Santos Varones - Luis Sanchez Polack
Santos Varones - Luis Sanchez Polack
Santos Varones - Luis Sanchez Polack
Santos varones
ePub r1.0
jandepora 30.09.13
Luis Sanchez Polack, 1996
Ilustraciones: Antonio Mingote &
Chummy Chúmez
ALFONSO USSÍA.
Monsieur Sanfason
Pomme de Terre
Yo, a la sazón, era partera en un
pueblecito de la Pommery. Un día me
llamaron a la casa de los señores de
Colentruá porque mi presencia urgía, ya
que Madame Colentruá llevaba
dieciocho meses de embarazo, estaba
fuera de cuentas y había roto aguas, y
Monsieur Colentruá había roto vinos. Y
gracias a mi experiencia, Madame
Colentruá dio a luz a los quince días un
hermoso bebé. Y dijo el padre: «Bebé»,
cogió la botella y ¡cómo se puso! Ni que
decir tiene que aquel niño fue bautizado
con el nombre de Sanfason Pomme de
Terre.
Un mal día, aquella bella criatura,
cuando sólo contaba dieciocho meses,
cayó dentro del inodoro, y el padre, sin
darse cuenta, tiró de la cadena y el niño
salió por el desagüe del bidé y exclamó:
«Je suis tres malade!» Y la madre, llena
de dolor y llena de caspa, dijo: «Oh mon
chéri! Me parece que este niño va a ser
francés». Y así fue: a los cinco añitos
aquel niño fue francés y agitaba las
manitas diciendo: «Je suis pas futboleur,
gentils, gentils enfants, je suis pas
futboleur y laser manaler».
«¿Usted cree que será grave,
doctor?», preguntó la madre al galeno.
«Son fiebres puerperales», dijo.
«¿Puerperales?» Y el doctor mandó
poner unas iconoclastas muy calientes,
muy calientes, en el abdomen, y unos
enemas de bismuto, y que lo metieran
inmediatamente en el microondas para
evitar la piorrea. ¡Mano de santo! A los
pocos días el niño, aquel petit enfant,
salió del microondas y se fue voluntario
a la guerra del catorce. Y contrajo
nupcias con La Madelon, que regentaba
a la sazón la cantina de la estación de
Ponferrada, y de este matrimonio nació
un botillo hermosísimo pero delgadito,
delgadito: era todo hueso, como el
botillo mismo. Y La Madelon se fue al
frente como cantinera y el Monsieur
Sanfason se fue al frente, y el hijo, el
botillín, se fue al frente, y el ama de cría
se fue al frente, el médico se fue al
frente, todos se fueron al frente, y daba
gusto verlos pegar cañonazos.
La guerra acabó y aquel santo varón,
Monsieur Sanfason de Pomme de Terre,
siguió luchando él solo. Estaba
enardecido por el fragor de la batalla.
La guerra acabó, y vino la paz, y como
ya nadie disparaba contra él —¡él
quería morir en acto de servicio!—, su
propia esposa, Madame Pommery, tuvo
que matarlo con la badila del brasero y
lo dejó hecho cisco. ¡Santo varón, santo
varón!
Timo de la zancadilla
Tú vas por la calle y ves «de venir»
a una mozuela de esas de aquí te espero,
y cuando pasa por tu lado le pones la
zancadilla. Ella cae de bruces —pero
tiene que caer de bruces, porque si no
cae de bruces no hay nada que hacer—.
Y cuando está en el suelo, tú te agachas,
con cuidado de que no se te rasgue el
pantalón, y vas y le preguntas: «Bella
doncella, ¿se ha lastimado usted por
ventura Pérez?», todo esto pisándole el
cuello para que no se escape.
Y entonces ella, al ver que tú te
interesas por su estado de salubridad, te
dirá: «¡Oh, joven apuesto, cuán amable
sois! Quiero casarme con vos ahora
mismo». Tú la ayudas a levantarse, ella
te abraza, tú la abrazas fuertemente y
dices con pasión: «Te amo, Justinita
Pachales, te amo. ¡Te quiero como jamás
he querido a persona humana!» Y
cuando te das cuenta, ella sale corriendo
y te ha quitado el Rolex.
Don Pesejapo
Licuerfamotos Piiueta
Don Pesejapo Licuerfamotos Piiueta,
¡Piiiiiiieta!, se apellidaba Piiueta de
segundo porque su padre, don
Ñoñejuelas Piiueta, era primo carnal de
su madre, doña Cenácula Piiueta. Su
padre, don Ñoñejuelas, era
coleccionista de piernas de mosca de
todos los países. Viajaba de un lado
para otro buscando piernas de mosca.
Esa colección en aquellos tiempos
valía…, valía el queso treinta reales de
vellón el kilo, y ellos alquilaban los
quesos por horas, claro, y entre eso y las
piernas de mosca, tenían una fortuna, y
la madre, doña Cenácula, cantaba lo de:
«Tener fortuna es…», y el padre decía:
«No, no, no cantes eso, porque como se
entere Solbes te vas a enterar de lo que
vale un peine». ¿Qué podía costar un
peine a la sazón?, ¿10, 15, 20…?
El niño Pesejapito era todo un
cerebro, era un superdotado para los
idiomas, para las matemáticas, para la
ortografía, paragüero; en fin, de todo, de
todo era. Hizo unas oposiciones a
ayudante de ingeniero técnico callista,
por todo lo alto, en el Empire State, en
no sé qué pueblo de América. Y
mientras él cortaba los callos, la madre
tocaba la bandurria para que no se
oyeran los gritos de los pacientes.
Pero aquel hombre, aquel santo
varón, don Pesejapo, no contento con
esto se hizo gondolero, vendió la
colección de piernas de mosca y con eso
compró una góndola. Le pidieron
permiso al señor Bono para hacer un
canal en La Mancha; aprovecharon el
trasvase Tajo-Segura, y la madre con la
bandurria, el padre con una zambomba y
él con aquella voz que Dios le había
dado, «¡o sole mí000000…!». En esto
que pasó Pavarotti por allí, le oyó, sacó
una pistola y los mató a los tres. Y esta
es la vida y milagros de aquel santo
varón don Pesejapo Piiueta, santo varón.
El homoxesual
contraproducente
Hay que estar prevenidos en estas
próximas fechas de Navidad. Son fechas
muy señaladas, en las que estás proclive
a las dádivas y generosidades
circunflejas. Lo normal es enviar
chirismas; se pueden enviar los
chirismas con sello a propios y
extraños.
Lo más natural es que una familia, en
estas fiestas, compre un caballo para
regalárselo al médico de cabecera, que
durante todo el año te ha estado curando
la sarna de la cabeza. ¿Pero qué ocurre?
Pues que entre pitos y flautas te olvidas
de comprar el caballo y, de buenas a
primeras, se presenta en tu casa una
nodriza, ¡de unas dimensiones
desmesuradas!, y te dice: «Soy un
caballo». ¡Al pronto dudas, dudas!, ¡y te
corroes!, ¡y no quieres dar tu brazo a
torcer!, porque es doloroso, y te
desvaneces en brazos de tu amante
esposa, momento que la fingida nodriza
aprovecha para bajarte los pantalones y
ponerte una lavativa de tamaño
inconmensurable. Y este es el famoso
timo del homoxesual contraproducente.
Don Allipeto Filipo
Guarispino
Don Allipeto Filipo Guarispino di
Monti Sorrento Vilaculino y Gómez de
las Chanfainas se llamaba él. Sus
padres, honrados agricultores de
Mazareta, se dedicaban al cultivo de la
remolacha frescachona, por lo que
tuvieron que trasladarse a Benevento,
donde la madre dio a luz quince hijos
que eran quince soles, a consecuencia de
lo cual murió su difunto padre de una
insolación, y quedó sola, sola, la madre
claro, con aquellas quince criaturas que
eran la alegría de la casa y el encanto de
los viejos. Eran quince besos de cada
mañana. Aquellos quince tesoros que
eran como quince bestias humanas se
fueron echando a perder poco a poco,
poco a poco, y sólo quedó el más
enclenquito, Allipeto Filipo, que tenía la
manía de morder a su madre en los
omóplatos, gracias a lo cual el niño,
Allipetín, se hizo hombre de pro, y con
el primer dinero que ganó, montó una
fábrica de omóplatos en recuerdo de su
santa madre, a la que había dejado
desomoplatada.
No contento con esto, en sus horas
libres fundó la coral de niños estrechos
de hombros y, con los beneficios que
obtuvo, se hizo cantante de ópera a
domicilio e iba aquel santo varón casa
por casa. Se metía en el cuarto de baño
de todas las casas y, cuando las señoras
estaban sentadas en la taza, él cantaba:
«¡Ladonaemobileeeee
guapuesmarventooo!», y decía la señora:
«¿Qué vento?, ¿qué vento?», a
consecuencia de lo cual se casaba con
ella, y todos los días tenían un hijo o
dos, y había días que hasta tres y cuatro
hijos. Y como eran buenos, todos los
hijos que tenían los regalaban a los
pobres, a los pobres más necesitados, y
al despedirse les decían: «No os
preocupéis, que mañana os traeremos
más». Y al día siguiente…, ¡pumba!
El pueblo y todo el mundo les amaba
porque llenaban de hijos todos los
hogares de la comarca, y tuvieron que
comprar una furgoneta para repartirlos;
iban repartiendo hijos por todos los
pueblos, y así durante años y años.
Hasta que un buen día aquella fuchinga
se consumió, se fue consumiendo,
consumiendo, consumiendo poco a poco,
y el negocio quebró; y su santa esposa
no tuvo más remedio que meterlo en una
jofaina con dos partes de ácido sulfúrico
y dos de agua por partes iguales, y ahí se
acabaron sus partes, y todo, todo, todo
el señor se deshizo por partes iguales,
hasta que desapareció por completo en
un bello borboteo. Y así terminó su
estúpida vida aquel santo varón, don
Allipeto Filipo Guarispino. ¡Santo
varón!
Don Simpósium
Vademécum
Don Simpósium Vademécum, sí,
bueno, don Simpósium Vademécum,
Archidona, Japoneses, Difráteres,
Aparabín, Aparabín, Esponjeberen, de
soltero Marianete Pin… Sus padres, que
eran forenses por vía parental, habían
huido a Filadelfia por miedo a que el
niño aquel, enclenque, cogiera unas
tercianas. «Este niño, este niño va a
coger unas tercianas», decía el padre,
que era sochantre en la Catedral de
Colchas de la calle Atocha. «Es que va
a coger unas tercianas», repetía. Y decía
la madre, que era octogenaria de las dos
piernas: «Déjale, déjale que coja lo que
quiera, si es muy niño y no sabe lo que
hace». Y le contestaba el padre: «Ahora
es muy niño, pero el día de mañana
cogerá una polifonía intramuscular y a
ver qué hacemos».
Bueno, como eran paupérrimos de
rancio abolengo, vivían en un ascensor
que les había cedido Jacobo Schneider
en la calle Ruzafa, con derecho a cocina
y derecho de pernada. Es decir, que
cuando un vecino entraba en el ascensor,
ellos tenían que encoger las piernas.
Mas héteme aquí que el niño don
Simpósium, Simposito le llamaban,
Simposito le llamaban los abuelos,
empezó a hacerse un hombre, a crecer y
a crecer, y a salirle pelo en las orejas,
en los codos y en los dientes, en fin, lo
normal que le ocurre a un niño de esa
edad, de cuarenta y ocho añitos. Y decía
el burgomaestre: «Habrá que cambiarse
de ascensor o afeitar al niño, porque
aquí ya no cabemos, y además no
podemos estar todo el día subiendo y
bajando del octavo al quinto y del quinto
al sótano».
Aquel niño no rechistaba, se
resignaba. Aguantaba con santa
paciencia aquel sube y baja; y claro,
tampoco podía hacer el servicio militar,
porque cada vez que intentaba salir para
ir a la caja de reclutas, entraba un
vecino y otra vez al ático. Hasta que un
buen día, al santo varón que sufría
(porque él sufría, sufría porque quería
servir a la patria, digo al país), como su
inteligencia era tal, se le ocurrió la idea
de poner un cartel que decía: «NO
FUNCIONA». Salió corriendo y le dijo
la madre: «¿Dónde vas, criatura?» «A la
caja de reclutas», contestó. «¿A la casa
de qué?», preguntó la madre. «A la casa
no, a la caja». «¿A la caja qué, pero por
qué? He oído algo de utas», decía la
madre. «No, de reclutas, de reclutas».
Pero ¡oh, desdicha!, cuando llegó allí,
¿qué diréis que pasó? Lo que tenía que
pasar, que con las prisas se me ha
traspapelado la otra hoja y no puedo
contaros el final.
Crecepelo de
Madagascar
Iba yo en el tranvía, como siempre,
en el tranvía que va desde Madagascar a
Mislata, y me pregunta la vieja, que no
era tal vieja, que se hacía pasar por
vieja, me pregunta: «¿Qué tal anda del
cabello su amigo Luis del Olmo?» Yo,
por no hacerla de menos, me subo al
palo de mesana, de mesana de Pantoja,
claro, y le digo al capitán: ¡arriad las
velas! Ella se sube al trinquete y, cuando
más descuidado estaba, se desliza por
las cuadernas y le dice al calafatre:
«¿Usted conoce a don Luis del Olmo?»
¡Yo qué iba a decir!: ¡Le conozco desde
que estudiaba en las irlandesas! ¡Qué
iba a decir!, ¡yo no sé mentir!
«Pues bien, mire, esto es un
producto que le hará mucho bien, tanto
para los órganos genitales como para el
escroto». Y yo, pensando que aquello le
haría bien, compré un pomo y, sin que se
diera cuenta, me lo apliqué en las axilas.
Y cuál no sería mi sorpresa al
comprobar, a la mañana siguiente, que
tenía el pubis lleno de rabanillos, y en
sus ingles había crecido un eucaliptus
que hacía imposible su caminar. Tan es
así que todos ellos, no pudiendo
aguantar la injusticia, dijeron:
«¡Eucaliptus, eucaliptus, eucaliptus de
mi corazón!» Y al día siguiente me
enteré por la prensa de que el bisoñé
que le había vendido Alfonso Guerra era
el mismo que le había quitado Iñaki
Anasagasti a una gitana holandesa en su
última visita a los países enanos, a los
Países Bajos. Y este es el famoso timo
del crecepelo de Madagascar.
Don Foraculos
Carcamusa y Díaz
Bobdum
Santo varón el que fue a la sazón
aquel hombre digno de manutenciones
torpor insepultas. ¡Qué vida ejemplar la
de aquel hombre!, que, aun siendo de
familia rupestre pero acomodada, se
levantaba a las cinco de la mañana,
orinaba en el corral y se volvía a meter
en la cama hasta las cinco y cuarto. Se
levantaba otra vez, se arreaba un
lingotazo de aguardiente, y otra vez al
lecho, ¡mísero camastro!, apenas de seis
metros de altura por cincuenta de ancho,
con dos cuartos de baño, cocina
alicatada hasta más arriba del techo,
cuatro dormitorios llenos de gente,
armarios empotrados llenos de potros,
cuarto de estar, salón-comedor con
piscina y ducha, cuarto trastero con dos
terrazas empotradas también; dos plazas
de garaje en cada dormitorio, carril bus
en el pasillo, salida de metro en todas
las habitaciones, jardín con paseo
marítimo y polibán, puerto pesquero y
muelle para atracar, para atracar bancos,
claro, no barcos. Doscientos millones de
pesetas esterlinas, ahora, eso sí,
facilidades de pago. Son ciento
cincuenta millones de entrada y el resto
a pagar al día siguiente. Aquel hombre,
aquel santo varón, se pasaba el día
runruneando y murió en estatismen[1],
dejando toda su fortuna a los gatos
pobres del distrito de Fonferrada. ¡Ah!,
y agua caliente, y fría, y aire
acondicionado, y lavavajillas con pista
de tenis. ¡Santo varón, santo varón!
El bingo ligofalis
Estaba yo a la sazón con unos
amigos jugando al bingo, siempre
albergando la esperanza de obtener unos
pingües beneficios. Cuando héteme aquí
que uno de ellos, llamado Ricardo
Alejo, dice: «¡Bingo!» Total, le pagan
doscientas mil pesetas. Seguimos
jugando, él se envalentona, canta una
línea. ¿Qué pasa? Que entre bromas y
veras seguimos jugando y ya llevábamos
ganadas más de un millón de
jaculatorias. Cuando de pronto se abren
las puertas y aparece un hombre de edad
terciada, que va y dice: «¡Este dinero es
mío! ¡Fuera! ¡Este dinero es mío! Soy
Carlos Solchaga». Y va y se lleva todo
el dinero que habíamos ganado. ¿Cuál es
el timo?, dirán ustedes. Pues que el que
se hacía pasar por Solchaga no era tal
Solchaga, sino que al final resultó que se
llamaba Borrell.
(1 de marzo de 1989.)
Don Abuscoides
Aprobescita
Don Abuscoides Aprobescita era
nieto directo de sus abuelos
peninsulares. Tenía la manía de rascarse
el bajo vientre con un acordeón y vendía
artículos estrafalarios para campo y
playa en Afganistán. La madre, doña
Floristinita Bordales, era profesora de
guitarra en los almacenes La Fayette de
París, y el padre tenía dos piernas en el
cuerpo con las que se ganaba la vida
vendiendo loza fina por las calles de
Grenoble. Aquel niñito, don Abuscoides
Aprobescita, ya a los cuatro meses de su
lactancia se le veía la afición por el
Chateaubriand, y decía el sereno de la
calle: «Este niño tiene afición al
Chateaubriand». Y decía el padre:
«¿Usted cree?» Y decía el sereno: «No
hay más que ver cómo toca el
lombardino». Y le compraron un
gramófono, y el niño empezó a tocarlo y
a cantar La Verbena de la Paloma. No
es que lo hiciera muy bien, pero, vamos,
lo hacía francamente mal, y los vecinos
del piso de arriba empezaron a tirarle
cosas: primero una batería de cocina,
una bicicleta…; más tarde un piano de
cola. Nada, que aquel niñito, que ya a la
sazón había cumplido los ochenta y siete
años, pues seguía mamando de las tetas
de su madre, porque, eso sí, su madre
seguía diciendo: «Este niño el día de
mañana seguirá siendo un mamón».
Hasta que el abuelo, que por ser abuelo
era muy sabio —había muerto ya, por
cierto, hacía cincuenta años—, dijo:
«Este niño lo que necesita es agua
imantada». Y mano de santo, le dieron
doscientos litros de agua imantada por
vía rectal y aquel niño, aquel santo
varón, ni un dolor de cervicales, ni un
dolor de artrosis, ni un dolor de nada. Y
así descansó en paz para siempre, ¡santo
varón!
Las embarazadas
carpetovetónicas
Estaba yo de cacería en Játiva con
unos primos de los marqueses de Pollo
Hermosa. Íbamos en un tílburi, y ya sabe
lo que pasa en las cacerías, que si esto,
que si lo otro, que si lo de más allá.
Entre pitos y flautas, una de las primas
de Pollo Hermosa se queda
completamente embarazada. Bueno, no
le dimos más importancia, seguimos
tirando y, a eso de las ciento ocho horas,
otra de las primas que también se queda
embarazada. ¡¿Y qué haces?! ¡Es que
eran cuarenta primas y no dábamos
abasto! Total que no le dimos más
importancia de la que tenía. Y cuando
más descuidados estábamos, pumba, un
gran oso sale por entre la maleza. Me
dice el conde: «¡Dispárale, dispárale!»
Apunto, y cuando iba a disparar dice el
oso: «¡No me dispares, no me matéis,
que soy un guatemocín!» ¿Qué pasó?
Que no era un oso grande, sino el guarda
de la finca que estaba lleno de granos,
por eso decían que era un gran-oso.
¿Dónde está el timo? Pues en esto que
acabo de contar.
Don Robertino
Gilipolluelas
A él le conocían solamente por
Pérez. Era el perfecto gentelman en la
dinastía de los abolengos. Era de
abolengo y se casó en segundas nupcias
con Lisita Mochales, que era la
propagadora de una fábrica de
abdómenes, «son tus abdómenes
mujer…». Sus padres tenían un gato en
Sicilia, y los otros cuatro hijos se
dedicaban a la venta de usufructos a
plazos para así poder establecer
contactos con un vendedor que vendía el
don Nicanor tocando el tambor. Pero la
madre decía: «Este niño tiene las
piernas torcidas». Y decía el abuelo:
«Sí, sí, este niño es un genio. Mira, mira
cómo se cimbrea». Y decía la abuela:
«Este niño se ha cagao, este niño se ha
cagao». Y aquel niño se hizo hombre y
le empezaron a crecer las piernas hasta
cuarenta centímetros por minuto, y como
no cabía en la cuna, fue su madre,
sonriente, y por ser madre y por ser
buena metió al niño al retrete y tiró de la
cadena. ¡Santo varón, santo varón!
Don Yonotengo do
Bienes Fermosicilia
Yonotengo do Bienes Fermosicilia
Delgadumbre Amonestes Contubernia
Sofoclades de Argumarrosas
Espectaclara Zacanabras y Díaz de las
Choquezuelas. Era un santo varón como
para parar un tren, tenía amor al terruño
y tenía pasión a las lombrices huérfanas.
Tenía debilidad, ¡tenía una debilidad por
las mañanas!, y se comía unos
bocadillos de anchoas con alcaparras
que para qué contar. Cuando íbamos en
Cacabelos a la escuela de Justinita
Pachales, la maestra, aquella mujer, que
era todo bondad, todos los años para
celebrar su santo, su onomástica, se
quitaba las bragas y las sorteaba entre
los alumnos, ¡y se quedaba sin nada ella!
Bueno, pues aquel santo varón a los
pocos años se hizo camarlengo, se hizo
camarlengo en la universidad de la tía
Genara en Indianápolis. Hasta que un
día cogió una indigestión de algarrobas
y le entró una diarrea. Intentaron por
todos los medios ponerle tapones de
botellas de Castelblanch, pero los
expulsaba todos, y mató a varios
bodegueros de San Sadurní de Noia, y
tuvieron que hacerle la autopsia quince
años antes de su muerte.
El tripanosoma
gambiense
Hay muchas mujeres que, en estas
fechas, tienen la manía de flagelar a sus
maridos en las corvas antes de ir a la
oficina. Y ¿qué pasa?, pues lo normal: el
marido se desposa, se casa con otra y,
en esto, llaman a maitines: «Señor
Maitines, acuda al teléfono». El señor
Maitines acude y, cuando llega, las
Madres Rufonianas ya están en el
refectorio. En esto llega la Inquisición y
el Gobierno se inhibe, claro. Pero ¿qué
ocurre?, que el cheque era falso, y la
madre superiora se hace la loca y
empieza a decir: «¡Júspide!, ¡júspide!,
¡júspide manufactura!, ¡júspide del
turuzón!» Y dice el marido: «Me voy a
Cuenca con Coll». Mientras, unos
desaprensivos entran en la casa y se
llevan el ascensor de Jacobo Schneider.
Y al final, el que menos culpa tiene es el
que paga el pato, y hoy un pato no te
cuesta menos de mil pesetas. Y este es el
famoso timo de El tripanosoma
gambiense.
Don Berbeneto
Pascualino
Chochoviejo de la
Fonten
Era de alcurnia y ponía huevos a
domicilio en sus ratos libres. Desde muy
niño ya se le veía la sunfason; ¡qué
sunfason tenía!, daba gozo oírle tocar la
sunfason en Montmartre. Y estando un
día tocando la sunfason se le acercó
Beethoven y le dijo: «¿Cómo te llamas,
rico?» Y él contestó: «Berbeneto
Pascualino». «Repite eso de la
sunfuson», le dijo el maestro
Beethoven. El niño, la inocente criatura,
era obediente y repitió la sunfason; y el
maestro, aquel genio de la música, que
era generoso, metió la mano en el
bolsillo, sacó una pistola y le pegó dos
tiros en la sunfason, en la sunfason del
gato. Pero como aquel niño era bueno,
porque lo llevaba en la masa de la
sangre, en lugar de darle un escarmiento
le dio una patada en los cojones, y le
dijo: «Beethoven, eres un
beethoventodo». Y entonces Beethoven,
que era muy suyo, en venganza escribió
la quinta sinfonía, a consecuencia de lo
cual murió aquel santo varón, Berbeneto
Pascualino. ¡Santo varón!
Las mantas escocesas
Se presenta un hombre de unos
cincuenta años más o menos, vestido de
vieja, con un tamboril. Tú, al principio,
te crees que está loca, pero la vieja se
inmiscuye y te dice: «¡Dame la bufanda!,
¡dame la bufanda!» Le das la bufanda y,
cuando te quieres dar cuenta, viene a
resultar que, mientras tú estás con el
gato, ¡sí, sí, bufanda!, te han vendido las
perdices como si fueran frescas. ¡¿Qué
ocurre?! Que resulta que la vieja estaba
emponzoñada y se muere de un ataque
de lujuria. Total, que vas a la comisaría
y pagan justos por pecadores.
Don Decerbonas
Escorzonera Hipófinas
de Culantrillo
El padre era hombre, su madre todo
lo contrario, a consecuencia de lo cual
sus abuelos tomaron la extremaunción y
se volvieron a morir al día siguiente. Tal
era la afición de esta criatura, don
Decerbonas Escorzonera, que su abuelo
Batiste le dijo: «Mira, Decerbonitas, lo
tuyo es la parafernalia». Y entonces se
hizo profiláctico y, no contento con eso,
estudió la carrera de cien metros lisos y,
no contento con esto, se hizo poeta e
ingresó en la corte de Carlos III, que le
pagaba a real de vellón por cada verso.
Años más tarde, ya cansado de vagar
por esos mundos, ingresó como
ascensorista en Onda Cero, pero como
en Onda Cero no había ascensor, no
tenía porvenir, entonces fue cuando
contrajo nupcias con la princesa de
Eboli, y fue entonces cuando puso un
negocio de transportes que se llamaba
de Tuerta a Tuerta.
Su madre, desesperada por aquella
decisión, se subió a la torre Eiffel y le
dijo a su marido: «Cochon!, cochon!» Y
le dijo el marido: «Tres joli!» Y aquel
santo varón contestó desde los
Inválidos: «Ne pas possible!» Y vino la
revolución francesa y el cardenal
Richelieu tomó cartas en el asunto. Y al
tomar las cartas cantó las cuarenta y
exclamó cantando: «¡Dijérase que
ochenta, de hermosas que son, ¡ay!, ¡ay!,
de hermosas que son, de hermosas que
son; pero son las cuarenta, las cuarenta
son, ¡ay!, ¡ay!, las cuarenta son, ¡las
cuarenta son!» ¡Vivan las fallas! Santo
varón.
Los jurisconsultos
hermenéuticos
Quizá alguno de ustedes, por su
ignorancia o tal vez por falta de
numismática, no se haya percatado de
que no consta en el censo electoral, y
qué mejor cosa, para salir del evento,
que acercarse al colegio electoral más
cercano al de tus aborígenes. Tú llegas
tan pancho, empiezas a mirar las listas y
llegas a la conclusión de que tu nombre
está cambiado, y en lugar de llamarte
Faustina Minesota te llamas Magdalena
Circunflejo. ¡¿Y qué haces?! Llamar al
forense, claro, pero resulta que no está
el forense y viene Pontevedra. La madre
se hace la loca y te muerde en el
abdomen. Y, mientras esto acaece,
aparece Nicolás Redondo y se lleva el
gato al agua y lo ahoga. Total, que llega
el juzgado de guardia, sale una señora
gorda y dice: «Soy Elisabeta». Y, claro,
te tienes que salir corriendo y se te caen
todas las sardinas. Por cierto, mientras
llega el notario, resulta que el forense no
era tal forense, sino una cuñada suya que
se dedicaba a la compraventa de piernas
para judíos moscovitas. Y menos mal
que aún te quedan sardinas, que si no…
Y este es el famoso timo de los Pollos
Postizos.
Don Perompopero
Perón
Hoy precisamente hace quinientos
años que aquel santo varón nació de
humilde cuna. Sus padres se dedicaban a
la remodelación de la infraestructura y a
la cuestión de las collejas. Con lo que
sacaban de su venta le compraban a la
criatura tratados sobre la inversión
monetaria y los regímenes mobiliarios
urbanísticos.
Aquel santo varón, que aún no
contaba con cinco añitos, decidió matar
a sus padres y comprarse un chalet
adosado en La Moraleja[2]. Y decía la
madre: «¡No tienes derecho a
matarnos!» Y decía el padre: «¡A ti sí, a
ti sí tiene derecho!» Y aquel niñito,
Perompopero Perón, mataba otra vez a
sus padres, porque como tenía muchos,
siempre tenía de repuesto. Y con lo que
con esto sacaba, en vez de gastárselo en
golosinas, como otro hubiera hecho,
puso una tienda de repuestos de padres
para niños huérfanos, hasta que los
padres de los niños huérfanos dieron
parte al Ministerio de Gracia y Justicia
y tuvieron que meter al niño en una
jaula. ¡Santo varón!
Los gregorianos de
Baltimore
Llegas a casa y al abrir el buzón del
correo sale una mano de cordero y te
aprisiona los miembros; los manuales,
claro. Coges la correspondencia y te
sorprende que uno de los sobres venga
con el matasellos de Baltimore. «¡Qué
raro!», piensas tú; «¡qué raro!», dices ya
a media voz y, cuando estás abriendo el
sobre, repites ya en voz alta: «¡Qué
raro!, ¡qué raro!» En ese momento llega
un vecino y te dice: «Le doy doscientas
mil pesetas si me enseña usted a cantar
gregoriano en quince días». ¡¿Tú que
haces?! Pues qué trabajo te cuesta, le
enseñas a cantar lo más elemental,
porque, claro, en dos semanas no le vas
a enseñar a cantar toda la gregorianía.
Total, que el individuo se marcha a
Baltimore, y al día siguiente vuelves a
abrir el buzón y allí no hay ni mano de
cordero ni cosa que se le parezca;
solamente hay un sobre del
Ayuntamiento con una multa por valor de
quinientos millones de libras esterlinas
por pisar la raya. Así que yo les
recomiendo que no enseñen nunca
gregoriano sin antes pedir informes en la
parroquia.
Don Anémonas
Sotavento y
Amonascitas de los
Ampueros Batiscafo
Don Anémonas disfrutaba de
pingües estipendios, por lo que sus
padres optaron por dedicarle a la
domesticación de liendres y a la
numismática. Y como este hombre era un
santo varón y disfrutaba de pingües
estipendios, hizo votos de longevidad e
ingresó como filibustero en casa de unos
parientes suyos que vendían badilas
para braseros de carbón de encina, y allí
empezó la cosa. Él se ponía en la puerta
de la tienda y voceaba: «¡Hay badilas,
hay badilas; qué fresca va la badilaaaa,
hay badilas!» Y le quitaban las badilas
de las manos, porque como era tonto le
quitaban todas las badilas, hasta que el
pobre se arruinó y no tuvo más remedio
que morirse en un santiamén. ¡¡Santo
varón!! Y como él decía después de
muerto: «¡A vivir, que son dos días!»
¡Santo varón!
Don Glorio Ternasco y
Mauricio de las
Ballestinas
Santo varón, don Glorio. Él se
dedicaba a hacer el bien entre las
gallinas más pobres y más humildes,
cazaba elefantes en la albufera, y la
carne que le daban era suficiente para
alimentar a las pobres gallinas, para que
se criaran fuertes y robustas y pudieran
ir al colegio, y más tarde a la
Universidad Complutense, y hacerse
unas gallinas de provecho el día de
mañana.