1983 SR
1983 SR
1983 SR
Libro 1.5
Kristel Ralston
©Kristel Ralston 2021.
Silencio Roto. Bilogía Sombras 1.5.
Spin-Off de Pasión Irreverente (Bilogía Sombras, libro 1).
Todos los derechos reservados.
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sin previo y expreso permiso del propietario del copyright.
Todos los personajes y circunstancias de esta novela son ficticios, cualquier similitud con la
realidad es una coincidencia.
Contenido
Contenido
DEDICATORIA
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
DEDICATORIA
Esta historia está dedicada a todas las personas que han sufrido, en algún
momento, o sufren de ansiedad, ataques de pánico, angustia o creen en la
idea de no merecer amor. Ustedes son valientes y pueden vencer cualquier
obstáculo, recuérdenlo cuando crean que es momento de claudicar. Todos
somos merecedores de un amor sincero, el más importante: hacia nosotros
mismos.
Las batallas se desafían con entereza, y siempre hay una luz al final
esperando para abrazarnos. Como humanidad hemos atravesado un período
aciago, pero ahora estamos saliendo de él. Todo irá bien.
Las abrazo, y les agradezco por ser mis lectoras. ¡Mucha fuerza!
Espero que les guste la historia de Oliver y Daisy, pues ha sido un viaje
literario y de exploración psicológica muy profunda para bosquejar
SILENCIO ROTO.
Kristel Ralston.
CAPÍTULO 1
Pueblo remoto.
Montañas de Afganistán.
Oriente Medio.
Oliver fue hasta la ducha y dejó que el agua cayera sobre sus músculos.
Le costaba mirarse desnudo o frente al espejo. Su imagen era una que
necesitaba asimilar. Casi era como volver a conocerse. Resultaba extraño.
Injusto. Derrotero.
Iba a follar esa noche. Le daba igual con quién. Los bares de alrededor
eran mejores que aquellos en el centro de la ciudad, pero no contaban con la
posibilidad de conocer alguna extranjera o turista guapa que estuviera de
paso. Aquello era precisamente lo que le hacía falta: un rostro fugaz, un
cuerpo dispuesto, y unas cuantas tandas de sexo sin compromisos para
recuperar su autoconfianza. Se consideraba un buen amante, y le jodía la
cabeza pensar que la falta de la mitad de su pierna izquierda podría afectar
su desenvolvimiento al follar.
Estuvo a punto de resbalar y soltó una maldición, recuperando el
equilibrio. Abrió la cortina del baño, con el agua todavía chorreándole por
los músculos y recorriendo sus tatuajes, y se quedó en shock. Frente a él
estaba la última persona que hubiera esperado encontrar en su vida, menos
en ese estado tan vulnerable.
—¿Qué rayos haces aquí? —preguntó, colérico y desconcertado.
***
Llevaba tres meses tratando de hacer algo más que cruzar la puerta de la
casa de los Clarence y esperar en la salita principal a que Oliver aceptara
ver visitas. Le había pedido a Amanda que no le dijese de quién se trataba,
porque de seguro la rechazaría. Así que hizo el propósito de esperar a que,
porque en algún momento tenía que suceder, él pasara por la salita para
llegar hasta la cocina de la casa.
Ahora, ya se había hartado de tener paciencia, no solo porque esa visita
semanal le quitaba tiempo de su agenda, sino porque le parecía inaudito que
Oliver continuase renuente a tener contacto social fuera del hospital en el
que hacía las rehabilitaciones. Julianne, con quien ahora tenía más
interacción por mensajes o llamadas, le pidió que dejara de lado la petición
que le hizo de tratar de acercarse a su hermano en consideración a la
amistad del pasado, porque era evidente que estaba desgastándose sin
sentido. Daisy era persistente, y rehusó darse por vencida.
Esa tarde tomó una decisión final. Oliver iba a recibirla sí o sí. Por eso
llevaba ensayando un discurso sobre la importancia de permitir a la familia
y amigos que lo ayudasen. Amanda le había cedido una llave para que
entrara sin problemas a la casa, aunque la expresión de derrota de Darren
fue lo que impulsó a Daisy a no tirar la toalla. Ambos ya habían tenido
suficiente como para soportar la silenciosa retirada del mundo de Oliver.
Alguien tenía que meter un poco de razonamiento lógico en esa cabeza. En
este caso sería ella.
Cuando entró en la habitación de Oliver, en la planta baja de la casa y
evidentemente readecuada para él, notó que la cama king-size, un walk-in
close, alfombras elegantes, las cortinas automáticas con vistas al campo de
sembríos, y la fragancia masculina innegable en el ambiente. Se sentó en la
cama a esperar a que él saliera, brazos cruzados y determinación
inquebrantable de su parte.
Reparó que la prótesis de Oliver estaba a un costado de la mesita de
noche. Daisy no sentía pena, sino respeto por ese hombre valiente que había
logrado volver a casa. No podía llegar a imaginar lo complicado que podía
resultar la idea de vivir para siempre vinculado a un objeto externo para
movilizarse.
Lo que tampoco imaginó fue que, al escuchar una queja angustiada en el
interior del cuarto de baño, su primer instinto fuera saltar prácticamente del
colchón y saber si Oliver estaba bien. Lo último que había esperado era un
recibimiento tan… ¿espectacular? Se quedó boquiabierta contemplando la
obra de arte que tenía ante sí. Brazos definidos por el ejercicio. Una barba
de tres días. Pectorales de acero con tatuajes en la piel. Unos abdominales
increíbles, y un camino de vellos que llegaba justo a… Elevó el rostro para
mirar a Oliver. Seguía siendo hermoso, y los años solo habían conseguido
redoblar su atractivo. El corazón de Daisy empezó a dar saltos olímpicos en
el interior de su pecho.
—Creí… Yo…
—¿Qué haces en mi casa, en mi habitación, en mi baño? —preguntó esta
vez achicando los ojos, y sin un indicio de cubrirse.
—Oli… Oliver, hola, no sé si me recuerdas —murmuró pasándose los
dedos entre los cabellos y mirando hacia otro lado para dejar de devorarlo
con la mirada. Le daba lo mismo si ahora poseía una discapacidad, porque
nada lograba borrar esa aura de autoridad que lo había rodeado siempre.
—Marchand. Daisy Marchand, ¿cómo no te voy a recordar si eras un
incordio constante en la adolescencia? —preguntó en tono hiriente.
Ella abrió y cerró la boca. Ignoró la pulla, de momento, porque Julianne
ya le había advertido que su hermano estaba en un proceso complejo.
—Qué bueno que me recuerdes —dijo con una sonrisa que no era nada
alegre, enfocando su atención en esos relampagueantes ojos verdes.
—Fuera de aquí, Daisy, a menos que te excite la idea de un amputado.
Horrorizada, aunque pretendiendo no haber escuchado, se cruzó de
brazos.
—Llevo muchos años sin verte, y tan solo estoy aquí porque tu hermana
así me lo pidió. De hecho, pensaba que, si veías una cara conocida, tal vez,
la idea de creer que perteneces a las cavernas, en lugar de la vida civil o
mundana simplemente, se erradicaría de tu cabeza.
—Gracias —dijo sardónico—. Ahora puedes irte. Escríbele a Julianne y
dile que has cumplido con tu favor o tu misión o tu pequeña visita.
Daisy se sentía furiosa. ¿Cómo se atrevía? Ella, que había pasado los
últimos meses yendo una vez por semana para tratar de hablar con él, y
ahora Oliver se creía en el derecho de pedirle que se marchara. No iba a
pasar.
Agarró la toalla más cercana y se la lanzó. Por acto reflejo, él la agarró y
se rodeó la cintura con indiferente lentitud. Ella dio la vuelta, pero antes de
salir del cuarto de baño dijo por sobre el hombro—: Creí que te había
ocurrido algo, y por eso entré aquí, no porque me excites particularmente.
He venido cada semana, durante tres meses, para saber cuándo decidías
sacar la cabeza del inframundo para regresar a los mortales. Imagino que
tomará tiempo, pero lleva algo muy claro: no te tengo lástima, no me
amedrentan tus salidas de tono, y pienso quedarme alrededor hasta que
vuelva mi amigo de siempre.
—Ese amigo tuyo se murió en el suelo árido de Afganistán —dijo él,
entre dientes, mientras veía cómo se cerraba la puerta con suavidad.
CAPÍTULO 4
Daisy se sentó en la silla baja junto a la ventana, y soltó el aire que había
estado conteniendo en los pulmones. No se había esperado un reencuentro
como aquel. La imagen gloriosa de Oliver, en esa piel de guerrero, era una
que no iba a borrársele jamás. En estado reposado, el miembro viril era
grande, y la idea de sentirlo en su interior, en erección plena, la instó a
apretar los muslos. Sentía los pezones duros debajo de la blusa, y la energía
que palpitaba en su humedad era una locura inexplicable. Escondió el rostro
entre las manos.
«Cálmate», se amonestó.
Llevaba más de un año sin acostarse con alguien, aunque era sensata al
decir que nada tenía que ver el tiempo de celibato, no por libre elección,
con la forma en que su cuerpo reaccionó a Oliver. Suponía que sus células
estaban regresando a la realidad, luego de un prolongado letargo, ante la
presencia del único ser humano del sexo opuesto que podía sacudirlas por
entero.
La puerta del cuarto de baño se abrió de sopetón.
Daisy reparó en que, de forma instintiva y a pesar de dormir en esa
habitación, Oliver estaba evaluando el perímetro, como si estuviera
esperando que algo peligroso sucediese de un momento a otro. Los ojos
escanearon buscando puntos de acceso, salida o vulnerabilidades. Resultaba
absurdo, pero ella mantuvo la boca cerrada. Cuando la atención masculina
recayó en su rostro, no se acobardó.
—No eres bienvenida, Daisy —dijo Oliver con mordacidad.
Se había vestido en el cuarto de baño. Ahora, a diferencia de otros
tiempos, llevaba la ropa consigo, porque le era más práctico para su
movilidad. Estaba usando pantalón azul, y camisa blanca. El sitio de la
pierna lacerada estaba cubierto. Con el cabello peinado hacia atrás, y
afeitado, se sentía más humano que en todos esos meses. Aquella noche
sería su primera salida, aparte del hospital o el psiquiatra.
—Tu hermana me invitó, así como tus padres, no necesito tu aprobación
—replicó—. Por cierto, no necesitas utilizar un Lyft ni un Uber, yo puedo
llevarte a la prueba final de la nueva prótesis esta semana. Solo tengo que
coordinarlo con mis actividades en mi negocio, pero no creo que haya
problema.
—Vas a fingir que todo es igual que antes, ¿eh? —preguntó con
desprecio, dándole la espalda para agarrar la prótesis junto a la mesita de
noche y ponérsela—. Te crees que somos amigos cuando jamás me interesé
por volver a verte —continuó—, ¿acaso piensas que no me daba cuenta de
tus miradas de interés a la distancia, cuando estaba de paso por la ciudad,
después de enrolarme?
Daisy se incorporó. Llevaba unos vaqueros ajustados, y la blusa
abrazaba con elegancia sus pechos redondeados. El cabello lo tenía
recogido en una coleta, porque le resultaba más sencillo hacer sus
actividades de esa manera. Además del delineador, que resaltaba sus ojos
castaños, no llevaba más maquillaje. Sus labios eran naturalmente rosáceos,
así que, aparte del humectante labial, no perdía el tiempo.
—Interés por saludarte, sí. ¿Interés, romántico? —se rio sin alegría y
avanzó hasta el centro de la habitación, dispuesta a marcharse, aunque no
sola—. Creo que ir de ciudad en ciudad te ha fastidiado un poco la cabeza,
Oliver.
Con la habilidad que le había dado la rehabilitación, él se incorporó sin
problema de la cama. Sus extremidades firmemente afianzadas en la
alfombra. Avanzó con determinación. La súbita electricidad que le recorrió
el cuerpo no tenía comparación. Apretó la mandíbula.
—¿Tú crees? —le preguntó respirando con dificultad. El aroma de
Daisy, el jodido perfume sutil entremezclado con la fragancia natural de
ella, lo agitaba.
El día en que empezó a apartarse de ella, a los dieciocho años de edad
más o menos, fue cuando decidió que iría a inscribirse en el ejército. No fue
fácil, porque la amistad que tenía con Daisy era especial y se sentía
comprendido de la manera en que un adolescente necesitaba. Ella solía
reírse de sus bromas absurdas, cantaba a su lado durante las fogatas
familiares, además de que era la muchacha más guapa.
Precisamente porque estaba empezando a enamorarse de Daisy, él sabía
que era mejor apartarse. Oliver tenía plena conciencia de cuánto sufrió ella
la muerte de su padre cuando era integrante de los Navy Seals. Consciente
de ese antecedente, no tuvo corazón para perseguir una idea romántica,
menos cuando su vida de gitano en el ejército podría desplegarlo en
cualquier sitio, y él jamás tendría modo de comunicárselo sin poner en
riesgo su carrera o la vida de otros militares.
La vía más fácil fue empezar a ignorarla, fingir que le aburrían sus
conversaciones o tener una novia de turno, que solo estimulaban su
miembro viril, para asegurarse de que Daisy supiera que no estaba
interesado. Poco a poco vio cómo el brillo de esos ojos castaños se iba
apagando al mirarlo, y aunque era lo mejor para ella, para Oliver resultó
una tortura. A punto estuvo de liarse a golpes con el tipejo que, semanas
antes de él marcharse a una base de Florida, se atrevió a pedirle a Daisy que
salieran en una cita romántica. ¿Lo peor? Cuando estaba entrenando, su
hermana le dejó saber que Daisy estaba de novia con aquel pendejo.
Seguía siendo, ahora con veintiséis años, la mujer más guapa que él
recordaba. Sus curvas estaban enloqueciéndolo. Tan solo la sorpresa de
verla en el interior del cuarto de baño impidió que pudiera recorrerla a gusto
con la mirada, y con ello evitó una bochornosa erección que, con los
pantalones puestos, en ese instante presionaba contra el cierre. Resultaba
cruel que ahora, que ya no era el ejército lo que impedía que pudiera
acercarse a Daisy, su pierna sería siempre un obstáculo para ser un hombre
completo. No quería la lástima de nadie.
Sabía todo sobre Daisy, gracias a sus amigos en la ciudad, y se alegraba
de que tuviese un negocio familiar. La última noticia que tuvo era que tenía
pareja, pero de esa fecha ya habían transcurrido al menos quince meses.
¿Estaba soltera? Solo pensar en que hubo otros que tuvieron la oportunidad
de tocarla, besarla, escuchar su risa, lo ponía de pésimo humor. Él no había
sido un santo, por supuesto que tuvo su considerable cuota de amantes
ocasionales, pero ninguna era Daisy. Jamás pensó que la volvería a ver, al
menos no frente a frente, mientras sus miradas colisionaban con tantas
palabras sin decir, y tantos años de experiencias separados.
Su vida era una mierda.
—Ya que te has vestido para salir, lo cual me alegra, ¿dónde te llevo? —
preguntó Daisy, fingiendo que tenerlo tan cerca no la afectaba en absoluto.
La colonia masculina se filtró en sus fosas nasales como un veneno
dulce. Sabía que Oliver estaba tratando de intimidarla para que lo dejara a
solas, y por eso se mantuvo firme. Quizá estaba siendo ilusa, pero tenía la
convicción de que, si era paciente, el muchacho de risa sincera y palabras
menos hoscas, que había sido, iba a aparecer tarde o temprano para
complementar a ese hombre sensual, dolido y gruñón, que tenía ante ella.
Sentía que el lado accesible de Oliver no estaba del todo enterrado.
Oliver esbozó media sonrisa. La expresión era burlona.
—Siempre fuiste persistente —dijo, sardónico—, ¿cuánto te está
pagando Julianne por venir a fastidiar a un discapacitado?
Daisy achicó los ojos.
—Me da igual si eres un héroe de guerra, Oliver, porque abofetearte está
dentro de mis próximas intenciones. Para responder a tu insolencia, yo
estoy aquí porque Jules me lo pidió de favor, sí, no porque me pagara algo.
Si lo hubiese intentado, lo habría rechazado —replicó, y agarró la bolsa que
había dejado sobre un librero bajo. El movimiento le dio la posibilidad de
marcar una breve distancia y llevar oxígeno a sus pulmones—. Repito,
¿dónde te llevo? —agitó las llaves de su Ford.
Oliver abrió la puerta de su habitación. Salió tratando de no cojear. Miró
por sobre el hombro, y sintió alivio de que Daisy no hubiera hecho intento
de ayudarlo.
—Quiero follar —dijo con desparpajo—, no contigo, por supuesto.
Llévame a un bar, el más conocido del centro de Louisville. Seguro ligaré
con alguien.
Daisy no sabía cuánto más iba a tolerar las palabras ridículas de Oliver,
pero si creía que iba a amedrentarla, estaba equivocado.
—He tenido suficientes amantes, muy buenos todos —replicó saliendo
de la casa, mientras Oliver cerraba de un portazo. Ella no se inmutó—, así
que no te preocupes. Te estoy ofreciendo mi amistad, no mi cuerpo ni mis
intereses sexuales —dijo con un tono alegre, casi inocente—. Encantada te
llevo a un bar, de hecho, conozco uno buenísimo. Estás de suerte, Oliver,
porque mañana no tengo que madrugar, así que, eso sí vas a tener que
agradecerme, seré tu chofer designado. Incluso cuando hayas ligado, por
favor, recuerda que estaré en el exterior del bar para llevarte a ti, y a tu ligue
al motel más cercano.
Oliver la observó, mientras ella caminaba con sus sinuosas caderas hasta
acomodarse tras el volante.
—Obstinada —murmuró para sí mismo, frustrado al no poder echar al
piso la intención de Daisy de acompañarlo, mientras rodeaba el Chevrolet
Malibú azul. Abrió la puerta del pasajero y se acomodó.
—Al menos he logrado algo importante —dijo Daisy ajustándose el
cinturón de seguridad. Él la observó de soslayo—. Has hablado conmigo
más palabras que con otras personas en todos estos meses. ¿Acaso no es
genial?
—No.
Daisy solo esbozó una sonrisa complacida, mientras notaba por el rabillo
del ojo cómo Oliver fruncía el ceño antes de cruzarse de brazos.
La música de Dua Lipa llenó el silencio entre ambos durante una parte
del trayecto. Después de salir de la zona en la que estaban la granja
Clarence, a poco más de treinta minutos del centro de Louisville, se
enrumbó por la autopista 64. La tensión que transpiraba en el interior de su
automóvil podía cortarse con el alfiler más fino.
—¿Tienes una novia que esté esperando por ti y a la que no has querido
ver? —le preguntó Daisy de repente, mientras hacía su entrada al
downtown.
Oliver observó el perfil de su acompañante.
Las facciones de Daisy eran delicadas, y la nariz respingona resultaba
adorable, al menos hasta que empezaba a lanzar fuego por la boca con sus
observaciones. Su última amante había sido una preciosa bailarina árabe en
Dubái, la conoció durante el par de días en los que él tuvo cuatro días de
permiso del ejército. La mujer fue una exquisitez, y en ese tiempo juntos
ella logró por varias horas hacerlo olvidar los horrores que había visto,
escuchado y vivido. La despedida no le causó pesar, porque se había hecho
inmune a las emociones que no implicaran sobrevivir; ya ni siquiera
recordaba el nombre, tan solo a qué se dedicaba.
Que Daisy hurgara en su pasado lo intrigaba, aunque se preguntaba si
acaso estaría mofándose de él al querer saber si tenía pareja después de
haber sido herido en combate. «No, ella no era esa clase de persona». Quizá
habían pasado años sin hablarse, pero la esencia de candidez, nobleza y
perspicacia en Daisy eran imborrables, así como imborrable era su certeza
personal de que no podía existir nada entre ambos.
—Ninguna mujer que he podido conocer ha mostrado el carácter
suficiente para sobrellevar la vida con un militar. Y si acaso la hubiera ya
tendría un anillo en el dedo. ¿Estás proponiéndote para aplicar a la
posición?
Daisy soltó una risa nerviosa. «Si él supiera».
—Lo preguntaba —dijo aparcando al fin cuando encontró un sitio cerca
del bar, Ringlings—, porque no pretendo ser compinche si, por tus
reticencias a hacer algo más que intercambiar pullas, tienes una pareja y
estás evitándola. Conozco muy bien cuando alguien te ha sido infiel y el
dolor que causa.
Oliver apretó los puños ante ese comentario, y no por lo que a él le
concernía, sino a la historia sobre Daisy.
—Entonces es que te relacionas con los hombres equivocados.
Ella se quitó el cinturón de seguridad y giró el rostro para mirarlo.
—No me digas, ¿ahora tienes la sabiduría de la psicología humana?
Oliver la miró un rato, se quitó el cinturón de seguridad.
—Cualquiera que haya estado contigo, y luego decidido buscar otros
muslos que disfrutar, otra boca a la cual besar, y otro corazón al cual tratar
de hacer latir, es un completo imbécil —dijo con un tono críptico. Después
abrió la puerta del automóvil y la cerró con fuerza, dejando a Daisy
anonadada con su declaración.
CAPÍTULO 5
***
Daisy no estaba acostumbrada a dar portazos, pero eso fue precisamente
lo que hizo nada más llegar a su piso. La idea de llorar le parecía espantosa,
así que retuvo las lágrimas todo el trayecto desde Ringlings. No iba a
justificar a Oliver por su comportamiento, y tampoco volvería a la Granja
Clarence. Ya había tratado de hacer su mayor esfuerzo por ese testarudo
que, sin ningún reparo, le lanzó inmerecidas palabras hirientes esa noche.
Ella solo quiso extender la mano ¿qué hizo Oliver? La mordió con saña.
Extendérsela de nuevo no estaba en sus planes.
Si para él, los años de amistad pasada equivalían a cero, entonces Daisy
no iba a hacer ningún esfuerzo para cambiarlo. Antes de dormir sentía que
era preciso escribirle a su amiga en Nueva York.
Daisy: ¡Hey, Jules! Sé que es un poco tarde, solo quería comentarte que
he tirado la toalla con Oliver. Lo siento mucho. Hice lo mejor que pude.
¡Avísame cuando estés por Louisville de nuevo! Llámame o escríbeme si
llegases a necesitar algo que no tenga que ver con tu hermano.
Jules Clarence: Nooo, ¿qué hizo esta vez? Oh, Diablos. Lo siento
mucho. Gracias por todo Daisy, no se me ocurriría insistir. Me apena si
hizo algo para ofenderte… Por supuesto que te avisaré. Por cierto, mañana
debe llegarte la invitación a mi boda. ¡Cuento contigo! ¿Vale? Me
aseguraré de que estés muy lejos de Oliver, si acaso se digna a aparecer
ese día tan especial para mí.
***
Daisy contempló su nuevo corte de cabello en el espejo con una sonrisa.
Le habían dejado unas capas muy bonitas que le brindaban volumen y
movimiento. Seguía manteniendo el largo hasta debajo de los hombros. Sus
uñas ahora lucían un tono de esmalte rosa claro. Muy complacida con su
imagen, y una renovada sensación de regocijo se acercó a pagar al counter.
Su próxima parada era almorzar con una gran amiga, Susanna, en un sitio
que a ambas les encantaba.
A pesar de la tristeza que le suponía lo ocurrido con Oliver, la opción de
ser la receptora inmerecida de situaciones incómodas no le apetecía para
nada. Por otra parte, la llamada pérdida de su ex, Henry, la instó a
replantearse su decisión inicial de darle una segunda oportunidad. ¿Qué de
bueno podría traer regresar a una relación en la que él consideró que no
estaba listo para tener algo más comprometido?
No, no habían sido amigos con derecho a roce, sino una pareja en la que,
por miedo a que ella creyese que podría existir un anillo de matrimonio en
un futuro muy cercano, Henry solía encontrar excusas para no llevar a
Daisy a reuniones en las que pudiese encontrarse con demasiadas personas
conocidas. Como si le avergonzara que ella estuviera a su lado. Consciente
de que no era valorada, y muy cabreada cuando encontró el motivo de las
ganas constantes de Henry de preferir lugares poco concurridos o de pasar
más tiempo en casa, Daisy decidió cortar.
Los últimos meses, Henry se había mostrado interesado en llevarla
incluso a conocer a sus padres, pero Daisy no era idiota. ¿Por qué iría a
darle una segunda oportunidad cuando él se sentía preparado, pero cuando
ella lo estuvo emocionalmente, a Henry no le importó? Consideró hacerlo
en un inicio, por todas las atenciones y gestos, aunque ahora sabía que él
llegaba demasiado tarde; además de que no era un prospecto romántico que
mereciera la pena.
Recorrió el tramo hasta el parqueo, y pagó dos dólares adicionales
porque el tiempo estaba a punto de expirar. Lo último que necesitaba era
una multa de tráfico.
Nada más subirse al automóvil, su madre la llamó para decirle que era
importante que pasara por el local, porque uno de los proveedores estaba
retrasado con una entrega y esa hora era la única en que podía despachar la
orden. Ciertos ingredientes eran indispensables para mantener el negocio
con productos frescos, así que Daisy puso el coche en marcha. Apenada por
el cambio de planes, llamó a su amiga, y esta acordó postergar la salida para
otra ocasión.
Una vez que estuvo dentro del local, encendió las luces, y se sintió feliz
nada más aspirar el delicioso aroma de las galletas de vainilla con
frambuesas de su abuela, Jessa, y su madre, Dolly, que estaban fuera de
Louisville pasando el día con un grupo de viejas amigas con las que
jugaban bridge. A pesar de la falta de su padre, y la ausencia de sus
hermanas que vivían en la costa oeste, Daisy era feliz.
Quizá el amor no estaba en sus cartas por ahora, pero tenía un negocio,
una familia, un grupo de amigos diverso, ilusiones profesionales, así como
muchos años para transformar su vida de las formas que le diese la gana. En
el camino era preciso contar los puntos buenos.
—Buenos días —dijo el hombre de uniforme. Se llamaba Jacob, según el
membrete que reposaba en el bolsillo del uniforme—, lamento venir con tan
poca antelación. Aquí está la lista del pedido —se la extendió a Daisy—,
tan solo tiene que firmar, y hacer un cheque por la diferencia.
—Buenos días. —Daisy frunció el ceño. Agarró el papel y revisó ítem
por ítem. El dinero no le sobraba, pero vivía con comodidad. Sin embargo,
no era botarata, y cada centavo que se invertía necesitaba ser controlado con
sabiduría—. Ya se canceló este excedente. La factura que me está
entregando está equivocada. Regrese mañana con una nueva forma, porque
no puedo extenderle cheque alguno adicional.
El hombre se rascó la cabeza. Tenía la panza prominente, un bigote
negro, así como la gorra con la insignia de los Lakers que había visto
mejores días.
—Demonios —masculló—. Señorita estoy trabajando tiempo extra —
dijo secándose el sudor de la frente, y observando a Daisy de arriba abajo.
La tienda estaba sola, las aceras poco concurridas a esa hora del día, y la
muchacha le pareció a Jacob muy sensual—. Deme el dinero, en efectivo si
acaso le parece bien, pero démelo. Me aseguraré de enviarle la factura con
otro de mis compañeros.
Daisy conocía de los hombres que eran abusones, y este tenía todas las
características que lo identificaban como tal. Esa mañana se había vestido
con un pantalón blanco, una blusa de algodón celeste, y sandalias bajas
rojas. No llevaba nada provocativo, aunque sus curvas no necesitaban
demasiado esmero para lucirse. La forma en que él estaba mirándola no le
gustaba en absoluto. Maldijo mentalmente el haber dejado la bolsa con el
móvil dentro, en la oficina interior de la tienda.
—Creo que será mejor que se lleve los productos y se marche, Jacob.
Él dejó caer la tablilla de metal en la que tenía todas las órdenes de
entrega. Esta parada era la última del día, porque el turno de la tarde lo
tomaría otro. Llevaba con las mugrosas entregas desde las cinco de la
madrugada. Sus amigotes le hicieron una mala pasada, y perdió dinero en
una apuesta de fútbol.
—Mira, princesita, lo que necesito es el dinero. Si no me lo das van a
descontarme, y eso me va a cabrear muchísimo. A mí no me pagan por
aguantar sandeces de la gente, sino para hacer entregas. Cumplo órdenes —
replicó acortando la distancia—. Quiero que firme ese cheque de inmediato.
Daisy se sintió acorralada, y el hombre en lugar de apartarse, se acercó
más hasta que la tuvo contra el borde del counter de granito.
—Si no se aparta de mí…
—Voy a contar hasta tres —dijo una voz muy conocida para Daisy.
Elevó la mirada para encontrarse a Oliver en el umbral de la puerta. Tan
concentrada estuvo en hallar la forma de convencer a Jacob de que se
apartase que no notó el movimiento en la entrada—, y si no te has alejado
de la señorita, entonces voy a sacar mi arma y recibirás un agujero en la
espalda.
Jacob, tomado por sorpresa, se giró de inmediato. En el movimiento
trastabilló, y Daisy aprovechó para hacerse a un lado. Fue hasta el interior
de la tienda y agarró el teléfono para llamar a la compañía para la que
trabajaba el repartidor. No se molestó en regresar de inmediato, porque
sabía que Oliver se encargaría de Jacob, si acaso este último era lo
suficientemente imbécil para enfrentársele.
Después de recibir profusas disculpas del gerente de la compañía,
asegurándole que le devolverían el dinero, y que todo el pedido corría por
cuenta de ellos, Daisy soltó un largo suspiro. Al cabo de un rato, cuando
dejó de escuchar los balbuceos ininteligibles de Jacob, así como las órdenes
(quién sabría sobre qué) de Oliver, regresó al área principal de la tienda. Lo
que vio casi le arranca una carcajada. Jacob estaba incorporándose del
suelo, en lo que a simple vista parecía ser la postura de recogimiento
después de hacer lagartijas.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó ella con curiosidad. Las cajas con los
tintes naturales para darle color a los postres habían sido cuidadosamente
dispuestas en una esquina en la que podían ser abiertas con comodidad sin
estorbar el paso.
—Esta persona —dijo Oliver cruzado de brazos todavía, y con una
expresión asesina dirigida a Jacob—, ya se marcha. Ha cumplido con varias
sentadillas, abdominales y lagartijas. Decidió que lo prefería, a recibir un
tiro en la espalda. Supongo que, por su elección, no es tan estúpido.
Sudado como si hubiera corrido una maratón, Jacob no miró a Daisy,
sino que recogió la tablilla del piso, se ajustó la maltrecha gorra y salió
embravecido dando un portazo con toda intención. Tan solo cuando la
puerta se cerró, ella se relajó, aunque solo un breve instante, porque la
presencia de Oliver era demasiado potente.
—Gracias —dijo ella—, llegaste a tiempo para evitar un mal trago.
Aunque no parecía demasiado ofensivo, lo cierto es que no quiero ni pensar
en las posibilidades. —Se estiró para agarrar la botellita de agua que
siempre solía dejar cerca de la caja registradora del negocio. Desenroscó la
tapa, y bebió el contenido—. ¿Cómo sabías que estaba en la tienda?
Oliver la observó detenidamente. Ya sabía que Daisy era bella, pero en
ese momento lucía despampanante. ¿Sería la ropa o el delineador de ojos?
—Un golpe de suerte —replicó—, además venía a verte. Fui a buscarte a
tu piso y no me abrías. Te llamé al móvil, y tampoco contestaste. Asumí que
podrías estar en el negocio… Siempre fuiste muy responsable, incluso
cuando no existía un motivo para serlo demasiado.
Ella frunció el ceño. Imaginaba que era el número de Oliver al que
correspondían tantas llamadas perdidas.
—¿Quién te dio mi número? —preguntó a cambio.
—Julianne, y también me dijo en dónde vivías —se encogió de hombros
—. Ahora, encontrar la tienda no fue nada difícil, porque constas en la base
de datos como dueña junto a tu madre y tu abuela.
Daisy meneó la cabeza. Suponía que no era complicado para él buscar
información, y menos cuando San Google estaba a disposición.
—Solo vine a recibir esa orden —señaló las cajas—, ¿para qué me
buscabas?
Oliver soltó una exhalación queda.
—Me gustaría disculparme por lo que te dije la otra noche —dijo con
sinceridad—. Fue una grosería e inmerecida actitud de mi parte. Me siento
profundamente avergonzado por mi comportamiento, Daisy.
Ella sabía que estaba siendo sincero, pero no iba a ponérselo fácil.
Después de tres meses visitándolo, supiese él que se trataba de ella o no, y
tratar de sacarlo de su ostracismo comunicacional, pues se iba a tener que
ganar esas disculpas. Claro, si es que de verdad estaba interesado en
conseguirla. Si no, a ella le daba lo mismo.
¿Que si Oliver no la afectaba? ¡Por supuesto! Aunque el respeto hacia sí
misma era mucho más importante que la manera en que su cuerpo se
tensaba ante la presencia tan viril de ese hombre. Vestido con un jean que se
ajustaba perfectamente a sus piernas musculosas (y que ahora conocía muy
bien gracias a ese fortuito encuentro en el cuarto de baño), una camisa
morada con mangas recogidas hasta el codo, la expresión decidida en su
rostro de emperador romano.
—Qué bien que lo reconozcas, gracias por venir a disculparte en persona
—dijo agarrando su bolsa—. Ahora tengo que marcharme, he quedado con
alguien —mintió a propósito, porque no quería que supiera que su día libre
consistía en quedarse en la cama viendo Netflix y la última temporada de
The Crown.
—Daisy… —dijo en un tono que sonó al rayo que precede la tormenta
—. ¿Quién es ese “alguien”?
Ella se acercó, y presionó un dedo sobre el fuerte pectoral. Él no tenía
ningún derecho a hacerle una pregunta como aquella, menos como si le
importara. ¿Acaso no se había quedado en ese bar, y luego se había ido a
disfrutar su trío sexual? Es que el recuerdo le provocaba ganas de lanzarle
los cruasanes por la cabeza.
—Lo que yo haga o deje de hacer, Oliver Clarence, no te incumbe. Creo
que dejaste muy claro ayer que soy aburrida, y que probablemente sea el
problema por el cual me han sido infiel. ¿Quieres saber si acepto tus
disculpas? No, no las acepto, y me da lo mismo si eres sincero o no.
Antes de que pudiera apartar la mano, Oliver le tomó la muñeca con
suave firmeza. Ella lo miró a los ojos. «¡Error, Daisy, error!». El hombre la
paralizó con esos brillantes e intensos ojos del color de las hojas de los
árboles en otoño. La mezcla entre verde con motitas ocre era muy rara, pero
en él parecía creada a la perfección.
—No me acosté con nadie —expresó.
—No te he hecho ninguna pregunta al respecto —replicó Daisy, aunque
escondió muy bien la sensación de extraña calma al saber ese detalle. ¿Por
qué? Pues básicamente, su corazón era bastante idiota y creía que Oliver
continuaba siendo el responsable (aún después de tanto tiempo) de lograr
que latiese de una forma distinta. Una lástima que no pudiera trasplantarse
ese necio órgano palpitante—. Eres libre de hacer lo que te dé la gana.
Oliver hizo una mueca.
—Apenas te marchaste, pagué la cuenta, y fui a buscarte, pero… —
apretó la mandíbula. Confesar sus debilidades no era un ejercicio usual,
aunque si quería que Daisy le diese la oportunidad de mostrarle cuán
arrepentido estaba, no quedaba de otra—. Tuve un ataque de pánico. —
Daisy suavizó la mirada, pero no su intención de marcharse—. Esperé a que
pasara el efecto antes de salir de Ringlings. No tenía cómo llamarte, porque
no tenía tu información de contacto… Así que disculparme en ese instante
fue imposible. Luego llamé a un coche para volver a casa.
—Al menos llegaste sin novedad a tu casa. Tus padres se habrían
preocupado, por más que seas un adulto, dada la situación que te llevó en
primer lugar a quedarte en casa de ellos —replicó Daisy con indiferencia—.
¿Eso es todo? Tengo que irme.
Oliver apretó la mandíbula. «Vaya que Daisy era un hueso duro de roer».
—Bueno, amanecí con una resaca de mierda. Fui al hospital a probarme
la nueva prótesis. La definitiva, y estuve una hora en rehabilitación física.
Tan solo volví a casa para ducharme, y luego buscarte para disculparme en
persona.
Daisy no podía negar que le provocaba alegría saber que la prótesis y su
dueño se habían acoplado mutuamente. Imaginaba que le tomaría un par de
días hasta lograr sentir la prótesis final como parte de su día a día.
—¿Y cómo te sientes? —preguntó con suavidad, mientras él le
acariciaba distraídamente el interior de la muñeca con el pulgar.
Continuaban muy cerca.
Oliver la soltó con cautela, como si temiera que pudiese escaparse. No
quería dejar de tocarla, pero el impulso mordaz que lo instaba a besarla,
saborear esa boca que llevaba años tentándolo, era peligroso. Sabía que un
beso con ella no bastaría, además, tal como estaban las cosas ahora mismo,
lo más probable es que se llevase una merecida bofetada de Daisy. Debía ir
con tiento.
—Creo que es cuestión de que me habitúe…
—Como todo en la vida —replicó Daisy—. Me alegro por ti, Oliver,
creo que es importante que tomes este proceso como algo natural, aunque
no lo sea. Sé que jamás podrías compartir detalles de la misión que te dejó
mal herido, pero lleva claro que un héroe no es solo aquel que deja su
sangre en suelo extranjero por la guerra, sino también aquel que, como hoy
has hecho tú, hace pequeños actos para ayudar a otros de posibles
inconvenientes o peligros.
Impactado por sus palabras, Oliver no pudo detener sus dedos cuando se
acercaron a la mejilla suave de Daisy para acariciarla. Ella cerró los ojos un
instante, como si la caricia hubiera sido esperada desde hacía mucho
tiempo. Después, pareció darse cuenta de que estaba demasiado cómoda, y
se apartó. Él no lo reprochó, ni tampoco cometió el error táctico de decirle
que entendía que la química que fluía entre los dos no era fruto de la
imaginación, y que era compartida. «Tiempo al tiempo».
—¿Me estás llamando héroe por haber hecho que ese papanatas se
ejercitara un poco? —preguntó, tratando de quitar el peso emocional que
experimentaba. No en el mal sentido de la situación.
Daisy soltó una risa que provocó en Oliver una sonrisa.
—Me tengo que marchar —mintió de nuevo, porque necesitaba procesar
ese exceso de mariposas en la panza; el pálpito inconveniente en su sexo; y
los latidos descontrolados de su corazón—. Gracias por haberme salvado de
un posible evento incómodo con ese repartidor.
—Daisy —llamó, cuando ella abrió la puerta para darle a entender que la
conversación había llegado a su fin. Lo miró a los ojos, esperando a que
hablase—, ¿aceptarías salir conmigo el sábado por la noche a cenar?
—No, Oliver, creo que es mejor que no sigamos por ese camino.
—¿Por qué no estás interesada? —preguntó consumido por la
frustración.
—Porque tú y yo estamos en posiciones de vida diferentes.
Él se cruzó de brazos. Furioso.
—No me digas…
—Yo quiero una relación a largo plazo con una persona que pueda
asumirla. Tú, estás en un período en que necesitas dejar de demonizar
muchas cosas; y deberías empezar por dejar de autosabotearte o esperar que
las mujeres se alejen porque te amputaron una parte de tu pierna —soltó
una exhalación, porque negarse a salir con el hombre del que siempre
estuvo enamorada era una locura, pero sabía que era mejor dejar claras las
cosas entre ambos. Ya no era una adolescente enamoradiza, sino una mujer
con prioridades claras, y sin tendencia a aceptar medias tintas.
—No sabes en qué periodos estoy, porque no te has tomado la molestia
de conocerme, tan solo sermonearme —refutó Oliver.
Daisy estaba siendo un poco osada al hablarle de esa forma.
—Tienes razón, no es mi sitio hacer conjeturas. Pero sobre el tema de las
mujeres no me equivoco. —Él farfulló algo sobre lo tozuda que era Daisy
—. Oliver, no sé si recuerdas que te vi completamente desnudo hace más de
veinticuatro horas.
—¿Y?
—No es por incrementar tu ego, pero debes ser consciente de que
ninguna mujer en sus cincos sentidos va a rechazar a un hombre guapo
como tú. El que seas herido de guerra es una circunstancia menor. El
encanto, que de seguro despliegas cuando de verdad te interesa alguien,
hace fácil ignorar aquellos detalles que a ti te parecen ahora
monumentalmente graves cuando, de verdad, no lo son.
—¿Para ti? —indagó sin detener a tiempo la pregunta que salió de su
boca.
Daisy soltó una exhalación. Al parecer, en su intento de poner punto
final a una situación, lo que había conseguido era hacer confesiones
personales. «Dios».
—Mi amigo, ese que tú dijiste que murió en Afganistán, está en algún
sitio —dijo señalándole el pecho a Oliver con la mano—. A ese amigo, el
que me consolaba cuando un proyecto salía mal en la escuela; el que jugaba
al escondite conmigo; el que tocaba la guitarra en las fogatas o solía tener
largas conversaciones de todo y nada; a ese amigo se lo hubiera perdonado
todo. Sin pensarlo. Porque ese Oliver Clarence era el único capaz de
dejarme ver lo hermoso que era, por dentro y por fuera, hasta que un día
decidió que era mejor ignorarme y entregarme cordialidad, en lugar de
calidez. El físico de ese muchacho joven convertido en hombre es el físico
de un héroe de guerra. No porque hubieras sido o no herido, Oliver, sino
porque la intención por la que te marchaste fue noble.
—Ves demasiadas cosas buenas en mí, a pesar de cómo te traté —
murmuró.
—No, Oliver, lo que ocurre es que tú has decidido buscar solo los
obstáculos que te hacen físicamente diferente, y eres ciego ante el hecho de
que tu esencia es igual. Intentar sepultar tu esencia no tiene sentido, porque
terminará saliendo a flote.
—¿En qué momento te volviste tan madura, Daisy? —preguntó,
acercándose para tomarle el rostro entre las manos.
—El día en que mi mejor amigo se largó, y me tocó continuar mi camino
sin él —dijo mirándolo con tristeza.
Oliver apoyó la frente contra la de ella.
—Lo siento, Daisy…
—Yo también —murmuró ella, antes de apartarse e instarlo a salir de la
tienda.
A regañadientes, él observó cómo ella codificaba el panel de alarma,
para luego cerrar la puerta con llave, para después unírsele en la acera.
—Daisy —dijo con su usual aplomo—, no me voy a dar por vencido.
—¿Con respecto a qué? —preguntó, mientras introducía la llave en el
switch de la puerta de su automóvil. Abrió la puerta, y después lo miró de
nuevo.
—Voy a ganarme tu confianza de nuevo.
—Oliver…
—No te quepa duda, y entonces, hablaremos de algunas situaciones
inconclusas, así como de otras que son malos entendidos.
Daisy fue a decir algo, pero prefirió callarse. El aleteo en el pecho era
incesante. Sin embargo, después de la noche anterior sabía que Oliver
necesitaba tiempo para entender que el mundo no estaba en su contra, que
las mujeres no huirían porque una parte de su cuerpo no existía más o que
podía descargar su ira sin consecuencias. No podía aventurarse a una
situación destructiva por más de que su lado más primitivo la instara a bajar
la guardia en ese instante.
—Ya me marcho —murmuró entrando en el automóvil. Cuando empezó
a alejarse su piel se erizó. Por el espejo retrovisor notó brevemente la
mirada de determinación que tenía Oliver, con las manos en los bolsillos y
la atención fija en el Ford, era la imagen de un general de guerra
predispuesto a lograr un objetivo.
CAPÍTULO 7
***
El piso que adquirió, cinco años atrás, había sido pagado
mayoritariamente por los excedentes de las ganancias de cada trabajo que
Daisy tuvo antes de establecer el negocio de repostería, Happy Sugar. Tan
solo eran ocho apartamentos en el condominio, y la mayor parte de sus
vecinos eran agradables, al menos de las pocas interacciones que había
tenido con ellos. Claro, no los conocía a todos, porque los horarios de
trabajo eran diferentes o cada quien se dedicaba a lo suyo.
Esa tarde había junta de vecinos en el edificio para determinar si iban a
reemplazar la compañía de seguridad, que tenían contratada desde hacía ya
varios años, o si acaso extenderían el contrato durante tres años más. La
votación tendría lugar porque uno de los inquilinos al parecer había
planteado una queja formal para dejar claro que los puntos ciegos en el
exterior, que no contaban con cámaras de seguridad, podrían constituir un
asunto problemático.
Si se consideraba que el sesenta por ciento de las familias residentes
tenía niños de hasta diez años de edad, la queja era muy válida. Louisville
era una ciudad bastante segura, pero no se podía confiar en las estadísticas
estatales. Las precauciones jamás estaban de más. Tan solo por eso, Daisy
decidió que asistiría al apartamento seis (frente al de ella) en el que se
llevaría a cabo la reunión, y de paso aprovecharía para socializar un poco.
Ella era bastante despistada con los memorándums en que se dejaban saber
temas concernientes al condominio. Este informativo sobre la votación, por
suerte, lo alcanzó a ver a tiempo. A veces era importante verse las caras
para saludar, y saber quiénes eran las nuevas familias que habitaban el
edificio.
—Hola, Daisy —dijo Johnny, el hijo de la pareja de arquitectos que vivía
en la planta baja—. Mañana es mi cumpleaños. ¡Cumplo cuatro!
—Johnny —intervino Carmen, la madre del pequeño, mirándolo con
reprobación, porque sabía que su hijo iba a pedirle a Daisy uno de los cakes
de naranja de Happy Sugar para el cumpleaños—, ya hemos hablado que no
debemos interrumpir a las personas, porque tienen una agenda de vida que
cumplir.
Daisy se rio. Acababa de llegar al portal, y llevaba unas bolsas con
vegetales entre los brazos. Le gustaba su comida colorida, aunque no creía
que lo vegano pudiera constituir jamás su dieta al cien por ciento, pero
admiraba la determinación de las personas que eran capaces de poseer tal
disciplina alimenticia.
—Entonces, jovencito, mereces una sorpresa de Happy Sugar —dijo con
entusiasmo. Le agradaba saber que el interés por su trabajo de repostería,
así como los de su madre y abuela que colaboraban con las recetas
familiares, llegaban a personas de todas las edades.
—¿De verdad? —preguntó Johnny dando saltitos—. ¡Qué guay!
—Lo siento, Daisy, no hace falta —dijo Carmen, apenada—. ¿Nos
vemos más tarde en el apartamento seis? No conozco la nueva familia, pero
si se han ofrecido hacer de anfitriones, nadie va a oponerse. El tema de la
seguridad es primordial.
Daisy esbozó una sonrisa, y asintió. Al notar la expresión
apesadumbrada de Johnny se acuclilló, para quedar a la misma altura, y le
removió los cabellos.
—Mañana mi obsequio será algo especial, porque sé que no haces bulla
en los pasillos, llegas a recoger tus juguetes. —Johnny asintió profusamente
—. Mira, pequeñajo, que te lo mereces. ¿Tú qué opinas, Carmen? —
preguntó incorporándose, y mirando a la madre del niño, haciéndole un
guiño para que no rechazara la oferta.
—Gracias, Daisy, eres un cielo —replicó la mujer sonriendo—.
Continuaré recomendando a mis amigas tu negocio. Lo cierto es que tienes
unos dulces para dejar la dieta de lado sin arrepentimientos.
—Pues qué mejor, porque Johnny aún no está en edad de preocuparse de
esos detalles. —Agarró las bolsas que había dejado en el suelo con una
sonrisa. Agregó —: Nos vemos luego.
—Sí, justo ahora íbamos de salida para recoger una ropa que mi esposo
dejó en la tintorería. No sé cómo hace para echar a perder tantas camisas —
se rio.
—Que vaya bien, y nos vemos al rato —dijo Daisy.
—¡Hasta pronto, Daisy, y gracias por mi cake! —exclamó Johnny,
exaltado de emoción, mientras su madre meneaba la cabeza por la audacia
de su único hijo.
Daisy se despidió haciéndole un gesto con la mano, y fue hasta el
elevador.
Durante los últimos días, no solo trató de desarraigar de su cabeza los
mensajes de Oliver, sino también de tomarse el tiempo de enviar de regreso
las flores y chocolates que recibía de él. Estaba dolida, y sentirse invisible
para alguien a quien quiso, durante tantos años, no iba a cambiar de la
noche a la mañana. ¿Le pidió el otro día cenar con ella, porque le parecía lo
correcto? ¿Cómo estar segura si, de nuevo, no empezaba a hacerse ideas en
la cabeza y la intención de Oliver era tan solo mantener una amistad ahora
que iba a quedarse en Louisville? ¿Y si el propósito era solo asegurarse de
que ella de verdad había perdonado lo del bar, y le daba igual el pasado?
¿Era solo expiar una culpa? Estaba confusa, y no le gustaba esa sensación.
Además, sus horas de sueño fueron breves esos últimos cuatro días, pues
tuvo que amanecerse hasta terminar la tesis que fue el trabajo final para su
segundo máster sobre administración de empresas. Le tocaría esperar una
semana más para conocer el resultado del jurado, pues la maestría estaba
cursándola online en la Universidad de Griffith, Australia. Ciento ochenta
páginas de datos e investigación que logró recopilar, pero sabía que valdría
la pena todo el esfuerzo para ejecutar su plan a largo plazo de abrir con
éxito otra tienda de repostería en la ciudad. Quería crecer, potenciar su
producción, y nada otorgaba mejores oportunidades que la preparación
académica que enseñaba la correcta forma de administrar los fondos y saber
invertirlos.
Después de guardar la comida en el frigorífico, Daisy fue a darse una
ducha. Al salir se secó el cabello, y se calzó unas sandalias bajas. Un
vestido largo de algodón, informal, y strapless, era más que adecuado para
la reunión a las seis y media de la tarde en el piso que estaba a solo pasos de
distancia frente al suyo. Su plan posterior consistía en ver Netflix y relajar
sus neuronas con algún programa light.
Le parecía curioso que no hubiese notado si había o no nuevas personas
viviendo alrededor. O eran muy silenciosas o ella tenía unos horarios de
locura que apenas reparaba en los detalles que no tuviesen que ver con su
propia vida. Pasaba el ochenta por ciento del tiempo en su negocio, y
durante los ratos libres sacaba el ordenador para tomar las clases de la
maestría.
Ahora que sus estudios habían concluido se moría de nervios por
conocer la nota del jurado, aunque la ansiedad no contribuiría en nada. Se
fijó en la hora marcada por el reloj de pared. Le quedaba tiempo para beber
una taza de té de rosas. Iba a empezar a tomar el primer sorbo de su taza
cuando llamaron a la puerta. Se permitió degustar la bebida un instante, y
luego se incorporó de la silla con renuencia.
Quitó el seguro superior, y luego el inferior, para después abrir la puerta.
La última persona que hubiera esperado ver era a Oliver Clarence.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, incrédula, pues fue lo primero que se le
cruzó por la cabeza. Ella no creía tener suficiente poder mental para
conjurar a una persona con el simple hecho de pensar demasiado en su
nombre. ¿O sí?
—Hola, Daisy —sonrió de modo encantador, porque después de tantos
días volvía a verla, y ese simple hecho llenó de alegría su tarde—. Entiendo
que no te gustan las rosas, ni tampoco los chocolates, así que debo decirte
que se las obsequié en nombre tuyo a las señoras de la tercera edad que
hacen rehabilitación física en el mismo horario que yo, con mi nueva
prótesis, en el hospital.
Ahora, Oliver podía reconocer que las grandes desgracias y dificultades
traían situaciones que instaban a recapacitar, replantearse la vida, y también
mejorar la razón de la existencia. Casi parecía que hubiera despertado de un
estado de auto-conmiseración, roto un velo de sombras, y recordado que
estaba vivo porque había un mayor propósito para él.
No tenía que ver con lo religioso, sino con la reflexión del sentido
común. Estaba convencido que Daisy era la persona que el universo volvía
a poner en su camino porque ella pertenecía a su destino. Que estuviera
frente a la puerta de ella, pues no era ninguna coincidencia, y sí parte de un
plan orquestado con precisión.
—Pues me alegro que alguien haya aprovechado tus obsequios —
murmuró ligeramente sonrojada—, aunque no has respondido a mi
pregunta.
—Por supuesto. —Oliver sabía que no podía ir con todo su arsenal en
ese instante, así que pretendió que por un instante se había olvidado del
propósito de su visita—. Quería pedirte, si es que tienes disponible, una
charola plateada.
Daisy no entendía nada. «¿Estaba chalado?».
—Sí, tengo, pero no sé por qué te has hecho el viaje desde la granja para
venir a pedirme algo así, Oliver —dijo con manos en jarras, confusa.
Para ella no tenía sentido rechazar la imagen de él y que alegraba la
vista: pantalón de tela de algodón que se amoldaba a unas piernas
musculadas, atléticas; una camiseta azul que abrazaba a la perfección sus
músculos, y unos mocasines de color café. Ahora que ya sabía que él estaba
utilizando la nueva prótesis, esperaba de todo corazón que el proceso de
adaptación estuviese yendo bien.
A Daisy le daba lo mismo qué prótesis utilizara o si acaso lo hacía. Para
ella, Oliver era perfecto con o sin ropa. Que lo hubiese visto desnudo en el
cuarto de baño, varios días atrás, solo incrementaba su atracción por él,
aunque sabía que eso no era suficiente para otras certezas que su lastimado
corazón necesitaba.
—¡Qué tonto de mi parte, claro, es que he estado tan ocupado! —dijo
dándose un golpecito en la frente con la mano izquierda—. Olvidé
comentarte: el otro día, tu mamá muy generosamente me informó que en
este condominio suelen rotar con cierta frecuencia los inquilinos. —Daisy
abrió los ojos de par en par, porque su cerebro empezó a hacer conjeturas.
Imaginaba que algo tuvieron que ver las madres de ambos para que Oliver
hubiera llegado a recibir esa información “tan conveniente”—. Y yo justo
buscaba un sitio fijo en el cuál vivir, pues la granja es el hogar de mis
padres, no el mío.
Daisy tomó una respiración para calmar sus nervios.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, tan solo porque necesitaba
confirmación.
—Durante mucho tiempo he estado como tunante debido a mi carrera, y
ya es hora de establecerme. Cuando le escribí al administrador para
preguntarle sobre posibles vacantes de vivienda aquí, él me dejó saber que
el piso frente al tuyo estaba disponible. Lo he comprado, y soy la persona
que hará de anfitrión esta tarde. Los parámetros de seguridad necesitan
mejorarse —dijo con una sonrisa. No necesitaba mencionarle que pagó un
diez por ciento más para que el contrato fuese suyo, y no para la pareja de
recién casados que estaba también interesada. «Detalles, detalles».
—¿De verdad quieres volver a ser mi amigo? —preguntó con tristeza—.
Porque si es así, lo único que necesitas es darme tiempo. —No mencionó
que ahora, la posibilidad de verlo o peor todavía que llevase sus conquistas
al apartamento de él, le parecía más horrendo que la tortura de la legión de
inquisidores católicos en el año 1.200 DC. Sus nervios ni su corazón iban a
funcionar en armónica sincronía si era el caso—. Quizá con unos meses
más, yo podré hacerme a la idea de que mi amigo de siempre no necesita
invitarme a cenar porque siente la obligación de ello, menos enviarme
obsequios. ¿Lo comprendes?
Él apoyó la mano contra el marco de la puerta del apartamento de Daisy.
De inmediato su sensual colonia masculina la rodeó.
—El tiempo es un lujo que he aprendido que no poseo, y contigo ha sido
más que suficiente. No envío rosas ni chocolates a nadie. Jamás. Después
de la deplorable forma en que te traté en el bar sentí que necesitaba dejarte
claro que, a pesar de los años, eres importante para mí. —Daisy apartó la
mirada, porque su corazón bobalicón decidió emprender una carrera a toda
máquina en ese instante—. Estoy oxidado en ciertos asuntos vinculados a
las relaciones humanas lejos del campo militar, y todo lo que eso implica.
Contigo me siento un poco perdido, aunque no por eso voy a detenerme, y
esto último te lo dejé claro la última vez afuera de Happy Sugar.
Daisy se acomodó el cabello dorado tras las orejas.
—Fuiste grosero, cruel y majadero en el bar. —Él apretó los labios y
asintió sin refutar la verdad de esas palabras—. Sin embargo, sé cuándo
alguien es sincero, y tus disculpas esa ocasión lo fueron. Si es eso todo lo
que necesitas para seguir tu camino, entonces no hace falta que continúes
tratando de que salga a cenar contigo o lo que sea que hayas convertido en
un súbito objetivo.
Oliver hizo un asentimiento de nuevo. Esta vez, breve.
—Invitarte a cenar no fue por obligación ni culpa. Lo consideré una
posibilidad para retomar nuestra amistad, aprovechar en decirte y reiterar
que me gustaría haber cerrado la boca y no lastimarte —dijo mirándola a
los ojos, en un tono de voz profundo y sentido—. Lo siento mucho, Daisy.
Ella tomó una respiración, y asintió con suavidad. Si él empezara a tener
gestos grandilocuentes, entonces sabría que estaba siendo frívolo o falso.
Era esa mirada verde, directa y elocuente, la que hacía que su intuición
confiara en sus disculpas, reiterativas aunque no por eso menos reales, en
esos momentos. Siempre habían sido los ojos de Oliver los que le abrían la
puerta a conocer su alma, y ahora parecían más diáfanos que nunca; por
eso, tenía la certeza de que estaba hablando con la verdad.
—Acepto tus disculpas por lo ocurrido en el bar, y no quiero hablar del
tema más de lo que ya lo hemos hecho —dijo ella finalmente.
Sabía de dónde surgía el dolor y la rabia de Oliver. Con otro hombre,
amigo o no, hubiera sido tajante hasta el punto de devolver palabras
hirientes con otras; quizá hasta el punto de la crueldad. Con Oliver no se
sentía capaz de machacar más a un hombre que había escapado por poco de
la muerte, y estaba atravesando meses cruciales de reinserción en la
sociedad. Por eso aceptaba sus palabras explicativas así como las disculpas,
y ahora salía con la bobada de haber comprado el apartamento que estaba
frente al de ella. Quería ahorcarlo a ratos, y besarlo a otros.
—Eso significa mucho para mí —replicó. Oliver sintió un halo de
esperanza en el pecho. Esas palabras significaban mucho en esos instantes
—, gracias, hermosa.
Ella murmuró algo ininteligible sobre los hombres imposibles.
—Ahora dime, Oliver, ¿qué pretendes comprando un piso frente al mío?
Hay muchísimos lugares en todo Louisville que bien pueden servirte —dijo
enarcando una ceja, y dejando pasar el apelativo dulce con el que él la había
llamado.
—Oh, eso fue un tema de oportunidad —replicó, haciéndole un guiño.
Ella no logró contener una sonrisa al notar un chispazo del chico que
siempre conseguía transformar un día malo en uno genial; el Oliver de
tiempos de adolescentes—. Además de la charola de plata para repartir
aperitivos a mis nuevos vecinos, en la reunión dentro de un rato, quiero
pedirte que abras la puerta a la posibilidad de recuperar el tiempo perdido.
Quiero que recuerdes por qué nos llevábamos tan bien, al menos hasta que
me convertí en un idiota.
Ella tragó en seco. Lo que estaba pidiéndole era demasiado riesgoso.
—No somos ya esas personas. Lo sabes. Ha pasado un largo tiempo.
Oliver esbozó una sonrisa que iluminó su rostro.
—Precisamente. Quiero que nos volvamos a conocer, conscientes de que
podemos ser los mismos buenos amigos, aunque adultos y con una vida más
sólida.
Daisy lo observó como un águila, inquisitiva.
—¿Amigos? —preguntó en un susurro, mientras Oliver se inclinaba
pausadamente hacia ella con la mirada llena de fuego contenido—. Jamás
dejé de considerarte un amigo. Para mí pesan más los momentos buenos
que los malos, y creo que tenemos muchos de lo primeros entre ambos.
—Mmm —murmuró—, pues qué mejor que lo dejes claro. Quizá
debamos ser un poco más pragmáticos. Hagamos una prueba para
determinar si nuestra amistad posee ingredientes adicionales que justifiquen
una salida juntos; solo los dos.
La cercanía de Oliver empezaba a fraguar un júbilo peligroso en su
interior. La súbita sensación de no tener miedo del futuro, sin importar
ninguna consecuencia, y olvidar todo lo que no fuese ese instante, se
apoderó del sentido común de Daisy. Todo lo que quería era que esos labios
carnosos de Oliver, tomaran los suyos, una y otra vez; quería sus manos en
su cuerpo; sintiéndolo moldear sus curvas. Lo quería deslizándose entre su
carne sensible, abriéndose paso en su sexo, y no le importaban las
consecuencias. Solo lo quería a él, siempre lo había querido a él. «Dios.
Qué contradicción podía surgir cuando el cuerpo, la mente y el corazón
estaban en conflicto severo. ¿A quién obedecer?».
—¿Qué clase de prueba? —preguntó, respirando con inusitada rapidez.
«Quizá sus intentos de mejorar en las clases de yoga que seguía por
YouTube no estaban siendo muy fructíferas».
—Una muy especial —dijo con voz profunda, y esos ojos verdes que se
habían tornado más oscuros—. Ahora, tan solo sé sincera y respóndeme en
un lenguaje que es más elocuente que las palabras. ¿Me puedes ver solo
como un amigo del pasado? —dijo antes de agarrarla de la cintura para
apretarla contra su cuerpo—. ¿O crees que esta electricidad que parece
deslizarse bajo nuestra piel tiene otras implicaciones más íntimas y
personales?
—Oliver… —susurró, pero no lo apartó cuando él descendió su cabeza
hasta posar sus labios sobre los de ella.
CAPÍTULO 8
***
La reunión de vecinos no fue tan aburrida como habría de esperarse en
ese tipo de encuentros sociales. La explicación de Oliver, mapa digital en
mano, fue precisa y certera. No estuvieron todos los inquilinos presentes,
pero al existir un cuórum de más del sesenta por ciento fue posible tomar
decisiones sin temor a rechazos o intentos de cambios de opinión sobre lo
que se determinara.
Al final, acordaron que Oliver tuvo razón en sus argumentos, y
decidieron cambiar de compañía de seguridad, y utilizar parte del
presupuesto para contratar un guardia especializado para vigilar la puerta
principal del edificio, así como un sistema de anuncio de llegada y salida
para cada apartamento. Quizá era algo excesivo para una comunidad tan
pequeña como Louisville, pero nada estaba fuera de foco cuando de
preservar la integridad física se trataba.
Daisy se sintió relajada al no tener toda la atención de los cautivadores
ojos verdes de Oliver sobre ella todo el tiempo, y aprovechó para conversar
con sus vecinos. Le gustó saber que Molly, una actriz veterana de teatro,
acababa de aceptar salir de su retiro profesional para actuar en una pequeña
obra local que tenía como finalidad ayudar a uno de los comedores para
gente sin hogar.
Se actualizó con Charlotte, la bailarina española de flamenco que tenía
una academia, sobre los costes de la importación de materiales para la
elaboración de los trajes. Lo que más la enterneció fue que Brendan y
Jannice (vivían en el cuarto piso) iban a ser padres, después de haberlo
intentado durante casi cinco años; la bebé era in-vitro, aunque era lo de
menos. Los milagros se contaban en resultados más no en cómo llegaban a
la vida de las personas.
En general, le gustó intercambiar cotidianidades, en especial después de
haberse exprimido las neuronas estudiando su maestría con tantos números
y análisis durante casi dos años. Por otra parte, hizo su mejor esfuerzo para
ignorar las miradas furtivas y limitar los breves intercambios verbales con
Álex, su vecino del segundo piso con quien había tenido sexo una noche
muchos meses atrás. Álex Guevara era hijo de inmigrantes mexicanos con
un portafolio amplio de bienes raíces, y el hombre estaba más bueno que el
pan. ¿Fans de Luis Miguel, la serie, en Netflix? Pues era la réplica mejorada
del actor que interpretaba al famoso cantante latino.
Después de aquella ocasión juntos, él insistió en que mantuviesen un
acuerdo casual, pero Daisy no quiso crear situaciones más incómodas,
porque ver a tu amante de una noche, en el mismo edificio de vez en
cuando, ya era suficiente. Debió pensar en ese “detallito” antes de dejarse
llevar, sí; lo tenía súper claro, pero ¿quién era perfecta? Claro, que ella lo
hubiera decidido no implicaba que Álex dejara de proponérselo con sus
modos coquetos cuando la encontraba por casualidad en el portal o el
elevador; el hombre era un soltero empedernido.
De momento, Daisy solo necesitaba la cabeza sin líos, porque a la
mañana siguiente tenía que viajar a New Orleans para recibir una clase de
repostería que estaba dada exclusivamente por un chef de Francia que
estaba de paso por Estados Unidos. Su madre y su abuela quedarían a cargo
de Happy Sugar, junto con Cecile y Justine, las asistentes que se turnaban
pasando un día para colaborar en la caja, y atención al cliente. Quizá el
negocio era pequeño en producción, comparado con otros, pero el
movimiento diario era agitado y requería varias personas alrededor que
supervisaran la calidad del producto, el empaque y el servicio al cliente.
—Entonces, Daisy, ¿saldrías a tomar un café conmigo después de que
todo esto acabe? —preguntó Álex, llamando la atención de ella, y haciendo
un gesto breve con la mano para abarcar la sillas dispuestas en semicírculo.
El apartamento de Oliver, a pesar de que estaba apenas instalándose ya
tenía los sofás, el comedor, incluso esas sillas extras plegables en que se
hallaban los pocos invitados. Era evidente que faltaba decoración, pero los
muebles habían sido dispuestos en sitios estratégicos, lo que generaba una
percepción de amplitud. Todos los apartamentos del edificio tenían dos
habitaciones, dos cuartos de baño completos, una cocina instalada, cuarto
de lavandería, comedor y salón. El espacio podía aprovecharse muy bien si
se elegían los elementos adecuados.
Los cuadros con medallas militares que colgaban en una discreta pared,
cerca del pasillo que daba paso a las habitaciones, eran los únicos reflejos
de la vida que Oliver había dejado atrás. Aún no se habían ubicado
recuerdos de los Clarence, aunque Daisy sospechaba que él no tardaría en
hacerlo.
—No creo, Álex —replicó con una sonrisa amable—. Estaré de viaje, y
tengo que preparar algunas cosas antes de marcharme.
—¿Fuera del Estado? —indagó, en tono coqueto.
—Sí, me marcho a Luisiana. —¿Qué tenían los hombres latinos que
lograban sacar una sonrisa con facilidad, aún cuando decían las más
grandes estupideces?
Álex se acercó más a Daisy, y le habló bajito al oído.
—Eso no es problema, nena, podemos tomar un café, amanecer juntos, y
será más que un placer llevarte al aeropuerto. Ambos descubrimos que en la
cama nos llevamos muy bien. La persistencia es una de mis virtudes —dijo
riéndose—. Así que, negarnos a pasar un buen rato carece de sentido. ¿Qué
dices esta vez?
En esos momentos, Daisy elevó la mirada y se topó con la expresión
fiera de Oliver. ¿Lo peor? Se sentía como una adolescente, cuyo profesor la
había descubierto copiando en un test. Absolutamente ridículo. Tragó en
seco y volvió la mirada a Álex.
—Prefiero dormir sola, y ya tengo programado un Uber al aeropuerto,
pero gracias por la oferta —replicó, antes de incorporarse, cuando (menos
mal) notó que el resto de vecinos empezaba también a marcharse.
—Álex, ¿cierto? —preguntó Oliver acercándose cuando logró que la
mujer del piso cinco, Anastassia, desistiera en su intento de que él aceptara
tomar una copa con ella y así probar una lasagna casera. Su madre le había
enseñado modales, así que no podía mandar a tomar por culo a la mujer por
más agobiante que le pareciera.
—Creo que has hecho buenas observaciones hoy, Oliver —dijo Álex en
un tono condescendiente—, y jamás se nos ocurrió que pudieran ser un
punto de debate. Al final, no sabemos mucho de ti. Solo la breve
introducción que hiciste de que estuviste en servicio militar activo, ¿por qué
renunciaste?
La manera en que ese idiota había estado observando a Daisy,
hablándole como si compartiesen un secreto juntos, tenía a Oliver al límite
de su autocontrol. Los celos eran una emoción ajena, porque no solía tener
interés genuino en perseguir una relación a largo plazo con ninguna de las
mujeres con las que se vinculaba por unas semanas o pocos meses. Daisy,
sin embargo, era un tema por completo distinto.
Por si fuera poco, empezaba a dolerle el sitio en el que tenía la prótesis.
Le habían indicado que era preciso, las primeras semanas hasta habituarse
por completo, sacársela cada cierto tiempo. Le hacía falta descansar. Los
procesos de las últimas semanas implicaban un esfuerzo físico, mental y
emocional en escalas similares de brutal intensidad. Estar rodeado de gente,
le fastidiaba; prefería reducir sus interacciones a un número no superior de
seis personas, y siempre fuera de su casa.
Socializar no era una de sus habilidades, pero la convocatoria a todos los
vecinos esa tarde fue no solo parte de la estrategia para empezar a acercarse
a Daisy (así como lo fue comprar el jodido apartamento), sino también
porque sentía que era su responsabilidad procurar la seguridad de quienes lo
rodeaban, en este caso los inquilinos. Quizá, ese lado de proteger a otros,
tan propio de los deberes u obligaciones como militar, jamás iba a borrarse
de él.
Ajeno a la forma en que el sexy exmilitar parecía estar conteniendo las
ganas de darle un puñetazo, Álex mantuvo la sonrisa en su rostro, a la
espera de una contestación. Le dio un ligero codazo a Daisy, haciéndose el
interesante, como si esperase que ella se riera de su absurda interacción.
—Me dieron de baja con honores —replicó entre dientes—, no me retiré
a propósito. En todo caso, la reunión ha concluido. Gracias por asistir.
Álex rodeó los hombros de Daisy con su brazo, y ella solo pidió en
silencio que su vecino no decidiera abrir la boca para decir idioteces.
Aunque, considerando que se creía un regalo de los dioses Aztecas, poca
esperanza tenía al respecto.
—Oh, bueno, un héroe de guerra ¡qué privilegio tenerte entre nosotros!
—dijo esto con un tono respetuoso. Oliver lo entendió así, y asintió—.
Daisy y yo nos conocemos desde hace tiempo, así que ya nos marchamos…
—Te marchas solo, Álex —replicó Daisy, apartándole el brazo y
marcando distancia—. Ya hablamos al respecto, y créeme, no voy a
perderme al caminar los pocos pasos que me quedan hasta mi apartamento.
Que vaya bien.
Álex se encogió de hombros sin perder el buen humor.
—Nena, la oferta sigue abierta contigo, solo es cuestión de que te
decidas —replicó Álex, inclinándose para darle un beso en la mejilla, antes
de dar media vuelta y salir del piso de Oliver.
Pasaron tres, cinco, diez segundos, en los que Oliver permaneció frente a
Daisy sin decir una sola palabra. Los inquilinos pasaban despidiéndose,
pero él era ajeno a ellos. El fulgor atormentado de su expresión masculina
era más que elocuente.
—Asumo que ese tipejo tuvo alguna relación contigo —dijo finalmente.
No le gustaba sentir cómo el veneno de los celos continuaba destilando en
su sistema cobrando mayor intensidad poco a poco. Apretó los dientes con
rabia.
—Fue algo del pasado, pero no te debo explicaciones, Oliver.
Él no creía tener la capacidad de sostener una conversación más extensa
con Daisy, porque las sienes le palpitaban. Cerró los ojos y se apretó el
puente de la nariz con el índice y el pulgar de la mano izquierda. Quería
saber si ese tal Álex era otro de los obstáculos que tenía que vencer en el
camino. Daisy era una mujer guapísima, así que sería ilógico creer que no
había detrás de ella algunos hombres tratando de llamar su atención. ¿Si eso
lo ponía feliz? Para nada.
—Lo sé —replicó, empezando a sentirse acorralado inexplicablemente
—. No pasa nada. Tienes derecho a tu pasado, como yo al mío.
El dolor de cabeza fue en aumento, la sudoración en las palmas de la
mano acompañó al pálpito agitado de su corazón, porque el recuerdo de su
secuestro durante tres días, antes de que sus compañeros lo rescatasen
durante una incursión de alta inteligencia en la franja de Gaza, lo impactó
de forma súbita. El psiquiatra del ejército le había dicho que los efecto de
sufrir el trastorno por estrés postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés)
tomaría tiempo en aminorarse, y podía tener episodios repentinos, porque
los detonantes eran imposibles de prever, tal como en este caso. Le recetó
píldoras para controlarlo, pero Oliver detestaba meterse fármacos en el
sistema, así que los tomó un período breve, y poco a poco se obligó a
dejarlo.
No quería volver a las píldoras, porque conocía incontables casos de
amigos y compañeros de armas que ahora eran adictos. No solo tenían que
luchar con sus fantasmas mentales, sino con la cuenta de una clínica de
rehabilitación para adictos. Oliver no tenía intención de convertirse en parte
de ese grupo de personas.
El psiquiatra también le había aconsejado hacer ejercicios de respiración
en el caso de que un súbito ataque de ansiedad o un ataque de pánico lo
tomara por sorpresa. Oliver sí que había seguido la sugerencia, y le
funcionó en su momento (como en Ringlings), sin embargo, en esos
instantes, le resultaba imposible intentar concentrarse. Necesitaba recostarse
en la cama, y sumirse en la tranquila oscuridad que le brindaba el sueño. A
pesar de que sus visitas al psiquiatra eran espaciadas, estas no habían
cesado, porque consideraba importante la ayuda profesional cada cierto
tiempo. De hecho, en una próxima sesión pediría otras fórmulas o ejercicios
adicionales a los de respiración para paliar los posibles ataques de pánico.
Por otra parte, Oliver llevaba meses evitando cumplir el último deseo de
Michael Pulark. Le debía una visita a la familia de su compañero fallecido,
entregarle la carta de condolencias escrita por el pelotón, como general de
la brigada pero no encontraba el valor para mirarlos cara a cara. Se sentía
culpable, y no era un asunto fácil de digerir. Sentía que era el último
eslabón para romper del todo las cadenas con Afganistán, y esperaba que
sus procesos empezaran a agilizarse (en su mente y corazón) para sentirse
libre del episodio que había cambiado su vida para siempre.
—Mmm. Okey —murmuró Daisy con el ceño fruncido.
Ella no requería poseer una especialidad en medicina o enfermería para
saber si una persona no estaba sintiéndose bien. El hecho de que él no
hubiera insistido en hablar, algo que parecía últimamente muy inclinado a
hacer, levantó sus sospechas de que algo no funcionaba, además del modo
en que (cada tanto) se apretaba el puente de la nariz, y parecía parpadear
con más rapidez cuando creía que nadie lo notaba.
—Te acompaño a la puerta —dijo Oliver, cuando el último invitado se
marchó y ya solo quedaba él con Daisy.
—¿Qué te ocurre? —preguntó con inquietud. La frente de Oliver estaba
empezando a perlarse de sudor, y su respiración parecía más trabajosa.
—Nada. Descansa, gracias por tu apoyo con el voto en la reunión —
replicó mirando hacia otro lado. Lo que menos quería era que ella lo
encontrara en una posición de debilidad—. Será bueno para todos reforzar
la seguridad. —Él no tenía idea cómo estaba sosteniéndose en pie cuando
empezaba a ver todo distorsionado. Tampoco sabía de dónde obtenía la
capacidad de elaborar oraciones coherentes.
—Oliver…—susurró con el ceño fruncido.
Él no pudo contener el desajuste de su cuerpo más tiempo, le dio la
espalda y fue con rapidez hasta el cuarto de baño. Se sostuvo del inodoro y
vomitó. Después bajó la válvula, luego la tapa, y posteriormente se quedó
con la cabeza gacha, los ojos cerrados, mientras trataba de que su
respiración recobrase un poco el ritmo normal.
Asustada, aunque aliviada de que todos se hubieran marchado, Daisy
cerró la puerta del apartamento. Siguió a Oliver hasta el cuarto de baño,
buscó una toalla y la embebió de agua helada. Le secó la frente, y mantuvo
el paño fresco sobre la piel con la mano derecha, mientras con la izquierda
le frotaba la espalda.
—Vete, por favor —pidió en tono contrito.
Ella hizo una negación, y se apartó tan solo para ir hasta la cocina. Llenó
un vaso con agua y se lo entregó a Oliver apenas regresó al cuarto de baño.
Él lo agarró sin protestar para luego beberse poco a poco todo el contenido.
Se incorporó y se cepilló los dientes. Sin decir nada caminó, sin importarle
la súbita cojera, hasta su habitación. Fue hasta la ventana con vistas a la
ciudad y abrió las cortinas; no había carteles de neones o luces molestas de
la calle que entraran a su habitación. Apagó la luz, eso sí, porque no la
soportaba, y luego se acomodó de espalda sobre el colchón.
Cruzó el brazo sobre los ojos. Soltó un suspiro quedo. Las palpitaciones
del corazón empezaron a bajar de intensidad y ya podía respirar mejor.
Daisy caminó con sigilo, y se sentó del otro lado de la cama, ni tan cerca
ni tan lejos. No quería incomodarlo. Podía llegar a entender que resultara
humillante o duro para un hombre tan orgulloso y fuerte como Oliver
hallarse en una posición vulnerable. Extendió la mano y la posó sobre el
brazo masculino.
—¿Cada cuánto te dan ataques de pánico? —le preguntó con cautela.
Él no respondió. Por un breve instante fueron sus respiraciones los
únicos sonidos que llenaban la máster suite del apartamento. El aroma era
por entero la deliciosa colonia de Oliver, y campo energético de fortaleza
que él siempre llevaba consigo, daba igual si atravesaba momentos difíciles
o diáfanos. Resultaba impresionante cómo un simple mortal podía impactar
en una estancia con tal fuerza sin moverse o elaborar movimiento alguno.
Daisy sabía que él no iba a abrirse con explicaciones sobre lo ocurrido, a
menos que encontrara un punto en común con el cual identificarse. Nada
tenía que ver el propósito que Oliver había manifestado de ganarse su
confianza, y sería ufano en ella, así como caprichoso, creer que él no tenía
derecho a guardar un lado de sí mismo para asumirlo o combatirlo en
soledad. Por eso decidió que podría ayudarlo a reforzar la idea de que no se
necesitaba ser soldado con un bagaje de vivencias pesado para tener ataques
de pánico, y que era algo que podía ocurrirle a cualquiera, hablándole de su
propia experiencia. Una experiencia que jamás había compartido con otras
personas, salvo por su círculo más íntimo: madre, abuela y hermanas.
Ella tomó una profunda respiración para ganar valor.
—Oliver —empezó con suavidad, apoyando la mano sobre la de él,
quien permanecía con los ojos cerrados—, el día en que mi madre recibió la
llamada de la muerte de papá, mi mundo colapsó. Eso, lo sabes. —Él hizo
un leve asentimiento que ella no notó—. El sepelio fue traumático: los
llantos, el desmayo de mamá, el desconsuelo de mis hermanas. Cada día sin
papá era una letanía; lo esperaba en el porche de la granja, porque no
terminaba de asimilarlo. Llegó un punto en el que creí que había acabado
todo mi repertorio de lágrimas, y no sabía si lloraba el alma.
—Lo siento, cariño… —dijo él en tono quedo, y entrelazó los dedos con
los de ella en un gesto inesperado para Daisy.
Ella tragó saliva, y agarró fuerzas para continuar. Incluso después de
tantos años, el recuerdo de esa etapa de su vida le parecía dura de traer al
presente.
—En las noches empecé a despertar gritando, llorando y bañada en sudor
—continuó, y acarició distraídamente los dedos de Oliver con los suyos—.
Tenía las peores pesadillas que pudieras imaginarte, y llegó un punto en que
era incapaz de salir de mi habitación si mis hermanas no me ayudaban. Por
eso falté a la escuela, al menos tres semanas seguidas. No era solo el duelo,
sino que tenía problemas para respirar, sentía que me ahogaba y las ganas
de salir corriendo sin rumbo eran tan fuertes que entraba en un estado de
pánico; temblaba. Al principio, mi abuela trataba de calmarme con té o me
abrazaba hasta que dejaba de llorar y me dormía de nuevo. Finalmente,
decidimos que juntas no estábamos ayudándonos, y fuimos a terapia.
Oliver abrió los ojos, giró el rostro para mirarla. La luz tenue que se
filtraba por la ventana les permitía distinguir mejor las sombras y contornos
mutuos.
—El trastorno de estrés postraumático lo tuve que vivir bajo tratamiento
durante cuatro años. Las píldoras me ayudaban, tu amistad fue un soporte
importante, al igual que el cariño de tu familia, pero era la consistente
decisión de mejorarme la que ayudó a que todo empezara a recuperar el
ritmo normal en mí. Desde entonces, yo logré superar esa etapa. No se me
olvida lo frágiles que somos, aunque también aprendí que los humanos
poseemos la capacidad de resiliencia. Aquí estoy, sobreviví a una instancia
dura de mi casi adolescencia, y sé que por eso soy más fuerte. ¿Acaso crees
que verte como lo hice hace un instante, apoyado contra la tapa del retrete,
cabizbajo, después de vomitar, me hace pensar menos de ti?
—No… No —afirmó con más convicción—. Gracias por compartir algo
tan personal… No sabía… Dios, Daisy, me habría gustado que lo hubieses
conversado conmigo —dijo con tristeza. La cabeza le dolía menos, casi
nada, y se sentía más en sintonía con la serenidad.
—Me ayudaba saber que estabas para mí, y que nos entreteníamos
conversando de todo un poco. ¿Por qué habría de contarte mis asuntos
personales para opacar la posibilidad de días felices junto a mi mejor
amigo?
—Porque podía ayudarte, y porque los amigos están en las buenas y las
malas. ¿Acaso no es lo que comúnmente suele decirse?
Daisy esbozó una sonrisa, lo miró con dulzura.
—Y porque somos amigos estoy contándote esto, Oliver, porque ser
vulnerable no implica ser débil.
—Viniendo de ti es una reafirmación muy fuerte —replicó.
Ella asintió levemente.
—Porque la fuerza no está en la capacidad de contener emociones, sino
en la habilidad de dejarlas salir para que sanen y sean reconocidas si son
buenas o dañinas, y así elegir desvanecerlas de la mente para que pierdan el
poder de herir.
Oliver tiró de ella hasta que Daisy se apoyó contra su pecho.
—Eres la mejor persona que conozco, y te agradezco que compartieras
algo así conmigo… —dijo besándole los cabellos, aspirando su aroma
como si fuese el elíxir de calma que le había hecho falta todos esos años.
—No lo he hecho para que me cuentes algo a cambio —murmuró,
elevando el rostro hacia el de él.
—Lo sé, Daisy —replicó con ternura—. Quiero contártelo, pero hay
cosas que jamás podré revelarte de mi trabajo en la armada. —Ella asintió,
comprensiva, porque entendía el tema del secretismo en esas instituciones
—. Tan solo que estos episodios, porque son personales y puedo hablarte de
ellos, habían sido esporádicos hasta hace poco, tratables. Sin embargo, se
desencadenaron uno tras otro a partir de la emboscada que sufrí en Oriente
Medio y por la que me dieron la baja. Estoy en tratamiento psiquiátrico,
porque necesito y quiero estar bien. —Le tomó el rostro con la mano,
fírmemente—. Quiero que sepas, Daisy, que jamás voy a lastimarte.
Ella esbozó una sonrisa. Se inclinó y besó a Oliver. Él se quedó
sorprendido de que fuese Daisy quien hubiera tenido un gesto así en esos
momentos.
—De eso estoy segura. ¿Estarás bien? ¿Puedo traerte algo?
—Solo tú —replicó mordiéndole el labio inferior para luego soltárselo.
Daisy le acarició la mejilla, y se apartó con suavidad.
—Mañana tengo que viajar a New Orleans para tomar una clase maestra
de repostería. Estaré de regreso en dos días. ¿Crees que puedas llevarme a
algún sitio bonito en los alrededores para entonces?
Oliver soltó una carcajada, y se sintió más ligero.
—Puedo arreglármelas —dijo—. ¿Qué hay con ese tal Álex?
Daisy meneó la cabeza con incredulidad. Algunos hombres no dejaban
escapar absolutamente nada cuando creían que existía competencia. «Dios».
—Tal vez pueda conversarte al respecto cuando vuelva —dijo
desenlazando sus dedos de Oliver, muy a su pesar, y apartándose de la cama
para ponerse en pie. Ya era momento de marcharse. Había sido un día
bastante intenso.
—Qué perversa eres, Daisy —dijo en tono relajado, aunque no le
gustaba la idea de ponerle cara a un examante de la mujer que quería a su
lado.
Ella tan solo se rio con suavidad antes de marcharse. Lo que pudiese
ocurrir entre ambos continuaba siendo incierto, aunque al menos habían
logrado sortear un paso importante: la vulnerabilidad de sus experiencias
personales. ¿Qué había ahora de aquellas que tenían que ver con la relación
rota de ambos?
CAPÍTULO 9
***
Los ojos prácticamente se le cerraban del cansancio.
Daisy deslizó la llave magnética y entró en la habitación. Se quitó los
zapatos, dejó el bolso pequeño a un lado, y fue hasta el cuarto de baño para
desmaquillarse. Le había compartido fotografías de Nueva Orleans a Oliver,
y este no respondió. Ella quería suponer que él estaba bien, porque después
de cómo dejaron las cosas entre ambos la noche anterior, la inquietaba un
poco lo siguiente a ocurrir.
Después de ponerse los pantaloncitos cortos y la blusa de algodón, que
era su pijama, consideró llamar a Oliver. Quería saber cómo estaba yendo
su rehabilitación, pero tenía dudas en marcarle. A veces, le parecía muy
curioso cómo una persona se hacía cientos de películas en la cabeza sobre
una situación hipotética: si iría bien, si no, qué pensaría la otra parte, estaría
siendo débil o estaría siendo decidida. «Quizá mañana». Apartó el edredón
de la cama para acomodarse, y luego agarró el teléfono para llamar al
servicio a la habitación del hotel.
Ordenó que le llevaran un té caliente, y unos beignets. Este último era un
dulce clásico y obligatorio para cada turista que pisaba Nueva Orleans.
Aunque ella no solía comer muchos dulces, a pesar de ser repostera, le
gustaba probarlos para apreciar cómo lo hacían en otros sitios.
Cuando era pequeña, y estaba en la cocina de su abuela observándola ir
de un lado a otro con espátulas y demás utensilios, se enamoró de todas las
posibilidades creativas que le brindaba la cocina. Le parecía hermoso cómo
de los más simples elementos se lograban presentar las comidas más
deliciosas.
Daisy empezó a mirar los canales de televisión, y a ratos miraba el móvil
a ver si tenía un mensaje de Oliver. No había nada. ¿Era normal el picor en
la yema de los dedos por su deseo insistente de saber de él? ¿Cuándo la
llamaría? Sus interrogantes personales saltaron por las nubes cuando
tocaron la puerta. «¡Buñuelos!», pensó saliendo de la cama.
—Grac…—empezó a decir al abrir la puerta de sopetón, aunque claro,
no era el camarero, sino la persona que menos hubiera imaginado.
—Supongo que es un bonito recibimiento —dijo Oliver con una sonrisa,
mirándola de arriba abajo—, aunque estoy seguro de que los camareros
aquí no tienen un seguro médico que alcance para cubrir un infarto al verte
con tan poca ropa.
Daisy se rio, y sin pensarlo demasiado lo abrazó de la cintura.
—Oliver, creía que no iba a saber de ti hasta que yo regresara a la ciudad
—dijo en un tono de incredulidad por verlo ahí.
—¿Es lo que hubieses querido? —preguntó. La sostuvo con fuerza
contra su cuerpo, y luego la apartó con suavidad para mirarla a los ojos.
—No —replicó sonriendo.
El viaje en avión fue el primero en muchos meses para Oliver, lo cual
implicó un paso grande. Contrario a su temor inicial, el control de seguridad
en el aeropuerto no fue invasivo. De hecho, cuando le mostró el carnet de
veterano de guerra al agente, este le agradeció por su servicio. No lo
molestaron por la prótesis.
Oliver procuró mantener, a lo largo de todo el trayecto aéreo,
pensamientos positivos para contrarrestar aquella vocecilla incómoda que le
decía que podían existir problemas con el motor, que el vuelo iba
demasiado copado, que el niño sentado a su lado quizá estaba ahí para
recordarle las vidas perdidas en Afganistán, y que él no era tan valiente para
resistir ese vuelo sin un ataque de pánico inminente. Los 53 minutos de
escala en Atlanta, le sirvieron para recuperar el temple por completo. Estaba
decidido a desmontar la negatividad, y mantener la entereza que lo
caracterizaba.
Había leído suficientes libros de superación personal como para
convertirse en coach, pensaba Oliver con ironía. Cuando se sufría de
síndrome de estrés postraumático las consecuencias en cada ser humano
eran distintas, duras inclusive, pero al final, todo tenía solución. Gran parte
del tiempo, los espacios cerrados parecían ser los predilectos para que
ocurriesen súbitas alteraciones emocionales, y un avión entraba en esa
categoría. Oliver permaneció en el asiento de la aeronave pensando en lo
mejor de llegar a su destino: Daisy.
Como ella sí le comentó cuál era el hotel en el que estaba hospedándose,
a él le fue más sencillo organizar ese súbito viaje. Se sentía más libre
después del episodio en el apartamento y la conversación con Daisy en la
habitación.
—Me alegra escuchar eso, porque sé que sorprenderte se me da bastante
bien —dijo Oliver ante la sonrisa femenina.
—Entra, por favor —dijo ella abriendo la puerta. Al notar la mirada
sensual de Oliver, Daisy recordó que no llevaba sujetador y estaba en
pantaloncillos—. Voy a ponerme algo menos…
—¿Tentador? —preguntó Oliver, muy consciente de cómo los pezones
erectos se marcaban a través de la blusa de algodón rojo.
Se moría por besarla toda, conocer los sabores de cada rincón del cuerpo
curvilíneo, y aprender cada gemido de Daisy. Necesitaba escucharla gritar
su nombre, experimentar el pálpito de los pliegues delicados contrayéndose
alrededor de su duro miembro. Y es que a Oliver le parecían muy lejanas
las noches de juerga sexual en el extranjero; tan vacías. Cuando la vida te
golpeaba, lo más difícil era continuar ignorando las señales, y era
indispensable establecer nuevas prioridades para darle un giro a la
existencia. Incluso si eso implicaba empezar de cero.
—Eres imposible —murmuró, sonrojada, yendo hasta donde se
encontraba su equipaje. Sacó un jersey ligero y se lo puso para tratar de
poner una capa más de ropa a la camiseta del pijama—. Ahora entiendo por
qué no comentaste mis fotografías ni mensajes —dijo de buen humor—.
Gracias por haber venido hasta acá.
—Puedo decir —dijo haciéndole un guiño—, que es un verdadero placer.
Daisy meneó la cabeza, y afianzó el jersey a su alrededor. El aroma viril
y masculino de Oliver inundó sus fosas nasales.
La relación de ellos era de aquellas que, a pesar de que existía un tiempo
prolongado de separación, al reencontrarse y aunque estuvieran las heridas
latentes, parecía como si en realidad jamás el otro se hubiese marchado.
¿Tenía que ver con el invisible lazo que unía a una persona con otra, sin
importar la naturaleza del vínculo? ¿Ocurría acaso solo cuando dos almas
estaban inexorablemente destinadas por amor?
Oliver rebuscó algo en el bolsillo y sacó un sobre que, por el aspecto
vetusto, había visto de seguro mejores días. De pie, en el centro de la
habitación, ella reconoció lo que él estaba extendiéndole. Tomó el papel y
sacó el contenido. Desdobló la carta con cuidado y se le nublaron los ojos
de lágrimas. Leyó en voz alta.
Oliver:
Eres mi mejor y más querido amigo. Jamás voy a olvidarte, incluso si
pasan años.
Si no fuera por ti, aún tendría miedo de las ranas, y no hubiera aprendido a
nadar.
¿Serás mi amigo siempre también verdad?
Daisy.
***
Oliver no logró conciliar bien el sueño. Las pesadillas lo atormentaron
hasta las tres de la madrugada, pero al despertar lo primero que hizo fue
escribirle a Daisy para dejarle saber que su vuelo de regreso saldría al
siguiente día, aunque no en el mismo horario del de ella. No quería
presionarla pidiéndole que desayunaran juntos.
La noción, y también confirmación, de que ella había correspondido sus
sentimientos tiempo atrás, le daban la esperanza de que pudiese revivirlos.
A juzgar por la forma en que lo tocaba, gemía con sus besos y se amoldaba
a su cuerpo, la posibilidad de seducirla, reverenciar sus curvas, perderse en
el placer del aroma de su piel, le parecía menos inalcanzable. Se moría de
deseo por Daisy. Sentía que su cuerpo estaba atravesando una bomba de
tiempo, aunque más su corazón.
Después de aprovechar el gimnasio del hotel, se duchó y puso rumbo
hacia una farmacia para comprar unas píldoras que calmasen el tamborileo
de sus sienes. Cuando no descansaba adecuadamente, su cuerpo parecía
protestar con rabia, y daba igual si intentaba desfogar la energía con el
ejercicio. Los dolores de cabeza eran menos frecuentes, aunque cuando se
presentaban, le provocaban más malestar de lo usual.
El teléfono le vibró en el bolsillo. Por lo general, no respondía si el
número del que lo contactaban no estaba registrado. En esta ocasión fue
diferente.
—Hola —respondió en tono cortante.
—¿Estoy comunicándome con Oliver Clarence? —preguntó la voz
femenina con un atisbo de duda, así como incertidumbre en la voz.
Él frunció el ceño, mientras abría la puerta de una farmacia de la cadena
CVS. El acondicionador de aire, lo refrescó.
—Depende quién sea la persona que llame —dijo, dirigiéndose al pasillo
en el que sabía que encontraría las Tylenol.
Sonrió al encontrar el pequeño frasco, y fue a la caja a pagar. Después
tenía planeado comprar por internet una tarjeta de regalo en un exclusivo
SPA en Louisville para Daisy. Esperaba, de verdad, que después de la noche
anterior, ella se abriese emocionalmente a él y permitiera dejar que
germinase la posibilidad de estar juntos. Estaba preparado para el rechazo,
por supuesto, aunque no por eso iba a dejarse guiar por el pesimismo o
pensamientos derroteros. Luego de la confesión de Daisy, sobre sus
fracasadas relaciones de pareja, entendía que por ahora no tenía
competencia. Y el tarado del edificio, el tal Álex, fue solo una molestia de
una noche y para el olvido.
—Sé que quizá no es el momento más adecuado… —dijo la mujer.
Oliver abrió con la mano libre el frasco, se echó dos píldoras y luego
agradeció a la dependienta que le hubiera dado un vaso de agua.
—Voy a cortar la llamada ahora mismo, no tengo tiempo para bobadas
reflexivas —replicó Oliver con dureza.
Cuando regresó a la calle, el aire natural lo rodeó. No había mucha gente
alrededor, así que no podía ejercer sus usuales palabras gruñonas si alguien
tropezaba sin querer. Procuraba huir de los sitios congestionados. No le
hacían bien, así como tampoco aquellos lugares con demasiado ruido.
—¡No, no, por favor! Escucha, tal vez nunca encuentre un tiempo
adecuado para hablarte, pero cuando pregunté entre los amigos de mi
hermano, me dieron tu número de móvil. No puedo postergar más la
angustia que llevo dentro. Sé que nuestra relación, por muy breve, al menos
no terminó mal… —se aclaró la garganta, como si estuviese procurando no
llorar—. Oliver, sé que eres la única persona capaz de ayudarme a aceptar la
partida de mi hermano, y decirme sobre sus últimos momentos de vida.
Sigo viviendo en Louisville, ¿estás aquí? Necesito respuestas que el ejército
no me dará… Sé que eras el general a cargo de la unidad aquel día… Ese
día… —se le cortó la voz—. ¿Podrías considerar, por favor, la posibilidad
de vernos?
—¿Quién diantres eres? —preguntó, aunque la sospecha que se anidó en
su mente lo hizo sudar frío.
—Soy Chelsea Pulark, la hermana de Michael.
—Chelsea —murmuró Oliver con resignación—, lamento tu pérdida.
Llevaba semanas dándole largas a la intención de visitar a los Pulark,
porque el hacerlo implicaba recordar, y considerando que las memorias de
ese episodio eran tristes y sangrientas, pues era muy duro revivirlas, en
especial si él fue el general de la brigada que se suponía que tuvo que
mantener fuera de peligro a sus hombres. No se sentía con la fortaleza de
ver a Chelsea, a pesar de que la última petición de Michael, mientras se le
iba la vida, fue que la contactase.
Con Chelsea tuvo un devaneo por un par de meses, intermitente, y
también era cierto que la pasaron muy bien hasta que Oliver tuvo que
marcharse de la ciudad. Todo terminó bien entre ambos así que no existían
motivos, ajenos a los malos recuerdos en el extranjero por los conflictos
bélicos, para rehusar contactarla. En este caso se trataba de asuntos de una
naturaleza inusitada.
—Gracias…
—Siento no haberte llamado o visitado, lo único que puedo decir es que
también he tenido unos meses difíciles… No lo tomes a mal, Chels —dijo,
llamándola en esta ocasión por el apodo por el que siempre la había
reconocido—. No he sido capaz de agarrar el teléfono.
—Lo puedo entender —murmuró ella—, ¿podrías tomarte un café
conmigo? No te preguntaré nada que pueda comprometerte.
Oliver no podía continuar dilatando esa situación. No solo tenía un
mensaje para ella, sino también una insignia que perteneció a Michael y
este siempre llevaba con él. Alcanzó a tomarlo, así como la insignia con el
nombre grabado en metal. Por supuesto, solo esto último lo entregó a sus
superiores para que fueran enviados a casa, a la familia Pulark,
conjuntamente con la bandera de Estados Unidos plegada.
Él asistió al sepelio de Michael, agazapado entre los árboles, a lo lejos
como un testigo invisible, sintiendo la miseria de otros como suya. No
podía lidiar con el dolor de otros, pues con los suyos tenía más que
suficiente, menos si eran familiares de un compañero caído bajo su mando.
Después, agobiado por sus propios demonios, regresó del cementerio para
quedarse encerrado en la Granja Clarence hasta el día en que Daisy decidió
presentarse en su habitación de forma súbita.
—Ahora estoy en Nueva Orleans, Chels. Prometo que cuando esté de
regreso en Kentucky voy a llamarte y hablaremos.
Del otro lado de la línea se escuchó la exhalación de alivio de Chelsea.
—¿Sí? Eso sería… —carraspeó, porque no sentía poder articular más
frases largas—. Gracias, Oliver. Te veo pronto.
—De acuerdo, Chels.
CAPÍTULO 11
***
Oliver se jactaba de ser una persona muy puntual. Por eso estaba, diez
minutos antes de la hora en que Daisy lo había convocado al bar, en el
elevador para ir a la planta baja en la que se encontraba la galería y algunos
restaurantes del hotel. Se sentía optimista y dispuesto a escuchar lo que sea
que ella tuviese que decirle. Si Daisy era la que estaba dando el primer paso
esta ocasión, la perspectiva para él era optimista.
Le fastidiaba haber perdido su mañana con la vidente en lugar de
disfrutar la soledad en algún parque o sitio muy cercano al río. El agua solía
tener un efecto tranquilizador en él. Por eso disfrutaba tanto de la
naturaleza. No en vano hizo construir un gigantesco estanque artificial en la
granja de sus padres, y que ahora estaba lleno de patos y gansos. Además, le
daba un valor visual a la propiedad.
La pierna había dejado de molestarle, y él se sentía bastante mejor con la
prótesis. Él tenía la convicción de que, sin importar el obstáculo, la
constancia era la única que podía vender los inconvenientes en el camino.
Durante mucho tiempo se dejó guiar por el miedo a fallar, caerse, ser la
mofa de terceros, no ser capaz de alcanzar sus objetivos, y en especial,
perder su identidad. Al final, descubrió que, si se fijaba en el miedo que lo
invadía, en lugar de hacerlo en el modo en que podría alcanzar su objetivo,
sin duda alguna iba a fallar porque su energía estaba enfocada en el punto
equivocado. En esos meses había crecido, a paso de tortuga, como persona.
Jamás pensó considerar una tragedia como la posibilidad de reconstruirse
desde el interior.
Cuando entró en Kaléidoscope, Oliver notó que estaba abarrotado. La
etiqueta de vestir era semiformal, y él era de aquellos que seguían las
reglas, al menos si le convenían. Avanzó, porque el entorno no era
demasiado amplio, y no se le hizo difícil encontrar la cabellera rubia que se
le hacía tan familiar. Claro, sabía que los hombres no se fijaban en
determinados detalles femeninos, pero él no era cualquier civil, sino un
exmilitar entrenado en el arte de fijarse en los mínimos detalles.
Cómodamente sentada en la silla alta de la barra, Daisy era ajena a la
presencia de Oliver, así que él aprovechó para acercarse.
—Entonces, ¿qué opinas de mi propuesta? —preguntó Claude
esbozando su sonrisa que vendía cientos de miles de dólares en publicidad
gastronómica en Francia.
Daisy había tenido una conversación muy placentera con el Chef. Él se
mostró en todo momento muy respetuoso de sus opiniones, y jamás
menospreció el hecho de que sus experiencias profesionales fuesen tan
diferentes.
Lo que Claude proponía era aprovechar la coyuntura de las redes
sociales y unirse a un grupo de reposteros, chefs y demás, de todo el mundo
que brindarían clases online a escuelas de cocina seleccionadas por el
programa de la Fundación Claude Flavors, dirigido a jóvenes talentos. Cada
mes, la organización registraba dos mil estudiantes. A ella le parecía
increíble la propuesta, así que cuando sugirió que lo haría a cambio de que
la marca Happy Sugar figurara en la publicidad, no fue rechazada. Daisy
estaba en la nube nueve de felicidad.
—Me encanta, gracias por considerarme —replicó, mientras terminaba
de beber el cóctel que ya llevaba rato en su mano, y ella consumía de a
poco.
Claude le hizo un guiño.
—Ahora, me gustaría preguntarte algo que, espero, no esté fuera de lugar
—expresó el francés con un brillo de inequívoco interés sexual en su
mirada—. Después de todo ya hemos terminado de hablar de negocios.
Daisy observó la hora con disimulo. ¡El tiempo había pasado muy
rápido! La reunión que ella creyó que tardaría menos de cuarenta minutos,
ya llevaba más de eso.
—Mmm, ¿qué sería eso, Claude? —preguntó riéndose, consciente de
que el hombre creía tener sutileza, pero su tono frontal deshacía el efecto.
—Me pareces una mujer hermosa. Pasa nuestra última noche en Nueva
Orleans en mi cama, chérie.
Daisy estuvo a punto de contestarle que no estaba disponible, pero una
mano firme se apoyó sobre su hombro, interrumpiendo. Ella giró el rostro
para encontrarse cara a cara con la expresión asesina de Oliver. «¿Cuánto
habría escuchado?».
—Supongo que cuando dijiste por mensaje de texto que querías
“mostrarme algo”, te referías a que viese con mis propios ojos que has
decidido dar vuelta a la página —dijo Oliver, sin mirar al extranjero, fijando
su mirada en Daisy.
Sentía la sangre corriéndole las venas, casi podría jurar que estaba
escuchando el rugido de ese fluido vital. El corazón bombeaba como si
hubiera entrenado en el gimnasio durante dos horas sin detenerse. Lo último
que habría esperado de Daisy era que lo citara en un sitio en el que estaba
en una cita con otro hombre. ¿Quién carajos hacía algo como aquello?
—¿Qué dices? No, por supuesto que no. Él es Claude Arnaud, el chef
que dio el curso de repostería —replicó, aturdida por el hecho de que Oliver
estuviese haciendo conjeturas apresuradas. Claro, ella quizá habría tenido la
misma impresión de ser inversos los escenarios, así que tampoco podía
mostrarse ofendida por la desconfianza. Vamos, si era ella quien necesitaba
confiar en Oliver, aunque al parecer los papeles estaban invirtiéndose.
«Enseñanzas de humildad»—. Estamos hablando de temas de negocios y lo
que sea que hayas escuchado iba a rechazarlo.
Arnaud se carraspeó, y tanto Oliver como Daisy lo miraron.
—No quise causar problemas —dijo Claude—, y quizá en lugar de
hacerte la propuesta personal, primero debí preguntarte si tenías pareja. —
Dejó varios billetes de cien dólares sobre la madera de la elegante barra,
luego se bajó del asiento alto. Era tan solo milímetros más alto que Oliver,
pero la imponente presencia del exmilitar lo hacía parecer más poderoso—.
Contamos contigo para el proyecto en la fundación, Daisy. Lamento el mal
momento. —Después miró a Oliver—: Espero que tenga en cuenta —dijo
sin tutearlo—, que ha sido todo mi culpa.
Oliver no replicó, y tan solo esperó a que Claude se marchara. La música
de fondo del restaurante se entremezclaba con los murmullos, altos y bajos,
de la gente.
—No iba a… —empezó Daisy.
Lo que por derecho de vida le corresponde en el universo no le será
arrebatado, salvo que, por libre albedrío, decida un curso diferente por su
forma de actuar. Las palabras de la tarotista, horas atrás, llegaron de repente
a la memoria de Oliver. Frunció el ceño, porque ahora entendía el sentido
de esas palabras. En esos instantes, él tenía la potestad de elegir si tratar de
ver la escena que acababa de presenciar con claridad o dejar que los celos y
la decepción se interpusieran.
El raciocinio era difícil de establecer cuando la mujer que quería, no solo
estaba vestida con un sexy vestido corto en tono violeta con un hombro
desnudo, el cabello acicalado en ondas perfectas, y el maquillaje que la
hacían parecer una jodida modelo de anuncio publicitario, sino que parecía
inalcanzable. Imposible no cuestionar si se habría vestido así para el tal
Arnaud.
Se frotó el puente de la nariz, y luego bajó la mano con renuencia.
—Ahora mismo estoy tratando de controlar las ganas que siento de
sacarte de esa silla en brazos, y mostrarte a quién perteneces. Aunque, si
has decidido que prefieres estar con otros, a pesar de todo lo que he
confesado de mí, dímelo —pidió con un tono severamente calmado. Si
dejaba fluir sus emociones, entonces podría expresar palabras de las que
seguro iba a arrepentirse más adelante.
Daisy lo miró, horrorizada. Su plan se había torcido. Oliver llegó en el
peor momento, y quizá no fue una idea tan pragmática la suya el querer
sacar provecho del tiempo para así consolidar dos temas importantes.
Menos mal se dedicaba al negocio de repostería, y no a la negociación
diplomática, porque de ser así, una legión de países ya habría entrado en
conflicto con el suyo.
—No iba a aceptar la propuesta de Claude —dijo insistiendo en ese
aspecto —, pero llegaste antes de que pudiera responder a su sugerencia.
Esa es la verdad —susurró, mientras lo observaba con intensidad.
Los sonidos de alrededor carecían de importancia para ella, hasta el
punto de no ser capaz de escucharlos. Solo le importaba el hombre que
tenía a su lado, y convencerlo de que no estaba jugando con sus emociones.
Ella no era esa clase de persona. Menos con Oliver.
—Supongo que es tu estilo usual vestirte para una simple reunión, tal
como si fueses a ejercer de modelo de revista —replicó Oliver con ironía.
Daisy esbozó media sonrisa.
—Si tanto te ha impresionado mi aspecto, entonces quizá debas saber
que me vestí así porque consideré que una noticia bonita tenía que darse
con la ilusión que produce el sentirse bien —dijo ella—. ¿Puedes creerme
cuando te digo que no he tenido nada con Claude, y que iba a rechazar su
sugerencia?
Oliver soltó una exhalación. No iba a permitir que sus inseguridades lo
hicieran actuar de manera equivocada o decir palabras hirientes para
escudarse. Sí, quizá podía darle un poco de crédito a la mujer de la calle
Toulouse y sus extraños consejos.
—Sí —dijo con convicción, y su pecho se ensanchó cuando vio cómo se
relajaba la expresión de Daisy, y ella desplegaba una hermosa sonrisa para
él.
—Gracias, Oliver.
—¿Acaso no dicen que la confianza debe ser mutua? —preguntó ella.
Oliver hizo un asentimiento, y se sentó en el asiento vacío frente a Daisy.
—Estás muy guapa, más de lo usual, y ese vestido es demasiado
tentador.
—Me alegra que te lo parezca —replicó haciéndole un guiño.
Armándose de valentía agregó—: Ahora que ha quedado aclarado el asunto
con Claude, el motivo por el que te cité es porque quiero que sepas que
deseo remover aquello que no es ya parte de nosotros: el pasado. Quiero
darnos la posibilidad de estar juntos, como una pareja y de forma exclusiva,
Oliver. Si a ti te ha fastidiado verme con otra persona, aunque hubiese sido
una confusión, ¿acaso crees que no me ocurriría lo mismo?
—La exclusividad es una decisión que me parece perfecta, porque
contigo no pienso dejar nada otra vez al azar —replicó. Luego se inclinó
sobre el asiento para susurrarle al oído—: Creo que es momento de
marcharnos de aquí.
Daisy se rio, y asintió, mientras la recorría un temblor de excitación.
CAPÍTULO 12
***
***
Después de los días transcurridos, Daisy se sentía más completa. Como
si, al fin, todas las piezas del rompecabezas que era su vida sentimental
hubieran encontrado el sitio que les correspondía. No tenía conflictos
consigo misma, y la sensación de que el pasado había sanado le brindaba
una certeza única de libertad.
En la tarde, después de elaborar una lista de sus clientas más asiduas
para enviarles un detalle por su fidelidad en Happy Sugar, aprovechó para
pasar por una tienda de lencería. Su plan para esa noche consistía en seducir
a Oliver, y explorar nuevas formas de alcanzar el placer a su lado.
Él era un amante generoso, versado, y poseía esa intuición única en la
cama que le permitía hallar el punto y el momento exacto para hacerla
vibrar. Daisy no habría imaginado que, después de perder toda ilusión con
Oliver, las circunstancias hubieran conspirado para que estuvieran juntos.
Se miró en el espejo, giró sobre sí misma, y esbozó una sonrisa.
El conjunto de lencería azul cielo de seda le quedaba como un guante, y
destacaba sus mejores ángulos. El precio era lo de menos, porque lo que
más le gustaba era ver siempre la expresión de descarnado interés en Oliver.
Ella no consideraba posible que algún día se cansara de notar y sentir
cuánto la deseaba.
Utilizó un cómodo vestido informal para cubrir su cuerpo. Llevar ropa
interior bonita, y con un propósito sensual de por medio, era como estar
guardando un secreto que solo podía compartir con una única persona. La
pequeña maleta de viaje, porque Oliver le había anunciado que pasarían el
fin de semana en un sitio especial, estaba lista y también incluyó unas
prendas muy especiales.
Con una sonrisa llamó a la puerta de Oliver, al instante escuchó girar la
manilla de la puerta. Sin embargo, la persona que estaba ante ella era una
desconocida. Una mujer que jamás había visto en su vida, en el apartamento
de su novio. El instinto posesivo la sacudió, y la oleada de celos fue
inevitable.
—Hola —dijo la mujer—, me llamo Chelsea. ¿En qué puedo ayudarte?
Daisy miró los dedos elegantes de una pulcra manicura. Un poco más
alta que ella, con un sedoso cabello pelirrojo ondulado, y una mirada felina,
la tal Chelsea era la típica persona que no necesitaba de muchos adornos o
arreglos para lucir bien.
—Soy Daisy, y tan solo quiero saber si está Oliver aquí —preguntó,
porque sus buenas costumbres le impedían ser grosera.
La pelirroja asintió, y abrió la puerta para que pasara.
—Chels…—llamó Oliver saliendo del corredor de su apartamento.
Llevaban veinte minutos desde que llegaron, y él al parecer había
olvidado el sitio en el que guardó o creyó guardar la insignia. Finalmente la
encontró sobre el gabinete del cuarto de baño. El problema con su memoria
no tenía que ver con efectos postguerra, y todo con esa clase de herencia
familiar que era preferible que pasaran a otra generación en lugar de la de
él.
—Tienes una visitante —replicó Chelsea con suavidad, apenada de que
su presencia pudiera malinterpretarse.
Oliver terminó de frotar la insignia para limpiarla bien, y luego elevó el
rostro para encontrarse con la expresión confusa de Daisy. «Oh, Dios. No»,
pensó con agobio. Se suponía que esa noche iban a salir a un sitio especial,
y ahora, a juzgar por la mirada desconcertada de su hermosa Daisy, iba a
tener que arreglar algo que jamás consideró que pudiera ser un
inconveniente.
—Hola, cariño —dijo Oliver, acercándose para darle un beso suave a
Daisy en los labios. Ella no lo devolvió, pero tampoco se alejó—. Ella es
Chelsea Pulark, y su hermano y yo servimos juntos en mi último tour en
Afganistán. Él no regresó.
—Oh —replicó Daisy, y su expresión se tornó compasiva hacia Chelsea.
Le dijo—: Qué pena que hayas perdido a tu hermano.
—Gracias —murmuró, y cuando Oliver le extendió la insignia que se
pasaba de generación en generación en la familia Pulark, los ojos se le
llenaron de lágrimas sin derramar—. Tan solo vine porque este —le mostró
el broche a Daisy—, es el último e inesperado recuerdo de mi hermano.
Daisy pudo al fin respirar y asintió. Ella presenció las palabras de
despedida de Oliver con Chelsea. Al tener en su expediente de relaciones
sentimentales la infidelidad, el piloto automático de desazón y celos que se
desataba resultaba un poco incómodo. Sabía, en su corazón, que Oliver no
la engañaría de ninguna forma, pero ¿qué sabía la mente irracional de los
hechos comprobables?
Una vez que estuvieron a solas, Oliver se acercó a Daisy y la abrazó.
—Hey —dijo al cabo de un momento, apartándose para apartarle los
cabellos rubios del rostro y colocar los mechones rebeldes detrás de la oreja
—, me alegra que hayas venido. Ya tenía planeado ir a buscarte apenas
volviese de mi reunión, y si no se me hubiera olvidado la insignia así habría
ocurrido.
—Tu reunión era con una persona que necesitaba respuestas sobre el
pasado me comentaste, aunque no de quién se trataba con exactitud —
replicó apartando la mirada—. La manera en que te sincronizabas con ella
al hablar o moverte… Sé que nunca me lastimarías, Oliver, pero tan solo
por curiosidad, ¿tú y ella…?
—Hace varios años, cariño mío, sí. Un affaire de verano y nada que
destacar más allá de eso —replicó con amor—. Su hermano murió en mis
brazos, y yo había dilatado demasiado tiempo la posibilidad de darle un
último mensaje que él me pidió que le diera a Chelsea. Nadie significa más
que tú para mí.
Daisy se relajó por completo, y asintió.
—Ah, me gusta escuchar eso.
Él esbozó una leve sonrisa, le tomó la barbilla y la besó. Daisy se quedó
pensativa por unos microsegundos, pero pronto abrió su boca para recibir la
íntima caricia de la lengua masculina sobre la de ella. Oliver besaba con
dulce audacia.
—Te amo, Daisy, y solo existes tú para mí.
Ella le rodeó el cuello con los brazos, y se rio cuando sintió su dureza, a
través de la tela del pantalón, presionando.
—Lo sé, pero creo que si un hombre te recibiera en mi apartamento al
caer la noche, entonces tú no habrías dado saltos de alegría precisamente.
Oliver soltó una carcajada.
—Eso es correcto —replicó tomándola en brazos—, y ahora creo que
necesitamos reafirmar lo mucho que nos deseamos el uno al otro.
—¿Está cancelada la escapada que íbamos a hacer esta noche? —
preguntó riéndose—. Porque la verdad es que en mi maleta de viaje tengo
pequeñas cosillas que quizá pudieran interesarte —dijo, flirteando.
Él la dejó sobre el colchón de la cama, y empezó a deshacer con
facilidad los botones frontales del vestido. Al notar la seda que cubría los
pechos, y la sensualidad de esas curvas, cuando la dejó por completo en
ropa interior, sintió cómo su propio miembro vibró. Nadie jamás
conseguiría que sintiera la plenitud que ya experimentaba ahora por tener la
certeza de que ella lo amaba con sus fantasmas y también con sus lados más
brillantes.
—No, Daisy. Ya que estás aquí vamos a cambiar el orden de mi
itinerario.
—¿Ah, sí? A ver, cuéntame —murmuró, mordiéndole el labio inferior.
Le rodeó las caderas con sus piernas. El vestido que había elegido, y
ahora estaba en el piso de la habitación de Oliver, era todo de botones
frontales, y lo había elegido a propósito en su plan de seducción. Le alegró
que, a juzgar por el brillo febril de interés sexual hacia ella, hubiera dado
resultado. Claro, la idea era seducirlo al regreso de la cena que iban a tener
juntos, pero ahora le daba igual. Su cuerpo vibraba ante la perspectiva de
ser acariciado por el hombre que sabía tocar los puntos exactos.
—Primero —dijo, mientras se quitaba la camiseta gris—, vamos a
disfrutar el postre. —Deslizó hacia abajo las copas del sujetador para
revelar los pechos deliciosos de Daisy. Se inclinó para chupar las areolas
rosadas con fuerza—. Luego, mi amor, tendremos la cita que te prometí.
***
Hermitage Farm Land estaba ubicada a treinta minutos de distancia del
centro de Louisville. La granja era turística y ofrecía, entre sus variadas
opciones de entretenimiento, la posibilidad de hospedarse en la casa de dos
pisos que estaba prístinamente conservada y tenía un siglo de existencia. No
era fácil lograr acceso a la casa, porque la cantidad de personas que querían
pasar los fines de semana en pareja o en familia era numerosa. Con ese
referente del alto interés, Oliver había planeado su viaje con bastante
tiempo de antelación. A él le encantó ver la expresión ilusionada de Daisy
cuando entraron a la propiedad, y la recorrieron. El jardín trasero era
precioso y estaba muy bien cuidado. Todo era de lujo, aunque lo más
importante consistía en la sensación de estar rodeados de un ambiente
cálido y hogareño.
—Este sitio es bellísimo —dijo Daisy, apretando sus dedos entre los de
Oliver, mientras caminaban de la mano en el Paseo del Arte de la granja. Se
trataba de un sendero de árboles iluminados con proyecciones de obras de
arte famosas, y estaba disponible hasta las diez de la noche.
—Me alegra que te haya gustado —replicó acercándola a su cuerpo y le
dio un beso en la mejilla—. Estás preciosa, Daisy.
Ella apartó el rostro de los árboles y lo miró con una sonrisa.
—Debo confesar que nunca me voy a cansar de escucharte decirlo.
Oliver se rio bajito.
—Lo tendré muy en cuenta —le hizo un guiño, y continuaron su camino
—. Aquí —señaló cuando llegaron a un grupo de árboles que tenían dos
banquetas cerca. La proyección en esta área eran las pinturas de Monet. Las
tonalidades eran veraniegas, y el contraste con las formas de la naturaleza
sobre las que se proyectaban brindaban un mayor e intenso realce. Parecía
una zona mágica—, sentémonos un rato.
Daisy se preocupó de inmediato y lo agarró del brazo.
—¿Te duele la pierna? ¿Estás bien? —preguntó mirándolo con dulzura.
—No, cariño, tan solo quiero que nos sentemos un momento a apreciar
lo que tenemos: el ahora. —Se acomodaron uno junto al otro en la banqueta
—. A diferencia de otras personas, me parece que debemos estar
agradecidos de contar con una segunda oportunidad y tener la certeza de
que el futuro solo va a existir en la medida que construyamos un buen
presente.
—Lo estamos haciendo bien —dijo Daisy inclinándose para besarlo con
brevedad. Sabía que si se detenía un poco más a saborear a Oliver, los
pocos paseantes iban a ser testigos de un espectáculo.
—Creo que podemos hacerlo mejor —replicó, y a continuación se apartó
con un movimiento que terminó con él de rodillas frente a ella—. ¿No te
parece?
—Oliver…—susurró, cuando él sacó una cajita pequeña del interior de
la chaqueta y expuso un anillo de matrimonio. El brillante parecía
multicolor con todas las luces que se proyectaban.
Por lo general, los nervios no solían tomarlo desprevenido, pero era la
primera ocasión en que hacía una propuesta de matrimonio. No daba nada
por cierto. Ella podía rechazarlo, no porque no lo quisiera, sino porque
Daisy a veces solía tener las más extrañas reflexiones. Si lo rechazaba, él lo
volvería a intentar una y otra vez.
—Hemos pasado meses juntos, pero el amor que siento por ti no conoce
de tiempo o espacio. Eres la única persona que conoce mis lados oscuros, y
sigue a mi lado impulsándome; que sabe lo que es la felicidad y está
dispuesta a compartirla sin egoísmo; que me sacó de un Infierno para
conocer la gloria de tus caricias, el placer de sus suspiros, y el júbilo de
saberme aceptado en mi totalidad. Gracias a ti soy un mejor hombre con la
intención de continuar trabajando en el proyecto más importante: tú y yo.
No soy perfecto, pero te amo, y no podría concebir una vida lejos de ti. Son
tus besos, tu sonrisa, el candor y la pasión que hacen del sexo un paso al
Cielo, pero es tu corazón el que consigue hacer mi vida más brillante y
esperanzadora. Eres mi mejor amiga, mi compañera, mi confidente, mi
amante… mi todo. Daisy Amelie Marchand, ¿me harías el honor de ser tu
esposo? ¿Aceptarías casarte conmigo?
Ella se quedó boquiabierta, porque en ningún momento sospechó que
Oliver quisiera casarse. Claro, en algún instante se le cruzó por la mente
que el tema surgiría entre ambos, pero jamás que él lo hiciera… Estaba en
shock, emocionada, extasiada, y creía que en ese momento podía elevar la
mano y tocar las estrellas.
Oliver bajó la mirada, y Daisy se dio cuenta de que había estado
pensando demasiado, mientras él continuaba de rodilla. Se tapó la boca y
soltó una risa nerviosa. Después extendió las manos y tomó el rostro de
Oliver entre sus manos.
—Te voy a amar siempre —dijo él, mirándola a los ojos con fiereza—,
pero si no estás lista, lo entenderé.
—Estaba soñando en silencio —replicó ella meneando la cabeza por su
bobería—, estoy más que lista. Claro que acepto casarme contigo, ¡claro
que acepto! Eres el hombre de mi vida, Oliver, y nada me haría más feliz
que pasar a tu lado el resto de los años que tenemos por delante.
La mirada de Oliver se volvió brillante de emoción, deslizó el anillo en
el dedo anular de la mano izquierda. Después se inclinó para besarle los
nudillos. Luego se incorporó y agarró a Daisy en volandas. Ella se rio,
mientras se besaban.
—No me imagino la vida sin ti —dijo él, mordisqueándole los labios.
—El tiempo es infinito —murmuró Daisy con una expresión soñadora.
—Sí, así es, cariño. En nuestro caso estaremos juntos en esta, y en todas
las vidas en las que volvamos a encontrarnos —replicó abrazándola con
fuerza, mientras ella apoyaba la mejilla contra el cuerpo de Oliver,
escuchando cómo retumbaba el palpitar del corazón. Un corazón que, como
el suyo, latía rebosante de la certeza de que el amor era fuerte y
correspondido.
EPÍLOGO
Meses después…
Granja Clarence, Louisville.
Estados Unidos.