Suenos Robados Kristel Ralston
Suenos Robados Kristel Ralston
Suenos Robados Kristel Ralston
ÍNDICE
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
EPÍLOGO
Pasión Irreverente (Libro 1) – Bilogía Sombras
PREFACIO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
Quédate en contacto con Kristel Ralston
SOBRE LA AUTORA
©Kristel Ralston 2022.
Sueños robados.
Todos los derechos reservados.
SafeCreative N. 2201150248993 y N. 2203130698217
Chicago, Illinois.
Años atrás.
—¿A dónde crees que vas, imbécil? —preguntó la voz ruda y rasposa.
Stavros miró a su padre, que estaba prácticamente recostado en la silla
del comedor, y sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo. Le dolía la
mandíbula, el ojo derecho, así como las costillas. Ese día cumplía doce años
y su regalo fue recibir una paliza, porque olvidó dejar las botellas de licor
en el orden que su padre las bebía. Aristóteles Kuoros era violento,
alcohólico y drogadicto.
A Starvros le parecía un milagro que tuvieran un techo bajo el cual
resguardarse y comida en la mesa al menos una vez al día. Esta no era la
primera ocasión en que Aristóteles lo molía a golpes y sabía que tampoco
sería la última. A su corta edad, el chico ya conocía los sinsabores de crecer
sin una madre ni tener parientes cercanos. Su doble nacionalidad la había
obtenido porque sus dos padres habían sido inmigrantes griegos, y llegaron
al país siendo muy jóvenes.
Él entendía lo que implicaba estar al amparo de las dádivas de los
vecinos, así como los beneficios de aprender malabares mentales para
utilizar cupones de descuento en los supermercados. Los días en que tenía
el rostro con secuelas de los puñetazos de Aristóteles, Stavros no iba a la
escuela porque sus profesoras podrían emitir una alerta e intervendrían las
autoridades, entonces él podría quedarse al amparo del sistema. No le
apetecía entrar en casas de acogida.
El plan que tenía Stavros a largo plazo consistía en graduarse de la
secundaria y después intentar encontrar algún empleo para costear una
habitación tan lejos de los abusos de Aristóteles como le fuese posible. Su
padre se gastaba todo el dinero en vicios. De hecho, las prostitutas que
llevaba a casa no tenían reparos en deambular desnudas por la casa y les
daba igual si existía un menor de edad en los alrededores. En un par de
ocasiones, Stavros recibió la propuesta de ser iniciado en el sexo para que
aprendiese los placeres carnales, pero la rechazó a rajatabla ante las
carcajadas crueles de su padre que lo llamó cobarde y blandengue.
—A… a comprarte cigarrillos —tartamudeó y se detestó a sí mismo por
sentir miedo. Su intención era tomar el autobús y comprarse un dulce por su
cumpleaños.
Stravros había ahorrado dinero, que conseguía haciendo mandados a
algunas señoras que vivían en su vetusto edificio, porque quería el tiramisú
que vendían en una pastelería bastante conocida en Chicago. La sola idea de
degustar las delicias de la tienda Diávolo, le hacía agua la boca.
El hecho de que su padre jamás sabría de ese momento que había
planeado con emoción, le agregaba un valor más especial, porque sería una
aventura personal, una experiencia sin la sombra de la amargura o los
insultos. Aristóteles solo destruía cualquier pequeño indicio de alegría que
hubiese alrededor y Stavros no quería que la golpiza de esa mañana
eclipsara su paseo en la zona céntrica de la ciudad.
—Eres un incordio —dijo con acidez—. Luego quiero que regreses a
fregar las baldosas del baño. No te tengo aquí en la casa para que estés
ocioso. ¿Entendiste?
—Es…está bien. Sí, entendí.
Aristóteles lo miró con hastío.
Padre e hijo compartían el ADN y el color verde de los ojos, en el resto
resultaban diametralmente opuestos. Aristóteles era amargado, cruel y
abusivo. Stavros era carismático, audaz y maduro, esto último era
consecuencia inevitable de una infancia plagada de violencia en la que tenía
que aprender cómo sobrevivir en su propia casa. ¿Acaso no era inaudito que
a las familias que merecían tener un hijo no les fuese posible concebir, pero
aquellas que no poseían la capacidad humana para criar a otro ser vivo
estuvieran llenas de descendencia?
—¡Asegúrate de regresar rápido, pequeño imbécil! A ver si usas esos
modales que supuestamente te enseñan en la puta escuela y agradécele a
Tony por venderte los cigarrillos. Dile que voy a pagarle a final de mes —
dijo, mientras abría una pequeña bolsita de plástico que contenía cocaína.
Aristóteles tenía los ojos irritados, la ropa hecha un desastre y el cabello
desordenado. Llevaba al menos dos días, tiempo exacto desde que perdió el
último trabajo como repartidor de comida rápida, sin bañarse o salir del
apartamento. Ni siquiera tenía dinero para pagar una prostituta que le
pudiese dar el alivio físico que compensaba la falta de una pareja perenne
en su cama, así que el hombre agradecía a sus amigotes que tenían
negocios, como Tony, porque le daban plazos para pagar.
—Claro ¿necesitas algo más? —preguntó con la mano sobre el pomo de
la puerta. Lo que más deseaba era largarse, pero si su padre no le daba la
autorización de hacerlo, al regreso iba a recibir otra paliza, aunque, por
supuesto, eso solo ocurriría si Aristóteles estaba todavía consciente.
Stavros tenía el cabello negro y las pestañas tupidas de su madre, Delia.
Ella había fallecido durante el parto. Esto último era algo que Aristóteles le
recordaba constantemente al chico para hacerlo sentir culpable de la miseria
emocional en la que se revolcaba de forma continua, así como de sus
fracasos para mantener un empleo por más de tres meses. El hombre era
incapaz de aceptar sus responsabilidades.
—Que te des prisa, mocoso de mierda —replicó antes de lanzar la
botella de licor, vacía, contra la pared.
***
***
Stavros esperó de mala gana a que se abriera la puerta de la casa de dos
pisos. El barrio era modesto, pero resultaba evidente que las familias
gozaban de una economía próspera. A su lado estaba Maritza, que en esas
tediosas semanas se había convertido en lo más cercano a una amiga, con
expresión afable.
La mujer era estricta, pero jamás lo trataba despóticamente, incluso se
preocupaba de que tuviera siempre un sitio seguro para dormir y comida
tres veces al día. Esto último era todo un lujo considerando su pasado.
Después del proceso de identificación del cuerpo de Aristóteles, la
recogida de las pocas pertenencias en el apartamento que había compartido
con su padre, el sepelio y los trámites que acompañaron los procedimientos,
Stavros sentía que no existían probabilidades de salir de ese atolladero en
que se había transformado su existencia. Estaba a merced de terceros y,
aunque con su padre no fue distinto, sentía que bajo las reglas del Estado
todo resultaba peor.
No tenía a nadie. Estaba solo en el mundo.
—Buenos días —dijo una mujer de cabellos rubios al abrir la puerta.
Destilaba elegancia y calidez—, por favor, pasen adelante. Tú debes ser
Stavros.
—Sí, ese soy yo. Hola, señora —extendió la mano y la mujer la
estrechó.
—Stavros, te presento a Esther Mansfield, ella será la persona que te
acoja en su casa durante un tiempo —dijo Maritza con amabilidad. Llevaba
veinte años de experiencia trabajando para el Estado, y no por eso le
causaba menos dolor cuando llegaba al sistema un niño con un pasado tan
cruel como el de Stavros.
—Okey —replicó el chico, indiferente.
Él había leído un poco sobre los sistemas de acogida y las familias
adoptivas temporales. Si todo iba bien, entonces podría durar varios meses
en casa de la señora Mansfield, caso contrario, lo transferirían a otro sitio.
Lo óptimo era no estrechar lazos, porque así podría sobrevivir
emocionalmente y no experimentar esa horrenda sensación de pérdida
cuando su tiempo acabara en cada casa.
Una vez en el interior de la propiedad, Maritza le dio un par de
directrices y al cabo de treinta minutos se despidió de él, no sin antes
asegurarle que podía contactarla en cualquier momento que hiciera falta.
Stavros tan solo se encogió de hombros.
—Me alegra mucho tenerte aquí —dijo Esther cuando estuvieron a solas
—. ¿Te apetecería algo de comer? —preguntó con suavidad, recordando la
información que le había hecho llegar la trabajadora social.
—No quiero nada de usted —murmuró mirando hacia la pared llena de
fotografías—. Odio los interrogatorios.
—Yo también los detesto, pero solo quiero conversar contigo un
poquito. Ah, esa que ves ahí es mi familia —replicó reparando en el sitio en
que Stavros tenía puesta la atención—. Esos son mis dos hijos, Gianni y
Hamilton.
—Okey. ¿Su esposo dónde está? —preguntó observando alrededor. No
iba a quedarse en un sitio en el que tuviera que soportar golpes de otro
hombre.
—Soy viuda desde hace algunos años —dijo Esther con suavidad.
Stavros enfocó la mirada en la mujer que lo observaba con comprensión—.
Mis hijos no están alrededor, así que en la casa vivo yo sola —esbozó una
sonrisa—. Este es un espacio muy grande para una anciana, así que decidí
abrir mis puertas para darle la oportunidad a otra persona, que pudiera
necesitarlo, y así tenga un sitio para vivir.
—Sus hijos… ¿Vienen muy seguido? —preguntó.
Él no tenía intención de dar explicaciones a otras personas, menos si
eran hombres más grandes en edad o peso que pudieran golpearlo, porque
creyesen que él estaba robando algo a esa tal Esther.
Ella ladeó la cabeza.
—Hace unos años que no los veo, pero de seguro están bien.
—¿Los golpeaba y por eso se largaron? —preguntó Stavros sin tapujos.
—No, claro que no. Se trata de otros motivos, bastante aburridos para
hablarlo en el día de tu bienvenida, Stavros —replicó Esther—. Lo
importante es que tú tengas muy presente que en esta casa tendrás el respeto
que mereces. Aquí jamás serás maltratado y puedes deambular alrededor
porque este será tu hogar y quiero que lo sientas como tal. No tienes que
pedirme permiso para comer algo, salir al patio trasero, ver televisión,
etcétera. Claro, siempre serán primero las tareas —sonrió.
Stavros no quería que esa señora le agradara.
—Okey —dijo de mala gana.
—¿Estás seguro de que no quieres nada de comer? Hoy preparé mi
postre preferido. Tiramisú. Puedes servirte todo lo que desees.
Stavros tragó saliva recordando el ácido día de cumpleaños que tuvo que
vivir.
—Okey, gracias —murmuró Stavros. La situación era inusual para él.
Ella parecía gentil, pero él no se fiaba. Observó de reojo la pequeña maleta,
un carry-on, que tenía con sus pocas pertenencias y era el único recuerdo de
su vida en los barrios bajos de Chicago. No tenía muchas pertenencias, así
que todo lo que sacó del apartamento semanas atrás entraba perfectamente.
Si la mujer que era dueña de esa casa gigantesca se ponía fastidiosa o
exigente, él pensaba largarse. Le daba igual que la trabajadora social se
metiese en problemas, porque no toleraría chorradas de otras personas.
—¿Quieres saber por qué me inscribí en el programa de acogida? —
preguntó, mientras le servía una taza de té caliente al chico. El clima estaba
frío en el exterior.
—No, pero si quiere compartir, la escucho —murmuró.
Esther esbozó una sonrisa.
—Si te hace sentir más cómodo, entonces puedes ubicar esa maleta
frente a ti, así te asegurarás de que nadie va a venir a llevársela. —Él asintió
y agarró el haza del carry-on; movió la maleta hasta dejarla junto a sus
piernas—. En la casa está Maurice, el jardinero; Yolanda, la cocinera;
Atrius, el chofer; Julien, encargado de la piscina.
—Demasiada gente —zanjó con indiferencia—. ¿Qué haré aquí?
—Disfrutar de este espacio, crecer con la seguridad de que todo está
bien, y mi staff te tratará como lo que eres ahora: un integrante de mi
familia.
—¿No tiene nietos?
—Por supuesto, pero no hablaremos de ellos —dijo procurando
mantener un tono jovial. Hamilton y Gianni barrieron con la fortuna de la
familia, y cuando Esther se negó a darles más, la castigaron dejándola sin
contacto con ellos o sus hijos—. ¿Qué te parece si me cuentas un poco
sobre las cosas que te gustan?
Él se cruzó de brazos y soltó una exhalación de fastidio. Detestaba esa
sensación de estar en un sitio que no le correspondía, en un entorno incierto,
y ser incapaz de confiar en otra persona para pedirle consejos o compartir
sus inquietudes.
—La trabajadora social me dijo que sea amable y eso intento hacer…
No soy un puñetero títere ¿entiende? A usted debería darle igual lo que yo
piense o no.
A Esther le gustó la franqueza de Stavros, indistintamente de que
hubiera surgido del resentimiento o la desconfianza, pues valoraba más la
frontalidad.
—La verdad es que sí me interesa —replicó con afecto—. Te contaré
por qué decidí ser madre de acogida.
—Preferiría ver una serie de terror a tener que escucharla —farfulló.
—No he terminado de hablar —replicó Esther con sutileza. Entendía de
dónde provenía esa rabia y desconfianza, pero tampoco podía permitir que
el niño creyese que poseía carta blanca para hablarle con desdén—. Cuando
entré en el programa de acogida temporal del Estado lo hice porque quería
ofrecer mi casa —hizo un gesto con las manos señalando el bonito
alrededor—, y también mi afecto para ayudar a otros que, como tú, no
tienen un hogar. El día en que me llamaron para preguntarme si estaría
dispuesta a acoger a un chico de doce años, lo acepté de inmediato. Me
mostraron tu fotografía y encontré, en el breve perfil que recibí de ti, algo
muy distinto a los muchachos de tu edad.
—¿Pobreza? —preguntó Stavros con sarcasmo.
Ella bebió unos sorbos de té y luego dejó la taza de porcelana en la
mesilla.
—La pobreza está en la mente, no en la cantidad de posesiones —
replicó con paciencia—. Necesito una mente joven y ágil para prepararla, y
que sea mi mano derecha, en la empresa que tengo, a futuro.
Él hizo una mueca.
—Ah, pues, buena suerte —replicó consciente de que el estómago le
rugía de hambre, así que se inclinó para agarrar unas galletas. Se llevó tres
de una a la boca. Miró a Esther a ver si le reprochaba, pero todo lo que
encontró fue amabilidad—. Deme ese tiramisú, señora.
—Falta una palabra importante —replicó ella.
—Por favor —dijo Stavros de mala gana—, deme un poco de tiramisú.
Esther se incorporó y le hizo un gesto para que la siguiera.
Llegaron a una gigantesca cocina. Una mesa de desayuno con seis
puestos tenía vista al patio más hermoso que Stavros recordaba haber visto
nunca, todos los electrodomésticos eran modernos y parecían nuevos; el
mesón de mármol era impecable; los anaqueles de color blanco
predominaban. Él podía ser pobre, pero no estúpido, y sabía que detrás de
las puertas pequeñas de madera estaban las vajillas y adornos.
—Aquí tienes ¡disfrútalo! —dijo ella, mientras le servía una generosa
porción de dulce con leche tibia en la mesa.
Se sentó frente a Stavros.
—¿Trabaja todo el día? —preguntó él con la boca llena.
—Sí, soy una persona bastante ocupada, pero siempre tendré tiempo
para ti.
Stavros se terminó de comer el postre en silencio. Era lo más delicioso
que recordaba haber probado en su vida. No hizo ningún gesto de
aprobación, porque no le interesaba que esa señora sintiera que estaba
agradeciéndole nada. Se limpió la boca con la manga de la camisa, a
propósito, para obtener una reacción de Esther.
—Me da igual lo que haga ¿tendré que comprar drogas o alcohol para
usted? —preguntó con un nudo en la garganta. Que fuera millonaria o
adinerada no implicaba que la mujer pudiera carecer de vicios como
Aristóteles.
Ella lo miró por primera vez desconcertada, pero se recompuso con
rapidez. Le retiró el plato vacío y volvió a llenarle el vaso de leche.
—No, Stavros —replicó con paciencia—. Mi trabajo consiste en
producir y distribuir bebidas energéticas especiales para atletas. ¿Has visto
esas publicidades gigantes con deportistas famosos que están tomando
bebidas? —El chico asintió—. Pues bien, algunas de esas bebidas, las
fabrico en mi compañía.
Stavros frunció el ceño. Asintió.
—Okey.
Esther esbozó una sonrisa.
Ella quería marcar una diferencia en otro ser humano y consideró que
Stavros Kuoros podría alcanzar un potencial para convertirse en su mano
derecha, en un futuro, en la compañía. Por supuesto, los primeros años
serían de prueba, pero Esther tenía un gran olfato corporativo. Solo
esperaba que el niño no la defraudase, ni tampoco que él se sintiera
defraudado por ella.
—¿Por qué yo? —preguntó en un susurro que guardaba miedo y una
gran necesidad de sentirse aceptado. Jamás lo admitiría, por supuesto.
—Eres un niño muy listo —dijo—. No cualquiera sobrevive a una
situación como la que atravesaste. La trabajadora social me dejó saber que
tus notas son sobresalientes. —Él hizo una mueca. Estudiar y hacer tareas
era lo más fácil. Lo que le costaba era tratar de encontrar un sitio en el cual
concentrarse—. No eres un caso de caridad, sino una persona a la que yo
quiero ayudar de corazón, a través de la manera que puedo hacerlo: dándote
un hogar y estudios.
—No pretendo quedarme demasiado tiempo, así que no lo desperdicie
poniendo ideas en mí, señora Mansfield.
Esther se incorporó sin decir más y le hizo un gesto para que la
acompañara. Lo guio por toda la casa. Cada estancia de la planta inferior.
Ella contuvo una sonrisa cuando los ojos de Stavros se abrieron de par en
par en la biblioteca, pero al poco rato fingió indiferencia. Esther esperaba
que, con el paso de los días, él se sintiera más cómodo para entrar a esa
habitación.
—Todos estos libros están a tu disposición. En esa esquina hay primeras
ediciones, y solo puedes leerlas si utilizas guantes especiales. Mi escritor
favorito es Arthur Conan Doyle, y mi escritora favorita es Agatha Christie.
—¿Me está jodiendo? —preguntó con desparpajo.
—No, y ahí —dijo ignorando la palabrota, mientras señalaba la
estantería de madera oscura con los ejemplares—, están las colecciones de
ambos escritores por si te da curiosidad. ¿Te gustan esos dos autores
también?
—Quizá me interesen —murmuró y salió de la biblioteca— o quizá me
termine largando de aquí más pronto que tarde. Maritza dijo que la llamara
sin más.
Esther asintió y lo guio ahora escaleras arriba. Abrió la puerta de una
habitación con una vista al patio trasero e impecable decoración. En una
esquina estaba un escritorio de roble con uno de los más modernos
ordenadores, así como un sinnúmero de útiles de oficina. La cama, ubicada
en la mitad de la estancia, y con dos mesitas de noche a cada costado, era
tamaño queen e invitaba a descansar.
—Desde hoy esta es tu casa, Stavros Kuoros —dijo Esther con
amabilidad, mientras se dirigía hacia la salida—. Si tan decidido estás a
llamar a Maritza para decirle que quieres marcharte apenas acaben los dos
meses obligatorios de prueba, entonces me gustaría ofrecerte un trato. Al
que te puedes negar, por supuesto.
Stavros se cruzó de brazos.
—Los negocios son interesantes, pero solo si tienes dinero —dijo, al
recordar un consejo que había dicho un actor en una serie de televisión.
Esther soltó una carcajada y meneó la cabeza.
—La agilidad de un negociante no se valora por el dinero, sino por su
capacidad de conseguirlo, en eso radica el éxito. No es lo que gastas, sino lo
que obtienes, a través de tus gestiones. En todo caso, en unas semanas te
invito a que vengas conmigo a mi empresa, Manscorp, después de la
escuela.
—¿A hacer qué con exactitud? —preguntó, hosco.
—Quiero que conozcas el sitio en el que trabajo. Te mostraré cómo
funciona mi entorno laboral. —Él hizo una mueca, pero no por falta de
curiosidad, sino porque no quería que la señora se sintiera demasiado en
confianza—. Si crees que no te interesa ese mundo, no insistiré, pero si
decides que te gusta la compañía y sientes curiosidad por aprender cómo
funciona, entonces te capacitaré para ello. Si prefieres rechazar mi oferta,
entonces eres muy libre de llamar a la trabajadora social.
Stavros se sentó en la silla giratoria del escritorio. Jamás había tenido
una, porque siempre hacía la tarea en el sofá o sobre la alfombra. Los
ordenadores eran los de la biblioteca, pues Aristóteles jamás le compraba
nada de tecnología.
—¿Y qué obtiene usted a cambio? —preguntó achicando los ojos—.
Porque mi papá jamás hacía algo gratis. Siempre me decía que las personas
tenían un precio.
Se había dejado el carry-on en la planta inferior de esa casa, pero
pretendía bajar de inmediato a recoger sus pertenencias. Todavía guardaba
entre sus cosas, el portarretrato que alcanzó a guardar de su madre, antes de
que Aristóteles lo destruyera, y ese era su bien más preciado.
Esther consideró cambiar el tema, pero el muchacho merecía
honestidad.
—Tu lealtad, Stavros, y la satisfacción de haber contribuido a tu vida.
—Aunque me interese, señora Mansfield, el sistema me cambiará de
casa.
—Si aceptas aprender, yo me encargaré de que permanezcas conmigo
hasta que cumplas la mayoría de edad. El resto quedará en tus manos. Si
decides que no quieres aprender de mi compañía, entonces permanecerás
aquí el tiempo que el sistema de acogida lo permita y tú lo desees.
Él apretó los labios. No tenía nada que perder.
Soltó el aire que llevaba atrapado en los pulmones.
—La acompañaré a su empresa cuando pueda, señora Mansfield —dijo
con altivez—. Ahora, quiero bajar a recoger mi carry-on.
Ella asintió y lo miró con empatía. Todos sufrían infiernos diferentes,
indistintamente de las edades, y no era difícil reconocer el dolor en otros.
Le apenaba que hubiese chicos tan jóvenes con un pasado tan complejo a
cuestas.
—No soy un ogro, no voy a echarte de aquí. Si deseas bajar, hazlo. Si
deseas ir a bañarte en la piscina, eres bienvenido, y si no sabes nadar,
entonces recibirás clases. Lo único que debes notificarme es si deseas salir
de casa, por tu seguridad. Mañana hablaremos más sobre la rutina, lo que
quieres y lo que no, lo que te gusta y lo que no, en especial hablaremos
sobre la nueva escuela a la que deberás asistir porque ahora vives en un área
distinta. Sé que es un paso grande, pero te ayudaré en todo ¿de acuerdo? —
Él no dijo nada—. Esta es ahora tu casa.
—Supongo que está bien —replicó con indiferencia—. Gracias…
***
Años más tarde…
***
—La situación es muy peliaguda con todo esto que me cuentas de tu
padrastro. Bastante asqueroso si me preguntas, porque no entiendo cómo
puede alguien ser tan cretino con su hija —dijo Loretta, la mejor amiga de
Paisley, mientras se llevaba unas patatas fritas a la boca—. Me tocó pagar
toda la tarjeta de crédito el mes anterior, pero algo tengo de dinero para
ayudarte. Puedo prestarte.
Paisley se terminó de aplicar el delineador negro en los ojos, y después
le dio la espalda al espejo para mirar a su amiga que estaba sentada en la
cama. Loretta Lewis poseía una personalidad chispeante y tenía unos
profundos ojos azules que hacían juego con el tono caoba de su cabello
ensortijado. Ella trabajaba en la cadena de SPA de su familia y ejercía el
cargo de asistente de bodega.
—Ya haces suficiente con dejarme ser tu compañera de piso, en esta
zona de Chicago que podría costarme un ojo de la cara, por un precio muy
bajo. Me sentiría fatal aceptando tu dinero, porque no sabría cuánto tiempo
tardaría en devolvértelo —agarró el móvil, y lo guardó en la pequeña bolsa.
Loretta se cruzó de brazos.
—Paisley, no tienes que darme las gracias, somos amigas desde que
estábamos en el jardín de infantes —puso los ojos en blanco—. Ahora,
intenta considerar todos los escenarios con respecto a tu negocio. Sabes que
soy optimista, pero no ingenua. ¿Qué vas a hacer si llega un punto en el que
no te es posible continuar solventando las terapias de Millie con o sin la
ayuda de Hamilton? Entiendo que la quieras mucho, sin embargo, es tu
padre el que debe velar por ella. Deberías entablar una demanda por
negligencia o alguna de esas cosas legales que siempre son necesarias.
Paisley soltó un suspiro.
Entablar una demanda contra su padrastro implicaba un montón de
repercusiones emocionales que no tenía ganas de afrontar, empezando por
el hecho de que Hamilton no dudaría en enviar a Millie a algún otro Estado
con la única finalidad de herirla, si osaba exponerlo públicamente. El
maltrato no tenía que ser físico para causar daño, porque tan solo una
palabra podía destrozar a una persona.
—Si mis eventos de los próximos días no dan el resultado que necesito,
entonces tendré que hallar la manera de encontrarme con Stavros Kuoros —
murmuró.
Jamás le había contado a Loretta cómo, muchos años atrás, Stavros
convirtió una noche decepcionante en una llevadera. Desde ese evento en la
ciudad, Paisley no volvió a verlo. Sin embargo, las palabras de ese hombre
le habían servido para cambiar la forma de verse a sí misma.
—Lo he visto en fotografías y debo decir que es el pecado hecho
hombre.
—Oh, Loretta —murmuró con una risa suave.
—¿Acaso no le sigues la pista? —preguntó cuando Paisley puso una
expresión de desinterés—. Oh, vamos, los periódicos suelen decir que el
corazón lo perdió hace mucho tiempo para reemplazarlo con una máquina
de hacer dinero. ¿No despierta acaso tu curiosidad por saber qué lo hizo
tener esa reputación?
—Él jamás ha formado parte de mi existencia. Solo sé que mi abuela
murió y le dejó todo a Kuoros. Punto final.
—Ufff, como si un caramelo visual hiciera daño —replicó suspirando
teatralmente. Luego su expresión se volvió seria y dijo—: Prométeme que,
sin importar lo que ocurra, no vas a cometer ninguna idiotez.
—Haré lo que tenga que hacer, porque Millie me necesita —bajó la
mirada —. Que hubiera sufrido ese accidente fue mi culpa, Loretta,
porque… —meneó la cabeza con tristeza—. Si no hubiera…
—No te tortures así —interrumpió, mientras se incorporaba para llegar
hasta su amiga. Le puso las manos sobre los hombros y le dio un pequeño
sacudón—. Confiemos en que todo irá genial esta tarde en tu evento y que
no necesitaremos hacer nada ridículo como lo que te ha pedido Hamilton.
¿Okey?
Paisley soltó una exhalación larga.
—Sí, de acuerdo —dijo.
No le era posible quitarse del todo la culpa por lo ocurrido con su
hermana, y ni siquiera Loretta conocía por completo el alcance de su papel
el día del accidente que dejó parapléjica a Millie. Siempre antepondría el
bienestar de su hermana al suyo, porque era lo justo. Daba igual lo que
tuviera que hacer.
Paisley le dio un abrazo antes de poner rumbo hacia la pequeña oficina
en la que funcionaba BubbleCart para organizar con rapidez las facturas que
tenía pendientes. Su oficina estaba en una planta baja de un edificio y
pertenecía a una ONG, Alas de Esperanza. A cambio de optar por el
alquiler gratuito, los gestores le pidieron que ayudara, como voluntaria, a
entregar comida una vez a la semana a un refugio para personas de la calle.
Ella aceptó, porque le pareció un acuerdo inmejorable y también le gustaba
ayudar a otras personas.
En la oficina no tardó más de veinte minutos en concluir breves
llamadas y pagar los servicios básicos de la compañía antes de que
vencieran. Al cabo de un rato volvió a ubicarse tras el volante de su
Hyundai. Soltó una larga exhalación y cerró los ojos, mientras rogaba a
todos los dioses de las civilizaciones pasadas que la ayudaran. Luego puso
en marcha el motor para dirigirse hacia el evento de la tarde: la celebración
de las bodas de oro del matrimonio Dourant.
Al finalizar la fiesta se reuniría con los hijos de los homenajeados para
recibir la paga. Ese sería el momento en que le informarían si iban o no a
contratarla para una ronda de cinco eventos corporativos en las compañías
que la familia poseía. De esa celebración de aniversario dependía el curso
de los próximos meses de su vida. Estaba preocupada y esperanzada al
mismo tiempo.
No quería ser parte de los juegos de Hamilton otra vez, no quería sentir
que regresaba a su adolescencia en la que él manejaba todos los hilos de su
vida personal y social, así como los de su hermana, incluso después del
accidente. Resultaba una experiencia horrenda vivir con una persona tan
llena de veneno, perfidia y ambición desmedida como él. El hecho de que
fuese su padrastro era peor.
***
Paisley.
Años atrás
***
La prensa social de Chicago consideraba a Stavros Kuoros como uno de
los solteros de oro, empresario exitoso, y también un personaje esquivo para
conceder entrevistas que tuviesen tintes personales. A él eso lo tenía sin
cuidado. Lo único que de verdad valía la pena para Stavros era que, a través
de resultados de su gestión corporativa, se había ganado la reputación de
acero como hombre de negocios.
No poseía inclinación en asociarse demasiado tiempo con una misma
persona en términos de pareja, menos desde su relación con Katherine. Ni
siquiera quería recordar lo imbécil que había sido al creer en ella. Ya
contaba un año y medio desde que la mujer se marchó a Seattle. Stavros
había cerrado para siempre cualquier posibilidad de darle cabida a otra
persona como lo hizo con su ex. Por eso, su lección en la vida sobre evitar
el peligro de los apegos emocionales no había sido en vano.
Él aprendió que cuando se sentía afecto hacia una persona este podía
salirse de control y al momento de perderla, el mundo se reducía a añicos.
Lo había vivido con Esther, y luego esa certeza la reforzó con Katherine.
No tenía interés en repetirlo.
Ahora prefería su existencia enfocada en hacer crecer su compañía, salir
de vez en cuando con los pocos amigos que merecieran la pena, y tener una
amante ocasional cuando la situación apetecía. Menos mal su vida personal
había estado siempre blindada de las idioteces de la prensa social.
¿Si acaso ignoraba que decían que él tenía un iceberg en lugar de
corazón? Claro que no, pero le parecía más bien un halago. Sus emociones
estaban congeladas, así que se trataba de una verdad, en lugar de un rumor.
Stavros tenía planes importantes que atender antes de retomar un asunto
que había puesto en espera: dejar en escombros la vida de los hermanos
Mansfield. Por supuesto, Gianni ahora descansaba en el cementerio general
de la ciudad a causa de un cáncer, pero en el caso de Hamilton la situación
era diferente. Stavros había bloqueado cada intento del hijo mayor de
Esther de hacer prosperar negocios fuera de Manscorp, en los que se
tomaba el nombre de la compañía, para ganar inversionistas. Hamilton no
tenía decencia y Stavros necesitaba sacar tiempo de su ocupada agenda para
actualizar unos datos con los que iba a dejar a esa sabandija en la calle.
¿Las hijas de él? Lo tenían sin cuidado. Ni las recordaba ni le importaban.
Las dos chicas, Millie y Paisley, jamás tuvieron tiempo para dedicarle a
Esther. La anciana se desvivía por enviarles obsequios, invitarlas a la casa,
pero las niñatas jamás aparecían ni llamaban por teléfono a su abuela.
«Ambas de seguro habían disfrutado de la buena vida gracias a los
chantajes de Hamilton a Esther», pensaba Stavros. Los hijos de Gianni no
vivían en Chicago y contaban con suficiente tristeza al no tener papá.
Stavros era vengativo, más no sanguinario.
—Señor Kuoros —dijo su asistente personal, Zeyda.
La mujer era eficiente y puntual como un reloj suizo, aunque a veces
daba opiniones que nadie le solicitaba. Stavros la toleraba porque había
trabajado durante veinte años en Manscorp y fue Esther quien se la asignó,
desde un inicio, como la persona que podría guiarlo alrededor y así había
sido.
—Dime, Zeyda.
—Los ejecutivos lo esperan en la sala de juntas.
—Gracias. ¿Enviaste las flores a la dirección que te solicité?
La señora se acomodó las gafas para ver y esbozó una sonrisa de medio
lado que no tenía nada de alegre. Ese era el gesto habitual cuando estaba
enfadada.
—Señor Kuoros —dijo rehusando tutearlo a pesar de que Stavros se lo
había pedido en incontables ocasiones—, me parece de pésimo gusto que
continúe enviándoles flores o alhajas a esas pobres mujeres que se
enamoran de usted y a las que después decide abandonar de un momento a
otro.
Él soltó una carcajada y se puso de pie para ir a la reunión. Sabía que
Zeyda odiaba coordinar los envíos de despedida que enviaba a sus amantes,
pero le pagaba una alta suma de dinero para que hiciera su trabajo, en lugar
de dar sus opiniones. Suponía que esto último era una batalla perdida con la
señora de ligeras arrugas que daban cuenta de los sesenta y dos años.
—La persona a quien le envié las flores no era una amante —dijo con
aburrimiento, porque Zeyda era la única persona a la que toleraba esa clase
de cuestionamientos—, sino la bibliotecaria de la librería pública que se
jubilaba hoy. Después de que Esther me trajera aquí, los primeros años,
durante los recesos me iba caminando hasta la biblioteca y la señora
Sanderson siempre fue amable. Consideré un gesto adecuado enviarle flores
y una tarjeta de regalo en Bloomingdale´s.
—Oh —murmuró—. Bien. De todas formas, señor Kuoros…
—Ahora —dijo Stavros con seriedad interrumpiendo—, por favor,
intenta no dar tus opiniones para las que no te aumento el salario. ¿De
acuerdo?
—Un día conocerá a la mujer de su vida y entonces entenderá que los
regalos, ni las alhajas ni las flores compensan el tiempo que no pasa con
ella. Esa chica, Katherine, definitivamente no era la mujer de su vida.
Escuche los consejos de esta vieja, señor Kuoros: las oportunidades que se
pierden por ser obtusos tienen siempre un alto precio y no es posible
equipararlo con dinero.
Stavros se pasó los dedos entre los cabellos abundantes y negros.
—Quizá deberías jubilarte y dedicarte a dar consejos en una radio.
—Seguro me agradecerían mejor mis consejos —farfulló meneando la
cabeza, mientras regresaba al escritorio que estaba ubicado fuera de la
oficina de Stavros.
Él se ajustó la corbata azul del traje y después se dirigió hacia la sala de
negocios. El edificio de las oficinas centrales de Manscorp había sido
remodelado tres años atrás y el despacho de Stavros contaba con una
inmejorable vista a Chicago.
Esta era la última reunión de la semana para finiquitar las
conversaciones que llevaban más de cinco meses gestándose para que la
compañía fuese la principal patrocinadora del espectáculo de la NHL, All
Stars. En esta ocasión los jugadores de hockey de élite se reunirían en
Chicago, todos los años lo hacían en una ciudad diferente, para recabar
fondos con fines benéficos.
Para esta edición del evento, y era el motivo por el que Stavros estaba
empecinado en lograr posicionar su marca corporativa en lo más alto como
patrocinador, el dinero estaría destinado a albergues de mujeres y niños
maltratados de escasos recursos económicos. Esto era algo que lo tocaba
muy profundo, porque si él hubiese sabido que esta clase de asistencias y
ayudas existían cuando todavía vivía Aristóteles, entonces quizá habría
hallado asesoría para salvarle la vida a su padre, en lugar de recibir la
noticia, por un policía, que había muerto.
—Bob —dijo Stavros estrechando la mano del director de negocios de
la Liga Nacional de Hockey (NHL, sus siglas en inglés)—. ¿Qué tal estás?
—Ocupado, pero siempre haciendo tiempo para negocios con buenos
amigos —replicó el ejecutivo con familiaridad, antes de acomodarse en el
sillón. Bob Larsen era un tipo alto, rubísimo y de ascendencia noruega,
llevaba casi una década viviendo en Estados Unidos. Él y Stavros se
conocían desde hacía un tiempo atrás debido a los negocios en común.
—Ingram —dijo Stavros al otro hombre, que era el vicepresidente de
marketing de la organización en su sede de Chicago—. Supongo que ya
tienes una respuesta a lo que hemos venido conversando para que mi
compañía figure como una marca destacada en el evento All Stars. Hasta la
última ocasión que dialogamos, tu organización estaba más que satisfecha
con la oferta que hicimos, así como también lo estuvimos nosotros con el
plan de marketing sobre la ubicación de nuestro logo, menciones y
merchandising.
Ingram Sneider era de raza negra y poseía un impresionante currículo
profesional. Su influencia resultaba impactante en la comunidad de los
negocios de deportes de élite. En algunas ocasiones Stavros intentó
reclutarlo para Manscorp, pero Ingram se negó, porque más allá del dinero,
el hombre amaba el hockey sobre hielo.
—Sí —dijo el hombre—. Hace tres días se reunió el directorio para
analizar todas las propuestas finales y hay algo que no termina de encajar
con la de Manscorp. Más allá del asunto monetario.
Stavros se reclinó contra el respaldo del sillón. Esos meses había visto
más la cara de Bob e Ingram que la suya propia frente al espejo. Las
negociaciones eran por etapas y todas requerían mucho tiempo, por asuntos
presupuestarios, en especial del staff especializado (abogados incluidos) de
Manscorp. Sabía que habían cubierto bien sus bases y la oferta económica
para la NHL, en este evento particular, era bastante buena. Él mismo había
supervisado toda la operación desde un inicio.
—Explícame —dijo Stavros con expresión neutral.
Bob se aclaró la garganta y se inclinó sobre la mesa apoyando ambas
manos de forma relajada sobre el vidrio que recubría la madera.
—Estamos buscando marcas más familiares, Stavros —dijo Bob,
mirando a Ingram y este le hizo un leve asentimiento—, porque la
pandemia ha impulsado a redimensionar nuestros objetivos y perfilar mejor
los valores bajo los cuales necesitamos que los fans nos identifiquen.
Hemos sido siempre una organización con orientación de ayuda a la
comunidad, sí; presentándonos como una familia, sí. No obstante, queremos
que eso se refleje también en nuestros auspiciantes.
Stavros mantuvo su cara de póker.
—Manscorp tiene valores orientados a la integración, la familia, la salud
física, porque manejamos la gama de bebidas energéticas más exitosa del
país. No comprendo con exactitud a qué se refieren —inclinó la cabeza
hacia un lado, mientras su cerebro intentaba calcular qué era lo que no
estaban comentándole—. Además, jamás nos hemos visto envueltos en
escándalos mediáticos.
—Stavros, las marcas que hemos aceptado tienen como representantes
de cara al público a hombres o mujeres de familia. Aquellas corporaciones,
cuyos propietarios no representan los valores que tratamos de impulsar,
aunque tengan una gran fortuna que aportar, que claro que nos importa
mucho, estamos declinándolas —dijo Ingram—. Los tiempos que corren
ahora son distintos y la audiencia busca empatizar de una forma más
cercana. Necesitamos crear comunidad de manera que se perciba que la
NHL tiene empatía y se asocia con corporaciones, cuyos propietarios no
solo están interesados en aumentar sus cuentas bancarias.
Stavros empezaba a cabrearse. Él solo quería ver el logo de Manscorp
en el evento All Star, aportar a la causa y punto. Él no tenía tiempo para
lidiar con las imbecilidades del comportamiento de las masas, pues para eso
le pagaba a su gerente de marketing y a la de relaciones públicas, un alto
salario.
—Llevo claro el asunto de vivir épocas diferentes, pero ¿qué tiene todo
esto que ver con Manscorp, Ingram? —dijo Stavros. Luego miró a su amigo
—: ¿Bob?
—Por eso queríamos hablar contigo —replicó el hombre rubio—. El
compromiso de los auspiciantes de este año se refleja no solo en sus
negocios, sino en la vida familiar. Queremos millonarios o billonarios que
tengan una familia y que reflejen la percepción de integración, pertenencia,
solidaridad, cariño y apoyo en un pack. Como representante de Manscorp,
contigo, estaríamos dando un mensaje diferente: soltero, las páginas de
sociedad intrigadas por tu vida romántica, haces pocas apariciones públicas,
entonces la percepción será la de alguien esquivo o visto, erróneamente,
como un jugador, en lugar de alguien comprometido. Esto último va en
contra de lo que, como te hemos comentado, estamos tratando de proyectar.
Stavros apretó la mandíbula. No iba a dejar perder cinco puñeteros
meses de trabajo por algo absurdo como esto. Podría hallar una salida.
—El evento —dijo Stavros con un tono acerado— es dentro de unos
meses. —Los ejecutivos asintieron—. ¿Lo que necesitan es que Manscorp
tenga como CEO a un hombre de familia o que tenga una imagen más…
comprometida? —Ingram y Bob asintieron de nuevo—. Bien. No hay
problema —dijo, pensando en Meredith, su amante de turno. Le podría
ofrecer un contrato con cláusulas blindadas, fecha de caducidad, y
confidencialidad. Podría seguir follando con ella, aprovechar los recursos
de marketing y después olvidarse de ella cuando concluyese el evento All
Stars. Le parecía un acuerdo comercial como cualquier otro.
—¿A qué te refieres con exactitud, Stavros? —preguntó Bob.
Stavros esbozó una sonrisa, incorporándose del asiento. Jamás iba a
dejar que un pequeño obstáculo se interpusiera en sus objetivos
empresariales.
—No hablo de mi vida privada jamás, pero la causa de este evento, All
Stars, significa mucho para mí, así como para mi compañía. Así que haré
una excepción y hablaré con mi novia —dijo con aburrimiento—. Seguro
no tendrá reparos en ser, durante un tiempo, un punto de interés para
campañas de Manscorp y la NHL. Mi equipo de relaciones públicas hará el
resto. Algo discreto y breve, por supuesto.
Ingram asintió, mientras bebía el café que Zeyda había enviado.
—Absolutamente. Vaya, hombre —dijo Bob con aprobación—, sí estás
dispuesto a algo así por este evento, pues no me queda más que admitir que
sería un error no firmar con Manscorp. —Stavros asintió, ocultando su
fastidio ante la situación. Nadie era más competitivo que él; tomaba las
medidas necesarias para conseguir lo que se proponía tal como acababa de
hacer en estos momentos—. Los abogados de nuestra organización se
pondrán en contacto con tu oficina para finiquitar todo —extendió la mano
y Stavros se la estrecho—. Bienvenido a bordo.
—Me alegra cerrar este acuerdo, Bob —replicó Stavros, aunque en
realidad hubiera deseado mandarlos a la mierda. Detestaba hallarse en esa
situación ridícula.
—Estaremos en contacto —dijo Ingram ya cerca del umbral de la puerta
de la sala de reuniones—. Buenas tardes.
El resto de la jornada, Stavros la pasó muy cabreado, tanto así que ni
siquiera Zeyda, con su locuacidad, se atrevió a interrumpirlo. Iban a ser
unos meses infernales hasta que el evento de la NHL se llevara a cabo. No
solo eso, sino que también tenía un proyecto importante en Chicago para el
que necesitaba ganar una jodida licitación y así empezar a construir la
nueva planta de embotellamiento de Manscorp.
Antes de salir de la oficina, Stavros llamó a su abogado personal para
elaborase un contrato con una oferta para Meredith. La mujer era asistente
de producción en una compañía que hacía videos educativos y publicitarios,
aunque estaba esa noche, por trabajo, en Boston. La contactaría al día
siguiente; sabía que ella no se negaría.
Él perdería su tiempo con esas estupideces del marketing y relaciones
públicas, por supuesto, pero a cambio ganaría muchísimos millones de
dólares en publicidad. Aceleró el paso para llegar a su elevador privado,
porque ya eran más de las ocho de la noche y necesitaba quitarse el sinsabor
de la puñetera reunión con Bob e Ingram.
Una vez que estuvo tras el volante de su Jaguar rojo, Stavros llamó un
amigo para confirmar la asistencia a una fiesta a la que, antes de la reunión
con los ejecutivos de la NHL, no había pensado ir. Sin embargo, ahora le
parecía el punto de escape idóneo a toda la absurda situación en la que se
hallaba. El organizador de la velada se llamaba George Derwel, un DJ
reconocido mundialmente y amigo de Stavros. La buena música solía poner
al CEO de mejor humor. Al menos durante unas horas.
***
Cuando Stavros llegó a la mansión de George, en las afueras de la
ciudad, se relajó. Esta clase de reuniones, por más extravagantes que
fuesen, le agradaban, en especial porque nadie tenía una cámara tratando de
obtener fotografías para luego publicarlas en los tabloides. La gente que
asistía también cuidaba mucho la privacidad.
Stavros iba vestido con pantalón negro, una camisa blanca que marcaba
sus músculos con felina elegancia, y llevaba el cabello peinado hacia atrás.
No le pasó desapercibida la atención que recibió de algunas mujeres.
Aquello era algo habitual cuando él estaba en una sala de reuniones o una
fiesta o pub.
Él sabía que era atractivo, y cuando era más joven se divirtió mucho con
la novedad de cómo las chicas se le acercaban. Sin embargo, con el paso de
los años, a medida que aprendía a seleccionar a sus compañeras de cama, la
situación ya le causaba indiferencia. En esta ocasión, a pesar de las
hermosas mujeres con vestidos sensuales y costosos que estaban alrededor
de la fiesta, ninguna despertó su interés.
Meredith y él tenían una relación en la que se divertían en la cama, pero
no se debían explicaciones. Si uno de los dos encontraba otra persona con la
que quisieran estar, entonces lo hablarían si llegase a ocurrir. Stavros no se
aferraba a las mujeres, y solía ser él quien terminaba primero sus acuerdos
con ellas. No tenía demasiado tiempo en su agenda, así que era muy
selectivo, aunque no mujeriego.
—Kuoros —saludó Doug Arkins, un inversor y corredor de bienes
raíces, acercándose nada más verlo. Le dio una palmada en la espalda—,
qué bueno que pudiste venir. Salir de vez en cuando de tu torre de marfil es
necesario.
—Doug —replicó Stavros riéndose por la idiotez de su amigo de la
universidad—, no digas chorradas. Además, si no hiciera los millones que
produzco mensualmente, entonces no te compraría las propiedades que,
aunque no necesito, suelo agregar a mi portafolio de inversiones.
Stavros no bebía alcohol y rechazó el ofrecimiento que le hizo un
camarero. Después de su turbulenta infancia, él no quería tentar a la suerte y
darse cuenta de que quizá el alcoholismo estaba en su sangre. A cualquier
otra persona su razonamiento le parecería un sin sentido, pero él, que había
padecido la violencia de un alcohólico y drogadicto, llevaba muy presente
los peligros de desarrollar una adicción.
—Muy cierto —replicó el hombre rubio y de ojos castaños, mientras
sonreía —. ¿Qué pasó con el asunto de Cameron Jeffries? —preguntó con
interés.
—Estoy tratando de bloquear sus avances en la licitación para comprar
el terreno en las afueras de la ciudad —replicó haciendo una mueca—.
Necesito abrir una sucursal para embotellado, porque la planta que tiene
Manscorp ya no es suficiente. La próxima reunión, con el representante de
la ciudad, lo definirá todo —se frotó la nuca—. Ha sido un día brutal en la
oficina.
—Me parece una putada que Jeffries solo busque esa propiedad porque
sabe que tú la quieres. Han pasado once meses desde el asunto con Athina
—dijo meneando la cabeza—. El hombre es como un perro buscando un
hueso.
Doug era la única persona que tenía la confianza plena de Stavros, y a lo
largo de los años había demostrado ser un amigo leal. Esto último no tenía
precio para Stavros, tan acostumbrado a hallarse rodeado de sanguijuelas.
—Lo sé —replicó Stavros—, salvo la pérdida de tiempo que me causa,
Jeffries no es un obstáculo o una amenaza real en mis gestiones.
Durante una conferencia internacional para manejo de presupuestos que
se había llevado a cabo, meses atrás, Stavros conoció a Athina Mitrano. La
mujer era muy atractiva: piel canela, ojos grises, boca sensual y un cuerpo
que atraía miradas con rapidez. Él se acercó, al finalizar la charla magistral
de un empresario español experto en marketing corporativo, y entablaron
una conversación muy interesante con Athina. Las insinuaciones y flirteos
terminaron en una tórrida aventura sexual.
Una noche, que Stavros y Athina acordaron que sería la última que
pasarían juntos, él la invitó a una gala con trasfondo artístico y cultural. El
acto había sido organizado por un grupo de multimillonarios, así que las
fotografías eran opcionales y las medidas de seguridad más estrictas que
cuando el presidente del país estaba alrededor. En aquella fiesta, Stavros
entendió que Athina no solo era una sirena capaz de atrapar a cualquier
hombre en sus redes, sino también una persona con gran talento
desperdiciado como actriz mientras se deshacía en lágrimas, pidiéndole
disculpas por haberle ocultado que estaba prometida con otro hombre. Ese
prometido se llamaba Cameron Jeffries, un conocido constructor de
Chicago.
El prometido de Athina le dio un puñetazo a Stavros al salir de la gala, y
este respondió con más fuerza hasta el punto de enviar al otro hombre al
hospital. Desde ese día, los dos empresarios mantenían una relación tensa.
—Ten cuidado, amigo, porque Cameron te la tiene jurada y encontrará
la manera de hacerte morder el polvo —dijo Doug, mientras avanzaban
hasta el área de la piscina. El patio era inmenso y la brisa fresca resultaba
agradable.
—No es el primer enemigo que tengo, ni el último.
—Si tú lo dices —Doug se encogió de hombros—, pero no agites el
avispero. Además, tienes que encargarte de Hamilton también, ¿no?
Stavros asintió y soltó una exhalación de agobio. Hamilton iba a la
oficina una vez por semana o cuando había reunión de directorio, a hablar
imbecilidades claro, así que Stavros no tenía que tolerar su existencia más
de lo indispensable. Dar la estocada final a la existencia financiera del hijo
mayor de Esther no era un problema, y solo necesitaba recibir un último
documento y hacer una llamada.
—Sistemáticamente he estado quebrando los negocios que emprende
esa rata —dijo con orgullo—. Como no lo hago de forma directa, él no tiene
idea de la sombra que acecha sus movimientos financieros. Sé que tiene
hipotecada la casa y algunas propiedades para tratar de mantener un ritmo
de vida acomodado, pero cuando termine de hundirlo se verá obligado a
vender todo lo que tiene. Él y su prole se quedarán tan solo con las prendas
del día.
Doug frunció el ceño, porque conocía bastante bien la historia que su
amigo le comentó sobre el rol de los Mansfield en la muerte de Esther. Le
apenaba que la mujer, a la que conoció durante la graduación de la
universidad, hubiera sufrido constantes chantajes, manipulaciones y una
persecución inconcebible de sus hijos. Él entendía que Esther fue la única
familia para Stavros, una madre. Sin embargo, le preocupaba un poco que
su amigo estuviera tan envenenado en su afán de vengarse de Hamilton que
no fuese capaz de detenerse a considerar que ese hombre también tenía una
descendencia que, a pesar de que poco o nada se escuchaba de ella, no
podía ser condenada como culpable por los pecados de un padre. En varias
ocasiones, Doug intentó hacerle entender eso a Stavros y fue como hablar
con un muro de piedra.
—Ya han pasado algunos años, Stavros, ¿hasta cuándo va a durar esta
cruzada que has establecido como una motivación? Si los hijos de Esther
intentaron declararla mentalmente incapacitada hasta internarla por unos
días en un sanatorio…
—Hasta que Hamilton y su prole estén arruinados —interrumpió,
porque no quería recordar ese infame día en que encontró a Esther con los
ojos llovidos, mientras él iba con una orden judicial a sacarla del sanatorio.
Después de ese día, Stavros despidió al abogado personal de Esther y le
contrató un bufete jurídico, cuyos integrantes no se dejaban sobornar por
Gianni o su hermano—, y sufran lo que es luchar por un centavo, en lugar
de ser unos vividores.
—Los hijos de Gianni viven lejos de Chicago y llevan una vida bastante
modesta, y sé que ya no te interesan porque su padre está muerto. Ahora, las
hijas de Hamilton están fuera de los círculos sociales desde hace
muchísimos años; nadie habla o sabe de ellas. Casi parece como si se las
hubiera tragado la Tierra. Incluso me dijiste que no fueron al sepelio de
Esther ¿acaso no te parece extraño?
—Hijos de culebras no pueden ser corderos —replicó—. Ahora, Doug,
no me arruines la noche con estas imbecilidades de los Mansfield.
El hombre rubio elevó las manos en son de paz.
—De acuerdo, entonces tendrás que escucharme hablar sobre Vianney
—dijo con una sonrisa, mientras aceptaba una copa de vino de un camarero.
—No sé por qué sigues encerrado en esa relación tóxica.
Doug se echó a reír.
—Porque el sexo es fenomenal.
—Sí, también lo es con Meredith, pero no implica que me interese pasar
más tiempo del necesario con ella —replicó Stavros, antes de mezclarse con
los invitados.
Durante los siguientes minutos, el sensual empresario saludó a algunos
conocidos e ignoró a otros. Él solía hablar con quienes de verdad le
apetecía. No estaba en deuda con nadie, así que no tenía por qué fingir
amabilidad si no la sentía. Su expresión era por lo general distante, aunque
podía suavizarla si la persona con la que conversaba resultaba de interés
comercial o le caía un poco bien. Esto último no era tan frecuente, porque
los estándares de Stavros para aceptar otras personas en su círculo social
más cercano eran muy altos.
Al salir de la oficina no tuvo tiempo de pasar por un restaurante o ir a
casa y ver qué había preparado su ama de llaves, la señora Orwell, así que
probó los bocaditos que se ofrecían en la fiesta. El sabor era sorprendente y
exquisito. Por lo general, sin importar la cantidad de dinero que se pagaba
por un servicio de catering, la comida tenía ingredientes costosos, pero el
sabor no equiparaba la inversión. En esta ocasión era todo lo contrario.
Stavros sabía que George no escatimaba gastos y solo elegía lo mejor. Se
alegraba de que su amigo hubiera acertado con la comida.
Stavros estaba camino a la barra para pedir un agua tónica cuando algo
llamó su atención. Más bien, alguien. Usualmente, ninguna mujer conseguía
que él mirase dos veces, sin embargo, en esta ocasión fue diferente.
Ataviada con un vestido negro corto, mangas transparentes, un escote
que dejaba entrever el inicio del valle de unos pechos turgentes, y un rostro
que robaba el aliento, estaba la mujer más bella que recordaba haber visto
nunca. Ella poseía un atractivo diferente, casi magnético que capturó su
interés impulsándolo a experimentar un súbito deseo que lo sorprendió.
Agarrando la bebida con firmeza se obligó a dar unos tragos y sentarse
hasta que logró dominarse.
¿Qué carajos es esto?, se preguntó. No tuvo demasiado tiempo para
dejar que su cabeza hiciera conjeturas, porque la mujer que había estado
contemplando con discreción a la distancia se sentó a su lado.
—¿Qué le sirvo, señorita? —preguntó el bartender muy solícito.
—Una copa de champán, por favor —replicó ella con una sonrisa,
consciente del hombre que estaba a su lado.
La potente energía que emanaba de Stavros mantuvo en estado de alerta
a Paisley. El dueño de Manscorp lograba en esos instantes que ella fuese
muy consciente de él. En absoluto se asemejaba a lo que sintió Paisley
cuando tenía dieciséis años, una década atrás, y lo tuvo frente a frente. En
ese entonces, había sido solo una chiquilla con una necesidad de
reafirmación en una catastrófica etapa existencial. Ahora, ella era una mujer
que tenía una misión muy clara, así como experiencia con los hombres.
Daba igual si estas habían sido buenas o malas.
Antes de ponerse en evidencia acercándose a la barra, ella había
estudiado a Stavros con discreción mientras él conversaba alrededor. Las
fotografías de los periódicos o revistas no le hacían justicia. Su aspecto era
el de una persona acaudalada, que sabía que tenía autoridad, aunque
mostraba un aire distante. Intimidaba y cautivaba con su masculinidad, pues
irradiaba una fuerza magnética impactante.
El traje a medida se le ajustaba al cuerpo con elegancia. Los años habían
obrado bien en Stavros. Sin embargo, eran sus facciones, en conjunto
armónicas, las que poseían un atractivo viril sin igual. Él era
devastadoramente guapo.
—¿Alguna celebración en especial? —preguntó Stavros con su voz de
barítono para romper el hielo con la belleza que tenía a su lado. El
placentero aroma del perfume femenino lo rodeó, le pareció tan exquisito
como su dueña.
Paisley apartó la mirada del entorno y la fijó en él. Decir que hubo una
explosión de partículas de fuego a punto de fungirse en combustión era
poco. Los ojos de ambos colisionaron y se mantuvieron varios segundos en
silencio. La música alrededor dejó de importar. Como si el tiempo se
hubiese detenido. Quizá fue así.
—La vida —replicó, cuando finalmente salió de su ligero estupor. Le
dedicó una resplandeciente sonrisa que surgió de manera natural—.
Tenemos muchas cosas de las cuales estar agradecidos, y creo que esta
fabulosa fiesta es una de ellas.
A Paisley le había tocado esperar una semana a que llegara esa noche. A
cambio de dejarla entrar en la fiesta, el tal George le dijo que debía
organizar el catering utilizando los fondos que él mismo le daría. Dado que
el favor que estaba haciéndole, a través de Loretta, era gigantesco, Paisley
accedió de buena gana. George le dio un presupuesto sumamente alto para
que comprara lo que se le diera gana en ingredientes. El hombre le ofreció
la opción de hablar y trabajar con los chefs. Fue una experiencia interesante
sin importar las circunstancias que la provocaron.
Esa noche sus ideas gastronómicas estaban siendo consumidas por la
élite social de Chicago, así como sus canapés de mariscos. Debería sentirse
eufórica, pero lo que sentía era inquietud. Además, no tenía autorización de
repartir tarjetas de presentación, porque George le estaba haciendo un favor,
y ella, pagándolo.
—Soy Stavros Kuoros —dijo él extendiendo la mano.
Al mirarla de nuevo a los ojos, él notó una familiaridad que no podía
comprender. No era la clase de persona que creía en el destino o en las
vidas pasadas, así que tenía que ser algo diferente. ¿De qué la conocía?, se
preguntó con una sensación incómoda. No olvidaba un rostro con facilidad,
menos uno como este.
—Soy Eden Brunswick, un placer conocerte —replicó, estrechando la
mano de Stavros y presentándose con su segundo nombre. Sabía que no era
una mentira, técnicamente, tal como le aseguró Loretta, aunque también
tenía el presentimiento de que no fue la movida más acertada. Una vez
dichas las palabras ya no podía retractarse.
El corrientazo que despertó en sus sentidos ese contacto físico, la
conmovió. Elevó la mirada para saber si acaso se trataba solo de una
reacción unilateral, pero al notar la intensidad de los ojos cafés, entendió
que no era así. Apartó los dedos con cautela, y agarró la copa que le estaba
entregando el camarero. Dio un par de sorbos.
Stavros desplegó una sonrisa sensual.
—Eden —repitió como si estuviera saboreando cada letra—, el placer,
créeme, es todo mío. —Ella sintió el corazón latiéndole con fuerza en el
pecho—. Aunque no estilo bailar, me gustaría hacer una excepción contigo.
—¿Debería sentirme halagada? —preguntó con una sonrisa.
No creía que mereciera un Oscar por su capacidad de mantener una
expresión serena y encantadora, cuando por dentro estaba muerta de miedo
de que él pudiera reconocerla o perder interés, echando a perder su plan con
Loretta, aunque un Emmy no sería una mala opción. Odiaba a Hamilton por
dejarla entre las cuerdas. Su última esperanza para evitar estar esa noche en
una fiesta en la que no conocía a nadie había sido echada a perder cuando el
préstamo bancario que estaba pendiente de contestación fue rechazado.
¿Cómo podía tener tan mala suerte?
—Por supuesto —replicó con un tono bajo y cautivador, porque a
medida que pasaban los segundos empezaba a recordarla, aunque no quería
apresurarse en sus conjeturas—. Baila conmigo. A menos, claro, que tengas
un acompañante y te impida aceptar —dijo mirando alrededor como si
intentara ver quién podría ser ese acompañante para darle un puñetazo,
porque así de ridículo era el instinto que experimentó ante la perspectiva de
que ella perteneciera a otro.
Paisley bebió un par de sorbos más del burbujeante líquido, y luego dejó
la copa en la barra. Sabía que ese momento iba a definir su vida y la de su
hermana.
—No hay acompañante —replicó ladeando la cabeza, mirándolo con un
brillo burlón en los ojos—, salvo que, lo que de verdad quieras saber, es si
tengo una pareja que pueda interponerse a la posibilidad de que hoy baile
contigo.
Stavros la sorprendió con una risa gutural.
—¿Y cuál sería la respuesta? —preguntó bajándose de la silla alta.
Cuando notó que ella intentaba hacerlo también, le extendió la mano. Una
vez que Paisley estuvo de pie, el que ambos quedaran muy cerca el uno del
otro fue inevitable.
—Que no tengo una pareja, y que acepto bailar contigo —dijo con el
pálpito de su corazón incrementándose cada vez.
Intentaba respirar con calma, aunque no era tan fácil sostener un ritmo
sereno cuando Stavros la afectaba tanto. No había considerado, desde
ningún punto de vista, que esta reacción estuviera entre las posibilidades en
ese encuentro. Así que ahora no solo estaba improvisando tranquilidad, una
conversación despreocupada, sino también la habilidad de desempolvar su
capacidad de interactuar con facilidad con una clase de círculo social que
había abandonado por decisión propia años atrás.
Toda esa superficialidad, le traía amargos recuerdos de los tiempos en
que Hamilton la obligada a ejercer de hija trofeo, en especial desde que
Millie sufrió el accidente. Y debía recordar que cualquier situación en la
que se metiera, a partir de esa noche, era para preservar el bienestar de su
hermana menor.
—Una excelente respuesta, Eden —replicó con la convicción de que ese
nombre poco se ajustaba a la mujer, mientras la llevaba a la pista de baile.
Le gustó la forma en que sus cuerpos se amoldaban como dos partes exactas
de una misma pieza, y le resultó también una experiencia embriagadora. Sin
embargo, mantenía la punzante sospecha de que la conocía de otro sitio. Sus
facciones eran elegantes, su nariz respingona, la boca llena, el cabello
sedoso y lacio.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó ella, mientras giraban juntos.
La música era genial, y la gente parecía muy animada.
Stavros no solía bailar, esa era una verdad, sin embargo, entendió que
hacerlo era la única manera de poder tener lo más cerca posible a la
preciosa mujer: entre sus brazos. La deseaba con una fuerza casi primitiva,
y sentía la sangre rugirle por las venas como si, al tocarla, su cuerpo hubiera
recibido una descarga brutal de adrenalina. No podía ser quien él pensaba,
porque de ser así el destino estaba poniendo en sus manos el artífice
perfecto para un plan que llevaba gestando bastante tiempo.
—La mujer que me interesa en estos instantes está bailando conmigo —
replicó, murmurándole al oído. —Esa no era una mentira de Stavros,
porque Meredith estaba en Boston y poco o nada le importaba, pues
comparada con Eden, su amante de turno palidecía en belleza, clase y
sensualidad.
Ella elevó la mirada y se quedó atrapada en el fuego que emanaban los
ojos cafés. Después de haber buscado la mayor cantidad de información
sobre Stavros, lo único que había encontrado era que su pasado pertenecía a
humildes orígenes, que se graduó en Harvard, y que con su visión
empresarial había logrado la expansión de la marca Manscorp. Los mejores
deportistas llevaban el auspicio de las diferentes bebidas energéticas que la
compañía producía y él participaba en actividades vinculadas a
comunidades locales de escasos recursos.
De la vida personal de Stavros no existía información, salvo algunas
fotografías con chicas despampanantes en premieres de filmes o eventos
sociales siempre vinculados a Manscorp. No existían asociaciones
románticas, al menos Paisley no las había encontrado en su búsqueda
online. «¿Quién era él realmente, detrás de toda esa construcción de la
imagen de hombre de negocios y filantrópico?». Una persona que hacía
tantas obras de caridad no podía tener un témpano de hielo en el corazón ¿o
sí?
—No sé qué responder a un comentario como ese —dijo Paisley con
franqueza. Podía sentir el calor en las mejillas, y una ola de fuego líquido
estaba recorriéndole las venas. La colonia de Stavros la envolvió en una
nube sutil.
Esta era la primera ocasión en que sentía que encajaba a la perfección
con alguien. Como si, con él sosteniéndola, nada pudiera hacerle daño.
Aquella era una realización bastante profunda para algo que acababa de
suceder en tan solo unos minutos. Una pena que no pudiera explicárselo ni
a sí misma.
—Las palabras —murmuró Stavros muy cerca de la boca carnosa—, a
veces suelen ser innecesarias, Eden.
Paisley sentía cómo se le endurecían los pezones, y un sutil pálpito se
operaba entre sus muslos. Notaba el deseo inequívoco en esos ojos cafés de
tupidas pestañas. Por un breve momento se quedó sin aliento.
El instante se desintegró cuando la música cesó abruptamente.
George agarró el micrófono para pedirles a todos que hicieran un
brindis, porque acababa de recibir una llamada que le confirmaba que era el
nuevo propietario de un castillo del siglo XVII en Francia e iba a
remodelarlo. Expresó con una sonrisa que sus invitados de esa noche, sin
excepción, estaban invitados a la inauguración que se realizaría dentro de
los próximos ocho meses. La gente, que le daba igual si se concretaba el
plan del anfitrión o no, aprovechó para continuar bebiendo.
Stavros pareció recuperar la razón y autodominio. Había estado a punto
de besar a esa mujer con gente alrededor. Él jamás tenía muestras de afecto
público con nadie; necesitaba calmar la cabeza. Ella lo observó con intriga
cuando la empezó a guiar hasta el sitio en el que estaban todos los
bocaditos.
—Si conoces un restaurante en Chicago que supere estos canapés,
entonces estaré en deuda contigo —dijo Stavros en un tono distante.
Paisley esbozó una sonrisa tenue. Le quería contar su secreto: que era
ella quien estaba detrás de la idea de esa comida esparcida en colores,
sabores únicos, y formas diversas; que era ella quien había preparado con
sus manos el canapé de langosta. Él acababa de hacerle un gran halago sin
saberlo al reconocer su trabajo con apreciación.
—Creo que no tienes ninguna deuda —dijo mirándolo con humor.
—¿Eso implica que vas a darme tu número telefónico para invitarte a
cenar, y descubrir si tal vez no estás equivocada? —preguntó sacando el
móvil del bolsillo.
Ella sentía un cosquilleo en la piel, mitad emoción por las sensaciones
que él le provocaba, y mitad inquietud, porque sabía que estaba corriendo
con demasiada suerte ante el hecho de que él no la hubiera reconocido.
Comprobaba que, después de tantos años sin verse, a él le sería difícil
recordarla, en especial si no había tenido contacto con asuntos sociales
relacionados a Manscorp o a su padrastro.
Incluso cuando su abuela murió, Paisley estaba fuera de Estados Unidos
y no alcanzó un vuelo a tiempo para estar en el sepelio. Ella había sufrido
un accidente mientras aprendía a andar en motoneta y tuvo que someterse a
una cirugía estética para corregir su nariz. Su rostro seguía siendo
aparentemente el mismo, pero en realidad no lo era tanto, pues lucía más
simétrico. Resultaba impresionante cómo un mínimo cambio lograba
modificar la percepción del rostro de una persona.
—Tengo una agenda de trabajo bastante ajustada —replicó Paisley con
una sonrisa dándole su número telefónico. Le quedaban algunos clientes
todavía en agenda para intentar recuperar un poco la fluidez de caja.
Necesitaba mantenerse a flote—. Aunque si me escribes podríamos ver algo
que se ajuste a los dos.
Sus cuerpos parecieron gravitar hacia el otro, pero la voz de Doug
llamando a Stavros los mantuvo aparte.
—¡Hey, Kuoros! Necesito que me des un aventón, porque mi coche…
—empezó Doug, pero al notar que acababa de interrumpir una
conversación, que a su juicio parecía más que solo eso, se detuvo de
inmediato—. Lo siento, no quise importunar —comentó, mientras notaba
cómo la expresión de su mejor amigo se volvía de repente indiferente.
—Oh, no pasa nada —dijo Paisley.
—Soy Doug. Me dedico a bienes raíces. ¿Y tú?
—Ella no está interesada en tus negocios —replicó Stavros con
simpleza.
—Ella está presente y puede responder por sí misma —dijo Paisley
enarcando una ceja hacia Stavros. Luego miró a Doug—: Un gusto
conocerte. Me gustaría quedarme a charlar, pero lo cierto es que mañana me
espera un día bastante complicado en la oficina.
—Te acompaño a tu automóvil —ofreció Stavros.
No quería sacar conclusiones apresuradas que lo instaran al error. «La
mujer segura de sí misma, atractiva por demás y con unos vivaces ojos
verdes que tenía ante él, no podía ser la nieta de Esther», pensó con intriga.
Podría ser solo una coincidencia de apariencias, pues había personas que
tenían mucho parecido con otras.
Por otra parte, su lado cínico lo instaba a pensar que, considerando que
Hamilton estaba desesperado por conseguir dinero, no sería nada extraño
que pudiera enviar a una de sus hijas para hacer el trabajo de la peor forma
posible: fungir de carnada para atrapar a algún incauto en una fiesta de
millonarios. Asquerosa posibilidad, sin duda, pero nada sorprendente.
Esperaba equivocarse sobre Eden, porque de estar acertadas sus
elucubraciones, entonces iba a disfrutar destruyendo a Hamilton de una
manera más creativa.
—No hace falta, pero aprecio la oferta—sonrió Paisley, consciente de
que no podía extenderse demasiado. Ya había hecho su aparición con éxito.
Lo siguiente era esperar a esa invitación para cenar con él. La paciencia no
era su mayor fuerte, pero no le quedaba otro remedio—. Hasta pronto.
—Bien —replicó él con un asentimiento.
Mientras la veía alejarse, notó que el vestido se movía sobre esa
anatomía como una segunda piel, y él quiso descubrir cada rincón con su
boca y sus manos. No le gustaba la sombra de la duda que tenía en la mente
sobre la identidad de Eden.
—Conozco muy bien el círculo de George —dijo Doug en tono curioso
—, y es la primera vez que la veo a ella. ¿Dijo de dónde conoce a nuestro
amigo?
—No soy una vieja chismosa —replicó—. Así que, Doug, antes de que
te ganes un puñetazo, por haber interrumpido mi conversación con Eden,
mejor mueve el culo para salir de aquí si necesitas un aventón.
Doug soltó una carcajada.
—De acuerdo, mensaje recibido.
A Stavros, el tiempo nunca se le había pasado tan rápido, ni tampoco
recordaba la última ocasión en la que divertirse fuese parte de la agenda de
su vida. Todas las reuniones o eventos sociales tenían fines empresariales.
Salvo el caso de George. No le gustaban los puzles sin resolver, porque
resultaban muy molestos, así que iba a quitarse la duda sobre Eden de una
buena vez.
***
Cuando estuvo en casa, Stavros marcó el número de una persona a quien
contrataba cada cierto tiempo para que le despejara dudas de clientes o
contactos varios que, a pesar de las buenas referencias, no lograban crear
del todo una sensación de confianza. Su investigador privado, Hans
Reverie, era quien podía ayudarlo.
No era un pelmazo sentimentalista, y aceptaba las situaciones tal como
llegaban a su vida: las analizaba, diseccionaba, luego, actuaba. En el caso
de Eden, notó que no era una mujer fácil, y a él le gustó la perspectiva. Por
más hermosa y despampanante que fuese, no iba a mantener demasiado
tiempo su interés, menos lo haría si el investigador confirmaba sus
sospechas sobre ella.
—Hans —dijo al teléfono—, tengo un nombre y un trabajo para ti.
—Señor Kuoros —replicó a modo de saludo. Jamás se quejaba de las
horas de llamada, porque el millonario pagaba mejor que ninguno de sus
clientes—. Claro.
—Eden Brunswick. Averigua todo lo que sepas de ella.
—Por supuesto.
CAPÍTULO 3
Stavros.
Años atrás.
***
Stavros.
Presente.
**
Cuando el ocaso pintó sus últimos trazos de colores, Paisley se miró en
el espejo de su habitación una última vez. La cantidad de esfuerzo que
había invertido para organizar esa comida para tanta gente lo tenía que
festejar. Esto último consistía en arreglarse bonita y sentirse bien para
trabajar. Amaba su pequeña empresa.
Paisley decidió utilizar un vestido en tono vino tinto. La tela de seda y
organza tenía un diseño asimétrico que le daba un estilo chic. No llamaba
demasiado la atención, y ese era el propósito por el que lo compró tiempo
atrás. Ella estaría en la recepción para trabajar y estar atenta de que todo
saliera bien, y necesitaba comodidad, pero no podía desentonar con el
entorno llevando un atuendo que no encajara.
El vestido era ajustado hasta la cintura, y a partir de las caderas caía con
amplitud y suavidad unos centímetros debajo de las rodillas. Llevaba
zapatos cerrados de punta, y tacón bajo. Se había recogido el cabello en
media coleta. Su maquillaje era pulcro, y lo suficientemente marcado para
destacar sus ojos verdes.
Confiaba en su trabajo y el de su staff.
Todo estaba a punto, y ella, emocionada.
—Feliz viaje —dijo a Loretta, mientras su amiga salía con el equipaje
rumbo hacia el aeropuerto—. Saluda a tu familia de mi parte, por favor.
—Lo cierto es que pudiste ser parte de mi familia si hubieras tenido un
romance en toda regla con mi hermano mayor. Ya sabes —se señaló a sí
misma y luego a su amiga— hermanas no solo de corazón.
Tiempo atrás, Paisley y Parker flirtearon un poco, sí. Una bobería
adolescente de besos y arrumacos, más bien platónico, que resultó muy
linda, y que no afectó para nada la amistad con Loretta. Después del fiasco
con Ralph, lo ocurrido con Parker restauró su confianza en el sexo opuesto
románticamente.
—No seas ridícula, Loretta —dijo riéndose—. Dale mis saludos a tu
hermano.
—Lo pensaré ¡mantén a raya tu temperamento! Ya sabes que no estaré
en la ciudad por varios, así que no podré sacarte de líos. Avísame cuando
salgas a cenar con Kuoros. Intenta mantener las bragas en su sitio —le hizo
un guiño.
—Dios ¡ya vete! —replicó dándole un empujoncito hacia la puerta.
Una vez que estuvo a solas, Paisley fue a recoger su bolsa.
Se miró al espejo para decirse a sí misma unas palabras de motivación.
Sí, claro que hablaba sola, y no porque estuviera mal de la azotea, sino
porque de verdad esas pequeñas charlas consigo misma le daban el ánimo
que le hacía falta.
Llamó a su hermana, y esta le comentó que estaba encantada porque la
terapeuta le había enseñado un nuevo software para el iPad que le permitía
crear sus propios comics. Millie tenía una habilidad fabulosa para el dibujo
y solía hacer cómics basados en su afición por los k-dramas. Paisley sintió
que todo merecía la pena si las personas que asistían médicamente a Millie
podían contribuir de manera constante a que se sintiera mejor. Claro, el
tema físico era irreversible, no volvería a caminar, pero Paisley tenía la
esperanza de que, con el paso del tiempo, aumentara la posibilidad de que la
intensidad de la disartria fuese menos severa.
El tráfico era intenso en Chicago, y por eso Paisley tuvo la precaución
de salir dos horas antes. Le gustaba llegar a tiempo. La organizadora de esa
cena lo tenía todo a punto, y BubbleCart solo proveía la comida, pero
Paisley necesitaba estar alrededor por control de calidad. Confiaba en sus
chefs y en sí misma, claro, pero supervisar no estaba de más. Ella era
perfeccionista en su trabajo.
Además, su presencia había sido requerida por la anfitriona, porque al
final de la velada iba a transferirle el monto restante del costo del servicio
de catering por lo que necesitaba que Paisley firmase un recibo de pago
digital, y otro físico. Giró el volante hacia la derecha y continuó su rumbo
hacia el barrio Wolf Point East, una acaudalada zona que iba a convertirse
en el inicio de un prometedor giro laboral.
Encendió la radio y dejó que la voz de Rihanna la acompañara.
***
Stavros se ajustó la chaqueta de la marca italiana Brioni. Le quedaba
como un guante, pues todos los trajes eran confeccionados a medida. La
camisa interior era blanca y llevaba un par de botones sueltos. Con su
cabello oscuro peinado hacia atrás, el rostro con una barba de cuatro días y
su natural aplomo al caminar, él lucía inalcanzable. Una criatura magnífica
en medio de simples mortales.
La mujer que invadía su pensamiento era aquel fruto prohibido que
había crecido en un grupo infestado de víboras, Paisley Mansfield. Solo el
recuerdo de cómo le había mentido a la cara, sonriente y sensual, le
provocaba una furia ciega.
Quería estrangularla con sus propias manos, pero tocarla implicaría
ceder a la tentación que ella representaba. Acostarse con el enemigo era un
pésimo plan, sin embargo, él sabía que una vez que la tuviera bajo su
cuerpo, la recorriese con la lengua, con las manos tan ávidas de llenarse de
esos pechos tentadores, trazara el interior de su sexo con su miembro erecto
hasta anclarse en sus húmedas profundidades, se podría olvidar de ella.
Paisley aprendería una lección que jamás iba olvidar.
Después de decirle que quería cenar con ella, Stavros no la volvió a
contactar, porque estaba ocupado con sus asuntos empresariales, aunque
tampoco hacía falta hablar con esa embustera. Él tampoco mintió al decirle
que iba a invitarla a salir. Irían a cenar, sí, aunque con unas ligeras
alteraciones. Averiguar qué era lo que se proponía Paisley era simple
intriga, aunque no era ya relevante, porque la suerte estaba echada.
Si los hijos de Esther no habían aprendido a ganarse la vida con
esfuerzo, entonces Stavros le haría un favor a Paisley enseñándole la
importancia del sacrificio para sobrevivir y valorar las pequeñas cosas.
¿Remordimiento? Claro que no.
Toda la familia Mansfield había contribuido a la muerte de Esther.
Cuando estuvo viva se dedicaron a chantajearla a cambio del puto dinero.
Ese día se cumplía otro año de su muerte, y quizá era un guiño del destino
que estaba validando sus intenciones para que su plan se concretase justo en
esta ocasión.
—Debe ser mi día de suerte —dijo la anfitriona al verlo. Le dio un beso
al aire, en cada mejilla, muy al estilo francés—. Stavros Kuoros acepta una
invitación a mi fiesta, me ofrece consejos para mi velada, y además está
presente, en lugar de darme una de las usuales excusas de que está
demasiado ocupado.
Stavros se rio. Amanda era una amiga que le había brindado la
posibilidad de aprender sobre música, así como conocer a las personas
indicadas en ese mundillo para ampliar su visión de la sociedad fuera del
espectro empresarial. Él disfrutaba los conciertos de ópera tanto como que
alguien le gritara en el oído durante quince minutos seguidos, pero
apreciaba el arte, y sí que le gustaba la música clásica. Con el tiempo se
volvió aficionado a los compositores rusos, y sinceramente tenía interés en
escuchar la nueva pieza que Amanda compuso en Europa del este.
—Una buena amiga merece consideraciones especiales —replicó él,
mientras ella lo guiaba hasta la mesa que tenía asignada su nombre.
Amanda no era una belleza convencional, pero sus facciones en
conjunto la hacían interesante a la vista. No solo eso, sino que tenía una
personalidad encantadora, además de un cuerpo que acompañaba el
magistral talento musical. Aparte de dar conciertos, ella enseñaba ciertas
temporadas en la famosa Academia Juilliard.
Las mesas del patio estaban dispuestas para cinco personas cada una, y
se habían organizado en forma de medialuna para que, cuando Amanda se
sentara con el violín, todos pudieran verla. Stavros conocía a algunos de los
asistentes, un par era dueño de restaurantes, otros propietarios de empresas
de eventos multitudinarios en Chicago, aunque la mayoría pertenecían al
mundo artístico. Estos últimos los llamados celebrities o influencers. Su
enfoque no consistía en hacer vida social, pero el perfil de los invitados era
idóneo para parte de su propósito.
—Espero que disfrutes de la velada, Stavros. Gracias por recomendarme
el servicio de catering —dijo con una sonrisa, mientras el viento ligero
movía el vestido azul que llevaba—. Probé esta tarde la comida, cuando la
trajeron, y debo decir que es exquisita. ¿El mouse de frutos rojos? Sin igual.
Stavros sonrió de medio lado.
—Mis estándares de calidad son muy elevados —replicó. Quizá Paisley
fuese una mentirosa, pero BubbleCart trabajaba con buenos ingredientes y
la comida era excelente. No lo admitiría de nuevo frente a ella, porque ya lo
había hecho quedar como un imbécil al no revelarle que fue la proveedora
de la fiesta de George.
—No podría ser de otra manera, Stavros. Espero que disfrutes la velada
—replicó la mujer antes de excusarse para ir a reunirse con el resto de los
invitados.
CAPÍTULO 5
***
Paisley fue hasta el área donde estaban los camareros, pidió una copa de
champán y la bebió toda una sola vez, después salió al patio trasero,
procurando pasar desapercibida para así tomar un poco de aire fresco. El
mal sabor de boca por lo ocurrido en la sala empezó a disiparse. Por ningún
lado vio a Stavros y quizá se debía a que el evento estaba en pleno apogeo y
los invitados iban de un lado a otro, la comida continuaba repartiéndose,
además de la música de fondo que generaba un ruido agradable y que, en
conjunto, creaba la percepción de estar todo muy movido.
Ella revisó el móvil indecisa sobre la pertinencia de escribirle o no para
agradecerle por haberla ayudado. Dios, cómo odiaba la incertidumbre. Le
recordaba los días en que tenía que esperar a saber si iba a pasar o no una
asignatura en la universidad. Le pareció desconcertante que Stavros ni
siquiera le dirigió la palabra en la sala o quizá fue el hecho de que Gerard
hubiera causado ese impasse, lo que impidió que el griego pudiera
acercarse. Ella no sabía si calificar la situación como algo a su favor o en
contra, pues sería ridículo inventarse una excusa sobre el motivo de que
estuviera en la casa de Amanda, y que Stavros no atara cabos. La anfitriona
era obviamente amiga de él y le daría todos los datos si él los preguntaba.
Paisley consideró que podría decirle a Stavros que era la hija de
Hamilton, aunque, claro, no le podría hablar de sus verdaderas intenciones.
Quizá jugaría un poco a su favor, ahora que ya tenía ese primer contacto
con él, si le hablaba sobre Millie cuando llegase la oportunidad. El hecho de
que Stavros la hubiese defendido de Gerard hablaba muy bien de él y su
moral. Un hombre que tenía hielo en las venas, como decía la prensa, no se
habría molestado en ayudar a otra persona. ¿Verdad?
Poco a poco, notó que el reloj seguía marcando segundos que daban la
pauta de que pronto tendría que marcharse. Pronto tendría el dinero que
tanto necesitaba en su cuenta bancaria para sobrevivir un par de semanas
sin apuros o angustia.
La noche avanzaba y los invitados empezaban a marcharse de a poco,
además, la música de fondo cambió de violines a saxofones. El ambiente
era agradable, elegante, y Paisley reconocía que Victory había hecho un
trabajo genial con la decoración. El músico que estaba con el saxofón
parecía absorto en ejecutar con maestría la Sonata Op.19 de Paul Creston.
Las charolas con comida ya habían dejado de circular, así que ahora solo se
ofrecían cócteles o champán.
Paisley se sentía inquieta, porque pilló en dos ocasiones a Amanda
mirándola con expresión ceñuda. En absoluto se parecía a la sonrisa cálida
que le ofreció cuando se presentó horas atrás en la entrada de la casa como
la dueña de BubbleCart.
Como si hubiese conjurado su atención, la anfitriona apartó la mirada
del móvil y la posó sobre ella. Al cabo de un instante empezó a acercarse
hacia Paisley..
—Me gustaría aprovechar estos instantes para tener una conversación
contigo ¿tienes un minuto? —preguntó Amanda con seriedad.
—Por supuesto —replicó con una sonrisa, aunque no entendía ese
cambio de actitud. Para romper la inexplicable y súbita tensión que
emanaba de Amanda, Paisley quiso pretender que no había notado cambio
alguno y agregó—: Mis tarjetas de presentación las dejé en la consola de la
entrada de la casa tal como me sugeriste. Hace un rato comprobé que
quedaban pocas. Muchas gracias.
Amanda continuó caminando hasta llegar a la puerta de la salita de
música y antes de girar el pomo se detuvo para mirar a Paisley.
—La comida ha sido un éxito, lo cual implica que la inversión que
realicé ha merecido la pena. Sin embargo, he recibido un comentario de un
gran amigo que me ha puesto verdaderamente molesta y es por eso que
quiero que hablemos —abrió la puerta y le hizo un gesto para que entrara
—. Pasa, por favor.
La salita era sofisticada, elegante y tenía un surtido bar en una esquina,
eso lo había notado Paisley nada más entrar ahí la primera vez. Ella había
dejado su bolsa en uno de los silloncitos para estar más ligera. Solo llevaba
el móvil en la mano por si era necesario, pues así tendría facilidad de
contactar a algún integrante de su equipo que estuviera despierto en caso de
requerirlo, menos mal no hizo falta. Jamás salía sin su gas pimienta, su
identificación, las llaves del piso y la oficina, caramelos y un par de cosillas
de higiene femenina, pues nunca sabía cuánto tiempo estaría fuera de casa.
—Me alegra que te haya gustado la comida —replicó con suavidad,
mientras se acomodaba en un sillón—. Sobre ese amigo tuyo, la verdad me
intriga.
—Gerard es un amigo de toda la vida —dijo Amanda cruzándose de
brazos —, y me dejó saber que hubo un incidente en la sala principal.
Paisley se relajó contra el respaldo del sofá e inclinó ligeramente la
cabeza. Imaginaba que la mujer iba a disculparse por lo ocurrido.
—Creo que la situación fue zanjada —replicó Paisley, porque prefería
no armar un lío cuando todo había sido ya finiquitado sin repercusiones más
graves—. Me pidió disculpas. Aunque fue un momento en el que sentí
verdadero pánico, aprecio que me hayas traído aquí no solo para pagarme,
sino también para aclarar el incidente. Considero un gesto coherente de
parte de Gerard al haberlo conversado contigo. Yo, la verdad, no habría
pensado en mencionártelo, pero…
—Espera —dijo Amanda interrumpiendo— ¿por qué habría de pedirte
disculpas Gerard? —preguntó con expresión confusa—. Lo único que hizo
fue asegurarse de que no te robaras nada y en cambio recibió un puñetazo
de Stavros Kuoros, algo inaudito porque él es muy controlado, así que
debiste crear un buen jaleo para que esos dos se hubieran liado a golpes.
—¿Qué dices? —preguntó Paisley irguiéndose en el asiento.
—Las dos hablamos el mismo idioma —replicó con altivez.
Paisley no sabía de qué carajos estaba hablando esa mujer. Ella era
incapaz de quedarse con algo ajeno. No comprendía nada de lo que estaba
ocurriendo. El corazón le latía con celeridad y su respiración empezó a
agitarse por la impotencia ante semejante acusación. Miró a Amanda con
franqueza.
—Gerard quiso propasarse conmigo, aprovechándose de que yo estaba
sola. Stavros llegó en el momento preciso para quitármelo de encima y
evitarlo.
Amanda la observó enarcando una ceja.
Sabía que Stavros era un hombre calculador, y si le recomendó a
BubbleCart fue porque la comida sería fabulosa, y lo fue, sin embargo, ella
también podría entender si su amigo consideró que uno de los beneficios de
tener a Paisley alrededor era que quizá podría tener algo con ella. A veces,
Amanda lo había comprobado por experiencia propia, los hombres perdían
la cabeza con una mujer hermosa, al menos hasta que la conquistaban,
después, carecía de interés en la agenda y pasaban a otra cosa. No era su
lugar preguntarle a Paisley si ella y Stavros tenían algo, pero sí poseía el
derecho a indagar sobre la acusación de Gerard.
—No hagas esa clase de acusaciones, pues a mis amigos los conozco
desde hace algún tiempo. A ti, en cambio, no. Jamás me imaginé que tu alta
ética para trabajar estuviera acompañada de una moral social baja.
Paisley se quedó anonadada por esas palabras, pero reaccionó al
instante.
—¿Moral baja, dices? ¡Por Dios! No sé de dónde sacó Gerard ese
cuento de que he robado, yo sería incapaz de algo así —dijo perdiendo la
paciencia ante semejante acusación. El ego herido de un hombre cobarde lo
impulsaba a hacer majaderías y estupideces únicas—. Y en cuanto a
Stavros, él fue quien apartó a Gerard y gracias a quien me libré de que ese
idiota no me hiciera daño.
Amanda se incorporó. Las palabras de Paisley le confirmaban su teoría
de que Stavros tenía interés en esa mujer. Ahora le parecía más que lógico
el hecho de que su amigo griego, tan dado a negarse a tener una vida social
muy activa, hubiera aceptado al fin una de sus tantas invitaciones e incluyó
en la ecuación una inusual sugerencia para el catering. «Los hombres
pensaban con el miembro viril». No se lo reclamaría, por supuesto que no,
porque a Stavros Kuoros nadie lo cuestionaba. Iba a arreglar esa situación
con la responsable, y la tenía ante ella.
—Abre tu bolsa —dijo la violinista, señalando la bolsa de Paisley que
estaba en el silloncito— frente a mí si es que no tienes nada que ocultar y
eres inocente.
Paisley meneó la cabeza con incredulidad. Se incorporó y fue hasta el
asiento. No recordaba haber experimentado tanta vergüenza en su vida.
—La dejé aquí todo el tiempo, porque así me lo permitiste —dijo,
mientras agarraba la bolsa. Estaba más pesada de lo usual. Una sensación
horrenda la invadió. «Dios, esto no puede estarme ocurriendo a mí. No
puede ser posible».
—Gran error de mi parte —replicó Amanda con enfado—. Ábrela.
Con un suspiro, apretando los dientes ante esa humillación, Paisley hizo
lo que la mujer le pidió. La luz de la salita logró que las piedras preciosas y
el oro que revestían el huevo fabergé color azul brillaran con fulgor.
—No es posible…—dijo en un susurro—. ¿Cómo llegó esto a mi bolsa?
—preguntó, incrédula elevando la mirada hacia Amanda, quien la
observaba con desconfianza—. No he hecho más que revisar que la comida
estuviera bien y que se sirviera con los aderezos adecuados. Al rehusarme a
los avances indeseados de uno de tus amigos, entonces tengo que sufrir esta
acusación e injusticia —dijo temblando porque sus terminaciones nerviosas
estaban contaminadas de rabia e impotencia.
Amanda esbozó una sonrisa despectiva y agarró la pieza de colección
con sumo cuidado. Después la dejó sobre el piano blanco de media cola.
—Ahora compruebo que Gerard no mintió cuando dijo que te pilló
manipulando la cerradura de la urna de vidrio de la sala en la que guardo
mis dos piezas de colección rusa, y en el momento en que empezaron a
discutir entró Stavros, tú acusaste a Gerard de querer propasarse contigo y
todo se lio —hizo una mueca decepcionada—. Con esta prueba —dijo
señalando la pieza de colección—, deduzco que regresaste a la sala para
terminar lo que habías empezado. Le agradeceré a Gerard que haya tenido
la suspicacia de comprobar si el contenido de la urna estaba intacto.
Paisley meneó la cabeza. Todo ese embrollo rayaba en lo absurdo. El
teléfono le vibró en la mano, pero ella no lo miró.
—Esto es una locura absoluta —expresó con las lágrimas a punto de
salir de sus ojos, una vez más, por enfado, más no por tristeza. Maldición
—. Si ese hombre ha actuado de esta manera es porque tiene el ego herido,
porque no accedí a sus avances. Estás cometiendo una injusticia. Si no
hubiera sido por Stavros, entonces la situación en esta fiesta sería diferente.
¿Por qué habría yo de querer llevarme algo como ese huevo fabergé cuando
mi único interés es hacer un buen trabajo con mi empresa? No soy una
suicida profesional —se defendió—, y aunque no tenga el renombre de
otras compañías, mi reputación me precede.
—No voy a pagarte nada, menos después de este enredo que has creado
en una noche tan especial para mí. Al menos nadie se enteró, porque Gerard
fue discreto —dijo la violinista enarcando una ceja con altivez—. Ahora,
abandona mi propiedad, porque no sé de dónde sacas cara para hacer
exigencias.
Paisley creía que iba a tener un ataque de pánico de un momento a otro.
No tenía más que quinientos dólares en su cuenta bancaria, porque contaba
con el pago de ese día. La inversión financiera que hizo era inmensa debido
al perfil de los invitados. Cedió al impulso de mirar el teléfono
rápidamente.
***
Quince minutos después, luego de que la policía tomara la declaración
de Amanda, Paisley estaba en la parte trasera de una patrulla camino a la
estación de policía acusada de permanecer en una propiedad sin
autorización del dueño, además de un intento de hurto. Ella trataba de
ignorar cómo le quemaba la garganta ante la imposibilidad de gritar a todo
pulmón como necesitaba hacerlo desesperadamente. Estaba cansada de los
continuos sinsabores que tenía que sobrellevar; uno tras otro.
¿Estaría todavía pagando karma por lo ocurrido a Millie? Ya habían
pasado muchos años desde el accidente, pero cuando llegaban momentos
duros, como este, Paisley sentía que ya era suficiente. Al menos ese
pensamiento permanecía hasta que llegaba un nuevo día y su estúpido
optimismo y su necia conciencia tomaban la posta.
Contempló su teléfono, indecisa sobre si responderle o no a Stavros.
En esos días se había aprendido de memoria ese número de móvil de
tanto esperar un mensaje o llamada. «Dios, su vida era un circo de nunca
acabar». La broma siempre solía recaer en ella. Todos los años que vivió
bajo el techo de su padrastro, él la obligó a ser prácticamente una marioneta
social que sonreía, hablaba lo estrictamente necesario, vestía acorde a la
moda, porque él decía que Paisley tenía un estilo pésimo, aunque no
esperaba algo diferente de una chica que no llevaba la sangre Mansfield. Su
vida social fue un martirio, y a lo largo del tiempo se transformó en una
actriz consumada que guardaba sus emociones bajo siete llaves.
Los castigos de Hamilton cuando Paisley se mostraba rebelde, y lograba
escabullirse para ir de fiesta con amigos que de verdad quería que
estuviesen en su día a día, siempre implicaban restricción de tiempo con
Millie, constantes palabras que la hacían sentir culpable porque su hermana
estaba postrada en una silla de ruedas, prohibiciones de hablar con su
abuela, y estar incomunicada con Loretta durante semanas. El castigo más
cruel fue cuando le quitó los poquísimos recuerdos que guardaba de Janine
para lanzarlos a la calle, encargándose de que ella lo presenciara, mientras
uno de los guardias de seguridad la sostenía de los brazos para impedirle
acercarse y recuperar las fotografías, una carta y unos mechones de cabello
que Paisley había salvado de una peineta, cuando entendió que su madre no
regresaría.
¿El motivo de esa crueldad? Paisley desobedeció la orden de Hamilton
de no llamar a Esther para desearle feliz cumpleaños. De ese episodio, ella
logró salvar los pendientes de diamantes en forma de gotas de Janine,
porque su padrastro era muy estúpido para identificar a quién podría o no
pertenecer cada alhaja. Las joyas eran lo único que jamás dejaba de
obsequiarles, porque le gustaba ostentar. Por eso Paisley consideraba un
gesto vacío y frívolo cuando las mujeres se alegraban por unas piedras
brillantes, y asociaban el amor o interés de un hombre a esas estupideces. A
ella, todos esos brillitos y ostentaciones le habían salido muy caros en la
vida.
El día en que salió de la casa de Hamilton, su libertad fue una gloria que
pudo disfrutar a medias, porque siempre sería condicionada al bienestar y
libertad de Millie.
Ahora, mientras la patrulla aparcaba en el exterior de la estación de
policía, Paisley reconocía con amargura que se hallaba en la completa ruina
financiera, porque la despreciable violinista había preferido creerle a un
cobarde. No creía posible que, al amanecer, su optimismo pudiera surgir de
entre esos escombros. La sociedad estaba camino al abismo entre el género
femenino, porque las mujeres parecían incapaces de empatizar con otras
cuando existía un escenario de abuso e injusticia.
—Sígame, por favor —dijo el oficial—. Entréguele a mi compañero sus
credenciales, teléfono, y demás pertenencias. Tiene derecho a llamar a un
abogado.
El edificio era frío y Paisley se sentía intimidada. Se sentía expuesta y
nada tenía que ver el hecho de llevar un atuendo elegante o ir demasiado
arreglada. ¿Acaso no decían que a la vida tenía que enfrentársela con la
mejor cara? Bueno, ella estaba llevando a la práctica esa filosofía sin ni
siquiera habérselo propuesto.
Ahora, en la celda de detención, reconoció que no tenía entre sus
opciones la posibilidad de llamar a Loretta, porque su mejor amiga estaba
en algún bosque en las afueras de Seattle con su familia. Paisley, afligida y
decepcionada, consideró sus alternativas. No podía contactar a un abogado,
porque no tenía dinero. Llamar a Hamilton era un suicidio. Los abogados
que ofrecía la ciudad eran buenos para nada y les daba igual lo que el
cliente, que no podía pagar, pasara.
—Oficial, quiero ejercer mi derecho a una llamada —dijo Paisley,
recordando lo que había visto en una ocasión en un capítulo de Law &
Order SVU.
El policía se encogió de hombros y le dio acceso al teléfono.
Ella marcó el número que se sabía de memoria, pero nunca lo admitiría
ante otra persona. Con que lo admitiese ante sí misma ya era suficiente.
—¿Quién es? —preguntó la voz masculina al sexto timbrazo.
Paisley estuvo a punto de desfallecer ante la posibilidad de que no
respondiese. Creyó, por un instante, recobrar el resuello al escuchar su voz.
—Hola… No sabía a quién llamar, pero como estuviste en esa fiesta
creerías… Me escribiste por un asunto y no puedo ahora mismo responder a
tu invitación, pero… —se aclaró la garganta—. Entiendo que esta llamada
te tome por sorpresa. Quizá, en realidad no querías saber más de mí y te
sentiste en el compromiso de ofrecerme ir a cenar, pero… —dijo
balbuceando incoherencias, porque estaba nerviosa y desesperada—.
Stavros eres el único que dadas las circunstancias…
—Quiero que hables con claridad para comprender lo que dices —
interrumpió con calma—. ¿Qué ocurre?
Ella tomó una profunda respiración.
—Stavros, soy P… Soy Eden y necesito tu ayuda.
***
Después de salir del aseo se encontró en el patio al imbécil de Gerard.
No quería sentir empatía hacia Paisley buscándola para hacerle preguntas
sobre su bienestar. Gerard intentó devolverle el puñetazo que recibió en la
sala, pero él fue más rápido y con facilidad lo aplacó.
—Vas a cerrar la boca y a escuchar lo que voy a decirte si no quieres
que empiece a esparcir rumores de la dudosa procedencia del dinero que
financia tu compañía últimamente. ¿Acaso crees que voy a una reunión sin
saber quiénes son las personas que están alrededor y su reputación? —
preguntó riéndose ante la cara de sorpresa del idiota aquel—. Qué ingenuo
eres para ser un hombre de negocios.
Gerard escupió en el césped.
—¿Qué quieres, Kuoros? —preguntó de mala gana, marcando distancia,
cuando Stavros finalmente lo soltó.
El griego le preguntó cómo había encontrado a Paisley. Gerard le dijo
que fue a buscar más champán, porque durante la interpretación de Amanda
dejaron de servirlo y notó, gracias a los vidrios transparentes a la mujer del
vestido del color vino tinto caminando por el pasillo de la casa. Se sintió
intrigado y la siguió con la mirada cuando salía de la puerta del salón de
música de Amanda hasta la sala principal de la casa, entonces decidió
aproximarse a Paisley.
—No sé cómo piensas que voy a hacer algo así —dijo Gerard al cabo de
un rato cuando Stavros le explicó lo que requería.
—Eres propietario de una compañía de teatro. Asumo que parte de tu
formación artística es la actuación. Da rienda suelta a tu creatividad y
consigue que Amanda responsabilice a Paisley por la pérdida de algún
objeto valioso.
—¿Por qué?
—Si tienes éxito haré una generosa donación a tu próxima obra de
teatro. Si no lo tienes, quizá tu compañía empiece a sufrir un ligero declive.
Ese es el porqué.
Los ojos de Gerard se iluminaron y relampaguearon con rabia al mismo
tiempo. Se contuvo, porque sabía la capacidad de influencia del griego.
—Supongo que puedo usar mi creatividad e improvisación —refutó.
—Me alegra llegar a un acuerdo. Sabré si tienes éxito, Gerard —dijo
antes de apartarse con la intención de abandonar la fiesta.
Mientras subía en el elevador hacia el penthouse, Stavros le envió un
mensaje de texto a Paisley. Algo impersonal e invitándola a cenar. Dado
que su plan inicial lo arruinó Gerard, entonces ahora necesitaba suavizar la
situación y encontrar otro ángulo, pronto, pues tenía su negocio con la NHL
en la línea de ejecución.
Otro de sus motivos para marcharse de la fiesta era que Meredith estaba
esperándolo. Después de ver a Paisley o Eden o como mierdas quisiera que
la llamaran, la necesidad de aplacar esa mezcla de venganza, furia y deseo
era voraz. Solo existía una manera y su amante estaba más que dispuesta.
Al abrir la puerta de su residencia, sus guardaespaldas se quedaron
fuera, y Stavros avanzó hasta la máster suite. Meredith estaba desnuda en la
cama con una sonrisa, mientras jugueteaba con un vibrador. Stavros le había
dicho al encargado de seguridad que esa noche ella estaría alrededor y que
la dejara entrar.
No había nada que ocultar o proteger de Meredith, porque la oficina que
él tenía en casa estaba cerrada con un sistema de seguridad cibernética
especial. Fue hasta la cama y se inclinó para morderle un pezón erecto,
después dejó que su amante empezara a quitarle la chaqueta, no sin antes
agarrar el vibrador y lanzarlo a un lado.
—Conmigo no necesitas esto —dijo.
—Lo sé, guapo, te estabas tardando en llegar por eso empecé a jugar sin
ti…—Ella sonrió de medio lado y terminó de desabotonarle la camisa en el
preciso instante en el que sonó el teléfono de Stavros. Él no respondía a
desconocidos, pero eran pocas las personas que tenían ese número personal
—. ¿Puedes no responder? —preguntó en un ronroneo, al tiempo que le
quitaba el cinturón.
—No, pero puedes hacer lo que sabes bien con esa boca —replicó
presionando el botón del teléfono—: ¿Quién es? —preguntó.
Cuando escuchó la voz de Paisley se quedó en silencio, mientras ella
parecía enredarse con las palabras. No tenía idea de qué se habría inventado
el idiota de Gerard hasta el punto de que la hija de Hamilton lo estuviera
llamando desde la sala de detención de la estación de policía local nada
menos, pero no iba a quejarse. A la mañana siguiente enviaría una donación
para la próxima puesta en escena de la aclamada compañía teatral de Gerard
Bonnet.
Paisley le dijo que necesitaba su ayuda, que Amanda la había acusado
falsamente de robarse algo de esa fiesta, que ella tenía una compañía de
catering, blablablá, y otras chorradas. A él le pareció interesante que
continuara con la charada de que la llamase Eden. Stavros decidió ir al
punto medular.
—Entonces ¿no tienes un abogado?
Meredith se deshizo con facilidad del pantalón, y luego le siguió el
bóxer. Al instante, la boca de la mujer engulló su miembro erecto. Stavros
apretó los dientes y hundió los dedos de la mano libre entre los cabellos de
su amante.
Para lo que tenía planeado con Paisley, él no necesitaba dejar de
frecuentar a la mujer que estaba de rodillas en esos momentos haciéndole
una felación. Cuando le informó a Meredith que ya no existiría ningún
contrato de por medio para salir a un par de eventos sociales y ser
fotografiados, durante unas cuantas semanas, lo aceptó sin problema. Ella le
preguntó a cambio si eso implicaba que el acuerdo sexual que mantenían
iba a cancelarse, él le expresó que no.
Paisley y él tendrían un contrato, bajo condiciones específicas a cambio
de beneficios puntuales, además de interesantes lecciones que él pretendía
enseñarle, pero no pensaba renunciar a la libertad de estar con quien
quisiera. Solo era un asunto de discreción, y él poseía la habilidad
consumada de evitar ser visto o retratado por la prensa de sociedad, salvo
que, como en el caso de la NHL, necesitara fingir durante un tiempo que le
apetecía dejarse ver en público con una mujer del brazo.
Una vez concluido ese contrato, su vida y la de Paisley no volverían a
cruzarse, y Hamilton recibiría, por consiguiente, el merecido golpe de
gracia que estaba pendiente. Stavros iba a encargarse de ajustar bien las
riendas y eso lo satisfacía.
—No confío en el que me han asignado —murmuró Paisley.
—Mmm —farfulló Stavros cerrando los ojos, mientras la lengua cálida
de Meredith lo envolvía y con las manos le acariciaba los testículos—.
Llamaré a mi abogado. No te cobrará ni un centavo. ¿Qué tal eso?
Meredith empezó a succionarle el miembro.
—Te lo pagaré, Stavros, gracias —dijo Paisley con una exhalación.
Él sonrió, porque sabía que no tenía cómo devolverle ese dinero.
—Déjame hacer esa llamada y me encargaré de todo.
—No sabes cuánto te agradezco el gesto, lamento la hora, pero no he
tenido otra salida —replicó—. ¿Crees posible que me saque de aquí esta
misma madrugada?
—Por supuesto —replicó, y luego cerró el teléfono cuando Paisley le
aseguró que esperaría a que el abogado llegara a la estación de policía a
ayudarla.
Stavros no podía quitarse de la cabeza la imagen de Paisley esa noche.
El vestido que usó la envolvía a la perfección y lucía tentadora sin tener la
intención de serlo. Quería que la boca que estaba alrededor de su pene fuese
la de ella. Mierda.
Lanzó el teléfono a un lado, porque no pensaba llamar a ningún
abogado. Iba a dejar que Paisley durmiera esa noche tras las rejas. Que
empezara su lección: humildad y aceptación de la realidad.
Meredith apartó la cabeza del miembro viril cuando Stavros le tomó el
rostro entre las manos, instándola a incorporarse, después le recorrió los
pechos con las manos para luego dejarlos caer con suavidad. Apretó la
mandíbula, porque ese fue su intento de centrarse en la mujer que tan
generosamente se estaba ofreciendo a él; un intento fallido ahora lo
comprobaba. Sintió un gran cabreo porque no podía disfrutar con Meredith
al ser incapaz de borrar la voz desesperada y olvidar la imagen del rostro de
Paisley de su mente. Le hizo una negación a su amante, cabreado consigo
mismo.
—Ha sido un día complicado —dijo—. No debí llamarte.
Ella hizo una negación y esbozó una sonrisa.
—El sexo quita el estrés —replicó—. ¿Qué te parece si nos damos un
baño caliente? —preguntó en tono sugerente recorriéndolo con la mirada.
A él no le apetecía follar a una mujer y pensar en otra. Prefería
desconectar por completo cualquier implicación que no tuviera que ver con
reposar su mente. Su cabeza estaría más clara al despertar, en su cómodo
colchón, mientras Paisley Mansfield aprendería lo que era dormir en un
sitio sin el amparo del dinero que no se conseguía por el esfuerzo propio.
Quizá algún día ella le agradecería esas lecciones. ¿Acaso no era un hombre
magnánimo?
—Será mejor que hoy te quedes en el cuarto de invitados, Meredith —
dijo con suavidad—. Mañana temprano le pediré a mi chofer que te lleve a
donde requieras. Esta noche prefiero dormir solo. Te lo compensaré.
Los ojos azules de Meredith relampaguearon con humor y asintió.
Porque esas compensaciones implicaban costosos obsequios.
—¿Tiene que ver con esa llamada que recibiste? —preguntó.
Ella no era para nada celosa o conflictiva. Él no era grosero, pero sí muy
claro. Por eso, Meredith no se hacía falsas expectativas y disfrutaba los
beneficios de ser la amante de un hombre tan sensual como Stavros. No se
podía tener todo en la vida.
—Las pocas explicaciones que te doy tienen que ver con lo que nos
compete: el dormitorio. No confundas los límites, nena —dijo acariciándole
el rostro antes de dar media vuelta, siempre seguro en su espectacular
desnudez que dejaba entrever sus esculpidos músculos—. Que duermas
bien.
CAPÍTULO 6
***
Después de haber hablado con Kevin, quien lo dejó al corriente de los
pormenores de la estancia de Paisley en la celda, así como lo inquieta que
parecía ante la perspectiva de pagar una factura por servicios legales
profesionales, Stavros dejó pasar varias horas. Le hubiera gustado saber qué
ideas habrían pasado por la cabeza de ella, mientras dormía en el catre de la
sala de detención.
Sin saberlo, ella había contribuido a su propia ruina cuando lo llamó
para pedirle ayuda. Ahora estaba en deuda con él, literalmente. Stavros no
necesitaba tirar de más hilos, pues todo parecía haber encajado con fluida
perfección para sus intenciones. Lo más probable era que ella se hubiera
sentido abochornada por la situación en la que se había metido como para
llamar a Hamilton a pedir ayuda. Esto último habría sido lo más lógico en
un asunto de naturaleza jurídica.
Stavros sabía que presionar demasiado no sería una buena estrategia, en
especial si la persona con la que iba a hablar dentro de los próximos
minutos había pasado la noche en una celda. La empatía hacia una
Mansfield no significaba nada para él, pero necesitaba a Paisley despierta y
alerta para hablar sobre negocios.
No le agradó escuchar las quejas de Amanda cuando lo llamó esa
mañana a contarle sobre lo ocurrido con el supuesto robo. Él, claro, sabía
que toda la situación fue orquestada por Gerard y le pareció interesante
conocer el alcance de las acciones a las que había llegado el empresario
teatral para conseguir una donación económica.
En ningún momento Amanda se atrevió a sugerir algo con respecto a la
naturaleza del vínculo de Stavros con Paisley o el hecho de que hubiera sido
él quien le recomendó el catering intentando culparlo por el desastre de la
velada. En esa extraña e hipócrita sociedad todos sabían cuál era el límite al
que podían llegar con el griego. Con el paso de los años Stavros había
descubierto lo placentero que resultaba el poder y el respeto, porque ambos
no eran equivalentes a la cantidad de dinero que se tenía en el banco, sino a
la reputación que se había forjado con esfuerzo.
Una vez que estuvo en la calle del edificio de Paisley, en la zona del
West Loop, le pidió a su chofer que esperara, luego bajó del Lamborghini
Urus color gris. Cuando cruzó las puertas de vidrio y madera pintada de
negro, el hombre de la recepción no le pidió identificación, lo cual le
parecía a Stavros una negligencia. ¿Cómo podía la gente vivir tranquila si
tenía un equipo de incompetentes a cargo de la seguridad?
El edificio era moderno y poseía líneas arquitectónicas en boga. Aunque
Stavros no conocía de temas de diseño, con el paso de los años se había ido
educando, porque Esther se había encargado de convertirlo en un hombre
con conocimientos variados para poder mezclarse en los círculos de la alta
sociedad de Chicago. Él comprendió que fuera de las oficinas, cuando tenía
asuntos de negocios que se trataban durante barbacoas o superfluas
reuniones sociales, era donde se aprendía de verdad sobre la personalidad
de un posible cliente o inversor. La casa o el espacio personal daba
información mucho más valiosa que podía ser utilizada a favor en un
proyecto. Stavros detestaba hacer vida social por asuntos de trabajo, sí, pero
cuando la ocasión lo ameritaba él salía de su zona de confort para lograr
entender y moldear cualquier circunstancia en beneficio de sus metas
empresariales.
Él no contemplaba la opción de dar cabida en sus dominios privados a
terceros. A su casa solo entraban las personas que decidía, y jamás ofrecía
carta blanca para ello a posibles asociados que luego pudieran creerse con
el derecho de hacer preguntas para sacar partido de ello. Stavros aplicaba la
estrategia que a él más le convenía, pero no era tan estúpido como para
permitir que otros se la aplicasen.
Timbró en el apartamento número 22 con la confianza que lo
caracterizaba.
Los sábados, por lo general, iba a la compañía un par de horas, pero lo
que estaba a punto de hacer también era trabajo, así que no consideraba que
estuviese perdiendo el tiempo. A los pocos segundos escuchó movimiento
del otro lado de la puerta. La posibilidad de ver de nuevo a Paisley lo
excitó, no porque le pareciera una persona con la que podría pasar un rato
sexual, no todavía, sino por las implicaciones que acarreaba esa visita en su
intención de acabar con el lastre que todavía se pavoneaba con su fétido
olor arribista en Chicago: los Mansfield.
—¡Un momento! —exclamó la voz femenina.
Apenas llegó a casa, varias horas atrás, Paisley se dio un largo baño.
Quiso borrar la amarga noche con los aromas de rosas y vainilla. Pequeñas
alegrías en la vida eran posibles cuando se daba un enfoque diferente a las
situaciones por más trágicas que fuesen. No era sencillo, claro que no,
aunque ella no dejaba de intentarlo.
Sabía que necesitaba hacer un inventario de todo lo que poseía en
BubbleCart para ponerlo a la venta y luego ensayar lo que iba a decirle a su
pequeño staff de colaboradores. Se le nublaron los ojos de lágrimas ante la
infame certeza de que cerraría su negocio en cuestión de días. Tanto
esfuerzo e ilusión habían sido arruinados por la inconsciencia de una mujer
y el proceder ruin de Gerard.
Sus sueños habían sido robados.
Después de salir de la tina, Paisley se acostó a dormir. Su sueño fue
inquieto y lleno de pesadillas. Se despertó a las pocas horas y decidió
empezar a crear perfiles en plataformas de empleos en línea como
freelance. Quizá podría dar clases o trabajar de camarera en algún
restaurante o, si tenía suerte, como ayudante de cocina. Estaba segura de
que podría cubrir un mínimo mensual de ingresos con varios trabajos. Le
dolía aceptar que, al menos durante un largo período, su negocio ya no tenía
manera de recuperarse, porque para ello requeriría miles de dólares que no
poseía.
El timbre sonó por segunda ocasión.
Paisley no estaba esperando a nadie, menos después de todo lo sucedido.
Quizá se trataba de Sarina, su vecina que vendía juguetes sexuales en línea,
que siempre iba a regalarles muestras gratis de los nuevos productos a ella y
a Loretta. La situación era inusual, pero ninguna de las dos amigas
rechazaba esos obsequios. Ambas ya tenían una colección que pensaban
donar, aunque por supuesto se quedaban con aquellos más interesantes: los
vibradores de diferentes velocidades, formas y tamaños, además de los
lubricantes. No tenían desperdicio.
Se apartó del escritorio y pasó cerca del espejo de la sala. Le gustaba
andar en casa lo más cómoda posible, por eso llevaba una camiseta blanca
que había tenido mejor aspecto años atrás, así como un short más corto de
lo usual. Su cabello ya estaba seco y le caía con suavidad por debajo de los
hombros. Le gustaba andar descalza porque todo el piso en el que vivía
estaba alfombrado.
Al abrir la puerta, el corazón se le aceleró, pero no podía regresar
corriendo a su habitación como una adolescente para mejorar su aspecto.
Sin maquillaje o sin su ropa de trabajo, Paisley sentía como si hubiera
dejado de lado su armadura habitual. Stavros, en cambio, llevaba el cabello
peinado hacia atrás, la camisa azul que se ajustaba a ese cuerpo de
músculos perfectos, un pantalón negro de corte regio, que en conjunto lo
hacían parecer inalcanzable, y quizá de alguna manera lo era para muchos.
Los pómulos masculinos, la quijada cuadrada y esa boca tentadora
formaban un aspecto devastador capaz de impactar a cualquier mujer que lo
viese.
La belleza viril de Stavros era incuestionable.
«¿Qué estaba haciendo allí?», se preguntó, con un nudo en la garganta,
porque no era necesario continuar jugando con la esperanzadora hipótesis
de que ella encontraría el momento adecuado para buscarlo y hablar,
explicándole sobre su súbita presencia en la fiesta de George. Él no podría
haber encontrado su casa si no supiera ya quién era, así que no iba a
engañarse creyendo que, por arte de magia y coincidencias del destino,
Kevin le había dado su dirección esa mañana. Podía ser optimista, claro,
pero no se subestimaba a sí misma como para fingirse estúpida.
—Stavros —dijo mirándolo a los ojos. La expresión de él no tenía
ningún atisbo de calidez, lo cual la puso en alerta y nerviosa—, ¿qué te trae
por aquí?
—Por tu aspecto debo asumir que has descansado —replicó a cambio.
Él contuvo las ganas deslizar sus dedos entre los cabellos negros para
comprobar si eran tan suaves como parecían. Sin los artificios del
maquillaje, Paisley continuaba siendo hermosa y eso lo cabreó, porque su
libido no tenía la capacidad de discernir cuál era una situación inapropiada
para hacerse o no presente. Con esa boca de labios rosados y exuberantes,
descalza, y con el puñetero short que dejaba ver unas piernas torneadas de
piel suave, Paisley lucía vulnerable, él quería corromperla de todas las
maneras que fuesen posibles.
—Yo… sí… —murmuró. Al ser consciente de que se había quedado
mirándolo como idiota, se aclaró la garganta con suavidad—. Pasa, por
favor.
Stavros estudió el entorno con rapidez. El espacio era elegante, sencillo,
limpio y bien distribuido. No hacía falta nada y todo parecía lujoso. Nada
de qué sorprenderse si la dueña era una Mansfield, además de la compañera
de piso que se llamaba Loretta Lewis y cuya familia era adinerada. Los
colores que predominaban eran el blanco, el beige y un toque de café
oscuro para encajar con los toques de madera. El juego de sala y comedor
formaban una combinación acorde al resto.
Imaginaba que a las inquilinas les gustaban las cosas bonitas y costosas,
pero que no exagerasen en tamaño. Unas mujeres contemporáneas con
visión futurista, al menos a juzgar por la consola con implementos de
realidad virtual conectado a la pantalla plana de la sala. A él no se le
escapaba casi nada cuando estaba en un entorno ajeno. Ya era una
costumbre hacer esa clase de estudio rápido para obtener información sin
preguntarla. ¿Si podía llegar a equivocarse? Quizá, pero no era la regla.
—Me comentó Kevin que toda posibilidad de que quedase un récord en
tu expediente fue eliminada —dijo a modo de introducción, mientras se
acomodaba, sin ser invitado a hacerlo, en el sillón junto al sofá de tres
asientos—. Es uno de los mejores abogados que conozco. ¿No te pareció a
ti?
Ella estaba nerviosa, porque la expresión de Stavros era difícil de leer.
No es que en algún momento le hubiera parecido fácil, pero ahora resultaba
más esquiva. Fue a sentarse en el sofá, lo más lejos posible de él, le daba
igual si lo notaba. Se sentía vulnerable, porque no tenía idea de qué podría
salir de esa visita inesperada. Además, el sobre de color rojo que él llevaba
en la mano le generó intranquilidad.
—Fue muy eficiente, sí, aprecio que lo hayas enviado —replicó con
suavidad. Cruzó las piernas y notó que él seguía el movimiento con la
mirada—. Soy inocente y no robé nada a tu amiga. Si no hubieras
intervenido con Gerard —meneó la cabeza—, una vez más, gracias. Lo que
ocurrió fue una trampa ridícula que…
—No me interesa —zanjó acallando a Paisley. Porque él ya sabía que
ella era inocente y no quería perder su tiempo—. Kevin hizo su trabajo, y si
Amanda retiró los cargos, entonces el asunto está sellado.
—Stavros, como te dije por teléfono te pagaré hasta el último centavo…
Él soltó una carcajada ronca, sin alegría, aunque no por eso dejó de ser
una inesperada caricia que le recorrió la piel a Paisley. Ella apretó los
labios. Él meneó la cabeza, porque le parecía absurda la afirmación sobre
ese pago.
—Vamos a dejar los juegos, Paisley —dijo con seriedad y mirándola
con intensidad. Su voz era envolvente con una riqueza tonal profunda que
se asemejaba al canto contenido de un león embravecido—, salvo que
insistas en que te llame Eden.
Ella elevó el mentón y se cruzó de brazos, porque esto último era un
modo de controlar el temblor que le recorrió el cuerpo al escuchar su
nombre en boca de Stavros. Existía una gran diferencia entre lo que se
imaginaba y lo que ocurría cuando esa idea se hacía realidad, como en este
caso, que él le estaba ratificando que sí conocía su identidad y quizá solo
había estado jugando a ignorarlo. El asunto era ¿por qué? Sabía que la
mejor estrategia era la calma, pero todo a su alrededor era demasiado volátil
como para mantenerse serena.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó a cambio.
Stavros sintió una leve excitación que se expandió en su interior poco a
poco hasta abarcarlo por entero. Esa sensación no recordaba haberla vivido
en muchísimo tiempo hasta que supo la identidad de la mujer que lo había
cautivado en la fiesta de su amigo DJ, y otra vez, ahora, al tenerla frente a
él. Lo excitaba la posibilidad de arruinar los privilegios a los que ella había
estado acostumbrada sin merecerlos, porque fueron construidos a base del
dolor de quien fue su única familia: Esther.
La idea de destruir sus sueños, las aspiraciones más mínimas, le parecía
tan afrodisíaco como la posibilidad de tenerla bajo su cuerpo y poseerla
hasta que se saciara de ella. Esto último no sería un sacrificio, sino un
absoluto placer con fecha de caducidad. Paisley quizá no había contribuido,
técnicamente, a la ruina de la única mujer que Stavros consideró como una
madre, pero era la pieza en el tablero de ajedrez que él podía quebrar lo
suficiente para destruir con ello a Hamilton. Un medio para lograr un fin.
Simple.
—Las preguntas las hago yo —replicó con dureza—. Aunque seré
indulgente contigo ya que me has abierto la puerta de tu casa —dijo burlón,
pero al instante su expresión se tornó indiferente—. No cuentas con el
dinero para pagarme, así que no incurras en el error de hacer promesas que
no eres capaz de cumplir. Estás en números rojos y anoche, con el dinero
que Amanda no te pagó, se cerró tu suerte en el negocio del catering. Tu
operación ya no posee el flujo de caja necesario para continuar y no te
queda más que cerrar. Tienes una plantilla de empleados fijos que,
curiosamente, no tiene retraso en los pagos que han recibido, pero me queda
una gran intriga sobre la alta suma de dinero que envías todos los meses a tu
padre.
Ella sabía que respirar era necesario, pero le estaba tomando gran
esfuerzo mantener el resuello, al igual que estaba costándole no levantarse y
borrarle esa expresión presumida que tenía Stavros en el rostro con una
bofetada. ¿Cómo se atrevía a investigarla? ¿Cómo se atrevía a hurgar en su
vida? ¿Por qué lo había hecho? Sin embargo, era consciente de que tenía la
mano perdedora en esta partida y solo podía continuar esa conversación
para saber qué era lo que él tramaba.
—No contaba con que fueses a aparecerte de repente en la puerta de mi
casa —dijo con una calma que la sorprendió, pero no podría dar el mismo
testimonio sobre el brillo iracundo que desplegaba su mirada—. Quien
recibe o no mi dinero no te incumbe. No te debo explicaciones.
—A partir de hoy eso va a cambiar.
—¿Es una amenaza? —preguntó con incredulidad. No lograba entender
por qué estaba él en su casa o por qué de repente tenía tanta animadversión
hacia ella. Le parecía irreconocible al hombre encantador que flirteó con
ella noches atrás.
—Por supuesto que no, Paisley, es una promesa —replicó muy seguro
de sí.
—Te voy a decir lo que había considerado comentarte durante la cena a
la que me invitaste y que ahora sé que no se llevará a cabo —dijo
procurando no entrar en una discusión que la dejaría en desventaja. Se
ganaban más adeptos con la miel que con el vinagre, y este era el caso para
aplicar ese consejo—. El motivo por el que estuve en esa fiesta fue para
ganarme tu amistad. Tampoco te mentí, sino que utilicé otro de mis
nombres y apellidos. No comprendo por qué te importa mi situación
financiera. ¿Por qué tienes acceso a ella? Es información privada.
—Ah, los tecnicismos —dijo con ironía y mofa en su tono—. Me gusta
estar informado sobre quiénes son las personas que me rodean y, claro, que
súbitamente te hayas acercado a mí me pareció curioso, en especial cuando
tu cara me sonaba de alguna parte, así que decidí hacer una pequeña
investigación. Imagino que conoces muy bien el poder del dinero y la
cantidad de datos que se puede conseguir con él. Así que, Paisley ¿ganarte
mi amistad es tu explicación? ¿No tienes un mejor argumento? —preguntó
poniéndose de pie.
—Es la verdad —replicó, porque así había sido. El motivo detrás de esa
intención de ser su amiga ya era algo muy distinto, pero no tuvo opción,
porque, al igual que ahora, estaba contra la espada y la pared. La gran
diferencia era que con Stavros ignoraba por completo sus razones para estar
ahí—. No encontraba otra forma de acercarme a ti, porque presentarme en
tu oficina me parecía fuera de sitio. A pesar de que no frecuento ya los
círculos sociales de antes, sí tengo amigos con buenas conexiones y fue de
ese modo que logré llegar a la fiesta de George.
—Ah ¿intentar seducirme fue la mejor estrategia? Porque las “amigas”
que consigo son para follar y las tengo en muy baja estima, a diferencia de
aquellas a las que conozco desde hace años, a quienes respeto, como
Amanda —dijo con una sonrisa altanera—. Tú, jamás serías de esta última
clase, claro —agregó dejando claro en qué categoría la ubicaba a ella—.
Además, tengo un instinto afiliado para descubrir las mentiras. Y tú, Paisley
Mansfield, eres una mentirosa.
Ella se incorporó del sofá como si hubiesen activado un resorte en su
trasero. Estaba insultándola en su casa. No tenía derecho. Acortó la
distancia y estiró la mano para abofetearlo, pero él la agarró con rapidez. El
movimiento hizo que los torsos de ambos impactaran el uno contra el otro.
Se miraron, mientras sus respiraciones se tornaron agitadas, con abierto
desafío.
—Que te haya parecido atractiva no es algo que pueda controlar o
manipular —replicó, mientras el griego la observaba con indolencia desde
su altura y no soltaba la muñeca delicada—. Tampoco tenía ni tengo
intención de acostarme contigo.
Él sonrió de medio lado y dejó que el pulgar sintiera el pulso agitado de
la muñeca interior de Paisley. Ella quiso zafarse, pero Stavros no la dejó.
—No me digas ¿y qué te hace pensar que estaría interesado? —
preguntó.
—Eres despreciable —farfulló tratando de apartarse, pero él bloqueó su
intento al sujetarle ambas manos tras la espalda con facilidad—. ¡Suéltame!
El perfume de vainilla y rosas estaba volviéndolo loco. Si ella podía
sentir su dureza, porque era lo más probable que así fuese, no le importaba.
Se sentía a punto de cometer una estupidez como besarla, morderle la boca
hasta que se callara. No podía sucumbir a esa tentación. No todavía, porque
antes tenía un objetivo en mente.
—Explícame qué carajos hacías de verdad en esa fiesta, si no quieres
que tu padre se quede sin casa —bramó—. ¡Procura decirme la verdad!
—¿De qué hablas? —preguntó en un hilillo de voz. Agitada.
Esa no era solo la casa de Hamilton, sino el sitio en el que Millie tenía la
seguridad de contar con las facilidades para su escasa movilidad. No quería
entrar en pánico, no. No lograba concentrarse para crear un argumento,
porque el toque de Stavros, la deliciosa colonia masculina, la fuerza de su
cuerpo, la distraían.
—Tu padre hipotecó la casa hace unos meses para continuar pagando tu
ritmo de vida rimbombante, y el suyo también, por supuesto ¿sabes quién es
amigo del dueño del banco al que Hamilton le debe dinero? —Paisley cerró
los ojos y maldijo en silencio a su padrastro—. Tiene retraso en el pago de
las letras de la propiedad. Solo me tomará una llamada para presionar el
embargo. Cuando alguien de mi categoría entra en juego y presiona un
poco, los procesos se agilizan. Van a preferir siempre a un millonario que
aumenta su cuenta mensualmente a un hombre como Hamilton que tan solo
se endeuda, pero no paga a tiempo.
Ella apartó la mirada. No podía moverse como hubiese querido, porque
él sostenía con firmeza sus manos, con solo una, en su espalda; con ese
gesto Paisley estaba obligada a elevar más el rostro, su pecho y ser
consciente de Stavros.
Durante esos días sin tener noticias de él, no solo la embargó la angustia
de lo que podría ocurrir si no la llamaba, sino que también la excitó la
posibilidad de volver a tenerlo así de cerca. ¿Fantasías sexuales con
Stavros? Por supuesto, ya lo había reconocido, aunque nunca lo
verbalizaría. Le parecía tan irónico cómo la vida cumplía los deseos, pero
jamás de la forma esperada, tal como en este caso.
—Mi padre me pidió que me acercara a ti para intentar crear una
amistad y así hacerte comprender lo importante que es para mi familia ese
dinero que dejó mi abuela y que tú mantienes cautivo. Un dinero que
necesita entregarse a quienes pertenece: a mi padre, porque mi tío Gianni ya
no vive. Es un asunto de justicia —dijo entre dientes. Le parecía fantástico
no haber tenido un ataque de tos al incluir en sus oraciones el nombre de su
padrastro sin soltar toda la información de sus infamias, porque necesitaba
pensar en Millie—. Esa es la verdad, Stavros, no puedo darte otra
explicación, porque en este momento no tengo la habilidad de inventarme
algo.
Él podía sentir cómo los pezones erectos se frotaban contra él, a través
de la ropa, con cada respiración de Paisley. Estaba torturándose a sí mismo,
porque sus manos pugnaban por perder el control y arrebatarle la camiseta,
deshacerse del sujetador, para luego bajar su boca y descubrir esas tetas que
sabía que serían magníficas; quería devorarlas, lamerlas y luego escuchar
los gemidos de ella cuando lo hiciera. Paisley lo observaba con una mezcla
de incertidumbre, deseo y furia.
Si pudiera tocarle el sexo estaría húmeda, Stavros estaba seguro al
respecto. Las señales eran inequívocas y, por más desprecio que sintiera por
esa mentirosa, sabía que el cuerpo era un mapa de sensaciones que
respondía con honestidad.
—Tienes una deuda conmigo —replicó a cambio. Con la mano libre,
porque no resistió el impulso, le frotó el labio inferior con firmeza. Ella le
mordió el dedo y al instante pareció darse cuenta de su error, pero Stavros
no le permitió cerrar los labios, sino que introdujo el dedo en la boca—.
Puedes pagarla de diferentes formas.
Ella apartó la boca y el rostro. Le costaba recuperar el ritmo normal de
su respiración y podía comprobar que él no era indiferente. Después volvió
a mirarlo, en esta ocasión se prometió que, si Stavros tocaba su boca, lo
mordería hasta sangrar.
Estaba cabreada, excitada, asustada y no podía controlar la volatilidad
de todo cuanto había ocurrido en las últimas veinticuatro horas de su vida.
Quería empujar a Stavros, mandarlo a la mierda, pero también deseaba
borrarle esa expresión de suficiencia lastimándolo, clavándole las uñas,
mientras lo sentía penetrándola.
Dios, necesitaba tener sexo, porque no podía entender qué carajos estaba
ocurriéndole; follar con Stavros no era una opción, lo acababa de aceptar.
Ahora entendía que, sin importar las verdaderas motivaciones y razones de
ese hombre para estar alrededor, al haber accedido al plan de Hamilton ella
había abierto las compuertas de un pequeño infierno que apenas empezaba.
El estúpido de su padrastro había llegado al punto de hipotecar la casa,
el único inmueble que Paisley consideró intocable porque era el orgullo de
Hamilton. Se había confiado en que Millie siempre contaría con esa
mansión, al menos hasta tener un sitio más adecuado para que viviese
atendida, pero al parecer ya ni eso era seguro. Los siguientes meses serían
más inciertos y volátiles que nunca.
Quería salir corriendo, buscar a su hermana y abrazarla. Llevaba días sin
verla debido a todos los líos en los que se hallaba. La echaba de menos,
porque, aunque sus conversaciones eran muy lentas a veces, no existían
charlas más sinceras. Estaba convencida de que las otras propiedades de la
familia, adquiridas por Hamilton en el transcurso de los años, estaban en
circunstancias similares a la residencia principal.
—¿Por qué haces esto? —preguntó en un susurro frustrado.
—Negocios —replicó con simpleza.
Paisley sabía que existía más información detrás de esa contestación, así
como tenía la seguridad de que él se lo mencionaría cuando lo quisiera.
Odiaba los acertijos. Ella era una persona a quien le gustaban las cosas
claras, y por eso jamás se había llevado bien con Hamilton, siempre tan
dado a los subterfugios.
—Escucha, acercarme a ti sin decirte mi nombre completo o al menos
los nombres que hubieras reconocido fue un error —admitió tragándose la
bilis—, pero no encontré otra manera —meneó la cabeza—. Mi padre me
sugirió buscarte y yo estuve de acuerdo es todo —dijo, odiándose por
proteger a Hamilton, pero sabía que al hacerlo estaba extendiéndole esa
protección a su hermana—. En todo caso, no tengo dinero por ahora, pero
puedo trabajar para pagarte la factura del abogado.
Él sonrió con perfidia. El aroma de Paisley estaba tentando su control.
—Esther fue para ti solo una proveedora de dinero —dijo con desdén.
—Tú no sabes nada de mi vida, Stavros. Nada. Así que no asumas algo
así —replicó consternada. Ese idiota no tenía idea del infierno que ella
había tenido que atravesar para intentar tener un acercamiento con su abuela
ni el precio que pagó cuando desafió a Hamilton. ¿De dónde sacaba él esas
conjeturas estúpidas?
—Sé lo suficiente —replicó apretando los dientes—, y sí, vas a
pagarme.
Ante la defensa de Paisley hacia Hamilton, Stavros se sintió asqueado.
La soltó y fue hasta el sillón donde había dejado el sobre rojo. No se dio
cuenta de que ella estuvo a punto de perder el equilibrio con el gesto que
marcó distancia entre ambos.
Se abrazó a sí misma.
—Jamás te consideraré como una amiga, Paisley. Solo un medio para un
fin y más te vale que lo lleves muy claro. Tienes en tus venas la sangre de
un hombre a quien desprecio, y eres tan mentirosa y embustera como él.
Dan igual tus argumentos o intentos de justificación para elegir la mentira.
Conmigo no hay medias tintas.
Paisley lo miró con horror.
—Me hablas como si te hubiese causado un gran daño y no he hecho
absolutamente nada para merecer la forma en que me hablas —dijo con
enfado, un poco de resignación y también desconcierto.
—Existir —replicó mirándola con perfidia—. Ahora, la única verdad es
que no tienes nada. Tal como acabas de mencionar puedes pagar lo que he
hecho al sacarte de la cárcel con trabajo —le entregó el sobre rojo—. Lee
ese contrato, y no consideres esto una negociación, porque no tienes opción
a hacer ninguna clase de objeción.
—¿Al menos me vas a decir qué es lo que estoy pagando, además de los
honorarios profesionales de Kevin Pitt?
Stavros se acercó y colocó el dedo bajo la barbilla femenina elevándola.
—Vas a pagar la factura, los pecados de tu familia y los tuyos por igual.
Aprenderás lo que en verdad implica ganarse la vida, en lugar de jugar a los
negocios fallidos rodeándote de gente adinerada a quien pretendes timar
con tus argucias.
—¿De qué hablas? —preguntó con angustia, mientras le apartaba la
mano, y extraía el contenido del sobre. Empezó a leerlo. A medida que
avanzaba la lectura su expresión se volvía más asombrada y rabiosa.
Stavros fue hasta la cocina, como si fuese su casa, se sirvió un vaso de
agua y regresó a la sala. Paisley había dejado el sobre y el contenido en el
sofá. Desordenado.
—Debo deducir, por tu expresión, que ya has leído todo el contrato —
dijo bebiéndose el vaso de agua—. ¿Necesitas un bolígrafo?
—Vete de mi casa en este momento, Stavros —replicó, furiosa, tanto así
que estaba a punto de ponerse a llorar. Detestaba que esa fuese la reacción
de su cuerpo, porque ocurría en los momentos más horrendos de su vida.
Como ahora. Le parecía un insulto monumental lo que él estaba
proponiéndole—. La próxima ocasión que sea detenida no será por robo,
sino por homicidio, así que lárgate de aquí.
Él no se inmutó. La observó como si él fuese un Dios del Olimpo y ella
una simple mortal que osaba retrasar sus planes o intenciones.
—Tienes veinticuatro horas para recoger todas tus pertenencias. Nuestro
matrimonio es un acuerdo netamente comercial de cinco meses, tal como lo
dice el contrato, así que no tienes derecho a ningún bien material o fortuna.
No tienes remuneración, porque un techo sobre tu cabeza y comida son
suficientes. Se trata de un trabajo en el que harás lo que yo te diga: irás a
eventos conmigo, dirás las líneas acordadas, serás fotografiada, y al regresar
a la casa continuarás ganándote el derecho a tener un techo sobre tu cabeza
en calidad de asistente de mi ama de llaves. A cambio de todo esto, tu
factura con Kevin quedará saldada y he decidido ser magnánimo —sonrió
haciendo un gesto con la mano—, así que dejaré pagado tu parte del
alquiler de este piso durante el tiempo que trabajes para mí.
Si alguien pudiese echar humo por las orejas, entonces esa debería ser
ella, pensó Paisley muy cabreada.
—Tengo una vida y estás pisoteándola por motivos que no logro
comprender, y aún si los comprendiese ¡no tienes ningún derecho o
autoridad a meterte conmigo! —dijo acercándose a él y empujándolo con
ambas palmas de las manos. Se topó un torso de granito. Toda la atracción
que pudo haber sentido por ese hombre, incluso el beneficio de la duda que
le dio al creer que esos rumores de que tenía un iceberg por corazón, y que
en su sangre corría hielo y no líquido, lo eliminó de su discurso personal en
lo que a él se refería—. Consigue otra persona, que yo hallaré la forma de
pagar tu dinero. Me parece un descaro que te atrevas a exigir algo cuando
eres tú quien tiene posesión y custodia de lo que les pertenece a otros: el
capital de mi abuela.
Él le agarró las manos deteniéndola.
—Ah, pero es que otra persona no me sirve.
—¿Es que no tienes una amante o alguien interesada en ti? —preguntó
con desdén y echando fuego a través de su mirada—. ¿Por qué carajos
quieres que me case contigo para un propósito comercial como este?
—Oh, no tienes que preocuparte si tengo o no amante, Paisley —replicó
en tono sarcástico y divertido—. Estar casado contigo no implica que dejaré
a mi amante de lado. No haría jamás votos para cumplirlos ante ti. Aunque,
eso sí, tú vas a cumplirlos conmigo. Mientras dure el contrato, tal como has
leído, tu contacto con otros hombres en un plano sexual o romántico está
vetado. No puedes infringir esa norma, pues implicaría que haya dudas
sobre nuestra “relación”. Yo sé mantener un perfil bajo, pues es lo que he
manejado siempre socialmente, así que por mi amante y mi relación con
ella —le hizo un guiño burlón— no te afanes. Si pierdo terreno en mi
reputación durante mi contrato con la NHL, por ti, entonces ejecutaré el
embargo a la casa de tu padre. Llévalo muy claro antes de desafiarme o
saltarte las normas.
Ella no pudo evitar que las lágrimas cayeran por sus mejillas. Eso logró
que Stavros la soltara de inmediato. Si algo no soportaba eran las lágrimas
de una mujer.
—Esos actos teatrales no sirven conmigo —dijo extendiéndole el
bolígrafo.
—¡Idiota! Jamás creas que son por ti o porque estoy apenada por algo
relacionado contigo. Obtuso engreído. ¿Y qué pasa si no firmo esta ofensa?
—dijo señalando el contrato, mientras se limpiaba las lágrimas con el dorso
de la mano. Si pudiera elegir otro modo de desahogar la rabia no sería
llorando, pero era lo que le había tocado en la vida, así que le tocaba
aguantarse la situación.
—No lo firmas, regresas a la celda de detención con alguna acusación
que a mí se me pueda ocurrir, embargo la casa de Hamilton, destruyo lo
poco que queda de tu reputación en la ciudad y te quedas en la calle —se
ajustó su reloj de muñeca de la marca Vacheron Constantin, valorado en
ocho millones de dólares—. Si eso no te parece suficiente, entonces la
familia Lewis encontrará obstáculos para conseguir suplementos en la
cadena de SPAs que tanto éxito parece tener. Ella abrió y cerró la boca. Así
que había investigado toda su jodida vida. ¿Por qué entonces, si era así, no
mencionaba nada sobre Millie? No sabía si contentarse o preocuparse—. En
conclusión, te beneficia más estampar tu firma en esos papeles.
Paisley agarró el bolígrafo Montblanc de las manos de Stavros y se
sentó en el sofá. Desplegó las páginas del contrato y empezó a firmarlo. Si
creyó que ser acusada de robo y dormir en una celda era brutal, entonces
ahora comprendía la magnitud de lo que estaba sucediendo con este hombre
que tenía sed de venganza.
El gran problema era que, a pesar de que su aturdido cerebro empezaba
a hilar cabos, no podía defenderse más allá de lo que ya había intentado, en
vano, esa tarde. Stavros estaba culpándola de todas las perfidias que de
seguro habrían armado Gianni y Hamilton cuando su abuela vivía, creía que
ella había participado o tenía conocimiento de las argucias de esos dos, y
consideraba que Hamilton sufriría si ella sufría. ¡Qué burla del destino!
«¿Qué tanto mal le habrían hecho esas escorias a Esther, hasta el punto de
que Stavros había esperado todo este tiempo para ver el más leve rastro de
sangre, como un tiburón al acecho, para entrar de lleno a destrozarlo
todo?».
Ella solo era un daño colateral, un chivo expiatorio, pero Stavros no lo
sabría en realidad. Nunca. Si Paisley abría la boca para exponer a Hamilton,
entonces su hermana sufriría las maldades de su padrastro y aparte Stavros
ejecutaría el embargo, dejando a Millie sin hogar. ¿La penalidad de un
millón de dólares por transgredir la cláusula de confidencialidad del
contrato de trabajo con el griego? ¡Era una mordaza!
Daba igual en qué escenario quisiera jugar, en todos, Paisley llevaba las
de perder. Lo peor era que había sido ella, en su intento de salvar un
negocio que fue siempre su sueño, quien abrió la Caja de Pandora. Si le
contaba a Stavros lo equivocado que estaba, en especial respecto al hecho
de que ella no llevaba la sangre Mansfield, pondría a Millie en peligro. No
tenía escapatoria.
Ella dejó el contrato sobre la mesa y después recostó la espalda contra el
respaldo del sofá. Recogió las piernas y se cruzó de brazos.
—Ahí tienes tu contrato, Stavros. ¿Qué ganas con todo esto, además de
una transacción comercial con la NHL? —preguntó, porque ella leía con
bastante rapidez y el acuerdo era muy explícito, pero no dejaba entrever,
por supuesto, los detalles del convenio de negocios de Manscorp con la
organización deportiva.
Él se acercó para recoger los papeles y los guardó.
—Justicia, una palabra que me has enrostrado hoy, es lo que pienso
hacer, a través de ti. Justicia para la memoria de Esther —replicó en tono
acerado—. Venganza, porque vas a pagar con trabajo todo el dolor que le
causaste a tu abuela al abandonarla sin más, al manipularla solo cuando
querías algo y cuando lo conseguías, la dejabas de lado. —Ella abrió y cerró
la boca, pero no quiso gastar saliva—. Expiación, porque estos cinco meses
vas a vivir de la manera que corresponde a alguien que ha causado
quebrantos, pero tiene que redimirse: humildemente. Tu padre mató a la
única familia que tuve: Esther, y ahora sabrá lo que implica experimentar el
mismo dolor al ver a su querida hija en la quiebra y casada con el hombre
que se quedó con todo lo que siempre quiso, pero jamás mereció.
Paisley quiso preguntar a qué se refería con el tema de que Hamilton y
Gianni causaron la muerte de su abuela, pero prefirió cerrar la boca. Le
dolía la posibilidad de saber más de lo que ese par, cuando Gianni vivía,
pudieron causar.
—Ya veo… —murmuró, mientras sentía la cabeza dándole vueltas.
Todo era demasiado, simplemente—. Tendré que terminar mis asuntos con
BubbleCart. No puedo desaparecer sin previo aviso.
—Mañana a las diez de la noche debes estar en mi penthouse —replicó
—. Mi chofer, Jacques, vendrá por ti a esa hora. No lo hagas esperar.
—Voy contigo del brazo como tu esposa ante otros, pero en privado no
soy más que parte del staff durante cinco meses. Mi familia sabe que nos
hemos casado, obviamente, aunque no puedo explicarles los motivos. ¿Qué
ocurre después, cuando hayan pasado los cinco meses, Stavros?
—Me da igual lo que hagas después, Paisley. Por ahora limítate a
cumplir tu trabajo, porque de eso depende tu familia —replicó, irónico, con
la mano en el pomo de la puerta—. Lleva claro que, así como ustedes
utilizaron a Esther, yo te utilizaré a ti para un fin que todos los Mansfield
entienden: negocios.
La puerta se cerró con precisión y ella se dejó caer sobre los
almohadones. Miró el techo y soltó una larga exhalación.
Ahora entendía todo y poseía la certeza de que iba a pagar los pecados
de otros. Quizá Stavros tenía razón, pensó Paisley, y esta pesadilla que
estaba empezando a vivir era una forma de expiar sus propios errores, en
este caso con Millie.
Esa noche tenía turno en el comedor de Alas de Esperanza, así que
aprovecharía para anunciarle a sus colegas que no volvería durante un
tiempo, salvo que pudiera escaparse de la vigilancia de Stavros de vez en
cuando. No era una pusilánime mujer atada a un contrato infausto de la
noche a la mañana. Tampoco se iba a echar a llorar, salvo que fuese de
rabia, dejándose llevar por la corriente creada por ese infame y obtuso
griego. Encontraría la manera de no descuidar los aspectos que de verdad
importaban en su vida, y sacaría partido de la desgracia, pues de lo
contrario no sería digna nieta de Esther Mansfield.
Por ahora, necesitaba pensar qué rayos iba a decirle a Loretta.
CAPÍTULO 7
Paisley.
Años atrás.
***
Stavros terminó de enviar un correo electrónico en su despacho del
penthouse. La señora Orwell ya había dispuesto la cena para esa noche, así
que solo era cuestión de tiempo hasta que su chofer llegara con Paisley, la
mentirosa de ojos verdes. Sabía que, con ese contrato, ella había sellado su
suerte. «Claro, tampoco tuvo opción», pensó complacido, mientras se
apartaba del escritorio y se acercaba al ventanal.
La vista de Chicago, iluminada en plena noche, era maravillosa. Esta era
una ciudad que lo había visto en la miseria y, ahora, en la gloria. La
disparidad de las situaciones podrían ser cómicas si no involucraran una
tragedia de por medio.
Él había surgido de la nada, y la vida lo moldeó con dureza, dolor, así
como esa brutal sabiduría que se adquiría desde las calles. Si no hubiera
sido por Esther, él jamás habría conseguido elevarse desde las cenizas hasta
convertirse en el hombre de negocios de éxito con el que ahora todos
querían rodearse. Stavros no tenía tolerancia para los misterios ni para las
estupideces, y por eso procuraba tener siempre organizada su vida, su
agenda y muy claro sus objetivos.
—Señor Kuoros —dijo Rita Orwell, el ama de llaves, en su tono serio
en el umbral de la puerta del estudio privado. A ese lugar nadie tenía acceso
y la única manera de ingresar era con un código que solo él conocía. Sus
archivos personales estaban en los cajones de esa estancia—. Ha llegado su
invitada y le dicho que puede sentarse en el sofá de la sala principal. Ya la
instruí sobre las tareas que realizará conmigo —se aclaró la garganta—,
¿debo hacer algo más?
Stavros esbozó una sonrisa amplia, casi felina y cínica, ante esa
información.
—No hasta que la llame de nuevo —replicó-
A la señora Orwell no le agradó acceder a ejercer como testigo de su
matrimonio, pero él estaba pagándole bien y no le debía explicaciones.
Claro, lo único que le aseguró era que Paisley sería una ayuda temporal y su
puesto de trabajo no estaba en riesgo. El ama de llaves se limitó a asentir y
le aseguró a Stavros que hablaría con el resto del staff de limpieza para
decirles que tendrían más días libres durante los siguientes meses, pero que
recibirían el mismo salario por sus servicios.
Stavros lo tenía todo calculado.
Atravesó el largo y elegante pasillo hasta llegar a la sala principal y se
detuvo al ver a la mujer de cabellos negros en la que no pudo dejar de
pensar desde la tarde y noche anterior. Paisley lo observaba con el mentón
elevado, altiva y desafiante, y él le dedicó una sonrisa de medio lado que no
tenía nada de alegre y todo de pérfida.
Notó que junto a ella tenía una sola maleta, además de un pequeño bolso
que, él suponía, había sido elegido a propósito para pretender humildad,
pues parecía bastante usado. Él no iba a caer en las redes teatrales de ningún
Mansfield.
Quizá ahora, el negocio de catering había fracasado, pero una mujer
como ella, habituada a lo hermoso, opulento y costoso, no tardaría en
encontrar la manera de conseguir dinero para satisfacer sus caprichos o
algún otro proyecto que, tal como BubbleCart, seguro se vendría abajo. Se
necesitaba algo más que talento para lograr una sólida posición en un
mercado tan competitivo como el de Chicago.
—He llegado a tiempo —dijo Paisley a modo de saludo.
Después de enviarle un mensaje breve a Loretta, en el que tan solo le
decía que estaba blindada por un contrato de trabajo sobre el que no podría
hablar, además de mencionarle que iba a casarse con Stavros Kuoros,
insistiendo en que tampoco podría comentar al respecto porque incurriría en
una ruptura de la cláusula de confidencialidad del mencionado contrato,
Paisley se sintió más sola que nunca. Su mejor amiga intentó por todos los
medios de persuadirla de que hablara con ella para tratar de ayudarla,
alegando que podría conseguir los mejores abogados para deshacer
cualquier contrato que hubiera firmado que le impidiera hablar, pero Paisley
no podía acceder a esa ayuda. Tuvo que rechazarla, porque la firma de
abogados que representaba a Stavros, encabezada por Kevin Pitt, era
poderosa y tenían un porcentaje altísimo de litigios ganados en cortes
civiles. Sí, ella había investigado sobre Pitt, Rampage & Morris. En
realidad, solo se tenía a sí misma. Una vez más.
El único punto de apoyo con el que podía contar ahora era su fortaleza
interior; el detalle era que ignoraba cuánto tiempo más, después de todos
esos años prácticamente drenándose en el afán de ser valiente, iba a
continuar sosteniéndola. Necesitaba mostrar su mejor cara, pues Stavros la
consideraba su enemiga, por cualquier enrevesada razón que él tuviese en la
cabeza. La debilidad no se podía servir en bandeja de plata, menos ante un
tiburón que estaba esperando un nuevo rastro de sangre para emerger de las
profundidades y atacar.
Reunir sus pertenencias en la maleta más grande no le tomó demasiado
tiempo, y en ese bolso Armani, que había visto mejores días y fue el
primero que encontró a mano, tenía a su ordenador, neceser y unos cuantos
accesorios básicos del día a día. No pensaba gastar ni un céntimo de su
paupérrima cuenta bancaria en comprar maquillajes, ropa o cualquier otra
chuchería que pudiera servir para crear la imagen de la que sería su papel
social como esposa de Kuoros, menos si consideraba que esa broma de
contrato matrimonial duraría solo cinco meses.
—Al menos has comprendido que la puntualidad es uno de los puntos
medulares de las actividades que se llevarán a cabo —replicó Stavros con
altivez.
—Me gradué Summa Cum Laude, así que algo de comprensión lectora
puedo garantizar —contestó con sarcasmo. Intentaba no dejarse afectar por
la virilidad que de ese cretino emanaba. La afligía que su vínculo con él se
hubiera trastocado por completo. Lo que empezó como un acercamiento
que pretendió ser brevísimo se había transformado en una relación de
negocios con sabor amargo.
A ella le parecía un desperdicio que un hombre tan atractivo, con esos
ojos cafés que parecían atravesar el alma y verlo todo con solo una mirada,
malgastara su potencial en una venganza. No iba a negar que sentía gran
curiosidad por los motivos subyacentes de toda la situación que se
enlazaban con los negocios que él pretendía mantener en una racha de éxito
con la NHL. Debía recordar que, aunque Stavros no lo admitiera, él
dependía de alguna forma de que ella fuese convincente en su rol como
“esposa” ante las cámaras y eventos. Lo que estaba ocurriendo en su vida
ahora, no era diferente a sus actuaciones como “hija ejemplar” en las
actividades sociales de Hamilton, así que ya era una profesional en fingir,
sonreír y hacer creer a otros que su existencia era la perfección a la que
todos aspiraban. Esa no era la parte difícil.
No iba a decirle a Hamilton sobre su matrimonio falso con Stavros, pues
se enteraría en la prensa. No podía olvidar que su padrastro esperaba que le
consiguiera la información de esas cuentas. Ella procuró aprenderse el
plano del penthouse, pues sería absurdo llevar en la mano esos documentos
y ponerse en una posición más precaria a ojos de Stavros, pero ahora
entendía que, cualquiera que hubiese entregado esos planos a Hamilton, lo
había engañado.
Nada de lo que la rodeaba en esos instantes se asemejaba a los planos
que había leído. Así que estaba a ciegas, pero no por eso menos decidida a
encontrar las jodidas cuentas y con eso quitarse la presión de Hamilton,
además de garantizar el buen cuidado de Millie. Firmar ese contrato con
Kuoros no fue la opción más sabia, aunque sí la única que existía para ella.
No podía retractarse de su acuerdo.
—¿Es esa la clase de ropa que pretendes utilizar? —dijo Stavros a
cambio.
Sabía que ella había sido una excelente estudiante y era el único mérito
que podría concederle. Acortó la distancia, poco a poco, mientras caminaba
sobre la alfombra. Se detuvo frente a Paisley, mirándola desde su altura.
Ella no llevaba maquillaje y notó de nuevo las ligeras pecas, como polvo
suave esparcido sobre la nariz y pómulos, en su piel. El cabello era una
cortina de seda, un poco ondulado, y tuvo que contener el impulso de
acercarse a tocarlo para comprobar si era tan suave como parecía. El aroma
que la rodeaba era envolvente, suave y sutil, pero él necesitaba serenidad.
Daba igual que su miembro viril estuviera más interesado en explorar los
secretos de esta provocativa mujer.
—Si te has sacado un título en alta moda, Stavros, la verdad es que
deberías aprovecharlo y aplicar para ser asesor —replicó burlona.
A ella no le gustaba estar en una posición de desventaja, así que se
incorporó manteniendo la distancia, se cruzó de brazos y enarcó una ceja.
El silencio en el penthouse, un sitio precioso debía reconocer, la ponía
nerviosa.
—Ah, sacando las uñas de gatita para tratar de responder —dijo con
desdén —. No, Paisley, tu ropa me interesa porque la persona que la prensa
retrate como mi esposa, por más de que ese título jamás te quede bien, tiene
que dar la talla.
—Ni me interesaría sentirme cómoda con ese título, porque esto es solo
un mugroso trabajo, así que, si tú lo llevas claro, entonces yo también —
dijo enfadada.
—Qué bueno que recuerdes que eres algo temporal —dijo con
sospechosa calma. A él no le gustaba que otros le replicasen de tú-a-tú, así
que le parecía bastante entretenido que Paisley no tuviera reparos en hacerlo
—. Tu vestimenta representa una imagen, un rol y un estatus. No finjas que
ignoras eso, menos cuando te has desenvuelto en los círculos sociales
acaudalados desde siempre.
Paisley hizo una mueca. «Si tú supieras mi verdad».
—No fui yo quien pidió estar aquí —replicó desafiante, porque no podía
evitarlo. Quizá estaba en una situación sin salida, pero eso no implicaba que
iba a agachar la cabeza. Jugaría sus cartas de la mejor manera posible—. Si
tienes en mente un código de vestimenta —dijo señalándose a sí misma—,
para este rol en particular, entonces vas a tener que ser muy claro.
—Vas a tener todo lo que haga falta, pero no puedes llevarte nada
contigo una vez que se cumplan los cinco meses. No te hagas ilusiones.
—Ilusión es una palabra que no asociaría a tu nombre.
—Me alegro de que así sea, Paisley.
Stavros sonrió de medio lado. Solo en la fiesta de George, tantas noches
atrás, ella conoció la sonrisa real de este hombre insoportable y era
cautivadora. ¿Por qué eran los atorrantes, usualmente los más guapos y
capaces de impactar con tan solo una sonrisa? «La sociedad estaba echada a
perder», pensó con fastidio.
Dio unos pasos más hacia ella, y se sintió complacido cuando Paisley
contuvo el aliento súbitamente. «Sí, se sentía afectada por él. Qué
satisfactorio comprobarlo de nuevo». Iban a ser unos meses interesantes. La
usaría y descartaría como todo aquello que poseía fecha de caducidad.
—No estoy para alegrarte o complacerte, llévalo claro, estoy
cumpliendo un contrato, draconiano y ridículo, pero nada más, así que no
confundas los términos de trabajo asumiendo que es algo personal —dijo
ella.
Stavros chasqueó la lengua.
—Tsk, tsk, Paisley. Guarda tus uñas que aquí no funcionan —replicó—.
La señora Orwell te dio un detalle de las tareas que vas a tener que ejecutar
como parte de tu trabajo —dijo en tono autoritario—. Si tienes alguna
pregunta al respecto, ella va a responderlas. Yo tengo cosas más
importantes.
Paisley apretó los labios.
—No tengo ningún problema en cumplir con esas obligaciones —
replicó, mientras el aroma de la colonia masculina le empezaba rodear
como un hechizo ancestral creado para distraerla y envolverla—. Si algo
cruza por mi cabeza lo comentaré para evitar malentendidos o posibles
fricciones.
El ama de llaves la había recibido con una expresión muy diligente y
amable. Por supuesto, Paisley sabía a quién le debía esa señora la lealtad,
así que no pretendía ganarse una aliada en ella o en cualquier otra persona
del staff de Stavros. Incluso el conductor, Jacques, se mostró silencioso
durante todo el trayecto, un claro indicio de que, cualquier conversación,
solo se remitiría a el lugar de salida, destino y horarios.
Entre lista de obligaciones, la señora Orwell le dejó saber que estaba
encargada de hacer las camas, el desayuno (que se servía a las 6:00 de la
mañana), lavar los baños y limpiar el polvo de las superficies, además de
hacer el supermercado personalmente, porque a Stavros no le gustaba que
extraños, a través de aplicaciones de teléfono, supieran donde él vivía.
Paisley tenía la ligera sospecha de que sus horarios asignados no eran los
usuales en ese penthouse, así como también que, durante el tiempo en el
que estuviera alrededor, el staff que hacia el trabajo que ella ahora
ejecutaría, estaría cumpliendo otras tareas con el solo propósito de que
Stavros la obligara a cumplir con ese cargo como personal de servicio
doméstico.
Dos podían jugar ese juego de odio. Ella era una formidable jugadora,
porque había sido entrenada por el peor de los hombres: Hamilton
Mansfield. Además, necesitaba hallar un empleo urgente por internet,
porque no recibiría una paga en ese contrato, así que debía generar ingresos
para ayudar a su hermana. Lo que recibiera por vender todas sus cosillas de
BubbleCart iba a ayudar, pero no sería suficiente.
—Me da igual si tienes un problema, una necesidad o un pensamiento,
Paisley —dijo en tono acerado—. Esta propiedad no es un buzón de quejas,
así que si tienes alguna guárdatela para ti misma. La señora Orwell no
recibe un salario para escucharte, no creas que será tu psicóloga de turno.
Ahora, sígueme, te mostraré alrededor y así sabrás, cuando requiera algo de
ti, en dónde está todo.
—¿No tienes miedo de que pueda robar algo? —preguntó burlona.
Stavros extendió la mano y le tomó el mentón entre los dedos. El tacto
le quemó la piel, pero ella se complació al ver cómo esas pupilas de color
café se dilataban. Sí, la tensión sexual entre los dos iba a ser un
inconveniente, pero no iba a sucumbir a ella, en especial porque, para que
algo ocurriese, alguien necesitaba seducir al otro. Paisley no iba a ser quien
contribuyera en esa ecuación.
—Si quieres provocar una reacción en mí, Paisley —dijo acariciándole
el labio inferior con el pulgar, con dureza—, no te molestes. Lo que puedes
ofrecerme desnuda, lo puedo conseguir en cualquier otro lugar. —La soltó y
le dio la espalda, empezó a caminar hacia el piso superior.
—Lo mismo digo —replicó con altivez. Iba a empezar a hacer una lista
de todas las veces en que sentía ganas de abofetearlo, y otra en las que
estaba a punto de hacerlo. ¡Presumido e imbécil!
Stavros la miró sobre el hombro.
—¿Tienes disponible un millón de dólares para retribuir la ruptura de la
cláusula en la que se te exige no estar con ningún hombre hasta que acabe el
contrato? —preguntó en tono burlón, aunque no le agradó en absoluto el
comentario de ella.
—Quizá pueda hacer un préstamo —replicó con desafío.
—Dice la mujer a quien le han negado préstamos de cien mil dólares —
dijo riéndose, ufano—. Si vas a echarte un farol, al menos procura que sea
creíble.
—Idiota —murmuró Paisley para sí.
Cuando entraron al área de la piscina se sintió asombrada. Ella conocía
casas impresionantes y también otras que no lo eran tanto, pero este
penthouse no solo estaba hermosamente decorado, sino que cada espacio
parecía contener un toque especial. La piscina estaba llena de calidez e
invitaba a relajarse, esto último era algo complicado de sentir tomando en
cuenta la tensión que se respiraba entre los dos.
—Aquí solo debes dejar toallas limpias y procurar que Evanston, el
encargado del mantenimiento de la piscina, tenga acceso las veces que
venga a la semana.
—Bien, lo tengo en cuenta.
Recorrieron el pasillo. Él le mostró la sala de pool, muy completa e
incluía un bar surtido, mencionándole que esa zona no estaba en su lista de
tareas de limpieza. Después pasaron por el exterior de la oficina de Stavros.
Él señaló la puerta del estudio, en el exterior estaba un panel digital,
deteniéndose.
—Nadie entra aquí en ninguna circunstancia —dijo con simpleza, y
luego continuó el recorrido—. En la cocina —señaló con la mano el espacio
que parecía propio de un set de televisión con un equipamiento de primera
línea—, están todos los implementos necesarios para trabajar sin problemas.
Si te hace falta algo, lo comunicas a la señora Orwell. Ella te entregará la
tarjeta de crédito para que hagas la compra. Siempre te acompañará Jacques
para subir las bolsas o lo hará Zayn, tu guardaespaldas. Él llegará mañana y
estará en el exterior de la puerta del penthouse para escoltarte a cualquier
lugar al que vayas. Está a cargo de tu seguridad.
—¿Voy a tener guardaespaldas? —preguntó, confusa. Hamilton, a pesar
de que tenían una vasta fortuna, jamás les había proveído a ellas esa clase
de seguridad.
—Sí, porque ante otros serás mi esposa —dijo girándose para mirarla a
los ojos—, y tengo mucho más dinero del que puedas imaginar, así como
detractores a los que no les doy oportunidad de fastidiarme la existencia. A
pesar de que desprecie todo lo que representas, no me apetece llevar en mi
conciencia un posible secuestro o intento de lastimarte físicamente por
cuenta de terceros.
Ella ladeó la cabeza con cinismo, mientras pasaban por la pequeña
biblioteca. Para ser un penthouse, lo cierto era que el espacio estaba muy
bien aprovechado.
—Ah tienes conciencia, me parece interesante. Ahora aclárame, ¿solo se
vale lastimar con las palabras? —preguntó enarcando una ceja.
Él sonrió de medio lado.
—Las verdades duelen —replicó él a modo de explicación.
—Los errores todavía más, Stavros —murmuró.
Él abrió sin ninguna ceremonia una de las puertas del pasillo de la planta
alta, en donde se encontraban las habitaciones, encendió la luz y le hizo un
gesto a Paisley para que entrara. Ella creyó que la enviaría a algún sitio
incómodo, pero lo que tenía ante sí era una habitación preciosa.
—Los gastos que sean parte de tu trabajo de cara al público serán
cubiertos por mí —dijo él tratando de no fijarse en cómo el jean azul se
pegaba al cuerpo de Paisley, ni cómo la blusa rosada caía sobre unos pechos
que él quería descubrir y acariciar—. Tus gastos pasan por revisión de mi
abogado. —Ella enarcó una ceja—. Así sabremos que estás utilizando los
recursos dentro de lo esperado, en lugar de despilfarrarlos como has estado
habituada.
Paisley soltó una exhalación.
—El día en que entiendas lo equivocado que estás respecto a mí sentiré
tanto gusto que de seguro el sol dejará de ser amarillo y se tornará violeta,
mi color preferido. Lo que necesito lo tengo aquí —dijo señalándose la
sien.
—Entonces utiliza esos recursos inteligentemente si quieres que tu
familia continúe con un techo sobre su cabeza —replicó indiferente.
Ella meneó la cabeza con paciencia. ¿De dónde sacaba esa virtud? Lo
ignoraba.
Sus enfrentamientos verbales, le provocaban tanto disgusto como placer,
y no lograba explicarse a sí misma el motivo. Además, esa mirada
masculina era una caricia fría que le causaba calor. Sí, esa era la clase de
contradicción que empezaba a volverse un factor común cuando de él se
trataba. La enfurecía. Qué distinto era el hombre encantador de la fiesta de
George, el Stavros que le sonreía, flirteaba y era amable, a este, vengativo,
desdeñoso y altivo.
—Si no duermo en tu habitación, como lo haría tu esposa en la vida real,
salvo que la pobre mujer tenga dos dedos de frente y salga corriendo si sabe
lo que le conviene, entonces ¿eso implica que tu staff entiende que esto —
se señaló a sí misma y luego al griego— es una farsa y que tienen que
cerrar la boca?
A él le gustó notar que detrás de esa fachada de valentía, Paisley estaba
nerviosa. Llamar a su amigo del banco sería sencillo, pero le interesaba que
ella viviera la realidad de otras personas que jamás accedieron a la riqueza
de la que ella disfrutaba: trabajando sin indulgencias, esforzándose para
ganarse la comida del día y aprendiendo a administrador los recursos.
Se saboreaba más el triunfo cuando un enemigo caía, si el proceso se
llevaba a cabo a cuentagotas. Cuando Hamilton se enterase de que su
querida hija había quebrado BubbleCart, se había casado con su enemigo
sin poder disfrutar de los beneficios millonarios de la fortuna Kuoros, y que
pronto se quedaría sin la casa familiar, entonces Stavros podría tomarse
unas vacaciones a Mykonos. Estaba seguro de que ella iría a lloriquearle a
su padre cuando acabaran esos cinco meses.
—Ah, Paisley —dijo acercándose hasta que solo quedaban centímetros
separándolos. Ella elevó el rostro. Stavros medía un metro ochenta y cinco
de estatura, y Paisley un metro sesenta y siete—. ¿Tan desesperada estás por
calentar mi cama que dormir sola no te apetece? —preguntó y extendió la
mano para tocarle la mejilla, pero ella se la apartó de un manotazo.
Stavros soltó una risa profunda, ronca y melódica; una que debería
venderse en las sex-shop para que las mujeres pudieran darles vida a sus
fantasías eróticas, mientras se corrían escuchando esa voz.
—Tu contrato me impide hablar con mi mejor amiga o cualquier otra
persona de las condiciones y motivos por los que me voy a casar contigo,
así como los demás detalles de esta monumental barbaridad que estás
cometiendo contra mí —replicó agitada sin apartar la mirada de él—. Así
que es válida mi curiosidad, porque no quiero que me acuses de romper el
contrato. No poseo un millón de dólares para resarcir con un pago como
aquel, los supuestos daños por incumplimiento.
—Nadie trabaja para mí sin un contrato de confidencialidad —replicó
apartándose, porque no iba a dar rienda suelta a sus intenciones de
seducirla. No esa noche. Necesitaba que empezara a sentirse cómoda y
bajara sus defensas—. Todo lo que escuchen o vean no es replicado en
ningún sitio.
Una fortuna evaporándose, una casa embargada, una familia humillada,
un cuerpo irresistible al toque de un solo dueño: él. Ese era el destino para
Paisley. Cuando se marchara de su penthouse sería tan solo una mujer más
que había pasado por su vida, sin nada memorable que dejar a su paso. ¿Él?
Sería todavía más adinerado, aumentaría su prestigio empresarial y
continuaría expandiéndose.
—Entonces, ahora sé a qué atenerme con ellos para no generar
momentos incómodos o malentendidos —replicó.
La tensión entre ambos podía rasgarse con la punta del más fino alfiler.
Su sexo estaba húmedo, la sangre que recorría sus venas parecía haber
recibido una inyección de heroína, y sentía los pechos ligeramente más
pesados. Lo más enloquecedor era que seguía llevando la ropa puesta, él no
había tocado más que sus fibras mentales. Le dio la espalda y recorrió la
habitación, porque era más fácil que mirarlo y asimilar las emociones
encontradas que Stavros provocaba en ella.
Con él, Paisley parecía adentrarse en un mar embravecido, emocionante,
angustiante, aventurero, seductor, descabellado, intenso, y no podía detener
ese mar, porque primero debía zambullirse en él para lograr vivir de primera
mano todo ello y así poder hallar la orilla. Jamás había sido una buena
nadadora y temía que, cuando se dejara llevar por esas aguas prometedoras
y turbulentas, empezaría a sentirse a gusto. Estaba hecha un lío.
Recorrió con los dedos el suave edredón de la cama queen-size. Notó
que el mobiliario al completo era de madera oscura, un espejo de cuerpo
entero estaba en una esquina lateral y el clóset frente a la cama parecía
amplio. Caminó hasta la puerta contigua en la que estaba el baño, este era
dos veces más grande que el del piso que compartía con Loretta. Había una
tina a un costado, además de una ducha con vidrios semi transparentes, un
clóset con toallas de todos los tamaños y un calentador de toallas. El mesón
era de mármol de Carrara. Una absoluta belleza.
Paisley regreso al interior de la habitación y se dio cuenta de que
Stavros continuaba en el umbral de la puerta de entrada. Estaba con el
hombro apoyado contra el marco, cruzado de brazos, solemne. Ella tragó
saliva, porque la presencia de él parecía abarcar toda la estancia, a pesar de
ser vasta.
—Esta habitación es muy bonita. Aunque traje pocas cosas, creo…
—No esperes a que te entreguen tus maletas, Paisley, aquí no hay
servicio, tú eres el servicio —interrumpió, cabreado por el deseo que ella
causaba en su cuerpo. Meredith se había marchado esa mañana a Miami por
trabajo y no volvería hasta dentro de unos días. Él tampoco tenía tiempo
para conseguir un reemplazo sexual para aplacar la jodida situación, porque
su agenda en la oficina era más demandante que nunca debido al terreno
que necesitaba para construir la nueva planta embotelladora—. Así que
empieza a habituarte a ello.
Paisley sintió ganas de abofetearlo, pero no iba a desperdiciar su tiempo
ni su energía, pues sabía que los necesitaría para más adelante.
—Estoy consciente de ello —replicó. Los quehaceres en una casa no le
parecían humillantes, lo humillante era tener que hacerlos para un hombre
como él, y Stavros estaba muy consciente de esa diferencia—. Me gustaría
saber qué día vamos a firmar los papeles de matrimonio. Entre más pronto
pase el tiempo, mejor.
Stavros miró el reloj de su mano izquierda, un Patek Philippe
Grandmaster. Uno de sus caprichos personales eran los relojes, y tenía una
colección valorada en casi sesenta millones de dólares. Quizá estaba
compensando por todos los años de carencia en su infancia, pero ahora que
podía permitirse lo que se le daba la gana, no veía el motivo por el cual
debería abstenerse. Además, donaba una gigantesca suma de su patrimonio
personal a obras de caridad. «Equilibrio».
—Dentro de una hora empiezas a trabajar oficialmente —dijo con
acritud—. Una maquilladora, un estilista y un asesor de modas llegarán
dentro de quince minutos para prepararte. El fotógrafo vendrá a hacer una
sesión, así que procura desarrollar tus artes de actriz lo mejor posible —dijo
esto en tono burlón—. Intenta ceñirte al horario. La historia para la prensa
la va a coordinar mañana Jonah Ronson, mi director de relaciones públicas
en Manscorp, y es el único en la compañía que conoce de tu posición.
Limítate a seguir los planes de trabajo que él te envíe por email y eso
incluye la agenda social que se espera que cumplas a rajatabla.
Paisley creyó que se casarían en una pequeña ceremonia o incluso en el
registro civil. ¡No esa misma noche! Quiso abrir la boca para preguntarle un
par de detalles, sin embargo, no fue posible hablar, porque él salió cerrando
la puerta tras de sí, dejando la estela de su exquisita colonia.
A pesar de que jamás tuvo una fantasía sobre cómo sería su matrimonio
o cómo quería decorar el sitio el día en que daría el “sí quiero” al hombre
que amaba, a Paisley le parecía triste tener que usar un vestido de novia y
arreglarse para una persona que no se merecía mirarla. Solo estaba haciendo
un trabajo, tal como lo haría cualquier actriz, lo sabía muy bien. Una
lástima que no haber estudiado para esa carrera, así que tendría que
improvisar sobre la marcha.
Lo único que la motivaba a no desmoronarse era Millie.
***
Stavros maldijo mentalmente, mientras Doug soltaba un silbido de
aprobación apenas audible, cuando Paisley llegó a la sala en la que esperaba
el abogado. Sesenta minutos contados por reloj. Puntual. «¿Cómo se
vengaba de una mujer con rostro de ángel y curvas hechas para pecar de
placer?», se preguntó, cabreado, al verla bajar las escaleras con el vestido
color champán que se ajustaba a ese cuerpo tentador.
—Creo que no va a pasar mucho tiempo antes de que caigas rendido a
los pies de esa mujer y no solo en la cama, si me permites hacer esa
aclaración —dijo Doug dándole un codazo a Stavros. Iba a ejercer de
testigo, al igual que lo hacía la señora Orwell. Él era el único amigo que
conocía lo que estaba ocurriendo en realidad—. Además, me parece que
está fuera de tu liga.
«Lo sé», pensó Stavros. La clase de mujeres que salían con él eran
despampanantes o poseían un toque de innata sensualidad, pero ninguna
parecía más regia que la mujer que caminaba hacia él en esos instantes.
Paisley tenía esa aura propia de la realeza, hermosa, altiva y con un toque
de calidez, pero él había conocido también el fuego de sus palabras, la
sagacidad de su mente y la sensualidad de su boca. Unos labios que quería
devorar hasta escucharla gemir su nombre. «Mierda».
—Doug, en serio, cállate la boca —replicó Stavros. Tan solo por las
fotografías que necesitaba enviar Jonah a la prensa, él se había puesto un
esmoquin. No se afeitó, porque esa parte no la consideraba necesaria—. Tus
aclaraciones sobran.
—No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo, ya te lo comenté —
murmuró Doug ajustándose de la corbata.
—Necesito tu firma como testigo, no tus opiniones —refutó Stavros.
—Ni siquiera has tenido una fiesta para despedida de soltero ¿te apetece
celebrarlo en un bar al finalizar esta pequeña formalidad matrimonial? —
preguntó con una sonrisa—. Como ahora serás un hombre casado, entonces
no me parecería bien que dejaras a Paisley en casa, te la puedes traer al bar.
¿Qué tal con eso?
Stavros achicó los ojos.
—Es un puto domingo, Doug, y esto no es de verdad, sino un negocio.
—Pequeño detalle —dijo riéndose por lo bajo.
Paisley se sentía hermosa por fuera, aunque por dentro tenía el corazón
dolido. Estaba entregándole los próximos meses de su vida a una persona
que la odiaba, pero sabía que también la deseaba con intensidad. Serían
semanas en las que no tendría idea de los planes reales de Stavros.
Detestaba no ser la que llevase la batuta.
—Hola, Doug —dijo ella recordando el nombre del amigo de Stavros—.
Gracias por haber venido esta noche, aunque supongo que fue inesperado
para ti.
—Permíteme decirte que estás preciosa —replicó tomándole la mano y
dándole un beso en el dorso muy galante. Ignoró el gruñido de Stavros—.
Entiendo que no es la circunstancia más idónea, pero me alegro verte de
nuevo.
Ella soltó una risa suave que pronto murió en sus labios al notar la
expresión hostil de Stavros. No le dijo ni una sola palabra sobre su atuendo
o si le parecía que era el maquillaje apropiado. Nada, tan solo la observaba
intensamente.
Stavros se inclinó y acercó la boca a la oreja de Paisley. Ella se quedó
quieta.
—No necesitas actuar con Doug, él sabe que eres una esposa por
contrato.
—Ah, justo las palabras que una novia falsa quiere escuchar en una
situación complicada. Mira qué casualidad que tu amigo me caiga bien sin
necesidad de pretender —replicó ella—. Tú pareces siempre pendiente de
recordarme mi lugar.
—Ese es un placer en sí mismo —dijo con antipatía.
El staff que la había ayudado a prepararse se había marchado, y solo
quedaba el fotógrafo. En medio de la sala había sido puesta una mesilla
moderna de tono café claro y Kevin Pitt, nada menos, se encontraba listo
para oficiar la ceremonia, porque tenía los poderes legales para hacerlo.
Paisley sabía que la licencia de matrimonio estaba preparada, porque nada
se escapaba del control de Stavros.
—Buenas noches, señorita Mansfield —dijo Kevin—. Esta ceremonia
será breve, y los testigos están completos. Podemos empezar.
Ella hizo un ligero asentimiento.
—Gracias —murmuró, consciente de Stavros. ¿Por qué tenía que estar
tan atractivo y ser tan insoportable al mismo tiempo?
El fotógrafo acortó la distancia en ese momento e hizo un par de tomas.
—¿Les gustaría intercambiar votos? —preguntó Kevin tan solo por
formalidad. A pesar de los enrevesados asuntos de su cliente, él tenía cierta
habilidad, surgida de la experiencia de los años, para juzgar el carácter de
una persona. Indistintamente de lo que hubiera hecho o no la señorita
Mansfield, a él le parecía una mujer que merecía un matrimonio en
circunstancias diferentes. Sin embargo, no le pagaban miles de dólares la
hora de trabajo para dar sus opiniones en asuntos que estuvieran fuera del
ámbito legal—. Creo que sería un toque…
—Hoy, no —interrumpió Stavros. Sacó del bolsillo un anillo de
diamantes rodeados de zafiros en forma de un óvalo perfecto. Un joyero
llegó esa mañana para que él escogiera lo que consideraba a su gusto.
—De acuerdo —replicó Kevin. El abogado hizo su declaración del
discurso usual para esa clase de diligencias. Los contrayentes dijeron “sí,
acepto” a las palabras de compromiso legal citadas por Kevin—. Por el
poder que me confiere el Estado de Illinois, los declaro marido y mujer.
Señor y señora Kuoros.
Paisley tenía las manos entrelazadas sobre el abdomen y jugueteó con el
pulgar alrededor del dedo anular que no tenía todavía ninguna joya. Le
parecía irónico que siempre había despreciado las alhajas, porque
simbolizaban la frivolidad de la sociedad de la que se alejó de manera
voluntaria, y ahora un pedazo de metal precioso significaba de nuevo un
grillete, una sentencia, una venganza. Un círculo complejo.
Stavros le puso el anillo a Paisley y ella lo miró con una mezcla de
pesar, emoción y resignación. Le quedaba un poquito flojo, pero no creía
que fuese a caérsele. En todo caso daba igual, porque no tenía particular
sentimentalismo.
Su mirada y la de Stavros se cruzaron, mientras él le acomodaba la
banda de piedras preciosas en el dedo. El toque de sus manos era fuego y
lanzó chispas calientes a todo su cuerpo. Stavros le miró la boca con ansias,
pero no actuó en consecuencia.
—No tengo un anillo para ti —susurró Paisley con ligera indecisión.
—Tampoco hace falta, ni esto ni tú significan nada —replicó con
frialdad.
Paisley sabía que era cierto, maldición, lo sabía, pero eso no impidió que
los ojos se le llenaran de lágrimas. En esta ocasión era consecuencia de una
mezcla de rabia y decepción. No era romántica, pero sí optimista e
intentaba encontrar el lado positivo a su vida, aunque en estos instantes no
lo consiguió.
—Claro —dijo ella sin más y apartando el rostro.
—Stavros, por favor, tampoco así —dijo Doug en un tono que no tenía
nada de bromista, porque llegó a escuchar la réplica de su amigo.
El griego lo ignoró.
El abogado empezó a recoger todo, una vez que los documentos fueron
firmados, y el fotógrafo hizo una última toma desde un ángulo distante,
antes de dirigirse a la pequeña biblioteca de la casa decorada para hacer la
sesión de fotos. La señora Orwell se retiró, porque Jacques iba a llevarla a
casa pues era medianoche.
Paisley le hizo un ligero gesto de despedida a Doug, sintiéndose
humillada por el comentario de Stavros, porque no le parecía que fuese
necesario actuar de esa manera con ella. ¡Estaba cumpliendo su parte a
cabalidad! Se dirigió hacia la biblioteca para hacer las fotos, que no le
apetecía en absoluto, pero si había firmado un documento entonces iba a
cumplir con ese rol.
Stavros la vio marcharse, y se pasó la mano sobre el rostro. Meneó la
cabeza.
—Considerando la situación —dijo Doug con las manos en los bolsillos
del pantalón, mientras observaba los últimos vestigios de Paisley
desaparecer por el pasillo—, lo cierto es que ella ha actuado de forma
serena y gentil. No hay público alrededor, solo nosotros haciendo este
pequeño teatro para ti, así que no era ni siquiera necesario que ella se
mostrara amable con nadie, pero lo hizo.
Stavros no debería sentirse mal, pero ver los ojos llovidos de Paisley le
produjo un inesperado, muy leve, remordimiento. Debía recordar que ella
era la misma muchacha que, durante meses, dejaba un montón de cartas de
Esther sin responder, llamadas sin devolver, mientras se iba a Europa de
paseo o a un rancho los veranos. Era la misma chica que solo cuando le era
conveniente y necesitaba vestidos nuevos o tardes de té para ser vista con su
abuela millonaria, entonces accedía a salir con Esther. Incontables
ocasiones, él encontró a su mentora afligida y reacia a acusar a su familia de
nada, porque siempre que Paisley o la otra muchachilla o incluso los
imberbes hijos de Gianni (que era un segundón y alcahuete de las perfidias
de Hamilton), la dejaban plantada, Esther tenía una justificación para ese
proceder.
Stavros miró a Doug con determinación.
—Más te vale que recuerdes que ella tiene un empleo: ejercer el papel
de mi esposa ante otros y en esta casa es la asistente de la señora Orwell.
Aquí no hay espacio para idioteces, Doug. Mi empresa y su expansión es
primero.
—A veces —dijo dándole una palmada en el hombro—, me pregunto
cuándo dejarás de lado la experiencia de Katherine y aceptarás que no todas
las mujeres, indistintamente de tu historia con los Mansfield, van a
jugártela.
Stavros apretó los dientes ante la mención de su ex. Katherine era el
motivo por el que jamás se permitiría volver a ser vulnerable. Las
enseñanzas de su vida incluían también aprender a encerrar en un pozo
profundo cualquier emoción genuina en una relación. Él no volvería a
cometer el error de mostrar sus sentimientos. Fue un imbécil y pagó el
precio durante un largo tiempo. No iba a repetir la historia.
—Tengo una sesión de fotos que atender —replicó a cambio—. Gracias
por haber venido y apoyarme en este proyecto. ¿Te quedas a beber algo?
Doug se echó a reír por el cinismo de su amigo. No era tonto para
pinchar al león varias veces, así que dejaría que el tiempo hiciera el trabajo
correspondiente. No entendía, después de la experiencia de Stavros con
Katherine, cómo había decidido casarse con Paisley, cuando pudo haberle
propuesto un simple contrato de trabajo como su pareja constante. Casarse
para llevar a cabo las acciones empresariales que tenía con la NHL no era
necesario. No iba a presionar por motivaciones, ya era un asunto que
Stavros necesitaba resolver por sí mismo… y pagar el precio.
Doug sabía que Paisley era una Mansfield, pero no se parecía en nada a
su tío o a su padre, lo decía él que los conocía a todos y había tenido, la
mala suerte exceptuando por Esther, de hacer negocios de bienes raíces,
años atrás, con esos hermanos. Imaginaba que, como lo que siempre ocurría
en la vida emocional de Stavros, sería demasiado tarde cuando analizara los
pequeños detalles sin odios, revanchas o redoblado cinismo. Doug no
recordaba haber visto tan afectado, positiva o negativamente, a Stavros por
una mujer. Ni siquiera por su ex.
—Me gustaría —replicó—, pero la verdad es que Vianney y yo
quedamos esta noche. ¿Te veo en el cumpleaños de Helena? —preguntó
caminando hacia la salida —. Mi prima te tiene en alta estima, Dios sabe
por qué —rio—, y no creo que le siente bien a tu imagen faltar a la
celebración de sus cincuenta años. Medio siglo de vida es todo un hito.
—Supongo que sí —dijo—. No hagas idioteces.
—¿Como casarme por venganza? —preguntó Doug, riéndose a
carcajadas cuando Stavros achicó la mirada, luego salió del penthouse.
Stavros encontró a Paisley sentada en el sofá azul de la biblioteca.
Detrás de ella estaba la chimenea encendida, y el fuego creaba un halo
místico a su alrededor. Al notar su presencia, la expresión serena cambió
súbitamente a una cauta. Él apretó la mandíbula y le hizo una seña al
fotógrafo.
—Podemos empezar, señor Kuoros —dijo el hombre—. Por favor,
siéntese junto a su esposa, más cerca. Bien, perfecto. Rodéela con el brazo
derecho. Señora Kuoros, por favor, coloque su mano sobre la de su esposo
para que el brillo de ese anillo reluzca en la fotografía. ¡Hermosos! Bien,
sonrían.
Paisley se sentía sobrepasada y la cercanía de Stavros no ayudaba.
Quería largarse de ahí, quitarse el vestido, los zapatos, el maquillaje, todo.
Quería borrar esa noche de su calendario y de sus recuerdos. Hizo todo lo
que el fotógrafo pidió con su mejor expresión recordando cómo había
actuado de la misma manera, una marioneta de portada de revista, para los
eventos de su propia familia.
Al cabo de cuarenta minutos, la sesión terminó con la última fotografía:
Stavros contra una de las estanterías de la biblioteca, y Paisley descansando
la espalda contra el pecho masculino, mientras él la abrazaba de la cintura y
ponía la barbilla sobre la cabeza de cabellos negros. Nada presionar el
último “clic”, la pareja se separó. La tensión entre los dos era demasiado
fuerte para seguirla manteniendo.
El fotógrafo se marchó diligentemente, mientras Paisley se quitaba los
zapatos de tacón alto. Le dolían un poco los pies, porque no estaba
habituada a utilizar tacones tan elevados. Su pie se enredó con el bajo del
vestido y trastabilló, pero pronto la mano firme de Stavros la sostuvo para
evitar que se cayera.
Ella elevó la mirada y Stavros le soltó la mano.
—Me parece que he terminado mi trabajo por hoy ¿verdad? —preguntó
sosteniendo ambos zapatos en una mano.
Stavros la quedó mirando. Se debatía entre besarla o dejarla marchar.
Finalmente, triunfó la cordura. Por esa noche.
—Sí —dijo con acidez, antes de abandonar la biblioteca.
Paisley bajó la mirada al quedarse a solas, agotada; tomó una profunda
respiración. En ningún momento el contrato señalaba que adoptaría el
apellido Kuoros, pero tampoco marcaba una diferencia. Si esa noche era
una muestra de lo que serían los siguientes meses, entonces necesitaba
asegurarse de tener una buena noche de descanso. Con ese pensamiento fue
su habitación.
CAPÍTULO 9
***
A lo largo de toda la jornada de trabajo nadie osó acercarse al CEO de la
compañía. Todos preferían retrasar cualquier reunión programada o
comunicarse directamente con la asistente de Stavros, Zeyda. La mujer no
se caracterizaba por guardar sus opiniones cuando era preciso darlas, así
que entró a la oficina de su jefe con la autoridad que le otorgaban las
décadas de trabajo al servicio, primero de Esther Mansfield y, desde hacía
varios años, del sucesor y heredero de ella.
—Ya es pasada tu hora de salida ¿existe algún motivo por el cual estás
interrumpiendo mi ritmo de productividad, mientras examino los números
de la próxima operación financiera de esta empresa? —preguntó sin ni
siquiera levantar la mirada de los documentos que tenía ante sí. La única
persona que podía entrar sin anunciarse, porque él lo permitía, era Zeyda.
Se sentía cabreado consigo mismo, después de lo ocurrido esa mañana
con Paisley. Sin embargo, le pareció inevitable querer borrar esa expresión
rebelde y altiva al hacerla sucumbir a sus besos. Lo infumable de la
situación fue verse arrastrado por la descarnada sensación de posesión y
hambre sexual al sentirla tan cerca, gimiendo, mordisqueándole los labios
con la misma salvaje intención que él.
El anhelo de querer tocarla toda, palpar las curvas de sus nalgas, las
caderas redondeadas y los senos atrayentes, lo habían incitado a considerar
ceder a la locura de hacer algo más que solo besarla. Y lo habría hecho si el
teléfono no le hubiese vibrado en el pantalón, anunciándole que tenía que
romper esa bruma envolvente para ir a hacer lo que de verdad importaba:
trabajar y lograr sus planes. Paisley era la primera mujer, maldita fuera, que
se colaba entre sus pensamientos mucho más tiempo del que consideraba
permisible para sus estándares personales. Le parecía una atrocidad que una
Mansfield pudiese provocar esas sensaciones viscerales en él.
—Señor Kuoros, hoy he visto las publicaciones sobre su matrimonio—
dijo en un tono suave, aunque Stavros la conocía bastante bien y podría
atreverse a decir que estaba un poco resentida por no haberle comentado la
noticia. Él no le debía explicaciones a nadie, aunque tampoco le diría a
Zeyda que ese matrimonio no tenía nada de convencional—. Lamento no
haberlo felicitado en la mañana de una manera más cercana, pero debe
comprender que su hostilidad ha dificultado mi trabajo a lo largo de la
jornada y apenas he tenido un poco de respiro. El staff gerencial me ha
pedido darle también sus felicitaciones. Los empleados de la planta
embotelladora y también los mandos bajos en este edificio le han enviado
un correo electrónico con una tarjeta digitalizada con las firmas de cada
uno. Un gesto muy gentil. ¿No lo cree?
Stavros se recostó contra el respaldo de la silla y le hizo un gesto a
Zeyda para que tomara asiento frente a él. Su asistente era amable y quizá
tenía mucho que ver su instinto maternal, pero tenía también un temple de
acero para ejecutar sus funciones, aunque no era tirana. Ese equilibrio había
generado un buen punto de comunicación entre la oficina del CEO y el
resto de las áreas de Manscorp.
—Mi matrimonio no es de incumbencia de nadie, tampoco es ni será
motivo para considerarse una fiesta corporativa, aunque te agradezco por
tus buenos deseos, porque sé que son genuinos —replicó sin ninguna
emoción.
Ella se ajustó la pulsera de jade la mano izquierda.
—No sabía que había estado en contacto con Paisley Mansfield, pero ha
hecho una buena elección y espero que sean felices —dijo con sinceridad.
Las fotografías de la prensa digital e impresa eran hermosas y la pareja
lucía enamorada, aunque ella entendía que su jefe estaba siendo tan privado
con sus asuntos como de costumbre. No negaba que le hubiese gustado
saber con antelación de ese matrimonio, pero comprendía a Stavros—. La
señora Esther habría estado muy contenta si aún estuviera entre nosotros al
saber que su nieta preferida ha conquistado al muchacho en quien depositó
toda su confianza para llevar a esta corporación al éxito.
Stavros soltó una carcajada ácida. Zeyda frunció el ceño.
—Si no te has dado cuenta, Paisley ahora usa el apellido Kuoros, así que
puedes referirte a ella de esa forma —replicó, porque esta última parte le
provocaba una inusitada satisfacción ya que implicaba que estaba
arrebatándole algo más a Hamilton: el apellido de su hija y ella misma—.
Por otra parte, tú debes ser muy consciente de que Esther no recibía nada
bueno de sus nietos. Dejemos que su memoria descanse en paz. Tampoco te
hagas ideas románticas en la cabeza.
La elegante mujer se cruzó de brazos.
—Señor Kuoros ¿me va a decir que se ha casado sin estar enamorado?
¡Una esposa no es una amante que se descarta! —exclamó consternada,
porque conocía que ese apuesto muchacho era muy discreto, pero siempre
había una mujer alrededor. Zeyda estaba enterada de muchos asuntos
privados de su anterior jefa, una dama a carta cabal, aunque no consideraba
pertinente dejarlos a la luz salvo que fuese imperativo y, por ahora, no era
así—. La señorita Paisley siempre fue muy dulce. Tuve el gusto de
conocerla y hablar con ella cuando era una adolescente. Ella es…
—¡Basta, Zeyda! No tengo que responder sobre mis emociones ni las
teorías que puedas tener sobre mi vida personal con Paisley —dijo él con
severidad, interrumpiendo—. Sé que tienes buenas intenciones en tus
palabras. Ahora, a Hamilton Mansfield no lo quiero cerca salvo en la
obligatoria junta del directorio ejecutivo semanal o mensual. No acepto
reuniones privada con él de ningún tipo desde hace varios años, ese estatus
se mantiene, aunque me haya casado con su hija. —Zeyda asintió—. Mi
único enfoque aquí es el trabajo y no tengo tiempo para desperdiciar en
asuntos privados. ¿Qué pasó con la convención en Boston para Harvard? —
preguntó en tono por completo indiferente y cambiando el tema.
Zeyda sabía que Stavros era un hombre enfocado en su profesión hasta
un punto extremo, en especial desde que la única pareja que ella conoció en
persona, una tal Katherine, se marchó de un momento a otro de la vida de
su jefe. A partir de ese incidente, él era más frío, calculador y distante.
Nadie conocía de verdad los entresijos de lo sucedido entre él y la
muchacha aquella, pero Zeyda suponía que no habría sido nada bonito si
había transformado a un hombre encantador, aunque siempre mantenía su
habitual toque reservado, en uno más hermético y distante. Ningún medio
de comunicación se hizo eco de la relación o la ruptura de la pareja, porque
el dinero podía ocultar lo que necesitaba ser olvidado, y Stavros Kuoros era
inmensamente adinerado.
«¿Sabría su jefe la verdadera historia de Paisley?». A juzgar por la poca
estima que le tenía Stavros a los hijos de Esther y su descendencia, algo que
nunca ocultó en esos años y de lo que su antigua jefa fue consciente, Zeyda
consideraba que debía existir un motivo importante detrás de ese
matrimonio, en especial cuando la flamante esposa de Stavros era la hija de
Hamilton, un hombre al que Stavros despreciaba.
—La cancelé tal como me pidió —replicó volviendo a su tono serio,
mientras revisaba el iPad, olvidadas por completo sus reflexiones—. El
próximo viaje es a Nueva York para cortar la cinta que inaugura el salón de
actos de la Fundación Niños por la Vida, y a la que Manscorp donó
doscientos mil dólares para llevar a cabo parte de las obras. El itinerario al
completo está por definirse, porque todavía queda tiempo por delante. Sin
embargo, señor Kuoros, me gustaría que me confirme, para yo comunicarlo
al directorio de la organización, si usted piensa o no dar un discurso.
Él no era de los que disfrutaban hablar en público.
—No daré ningún discurso. ¿Cuántos días tengo que estar en
Manhattan?
—Cinco días, aunque con tendencia a que pueda variar si surge algún
cambio de última hora debido al perfil de las personas con la que va a
encontrarse. Tiene una tarde de golf con el Gobernador, Marc Ruttinger,
también una fiesta para la inauguración de la nueva mansión del actor Joe
Moriarty, en Los Hamptons. De acuerdo con la agenda de relaciones
públicas que me pasó hace tres horas Jonah, usted tiene una reservación
especial en el restaurante Roof Electric de Manhattan el último día con la
señorita Mans… con la señora Kuoros.
—Aprovecharé para hablar con los gerentes de distribución y logística
que tenemos en esa ciudad. Organiza varias reuniones con cada uno de
ellos. —Zeyda hizo un asentimiento escribiendo en la tablet—. ¿Algo más?
Ella apagó el iPad y lo dejó reposar sobre su falda.
—Sé que la agenda de trabajo para los próximos seis meses va a estar
más liada de lo habitual, sin embargo, me gustaría saber, tan solo con
propósitos de que mi gestión sea eficiente, un punto en particular con
respecto a su Luna de Miel. El comunicado que se divulgó señalaba que
usted y su esposa estaban todavía decidiendo el sitio del viaje de bodas, así
que sería de gran ayuda que me diese algunos datos para que no genere
conflicto con todas sus actividades previamente establecidas.
Stavros la quedó mirando como si fuese de Júpiter y no de la Tierra. Al
cabo de un instante ató cabos y recordó el texto que había enviado Jonah a
la prensa. Él había pintado el cuadro como algo romántico y fantástico, en
el que la relación del nuevo matrimonio se había mantenido en secreto
durante meses, aunque finalmente decidieron dar el paso de un modo muy
privado, sin anuncios grandes ni eventos.
Lo que había amargado el día de Stavros, además del beso que lo dejó
más frustrado que satisfecho, fue la foto que capturó la expresión de Paisley
cuando él le puso el anillo en el dedo, porque parecía emocionada e incluso
feliz; aunque bien sabía que no era cierto, pero le concedía que era una gran
actriz. Una mentirosa.
Sin embargo, fue la toma en la que él la sostenía desde atrás, rodeándole
la cintura con los brazos y reposando su barbilla sobre la coronilla
femenina, la que realmente había conseguido transmitir la idea de que eran
un equipo y estaban enamorados. La posibilidad de que la gente se creyera
la narrativa de Jonah era perfecta para el propósito de sus negocios con la
NHL, pero no para Stavros a nivel personal, porque le recordaba los
momentos amargos que asociaba al pasado que cambió su manera de
concebir las relaciones con las mujeres.
—No te preocupes por tu gestión, Zeyda, mi matrimonio o los eventos
que ocurran en él no afectarán mi proceso en la corporación. La Luna de
Miel quizá la ajustemos a Nueva York —replicó con simpleza.
Comprendía la preocupación de su asistente, ya que era quien
coordinaba viajes, eventos, reuniones, itinerarios y demás, así que tampoco
podía crearle inquietud innecesaria que podría afectar el ritmo ágil y usual
de trabajo. La respuesta que acababa de darle era suficiente para aplacarla.
Sería una pérdida de tiempo decirle que la idea de una Luna de Miel con
Paisley era absurda.
Zeyda sonrió con amabilidad.
—Si cambia de opinión sobre el tiempo y lugar de la Luna de Miel, y
prefieren algo fuera de Estados Unidos, puedo encontrarles los mejores
hoteles y actividades para recién casados en las Islas Maldivas, lo cierto es
que…
—Gracias —interrumpió, mientras miraba el reloj que ya marcaba las
siete de la noche—, creo que es todo por hoy, Zeyda. No es preciso que te
quedes más tiempo. Esta vez me encargaré de mi agenda personal en Nueva
York, ya que has preestablecido la corporativa. Aunque aprecio tu
amabilidad, lo sabes.
La señora pareció satisfecha, aunque no del todo, con la posibilidad de
que Stavros utilizara los días en Manhattan para cambiar un poco la tónica
de solo trabajar e intercalarla con la parte personal. «Quizá era un avance
para él».
—Buenas noches, señor Kuoros —dijo antes de salir.
Él tan solo asintió.
Una vez que estuvo a solas de nuevo, echó la cabeza hacia atrás y la
dejó reposar sobre la almohadilla de cuero de la silla ergonómica. Ese día
no tuvo descanso y tampoco tiempo de comer. Los abogados de la NHL y
los suyos ya habían finiquitado el contrato final, así que el logotipo de
Manscorp estaba ya en todas las publicidades como uno de los auspiciantes
principales del evento All Stars.
Alrededor de las cuatro de la tarde había recibido la llamada de Bob
Larsen, quien lo felicitaba por su matrimonio. Bob le dijo que al ser un
asociado corporativo su regalo de bodas era utilizar, durante los próximos
dos años, una de las suites privadas de lujo en el United Center, el estadio
en el que jugaba el equipo de hockey sobre hielo de Chicago, para asistir a
los juegos que quisiera. Le entusiasmó el gesto de su amigo, y ahora aliado
comercial, porque era fan de ese deporte.
—No sabía que ya tenías incluso planes de boda —había dicho Bob—,
pero me alegra que haya sido en el momento preciso. Nos queda genial
incluso para los negocios que ahora tenemos en común. Mira lo beneficioso
que es el amor.
—Estoy de acuerdo contigo —había dicho Stavros, cuando en realidad
habría querido dejar escapar una carcajada sardónica.
Por otra parte, Stavros pretendía aprovechar su próximo viaje a Nueva
York para visitar la casa en Los Hamptons. Doug estaba a cargo de
venderla, pero antes quería asegurarse de que no quedara ningún artículo
personal en las inmediaciones. Esa casa frente al mar era un sitio al que le
tenía especial afecto, pues fue la primera propiedad para vacacionar que
adquirió en su portafolio.
Además, aquella casa había sido el lugar que lo ayudó a poner punto
final a su ridículo sentimentalismo con Katherine. Se prometió durante
mucho tiempo que no volvería a cederle a una mujer la posibilidad de
vulnerar sus barreras emocionales. Jamás había roto esa promesa a sí
mismo.
Las luces del piso gerencial en el que trabajaba continuaban encendidas,
porque se aproximaba el final del mes y eso implicaba que el grupo del
departamento contable hacía horas extras, porque estaba a tope con los roles
de pago. Se apartó del escritorio y agarró su chaqueta de la percha de
madera en la que solía colgarla.
Necesitaba despejar la mente y conocía una manera de hacerlo lejos de
casa. La única forma de dejar la tensión de lado, y que siempre solía
funcionar, estaba a pocos minutos de distancia en automóvil. En el camino
buscaría un McDonald´s para aplacar el hambre. A pesar de sus millones en
el banco, Stavros sabía adaptarse a cualquier clase de comida. Al poco rato
recibió un mensaje en Telegram.
Meredith: Mi trabajo en Miami se acortó. ¡Estoy de regreso en Chicago
y te he echado de menos! Vi la noticia de tu matrimonio hoy. ¿Eso implica
que nuestro acuerdo queda anulado? =/
Mientras el automóvil estaba en movimiento sorteando los semáforos de
las avenidas de la ciudad, Stavros torció el gesto.
Stavros: Nuestro acuerdo está vigente.
Meredith: Espero verte pronto.
Él dejó de responder.
Treinta minutos después, en una de las jaulas de entrenamiento para
béisbol, Stavros empezó a batear las bolas que le lanzaba la máquina.
Enfocado en golpear con fuerza, poco a poco la tensión en sus hombros
disminuyó. Cuando sentía que su cuerpo ya no era capaz de continuar
bateando salió de la jaula, pagó al encargado de rentar esos sitios para
deportistas aficionados y profesionales, y llamó a Jacques.
***
Stavros
Años atrás.
***
Esbozó una sonrisa triste para sí misma, porque era la primera vez,
desde que se conocían, que no podía hablarle a Loretta con la verdad. Miró
el reloj y ya eran casi las ocho de la noche. Frunció el ceño. Se pidió un
café y lo pagó con la tarjeta de crédito que estaba supuesta a utilizarse por
temas de trabajo: ese matrimonio.
Durante un par de horas vio entrar y salir varias personas en la cafetería.
Pronto, las manecillas del reloj empezaron a marcar con celeridad el
tiempo. Las ocho de la noche dieron pasó a las nueve, nueve y media, hasta
las diez. Su teléfono no tenía ningún mensaje o llamada. Ella tampoco iba a
contactar a Stavros para hacerle preguntas. Estaba furiosa, pero no iba a
llorar. No. Su cuerpo necesitaba aprender otra manera de dejar fluir las
emociones de enfado.
—Señorita, perdone, ya vamos a cerrar. ¿Desea algo más? Lo podemos
empacar para llevar, sin ningún problema.
La camarera la observaba con una sonrisa. Paisley había consumido dos
cafés, un cheesecake de frutillas y un vaso de agua al ambiente. No solo
eso, sino que había notado a un chico muy simpático dirigiéndole miradas
de interés, aunque no hizo amago de acercarse. Ella suponía que el brillante
anillo de matrimonio implicaba que estaba fuera del mercado. «Si tan solo
fuese voluntario», pensó con resignación.
—Oh, por supuesto, diez galletas de limón, diez de macadamia y diez
más de pistacho con almendras —le entregó la tarjeta—, además de una
propina generosa para usted. Se me ha ido el tiempo muy rápido. La
cafetería es muy linda —dijo tratando de ocultar cómo su voz se quebraba.
Quería abofetear a Stavros.
—Gracias —murmuró la chica con una sonrisa.
Paisley temblaba de rabia. Stavros la había dejado plantada sin
explicación como si no mereciera esa simple cortesía. A ella no le habría
molestado regresar a casa, a pesar de haberse arreglado con esmero para
esas fotografías que de seguro irían a hacerles, si Stavros le hubiese dicho
que surgió alguna complicación que le impediría cumplir con la cena
pactada por Jonah en el calendario. Sin embargo, no hubo nada ni un
mensaje o comunicación, mientras ella lo esperaba en la cafetería.
Menos mal Zayn no le hizo caso cuando le pidió que se marchara, y la
esperaba en el automóvil. Con la bolsa gigante de galletas en mano subió al
Cadillac.
—¿Qué dirección señora? —preguntó el guardaespaldas.
Él no hacía preguntas ni juzgaba, porque ese no era su trabajo. Durante
la estancia de la señora en la cafetería notó cómo ella miraba el teléfono, se
reía en un inicio con quien fuera que estuviera chateando, pero después, a
medida que pasaban las horas, su expresión se tornó seria y luego
disgustada. Era evidente que tenía que ver con la ausencia del señor
Kuoros.
—Al penthouse —dijo—. Por cierto, aquí tienes —le entregó la bolsa de
galletas—, por haberme esperado todas estas horas, Zayn. Estoy segura de
que tus hijos van a disfrutarlas. —Sabía que era papá de gemelos, porque el
día anterior ella le preguntó si tenía familia y Zayn le comentó sobre los
niños. El hombre, aunque era callado, no dudaba en hablar si Paisley le
hacía conversación.
—No era necesario, pero gracias, señora Kuoros.
—Por supuesto —murmuró.
El guardaespaldas esbozó una leve sonrisa y asintió.
Cuando Paisley llegó al penthouse, media hora después, se quedó
atónita al escuchar risas nada más abrir la puerta. Avanzó hasta la sala y
sintió como si alguien le hubiera apretado el cuello con ambas manos,
impidiéndole respirar.
Sentado, con el brazo en el respaldar del sofá, en una pose
evidentemente relajada y con expresión de interés, Stavros se reía con una
mujer de cabello rizado y tez morena. La desconocida llevaba un vestido
cóctel de tirantes, el escote era en forma de corazón y daba cuenta de unos
pechos pequeños; sus piernas eran esbeltas, al menos era fácil de notar por
cómo la falda del vestido se había subido más arriba de medio muslo. El
lenguaje corporal dejaba claro que eran amantes. No había en esa ecuación
un error de cálculo, ni en el imaginario de Paisley un error de percepción.
CAPÍTULO 12
***
Stavros dejó a Meredith en el comedor y fue hasta la cocina a preparar
una tetera. Todavía esperaba esa sensación de triunfo o júbilo al haber
avergonzado, como planificó que sería la tónica esos cinco meses, a Paisley.
No obstante, esa sensación no llegó. Aunque era buena actriz o pretendía
serlo, él alcanzó a atisbar en ella una ligera expresión de dolor que a él no le
sentó para nada bien en su conciencia. Su primer instinto fue dejar a
Meredith de lado e ir a buscar a Paisley, pero su ego, aquel que comandaba
las estupideces, lo detuvo a raya.
De acuerdo con los informes telefónicos de Rita, Paisley estaba
cumpliendo todo su trabajo sin quejarse o pedir ayuda. Stavros había notado
los toques de nuevos aromas en el penthouse y lo impoluto del pasamanos,
por ejemplo, lo cual era un reflejo de que el testimonio del ama de llaves
era cierto.
Esa noche, Paisley se había vestido tan elegante que a él solo le
quedaban ganas de arrancarle el vestido y devorarla como había hecho la
noche anterior; escucharla gritar su nombre al dejarse ir en oleadas salvajes
de éxtasis. Claro, después de dejarla plantada y restregarle la presencia de
Meredith en la cara, lo que de seguro podría conseguir de Paisley sería una
bofetada. Se la merecería, sin duda.
—Aquí tienes —dijo entregándole la taza humeante a Meredith.
Stavros decidió sentarse en el lado opuesto de la mesa, aquel que no le
recordaba a Paisley con los muslos abiertos permitiéndole paladearla
íntimamente.
—Creo que mi presencia alrededor será una fuente de problemas
innecesarios —dijo dando unos sorbitos. Que él fuese un hombre atractivo
y un gran amante, no le quitaba a Meredith la venda de los ojos sobre lo que
acababa de presenciar entre Stavros y su esposa falsa—. Me invitaste para
hablar conmigo y dejarme saber quién era Paisley. Ahora que los he visto
interactuar entiendo lo que querías decirme. Asumo que se trata del affaire
que hemos mantenido.
—Para no andar con rodeos, sí, Meredith —replicó él—, es momento de
terminar nuestro acuerdo sexual. —Ella asintió con suavidad con pesar,
aunque sin recriminarlo porque supo desde un inicio que tarde o temprano
ocurriría—. Por ahora, mi agenda se ha vuelto muy compleja y no creo que
sería justo para ninguno de los dos continuar. Ha sido interesante este
tiempo contigo.
Ella esbozó una sonrisa triste.
—Lo ha sido… —murmuró.
—Mi director de marketing evaluará la compañía para la que trabajas e
indistintamente de lo que haya ocurrido entre los dos a nivel personal, si
Fisher Lighting cumple los requisitos y estándares de Manscorp a
cabalidad, he dado la orden de contratarla —dijo en un tono serio—. Quizá
me veas en algún momento, si firmamos el contrato, porque el proyecto a
trabajar es con niños de centros de adopción. Algo que quiero evaluar de
cerca en el desarrollo con mi equipo.
—Ah, responsabilidad social corporativa.
—Sí, entre otros temas, pero el que te mencioné es el más importante.
Ahora, dime: ¿he sido claro en mi comentario anterior sobre temas
personales?
Meredith asintió, y luego empezó a conversar con él sobre el modo de
trabajar de Fisher Lighting, además de sugerirle puntos de enfoque que, si
contrataban a la compañía productora, podrían utilizar en el concepto.
Opciones. Ella sintió súbita envidia de Paisley, pero no estaba resentida al
acabar ese affaire, porque bien o mal había tenido y disfrutado a Stavros
unos meses. Sabía que ese hombre no se abriría jamás emocionalmente ni
tampoco sobre asuntos privados. En ningún momento había aguardado a
que ocurriese en él un súbito cambio de parecer.
A juicio de ella, Stavros era un riesgo sentimental para una mujer,
porque no mostraba emociones más allá de la cama, y Meredith intuía que
pronto esa característica le acarrearía problemas con la que era su “esposa”.
No se necesitaba tener un script de producción para entender que dos
personas tenían química a raudales, pero también que sus miradas dejaban
entrever entre ellos un potencial más profundo y que todavía les era ajeno
para lograr entender.
—¿También terminas este affaire por ella? —preguntó con suavidad.
—Algo tiene que ver ese detalle por temas de agenda —contestó sin
especificar, porque dar razones no era su fuerte.
Meredith se incorporó y él también se levantó de la silla.
—Creo que será mejor que me marche. Gracias por este tiempo juntos.
Stavros hizo un asentimiento.
—¿Te llevo a casa? —preguntó Stavros.
—No, no hace falta, porque creo que tienes otros asuntos por atender —
dijo refiriéndose a Paisley, pero no necesitaba aclararlo porque era evidente.
—Jacques te llevará, entonces —interrumpió—. Ya es tarde y aunque
Chicago es una ciudad relativamente segura, la verdad es que no soy tan
cretino.
Meredith se echó a reír con suavidad, después se acercó y le rodeó el
cuello con los brazos antes de darle un suave, rápido e inesperado beso de
despedida.
Tan inesperado como Paisley envuelta en una gruesa salida de baño y
pasando por el comedor para llegar a la cocina, no sin antes ser testigo de
ese gesto de Meredith. Por un instante, se detuvo abruptamente, confusa,
porque creía que Stavros y su amante estarían en la máster suite. Tan solo
por eso se aventuró a bajar las escaleras. Además de que ya era casi
medianoche y necesitaba un vaso de agua. «Quizá habría sido mejor seguir
con el dolor de cabeza en lugar de buscar esa pastilla».
Stavros la alcanzó a ver por el rabillo del ojo al mismo tiempo que lo
hizo Meredith. Esta vez, él maldijo por lo bajo, porque al menos por un día,
ya había aplicado suficientes tareas y desaires, a propósito, a Paisley.
—No fue mi intención, no sabía que… —murmuró su ahora examante.
—Lo sé, Meredith. —Marcó a Jacques y le dijo que necesitaba que
estuviera en la puerta principal del edificio lo antes posible—. Que vaya
todo bien.
La mujer tan solo asintió y al cabo de unos segundos salió del
penthouse.
Cuando Stavros se quedó a solas fue hasta la cocina. Paisley estaba
cerrando el lavavajillas y después se giró con la intención de marcharse. Él
le impidió el paso ubicándose en la mitad del umbral de la puerta.
Paisley se cruzó de brazos y enarcó una ceja. No podía ocultar el hecho
de que sus ojos estaban irritados, así que tan solo le quedaba la valentía. ¿Es
que se habría estado besando con Meredith en el mismo sitio en que la
había besado a ella con la intención de tener sexo para repetir la experiencia
de la noche anterior? ¿Estaba leyendo demasiado en ese beso? «¡Ay,
necesito dormir!».
Las imágenes de Stavros con esa mujer habían sido parte de la causa de
su dolor de cabeza, además de una horrible y nada bienvenida sensación de
quemazón en el plexo solar. Necesitaba hallar energía extra al final de cada
día e inscribirse en una actividad que la ayudara a desahogar su mente.
Quizá podría tomar clases de baile.
—Quiero ir a descansar y estás interrumpiendo el paso —dijo con
petulancia. Stavros dio un paso hacia ella, pero de inmediato Paisley se hizo
a un lado.
El mensaje era claro y alto: había sido un cretino y no lo quería cerca. Él
no insistió, porque tampoco sabía qué cojones estaba haciendo al
aproximarse así a ella. Apretó los labios y se apretó el puente de la nariz.
Soltó una exhalación leve.
—No tengo por costumbre dar espectáculos sentimentales. Lo que
ocurrió con Meredith no estaba destinado para que lo presenciaras —dijo
casi escupiendo las palabras, porque odiaba explicarse, pero en esta ocasión
nadie se lo estaba pidiendo y el impulso de hacerlo sentaba un precedente
inaudito para sus estándares con las mujeres. Paisley era el equivalente al
Triángulo de las Bermudas y su efecto desestabilizador en los equipos de
navegación y aviación.
Ella enarcó una ceja.
—Las explicaciones entiendo que no te van, así que mejor responde
algo sobre este asunto: ¿Te he pedido que me cuentes o me des detalles? He
visto escenas más grotescas de hombres y mujeres en situaciones
comprometedoras.
Stavros apretó la mandíbula.
—Estaba siendo magnánimo compartiéndote ese detalle —replicó con
altivez.
—Ah, ¿sí? Mira tú, pues yo te comparto también algo muy interesante:
resulta que me gustan las orgías precisamente porque otros involucrados
ven lo que hago sin tapujos —replicó dolida y orgullosa. Le daba igual que
él se hubiese acercado a hablar para comentarle tan solo, el muy egoísta,
que estaba enfadado porque ella había presenciado una escena privada—.
Apártate de mi camino, Stavros. —Estaba quedándose sin fuerzas por ese
día y solo necesitaba marcharse.
Stavros la sorprendió con una profunda carcajada. Por un instante, ella
se quedó atónita, porque le pareció estar ante un vistazo del hombre que
había sido encantador y atento con ella en la fiesta de George. Esa dichosa
ocasión parecía haber sucedido hacía años luz. Tomó una inhalación.
—Mañana en la noche iremos a cenar a Zócalo —dijo guardando las
manos en los bolsillos del pantalón. No creía que Paisley fuese de aquellas
mujeres que andaban de cama en cama, menos en orgías. Tampoco le
preocupaba que pudiera salir con otros y dejarse fotografiar en situaciones
comprometedoras, afectando con ello el contrato de Manscorp con la NHL,
pues estaba blindada por el acuerdo bastante complejo de trabajo, gracias a
él, que se lo impedía—. Aplicaremos la misma logística de hoy, así que no
es necesario repetírtela.
Ella hizo una mueca burlona.
—Si piensas dejarme plantada de nuevo, como escarmiento o lo que sea
que te divierta hacer, entonces procura que no sean tantas horas para no
regresar muy tarde y aprovechar mi tiempo de otro modo —replicó—.
Estoy “trabajando” para ti, pero también tengo una existencia que no pienso
descuidar.
—No utilizaste los pendientes que te envié —dijo al notar los diamantes
que Paisley llevaba en las orejas. Ella los tocó inconscientemente—. Las
joyas que están en tu habitación le pertenecen a una joyería que es
propiedad de unas artesanas locales. Son muy cotizadas en el mercado, pero
que tú las uses y te fotografíen con ellas, como mi esposa, implica
publicidad para esas damas. Todas son retiradas y formaron una comunidad
para explotar el lado artístico que tienen. Les prometí que haría lo posible
para darles visibilidad. Así que procura cumplir esa indicación.
Ella tan solo absorbió la información e hizo un asentimiento. Quería
hacer más preguntas al respecto, pero cerró la boca. Ese rasgo de apoyar a
unas ancianas joyeras y artesanas le parecía tan fuera de carácter en Stavros
que la desconcertaba. ¿Quién era ese hombre que podía ser cruel, y al
mismo tiempo pensar en dar apoyo a una empresa que vivía del arte en una
escala diferente al de los sitios costosos?
—Usaré los pendientes mañana —dijo.
—Por cierto, en el área de la piscina hay un pequeño gimnasio y quiero
reformarlo con nuevas máquinas. Dile a la señora Orwell que te lo muestre
mañana temprano. Hay que hacer una buena limpieza.
Paisley lo miró con fastidio, porque no existía forma de conciliar, por
más leve que fuese la posibilidad, con él. Stavros enarcó una ceja retándola
a contradecirlo.
—Será un placer —dijo con la intención de largarse.
—Te avisaré con tiempo el día en que venga a cenar Meredith —
comentó. Le acababa de decir que el beso no tenía como propósito contar
con testigos, pero no tenía intención de aclararle a Paisley que ya no eran
amantes. «Así es mejor».
—No sabes la emoción que me causa esta noticia. Estoy impaciente de
que llegue el día —dijo poniendo los ojos en blanco sin ocultar su
sarcasmo. Esperaba que la pastilla hiciera efecto, porque el dolor de cabeza
acababa de aumentar.
CAPÍTULO 13
***
El teléfono de Paisley vibró a las cinco de la madrugada. Ella tenía en
ocasiones el sueño ligero, así que se despertó de mala gana y encendió la
luz de la mesita de noche. Se frotó los ojos con rabia, porque en su sueño
estaba recorriendo la Riviera Francesa con un apuesto parisino que la
llevaba a comer a sitios espectaculares.
Stavros: Me voy a arreglar un asunto en Phoenix unos días. Cuando
regrese será la fiesta de Helena, la prima de Doug, y tienes que
acompañarme. Busca, por favor, un obsequio para una mujer elegante que
cumple cincuenta años.
Al menos pide que haga una compra de buenas maneras. «Supongo que
es un cretino educado», pensó ella burlonamente al ver de quién se trataba y
leer el mensaje.
Paisley: ¡Buena madrugada, esposo! Qué hermoso recibir un mensaje
con tanto amor y tan temprano *emoticón de ojos en forma de corazón* Ya
que estás escribiéndome en horas ajenas a mi horario habitual de
“oficina”, quizá esta situación me provoque un extraño caso de amnesia
selectiva.
Ella sabía que no iba a volver a conciliar el sueño, así que no tenía por
qué mostrarse simpática o predispuesta a aceptar todo de buena gana.
Stavros: No tientes a tu suerte, Paisley, mi tiempo es para personas que
pagan por él, no para quienes pretenden utilizarlo gratuitamente.
Paisley: Ah, un gigoló empresarial. Un concepto novedoso.
Stavros: Si no estuviera en este instante en mi jet, entonces tú estarías
desnuda, bocabajo sobre mi regazo, mientras te acaricio con mis dedos,
pero antes de que llegues al clímax te doy un par de nalgadas. Después, mis
dedos abrirían tus pliegues mojados tan solo para jugar con ellos, mientras
tu humedad empapa mis dedos. ¿Sabes lo que ocurriría a continuación?
Ella sintió un cosquilleo de excitación ante la posibilidad. «Oh, no, no,
Paisley», se dijo a sí misma. Jamás esa clase de comentarios o ideas habían
provocado esa reacción en ella. Quería decirle muchas cosas, por ejemplo
que era un presumido al asumir que algo sexual iba a ocurrir de nuevo entre
los dos, pero aparentemente sus dedos solo fueron capaces de teclear una
palabra.
Paisley: No…
Stavros: Me detendría por completo.
Paisley: ¿Quién dice que te permitiría hacer semejante idiotez
conmigo?
Stavros: Si estás mojada ahora mismo, porque sé que lo estás, entonces
ya tienes tu respuesta. Entiendo que tengas tendencia a ser mentirosa, pero
es lo peor serlo contigo misma.
Paisley: No entiendes nada, qué arrogante que eres ¡una semana sin ti
será una dicha!
El mensaje lo tecleó con dedos temblorosos. Su siguiente pensamiento
era utilizar el vibrador para evocar la escena que él acababa de describir.
Stavros: No estás de vacaciones. Recuerda que una vez que Percibal
termina su trabajo, empieza el tuyo limpiando todo el desastre que hayan
podido dejar los pintores. Los cristales de Swarovski de las lámparas de la
sala necesitan que las limpies y que compruebes su estado. Las áreas que
no están alfombradas tienen que encerarse. Tu lista de tareas fijas no ha
variado.
Ella pensó en los aspectos positivos: tendría suficientes días para
descansar del tira y afloja que solía vivir con Stavros, además de que su
cordura estaría un poco más propensa a mantenerse en perfecto equilibrio
por ese simple motivo. Podría dedicarse más a resolver sus embrollos
económicos, hallar nuevas actividades que la mantuviesen conectada a la
vida fuera de ese penthouse, y ver a Loretta.
Paisley: De verdad, tengo que admitirlo, eres un dechado de amabilidad
tan temprano en la mañana. Que te diviertas en Phoenix.
Stavros no respondió más y ella esperó a que el corazón dejara de latirle
tan desbocadamente antes de ir a la ducha. Abrió el grifo de agua caliente y
dejó que el chorro cayera sobre su cuerpo. Tenía el vibrador en la mano y lo
activó en la velocidad más lenta, separó las piernas y ubicó el aparatito
entre sus labios íntimos, cerró los muslos con firmeza para retenerlo sin
opción a caer en la tina.
Se echó jabón líquido en las palmas de las manos y empezó a acariciarse
desde el cuello hasta los pechos, pasando por la cintura, las nalgas, volvió a
los pechos y estimuló sus pezones, mientras pensaba en cómo sería si esas
fuesen las manos de Stavros; pellizcó los picos erectos y gimió en voz alta.
Las imágenes de su cuerpo bocabajo sobre las piernas masculinas, al tiempo
que él le abría los pliegues del sexo con los dedos jugueteando con su
vagina, lubricándola, nalgueándola a intervalos, la hicieron jadear. En su
fantasía él no se detenía, en absoluto, por eso al cabo de unos segundos más
de estimularse y aumentar la velocidad del vibrador, gritó de placer.
Cuando salió de la ducha se sintió menos agitada.
Paisley no tenía intención de agobiarse con los quehaceres que le habían
encomendado, menos si podía hacerlos cuando se le diera la gana. Si tanto
necesitaba Stavros ver brillantes las jodidas lámparas, pues ya las limpiaría
ella un día antes de que él volviera. No se consideraba la versión femenina
de spiderman, por eso le pediría a Zayn que la ayudara a descolgar los
cristales.
Después de preparar la comida, en esta ocasión fue ropa vieja, un plato
clásico cubano, llamó a Adrienne Zingar, su amiga de la universidad que
podría ayudarla a descifrar los seis dígitos del panel de seguridad de la
oficina de Stavros.
—Claro, me encantaría analizar tu petición, pero necesito que me des un
par de semanas porque, aunque no es nada complicado, estoy trabajando en
un contrato que requiere mucho de mi tiempo. ¿Te parece si te contacto de
nuevo al terminarlo? Prometo que lo haré —le había dicho Adrienne por
teléfono.
—Me podrías hacer un presupuesto también, ¿por favor?
La chica se había reído.
—Paisley, en la universidad fuiste de las pocas personas que no se reían
o me hacían de lado por mi tartamudez. No te va a costar nada mi ayuda,
tan solo que me tengas un poco de paciencia hasta que acabe este proyecto,
¿está bien?
—Sí, no sabes cuánto lo agradezco —había respondido con sinceridad.
Jamás hacía lo “correcto” por otras personas esperando algo a cambio.
—Ahora estoy en Kentucky por este contrato, pero cuando vaya de
visita a Chicago en algún punto de este o el próximo año podríamos quedar
a un café.
—Eso me gustaría mucho, gracias Adrienne.
—Genial, guapa, entonces te llamaré nada más terminar este asunto.
Paisley se había sentido inquieta, porque estaba contra reloj, pero no
podía ser exigente con su amiga, en especial si conseguía ayuda gratuita
para algo tan importante. Tendría que ser paciente, a pesar de que Hamilton
continuaba enviándole mensajes de texto para que se diese prisa en buscar
esa información para él. ¿Y si no encontraba lo que su padrastro quería?
¿Qué ocurriría con Millie?
Se sentía frustrada y agotada.
***
Stavros había terminado la última reunión del día en Phoenix. Frank, el
director de marketing y junto a quien viajó para esa ronda de reuniones, dio
el visto bueno en calidad de experto al informe final y detallado emitido por
Spark, la empresa que hacía estudios de mercado. Manscorp estaba en las
etapas previas de lanzamiento de una nueva línea de bebidas, Athletic
Green, que fusionaba los conceptos fitness con new age. Esta línea estaría
solo en distribución y venta, en proyecto piloto, para la costa oeste del país.
Spark era la mejor compañía de estudio de mercado enfocado en toda clase
de bebidas en esa zona, por eso Frank sugirió contratarla.
El viaje de Stavros tenía como propósito, además de conocer al CEO de
Spark en persona, ir a la planta de purificación de agua en las afueras de
Phoenix, que abastecía importantes puntos de distribución de Manscorp. En
la planta se había reportado problemas de los empleados con el gerente
general, Michael Saunt.
Si algo detestaba Stavros era un jefe que abusaba de su poder y utilizaba
el nombre de un superior, en este caso él, para evitar pagar horas extras a
los empleados. Las quejas habían llegado hasta la central de Chicago y
apenas fue informado al respecto por sus subalternos, Stavros organizó el
viaje hasta Arizona. Él no era el tipo de CEO que dejaba pasar un tema
como este, pues implicaba una grave infracción en sus estándares éticos:
equidad laboral y cumplimiento estricto de un contrato. Se reunió con el
representante legal de la sede de Manscorp en Phoenix, el jefe de recursos
humanos y ordenó que se despidiera de forma inmediata a Saunt.
Lo máximo que dormía entre un día y otro era tres horas. Un accidente
en la planta lo tuvo agobiado durante una madrugada hasta que logró
resolver el incidente que dejó a dos empleados con quemaduras leves
cuando se zafó una manguera de gas de alta presión. La situación fue
controlada y la compañía pago todo.
Stavros no tuvo tiempo para salir a cenar como tenía previsto con un par
de conocidos en la ciudad y los días pasaron con rapidez. Algo que parecía
imposible de cambiar era que, cuando se acostaba en la cama, la última
imagen que tenía en su memoria antes de quedarse dormido era la expresión
de sorpresa de Paisley cuando la había besado de repente en Zócalo.
Él no se consideraba un hombre impulsivo y lo contrariaba esa pulsante
necesidad que lo zarandeaba para hallar la manera de fastidiarla, en lugar de
sucumbir a su necesidad de besarla hasta que ninguno fuese capaz de
recordar sus nombres. La boca de Paisley era adictiva y su cuerpo el violín
con el que Stavros quería componer las sinfonías más complejas que
consiguieran que todas las notas vibrasen en éxtasis.
Los titulares fueron publicados como Jonah lo previó. Los retrataban
como una pareja feliz, enamorados y que la pasaban bien juntos; les
auguraban un futuro prometedor en los círculos sociales de Chicago, en
especial porque Paisley provenía de una familia con mucho dinero e
influencia social. A Stavros esto le parecía una sandez, pero le daba igual
siempre que todo beneficiara su corporación.
La señora Orwell le comunicó que Paisley continuaba cocinando como
si él estuviera en Chicago, y que los trabajos de pintura habían concluido
con rapidez. También le dijo que el penthouse estaba impoluto y que la
señora de la casa había recibido la visita de una amiga llamada Loretta.
Stavros, siempre que Paisley no tuviera la ocurrencia de llevar a un hombre
al penthouse, porque lo mataría sin pensárselo, no tenía ningún problema si
ella invitaba a su mejor amiga. Claro, jamás iba a decírselo, porque daría
pie a que pensara que tenía derechos sobre esa propiedad.
Estaba a punto de bajar al restaurante del hotel cuando le llegó un
mensaje de texto de un remitente desconocido. No se trataba de su número
corporativo, sino el personal. Frunció el ceño y deslizó el dedo sobre la
pantalla. Por un instante su mundo se detuvo. El frío que le recorrió la
espalda en esos momentos tenía que ver con el recuerdo de la impotencia y
decepción que creyó parte del pasado, pero ahora estaba ahí para arroparlo
con los fantasmas del rechazo y de no ser suficiente. Un simple mensaje
acababa de cambiarlo todo.
***
Paisley invitó a Loretta a pasar con ella en el penthouse, después de que
acabara la jornada laboral, y pretendía que, mientras Stavros estuviera fuera
de Chicago, esa fuera la rutina entre ambas. No serían muchos días de esa
rutina libre de agobios o preocupaciones, al menos temporalmente, pero
quizá los suficientes para recobrar esa fuerza que podían brindar las
personas que de verdad la querían. La idea era cenar, cotillear, ver películas
o salir por la ciudad, aunque no a sitios de masiva concurrencia, como los
centros comerciales, porque Paisley prefería no dar pie a rumores
innecesarios si alguien la reconocía y la fotografiaban.
Abrazar a su amiga, su punto importante de apoyo y que le había hecho
tanta falta en esos tiempos, le provocó ganas de llorar, pero contuvo las
lágrimas que en esta ocasión habrían sido de alegría y añoranza. Esbozó una
sonrisa cuando la vio con el usual cabello recogido en un moño alto y unas
nueva gafas color rojo para ver. Loretta tenía manía por cambiar de marco
de gafas cada tres o cuatro meses porque se aburría, según ella, de verse en
el espejo con el mismo color.
—¡Mírate qué guapa que estás! —exclamó Loretta con su habitual tono
alegre cuando se abrió la puerta del penthouse—. Con ese hombre tan
buenorro como esposo, pues ¿a quién no le estimula las glándulas,
hormonas y todo lo que exista en el cuerpo para generar células que den
más juventud?
Paisley soltó una carcajada y le hizo un gesto a Zayn para que
entendiese que todo estaba bien con Loretta, es decir, que no representaba
ninguna amenaza. De hecho, le dejó saber que su amiga estaría durante el
resto de la semana yendo y viniendo al penthouse. El guardaespaldas tan
solo asintió.
—Hoy preparé paella, porque sé lo mucho que te gusta la comida
española —dijo, mientras servía dos porciones generosas, una para cada
una—. Ven a comer.
Loretta se frotó las manos entre sí y sonrió, mientras iba hasta el
comedor en el que Paisley había hecho un bonito arreglo para ambas. A
través de los ventanales que ofrecían vistas a la ciudad, en la sala y parte del
comedor, se filtraba una ligera luz proveniente de los últimos rayos de sol
del día.
—Esto está de fábula —dijo, mientras se llevaba una porción a la boca y
cerraba los ojos para disfrutar la explosión de sabores—. Dios, yo creo que
Stavros debería estar postrado a tus pies cada vez que le preparas algo.
Porque imagino que eres muy generosa y seguro cocinas; sé lo mucho que
lo disfrutas.
—Generosa, seguro —dijo riéndose con ironía—. Ahora ¿Stavros
postrado a mis pies? Pfff, no sabes lo complicado que es ese hombre —
murmuró bebiendo zumo de arándanos—. Se ha marchado de viaje de
negocios a Phoenix durante unos días y tengo el penthouse para mí.
—Espero que sea de los que traen recuerdos de los sitios a los que viaja.
En Phoenix hay unas preciosas campanas de viento artesanales.
—Yo no espero nada —se rio Paisley, porque no se imaginaba a Stavros
yendo a un mercadillo a comprar algo, menos para ella—, y por estos días
prefiero disfrutar de tu compañía y olvidarme de la realidad. Así que,
hablemos de tu paso por Seattle y las aventuras de tu familia. Después
iremos a bañarnos en la piscina que apenas la usan aquí. ¡Espero que hayas
recordado traer tu bikini y también el mío!
Loretta podía notar el estrés que traslucía en la voz de su amiga, así que
dejó el tema del griego para más adelante en la noche. Ella había sugerido
que fuesen a un pub a bailar y divertirse un poco, pero la negativa de
Paisley argumentando sobre los posibles paparazzi que causarían titulares
falsos, la instó a olvidar ese plan.
—Los bikinis están mi bolso. Sobre mi viaje —elevó ambas cejas con
expresión jocosa—, prepárate para esto: mi excéntrica madre ha decidido
practicar paracaidismo, mi hermano dice que está considerando tener un
año célibe porque las mujeres son un problema —se rio—, y mi padre, pues
ya sabes, sigue las locuras de mamá. El campamento a la intemperie fue
toda la pesadilla que pudieras imaginar e incluso, porque el tonto de mi
hermano olvidó comprar suficiente agua, solo nos alcanzó para las
necesidades básicas que no incluían ducharnos. ¡Había un motel de paso a
pocos kilómetros, pero mamá rehusó ir o pedir ayuda argumentando que
dañaba la experiencia de la vida natural!
—Tu madre es alguien especial —replicó Paisley riéndose.
Después de hablar de todas las hazañas de la familia Lewis, reír a
carcajadas como no recodaba haberlo hecho en un largo tiempo, Paisley se
sintió relajada e incluso le habló sobre Matthew y la forma en que lo
conoció. Pronto, cambió el tema, porque Loretta siempre solía hacerse
escenarios románticos sin motivos.
Pasadas las seis de la tarde, el penthouse quedaba a solas, así que bien
merecía la pena aprovechar el área de la piscina. Además, si era ella quien
se encargaba de la limpieza, al menos podría disfrutar si no tenía testigos.
La señora Orwell se había marchado quince minutos después de que llegara
Loretta.
—Oh, Dios ¡es espectacular! —exclamó Loretta girando sobre sí misma
para contemplarlo todo. Alrededor había plantas para darle un toque más
natural y cálido. El espacio había sido decorado muy bien, y brindaba la
sensación de refugio lejos del caos. Después miró hacia el techo de cristal
—: Puedes ver el cielo.
—Pero el cielo no puede verte a ti —replicó Paisley, riéndose. Ya se
habían puesto los bikinis—. A la de 3… 2…
Se lanzaron al agua y estuvieron remoloneando un poco. Al cabo de un
rato se quedaron en la parte que tenía chorros de agua potente al estilo
jacuzzi, lo cual creaba la sensación de estar recibiendo masajes en la
espalda. Una delicia que hizo suspirar a Paisley, porque no recordaba haber
tenido el cuerpo tan tenso en años.
—Stavros trajo a su amante, una tal Meredith —murmuró de repente,
mientras echaba la cabeza hacia atrás y miraba el cristal—. Lo hizo a
propósito para demostrarme que no significo nada para él, al día siguiente
de que tuvimos sexo. Me dolió y me sentí ofendida, aunque no debí dejar
que esas emociones afloraran, porque acostarnos juntos fue una locura llena
de rabia y un deseo que parecía enjaulado desde que lo vi en la fiesta de tu
amigo George.
Loretta se quedó en silencio un instante y después soltó una exhalación.
Imaginaba que solo había hecho falta que su amiga se relajara para que
hablase.
—Yo lo hubiera abofeteado, porque fue una bajeza, en especial porque
vives en este sitio y da igual qué condiciones tienen en este matrimonio. Al
menos, sé que no es consuelo lo que voy a decirte, pudo ser discreto e irse a
otro lado.
—¿Ojos que no ven, corazón que no siente? —preguntó Paisley
riéndose—. Nah, para eso él debería provocar en mí emociones más allá del
deseo, pero lo que me apetece es lanzarle cosas por la cabeza.
Loretta se echó a reír. Al menos estaba tranquila porque, indistintamente
de las condiciones de ese matrimonio, su mejor amiga no parecía estar en
peligro. Aunque nunca se podía estar segura de las situaciones de la vida.
—¿Estás en peligro o te sientes en riesgo? —preguntó Loretta, tan solo
para confirmar que no era así. Cuando Paisley hizo una negación, se calmó
—. Descartando el amor, entonces ¿qué clase de negocios es el que tienes
para haber cedido tu libertad a Stavros? Porque el plan inicial para ayudar a
Millie no tenía nada que ver con esto.
Paisley decidió que había una parte que podía contarle a Loretta: la
fiesta de Amanda, la presencia de Gerard, y la estancia en una celda de
detención. Así que, durante los siguientes treinta minutos, le relató todo con
lujo de detalles incluyendo las llamadas de Hamilton presionándola.
Cuando terminó de hablar se sintió liberada de un peso del que no era
consciente que había llevado todo ese tiempo. Agradeció en silencio la
fuerza del agua contra su espalda. Durante varios segundos, Loretta y
Paisley, permanecieron sin hablar. El único sonido era el de los filtros de la
piscina.
—Solo puedo deducir que te chantajeó con algo específico, porque o si
no tú no hubieras accedido a casarte, pero ¿cuál fue el anzuelo? —dijo al
cabo de un rato Loretta. Paisley abrió los ojos—. ¿O no puedes confirmar
mi teoría?
—Es un contrato matrimonial en toda regla, pero jamás se estipuló el
sexo como parte de ello, porque, a pesar de lo mucho que necesito salir de
este gran embrollo financiero no soy una prostituta. Aunque Stavros es un
idiota no creo que llegue a extremos de tratar así a una mujer —replicó—.
Tengo una cláusula de confidencialidad con una penalidad económica que,
si la rompo, necesitaría varias reencarnaciones para pagarla. No puedo
responder tu pregunta.
—Deduzco que no te está pagando, así que el motivo detrás de la
situación en la que te encuentras con él tiene que ser algo complicado —
frunció el ceño—. ¿Tiene fecha de caducidad como todo contrato?
Paisley sonrió, porque Loretta era muy astuta. Le pedía información sin
hacerla sentir culpable de estar rompiendo el acuerdo. Claro, podía contarle
todo, pero no se sentiría bien al hacerlo. No quería tener pesos en su
conciencia.
—Cinco meses —murmuró—. Digamos que es un contrato de trabajo,
pero como te dije no es algo sexual. Tu apreciación sobre el salario es
correcta. Así que intento encontrar empleos por internet.
—Ah, lo sexual es voluntario —replicó Loretta para quitarle la tensión
al momento. Ambas se echaron a reír—. Ese es un punto muy positivo. —
Paisley se encogió de hombros, porque no quería ahondar en esos detalles
—. Por cierto ¿crees que esté enamorado de esa chica, la amante?
Paisley lo pensó seriamente y luego hizo una negación.
—Stavros está demasiado blindado emocionalmente para estar
enamorado. El amor de ese hombre es Manscorp y también su ambición
profesional —soltó una exhalación—. ¿Sabes? Nos vamos a Nueva York
por temas de sus negocios. Me da rabia no poder hablar contigo y decirte
todo con más claridad, lo que me frustra, me enfada y me da rabia de la
situación en la que me hallo; así como lo que tengo que escuchar, aunque no
lo entienda… —meneó la cabeza porque estaba divagando—. En general,
quisiera decirte todo lo me corroe la mente y no puedo.
Loretta puso la mano sobre el hombro de su amiga y le dio un ligero
sacudón.
—Hey, Paisley, recuerda que la del optimismo eres tú. Sé que me dirías
si requirieses de mí, hubiese o no un contrato de confidencialidad de por
medio.
—Es verdad… Te lo diría —murmuró en tono certero.
Loretta le hizo un guiño.
—Te voy a dar un largo consejo, porque sé que no puedes compartir más
detalles de las cláusulas de tu matrimonio con Stavros. —Paisley asintió
con suavidad—. Sé lo mucho que te atrae este hombre, lo noto en tu mirada
al hablarme de él a pesar de las idioteces que hace, y también sé que no eres
de las que se acuesta con alguien por el simple placer de ello,
lastimosamente. —Ambas sonrieron—. Sin embargo, ten en cuenta que la
libertad no está en un papel, sino en el corazón. Tienes libertad porque eres
capaz de experimentar las emociones y los sentimientos que quieras sin
importar quién esté a tu alrededor o lo que te dice un contrato.
—No hay amor, Loretta, tan solo una atracción casi primitiva. Es una
locura.
—Lo sé, así que escucha bien la primera parte de mi consejo: Si Stavros
se convierte en una pesadilla diaria, entonces solo piensa en el objetivo que
has mantenido desde un inicio: ayudar a Millie y luego, cuando los cinco
meses terminen, no mires atrás y márchate para siempre. Lo mismo se
aplica si el tonto este pretende seducirte y al mismo tiempo continuar con la
tal Meredith o con la que sea que esté. Tú y yo, amiga querida, hallaremos
la forma de reconstruir tu vida.
—Es un gran consejo y te agradezco que siempre estés para mí en
cualquier circunstancia —murmuró Paisley.
Loretta asintió.
—Sobre Matthew, el doctor que conociste en Alas de Esperanza, yo de
ti consideraría llamarlo, aunque sea para tomarte un café con él. Me parece
algo inofensivo y tienes que mantener tus cartas abiertas.
Paisley se rio de buena gana.
—Apenas hablé con Matthew un par de horas en el comedor de la
ONG…
—No es el punto. En todo caso, si Stavros se comporta como un canalla,
solo sigue tu camino y reconstruye tu vida lejos de todo lo que significó
este periodo. Tenemos nuestro piso, así que no te faltará sitio para vivir. La
condición para que regreses es que dejes de pagarme la renta.
—Loretta…
—¡Shhh! Ahora, la segunda parte del consejo es que, si en el camino
que tienes por delante en este matrimonio descubres que Stavros es tan solo
un hombre que tiene el corazón atenazado de miedos que le impiden abrir
sus emociones, pues deberás decidir si él merece la oportunidad de tener tu
atención y tiempo para intentar usar la empatía. Ojo, pero solo si crees que
de verdad merece la pena, porque si no estarías robándote algo importante:
tu tiempo. Lo que ocurra después, aunque lo intentes con todas tus fuerzas,
no lo sabrás. El futuro no existe, lo construimos en el ahora. Debes tomar la
decisión que te dicte tu intuición y el corazón la seguirá.
Paisley bajó la mirada al recordar el portarretrato, completamente
arreglado que ella había dejado en la estantería de la máster suite, y la
leyenda de la fotografía. También la confesión de él cuando le dijo que era
huérfano, así como el motivo por el que no bebía. Si unía esas pequeñas
pistas tenía un vistazo de un hombre con una infancia complicada y con
muchos frentes dolorosos.
Ella no tenía complejo de Juana de Arco, así que no iba a salvar ni
liberar a nadie. Solo estaba tratando de hallar la manera de ayudar a su
hermana, reconstruirse como profesional, y sobrellevar los próximos meses.
Dejaría que las circunstancias fuesen marcando el tono de su relación con
Stavros y no se refería a la parte física necesariamente. Su orgullo y su
dignidad las definía ella, no otros. Ni un contrato.
—Supongo que esas son mis opciones —replicó mirando a su amiga,
porque ahora tenía dos posibilidades a considerar que eran muy prácticas
—. Gracias, Loretta, no sé qué haría sin tu amistad y apoyo —dijo
abrazándola.
—Estar de nuevo en una celda de detención —replicó riéndose.
***
Aunque pasaron la mayor parte de las siguientes noches viendo
películas, en la piscina o hablando de la vida durante las cenas que Paisley
preparaba, también aprovechaban que Jacques estaba a disposición para
salir por la ciudad a visitar sitios nuevos en un plan cultural. Así, Paisley
sabía que, si alguien la reconocía en la calle, las fotografías de sociedad no
podrían prestarse a malas interpretaciones.
Lo más genial de todo era que Loretta terminaba de trabajar a la misma
hora en que Paisley estaba libre de cualquier ridícula tarea de limpieza en el
penthouse. El horario era muy conveniente y la rutina se parecía a la que
tenían cuando vivían juntas.
En esos días, Paisley recibió la respuesta de la plataforma italiana a la
que había aplicado para trabajar. La aceptaron como profesora de inglés y le
pagarían por horas. El horario lo elegía ella, pero la paga no podía
modificarse: quince dólares la hora y ya estaban incluidos los impuestos. Se
sintió exultante, porque podría trabajar remotamente y generar ingresos sin
alterar su horario en el penthouse. Además, continuaría yendo a Alas de
Esperanza. Le parecía que acababa de encontrar un equilibro a pesar del
caos, sin incitar encontronazos con Stavros.
—Me gusta que puedas usar cualquiera de los coches de Stavros. Al
menos seguimos descartando que sea un monstruo egoísta —se rio—. Este
Cadillac Escalade es una pasada. Tendría que ahorrar tres años para
comprarme uno.
Paisley se echó a reír.
Salir en un coche conducido por Jacques y custodiada por Zayn,
servicios de los que también se beneficiaba su mejor amiga, era la forma de
Paisley de utilizar los limones que había recibido de Stavros y convertirlos
en limonada, además de disfrutarla. En una de esas salidas, Paisley encontró
un horario idóneo para visitar a Millie. Tuvo que hacer la usual llamada al
ama de llaves de la mansión, Bernice, para comprobar que Hamilton no
estuviese en los alrededores.
—Hey, Millie —dijo agarrando la mano de su hermana—. Estoy
haciendo algunas cosillas para que esté todo bien contigo. Hoy estás
guapísima.
—Gr…gra…cias —replicó con un atisbo de sonrisa. Seguía siendo
delgada, y las enfermeras se encargaban de peinarla y maquillarla para que
luciera impecable todos los días. Si no hubiera sufrido ese accidente, Millie
habría tenido un montón de admiradores llamando a su puerta—. Pin…
tar… Pin…turas… Nece…si…to.
—Lo sé, papá está dándotelas ¿verdad? —preguntó Paisley, mientras
Loretta deambulaba por el jardín. Su mejor amiga siempre había sido muy
prudente y entendía cuando era necesario un espacio de privacidad; daba
igual que supieran casi todos los secretos la una de la otra—. Dime la
verdad —pidió, porque, a pesar de su condición, las frases pérfidas e
insultantes que le decía Hamilton, Millie continuaba excusándolo.
—Sí… Sí me pa…ga todo.
—Dame unos meses más y no vas a tener que preocuparte porque te
falte algún color —le acarició los cabellos rubios—. Te quiero, hermana.
—Yo… tam…bien. Pais…ley, no fue tu cul…pa mi acci…dente.
Paisley bajó la cabeza y se secó las lágrimas. Después compuso una
sonrisa y se incorporó para darle un abrazo a su hermana menor.
—¿Sabes? —le dijo al oído para cambiar el tema—. Me he casado con
un hombre muy guapo. Como esos que decíamos que encontraríamos algún
día —sacó el teléfono y le mostró la fotografía, que había salido en los
periódicos días atrás, del matrimonio—. Se llama Stavros. Él nos va a
ayudar a que todo esté bien —murmuró. No podía decirle a su hermana que
tal ayuda no existiría salvo que consiguiera la información que tanto quería
Hamilton—. ¿Qué te parece?
—Muy gua…po. Quiero cono…cerlo —dijo mirando a su hermana con
esos ojazos azules del tono del cielo despejado de verano.
«Primero volarán los burros y tendrán colas de unicornio», pensó
Paisley.
—Esperemos que pronto —miró la hora. No quería toparse con
Hamilton, así que era preciso acortar la visita—. No le cuentes a papá que
he venido. ¿Vale?
—Nues…tro secreto —dijo Millie—. Adi… adiós.
—Adiós, hermanita —murmuró besándole la mejilla.
***
Una mañana, cuando ya quedaban dos días para el regreso de Stavros,
Paisley decidió usar la plastilina que había comprado para tratar de copiar la
huella dactilar del panel de seguridad de la oficina. Sacó un pedazo de
material del pequeño tarrito, procurando utilizar un guante plástico que
evitara que sus propias huellas se adhirieran, y lo pegó con suavidad sobre
el lector.
Dejó pasar un instante para que capturase la información. El proceso no
era nada fuera de este mundo y ya lo había aplicado con su iPad y iPhone
exitosamente. Tampoco es que la casa de Stavros fuese la central de la CIA
o él fuese un gánster. El proceso más complicado, eso sí, sería descifrar los
seis números del panel de seguridad, pero Paisley contaba con recibir
pronto la llamada de Adrienne.
Limpió el lector para ubicar el molde de plastilina, con la huella
capturada, sobre el vidrio. Su respiración era agitada. Nadie estaba
viéndola, pero se sentía como si estuviese haciendo algo prohibido... y
quizá era así de alguna forma. Al cabo de unos segundos, el panel que era
usualmente rojo cambió de color a verde.
Paisley empezó a dar saltitos de alegría. Ya tenía la primera parte
cumplida. Cuando Adrienne la ayudara, entonces podría finalmente entrar
en la oficina que, si el tonto de su padrastro no se había equivocado,
garantizaría los cuidados de Millie.
Esa noche, Loretta tuvo una fiesta de cumpleaños y ya no pudo ir al
penthouse, así que Paisley aprovechó para ir a Alas de Esperanza. En esta
ocasión no coincidió con Matthew y quizá habría sido lo mejor, porque
nada más terminar la jornada ya había fotos y titulares online de la prensa
social con ella saliendo del comedor de la ONG; decían que la flamante
esposa del magnate de Manscorp tenía un corazón noble. Paisley imaginaba
que eso serviría a su favor. ¿Cómo hubiese sido esa foto con Matthew
alrededor y sonriéndole o intentando conseguir su número de móvil? Ufff.
Una vez que estuvo de regreso en el penthouse, Paisley puso una serie
en Netflix, mientras comía popcorn y bebía zumo de limón. El cine en casa
estaba en alto volumen tal como a ella le gustaba. El día había sido
agotador, pero no le importaba porque ahora que estaba sola, sin presión,
podía relajarse y hacer las cosas a su ritmo y ¡tenía empleo como profesora
de inglés! Stavros no llegaría hasta dentro de cuarenta y ocho horas, y ella
pretendía aprovechar el tiempo. «Al día siguiente limpiaría las jodidas
lámparas de Swarovski».
Aunque no era particularmente fan de mirar las adaptaciones de sus
novelas favoritas a la televisión o al cine, lo cierto es que sucumbió a la
tentación de ver Bridgerton. No se arrepintió. ¿Regé-Jean Page? El hombre
era un bombonazo. Solo por él se quedó hasta las dos de la madrugada con
el televisor encendido y procurando mantenerse atenta a todas las escenas.
No recordó haberse dormido, pero era evidente que eso ocurrió cuando la
voz de Stavros la sacó de su inconsciencia.
—¡Paisley! —exclamó al verla dormida y con el televisor, a todo
volumen, que exhibía una escena sexual de una serie que parecía de la
época victoriana. Ella tenía solo una blusa palo rosa y unos shorts
demasiado cortos—. Esta no es tu casa y no te puedes quedar a dormir en
donde se te dé la gana. Y viendo porno nada menos. ¿Qué tal si hubieras
interrumpido mi llegada con Meredith?
En esa posición, recostada de lado sobre los almohadones, Stavros podía
ver las piernas esbeltas y una de las nalgas desnudas, así como el elástico
del tanga negro. Se pasó los dedos entre los cabellos. El viaje de regreso
había sido tranquilo, pero no así su mente, menos después del mensaje de
Katherine; la mujer no le interesaba en lo más mínimo. Él necesitaba una
distracción y quizá acababa de encontrarla.
Ahora, mientras veía a Paisley, todo su cuerpo pareció reaccionar en
cadena. El deseo se apoderó de sus sentidos y también la pulsante necesidad
de perderse en la única aceptación plena que solía encontrar: el sexo.
Después de la primera ocasión que se acostó con Paisley, que en esos
momentos parecía salida de un sueño erótico con los labios rosáceos, la
mirada velada, el cabello desordenado y la escasa ropa, entendió que tenerla
de nuevo implicaría no poder quitarle las manos de encima.
¿Si acaso era lo que siempre planeó, para después dejarla de lado y
cambiarla por otra mujer sin importarle nada? Sí, pero ahora no creía
posible dejarla de lado ni sustituirla. Fue un terrible error de cálculo
considerar que follar con Paisley sería igual que con las demás compañeras
sexuales que él tuvo. Jamás habría previsto que ella poseyera la capacidad
de trastocar sus planes con un simple beso y luego con una sesión de sexo
que había dejado una huella en él.
Solo necesitaba recordar que cinco meses serían suficientes para
aburrirse de Paisley, tener sus millones en ganancias asegurados gracias a la
exposición mediática por el contrato con la NHL, y finalmente construir su
nueva planta embotelladora en el terreno que su equipo estaba estudiando
esos días. Le quitaría la casa a Hamilton, quebraría sistemáticamente todos
sus negocios hasta dejarlo en la calle y Paisley saldría de ese penthouse con
un espíritu de conciencia sobre el valor del trabajo. Un círculo perfecto que
lo ayudaría a seguir su camino y su vida profesional.
—Se supone que no deberías estar aquí —murmuró, incorporándose
hasta quedar sentada del todo. Apagó el televisor y se acomodó el cabello
—. Y no era porno, pedazo de tonto, era la famosa serie Bridgerton en una
escena inolvidable y que acabas de arruinarme con tu presencia anticipada.
Stavros elevó la mirada y notó que los cristales seguían opacos. No le
importaban las jodidas series, menos si eran aclamadas o denostadas por la
crítica.
—No has limpiado el polvo como estaba previsto —avanzó hasta ella
unos pasos. Paisley no se movió—. Las deudas no se pagan holgazaneando.
—Primero, en el contrato no se especifica en dónde puedo o no dormir.
Segundo, mi horario de trabajo terminó e iba a limpiar esas lámparas
mañana. Tercero, si hubieras llegado con Meredith o Maléfica, lo cual me
daría igual, bien podrías subir a tu máster suite y hacer lo que se te diera la
gana —dijo, molesta.
Él sonrió de medio lado, pero no había nada alegre. Su cuerpo estaba
tenso como el arco de una flecha y cuando bajó la mirada a los pechos de
Paisley, notó los pezones erectos a través de la tela de la blusa. Ella, al
instante, cruzó los brazos.
—¿Te excita la posibilidad de que te toque esta noche? —preguntó en
voz sensual, acercándose; era imposible que ella no se diera cuenta de la
pulsante erección—. He tenido una semana muy complicada y me vendría
bien un desahogo.
Sobre la alfombra estaba esparcido un montón de popcorn. Ella suponía
que se regó al quedarse dormida, pero ahora, con Stavros mirándola como
si todas las tormentas del mundo se hubieran fusionado en sus ojos, lo único
que era capaz de hacer era observarlo. La fuerza de esa mirada café era tan
fuerte que, si no hubiese estado sentada, entonces sus rodillas hubieran
cedido. Estaba secuestrada por la intensa atención de él y por esos ojos que
la recorrían entera haciéndola consciente de que estaba cubierta por unas
prendas de ropa de dormir demasiado ligeritas ¡es que no pensó que lo
vería!
Cuando el embrujo pasó, ella apartó la mirada y se puso de pie. No le
gustaba estar en posición de desventaja con él mirándola desde su altura
imponente como si fuese el último emperador. Ella elevó el rostro y enarcó
una ceja.
—Te sugiero que vayas al cuarto de baño, te bajes los pantalones, el
bóxer, agarres tu miembro y te masturbes —replicó, enfadada—. No soy un
receptáculo de tus necesidades cuando crees que te viene bien, cretino.
Stavros la agarró de la cintura y la apegó contra su cuerpo. El aire de los
pulmones de ambos escapó. Sus miradas se quemaban mutuamente. Él
deslizó las manos hasta la espalda baja femenina y sus dedos tocaron el
inicio de las nalgas, pero sin tomarlas por completo como era su necesidad
inmediata. Quería castigarla por tentarlo, invadir sus pensamientos y
hacerlo perder el control.
—Estás a mano y es más rápido contigo, eso es todo —dijo con
crueldad. Ella se removió entre sus brazos para abofetearlo, pero no tenía
propósito porque él era más fuerte. El movimiento provocó que la blusa de
algodón se subiera un poco y sus pechos se agitaran contra el cuerpo
masculino, estimulando sus sentidos sin que ella así lo hubiese pretendido
—. ¿O acaso no me deseas? Tus pezones están erectos, si te apartara las
bragas y deslizara mi dedo te hallaría húmeda. Muy húmeda.
Stavros sabía que estaba comportándose innecesariamente mal. No
podía justificarlo, porque jamás había actuado así con ninguna mujer.
—Eres un animal —replicó pegándole con las manos en puños contra
los pectorales. Parecía un ejercicio innecesario porque el cuerpo de Stavros
era una muralla de músculos—. Llama a Meredith y resuelve tu calentura.
Stavros soltó a Paisley, dejándola libre para moverse, y cuando ella le
cruzó la cara con una bofetada, a pesar de que notó la intención antes de
que la acción ocurriera y que pudo evitarla, en esta ocasión no se movió
porque era consciente de que se la merecía. Jamás había permitido que otra
persona levantara la mano contra él, y cuando ocurrió, como en el caso de
Cameron Jeffries, su respuesta fue brutal. En el caso de Paisley, Stavros
permaneció inmóvil y mirándola con la respiración firme, aunque más
rápida de lo usual, mientras ella parecía lanzarle dagas afiladas con la
expresión asesina de su rostro de labios llenos. Paisley tenía los ojos
llovidos.
Él meneó la cabeza porque sabía que debía disculparse, pero no lo hizo.
—No he estado con Meredith desde el día en que firmaste el contrato
conmigo. Tan solo vino aquella noche para conversar —replicó en tono frío,
como si ese comentario explicara eventos anteriores, al dejarle saber que no
tenía intención de acostarse con Meredith porque ya no era su amante—.
Limpia los cristales y esta sala, mañana a primera hora.
Paisley lo vio marcharse a la cocina. No derramó ni una lágrima ni
tampoco recogió el popcorn de la alfombra. Quiso llamar a Loretta, pero
estaba de seguro en el punto más divertido de la fiesta a la que se había ido.
Tan subió a su habitación.
Stavros abrió el frigorífico y sacó una bandejita que parecía ser un
dulce. Se sirvió una porción y subió con el platillo. Mientras caminaba por
el pasillo se detuvo un instante en la puerta del cuarto de Paisley. Se sintió
tentado a llamar y pedirle disculpas, pero al cabo de un instante meneó la
cabeza y siguió hasta la máster suite. Fue a ducharse y después se acercó
hasta la ventana para contemplar la ciudad, pero se dio cuenta de que algo
curioso: el portarretrato de su madre parecía diferente.
Lo agarró y notó que el vidrio era nuevo y el marco, que tenía algunas
fisuras por el paso del tiempo, estaba ahora en un estado mucho mejor.
Como si alguien se hubiese tomado el meticuloso trabajo de repararlo, casi
con mimo. Sabía que Rita no estaba limpiando la suite, sino Paisley. Dejó el
portarretrato en su sitio.
No sintió enfado por el hecho de que otra persona hubiera agarrado algo
tan personal, pues no existía algo más personal que vivir con él en ese
penthouse y tener acceso a todos los espacios. Él nunca había arreglado el
marco del portarretrato porque le daba temor dañarlo, pues esa clase de
trabajos al detalle no eran su fuerte. Ahora, la mujer a la que había insultado
sin motivo ni justificación acababa de regalarle algo importante sin saberlo.
Soltó una exhalación.
Antes de llegar al penthouse, él había recibido una alerta, porque Jonah
le sugirió activar notificaciones para saber qué clase de artículos se estaban
publicando sobre su matrimonio, de un par de páginas web mencionando a
Paisley. Se quedó estupefacto cuando vio la fotografía que le habían hecho.
Ella sonreía en la puerta del comedor de la ONG Alas de Esperanza,
mientras unos niñitos la abrazaban.
Por lo general, las chicas privilegiadas como Paisley hacían alarde de la
ayuda que brindaban a otros, en redes sociales o se encargaban de que
alguien publicitara sus hazañas, pero no lo mantenían en secreto. Esto
implicaba que la visita a la ONG era un asunto que Paisley hacía porque le
apetecía de verdad. Lo más probable era que alguien la hubiera reconocido
y hubiese enviado la fotografía a los medios de la prensa rosa. «¿Quién
rayos era Paisley en realidad?».
Stavros agarró el platillo con el dulce.
Él había probado todos los postres que Paisley hizo desde que vivía en
el penthouse y cada uno había sido mejor que otro. Introdujo la cuchara en
la masa suave y se llevó un pedazo generoso a la boca. Dejó que el sabor se
esparciera en su lengua. Cerró los ojos y maldijo en silencio.
El tiramisú era exactamente el que había añorado desde hacía años. El
mismo que comía con frecuencia en la casa de Esther. Dejó la cuchara en la
mesa de noche.
No sabía qué iba a hacer con Paisley ni con su jodida conciencia sobre
la forma en que, reconocía que había ido demasiado lejos, la trató
momentos atrás. Tampoco podía descifrar cómo encajar los pequeños
detalles que ahora conocía de ella, como el asunto de Alas de Esperanza, en
esa venganza.
CAPÍTULO 15
***
Stavros saludó a varios conocidos que se acercaron, le dieron la
enhorabuena por el matrimonio y luego fue inevitable que los temas de
negocios surgieran. Pasaron algunos minutos, mientras también escuchaba a
Doug con sus chorradas con respecto a Vianney, al parecer ahora iban en
serio. Paisley seguía ausente, aunque él prefirió no prestar demasiada
atención a ese hecho, pues cada mujer decidía qué tiempo quería tomarse en
el baño. Ya conocía que era recurrente que tardaran.
—Paisley no se parece en nada a esas chicas frívolas que suelen estar en
nuestros círculos sociales —dijo Doug de repente cuando sus otros amigos
se dispersaron dejándolos solos de nuevo para conversar a sus anchas—.
Ayer leí la breve nota con ella saliendo de una ONG. Eso no estaba en tus
planes ¿o acaso pusiste a Jonah a buscar modos para que ella hiciera labor
social?
Stavros miró a Doug y se cruzó de brazos.
—No, eso es algo que hace ella directamente. Hoy pedí a Zeyda llamar a
esa organización y preguntar cuánto tiempo llevaba Paisley yendo a ayudar.
No le quisieron dar información, así que tuve que llamar y decirle al
director que era el esposo de Paisley y quería hacer una donación de forma
anónima.
—¿Y qué pasó luego?
—Eres como una vieja cotilla —refutó Stavros y Doug se rio—. Ya
sabes que el dinero provoca que la gente hable con fluidez —se encogió de
hombros—. Cuando ella abrió la compañía BubbleCart, el director de Alas
de Esperanza le cedió un espacio de forma gratuita para que la usara como
oficina, a cambio de que fuese al menos una vez por semana a ayudar a
cocinar. Ya no tiene la compañía, pero…
—Sigue yendo voluntariamente a colaborar en ese lugar —completó
Doug.
Stavros se terminó el agua tónica. La información recibida esa mañana
lo desconcertó, instándolo a reconsiderar el lente bajo el cual había visto a
Paisley. No solo eso, sino que le generó una punzada de incomodidad por
todo lo ocurrido con ella desde que Hans le extendió el folio con la
investigación.
No borraba el hecho de que le hubiese mentido cuando se acercó a él,
pero, al igual que el asunto del portarretrato o las alabanzas que cantaba
Rita sobre lo amable que era Paisley con todo el staff de la casa, los detalles
hacían ahora una diferencia. Que ella fuese considerada con el staff del
penthouse, cocinara para ellos, porque a la señora Orwell al parecer se le
había escapado mencionarlo; que ayudara en una ONG sin buscar
publicidad; que cumpliera con todos los requisitos del contrato sin rechistar;
que no se comportase como una socialité caprichosa; todos eran factores
que desdibujaban por completo la imagen que se había hecho de ella. ¿El
asunto del portarretrato de su madre? Pudo haberlo echado a la basura o
dejarlo tal cual estaba, pero a cambio se tomó el tiempo de arreglarlo.
—Sí, y no llamó a Jacques para ese propósito —replicó, porque había
hablado con su chofer para preguntarle si fue él quien la llevó a Alas de
Esperanza, pero este le comentó que fue Zayn, y que Paisley exigió que
usaran el metro.
Doug no había visto a su mejor amigo con una expresión de tanta
confusión en años. Sabía que, después de tanto tiempo con el propósito en
mente, Stavros no detendría la venganza contra Hamilton, pero quizá
empezaría a darse cuenta de que Paisley era distinta. Solo esperaba que, en
ese tiempo, su amigo no hubiera hecho demasiadas idioteces para sepultar
cualquier posibilidad de crear una tregua.
—Por cierto ¿qué pasó con Meredith? —preguntó Doug.
—Terminé el acuerdo con ella —farfulló con desinterés, mientras
fruncía el ceño, porque no veía a Paisley. En casa de Amanda, con menos
personas, había aparecido Gerard. No le gustaba la perspectiva de que
viviera una mala experiencia de nuevo. A esa inquietud la llamaría
caballerosidad—. Fue todo.
—¿Oh? ¿Un motivo en especial que quizá tenga ojos verdes y cabello
negro? —preguntó en tono burlón.
—A veces no entiendo por qué somos amigos —dijo Stavros, y Doug se
echó a reír de buena gana—. Meredith dejó de atraerme. Punto.
Entre las gestiones de su agenda, Stavros comprobó que Hamilton
Mansfield tenía otra letra vencida de la hipoteca de la mansión que poseía
en Chicago, así que él ya había pactado una reunión con su amigo del banco
al que Hamilton le debía dinero. Indistintamente del contrato de Paisley y el
desempeño de ella, él iba a hallar la forma de convencer a su amigo de
ejecutar el proceso judicial y luego proceder al embargo de la mansión.
Sabía que le tomaría uno o dos meses que todo tuviese lugar, pero no le
importaba. El éxito se conseguía hilando fino.
—Oye —dijo al cabo de un rato mirando sobre el hombro de Stavros—,
no sabía que Paisley era amiga de Matthew, pero el mundo es un pañuelo.
Qué interesante, porque él es un amigo del esposo de Helena, además de
una gran pers…
Stavros dejó a Doug con la frase sin acabar, porque al encontrar con la
mirada a Paisley, riéndose con un tipejo, empezó a moverse sin más. Los
celos no eran bienvenidos, aunque eso era lo que estaba experimentando al
ver a alguien que se suponía que era suya en brazos de otra persona. No era
capaz de racionalizar nada.
Se abrió paso entre la gente con determinación y reparó en el momento
en que Paisley aceptó la mano de ese hombre para ir a bailar. Fue como si le
hubiesen exprimido limón sobre una herida abierta. Le parecía absurdo
creer que ella le pertenecía, pero la vena posesiva se agitó de manera
inevitable.
Estaba a punto de llegar hasta Paisley, cuando Helena lo detuvo para
conversar, porque así era la personalidad de la prima de Doug. No podía ser
descortés con la anfitriona, así que respondió a su cháchara sin perder de
vista a la “pareja”.
Cuando terminó de hablar, cada minuto más cabreado, fue a la pista de
baile. El hombre que estaba con Paisley la miraba como si ella sostuviera en
las manos el elíxir de la vida y el placer. Eso no le sentó para nada bien a
Stavros.
—Buenas noches —dijo mirando al hombre de ojos celestes—. Creo
que has excedido el tiempo de baile con mi esposa.
Paisley detuvo la frase que estaba a punto de decirle a Matthew al ver a
Stavros. Su corazón dio un salto de inquietud, porque la expresión asesina
que tenía era brutal.
—Stavros, por favor —murmuró Paisley por el tono severo que él
estaba dirigiendo a su amigo—. Recuerda el motivo por el que…
—No estoy interesado en recordar, gracias —replicó él sin mirarla.
Ella se mordió el labio inferior, indecisa y consternada, porque las
parejas de alrededor empezaron a susurrar. Stavros no estaba levantando la
voz, pero era su porte, actitud y energía dominante, que dejaba muy claro
que no le gustaba ver que su esposa estuviera bailando con otra persona. Le
parecía a Paisley una ridiculez, en especial porque desde que estaban
casados, Stavros no había hecho otra cosa que recordarle con palabras o
acciones que solo estaba alrededor por una venganza.
—Matthew, te presento a mi esposo, Stavros Kuoros. Stavros, él es
Matthew Cavanaugh y es un traumatólogo que ayuda en organizaciones sin
fines de lucro —dijo evitando mencionar Alas de Esperanza, porque
Stavros era capaz de pensar que tenía un amante oculto o que trataba de
apuñalarlo por la espalda poniendo en riesgo la reputación de Manscorp con
la NHL.
Matthew era una persona sosegada, aunque no le gustó el tono del
esposo de Paisley. Sin embargo, podría entender que estuviera celoso,
porque la mujer con la que él había estado bailando, hasta hacía solo unos
segundos, era una preciosura.
—Enhorabuena por tu matrimonio —dijo Matthew y extendió la mano a
Stavros. El griego la estrechó con más firmeza de la necesaria—. Paisley es
una mujer muy generosa con su tiempo y ayuda a otros. Creo que
compartimos ese gusto, pero no tengo intención de hacer otra cosa que ser
su amigo —aclaró.
—Mi esposa no necesita más amigos, pero gracias, Matthew —replicó
Stavros, áspero, mientras el doctor miraba a Paisley con una sonrisa y le
hacía un guiño antes de abandonar la pista de baile dejándolos solos.
Paisley estaba estupefacta y enfadada por la actitud de macho alfa. La
acababa de avergonzar ante una persona amable y gentil como Matthew. No
tenía ningún derecho, menos después de su comportamiento en la
madrugada.
Stavros tomó a Paisley de la cintura y la apegó contra su cuerpo. Ella no
podía zafarse, porque eso sí crearía un ambiente muy tenso. Ambos
empezaron a moverse rítmicamente, en silencio, mientras sus cuerpos se
acoplaban con rapidez.
—Fue una grosería lo que hiciste —dijo Paisley al cabo de un rato. Las
luces sobre la pista de baile, ubicada en una esquina muy pintoresca del
salón, habían disminuido de intensidad, porque la música se tornó más lenta
—. Si humillarme o avergonzarme es tu intención, pues lo hiciste contigo
mismo. Da gracias que ninguna de estas personas tenía un móvil a la mano
o estaba escuchando para replicarlo y dañar el propósito de este
matrimonio. Al menos, esta noche, no puedes culpar a nadie.
—Coquetear con otros hombres es una ruptura de una cláusula del
contrato —replicó Stavros con la sangre bombeando en sus venas con más
fuerza de la normal.
Quería agarrar a Paisley en volandas, llevarla al automóvil, y hacer algo
más que solo besarla; se sentía como esos emperadores brutos que
necesitaban conquistar dejando una huella profunda en el territorio que
deseaban anexar. Sentía unas ganas absurdas de marcar a Paisley con su
boca y su cuerpo.
—No es cierto, así que deja de agregar tecnicismos. Además, no estaba
coqueteando con Matthew, sino hablando y bailando con él, porque es una
persona decente que me trata bien y me hace sentir apreciada.
Él apretó la mandíbula.
—¿Entonces buscabas reafirmación? —preguntó deslizando la palma de
la mano detrás del suave cuello y le acarició la nuca con los dedos.
Ella sintió la descarga de sensaciones eléctricas en la piel.
—Solo expongo un hecho. He cumplido por hoy y estoy cansada. Ahora
quiero marcharme —dijo entre dientes. Él siguió moviéndose con ella al
compás de las notas musicales que fluctuaban en el ambiente.
—¿Conoces a ese tipo desde hace mucho?
—No.
—Parecía muy cómodo contigo —dijo.
Stavros sabía que ella se comportaba de manera diferente por todos los
antecedentes desde que llegó al penthouse. No existía ya aquella chispa de
coquetería o picardía que había encontrado cuando bailaron por primera vez
mucho tiempo atrás. Asumía que era su culpa y no le agradaba en lo más
mínimo.
—Parecía, sí —farfulló. Cada vez su enojo iba en aumento.
—¿Has perdido la capacidad de responder con una frase completa?
—Solo si el receptor las merece —replicó, tajante.
—No estoy habituado a disculparme —dijo finalmente. Como si alguien
hubiese tomado posesión de sus cuerdas vocales para hacerlo sacar las
palabras que tenía atoradas en la garganta y la conciencia.
Ese comentario consiguió que Paisley dejara de mirar por sobre el
hombro masculino, y fijara sus ojos en los de Stavros. «¿Estaba escuchando
lo que creía que estaba escuchando?», se preguntó, mientras él no dejaba de
acariciarle la nuca.
—Ni yo a escuchar sandeces —replicó—. Si no vas a disculparte con
propiedad, no por lo de Matthew porque no espero que lo hagas, pero sí por
lo grosero que fuiste anoche conmigo, entonces será mejor que me sueltes.
Stavros fue a decir algo, pero Helena se acercó a ellos.
—¡La pareja del año! Qué bien verlos disfrutar de mi fiesta —exclamó
la anfitriona, ajena a la tensión e importancia del momento que acababa de
interrumpir—. Jamás creí que vería a Stavros Kuoros tan cautivado por una
mujer, pero me alegra mucho —dijo mirándolos a ambos—. Eso es lo que
ocurre cuando encuentras a la persona perfecta, como yo lo hice —señaló
un punto en el salón en el que se encontraba su esposo— al conocer a
Harrison.
—Estoy segura —replicó Paisley con una sonrisa, aunque su cuerpo
temblaba de enfado y desconcierto a causa del hombre que estaba a su lado.
—Helena, ha sido una fiesta magnífica, pero mañana tengo una junta
muy temprano y debemos marcharnos —dijo Stavros.
—Oh, tortolitos, por supuesto —sonrió elevando su copa de champán,
después se desentendió de ellos y fue a conversar con las demás parejas.
Al cabo de un instante se despidieron de Doug y otros conocidos.
En el automóvil ni Paisley ni Stavros se dirigieron la palabra. Él se
enfocó en conducir; le había dado la noche libre a Jacques.
Cuando entraron en el penthouse, el silencio parecía gritar, y la tensión
entre los dos se asemejaba a una red que los cercaba sin opción a escapar de
nuevo. Paisley empezó a subir las escaleras. Stavros se quedó cerca, pero no
avanzó.
—Paisley —llamó con suavidad.
Ella se giró hasta mirarlo. Él tenía las manos guardadas en los bolsillos,
y el gesto tensaba el pantalón alrededor de sus piernas fuertes. Si existiese
una manera de graficar el equivalente al concepto de virilidad, entonces era
él.
—¿Qué? —preguntó. Ella era ahora la que, físicamente, mantenía la
ventaja al estar en la escalera, mientras Stavros permanecía varios escalones
debajo, en el rellano.
—No debí tratarte como lo hice anoche. Fue inexcusable. Lo lamento.
Paisley apretó los labios. Aunque las palabras no eran suficientes,
porque habían sido también los actos de Stavros los que la lastimaron
también, ella aceptaba una ofrenda de paz que provenía de un hombre que
no sabía admitir que se equivocaba o que pedía disculpas. Eso podía
concedérselo sin ser soberbia.
Sin embargo, esto no implicaba que borraba todas las situaciones
vividas. Podía hacer una pausa, pero no equivalía al olvido.
—¿Y qué hay con Matthew y tu comportamiento en la fiesta?
Él se frotó el puente de la nariz.
—Jamás había sentido celos por una mujer, Paisley —replicó—. No me
gustó verte bailar con él o sus manos sobre ti.
Ella soltó una exhalación de frustración. Stavros podía ser un hombre de
negocios brillante, pero en sus relaciones interpersonales era un desastre.
—No te cedí el derecho a decidir si puedo o no bailar con un amigo
cuando firmé el contrato. Si la calentura que tienes es lo que te motivó a
disculparte, entonces cae en saco roto y no me interesa escucharla o
considerar poder creérmela.
Stavros subió las escaleras hasta quedar a la altura de ella. Paisley se
agarró del pasamanos para equilibrarse y elevó el rostro.
—Escucha bien, y no te equivoques —dijo acariciándole el labio
inferior. A ella se le cortó brevemente la respiración—. No se te ocurra
confundir la disculpa que acabo de expresar con la seducción, porque no
están relacionadas.
Ella le apartó la mano.
—No estoy interesada en ser seducida, porque tengo otros asuntos más
importantes de los cuáles preocuparme —replicó con suficiencia.
Stavros la sorprendió con una carcajada. Se acercó hasta que sus labios
estuvieron casi topándose. Ella sintió cómo un fuego líquido empezó a
burbujear en su cuerpo, deslizándose con sigilo, hasta que era imposible
negar su deseo.
—Insistes en ser una mentirosa —murmuró con media sonrisa antes de
morderle el labio inferior—. ¿Por qué haces eso, eh?
—No he aceptado tu disculpa —farfulló—. Y vas a tener que hacer algo
más que hablarme con esa voz persuasiva o mirarme como si fuese la única
mujer que ha capturado tu interés por el simple hecho de que te sientes
atraído por mí. No puedes detestar a una persona y desearla al mismo
tiempo.
Stavros esbozó una sonrisa. La frontalidad de Paisley al hablar o replicar
le parecía una característica que no solía ver a menudo. Nadie se enfrentaba
a él, porque solían tener temor de enfurecerlo o contrariarlo; ella, no.
—Eres definitivamente la mujer que me desquicia a ratos. No te detesto,
sino lo que representas que es algo diferente. —Ella puso los ojos en blanco
y quiso darle un puñetazo por su lógica—. Además, te he dicho que la
seducción no tiene que ver con mi disculpa, Paisley, y estoy de acuerdo en
que las palabras no son suficientes.
—Si ya lo sabes, no hay más que decir. Buenas noches, entonces —
replicó dándole la espalda para irse, pero él fue más ágil y la tomó de la
muñeca para detenerla—. ¿Qué pasa ahora? —preguntó mirándolo.
—Estamos en un capítulo por completo diferente llamado deseo. Sin
embargo, me gustaría que supieras que mis disculpas han sido sinceras —
dijo con evidente tensión en su voz. El pulso de la vena del cuello palpitaba.
Le estaba costando un gran esfuerzo reconocer su equivocación.
Ella sabía que disculparse era un mundo ajeno a Stavros. A ese hombre
habría que torturarlo, como en la época de la Inquisición, para que aceptara
decir palabras que no quería, aun así, le habría hecho la vida de cuadritos a
sus torturadores quedándose callado hasta morir en su obstinación. Esa
noche, Stavros era tenía la actitud del hombre que le había parecido menos
frío de lo que decía la prensa, accesible incluso, antes de que hubiera
descubierto que ella era una Mansfield.
—¿Por qué te interesaría hacerlo cuando todo este largo tiempo solo has
querido enseñarme una lección que no necesito?
Stavros se pasó los dedos entre los cabellos. Apretó la mandíbula.
—He descubierto detalles sobre ti que me desconciertan y no se ajustan
a mis impresiones iniciales —dijo—. Y porque es lo correcto.
Ella se frotó las sienes y se acomodó el cabello detrás de la oreja.
—¿Vas a detener toda esta locura? —preguntó enarcando una ceja.
Él se quedó en silencio varios segundos.
—No voy a romper el contrato que tienes conmigo, porque hay cientos
de millones de dólares de por medio con la NHL, y tampoco voy a
confundir la atracción con la realidad de lo que ha hecho tu familia —dijo
con brutal honestidad.
—Te casaste conmigo porque crees que así llegarás a mi padre y lo
lastimarás. Lo que no entiendes e ignoras es que jamás daría resultado —
dijo con frustración sin ofrecer más información, porque no podría
ofrecérsela sin hablar de Millie.
Stavros frunció el ceño por el comentario, porque sabía que ella estaba
equivocada. Zeyda le había comentado que, en varias ocasiones, Hamilton
se mostró furioso porque no le daba opción a reunirse con él y porque,
después de las juntas del directorio, se marchaba sin dirigirle la palabra. El
hijo de Esther comentaba, al que quería escucharlo cuando iba a Manscorp,
que Stavros manchaba el apellido Mansfield al haberse casado Paisley,
porque la clase no se compraba. Esto último hizo reír a Stavros. Sabía que,
a pesar de que el dinero era importante para Hamilton, los orígenes o
abolengo social desde la cuna lo eran más; el hombre era un pendejo.
De todas maneras, el siguiente mes, todas las cuentas de Hamilton iban
a congelarse en el extranjero, porque estaban ligadas a un negocio piramidal
y era una estafa; le quedarían los bienes en Estados Unidos, aunque por
poco tiempo. Esto lo sabía Stavros por Hans, pues su investigador privado
lo mantenía al corriente. La operación del griego para dejar en la quiebra a
Hamilton estaba en curso. La presencia de Paisley, como su esposa, era tan
solo el toque de gracia previa a la caída final.
—Esta conversación no quiero tenerla esta noche, Paisley. Ya he dicho
lo que era justo que supieras. El deseo es mutuo e innegable —extendió la
mano y le acarició la piel del hombro desnudo—. ¿Quieres continuar este
tira y afloja de forma indefinida o eres capaz de llegar a un acuerdo en este
punto?
Ella tomó una decisión. No podían continuar las siguientes semanas
rondándose como dos contendientes que se atraían y detestaban al mismo
tiempo.
Hizo una negación.
—¿Además de Meredith tienes otras amantes? —preguntó en un
murmullo, mientras él volvía a mordisquearle la boca y con sus manos le
acariciaba los costados, dejando los pulgares justo en la parte baja de la
curva de sus pechos—. Si lo que buscas es humillarme como lo hiciste al
traerla esa noche, entonces será mejor que te detengas. No voy a tolerar
tonterías por ese contrato, Stavros.
Él se apartó, al mismo tiempo que ella lo hizo, para mirarla a los ojos.
—No hay nadie más, Paisley —expresó. Después de lo que había
empezado a entender sobre ella, lo que le apetecía era descubrir más sobre
quién era la mujer con la que se había casado por una venganza que, daba
igual las circunstancias, pretendía continuar hasta sentir que había hecho
justicia a su pasado, a Esther. En ese instante lo único que le interesaba era
fundirse con Paisley en una vorágine sexual. El resto le daba lo mismo. Por
ahora—. Y me he encargado de que no exista otro en tu camino.
Ella soltó una risa de incredulidad, porque era un bastardo arrogante.
—Durante unos meses más… —replicó enarcando una ceja.
—Es suficiente —dijo de forma ambigua, antes de besarla.
Conquistó los labios de Paisley como si hubiera estado esperando toda
la noche por este instante. La boca de Stavros no era castigadora en esta
ocasión, ni estaba impregnada de veneno, se trataba más bien de erotismo
puro. La presión que ejercía contra los labios sensuales y llenos de Paisley
era deseo en carne viva, suave, sin embargo, insistente y persuasiva.
Ella dejó escapar un gemido cuando él le acarició los pechos sobre la
tela del vestido y pellizcó ambos pezones con fuerza. Stavros le mordió los
labios y ella hizo lo mismo; los mordiscos eran gentiles en un inicio, pero
poco a poco se tornaron más hambrientos en una exploración mutua.
Paisley subió las manos desabotonando la camisa blanca para tocar la
piel que recubría unos pectorales sólidos y abdominales firmes. Lo recorrió
con las uñas y después llevó las caricias a la espalda, sintió cómo, a medida
que lo acariciaba de arriba abajo, los músculos reaccionaban a su toque.
Stavros se sintió bombardeado por la esencia sutil del perfume de
Paisley. Le besó el hombro desnudo y sonrió al escuchar los suaves
ronroneos que emitía al besarla. En el transcurso de los días había ido
encontrando pequeñas pistas, esquivas, sobre ella, sin embargo, ahora el
panorama parecía más claro, aun así, no confiaba del todo. El lenguaje del
sexo y la atracción era el que dominaba, en el que no hallaba riesgos,
aunque, si era sincero, ahora comprendía que con Paisley nunca se sabía la
influencia o impacto que podría llegar a tener en él. Era peligrosa.
Paisley disfrutó de la sensación de la barba áspera de Stavros contra sus
mejillas y barbilla, mientras el beso la consumía. Le gustaba sentir cómo la
recorría con las manos fuertes, tratando de abarcarla toda, apretando,
tanteando y masajeando de manera ávida. Su toque parecía estar al límite,
como si quisiera contenerse solo un poco más antes de devorarla por entero.
—Aquí no —murmuró Paisley cuando él bajó el único tirante que cubría
su hombro con la intención de empezar a desnudarla—. Vamos a la cama…
Ni bien terminó de decir esa frase, la agarró en volandas. Ella se aferró
del cuello masculino, mientras iban hasta la máster suite. Una vez que la
dejó en pie ambos empezaron a desnudarse mutuamente con frenesí. Las
manos de Stavros eran ágiles y las de ella no se quedaban atrás. Sus miradas
estaban llenas de fuego.
—Paisley eres hermosa —dijo admirándola de los pies a la cabeza. Las
piernas torneadas, el sexo desnudo, el abdomen suave, los pechos llenos
con deliciosos pezones, la boca sensual y el cabello que, por sus caricias,
ahora estaba suelto—. Ven aquí —expresó apenas controlándose para no
tomarla como si fuese un animal. Quería, en esta ocasión, disfrutar cada
pedacito de su cuerpo.
Ella, que no era de las que solían sonrojarse lo hizo. No se cubrió al
sentirse expuesta, porque estaba orgullosa de cada curva de su cuerpo, y ya
se habían encontrado en circunstancias similares. En cambio, le dedicó la
misma atención a Stavros. Él era visualmente fascinante. Los pies de un
hombre jamás le habían parecido sexis, pero los de su esposo eran distintos,
masculinos; todo él formaba un festín varonil y sensual. El pene estaba duro
como el granito, grande y pulsante. El glande tenía ligera humedad en la
punta roma. Ante la perspectiva de que pronto estaría penetrándola, ella
creyó escuchar cómo retumbaba su pulso.
—Me gusta besarte —dijo ella, haciendo precisamente eso—. Mucho.
Él sonrió contra la boca de Paisley, deslizó las manos a lo largo de la
curva de la espalda hasta llegar a las nalgas, abarcándolas, apretándolas con
fuerza como había deseado. Su miembro estaba dolorosamente erecto y él
soltó una maldición cuando Paisley lo tomó en la mano y empezó a
acariciarlo.
Stavros cambió el curso de sus caricias. Sus dedos le abrieron los
pliegues íntimos, notándolos húmedos, y empezó a acariciarla. Rompió el
beso para bajar la cabeza y capturar uno de los pezones con sus dientes,
morderlo hasta que la escuchó gemir de dolor y gusto, para luego
chupárselo; aplicó la misma caricia al otro.
—Tienes el par de tetas más sensuales que he visto nunca —dijo
tomando un pecho en su mano y rodeando el pezón con el pulgar; su otra
mano continuaba estimulando el sexo de Paisley—. Me vuelven loco…
Besándose, acariciándose con las manos y bocas, sus cuerpos eran un
frenesí de sensaciones, pero Stavros no iba a permanecer de pie con ella. Si
le había pedido que la llevase a la cama, la complacería. Apartó la boca de
los pechos y dejó de acariciarle el sexo mojado; ella protestó cuando la
agarró de la mano para que dejara de masturbarlo. Le gustaba el toque
suave y decidido de Paisley, pero no quería eyacular de esa forma; quería
hacerlo en el interior de ella.
—Me gusta lo que haces conmigo… —susurró, cautivada por el
magnetismo que exudaba Stavros. Su voz era más profunda y su cuerpo, a
pesar de ser grande y atlético, se movía con la agilidad de un felino—.
Quiero más —dijo abrazándolo de repente, deslizando las uñas desde los
omóplatos hasta que llegaron a las nalgas—, y tu trasero puede que sea mi
parte favorita —dijo clavándole las uñas. Él soltó un gruñido, le agarró
ambos pechos masajeándolos, mientras le mordía el labio inferior.
—¿Solo esa parte? —preguntó en tono pícaro.
Ella se rio, pero la risa se convirtió pronto en un jadeo cuando él la tomó
en brazos para dejarla en el centro del colchón. Con los labios inflamados
por sus besos, las tetas con ligeras marcas rosáceas por las caricias de su
boca y sus dedos, el sexo expuesto, así como la expresión de innegable y
desnudo deseo, Paisley Kuoros era la mujer más bella que él había tenido el
placer de llevar a su cama.
—N…no —murmuró cuando él se posicionó en la entrada de su sexo.
—¿Segura? —indagó sosteniendo su miembro viril en la mano y
moviéndolo entre los pliegues suaves, de arriba abajo, humedeciéndola.
Estaba haciendo un esfuerzo inmenso para no perder el control y sabía que
no podría prolongar esa hazaña por más tiempo—. Porque si es así —
murmuró, pretendiendo apartarse. Ella hizo amago de levantarse para tomar
el asunto en sus manos—. Ah, veo que no —dijo en tono burlón al notar la
desesperación que se comparaba a la suya.
—Stavros, deja de jugar conmigo —replicó frustrada. Dios, el hombre
era totalmente diferente y encantador en la cama; letal. La forma en que se
movía y se sostenía a sí mismo, tan seguro de sí, era realmente sexi—.
Tómame, ahora.
—Dios, estás apretada, Paisley —jadeó al introducirse hasta lo más
profundo con una lenta y contumaz embestida. Apoyó los brazos a ambos
lados del cuerpo femenino para no aplastarla con su peso. El movimiento
hizo que los pechos se bamboleasen—. Deliciosamente estrecha… Tócate
esas tetas con la misma fuerza con la que quisieras que las toque yo…
Paisley tembló cuando él salió de su cuerpo para volver a introducirse
con fuerza, haciéndola consciente de cómo la ensanchaba, y encajaba a la
perfección. Sin nada de pena o timidez, ella agarró sus pezones y empezó a
estimularlos, moviendo las caderas en cada penetración de Stavros; arqueó
las caderas y gimió con abandono.
No podía dejar de notar la forma en que las abdominales se flexionaban
con el movimiento y el esfuerzo del sexo, a medida que él embestía con
osadía. Ella soltó sus pechos para atraer el rostro de Stavros y besarlo. El
gesto provocó que pudiera sentirlo todavía más dentro de sí. Paisley le
rodeó las caderas con las piernas, y empezaron a mecerse juntos en un ritmo
diferente, puramente sensual, aunque con la plena conciencia, mutua y
silenciosa, de que esta vez no era solo sexo. La conexión que ambos tenían
no era inusual y pocos amantes la encontraban.
—Stavros, más… rápido… —jadeó contra la boca que devoraba la suya
con gruñidos de ansias. Le recorrió los brazos firmes, le clavó las uñas en
los hombros sosteniéndose, mientras las embestidas continuaban—. Sí…
Así…
Le mordió el labio inferior y sintió el sabor metálico de la sangre, pero
no fue un beso de rabia, sino de una salvaje necesidad de alcanzar el punto
culminante que su cuerpo anhelaba. Ninguno de sus amantes había
conseguido enloquecerla y llevarla a atravesar emociones diametralmente
opuestas en aras del placer.
Stavros era intenso y concienzudo al momento de tocarla; sus manos no
habían dejado libre ni un solo espacio de su cuerpo. Los dos parecían ser las
piezas perdidas de un rompecabezas que acababan de encontrar el punto de
fusión perfecto.
—Paisley… —murmuró bajando la cabeza y lamiendo los pezones;
mordiéndoselos y halándolos con los dientes. Ella se arqueó y gimió a viva
voz—. Eres un dulce veneno al que, a partir de hoy, no creo poder
renunciar.
Su placer más grande no era deleitarse con esos exquisitos montículos,
sino con los sonidos de gusto que escuchaba de ella con cada caricia que le
prodigaba. Le gustaba el abandono con el que respondía, pedía y tomaba.
Era generosa con su cuerpo y sus reacciones; una amante excepcional.
Imaginar a otros hombres que pudieron haber disfrutado de ese cuerpo, lo
enfurecía innecesariamente, instándolo a querer marcarla, penetrar con más
fuerza, succionarle el cuello hasta dejarle una marca, apretar su carne con
las manos para hacerla consciente de quién era el que estaba dándole placer:
solo él y no otro. Y todo eso lo hizo.
—Bébelo hasta que ambos estemos embriagados —susurró perdida en
esa mirada que ocultaba secretos del pasado, pero se abría sin restricciones
al placer.
—Eres una brujita… —gruñó apoyando al frente contra la de ella,
moviéndose insistentemente, girando las caderas, mordiéndole el lóbulo de
la oreja.
—Mis embrujos son inofensivos —susurró—. No te hagas adicto a
ellos.
—Paisley… —murmuró frotándole el clítoris con el dedo, mirando
cómo su pene salía y entraba de ella. Aquella visión fue el catalizador de su
liberación.
La respuesta femenina fue anclar los talones con más fuerza en las
nalgas de Stavros, mientras su pelvis seguía el vaivén que cabalgaba en
búsqueda de un alivio imperioso. Los cuerpos de ambos estaban bañados en
una pátina de sudor y el sonido de sexo húmedo hacía eco en el silencio.
Los jadeos acompañaban la sinfonía de besos desesperados, pero las
palabras que se decían, quedamente, alabando el cuerpo del otro, pidiendo y
exigiendo, estaban tejiendo la red que iba a sostenerlos cuando saltaran
desde la cúspide para experimentar la adrenalina del éxtasis.
—Sí… Más… Oh, Stavros —gimió echando la cabeza hacia atrás,
arqueando la espalda, cuando una tormenta de fuego los abrasó a ambos.
—Joder… —dijo con los dientes apretados cuando su simiente
erupcionó en el interior del cálido pasadizo, furiosa y ardiente, queriendo
reclamar a esa mujer desde dentro hacia fuera. Cuando los espasmos de
Paisley dejaron de succionarle el miembro, él soltó un suspiro entrecortado.
Stavros había colapsado sobre ella, pero procuro quedar ligeramente de
lado para no dificultarle más la respiración. Por unos largos segundos todo
se había detenido y el único eje de su mundo roto era Paisley. Al cabo de un
momento, ella empezó a acariciarle los cabellos de forma suave. No hacían
falta palabras. El sexo de esa noche había revolucionado esa clase
experiencia para los dos.
Cuando sus cuerpos parecieron recuperarse, al menos
momentáneamente, y los estremecimientos concluyeron, tuvo lugar la
sincronía ideal en que dos amantes, exhaustos, se quedaban en el más
completo y electrizante silencio. En esta ocasión no existía incomodidad en
la falta de palabras.
Stavros salió del interior de Paisley a regañadientes. Ella abrió los ojos,
no tenía fuerzas para levantarse de la cama, aunque tampoco quería hacerlo.
—Esto ha sido… Inesperado por decirlo de alguna manera —dijo
cuando él la miró con esa intensidad que le enchinaba la piel, pero en esta
ocasión era la vibra eminentemente de orgullo masculino; orgullo de un
amante que sabía complacer. Dios, su sexo estaba sensible, porque Stavros
era grande y su estrechez la hacía más consciente de él. La había marcado y
no solo físicamente se temía—. Sé que esto lo complica todo, así que
procuremos…
Stavros se inclinó sobre ella para besarla con demorado deleite. Cuando
se apartó, le acarició la mejilla en un gesto dulce muy poco usual en él.
Paisley suponía que el sexo era el lenguaje con el que Stavros se sentía más
cómodo, porque no hallaba otra explicación para el hombre encantador,
juguetón, sensual y también salvaje, que le había dado un orgasmo
increíble, que estaba a su lado.
Ella no tenía ideas irreales sobre la relación con él, porque necesitaba
ser cautelosa y protegerse, además estaba casada a causa de una venganza.
¿Qué buen augurio podría traer eso? ¿Buen sexo? Eso seguro, lo acababa de
comprobar, pero ella necesitaba ser más astuta porque, aunque ambos
guardaban información al otro, en su camino particular, Paisley tenía
muchas más posibilidades de perder que de ganar.
—Silencio —dijo poniendo un dedo sobre los labios inflamados—. Para
lo que vamos a hacer el resto de la madrugada no necesitas palabras.
—Tú tampoco —replicó haciéndolo reír, antes de sorprenderlo
sentándose a horcajadas sobre él—. Esta vez —dijo inclinándose para
besarlo—, yo tengo el control. Si quieres correrte haces lo que yo te diga.
—Será una larga madrugada —replicó sujetándola de las caderas—,
porque no cedo el control en la cama. A menos —dijo deslizando una mano
para tocar el clítoris con el dedo. La escuchó gemir con suavidad—, que te
ganes ese derecho.
Ella esbozó una sonrisa de medio lado.
—Desafío aceptado, Kuoros...
CAPÍTULO 16
***
Stavros tenía una suite en el Mandarin Oriental de Nueva York, las
comodidades estaban siempre garantizadas, además de una vista
espectacular a la urbe. Los días de trabajo eran intensos, porque el griego
había tenido incontables reuniones que consumían muchas horas, además
de los eventos planificados, pero se daba un margen de tiempo para ir con
Paisley a recorrer sitios turísticos. En la Gran Manzana no era difícil pasar
desapercibido y eso les permitió disfrutar mejor.
Subieron al Empire Estate, tomaron el ferry que iba a Staten Island,
alcanzaron a entrar al Met Museum y a ver el musical Wicked en
Broadway. Él descubrió en Paisley una compañera de viaje fácil de
adaptarse a los cambios súbitos de horarios por sus gestiones de Manscorp
en Manhattan, pero también a alguien que sabía pasársela bien sin
necesidad de tener servicio VIP o compañía constante. Ella, si no estaba
trabajando en sus proyectos personales, salía con Zayn a recorrer
Manhattan.
En las noches que tenían que reunirse con diferentes personajes
pautados en la agenda de Zeyda, así como la de Jonah, Paisley se convertía
en una sirena con rostro de ángel. Él, que conocía cada curva que escondían
los elegantes y preciosos vestidos a medida que usaba, hacía un gran
esfuerzo para no dejar plantados a los anfitriones de las fiestas y eventos a
los que habían sido invitados.
Obviamente no se habría visto bien, por ejemplo, que Stavros hubiera
dejado plantado al gobernador de Nueva York, Marc Ruttinger, en la partida
de golf en uno de los mejores clubes de la ciudad, porque Paisley estaba
usando una ropa deportiva discreta, pero joder, se ajustaba demasiado bien a
sus curvas. De hecho, al saber que la mujer del gobernador le había
presentado a un sobrino, soltero y que de inmediato se sintió interesado en
hacer plática con su esposa, Stavros perdió la concentración y con ello la
partida contra Marc. Sin embargo, esa noche ganó el éxtasis y llevó a
Paisley a experimentar varios orgasmos.
Los reportes de Jonah señalaban que todo ese tour estaba siendo un gran
éxito para Manscorp. La percepción de la imagen de Stavros ahora era la de
un empresario más cercano, respetable y hombre de familia enamorado.
Esto último no le sentaba nada bien al griego, pero le daba lo mismo si
implicaba buena prensa que repercutiría en beneficio de sus intereses con la
liga nacional de hockey sobre hielo.
Paisley había demostrado ser una mujer de gustos adaptables: usaba
tacones, trajes de marca y joyas costosísimas, así como también vestía
jeans, blusas de algodón y los pendientes de diamante que no dejaba por
nada del mundo. Subía al ferry con una gran sonrisa, no exigía trato VIP y
si lo recibía daba buenas propinas, ¿lo más enfurecedor para Stavros? Ella
usaba el dinero que ganaba en las clases de inglés, en lugar de aceptar el
que él quería dar a nombre de los dos, para esas propinas.
—Esto está delicioso —dijo ella una tarde cuando compró un hot-dog en
el exterior de Central Park—. Ven, vamos a sentarnos en una de estas
banquetas.
Stavros la miró con el ceño fruncido.
—Se te puede ensuciar el pantalón y de aquí tenemos que ir al salón de
actos de la Fundación Niños por la Vida, Paisley.
Ella se encogió de hombros, muy cómoda, porque no era problema
cambiarse de ropa o maquillarse, ya que Stavros había mantenido su idea de
contratar un staff específicamente para eso. Se acomodó en la banqueta y le
hizo un gesto con la mano para que se sentara a su lado. Él, que no era un
esnob, la complació.
—La ropa se reemplaza, pero este momento —dijo mirándolo, y
después hizo un gesto con la mano libre abarcando el entorno pintoresco—,
va a quedar siempre. Hay que disfrutar las cosas simples de la vida, Stavros
—le dio un empujoncito con el hombro—, no seas tan arrogante.
Él soltó una carcajada, porque ambos sabían que, a pesar de que le
gustaba poder darse lujos y tener buenas cosas, no era una persona
pretenciosa. Stavros le quitó el hot-dog, lo dejó a un lado, sin importarle
que sus guardaespaldas estuvieran discretamente alrededor, para luego
besarla con pasión. Le daba igual si había un paparazzi o diez mil elefantes
acercándose en estampida.
Cuando se apartó, ella lo observaba con una expresión desconcertada. Él
la besaba con deseo, siempre, pero jamás lo había hecho en público.
—¿Quién eres en realidad, Paisley Kuoros? —preguntó en un susurro.
Ella esbozó una sonrisa que se amplió poco a poco.
—No la mujer que creíste cuando me propusiste este acuerdo —replicó,
mientras él la ayudaba a incorporarse de la banqueta.
Stavros la miró un instante, pensativo, después hizo un asentimiento.
Él hubiera esperado que Paisley se quejara de la posible suciedad o que
se llevara el hot-dog a otro lado para comérselo en un lugar menos
congestionado. No obstante, así, vestida con elegancia y acicalada para un
evento, había insistido en ir al Central Park, para recorrer un pequeño tramo
argumentando que hacía mucho que no visitaba Nueva York y, como al
siguiente día se marcharían a Los Hamptons, esta sería la última
oportunidad para deambular por el famoso parque.
—La mujer que me sorprende con más frecuencia de la esperada, eso
seguro —dijo tomándola de la mano en un gesto espontáneo que los
sorprendió a ambos —. Te sostengo para evitar que tropieces —murmuró
como justificación.
Paisley tan solo hizo un asentimiento, mientras Zayn llegaba con el
Porsche que habían rentado para esos días. Cuando entraron al evento final,
aunque el más importante de ese viaje, ya varios niños y adolescentes
estaban en el salón de la Fundación Niños por la Vida esperándolos. La
plana directiva también estaba lista.
La organización procuraba darles un hogar digno, hasta que cumplieran
la mayoría de edad, a quienes permanecían en el sistema y no habían sido
adoptados. Esta causa, que no existía todavía en Chicago, era importante
para Stavros por motivos personales. Él cortó la cinta de inauguración del
nuevo salón destinado a eventos: clases, galas, reuniones, y demás, rodeado
de aplausos.
—Señor Kuoros —dijo Melina Hutchinson, la directora—, usted es uno
de nuestros patrocinadores más generosos. El que haya venido a Nueva
York significa mucho para todos nosotros. Estamos profundamente
agradecidos.
Paisley notó cómo Stavros asentía, pero había una emoción particular en
su expresión; una que parecía de extrema empatía con la causa. Eso la
intrigó. El resto de la noche departieron con los niños y los tutores,
trabajadores sociales y demás. Aunque era una organización sin fines de
lucro privada, esta tenía la autorización municipal para servir de casa de
acogida temporal cuando las del sistema público estaban colapsadas.
Paisley se entretuvo un largo rato, riéndose y contando anécdotas de su
propia infancia con los niños que se acercaban a saludarla.
Les contó de Alas de Esperanza a los directivos y también a otros
adultos que estaban en el círculo de conversación. Compartieron ideas sobre
mejoras que podrían hacerse al sistema de ayuda para las personas sintecho.
Fue enriquecedor.
—Su traje es elegante, señora —dijo una niña que tendría alrededor de
diez años, mientras Paisley estaba sentada bebiendo un vaso de Coca-Cola
—. Cuando sea mayor quisiera estudiar confección.
Paisley le acarició los cabellos rizados a la niña de piel negra. Le
pareció muy dulce, aunque parecía guarda un halo de tristeza en su mirada.
—Puedes ser todo lo que te propongas —replicó sonriéndole. Estaban
en una de las áreas dispersas que se habían organizado en el salón para que
la interacción entre los invitados fuese más cómoda. Entre los asistentes
estaban también importantes académicos, sociólogos y un par de políticos
de rangos medios—. No me has dicho tu nombre —extendió la mano—, yo
soy Paisley.
La niña estrechó la mano con entusiasmo.
—Me llamo Polenna —sonrió y se acomodó el vestido con nerviosismo
—. Este es mi mejor traje, porque la señorita Judith me comentó que
vendrían personas importantes para ayudarnos a que tengamos siempre
comida en la mesa. También me contó que este salón serviría para que
tengamos clases virtuales como en el cine.
Paisley esbozó una sonrisa y asintió.
—Ese vestido rosa te queda perfecto, y además, tienes un nombre
precioso —dijo con calidez. Le gustaban los niños y, aunque no estaba en
sus planes cercanos, algún día quería ser madre—. Claro que sí, el salón les
va a ayudar muchísimo.
La niña asintió con una mueca.
—¿Sabe? Polenna se llamaba mi mamá, pero quiero cambiarlo, porque
ella me abandonó, entonces no se merece ni mi cariño ni que lleve su
nombre.
El tono de rabia era evidente, y Paisley se sintió identificada. Tomó una
inhalación y agarró la mano de la niña con suavidad.
—Hey, no tienes que enfadarte con tu mamá. Todas las madres viven
situaciones diferentes que las hace tomar decisiones complicadas —dijo
tratando de creerse ella misma el discurso que estaba dando—. No creas
que eres la única niña que ha vivido momentos tristes, Polenna. Yo también
los tuve.
—Tiene usted un esposo guapo como esos que vemos en las pelis de
Disney, mucho dinero y linda ropa. ¿Qué momentos tristes puede tener
alguien así? —preguntó con ligero resentimiento en su voz.
Paisley sintió pesar y quiso decirle que los príncipes azules eran solo
mentiras. En cambio, optó por agitar la mano de Polenna con la suya para
que la mirase.
—El dinero puede crear la apariencia de bienestar, pero detrás de ese
escenario hay muchas cosas que otros no entenderían o conocen. No hay
que juzgar a las personas por lo que tienen, pues en realidad no sabemos
qué dolor llevan a cuestas. Por ejemplo, yo, que tengo ropa bonita como
dices, un esposo guapo con una fortuna, y títulos universitarios, también he
sufrido mucho.
—Ah, ¿sí? —preguntó frunciendo el ceño.
—Sí, Polenna. Mi mamá me abandonó y a mi hermana también cuando
éramos bastante pequeñas. No sé en dónde está ahora o los motivos por los
que decidió marcharse sin decir adiós, pero acepté que puedo ser feliz sin
pensar en esos tiempos difíciles que atravesé. ¿Qué te parece si intentas
pensar cosas bonitas y hacer lo mismo? Es decir, intentar ser feliz y buscar
tus sueños.
La niña la quedó mirando y luego se incorporó para acercarse a la silla
de Paisley y echarle los brazos al cuello. De inmediato, ella le devolvió el
abrazo con una risa alegre, ajena a la expresión conmovida del hombre que,
desde el otro lado del salón, la observaba ignorante al hecho de que estaba
enamorándose de quien, en un inicio, consideró siempre una enemiga.
***
—Estás muy callado —dijo Paisley en el automóvil rumbo a Los
Hamptons. Él sugirió utilizar un helicóptero, pero ella le dijo que prefería
vivir la ilusión que le provocaba entrar en la línea costera y verla desde el
coche—. ¿Todo bien con el reporte de Jonah, después de la visita a la
fundación?
La noche anterior habían hecho el amor con una intensidad distinta,
menos frenética, y más apasionada y lenta. Ella había sentido los besos de
Stavros casi reverenciales; los suyos tampoco eran distintos. Le gustó que él
empezara a relajarse más, cada día, en su presencia. La complacía saber que
tenía el privilegio de conocer a Stavros de una manera que era por completo
ajena al público: juguetón, sensual, espontáneo, solidario, conversador nato
y encantador.
—Sí, cerramos muy bien nuestro paso por Nueva York. He tenido que
alargar unos días nuestra estancia, porque estoy esperando a que un notario
firme un documento que hacía falta para poder vender mi casa, aquí en Los
Hamptons.
—Stavros…
Él apartó la mirada de la ventana y la fijó en Paisley.
En esta ocasión, ella llevaba jeans negros, zapatillas y una blusa roja; el
cabello recogido en una coleta. No estaba usando ni una gota de maquillaje,
porque ya el staff contratado (peluquera, maquilladora y asesor de imagen)
se había marchado. En Los Hamptons tendrían la fiesta de la inauguración
de la mansión del actor Joe Moriarty, que había sido compañero de la
universidad de Stavros, y Paisley insistió en que podía acicalarse sin ayuda.
Stavros despidió al staff, le pagó los días completos y los envió en primera
clase como compensación adicional por acortar el contrato pactado.
—¿Sí? —preguntó enarcando una ceja.
Desde que se embarcaron en el automóvil, él parecía un poco tenso e
incluso distante. Paisley sabía que no tenía que ver con ella y por eso estaba
más intrigada.
—En el evento de ayer escuché que uno de los miembros del directorio
decía que tú tenías una historia similar a la de esos niños y que se alegraba
de que, al haber logrado el éxito, hubieras decidido dar un poco de tu
fortuna a otros. ¿Por qué dijo algo así y por qué sabía algo como eso de ti?
—preguntó con suavidad.
Él se debatió si hablar o no del pasado; un pasado que involucraba a
Esther. Le quedaban cuarenta minutos de camino, pero no podía continuar
postergando esa conversación. Quizá no podría darle muchos detalles,
porque a él ni siquiera le interesaba recordarlos, pero compartiría algo
breve.
—Cuando lleguemos a la casa, hablaremos —dijo, porque Zayn iba al
volante—. ¿Te apetece detenernos para comer?
—No, no, estoy bien —murmuró con una sonrisa.
Stavros hizo un asentimiento.
El teléfono de Paisley vibró y ella sacó el aparato para revisar. Se trataba
de un correo electrónico que había estado esperando esas largas semanas.
Adrienne Zingar.
Su amiga le informaba que estaba a punto de concluir el proyecto de
trabajo y que en menos tiempo del esperado podría ayudarla con el código
de seguridad que necesitaba descifrar. Aunque sabía que Stavros no estaba
leyendo ni mirando su teléfono, Paisley sintió una punzada de culpa.
«Piensa en Millie», le dijo una vocecilla y fue todo lo que necesitó para
calmar la conciencia.
***
Nada más poner un pie en la casa de dos pisos frente al mar, Paisley
aspiró el aroma tan único del aire yodado. Aprovechó para organizar sus
cosas en la máster suite que daba al océano. Las ventanas grandes de
madera estaban abiertas de par en par y la brisa entraba en ráfagas suaves.
El ama de llaves, Antonia, le había dicho que la comida estaba lista para
cuando quisiera y que, por órdenes de Stavros, solo llegaría al mediodía
para cocinar y hacer el aseo.
Revisó el móvil cuando vio el mensaje de su mejor amiga.
***
El último evento del tour de casi tres semanas en Nueva York fue la
fiesta de Joe Moriarty. La inauguración de la mansión tenía como invitados
a varios actores famosos y también cantantes. Stavros era indiferente, pero
Paisley estaba deslumbrada; él tan solo optó por reírse cuando ella le
señalaba a tal o cual cantante o comentaba de las películas en las que los
actores habían trabajado.
Después de la conversación tan abierta y difícil que tuvieron, Stavros
todavía necesitaba cerrar las puertas del pasado. Solo podría hacerlo al
regresar a Chicago.
—Nunca creí que te vería casado —dijo el dueño de la flamante
mansión, que quedaba en la misma avenida que la de Stavros, Parsonage
Lane—. Tu esposa es muy guapa y encantadora. No sabía que algunas de
mis amigas de la secundaria la conocían.
—Ya sabes, el mundo es un pañuelo —replicó Stavros, mientras
observaba a Paisley bailar con las amigas con las que se había encontrado,
tan libre y hermosa.
Stavros reconoció que ese sentido de posesión, orgullo de llevarla de su
brazo, así como el modo en que anhelaba regresar a casa para escucharla
hablar de sus planes, además de la facilidad con la que sonreía cuando
Paisley estaba cerca o cuán completo se sentía cuando se acostaban juntos,
implicaba algo que no creyó que pudiera ocurrirle. Estaba irrevocablemente
enamorado de la mujer de quién había pretendido vengarse, y que, si algún
día llegara a enterarse de su secreto, lo odiaría para siempre.
Por primera vez en su vida, Stavros sintió miedo. Aunque ese secreto
estaba a salvo, al menos hasta que encontrara la manera de sacarlo a la luz,
revelárselo a Paisley e intentar redimirse a sus ojos. No era una tarea
sencilla. Quizá, en un inicio había obrado con malicia, pero ahora,
consciente de que Paisley merecía conocer la verdad, y él intentar enmendar
sus errores, su intención era buscar el momento adecuado para hablarle del
contenido de la carta de Esther. Su intuición, a esa a la que rara vez
escuchaba, parecía gritarle que su tiempo de gracia estaba agotándose.
Él tuvo la intención de acercarse a la pista de baile y tomarla en brazos
para disfrutar con ella de la música, pero recibió una llamada que había
estado esperando desde hacía un par de días. Deslizó el dedo sobre la
pantalla del iPhone.
—Señor Kuoros, le estoy enviando la información que me solicitó —
dijo el investigador privado desde el otro lado de la línea—. Lamento la
demora, pero tuve que salir de viaje a Kansas City por trabajo.
—No hay problema, Hans, gracias.
Stavros abrió el archivo con información detallada sobre Millie
Mansfield.
CAPÍTULO 17
***
El viaje en el automóvil, conducido por Jacques, lo hicieron en silencio.
El agobio del encuentro con Katherine ya había disminuido un poco,
además de que se habían encontrado con unos amigos a la salida y la
conversación fue entretenida. Sin embargo, Stavros sentía a Paisley
distante. No la podía culpar, porque él se habría cabreado si los roles
hubieran sido invertidos.
Ella se quitó los zapatos y los dejó en el interior del clóset de su
habitación, mientras Stavros la observaba desde el umbral de la puerta. Se
quitó todas las alhajas y las puso en el cofrecito que había comprado en un
mercadillo. Deshizo con facilidad el tocado que llevaba y después removió
el maquillaje de su rostro, mientras miraba a través del reflejo del espejo de
la coqueta cómo Stavros estudiaba sus movimientos.
—¿Vas a quedarte ahí de pie? —preguntó, finalmente dirigiéndole la
palabra —. Poco me apetece hablarle a tu reflejo.
Él se rio por lo bajo. Sabía que estaba enfadada y distante. En otro
escenario habría sabido cómo manejar esta tensión, pero ahora era
diferente, porque los elementos que se habían ido fusionando en esa
relación habían cambiado. Le había sorprendido el modo tan frontal y sin
reservas con el que Paisley tomó el anillo. En ningún momento lo vio venir,
pero tampoco era capaz de adivinar siempre cómo iba a reaccionar Paisley a
las situaciones que se presentaban.
—Un comentario válido —replicó—. Por cierto, muy interesante la
forma de recuperar el anillo de Esther. —Su comentario no tenía matices
burlones.
—Hice lo que tenía que hacer, y si te pareció mal, no me interesa.
Él meneó la cabeza.
—No estaba juzgándote, tan solo me pareció una forma inusual. Al
menos no necesitaste forcejear, porque utilizaste el factor sorpresa.
—Pues me sorprendí a mí misma inclusive —dijo con ironía—. De
todas formas, no me arrepiento porque tengo lo que me pertenece. Ayudó el
hecho de que el anillo le hubiese quedado demasiado grande. No era para
ella.
—Concuerdo —dijo con simpleza.
Stavros se apartó del umbral. Se jactaba de ser un hombre paciente, así
que intentaba utilizar esa característica para no tener una de sus usuales
discusiones explosivas con Paisley. Se quitó la corbata y la chaqueta, las
dejó colgando en el respaldo de una silla de la habitación que olía a la
fragancia de rosas y vainilla de la mujer que lo fascinaba; una fragancia que
era al mismo tiempo embriagadora y serena.
Ella lograba un efecto sosegador en él. Si consumiera antidepresivos,
entonces Paisley sería el equivalente a su prozac personal.
Se sentó en el borde del colchón y apoyó los codos sobre las rodillas,
inclinándose hacia adelante un poco con el movimiento. Estaba cerca de
Paisley, aunque no lo suficiente para tocarla. Por ahora era mejor así.
—Katherine y yo estuvimos juntos más de un año —dijo con un toque
de amargura, aunque era más bien arrepentimiento por haberle dado a esa
mujer la posibilidad de entrar en su círculo de confianza y decepcionarlo—.
Ambos tenemos pasados similares de pobreza y carencia. Fuimos amigos
una temporada, pero luego todo cambió y empezamos una relación. Sentía
que era una relación más genuina, lejos de las mujeres pijas o fresas de
sociedad que me buscaban por mi dinero, porque Katherine entendía mi
pasado y no iba a juzgarme por él.
Paisley asintió levemente. Ahora comprendía que Stavros había visto a
esa mujer como su igual, pero había hecho una apuesta equivocada basada
en los parámetros erróneos: miedo inconsciente al rechazo por sus orígenes.
Esta era una confesión, en un tono franco, con tintes de vulnerabilidad
que jamás había visto en Stavros. Tan solo por este detalle, ella sentía que
en este momento su corazón se abría a quererlo un poco más de lo que ya lo
hacía.
—¿Mi abuela la conoció…?
—No, pero me escuchaba mucho hablar de ella y también de cuánto
despreciaba yo a los Mansfield. A tu familia. Asumo que, con ese
conocimiento, fue que se atrevió a hacer los comentarios fuera de sitio de
hoy.
Ella jugueteó con el anillo de matrimonio. Se cruzó de brazos. Quería
quitarse el vestido de gala, porque necesitaba usar algo más cómodo. No se
movió.
—Ya veo… ¿Sabes? No te he considerado jamás un hombre impulsivo,
así que debiste estar muy seguro de que era la mujer de tu vida —dijo sin
ocultar sus celos—. Se dirigía a ti como si tuviese derechos especiales… —
murmuró.
Él hubiera querido burlarse de la nota de celos en la voz de Paisley, pero
sabía que estaría arruinando el propósito de esa conversación. Tan solo hizo
una negación leve y esbozó una sonrisa de medio lado.
—Me escribió, mientras yo estaba en Phoenix, para decirme que
volvería a Chicago pronto —replicó—. Jamás quedé para verme o le
insinué que podría suceder. No existen tales derechos especiales, cariño.
—¿Pensabas hablarme de ella alguna vez? —preguntó con una mueca.
—No, porque no es importante en mi vida. Y lo que no es importante se
ignora y se deja de lado. Katherine entra en esa categoría.
Ella se mordió el labio inferior y asintió.
—Ese anillo estaba destinado para mí ¿sabes? —dijo con resentimiento
—. Mi abuela lo hizo ajustar porque pensaba dármelo, pero después
falleció.
Stavros tragó saliva y apretó los labios.
—Esther no pudo contactarte durante un tiempo, después ocurrieron
muchas situaciones que la debilitaron y de las que ya te conté —dijo sin
recriminación, porque creía que ya habían superado esa etapa—. Me
entregó el anillo para que se lo diera a la mujer con la que iba a casarme,
aunque siempre juré que nunca me casaría, pero Esther tenía otras ideas —
dijo con una risa sin alegría.
Paisley hizo un leve asentimiento.
—¿Por qué se marchó tu ex?
—Le hicieron una oferta de trabajo y prefirió el dinero —dijo con
simpleza, porque era eso, en resumen, lo que ocurrió—. Además, también
me acusaba de no decirle mis sentimientos. Tal vez, esto último, influyó en
todo el proceso.
Ella frunció el ceño ligeramente.
—¿De un momento a otro? —preguntó, intrigada, porque una decisión
como aquella tenía que traer cola de por medio. Stavros no era alguien fácil
de llevar, pero suponía que la otra mujer tampoco era un dechado de
virtudes.
—No. Katherine postergó nuestro matrimonio varias veces, pero yo
estaba demasiado ocupado manteniendo el éxito en Manscorp para
preocuparme por esa clase de asuntos. Ella era la que estaba encargada de
organizar el matrimonio a su gusto y con un presupuesto ilimitado —replicó
—. Una noche, me comunicó que tenía una oportunidad laboral en otra
ciudad y que ya la había aceptado; que no podía casarse conmigo. Tomó
una decisión unilateral. Decidí olvidarla.
Ella no podría imaginar cómo fue para un hombre orgulloso, como
Stavros, recibir una noticia así de alguien con quien pretendía pasar el resto
de su vida. Alguien a quien le dio su confianza. Sin embargo, no quería ser
empática con las motivaciones de la tal Katherine, ni pensar sobre ella de
forma benévola.
—¿Por qué no le dijiste que la amabas y trataste de convencerla de
quedarse? —preguntó, sintiendo que esas palabras, al solo pronunciarles, le
corroían la garganta.
Stavros soltó una carcajada de repente y meneó la cabeza. A pesar de ser
una mujer de carácter decidido, Paisley también era la persona más
optimista que conocía.
—Si de algo me acusaba Katherine era de mi incapacidad para
verbalizar mis emociones —expresó con aburrimiento—. Me iba a casar
con ella, porque la consideraba alguien que me aceptaba con mis orígenes y
mi pasado.
—Entonces —carraspeó con suavidad mirando a otro lado—, ¿no la
quisiste?
—Me importaba —replicó con franqueza—. No es un equivalente a
querer.
Paisley miró hacia otro punto que no fuese él. Apretó los labios.
—Cuando acabe este matrimonio, después de verla hoy y a pesar de que
le dijiste que no querías que te contactara, ¿de verdad no vas a considerar
buscarla y retomar lo que tuvieron años atrás? —preguntó en un susurro.
Odiaba sentirse vulnerable—. Después de todo, las relaciones a veces
tienden a resurgir…
Stavros se levantó y se acuclilló frente a Paisley. Le tomó las manos.
—Hey, mírame —dijo agitando los dedos entre los suyos.
Ella bajó la mirada hacia la de él.
—A ella la elegiste por voluntad propia y con una intención especial —
farfulló—. Por eso lo comentaba… Yo… Eso.
Stavros sonrió con dulzura.
—Paisley es imposible que me interese regresar con Katherine. ¿Quieres
saber el motivo para esa certeza? —preguntó.
—Sí —murmuró, mirando cómo los ojos de Stavros eran dos pozos de
infinita calidez, abiertos por completos para que ella mirase sus emociones
sin restricciones. Sintió el corazón desbocado y palpitándole con fuerza en
el pecho.
Stavros se incorporó, tan solo un poco, para apoyar las manos a cada
costado del asiento en el que estaba ella sentada y tener su rostro cerca del
de ella.
—La única mujer que me interesa, que quiero a mi lado, eres tú. Estoy
enamorado de ti, Paisley Kuoros, y no puedo evitarlo. No quiero evitarlo.
Te amo con este corazón que está aprendiendo a sentir, pero que es tuyo si
lo quieres.
Ella abrió y cerró la boca.
—Oh, Dios mío… —susurró con la voz entrecortada—. Stavros…
—¿Sí? —preguntó con una sonrisa y emoción en su voz. Jamás le había
dicho esas palabras a ninguna mujer en su vida.
—Yo también te amo —dijo mirándolo a los ojos, reconociéndose en él
como su igual, su compañera, su amante. Aquella certeza la emocionó hasta
las lágrimas.
—Cariño… —dijo tomando la boca de Paisley con la suya,
reclamándola con toda la pasión que sentía y el amor que desbordaba su
capacidad de comprender un sentimiento tan fuerte como aquel.
Paisley le rodeó la cintura con las piernas, cuando él la levantó en
brazos, mientras sentía la fuerza de ese beso invadiendo su boca. Gimió
suavemente cuando Stavros apretó sus nalgas, moviéndola de arriba hacia
abajo y con lentitud sobre su pelvis. Ella enterró los dedos entre los cabellos
y se dejó consumir por ese beso.
La dejó sobre la cama y la cubrió con su cuerpo. No hizo amago de
desnudarse o desnudarla. Se miraron, mientras sus respiraciones parecían
imposibles de mantener un ritmo, Stavros le acarició la mejilla.
—Cásate conmigo de verdad, Paisley —pidió con fervor.
—Estamos casados —replicó ahuecando la mano en la mejilla de
Stavros. Se sentía exultante, excitada, feliz, viva, llena de una esperanza
imposible de destruir, pero, sobre todo, completa en un modo más allá de la
parte física.
Él frotó su nariz contra la de ella. Estaba excitado y jamás creyó que
pronunciar dos simples palabras pudieran cambiar su mundo, en especial
cuando las recibía de regreso con tanta transparencia y dulzura.
—Por los motivos equivocados. Quiero hacerlo por los motivos
correctos. Aunque esta no es una pedida formal, sí es una de la cual quiero
tener tu respuesta, porque es importante para mí.
Ella sonrió de medio lado y tan solo porque le gustaba provocarlo,
movió las caderas, consciente de la dureza que ocultaba la ropa del
esmoquin. Él gruño bajito.
—Yo conozco algunos motivos muy correctos…
—Paisley.
Ella soltó una carcajada, le rodeó el cuello con los brazos, y asintió.
—Acepto casarme contigo de nuevo —susurró—. Ahora —contoneó las
caderas de nuevo—, necesito que me hagas un favor muy especial.
Él esbozó una sonrisa predadora y empezó a subirle el vestido poco a
poco.
—Quizá he aprendido a leer tu mente, Paisley.
—Oh —jadeó cuando le arrancó las bragas y le acarició el sexo húmedo
—. Creo que vamos a tener que quitarte este vestido.
Ella soltó un gemido cuando él introdujo un dedo en su interior, y le
mordió un pezón sobre la tela de seda del vestido.
—Sí… Has aprendido a leerme la mente...
Esas fueron las últimas palabras que pronunciaron durante largas horas.
Decían que los momentos buenos no duraban para siempre. En el caso
de ellos no podría ser diferente, al menos así lo entendió Paisley al siguiente
día.
CAPÍTULO 18
***
Después de una noche increíble en brazos del hombre que amaba, llena
de palabras dulces que nunca esperó escuchar de Stavros, Paisley estaba en
el séptimo cielo. Compartieron el desayuno, la rosa blanca no faltó, y
cuando él se marchó a la oficina con la promesa de que al anochecer irían a
pasear en yate para despertar con el sol naciente desde el lago Michigan,
ella empezó a dar clases de inglés.
Paisley adoraba el hombre cautivador y afectuoso que había descubierto
que se ocultaba tras la usual fachada de indiferencia y frialdad de Stavros.
Él era más de lo que en algún momento imaginó que encontraría en una
pareja. La fantasía de la súbita conversión y cambio radical por amor tan
solo era una aspiración propia del imaginario colectivo, aunque dichos
cambios sí eran posibles en una medida más realista y moderada; Paisley
ahora acababa de ratificarlo y se sentía afortunada por ello. Sabía que no era
fácil dejar el pasado y sus huellas dolorosas atrás, pero resultaba viable
cuando comprendía la historia personal que había moldeado y marcado al
otro.
Cuando acabó con las alumnas de la mañana, que no eran muchas, fue al
sofá para continuar su plan empresarial. Ahora estaba buscando la forma de
lograr patrocinadores para recabar fondos u organizaría un crowdfunding.
Ese día no le tocaban hacer tareas en la casa, tampoco le apetecían, y tenía
planeado cocinar algo especial para llevar al yate en la noche. Todavía
estaba decidiéndose con el menú que iba a elegir; tendría que ser algo
sencillo. Un tiramisú no faltaría, eso, seguro.
—Señora Kuoros —dijo Rita con solemnidad. Ella se alegraba de que
los esposos finalmente se hubieran dado cuenta de que podían llegar a un
punto de entendimiento. Le gustó ver que Stavros ahora sonreía, lo cual era
poco usual—. Aquí le traigo un té con limón como pidió. ¿Desea comer
algo para el resto de la mañana?
Paisley hizo una negación.
—Estoy bien, gracias. Dentro de poco voy a hacer la salsa para el
cordero.
—Creo que ese plato será sensacional, señora. Le dejaré todo preparado
para que empiece a adobar la carne como me solicitó.
—Estupendo. Gracias —dijo incorporándose.
Fue a la cocina, organizó todo, y por un largo rato se olvidó de aquello
que no tuviera que ver con la mezcla de sabores en la comida. Al terminar,
le instruyó a Rita qué temperatura y qué tiempo requería la cocción de las
costillas de cordero.
Después fue a la sala y retomó su trabajo.
Las horas pasaron con rapidez, mientras Paisley trataba de ignorar las
llamadas continuas de Hamilton, porque la distraían. Cuando el registro del
teléfono marcaba cincuenta, las dejó de contar, pero su concentración se vio
afectada. Aunque su padrastro era insistente, jamás lo había sido hasta ese
punto. La ansiedad se apoderó de ella y sabía que, si continuaba
ignorándolo, la próxima vez que llamara a la enfermera principal de Millie,
se hallaría con alguna noticia que la pondría en ascuas.
El móvil volvió a vibrar. Llamada número ochenta, comprobó. «Esto no
puede augurar nada positivo». Con la mano temblorosa, porque con su
padrastro nunca había buenas noticias ni faltaban las amenazas, deslizó el
dedo sobre la pantalla táctil.
—Padre…
—¿Es que te crees que soy estúpido, Paisley? —gritó Hamilton a modo
de saludo—. Cuando te llamo, respondes. ¿Te queda claro?
Ella se acostó de espaldas en el sofá y miró el techo. Dios.
—No sé a qué viene tanta violencia —replicó con una calma que no
sentía.
—¡Déjate de idioteces conmigo! Ya he esperado demasiado. He visto en
la prensa cómo te pavoneas en ropa de lujo, yates, aviones privados,
eventos importantes ¡incluso con el jodido Gobernador de Nueva York! Tu
trabajo no es ejercer de esposa trofeo, sino conseguir datos para mí.
Paisley había tratado de dilatar el mayor tiempo posible la visita a la
oficina de Stavros, porque, durante solo un momento quiso ser egoísta y
disfrutar de algo para ella sin pensar en otros. Unos días. Al parecer su
límite acababa de llegar con esta llamada. Se incorporó en el asiento y
recogió las piernas sobre el mullido sofá.
—Me ha tomado un tiempo descifrar los códigos. No ha sido fácil,
padre.
—Me importa una mierda. Mis cuentas en el extranjero fueron
congeladas, no tengo acceso a ese dinero. Necesito liquidez. He tenido que
vender las últimas propiedades que me quedaban para financiar la vida de
tu hermana. —Paisley sabía que era una mentira, porque los cuidados de
Millie eran costosos, pero no al punto de sobrepasar cinco mil dólares al
mes ni requerir vender propiedades. ¿En qué negocios fallidos se habría
involucrado el ambicioso hombre que tenía como padrastro?—. Quiero esa
puta información. He sido demasiado paciente.
Paisley sintió un frío gélido en el cuerpo.
—Padre…
—Me llamaron del banco ayer en la tarde, mientras tú te preparabas para
disfrutar de la vida de lujos que merecía Millie hasta que decidiste
convertirla en una discapacitada para toda la vida. Le robaste su existencia,
así que ahora tienes que pagar las consecuencias de tus decisiones, Paisley
—dijo con crueldad—. Van a embargar esta casa, porque no he podido
pagar la hipoteca. Quiero ese dinero para crear una nueva vida, y si me
siento generoso puede que incluya a Millie en el pack.
—¿Cómo es eso posible? ¿Cómo has podido perder la mansión que es
tan importante para que Millie se sienta en un entorno seguro y no tenga
problemas para movilizarse de un lugar a otro? ¡Recibes dinero de las
acciones de Manscorp! —explotó sin poder evitarlo—. Has despilfarrado
todo para mantener una vida de apariencias, y si no has hipotecado el alma
al Diablo es porque él no la quiere.
—Mira, muchachita, más te vale que andes con cuidado —dijo en un
tono amenazante y siniestro. Ella jamás, en todos esos años, había
escuchado desesperación hasta ese punto en Hamilton. Por lo general, él era
cruel, pero no hablaba con esa insistente ponzoña a gritos—. Si no tengo los
números de las cuentas bancarias y la información complementaria, hoy,
entonces prepárate para no ver a Millie.
Paisley empezó a temblar. Sintió un miedo profundo por su hermana.
—¿De qué hablas? —preguntó con la respiración acelerada.
—He contactado con una institución en una ciudad, en otro Estado, y
que regentan las Hermanas de la Caridad, no tienen enfermeras ni
terapeutas de lenguaje, solo comida y una cama para que tu hermana
sobreviva. Cuando la envíe allá, algo que debí pensar hace muchos años
para evitar la carga que ustedes representan, no tendrás la dirección.
Perderás por completo el contacto con ella. ¿Es lo que quieres?
Podía visualizar la expresión vil de Hamilton hacia ella, al escucharlo.
Las lágrimas empezaron a salir de manera continua, pero no hizo ni un solo
ruido.
—No —replicó.
—Date prisa, Paisley, o no vuelves a ver a Millie —cerró la llamada.
Ella se quedó contemplando el techo del penthouse un largo rato. Tenía
que elegir entre traicionar a Stavros, el plan que le había parecido perfecto
hasta que se enamoró de él y él de ella, y la supervivencia de Millie. Su
hermana no solo se quedaría sin casa, sino que Hamilton cumpliría la
promesa de enviarla lejos.
Con pasos temblorosos subió a su habitación y sacó el botecito de
plastilina. Fue hasta el estudio privado, consciente de que Rita acababa de
bajar a recoger la correspondencia y no existía posibilidad que la buscara o
la viese, y puso el molde en el lector. El color cambió de rojo a verde, pero
las lágrimas apenas la dejaban ver. Sacó el código que tenía en el teléfono y
digitó los números. 110943. La fecha de nacimiento de su abuela. El panel
se desactivó y un ligerísimo “clic” se escuchó.
Paisley tragó saliva, consciente de que una vez que abriera esa puerta,
no existía modo de deshacer el camino andado. Tomó una profunda
respiración y entró. No le importó la preciosa decoración, ni la elegancia, ni
la fragancia de la colonia masculina que le aceleraba el puso por
anticipación de ver y besar a Stavros, no. Quería regresar el tiempo a esa
mañana, mientras él la besaba, sosteniéndola con amor; mientras la
perspectiva de un futuro juntos, la embargaba de alegría.
Como un autómata empezó a buscar todos los sitios para saber si habría
quizá compartimentos dobles, porque necesitaba estar segura de que,
además del sitio obvio de búsqueda, no había otros que pudiera dejar
olvidados o pasar por alto. El escritorio no tenía llave. Apoyó ambas manos
sobre la superficie de madera oscura y dejó caer la cabeza hacia adelante.
Se sentía fatal por traicionar a Stavros.
Tomó una larga respiración.
Empezó a abrir los cajones con cuidado, porque no quería mover las
cosas de su sitio original. Stavros era muy detallista y lo notaría al instante.
Informes de compraventa de propiedades, cartas de agradecimiento por
donaciones filantrópicas, invitaciones a eventos en diferentes ciudades del
mundo para ser orador, y finalmente encontró un sobre con el logotipo de
una firma de abogados. No era Pitt, Rampage & Morris, el estudio de
abogados personal de Stavros, sino de Harper & Pattinson, uno que no
había escuchado nunca. Este sobre era la última posibilidad, porque ya
había revisado todo meticulosamente sin encontrar nada significativo.
Se acomodó en la silla de Stavros y sacó los papeles.
Se trataba de una copia certificada del testamento de su abuela. Dejó de
lado la copia, porque ahí no había números de cuenta bancarios ni
referencias similares que pudieran servirle. Pasó las páginas de documentos,
hasta que encontró una lista con dos nombres de instituciones bancarias,
montos de medio millón de dólares en tres cuentas corrientes, así como los
números de ruta y claves de transferencia. Estos datos estaban a nombre de
Esther. El único autorizado para extraer dinero era Stavros, por supuesto,
pero ¿cómo pretendía Hamilton robarlo? No tenía idea ni le importaba. Ella
solo estaba cumpliendo su parte.
Le hizo una fotografía al documento con el teléfono y después empezó a
guardar los papeles de regreso en el sobre grande. Sin embargo, notó que se
había olvidado de un pequeño sobre, algo arrugado y muy fino. Lo extrajo.
Estaba dirigido a Stavros. Paisley dudó en leerlo, pero al final mandó todo
al demonio, porque si ya estaba allí ¿por qué no? Se trataba de una carta
escrita a mano. La letra de su abuela. Paisley sintió una emoción
indescriptible. Enderezó el papel y empezó a leer.
Querido Stavros:
Si has recibido esta carta, seguramente ya no estoy entre los vivos. Eres
mi hijo de corazón y jamás me arrepentiré de haberte acogido en mi hogar.
Me has dado muchas alegrías y estoy orgullosa del hombre en el que te has
convertido. Siempre entendí lo difícil que resultaba para ti expresar
emociones, pero quiero que sepas que jamás hizo falta que pronunciaras
palabras, porque tus actos demostraron tu lealtad, amor y cariño hacia mí.
Te quiero muchísimo.
El dinero no significa nada para ti, lo sé, así como también sé que
preferirías cortarte la mano antes de ayudar a Hamilton o Gianni. Mis
hijos han sido mi mayor decepción, así que he dejado a tu criterio darles el
dinero que queda en mis cuentas bancarias asociadas a la compañía o
puedes donarlo o guardarlo, hasta que encuentres un uso adecuado. Ese
uso puede ser para ti mismo, aunque, conociéndote, pueden pasar años y
ese 1.5 millones de dólares quedará sin utilizarse.
Esta carta también es para pedirte un favor desde lo más profundo de
mi corazón.
Mi última voluntad, que quiero que ejecutes, tiene relación con mi nieta
mayor, Paisley Mansfield. Ella es una muchachita dulce, leal hasta la
médula, inteligente y con una mente sagaz. Su cerebro es para los negocios.
Sin embargo, como debes saber, mi acceso a ella y a sus primos es limitado
debido a la relación complicada que tengo con Hamilton y Gianni.
Stavros, necesito que, cuando leas esta carta, busques a mi nieta.
Dile lo mucho que la quise y que entiendo sus faltas de comunicación
conmigo, más de lo que cree. Millie, la hermana menor de Paisley, es un
caso diferente, pero quizá puedas conocerla también y decirle que su
abuela, antes de morir, le dejó saludos; haz lo mismo con mis otros nietos,
si puedes, aunque son más pequeños y no me recordarán.
Le llevas diez años más en edad a Paisley, por ende, tienes más
experiencia corporativa. Stavros, mi voluntad es que, como CEO de
Manscorp, entrenes a mi nieta Paisley Eden Mansfield Brunswick en
asuntos gerenciales y corporativos, con la misma paciencia y generosidad
que tuve contigo, y antes de que cumpla los treinta años le entregues la
vicepresidencia de negocios. Paisley no defraudará. Tengo una inmensa
confianza en su capacidad y mente empresarial.
La situación económica de ella me preocupa, porque tiene a Hamilton
de padre. Al tú cumplir mi voluntad, a Paisley nunca le faltará nada.
Págale un salario competitivo, incentívala a ser mejor, muéstrale el camino
para expandir sus alas. Estoy segura de que, si ustedes dos se hubieran
conocido en otras circunstancias, habrían llegado a ser buenos amigos.
Por favor, deja de lado tu desprecio hacia mis hijos, el cual entiendo, y
no lo extiendas a su descendencia. Son solo unos críos. Anticipadamente,
gracias, Stavros.
Me despido con alegría, porque sé que tu corazón es noble y que, algún
día, una mujer afortunada sabrá apreciarlo. Cásate, ama, vive y olvida el
pasado.
Adiós, mi querido niño. Niño siempre serás para mí. Mi hijo.
Con amor siempre,
Esther.
—Siento mucho que todo esto te haya pasado —dijo Loretta dándole
otro kléenex a Paisley. Estaban sentadas en el sofá, Netflix de fondo, en
pausa, y un tazón de helado para cada una—. Nunca lo vi venir, para ser
sincera, sin embargo, debo reconocer que el hombre tiene cojones para,
además, haberte hablado de BubbleCart. Te lo comenté en días anteriores:
Stavros no se va a dar por vencido. Así que no esperes que eso suceda. El
hombre, si está enamorado de ti, va a tratar de derribar tus barreras de
cualquier forma. Así que prepárate para eso.
Después de salir de la oficina de Manscorp, Paisley creyó que lo
nubarrones grises del cielo eran un fiel reflejo de sus emociones. No se
quedó nada guardado dentro de su corazón, porque todo lo que pensaba y
sentía lo dejó fluir frente a Stavros. Después de una conversación tan
profunda y afilada como aquella fue inevitable que se sintiera drenada.
Le habría gustado abrazarlo y pedirle que borrara con sus besos el dolor,
pero era estúpido considerar algo así cuando era él quien lo había causado.
Paisley llamó a Zayn para que la llevara donde Loretta, al salir de Manscorp
la fatídica tarde, pues debido a lo pública que era su relación matrimonial,
deambular a solas por las calles de Chicago ya no era una posibilidad por
los paparazzi o la gente curiosa.
El guardaespaldas le dijo que permanecería a su servicio, porque estaba
contratado para protegerla, aunque ella ya no tuviera intención de vivir en el
penthouse. Le aseguró que Stavros lo había asignado de manera indefinida.
Paisley optó por no discutir, porque la verdad era que con Zayn se sentía
segura.
—No sé qué hacer con estas emociones que parecen desbordarme. Lo
amo, desesperadamente, pero no puedo regresar con él —se sonó la nariz.
Ella no era por lo general tan emocional, pero sabía también que jamás
había amado tanto—. Han pasado seis días, Loretta, y sigo hecha un
desastre, intentando reflexionar o filosofar contigo, otra vez, sobre todo este
desmadre —murmuró—. Tal como le pedí, Stavros asignó mi oficina cinco
pisos debajo del suyo. Usamos entradas de acceso diferentes. No existe una
posibilidad de vernos, salvo que sea la fiesta de Navidad corporativa, que
para eso faltan muchísimos meses o que haya una reunión urgente con el
CEO, pero por ahora se encargará de todo eso el vicepresidente de negocios
actual.
—¿No es lo que querías?
—Sí, lo es, aunque también sé que Stavros solo está haciendo planes. Lo
conozco y es muy meticuloso. Aunque no se hizo presente, desde que
empecé a trabajar, me envía cada mañana un mocachino, croissant de
pistacho y una magdalena.
Paisley había recibido su primer entrenamiento de la persona que era el
actual vicepresidente de negocios, Brighton Jones. Ella le aseguró que no le
interesaba usurpar su cargo, sino compartir funciones y aprender. Brighton
era un hombre de sesenta años, barba canosa y amables ojos grises con
amplia experiencia corporativa.
La trató con amabilidad, le hizo una breve introducción de cómo se
llevaba el manejo de la compañía, y le aseguró que no la veía como una
competencia, sino como su pupila. Le aseguró que era un gusto conocer y
capacitar a la nieta de Esther Mansfield. Brighton le contó que tenía
planeado retirarse en los próximos cinco años, lo cual le parecía tiempo
suficiente para entrenarla adecuadamente en los manejos corporativos y
dejarle el cargo cuando él se marchara.
Su nueva oficina era confortable y tenía paneles de madera oscura con
una ventana hacia la ciudad. La decoración era de estilo tropical debido a
los colores verde claro combinados con gamas de tono café, además de
tener algunas plantitas en sitios estratégicos. Nada más entrar sintió que se
relajaba.
Sobre su escritorio, el primer día, la había recibido un hermoso arreglo
de flores blancas salvo la del centro que era roja. No fue necesario que se
preguntara de quién provenían. Cuando leyó la breve nota que acompañaba
las rosas, las lágrimas amenazaron con tomar el control, pero las detuvo a
tiempo.
A pesar de estar varios pisos distantes, Paisley podía sentir cada día la
energía de Stavros vibrando en todo el edificio. Resultaba ridículo, pero
muy real.
Me encantaría haber sido quien te dé la bienvenida
a Manscorp. Sé que harás un gran papel en la compañía.
No sabes cuánta falta me haces.
Te amo, Paisley.
S.K.
—Ah, un hombre que conoce tus debilidades —dijo Loretta con una
sonrisa—. Ahora, Paisley, sobre continuar triste, bueno, sería poco natural
que en un día o dos hubieras borrado todos estos meses tan intensos vividos
con él. Lo más importante es que, spoiler alert, no vas a lograr olvidarte de
ellos. Así que tienes que convivir con esos recuerdos y poco a poco dejarán
de afectarte…
Paisley sentía el vacío de no tener a Stavros rodeándola con sus brazos
en las noches, murmurándole palabras sensuales y también de amor. Echaba
de menos el calor de su cuerpo, la forma en que hacían el amor sin
inhibiciones y cómo tocarse era el equivalente al Nirvana. Echaba de menos
sus conversaciones y la agudeza de sus puntos de vista; cuando la besaba
solo porque sí; los días en que la sorprendía invitándola a visitar sitios
exclusivos al que el público general no tenía acceso; la llevaba a degustar
comida gourmet de renombrados chefs de Chicago.
Lo extrañaba a rabiar.
—A ver si algún día inventan una máquina para borrar recuerdos —
sonrió con pesar—, nos ahorraría muchos líos a la humanidad.
Loretta se rio.
—Por cierto ¿qué vas a hacer con los cuatro millones de dólares? —
preguntó llevándose una cucharada de helado de menta a la boca.
Paisley había recibido la cantidad que se suponía que era para Hamilton,
además de los salarios y bonificaciones acumulados que le correspondían si
hubiera ejercido el cargo que quiso su abuela para ella, más intereses, en su
cuenta corriente el día anterior. Una corporación financiera que manejaba
las cuentas de Stavros y Manscorp le extendió un informe completo de
todas las cantidades y sus correspondencias, detalladas. Al parecer, el
griego había agregado una bonificación extraordinaria de un millón de
dólares. Ella no tenía un cabello en su cuerpo que diera a entender que fuese
tonta, así que no se molesto en llamar a reclamar que le hubiesen dado una
compensación adicional que no pidió.
Esos días habían estado bastante atareados porque, además de habituarse
a una vida corporativa, se dedicó a buscar una casa para vivir con Millie,
antes de que Hamilton pudiera cumplir su amenaza. Cuando encontró el
sitio perfecto para alquilar, Paisley contactó a la agencia corredora de
bienes raíces.
Visitó la casa, fascinada porque tenía todo lo necesario para darle a
Millie un entorno de movilidad amigable, e hizo una oferta. Al cabo de unas
horas, la llamó el encargado para decirle que iniciarían el trámite y proceso
de alquiler.
Paisley no tenía inconvenientes para comprarse la casa que quisiera,
pero antes de hacer una inversión tan grande necesitaba tener su vida mejor
organizada. Alquilar era la mejor opción, la más urgente por su hermana,
además de que, si no le gustaba del todo la propiedad, al cabo de unos
meses podría buscar una diferente. Lo que más le gustó de la casa era que
tenía un patio trasero amplio con un chalé. Ese era el espacio que tenía
todos los requerimientos de seguridad y comodidad para Millie.
Le parecía irónico que finalmente fuese libre y pudiera llevarse a su
hermana a vivir con ella, darle los cuidados médicos sin estrés de no poder
completar la cantidad necesaria para ello, y también tener un trabajo con un
salario fabuloso, pero al mismo tiempo su corazón estuviera roto. Seguía
pagando precios demasiado elevados por existir en este universo, pero
entendía que las lecciones de vida de cada uno eran distintas, aunque esa
comprensión no disminuía las turbulencias que ocasionaban.
—Por ahora solo alquilar la casa, hacer una donación a Alas de
Esperanza, hallar la manera de recuperar mi negocio de catering en un
futuro cercano y dejar de dar clases online, porque me duele la garganta —
se rio—. ¿Sabes? Ya he contactado con los terapeutas de Millie para
dejarles saber que, a partir de mañana, trabajan para mí. Llamé a los
abogados que me recomendaste y serán los encargados de llevar los
contratos de trabajo del staff que ayude a mi hermana, así como cualquier
otro asunto que yo necesite. Mañana tengo que ir por mi hermana a la
mansión para trasladarnos a la casa de River North. Han sido meses de
muchos cambios.
—Lo sé, nena —dijo con empatía—. Al menos tu casa es solo de una
planta y fue más fácil haberla amoblado en estos días. Ya solo falta que
lleves tus cosas más personales y las de Millie. Por cierto —murmuró
rascándose la cabeza—, ¿aún no puedes hablarme de los detalles de ese
contrato con Stavros? —Paisley hizo una leve negación—. Mmm, tal vez
haya asuntos que son mejor pretender que no existen.
Paisley esbozó una sonrisa.
—Prefiero dejarlo en el olvido, sí. De todas maneras, caducará dentro de
unas semanas —dijo. En lugar de sentir júbilo porque ese matrimonio
acabaría legalmente, en realidad experimentaba una gran sensación de
pérdida—. No creo que me haga ningún bien recordar lo que propició que
terminara en este embrollo.
—La vida tiene modos muy curiosos de mofarse de una —dijo Loretta
—. Por cierto, dudo que esos dejen de llegar —señaló los preciosos arreglos
de flores que estaban en una esquina—. No has leído las notas...
Paisley soltó una exhalación.
—Sí, las leí —murmuró—. Stavros quiere que nos demos una nueva
oportunidad. Me envió mensajes invitándome a salir al teatro, a caminar en
la noche por la playa, a dar un paseo en yate, a cenar, a tomar un café
juntos. Le he dicho que no... —introdujo la cuchara en el helado de vainilla
y comió un poco.
Loretta miró a su amiga con tristeza, porque sabía cuán dolida estaba.
—Stavros no es un hombre que se dé por vencido, Paisley, y creo que
vas a tener que aceptar ese hecho —dijo con certeza—. Puedes pasar
muchos meses rechazándolo, sin duda, pero, a pesar de amarte tanto como
dice, todo tiene un límite. Esto también es cierto. Ese límite surge, porque la
dignidad no puede dejarse en el tapete para que la pisoteen. Tu esposo es
muy orgulloso.
Paisley soltó un suspiro.
—Dímelo a mí —murmuró
—Dentro de ese orgullo, él fue humilde y aceptó sus errores.
—Porque estaba entre la espada y la pared —refutó.
—Paisley, ¿te dijo o no te dijo que quería hablar contigo sobre Esther en
el teatro, cuando te encontraste con su ex?
—Sí, pero no cambia nada…
—Cambia el hecho de que, en realidad no te mintió, él iba a hablarlo
contigo. Conste que no estoy de su lado, pero cuando estamos tan dolidas
solo queremos ver aquello que nos causó esa tristeza, en lugar de ampliar el
panorama y todos los hechos de la situación —dijo con cariño.
—Quiero que le duela tanto como me ha dolido a mí —replicó en un
tono resentido. Todo lo que perdió por culpa de Stavros no era poco.
Loretta soltó una leve exhalación.
—Sí, perdiste mucho, Paisley… Sin embargo, siendo pragmáticas,
aunque él te adore llegará un punto en el que tu constante negativa lo
empuje a aceptar que de verdad no vas a darle otra oportunidad, y que no
hay nada que hacer para salvar la relación de ambos. Entonces, él virará la
página y buscará rehacer su vida. Entiendo que estás herida, con justa
razón, pero sé consciente de que incluso el hombre más enamorado
necesitará aceptar que “no pudo ser” en algún momento, y seguirá su
camino. ¿Estás preparada para ese instante de no retorno? Porque puedes
castigarlo, negándote indefinidamente a darle una oportunidad, sin duda.
Queda en ti. Yo apoyaré cualquier decisión que tomes, pero debo hacerte
“ver” las variables.
Paisley bajó la mirada. Sabía que Loretta tenía razón.
—Ni siquiera se me ha cruzado por la cabeza la posibilidad de que él
esté con otra mujer, aunque, tal como me explicas, sé que es una situación
que terminará de darse tarde o temprano si pasan los días, las semanas o
meses, y yo continúo rehusando darle la oportunidad que está pidiendo —
dijo con una profunda tristeza ante esa certeza, celos y rabia. Su cabeza no
concebía que Stavros pudiera ser de otra mujer. «Dios, todo era un
desastre».—. No sé si estoy preparada, pero puede existir el otro escenario:
quizá sea yo quien encuentre a otra persona.
Loretta esbozó una sonrisa.
—Exactamente, entonces no puedes dejar que este dolor te consuma. Al
mantenerlo preso a él de tu negativa, también encarcelas tus posibilidades
de ser feliz sin él, al menos si es lo que de verdad quieres.
Paisley hizo una mueca.
—Quiero mantener la distancia, porque a Stavros solo le importa su
compañía, el prestigio, los millones de dólares que pueda seguir
acumulando y su privacidad. Lo que represente una amenaza para todo eso,
lo expulsa o hiere sin contemplación. Él tiene sus juegos de poder muy bien
delimitados.
—Si lo que buscas es que Stavros se postre a tus pies, que no dudo que
ocurra, la pregunta es si ver dolido y torturado al hombre que sigues
amando te haría feliz y sanaría las heridas que, mutuamente, se han causado
con o sin motivo.
—No lo sé…—murmuró—. Me afligió ver su expresión ese día, pero no
puedo fijarme en el dolor ajeno cuando yo también estoy herida. Da igual si
es el hombre que amo o no, Loretta. Tú sabes lo importante que era
BubbleCart. A Stavros solo le importó su venganza —dijo con tristeza al
recordarlo.
—Si no sacas el cuchillo de la herida de forma inmediata, te desangras.
Si no la curas, se infecta y te puedes morir.
—Lo sé…
—Soy tu mejor amiga y no puedo dejar que te regodees en las lágrimas
y la tristeza. Este es un momento de tu vida, pero no es toda tu vida.
Entonces, date un tiempo prudente, y toma una decisión. No le dejes al
destino elegir por ti, elige tú lo que quieres hacer con tu destino.
Loretta se inclinó para abrazarla y Paisley le devolvió el gesto.
—Gracias por escucharme siempre —susurró con la voz quebrada—.
Solo necesito unos días para estar en pie de nuevo, pero estaré bien. Lo sé.
—Mañana es tu día de mudanza ¡un nuevo inicio! —dijo Loretta—.
Será genial para ti y para Millie. Ambas merecen algo así.
Paisley esbozó una sonrisa y asintió.
—Lo único que me fastidia es que Bernice me dijo que Hamilton iba a
pasar el día en la mansión. No quiero verlo, en absoluto, pero tampoco
puedo postergar sacar a mi hermana de ese mausoleo. La enfermera me dijo
que suspendieron la terapia en el agua, porque Hamilton decidió que era un
gasto excesivo. Gracias al cielo la casa que he alquilado también tiene
piscina.
Loretta asintió con lentitud.
—¿Cómo crees que reaccione tu padrastro cuando sepa que te has
quedado con el dinero que cree que le correspondía? No tardará en saber
que los números de cuenta que le enviaste para aplacarlo son incorrectos…
Paisley cerró los ojos un instante y se dejó caer sobre el sofá.
—No sé cómo va a reaccionar, pero necesito usar el factor sorpresa para
llevarme a Millie en calma. No le quiero dar a Hamilton la oportunidad de
hacer alguna imbecilidad antes de que yo llegue.
—Mañana tenemos junta de trabajo por cierre de mes en el SPA, aunque
puedo excusarme para poder acompañarte a la casa de Hamilton.
Paisley hizo una negación.
—No, no hace falta que interrumpas tu rutina; aprecio que te ofrecieras,
pero ya has hecho un montón al ayudarme a comprar las cosas para tener
todo lo básico en la nueva casa. Lo has hecho en tiempo récord —sonrió—.
Además, estaré con Zayn, creo que, en todo este caos que llevo a cuestas, es
un punto a favor contar con un guardaespaldas. —Loretta asintió—. Estoy
tratando de encontrarle los puntos positivos a este momento agridulce de mi
vida. Voy bien ¿no?
Loretta se rio.
—Sí, tan solo sé cuidadosa. Hamilton es una bomba de tiempo a punto
de explotar, así que tu guardaespaldas es un gran apoyo.
***
Stavros había tenido los días más infernales de su vida, desde que
falleció Esther. Llegar al penthouse y sentir la ausencia de Paisley fue tan
brutal como se lo esperaba. Lo peor de todo fue observar las miradas de
empatía que la señora Orwell trataba de disimular, incluso Jacques le
sugirió que en lugar de café empezara a tomar agua de lavanda porque solía
ser más relajante. ¿Qué carajos les pasaba?
No quería imponer su presencia a Paisley, pero tampoco permitiría que
creyera que él no iba en serio cuando le dijo que iba a reconquistarla. Nunca
había tenido que ganarse el perdón de una mujer, pero hallaría la manera de
reivindicarse con Paisley.
Los arreglos de flores los eligió él mismo yendo a una tienda; dejó
programados los envíos, así como los colores que quería con exactitud,
además de las notitas personales. Le pagó una generosa cantidad adicional a
la dueña de la florería para que fuera Paisley siempre la destinataria con
mayor prioridad. Después, coordinó con la mejor pastelería de Chicago para
que enviaran café, el croissant de pistacho que era el favorito de Paisley, y
una magdalena, todas las mañanas.
Le enviaba mensajes de texto, cuando no respondía sus llamadas
invitándola a salir, pero la respuesta era siempre la misma: “No, gracias”. A
Stavros le escocían sus rechazos, aunque sabía que era parte de ese proceso
en el que necesitaba demostrarle que, sin importar lo que sucediera, él
estaría alrededor hasta que decidiera darle una oportunidad. Para un hombre
como él, tener que insistir, era un golpe al ego. Sin embargo, nada podría
compararse con la ausencia de Paisley. Cómo le faltaban sus besos,
escuchar su risa, las respuestas afiladas, su sensualidad y la manera en sus
cuerpos danzaban en frenesí cuando se unían entre sí.
—Señor Kuoros —dijo Zeyda interrumpiendo el recuento de esos días
—, la oficina del señor Mansfield ha sido desalojada tal como lo solicitó y
las pertenencias fueron enviadas a la oficina del piso 2, cerca del sitio en el
que se guardan los implementos de limpieza. Sin embargo, encontraron en
el clóset del baño privado esta pequeña cajita con el nombre de la señora
Esther. Está sellada con cinta adhesiva. ¿Desea que la dejemos también
abajo o prefiere echarle un vistazo?
Stavros frunció el ceño. Había dado la orden de que sacaran a Hamilton
de la compañía, pero sus abogados le indicaron que eso tardaría un par de
semanas, así que decidió que empezaría por quitarle la oficina en la que
solía “trabajar”.
—Dámela, por favor. —Zeyda dejó la caja, bastante vieja, sobre el
escritorio de Stavros—. ¿Es todo?
—Sí, señor, es la única —replicó.
Los últimos días, su jefe parecía más gruñón de lo habitual y ya no
sonreía; el staff procuraba ser muy concreto en las reuniones para no
quitarle tiempo o provocar su enfado. Casi parecía un tigre enjaulado que, a
la primera provocación, destrozaba lo que no era de su agrado. Su habitual
elegancia y autoridad eran evidentes, pero ella, que lo conocía desde hacía
tanto tiempo, notaba la preocupación en su expresión, además de las ojeras.
El cambio era notorio, aunque la vena de irreverencia de Stavros, no le
restaba el aura de poder que lo caracterizaba. Él era la clase de persona que
podía echarse una chaqueta horrible encima, pero la luciría con distinción.
—Bien —murmuró, mientras tomaba un abrecartas y rompía la cinta.
Zeyda se aclaró la garganta. Stavros elevó la mirada con una ceja enarcada
—. ¿Qué ocurre?
—Mmm, sé que no es de mi incumbencia, pero usted sabe cuánto lo
aprecio. No puedo quedarme en silencio desde que he notado que está un
poco más contrariado de lo habitual —dijo tratando de elegir las palabras
correctas—, en especial, desde que la señorita Paisley…
—Señora Paisley Kuoros, sigue casada conmigo —dijo casi gruñendo.
«Que a nadie se le olvidara ese importante detalle», pensó.
Zeyda esbozó una sonrisa, pero la ocultó con rapidez.
—Claro, lo siento, tan solo quisiera contarle una anécdota. —Stavros se
recostó en la silla y se cruzó de brazos. No tenía paciencia para esas
bobadas, pero jamás irrespetaba a Zeyda, por sus años en la compañía,
porque lo ayudaba mucho y porque era una mujer valiosa—. Cuando la
señora Esther no era todavía viuda, yo recién acababa de casarme. Como en
todo matrimonio, en el mío había discusiones fuertes. Un día, le pregunté
qué hacía el señor Joshiah si él cometía una gran equivocación y quería que
ella lo disculpara por más imposible que se viera el panorama para los dos,
¿sabe lo que respondía?
Stavros soltó una exhalación.
—Zeyda, los misterios son aburridos en horarios de oficina…
—Me decía que la única forma en que podía disculpar al señor Joshiah
era si él tenía con ella un gran gesto.
Él frunció el ceño, porque creía que Zeyda estaba hablándole en
mandarín.
—No comprendo… ¿Un gran gesto?
—Sí, eso significa que hacía algo fuera de su zona de confort para
demostrarle que de verdad estaba arrepentido por haberle causado pesar o
por el error cometido.
—Mmm, ya veo.
Zeyda, al notar que Stavros parecía estar dándole vueltas en la mente a
la idea que ella acababa de dejar flotar en el aire, sintió que su trabajo había
sido cumplido. No podría darle sugerencias sobre cómo actuar, porque ella
ignoraba los pormenores de la situación del matrimonio de Stavros y
Paisley, pero creía que con la anécdota que le contó quizá estaba aportando
un poco.
—Con permiso, señor Kuoros —dijo abandonando el despacho.
Stavros, al cabo de media hora de estar como imbécil tratando de
comprender lo que de verdad implicaba un gran gesto, tuvo una idea. Sin
embargo, ejecutarla implicaría un riesgo gigantesco que jamás habría
considerado asumir. Necesitaba hilar fino para no cometer una
equivocación.
«Mierda», pensó al abrir la caja que le había dejado Zeyda.
En el interior había, al menos, unas treinta cartas que estaban firmadas
por Paisley y dirigidas a Esther. Esas eran todas las misivas que él y Esther
pensaron que jamás fueron respondidas. El cretino de Hamilton nunca las
envió al correo o las interceptó de algún modo. ¿Cómo se podía llegar a ser
tan vil, en nombre de la ambición por el dinero?, pensó Stavros con enfado.
Acababa de encontrar otro motivo para sentirse culpable por las
acusaciones iniciales que echó sobre Paisley, pensó, afligido. Ella siempre
le dijo la verdad.
La única esperanza con su esposa era que ese “gran gesto”, al que ahora
tenía que darle forma y dialogarlo con Jonah para no afectar a la compañía,
funcionara. Él era un hombre de muchos recursos e ideas, pero cuando se
trataba de Paisley, era un completo idiota. Quizá podría compensar a Zeyda
por haberle comentado la anécdota con Esther, enviándola de vacaciones
con el esposo a algún sitio bonito.
Dejó la caja bajo su escritorio y revisó el balance financiero.
Se alegró al constatar que Paisley ya tenía el dinero que le exigió, y
también un poco más que él decidió agregar, en la cuenta. La alarma del
calendario de trabajo le anunció que le quedaban un par de reuniones
pendientes.
Stavros iba a presionar el botón que le permitía iniciar el registro de sus
horas de trabajo, porque era maniático de la productividad, cuando la
llamada de Zayn interrumpió. El guardaespaldas le informó que Hamilton
intentó golpear a Paisley, cuando esta fue a buscar a Millie con la intención
de llevársela a la casa que había alquilado recientemente e irse a vivir
juntas, pero el pendejo aquel fue neutralizado a tiempo. Paisley, reafirmó
Zayn, salió ilesa al igual que la hermana.
Stavros sintió gran alivio al haber tomado la decisión de asignar el
cuidado de Paisley a Zayn de forma indefinida. Después de escuchar la
nefasta noticia, una furia ciega lo atenazó, así que le pidió a su asistente
personal que reprogramara las citas del día. Su prioridad era buscar a
Paisley. Le daba igual si ella no quería verlo.
CAPÍTULO 21
***
Stavros estaba en el automóvil rumbo hacia la nueva casa de Paisley. La
dirección de la propiedad la obtuvo gracias a Zayn. Le molestó que el
guardaespaldas hubiera dejado pasar tantas horas para informarle del
incidente, aunque, no creía equivocarse, probablemente habría sido a
petición de su esposa. Sabía que ella no querría que Zayn le comunicara de
los sucesos en su día a día, Stavros tampoco lo esperaba, pero algo como lo
que perpetró Hamilton no podía dejarse pasar.
El griego sentía impotencia, porque el tráfico lo retrasaba, y su
necesidad de ver a Paisley y cerciorarse de que estaba bien era demasiado
fuerte. Una vez que Jacques aparcó en las inmediaciones de la casa 222,
Stavros bajó del coche y caminó sobre el atajo de cemento flanqueado a
ambos lados de césped muy verde.
El barrio River North no solo era costoso, sino también bonito y
bastante seguro. A él le gustó que su esposa hubiera hecho buen uso del
dinero que le transfirió. Por otra parte, el vicepresidente de negocios de
Manscorp, con quien él se había reunido dos días atrás, le dejó saber que
Paisley era una mujer con una mente brillante para captar todos los
entramados de las transacciones que se manejaban en la empresa y le
auguró éxitos en la compañía. Stavros se sintió orgulloso y complacido,
pero no sorprendido, porque sabía la clase de mujer que era Paisley.
Presionó el interfono negro que estaba junto a la puerta principal.
—¿Hola? —preguntó la voz suave y dulce que él había añorado cada
hora.
—Paisley.
Hubo una larga pausa.
—¿Qué haces aquí, Stavros? —preguntó con indiferencia, mientras
sacaba las naranjas de la bolsa de la compra, y dejaba el interfono en
altavoz. Todavía no había activado la cámara, porque apenas llevaba unas
horas en la casa y no esperaba visitas.
Ni siquiera iba a preguntarle a Stavros cómo había dado con la
propiedad. Sabía que Loretta jamás la delataría, así que la opción restante
era Zayn, pero no iba a reclamarle. Al fin y al cabo, el griego era quien le
pagaba el salario y el incidente con Hamilton no podía mantenerse en
secreto o considerarse “rutina”.
Lo ocurrido esa mañana había sido una experiencia horrible. Apenas su
hermana se instaló en el chalé con Jayne, y Bernice hizo un recorrido por la
amplia casa para tener en cuenta lo que había que organizar, limpiar y
distribuir, Paisley fue a darse un largo y merecido baño. Después, más
relajada, llamó a sus abogados y les habló de su intención de denunciar a
Hamilton por negligencia y violencia doméstica. Estos le dijeron que
podrían armar un caso, pero necesitaban un poco de tiempo y hablar con
ella en profundidad. Aceptó, porque no iba a permitir que la justicia se
escapara de nuevo. Le daba igual cuánto tiempo tomara armar un caso
sólido.
—Zayn me dijo lo que ocurrió en casa de Hamilton —expresó
controlando la furia en su voz al saber que Paisley había estado en riesgo—.
Quería verte y saber que estás bien… Puedes abrir ¿por favor?
Ella sentía el corazón palpitándole, de repente muy agitado, como si
supiera que el motivo por el que bombeaba sangre estaba del otro lado de la
puerta. «Patético corazón», pensó de mala gana. Soltó una exhalación.
—No, no puedo. Estoy bien. Hamilton no me lastimó de ninguna forma
y logré hacer lo que necesitaba: sacar de ahí a Millie. Márchate, Stavros —
dijo con enfado, mientras quitaba el altavoz con la intención de ir a la sala.
Paisley iba a alejarse del interfono cuando Millie llegó con la silla de
ruedas eléctrica. El movimiento de las manos de su hermana era
relativamente normal, así que desplazarse comandando la pequeña palanca
de la silla era posible.
—¿Qué ocurre, Millie? —preguntó con una sonrisa.
—S…Sta…vros. ¿Er..a él, ver…verdad? ¿Tú es…espos…o?
Sí, a Paisley le escocía recordar que ese era el título. Le dolía extrañarlo.
—Ya se ha marchado —replicó acariciándole los cabellos rubios.
Jayne estaría de turno hasta el día siguiente cuando otra enfermera
llegara para relevarla. Paisley había coordinado trabajar con tres enfermeras
de lunes a domingo para que no se agotaran, y así pudieran brindarle
calidad de servicio a Millie. Jayne le entregó una lista de todos los
implementos adicionales que Hamilton se había negado a pagar los últimos
tres meses y que servían para las terapias en la piscina. Paisley había pedido
a Zayn que fuera con Bernice a comprarlos. Su casa era segura.
—S…Sta…vros es mi ami...go.
—¿Lo conoces personalmente? —preguntó desconcertada. Millie
asintió.
Paisley frunció el ceño y miró a la enfermera para saber si la mujer
podría explicar el comentario de su hermana con celeridad.
—El señor Stavros visitó a Millie, muchos días atrás, mientras el señor
Hamilton estaba de viaje en Rockford. Le hizo prometer que no le diría a
usted al respecto, y pasaron conversando unas horas. Una persona muy
amable.
Paisley no tenía palabras para responder a esa información. Miró a
Millie, que parecía ansiosa y miraba la puerta de manera insistente, y soltó
una exhalación. «No sabía a qué habría estado jugando Stavros».
—¿Hace cuántos días ocurrió esto, Jayne?
—Mmm, quizá unos ocho —replicó—. Sí, ya bastantes. De hecho, le
llevó una impresionante colección de pinturas y le obsequió una tarjeta de
regalo para que, cuando Millie quisiera, yo fuera a comprarle lienzos para
dibujar. Todo eso estaba en las cajas que trajimos aquí, hoy. Él nos comentó
que era su esposo, pero que estaba haciendo esa visita como una sorpresa.
Incluso nos mostró la fotografía de su matrimonio. Qué hermosa se veía,
señorita Paisley.
—Gracias, Jayne —murmuró.
«La visitó antes de que todo el infierno explotara», pensó Paisley,
entonces no podía acusarlo de manipulación deliberada. Se acercó a Millie,
apoyando las manos en los brazos de la silla de ruedas. Le sonrió, porque a
su hermana no le negaba nada.
—¿Quieres que lo invite a entrar? —preguntó con un nudo en la
garganta, porque verlo era una prueba demasiado fuerte. Él pretendía que
no lo olvidase, como si eso fuera posible, y le escribía a diario; la llamaba,
pero ella no respondía. No creía posible controlar el temblor en su voz si lo
escuchaba—. ¿Es eso?
La expresión de Millie fue de absoluta alegría. «Sí, hermanita, yo
también me siento así ante la posibilidad de verlo. ¿A que soy necia?», se
dijo a sí misma. Quizá debería reactivar su perfil de Tinder y considerar
salir con alguien, aunque fuese tan solo para tomarse un café. Tal vez, la
compañía de otro hombre que le pareciera atractivo pudiera quitarle esa
necesidad de recordar a Stavros cada segundo.
Dios, sus esfuerzos por olvidarlo eran cada vez más infructuosos. La
única forma de mantenerse fuerte era recordar sus mentiras, solo entonces,
cuando el resentimiento se hacía presente, le era posible olvidar los
momentos tan bellos que compartieron en esos meses.
—S…sí. Él me en…entie…de. Tiene pac…cien…cia. Me ha con…ta…
do co…sas de por …qué te qu…quiere… ¿Por qué no es…tás vi…vi…
endo con él, Pa…id…ley? —preguntó Millie frunciendo el ceño.
—Nuestra situación es complicada y vamos a divorciarnos pronto, pero
si dices que es tu amigo —dijo controlando las ganas de ahorcar a Stavros
por haberse acercado a su hermana sin mencionárselo—, entonces no puedo
quitarte la posibilidad de saludarlo. ¿Verdad?
Millie esbozó una sonrisa hasta lo que sus músculos faciales permitían.
Paisley tomó una profunda respiración y fue hasta la puerta. Cuando la
abrió, en el exterior, Jacques estaba a punto de cerrar la puerta del pasajero,
pero al verla salir de la casa se contuvo. Stavros elevó la mirada para saber
por qué su conductor se había detenido, y al mirar a Paisley su expresión
dejó de ser sombría. Fue un cambio notorio de resignación a ilusión. Eso
estrujó el corazón de Paisley, pero no tenía intención de darle alas de nada.
Estaba cabreada y resentida con él.
—Millie quiere saludarte —dijo Paisley tratando de sonar distante.
Usaba un jean, una blusa rosada, y flats. Para un hombre que había
navegado esas noches en oscuridad, ella el faro que necesitaba—. Luego me
vas a explicar por qué te conoce, pues la situación no me agrada para nada.
Stavros se acercó hasta quedar muy cerca de ella. Mirarla y contemplar
su rostro no era suficiente, aunque tampoco podía besarla, porque no quería
que se enfadara. Qué difícil era toda esa situación para él, pero debía que ir
paso a paso.
—Estás preciosa y te he extrañado muchísimo —replicó a cambio.
Reparó en el dedo en el que ella solía llevar su anillo de matrimonio, y
odió verlo desnudo. No pudo evitar agarrarle la mano para envolverla con la
suya. El súbito calor de la piel y la suavidad al tacto podían sanarlo tan solo
con presionarla entre sus dedos. Paisley había sanado su alma y también
había logrado deshielar su frío corazón. Ella era magia, placer y dulzura en
un pack tentador.
—Supongo que dejo una huella en las personas —replicó con sarcasmo,
pero no pudo ocultar el ligero temblor de su cuerpo, el fuego que detonó el
toque de Stavros, y que envolvió cada hueso, para luego empezar a
quemarla de adentro hacia afuera. Apartó la mano y se cruzó de brazos—.
Estoy muy ocupada y mi hermana tiene que cenar, así que intenta no
extenderte en tu inesperada visita.
Él esbozó una sonrisa sensual y se inclinó hasta dejar su boca cerca de la
oreja de Paisley. Ella contuvo la respiración por la proximidad. El pulso se
le aceleró y todo su cuerpo se puso en alerta. Llevaba días sin aspirar su
colonia, percibir la fuerza de su energía vital y la sensación de que no había
un mejor sitio que entre sus brazos.
—Dejas algo más que una huella, mi vida —le susurró—. Vuelve a mí,
Paisley.
Paisley dio un paso atrás y se aclaró la garganta.
—No tengo tiempo para visitar momentos que me traen dolor.
—Fui demasiado terco y tonto, lo sé. Me tomó un tiempo admitirlo, pero
no podía ver más lejos de mi propio dolor o mi ego —explicó—. Hoy
Zeyda encontró las cartas que le enviaste a Esther. Siento no haberte creído.
Paisley dio un respingo y lo miró con el ceño fruncido.
—¿Cómo así? —Stavros se lo explicó con rapidez—. Qué desgraciado
que fue siempre Hamilton —susurró por lo bajo—. Voy a entablar un juicio
contra él. Lo quiero ver pagando sus crímenes de uno u otro modo.
Stavros asintió, orgulloso por la valentía de Paisley. Ambos sabían que
no cabían más recriminaciones mutuas. Solo quedaba, en manos de Stavros,
convencerla de que estaban mejor juntos y que existía una posibilidad de
empezar de nuevo.
—Estoy de acuerdo, cariño —dijo mirándola a los ojos—. Por cierto, mi
invitación a cenar en el yate sigue vigente. El chef hace un menú genial,
pero no se compara con la comida que haces tú, sin embargo, espero que le
des una oportunidad.
—¿Al chef? Seguro. ¿A ti? No —dijo con suficiencia.
Stavros soltó una carcajada profunda, la primera en días.
La vibración de ese sonido fue el equivalente a derramar chocolate
líquido sobre un postre exquisito, devorarlo, hasta que la glotonería no diera
espacio para más, pero aún así sentir que no era suficiente. Paisley apretó la
mandíbula.
¿Acaso ese hombre no podía dejar de usar también la colonia que la
volvía loca, sino que, además, necesitaba reír como si hubiera sido
entrenado para atormentarla? Sabía que la reacciones que tenía hacia él eran
físicas, así como sabía que no eran suficientes para recuperar lo que habían
perdido.
—Paisley, por cierto, mañana hay un baile benéfico. No está invitada la
prensa, así que no tiene relación a Jonah y su calendario…
—De todas maneras —interrumpió—, nuestro penúltimo evento fue en
el Cadillac Theater. No tengo obligación de ir contigo a ninguna parte.
—No, no la tienes, pero se trata de una causa importante: financiar
programas de rehabilitación para veteranos de guerra que han sufrido estrés
postraumático. Ayer en la tarde le pedí a Zeyda que te fuese a dejar la
invitación al escritorio. ¿La recibiste?
Ella puso los ojos en blanco y pretendió no darse cuenta de que él lucía
imponente con el traje negro, la corbata aguamarina y peinado de forma
impecable. Sin embargo, no pasó por alto las ojeras que veía en él por
primera ocasión. Frunció el ceño, pero mantuvo la boca cerrada, mientras
entraban en la casa.
—La recibí y olvidé dejarle saber mi negativa a tu asistente. No puedo
ir, Stavros, aunque la causa me parezca hermosa. Hay cosas que debo
organizar.
Él hizo un asentimiento. Debía contar las pequeñas victorias: estaba
hablando con ella, después de días de miseria. No sabía cómo iban a ser los
siguientes, pero al menos, con esta pequeña interacción, su corazón sentía
menos dolor.
No tenía práctica en estos asuntos de lograr convencer a una mujer que
lo quisiera de regreso, pues todas sus relaciones se acababan y, cuando eso
sucedía, él no miraba atrás. Jamás. Estaba a punto de caer en un precipicio
sin fin y la única que podía salvarlo era Paisley. La necesitaba como el aire
para respirar.
—S…Sta…vros… Ho…la… No…me…habías…ido a vi…visitar —
dijo Millie al verlo. Paisley notó la expresión de alegría sincera en su
hermana, como si estuviera reuniéndose con un amigo al que conocía de
toda la vida.
Stavros fue directo hacia Millie. Le dio un beso en la mejilla y se
acuclilló para quedar a la misma altura.
—Lo siento, Millie, pero tuve algunos contratiempos. ¿Cómo te has
sentido? —miró alrededor. Le gustó la casa.
—Bien. ¿Ce…na con no…sotras?
—Millie —dijo Paisley—, Stavros tiene otras cosas que hacer. No
podemos imponerle. Además, ha sido un largo día para ambas y
necesitamos descansar.
—Me encantaría quedarme a cenar —replicó él, apretando con cariño la
mano de Millie. Después miró a Paisley por sobre el hombro—: No quiero
que cocines, yo puedo pedir algo para que cenemos, cariño.
Ella se encogió de hombros.
—Si es eso lo que quieres, entonces, adelante —replicó, mientras iba a
la cocina a sacar la vajilla para servir. A los pocos segundos sintió las
manos de Stavros rodeándole la cintura desde atrás, con suavidad. Ella se
apartó y se giró para mirarlo a los ojos con resentimiento—: No quiero que
me toques.
En esta ocasión el tono de Paisley fue duro y Stavros se apartó con
expresión de pesar. Le hizo un asentimiento y la dejó a solas. Ella bajó la
mirada y meneó la cabeza. Estaba hecha un lío. Eso era lo que ocasionaba
Stavros.
La cena se desarrolló sin ningún tipo de contratiempos o momentos
incómodos. Stavros había descubierto que Millie tenía un agudo sentido del
humor, y le parecía natural tener paciencia para escucharla hasta que
completara las palabras. La comida estuvo deliciosa y él se encargó de que
la enfermera, Bernice, Zayn y también Jacques recibieran una porción. Él
era generoso, pero eran pocas las oportunidades que tenía para demostrarlo
a otras personas, pues prefería tener esa clase de gestos de manera más
discreta, por eso hacía donaciones a ONGs.
—Di…le a Pa…is…ley de la ca…sa, Sta…vros —dijo Millie sonriendo.
—¿Qué casa? —preguntó Paisley.
Stavros le hizo un guiño a Millie. «La pequeña bocazas», pensó de buen
humor, sin embargo, no podía culparla, en especial cuando parecía tan
entusiasmada. Él imaginaba que Millie consideraba que todo estaba bien en
el matrimonio de su hermana y por eso sugería hablar del tema.
—El motivo por el que fui a visitar a Millie, antes de nuestra discusión
—dijo mirando a Paisley—, fue porque estaba buscando una casa que
tuviera la infraestructura para las necesidades de ella. Le pedí a mi
investigador privado que me diera información de tu hermana, pues quería
saber qué requeriría con exactitud según el récord médico para así hacer
mejoras si la propiedad lo necesitaba.
—Los récords médicos son privados —murmuró Paisley con
incredulidad.
—No cuando tienes los contactos correctos —replicó con simpleza—.
Te lo hubiera preguntado, pero quería que fuera una sorpresa.
—Stavros —dijo en tono quedo.
—La última noche que pasaste a mi lado en el penthouse, te dije que
quería casarme contigo por los motivos correctos, porque te amo y porque
quería un inicio sincero entre los dos. Sin embargo, antes de hacer esa
petición de manera formal, ya que no tienes un padre, ni una madre, y
Esther se fue hace muchos años, creí importante pedirle a Millie tu mano en
matrimonio. Ella me dijo que aceptaba. Compré la casa. —Paisley lo miró,
atónita—. Después ocurrió aquella tarde…
—Por…que… te…nía… buenas… inten…ciones —murmuró mirando a
su hermana mayor—. Me con…tó que te que…ría y tú me…re…ces ser
feliz. Mi acci…den…te no fue tu cul…pa. No…fue. Me… due…le que
si…gas cre…yén…do…lo, Pa…is…ly.
—Millie… —susurró.
—Si ne…ce…sitas que te per…do…ne yo lo hi…ce hace mucho tiem…
po. En es…pe…cial me per…do…né a mi mis…ma —sonrió—. Sé fe…liz.
Sta…vros es un buen hom…bre. ¡Y gua…po! —dijo riéndose.
—Ah, pues, muchas gracias —le dijo Stavros con una sonrisa—. Una
cuñada guapísima y, además, talentosa con la pintura. Mira qué suerte la
mía.
Millie se rio bajito.
Paisley sintió un nudo en la garganta y unas incontenibles ganas de
llorar. Stavros le había pedido su mano en matrimonio a Millie. Había
pensado en su hermana, la persona más importante para ella. Dios ¿cómo se
sobrevivía a un gesto así? Luego, su hermana, le decía algo como aquello.
Inevitablemente, sus lágrimas empezaron a rodar por las mejillas. Se
apartó de la mesa y empezó a recoger la vajilla con prontitud. Cuando
terminó de lavar todo, porque necesitaba ocupar las manos para poder
serenar la cabeza, cerró lo ojos. Después tomó un poco de agua y regresó al
salón donde estaba el comedor.
—Ya debo marcharme —dijo Stavros, después de despedirse de Millie
que ya se iba a dormir—. Espero que podamos volver a vernos, Millie.
—Sí, se…guro —replicó, mientras la enfermera la acompañaba hacia el
chalé.
Miró a Paisley, cuya expresión de indecisión y tristeza lo estaban
matando.
—Gracias por permitirme cenar con ustedes.
Le habría gustado seguir a Paisley a la cocina, pero ya le había
mencionado, al menos por esa noche, que no lo quería cerca. Era difícil
para él estar sin ella.
Un mundo sin Paisley no era un sitio en el que quisiera estar, porque se
había convertido en el núcleo de su vida; era la órbita en la que se sentía
pleno transitando. Sin su calidez y luz, él podría regresar a ese estado en el
que tener emociones era impensable, porque su corazón estaría de nuevo
revestido de hielo.
—De nada —murmuró—. Millie parece muy entusiasmada con tu
amistad. Además de las enfermeras y unas amistades online, ella no tiene
muchas personas con las cuales interactuar. Es a veces tímida. Le has caído
bien.
Stavros la miró a los ojos y ella se quedó atrapada en esa expresión de
completa transparencia. Podía sentir el amor, el arrepentimiento, las
promesas… No quería saltar a sus brazos sin la convicción de que, en
verdad, podía perdonarlo. Después de lo que veía en la mirada color café,
Paisley sabía que castigar a Stavros con la intención de lastimarlo implicaba
lastimarse a sí misma.
Entendía de dónde procedían sus ansias de vengarse, entendía su
pasado, las cicatrices, el temor al rechazo, sin embargo, Stavros se había
arriesgado por ella. Le había abierto sus emociones, mostrándose
vulnerable. Por los dos. No obstante, Paisley necesitaba recomponerse.
Necesitaba tiempo.
—¿Te apetecería tomarte un café conmigo mañana, después de la
oficina? —preguntó Stavros con la mano en el pomo de la puerta de salida.
—Mañana no puedo, tengo que ir a Alas de Esperanza —murmuró.
—Entiendo. Buenas noches, mi amor —dijo mirándola intensamente,
como si fuese a besarla, pero luego hizo un asentimiento y fue hasta el
automóvil.
Paisley se quedó de pie en el umbral de la puerta un largo rato, después
de que Stavros se hubiera marchado, mientras Zayn custodiaba los
alrededores.
***
Durante las siguientes dos semanas, cada día, sin falta, Paisley tenía en
su escritorio el café, el croissant y la magdalena. Las flores que antes
recibía en el piso de Loretta, ahora llegaban a la casa que había alquilado
con Millie. Stavros la invitaba a cenar todos los días. En un inicio, ella
continuó negándose, pero los últimos cinco días había aceptado sus
invitaciones, porque el tiempo sin verlo, en lugar de conseguir olvidarlo,
calaba un hoyo más profundo en el alma.
Esas dos semanas le habían servido para constatar lo sincero que era
Stavros en sus intenciones de reconquistarla. Le escribía mensajes de texto
contándole los temas que, cuando vivían juntos, solían compartir o la
llamaba por teléfono. Ella se alegraba de escuchar su voz, a ratos las risas
empezaban a reemplazar los silencios entre ambos. Poco a poco, ella
empezó a abandonar el resentimiento.
Él la conocía muy bien y sabía que si le obsequiaba joyas o accesorios
costosos no iba a llegar a ningún sitio; si intentaba seducirla, no solo iba a
rechazarlo, sino que consideraría que era la parte sexual todo lo que
buscaba. En conclusión, Stavros tenía que usar toda la información que
sabía sobre ella para no incurrir en un error y retroceder en sus avances. Por
eso, la agasajaba con atenciones, compartía sobre él con ella, se abría sobre
sus sentimientos y le mostraba un lado más cálido, en estos aspectos Paisley
ya no sentía que Stavros tenía restricciones. Lo sentía cómodo y arriesgado,
porque cada día existía la posibilidad de que ella no quisiera escucharlo.
Ahora estaban sentados en una mesa discreta.
El restaurante era precioso y, como era el estilo recurrente de Stavros tan
estricto con su privacidad, lo había reservado solo para ellos. En ninguna de
sus salidas anteriores él hizo amago de hablar sobre la relación de los dos,
pero al despedirse la abrazaba y le decía al oído que la extrañaba, después
se apartaba y se marchaba.
Cada vez, la tensión sexual se incrementaba más, en ella al menos.
Paisley notaba que Stavros parecía demasiado controlado en ese aspecto y
la ponía de mal humor, pero no podía quejarse, pues, al fin y al cabo, era
ella quien había detenido cada avance del griego. Si quería perdonar a
Stavros tendría que decírselo a la cara; y si quería besarlo, estaba claro,
tendría que dar el primer paso cuando estuviera lista y no quedara ninguna
duda de que podía dejar de lado el rencor.
—¿En qué piensas? —le preguntó, sacándola de sus reflexiones.
Stavros llevaba una camisa azul oscura, sin corbata, y el cabello peinado
hacia atrás. La barba sin afeitarse en al menos tres días, lo hacían más sexi.
Incluso la camarera había flirteado con él, disimuladamente, y Paisley no
podía culparla. Stavros era un espécimen masculino perfecto. Sin embargo,
él parecía ajeno a la atención que solía generar en el sexo opuesto. Se sabía
guapo, pero no era vanidoso al respecto.
Estaban terminando el postre, crema catalana, mientras charlaban del
proceso de la construcción de la planta embotelladora. A Paisley le parecía
increíble todo lo que había aprendido esas semanas bajo la tutela de
Brighton. Considerando que la vicepresidencia de negocios solo era una
división de las decenas que había en Manscorp, no podía dejar de admirar a
Stavros y su capacidad para dirigir, coordinar y delegar en ese monstruo de
empresa. Estaba segura de que le habría ocurrido igual si hubiese visto a su
abuela en la corporación que construyó junto a Joshiah.
—El evento de la NHL es mañana —murmuró.
—Lo sé, mi amor, y también las implicaciones de ello —replicó en tono
que parecía tranquilo, pero las notas de decepción eran evidentes. Su
matrimonio terminaría a los pocos días de haberse realizado el evento All
Stars.
Stavros estaba un poco inquieto, porque a lo largo de esas semanas
había coordinado su “gran gesto” con Jonah para tratar de convencer a
Paisley que era importante para él; que estaba arrepentido de todo; que la
amaba incondicionalmente. No sabía cómo iba a salir ese experimento, pero
ya no había vuelta atrás.
—Sí…
—¿Todavía te quedan dudas sobre mí, verdad, Paisley? —preguntó sin
recriminación. Aunque ella estaba en su derecho de sentirse insegura.
La noche del evento de la NHL era su última oportunidad. Quizá era esa
certeza lo que mantenía su nivel de estrés tan elevado esos días. Él
procuraba enfocarse en un objetivo a la vez, pero el tiempo apremiaba y,
aparte de que Paisley ahora hablaba con él, aceptaba que fuera a visitarla a
la casa e interactuara con Millie, permitía que la tomara de la mano o la
abrazara incluso, sabía que no existían avances tan grandes, porque ella
parecía aún distante, resguardada en su armadura, y quizá era este el castigo
de Stavros por lo que hizo.
—Te has portado maravilloso conmigo estas semanas, sin presionarme
—dijo mirándolo con pesar—, pero, Stavros ¿cómo sé que otro objetivo
corporativo, otra gran ambición tuya, no será más importante que yo hasta
el punto de cegarte?
—Solo puedes hacerlo si confías en mi compromiso sincero contigo,
Paisley… ¿Sabes? Me gustaría mucho que me acompañaras al evento All
Stars, pero si decides que no quieres hacerlo ¿al menos considerarías ver el
partido por televisión? —preguntó, sin decir mayores detalles. Lo ideal era
que ella estuviera en el estadio, pero si no era posible o no quería, entonces
se conformaría con que lo viese por televisión. Solo necesitaba un poco de
suerte.
Paisley no sabía si era solo por el evento todo ese cortejo. Odiaba dudar,
pero los antecedentes tampoco daban pie para ser confiada al cien por
ciento.
—Yo… —bajó la mirada y removió el trocito de azúcar flambeada que
estaba sobre la crema catalana—. Tengo que pensarlo —elevó el rostro
hacia él—. ¿Vale?
Stavros hizo un leve asentimiento, pero la opresión en el pecho, fruto de
la incertidumbre, persistió un largo rato. Cuando llegaron a la puerta de la
casa de Paisley, él le acarició la mejilla. Antes de apartar la mano, Paisley
posó la de ella sobre la de Stavros. Él la miró con sorpresa, porque era la
primera ocasión en que hacía algo como aquello desde la gran discusión
que tuvieron.
—¿Paisley? —preguntó con suavidad.
Ella tragó saliva. No podía ser cobarde.
—Solo un beso —susurró mirándolo a los ojos. El alivio que notó en la
expresión de Stavros y el brillo posesivo, la hicieron dar cuenta de que él
había tratado exitosamente de mantener a raya cualquier impulso.
—Un beso —murmuró Stavros, tomándole el rostro entre las manos,
acariciándole las mejillas con los pulgares, perdido en esos ojos verdes que
lo observaban con abierto deseo. Cuánto había extrañado mirarla así,
tocarla y estar a punto de sumergirse en esa boca—. Te quiero —dijo antes
de presionar sus labios contra los de ella y escucharla soltar un ligero
gemido. Eso provocó que toda la avalancha de emociones que había
frenado esas semanas explotase.
Paisley se perdió en las sensaciones de ese beso, los labios de Stavros le
supieron a gloria, porque la besaba con una ternura y seducción; esa era una
mezcla afrodisíaca. La vibración del beso se expandió en todo su cuerpo, se
introdujo en sus venas con una mezcla dorada y plateada, porque era belleza
sublime, pasión incontenible y amor innegable. La lengua de Stavros se
enroscó con la de Paisley, y ella no deseaba más que agarrarlo con fiereza y
besarlo hasta que ambos quedaran exhaustos, sin posibilidad de recordar
otra cosa que no fuera la boca del otro.
El beso se profundizó, volviéndose más duro y salvaje, como si él
necesitara con desesperación hacerle saber cuánto la añoraba, y quizás así
era. Hasta ese instante, ella no se había dado cuenta cuánto había necesitado
de ese beso también. A juzgar por los gemidos y gruñidos que escuchaba de
Stavros, ella infería que él estaba tan perdido en ese beso como ella. Sentía
las manos grandes y cálidas viajando a lo largo de su cuerpo, explorando su
cintura, sus hombros, sus pechos y su cuello, sobre la ropa. Sin embargo,
parecía que ese calor y ese ardor que emanaba de sus dedos estaban siendo
aplicado piel con piel.
Las manos de Stavros se anclaron en los cabellos negros, sus dedos le
acariciaban suavemente el cuero cabelludo, y ella soltó un gemido, porque
la sensación era simplemente increíble. El griego estaba perdido en el fuego
que vibraba en su interior, porque Paisley era el artífice de todas sus
fantasías más primitivas y también las más sensuales. El beso era un manto
de fuego y sensaciones potentes, porque Paisley era la mujer que amaba y a
la que había añorado como lo haría un hombre abandonado a su suerte, pero
que, al fin, tenía el privilegio de lograr probar un pedacito de cielo y tierra
firme. Paisley era todo lo que necesitaba para ser feliz.
Para ambos, lo que estaban compartiendo era más que solo tocar y
acariciar sobre la ropa, más que solo besarse; se trataba de una posesión y
un reclamo de mutua propiedad, porque la forma en que los labios de
Stavros estaban consumiendo los de Paisley, la manera en que sujetaba su
cabeza como si temiera que ella pudiera romper ese beso antes de que él
estuviera preparado para eso, implicaba que no podía tener suficiente de
ella; y ella tampoco de él. El deseo y el amor eran la mezcla perfecta, el
elixir de la pasión de la que tanto hablaba el mundo, el misterio del fuego
que mantenía vivo el amor durante años, décadas, en la memoria infinita.
Paisley necesitaba continuar, pero prefería detenerse. Poco a poco
disminuyó la intensidad del beso y se apartó. Stavros apoyó la frente contra
la de ella.
—Gracias por ese beso —le dijo con una sonrisa.
Paisley le sonrió de regreso, excitada y también cautivada por él. Sentía
que, después de pasar años en un desierto, había bebido agua fresca. Nunca
podría olvidar lo mucho que disfrutaba de los besos con Stavros.
—Buenas noches, Stavros —murmuró abriendo la puerta.
—Que duermas bien, cariño.
CAPÍTULO 22
***
—Supongo que los periódicos serán muy felices con los titulares
mañana —dijo ella, mientras bajaban las escaleras que los llevaba al
camarote del yate.
La cena que compartieron fue estupenda, en especial porque disfrutaron
en medio del lado Michigan, mientras un manto de estrellas arropaba su
reconciliación.
—No tan felices como yo de tenerte —replicó tomándola en brazos y
dando vueltas con ella cuando llegaron. Paisley se echó a reír—. Gracias
por darme otra oportunidad. Te prometo que no vas a arrepentirte.
—Lo sé —susurró cuando él la dejó en el suelo de madera.
El camarote tenía una cama grande y la decoración era cálida: madera y
tonos blancos. Muy relajante. Paisley y Stavros estaban ahora, al fin, lejos
del mundo. Solo se tenían al uno al otro sin las interrupciones del pasado ni
los resentimientos que se arrastraban con el tiempo. El camino ante ellos
estaba lleno de posibilidades nuevas.
—Paisley, te deseo y te amo —le dijo acariciándole la espalda, mientras
se besaban con suavidad—. Locamente.
Ella sonrió contra la boca masculina.
—Locamente… —repitió Paisley en un susurro.
El beso disparó en ambos todos los sentidos y expandió vibrante
electricidad en cada recodo de sus cuerpos. Él la besó con pasión e
intensidad dejando, en cada danza entre sus lenguas y sus labios, el amor y
el agradecimiento, así como la inmensa alegría que los envolvía. Stavros le
quitó la blusa roja con facilidad y ella hizo lo mismo con la camisa
masculina; la forma en que se desnudaron fue reverencial, y con cada
prenda que caía al piso sus besos cobraban más fuerza, sus manos apretaban
la carne de sus cuerpos, tocando, masajeando, acariciando, homenajeando
con cada mimo lo que en verdad implicaba estar con la persona amada:
seducción sublime.
El beso que los consumía era embriagador y sensual; era el principio del
fin y el inicio del infinito. Ese era la clase de beso que podía crear universos
o al menos conjurar los sueños y expectativas de Paisley y Stavros. El
tiempo pareció detenerse ampliando la sensación de que no existía en
realidad, y lo único que contaba era la suma de las emociones y placeres
que creaban los amantes. Mago y hechicera. Yin y yang. Blanco y negro.
Diferentes absolutos y únicos enteros.
La pasión domada se abría poco a poco como una flor al sol,
recuperando el brío de las noches perdidas y los susurros quedos anhelados.
Paisley estaba atrapada gustosamente entre los brazos del hombre que
amaba, mientras se besaban, entregándose el amor que las palabras decían,
pero sus cuerpos comprendían mejor.
—No sabes cuánto te eché de menos —dijo mirándola a los ojos,
deteniendo el beso un instante. Apoyó la frente contra la de su esposa—.
Sentirte así, tan cerca, saber que me quieres…
—Más que quererte, Stavros —replicó mordiéndole el labio inferior—,
te amo. Espero que no lo olvides por el resto de nuestras vidas.
La sonrisa masculina se expandió con genuina alegría.
—Ni lo olvido, ni dejaré de demostrarte que te amo con la totalidad de
mi alma —dijo llevándola hasta la cama.
Stavros estaba erecto y se moría por deslizarse dentro de ella, pero iba a
esperar; ese momento no era para devorarse, sino saborear cada rincón de
sus cuerpos; era un momento de placer, pero también de gratitud porque
Paisley lo amaba y el universo había conspirado para darle una segunda
oportunidad que no iba a desperdiciar. Ella sentía los pezones duros bajo la
tela del sujetador, porque era la única pieza que Stavros no había quitado;
sabía que lo hacía a propósito. Sintió sus caricias en las caderas y costados;
tocándola como si fuese una fantasía hecha realidad, pero no fuese capaz de
creérselo. Esta versión espontánea y libre de Stavros era una para atesorarla
siempre. Él, estaba por completo desnudo; qué hermoso era ese hombre
desnudo; nunca se cansaría de mirarlo.
—Esa es una promesa que me gusta mucho —sonrió acariciándole el
rostro.
Él le hizo un guiño recorriéndola con los dedos. Su toque suave como
una pluma, la acomodó hasta que ella tuvo la cabeza sobre los
almohadones, entonces la cubrió con su cuerpo. En la habitación no había
penumbra; estaba iluminada. La luz tan solo era el reflejo de la partida de
las tinieblas y resentimientos. Ese no era un espacio para esconderse y
ninguno de ellos tenía intención de hacerlo.
Paisley se perdió en la mirada de Stavros, brutalmente transparente. Ella
le recorrió la espalda con las uñas, en una caricia tentadora y sonrió cuando
él gruño, en el momento que ella movió las caderas, consciente de que
estaba generando fricción con el miembro viril. Sintió la boca de Stavros en
sus mejillas y garganta.
—Estás jugando sucio, Paisley…
—¿No te gusta? —preguntó agarrándole el miembro con la mano.
Él soltó una carcajada ronca.
—Me encanta.
Stavros siguió explorándole la boca con la lengua, porque era adicto a
sus besos. Luego, sus manos tiraron del broche frontal del sujetador dejando
los pechos desnudos y a la vista de sus ávidos ojos. Se dedicó a besar los
pezones, mordisquearlos y halarlos con delicadeza. La sintió temblar y
emitir leves quejidos.
—Tus pechos son tan hermosos, y no tienes idea de cuánto los
extrañé… —dijo tirando de un pezón. Ella gimió y enterró los dedos en sus
cabellos—. Tu ausencia en mi cama durante estas semanas solo ha
conseguido aumentar mi necesidad de tu cuerpo, tus besos, tus gemidos, tus
sonrisas, de ti, Paisley.
—Me gusta que seas adicto a mí —dijo rodeándole las caderas a Stavros
con las piernas—, porque me ocurre lo mismo contigo…
La lengua de Stavros dibujaba pequeños círculos en el pezón y cada
círculo era más delicioso que el anterior. Paisley le recorrió la piel de los
brazos, el cuello, el rostro, porque sus sentidos exigían memorizarse la
textura de Stavros.
Él le acarició el sexo, abriéndola ligeramente para lubricarla con su
propia humedad; después la penetró con uno y luego dos dedos. La estaba
preparando para su posesión, pero no sería una posesión unilateral, nunca
más.
—Cariño… —murmuró jugueteando con los pechos, para después
recorrerle el cuerpo con las manos, y Paisley hacía otro tanto. Sus manos y
sus bocas eran incansables. Ambos tenían el mapa que el otro necesitaba
para transitar el deseo.
—Stavros, por favor… tómame —pidió con un gemido.
Con todo el autocontrol que le quedaba, y para no poseerla con el
desenfreno apasionado que acicateaba sus instintos, la penetró con
suavidad. Se posicionó profunda y deliciosamente en el cuerpo cálido;
empezó a moverse dentro de ella. Paisley sintió ese placer exquisito como
una intensa caricia; posó las manos sobre los hombros de Stavros para
sostenerse y dejó escapar un suspiro; arqueó la espalda.
El acentuó el ritmo de sus embestidas, moviéndose al unísono;
mezclando sus jadeos entre besos audaces y suspiros profundos; mirándose
a los ojos; haciéndole el amor al alma. Paisley sentía esa dulce sensación
ondulante pulsando en su carne, todos sus sentidos estaban más alertas que
nunca, y la sangre que corría por sus venas danzaba en rugidos se ansias por
la creciente necesidad de lograr el éxtasis.
—Paisley… —dijo en un gemido ronco cuando sintió cómo ella se
contraía alrededor de su miembro, y él se dejaba llevar por esa fusión de
amor y lujuria.
Stavros se vertió en ella por completo y tan solo cuando sus cuerpos
empezaron a calmarse, él se apoyó sobre los brazos para mirarla y no salirse
de su interior. Le sonrió y frotó su nariz contra la de Paisley, mientras
contemplaba a la mujer de su vida con embeleso.
—Hola, cariño… —murmuró.
—Hola, Stavros —replicó riéndose bajito, porque esas solían ser sus
frases usuales cuando tenían sexo dulce e impetuoso. Esa noche, él le pidió
que mantuviese su anillo como único accesorio—. ¿Eres feliz?
—Desde que entendí que amarte era un privilegio, sí. —Ella esbozó una
sonrisa y le acarició la mejilla—. ¿Recuerdas la casa que mencioné que
había comprado para que Millie también viniera a vivir con nosotros? —
Paisley asintió—. Me gustaría que se mudaran conmigo lo antes posible.
Hay una suite inmensa para Millie, y una piscina que puede usar para sus
terapias. Venderé el penthouse.
Paisley lo abrazó del cuello, y con ese gesto él se removió en su interior.
Ella se rio cuando sintió la erección pulsante contra sus paredes íntimas.
Juntos eran insaciables. Le gustaba sentirse tan íntimamente ligada a él; tan
amada y deseada. Además, se sentía agradecida de que él tuviese un
corazón tan noble para pensar en Millie y considerar las necesidades de su
hermana.
—Nos tomará un largo tiempo organizar —murmuró.
—El tiempo contigo pierde sentido. En mi corazón eres eterna.
EPÍLOGO
FIN.
Sinopsis:
KRISTEL RALSTON
PREFACIO
***
Una tarde de junio, los dos hermanos recibieron una bofetada del
destino. La hora en que la madre de ambos solía llegar a casa estaba
retrasada por ochenta minutos. A pesar de los problemas en el transporte
público y las conexiones entre las líneas del metro o tren, aquella tardanza
era muy inusual en Edith.
—¿Revisaste las noticias? —preguntó Ryder, el mayor de los hermanos
por tres años. Tenía unos luminosos ojos verdes y el cabello rubio. Su
cuerpo en crecimiento prometía estirar lo suficiente para ganar corpulencia,
al menos si corría con la suerte de alimentarse mejor. Su carácter era
mesurado, silencioso, y había aprendido a defenderse en la escuela con los
puños.
Estaba en el jardín delantero de la pequeña casa tratando de arreglar la
tostadora que una de las vecinas había enviado al botadero. Ellos, que no
desperdiciaban nada, encontraron el aparato y estaban tratando de
componerlo.
—No hay anuncio alguno de accidentes en las rutas usuales que toma
mamá —replicó Dereck. Con ojos azules, como la laguna más clara en el
Caribe, y el cabello negro, llamaba la atención con facilidad. En una
ocasión se le acercó un fotógrafo para preguntarle si le interesaría dejarse
fotografiar para una campaña de ropa infantil, pero con su habitual
desconfianza, él rehusó.
Su aire de indiferencia contrastaba con la locuacidad al momento de
defender un argumento o dejar claro su punto de vista. Su madre solía
decirle que, si llegaba a encontrar la forma de estudiar en la universidad,
sería un gran abogado, y su hermano, un comerciante astuto.
—Espera —dijo Ryder observando a lo lejos la silueta de su madre
recortada por los rayos de sol de inicio del verano norteamericano—. Ahí
viene… —frunció el ceño de su frente libre de arrugas—. Algo no está
bien.
Dereck se incorporó del césped, verde gracias al cuidado de Edith,
apartándose. Se puso la mano como visera para tratar de ver mejor.
—Está cojeando… Eso no es normal. Vamos —dijo con urgencia, y
Ryder dejó de lado el aparato de metal en el que estaban trabajando.
Cuando la sombra del contraluz les dejó ver mejor a su madre, más
cerca de casa, ambos sintieron que su vida no volvería a ser igual. Una rabia
como ninguna otra los agarró desprevenidos, destrozando cualquier mínimo
cimiento de civilización que hubiera existido en ellos.
Edith tenía el vestido hecho girones, el rostro golpeado, el labio partido
y tenues rastros de sangre en los brazos. Ella fingía que nada estaba fuera de
sitio y argumentaba que había tenido un accidente, mientras cerraba la
puerta principal de la casa, ante las constantes preguntas y preocupación de
sus hijos. Ellos no se creían la mentira, porque era absurdo cuando conocían
al dedillo las porquerías de las calles, gracias a rumores, la prensa, las
noticias, y algunos cretinos que intentaban reclutarlos para robar o
dedicarse a la venta de sustancias prohibidas.
—Chicos, no hagan lío —dijo con voz rota—. Necesito darme una
ducha… Ha sido un largo día. ¿Preparaste la pasta, Ryder? —le preguntó
como si su hijo mayor no fuese capaz de notar la mueca de dolor al hablar
debido al labio medio partido.
—Sí…
—Mamá, ¿quién te hizo esto? —preguntó Dereck con las manos hecha
puños a los costados de su frágil cuerpo.
Ambos estaban hartos de llevar ropa que apenas los protegía del frío.
Comer escuetamente, y luchar con todas sus fuerzas para no quedarse
dormidos en clases y así evitar ser el hazme reír de sus compañeros. Sin
embargo, amaban a su madre, porque era todo lo que tenían en el mundo, y
a pesar de sus modos hoscos al tratarlos, era justa la mayor parte del
tiempo.
Despreciaban a quien sea que hubiera hecho el más mínimo rasguño en
Edith.
No culpaban a su madre de las circunstancias en que vivían. Ella los
cuidaba a su modo, y era todo lo que tenían en este mísero mundo. Además,
sabían los turnos extras que Edith hacía en el hotel en el que trabajaba para
llevar dinero adicional a casa, comprarles libros para que estuviesen al día
en la escuela.
El Día de Acción de Gracias, los tres tenían la mitad de un pavo para
comer. Un pequeño lujo al año, porque durante la Navidad veían películas y
aceptaban invitaciones de alrededor para no quedarse sin comer cuando
llegaba la usual nevada que cubría los techos y azoteas en invierno.
Eran pobres, mas no imbéciles.
Sabían que, si sucumbían a las seductoras propuestas de las bandas
barriales, perderían las escuetas oportunidades de salir de ese atolladero en
el que la vida los había escupido. De sus viajes a Manhattan en el metro con
su madre, recorriendo Central Park, y conociendo de lejos cómo vivían gran
parte de los privilegiados neoyorkinos, al pasar por los distritos de Flatiron
o Garment, el SoHo, Tribeca, Midtown Manhattan, Hudson Square, y
demás áreas, tanto Ryder como Dereck sabían que existía otra realidad más
confortable.
Ninguno tenía pensado trucar la posible salida de la zona en la que
vivían aceptando tratos con pandillas, por más que la tentación de hacer
dinero fácil fuese irresistible. Y eso que las ofertas eran muy interesantes.
—Deja de interrogar a tu madre, que aún no eres abogado, jovencito —
replicó Edith con tono cansado.
Ya había hecho el reporte de su violación a la policía, y el tiempo que
tardó fue porque la mantuvieron para hacerle los exámenes de rigor que
confirmase su denuncia. Dudaba que fuesen a agarrar a quien la ultrajó,
pero al menos había dejado sentado el precedente. Odiaba que sus hijos la
vieran en ese estado.
—Mamá…
—Dereck, déjala en paz —zanjó Ryder con determinación en la mirada,
instando a su hermano menor a callarse. Después miró a Edith—:
¿Podemos ir a comprar algo a la farmacia para curarte?
—Ya lo hicieron en el hospital… Tengo Medicare, menos mal.
—Sí, pero si acaso necesitas, tengo un poco de dinero del trabajo que
hice para la señora Lawndes limpiándole la casa el otro día —dijo Ryder,
que para esa época acababa de cumplir los quince años.
Edith sabía que sus hijos valían más por su nobleza que por su dinero, y
a pesar de que no era el tipo de madre excesivamente amorosa, los amaba a
su manera. No quería quitarle la buena voluntad a Ryder. De sus dos
muchachos era el más rebelde, impulsivo, y no quería desanimarlo.
Además, si se iban por un instante, ella tenía una excusa para estar a solas,
llorar en silencio, y agarrar fuerzas para continuar.
—Okay… Como sea. No tardes, y ve con tu hermano —murmuró,
mientras iba al único cuarto de baño que compartían entre los tres.
Ryder agarró a su hermano del brazo y salieron de la casa. Tan solo
esperaron a que el agua de la ducha empezara a caer, conscientes de que
Edith ya no podría detenerlos si ella cambiaba de opinión sobre dejarlos ir a
la farmacia.
Una vez en la calle, varios bloques lejos de la casa y, evidentemente, en
una dirección contraria a la farmacia, Dereck detuvo a Ryder del hombro.
—¿A dónde coño vamos?
—Ojo por ojo, y diente por diente —replicó Ryder.
—No tenemos pistas ni idea de lo que pasó… Somos solo dos chavales
agraviados. Si mamá ya fue con la policía ellos van a encargarse.
—La policía no va a hacer ni mierda. ¿Es que no miras las noticias,
Dereck?
—Tengo doce años, idiota, y ser precavido también implica tener
sentido común. Uno de los dos debe utilizarlo. Nos van a cobrar por la
información. ¿De dónde te piensas que vamos a sacar ese dinero si a duras
penas nos alcanza en casa?
Ryder detuvo su andar, manos en la cintura, expresión de enfado. Él no
tenía ganas de pelearse con su hermano, porque tenía la furia reservada para
el que sea o los que sean que hubiesen agraviado a Edith.
—¿Vienes o no?
Dereck, rascándose la cabeza, tan solo asintió. No iba a dejar solo a su
hermano, porque eran un equipo, en las decisiones coherentes y en las
disparatadas.
***
En una zona que conocían al dedillo, la posibilidad de encontrar
respuestas no era alocada. Por la información que habían recibido, los dos
hermanos se comprometieron a pagar quinientos dólares. No sabían de
dónde carajos iban a sacar el dinero, pero tenían la certeza de que lo
conseguirían. Caso contrario, el que les dio el dato iba a molerlos a golpes.
No querían ocasionarle más problemas a Edith, ni tampoco morir en el
intento de hacer justicia.
Después de cuatro largas horas, localizaron a su objetivo: un tipejo que
acababa de lanzar la botella de cerveza vacía al botadero de un callejón.
Llevaba un pantalón beis, camisa blanca y zapatos que parecían nuevos. Era
corpulento, pero la adrenalina de los hijos de Edith los instaba a no tomar
en cuenta la desventaja física.
—¿Qué piensas hacer, Ryder? Son quinientos dólares…—preguntó en
un susurro, mirando a uno y otro lado. Ya era de noche, así que solo las
luces de la calle iluminaban algunas partes. Los claroscuros a veces
resultaban una ventaja.
—Pelear.
—¿Peleas callejeras? Acordamos que no volveríamos a meternos en
esos asuntos. La última vez, mamá creyó que había sido alguno de los
muchachos de la escuela. Si no la hubiera convencido de que fue un robo, le
habrías tenido que dar explicaciones —argumentó Dereck.
—Sé defenderme con los puños, y si tengo que pelear lo haré, pero el
crimen de mamá no quedará impune. No todo se puede hacer llegando a
acuerdos verbales, Dereck. Crece de una puta vez.
—Las autoridades…
—Puedes en este momento tomar la decisión de dar media vuelta y
largarte o agarrar a ese animal que violó a mamá y darle un escarmiento —
replicó Ryder, mirando al hombre que había violado a Edith despreocupado
por su entorno, como si no hubiera causado daño físico ni psicológico a
nadie—. ¿Qué va a ser? ¿Estás conmigo o no?
Dereck soltó un suspiro renuente. Empuñó con firmeza el cuchillo.
Ryder tenía otra arma blanca, porque utilizar una pistola le parecía
demasiado arriesgado. Sí, las cuchilladas eran más sanguinarias, pero al
menos no tenían que pagar dinero adicional para comprar un revólver y
luego preocuparse de cómo deshacerse de él. El tiempo era escaso, y su
madre debía estar esperándolos.
Debían darse prisa.
—Sabes que sí… Sabes que sí.
Aquel fue el primer evento con ese nivel de violencia de los Toussaint.
El agresor sobrevivió, aunque quedó con severas lesiones físicas. A ellos les
daba igual, porque el honor de su madre, aunque ella jamás lo supiera, fue
reparado. Lo ocurrido era un gran secreto que los unía de la forma retorcida
en que lo hacía el pecado; un secreto que los convertía en hermanos ya no
solo de sangre, sino de conciencia.
***
Ryder y Dereck, jamás consideraron que otras personas pudieran ser
más que alimañas, llevándose lo poco que ellos tenían y aprovechándose de
la buena voluntad de Edith. Prometieron que nunca antepondrían otras
personas a su propio bienestar.
Los hermanos eran opuestos en personalidades, pero estaban siempre
presentes si el otro lo necesitaba. Cada Toussaint tenía su propia historia.
CAPÍTULO 1
***
Tres horas más tarde, los elegantes dedos masculinos de Ryder
agarraron la taza de café que acababa de dejar una de las camareras de la
cafetería de la compañía en el piso quince. La idea de delegarle a una
asistente ejecutiva que le llevara una bebida, le parecía absurdo; él pagaba
por resultados de carácter corporativo, más no para saber comprobar si la
cantidad de azúcar que le agregaban a su café era perfecta.
¿Acaso no era abuso laboral pedirle a una persona académicamente
preparada que se encargara de entregar café? A él, sí se lo parecía, en
especial cuando tenía millones de dólares para contratar una compañía de
catering que proveía bebidas, snacks, y almuerzos a todo el staff de TS2.
Los correos electrónicos continuaban llenando la bandeja de entrada, y
acumulándose, porque él no tenía tiempo de responderlos todos. La gran
mayoría de las solicitudes eran naderías que poco tenían que ver con su
trabajo real: manejar números, porcentajes, probabilidades, algoritmos,
tasas de interés, y demás, así que la partida de su anterior asistente era un
gran desastre. Su hermano iba a encargarse de liquidar los detalles legales
sobre Natasha, y también de Brandon.
Si algo lo desquiciaba a Ryder era que sus subalternos lo defraudaran,
porque aplicaba especial empeño en rodearse del personal profesional más
eficiente y preparado. Sabía que los márgenes de errores existían, pero con
las finanzas solían ser previsibles o salvables. Odiaba que los seres
humanos fuesen tan volubles. No se llegaba a la cúspide de una compañía
por permitirse emociones absurdas.
Si las personas fuesen tan solo números en el sistema —como eran
percibidas en las instituciones de los gobiernos—, la vida sería más fácil de
sobrellevar. Quizá en ese detalle consistía la gran diferencia entre él y su
hermano. Dereck era igual de cínico, pero poseía empatía y con ello
aportaba la cuota de calidez en la toma de decisiones. Algunos adversarios
solían confundir la personalidad desenfadada e informal de Dereck con
descuido o estupidez, y era entonces cuando su hermano los aplastaba en
los tribunales. Él era un abogado letal cuando creía en una causa.
Ryder movió la cabeza de un lado a otro. El cuello empezaba a dolerle
más de lo usual y eso implicaba que la postura que debía mantener, y que le
recomendaron los fisioterapeutas después del accidente que tuvo, no era la
adecuada. Hizo un par de estiramientos en la silla, y cuando creyó que
estaba un poco mejor, volvió su atención a la pantalla que tenía enfrente.
Tal como previó, los húngaros firmaron el contrato con TS2.
El triunfo de cada gestión provocaba en él un corrientazo de adrenalina.
La única forma de canalizar la euforia era en el gimnasio o en la cama con
alguna mujer que conocía en Tinder o incluso en un bar de alta sociedad
que sabía que era discreto. Sin embargo, en esta ocasión, el día todavía
estaba en su punto más complejo en materia de trabajo, así que tendría que
postergar su búsqueda de desfogue personal.
El día a día estaba perfectamente estructurado, tal como le gustaba todo.
No le gustaban las sorpresas. Su rutina empezaba a las cinco de la
madrugada en el gimnasio, y luego desayunaba sustanciosamente para tener
suficiente fuerza y así lograr soportar a los imbéciles, y tolerar a los que no
lo eran… del todo. Ryder se sentía muy cómodo en ese mundo que con
esfuerzo había creado y en el que, al igual que otros magnates, ahora ejercía
gran influencia.
Ryder estaba a punto de devolver la llamada a un colega en Dubai, para
testear si había o no algún comentario que pudiera servirle durante su
reunión con el jeque esa tarde, cuando la puerta de su oficina se abrió de
repente. Desistió de la llamada y frunció el ceño. La expresión de
preocupación en Becca lo puso en alerta. No era usual que ella perdiese la
calma en su semblante.
—¿Qué ocurre? —le preguntó fijando su atención en la mujer.
—Tengo una pésima noticia. Tu antigua asistente terminó de hacer una
estupidez como despedida. —Él enarcó las cejas—. La reunión con el jeque
Dafah es dentro de una hora, no dentro de tres o cuatro, lo acabo de
confirmar porque me llamó mi contraparte en el equipo de trabajo del jeque
para preguntarme un par de cosas, al final comentó que me vería dentro de
una hora con el resto de la comitiva de Emiratos Árabes Unidos que está en
Nueva York para esta junta. Natasha cambió los horarios de la reunión de
hoy en la agenda electrónica de todo el staff y pudo hacerlo porque
mantenía el acceso a tu agenda y servidor.
—Maldita sea —replicó incorporándose, mientras agarraba la chaqueta
y la portátil—. Tenemos sesenta minutos para llegar, y cuando esto termine
me encargaré que ningún jodido dueño de las Fortune 500 contrate a esa
incompetente ladrona.
Becca, agitada por todo ese desafortunado escenario, tan solo asintió.
—Mi chofer está esperándome abajo, Ryder, ¿vienes conmigo o con
Paul?
«Ostras, mandé a Paul a la revisión del Tesla confiándome en el horario
planeado para este día», pensó él de mala gana. Iba a utilizar su convertible,
el cual solía tener en el garaje del edificio por si le apetecía largarse solo a
la playa o si ya salía demasiado tarde y prefería reflexionar a solas, camino
a casa, sobre alguna situación de trabajo. En esta ocasión le venía
fenomenal tener su Porsche disponible.
—No creo que tolere que otra persona lleve el mando ni siquiera de mi
automóvil, nos vemos allá. Así me dará tiempo de calmarme en el camino.
Pídeles a todos que vayan al Hotel Plaza, inmediatamente, y me da igual si
tienen que contratar una puñetera flota de taxis.
—Como vicepresidenta de negocios, el manejar crisis es parte de mi
trabajo. Wall Street, ¿recuerdas? —dijo tratando de aligerar la tensión que
se respiraba en el piso cuarenta y cinco—. Todos los del staff están
avisados. Nos vemos en breve.
Él tan solo asintió.
—Joder —murmuró Ryder, una vez solo, picando el botón del elevador
privado. No estaba cabreado, sino furioso.
Podía ignorar cualquier aspecto de su vida personal que lo contrariase,
pero no de sus negocios. La certeza de tener el control de lo que proponía y
conseguía con su cerebro era el motor que lo impulsaba a despertarse con
ánimo para luchar en la jungla corporativa. Después del estúpido error de
haberse casado con Prue, su corazón solo servía para mantenerlo vivo, más
no para sentir emociones.
Más le valía a cualquiera que se cruzara en su camino que no
obstaculizara el paso, porque no iba a responder por las consecuencias. El
trato con el jeque era medular para su plan empresarial y no iba a perderlo.
Sesenta minutos eran suficientes para sortear el tráfico de Manhattan y
llegar al Hotel Plaza.
El motor de su Porsche rugió con la sutileza de un ronroneo y en pocos
instantes estuvo en la calle. La aguanieve era peligrosa, así que le parecía
indispensable mantener la cabeza fría, por más cabreado que estuviese. El
jeque Dafah era terminante, y nadie lo dejaba plantado ni lo hacía esperar.
No se podía esperar menos, pues era miembro de la realeza árabe.
Ryder no pretendía dar ni un paso en falso, porque sentaría un
precedente fatídico para cualquier tenue posibilidad de llegar a Oriente
Medio como potencial administrador e inversor de capitales privados. La
palabra del jeque marcaría un antes y un después en su carrera.
A pocas calles antes de alcanzar la curva que lo llevaría a su destino
final ocurrió lo impensado. Como si se tratara de una película en cámara
lenta, Ryder vio el momento exacto en el que un automóvil parecía salido
de la nada y se precipitaba contra el costado del pasajero de su Porsche.
Frenando a raya, el único recurso que sus reflejos le permitieron en esos
nanosegundos soltó una maldición porque no creía que pudiera sobrevivir al
impacto.
CAPÍTULO 2
***
Julianne llamó a Debra y acordaron reunirse esa tarde en el lobby del
Hotel Plaza. Le quedaban un par de horas libres, así que iba a aprovecharlas
para hablar con la dueña del edificio, Renée Winchester. La señora le
extendió el plazo de pago de la renta cuando Julianne le comentó que estaba
desempleada, y por eso quería compensar la generosidad.
Sabía que las personas que más dinero poseían eran menos propensas a
ser flexibles en asuntos monetarios, y eso hacía que valorara más el gesto
de Renée.
Se calzó unas botas altas de tacón que compró en rebajas, era así como
conseguía gran parte de su guardarropa de diseñador, que eran Gianvito
Rossi. Se recogió el cabello negro azabache en una coleta alta. Llevaba un
jean oscuro ajustado, y una blusa con cuello alto que hacía juego con el
tono de sus ojos azul cielo.
La chaqueta larga para el frío, así como la bufanda y los guantes, los
dejó sobre el sofá antes de salir de su estudio. Apenas regresara del piso de
Renée, sabía que la mujer disfrutaba de las largas charlas, estaría a tiempo
para ir hacia su reunión en el Plaza. Le hizo mimos a su gato, y cuando este
ronroneó varias veces, Julianne se quedó tranquila. Pirata era una mascota
muy engreída y adorable.
Salió al pasillo y se dirigió hacia los elevadores.
—Me alegra que seas puntual, hoy tengo muchas actividades —dijo
Renée con una sonrisa abriendo la puerta de madera oscura—. Pasa, por
favor.
La muchacha asintió con suavidad. El tono de voz de la casera era
gentil, aunque distante. Por lo general parecía mantener una barrera
emocional, al menos así era durante las ocasiones en que se llevaban a cabo
las reuniones de inquilinos una vez cada cinco meses, aunque con Julianne
parecía más abierta en su conversación.
—Aprecio que me recibieras.
—No hay problema.
Con el cabello tinturado de gris platino, peinado con mimo con una sutil
raya a un lado; ataviada una falda larga y una blusa de seda, Renée era una
mujer elegante. Aquella era la segunda ocasión que Julianne entraba en la
casa de la mujer. La primera fue al firmar el contrato de arrendamiento.
El penthouse ofrecía una vista espectacular a la ciudad, y a pesar de que
toda la infraestructura estaba hecha de materiales de primera categoría, no
parecía ostentoso. El entorno tenía toques que creaban calidez e invitaba a
sentirse en casa.
—Toma asiento, mientras Harriet trae el té —replicó Renée, haciéndole
un gesto con la mano para que se acomodara en uno de los dos sofás
grandes color café—. Ahora, sí, cuéntame en qué puedo ayudarte.
Julianne sonrió.
—Ya lo has hecho al aplazarme el pago del alquiler, pero me gustaría
compensártelo de algún modo. Es ese el motivo por el que pedí verte.
Renée elevó ligeramente ambas cejas.
—Ese es un gesto muy noble de tu parte, aunque no hace falta que
compenses nada. Alguna vez, durante algunos años, mi vida pendía de un
salario mísero. No siempre he sido una persona adinerada. Cuando las cosas
no van bien para alguien y puedo ayudar, como en este caso, lo hago sin
esperar algo a cambio —dijo con amabilidad—. Dicho lo anterior, y ya que
hemos quedado para esta pequeña reunión, sería una grosería de mi parte no
escucharte.
Julianne asintió con una sonrisa.
Renée era una mujer con modales propios de personas con educación, y
que al mismo tiempo eran educadas; ambas características no solían ir de la
mano. También poseía la capacidad de ser un camaleón, pues jamás parecía
fuera de sitio y daba igual la edad de sus interlocutores. Ella adaptaba con
perfecta naturalidad su interacción a cualquier tipo de persona que estuviera
a su lado.
Las personas que vivían en el edificio sabían que la dueña era viuda y
tenía dos hijos que se preocupaban mucho por ella. No solo eso, sino que el
nombre Winchester se reconocía como uno de los mayores donantes en
campañas filantrópicas de misiones humanitarias en países de África.
—Gracias… —se aclaró la garganta—, tengo una maestría en negocios,
Renée, y según me comentaste hace poco, has considerado lanzar una línea
de ropa especial para mascotas y accesorios de cuidado especial para ellas.
Yo puedo ayudarte a crear la estrategia de negocios, la ruta de aplicación
con calendario y presupuestos estimados e incluso hacer el perfil de los
inversionistas para este tipo específico de operación si acaso los llegases a
requerir.
Renée esperó a que Harriet sirviera el té, y una vez que cada una tuvo su
taza en mano, procedió a beber un pequeño sorbo. El sabor que prefería era
Darjeelin.
—Es bastante refrescante saber que algunas personas prestan atención a
las conversaciones breves —sonrió—, Julianne. Efectivamente, aun tengo
esa idea en mente, porque me gustan muchos los animales, pero debido a
mis alergias no puedo tenerlos conmigo. Me gustaría tener un inversionista
o dos que no tengan que ser mis hijos —se rio bajito—, pero de ese asunto
me encargo yo. Sin embargo, acepto tu ayuda para el plan de negocios e
incluso hablaríamos de que seas tú quien lo administre cuando yo esté fuera
de la ciudad por viajes o eventualidades. Mis ideas, por lo general, no se
quedan en concepciones creativas; ahora que tengo la posibilidad procuro
siempre concretarlas. Lo cierto es que has llegado en un momento idóneo,
porque dentro de nueve días pensaba reunirme con alguien que ya ha hecho
proyectos para mí y mi familia, pero quiero ver un punto de vista diferente
y creo que el tuyo será más que bienvenido.
Julianne asintió complacida de poder ayudar.
—Suena estupendo —replicó dejando la taza sobre la mesita de centro.
Enlazó las manos sobre el regazo—. Hoy tengo una entrevista de trabajo, y
espero conseguir el empleo, así me permitirá estar al día con el alquiler de
mi estudio.
—Te dije que no tengo prisa, y has sido una buena arrendataria, así que
puedo esperar un par de meses.
Julianne meneó la cabeza. La posibilidad de acumular más la renta le
parecía horrorosa, porque además de sus préstamos de la universidad lo que
menos deseaba era incrementar el valor que le adeudaba a Renée.
—La idea es no quedarte mal, ni continuar viviendo a base de ramen —
dijo con una risa, aunque era precisamente ese su alimento base los últimos
meses—. Mi oferta no tiene ningún costo, que lo sepas, Renée. Por Dios,
imagínate qué descarada tendría que ser para decir que quiero ayudarte y
luego pedirte una paga.
Renée, con la espalda siempre erguida en una postura regia, inclinó la
cabeza un poco, mirando a su interlocutora.
—Julianne, no puedes obsequiar tu trabajo, porque las personas se mal
habitúan y luego se te hará difícil decir no. Todo es costumbre, incluso
aprender a darle valor a tu tiempo, ¿queda claro? Es un consejo no pedido
de una mujer que lleva en el planeta más años que tú —dijo con suavidad.
—Pero…
—No, no, déjame terminar. —Julianne cerró la boca—. Acepto tu
ayuda, porque entiendo que es un gesto que surge de tu generosidad, pero
voy a pagarte lo mismo que le pagaría a cualquier profesional con tus
credenciales. El tiempo es dinero, muchacha. Yo no estoy dejando de
cobrarte la renta, tan solo he aplazado sin intereses el cobro; jamás
entregues más de lo que recibes.
—Vaya… Llevas razón en lo que me dices, Renée. Quizá deba venir a
charlar contigo más a menudo.
Renée se rio.
—Escucha, si no me gusta lo que haces, te lo diré; no seré indulgente.
Como te he dicho, no quiero que retribuyas regalándome nada.
—No esperaría menos, claro que tendrás que decirme si no te gusta
algo. Quiero que ese proyecto para mascotas, porque las adoro, sea un
éxito. Y lo será.
—Me complace tu optimismo —replicó, mientras observaba con
disimulo el reloj que estaba sobre la pared a su derecha—. Creo que eres
una muchacha con mucho carácter, y haces lo que sea necesario para
sobrevivir. Lo último que podría ofrecerte sería lástima, creo que no eres
ese tipo de persona. Me recuerdas un poco a mí cuando era joven. La vida
me quitó mucho, pero me entregó a cambio unos hijos de los que estoy muy
orgullosa.
A pesar de que Julianne solía toparse con la anciana de vez en cuando,
las charlas que sostenían eran encantadoras, aunque breves. Esta era la
primera ocasión que revelaba algo sobre su vida personal; por lo general era
bastante críptica.
—¿Vienen a visitarte muy seguido? —preguntó con interés.
—Ya quisiera —se rio, meneando la cabeza—. Ese par tiene adicción al
trabajo. Un mal que no logro arrancarles. Ahora que he envejecido
encuentro la necesidad de decirles a mis hijos que el dinero soluciona
muchos problemas; que la ambición lleva lejos; pero sin el soporte de una
persona o una familia a tu alrededor, nada vale la pena. Tan solo mi hijo
mayor, Nicholas, lo entendió y me ha dado dos preciosos nietos. El caso de
Erick es más complicado.
—Seguro pronto encontrará a la persona que le haga cambiar de opinión
—replicó llevándose una galleta a la boca. A pesar de que llevaban
charlando veinte minutos, a ella le parecía que eran apenas dos.
—Pocos están dispuestos a luchar por el amor cuando lo encuentran.
Los jóvenes de ahora tienen unas normas extrañas… —dijo con un tenue
atisbo de nostalgia, evocando los recuerdos de su vida con Arnold, su
difunto esposo con el que estuvo casada durante treinta y ocho años—.
Imagino que soy demasiado vieja y obtusa para intentar entenderlos —
terminó.
Julianne reparó en los dos portarretratos que descansaban en la mesita
que estaba al lado izquierdo de su anfitriona. Una de las fotografías era en
blanco y negro: Renée en el día de su boda. En la otra fotografía estaban
dos niños pequeños, imaginaba que eran los dos hijos de su casera, porque
se notaba bastante antigua.
—Nah, lo cierto es que a veces a mí me cuesta entender a mi propia
generación —se rio—. Da igual el método que utilicemos para tratar de
encontrar pareja; nadie escapa de las decepciones —dijo sin evitar la
amargura en su voz recordando a su ex—. Nuestra cultura contemporánea
del romance está enfocada en lo descartable.
Renée dejó su taza de té vacía sobre la mesita de centro, y se incorporó.
Julianne la imitó. El tiempo de charla se había agotado.
—Me gustaría continuar esta conversación, pero pronto debo atender
unas diligencias. Ven a verme cuando te sea posible, y coordinamos tu
participación en mi nueva línea de negocios. ¿De acuerdo?
—Fantástico —replicó, mientras Renée caminaba con ella hacia la
puerta principal—. Estoy segura de que lograremos algo bueno con tu
proyecto.
—Buena suerte en tu entrevista de hoy.
—Voy a necesitarla —murmuró, mientras salía del penthouse, con la
idea muy clara de que no iba a extender más meses la acumulación de su
renta.
Daba igual que Renée le acabase de decir que estaba libre de intereses, y
que podía esperarla. A veces la presión que Julianne ejercía sobre sí misma
en relación con sus responsabilidades, en especial las financieras, era más
fuerte que si tuviese al ejecutivo más atroz del Servicio de Rentas tras ella.
Bajó a su estudio, y durante las siguientes horas previas a la entrevista,
organizó su habitación. Aquella era la forma de mitigar la ansiedad o el
enojo. Aprovechó para imprimir su hoja de vida, pero tan solo lo hizo
cuando sintió que sus nervios estaban apaciguados. A pesar de que ya había
enviado su currículum a Debra, por email, Julianne creía que llevarlo en
papel era una precaución ante una posible excusa usual: “no lo leí”, “no
alcancé a leerlo”, “seguro está en la carpeta de spam”.
No podía echar a perder esa entrevista y dejarle a la tecnología todo el
trabajo. ¿Qué si se iba la conexión y su email no llegaba? ¿Qué si de pronto
había un apagón en la ciudad? Okeeey… Estaba exagerando un poco, pero
es que no solo estaba ante una tabla de salvación potencial, sino que se
trataba de una recomendación de Phoebe.
Su mejor amiga, por más de que la quisiera y conociera desde sus
primeros años en el Kinder en Louisville, jamás la recomendaría si no
confiara plenamente en su capacidad profesional. Prefería cubrir todos los
frentes, y eso incluía llevar una mini presentación hipotética de todo lo que
podría hacer para el proyecto de Debra si esta decidía contratarla.
Le dio un beso a Pirata, y este maulló antes de ir a esconderse bajo la
frazada que Julianne le había comprado. La butaca solitaria de la esquina
izquierda de la sala era el sitio preferido en el que ese consentido dormía.
La primera parada, antes de ir a la entrevista, era la gasolinera.
Su automóvil era un Toyota C-HR plateado relativamente nuevo. No
necesitaba que fuese cuatro puertas. Tan solo era ella, Pirata cuando iba al
veterinario, y sus compras. Procuraba usar el vehículo lo menos posible
para evitar el gasto que implicaba ponerlo en circulación; en su vivienda el
garaje estaba incluido dentro del alquiler; otro alivio presupuestario.
Además de que parquear en Manhattan era una pesadilla y cual más prefería
usar el transporte público.
Esta vez, Julianne iba a hacer una excepción e iría en automóvil.
Primero porque hacía un frío de cojones y prefería estar calentita todo el
tiempo; y segundo, porque Debra le aseguró que, si iba en coche, no tendría
que pagar parqueo en el hotel, porque era una cortesía ya que iba a reunirse
con ella.
A Julianne le costaba entender cómo el Gobernador de Nueva York de
turno parecía perder la perspectiva. Gastaban el presupuesto en chorradas,
cuando los neoyorkinos necesitaban a gritos un metro en buenas
condiciones. Eso no implicaba solo que funcionara, sino que estuviera libre
de hedores, y suciedad. Quizá en otra realidad, ella podría ser una eficiente
política en su país.
El panorama esa tarde, aunque con aguanieve alrededor, pintaba
estupendo.
***
Le quedaban pocas calles para llegar, y el teléfono empezó a sonar. Solía
dejar el aparato en el asiento del copiloto por si alguna llamada de casa la
pillaba; aunque no era una conductora imprudente, la posibilidad de no
estar disponible si sus padres tenían noticias de Oliver o si ellos necesitaban
algo, la causaba un poco de ansiedad.
El semáforo estaba a punto de cambiar, así que Julianne miró con el
rabillo del ojo la pantalla. El número era desconocido. Sabía que podían ser
los de telemarketing, así que prefirió ignorarlo. En esas milésimas de
segundo, en que enfocaba de nuevo su completa atención a la calle, la luz
roja dio paso a la verde. Dudó varios segundos antes de ponerse en
movimiento.
Un automóvil que estaba detrás de manera súbita impactó contra el de
ella, y su Toyota pareció zigzaguear sobre la calle. Asustada maniobró
como pudo para intentar guiar el vehículo, pero en medio de la inestable
situación su pie, en lugar de presionar el freno, piso el acelerador de nuevo.
Con un balbuceo incoherente de miedo intentó cambiar su pie hacia el
freno, activó el freno de mano, pero era demasiado tarde. El Toyota patinó e
impactó contra otro vehículo con fuerza. «Quizá había sido muy apresurado
creer que el universo estaba confabulado para darle solo buenas noticias
durante ese día».
¿Quieres leer el resto de PASIÓN IRREVERENTE? Ya puedes
comprar esta novela o leerla GRATIS con Kindle Unlimited.