hablaría, si le saludaría, si aparecía por el club, se le antojó cenar a
última hora allí.
—Hola, señor Burnaby.
El maître miró sonriendo gravemente por encima de los anchos hombros del
señor Burnaby para ver cuántos formaban su grupo. ¿Nadie?
El elegante comedor estaba lleno en sus tres cuartas partes, justo después de las
diez de la noche. Parejas, mesas de seis y de ocho, nadie que diera muestras de
reconocer a Dirk Burnaby, ni mirara sonriendo en dirección a Dirk Burnaby. Y
ningún rostro conocido. Estos rostros eran confusos e indistintos, como huellas
digitales corridas.
—Creo que iré al bar. Prefiero sentarme en el bar.
Era el Cigar Bar de los caballeros. En realidad, Dirk cenaría en el bar. Como
experimento. Para ver si alguno de sus antiguos amigos y conocidos se reunía con él.
Nadie se reunió con él. Incluso el servicio fue lento. Fue el tipo de servicio que
cabría designar como ligeramente irónico.
Ligeramente irónico no es el tipo de servicio que un hombre espera en un club al
que ha estado pagando cuotas durante décadas.
Dirk pidió un whisky solo, y esperó unos minutos mientras el barman lo
preparaba. Estaba pensando que tal vez se saltaría la cena. Se estaba haciendo tarde
para un chuletón. O para una hamburguesa de trescientos gramos redonda sobre
kimmelwich, una especialidad del Cigar Bar. Hacía dos días que no iba a casa. Ariah
era demasiado orgullosa para expulsarle formalmente, y sin embargo él sabía que
estaba expulsado.
Tenía ganas de coger a Ariah por los hombros y suplicarle: «No puedo elegir, no
elegiré, entre mi familia y mi conciencia, ¡cómo quieres que elija!».
Por supuesto, Dirk podía volver a casa en cuanto quisiera. Si podía soportarlo.
Porque Ariah había renunciado a él. Le había entregado, de corazón, a la otra mujer.
Aunque la otra mujer fuera un fantasma inventado por la propia Ariah.
(Dirk trataba de no pensar en Nina Olshaker. En la ansiedad de la mujer por sus
hijos, y el canal Love. La ansiedad de la mujer por el futuro. Dirk Burnaby siempre se

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había protegido contra la ansiedad de sus clientes, salvo ahora. Salvo por algún
motivo en esta ocasión. «¿Qué nos ocurrirá? ¿Y si perdemos? No podemos perder,
¿verdad? Señor Burnaby, no podemos». La otra mujer suplicando a Dirk Burnaby
como se podría suplicar a un salvador). (Pero no. Uno jamás suplica a un salvador.
¿No es esta la promesa del salvador, nada de súplicas? ¿Nada de ansiedad abyecta?).
(Imposible pensar en estas cosas. No era de extrañar que no le apeteciera carne roja.
En cambio, ¡otra copa!).
—¿Señor Burnaby?
—¿Sí, Roddy?
—El caballero le invita a esta copa. Con sus felicitaciones.
Dirk, que había estado contemplando la perezosa agua sucia del arroyo Negro, la
ensenada negra que se alimentaba de terrenos pantanosos que atravesaban el canal
Love enterrado, levantó la mirada inseguro de lo que le rodeaba. Era extrañamente
tarde, más de las once de la noche. No recordaba si había comido o no. Suponía que
había tomado varias copas. El Cigar Bar estaba casi vacío, aunque repleto de los
olores soporíferos del humo de cigarro que le hacían llorar los ojos con más
frecuencia; desde lo del canal Love, y con las horas que Dirk Burnaby pasaba en
Colvin Heights, los ojos le lloraban con facilidad, y le escocían. Y tenía dolor de
cabeza detrás de los ojos, no una palpitación rápida sino una palpitación «andante»,
un tamborilero con un gran instrumento enfundado para amortiguar el ruido. Dirk
miró con los ojos entrecerrados al otro lado de la barra de madera de cerezo pulida
donde se encontraba una figura que alzó una copa en dirección a él. ¿Un amigo? ¿Un
rostro familiar? ¿Un extraño? Últimamente Dirk no podía confiar tanto en su vista
como antes. Suponía que el individuo del otro extremo de la barra, con traje oscuro,
camisa blanca, pelo oscuro bien cortado cepillado hacia atrás, debía de ser miembro
de l’Isle Grand Country Club y no obstante alguien que apoyaba a Dirk Burnaby en
su campaña del canal Love.
Dirk cogió con torpeza su vaso de whisky y lo alzó para brindar mientras el
individuo del otro extremo de la barra, en un gesto de imitación como ante un espejo,
alzaba el suyo. Ambos hombres bebieron.
A través de una neblina producida por el dolor de cabeza, Dirk vio que la cara del
extraño cambiaba y exhibía de pronto una mueca obscena. Los ojos inexpresivos,
indistintos, en el cráneo. Le brillaba la huesuda frente.
—¡Señor Burnaby, buena suerte!

Perdía mucho dinero. Y tiempo.


Cómo se había convertido, sin ser consciente de ello, en una especie de aguja
erguida, su cabeza (vacía) el ojo de la aguja, a través del cual el tiempo fluía en una
corriente errática pero incesante. «Pasando, pasando, pasando sin cesar hacia el
pasado».

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Zarjo

L a víspera del día en que se tenía que celebrar la vista del canal Love, Dirk
Burnaby sorprendió a su familia llevando a casa un cachorro abandonado de la
perrera.
La fecha era el 28 de mayo de 1962. La víspera de la tan aplazada vista en el
tribunal de justicia del condado de Niágara, presidido por el juez de distrito
Stroughton Howell. También era la víspera del primer cumpleaños de Juliet Burnaby.
«¿Me acordaba? Claro que me acordaba.
»Toda mi vida lo he recordado».
¿Fue una coincidencia que papá llevara a Zarjo a casa aquella noche?
Papá protestó como si hirieran sus sentimientos.
—¿Una coincidencia? No, por Dios. Como dice Einstein, Dios no juega a los
dados con el universo.
Dirk Burnaby, que era papá en la casa del número 22 de Luna Park.
Dirk Burnaby, que era papá, y era adorado como papá, en ningún otro sitio más
que en el número 22 de Luna Park.
Como en un cuento de hadas el cachorro cuando llegó ya se llamaba Zarjo.
Pronunciado, como insistía papá, «“Zaryo”. Es un nombre húngaro».
Los muchachos, Royall y Chandler, querían un cachorro, claro. Royall de una
forma clamorosa, como siempre, Chandler a su modo melancólico, sin entusiasmo.
En cuanto Royall había visto que otros niños tenían perro, naturalmente había querido
uno para él. En cuanto Royall había sido capaz de pronunciar la palabra «ca-cho-rro»
había empezado a pedir uno.
Ariah, la más cauta de las madres, no había respondido a sus lisonjas, había
sabido no echarse atrás de forma brusca. «No, claro que no, no vas a tener un
cachorro en esta casa, nunca». Había sabido no reírse a la cara ansiosa de sus hijos.
«¡Un cachorro! Otra criatura indefensa y abandonada a la que amar; esta vez no
contéis con mamá».
En un delirio de excitación, emergiendo como Zeus de una nube, llegó de pronto
Dirk Burnaby, que llevaba dos días sin ir a casa, cuando su asombrada familia estaba
a punto de sentarse a cenar, pronto, a las seis, una cena preparada por Ariah y Bridget
en amable compañía como dos hermanas, o casi, y de pronto papá estaba en la cocina
con ellos y en sus brazos una cosita peluda que chillaba y se hacía pis. Asustada,
Ariah vio y supo lo peor: aquello estaba vivo.
¡Vivo! Zarjo estaba más que vivo. Zarjo era una explosión de fuegos artificiales.
Zarjo era una fusión atómica de vivacidad.
Su ondulado pelaje tenía el tono del dulce de azúcar con mantequilla, con
manchas negras alrededor de los ojos, húmedos y parpadeantes. Zarjo era medio

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beagle, medio cocker spaniel. Mestizo. Pero prometía «no ser un perro grande,
probablemente», como le había asegurado el veterinario de la perrera a Dirk Burnaby.
Uno de esos impulsos que gobernaban cada vez más la vida de Dirk Burnaby.
Había salido de la oficina nervioso y optimista por la vista de la mañana siguiente,
tenía intención de pasar por Mario’s para tomar una copa pero en cambio había dado
media vuelta y acudido a la perrera como atraído por un imán hacia la calle Quinta y
Ferry y allí estaba, entre frenéticas criaturas peludas que ladraban y aullaban,
eligiendo a una de las más pequeñas.
Ariah estaba atónita, aunque procuraba no demostrarlo. Por los niños, Ariah
trataba de no demostrar lo que sentía aquellos días. Preguntó casi con calma:
—Dirk, ¿por qué has hecho esto, cariño, por qué? Quiero decir, ¿por qué ahora?
Oh, cariño… un cachorro. Oh, Dirk…
Pensando: «Superstición. Está pensando que si esta noche hace una buena acción,
por la mañana Dios le favorecerá y ayudará a su cliente».
—¿Por qué? Ariah, no deberías preguntar por qué.
Royall y Chandler no preguntaban por qué, Royall y Chandler estaban locos de
alegría.
La pequeña Juliet en su silla alta chillaba, lanzaba grititos de alegría.
Los hijos de Ariah eran como pequeños adornos de Navidad que se habían
iluminado. Royall estaba en el suelo abrazando y besando al cachorro mientras
Chandler permanecía en cuclillas junto a ellos intentando acariciar la cabeza del
animal, que no paraba. Ambos niños gritaron:
—¡No eches a Zarjo, mamá, por favor! No, mamá.
Se lo suplicaron. ¡Durante unos frenéticos minutos se lo suplicaron! Royall
lloraba, daba patadas, golpeaba con sus pequeños puños, que en realidad ya no eran
tan pequeños, en el suelo, mientras Ariah intentaba levantar a Zarjo para devolvérselo
a papá.
—No, mami, no…
Mami ya se estaba debilitando, pues ¿quién podía resistirse a los ojos azules de
Royall que suplicaban como por su vida? Y Chandler, inesperadamente emocionado
también:
—¡Mamá, Zarjo ha de ser para nosotros! Si papá no lo hubiera sacado de la
perrera podrían sacrificarlo. Ya sabes lo que eso quiere decir, ¿verdad, mamá?
«Sacrificarlo». —Los ojos miopes de Chandler flotaban detrás de sus gafas.
De pronto Royall se serenó y preguntó, alerta:
—¿Qué significa eso, «sacrificarlo»?
Chandler dijo con seriedad:
—Quiere decir matarlo. Matarlo y enterrarlo. Como a cualquier cosa muerta.
Royall protestó a gritos:
—No, mamá. NO, NO, mamá.

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Para entonces Juliet también estaba llorando. Aunque con un año la niña era
demasiado joven (al menos eso esperaba Ariah) para saber lo que estaba ocurriendo,
qué clase de terrorismo-chantaje emocional era aquello. El padre y esposo adúltero
que se presenta en casa después de cuarenta y ocho horas de ausencia para traer un
adorable cachorro de beagle-spaniel de cinco semanas que se retuerce, chilla, se hace
pis y tiene los ojos llorosos, y vuelve a salir precipitadamente a la fragante tarde
primaveral.
—¿Dirk? ¡No te atreverás! ¡Detente! No pretenderás en serio…
Pero sí, Dirk se marchaba. Tenía el coche en marcha en el sendero. Tenía trabajo
en la oficina, no podía quedarse. Más tarde comería cualquier cosa. No tenía hambre.
—¡Buenas noches a todos! ¡Papá os quiere! Portaos bien con Zarjo. Ariah, cariño,
te llamaré mañana después… —solo entonces le falló la valiente voz a Dirk, de modo
perceptible— del fallo.
El hombre se hallaba en un estado maníaco. El brillo de neón en sus ojos oscuros,
la voz temblorosa. Sí, estaba intentando negociar con Dios. ¡Como si se pudiera
negociar con Dios! Oh, Ariah bien sabía que no. Si este hombre no la hubiera
traicionado y no le hubiera partido el corazón, Ariah habría podido apiadarse de él.
Ariah le gritó mientras se alejaba:
—¡No me llames, «cariño»! Quiero el divorcio.
La cocina era una casa de locos. La cena con estofado de atún se había
estropeado. Los niños vociferaban:
—¡Mamá podemos quedárnoslo! ¡Mamá podemos quedárnoslo!
La niña lloraba a pleno pulmón, y una Bridget despeinada la acunaba en frenético
gaélico. El cachorro Zarjo ladraba y aullaba como el «Anvil Chorus» o «Wellington’s
Victory», la música más espantosa jamás compuesta por el hombre. Un coro de
mendigos tirando de las tensas cuerdas del corazón de Ariah. Qué opción le quedaba,
¡qué injusto era! Quería gritarles a todos, pero lo que hizo fue apartar una silla y
sentarse, y cogió a Zarjo del suelo y se lo puso sobre el regazo. Ya tenía la falda
empapada de pis del cachorro, ¡qué importaba un poco más!
Ariah le riñó con seriedad:
—No me tomes por tu mamá. Me niego a ser la mamá de esta cosita. Ya tengo
bastante con ser vuestra mamá. Si nos lo quedamos…
—¡Mamá! ¡Oh, mamá…! ¿Podemos?
—… tú, Chandler, y tú, Royall, os ocuparéis de él. Le daréis de comer, le
llevaréis a pasear, limpiaréis lo que ensucie empezando ahora mismo, ese charco que
hay en el suelo. ¿Lo prometéis?
Qué pregunta.
—¡Sí, mamá! ¡Lo prometemos!
Ariah, que debía de saber bien lo que hacía, suspiró y acarició la cabeza del
cachorro. Sus orejas, su lengua rosada y blanda. El cachorro retorcía su pequeño
trasero como si quisiera bailar la samba.

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—Es mono, supongo. Si te gustan los cachorros. Chandler, cierra las puertas del
resto de la casa. Royall, pon hojas de periódico en el suelo. Le daremos a Zarjo
cuarenta y ocho horas de prueba. Ni un minuto más.
Chandler, secándose las lágrimas por debajo de las gafas, dijo:
—Gracias, mamá.
Royall, abrazando a mamá y al cachorro, gritó:
—¡Mamá, te quiero!

Así fue como Zarjo fue a vivir a casa de los Burnaby poco antes de la época en que
Dirk Burnaby, que era papá, se marchara.

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La caída

« E l Pronto
funambulista inicia su valiente trayecto de trágico final sobre el abismo.
confuso por la creciente neblina, por la niebla. Pierde el equilibrio
debido a una ráfaga de viento, o un disparo en la espalda. Cae, extrañamente
silencioso.
»A menos que con el ruido de las cataratas sus gritos no se oyeran».

Dirk Burnaby no caería en silencio. Sus protestas se oirían, y serían relatadas por más
de sesenta testigos.

El juez dio su fallo. Se desestimó la denuncia. Una neblina roja palpitaba en el


cerebro de Dirk. De pronto las piernas le impulsaron hacia arriba. Volcó la silla en la
que había estado sentado a la mesa del demandante, frente al estrado del juez. A sus
pies, y furioso. Como un toro enloquecido. Furioso. Se le oiría amenazar al juez
Stroughton Howell. Se le oiría pronunciar frases como «mendaz bastardo», «corrupto
hijo de puta», «bastardo hipócrita», «sobornado», «lo demostraré», «¡tú,
precisamente!». Un perplejo alguacil le cogió del brazo, un hombre con el que Dirk
Burnaby había hablado en más de una ocasión, incluso bromeado; se volvió a ciegas
hacia el alguacil y le dio un puñetazo en la cara con tanta fuerza que le rompió la
nariz, el pómulo y la cuenca del ojo izquierdo, y la sangre salpicó el traje de zapa a
rayas grises de Dirk Burnaby y su almidonada camisa blanca de algodón.
«Pandemónium» en la sala, como informaría con entusiasmo el Niágara Gazette.
Una «breve e intensa pelea» cuando los agentes del sheriff «lucharon» con Dirk
Burnaby, abogado de los demandantes, para reducirle, arrestarle acusado de agresión
y sacarle a la fuerza.

La neblina roja palpitando. Tratando de liberarse. Y en aquel instante una carrera


profesional arruinada. Una vida arruinada. En menos tiempo del que se precisa para
encender una cerilla, para producir una llamita azul de lo que había sido simple
mineral inerte.
Si se pudiera revivir ese instante.
«Lo haría de nuevo, maldita sea. ¡Sí! Salvo que no pegaría al alguacil, habría ido
directo a por el propio Howell. Le habría dado un puñetazo en la cara a aquel
bastardo hipócrita».

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«Enloquecido», «fuera de control», eso dirían de Dirk Burnaby los testigos de la sala
de Howell. Algunos afirmarían que le habían visto beber en un restaurante cercano
durante el descanso de mediodía. Otros dirían que no era cierto. Se informaría de que,
tras el alto estrado del juez, un Stroughton Howell de rostro sudoroso, con su toga de
juez, se había encogido de miedo hasta que redujeron a Dirk Burnaby.
Después, Howell acusó a Dirk Burnaby de desacato al tribunal.

«¡Desacato! Lo que siento por este tribunal es desprecio. Es una comunidad legal
completamente podrida. Los jueces están en la nómina de los demandados. Ese hijo
de puta de Howell…».
«Hipócrita bastardo, antes era amigo mío».

Mientras una falange de hombres vestidos del uniforme azul grisáceo del
departamento del sheriff del condado se lo llevaban de la sala forcejeando,
tropezando, maldiciendo, Dirk Burnaby oyó a Nina Olshaker que le llamaba. Ella
intentó seguirle, intentó tocarle; los agentes se lo impidieron; lloró y gritó:
—¡Señor Burnaby! ¡Dirk! Lo intentaremos de nuevo, ¿verdad? Apelaremos. No
abandonaremos. No abandonaremos.

Varios testigos afirmaron que Nina Olshaker también había gritado:


—¡Señor Burnaby, le quiero! ¡Oh, Dios mío, Dirk, te quiero!

«Jamás. No había ningún sentimiento personal entre nosotros. Ni por mi parte ni por
la de Nina. Ambos estamos felizmente casados. Lo juro».

Sería conocida como la primera de las demandas colectivas del canal Love. El
primero de una sucesión discontinua que no terminaría hasta 1978. Pero en mayo de
1962 fue la única demanda del canal Love, y había sido rechazada sumariamente.
Por la decisión de un solo juez, un juez que a todas luces tenía prejuicios en favor
de los poderosos acusados, la labor de diez meses había sido considerada carente de
valor. Casi mil páginas con declaraciones de los demandantes y de testigos periciales,
datos científicos y médicos, fotografías, documentos. La moción de Dirk Burnaby,
compuesta con esmero y argumentada con pasión, para que se celebrara un juicio.

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Ahora no habría juicio. No había habido oferta alguna de indemnización para los
residentes en Colvin Heights que sufrían enfermedades, trastornos de salud, pérdida
del valor de la propiedad. Y estando el asesor de los demandantes acusado de
agresión, no habría apelación.

«Claro que me declaré culpable. Qué podía hacer, era culpable. Golpear a aquel pobre
alguacil, que no tenía ninguna culpa. Maldita sea mi mala suerte».

Los medios de comunicación locales efectuaron muchas entrevistas a los testigos de


la agresión y el arresto de Dirk Burnaby, y a ninguno con más frecuencia que a
Brandon Skinner, asesor en jefe de la defensa de Swann Chemicals y demás
acusados. Skinner se describió a sí mismo como «antiguo amigo y rival» de Dirk
Burnaby. Nunca había visto a Burnaby, un abogado brillante, tan obsesionado
—«morbosamente obsesionado»— con ningún caso como le había visto con este, que
Burnaby al parecer estaba litigando por unos honorarios que eran como decir, ya que
en general se admitía que el caso era imposible de ganar, de oficio. En sí misma, esta
conducta era bastante imprudente, irreflexiva, se veía que Burnaby había perdido
todo sentido de la proporción. Había perdido su instinto de supervivencia como
abogado.
Sí, Skinner repetía sin cesar, Burnaby sin duda había tenido una fama excelente
antes del incidente.
Posiblemente, admitía Skinner, Burnaby había tenido un poco de fama de mal
genio. Pero jamás en el terreno profesional. Era conocido como un astuto jugador de
póquer, por ejemplo. «Más te valía no apostar en contra» de las cartas de Burnaby.
Hasta lo del canal Love.
Posiblemente también, dijo Skinner de mala gana, Burnaby había adquirido fama
de bebedor. Es decir, de muy bebedor. Esto era muy reciente. En los últimos meses.
Al menos, era reciente que fuera público que Burnaby bebía.
Al pedírsele que comentara el rumor de que Dirk Burnaby había estado liado con
su cliente Nina Olshaker, y que la señora Olshaker actualmente vivía en una casa en
Mount Lucas alquilada para ella por Burnaby, Skinner dijo tenso que no tenía ni idea
de que esto fuera así; detestaba los rumores; pero si era cierto, eso ayudaría a explicar
muchas cosas.
Por qué un hombre arroja por la borda una carrera, por un gesto.

¿Skinner creía que la carrera de Burnaby estaba acabada?


—Lo siento. No haré ningún comentario.

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El juez Stroughton Howell jamás comentaría en público el incidente ocurrido en su
sala. Tampoco la conducta de Dirk Burnaby, su examigo. En cuanto a la demanda del
canal Love había hecho comentarios detallados de su decisión, escritos con palabras
cuidadosamente elegidas, de anular los cargos de los demandantes y declarar que no
había base para celebrar un juicio.
Había sido una decisión difícil, Howell lo reconocía. El caso, que involucraba a
tantas partes y presentaba tantas pruebas contradictorias, había sido «inusualmente
complicado». Sin embargo, los principales problemas, dijo Howell, eran solo dos: el
contrato de 1953 acordado y firmado por Swann Chemicals, Inc. y la Junta de
Educación del condado de Niágara, legalmente vinculante, que absolvía de toda culpa
a Swann Chemicals si se producía algún «daño físico o muerte» como consecuencia
de los materiales de desecho enterrados en el canal Love; y si hubiera existido una
«prueba absoluta e incontrovertible» de una relación entre el canal Love (es decir, la
residencia en la subdivisión conocida como Colvin Heights) y los numerosos casos
de enfermedad y muerte de que se había informado en ese vecindario entre los años
1955 y 1962.
El juez Howell encontró que el controvertido contrato de 1953 era «ilegal», es
decir, «no legalmente vinculante» según el estatuto del estado de Nueva York. Pero
prosiguió y averiguó que los demandantes no habían logrado demostrar su caso
contra Swann Chemicals, la ciudad de Niágara Falls, la Junta de Educación del
condado de Niágara, la Junta de Salud del condado de Niágara, et al. Howell llegó a
esta decisión, como dijo, tras «considerar atentamente» las pruebas presentadas por
ambas partes, que se hallaban en fuerte desacuerdo con respecto a la naturaleza de la
«causalidad» de las enfermedades y muertes; pero falló al final, de conformidad con
el informe de 1957 de la Junta de Salud del condado de Niágara, fechado en marzo de
1962, que no había «pruebas incontrovertibles de relación alguna entre los factores
ambientales presentados y los casos aislados de enfermedad y muerte» producidos en
Colvin Heights.
Con ese fallo, el caso fue desestimado.

Con ese fallo, la carrera de Dirk Burnaby como abogado llegó a un brusco e
inesperado fin.

«Habría podido arrancarle el cuello a ese hijo de puta con los dientes. Traicionó a la
justicia, y me traicionó a mí. Hipócrita mentiroso, sobornado juez hijo de puta, le
mataría ahora mismo con mis propias manos».

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A decir verdad, no se había sorprendido. Había tenido una premonición. Había tenido
numerosas premoniciones. Puede que hubieran engañado a Dirk Burnaby, y puede
que él hubiera estado desesperado en su engaño, como un hombre desesperado con
un amor imposible, pero él sabía lo que ocurriría. Sabía lo poderosos que eran sus
adversarios, y los prejuicios que cualquier juez de Niágara Falls tendría en su favor.
En privado se había preguntado por qué Stroughton Howell no se había retirado
del caso, alegando haber sido amigo íntimo del abogado de los demandantes durante
más de veinte años. Y ahora lo sabía.
Dirk no se lo había contado a Nina Olshaker, ni a los demás. No había compartido
con nadie sus recelos. La idea que poco a poco había ido madurando en su mente,
aquella nauseabunda sensación en las entrañas de que la oposición había acudido a
sus testigos periciales para socavar su principal argumento de causalidad. De
diecinueve hombres y mujeres, médicos, trabajadores de sanidad, científicos que
habían accedido a prestar declaración jurada en favor de los residentes de Colvin
Heights, solo once lo habían hecho. Y, de esos, varios hablaron con vacilación, no
predispuestos a comprometerse plenamente con la expresión de «prueba absoluta e
incontrovertible». Porque siempre existen factores genéticos, factores de conducta
como beber, fumar, comer en exceso, que podría decirse que «causan» una
enfermedad en un individuo.
Por el contrario, Skinner y su equipo habían reunido a más de treinta testigos
periciales para rebatir el argumento de la causalidad. Estos incluían a los médicos
locales más respetados. El jefe de medicina del hospital General de Niágara, un
oncólogo del Centro de Salud Millard Fillmore de Buffalo, especializado en cánceres
infantiles, un asesor químico premiado con el Nobel de Dow Chemical. Sus
argumentos eran un único argumento, como un solo retumbar ensordecedor
producido por numerosos tambores: entre una multitud de factores es imposible
demostrar que algunos factores causan la enfermedad.
Igual que jamás se ha demostrado que fumar tabaco cause cáncer. No según la
ciencia conocida en 1962.
«Contratados por Swann. Con dinero de Swann. Sobornados. ¡Hijos de puta!».
Dirk no hubiera querido pensar que Howell también aceptaría un soborno. Como
abogado, Howell había hecho mucho dinero; ahora que era juez de condado sus
ingresos anuales habían disminuido considerablemente. Era un hecho de la vida
pública: los jueces, los políticos, la policía se hallaban en situación de aceptar
sobornos, y algunos de ellos hasta se atrevían a pedirlos. En Niágara Falls, desde los
años de la Prohibición, los años veinte, como en Buffalo, el crimen organizado ejercía
también una poderosa influencia. Era de conocimiento público, pero Dirk Burnaby
procuraba no saber demasiado.

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Años atrás, cuando era un joven y atractivo abogado agresivo con un buen
apellido, es decir, cuando en modo alguno era probable que le confundieran con un
apellido italiano, Dirk había sido abordado por un abogado de Buffalo que estaba en
nómina de la familia Pallidino, como se denominaba a la organización. A Dirk le
ofrecieron una buena suma de dinero por trabajar con los Pallidino en la preparación
de la defensa de unos cargos presentados por un fiscal general del estado que había
emprendido una cruzada contra el crimen, en la emocionante época del comité
investigador de crímenes del senado de Kefauver, pero Dirk no se había sentido
tentado, ni por un instante.
Odiaba y temía a los criminales. A los criminales «organizados». Y no necesitaba
el dinero de aquellos hijos de puta.
Ahora lo pensaba, maldita sea: debería haber intentado sobornar él a algunos
testigos clave. Unos miles de dólares más o menos, después de haber invertido tanto
ya de su propio dinero, ¿qué importaban? Ahora era demasiado tarde. Ahora sus
enemigos le habían derrotado. Debería haber acudido a los testigos clave de Swann, y
pujar más alto que Swann. Debería haberse arriesgado más en la causa de Nina
Olshaker, de su hija muerta y de sus hijos enfermos por los que había llegado a sentir
una especie de amor, sí, y en su esposo Sam, y en el futuro de los Olshaker que era
tan oscuro como el cielo sobre el este de Niágara Falls. Pero había tenido miedo de
que le pillaran. No de la moralidad del acto, sino del puro hecho de que le pillaran, de
quedar al descubierto. Portarse de un modo no profesional. Proporcionar a sus
enemigos una base que les permitiera presionar para que le inhabilitaran.
Cosa que ahora él mismo había conseguido. ¿Por qué?

Por qué, por qué arrojar por la borda tu carrera. Tu vida.


«Tenía que ser así. No lo lamento».

En una celda de la planta baja de la cárcel del condado de Niágara donde le


habían encarcelado durante diez horas por «desacato al tribunal». En la primera celda
en que había estado Dirk Burnaby, pensaba estas cosas. La sangre le corría veloz por
las venas. Sentía la neblina roja en el cerebro. Oh, Dios mío, pero qué cansado estaba;
salvo por su pulso rápido le habría gustado dormir. Dormir como los muertos. Le
habría gustado tomarse un buen whisky solo. Tenía los nudillos de la mano derecha
arañados, amoratados e hinchados por el contacto con la cara de un hombre: el hueso
duro pero desmenuzable que hay detrás de la cara.
«Tenía que ser así. No lo lamento.
»Oh, mierda: siempre lo lamentaré. Pero tenía que ser así».

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11 de junio de 1962

« T enía que ser, tenía que ser. ¿Qué alternativa había?».


Hacia la medianoche de este día cuya fecha Dirk Burnaby no podía
haber determinado, el cielo sobre el río Niágara empezó a despejarse después de una
fuerte lluvia y de pronto apareció una luna llena, tan brillante que le hacía daño en los
ojos. Sin embargo, Dirk se dio cuenta de que estaba sonriendo al verla. Un hombre
que raras veces sonreía salvo en ocasiones inesperadas como esta. Solo, así. Conducía
solo a última hora de la noche (o era muy a primera hora de la mañana) sin un sentido
claro de la hora, la fecha, salvo una sensación de culpabilidad que estaba dejando
atrás.
Apenas dos semanas después de la humillación pública de Dirk Burnaby, su
agresión y su arresto.
Conducía su lujoso coche, ahora manchado de barro, por la ancha carretera llena
de charcos de Buffalo a Niágara Falls. Junto al río Niágara. Al oeste y al norte en
dirección a Niágara Falls. ¡A casa! Tenía intención de ir a casa. Vio un firmamento
nocturno sobre la ciudad cubierto de una nube como de una luminosidad radiactiva.
No estaba borracho. Desde que tenía dieciséis años era capaz de controlar lo que
bebía, igual que era capaz de aceptar la responsabilidad de sus actos.
Esperaba que sus hijos lo comprendieran. Creía que lo harían, algún día. Tal vez
uno no se redime a sí mismo aceptando la responsabilidad de sus actos, pero no se
puede redimir a sí mismo de otro modo.
Aquella noche Dirk Burnaby conducía en dirección a Luna Park y por tanto lo
natural era que se pensara que Dirk Burnaby se encaminaba a casa.
Preguntándose con ansia si sería bien recibido en aquella casa. «¿Puedo hablar
con mamá?», había preguntado a Royall, y el niño se había ido corriendo jadeando y
regresado al cabo de al menos diez largos segundos jadeando y apenado gritando
«¡Papá! Mamá dice que no está en casa. ¡Papá, puedes hablar conmigo!». Y así papá
habló con Royall, hasta que al otro extremo de la línea alguien se puso en silencio
(Dirk procuró no imaginar quién, ni con qué expresión en su pálido rostro pecoso) y
cogió el auricular del niño de cuatro años y colgó.
Dirk había estado ausente varios días del número 22 de Luna Park. Había estado
en Buffalo, entrevistándose con colegas abogados. Le habían derrotado en el caso del
canal Love pero solo temporalmente, creía él. Podía apelar, y podía reunir dinero para
la Asociación de Propietarios de Viviendas de Colvin Heights, aunque estuviera
inhabilitado para la práctica de la abogacía. Desde aquella tarde en el juzgado la vida
de Dirk Burnaby se había vuelto misteriosa para él, solo podía seguir su instinto. Se
había convertido en un espécimen en un frasco.
Olía a formaldehído. Sin embargo, como espécimen no estaba muerto.

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La inhabilitación era segura. Había decidido presentar una declaración de
culpabilidad por la agresión. Había pagado una multa de quince mil dólares y estaba
libre; en menos de una semana conocería la sentencia, y la aceptaría. Libertad
condicional, o un tiempo en la cárcel.
¡La cárcel! En más de veinte años de práctica legal ningún cliente de Dirk había
ido a la cárcel.
Había tenido que declararse culpable del cargo de agresión porque era culpable.
Habría podido alegar defensa propia. Pero no había sido defensa propia, solo un
perverso golpe reflejo. Romperle la cara a un hombre inocente. Dirk estaba
avergonzado, y sabía que viviría toda su vida con esa vergüenza. Sin embargo en el
Niágara Gazette, así como en los periódicos de Buffalo, Dirk Burnaby estaba
emergiendo como una figura algo heroica, aunque irreflexiva y autodestructiva.
BURNABY, EL ABOGADO DEL CANAL LOVE
PROTESTA POR LA DECISIÓN DEL JUEZ
ARRESTADO POR AGRESIÓN EN LA SALA DEL TRIBUNAL

Y:
DESESTIMADA LA DENUNCIA DEL CANAL LOVE.
EL ABOGADO BURNABY ACUSADO
DE AGRESIÓN EN LA SALA DEL TRIBUNAL

Desde aquel día, Ariah no le había hablado. Dirk comprendía que era posible que
Ariah jamás volviera a hablarle.
Conducía a unos cien kilómetros por hora por la casi desierta carretera cuando en
el retrovisor vio el reflejo de un gran camión a menos de cuatro metros de su
parachoques trasero. Parecía un enorme camión a diésel, con una cabina tan elevada
que no parecía natural. Dirk apretó el pedal del gas y aceleró para alejarse. El pesado
Lincoln surcó y cruzó charcos de agua, levantando ráfagas de cegadoras salpicaduras
como una lancha motora. Dirk puso los limpiaparabrisas, y empezó a sentir pánico.
El vehículo que le seguía también aceleró. No podía ser una coincidencia, el camión
se cernía de nuevo sobre él en el retrovisor de Dirk, a punto de golpearle el
parachoques. Dirk volvió a apretar el acelerador. Ahora iba a casi ciento veinte
kilómetros por hora. Peligroso, en las condiciones en que se hallaba la carretera. Por
supuesto, podía dejar atrás el camión si era necesario, pero ¿por qué era necesario?
Aunque no podía identificarlo, acudió a su mente un escalofriante pensamiento:
Swann Chemicals. Uno de sus camiones.
El Lincoln ahora viajaba a ciento treinta. Dirk cogía el volante fuerte con las dos
manos. Junto a la carretera, a la izquierda de Dirk, el río Niágara se precipitaba,
enfurecido. Siempre impresionaba ver el río tan cerca junto a la carretera, aquí en los
rápidos superiores. El Límite. Más allá se encontraba la isla Cabra, abandonada y
anodina en la oscuridad; y después de la isla Cabra, las cataratas y la garganta
iluminadas en colores de carnaval para el negocio de los turistas de verano,

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cambiantes como en un calidoscopio que Dirk encontraba desagradable, vulgar. No
pretendía continuar por la carretera más allá de la isla Cabra, tenía intención de salir y
coger la calle Cuatro, que le llevaría a Luna Park.
—Eh, ¿qué demonios estás haciendo?
Dirk consiguió mantener una distancia de seguridad entre su veloz coche y el
camión que corría a toda velocidad detrás de él, pero el Lincoln había empezado a dar
sacudidas por la tensión. Las manos de Dirk, que agarraban con fuerza el volante, de
pronto estaban bañadas en sudor. No podía calcular cómo podría reducir para salir de
la carretera con aquel maldito camión tan cerca; ya estaba en el carril de la derecha y
no podía ir a ningún sitio salvo al arcén. Y el arcén de la carretera tenía profundos
charcos y era peligroso. Y Dirk parecía saber que el conductor del camión, invisible
tras su elevado parabrisas, no permitiría que ralentizara su marcha por el arcén.
Viajaron así durante otro kilómetro y medio, el Lincoln de Dirk y el camión no
identificado, como si estuvieran unidos.
Entonces Dirk vio a su derecha, silencioso como un tiburón, un segundo vehículo
que avanzaba velozmente por detrás. ¿Un coche patrulla de la policía? No llevaba luz
destellante en el techo, y Dirk no oía ninguna sirena. Sin embargo, reconoció que el
vehículo era un coche patrulla del departamento de policía de Niágara Falls. Avanzó
hasta colocarse a su lado, en el arcén, a la velocidad a la que iba Dirk de más de
ciento treinta kilómetros por hora.
Dirk echó una ojeada hacia el conductor, alarmado, y vio a un individuo con gafas
oscuras, gorra con visera calada hasta los ojos. ¿Un solo agente de policía? Esto le
dio mala espina.
Había puesto el intermitente para girar a la derecha, pero no podía maniobrar para
salir. No podía aumentar suficientemente la velocidad y no podía reducir, estaba
encajonado por el coche patrulla a su derecha y el camión detrás. «Quieren matarme.
¡No me conocen!». Se le ocurrió esta idea con rapidez y casi con calma; y aunque era
una idea lógica como los teoremas de geometría que Dirk había memorizado en el
instituto, y en los que había buscado consuelo, de alguna manera no lo creía, separó
los labios de sus dientes apretados sonriendo con aire burlón. ¡No podía ser! No podía
ser. Así no, con tan grosera brusquedad. «Ahora no. No cuando me queda tanto
trabajo por hacer. Aún soy joven. Amo a mi esposa. Amo a mi familia. ¡Si me
conocierais!». El coche patrulla de la policía estaba entrando en el carril de Dirk, que
hizo sonar la bocina, gritando y maldiciendo. Le apretaba la vejiga. Tenía el cuerpo
inundado de adrenalina como ácido de neón. El Lincoln iba a casi ciento cuarenta por
hora, más deprisa de lo que Dirk jamás había conducido ningún vehículo. No podía ir
más rápido, sin embargo apretó más el acelerador. Estaba tratando de salvar su vida,
alejándose del coche patrulla, dirigiéndose hacia el carril central de la carretera y por
fin al carril izquierdo, esperando con todas sus fuerzas que nadie se precipitara sobre
él de cara. Los neumáticos del Lincoln cruzaron un ancho y profundo charco, el agua
se derramó sobre su parabrisas como una llama, vio la baranda precipitándose hacia

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él, iluminada por sus faros. El coche daba bandazos, patinaba. Vio el río Niágara
turbulento y enfurecido por el viento en el resplandor no natural del firmamento, tan
extrañamente cerca de la carretera que se habría dicho que el río estaba creciendo.
Y eso fue todo lo que Dirk Burnaby vio.

«Pobre necio. Tiró su vida por la borda, y ¿para qué?».

Página 222
TERCERA PARTE
La familia

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Baltic

« L a familia es lo único que hay en la tierra. Dado que no hay Dios en la tierra».
Fuimos a vivir a una casa adosada de ladrillo y estuco en el número 1703
de Baltic, cerca de Veterans Road. En un barrio residencial que lindaba, al este, con la
línea de ferrocarril de Buffalo a Chautauqua. Estábamos más abajo de la calle
Cincuenta, a kilómetros del canal Love. Nuestra casa había sido construida en 1928.
Una casa de «conmovedora fealdad», como la calificaría Ariah.
La otra casa, en Luna Park, habían tenido que venderla rápidamente a finales del
verano de 1962. Bueno, nuestra madre la vendió.
«Casi indigentes», nos describió. Creceríamos aferrados a esta misteriosa frase
sin saber lo que significaba con exactitud. Salvo que «casi indigente» era un estado
permanente, posiblemente un estado espiritual, especial para nosotros. Los niños
Burnaby huérfanos de padre.
—Si preguntan por él, decid: sucedió antes de que yo naciera.
Siempre había un «ellos». Siempre había un «nosotros». Ariah les cerró la puerta
a «ellos». Cerró todas las ventanas y bajó las persianas. Solo sus alumnos de piano
eran bien recibidos en la casa del número 1703 de Baltic, acompañados al salón que
durante años fue la sala de música, hasta que en la parte trasera de la casa
remodelaron un porche y lo cerraron y se convirtió en la nueva sala de música.
«Sucedió antes de que yo naciera». Tantas veces dijimos estas palabras que
acabaron por parecer ciertas.

«Nuestro catecismo de hoy es: ¿obtienes lo que mereces o mereces lo que obtienes?».
Sus ojos como gasolina verde a punto de encenderse, y sin embargo recordarías
después que Ariah estaba sonriendo.

Años de sonreír. Y sus delgados y fuertes brazos abrazándonos. Y apasionados y


fuertes besos para que desapareciera el terror nocturno de un niño a la pérdida, la
disolución, el caos.
—Mamá está aquí, cielo. Mamá siempre está aquí.
Y así era. Y Zarjo era su compañero, con el pelo erizado, los ojos alerta y
ansiosos. Husmeando, dando golpecitos, acariciando torpemente con patas que
parecían casi humanas.
Si mamá no podía dormir con alguno de nosotros al que una pesadilla hubiera
despertado, Zarjo podía hacerlo. Se acurrucaba, temblaba con perruno placer. Su
hocico húmedo se calentaba poco a poco en el hueco del codo de un niño.

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—Mamá está aquí. —Poniendo los ojos en blanco. (En realidad solo un poquito.
Era un chiste corriente en la casa, como en un programa de radio, que Dios Padre era
una presencia excéntrica que se cernía a unos palmos por encima de nuestro tejado de
tablillas, que goteaba)—. O quizá quiero decir el fantasma de mamá. Marchando
hacia delante.

Más allá de la casa había un patio trasero pantanoso lleno de malas hierbas, varias
jaulas de tela metálica oxidada, un parapeto para el ferrocarril de noventa centímetros
de altura. Los trenes de carga pasaban a toda velocidad con discordante violencia dos
o tres veces al día, y con mucha frecuencia por la noche. Buffalo & Chautauqua.
Baltimore & Ohio. Nueva York Central. Shenandoah. Susquehannah. No había nada
hermoso en las locomotoras que escupían humo negro y los vagones de carga que
traqueteaban y retumbaban en nuestras cabezas salvo los nombres Chautauqua,
Shenandoah, Susquehannah.

—No lloréis nunca. No en público, y no en esta casa. Si alguna vez os pillo a


alguno de vosotros llorando, yo misma… —Ariah hacía una pausa para dar
dramatismo a la escena. Los ojos de color gasolina relucían. Zarjo movía su corto
rabo con expectación, observando impaciente a su ama. Éramos la audiencia
televisiva de Ariah: teníamos que registrar la diferencia cómica entre la enunciación
precisa y actitud cultivada de madre, y el lenguaje de tira cómica de su discurso en
semejantes ocasiones— os romperé la crisma. ¿Entendido?
Entendido.
En realidad, nunca lo hacíamos, pero estábamos atentos.
Estaba Chandler, el mayor de nosotros tres, y siempre lo sería. Estaba Royall,
siete años menor que su hermano. Estaba Juliet, nacida en 1961. Demasiado tarde.

¡Aquellas viejas jaulas de tela metálica oxidada! Aún sueño con ellas algunas veces.
Los vecinos de la casa de al lado nos dijeron que en otra época habían sido para
conejos. Los conejos eran dulces criaturas grandes, de pelo suave y largas orejas con
los ojos vidriosos, demasiado grandes para aquel lugar tan pequeño. A veces el pelo
traspasaba la tela metálica y el viento lo agitaba. Los conejos estaban solitarios, uno
en cada jaula. Contamos que había siete jaulas. Había más, muy oxidadas y rotas, en
el sótano de nuestra casa. Chandler preguntó para qué servía tener conejos en jaulas
tan pequeñas, pero la respuesta no fue clara.
Bajo las jaulas había excrementos calcificados, como gemas semipreciosas casi
perdidas entre las malas hierbas.

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«Sucedió antes de que yo naciera». Jamás se recuperó el cuerpo. El coche fue sacado
del río Niágara cerca de la retorcida baranda, pero el cuerpo jamás se recuperó y por
tanto no hubo funeral, no habría tumba.
No habría llanto. Ni recuerdo.
Ariah jamás hablaría de él. Jamás nos permitiría que preguntáramos por él. No es
que nuestro padre sin nombre estuviera muerto (y había muerto, como llegamos a
saber, en circunstancias misteriosas), sino que no había habido padre. Mucho antes de
su muerte estaba muerto para nosotros, por decisión propia.
Nos había traicionado. Había abandonado nuestra familia.

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La Mujer de Negro

¡ E ste cementerio!
Royall estaba pensando que el cálido sol parecía estar mal aquí. No se
podía explicar, pero sin duda había algo que estaba mal.
Hacía rato que tenía intención de parar. Tenía esa clase de mente laberíntica en la
que las ideas tardaban un poco en ser llevadas a la práctica. Pero por fin, si no te
impacientabas, Royall tal vez las ponía en práctica.
Era una mañana de octubre de 1977, viernes. Royall tenía diecinueve años y
pronto iba a ser un hombre casado.
Estaba abatido, ¿quién sabía por qué? Lo mantenía en secreto.
Este cementerio de Portage Road por delante del cual había estado pasando en
coche durante más de un año y hacía tiempo tenía intención de explorar. Un lugar
antiguo y descuidado junto a una iglesia abandonada que parecía solitaria y
necesitada de visitantes. Royall tenía vista para estas cosas. No era pena lo que sentía,
no lo creía, ni siquiera curiosidad. «Te atrae porque es igual que tú», decía Ariah.
Ariah se exasperaría si le viera allí. Pero ella no lo sabría.
Royall entró en el cementerio por la puerta delantera abierta. Era de hierro
forjado, muy oxidado. No se distinguían las letras que había en lo alto, de tan
oxidadas como estaban. Las lápidas próximas a la puerta eran viejas y estaban
gastadas por el tiempo, y se remontaban a… ¿cuándo? La lápida más antigua que vio
era delgada como un naipe, inclinada como si estuviera a punto de caer. Las letras
estaban tan desdibujadas que Royall apenas podía leerlas, pero las fechas parecían
1741-1789. Cuánto tiempo; Royall sintió vértigo al calcular cuántas generaciones.
Las cataratas y la garganta tenían millones de años de antigüedad, por supuesto,
como la tierra, pero no eran cosas vivas. Nunca habían vivido, y no habían muerto.
Había una diferencia crucial.
A Royall le gustaba no conocer a ninguna persona muerta. Jamás visitaba ningún
cementerio para ver ninguna tumba específica.
«Eso es inusual —le decía su prometida—. La mayoría conocemos a mucha gente
que ha muerto».
Royall se reía y le decía, como diría su madre, que no había muchos Burnaby.
En todo el cementerio había altas hierbas, espinosos cardos, brezos, que atestaban
las lápidas y la pared de roca que se desmoronaba allá donde el guarda del lugar, si es
que había alguno, no podía segar. Royall sentía la necesidad de segar él mismo allí.
(A veces le gustaba segar. No siempre, pero sí a veces).

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(Tenía la espalda, los hombros y los brazos musculosos. Las manos, tan llenas de
callos que eran casi nudosas. Manos grandes, y capaces. Con una segadora manual,
Royall solía ser el que cortaba el césped en casa. Si Royall lo aplazaba, podías estar
seguro de que Ariah cogería la segadora y se pondría a empujarla ella misma,
jadeando y echando fuego por los ojos, haciendo girar las hojas de la segadora en la
hierba húmeda, para avergonzar a Royall). Un cálido día de otoño en este lugar
descuidado; era un lugar hermoso y eso le parecía mal a Royall. Porque los muertos
no pueden sentir el sol. Porque las bocas de los muertos están llenas de polvo. Y sus
ojos están vacíos. Huesos radiactivos reluciendo en la oscuridad de la tierra.
De dónde sacas tus extrañas ideas, le preguntaba siempre su prometida.
Besándole enseguida en los labios para que Royall no se ofendiera.
Royall no quería decir: «De mis sueños. De la tierra».
En realidad, Royall estaba seguro de que había visto en alguna parte fotografías
de huesos radiactivos, en un libro o en alguna revista. Tal vez eran rayos X. Y había
aquella foto de una familia japonesa, de la que solo quedaban las siluetas oscuras
quemadas en una pared de su casa de Hiroshima en una época lejana, mucho antes de
que Royall y Candace nacieran, cuando el presidente Harry S. Truman ordenó que se
lanzara la bomba atómica sobre el enemigo japonés.
Royall nunca le hablaba a Candace de cosas que la preocuparan. Prácticamente
siendo un bebé había aprendido que había cosas que no se decían, y que no se
preguntaban. Si metías la pata, mamá se ponía tensa y se apartaba como si le hubieras
escupido. Si te portabas bien, mamá te abrazaba, te besaba, te mecía en sus delgados
pero fuertes brazos.
Royall se dio cuenta de que había estado silbando. Desde un alto olmo un pájaro
le respondía con una suave llamada. A la prometida de Royall le gustaba decir que
era el muchacho al que más le gustaba silbar que jamás hubiera conocido.
¡Prometida! Al día siguiente, poco después de las once de la mañana, Candace
McCann sería su esposa.
Era una costumbre extraña. Royall jamás había pensado en ello. Un nuevo
individuo entraría en el mundo: «la señora de Royall Burnaby». Sin embargo, en
aquel momento ese individuo no existía.
En la casa adosada de ladrillo y estuco de Baltic a veces llegaba correo para «la
señora de Dirk Burnaby», o «la señora de D. Burnaby». Cartas de aspecto oficial de
la ciudad de Niágara Falls, el estado de Nueva York. Ariah las apartaba rápidamente.
Ella era Ariah Burnaby, por si a alguien le interesaba saberlo.
Royall estaba descubriendo que el cementerio era más grande de lo que uno
imaginaba desde la carretera; se extendía a lo largo de casi una hectárea. Altos robles
y olmos parcialmente muertos, con ramas partidas, curvadas y hojas secas. Brezos y
rosales silvestres crecían como alambre de púas. Aquel olor otoñal a hojas y cosas
blandas podridas. El cementerio hacía pendiente en los bordes, y eso también parecía
estar mal. Las tumbas en la ladera de una colina daban la impresión de que podían

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resbalar y deslizarse colina abajo en la siguiente tormenta. En los lugares donde la
erosión había formado una cuña de pura tierra roja, las raíces de los árboles quedaban
al descubierto. Esas raíces producían una impresión de angustia o amenaza, como
alguien muerto, atrapado en la tierra, clavando las uñas para liberarse.
Royall se sintió mareado, solo un instante. Se puso a silbar más despacio, luego
cobró ánimos y prosiguió.
¿Le estaba observando alguien? Miró alrededor, frunciendo el entrecejo.
Recordaba haber visto un Ford deportivo, aparte de su propio coche, aparcado junto a
la iglesia. El coche de Royall, su Chevy de 1971 recién repintado (azul cielo, con el
borde en tono marfil), comprado por trescientos dólares a su jefe de la empresa
Devil’s Hole Cruise Line, estaba aparcado ante la puerta del cementerio.
Su jefe el capitán Stu, como su madre Ariah, se exasperaría si viera a Royall
vagando por este inútil lugar. Silbando, y sus zapatos hundiéndose en el húmedo
suelo. Por supuesto Royall debería estar en su coche dirigiéndose al trabajo.
(Ayudaba al piloto de crucero, el capitán Stu. Royall llevaba un uniforme
impermeable de aspecto náutico y su título era suplente del capitán, y como Royall
tenía veinte años menos y era mucho más apuesto que el capitán Stu, era él quien con
más frecuencia se fotografiaba con radiantes turistas femeninas y niños. Incluso antes
de graduarse en el instituto de Niágara Falls, en 1976, Royall ya trabajaba en el
Devil’s Hole y ganaba una buena suma de dinero). Royall no era de los que se
preguntarían: «¿Por qué demonios me he parado aquí?».
Royall no era de los que calculaban todos los movimientos, como un jugador de
ajedrez. No era de los que se preguntaban: «¿Por qué, por qué ahora? Si voy a
casarme mañana por la mañana».
Royall estaba descubriendo más tumbas, y tumbas más nuevas. Estos muertos
empezaban a haber nacido a principios de los años 1900 y algunos no habían muerto
hasta los años cuarenta: murieron en la guerra. Había un ángel alado de cemento con
los ojos en blanco y una oreja desconchada protegiendo la tumba de un hombre
llamado Broemel que había nacido en 1898 y no había muerto hasta 1962, lo cual era
muy reciente. «Cuidado ahora —fue advertido Royall—. Tienes que ir con cuidado,
hijo». Esta voz, astuta aunque amable, a veces la oía cuando podía estar a punto de
cometer un error.
Royall no tenía ni idea de lo que la voz decía. Si intentaba escucharla con
atención, la voz desaparecía. Sin embargo, oírla le resultaba reconfortante. Era como
si alguien estuviera pensando en él, Royall Burnaby, aun cuando el sentido común le
decía que no había nadie.
La hermana de Royall, Juliet, le dijo que ella también oía voces, a veces. Que le
decían que hiciera cosas que hacían daño.
¡Cosas que hacían daño! Royall se rio. Juliet era incapaz de matar una mosca.
¿Por qué una voz le daría semejante consejo?, le preguntó Royall. Y Juliet dijo,
como si se tratara de lo más natural: «Porque existe una maldición sobre nosotros.

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Sobre nuestro apellido».
¡Una maldición! ¿Cómo la maldición de una momia? ¿Frankenstein? Royall se
rio; qué ridícula era esta conversación. «No existen las maldiciones. Pregúntale a
Chandler. Pregúntale a mamá».
Juliet dijo, con aquella terquedad y calma tan suyas: «Eso es lo que las voces
dicen, Royall. Yo no puedo indicarles lo que han de decir».
Bien. Royall no creía en ninguna maldición. Ni Chandler, que era el cerebro de la
familia.
Pero había empezado a caminar deprisa, como si tuviera un destino y no solo
estuviera paseando. En lo alto el cielo se había aclarado. El sol quemaba, blanquecino
de tan caliente. Como algo que se derritiese. La luz oblicua indicaba que era otoño.
En la garganta del Niágara el aire olía a fresca y vaporosa humedad, pero aquí, en el
interior, de la hierba emergía un olor dulzón a tierra podrida. Royall se detuvo y cerró
los ojos. ¿A qué le recordaba? ¿A tabaco? A cigarros Sweet Corona. Royall no
fumaba (Ariah se jactaba de que había inculcado a sus hijos que fumar era un hábito
tan repugnante como la heroína), pero había probado un par de cigarros ofrecidos por
los hombres mayores que jugaban a cartas a los que a veces frecuentaba en el centro
de la ciudad. Había tosido y se había asfixiado, le habían escocido los ojos hasta
saltarle las lágrimas, y había decidido que los cigarros no estaban hechos para él, y
sin embargo le atraía el oscuro olor a tabaco que desprendía la tierra.
Sintió una punzada en la entrepierna al pensar en que al día siguiente se casaba.
La primera noche completa que Royall pasaría con Candace McCann en una
auténtica cama.
Un estrecho sendero de grava atravesaba la puerta abierta y llegaba hasta el centro
del cementerio, pero, si se seguía, terminaba de forma brusca. El sendero terminaba,
simplemente. Las hileras de tumbas que había allí pertenecían a personas que habían
nacido en las primeras décadas del siglo XX y que en su mayor parte habían muerto en
los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Era un día extrañamente cálido para ser
octubre. Lucía el sol y no hacía viento. No se habría dicho que las cataratas se
hallaban a menos de tres kilómetros.
Royall pensó que el cementerio era como una ciudad. Continuaba la injusticia de
la ciudad y de la vida. La mayor parte de las lápidas eran de piedra corriente, gastadas
por el tiempo y sucias de excrementos de pájaros, mientras que otras eran más
lujosas, más grandes, de granito o de mármol, relucientes. Era una zona cristiana, sin
duda alguna. Todas las inscripciones señalaban la alegría de la muerte y el cielo. «El
Señor es mi pastor, nada me falta». Y: «Este día estaré contigo con el Paraíso».
¿Verdaderamente los cristianos creían en la resurrección del cuerpo? Era un
misterio para Royall, algo que Candace intentaba explicarle con su vacilación
acostumbrada.
Ariah siempre decía en tono desdeñoso que no había ningún Dios en la tierra, y
sin embargo… «Tal vez haya un Dios observando». Esto empeoraba la situación

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humana. Porque Dios era engañoso, imprevisible. En términos de juego, Dios tenía
todas las cartas buenas. Dios era el dueño del casino. El casino era Dios. Ni siquiera
podías esperar conocer a Dios o su plan y sin embargo Él podía estar ahí, o sea que
tenías que estar alerta. En una de las fiebres religiosas que le sobrevenían en
momentos inesperados, como el inicio de una gripe, Ariah podía insistir en que sus
hijos la acompañaran a la iglesia, pero normalmente despreciaba esta conducta
supersticiosa, cobarde. Royall no se tomaba nada de eso tan en serio. No entendía
cómo alguien podía hacerlo, en especial lo del infierno.
En Niágara Falls corría el chiste de que ¿quién necesita el infierno? Nosotros
tenemos el canal Love.
Royall estiró el cuello para contemplar un Jesucristo de tres metros clavado en
una cruz de piedra. Habían construido un nido de pájaro hecho de ramitas y paja en
las tablas de la cruz. Este Cristo tenía una cabeza bellamente formada, coronada de
espinas pero triunfante. «Y sin embargo volveré a levantarme». Royall sintió un
escalofrío, allí había algo que emocionaba. No obstante, daba gracias por no haber
sido bautizado como cristiano. ¡Se esperaba demasiado de ti! Cerca de allí había
varios ángeles de piedra. Uno o dos tan decrépitos que no se sabía si pretendían ser
mujeres u hombres. ¿O no existía distinción entre los ángeles? El que más gustó a
Royall fue un angelito de aspecto musculoso y alas de halcón con el labio superior
muy grande. Un pequeño Royall. Los excrementos de pájaros relucían en un débil
tono verde radio sobre la cabeza del ángel y sus alas, pero el ángel miraba hacia
arriba impertérrito. «Bandadas de ángeles cantan para tu descanso». Royall se
preguntó qué extraño anhelo había inspirado la original idea de los ángeles.
—¿Quizá se trató de un sueño que alguien tuvo?
Royall habló en voz alta con asombro, como hacía a menudo cuando se
encontraba a solas. Era un hábito que había adquirido en su infancia, como silbar,
tararear en voz alta, incluso cantar. Al oírle, la gente tendía a sonreír. Un alma feliz,
nada complicada, pensaban de Royall Burnaby.
Pero no muy maduro, y nada ambicioso. Solo había logrado acabar el instituto a
pesar de que (sus profesores insistían en ello) era lo bastante inteligente, aunque
perezoso. En el colegio tenía fama de ser un muchacho afable, que se ofrecía
voluntario para cualquier tarea, como ordenar las mesas y sillas en la cafetería o subir
tramos de escaleras cargado con cajas de suministros varios. Había cambiado los
neumáticos pinchados de más de un profesor y ayudado a sacar de la nieve coches de
los profesores. Era el típico muchacho que suspendía un curso porque el día del
examen final un amigo necesitaba que le hicieran un favor y él se ofrecía voluntario.
El último año estuvo a punto de no poder graduarse con los de su clase: Royall
Burnaby, que había sido votado el chico más apuesto de su promoción. De no ser
porque su atención estaba tan dispersa, habría podido ser uno de los diez o doce
alumnos de entre los ciento once de su promoción del instituto de Niágara Falls que

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fueron a la universidad. Ni siquiera se sacó una diplomatura oficial, solo un diploma
local.
No como su hermano Chandler, que había sido alumno de matrículas, pero ¿quién
querría ser Chandler? Pobrecito, era demasiado listo para su felicidad. Y tal vez, a la
hora de la verdad, no lo bastante listo. Estuvo a punto de suspender el primer curso en
la Universidad estatal de Buffalo, como alumno con beca, porque sufría de los
nervios. Ahora daba clases en el instituto de Niágara Falls y probablemente ganaba
menos dinero que Royall, que hacía de piloto para turistas que chillaban en la
turbulenta garganta del Niágara y los devolvía a tierra vivos.
Royall vio algo que se movía en el otro extremo del cementerio, el más próximo a
la iglesia, donde alguien estaba ocupándose de una tumba. Una persona solitaria,
arrodillada y trabajando con rapidez con unas tijeras de podar.
Aquella fuerte punzada sexual repentina en la entrepierna otra vez. La sintió sin
motivo.
Royall subió corriendo una colina que había en la parte posterior del cementerio,
donde en las lápidas aparecían fechas tan recientes como agosto de 1977. No había
muchas de estas, pues el cementerio estaba casi repleto. En esta zona árida, sin
hierba, las parcelas estaban distribuidas con más orden, de una manera más rutinaria
que en el resto, y las lápidas, de diferentes tamaños, se erguían de manera uniforme.
Sus caras eran lisas como la formica. Los familiares habían llevado jarrones con
geranios y hortensias, la mayor parte de las flores muertas mucho tiempo atrás. Había
azucenas de plástico y coronas de hiedra de plástico. Banderitas de Estados Unidos
flácidas clavadas en palitos. Los ojos de Royall examinaron rápida y nerviosamente
las tumbas como si aún buscara un nombre conocido; si le hubieran preguntado el
nombre que buscaba, Royall no habría sabido decirlo.
Se habrían burlado de la pregunta, como Ariah.
—Lo sabré cuando lo vea.

Y estaba la Mujer de Negro esperándole, al pie de la colina.


Royall bajaba deslizándose por la erosionada pendiente, agarrándose a raíces de
árbol que quedaban a la vista para guardar el equilibrio. Tenía unos cinco minutos
para llegar al trabajo. ¡Típico! ¡Propio de Royall! Había perdido por completo la
noción del tiempo. Una excusa fácil acudiría a sus labios cuando llegara al
amarradero del Devil’s Hole Cruise Line, no iba a preocuparse. Caminaba con
grandes pasos junto a las hileras de tumbas prestando poca atención a donde pisaba
cuando vio a la mujer de pie a menos de veinte metros, observándole. Le miraba con
gran atención. ¿Era alguien a quien Royall conocía y debería saludar cortésmente?
¿Era alguien que le conocía a él? La mujer vestía capas de ropa negra, que le llegaba
hasta los tobillos. Su desaliñado cabello negro tenía líneas grises que parecían grietas.
Sus labios formaron una somnolienta sonrisa.

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Royall redujo el paso como un ciervo alcanzado por una flecha. No un golpe
fatal, pero lo suficiente para hacerle parar. No quería mirar fijamente a la mujer, lo
que habría sido una grosería, pero no podía apartar la mirada. De lejos podía
confundirse con una chica tan joven como Juliet, pero de cerca, con aquella luz
blanquecina del sol, se veía que era mucho mayor, quizá de unos cuarenta años. Sin
embargo, su actitud era infantil, excitada. Tenía la piel pálida como la cera y los ojos
un poco hundidos. En la parte superior de sus delgadas mejillas tenía dos manchas de
colorete difuminadas con delicadeza. Era atractiva de un modo lánguido, sutilmente
estropeado, como una estrella de cine de los años cuarenta años después de haber
estado en la cumbre. Su cabello negro punteado de gris le llegaba hasta más abajo de
los hombros, enredado y ondulado. Llevaba la ropa más extraña que jamás hubiera
vestido cualquier visitante de un cementerio: una reluciente túnica negra que le cubría
el delgado cuerpo hasta los tobillos como un camisón, y encima una chaqueta de
satén negra desabrochada con un ribete como de plumas negro. Los botones de la
chaqueta eran imitaciones de diamante que centelleaban de un modo extraño. La
mujer llevaba una bufanda negra de punto enrollada en el cuello, fina como una
telaraña. Iba descalza, y sus pies eran largos, estrechos y muy blancos. Royall tragó
saliva con fuerza al ver aquellos pies descalzos en la apelmazada hierba. Y el modo
expectante en que la mujer se hallaba de pie, apoyada en la parte posterior de una
lápida gastada por el tiempo, viéndole aproximarse.
Royall se dio cuenta de que la mujer debía de estar esperándole. Le había visto
subir la colina y había esperado a que bajara. Había dejado las tijeras de podar junto a
la tumba de la que se estaba ocupando.
—Hola —la mujer habló en voz baja, ronca, jadeante.
Royall, sonrojándose, masculló lo que sonó como:
—H-la.
—Nos conocemos, ¿verdad?
—No… lo creo, señora.
—Oh, yo creo que sí. —La mujer sonrió, y una expresión feroz y oscura acudió a
sus ojos. Royall se preguntó si estaba bebida o drogada o un poco trastornada
mentalmente. Con los dedos extendidos de su tensa mano derecha apretaba contra su
pecho un extremo de la bufanda que parecía una telaraña, de un modo que sugería
que debajo latía con fuerza un corazón. A Royall empezaron a temblarle las rodillas.
Aquello le estaba produciendo una sensación incómoda. En la entrepierna había
empezado a experimentar fuertes latidos, lo cual sabía que estaba mal. Sabía que
estaba fuera de lugar. ¡Una mujer lo bastante mayor para ser su madre! Y le resultaba
familiar, de alguna manera. Una de aquellas mujeres que se había hecho amiga de
Ariah en alguna de las pequeñas iglesias a las que había asistido en el transcurso de
los años. O una vecina de Baltic Street. O la madre de un amigo del instituto. ¿La
madre de una exnovia, que le diría a continuación cuánto le echaban de menos las
dos? Royall era un muchacho descuidado que nunca se molestaba en aprenderse los

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nombres de la mayoría de las personas a las que conocía, razonando con lógica
infantil que volverían a encontrarse, o que, si nunca volvían a encontrarse, ¿para qué
servía recordar su nombre? En especial, era probable que Royall olvidara los nombres
de las personas mayores. No podía recordar los nombres de sus tías que vivían en
l’Isle Grand, y en la escuela había olvidado el nombre de sus profesores en un verano.
Como si pudiera leer estos pensamientos dispersos al borde del pánico
adolescente, la mujer se acercó con rapidez a Royall y le cogió la mano con firmeza.
Tiró de él, sonriendo. Era varios centímetros más bajita que Royall, y levantó la
mirada hacia él con el ansia despreocupada de una flor que busca el sol. Susurró:
—Te conozco. Sí. Tú eres su hijo. Oh, es… es un milagro.
La mujer enmarcó con ternura la cara de Royall con sus delgadas manos y se
inclino con atrevimiento hacia él y le besó levemente en la boca, como una madre
podría hacer. Royall se quedó demasiado atónito para reaccionar. Su instinto era
apartarse, pues debía de tratarse de una farsa, de una estratagema, sin embargo era un
muchacho tan acostumbrado a ser cortés con los mayores, en especial con una mujer
que parecía necesitarle, que permaneció callado, clavado en el suelo, como un
personaje desventurado en una tira cómica infantil. Y la mujer, tan cerca, le miraba
con una gran calidez. Sus ojos eran tristes y estaban un poco inyectados en sangre, sin
embargo a él le parecieron unos ojos luminosos, brillantes, con un oscuro resplandor,
y bellos. Su piel parecía translúcida, tensa sobre los delicados huesos de la cara; en
las sienes se veían unas venas azul pálido. La mujer llevaba la cara un poco
empolvada, los labios pintados de rojo oscuro, y para él eran carnosos y bellos. El
cuello de la reluciente túnica negra le quedaba flojo, y Royall vio la pálida y
fantasmal piel de la mujer, la parte superior de sus senos desnudos. Royall sintió una
abrumadora sensación de calidez, de ternura. Sus ojos se humedecieron, de pronto se
sentía muy feliz.
—Querido muchacho. Sabía que eras tú. Ven. ¡Ven!
La mujer tiró de su mano, riendo. Siguió acariciándole las mejillas y besándole de
aquel modo suyo rápido, ligero, fugaz, como una mosca que roza los labios,
misteriosa y esquiva. Él temía agarrarse a ella. Sin embargo, ella le tocaba con
familiaridad, con compañerismo, como una madre toca a un hijo, de un modo
afectuoso aunque reprendiéndole un poco.
—Deprisa. Venga, deprisa.
En un escondrijo que hasta un niño hubiera podido descubrir, entre dos altas
lápidas, una protegida por un ángel melancólico con alas descoloridas, la otra
decorada con una deshilachada bandera de Estados Unidos del tamaño de una toalla
de manos, la mujer cogió a Royall por el codo y se rio al ver su expresión de alarma;
ahora le besó con más fuerza; sus ávidos labios abrieron los del muchacho, que sintió
su cálida lengua moviéndose con la rapidez de una serpiente, juguetona. Para
entonces Royall, que era un joven impulsivo, estaba muy excitado. Con su metro
ochenta y cinco su cuerpo contenía una buena cantidad de sangre y toda esta sangre

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había afluido a su entrepierna, que a él le parecía enorme como un mazo. Los oídos le
zumbaban con fuerza. En lo alto se oía el murmullo de las abejas y por el otro
extremo del cementerio un tren de carga que se aproximaba y pasó; un tren idéntico
al que atravesaba a toda velocidad por delante de la casa de los Burnaby en el número
1703 de Baltic, que hacía que vibraran los cristales de las ventanas y que Ariah se
apretara las yemas de los dedos en las sienes en un gesto de dolor y vejación.
—Querido muchacho. Tienes su pelo. Sus ojos. Oh, lo sabía.
La mujer se puso de puntillas, temblando por la tensión sus blancos y desnudos
pies. Royall empezaba a agarrarse a ella. Con torpeza al principio; luego con más
seguridad. ¡Qué felicidad! Un delirio de felicidad. Como en un sueño que Royall no
habría tenido la imaginación de evocar para sí mismo, aquella mujer cuyo nombre le
era desconocido se abrió la parte superior del vestido en un gesto que a Royall le
traspasó como la hoja de un cuchillo. Perplejo, mareado, se inclinó para besarle los
pechos, que eran de piel suave y pálida, con pezones pardo rosados que se fruncieron
y endurecieron al roce de sus labios. La mujer empezó a gemir, y agarró la cabeza de
Royall, apretándole contra ella.
—Lo sabía. Lo sabía si venía esta mañana. Oh, esto es un milagro. Tú…
Estaban tumbados juntos en la hierba húmeda y apelmazada. El cerebro de Royall
parecía haber dejado de existir, como una luz que de pronto se apaga. Sus manos se
movían con desesperación por el cuerpo de la mujer, aferradas al reluciente tejido de
su vestido, mientras ella yacía de espaldas en la hierba, y levantó las caderas y se
levantó la larga falda y se bajó las bragas. El modo seguro en que ella hizo estos
gestos le resultaba profundamente conmovedor a Royall. Vislumbró los pálidos y
delgados muslos de la mujer, y el oscuro triángulo de vello entre sus muslos.
Abrumado de pronto por la timidez, Royall no se atrevía a desabrocharse los
pantalones. Sus manos eran demasiado grandes, torpes como ganchos. La mujer le
bajó la cremallera, sonriendo y susurrando:
—Querido muchacho. Cariño.
El zumbido en los oídos de Royall se hacía cada vez más fuerte. Estaba siendo
arrastrado a las turbulentas profundidades de la garganta. El agua enloquecida bajo el
Devil’s Hole, el Agujero del Diablo, donde el barco de turistas daba sacudidas y subía
y bajaba y mujeres y niños gritaban de miedo, y Royall, cuando pilotaba el barco, los
conducía por el rumbo que debía seguir, exactamente el que se había trazado de
antemano, y por fin llegaban de nuevo al amarradero. Ahora él y esta mujer
desconocida para él yacían juntos en el suelo, en la repentina y pura intimidad de los
individuos en posición horizontal en brazos uno de otro. No había vuelta atrás. No
había más dirección que hacia delante. El mundo se había encogido al tamaño
aproximado de una tumba, y no había más dirección que hacia delante. Royall se
arrodilló con torpeza sobre la mujer, preocupado por si pesaba demasiado para ella,
por el fuerte y caliente peso de su musculoso cuerpo sobre el ligero cuerpo de ella,
pero ella tiró de él y murmuró: «¡Deprisa! ¡Deprisa!», tensas sus cuerdas vocales por

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la presión. A Royall le temblaban las rodillas. Era como si tuviera catorce años, como
si fuera sexualmente inexperto y tuviera pánico. Sin embargo la mujer tiró de él, le
acarició, de tal modo que parecía que su tenso y tembloroso cuerpo estaba al cuidado
de ella, y le resultaba tan familiar como el suyo propio. Le guio el pene dentro de
ella, dentro de aquel áspero mechón de vello entre sus muslos, y después dentro, muy
dentro de ella, donde era asombrosamente blando; tan blando que Royall apenas
podía creerlo; blando como fuego líquido, y él quedó arrasado por ese fuego y estuvo
a punto de perder el control. La mujer yacía de espaldas en la hierba, con el pelo
enmarañado detrás de la cabeza formando una sedosa telaraña extendida.
—Oh. Oh. ¡Oh!
Había empezado a sentir placer enseguida. Era asombroso: Royall estaba
acostumbrado a muchachas que parecían no sentir casi nada, o que fingían sentir lo
que creían que debían sentir; pero aquella mujer, mayor, sensual y ansiosa como
ninguna chica con la que Royall jamás había hecho el amor, entró en un ritmo de
latidos acelerados y luego lánguidos, besándole, pasándole las manos con rapidez por
la espalda, estrujándole el pene con suavidad mientras él la penetraba, hasta que la
sensación de fuego le inundó y Royall bombeó su vida en ella, entre las fuertes y
delgadas piernas que con tanta firmeza le agarraban. La mujer se estremeció, se
retorció y se aferró a él como si se estuvieran ahogando juntos.
«Te quiero»: Royall apretó los dientes para impedir que se le escapara.
Cuando recuperó la conciencia yacía a horcajadas sobre aquella mujer
desconocida como si hubieran caído juntos, en este abrazo íntimo, desde una gran
altura. ¿Y dónde estaban, y qué hora era? El cerebro de Royall estaba aturdido,
confuso. Desde la infancia había dormido con inusual intensidad, y a menudo
despertaba en un estado de desconcertada distracción, exhausto por el sueño, esclavo
de cualquier cosa que le hubiera ocurrido en el sueño y que solo podía recordar
levemente. Y esto le ocurría ahora, en el cementerio junto a la abandonada iglesia de
piedra de Portage Road. Mientras la mujer le murmuraba, le besaba y le acariciaba,
Royall permaneció pasivo unos minutos, sin voluntad. Cuando al fin hizo un
movimiento para levantarse y apartarse de ella, la mujer se apresuró a agarrarle los
muslos con los suyos, le apretó las manos con fuerza en la espalda y le abrazó. Con
su voz ronca murmuró:
—No. Todavía no. Me quedaré muy sola. No puedo soportarlo. Quédate conmigo.
No me dejes todavía.
Besándole y acariciándole y empezando de nuevo a estrujarle, empezando de
nuevo aquel ritmo que tanto excitaba a Royall, que le parecía un gigantesco latido de
corazón, que le envolvía, como si fuera un niño en el vientre de su madre.
—Todavía no. Todavía no. No me dejes todavía.
Hasta que al fin Royall volvió a tener una erección.

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«Un muchacho alegre». Exactamente el tipo en el que una chica no puede confiar.
Aquel día. Aquel largo día en la vida de Royall Burnaby. El primer viernes de
octubre de 1977. La víspera de la boda de Royall con Candace McCann, a la que
amaba y no deseaba hacer daño jamás, jamás.
Pero ¿cómo podía casarse ahora Royall?
El corazón le latía con vergüenza. Ya le había sido infiel, antes de que Royall
tuviera esposa.
Como Juliet decía: «Hay una maldición sobre los Burnaby. Por el modo en que la
gente pronuncia nuestro nombre, se nota».
Royall había llegado una hora y veinte minutos tarde al embarcadero del río. Se le
había escapado su crucero, y ambos barcos habían salido. El capitán Stu estaba
furioso con él. Royall masculló una disculpa. Tenía el cerebro tan confuso, la boca
tan abrasada por el amor de la Mujer de Negro, que no hizo ningún esfuerzo por
pensar una excusa. Era como cuando ante una pregunta de un examen del instituto su
mente se quedaba en blanco, vacía como una pizarra borrada. No limpia, sino borrada
y borrosa. Se limitó a quedarse de pie asintiendo, con los ojos bajos, mientras el
capitán Stu, como un padre exasperado, le echaba una bronca y le enviaba a ponerse
su uniforme para el crucero de las once.
Aquel largo día, durante el cual Royall se movió como un sonámbulo, sonriendo,
parpadeando, comportándose cortésmente en su papel de suplente del capitán, el más
joven de los varios pilotos empleados por la Devil’s Hole Cruise Company. Era el
favorito de las turistas femeninas de todas las edades, así como de los niños, que
pedían a gritos hacerse una fotografía con él. Sonriendo abierta y francamente
mientras era fotografiado por enésima vez al timón del barco, empapado por las
salpicaduras del agua. Y cuando a Royall le hacían la inevitable pregunta de cuánta
agua caía por las cataratas, nunca dejaba de responder: «Diecisiete mil millones de
litros por minuto, un millón de bañeras por segundo», como si fuera la primera vez.
Hacer de piloto de barco turístico para la Devil’s Hole Company era un trabajo
que requería habilidad manual, paciencia, personalidad y ambición mínima, y por
tanto era un trabajo muy adecuado para Royall Burnaby, que apenas si había logrado
acabar el instituto. Chandler estaba decepcionado con su hermano menor, pues
esperaba que Royall al menos asistiera a una universidad local como la estatal de
Buffalo, pero a Royall le gustaba su trabajo en el Devil’s Hole, un trabajo que le
mantenía ocupado y no exigía pensar mucho. «Pensar duele demasiado. No tiene
futuro». Ariah había animado a Royall a aceptar el trabajo, a quedarse cerca de casa.
En realidad, le animó a vivir en casa todo el tiempo que quisiera.
Royall, y también su futura esposa Candace. Hasta que la joven pareja pudiera
costearse un lugar decente propio.

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Royall se apresuró a subir al barco turístico. Aquí tenía un fin, y tenía poder.
«Royall, el suplente del capitán». Al timón del abarrotado barco se sentía
extrañamente libre. Necesitaba estar trabajando y ser responsable. Quizá era mejor
ser responsable de extraños que de personas conocidas y por las que sentías afecto.
Los turistas eran una subespecie de la humanidad que se dedicaban a sacar el máximo
partido a su dinero. Eran ambiciosos y estaban ansiosos por ver aquello que era tan
especial. Sus tramos de atención eran cortos, lo cual estaba bien. Eran fáciles de
complacer, y las cataratas sobrecogían de verdad, por lo que nunca quedaban
defraudados. Algunos de ellos, y no solo niños o ancianos, se sentían tan intimidados
por las cataratas que llegaban al borde del desmayo, lo cual resultaba emocionante y
dramático, y algo para recordar. En las ocasiones en que alguien sucumbía al pánico y
tenía que ser reconfortado por un ayudante, los observadores quedaban satisfechos al
ver que estaban sacando el máximo partido de su dinero.
A Royall le preguntaban repetidamente:
—A veces debe de darle miedo, ¿no? ¿Alguna vez ha tenido algún accidente
aquí?
Sonriendo para demostrar que se tomaba estas preguntas en serio, Royall siempre
decía:
—Sí y no. Sí, a veces tengo muchísimo miedo. No, nunca he tenido ningún
accidente. La Devil’s Hole Cruise nunca ha perdido a ningún cliente en veintiún años
de servicio en la garganta del Niágara.
Esto provocaba risas nerviosas de alivio. De todos modos, era cierto.
Nadie en ninguno de los barcos de excursión pilotados expertamente corría
peligro debido a las cataratas. Las rutas de la excursión estaban muy bien señalizadas
y ningún piloto variaba jamás su rumbo. Era como un mecanismo de relojería, y de
fiar. A pesar de la grandiosidad y la pesadilla de las gigantescas Cataratas, el peligro
era algo conocido y por lo tanto navegable, una forma de entretenimiento. Y un
negocio.
El peligro estaba por encima de las cataratas, no por debajo. Si caías sobre las
cataratas y eras arrastrado.
A Royall le preguntaban también repetidamente si muchas personas se suicidaban
en las cataratas. Como todos los empleados del negocio turístico de Niágara Falls,
Royall tenía instrucciones de sonreír cortésmente y decir:
—En absoluto. Todo eso lo exageran los medios de comunicación.
Para hacer la excursión en el Devil’s Hole había que ponerse un impermeable y un
sombrero que proporcionaban en el muelle. A pesar de que se avisaba de que durante
el trayecto uno se mojaba y de que había que asegurarse de que los relojes y cámaras
fueran resistentes al agua, los pasajeros se ponían a chillar en cuanto empezaba a
haber salpicaduras y el barco se balanceaba, se mecía, se ladeaba en las olas como en
una atracción de feria. Pasaban por delante de las cataratas Americanas a su
izquierda, y después por las cataratas Herradura, que eran enormes, a la luz otoñal de

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un reluciente verde como cristal derretido. Agua que se derramaba con un ruido
ensordecedor. Pero apenas parecía agua. Piensen en un millón de latas vertidas, así le
gustaba a Royall describir el ruido, solo que el vertido jamás termina. Se diría que
para entonces Royall se habría acostumbrado a él, y así era, hasta cierto punto.
Algunos días pilotaba el barco como un hombre mecánico, con cada latido
memorizado. Otros días, como hoy, estaba distraído. Pensando. «No puede haber
ocurrido. Aquel no era yo». La Mujer de Negro estaba besando la relajada y
somnolienta boca de Royall. Incluso cuando el barco se aventuró a entrar en la
bruma, la Mujer de Negro rodeaba el cuello de Royall con sus largos y delgados
brazos. Royall se encontró mirando fijamente el agua que caía en cascada. La densa
sustancia que podía matar en segundos. Partir la espalda de un hombre como una
ramita. Su propia espalda se había arqueado como un arco, había gemido en voz alta
como una criatura herida por una flecha, la flecha que lanzada desde su entrepierna
era al mismo tiempo la que estaba alojada en el cuerpo de Royall. No podía creer que
hubiera hecho lo que había hecho aquella mañana, y solo podía pensar que la Mujer
de Negro le había hipnotizado. «Sus ojos», había murmurado la mujer. «Oh, lo sabía.
Te conocía».
Lo extraño era que el agua bajo las cataratas era tan profunda como las mismas
cataratas. O sea, que fuera lo que fuera lo que estas significaran, estaba medio
escondido. Cuando uno veía las cataratas solo veía la mitad de la garganta del
Niágara.
Royall jamás contaría a Candace lo que había hecho. Hacer el amor con una
mujer a la que no conocía, una mujer lo bastante mayor para ser su madre. «Y te ha
gustado ¿verdad? Te mueres de ganas de volver a hacerlo ¿verdad?». Jamás
confesaría a su esposa que la había traicionado.
Veinte minutos y de vuelta al embarcadero según el programa. Otra vez, otra vez,
y otra vez aquella tarde, como un mecanismo de relojería.
«Maldita sea, no puede haber ocurrido. Debe de haber sido un sueño».
Uno de los pasajeros tiraba del brazo de Royall.
—¿Señor? ¿Podemos hacerle una foto? Junto a la barandilla, aquí. ¿Le importa
que Linda salga también en la foto? ¡Gracias!
Después del último viaje del día, el capitán Stu insistió en ir con Royall a tomar
unas cervezas. Royall se marchaba de luna de miel al día siguiente y estaría fuera una
semana; para entonces, la temporada de los cruceros del Devil’s Hole habría
terminado y no se reanudaría hasta el siguiente mayo.
—Te echaré de menos, muchacho. Eres un buen tipo.
El capitán Stu estrechó la mano de Royall con tosca cordialidad para demostrarle
que le había perdonado por haber llegado tarde aquella mañana. Le hizo un guiño de
complicidad a Royall y le deseó buena suerte en su travesía. Royall se limpió la
cerveza de la boca y sonrió a su jefe sin expresión en la cara.
—¿Qué travesía, Stu?

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El capitán Stu se rio.
—El matrimonio, hijo. Necesitarás toda la potencia que puedas reunir.
Stu Fletcher era un hombre corpulento con el pelo blanco, de más de cincuenta
años, con la nariz llena de capilares rotos que relucía como el radio. No le costaba
admitir que tenía problemas con la bebida y que fumaba demasiados cigarros, pero
estaba «jodidamente encariñado» con Royall: «Eres como un hijo, pero mi propio
hijo no trabajaría para mí. Piensa que es demasiado bueno para el capitán Stu».
Royall se rio con incomodidad. Por conversaciones anteriores con el anciano había
deducido que Stu sabía quién era Royall, de un modo en que este no sabía
exactamente, dado que Ariah le había prohibido tal conocimiento. «Tienes a tu
madre. No necesitas a nadie más». Royall sabía que su padre había muerto cuando él
era muy joven; antes de que su padre muriera había abandonado a Ariah y a sus hijos.
Dirk Burnaby había traicionado a la familia, el pecado imperdonable. Royall se había
enterado por Chandler de que su padre había muerto en un accidente; su coche había
saltado por la baranda de la carretera entre Buffalo y Niágara Falls y había caído al
río Niágara. Chandler previno a Royall de que jamás insinuara a Ariah que sabía todo
esto; ella se pondría furiosa. Juliet siempre decía que había una maldición sobre ellos,
que el apellido Burnaby era una maldición, pero Royall sabía que era otra cosa. Él
había tenido muchos amigos en el colegio y había sido elegido «el muchacho más
apuesto» de la promoción de 1976 en el instituto de Niágara Falls; ¿eso sonaba a
maldición?
Royall se entretuvo con el capitán Stu en la barra del Old Dutch Inn, una taberna
llena de humo en el centro de Niágara Falls que, era evidente, ni atraía a los turistas
ni estaba destinada a ellos. El capitán Stu tenía ganas de hablar, lo cual iba bien
porque a Royall no le ocurría lo mismo. En especial esa noche. Si Royall tenía alguna
pregunta que hacer al anciano, mantuvo la boca cerrada.

La Mujer de Negro había tocado a Royall con más ternura de lo que jamás nadie lo
había hecho. «Nos conocemos, ¿verdad?». Le había besado con más ternura de lo que
jamás nadie lo había hecho. «Tus ojos. Sus ojos». No se había atrevido a preguntar a
la Mujer de Negro a qué ojos se refería. De alguna manera, Royall lo sabía.

Se suponía que tenía que pasar a ver a Candace un rato. La ruta le era familiar, pero,
mientras conducía, Royall iba absorto en sus pensamientos. Un rayo de blanquecino
sol se reflejaba en el rostro de un ángel de piedra y Royall olió el húmedo y
ligeramente maloliente cabello de la Mujer de Negro, un mechón caído sobre su
jadeante boca. Oh, Dios. La sangre palpitaba con fuerza en la entrepierna de Royall
mientras la Mujer de Negro le arrastraba a su lado en la hierba apelmazada.
«Hermoso muchacho. Nos conocemos, ¿verdad?». Como en un sueño, de pronto la

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mujer le bajó la cremallera de los pantalones, le guio dentro de ella, acariciando y
sosteniendo su pene con tan tierna familiaridad que era como si hubieran hecho el
amor muchas veces. Era un acto fácil, feliz y nada complicado. Y podían hacerlo una
y otra vez. Royall tragó saliva con fuerza. Tenía los ojos húmedos. Una luz ámbar se
puso en rojo mientras Royall conducía a ciegas por un cruce. Alguien hizo sonar una
bocina y un hombre en una furgoneta de mudanzas Mayflower se asomó a la
ventanilla para gritar. Royall susurró:
—Maldita sea.
Se dio cuenta de que se encontraba en Ferry, a manzanas de distancia de la calle
Cinco, que había quedado atrás.
Siguió conduciendo. Se encontró en la calle Treinta y tres, dando la vuelta a la
manzana sin ninguna razón más que pasar por delante del instituto. ¿Por qué? No
echaba de menos aquel maldito lugar. Daba gracias por haberlo dejado atrás. Aun así,
era joven entonces. Ni siquiera había conocido todavía a Candace McCann. (Ariah
les había unido: había conocido a Candace en una de sus iglesias de barrio en cuyo
coro cantaba esta y se había ofrecido voluntaria para dirigir el coro durante varios
meses, hasta que poco a poco fue perdiendo interés por la iglesia). Royall había
tenido otras novias, y había decepcionado también a esas chicas, suponía. «Royall
Burnaby, ese chico te romperá el corazón». Al parecer ocurría, cada vez, sin que
Royall lo supiera. Sin que tuviera intención de ello. Las chicas se enamoraban de su
sonrisa dulce y fácil, sus francos ojos azules, su roce amable. Su voz les decía lo que
la mayoría quería creer, aunque no deberían creerlo. «Royall, te quiero. Te quiero
mucho. Royall, ¿me quieres solo un poquito?».
No era culpa de Royall, las palabras brotaban de sus labios. «Sí. Supongo que sí».
«¿De veras? ¿Me quieres? ¡Oh, Royall!».
Candace McCann era la chica que había convertido a Royall Burnaby en un
hombre. Una noche de aquella primavera, en aquel mismo coche, se había echado a
llorar en sus brazos, diciéndole que había «tenido una falta», estaba «tan
avergonzada, y tan asustada», y le amaba tanto que querría «morir» si él no la amaba.
Royall sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo mientras consolaba a Candace y
le decía que se ocuparía de ella, que no llorara, que él se ocuparía de ella, aunque
estaba perplejo tratando de comprender cómo podía estar embarazada Candace;
cómo, cuando Royall había ido con tantísimo cuidado y no habían hecho el amor
muchas veces, no de un modo en que pudiera dejar embarazada a una chica. Pero, si
era así, razonó Royall, era así; en el fondo, era fatalista como su madre.
«Cielo, te quiero. Todo irá bien».
«¿Estás seguro? Oh, Royall, ¿estás seguro de que me quieres? Porque si…».
«Candace, seguro, ¡estoy seguro! Todo irá bien, te lo prometo».
«Me aterra decírselo a mi madre. No puedo decírselo a mi madre. A menos
que…».
«No se lo digas aún. Hasta que estés absolutamente segura…».

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«Royall, lo estoy. Estoy absolutamente segura. Hace al menos doce días que estoy
segura. Oh, Royall, no me quieres…».
«Cielo, claro que sí. Ya te lo he dicho».
«Pero… ¿te casarías conmigo de todos modos? ¿Aunque no… no estuviera…?».
Candace lloraba como si se le fuera a partir el corazón, y ¿qué remedio le
quedaba a Royall sino consolarla? Le había producido una punzada de emoción, de
orgullo, de temor, pero sobre todo de puro asombro, pensar que al cabo de nueve
meses pudiera ser padre, cuando la mayoría de los días él mismo se sentía como un
muchacho de doce años. Con todo, no podía dejar a Candace en la estacada. La
quería. Era la muchacha más guapa que jamás había visto, al menos en Niágara Falls.
Así que Royall compró un anillo de compromiso en una joyería del centro de la
ciudad, un engarce de plata con un pequeño diamante que, a través de algunas
relaciones, había conseguido sacar con descuento por noventa dólares. De modo que
Royall se declaró formalmente, y Candace McCann aceptó con lágrimas en los ojos.
En un principio la boda se fijó para el mes de junio. Luego, cuando Candace
descubrió que después de todo no estaba embarazada, la fecha se aplazó hasta
octubre, cuando terminaba la temporada de Royall con la Devil’s Hole Company.
«Pero ¿sigues queriéndome, Royall? Aunque…».
«Cielo, claro que sí. Te quiero más que nunca».
«¿Estás seguro? Porque si…».
«Estoy seguro».
«Tendremos hijos, ¿verdad?».
«Todos los que quieras, Candace. Te lo prometo».
¡Tan extrañas palabras retorcidas saliendo de la boca de Royall Burnaby!
Pero Royall verdaderamente quería casarse con Candace. La quería, y no
soportaba la idea de hacerle daño. Oír llorar a aquella muchacha como si se le
estuviera rompiendo el corazón casi hacía que se le rompiera a Royall; había llegado
a pensar que era un corazón de plástico. Barato y fácilmente resquebrajable, aunque
de un material indestructible.
Lo más sorprendente del compromiso de Royall fue la reacción de Ariah. Se
habría dicho que a mamá le daría uno de sus ataques de rabia y echaría a Royall de
casa a patadas; en realidad, Ariah respiró hondo cuando él balbuceó avergonzado que
suponía que quería «casarse, que era hora» y le contestó que sí. Sí, era hora. A los
diecinueve años, ya era lo bastante mayor. En vista de cómo las chicas y las mujeres
se arrojaban a Royall, era mejor para él aposentarse enseguida con una muchacha
buena, dulce y nada complicada como Candace McCann, que no le empujaría a hacer
nada que fuera más allá de sus capacidades, antes de que ocurriera algo desastroso.
(¡Esto solo podía significar que Royall dejara encinta a alguna muchacha inadecuada!
Como si no tuviera más control de sí mismo que un perro que corretea por el barrio
en busca de alguna perra en celo). Igual que no se había sentido defraudada cuando
Royall no quiso asistir a la universidad, sino que había parecido aliviada, Ariah

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sonrió ante la idea de que su hijo menor se casara. En realidad, los recién casados
podían vivir en el número 1703 de Baltic, durante un tiempo. Ariah abandonaría su
dormitorio del piso de arriba y lo decoraría de nuevo para ellos.
¡Vivir con Ariah en aquella casa pequeña y atestada! Royall se estremeció ante la
idea. La pobre Candace quedaría engullida viva, y se convertiría en una segunda hija
para Ariah.
No. Los recién casados vivirían en un piso alquilado en la calle Cinco, a unos
minutos en coche de la garganta del Niágara, donde Royall trabajaba desde mayo
hasta mediados de octubre, y del King’s Dairy, la heladería más popular de Niágara
Falls, donde Candace trabajaba en el mostrador y era encargada. ¡Los recién casados
vivirían solos!
Ariah quedó decepcionada. Era evidente que Ariah estaba muy decepcionada.
Aquellos ojos de color verde gasolina a punto de encenderse. La pálida piel
pecosa tensa en las sienes, y los nervios latiendo debajo.
«Royall, podrías ahorrarte el alquiler. Yo no os cobraría un centavo».
«Gracias, mamá. Pero me parece que no».
«Déjame hablar con Candace. Ella tiene una cabeza práctica sobre los hombros».
«No, mamá».
«Lo que os ahorréis de alquiler podéis guardarlo para pagar algo vuestro. ¡Oh,
Royall! Déjame hablar con Candace».
«Mamá, preferiría que no lo hicieras. Ya sabes cómo es Candace contigo. Te
admira y te tiene miedo, y no sabe lo que quiere».
«¿Y quién tiene que decirle lo que quiere? ¿Tú?».
«Mamá, no vamos a discutir, ¿eh? Candace será mi esposa, no la tuya».
«Tal vez ese sea el problema. Esa pobre chica necesita más familia. Más de lo que
un simple marido puede proporcionar».
«¡Mamá, la casa es demasiado pequeña! Incluso después de haberse ido Chandler
es demasiado pequeña. Juliet se sentiría incómoda compartiendo el piso de arriba con
Candace y conmigo».
«Eso es ridículo. Sabes muy bien que Juliet está desconsolada porque te marchas,
Royall. Te adora. Y adora a Candace, como a una hermana».
«Dios mío, mamá. Por favor».
«¿Te da miedo que hable con Candace? ¡Te da miedo!».
«Mamá, no te acerques a Candace».
«Mi sala de música está climatizada. Tú y Chandler hicisteis una remodelación
magnífica. Trasladaré mi cama abajo, y compraremos una bonita cama doble para ti y
Candace. Y puedes quedarte ese tocador de caoba, es de época. Candace puede elegir
un papel pintado para las paredes. Lo elegirá ella sola. ¡Y cortinas! Vaporosas
cortinas blancas, creo. Royall, mírame. ¿Cómo puedes ser tan egoísta en algo tan
importante? Candace merece todo el amor que se le pueda dar. La familia es lo único
en este mundo. Porque no hay Dios en este mundo».

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Cuando Ariah hubo terminado este vehemente discurso estaba temblando, y
también Royall. Después recordaría con un estremecimiento de miedo lo cerca que
había estado de ceder. Siempre era mucho más fácil ceder ante Ariah que resistirse.
Pero Royall era terco, y rechazó la oferta de Ariah. ¡No, no! Si su madre
convertía a su esposa en una segunda hija, entonces él, Royall, se acostaría con su
hermana. ¡Por Dios!
Al final Ariah se ablandó. Pero a la mañana siguiente ofreció ayuda para pagar el
anillo de compromiso de Candace. Y de nuevo Royall apretó los dientes y le dio las
gracias a su madre cortésmente, pero rechazó la oferta.
(Por fortuna Ariah no sabía, ni adivinaba, que en aquel momento Candace creía
que estaba embarazada. Ariah no lo sabría nunca). Pensando estas cosas, que le
aceleraban el pulso en la cabeza, Royall detuvo el Chevy a la entrada del
aparcamiento del instituto. Miraba el edificio de ladrillo y tejado plano, que parecía
una fábrica. Era corriente, incluso feo, sin embargo al atardecer, a última hora de la
tarde, cuando se encendían las farolas de la calle, el edificio parecía flotar sobre el
manchado pavimento de asfalto, misteriosamente oscuras todas las ventanas. Maldita
sea, Royall lamentaba ahora no haberse esforzado más. Había sido un atleta muy
popular: softball, fútbol, baloncesto. Si no hubiera tenido que trabajar al salir de
clase, habría estado en todos los equipos. En realidad, le habían permitido ser
sustituto ocasionalmente, cuando el equipo se enfrentaba a un oponente duro, y
Royall podía dejar el trabajo. Había sido muy querido; nunca había conocido, tal vez,
otra manera de ser tratado, como el que sueña no se da cuenta de que está dormido
hasta que despierta. Sus profesores sin duda le habían animado. Si hubiera ido a la
universidad no se casaría a los diecinueve años… Bueno, muchos compañeros de
clase de Royall ya estaban casados. En especial, chicas. Embarazadas (en secreto)
antes de casarse, y agradecidas por casarse con un tipo que tenía un empleo en Dow
Chemical, Parish Plastics, Nabisco, Niágara Hydro. La mayoría de los amigos de
Royall trabajaban para estas fábricas u otras similares, los obreros mejor pagados en
Niágara Falls porque tenían sindicato. A Royall nunca le había atraído trabajar en una
fábrica. Trabajo real, ocho horas al día y cinco días a la semana, cuotas del sindicato,
contratos. La idea de fichar en un reloj le ponía los pelos de punta. ¡Royall Burnaby,
que tan a menudo había sido aplaudido como atleta y por sus actuaciones cantando y
tocando la guitarra para públicos locales, fichando en un reloj! Su orgullo jamás lo
permitiría. Ni su sensatez.
Si hubiera ido a la universidad… Pero Ariah no había querido que su hijo menor
fuera a la universidad. «Era más de lo que sus posibilidades le permitían. Ambición.
Qué consigue con ello un hombre, le mata». Ariah había hablado con amargura, sin
su habitual humor cáustico.
Lo que le había dolido, lo que jamás había reconocido ante ninguna persona viva,
era tener que ir detrás de Chandler en la escuela. Chandler, que sacaba notas altas en
todas las asignaturas, en especial en matemáticas y en ciencias. Chandler, que había

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sido un alumno serio en todas las clases, con pocos amigos y actividades para
distraerse. Royall gustaba a los profesores, seguro, pero no habían podido resistirse a
compararle a menudo con Chandler, en detrimento de Royall. Qué demonios, ¿por
qué intentarlo? Cualquier cosa que este hiciera académicamente, Chandler ya lo había
hecho mejor. En algunos casos, mucho mejor. ¡A la mierda! Royall cogió la
costumbre de olvidarse de hacer los deberes, de saltarse los exámenes. Se decía que
ser votado el muchacho más apuesto era mejor que ser el alumno que pronuncia el
discurso de despedida de su promoción, como Chandler. Solo había que preguntárselo
a las chicas.

—¡Royall! No pareces tú.


Era el menor de los reproches. No le regañaba. Candace había corrido a rodear el
cuello de Royall y darle un beso en la mejilla, que estaba incómodamente caliente y
necesitaba un afeitado.
¡Aquel largo día! Llegaba con una hora de retraso y el aliento le olía a cerveza.
Sin embargo Candace no iba a regañarle demasiado, preocupada como estaba con sus
planes de boda. Su hermana, Annie, estaba allí, y dos amigas, y el teléfono estaba
sonando, y Candace se hallaba de un humor alegre, animado, como un astronauta,
pensó Royall, justo antes del momento de despegar.
Candace volvió a besar a Royall, en la boca; un beso húmedo. Tenía una forma de
besar exclamativa y victoriosa. Royall se sonrojó, las otras estaban mirando. Si
hubiera estado a solas con Candace la habría abrazado fuerte y hundido su cara en el
pelo rizado de ella. Pero no dijo una palabra. Se había hecho un lío con las palabras.
La Mujer de Negro le había robado todas sus palabras, y él jamás había sido un
muchacho expresivo. El capitán Stu se había despedido de él y le había deseado
buena suerte con un fortísimo apretón de manos, y Royall no había sido capaz de
responder más que con un guiño.
—No puedes quedarte mucho rato, cielo. Vamos a ocuparnos de la comida.
Royall no quería saber qué significaba esto. Qué tenía que ver la comida con que
él y Candace se casaran, o, en realidad, qué tenía que ver el casarse con el hecho de
que él y Candace se amaran, o creyeran que se amaban. Desde aquella noche de la
primavera anterior en que Candace había llorado en sus brazos susurrándole que se
moriría si Royall no la amaba, se sentía confuso.
A veces, al oír a su prometida y a su madre hablar con animación de la boda, que
era nada menos que La Boda, como se diría Las Vacaciones o Las Cataratas, Royall
se sentía como un intruso. ¿Una boda en la iglesia? ¿Era eso lo que iban a hacer?
(Pero Royall no era religioso en absoluto. Solo asistía a algunos servicios de la Iglesia
de Cristo y los apóstoles, una iglesia de paredes de tablillas del color de un gorrión en
la calle Once, para complacer a Candace. ¿Había tenido la vaga idea de que él y
Candace se fugarían un fin de semana? ¿No?). Bueno, una boda en la iglesia era lo

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que iban a hacer, según se enteró Royall. Una boda íntima. Pero ¿habría una dama de
honor, o dos damas de honor? ¿Habría invitados, una recepción después en el número
1703 de Baltic? Qué sorpresa que Ariah, que nunca invitaba a nadie a su casa si podía
evitarlo, salvo a sus alumnos de música, de pronto abriera su casa a invitados; que
Ariah, que despreciaba las convenciones burguesas y que muchas veces había
proclamado su repugnancia ante sus hijos por la «institución pasada de moda» del
matrimonio, fuera a tocar el órgano en la boda de su hijo y se hubiera atrevido a
comprarse su primer vestido nuevo en años, en la Second Time ‘Round Fashions del
centro de la ciudad.
—Royall, ¿tu madre te ha contado la última? —le preguntó Candace, temblándole
su alegre voz—. Mi madre va a venir. Y, oh, Dios mío, insiste en que traerá a ese
amigo suyo que nadie ha visto jamás.
Royall movió los hombros con un gesto de incomodidad. Sabía que tenía que
compartir la indignación de Candace, o su ansiedad, pero no la sentía.
—Supongo que estás cansado, cielo. ¡Ese trabajo tuyo! —Candace suspiró,
volviéndose para dirigirse a su hermana y amigas, con las que sin duda había estado
compartiendo su desaprobación del trabajo de Royall en el Devil’s Hole—. Todos
esos turistas gritando a tu alrededor. ¡La mitad de las mujeres echándose sobre ti para
que les hagan fotos! Y sé que el barco no es seguro. Entrar en la garganta del Niágara
no puede ser seguro. Y ni siquiera te pagan tanto para compensar lo peligroso que es.
Las palabras de Candace se elevaban como las notas quejumbrosas del grito de un
pájaro. El pequeño diamante que llevaba en la mano izquierda centelleaba cuando
gesticulaba en un gesto nervioso de emoción, como de muñeca, adorable. Candace
era una muchacha adorable, de veinte años, pero con la actitud y la afectación de una
chiquilla de quince; su voz de soprano entrecortada, todos sus gestos desprendían
cierta gracia, y la expectativa de que los demás respondieran a esa gracia al igual que
una bailarina se mueve al oír una música conocida.
«Hay una chica muy dulce que me gustaría que conocieras —la descripción que
hizo Ariah de Candace McCann—. Una chica que va a la iglesia, tan bonita y tan…
bueno, dulce». Como si Ariah se hubiera estrujado el cerebro y no hubiera nada más
que decir de Candace.
Royall había descubierto que en la dulzura de Candace había una crispación que
Ariah aún no conocía. Algún día Ariah se sorprendería.
La característica más asombrosa de Candace era su pelo castaño rojizo, suelto en
una melena ondulada hasta los hombros y que mantenía en su lugar con pasadores y
clips. Su rostro era menudo y en forma de corazón. Tenía una risita chillona, y la
costumbre de entrelazar los dedos en un gesto de infantil entusiasmo. Llevaba las
uñas pintadas siempre del mismo color que los labios, de color rosa coral. Tenía una
voz dulce aunque insegura y a menudo cantaba en voz alta, himnos de iglesia y
canciones populares. En el King’s Dairy, la heladería más conocida de Niágara Falls,
Candace McCann era la camarera más popular y la que recibía propinas más

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generosas; con su uniforme amarillo narciso con el cuello y los puños blancos, y cofia
blanca almidonada en la cabeza, a los clientes de más edad les recordaba a… ¿a
quién? ¿Betty Grable, Doris Day? A otra época, anterior a la década de 1960, cuando
las mujeres empezaron a desafiar a los hombres y la fealdad se convirtió en un modo
de autodefinición. ¡No era el caso de Candace McCann!
Cuando salían juntos, Candace y Royall formaban una atractiva pareja que atraía
la vista de los extraños, que los miraban con admiración. Esto incomodaba a Royall,
aunque halagaba a Candace.
—Siempre pienso, algún día nos podrían descubrir —decía Candace con un ligero
estremecimiento. Royall se reía.
—Descubrirnos haciendo qué, cielo. ¿Y quién?
Candace le daba un ligero golpecito en la muñeca como si hubiera dicho algo
subido de tono.
Sonó el teléfono. Annie respondió, y Candace cogió el auricular con una risita
nerviosa.
—Oh, Dios mío. Señora Burnaby. —La voz de Candace se calmó, era Ariah.
Royall vio a Candace y a Annie intercambiar una mirada. «Mi futura suegra. ¡Oh,
Dios mío!».
Royall aprovechó esta distracción y se dirigió con disimulo a la pequeña cocina
para reparar un grifo que goteaba del que Candace se había estado quejando. Había
llevado herramientas. Este tipo de tareas domésticas le reconfortaban, en especial
cuando se sentía irritado. Su padre había sido abogado, lo que significaba que había
sido un hombre de palabras, y probablemente no un hombre que utilizara las manos,
y a Royall le gustaba pensar que él era muy diferente de aquel despreciable padre al
que nunca había conocido.
Después del grifo, Royall examinó el frigorífico, del que Candace se quejaba de
que hacía ruidos extraños y «no olía bien». Era un Westinghouse con el esmalte
desconchado que iba con el apartamento alquilado, como la mayor parte de los demás
aparatos de la cocina. Royall no vio nada raro en el frigorífico salvo que era viejo, y
el motor zumbaba y vibraba como algo vivo. Había un paquete de seis cervezas para
él en la nevera, pero Royall sacó una botella de leche de King’s Dairy en lugar de una
cerveza y se llenó un vaso. Leche sola, blanca, la había bebido así toda su vida. Ariah
le hacía beber tres vasos llenos cada día cuando era pequeño. Hacía tragar a sus hijos
cucharadas de aceite de hígado de bacalao mezclado con zumo de naranja a la hora
del desayuno. Cuando ellos protestaban, con arcadas por el sabor del aceite de hígado
de bacalao, Ariah decía con obstinación: «Dientes fuertes, huesos fuertes. El resto
vendrá solo».
Royall procuraba no escuchar las voces de la otra habitación. Deseaba con todas
sus fuerzas que Candace no le hiciera ponerse al teléfono para hablar con Ariah. La
voz le temblaría y le traicionaría. «No puedo casarme con ella. No la amo. Que Dios
me ayude».

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Claro que Royall se casaría con Candace. La quería, y punto.
Le había regalado un anillo de compromiso, la boda era a la mañana siguiente a
las once, habían hecho planes de luna de miel. Ariah lo aprobaba. Candace le
adoraba. «Y punto».
A principios de octubre, Candace se había trasladado a un apartamento en un
edificio de piedra rojiza de la calle Cinco en la que iban a vivir los recién casados.
Habían pagado una suma considerable en concepto de depósito y el alquiler de los
tres primeros meses. Candace y sus amigas habían encontrado el apartamento, y a
Royall le había parecido bien. Pequeño, un poco destartalado, pero, por el precio,
bien. Se hallaba situado en una calle bulliciosa, por la que pasaban autobuses. A cinco
minutos a pie del King’s Dairy, donde trabajaba Candace, a cinco minutos en coche
de la garganta del Niágara, donde trabajaba Royall. Cuando terminara la temporada,
él probablemente trabajaría para la Empire Collection Agency, que pagaba a
comisión; el empleo se lo había ofrecido un amigo de Stu Hetcher que conocía a
Royall y al que le caía bien. Pero ahora que se acercaba el momento de empezar su
nuevo trabajo, Royall se sentía incómodo. ¿Tenía carácter para llamar por teléfono a
extraños, o para presentarse por sorpresa en sus casas y acosarles para que pagaran
deudas que probablemente no podían pagar? ¿Era Royall uno de esos piratas
jactanciosos capaces de recuperar un coche, un barco, un aparato de televisión o un
abrigo de pieles cuyo desventurado propietario se había retrasado en los pagos?
Estaba empezando a preguntárselo. El año anterior había trabajado en Armory
Bowling Lanes, encargándose de la barra en ocasiones. En ese trabajo realizado en un
lugar interior se había sentido incómodo, después de la emoción del Devil’s Hole.
Había pensado en el Niágara General Hospital, donde podía ser celador, un trabajo no
muy bien pagado, pero urgencias le atraía, y conducir una ambulancia, ayudar a gente
desesperada. Y estaba la Academia de Policía. Quizá le habría gustado ser policía,
salvo por lo de llevar arma, y tal vez tener que utilizarla, y esa idea le quitaba las
ganas. Royall habría podido buscar a un productor de discos que le había dado su
tarjeta, tras oírle tocar la guitarra y cantar en un festival de las artes en Prospect Park
en agosto, pero suponía que no saldría nada serio de una audición, y tal vez habría
perdido la tarjeta del productor. Habría podido buscar trabajo en algún restaurante u
hotel de gran categoría en la zona más rica de Buffalo, Candace creía que sería un
estupendo maître, pero sobre todo le instaba a que abandonara para siempre el
empleo en el Devil’s Hole y consiguiera un empleo de verdad, como la mayoría de
sus amigos casados que trabajaban en las fábricas del este de Niágara Falls,
Tonawanda Norte o Buffalo. «Sobre todo cuando tengamos familia, Royall. Yo dejaré
el Dairy».
Royall bebió un largo trago de leche. Le dolían las mandíbulas de lo fría que
estaba.
Cerró los ojos y volvió a ver un rayo de sol blanquecino en el cementerio. Como
la hoja de un cuchillo traspasándole los ojos, la entrepierna. La Mujer de Negro yacía

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en la hierba apelmazada y le abría los brazos. «Nos conocemos, ¿verdad? Nos
conocemos».
Si Royall ya estuviera casado con Candace no habría vuelta atrás.
(Pero Royall no le habría hecho el amor a una mujer extraña en un cementerio
aquella mañana, ¿verdad? Si él y Candace hubieran estado casados). Royall pensaba
que ya podría estar viviendo en aquel apartamento, pero Candace no lo había querido.
Él habría podido trasladarse con ella a principios de mes y ya estarían instalados.
Pero claro, no estaban casados todavía y a ella le preocupaba lo que pensaría la gente.
En el mundo de Candace, todo el mundo se conocía y estaba ansioso por transmitir
noticias. Y los parientes de ambos se habrían indignado, escandalizado. Incluso
Ariah, que despreciaba las costumbres sociales, lo habría desaprobado, y también la
infame señora McCann, de quien se decía que «vivía abiertamente» con un hombre
que no era su esposo. La propia Candace era estricta en que Royall se marchara del
apartamento a una hora decente. Bueno, ¿de qué servía casarse, quería saber
Candace, si vivían juntos, dormían juntos, se veían cada día a la hora del desayuno?
Royall sonrió. Bueno, sí. ¿De qué servía?
Candace entró en la cocina, arreglándose los pasadores del pelo. Estaba agitada y
tenía el entrecejo fruncido. Royall vio que su bonita cara de muñeca se transformaba
en un sombrío rostro de bulldog, con la mandíbula y boca fruncida. Parloteaba sin
respirar acerca del cambio de idea de Ariah sobre una cosa u otra, y cuántos invitados
iban a ir con absoluta seguridad. Royall procuró mostrarse comprensivo, pero
Candace parecía estar pronunciando palabras en una lengua extranjera que jamás
había oído, todo sonidos sibilantes y vehemencia. Sus manos volaban como pájaros
desconcertados, el pequeño diamante en el dedo anular centelleaba. Royall deseaba
estar a solas con Candace en el apartamento, que desaparecieran todas las demás,
incluidas las llamadas telefónicas. (El teléfono volvía a sonar en la otra habitación).
¡Oh, qué día tan largo!
Pero Candace no estaba de humor para que la tocaran en ese momento. La
conversación con Ariah la había hecho estallar.
Royall dijo con su dulce sonrisa sexy, con una voz como la de Johnny Cash,
favorito de Candace:
—Cielo, ¿por qué no nos fugamos esta noche? ¿Por qué no nos olvidamos de toda
la mierda de la boda y huimos?
Candace abrió los ojos de modo desorbitado, como si Royall la hubiera
pellizcado.
—«¡La mierda de la boda!». Royall Burnaby, ¿qué acabas de decir?
Royall se encogió de hombros. A él le parecía una buena idea.
O si no podían fugarse, estar juntos solos en el apartamento. Aquello sería su
hogar, la cama doble con el cabezal de pino americano era suya, regalo de boda de
Ariah. ¡Todo el mundo fuera! ¡A descolgar el teléfono! Royall se moría de ganas de
coger a Candace en sus brazos y tumbarse con ella como hacían a veces, no hacer el

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amor, sino solo besarse, abrazarse, acurrucarse el uno junto al otro. No importaba qué
tonterías se dijeran, por ejemplo la letra de una canción cuya música se te ha quedado
grabada en la cabeza.
Pero a Royall le preocupaba que hubiera restos del fuerte olor a tierra del
cementerio en su pelo, en su ropa. Le preocupaba que Candace pudiera notar el gusto
de la otra mujer en sus labios.
La voz de Candace se alzó con aspereza:
—¿Qué te ha dado, Royall? En cuanto has entrado por esa puerta lo he visto en tu
cara, lo sabía.
Royall se apresuró a decir:
—¿Saber? ¿Saber qué?
—Bueno, no sé. Alguna de tus cosas Burnaby. Algún estado de ánimo extraño en
que murmuras, y no miras a nadie a los ojos.
¿Cosas Burnaby? Royall nunca había oído nada parecido. ¿Y no había estado
mirando a Candace a los ojos?
Ella dijo, haciendo un mohín:
—¡A veces creo que ni siquiera quieres casarte! A veces pienso que ni siquiera
me quieres.
A Royall le dolía la cabeza. La leche fría ahora le había penetrado en los huesos
de la frente. Era un dolor sordo, y tuvo que hacer esfuerzos para no taparse la cara
con las manos.
—Bueno, ¿qué? No creo que quieras.
Candace tenía lágrimas en los ojos. Sus labios estaban fruncidos en un gesto
adorable. En la otra habitación las voces se alzaron. Carcajadas. Sonó el teléfono.
Candace se volvió para salir, pero Royall la cogió del brazo.
Dijo con voz ronca:
—Cielo…
—¿Qué? ¡¿Qué?!
Royall tragó saliva con fuerza. Ahora se le había quedado fría la lengua, y
entumecida. Estas palabras tenían que ser pronunciadas de lejos, como si se arrastrara
una barcaza por un canal.
—Cielo, creo que no. No exactamente.
—¿No? ¿No, qué?
Royall negó con la cabeza con aire de desdicha.
Los ojos de Candace se volvieron a él con dureza, como un picahielo. Su naricita
respingona pareció afilarse. En aquel instante lo supo.
Candace cogió la botella de leche y arrojó el resto del contenido a la cara de
Royall, se puso a chillar y le pegó y le dio patadas hasta que él la contuvo.
—¡No puedes! ¡No puedes! ¡Te odio, Royall Burnaby, no puedes!

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Aquel largo día. Por fin estaba terminando.

3
«Si preguntan por él, decid: sucedió antes de que yo naciera». Royall sabía bien que
no era sí. Y, sin embargo, no tenía ningún recuerdo claro del hombre que había sido
su padre.
No tenía ningún recuerdo de Luna Park salvo que sabía, por Chandler, que la
familia había vivido en una «gran casa de piedra» que daba al parque, en otra época,
mucho tiempo atrás. No había fotografías de aquella casa, así como no había
fotografías de aquella época. No había fotografías de su padre anónimo.
Cuando Royall trataba de recordar, su mente parecía disolverse como vapor.
Como salpicaduras arrojadas por las cataratas, esparcidas y perdidas en el viento.
De niño, cuando vivía en Baltic Street, había ido en secreto a Luna Park en
bicicleta; se hallaba a pocos kilómetros, y quería comprobar si, al ver la casa,
recordaba. Pero cada vez que se acercaba al parque se sentía extrañamente mareado,
las rodillas débiles, la rueda delantera de su bicicleta se volvía rígida, casi se caía al
suelo. Así que lo dejaba y regresaba. «No está hecho para mí. Mamá es la única que
te quiere».
La memoria de Royall empezaba cuando tenía cuatro años y Ariah le llevaba
medio a rastras, dormido y confundido, a la nueva casa. Subía una escalera que crujía
y entraba en su nuevo dormitorio. Compartiría esa habitación con su hermano los
siguientes diez años. No preguntaría nada, sería el chiquillo sano y feliz de Ariah. En
la casa adosada de ladrillo y estuco del número 1703 de Baltic Street que exudaba sus
misteriosos y medio agradables olores antiguos de humo de madera, grasa y moho,
donde los coches de carga con las inscripciones «Buffalo & Chautauqua», «Baltimore
& Ohio», «Nueva York Central», «Shenandoah», «Susquehannah» retumbaban en sus
cráneos.

Royall llegó a casa de la escuela elemental de Baltic Street contando historias de las
cataratas.
Por la noche salían fantasmas de la garganta, le contó Royall a Ariah, nervioso.
Algunos eran indios, y otros eran personas blancas. Los indios cogieron a un hombre
blanco y le hicieron nadar en el río, y el río lo arrastró hasta las cataratas, y había una
«recién casada joven pelirroja» que le buscó «durante siete días y siete noches», y
cuando le encontró, ahogado y muerto, destrozado por los rápidos, ella también se
arrojó a la garganta.

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Ariah, que estaba cepillando y trenzando el largo cabello de Juliet, que tenía el
color del trigo pero con hebras de un rojo oscuro, preguntó con sequedad:
—¿Cuándo ocurrió todo eso, cariño?
Royall, que entonces estaba en tercer grado, dijo:
—Hace cin años, mamá. Me parece.
—Cin no, Royall. Cien.
—Cien, mamá. Y mil, también.
Ese niño era como Zarjo, adorable, y ansioso por complacer. Si Royall hubiera
tenido un rabo corto como el perro lo habría estado meneando todo el rato.
Ariah se rio, y se inclinó para besar a su hijo. Las cosas que los niños llegan a
creer.
—Si ocurrió hace tanto tiempo, Royall, ella también está muerta. Los fantasmas
no viven eternamente.

Cuando iba a cuarto grado, Royall llegó a casa con una historia diferente de la
garganta. Esta vez Chandler y Juliet fueron testigos.
—¡Mamá! ¿Sabes el fantasma del que te hablé?
—¿Qué fantasma, cielo? Aquí no creemos en fantasmas.
Con los ojos desorbitados, Royall dijo:
—¡Vive en esta calle! La gente dice que la ven, que es real.
Ariah miró fijamente a su jadeante hijo. Le dio un alto vaso de leche de King’s
Dairy, entera y homogeneizada, como siempre hacía a esa hora. Le preguntó con
calma:
—¿Quién te ha dicho eso?
Royall frunció el entrecejo, tratando de recordar. No era un niño que recordara las
cosas con exactitud. Nombres, caras, sucesos se mezclaban fácilmente en su cabeza,
como dados sacudidos en un cubilete de cartón. En el colegio, sentado ante su
pupitre, no se estaba quieto, y se impacientaba con las palabras impresas que le
saltaban a los ojos. Podría ser que lo del fantasma que vivía en Baltic Street se lo
hubieran contado compañeros de clase mayores que él. Podría haber sido su profesor.
Podría haber sido la madre de uno de sus mejores amigos, que a menudo le invitaba a
su casa al salir del colegio, y le daba leche y galletas como a su hijo, y dejaba que los
niños vieran los dibujos animados de la televisión, prohibidos por Ariah Burnaby en
el otro extremo de la manzana.
Juliet, la más crédula de los hijos, ahora en primer grado, escuchaba con atención
a su hermano. Era una niña melancólica con el rostro «largo como un pepino» y ojos
siniestros como «guisantes negros», según la describía su madre; el peligro era que si
Juliet oía historias de fantasmas vistos en Baltic Street, vería fantasmas allí cada
noche. Chandler, un adolescente aficionado a entrar y salir de las habitaciones sin
hacer ruido, como un espectro, sensible a los cambios de humor de Ariah, ahora se

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preparaba para salir de la cocina, percibiendo que se montaría una escena. Y en el
rincón al que había sido desterrado, como un perro malo que ha vuelto a husmear en
los cubos de basura de los vecinos, Zarjo se hallaba somnolientamente alerta. Era una
fría y ventosa tarde de noviembre sin nada especial para la historia de la familia
Burnaby de Baltic Street, salvo por que Royall empezó a hablar del fantasma, el
fantasma que era real, «una mujer fantasma», que «camina por las cataratas y asusta a
la gente y por eso se tiran al agua». Ariah le interrumpió para preguntarle quién
demonios contaba a los niños estas tonterías, y Royall protestó con la seriedad de un
niño de nueve años:
—Mamá, es cierto. Es una mujer fantasma, la puedes ver junto a las cataratas.
Ariah se rio. Su risa fue breve y estridente como el restallar de un látigo. Solo un
niño tan acostumbrado a calibrar los estados de ánimo de Ariah como Chandler podía
interpretar su risa con la misma facilidad con que podría tomar nota de que apretaba
los puños.
Sin embargo, Chandler no fue lo bastante rápido a la hora de huir. Aunque Royall
era el único que había contado aquella tonta historia, Chandler fue el blanco de la ira
de Ariah. Esta se volvió para abalanzarse sobre él, le agarró el pelo con ambas manos
y le hizo entrar de nuevo en la cocina.
—¡Tú! ¡Esa expresión en tu carita pálida! ¡Eres un espía!
Zarjo se levantó de un salto, ladrando con excitación. Royall recibió un empujón
en el forcejeo de Ariah y Chandler y se le derramó encima casi todo el vaso de leche.
Por lo demás, fue una tarde corriente de noviembre en la historia de la familia
Burnaby de Baltic Street.

4
Diez años más tarde, Royall hizo una mueca al pensar en aquella leche derramada. El
susto, y el vaso que se hizo añicos a sus pies.
Leche King’s Dairy. Leche fría arrojada sobre Royall Burnaby. Sonrió al pensar
que quizá le ocurriría cada diez años. Quizá sería una extraña pauta en su vida.
En una ocasión, Candace le había dicho a Royall y Juliet, a su manera jadeante y
nerviosa:
—¡Ah, vosotros tenéis mucha suerte! Tenéis la madre más fascinante del mundo.
Hermano y hermana intercambiaron una mirada de desconcierto.
Juliet dijo, suspirando:
—Bueno. Lo sabemos, supongo.
Diez años después del incidente de la cocina, Royall estaba de pie vacilando en el
porche delantero del número 1703 de Baltic. Oía música de piano en el interior.
Alguien tocaba con energía, sonaba como un rondó de Mozart, hubo una pausa como

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un hipo, y la voz alta, alentadora de Ariah. Los hijos de Ariah habían aprendido a
entrar y salir de la casa sin hacer ruido mientras ella daba clases de piano, pero Royall
se entretuvo en el porche, somnoliento y distraído. Llevaba unos arrugados
pantalones caqui, una camisa de franela sobre una camiseta y una gorra de Devil’s
Hole Cruise calada hasta los ojos. Tenía barba de tres días, que relucía como
ralladuras de acero, y sus ojos estaban inyectados en sangre como si se los hubiera
estado frotando fuerte con los nudillos. No se había cambiado de ropa ni había hecho
mucho más que lavarse las manos, los antebrazos y las axilas desde el viernes por la
mañana, y era lunes por la tarde a última hora.
¡Vergüenza, vergüenza! Tu nombre es Royall Burnaby.
En realidad, Royall no se sentía en absoluto avergonzado, no se arrepentía en lo
más mínimo. El alivio le llenaba como si fuera un globo de helio. ¡Libre! Podía
alejarse flotando, con esa libertad. No sería un hombre casado a los diecinueve años.
Claro que Royall lo sentía por Candace. El rostro le ardía cuando pensaba en ello.
Le había hecho daño, y lo último que pretendía era hacerle daño. Casi lo sentía tanto
por Ariah, también. Pero ¿por qué?
«Candace será mi esposa, mamá. No la tuya».
Ariah no había querido que Chandler, que tenía veinticinco años, se viera con una
amiga que estaba separada de su marido y embarazada. Ariah había expresado
sorpresa y repugnancia por semejante relación, y le había hecho prometer a Chandler
que no pretendería casarse con esa joven; Ariah se había negado incluso a conocerla.
Sin embargo, enseguida había considerado a Candace McCann una esposa perfecta
para Royall.
Era extraño. Sin embargo, conociendo a Ariah tal vez no era tan extraño.
Ahora que estaba en mitad de la cincuentena no era tan nerviosa y excitable como
había sido de más joven, y Ariah tenía menos tendencia a los espectaculares
estallidos de genio. (O «fugas», como ella las llamaba con cínico desapego. Como si
estos ataques fueran un estado mental del que nadie tenía la culpa, como si a uno le
cayera un rayo y como consecuencia de ello agitara brazos y piernas haciendo daño a
los inocentes espectadores). Con todo, los estados de ánimo de Ariah seguían siendo
imprevisibles. Había días en que se negaba a hablar con Juliet por alguna infracción
sin importancia de su íntima relación de madre e hija que no tenía ningún sentido
para Royall, quien, de niño, había gozado de mucha más libertad. Ariah se reía de
travesuras que Royall cometía en casa por descuido o torpeza y que habrían sido
motivo de furia si las hubiera cometido Juliet, o el pobre Chandler.
(Por fortuna para él, Chandler ya no vivía en casa. Pero se dejaba caer a menudo,
y a veces dormía en su antigua cama, como si necesitara la presencia regañona de
Ariah tanto como, a su extraña manera, ella le necesitaba a él).
—¡Eh, Royall! ¿Cómo te va?
Un vecino del otro lado de la calle cuyos canalones del tejado Royall solía
desatascar por unos honorarios mínimos le llamó, y no tuvo más remedio que saludar

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con la mano y responder. Royall suponía que todo el vecindario sabía de la boda
groseramente cancelada, aunque nadie de Baltic Street estuviera invitado.
—Creía que esta semana estarías de luna de miel.
—Bueno, no es así.
El vecino, un hombre mayor que cojeaba, se rio misteriosamente y desapareció de
nuevo en el interior de la casa. A Royall le ardía la cara.
¿Tal vez no era buena idea? Volver a casa, tan pronto. Royall tenía que admitir
que tenía miedo de ver a Ariah.
Por supuesto la había llamado el viernes por la noche. Inmediatamente le había
dicho que se había cancelado la boda. Eran más de las nueve y Ariah era reacia a
responder al teléfono cuando sonaba tan tarde, pero contestó al décimo timbrazo, y se
había quedado tan atónita al escuchar la noticia de Royall que le había pedido que por
favor la repitiera, y cuando él lo hizo, diciendo en un torrente de palabras que no
podía casarse con Candace, que no la amaba y que no creía que Candace le amara,
Ariah se quedó callada tanto rato que Royall se preguntó si le habría dado algún
ataque. Entonces oyó su respiración ronca y difícil, como si estuviera haciendo
esfuerzos por no llorar. ¡Ariah, que despreciaba las lágrimas! Enseguida Royall dijo:
—¿Mamá? Candace irá a verte. Ella entiende por qué lo hago. Está trastornada, y
enfadadísima conmigo, pero lo entiende, creo. Mamá, perdóname, lo siento. Supongo
que soy un verdadero cabrón. Mamá… —Pero la voz que oyó al teléfono era la de
Juliet:
—Royall, se ha ido corriendo escaleras arriba. No quiere decirme qué ocurre.
Royall, no te has hecho daño, ¿verdad? ¿Royall? ¿No te estarás muriendo?
Al día siguiente, sábado, Royall envió un telegrama a Ariah, el primero.

QUERIDA MAMÁ LAMENTO NO HABER TENIDO ALTERNATIVA ALGÚN DÍA TE


LO EXPLICARÉ TE QUIERO ROYALL

Inmediatamente después de romper con Candace, Royall se había ido y


permanecido oculto en algún lugar. Estuvo tres días fugitivo. Sin contacto con nadie.
No había llamado a nadie más, pues sabía que la noticia pronto se difundiría. Todos
los amigos y parientes de Candace estarían informados al cabo de una hora. Era como
una alcantarilla que se desborda, solía decir Ariah refiriéndose a los chismes que
corren de boca en boca. En Niágara Falls se podía confiar en que las alcantarillas
desbordaran, así como se puede confiar en general en los chismes y las malas
noticias. Royall no quería pensar qué estaría diciendo la gente de él. Estaría perpleja,
escandalizada, furiosa. La madre de Candace probablemente estaría incluso dispuesta
a estrangularle. «¿Puedes creerlo? ¡Hacer una cosa así Royall Burnaby! ¡La víspera
de la boda!». Royall sabía que a Candace le resultaría amargo tener que devolver los
regalos de boda, una herida además del insulto.

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Jamás le perdonaría, lo sabía. Lo que había hecho era peor que cualquier traición
sexual. Si le hubiera hablado de la Mujer de Negro a ella le habría dolido, se habría
disgustado, habría llorado y le habría golpeado, y le habría dicho que le odiaba, que
no quería casarse con él; sin embargo, al final, y casi enseguida, Candace le habría
perdonado y se habría casado con él. Pero lo que había hecho ahora,
conscientemente, y sabiendo que era lo mejor para ambos, ella jamás se lo
perdonaría.
¿Había terminado la clase de piano? Eran casi las seis. Pero Ariah a veces se
pasaba de la hora. Era una profesora diligente, exigente, que después de más de
treinta años de enseñar a tocar el piano aún se sorprendía de los errores. Ariah había
avergonzado mucho a sus hijos, en especial a Juliet, que sentía profundamente
aquellos desprecios, porque las clases de piano de sus alumnos le interesaban más a
ella que a los propios alumnos. Siempre se sentía dolida, pasmada, devastada por los
adolescentes de talento modesto que dejaban las clases, o cuyos padres decidían que
no continuaran. No tenía nada que ver con el dinero: Ariah a veces daba clases a un
alumno durante meses sin cobrarle nada. Le gustaba la música y no podía
comprender que los demás se tomaran la música con tanta ligereza. «Esto es tirar el
dinero por la alcantarilla» era la expresión cruda (¿pero quizá exacta?) utilizada por el
padre de uno de los alumnos de Ariah cuando decidió que este dejara las clases. Ella
aceptó la expresión con su habitual humor negro. «Tirar el dinero a la alcantarilla, eso
es lo que todos hacemos. ¡Así es la vida!».
En Baltic Street, entre vecinos de clase trabajadora y clase acomodada, algunos
de los cuales vivían en casas adosadas en mal estado que rebosaban de niños, se sabía
que la mujer pelirroja con vetas grises que vivía en el 1703 era viuda, cuidaba sola de
tres hijos, era digna, educada, algo desdeñosa y estirada con sus vecinos, muy
solitaria, excéntrica. Se reconocía que Ariah Burnaby era alguien especial, una mujer
educada, con talento; se sabía que temía a los intrusos, hasta una amistosa llamada a
la puerta podía alterarla. «Es como un fantasma. Mira a través de ti. No puedes
llamarla “señora”. Burnaby, porque pone una cara como si le hubieras clavado un
puñal en el corazón».
Desde que había sido lo bastante mayor para jugar con los niños de la casa de al
lado, Royall había sido una presencia popular en la calle, una especie de alegre
semihuérfano. Hacía amigos en todas partes y siempre era bien recibido en casa de
sus amigos cuando en ocasiones, con naturalidad, sus madres le interrogaban
(«Royall, tu madre no sale mucho, ¿verdad?»; «Royall, tú no recuerdas a tu padre,
¿no es así?»). Los sentimientos oscilaban entre el resentimiento hacia Ariah Burnaby
por su pretendida superioridad y la compasión por su situación. ¿Era alguien que
debía no gustar, o alguien de quien tener lástima? La mujer tocaba el piano de
maravilla, pero no tenía marido, ¿no? Había estado casada con Dirk Burnaby, pero
ahora vivía en Baltic Street, ¿no? ¿Y dónde estaba su familia, y sus parientes? ¿Por
qué ella y sus hijos estaban tan solos?

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Cuando Royall era un niño, había fases que duraban meses en que Ariah no
lograba salir de casa ni siquiera para ir a comprar comida. «Me siento tan débil, no
puedo respirar, sé que me desmayaré si subo a ese autobús»; en esas ocasiones los
vecinos ofrecían ayuda de forma disimulada. Se llevaban a Chandler y a Royall al
A & P con ellos, con la lista de alimentos que Ariah había escrito con esmero en letra
de imprenta; acompañaban a los niños al médico en coche, o al dentista, o a
comprarles ropa y zapatos. Ariah tenía que agradecer estas amabilidades, pero les
guardaba amargo rencor por ello.
—No contéis secretos de familia —advertía a los niños. (Ellos se tenían que
preguntar cuáles eran esos secretos)—. A la gente le gusta sondear. Cuando perciben
debilidad, se abalanzan.
Cuando, poco después de cumplir cuarenta años, Ariah tuvo que someterse a una
operación para extirparle unos cálculos biliares, los vecinos invitaron a los niños a
compartir las comidas con ellos; y cuando Ariah fue dada de alta del hospital y estaba
convaleciente en casa, enviaban estofados, restos de pavo (fue en los días de Acción
de Gracias), pasteles y tartas. Chandler era el encargado de darles las gracias
cortésmente, aunque Ariah echaba chispas de indignación.
—¡Chacales, una manada! Ven que estoy abajo. Creen que ahora soy una de ellos.
—La pálida piel de Ariah relucía con frialdad. Sus ojos de color verde vidrio
brillaban con una mezcla de dolor y triunfo—. Pero se equivocan. Se lo
demostraremos.
Chandler, que por aquella época tenía diez años y empezaba a tener opinión
propia, objetaba:
—Mamá, solo tratan de ser agradables. Lo sienten por nosotros.
—«Lo sienten por nosotros» —dijo Ariah con mordacidad—. ¡Cómo se atreven!
Diles que lo sientan por ellos mismos. —Incluso en su lecho de convaleciente, con la
piel mortalmente pálida y la voz que le fallaba, Ariah lograba herir a su hijo mayor.
En general, a Royall no se le decía nada. Era lógico que se preguntara por qué.

—Tú. Al menos estás vivo.


Royall se rio, incómodo. Ariah dijo las cosas más terribles. Al fin, la alumna de
piano se había marchado. Ariah, que acompañó a la niña a la puerta de la calle, no
había demostrado mucha emoción al ver a su hijo apoyado en la barandilla del
porche, con la visera de la gorra baja para ocultar sus ojos culpables.
La muchacha, en edad de ir al instituto, se sonrojó cuando vio a Royall, como si
le conociera. Murmuró algo parecido a «Hola, Royall» mientras pasaba deprisa por
su lado.
Ariah le miraba con ojos dolidos, indignados. Era como si estuviera deliberando
si debía prohibirle la entrada a casa a Royall. Negarse a dejarle entrar. Podría haberle
arrojado sus pertenencias a la acera como había visto hacer a una mujer enfurecida al

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otro lado de la calle, años atrás, arrojando las cosas de su marido para que todo el
vecindario lo viera, gritando: «¡Cabrón! ¡Hijo de puta!».
Zarjo salió al porche trotando, gimiendo y ladrando de excitación. Hacía varios
días que no veía a Royall, y por la tensión que se percibía en la casa podía haber
supuesto que algo catastrófico había ocurrido. Ahora era un perro viejo, gordo, con el
ondulado pelo descolorido y ralo, y los ojos casi transparentes; aunque seguía siendo
un cachorro en su devoción hacia los Burnaby, en especial hacia Royall. Toda su vida
este había sido su compañero de juegos, así como Ariah era la que le daba de comer y
se quedaba con él cuando los niños estaban en el colegio. Zarjo husmeó las manos de
Royall y se puso sobre las patas traseras tratando de lamerle la cara.
—Eh, Zarjo, baja.
Royall no podía evitar sentir que la frenética lealtad del perro estaba fuera de
lugar.
Ariah se volvió con brusquedad y se alejó. Pero no cerró la puerta en las narices
de Royall.
—Zarjo, maldita sea, he dicho que bajes.
A veces deseas con fuerza herirles. A los que te aman demasiado.
Royall siguió a Ariah a la cocina frotándose las mejillas, que por falta de afeitado
le picaban, como si le estuvieran saliendo púas. Llevaba la ropa arrugada y las axilas
le olían francamente mal. Ariah puso agua a hervir para preparar té, algo que solía
hacer después de una larga tarde de clases de piano. Se movía con estudiada lentitud,
como si le dolieran las articulaciones. A la luz del techo, la cara larga y pálida de
Ariah, sin sonreír, era la de una mujer que ya no era joven, y sin embargo no se
resignaba a envejecer. Su actitud era de orgullo y decisión. Llevaba el cabello,
siempre su característica más destacada, enrollado formando un moño flojo y caído
aunque elegante, sujeto en su lugar con relucientes horquillas; era de color en parte de
óxido y en parte de plata, como la mica. Aunque era evidente que se hallaba bajo
tensión, y no era feliz, Ariah se había puesto para sus alumnos de piano una falda
larga de tweed, un jersey negro de cachemira con el canesú bordado y una bufanda de
seda de color rojo vivo; artículos comprados por unos pocos dólares cada uno, y no
recientemente, en el Second Time ‘Round Fashions Shop de Veterans Road. Ariah
Burnaby era una mujer digna, que iba con la espalda recta y la cabeza alta, en un
barrio en el que las amas de casa con frecuencia aparecían en el porche delantero de
su casa en camisón y bata, con grandes rulos en el pelo. Sin embargo, Royall
imaginaba que le rechinaban los dientes. «Sí, estoy furiosa. Sí, esta vez has ido
demasiado lejos».
Ariah había estado planeando una recepción nupcial en aquella casa. El primer
acontecimiento social que jamás había planeado, que Royall supiera. Y él se lo había
arrebatado.
Entre otras cosas que le había arrebatado.

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El instinto de Royall era reconocerse culpable y pedir perdón. Pero algo en él le
impedía hacerlo, con obstinación. ¡No lo lamentaba! Se alegraba enormemente de no
haberse casado con Candace McCann, ni con nadie.
Royall vio el telegrama de la Western Unión sobre el mostrador de la cocina, con
aspecto de haber sido arrugado por la mano de Ariah. Trató de pensar qué decir que
no fuera falso, hipócrita, quejumbroso. Como si leyera sus pensamientos, Ariah dijo
con sequedad:
—Un telegrama. El primero que recibo. «Enhorabuena a Ariah Burnaby, su hijo
se ha comportado de un modo vergonzoso».
Royall suspiró. Acariciaba la cabeza de Zarjo, que tenía un tacto más huesudo de
lo que Royall recordaba, mientras el perro, jadeando con excitación, le lamía las
manos.
Royall sabía por experiencia que, si no hablaba enseguida y con energía, si no
hacía ningún esfuerzo por defenderse, el ataque de Ariah iría en aumento. Jamás
olvidaría cómo el verano de su primer año en el instituto, cuando trabajaba en City
Parks & Recreation y era un popular jugador de softball en el equipo patrocinado por
la ciudad y llevaba el pelo largo y ondulado hasta más abajo de los hombros, con una
cinta trenzada en la frente, Ariah se burlaba de él llamándole «hippy fanático»; y una
noche en aquella misma cocina se abalanzó sobre él con unas tijeras, le agarró el
espeso pelo y le cortó grandes mechones antes de que él pudiera impedírselo. E
incluso después continuó mortificándolo sin piedad. Su hijo «hippy fanático».
Ariah dijo:
—Bueno, no debería sorprenderme, supongo. Cualquier insensatez que cometáis
los críos.
«Los críos». Eso dolía.
Royall preguntó:
—¿«Los críos»? ¿Qué quieres decir con eso?
—Romper el corazón de vuestra madre. Hacéis lo que queréis.
—¿Qué demonios tienen que ver Chandler y Juliet con esto, mamá? He sido yo.
—«He sido yo». Supongo que estás orgulloso. Macho egoísta, vanidoso,
ignorante e iluso.
Royall hizo una mueca. ¿Cómo te defiendes cuando te acusan de macho?
Ariah dijo con voz temblorosa:
—Eres como él. Su semilla está en ti. Herir, destruir. Tirarlo todo. Apartarte de las
personas que te quieren, que han confiado en ti. ¡Oh, te odio! —Hizo una pausa,
afligida, como si se diera cuenta de que había hablado demasiado. Se volvió, a ciegas,
hurgando para apartar el humeante hervidor del fuego.
—¿Como quién, mamá? ¿Como mi padre?
Royall esperaba, ansioso. Sabía que era mejor no presionar a Ariah.
Ella estaba vertiendo el agua en la tetera, y derramó un poco sobre el mostrador.
Royall temía que se escaldara, tanto le temblaba la mano. Ella dijo:

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—No puedo volver a confiar en ti. Y te quería tanto…
—Oh, mamá, por Dios.
—Te quería más que a Juliet, a la que tenía intención de amar más que a ninguno.
Juliet era mi niñita, la hija por la que habría dado la vida, pero nunca nos llevamos
bien, no como tú y yo. Oh, desde el principio tú fuiste mi Royall. Y ahora te odio.
—Por Dios, mamá. No lo dices en serio.
—¡No blasfemes en mi presencia! Esa forma de blasfemar como si nada, es tan
moderno y vulgar.
Royall tragó saliva con fuerza.
—¿En qué me parezco a mi padre, mamá? Dímelo.
Ariah hizo un leve gesto de negación con la cabeza. Su rostro se había cerrado
como una cortina que se ha corrido.
Traicionar a la familia. Irse de la familia. Era eso.
Royall se atrevió a decir:
—Mamá, ¿por qué no me hablas de mi padre? Sé que está muerto. Ahora no
puede hacernos daño, ¿verdad?
Pero aquí Royall se quedó confuso. Como se sentía a veces, al pilotar el barco de
Devil’s Hole, cuando entre los pasajeros había algunos que tenían una reacción
exagerada, chillaban y gritaban como si el barco corriera auténtico peligro en las
aguas turbulentas; y en un instante el miedo se contagiaba a todos los que estaban en
el barco, y a Royall el corazón le latía con fuerza absurdamente. La expresión de
Ariah fue de horror.
Royall dejó de hablar. Cogió el hervidor de la temblorosa mano de su madre y
volvió a dejarlo sobre la cocina. Al menos ahora Ariah no se escaldaría, ni a él.
Existía una larga, variada y tragicómica historia de accidentes en esa cocina, algunos
de ellos cometidos por Ariah, y otros por sus distraídos hijos.
Royall hizo lo que pudo para esbozar su encantadora «sonrisa de Royall». Había
funcionado durante diecinueve años con esta mujer, y no podía creer que ahora no
funcionara. Con una voz de aparente disculpa dijo:
—Lo sé, mamá, fue una marranada. Yo…
—«Marranada». ¿Qué clase de lenguaje es ese? Has sido cruel, has sido
irreflexivo… —Ariah se interrumpió bruscamente. Royall supuso que estaba a punto
de volver a decir que era un «macho».
—Estaba desesperado, supongo. El otro día me ocurrió algo. Y supe que lo que
estaba haciendo no estaba bien. Haría daño a Candace, y me haría daño a mí mismo.
Si hubiéramos tenido hijos…
Ariah dijo, enojada:
—Si yo hubiera tenido nietos. Eso no te incumbiría, supongo.
—¿Qué? ¿Qué dices, mamá?
—Al menos Candace no está esperando un bebé. Eso es lo único bueno de todo
esto. Si la hubieras abandonado…

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Royall protestó:
—Mamá, yo no la habría abandonado. Jamás habría hecho eso.
—¿De veras? Lo dudo. —Ariah sirvió té en una taza, cogiendo el recipiente de
cerámica con ambas manos—. No te enorgullezcas, Royall Burnaby, de que Candace
no se recupere de esto. El viernes por la noche estaba alterada, y tenía el corazón
destrozado, pero no estaba histérica, y su religión será un consuelo para ella. «Royall
no es cristiano», dijo. «O sea que tal vez esto sea lo mejor». Vestirá ese hermoso
vestido para otro, y pronto, lo veo venir. Dentro de uno o dos años. —Ariah se estaba
preparando para uno de aquellos discursos que daba con los labios apretados—. Una
chica tan bonita, dejarla ir. Una muchacha con un corazón tan puro, tan poco
complicada, y tan… dulce.
Royall dijo, disgustado:
—¡Por el amor de Dios, mamá! Si quisiera una esposa dulce me casaría con un
pastelillo de chocolate. Me acostaría con la jodida Fannie Farmer.
—Royall, esa boca.
—¡Es mi boca, no la tuya! Quiero una esposa con la que pueda hablar, por el
amor de Dios. Hablar y reír con ella. Una esposa que sea más lista que yo, no más
tonta. Una esposa cuando sea más mayor y esté preparado. Una esposa que no quiera
que yo tenga un trabajo «de verdad» en una jodida planta química y me destruya las
jodidas células del cerebro, las pocas que tengo. Una esposa que… —Royall respiró
hondo, inspirado de pronto— tenga talento para algo. Yo no lo tengo.
Ariah miraba fijamente a Royall. De nuevo aquella mirada de horror en su rostro.
Sus labios se movían en silencio, parecía a punto de desmayarse. Royall temió por
ella y se apresuró a decir, calmándose:
—Mamá, sé que es mejor así. Creo que Candace también lo sabía, pero una vez
iniciados los planes de boda era difícil detenerlos, como si la boda tuviera vida propia
y fuera el objetivo de lo que estábamos haciendo. Yo no quería decepcionarte,
supongo. Hay tan pocas cosas que te hagan feliz…
Estas palabras se quedaron flotando en el aire. No era una acusación, una
declaración de hechos. Recuperándose de su estado de shock, Ariah logró reírse con
indignación:
—¡Ah, ahora la culpa es mía! Mi hijo el inocente culpa a su madre.
Royall estaba pensando por primera vez que su madre y su padre debieron de
estar enamorados, en otra época. Mucho tiempo atrás, cuando se casaron. ¿Y durante
cuántos años después? Luego había ocurrido algo. ¡Él quería saber qué! Tenía que
saberlo. Pero al ver la expresión de Ariah en el rostro, supo que no iba a ser esa
noche.
—Mamá, no te estoy culpando de nada. Es culpa mía. Supongo que soy débil, me
gusta hacer que las chicas se sientan especiales y felices. Aunque sea irreal, como una
farsa.

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—La vida fuera de la familia es una farsa —dijo Ariah sin inflexión en la voz—.
Ya os enteraréis, críos.
«¿Y no dentro de la familia?». Royall movió los hombros con incomodidad.
Estaba Zarjo, para el que no existía ninguna cuestión ética, moral ni metafísica,
solo la ansiosa preocupación perruna de que su joven amo lo abandonara. Zarjo,
experto en descifrar tensiones en la casa, a veces antes que sus habitantes, pasaba el
hocico por las manos de Royall, tratando de hacer presión hacia arriba para lamerle el
rostro acalorado.
—Maldita sea, Zarjo, baja.
El perro cayó de espaldas y al chocar con el suelo las uñas produjeron una especie
de tintineo, dolido como si Royall le hubiera pegado. De modo que, como es natural,
Royall tuvo que acariciarle para que se tranquilizara y supiera que sí, Zarjo era
querido.
La mitad del mundo estaba desesperado por ser querido. La mitad del mundo
estaba desesperado por librarse de ser querido.
—Lo que me ocurrió, mamá…
—Sí. ¿Qué te ocurrió? Por tu aspecto se diría que has estado bebiendo durante
días, y durmiendo en el coche.
Eso era cruel, e inexacto. Royall no había tomado más que dos o tres cervezas
aquel día. No había dormido en el coche desde la primera noche, el viernes.
—… es que me di cuenta de que no podía casarme con Candace porque… no la
amaba todo lo que puedo amar a una mujer. —Ya estaba, ya lo había dicho. Royall se
lamió los labios, tras haber pronunciado esta enormidad. Nunca había sido un
muchacho que se contemplara a sí mismo, y mucho menos las posibilidades de este
yo; desde su infancia había visto el futuro con la misma afable y amnésica vaguedad
con que veía el pasado—. No habría sido justo para Candace…
Ariah dijo con sequedad:
—¿Por qué? ¿Porque habrías sido infiel con esa pobre muchacha?
Royall notaba que la cara le ardía. ¡Hablar de estas cosas con su madre!
—Bueno, esas cosas ocurren, ¿no? Si te casas demasiado joven. Acabas por
conocer a alguien a quien amas de verdad, de un modo en que no puedes amar a la
persona con la que te casaste. Y entonces…
Ariah se irguió al máximo de su altura, que era de metro sesenta y siete. Aunque
era una mujer moderadamente alta para su generación, era mucho más baja que
Royall, y tenía que ejercer su autoridad sobre él clavándole su famosa mirada verde
gasolina. ¡Ah, temías que se encendiera, aquella mirada! Chandler y Royall y Juliet, y
sin duda Zarjo, se encogían de miedo a que aquella mirada se encendiera.
—¿Estás diciendo, Royall Burnaby, que has conocido a otra?
Royall vaciló. No. Era un error.
Jamás podría hablar a Ariah de la Mujer de Negro. Ni a nadie.
Ariah dijo con desprecio:

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—¡Ah, qué orgullosos estamos de nosotros mismos! Vosotros, los machos.
Vuestro sexo sería divertido, si no llevarais veneno en la entrepierna.
Royall se estremeció ante la idea. ¡Veneno en su entrepierna!
«Yo quiero amar. Amaré. Con mi cuerpo, y no de forma deshonesta. Jamás
volveré a hacerlo».
Royall quería cambiar de tema. Bajo la ropa sudaba. Dijo con vacilación:
—Tal vez podría volver a estudiar. Asistir a la escuela nocturna. Sacarme un título
en el instituto local. Luego…
Ariah estaba sentada a la mesa de la cocina, tomando su té a sorbos. Parecía que
había pasado un momento de crisis, ahora podía ejercer su autoridad más fácilmente.
Se rio, no de forma desagradable.
—Tú… Royall, apenas te sacaste ese diploma local.
—… podría ir a la universidad, quizá en Buffalo. Chandler lo hizo.
—¡Chandler! Él es mucho más inteligente que tú, cariño. Lo sabes.
—¿Lo sé? —dijo Royall con frialdad—. Sin duda me lo han dicho.
—Siempre tuviste problemas en el colegio, desde el principio. Eres inquieto, y te
aburres con facilidad. Eres un tipo físico, no como el pobre Chandler, que hasta la
vista la tiene débil.
—¿La vista de Chandler? Por Dios, mamá.
—Incluso Juliet es más del tipo estudiante que tú, Royall. Es fantasiosa y rebelde,
pero es lista. Mientras que tú…
Royall se echó a reír, frotando la huesuda y dura cabeza de Zarjo.
—Mamá, de veras que me animas. Tienes mucha fe en mí.
—Royall, en otra época tuve fe en ti como músico. No aquella maldita guitarra,
sino el piano. No hay ningún instrumento como el piano. ¡Prometías tanto cuando
tenías ocho años! Luego te pusiste en contra, ¿por qué? Y tenías una buena voz de
barítono, que se podía formar. Pero no se te podía molestar, siempre ibas de un lado a
otro. No tenías paciencia ni disciplina. ¿Crees que cantar folk como hacías en el
instituto es algo de lo que estar orgulloso? Ahora tienes la voz ronca, tan mala como
ese ridículo Tom Dylan.
—Bob Dylan.
Ariah contrajo el semblante en gesto de desagrado.
—¡Espantoso! Al menos Elvis Presley tenía voz.
—Mamá, también detestabas a Presley.
—Detestaba su música. El rock and roll. Es barbarie ignorante, la muerte de
América. Comidos desde dentro por los propios hijos de América. —A Ariah le
temblaba la mano cuando levantó la taza de té. Su cabello recogido había empezado a
aflojarse. Dijo en voz alta—: ¡Y tú! De pronto quieres ir a la universidad. Igual que
primero querías casarte con esa dulce e inocente muchacha y después no. ¿Por qué,
cuando te gusta tanto trabajar en la garganta?

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Royall vio cómo se iban poniendo las cosas, pero maldita sea si podía interrumpir
a Ariah. Años atrás la había oído sin querer manipulando a Chandler para que no
fuera a la Universidad de Pensilvania, donde le habían concedido una beca, para que
se quedara más cerca de casa y asistiera a la estatal de Buffalo. «Ya sabes cómo te
altera la presión. ¿Y si te ocurriera algo? Estarías muy lejos de casa».
Era cierto, la presión afectaba a Chandler, y seguiría afectándole durante todos los
años en que asistió a la universidad, no en Filadelfia, sino en Buffalo. Tenía que
trasladarse de casa a la facultad cinco días a la semana, vivir en Baltic Street con la
familia y hacer trabajos a tiempo parcial para pagarse la matrícula y ayudar en los
gastos familiares. «Universidad» llegó a ser sinónimo de «egoísmo, inutilidad». Ariah
había pasado ahora a este aspecto, hablando con elocuente desprecio:
—¿Y de dónde sacarías el dinero para ir a la universidad? No es solo la matrícula,
hay gastos. Gastos que no se ven. Tendrías que pedir un préstamo, y tendrías deudas
durante años. Y si no llegaras a graduarte, ¿qué pasaría entonces? Todo ese dinero
perdido: tirado por la alcantarilla.
¡La alcantarilla! Royall tuvo que sonreír. Apenas transcurría un día en el 1703 de
Baltic Street sin que se evocara la temida alcantarilla.
—¿Qué? ¿Te parece divertido? ¿Eres una especie de aristócrata disfrazado,
heredero de una fortuna perdida? Tengo noticias para ti, muchacho.
Royall dijo, irritado:
—Puedo trabajar. Trabajo desde los trece años. ¡Vamos, mamá!
—Bueno, ahora no tienes trece años. Tu vida no será siempre un lecho de rosas,
caballero. ¿Crees que el dinero que donas a esta casa podría empezar siquiera a pagar
la comida, el alojamiento, veinticuatro horas de servicio de criada en el mundo real?
Solo en esta familia, créeme. Tu hermana te limpia las botas, y ¿por qué? Tu
hermana, que resiste todo lo que tu madre le pide, se quita horas de sueño para
limpiar tus ridículas botas de ir en moto, botas de vaquero, y ¿por qué? No me
preguntes por qué. Te adora, es evidente. Ya ves la vida austera que llevamos, el gran
gasto de la vida de tu madre es hacer afinar el piano dos veces al año, de lo contrario
todos estaríamos en la calle, pidiendo caridad. Pero los chicos sois todos iguales: os
comportáis como si hubiera dinero escondido en alguna parte. ¡Eso es! —Hizo una
pausa, jadeando. Este era otro de los temas de Ariah, el «tesoro escondido». Desde
que Royall tenía memoria, su madre aludía a semejantes riquezas como se podría
aludir a algo obsceno, aunque emocionante; emocionante, aunque obsceno. Pero
Royall sabía que era inútil seguir por ese camino, pues Ariah solo hablaría de lo que
ella deseaba hablar. Ella era un perro que llevaba la correa firmemente agarrada en
sus propias fauces, volviéndose, haciendo fintas, cabriolas.
Ariah añadió, con firmeza:
—La garganta, el Devil’s Hole, el turismo… es ideal para ti.
Los turistas son como niños, quieren que les diviertan, y tú tienes ese don, Royall.
Y ese tal capitán Stu es evidente que te trata con favoritismo. Y vivir aquí en casa con

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tu hermana y conmigo, y con Zarjo, que te adora, si después de todo no vas a casarte,
tiene sentido, Royall. —Ariah estaba elaborando una especie de maternal reproche—.
Hemos sido felices, ¿no? Tú, y Chandler, y Juliet, y Zarjo, y yo. No deberías haber
dicho que hay «tan pocas cosas que me hagan feliz». A mí todo me hace feliz, Royall.
Cuando mi familia está a salvo. —Ariah se secó los ojos, para dar énfasis a sus
palabras.
En lo alto el techo crujió. Pasos, que parecían vacilantes. ¿Juliet? Su habitación se
hallaba directamente sobre la cocina. Royall supuso que Ariah había enviado a Juliet
al piso de arriba porque no quería interferencias.
¿Juliet le adoraba? Royall tragó saliva con fuerza.
Su hermana se había disgustado mucho al enterarse de la noticia de Royall. Por
alguna razón, estaba impaciente por que se casara. Al principio, típico de Juliet,
declaró que no asistiría a la boda: odiaba las ceremonias «falsas, bulliciosas». De
todos modos, nadie la quería a ella. Le desagradaba «disfrazarse», «arreglarse el
pelo». Era «tan fea, de todos modos». Pero Ariah había suplicado a Juliet, y al fin
había cambiado de opinión; últimamente esperaba la boda casi con demasiada
emoción. En lugar de ser un «rollo colosal» que se casara su hermano, ahora era una
fuente de profunda felicidad. Una «nueva hermana» era justo lo que Juliet quería,
dijo. De pronto resultó que «siempre había querido» tener una hermana. «¡Y quizá
pronto seré tía! Apuesto a que sí». Juliet hacía rabiar a Royall, que se sonrojaba.
Pero ahora Juliet estaba desolada. Cuando Royall habló con ella la otra noche
acabó gritándole, y colgó el auricular con un golpe.
«¡Cómo has podido! ¡Oh, Royall! ¡Vete al infierno!».
Qué decididos estaban todos, pensaba Royall, a no perderse los unos a los otros.
A no ceder un centímetro.
Ariah observaba a Royall de cerca. Se había inclinado para acariciar el lomo de
Zarjo, mientras Royall seguía acariciando la cabeza del perro. Mimado por las dos
personas a las que más quería, Zarjo se estaba calmando. Ariah dijo:
—Esta noche tenemos rollo de carne picada para cenar, con cebollas y pimientos.
Aquella gruesa capa de tomate que te gusta. Y puré de patata, por supuesto.
La comida favorita de Royall. Tuvo que preguntarse si era por casualidad.
—De acuerdo, mamá. Suena bien.
—A menos que tengas otros planes.
Royall no dijo nada. Volvió a oír crujir las tablas del suelo del piso de arriba.
Juliet también le perdonaría. Con el tiempo. Royall, que había vuelto a casa. Royall,
que nunca se había ido de casa.
—He dejado recado en la escuela de Chandler de que venga también. Ha estado
misteriosamente ocupado, hace días que no le vemos. ¿Todavía está liado con aquella
mujer, Royall? La que…
La joven mujer se llamaba Melinda. Estaba casada, y Chandler estaba enamorado
de ella. Royall lo lamentaba por su hermano mayor, que parecía cuidar siempre de los

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demás, incluso de Royall. «¿Por qué aguantas esa mierda de mamá?», le preguntó
una vez Royall a su hermano, que puso cara de asombro. «¿Mierda? ¿Qué? ¿Qué,
Royall?». Chandler no tenía ni idea de a qué se refería Royall.
—Royall, dime una cosa: ¿Chandler sabía lo de Candace y tú?
—¿Saber qué?
—Que ibas a romper el compromiso.
—No. No lo sabía.
—Pero tú le haces confidencias, ¿no?
—A veces. Pero esta vez no.
A Ariah le tembló la barbilla.
—¡Si me entero de que Chandler lo sabía! Que Chandler te aconsejó…
—Bueno, no fue así. —Royall quería añadir: «¿Por qué iba a preguntarle nada a
Chandler sobre el amor, el matrimonio, el sexo?». Royall suponía que Chandler
nunca había hecho el amor con ninguna mujer. Pobre chico, era más el hijo de mamá
de lo que Royall jamás había sido.
Ariah se había terminado el té. Sus pálidas mejillas estaban acaloradas. Con
infantil entusiasmo dijo:
—Bueno. Tendremos una cena íntima, solo nosotros cuatro. He tenido la
premonición de que volverías. He preparado el rollo de carne picada esta mañana,
antes de que llegara mi primer alumno… Pero si vas a comer con nosotros, Royall…
¡haz el favor de bañarte! Tienes aspecto de haber estado durmiendo al aire libre.
Hueles como si hubieras estado con cerdos.
Royall se rio. No le importaba que bromeara con él de este modo, estaba
acostumbrado a los rápidos cambios de humor de Ariah.
Pero Ariah no podía oler en él a la Mujer de Negro, lo que había ocurrido días
atrás.
En realidad, Royall había huido de la ciudad para quedarse con un amigo del
instituto que ahora vivía en Lackawana. Como le avergonzaba ir a casa, había
aparecido en aquella ciudad industrial llena de humos al sur de Buffalo donde nadie
le conocía salvo su amigo. El sábado por la noche habían salido a beber. El domingo
por la tarde habían ido al hipódromo de Fort Erie para que a Royall se le fueran de la
cabeza los pensamientos de culpabilidad. Allí, Royall tuvo la suerte inesperada de
ganar sesenta y dos dólares en su primera apuesta, que era la primera que hacía en
toda su vida; perdió setenta y ocho dólares en la segunda apuesta; ganó doscientos
treinta en la tercera; y, contra el consejo de su amigo, apostó temerariamente casi
todo lo que había ganado a un caballo llamado Black Beauty II, un desvalido animal
con unas probabilidades de ocho a uno, y ganó mil trescientos doce dólares. ¡Mil
trescientos doce dólares! La suerte del principiante; el amigo de Royall estaba
maravillado. La primera aventura de Royall en un hipódromo.
Royall dijo:
—Cerdos no, mamá. Caballos.

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Para sorpresa de Ariah, Royall sacó su cartera, gruesa debido a los billetes, y se
puso a contar el dinero en la mesa de la cocina. En un instante su actitud se había
vuelto fanfarrona, jactanciosa. Royall se sentía flotar, deslizarse como un coche en un
pavimento helado. Seiscientos, setecientos, ochocientos dólares…
Ariah estaba atónita.
—¡Royall! ¿De dónde has sacado tanto dinero?
—Ya te lo he dicho, mamá. Caballos.
—¿Caballos? ¿El hipódromo?
Ahora Ariah miraba a Royall fijamente como si hasta entonces no le hubiera visto
nunca.
—Después de lo que ha ocurrido en tu vida, Royall, ¿cómo has podido hacer algo
semejante? El hipódromo. En estos momentos…
Royall lo reconsideró y cogió uno de los billetes de cien dólares. Le quedaban
seiscientos en la cartera para Candace. Así pagaría tres meses de alquiler del
apartamento, y Candace podría quedarse allí. Candace reanudaría su trabajo en el
King’s Dairy, donde era la camarera más popular. Como Ariah había predicho, al
cabo de uno o dos años Candace volvería a estar comprometida, y esta vez se casaría.
Ariah dijo con urgencia en la voz:
—Royall, ¿no me oyes? ¿Qué te ha pasado? ¿También has estado bebiendo?
—No, señora. —Royall frunció el entrecejo, empujando los billetes hacia Ariah.
De pronto se sintió borracho. Le costaba elegir las palabras adecuadas. Como a
menudo de niño las palabras impresas le habían confundido, la lógica de su posición
en la página, que otros niños parecían aceptar sin hacerse preguntas. (¿O sus ojos
eran diferentes de los de Royall?). A veces volvía un libro del revés, o trataba de leer
frases de arriba abajo. Los otros niños, y su profesor, creían que Royall lo hacía para
bromear, que le gustaba hacerles reír. ¿Era un niño afable y alegre, con el pelo rubio y
unos nítidos ojos azules, aquella sonrisa feliz? No cabía duda, el pequeño Royall
Burnaby había sido el favorito de todos.
—Ariah. ¿Puedo preguntarte algo?
Era raro que Royall llamara «Ariah» a su madre. Ella se puso tensa al oírlo. Dijo:
—Temo pensar lo que podría ser. Cuando es tan evidente que has estado
bebiendo.
—¿Por qué me pusiste este nombre, Royall?
Ariah no esperaba esa pregunta. Era evidente que la había pillado por sorpresa.
—Royall. —Ariah se pasó la mano por los ojos como si tratara de recordar.
Respiró hondo, como si hiciera mucho tiempo que esperase que le hiciera esa
pregunta y hubiera preparado la respuesta—. Creo que… debió de ser porque… para
mí eras como un rey. Mi primogénito real.
—Mamá, Chandler era el primogénito.
—Por supuesto. No me refería a eso. Pero tú, cariño, tú me parecías mi hijo real.
Tu padre… —Ariah se interrumpió, asustada. Pero su actitud era tan controlada que

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la mano no le temblaba, la apartó de sus ojos. Sus ojos verde turbio no vacilaron, se
clavaron en el rostro de Royall.
Royall dijo con naturalidad:
—En Fort Erie alguien me dijo que hace tiempo hubo un caballo famoso llamado
Royall Mansión. En los años cuarenta.
Ariah se rio con nerviosismo.
—Bueno, no sé nada de eso. No sé nada de caballos ni de carreras.
Royall dijo:
—Diablos, no me importaría llevar el nombre del caballo, si fuera uno especial.
Hay cosas peores.
Ahora Royall se comportaba como si estuviera a punto de marcharse. Era extraño,
pues acababa de llegar a casa. Dijo:
—El dinero es para ti, mamá. Por los gastos de la boda. Pagaste muchas cosas.
Ariah se apresuró a decir:
—No, no puedo aceptar tu dinero. No si procede del hipódromo.
—Entonces, de mi trabajo de siempre. Creo que te lo debo. ¿De acuerdo?
—No, Royall.
Ariah se había puesto de pie. Habían desafiado su autoridad; su soberanía en
aquella cocina estaba en juego. Miró con avidez a su oponente como alguien que ha
sido atacado mientras dormía, desprevenido. Apartó los billetes de cien dólares y
Royall dio un paso atrás. Uno de los billetes cayó al suelo. La mesa les separaba.
Zarjo les miraba a ambos, temblando.
—Es dinero sucio. No puedo tocarlo.
—Mamá, no es más que dinero. Y sin duda te lo debo.
Ariah había ahorrado dólares, centavos, monedas de todo tipo de sus clases de
piano durante años. Si había un fondo secreto, era un fondo acumulado por ella con
gran esfuerzo, guardado en una cuenta de ahorros que daba un mísero interés
trimestral, o, pensó Royall, escondido en un cajón del tocador en su dormitorio, en el
piso de arriba. Le inundó de pronto, con la fuerza virulenta de la gripe, la idea de que
quería a aquella mujer, su madre, y de que no podía seguir viviendo con ella.
Royall volvió a acariciar la cabeza de Zarjo, antes de separarse. Los ojos del
perro se alzaron hacia él con aire triste.
—Dile a Juliet que no he podido quedarme, mamá. Te llamaré.
Ariah dijo con calma:
—Royall Burnaby, si te vas de esta casa, no vuelvas: no serás bien recibido.
Jamás.
—De acuerdo, mamá.
Era extraño que Royall se marchara sin cenar, cuando tenía mucha hambre. Era
extraño que no hubiera sabido hasta ese momento que se marcharía tan de repente,
cuando una parte de él, el soñador Royall, el niño Royall, deseaba tanto quedarse. Se
iría sin tomarse el baño que tanto necesitaba y que su madre le había ordenado que se

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diera. Se marcharía sin subir arriba a coger nada de su habitación; y cuando al día
siguiente regresara, encontraría sus cosas amontonadas en el porche delantero,
desparramadas en la acera: ropa, zapatos, botas, la guitarra con la cuerda rota, el
anuario de 1976 del instituto de Niágara Falls, la radio portátil, el tocadiscos y
docenas de discos en sus estropeadas fundas. En una de sus ajadas botas de vaquero
Royall encontraría, para su desaliento, setecientos dólares en billetes pulcramente
sujetos con una goma elástica.
Y ni siquiera Zarjo saldría a saludarle esta vez. La puerta delantera estaba cerrada
con llave y todas las persianas cerradas.

5
«Háblame de él. De nuestro padre».
«Royall, no puedo».
«Claro que puedes. ¡Chandler, vamos!».
«Se lo prometí a ella. Le di mi palabra».
«¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo éramos niños? Ya no somos niños».
«Royall, yo…».
«También es mi padre. No solo el tuyo. Tú le recuerdas, yo no. Juliet tampoco».
«Royall, se lo prometí a mamá. Cuando él murió. Vino la policía, salió todo en los
periódicos. Yo tenía once años. Tú tenías cuatro y Juliet no era más que un bebé.
Mamá me hizo prometer que…».
«¿Cómo murió? Fue un accidente de coche, ¿verdad? Llovía y el coche patinó…
y nunca se recuperó su cuerpo… ¿es así? ¡Dímelo!».
«¡He dicho que no puedo! Ella me hizo prometer que nunca te hablaría de él,
nunca. Ni a ti ni a Juliet. A las demás personas teníamos que decirles que todo
sucedió antes de que naciéramos».
«¡Pero no fue así! ¡Eramos niños! ¡Tú le conociste! Cuéntame cómo era nuestro
padre».
«Ella jamás me perdonaría que…».
«¡Yo nunca te perdonaré, Chandler! Maldita sea…».
«Le di mi palabra a Ariah. No puedo echarme atrás».
«Ella se aprovechó de ti, porque eras pequeño. Por eso estamos tan solos.
Crecimos, la gente nos miraba como si fuéramos monstruos. Como tullidos que
pueden bailar y parecen felices. La gente nos prefiere así, para no tener que sentir
lástima de nosotros. ¡Malditos cabrones! Ha sido así toda mi vida».
«Royall, mamá solo quería lo mejor para nosotros. Es su manera de ser, ya sabes
cómo es. Nos quiere, desea protegernos…».
«¡Yo no quiero que me protejan! Quiero saber».

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«Nadie puede impedirte saber lo que puedes averiguar. Pero no puedo ser yo
quien te lo diga».
«¿Por qué odiaba tanto a nuestro padre? ¿Por qué tenía tanto miedo de él? ¿Qué
clase de hombre era? Quiero saberlo».
«Royall, podríamos hablar de esto personalmente. Al teléfono… resulta tenso».
«¡No! Si no has de decirme nada de él no quiero verte. Solo me joderá más, saber
que tú sabes cosas que yo no sé».
«¿Royall? ¿Desde dónde llamas?».
«¿Y a ti qué te importa? Desde un teléfono».
«Mamá dijo que te habías marchado. Que anulaste la boda y que te marchaste. Si
necesitas un sitio donde vivir…».
«Vete a la mierda».
Furioso, Royall colgó el auricular.

6
—¿Está… bajo tierra?
—Técnicamente, sí.
Resultó una sorpresa. Royall asociaba la biblioteca pública del centro de la ciudad
con sus columnas dóricas y rotonda y el amplio espacio del mostrador. Bajo tierra no
encajaba. Pero eran periódicos antiguos lo que Royall buscaba, y estos estaban
almacenados en el anexo de las publicaciones situado en la planta C.
El bibliotecario contemplaba a Royall con expresión dubitativa, aunque
cortésmente. Era como si diera la impresión de ser un hombre joven que hasta
entonces ha pasado el mínimo de tiempo posible en bibliotecas.
—¿Qué busca exactamente?
Royall respondió en un murmullo y se retiró.
En cuanto Royall salió de la primera planta, la zona bien iluminada de la antigua
biblioteca, se encontró solo. Sus botas de excursionismo producían ruidos incómodos
en la escalera metálica de caracol, como de cascos de caballo, y le llegaba al olfato un
olor a rancio, a polvo de madera mezclado con desagües atascados. Sintió su primer
instante de pánico. ¿Qué buscaba exactamente?
Había estado lloviendo sin parar desde el amanecer. El soñador octubre había
dejado de ser suave y soleado para volverse de un fresco otoñal y empezar a oler
como papel de periódico mojado. A lo lejos sobre el lago Ontario el trueno retumbaba
siniestro, como un gran tren de carga cogiendo fuerzas. Royall esperaba que la
tormenta no llegara hasta que él hubiera terminado su tarea en la biblioteca.
Como si su tarea fuera cuestión de media hora o menos.

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Estar furioso con su hermano era una experiencia nueva para Royall. En realidad,
estar enfadado con cualquiera. Y ser expulsado de casa. ¡Expulsado de casa! Tal vez
ingresara en los Marines. Estaban reclutando muchachos como él. Tal vez se
cambiara de nombre. Roy era más adecuado que Royall si a los diecinueve años
estabas solo, si no eras el hijo de nadie. Si eras Roy no sonreías con tanta facilidad, ni
de manera tan afable. No estabas siempre silbando y tarareando y metiendo los
pulgares en el cinturón como una versión edulcorada de James Dean. Mirabas a los
adultos —a los otros adultos— directamente a los ojos y les decías lo que querías.
Tal vez.
En la planta C, Royall tuvo la sensación de haber descendido a un submarino. El
anexo de las publicaciones era un espacio cavernoso oscuro como boca de lobo en el
que los visitantes tenían que encender las luces ellos mismos. A Royall le preocupaba
que pudiera ir alguien, un bibliotecario o un bedel, y apagara las luces de la escalera,
dejándole incomunicado bajo tierra. ¡Dios mío! No era de extrañar que toda su vida
hubiera evitado las bibliotecas.
Royall palpó el interruptor. Se encendió con vacilación un fluorescente de poca
potencia que parecía iluminar por igual todas las superficies. El olor de los desagües
era allí más fuerte. Y aquel melancólico olor a papel recién impreso que Royall
reconoció de su época de chico de reparto del Gazette. Había olvidado cuánto odiaba
aquel olor, cuán unido estaba a la indefensión de un niño y cuán profundamente
grabado en el alma lo llevaba.
—Por eso te odio. Esa es una de las razones. Te fuiste, y me dejaste con ese olor.
Pasó por delante de cajas de libros y publicaciones que formaban altas pilas.
Algunas le llegaban a la altura de los hombros, otras llegaban hasta el techo. Debían
de ser artículos desechados, empapados por alguna inundación y no leídos durante
décadas. El suelo del nivel C era de cemento mate y sucio. De vez en cuando había
libros y revistas desparramados, como si les hubieran dado una patada. A Royall le
vino a la mente el cementerio de Portage Road. La mayor parte del anexo estaba
ocupado por estantes metálicos sin pintar colocados en hileras, desde el suelo hasta el
techo, con un estrecho pasillo entre ellos. Los estantes estaban señalados por orden
alfabético, pero en realidad parecía haber poco orden. Había ejemplares de Life, que
databan de los años cincuenta, manchados de agua y con las puntas dobladas hacia
arriba, mezclados con ejemplares más recientes del Buffalo Financial News. El
Niágara Falls Gazette, el principal objetivo de la investigación de Royall, estaba
colocado en diferentes lugares, con periódicos de Cheektowaga, Lackawana,
Lockport, Newfane. Alguien había esparcido páginas del Lockport Unión
Sun & Journal por el suelo. En todas partes las fechas eran confusas, como en la
pesadilla que sigue a un violento vendaval. Lo que Royall creía que quería era algún
momento a principios de 1962, pero ¿por dónde empezar?
La Mujer de Negro le había traído aquí. Sintió una punzada de repulsión por ella.
Por tocarle como lo había hecho.

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Royall tardaría casi media hora en localizar un ejemplar del Gazette de 1962; y,
para su decepción, vio que era de diciembre. Una edición dominical, titulares en
primera página que no tenían nada que ver con su padre, ni con el canal Love. Royall
dejó caer el periódico al suelo y se sentó sobre los talones.
—Mierda. Tengo sed.
No había tomado ninguna cerveza aquel día. Era primera hora de la tarde.
Esperaría un poco. Cuando hubiera conseguido algo.
Royall tenía entendido que su padre —Dirk Burnaby— había estado implicado en
la primera demanda del canal Love, pero nunca había conocido los detalles. Aquella
primera demanda había terminado en derrota, por lo que el canal Love se convirtió en
una broma local, pero tiempo después, en los años setenta, cuando Royall empezó a ir
al instituto, se reinició el litigio. Tal vez no por los mismos individuos. Nuevos
abogados. Nuevos litigantes. Hubo más demandas, algunas de ellas directamente
contra empresas químicas que no eran Swann. Royall solo sabía de estas cosas de una
forma vaga. Sus amigos y compañeros de clase a veces hablaban del asunto porque
sus familias estaban implicadas, pero su información también era confusa y dispersa.
Royall, que raras veces leía periódicos, y había soñado y se había quedado
adormilado en las clases de estudios sociales, no la había seguido de cerca. Chandler
decía que estaban muy bien viviendo en Baltic Street; al menos, eso esperaba. Ariah
jamás hablaba de esos temas. Si el viento soplaba del este, Ariah cerraba las ventanas.
Si el hollín ensuciaba los cristales y los alféizares de las ventanas, se limpiaban con
papel. Ariah guardaba periódicos literalmente a montones, repasaba los titulares con
expresión de temor y desprecio. Esperaba lo peor de la humanidad, lo que le permitía
sentirse agradablemente sorprendida, con bastante frecuencia, cuando resultaba que
no ocurría lo peor.
«Tú. Al menos aún estás vivo».
Había sabiduría en eso, tal vez. Royall estaba aprendiendo.
Revolvía entre manchados y desordenados montones de Gazettes. También el
Buffalo Evening News y el Buffalo Courier Express, que seguramente habrían
cubierto el caso del canal Love. Royall tenía las manos sucias de la tinta de los
periódicos. Encontró excrementos de ratón, diminutas virutas negras como pequeñas
semillas. Y cáscaras secas de insectos. De vez en cuando, un lepisma plateado
moviéndose con rapidez. «El destino de los muertos. Pero yo no estoy muerto».
Números atrasados de periódicos, 1973, 1971, 1968… Qué ingenuo había sido al
pensar que podía pasarse por la biblioteca, leer sobre su padre, enterarse de algún
dato interesante y marcharse. Pero esta tarea no era tan fácil. Por alguna razón, el
pasado no se encontraba allí.
Cerca se oía un goteo regular. Cada cuatro segundos. Sin embargo, cuando Royall
aguzó el oído, los cuatro segundos se convirtieron en cinco, o más. Luego el goteo
volvió a oírse con más rapidez. Royall se tapó las orejas con fuerza. «Maldita sea.
Cabrón». Royall ya echaba de menos el Devil’s Hole y no hacía ni una semana que lo

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había dejado. Con su uniforme impermeable, su gorra con visera, los pasajeros que
dependían del capitán suplente Royall. Era un dibujo animado de Disney, y aun así:
las atronadoras aguas bajo las cataratas eran reales.
Aunque a veces el propio Royall se sentía irreal en aquel lugar. En medio de las
salpicaduras, los gritos de los pasajeros, el barco que subía y bajaba. Sus
pensamientos se alejaban, se dejaba deslizar a un sueño sobrecogedor en el que
estaba bajo el agua agitando brazos y piernas. La hermosa agua de color verde cristal
de las cataratas Herradura. El largo cabello de Royall flotando como algas. Iba
desnudo y tenía los ojos desorbitados, como están desorbitados los ojos de un
cadáver.
Sí, Royall había visto sacar cadáveres del río Niágara. Había visto el primer
flotador a los doce años. Mamá no se enteró nunca. Ni por asomo habría mencionado
esto a nadie de su familia, ni siquiera a los vecinos de Baltic Street. Un flotador era
un cadáver sumergido hinchado por la podredumbre, como un globo de carne que
aflora a la superficie.
No, Royall no había pensado mucho en ello. Que su propio padre había muerto en
aquel río. Ni siquiera era un muchacho de mentalidad morbosa.
Royall se frotó los ojos, que le dolían. Levantó la mirada de las confusas
columnas de letra impresa. El goteo había penetrado en su torrente sanguíneo.
Alguien se deslizaba en silencio tras una hilera de pilas de tela metálica. ¡Podía oler a
la mujer! Empezó a notar una sensación cálida en la entrepierna, de esperanza.
Aunque su brazo real pesaba demasiado para levantarse, Royall vio cómo su mano se
extendía con deseo hacia la mujer.
—Levántate. ¡Vamos!
Royall hizo gestos de negación con la cabeza para despertar de su trance.
Hizo grandes esfuerzos. Tenía miedo de fracasar. De ceder, de volver a Baltic
Street. Jadeaba, decidido. Volvió a los montones, en cuclillas, comprobando todos los
periódicos que había en el estante inferior, todas las fechas. Los muslos le latían de
dolor. Pero, por suerte, por fin encontró ejemplares del Gazette con fechas de
1961-1962. Faltaban algunas páginas, pero la mayoría de los periódicos parecían
intactos. Royall llevó un montón a una mesa de madera que había en el centro de la
estancia. Empezó a buscar, metódicamente.
¡Ya estaba! El primer titular sobre el canal Love. Septiembre de 1961.
—Aún vivías. Entonces.

Royall estuvo leyendo durante dos horas y cuarenta minutos, leyó y releyó. Estaba
más que agotado. No podía decir si estaba alegre o asustado. Había mucho más de lo
que él sabía, mucho más de lo que había sido capaz de imaginar. Se sentía como si de
pronto se hubiera abierto una puerta en el cielo, donde no sabías que podía haber una.
Una abertura enorme a través de la cual entraba la luz. Como a menudo la luz se

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filtraba a través de fisuras en las nubes de tormentas, aunque solo por unos instantes,
en el cielo sobre los Grandes Lagos. Era una luz cegadora, producía daño, aún no
iluminaba. Pero era luz.

7
Un día fue en coche a Portage Road, y allí se encontraba la iglesia de piedra
abandonada. Y allí estaba el cementerio, que parecía abandonado pero no lo estaba,
no por completo. Aparcó el coche y entró en el cementerio como ya había hecho
anteriormente aquel mes, una cálida mañana de octubre; ahora el mes y la estación
estaban más adelantados y el aire era fresco y húmedo y el cielo estaba encapotado.
Había menos hojas en los árboles. El viento las había arrancado. El viento había
resquebrajado algunas ramas de los árboles, derribado macetas, retorcido aquellas
banderitas estadounidenses clavadas junto a las tumbas de los veteranos de tal modo
que apenas eran reconocibles como banderas. En la biblioteca, Royall se había
enterado de que Dirk Burnaby había sido un veterano de la Segunda Guerra Mundial.
No había ninguna tumba de Dirk Burnaby, pero si la hubiera habido tal vez la
señalaría una banderita.
¡Aquel cementerio! Atraía a la vista, fascinaba, y sin embargo, a la manera de un
sueño en el que los detalles concretos rielan y se desvanecen cuando los miras de
cerca, Royall tenía la impresión de que el cementerio estaba más ajado de lo que
había estado, como si hubieran transcurrido meses e incluso años, y no menos de tres
semanas.
Pasó un poco más de tiempo recorriendo la zona en la que la Mujer de Negro
había estado recortando la hierba de la tumba, pero no vio ninguna tumba que diera la
impresión de haber sido arreglada recientemente. Había ramas caídas por todas
partes. Macetas de arcilla rotas, geranios muertos, flores de plástico. Tampoco pudo
encontrar el escondrijo al que la mujer le había llevado y donde habían yacido juntos.
Ningún nombre de las tumbas le resultaba conocido, ni significaba nada para él. Kirk,
Reilly, Sanderson, Olds. Eran nombres de extraños que habían vivido décadas atrás,
el entierro más reciente había sido en 1943.
Aun así, Royall no quería abandonar. No estaba preparado para irse. Era sábado
por la mañana, alguien podría ir al cementerio a visitar una tumba, a limpiar y
arreglar una tumba, quizá la Mujer de Negro volvería: Royall tenía mucho que
decirle.

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Los peregrinos

« L a que ondea».
locura del viento nos excita. Pero sabemos entrar rápido la ropa tendida

Era con la otra casa con la que a veces soñábamos. La llamada a la puerta principal,
la voz alzada de nuestra madre, las voces confusas de los agentes de policía que
sabíamos que no debíamos confundir con la voz de nuestro padre. El grito estridente
y ahogado de madre.
«No. Fuera. ¡Largo de aquí!».
Dos de nosotros estábamos despiertos y agazapados en el rellano de la escalera.
En la cocina donde pasaba la noche en su cesta de mimbre con cojines, el cachorro
Zarjo se puso a ladrar y a aullar con ansiedad.
Desobedecimos a madre, no fuimos al piso de arriba. Cuando los agentes de
policía se marcharon, llorábamos con desesperación.
En el cuarto de los niños, donde habían despertado a Bridget, el bebé se echó a
llorar.
Había dos hermanos. Chandler, que tenía once años; Royall, que tenía cuatro.
No podían saber que su padre había muerto. Aquella mañana en que los agentes
de policía fueron al número 22 de Luna Park aún no se había determinado que Dirk
Burnaby estaba muerto. Solo que el coche registrado a su nombre había sido sacado
del río Niágara, al que había caído tras patinar y atravesar la baranda de protección de
la carretera de Buffalo a Niágara Falls en algún momento a primera hora de la
mañana del 11 de junio de 1962. Solo que aún no habían recuperado ningún cuerpo.
No había testigos del supuesto accidente. Tampoco aparecerían testigos.
Se dictaminaría que había sido un accidente. Porque ¿quién podía demostrar otra
cosa?
Y aunque el cuerpo de Dirk Burnaby jamás se recuperaría, con el tiempo el
condado emitiría un certificado de defunción.

Era con esa otra casa con la que a veces soñábamos. Recordábamos que madre hurgó
en la cerradura de la puerta en cuanto los agentes de policía se marcharon. Antes de
que regresaran a su coche y se alejaran, ella ya había cerrado la puerta con llave.
Estaba jadeando. Nos precipitamos hacia ella con terror. Movía los ojos como una
loca y tenía los labios blancos y desfigurados como la boca de un pez destrozada por
el anzuelo. Aún no estábamos disciplinados en cuanto al llanto, y por eso madre nos
permitió llorar. Madre trató de abrazarnos a los dos, se inclinó con torpeza como si se

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le hubiera roto la espalda. Alzó la voz en tono desafiante: «¿Está cerrada esa puerta?
¿Está cerrada con llave? No volváis a abrir esa puerta jamás».
Y así fue: ninguno de nosotros volvió a abrir jamás aquella puerta.

El cuerpo de Dirk Burnaby nunca llegó a encontrarse en el río Niágara.


Y sin embargo, aproximadamente a las ocho de la mañana del 11 de junio de
1962, un grupo de peregrinos que visitaba el santuario de Nuestra Señora de las
Cataratas, una basílica católica a cinco kilómetros al norte de Niágara Falls,
informaría de haber vislumbrado lo que parecía «un hombre nadando en el río,
corriente abajo». Los peregrinos pertenecían a una parroquia católica de Washington
D. C. y habían hecho el viaje a la basílica en un autobús público; eran cuarenta, cuyas
edades oscilaban entre los treinta y nueve años y los ochenta y seis, la mayoría de
ellos enfermos o con alguna dolencia. Afirmaban no saber absolutamente nada del
accidente de vehículo ocurrido en la carretera de Buffalo a Niágara Falls a primera
hora de aquella mañana, ni que la Guardia Costera ni ningún equipo de rescate
estuviera buscando el cuerpo de un hombre en el río.
Lo que vieron, o juraban que vieron, era un hombre nadando velozmente río
abajo, arrastrado por la corriente en medio del río y en paralelo con la costa. El
nadador no hacía ningún esfuerzo por encaminarse hacia la orilla. Algunos de los
peregrinos más capaces físicamente le gritaron, le hicieron señas con los brazos,
corrieron junto a la orilla del río hasta que la vegetación se lo impidió. El nadador no
dio muestras de haberse dado cuenta de nada. Algunos dijeron que parecía que
«nadaba para salvar su vida». Apareció «de la nada» y desapareció «en la nada»
mientras los peregrinos lo observaban con espanto.
El hombre jamás fue identificado, por supuesto. Nadie le había visto la cara,
estaba demasiado lejos de la orilla. No estaba claro —y este era un punto crucial— si
iba con el torso desnudo o vestido. Fue descrito vagamente como «ni joven ni viejo».
Tenía el «cabello rubio oscuro». El «cabello del color del ante», «un cabello rubio,
blancuzco». Todos estaban de acuerdo en que era «muy buen nadador».
El equipo de salvamento de la Guardia Costera del río fue informado por radio,
pero el «nadador» jamás fue localizado.

Crecí, y me mudé de la casa de Baltic Street, y a los veintitrés años me hice


voluntario del Centro de Intervención en Situaciones de Crisis del condado de
Niágara. También era del equipo de salvamento de la Cruz Roja y miembro de los
Samaritanos, una organización para impedir el suicidio. Me enteraría de que los
informes como el de los peregrinos no son poco frecuentes.
Los testigos jurarán —sinceramente, firmemente, ¡a veces con vehemencia!—
que han visto a un nadador donde (en realidad) han visto un cadáver, arrastrado a toda

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velocidad por una corriente fuerte y turbulenta como la del río Niágara. A menudo
estos testigos afirmarán que han visto un nadador humano cuando lo que han visto
(como resultará evidente) es el cuerpo de un perro o una oveja ahogados. Eso es
debido a la agitación rítmica de las extremidades del cuerpo producida por las olas,
movimientos que semejan los de nadar.
Invariablemente, estos «nadadores» —«excelentes nadadores»— nadan corriente
abajo, en paralelo a la orilla. Jamás se vuelven, jamás varían la pauta de su modo de
nadar ni se encaminan hacia la orilla. Jamás responden a los observadores que les
gritan desde la orilla. Con incansable energía y determinación «nadan»… y
desaparecen de la vista.
¿Por qué? Un miembro del equipo de salvamento de la Guardia Costera explicó:
—La gente quiere ver un «nadador». Es evidente que no quieren ver un cadáver.
Allí, en el río, alguien como ellos mismos… quieren ver que está vivo, y nadando.
Les diga lo que les diga el cerebro, sus ojos no ven.

Nunca llegó a recuperarse ningún cuerpo identificado como Dirk Burnaby.


Transcurrieron los años.

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Rehenes

«¿ P or qué? Porque necesito ayudar a los demás.


»Porque necesito ayudar. Y hay otros. Porque necesito. Necesito.
»¿Por qué?».

2
EROSIÓN TIEMPO EROSIÓN TIEMPO

Tenía veintisiete años, era marzo de 1978. Escribió estas palabras en letras de
imprenta en la pizarra delante de su clase de ciencias generales de noveno grado en el
instituto La Salle Junior High. En esta aula, en esta escuela pública del centro de
Niágara Falls, Chandler se sentía sobre todo de ningún tiempo ni edad.
Chandler estaba a punto de relacionar estos términos con los deberes que sus
alumnos debían hacer en casa cuando le llegó el aviso:
—Señor Burnaby, disculpe. Tenga la bondad de llamar al Centro de Intervención
en Situaciones de Crisis del Condado. Supongo que se trata de una emergencia.
La joven mujer de la oficina del director estaba sin aliento, consciente de que era
portadora de noticias urgentes.
No era la primera vez que le llegaba a Chandler, cuando se encontraba en La
Salle, un aviso del Centro de Crisis, pero estas emergencias solían producirse en
horas extremas. A última hora de la noche, a primera hora de la mañana. Chandler
murmuró:
—¡Gracias, Janet!
Demostrando así a los veintiocho alumnos que había en la clase la eficiencia con
que el señor Burnaby hacía frente a una emergencia, dejó el pedazo de tiza en la
bandejita de la pizarra y les informó, con su voz tranquila y ligeramente humorística
de costumbre, que sabía que les rompía el corazón pero tenía que irse antes de
terminar la clase, algo había ocurrido.
—Supongo que puedo confiar en vosotros. Quedan ocho minutos de clase. Por
favor, quedaos en vuestros asientos hasta que suene el timbre. Podéis emplear este
tiempo para empezar los deberes y os veré, si Dios quiere, mañana, ¿de acuerdo?
Los alumnos sonrieron con seriedad y asintieron. Se trataba de una emergencia,
podía confiar en ellos. Al menos durante ocho minutos.

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«Si Dios quiere». ¿Por qué había dicho eso? No era de los que dramatizaban el
peligro, ni a sí mismo. Y tampoco creía en Dios ni impartía su asignatura a
muchachos de catorce años de un modo que pudiera interpretarse que creía en Dios.
Ni siquiera en el Dios de Ariah, el que tenía aquel cruel sentido del humor.

—¿Señor Burnaby? ¿Es alguien que va a saltar a las cataratas?


—No lo creo, Peter. No en esta época.

En el piso de abajo, en el despacho del director, Chandler telefoneó al Centro de


Crisis y le dieron información, instrucciones para acudir al lugar donde se había
producido una situación de «hombre armado/rehén» en el lado este. Al cabo de unos
minutos se encontraba en su coche, conduciendo hacia el este por Falls Street,
pasando por la calle Diez, Memorial Drive, Acheson Drive. Tenía todos los sentidos
alerta, como si se hubiera echado agua helada encima. Se sentía como una flecha al
ser lanzada a su blanco: veloz, certera, como el propio Chandler jamás habría podido
lanzar una flecha.
«Si Dios quiere». Ese irónico fatalismo, que era también el fatalismo de Ariah.
Porque cuando el Centro de Crisis te llamaba, nunca sabías si se trataría de una
emergencia de la que tú, el enérgico voluntario, regresarías.
«Penitencia, ¿no? Esta vida tuya. Pero si me amas, ¿por qué haces penitencia?».
Amaba a Melinda. Amaba a la hija de Melinda, que era un bebé, para la que
esperaba ser un padre, algún día. Pero no podía responder a su pregunta.
Ariah había dejado de preguntar. En la temporada de la primera implicación
activa de Chandler en el Centro de Crisis, su primer año como profesor en el sistema
escolar público de Niágara Falls, ella había hecho constar su gran decepción por el
«temerario y peligroso» trabajo de voluntario de su primogénito; y Ariah no era de
las que insistían cuando sabía que no podía tener éxito.
En esa época, Chandler afrontaba el problema sin decírselo a Melinda, si podía
evitarlo. Y sin duda sin decírselo a Ariah.
«Hombre armado/rehén». Hasta entonces Chandler solo había intervenido una
vez en una situación de este tipo, un hombre perturbado retenía a dos de sus hijos
como rehenes en su casa, y no había tenido un final feliz. Y había durado hasta bien
entrada la noche.

Chandler había comenzado a trabajar como voluntario cuando era estudiante


universitario, a principios de los años setenta. Había ido a manifestaciones contra la

Página 279
guerra de Vietnam y los bombardeos de Camboya. Se había unido a otros jóvenes
militantes idealistas para hacer una campaña puerta a puerta con el fin de censar
votantes en los barrios pobres de Buffalo y había ayudado a montar cabinas de
donación de sangre para la Cruz Roja en diversos lugares de Buffalo, Niágara Falls y
sus barrios ricos. Había ayudado a solicitar emisiones de bonos para la escuela, «agua
limpia» y «aire limpio». (Mientras trabajaba para la Cruz Roja conoció a Melinda
Aitkins, enfermera). Entonces se había sentido atraído por el trabajo en emergencias.
Cruz Roja, Centro de Intervención en Situaciones de Crisis, los Samaritanos. Era una
comunidad pequeña e intensa de individuos que pronto se conocían los unos a los
otros. La mayoría estaban solteros, no tenían hijos. O sus hijos eran mayores y se
habían ido de casa. O sus hijos les habían decepcionado de algún modo. En algunos
casos, sus hijos habían muerto.
La mayor parte de los voluntarios a los que Chandler conocía eran cristianos, y se
tomaban su religión en serio. Un cristiano es alguien que «hace el bien» a los demás.
Jesucristo había sido voluntario en la salvación de la humanidad, ¿no? Jesucristo no
había tenido miedo en su intervención en las crisis espirituales de la humanidad. La
crucifixión era la penitencia terrenal que tuvo que pagar por enfrentarse al fatalismo
cíclico de la humanidad, pero la resurrección fue su recompensa, y un emblema para
todos, ¿no? Chandler escuchaba con arrebato estas ideas, expresadas por el exjesuita
que dirigía la rama local de los Samaritanos, pero escuchaba en silencio.
Le dijo a Melinda:
—Ojalá pudiera creer. Todo sería mucho más fácil.
Melinda contestó:
—Tú no quieres las cosas más fáciles, Chandler. Quieres las cosas exactamente
tan difíciles como son.
Durante la vida de Chandler, Niágara Falls se había convertido en una próspera
ciudad industrial, que había crecido con rapidez. Se alardeaba de que la población de
la ciudad se había doblado desde los años cuarenta. Ahora había más de cincuenta mil
empleos industriales en la zona, y —hecho que era reiterado con frecuencia, como si
se tratara de algún mérito especial— tenía la mayor concentración de fábricas de
productos químicos de Estados Unidos. El Niágara Falls que Chandler había
conocido, o había conocido hasta cierto punto, había cambiado tanto que casi no se
reconocía. Luna Park era el único barrio residencial histórico que quedaba, pero
también había empezado a deteriorarse; los ricos vivían en l’Isle Grand, o más lejos,
en Amherst y Williamsville, a las afueras de Buffalo, barrios de gente acaudalada. La
garganta del Niágara y la zona próxima al río que llegaba hasta las cataratas estaban
protegidas por el estado contra el urbanismo comercial porque era territorio turístico
sacrosanto, con la garantía de generar millones de dólares al año.
En este nuevo Niágara Falls donde un cambio de viento volvía el aire mismo de
color sepia, hacía escocer los ojos y dificultaba la respiración, las crisis se habían
hecho muy corrientes, como el crimen. Raras veces se trataba de individuos que

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habían peregrinado a las cataratas para cometer un espectacular suicidio; eran
habitantes de la ciudad, casi siempre hombres. Actuaban siguiendo un impulso de
súbita rabia, desesperación o locura alimentadas por el alcohol y las drogas que les
hacía cometer actos de violencia no premeditada, muy habitualmente doméstica. Sus
armas eran pistolas, cuchillos, martillos, puños. A menudo se suicidaban después de
haber aplacado su rabia, o haberlo intentado.
«Hombre armado/rehén». El que le había dado el recado en el Centro de Crisis le
había dicho a Chandler que no parecía que se tratara de ningún asunto de robo. El
motivo tenía que ser puramente emocional: el más peligroso de los motivos.
Al superar su torpe adolescencia, Chandler se había convertido en un joven
larguirucho y musculoso con una expresión de vigilancia perpetua. Se movía con
rapidez, como un jugador de tenis que se enfrenta con un oponente superior pero que
no está dispuesto a concederle el partido. Su rostro seguía siendo infantil, algo
indefinido. Era muy fácil de olvidar (¡lo sabía!). Su línea del pelo había empezado a
retroceder poco después de los veinte años, y su sedoso cabello castaño plateado se
levantaba desde las sienes como si fuera más ligero que el aire. Sus ojos eran
sensibles, húmedos. Una chica a la que había conocido en la universidad había dicho
que eran «ojos de fantasma», «ojos de sabiduría de joven-viejo». (¿Lo había dicho
como un cumplido?). Chandler llevaba gafas oscuras que le daban un aspecto
contracultural, informal, sexual, pero sus héroes contraculturales habían sido los
hermanos jesuitas Berrigan, y nunca se había vestido de un modo ni remotamente
radical. Si el pelo le crecía mucho y se le rizaba por encima del cuello de la camisa
era por descuido, no porque fuera su estilo. Chandler nunca dejaría que el pelo le
llegara hasta los hombros ni se ataría una cinta a la frente, como había hecho Royall;
Chandler estaba desconcertado por la soltura física de su hermano menor, y la
sensación de Royall de que los demás deberían sentirse atraídos por él, y
naturalmente se sentían atraídos por él. No es que Royall fuera vanidoso: no lo era.
Pero si las chicas o las mujeres caían rendidas a sus pies, ¿qué culpa tenía él? «Yo no
lo hago adrede. No soy yo, son ellas». Por el contrario, Chandler se quedaba atónito
si una mujer parecía sentirse atraída hacia él; no podía evitar dudar de su sinceridad,
o de su gusto. Se veía a sí mismo como un muchacho larguirucho de trece años con
los ojos llorosos, manchas en la piel y un resfriado perpetuo, cuya exasperada madre
siempre le estaba regañando para que se irguiera, se apartara el pelo de la cara, se
abrochara las camisas correctamente y —¡por favor!— se sonara la nariz.
—Chandler casi se ha vuelto guapo —había dicho Ariah no mucho tiempo atrás,
mirándole fijamente con sorpresa, como si viera a su hijo mayor de una manera nueva
y no le gustara por completo lo que veía—. ¡No dejes que se te suba a la cabeza,
Chandler! —Se echó a reír, con aquel aire de burla y reprensión de Ariah que te
crispaban aunque comprendieras que lo decía con afecto.

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«¿Por qué? Porque lo necesito.
»Necesito ser útil. De alguna manera».
Siempre le había parecido un privilegio. Un deseo desconocido, concedido.
Ese día le habían enviado a una fábrica en la parte este, en Swann Road. No era
una parte de la ciudad que Chandler conociera bien, aunque probablemente cuando
viera Niágara Precision Humidifiers & Electronic Cleaners reconocería el edificio.
Chandler había ido en coche por la cuadrícula de sombrías calles de Niágara Falls
desde que era adulto. A veces le parecía que también había vivido una vida anterior
allí.
En una ocasión, cuando estaba hospitalizada para una operación de vesícula biliar
y tenía miedo de lo que pudiera esperarle, Ariah le había dicho a Chandler, de forma
misteriosa: «Cariño, ¡te quiero! A veces creo que eres al que más quiero.
Perdóname».
Chandler había estallado en una risa nerviosa. ¿Qué era lo que tenía que
perdonar?
Este era un día de finales de invierno y hacía un frío que calaba los huesos,
disolviendo los tejidos. Viento del este, aquel olor metálico químico que recubre el
interior de la boca. Un cielo de amianto, patios aislados por la nieve, aceras y cunetas
sucias. Nieve cubierta de hollín, nieve en grandes montones que se desparramaban
hasta la calzada. Nieve medio derretida, nieve y hielo. El corazón de Chandler
empezó a latir más deprisa al pensar en lo que le esperaba.
Había olvidado llamar a Melinda, decirle que aquella noche tal vez llegaría tarde.
No. No lo había olvidado. No había tenido tiempo.
No. No es que no hubiera tenido tiempo, habría podido pedir a uno de sus colegas
del colegio, a un amigo, que la llamara. Pero no lo había pedido.
A veces, al ir acercándose simplemente al lugar de una emergencia, Chandler
notaba que su visión empezaba a hacerse más oscura en los bordes. El más extraño de
los fenómenos neuro-ópticos, la visión en túnel. Como si en la periferia de lo que es
visible el mundo mismo estuviera desapareciendo, succionado por la oscuridad. Era
un fenómeno común entre los bomberos. Aunque la tarea de Chandler en las crisis en
raras ocasiones era de tipo físico, casi siempre era verbal; asesoramiento serio,
aconsejar y consolar. A menudo solo escuchar, con comprensión. Hablar con un
hombre o con una mujer desesperados para convencerlos de que no se suiciden te
hace sentir enseguida que el alma del otro está de tu lado, quiere ser salvado y no
morir. Es el individuo, cegado por la desesperación, al que debes convencer de que
siga viviendo.
«Todos queremos morir en alguna ocasión, agotados por el esfuerzo de vivir, pero
eso pasa. Es como el tiempo. Somos como el tiempo. ¿Ve el cielo? ¿Esas nubes?
Pasan. Entre los lagos, como estamos nosotros, al final todo pasa. ¿De acuerdo?».
Era el optimismo más común. Se podía leer en una caja de cereales. Ariah se
reiría y sentiría lástima. Sin embargo, Chandler creía en estas palabras, se había

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jugado la vida por ellas.
«Ese apellido, Burnaby; ¿es un apellido de Niágara Falls?».
Tal vez los adultos recordaban. Pero los de noveno grado no. Los niños nacidos
en 1963 o más tarde, ¿qué podían saber de un escándalo ocurrido en 1962 y del que
no se había vuelto a hablar?
Raras veces pensaba Chandler en ello.
Había tenido su oportunidad, habría podido marcharse de Niágara Falls. Cabía
pensar en vivir en algún lugar donde Burnaby solo fuera un apellido. Habría podido ir
a la Universidad de Filadelfia. Había tenido también ofertas de becas en otros sitios.
Pero no había querido intranquilizar a Ariah en un momento difícil de su vida. (Lo
que habían sido las crisis de Ariah en aquella época, Chandler ahora no lo recordaba).
Tampoco quería abandonar a Royall y Juliet a su temperamental madre. Ellos
también necesitaban a Chandler, aunque probablemente esa idea jamás se les habría
ocurrido «Vete a la mierda», le había dicho Royall a Chandler, y le había colgado el
auricular.
Los hermanos habían estado separados durante casi seis meses. Chandler había
intentado ponerse en contacto con Royall sin éxito. Era ridículo que discutieran, solo
se tenían el uno al otro. Royall nunca había hablado con su hermano de ese modo
hasta entonces, y esta conversación desconcertó a Chandler.
Era injusto, Chandler había prometido a Ariah «proteger a Royall y a Juliet»
cuando murió su padre, y eso había hecho. Lo había intentado. Todos aquellos años lo
había intentado. Y ahora Royall se había vuelto contra él, negándose a entender. Se
había ido de casa, trabajaba para un hombre de negocios de la ciudad; vivía solo e iba
a clases nocturnas en la Universidad de Niágara. ¡Royall estudiando de nuevo! Esta
era la noticia más asombrosa de todas. Chandler tenía noticias de Royall de vez en
cuando a través de su hermana Juliet, y de forma disimulada, pues por supuesto Ariah
se negaba a hablar de su hijo «testarudo, autodestructivo».
Chandler había querido preguntarle a su madre: ¿cuánto tiempo esperas que tarde
Royall en tener curiosidad por su padre? ¿Y Juliet? Cualquier madre razonable sabría
que solo era cuestión de tiempo.
«Razonable». Chandler se rio en voz alta.
Pensando en estas cosas había empezado a conducir más deprisa. El límite de
velocidad era de cincuenta y cinco kilómetros por hora y estaba llegando a ochenta.
No había tiempo para sufrir un accidente. Le necesitaban en Swann Road.
«¡Yo no quiero que me protejan! Quiero saber».
Chandler se preguntaba cuánto sabía ya Royall. Cuánto sabría sobre su padre
antes de no querer saber más.
«¡Vergüenza, vergüenza! Tu nombre es Burn-a-by».
Había niños que realmente cantaban ese sonsonete a espaldas de Chandler.
Mucho tiempo atrás, en el instituto. Él hacía ver que no oía. No había sido un
muchacho con tendencia a la ira, ni a las lágrimas.

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Igual que no era un adulto con tendencia a la emoción. No fácilmente.
Melinda le había preguntado una noche por su padre, porque por supuesto lo
sabía, o sabía algo, ya que había nacido y crecido en la ciudad. El apellido Burnaby le
era conocido. Y Chandler le dijo con franqueza que raras veces pensaba en su padre
muerto, y por respeto a su madre nunca hablaba de él. Pero se lo contaría todo a
Melinda, porque la amaba y creía que podía confiar en ella.
—¿De veras? ¿Me quieres?
—Sí. Te quiero. —Pero las palabras de Chandler eran vacilantes, pronunciadas
con asombro o con aprensión.
Chandler le dijo lo que sabía: que Dirk Burnaby había muerto aquella noche en el
río Niágara. Aunque su cuerpo jamás se había recuperado, y durante años se había
rumoreado que de algún modo se había salvado, que había logrado llegar a nado hasta
la orilla.
—Pero cualquiera que conozca el río Niágara en ese punto sabe que eso sería
imposible —dijo Chandler—. Sugerirlo es una broma cruel.
Melinda escuchó. Si había querido preguntarle a Chandler si había ido a ver el
lugar del accidente, no lo hizo.
Había estudiado para enfermera. Comprendía el dolor, incluso el dolor
imaginario. Comprendía que el dolor no es terapéutico, catártico, redentor. No en la
vida real.
El cuerpo de Dirk Burnaby jamás se había recuperado, pero el hombre sin duda
estaba muerto, y al cabo de un tiempo se había extendido un certificado de defunción
oficial. Tras una investigación policial a la que se dio mucha publicidad, se dictaminó
que el incidente había sido un «accidente», lo cual Chandler consideraba un
eufemismo. Por tradición, la oficina del forense evitaba dictaminar «suicidio» en la
medida de lo posible. Las muertes en las cascadas solían atribuirse a un «accidente»
—«mala fortuna»— con el fin de no perturbar más a los supervivientes y por el deseo
de restar importancia al suicidio en el famoso lugar turístico. Aun cuando se
encontraba una nota del suicida no siempre se incluía esta en el archivo oficial de la
policía.
«El pecado más grave. Quitarte la vida por desesperación».
Chandler le dijo a Melinda que suponía que la mayoría de la gente que conocía a
Dirk Burnaby creía que se había matado. Conducía a gran velocidad (el
cuentakilómetros se había hallado detenido a ciento cuarenta y cinco kilómetros por
hora) en una fuerte tormenta. Hacía poco tiempo que había perdido un importante
caso judicial y estaba casi en la ruina.
—También había otras cosas. Yo las sabía porque leía los periódicos. Ariah nunca
tenía periódicos en casa en aquella época, pero yo me las apañaba para conseguirlos.
Leí todo lo que pude, pero ahora lo he olvidado casi todo. O no quiero hablar de ello
ahora, Melinda. ¿De acuerdo?
Melinda le había dado un beso, en silencio.

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«¡Vergüenza, vergüenza! Tu nombre es Burn-a-by».
Chandler se preguntaba si, finalmente, resultaría que Burnaby era un nombre que
disuadiría a Melinda de casarse con él. Tendría que arriesgarse a ello, no tenía
elección.
El encargado del Centro de Crisis había dado a Chandler la dirección,
3884 Swann Road. Pasó por Veterans’, pasó por Portage, y ahora este tramo de
Swann estaba cerrado por la policía a todo el mundo salvo al tráfico de servicios de
emergencia. Chandler mostró su identificación a un agente de policía y le dejaron
pasar. A unos cuatrocientos metros de Niágara Precision Humidifiers & Electronic
Cleaners se alzaba en un solar un edificio bajo de hormigón con el techo plano. En el
camino había al menos una docena de policías de la ciudad y del condado y vehículos
de urgencias médicas. Chandler aparcó en Swann Road y se encaminó hacia el lugar
procurando molestar lo mínimo posible, siguiendo las indicaciones de un joven
agente de policía. Detrás de sus vehículos y detrás de los camiones de Niágara
Precision había agentes de policía agazapados como en una escena de película de
suspense.
Salvo que no había música de fondo. No había protagonistas, no había guión. La
policía había llamado a Chandler Burnaby pero tal vez no requirieran su ayuda. El
agente que estaba a cargo tomaría esa decisión, pero Chandler no tenía idea de
cuándo lo haría. Estaba disponible. Había llegado y le saludaron. Le estrecharon la
mano y le dejaron.
El pistolero había entrado en la fábrica aproximadamente cuarenta minutos antes
y hacia esa hora había hecho sus primeros disparos. Las primeras llamadas a la
policía no se habían realizado hasta unos minutos después, por individuos a los que el
pistolero había permitido salir del edificio. Chandler alcanzaba a ver la puerta
delantera del edificio entreabierta, y a unos pasos una ventana destrozada. La ventana
tenía una forma extraña, medía alrededor de metro y medio de altura y no tenía más
de treinta centímetros de ancho. El pistolero había estado disparando desde aquella
ventana, según dijeron a Chandler, aunque parecía haber parado por el momento.
—Pero mantenga la cabeza baja, señor, ¿de acuerdo? No se arriesgue.
Chandler dijo:
—Lo sé, agente. No lo haré.
Como si le hubieran regañado antes de tiempo. Un civil en el lugar del suceso.
Una voz por el megáfono hacía vibrar el aire. Tan fuerte que Chandler casi no
distinguía las palabras. «Señor Mayweather, ¿me oye? Deje salir inmediatamente a la
señorita Carpenter. Repito, deje salir a la señorita Carpenter enseguida. Asómese a la
puerta sin ningún arma, levante las manos, no le haremos ningún daño, señor
Mayweather. Somos la policía de Niágara Falls. Tenemos el edificio rodeado. Salga
con las manos en alto, y no lleve ningún arma, señor Mayweather. Repito, no…». Un
capitán de la policía hablaba por el megáfono, tratando de exudar un aire de autoridad
y calma.

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En el lugar, Chandler fue reconocido por varios agentes del departamento de
policía de Niágara Falls para los que era «el señor Burnaby», del Centro de Crisis. Un
detective vestido de civil llamado Rodwell, a cuya hija Chandler había dado clases
dos años atrás en La Salle, se agazapó a su lado para ponerle al corriente brevemente.
Se sabía que el pistolero tenía al menos una pistola y un rifle, y se creía que se
hallaba «alterado, tal vez borracho y/o drogado». Después de su descabellada petición
inicial de «salir del país a salvo» se había negado a comunicarse con la policía
excepto para gritar algunas cosas incoherentes; no había contestado el teléfono del
despacho del director general, donde se creía que se había atrincherado con un rehén,
una joven recepcionista. «Señor Mayweather, ¿me oye? Señor Mayweather, le
estamos pidiendo que tire sus armas y salga por la puerta. Le pedimos que libere a la
señorita Carpenter enseguida y le permita marcharse. ¿Me oye, señor Mayweather?».
El pistolero, varón blanco, de aproximadamente treinta años, altura media y unos
cien kilos de peso, había sido identificado como un empleado despedido
recientemente de Niágara Precision. ¿Mayweather? Había Mayweathers en la zona de
Baltic Street y había habido Mayweathers en el instituto de Chandler. Este
Mayweather había disparado y herido gravemente a un capataz; había disparado de
manera indiscriminada en dirección a los empleados que huían, a los que gritaba pero
no perseguía; al principio había tomado dos rehenes, ambas mujeres, pero al cabo de
veinte minutos había liberado a una joven embarazada, con instrucciones de decir a la
policía que Mayweather quería «salir del país a salvo», en avión, hacia Cuba.
¡Cuba! No era buena señal.
Como si Fidel Castro fuera a dar asilo político a un tipo que había estado
disparando a sus compañeros de trabajo.
Chandler le preguntó a Rodwell qué le parecía lo que estaba ocurriendo, y este
contestó que esperaba que la muchacha no estuviera ya muerta.
Si la policía averiguaba que estaba muerta, irían a por Mayweather
inmediatamente. Arrojarían dentro gas lacrimógeno, despejarían el edificio. Si
Mayweather se resistía, le matarían. Era una situación sencilla, como una tragedia
griega a grandes rasgos. Chandler sabía por experiencias pasadas que un pistolero
atrincherado tenía pocas opciones, y ninguna de ellas a su favor.
Salvo si su finalidad era el suicidio.
La historia, juntadas todas las piezas, era que Mayweather, despedido de Niágara
Precision la semana anterior, había aparecido con un rifle aquella tarde, entrado en la
recepción y pedido ver al director general, quien, por fortuna para él, no había
regresado aún de almorzar; había decidido entonces ir a por el capataz, con el que
había tenido desavenencias, pero después de haberle disparado se había calmado y
había permitido que sacaran al hombre del edificio, sangrando muchísimo, y se lo
llevaran en ambulancia a un hospital. Mayweather no parecía saber ya lo que quería,
lo cual no era inusual, pensó Chandler, en situaciones desesperadas como aquella.

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Chandler trató de averiguar por qué Mayweather había sido despedido, y le
dijeron que la policía aún no conocía la razón exacta. Se había mencionado que bebía
en el trabajo. ¿Insubordinación? Los compañeros de trabajo de Mayweather le
describían como «muy tranquilo», «hosco», «susceptible». La joven embarazada a la
que había permitido escapar estaba demasiado trastornada para contar gran cosa a la
policía, y estaba siendo tratada del shock en un hospital.
La voz por el megáfono prosiguió, incansable: «¿Señor Mayweather? Repito,
Señor Mayweather, el edificio está rodeado…».
Chandler se preguntó cuándo le pedirían que interviniera. O si se lo pedirían.
Era el suspense de las trincheras durante una pausa. Hacía más de veinte minutos
que el pistolero invisible había dejado de disparar.
El aire allí era tan acre que a Chandler le costaba respirar. Le escocían sus
sensibles ojos. El olor predominante emanaba de Dow Chemical, que estaba cerca,
antiguo fabricante de napalm. En el puente de la Paz, que llegaba a Canadá, Chandler
había participado años atrás en una gran manifestación contra Dow Chemical. La
policía había arrestado a algunos de los manifestantes más agresivos, pero no a
Chandler Burnaby, que nunca había sido uno de estos. Uno quería creer que las
acciones individuales importaban, que las decisiones éticas tenían consecuencias
reales, y tal vez era así. La despreciable guerra había terminado. Las tropas
estadounidenses habían vuelto a casa. El napalm había pasado a la historia como
anteriormente el gas nervioso. Aun así, Dow se había recuperado del desastre de su
mala fama y volvía a prosperar, como gran parte de la industria de Niágara Falls.
Swann Chemicals había sido adquirida por Dow a finales de los años sesenta.
Una venta multimillonaria, sumamente beneficiosa para la compañía con sede en
Niágara Falls, que había sido el blanco de lo que ahora se consideraba una acción
legal «medioambiental iniciada demasiado pronto». Swann había ganado el caso del
canal Love, pero los tiempos estaban cambiando.
La voz del megáfono prosiguió, con más urgencia: «¿Señor Mayweather? Hemos
rodeado el edificio. Tenemos que saber que la señorita Carpenter no ha sufrido
ningún daño. Tire sus armas, salga por la puerta…».
Por el amor de Dios, pensó Chandler. Que ocurra algo.
No, no estaba impaciente. ¿Impaciente, por qué? Lo importante de que él
estuviera allí era la paciencia. Él era el hombre de las crisis; le habían enseñado a
vencer una crisis; no era un profesional, por lo tanto esta debía de ser su vocación.
Tenía que admitir que le gustaba el anonimato. Si bien él era el señor Burnaby, su
nombre no era él. Allí no, entonces no. Esto era una especie de gracia divina, para
alguien que no podía creer en Dios. Ariah no sabría dónde estaba su hijo, y todavía
no podía estar ansiosa o furiosa por él. Royall no podía saberlo, y no estaría
preparándose para sentirse culpable a la defensiva si algo le ocurría. Juliet no lo podía
saber, aunque si el incidente aparecía en televisión y si por casualidad veía las

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noticias de la noche, podría suponer que su hermano mayor se hallaba en el lugar de
los hechos.
Y estaba Melinda.
Chandler hizo una mueca, al pensar en ella. Debería haber pedido a algún amigo
que la llamara.
Le estaba esperando en su apartamento, en el lado oeste, entre las seis y media y
las siete. Le llamaría si empezaba a retrasarse, y nadie respondería al teléfono. Iban a
preparar la cena juntos (esta noche, chiles) como hacían con frecuencia. Chandler
jugaba con el bebé, pasaba las páginas de un libro ilustrado, incluso ayudaba en el
baño de la niña. Chandler pasaba la noche allí si Melinda le invitaba; ella lo hacía si
percibía que Chandler quería ser invitado. Hacían el amor de un modo tierno,
tentativo. Estaban iniciando poco a poco una relación más definida, al igual que los
patinadores, entusiasmados, temerosos, se lanzan al hielo sin estar seguros de si este
los sostendrá.
«¡Ríndase! Tire las armas.
»Señor Mayweather, el edificio está rodeado».
Esperando que nadie se diera cuenta, Chandler se arriesgó a asomar la cabeza por
el costado de la furgoneta para echar un vistazo. Parecía improbable que el pistolero
estuviera observando y disparara en aquel momento. Pero a Chandler se le erizó el
pelo de la nuca.
Royall siempre insistía en que su trabajo en el Devil’s Hole era seguro al cien por
cien. Ir en barco por la garganta solo parecía peligroso.
Chandler se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz, entrecerrando los ojos.
El corazón había empezado a acelerársele aunque sabía (¡lo sabía!) que no corría
ningún peligro real. Y no lo corría. La fachada del sombrío edificio no había
cambiado. La puerta estaba entreabierta como antes, el umbral estaba vacío. No había
ningún movimiento allí, ni detrás de la ventana destrozada. Se oía de fondo el
zumbido de un helicóptero de la policía. Parecía que el tiempo estaba suspendido,
pero por supuesto no era así. Policía, personal sanitario, trabajadores de urgencias,
periodistas, todos estaban esperando a que ocurriera algo, pero ¿dónde estaba el
pistolero? Él había puesto en marcha todo esto, y se había retirado con su rehén, se
había atrincherado. No respondía al ensordecedor megáfono ni tampoco al teléfono.
Chandler no quería pensar que Mayweather y la joven rehén pudieran estar muertos.
Quizá Mayweather tenía un cuchillo, había matado a la mujer en relativo silencio.
La policía no había oído ruido de disparos. Quizá se había cortado las venas.
«¿Mayweather? El edificio está rodeado. Si me oye…».
Había que sentir lástima por un hombre para el que su empleo en Niágara
Precision Humidifiers & Electronic Cleaners significara tanto. Aquella planta de
fabricación nada boyante que daba empleo a menos de trescientas personas.
Chandler oyó sin querer a algunos policías que hacían apuestas. Si el tipo saldría
vivo o si se lo tendrían que llevar. Si se mataría él mismo o lo harían ellos.

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Chandler había estado presente en situaciones en las que algún hombre había
muerto o resultado herido por disparos de la policía. No era una experiencia
agradable. El terrible ruido de los disparos, que duraba varios segundos, se te clavaba
en el cerebro y penetraba profundamente en él. Era un ruido ensordecedor, un asalto
metafísico. Ruido como el de un machete cortando huesos. «Desearía que no lo
hicieras, pero aún desearía más que no tuvieras la necesidad de hacerlo». Melinda le
besó, Melinda le estrechó entre sus brazos; estaba temblando. Parecía percibir que no
debía abrazar a Chandler de aquel modo; sin embargo, él quería que lo hiciera, y ella
también percibía eso. Él no le había contado más de lo que ella necesitaba saber.
Claro que era enfermera, había trabajado en urgencias.
En dos ocasiones en los últimos tres años, Chandler había estado presente cuando
un hombre se había quitado la vida. Uno había utilizado un revólver, durante un
punto muerto en las negociaciones con la policía en un edificio de pisos del centro, el
día de Año Nuevo; el otro había muerto arrojándose a las agitadas cataratas
Americanas desde la punta de la isla Cabra, ante una aglomeración de atónitos
espectadores. (Este suicida, un alumno de matemáticas de la Universidad de Niágara,
de dieciocho años, sin historial conocido de problemas emocionales, había estado
colgando con cara pétrea de la barandilla durante casi una hora antes de soltarse.
Habían designado a Chandler para que intentara razonar con él, hacerle hablar y
reconsiderar su idea, pero él había fracasado, y se había alejado con sigilo, derrotado.
Muerte en las cataratas. De todas las muertes, parecía la más vengativa). En realidad,
la mayor parte de las veces Chandler se veía involucrado en situaciones de
emergencia que no tenían un final dramático, sino que simplemente terminaban, por
estancamiento y agotamiento. Un hombre borracho atrincherado en su apartamento
con su hijo menor, gritando con aire desafiante, llorando, rompiendo cristales y
muebles, pero que no opone resistencia cuando la policía entra y se lo lleva. Un hippy
de edad madura que ha tomado LSD y amenaza con prenderse fuego en un lugar
público pero que, después de atraer a docenas de curiosos y de rociarse de forma
espectacular con queroseno, es incapaz de encender una cerilla y se deja llevar por la
policía ahogando la risa. Hombres sin afeitar en camiseta que se abalanzan sobre los
agentes de policía, gritando obscenidades y con intención de pelear a muerte, pero de
inmediato son dominados, arrojados al pavimento y hábilmente reducidos y sus
muñecas esposadas a la espalda.
Era así. Varias veces también había llegado tarde, el drama ya había terminado,
todo el mundo se encaminaba hacia su casa. Aquella sensación en el estómago. «No
has servido de nada, qué tonto eres. Qué vanidad».
Sin embargo, estaba aquella noche el pasado julio, cuando había llevado en coche
a Melinda al hospital para dar a luz. No eran amantes, solo amigos. Melinda le había
pedido a Chandler que se quedara con ella porque tenía miedo de estar sola, y él lo
había hecho aunque también estaba asustado; y cuando empezó a tener contracciones
él la ayudó, la acompañó al hospital y se quedó con ella las siete horas que tardó en

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dar a luz. Era la experiencia más extraordinaria de su vida. Jamás la olvidaría, y sin
duda marcó una diferencia.
«¿Señor Mayweather? Coja el teléfono. Tenemos que hablar con usted, señor
Mayweather. Tenemos que comprobar que la señorita Carpenter está bien…».
No hubo respuesta por parte del pistolero.
Chandler oía a los policías hablar en voz baja, nerviosos y enojados. Nadie creía
que Mayweather hubiera resultado herido en el intercambio de disparos, pero
Chandler se preguntaba si posiblemente era así. Quizá el pistolero y su rehén estaban
desangrándose en el interior del edificio. «Que ella está bien», qué raro sonaba eso,
qué inesperado en el volumen ensordecedor del megáfono.
«Señor Mayweather, le estamos llamando en estos momentos y le pedimos que
descuelgue el auricular. Tenemos que saber lo que quiere. Qué es lo que espera. Señor
Mayweather, ¿me oye? El edificio está rodeado. Libere a la señorita Carpenter
enseguida y no sufrirá usted ningún daño».
Esta vez, mientras todos escuchaban tensos, se oyó que desde el interior del
edificio gritaban una obscenidad. La voz era tensa, y no llegaba de muy lejos.
Siguió un silencio. (A poca distancia, el rugido de trenes de carga). Había cierta
expectación de que sonara algún disparo, pero no ocurrió nada.
Entonces fue cuando Chandler se enteró de que el pistolero se llamaba Albert.
¿No conocía él a Albert Mayweather del colegio? Hacía años que Chandler no oía ese
nombre.
En realidad, Chandler se había graduado con otro Mayweather, un hermano
menor o primo de Albert. Pero recordaba a Albert Mayweather, como un muchacho
joven podría recordar a otro mayor al que teme y le cae mal y sin embargo admira de
ese modo indescriptible de la adolescencia.
Los Mayweather vivían en la zona de Baltic Street, aunque ninguno de ellos cerca
de los Burnaby. Había muchos, prácticamente eran un clan. Pero Chandler recordaba
bien a Al. Un chico fuerte, corpulento, con el tipo de un luchador y el pelo rubio
oscuro y áspero como fibras de alfombrilla. Había estudiado formación profesional,
como tantos muchachos del instituto de Niágara Falls. Su humor oscilaba entre una
silencio amenazador y un entusiasmo de payaso. Era uno de esos muchachos cuya
idea del ingenio era chasquear los nudillos, o tirarse fuertes pedos. No pertenecía a
ninguno de los equipos del colegio, pero jugaba a baloncesto con sus colegas detrás
del centro, con el cigarrillo colgando de sus gruesos labios. «¡Ale… hop!», le
gritaban sus compañeros. «Ale-hop», como si fuera un término cariñoso. Chandler
comprendía de mala gana que las chicas, incluso las buenas chicas, a veces se
sintieran atraídas hacia chicos como Al Mayweather. Al menos en un principio.
Era extraño, e indescriptible: querías caer bien a esos muchachos. Que te
perdonaran tus buenas notas, tus ojos miopes y paso vacilante, tu balbuceo en
circunstancias que daban miedo.

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Querías que un muchacho como Al Mayweather supiera tu apellido, un apellido
al que un escándalo había dado un significado perverso, un apellido criminal:
«¿Burnaby? ¿Eres tú?».
Chandler tenía el vago recuerdo de que alguien de la familia de Al Mayweather, o
de la familia de algún Mayweather de la clase de Chandler, era uno de los muchos
trabajadores de Oxy-Chemical que habían quedado incapacitados de jóvenes, con
treinta o cuarenta años; hubo una demanda colectiva contra la compañía a mediados
de los años setenta, mucha polémica en la ciudad e ira. Chandler recordaba palabras
como «traicionado», «mentido», «derechos de los trabajadores», «enfermedad
provocada por el trabajo» en los titulares de los periódicos. Si se sabían los detalles,
la demanda multimillonaria no había terminado favorablemente para los trabajadores.
Un jurado había concedido considerables compensaciones económicas a los hombres
moribundos, o a sus familias; pero después estas sentencias con frecuencia habían
sido anuladas en los tribunales de apelación, y para entonces los medios de
comunicación habían perdido el interés en el tema.
«¿Señor Mayweather? Salga por la puerta con las manos en alto.
»No lleve sus armas a la puerta, señor Mayweather.
»Señor Mayweather, el teléfono está sonando. Conteste al teléfono».
La policía había intentado ponerse en contacto con la esposa de Mayweather, de
la que estaba separado, pero no habían podido localizarla ni en casa ni en el trabajo.
Sus hijos vivían con los abuelos en Tonawanda Norte. ¿Estaban bien? Chandler sabía
que en estos casos el pistolero podía haber empezado a disparar en serie en su propia
casa.
Chandler se preguntó si el padre de Mayweather aún viviría: probablemente no.
Ninguno de los hombres implicados en la demanda seguían vivos. Cáncer de pulmón,
cáncer de páncreas, cáncer cerebral, cáncer de hígado, cánceres de piel. Cánceres
rápidos. Cánceres con metástasis. Esa era la principal argumentación de la defensa,
una demanda de reparación por las muertes prematuras de personas aún jóvenes.
El canal Love era recordado con frecuencia.
Pero no el apellido degradado Burnaby.
Melinda había dicho: «Chandler, por favor. Tú no eres tu padre».
Chandler contó más de veinte agentes de policía en el lugar. Algunos vestían
trajes protectores y todos iban armados. Por todas partes, al otro lado del edificio de
la fábrica, había más hombres, armados de forma similar. Mayweather no tenía
ninguna posibilidad. Si intentaba salir disparando le acribillarían a balazos al instante.
Se preguntó, no por primera vez en circunstancias similares, cómo podía ser que un
hombre se encontrara en semejante lugar, un día. Una rata acorralada en un rincón.
Sin salida.
Desde que iba al instituto, Chandler no había pensado en los Mayweather.
Suponía que las familias aún vivían en la zona de Baltic Street. Ahora la generación
más joven se había hecho adulta, como Al, y había entrado a trabajar a las fábricas; se

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habían casado, habían tenido hijos, se habían establecido. Era probable que Al
hubiera ido directamente desde la formación profesional que estudió a este trabajo en
Niágara Precision. Habría sido lo que se conoce como un obrero cualificado, para
distinguirlo de un obrero no cualificado. Los mejor pagados eran los delineantes y los
diseñadores de herramientas y tintes, aunque si una planta no tenía sindicato, como
tal vez era el caso de Niágara Precision, los salarios no serían muy altos. Los planes
de pensiones, la cobertura médica, el seguro no serían muy elevados. Los obreros que
no tenían sindicatos también podían, además, ser despedidos a capricho del patrón.
Dos horas y cuarenta y cinco minutos hacía que Mayweather había entrado en el
edificio y empezado a disparar. Desde que se habían llevado al hospital al hombre
herido no había ocurrido gran cosa. Chandler había preguntado varias veces si podía
hablar con Mayweather por el megáfono, explicando que había ido al colegio con él,
pero el capitán no estaba convencido de que fuera una buena idea todavía. La policía
aún intentaba ponerse en contacto con la esposa y los hermanos de Mayweather. Con
alguien próximo a Mayweather. Chandler dijo:
—Yo me siento próximo a Al Mayweather. Creo que podría lograr que cogiera el
teléfono.
(¿Era así? Chandler no estaba seguro. Al oírse pronunciar estas palabras, con voz
segura y urgente, tuvo la sensación de que posiblemente era así). Chandler, como los
otros, se estaba poniendo nervioso. El torrente de adrenalina empezaba a disminuir.
Como la marea baja, las olas retrocedían y dejaban la arena cubierta de desperdicios.
Le preocupaba que le doliera la cabeza. Esta era su debilidad, o una de ellas: un dolor
palpitante detrás de los ojos y una creciente sensación de desánimo, desesperación.
«Por qué murió. Mi padre. Por qué, como una rata atrapada. ¡Yo le quería! Le echo de
menos».
Había defraudado a Royall. A Royall, que le había llamado, que había acudido a
él de un modo en que jamás había hecho; nunca le había hablado a Chandler de aquel
modo.
A Royall, y a Juliet. Él era su protector. Ariah se lo había rogado, quince años
atrás. Por supuesto, él lo había prometido. Era mejor traicionar a los muertos que a
los vivos.
Chandler pensó en Melinda, a quien Ariah no aprobaba; y en la hija de Melinda,
de la que Ariah sabía muy poco. Se preguntaba por la animosidad de su madre hacia
una mujer a la que no conocía personalmente. ¿Porque la niña no sería su nieta? Tal
vez fuera eso. Una niña pequeña a la que Chandler podría amar, pero que no
descendía de Chandler, ni de Ariah.
«La familia lo es todo. Lo único que existe en la tierra».
Habían llegado furgonetas de los programas de noticias de la televisión, que ahora
se alineaban en Swann Road. Detrás del cordón policial, los periodistas iban y
venían, frustrados por la inacción y por la necesidad de mantenerse a distancia. Eran
profesionales muy diferentes de los que ya estaban en el lugar del incidente: los

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periodistas eran gente que veían la situación de emergencia como una oportunidad,
una noticia que explotar. Estaban irritados, pero expectantes, tenían esperanzas.
«¡Aquí estamos! Ahora puede ocurrir algo emocionante». Los más molestos eran los
que habían llegado en la furgoneta que llevaba la inscripción NFWW-TV, «SUS
NOTICIAS DE ACCIÓN», CANAL 4. Era la filial local de la NBC. Entre ellos se
encontraba un operador de cámara que rondaba con un instrumento en forma de
bazuca al hombro, apuntando a objetivos que se movían. Rápidamente se fue
haciendo de noche, y la zona se iluminó. Eran luces cegadoras con un extraño
resplandor azulado. Uno esperaba oír los potentes acordes de una banda de rock que
te hacen vibrar las tripas. Ahora la luz producía una agudeza cinemática en los
objetos, las texturas, los colores iluminados, mientras que, a la luz de la habitual tarde
nublada de marzo, las cosas parecían indistintas e insignificantes.
Una atractiva y joven periodista con una gabardina de la NFWW-TV apretada por
un cinturón, boca roja y ojos estilo Cleopatra, intentaba seducir a los agentes de
policía y trabajadores médicos para que le hablaran al micrófono ante la cámara, pero
no estaba teniendo mucho éxito. Chandler sabía que el principal objetivo de los
medios de comunicación era conseguir el máximo de metraje filmado, para ser
astutamente editado, unido y distorsionado en el estudio y producir así un efecto
dramático.
—¿Señor Chandler? ¿Usted es el «hombre de las crisis»? ¿Puedo hablar con
usted? —La voz de la joven le llegó a Chandler, que se retiró un poco con una sonrisa
educada.
—Lo siento, no soy el señor Chandler. Y no, lo siento mucho, no tengo ganas de
hablar con usted ahora, no me parece apropiado.
—Pero ¿por qué no?
—Porque no lo es.
—¿Porque el pistolero aún está ahí dentro, y la rehén, y…?
Chandler se dio la vuelta, esperando desanimarla. Ella le siguió.
Al igual que los profesionales, Chandler había acabado por detestar a los
impacientes periodistas, por intrusos y explotadores. Representaban todos los tópicos
de su profesión, si bien era posible sentir cierta simpatía por ellos; sin embargo, no se
podía confiar en ellos. Cuando se había hecho voluntario, Chandler había creído
ingenuamente que divulgar semejantes incidentes dramáticos sería útil, incluso
educativo, pero desde entonces había cambiado de opinión. El año anterior, había
sido entrevistado por la NFWW-TV para el informativo nocturno y lo que había visto
no le había gustado nada. Ser identificado como Chandler Burnaby, profesor de
ciencias del instituto de La Salle, «voluntario en situaciones de crisis con una
misión», le había parecido espantoso, como hacerse publicidad de sí mismo. Había
odiado su voz, su sonrisa, sus modales nerviosos; la transparencia de su vanidad, de
que en aquella ocasión había tenido éxito en su objetivo. Peor aún, Melinda le había

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visto por casualidad en la tele antes de que él hubiera tenido oportunidad de llamarla,
y se había preocupado, mucho más de lo que él esperaba.
Aun así, Chandler se sentía humilde de verdad. Temía que los medios de
comunicación hablaran mucho de él, y luego fracasar públicamente,
ignominiosamente. Era consciente de la ironía y el patetismo barato que podía
generarse si moría de un disparo mientras estaba salvando a otro.
En especial, a los veintisiete años, se sentía humilde entre los Samaritanos. Esta
organización era sumamente cristiana, una sociedad para impedir el suicidio que
había tenido su origen en Inglaterra décadas atrás y contaba con afiliados en Estados
Unidos.
Entre los samaritanos había profesionales y no profesionales, pero todos eran
voluntarios; había que recibir una formación, que era rigurosa. Incluso para atender la
Línea Telefónica para Crisis de Niágara se precisaba un curso de orientación de cinco
semanas; no era una actividad para amas de casa aburridas y jubilados que buscaran
algo en que ocupar sus horas de ocio.
—Señor Burnaby. —Ahora la mujer de la televisión sabía su apellido, y sonaba
como si tuviera poder. De pronto se hallaba ante él con su micrófono como un cetro,
hablando en voz baja, jadeante y reverente—. ¿Es cierto que usted conocía a Albert
Mayweather, el pistolero que ha tomado a Cynthia Carpenter de rehén y ha disparado
y herido gravemente a un capataz aquí, en Niágara Precision…?
Chandler, irritado, enrojeciendo, se dio la vuelta y le hizo un gesto de que se
alejara de él.
Cynthia Carpenter, la rehén, cuyo nombre completo Chandler no había oído hasta
entonces.
Trató de pensar: ¿conocía a algún Carpenter?
Varios miembros de la familia Carpenter se hallaban en el lugar del suceso, a
cierta distancia, a salvo. Chandler había reparado en una pareja mayor, de cincuenta o
sesenta años, aturdidos, consternados. (Pero ¿no había ningún Mayweather?).
Chandler estaba pensando que podría razonar cara a cara con el pistolero, con Al
Mayweather, al que (casi) conocía. Uno de los muchachos mayores de los que, si
podías, te mantenías lejos. No es que Al Mayweather se hubiera molestado en
atormentar a Chandler Burnaby, que era años menor que él. Mayweather y sus
amigos alborotaban en los pasillos, en las escaleras, en la cafetería del colegio.
Mayweather, o chicos como él, en el vestuario después de gimnasia, desvistiéndose
para ducharse, riéndose con estrépito, gritando y golpeándose los unos a los otros en
los bíceps, el pene colgándoles como una salchicha.
Si Mayweather se rindiera ahora, liberando a Cynthia Carpenter sin hacerle daño,
sin duda los cargos contra él se reducirían. Había dejado salir a la mujer embarazada.
Si el capataz no moría, y no quedaba incapacitado para siempre… Chandler se
preguntaba qué estaría pensando Al Mayweather, que ahora tenía treinta años, en el
interior del edificio. ¿Que estaba atrapado? ¿Que controlaba la situación? ¿Atrapado,

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aunque (de momento) controlando la situación? Chandler no podía imaginar qué se
diría a sí mismo un hombre en semejante situación desesperada. O qué se decía a
medida que transcurrían los minutos, y luego las horas. Debía de haber un momento
en que tuviera que orinar. Un momento en que se mareara por no comer, y estuviera
exhausto. Un momento en que deseara por todos los diablos no haber cometido jamás
semejante error, y haber conducido su vida a aquel punto.
Le preguntaron a Chandler en qué medida conocía a Mayweather cuando iban al
instituto, y él dijo, tras una pausa:
—No muy bien. Pero creo que él me recordaría, confiaría en mí. Tal vez pueda
lograr que negocie por teléfono.
Semejante confianza. Chandler se preguntaba de dónde procedía.

Eran casi las seis de la tarde cuando le dieron a Chandler el megáfono. Se esforzó
para que las manos no le temblaran. Un agente de policía le estaba diciendo que
hablara lentamente y con claridad y que se mantuviera fuera del alcance de cualquier
posible disparo; no se deje confundir si Mayweather coge el teléfono y le habla, no
muestre su cara. Procure que responda al teléfono. El teléfono ha estado sonando, no
lo cogerá. Haga que nos muestre a la rehén. Tenemos que saber cómo se encuentra
esa chica.
—Sí. Lo sé. Lo haré. Gracias, agente.
Chandler tragó saliva con fuerza. Ya había hablado por un megáfono una vez
antes, sin embargo la vibración del sonido, el volumen, le cogió por sorpresa. Como
un sueño de poder exagerado, improbable. Chandler acercó la boca al megáfono y se
quedó atónito al comprobar cuánto se ampliaba su voz, y la autoridad que confería
semejante ampliación.
—¿Al? ¿Al Mayweather? Soy Chandler Burnaby, fuimos juntos al instituto. Soy
del barrio, de Baltic Street. No soy agente de policía, Al, soy un ciudadano corriente,
un voluntario. Me han pedido que ayude porque te conozco, Al. Me pregunto si me
recuerdas. Por favor, contesta al teléfono, Al, y podremos hablar. Necesito oír tu voz.
—Chandler hizo una pausa. El corazón le latía con fuerza debido a la excitación.
Quería pensar que Al Mayweather estaba perplejo por esta nueva e inesperada voz.
La voz de un amigo, del pasado. Una voz que le llamaba por su nombre y le pedía
algo por favor.
Diez años. Tal vez once desde que Chandler había visto por última vez a Albert
Mayweather. Mayweather jamás le recordaría, pero habían estado en el mismo
edificio escolar al mismo tiempo. Habían crecido en el mismo barrio, se habían
despertado en camas oyendo los mismos atronadores vagones de carga y pitidos de
las locomotoras.
Chandler esperaba que Mayweather no estuviera pensando por qué diablos él,
Chandler Burnaby, de pronto se interesaba tanto por él aquella tarde, después de

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tantos años de vivir en la misma ciudad sin mantener contacto.
—Al, ¿cogerás el teléfono? Estoy marcando.
En realidad, alguien marcaba el teléfono por Chandler. Había varios agentes de
policía en la furgoneta con él, coordinando la operación. Chandler oyó sonar el
teléfono en el otro extremo. Esperaba que Cynthia Carpenter estuviera viva. Deseaba
con todas sus fuerzas sentir un fuerte vínculo fraternal con Al Mayweather, pero no si
había herido a su rehén.
—¿Al? Tenemos que hablar contigo, ¿de acuerdo?
Marcaron el número de teléfono, una y otra vez. Chandler reiteró su ansiosa
súplica. Recordaba a Al del instituto —¿Al le recordaba a él?— y ahora quería
ayudarle, quería ayudarle a comunicarse con la policía para resolver esta situación de
la mejor manera para todos, de modo que nadie resultara herido, ¿Al le escuchaba?
¿Tendría la bondad de responder al teléfono? Estaba marcando de nuevo…
Una docena de timbrazos y entonces, de repente, cogieron el auricular.
Se oyó una voz masculina próxima y recelosa al oído de Chandler:
—¿Sí?
Chandler lo había logrado. Donde la policía había fracasado, él había tenido éxito.
—¿Al? Hola.
La llamada sería monitorizada por agentes de policía, y grabada. Sin embargo,
Chandler se comportaría como si se tratara de una llamada particular y el intercambio
entre él y Mayweather fuera íntimo.
Se identificó como voluntario del Centro de Situaciones de Crisis. Contó que la
policía le había pedido que acudiera allí para abrir «líneas de comunicación». Para
averiguar cómo podían ayudar a Al en esta situación en la que se había metido. Pero
la voz era discordante, como grava lanzada contra la cabeza de Chandler:
—Nadie puede ayudarme, estoy jodido.
Chandler protestó; no, Al no había matado a nadie, e hizo una pausa para que esto
calara. (¿Era cierto? Que Chandler supiera, el capataz aún seguía vivo). Chandler
dijo:
—Has dejado salir a la mujer, a la embarazada, eso cuenta en tu favor, Al. Es lo
que dice la gente. Y Cynthia Carpenter, la joven que está contigo, está bien, ¿no?
Hubo una pausa. Luego un farfulleo, una respuesta inaudible. Chandler dijo:
—¿Al? No te he oído.
Esperó uno o dos segundos, y se puso a hablar como si no ocurriera nada
extraordinario. Tenía una información crucial que darle, y suponía que Mayweather,
al otro extremo de la línea, estaría escuchando y tendría la mente lo bastante clara
para entender lo que le decía. Chandler le dijo a Mayweather que los padres de la
joven estaban allí esperando, que estaban muy preocupados; ¿haría el favor Al de
permitir que Cynthia Carpenter se pusiera al teléfono? Dijo, con su voz calmada,
seria y formal, la voz de un amigo en el que se puede confiar:

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—Al, será muy diferente, créeme, si colaboras ahora. La gente está diciendo lo
generoso y bueno que has sido dejando salir a la otra mujer; has sido considerado con
una mujer embarazada, no le harías daño a una mujer…
Mayweather le interrumpió con voz vehemente y ofendida:
—¡No lo haría! No haría daño a una mujer. ¿Mi esposa está ahí?
La esposa. Sin duda aquel drama era por la esposa (ausente, separada). En
definitiva todos los dramas son por la familia.
Chandler dijo:
—Tu esposa todavía no ha llegado, Al. Están intentando ponerse en contacto con
ella. ¿Sabes dónde está?
Mayweather dijo en tono burlón:
—¿Cómo coño voy a saber dónde está Gloria? No lo sé. Probad en casa de sus
padres. Probad en casa de su novio.
Mayweather prosiguió un rato de esta guisa, enojado, autocompadeciéndose, y
Chandler pensó que era buena señal, pues significaba que Mayweather no había
matado a su esposa antes de ir a disparar a Niágara Precision. Chandler dijo:
—Entretanto, Al, ocupémonos de Cynthia Carpenter; debe de estar asustada, es
posible que necesite atención médica, ¿no te parece buena idea que se ponga al
teléfono? Sus padres están ansiosos por saber si se encuentra bien…
Chandler esperó y repitió la petición. Sabía por experiencias pasadas que razonar
con una persona excitada o perturbada es como intentar que alguien que no sabe
llevar una canoa utilice el remo como es debido. La canoa gira ya en una dirección,
ya en la otra; hay que mantener un rumbo relativamente recto mediante la pura
voluntad, una decidida fe en el buen resultado; sin vacilar, sin momentos íntimos de
duda o alarma. Chandler sabía lo crucial que era esto. Si le había ocurrido algo a
Cynthia Carpenter, Mayweather no tenía poder para negociar. El rehén tenía que estar
vivo.
—¿Al? Escucha. La gente está preocupada por Cynthia Carpenter, ya te lo he
dicho. Puedes imaginártelo, ¿no? Así que si pudieras hacer que se pusiera al teléfono,
solo un momento…
Chandler se sentía mareado pero feliz, como si recorriera una cuerda floja muy
por encima de las cataratas. Muy por encima de una multitud de extraños que le
miraban boquiabiertos. Querían que tuviera éxito, sin embargo querían que fracasara.
Actuar en la cuerda floja, con el peligro de tropezar, de caer. Un movimiento en falso,
y Chandler resbalaría y caería. Y Mayweather caería con él.
—¿Al? ¿Me escuchas? Si pudieras…
Oyó cómo Mayweather hablaba con alguien a lo lejos, aunque no oyó respuesta
alguna.
En la furgoneta no había calefacción, pero Chandler había empezado a sudar.
Esperaría, volvería a intentarlo. Y otra vez. Mientras la policía se lo permitiera.
Esta era su tarea.

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Hasta que al fin, tras unos minutos de frustración, Mayweather gritó algo así
como: «¡Aquí está!». Y se oyó al teléfono una voz débil y asustada.
—Ho-hola.
Era Cynthia Carpenter. Jadeante, de forma casi inaudible, le dijo a Chandler que
estaba «bien», «un poco cansada, asustada», esperaba que la policía no disparara en
el interior del edificio. Chandler le aseguró que la policía no dispararía en el edificio.
La seguridad era lo primero. Cynthia Carpenter dijo, desesperada:
—Este hombre no me ha hecho daño, lo juro. Me ha dejado utilizar el baño. No
me ha hecho daño, lo juro. Pero dice… —Prorrumpió en llanto. Chandler no quería
pensar que Mayweather podía estar apuntándole con una pistola en la cabeza.
Por primera vez sentía el horror visceral de la situación. No se trataba de Al
Mayweather, al que había conocido de muchacho en el instituto, se trataba de la rehén
Cynthia Carpenter, a la que no conocía, hasta ahora, y al oír su voz había sentido una
tremenda compasión por ella. Terror por su vida. Probablemente Mayweather la había
empujado, golpeado. Sin duda alguna la había aterrorizado. Amenazado con matarla.
Y ella no podía saber, en aquel momento, si le permitiría vivir mucho tiempo.
Chandler pensó en su hermana Juliet y sintió una oleada de rabia, de odio hacia
Mayweather.
«Cualquier cosa que le haga la policía, ese hijoputa se lo merece».
Pero no. Mayweather era asimismo una víctima. Chandler tenía que sentir
compasión también por él.
Intentó retener más tiempo a Cynthia Carpenter al teléfono. La muchacha lloraba,
se asfixiaba. Chandler le habló en un tono tan reconfortante como pudo dadas las
circunstancias. Los padres de ella se encontraban allí, y se quedaron muy aliviados al
saber que su hija estaba bien; no, la policía no dispararía al edificio, pues la seguridad
era su principal preocupación; harían todo lo que pudieran para que la muchacha
fuera liberada. Pero ellos tenían que saber lo que su secuestrador esperaba a cambio
de liberarla.
—El señor Mayweather no parece comunicarse con mucha claridad, señorita
Carpenter. Tal vez si usted…
Mayweather le arrebató el auricular a Cynthia Carpenter y empezó a hablar con
nerviosismo. Dijo a Chandler que claro que soltaría a la muchacha… si su esposa iba
allí y se intercambiaba con ella; solo quería hablar con Gloria. Chandler repitió que
Gloria no se hallaba allí, aún no; la policía estaba intentando ponerse en contacto con
ella, y cuando lo consiguieran, Al podría hablar con ella por teléfono. Mayweather
dijo que no era suficiente hablar por teléfono, que ella colgaría, y él la quería junto a
él, necesitaba explicarle que lo que estaba ocurriendo era culpa de ella, porque él la
amaba, pero ella no le amaba a él, era culpa de ella y lo sabía. Chandler escuchaba
con comprensión. Entonces, de pronto, Mayweather cambió de opinión y dijo que
dejaría salir a la chica si apagaban todas las luces de fuera, la policía se retiraba y le

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dejaban llegar hasta su coche y le prometían «salir de la ciudad sano y salvo». Nada
de armas, nada de controles de carretera, nada de helicópteros.
—La chica irá conmigo, ¿entiendes? Pero la soltaré cuando pueda. Tal vez en
Canadá.
—¡Canadá! Bueno. —Chandler se secó el sudor de la cara con un pañuelo de
papel—. Eso puede que sea un poco difícil El puente, la frontera…
Mayweather no escuchaba. Ya había vuelto a cambiar de opinión. Lo que decía
no tenía sentido, aunque hablaba con una intensidad pueril. ¿Estaba Mayweather
mentalmente perturbado? No parecía borracho, pero podría ser que estuviera
drogado. Chandler levantó la mirada hacia los agentes de policía, que le estaban
observando. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? Mayweather desvariaba, vociferando. Seguía
con lo de Gloria y los niños. Que Gloria supiera que aquello era culpa suya. Esto
debía de ser una señal del trastorno mental de Mayweather, pero no parecía recordar
por qué había ido a Niágara Precision; por qué había disparado a un hombre y había
tenido intención de matar a otro. Chandler le dejó hablar. Como un boxeador podría
pegarse a sí mismo al intentar golpear a su oponente, tal vez Mayweather se golpearía
a sí mismo al intentar hacerlo con el intermediario en la situación de crisis. Cuando
empezó a hacer pausas más frecuentes, y a repetirse, Chandler reanudó la
conversación. Una conversación cada vez más privada, más íntima.
Chandler repitió que la policía estaba intentando ponerse en contacto con la
señora Mayweather pero entretanto Al debía recordar que también era padre. Tal vez
eso debería ocupar el primer lugar, ser padre. Tenía que pensar en la vida de sus hijos.
Pensar en su familia. Las personas que le amaban, que estaban preocupadas por esto,
intranquilas por si resultaba herido, le querían y no deseaban que le hicieran daño,
esto aún no había ido tan lejos para no poder detenerse y dar marcha atrás, y habría
un abogado para proteger los derechos de Al, un defensor de oficio si no podía
pagarse un abogado, la justicia se lo proporcionaría, Chandler se aseguraría de eso.
Hablaba deprisa, inspirado y no completamente seguro de lo que estaba diciendo,
salvo de que sonaba bien, sonaba plausible, y Mayweather parecía estar escuchando.
—Tienes que seguir vivo por tus hijos y por la memoria de tu padre, Al. Eso es lo
que debes hacer. La memoria de tu padre, Al. Yo recuerdo a tu padre.
En ese momento a Chandler le pareció recordar al padre de Mayweather. Tal vez
habían hablado, en el vecindario, en la época de la demanda contra Oxy-Chemical.
Las fotografías de los trabajadores en el periódico. No había sido un cáncer, sino…
¿qué había sido? Enfisema. Aunque quizá también había sido un cáncer. ¿Leucemia?
Chandler recordó: Mayweather le había parecido muy viejo, calvo y con el rostro
ajado, pero probablemente no tenía más de cincuenta años: un hombre envenenado
que había muerto joven.
—¿Qué pensaría tu padre, Al? Él querría ahora que hicieras lo que hay que hacer,
soltar a la chica, Al, ¿no crees? Tu padre querría eso.

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Chandler hablaba cegado, los ojos le escocían por las lágrimas, pero debió de ser
persuasivo pues poco después Mayweather masculló algo que sonó a «De acuerdo».
Habían desactivado el punto muerto, ahora las cosas sucederían con rapidez como
solía ocurrir en esas ocasiones, como el hielo cuando se derrite.
Apareció una figura en el umbral de la puerta, profusamente iluminada por los
focos, que se movía de modo tentativo. Brotó un murmullo entre la gente congregada
allí, pero fue ahogado enseguida. La mujer, de aspecto muy joven, levantó ambas
manos para protegerse los ojos de la luz. Caminaba despacio, tambaleándose, como si
el suelo oscilara bajo sus pies. (Iba descalza, con medias. Chandler recordaría este
curioso detalle durante mucho tiempo y lo confundiría consigo mismo, como se
confunden los elementos de un sueño. ¿Había él perdido sus zapatos en la furgoneta
de la policía?). La policía apuntaba con sus rifles, lista para disparar detrás de la
aterrada muchacha. Este era el momento que todo el mundo había esperado y en el
que sin embargo no se podía confiar. Era un momento que podría pertenecer a una
escena del cine o la televisión, pero sin guión. Mientras Cynthia Carpenter, con los
pies descalzos y con medias, atravesaba la parcela de terreno sin hierba todo el
mundo se hallaba a la expectativa, con el intenso temor de que entonces, en aquel
momento, mientras todos estaban observando, el pistolero empezara a disparar; que
disparara a sus enemigos, que rodeaban a la muchacha, o le disparara a ella por la
espalda. Sin embargo, ella siguió, mirando al frente, ni a izquierda ni a derecha,
avanzando vacilante hacia la penumbra de la periferia de la luz, donde la agarraron
unos agentes de policía vestidos con trajes protectores y se la llevaron a un lugar
seguro, y abrazó a sus llorosos padres.
Así terminaba el drama del rehén.
Así terminaba felizmente lo que podía haber finalizado de un modo tan diferente.
Una tirada de dados, pensó Chandler. Al final, poco tenía que ver con él.
Chandler pensaría mucho después en lo asombrosa que era Cynthia Carpenter.
Una muchacha de unos veinte años, avanzando a través de un campo de fuerzas de
inminentes disparos y muerte, temblando visiblemente: su rostro pálido y suave, los
ojos manchados de maquillaje, borrado el carmín de los labios y el pelo alborotado;
pero lo había logrado, había triunfado, pues era alguien que había salvado la vida y a
partir de entonces esta sería algo precioso para ella, un milagro concedido a ella sola.
Y este milagro sería conservado intacto, para siempre. Cuando las palabras vacilaran
y fracasaran, la imagen de Cynthia Carpenter perduraría. Pequeña compensación para
la dura prueba que había sufrido a manos de un loco, aunque sería una leyenda local
para siempre: Cynthia Carpenter.
Ahora se esperaba que el pistolero, en el interior del edificio, se rindiera.
«Abandona». Su resistencia, o su vida.
Rendirse, o matarse.
En la excitación producida por la liberación de la rehén, Chandler había perdido
el contacto con Mayweather. La línea estaba muda. Cuando volvieron a marcar, nadie

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respondió. Chandler, presa del pánico por lo que pudiera haberle pasado ahora a
Mayweather, buscó el megáfono.
Ahora sudaba con profusión. Su camisa blanca, la que había llevado aquella
mañana en el instituto, estaba mojada bajo los brazos y en el pecho. Hacía rato que se
había quitado la corbata y creía que se la había metido en un bolsillo, pero había
desaparecido. Una gota de sudor le resbalaba por la mejilla como una lágrima
aceitosa. «¿Al? Soy Chandler otra vez. Al, gracias. Gracias por liberar a esa
chica…». Era absurdo decir eso, sin embargo Chandler tenía que decirlo. Alabaría al
loco que había mantenido prisionera a una joven a punta de pistola durante varias
horas, le daría las gracias por soltarla, y su gratitud sería sincera. «¿Al? Bueno, ahora
tú. ¿Quieres coger el teléfono? Está sonando». No cogió el teléfono, volvieron a
marcar, y tampoco esta vez respondió. «Al, háblame. Esto acabará bien, ahora que
has soltado a la chica y la gente ve que tus intenciones son buenas. Pero ahora tienes
que dejar las armas, Al, ¿de acuerdo? Para que no resultes herido, Al. Puedes salir, te
detendrán pero no te harán daño. Piensa en tu familia, Al. En tus hijos, en tus padres.
En tu padre. Él fue un hombre valiente; recuerdo a tu padre. Él no habría muerto tan
joven. Querría que tú vivieras. Al, yo quiero que vivas. No hay motivo para que sigas
escondiéndote, Al. Eres listo, lo sabes. La policía quiere que depongas las armas, solo
déjalas en el suelo ahí dentro y sal por la puerta, despacio. Deja que te veamos, Al.
Yo estoy aquí, estoy mirando. Extiende las manos donde podamos verlas. Todo irá
bien, Al, ya lo verás, has soltado a la chica, eso es importante, nadie ha resultado
muerto ni gravemente herido, la muchacha dice que la has tratado bien…». Chandler
siguió hablando muy serio, con creciente desesperación; pero no hubo respuesta.
Volvieron a marcar el teléfono, y esta vez comunicaba.
«¿Al? Por favor. Cuelga el teléfono, habla conmigo… quiero hablar contigo».
Rápida como el hielo que se derrite se estaba desarrollando la situación de crisis,
pero ahora Chandler parecía no estar guiándola. Sentía que estaba perdiendo el
extraño poder fugaz que había tenido. Durante unos minutos de desconcierto, aquel
poder. Como una pequeña llama recta. Pero ahora la llama vacilaba, oscilaba.
Chandler empezó a suplicar. «¿Al? Puedes confiar en mí. Al, me han prometido que
no te harán daño, lo prometen si…». Chandler suponía que la policía le daría unos
minutos más y luego interrumpiría este intento de negociación. El hombre
atrincherado ya no tenía ningún valor con el que negociar, salvo su vida, y tal vez,
después de aquellas horas de tensión, agotamiento, furia e indignación contenidas de
modo profesional, la vida de Al Mayweather no poseía mucho valor. La policía
iniciaría su asedio, arrojaría gas lacrimógeno para hacer salir al hombre condenado.
Cuántas docenas de hombres armados, y Mayweather solo. Chandler se sentía
desesperado, no podía fracasar ahora.
Una tirada de dados. Por qué no, tenía tan poco que ver con él.
Protegido, en la furgoneta de la policía, por las luces cegadoras, así como por el
cristal a prueba de balas, Chandler estiró el cuello hacia delante para ver la parte

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delantera del edificio. Fealdad de hormigón estropeado por la lluvia. A la nítida luz
azulada tenía el aspecto de un decorado de teatro bidimensional. Poseía el aspecto
destartalado de algo que pronto iba a ser desmantelado, destruido. Chandler tendría
que actuar rápidamente y con decisión, o todo el poder le sería arrebatado, regresaría
a su propia vida insignificante.
Chandler se preguntaba dónde estaba Mayweather: ¿había salido con sigilo de la
habitación en la que se había atrincherado durante horas, había seguido a Cynthia
Carpenter hacia la puerta principal? ¿Estaba, en aquellos momentos, de pie detrás de
la ventana rota, apuntando con su rifle? Contempló la ventana de extraña forma, los
fragmentos de cristal de su borde que eran como dientes. Qué cargada de significado
se había vuelto aquella escena, en la intensidad del drama, que de otro modo no
habría tenido. «La vida insignificante. La vida inevitable. La vida que aguarda».
Mientras miraba, Chandler se dio cuenta de que su visión periférica se había
estrechado. Mientras su vista se agudizaba en el centro de su visión, se estaba
quedando ciego en los bordes. Y sin embargo… se había convertido en un embudo de
energía supercargada. Sabía —¡lo sabía!— que su papel era hablar con Al
Mayweather cara a cara.
Salvar a Al Mayweather. Como había salvado a la rehén.
Durante aquellos largos y agotadores minutos desde que le habían entregado el
megáfono, Chandler había estado sentado en una furgoneta de la policía, entre
sombras. Antes de que nadie pudiera impedirlo, salió.
Con su voz débil, ronca y humana gritó:
—¿Al? Soy yo, Chandler.
Penetró con osadía en la zona iluminada frente al edificio. Nadie había sido lo
bastante rápido para impedírselo. Oía gritos y protestas por todos lados. Pero
Chandler siguió avanzando, con las manos en alto. Él no llevaba ningún arma, por
supuesto. Se mostraría a Al Mayweather tal cual, desprotegido. Sabía que estaba
haciendo lo que había que hacer. «En la pureza de su corazón, no podía dejar de hacer
lo que había que hacer». Aunque la policía le gritaba que se pusiera a cubierto, al
mismo tiempo le insultaban. Aunque las cámaras de televisión le estaban enfocando.
Gritó:
—¿Al? ¿Puedo entrar para hablar contigo? Necesito urgentemente hablar
contigo…
A menos de tres metros de la puerta entreabierta Chandler creyó ver movimiento
dentro, pero no estaba seguro. Su visión se había estrechado de manera radical, era
como si estuviera mirando a través del lado equivocado de un telescopio. Lo que veía
era un pequeño círculo de extraordinaria intensidad, sin embargo no parecía saber lo
que estaba viendo, no podría haberle puesto nombre. Los oídos le zumbaban cada vez
más fuerte. Había cruzado el Límite, se estaba acercando rápidamente a las cataratas.
Esto le producía cierto consuelo. Su corazón se animó de antemano. En el límite de la
conciencia unas voces le gritaban: «¡Ponte a cubierto!», pero eran distantes, gritos de

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extraños, él necesitaba demostrar a Al Mayweather que no tenía nada que ver con
aquellos extraños; lo muy unidos que estaban los dos hombres, como hermanos, en el
pasado que compartían.
Entonces se oyó un único chasquido seco, un disparo.

Aquella noche, en la televisión: «Ese hombre ha obrado un milagro, ha salvado la


vida de nuestra hija. Hemos rezado, hemos rezado y él la ha salvado». Eso decían los
Carpenter de Chandler Burnaby. Pero él no vería esta entrevista, ni las otras. Ni las
secuencias filmadas en las tres cadenas de televisión.

Y ahora la marea de la adrenalina se había retirado, los oscuros y banales restos de


una vida insignificante estaban expuestos.
El aguanieve golpeaba el parabrisas del coche. Tenía que conducir despacio de
todos modos, con el dolor que le palpitaba detrás de los ojos. Llegaba con una hora y
media de retraso y no había telefoneado. Telefonear a la mujer a la que amas, o casi
amas, o deseas amar, debes imaginar qué le dirás, y Chandler estaba vacío de
palabras. El megáfono le había agotado. Como un inmenso y ridículo falo. Cogías ese
instrumento maravillado, y lo dejabas desalentado.
Conducía hacia Alcott Street, al norte y al oeste en la calle Once, donde Melinda
tenía un apartamento alquilado en el tercer piso de lo que en otro tiempo había sido
una casa particular, a cinco minutos en coche del hospital Grace Memorial donde
trabajaba. Eran más de las ocho de la tarde. Aquel día había empezado pronto para
Chandler, poco después de las seis de la mañana. En aquella otra faceta de su
existencia en la que era afablemente, confiadamente, «el señor Burnaby» que daba
clases de ciencias a los de noveno grado en el instituto La Salle Junior High. Cobraba
menos que el jefe de bedeles del centro, pero comprendía que no se trataba de nada
personal. «El señor Burnaby, ese eres tú. Juega las cartas que te han repartido, y
cierra el pico».
Dirían que Chandler Burnaby había sido un héroe, había salvado la vida de una
joven. Pero Chandler sabía que no era así.
No había puesto la radio del coche, y no lo haría, no deseaba oír las noticias
locales. Por la mañana tendría que leer la primera página del Gazette, eso era
inevitable.
Se sentía enfermo, indignado. Le dolían los ojos. Este era su castigo por haber
ascendido a la cuerda floja, este fracaso.
Y por eso trató de pensar en el bebé.
La hija de Melinda, que no era de Chandler. Otro hombre había engendrado a este
bebé, y desaparecido. Antes de que naciera la niña, a principios del embarazo, se
había ido. Chandler no podía comprender semejante conducta, sin embargo sabía que

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no era infrecuente. El marido de Melinda, del que hacía poco se había divorciado,
había sido un estudiante de medicina en la Universidad de Buffalo, y ahora era un
interno en la zona. No tenía la custodia de la niña, no la quería. Melinda solo decía
que el matrimonio no había salido bien, que había cometido un error.
«¿Tú? ¿Tú cometiste el error?».
«Calculé mal».
La consecuencia era, como se veía por la tensa mandíbula de Melinda, que no
volvería a calcular mal.
La niña se llamaba Danya, y (era ridículo, pero cierto). Ariah tenía celos de ella;
de modo que Chandler ya no se atrevía a hablar de la pequeña ni de Melinda a su
madre.
«Eh. Te quiero. ¿Sabes quién soy?».
Ella no lo sabía, claro. ¿Quién era exactamente Chandler Burnaby en la vida de
Danya?
Chandler se sintió un poco mejor, menos desesperado, al pensar en Danya. Aquel
cálido cuerpo, tan caliente, a veces. Y pesado. Como una vida entera, toda una vida,
ya compactada en aquel pequeño cuerpo.
Los ojos abiertos, conscientes, moviéndose deprisa, curiosos y alerta, insaciables.
Cuando abrazaba a Danya, casi podía sentir a la niña absorbiendo información,
hambrienta por impregnarse del mundo entero.
«Podría ser mía. Podría quererme como a un padre. No es necesario que justifique
mi vida».
Pero cuando Chandler llegó al apartamento de Melinda, era otra cosa. Sí, era
necesario que justificara su vida.
Posiblemente él lo sabía, había previsto aquella escena, que era precisamente la
razón por la que no había llamado por teléfono.
Melinda se enfrentó con él en la puerta, con la cara tensa, furiosa. Era una mujer
fuerte, rolliza, dos años mayor que Chandler, con el rostro atractivo, la tez clara, el
pelo de color indistinto, ligeramente castaño, muy corto para quedar tapado por el
gorro de enfermera. Era de altura moderada, metro sesenta y dos o sesenta y tres; sin
embargo, exudaba un aire de autoridad, como si fuera más alta; como si, aunque era
una joven cálidamente emocional, pudiera salirse con alarmante rapidez de una
escena en la que otros se mostraran extremadamente sensibles. Chandler la había
conocido en el más romántico de los escenarios: en una fábrica de armas, adonde
había acudido a donar sangre en la campaña anual de la Cruz Roja; siguiendo un
impulso poco habitual en él había sonreído somnoliento a la joven y atractiva
enfermera, había tratado de entablar conversación desde la camilla en la que le habían
pedido que se tumbara. «Prométeme que no me la sacarás toda, mi sangre. Estoy en
tus manos».
Melinda estaba diciendo que le había visto en la tele. Había visto lo que había
hecho, y había sentido terror por él. Pero después, al pensarlo, se había enfadado.

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Estaba indignada.
—Has puesto en peligro tu vida… ¿para qué? ¿Por ese extraño? ¿Alguien de tu
instituto? ¡Tonterías! Un patético perdedor, eso es lo que era. Es lo único que era. Se
ha matado, podía haberte matado a ti. ¿Por qué? ¿Exactamente por qué, Chandler?
Dime: ¿por qué?
Chandler no había esperado este saludo. Sí, en el fondo era un romántico, un
iluso, y esperaba algo muy diferente aunque sabía (pues Chandler siempre sabía: en
el fondo era un científico implacable) que no lo merecía.
«Salirse de la familia. Traicionar.
»Tonterías».
Chandler intentó explicarse, pero no iba a pedir disculpas. Melinda le
interrumpió; le conocía a fondo. Dijo, acalorada:
—Esto tiene que ver con tu padre, ¿verdad? Pero me importa un comino tu padre.
No puedo estar con un hombre al que le importo, tanto yo como mi hija y nuestra
vida juntos, lo mismo que le importa un extraño; no puedo estar con un hombre al
que no le importa vivir o morir. Que ha lanzado su vida como si fueran dados, como
si no valiera nada. Buenas noches, Chandler. Adiós.
Y le apartó de la puerta y se la cerró en la cara. Él estaba atónito.

3
«Movimiento forzado». Se juró entonces, al albor de sus veintisiete años, que tomaría
las riendas de su vida.
Había estado yendo a la deriva, pasivo. Como alguien hipnotizado por las
cataratas. Melinda le había obligado a ver. Ella le había puesto delante una superficie
reflectante y Chandler no había podido protegerse los ojos, como uno debe hacerlo
ante el terrible semblante de la Medusa, perplejo por una verdad que había sido
evidente y esquiva a la vez. «Lanzar tu vida como si fueran dados, como si no valiera
nada». Era raro, Melinda debía de amarle. Había penetrado en las profundidades de
su alma.
Se preguntaba cuándo había empezado esa extraña pasividad como si estuviera en
trance, ese dejarse llevar que él había tomado por lealtad, o autocastigo. Tal vez desde
que su padre había desaparecido de su vida. (Chandler nunca había visto el cuerpo sin
vida de su padre. No había habido cuerpo. ¿Cómo, pues, podía creer en su muerte?).
Sin embargo, se había enorgullecido de ser un individuo racional. Con mucho, el
individuo más racional de su familia. Creía que poseía el control supremo, que era
sumamente responsable, maduro. Desde la temprana edad de once años había sido un
hijo leal hacia su madre (viuda, difícil). Había sido un hermano mayor cariñoso,
paciente y protector con su hermano y su hermana (sin padre, inmaduros).

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«¡Prométemelo!», le había susurrado Ariah, agarrándole ambas manos con las
suyas.
«¡Dame tu corazón! ¡Dame tu vida!».
Desde que iba a la escuela secundaria, Chandler había sido un prometedor
jugador de ajedrez aunque errático. Había enseñado a jugar a Juliet, y en los días de
invierno en que hacía mal tiempo, cuando su inquieto hermano menor estaba
confinado en la casa de Baltic Street, le había enseñado también a él. (Ariah raras
veces participaba en los juegos de mesa con sus hijos. Talvez tenía miedo de perder).
Ni a Juliet ni a Royall les gustaba tanto el ajedrez para jugar con astucia o con
paciencia, pero eran intuitivos y a veces tenían suerte. Chandler no era de los que
confiaban en la suerte. Se encontraba en una posición en la que, para impedir un
movimiento letal de su oponente, tenía que sacrificar una pieza valiosa. Este era el
movimiento forzado: un sacrificio a corto plazo, para ganar a la larga.
A partir de ahora tomaría las riendas de su vida. Se había terminado el sentirse
avergonzado de quién era, de quién había nacido.
Durante la primavera de 1978 hizo averiguaciones sobre la vida de Dirk Burnaby,
y sobre su muerte. Para comprender una cosa tenía que comprender la otra. Escribió
cartas, breves pero atentas, a los antiguos colegas profesionales y amigos de su padre,
cuyos nombres conocía principalmente por el periódico. «Por favor, ¿podría verle,
hablar con usted? Significaría mucho para mí como hijo de Dirk Burnaby». Intentó
localizar a la pareja tan fundamental en el último año de vida de Dirk Burnaby, Nina
y Sam Olshaker, y lamentó mucho que se hubieran divorciado en 1963, tras la tensión
del caso en los tribunales; al parecer Nina Olshaker se había llevado a sus hijos a
vivir al norte del estado, a las afueras de Plattsburgh, y su número de teléfono no
aparecía en el listín. Intentó hablar con varios testigos periciales que habían declarado
para Dirk Burnaby en el caso del canal Love y le dijeron que esos individuos, que en
la época de la demanda habían sido sometidos a mucha presión y habían sido
interrogados con frecuencia respecto a su relación con Dirk Burnaby tras su muerte,
ya no estaban interesados en hablar del tema. Intentó hablar con el médico que dirigía
la Junta de Salud del condado en 1961, pero le informaron de que ese acomodado
caballero se había «retirado a Palm Beach y vivía incomunicado». Al igual que otros
médicos que habían trabajado en la junta en aquella época y habían declarado en
favor de Swann Chemicals: se negaron a hablar con Chandler, o eran demasiado
mayores, o ya no estaban vivos. Y el resultado fue el mismo con los abogados de la
defensa, la mayoría de los cuales aún ejercían la abogacía en Niágara Falls, con
mucho éxito. Lo mismo sucedió con el exalcalde «Spooky» Wenn, en la actualidad
ejecutivo en el Partido Republicano estatal, y con el exjuez del condado de Niágara
Stroughton Howell, en ese momento juez del Tribunal de Apelación del estado de
Nueva York en Albany. Concertó una cita para hablar con un profesor emérito de
bioquímica en la Universidad Estatal de Nueva York de Buffalo, y otra para hablar
con la antigua recepcionista de Dirk Burnaby, Madelyn Seidman, y con el alguacil, ya

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retirado, al que Dirk Burnaby había agredido en la sala del tribunal del juez Howell
en la época de la vista preliminar. Intentó concertar citas con el jefe de policía, Fitch,
que había sido amigo de Dirk Burnaby, y con el sheriff del condado, y con los
detectives que intervinieron en la investigación del supuesto accidente de Dirk
Burnaby, pero ninguno de esos hombres quiso verle.
Por supuesto, ¿qué esperaba? Era un adulto, sabía cómo se comportaba el mundo.
El mundo masculino del poder, la intriga, la amenaza.
Y sin embargo: después de haberse negado a aceptar llamadas de Chandler
durante semanas, el jefe de policía Fitch le telefoneó directamente para informarle de
que en la investigación del departamento de policía de Niágara Falls en 1962 «se
descubrieron muchas cosas que no te gustaría saber y que les ahorramos a tu familia,
¿entiendes? Por eso dictaminamos “accidente”, de modo que la compañía de seguros
tuvo que pagar». Antes de que Chandler pudiera responder, Fitch colgó.
Accidente. Se suponía que Chandler tenía que estar agradecido porque el
dictamen no hubiera sido suicidio, ¿no?
«Quizá le asesinasteis. Todos vosotros. Hijos de puta».
Lo había pensado, cuando era niño, por un tiempo. Hasta que esa idea
desapareció, como desaparecen las fantasías de la adolescencia, por necesidad.

Dieciséis años. Amnesia.


Ahora los recuerdos acudían a su mente atropelladamente, y se le crispaba el
rostro del dolor. Como la sensación de que volviera en sí alguna parte congelada del
cuerpo.
«Nunca llores. Nada de lágrimas. Nadie merece tus lágrimas». «Tu madre es la
única que te quiere».
Tenía una mente científica, y por eso lo sabía: llevaba los genes de su madre y de
su padre, por igual. Debía su lealtad no a uno, sino a dos. No a uno, sino a dos que
contendían en su alma.
Sin embargo, la contienda siempre se había decantado hacia Ariah. El otro, el
padre, estaba muerto, vencido. La madre había sobrevivido y era suprema. Y su
opinión, extrañamente, importaba mucho a Chandler, incluso ahora, en su edad
adulta; a menudo se sentía bajo su influjo, como si hubiera algo no resuelto entre
ellos, nunca mencionado.
Mucho tiempo atrás ella le cantaba, le acunaba en sus brazos, le adoraba.
«¡Mi hijo primogénito!». Ariah siempre había sido exagerada en su forma de
hablar, como una figura condenada en una ópera de Wagner. «Solo hay el
primogénito, nadie habla del segundogénito o tercergénito». Sin embargo, Chandler
tenía la suficiente vista para saber que Ariah prefería a Royall de entre sus hijos; ella
intentaba, lo intentaba de veras, preferir a Juliet, su hija, por encima de sus hijos
varones. Chandler el primogénito pronto fue degradado. Lo sabía, no se engañaba.

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Pero quería igualmente a Ariah, y la querría siempre. Era lo bastante hijo de su madre
para agradecerle el mero accidente de haber nacido.
Ariah había dicho con sequedad:
—Einstein dice que no podría creer en un Dios que jugara a los dados con el
universo. Yo digo: lo único que hace Dios es jugar a los dados. Si no te gusta, te
aguantas.
Se había puesto furiosa con Chandler por el incidente del rehén. Por fortuna no lo
había visto en directo en la televisión local, si bien los vecinos se habían precipitado a
informarle. Y al día siguiente lo vio en el Gazette. Chandler Burnaby, profesor de
instituto, un «héroe». Ariah tenía sus propias ideas respecto a lo que era Chandler,
arriesgando su vida por un Mayweather que carecía de todo valor, pero le había
perdonado, como no haría Melinda. Ariah se había encogido de hombros y frotado
los ojos en aquel gesto tan suyo que transmitía debilidad maternal y desprecio al
mismo tiempo por semejante debilidad, y se había reído.
—Bueno. Mientras estés vivo para cenar con nosotros esta noche… Eso es algo
que hay que agradecer.
Pero Chandler empezaba a preguntarse si era así.

«Los muertos no tienen a nadie que hable por ellos salvo a los vivos.
»Yo soy el hijo de Dirk Burnaby y estoy vivo».

Un día, siguiendo un impulso, Chandler fue en coche hasta l’Isle Grand para visitar a
las hermanas de su padre, a las que hacía más de dieciséis años que no veía. Sus
ancianas tías Clarice y Sylvia, a quienes Ariah despreciaba. Ambas mujeres eran
viudas. Viudas ricas. Chandler las vio por separado pero comprendió que las
recelosas ancianas habían hablado por teléfono, pues los comentarios que le hicieron
fueron muy similares. Clarice dijo, tensa:
—Nuestro hermano Dirk era un hombre temerario. Murió igual que vivió, sin
preocuparse por los demás.
Sylvia dijo, tensa:
—Nuestro hermano Dirk fue un niño mimado y temerario, y murió como un
hombre mimado y temerario.
Clarice dijo:
—Queríamos a nuestro hermano menor. Procurábamos que no nos importara que
fuera el favorito de todo el mundo. Ingresó en el ejército, sirvió a su país, todo eso
fue noble, era un brillante abogado, pero luego…
Sylvia dijo:
—Queríamos a nuestro hermano menor, pero en su vida fue trágicamente mal.
Era una maldición.

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Chandler supuso que se referían al caso del canal Love, pero cuando preguntó,
Sylvia dijo con cautela, llevándose un pañuelo perfumado a la nariz:
—No creo que quiera hablar de ello.
También Clarice habló misteriosamente de una «maldición». Cuando Chandler
preguntó de qué se trataba esa maldición, su tía dijo, tras vacilar unos instantes:
—Dirk se enamoró de la mujer pelirroja. Tenía intención de casarse y vivir en la
Isla con su familia; tenía intención de cuidar de nosotras, de nuestras posesiones, de
nuestras inversiones, de todo lo de Burnaby, Inc., pero en cambio rompió el corazón
de su madre y le arrebató una parte de su alma, y nada en nuestra familia ha sido
igual desde entonces; nuestros hijos, tus primos, se hicieron mayores y se marcharon,
se esparcieron por los cuatro vientos, ninguno de ellos ha decidido quedarse en la Isla
con nosotras, y ¿por qué? Porque la mujer pelirroja hechizó a nuestro hermano. Su
primer marido se arrojó a las cataratas. Y por eso su segundo marido estaba destinado
a morir en las cataratas. Tenía que ocurrir. Mamá lo predijo, y ocurrió.
«¿Primer marido? ¿Se arrojó a las cataratas?».
Chandler abandonó l’Isle Grand agitado y agotado, jurándose no volver jamás.

Lo sabía: Claudine Burnaby, su abuela, había muerto varios años atrás; era una mujer
anciana y enferma. Lo había sabido no por Ariah (que jamás hablaba de los
Burnaby), sino por una necrológica aparecida en el Gazette. Claudine Burnaby había
donado la finca familiar Shalott a la Iglesia episcopal para que la utilizara como
escuela o residencia para ancianos. La mayor parte de su dinero también se lo había
dejado a la Iglesia, no a sus hijos y nietos; Chandler suponía que esto habría supuesto
una gran consternación para ellos, y un insulto.
No pudo evitar sonreír. La abuela Burnaby, que se había negado a ser la abuelita
Burnaby.
Había transcurrido mucho tiempo desde que la abuela Burnaby tenía poder para
alterar a su nuera Ariah. Chandler recordaba que la altiva anciana se había lanzado
sobre él en la primera casa de Luna Park, y olía a perfume fuerte. Tenía gafas de sol
oscuras como relucientes ojos opacos de escarabajo, y una boca muy roja, brillante; el
cabello de un rubio plateado no terrenal, que olía a algo ásperamente químico.
Chandler había apartado la mirada de su juego de construcción Tinkertoy,
parpadeando, y había visto un rostro extraordinario que se cernía sobre él feroz y
deslumbrante como una máscara. Sobre la cabeza de su abuela había algo negro
achaparrado y aterciopelado como una araña, y tuvo miedo de que le saltara encima.
La boca pintada de rojo con carmín se movía tensa, pronunciando palabras que
Chandler recordaría toda su vida, sin comprenderlas: «Vivirá el siglo veintiuno. Es
extraño que alguien pueda ser tan joven y humano, ¿verdad? Pero fue prematuro, me
dijeron».

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Tampoco había entendido por qué su abuela había dicho que Chandler no era su
nieto. (Había oído, o creía que había oído estas palabras. ¿O las había imaginado?).
La abuela Burnaby había dejado regalos para él; pero él no había tenido muchas
ganas de abrirlos, y después de que ella se marchara mamá abrió los regalos, desgarró
los envoltorios y las prendas de ropa, desgarró mangas de camisitas, perneras de
pijamas, desgarró y arrojó al suelo y masculló y rio para sí. Le abrazó tan fuerte que
casi no podía respirar, pero cuando cogió una botella del armario de papá y subió
corriendo la escalera le cerró la puerta y por tanto Chandler volvió a bajar a la
seguridad de la ciudad que había construido con su juego de construcción Tinkertoy,
que sería la ciudad más complicada que jamás había construido y que se
desmoronaría solo cuando Chandler decretara: «¡Terremoto!», y haría reír a papá.

4
«Pruebas». Había estudiado ciencias, y debería haber estudiado derecho también.
Porque (estaba empezando a verlo) el mundo es un juicio continuo, argumentos entre
adversarios en busca de justicia (escurridiza, seductora).

«Dios mío. Aquello fue una experiencia dolorosa. Era evidente que el juez no era
imparcial, y tu padre estaba demasiado implicado en el caso, hizo lo que ningún
abogado puede permitirse hacer: perder el control en la sala del juzgado. Eso fue el
fin para él.
»Claro que sospechábamos. Pero nadie tenía la manera de saberlo en aquella
época. En cuanto Howell cerró el caso, el canal Love quedó desacreditado durante
años. Se convirtió en un chiste entre abogados. Había variaciones, a causa de la
palabra love, amor, se convirtió en un chiste sucio en algunos círculos. Pero las cosas
han salido a la luz desde entonces… de forma no oficial, se podría decir. Los testigos
de tu padre fueron presionados por Skinner y sus ayudantes para que no declararan.
Posiblemente les habían amenazado. (¿Estaba la mafia involucrada? Esto es Niágara
Falls-Buffalo. ¿Un pez nada? ¿Un pájaro vuela? Desde los años cincuenta esta ha
sido zona del hampa, muchacho). O sea, que seguro que les habían amenazado. La
Junta de Salud y la Junta de Educación se negaron a contestar. La defensa pagó a
testigos periciales para que la balanza se decantara hacia su lado. Todo el mundo
sabía que Howell miraría a otro lado, como hizo; todo el mundo salvo posiblemente
Dirk Burnaby. Y tu pobre padre, Dios mío, qué vergüenza; yo conocía a Dirk desde
que estudiaba derecho y fue un infierno ver a aquel hombre irse destruyendo. Me
dijo, jamás lo olvidaré, fue el día antes de que Howell echara el caso por el retrete:
“Hal, lo que me rompe el corazón es la mezquindad del asunto”. Bebía, abiertamente.

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Se le notaba en el aliento. De modo que al final le provocaron para que perdiera el
control en la sala del tribunal. Y ese fue el fin de Dirk Burnaby.
»Fue un acto vergonzoso. Howell sacó provecho y mírale ahora: en el Tribunal de
Apelación estatal. Y tu padre hace… ¿cuánto tiempo?… quince años que está
muerto».

«¡Tu padre! Aún no puedo creer que haya muerto… Era el jefe más amable, más
considerado. Nunca he trabajado para un hombre tan caballeroso, y bueno. No quería
que la gente supiera cuánto dinero propio metía en aquel terrible caso, y entregó su
alma a ello, y se veía lo que iba a ocurrir, como un choque de trenes en cámara lenta,
pero nadie pudo disuadirle. “Bueno, Madelyn —decía cuando me veía preocupada—,
Dirk Burnaby no sabe lo que es perder”. Y esa fue su tragedia: no lo sabía. Toda su
vida había tenido éxito y eso le cegó a determinados hechos, como la naturaleza de la
gente que le rodeaba, gente que había ido a la escuela con él y creía conocer. Ni
siquiera escuchaba a sus amigos abogados, ¿por qué iba a escucharme a mí? Claro
que nunca le dije una palabra a tu padre de estas cosas. No me correspondía. Traté de
quitarle de encima a aquella mujer llamada Olshaker, pero de alguna manera encontró
a tu padre, y se le pegó como una lapa. ¿Lo ves?, siempre era un caballero, y los
otros… los otros eran políticos. ¡Aquel alcalde, Wenn! Le absolvieron hace unos años
de aquel cargo de aceptar sobornos, pero todo el mundo sabe lo que es, y también los
demás. Los abogados y aquel juez hipócrita del que tu padre tenía razones para creer
que era amigo suyo. Nunca creí que tu padre se matara, ni por un momento. Otras
personas que le conocían bien opinaban igual. El señor Burnaby no era de esos… de
esos que se desesperan y empeoran las cosas. El señor Burnaby era de los que querían
ayudar para mejorar las cosas. ¿Sabes, Chandler?, le conté estas cosas también a tu
hermano. Vino hace unos meses. ¿Roy, se llama? Tu hermano menor, supongo. Un
joven apuesto; estudia en la Universidad de Niágara».

«Sí, fue la mayor sorpresa de mi vida: ¡tu padre me alzó y me golpeó! De lleno en la
cara. Estuvo a punto de rompérmela. Tuve la misma sensación que debía de producir
la derecha de Walcott en la nariz de Marciano, cuando se la rompió y sangró tanto.
Otros hombres habían intentado pegarme en la sala del tribunal, claro, pero un
alguacil suele estar prevenido, y yo no lo estaba, con él, quiero decir, ¡un abogado!
En general, suele ser un acusado acalorado o inestable, los agentes lo esposan. Estás
preparado. ¡Pero ahí estaba un abogado de verdad que se giró en redondo y me dio un
puñetazo en plena cara! Después, el señor Burnaby se disculpó. Me telefoneó y dijo
que lo lamentaba mucho, y me envió un cheque por valor de un par de miles de
dólares aquel día, antes de morir, y maldita sea si iba a cobrarlo, pero luego pensé,
qué demonios, y lo hice… Para entonces Dirk Burnaby hacía seis meses que había

Página 311
desaparecido. Nunca creí que estuviera muerto, por alguna razón. Pero nadie podría
sobrevivir a una caída a las cataratas, así que supongo que debe de… debe de estar
muerto. Verás, lo que lamento es que nunca le dije que le perdonaba, yo estaba
cabreadísimo con él, pegarme por cumplir con mi trabajo, cuando era la cara de
Howell la que él quería romper, así que lo lamenté, quiero decir no haberle dicho a tu
padre que no pasaba nada, que lo comprendía».

«¿Qué puedo decir, hijo? Verás, tu padre era mi mejor amigo en la ciudad.
Supongo… que en el mundo. Fuimos juntos a la Academia, ingresamos juntos en el
ejército, nacimos con pocos días de diferencia en el mismo mes aunque en diferentes
años, o sea que claro que le echo de menos en esta época del año, duele… Pero no
podía ayudarle de ninguna manera. Él era como una de esas grandes polillas que se
ven por la noche, volando hacia una telaraña que no solo no ve lo dura que es, lo
repugnante que es, sino que ni siquiera sabe que está allí. Era como si tu padre
estuviera volando a ciegas, aquellas últimas semanas. Y bebía, y llegó a ese punto al
que todos llegamos al final, en que es como si estuvieras empapado, saturado, y
tomas una copa más y el veneno va directo a tu sangre porque tu hígado ya no puede
filtrar más. Le habían avisado, pero él no escuchaba. Fue como un pionero en ese tipo
de derecho, ahora que la gente mira atrás. En aquella época solo parecía un loco.
Todo el mundo iba de un lado a otro diciendo las mismas cosas, como por ejemplo:
¿Cómo puedes saber si un hombre está enfermo por el lugar donde vive o trabaja o
solo por fumar? (Todo el mundo fumaba). O por beber. O que si era herencia, o mala
suerte. ¿Entiendes? En aquella época la gente decía cosas así, eso pensaban; el
arzobispo habló de ese modo en la televisión, los médicos hablaban así, todos los
políticos cobraban mucho dinero por hablar de ese modo, no importaba de qué
partido fueran, y, por supuesto, los jueces, así que no hacía falta tener mucha
imaginación para ver que Dirk iba a ser derrotado, pero cuando ocurrió fue una gran
sorpresa, déjame que te lo diga. Había conseguido que la mayoría de sus amigos,
nuestros amigos, se alejaran de él. Nuestros amigos comunes. Había conseguido que
yo mismo me distanciara, a decir verdad. Toda esa publicidad sobre el “aire
contaminado, el agua y el suelo contaminados”, etcétera, era muy mala para los
negocios. Muy mala para el turismo… Claro que yo odiaba lo que la ciudad estaba
empezando a ser, el aire olía a pozo negro algunos días, y las parejas que venían de
luna de miel de todas partes a mi hotel esperaban, no sé, alguna clase de paraíso, más
turistas de Alemania, Japón, que venían a ver las cataratas y no sabían lo que era la
ciudad. Claro que teníamos quejas. En los años setenta ha ido a peor. La gente como
yo, mi familia, —hace mucho tiempo que estamos en el negocio de los hoteles de
lujo, como solía denominarse. Ahora el negocio es principalmente el turismo. Gracias
a Dios, me salí del Rainbow Grand justo a tiempo, como si fuera el Titanic, a
mediados de los años sesenta, cuando todo el país se estaba yendo al infierno. (Aún

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se está yendo al infierno, pero al menos se les acabó la gente a la que asesinar y sobre
la que lanzar napalm). Ahora Colborne, Inc., nuestro negocio familiar, está
diversificado como todo el infierno, como este gran país nuestro. Tenemos los
moteles Journeez End y U-R-Here en Buffalo Avenue y en Prospect. Tenemos tres
Tastee-Freezes y The Leaning Tower of Pizza. Tenemos boleras, el Top Hat
disco & Shore Café en el lago. En Alcott tenemos algunas concesiones en la playa,
más el bingo Tent Bonanza. Vamos tras la franquicia del Banana Royalle. ¡Mini-golf!
Una especie de “deporte” para imbéciles, te lo aseguro, pero a los turistas les vuelve
locos, a los japos les encanta (te puedes imaginar por qué, ¿eh?), por eso estamos
construyendo algunos. Dos Peking Villages en la zona, y esa Hollywood Haven
Disco que los polis cerraron, posiblemente nos la vamos a quedar. El Museo de Cera
de Niágara lo compramos el año pasado, “héroes y víctimas de las cataratas”, lo
estamos renovando; y el Cross-the-Gorge, donde se “pasa” por un alambre sobre una
tempestuosa catarata con muchos focos, con una vara en las manos para mantener el
equilibrio, y hay ventiladores que echan viento para que se pierda el equilibrio,
tenemos ideas estupendas, promete dar mucho dinero… Eh, lo siento. Te haces una
idea, supongo. Estuve en Mario’s anoche y pensando en cuánto le gustaba a tu padre
ese lugar. Tenía debilidad, como yo, por el risotto de salchicha italiana, y por la pizza
de pasta fina de Mario, y sería feliz de saber que allí poco ha cambiado. Salvo porque
nosotros somos mayores y algunos han muerto, Mario’s no ha cambiado en nada».

«Tu padre cometió un error que un litigante no puede cometer: subestimó la ética del
adversario. Era de esa casta y no había comprendido lo corruptos que eran porque los
miraba y veía a hombres como él. Y era cierto, hasta cierto punto. Pero eran… eran…
malos. Contrataron a abogados, a médicos, “científicos de investigación”, inspectores
de sanidad para que les hicieran el trabajo sucio. Para decir a una madre que su hijo
tenía “leucemia congénita”, no algo causado por el benceno; y el benceno que salía
en burbujas en su jardín trasero que daba al canal Love. Para decir a hombres y
mujeres de treinta años que tenían “hígado patógeno”, “riñones patógenos”; habían
nacido con ello, cuando era que habían estado comiendo de sus huertos, envenenados
por el canal Love. Tumores cerebrales causados casi con toda seguridad por el
tetracloroetileno lo atribuyeron a “radiación de tercer grado del tubo catódico de los
televisores”. Niños con asma, pulmones débiles, infecciones en la Vejiga, estas cosas
eran “deficiencias congénitas”. (Busca en el diccionario “congénito”: “que viene del
nacimiento”). Mujeres que abortaban, bebés nacidos con problemas de corazón, a los
que les faltaba una parte del colon, lo atribuyes a más “deficiencias congénitas”.
Cuando en 1971 el estado por fin ordenó que se efectuaran análisis de sangre a los
residentes en la zona del canal Love, en la fábrica de armas, se pidió a la gente que
acudiera a las ocho de la mañana y esperaron todo el día, y a las cinco de la tarde aún
estaban esperando. Faltaban “agujas”, faltaban “enfermeras”. Trescientas muestras de

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sangre estaban “contaminadas”. Los resultados del laboratorio fueron “no
concluyentes”, “archivados incorrectamente”. Algunos hemos sido criticados por
sugerir que estos médicos no son muy diferentes de los médicos nazis que hacían
experimentos con seres humanos, pero mantengo esa acusación. El caso que la
Coalición está presentando se basa en el de tu padre, pero por supuesto tiene un
alcance mucho mayor. Supongo que habrás leído sobre nosotros. Tenemos cinco
abogados a tiempo completo, incluido yo. Contamos con investigadores, y un equipo
de asistentes. No estamos tan financiados como los adversarios, pero disponemos de
fondos. Tenemos los nuevos hallazgos de la Junta Estatal de Salud —¡por fin!—, y a
nuestro favor. Hay ciento veinte personas representadas en esta demanda colectiva.
Ahora se llaman Asociación de Propietarios del canal Love. Canal Love… es como
agitar una bandera roja. Estamos exigiendo doscientos millones de dólares como
compensación, como mínimo. La judicatura es mucho más comprensiva con esta
clase de litigios en 1978. Se presiona a Carter para que declare el canal Love “zona
catastrófica”; el gobierno federal indemnizaría entonces a los propietarios, ayudaría a
pagar las compensaciones. Esto sucederá, solo es cuestión de tiempo. Dirk Burnaby
es un héroe para nosotros, incluso con… bueno, sus errores. Cuando esto acabe, y
ganemos, quiero organizar un homenaje para él, un hombre así no debería quedar en
el olvido… Mi teoría es que tu padre empezó a desmoronarse cuando se dio cuenta de
lo profunda que era la raíz. Yo en aquella época era un niño, que crecía en el lado
este. Mi padre y mis tíos trabajaban en las fábricas químicas, incluidas Swann y Dow.
“Mejor vida con la química”. Siempre he visto a esos hijos de puta tal como son, sus
tácticas de relaciones públicas no me engañan. Aún estarían fabricando ese material
pegajoso, napalm, si alguien les pagara por hacerlo, y los “científicos de
investigación” trabajan ahora mismo en armas biológicas a unos pocos kilómetros de
este despacho. Tú das clases en La Salle, ¿verdad, Chandler? Bueno, quizá deberías,
si impartes ciencias… ¿Si creo que Dirk Burnaby se mató? No. ¿Si murió en un
“accidente”? No. Esos hijos de puta le mataron. Pero nunca se podrá demostrar».

5
Llegó al instituto La Salle Junior una carta dulcemente perfumada dirigida a Chandler
Burnaby. Estaba escrita a mano, con tinta morada en papel de color lila.

Querido Chandler Burnaby:


Te debo la vida. Deseo fervientemente verte y darte las gracias en
persona. He ido a tu escuela y he esperado fuera, pero me he vuelto a
ir por timidez. ¡Espero que no me malinterpretes! Solo quiero ver tu
cara, la bondad en tu rostro. No en fotografía, sino en la vida real.
¿Puedo?

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No estoy comprometida con nadie. Lo estaba hace poco, pero ya
no.
Tu amiga para siempre,
CYNTHIA CARPENTER

Chandler lo vio venir: un encuentro torpe, emotivo. Una joven impresionable


dispuesta a adorarle como héroe.
A diferencia de Melinda, que le conocía a fondo. Melinda, que le había cerrado la
puerta en las narices.
Chandler guardó la perfumada carta de Cynthia Carpenter, como recuerdo.
Un recuerdo de esa extraña época de su vida en la que era al mismo tiempo un
salvador y un tonto, reverenciado y mirado con desdén, adorado y despreciado,
aproximadamente, en igual medida.

6
En esa época llegó un día, una hora, en que la soledad de Chandler se hizo tan aguda
que tuvo ganas de hablar con Royall. De pronto, para Chandler, no había nadie más
que Royall. Tenía el corazón tan lleno que iba a explotar.
Pero Royall no quería verle, ¿no era así?, le odiaba.
Y Royall, que vivía en el centro de la ciudad, no tenía teléfono. Juliet le aconsejó:
«Ve a verle. Ve allí, llama a su puerta, te dejará entrar. Ya conoces a Royall».
Chandler no estaba tan seguro; ¿conocía a Royall aún?
Juliet se rio: «Royall pide a la gente que conoce que le llamen Roy. ¿Y si nos lo
pide a nosotros? Yo no podría. Para mí siempre será Royall».
Chandler hizo lo que Juliet le sugirió, apareció en el apartamento que su hermano
tenía en la calle Cuatro, llamó con firmeza a la puerta. Cuando Royall la abrió, los
hermanos se miraron fijamente por unos instantes, desconcertados, sin decir nada.
Luego Royall dijo, tratando de sonreír:
—Vaya, eres tú.
Chandler dijo:
—Royall, ¿o es Roy? ¿Puedo entrar?
Royall enrojeció.
—Claro. ¡Pasa! No estaba esperando a nadie.
Royall estaba leyendo en la mesa de la cocina, tomando notas en un cuaderno de
espiral. Tenía una letra infantil, grande y esmerada. El libro que estaba leyendo era
una edición de bolsillo de Hamlet, de Shakespeare. Los apartó y sacó una silla para
Chandler.
¡Royall leyendo Hamlet! Chandler sonrió.

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La cocina era un cubículo no mucho mayor que la mesa. En un mostrador había
varios vasos, platos, cubiertos de acero inoxidable lavados, a punto para la siguiente
comida de Royall. Se percibían olores a guiso, predominaba un olor a algo blando,
harinoso y susceptible de chamuscarse… ¿harina de avena? A través de la puerta
entreabierta de un armario Chandler vislumbró sopas en lata, un frasco de salsa de
tomate, una caja de Quaker Oats. Vio a su hermano menor como a un niño jugando
valientemente a las casitas, después de haberse fugado de casa. Por su parte, Royall
vio con sorpresa que su hermano profesor parecía inseguro, melancólico, que tenía
los ojos enrojecidos de un modo extraño en él; Chandler no se había afeitado, y
llevaba la chaqueta mal abrochada. Respiraba por la boca, después de haber subido a
toda prisa dos tramos de escaleras. Sin decir una palabra, Royall sacó dos cervezas de
un minifrigorífico que había junto a una cocina de gas de dos quemadores, y los dos
se sentaron cerca uno del otro, tocándose con las rodillas ante una mesa de formica
comprada, según alardeó Royall, por cinco dólares en Goodwill.
Se quedaron sentados ante esta mesa, y hablaron con impaciencia durante varias
horas. Para entonces se había hecho de noche y el paquete de seis cervezas de Royall
se había terminado.
Con voz baja y temblorosa Chandler le habló a Royall de todo lo que había
averiguado sobre su padre aquellas últimas semanas. Royall también le contó a
Chandler todo lo que sabía de su padre. Lo que había averiguado en los últimos
meses.
Chandler dijo:
—¡Dios mío! A veces me parece que tan solo desapareció el otro día. Está aún tan
a flor de piel y… —(Pero ¿cuál era la palabra que Chandler buscaba? Negó con un
gesto de la cabeza, desconcertado). Royall dijo:
—No. Fue hace mucho tiempo. Como mamá intentaba hacernos creer, parecía
haber ocurrido antes de que yo naciera.
—No es culpa tuya, Royall. Tú solo tenías cuatro años.
—Cuatro años es edad suficiente para recordar algo. Pero no puedo. No dejo de
intentarlo, y no puedo.
—Tal vez sea mejor así…
—¡No digas eso! Mierda.
Royall se pasó las manos por el pelo con gesto brusco. Chandler se dio cuenta de
que estaba pensando en esto, se atormentaba con el tema. Hablaba de una manera
lenta, dolida, más típica de Chandler que de Royall.
—Todo este invierno he tenido sueños extraños en los que aparecía él. Pero ni
siquiera recuerdo los sueños cuando despierto. Percibo lo que son, como si tuviera el
vientre revuelto, pero no recuerdo nada.
Chandler pensaba que sí. Él también había sido bombardeado por sueños. Y sin
recuerdos, solo una sensación. Ira, y desesperación.
Royall dijo:

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—Papá no debería haber muerto. No merecía morir de aquel modo. Algunas
personas dicen que tal vez le mataron. —A Royall le temblaba la voz.
Chandler se puso en pie tenso; notaba que el corazón le latía con fuerza.
Había ensayado lo que diría, cuando llegara aquí. Sabía que debía llegar aquí.
Royall levantó la mirada hacia Chandler, entrecerrando los ojos como si estuviera
mirando una luz muy brillante. Apuró las últimas gotas de su caliente cerveza y se
secó la boca con la manga.
—Pero estoy intentando despertar del sueño. Mi vida entera, un sueño. O lo que
sea. Ese Royall que antes era, ese al que mamá quería. Al que mucha gente quería. Yo
no me consideraba tan fuerte, pero lo soy. —Royall salió de la cocina y volvió con un
objeto para que Chandler lo examinara—. Jamás utilizaría esto —dijo. Chandler lo
miró fijamente, incrédulo. ¿Un arma? ¿Royall tenía un arma? Era de cañón recortado
con un brillo azulado aceitoso y un gastado mango de nogal, y tenía unos veintitrés
centímetros de longitud. Royall continuaba hablando:
—Es de mi jefe. Quiero decir, él tiene más de un arma de fuego, me ha prestado
esta. Tengo permiso para llevarla, no te preocupes. Me llevó personalmente a la
comisaría del distrito. Pero, Chandler… yo jamás lo utilizaría.
Chandler creyó que se iba a desmayar.
—¡Royall, por Dios! ¿Está cargada?
—Claro. Pero el seguro está siempre puesto. ¿Ves?
Royall hizo funcionar el mecanismo: abierto, cerrado. Abierto, cerrado. Él
también necesitaba un afeitado. En su mandíbula brillaba como mica una barba de
dos días.
Chandler pensó, con un escalofrío: «Mi hermano sosteniendo la muerte en sus
manos».
Royall estaba diciendo:
—Estoy haciendo un curso de literatura, y el profesor dijo que si en una obra
aparece un arma, ha de dispararse con ella a alguien en algún momento. No puedes
crear falsas expectativas en el público. Pero, en la vida, no lo creo.
—No. En la vida no.
—Puedes sostener un arma en la mano, como si fuera una cosa práctica: un
martillo, unas tenazas. Una herramienta de algún oficio. Pero no tienes que
dispararla.
Chandler apartó con suavidad la mano de Royall.
—Royall, por favor, guarda esa cosa. Asegúrate de que el seguro está puesto, y
guárdala.
—Solo era para enseñártelo, Chandler. Lo que podría hacer, si estuviera
desesperado. Si averiguar ciertas cosas sobre nuestro padre me hiciera desesperar. Si,
ya sabes… si tú creyeras que debería estar desesperado. —Al ver que Chandler no
decía nada, Royall prosiguió—: Pero no estoy desesperado, ¿de acuerdo? Es solo en
teoría.

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Chandler siguió sin decir nada. Respiró hondo.
Royall dijo, mirándole de cerca:
—De todos modos, no sabría cuál sería el blanco. Quién.
—¿Quién? Howell.
—¿Quién?
Chandler sonrió.
—Parecemos un par de bobos. Uf, creo que estoy borracho.
Royall se rio.
—Con tres latas de cerveza. Nadie se emborracha con tres latas de cerveza.
—Con el estómago vacío es posible.
—Te he explicado por qué tengo el arma, ¿verdad? La necesito para mi trabajo,
para mi protección.
—¿Qué trabajo?
—Estoy trabajando a tiempo parcial para Empire Collection, Inc. Una empresa de
embargos. Conduzco mucho, hago visitas a las casas sin anunciar. A veces recupero
coches, motocicletas, televisores, lavadoras; hay un equipo de dos hombres. Mi jefe
es todo un personaje, exmarine y exboxeador de peso medio. Dice que subió al ring
con Joey Maxim. Y conocía a papá de «los viejos tiempos». No mucho, de lejos. «Era
un caballero entre cerdos».
Chandler estaba distraído mirando el arma que Royall tenía en la mano. Cuanto
más la miraba, más fea se volvía. Sin embargo, sonrió.
—Mi hermano pequeño. Mi hermano pequeño con un arma.
—Es un revólver Smith & Wesson del treinta y ocho, seis cámaras. No es cosa de
niños. Mi jefe dice: Ve armado, le debes a tu salud el ir armado. —Royall sostenía el
arma en la palma de la mano, como si la sopesara—. Algunos tipos que trabajan para
él han sido apaleados, les han dado puñaladas, perseguido por la calle y arrastrado
fuera del coche, les han disparado en la cabeza, en las rodillas, en el culo. Pero eso a
mí no me ocurrirá porque yo no busco pelea. En ningún sitio.
—Pero Royall… un revólver… Estudias en la universidad.
—¡Pues sí! No a tiempo completo, pero quizá el año que viene. Este empleo con
Empire solo es temporal. Tengo la sensación de que debería enviar lo que pueda a
mamá, las abandoné a ella y a Juliet sin avisar. Me sentía como si estuviera corriendo
por mi vida. —Al darse cuenta de que Chandler seguía con la vista clavada en el
arma, con expresión atónita, Royall se la llevó, y cuando volvió sonreía mientras se
pasaba un peine por el pelo—. Vámonos de aquí.
Salieron del destartalado edificio de piedra caliza roja y fueron a paso vivo por la
calle Cuatro. Era como salir de un submarino después de horas de cautividad.
Chandler respiró hondo con alegría. Él y Royall volvían a ser amigos, ¡se habían
reconciliado! Quería a Royall, intentaría olvidar el arma y lo que esta pudiera
significar. El viento de Ontario soplaba a ráfagas desde la garganta del Niágara, a
cuatrocientos metros de distancia, y les humedecía el rostro acalorado.

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Cenaron en Duke’s Bar & Grill, en el comedor iluminado con fluorescentes entre
música rock de los años sesenta que hacía palpitar los tímpanos de Chandler. Royall
seguía el ritmo con el cuerpo, inconscientemente, aunque apenas parecía oír el ruido.
Ahora hablaban de temas menos profundos. Sonreían con frecuencia, reían como
buenos amigos. Después les parecería que esto era nuevo, raro, estar en compañía el
uno del otro fuera de la casa de Baltic Street. Fuera del dominio de su madre.
Chandler le preguntó a Royall por los cursos en la Universidad de Niágara, y si se
sentía solo al no vivir con nadie, y Royall pareció avergonzado al responder que sí, y
que no; claro que a veces se sentía solo, pero no, francamente le gustaba vivir solo,
sentirse por fin como un adulto, empezando la parte seria de su vida.
—Averiguando cosas sobre papá. Ese es el comienzo.
Chandler asintió, queriendo creerlo.
Royall dijo:
—A veces echo de menos a Candace, y a mamá y a Juliet… Pero no estar casado,
te aseguro que eso no lo echo de menos.
—Nunca has estado casado, Royall. No puedes echarlo de menos.
—La idea del matrimonio. Tener que amar a alguien las veinticuatro horas del día
y ser Dios para ella. Qué presión.
Chandler pensaba lo contrario. A él le gustaría esa presión. Trataba de imaginar
cómo podría ser.
Royall dijo con delicadeza:
—Juliet me contó lo tuyo y Melinda, que rompisteis. Supongo que la echas de
menos.
Chandler hizo una mueca.
—La echo muchísimo de menos. Y a la niña.
Royall negó con la cabeza, extrañado, como si la palabra «niña» se le escapara.
—Bueno, Melinda está bien. Siempre es bueno tener una enfermera en la familia,
como dice mamá.
—¿«Como dice mamá»?
Era demasiado divertido. Chandler se frotó la mandíbula, desconcertado al
descubrir barba. ¿Qué día era? ¿No se había afeitado aquella mañana para ir al
instituto?
Como amigos reacios a despedirse, hablaron de cosas diversas. Aunque era un
miércoles por la noche, y Chandler tenía que preparar clases para el día siguiente.
(¡Qué irreflexivo se estaba volviendo, como profesor de instituto! Dirk Burnaby
habría esperado mucho más de su hijo). Y estaba la posibilidad de que se produjera
otra llamada de emergencia del Centro de Situaciones de Crisis, o de los Samaritanos,
ya que Chandler se había ofrecido voluntario para los fines de semana. ¡No soportaba
estar solo con sus pensamientos! Le preocupaba que pudiera llamar a Melinda y ella
colgara sin hablar con él.
«No puedo estar con un hombre al que no le importa vivir o morir».

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No era cierto. No sería cierto.
A pesar de que era muy tarde, más de las once de la noche, el comedor estaba casi
lleno, bullicioso y lleno de humo. Una puerta giratoria lo conectaba con el Duke’s
Bar, un lugar de reunión popular entre los agentes de policía de Niágara Falls y
empleados del hospital. Tras el mostrador, ante la parrilla llena de grasa, había un
fornido joven con la cabeza afeitada y un rostro desafiante que le resultaba familiar.
(¿Un Mayweather? Alguien del vecindario, en cualquier caso). Miraba repetidamente
a los hermanos Burnaby mientras comían; pero cuando Chandler trató de mirarle a
los ojos, frunció el entrecejo y desvió la mirada. El joven medía unos dos metros y
debía de pesar cien kilos. Sin embargo, sus movimientos tras el mostrador eran
hábiles y coordinados. Chandler sentía curiosidad por saber quién era aquella
persona, y Royall se lo dijo: Bud Stonecrop.
—Su padre era un sargento del departamento de policía que recibió una paliza
tremenda y tuvo que retirarse hace unos años. Viven en Garrison. Bud estaba un par
de cursos por delante del mío en el colegio. Lo dejó sin graduarse y está aquí de
cocinero, más o menos.
—¿Es el cocinero?
—¿Te ha gustado el chile? Lo prepara Bud.
Chandler había devorado un gran bol de chile muy picante, lo había acompañado
de galletas saladas desmenuzadas. Tenía tanta hambre al principio que las manos le
temblaban. Apenas se daba cuenta del chile salvo de que era inusualmente bueno.
Royall le dio un codazo.
—Si te gusta la comida, házselo saber a Bud. Recibe muchas broncas de su tío,
que dirige el local.
Chandler hizo una seña al corpulento joven del sucio uniforme blanco de cocinero
para indicarle que le había gustado el chile; pero Stonecrop, enrojeciendo, sin sonreír,
abandonó de pronto la parrilla y desapareció en la cocina. Royall se rio.
—Stonecrop es tímido. Te partiría la cabeza con el puño, pero le costaría
muchísimo hablar contigo.
En la calle, los hermanos vacilaron antes de separarse. El coche de Chandler
estaba aparcado en una dirección; el apartamento de Royall se hallaba en la otra. La
neblina procedente del río era más densa. El cielo estaba tapado, invisible. Habían
estado evitando el tema crucial y ahora Royall bajó la voz, que le temblaba
ligeramente, para que Chandler supiera lo que iba a preguntar.
—Chandler, oye: ¿crees que hay algo en ello, en lo que dicen algunas personas…
que mataron a papá?
Chandler respiró hondo.
—No.
—¿No? ¿No lo crees? —Royall parecía sorprendido.
—No, Royall. Tú me has preguntado, y yo te contesto. No.

Página 320
Chandler no diría nada más sobre el tema. Había preparado precisamente estas
palabras.
Royall le miró fijamente, pensativo.
Se estrecharon la mano, se separaron. Como raras veces habían hecho antes en su
vida. (¿Alguna vez se habían estrechado la mano, en realidad? Chandler lo dudaba).
Siguiendo un impulso abrazó a Royall.
—Royall, llámame siempre, en cualquier momento. Comamos juntos una vez a la
semana, al menos. Chiles de Bud Stonecrop, ¿eh? Quiero tener noticias tuyas, ¿de
acuerdo?
Royall dio un paso atrás, sonriendo. Tenía los ojos llorosos, evasivos.
—Claro, Chandler. De acuerdo.

7
Chandler escribía cartas a Melinda que jamás enviaba. Aquella noche escribió a
Royall.

Querido Royall:
No, no lo haré.
No intentaré forzar una obsesión compartida de hermanos.
No intentaré forzar esa enfermedad.
Descubrir al asesino o a los asesinos de nuestro padre.
(Si existen. Si aún viven).
No te pediré eso a ti, y no me lo pediré a mí mismo.
Royall, te quiero. Tu hermano,
CHANDLER

Una carta jamás enviada, un recuerdo. Como la carta perfumada de la joven


rehén, jamás contestada.

8
Decidió que se enfrentaría a Ariah y le pediría que le contara todo lo que supiera de la
muerte de su padre. Durante dieciséis años había ansiado pronunciar ante ella el
nombre prohibido: Dirk Burnaby. Quería oír a su madre hablar de su padre con
ternura, con amor. Ensayó lo que le diría:
«Ariah, un día le amaste. No puedes odiarle. Era tu marido. ¡Nuestro padre!».

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Pero cuando Chandler fue en coche a la casa de Baltic Street, y esperó en el
porche delantero a que Ariah terminara la clase de piano, empezó a ablandarse. O era
que estaba perdiendo el valor. Era un sábado por la tarde del mes de abril. Había
hecho un tiempo inusitadamente suave para la época, para Niágara Falls. Chandler se
sentó en los escalones, y acarició a Zarjo, que se puso nervioso al verle, detrás de las
orejas. Dentro de la casa, en la parte posterior, en la sala de música de Ariah, alguien
interpretaba «La mañana» de Peer Gynt de Grieg. Chandler escuchó, fascinado. No
era Ariah, sino un alumno. Tocaba con una energía extraordinaria. Un joven pianista
con talento, aunque indisciplinado. La mayoría de los alumnos de Ariah eran
adolescentes; a veces Chandler oía cómo ella hablaba y reía con alguno, y sentía una
punzada de celos. ¿Ariah había estado tan cariñosa y relajada con él? Siempre parecía
estar a punto de dar un respingo cuando veía a Chandler. En un acto reflejo, se
llevaba la mano al cuello del vestido para colocárselo bien, se reabrochaba los
botones de la blusa. Se acariciaba y alisaba los mechones de pelo como acariciaba y
alisaba el ondulado pelaje de Zarjo. Suspiraba: «Chandler, ¿qué voy a hacer
contigo?».
Chandler siempre había creído que Ariah no le quería. Más recientemente había
empezado a preguntárselo: sin duda quería a Zarjo.
Zarjo, el cachorro que Dirk Burnaby había llevado a su familia la víspera de su
muerte.
Zarjo, jadeando y retorciéndose de placer mientras Chandler, distraído, le
acariciaba detrás de las orejas. Los ojos del perro eran de un intenso color castaño
que rebosaban emoción.
—Tú nos quieres a todos, ¿verdad, Zarjo? Sin preguntar nunca por qué.
Chandler rodeó al tembloroso perro con el brazo y hundió la cara en su pelaje. El
corazón de Zarjo latía acelerado, su respiración era rápida y urgente. Chandler se
sintió emocionalmente inestable, había estado así desde el suicidio de Mayweather:
aquel único disparo, y el silencio que siguió.
Chandler (casi) había pensado: «¿Me ha dado?».
Sin duda, en la confusión del momento, se había mirado a sí mismo. Se había
tocado la cabeza, el pelo. Era un acto reflejo, los policías y trabajadores de urgencias
lo hacían sin pensar. «No. No ha sido a mí. Esta vez no».
¿Había esperado que Al Mayweather le disparara, a través de la ventana rota?
Una forma de concluir, de terminar. Sin preguntar por qué.
La pieza de Grieg interpretada rápidamente se interrumpió sin ningún final. Hubo
una breve pausa, luego otro pianista volvió a empezar, desde el principio. Esta era la
profesora, que demostraba al alumno cómo debía tocarse la pieza. Las notas eran
tocadas con fuerza y precisión, fluyendo, creciendo de un modo que llegara al
corazón. Pero a Chandler la música le resultaba perturbadora.
«Lloraste por Dirk Burnaby en secreto, ¿verdad? Sin embargo, prohibiste a sus
hijos que lloraran por él. Nos estafaste arrebatándonos la pena».

Página 322
Tenía que haber sido Juliet quien había puesto geranios en macetas de arcilla en la
barandilla del porche. Juliet, quien había repintado las viejas y no muy cómodas sillas
de madera del porche, de un gris acero. Había cojines con manchas de lluvia en estas
sillas en las que casi nadie se sentaba. Baltic Street se encontraba en un barrio en el
que los residentes se sentaban en el porche cuando hacía buen tiempo, a veces a
última hora de la noche, bebiendo y comiendo; pero no Ariah Burnaby, por supuesto.
Para ella, semejante conducta era ordinaria, tosca.
Nada alarmaba más a Ariah que el que «los extraños conozcan nuestros asuntos».
Nada era más desagradable que «arrojar tus perlas a los cerdos».
Era una ironía de la vida de Ariah que, siendo tan reservada entre sus vecinos, tan
atenta a preservar su intimidad, llamara la atención como pocos residentes de Baltic
Street. Chandler suponía que todo el mundo de más de cierta edad sabía de quién era
viuda; todo el mundo tenía una opinión de Dirk Burnaby. Sin embargo, había algo
conmovedor (suponía Chandler) en el orgullo de su madre. En su rechazo a lo
humilde, lo ordinario. Raras veces en dieciséis años había visitado a ninguno de sus
vecinos, ni siquiera para darles las gracias por cuidar de sus hijos cuando ella había
estado ingresada en un hospital; en cambio, Ariah había escrito cartas formales de
agradecimiento en caro papel de carta de color crema, y enviado a Juliet a
entregarlas. Raras veces aceptaba invitaciones de los padres de sus alumnos de piano
más dotados, y había desaprobado firmemente que sus hijos comieran en casa de sus
amigos, y mucho más aún que pasaran la noche con ellos. Declaraba con voz trémula:
«Puede que estemos casi en la miseria, pero no necesitamos caridad». Y, con aquella
voz encendida que cada uno de sus hijos sabía imitar a la perfección, añadía: «Me
mantenía mucho antes de casarme, y mucho después».
«Nos estafó arrebatándonos nuestra pena. ¿Por qué?».
Chandler recordaba que su abuela Littrell y otros varios parientes, a los que nunca
había visto antes ni vería después, habían ido a Niágara Falls a quedarse con Ariah en
la fase inicial, de desolación, de su viudedad. Estas bondadosas personas, todas ellas
mujeres, esperaban convencer a Ariah de que volviera con ellos a Troy, adonde creían
que ella pertenecía. ¿Por qué diablos iba a quedarse Ariah en Niágara Falls? Le
desagradaban sus ricos parientes políticos Burnaby y parecía evidente que ella
también les caía mal. Prácticamente no tenía amigos allí, ni era conocida como
profesora de música. Sus hijos crecerían angustiados cerca de las cataratas… Su
hogar estaba con su familia en Troy.
Pero Ariah había contestado con calma:
—No. Mi hogar y el hogar de mis hijos está aquí.
Ariah tocaba el piano de la misma manera en que había vivido: con una fluidez
forzada, brillante, frágil, pulida. Allegretto, molto vivace; de sus dedos saltaban notas
gozosas según ella lo ordenaba. Podía hacer maestoso, y podía hacer un tranquillo
con igual habilidad. Cuando se equivocaba de nota, sus dedos proseguían tan
velozmente que uno no podía estar seguro de lo que había oído.

Página 323
Zarjo se retiró de pronto del abrazo de Chandler y salió trotando a la acera para
saludar a un perro al que paseaba un hombre con el cuello rígido y ojos como huevos
crudos en un digno rostro muy estropeado.
—¡Zarjo! Buenas tardes —dijo el hombre con acento extranjero.
Era evidente que los perros se conocían. Se olisquearon y se hociquearon con
excitación; Zarjo incluso ladró, lo que era raro en él. Aunque no era joven, Zarjo
siempre había sido un perro optimista, con tendencia a esperar lo mejor de los otros
canes. Su rabo de beagle oscilaba como un péndulo, y sus ojos de spaniel rebosaban
emoción. Ariah llamaba a Zarjo la sombra de su yo: todo lo que era bueno en ella,
sentimental y bondadoso, lo encarnaba Zarjo.
El perro visitante era un setter híbrido con el pelo áspero de un color del betún
rojo oscuro, ojos legañosos y la pata trasera izquierda aparentemente inútil; sin
embargo, también él meneaba su rabo con esperanza.
—¿Conoce a Zarjo? —preguntó Chandler al hombre de los trágicos ojos, y el
hombre asintió con seriedad, un poco tímidamente.
—Sí. Muy bien. Hugo y yo le conocemos. Y a la dueña de Zarjo; tu madre,
supongo.
Chandler se puso alerta al escuchar esto. ¿Dueña? ¿Madre?
Era la primera vez que Chandler oía que Ariah había entablado amistad con
alguien del vecindario.
En el interior de la casa, las notas del piano volaban como aves entusiastas.
Con voz insegura y un fuerte acento, el hombre dijo:
—Soy Joseph Pankowski. Chandler, ¿verdad? Sí. Eres profesor de ciencias, me lo
dijo Ariah. A veces me quedo aquí y escucho, en las tardes cálidas cuando las
ventanas están abiertas. Tu madre es una pianista experta, me produce placer oírla.
Tan viva…
Pankowski vestía con gusto, de oscuro, una chaqueta de sarga que le quedaba
holgada en sus hombros caídos y pantalones negros, anchos pero planchados; sus
zapatos eran de piel negra de inusual calidad, y estaban muy limpios. Tenía casi
sesenta años, era de estatura y peso moderados, con el aspecto de haber sido más
corpulento en otra época. Su rostro, como vio Chandler con incomodidad, parecía
remendado; daba la impresión de que el cráneo le atravesaba el cuero cabelludo
formando ondulaciones y bultos. Su respiración era audible, áspera. Los ojos
húmedos flotantes se movían de un lado a otro con una especie de angustia,
desconcertando a Chandler en aquel momento, aunque después se daría cuenta de que
«deseaba vivamente impresionarme. Al hijo de ella».
El amigo de Ariah era un judío polaco, nacido en Varsovia, en el gueto de Vilna,
que había emigrado a Estados Unidos en 1946. También él había sido músico,
violinista. Pero hacía años que no tocaba. Sus dedos y nervios habían desaparecido.
Pankowski se quedó mirándose los dedos, intentando flexionarlos. El setter Hugo
tironeaba de la cadena, tan fuerte que parecía que iba a romperla.

Página 324
Chandler estuvo tentado de preguntarle qué le había ocurrido: ¿1946? Pero sabía
que era mejor no hacerlo. Se adivinaba que aquel hombre había sobrevivido.
—La primera música de tu madre que oí, el pasado mes de junio en esta acera, era
una mazurca de Chopin. Hugo y yo pasábamos por aquí y nos paramos. No pudimos
continuar. Más tarde, no aquel día sino en otra ocasión, oímos cantar a tu hermana,
dos canciones infantiles de Myrten de Schumann. Por supuesto, no sabíamos quiénes
eran estas personas, que poseían tanto talento. Juliet, ¡un nombre de Shakespeare!
Una muchacha tímida pero con una voz de contralto adorable. Pero tú ya lo sabes,
claro. Eres su hermano.
Chandler frunció el entrecejo. En realidad no lo sabía, no del todo.
Años atrás, cuando Juliet apenas era una niña, Ariah había intentado formar su
voz, como había intentado formar la de Royall. Pero era demasiado exigente y las
clases terminaban con lágrimas y sentimientos heridos. Chandler sabía que Juliet
cantaba en el coro de chicas del instituto, y a menudo hacía de solista; pero no que
Juliet cantara para Ariah, nunca.
Por educación Chandler preguntó si Pankowski vivía cerca, y el hombre dijo con
turbación:
—¡No tan cerca! Pero no tan lejos.
Su rostro cosido enrojeció. La interpretación de Ariah al piano cesó de pronto, y
Pankowski dio la impresión de tener prisa por marcharse. Balbuceó:
—Por favor, saluda de mi parte a tu madre, señor Chandler…, quiero decir…
Chandler. Gracias. ¡Buenas noches!
Pankowski siguió caminando, con las rodillas rígidas, tirando de la cadena de
Hugo. El viejo setter le siguió de mala gana, mirando a Zarjo, que ladró varias veces
en rápida sucesión, como un perro mecánico al que se le da cuerda.
Chandler pensó: «Está enamorado de ella. Que Dios le ayude».

Cuando Chandler preguntó a Ariah por Joseph Pankowski, también ella pareció
turbada.
—Ah, él. Es el zapatero remendón. —Ariah intentó poner expresión de leve
desdén, sin mirar a Chandler a los ojos—. A veces, en verano, vamos a conciertos en
el parque. Es viudo. Sus hijos son mayores y están fuera. —Se interrumpió como si
fuese a decir: «Como yo».
Chandler dijo:
—Bueno, parece un hombre excepcionalmente agradable. Un hombre cultivado.
Antes tocaba el violín, y admira cómo tocas el piano.
Ariah se rio con aire despreciativo.
—Te ha contado la historia de su vida, ¿verdad? La gente que se siente sola habla
demasiado. —Frunció el entrecejo y miró un rincón de la habitación como si mirara
hacia el infinito, con un estremecimiento de desdén—. Estuvo en Birkenau. Jamás

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dejará de estar en Birkenau. Lleva un número tatuado en la muñeca izquierda. Viste
camisas de manga larga, pero aun así se le ve. —Ariah se interrumpió y se frotó la
delgada muñeca—. Diría que se podría eliminar ese feo tatuaje, aunque costara un
esfuerzo.
Chandler objetó:
—Eliminar tatuajes es doloroso, Ariah. Quizá no siempre puede hacerse.
Ariah replicó con vehemencia:
—Yo lo haría.
Madre e hijo tenían la respiración acelerada, como si hubieran estado discutiendo.
Pero ¿de qué? ¿Por qué? Chandler tuvo un fugaz recuerdo de que, años atrás, en la
cocina, Ariah se había abalanzado sobre él sin previo aviso en un ataque de genio
porque él había intentado salir con sigilo de la cocina. Espía, le había llamado ella.
¿Espía?
Ariah respondió a las preguntas de Chandler sobre Joseph Pankowski
preguntándole por su «amiga casada». Chandler dijo que hacía veintidós días que no
la había visto ni sabía nada de Melinda.
Ariah estaba impresionada.
—¡Veintidós días! Los has contado.
—No de forma deliberada, mamá.
Ariah consideró lo que podría decir. En general nunca hablaba de Melinda salvo
de forma elíptica, como uno podría aludir a un estado ambiguo, vagamente
amenazador, como un revés en la economía, una previsión de gripe asiática. Dijo:
—Estoy segura de que es una mujer muy agradable. Enfermera. ¡Siempre es
bueno tener una enfermera en la familia! Pero es mayor que tú, ¿verdad? Y
divorciada, ya. Y en circunstancias tan desagradables, su esposo la abandonó antes de
que naciera su hija.
Chandler sabía que era mejor no defender a Melinda ante su madre. Cuántas
veces había dicho: «Sí, pero se casaron demasiado jóvenes. Sí fue un error»,
queriendo decir: «Sí, la quiero, ¿por qué eso es una amenaza para ti?».
Ariah prosiguió, con el entrecejo fruncido:
—Si quiere romper tu amistad, yo respetaría su decisión. Ella es más madura que
tú en este caso. Puedo entender por qué estaba celosa de tu trabajo en las «crisis». Y
hay algo que no resulta natural en una pareja en la que la mujer es mayor que el
hombre, cuando los hombres ya son tan inmaduros por naturaleza. Royall y
Candace… allí se cocía una mala pareja.
Chandler se rio.
—¿Mala pareja? Tú les presentaste, Ariah. Prácticamente te declaraste por ellos.
Ariah sonrió. Un cálido rubor afloró en su rostro. Le gustaba que sus hijos se
burlaran de ella; ahora que Royall se había marchado, Chandler debía hacerlo.
—Bueno. Tu madre también comete errores. Es humana.
¡Humana! Esto era nuevo para Chandler.

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Más tarde, cuando la visita de Chandler estaba concluyendo, y Ariah parecía estar
de buen humor, Chandler se atrevió a decir que hacía poco había ido a l’Isle Grand.
—Hablé con mis tías. Clarice y Sylvia.
—«Mis tías». ¿No resulta entrañable? ¿Desde cuándo esas horribles esnobs son
tus tías? —Ariah hablaba con calma, como si el asunto le divirtiera.
—Tía Clarice me dijo algo muy extraño…
—Estoy segura de ello.
—Me dijo…
Ariah se tapó las orejas con las manos.
—Por favor, no pongas a prueba mi credulidad, Chandler. Estoy dispuesta a creer
que esa vengativa vieja arpía que me la tiene jurada te contó algo muy extraño.
Ariah se reía o trataba de reírse. Chandler vaciló. ¿Cómo podía preguntarle a su
madre si se había casado dos veces? ¿Si su primer marido se había arrojado a las
cataratas? Todo era tan improbable… Más que improbable, fantástico. Como aquellas
historias antiguas de furor, romance, maldición que en otra época se contaban de las
cataratas, en otro siglo, Chandler preguntó de forma impulsiva:
—Mamá… ¿Soy… era… hijo tuyo y de papá? Quiero decir… no fui adoptado,
¿verdad?
—¡Adoptado! Qué cosas dices.
Chandler no había querido decir «adoptado». En su confusión, no había sabido
qué quería decir.
Ariah cogió con torpeza la muñeca de Chandler para consolarle. Sus ojos, que
solo un instante antes relucían, verdes, de furia, de inmediato se ablandaron. Dijo,
con su voz baja y sincera:
—Cielo, claro que no fuiste adoptado. Naciste aquí, en Niágara Falls, en el
hospital. Estoy segura de que has visto tu partida de nacimiento, la habrás necesitado
para algo. ¿Qué demonios estás diciendo, Chandler? ¡A estas alturas! Eres adulto,
tienes veintisiete años. Cariño, no fue un parto fácil, estuve con dolores durante once
horas y doce minutos, y lo recuerdo claramente, es falso eso que dicen de que una
madre no recuerda estas cosas, en especial con el primer hijo, y tú fuiste… eres… mi
primogénito. —Ariah hablaba con énfasis, tirando del brazo de Chandler como si él
fuera a contradecirla—. Eso no puede cambiar.
—Y mi padre…
—De él no hablamos. Ya no está.
—Mi padre era Dirk Burnaby.
Ariah cerró los ojos, poniéndose tensa. Su boca se había hecho pequeña y la tenía
apretada, parecía un caracol. Se le había aflojado un mechón de cabello, que le caía
sobre la nuca. Chandler respiró hondo, como con triunfo. En aquella casa, en
presencia de su madre, había pronunciado por fin el nombre Dirk Burnaby.
—Cuando murió, fue un accidente, ¿no? ¿Dictaminaron accidente?
Como Ariah no contestaba, Chandler se atrevió a preguntar:

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—¿Y el seguro de vida de papá, si fue un accidente? ¿Y su testamento? Tenía que
haber dinero.
Ariah se apretó los párpados con las yemas de los dedos. Chandler percibió su
agitación antes de que hablara.
—No podía aceptarlo. Era dinero ensangrentado. Dinero manchado. No podía.
Chandler tuvo que pensar, asimilar esto. ¿Qué le estaba diciendo Ariah?
Mientras ella hablaba, con rapidez y nerviosismo, como si repitiera palabras que
hubiera ensayado numerosas veces, Chandler notó que los bordes de su visión
empezaban a oscurecerse, a encogerse.
—Intentaron compensarme. Sus abogados. Su familia, incluso. Pero me negué.
Tenía que negarme. No era orgullo, no soy un ser orgulloso. Cuando él nos abandonó,
cerré mi corazón a él y a todos los Burnaby.
Chandler no podía creer lo que Ariah le estaba contando. Aun cuando una parte
de su mente pensaba con calma: «Claro. Lo sabía. Tenía que haber algo así».
—Mamá, ¿qué…? ¿Cuánto dinero rechazaste?
—Vendí la casa. Aquella ridícula casa, aquella vivienda ostentosa, tuvo que
venderse. Y entonces nos mudamos aquí. Y aquí hemos sido felices, ¿verdad? Los
cuatro. Y Zarjo. Nuestra pequeña familia.
—Oh, mamá…
—Bueno, ¿no lo hemos sido? Hemos llevado una vida íntegra. La vida americana
de… —Ariah buscaba las palabras, apelando ahora a Chandler— respeto por uno
mismo. Oh, utilicé algo del dinero manchado de sangre, de la venta de la casa.
Siempre ha habido dinero en el banco. Solo un poco, por si se presentaba alguna
urgencia importante, Dios sabe qué podría enviarte cuando tienes tres hijos y estás
desprotegida en el mundo. Yo quería ahorraros aquella otra vida, la vida de los
Burnaby. Haya sido como haya sido nuestra vida, es nuestra. —Ariah hablaba en tono
de súplica—. Y hemos sido felices, Chandler, ¿no?
—¿Cuánto dinero rechazaste?
—No tengo ni idea. Me negué a que me informaran. Me negué a dejarme tentar,
Chandler. En mi lugar, espero que tú hubieras hecho lo mismo.
Años de Baltic Street. Los Burnaby «casi en la miseria». Chandler se rio,
incrédulo. ¿Él hubiera hecho lo mismo?
—No.
—Oh, Chandler. Sí que lo habrías hecho. Incluso antes del escándalo del canal
Love yo sabía que el dinero de los Burnaby era dinero sucio.
—¡Sucio! Ariah, eres como un personaje de una gran ópera, no de la vida. Esto es
Niágara Falls, esto es la vida. Todo el dinero es sucio, por el amor de Dios.
—No es cierto. Tú, un profesor de instituto, tienes una moral más elevada.
—La verdad es que tenías intención de castigarle. A Dirk Burnaby. Rechazando
su dinero. Castigándonos a nosotros. Como si, desde la tumba, él pudiera verlo, y
lamentarlo.

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—No. Fue una cuestión de principios. En mi lugar tú habrías hecho lo mismo.
Chandler, dime que sí.
Para entonces a Chandler le latía la cabeza con fuerza. Veía con una especie de
distanciamiento clínico que su visión se había estrechado perceptiblemente, como si
se encontrara en el escenario de una emergencia. Visión en túnel. Un síntoma del
pánico, pero pánico controlado.
—Mamá, me marcho.
En aquel momento Juliet volvía a casa; venía de hacer de canguro en una casa del
barrio. Veloz y callada como un gato salvaje, la hermana de Chandler subió la
escalera a toda prisa murmurando apenas un saludo, como si supiera que Ariah le
habría hecho señas de que se marchara, pues no quería que interrumpiera la intensa
conversación que estaba teniendo en la cocina con su hijo.
Chandler se puso en pie con torpeza. Tratando de pensar: «El hecho es que soy
hijo de él. Nada más importa». Abrazó a Ariah, notando lo delgada que estaba, muy
flaca, tensa. Cuando la besó y le deseó buenas noches, su piel le quemó la mejilla.
Intentó decir que la llamaría, que iría a verla al día siguiente al salir del instituto, pero
las palabras se le atascaron en la garganta. Literalmente le fallaban las fuerzas. Ariah
le siguió hasta la puerta de la calle y le llamó desde el porche, con la voz baja y
emocionada como la de una muchachita:
—Cariño, dime que sí. Que lo habrías hecho.
Chandler le respondió con aire descuidado, hablando por encima del hombro
mientras entraba en su coche, como si se tratara de un asunto sin importancia y no
uno que implicaba tantos cientos de miles de dólares que se desmayaría si tuviera que
calcularlos:
—Sí, mamá. Claro. Ya me conoces.
Jamás entendería a su madre. Y así tendría que amarla, sin comprenderla.

Allí estaba mamá frotando la muñeca de papá con un cepillo de alambre, con fuerza.
Los dos en el piso de arriba en la antigua casa de Luna Park, el primer hogar. Cuando
Chandler era el único hijo. Mamá estaba nerviosa, ansiosa. El rostro de papá era
confuso, pero se veía que lo habían cosido, remendado. Chandler, un niño pequeño,
se agazapó en el umbral de la puerta y luego se acercó a rastras, escondido de los
adultos por el extremo de la cama. Aquella gran cama de caoba tallada. La habitación
estaba profusamente iluminada, cegadoramente iluminada, y sin embargo en
penumbra, era difícil ver. No distinguía el rostro del hombre pero sabía que era papá.
Mientras, mamá le frotaba la muñeca que le sangraba, pues había algo en la piel que
la ofendía. Gotas de sangre como gotas de lluvia saltaban por el aire y algunas
cayeron sobre Chandler. Él lloraba, tratando de arrancar el cepillo de alambre de los
fuertes dedos de su madre, y en el forcejeo se despertó, sobresaltado y agotado.

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9
—El tema de hoy es las cataratas. Y la erosión.
En la pizarra de la parte delantera de la clase de ciencias de noveno grado del
señor Burnaby hay un mapa simplificado pero exacto del río Niágara, dibujado con
rápidos trazos de tiza hechos por el señor Burnaby (quien debe llevar este mapa, a
escala, en su cabeza). En la pizarra desde la semana pasada está escrito:

EROSIÓN TIEMPO EROSIÓN TIEMPO

El señor Burnaby dice, señalando con la tiza:
—Las cataratas actualmente están aquí, en Niágara Falls. Nuestra ciudad. A poco
más de tres kilómetros de esta clase. Pero las cataratas no siempre han estado aquí, y
no permanecerán aquí. Las cataratas están en movimiento.
»Las cataratas se originaron río abajo, al norte de la ciudad de Lewiston,
aproximadamente doce mil años atrás. No es mucho tiempo en geología; pero la
erosión se mueve velozmente.
¿Dos centímetros y medio cada siglo? Sí, eso es «velozmente».
Chandler Burnaby, maestro del conocimiento arcano que impresiona a algunos de
sus alumnos más listos. El señor Burnaby, profesor de ciencias de noveno grado en el
sistema escolar público, cruzando valientemente con grandes pasos simas de tiempo
geológico, con un trozo de tiza en los dedos como un talismán.
El señor Burnaby, del que algunas chicas de noveno grado (apenas es un secreto
quiénes) se enamoran.
El señor Burnaby, que pone su cara de señor Burnaby. Que habla con su voz de
Burnaby.
Cuenta a estos jóvenes adolescentes, algunos de ellos con cara de niño aún,
terribles y profundas verdades desgarradoras del tiempo, la mortalidad, el aislamiento
humano en un universo sin Dios. Verdades de pérdida, de aniquilación. Mientras, la
minutera roja del reloj de la pared avanza plácidamente, una rueda que no cesa de
girar.
El señor Burnaby traza una línea de dos centímetros y medio. Qué corta es en la
pizarra, casi invisible.
—Sí. Solo dos centímetros y medio en un siglo. Pero es un lento e inexorable
desgaste del lecho del río a lo largo de sesenta y cinco kilómetros. Cuando los
dispositivos creados por el hombre para detener la erosión fallen, las cascadas
reanudarán su movimiento. Un día habrán ido corriente arriba, más allá de l’Isle
Grand, más allá de Tonawanda, más allá de Buffalo; un día, dentro de mucho tiempo,
el río Niágara estará en la fuente del estrecho (puesto que en realidad no se trata de un
río, sino de un estrecho que conecta dos lagos) del lago Erie.

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Chandler quiere pensar que varios de sus alumnos están asimilando esto.
Sintiéndolo en sus entrañas. Las cataratas, que han aprendido a dar por supuestas,
incluso a despreciar, ¿no son permanentes?
Un muchacho brillante levanta la mano. Pregunta cómo se llamará la ciudad
cuando las cataratas hayan desaparecido de ella.
—¿Solo Niágara? ¿Sin el Falls?
—Probablemente —responde Chandler— ya no se llamará de ninguna manera.
No habrá nadie para tomar nota de ello. Como los grandes glaciares de la Edad de
Hielo, nuestra ciudad, y estas otras ciudades, es muy probable que se hayan
convertido en ruinas, que estén ocultas en la maleza, desaparecidos sus habitantes
mucho tiempo antes. Habéis visto suficiente ciencia ficción para saber cómo es eso.
Las cosas se gastan, las civilizaciones se agotan, las especies desaparecen. ¿Quién
sabe dónde?
Sus alumnos le miran fijamente. Hay un incómodo silencio. «¿Quién sabe
dónde?» parece cernirse en el aire. Ha asustado a estos jóvenes por unos fugaces
segundos antes de que el timbre suene con estruendo y les libere, y él parece haberse
asustado también. Deja la tiza en la bandeja de la parte inferior de la pizarra pero con
torpeza, y la tiza cae a sus pies y se hace añicos.

10
No había llamado a Melinda.
Podía enorgullecerse de haberse reprimido, al menos.
Sin embargo, había estado escribiendo a Melinda. La llegó a conocer, y a
conocerse a sí mismo, íntimamente, al escribir estas cartas, aunque las guardaba en
un cajón sin enviarlas.
Fue después de conocer a Joseph Pankowski cuando decidió enviar unas líneas a
Melinda. Tersas como poesía:

Lo siento.
Pienso en ti en todo momento.
Sí, me equivoqué al valorar tan poco mi vida.
Espero que puedas perdonarme.

¿Cómo firmarla sino poniendo «Besos, Chandler»? No parecía haber otra manera.
Detestaba haber hablado tanto de sí mismo. Estaba harto de su ego, su yo
atrapado como una mosca en una botella.
Sin embargo, tenía que enviar este mensaje. Había escrito y reescrito cada línea
numerosas veces, no parecía posible mejorarlo.

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Melinda no respondió, no llamó. Sin embargo, de alguna manera, él se sentía
animado.
No la acosaría. No pasaría en coche por delante del edificio de apartamentos de
Alcott Street donde vivía. No marcaría su número de teléfono y escucharía cómo
sonaba y colgaría con suavidad si descolgaban.
No iría al hospital para ver si… Bueno, para ver.
No enviaría flores con una tarjeta que solo dijera: «Besos, C». Creía que una
mujer podría percibir las flores de un hombre como algo sexualmente agresivo.
En cambio, le envió postales elegidas con esmero, vistas panorámicas de las
cataratas y la garganta. Estaban destinadas a sugerir una belleza sobrenatural. Y el
peligro de semejante belleza.

Puedo cambiar, creo.


Te quiero, y quiero a Danya.
¿Me darás otra oportunidad?

A principios de mayo buscó tarjetas un poco cómicas en las que aparecieran


enfermeras y pacientes, pero no encontró ninguna que no fuera vulgar. Dibujó una: un
hombre tumbado de espaldas en una camilla y una enfermera extrayéndole sangre del
brazo.

¡Melinda! Estoy completamente en tus manos.


Ten piedad.

Esperó.

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Nuestra Señora de las Cataratas

«¿ P or qué no puede ser cierto? ¿Por qué no podemos creerlo? Algunas cosas
en las que no creemos han de ser ciertas…».

En la primavera de 1891 vivía en Niágara Falls una lechera de quince años que se
había quedado a vivir con unos parientes en la zona; procedía del condado de Cork,
en Irlanda. Se decía que esta muchacha era de una disposición religiosa «neutral»:
creía en la santa Iglesia católica y romana y sus sacramentos, pero no era una de esas
apasionadas creyentes que asisten a misa y toman la comunión otros días además del
domingo.
Al cabo de un año de la llegada de la lechera a Niágara Falls, se hallaba
profundamente perturbada, pálida, y afligida y no podía dormir. De pronto se apartó
de la ruidosa compañía de sus parientes. Se sintió atraída hacia las cataratas para
expiar su pecado, un pecado de la carne perpetrado en ella por el hijo del propietario
de la granja lechera. Este joven juraba que amaba a la lechera, en los primeros días de
conocerse; transcurrido el tiempo, juró que la estrangularía con sus manos, que
estaban endurecidas de tanto ordeñar las viscosas ubres de las vacas que mugían y
gemían para ser ordeñadas como (toscamente creía el joven) la lechera había deseado
ser «ordeñada» por su amante: eyaculó su cremoso semen dentro de ella mientras ella
gemía y sollozaba de dolor, revolvía los muslos de lado a lado, se mordía el labio
inferior tan fuerte como para hacerse sangre.
Esta muchacha, virgen hasta que así fue seducida, y preñada, no fue la causa de
aquel pecado; sin embargo, ella llevaba su consecuencia en su vientre como una nuez
que no se puede despegar de la cáscara. (Para su vergüenza, la muchacha intentó
abortar el bebé no deseado que llevaba en su seno. ¡Sí, lo intentó, lo intentó! Se
golpeó con los tacones de los zapatones en el vientre, corrió hasta desplomarse
jadeando como un ciervo herido. Y sabía que con esto era doblemente pecadora, y
despreciada por Dios). En un delirio de tristeza, malnutrida, odiándose a sí misma, en
el tercer mes de su embarazo, cuando todos los que la conocían la rechazaban y el
propietario de la lechería la echó de su propiedad, la avergonzada muchacha se
encaminó a pie hacia el río Niágara y hacia las cataratas, de las que había oído decir
que era un lugar para que los pecadores lavaran sus pecados, haciendo que el mundo
se deshiciera de ellos. Se quitó los zapatos como una penitente caminando sobre
piedras sucias y afiladas, altas hierbas hasta el borde mismo del tumultuoso río, que
produjo en ella el efecto de un hechizo. Jamás había contemplado nada igual a los
rápidos, las cataratas, la garganta que emanaba una neblina como nubes de vapor que

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a ella, en su estado alterado, le dio la impresión de que «debía de estar hirviendo,
como las entrañas del infierno».
La lechera había tomado una decisión, y sus acciones eran serenas. Se suicidaría
en el río como, según había oído contar, otros muchos habían hecho, para ser
arrastrados rápidamente por las cataratas. De este modo ahorraría a su familia la carga
de la vergüenza que ella sin duda les provocaría, y el hijo bastardo no deseado al que
nadie (salvo quizá la lechera) amaría. Sin embargo, contemplando las nubes de
neblina la lechera sonrió al percibir varios pequeños arcos iris, que relucían a los
débiles rayos de sol sobre un cielo nublado. Y con esa inocente sonrisa sintió que el
«corazón le daba un vuelco» y le fue concedida una visión de una radiante figura
femenina que se alzaba ante ella sobre la gran garganta a una distancia de unos doce
metros, cerniéndose en el aire. Los pies de esta figura desaparecieron en la bruma
generada por las cataratas Herradura, y su cabeza con aura tocaba el cielo. La lechera
quedó muy conmovida, y se hincó de rodillas exclamando: «Santa María, Madre de
Dios», pues había reconocido de inmediato a la Virgen por su rostro sereno,
bellamente calmado, y su túnica azul real que caía en elegantes pliegues sobre su
esbelto cuerpo. Como le habían enseñado en la infancia en la gran iglesia donde la
bautizaron, la lechera se entregó a esta visión sin vacilar ni dudar un solo instante,
rezando en voz alta y extática: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros
pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén».
La lechera rogó entonces a la Virgen María que la perdonara, y la Virgen María le
sonrió levemente y habló con tanta suavidad que sus palabras resultaron confusas por
el rugido de las cataratas, sin embargo su sentido fue transmitido a la lechera con
tanta claridad como si la Virgen se las hubiera susurrado al oído, diciendo: «Hija mía,
no hay nada que perdonar. Ama, y cumplirás la voluntad de Dios».
Al oír estas palabras, la lechera se desplomó y perdió el conocimiento y no fue
descubierta en la orilla del río hasta varias horas más tarde; y después deliró y tuvo
fiebre alta durante días. Trasladada a un hogar cercano de Prospect Avenue, la visitó
un médico y despertó llorando de júbilo; contó a sus salvadores la visión que había
tenido de la Virgen de las Cataratas, repitiendo su historia numerosas veces a todo el
que la quisiera escuchar, y a sacerdotes de la Iglesia católica, que de inmediato fueron
convocados. La lechera irlandesa era analfabeta y carecía de educación, y sin
embargo, según afirmaban los testigos, hablaba con tanta seguridad, su rostro estaba
tan radiante, que era imposible creer que no dijera la verdad. Uno casi podía ver a la
Virgen a través de los ojos de la lechera, tan singularmente transmitía las visiones
milagrosas que le habían sido concedidas, y su mensaje especial para los que tenían
fe. «No hay nada que perdonar. Ama, y cumplirás la voluntad de Dios».

En un lugar abrupto a cinco kilómetros al norte de las cataratas se erigió un santuario


para conmemorar la visión de la lechera: la basílica de Nuestra Señora de las

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Cataratas. Con el tiempo, después de que corriera la voz de que se producían
numerosos milagros de curación y revelación, la basílica se hizo más grande, y en
1949 se erigió una estatua nueva de la Virgen María, ejecutada en mármol de
Vermont y que se decía pesaba más de veinte toneladas, para que pudiera ser vista a
kilómetros de distancia, como una visión, de cara a la ciudad de Niágara Falls y el
río. «Viste, y quisiste creer. Viste, y desviaste la mirada, y te reíste, y en la parte
posterior de tu boca se derramó caliente ácido, sentiste asco y vergüenza y sin
embargo, quisiste creer. Cúrame».

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Las voces

« N uestro apellido tiene una maldición.


»No. Nuestro apellido es una maldición».

¡Las voces! Las voces de las cataratas… en invierno las cataratas están envueltas en
hielo y arcos iris de hielo relucen sobre la garganta, y la neblina se congela como lana
de vidrio cubriendo los árboles, y se forma un frágil puente de hielo sobre el río entre
la isla Luna y las cataratas Velo de Novia, y quieres creer que puedes cruzar ese
puente y las voces enmudecen, son casi inaudibles, tienes que contener el aliento para
oírlas. Pero con el deshielo que se produce a finales de marzo o principios de abril,
las voces regresan, más fuertes, más ásperas, no obstante seductoras; y en junio,
cuando se acerca el aniversario de su muerte, las voces se hacen clamorosas e
impacientes y las oyes mientras duermes lejos del tumultuoso río. «¡Juliet! ¡Juliet!
¡Burn-a-by! Vergüenza, vergüenza es tu nombre. Conoces tu nombre. Ven con tu
padre a las cataratas».
—Zarjo, no. Quieto.
Juliet se despide en susurros de Zarjo, que se ha despertado de su cálido sueño
inerte al pie de la cama de ella. Hunde el rostro en el familiar pelaje áspero del perro
y deja que le lama la cara, las manos, jadeando en silencio, temblando con perruno
entusiasmo porque quiere ir con ella… ¿adónde?
En la quietud previa al amanecer. En un asomo de lluvia que poco a poco se ha
ido haciendo más ligera y convirtiendo en llovizna, en niebla.
Debe marcharse enseguida, antes de que Ariah lo sepa. Antes de que se lo pueda
impedir. Porque aquella noche en la cama, mientras intentaba dormir, las voces se
fueron acercando, burlonas, «¡Burn-a-by! ¡Burn-a-by!». Y entre ellas la voz de él,
estaba convencida, la única voz entre las otras que era calmada, serena… «¡Juliet! Es
la hora».
(¿Esa es su voz? Juliet cree que sí). (Aunque naciera demasiado tarde. El recuerdo
que tiene de él es transparente como el agua que cae). Sin embargo cuando canta,
Juliet canta para él. En secreto, para él.
En los recitales le imagina en algún lugar entre el público. No en las primeras
filas con los padres, parientes y compañeros de clase, sino en alguna parte, en la
oscuridad. Estaría sentado solo, y escucharía con atención. Cuando ella canta muy
bien es porque él escucha con tanta atención.

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Su solo en El Mesías, en el Music Hall, por el que la habían alabado y aplaudido
tanto. ¡Por él!
Como era una muchacha tímida, los ojos se le anegaban de lágrimas de emoción.
Se secaba los ojos viéndole sonreír, con expresión de paternal orgullo.
En otras ocasiones, imprevisibles, su voz tiembla y pierde fuerza, experimenta
aquella sensación de pánico, la garganta a punto de cerrársele: sabe que no sirve de
nada cantar para un hombre al que no puede recordar, que murió hace dieciséis años.
«Somos felices, pero solo mientras dura la música».
Esto Ariah lo ha admitido. Y, por tanto, debe de ser cierto.

(Fue después del solo de Juliet en El Mesías cuando madame Ehrenreich le habló de
estudiar en la Academia de Buffalo, donde madame da clase. Una beca para estudiar
canto. Una beca para Juliet Burnaby, que solo tenía dieciséis años. Juliet no tendría
que trasladarse a otro instituto, sino que podría ir a la ciudad dos veces a la semana
después de las clases, no era un trayecto largo en autobús, la Academia pagaría sus
gastos. «¡Una oportunidad de oro!», le habían dicho sus profesores. Sonriendo a
Juliet Burnaby como si esperaran que la asustada muchacha les sonriera a su vez).

«¿En esta casa había un papá?», preguntó a mamá, y mamá respondió: «No».
«¿En esta casa había un papá?», preguntó a sus hermanos cuando fue lo bastante
mayor para estar desesperada por saber, y Chandler dijo: «Sí, pero se marchó». Ella
peguntó: «¿Por qué? ¿Nos odiaba?», y Chandler contestó de forma evasiva: «Solo fue
algo que pasó, supongo. Como el tiempo. Mamá no quiere que hablemos de ello, ¿lo
entiendes, Juliet?». Y llegó Royall acalorado, sus infantiles puños apretados, que
sabía poco más de lo que Juliet sabía pero se había formado una opinión de niño:
«¡Le odio! ¡No le echo de menos! Me alegro de que no esté».

Zarjo la sigue al pie de la escalera, sus uñas suenan al chocar contra el suelo con
melancólica precisión; es un perro viejo, con la respiración ronca, con la economía de
movimientos de un perro viejo, que percibe que sus piernas traseras tal vez no
conserven la fuerza necesaria para mantener el equilibrio en un ángulo tan empinado,
y Juliet se aparta con decisión de él, está muy segura de que no va a llevárselo y no
ladrará, no puede hacerlo, dentro de casa: es un perro muy obediente, amaestrado
para no ladrar ante las nimiedades.
—Zarjo, he dicho que no. Quieto.
Juliet sale por la puerta delantera. La puerta que está más lejos del dormitorio de
Ariah en el piso de arriba, en la parte posterior de la casa.
El último de los hijos de Ariah que se marcha. Que huye.

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El último de los hijos de Ariah que la quiere, tanto que no se puede soportar. «Yo
no soy tú, madre. ¡Déjame ir!».
Descalza, corriendo. Sus pies ateridos apenas sienten el pavimento. Y la fría
hierba cubierta de rocío, y el suelo de tierra compacta. Como si se sintiera, no
asustada ahora, sino jubilosa. Lina vez tomada la decisión, y no por ella. Y
apresurada: lleva su camisón de algodón blanco que huele a sudor por culpa de las
pesadillas, y su deshilachada gabardina encima con el cinturón apretado.
«Vergüenza, vergüenza. Conoces tu nombre.
»Comete el acto y acaba con ello».
En la quietud previa al amanecer. Muros cambiantes de bruma antes del
amanecer. Cuando el mundo está somnoliento y, al correr a su través, eres el soñador
y el sueño al mismo tiempo. Mucho atrás los dioses guerreros de los ongiara y de los
tuscarora rondaban por este paisaje, eran dioses altos, crueles, más poderosos que
ningún ser humano, pero ahora estos dioses han desaparecido y solo quedan sus
fantasmas, formas de neblina que flotan y desaparecen por el rabillo del ojo. Chandler
dice que el paisaje siempre cambia, que las cataratas están cambiando continuamente.
El tiempo, la erosión. Los dioses indios han desaparecido, pero no otros dioses que
han ocupado su lugar.
Excepto: los autobuses urbanos de Niágara Falls, iluminados desde dentro como
organismos vivos, que se deslizan como si fueran por debajo del agua y pasan con
roncas exhalaciones neumáticas de aliento. Autobuses con el letrero «Ferry
St. Prospect Ave.», «Tenth St.», «Parkway & Blyde». Juliet se mueve con sigilo, se
encoge para no ser vista al cruzar Baltic Street hasta el parque que está desierto a esta
hora, envuelto en la niebla. ¡Corre, corre! Es una chica fuerte, sus pulmones son
fuertes gracias al canto. Una muchacha ágil, siempre ha aparentado menos edad. Le
han dicho que no vaya sola por Baltic Park, su hermano Royall la ha regañado, pero a
estas horas no hay nadie, atraviesa un campo de hierba mojada, ahora en el límite de
un campo de softball que parece pequeño, hecho a escala como un juego de niños en
la brumosa luz. «Si no encuentran su cuerpo. Nadie lo sabrá. Desaparecida, como su
padre. Ariah dirá, se ha ido y no ha vuelto, y por tanto no vamos a pensar más en ella,
vamos a olvidarla». A una manzana de distancia pasa un tren de carga. El familiar
traqueteo de los furgones. Este sonido familiar resulta reconfortante. «Vergüenza es
tu nombre, has de saberlo, ¿a qué te dedicas?». En un sueño Juliet Burnaby es
trasladada a las cataratas en furgón. Esto es por algo que dijo el señor Pankowski. El
ruido de los trenes en esta ciudad, el ruido de los furgones para él era una pesadilla,
no podía esperar que ningún estadounidense lo entendiera, pero Juliet sí lo entendía,
son los furgones los que, si tuvieran que llevársete, como ganado al matadero, te
llevarían. Y el tren iría tan deprisa que no podrías saltar de él.
El cielo sobre el río Niágara, a kilómetros de distancia, es una gran sima veteada
de repentina luz. Llamas, filamentos de luz procedentes del sol en el horizonte. «No.
¡Miedo no!».

Página 338
2
¡Las voces! Las voces en las cataratas que oía cuando era una niña pequeña y mamá
me empujaba en el cochecito hasta el borde donde las frescas salpicaduras nos
mojaban la cara, las pestañas y los labios, y nos relamíamos y reíamos alegres.
«¡Oh, qué delicia!
»¿Lo ves, Juliet, cariño? Esto es la felicidad».
Yo era a la que más quería, decía mamá. Yo era su hija, su niñita, y mis hermanos
eran chicos. Yo era una chica como mamá, y mis hermanos jamás podrían ser chicas.
«Esta vez lo haré bien. Esta vez concebí sin pecado».
Mamá me cantaba. Mamá tocaba el piano y me cantaba. Y mamá me sentaba
sobre su regazo ante el piano, y me rodeaba con sus brazos, y colocaba mis
regordetes dedos de bebé sobre las teclas, y tocábamos el piano juntas; y mamá me
animaba a cantar, mamá me recompensaba con besos cuando cantaba con mi voz
entrecortada de niña pequeña.
Eran tiempos mágicos. No había nadie más que mamá.
Cantando: «Niñas y niños salid a jugar. La luna brilla como el día». Cantando:
«¡Azul turquesa, la la la! Verde turquesa. ¡Cuándo sea rey, la la la! Tú serás reina». Y
la favorita de mamá que cantaba al piano, pero también cuando yo estaba en la cama
y me iba quedando dormida: «Silencio, hay un bebé en la copa del árbol. Cuando el
viento sople, la cuna se mecerá. Cuando la rama se parta, la cuna se caerá. El bebé
caerá, con cuna y todo». Pero mamá se reía, y me mostraba cómo me cogería en sus
brazos si yo me caía.
Pero más adelante, cuando fui mayor, cuando las voces entraron en la habitación.
Y mamá decía: «No hay nada. ¡Basta!». Y mamá apretaba las manos sobre mis orejas
y sobre las suyas. Y a la mañana siguiente si yo decía que las voces habían entrado en
la habitación, mamá me regañaba; o se ponía de pie de pronto y se marchaba. Y uno
de mis hermanos se ocupaba de mí.
Porque mamá dejó de quererme cuando ya no fui una niña pequeña. Cuando fui
demasiado grande para que me llevara en sus brazos como una muñeca, y demasiado
grande para encajar en su regazo ante el piano. Creo que fue entonces. Llamaba:
«¡Mamá!», por la noche. Y mamá no quería oír. Y por fin aprendí a disimular
estos gritos en la almohada. Pero esta almohada se manchaba, cosa que no gustaba a
mamá y que repugnaba a mamá, como otras manchas que yo no podía evitar. Y yo me
alejaba a rastras para esconderme. Y cuando me llamaban, no respondía. Las voces a
veces eran susurros, apretaba la oreja contra la pared para oír, contra el cristal de la
ventana, o las tablas del suelo. Royall intentaba oír, pero no lo lograba. Royall decía
que no había nada, que no tuviera miedo. Aquella vez que fui, cuando mamá decía
que no fuera, al sótano, a oscuras, y me caí por las empinadas escaleras de madera y
me partí el labio y me arrastré para ir a esconderme de las voces mezcladas con el
viento y los vagones de carga y fue Zarjo el que me encontró; pero Zarjo no sabía

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que yo no quería que me encontraran, para Zarjo todo era un juego. Y por eso me dio
golpecitos con su hocico húmedo, me dio besos y me hizo cosquillas con su viscosa
lengua. Zarjo ladró, cosa que raras veces hacía dentro de casa, y así me encontraron,
agazapada en el suelo detrás de un montón de viejas jaulas de conejos. Mis hermanos
gritaron: «¡Juuu-lieeeet!». Y mamá bajó apresurada iluminándome la cara con la
linterna, y me cegó. Mamá gritó cuando vio que me sangraba la boca. «Juliet, qué te
has hecho, oh, eres una niña mala y lo has hecho a propósito, ¿verdad?». En sus
desorbitados ojos verdes vi que mamá quería zarandearme, mamá quería hacerme
daño porque yo no era ya su hija pequeña, la había decepcionado no una sino muchas
veces, y sin embargo era Ariah y no otra mujer del barrio que gritara a sus hijos y les
diera bofetadas y les pegara, era Ariah Burnaby la profesora de piano y no era de las
que pegaba a ningún niño y por eso sus manos me cogieron con suavidad, y su voz
era baja y controlada cuando me dijo que jamás debía volver a desobedecerla. Jamás
debía volver a bajar a aquel lugar asqueroso, o mamá me devolvería.
A mamá le alteraba que me estuviera riendo. O que emitiera un ruido que parecía
risa. Y estaba sucia, y me había mojado las bragas. Y me quedaría una cicatriz como
una estrella en el labio superior que jamás desaparecería, por lo que los ojos de la
gente siempre se posarían allí y yo percibiría que querían apartarla sacudiéndola
como se sacude una mota de polvo, querrían arrancármela para convertirme en una
chica bonita y no una niña rara con algo pálido y reluciente en el labio superior. Y
más tarde, cuando iba a la escuela de Baltic y Ronnie Herron me empujó demasiado
fuerte en un columpio y no paró cuando le rogué que lo hiciera y me caí, y el asiento
del columpio me golpeó en el lado izquierdo de la frente dejándome inconsciente y
produciéndome un corte tan profundo que sangraba profusamente, me llevaron a
urgencias del hospital Niágara Falls en ambulancia y me cosieron y después siempre
quedaría la forma de una pequeña hoz en mi frente que también era pálida y
reluciente. Y mamá llegó a tener miedo de que me creyera demente, una niña que se
había hecho daño deliberadamente para hacer daño a mamá; una niña que corría a
esconderse en el sucio sótano que mamá no soportaba, ni el olor, ni el suelo de tierra
que se inundaba cuando llovía, y las paredes de piedra mal hechas que rezumaban
fango y los montones de oxidadas y rotas jaulas de conejos que olían a excrementos
de conejo.
«Ella no es mía, a veces creo que no es mía», decía mi madre y mis hermanos le
decían que no tenía razón, que Juliet era su hermana y Juliet era de mamá igual que
ellos.

También Ariah hace tiempo que sufre de insomnio. Y ahora, en la lluviosa primavera
de 1978, cuando se acerca el aniversario de la muerte de él, y en la casa ya no están
sus hijos, ahora su insomnio ruge como una fiera malévola. No es que jamás
reconociera semejante debilidad, ni siquiera ante un médico. Toda debilidad repugna

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a Ariah, y la suya propia le produce repugnancia hacia sí misma. Sus hijos, que
crecen en la casa del número 1703 de Baltic, recordarán sus sigilosos pasos en la
escalera de madrugada, antes del amanecer; en la cocina poniendo un hervidor con
agua al fuego. Y mientras espera a que el agua hierva, se sienta en la fría habitación
sin luz de la parte posterior de la casa ante la espineta, tocando levemente las teclas,
presionando las teclas como un devoto católico podría hacer; no es solo la música lo
que hace feliz a Ariah sino la mera posibilidad, la promesa, de la música. «La música
puede ser tu salvación, Juliet. Te elevarás desde lo peor de ti misma. ¡Ten fe!». Pero a
las nueve de la noche Ariah a menudo está tan exhausta que se queda dormida en el
sofá de la sala de estar, con Zarjo dormitando entre sus rodillas, mientras escucha su
muy esperada retransmisión de la Filarmónica de Nueva York por la radio. Y sus
hijos intercambian miradas nerviosas preguntándose: ¿Debemos despertar a mamá, o
dejarla dormir? Hagamos lo que hagamos, mamá se irritará con nosotros y se
avergonzará.

«¿En esta casa había un papá?», pregunté cuando tuve edad suficiente para saber que
en las casas como la nuestra había un papá. Y mamá me dijo: «No». Y vi en los ojos
de mamá que no debía insistir, pero pregunté: «¿Adónde fue papá?», y mamá me
apretó el dedo índice sobre los labios y dijo: «Chssst…». Y si yo insistía mamá
fruncía el entrecejo y decía: «Papá os dejó antes de que nacieras, se marchó y no va a
volver».
Y se apoderaba de mí una fuerte sensación fría y repugnante como el agua sucia
que rezumaba por las paredes del sótano y pensaba: «Ahora lo sabes. Has preguntado,
y ahora lo sabes».

3
«Vergüenza, vergüenza. ¡Ese es tu nombre!».
Ya en primer grado los demás parecían saberlo. (Pero ¿qué sabían?). Casi se diría
que sabían por instinto. Al principio sus ojos seguían a Juliet con curiosidad. Más
adelante, con recelo. Más adelante, con burla. Y entonces Royall fue al instituto, a
otra escuela, y Juliet se quedó allí. Y sola. Una extraña niña soñadora y balbuceante
con no una, sino dos cicatrices en su pequeño rostro pálido. ¡Dos cicatrices! Sus
profesores hablaban de ella, sin saber qué pensar. «¿Burnaby? ¿Es pariente de…?».
Porque era una de esas niñas que tartamudeaban en clase, a veces; en otras ocasiones
hablaba con normalidad, y de forma inteligente; en otras ocasiones, de forma
imprevisible, hablaba en lo que a ellos les parecía un hosco murmullo. «Una chiquilla

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maliciosa. Nada agradable». Pero cuando cantaba, su voz era notablemente clara, una
voz encantadora, aunque vacilante, insegura.
«Burn-a-by. Burn-a-by. ¡Eh!».
En el patio de recreo, en el barrio, no había protocolo con los niños extraños. No
había compasión, piedad.
«Esa. Burn-a-by. ¡Vergüenza!».
Si le hablabas, no oía. Si te quedabas cerca de ella, no te veía. Miraba a través de
ti, como si estuviera escuchando a lo lejos. Para llamar su atención tenías que dar
palmadas delante de su cara, pellizcarla, pincharla, tirarle del pelo hasta que gritaba.
«Burn-a-by. Tu padre se arrojó con el coche al río, tu padre iba a ir a la cárcel.
Burn-a-by, ¡vergüenza, vergüenza!». Los hermanos mayores debían de habérselo
contado. Los adultos debían de habérselo contado a estos hermanos mayores. (Pero
¿qué?).
Así soportó la infancia. Más adelante pensaría en aquellos años como si los
hubiera vivido otra persona, una niña valiente, obstinada, desconocida para ella.

4
«Una niña-sombra», la llama Ariah. «Se arrastra como una sombra del yo».
Hablaba de su hija adolescente de forma crítica, sin embargo con una expresión
de perversa simpatía, como si comprendiera semejante dolencia en una chica joven y
no pudiera condenarla por completo. Sentada ante la espineta, tocando una de sus
composiciones musicales favoritas, la misteriosa y mordaz La Cathédrale engloutie
de Debussy. ¡Ah, la belleza de La Cathédrale engloutie! Una profunda belleza
entrecortada como la de las cataratas en invierno cuando el agua turbulenta queda
enmudecida y todo queda oscurecido por la niebla. Brotan sonoros acordes que
parecen atravesar los delgados y hábiles dedos de Ariah, que vibran con vida.
Profondément calme. Es extraño, se admirará Juliet un día, que una madre le diga a
su hija, en ese momento de catorce años, que acaba de llegar del colegio: «¡Juliet!
¿Oyes? Es tu música. Tu alma. Tú eres la catedral sumergida, nadie puede llegar
hasta ti. Naciste para cantar esta música». En un tono de estoico dolor que sugiere:
«Me rindo, no puedo contigo. ¡Vete!».
Juliet se escabulle, pero solo hasta el piso de arriba. Ella y Zarjo, acurrucados y
murmurando juntos.
Mientras, Ariah sigue tocando a Debussy, en el piso de abajo.
(¿Por qué Ariah dice estas cosas que hieren a Juliet, a la que en realidad quiere?
¿Acaso ella, madre de una atractiva hija adolescente, imagina una vida sexual secreta
en su hija; anhela conocer esa vida sexual secreta que mucho tiempo atrás ella perdió,
le fue arrancada como una espantosa y perjudicial mala hierba? ¿Está francamente

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celosa de su hija? ¿O de aquella voz, una rica voz de contralto, que tanto ha deseado
formar?).

Royall lo ha visto. La «sombra del yo» de Juliet.


Más clara a la luz oblicua. Cerca, detrás de ella, como un reflejo de agua
ondulada, una aparición que se mueve con la elegancia inconsciente, un poco torpe,
de la propia muchacha.
A menudo Juliet parece una sonámbula al aire libre. Sus ojos de párpados
pesados, su ondulado cabello que le llega hasta más abajo de los hombros como una
crin sin cepillar. Su cabello exuda un olor a algo romántico y a melancolía como las
hojas húmedas de otoño, o las violetas azotadas y sacudidas por la lluvia; una
fragancia que atrae a los chicos mayores y a los hombres hacia ella. Royall lo ha
visto, y no le ha gustado lo que ha visto: la expresión afligida en los rostros
masculinos en presencia de Juliet, como si recordaran algo crucial que hubieran
perdido.
Royall, a finales de la adolescencia, ya sexualmente activo, y sin embargo
exasperado por su hermana. ¡A veces!
Por casualidad Royall ha visto a Juliet por la calle, en ocasiones con chicas de la
escuela, pero con mayor frecuencia sola. Dirigiéndose despacio a casa con aquella
actitud soñadora y melancólica suya. Al verla, uno no podía evitar preguntarse dónde
estaba la mente de Juliet; Royall adivina que oye música en su cabeza, que da forma a
notas en su garganta. Y sin embargo: está sola en Baltic Park, observada
disimuladamente por hombres. O dando un inexplicable y retorcido rodeo por
Garrison Street (donde viven los Mayweather, los Stonecrop y los Herron), o por un
sendero aislado de altas hierbas y brezo contiguo al patio de Buffalo & Chautauqua.
Otra vez siguiendo a Juliet mientras ella pasea despacio por una zanja salobre,
pestilente, junto a la valla de alambre del ferrocarril, una figura solitaria, atrayente, no
más consciente de sí misma de lo que lo es un gato, caminando sin embargo con
lentitud, de manera meticulosa, deteniéndose para examinar… quién sabía qué. (¿Las
flores azules de la achicoria? ¿Algo imposiblemente vivo, que saltaba en la superficie
del agua salobre? ¿O es el reflejo de la propia Juliet lo que ella mira fijamente, sin
reconocerlo?). Royall juraría que puede ver a la «Juliet-sombra» flotando justo detrás
de su hermana.
Royall no lo está imaginando. Es como lo ha dicho Ariah: hay algo sumergido,
secreto en Juliet. Algo salvaje, y no muy de fiar. Royall siente una punzada de
vergüenza al observar a su hermana en un momento tan íntimo. Sin embargo no
puede dejarla, es su hermano y la quiere; comprende lo vulnerable que es ella, en
aquel tosco barrio, desprotegida salvo por él.
Los niños Burnaby que no tienen padre.
«Vergüenza, vergüenza. ¡Sabemos que ese es vuestro nombre!».

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(Es extraño: nadie se ha atrevido jamás a bromear o a burlarse de Royall Burnaby
por su apellido. Sin embargo, él sabe que una vez Chandler fue acosado, y ahora lo es
Juliet, en ocasiones).
(Royall se siente ofendido al pensar en esto. ¿«Su» apellido?).
Sigue a Juliet a poca distancia, maravillándose de que ella no haya mirado
alrededor, no le haya visto. Podría acercarse cualquiera: ¡cualquier depredador! Ella
atraviesa el campo, cruza las vías del tren y se desliza por un terraplén de grava y sale
a la calle Cuarenta y ocho, que es en parte un barrio residencial de destartaladas casas
adosadas de ladrillo y piedra caliza roja como la de ellos, y en parte un barrio
comercial de tiendecitas, tabernas, una gasolinera. Ve, o cree ver, la «Juliet-sombra»
merodeando al lado de ella. Y ve que algunos tipos la observan. Tipos de su edad, y
hombres. Algunos de estos hombres son tan mayores que podrían ser su padre. Si no
mayores aún. ¡Hijos de puta! Juliet caminando sin prisa, escuchando música en su
cabeza, soñadora, distraída. Sus labios están húmedos y ligeramente separados y tiene
una pequeña cicatriz en el labio superior y otra, apenas visible, en la sien izquierda.
Sus senos están claramente definidos por la camiseta de algodón de color morado que
lleva, que le queda demasiado estrecha, como su falda de franela negra, que se le ha
quedado pequeña. Royall se siente ofendido; ¿su madre no se da cuenta del aspecto
de Juliet cuando sale de casa? ¿Él es el único que lo ve?
Juliet está pasando por delante de la gasolinera, donde merodean unos tipos de
poco más de veinte años, tipos a los que Royall conoce. Juliet no se da cuenta de que
la miran abiertamente, de que se dan codazos y se sonríen. «Jullyett. Burn-a-by. ¡Oh,
nena!». Royall no puede soportarlo más, alcanza a su hermana, dándole un golpe en
el hombro con el suyo.
—¡Oh, Royall! ¿De dónde sales? —Juliet sonríe, ligeramente sobresaltada, como
podría parpadear un gato cuando le toca una mano conocida en un lugar desconocido.
Royall huele aquella fragancia de Juliet, hojas húmedas, o flores ajadas. ¡También
esto es irritante! Probablemente hace días que Juliet no se ha lavado su espeso y largo
pelo, ni se ha bañado. Una llama atraviesa el cerebro de Royall, de protesta, de
indignación. No puede soportar ver a su hermana menor sexualmente atractiva tan
ajena a sí misma en la calle Cuarenta y ocho. ¿No sabe cómo son los tíos? ¿No tiene
ningún indicio de lo que es el sexo?
—Juliet. ¿Adónde diablos vas?
—Voy a casa.
—¿En dirección contraria?
Juliet sonríe con vacilación.
—¿Ah, sí?
Royall intenta mantener ligero su tono de voz, quiere a su hermana pequeña y
quizá está exagerando un poco, el peligro que ella corre, él no quiere ofenderla ni
alarmarla, pero dice:

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—Eh, en serio: tienes que despertar, ver cómo te miran los tíos. ¿Sabes dónde
estás?
Y Juliet dice, dolida:
—Royall, no me regañes. Sé dónde estoy: en la calle Cuarenta y ocho. ¿Dónde
estás tú?

Uno de los tipos que observan a Juliet Burnaby es el muchacho de la cabeza afeitada.
El que camina pesadamente por la maleza en tierra de nadie junto a la cochera del
ferrocarril, siguiendo a Juliet de lejos, con discreción, de tal manera que ni siquiera la
aguda mirada de su celoso hermano Royall ha podido verle.

5
«¡Vergüenza, vergüenza!».
A finales de invierno de 1977 cuando empezó el deshielo. Cuando las voces de
mono iniciaron su parloteo y sus chillidos. Cuando Juliet no estaba contenta con sus
clases y con una canción de Schumann que estaba intentando aprender («An den
Sonnenschein»), y de forma tan abrupta había abandonado la escuela, dejando sin
excusa alguna dos clases de tarde y el coro de chicas, que era lo más importante de su
vida, lo único importante (de lo que se atrevía a hablar), e hizo autoestop hasta el río
(¿era peligroso para una muchacha sola de quince años en los lánguidos años setenta,
la época de las drogas, en Niágara Falls, Nueva York, subirse a un coche con un
extraño al volante que te sonreía de lado como un gato contemplando un plato de
leche?), e hizo autoestop por el empinado terraplén sobre el río jadeando al viento,
detrás de la baranda de protección (de aproximadamente cuarenta y cinco centímetros
de altura) que debía de haber sido sustituida (¿dónde, exactamente?) cuando el coche
de Dirk Burnaby perdió el control bajo una fuerte tormenta quince años atrás y
atravesó la baranda para ir a parar al río.
—Estoy aquí. Ya está.
Jamás había ido a aquel lugar. Un lugar prohibido. El corazón le latía con
violencia, exaltado. Ariah rondaba cerca, furiosa con ella.
—Si te quiero a ti, ¿debo odiarle a él? No lo haré.
Allí, decían.
En la carretera que une Niágara Falls con Buffalo, pasando por l’Isle Grand, el
tráfico fluía como un torrente continuo. Era media tarde y no llovía. Los vehículos
del carril derecho exterior pasaban cerca de la orilla del tumultuoso río Niágara,
separado por un arcén de grava, la baranda y unos metros de terreno muy empinado.

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Juliet no sabía dónde había derrapado el coche de su padre y se había salido de la
carretera. Debía de haber sido en algún punto por allí. La baranda parecía gastada por
el tiempo y oxidada de modo uniforme, como si no hubiera ningún tramo más nuevo
que el resto. Claro que el accidente había ocurrido mucho tiempo atrás.
El coche se había sumergido en el río justo debajo del Límite, donde el río
aceleraba su velocidad, precipitándose formando rápidos de blancas aguas que
giraban en remolinos. Y ahora con el deshielo de primavera el río estaba crecido.
Juliet se encontró mirándolo fijamente, hipnotizada. Se podía pensar que en cualquier
momento de pura exuberancia o malevolencia el río podría desbordarse e inundar la
carretera.
Casi se podía creer lo que los indios creían en otra época, que el río Niágara era
algo vivo, un espíritu. Había un dios del río, y un dios de las cataratas. Había dioses
en todas partes, invisibles. Chandler decía que los antiguos dioses eran las pasiones y
los apetitos humanos, y que estos nunca fueron vencidos, solo se les cambió el
nombre. Sin embargo, el río no precisaba nombre alguno. Poner nombres era una
tontería, ridículo. Inútil. El río podía cobrar vida y lo único que uno sabría es que su
naturaleza no era nada humano, y que ningún ser humano podría sobrevivir más de
unos minutos, o segundos, en él.
Una muerte terrible, en aquel lugar. Y solo.
Juliet de pronto se sintió débil. Su fuerza desafiante, su arrogancia, al alejarse del
instituto de Niágara Falls y hacer autoestop e importarle un comino quién la viera
desaparecieron. Comprendió el horror, por primera vez. «Ocurrió. Aquí. Un hombre
murió. Mi padre».
¡Qué alivio pensar estas palabras! Incluso el dolor de las palabras, que la dejaron
débil, confusa, resultó un alivio.
Durante los minutos siguientes Juliet perdió la pista de lo que la rodeaba y del
tiempo. Entró en uno de sus estados como de trance, que a menudo acompañaban su
música. Cuando cantaba, cuando respiraba de un modo determinado. Soñadora
aunque con los ojos abiertos. Inconscientemente se movió de lado a lado,
manteniendo un ritmo pausado. «Si amo a mi madre, puedo amar también a mi padre.
Y él me necesita».
El ruido del agua que se precipitaba penetró en su trance. Juliet percibió un sutil
ritmo secreto en este sonido. Consuelo, alivio. «¡Juliet! ¡Burn-a-by! Ven con tu padre
al río». Nunca había oído esta voz de forma tan clara. En un tono tan urgente y sin
embargo natural. El sol se deslizaba en el cielo. Se había vuelto un sol lánguido y
plomizo, que se retiraba. En la autopista, los camioneros reducían la marcha para ver
más de cerca a la solitaria muchacha con el pelo ondeando al viento que estaba tan
cerca del borde del río; pero la muchacha era ajena a ellos. Estaba atenta, concentrada
firmemente en algo que oía, ajena a lo que la rodeaba.
Se oyó una voz masculina que preguntó con aspereza:
—Señorita, ¿qué hace aquí?

Página 346
Un coche patrulla con el distintivo del departamento de policía de Niágara Falls
frenó bruscamente en el arcén de la carretera y uno de los agentes llamó a Juliet, que
pareció no oírle. Porque hacía viento, el incesante viento, que azotaba su pelo.
—Señorita, quédese donde está.
Una voz masculina, fuerte. Una voz acostumbrada a dar órdenes y a ser obedecida
sin rechistar.
Si Juliet había empezado a oír, al principio no dio muestras de ello. Una hosca
adolescente. Que se empecinaba en no oír a un policía que le gritaba a pocos metros
de distancia y no se volvía hacia él; aunque ahora veía la figura de uniforme por el
rabillo del ojo. Se acercaba a su presa con cautela, como si le hubieran entrenado para
ello. No quería asustarla y provocar que se arrojara al río.
—Señorita, le estoy hablando. Míreme.
Se rompió el hechizo. Las voces ya habían desaparecido, se habían retirado. Juliet
se volvió, y subió el terraplén como si por fin hubiera oído la áspera voz autoritaria.
Pero tenía los ojos entrecerrados. Se negaba a levantar la mirada. Su boca se movió,
en silencio. El agente de policía se plantó delante de ella, corpulento, con su uniforme
gris acero. Ella vio con desdén sus pies calzados con botas. Vio su cinturón pulido, su
pistolera. El revólver en la pistolera. Vio su ridícula placa, reluciente y llamativa
como la placa de un sheriff de una película de Hollywood. Pero no reconoció su
rostro, sus ojos clavados en ella. Todavía no.
Él le preguntó con severidad: ¿Por qué no estaba en el colegio? ¿Qué hacía en
aquel lugar tan peligroso? ¿No había visto las señales de advertencia? ¿Cómo se
llamaba?
Juliet permaneció callada, mirando fijamente el suelo. Estaba atrapada, no podía
escapar. No se puede huir de un policía. Te detendría; el poder del estado era suyo.
Juliet se dio unos golpecitos en los ojos, en un gesto infantil. En este instante se
convirtió en una niña, su boca temblorosa. Murmuró que solo había ido al río para
estar sola… «Para pensar en algunas cosas».
—Señorita, ¿no ha visto los carteles? «Peligro: Prohibido el paso a los peatones».
«Zona peligrosa». No hay que acercarse demasiado a este río, señorita. Debería
saberlo.
Juliet asintió, procurando no llorar. ¡Oh, no lloraría! Y cuánto deseaba no decir su
nombre a aquellos hostiles extraños.

En la parte trasera del coche patrulla, separada de los agentes de policía por una tosca
malla de alambre, quería preguntar: «¿Estoy arrestada?». Pero el aire que se respiraba
era sombrío, una broma se malinterpretaría.
Y los policías estaban siendo inesperadamente amables con Juliet. Una vez hubo
obedecido, cedido a su autoridad. El que se había acercado a ella en el terraplén ahora
le estaba diciendo que tenía una hija de su edad, en el St. Mary’s; el conductor, un

Página 347
hombre más joven, la observaba por el espejo retrovisor y le dijo que no era «seguro
al cien por cien» para una chica como ella, de su edad, y bonita, rondar sola por
aquellos lugares, ni siquiera de día.
—¿Comprende lo que le estoy diciendo, señorita?
¡Cuánto se parecía a Royall en su forma de hablar!
—Sí, señor —murmuró Juliet.
La acompañaron a casa a Baltic Street. Tuvo que darles su dirección y su nombre.
Cuando les dijo «Burnaby» vislumbró en sus rostros que lo reconocían.

6
De pronto, en el verano húmedo e infestado de mosquitos de 1977 entró en sus vidas
Joseph Pankowski, al que Ariah se referiría con cariñosa burla como «el zapatero
remendón», «el judío al que le gusta la música». A veces, «el judío polaco, el del
setter irlandés».
Era difícil discernir qué sentía Ariah por el señor Pankowski. Le prohibió a Juliet
«soplarle una palabra» de él a Chandler y a Royall. Este le daría vueltas y exageraría
una amistad informal e inconsecuente entre dos personas «abandonadas»; Royall le
gastaría bromas. Y, le advirtió Ariah, no estaba de humor para bromas.
Juliet, que se sentía más cómoda con adultos que con gente de su edad, jamás
había conocido a nadie como Joseph Pankowski. Este la fascinaba como si fuera un
ser de otro planeta. No deseabas contarle nada de ti misma a semejante ser, pues tu
«yo» era de poca importancia; lo único importante era él, misterioso y esquivo. Sin
embargo, no te atrevías a mostrarte grosera y hacer preguntas. Y estaba la cara del
hombre, herida y cosida, que atraía los sorprendidos ojos de los extraños, y los niños
se la quedaban mirando fijamente.
Y el tatuaje en su muñeca izquierda. Ah, eso Juliet jamás se lo preguntaría.
No obstante Joseph Pankowski no era reticente. Hablaba con libertad, feliz, de
ciertos temas. Era nervioso, ardiente, balbuceaba de entusiasmo. Tenía debilidad por
las películas de Hollywood de los años treinta y cuarenta, que veía en la televisión a
última hora de la noche. Se consideraba un fan del béisbol. Era vehemente en su
creencia de que Eisenhower demostraría ser el «último gran» presidente de Estados
Unidos. (Años después de la muerte del senador, habló amargamente de Joseph
McCarthy como el «feo rostro de la Gestapo americana»). Con su fuerte acento inglés
turbó a Juliet contándole que sus canciones, en especial los lieder alemanes, le
proporcionaban mucha alegría. Que la forma «valiente» de tocar el piano de Ariah le
producía mucha alegría. Que conocerlas había «dado esperanza» a su vida.
El señor Pankowski era viudo desde hacía varios años. Vivía solo sobre su taller
de reparación de zapatos en el Muelle Sur. (Un barrio «mixto» al este del centro de la

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ciudad). Sus hijos, dos varones, eran mayores y hacía años se habían ido al interior
del estado de Nueva York. Y no tenía nietos, aunque los dos estaban casados.
—Estos jóvenes se quejan: «¿Por qué debo traer hijos a un mundo tan malo?».
Como si ellos fueran nosotros, y hubieran vivido la vida de sus padres en Europa.
Nos parten el corazón.
Ariah, incómoda al oír estas revelaciones personales, dijo:
—¿No es ese el papel de los hijos, partir el corazón de sus padres?
Pero el señor Pankowski deseaba hablar en serio. Ese era su defecto, a los ojos de
Ariah: no podía, o no quería, hacer bromas cuando era absolutamente necesario
hacerlas.
En Prospect Park, adonde iban a escuchar conciertos de verano al aire libre, Ariah
caminaba rápidamente delante, impaciente por encontrar tres asientos. Juliet se
entretenía con el señor Pankowski, que caminaba con la pierna tiesa, frotándose
pensativamente la nuca. Dijo:
—«El mal». «El bien». ¿Qué significa este vocabulario? Dios permite el mal por
la simple razón de que Dios no hace distinción alguna entre el mal y el bien. Igual
que Dios no hace distinción entre depredador y presa. Yo no perdí a mi primera y
joven familia por el mal, sino por las acciones humanas, y, ¡pensad!, qué cosa
extraña, indescriptible, las acciones de los canallas, devorándose vivos en el campo
de muerte. Y por tanto hay que atribuir a Dios lo que es Dios y no tratar de pensar en
lo que has perdido, porque ese es el camino de la locura.
Juliet fingiría que no había oído parte de esto.
No, no lo había oído. No se podía confiar en lo que decía aquel hombre, en
especial cuando hablaba con pasión.

No aquel atardecer en Prospect Park, sino otro atardecer, cuando Ariah se hallaba
fuera del alcance del oído, Juliet se atrevió a pedirle al señor Pankowski que le
mostrara el tatuaje de la muñeca que no parecía más que tinta oscura que empezaba a
desaparecer. Sin embargo, jamás desaparecería, pues estaba cosida a la piel misma
del hombre.

B6115

Quiso preguntar: «¿Por qué vivir, pues? Es Dios quien está loco».

7
Sin embargo, en secreto, Juliet desea creer. Desesperadamente, Juliet desea creer.

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¡Una visión! Estas visiones acudían, a veces, a los cristianos que eran especiales,
devotos.
Ariah había llevado a Juliet a una docena de iglesias de Niágara Falls cuando
tenía doce años, y en cada una de estas iglesias Juliet había observado a los demás, a
los fieles, a través de sus dedos entrelazados con los que se tapaba parcialmente la
cara, pensando: «¿Lo hacen en serio? ¿Esto es real? ¿Por qué no puedo sentir lo que
ellos sienten?». En especial, a Juliet la desconcertaban los fieles que lloraban con
evidente alegría, resbalándoles las lágrimas por sus rostros contraídos. Y Ariah
trataba de creer también. A menudo se ofrecía voluntaria para tocar el órgano o como
directora del coro. Pero al cabo de unos meses, o unas semanas, Ariah se cansaba,
inquieta. «Esa gente tan tonta. No puedo respetarla».
Al haber crecido en Niágara Falls, Juliet conoce desde hace años la leyenda local
de Nuestra Señora de las Cataratas. La historia de la joven lechera irlandesa y la
Virgen María que se le apareció entre las brumas de las cataratas Herradura. En
noveno grado, efectuó un peregrinaje (secreto) al santuario, situado cinco kilómetros
al norte de la ciudad, a pie; ha meditado sobre el destino de la lechera, que fue
acogida por bienintencionados católicos que se ocuparon de ella durante su embarazo
y adoptaron a su hijo cuando nació, y le encontraron empleo en una fábrica de
conservas de propiedad familiar. Una parte de la mente de Juliet es escéptica, sin
embargo la otra parte se identifica con la jovencita de quince años despreciada por
todos, incluso por sus parientes; la muchacha que había sido atraída hasta el río
esperando liberar al mundo de sí misma pero a quien, en cambio, le fue concedida
una visión milagrosa.
Ariah ha dicho que no hay Dios, y numerosos son sus profetas.
Juliet es demasiado la hija de Ariah para creer en las supersticiones de los
católicos, y sin embargo en su soledad ha fantaseado con que ella pudiera tener una
visión si fuera completamente sincera respecto a querer, a necesitar, a pretender
morir.
«No necesitaría ser salvada si tuviera una visión. La visión sería suficiente».
Se ha preguntado si, en el instante de la muerte de su padre, cuando su coche
derrapó y chocó contra la baranda, la atravesó y se sumergió en el río, su padre, Dirk
Burnaby, habría experimentado una visión.
Y cuál podía haber sido esta visión.
Se ha preguntado: «¿La Muerte misma es una visión?».

Por fortuna, Ariah nunca se enteró de que Juliet había efectuado un peregrinaje al
santuario de Nuestra Señora de las Cataratas. Ni Chandler, o Royall, que se habría
burlado de su hermana.
El santuario resultó una gran decepción. Con ingenuidad, Juliet había esperado
algo muy diferente, más interior, espiritual. Pero Nuestra Señora de las Cataratas era

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un hervidero de turistas. Había autobuses de alquiler, enormes aparcamientos, el
Pilgrim Center Restaurant y una tienda de recuerdos; buscadores de curiosidades
cargados de cámaras, individuos enfermos de diversas edades y grados de minusvalía
en sillas de ruedas empujadas valientemente por rampas, y los fieles de rodillas
recitando el rosario con la cabeza inclinada, llamativamente mansos y adorando a la
colosal Virgen María, de nueve metros de altura, cerniéndose sobre ellos desde la
cúpula de la basílica. La estatua era de sólido mármol blanco, visible desde
kilómetros de distancia, grotesca como un maniquí en medio del campo; el material
promocional del santuario afirmaba que pesaba más de veinte toneladas. Juliet miró
fijamente el soso rostro femenino de la Virgen, con sus ojos ciegos y sonrisa blanda
como el de una mujer de un anuncio de la tele. «¡Tú! Tú no eres la auténtica».
¡Qué traición a la visión que había tenido la joven lechera en 1891! Juliet se enojó
por ella, una muchacha que se parecía tanto a ella misma, necesitada e indefensa. La
muchacha irlandesa había tenido su visión y le había sido robada, degradada, aunque
la hubieran magnificado, al igual que la muchacha había tenido a su hijo y se lo
habían quitado.
«Nada que perdonar. Ama, y cumplirás la voluntad de Dios».

En esta mañana de junio envuelta en la neblina mientras se encamina descalza como


un penitente hacia el río, Juliet no está pensando en el santuario, ni en los turistas y la
fea estatua, sino en la joven lechera, su hermana perdida; y en la visión que le
promete: «¡Ven! Ven con tu padre a las cataratas».

8
«¿Quién es…?».
Ariah despierta con un sobresalto, pensando que hay alguien en la habitación con
ella. O en su cama.
Entre las sábanas retorcidas. (¿Qué esposo? ¿Qué año es?). Su pequeño corazón
late con fuerza. Como la mayoría de insomnes crónicos, Ariah a menudo yace
despierta durante horas, lamentables horas interminables, luego entra en un sueño
aletargado durante una o dos horas solo para despertar exhausta, con el corazón que
le late fuerte y la boca seca como si hubiera sido arrastrada por caballos en una
pesadilla a través de una llanura punzante, pedregosa.
Ese día de junio. Esos días. Infamia. ¡Ah, si pudiera dormir su sueño aletargado
durante un mes entero!
Un tren de carga la ha despertado, malditos furgones de la «Baltimore & Ohio»
que le atraviesan el cráneo con su traqueteo. Y algo rasca en la puerta de su

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dormitorio, con tímida persistencia. ¿Zarjo?
Ariah clamaría: «¡Perro malo!». Pero sabe que este perro inteligente y sensible,
que ha vivido con ella dieciséis años, que ha sido amaestrado por ella, no se atrevería
a despertarla por una insignificancia.
¿Qué hora es? Solo poco más de las seis de la madrugada. Una mañana nublada.
Algunos gritos de pájaros que se llaman de forma tentativa en el selvático jardín
trasero. Por un instante de desconcierto y hostilidad, Ariah no recuerda si se supone
que es una estación de tiempo cálido o frío, si sus dos hijos la han abandonado o solo
Chandler.
No. Royall también se ha marchado.
Pero está Juliet: su hija.
Y está Zarjo, su mejor amigo, que percibe que está despierta, rascando con más
énfasis en la puerta, y empezando a gemir.

9
«Hay un secreto entre nosotros».
Durante años él la ha estado observando. No continuamente, no cada día. Pero a
menudo. Juliet nunca le ha buscado de forma consciente, pues percibía que no debía.
Ariah le ha advertido que no hiciera «contacto visual» con extraños ni con nadie «que
pudiera hacer daño a una chica joven». Y por eso Juliet había desviado la mirada con
timidez, Juliet se había apartado a propósito, aprendiendo a no darse cuenta de las
cosas, a ser inconsciente a ellas. Vive en la música cada vez más. En su cabeza suena
música continuamente, procedente de una fuente misteriosa como la luz procede de
una fuente misteriosa llamada sol: el sol.
Sí, él está aquí. El muchacho de la cabeza afeitada. Esperando.
Juliet fue consciente de él por primera vez, de que había algo extraño, algo
especial en él, cuando estaba en quinto o sexto grado. Se fue dando cuenta poco a
poco, de forma gradual como un cambio de estación, de que le veía demasiado a
menudo, a aproximadamente la misma distancia, observándola en silencio: en Baltic
Street, en la calle Cuarenta y ocho, en Ferry. En Garrison (donde él vive en una casa
de tablillas del tamaño de un granero en la intersección con Veterans’ Road). A veces
le ve mientras ella espera en la parada del autobús, para ir al centro de la ciudad. Y
fuera de la biblioteca pública del centro de la ciudad. Quizá le ve con más frecuencia
cuando está paseando con aire soñador por Baltic Park, al regresar a casa del colegio.
Raras veces, en realidad nunca, ha advertido Juliet la cabeza rapada del muchacho
observándola cuando ella está con otras personas. Únicamente cuando está sola.
Es un muchacho corpulento, impasible, feo. No sonríe. Ella levanta la mirada
para ver, desde una distancia de nueve metros o más, algo rígido y fanático en su

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mirada.
«Entre nosotros hay un secreto.
»Algún día lo sabrás».

¿Por qué Juliet no ha hablado con nadie, ni con Ariah, ni con Chandler, ni con su
hermano Royall, de este muchacho de la cabeza rapada? Podría habérselo contado a
un profesor del colegio. Podría habérselo contado a una compañera de clase, a una
amiga.
Por qué, Juliet no quiere pensarlo.
Desde la infancia parece haber sabido que hablar con otra persona del muchacho
de la cabeza rapada sería inútil.
Él nunca se ha acercado a ella. Nunca ha pronunciado su nombre con burla, como
otros muchachos. Nunca la ha acosado, ni amenazado.
«Algún día lo sabrás».
Este último año, Juliet ha visto al muchacho, que ahora se ha convertido en un
corpulento joven, en sus conciertos del coro en el instituto y en otras partes. Incluso
(esto es más alarmante, por supuesto) le ha visto en los ensayos en el auditorio del
instituto. Stonecrop siempre se sienta solo en la última fila, entre las sombras. Es
corpulento, pero aún puede pasar por un alumno del instituto. Juliet quiere pensar que
no la odia, que no quiere acosarla ni ridiculizarla. Mientras otros muchachos
murmuran: «¡Juuu-lieeeet! ¡Burn-a-by!», emitiendo ruidos lascivos con la boca, el
muchacho de la cabeza rapada permanece callado. Esperando.
También esto es un secreto: que varios años atrás, cuando Juliet tenía doce, en
séptimo grado, Stonecrop intervino cuando una pandilla de chicos mayores la estaban
atormentando al salir del colegio, cuando volvía a casa.
Eran alumnos de noveno grado con apellidos como Mayweather, Herron,
D’Amato, Sheehan. Se burlaban y acosaban a otras chicas, no exclusivamente a
Juliet, pero ella se había convertido en su blanco favorito. «¿Por qué me odian? ¿Es
por mi cara? ¿Es por mi nombre?». Los chicos eran bulliciosos y gregarios y les
molestaba que Juliet Burnaby se mostrara indiferente a ellos. Su actitud soñadora y
distraída les provocaba. Su manera de mirar fijamente el suelo, o a lo lejos. (¿Oyendo
música en su cabeza?). Las cicatrices que tenía en la boca y la frente parecían
intrigarles. Eran muchachos que tenían sus propias cicatrices. Pasaban junto a ella
rozándola, dándole un empujón. La rodeaban como perros. «Juuu-lieeeet. Eh: ¿quién
te mordió la cara?». Sin saber si era una chica desfigurada, un monstruo, o si era
atractiva, sexy. Se desafiaban los unos a los otros a besarla. «¡Caracortada! ¡Burn-a-
by!». Si no había ningún adulto cerca, su juego se volvía más violento. Sus rostros
enrojecían, sus ojos brillaban con avidez. Aquella tarde Juliet no había podido
esquivarles y la habían obligado a entrar en un callejón junto a Baltic Street, apenas a
dos manzanas de su casa. El chico Mayweather tiró del pelo de Juliet, el chico Herron

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tiró del cuello de su jersey nuevo. Si estaba escuchando música en su cabeza,
imaginando su propia voz elevada en una canción, fue un crudo despertar, ahora que
estos muchachos sonrientes la rodeaban. ¿Por qué no podía chillar, por qué la
garganta se le cerró debido al pánico? Estaba desesperada por escapar pero solo podía
empujar y apartarlos dando golpes y pegarles débilmente en sus ocupadas manos.
Cuando intentó echar a correr le impidieron el paso, rodeándola. Riendo
estrepitosamente y de forma discordante, incitándose el uno al otro. «¡Juuu-lieeeet!
¡Juuu-lieeeet! ¡Burn-a-by! ¿Quién te mordió la cara?». El jersey de Juliet estaba
desgarrado, sus libros del colegio se habían desparramado por el suelo y les habían
dado patadas. El ataque de estos chicos era más prolongado que nunca, Juliet empezó
a sentir pánico. Sabía lo que los chicos pueden hacer a las chicas, si las chicas están
solas e indefensas. Ella no lo sabía aún con claridad, pero lo sabía.
Sin embargo, trataba de no gritar. Nunca des a tus enemigos esa satisfacción, le
advertía Ariah. Jamás les muestres tus lágrimas.
—¡Eh, mierdecitas!
Entró en el callejón, corriendo, agitando los puños como un boxeador: Bud
Stonecrop, el hijo del poli, y se precipitó sobre los chicos como un pitbull. Se movía
velozmente y sin avisar. Agarró la cabeza de Clyde Mayweather con una manaza,
como quien agarraría una pelota de baloncesto, y la golpeó contra la cabeza de Ron
Herron. Dio un puñetazo a D’Amato, rompiéndole la nariz, que empezó a sangrarle.
Dio una patada a Sheehan en la entrepierna, seguido de otra en el estómago. Los
muchachos se tambalearon, atónitos por el ataque, y por su ferocidad. Los que podían
correr, corrieron y se dispersaron gritando. Stonecrop sobrepasaba en peso al más
corpulento de los chicos de noveno grado, unos quince kilos más. Se quedó jadeando
y sin decir una palabra cerca de Juliet, que estaba agazapada, protegiéndose aún la
cabeza de sus agresores. Su jersey rosa bordado que se había comprado con lo que
había ganado haciendo de canguro tenía el cuello desgarrado, y le faltaban algunos
botones. Stonecrop murmuró lo que sonó como: «Jodidos cabrones. Debería haberlos
matado». Se agachó para recoger uno de los botones que estaba en el suelo. Y otro.
Eran botones de nácar rosa, pequeñísimos en la enorme palma de la mano de
Stonecrop. Al ver que Juliet intentaba con torpeza apretarse el jersey para que no se
le abriera, Stonecrop rápidamente se quitó la camiseta y se la entregó gruñendo algo
que sonó como: «Toma».
Juliet cogió la camisa del muchacho de la cabeza rapada y se la pasó por la
cabeza, aturdida. Era una camiseta de algodón gris, no limpia, mojada bajo los
brazos, voluminosa en el cuerpo de ella como una tienda de campaña. La manga
derecha le colgaba sobre el hombro a media asta. Turbada, Juliet murmuró:
«Gracias». El chico de la cabeza rapada era un poco mayor que Royall, no tenía más
de dieciocho años, pero tenía el grueso y musculoso torso de un hombre adulto. Juliet
tuvo la fugaz impresión (miraba a otro lado, no a él) de que iba cubierto de una piel
de oso. Su camisa, en ella, olía a sudor salado y a cebollas fritas. Juliet la llevaría a

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casa y entraría en la casa del 1703 de Baltic sin que su casi siempre vigilante madre
se diera cuenta (Ariah se encontraba en la parte de atrás, con un alumno de piano) y
más tarde la lavaría a mano suavemente y la colgaría para que se secara en su
habitación, y al día siguiente la depositaría en una fea bolsa de papel con el nombre
Bud Stonecrop escrito en ella, y la dejaría en la barandilla del porche delantero de la
destartalada casa del número 522 de Garrison Street.
No habría ningún otro contacto directo entre el muchacho de la cabeza rapada y
Juliet Burnaby, no se intercambiarían ni una palabra, durante más de cuatro años.

10
¡Stonecrop! En el barrio de Baltic Street de Niágara Falls, Nueva York, a finales de
los años sesenta, había empezado a adquirir cierta fama mientras aún iba al instituto.
Era «el hijo del poli Stonecrop». A veces, para los que conocían a su familia, y a su
padre el sargento del departamento de policía de Niágara Falls, era «Bud, Jr.».
Pero nunca llamabas a Stonecrop por ese nombre. Nunca llamabas a Stonecrop
por ningún nombre. Evitabas a Stonecrop, incluso mirarle. No querías que él te
mirara, quedar registrado en lo que parecía ser su conciencia vacilante aunque alerta,
como no querrías que ningún depredador de ninguna especie, un tiburón por ejemplo,
grabara en su mente tu existencia. En la infancia, ese instinto primario de
supervivencia de volverse invisible.
A los doce años de edad Stonecrop medía casi metro ochenta y tres y pesaba
noventa kilos, y seguiría creciendo durante toda la adolescencia. Incluso destacaba
entre los corpulentos Stonecrop. Tenía la constitución de una salchicha recta a punto
de explotar en su envoltura, y su rostro era de ese tono, caliente y rudo. Su sonrisa
natural era una mueca. Su cabeza sugería la densidad y durabilidad de un bloque de
cemento. Llevaba el pelo, del color de la piedra, afeitado brutalmente en la nuca y los
costados de la cabeza (se lo había hecho un peluquero que resultaba ser un tío suyo) y
corto en la coronilla, apenas del tamaño del maíz en invierno. Tenía los ojos
pequeños, fríos y alerta, como puntas de alfiler. Sus dientes descoloridos tenían forma
de pala y la nariz se le había aplastado al nacer, y no podía romperse ni sangrar por
muchos golpes que se le dieran. Se decía de Stonecrop que ya en la escuela había
empezado a crecer amenazadoramente corpulento, con vello grueso en su fornido
cuerpo. Su pene crecía de semana en semana. En los vestuarios de los chicos se
observaba que siempre tenía una semierección; los otros muchachos pronto
aprendieron a evitar mirarle, con el terror instintivo de un individuo armado con una
navaja de nueve centímetros que se enfrenta a un adversario que sostiene un machete.
Sin embargo, en presencia de las chicas, Stonecrop se retiraba, se mostraba distante o
indiferente. Las chicas decían de él que les producía escalofríos.

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Stonecrop era el hijo más joven del sargento Bud Stonecrop, un agente de policía
polémico, conocido en la localidad, que se había jubilado joven. Los Stonecrop
constituían un gran clan de Niágara Falls; se habían casado con los Mayweather y los
O’Ryan, pero las alianzas entre familias, en especial entre los primos, eran inestables.
Los Stonecrop de Garrison Street no se hallaban invariablemente en buenas
relaciones con los Stonecrop de la calle Cincuenta y tres o con sus vecinos
Mayweather. Bud Jr. era un amigo de fiar solo cuando él lo deseaba; pero también
podía contarse con que fuera un enemigo traidor fiable. Mientras iba a la escuela
corría con una pandilla selecta de muchachos de aproximadamente su misma talla,
antecedentes y temperamento, pero con más asiduidad Stonecrop era un muchacho
solitario, melancólico. Se saltaba clases con frecuencia pero nunca obtenía ninguna
nota inferior a aprobado. Ningún profesor habría deseado catearle y «darle clases»
otro año. No obstante, era serio, incluso sombrío en clase. Miraba sus libros de texto
frunciendo el entrecejo, como si estuvieran impresos en una lengua extranjera de la
que pudiera captar alguna palabra conocida de vez en cuando. Dejó la escuela de
pronto, después de cumplir los dieciséis años, en su primer año de instituto, pero
antes de dejarlo había insistido en que le permitieran hacer un curso de chicas del que
todos se burlaban conocido como «economía doméstica»; en ese curso, para sorpresa
y deleite de sus compañeras de clase y su profesora, Stonecrop destacó como
cocinero.
¡Cocinero! Pero nadie se rio.
Se decía que en una pelea callejera había resultado herido en la tráquea y que por
eso hablaba en murmullos y con gruñidos; en realidad, Stonecrop tenía una voz
profunda, ronca, pero con tendencia a balbucear por su timidez. Era Bud padre el que
había resultado gravemente herido en la garganta, así como en todo el resto del
cuerpo: el sargento había caído en una emboscada en el aparcamiento de Mario’s y
unos asaltantes descritos como «negros ciegos de coca» le habían dado una paliza
hasta casi matarle con hierros de llanta. (Este fue el informe oficial de la policía. En
la primera comisaría, donde había estado durante casi toda su carrera, y entre los
parientes Stonecrop, se sabían otros hechos sobre la paliza y el estado mental y físico
en que había quedado). Se había jubilado del departamento de policía de Niágara
Falls con honores y una pensión por incapacidad total a la edad de cuarenta y dos
años.
Se esperaba que Bud hijo entrara en el cuerpo de policía, como su padre. Entre
sus parientes había agentes de policía, agentes de libertad condicional, funcionarios
de prisión. Pero desde los once años Stonecrop se había sentido atraído por el Duke’s
Bar & Grill de su tío, situado en la calle Cuatro; al dejar los estudios empezó a
trabajar allí a tiempo completo. El Duke’s Bar & Grill se hallaba cerca de la primera
comisaría y del edificio del ayuntamiento, y desde hacía mucho tiempo era un lugar
popular entre los agentes y oficiales del departamento de policía de Niágara Falls y
entre los consumidos veteranos de la oficina del fiscal del distrito. Siempre había un

Página 356
contingente cambiante de mujeres en Duke’s, muchas de ellas solitarias divorciadas.
Ya a primera hora de la noche el ambiente en el bar y en el restaurante contiguo era
bullicioso, lleno de humo y alegre. Los discos que se ponían en las máquinas de
ambas salas eran de rock de los años cincuenta y música country y del Oeste, a todo
volumen. La televisión sobre la barra siempre estaba encendida, emitiendo
acontecimientos deportivos, aunque nadie podía oírla. En la cocina del restaurante,
Stonecrop y sus compañeros escuchaban ensordecedora música rock de los años
setenta en una radio portátil. Los trabajadores de la cocina de más edad parecían estar
contentos con Stonecrop, el sobrino del propietario; estaba dispuesto a hacer lo que
ellos llamaban el trabajo sucio: limpiar la plancha, sacar la basura, arrancar la grasa y
fregar platos. Para recompensarle, el cocinero a veces le dejaba preparar comidas,
bajo su supervisión.
Por supuesto, ningún miembro de la familia Stonecrop aprobaba que Bud
trabajara en una cocina. ¿Se trataba de una broma? ¿Un muchacho de aquel tamaño, y
no tonto? (Bueno, no tan tonto. Al menos era tan brillante como su viejo, que se
graduó en la Academia de Policía e hizo una carrera bastante lucrativa como policía
«con relaciones»). A Stonecrop lo presionaban constantemente para que consiguiera
un trabajo «de verdad», un trabajo «serio», un trabajo «adecuado para un hombre».
Por medio de parientes consiguió un empleo en Parks & Recreation, pero estuvo a
punto de perder el pie derecho mientras trabajaba con una motosierra. Durante una
horrible temporada invernal fue miembro del equipo de rescate del condado de
Niágara, y salía con máquinas quitanieves en misiones de emergencia que duraban
diez horas. Uno de sus trabajos mejor pagados fue en una cantera local, pero
detestaba aquel trabajo de zombi y acabó bebiendo con tipos mayores aunque él aún
ni siquiera tenía la edad en aquella época, y regresaba a casa bebido, o no regresaba.
A los diecisiete años Stonecrop medía un metro ochenta y siete, pesaba ciento diez
kilos, y por eso su familia hablaba de entrenarle como boxeador. El padre
semiinválido de Bud empezó a fantasear sobre Bud hijo, pensando que llegaría a
campeón del mundo de pesos pesados, devolviendo la corona a la raza caucásica a la
que pertenecía. (No había habido ningún campeón americano blanco desde Rocky
Marciano, que se había retirado imbatido en 1956). Pero Stonecrop era un boxeador
reacio. Era un matón callejero por instinto, con tendencia a lanzar fuertes derechazos
desde el hombro, y no tenía paciencia, y mucho menos habilidad, para estrategias
más enrevesadas para dar golpes, esquivarlos, moverse hábilmente con los pies.
Stonecrop podía intimidar a un oponente con su tamaño solo si su oponente no tenía
su corpulencia, o era incluso más grande. En el gimnasio de Front Street, donde se
entrenaba con poco entusiasmo para su primer torneo Guantes de Oro (que se
celebraría en Buffalo), Stonecrop se volvió hosco, malhumorado. Sus ojitos como la
punta de un alfiler se le inyectaron en sangre, los labios se le hincharon y agrietaron.
Tenía dificultad para respirar por la nariz, que era todo cartílago, ahora más plana que
nunca; al cabo de unos pocos rounds, jadeaba como un buey. Su entrenador de

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ochenta años le advirtió como uno advertiría a un joven buey: «Boxear no es que te
peguen, hijo. Se trata de golpear al otro tipo. ¿Lo entiendes?». Stonecrop carecía del
lenguaje necesario para protestar. Con los pies quietos y mudo permanecía en el ring
dejando que los golpes le llovieran sobre la cabeza desprotegida, la cara, el torso. Su
corpulento cuerpo blanco, cubierto de pellejo húmedo, exudaba un aire de estoica
dignidad herida, reflexionando sobre su curioso destino. «No quiero pegar a ningún
tipo. Quiero darle de comer».
En su primer combate Guantes de Oro, en el Buffalo Armory, Stonecrop se cayó a
los cincuenta segundos del primer round, noqueado por un peso pesado negro de
sesenta años, y el asombrado árbitro lo descalificó.
Así fue como permitieron que Stonecrop dejara el gimnasio para siempre y
volviera al Duke’s Bar & Grill, trabajando más horas. (Aun así, su tío le pagaba
apenas más que el salario mínimo). El padre de Stonecrop, cuya enfermedad era cada
vez más grave, y a menudo se hallaba semiparalizado, no se lo perdonaba, y jamás
preguntaba por el trabajo de Stonecrop en el restaurante. Cuando el cocinero se
marchó, Stonecrop ocupó su lugar. Aprendió a ejecutar los pedidos con rapidez y
cada vez con mayor confianza. Aunque al cabo de unos meses comenzó a
impacientarle el menú de la parrilla, preparando grasientas hamburguesas solas y con
queso, salchichas de cerdo, huevos fritos, tocino, bollos y tostadas, friéndolo todo en
la chisporroteante grasa. Cuando tenía diez años había empezado a preparar comidas
en casa en ausencia de su madre y tenía sus propias ideas sobre la comida, que
desafiaban las de su tío Duke. Absorto con ceñuda concentración en un delantal
manchado de grasa y gorro de cocinero, con los hombros caídos, la cabeza baja sobre
la tabla de cortar, Stonecrop se aventuró a insertar cebollas Bermuda trituradas,
pimientos verdes y chiles en la carne de buey; experimentó con nuevas maneras de
preparar incluso el tocino canadiense, el pescado congelado Birds Eye, las alas de
pollo, las patatas fritas. Stonecrop irritaba a su tío porque utilizaba nuevos tipos de
encurtidos, patatas fritas, ensalada de col. Desarrolló su propia versión picante de la
sopa de tomate Campbell, un producto básico del menú del restaurante, aderezada
con especias y trozos de tomate fresco. Desarrolló sus propios platos italianos,
principalmente espaguetis y albóndigas. Su cecina con picadillo y chile especial
empezó a encontrar clientes. Con el tiempo, Stonecrop se interesaría por las verduras
que no eran lechuga iceberg, y por las verduras frescas en lugar de las de lata o
congeladas. Prefería con obstinación el queso cheddar en porciones al queso
americano cortado en lonchas para las hamburguesas, lo que reducía el margen de
beneficios de Duke. Tenía sus propias ideas sobre las chuletas, los filetes de pollo
frito, el asado londinense y las costillas de cerdo. Cerdo y alubias, halibut empanado
y pasteles de bacalao, incluso puré de patatas. Cuando los clientes empezaron a
fijarse, o a quejarse, del nuevo y exótico gusto de las hamburguesas de Stonecrop, su
tío Duke se puso furioso. «¡Cabrón! ¿Qué significa esto? ¿Qué clase de mierda es
esto?». El hombre, unos centímetros más bajo que Stonecrop y con unos quince kilos

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menos, abrió una hamburguesa y vio los acusadores trozos de cebolla, pimiento y
chile en la carne. Dio un mordisco, lo masticó con recelo y dio otro mordisco, puso
ketchup en la carne que quedaba y volvió a probarla. Admitió: «Bueno, no está mal.
Es diferente, un poco como esa comida que comen los españoles, italianos y
portugueses. Pero esto va en el menú como una… hamburguesa especial de Bud. Y la
próxima vez que hagas experimentos en mi cocina, muchacho, dímelo antes o te
partiré la cara». Stonecrop, con el rostro enrojecido, malhumorado, se secó el sudor
de la cara con el delantal y declaró: «¡Qué te jodan!», y todo el personal de la cocina
rio en voz alta.
A medida que transcurrían los meses, Stonecrop empezó a adquirir clientes a los
que les gustaba su comida. Los veteranos de la oficina del fiscal del distrito y las
solitarias divorciadas fueron de los primeros.
A medida que la salud de Bud padre se deterioraba, Bud hijo pasaba más tiempo
fuera de la casa de Garrison. Cuando no trabajaba en el restaurante recorría la ciudad,
paseaba junto al río e iba a Buffalo y volvía dando un rodeo. Tenía un Thunderbird de
segunda mano que había comprado con la intención de repararlo, pero lo había
descuidado. A veces paseaba por el barrio a pie. No pedía salir a ninguna chica, no
tenía ningún interés aparente por las chicas. (Que nadie supiera. Se especulaba si
Stonecrop podía tener una vida secreta). Stonecrop, un muchacho corpulento con el
semblante ceñudo, la cara aplastada, ajada, ojos color agua sucia y aquella llamativa
cabeza rapada, ejercía una perversa atracción en cierta clientela femenina de Duke’s,
y se veía a algunas mujeres esperando (en la barra) a que la cocina cerrara a las once
de la noche para llevarse a Stonecrop a casa con ellas. Aunque la madre del
muchacho de la cabeza rapada faltaba desde hacía ya más de una década, aún a
menudo estas mujeres se referían a él como un «muchacho sin madre», «ese pobre
chico Stonecrop, sin madre».

El padre de Stonecrop era un inválido que permanecía en casa, atendido


principalmente por una hermana mayor, soltera. Cuando se hallaba en mejor estado,
Bud padre había hecho firmar un documento a toda la familia prometiendo que jamás
le internarían en una residencia. Entre los Stonecrop, al igual que entre la mayoría de
familias del barrio de Baltic Street, tan desesperada medida raras veces se tomaba.
«Es mejor morir en casa, con los tuyos».
Mejor para quién, no se preguntaba. Había cosas que simplemente se hacían, por
deber y culpabilidad.
Se observó que Stonecrop se había vuelto cada vez más tenso e irritable con el
declive de su padre. Discutía con Bud padre desde hacía años, pero ¿quizá, después
de todo, quería al viejo? Stonecrop era un muchacho misterioso, que se iba
convirtiendo en un joven aún más misterioso. Para entonces había dejado a sus
antiguos amigos. A veces se tomaba un fin de semana libre del restaurante y

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desaparecía. En Duke’s, a medida que su cocinero fue siendo más apreciado y a los
antiguos asiduos se iban añadiendo nuevos clientes, Stonecrop podía marcharse como
una tromba de la cocina si su tío le hería los sentimientos. Duke le despedía, y volvía
a contratarle, y le despedía de nuevo. Pero había restaurantes locales dispuestos a
contratarle, con un buen salario, por lo que Duke se apresuraba a volver a contratarle,
aumentándole de mala gana el sueldo. El sentido de la obligación familiar de
Stonecrop debía de ser tan grande que siempre regresaba al Duke’s Bar & Grill, como
un perro pateado que regresa con cautela a su amo aparentemente arrepentido. «Ese
pequeño hijo de puta tiene sus propias ideas —decía Duke con reacia aprobación—.
Pero el local es mío». Los Stonecrop no eran dados al discurso diplomático, en
especial en sus tratos de negocios. Cuando Duke llamaba a su corpulento sobrino
«gilipollas», «mierdecilla», «cabrón», Stonecrop reaccionaba con indiferencia, pues
sabía que estas eran expresiones equívocas de cariño; pero cuando su tío le llamaba
«estúpido», «retrasado», «sordomudo» delante de terceros, Stonecrop reaccionaba
con violencia. Podía quitarse el delantal, arrojarlo al suelo y salir con grandes pasos
del restaurante. Podía romper platos, volcar fuentes de humeante comida o fuentes
llenas de restos. Una vez se vio a Stonecrop agarrar una pesada sartén de hierro
caliente de una cocina y acercarse al viejo con la aparente intención de matarle. El
muchacho de la cabeza rapada había tenido que ser reducido a la fuerza por varios
agentes del departamento de policía de Niágara Falls que por casualidad se hallaban
en el restaurante comiendo. «Si no le hubiéramos parado, ese muchacho loco le
habría partido el cráneo a Duke». Este episodio pronto entró a formar parte de la
leyenda de la familia Stonecrop, contada con frecuencia con regocijo.
Una noche Royall Burnaby y su hermana Juliet estaban cenando en Duke’s,
sentados en un reservado adosado a la pared exterior, y Stonecrop permanecía como
una mole en la puerta de la cocina, reflexivo e impasible. Fue una noche de
noviembre de 1977, varias semanas después de que Royall se hubiera marchado de
casa; Juliet había ido a visitarle a su apartamento de la calle Cuatro. Hermano y
hermana hablaban tranquilamente.
—Mamá te echa de menos —dijo Juliet—. No para de suspirar como si estuviera
destrozada.
Royall se encogió de hombros. Con aire distraído seguía un ritmo de rock
golpeando con un cuchillo y un tenedor en la mesa de formica, acompañando al
clásico de Bill Halley «Shake, Rattle, and Roll» que sonaba en la máquina de discos.
Desde que se había ido de la casa de Baltic Street, Royall parecía mayor; incluso ante
sí mismo parecía más autosuficiente y reservado. No se sentía tan solo como creía
que se sentiría.
—Supongo que yo también te echo de menos —dijo Juliet, bajando la cabeza
como avergonzada.
El disco terminó de pronto y Royall se quedó sin música que acompañar. Dijo con
torpeza:

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—No significa que nadie quiera menos a nadie, por no vivir con ellos. Solo
significa… —Royall no acabó la frase, inseguro.
Royall había encargado un gran plato de chiles, en los que había desmenuzado un
puñado de galletas saladas, y Juliet había pedido una tortilla a la española. Tanto el
bol de Royall como el plato de Juliet habían sido calentados. En el de Juliet, además
de la tortilla, había una guarnición de zanahorias mini y perejil, y melón cortado en
finas rodajas colocado como si fueran pétalos. La tortilla llevaba especias tan exóticas
y tanto tomate, cebolla y pimiento rojo y verde fritos que a Juliet le estaba costando
terminársela. ¡Qué comida tan abundante! Era como abrir un cajón conocido del que
sale algo inesperado que no reconoces. Y el cocinero les había hecho llegar una
enorme cesta de galletas de levadura, recién salidas del horno. La camarera dijo:
—Dice que es para vosotros, un extra. Sin cargo.
Royall miró el plato de Juliet con aire dubitativo. En voz baja dijo:
—No está bien cuajada. ¿Está buena?
Juliet contestó:
—Creo que una tortilla tiene que estar blanda por dentro. Está doblada, y por
dentro es blanda.
Ariah, cocinera apresurada, siempre había preparado tortillas para la familia
batiendo los huevos y vertiéndolos en una sartén, dejando que la masa se hinchara y
se cuajara hasta convertirse en algo parecido a una tortita; a menudo, las tortillas de
Ariah tenían gusto a almidón. Royall se había criado con gustos sencillos, toscos;
confiaba solo en los huevos que eran de textura más bien dura, incluso como de
goma. Juliet dijo:
—Es la tortilla más deliciosa que he comido jamás. ¿Quieres un poco?
—¡No, gracias! Ya me lo creo.
Vieron que Stonecrop, el cocinero con la cabeza rapada que solo tenía uno o dos
años más que Royall, había salido de la cocina, que estaba en la parte de atrás, y
ahora se encontraba detrás del mostrador, preparándose para limpiar la parrilla. Había
estado observando a Royall y a Juliet disimuladamente, pero ahora parecía no reparar
en ellos. Royall le llamó, con intención de mostrarse cortés:
—¡Eh, Bud! Esto está de miedo. Los dos platos. ¿Los has preparado tú?
Royall lo dijo con buena intención, pero el rostro acalorado y enrojecido de
Stonecrop se ensombreció como si le hubieran insultado. Regresó a la cocina con
brusquedad, y la puerta quedó oscilando tras él. Royall se quedó mirando en su
dirección, sorprendido por la mirada fría y angustiada de Stonecrop en el instante
previo a marcharse. Juliet dobló su servilleta de papel en silencio. Se había comido
casi dos terceras partes de la tortilla y una galleta casi entera y toda la guarnición, tan
encantadoramente dispuesta.
Royall masculló:
—Mierda. Supongo que he dicho algo que no debía.
Al llevar a Juliet en coche a casa, en Baltic Street, Royall dijo:

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—Ese tipo, Bud Stonecrop. A veces me parece extraño. ¿Tú qué opinas, Juliet?
Juliet murmuró que no estaba segura.
—Es como si hubiera algo entre nosotros —dijo Royall—. Pero… ¿qué?
Royall se sentía incómodo pensando que al cabeza rapada de Stonecrop, del que
se rumoreaba que estaba dotado como un caballo, le gustara su hermana de cuarenta y
pocos kilos, que por entonces tenía quince años.

11
«Vergüenza, vergüenza es tu nombre. Conoces tu nombre.
»Ven con tu padre a las cataratas».
Es el aniversario de la muerte de él. Ahora las voces son más claras. Menos
confusas, y menos llenas de reproche. Como si lo que Juliet hará ya lo hubiera hecho.
Igual que la muchacha irlandesa de quince años. Penitente, jadeante, los pies
descalzos entumecidos sobre la hierba húmeda.
«¡Juliet! ¡Burn-a-by! Ven, ven con nosotros».
Ahora en la baranda sobre las cataratas. Las manos aferradas a la baranda mojada.
El rostro bañado por las finas salpicaduras. El agua turbulenta de los rápidos como
los músculos de una gran bestia ondulándose bajo su piel. Cuántas veces ha visto
Juliet el río Niágara de cerca, y sin embargo es diferente en esta hora de madrugada
antes de que amanezca, con nubes amontonadas en el cielo del este como cemento
sucio, aunque adornado con una débil luz de tono bronce dorado; es diferente, o es
Juliet la que es diferente, alegre y sin embargo triste, sonriendo no obstante.
Lamentando solo no haber dejado una nota para su familia, y ahora ya es demasiado
tarde.
En las cataratas no hay marcha atrás.
«¡Burn-a-by! ¡Burn-a-by! Ven».
Las voces son más compasivas, de cerca. Ahora Juliet no tiene tanto miedo. No es
infeliz. No es infelicidad, ni siquiera tristeza o pena lo que la ha atraído hasta aquí. Es
saber que está bien, que es el lugar correcto y que es el momento oportuno. Las voces
de las cataratas no son amenazas, y no son reprobatorias. Ahora las oye como música.
Como «Mi país eres tú», que había cantado con otras niñas en la escuela de Baltic
Street y la profesora de música la había alabado aunque Juliet no sabía qué
significaba la frase. Igual que «Noche de paz noche de amor… cerca de la Virgen y el
Niño», que era el más bello villancico que había cantado pero no tenía ni idea de qué
significaba siquiera, pues lo había oído separado, la Virgen y el Niño, y había
«huestes celestiales» y «aleluyas» completamente misteriosas para ella, codificadas,
como el amplio mundo mismo, en el lenguaje de los adultos. Ten fe, confía en que el
amplio mundo te consolará y te protegerá; Juliet lo había intentado, había intentado

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tener fe, pero no lo había logrado. Pero ahora se redimiría, como otros se habían
redimido, en las cataratas.
Aún no son las seis y media de la mañana. Si no fuera porque el cielo está
encapotado, ya habría amanecido. El dique que discurre junto al río, frente a la isla
Cabra, que dentro de pocas horas estará abarrotado de turistas, ahora está desierto.
Poco a poco se ha ido levantando una niebla densa y amarillenta pero unas nubes
ondulantes son arrastradas hacia el oeste desde las cataratas, y mientras Juliet tiene la
mirada fija se produce un fuerte cisma en el cielo del este enturbiado por las nubes y
un resplandor como fosforescente en el río y en el estado hipnótico y delirante en que
se halla Juliet desea creer que se trata de una señal; que es la visión dirigida a ella
sola, igual que la lechera irlandesa tuvo una visión solo para ella, mucho tiempo
atrás; una pincelada de luz del sol, y se eleva desde la garganta una informe figura
gigantesca, columnas casi opacas de neblina que coquetamente se forman, se
disuelven y se vuelven a formar continuamente en la gran garganta. Entre el
ensordecedor rugido de las cataratas el casi inaudible pero inconfundible murmullo:
«¡Juliet! ¡Juliet! Ven, ven a mí es la hora».
Juliet sonríe. ¡Es la hora!
A ciegas ha estado caminando junto a la barandilla, aferrándose a ella con fuerza
con ambas manos. Por instinto, como una criatura atrapada que busca la salida más
pragmática. Como si existiera una puertecita, como en un cuento de hadas, que
pudiera abrir y franquear. Pero la barandilla le llega hasta la cintura y no hay ninguna
puertecita, por lo que tendrá que auparse y saltar por encima y sus jóvenes y ardientes
músculos tendrán que ejecutar esta hazaña igual que ha mantenido su cuerpo
preparado, antes de cantar, emocionada, conteniendo el aliento, y ha cantado con toda
su alma y se ha redimido al cantar, olvidada toda la vergüenza, olvidada incluso la
maldición de un nombre. ¡Es la hora!
Y entonces alguien se acerca rápidamente a ella. Tan rápidamente que Juliet no le
ha visto hasta ahora. Pronuncia palabras que ella no puede descifrar. La coge de la
mano, soltándole los dedos de la barandilla. Debe de ser… ¿Royall? Su hermano que
la coge con tanta familiaridad, como si tuviera derecho. Juliet forcejea frenética como
un gato atrapado, pero no es Royall sino el enorme Stonecrop de la cabeza rapada,
que la dobla en tamaño y se cierne sobre ella, gruñendo algo que suena como: «¡No!
Vamos». Al cabo de unos segundos ha apartado a Juliet de la barandilla, se la ha
llevado del dique y está en la hierba. Stonecrop es tan fuerte, y está tan seguro de su
fuerza, que es como si Juliet hubiera sido levantada por una fuerza elemental, viento
o terremoto, eliminada su voluntad individual, sin más importancia que un gorrión
herido. Ella protesta:
—¡Déjame en paz! ¡Tú no eres mi hermano!
Está furiosa, este joven no tiene ningún derecho a interferir, ningún derecho
siquiera a tocarla. Él jadea como un animal mecánico al que se le da cuerda. Hace
días que no se afeita, la parte inferior de su rostro reluce con un tono azul acero. Su

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expresión es de turbación, de desaliento, estoica y decidida. No va a soltarla aunque
ella pelea con él, le pega y le da patadas, intenta arañarle los nudillos.
—¡Suéltame! ¡Déjame en paz! ¡No tienes derecho! ¡Te odio!
Pero es demasiado temprano. Prospect Park está desierto. Nadie lo ve, nadie
impedirá que Stonecrop levante a Juliet como uno podría levantar a una niña pequeña
que se resiste, y que camine mientras ella suelta patadas e intenta darle codazos;
rodeándola con sus enormes brazos, con torpeza pero sin vacilar Stonecrop cruza una
parte del parque y lleva a Juliet a su Thunderbird, a un lugar seguro.

12
—¿Mamá? ¿Dónde está Zarjo?
—En el jardín de atrás.
—No, no está allí.
—Claro que sí, cielo. No seas tonta.
—¡Mamá, no está! Se ha ido.
Aquella terrible ocasión. Aquellos días de desdicha, de angustia. Jamás los
olvidarán los Burnaby. Gritando a pleno pulmón: «¡Zarjo! ¡Zarjo!», imaginando que
en cualquier momento el perro reaparecería jadeando y arrepentido e impaciente por
ser abrazado. En el vecindario, en el parque y en la cochera del ferrocarril y junto a la
apestosa zanja de drenaje, por las calles y aceras y callejones, buscando
desesperadamente en los jardines de los vecinos, atreviéndose a llamar a las puertas,
parando a extraños en la acera, preguntando, suplicando: «¿Ha visto a nuestro perro
que ha desaparecido? Se llama Zarjo, es una mezcla de cocker spaniel y beagle, un
perro pequeño, de cuatro años, un perro amistoso pero tímido con los extraños, no, no
muerde, a veces ladra si está nervioso, se soltó de su correa y salió corriendo y
creemos que debe de haberse extraviado», mostrando fotografías de Zarjo, a nosotros
nos parecía un perro hermoso y sin embargo para los extraños solo era un pequeño
perro de color marrón sin ninguna marca que le distinguiera, un perro que se podía
olvidar de inmediato. «Se llama Zarjo, nosotros le queremos, si le ve tenga nuestro
número de teléfono». Roncas nuestras gargantas, y los ojos enrojecidos de tanto
llorar.
Incluso Ariah lloró, ante el terror de perder a Zarjo. En esa espantosa ocasión, dio
la impresión de que Ariah iba a permitirse derramar alguna lágrima.
¡Ariah, presa del pánico y pálida de emoción! Pena, consternación, una mirada
salvaje en el rostro de mamá, y su cabello pelirrojo sin recoger, alborotado.
Levantando la voz al teléfono, suplicando. Nunca habíamos visto a nuestra madre en
semejante estado y nos daba miedo, y el miedo que ella nos daba y el que sentíamos
por ella se mezclaba con nuestro temor de que Zarjo se hubiera marchado, de que

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jamás volviéramos a verlo. No sabíamos cuánto amábamos al alegre perrito y ahora
nuestro amor por él dolía como ácido corroyendo nuestra carne.
Los alumnos de piano de Ariah llamaban a la puerta delantera y uno de nosotros
iba a abrir, explicando que nuestra madre no se encuentra bien, tiene un fuerte dolor
de cabeza y se ha acostado, dice que practiques lo mismo que la semana pasada y te
verá la semana próxima, dice que lo lamenta.
Aquella horrible ocasión. Al principio Zarjo solo estuvo fuera parte de un día y
después Zarjo había desaparecido un día entero y después un día y una noche (pero
ninguno de nosotros podía dormir, velábamos por si Zarjo aparecía en el porche
delantero creyendo que podría regresar a casa por la noche muerto de hambre) y
después Zarjo llevaba cuarenta y ocho horas desaparecido y nuestras lágrimas se
agotaron, o casi. Buscamos aún más lejos de casa, en círculos concéntricos
desplegándonos más allá de Veterans’ Road, más allá del instituto, del hospital,
cruzando la calle Sesenta y penetrando en una zona de fuertes olores agrios que nos
hacían escocer los ojos con más crueldad que la sal de las lágrimas lo había hecho.
«¡Zarjo! ¡Zarjo! Dónde estás, qué te ha ocurrido, vuelve a casa por favor».
Ninguno de nosotros pensaba de quién había sido cachorro Zarjo. Quién había
traído a Zarjo a nuestras vidas. Ninguno de nosotros expresaba aquel hecho en voz
alta.
Llamábamos sin vergüenza a la puerta de las casas. Mostrábamos las arrugadas
fotografías una vez más. Interrumpíamos a las mujeres que pasaban el aspirador por
su casa, que cuidaban a niños pequeños, que veían la televisión. Perros extraños se
nos acercaban corriendo, nos olisqueaban las manos que les tendíamos. «¡Zarjo!
Llévanos a donde está Zarjo».
De los hijos, Juliet fue la que más lloró. Indefensa, desesperada, roto su corazón
de niña pequeña.
—Cielo, no llores. No sirve de nada. Solo nos destroza a todos. Si llorar sirviera
de algo, Zarjo ya estaría de vuelta.
Ariah intentaba valientemente mantener algo parecido a la calma. Ariah, la
madre. La cabeza responsable de esta familia casi en la miseria, abandonada y sin
amarras que vivía en una destartalada casa adosada en Baltic Street. Oh, Ariah quería
ser fuerte, estoica, un modelo para sus hijos en esos momentos de ansiedad.
Uno de nosotros la encontró a medio vestir en la cama. Tapándose la cara con sus
delgados y blancos brazos. Diciendo con voz lenta y vacilante que no sabía qué le
pasaba, estaba tan cansada que apenas podía levantar la cabeza. «Si Zarjo no vuelve
no quiero vivir».
Más adelante, Ariah negaría haber dicho tal cosa.
Más adelante, Ariah negaría la histeria de aquellas horas.
Sus hijos estaban descubriendo la notable afabilidad de algunos de sus vecinos.
En realidad, de la mayoría de sus vecinos. Y de los extraños también.

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Entrad, sentaos, no nos interrumpís para nada, sabemos lo que es perder a un
animalito al que quieres. ¿Este es el perro? Qué monada. ¿Zarjo? Qué nombre tan
poco usual, ¿es extranjero? No lo hemos visto, supongo, pero estaremos atentos,
pondré vuestro número de teléfono aquí, ¿seguro que no queréis nada? ¿No?
Una mujer mayor de Ferry Street nos llevó a su jardín trasero con césped, donde
entre enmarañado brezo y guisantes de olor silvestres había un cementerio para sus
bebés perdidos. Bobo, Speckles, Snowball, Laddie. Cada uno tenía una lápida de
madera de abedul y sus nombres habían sido grabados al fuego en la madera con el
equipo de grabado en madera de su hijo. Cuando Laddie murió, una bella y gran
tortuga que había vivido diecisiete años y se había reducido a la mitad de su tamaño,
decidió que no podía soportar tener otro animal doméstico, duele demasiado cuando
nos abandonan. «Pero este es mi rincón de tranquilidad. Aquí, todos estamos en paz».
Corrimos a casa. Zarjo seguía desaparecido.
Ariah seguía tumbada en su cama. Con los ojos abiertos, vacuos.
Chandler empezaba a tener miedo. Sería Chandler quien tendría que marcar el
número de urgencias. «¿Oiga? Me… me parece que mi madre no se encuentra bien.
Me… me parece que mi madre necesita ayuda».
Juliet se acurrucó junto a Ariah, que respiraba ásperamente, con la boca abierta.
Juliet, que tenía cuatro años, era sin embargo una niña dispuesta a apretarse contra
mamá, colocar bien el brazo flácido de mamá sobre ella. Cerrando los ojos y
chupándose el pulgar, fingiendo que ella y mamá estaban haciendo la siesta juntas
como solían hacer mucho tiempo atrás.
Y Royall, ¿por qué Royall bajó corriendo la escalera y cerró la puerta de un
golpe, pillándose el dedo meñique de la mano izquierda, y gritó de dolor, sollozó y
gimió de dolor, por qué Royall sentía que era culpa suya que Zarjo se hubiera ido,
acaso le había atado con descuido a la cuerda de tender del jardín trasero? Ariah
había gritado a Royall: «Ha sido culpa tuya, tú has sido el último que le ha visto,
jamás te lo perdonaré, te enviaré lejos y jamás volveré a verte».
A la mañana siguiente, Zarjo regresó.

Había estado fuera tres días, pero nunca supimos dónde. ¡Estábamos henchidos de
felicidad! Al oír a Zarjo ladrar con nerviosa excitación, un ronco staccato nuevo en
él, y cuando uno de nosotros le acarició las orejas y se volvió e intentó morder como
jamás había hecho, casi se podía pensar: «Este no es Zarjo, es un perro extraño». Sin
embargo, un instante después Zarjo volvía a ser él, gimiendo de amor y lamiendo
nuestras manos y caras desesperadamente. Hacíamos turnos para coger en brazos al
perro que se retorcía y besarle el cálido hocico, e incluso Ariah, que había estado
desconcertada y se había movido con lentitud, revivió e intentó abrir una lata de
comida para perros, pero le temblaban tanto las manos que Chandler tuvo que
ocuparse de ello. Y agua fresca para Zarjo en su plato de plástico rojo. El perro tenía

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el pelaje sucio y enmarañado y su cola siempre en movimiento estaba llena de
bardanas y desprendía un horrible olor a alcantarilla, como si se hubiera estado
revolcando en la porquería; Ariah insistía en que lo laváramos, inmediatamente
teníamos que lavarlo para eliminar de él el olor de la muerte, y eso hicimos, en un
barreño de lavar ropa que subimos del sótano y llevamos a la cocina, y mientras
enjabonábamos su pelaje descubrimos que las almohadillas de sus patas, aunque
duras como cartílago, parecían quemadas, como si hubiera estado paseando por
residuos químicos; Zarjo gemía y se encogía cuando le tocábamos, por lo que
teníamos miedo de que nos mordiera, pero al cabo de un rato se calmó, sus patas se
empaparon de cálida agua jabonosa, lo enjuagamos, lo sacamos suavemente del
barreño goteando y lo pusimos sobre unos papeles de periódico que habíamos
extendido en el suelo, nos pusimos en cuclillas a su lado envolviéndole en una gran
toalla de playa y, agradecido, Zarjo nos lamió las manos de nuevo, en especial lamió
las manos de Ariah, y al cabo de unos segundos cayó en un misericordioso sueño, un
sueño pesado y ronco, un sueño de agotamiento; derrumbado sobre un costado, con
su pelaje mojado y viscoso parecía una criatura esquelética, que temblaba y gemía en
sueños, profundamente inconsciente, como si se hallara en coma.
De este modo nos fue devuelto Zarjo. Ariah jamás reconocería haber estado
seriamente preocupada. Se reía de nosotros, nos regañaba:
—¡Vosotros, niños! Os lo dije, que ese maldito perro regresaría. Se fue de paseo y
volvió tal como se había ido. Y si no lo hubiera hecho, no habría sido una gran
pérdida. No es más que un perro sin raza. No vivirá eternamente. Encariñarse con un
animal doméstico es como echar dinero a una ratonera, será mejor que maduréis, la
vida te rompe el corazón, la próxima vez será de verdad, lo atropellará un coche o
comerá algo venenoso o se ahogará en una charca y no quiero veros chillando y
lloriqueando y colgándoos de vuestra madre, no quiero ni oír hablar de ello. Os lo
advierto.

13
¡Qué pareja tan dispar!
De pronto en el verano de 1978 empezaron a ser vistos juntos: el enorme Bud
Stonecrop, de casi dos metros y la cabeza rapada, que había dejado los estudios y era
cocinero en Duke’s Bar & Grill, y Juliet Burnaby, de dieciséis años, la hija del
difunto Dirk Burnaby. El joven melancólicamente silencioso y la soñadora chica del
instituto con la hermosa voz de contralto. Se les observó juntos en el destartalado
Thunderbird negro de Stonecrop, y se les observó paseando juntos (sin cogerse de la
mano, y sin hablar mucho) en el ventoso acantilado que daba al río Niágara, y en la
playa arenosa de Olcott, a cincuenta kilómetros del lago Ontario. Se les vio a extrañas

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horas en el cine, a menudo a primera hora de la tarde. Se les vio juntos en centros
comerciales locales, comprando juntos, cosa poco verosímil. (¿Ropa nueva para
Stonecrop? De pronto este empezó a llevar ropa de sport en lugar de camisetas
exclusivamente. En el implacable calor del verano consintió en llevar pantalones
cortos color caqui y sandalias en lugar de los pantalones largos y zapatillas deportivas
tipo bota que solía llevar). Más de una vecina de Ariah Burnaby se atrevió a llamar a
su puerta para informarle de que su hija estaba saliendo con «ese chico Stonecrop, de
la familia Stonecrop de Garrison». Ariah, con sus pálidos labios, escuchaba
educadamente a estas informadoras y murmuraba: «¡Gracias!» sin invitarlas a entrar.
(¿Habló Ariah con Juliet? No, no se atrevió. La noticia de que su hija salía con un
chico, cualquier chico, y mucho más un Stonecrop peligrosamente corpulento, la
llenaba de terror, pero era lo bastante astuta para recordar las rebeldes emociones de
su propia adolescencia; sabía que un padre bienintencionado podía alimentar sin
querer semejantes emociones diciendo lo que no debía en el momento más
inoportuno. Y existía la probabilidad, como se decía Ariah a sí misma para
consolarse: «Haya lo que haya entre ellos, no durará mucho. Nunca dura»). Melinda
Aitkins, enfermera del hospital Grace Memorial, con la que Chandler se había
reconciliado, y de la que estaba profundamente enamorado, le informó a este con
vacilación de que había visto a una chica que se parecía mucho a su hermana Juliet en
compañía de un «tipo con aspecto de bruto que la doblaba en tamaño». Había visto a
esta dispar pareja en el centro comercial de Niágara mirando un escaparate de
animales domésticos donde había una camada de gatitos, no se decían nada, solo
estaban allí de pie, juntos aunque sin tocarse. Chandler enseguida dijo que la chica no
podía ser su hermana, Juliet era demasiado inmadura y demasiado tímida para salir
con chicos.
Los amigos de Royall empezaron a decirle que habían visto a la dispar pareja, lo
que despertó su alarma y desaprobación. ¡Stonecrop! El hijo del agente de policía del
departamento de Niágara Falls que se había retirado del cuerpo bajo aquella especie
de vago halo deshonroso que había acompañado a Dirk Burnaby hasta su muerte, y
aún después. Cuando Royall preguntó a Juliet por Bud Stonecrop ella se ruborizó con
aire de culpabilidad, desvió la mirada y dijo con voz débil, obstinada:
—Bud es mi amigo.
Royall se quedó pálido.
—¿Le llamas «Bud»? ¿«Bud»? ¿Bud es amigo tuyo? ¿Desde cuándo? Por el amor
de Dios, Juliet, Bud Stonecrop es… —Royall buscó la palabra que lo definiera con
exactitud, pero no la encontró, como si tuviera a Stonecrop delante mirándole,
echando fuego por los ojos— un Stonecrop. Conoces a esa familia.
Juliet dijo, sin mirar a Royall:
—La familia de Bud no son amigos míos. Solo lo es Bud.
«Solo lo es Bud». Incluso en el estado de temor que se había despertado en
Royall, este detectó un tono de ternura en esta frase.

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Juliet dijo:
—Pero no es lo que la gente cree. Es tímido. Es cañado. Lo que le hace más feliz
es cocinar para gente lo bastante inteligente para apreciarlo. Y me respeta, y a nuestra
familia. No como otras personas, que se burlan de nosotros.
—¿Nuestra familia? ¿Qué demonios sabe Stonecrop de nuestra familia?
—Pregúntaselo.
Esta era una respuesta notable, procediendo de Juliet. Royall percibía la alianza
de su hermana con el otro, con Stonecrop. Dijo, acalorado:
—Es demasiado mayor para ti. Tú eres demasiado joven para él. Duerme con
mujeres mayores que él, liga en el bar de su tío. —Royall empezaba a respirar cada
vez más deprisa, tenía una sensación de ahogo en el pecho. Ninguno de los hijos de
Ariah se sentía cómodo hablando de sexo con otro, aunque vivieran en la década más
feliz de la liberación sexual de la historia estadounidense; o eso se creía. Juliet se
sonrojó vivamente. Dijo, balbuceante:
—Bud no me pide nada… no es como los otros tipos… probablemente no es
como tú.
Royall dijo, dolido:
—¿Qué significa eso?
«Acostarse con una chica, darle un anillo, romper el compromiso y romperle el
corazón».
—Estamos hablando de ti, Juliet. No de mí. ¡Vamos!
—Quieres saber cosas de Bud, bueno… no puedes conocer a Bud. No es lo que
parece. Y si no quiere que le conozcas, no puedes hacerlo.
—Tonterías.
Pero Royall no estaba tan seguro. Eso le alarmó, qué inseguro estaba. Y qué
excitable: como Ariah, años atrás, que explotaba y entraba en un misterioso estado de
fuga y la emprendía contra sus hijos.
Juliet dijo, con su voz calmada, obstinada:
—Bud es… como si le conociera de toda la vida. Alguien en quien puedo confiar.
Es… mi único amigo.
Ahora Royall se sintió dolido, y perplejo. Protestó.
—¡Bud no es tu único amigo! Yo soy tu amigo, Juliet, y soy tu hermano.

14
«Entre nosotros existe un secreto.
»Tenemos algo en común, tú y yo. Eso nunca cambiará».
Stonecrop jamás hablaba tan directamente. Sin embargo, Juliet comprendía.

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El joven de la cabeza rapada se comunicaba tanto con frases de silencio como
verbales. Con apartes murmurados, gestos, gruñidos, encogiéndole de hombros.
Suspiraba, se rascaba la cabeza. Siempre estaba tironeándose del ajado cuello de una
camiseta, como si su ropa ancha le apretara. Sonreía de soslayo, con el aire de alguien
inseguro de que una sonrisa suya vaya a ser bien recibida. Había elocuencia en
Stonecrop si se le sabía interpretar. Había sutileza en su alma por mucho que a los
ojos de los demás pareciera torpe, tímido y amenazador.
Permitió que Juliet supiera aquella primera mañana en que estuvieron juntos,
cuando él se la había llevado a la fuerza de las cataratas a su Thunderbird y a toda
velocidad fuera de la ciudad, hacia el norte: «Tenemos algo en común, tú y yo.
Siempre lo hemos tenido. Siempre lo tendremos. Eso nunca cambiará».

A mediados de verano Stonecrop empezó a llevar a Juliet a casa con él, a la


destartalada casa de tablas de Garrison Street. En un barrio de casas adosadas de
descolorido ladrillo y estuco, la casa de los Stonecrop destacaba como un
transatlántico blanqueado por el sol. El amplio jardín delantero carecía casi por
completo de hierba, y estaba lleno de porquería. Stonecrop había intentado
mantenerlo limpio —despejarlo—, pero pronto lo había abandonado, como había
descuidado el jardín trasero, lleno de altísimas malas hierbas. El porche delantero
estaba abarrotado de muebles y otros objetos sacados del interior de la casa, así como
de bicicletas infantiles, motos, trineos. Varias de las ventanas delanteras estaban
resquebrajadas y reparadas llamativamente con cinta adhesiva. El tejado tenía el
aspecto de estar perpetuamente mojado, podrido, de un tejado que tendría filtraciones
en cuanto cayera la más suave de las lluvias; tan cerca de las cascadas, la más suave
de las lluvias podía ser torrencial. Juliet a menudo se había preguntado, al pasar por
delante de esta casa: ¿quién vivirá ahí dentro? Le había parecido saber de antemano
que se trataría de una familia muy diferente de la que vivía en la casa adosada que
había a la vuelta de la esquina del 1703 de Baltic.
La madre de Stonecrop, a la que este llamaba, a su manera avergonzada y en voz
baja, su mamá, se había «ido a algún sitio, al sur» —«tal vez Florida»— mucho
tiempo atrás. Cuando Juliet exclamó que él debía de echarla de menos, Stonecrop se
encogió de hombros y se alejó.
Bueno: probablemente fue un comentario hecho sin pensar. Y estúpido.
Más tarde, no minutos u horas sino días más tarde, Stonecrop sacó el tema de su
mamá, como si todo ese tiempo hubiera estado reflexionando, y manteniendo una
conversación con Juliet mentalmente, dijo, «… es mejor que si estuviera muerta. Que
se marchara. Como hizo. Antes…». Stonecrop buscó el resto de la frase, pero no
encontró nada. Juliet se preguntó si habría pretendido decir: «Antes de que le
ocurriera algo».

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La gran casa de tablillas grises era propiedad del padre de Stonecrop al que, en la
comisaría, se le llamaba el Sargento. Solo su hermana mayor y su madre le llamaban
Bud padre; Stonecrop se refería a él como «papá» o «mi viejo», «el viejo». Stonecrop
nunca hablaba de su padre sin hacer muecas, fruncir el entrecejo, contraer el rostro o
sonreír. Se tironeaba del sucio cuello de la camisa, se daba golpecitos a los rasguños y
quemaduras de sus estropeadas manos de cocinero. A Juliet le resultaba imposible
valorar si Stonecrop quería a su padre o sentía mucha lástima por él. Si estaba
preocupado por el estado de su padre o furioso. Stonecrop a menudo parecía
avergonzado, y enojado; quizá estaba enojado porque estaba avergonzado, o
avergonzado porque estaba enojado. Se preguntaba con inquietud cuándo conocería
al Sargento. Pero sabía que era mejor no preguntar.
En la gran casa de tablillas vivía una población flotante de miembros de la familia
Stonecrop, incluidos media docena de animados niños que presumiblemente eran
jóvenes sobrinos y sobrinas de Stonecrop. Había corpulentos hombres jóvenes sin
afeitar de la edad de Bud que aparecían en el piso de abajo, bostezando y rascándose
las axilas, bebiendo cerveza directamente de la botella y desaparecían, subiendo las
escaleras arrastrando los pies. Stonecrop no hacía ningún esfuerzo por presentar a
Juliet a esta población flotante y ella pronto aprendió a esbozar una radiante sonrisa y
decir, con el entusiasmo de una animadora de instituto aparentemente sincera:
—Eh, hola. Soy Juliet. Amiga de Bud.
La primera vez que Stonecrop llevó a Juliet a casa, la presentó a su tía Ava, la
hermana mayor de su padre, que era enfermera titulada y se ocupaba del Sargento; la
segunda vez que la llevó a su casa, la presentó a su abuela, la madre de ochenta años
de su padre; al fin, tras mucho vacilar, y mucho suspirar, fruncir el entrecejo y
frotarse la nariz, a la tercera visita de Juliet la llevó a conocer a su padre. Para
entonces ella había empezado a estar un poco intranquila.
Era una cálida tarde de julio, hacia el atardecer. Juliet llevaba unos pantalones
cortos blancos, una camisa con un estampado de flores de color rosa pálido, su largo
pelo descuidado recogido en una pulcra cola de caballo. Esperaba que las cicatrices
que tenía en la cara no relucieran como a veces ocurría cuando el tiempo era húmedo.
El Sargento se hallaba en el jardín trasero plagado de malas hierbas, dormitando
al sol poniente al lado de una radio portátil de plástico que emitía música pop. En la
hierba junto a la tumbona de lona había una pila de tebeos, el Capitán Marvel y
Spiderman encima. Y desparramadas había hojas de papel cuché de anuncios de
automóviles y de barcos. El sensible olfato de Juliet se retrajo al percibir el olor:
tocino, humo de cigarrillo, carne cansada y rancia, orina seca. Oh, procuró no
distraerse con la fuerte y estúpida música. (Ni siquiera era rock. Era una música pop
de adolescente de los años setenta, melodías repetitivas y ritmos robados de los
Beatles). El Sargento se hallaba medio echado en una tumbona de lona manchada,
con la cabeza calva caída. Era una visión espantosa, como un bebé hinchado. Tenía el
rostro flácido y grasiento, el cuero cabelludo como si se lo hubieran chamuscado y

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ahumado, los ojos apagados, vacíos. Tenía curiosas costras, nudos y protuberancias
en las venas de las piernas y antebrazos desnudos. Sus piernas y brazos eran
delgados, pero el torso le sobresalía como si se hubiera tragado algo grande e
imposible de digerir. Vestía unos sucios pantalones cortos y una camiseta deslucida y
permanecía inmóvil, respirando roncamente, hasta que Bud se acercó a él. Cuando la
enorme sombra de Stonecrop cayó sobre el Sargento, el anciano se rebulló inquieto,
levantó la mirada hacia él con los ojos entrecerrados. Los ojos que habían parecido
vacíos ahora adquirieron un rápido brillo de temor.
Stonecrop murmuró un saludo.
—Papá. Eh. ¿Estás bien aquí fuera?
El Sargento le miró parpadeando, y sonrió con vacilación. Sus labios se apartaron
de sus enormes y sucios dientes empapados de saliva. Stonecrop repitió la pregunta
varias veces, más fuerte, inclinándose sobre su padre, antes de que el anciano diera
muestras de oír.
—Eh, papá. ¿Has estado durmiendo?
Juliet vio que el grueso cuello de Stonecrop se sonrojaba de forma lenta y
apagada, como a veces veía que le ocurría en el restaurante, cuando el irascible tío de
Stonecrop le reñía. El corazón de Juliet compadeció a su amigo, este hacía todo lo
que podía. Siempre, al parecer, Stonecrop hacía todo lo que podía.
Al decir esto ahora, inclinado junto a la oreja con visibles venitas rojas de su
padre:
—Eh, mira. Tienes visita, papá. —Stonecrop se aclaró la garganta ruidosamente.
Como una cantante que teme su actuación ante un público difícil, con el terror de
fracasar y sin embargo decidida a no fracasar, Juliet se acercó sonriendo tontamente y
humedeciéndose los labios, que notaba resecos y cortados. No tenía idea de por qué
Stonecrop la había llevado allí, pero allí estaba. Intentaría no defraudar a su amigo.
Alzó la voz para ser oída a pesar del ruido de la radio y dijo:
—Hola, señor Stonecrop. Soy… Juliet.
¡Qué nombre tan lleno de esperanza, tan pretencioso! La esperanza y la
pretensión habían sido de Ariah.
(Y, sin embargo: ¿Juliet no se había suicidado, una joven adolescente temeraria?).
El Sargento entonces reparó en Juliet, la diminuta chica con la cola de caballo que
podía haber supuesto era un habitante, algún pariente, de la destartalada casa.
Parpadeó, frunció el entrecejo, la miró fijamente sin comprender, como si ella le
hubiera hablado en una lengua extranjera. Juliet se preguntó qué captaba el pobre
hombre, al verla materializada a su lado: sus ojos parecían tan estropeados que su
visión debía de ser deforme. Y le habían despertado con brusquedad de una cómoda
siesta, sus pensamientos dispersos como pedazos de papel que el viento ha levantado.
Juliet casi veía al padre de Stonecrop persiguiendo frenético esos trozos de papel,
tratando de volverlos a encajar en algún tipo de coherencia.

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Y estaba la música pop de la radio que distraía. Melodías sencillas y repetitivas,
como canciones infantiles a las que se les hubiera añadido un ritmo erótico sintético,
y extrañamente amplificadas. Stonecrop dijo con disgusto:
—Esa mierda le gusta a papá. Es música que puede oír, supongo.
Como el Sargento seguía mirándola en silencio, Juliet no tuvo más remedio que
volver a sonreír, de un modo un poco más exagerado, de aquella manera de típica
chica estadounidense alegre que le producía dolor en la cara, y tenderle la mano con
cautela.
—¿Señor Stonecrop? ¿Sargento? Me alegro de conocerle.
El Sargento no respondió. Juliet miró de soslayo a Stonecrop con desaliento.
Bud gruñó algo y apagó la radio. El Sargento reaccionó como un niño herido,
insultado, pegando a Stonecrop con su débil puño, de lo que este hizo caso omiso,
con tan frío aplomo que, un momento después, Juliet, testigo de este intercambio,
habría podido dudar de que se hubiera producido. Stonecrop volvió a aclararse la
garganta y se cernió sobre su padre como una figura enorme y dijo con obstinación:
—Esta es Juliet, papá. Mi amiga Juuu-liet.
Una expresión de recelo apareció en el rostro del Sargento y luego pareció
intrigado. Sus húmedos labios se movieron como si estuvieran dando forma a un
extraño sonido. «¿Juuu-liet?».
Stonecrop se mostró implacable. Era como si estuviera empujando una roca del
doble de su tamaño, empujándola colina arriba. Arriba, arriba, jadeando, resollando y
sin parar.
—Mi amiga Juliet. Vive en Baltic.
—¿Juuu-liet? —El anciano hablaba de modo dubitativo, con una voz como de
juncos secos que fueran agitados. Juliet recordaba que, en las historias que se
contaban del sargento Bud Stonecrop, le habían golpeado con un hierro de llanta y le
habían roto la tráquea—. ¿Bal-tic?
Stonecrop dijo con paciencia:
—Vive allí, papá. Sabes dónde está Baltic. —Aunque no estaba claro que el
Sargento lo supiera—. Se llama Ju-liet Burn-a-by, papá.
Otra incómoda pausa. El Sargento ahora parecía estar enfocando sus ojos en
Juliet, con un esfuerzo que parecía muscular.
Stonecrop repitió «Juuu-liet Burn-a-by» en un tono agresivo que irritó los nervios
de Juliet como si hubieran arrancado de un tirón las cuerdas de un piano. Luego
añadió, para su alarma:
—La hija de Dirk Burnaby, papá.
Ahora de pronto el Sargento se puso alerta, vigilante. Como un ciego despertado
del sueño. Se quedó boquiabierto y parpadeó ante la amiga de su hijo como si tuviera
muchas ganas de hablar pero no pudiera: tenía algo mojado y atascado en la garganta.
Con una voz inusualmente firme y clara, Stonecrop repitió:
—Dirk Burnaby. La hija de Dirk Burn-a-by.

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Mientras, Juliet permanecía quieta, sonrojada y confusa.
No era usual en Stonecrop poner a Juliet en situaciones incómodas. Aquí había
algo que ella no comprendía, y que no le gustaba.
—Tal vez deberíamos marcharnos, Bud. Tu padre no está… no está de humor
para…
Pero el Sargento hacía esfuerzos para responder a Juliet, parpadeando hacia ella
con ojos llorosos y destrozados. Levantó una mano temblorosa que Juliet se obligó a
tocar, reprimiendo un leve estremecimiento, y volvió a sonreír. Con gran esfuerzo el
hombre logró decir, pronunciando cada sílaba como alguien recoge granos de arena
con unas tenazas:
—Burn-a-by.
Juliet preguntó con infantil candor:
—¿Conoció… a mi padre? Supongo que… mucha gente le conoció.
Pero el Sargento volvió a desplomarse en la tumbona, exhausto. Resollaba como
si hubiera estado corriendo colina arriba, y en sus labios asomó un poco de espuma.
La cabeza calva le cayó sobre los huesudos hombros. Stonecrop se volvió para gritar
por encima del hombro una sola palabra, o un nombre, que Juliet no pudo descifrar,
pero después dedujo que debía de haber sido «Ava» o «tía Ava», todo junto, porque
apareció su tía de edad madura, fumando un cigarrillo, y sugirió que era mejor que la
joven pareja se marchara. El Sargento ya había tenido suficiente jardín trasero para el
día. Tendrían que ayudarle a entrar. Era hora de cenar. Y, evidentemente, había que
«cambiarle».
Cuando Stonecrop acompañaba a Juliet fuera, hacia su coche, que estaba
aparcado al otro lado de la esquina de la casa, Juliet preguntó:
—¿«Cambiarle»? ¿Qué significa eso?
Stonecrop murmuró:
—El pañal.

La primera visita al Sargento, que Juliet habría calculado que había durado al menos
una hora, en realidad había durado menos de diez minutos. ¡Estaba exhausta!
Se marcharon en el coche. Juliet vio que su amigo se encontraba profundamente
agitado. Le caían gotas de sudor por la cara y despedía un olor a algo rancio y
húmedo. Apenas parecía consciente de la presencia de ella. Conducía el Thunderbird
frenando en los cruces de tal modo que el coche daba bandazos y se balanceaba.
Juliet, con tacto, se dio unos golpecitos en su propia cara, también húmeda, antes de
pasarle unos pañuelos de papel a Stonecrop, que se los cogió sin decir una palabra.
Sin poder evitarlo, al cabo de un rato Juliet dijo:
—¡Tu pobre padre, Bud! No tenía ni idea de que estuviera… bueno, tan enfermo.
Stonecrop siguió conduciendo y no respondió.

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—Pero no es viejo, ¿verdad? Quiero decir… —En su incomodidad y confusión,
Juliet estuvo a punto de decir: «Como tu abuela». Era un hecho extraño: aquellos dos
Stonecrop, el Sargento y su madre de ochenta años, parecían tener la misma edad.

15
¡Las voces! Las voces en las cataratas ahora casi habían desaparecido por completo.
Eran remotas como emisoras de radio que dejas de escuchar. Un día te das cuenta de
que no has estado escuchando esas emisoras de radio hace tiempo, y dejas de
buscarlas en el dial.

16
No necesitas hacerlo, si no quieres.
Sí, pero Juliet quería hacerlo. Si significaba tanto para él.
Le lanzó su esperanzada mirada de soslayo. Su frente arrugada por la
preocupación, y con deseo. Para que Juliet no pudiera protestar: «¿Por qué haces esto,
de qué sirve?».
Ella medio pensó que él quería que conociera a su padre, como una forma de
conocerle a él. Y así quizá ella debería presentarle a su vez a Ariah.
Juliet sonrió al pensar en semejante encuentro. ¡Sintió un escalofrío!
En total, Stonecrop solo llevaría a Juliet a la destartalada casa de tablillas de
Garrison Street a visitar al Sargento tres veces aquel verano. Y al fin Juliet sabría por
qué lo había hecho. Y jamás volvería a ver al Sargento.

La segunda vez, diez días después de la primera visita, el Sargento se encontraba en


el jardín de atrás como en la otra ocasión; yacía inmóvil en la tumbona con un trapo
mojado en la cabeza, y escuchaba la radio. También entonces el aparato funcionaba a
todo volumen. Pero al menos en una emisora diferente. No era música pop, sino
country. Cuando la joven pareja se acercó, el Sargento no reparó en ellos. Tenía los
ojos cerrados y sonreía y tarareaba la música de la radio con voz alta y temblorosa.
Stonecrop volvió a presentar a Juliet a su padre, que no dio muestra de recordar quién
era, y esta vez le dijo a su padre que Juliet era cantante, y que era tan buena como
todos los que salían por la radio, y de alguna manera ocurrió que Juliet cantó para el
Sargento. Debió de sugerírselo Stonecrop. Siempre recordaría la boca del inválido
abierta con infantil asombro y sus ojos legañosos y fijos con avidez en ella, que

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estaba de pie delante de él batiendo palmas como una chica del coro, cantando una
canción que había cantado por primera vez para la asamblea escolar de quinto grado.
Según Stonecrop, era la canción favorita de su padre:

¡Mi país eres tú


dulce tierra de libertad!
A ti te canto.

¿Qué venía a continuación? ¿Cómo era la letra? Juliet estaba desconcertada por la
mirada fija del anciano, tan intensa que resultaba exasperante, y por la expresión de
adoración de Stonecrop. Juliet no se atrevió a decir nada, y mucho menos a
reconocerlo. No estaba segura de la letra, pero como cualquier músico profesional
pasó rápidamente por la frase que no recordaba con tanta suavidad, con tanta
seguridad, que no se habría detectado el error, ni tan siquiera su inseguridad:

¡Tierra de orgullo de los peregrinos!


¡Tierra dónde nuestros padres murieron!
Que resuene la libertad
desde las laderas de todas las montañas.

Más tarde Juliet planteó el tema del padre de Stonecrop, pues no parecía natural
no hablar de él. Preguntó a Bud qué le ocurría a su padre, si había sido la paliza, si
tan gravemente dañado había resultado su cerebro; pero Stonecrop todavía no estaba
de humor para hablar de su padre. Se encogió de hombros con aire tan desdichado,
sorbió por la nariz y se la frotó de tal modo, que Juliet enseguida dejó el tema. Pero
unos días más tarde, Stonecrop le dijo, a su adusta manera retorcida:
—Demencia. Mi padre. Se llama así.
—¿Demencia? Oh. —Juliet había oído hablar de esta dolencia médica. Pero
prácticamente no sabía nada de ella. ¿Era senilidad, o algo peor? Se estremeció al
pensar en ello: «demencia». El término debía proceder de la misma raíz que
«demonio».
Juliet compadeció a Stonecrop. Le tocó con suavidad su fornido brazo. Pero no
dijo nada, pues no se le ocurrió nada adecuado que decir en aquellas dolorosas
circunstancias.
La tercera visita de Juliet a casa de Stonecrop, la última, tuvo lugar a la semana
siguiente, un domingo. Esta vez llovía y el Sargento se encontraba dentro, donde sus
olores eran más concentrados, y su cuerpo destrozado pero voluminoso parecía
ocupar más espacio. Daba la impresión de que había estado dormitando con los ojos
abiertos en un ajado sofá a cuadros cuyos asientos de cojín habían sido cubiertos,
prudentemente, con una lona; su rostro flácido y de aspecto recocido había sido
recién lavado por la tía de Stonecrop, Ava, y sus mejillas afeitadas, hasta cierto punto.
En un rincón de la sala relucía un pequeño televisor en blanco y negro, en el que se

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veía un partido de béisbol, y cuando Stonecrop entró se fue a apagarlo sin decir una
palabra. Despertado de su siesta, el Sargento no protestó. Apenas pareció
sorprenderse de que su hijo se hallara en la sala, con una chica con cola de caballo y
un vestido estampado amarillo a la que miró fijamente, tratando de recordar.
Stonecrop hizo una mueca y gruñó:
—Eh, papá. ¿Cómo estás?
Cuando el Sargento masculló una vaga respuesta, sin dejar de mirar fijamente a
Juliet, Stonecrop preguntó:
—¿Recuerdas a Juliet, mi amiga?
Juliet sonrió pero no dijo nada. Stonecrop, locuaz de forma poco característica en
él, repitió a su padre que Juliet era cantante, que tenía tan buena voz como cualquiera
que saliera en la radio o en la tele, vivía a la vuelta de la esquina, en Baltic, se
llamaba «Juuu-liet Burn-a-by». Stonecrop se interrumpió, respirando por la boca. El
Sargento siguió mirando fijamente a Juliet como si nunca hubiera visto nada
parecido, moviendo la boca como si estuviera masticando, masticando, masticando
algo duro y cartilaginoso que no pudiera tragar.
Con el rostro encendido, Juliet saludó en un murmullo y procuró sonreír como si
se tratara de una visita corriente a un inválido corriente. Un hombre enfermo que
estaba convaleciente y se pondría bien. Estaba decidida a soportar la visita por
Stonecrop, parecía que significaba mucho para él. Suponía que quería mucho a su
padre; ella pensó en su propio padre, al que no había conocido pero al que evocaba
casi constantemente. «Ahora podría estar vivo. Después de aquel accidente. Podría
estar vivo así, un muerto viviente».
Ese pensamiento le hizo sentir un ligero vahído; el calor, el ambiente sofocante y
el hedor de aquel lugar la mareaban.
Stonecrop había llevado bebidas frescas para la ocasión. Una lata de refresco de
cereza para Juliet y cervezas para él y su padre. Pero el padre de Stonecrop ya no
podía beber de la botella e incluso beber de una taza era un problema, por lo que
Stonecrop acabó teniendo que acercar la taza a la boca de su padre y secarle la
barbilla cuando se le derramó la cerveza. Juliet odiaba el sabor químico del refresco
de cereza. La sensación de mareo iba en aumento. ¡Oh, esperaba que Bud no le
pidiera que cantara!
—Burn-a-by.
El Sargento lo dijo con asombro, y con temor. Algo iluminó sus ojos inyectados
en sangre. Apartó de un golpe la taza de la mano de su hijo y se puso a chillar a
Juliet, temblando en el sofá como un niño gigantesco que tiene una rabieta. Su piel
manchada enrojeció, los dientes le relucían como el acero. Juliet dio instintivamente
un salto atrás para apartarse de las manos que el Sargento agitaba hacia ella. Jamás
había visto semejante terror, tanto odio en ningún rostro.
Stonecrop reaccionó sin vacilar: con la palma de la mano empujó a su padre hacia
abajo y contra el respaldo del sofá como habría aplastado una mosca. Masculló lo que

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sonó como:
—Viejo cabrón.
Al cabo de unos segundos, él y Juliet se hallaban fuera, encaminándose al coche
de Stonecrop.
Salieron de Niágara Falls, fueron hacia el norte pasando por Lewiston, por Fort
Niágara, Four Mile Creek. Pasearon por el acantilado que da al lago Ontario.

—… es por la sífilis. Lo que le pasa. Demencia. La gente cree que fue por la
paliza que recibió, que no se la dieron unos negros sino unos compañeros policías que
se volvieron contra él, pero fue por esto otro, la última fase de la sífilis cuando no te
han dado inyecciones para ella; el cerebro se te pudre, ¿entiendes? No puede recordar
cosas nuevas. No recordará lo que ha ocurrido hoy. Tú no volverás a verle jamás,
pero si lo hicieras, él no recordaría nada de ello. Recuerdos antiguos, tal vez. Durante
un tiempo. Pero las cosas nuevas, es como la manecilla de un reloj que se mueve pero
no hay horas en el reloj, solo la manecilla que se mueve, ¿entiendes?, y nada nuevo se
añade.
»El médico dice que solo olvidó cómo ir al cuarto de baño. Lo olvidó. Dentro de
un tiempo olvidará cómo comer. Un poco de comida en su boca, en su lengua, no
sabrá lo que es, la escupirá. El médico dice que no nos sorprendamos.
»A la mierda, a mí me da igual. Mira, nunca ha sido un tipo agradable. No era un
hombre decente. Lo que has visto era su alma real, quería que lo vieras. Quería que le
conocieras. Hay una razón, tienes que saberla. De pequeños solía pegarnos. No era
raro en la familia, ni en nuestro barrió, tal vez lo sabes, pero él simplemente era un
hijo de puta. Pegaba a mi mamá. Ella era guapa, él le rompió la cara con el bate de
béisbol de mi hermano. En otra ocasión la habría estrangulado, pero se lo impedimos.
Como era poli, no pasaba nada. Y tantas cosas más.
»En el departamento de policía de Niágara Falls le ascendieron porque era listo,
sabía mirar hacia otro lado. Lo hacían muchos polis de alto rango. Ahora se supone
que es un departamento más limpio. Pero el jefe de policía sigue siendo el mismo hijo
de puta. Está en la nómina de la mafia, la familia Pallidino de Buffalo. No es ningún
secreto. Todo el mundo lo sabe.
»Él y sus compinches golpeaban con la pistola a los negros porque sí. Un chico
de catorce años estuvo a punto de morir. Dijeron que había sido un asunto de
pandillas. Tal vez una revuelta. Eso fue en la época en que mataron a Martin Luther
King, pero aquí se olvidó. La familia del muchacho desapareció de aquí. Ellos sabían
que es mejor no joder a los polis. Papá solía alardear de eso. Era lo que hacías, si eras
policía.
»Me pegó hasta que fui demasiado corpulento. No se lo cuento a la gente, estoy
casi ciego del ojo izquierdo debido a sus golpes. Desprendimiento de retina. Ahora
estoy bien. Apenas lo noto. Doy gracias por no ser ciego, ¿entiendes? Si fuera ciego

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no podría ser cocinero. De todos modos, siempre me estoy cortando. Y quemándome.
Pero bueno, no pasa nada.
»Una vez disparó a un perro del barrio que ladraba demasiado. Según contaba él,
el perro le atacó. Por eso tuvo que dispararle. Hacia esa época mató a tu padre.
»Él y otro tipo, que conducía un camión. Mi papá conducía un coche patrulla. Le
persiguieron por la carretera junto al río. Así es como murió tu padre, en el río.
Supongo que lo sabes. Alguien quería que tu padre muriera, ¿entiendes? Mi papá
tenía contactos y aceptó el trabajo.
»La gente dice “los Stonecrop”. Conozco esa expresión en sus caras. Bueno, no
se equivocan. Y no saben de la misa la media.
»Yo siempre lo he sabido. Quiero decir, sabía algo. Vivía en la misma casa que él,
de algo me enteraba. Le oía hablar por teléfono. No le preocupaba que le pillaran.
¿Quién iba a pillarle? ¿Dónde estaban las pruebas? Hacía otros trabajos así,
probablemente. Luego empezó a volverse raro. Más raro de lo que el departamento
podía afrontar. Nadie sabía que era por la sífilis. Nunca fue a un médico, los médicos
le daban muchísimo miedo, y los hospitales. Aún hoy, prácticamente tenemos que
atarle para que vaya al médico.
»Se volvió raro, y cabreaba a los del departamento. Por eso le dieron la paliza.
Deberían haberle matado, pero no lo hicieron. Está escrito en el informe de cuando
mi viejo se retiró del cuerpo. El alcalde, el jefe de policía, todos esos tipos
alabándole. ¡Qué risa! Es para reírse. Voy a matarle por ti, Juliet.
»Verás, he estado pensando en ello mucho tiempo. Mi tía Ava y yo lo hemos
hablado. Quiero decir, más o menos. Él muere “por accidente”. O el corazón se le
para, mientras duerme. A nadie le importaría una mierda. Algunas veces he estado a
punto de estrangularle, se pone a gritar y a romper cosas como hoy. Pero no lo haré,
mis manos dejarían señales. Utilizaría una almohada. Él no es fuerte, yo soy mucho
más fuerte. Unos minutos apretándole la almohada sobre la cara, y estaría muerto. Y
nadie lo sabría.
»Cómo supe con seguridad lo de tu padre… me lo contó. Mi tía Ava vino a
verme, dijo que el viejo estaba gritando, diciendo que había hecho algo malo. Le
pregunté qué era y meneaba la cabeza como si no pudiera recordar. Así que le
pregunté por tu papá, y él se calmó y me dijo que sí, que era él. Grita, está como loco.
Mi tía dice que tal vez deberíamos llamar a un cura, podría confesarse con el cura,
pero yo digo que no, que ningún jodido cura entrará en nuestra casa. Y ella accedió,
Así que, simplemente me lo dijo. “Aquello que hice”».
El otro tipo, el que conducía el camión, está muerto. No pude entender gran cosa
de lo que me contó mi padre. Quizá él mató al otro tipo, para cerrarle la boca para
siempre. O quizá lo hizo otro. No conozco el nombre del otro tipo. Solo conozco a mi
papá. Quiero matarle por ti.
Stonecrop dejó de hablar. El lago a sus pies era de color azul cobalto, las olas de
puntas blancas lamían la orilla cubierta de guijarros. Juliet había estado escuchando a

Página 379
su amigo con asombro. Jamás había oído a Stonecrop decir más de unas pocas
palabras pronunciadas por lo bajo, y ahora le había abierto el corazón. Estaba serio, y
ansioso. Juliet se dio cuenta de que le estaba ofreciendo como regalo la vida de su
padre, o que deseaba ofrecérselo. Sería el regalo más extraordinario que le harían en
su vida. Comprendió que Bud Stonecrop la amaba, y que esto era una declaración de
amor. No solo estaba enamorado de ella, como cualquiera podría hacerlo, sino que
también la amaba. Como podría amarla un hermano, porque se conocían desde hacía
mucho tiempo, porque tenían intimidad. Como si hubieran crecido en la misma casa.
En la misma familia.
Juliet dijo:
—No, Bud.
—¿No? ¿Estás segura?
Juliet cogió la mano de Stonecrop entre las suyas. Eran el doble de grandes que
las de ella, tenía los nudillos enormes, las uñas descoloridas, costras recientes,
antiguos arañazos, quemaduras de años de trabajo en una cocina. Sonrió, jamás había
visto unas manos tan hermosas.
—Estoy segura.

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EPÍLOGO

In memoriam
Dirk Burnaby
21 de septiembre de 1978

Página 381
1

- N o puedo participar. No me obligues.


No es propio de Ariah suplicar. Su hijo Chandler la mira fijamente con
incredulidad. Más tarde, se sentirá culpable. (Qué natural parece la culpabilidad, en
un abnegado hijo mayor de Ariah). Cuando primero le habla de la ceremonia que
había pensado como homenaje a Dirk Burnaby. Porque, como razona Chandler,
alguien tiene que decírselo.
Pobre Ariah. Mira fijamente a Chandler como si hubiera pronunciado unas
palabras incomprensibles y no obstante aterradoras. El rostro mortalmente pálido,
palpando en busca de una silla. Sus ojos como salvajes, de un verde vidrioso,
desenfocados.
—No puedo, Chandler. No puedo participar.
Y más tarde:
—Si alguno de vosotros me quisiera… ¡No me hagáis participar!

En las semanas que se suceden hasta entonces, a medida que se acerca septiembre y
los planes para el homenaje a Dirk Burnaby se están volviendo más ambiciosos, y
aparecen en el Niágara Gazette, Ariah se niega a hablar de ello. No se atreve a hablar
del futuro, del inminente otoño, en absoluto.
¿En el número 1703 de Baltic suena con más frecuencia el teléfono? Ariah se
niega a responder. Solo sus alumnos de piano atraen su más profundo, más intenso y
perdurable interés. Y también su piano; sentada ante él permanece largas horas
tocando aquellas piezas, algunas de ellas tristes, algunas de ellas animadas y
apasionadas, que sus dedos memorizaron mucho tiempo atrás.
«Te fuiste. Me abandonaste. No soy tu esposa. No soy tu viuda. Nadie puede
obligarme. ¡Jamás!».

2
Royall siempre lo recordará: la apacible tarde del 21 de septiembre, cuando detiene
su coche junto al estropeado bordillo del número 1703 de Baltic, Ariah está
esperando con Juliet en el porche delantero. Como el chico de instituto que cree,
sabe, que se ha hecho más mayor de la cuenta, Royall exclama en voz alta:
—¡Santo cielo!
Más tarde, le preguntará a Juliet por qué no le ha avisado con tiempo, o hecho una
llamada. Y Juliet dirá: Pero yo no lo sabía, de veras. Hasta el último minuto no he
sabido que mamá iría. No lo sabía.

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Ariah Burnaby viste no de elegante negro, ni siquiera de triste azul oscuro o gris,
sino un vestido de algodón blanco del estilo de los años cincuenta, con capullos de
rosa bordados en el tejido y un cinturón de seda de color rosa también, y una pamela
de paja, guantes blancos de encaje, zapatos de salón de llamativo color blanco.
Aunque según el calendario oficialmente es otoño, ese día en Niágara Falls hace un
tiempo cálido, soleado, veraniego, y por eso la extraña indumentaria de Ariah no
resulta inadecuada. (¿Ha comprado el vestido en Second Time ‘Round, o lo ha
encontrado en la parte trasera de su atestado armario?). Y Ariah se ha maquillado un
poco el rostro pecoso de muchacha de edad madura para parecer casi robusta, y
espléndida; y se ha hecho cortar por un profesional su cabellera pelirroja
vergonzosamente despeinada, que para asombro de sus hijos se ha convertido en una
lustrosa melena.
Demasiado sorprendido para mostrarse diplomático, o para pensar en que los
vecinos puedan oírle sin querer, Royall pregunta a gritos:
—¿Mamá? ¿Vienes con nosotros?
En el coche, sentada a su lado, Ariah dice con sequedad, con dignidad:
—Claro que voy con vosotros. Qué extraño parecería si no lo hiciera, ¿no?

3
Tiene cincuenta y siete años. Le perdió hace mucho tiempo. ¡Cincuenta y siete! Y él
murió, desapareció, cuando tenía cuarenta y seis años. Para ser una mujer que acepta
que sí, que está maldita, si no condenada, Ariah ha llevado una vida de tenaz
confianza en sí misma criando a tres hijos en la misma ciudad donde padeció el
ultraje, la tristeza y la vergüenza, y jamás, que nadie sepa, ha querido mirar atrás.
Dijo a Chandler:
—Se lo dije a Joseph. Ya sabes: Pankowski, el del perro. Él se ha quedado viudo
dos veces, qué bien para él. Pero yo no soy viuda. Me niego a aceptar esa condición.
Creo que las que se definen a sí mismas como «viudas» deberían inmolarse en la pira
funeraria de su esposo, y dejarnos en paz a los demás. —Una inhalación, una sonrisa
perversa—. ¡Ah, qué cara puso!
(Chandler se pregunta: ¿qué relación hay entre Ariah y Joseph Pankowski? Se lo
ha preguntado a Juliet, ella debe de saberlo, pero Juliet insiste en que no. Duda que
Ariah lo sepa tampoco). A Chandler le preocupa que su madre le reproche el
homenaje a Dirk Burnaby, ya que conoce al organizador; no solo por el acto en sí,
sino porque se ha vuelto algo sumamente público, de naturaleza publicitaria. Sin
embargo, de forma inesperada, Ariah no le ha hecho ningún reproche, no le ha
acusado de traicionar su confianza. Al reaccionar tan débilmente a la noticia, Ariah
nos sorprendió a todos. Al principio nos sentimos aliviados, y luego preocupados.

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—No es normal en mamá.
—No es natural en mamá.
—Bueno, tal vez significa…
¿Tal vez qué? No teníamos ni idea.
No teníamos ni idea.
Ni siquiera Chandler, que creía que le habían mantenido informado de los
progresos realizados en la demanda de la Asociación de Propietarios de Viviendas en
el canal Love.
Al leer, en julio de 1978, la asombrosa entrevista en la primera página del Buffalo
Evening News a Neil Lattimore, el agresivo joven abogado que recientemente había
aparecido en los titulares nacionales porque había logrado reunir un jurado del
condado de Niágara para sus clientes en el reabierto juicio del canal Love; y al ver, al
lado de la fotografía de Lattimore, una fotografía de Dirk Burnaby fechada en 1960.
—Papá.
A Chandler se le escapó la palabra involuntariamente. Los ojos le escocían debido
a las lágrimas.
No dejaba de repetir que el juicio del canal Love había sido reabierto, pero en
realidad el caso de 1978, aunque se basaba en el caso de Dirk Burnaby de 1962, era
mucho más complicado. Había muchos más demandantes representados en la
Asociación de Propietarios de Viviendas del canal Love de los que estaban
representados en la Asociación de Propietarios de Viviendas de Colvin Heights del
principio, y estaban mucho mejor organizados, con vínculos políticos más fuertes con
el partido demócrata local y acceso a los medios de comunicación. Había más
compañías acusadas, entre las que se encontraba Parish Plastics, tiempo atrás una de
las principales contaminadoras de Niágara Falls, y había muchos más abogados y
ayudantes en ambos bandos. La indemnización de doscientos millones de dólares, el
veredicto final tras un juicio que duró catorce semanas y del que se hizo mucha
publicidad, era una suma que habría dejado perplejo a Dirk Burnaby.
Sin embargo, en la primera página estaba la foto de Burnaby. Chandler la miró
con la visión turbia por las lágrimas.
La foto mostraba a un hombre joven, apuesto, de cuarenta y tres años, con la cara
grande y ancha, una sonrisa segura y ojos bondadosos, ligeramente ensombrecidos.
Se notaba que era un hombre que estaba acostumbrado a que le trataran con cierto
respeto; se adivinaba que tenía buena opinión de sí mismo, al igual que otros la tenían
de él. Sin embargo vestía de manera informal, con una camisa blanca con las mangas
remangadas hasta los codos. Iba sin corbata, y su pelo parecía alborotado por el
viento. A Chandler le pareció extraño que aquel hombre fuera conocido como un
abogado famoso por beligerante; que aquel hombre hubiera tenido enemigos que
quisieran verle muerto. Neil Lattimore exageró al referirse a él como «heroico»,
«trágicamente adelantado a su tiempo», «un idealista en una cruzada», un abogado de
tanto calibre intelectual y moral que había sido «perseguido, puesto en ridículo y

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llevado a la muerte» por una impía alianza de dinero procedente de las fábricas
químicas, la corrupción política y judicial y la «ceguera ecológica» de una década
anterior.
Chandler leyó ansioso por encima el resto de la entrevista. Pero no hacía ninguna
otra referencia a Dirk Burnaby. Le alivió ver que Lattimore había preferido no decir
nada respecto a que Dirk Burnaby había estado ciego también a la «podredumbre
moral» de los de su clase y a su «derrumbe» durante el juicio. Lattimore no había
dicho nada sobre la posibilidad, a menos que se tratara de la probabilidad, de que
Dirk Burnaby hubiera sido asesinado.

4
«Royall. No lo hiciste, ¿verdad?».
«¿Si hice qué?».
«Lo comprendo, claro, no lo hiciste. No podías».
«¿No podía hacer qué, Chandler?».
«No te lo estoy preguntando. No es una pregunta. No tengo derecho a hacerte esta
pregunta. Y ninguna razón».
«¿Estás haciendo una pregunta?».
«No».
«Pero si la hicieras, ¿cuál sería la pregunta?».
Este enigmático intercambio, Chandler no lo ha tenido nunca con Royall. No lo
tendrá. Después de haber leído en los periódicos la asombrosa noticia de la
desaparición en pleno verano del juez del Tribunal Supremo Stroughton Howell.
Exresidente de Niágara Falls, más recientemente residente en la zona de Albany, la
esposa de Howell informó de que este había «desaparecido», «se había evaporado»,
en algún punto entre el aparcamiento particular reservado a los jueces del Tribunal
Supremo en el complejo del Capitolio del estado y su casa situada en Averill Park; se
encontró su coche abandonado, con las llaves puestas, en una carretera secundaria
cerca de la autopista de peaje del estado de Nueva York. El 21 de septiembre, el juez
Howell llevaba desaparecido varias semanas.
Esto Chandler lo sabe sin tener que preguntárselo a Royall: Royall ya no trabaja
para la Empire Collection Agency. Ahora es un estudiante de humanidades a tiempo
completo en la Universidad de Niágara y trabaja en el campus a tiempo parcial como
ayudante en el departamento de geología. Ya no lleva pistola. Ya no tiene necesidad
de llevar pistola. Desde aquella noche en su apartamento de la calle Cuatro, cuando
los hermanos hablaron con tanta franqueza, Royall jamás ha aludido a ningún arma, y
Chandler jamás le ha preguntado por ningún arma. Chandler casi podría pensar:

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«¿Había algún arma? ¿Era real?». Aquella noche había bebido, y sus recuerdos son
turbios.

5
Como había dicho Stonecrop: «No viven eternamente».
Con ello Stonecrop había querido mostrarse optimista: el Sargento, aquel viejo
hijo de puta enfermo, no vivirá eternamente. Pero Juliet interpreta el comentario
como un aviso para ella, de que Ariah tampoco vivirá eternamente. Ella debe tratar de
amar a Ariah mientras esta aún viva.
—Oh, mamá. ¡Qué guapa estás!
Ariah no responde. No parece haber oído. Desde su valiente comentario,
acomodada en el asiento delantero al lado de Royall, Ariah ha estado serena durante
el trayecto por el centro de la ciudad hasta Prospect Point. Juliet, en la parte trasera
del abollado coche, observa la cabeza de su madre por detrás con inquietud. Siente
exasperación y ternura por Ariah al mismo tiempo. Desde principios del trimestre en
el instituto de Niágara Falls, y desde que ha empezado las clases de canto en la
Academia de Música de Buffalo, Juliet se ha sentido despegada de su madre y más
afectuosa con ella al mismo tiempo; menos intimidada por ella, y más compasiva.
«Yo no soy tú. Jamás volveré a ser tú».

—Debe de ser mi cara Burnaby. No precisa identificación.


Royall solo ha tenido que pronunciar el apellido «Burnaby» en la entrada del
aparcamiento para que le hagan señas de que entre y le indiquen la sección reservada
a los invitados especiales.
Al cruzar Prospect Park hasta el pabellón Victoriano donde se ha de celebrar el
homenaje, Royall y Juliet comprenden por primera vez cuán tensa y ansiosa se
encuentra Ariah. Una multitud de gente, casi todos extraños, sillas plegables
colocadas en forma de semicírculo en la hierba. Y la hierba está recién cortada, como
para una ocasión especial. Ariah se agarra a sus dos hijos, suplica de pronto:
—No habrá fotógrafos, ¿verdad? Por favor, no puedo soportar eso otra vez.
Royall la consuela: Chandler lo ha prometido, nada de fotos. Ha arrancado una
promesa a los organizadores, ninguna fotografía sin permiso de Ariah.
Aunque Royall se pregunta: ¿cómo puede alguien hacer semejante promesa? ¿Es
razonable que la familia de Dirk Burnaby espere intimidad en un acto público? Y esto
no puede dejar de ser un acto controvertido, pues la gente del lugar está muy
sensibilizada, por ambas partes, respecto al canal Love, y respecto a las demandas y
la legislación en general sobre materia medioambiental. En la ceremonia tiene que

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hablar el nuevo alcalde de Niágara Falls (que ganó las elecciones con una candidatura
reformista, venciendo a los veteranos candidatos republicano y demócrata), así como
miembros del Cuerpo Especial del Condado para la Renovación Urbanística, el
presidente de la Junta de Salud del estado de Nueva York, un representante de la
Asociación de Propietarios de Viviendas del canal Love. También hablarán abogados
amigos de Dirk Burnaby, uno de ellos un compañero veterano de la Segunda Guerra
Mundial. El profesor de latín jesuita, de ochenta años, que Dirk Burnaby había tenido
en la Academia para muchachos de Mount St. Joseph recordará con afecto a Dirk
cuando era un escolar conocido como el «pacificador». Clyde Colborne, buen amigo
de Dirk, actualmente un empresario local de mucho éxito y animador cívico, contará
recuerdos y anunciará que la Universidad de Niágara está creando una cátedra sobre
el nuevo campo de los estudios ecológicos que llevará el nombre de Dirk Burnaby.
Los organizadores no han logrado localizar a Nina Olshaker, pero hablarán uno o dos
de los primeros demandantes del canal Love. Neil Lattimore, el fiero radical,
presidirá el acto. Incluso cabe la posibilidad, observada con entusiasmo por los
medios locales, de que aparezca el cruzado de los derechos del consumidor Ralph
Nader, si su agenda se lo permite, para hablar del «legado» de Dirk Burnaby.
¡Nader! Que jamás conoció a Dirk Burnaby. Royall se siente desalentado. Le sabe
mal, será más una reunión política que un acto en recuerdo de su padre.
Aun así, significa una rehabilitación de su padre y eso es lo que importa, ¿no?
Royall dice:
—Mamá, bájate el ala del sombrero. Para eso llevas ese estúpido sombrero, ¿no?
Juliet protesta:
—¡El sombrero de mamá no es estúpido! Es elegante, y bonito. Como de un
cuadro de Renoir.
—¡Un cuadro de Renoir! Eso es elegante. ¿Estamos todos en ese cuadro, o solo el
sombrero de mamá?
Ariah ríe, levemente. Que Royall le haga alguna broma suele levantarle el ánimo,
pero, por alguna razón, no esta tarde.

La viuda y los tres hijos de Dirk Burnaby han sido invitados a hablar en este
homenaje, por supuesto. Ariah declinó de inmediato, pero los hijos trataron de pensar
qué podrían decir, o hacer; Juliet había incluso pensado que podía cantar. (Pero ¿qué
cantaría Juliet? ¿Bach, Schubert, Schumann? ¿O algo más americano y
contemporáneo? No tenía ni idea de qué clase de música le gustaba a su padre:
¿importaba eso? ¿Y hasta qué punto sería apropiado semejante gesto? ¿Y quién
acompañaría a Juliet, al aire libre? El público creería que tenía que aplaudir
semejante esfuerzo sentimental, pero el aplauso, en un homenaje a un fallecido, ¿era
adecuado?). Al final, declinaron cortésmente.
—¡Allí están! —Ariah habla con severidad, señalando—. Los buitres, esperando.

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Unos fotógrafos en la zona del pabellón, no más de cinco o seis. Y dos equipos de
televisión local con cámaras. Juliet piensa que no tienen aspecto de buitres, solo el
mismo de todos los demás.

6
Chandler conduce solo hasta Prospect Park para reunirse con su familia. No hay que
echarle la culpa del homenaje, pero se siente responsable.
Aquellas miradas dolidas, acongojadas que Ariah le había estado lanzando,
durante semanas.
«No puedo participar en eso. No me lo hagas. Si me quieres».
El dolor había entrado tan profundamente en ella. Chandler lo ve ahora. Al estar
enamorado de Melinda, al querer a Danya como si fuera su propia hija, Chandler ha
empezado a comprender algo de la pena que sintió su madre dieciséis años antes.
Nunca ha odiado a Dirk Burnaby, solo su pérdida.
No puedes hablar de semejante pérdida, no puedes reconocerla, estás paralizado,
sin embargo debes vivir.
¡Aparcamiento reservado! Chandler sonríe al ver que le tienen en consideración
por ser un Burnaby, la primera y sin duda la última vez. Melinda ha bajado del coche,
se sentará con unas amigas entre el público. Él, un Burnaby, es en esta ocasión un
VIP. Aparca entre otros VIP y saca la corbata que ha traído para ponerse: regalo de
Melinda. Es de color azul plateado con un estampado de sutiles formas geométricas,
una corbata clásica de seda italiana que le había gustado tanto que al recibirla casi
había llorado.
—¿Cómo lo has sabido, cariño: trilobites?
—¿Trilo… qué?
—Mi especie favorita de fósiles. Estas formas. —Chandler se había reído al ver la
expresión de Melinda cuando lo captó, se estaba burlando—. Cariño, solo estoy
diciendo que me encanta la corbata. Gracias.
Se la pone apresuradamente, sobre una camisa azul pálido recién lavada y
planchada. Es una corbata muy bonita y a él le gusta mucho. Ve con sorpresa su
frente arrugada en el espejo retrovisor. Sus ojos de pez detrás de las gafas sucias. Sin
embargo, Melinda le quiere: le ha perdonado.
Tal vez el amor siempre es perdón, hasta cierto punto.
Melinda tuvo tiempo de pensárselo, de reflexionar sobre el rompecabezas que era
Chandler. Su alma de Burnaby. Y posiblemente sus postales la convencieron. Se
había reído del torpe dibujo de la enfermera extrayendo sangre del brazo de un
hombre tumbado en una camilla. «¡Ten piedad!».

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Chandler ha jurado que cambiará. Tiene intención de casarse con Melinda en el
plazo de un año y adoptar a Danya y tiene intención de renunciar a su puesto como
profesor en el instituto e ir a la facultad de derecho y tiene la sensación, sí, de que
hará estas cosas y su vida cambiará, se convertirá en el hijo que Dirk Burnaby se
merece. Hoy, después de la ceremonia, cuando se encuentre a solas con su familia, se
lo contará.
Al cruzar el parque, al empezar a oír música, Chandler siente temor y júbilo al
mismo tiempo. Jamás habría dicho que llegaría semejante día: jamás, de niño, cuando
se encogía con resentimiento por la forma descuidada en que era pronunciado el
apellido Burnaby. Bien, ya no oiría más «Vergüenza, vergüenza, tu nombre es
Burnaby».
Sí, esto está bien. Ariah estará inquieta, pero el homenaje es algo bueno, e
importante. El desagravio de Dirk Burnaby en su ciudad natal. Por fin.
«Hijos de puta. Asesinos. Le arrebatasteis hasta la dignidad».
Se pregunta por Stroughton Howell. El estimado juez del estado. Pero parece
saber que jamás sabrá.

¡Aquella música! En el lugar donde se celebra el homenaje, un quinteto de metal toca


algo solemnemente alegre de Purcell. El lugar es una estructura habitual de Prospect
Park, utilizada para conciertos de verano al aire libre y otros actos públicos. Chandler
siente alivio, la música suena bien. Majestuosa, pero no pomposa. Bellamente teñida
de melancolía. A Chandler siempre le ha gustado el pabellón Victoriano, con su
empinado tejado a dos aguas y complicada obra en hierro forjado, pintado en diversos
tonos lila y púrpura como si estuviera destinado a un libro de cuentos infantil.
Muchos años atrás Dirk Burnaby llevó a su familia allí, a un concierto de verano. Se
sentaron en la hierba, sobre una manta, Ariah era la única a la que picaban los
mosquitos… ¿no había sido eso su familia, los Burnaby?
En otra ocasión, más atrás en el tiempo, tan atrás que Chandler apenas lo
recordaba, como si mirara por el lado contrario de un telescopio, mamá había enviado
a Chandler a pasear a Royall en su cochecito. Aquello fue también en Prospect Park.
Más cerca de las cataratas. Chandler recuerda las salpicaduras como escupitajos, la
docilidad infantil del pequeño Royall. Y mamá que era tan bella con su pelo rojo
reluciendo al sol, tumbada en un banco del parque con aire perezoso y elegante como
un gran gato dormido. «¡Haz lo que mamá te dice! Vete».
Chandler se para en seco. Trata de pensar. ¿Qué?
Al ver las banderas estadounidenses, algunas de brillante tejido sintético,
elevándose en el tejado de ocho esquinas del pabellón y ondeando en la brisa. El
corazón se le hunde, un poco. El ambiente patriótico de aquel lugar, al aire libre en
Prospect Park. Los fuegos artificiales del Cuatro de Julio en la garganta.
—¿Chandler? Eh.

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Es Royall. Coge a Chandler del brazo, sonriendo.
En el bello y duro rostro de Royall una expresión de temor. Detrás de la sonrisa, y
la bondad que hay en la sonrisa de Royall. Como si los hermanos se saludaran en un
témpano de hielo en algún lugar extrañamente público. Sin atreverse a bajar la
mirada, para ver si el hielo ha empezado a resquebrajarse.
—Adivina quién está aquí.
Chandler tiene la mente en blanco. Ni siquiera puede recordar el nombre del
prominente activista de los derechos humanos cuya presencia en el homenaje se ha
prometido vagamente.
Entonces Chandler la ve: Ariah.
Le sorprende tanto ver a su madre allí que no se le ocurre nada que decir.
Balbucea:
—¡Mamá! Tienes un aspecto…
(Bueno, ¿qué aspecto tiene Ariah en realidad? Parece febril, distraída. Carmín
rojo resaltando su boca normalmente pálida, pequeña. Y lleva un peinado nuevo. ¿Y
qué es ese vestido tan femenino que se ha puesto, un vestido de doncella?). Chandler
abraza a su madre, haciendo una mueca cuando el sombrero de ala ancha que ella
lleva le golpea el ojo, y nota que ella se pone tensa de forma apenas perceptible con
su abrazo. (Sí, mamá le acusa a él. Lo sabe). Se apresura a decir:
—Mamá, todo irá bien. Nos ocuparemos de ti.
Ariah empuja a Chandler como si, aun en su estado adormecido, debiera
regañarle:
—¿Y quién va a cuidar de ti, sabelotodo?
Y allí está Juliet: la bella Juliet.
Chandler siente alivio al ver a su joven hermana tan atractiva. La tímida y
temerosa chiquilla que se cayó escaleras abajo en el sótano y fue a parar a una
oxidada jaula para conejos y se hizo un corte en la boca y sangró y apenas lloró. La
tímida y temerosa chiquilla con las cicatrices en la cara a la que los niños del
vecindario se quedaban mirando. Juliet tiene dieciséis años, es más alta de lo que
Chandler jamás la ha visto, con sus elegantes zapatos de tacón alto. Su cabello
habitualmente despeinado está recogido con horquillas y también lleva los labios
pintados, lo que la favorece. Sus ojos somnolientos se clavan en él con una expresión
de súplica. Pero la joven parece serena, no incómoda. Su vestido es como una funda,
de algún tejido verde iridiscente tan oscuro que casi parece negro; elegante y sexy, en
contraste con el estampado de Ariah. En el cuello de Juliet relucen unas misteriosas
cuentas de cristal ahumado que Chandler nunca ha visto antes pero que cree saber
que serán un regalo de un amigo, un chico. (Chandler nunca ha visto a Stonecrop cara
a cara. Pero sabe quién es Stonecrop. En realidad, Chandler cree que acaba de verlo
aquí en el parque, el joven de la cabeza rapada, frunciendo el entrecejo y paseando
entre la multitud, demasiado inquieto para sentarse. Chandler se ha enterado por
Royall de que Stonecrop ha dejado el restaurante de su tío definitivamente y ahora es

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cocinero en Mario’s). Chandler aprieta la mano a Juliet para tranquilizarla. Esto no es
un error terrible. Los Burnaby de Baltic Street apareciendo en un lugar público,
desnudos y expuestos.
Juliet sonríe tímidamente a Chandler, mordiéndose el labio inferior.
—Ya es demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde…?
—Para no haber venido aquí.

Está previsto que el programa empiece a las cuatro de la tarde. Ya casi es esa hora,
sigue llegando gente; casi todos son extraños, y hay alguna cara conocida, inesperada,
de vez en cuando. En caso de lluvia el acto se celebrará en un salón que hay cerca,
pero el cielo está razonablemente despejado, solo hacia el norte sobre el lago Ontario
se adivinan grupos de nubes oscuras. Chandler se da cuenta de que se ha estado
clavando las uñas en las palmas de las manos, preocupado por si nadie aparecía en el
homenaje a Dirk Burnaby, pero, gracias a Dios, parece que hay una cantidad de
público decente. Su rápido cerebro de científico cuenta dieciséis filas de sillas
plegables, veinticinco sillas en cada fila, cuatrocientas en total.
¡Cuatrocientas! Chandler siente una fresca punzada de pánico, jamás se llenarán
tantos asientos.
Neil Lattimore, lleno de energía, desbordando adrenalina, la quintaesencia del
activista abogado, viene a estrechar la mano de Chandler, tan fuerte que está a punto
de romperle los dedos, deseando ser presentado a los Burnaby. Pero Ariah frunce el
entrecejo y está distraída, escuchando con extraña atención al quinteto de metal: ¿es
Ives lo que están tocando ahora? ¿Copland? Una marcha lenta que suena un poco
demasiado optimista-americana para el gusto refinado de Ariah. Están pasando los
programas: Dirk Burnaby, 1917-1962. Jóvenes voluntarios de una organización
llamada Coalición de la Frontera de Niágara están pidiendo firmas para solicitar un
recurso. De pronto destacan en la multitud unas chapas de reluciente color amarillo
con la frase vota sí a la enmienda «agua limpia». Lattimore tiene una petición que
hacer, y se la murmura a Chandler al oído, de acuerdo, Chandler no tiene más
remedio que pedirle a Ariah que consienta en que la fotografíen, es inevitable, podría
igualmente hacerlo de buena gana. Para sorpresa de Chandler, Ariah accede. Pero no
hablará con la media docena de periodistas que están merodeando cerca, y no posará
sola.
—¡Royall! ¡Juliet! ¡Chandler! Venid.
Este es uno de los pocos privilegios de ser madre, que puedes llamar a tu prole en
un lugar público como una gallina que llama a sus polluelos, y ellos tienen que
obedecer.
Al lado del pabellón adornado con guirnaldas de flores Ariah permanece de pie
entre sus altos y apuestos hijos, entrelazados sus delgados brazos con los de ellos;

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Juliet, la más joven de la familia, se coloca ligeramente delante de Royall, el más
alto.
Flashes, cámaras de televisión. Los Burnaby de Baltic Street, imposiblemente
expuestos. Ariah evitará buscar esas imágenes en los medios de comunicación con
una excepción: será imposible evitar la fotografía de la primera página del Gazette
del día siguiente, donde ella y sus hijos aparecerán con el rostro solemnemente
sonriente sobre el pie de foto:

La familia de Dirk Burnaby asiste al homenaje en Prospect Park.

Esta sencilla declaración será leída y releída por cada uno de los Burnaby como si
se tratara de una poesía de incomparable belleza, que contuviera un significado
oculto.

7
«El champán me produce un extraño efecto».
«¿Qué efecto?».
«Un efecto perverso».
La consecuencia es que Ariah está sentada con tres hijos, aparentemente suyos, en
la primera fila, en el mismo centro del público que asiste al homenaje a Dirk
Burnaby, 1917-1962. ¿Debe sonreír? ¿Reír en voz alta? ¿Una carcajada como un
grito, o un grito como una carcajada? ¿O debe permanecer sentada sin moverse, ahora
sin su incómodo sombrero de paja, entre Chandler y Juliet, cogida de la mano de
ambos?
El quinteto está terminando su última pieza. La lenta marcha se ha convertido, en
su movimiento final, en algo vivo y claramente americano, tal como Ariah había
previsto.
Están ajustando el micrófono. Son las 4:12 de la tarde. A kilómetros de distancia
del lago se oye retumbar un trueno. A menos que sea un tren de carga más cerca de
casa. Los hijos Burnaby recuerdan el legendario sentido del humor de su padre: ¿es
posible que este sonido sea una risa distante? Hay que reír. Desagravio,
rehabilitación, redención, etcétera. Dieciséis años demasiado tarde.
Chandler oye a Juliet que le susurra a Ariah:
—Mamá, todo irá bien. Nos ocuparemos de ti.
Chandler espera la cortante réplica de Ariah, y se siente dolido cuando no llega.
«Siempre les ha querido a los dos más que a mí».
Antes de sentarse al lado de Juliet, Royall se vuelve para examinar la multitud en
busca de ella: la Mujer de Negro. La mujer que conoció, con la que hizo el amor, en
el cementerio de Portage Road. Desde aquella mañana Royall no la ha vuelto a ver,

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aunque ha visto mujeres que se le parecían, burlona y fugazmente. Casi podía creer
que el encuentro, la intensa forma de hacer el amor, había sido un sueño. Un sueño de
aquel cementerio, y aquella época. Tan real, sin embargo, que se excita sexualmente,
hasta el punto de que el dolor se lo recuerda. En lugares públicos como este
habitualmente la busca aunque supone, casi un año después de su encuentro, que
jamás la encontrará. Se sienta con sus largas piernas estiradas, los puños en los
bolsillos de los pantalones. El corazón le late fuerte y triste, pero ¿por qué? Sabe que
esta es una ocasión feliz. Sus ojos de un azul pálido, escépticos aunque deseosos de
creer, miran hacia arriba. Aquellos extraños que están en la tarima del pabellón,
¿quiénes son para hablar esta tarde del «legado» de Dirk Burnaby? Debería estarles
agradecido, lo sabe. Está Lattimore (cuyo aplastante apretón de manos Royall se ha
asegurado de contrarrestar con un apretón aún más aplastante por su parte), y está el
alcalde reformista de Niágara Falls, ajustando el micrófono, preguntando:
«¿Funciona?». ¡Sí, sí! El maldito aparato funciona.
Banderas ondeando con las ráfagas de aire húmedo. Que huele a la garganta.
Tierra, agua, roca. Hay una misteriosa sensación de vida en estos elementos, que
a los ojos superficiales parecen inanimados. Una mañana Royall despertó
comprendiendo con entusiasmo que estudiaría estos fenómenos; que los prefería al
mundo de la humanidad: leyes, política. Hombres en su inútil esfuerzo por conquistar
hombres. Qué extraño para Royall Burnaby precisamente, que es, pero en su mayor
parte no es, el hijo de su padre.
Y por un breve período alucinatorio tampoco fue Royall, sino Roy, que trabajaba
para la Empire Collection Agency. Tenía permiso para llevar un revólver pero jamás
había disparado ese revólver, ¿verdad? Y ahora lo había devuelto a su jefe y Roy
había dejado de existir.
Royall recuerda con una leve sonrisa. Ahora es un estudiante universitario, está
mucho mejor situado. Tiene un futuro, no solo un pasado. No es un joven
desesperado. Pero en ocasiones, en momentos como este, sereno, reflexivo, un poco
inquieto, echa de menos el peso de aquel revólver en la mano. Y echa de menos a
Roy.
Es un hecho: en el resto de Niágara Falls el 21 de septiembre de 1978 el aire es
bochornoso, irrespirable; de la textura de un tejido podrido a través del cual se
filtraba un corrosivo sol de color mostaza. Pero aquí en Prospect Park, cerca de la
garganta del Niágara, el aire es fresco como si estuviera cargado de electricidad.
Quieres vivir, quieres vivir eternamente. Los músicos, apartándose de la vista
mientras sacuden sus resplandecientes instrumentos de viento para extraer las babas,
han sido los emisarios de esta maravilla. En la tarima del pabellón, cuando el primer
extraño habla, la luz hace brillar un jarro lleno de agua con hielo. Las partículas de
humedad transportadas por el viento desde las cataratas relucen temblorosas. De vez
en cuando durante el homenaje de noventa minutos a Dirk Burnaby, 1917-1962,
mientras el sol desaparece y reaparece entre fragmentos de nubes desgajadas, se ven

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algunos arcos iris sobre la garganta. Tan tenues, tan frágiles, apenas más que ilusiones
ópticas. Cuando miras por segunda vez, han desaparecido.—

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Nota de la autora

En la preparación de esta novela consulté Love Canal: My Story (1982) y Love


Canal: The Story Continúes (1998), de Lois Marie Gibbs.
El capítulo «La declaración del portero» apareció en una edición limitada especial
publicada por Rainmaker Editions en 2003.
El capítulo «El buscador de fósiles» apareció en Conjunctions en 2002.
En Raritan, en 2002, aparecieron fragmentos de la tercera parte con el título de
«Stonecrop».
En Narrative, en otoño de 2003, apareció un fragmento de la tercera parte con el
título de «Juliet».
Aunque en este retrato de Niágara Falls, Nueva York, aparecen numerosos
elementos de exactitud histórica y geográfica, hay que recalcar que la ciudad y sus
alrededores son sin lugar a dudas mitológicos.
Los parecidos con personas reales vivas o fallecidas son pura coincidencia.

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JOYCE CAROL OATES (Lockport, New York, 16 de junio de 1938) es una
novelista, cuentista, autora teatral, editora, y crítica estadounidense, que también
utiliza para escribir los pseudónimos de Rosamond Smith y Lauren Kelly. Desde
1978 es profesora de escritura creativa en la Universidad de Princeton (Nueva
Jersey).
Es una de las grandes firmas de la literatura contemporánea norteamericana. Autora
muy prolífica, tiene en su haber más de cincuenta novelas y una variada producción
de ensayos. Ganadora de prestigiosos premios literarios en su país y firme candidata
al Premio Nobel, la autora reparte su tiempo entre la escritura y los cursos que dirige
en la universidad de Princeton, en New Jersey. Desde 1978 es miembro de la
American Academy of Arts and Letters.

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ÍNDICE

Primera parte - La luna de miel


La declaración del portero - 12 de junio de 1950
La recién casada
1
2
3
4
El buscador de fósiles
La Recién Casada Viuda de las Cataratas - La búsqueda
1
2
3
4
5
6
La Recién Casada Viuda de las Cataratas - La vigilia
La declaración
1
2
7 de julio de 1950
Segunda parte - La boda
Se casaron…
1
2
3
4
5
El primogénito
1
2
3
La pequeña familia
1
2
3
4
5
6
7
Antes…
… Y después

Página 397
El submundo
1
2
3
4
Zarjo
La caída
11 de junio de 1962
Tercera parte - La familia
Baltic
La Mujer de Negro
1
2
3
4
5
6
7
Los peregrinos
Rehenes
1
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3
4
5
6
7
8
9
10
Nuestra Señora de las Cataratas
Las voces
1
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6
7
8
9
10
11
12

Página 398
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16
Epílogo
In memoriam Dirk Burnaby - 21 de septiembre de 1978
1
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3
4
5
6
7
Nota de la autora

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