Apologia Pro Vita Sua - John Henry Newman
Apologia Pro Vita Sua - John Henry Newman
Apologia Pro Vita Sua - John Henry Newman
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John Henry Newman
ePub r1.0
Titivillus 13.04.2021
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Título original: Apologia pro vita sua
John Henry Newman, 1864
Traducción: Daniel Ruiz Bueno
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Presentación
Prólogo
A - El liberalismo
F - Sobre la economía
Sobre el autor
Notas
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Presentación
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Habíamos experimentado la pretensión de un partido totalitario que se
entendía a sí mismo como la plenitud de la historia y que negaba la conciencia
del individuo. Uno de sus líderes había dicho: «Yo no tengo conciencia. Mi
conciencia es Adolf Hitler». La apabullante devastación de la humanidad que
vino después estaba ante nuestros ojos.
Por eso, nos resultó esencial saber que el «nosotros» de la Iglesia no descansa
en una liquidación de la conciencia, sino que, justo al contrario, solo puede
desarrollarse desde la conciencia.
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una formulación, tomada de uno de sus primeros sermones, que puede ser
especialmente significativa hoy.
Para mí resulta siempre fascinante ver y considerar hasta qué punto en este
camino, y solo en él, a través del compromiso con la verdad, con Dios, recibe la
conciencia su rango, su dignidad y fortaleza.
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doctrina sobre la conciencia, como su contribución más decisiva a la renovación
de la teología.
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terrenales se eleva en un movimiento rápido hacia arriba […] superándose a sí
misma de manera constante en un vuelo firme hacia las alturas».
La experiencia real de Agustín fue diferente. Él tuvo que aprender que ser
cristiano es siempre un viaje difícil lleno de alturas y profundidades.
La imagen del ascensus queda cambiada por la del iter, cuyo pesado
cansancio se ve iluminado y fortalecido por momentos de luz que podemos
recibir ahora y entonces. La conversión es el iter, es decir, el camino de toda una
vida. Y la fe es siempre «desarrollo», y precisamente de esta manera es la madurez
del alma en la verdad, en Dios, que es más íntimo a nosotros de lo que somos
nosotros mismos.
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Prólogo
La siguiente historia de mis ideas religiosas, desprendida ahora del contexto que
tuvo originariamente, requiere alguna explicación preliminar, y ello no solo para
ofrecer una introducción general al lector, sino también para hacerle comprender
cómo vine a escribir un libro entero sobre mí mismo y sobre mis más íntimos
pensamientos y sentimientos. Realmente, de consultar solo mi propio impulso,
yo haría cuanto cabe para borrar de este volumen y destinar al olvido todo rastro
de las circunstancias a que debió su origen. Pero su título primigenio de
«Apologia» conviene harto puntualmente a su materia y forma de composición;
estas, a su vez, sugieren harto vivamente aquellas circunstancias, que son, a la
postre, demasiado graves para que pueda yo permitirme seguir deseo tan natural.
Por eso, aun cuando en esta nueva edición he omitido cerca de un centenar de
páginas del volumen original, que podía, con certeza, considerar como de
importancia puramente efímera, ello mismo me obliga, para suplir la ausencia de
ellas, a anteponer a mi relato algunas indicaciones sobre el incidente que lo
provocó.
Hace ya más de veinte años que subsiste en la mente del público una vaga
impresión contra mí en el sentido de que mi conducta para con la Iglesia
anglicana, mientras fui miembro de ella, no era compatible con la sencillez y
rectitud cristianas. Semejante impresión era casi inevitable en el caso de un
hombre que había escrito enérgicamente contra una causa, había reunido en
tomo suyo un partido gracias a esos escritos, y poco a poco aflojó en su oposición
contra aquella, desdijo sus palabras, sembró la perplejidad entre sus amigos y la
confusión en sus procedimientos, y acabó pasándose del lado de quienes tan
vigorosamente combatiera. Sensible entonces, como he sido siempre, a
imputaciones que se lanzaron tan libremente contra mí, nunca he sentido
demasiada impaciencia por ellas, a parte del castigo que, natural y justamente
merecía por mi cambio de religión, aunque hubieran de durar toda mi vida. Dejé
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su refutación para un día por venir, cuando los sentimientos personales se
hubieran extinguido y hubieran salido a la luz documentos ahora enterrados en
los armarios o dispersos por el país.
Estas afirmaciones, que iban más allá de los prejuicios populares esparcidos
contra mí, no tenían realmente fundamento alguno. Yo no dije jamás, ni soñé
nunca en decir, que el amor a la verdad por sí misma no sea virtud necesaria, ni a
la postre deseable en el clero romano, o que la astucia sea el arma con que el cielo
dotó a los santos para resistir al mundo malvado. ¿A qué obra mía podía, pues,
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referirse el escritor? En una correspondencia que siguió sobre el asunto entre él y
yo, fundaba su acusación contra mí en un sermón mío, predicado, antes de ser
católico, en el púlpito de mi iglesia de Oxford, y me dio a entender que, después
de dar esa explicación, no se sentía obligado, más allá de tal referencia general a
mi sermón, a especificar el pasaje en que se contuviera la doctrina que me
imputaba. Por mi parte, no consideré eso suficiente y le pedí que aportara la
prueba, en forma y por menudo, de su acusación, o que confesara ser incapaz de
hacerlo. Pero él se obstinó en su negativa de citar pasajes claros de cualquiera de
mis escritos, y si bien consentía en retirar su acusación, no era en el sentido de su
verdad o falsedad, sino simplemente por razón de que yo le aseguraba no haber
tenido intención de caer en ella. Esto no satisfacía a mi sentido de la justicia.
Acusarme formalmente de haber cometido una falta es una cosa; concederme que
no tuve intención de cometerla, es otra. Si uno me acusa de esta ofensa, no es
satisfacción para mí que proclame que no me acusa de aquella. Pero mi
contrincante pensaba de otro modo. Viéndome, pues, incapaz de lograr justicia
donde yo tenía derecho a pedirla, apelé al público, y publiqué la correspondencia
en forma de folleto, con algunas observaciones mías sobre el curso que aquella
tomara.
Este folleto, que apareció en las primeras semanas de febrero, obtuvo réplica
de mi acusador, hacia finales de marzo, en otro folleto de 48 páginas con el título
¿Qué quiere decir el Dr. Newman?, en que proclamaba hacer lo que yo le intimara
que hiciera. Así que juntó un número de extractos de varias de mis obras con
objeto de demostrar que si yo quería ser absuelto del crimen de enseñar y
practicar el embuste y la insinceridad, de acuerdo con su primera suposición,
había de ser al precio de no considerarme en adelante responsable de mis actos.
Porque, como él se expresaba, yo «había, sin duda, tenido una razón humana,
pero la había dilapidado», y había llevado mi espíritu a un estado morboso en
que el absurdo era la única comida que apetecía. Por su parte, cuando concluía
que yo no me preocupaba de la verdad por sí misma ni enseñaba a mis discípulos
a mirarla como virtud, «no se trataba de un error precipitado, traído por los pelos
o sin fundamento», y si es cierto que muchos prefieren ser acusados antes de
insinceridad que de insipiencia, el doctor Newman no parecía pertenecer a este
número.
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en el sentido llano y natural de las palabras, nada de cuanto yo dijera en mi
disculpa. Decía:
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jueves consecutivos entre el 21 de abril y el 2 de junio. Un apéndice, respuesta a
las específicas alegaciones contra mí en el folleto de acusación, apareció el 16 de
junio.
De estas partes, la 1 y 2, por ser de fondo, sobre todo, controversial, han sido
omitidas en la presente adición, excepto algunos pasajes, que se añaden a este
prefacio por estimarlos necesarios para la debida inteligencia de las cinco partes
siguientes. Del apéndice se ha omitido aproximadamente la mitad por la misma
razón que motivó la supresión de las partes 1 y 2. El resto del mismo se ha puesto
en forma de notas de carácter teórico, de las que hay dos nuevas sobre el
liberalismo y las vidas de los santos ingleses de 1843-1844, y otra, nueva en
parte, sobre los milagros en la Iglesia. En el cuerpo de la obra, la única adición de
importancia es una carta, cuya copia llegó recientemente a mi poder.
Debo añadir que, después que escribí el pasado año la Apologia, he leído por
vez primera la obra del señor Oakeley Notas sobre el movimiento tractariano. Esta
obra corrobora de manera notable la sustancia de mi narración, y los amables
términos con que habla de mí personalmente reclaman mi sincera gratitud.
2 de mayo de 1865
Sin embargo, siento verdadera pena por lo que me veo obligado a decir.
Estoy en guerra con él, pero no le deseo mal alguno. Es muy difícil cobrar
resentimiento contra personas a quienes uno no ha visto nunca. Es muy fácil
irritarse con amigos o con enemigos vis a vis; pero, si es cierto que escribo de
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todo corazón contra lo que ha dicho de mí, no tengo conciencia de falta de
bondad personal contra él. Me parece necesario escribir como escribo en defensa
propia y en defensa del clero católico; pero nada peor deseo imputarle, fuera de
haberse dejado arrastrar, como un furioso, por sus sentimientos.
«En adelante —dice— sentiré toda duda y temor que pueda sentir un
hombre sincero respecto de cualquier palabra que escriba el doctor Newman.
¿Cómo puedo decir que no caeré en la trampa de algún astuto equívoco […]?».
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¡Muy bien! Solo puedo decir que si este improperio logra su efecto, estoy
perdiendo el tiempo al decir una sola palabra contra sus feas calumnias. Y eso es
precisamente lo que mi adversario sabe e intenta. Me cuesta trabajo acabar
conmigo para protestar contra un método de controversia tan bajo y cruel, pues
al hacerlo perdería el respeto y dominio de mí mismo; pero bajísimo y
cruelísimo, no cabe duda que lo es. Todos sabemos cómo nos arrastra nuestra
imaginación, cuán súbitamente y a qué paso; el dicho «la mujer de César no
puede ser objeto de sospecha» es un ejemplo de lo que quiero decir. El prejuicio
habitual, el humor del momento, nos llevan a leer una defensa en buen o mal
sentido. La interpretamos según nuestras anteriores impresiones. Los mismos
sentimientos, según esté, o no, despierta nuestra envidia o estimulada nuestra
aversión, son prendas de verdad o de disimulo e impostura. Se cuenta de una
persona que, por error, fue encerrada en una casa de locos, defendió su causa ante
unos visitantes extraños del establecimiento y solo les arrancó en respuesta esta
observación: «¡Qué naturalmente habla! Diríase que está en sus cabales».
Las controversias deben decidirse por la razón. ¿Es guerra legítima apelar a las
suspicacias del espíritu público y a sus antipatías? En todo caso, si mi acusador
logra disponer así a mis lectores, cuanto mayor sea mi éxito más menoscabo
quedará. Si me muestro natural, les dirá: Ars est celare artem. Si convenzo,
sugerirá que soy un lógico hábil; si ostento pasión, haré el papel del inocente
indignado; si me muestro tranquilo, me descubro como vil hipócrita. Si
esclarezco dificultades, la cosa se tendrá por harto plausible y perfecta para ser
verdad. Cuanto más triunfantes sean mis afirmaciones, tanto más cierta será mi
derrota.
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falta que tuviera conciencia de haber cometido; siempre he mirado más por los
otros que por mí mismo. ¡A cuántas cosas he renunciado, cosas que yo amaba y
estimaba y pudiera haber retenido, de no haber amado más la sinceridad que el
nombre, y la verdad más que a caros amigos […]!
De las mil y una imputaciones que mi acusador lanza contra mí, ¿cuál será
aquella que impugnaré especialmente en estas páginas? Pienso limitarme a una
sola, pues solo hay una que me preocupe en grado sumo; la acusación de
mentira. Puede mi rival lanzar contra mí todas las otras imputaciones que le
plazca; naturalmente, se pegarán a mí todo el tiempo que puedan; pero al cabo
caerán al suelo a su hora.
Tengo tanta más confianza en esta absolución por venir cuanto que mis
jueces son mis propios compatriotas. En realidad, tengo a los ingleses por los
hombres más suspicaces y susceptibles de la humanidad; los considero
irracionales e injustos en sus momentos de arrebato; sin embargo, prefiero ser
inglés (como en realidad lo soy) antes que pertenecer a otra raza bajo el cielo. Los
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ingleses son generosos tanto como arrebatados y bruscos, y su arrepentimiento de
la injusticia es mayor que fuera su pecado.
Desde hace más de veinte años he sido víctima de una imputación que siento
por lo menos tanto —yo, objeto de ella— como pudieran sentirla los que solo
son mis jueces. Nunca me decidí a rechazarla, primero, porque nunca he tenido
ocasión de hablar, y luego porque nunca he visto en ellos ganas de escucharme.
He deseado apelar de Filipo borracho a Filipo en ayunas. ¿Cuándo podré decir
que Filipo ha vuelto en sí? A juzgar por el tono de la prensa, que representa la voz
pública, tengo grandes razones para animarme en este momento. En esta
controversia he sido tratado por los críticos contemporáneos con gran lealtad y
gentileza, y por ello les estoy agradecido. Sin embargo, la determinación del
tiempo y manera de defenderme no ha estado en mis manos, y por ello doy
gracias a Dios. Ahora, por deber conmigo mismo, con la causa católica, con el
sacerdocio católico, estoy obligado a dar cuenta de mí mismo y darla sin demora,
al ser acusado, tan ruda y minuciosamente, de insinceridad. Acepto el reto, haré
cuanto pueda para responder a él y estaré contento cuando lo hubiere hecho.
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había permitido proclamarme todavía protestante. Otros fueron aún más
adelante y dieron por cosa averiguada, cuyas pruebas tenían ellos en la mano, que
yo era positivamente jesuita. Y cuando las opiniones que yo defendía se
propagaron y fueron sobrepasadas por hombres más jóvenes que yo, el
resentimiento que ya existía contra mí se vino a enconar y extenderse más.
Tal era la disposición de espíritu de masas de gentes veinte años ha, de gentes
que solo tuvieron de los acontecimientos una visión externa y superficial. Y parte
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la tradición, parte el efecto de tales sentimientos permanecen hasta el presente.
En mi caso, pienso indudablemente que ahí radica el mayor obstáculo para ser
oído favorablemente ahora que tengo que hacer mi defensa. No solo soy ahora
miembro de una comunión de las más impopulares en Inglaterra, cuya gran
aspiración es la extinción del protestantismo y de la Iglesia protestante y cuyos
medios de ataque, según la opinión popular, son la astucia y el embuste sin
escrúpulos; pero ¿cómo pude entrar originariamente en absoluto en relaciones
con la Iglesia de Roma? ¿Es que yo, o mis opiniones, cayeron llovidas del cielo?
¿Cómo pude presentarme en Oxford, in gremio universitatis, a los ojos de todos,
vestido de pies a cabeza con la investidura del papismo? ¿Cómo me atreví, cómo
tuve la conciencia de perseverar, con advertencias, profecías y acusaciones contra
mí, en una senda que avanzaba constantemente hacia la religión de Roma y
acabaría en ella? ¿Y cómo puedo ahora reclamar confianza cuando, años ha,
defraudé la confianza que se puso en mí?
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condensar, en un folleto de razonable extensión, una materia que debería
explanarse en media docena de volúmenes? ¿Qué medio había sino gastar páginas
incontables para poner en su punto una sola de las series de «simples alusiones
contra mí hechas de pasada y como con la punta del dedo», para valerme del
lenguaje mismo de mi agresor?
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despreocupados del resultado de la lucha; por amor de todos estos tendrá mi
contrincante respuesta.
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luego, respecto del material para mi narración, no dispongo de apuntes
autobiográficos que consultar, ni explicaciones escritas de los Tratados o Tracts[1],
que alborotaron al público en tiempo de su publicación, apenas algunas notas
sobre cambios de puntos de vista o conversaciones determinadas, y me temo que
pocos documentos contemporáneos de los sentimientos o motivos que de tiempo
en tiempo me impulsaban a obrar. Dispongo de una gran cantidad de cartas de
amigos con algunas copias o borradores de mis respuestas, pero están, en su
mayor parte, sin ordenar, y hasta que esta ordenación no se lleve a cabo son
cabalmente demasiado numerosas y variadas para que puedan ser, de momento,
aprovechables para mi propósito. En cuanto a las obras que he publicado, me
prestarían, sin duda, buenos servicios si recordara bien su fondo; pero, si es cierto
que puse gran empeño en su composición, he pensado poco en ellas una vez que
habían salido de mis manos y, en general, la última vez que las leía era al revisar
las últimas pruebas de imprenta.
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Hacedor. Pero no quiero que se me llame en mi cara embustero y bellaco; de
sufrirlo, no cumpliría con lo que debo a mi fe o a mi nombre. Yo sé no haber
hecho nada para merecer parejo insulto, y si así lo demuestro, como espero, no
tengo por qué preocuparme de las incidentales molestias que lleva consigo tal
justificación.
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Capítulo I
Desde niño fui educado en el gusto por la lectura de la Biblia, pero hasta los
quince años no tuve convicciones religiosas definidas. Me sabía, ya se entiende,
perfectamente mi Catecismo.
Una vez crecido, puse por escrito mis recuerdos de ideas y sentimientos que
tuviera de niño y muchacho, tal como se me quedaron en la memoria, con tal
relieve que los considere dignos de consignar. De entre estos, escritos en las
vacaciones mayores de 1820 y transcritos con adiciones en 1823, selecciono dos
que son, a la par, los más definidos y están también relacionados con mis
ulteriores convicciones:
1. «Hubiera deseado que los cuentos de Las mil y una noches fueran
verdad; mi imaginación gustaba de influencias desconocidas de poderes
mágicos y talismanes […] Pensaba que la vida fuera un sueño, yo un
ángel y todo este mundo una ilusión; otros ángeles, mis compañeros, en
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un juego maligno, se me ocultaban y me engañaban con la apariencia de
un mundo material».
Otro: «Leyendo, por la primavera de 1816, en los Remnants of Time,
del doctor Watts, un pasaje titulado “Los santos desconocidos del mundo”,
en que se dice no haber nada en su persona o actitud que los distinga,
etc., pensé que hablaba de los ángeles que vivían en el mundo en una
especie de disfraz».
2. La otra observación es la siguiente: «Yo era muy supersticioso, y algún
tiempo antes de mi conversión, a los quince años, me santiguaba siempre
que iba a un lugar oscuro».
Naturalmente, yo hube de tomar esa práctica de una u otra fuente
externa; pero es cierto que nadie me había hablado de la religión católica,
que solo conocía de nombre. El profesor de francés era un sacerdote
émigré, pero era solo blanco de todas nuestras pullas, como lo eran, en
general, por entonces los profesores franceses, y hablaba el inglés muy
medianamente. En el pueblo había una familia católica, y nos
imaginábamos eran viejas solteronas; pero yo no sabía nada de ellas. En
años posteriores supe que había en la escuela uno o dos muchachos
católicos; pero o se puso cuidado en que no lo supiéramos, o su
conocimiento no dejó huella en nuestra memoria. Mi hermano puede
atestiguar cuán horra estaba la escuela de ideas católicas.
Una vez entré en la capilla de Warwick Street, con mi padre, quien, a lo que
creo, deseaba oír alguna pieza de música. Todo lo que retuve de la visita fue el
recuerdo de un púlpito, de un predicador y de un niño que meneaba un
incensario.
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entre los mil objetos que chocan los ojos de un niño, estos en particular se fijaran
de tal forma en mi mente, que prácticamente los hice míos. Estoy cierto de que
ni en las iglesias que yo frecuentaba ni en los libros de oraciones que leía había
nada que me los pudiera sugerir. Es de recordar que las iglesias y libros de rezo
anglicanos no se decoraban entonces a la manera en que creo se hace ahora.
A los quince años leí los tratados de Paine contra el Antiguo Testamento, y
sentí gozo pensando en las objeciones que contenían. También leí algunos
ensayos de Hume, acaso el Ensayo sobre los milagros. Por lo menos así se lo di a
entender a mi padre, pero tal vez fue por darme tono. También recuerdo haber
copiado algunos versos en francés, acaso de Voltaire, que negaban la
inmortalidad del alma, y me decía a mí mismo algo así como: «¡Qué espantoso,
pero qué probable!».
A mis quince años (en el otoño de 1816) un gran cambio hubo lugar en mi
pensamiento. Caí bajo la influencia de un Credo definido y recibí en mi
inteligencia impresiones de lo que es un dogma, que, por la misericordia de Dios,
nunca se han borrado ni oscurecido. El instrumento humano de este comienzo
de fe divina en mí fue el excelente varón, muerto tiempo ha, reverendo Walter
Mayers, de Pembroke College, Oxford; pero mayor que el efecto de sus
conversaciones y sermones fue el de los libros que puso en mis manos, todos de la
escuela de Calvino. Uno de los primeros libros que leí fue una obra de Romaine,
cuyo título y contenido no recuerdo, a excepción de una doctrina que,
naturalmente, no incluyo entre las que creo haber venido de fuente divina: la
doctrina de la perseverancia final.
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miraba predestinados a la muerte eterna. Solo pensaba en la merced que a mí se
me hacía.
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volver a caer. Los católicos, por otra parte, reducen y suavizan el espantoso
antagonismo entre el bien y el mal, que es uno de sus dogmas, sosteniendo que
hay diversos grados de justificación; hay, según la doctrina católica, una gran
diferencia en punto a gravedad entre pecado y pecado, existe siempre la
posibilidad y el peligro de volver a caer y a nadie se da conocimiento cierto de
que se encuentra en estado de gracia, y mucho menos de que haya de perseverar
hasta el fin. De las máximas calvinistas, la única que echó raíces en mi espíritu
fue la certidumbre del cielo y del infierno, del favor y de la cólera divina, de la
existencia de justificados y no justificados. Como ya he dicho; la idea de que los
regenerados y justificados sean una sola y misma cosa, y que los regenerados
como tales tengan el don de la perseverancia, no duró en mí muchos años.
Vengo ahora a otras dos obras que me produjeron una profunda impresión
aquel mismo otoño de 1816, cuando tenía quince años, obras contrarias entre sí
que echaron en mí los gérmenes de inconsistencias intelectuales que me
inhabilitaron durante muchos años. Leí la Historia de la Iglesia, de Joseph Milner,
y poco me costó enamorarme de los largos extractos de San Agustín, San
Ambrosio y otros Padres que allí encontré. Los leí como la religión de los
primeros cristianos; pero, a par de Milner, leí la obra de Newton sobre las
profecías, y quedé, en consecuencia, firmísimamente convencido de que el Papa
era el anticristo predicho por Daniel, San Pablo y San Juan.
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ellas; no digo con su muerte violenta, ya que ¿por qué no la maté antes, si es
lícito decir que yo la mate?
Tengo que mencionar, aunque lo hago con gran repugnancia, otra impresión
profunda que se apoderó de mí por este tiempo, en otoño de 1816 —sobre el
hecho no cabe equivocación—, a saber, que era voluntad de Dios que llevara vida
célibe. Este presentimiento —que se mantuvo en mí desde entonces casi
continuamente, con intervalos hasta 1829 y a partir de entonces, sin intervalo
alguno— estaba en mi mente más o menos en conexión con la idea de que la
vocación de mi vida entrañaría el sacrificio que supone el celibato; por ejemplo,
el trabajo misional entre los paganos, a que me sentí muy inclinado durante
algunos años. Ello acreció mi sentimiento de separación del mundo visible, de
que he hablado anteriormente.
El año 1822 vine a caer bajo influencias muy diferentes de aquellas a que
hasta entonces había estado sometido. Por este tiempo, el señor Whately, como
era entonces, después arzobispo de Dublín, mostró gran amabilidad conmigo los
pocos meses que estuvo en Oxford, antes de abandonarlo definitivamente. Esta
amabilidad la renovó en 1825, cuando fue nombrado principal de Alban Hall,
haciéndome su viceprincipal y tutor. Del doctor Whately hablaré más adelante,
pues de 1822 a 1825 traté, sobre todo, al actual preboste de Oriel, el doctor
Hawkins, a la sazón vicario de Santa María. Después de ordenarme en 1824 y
obtenida una coadjutoría en Oxford, entré, durante las vacaciones mayores, en
relación particular con él. Puedo decir con la mano sobre el corazón que le
quiero y que nunca he dejado de quererle, lo que es preludio para decir lo que de
otro modo sonaría a rudeza, a saber: que en el curso de los varios años que luego
pasamos juntos, me provocó realmente mucho de tiempo en tiempo, aunque
estoy completamente cierto de que yo lo provoqué aún más a él. Mis
provocaciones, además, eran incorrectas, pues él era el director de mi college y,
por añadidura, los primeros años que lo conocí, prestó, de modos varios, grandes
servicios a mi inteligencia.
Fue el primero que me ensenó a pesar mis palabras y a ser prudente en mis
afirmaciones. Me enseñó el arte de deslindar y aclarar mi pensamiento en una
discusión y controversia, a distinguir entre ideas afines y a prevenir los equívocos.
Todo lo cual, con gran sorpresa mía, ha sido luego considerado, aun entre
personas bien dispuestas para conmigo, como resabios de la polémica de Roma.
Él es, por su parte, hombre del más exacto entendimiento, y tuvo la amabilidad
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de censurar severamente los primeros sermones que escribí y otros trabajos a que
puse mano.
Hay otro principio que adquirí del doctor Hawkins, más relacionado con el
catolicismo que cuantos hasta ahora he mentado; es la doctrina sobre la
tradición. Cuando yo era estudiante le oí predicar en el púlpito de la Universidad
su famoso sermón sobre el tema, y recuerdo lo largo que se me hizo, a pesar de
que, por este tiempo, pasaba por predicador elocuente; pero cuando me lo regaló,
lo leí y estudié, me produjo muy fuerte impresión. A mi parecer, no va un paso
más allá de la doctrina anglicana, y aún puede decirse que no llega a ella; pero su
trabajo es muy concienzudo, su modo de ver original y el tema nuevo para aquel
tiempo. Hawkins sienta una tesis que se cae por su peso apenas se afirma para
quienes hayan examinado la estructura de la Escritura, a saber: que el sagrado
texto no se destinó nunca a enseñar doctrina, sino únicamente a probarla; de
donde se sigue que, si queremos aprender doctrina hemos de recurrir a los
formularios de la Iglesia, por ejemplo, al Catecismo y a los Símbolos de la fe.
Hawkins opina que, después de aprender en ellos las doctrinas de la cristiandad,
el estudioso debe verificarlas en la Escritura. Esta opinión, muy cierta en sus
líneas generales y muy fecunda en sus consecuencias, abrió ante mí una amplia
perspectiva de pensamiento. El doctor Whately la profesaba también. Uno de sus
efectos fue dar en la raíz del principio en que se fundaba la Sociedad Bíblica. Yo
pertenecía a su rama de Oxford, y fue ya cuestión de tiempo retirar mi nombre
de las listas de suscriptores; pero no lo hice inmediatamente.
Con mucho gusto rindo aquí homenaje a la memoria del reverendo William
James, entonces fellow[1] del Oriel College. Él me enseñó, hacia el año 1823, la
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doctrina de la sucesión apostólica, durante un paseo, creo, en torno a la pradera
de la Christ Church. Recuerdo que, por entonces, estaba yo algo impaciente por
el tema.
Supongo que fue también por este tiempo cuando leí la Analogy, del obispo
Butler, cuyo estudio fue para muchos lo que fue para mí: una era en sus
opiniones religiosas. La demostración de una Iglesia visible, oráculo de la verdad
y modelo de santidad, de los deberes de la religión exterior y del carácter
histórico de la religión son las características de esta gran obra, que impresiona
inmediatamente al lector. Respecto de mí mismo, si puedo intentar determinar
lo que le debo principalmente, ello se cifra en dos puntos, sobre los que tendré
oportunidad de insistir más adelante, pues son los principios básicos de una
buena parte de mi enseñanza. Primeramente, la idea misma de una analogía de
las distintas obras de Dios conduce a la conclusión de que el sistema de menor
importancia está económica o sacramentadamente relacionado con el más
trascendental (es significativo que Butler comience su obra con una cita de
Orígenes), y de esta conclusión brota, como consecuencia última, la teoría a que
me inclinaba de niño sobre la irrealidad de los fenómenos materiales. Por este
tiempo no distinguía yo entre la materia misma y sus fenómenos, distinción tan
necesaria y obvia en la discusión de este tema. En segundo lugar, la doctrina de
Butler de que la probabilidad es la guía de la vida me condujo, por lo menos
durante los estudios en que fui iniciado pocos años después, a la cuestión sobre la
fuerza lógica de la fe sobre la que tanto he escrito. Así, a Butler atribuyo los dos
principios de mi enseñanza que me han acarreado la doble acusación de fantasía
y de escepticismo.
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Por lo que al doctor Whately se refiere, su pensamiento era demasiado
diferente del mío para que pudiéramos seguir mucho tiempo por la misma
vereda. Recuerdo su disgusto por un artículo mío, aparecido en la London
Review, que el indulgente Blanco White se contentó con calificar de «platónico».
Cuando ya iba divergiendo en opiniones con él (cosa que no le placía), pensé en
dedicarle mi primer libro con palabras que dieran a entender que él me había
enseñado no solo a pensar, sino a pensar por mí mismo. Dejó Oxford en 1831,
después de lo cual, a cuanto recuerdo, solo lo volví a ver dos veces, cuando visitó
la Universidad, en la calle, en 1834, y otra, en un salón, en 1838. Desde su
partida, siempre sentí verdadero cariño por lo que puedo llamar su memoria,
pues, por lo menos desde el año 1834, se hizo el muerto para mí. En realidad, me
perdió prácticamente de vista desde que fue nombrado arzobispo en 1831; pero
en 1834 se entabló entre los dos una correspondencia que, si bien llevada
especialmente por parte suya con espíritu amistoso, era expresión de diferencias
de opinión que acabaron con nuestra comunicación. Mi razón me decía que, de
haberse tenido que quedar en Oxford, no hubiéramos podido caminar por más
tiempo juntos; sin embargo, yo lo amaba demasiado para poderme despedir de él
sin pena. Pasados unos años, empecé a creer que su influencia sobre mí no había
sido satisfactoria en un plano más alto que el intelectual (y no digo que fuera por
su culpa). Creo que en sus últimas obras insertó cosas duras respecto de mí.
Nunca vinieron a mis manos, y no juzgué necesario ir a buscar aquello que, en su
lectura, me hubiera apenado tanto.
Lo que Whately hizo por mí en el terreno de las ideas religiosas fue, primero,
enseñarme la existencia de la Iglesia como cuerpo sustantivo o corporación. En
segundo lugar, haberme inculcado aquellos modos de ver antierastianos de la
política de la Iglesia, que fueron uno de los rasgos más relevantes del movimiento
tractariano. En este punto y, a lo que yo entiendo, únicamente en este punto,
simpatizaban íntimamente Hurrell Froude y él, aunque el desarrollo de la
opinión de Froude sobre el particular fue de fecha posterior. El año 1826,
durante un paseo, me habló largamente sobre una obra que acababa de publicarse
con el título Cartas sobre la Iglesia por un episcopaliano. Me dijo que me haría
hervir la sangre. Era, ciertamente, obra fortísima. Un común amigo me dijo que,
después de su lectura, no se podía estar quieto, sino que se ponía a andar a lo
largo y ancho de su cuarto. La obra fue inmediatamente atribuida a Whately; yo
me apresuré a manifestar mi opinión en contra, pero hallé que la creencia
afirmativa de Oxford era demasiado fuerte para mí; con razón o sin ella, me
adherí a la voz general. Ni entonces ni después oí nunca que el doctor Whately
desmintiera su paternidad de la obra.
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Las tesis principales de este hábil ensayo son, primera, que la Iglesia y el
Estado deben ser independientes entre sí; habla del deber de protestar «contra la
profanación del reino de Cristo por esta doble usurpación; la intervención de la
Iglesia en las cosas temporales, y del Estado en las espirituales» (p. 191); y, en
segundo lugar, que, aún separada del Estado, la Iglesia puede, con justicia y
derecho, retener sus propios bienes.
«El clero, aunque no debe ser servidor asalariado del poder, puede, en
justicia, retener sus rentas; y el Estado, aunque no tiene derecho a intervenir en
los asuntos espirituales, no solo posee justo título a ser sostenido por los
ministros de la religión y por todos los otros cristianos, sino que en el sistema que
recomiendo lo obtendrá mucho más efectivamente». El autor de esta obra,
quienquiera que fuere, defiende estos dos puntos con fuerza e ingenio, y con
vehemencia irresistible, lo que acaso haya de atribuirse a la circunstancia de que
no escribió in propria persona y no se sentía responsable de todo lo que afirmaba,
sino con la máscara de un declarado episcopaliano escocés. Esta obra ejerció una
influencia gradual, pero profunda, sobre mi espíritu.
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Liberalismo, al final de este volumen). A finales de 1827 desperté bruscamente de
mi sueño por dos terribles golpes: la enfermedad y el desamparo.
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Sin embargo, la impresión del doctor Whately sobre mí admite esta
explicación.
Las cosas cambiaron en 1826. Por este tiempo fui nombrado uno de los
tutores de mi college, y ello me puso en el candelero; además, escribí uno o dos
ensayos que tuvieron aceptación. Comencé a ser conocido. Prediqué mi primer
sermón en la Universidad. Al año siguiente fui uno de los examinadores para el
grado de Bachelor of Arts. En 1828 fui nombrado vicario de Santa María. Aquello
era para mí como una sensación de primavera después del invierno y, si me es
lícito decirlo así, salí de mi concha y permanecí fuera hasta 1841.
Las dos personas que mejor me conocieron por este tiempo viven todavía,
son eclesiásticos que gozan de un beneficio, pero no son ya mis amigos. Ellos
pueden decir mejor que nadie quién era yo por estos años. Por entonces se me
soltó, por decirlo así, la lengua, y hablaba espontáneamente y sin esfuerzo. Uno
de ellos, el señor Rickards, dijo de mí, como luego supe: «He ahí a un muchacho
que, cuando calla, parece que no va a abrir nunca la boca; y cuando se pone a
hablar parece que no va a parar nunca». Por entonces comencé a ejercer
influencia, que fue continuamente creciendo durante algunos años. La cobré
sobre mis discípulos y trabé particular intimidad y afecto con dos de nuestros
fellows: Robert Isaac Wilberforce (posteriormente arcediano) y Richard Hurrell
Froude. Whately, hombre penetrante, vio tal vez entonces en torno mío los
signos de un partido, cosa de que yo no me daba cuenta. Y así discernimos los
primeros elementos del que luego se llamó «movimiento tractariano».
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El que era el verdadero y primer autor de ese Movimiento permanecía
invisible, como acontece con las grandes fuerzas de impulsión. Después de
obtener, muy joven, los más altos honores de la Universidad, volvió las espaldas a
la admiración que le seguía los pasos y buscó mejor y más santa satisfacción en el
trabajo apostólico del campo. ¿Será menester decir que estoy hablando de John
Keble? La vez primera que me encontré con él en un salón fue con ocasión de mi
elección para fellow de Oriel, cuando fui enviado a la Torre para estrechar la
mano al preboste y a los fellows. ¡Con qué viveza está grabada esta hora en mi
memoria, después de los cambios de cuarenta y dos años que se cumplen este
mismo día en que escribo! Últimamente he tenido en mis manos una carta que
escribí por entonces a mi gran amigo John William Bowden, con quien pasé casi
exclusivamente mis años de estudiante. «Tenía prisa —le digo— por llegar a la
Torre para recibir los parabienes de todos los fellows. Aguanté hasta que Keble
me estrechó la mano, pero en ese momento me sentí tan confuso e indigno del
honor que se me hacía que me parecía desear hundirme unos estadios bajo
tierra». El nombre de Keble fue el primero que oí, con más respeto aún que
admiración, a mi llegada a Oxford. Un día que paseaba yo por la High Street con
mi caro y más antiguo amigo, que acabo de mentar, con qué ardiente alegría
exclamó este: «¡Por ahí va Keble!», ¡y con qué reverencia lo miré yo! Otra vez oí
contar a un «master of arts» de mi college cómo había tenido ocasión de
presentarse a Keble por ciertos asuntos y fue por él tratado con tal gentileza,
cortesía y naturalidad, que casi lo sacaba de quicio. También se contaba, con
verdad o sin ella, hasta qué punto lo admiraba y amaba un hombre cuya brillante
reputación comenzaba por entonces, el actual deán de San Pablo, doctor
Milman, quien añadía que Keble no se parecía a nadie. Sin embargo, por el
tiempo en que fui elegido fellow de Oriel no tenía residencia y durante años me
fue esquivo a consecuencia de los rastros que aún me quedaban de mi paso por
las escuelas evangélica y liberal. Por lo menos, siempre lo he pensado así. Hurrell
Froude nos puso en comunicación hacia 1828. He aquí uno de los dichos
conservados en sus Remains: «¿Conocéis la historia del asesino que no había
hecho más que una obra buena en su vida? Pues si a mí se me preguntara qué
obra buena he hecho yo, jamás respondería que llevé a Keble y Newman a que se
entendieran uno a otro».
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oída desde hacía mucho tiempo en Inglaterra. Tampoco puedo pretender
analizar, por mi propio ejemplo, el efecto de una enseñanza religiosa tan
profunda, tan pura y tan bella. Nunca hasta ahora lo he intentado hacer, sin
embargo, no creo equivocarme si digo que las dos principales verdades
intelectuales que me trajo son las mismas que yo había aprendido de Butler, pero
remodeladas por la inteligencia creadora de mi nuevo maestro. La primera fue lo
que puede llamarse, en el sentido nato de la palabra, el sistema sacramental, es
decir, la doctrina de que los fenómenos materiales son, a la par, figuras e
instrumentos de realidades invisibles; doctrina que abarca en su plenitud no solo
lo que anglicanos y católicos creen sobre los Sacramentos propiamente dichos,
sino también el artículo de la «comunión de los santos» e igualmente los
misterios de la fe. La conexión de esta filosofía de la religión con lo que a veces se
llama «berkeleyismo» ha sido notado arriba; pero yo sabía por este tiempo poco
de Berkeley, excepto el nombre, y nunca lo he estudiado.
Sobre el segundo principio intelectual que debo a Keble podría hablar largo y
tendido si este fuera lugar para ello. Forma el fondo de mucho de lo que he
escrito y me ha valido más de una dura palabra. Butler nos enseña que la
probabilidad es la guía de la vida. El peligro de esta doctrina es para muchas
inteligencias su tendencia a destruir en ellas la certidumbre absoluta, llevándolas
a mirar como dudosa toda conclusión y resolviendo la verdad en opinión, que
realmente es seguro obedecer y profesar, pero que no es posible abrazar con pleno
asentimiento interior. De admitirse tal cosa, la más alta medida de devoción sería
el célebre dicho: «¡Oh Dios, si hay Dios, salva mi alma, si es que tengo alma!».
Pero ¿quién puede orar a un ser de cuya existencia duda seriamente?
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Como ilustración, el señor Keble solía citar las palabras del salmo: «Yo te
guiaré con mi ojo. No seáis como el caballo y el mulo, que no tienen
entendimiento, cuyas bocas hay que sujetar con bocado y bridas, para que no se
echen sobre ti». Tal es, solía decir, la verdadera diferencia entre los esclavos y los
amigos o hijos. Los amigos no piden mandamientos literales; por su
conocimiento del que habla lo entienden a medias palabras y, por el amor que le
tienen, se adelantan a sus deseos. De ahí que en su poema para el día de San
Bartolomé hable del «ojo de la palabra de Dios» y cite en nota al señor Miller, de
Worcester College, quien, en sus conferencias de Bampton, observa acerca del
poder de la Escritura que tiene «ese ojo, como de un retrato que se fija sobre
nosotros dondequiera nos volvamos». Esta idea, así sugerida por Keble, está
explicitada en uno de los primeros Tracts for the Times. En el número 8 digo: «El
Evangelio es ley de libertad. Somos tratados como hijos, no como criados. No
estamos sujetos a un código de mandamientos formales, sino que se nos habla
como a quienes aman a Dios y desean agradarle».
Además, como hay probabilidades que bastan para crear certidumbre, así hay
otras que pueden, legítimamente, crear opinión; en determinados casos,
determinadas personas pueden creerse en la obligación de tener sobre un hecho
una opinión de fuerza y consistencia definidas, como en el caso de más o menos
probabilidades es un deber el tener certeza. De donde se sigue que estamos
obligados a estar más o menos ciertos en una especie de escala, como quien dice,
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graduada de asentimiento, según se nos han presentado las probabilidades
referentes a un hecho determinado, y, según los casos, tener sobre él una creencia
piadosa, o una opinión piadosa, o una conjetura religiosa o, por lo menos, tolerar
semejante creencia, opinión o conjetura en los otros. Por otra parte, como es un
deber en determinados casos tener una creencia de más o menos firme
contextura, así, en otros, es un deber no creer, ni opinar, ni conjeturar, ni tolerar
siquiera la idea de que un hecho determinado sea verdadero, en cuanto hacerlo
así sería credulidad o superstición u otra falta moral. Es el terreno del juicio
privado en religión; pero no de un juicio formado arbitrariamente ni según la
propia fantasía y deseo, sino en conciencia y con sentido del deber.
Consideraciones como estas arrojan nueva luz sobre el tema de los milagros, y
ellas parece que me condujeron a examinar otra vez el modo de ver que expuse
sobre ellos en mi ensayo de 1825-1826. No sé cuál fue la fecha de este cambio en
mí, ni la serie de ideas en que se fundó. El hecho de que hubiera habido ya
grandes milagros como los de la Escritura, por ejemplo la resurrección de Cristo,
era confirmación del principio de que las leyes de la naturaleza han sido alguna
vez suspendidas por su autor divino; y puesto que lo sucedido una vez puede
suceder otra, hay una probabilidad, o por lo menos no hay improbabilidad en la
idea, tomada en sí misma, de una intervención milagrosa en tiempos posteriores.
Los relatos milagrosos debieran ser examinados en el contexto de la
verosimilitud, fin, instrumento, carácter, testimonio y circunstancias en que se
nos presentan, y, según el resultado final de estas consideraciones varias, nuestro
deber sería estar ciertos, o creer, u opinar, o sospechar, o tolerar, o rechazar, o
denunciar. La principal diferencia entre mi ensayo sobre los milagros de 1826 y
el de 1842 es que en 1826 yo consideraba los milagros divididos en dos clases
tajantes: milagros que debían aceptarse y milagros que debían rechazarse; en
1842 vi que debían mirarse según su mayor o menor probabilidad, que en
algunos casos era suficiente para crear certidumbre; en otros, solo creencia u
opinión.
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(vol. 1, p. 3). En nota añade que «la palabra efusión no implica la idea de
operaciones milagrosas o extraordinarias del Espíritu de Dios»; pero era natural
para mí, que admitía la teoría general de Milner y le aplicaba el principio de la
analogía, no pararme en seco en ese abrupto ipse dixit, sino pasar audazmente
adelante hasta la conclusión, verosímil por otras razones: puesto que los milagros
acompañaron la primera efusión de la gracia, podían, por el mismo caso,
acompañar las posteriores. Es, ciertamente, de un presentimiento natural y, en su
conjunto, verdadero (aunque con excepciones, claro está, en casos particulares)
que dones y gracias van juntos. Ahora bien, según la vieja doctrina católica, el
don de milagros fue mirado como acompañante y sombra de la santidad
trascendente. Por otra parte, esa santidad no es cosa de todos los días; un periodo
de la historia de la Iglesia difiere mucho de otro y, como diría Joseph Milner, ha
habido generaciones y hasta siglos de decadencia o desorden y tiempos de
resurgimiento; una región, finalmente, puede estar en el cénit de su fervor
religioso y otra en el crepúsculo o en la oscuridad. De todo lo cual resulta la falta
de fuerza del argumento popular: puesto que no hemos visto milagros con
nuestros propios ojos, tampoco acontecieron en tiempos idos, o no tienen
tampoco lugar ahora en tierras distantes […] Pero no quiero entretenerme más
en un tema que no es posible tratar en pocas palabras (véase Nota B, «Sobre los
milagros de la Iglesia», al final del volumen).
Hurrell Froude fue discípulo de Keble, que, formado por él, a su vez, influyó
sobre él. Lo conocí por vez primera en 1826, y viví con él en la más íntima y
afectuosa amistad desde 1829, aproximadamente, hasta su muerte, en 1836.
Era un hombre de tan altas dotes, tan literalmente múltiple, que sería
temeridad en mí quererlo describir, excepto en los aspectos en que se me
presentó. No tengo por qué hablar aquí de su caballerosidad y ternura de
naturaleza, del ardor, de la libre fuerza elástica y graciosa versatilidad de su
espíritu, de la paciente consideración con que conquistaba en la discusión, que lo
hacía tan querido a aquellos a quienes abría su corazón. Porque me he propuesto
hablar únicamente de materias de fe y opinión, y si en mi relación introduzco a
otros, no es por razón de las personas mismas, ni porque las ame o haya amado,
sino porque han influido, y en la medida que han influido, sobre mis ideas
teológicas. En este aspecto, pues, hablo de Hurrell Froude —en su aspecto
intelectual— como de un hombre de genio elevado, rebosante hasta desbordar de
ideas y puntos de vista originales, que eran excesivos y demasiado fuertes aun
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para su fuerza física, y se amontonaban y entrechocaban unos con otros en su
esfuerzo por cobrar forma y expresión clara. Tenía un entendimiento tan crítico
y lógico como especulativo y audaz. Al morir, como murió, prematuramente y en
plena lucha y transitoriedad de ideas, sus puntos de vista religiosos no alcanzaron
nunca su última conclusión por razón misma de su muchedumbre y
profundidad. Sus opiniones me prendían e influían, aun en el caso de que no
ganaran mi entero asentimiento. Proclamaba abiertamente su admiración por la
Iglesia de Roma y su odio por los reformadores. Le encantaba la idea de un
sistema jerárquico, del poder sacerdotal y de la plena libertad de la Iglesia.
Despreciaba la máxima: «La Biblia y solo la Biblia es la religión de los
protestantes», y se enorgullecía de aceptar la tradición como el principal
instrumento de enseñanza religiosa. Tenía una alta y severa idea de la excelencia
intrínseca de la virginidad, y consideraba a la bienaventurada Virgen como su
gran modelo. Le deleitaba pensar en los santos; tenía viva estima de la idea de la
santidad, de su posibilidad y de sus alturas, y estaba muy inclinado a admitir una
gran cantidad de intervenciones milagrosas, acontecidas en las edades primera y
media. Abrazó el principio de la penitencia y de la mortificación. Tenía profunda
devoción a la Presencia Real, en la que creía firmemente. Se sentía
poderosamente atraído a la Iglesia medieval pero no a la primitiva.
Tenía una intuición penetrante de la verdad abstracta, pero era inglés hasta la
médula de los huesos en su rigurosa manera de pegarse a lo real y concreto. Tenía
gusto muy clásico y aptitud para la filosofía y el arte, y le gustaba la investigación
histórica y la política de la religión: pero sentía inclinación a la teología
propiamente dicha. No concedía suficiente valor a los escritos de los Padres, ni a
los pormenores o desarrollo de la doctrina, a las tradiciones definidas de la Iglesia
consideradas en sí mismas, a la doctrina de los concilios ecuménicos ni a las
controversias de que surgieron. Con valiente ardor sabía ver las cosas en su
conjunto. Yo diría que su poder de penetrar en el pensamiento de los demás no
corría parejo con sus otras dotes: así no podía creer que yo tuviera realmente a la
Iglesia romana por anticristiana. En muchos puntos no podía dejar de creer que
yo estaba de acuerdo con él, cuando la verdad no era esa. No parecía entender
mis dificultades. Las suyas eran de diferente especie: la contrariedad entre la
teoría y los hechos. Gran tory de la estampa de los caballeros, se disgustó con el
torysmo de los que se opusieron al Reform Bill[4]. Estaba enamorado de la Iglesia
teocrática; marchó al extranjero y le chocó la degeneración que creía ver en los
católicos de Italia.
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Sería difícil enumerar las adiciones concretas a mi Credo teológico que saqué
de un amigo a quien debo tanto. Él me enseñó a mirar con admiración a la
Iglesia de Roma y a aborrecer en el mismo grado la reforma protestante. Él grabó
profundamente en mí la idea de la devoción a la Virgen y me condujo, paso a
paso, a creer en la Presencia Real.
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poco ambiente exterior para favorecerlas. Estas doctrinas se basaban en el
principio místico o sacramental y hablaban de varias dispensaciones o economías
del Eterno. Entendí que estos pasajes querían decir que el mundo exterior, físico
e histórico, era solo manifestación para nuestros sentidos de realidades más
grandes que él mismo. La naturaleza era una parábola; la Escritura, una alegoría;
la literatura, filosofía y mitología paganas habían sido mera preparación para el
Evangelio. Los poetas y sabios griegos habían sido, en cierto sentido, profetas,
«pues a estos sublimes bardos les fueron dados pensamientos más allá de su
pensamiento». Hubo una dispensación directamente divina concedida a los
judíos; pero hubo también, en cierto sentido, una dispensación en favor de los
gentiles. El que tomó la descendencia de Jacob para su pueblo escogido, no por
ello apartó los ojos del resto de la humanidad. En la plenitud de los tiempos se
redujeron a nada tanto el judaísmo como el paganismo; el marco exterior que
ocultaba, a par que sugería, la verdad viva no estuvo nunca destinado a durar, y
se fue deshaciendo a los rayos del sol de justicia, que brillaba tras él y lo
penetraba. El proceso del cambio fue lento y no se llevó a cabo de golpe, sino con
regla y medida, «en tiempos varios y de modos diversos», ahora un
descubrimiento y luego otro, hasta que toda la doctrina evangélica apareció a
plena luz. Y así quedaba lugar para presumir ulteriores y más profundos
descubrimientos de verdades ocultas aún bajo el velo de la letra para ser reveladas
a su tiempo y sazón. El mundo visible sigue aún sin su interpretación divina; la
santa Iglesia, con sus Sacramentos y órdenes jerárquicos, permanecerá, después
de todo, hasta el fin del mundo como mero símbolo de estos hechos celestes que
llenan la eternidad. Sus misterios son mera expresión, en lenguaje humano, de
verdades que no alcanza la inteligencia humana. Es evidente que en todo eso
había mucho en armonía con las ideas que me habían atraído de joven y con la
doctrina que yo había atribuido ya a la Analogy, de Butler, y al Christian Year, de
Keble.
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perspectiva, son, por así decir, las orlas de las vestiduras, la ondulación de la ropa
de aquellos cuyos ojos ven a Dios». Pregunto también qué pensaría un hombre
que, «al examinar una flor, una brizna de hierba, o una guija, o un rayo de luz,
cosas que él trata como tan por bajo de sí mismo en la escala de la existencia,
descubriera súbitamente estar en presencia de un ser poderoso que estuviera
oculto detrás de las cosas que estaba examinando; un ser que, escondiendo su
sabia mano, estaba dándoles su belleza, gracia y perfección, como instrumento de
Dios para ese fin; es más, un ser cuyo ropaje y ornamentos eran esos mismos
objetos que tan ávidamente analizaba». Y a ese propósito noto que «con
corazones sencillos y agradecidos podemos decir con los tres jóvenes del horno de
Babilonia: Obras todas del Señor, bendecid al Señor, alabadlo y engrandecedlo
para siempre».
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instituciones, etc. Ahí está Inglaterra, con muchas altas virtudes, pero con un
bajo catolicismo. Paréceme que John Bull es un espíritu que no pertenece ni al
cielo ni al infierno […] ¿No se ha entregado la Iglesia cristiana, en sus partes, a
una u otra de estas simulaciones de la verdad?…
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antigua escuela. Y el partido evangélico mismo, con sus últimos éxitos, parecía
haber perdido aquella sencillez y desprendimiento del mundo que yo admiraba
tanto en Milner y Scott. No es que yo no respetara a hombres como Ryder, a la
sazón obispo de Lichfield, y a otros de sentimientos semejantes que no habían
sido aún promovidos al episcopado, pero tenía en poco a los evangélicos como
clase. Yo los tenía por juguetes en manos de los liberales. Con la Iglesia
establecida, así dividida e ignorante de su verdadera fuerza, comparaba yo aquel
poder lleno de juventud y vigor del que leía en los primeros siglos. En su celo
triunfante por este misterio primitivo, al que había profesado tanta devoción
desde mi juventud, reconocí el movimiento de mi Madre espiritual. Incessu patuit
dea[6]. La renuncia de sus ascetas, la paciencia de sus mártires, la irresistible
resolución de sus obispos, el ímpetu gozoso de su marcha me exaltaban a par que
me abatían. Yo me decía a mí mismo: «Mira este cuadro y este otro». Sentía
afecto, pero no cariño, por mi Iglesia; sentía espanto ante su porvenir, angustia y
desprecio ante su perplejidad inerte. Pensaba que si el liberalismo llegaba a
asentar su pie dentro de ella, su victoria era, a la postre, segura. Los principios de
la reforma protestante me parecían impotentes para sacarla del atolladero. Pero
abandonarla no me pasó jamás por las mientes. Sin embargo, siempre tenía ante
los ojos que había algo más grande que la Iglesia establecida, y ello era la Iglesia
católica y apostólica, instituida desde el principio, de la que aquella era solo la
presencia y órgano local. Si no era esto, no era nada. Había que tratarla con
firmeza o estaba perdida. Era necesaria una nueva reforma.
Partimos por diciembre de 1833. Durante esta expedición escribí los versos
de mi Lyra Apostolica; unos pocos antes de ese viaje, pero solo una o dos
composiciones después del mismo. Cambiando, como cambiaba, mis
ocupaciones definidas de tutor, la quietud literaria y las gratas amistades de los
últimos diez años por países extraños y un futuro desconocido, pensé
naturalmente, que estaban por venir sobre mí cambios interiores y que se me iba
a abrir campo más ancho de actividad. En Whitchurch, mientras esperaba el tren
para Falmouth, escribí los versos a mi ángel de la guarda, que comienzan con
estas palabras: «¿Es esta la vía que me muestra algún celeste amigo?». Luego sigo
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hablando de la «visión» que me rondaba, visión que más o menos se expresaba en
todas las composiciones de esta serie.
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acusó de ello, solo supe dar la explicación (y creo así era) de que tenía presentes
algunas opiniones libres del doctor Arnold acerca del Antiguo Testamento.
Paréceme que quise decir «El doctor Arnold responde de esa interpretación, ¿y
quién responde del doctor Arnold?». En Roma comenzamos a componer la Lyra
Apostolica, que apareció mensualmente en el British Magazine. El motto o lema da
a entender lo que Froude y yo sentíamos por aquellas fechas. Pedimos prestado al
señor Bunsen un Homero, y Froude escogió las palabras de Aquiles al volver al
combate: «Ya veréis la diferencia, ahora que yo he vuelto».
Marché a Castro-Giovanni, pero tuve que guardar allí cama durante tres
semanas. A finales de mayo marché a Palermo, costándome tres días el viaje.
Antes de dejar la fonda, la mañana del 26 o 27 de mayo, me senté en la cama y
comencé a sollozar violentamente. Mi criado, que había hecho conmigo de
enfermero, me preguntó qué me pasaba. Solo pude responderle: «Tengo que
hacer una obra en Inglaterra».
Tenía prisa por volver a casa; pero, por falta de barco, hube de detenerme tres
semanas en Palermo. Comencé a visitar las iglesias, y ellas calmaron mi
impaciencia, aunque no asistí a ningún acto de culto. Yo no tenía idea de la
Presencia del Santísimo en ellas. Por fin salí en un barco de naranjas con rumbo a
Marsella. Entonces escribí los versos Guíame, luz amable, que se hicieron pronto
populares. Una semana entera estuvimos encalmados en el estrecho Bonifacio.
Durante toda la travesía me entretuve en hacer versos. Por fin llegué a Marsella y
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partí para Inglaterra. El cansancio del viaje fue harto fuerte para mí, y hube de
guardar cama durante algunos días en Lyon. Al fin partí de nuevo y ya no paré ni
de día ni de noche (excepto la forzosa espera en París) hasta llegar a Inglaterra y a
casa de mi madre. Solo unas horas antes había llegado de Persia mi hermano
(Francis William). Era martes. Al domingo siguiente, 14 de julio, el señor Keble
predicó el Sermón de las Audiencias desde el púlpito de la Universidad, que se
publicó con el título de Apostasía nacional. Yo he considerado y celebrado
siempre este día como el punto de partida del movimiento religioso de 1833.
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Capítulo II
No obstante las páginas que preceden, no tengo una historia romántica que
contar; si las he escrito es porque considero mi deber decir las cosas tal como
pasaron. No he exagerado mis sentimientos a mi retorno a Inglaterra, ni deseo
tampoco adornar los acontecimientos que siguieron a fin de ponerlos en armonía
con la narración precedente. Pronto me encontré envuelto en la vida de todos los
días que llevara anteriormente; la misma en todo, excepto en que yo tenía una
nueva meta. Antes de salir de Inglaterra me había ocupado en mi casa en leer y
escribir, amén de atender a una iglesia, y a mi vuelta volví a las mismas
ocupaciones. Y, sin embargo, los primeros vehementes sentimientos que me
arrastraban, tal vez, fueron necesarios para los comienzos del Movimiento; luego,
una vez en marcha, no hubo ya especial necesidad de mí.
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inteligencia, y de verdadera sensibilidad para todo lo grande y hermoso. Escribía
con calor y energía y poseía una cabeza fría y un juicio cauto. Gastó sus fuerzas y
acortó su vida pro ecclesia Dei, tal como él entendía esta soberana idea. Algunos
años antes, él fue el primero en dar la voz de alerta, creo que desde el púlpito de
la Universidad de Cambridge, sobre los peligros que amenazaban a Inglaterra por
las especulaciones teológicas y bíblicas de Alemania. Siguió la agitación del
Reform Bill y subió al poder el gobierno whig, y el señor Rose previo, por la
manera de repartir los favores eclesiásticos, que las ideas liberales se introducirían
por autoridad en el país. Él temía que el partido whig abriría en Inglaterra a la
más perniciosa de las herejías una puerta que no volvería ya a cerrarse. Para unir
en tan graves circunstancias a los hombres de la Iglesia y formar un solo frente
contra el peligro que se veía venir, comenzó en 1832 el British Magazine, y el
mismo año, a finales de verano, vino a Oxford para buscar colaboradores para su
publicación. En esta ocasión le fui presentado por el señor Palmer. Su reputación
y su puesto, juntamente con sus patentes aptitudes de carácter e inteligencia,
hubieran hecho de él centro de un movimiento eclesiástico, caso que tal
movimiento hubiera dependido de la acción de un partido. Su delicada salud y
su muerte prematura hubieran dado al traste con tal esperanza, aunque la nueva
escuela de opinión hubiera tomado, más exactamente de lo que lo hizo, la forma
de un partido. Pero él sostuvo con celo los primeros esfuerzos de los que eran
principales en ella, y cuando en 1838 se fue a morir al extranjero, me permitió el
consuelo de expresarle mis sentimientos de adhesión y gratitud dirigiéndome a él,
en la dedicatoria de un tomo de mis sermones, como el hombre que, «cuando
nuestros corazones desfallecían, nos exhortaba a avivar la gracia que hay en
nosotros y a acudir a nuestra verdadera Madre».
Pero aparte del estado de salud del señor Rose, había otras razones que
impidieron a los que tanto le admiraban aprovechar su estrecha colaboración en
la lucha que se avecinaba. De acuerdo como estaban él y ellos sobre el objeto
general del movimiento, estuvieron desde el principio en desacuerdo sobre los
medios a adoptar para lograrlo. El señor Rose tenía una posición en la Iglesia, un
nombre y serias responsabilidades; tenía superiores eclesiásticos directos, íntimas
relaciones con su Universidad y extensas relaciones religiosas en todo el país.
Froude y yo no éramos nadie, sin nada que perder y sin antecedentes que nos
atasen. El señor Rose no podía romper con todo, como Froude no tenía
escrúpulo en hacerlo. Froude era un audaz jinete, lo mismo sobre su caballo que
en sus especulaciones. Después de una larga conversación con él acerca del
alcance lógico de sus principios, el señor Rose dijo con tranquilo humor que «no
parecía espantarse de las consecuencias». Y era la pura verdad. Froude se aferraba
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tan firmemente a sus principios y percibía de manera tan penetrante su valor, que
era relativamente indiferente al efecto revolucionario que era de esperar de su
aplicación en determinado estado de cosas. En el pensamiento, empero, de Rose,
como hombre práctico, los hechos existentes tenían preferencia sobre cualquier
otra idea, y la prueba principal de lo sano de una línea de política era la
consideración de su eficacia. A lo que a mí me parecía, esa era una de las primeras
cuestiones que le venían a la cabeza en cualquier ocasión. Para Froude, el
erastianismo, es decir, la unión (tal como él la entendía) de la Iglesia y el Estado,
era el padre, y si no el padre, el instrumento dócil y suficiente del liberalismo.
Hasta que tal unión no se rompiera, la doctrina cristiana no podía estar segura; y
aunque conocía muy bien la elevación y desinterés de carácter del señor Rose,
solía aplicarle un calificativo que, en su boca, era un reproche: Rose era un
«conservador». Por mala suerte, yo solté esta palabra al señor Rose en carta que le
escribí criticando algo que había él insertado en su revista; recibí un fuerte
varapalo en castigo, pues, si es cierto que Rose seguía una línea conservadora,
sentía tan alto desdén como pudiera sentirlo Froude de toda ambición mundana
y era de extrema sensibilidad para esa imputación.
Pero todavía había otra razón, y esta más elemental, que disociaba al señor
Rose del Movimiento de Oxford. Los movimientos vivos no nacen de
comisiones, ni las grandes ideas operan por correo, aun suponiendo que haya
correo a dos peniques; Froude y yo nos penetramos, desde los primeros días, de
este principio, que se nos impuso, además, por el curso que las cosas tomaron
espontáneamente y sin propósito deliberado por nuestra parte. Las universidades
son centros naturales de movimientos intelectuales. ¿Cómo pueden obrar a una,
por mucho que sea su celo, hombres que no estén unidos en una especie de
individualidad? Ahora bien, en primer lugar, nosotros no teníamos unidad de
lugar. El señor Rose estaba en Suffolk; el señor Perceval, en Surrey; el señor
Keble, en Gloucestershire; Hurrell Froude hubo de marchar, por razones de
salud, a Barbados. El señor Palmer estaba efectivamente en Oxford; ello fue una
ventaja importante y vino bien en los primeros meses del Movimiento; pero otra
condición se requería, además del lugar.
Una unidad más esencial era la de los antecedentes: una historia común,
recuerdos comunes, relaciones de espíritu a espíritu en el pasado y un progreso y
crecimiento de esas relaciones en el presente. El señor Perceval era, desde luego,
discípulo de Keble; pero Keble, Rose y Palmer representaban partidos distintos, o
por lo menos distintos caracteres en la Iglesia establecida. El señor Palmer poseía
muchas condiciones para tener autoridad e influencia. Era el único realmente
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erudito entre nosotros. Entendía la teología como una ciencia, estaba adiestrado
en el estilo escolástico de la controversia escrita y, a lo que creo, conocía bien las
escuelas católicas, que no le satisfacían. Era tan decidido en sus ideas religiosas
como circunspecto y hasta sutil en expresarlas e imponerlas. Pero le fallaba
profundidad. Además, viniendo de lejos, nunca llegó a ser realmente un hombre
de Oxford, ni fue generalmente recibido como tal. Tampoco veía la fuerza de la
influencia personal y de la comunidad de pensamiento cuando se trata de sentar
una teoría religiosa, condición que Froude y yo considerábamos esencial para
lograr verdadero éxito en la resistencia al liberalismo. El señor Palmer tenía
ciertas conexiones, como pueden llamarse, con la Iglesia establecida: dignatarios
de la High Church, arcedianos, párrocos de Londres y otros semejantes, que
pertenecían a lo que se llama comúnmente la escuela «high and dry[1]». Todos
ellos eran más opuestos que él mismo a la acción irresponsable de individuos. Su
ideal (beau idéal en el texto) de la acción eclesiástica era un cuerpo de hombres
seguros, sanos e inteligentes. El señor Palmer era su órgano y su representante, y
soñaba en una comisión, una asociación, con su reglamento y reuniones para
proteger a la Iglesia del peligro existente. Hasta cierto punto estaba apoyado por
el señor Perceval.
Yo, por otra parte, había comenzado por mi cuenta y riesgo a publicar los
tratados, y estos, que representaban el principio contrario, el de la personalidad,
fueron mirados con considerable alarma por los amigos del señor Palmer. El gran
problema por entonces de estos buenos hombres de Londres —algunos de ellos
de los más altos principios y muy ajenos a la influencia de lo que solíamos llamar
cristianismo— era suprimir los tratados. Yo, como su editor, y en gran parte
también su autor, estaba, naturalmente, dispuesto a ceder. Keble y Froude
defendieron enérgicamente su continuación y llevaron muy a mal que yo
consintiera en interrumpirlos. El señor Palmer compartía la ansiedad de sus
propios amigos, y, con toda la amabilidad con que pensaba de nosotros, sintió
naturalmente, por razones personales, algún enojo y nerviosismo por el rumbo
que tomaban sus amigos de Oriel. Froude, a quien profesaba verdadero afecto,
levantó el tono en su proyecto de medidas para tratar con obispos y clero, cosa
que hubo de chocarle y escandalizarle considerablemente. En cuanto a mí, harta
materia había en los primeros tratados para producirle igual disgusto, e
indudablemente puse muy a prueba su generosidad cuando hubo de defenderme
contra los dignatarios de Londres y contra el clero provinciano. Desde el tiempo
del doctor Copleston hasta el doctor Hampden, Oriel había tenido ancha y larga
fama de libertad de pensamiento; si mi memoria no me engaña, la Edinburgh
Review lo había reconocido formalmente como la escuela de filosofía especulativa
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de Inglaterra. En una ocasión, en 1833, que yo me presenté, con algunos de los
primeros artículos relativos al Movimiento, a un pastor rural, en el condado de
Northamptonshire, se quedó un momento pensativo; luego, mirándome
maliciosamente, me preguntó: «¿No está Whately en el fondo de todo eso?».
Respecto de los tratados —le decía (cito mis propias palabras del folleto)—,
cada uno tiene sus gustos. Usted me objeta unas cosas, otros otras. Si las
modificáramos para dar gusto a todos, se destruiría el efecto. Su objeto no es que
sean tenidos por símbolos ex cathedra, sino como expresión de mentalidades
individuales. Los individuos, si sienten enérgicamente, pueden sin duda cometer
errores de procedimiento o lenguaje; pero no por eso dejan de ejercer una
influencia particularmente eficaz. Ninguna gran obra ha nacido de un sistema;
los sistemas, en cambio, surgen de esfuerzos individuales. Lutero fue un
individuo. Los mismos errores de un individuo suscitan la atención; él pierde,
pero su causa (si es buena e inspirada por un alto pensamiento) gana. Tal es el
curso de las cosas; promovemos la verdad por el sacrificio de nosotros mismos.
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descubrió en mí alguna divergencia respecto de sus propias ideas, pues al fin me
mandó una carta muy cortés excusándose de no publicar la sexta comunicación,
alegando que contenía un ataque contra las «sociedades de templanza», punto
sobre el que no quería discusiones en sus columnas. Añadía, sin embargo, su serio
disgusto por los puntos de vista de los tratados. Yo me había suscrito con una
pequeña cantidad, en 1828, al aparecer el Record.
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desprecio en su postura controversial. Yo profesaba sincero respeto a
representantes de cada partido; pero ello no prestaba fuerza alguna a sus
argumentos. Yo pensaba, por lo contrario, que la forma apostólica de la doctrina
cristiana era esencial e imperativa, y sus razones de evidencia inquebrantable.
Debido a esta suprema confianza, vino a suceder en este tiempo que mi conducta
con los demás ofreció doble aspecto, sobre el que es menester me detenga un
poco. Mi conducta era una mezcla de orgullo y de juego, y en este sentido me
atrevo a decir que ofendí a muchos, cosa que no trato ahora de defender.
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tratado yo estaba perfectamente de acuerdo, por ejemplo, en lo que dice del
Concilio de Trento. Pero había argumentos, o algún argumento, que no me
convencía. No recuerdo cuál era. Froude, creo, se molestó por el tratado entero, y
me acusó de economía al publicarlo. Esta palabra ha entrado en nuestro lenguaje
principalmente por obra de los Remains, de Froude. Pienso que me defendí con
argumentos como estos: como todo el mundo sabía, los tratados estaban escritos
por varias personas que estaban de acuerdo en la doctrina, pero no siempre en los
argumentos con que se probaba. Hemos de ser tolerantes con las diferentes
opiniones entre nosotros; el autor de un tratado tiene derecho a su propia
opinión, y el argumento en cuestión era generalmente aceptado. Yo no di mi
nombre ni mi autoridad, ni se me preguntó por mi fe personal; yo actué solo
como instrumento, a la manera como puede uno traducir la obra de un amigo a
una lengua extranjera. Doy por buenos estos argumentos; sin embargo, me doy
también cuenta de que tales prácticas entrañan fácil abuso y son,
consiguientemente, peligrosas. Pero también me doy cuenta de que si tales
errores se juzgan severamente, ¿qué hombres públicos quedarían aún con nota de
honor y sinceridad?
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para con ellos mismos». No puedo negar ser este un pasaje atroz; pero Arrio fue
desterrado, no quemado; y solo me hago justicia a mí mismo diciendo que ni
entonces ni jamás en mi vida, ni siquiera cuando me sentía más enfadado,
hubiera sido capaz de cortar la oreja a un puritano, y me figuro que la vista de un
auto de fe me hubiera costado la vida. Otra vez que un amigo mío, de ideas
liberales y evangélicas, me escribió lamentándose del rumbo que iba yo tomando,
le contesté que pasaríamos por encima de él y los suyos, como Otoniel pasó por
encima de Chushan-rishathaim, rey de Mesopotamia. Además, no quise tener
trato con mi hermano, y reduje mi conducta a un silogismo: San Pablo nos
exhorta a que evitemos a quienes son causa de escisiones; es así que tú causas
escisiones, luego tengo que evitar tu trato. A una señora la disuadí de asistir a la
boda de una hermana que se había separado de la Iglesia anglicana. No es de
maravillar que Blanco White, que me había conocido en circunstancias tan
diferentes, al oír ahora el rumbo general que yo tomaba, se quedara estupefacto
del cambio que reconocía en mí. Habla amarga e injustamente de mí en las cartas
contemporáneas a los primeros años del movimiento; pero, en 1839, echando
una ojeada hacia atrás, habla de mí en términos que difícilmente podría yo citar
con modestia si no fuera porque lo que dice en mi alabanza se encuentra en
medio de una reprensión. Dice así:
En este partido (el partido contra Peel en 1829) encuentro, con gran sorpresa
mía, a mi caro amigo, el señor Newman, de Oriel. Como él había sido uno de los
que anualmente solicitaban del Parlamento la emancipación de los católicos, su
súbita unión con los más violentos fanáticos era para mí inexplicable. Este
cambio era la primera manifestación de una revolución de espíritu que lo
convirtió repentinamente en uno de los principales perseguidores del doctor
Hampden, y en el miembro más activo e influyente de la asociación llamada
partido puseyista, a la que debemos esas extrañas publicaciones que se titulan
Tracts for the Times. Al relatar estos hechos públicos, mi corazón se apena
recordando la cariñosa y mutua amistad entre este hombre excelente y yo; una
amistad que sus principios de ortodoxia no le permitirían ya continuar con quien
él mira ahora como irremediablemente condenado a la perdición eterna. Tal es el
venenoso carácter de la ortodoxia. ¡Qué daño no hará en un corazón malvado y
en una mente estrecha, cuando así puede malear al más benevolente de los
amigos y uno de los espíritus mejor dotados, al amable, al intelectual, al refinado
John Henry Newman!
Blanco White añade que yo no quería tener nada que ver con él,
circunstancia que no recuerdo y de que dudo mucho.
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He hablado de mi firme confianza en mi posición, y ahora tengo que definir
mejor cuál era la posición por mí adoptada y los principios en que tanto
confiaba. Eran tres:
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1833 se fortaleció, no cambió en mí. Cuando comencé los Tracts for the
Times fundé la doctrina capital de que estoy hablando sobre la Escritura,
sobre el Prayer Book[2] anglicano y sobre las cartas de San Ignacio. Sobre
la existencia de la Iglesia visible, en el Tratado II yo argumentaba
especialmente por la Escritura, es decir, por los Hechos de los Apóstoles y
por las Cartas. Respecto de los Sacramentos y ritos sacramentales, me
atenía al Prayer Book; citaba el oficio o rito de la Ordenación, en que el
obispo dice: «Recibid el Espíritu Santo»; el de la Visita a los enfermos,
que enseña la confesión y absolución; el del Bautismo, en que el sacerdote
habla del niño después del Bautismo como de regenerado; el Catecismo,
según el cual la comunión sacramental consiste en recibir «real y
verdaderamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo»; el rito de la
Conminación, en que se nos dice «que hagamos obras de penitencia»; las
colectas, epístolas y evangelios, el calendario y las rúbricas, partes del
Prayer Book en que hallamos las fiestas de los apóstoles, noticias de
algunos otros santos y días de ayuno y abstinencia.
3. Además, por lo que respecta al sistema episcopal, yo lo fundaba sobre
las cartas de San Ignacio de Antioquía, que lo inculcan de varias maneras.
Un pasaje se me grabó especialmente. Hablando de la desobediencia a la
autoridad eclesiástica, dice: «Porque no es a este obispo que vemos a
quien se quiere engañar, sino que se pretende burlar al Obispo invisible.
Ahora bien, en este caso ya no es asunto de carne, sino asunto que atañe a
Dios, a quien aún lo escondido está patente».
Yo quería seguir a la letra este principio, y puedo decir con confianza
que nunca lo he infringido conscientemente.
Me gustaba obrar ante los ojos de mi obispo como si estuviera bajo la
mirada de Dios. Ello constituía uno de mis apoyos especiales y
salvaguarda contra mí mismo; no podía ir demasiado mal si tenía razón
para creer que no le desagradaba en ningún aspecto. No me puse delante
una mera obediencia formal a una regla, sino que deseaba agradarle a él
personalmente, pues lo consideraba como puesto sobre mí por la mano
divina. Observaba estrictamente mis compromisos clericales no solo
porque eran compromisos, sino porque me consideraba simplemente
como criado e instrumento de mi obispo. Poco me importaba del
episcopado, excepto en cuanto fuera la voz de mi Iglesia; ni tampoco me
hubiera preocupado de un concilio provincial, ni por un sínodo
diocesano presidido por mi obispo; todo esto me parecía ser de jure
ecclesiastico; lo que para mí era de jure divino era la voz de mi obispo en
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su propia persona. Mi obispo era mi Papa, no conocía otro, el sucesor de
los apóstoles, el vicario de Cristo. Esto no era más que aplicación práctica
de la teoría anglicana del gobierno de la Iglesia, tal como yo mismo la
había ya expuesto después de otros muchos teólogos anglicanos. Así
continué durante toda mi carrera. Cuando, finalmente, en 1845, escribí al
obispo Wiseman, en cuyo vicariato me encontraba, anunciándole mi
conversión, no hallé cosa mejor que decirle sino que obedecería al Papa
como había obedecido a mi obispo en la Iglesia anglicana. Mi deber para
con él era mi punto de honor; su desaprobación era lo único que yo no
podía tolerar. Creo que ese fue un sentimiento noble y sincero, y en
consecuencia fui recompensado, teniendo siempre por superior
eclesiástico a un hombre que, de haberlo escogido yo mismo, lo hubiera
preferido a cualquier otro del episcopado y por cuya memoria siento
particular afecto. Tal fue el doctor Bagot, hombre de espíritu noble, y tan
bueno y abnegado como noble. Siempre estuvo a mi lado en las pruebas
que siguieron, y culpa mía fue si no entré en relaciones más familiares con
él que las que afortunadamente tuve. ¡Sea su nombre bendito para
siempre!
Y ahora, al concluir mis observaciones sobre el segundo punto en que
fundaba mi confianza, repito que tampoco aquí, en líneas generales, tengo
ninguna retractación que hacer. Hoy acepto con la misma claridad que en
1833 y 1861 el principio del dogma, y con la misma firmeza que en 1833
creo en una Iglesia visible, en la autoridad de los obispos, en el valor
religioso de las obras de penitencia. He añadido artículos a mi Credo,
pero quedan en pie los antiguos, que entonces aceptaba con fe divina.
4. En cuanto al tercer punto que sostenía en 1833, al que he renunciado
completamente y que he pisoteado ulteriormente —mi opinión sobre la
Iglesia de Roma—, sobre él voy a hablar con la mayor exactitud que me
sea posible. De joven, como ya he dicho, y una vez crecido, pensaba que
el Papa era el anticristo. Por Navidad de 1824-1825 prediqué un sermón
sobre ese tema. Pero en 1827 acepté fervorosamente la stanza del
Christian Year, que muchos tenían por demasiado caritativa; «Habla con
bondad de la caída de tu hermana». Desde el momento que conocí a
Froude, aflojó más y más mi violencia en este punto. Sucesivamente, y sin
que pueda precisar el orden o fechas de mis palabras, hablé de la Iglesia de
Roma como ligada a «la causa del anticristo», como «uno de los muchos
anticristos» predichos por San Juan, o como Iglesia que tenía en sí misma
algo «verdaderamente anticristiano» o «no cristiano». Desde mi niñez, y
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en 1824, de acuerdo con autoridades protestantes, me imaginé que San
Gregorio I, allá por el año 600, había sido el primer Papa anticristo, si
bien, a pesar de eso, había sido igualmente un hombre grande y santo;
pero en 1832-1833 pensé que la Iglesia de Roma se había ligado a la causa
del anticristo en el concilio de Trento. No puedo decir en qué momento
abandoné deliberadamente la idea de que al nombre de esta Iglesia
acompañaría siempre un reproche; pero creo que hasta 1843 no me decidí
a renunciar a ella, aunque mi razón me lo ordenaba, llevado de una
especie de exceso de conciencia o de prejuicio. Además, por lo menos
durante la época de los tratados, pensaba que la esencia de su pecado
consistía en los honores que rendía a la bienaventurada Virgen y a los
santos, y cuanto más crecía mi devoción a los santos y a Nuestra Señora,
más me enfadaban las prácticas de Roma, como si estas gloriosas criaturas
de Dios sintieran gravemente —de haber sido en ellas posible la pena— la
indebida veneración de que eran objeto.
Por otra parte, en sus conversaciones familiares, Hurrell Froude estaba
siempre empeñado en desterrar esa idea de mi espíritu. En un pasaje de
una carta escrita desde el extranjero, aludiendo, me figuro, a lo que yo
solía decir en oposición suya, observa: «Yo creo que la gente que habla
contra los católicos romanos por su culto de los santos y los honores
tributados a la Virgen y a las imágenes, etc., carece de todo juicio. Estas
cosas acaso puedan ser idolátricas, no me decido a afirmarlo; lo que a mi
entender es idolatría práctica es el carnaval, como está escrito: “Se sentó el
pueblo a comer y beber, y se levantó a bailar”». Pero el carnaval —
observo de pasada— es uno de aquellos excesos a los que los católicos
piadosos se han opuesto siempre, por lo menos desde hace tres siglos,
como lo vemos en la vida de San Felipe Neri, por no hablar del momento
presente; pero de esto no sabíamos entonces nada. De Froude aprendí,
además, a admirar a los grandes pontífices medievales y, naturalmente,
cuando comprendí que el Concilio de Trento fue el gran giro de la
historia de la Roma cristiana, me sentí tan libre como gozoso de hablar en
su alabanza. Luego, hallándome en el extranjero, la vista de tantos lugares
ilustres, de santuarios venerables y nobles iglesias produjo fuerte
impresión en mi imaginación. Y también mi corazón quedó conmovido.
Haciendo una expedición a pie, a través de una región salvaje de Sicilia, a
las seis de la mañana, vine a dar en una pequeña iglesia, oí voces y miré
dentro. La iglesia estaba de bote en bote y la gente cantaba. Era,
naturalmente, la misa, aunque por entonces yo no lo sabía. Y en mis días
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aburridos de Palermo no fui ingrato al consuelo que recibí visitando las
iglesias; jamás lo he olvidado. Además, su celo en mantener la doctrina y
la regla del celibato, que yo tenía por apostólico, y su fiel armonía con la
antigüedad en tantos otros puntos, eran un argumento y apología en
favor de la gran Iglesia de Roma. Así aprendí a fomentar sentimientos de
amor para con ella; pero mi razón no estaba aún afectada en absoluto.
Mirada como institución, mi juicio estaba contra ella, tan realmente
como lo estuviera siempre.
Este conflicto entre mi razón y mi sentimiento lo expresé en uno de
los primeros tratados, publicado en julio de 1834; «Considerando los altos
dones y las sólidas reivindicaciones de la Iglesia de Roma, y sus méritos a
nuestra admiración, reverencia, amor y gratitud, ¿cómo podríamos
resistirla, como lo hacemos, cómo podríamos impedir derretirnos de
ternura y correr a su comunión, si no fuera por las palabras de la verdad
misma que nos manda preferirla al mundo entero? El que ama a su padre
y a su madre más que a mí, no es digno de mí. ¿Cómo aprenderíamos “a
ser severos y ejecutar la sentencia” si no fuera por la advertencia de Moisés
contra un maestro, aun de talentos divinos, que predicara nuevos dioses, y
el anatema de San Pablo con los mismos ángeles y apóstoles que
introdujeran una nueva doctrina?» (Records n. 24). Mi sentimiento era, en
algo, semejante al de alguien que ante un tribunal de justicia se ve forzado
a declarar contra un amigo; o a mis propios sentimientos ahora, cuando
he dicho, y aún diré, tantas cosas que hubiera sido mejor callar.
Como asunto, pues, simplemente de conciencia, aunque iba contra
mis sentimientos, sentía que era un deber protestar contra la Iglesia de
Roma. Pero era, además, un deber porque la prescripción de tal protesta
era principio vital de mi propia Iglesia, no fundado simplemente en una
tradición de escuela, sino en el consentimiento de sus teólogos y en la voz
de su pueblo. Semejante protesta era por el mismo caso necesaria como
parte integrante de su base controversial, pues yo aceptaba el argumento
de Bernard Gilpin de que los protestantes «no eran capaces de dar una
razón sólida y firme de su separación fuera de que el Papa era el
anticristo». Sin embargo, aun pensando que tal protesta estaba fundada en
la verdad, que era un deber religioso, una regla del anglicanismo y una
necesidad de la situación, no me placía en absoluto tal trabajo. Hurrell
Froude me reprendía por hacerlo y, por otra parte, yo me percataba de
que mi lenguaje sobre el tema tomaba cariz vulgar y retórico. Realmente
medía mis palabras al usarlas; mas, por otra parte, me daba cuenta de que
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era en mí una tentación hablar siempre y cuanto pudiera contra Roma a
fin de defenderme contra la acusación de papista.
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caso, no hay sino tener paciencia y recomendársela a los otros, y, como el heraldo
de la tragedia, mirar constante y confiadamente adelante hacia la meta. Allí,
confiamos, todo lo disarmónico y anómalo en los pormenores quedará a la larga
prácticamente alisado».
Tal era la posición, tales las defensas, tal la táctica con que pensaba yo que
debíamos y podíamos resistir el ataque de los principios liberales, cuya irrupción
creíamos todos inminente, lo mismo en la Iglesia que en la Universidad. Y fue así
que, el primer año de los tratados, comenzó el asalto a la Universidad. En
noviembre de 1834, el doctor Hampden me remitió la segunda edición de su
folleto titulado Observations on Religious Dissent, with Particular Reference to the
Use of Religious Tests in the University. En este folleto se sostenía que «la religión
es distinta de la opinión teológica (p. 28-30 y ss.); es prejuicio muy extendido
identificar las proposiciones teológicas con la sencilla religión de Cristo (p. 10);
entre las opiniones teológicas habría que poner la doctrina trinitaria (p. 27) y la
unitaria (p. 19); el dogma sería una proposición teológica, sobre la que se insiste
formalmente (pp. 20-21); la Iglesia de Inglaterra no es dogmática en su espíritu,
aunque la letra de sus formularios pueda sonar con frecuencia a dogmatismo
(p. 23)». Acusé recibo de esta obra con la carta siguiente:
Desde ese momento, Faetón conduce el carro del sol, y nosotros, ¡ay!, solo
podemos mirarlo y verlo precipitarse de las alturas del cielo. Entretanto, las
tierras por donde pasa sufren de su incapacidad para empuñar las riendas.
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Tal fue el comienzo del asalto del liberalismo contra la vieja ortodoxia de Oxford
e Inglaterra, y no hubiera podido continuar, como continuó, por tanto tiempo,
de no haber sobrevenido un gran cambio en las circunstancias del movimiento
contrario, que se había iniciado ya para resistirle. En cuanto a mí, yo no era
persona para ponerme a la cabeza de un partido. Yo no fui nunca, desde el
principio al fin, más que el autor principal de una escuela; y nunca deseé ser otra
cosa. Así me explico la cosa, y no lo digo para desentenderme de la
responsabilidad de lo que se hizo, ni por ingratitud para con quienes, por este
tiempo, hicieron de mí más caso de lo que merecía y favorecieron mi causa, a
ruego mío, más de lo que yo me daba cuenta. Estoy contando mi historia desde
mi propio punto de vista, y es como sigue:
Durante diez años viví entre mis amigos personales; las más de las veces fui
influido, no influyente, y nunca actué sobre otros sin que estos actuaran sobre
mí. Como es uso y costumbre de la Universidad, viví con mis alumnos privados,
es más, con algunos de mis alumnos públicos, y con los fellows más jóvenes de mi
college, sin fórmulas o distancias, en pie de igualdad. Y así, por obra de amigos,
por lo general más jóvenes que yo, vinieron a difundirse mis principios. Oían lo
que yo decía en conversaciones, y ellos lo repetían a otros. Los estudiantes se
graduaban a su tiempo y pasaban a ser tutores. En su nuevo estado predicaban las
opiniones con que se habían ya familiarizado. Otros iban a provincias como
coadjutores. Luego recibían de Londres paquetes de tratados y otras
publicaciones, que depositaban en las tiendas de los libreros locales, los
insertaban en los periódicos, los llevaban a las reuniones del clero y convertían
más o menos a sus rectores y compañeros. Así el Movimiento, visto en relación
conmigo mismo, solo era una opinión flotante, no un poder. Nunca hubiera sido
un poder de haber permanecido entre mis manos. Años después, un amigo, que
me escribía reprochándome los excesos, tal como él los creía, de mis amigos, me
aplicaba mi propio verso sobre San Gregorio de Nacianzo: «Supiste levantar un
pueblo, pero no lo supiste gobernar».
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tuvieran ánimo para decírmelo. Me disgustaba mucho que se nos llamara un
partido, y nunca admití que lo fuéramos. Tenía la costumbre de dejar correr las
cosas. No ejercía suficiente censura sobre los tratados y no los limitaba a escritos
de quienes convenían de todo en todo con mis propias ideas; en cuanto a los
míos propios, imprimí, a propósito de ellos, una nota en el sentido de que quien
quisiera podía hacer de ellos el uso que le pluguiera y hasta reimprimirlos con las
alteraciones que quisiera, pues estaba convencido de que con tal procedimiento
ningún daño sufriría el fin principal perseguido. Lo mismo hice más tarde con
otras publicaciones mías. Durante dos años procuré al British Critic cierto
número de artículos escritos por mí o por amigos míos, mientras fue su director
un caballero, hombre de magnífico talento, quien, sin embargo, me conocía
escasamente y no simpatizaba con los tratados. Cuando fui director yo mismo, de
1838 a 1841, en su primer número toleré que apareciera una crítica desfavorable
a mi Ensayo sobre la justificación, que había publicado unos meses antes; me dejé
llevar de un sentimiento de convivencia, pues había puesto la obra en manos del
escritor que así la trataba. Más tarde consentí que apareciera un artículo contra
los jesuitas, cuyo tono no me gustó. Cuando hube de proveer un curato para mi
nueva iglesia de Littlemore, escogí a un amigo que, sin culpa suya, pronunció,
antes de tomar posesión de su cargo, un sermón contra la regeneración
bautismal, por lo menos en la forma que la entendía el doctor Pusey. La misma
tolerancia mostró respecto de los colaboradores en la traducción de los varios
tomos de la Historia de la Iglesia, de Fleury; eran hombres capaces, doctos y
excelentes; pero su historia posterior puso bien de manifiesto cuán poca
influencia tuvo sobre mi elección la idea que yo pudiera tener de que
compartieran íntimamente mis opiniones. La misma observación tendré que
hacer —a su debido tiempo— sobre las Vidas de los santos ingleses, que
aparecieron seguidamente. Todo esto parece concertarse mal con lo que he dicho
sobre mi fiereza o arrebato; no tengo obligación de explicarlo; pero antes de mí
ha habido hombres arrebatados en la acción y tolerantes y moderados en sus
razonamientos. Por lo menos así leo yo la historia. Comoquiera que sea, tal fue
mi caso y tal su efecto sobre los tratados. Estos, en los comienzos, eran cortos y
escritos aprisa, y algunos no tuvieron eficacia. Cuando al fin del año fueron
reunidos en un volumen, su conjunto parecía descuidado.
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con nosotros. Su tratado sobre el ayuno apareció como uno de la serie con fecha
de 21 de diciembre. Sin embargo, pienso que no estuvo plenamente asociado al
Movimiento hasta 1835 y 1836, en que publicó su tratado sobre el Bautismo y
comenzó a aparecer la Biblioteca de los Padres. Él nos dio de golpe una posición y
un nombre. Sin él poca oportunidad hubiéramos tenido, mayormente en la
temprana fecha de 1834, de oponer seria resistencia a la agresión del liberalismo.
Pero el doctor Pusey era profesor y canónigo de la Christ Church, ejercía vasta
influencia por razón de su profunda gravedad religiosa, la munificencia de su
caridad, su profesorado, sus conexiones familiares y sus buenas relaciones con las
autoridades de la Universidad. Fue para el Movimiento lo que hubiera podido ser
el señor Rose, con la añadidura indispensable que faltaba al señor Rose: la íntima
amistad y el familiar trato diario con las personas que lo habían comenzado. Y
tenía el título especial a su adhesión, que radica en la presencia viva de un cariño
fiel y leal. Había en adelante alguien que podía ser cabeza y centro de cuantos, en
cualquier parte de la nación, abrazaban las nuevas ideas; y no solo eso: ahora
había alguien que podía representar al Movimiento ante el mundo y le ganaba el
reconocimiento por parte de los otros partidos de la Universidad. En 1829, el
señor Froude, o el señor Robert Wilberforce, o el señor Newman, no pasaban de
ser individuos; y cuando, en la lucha de aquel año, se pusieron del lado de sir
Robert Inglis, las gentes de uno y otro bando se contentaban con preguntar
dónde iban, y no dieron importancia al hecho. Pero el doctor Pusey era, como
suele decirse, un ejército por sí mismo; era capaz de dar un nombre, una forma y
una personalidad a lo que, sin él, hubiera sido una especie de turba o tropel. Y
cuando los varios partidos hubieron de unirse para oponerse a los actos del
gobierno, los hombres del Movimiento ocuparon, con todo derecho, nuestro
puesto junto a ellos.
Tales fueron las ventajas exteriores que Pusey aportó al Movimiento; las
interiores no fueron, en modo alguno, de menos importancia. Era hombre de
amplios planes, tenía un espíritu fuerte y optimista. No tenía miedo a nadie ni le
inquietaba perplejidad intelectual alguna. Hay quienes dicen que estaba entonces
más cerca de la Iglesia católica que ahora; yo pido a Dios que un día esté más
cerca de la Iglesia católica de lo que estaba entonces, pues creo que, en su razón y
juicio, desde que yo le conocí, no estuvo nunca cerca en absoluto. Cuando me
hice católico, se me preguntaba a menudo: «¿Y el doctor Pusey?». Cuando yo
respondía no ver síntomas de que fuera a hacer lo que yo hice, se me tachaba a
veces de falta de caridad. Si la confianza en la propia posición es (como lo es)
primera condición esencial en el jefe de un partido, el doctor Pusey la poseía en
grado eminente. El más notable ejemplo de ello fue su afirmación, en una de las
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subsiguientes defensas del Movimiento, cuando este, por añadidura, había
avanzado un trecho considerable en dirección a Roma, de que, entre sus más
esperanzadoras particularidades, era una su «estacionarismo». Lo afirmaba de
buena fe, pues tal era su manera de verlo.
La influencia del doctor Pusey se hizo sentir inmediatamente. Él vio que era
menester más sobriedad, más seriedad, más cuidado y más sentido de la
responsabilidad en los tratados y en todo el Movimiento. Por obra suya se cambió
el carácter de los tratados. Cuando nos entregó el suyo sobre el Bautismo, le puso
sus iniciales. En 1835 publicó su bien elaborado tratado sobre el Bautismo, que
fue seguido por otros tratados de diferentes autores, si no de igual erudición, sí de
igual fuerza y rigor. Las Catenae[3] de teólogos anglicanos, proyectadas por mí,
que aparecen en las series, fueron ejecutadas con la misma pretensión de la mayor
exactitud y método. En 1838 comunicó su gran proyecto de una traducción de
los Padres de la Iglesia; pero tengo que volver a mí mismo. No escribo la historia
del doctor Pusey ni la del Movimiento; pero es para mí un placer haber podido
intercalar recuerdos del puesto que ocupó en él; recuerdos que tienen tal relación
conmigo que no son una digresión de mi narración.
Sospecho que la influencia y el ejemplo del doctor Pusey fueron los que me
impulsaron —y por mi medio a otros— a emprender obras más amplias y más
cuidadas en defensa de los principios del Movimiento, que siguieron en los años
siguientes; algunas de ellas requirieron y recibieron de sus autores tan cuidada
elaboración que no aparecieron hasta que habían cambiado ya el carácter y
fortuna del mismo. Yo puse inmediatamente manos a una obra en que exponía
con precisión nuestra relación respecto de la Iglesia de Roma. No podíamos dar
cómodamente un paso hasta hacerlo. Era una necesidad absoluta y un deber
evidente redactar lo antes posible una amplia exposición que animara y asegurara
a nuestros amigos y repeliera los ataques de nuestros adversarios. De todos lados
se levantaba un clamor: los tratados y los escritos de los Padres nos llevarían a
hacernos católicos antes de que nos diéramos cuenta de ello. Así fue expresado a
gritos por miembros del Partido Evangélico, que en 1836 se juntó con nosotros
para protestar, en la Convocation, contra un memorable nombramiento del
primer ministro. Estos clérigos llegaron a manifestar su esperanza de que la
próxima vez que fueran llamados para votar a Oxford lo harían para acabar con el
papismo del Movimiento.
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Todavía había otra razón, y muy importante. Monseñor Wiseman, con la
penetración y celo que eran de esperar de este gran prelado, había previsto lo que
iba a suceder. Vuelto a Inglaterra en 1836, dio unas conferencias en Londres
sobre las doctrinas del catolicismo y produjo en el país la impresión, que
compartíamos nosotros mismos, de que nuestros contrincantes en la controversia
no serían solo nuestros hermanos, sino nuestros enemigos tradicionales. Tales
fueron las circunstancias que me indujeron a publicar mi obra The Prophetical
Office of the Church, Viewed Relatively to Romanism and Popular Protestantism (La
función profética en la Iglesia considerada en relación con el romanismo y el
protestantismo popular).
Esta obra me ocupó durante tres años, desde comienzos de 1834 a finales de
1836, y fue publicada en 1837. La compuse tras un cuidadoso estudio y
contraste de los principales teólogos anglicanos del siglo XVII. Fue primero escrita
en forma de controversia por carta con un sabio sacerdote francés. Luego la
reelaboré para darla en conferencias en Santa María, y, finalmente, con retoques
y adiciones considerables, la volví a escribir para su publicación.
Y es así que este libro apuntaba a una meta más lejana que la simple
oposición al sistema romano, Era un ensayo para comenzar un sistema de
teología sobre la idea anglicana y basado sobre autoridades anglicanas. Por las
mismas fechas, el señor Palmer proyectaba una obra de carácter semejante, a su
manera. Se publicó, a lo que creo, con el título A Treatise on the Christian Church
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(Tratado sobre la Iglesia cristiana). Como era de esperar de su autor, era obra
muy erudita y muy cuidadosamente compuesta; en su forma, yo diría que
polémica. Por lo menos seguía tan felizmente el método lógico de las escuelas
romanas, que el padre Perrone, en su Tratado de teología dogmática, reconoció en
él un combatiente de verdadero temple y lo saludó como enemigo digno de ser
vencido. A otros soldados del mismo campo no les dio más importancia que a
lansquenetes de la Edad Media, y me atrevo a decir que con toda razón. Cuando
más tarde conocí en Roma a este excelente y bondadoso varón, me permitió
ponerle una buena penitencia por los ligeros pensamientos que había tenido
antes sobre mí, robándole su precioso tiempo con mis cuestiones teológicas. En
cuanto al libro del señor Palmer, ningún otro anglicano lo hubiera podido
escribir, y no era en modo alguno, si recuerdo bien, una obra de ensayo. El
terreno de la controversia estaba dividido en cuadros, y cada objeción recibía su
respuesta. Este es el método propio para enseñar con autoridad a los jóvenes, y de
hecho la obra estaba destinada a estudiantes de teología. Mi propia obra, por el
contrario, era derechamente un ensayo y mantenía su carácter empírico. Yo
deseaba construir una teología anglicana con los materiales ya elaborados y
puestos sobre el terreno por el esfuerzo de los teólogos del pasado. Ello no podía
ser obra de un solo hombre, y mucho menos cabía pensar, por muy bien que se
llevara a cabo, que fuera de golpe aceptada en la teología anglicana. Yo lo
reconocía plenamente, y si bien confiaba que mis tesis doctrinales serían recibidas
como verdaderas e importantes, escribí, como suele decirse, «sujeto a corrección».
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aquí se me objeta que, andando el tiempo, apunté con frecuencia a cosas que no
expliqué plenamente, ruego se considere que ello ocurría cuando me hallaba en
grandes dificultades para hablar o guardar silencio con el respeto debido a las
opiniones o sentimientos de otros. De todos modos, espero tener oportunidad de
decir algo más sobre este tema. Volvamos ahora al Prophetical Office. En la
introducción a mi obra decía:
Nos proponemos presentar ayudas para formar una teología anglicana en una
de sus ramas. El estado actual de nuestra teología es el siguiente: los espíritus más
vigorosos, más lúcidos y más fecundos se han empleado, por la misericordia de
Dios, en el servicio de nuestra Iglesia; mentes tan respetuosas y santas, tan
imbuidas de la verdad antigua y versadas en los escritos de los Padres cuanto
intelectualmente dotadas. Ello es realmente una gran gracia de Dios, por la que
hemos de estarle siempre agradecidos. La doctrina primitiva nos ha sido
explorada en todos los sentidos, y los principios primigenios del Evangelio y de la
Iglesia han sido pacientemente iluminados. Pero todavía nos falta una cosa:
Nuestros campeones y maestros vivieron en tiempos tempestuosos; influencias
políticas y de otra especie actuaron de modo varío sobre ellos en sus días e
impidieron luego la consolidación de sus juicios. Tenemos una herencia inmensa,
pero no el inventario de nuestros tesoros. Todo se nos da en profusión; réstanos
catalogarlo, clasificarlo, distribuirlo, seleccionarlo, armonizarlo y completarlo.
Tenemos más de lo que sabemos utilizar; mucho de ciencia, pero poco de preciso
y aprovechable: verdad católica y opinión individual, primeros principios y
conjeturas del genio, todo revuelto en las mismas obras, clamando por el
deslinde. Nos encontramos con verdades exageradas o mal dirigidas, con puntos
de detalle entendidos de manera varia, con hechos incompletamente probados o
aplicados con reglas mantenidas de manera inconsistente o interpretadas con
discrepancias. A decir verdad, tal es el estado de toda filosofía profunda y, por
ende, también de la ciencia teológica. Lo que de presente necesitamos para bien
de nuestra Iglesia no es invención, ni originalidad, ni sagacidad, ni siquiera
erudición en nuestros teólogos; por lo menos no lo necesitamos en primer
término, aunque todos los dones de Dios son en cierta medida necesarios y,
usados religiosamente, no están nunca fuera de sazón; pero necesitamos
señaladamente sano juicio, pensamiento paciente, discernimiento, comprensión,
abstenernos de toda fantasía y caprichos privados y de gustos personales; en una
palabra: sabiduría divina.
El tema del libro es la doctrina de la Vía Media, nombre que había sido ya
aplicado al anglicanismo por escritores de renombre. Es título expresivo, pero no
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del todo satisfactorio, pues es, a primera vista, negativo. Esta fue también la
razón de mi repugnancia por la palabra «protestante», pues no denota en
absoluto la profesión de una religión particular y es compatible con la
incredulidad. Una Vía Media no pasaba de ser una distinta de dos extremos, y
necesitaba, por ende, ser definida en su forma y carácter. Tal era la primera
condición de un tratado razonable sobre la Vía Media. La segunda condición,
también necesaria, no estaba ya en mi poder. Solo podía esperar que un día se
cumpliera. Aunque la Vía Media fuera un sistema religioso positivo, no era, sin
embargo, objetivo y real; no tenía original alguno de que fuera copia. Por de
pronto, solo era religión sobre el papel. Así lo confieso en mi introducción: «El
protestantismo y el papismo son religiones reales […], pero la Vía Media, mirada
como sistema íntegro, difícilmente tiene más existencia que sobre el papel». Yo
concedo la objeción, aunque me esfuerzo en atenuarla: «Todavía resta preguntar
si lo que se llama anglocatolicismo, la religión de Andrewes, Laud, Hammond,
Butler y Wilson puede ser profesada, practicada y mantenida en una amplia
esfera de acción, o si es mera modificación o transición entre romanismo y
protestantismo popular». Yo confiaba que un día demostraría que era una
religión sustancial.
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necesariamente para salvarse; unos y otros creemos en las doctrinas de la
Trinidad, Encarnación y Redención, en el pecado original, en la necesidad de la
regeneración, en la gracia sobrenatural de los Sacramentos, en la sucesión
apostólica, en la obligación de la fe y la obediencia y en la eternidad de las penas
del infierno.
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convenir en ser diferentes. Lo que han hecho los miembros de la Sociedad Bíblica
sobre la base de la Escritura podríamos hacerlo nosotros sobre la base de la
Iglesia; trinitarios y unitarios difieren más entre sí que romanos y anglicanos. Así
que teníamos verdadero deseo de cooperar con Roma en todos los asuntos
legítimos si ella nos lo permitía, y pensábamos que no había mejor camino para
restablecer la pureza y unidad de la doctrina.
Pensábamos, además, que Roma no estaba obligada por sus decretos formales
a mantener todo lo que actualmente enseña. Y si, por otra parte, sus
controversistas habían sido injustos para con nosotros, o sus dirigentes tiránicos,
recordábamos que también de nuestro lado había habido rencor y calumnias en
nuestros ataques controversia les contra ella, y violencia en nuestras medidas
políticas. Sobre que nosotros fuéramos instrumentos directos para mejorar su fe o
costumbres, yo solía decir «Miremos por nuestra casa; tratemos primero (o por lo
menos al mismo tiempo) de procuramos lo que nos falta antes de pretender ser
médicos de nadie». Este es, en gran parte, el espíritu del Tratado 70 a que acabo
de referirme. Me doy muy bien cuenta de que en el prospecto de la Biblioteca de
los Padres hay un párrafo incongruente con lo que digo; pero no me considero
responsable del mismo. Realmente no tengo la menor intención de dar a
entender que el doctor Pusey contribuyera a la teoría de la Iglesia que acabo de
esbozar; yo mismo, solo, gradualmente, la fui elaborando en el curso de diez
años. Fue necesariamente producto del tiempo. De hecho, apenas había dos
personas de las que tomaron parte en el Movimiento que convinieran en el límite
a que podrían ser llevados nuestros principios generales en materia religiosa.
Y ahora he dicho bastante sobre lo que creo eran los temas generales que escribí,
publiqué o sugerí durante los años que estoy evocando. Yo deseaba dar
sustancialmente forma a una Iglesia anglicana viva, con posición propia y
principios bien definidos, en la medida que esto podía hacerse escribiendo, con
una predicación seria e influyendo sobre otros para lograrlo; una Iglesia viva, de
carne y hueso, con voz, con fisonomía, con movimiento y acción y voluntad
propia. Creo que no me movían razones particulares ni miras egoístas. Tampoco
pedía para mí más que «una buena tribuna y no favor, ni esperaba que la obra
estuviera acabada en mis días». Pero pensaba que mucho quedaría asegurado para
continuarla en lo futuro, tal vez en circunstancias y perspectivas más
esperanzadoras que de presente.
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Para aclarar lo que digo voy a mentar algunas de las principales obras,
doctrinales o históricas, que emprendí con el fin dicho.
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ninguna clase. De hecho, esta simple presentación de los primeros siglos fue
buena parte para sacudir mi posición en el anglicanismo; pero cuán poco pude yo
presentirlo se verá por el hecho de que la publicación de Fleury fue proyecto
favorito del señor Rose; me lo propuso dos veces entre los años 1834 y 1837, y
hago mención del caso como uno de los muchos que ilustran curiosamente hasta
qué punto mi cambio de ideas no se debió a influencias extrañas, sino al trabajo
de mi espíritu y a circunstancias accidentales que me rodearon. La fecha en que
comenzó la parte efectivamente traducida fue determinada por el editor por
razones con que nada teníamos que ver.
Otra obra histórica, pero sacada de las fuentes originales, fue dada a luz por
mi amigo el señor Bowden; la Vida del papa Gregorio VII. No tengo por qué
recordar a quienes la han leído la fuerza y gracia de la narración. El autor la
compuso para descansar de sus trabajos ordinarios en Londres, durante las tardes
y en sus vacaciones de verano. Originariamente se la sugerí yo, a instancias de
Hurrell Froude.
Este querido y familiar compañero que así puso en mis manos, el Breviario,
permanece aún en la Iglesia anglicana. Así también el otro amigo,
tempranamente venerado y por tanto tiempo amado, con quien publiqué una
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obra que, más tal vez que ninguna otra, perturbó y molestó al mundo anglicano:
los Remains, de Froude. Sin embargo, cualquiera que sea el juicio en cuanto a la
prudencia en publicarlos, a nadie he oído jamás imputar al señor Keble al obrar
así, ni la sombra de insinceridad o traición para con su Iglesia.
He de mentar también el British Critic, del que fui director durante tres años,
de julio de 1838 a julio de 1841. Mis colaboradores pertenecían a varias escuelas,
algunos a ninguna en absoluto. Los temas eran también varios: clásicos,
académicos, políticos, críticos y artísticos, así como teológicos: y en cuanto a los
del Movimiento, no hay uno solo que no disuada con perfecta claridad abogar
por la causa de Roma.
Así continué durante años hasta 1841. Fue, humanamente hablando, el tiempo
más feliz de mi vida. Me encontraba realmente en mi casa. En uno de mis libros
había hecho mías las palabras de Bramhall: «Las abejas, por instinto natural,
aman sus colmenas, y los pájaros, sus nidos». No me imaginaba que tal felicidad
hubiera de durar, aunque no sabía cuál sería su término. Era el tiempo de la
abundancia y durante siete años procuré ahorrar lo más posible para los años de
escasez que seguirían. Prosperábamos y nos difundíamos. Católico ya, de los
trabajos de estos años he hablado en un pasaje que voy a citar aquí parcialmente:
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nacimiento de una crisis general que no de un esfuerzo localizado. En muy pocos
años se formó una escuela de opinión, fija en sus principios, pero de alcance
indefinido y progresivo, y extendida por todos los rincones del país. Si
inquirimos lo que el mundo piensa sobre él, tenemos aún mayor motivo de
maravillarnos; porque aparte el revuelo producido en Inglaterra, el Movimiento y
los nombres de sus dirigentes eran conocidos de la policía italiana y de los
leñadores de América. Y así fue siguiendo, haciéndose más fuerte de año en año,
hasta que vino a chocar con la nación y con la Iglesia de la nación, a la que
comenzó proclamando que quería servir especialmente.
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Desde el tiempo en que asumí mis deberes de tutor de mi college, cuando mis
puntos de vista doctrinales eran muy distintos de lo que fueron en 1841, tuve la
idea de hacer un comentario a los Artículos. Luego, cuando el Movimiento estaba
en pleno auge, hubo amigos que me decían: «¿Qué vais a hacer de los Artículos?».
Pero yo no compartía la aprensión que implicaba su pregunta. ¿Me hubiera visto
forzado, andando el tiempo, por las necesidades de la teoría original del
Movimiento, a poner por escrito mis especulaciones sobre aquellos? No lo puedo
conjeturar. La verdadera causa de hacerlo, a comienzos de 1841, fue la inquietud
que manifestaron entonces, y seguirían manifestando más tarde, aquellos que no
estaban por la Vía Media ni aprobaban mis duros juicios contra Roma. Yo tenía
orden, creo que de mi obispo, de mantenerlos en el recto camino, y deseaba
hacerlo así; pero la dificultad tangible era la suscripción de los Artículos, y ello me
planteó la cuestión. Se nos dijo ante las barbas: «¿Cómo os las vais a arreglar para
firmar los Artículos? ¡Van derechamente contra Roma!». «¿Contra Roma?»,
respondí yo. ¿Qué entendéis por «Roma»? Y entonces me puse a hacer
distinciones, de que daré cuenta ahora.
Por «doctrina romana» puede entenderse una de las tres cosas siguientes:
Yo consideraba, además, que las dificultades sentidas por las personas a que
he aludido provenían principalmente de confundir la doctrina católica que no
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estaba condenada en los Artículos con un dogma romano que lo estaba; y un
dogma romano que no se condenaba en los Artículos, con un error dominante
que sí se condenaba. Si pasaban más adelante, yo no tenía ya nada que decirles.
Con esta meta a la vista, ¿cuáles eran mis perspectivas de ensanchar y definir
el sentido de los Artículos? Las perspectivas eran alentadoras. No podía caber
duda de la elasticidad de los Artículos; para poner un ejemplo palmario, el 17 se
supone por algunos luterano, por otros calvinista, por muy contradictorias que
fueran entre sí las dos interpretaciones. ¿Por qué no estarían, pues, otros Artículos
redactados con vaguedad semejante? Yo deseaba definir cuál fuera el límite de tal
elasticidad en dirección del dogma romano. Además, yo tenía un método propio
de investigación que consigno sin intención de defenderlo. De él di
posteriormente ejemplos en mi Essay on Doctrinal Development. Creo no haber
leído esta obra desde su publicación y no dudo en absoluto que en ella habré
cometido muchos errores, provenientes, parte, de mi ignorancia de detalles de
doctrina, tal como los mantiene la Iglesia de Roma; pero parte también de mi
impaciencia por abrir al principio de desarrollo doctrinal (dejando aparte la
cuestión de hecho histórico) un camino tan ancho como fuera compatible con la
estricta apostolicidad e identidad del Credo apostólico.
Por modo semejante, por lo que atañe a los treinta y nueve Artículos, mi
método de investigación era saltar in medias res. Deseaba averiguar hasta qué
punto, dentro de una crítica limpia, podía abrirse el texto; aspiraba a determinar
lo que un hombre que suscribiera los Artículos podía, antes bien que debía,
sostener, de forma que mis conclusiones eran más negativas que positivas. Se
trataba por de pronto de un ensayo. Y yo lo acometí con pleno conocimiento y
conciencia, como lo expresé ya en mi Prophetical Office respecto de la Vía Media,
de que solo estaba realizando «una primera aproximación a una solución
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necesaria»; se trataba de «una serie de ejemplos que ofrecían hitos para remover»
dificultades; yo reconocía plenamente que «en puntos menores, tanto en
cuestiones de hecho como de juicio, había lugar para diferencia o error de
opinión»; por mi parte, «no me avergonzaría de reconocer un error si se me
demostraba haberlo cometido, ni rehusaría sufrir la justa reprensión por él»
(Prophetical Office, p. 31).
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a los «papistas». Entonces, ¿cuál era el mejor medio para inducir a los
espíritus recalcitrantes o vacilantes —que supongo eran la mayoría— a
adherirse al nuevo símbolo? ¿Cómo redactaron los arrianos sus Credos?
¿No fue siguiendo la regla de emplear un lenguaje vago y ambiguo, que
parecía ofrecer a quienes los suscribían un sentido católico, pero a la larga,
y bien examinados, resultaban ser heterodoxos? Había,
consiguientemente, una gran probabilidad antecedente de que, por muy
fieros que a primera vista aparecieran los Artículos, ladraban más que
mordían. Digo una probabilidad antecedente, pues hasta qué punto fuera
exacta la sospecha solo podía determinarse por el estudio.
3. Pero, de pronto, vino a mi mente una consideración que arrojaba luz
sobre esta conjetura: ¿Qué decir si resultara que los mismos hombres que
redactaron los Artículos hubieran confesado en el momento mismo de
redactarlos, o por mejor decir, si en uno de esos mismos Artículos
hubieran impuesto a quienes los suscribían un número de esas mismas
doctrinas papistas que ahora se pensaba que ellos negaban, como parte
integrante de ese protestantismo, que ahora se pensaba tenían por divino?
Y tal era el hecho y yo lo demostré en mi ensayo.
Observe el lector: el artículo 35 dice: «El libro segundo de las
Homilías contiene doctrina divina y saludable, necesaria para estos
tiempos, lo mismo que el primer libro de Homilías». Volvámonos, pues, a
las Homilías y veamos cuál sea esa doctrina divina. Yo he sacado las citas
siguientes:
1. El libro de Tobías, que se llama «apócrifo», es doctrina del
Espíritu Santo y forma parte de la Escritura.
2. El libro de la Sabiduría, llamado «apócrifo», es Escritura y
palabra de Dios infalible, que no nos puede engañar.
3. La Iglesia primitiva, que siguió a los apóstoles y que, como el
texto da a entender, duró por lo menos setecientos años, es, sin
género de duda, purísima.
4. La Iglesia primitiva debe seguirse especialmente.
5. Los cuatro primeros concilios universales pertenecen a la Iglesia
primitiva.
6. Hay seis concilios admitidos y reconocidos por todos.
7. Las Homilías hablan también de cierta verdad, y dicen que es
formulada por la palabra de Dios, por las sentencias de los antiguos
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doctores y por el juicio de la primitiva Iglesia.
8. De los sabios y santos obispos y doctores de la Iglesia de los
ocho primeros siglos dicen que poseen gran autoridad y crédito con
el pueblo.
9. De lo que proclamaron Cristo y sus apóstoles y el resto de los
Santos Padres.
10. De la autoridad de la Escritura y también de la de Agustín.
11. De Agustín, Crisóstomo, Ambrosio, Jerónimo y de unos
treinta Padres más, a algunos de los cuales dan el título de «santo»
y a otros el de «antiguos Padres y doctores católicos», etc.
12. Declaran que no solo los santos apóstoles y discípulos de
Cristo, sino también los Santos Padres, antes y después de Cristo,
estuvieron, sin género de duda, inspirados por el Espíritu Santo.
13. Los antiguos Padres católicos dicen que la «Cena del Señor» es
fuente de inmortalidad, antídoto soberano contra la muerte,
comida de inmortalidad, gracia saludable.
14. El sagrado Cuerpo y Sangre del Señor son recibidos bajo las
especies de pan y vino.
15. La carne en el (Santísimo) Sacramento es carne invisible y
sustancia espiritual.
16. El Cuerpo y Sangre sagrados de nuestro Dios deben ser asidos
por el espíritu.
17. La Ordenación es un Sacramento.
18. El Matrimonio es un Sacramento.
19. Hay otros Sacramentos además del «Bautismo y de la Cena del
Señor», aunque no son como ellos.
20. Las almas de los santos reinan con gozo en el Cielo con Dios.
21. Las limosnas limpian al alma de la infección y sórdidas
manchas del pecado y son una preciosa medicina, una joya
inestimable.
22. La misericordia borra y lava los pecados, como los bálsamos y
medicamentos curan las úlceras y graves enfermedades.
23. El deber del ayuno es verdad tan manifiesta que no es menester
probarla.
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24. El ayuno, unido con la oración, es de gran eficacia y peso
delante de Dios, como dijo el ángel Rafael a Tobías.
25. En la primitiva Iglesia, que era santísima y divina, el
omnipotente emperador Teodosio fue excomulgado por San
Ambrosio.
26. Constantino, obispo de Roma, condenó al emperador Felipe,
no sin causa ciertamente, sino con toda razón y justicia.
Dejando aparte la cuestión de hasta qué punto entrara cada una de
estas tesis en la materia que debía firmarse, era completamente evidente
que en la mente de los hombres que escribieron las Homilías y así las
incorporaron al sistema doctrinal anglicano, no había una distinción tan
nítida entre la fe católica y la protestante, ni tan claro reconocimiento de
los principios y máximas, ni tan puntual definición de la «doctrina
romana», como el que se acepta hoy día. De ahí una nueva probabilidad
que reforzaba mi presentimiento de que los Artículos no solo eran
tolerantes respecto de lo que yo llamaba «enseñanza católica», sino de
mucho que era «romano».
4. Y había otra razón contra la idea de que los Artículos atacan
directamente los dogmas romanos, tal como fueron propuestos en Trento
y promulgados por Pío IV: el Concilio de Trento aún no había terminado
ni sus cánones se habían promulgado por las fechas en que se redactaron
los Artículos (la confirmación del concilio por el Papa, por la que los
cánones pasan a ser de fide y la bula Super confirmatione, por la que fueron
promulgados al mundo, están fechadas a 26 de enero de 1564. Los
Artículos llevan fecha de 1562). Ello quiere decir que estos Artículos deben
apuntar a otro blanco. ¿Cuál era ese otro blanco? Nos lo dicen las
Homilías, que son el mejor comentario a los Artículos. Volvámonos a las
Homilías y hallaremos que, desde la primera a la última, el objeto de
protesta de los compiladores de los Artículos no es la enseñanza católica de
los primeros siglos, ni tampoco los dogmas de Roma, sino los errores
dominantes, las corruptelas populares amparadas o toleradas bajo el alto
nombre de Roma. En cuanto a la enseñanza católica y hasta en cuanto al
dogma romano, las Homilías mismas, como he demostrado, contenían no
escasa porción de semejante teología.
5. Baste lo dicho sobre los autores de los Artículos y de las Homilías; eran
testigos, no autoridades, y como tales los empleaba yo. Pero, en segundo
lugar, ¿quiénes eran las autoridades efectivas que los imponían? Yo
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pensaba razonablemente que la autoridad imponens fue la Convocation de
1571; pero aquí se encontraría una vez más que la misma Convocation que
aceptó y confirmó los 39 artículos mandaba también en un canon que
«los predicadores tuvieran cuidado de no enseñar nunca en un sermón
nada que hubiera de ser aceptado y creído por el pueblo, excepto lo que
estuviera conforme con la doctrina del Antiguo y Nuevo Testamento, y lo
que los Padres católicos y antiguos obispos habían recogido de esta misma
doctrina». Nótese que la Convocation imponens hace aquí un llamamiento
a las mismas antiguas autoridades que con tan profunda veneración
fueron mentadas por los autores de las Homilías y de los Artículos, y así, si
las Homilías contenían puntos de doctrina que ahora se llamarían
romanos, ahí me parecía a mí haber una suma probabilidad de que la
Convocation de 1571 sostenía y aceptaba también esas doctrinas o, por lo
menos, no las rechazaba.
6. Además, cuando finalmente me puse, en efecto, a examinar el texto de
los Artículos, hallé en muchos casos una patente justificación de cuanto yo
sospechara acerca de su vaguedad e imprecisión, y ello no solo en
cuestiones que se debaten entre luteranos, calvinistas y zuinglianos, sino
también en cuestiones católicas. Así las noté en mi tratado. En su
conclusión observo:
Los Artículos están «evidentemente regulados por el principio de dejar
abiertas amplias cuestiones controvertidas. Afirman ampliamente verdades
extremas, pero no dicen palabra sobre su aplicación. Dicen, por ejemplo,
que toda fe necesaria debe probarse por la Escritura, pero no dicen quién
la debe probar. Dicen que la Iglesia tiene autoridad en las controversias,
pero no dicen qué autoridad. Dicen que nada debe imponerse fuera de la
Escritura, pero no dicen dónde está el remedio cuando se hace. Dicen que
las obras antes de la gracia y justificación carecen de valor y son malas, y
que las obras después de la gracia y la justificación son aceptables; pero se
callan en absoluto sobre las obras hechas con la ayuda de Dios antes de la
justificación. Dicen que legítimamente son llamados y enviados a
ministrar y predicar hombres que son escogidos y llamados por otros
hombres que tienen autoridad conferida por la congregación o
comunidad; pero no añaden por quién debe ser dada la autoridad. Dicen
que los concilios convocados por los príncipes pueden errar, pero no
definen si pueden errar los concilios convocados en nombre de Cristo».
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Tales fueron las consideraciones que pesé al preguntarme hasta qué punto eran
los Artículos tolerantes con la doctrina católica y hasta con una interpretación
romana; y tal fue la defensa que hice de mi tratado por haberlo intentado. Por lo
dicho aparecerá claro que no tengo necesidad ni intención hoy día de mantener
cada una de las interpretaciones que propuse en el curso de mi tratado ni
realmente la tuve entonces. Prudente o no, inteligente o no, yo acometí
únicamente un ensayo de una obra necesaria, ensayo que como yo estaba de todo
punto dispuesto a admitir, requeriría revisión y modificación, gracias a las luces
que pudieran venirme de la crítica de los demás. Yo hubiera retirado de mil
amores cualquier afirmación que se me probara ser errónea. Consideraba que mi
obra era deficiente y estaba abierta a objeciones, en el mismo sentido que
considero ahora errónea mi interpretación anglicana de la Escritura, pero no en
otro. Me sorprendía que no se aplicaran a los intérpretes de la Escritura en
general los duros calificativos que se aplicaban al autor del Tratado 90. Este autor
tenía un amplio sistema de teología y lo aplicaba a los Artículos; los
episcopalianos, luteranos, presbiterianos y unitarios tienen un amplio sistema de
teología y lo aplican a la Escritura. Cada teología tiene sus dificultades. Los
protestantes sostienen la justificación por la fe sola, por más que no hay texto
alguno de San Pablo que lo afirme, y Santiago lo niega expresamente.
¿Llamaremos, por ello, insinceros a los protestantes? Niegan que la Iglesia tenga
una misión divina, por más que San Pablo diga que es «columna y fundamento
de la verdad». Guardan el sábado, a pesar de lo que dice San Pablo; «Nadie os
juzgue en materia de comida y bebida […] ni por los días de sábado». Todo
Credo tiene textos en favor y textos en contra, y esto se confiesa de manera
general. Y esto es lo que yo sentía vivamente: ¿Es que he obrado yo peor en mi
Tratado 90 de lo que obran diariamente anglicanos, wesleyanos y calvinistas en
sus sermones y publicaciones? ¿He obrado yo peor que el partido evangélico al
aceptar ex animo las ceremonias del Bautismo y la Visita de los enfermos? (Por
ejemplo, examine el hombre sincero la forma de absolución contenida en el
Prayer Book, de la que todos los clérigos, el partido liberal no menos que el
evangélico y —a lo que pienso— todos los funcionarios de la Universidad
declaran que «no contiene nada contrario a la palabra de Dios»).
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Nuestro Señor Jesucristo, que dio a su Iglesia poder para absolver a todos los
pecadores que de veras se arrepienten y creen en Él, te absuelva por su gran
misericordia de todos tus pecados y, por la autoridad que me ha sido concedida, yo te
absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¿Por qué había yo de ser deshonesto y ellos sin mácula? Hubo una ocasión en
que nuestro Señor dio una respuesta que me pareció acomodada a mi caso al
estallar la grita contra mi tratado: «El que de vosotros esté sin pecado, tire la
primera piedra». Yo había imaginado que el sentimiento de las propias
dificultades de interpretación aconsejaría alguna prudencia o, por lo menos,
moderación al partido que acabo de mentar, al oponerse a un maestro de escuela
diferente. Pero supongo que su alarma y su cólera pudieron más que su sentido
de justicia.
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tuviera autoridad, cuando en todos los colleges de mi Universidad mi nombre
había sido puesto por el marshal sobre la puerta de la despensa, como si se tratara
de despedir a un pastelero, y cuando por todo lo ancho y largo del país y en todas
las clases sociales, por todos los órganos y medios de opinión: en los periódicos,
en las revistas, en las reuniones públicas, en los púlpitos, en las comidas, en los
cafés, en los trenes, se me denunciaba como a un traidor que había abandonado,
que había preparado una mina y se le había descubierto en el momento en que
iba a poner fuego en la mecha para volar el venerable edificio de la Iglesia
anglicana. Hubo, desde luego, personas, aparte mis amigos más íntimos,
hombres de nombre y posición, que salieron caballerosamente en mi defensa,
como el doctor Hook, el señor Palmer y el señor Perceval; hubo de ser para ellos
una dura prueba. Sin embargo, ¿qué podían decir, a la postre, en favor mío? Se
había perdido la confianza en mí, y yo no la tenía ya plenamente en mí mismo.
Año y medio antes habían pasado por mi mente ideas sobre los títulos de la
Iglesia anglicana que me turbaron profundamente. Ya pasaron; yo no tenía
menos confianza que antes en la fuerza y porvenir del «Movimiento apostólico»;
no estaba menos seguro que antes de lo grave de lo que yo llamaba los «errores
dominantes» de Roma; pero ¿cómo iba a tener en adelante confianza absoluta en
mí mismo? ¿Cómo tener confianza en mi confianza actual? ¿Cómo iba a estar
seguro de que pensaría siempre como pensaba entonces? Me di cuenta de que
una dulce providencia me había sacado de una posición imposible para el futuro.
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respondían por su parte de lo que cualquier obispo pudiera decir, en sus
pastorales, sobre el tratado. Yo acepté sus condiciones. Mi único interés era salvar
el tratado.
Ni una sola línea escrita me fue entregada como prenda de que cumplirían el
artículo principal de su compromiso. Se me leyeron fragmentos de sus cartas, sin
que estas se me pusieran en las manos. Se trataba de una «inteligencia». Unos
trece años antes un hombre discreto me había prevenido contra las
«inteligencias»; desde entonces las aborrecí.
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Capítulo III
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En la primavera de 1839, mi posición en la Iglesia anglicana estaba en su apogeo.
Tenía suma confianza en el status de mis controversias, y mi éxito iba creciendo a
medida que lo recomendaba a los otros. El otoño anterior me había sentido
molesto por la admonición del obispo; pero tenía una carta mía por la que se veía
que todo mal sabor había desaparecido de mi espíritu. En enero, si no recuerdo
mal, para contrarrestar el clamor popular contra mí y contra otros y para
satisfacer al obispo, reuní todas las cosas duras que ellos, y yo especialmente,
habíamos dicho contra la Iglesia de Roma, a fin de insertarlas entre las
advertencias que servían de apéndice a nuestras publicaciones.
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ahora, por vez primera desde que se publicó, y me ha impresionado, porque
contiene las últimas palabras que hablé como anglicano a los anglicanos. Ahora
puede leerse como mi adiós a mis amigos, pero entonces no tenía idea de ello. El
artículo resume el estado de cosas del momento y termina con una mirada al
futuro. No es enteramente mío, porque recuerdo haber pedido a un amigo que
hiciera ese trabajo; luego se me ocurrió hacerlo yo mismo, y mi amigo fue tan
bueno que puso en mis manos lo que había escrito muy atinadamente y que yo
incorporé a mi artículo. Creo que cualquiera reconocerá que la mayor parte es
mía. Fue publicado dos años antes del asunto del Tratado 90 y se titulaba: «El
estado de los partidos religiosos».
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Comunes». Y, finalmente, un obispo dice del Movimiento en una pastoral: «Está
tomando cada día aspecto más serio y alarmante. Bajo la pretensión especiosa de
respeto a la antigüedad y a los modelos primitivos, se están minando los
comienzos de la Iglesia protestante por hombres que habitan dentro de sus
muros, y quienes ocupan las sedes de los reformadores están traicionando la
reforma».
Tras hacer así constar el fenómeno del tiempo, tal como aparecía a los que no
simpatizaban con él, el artículo pasa a explicarlo, y lo explica considerándolo
como una reacción contra el carácter seco y superficial de la enseñanza y
literatura religiosa de la última generación o del siglo último y como resultado de
la necesidad sentida por los corazones e inteligencias de la nación de una filosofía
más profunda. El «Movimiento» era una prueba y un cumplimiento parcial de
aquella necesidad que habían atestiguado los principales autores de la generación
de entonces. Yo mencionaba en primer lugar la influencia de Walter Scott, que
hizo volver a los espíritus a la Edad Media:
Luego vienen Southey y Wordsworth, «dos poetas llenos de vida, de los que
el uno, en el campo de la ficción fantástica, y el otro, en el de la meditación
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filosófica, representaron los mismos altos principios y sentimientos y condujeron
a sus lectores en la misma dirección».
Luego viene la predicción de esta reacción, que se había atrevido a hacer «un
sagaz observador retirado del mundo, pero que vigilaba sus movimientos desde
lejos», el señor Alexander Knox. Este dijo veinte años antes de la fecha de mi
artículo:
Ninguna Iglesia sobre la tierra tiene mayor excelencia intrínseca que la Iglesia
de Inglaterra, pero ninguna probablemente menos influencia práctica […] La
rica provisión, debida a la gracia y providencia de Dios, de nobles hábitos, es
prueba de que un día se levantarán hombres, dotados por su naturaleza y su
talento, para descubrir para sí mismos y comunicar a los demás cuanto hoy
permanece oculto en las palabras u obras de Dios.
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profetas; el señor Oakeley sacó sus opiniones, como él decía, parte del estudio,
parte de su propia reflexión, parte de conversaciones con dos o tres amigos,
inquisidores como él. «De mí mismo decía que debía mucho a mi amistad con el
arzobispo Whately. Y todo ello me llevó a preguntar: ¿Dónde está aquí el cabeza
de una secta? ¿Qué línea de opiniones puede trazarse de intelecto a intelecto entre
predicadores como estos? Ellos son, cada uno por sí y todos a la vez, en su grado,
órganos de un sentimiento que ha surgido simultáneamente y de manera muy
misteriosa en muchos lugares».
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presuntuoso o exagerado en nuestros secuaces. Yo mismo contribuí con un
volumen a esta serie. Sus directores decían en el prefacio:
Pero si, de otra parte, hay personas que, en la silenciosa humildad de sus
vidas y en su reverencia inafectada por las cosas santas, dan pruebas de aceptar de
veras estos principios como reales y sustanciales, y en la habitual pureza de
corazón y serenidad de temperamento demuestran igualmente su profunda
veneración de los Sacramentos y de los ritos sacramentales, tales personas, sean o
no nuestros adeptos declarados, son el mejor ejemplo de la clase de carácter que
los escritores de los Tracts for the Times han deseado formar.
Estos eclesiásticos tenían los mejores títulos para emplear estas bellas
palabras, pues todos eran importantes colaboradores de los tratados: los dos
señores Keble y el señor Isaac Williams. Y este pasaje con que lanzaron su serie al
mundo lo citaba yo en el artículo de que estoy dando cuenta, y añadía: «¿Qué
más puede pedirse de predicadores de una verdad despreciada que el admitir que
algunos que no asienten a su predicación sean más santos y mejores que otros
que asienten?». Ellos no eran responsables de la intemperancia de quienes
deshonraban una doctrina verdadera, con tal de que protestaran, como lo
hicieron, contra tal intemperancia. «Ellos no eran responsables de la polvareda y
estrépito que acompañan a todo gran movimiento moral. Cuanto más verdadera
es una doctrina, tanto más expuesta está a ser pervertida».
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pasado. «Tenemos buenas esperanzas —decía yo— de que surgirá un sistema,
superior al tiempo, pero en armonía con él, y que realzará sus puntos más altos;
sistema que atraerá a todos los que están prontos a correr una aventura y hacer
rostro a las dificultades por algo más alto en perspectiva. Aquí, como en otros
casos, se cumplirá el proverbio: fortes fortuna adiuvat».
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¿Serán verdaderas o falsas las ideas del porvenir sobre la religión? Por lo
menos serán positivas. Continuaba:
De todos modos, continuaba yo, este estado de cosas no podía durar si los
hombres habían de leer y pensar:
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terreno medio y tirar piedras quiénes lo hacen? […] ¿Preferiríais que vuestros
hijos e hijas fueran miembros de la Iglesia de Inglaterra o de la Iglesia de Roma?».
Y ahí acabé ese punto. Pero mientras así hablaba del porvenir del
Movimiento, yo estaba, en realidad, liquidando mis cuentas con él, sin soñar que
así tenía que hacerlo; mientras, de un modo u otro, estaban aún pensando en
construir una Vía Media aprovechable, pronto iba a recibir el golpe que echaría
de mi imaginación todos los términos medios y componendas para siempre.
Como he dicho, este artículo apareció en el número de abril del British Critic; en
el número de julio —no sé por qué— no hay artículo mío; antes del número de
octubre sobrevino el acontecimiento a que he aludido.
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Vi, en primer lugar, como lo ven todos los que estudian este tema, que debe
hacerse una amplia distinción entre el estado efectivo de creencias y prácticas de
los países que están en comunión con la Iglesia romana y sus dogmas formales;
estos no cubren a aquellos. El tormento de los sentidos, por ejemplo, no está
implícito en el decreto tridentino sobre el purgatorio, sino que es una tradición
de la Iglesia latina, y yo vi por las calles de Nápoles cuadros de ánimas entre
llamas. El obispo Lloyd puso enérgicamente de relieve esta distinción en un
artículo publicado en 1825 en el British Critic. De hecho, esta era una de las más
comunes objeciones contra la Iglesia de Roma, la de que no se atrevía a
comprometerse con decretos formales en cosas que, no obstante, sancionaba y
permitía. Así es que, en mi Prophetical Office, yo miraba como dos ideas distintas
la Roma en reposo y la Roma en acción. Contrastaba, de un lado, su Credo, su
enseñanza ordinaria, el tono de su controversia, su conducta política y social, con
sus creencias y prácticas populares, de otro.
A par de esta distinción entre los decretos y las tradiciones de Roma, hice
otra distinción paralela entre anglicanismo en reposo y anglicanismo en acción.
En su Credo formal, el anglicanismo no estaba a gran distancia de Roma; pero
cuando lo miraba en su espíritu insular, en las tradiciones de su Iglesia
establecida, en sus características históricas, en su rencor controversial y en su
juicio privado, la cosa cambiaba completamente. Yo desaprobaba y condenaba
estos excesos, que llamaba «protestantismo» o «ultraprotestantismo». Yo deseaba
hallar una desaprobación paralela, por parte de los controversistas romanos, del
sistema popular de creencias y prácticas de su propia Iglesia que yo llamaba
«papismo». Cuando esta esperanza se convirtió en sueño, me di cuenta de que la
controversia estribaba entre la teología libresca del anglicanismo y el sistema vivo
de lo que yo llamaba corruptelas romanas. No pude ir más adelante que eso; con
este resultado tuve que contentarme.
Así, pues, las partes en presencia eran la Vía Media anglicana y la religión
popular de Roma. En cuanto al resultado que había dado la controversia entre
ambas, era el siguiente: el contrincante anglicano se apoyaba en la antigüedad o
apostolicidad; el romano, en la catolicidad. El anglicano decía al romano: «Solo
hay una fe, que es la antigua, y vosotros no la habéis mantenido». El romano
replicaba: «Solo hay una Iglesia, que es la católica, y vosotros estáis fuera de ella».
El anglicano urgía: «Vuestras creencias especiales, prácticas y modos de obrar no
se hallan por ningún cabo en la antigüedad»; y el romano objetaba: «Vosotros no
estáis en comunión con ninguna Iglesia, fuera de la vuestra propia y sus ramas, y
habéis desechado doctrinas, Sacramentos y usos que están y han estado siempre
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aceptados en Oriente y Occidente». La verdadera Iglesia, tal como está definida
en los Símbolos, es a par católica y apostólica. Ahora bien, tal como yo veía la
controversia en que estaba empeñado, Inglaterra y Roma se habían repartido
estas dos notas o prerrogativas: el pleito estaba así entre apostolicidad versus
catolicidad.
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nombre de católicos, estaban separados en su Credo de la fe apostólica y
primitiva.
Ahora paso a aclarar lo que he dicho acerca del status de la controversia, tal como
se presentaba a mi espíritu, con extractos de mis escritos por los años 1836, 1840
y 1841. Y los introduzco con una observación que se aplica especialmente al
artículo que voy a citar primero y es de fecha de 1836. Este artículo apareció en
los números de marzo y abril de British Magazine del mentado año y llevaba por
título Home Thoughts Abroad («Pensamientos de casa en el extranjero»). Ahora,
pues, se verá que en la discusión que contiene, como en otros escritos míos de
cuando estaba en la Iglesia anglicana, el argumento en favor de Roma está
afirmado con considerable claridad y fuerza. Y al punto gritaron mis amigos y
defensores: «¡Qué imprudencia!». Y entonces, y sobre todo algo más tarde, mis
enemigos: «¡Qué perfidia!». Amigos y enemigos estaban virtualmente de acuerdo
en criticarme. Yo había presentado a la mejor luz la causa que combatía. Eso era
un delito, procediera de imprudencia o de un designio de traición. No procedía
de lo uno ni de lo otro, sino de las razones siguientes. Primeramente, yo sentía
gran impaciencia, cualquiera que fuera el tema, por exponerlo en su conjunto
con la máxima claridad posible. En segundo lugar quería ser lo más justo posible
con mis adversarios; y, en tercer lugar, pensaba que entre nuestros propios
amigos había superficialidad, que desestimaban la fuerza del argumento en favor
de Roma y había que levantarlos a comprender más exactamente el estado de la
controversia. En fecha posterior (1841), cuando yo mismo sentí la fuerza de la
posición romana como dificultad que había que resolver, tuve una cuarta razón
para tal franqueza de argumentar, y era que muchos estaban mucho más
inseguros que yo respecto de la catolicidad de la Iglesia anglicana. Era de todo
punto evidente que, de no ser del todo ingenuo en afirmar lo que pudiera decirse
contra ella, no había probabilidad de que las tesis que yo sentía estar a su favor, o
por lo menos ser adversas a Roma, tuvieran éxito alguno con las personas en
cuestión. En todo tiempo he tenido la profunda convicción, para poner la cosa a
su más bajo nivel, de que «la sinceridad es la mejor política». Consecuentemente,
en julio de 1841 me expresaba sobre la dificultad anglicana como sigue:
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Se trata de una objeción de la que hay que decir sinceramente que es
profundamente sentida por muchos, que no son gentes insignificantes. Y cuanto
más francamente se confiese ser una dificultad, mejor; pues tanto mayor es
entonces la probabilidad de que sea conocida y andando el tiempo se la remedie,
en lo posible, por quienes tienen poder para ello. Los males flagrantes se curan
por sí mismos por el hecho de ser flagrantes, y estamos convencidos de que ha
llegado el momento de que un mal como ese no se mantenga en pie contra los
sentimientos y común sentir de las personas religiosas. Es la fuerza misma del
romanismo contra nosotros, y si las personas competentes no toman en serio el
asunto, pueden estar ciertos de que, andando el tiempo, perderán a quienes
menos quisieran perder para nuestra Iglesia.
La discusión que contiene este trabajo procede en forma de diálogo. Uno de los
contrincantes dice:
Me dices que la Iglesia de Roma está corrompida. ¡Muy bien! Pero cortar un
miembro es extraño medio de preservarlo de la influencia de un mal
constitucional. Una indigestión puede producir calambres en las extremidades;
sin embargo, perdonamos a nuestros pobres pies. Indudablemente, es un hecho
religioso la existencia de un gran cuerpo católico, y unirse con él es un privilegio
y un deber cristiano. Ahora bien, los ingleses estamos separados del mismo.
El otro responde:
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mismo efecto un pasaje de San Agustín en su controversia con los donatistas[1]:
separados del cuerpo de la Iglesia, quedaban ipso facto excluidos de la herencia de
Cristo. Y cita el argumento de San Cirilo sacado del nombre mismo de
«católica», que ningún cuerpo o comunión de hombres se ha atrevido o ha sido
capaz de apropiarse fuera de la Iglesia católica. Y añade: «Yo ahora solo afirmo el
hecho de que la comunión de Roma constituye el cuerpo principal de la Iglesia
católica y que nosotros estamos cortados de ella y en la misma situación que los
donatistas».
Es, pues, evidente que a finales de 1835 o comienzos de 1836 yo tenía delante
todo el estado de la cuestión de que, para mi espíritu, dependía la decisión entre
las Iglesias. Cabe observar que la cuestión del puesto del Papa, como centro de
unidad o como fuente de jurisdicción, no me pasó en absoluto por las mientes, y
creo poder decir que me pasó hasta el fin. Dudo de que mientras estuve en la
Iglesia anglicana tuviera ninguno de estos poderes como de jure divino, no
porque viera dificultad alguna en esa doctrina; no porque, en conexión con la
historia de San León, de que hablaré más adelante, no atravesara mi espíritu,
como la atravesó, sino porque, después de todo, la controversia no giraba sobre
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eso, sino en torno a la fe y a la Iglesia. Tal fue mi conclusión desde el principio al
fin. Había contrariedad entre las pretensiones de las confesiones romana y
anglicana, y la historia de mi conversión es simplemente el proceso del trabajo
para lograr una solución. En 1838 ilustraba yo esa contrariedad por el contraste
que nos ofrece el cuadro de la Virgen y el Niño y el Calvario. La peculiaridad de
la teología anglicana era «suponer que la verdad es completamente objetiva y
desprendida, no (como en la teología de Roma) escondida en el seno de la Iglesia,
como si formara una unidad con ella, pegada a ella y, como quien dice, perdida
en su abrazo. No, la verdad está sola e inaccesible, como en la cruz o en la
resurrección, con la Iglesia cerca, pero solo en el fondo».
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Una observación más acerca de la antigüedad y la Vía Media. A medida que
pasaba el tiempo, sin dudar de la fuerza del argumento anglicano sacado de la
antigüedad, me percataba también de que no era puramente nuestra pretensión
especial, sino nuestra pretensión única. Y por el mismo caso me daba cuenta de
que la Vía Media, que la representaba, tenía que ser una especie de refundición y
adaptación de la antigüedad. Así lo propuse en Home Thoughts Abroad y en el
artículo de British Critic que he analizado arriba. Pero la circunstancia de que,
después de todo, tenemos que aplicar a la antigüedad nuestro juicio privado,
creaba una especie de desconfianza completa en mi teoría, desconfianza que
expresé al final de mi libro sobre el Prophetical Office (1836-1837) con estas
palabras:
¿Qué era esto sino abandonar absolutamente las notas de una Iglesia visible,
lo mismo la nota católica que la apostólica?
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anglicanismo fuera sostenible. Recuerdo que el 30 de julio hice notar a un amigo
con quien me encontré casualmente lo interesante que era aquella historia; pero a
finales de agosto yo estaba seriamente alarmado.
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los santos! ¿Levantaré yo mi mano contra ellos? ¡Que antes mi mano derecha
olvide su destreza y se seque enteramente, como la del que un día la tendió
contra un profeta de Dios! Anatema a toda la tribu de los Cranmers, Ridleys,
Latimers y Jewels. ¡Perezcan los nombres de Bramhall, Ussher, Taylor,
Stillingfleet y Barrow de la faz de la tierra, antes que haber de caer en signo de
amor y adoración a sus pies, a los pies de aquellos cuyas imágenes tenía
continuamente ante mis ojos y cuyas palabras musicales resonaban siempre en
mis oídos y en mi lengua!
Apenas había acabado mi serie de lecturas cuando, amigos que eran aún más
favorables que yo mismo a la causa de Roma, me pusieron en las manos la
Dublin Review de aquel mismo mes de agosto. En ella había un artículo del
doctor Wiseman sobre la «pretensión anglicana». Era hacia mediados de
septiembre. Se trataba de los donatistas con aplicaciones al anglicanismo. Lo leí y
no vi en él gran cosa. Como he dicho, la controversia donatista me era conocida
desde hacía algunos años. El caso no era paralelo al de la Iglesia anglicana. San
Agustín, en África, escribía contra los donatistas de África. Estos fueron un
partido fanático que originó un cisma dentro de la Iglesia africana, y no más allá
de sus límites. Era un caso de altar contra altar, de dos ocupantes de la misma
sede, los non jurors, de Inglaterra y la Iglesia establecida; no el caso de una Iglesia
contra otra, como de Roma contra los monofisitas orientales.
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y una sentencia final contra las partes de ella que protestan y se disocian. ¿Quién
puede relatar las impresiones que recibe? Por esta sencilla frase, las palabras de
San Agustín me hirieron con una fuerza como nunca antes había sentido. Para
poner un ejemplo que nos es familiar, fueron como las palabras «retorna,
Whittington», de la campana[4]; o, para tomar otro más serio, como las del
«Tolle, lege-Tolle, lege[5]», del niño que convirtió al mismo San Agustín. ¡Securus
iudicat orbis terrarum! («El juicio de la Iglesia universal es seguro»). Por estas
grandes palabras del antiguo Padre, que interpretan y resumen el largo y variado
curso de la historia de la Iglesia, la teoría de la Vía Media quedaba
completamente hecha polvo.
Por este tiempo escribí mi sermón sobre los «divinos llamamientos», que
publiqué en mi tomo de Plain Sermons. Termina así:
¡Ojalá pudiéramos tener aquella sencilla visión de las cosas que nos hiciera
sentir que lo único importante es agradar a Dios! ¿Qué se gana en agradar al
mundo, en agradar a los grandes y hasta en agradar a los mismos que amamos,
comparado con eso? ¿Qué se gana en ser aplaudidos, admirados, cortejados,
seguidos, comparado con la aspiración señera de no desobedecer a una visión
celeste? ¿Qué puede ofrecer el mundo que pueda parangonarse con esta intuición
de las cosas espirituales, con esta viva fe, con esta celeste paz, alta santidad, eterna
justicia y esperanza de gloria que poseen quienes sinceramente aman y siguen a
nuestro Señor Jesucristo? Pidámosle y supliquémosle todos los días que se revele
más plenamente a nuestras almas, que avive nuestros sentidos, que nos dé vista y
oído, gusto y tacto del mundo por venir, para que podamos decir sinceramente
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dentro de nosotros: «Tú me guiarás con tu consejo y luego me recibirás en tu
gloria». ¿A quién tengo yo en el cielo fuera de ti? Y nadie hay en la tierra a quien
yo desee como a ti. Mi carne y mi corazón desfallecen, pero Dios es la fortaleza
de mi corazón y mi herencia para siempre.
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Sin embargo, mi nuevo hecho histórico tenía ya, hasta cierto punto, una
fuerza lógica. A los golpes de San León, la Vía Media se había venido abajo como
teoría o proyecto definido. Mi Prophetical Office estaba hecho trizas, no
ciertamente como argumento contra los «errores romanos» o contra el
protestantismo, sino como defensa de Inglaterra. No me quedaba ya argumento
característico en favor del anglicanismo, a no ser que me hiciera monofisita.
Hube de volver, con gran pena mía, a los tres puntos originarios de fe, de que
tanto hablé en pasaje anterior: el principio del dogma, el sistema sacramental y el
antirromanismo. De estos tres, los dos primeros están mejor asegurados en Roma
que en la Iglesia anglicana. La sucesión apostólica, los dos principales
Sacramentos y los Símbolos primitivos de la fe pertenecían, efectivamente, a la
última; pero en el sistema anglicano había habido mucho menos rigor en
materias de dogma y ritual que en el romano; consecuentemente, mi principal
argumento en pro de las pretensiones anglicanas estaba en los cargos principales
que yo pudiera alegar contra Roma. No tenía una teoría anglicana positiva. Yo
era casi un puro protestante. Luteranos y calvinistas tenían una especie de
teología; yo no tenía ninguna.
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por lo que recuerdo de mí mismo. Tampoco en la historia de San León y los
monofisitas había nada que destruyera mi firme creencia en lo que yo llamaba los
abusos y excesos prácticos de Roma.
El terreno que me parecía mejor contra ella era el terreno moral. Sentía que
no podía equivocarme atacando su línea de acción política y social. La alianza de
una religión dogmática con liberales, altos o bajos, me parecía una indicación
providencial contra todo movimiento hacia Roma y mejor Preservativo contra el
papismo que los tres tomos en folio en que se halla, creo, pareja profilaxis.
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Sin embargo, cuando la ocasión lo pedía, yo sentía como un deber manifestar
llanamente mi pensamiento, por más que me disgustara tenerlo que hacer. Tal
ocasión se presentó cuando hube de publicar una carta sobre el Tratado 90. En
esta carta decía: «En lugar de poner ante el alma la Santísima Trinidad, el cielo y
el infierno, la Iglesia de Roma, como sistema popular, paréceme que solo predica
a la Santísima Virgen, a los santos y el purgatorio». En esta ocasión recuerdo
haberle expresado a un amigo el disgusto que me producía hablar en este tono;
pero le añadí: «¿Cómo dejar de hablar así si así pienso? Mi obispo me pide que
diga lo que pienso, y tal es, de punta a cabo, mi pensamiento». Sin embargo,
recordaba las palabras que me dijo Froude casi a punto de morir «Yo tengo que
hacer otra protesta contra vuestras maldiciones y juramentos. ¿Qué bien puede
hacer eso? Yo lo llamo falta extrema de caridad. ¡Cuán equivocados podemos
estar en muchos puntos que solo gradualmente se abren ante nosotros!».
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consideraba in loco apostatae por haber dejado a la Iglesia anglicana. Aquí le pido
perdón. Luego le escribí para excusarme, pero seguramente pensó que empeoraba
el asunto, pues el tenor de mi carta era como sigue:
Se añadió a todo ello otro sentimiento de carácter, este personal, que poco
tenía que ver con el argumento contra Roma, a no ser que yo, en mi prejuicio,
miraba lo que sucedía conmigo mismo a la luz de mis ideas sobre la conducta de
sus abogados y agentes. Me molestaba enormemente toda intervención en los
asuntos de Oxford por parte de católicos caritativos y todo intento de hacerme
bien personalmente. En realidad, nada había por este tiempo más a propósito
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para repelerme. «¿A qué os entremetéis? ¿Por qué no me podéis dejar a mis solas?
Ningún bien me podéis hacer; no sabéis una palabra sobre mí. Me podéis hacer
verdadero daño; estoy en mejores manos que las vuestras. Conozco la sinceridad
de mi propósito y estoy resuelto a no perder tiempo». Hecho católico, ha habido
quienes me han acusado de repugnancia en hacer convertidos, y los protestantes
han deducido que no tenía grandes ganas de hacerlo. Obrar de otro modo
hubiera sido contra mi naturaleza; pero hubiera sido, además, olvidar las
lecciones de mi propia experiencia en mi historia pasada.
Por sus frutos los conoceréis […] La vemos que intenta ganar convertidos
entre nosotros por medio de falsas representaciones de sus doctrinas,
afirmaciones plausibles, audaces asertos, apelaciones a la debilidad de la
naturaleza humana, a nuestras fantasías, a nuestros miedos, a nuestras
frivolidades, a nuestras falsas filosofías. Vemos a sus agentes que sonríen, halagan
y menean la cabeza para llamar la atención, como hacen los gitanos con
chiquillos que hacen novillos, contándoles cuentos de viejas, con bonitas
estampas, pan con azúcar envuelto en papel dorado, ocultos en la confitura, y
grageas para los chicos buenos. ¿Quién no sentirá vergüenza al ver así disfrazada
la religión de un Jiménez de Cisneros, Borromeo y Pascal? ¿Quién sentirá pena
de que sus abnegados y férvidos defensores desconozcan así el genio y
capacidades de esa religión? Los ingleses amamos la virilidad, la franqueza, la
consistencia y la verdad. Roma no nos conquistará jamás hasta que no aprenda y
practique esas virtudes; entonces nos podrá ganar, pero a condición de que deje
de ser lo que nosotros entendemos ahora por Roma, cuando tenga derecho, no «a
dominar sobre nuestra fe», sino a ganar y poseer nuestro afecto por los vínculos
del Evangelio. Mientras no deje de ser lo que es prácticamente, es imposible una
unión entre ella e Inglaterra. Pero, si se reforma (¿y quién presumirá decir que
tan gran porción de la cristiandad no pueda reformarse?), entonces el deber de
nuestra Iglesia será unirse a la comunión de las Iglesias continentales, digan lo
que quieran nuestros políticos y dé el poder civil los pasos que quiera en
consecuencia. Y aún menos estamos obligados a rogar porque llegue; estamos
obligados a rogar por nuestros hermanos para que ellos y nosotros caminemos
juntos en la luz pura del Evangelio y seamos uno como antaño fuimos. Fue
noticia conmovedora decirnos, como se nos ha dicho últimamente, que cristianos
del continente rogaban juntos por el bien espiritual de Inglaterra. Que logren luz
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mientras aspiran a la unidad, y crezcan en la fe mientras manifiestan su caridad.
También nosotros tenemos deberes para con ellos: deber de no injuriarlos, de no
calumniarlos, de no odiarlos, aunque así lo pidan los intereses políticos. Tenemos
el deber de amar aún más copiosamente en espíritu a unos hermanos cuyas caras,
por mal de nuestros pecados y los de ellos, no podemos ver en la carne.
Con lo dicho he reunido, lo mejor que ha sido hacedero, cuanto había que decir
sobre mi estado general de espíritu, desde el otoño de 1839 hasta el verano de
1841; y, hecho esto, prosigo narrando cómo mis nuevas dudas afectaron a mi
conducta y a mis relaciones con la Iglesia anglicana.
Al volver a Oxford, en octubre de 1839, tras las visitas que había hecho fuera,
me percaté de que, en mi ausencia, habían acontecido cosas de carácter extraño
que me comprometían con mi obispo y con las autoridades de la Universidad.
Ello dirigió de pronto mi atención al estado del Movimiento y me llenó de
ansiedad para lo futuro. En la primavera de dicho año, como se ha visto en el
artículo que he analizado arriba, hablé de los excesos de personas que
comúnmente se miraban como pertenecientes al mismo. Por entonces pensaba
yo poco en ese mal; pero las nuevas visiones que me habían sobrevenido durante
las vacaciones mayores me hicieron, por una parte, comprenderlos, y por otra me
quitaron el poder de remediarlos. Era menester una dirección firme y enérgica
para mantener a la gente en el recto camino; yo no tuve nunca mano dura, y en
el momento en que hubiera sido necesario se me rompieron las riendas en las
manos. Mi espíritu estaba poseído del ansioso presentimiento del resultado de mi
investigación total, y era para mí casi imposible ocultarlo a quienes me veían
todos los días, escuchaban mis conversaciones familiares y acaso venían con
deliberado propósito de sondearme y escuchar un sí o un no categórico a sus
preguntas. ¿Cómo podía esperar yo, en tal situación, decir nada sobre mi
verdadera fe, positiva y actual, que pudiera sostener o consolar a personas que
estaban ya asaltadas por dudas de su propia cosecha? Más aún: ¿cómo podía yo
analizar, satisfecho de mí mismo, mi propio espíritu y decir lo que sostenía o no
sostenía? ¿O cómo podía decir las limitaciones, matices de diferencias o grados de
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fe con que sostenía aún el conjunto de ideas anglicanas que había profesado y
enseñado públicamente? ¿Cómo podía afirmar o negar este o el otro punto, sin
mentar la nueva luz en que se presentaba a mi espíritu la prueba total de aquellas
viejas ideas?
De todos modos, tenía que hacer lo que pudiera y respondiera mejor a las
circunstancias. Una discusión general del tema la encontré en un artículo de la
Dublin Review, y si me impresionó a mí no es de maravillar que impresionara a
otros. Respecto de mí, yo no sentía especie alguna de certeza de que el argumento
fuera concluyente. Tomándolo por lo peor, concediendo que la Iglesia anglicana
no tuviera la nota de catolicidad, sin embargo, las notas de la Iglesia son muchas.
Algunas pertenecían a una edad o lugar, otras a otros. Belarmino contaba entre
las notas de la Iglesia la prosperidad material; pero en el siglo XIX la Iglesia
romana no gozaba de gran popularidad, riqueza, gloria, poder o perspectivas; no
era, ni mucho menos, cierto que nosotros no tuviéramos la nota de catolicidad;
pero, si no esta, teníamos otras. Mi primera tarea era, pues, examinar
cuidadosamente este punto y ver si, después de todo, no se podían aún decir
muchas cosas en favor de la Iglesia anglicana, a pesar de sus reconocidas
deficiencias. Así lo hice en un artículo «sobre la catolicidad de la Iglesia
anglicana», que apareció en el British Critic de enero de 1840. Respecto de mi
propio malestar en este punto, creo que desapareció el 21 de febrero de este año,
pues por entonces escribí al señor Bowden sobre el importante artículo de
Dublín, en estos términos: «Hizo una gran impresión aquí (en Oxford), y
diciéndole a usted lo que a nadie más diría, me dejó por un tiempo muy molesto
de espíritu. La gran especiosidad de su argumento es una de las cosas que más me
ha desconcertado», es decir, con miras al efecto sobre los otros.
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Consideraba que los fundamentos de justificación que di arriba, al hablar del
Tratado 90, eran suficientes para mi propósito, y así puse inmediatamente manos
a la obra. Esto era por marzo de 1840, cuando marché a Littlemore. Y pues era
para nosotros cuestión de vida o muerte, había que correr todos los riesgos en la
demanda. Cuando acometí efectivamente el ensayo, no me cabía duda sobre su
resultado y no abrigaba aprensión alguna sobre el experimento; pero en 1840,
aunque mi propósito era sincero y mis motivos racionales satisfactorios, advertí,
sin embargo, que me había metido en un experimentum crucis. No me cabe duda
de que entonces me percaté de que sería una prueba para la Iglesia anglicana
como no la sufriera antes. No que el sentido católico de los Artículos no hubiera
sido sostenido, o por lo menos tolerado, por quienes los redactaron y
promulgaron, ni que no estuviera implícito en la doctrina de Andrewes y
Beveridge, sino que nunca fue públicamente reconocido, mientras la
interpretación del día era protestante y exclusiva. Observo también que, aunque
mi tratado era un experimento, no era, como dije entonces, un «sondeo». Los
hechos lo demostraron, porque, cuando mi principio no fue admitido, yo no me
retracté, pero abandoné la partida. No quería mantener un oficio en una Iglesia
que no permitía mi sentido de los Artículos. Mi tono era: «Este sentido nos es
necesario, y debemos y queremos tenerlo, y si tiende a que se mire a la Iglesia de
Roma con un poco menos de acritud, mejor que mejor».
Esta fue, pues, la segunda obra que emprendí, por más que, a mi llegada a
Littlemore, otras cosas se interpusieron para impedirme acometerla
inmediatamente. Mi propósito era remover todos los obstáculos que obstruían el
camino para confesar el carácter apostólico y católico de la Iglesia anglicana;
asegurar el derecho de quienes quisieran decir a la luz del día: «Nuestra Iglesia
enseña la fe primitiva». Yo no lo ocultaba; en el Tratado 90 sentaba como primer
principio: «Es un deber que tenemos para con la Iglesia católica, no menos que
con nuestra propia Iglesia, tomar nuestras confesiones protestantes en el sentido
más católico que admitan; no tenemos deberes para con sus redactores». Y más
puntualmente aún lo digo en mi carta explicatoria del tratado, dirigida al doctor
Jelf:
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Artículos no son recibidos en el sentido de sus redactores, sino en sentido
católico, en la medida que lo admite el texto o lo requiere su ambigüedad.
Que yo miraba, por lo menos desde 1839, en dar un paso más, que era
abandonar Santa María, aparece por una carta que escribí en octubre de 1840 al
señor Keble, el amigo a quien era más natural para mí consultar sobre este punto.
Era de este tenor:
Hace más de un año tengo el sentimiento creciente de que debo dejar Santa
María, pero no soy buen juez en esta causa. No puedo fijar exactamente mis
propias impresiones y que son la base de la dificultad, y aunque, naturalmente,
usted no puede hacerlo por mí, puede ayudarme de manera general y quizá
descartar la idea de su necesidad en absoluto.
Creo poder decir con verdad no haber apenas emprendido ningún plan que
no fuera por razón de mis feligreses; pero todos han tomado,
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independientemente de mi voluntad, el camino de la Universidad. Comencé los
oficios de las fiestas de los santos, los oficios diarios y las pláticas en la capilla de
Adam de Brome, para mis feligreses; pero estos no acudieron. En consecuencia,
interrumpí las mentadas pláticas y, mientras duraron, las dirigí, naturalmente, a
la instrucción de los que venían, más que a la de quienes no vinieron. La
comunión semanal creo haberla introducido con miras a la Universidad.
Pero no es esto todo. Me temo tener que confesar, quiéralo o no, que los
estoy disponiendo camino de Roma. Primero, porque, fuera de nosotros, Roma
es la única representante de la Iglesia primitiva. En la medida que se desprendan
de la una, se encaminaran a la otra. Segundo, porque muchas doctrinas que yo he
sostenido tienen un mayor lugar, o lo tienen único, en el sistema romano.
Además si, cosa no improbable, con el andar del tiempo tenemos entre nosotros
obispos o maestros heréticos, mal que infecta, ipso facto, toda la comunidad a que
pertenecen, y si, por añadidura (cosa de que hay síntomas en estos momentos),
hay un movimiento entre los ingleses católico-romanos para romper la alianza
con O’Connell y el Exeter Hall[6], fuertes tentaciones saldrán al paso de
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individuos imbuidos ya de un tono de pensamiento, que congenia con Roma, de
pasarse a su comunión.
Hay quienes me dicen, por otra parte, que, ora por mis sermones, ora de otro
modo, ejerzo en Santa María influencia: ¿qué decir si me atribuyo a mí mismo
ver más lejos que ellos y haber descubierto en el curso del último año que lo que
ellos tanto aprueban acabará probablemente en romanismo?
El juicio del señor Keble fue que conservara el cargo que me permitía vivir, por lo
menos de presente. Lo que pesó más sobre mí fueron estas palabras:
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Si usted opina que puedo continuar, síguese, en estas circunstancias, que
debo hacerlo así. Hay muchas razones para ello; directamente hay que conceder
que es legal. Las siguientes consideraciones han contribuido mucho a conciliar
mis sentimientos con la conclusión de usted.
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sabe lo que, de aquí a pocos años, será el estado de la Universidad por lo
que respecta a los profesores de Teología? Sea el que fuere, una gran
batalla puede entablarse, de la que es una especie de anticipo el libro de
Milman. La totalidad de nuestros días puede ser una batalla contra ese
espíritu. ¿Por qué no dejar a otra edad su propio mal, el arreglar la
cuestión del romanismo?
He de añadir que, a partir de esta fecha, tuve un coadjutor en Santa
María que, poco a poco, fue asumiendo la mayor parte del trabajo.
El mismo año de 1840 tomé también medidas para desprenderme del
British Critic, el mes de julio siguiente, como lo llevé a efecto en esa fecha.
Para esclarecer mis sentimientos durante esta prueba, voy a extractar cartas
mías, dirigidas particularmente al señor Bowden y a otro amigo, cartas que han
vuelto a mis manos:
15 de marzo:
Los superiores creo que han cometido un acto de violencia: han dicho que mi
interpretación de los Artículos es una evasión. No pienses que esto me aflige.
Como ves, no se censura ninguna doctrina, y mis espaldas se las arreglarán para
aguantar la acusación. Si lo supieras todo o estuvieras aquí, verías que he
afirmado un gran principio y que debo sufrir por él: los Artículos deben
interpretarse no según la intención de sus autores, sino (en cuanto el texto lo
permite) de acuerdo con el sentido de la Iglesia católica.
25 de marzo:
Confío que no daremos un paso en falso, y espero que mis amigos rogarán
por esta intención mía. Si, como dices, pesa sobre nosotros un destino, un solo
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mal paso puede estragarlo todo. Yo me encuentro muy bien y tranquilo, pero
todavía no hemos salido del matorral.
1 de abril:
Confío que ahora se suavicen las cosas y es cierto que hemos dado un gran
paso. No está bien vanagloriarse hasta que esté cierto haber salido del matorral; es
decir, hasta saber cómo ha sido recibida en Londres la carta. Creo sabrás que
debo suspender los tratados; pero verás por la carta que, aunque digo
completamente lo que siento, me las he arreglado para sacar de la reprimenda un
provecho igual a ella. Y esto me produce ansiedad sobre cómo será acogida la
carta en Londres.
4 de abril:
9 de mayo:
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No tiene usted motivo para sorprenderse de la suspensión de los tratados. No
tenemos temor alguno de que por ello haya de sufrir lo que consideramos ser la
verdad católica. La carta a mi obispo ha tenido, confío yo, el efecto de poner a
nuestro lado la autoridad preponderante de la Iglesia. Ningún paro de los
tratados puede, humanamente hablando, interrumpir la difusión de las ideas que
ellos han inculcado.
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pudieran considerar necesario decir algo en sus cartas pastorales»; pero
luego superaron la dificultad del tratado y no hubo nadie para imponer el
«compromiso». Durante tres años enteros continuaron de este modo
dirigiendo cargos contra mí. Yo vi en ello una condenación; era la única
que estaba en su mano. Al principio pensé protestar; pero luego abandoné
la idea por desesperar de lograr nada.
El 17 de octubre escribí a un amigo:
Supongo que, de una forma u otra, será necesario reafirmar el
Tratado 90; en otro caso, después de estas acusaciones de los obispos,
parecería que ha sido condenado, lo que no es cierto, ni yo tengo
intención de dejar hacer. Mi deseo es estar tranquilo, pero si los obispos
hablan, también yo hablaré. Si mi punto de vista fuera condenado, yo no
podría permanecer en la Iglesia, ni otros muchos tampoco. Por eso,
puesto que no ha sido condenado, yo procuraré demostrar que no lo ha
sido.
Unos días después, el 22 de octubre, un extranjero me escribió que los
Tracts for the Times habían convertido al catolicismo a un joven amigo
suyo, y me rogaba si sería yo tan amable de que le hiciera volver al
protestantismo. Yo le contesté:
Si, a consecuencia de los Tracts for the Times, se dan conversiones a
Roma, yo no censuro los tratados, sino a quienes, en lugar de reconocer
los principios anglicanos de teología y política eclesiástica que contienen,
se empeñan en rechazarlos. Sea cual fuere la influencia de los tratados,
grande o pequeña, vendrán a tener tanta fuerza en favor de Roma si
nuestra Iglesia los rechaza cuánta tendrían en favor de nuestra Iglesia si los
acepta. Si nuestros superiores hablan contra los tratados, o no hablan en
absoluto de ellos; si algunos de entre ellos no solo no favorecen, sino que
no aguantan siquiera los principios que contienen, es evidente que los
miembros de nuestra Iglesia se verán fácilmente en la alternativa de
abandonar aquellos principios o de abandonar la Iglesia. Si continúa este
estado de cosas, yo profetizo, aunque con pena, que no serán una o dos,
sino muchas las defecciones en favor de Roma.
Dos años después, volviendo la vista atrás a lo que había pasado, dije:
«No hubo convertidos a Roma hasta después de la condenación del
Tratado 90».
3. Como si todo esto no fuera bastante, sucedió el asunto del obispado
de Jerusalén, y, contándolo brevemente, voy a terminar.
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Creo no equivocarme diciendo que la corte de Prusia tuvo por mucho
tiempo deseo de introducir el episcopado en la nueva religión evangélica
que pretendía reunir en aquel país a luteranos y calvinistas. Creo incluso
haber oído hablar del proyecto cuando estuve en Roma en 1833, en el
hotel del ministro prusiano, a la sazón el señor Bunsen, hombre muy
hospitalario y amable con todos los visitantes ingleses, y también conmigo
y mis amigos. La idea del episcopado, tal como lo entendía el rey de
Prusia, me figuro sería muy diferente de la enseñada por la escuela
tractariana; pero me figuro también que los principales autores de esta
escuela hubieran visto con placer que tal medida se llevara a cabo en
Prusia, caso de hacerse sin comprometer los principios que entran
necesariamente en el ser de la Iglesia. Por el tiempo en que se publicó el
Tratado 90, M. Bunsen y el entonces arzobispo de Canterbury estaban
dando pasos para la ejecución del proyecto, nombrando y consagrando un
obispo de Jerusalén. Al parecer, Jerusalén era mirada como lugar a
propósito para el experimento. Estaba demasiado lejos de Prusia para que
pudiera despertar las susceptibilidades de ningún partido de casa: si el
proyecto fallaba, fallaría sin daño para nadie; si prosperaba, daría al
protestantismo un status en Oriente que, junto con los monofisitas o
jacobitas y nestorianos[7], sería un instrumento político en manos de
Inglaterra, semejante al que tenían Rusia en la Iglesia griega y Francia en
la latina.
Consecuentemente, en julio de 1841, lleno de la dificultad anglicana
en la cuestión de la catolicidad, en un artículo del British Critic hablé
como sigue del proyecto de Jerusalén:
Cuando nuestros pensamientos se vuelven a Oriente, en vez de
recordar que hay allí Iglesias cristianas, dejamos a los rusos el cuidado de
los griegos, a los franceses el de los romanos y nosotros nos contentamos
con erigir una iglesia protestante en Jerusalén, o con ayudar a los judíos a
reconstruir su templo, o con hacernos los augustos protectores de los
nestorianos, monofisitas y de todos los herejes de que tenemos noticia, si
no formamos una liga con los mahometanos contra griegos y romanos
juntos.
No pretendo dar, después de tanto tiempo, un relato exacto de la
medida en sus pormenores. Solo diré que en el acta del Parlamento,
fechada a 5 de octubre de 1841 (si la copia que cito contiene la medida tal
como pasó a las cámaras), se crea una caja para los gastos de consagración
de «súbditos británicos o súbditos o ciudadanos de cualquier listado
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extranjero para ser obispos de un país extranjero, ora tales súbditos o
ciudades extranjeros sean o no súbditos o ciudadanos del país en que
hayan de actuar […] sin que se requiera por parte de quienes fueren
súbditos o ciudadanos de un reino o Estado extranjero prestar el
juramento de dependencia y supremacía, ni el juramento de obediencia al
arzobispo que por el tiempo fuere […]». Además, el obispo u obispos así
consagrados podrán ejercer, dentro de los límites señalados por Su
Majestad para este objeto en los países extranjeros, jurisdicción espiritual
sobre los ministros de las congregaciones británicas de la Iglesia unida de
Inglaterra e Irlanda, y sobre cualesquiera otras congregaciones
protestantes que deseen ponerse bajo su autoridad.
Ahora bien, en el momento mismo que los obispos anglicanos
lanzaban sus censuras contra mí por confesar un acercamiento a la Iglesia
católica, que no iba más allá de lo que yo creía que permitían los
formularios anglicanos, ellos fraternizaban, por otro lado, por sus actos o
su tolerancia, con congregaciones protestantes y permitían que estas se
pusieran bajo un obispo anglicano, sin renunciar a sus errores ni
garantizar la debida recepción del Bautismo ni de la confirmación;
mientras había mucha razón para suponer que, valiéndose de la influencia
de Inglaterra, el dicho obispo trataría de hacer convertidos de los griegos
ortodoxos y de los grupos cismáticos orientales.
Este fue el tercer golpe que, finalmente, sacudió mi fe en la Iglesia
anglicana. Esta Iglesia no solo prohibía toda simpatía o toda relación con
la Iglesia de Roma, sino que estaba tramando una interconfesión con la
Prusia protestante y con la herejía de los orientales. Quizá la Iglesia
anglicana poseyera la sucesión apostólica, lo mismo que los monofisitas;
pero actos como los que se estaban llevando a cabo suscitaron en mí la
gravísima sospecha, no de que pronto dejaría de ser una Iglesia, sino de
que, desde el siglo XVI había dejado en absoluto de serlo.
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Gálatas. En tercer lugar, por consideración a Prusia, acogerá bajo su autoridad a
todos los protestantes extranjeros que se presenten, y dada la influencia de
Inglaterra, las ventajas políticas serán tan grandes que no cabe duda de que se
presentarán. Tendrán que afirmar la confesión de Augsburgo, y nada garantiza
que mantengan la doctrina de la regeneración bautismal. Por mi parte no haré
acto público alguno, a no ser dar mi nombre para una protesta; pero estaría
realmente fuera de lugar agitarme yo, que en cierto modo he sido condenado,
mientras el arzobispo está ejecutando una acción gravísima, cuyas consecuencias
no podemos prever.
Soy, etc.
PROTESTA
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Considerando que la Iglesia de Inglaterra solo posee título a la obediencia de
creyentes católicos en cuanto pretende ser considerada una rama de la Iglesia
católica;
Considerando que las diócesis de Inglaterra están unidas entre sí por tan
estrecha intercomunicación que lo que se hace por autoridad en una repercute
inmediatamente en las restantes;
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Mirando hacia atrás, unos años después, al acto citado y a otros, por parte de las
autoridades eclesiásticas anglicanas, hice notar:
Muchos que han podido sostener una idea abstracta de la Iglesia católica a la
que era difícil adaptar la Iglesia anglicana podían haber admitido sospechas y
hasta dudas dolorosas acerca de la última, pero jamás hubieran sido empujados
hacia adelante si nuestros superiores hubieran conservado la calma de años
anteriores; la corroboración de una heterodoxia actual, viva y enérgica, da
realidad práctica a tales dudas. Los recientes discursos y actos de autoridades que
han tolerado por tanto tiempo el error protestante, ha dado su fuerza y filo a la
investigación y a la teoría.
Respecto del obispado de Jerusalén nunca oí que hiciera bien ni mal, excepto
el que me hizo a mí. Lo que algunos piensan haber sido un gran infortunio fue
para mí una de las mayores gracias. Él me llevó al principio del fin.
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Capítulo IV
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3. Esperaba o tenía intención de volver gradualmente a la comunión o
estado laical.
4. Jamás me propuse abandonar la Iglesia de Inglaterra.
5. No podía desempeñar cargo en su servicio si no se me permitía
mantener el sentido católico de los Artículos.
6. No podía pasarme a Roma mientras esta consintiera se tributaran a la
Virgen y a los santos honores que yo consideraba en mi conciencia
incompatibles con la gloria suprema e incomunicable con el que es uno,
infinito y eterno.
7. Deseaba una unión con Roma bajo condiciones, de Iglesia a Iglesia.
8. Llamaba a Littlemore mi Torres Vedras[1], y desde allí podríamos
avanzar un día hacia la Iglesia anglicana, como nos habíamos visto
forzados a retirarnos.
9. Contenía con todas mis fuerzas a cuantos se mostraban dispuestos a ir
a Roma.
Y los contenía por tres o cuatro razones. Primera, porque no podía
permitir hicieran ellos lo que yo no podía hacer en conciencia. Segunda,
porque en varios casos pensaba que obraban por excitación. Tercera,
porque yo tenía deberes para con mi obispo y la Iglesia anglicana. Y
cuarta, porque en algunos casos había recibido cargo directo de ellos por
parte de sus padres o superiores anglicanos.
Así veía yo mi deber desde finales de 1841 hasta mi dimisión de Santa
María, en otoño de 1843. Y ahora voy a contar mi punto de vista sobre el
estado de la controversia entre las Iglesias.
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santa, católica y apostólica, yo no podía probar que la comunión anglicana era
parte integrante de la Iglesia una por razón de ser su enseñanza apostólica o
católica, sin razonar en favor de lo que comúnmente se llama corrupciones
romanas; y no podía defender nuestra separación de Roma y de su regla de fe sin
emplear argumentos en contra de las grandes doctrinas referentes a nuestro
Señor, que son el fundamento mismo de la religión cristiana. La Vía Media era
una idea imposible, era lo que yo había llamado quererse «mantener derecho
sobre un solo pie». Era menester, si había de mantenerse el resultado de mi
controversia, ir más adelante por un camino u otro.
Nada de esto es incongruente con lo que he dicho arriba sobre que, por este
tiempo, yo no pensaba para nada abandonar la Iglesia anglicana, pues sentía tan
vivas como siempre algunas de mis antiguas objeciones contra Roma. Yo no tenía
derecho, no tenía autorización, para obrar contra mi conciencia, Era esta regla
más alta que cualquier argumento sobre las notas de la Iglesia.
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nuestra posición y presentar plena evidencia y clara dirección en punto al deber
práctico. Teníamos la nota de la vida, no una vida cualquiera, no solo cual puede
proceder de la naturaleza, sino vida cristiana sobrenatural, cual solo puede venir
directamente de arriba. Así, en el artículo del British Critic, a que tan a menudo
me he referido, de enero de 1840 (antes de la fecha del Tratado 90), decía yo de
la Iglesia anglicana que «tiene la nota de posesión, la nota de libertad respecto de
los partidos, la nota de vida, de vida profunda y vigorosa; tiene ascendencia
antigua, continuidad ininterrumpida, armonía de doctrina con la Iglesia
antigua». Luego paso a hablar de la santidad: «Muchos católicos romanos podrán
denunciamos actualmente de cismáticos; pero no podrán resistirnos si la
comunión anglicana tiene esta sola nota de la Iglesia: la santidad. La Iglesia del
día (en el siglo IV) no pudo resistir a Melecio; sus enemigos fueron
hermosamente subyugados por él, por su mansedumbre y santidad, que derretía a
los más envidiosos de entre ellos». Y continuó: «Casi nos contentaríamos de decir
a los católicos romanos: No nos contéis aún como una rama de la Iglesia católica,
aunque lo somos, hasta que nos parezcamos a una rama, a condición de que,
cuando nos hagamos semejantes a una rama, consintáis en reconocerlo», etc.
El escritor no debe tomar nunca partido para imponer las opiniones de una
escuela sobre la otra; los cambios religiosos han de ser obra del cuerpo entero.
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Ningún bien puede venir de un cambio que no sea desarrollo de sentimientos
que brotan libre y tranquilamente dentro del seno de todo el cuerpo mismo.
Todo cambio en religión debe ir acompañado de profundo arrepentimiento: los
cambios deben nutrirse de amor recíproco; no podemos ponemos de acuerdo sin
ayuda sobrenatural; hemos de acudir juntos a Dios para que haga por nosotros lo
que nosotros no podemos hacer.
De acuerdo con esta teoría, un cuerpo religioso forma parte de la Iglesia una,
católica y apostólica si posee la sucesión apostólica y el Credo de los apóstoles
más la nota de santidad de vida; y en este modo de ver hay mucho que aprobaría
el sentido común y hábitos prácticos del inglés. Sin embargo, con los
acontecimientos que siguieron al Tratado 90 yo puse mi teoría a nivel más bajo.
¿Qué podía decirse en defensa, cuando los obispos y el pueblo de mi Iglesia no
solo lo toleraban, sino que rechazaban positivamente la primitiva doctrina
católica y trataban de expulsar de su comunión a todo el que la sostuviese? ¿Qué
después de las acusaciones de los obispos; qué después de la abominación de
Jerusalén (Mt 24,15)? ¡Pues sí! Aún podía decirse que no éramos nada; no
podíamos ser como si nunca hubiéramos sido una Iglesia; nosotros éramos
«Samaria». Este fue entonces el nivel más bajo en que me coloqué a mí mismo y a
cuantos sentían como yo a finales de 1841.
Exponer este punto de vista era el objeto de cuatro sermones que prediqué en
Santa María en diciembre de este año. Hasta entonces no había llevado al púlpito
los temas candentes del día (Nota C., Sermones sobre la sabiduría y la inocencia).
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Lo hice en esta ocasión porque el momento era urgente; había gran
fluctuación de espíritu entre nosotros como consecuencia de los mismos
acontecimientos que me habían hecho vacilar a mí. Una ansiedad particular, muy
natural, que venía ahora sobre mí, era que «lo que para uno es antídoto para otro
resulta veneno». Del mismo Tratado 90 dije; «Fue escrito para una clase de
personas y ha sido utilizado y comentado por otras». Aún era ahora más verdad
que todo cuanto escribiera en ayuda de quienes yo sabía hallarse en turbación de
espíritu resultaría, por una parte, materia de sospecha y calumnia en boca de mis
adversarios, y por otra de malestar y sorpresa en quienes no sienten dificultad
alguna en su fe. Consecuentemente, al publicar estos sermones a finales de 1843
les antepuse una introducción recomendando no los leyeran quienes no tuvieran
necesidad de ellos. Pero, a decir verdad, la virtual condenación del Tratado 90,
después que toda la dificultad parecía haberse disipado, fue para mí un
desengaño y prueba enorme. También mi protesta contra el obispado de
Jerusalén fue para muchos causa inevitable de excitación, pero también los
calmó, porque el mero hecho de una protesta fue un alivio para su impaciencia.
Y así, por manera semejante, por lo que atañe a los cuatro sermones de que estoy
hablando, aunque reconocían francamente el gran escándalo que suponían los
recientes actos episcopales, podía decirse al mismo tiempo que ofrecían, para las
múltiples deficiencias y desórdenes de la Iglesia anglicana, una especie de puesto
en la economía de la revelación y una posición intelectual en la controversia, y la
dignidad de un gran principio, de que podían echar mano espíritus inquietos; un
principio que los enseñaría a reconocer su propia cohesión y a reconciliarse
consigo mismos, y que absorbería y secaría muchas de sus quejas, disgustos,
dudas y cuestiones, y los llevaría por el camino de pensamientos humildes,
agradecidos y tranquilos. Y ese fue el efecto que ciertamente produjo en mí.
El tema de estos sermones es que, a pesar del carácter rígido de la ley judaica,
la fuerza formal y literal de sus preceptos y el cisma manifiesto, por no decir algo
peor, de las diez tribus, de hecho eran aún reconocidas como pueblo por la
misericordia divina. Los grandes profetas Elías y Eliseo habían sido enviados a
ellas, y no simplemente enviados, sino para predicarles y convertirlos, sin que se
les intimara reconciliarse con la casa de David ni con el sacerdocio aarónico, ni
subir a Jerusalén para el culto. No estaban en la Iglesia, y sin embargo tenían los
medios de alcanzar la gracia y ser adeptos a su Creador. La aplicación de todo
ello a la Iglesia anglicana era inmediata. Que en estas circunstancias se pudieran
asumir y ejercer funciones ministeriales, pudiera no aparecer claro (siquiera haya
que recordar que Inglaterra posee el sacerdocio apostólico, mientras Israel no
poseía sacerdocio alguno); pero una cosa era clara: que no había necesidad alguna
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para un anglicano de dejar su Iglesia por Roma, aunque no creyera que formara
parte de la Iglesia una. Y la razón estaba en que era un hecho que el reino de
Israel vivía separado del templo y, sin embargo, sus súbditos, ni como cuerpo, ni
como individuos, ni las muchedumbres del monte Carmelo, ni la sunamita y su
familia recibieron mandato alguno, por más que en su presencia se hicieron
milagros, de romper con su pueblo y someterse a Judá (como no estoy
escribiendo un capítulo de controversia, solo notaré a este propósito que hay
mucha diferencia entre un mandamiento que supone condiciones físicas,
materiales y políticas, y un mandamiento moral. Ir a Jerusalén era cosa del
cuerpo, no del alma).
Es evidente que una teoría como esta —ora las señales de presencia y vida
divinas en la Iglesia anglicana bastaran para probar que estaba efectivamente
dentro de la alianza, ora bastaran solo para probar que, por lo menos, gozaba de
gracias extraordinarias no pactadas— no solo rebajaba su nivel desde el punto de
vista religioso, sino que debilitaba su base de controversia. Su misma novedad la
hacía sospechosa, y nada garantizaba que no continuara el proceso de
obnubilación y terminara sumergiéndose. De hecho, para muchos espíritus decir
que Inglaterra estaba equivocada valía tanto como decir que Roma tenía razón, y
no había razonamiento alguno que en su caso pudiera vencer el argumento de
prescripción y autoridad. A esta objeción, hecha a mi nueva doctrina, solo podía
responder que yo no había hecho mis circunstancias. Yo reconocía plenamente la
fuerza y eficacia de la auténtica teoría anglicana, y era prueba bastante contra
nuestros adversarios de Roma; pero, como Aquiles, tenía un punto vulnerable
que San León me descubrió, y yo no lo podía remediar. De no ser cuestión de
hecho, la teoría sería realmente grande; de ser verdadera, sería irresistible.
Cuando me hice católico, el señor Wilkes, director del Christian Observer, que
antes me acusara, con indignación mía, de que tendía a Roma, me escribió una
carta preguntándome quién de los dos tenía razón. Yo le contesté con otra, que
voy a insertar aquí parcialmente, pues servirá de una especie de despedida de la
gran teoría, tan clara a la vista, tan difícil de probar y de tan desesperada
aplicación.
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por el mundo. Sigo pensando que estos principios son la base más firme y sólida
contra Roma, a condición de que puedan sostenerse (como verdades o hechos).
Muchos los han sostenido y son mucho más difíciles de refutar en la controversia
romana que los de otra cualquier confesión religiosa.
Por lo que a mí toca, encontré que no los podía sostener y los abandoné.
Desde el momento que empecé a sospechar de su solidez, dejé de aducirlos.
Cuando estuve limpiamente convencido de su falta de solidez, renuncié a mi
beneficio eclesiástico. Cuando tuve plena certeza de que la Iglesia de Roma era la
sola verdadera, me adherí a ella.
Siempre me he dado cuenta de que la teología del obispo Bull era la única
sobre la que podía estribar la Iglesia de Inglaterra. Y me había dado cuenta de
que la oposición a Roma formaba parte de esta teología, y quien no protestara
contra la Iglesia de Roma no era verdadero teólogo anglicano. Pero yo no he
dicho nunca, ni tenido nunca intención de decir que todo ministro de la Iglesia
anglicana, obispo o simple cura, no pudiera tener otra actitud que la de
hostilidad hacia la Iglesia de Roma.
La Vía Media desapareció entonces para siempre y fue sustituida por una teoría
compuesta expresamente para el caso. Yo estaba satisfecho de mi nuevo modo de
ver. Con fecha de 13 de diciembre de 1841 escribí a un amigo íntimo, Samuel
F. Wood:
Sin embargo, mis amigos del partido apostólico moderado, que eran amigos
míos por la sencilla razón de haber sido yo tan moderado y anglicano en tono
general en tiempos pasados; amigos que habían defendido el Tratado 90, parte
por tener fe en mí y, desde luego, por sentimiento generoso y amable, y
compartieron así censuras que no les atañían, se sorprendieron y ofendieron,
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naturalmente, del cariz del nuevo argumento que, además, les parecía fantástico;
este argumento sembraba la confusión en la controversia, ponía en ridículo mis
anteriores principios y los sustituía, a su parecer, por una especie de complacencia
propia metodista, tan ajena a mi carácter y anteriores profesiones de fe, en lugar
de los claros y leales criterios, como eran comúnmente aceptados, de una misión
divina de la Iglesia anglicana. No sabían decir a dónde iría yo a parar; y todavía
se molestaron más de que yo persistiera en considerar como asunto grave la
condenación del Tratado 90 por parte del público y de los obispos, y que saliera
con lo que ellos tenían por misteriosas alusiones a «eventualidades», en lugar de
decir llanamente: «Anglicano he nacido y anglicano he de morir». Uno de mis
íntimos amigos, que estaba en el campo por Navidad, me comunicó en
1841-1842 los sentimientos que predominaban acerca de mi persona. Los míos
sobre el caso aparecerán en la siguiente carta, con que le contesté:
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mejor disposición de espíritu para considerar estos asuntos? ¿Y será bien que los
dejemos entretanto a la voluntad de la Providencia? Yo no puedo creer que ello
sea obra humana; Dios tiene derecho a su propia obra, a hacer lo que quiera con
ella. ¿No será bien que nosotros tratemos de dejarla en sus manos y estar
contentos?
Si sabes algo sobre Barter, en el sentido de que una carta mía le pueda aliviar,
házmelo saber. La verdad es que nuestros buenos amigos no leen a los Padres;
asienten a nosotros por el sentido común del caso; cuando los Padres y nosotros
decimos algo que va más allá de su sentido común, les choca terriblemente.
¿Estamos del todo seguros de que los obispos no harán algunas aclaraciones
obligatorias en materia de fe? ¿Es esto lo que teme Moberly? ¿Las admitía el
obispo de Oxford? Si así fuera, yo me iría al refugio de desamparados
(Littlemore). Pero le prometo a Moberly que allí haría todo lo posible por atrapar
a todos los peligrosos y tenerlos allí confinados.
He estado toda la noche soñando con Moberly. ¿No verá él, y otros como él,
que es imprudente, inelegante e impaciente preguntar qué haría uno en
circunstancias que no han llegado y acaso no lleguen nunca? ¿A qué sembrar
temores, sospechas y desunión, sobre cosas que están puramente in posse? Por
muy naturales y excesivamente amables que hayan sido las cartas de Barter y de
otros amigos, han hecho mucho daño. Yo hablo con la mayor sinceridad cuando
digo que hay cosas que ni considero ni quiero considerar; pero, cuando por diez
veces se me pregunta por ellas, comienzo por fin a considerarlas.
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Eucaristía en sentido sociniano. Sin embargo, diría que está bien pensar en tales
cosas.
Además, nuestro caso es distinto del de Ken. Para no hablar del miserable
siglo XVIII, que nos hizo partir de un nivel mucho más bajo y con muchas menos
cosas que perder que un clérigo del siglo XVII, ahora se trata de cuestiones de
doctrina; en el caso de Ken, eran cuestiones de disciplina.
¿No ha nacido toda nuestra calamidad como Iglesia de que se tiene miedo a
mirar cara a cara las dificultades? Se han paliado actos que era deber haber
denunciado. Ahí está ese bueno de Palmer, de Worcester, capaz de tragarse la
comisión eclesiástica y el obispado de Jerusalén. ¿Y cuál es la consecuencia? Que,
desde hace siglos, nuestra Iglesia ha ido hundiéndose cada vez más bajo hasta que
buena parte de sus pretensiones y confesiones son una pura vergüenza, cuando es
nuestro deber mejorar cuanto quepa lo que hemos heredado. Sin embargo,
aunque obligados a corregir cuanto quepa las vergüenzas de los demás, no
incurramos nosotros en otras. Los más fieles amigos de nuestra Iglesia son
quienes, al ver a nuestros dirigentes por mal camino, se lo dicen atrevidamente y
los previenen de las consecuencias; y (empleando una catacresis) los que más
probablemente morirán en la Iglesia son los que, en estas negras circunstancias,
están más dispuestos a abandonarla.
Y añadiré que, considerando los signos de la gracia de Dios que nos rodea,
espero firmemente o, por mejor decir, tengo la convicción de que nuestras
oraciones y limosnas subirán como un memorial en el acatamiento de Dios y que
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toda esta miserable confusión acabará en bien. No estemos, pues, angustiados y
presintamos diferencias en lontananza cuando al presente estamos de acuerdo.
P. S.: Pienso que cuando los amigos (es decir, el partido extremo) hayan
superado su primera inquietud de espíritu, las consiguientes vagas aprensiones,
originadas por la nueva actitud de los obispos y nuestras impresiones sobre ella,
estarán contentos y satisfechos. Entonces verán que exageraban las cosas […]
Naturalmente, hubiera estado mal presentir cuáles iban a ser los sentimientos de
uno en contingencia tan penosa como la de acusamos los obispos de la manera
que lo han hecho, así que me parece no haber sido culpable nadie. Tampoco es
de maravillar que otros (los moderados) estén desconcertados (por mi protesta,
etc., etc.); pero recuerden que cuanto más íntima es la reverencia que uno tributa
a su obispo tanto más sensible será para percibir la herejía en él. La cuerda ata y
aprieta hasta que se rompe.
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qué términos, mi espantosa sospecha, solo conocida hasta entonces de dos
personas: su hermano Henry y el señor Frederic Roger, que, por lo que al
anglicanismo atañía, se derrumbaría eventualmente mi fe en el anglicanismo, y
que acaso los dos estuviéramos fuera de la Iglesia. Creo recordar haberle
expresado que mi dificultad provenía de la historia de los arrianos y monofisitas,
y lo hice en la forma más inteligible para él, como opinión que defendía de hecho
el obispo Bull, a saber, que en las controversias de los primeros siglos la Iglesia
romana había tenido siempre razón, lo que era, naturalmente, prima facie, ahora
un argumento en favor de Roma y contra el anglicanismo. Mi amigo me
respondió como sigue, con fecha 29 de enero de 1842:
No creo me haya impresionado jamás una noticia que me hayan dado como
tu carta de esta mañana. Me ha desplomado completamente […] No puedo
menos de escribirte, aunque no sé por dónde empezar […] No conozco ningún
acto por el que nos hayamos separado de la Iglesia universal […] Cuanto más
estudio la Escritura, más impresionado estoy de la semejanza entre el principio
romano de la Iglesia y la Babilonia de San Juan […] Estoy dispuesto a
lamentarme de haber estudiado jamás Teología si realmente es tan incierta como
parecen darlo a entender tus dudas.
Mientras mis viejos y fieles amigos estaban así desconcertados respecto a mí,
supongo que no solo sentían ansiedad, sino también pena al ver cómo
gradualmente me entregaba a la influencia de otros que no tenían sobre mí los
mismos títulos que ellos, hombres jóvenes y de talante espiritual solo en escasa
medida acorde con el mío. Una nueva escuela de pensamiento estaba surgiendo,
fenómeno corriente en las indagaciones doctrinales, que barría el partido
primigenio del Movimiento y ocupaba su lugar. La persona más prominente en
ella era un hombre de genio elegante, de espíritu clásico y de raro talento en la
composición literaria: el señor Oakeley. Era aproximadamente de mi edad. Lo
conocía de muy atrás, a pesar de que los últimos años no había residido en
Oxford; últimamente ha aprovechado muchas ocasiones para renovar las
muestras de amabilidad que me diera cuando ambos estábamos en la Iglesia
anglicana. Su talante de espíritu no era distinto del que diera carácter al primitivo
Movimiento; era casi un oxfordiano típico y, a lo que recuerdo, tanto en puntos
de vista políticos como eclesiásticos, hubiera coincidido con el partido de Oriel
de 1826-1833. Pero entró tardíamente en el Movimiento, cuyos primeros años
no conoció, y comenzando por un nuevo punto de partida, fue naturalmente
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arrastrado por este nuevo equipo de espíritus celosos, agudos y resueltos que
habían comenzado su vida católica al mismo tiempo que él, nada sabían de la Vía
Media, pero habían oído hablar mucho sobre Roma. Este nuevo partido se formó
y creció rápidamente dentro y fuera de Oxford, y ello acontecía al mismo tiempo
que, aquel mismo verano, recibía yo tan rudo golpe en mis ideas eclesiásticas por
el estudio de la controversia monofisita.
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llamarlo así) me hizo predicar tan seriamente contra el peligro de dejarse arrastrar
en la investigación religiosa por nuestra simpatía más bien que por nuestra razón.
Además, como ya he dicho, los miembros de esta nueva escuela volvían sus ojos a
mí, me mostraban verdadero cariño, me amaban de verdad, se ponían a mi lado
en momentos de confusión, mientras otros volvían las espaldas, y por todo ello
yo les estaba agradecido. Es más, muchos de ellos estaban también turbados y
navegaban en mi misma nave, lo que era nueva causa de simpatía entre nosotros.
Ello explica que, cuando esta escuela cobró fuerza y entró en colisión con la
antigua, yo no pude acabar conmigo ni tenía fuerza para rechazarla. Mi
perplejidad era grande y apenas si sabía dónde estaba. Me puse de su parte y,
cuando necesitaba de paz y silencio, tuve que hablar, atrayéndome el sambenito,
por parte de unos, de debilidad; por la de la mayoría, de misterio y ficción y de
obrar bajo cuerda.
Ahora diré aquí francamente que este linaje de acusaciones es cosa que no puedo
propiamente refutar, porque no entiendo a punto fijo qué quieren decir. Yo no
he tenido nunca sospecha de mi sinceridad, y cuando alguien dice que no he sido
sincero, no puedo asir la acusación como idea clara a la que se pueda contestar. Si
alguien me dice: «En tal día y delante de tales personas usted dijo que una cosa
era blanca, y era negra», entiendo bastante bien lo que se quiere decir y puedo
ponerme a probar un alibi o a explicar mi error. Si otro me dice: «Usted intentó
ganarme para su partido con intención de llevarme consigo a Roma, pero no lo
consiguió», puedo darle un mentís y sentar una afirmación tan firme y exacta
como la suya de que, desde mis primeras inquietudes, jamás intenté ganar a nadie
para mí o para mis opiniones romanizantes, y que solo su estrafalaria fantasía
pudo forjar tal pensamiento; pero mi imaginación se pierde ante esas vagas
acusaciones que se me han hecho comúnmente, acusaciones nacidas de
impresiones, de connivencias, de deducciones, de rumores y sospechas.
Consecuentemente, no voy a intentar refutarlas, pues sería dar golpes al aire; lo
que intentaré será afirmar lo que sé y recuerdo de mí mismo y dejar a los otros
que saquen las conclusiones.
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devoción, de que ahora carecía, si quería competir con alguna perspectiva de
éxito con la Iglesia romana. Tales aditamentos no la removerían de su propia
base, sino que únicamente la reforzarían y embellecerían. Así, por ejemplo,
habría cofradías, devociones particulares, culto a la Santísima Virgen, oraciones
por los difuntos, hermosas iglesias y magníficos donativos para ellas, y en ellas,
casas monásticas y muchas otras observancias e instituciones, que yo solía decir
nos pertenecían tanto como a Roma, pero que Roma se las había apropiado y se
gloriaba de ellas porque nosotros habíamos dejado que se nos escaparan.
El principio sobre el que giraba todo esto está expuesto en una de las cartas
que publiqué con ocasión del Tratado 90:
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insinuar verdades dentro de nuestra Iglesia que pensaba tenían derecho a estar en
ella.
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En cuanto a mí, no fue la lógica la que me arrastró; tanto valdría decir que el
mercurio del termómetro hace cambiar el tiempo. Quien razona es el ser
concreto; pasa un número de años y encuentro mi espíritu en un nuevo lugar.
¿Cómo ha sido? Se mueve el hombre entero; la lógica del papel no hace sino
registrar el Movimiento. Toda la lógica del mundo no me hubiera hecho
moverme hacia Roma más aprisa de lo que lo hice. Tanto valdría decir que he
llegado al término de mi viaje por haber columbrado el campanario de la iglesia
del pueblo como aventurarse a afirmar que pudieran ser anuladas las millas que
mi alma hubo de recorrer antes de llegar a Roma, caso de haber tenido más clara
visión de lo que tuve de que el término de mi viaje era Roma. Los grandes actos
requieren tiempo. Por lo menos eso es lo que yo siento en mi caso. Por eso,
venirme a mí con métodos de lógica tenía carácter de provocación, y aunque no
creo haber dado muestras de ello, me dejaba en cierto modo indiferente para
refutarlo, y a veces, como medio de aligerar mi impaciencia, me llevaba a ser
misterioso o distraído, o dejarlo correr, por no poderlo contradecir
satisfactoriamente.
Me he encontrado dos cartas de este periodo que ilustran en cierto modo lo que
acabo de decir. La primera fue escrita al obispo de Oxford con ocasión del
Tratado 90:
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hubiera escrito una letra. Y si escribo tengo que escoger las dificultades. Es cosa
fácil para quienes no calan estas dificultades decir: «Debiera decir esto, y no esto
otro». Pero las cosas están maravillosamente trabadas entre sí y yo no puedo o,
por mejor decir, no querría ser insincero. Cuando alguien además me pregunta,
estoy obligado en muchos casos a dar una opinión, so pena de parecer que obro
bajo mano. Guardar silencio semeja artificio y no me gusta que la gente me
consulte o me respete por pensar de mis opiniones de modo distinto de lo que yo
sé que ellas son. Y además (para valerme del proverbio), lo que a uno alimenta
para otro es veneno. Todas estas cosas hacen mi situación muy difícil. Pero de
muy atrás me he dado cuenta de que esta colisión debe darse de cuando en
cuando entre miembros de la Iglesia de sentires contrarios. El momento y
manera ha estado en manos de la Providencia; al decirlo, no trato de ocultar mis
grandes imperfecciones; sin embargo, me siento aún obligado a pensar que el
tratado era necesario.
La segunda está tomada de notas de una carta que mande al doctor Pusey al
año siguiente:
A decir verdad, era duro que yo tuviera que decir a los directores de los
periódicos que me había retirado para rezar mis oraciones; era duro tener que
decir al mundo, confidencialmente, que tenía mis dudas acerca del sistema
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anglicano, y de momento no las podía resolver o decir lo que resultaría de ello;
era duro tener que confesar que, hacía un año o dos, había pensado abandonar
mi beneficio, y este era el primer paso para ello. Era duro defender que, a lo que
sabía, mis dudas se hubieran desvanecido si los periódicos hubieran tenido la
bondad de darme tiempo y dejarme en paz. ¿Quién ha soñado jamás hacer del
mundo su confidente? Sin embargo, a mí se me tenía por insidioso, taimado e
insincero si no abría mi corazón a las tiernas misericordias del mundo. Pero ellos
insistían: «¿Qué hace ese hombre en Littlemore?».
Tales eran los sentimientos que me taladraban y tales, creo, las palabras
mismas con que me los expresaba a mí mismo. Yo me preguntaba con las
palabras de una gran divisa: «¿Ubi lapsus?, ¿quid feci?». Un día, al entrar en casa,
me encontré con un escuadrón de estudiantes. Los directores de los colleges, como
patrullas montadas, paseaban sus caballos alrededor de las pobres viviendas del
pueblo. Doctores en teología penetraban, sin que nadie los llamara, por los
rincones escondidos de una casa privada, y sacaban de lo que veían conclusiones
sobre mi vida doméstica. Yo pensaba que la casa de un inglés era su castillo, pero
los periódicos pensaban de otra manera y, por fin, la cosa llegó a presencia de mi
buen obispo. Inserto aquí su carta y parte de mi respuesta:
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Sin embargo, en un periódico de 9 de abril aparece un párrafo en que se
afirma, como cosa notoria, que «en Littlemore está en vías de erección un
monasterio llamado anglocatólico y que las celdas de los dormitorios, la capilla,
refectorio y claustros pueden ser vistos avanzar hacia su acabamiento bajo la
inspección de un sacerdote, párroco de la diócesis de Oxford».
Ahora bien, como tengo entendido que usted posee en Littlemore unas
propiedades que se cree generalmente están destinadas a fines de estudio y
oración, y como reina sobre el asunto mucha sospecha y envidia, tengo gran
deseo de ofrecerle a usted oportunidad para que me dé una explicación sobre el
particular.
Le conozco a usted harto bien para no darme cuenta de que sería usted el
último hombre del mundo para intentar en mi diócesis, sin darme previamente
cuenta, una resurrección de las órdenes monásticas (que de algún modo se
aproximara al sentido romano del término), o que usted se decidiera a tomar una
medida de importancia sin autorización de los cabezas de la Iglesia. Por eso
comienzo por exonerarle de la acusación del periódico mentado; pero siento
como un deber para con mi diócesis, conmigo mismo y con usted me procure
usted los datos necesarios para contradecir lo que, de lo contrario, aparecería por
parte de usted como patente infracción de toda disciplina eclesiástica y, por la
mía, como inexcusable negligencia e indiferencia de mis deberes.
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de ocuparme en estudios teológicos semejantes, en los asuntos de mi parroquia y
en obras prácticas.
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razón de cuanto he hecho ha sido razón personal; en otro caso, nada hubiera
hecho, y así pienso continuar con o sin la simpatía de quienes sigan rumbo
semejante…
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proseguir en sus deberes y habían abandonado sus compromisos parroquiales.
Aquellos hombres caminaban ya derechos a Roma y yo me interpuse. Y me
interpuse por las razones que he dado al comienzo de esta parte de mi relato. Me
interpuse por fidelidad a mis compromisos clericales, por deber para con mi
obispo, por el interés que estaba obligado a tomarme por ellos y por creer que
obraban prematuramente o movidos de excitación. Sus amigos me rogaron que
los calmara si podía. Algunos se vinieron a vivir conmigo a Littlemore. Eran
laicos o en el puesto de laicos. A algunos los retuve durante algunos años para
que no fueran recibidos en la Iglesia católica. Aun después de renunciar a mi
beneficio estaba ligado por mi deber para con sus padres o amigos, y no olvidé
seguir haciendo lo que pudiera por ellos. La ocasión de dimitir de Santa María
fue la inesperada conversión de uno de ellos. Después del caso sentí que era
imposible mantener allí mi puesto, pues había sido incapaz de cumplir mi
palabra a mi obispo.
Las cartas que siguen se refieren, más o menos, a estos hombres, estuvieran o
no conmigo en Littlemore:
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2. De 1843 o 1844. No le he explicado suficientemente el estado de
espíritu de aquellos que estaban en peligro. Solo le he hablado de los que
estaban convencidos de que nuestra Iglesia estaba fuera de la Iglesia
católica, siquiera tuvieran por inseguro fiarse de sus propias opiniones
privadas; pero todavía había otros estados de espíritu. Primero, el de los
que, sin darse cuenta, están cerca de Roma, y que, de desesperar de
nuestra Iglesia pasarían inmediatamente a un estado de aproximación
consciente o a una cuasi resolución de pasarse al otro lado. El segundo, el
de quienes sienten que pueden permanecer, con tranquilidad de
conciencia, con nosotros, mientras se les permita dar testimonio en favor
del catolicismo; es decir, si con tales actos pusieran a nuestra Iglesia, o por
lo menos la parte de ella a que pertenecen, en estado de catecúmenos.
3. A 20 de junio de 1843. Le devuelvo la amable carta que usted me ha
permitido leer. ¡Triste cosa que sea deber evidente retener nuestras
simpatías e impedir que hiervan en nuestro pecho hasta desbordarse! Pero
doy por supuesto que es cuestión de prudencia elemental.
Las cosas se ponen aquí muy serias; pero no quisiera que usted lo
corriera, pues pudiera no ser bueno. Las autoridades creen que, en virtud
de los estatutos, tienen poder más que militar; y la impresión general
parece ser que tienen intención de hacer uso de él y hundir a todo evento
el catolicismo. Creo que, en virtud de los estatutos, pueden, poco más o
menos, suspender a un predicador como sedicioso sin tener que
justificarse en el caso particular y hasta desterrarlo y meterlo en chirona. Si
es así, todos los que tienen algún título en la Universidad harán bien en
salir de la escena lo más calladamente que puedan. Se me dice que hay
ahora más excitación, en uno y otro bando que nunca hubiera.
4. A 16 de julio de 1843. Le aseguro que solo simpatía inspira lo que me
dice. No tengo por qué decirle que todo asunto de nuestra posición es
objeto de ansiedad no solo para usted, sino también para otros. No es
bueno tratar de dar un consejo cuando acaso suscite más dificultades que
las que remueva. Me parece ser un caso en que, de ser posible, usted debe
tomar partido por sí mismo. ¡Véngase a Littlemore de todos modos! Nos
alegraremos de tenerlo en nuestra compañía; y si la quietud y el retiro son
capaces, como muy probablemente lo serán, de reconciliarle con el actual
estado de cosas, aquí tendrá todo el que apetezca.
¡Qué pena no debe de tener ese pobre de Henry Wilberforce!
Sabiendo cuánto lo estima, lo siento por usted; pero ¡ay!, él tiene su
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posición y cada cual tiene la suya, y lo malo es que apenas dos de nosotros
tenemos exactamente la misma.
Es usted muy amable en mostrarse tan franco y abierto conmigo, pero
estamos en un tiempo que empuja a unirse a las personas que sienten
igual. Permítame que, sin tomarme excesiva libertad, me firme de usted
afmo., etc.
5. A 30 de agosto de 1843. A. B. se ha convertido súbitamente al
catolicismo. Se había ausentado hace tres semanas. Creo poder decir en
mi defensa que me había prometido con toda claridad, antes de recibirlo
aquí, que permanecería por tres años en nuestra Iglesia.
A 17 de junio de 1845. Me preocupa oírle a usted hablar de mí en ese
tono de desconfianza. Si usted me conociera tanto así, en lugar de oír
hablar de mí a gentes que no me conocen en absoluto, pensaría de modo
distinto de mí, cualesquiera fueran sus ideas sobre mis opiniones. Desde
hace dos años he prevenido a usted, por medio de su hijo, de mi
intención de renunciar a Santa María antes de que se hiciera público,
pensando que usted debía saberlo. Al expresarme usted algún
pensamiento penoso sobre el particular, yo le dije no serme posible
consentir que permaneciera aquí, por muy doloroso que me fuera
separarme de él, sin autorización escrita de usted, y usted tuvo la bondad
de dármela.
Creo que usted comprenderá haber sido pura delicadeza de parte de
su hijo haber diferido por dos meses hablarle a usted de mí; una
delicadeza inspirada por el temor de decir demasiado o demasiado poco
acerca de mí. Yo le he instado varias veces a que le hablara a usted.
Después de la carta de usted nada puede hacerse sino rogarle que
marche enseguida A. B. (a su casa). Siento muchísimo tenerme que
separar de él.
La siguiente carta está dirigida al cardenal Wiseman, entonces vicario
apostólico, que me acusaba de frialdad en mi comportamiento con él:
A 16 de abril de 1845. Yo tenía por este tiempo cargo de funciones
ministeriales en la Iglesia de Inglaterra, con personas que se me habían
confiado y un obispo a quien obedecer. ¿Cómo podía escribir de otra
manera de como lo hice, sin violar sagradas obligaciones y sin traicionar
importantes intereses que me atañían? Yo me daba cuenta de que mi
deber inmediato, innegable, claro como la luz del sol, era responder a esta
confianza. Pudiera estar bien renunciar de hecho a él: pero esto es otra
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cuestión. Lo que nunca estará bien es mantenerlo y obrar como si no lo
mantuviera […] Si V. S. me conociera, creo que me habría absuelto de
haber tenido jamás para con V. S. sentimientos menos que amistosos o
que haya pasado por mi mente (en cuanto puedo atreverme a ser juez en
mi propia causa) una sombra de lo que pudiera llamarse rivalidad
controversial, o deseo de vencer, o miedo de quedar derrotado a los ojos
del mundo o irritación de ninguna especie. V. S. es demasiado amable
para suponer nada de eso y, sin embargo, sus palabras me obligan a
decirlo. Y ahora, por modo semejante, le ruego que crea que estoy
envuelto en responsabilidades tan grandes y varias que literalmente me
abrumarían si no fuera por la misericordia de aquel que me ha sostenido y
guiado durante toda mi vida, y al que puedo remitirme ahora, aunque
hombres de todos los partidos piensan mal de mí.
Tal fidelidad, sin embargo, fue tomada in malam partem por las altas autoridades
anglicanas; pensaban que era pura insidia. Todavía mantuve una correspondencia
en 1843 cuya parte principal la ocupó uno de los más eminentes obispos del día,
teólogo y lector de los Padres, hombre moderado, de quien un tiempo se habló
como posible sucesor de la sede primada. Un joven sacerdote de su diócesis se
hizo católico. Un periódico contó inmediatamente, bajo la autoridad «de un
sector muy alto», que, después de su conversión, «los hombres de Oxford le
habían recomendado que conservara su beneficio eclesiástico». Yo tenía razones
para pensar que la alusión iba por mí, y autoricé al director de un periódico que
me preguntó sobre el caso a que, «por lo que a mí atañía, diera un mentís
rotundo». Si vacilaba por razón de delicadeza, añadía, «mi mentís directo e
indignado». «Sea quien fuere el autor de la noticia», proseguía yo diciendo al
director, «ninguna correspondencia ni trato de ningún género, directo o
indirecto, ha habido entre el señor S. y yo desde que abrazó la Iglesia de Roma,
excepto el mero acuse de recibo de la carta en que me comunicaba el hecho y sin
expresar, a lo que recuerdo, opinión alguna sobre el mismo. Usted puede afirmar
esto con la misma energía que yo lo he hecho». Mi negación fue comunicada al
obispo. Luego sucedió lo que consta en una carta, de la que voy a copiar.
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me lo ha dicho A. B.». «El obispo —continúa la carta—, que es tal vez el hombre
más influyente de todo el episcopado, cree evidentemente que esa es la verdad».
Sobre este asunto, el doctor Pusey escribió en defensa mía al obispo, y este se
batió inmediatamente en retirada. Trascribo de su carta autógrafa:
Yo no iba a dejar al obispo que se escapara con esta evasiva, y así le escribí por
mi propia cuenta. Después de aludir a su carta al doctor Pusey, yo continuaba:
«Ruego a S. S. me permita molestarle con mi propio relato de las dos alegaciones
(estrecha correspondencia y perfecta cuenta, etc.) que se contienen en su
respuesta y han conducido a S. S. a hablar de mí en términos que no espero
merecer nunca». Y seguía de esta manera:
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para averiguar si la sede de Roma tuvo antaño la misma relación con la Iglesia
universal que le atribuyen ahora los católicos romanos. Mi carta se dirigía a ese
punto: que era su deber no atormentarse con argumentos sobre esta cuestión […]
y que la abandonara […] Es duro que tenga que remitirme a mi memoria, sin
conocer los pormenores de las afirmaciones hechas contra mí, teniendo en cuenta
la múltiple correspondencia en que de cuando en cuando ando metido […]
Puede estar seguro, señor, de que hay límites bien definidos, más allá de los
cuales personas como yo no forzarían a otros a conservar sus funciones en la
Iglesia anglicana ni las conservarían ellos mismos. Y esté también seguro S. S. de
que las censuras dirigidas por tantos superiores contra ellos tienen grave
repercusión sobre esos límites.
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comunión laical, sin ser, de hecho, católico en mis convicciones, aunque
combatido por serias dudas y con la perspectiva probable de venir a ser un día lo
que todavía no era. En tales circunstancias pensé que lo mejor que podía hacer
era dejar mi cargo y reducirme a la comunión laical, permaneciendo anglicano.
Yo no podía ir a Roma mientras pensara como pensaba acerca de las devociones,
por ella sancionadas, a la Santísima Virgen y a los santos. Si no dejé mi título de
fellow fue porque no estaba cierto de que mis dudas no disminuirían o
desaparecerían, por muy improbable que me pareciera tal acontecimiento. Pero
dejé mi beneficio y durante dos años antes de mi conversión no ejercí función
clerical alguna. Mi último sermón fue en septiembre de 1843; luego permanecí
tranquilo en Littlemore durante dos años. Mas por este tiempo se me reprochó,
como se me reprocha hoy día, no haber dejado antes la Iglesia anglicana. Se me
antoja reproche extraño, pues, aun dado el caso de que yo hubiera estado
completamente cierto de que la Iglesia de Roma era la verdadera Iglesia, los
obispos anglicanos no tenían motivo alguno para quejarse de mí, a condición de
que yo no prestara juramento alguno, ni asumiera cargo o administración
eclesiástica de ninguna clase. ¿Acaso fuerzan ellos a cuantos frecuentan sus iglesias
a que crean los treinta y nueve Artículos o que profesen el Símbolo atanasiano?
Comoquiera que sea, sobre mí se tomarían otras medidas; grandes autoridades lo
habían ordenado así, y un gran controversista, el señor Stanley Faber, pensaba
que era una vergüenza que no hubiera yo dejado la Iglesia anglicana diez años
antes de lo que lo hice. Así lo dijo, en letras de imprenta, entre los años de 1847
y 1849. Su sobrino, un sacerdote anglicano, deseaba amablemente desengañarlo
sobre este punto. Así, el año último, después de alguna correspondencia, escribí
la carta siguiente, que servirá a mi relato por sus datos cronológicos:
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a la Iglesia de Roma a expensas de la Iglesia de Inglaterra. La expresión no puede
significar simplemente alguien que, de hecho, favorece a la Iglesia de Roma
mientras trata de favorecer a la Iglesia de Inglaterra, pues esto no implica
descrédito moral, y él (su tío de usted) quiere, evidentemente, imputar un acto
reprobable.
Durante los cuatro primeros años (hasta San Miguel de 1839), yo deseaba
sinceramente servir a la Iglesia de Inglaterra a expensas de la Iglesia de Roma.
Al comienzo del año nono (fiesta de San Miguel de 1843) comencé a perder
la confianza en la Iglesia de Inglaterra y renuncié a todos mis cargos eclesiásticos,
y lo que desde entonces escribí y obre estuvo inspirado por el sencillo deseo de no
dañarla, y no por el de favorecerla.
Su tío de usted tiene entera libertad para hacer de esta explicación el uso que
le plazca.
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Aquí llego a una fecha importante de mi narración: el año 1843; pero antes de
abordar su materia, voy a insertar fragmentos de cartas de 1841 a 1843, dirigidas
a conocidos católicos:
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creeré nunca que pueda haber entre los protestantes tanta piedad y
seriedad si no hubiera errores muy graves por parte de Roma. Suponer lo
contrario va contra toda realidad y viola todas las nociones de
probabilidad moral. Todas las aberraciones están fundadas en una verdad
u otra y de ella viven, y el protestantismo, tan difundido y tan tenaz, debe
tener en sí mismo y debe atestiguar alguna gran verdad o mucho de
verdad. No supondrá usted que abogo por el protestantismo; pero me veo
forzado a seguir una Vía Media que me acerca a Roma, sin llegar a ella, en
su estado actual.
3. A 5 de mayo de 1841. Sostengo sinceramente que hay en la Iglesia
romana un sistema tradicional que no está necesariamente ligado a sus
formularios esenciales; sin embargo, aunque hubiera de cambiar mi
pensamiento sobre este punto, ello no tendería a apartarme de mi actual
posición, que providencialmente me ha sido asignada en la Iglesia
anglicana. El hecho de que vuestra comunión fuera inatacable, no
probaría que la mía fuera indefendible. Tampoco afectaría en absoluto al
sentido en que acepto los Artículos, que continuarían hablando contra
ciertos errores definidos, aunque los hubierais reformado.
Digo esto por temor de que, en la mente de sus amigos de usted se
albergue alguna secreta sospecha de que personas que piensan como yo,
por el desarrollo mismo de sus actuales ideas, sentirán probablemente el
imperativo de pasarse a la comunión de ustedes. Permítame asegurarle
enérgicamente que si usted abriga semejantes pensamientos y se guía por
ellos en su obrar, sus amigos cometerán un error fatal. Nosotros tenemos
(creo yo) demasiado arraigado el principio y espíritu de obediencia para
separamos de nuestros superiores eclesiásticos por el hecho de que, en
algunos puntos, simpatizamos con otros. Tenemos demasiado horror al
principio del juicio privado para fiarnos de él en materia tan grave como
pasar de una comunión a otra. Podemos ser expulsados de nuestra
comunión, puede esta decretar que la herejía es la verdad; usted verá si
tales contingencias son probables. Yo no veo otras causas concebibles para
abandonar la Iglesia en que fuimos bautizados.
Por lo que a mí toca, sería menester estar familiarizado con lo que he
escrito antes de abalanzarse a decir si he cambiado mucho en mis
opiniones principales y puntos de vista cardinales en el curso de estos
ocho últimos años. No niego que hayan aumentado mis simpatías por la
religión de Roma; que mis razones para huir de su comunión hayan
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menguado o se hayan alterado sería, tal vez, difícil demostrarlo. Y yo
quiero guiarme por la razón, no por el sentimiento.
4. A 18 de junio de 1841. Ustedes apremian a personas cuyos puntos de
vista coinciden con los míos a que inicien un movimiento en pro de la
unión de las Iglesias. Ahora bien, en las cartas que he escrito he dicho de
manera constante que no espero esta unión en nuestro tiempo, y he
desaprobado la idea de todo procedimiento apresurado en este sentido.
Debo rogarle a usted que me permita repetir en esta ocasión que yo no
puedo tomar parte en agitación alguna, sino que quiero permanecer
tranquilo en mi puesto y hacer cuanto esté en mi mano para que otros
adopten esa misma actitud. Entiendo que esto es mi sencillo deber; pero,
ante todo y sobre todo, no quiero que me rechinen los dientes con ese
agraz. Sé que está perfectamente dentro de lo posible que uno que otro de
nuestro bando se pase a la comunión de ustedes: pero ello será mayor
desgracia para ustedes que daño para nosotros. Si sus amigos de usted
quieren abrir una sima entre ellos y nosotros, que hagan conversiones; con
eso basta. Hace unos meses yo hube de decir que sentía como un deber
mantenerme lejos de todos los católicos romanos que nos vienen con
intentos de abrir negociaciones para la unión de las Iglesias; el que ahora
apremie usted a dirigir peticiones a nuestros obispos con miras a la unión,
me parece ser cosa muy parecida a un acto de negociación.
5. Conservo el primer esbozo o borrador que escribí a un celoso laico
católico. Aunque creo que introduje varios cambios y adiciones, helo aquí
tal como lo he conservado:
A 12 de septiembre de 1841. A todos los espíritus católicos que hay
entre nosotros alegraría, más de cuanto cabe decirse, si usted persuadiera a
los miembros de la Iglesia de Roma a seguir la línea de política que usted
tan seriamente defiende. La sospecha y desconfianza son actualmente las
causas principales de separación entre nosotros, y las más estrechas
aproximaciones en la doctrina no harían sino acrecer la hostilidad que,
por desgracia, siente nuestro pueblo contra ustedes mientras estas causas
continúen.
Según eso, no se apoye usted en nuestras tendencias católicas mientras
aquellas causas no desaparezcan. No hablo de mí mismo ni de mis
amigos, sino de nuestra Iglesia en general. Sean cuales fueren nuestros
sentimientos personales, solo podemos aspirar a levantar y difundir por
los cuatro puntos cardinales del mundo una Iglesia rival de la suya, a no
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ser que ustedes hagan lo que solo ustedes pueden hacer. Las simpatías que
afluyan a Roma, caso, naturalmente, de que esta las admita, no harán sino
desarrollar nuestro propio sistema si continúa siendo objeto de nuestras
sospechas y temores. Yo deseo, claro está, que nuestra Iglesia puje y se
extienda, pero no a costa de la Iglesia de Roma ni en oposición con ella
Estoy cierto de que, si ustedes sufren también nosotros sufrimos por la
separación; pero nosotros no podemos remover los obstáculos; eso les toca
a ustedes. Ustedes no nos temen y nosotros los tememos. Y hasta que no
dejemos de temerlos, no podemos amarlos.
Mientras ustedes permanezcan en su actual posición, los amigos de la
unidad católica en nuestra Iglesia no harán sino cumplir la profecía de
aquellos de vuestra confesión que les son adversos, a saber, que reforzarán
simplemente una comunión rival de la vuestra. Muchos de entre ustedes
dicen que nosotros somos sus mayores enemigos; nosotros mismos lo
hemos dicho, y como lo somos, lo seguiremos siendo mientras las cosas
estén como están. Nosotros contenemos a quienes quieren pasarse a
ustedes, satisfaciendo sus necesidades en nuestra propia Iglesia.
Contenemos a gentes que quieren pasarse a ustedes: ¿quieren que los
contengamos temporalmente o para siempre? A ustedes toca
determinarlo. No temo que hayan de sucedemos; no suplantarán nuestra
Iglesia en el corazón de la nación inglesa; solo a través de la Iglesia inglesa
se puede obrar sobre la nación inglesa. Yo deseo, naturalmente, que
nuestra Iglesia se consolide, con, por y en su comunión, por amor de ella,
por amor a ustedes y por amor de la unidad.
¿Se dan ustedes cuenta de que los pensadores más serios entre
nosotros, en la medida que se atreven a dar una opinión, suelen mirar el
espíritu del liberalismo como la característica del futuro anticristo? En
vano tratan algunos de limpiar a la Iglesia de Roma de las insignias del
anticristo que le colgaron los protestantes, si ella, deliberadamente, sienta
sus reales en el punto mismo en que nosotros las arrojamos cuando se las
quitamos a ella. El anticristo es descrito como el anomos que se alza a sí
mismo sobre todo yugo de religión y ley. El espíritu de rebelión vino con
la reforma protestante, y el liberalismo es su retoño.
Y ahora me temo que voy a causarle pena diciéndole que ustedes
consideran nuestras aproximaciones doctrinales respecto de ustedes más
estrechas de lo que son realmente; yo no puedo menos de repetir lo que
he dicho tantas veces en letras de imprenta: el culto de ustedes y sus
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devociones a Santa María me apenan, en efecto, profundamente. No hago
sino afirmar un hecho.
Además, yo no he dicho en ninguna parte que pueda aceptar en
bloque los decretos del Concilio de Trento; ni lo he dicho ni lo he dado a
entender. La doctrina de la Transustanciación constituye para mí una
gran dificultad, pues, a mi entender, no es primitiva. Tampoco he dicho
que nuestros Artículos admitan, en todos sus aspectos, una interpretación
romana; la palabra misma «Transustanciación» está rechazada en ellos.
Así, como usted ve, no son solo motivos de conveniencia los que nos
impiden unimos con ustedes. Hay también obstáculos positivos. Y,
aunque no los hubiera, nosotros no tendremos garantía divina para obrar
así mientras pensemos que la Iglesia de Inglaterra es una rama de la
verdadera Iglesia y que la intercomunión con el resto de la cristiandad no
es necesaria para la vida de una Iglesia particular, sino únicamente para su
salud. Yo no he disimulado nunca que, en la Iglesia de Roma, hay
circunstancias reales que me producen mucha pena; yo no veo
probabilidad de que esas circunstancias desaparezcan uniéndonos a
ustedes uno a uno. Pero cuando nuestra Iglesia esté preparada para la
unión, pondrá sus condiciones: recobraría el cáliz, protestaría contra los
honores excesivos tributados a Santa María, pediría alguna explicación
sobre la doctrina de la Transustanciación. No estoy preparado para decir
si sería necesaria una reforma en otras ramas de la Iglesia romana para
nuestra unión con ella, aunque es deseable en sí misma, de forma que se
nos permitiera hacer una reforma en nuestro propio país. Nosotros no
miramos hacia Roma por creer que su comunión sea infalible, sino
porque la unión es un deber.
6. La siguiente carta fue motivada por el regalo de un libro que me hizo
un amigo, a quien va dirigida. Luego hablaré más despacio de este tema:
A 22 de noviembre de 1842. Solo deseo que la Iglesia de ustedes sea
más conocida entre nosotros por escritos como ese. Solo despertarán
nuestro interés por ella, no metida en política, sino en sus verdaderas
funciones de exhortar, enseñar y guiar. Desearía que hubiera alguna
posibilidad de hacer entender a sus dirigentes lo que creo que no es para
usted una novedad. El corazón de Inglaterra no puede ganarse con sabias
discusiones, ni con sutiles argumentos, ni con relatos de milagros, sino
por hombres que se muestren a sí mismos, como dice el Apóstol, «como
ministros de Cristo».
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Respecto a la pregunta de si este libro que usted me ha enviado es
acomodado para deshacer mis temores de que otro Evangelio reemplace al
verdadero en las instrucciones prácticas de ustedes, antes de poderla
contestar necesito saber hasta qué punto están seleccionados los sermones
que contiene, en ebrio número, o son la totalidad o algo así como la
totalidad, que ha sido publicado por el autor. Yo le aseguro, o por lo
menos confío, que, si se me demuestra claramente haberme equivocado
en lo que he dicho a este propósito, la confesión pública de esta
convicción, por lo que a mí toca, será solo cuestión de tiempo.
Sin embargo, si usted viera nuestra Iglesia como la vemos nosotros
comprendería fácilmente que parejo cambio de sentir, supuesto que se
diera, no tendería necesariamente, como usted parece esperar, a empujar a
nadie de la Iglesia de Inglaterra a la de Roma.
Hay entre nosotros una vida divina claramente manifestada, no
obstante todos nuestros desórdenes, que es una nota de la Iglesia tan
importante como pueda serlo cualquier otra. ¿Por qué buscar la presencia
de nuestro Señor en otra parte, cuando Él se digna concedérnosla donde
estamos? ¿Qué llamamiento tenemos para cambiar de comunión?
Los católicos romanos encontrarán ser este el estado de cosas para el
porvenir, por más promesas que imaginen de una amplia secesión de
nuestra Iglesia a la suya.
Nos podrá abandonar este o el otro individuo; pero no habrá
movimiento general. Hay, efectivamente, un movimiento incipiente de
nuestra Iglesia hacia la de ustedes; pero sus dirigentes (de ustedes) están
haciendo cuanto pueden para frustrarlo, con sus incansables esfuerzos por
atraer, a todo trance, a individuos. ¿Cuándo se darán cuenta de su
posición y adoptarán una política más amplia y sabia?
La carta que acabo de insertar está dirigida a mi querido amigo el doctor Russell,
actual rector de Maynooth[3]. Tal vez él tuvo más parte en mi conversión que
otro alguno. Vino a verme, de paso por Oxford, el verano de 1841, y creo que le
mostré algunos de los colleges de la Universidad. Me visitó de nuevo otro verano,
en su camino de Dublín a Londres. Ni en una ni en otra ocasión recuerdo que
dijera una palabra sobre tema religioso. Me escribió en distintas ocasiones
algunas cartas; era siempre cortés, indulgente y reservado, y no gustaba de la
controversia. El doctor Russell me dejó en paz. También me regaló uno o dos
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libros, entre ellos la Regla de fe, de Veron, y algunos tratados de los hermanos
Wallenburgh; otro fue los Sermones, de San Alfonso de Ligorio, a los que se refiere
mi carta al doctor Russell.
Ahora bien, hay que observar que los escritos de San Alfonso, tal como yo los
conocía por los extractos hechos comúnmente de ellos, me indisponían contra la
Iglesia romana más que otra cosa alguna, por lo que se llamaba su «mariolatría»;
pero nada de eso había en el libro en cuestión. Yo escribí al doctor Russell si se
había omitido algo en la traducción, y me respondió que había, ciertamente,
omisiones en un sermón sobre la Santísima Virgen. Esta omisión, en el caso de
un libro destinado a católicos, mostraba a lo menos que tales pasajes, tal como se
encuentran en autores italianos, no eran aceptables en todas partes del mundo
católico. Tales manifestaciones de devoción en honor de Nuestra Señora han sido
mi gran crux respecto del catolicismo. Confieso francamente que ni aun ahora las
aguanto enteramente y confío que, no por no poderlas aguantar, la amo menos.
Pueden ser plenamente explicadas y defendidas; pero el sentimiento y el gusto no
se acuerdan con la lógica; pueden ser convenientes para Italia, pero no son
convenientes para Inglaterra. Pero, más que para Inglaterra, mi caso era especial.
Solus cum solo. Solo vagamente recuerdo lo que hube de ganar con este libro
de que hablo, pero hubo de ser algo considerable. Por lo menos hallé la clave de
una dificultad. En estos sermones (o por mejor decir resúmenes de sermones,
como parecen ser, tomados por algún oyente) hay mucho de lo que puede
llamarse ilustraciones legendarias; pero su sustancia es llana, práctica, predicación
severa sobre las grandes verdades de la salvación. De lo que puedo hablar con
toda seguridad es del efecto que, un poco más tarde, me produjo el estudio de los
Ejercicios de San Ignacio. También aquí se trataba de los actos más puros y
directos de religión, y en el trato entre Dios y el alma, durante un periodo de
recogimiento, de arrepentimiento, de buenos propósitos y búsqueda de la
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vocación, el alma estaba sola cum solo; no había nube interpuesta entre la
criatura y el objeto de su fe y amor. El imperativo, prácticamente reforzado, era:
«Hijo mío, dame tu corazón». Las devociones a los ángeles y a los santos se
interponían tan escasamente con la gloria incomunicable del Eterno, como el
amor que tenemos a nuestros amigos y parientes, nuestras delicadas simpatías
humanas, son incongruentes con el supremo homenaje de nuestro corazón al
Invisible, que realmente solo santifica y exalta, pero no destruye, lo que hay sobre
la tierra.
No estoy seguro de no haber sentido por este mismo tiempo la fuerza de otra
consideración. La idea de la Santísima Virgen había crecido, por decirlo así, en la
Iglesia de Roma con el pasar del tiempo; pero así sucedió con todas las ideas
cristianas, incluso con la sagrada Eucaristía. Todo lo que en el cristianismo
primitivo aparece pálido, borroso y lejano, es visto en Roma como por un
telescopio o espejo de aumento. La armonía del conjunto, sin embargo, es lo que
era. No es, por tanto, lícito sacar una idea romana, por ejemplo la de la Santísima
Virgen, de lo que pudiera llamarse su contexto.
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en la carta a una amiga, fechada a 14 de julio de 1844; nótese que, ahora como
entonces, mi tema es símbolo contra Iglesia:
1. Estoy mucho más seguro (según los Padres) de que estamos en estado
de separación culpable que de que no se den desarrollos en la doctrina del
Evangelio y de que los desarrollos doctrinales reconocidos por la Iglesia de
Roma no sean verdaderos.
2. Estoy mucho más cierto de que nuestras doctrinas (modernas) son
falsas que de que sean falsas las doctrinas (modernas) de Roma.
3. Concediendo que las doctrinas (especiales) romanas no se encuentran
dibujadas en la Iglesia primitiva, pienso, sin embargo, que hay suficientes
vestigios de ellas para recomendarlas y aprobarlas, en la hipótesis de que la
Iglesia esté divinamente guiada, aunque no sean suficientes para probarlas
por sí solos. Así, la cuestión gira simplemente en torno a la promesa del
Espíritu hecha a la Iglesia.
4. La prueba de la doctrina romana (moderna) es tan fuerte (o más
fuerte) en la antigüedad que la de ebrias doctrinas que mantenemos, a la
par, nosotros y los romanos; por ejemplo, hay más pruebas en la
antigüedad sobre la necesidad de la unidad que sobre la sucesión
apostólica; sobre la supremacía de la sede romana que sobre la Presencia
Real en la Eucaristía: sobre la invocación de los santos que sobre ciertos
libros en el canon actual de la Escritura etc.
5. La analogía del Antiguo Testamento y también la del Nuevo nos lleva
a reconocer el desarrollo doctrinal.
Y así, una vez más, fui llevado a considerar lo que dudo no estuviera ya
mucho antes en mi pensamiento, a saber, la concatenación de argumentos por la
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que el entendimiento asciende desde su primera idea religiosa a la última. Y
llegué a la conclusión de que, en verdadera filosofía, no hay medio entre ateísmo
y catolicismo, y que un entendimiento perfectamente lógico, en las circunstancias
en que se encuentra aquí abajo, debe abrazar lo uno o lo otro. Y todavía sostengo
que soy católico en virtud de mi fe en Dios. Y si se me pregunta por qué creo en
Dios, respondo que porque creo en mí mismo, pues me parece imposible creer
en mi propia existencia (y de este hecho estoy completamente cierto) sin creer
también en aquel que vive en mi conciencia como un ser personal que todo lo ve
y todo lo juzga. Ahora bien, no tengo inconveniente en decir que no me he
expresado con corrección filosófica, por no haberme dado al estudio de lo que los
metafísicos han dicho acerca del tema; pero pienso que hay en lo que digo un
sentido fuerte que resistirá a todo examen.
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hacia la Iglesia de Roma, no procedía por motivos secundarios y aislados de
razón, o por puntos controversia les de detalle, sino que, aun en el uso de estos
argumentos secundarios o particulares, estaba protegido y justificado por un
grande y amplio principio. Pero téngase en cuenta que estoy consignando un
hecho, no defendiéndolo; y si, en consecuencia, algún católico dice que me
convertí por un camino falso, ahora no puedo ya remediarlo.
Nada más tengo que decir sobre el tema de mi cambio de opiniones. Por una
parte, llegué paso a paso a ver que la Iglesia anglicana estaba formalmente en el
error, y la Iglesia de Roma formalmente en la verdad; no había, pues, razones
válidas para continuar en la Iglesia anglicana, ni objeciones válidas para no pasar
a la romana. Nada tenía ya que aprender. Lo que aún faltaba para mi conversión
no era ya cambiar de opinión, sino transformar la opinión misma en la claridad y
firmeza de una convicción intelectual.
Ahora voy a contar los actos que realicé durante la última etapa de mi
indagación.
1. Los términos en que hice mi retractación han dado pie para muchas
críticas. Después de citar un número de pasajes de mis obras contra la
Iglesia de Roma, que yo rechazaba, terminaba así: «Si se me pregunta
cómo un individuo pudo atreverse, no solo a sostener, sino a lanzar al
público tales ideas sobre una comunión tan antigua, tan difundida, tan
fecunda en santos, respondo lo que me decía a mí mismo: Yo no hablo de
mi cosecha, sino que no hago sino seguir el casi consensus de los teólogos
de mi propia Iglesia. Aun los más capaces e instruidos de entre ellos
emplearon el lenguaje más violento contra Roma. Yo deseo seguir sus
huellas; mientras diga lo que ellos dijeron, estoy seguro. Además, estas
ideas son necesarias para nuestra posición. Sin embargo, aún tengo
razones para temer que tal lenguaje se atribuya, en no pequeña medida, a
mi temperamento impetuoso, a la esperanza de acreditarme ante personas
que respeto y al deseo de repeler la acusación de romanismo».
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Estas palabras han sido y siguen siendo citadas una y otra vez contra
mí, como confesión de que, cuando estaba en la Iglesia anglicana, dije
contra Roma cosas que en realidad no creía.
En cuanto a mí, no puedo comprender cómo un hombre imparcial
pueda tomarlas así, y yo las he explicado varias veces en letras de molde.
Confío que, en este momento, su sentido llano habrá quedado
satisfactoriamente explicado por lo que llevo dicho en partes anteriores de
mi narración; pero aún tengo que decir una palabra o dos más añadidas a
mis anteriores observaciones sobre ellas.
En el pasaje en cuestión me defiendo de haber expresado en la
controversia cargos contra la Iglesia romana, que afirmó haber creído de
todo en todo por el tiempo que los hice. ¿Qué hay de extraño en
semejante defensa? Hay, indudablemente, muchas cosas que puede uno
creer, pero darse al mismo tiempo cuenta de que no las puede decir en
público y que puede lamentar haberlas dicho en público. La ley reconoce
este principio. En nuestro tiempo algunos han sido encarcelados y
multados por haber dicho cosas verdaderas de un mal rey. Se ha sostenido
la máxima de que «cuanto mayor es la verdad, mayor es la difamación». Y
en cuanto al juicio de la sociedad, se levantaría justa indignación contra el
escritor que sacara ligeramente al aire los trapos sucios de un gran
hombre, aunque todo el mundo supiera que existían. Nadie es libre de
hablar mal de otro, sin razón que lo justifique, aunque sepa que dice la
verdad y el público lo sepa también. Por eso, aunque yo creía lo que decía
contra la Iglesia romana, no podía, sin embargo, publicarlo religiosamente
a no ser que estuviera realmente justificado, no solo en creerlo, sino
también en hablar mal. Yo creía lo que decía por lo que pensaba ser
buenas razones; pero ¿tenía también justa causa para publicar lo que creía?
Pensaba tenerla, y era que decir lo que creía era simplemente necesario en
la controversia para la propia defensa. Era imposible dejar correr las cosas:
la posición anglicana no podía mantenerse de manera satisfactoria sin
atacar la posición romana. En este, como en la mayoría de los casos de
conflicto, una parte u otra tenía razón, no las dos, y la mejor defensa era
el ataque. ¿No es esto casi una perogrullada en la controversia romana?
¿No es esto lo que dice todo el mundo sobre el particular? ¿Injuria un
hombre serio a la Iglesia de Roma por el solo gusto de injuriarla, o porque
este injuriar justifica su propia posición religiosa? ¿Qué significa la palabra
misma «protestantismo», sino que hay algo que invita a hablar alto? He
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aquí, pues, lo que yo decía: «Sé que hablé fuerte contra la Iglesia de
Roma, pero no era pura injuria, pues tenía una razón seria para obrar así».
Pero no solo pensaba que tal lenguaje era necesario para la posición
religiosa de mi Iglesia, sino que recordaba también que todos los grandes
teólogos anglicanos habían pensado así antes de mí. Que habían pensado
así y habían obrado en consecuencia. Por eso, observo en el pasaje en
cuestión, con todo derecho, no haber empleado lenguaje duro
simplemente de mi propia cosecha, sino que, al hacerlo, no hacía sino
seguir las huellas o más bien reproducir la doctrina de quienes me habían
precedido.
Yo me acusaba como culpable de haber empleado lenguaje violento;
pero defendía también haber habido circunstancias atenuantes. Todos
sabemos la historia del condenado a muerte que, sobre el cadalso, le
arranca de un mordisco la oreja a su madre. Al obrar así, no negaba el
hecho de su propio crimen, por el que se le ahorcaba; pero decía que la
indulgencia de su madre, de niño, había tenido su parte en él. Por
semejante manera, yo había acusado y lo había hecho ex animo; pero
acusaba a otros de que, por su ejemplo, me habían inducido a creerlo y
publicarlo.
Yo estaba, ciertamente, de humor como para morderles las orejas.
Confieso francamente —y ya lo he dicho páginas atrás— que estaba
enfadado con los teólogos anglicanos. Pensaba que me habían engañado,
había leído a los Padres con sus ojos, a veces me había fiado de sus citas y
razonamientos y, por confianza en ellos, había empleado palabras o hecho
afirmaciones que, en justicia, tenía que haber examinado rigurosamente
por mí mismo. Me tenía por seguro mientras tuviera su garantía de lo que
decía. Ejercité más la buena fe que el sentido crítico en el caso. Ello no
implicó demasiadas falsas afirmaciones por mi parte, pero sí descuidos en
materias de detalle, y esto era, naturalmente, una falta.
Pero había una razón más profunda para decir lo que dije sobre este
punto, razón que no he tocado hasta ahora. La razón era esta: El
pensamiento más opresor en todo el proceso de mi cambio de opinión era
el claro presentimiento, confirmado luego por los hechos, de que de todo
resultaría el triunfo del liberalismo. Yo había puesto toda la carne en el
asador en contra del principio antidogmático, y ahora estaba haciendo
más que nadie pudiera hacer para fomentarlo. Yo era uno de los que lo
habían acorralado en Oxford durante muchos años, y así mi mero retiro
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era su triunfo. Los hombres que me habían echado de Oxford eran,
evidentemente, los liberales; ellos abrieron fuego contra el Tratado 90 y
ellos obtendrían una segunda ventaja si yo acababa abandonando la
Iglesia anglicana.
Y esto no era todo. Como ya he dicho, no hay más que dos
alternativas: el camino de Roma y el camino del ateísmo. El anglicanismo
es la estación a medio camino, de un lado, y el liberalismo la estación a
medio camino, del otro. ¡Cuántos hombres no había —yo lo sabía
perfectamente— que no me acompañarían ahora en mi avance del
anglicanismo a Roma, sino que nos dejarían, a par, al anglicanismo y a mí
para pasarse al campo liberal! No es cosa en absoluto fácil (humanamente
hablando) levantar a un inglés a un nivel dogmático. Yo lo había logrado
en buena medida en el caso de jóvenes clérigos y de laicos por el hecho de
que la Vía Media representaba al dogma. Yo les había enseñado que el
principio dogmático y el anglicano eran uno solo, y ahora estaba haciendo
pedazos la Vía Media; ¿y no se derrumbaría toda la fe dogmática en la
mente de muchos al demoler la Vía Media? ¡Cómo me apenaba todo esto!
Una vez oí contar, de labios de un testigo ocular, la historia de un pobre
marino al que una bala fracturó las piernas en el sitio de Argel de 1816, y
que fue llevado a cubierta para una operación. El cirujano y el capellán le
persuadieron de que se dejara cortar una pierna; así se hizo y se le aplicó
un torniquete a la herida; luego le indicaron que tendría que cortarse
también la otra. El pobre hombre les dijo: «Señores, debiéranmelo haber
dicho antes»; se soltó deliberadamente el instrumento y se dejó desangrar
hasta morir. ¿No sería este el caso de muchos de mis amigos? ¿Cómo
podía esperar yo nunca hacerles creer en una segunda teología después de
engañarlos en la primera? ¿Con qué cara iba yo a publicar una segunda
edición de un Credo dogmático y pedir que se recibiera como un
evangelio? ¿No sería para ellos evidente no haber certeza en ninguna
parte? Realmente, yo solo podía hacer en mi defensa una apología coja,
pero era la única verdadera: Yo no había leído a los Padres con bastante
cautela; en puntos tan delicados como los que determinan el ángulo de
divergencia de las dos Iglesias, había cometido errores considerables de
cálculo. Pero ¿cómo había sido eso? El hecho era —por muy desagradable
que fuera confesarlo— que yo me había apoyado demasiado en los asertos
de Ussher, Jeremy Taylor o Barrow, y fui engañado por ellos. Valeat
quantum era todo lo que yo podía decir. Esta fue, pues, la razón principal
del tenor de mi retractación, que tanto ofendió, por no haberse
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comprendido la amargura con que fue escrita. La carta que sigue lo
ilustrará:
3 de abril de 1844. Deseo notar acerca del principal malestar de
William, que mi cambio de pensar parece haber sacudido la confianza de
algunos en la verdad y falsedad como cosas externas y llevándoles a
sospechar de la nueva opinión al desconfiar de la antigua. Ahora, en lo
que voy a decir, no hablaré en favor de mis segundas ideas en parangón
con las primeras, sino contra ese escepticismo y vacilación sobre verdad y
falsedad en general, cuya sola idea es muy penosa.
Mi caso, pues, era este, y a la verdad, nada innatural: Por sentimiento
y por deber, me entregué al sistema en que me encontraba. Vi que la
Iglesia de Inglaterra poseía una idea o teoría teológica como tal, y la
acepté. Leí a Laud sobre la tradición y pensé (y sigo pensando) que se
trataba de una obra maestra. La teoría anglicana era muy clara. Yo la
admiraba y la acepté con fe. No creo que se me ocurriera duda sobre ella;
veía que era sólida, estaba sostenida por la erudición y sentí como un
deber el sostenerla. Más adelante, examinando la antigüedad y leyendo a
los Padres, vi porciones de ella, examinadas por mí, completamente
confirmadas (por ejemplo, la supremacía de la Escritura). Solo había un
punto sobre el que tenía duda, sobre si sería eficaz, pues nunca había sido
más que un sistema en el papel […]
En cuanto a mi cambio de pensar, lejos de tender a perturbar a nadie
respecto de la verdad y falsedad consideradas como realidades objetivas,
debiera mirarse si parejo cambio no es necesario, caso de que la verdad sea
cosa real y objetiva, y compararlo con el caso de quien se ha criado en un
sistema falto de verdad. A decir verdad, el hecho de que una persona que
quiera caminar recto continuara en un sistema falso, y no el abandonarlo,
militaría contra la objetividad de la verdad, conduciendo a la sospecha de
que lo uno y lo otro agradan por igual a nuestro Creador, a condición de
que los hombres sean sinceros.
Tampoco es seguramente cosa que haya de apenarme el haber
defendido el sistema en que me encontraba, y haya tenido así que desdecir
mis palabras. Porque, ¿no es un deber, en vez de comenzar por la crítica,
entregarnos generosamente a la forma de religión que la Providencia nos
ha puesto delante? ¿Es bien, o es mal, comenzar por el juicio privado? ¿No
podemos, por otra parte, esperar una bendición por la obediencia,
precisamente, una conciencia errónea y una guía, precisamente por medio
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de ella, para salir de día? A la venida de Cristo, ¿quiénes era más probable
que fueran conducidos al cristianismo: los que guardaban estricta y
concienzudamente el judaísmo o los tibios y escépticos? Sin embargo, su
apariencia de inconsecuencia hubiera estado en proporción con su fervor
anterior. Cierto que yo he defendido siempre que la obediencia, aun a la
conciencia errónea, era el camino para lograr la luz, y que no importa por
dónde comience el hombre con tal de que comience por lo que tiene a
mano y de buena fe. Todo puede resultar un método divino de verdad;
todo es puro para los puros y tiene en sí virtud de corrección y fuerza de
germinación. Y aun cuando yo no tengo en absoluto derecho para
presumir que se me ha concedido esta gracia, el hecho, sin embargo, de
que haya podido concederse a alguien en mi situación me parece eliminar
toda la perplejidad que pueda originar mi cambio de pensar.
Puede decirse —y yo me lo he dicho a mí mismo—: ¿por qué lo
publicaste? Si hubieras esperado tranquilamente, hubieras cambiado de
pensar sin ninguna de las miserias que ahora implica el cambio,
desilusionando y entristeciendo a la gente. A esto respondo que las cosas
están trabadas entre sí de modo que forman un todo, y nadie puede decir
lo que es, o no es, condición de lo otro. Yo no veo la posibilidad de haber
publicado los tratados, u otros escritos en defensa de nuestra Iglesia, sin
acompañarlos de fuerte protesta o argumentación contra Roma. La sola
objeción obvia contra toda la línea anglicana es que es romana; así que yo
no pienso realmente que haya opción entre guardar silencio absoluto y
formar una teoría y atacar al sistema romano.
2. Y ahora, en segundo lugar, lo que atañe a la renuncia a Santa María,
que fue el segundo paso que di en 1843. El motivo ostensible directo y
suficiente para obrar así fue el tenaz ataque de los obispos al Tratado 90.
A ello he aludido en la carta que he insertado arriba, dirigida a uno de los
más influyentes entre ellos. Una serie de sus juicios ex cathedra, que
duraron tres años, más una nota de no pequeña severidad en una carta
pastoral de mi propio obispo, equivalían a una condenación de mi tratado
y, por ende, al repudio de la antigua doctrina católica, que era tema del
mismo, tal como era posible en la Iglesia de Inglaterra. Con el fin de
defender el tratado de tal condenación, me puse tan simplemente, al
tiempo de su publicación, en 1841, a disposición de los altos poderes de
Londres. Por este tiempo, todo lo que podía mirarse claramente como
censura estaba contenido en el mensaje que me mandó mi obispo de que
mi tratado era «objetable». Yo pensé que ello era el remate del asunto. Me
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negué a suprimir el tratado, y ellos cedieron en este punto. Después de
aparecer las anteriores partes de la presente narración, he encontrado lo
que escribí al doctor Pusey el 24 de marzo, cuando la cosa seguía su curso:
«Cuanto más lo pienso —le decía—, más repugnancia siento en suprimir
el Tratado 90, aunque, claro está, lo suprimiré si así lo quiere el obispo.
No puedo, sin embargo, negar que lo sentiré como una severa punición».
Según las notas que tomé de las cartas o billetes que le mandé este día o
los siguientes, le escribí sucesivamente: «Mi primer sentimiento fue
obedecer sin decir palabra; todavía quiero obedecer, pero, desde entonces,
mi juicio se ha levantado constantemente contra ello». Luego, en una
posdata: «Si he hecho algún bien a la Iglesia, pido como recompensa al
obispo el favor de no insistir en una medida de la que no creo resulte
ningún bien. Sin embargo, me someteré a él».
Luego me sentí más enérgico y escribí: «Casi he llegado a la resolución
de que si el obispo manda públicamente que suprima el tratado, o habla
duramente contra él en carta pastoral, lo suprimiré, en efecto, pero
renunciaré también a mi beneficio. No puedo, en conciencia, obrar de
otro modo. Puede usted mostrar estas líneas dondequiera».
Así, pues, todas mis esperanzas y toda mi satisfacción por su aparente
cumplimiento se desvanecieron en 1843. No es, pues, de maravillar que
en mayo de este año, cuando habían pasado dos de los tres, escribiera
sobre el asunto de retirarme de Santa María al mismo amigo a quien, en
1840, había consultado sobre ello. Pero ahora hice más, y le manifesté mi
gran inquietud de espíritu sobre la cuestión de las Iglesias. Voy a insertar
fragmentos de mis dos cartas:
A 4 de mayo de 1843 […] Al presente me temo, en cuanto puedo
analizar mis propias convicciones, que considero la comunión católica
romana como la Iglesia de los apóstoles, y lo que hay de gracia entre
nosotros (que, por la misericordia de Dios, no es poco) es cosa
extraordinaria y viene de la sobreabundancia de su dispensación. Estoy
mucho más cierto de que Inglaterra está en el cisma que de que las
adiciones de Roma al Credo primitivo no sean desenvolvimientos,
surgidos de una realización viva y necesaria del depósito divino de la fe.
Usted comprenderá ahora lo que me hiere en las cartas pastorales de
los obispos, sin demasiada susceptibilidad por mi parte. Ello me aflige de
dos maneras: primero, por ser en cierto sentido protesta y testimonio para
mi conciencia contra mi infidelidad a la Iglesia de Inglaterra, y luego, por
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ser ejemplos de sus enseñanzas y pruebas de cuán lejos está de aspirar a la
catolicidad.
Naturalmente, ser infiel a una confianza es mi gran motivo de
espanto, y eso, como usted sabe, desde hace mucho tiempo.
Cuando él me escribió para hacer objeciones muy naturales a mi
propósito, como la de que mi abandono de las funciones clericales
pudiera tener el efecto indirecto de empujarme hacia Roma, yo le
contesté:
A 18 de mayo de 1843 […] Mi oficio o cargo en Santa María no es
una simple situación, sino que requiere una energía continua. En
consecuencia, la gente supone y afirma de mí ciertas cosas. ¿Con qué
especie de sinceridad puedo yo obedecer al obispo? ¿Qué hacer en los
casos frecuentes en que, de un modo u otro, es tema de discusión la
Iglesia de Roma? Yo he procurado con todas mis fuerzas, y con algún
éxito, mantener lejos de Roma a algunas personas; pero, desde hace
cabalmente año y medio, mis argumentos, aunque más eficaces con las
personas a quienes iban dirigidos de cuanto pudieran serlo cualesquiera
otros, se prestaban a infundir grave sospecha de mí en los espíritus de los
espectadores.
Al retener Santa María soy una ofensa y una piedra de escándalo. La
gente tiene suficiente vista para averiguar lo que pienso sobre
determinados puntos, y de ahí concluyen que tales opiniones son
compatibles con el mantenimiento de situaciones de confianza en nuestra
Iglesia. Cierto número de jóvenes toman la validez de su interpretación de
los artículos de su fe en mi palabra. ¿No es mi situación actual una
crueldad, no menos que una traición a la Iglesia?
No veo cómo pueda predicar ni publicar nada de nuevo mientras
retenga Santa María; pero considere también la siguiente dificultad en tal
resolución, que tengo que explicar con cierta extensión.
Durante las vacaciones, se me ocurrió espontáneamente la idea de
publicar las Vidas de los santos ingleses, y tuve a este propósito una
conversación (con un editor). Me parecía proyecto útil, pues entretendría
a los espíritus de gentes que corrían riesgo de extraviarse, llevándolos de la
doctrina a la historia, de la especulación a la práctica.
Además, los interesaría por la tierra inglesa y por la Iglesia de
Inglaterra, y los alejaría de buscar simpatías en Roma, tal como es. Sería,
finalmente, una manera de difundir las rectas opiniones.
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Pero el último mes se me ha ocurrido que si el proyecto prospera, será
prácticamente una continuación del Tratado 90, pues habrá que exponer
los usos e ideas anteriores a la reforma protestante.
Es fácil decir: ¿Por qué quieres hacer nada? ¿Por qué no te estás quieto
y tranquilo? ¿Qué vas a sacar de tal plan? Pero yo no puedo dejar en la
estacada a tantas pobres gentes. Estoy obligado a hacer lo que pueda por
un gran número de gentes de Oxford y de otras partes. Si yo no actúo,
otros hallarán medios para actuar.
¡Bien! El proyecto ha sido acogido con gran entusiasmo e interés.
Muchos han puesto ya manos a la obra. He hecho la lista de
colaboradores; la mayor parte están ya comprometidos; el resto, a medias;
algunos están ya escribiendo.
Siguen unos treinta nombres, algunos de los cuales eran por entonces
de la escuela del doctor Arnold, otros de la del doctor Pusey, algunos
amigos particulares míos y de mi misma opinión, otros apenas conocidos
por mí; la mayoría, claro está, del partido del nuevo Movimiento. Y
prosigo:
El proyecto está tan adelantado, que abandonarlo ahora súbitamente
produciría sorpresa y comentarios. Sin embargo, ¿cómo es compatible con
mi cargo de Santa María siendo el que soy?
Tal fue el objeto y origen de las proyectadas series de santos ingleses, y como la
publicación estuvo relacionada, como he dicho, con mi dimisión de Santa María,
se me permitirá decir lo que me resta sobre este asunto, aun cuando parezca una
digresión. Así, pues, tan pronto como la primera serie fue a la imprenta, el
proyecto entero se vino abajo. Yo había presentido ya que algunas partes de las
series serían escritas en un estilo incompatible con el de un eclesiástico que gozara
de un beneficio, y por ello renuncié yo al mío; pero hombres de gran autoridad
fueron más lejos que yo en sus temores cuando vieron la vida de San Esteban
Harding y decidieron que era incompatible hasta con el hecho de publicarla un
editor anglicano. Y así el plan se abandonó inmediatamente. Después de aparecer
los dos primeros números, yo me retiré de la dirección, y solo se publicaron ya
aquellas vidas que estaban ya acabadas o en preparación muy avanzada. Los
siguientes pasajes de lo que otros o yo escribimos por este tiempo te ilustrarán lo
que he dicho.
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En noviembre de 1844 escribí al autor de una de las vidas:
En consonancia con esta carta, ya en enero de 1844, diez meses antes de ella,
había yo advertido que «se publicarían otras vidas, después de la de San Esteban
Harding, por sus respectivos autores bajo su personal responsabilidad». Esta
advertencia fue repetida en febrero, en nota al segundo número, titulado: La
familia de San Ricardo, por más que, por razones que no recuerdo, este número
lleva también mis iniciales. En la Vida de San Agustín, el autor, hombre poco
más o menos de mi misma edad, dice por manera semejante que «nadie fuera de
él es responsable de la manera como han sido utilizados los materiales». Tengo
manuscrita otra advertencia en este mismo sentido, pero no puedo decir si se
imprimió.
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La causa inmediata de mi renuncia a mi beneficio consta en la carta siguiente,
que escribí a mi obispo:
Sentí que era imposible permanecer por más tiempo en la Iglesia anglicana
mientras tal abuso de confianza me pudiera ser echado en cara, por poco que yo
tuviera que ver en el asunto. Pocos días después escribí a un amigo:
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opiniones religiosas como de los actos públicos que esos cambios supusieron.
Solo tenía que dar un paso final adelante en mi mente y tomar una resolución
definitiva. El paso adelante en mi mente era poder afirmar lealmente que estaba
cierto de las conclusiones a que había ya llegado. La resolución definitiva que
tomar, imperiosa una vez lograda aquella certidumbre, era someterme a la Iglesia
católica.
En el intervalo de que aún me resta hablar, es decir, entre los otoños de 1843
y 1845, me mantuve en la comunión de laico con la Iglesia de Inglaterra,
asistiendo, como de ordinario, a sus actos de culto y absteniéndome
completamente del trato con católicos, y de sus lugares de culto, y de aquellos
ritos y prácticas religiosas, como la invocación de los santos, que son
características de su Credo. Todo esto lo hacía yo por convicción, pues nunca
pude entender cómo pueda nadie pertenecer a la vez a dos confesiones religiosas.
Lo que tengo que decir de mí mismo durante estos dos otoños puede
reducirse a este solo punto: la dificultad en que me hallaba para revelar del mejor
modo posible a mis amigos y a otros el estado de mi espíritu, y cómo me las
arreglé para revelárselo.
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Supongamos que hubiera de cruzar un trecho de hielo que se encuentra en mi
camino y yo lo considero sólido, pues veo a otros muchos que lo cruzan con
seguridad delante de mí; suponiendo ahora que un extranjero, desde la otra
orilla, me avisa con voz de autoridad y tono serio que había peligro y luego se
callara, yo creo que me sentiría inquieto y miraría ansioso en tomo mío, pero
creo también que continuaría mi camino, hasta tener mejores razones para
dudar. Y tal creo que fue mi estado hasta finales de 1842. Luego, cuando mi
desazón se hizo de nuevo más fuerte, era difícil por de pronto determinar el
punto en que debería confesarlo. La certeza es naturalmente un punto, pero la
duda es un proceso; yo no había llegado aún al punto de certeza. La certeza es
una acción refleja; es saber que se sabe. No creo haber poseído esa certeza hasta
poco antes de haber sido recibido en la Iglesia católica. Además, una duda
práctica y efectiva es también un punto; pero ¿quién puede asegurarse de él
fácilmente por sí mismo? ¿Quién puede determinar el momento en que los
platillos de la balanza comienzan a inclinarse a un lado más que a otro y en que
lo que era mayor probabilidad en favor de una fe se toma duda positiva contra
ella?
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Tales fueron mis dos actos de ese año, y me decía: «No puedo equivocarme en
hacerlos, pase lo que pase en los pensamientos del mundo, cuando vean lo que
hago». Y andando el tiempo respondieron completamente a mi propósito. Lo
que yo sentí como simple deber creó sospecha general contra mí, sin la
responsabilidad que hubiera supuesto haber iniciado acto alguno directo para
provocar aquella sospecha. Luego, cuando unos amigos me escribieron sobre el
asunto, o no negaba, o confesaba mi estado de espíritu, según el carácter y lo que
pedían las cartas. A veces, en casos de amigos íntimos, a quienes, de lo contrario,
hubiera dejado en la ignorancia de lo que todos sabían en tomo de ellos, yo
mismo suscitaba la cuestión.
Y aquí ocurre otro punto que explicar. Mientras combatí en Oxford en pro
de la Iglesia anglicana, me sentía realmente muy contento de hacer conversos, y
aunque nunca me aparté de la regla de mi espíritu (si puedo llamarla así) de
encontrar discípulos más bien que irlos a buscar, regla de que he hablado antes,
no me cabe, sin embargo, duda de que hice especiales insinuaciones a otros. Ello
acabó, sin embargo, tan pronto como me di cuenta de mi temor sobre la
verdadera base en que había que asentar la controversia. Desde que abandoné mi
puesto en el Movimiento, di de lado todo procedimiento semejante, y mi
principal empeño fue tranquilizar a tales personas, principalmente de la nueva
escuela, sacudidas en sus ideas religiosas y, a mi juicio, precipitadas en sus
conclusiones. Así continué hasta 1843; pero, por esta fecha, apenas volví mi cara
hacia Roma, abandoné, cuando me fue posible, la idea de actuar sobre otros, en
cualquier aspecto y cualquier forma que fuere. Yo mismo fui entonces objeto
simplemente de mi propio interés. ¿Cómo dirigir en ningún sentido a otros
cuando tenía yo mismo que ser dirigido en materia de tamaña importancia?
¿Cómo considerarme capaz de decirles de un modo u otro una palabra? ¿Cómo
presumir de inquietarlos, como estaba yo inquieto, cuando no tenía los medios
de sacarlos de tal inquietud? Y si estaban ya inquietos, ¿cómo podía señalarles un
lugar de refugio, cuando no estaba seguro de que lo encontraría para mí mismo?
Mi sola línea de conducta, mi único deber, era atenerme simplemente a mi
propio caso. Recordaba las palabras de Pascal: Je mourrai seul. Me quité
deliberadamente de la cabeza toda otra pretensión, y no dije nada a nadie, a no
ser que me viera obligado.
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misterioso y corrió un prejuicio contra mí. Lo peor del caso fue que había
muchos corazones delicados y ávidos de verdad, de quienes yo no sabía una
palabra, que me observaban, deseando pensar lo que yo pensaba y hacer lo que
yo hiciera, caso de averiguar una y otra cosa. Estaban, consecuentemente,
desolados de que en tan importante materia no sabían lo que estaba por venir, y
oían de mí informes de un color y otro, y un día y otro. Sentían la pesadez de la
espera y la pena de la esperanza dilatada, y no comprendían que yo estaba tan
confuso como ellos, y siendo de mayor sensibilidad de espíritu que yo, se ponían
malos de estar en suspenso. Y también ellos, naturalmente, me tenían entonces
por misterioso e inescrutable. Les pido perdón en cuanto fui descortés para con
ellos. Hubo una señora de mucho talento y profunda seriedad que, en un relato
parabólico de este tiempo, describió mi conducta tal como ella la entendía y sus
propios sentimientos sobre ella. Es una visión muy gráfica y amena de peregrinos
que atraviesan con gran molestia un trecho helado, se acercan continuamente al
camino real, pero una voz les avisa en contra. Aquí dice la señora: «Todos mis
temores e inquietudes se renovaron rápidamente al ver al más audaz de nuestros
guías (el mismo que se había abierto camino por entre la empalizada y en cuyo
valor y sagacidad teníamos todos puesta nuestra confianza) pararse en seco
súbitamente y declarar que no seguiría adelante. Sin embargo, no dio de repente
el salto, sino que se quedó tranquilamente sentado en el borde de la valla con los
pies colgando hacia el camino, como si se quisiera tomar tiempo y dejarse caer
suavemente».
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Las siguientes tres cartas están escritas a un amigo que tenía sobre mí todos
los títulos para que fuera franco con él, el arcediano Manning. Se verá que le
descubro el estado real de mi alma en la medida que presionaba sobre mí.
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Como puedes suponer, todo esto no es para dicho a todo el mundo,
pero no quiero que sea un secreto para ti.
2. A 25 de octubre de 1843. Estás empeñado en una correspondencia
peligrosa y lo siento profundamente por la pena que te voy a causar.
Tengo, pues, que decirte francamente (aunque combato argumentos
que son, ¡ay!, para mí sombras) que no renuncié a Santa María por
desilusión, irritación o impaciencia, con razón o sin ella, sino porque
pienso que la Iglesia de Roma es la Iglesia católica, y la nuestra no forma
parte de la Iglesia católica porque no está en comunión con Roma. Así
que me doy cuenta de que no puedo continuar siendo maestro en ella.
Este pensamiento me vino, cuatro años ha, el verano ultimo […], y se
lo comuniqué a dos amigos en otoño […] Surgió en mí, por vez primera,
de las controversias monofisita y donatista, en la primera de las cuales
estaba metido en el curso de un estudio teológico a que me había
consagrado. Esto era por un tiempo en que, a lo que creo, ningún obispo
se había declarado contra nosotros (aunque pienso que Sumner, obispo de
Chester, hubo de haberlo hecho ya) y todo era progreso y esperanza. Yo
no creo haber sentido nunca desilusión o impaciencia, ciertamente no
entonces, pues no miraba nunca al futuro, ni pienso ahora tampoco en él.
Mi primer esfuerzo fue escribir sobre la catolicidad de la Iglesia de
Inglaterra, que me tranquilizó por dos años. Desde el verano de 1839 he
escrito poco, o nada, sobre la moderna controversia […] Tú sabes con
qué repugnancia escribí mi carta al obispo, en que me comprometí de
nuevo, como la mejor salida, dadas las circunstancias. El artículo de que
he hablado me tranquilizó hasta finales de 1841, sobre el asunto del
Tratado 90, cuando el malhadado obispado de Jerusalén (que no me
atañía personalmente) reavivó todas mis alarmas, que han ido
acrecentándose hasta este momento. Por este tiempo revelé mi secreto a
una persona más.
Ya ves que los varios actos eclesiásticos y cuasi eclesiásticos que han
tenido lugar en el curso de los dos últimos años y medio, no son la causa
de mi estado de opinión, pero sí vivos estimulantes y fuertes
confirmaciones de una opinión que se me impuso, mientras estaba
comprometido en el cumplimiento de un deber: la lectura teológica a que
me había entregado. Y esta circunstancia que te acabo de mentar es un
hecho que no se me había ocurrido, a lo que pienso, antes, hasta este
momento que te escribo.
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Hace tres años que, por razón de mi estado de opinión, insté en vano
al preboste que Santa María fuera separado de Littlemore, pues pensaba
que, en buena conciencia, podría servir a este último, pero que no podía
tranquilamente continuar en lugar tan público como la Universidad. Esto
fue antes del Tratado 90.
Finalmente, obré por consejo, y no consejo por mí escogido, sino
venido a mí en forma de deber, ni tampoco por consejo únicamente de
quienes piensan como yo, sino íntimos amigos que difieren de mí.
Nada tengo que reprocharme, que yo vea, en materia de impaciencia,
quiero decir, prácticamente o en mi conducta. Y confío en que aquel que
hasta el presente me ha mantenido en el lento curso de mi cambio, me
guardará aún de actos precipitados o resoluciones con conciencia dudosa.
De lo que estoy cierto es de que una intervención como la tuya, por
amable que sea, no hace sino lo que tú considerarás como un daño. Me
hace caer en la cuenta de mis puntos de vista, me hace ver su solidez, me
asegura de mi propia liberación, me sugiere las huellas de una mano
providencial, me alivia del dolor de las revelaciones y me quita el peso de
un pesado secreto.
Puedes hacer el uso que creas conveniente de mis cartas.
3. Mi corresponsal me escribió de nuevo, y yo le contesté así:
A 31 de octubre de 1843. Tu carta me ha causado más dolor y me ha
arrancado más y más profundos suspiros que haya tenido por mucho
tiempo, aunque te aseguro que por todas partes hay estas cosas para
hacerme suspirar y tener pena. Por todas partes me persigue una
espantosa murmuración, repetida desde tantos sectores, y que causa viva
desazón a mis amigos. Tú solo sabes una parte de mi prueba actual, al
saber que yo mismo estoy inquieto.
Desde el comienzo de este año me he visto obligado a comunicar a
algunos otros el estado de mi espíritu; pero nunca, a lo que pienso, sin
verme obligado por amigos que me escriben, como tú, o que barruntan lo
que pasa. Nadie lo sabe en Oxford, ni aquí (en Littlemore), excepto algún
amigo íntimo, a quien no pude menos de decírselo el otro día, pero
supongo que muchos más lo sospechan.
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Si recuerdo bien, al recibir estas cartas mi corresponsal comunicó
inmediatamente su contenido al doctor Pusey, y ello me permitirá describir, lo
más puntualmente que pueda, la manera como se dio por primera vez cuenta de
mi cambio de ideas.
Tales eran las dificultades en mi camino; y otra era que, al no vivir los dos
bajo el mismo techo, solo nos veíamos de cuando en cuando. De hecho, otros
que entraban y salían libremente de mis habitaciones, de acuerdo con las
necesidades del momento, conocían fácilmente todos mis pensamientos; mas
para conocerlos él eran necesarios esfuerzos formales. Un común amigo se lo
reveló todo en 1841, hasta el punto a que por aquella fecha habían llegado las
cosas, y le mostró claramente las conclusiones lógicas que implicaban las tesis en
que yo me había comprometido. Sin embargo, de una manera u otra, en poco
tiempo, su espíritu volvió a su primer optimismo, y no podía acabar de creer que
él y yo no siguiéramos agradablemente juntos hasta el fin. Pero, finalmente, estos
sueños de que necesitaba su cariño para conmigo hubieron de romperse, y de
romperlos se encargó, dos años después, el amigo a quien escribí las cartas que
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acabo de insertar. Después de ello, también yo pedí al doctor Pusey que dijera
privadamente a quien quisiera que yo pensaba en la posibilidad de abandonar la
Iglesia de Inglaterra. Sin embargo, no lo hizo, y en 1844 vino casi a recaer en sus
anteriores pensamientos acerca de mí, si puedo juzgar por una carta suya que he
encontrado. Es más, en la conmemoración de 1845, pocos meses antes de dejar
yo la Iglesia anglicana, creo que dijo de mí a un amigo: «Confío que después de
todo lo retendremos». En este otoño de 1843, al tiempo que hablaba al doctor
Pusey, rogué a otro amigo que comunicara en confidencia, a quien quisiera, la
perspectiva que tenía delante de mí. A otro amigo, el señor James Hope, que es
ahora el señor Hope Scott, le di oportunidad de conocerlo, si quería, en la
siguiente posdata a una carta:
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Pusey tiene harto que hacer consigo mismo y generosamente toma sobre sí
más que lo que le toca, para que yo le añada carga sobre carga cuando no estoy
obligado a ello; más aún, que me doy cuenta de que hay cargas que, un día u otro
y quiera o no quiera, me veré obligado a echar sobre él.
Y a 21 de febrero:
Son las diez y media. Me acabo de levantar, ya que tengo fuerte catarro, cosa
que no recuerdo me haya sucedido nunca, excepto dos veces en enero. Puedes
pensar que has estado presente en mis pensamientos mucho antes de levantarme.
Naturalmente, lo estás a la continua, como sabes muy bien. No puedo ir a verte,
no soy digno de tener amigos. Con mis ideas, que no me atrevo a confesar en
todo su alcance, me siento como culpable con otros, aunque confío que no lo
soy. La gente piensa amablemente que tengo que sufrir mucho exteriormente:
desengaño, calumnia, etc. Pero no, no tengo nada que sufrir, si no es la ansiedad
que siento por la ansiedad de mis amigos y por su perplejidad. Esto es más bien
un regalo para miércoles de ceniza que no para cumpleaños (su cumpleaños
coincidía con el mío y aquel año fue miércoles de ceniza); pero no puedo menos
de escribirte sobre el asunto que está sobre todos los otros. Y ahora, mi
querido B., mis mejores y más cordiales felicitaciones para ti, el más viejo de mis
amigos, a quien no debo hablar más sobre esto, ni con referencia a mí mismo,
por miedo de que te molestes.
¡Que todo bien y toda gracia desciendan sobre ti y los tuyos, como cumple a
estos santos días! Y así será (¡Dios lo quiera!), porque ¿qué es la vida de todos
vosotros, día a día, sino un sencillo esfuerzo por servir a aquel de quien viene
toda bendición? Aunque estamos separados por la distancia, tenemos de común
que vosotros vivís bajo un cielo sereno y alegre y yo gozo pensando en vosotros.
Es bendición vuestra tener un cielo claro y paz en derredor, que fue la bendición
pronunciada sobre Benjamín (Deut 33,12). Así es, mi querido B., y así sea
siempre.
Estaba en completa buena fe. Murió en septiembre del mismo año. Yo había
esperado que su última enfermedad trajera luz a mi espíritu sobre lo que debía
hacer. No me trajo ninguna. Redacté una nota que decía así: «He sollozado
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amargamente sobre su féretro, al pensar que me ha dejado aún a oscuras respecto
del camino de la verdad y en orden a agradar a Dios y cumplir su voluntad».
Creo haber escrito a Charles Marriot para decirle que, en aquel momento, con el
pensamiento de mi amigo ante los ojos, mi fuerte visión en favor de Roma seguía
tan exactamente lo que era. Por otra parte, mi firme fe de que también en la
Iglesia anglicana podía encontrarse gracia seguía igualmente en pie (sobre este
tema, véase mi tercera conferencia sobre las «Dificultades anglicanas» y la nota E,
Sobre la Iglesia anglicana). A otro amigo le escribí así:
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manos:
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Poco después escribí a la misma amiga en estos términos:
A una señorita, monja de la Visitación, le escribí por estas fechas las cartas
siguientes:
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por otra Iglesia, no el gusto de sus ceremonias, no la esperanza de mayor
adelantamiento espiritual en ella, no la indignación ni disgusto por
personas y cosas con que nos encontramos en la Iglesia de Inglaterra. La
sencilla cuestión es: ¿Puedo yo (personalmente, no otro) salvarme en la
Iglesia anglicana? ¿Estoy seguro, si hubiera de morir esta noche? ¿Es en mi
pecado mortal no abrazar otra comunión?
P. S. Difícilmente veo manera de asistir, aunque sea ocasionalmente, a
la capilla católica romana, a no ser que esté uno ya decidido a abrazar un
día esta comunión. La invocación de los santos no es obligatoria en la
Iglesia de Roma; sin embargo, a mí no me gusta practicarla si no es con
sanción de la Iglesia, y ello hace que me repugne admitirla en los
miembros de mi Iglesia.
3. A 30 de marzo. Ahora le voy a decir más de lo que nadie sabe, a
excepción de dos amigos. Mis convicciones son tan fuertes como yo
imagino que puedan ser, solo que es difícil saber si es un llamamiento de
la razón o de la conciencia. No puedo sacar en limpio si se trata de lo que
parece claro o de un sentimiento del deber. Usted puede comprender lo
penosa que es esta duda. Así he aguardado esperando luz y empleando las
palabras del salmista: «Muestra una señal sobre mí». Pero creo que no
tengo derecho a aguardar eternamente esta señal. Aguardo, además,
porque hay amigos que se preocupan mucho de mí y ruegan a Dios que
me guíe, y todo nuevo sentimiento que venga sobre mí puedo pensar que
es efecto de su caridad para conmigo. Esta espera, por lo demás, sirve
también para preparar el espíritu de la gente. Me da miedo herir ni
inquietar a nadie. De todos modos, no puedo evitar causar pena
incalculable. Así, si estuviera en mi mano, quisiera esperar hasta el verano
de 1846, en que se cumplirán siete años desde que mis nuevas
convicciones comenzaron a apoderarse de mí. Pero no pienso que pueda
durar tanto tiempo.
De momento mi intención es renunciar en octubre a mi título de
fellow y publicar alguna obra o tratado entre esa fecha y Navidad. Deseo
que se conozca por qué obro y qué estoy haciendo; ello acabaría con la
sorpresa vaga y penosa que hace decir: «¿Qué habrá sido de él?».
4. A 1 de junio. Lo que me dice de sí misma hace ver claramente que su
deber es quedarse tranquila y tener paciencia hasta que vea con más
claridad dónde está; de lo contrario, daría un salto en el vacío.
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En los primeros meses de este año, si no antes, flotaba en el ambiente la idea de
que mi deserción de la Iglesia anglicana se debía a mi despecho por habérseme así
arrinconado, sin que nadie saliera en mi defensa. De varias medidas creo que se
hablaba como consecuencia de esta sospecha. Coincidiendo con ello, apareció en
el número de abril de una revista trimestral un artículo excesivamente benévolo
para mí. El autor me alababa en lenguaje amable y bello muy por encima de mis
méritos. Entre sus observaciones decía hablando de mí como vicario de Santa
María:
Tenía por oyente la futura generación del clero, ¿ha valorado, ha sentido con
ternura y se ha pegado a su puesto? […] ¡En absoluto! Tal vez no le suponga
ningún sacrificio, pues nunca se ha preocupado de tales cosas.
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una carta, de la que voy a citar algunas frases como prueba del amor que le tengo
y del valor que doy a sus buenas palabras:
En julio, un obispo pensó que valía la pena proclamar ante el mundo que
«tos adeptos del señor Newman eran poco numerosos. Probablemente, poco
tiempo será menester para demostrarlo. Es bien sabido que se está preparando
para dejar la Iglesia anglicana; y cuando este hecho se cumpla se verá bien cuán
pocos le seguirán».
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sobre que este buen sacerdote pasara por Littlemore con el fin de prestarme a mí
el mismo caritativo servicio que prestara a mi amigo. El 8 de octubre escribí a
unos cuantos amigos la carta siguiente:
Tengo que escribir tantas cartas, que esta tiene que valer para todos los que
quieran preguntar por mí. Mis más cariñosos saludos para el querido Charles
Marriot, tu vecino, etc.
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Como nunca, a lo que creo, he aspirado a otra cosa que a obedecer a mi
propio sentido del deber, y sin quererlo o actuar como tal he sido levantado a
caudillo de un partido, así ahora, por mucho que desee lo contrario y por muy
seriamente que trabaje (como es mi deber) para servir humildemente a la Iglesia
católica, temo sin embargo que mis facultades desengañarán las esperanzas de mis
amigos y de los que piden paz para Jerusalén.
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volví a Oxford el 26 de febrero de 1878, tras una ausencia de treinta y dos años.
Véase nota adicional al final de este volumen).
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Capítulo V
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matemático, cuya solución se le ha dado o no se le ha dado, sin dudar de que
tenga solución o que una solución particular es la verdadera. De todos los puntos
de la fe, el ser de Dios es el que está rodeado, a mi entender, de más dificultades,
y es, sin embargo, el que se impone con más fuerza a nuestro entendimiento.
Lo mismo hay que decir del mayestático artículo que entra en el Credo
anglicano y en el católico: la doctrina de la Trinidad en la unidad. ¿Qué sé yo de
la esencia del ser divino? Sé que mi idea abstracta de tres es simplemente
incompatible con la idea de uno; pero cuando vengo a la cuestión del hecho
concreto, no tengo medio de probar que no haya un sentido en que uno y tres no
puedan igualmente predicarse del Dios incomunicable.
Pero voy a asumir sobre mí la responsabilidad de algo más que el solo Credo
de la Iglesia, como las partes que me acusan quieren que lo haga. Esas partes
dicen que si bien ahora que soy católico no tengo faltas propias contra la
sinceridad de que responder, soy por lo menos responsable de las faltas de otros,
de mis correligionarios, de mis hermanos sacerdotes y de la Iglesia misma. Acepto
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de buen grado esa responsabilidad, y como he sido capaz de disipar con unas
pocas palabras en los espíritus de quienes no comiencen por no creerme la
sospecha de la que tantos protestantes arrancan para formar su juicio sobre los
católicos, a saber: que su Credo está efectivamente construido sobre superstición
e hipocresía inevitables, como pecado original del catolicismo; así ahora
procederé, como antes, identificándome con la Iglesia para vindicarla. No negaré,
claro está, la enorme masa de pecado y error que existe por necesidad en una
comunión tan varia y tan extensa como el mundo, pero sí que demostraré este
solo punto: su sistema no es en ningún sentido insincero y, consiguientemente,
los que sostienen y enseñan este sistema como tal tienen derecho a ser absueltos
en sus personas de aquella odiosa imputación.
Parto, pues, de la existencia de Dios, que, como he dicho, es para mí tan cierta
como mi propia existencia, por más que en mi intención de dar forma lógica a las
razones de esta certeza, tropiece con dificultades para hacerlo de manera que me
satisfagan. Miro fuera de mí mismo al mundo de los hombres y contemplo un
espectáculo que me llena de indecible tristeza. El mundo parece simplemente
desmentir la gran verdad de que está henchido todo mi ser. El efecto que,
consiguientemente, me produce por necesidad es de confusión pareja a que se
negara mi propia existencia. Si mirara a un espejo y no viera reflejada mi cara,
tendría la misma impresión que efectivamente se apodera de mí cuando miro a
este mundo vivo y agitado y no veo reflejado a su Creador. Esta es para mí una
de las grandes dificultades de esta absoluta verdad primera a que acabo de
referirme. De no ser por esta voz que tan claramente habla a mi conciencia y a mi
corazón cuando miro a este mundo, yo sería ateo, o panteísta, o politeísta. Hablo
solo de mí mismo y no me pasa por las mientes negar la fuerza de los argumentos
para probar la existencia de Dios, sacados de los hechos generales de la sociedad
humana y del curso de la historia; pero estos argumentos no me calientan ni
iluminan; no destierran el invierno de mi desolación, ni hacen brotar los botones
y crecer las hojas dentro de mí, ni regocijan, en fin, mi ser moral. La visión del
mundo no es sino el rollo del profeta lleno de «lamentaciones, gemidos y quejas».
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discontinuos de un designio superior, la ciega evolución de que resultan grandes
poderes o verdades, la grandeza y pequeñez del hombre, sus aspiraciones sin
límite y su breve duración, el velo tendido sobre su futuro, los desengaños de la
vida, la derrota del bien y el triunfo del mal, el dolor físico, la angustia espiritual,
el predominio y la intensidad del pecado, la invasión de las idolatrías, las
corrupciones, la irreligión espantosa y desesperada, la condición de la raza entera,
tan tremenda y exactamente descrita por las palabras del Apóstol: «que no tienen
esperanza y están sin Dios en el mundo»; todo ello es una visión que perturba y
aterroriza e imprime sobre el alma el sentimiento de un profundo misterio que
está absolutamente más allá de toda solución humana.
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que, si no alcanza la verdad, fallan las premisas o el razonamiento; pero no hablo
aquí de la recta razón, sino de la razón tal como de hecho, y concretamente,
actúa en el hombre caído. Sé que, aun sin otra ayuda, la razón, correctamente
ejercitada, conduce a la fe en Dios, en la inmortalidad del alma y en una
retribución futura; pero aquí considero la facultad de la razón efectiva e
históricamente y desde este punto de vista no creo equivocarme diciendo que
tiende simplemente a la incredulidad en materia de religión. A la larga no hay
verdad, por sagrada que sea, que pueda resistirle. Así se explica que, en el mundo
pagano, a la venida de nuestro Señor, las últimas trazas de verdades religiosas de
tiempos anteriores estaban a punto de desaparecer de aquellas partes del mundo
en que más había trabajado el entendimiento y había seguido su curso.
Y en estos últimos días, fuera de la Iglesia católica, las cosas tienden, de una
forma u otra, al ateísmo, con mucha más rapidez que en tiempos idos debido a
las circunstancias de nuestra edad. ¡Qué espectáculo, qué perspectiva presenta
hoy día Europa entera! Y no solo Europa, sino todo gobierno y toda civilización
por todo el mundo, que está bajo la influencia del espíritu europeo. Y
especialmente, por tocamos más de cerca, ¡qué doloroso espectáculo nos presenta,
en materia de religión, aún tomada en su forma más elemental y atenuada, el
mundo intelectual de Inglaterra, Francia y Alemania! Hombres amantes de su
patria y de su raza, hombres religiosos fuera de la Iglesia católica han ensayado
varios expedientes para detener en su carrera a la fiera y ardiente naturaleza
humana y llevarla a someterse. La necesidad de alguna forma de religión para los
intereses de la humanidad ha sido reconocida de manera general; pero ¿dónde
encontrar el representante concreto de las cosas invisibles con la fuerza y firmeza
necesarias para ser dique contra el diluvio? Tres siglos ha, en los países que se
separaron de la Iglesia católica se adoptó generalmente como el mejor expediente
para este propósito el establecimiento de una religión material, legal y social, y
durante mucho tiempo el expediente resultó; pero ahora las fisuras de lo
establecido dan entrada al enemigo. Treinta años atrás se contaba con el apoyo
de la educación; diez años ha se esperaba que las guerras desaparecerían para
siempre bajo la influencia del comercio y el imperio de las artes útiles y bellas.
Pero ¿quién osará decir que hay algo en todo lo descubierto de la tierra que nos
procure un punto de apoyo para detener a la tierra en su carrera? La sentencia
que da la experiencia sobre la religión oficial y la educación como medios de
mantener las verdades religiosas en este mundo anárquico debe extenderse a la
misma Escritura, por más que esta sea divina. La experiencia prueba con certeza
que la Biblia no responde a una finalidad para la que no fue escrita. Puede, en
ocasiones, ser medio de conversión para un individuo; pero un libro no puede, al
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cabo, contener el ímpetu salvaje del entendimiento humano, y estos días
comienza a testificar, por lo que atañe a su estructura y a su fondo, el poder de
este corrosivo universal que actúa con tanto éxito sobre las instituciones
religiosas.
Suponiendo, pues, que sea voluntad del Creador intervenir en los asuntos
humanos y tomar prevenciones para mantener en el mundo un conocimiento de
sí mismo tan definido y claro que esté a prueba contra la fuerza del escepticismo
humano, en tal caso —por mucho que esté yo muy lejos de decir que no haya
otro medio— nada hay que sorprenda mi espíritu en que Él tuviera por
acomodado introducir en el mundo un poder dotado de infalibilidad en materias
religiosas. La prevención sería un medio directo, inmediato, activo y pronto para
advenir la dificultad; sería un instrumento adecuado a la necesidad; y cuando me
encuentro con que eso cabalmente pretende la Iglesia católica, no solo no siento
dificultad alguna en admitir la idea, sino que hay en ella una adecuación que la
recomienda a mi espíritu. Y así vengo a hablar de la infalibilidad de la Iglesia,
como una prevención, adoptada por el Creador, para mantener la religión en el
mundo y refrenar la libertad de pensamiento, que, claro está, es en sí misma uno
de nuestros mayores dones naturales, y salvaguardarlo de sus excesos subidas.
Pero obsérvese que ni aquí ni en lo que sigue pretendo hablar directamente del
contenido de la revelación, sino respecto de la sanción que otorga a las verdades
que pueden ser conocidas independientemente de ella, sobre lo que contribuye a
la defensa de la religión natural. Digo, pues, que un poder dotado de infalibilidad
en la enseñanza religiosa está felizmente acomodado para ser un instrumento
eficaz, dentro de los asuntos humanos, para contrarrestar y repeler la fuerza
inmensa del entendimiento, agresivo, caprichoso e indigno de crédito. Y al decir
esto, así como en lo demás que me resta por decir, recuérdese el fin principal que
persigo: mi propia defensa.
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una amarga rebelión interior, que se consolaría a sí misma por una secreta
infidelidad o la necesidad de ignorar, por una especie de hastío, todo tema
religioso, y de repetir maquinalmente todo lo que diga la Iglesia, dejando a los
otros su defensa. Así pues, como he hablado arriba de la relación de mi espíritu
con el Credo católico, así voy a hablar ahora de su actitud respecto de la
infalibilidad de la Iglesia.
Y ante todo, la doctrina primera del maestro infalible debe ser una enérgica
protesta contra el estado en que se encuentra la humanidad. El hombre se ha
rebelado contra su Hacedor. Ello fue causa de la intervención divina, y
proclamarlo debe ser el primer acto del mensajero divinamente acreditado. La
Iglesia debe denunciar la rebeldía como el mayor de los males posibles. No debe
admitir componendas con ella; si quiere ser fiel a su Maestro, debe proscribirla y
anatematizarla. Tal es el sentido de una afirmación mía que ha dado materia para
una de esas acusaciones especiales, a las que estoy ahora replicando. Sin embargo,
no tengo falta que confesar a ese respecto; nada tengo que rectificar y, en
consecuencia, la repito aquí con toda deliberación. Yo dije; «La Iglesia católica
sostiene que si el sol y la luna se des plomaran, y la tierra se hundiera y los
muchos millones que la pueblan murieran de inanición en extrema agonía, por lo
que a males temporales atañe, todo ello sería menor mal que no que una sola
alma, no digamos se perdiera, sino que cometiera un solo pecado venial, dijera
deliberadamente una mentira o robara, sin excusa, una perra gorda». Yo pienso
que el principio aquí enunciado es el mero preámbulo de las credenciales
formales de la Iglesia católica, como un acta del Parlamento puede comenzar por
un considerando. La intensidad del mal que se ha apoderado de la humanidad ha
hecho necesario que se le opusiera un antagonista de talla adecuada, y el primer
acto del poder divinamente encargado es, naturalmente, provocar y desafiar al
enemigo. Ese preámbulo da, pues, sentido a la posición de la Iglesia en el mundo
e interpreta todo el curso de su enseñanza y acción.
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propias. Pero la Iglesia sabe y predica seguidamente que semejante restauración,
que ella aspira a realizar en la naturaleza, no puede llevarse a cabo simplemente
por medidas exteriores de predicación y enseñanza, aun cuando vengan de ella
misma, sino por obra de un poder y gracia interior, directamente impartida de
arriba, y cuyo canal es ella. Tiene oficio de sacar a la naturaleza humana de su
miseria, pero no simplemente restableciéndola en su propio nivel, sino
levantándola a nivel más alto. Reconoce en ella reales excelencias morales,
aunque degradadas, pero no puede liberarlas de la tierra si no es levantándolas al
cielo. Para este fin se le ha puesto en las manos una gracia renovadora; por eso,
en razón de la naturaleza del don no menos que por lo razonable del caso, la
Iglesia sigue insistiendo, en otro punto, en que toda verdadera conversión ha de
empezar por las fuentes primeras del pensamiento, y enseña que todo individuo
debe ser en su persona un templo entero y perfecto de Dios, a par que es piedra
viva que edifica la comunidad religiosa visible. Y así, las distinciones entre
naturaleza y gracia y entre religión exterior e interior vienen a ser dos artículos
más en lo que he llamado los preámbulos de su misión divina.
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considerada bajo la limitación de estas condiciones, es una palabra dicha al azar,
casi un acto puramente exterior, no salido directamente del corazón, por muy
deshonrosa y despreciable que sea, perjudicial al trato social y merecedora de
pública reprobación; en cambio, tenemos las palabras expresas de nuestro Señor
que nos enseñan: «Quien mira a una mujer para desearla, ya ha cometido
adulterio con ella en su corazón». Apoyado en estos textos, tengo a buen seguro
tanto derecho a creer en estas doctrinas que han causado tanta sorpresa como a
creer en el pecado original, en el hecho de una revelación sobrenatural, en que
una persona divina padeció o en las penas eternas.
1. Por una parte, aquí no determino para nada el lugar esencial de este
poder, pues esa es cuestión doctrinal, no histórica y práctica.
2. Por otra, tampoco extiendo el objeto directo sobre el que ejerce
jurisdicción este poder más allá de las cuestiones religiosas. Tratemos,
pues, del poder en sí mismo.
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sumisión y lealtad que tributan, por ejemplo, los ingleses a la presencia de su
soberano, sin manifestar crítica alguna con achaque de que sean inconvenientes
en su materia o violentos o duros en su forma. Y, finalmente, pretende tener
derecho a infligir penas espirituales, a separar de los canales ordinarios de la vida
divina o a excomulgar simplemente a quienes se niegan a someterse a sus
declaraciones formales. Tal es la infalibilidad, depositada en la Iglesia católica,
concretamente considerada, revestida y rodeada de los atributos de su alta
soberanía. Es —repitiendo lo arriba dicho— un poder sobre elevado y
prodigioso, enviado a la tierra para contrarrestar y vencer un mal gigantesco.
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La energía del entendimiento humano «se crece en la oposición». Se
desenvuelve con gozo y vigor, con fuerza ruda y clástica, bajo los terribles golpes
del arma forjada por la mano divina, y nunca es en tanto grado él mismo como
cuando acaba de ser derribado. Es costumbre de los escritores protestantes
considerar que, de los dos principios que actúan en la historia de la religión —
autoridad y juicio privado—, ellos poseen el juicio privado y a nosotros nos toca
la herencia entera y la opresión aplastante de la autoridad. Pero no es así. El
inmenso cuerpo católico, y solo él, ofrece un parapeto para los dos combatientes
en este duelo, nunca acabado. Y es necesario para la vida misma de la religión,
considerada en sus grandes operaciones y en su historia, que esta guerra se
sostenga incesantemente. Cada ejercicio de la infalibilidad se lleva a cabo por una
intensa y variada operación de la razón, por parte de sus aliados y adversarios, y
una vez llevado a cabo, provoca a su vez una reacción en contra. Y a la manera
que, en un gobierno civil, el Estado existe y perdura por la rivalidad y choques,
por los triunfos y derrotas de sus partes constitutivas, así la cristiandad católica
no es simplemente una exhibición de absolutismo religioso, sino que ofrece el
cuadro constante de autoridad y juicio privado, que avanzan y retroceden
alternativamente como el flujo y reflujo de la marea; es un vasto conjunto de
seres humanos, dotados de entendimientos tozudos y pasiones salvajes, que se
mantienen unidos por la belleza y majestad de un poder sobrehumano. Este
poder los lleva a lo que pudiera llamarse un gran reformatorio o escuela de
adiestramiento, no a un hospital o a una cárcel para meterlos en una cama o
enterrarlos vivos, sino (si se me permite cambiar de metáfora) a una especie de
factoría o fragua moral para ser fundidos, refinados y remodelados, por un
proceso continuo y ruidoso, de la materia prima de la naturaleza humana, tan
excelente, tan peligrosa y tan capaz de los designios divinos.
San Pablo dice en alguna parte que su poder apostólico le fue dado para
edificación, no para destrucción. No puede darse mejor definición de la
infalibilidad de la Iglesia. Es una providencia para una necesidad y no va más allá
de esta necesidad. Su objeto, y también su efecto, no es debilitar la libertad y
vigor del entendimiento humano en las especulaciones religiosas, sino insistir y
vigilar sus extravagancias. ¿Cuáles han sido sus grandes hechos? Todos en el
campo estricto de la teología: derribar el arrianismo, eutiquianismo,
pelagianismo, maniqueísmo, luteranismo y jansenismo. He ahí el ancho
resultado de su acción en el pasado; veamos ahora las seguridades que se nos dan
de que así obrará siempre en el tiempo por venir.
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En primer lugar, la infalibilidad no puede actuar fuera de un círculo definido
de pensamiento, y en todas sus decisiones o definiciones, como se las llama,
profesa el mantenimiento dentro de él. Las grandes verdades de la ley moral, de
la religión natural y de la fe apostólica son, a la par, su límite y su fundamento.
No puede ir más allá de esas verdades y debe siempre apelar a ellas. Lo mismo la
materia que los artículos de esta materia le están fijados. Y siempre debe
proclamar que se guía por la Escritura y la tradición. Siempre debe referirse a la
verdad apostólica que trata de encarecer o, como se dice, de definir. Nada,
consiguientemente, puede proponérseme, en tiempo por venir, como parte de la
fe, sino lo que ya he tenido que recibir, y si hasta ahora no lo había recibido fue
puramente por no habérseme propuesto. Nada puede imponérseme diferente
específicamente de lo que ya sostengo, mucho menos contrario a ello. La nueva
verdad que se promulga, si es que puede llamarse nueva, ha de ser por lo menos
homogénea, análoga, implícita respecto de la antigua. Debe ser la que yo he
podido incluso adivinar o desear que estuviera incluida en la revelación
apostólica, y por lo menos ha de ser de tal carácter que, tan pronto como la oiga,
mis pensamientos estén prestos para armonizarse o fundirse con ella. Quizá yo y
otros la hemos creído ya efectivamente, y la única cuestión que, por lo que a mí
respecta, se decide ahora es que en adelante tengo la satisfacción de deber creer
que todo ese tiempo he sostenido lo que antes de mí sostuvieron los apóstoles.
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tenemos por qué ser hipócritas porque se nos invite a creer en la Inmaculada
Concepción. En la muchedumbre inmensa de espíritus que creen en el
cristianismo a nuestra manera, en el peculiar talante, espíritu y luz (o como
quiera llamárselo), en lo que creen los católicos, no hay carga en absoluto en
sostener que la bienaventurada Virgen María concibió sin pecado original. De
hecho, cae de su peso decir que los católicos no han llegado a creerlo por haber
sido definido, sino que fue definido porque ellos lo creían.
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ciertamente, un vasto campo de doctrina; pero yo aplicaría a sus cánones una
observación contenida en mi University Sermons, tan ignorantemente criticado en
el folleto que ha dado ocasión al presente libro. Allí dije que los diversos
versículos del Símbolo atanasiano son solo repeticiones en forma variada de una
sola y misma idea; por el mismo caso, los decretos tridentinos no están aislados
unos de otros, sino que tratan de exponer minuciosamente, en un número de
declaraciones separadas, unas pocas verdades necesarias para formar una especie
de cuerpo. La misma observación haría sobre las varias censuras teológicas,
promulgadas por los papas, que la Iglesia ha aceptado, y sobre sus definiciones
dogmáticas en general. Confieso que, a prima vista, estas definiciones parecen,
por su número, cargo mayor para la fe de los individuos que no los cánones de
los concilios; pero, en realidad, yo no creo que sea así en absoluto, y he aquí la
razón que doy. No se trata de que un católico, laico o sacerdote, sea indiferente
en la materia, o que, por una especie de despreocupación, esté pronto a aceptar
cuanto le pongan delante, o a hablar como un abogado, según pida el pleito; no,
la verdad es que, en líneas generales, en tales condenaciones la Santa Sede quiere
repudiar una o dos grandes líneas de error, como el luteranismo o el jansenismo,
errores principalmente éticos y no doctrinales que divergen del espíritu católico,
y no hace sino expresar lo que cualquier buen católico, de buen entendimiento,
aunque erudito, diría por sí mismo, apoyado en su sentido común, si el asunto se
pusiera a debate delante de él.
Y ahora paso a decir con franqueza lo que yo considero como la gran prueba
de la razón, cuando se enfrenta con la augusta prerrogativa de la Iglesia católica
de que vengo hablando. Me he extendido sobre la forma y circunstancias
concretas en que la pura autoridad infalible se presenta al católico. Esta autoridad
tiene la prerrogativa de ejercer jurisdicción indirecta sobre materias más allá de
sus propios límites, y es muy razonable que tenga esta jurisdicción. No podría
actuar en su propio terreno si no tuviera derecho a actuar fuera de él. No podría
defender propiamente la verdad religiosa sin reclamar para esta verdad lo que
puede llamarse sus pomoeria, o tomando otro ejemplo, sin obrar como obramos
nosotros como nación, al reclamar como nuestra no solo la tierra en que vivimos,
sino también las que se llaman aguas jurisdiccionales de Gran Bretaña. La Iglesia
católica pretende no solo juzgar infaliblemente sobre cuestiones religiosas, sino
también censurar opiniones sobre materias profanas relacionadas con la religión,
sobre materias de filosofía, ciencia, literatura e historia, y pide nuestra sumisión a
su pretensión. Pretende censurar libros, imponer silencio a sus autores y prohibir
discusiones. En este terreno, por lo general, no habla tanto doctrinalmente
cuanto impone medidas de disciplina. Debe, claro está, ser obedecida sin réplica,
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y acaso, andando el tiempo, volverá tácitamente de sus mandatos. En tales casos
no entra para nada la cuestión de la fe, pues lo que es de fe es verdad para todos
los tiempos y no cabe jamás desdecirse de ello. Del hecho de que haya en la
Iglesia católica un don de infalibilidad no se sigue en absoluto que los sujetos de
ese don sean infalibles en todos sus procedimientos. «Es cosa excelente —dice el
poeta— tener la fuerza de un gigante, pero es tiránico usar de ella como un
gigante». Yo creo que la historia de la Iglesia nos ofrece ejemplos de que el poder
legítimo fue usado con dureza. Admitir eso no pasa de decir que, con palabras del
Apóstol, ese tesoro divino es «llevado en vasijas de barro»; pero no se sigue que la
sustancia de los actos del poder que manda no sea recta ni conveniente porque su
modo haya podido ser vicioso. Semejantes altas autoridades obran por medio de
instrumentos u órganos, y sabemos que tales órganos reclaman para sí el nombre
de sus superiores, que cargan con faltas que realmente no son suyas. Mas
concediendo todo en medida mayor de la que con visos de razón pueda
imputarse al poder que manda en la Iglesia, ¿qué dificultad hay ahí en cuestión
de falta de prudencia o moderación que no pueda urgirse más y con mayor
justicia respecto de las comunidades e instituciones protestantes? No se nos invita
a creer cualquier cosa, sino a someternos y callar, como los clérigos protestantes
obedecieron antes a mandatos reales de abstenerse de ciertas cuestiones
teológicas. Parejas ordenaciones como las que ahora considero se dirigen
puramente a nuestras acciones, no a nuestros pensamientos. ¿Cómo, por
ejemplo, hará a un hombre hipócrita el que se le mande que no publique un
libelo? Sus pensamientos son tan libres como antes. Las prohibiciones autoritarias
pueden molestar e irritar; pero nada tienen que ver con el ejercicio de la razón.
Esto a simple vista; pero yo quiero ir más adelante y decir que, a despecho y
pesar de cuanto la crítica más hostil pueda presentar contra las injerencias o
severidades de los dignatarios eclesiásticos, en tiempos pasados, en el uso de su
poder, yo creo que los hechos han demostrado, después de todo, que en general
tenían razón y que quienes hubieron de sentir su mano dura estaban casi siempre
equivocados. Yo amo, por ejemplo, el nombre de Orígenes. No puedo hacerme a
la idea de que alma tan grande se haya perdido; pero estoy completamente seguro
de que en la disputa entre su doctrina y sus seguidores y la autoridad eclesiástica,
sus adversarios tenían razón y él no. Sin embargo, ¿quién puede hablar con
paciencia de su enemigo, que lo fue también de San Juan Crisóstomo, aquel
Teófilo, obispo de Alejandría? ¿Quién puede admirar o respetar al papa Vigilio?
Y aquí se me viene a las mientes otra consideración. Al leer, de anglicano, la
historia eclesiástica, solía ver con evidencia cómo el error inicial de lo que
después venía a ser herejía procedía de apremiar alguna verdad contra la
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prohibición de la autoridad y fuera de sazón. Todas las cosas tienen su tiempo;
muchas gentes desean la corrección de un abuso, o el más pleno desarrollo de
una doctrina o la adopción de determinada política; pero olvidan preguntarse a sí
mismos si ha llegado el momento oportuno; y sabiendo que nadie llevará a cabo
una cosa en vida de ellos si no la acometen por sí mismos, no quieren oír la voz
de la autoridad, y así impiden una buena obra en su propio siglo para que otro,
quizá aún no nacido, tenga oportunidad de llevarla felizmente a cabo en el
siguiente. Ese hombre podrá parecer al mundo todo un audaz campeón de la
verdad y un mártir del librepensamiento, cuando es, en realidad, uno de aquellos
a quienes la autoridad competente tiene el deber de reducir al silencio. Tal vez el
caso no caiga dentro de la materia en que esta autoridad no es infalible; tal vez las
condiciones formales en que se ejercita este don sean defectuosas; pero es
evidente que el deber de la autoridad es, en tal caso, obrar enérgicamente.
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viene a inundarnos, con otra muchedumbre de ellos en perspectiva, todos los que
creen en la revelación, católicos o no, se sienten movidos a considerar lo que tales
hechos suponen para ellos mismos, ora miren al honor de Dios, ora a la ternura
para con tantas almas que, dado el tono de seguridad que adoptan las escuelas del
saber profano, corren peligro de ser arrastradas a un abismal liberalismo de
pensamiento.
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Dejando aparte a estas clases particulares de hombres que no tienen título
especial a la simpatía del católico, este penetra muy a fondo en los sentimientos
de una cuarta y ancha clase de personas, en las capas educadas de la sociedad;
espíritus sinceramente religiosos que se sienten simplemente perplejos,
espantados o desesperados, según los casos, por la enorme confusión en que han
sumido los últimos descubrimientos sus más elementales ideas religiosas. ¿Quién
no sentirá compasión por esos hombres? ¿Quién pensará sobre ellos sin espíritu
de caridad? En su favor hago mías las hermosas palabras de San Agustín: Illi in
vos saeviant […] Sean duros para con vosotros los que no saben por experiencia
lo difícil que es distinguir el error de la verdad, y dar con el camino de la vida en
medio de los engaños del mundo. ¡Cuántos católicos han seguido con su
pensamiento a estos hombres, muchos de ellos tan buenos, tan sinceros, tan
nobles! ¡Cuántas veces no ha brotado en sus corazones el deseo de que surja de en
medio del propio pueblo un campeón de la verdad revelada contra sus
adversarios! Diversas personas, entre católicos y protestantes, me han pedido que
lo haga yo mismo; pero he tropezado con dificultades varias en el camino. Una
de las mayores es que en este momento es difícil decir con precisión lo que debe
ser atacado y derribado.
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hubiera sido, y un enseñamos aquella verdadera sabiduría que inculcó Moisés a
su pueblo cuando los egipcios los iban persiguiendo: «No temáis, estad firmes; el
Señor combatirá por vosotros y vosotros estaréis quedos». Y lejos de encontrar
dificultad en obedecer en este caso, he sentido gratitud y alegría de tener
dirección tan clara en materia tan difícil.
Adviértase que no tengo por qué hablar aquí de conflicto alguno entre la
autoridad eclesiástica y la ciencia, por la sencilla razón de que no ha habido tales
conflictos, y ello porque las ciencias profanas, tal como existen hoy día, son una
novedad en el mundo, y todavía no ha habido tiempo para una historia de las
relaciones entre la teología y estos nuevos métodos de conocimiento. De hecho
puede decirse que la Iglesia se ha mantenido siempre al margen, como lo prueba
el caso, constantemente traído a cuento, de Galileo. Aquí exceptio probat regulara,
pues es el único argumento que ha podido encontrarse. Además, yo no tengo por
qué hablar de las relaciones de la Iglesia con las nuevas ciencias, pues mi tema
único en todo lo dicho es si el acatamiento de la infalibilidad en la propia
autoridad se presta a hacer de mí un hipócrita. Ahora bien, mientras esta
autoridad no decrete acerca de materias puramente físicas y me obligue a
suscribir sus decretos (cosa que no hará jamás por carecer de poder para ello), no
tiene intención de inmiscuirse por ninguno de sus actos en un juicio privado
sobre tales materias. La única cuestión es si la autoridad ha actuado sobre la razón
de los individuos de forma que no puedan tener opinión propia y solo les quede
la alternativa de servil superstición o de secreta rebelión de corazón. Yo creo que
la historia entera de la teología da un mentís absoluto a tal supuesto.
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Apenas si cabe discutir punto tan evidente. En la investigación teológica no ha
sido la Santa Sede, sino ciertos individuos quienes han tomado la iniciativa y
dirigido el pensamiento católico. De hecho, uno de los reproches dirigidos contra
la Iglesia católica es el de no haber producido nada y haber servido solo de una
especie de rémora o freno en el desarrollo de la doctrina. Yo acepto la objeción
como una verdad, pues tal concibo que sea el fin principal de su don
extraordinario. Se ha dicho, y con verdad, que Roma no poseyó ningún gran
talento durante el periodo de las persecuciones. Posteriormente, por largo
tiempo, no tuvo doctor alguno de que gloriarse; el primero, San León, solo
enseñó un punto de doctrina; San Gregorio, que ocupa el último extremo de la
primera edad de la Iglesia, no tiene lugar alguno en la historia del dogma o de la
filosofía. La gran luminaria del mundo occidental es, notoriamente, San Agustín,
quien, sin ser maestro infalible, modeló el pensamiento de la Europa cristiana; de
hecho, a la Iglesia de África en general hemos de volver los ojos para hallar la
mejor exposición de las ideas latinas. Además, de los teólogos africanos, el
primero en orden de tiempo y no el menor en influencia es Tertuliano, de fuerte
inteligencia y heterodoxo. La inteligencia oriental, como tal, no dejó tampoco de
contribuir a la formación de la doctrina latina. El pensamiento libre de Orígenes
se ve claro en los escritos de los doctores occidentales Hilario y Ambrosio, y el
espíritu independiente de Jerónimo enriqueció sus vigorosos comentarios a la
Escritura con los tesoros del apenas ortodoxo Eusebio. Cuestiones heréticas
pasaron a ser, por el poder vivo de la Iglesia, verdades saludables.
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influencia crítica sobre algunas definiciones dogmáticas. En algunos de estos
casos, la influencia pudo haber sido parcialmente moral, pero en otros se debió al
conocimiento teórico de los escritores eclesiásticos, a un manejo científico de la
teología y a la fuerza del pensamiento en la exposición de la doctrina.
Hay, claro está, hábitos intelectuales que la teología no tiende a formar, por
ejemplo, el hábito experimental o el filosófico; pero ello se debe a que es teología
y no el don de la infalibilidad. Pero, aun en este aspecto, yo creo que puede
demostrarse que ni la ciencia física, ni siquiera la matemática, ofrecen más que
un adiestramiento imperfecto de la inteligencia. No veo, pues, cómo pueda
entrar en nuestra cuestión una objeción sobre la estrechez de la teología, cuando
nuestra cuestión es simplemente si la creencia en una autoridad infalible destruye
la independencia del espíritu; y yo opino que toda la historia de la Iglesia, y
señaladamente la historia de las escuelas teológicas, dan un mentís a esa
acusación. Jamás hubo tiempo en que el entendimiento de las clases educadas
fuera más activo o, por mejor decir, más inquieto que en la Edad Media. Y luego,
a través de toda la historia de la Iglesia desde sus orígenes, ¡cuán lenta ha sido la
autoridad en sus intervenciones! Tal vez un maestro local o un doctor de una
escuela local lanza una proposición y se entabla una controversia. Humea y se
quema donde nace, nadie interviene; Roma hace simplemente la vista gorda.
Luego llega ante un obispo, o un sacerdote, o un profesor de cualquier otro
centro de enseñanza, la recoge y comienza una nueva etapa de discusión. Llega
hasta una universidad y puede ser condenada por la Facultad de Teología. Así va
siguiendo la controversia año tras año, y Roma sigue en silencio. Acaso se apele
luego a una instancia inferior a Roma, y finalmente, tras largo esperar, viene ante
el poder supremo. Entretanto se ha ventilado la cuestión, se la ha vuelto de arriba
abajo y se la ha examinado por sus cuatro costados, y la autoridad es llamada a
dar una decisión, a que ha llegado ya la razón. Y aun entonces la autoridad vacila
en hacerlo, y nada se determina durante años, o se determina tan general y
vagamente que la controversia entera se pone de nuevo en marcha antes de
recibir la determinación postrera. Es patente que semejante modo de proceder no
solo tiende a la libertad, sino al aliento de los teólogos y controversistas
individuales. Hay gentes que tienen ideas verdaderas, a su parecer, y útiles para su
tiempo; pero no tienen entera confianza en ellas, y desean que se discutan. Están
dispuestos a abandonarlas y hasta lo harían agradecidos si se les probara que son
erróneas o peligrosas, y por medio de la controversia logran su fin. Se les contesta
y ceden o, por lo contrario, hallan que se los considera seguros. No se atreverían
a proceder así si supieran que una autoridad, suprema y última, está atisbando
toda palabra que digan, o hace signos de asentimiento o discusión a cada
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sentencia que pronuncie. En tal caso solo lucharía, como los soldados persas, bajo
el látigo, y podría de verdad decirse que se le habría quitado, a palo limpio, la
libertad de pensamiento. Pero no ha sido así. No quiero decir que si las
controversias hacen demasiado ruido, en escuelas y hasta en porciones menores
de la Iglesia, no sea aconsejable una intervención, y puede, además, haber
cuestiones de carácter tan urgente que sea un deber apelar inmediatamente a la
suprema autoridad de la Iglesia; pero, si miramos a la historia de la controversia,
hallaremos, creo yo, que la marcha general de las cosas ha sido tal como la acabo
de presentar. Zósimo trató a Pelagio y Celestio con extremada indulgencia; San
Gregorio VI fue igualmente indulgente con Berengario. Por razón de su mismo
poder, los papas han sido, por lo común, lentos y moderados en usar del mismo.
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para que nuestros hábitos de espíritu, nuestra manera de razonar, nuestros gustos
y nuestras virtudes hallen lugar y, por el mismo caso, santificación dentro de la
Iglesia católica.
Solo queda otro tema, que creo necesario introducir aquí, por referirse a las vagas
sospechas que se atribuyen en este país al clero católico. Es una de las que mis
acusadores han hablado mucho antes de ahora: la acusación de reserva mental y
economía. La han encontrado en medida nada escasa en lo que dije sobre el
particular en mi Historia de los arrianos y en una nota de mis sermones en que
hago referencia a ellas. El principio de la reserva mental es también defendido
por un admirable escritor, en dos números de los Tracts for the Times, de que yo
fui director.
Ahora bien, por lo que atañe a la economía en sí misma (véase nota F, Sobre
la economía), se funda en las palabras de nuestro Señor «No echéis vuestras
piedras preciosas a los cerdos», y fue observada, más o menos, por los primeros
cristianos en su trato con las poblaciones gentiles entre las que vivían. En medio
de las abominables idolatrías e impurezas de aquel tiempo espantoso, la ley de la
economía era un deber imperioso. Pero esta regla, por lo menos tal como yo la he
explicado y recomendado en lo que he escrito, no va más allá de ocultar la verdad
cuando podemos hacerlo sin engañar, de afirmarla solo parcialmente y de
presentarla de la manera más aproximada posible a quien pregunta o inquiere,
cuando, posiblemente, no la entendería exactamente. Entiendo que pintar
ángeles con alas es un ejemplo del tercero de estos modos de economía; ejemplo
del segundo sería eludir la pregunta de si los cristianos croen la Trinidad
contestando: «Creen en un solo Dios». En cuanto al primer punto, apenas es ya
economía, puesto que cae dentro de lo que se llama disciplina arcani. Los modos
segundo y tercero de economía son llamados «mentiras» por Clemente, pues
opina que una verdad parcial es, en cierto sentido, una mentira, lo mismo que
una verdad que solo lo es en apariencia. Y ese es, creo yo, todo el fundamento,
por lo ancho y largo, de la acusación que con tanta violencia se me ha hecho de
ser abogado de la economía.
Años adelante vine a pensar, como creo que piensan la mayoría de los
escritores, que Clemente dice más de lo que yo he dicho. Yo pensaba que
Clemente empleaba la palabra «mentira» como una hipérbole; pero ahora creo
que, como otros Padres primitivos de la Iglesia, pensaba que, en ciertas
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circunstancias, era lícito decir una mentira. Yo no he sostenido nunca esta
doctrina, aunque pensaba, como pienso ahora, que el tema está envuelto en
dificultades considerables; y no es extraño que yo lo dijera así cuando grandes
escritores ingleses declaran sin vacilación que, en casos extremos, por ejemplo,
para salvar la vida, el honor y aun los bienes, es lícita una mentira. Y ello me lleva
directamente a la cuestión de la verdad y de la veracidad de los sacerdotes
católicos en general en su trato con el mundo, para tocar a la cuestión general de
su sinceridad y de su creencia interior en los Credos que profesan.
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descanso tras su larga vida de trabajo. Un obispo murió en el norte; ¿qué tenía
que ver un hombre de su categoría eclesiástica con las Visitas, tan penosas y
peligrosas, de los enfermos, sino que le apremiaba la fe y caridad cristianas? Los
sacerdotes se ofrecieron voluntariamente a ese servicio. Lo mismo hicieron en la
primera aparición del cólera, el misterioso y horrendo castigo. Si no llevaban en
su corazón la fe viva en el Credo de la Iglesia, yo diría que en ellos ha tenido su
más pleno cumplimiento la observación del Apóstol; «Si solo en esta vida hemos
esperado en Cristo, somos los más miserables de los hombres». ¿Qué podría
sostener a un grupo de hipócritas ante una calamidad mortal, siguiendo uno tras
otro por un sendero sin esperanza, y pereciendo uno tras otro? Y puedo decir
que, en sustancia, tal es la vida de todo sacerdote que tiene una misión. Siempre
está pronto a sacrificarse por su pueblo. Noche y día, enfermo o sano, por su
parte, al anuncio de la llamada de un enfermo, allí está inmediatamente. El que
un feligrés muera por su culpa sin Sacramentos es para él hecho espantoso. ¿Por
qué espantoso, si no tiene una fe profunda y absoluta en la que fundar su servicio
voluntario? Los protestantes admiran estos hechos cuando los ven; pero no
parece que los vean con tanta claridad que excluya la idea misma de hipocresía.
No puedo discernir qué mantiene hasta hoy día el prejuicio contra nosotros de
este país protestante, a no ser las vagas acusaciones sacadas de nuestros libros de
teología moral; con una breve noticia de la obra particular que nuestros
acusadores nos echan en cara, voy a dar fin a estas observaciones.
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Así, pues, no puedo negar que San Alfonso de Ligorio sentó el principio de la
licitud del equívoco si hay justa causa para usarlo, es decir, en caso
extraordinario, y que puede confirmarse con juramento. Por equívoco entiende el
santo un juego de palabras que el hablante toma en un sentido y presenta en otro
al oyente. Voy a dar mi opinión sobre este punto tan llanamente como pueda
desear un protestante. Confieso, pues, enseguida, que en este punto de
moralidad, aun admirando las altas cualidades del carácter italiano, prefiero la
norma inglesa de conducta. Sin embargo, como se verá luego, al decir eso no
entiendo decir nada irrespetuoso para con San Alfonso, que fue un amante de la
verdad, y cuya protección espero no perder porque en la materia de que se trata
prefiera seguir otra guía que la suya.
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embusteros, cobardes, fingidos e indignos de crédito? Estoy seguro de que no.
Entonces, ¿por qué no aplica la misma medida a los sacerdotes católicos? Si en el
cuarto de un estudiante de Oscott se encuentra un ejemplar de Scavini que habla
de la licitud del equívoco por justa causa, no solo Scavini, sino el mismo
infortunado estudiante que posee lo que los protestantes llaman un libro malo,
será tenido de por vida por indigno de crédito. ¿Es que todos los libros
protestantes de texto que se usan en la Universidad son intachables? ¿Será
menester tomar por el Evangelio cada palabra de la Ética de Aristóteles, o cada
aserción de Hey o Burnett sobre los Artículos? ¿Es que los libros de texto son la
autoridad suprema, y no más bien manuales en manos de un profesor y base de
sus explicaciones? Pero no supongamos el caso de un estudiante o de un profesor,
sino el de Scavini o de San Alfonso mismo. Ahora bien, aquí vuelvo a preguntar
si nadie tendría escrúpulo en tener a Paley por hombre honrado a despecho y
pesar de su apología de la mentira, ¿por qué tenerlo en considerar hombre
honrado a San Alfonso? Estoy completamente seguro de que nadie tendría
personalmente tales escrúpulos respecto de Paley; se podía estar en desacuerdo
con él, pero no se podrá pasar de llamarlo un pensador atrevido. Entonces, ¿por
qué ha de ser odiosa la persona de San Alfonso, lo mismo que su doctrina?
Ahora voy a decir por qué no nos da miedo Paley. Se dirá que porque, si
defiende la mentira, se entiende que en casos extremos o especiales. No
tendríamos miedo a un hombre que sabemos que ha dado muerte a un bandido
en su casa, pues sabemos que nosotros no somos bandidos; así tampoco
pensaríamos que Paley tiene costumbre de decir mentiras en sociedad por el
hecho de que, en caso de grave alternativa, pensó que decirla era mal menor.
Entonces, ¿a qué tantas sospechas de un teólogo católico que habla de ciertos
casos extraordinarios en que un equívoco del penitente no puede ser mirado por
el confesor como materia de pecado? Porque aquí está el «busilis» de la cuestión.
Pero insistamos: ¿Por qué Paley, por qué Jeremy Taylor, sin tener delante de
momento materia práctica alguna, consignan una máxima sobre la mentira que
desconcertaría a la mayor parte de los lectores? La razón es patente. Ambos
estatuyen una teoría de moral y tienen que tratar cada cuestión cuando le llega el
turno. Y lo mismo hacen puntualmente San Alfonso o Scavini. No hay sino que
poner las manos en un tratado sobre las reglas de la moralidad para ver enseguida
lo difícil del empeño. ¿Cuál es la definición de una mentira? ¿Podría darse mejor
que la de ser un pecado contra la justicia, como la consideran Taylor y Paley?
Pero, si es así, ¿cómo puede ser pecado si no se perjudica para nada al prójimo? Si
no place esta definición, tómese otra, y quizá por medio de ella se vendrá a
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defender el equívoco de San Alfonso. Sin embargo, el punto sobre el que yo
insisto es que San Alfonso, lo mismo que Paley, considera las diversas partes de
una extensa materia, y tiene que emitir un juicio sobre la mentira, por más que
en esta materia es difícil formarse un juicio satisfactorio.
Más aún: no hay por qué suponer que un filósofo o un moralista haga uso
para sí de la licencia que le permitiría su propia teoría. Cada uno es guiado por su
conciencia; pero al trazar un sistema de reglas se ve forzado a proceder
lógicamente y seguir la exacta deducción de una conclusión a otra, y asegurarse
de que todo el sistema es coherente y tiene unidad. Se oye de obras inmorales e
irreligiosas escritas por hombres de carácter decente, y un escritor reciente dice
que las obras escépticas de David Hume no pintan en absoluto al hombre. Un
sacerdote puede escribir un tratado realmente laxo sobre la mentira, puede la
Santa Sede condenarlo, como ha condenado otros de la misma laya y, sin
embargo, el tal sacerdote puede ser personalmente un rigorista. Y, de hecho, es
notorio por su vida que San Alfonso, que pasa por moralista laxo, tuvo
personalmente una de las conciencias más escrupulosas y delicadas. Es más, fue
originariamente abogado y en una ocasión fue arrastrado a cometer algo que
parecía un engaño, aunque fue puro accidente, y ello fue ocasión de abandonar la
profesión y abrazar la vida religiosa.
A pesar de haber examinado cuidadosamente una y otra vez los detalles del
proceso, se equivocó completamente sobre el sentido de un documento que
constituía el derecho de la parte contraria. El abogado del gran duque se dio
cuenta del error, pero dejó a Alfonso continuar su elocuente discurso, hasta el
fin, sin interrupción; apenas acabado, se levantó y, con tajante frialdad, dijo:
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—Sí —dijo Alfonso—, con el papel en la mano no tengo razón, me he
equivocado.
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si al pedirme la prueba, yo le replicara que tal fue la doctrina de Taylor y Milton?
Podría replicarme con viveza: «Yo no estoy obligado a seguir a Taylor o Milton».
A lo que yo le urgiría: «Taylor es una de las autoridades reconocidas». «Taylor —
me diría— fue un gran escritor, pero los grandes escritores no son, por ese mero
hecho, infalibles». Esta es puntualmente mi respuesta cuando en esta materia se
me considera discípulo de San Alfonso.
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deber que recordó el Apóstol a los efesios con estas palabras: «Practiquemos la
verdad en la caridad y crezcamos con él en todas las cosas»…
Engañar con una mentira, siquiera se haga por chiste o por cumplimiento,
aunque por ella nadie sufra daño ni obtenga ventaja, es, sin embargo, cosa de
todo punto indigna, comoquiera que el Apóstol nos amonesta: «Dando de mano
a la mentira, hablad ver dad». Y es aquí donde hay gran proclividad a mentir
frecuente y más gravemente; y de las mentiras chistosas cobran los hombres
costumbre de mentir, de donde vienen a tener fama de embusteros y, para que su
hablar tenga alguna fe, se ven forzados a jurar continuamente […]
Es a veces lícito callar la verdad, pero solo fuera del juicio; porque en el
juicio, si el testigo es legítimamente interrogado por el juez, hay que manifestar
de todo punto la verdad. En cuyo caso han de precaverse los testigos de no
confiar demasiado en la memoria y afirmar por cierto lo que no han averiguado.
Para que de mejor gana huyan los fieles de este vicio de la mentira, el párroco
les pondrá ante los ojos la fealdad de este pecado. Y es así que en las Sagradas
Escrituras el demonio es dicho padre de la mentira, pues, por no haberse
mantenido en la verdad es mentiroso y padre de la mentira. Para desterrar tan
gran ignominia de entre los hombres, añadirá los males que se siguen de la
mentira y, como son incontables, mostrará (por lo menos) las fuentes y capítulos
de sus daños y calamidades. Y primeramente, hasta qué punto ofende a Dios y se
atrae su odio el hombre vano y embustero… ¿Qué seguridad tendrá, pues, un
hombre objeto de especial aborrecimiento de Dios, de que no haya de sufrir los
más graves suplicios? Luego, ¿qué más impuro y feo que, como dice Santiago,
echar una fuente por el mismo ojo de agua dulce y amarga? Porque la misma
lengua que tributa alabanza y gloria a Dios, luego, en cuanto de ella depende, lo
ofende y deshonra por la mentira; por lo cual los embusteros son excluidos de la
posesión de la bienaventuranza celeste […] Pero el daño mayor de la mentira es
ser enfermedad del alma casi incurable…
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Este daño tiene además enormísima extensión y se propaga a los demás,
porque por la insinceridad y mentira se destruye la fe y la verdad, que son los más
estrechos vínculos de la sociedad humana; rotos esos vínculos, síguese extrema
confusión de vida, de forma que los hombres no parecen diferir de los demonios
[…]
Los que echan la culpa de su mentira a los que los han engañado mintiendo,
hay que enseñarles no ser lícito a los hombres vengarse a sí mismos ni volver mal
por mal sino vencer el mal por el bien […]
Todavía hay otra autoridad a la que apelo en esta materia, autoridad que pide de
mí atención especial, pues se trata de enseñanza de un Padre. Ella me servirá
hasta poner término a esta obra. El oratoriano romano que escribió la Vida de
San Felipe Neri dice de él que aborrecía particularmente toda afectación en el
hablar, vestir y en todo lo demás, tanto en sí mismo como en los otros.
Evitaba también en lo posible tener que tratar con personas de doble faz, que
no van en sus tratos sencilla y derechamente al asunto.
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En cuanto a los embusteros, no los podía aguantar y recordaba
continuamente a sus hijos espirituales que habían de huir de ellos como de la
peste.
Tales son los principios que me guiaron antes de hacerme católico; tales son
los principios que confío me sostendrán hasta el fin.
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seamos a la larga conducidos, por el poder de la divina voluntad, a formar un
solo rebaño bajo un solo pastor.
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Nota A
El liberalismo
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Si yo osara parangonarme con Lacordaire, diría que los dos hemos sido
inconsecuentes: él como católico, llamándose liberal; yo, como protestante,
siendo antiliberal; y además, que la causa de la inconsecuencia ha sido en ambos
la misma. Es decir, que ambos hemos sido tan buenos conservadores que los dos
abrazamos lo que el azar quiso que encontráramos establecido en nuestros
respectivos países al tiempo de entrar en la vida activa. El torysmo era el credo de
Oxford; Lacordaire heredó y aprovechó lo mejor que pudo la Revolución
francesa.
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La imputación no era del todo injusta; aquellos hombres perseguían su
propia idea de la Universidad, y sufrieron, naturalmente, más o menos, la
enfermedad moral aneja a tal empeño. El verdadero fin de tan grandes
instituciones es el cultivo de la inteligencia y la difusión de los conocimientos. Si
este fin tiene en todo tiempo sus peligros, cuánto más en el caso de hombres
empeñados en una obra de reforma; y hubieron de medirse no solo con quienes
eran de su misma talla intelectual, sino también con la muchedumbre de otros de
talla inferior. En este círculo o clase selecta de hombres en varios colleges, los
instrumentos directos y el fruto escogido de la reforma real de la Universidad,
hallamos los primeros brotes del partido liberal.
Cuando los hombres son capaces de obrar hay posibilidad de que la acción se
extreme o desmesure, y por el mismo caso, cuando se ejercita la inteligencia hay
posibilidad de que su ejercicio sea caprichoso o erróneo. La libertad de
pensamiento es en sí misma un bien; pero deja una puerta abierta a la falsa
libertad. Ahora bien, entiendo por liberalismo la falsa libertad de pensamiento, o
el ejercicio del pensamiento sobre materias en que, dada la constitución del
espíritu humano, el pensamiento no puede conducir a ninguna conclusión válida
y está, por ende, fuera de lugar. En esas materias están los primeros principios de
todo orden, y entre estos hay que contar como los más sagrados e importantes las
verdades de la revelación. Así pues, el liberalismo es el error de someter al juicio
humano aquellas doctrinas reveladas que están, por su naturaleza, más allá de su
alcance y son independientes de él, y de pretender determinar por razones
intrínsecas el valor y verdad de proposiciones que se fundan para ser aceptadas,
simplemente, en la autoridad exterior de la palabra divina.
Ahora bien, es cierto que el partido del que acabo de hablar, tomado en su
conjunto, era de un carácter de espíritu del que podía fácilmente brotar y del
que, de hecho, brotó el liberalismo; es cierto que difundían en torno a sí una
influencia de la que se mantuvieron alejados hombres de seriedad religiosa. Pero
al decir esto no me pasa por las mientes afirmar que los talentos de la
Universidad, por los años transcurridos antes y después de 1820, fueran liberales
en su teología, en el sentido en que la masa de las clases educadas son hoy
liberales por todo lo ancho y largo del país. No quisiera por nada del mundo que
se supusiera que intento quitar algo a la sinceridad cristiana y a la actividad en
obras religiosas, por encima del nivel ordinario, de muchas de las personas en
cuestión. Hilos hubieran protestado contra la suposición de que pusieran la razón
por delante de la fe, o la ciencia por delante de la devoción; sin embargo, yo
pienso que, inconscientemente, favorecieron e introdujeron con éxito en Oxford
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una libertad de opinión que fue más allá que ellos. En sus días, poco más
hicieron que darse tono de ideas ilustradas, amplitud de espíritu, liberalidad de
sentimientos, sin trazar la línea entre lo que era exacto y lo que era inadmisible en
la especulación, y sin ver la tendencia misma de sus propios principios; y
absorbiendo, como absorbían, la energía intelectual de la Universidad, no
encontraron por un tiempo obstáculo efectivo para difundir su influencia o, por
mejor decir, hallaron uno, que fue de momento muy efectivo, pero no de
carácter intelectual: el torysmo inflexible y la adhesión tradicional a la Iglesia de
Inglaterra del gran cuerpo de los colleges y la Convocation de Oxford.
Keble era joven en años cuando vino a ser una celebridad en la Universidad,
pero era más joven aún de espíritu. Tenía la pureza y sencillez de un niño. Tenía
pocas simpatías con el partido intelectual, que lo acogió sinceramente como
muestra brillante del nuevo Oxford. Instintivamente se cerraba a la ostentación
literaria, a la solemnidad de maneras, defectos que rondan siempre a las
celebridades académicas. No respondió a sus esperanzas. Su colisión con ellos (si
puede así llamarse) fue descrita por Hurrell Froude a su manera. «Pobre Keble —
solía decir—, fue invitado a unirse a la aristocracia del talento, pero pronto
encontró su verdadero puesto». Se retiró al campo, pero su ejemplo prueba que
los hombres no pierden la influencia que es suya por derecho porque se les
impida el uso de los medios o vías naturales y adecuadas para ejercerla. Keble no
perdió su puesto en los espíritus de los hombres porque hubiera desaparecido de
su vista.
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Keble era hombre que no se guiaba a sí mismo y formaba sus juicios por
procedimientos de razón, por indagación o argumentos, sino por autoridad,
tomada esta palabra en sentido lato. La conciencia es una autoridad, la Biblia es
una autoridad; lo mismo la Iglesia, lo mismo la antigüedad, lo mismo las palabras
de los sabios, lo mismo las lecciones hereditarias; las memorias históricas, los
adagios de la ley y las máximas de Estado, los sentimientos, los presagios y las
ideas preconcebidas son otras tantas autoridades. A mi parecer, solía sentirse más
feliz siempre que podía hablar u obrar bajo una de esas sanciones primarias o
exteriores y podía valerse de razonamientos principalmente como medios de
recomendar o explicar lo que tenía ya títulos para ser aceptado antes de toda
prueba. Profesaba incluso ternura, a pesar de Bacon, por los ídolos de la tribu y la
caverna, del foro o plaza y del teatro. Lo que Keble aborrecía instintivamente era
la herejía, la insubordinación, la resistencia a lo establecido, las pretensiones de
independencia, la deslealtad, la innovación, el espíritu de crítica y censura. Y tal
era el principio capital de la escuela que con el correr de los años se formó en
torno a él. No es fácil señalar los límites de su influencia en sus días, pues
multitud de hombres que no profesaban su enseñanza o no aceptaban sus
doctrinas particulares estaban, sin embargo, dispuestos o hallaban conveniente
para sus fines obrar de la mano con ella.
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sí mismo un principio o poder de desarrollo, y ello por razón de su misma
naturaleza y constitución; otra cosa eran los liberales. Estos representaban una
idea nueva que solo gradualmente iba cobrando conciencia de sí misma, afirmaba
sus características y relaciones exteriores y ejercía su influencia en la Universidad.
El partido fue creciendo todo el tiempo que yo estuve en Oxford, en número
desde luego, pero ciertamente también en amplitud y precisión de doctrina, y en
poder. Y lo que era de orden más elevado, el acceso de los discípulos del doctor
Arnold le confirió una elevación de carácter que le atrajo el respeto de sus
mismos adversarios. Por otra parte, a medida que ganó en seriedad y fue
perdiendo la costumbre de aplaudirse a sí mismo, cobró más libertad de lenguaje
y se encontraron miembros suyos que, por el mero hecho de haber permanecido
firmes en sus primeras ideas, dieron la impresión en el juicio del mundo, por lo
que atañe a sus actos públicos, de haberse pasado al campo conservador. Por eso,
ni en sus componentes ni en su política era en 1832, 1836 y 1841 lo que fue en
1845.
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seguidores, e influidos por jóvenes amigos que habían logrado importancia en la
Universidad desde 1841 y sentían simpatías para conmigo, adoptaron un rumbo
de conducta más ajustado a sus principios y procedieron a proteger del celo de la
Comisión semanal (Hebdomadal Board), no a mí precisamente, sino, por propia
confesión, a todos los partidos dispersos por el país: tractarianos, evangélicos y
liberales en general, que tenían que suscribir los formularios anglicanos por razón
de que tales formularios, en un punto u otro, tomados rigurosamente, ofrecían
por igual dificultades a todos los partidos.
«Pentheu,
Rector Thebarum, quid me perferre patique
Indignum cogas?». «Adimam bona». «Nempe, pecus, rem,
Lectos, argentum; tollas licet». «In manicis et
Compedibus, saevo te sub custode tenebo».
«Ipse Deus, simul atque volam, me solvet».
Hoc sentit: Moriar. Mors ultima linea rerum est.
—«Penteo,
rey de Tebas, ¿qué castigo me vas a hacer sufrir sin yo merecerlo?»
—«Te privaré de tus bienes».
«El ganado, el dinero, la plata… puedes llevártelos».
—«Con grilletes y cepos te encarcelaré».
—«Dios me liberará cuando yo quiera».
Página 246
—«Esto piensas: Morirás».
«La muerte es el punto final de todas las cosas».
Horacio, Epístolas.
Página 247
7. El cristianismo ha sido necesariamente modificado por el crecimiento
de la civilización y las exigencias de los tiempos.
De donde se sigue, por ejemplo, que el sacerdocio católico, necesario
en la Edad Media, puede suprimirse actualmente.
8. Hay un sistema de religión más sencillo y verdadero que el
cristianismo tal como ha sido aceptado siempre.
De donde se sigue, por ejemplo, que el cristianismo ha sido el «grano
de trigo», muerto durante mil ochocientos años, que por fin dará fruto, y
que el mahometanismo es la religión de los hombres, y el cristianismo
actual la religión de las mujeres.
9. Existe el derecho al juicio privado, es decir, no existe sobre la tierra
autoridad competente para impedir la libertad de los individuos en
razonar y juzgar por sí mismos sobre la Biblia y su contenido, tal como les
pluguiere.
De donde se sigue, por ejemplo, que las Iglesias establecidas que
exigen aceptación de sus dogmas son anticristianas.
10. Hay derechos de conciencia tales que cualquiera puede legítimamente
pretender enseñar lo falso y malo en materias religiosas, sociales y morales
con tal de que, en su conciencia privada, le parezca absolutamente
verdadero y recto.
De donde se sigue, por ejemplo, que puede haber derecho a predicar y
practicar la fornicación y la poligamia.
11. No hay nada que se parezca a una conciencia nacional o del Estado.
De donde se sigue, por ejemplo, que ningún juicio puede caer sobre
una nación pecadora e infiel.
12. El poder civil no tiene deber positivo, en un estado normal de cosas,
de mantener la verdad religiosa.
De donde se sigue que la blasfemia y la infracción del domingo no
son legítimamente punibles por la ley.
13. La utilidad y conveniencia son la medida del deber político. De
donde se sigue que ningún castigo puede infligirse por razón de que Dios
lo mande, por ejemplo: «Quien derramare la sangre de un hombre,
morirá a mano de hombre».
14. El poder civil puede disponer, sin cometer sacrilegio, de los bienes de
la Iglesia. De donde se sigue, por ejemplo, que Enrique VIII no pecó en
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su despojo.
15. El poder civil tiene derecho a la jurisdicción y administración
eclesiástica.
De donde se sigue, por ejemplo, que el Parlamento puede imponer
artículos de fe a la Iglesia o suprimir diócesis.
16. Es lícito levantarse en armas contra los príncipes legítimos. De donde
se sigue, por ejemplo, que los puritanos en el siglo XVII y los franceses en
el XVIII son justificables en su rebelión y revolución, respectivamente.
17. Él pueblo es la fuente legítima del poder. De donde se sigue que el
sufragio universal es uno de los derechos naturales del hombre.
18. La virtud es hija de la ciencia, y el vicio, hijo de la ignorancia.
De donde se sigue, por ejemplo, que la educación, los periódicos, los
viajes en tren, la ventilación, la higiene de la calle y las artes útiles a la
vida, cuando llegan a su perfección, sirven para hacer a una población
moral y feliz.
Todas estas proposiciones, y otras más, me han sido familiares treinta años ha
como partes de los principios del liberalismo. A ninguna de ellas me adherí antes
de comenzar a escribir, a excepción de la 12, acaso también la 11 y parcialmente
la 1; posteriormente escribí contra la mayor parte de ellas en una parte u otra de
mis obras anglicanas.
Hay un poema sobre «Liberalismo» que comienza: «No podéis dividir por
mitad el evangelio de la gracia de Dios», y excluye el liberalismo como lo acabo
de escribir. Otro poema habla de «la edad por venir» y define desde su propio
punto de vista la postura y perspectiva del liberalismo.
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Huelga decir que esta nota es principalmente histórica. Haría falta una
disertación aparte para explicar con algún pormenor hasta qué punto sostuvo el
partido liberal de 1830-1840 las 18 tesis que yo le he atribuido, y hasta qué
punto y en qué sentido me opondría ahora a ellas.
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Nota B
Los católicos creen que los milagros se dan en cualquier tiempo de la Iglesia,
pero no con el mismo fin, con el mismo número ni con la misma evidencia que
en los tiempos de los apóstoles; y con el mismo objeto fueron después hechos por
evangelizadores de naciones, como admiten los mismos protestantes. Así, oímos
de milagros en la historia de San Gregorio, en el Ponto, y de San Martín, en las
Galias, y en su caso, como en el de los apóstoles, fueron muchos y claros. Como
fueron concedidos a evangelizadores, así se conceden también, siquiera con
menor frecuencia y esplendor, a otros hombres santos; y como quiera que los
hombres santos no se encuentran por igual en todos los tiempos ni en todos los
lugares, ello explica que los milagros sean más frecuentes en unos tiempos y
lugares que en otros. Además, los milagros, por lo general, son concedidos a la fe
y a la oración, de lo que resulta que, en un país en que florecen la fe y la oración
es más probable que ocurran que no donde no hay fe ni oración; de ahí también
lo irregular de su ocurrencia. En fin, como quiera que la fe y la oración obtienen
más frecuentemente que los milagros las intervenciones ordinarias de la
Providencia, y siendo, por otra parte, muy difícil distinguir entre un hecho
providencial y un milagro, habrá más de aquellos que de este, si bien se
calificarán de milagrosos muchos hechos que, rigurosamente hablando, no son
tales, es decir, que no pasan de disposiciones providenciales, lo que a veces se
llama grazie o «favores».
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1. La cosa es posible porque se dan milagros en todos los tiempos; pero
hay que probarlo claramente porque, después de esto, puede tratarse de
una gracia providencial, o de una exageración, de un error o de una
impostura. Pues bien, eso es lo que yo dije, y eso es lo que el escritor que
ha dado ocasión al presente libro consideró tan irracional. Yo dije, como
me cita él mismo: «En nuestros días y en nuestras actuales circunstancias
solo podemos contestar que no hay razón porque no hayan de darse los
milagros». Indudablemente esto es perfectamente lógico, en el supuesto
de que los milagros ocurran en todos los tiempos; y lógico soy también al
decir que «nada hay prima facie en los relatos de milagros en cuestión que
repugne a un espíritu debidamente educado y religiosamente dispuesto».
¿Qué se puede reprochar a semejante afirmación? Mi impugnador no
pretende decir qué pueda reprochársele, ni tampoco puede; pero expresa
su admiración de forma ruda y poco comprensiva. En el pasaje que cita
yo hago esta observación: «Los milagros son un género de hechos propios
de la historia de la Iglesia, cabalmente como los ejemplos de sagacidad o
audacia, de proezas o crímenes personales son hechos propios de la
historia profana». ¿Qué mal hay en decir eso?
2. Pero si bien un milagro es concebible, tiene que ser probado. ¿Qué
tiene que ser probado?
a. Que el hecho pasó tal como se afirma y no se trata de un falso
relato o de una exageración.
b. Que es claramente milagroso y no una mera disposición
providencial o respuesta a la oración dentro del orden de la
naturaleza. ¿Qué pecado hay en decir eso? Semejante indagación
corresponde a la que se hace sobre ciertos hechos extraordinarios de
la historia profana. Si oigo decir que el rey Carlos II murió
católico, me veo forzado a decir: «puede ser, pero ¿qué pruebas hay
de ello?».
En mi Ensayo sobre los milagros del año 1826 yo proponía tres interrogantes sobre
un pretendido hecho milagroso:
Página 252
Los tres capítulos los tengo en cuenta en mi Ensayo de 1842; y por ellos quiero
todavía guiar mi indagación acerca de los milagros en la historia de la Iglesia.
Página 253
repito que, respecto a Santa Walburga, yo hacía una excepción: el hecho
del aceite medicinal, pues de este milagro había testimonios claros y
sucesivos. Y luego procedía a dar una cadena de testigos. Era mi deber
afirmar lo que estos testigos decían con sus propias palabras; así reproduje
en todo su tenor los testimonios a partir de la muerte de la santa. Yo dije:
«Es una de las principales santas de su tiempo y de su país», y citaba luego
a Basnage, escritor protestante que dice: «Hay seis escritores que se
ocuparon en relatar los hechos y milagros de Walburga». Luego decía yo
que su «renombre no experimentaba el crecimiento natural debido al
tiempo, sino que había comenzado el siglo mismo de la muerte de la
santa». Luego observaba que solo dos milagros parece que «le fueron
claramente atribuidos en vida y se nos transmitieron, al parecer, por
tradición». Además, que sus milagros habían comenzado hacia el año 777
después de Cristo. Luego hablaba del aceite medicinal, de que hay
testimonios de los años 893, 1306, 1450, 1615 y 1620. Decía yo también
que Mabillon no parece haber creído en algunos de sus milagros, y que el
más antiguo testigo había tenido sus más y sus menos con su obispo. Y así
dejé la cuestión, que debía resolverse por pruebas, sin decidir nada por mi
cuenta.
¿Qué mal hay en todo eso? Pero mi criticón lo embarulló todo de la
manera más extraordinaria y no estoy nada seguro de que él mismo
supiera qué acusación categórica intentaba hacer contra mí. Una de sus
observaciones: «¿Qué se hizo del aceite sagrado los doscientos cuarenta
últimos años? El doctor Newman no lo dice». Naturalmente, no lo dije
porque no lo sabía. Yo presenté la prueba tal como la encontré; él supone
que tengo que probar un punto, y luego pregunta por qué no dilato más
la prueba. Ahora le puedo decir algo más sobre el asunto: el aceite sigue
manando, yo he tenido en mi poder alguna porción y todavía es
medicinal. Esto me lleva al tercer capítulo.
3. Su virtud milagrosa. Desde que me hice católico he encontrado que
sobre este punto hay opiniones diferentes. Según unos, el aceite es
producto natural de la roca, y ha manado siempre de ella; según otros,
fluye, por don divino, de las reliquias; otros, aun concediendo que mana
naturalmente de la roca, están dispuestos a admitir que fue en sus
orígenes milagroso, como lo fuera el agua de la piscina de Betsaida.
Este punto debe, evidentemente, resolverse antes de que la virtud del
aceite pueda atribuirse a la santidad de Santa Walburga. En cuanto a mí,
no tengo, ni nunca he tenido, los medios de entrar a fondo en la cuestión;
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pero quiero aprovechar la ocasión de habérseme propuesto para hacer una
o dos observaciones que completen lo que he dicho en otras ocasiones.
1. Confieso francamente que el actual avance de las ciencias
tiende a probar que muchos hechos que hasta ahora han tenido los
católicos por simplemente sobrenaturales tienen y han tenido lugar
dentro del orden de la naturaleza.
2. Aun cuando hago de buena gana esta concesión, no ha de
suponerse, en consecuencia, que estoy dispuesto a conceder de
buenas a primeras que, de hecho, sea natural todo acontecimiento
que haya podido tener lugar según leyes de la naturaleza, pues es
patente que ningún católico puede atar al Omnipotente para que
obre siempre de una sola y misma manera o que observe
invariablemente la leyes que Él mismo ha puesto. Un
acontecimiento que es posible dentro del orden de la naturaleza es,
ciertamente, también posible al poder divino sin atenerse en
absoluto al orden natural de causa y efecto. Tomando un caso
paralelo: un incendio puede ser obra de un incendiario, pero puede
ser también efecto de un rayo, y un tribunal no juzgaría
seguramente a un hombre culpable de incendio si en el momento
de prender el fuego estalló una peligrosa tormenta. Por manera
semejante, en el supuesto de que se haya dado una acción
milagrosa, la curación de enfermedades de que es capaz la ciencia
médica puede no obstante tener lugar, de hecho, no por medios
naturales, sino por una intervención sobrenatural. Que el legislador
obre siempre de acuerdo con sus propias leyes es una suposición
cuya prueba no he visto nunca. Así, pues, en un caso dado, la
posibilidad de atribuir un acontecimiento a una causa humana no
prueba ipso facto que no sea milagroso.
3. Es sin embargo evidente que mientras algún experimentum
crucis no decida la cuestión de la causa natural o sobrenatural, un
hecho de este linaje convencerá tan poco al incrédulo de haber
habido en el caso una intervención divina, como al católico de que
no la ha habido en absoluto.
4. Una nueva ventaja se deriva para la causa católica de la más
amplia visión que poseemos ahora acerca de los efectos de causas
naturales: en lo futuro nuestros adversarios no estarán prontos
como hasta ahora a tachar de fraude y falsedad a nuestros
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sacerdotes y sus testigos por pretender o contar cosas increíbles.
Nuestros adversarios nos han acusado una y otra vez de falso
testimonio por razón de afirmaciones que ahora admiten como
verdaderas o, por lo menos, como posibles. Cierto que explican las
cosas extrañas de forma muy diferente que nosotros; pero ya
admiten que se trata de hechos reales. Ya es mucho que estemos
disculpados, y podemos razonablemente esperar que la próxima vez
que hablemos de hechos que parecen ser milagrosos, se investigarán
esos hechos y no se empezará por impugnar nuestro testimonio.
5. Aun en el supuesto de que algunos hechos tenidos hasta ahora
por milagrosos no posean absolutamente título para ser
considerados como tales, todavía constituyen, sin embargo, un
argumento en favor de la revelación y de la Iglesia. Hechos
providenciales, lo que se llama gratiae, aunque no se eleven a la
categoría de milagros, si se dan una y otra vez en conexión con las
mismas personas, instituciones o doctrinas, pueden procurar una
prueba acumulativa de la presencia sobrenatural en el terreno en
que se encuentran. A este punto aludí ya en mi Ensayo sobre los
milagros en la Iglesia, y, ahora se verá, tengo una razón particular
para referirme a lo que allí dije.
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primitiva Iglesia, y no pido más. Concededme que, por la oración, se otorgan
beneficios, se obtienen liberaciones, se logran resultados inesperados, se curan
enfermedades, se calman tormentas, huyen las pestes, se remedían hombres, se
infligen castigos, y no habrá necesidad de analizar las causas, naturales o
sobrenaturales, a que haya que referir esos hechos. Podrán, o no podrán, en este o
el otro caso, seguir o sobrepasar las leyes de la naturaleza; y podrán hacerlo así
clara o dudosamente, pero el sentido común de la humanidad los llamará
milagrosos. Sea cual fuere la definición formal de milagro, para el pueblo
significa un acontecimiento que imprime sobre el espíritu la presencia inmediata
del gobernador moral del mundo. Este obrará a veces por medio de la naturaleza,
a veces más allá de ella o contra ella; pero los que admitan el hecho de estas
intervenciones poca dificultad tendrán en admitir también su carácter
estrictamente milagroso si las circunstancias del caso lo requieren; y los que
niegan los milagros a la Iglesia primitiva impugnarán con el mismo brío que
tuviera la gracia de influir tan íntimamente (si es lícito hablar así) sobre la marcha
de la divina providencia, de que aquí se trata, aun cuando no fuera milagroso.
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antes. En mi Ensayo insistía yo sobre este hecho como estrictamente milagroso.
Allí me refiero a ejemplos aducidos por Middleton y otros para negar el milagro;
por ejemplo, el de una muchacha nacida sin lengua que hablaba, no obstante,
con la misma claridad y facilidad que si hubiera gozado siempre de ese órgano; y
el de un muchacho que perdió la lengua a la edad de 8 o 9 años y mantuvo, mal
que bien, el habla. Entre otras observaciones decía yo: «¿Quiere decir Middleton
que si algunos hombres pierden sus lenguas por mandato de un tirano y por
causa de su religión, y luego hablan tan llanamente como antes —así se tratara de
una sola persona, así mutilada y así agraciada— no sería un milagro?». Luego
hablaba sobre pormenores del hecho que se nos ha contado por testigos oculares
y contemporáneos. De los siete escritores alegados, seis son contemporáneos; tres,
si no cuatro, son testigos oculares del milagro. Uno hace su relato fundándose en
un testigo ocular, otro atestigua las férvidas palabras grabadas en la sepultura de
los confesores. Los siete vivieron o estuvieron en uno u otro de los dos lugares
que se mencionan arriba como su residencia. Uno es un Papa; el segundo, un
obispo católico; el tercero, un obispo cismático; el cuarto, un emperador, el
quinto, un soldado, un político o un probable infiel; el sexto, un hombre de
Estado y cortesano; el séptimo, un retórico y filósofo. «Les cortó las lenguas de
raíz», dice Víctor, obispo de Vito; «yo vi las lenguas cortadas de raíz», dice Eneas;
«hasta la garganta», dice Procopio; «hasta las raíces», dicen Justiniano y San
Gregorio; «hablaba como un hombre educado, sin obstáculo», dice Víctor de
Vito; «articuladamente», dice Eneas; «mejor que antes; hablaban sin obstáculo»,
dice Procopio; «hablando con voz perfecta», dice Marcelino; «hablaban
perfectamente, hasta el fin», dice el segundo Víctor. «Las palabras eran
articuladas, enteras y perfectas», dice San Gregorio (p. CCVIII). Sin embargo,
pocos años después, en la revista Notes and Queries (número de 22 de mayo de
1855), apareció un artículo en que se aducían varios ejemplos o pruebas para
demostrar que la lengua no es necesaria para el hablar articulado.
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operación. El efecto fue que su voz, aunque oscura y densa, era, sin
embargo, inteligible para las personas acostumbradas a conversar con él
[…] Yo no soy fisiólogo y no puedo, por tanto comprender cómo un
hombre que no puede hablar articuladamente con media lengua, pueda
hacerlo cuando le falta toda la lengua; pero los hechos son como los
cuento».
3. Y sir John McNeil dice: «La respuesta a sus preguntas sobre la
posibilidad de hablar en personas a quienes se les ha cortado la lengua,
puedo afirmar, por observación personal de algunas personas que conocí
en Persia que sufrieron ese castigo, que hablaban tan inteligiblemente que
podían tratar negocios importantes […] En Persia es creencia general que
el poder de hablar se quita solamente cortando la punta de la lengua, pero
que se recupera en medida aprovechable cortando otra parte tan atrás
como pueda hacerse un corte perpendicular de la parte que no está pegada
a la superficie inferior […] Yo no he encontrado nunca una persona que
haya sufrido este castigo y no haya podido hablar de manera que se haga
entender perfectamente de sus familiares».
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Nota C
El sermón tiene enteramente por objeto la actitud del «mundo» frente a los
«cristianos» y a la «Iglesia». Por mundo parece significarse, especialmente, el
público protestante de estos reinos; qué entienda el doctor Newman por
cristianos e Iglesia, es punto sobre que no nos ha dejado lugar a duda, pues en el
sermón precedente dice: «Mas si hay que decir la verdad, ¿qué son el humilde
monje y la santa monja y los demás regulares, como se los llama, sino cristianos
según el patrón mismo que nos ofrece la Escritura, etc.?». Tal es la definición de
los cristianos. Y en este sermón mismo define suficientemente lo que entiende
por «Iglesia», por dos notas suyas que expresa con estas palabras: «¿Por qué, por
ejemplo, no admitiremos que la confesión sacramental y el celibato del clero
tienden a fortalecer la colectividad en la relación de gobernantes y gobernados o,
en otros términos, a engrandecer el sacerdocio? Porque, ¿cómo puede la Iglesia
ser un solo cuerpo sin esta relación?». (p. 8 y 9).
¿Qué significa, pues, este sermón? ¿Por qué fue predicado? ¿Para dar a
entender que una Iglesia que tiene la confesión sacramental y el celibato del clero
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es la sola verdadera Iglesia? ¿O para insinuar que los jóvenes caballeros que le
escuchaban con admiración eran respecto de sus compatriotas lo que los
primeros cristianos respecto de los paganos de Roma? ¿O que el gobierno de la
reina Victoria era respecto de la Iglesia de Inglaterra lo que el gobierno de Nerón
o Diocleciano fue para la Iglesia de Roma? Así puede haber sido. Yo sé que se ha
sospechado del doctor Newman —y yo mismo me he inclinado a sospecharlo—
que escribía un sermón entero, no por razón del texto o de la materia, sino por
una sola alusión de pasada —una frase, un epíteto, un ligero dardo acerado—
que lanza al desgaire, como de un papirotazo, al corazón mismo de un oyente
iniciado, de forma que el hierro no vuelve a salir mientras parece seguir el curso
majestuoso de su tranquila elocuencia, sin prestar aparentemente atención a
nadie, excepto a seres invisibles. No le censuro por ello. Es uno de los más altos
triunfos de la elocuencia y puede ser empleado leal y limpiamente por quien
tenga habilidad para hacerlo leal y limpiamente. Pero, entonces, ¿por qué tituló
su sermón «Sabiduría e inocencia»?
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Ahora bien, ¿cómo iba a saber yo que el predicador que lleva fama de ser el
hombre más perspicaz de su generación e íntimo conocedor de las flaquezas del
corazón humano, fuera tan rematadamente ciego sobre el largo alcance y
consecuencias prácticas de sermón como este pronunciado ante jóvenes fanáticos
y de cabezas calenturientas, colgados de cada una de sus palabras? ¿Cómo saber
que no previera que esos jóvenes creerían obedecerle haciéndose afectados,
artificiales, astutos, picaros, prontos siempre al misterio y al equívoco?, etc.
1. Fue uno de los seis últimos sermones que escribí siendo aún
anglicano. Uno también de los cinco que prediqué en Santa María entre
Navidad y Pascua de 1843, el año mismo que renuncié a mi beneficio. El
manuscrito del sermón fue destruido, pero creo, y mi memoria me lo
confirma en cuanto puedo fiarme de ella, que la frase en cuestión sobre el
celibato y la confesión, sobre la que este escritor tanto se alborota, no fue
pronunciada en absoluto. El tomo en que se encuentra este sermón fue
publicado después de mi renuncia a Santa María, cuando no pesaba sobre
mí obligación alguna para restringir la expresión de nada que yo pudiera
sostener por mi cuenta. Este hecho importante lo hacía yo constar en la
«Advertencia» con estas palabras:
Al preparar estos sermones para la imprenta se han añadido en
algunos pasajes unas pocas palabras y frases que, como se verá, expresan
una opinión privada o personal en medida mayor de lo que hubiera
convenido en una instrucción dirigida al pueblo en la iglesia. Tal adición,
sin embargo, no parece prestarse a objeción en el caso de una publicación,
desprendida como está del lugar sagrado y del servicio a que se destinaba,
y queda así sometida a la razón y juicio del lector en general.
Consiguientemente, este tomo de sermones no debe juzgarse en
absoluto como predicación; son ensayos, ensayos de quien, al tiempo de
publicarse, no era ya predicador. Pasajes como el que ahora se discute son
justamente de aquellos que yo añadí al publicarlos; y como yo estaba
siempre con mis cinco sentidos para no decir en el púlpito nada que
apuntara hacia Roma, seguiré creyendo no haber pronunciado la frase
malhadada hasta que se encuentre alguien que testifique haberla oído.
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Por otra parte, no puedo concebir cómo la mención de la confesión
sacramental o del celibato sacerdotal, caso de que los hubiera mentado,
sean incompatibles con la postura de un clérigo anglicano. Y es así que la
confesión y absolución sacramental forman, efectivamente, parte de la
Visita anglicana a los enfermos. Y si es cierto que el artículo 32 dice que
«los obispos, sacerdotes y diáconos no están obligados por la ley de Dios a
profesar la vida célibe o abstenerse del matrimonio y pueden, por tanto,
casarse lícitamente», yo no soñé nunca en negar esa proposición, ni es
incongruente con la doctrina de San Pablo sostener que «es bueno
permanecer como yo», es decir, célibe.
Pero tengo algo más que decir sobre este punto. Este escritor dice:
Yo sé que se ha sospechado del doctor Newman —yo mismo me he
inclinado a sospecharlo— que escribía un sermón entero no por razón del
texto o de la materia, sino por razón de una simple insinuación de pasada,
una frase, un epíteto.
Obsérvese ahora: ¿Puede darse un testimonio más claro del carácter
práctico de mis sermones de Santa María que esta gratuita insinuación?
Muchos predicadores de doctrina tractariana han sido acusados de no
dejar en paz a sus feligreses y machacarlos con sus opiniones privadas. El
mismo cuento se esparció sobre mí veinte años antes de que este escritor
lo esparciera ahora, y el mundo creía que mis sermones de Santa María
estaban llenos de tractarianismo al rojo vivo. Así que gentes extrañas
venían a oírme predicar y se quedaban sorprendidas de su propio
desengaño. Recuerdo a la mujer de un prelado de alto rango que acudió
de lejos a oírme, y expresaba luego su sorpresa de haber visto que yo no
había predicado más que un simple sermón. Y recuerdo también cómo un
año, el domingo antes de la Conmemoración, vinieron a oírme cierto
número de extranjeros; yo prediqué a mi manera acostumbrada, y
residentes de Oxford de alta posición manifestaron bien clara su
satisfacción de que, en una gran ocasión, había tenido un rotundo fracaso,
pues, después de todo, nada había dicho en mi sermón que valiera la pena
de ser oído. Sin embargo, a despecho de mi vulgar visión del deber, no se
resignaban a dejarme tranquilo. De ahí que se forjaran la caritativa teoría
que este escritor resucita. Hay, decían, doble intención en esta mi
aparente sencillez; nunca estaban mis sermones más llenos de artificio que
cuando parecían puros lugares comunes; en ellos había frases que
compensaban la aparente sencillez y calma. Así, durante el sermón entero,
que les parecía demasiado práctico para ser útil, estaban al acecho del
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punto oculto, y si no lograban descubrirlo, se lo imaginaban. «Muchos
han sospechado del doctor Newman —dice— que escribía un sermón
entero no por razón del texto o de la materia, sino por razón de una
simple insinuación de pasada, de una frase, de un epíteto, de un pequeño
dardo acerado, que dispara sin que nadie lo advierta, como si se parara
magníficamente en el curso de su tranquila elocuencia, inatento
aparentemente a todos los presentes, excepto a los invisibles», etc. Según
todas las apariencias, dice, «yo estaba inatento a todos los presentes». No
es capaz de negar que «el sermón entero» parecía ser «por razón del texto y
de la materia», y por eso añade que tal vez no lo era.
2. Y ahora el tema de este sermón. Los sermones que forman este tomo
son, más o menos, excepciones a la regla que observé ordinariamente
respecto de los temas de que trataba en el púlpito de Santa María. No son
puramente morales o doctrinales. Las más de las veces se debieron a
circunstancias del día o del momento y pertenecen a varios años. Uno fue
escrito en 1832; otro en 1836; dos en 1838; cinco en 1840; otros cinco
en 1841; cuatro en 1842; siete en 1843. Varios de ellos versan sobre un
solo tema; la relación de la Iglesia con el mundo. Por mundo se entendía
no simplemente las muchedumbres que estaban fuera de la Iglesia, sino el
cuerpo de la sociedad humana, tal como existe, en la Iglesia o fuera de
ella: católicos, protestantes, griegos o mahometanos, teístas o idólatras,
dominados por principios, máximas e instintos propios, es decir, de una
naturaleza no regenerada, cualesquiera que sean sus privilegios
sobrenaturales, mayores o menores, según su forma de religión. Esta
visión de la relación de la Iglesia con el mundo, prescindiendo de
cuestiones de política eclesiástica, como pueden llamarse, es expuesta con
frecuencia en mis sermones. Dos me vienen de pronto a las mientes: el 3
de mis Plain Sermons, que fue escrito en 1829, y el 15 del tercer tomo de
mis Parrochial Sermons, escrito en 1835. Por otra parte, de acuerdo con
todos los escritores ligados al movimiento tractariano, cualesquiera sean
sus matices de opinión, y con todo el cuerpo de teólogos anglicanos, a
excepción de los de la escuela puritana o evangélica, por Iglesia entiendo
toda la cristiandad, desde los apóstoles hasta hoy, sin tener en cuenta las
posteriores divisiones en latina, griega y anglicana. Este modo de ver el
tema lo he explicado más arriba en el presente libro. Así, cuando en el
sermón que nos ocupa hablo de los miembros, gobernantes o acción de
«la Iglesia», no entiendo la Iglesia latina, ni la griega, ni la anglicana
aisladamente, sino toda la Iglesia como un solo cuerpo; de la Iglesia de
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Italia o de Inglaterra, de la sajona o normanda, como Iglesia una con la
Iglesia Católica. Esta era especialmente la Iglesia una, y los puntos en que
una rama o un periodo difería de otra u otro, no eran ni podrían ser notas
de la Iglesia, pues las notas pertenecen necesariamente a la totalidad de la
Iglesia dondequiera que sea y en todo tiempo.
Sentada así mi doctrina acerca de la relación entre la Iglesia y el
mundo, consignaba en el sermón tres principios concernientes a ella, y
dejaba allí el tema. El primero es que la divina sabiduría trazó para su
acción leyes que el mundo, dejado a sí mismo, consideró anteriormente
las peores posibles para todo éxito; y en todas las edades, lo mismo que en
los días de los apóstoles, han sido calificadas por él de «locura». Porque el
mundo se apoya siempre en la fuerza física y material y en las seducciones
de la carne, a la manera que Mahoma contaba con su espada y sus huríes,
o como los adeptos de la teoría de la religión que se llama «cristianismo
muscular» y es posterior al sermón. Nuestro Señor, por lo contrario —
añadía yo—, había sustituido la humildad por el orgullo, la mansedumbre
por la violencia y la inocencia por la astucia; y los hechos han mostrado la
alta sabiduría de tal economía, que ha sacado a la luz una serie de leyes
naturales, desconocidas antes, por las que se explicaba fácilmente la
aparente paradoja de que la mansedumbre sea más fuerte que la fuerza, y
la sencillez venza a la política mundana.
Yo decía, en segundo lugar, que el mundo, juzgando el
acontecimiento y no reconociendo las causas ocultas de su éxito, es decir,
un orden superior de leyes naturales —naturales, aunque su fuente y
acción sea sobrenatural (porque «los mansos poseerán la tierra» por medio
de una mansedumbre que viene de arriba)—; estos hombres, digo,
sacaban la consecuencia de que el éxito de que eran testigos tenía que
proceder de un mal secreto que el mundo no había llegado a dominar por
la magia, se decía en edades pasadas; por la astucia, se dice ahora.
Pensaban, en consecuencia, que la humildad y mansedumbre de los
cristianos o de los hombres de la Iglesia eran pura apariencia y velo para
cubrir las causas reales del éxito, que los cristianos podrían explicar, y no
quieren, y que son a la postre puros hipócritas.
En tercer lugar sugería yo que eclesiásticos hábiles que sabían muy
bien que no hay en la Iglesia ni magia ni astucia, y que por su íntimo
conocimiento de lo que realmente pasaba en ella discernían las causas
reales del éxito, fueron naturalmente tentados a sustituir la razón por la
conciencia, y en lugar de obedecer simplemente al mandamiento de
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arriba, se dejaron inducir a hacer el mal para que viniera el bien, es decir,
a obrar para asegurar el éxito, en lugar de obrar por motivo de fe.
Algunos, decía yo, cayeron más o menos en la tentación y sus motivos no
fueron puros; y de este modo, por manera aún más sutil, entró el mundo
en la Iglesia; y así vino a acontecer que, mirando a su historia desde el
principio hasta el fin, no podemos trazar la línea de separación entre el
bien y el mal que se da en ella, ni decir si todo puede ser defendido o hay
que condenar algunas cosas. Esta dificultad que suponía era inherente a la
Iglesia la expresaba en los términos siguientes: «Las intrigas sacerdotales
han sido miradas siempre como marca de la Iglesia y le han sido
imputadas como nota suya; y, en parte, es verdad, porque la presencia de
enemigos poderosos y el sentimiento de su propia flaqueza ha tentado a
veces a los cristianos a abusar, en vez de usar, de la sabiduría cristiana, a
ser sabios sin ser inocentes. Pero, en parte también, y hasta en su mayor
parte, no es verdad, sino calumnia, que procede simplemente de que el
mundo llama astucia a la sabiduría de la Iglesia cuando ve en ella un rival
para su propio número y poder».
3. Si no me equivoco, este sermón fue escrito pensando secretamente en
mí mismo. Todo predicador habla según la disposición de espíritu en el
momento que predica. El escritor que me ataca se propuso, con buena
voluntad, renovar, después de veinte años, una pena que me oprimía
especialmente por aquel entonces, y provenía del sentimiento de las bajas
calumnias que se amontonaban por doquiera contra mí. Es digno de
notarse que este sermón es exactamente del mismo tiempo que el rumor
que esparció un obispo de haber aconsejado yo a un anglicano convertido
al catolicismo que retuviera su beneficio. Este rumor estaba en circulación
en febrero de 1843, y mi sermón fue predicado el 19 de ese mes. En la
turbación de espíritu en que me habían sumido calumnias como esa
ganaba a par un argumento y un consuelo al repasar la historia de la
Iglesia. Mi argumento era este: si yo, que conozco bien mi inocencia, soy
así denigrado por prejuicios de partido, quién sabe si no serían también
inocentes estos grandes personajes, estos servidores de la Iglesia, en los
largos periodos que median entre los remotos días de Nicea y la
actualidad, a quienes se cargaron tan graves acusaciones. Esta reflexión me
enternecía con aquellos grandes nombres del pasado, a los que se
imputaron flaquezas o crímenes, y me reconciliaba con las dificultades de
procedimientos eclesiásticos, para cuya explicación no disponemos hoy
día de medios suficientes. Y la simpatía así excitada para con ellos
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repercutía sobre mí mismo, y hallaba consuelo poniéndome a la sombra
de quienes sufrieron lo que yo sufría y parecían prometerme su mismo
galardón, puesto que pasaba por sus mismas pruebas. En una carta a mi
obispo por el tiempo del Tratado 90, parte de la cual queda ya citada,
decía yo haber procurado siempre «guardar mi inocencia»; ahora bien, dos
años después se oyeron voces cada vez más fuertes de gentes que
amontonaban sobre mí los mismos cargos que este escritor ha ido a buscar
en mi sermón, de «fraude y artificio», de «astucia y mentira», de «doble
juego», de «intrigas clericales». Yo sería «misterioso, oscuro, sutil, astuto»,
siendo así que, en todo momento, en el grado y medida que me ha sido
posible, he tenido conciencia de mantener «la sobriedad, el propio
dominio y la moderación en palabras y sentimientos». La experiencia me
ha enseñado hasta qué punto se ha atribuido mi éxito pasado a
«maniobras secretas», y hasta qué punto, cuando yo he mostrado
sorprenderme de tal éxito, la sorpresa misma ha sido considerada
«impostura». Mi sincera y cordial sumisión a la autoridad ha sido
calificada, nada menos que en una pastoral de un obispo extranjero, de
«mística humildad»; mi silencio de hipocresía y mi fidelidad a mis deberes
clericales, de inteligencia secreta con el enemigo. En la contemplación de
una ley general de la economía divina hallaba yo manera de superar mi
sensibilidad sobre cosas que herían mi sentimiento de la justicia y que, en
otro caso, hubieran sido demasiado para mí. Y así me sentía cada vez más
capaz de sufrir personalmente una prueba actual cuyo presentimiento
había expresado en mis anteriores escritos.
Por sentir así y por hablar así, este escritor me compara con
Mawworm. «Yo le he oído decir a cristianos —dice— que parecerán
siempre “artificiosos y faltos de franqueza y dignidad”; siempre serán “un
misterio” para el mundo y que el mundo los tendrá siempre por
“picaros”. Que pongan su gloria en lo que rechaza el mundo (es decir, el
resto de sus compatriotas) y digan con Mawworm: “Me gusta ser
despreciado”. Ahora bien, ¿cómo podía yo imaginar que el predicador iba
a estar tan ciego de remate que no viera el sentido evidente y el resultado
natural de semejante sermón, pronunciado ante jóvenes fanáticos y de
cabezas calenturientas que estaban colgados de cada una de sus palabras?».
¡Jóvenes fanáticos y de cabezas calenturientas, colgados de cada una de
mis palabras! Si mi acusador se hubiera propuesto escribir una historia, y
no una novela, hubiera averiguado fácilmente que desde 1841 yo me
había separado de la joven generación de Oxford, que el doctor Pusey y
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yo habíamos cerrado nuestros coloquios teológicos en su casa, que yo
había puesto fin a mis reuniones semanales de la tarde, que solo de tarde
en tarde predicaba en Santa María, de forma que se dispersó el auditorio
de jóvenes y en las semanas desde Navidad hasta pasada Pascua, en que se
predicó el sermón, solo cinco veces subí allí al púlpito. Hubiera
averiguado que, por el tiempo que fue escrito, yo era, antes bien evitado
que buscado, veía en lontananza grandes sacrificios y pensaba mucho en
mí mismo; por entonces me apartaba implacablemente de mis secuaces y
al meditar mi sermón intentaba a lo sumo dar un testimonio en favor
propio para lo por venir, no sembrar retórica a boleo para captarme, de
momento, simpatías.
Mi acusador dice, además:
Yo le he oído efectivamente hablar de tales (prelados) (y a lo que creo,
de sí mismo y de su partido) en los términos siguientes: «Ceder
menormente; asentir interiormente sería traicionar la fe. Sin embargo, son
llamados embusteros y dobles, porque hacen lo que pueden y no más de
lo que deben».
¡Y esto es nueva prueba de mi duplicidad! Que este autor vaya en su
fruto con otros un poco más adelante de lo que ha ido conmigo, que
tenga que presentarse ante un tribunal por difamación y allí quede
convicto: ¿pensará que la difamación, si es difamación, es verdad? ¡Y ya
veremos entonces si en tal caso no «cede exteriormente» sin asentir
interiormente! Y ya veríamos también si le placía que lo llamáramos
«embustero y doble» porque «hizo lo que pudo y no más de lo que debía
hacer». Pero el Tratado 90 procurará una ilustración de mi pensamiento.
Yo cedí a mi obispo por un acto exterior; es decir, no defendiendo el
tratado y no prosiguiendo la serie; pero no solo no asentí interiormente a
su condenación, sino que me opuse a que fuera condenado por parte de la
autoridad. Y sin embargo la gente me calificó entonces de «embustero y
doble», exactamente como lo hace este escritor, «porque hice lo que creí
que podía hacer, y no más de lo que sentía deber honradamente hacer».
Muchas fueron las publicaciones y cartas particulares de aquellos días que
me acusaban de mala fe al parar la serie de los tratados, pero sin dejar de
venderlos, como si tuviera que atenerme a lo que mi obispo me mandaba
al igual que a lo que no me mandaba y quizá ni deseaba. Comoquiera que
sea, tal doctrina, según este escritor, se prestaba a hacer sospechar a los
jóvenes que «la verdad no es virtud en sí misma», sino solo en cuanto
difunde «ideas católicas» y procura la salvación de sus almas. «La astucia
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—según él— es el arma que el cielo ha puesto en su mano para
defenderse contra la persecución del público protestante» (p. 16).
Y ahora llamo la atención del lector sobre otro punto. Mi acusador
dice: «¿Cómo podía yo saber que el predicador […] no previera que (los
jóvenes fanáticos y de cabezas calientes) pensarían obedecerle haciéndose
afectados, artificiosos, embusteros, astutos, dispuestos siempre al misterio
y a los equívocos?». ¿Que cómo lo iba a saber? ¿Es que, por lo visto,
hemos de imaginar que nuestro vecino es un sinvergüenza mientras no se
pruebe lo contrario? ¡Saber! ¿No tenía un amigo que le dijera si era yo
«afectado» o «artificioso»? ¿No tenía cosa mejor que hacer sino imputarme
equívocos en momentos que yo no era en absoluto responsable de las
amphibologia de los casuistas romanos? ¿Tenía a mano un solo hecho que
me afectara personalmente o por mi profesión para asociar mi nombre
con los equívocos el año de 1843? ¿Cómo iba a saber «que yo no era un
zorro», melifluo, artificioso y afectado? Pues por aquella universal
franqueza por la que confiamos en los demás hasta que demuestran no
merecerlo; pues por mis palabras mismas en este sermón, en que digo que
lo mejor es la naturalidad, y que la reserva es, a lo sumo, una necesidad
desagradable, y es así que expresamente afirmo:
Yo no niego que un carácter franco y sin ficción no tenga algo de muy
atractivo; hay personas más dotadas que otras de ese carácter; en algunas
es una grande gracia. Pero hay que recordar que estoy hablando de
tiempos de persecución y opresión de los cristianos, tales como el texto los
predice; y en esos tiempos la franqueza solo podía significar indignación
contra el opresor, expresada con violencia de palabras. De donde se sigue
que cuanto más profundos sentimientos abrigue una persona, tanto más
sentirá la necesidad de dominarse a sí misma, so pena de decir lo que no
debiera.
Mi acusador termina:
Si (el doctor Newman) persiste (como en este sermón) tratando
materias oscuras, ofensivas, dudosas y, a veces, efectivamente prohibidas,
por lo menos según las ideas de la gran mayoría de los clérigos anglicanos;
si así lo hace siempre, hablando de soslayo y no permitiendo sino raras
veces o nunca que el mundo entienda lo que cree y hasta dónde intentar
ir; en una palabra, si su método de enseñar es sospechoso, ¿qué tendrá de
extraño que los espíritus de las gentes se llenen de sospechas contra él?
Página 269
Ahora bien, en el curso de mi narración he confesado francamente
que son ensayos aquellas de mis obras que permitían introducir temas de
investigación religiosa; pero mi acusador habla de mis sermones. ¿Dónde,
pues, está la prueba de que en mis sermones trato de materias oscuras,
ofensivas, dudosas y hasta efectivamente prohibidas? A él toca demostrar
que mis sermones son ensayos, y ahí tiene una hilera de ocho tomos de
que puede sacar las pruebas. En cuanto al tomo noveno, que son mis
University Sermons, se trata, naturalmente, de ensayos, pero no porque
«raras veces o nunca dé a entender al mundo lo que creía o hasta dónde
intentaba llegar», sino porque los sermones universitarios tienen, por lo
común, y lícitamente, carácter de investigación, como predicados que son
ante un cuerpo sabio; además, en temas profundos, que no han sido aún
plenamente estudiados, yo decía lo que creía, e iba tan lejos como veía
que podía ir. Un hombre no puede hacer más, y no tengo por filósofo a
quien intente hacer más.
Página 270
Nota D
PRÓLOGO
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Las maravillas de su gracia en el alma del hombre, su poder creador, sus
recursos inagotables, su múltiple operación, todo eso oyeron los nombres de San
Gregorio, San Bernardo, San Francisco y San Luis. Al fijar, pues, los ojos, como
en la presente empresa, en la historia de los santos, no haremos sino
aprovecharnos a nosotros mismos, como el consuelo y galardón de aquellas
pruebas particulares que han sido previstas por nuestro benigno Señor para
nuestro bien.
Y hay especiales razones en este tiempo para recurrir a los santos de nuestra
querida y gloriosa Inglaterra, tan favorecida de Dios como errante e infortunada.
Este recurso nos servirá para amar mejor a nuestra patria, y amarla por mejores
razones que hasta ahora; nos enseñará para enlazar su territorio, sus villas y
ciudades, sus montes y valles con asociaciones sagradas; nos dará una visión de su
actual posición histórica dentro de la economía divina y nos pondrá ante los ojos
los deberes y esperanzas que ha heredado la Iglesia, que fue en tiempos idos
madre de San Bonifacio y de Santa Ethelreda.
Página 272
posteridad. Sus nombres se distinguen de los nombres de los santos por ir
impresos en cursiva.
Las Vidas más largas se numerarán separadamente; las más cortas se juntarán.
La publicación será mensual y no sobrepasará las 128 páginas. No habrá
regularidad de publicación ni respecto de las fechas ni de los temas; pero la
numeración se hará de forma que admita al final una ordenación general
cronológica.
Los autores particulares se distinguirán por las iniciales añadidas a cada vida
y, para prevenir malas inteligencias, dado que en las actuales circunstancias de la
Iglesia hay necesariamente varias, aunque no divergentes opiniones doctrinales,
nadie fuera del autor es responsable de cada composición. Pero, a la vez, dado
que la obra quiere ser de carácter histórico y ético, las cuestiones teológicas se
relegan, en lo posible, a segundo término.
J. H. N.
Página 273
Nota E
Página 274
pensaba en nuestros ensayos varios de exonerarla doctrinal y estéticamente, se me
antojaba la más vana de las quimeras.
Página 275
ocasión oportuna como esta, si todo esto es prueba de la justicia de la acusación
de mi adversario de «haberme vuelto contra mi Iglesia madre con injuria y
calumnia», en este sentido, y solo en este sentido, me declaro culpable, sin una
palabra de atenuación. En ningún otro sentido, seguramente. La Iglesia de
Inglaterra ha sido para mí el instrumento de la Providencia para hacerme grandes
beneficios; si yo hubiera nacido en una secta disidente, acaso no hubiera sido
nunca bautizado; si hubiera nacido entre los presbiterianos ingleses, acaso no
hubiera conocido nunca la divinidad de nuestro Señor, de no haber venido a
Oxford, tal vez no hubiera oído nunca palabra sobre la Iglesia visible, sobre la
tradición y otras doctrinas católicas. Y habiendo recibido tan grandes bienes de la
Iglesia anglicana establecida, ¿puedo tener corazón o, por mejor decir, puedo
tener tan poca caridad que desee verla destruida, considerando que está haciendo
por tantos otros lo que hizo conmigo? No tengo tal deseo mientras ella sea lo que
es y nosotros seamos cuerpo tan escaso. Yo no haré nada contra ella, no por razón
de ella misma, sino de las muchas congregaciones a que sirve en su ministerio.
Mientras los católicos seamos tan débiles en Inglaterra, trabaja por nosotros, y si
en cierta medida nos daña, la balanza está al presente en nuestro favor. Otra
cuestión es cuál sería nuestro deber en otro tiempo y en otras circunstancias,
suponiendo, por ejemplo, que la Iglesia oficial (the Establishment) perdiera su fe
dogmática o, por lo menos, no la predicara. En la historia profana leemos de
naciones hostiles que han convenido largas treguas y las han renovado de tiempo
en tiempo, y esta parece ser la posición que la Iglesia católica puede,
limpiamente, adoptar de momento respecto de la Iglesia anglicana establecida.
No cabe duda de que la Iglesia nacional ha sido hasta ahora un dique contra
errores doctrinales más fundamentales que los suyos propios. Cuánto durará ello
en los años que seguirán es imposible decirlo, porque la nación rebaja a la Iglesia
a su propio nivel; pero la Iglesia nacional sigue teniendo sobre la nación aquel
género de influencia que tiene un periódico sobre el partido que representa, y mi
idea personal sobre la actitud que manifiesta con un católico respecto de la Iglesia
nacional en este momento, que es para ella supremo, es la de asistirla y sostenerla,
si ello está en nuestro poder, en interés de la verdad dogmática. Yo desearía que
se evitara (a no ser por estricto llamamiento del deber, y esto es excepción
material) todo lo que tienda a debilitar su influjo sobre el espíritu público, a
conmover su posición oficial o a impedir o menoscabar su adhesión a los grandes
principios y doctrinas católicas que ha predicado con éxito hasta el día de hoy.
Página 276
Nota F
Sobre la economía
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los ojos al tiempo de la ignorancia entre los gentiles» y que sufrió el
divorcio entre los judíos «por razón de la dureza de corazón de estos».
2. Dios ha permitido que se lo represente con ojos, oídos y manos, con
sentimientos de ira, celo, dolor y arrepentimiento.
3. Por modo semejante, nuestro Señor habló duramente a la mujer
cananea, cuya hija estaba a punto de curar, e hizo ademán de continuar su
camino cuando los discípulos de Emaús llegaron al término de su viaje.
4. Así también, José «se hizo extraño a sus hermanos» y Eliseo guardó
silencio al decirle Naamán que Dios no le tomase cuentas si se postraba
con el rey ante Rimmón.
5. Así San Pablo circuncidó a Timoteo, mientras proclamaba que «la
circuncisión no vale para nada».
Cabe decir que este principio, verdadero en sí mismo, es sin embargo peligroso,
porque puede abusarse de él fácilmente y conduce a lo que es ya insinceridad y
astucia, Ello es innegable. Hacer el mal para que venga el bien, pensar que el fin
justifica los medios, cualesquiera que sean, sacrificar la verdad a la conveniencia,
la falta de escrúpulos y miramientos, son faltas graves. Pero llamarlas
«económicas» es dar un nombre hermoso a lo que ocurre todos los días,
independientemente de todo conocimiento de la doctrina de la economía. Es el
abuso de una regla que la naturaleza sugiere a todo el mundo. Todo el mundo
busca los mollia tempora fandi («la ocasión apropiada para hablar») y también las
mollia verba («las palabras apropiadas»).
Explicado así qué se entienda por economía como regla de trato social entre
personas de distintas ideas religiosas y también políticas y sociales, voy ahora a
recordar lo que digo en mi Historia de los arrianos.
En esta obra digo que nuestro Señor nos dio el principio en sus propias
palabras: «No echéis vuestras piedras preciosas a los cerdos», y el ejemplo,
enseñando en parábolas. San Pablo distingue expresamente, en dos cartas, entre
la leche que es necesaria para cierta clase de personas y el manjar sólido que se
permite a otras. Yo digo que los apóstoles observan, en el Libro de los Hechos, la
misma regla, pues es un hecho que no predican las altas doctrinas del
cristianismo, sino únicamente «Jesús y la resurrección», o «penitencia y fe». Digo
también que esa es cabalmente la razón que dan los Padres del silencio de
muchos escritores de los primeros siglos respecto de la divinidad de nuestro
Señor. También hablo del sistema catequético practicado en la primitiva Iglesia y
Página 278
de la disciplina arcani respecto de la doctrina de la Santísima Trinidad, de que da
testimonio Bingham; y también de la defensa de esta regla en Basilio, Cirilo de
Jerusalén, Juan Crisóstomo y Teodoreto.
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natural para guiarnos en la práctica es mantener con todo cuidado la
verdad sustancial en el empleo del método económico» (p. 78.80).
6. Y lejos de ponerme a todo evento del lado de Justino, Gregorio o
Atanasio, digo: «Es patente que (esos Padres) estuvieron o no justificados
en el empleo de la economía en la medida que engañaran o no engañaran
prácticamente a sus adversarios» (p. 80).
7. Y proseguía: «Es tan difícil dar en el blanco en estos casos dudosos,
que no sería de maravillar que estos u otros Padres hubieran errado a
veces y dicho más o menos de lo que debían» (ibíd.).
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Nota G
Casi todos los autores católicos y protestantes admiten que, con justa causa, hay
alguna que otra especie de engaño que no es pecado. En ciertos casos, el silencio
mismo es virtualmente engaño, según el dicho «quien calla, otorga». Por lo
contrario, en ciertas circunstancias, el silencio está absolutamente prohibido a un
católico, como pecado mortal, cuando hay deber de hacer una profesión de fe.
Otra razón que alegan algunos autores para decir que una falsedad no es por
el mismo caso una mentira es que la veracidad es una especie de justicia, y por
ende, si no tenemos deber de justicia de decir la verdad, no es pecado no decirla.
Así, es lícito decir lo que no es a niños, locos, impertinentes y a quienes
esperamos hacerles un beneficio engañándolos.
Otra razón para defender ciertas falsedades, ex justa causa, que no mentiras,
es que la veracidad se funda en el bien de la sociedad, y si en ningún caso fuera
absolutamente lícito engañar a otros, haríamos efectivamente un gran daño a la
sociedad.
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aunque haya también otro, y consiguientemente, según esta definición, no
miente.
Otros dicen que todo equívoco es, a la postre, una especie de mentira —
mentira tímida o torpe, pero mentira al cabo—; y alguno de estos polemistas
deducen de ahí que no debemos usar nunca de equívocos; y otros, que el
equívoco es solo mentira a medias, y vale más decir de una vez que, en ciertos
casos, no decir la verdad no es mentira.
Otros quieren distinguir entre evasiva y equívoco; pero, aun cuando hay
evasivas que, evidentemente, no son equívocos, es muy difícil trazar
científicamente la línea de división entre unas y otros.
A todo esto hay que añadir un modo de mirar la mentira que no tiene nada
de científico. En ocasiones grandes y crueles, se dice, un hombre no puede menos
de decir una mentira, y de no decirla, no sería un hombre; y sin embargo, es cosa
mala y no debería hacerlo; puede esperar que se le perdonará ese pecado, aunque
lo comete siempre deliberadamente, y está cierto de volverlo a cometer en
circunstancias similares. Es una fragilidad necesaria y es mejor no pensar en ella
ni antes ni después. Este modo de ver no puede ser defendido un momento, pero
yo creo que es muy corriente.
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Vengamos ahora a la justa causa, que es la conditio sine qua non. Los Padres
griegos quieren que equivalga a la legítima defensa, a la caridad, al celo por la
gloria de Dios y otras semejantes.
San Agustín parece alegar las mismas «justas causas» que los Padres griegos,
aunque no las absuelve de su pecaminosidad cuando en tales ocasiones se habla
contra la verdad. San Agustín menciona la defensa de la vida y de la honra, y la
guarda fiel de un secreto. También los grandes escritores anglicanos que
siguieron a los Padres griegos en la defensa de no decir la verdad cuando hay
justa causa para ocultarla, consideran como causa justa la conservación de la vida
y de los bienes, la defensa de la ley, el bien de los demás. Además, el derecho
moral de cada uno, por ejemplo defenderse contra un indiscreto, etc.
Creo que San Alfonso adoptó el mismo punto de vista sobre la causa justa
que el de los teólogos anglicanos, pues la define como quicumque finis honestus,
ad servanda bona spiritui vel corpori utilia, que es totalmente la manera de ver de
aquellos, a juzgar por los ejemplos que ponen.
Sin embargo, en todos los casos y mirada la cosa por todos los autores, ora
Clemente de Alejandría, Milton o San Alfonso, esa causa debe ser, de hecho,
extrema, rara, grande o, por lo menos, especial.
Así, el autor de los Mélanges Théologiques cita a Lessio: Si absque justa causa
fiat, est abusio orationis contra virtutem veritatis, et civilem consuetudinem, etsi
proprie non sit mendacium. Es decir, que la medida de la justa causa son la virtud
de la verdad y la costumbre civil. Y así, también dice Voit: «Si uno ha usado de
restricción (restrictione non pure mentali) sin una causa grave, ha pecado
gravemente». Y así el autor que cito, que defiende la doctrina patrística y
anglicana de que hay cosas no verdaderas que no son mentira, dice: «Bajo el
nombre de reserva mental, los teólogos autorizan algunas mentiras si hay para
ello razón grave y proporcionada», es decir, en proporción con el carácter de
aquellas (p. 459). Y en otro tratado, San Alfonso cita a Santo Tomás para dejar
sentado que, si de una causa se siguen inmediatamente dos efectos, y el efecto
bueno equivale al malo (bonus aequivalet malo), nada impide en tal caso que el
hablante intente el efecto bueno y solo permita el malo. De donde se sigue que,
siendo muy grande el mal que de la mentira se sigue a la sociedad, la justa causa
que la hace permisible tiene que ser también muy grande. Y en el mismo sentido
dice Kenrick: «Todos los católicos confiesan que, en el trato ordinario de la vida,
debe evitarse toda ambigüedad de lenguaje; pero se discute si tal ambigüedad
Página 283
puede ser alguna vez permitida. Muchos teólogos responden afirmativamente,
suponiendo que se dé una causa grave y que en la mente del que habla el peligro
se pueda deducir de las circunstancias, aunque de hecho no se deduzca».
Ya he dicho, sin embargo, que hay casos de otra especie en que los autores
anglicanos dan por lícita la mentira, por ejemplo el de una pregunta
impertinente. Es el caso de Walter Scott, si no me equivoco, al negar por tanto
tiempo la paternidad de sus novelas.
Los protestantes suponen que, por haber recibido los escritos de San Alfonso tan
alta recomendación por parte de la autoridad eclesiástica, han sido investidos de
una especie de infalibilidad. Esto ha procedido, en gran parte, de que los
protestantes ignoran la fuerza de los términos teológicos. Las palabras a que se
refieren son la decisión por las autoridades de que «en sus escritos no se ha
encontrado nada que merezca censura, censura dignum»; pero esto no permite las
conclusiones que de ahí se han sacado. Estas palabras aparecen en un documento
legal y solo pueden interpretarse en sentido legal. En primer lugar, la proposición
es negativa; nada se aprueba positivamente en los escritos de San Alfonso; y en
segundo lugar, no se dice que no haya defectos en lo que el santo escribió, sino
que nada hay que incurra en la censura eclesiástica, que es algo perfectamente
definido. Tomar e interpretar aquellas palabras de la manera que se hace
corrientemente en Inglaterra es el mismo error de quien entendiera la palabra
apología (defensa) en el sentido del inglés apology (excusa), o «niño legal» (infant
in law) como niño pequeño.
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de los siervos de Dios ad efectum canonizationis». La intención es prevenir
a los católicos para que no tomen las palabras sobre San Alfonso en
sentido demasiado lato. Antes de canonizar a un santo se examinan sus
obras y se pronuncia un juicio sobre ellas. El papa Benedicto XIV dice:
«El fin o intención de este juicio es mostrar que la doctrina que el siervo
de Dios ha consignado en sus escritos está exenta de toda censura
teológica». Y añade la observación: «No puede decirse nunca que la
doctrina de un siervo de Dios está aprobada por la Santa Sede, sino que
puede a lo más decirse que no está desaprobada (reprobatam), en caso de
que los censores informen no haber encontrado nada en sus obras
contrario a los decretos de Urbano VIII, este juicio de los censores haya
sido aprobado por la Sagrada Congregación y confirmado por el Sumo
Pontífice». El decreto de Urbano VIII a que se hace aquí referencia dice:
«Examínese si las obras contienen errores contra la fe o buenas costumbres
(bonos mores), o doctrina extraña y ajena al común sentir y costumbres
de la Iglesia». El autor a quien cito (M. Vandenbroeck, de la diócesis de
Malinas) observa: «Es pues evidente que la aprobación de las obras del
santo obispo no atañe a la verdad de cada proposición, no les añade nada
ni, consiguientemente, les otorga un grado de intrínseca probabilidad». El
autor añade que el hecho de que, a juicio de la Santa Sede, ninguna
proposición merece censura, otorga a la teología de San Alfonso una
probabilidad extrínseca; pero «esta probabilidad cesará en el caso
particular de que uno se convenza por argumentos evidentes, por un
decreto de la Santa Sede o de otro modo, de que la doctrina del santo se
aparta de la verdad». Y añade: «Del hecho de que la aprobación de las
obras de San Alfonso no decide sobre la verdad de cada proposición, se
sigue, como notó Benedicto XIV, que podemos impugnar su doctrina;
solo que, tratándose de un santo canonizado que la Iglesia honra con
culto solemne, hemos de hablar de él con respeto y no atacar sus
opiniones sin templanza y modestia».
2. En cuanto a la significación de la palabra censura, Benedicto XIV
enumera un número de «notas» o calificaciones que están englobadas por
ese nombre. Dice; «De entre las proposiciones que han de notarse con
censura teológica, algunas son heréticas, otras erróneas, otras próximas a
error, otras que saben a herejía, etc.»; y cada uno de estos términos tiene
su propio sentido bien definido. Así, según Viva, es «errónea» una
proposición que no se opone inmediatamente a una verdad revelada, sino
únicamente a una conclusión teológica sacada de premisas de fe; «sabor de
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herejía» tiene una proposición opuesta a una proposición teológica, no
sacada, evidentemente, de premisas de fe, sino solo muy probablemente y
según el modo corriente de teologizar; y así sucesivamente. De donde se
sigue que, al decir los censores de las obras de San Alfonso que «no
merecían censura», solo querían decir que no incurrían en estas notas
particulares.
Pero la respuesta de Roma al arzobispo de Besancon iba aún más lejos
y declaraba efectivamente que quien quisiera podía seguir a otros teólogos
en lugar de San Alfonso. Después de decir que ningún sacerdote debía ser
molestado por seguir en el confesonario a San Alfonso, añadía: «Sin
embargo, esto se dice sin que por el mismo caso se juzguen dignos de
reprensión a quienes sigan sentencias sostenidas por otros autores
aprobados».
Observaré, además, que San Alfonso mismo cambió muchas veces de
opinión en el curso de sus escritos, y no cabe pensar, ni por un instante,
que estemos nosotros obligados a sostener cada una de sus opiniones
cuando él no se sintió personalmente obligado a ello. Y lo que hace más a
nuestro propósito es que hay opiniones o alguna opinión que han sido
luego proscritas por la Iglesia y no pueden sostenerse ni aplicarse ahora.
Yo no pretendo ser un teólogo muy erudito, sino que digo esto apoyado
en la autoridad de un profesor de teología de Breda, citado en los
Mélanges Théologiques de 1850-1851, que dice: «Puede ser que, andando
el tiempo, se descubran errores en las obras de San Alfonso y sean
proscritos por la Iglesia, cosa que de hecho ha sucedido ya».
Así, pues, al no ponerme del lado de quienes opinan que está justificado emplear
palabras en doble sentido, es decir, equívocas, me coloco bajo la protección de
autores como el cardenal Gerdil, Natal Alejandro, Contenson, Concina y otros.
Bajo la protección de estas autoridades digo lo que sigue:
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voy a decir al juicio de la Iglesia y al consentimiento, si lo hay en esta materia, de
la schola theologorum.
1. Decir una cosa que no es. Aquí llamo la atención del lector sobre las
palabras «material» y «formal». «No matarás»: el asesinato es la
transgresión formal de este mandamiento; el homicidio accidental, su
transgresión material. La materia del acto es la misma en los dos casos;
pero en el homicidio no hay más que el acto, mientras en el asesinato
debe haber también intención, etc., que constituye el pecado formal. Así,
un verdugo comete el acto material, pero no el asesinato formal, que es la
infracción del mandamiento. Así, quien simplemente para no morirse de
hambre tomara pan que no es suyo, solo comete un robo material, no
formal, es decir, no comete un pecado. Por el mismo caso, un cristiano
bautizado que está fuera de la Iglesia por ignorancia invencible, es un
hereje material, pero no formal. Y por semejante manera, si decir algo que
no es puede ser lícito en casos especiales, habrá que llamarlo mentira
material.
Así, pues, el primer modo sugerido para salir de los casos especiales en
que hay razón suficiente o justa causa para engañar de palabra, se da en la
mentira material.
El segundo modo se da en la aequivocatio, que no equivale a la palabra
inglesa equivocation, sino que significa a veces juego de palabras, a veces
evasiva. Tomemos separadamente estos dos modos de engañar.
2. El juego de palabras. San Alfonso dice, ciertamente, que el juego de
palabras es lícito y, salvo error de mi parte, digo que así lo afirma por
razón de que la mentira no es un pecado contra la justicia, es decir, contra
nuestro prójimo, sino contra Dios. Dios ha hecho de las palabras signos
de las ideas, y por tanto, si una palabra denota dos ideas, somos libres de
usarla en uno de sus dos sentidos; pero creo que debo de estar equivocado
en algún aspecto al suponer que el santo no reconoce la mentira como
una injusticia cuando el Catecismo del Concilio de Trento, que ya he
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citado, dice: Vanitate et mendacio fides ac veritas tolluntur, arctissima
vincula societatis humanae; quibus sublatis, sequitur summa vitae confusio ut
homines nihil a daemonibus differre videantur[1].
3. Evasiva. Cuando, por ejemplo, el hablante distrae la atención de su
oyente a otro tema, le sugiere un hecho irrelevante o le hace una
observación que lo confunde y le hace pensar en otra cosa, le echa polvo a
los ojos, afirma alguna verdad de la que está seguro que su oyente sacará
una conclusión ilógica y falsa, y otros muchos casos por el estilo, son casos
de evasivas.
La gran escuela de la evasiva —lo digo con toda seriedad— es la
Cámara de los Comunes; y lo es necesariamente por la naturaleza misma
del caso. Y otra, las elecciones.
La historia de San Atanasio nos ofrece un ejemplo. Iba el santo
navegando por el Nilo, huyendo de sus perseguidores, cuando se dio
cuenta de que lo iban siguiendo. Entonces ordenó a sus hombres que
dieran vuelta atrás y se dirigió al encuentro de los esbirros de Juliano.
Estos le preguntaron: «¿Habéis visto a Atanasio?». Él había mandado a los
suyos que respondieran: «Sí, cerca de vosotros está». Ellos siguieron su
curso, seguros de alcanzarlo luego, mientras él se volvía a Alejandría,
donde permaneció escondido hasta el término de la persecución.
Arriba he mentado otro ejemplo respecto de la doctrina de la religión.
Los primeros cristianos procuraban ocultar en cuanto podían su Credo o
Símbolo por razón de la mala inteligencia por parte de los gentiles.
Cuando se les preguntaba: «¿Adoráis una Trinidad?», respondían:
«Adoramos a un solo Dios y a ningún otro». Y los preguntantes deducían
que no reconocían la Trinidad de personas divinas.
Es muy difícil trazar una línea entre estas evasivas y lo que
generalmente se llama en inglés equivocations (equívocos); de esta
dificultad, repito, nos procurarían ejemplos las escenas en la Cámara de
los Comunes.
4. La cuarta vía o método es el silencio, por ejemplo, no diciendo toda la
verdad ante un tribunal. Si San Albán, después de ponerse los vestidos del
sacerdote y presentado ante el perseguidor, hubiera logrado pasar por
amigo de aquel y ser conducido así al martirio sin ser descubierto, y si en
el curso del interrogatorio hubiera respondido con verdad a todas las
preguntas, pero no hubiera dicho toda la verdad, la verdad más
importante, de que él era la persona culpable, le hubiera faltado poco para
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decir una mentira, porque una verdad a medias es a menudo una falsedad.
Y su defensa habría sido la insta causa, a saber, querer salvar por caridad o
por amor a la religión a un sacerdote, o que el juez no tenía derecho a
preguntarle sobre la materia.
Hay, pues, cuatro modos de engañar a otros de palabra cuando existe justa causa
(caso de que tal justa causa pueda existir): mentira material, es decir, una
falsedad, que no es una mentira; equívoco, evasiva y silencio. Ahora bien, de
estos cuatro modos no tengo inconveniente alguno en reconocer como lícito el
método del silencio.
Pero digo, en segundo lugar, que si admito el silencio, ¿por qué no admitir el
método o vía de la mentira material, puesto que una verdad a medias es a
menudo una mentira? Y además, si no todo matar es asesinato, ni todo tomar lo
ajeno un robo, ¿por qué todo lo que no es verdad será mentira? Ahora bien, yo
diré francamente que, en mi sentir, es difícil responder a esta pregunta, ora la
haga San Clemente o Milton. Al mismo tiempo afirmo que yo jamás he obrado y
creo que no obraría nunca, si llegara el caso, de acuerdo con esta teoría, excepto
en un caso que explicaré seguidamente. Digo esto respondiendo a quienes tratan
duramente a los teólogos católicos por admitir manuales que permiten el
equívoco. Les preguntan: ¿Cómo podemos fiarnos de vosotros cuando pensáis de
esa manera? Pero, como ya he dicho, tales maneras de pensar no tienen por qué
relacionarse forzosamente con su propio modo de obrar por el mero hecho de
que estén en sus manuales. Un teólogo construye un sistema, parte como
especulación científica, pero mucho más por razón de los demás. Es laxo para los
otros, pero no para sí mismo. Su propia norma de conducta es mucho más alta
que la que impone a los otros en general. Una razón especial porque los hombres
religiosos no están dispuestos a obrar según un sistema por ellos mismos trazado
es que, prácticamente, reconocen una ancha distinción entre su razón y su
conciencia. Esta es para ellos la mejor guía, aun cuando la primera pueda ser más
clara y hasta más verdadera. Prefieren estar en error con la sanción de su
conciencia que en la verdad por el mero juicio de su razón. Y aquí surge, a su vez,
la dificultad más tangible en el caso de excepción a la regla de la veracidad, que es
la escasa ayuda externa que se nos ofrece para trazar la línea de separación entre
falsedades que se permiten y que no se permiten; los casos, empero, en que el
matar no es asesinar están perfectamente definidos por determinaciones de la ley,
de suerte que es imposible equivocarse confundiendo todo matar como asesinato.
Los casos, en cambio, de excepción de la regla de la veracidad están dejados al
juicio privado del individuo, y este puede fácilmente pasar de actos lícitos a otros
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que no lo son. Esta observación no puede, desde luego, aplicarse a actos contados
en la Escritura como fruto de inspiración particular, pues en tales casos hay un
mandato. Si estuviera en mi poder, yo obligaría a la sociedad, es decir, a sus
grandes hombres —legisladores, teólogos, literatos— a reconocer públicamente
como tales los casos en que la mera falsedad no es mentira, por ejemplo, las falsas
noticias en tiempo de guerra. Entonces no habría perplejidad para el individuo
católico, pues no se dictaría él mismo la ley.
Pero se dirá que tales decisiones no resuelven las dificultades particulares para las
que se requiere esclarecimiento. Pongamos, pues, algunos ejemplos.
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contra sus derechos y contra la voluntad divina; pero de ahí no se sigue
que esa conducta sea modelo para nosotros, que no tenemos medios
sobrenaturales para determinar cuándo una falsedad dicha se queda en
mentira material y no llega a ser formal. Sea permitido o no, paréceme
muy peligroso mentir o usar del equívoco para salvar algún gran bien
material o espiritual, y San Alfonso no dice aquí nada en contrario, pues
no discute la cuestión del peligro o conveniencia.
2. En cuanto al caso imaginado por Johnson de un asesino que pregunta
por dónde se ha ido un hombre, yo anticiparía que si la pregunta le
hubiera sido hecha a él mismo, lo primero que hubiera hecho habría sido
derribar por el suelo al preguntón y llamar a la policía; y en segundo
lugar, de haber salido vencido en el trance, jamás hubiera dado al matón
la información pedida, aun a riesgo de cualquier cosa por su parte. Yo
creo que antes se hubiera dejado matar. No pienso que hubiera jamás
dicho una mentira.
3. La guarda de un secreto es caso más difícil. Suponiendo que se me
haya confiado una cosa en el más estricto secreto, y no pudiera revelarse
sin gran daño de tercero, ¿qué tendría yo que hacer? Si soy abogado, estoy
protegido por mi profesión. Tengo derecho a rechazar con toda
indignación una pregunta que invade mi posición inviolable; pero, en el
supuesto de que me viera acorralado, opino que tendría derecho a decir
una cosa por otra, o que, en tales circunstancias, la mentira sería material,
pero es un caso casi imposible, porque la ley me defendería. Por modo
semejante, como sacerdote, opino que tengo derecho a hablar como si
nada supiera de lo que se me ha dicho en confesión. Y en estos casos
pienso que poseo efectivamente las garantías que he pedido antes de que
no me guiara por juicio particular, pues al obrar así, ora como abogado,
ora como sacerdote, la sociedad entera me sostendría, pues sabe que tengo
un deber para con mi cliente o mi penitente, de forma que una falsedad
en este punto no es una mentira. Un ejemplo vulgar de esta negativa
permisible se me ocurre en este momento, trátese de mentira material o
de evasiva. Un artista preguntó a un primer ministro que posaba ante él:
«¿Qué noticias hay de Francia, milord?». Y este contestó: «Pues no sé, no
he leído los periódicos».
4. Una cuestión más difícil es haber aceptado una confidencia que no
había obligación de aceptar. Supongamos que uno desea mantener secreto
que es autor de un libro y es importunado sobre este punto. Aquí haría yo
la pregunta previa de si tiene uno derecho a publicar algo que no se atreve
Página 291
a confesar. Es menester haber estudiado bien el alcance y resultado de este
principio para estar seguro de ello. En cuanto a mí, no soy, ciertamente,
amigo de escritos rigurosamente anónimos. Otro caso: supongamos que
otro nos ha confiado el secreto de ser autor de un libro. Hay quienes no
tendrían escrúpulo alguno en responder con una negativa al que
preguntara sobre ello. Yo oí a un gran hombre en sus días, en Oxford,
defender acaloradamente, como si no pudiera pensar de otro modo sobre
la materia, que si un amigo le hubiera confiado el secreto de ser autor de
un libro, y fuera sobre ello preguntado por un tercero si el amigo era
(como efectivamente lo era) autor del libro, él respondería sin escrúpulo
alguno y con toda claridad que no lo sabía. Tenía un deber efectivo para
con su amigo, y ninguno para con el preguntón. Pero aquí también
quisiera tener una autorización, reconocida por la sociedad, como en el
caso de las fórmulas: «No está en casa» y «el acusado no es culpable» para
tener derecho a decir que el dicho falso no es mentira. Y además, aquí
haría yo también la pregunta previa: ¿Tengo derecho a hacer semejante
promesa? Y si fue una promesa ilegítima, ¿es obligatoria cuando solo
puede mantenerse con una mentira? Yo no intento resolver estas difíciles
cuestiones, pero deben examinarse cuidadosamente. Y se hace evidente
aquí que he dicho más de lo que me proponía sobre una cuestión de
casuística.
Página 292
JOHN HENRY NEWMAN, (Londres, 21 de febrero de 1801 - Birmingham,
11 de agosto de 1890) fue un presbítero anglicano convertido al catolicismo
en 1845, más tarde elevado a la dignidad de cardenal por el papa León XIII.
En su juventud fue una importante figura del Movimiento de Oxford, el cual
aspiraba a que la Iglesia de Inglaterra volviera a sus raíces católicas. Sus
estudios le llevaron a convertirse a la fe de la Iglesia católica. Durante ambos
períodos, tanto como anglicano como católico, Newman escribió importantes
libros, entre ellos Vía Media, Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina
Cristiana, Apologia Pro Vita Sua, y Grammar of Assent. Sus restos se
encuentran actualmente enterrados en el pequeño cementerio católico de
Rednal, cerca de Birmingham, pero está previsto que sean inhumados de
nuevo y trasladados al Oratorio de Birmingham.
Fue beatificado por el papa Benedicto XVI el 19 de septiembre de 2010
durante su visita al Reino Unido. Su canonización fue aprobada oficialmente
por el papa Francisco el 12 de febrero de 2019 y se llevó a cabo el 13 de
octubre de 2019.
Página 293
Notas
Página 294
[1]
Página web oficial del Vaticano, de la Curia de la Congregación de la
Doctrina de la Fe. Traducción de Federico de Carlos Otto. <<
Página 295
[1] Se refiere a los Tracts for the Times, una serie de 90 folletos en los que se
tomaba postura sobre diversas cuestiones teológicas del anglicanismo, escritos por
diversos autores, entre ellos Newman. Son llamados tractos o tratados, término
este último que hemos adoptado en la presente edición. Los Tracts for the Times
dan nombre al Tractarian Movement, también llamado Movimiento de Oxford
porque la mayoría de sus miembros eran de esta universidad. <<
Página 296
[1] Miembro del cuerpo docente de una universidad. <<
Página 297
[2] Publicados póstumamente, los Remains (Papeles), de Hurrell Froude son una
Página 298
[3] La Convocation («Convocatoria»). Asamblea formada por todos los miembros
Página 299
[4] Primer proyecto de ley para la reforma electoral británica; fue aprobado en
1832 siendo primer ministro Charles Gray y tras una fuerte oposición tory. <<
Página 300
[5] Se llama así a un grupo de sacerdotes y obispos que, habiendo jurado fidelidad
Página 301
[6] «En su modo de andar dejó ver que era una diosa», Eneida, 1, 405. <<
Página 302
[1] Literalmente «alta y seca». Así se llamaba a la tendencia del más estricto y
Página 303
[2] Libro de plegarias de la Iglesia anglicana. <<
Página 304
[3] Comentarios sobre pasajes de la Biblia. <<
Página 305
[1] Iniciado por Donato (s. IV), obispo de Cartago, el donatismo aseguraba que
solo aquellos sacerdotes cuya vida fuese intachable podían administrar los
Sacramentos. <<
Página 306
[2] Según el monofisismo, solo había una naturaleza en la persona de Cristo, la
Página 307
[3]
Como el monofisismo, el eutiquianismo rechazaba las dos naturalezas de
Cristo. Generalmente, eutiquianismo y monofisismo se identifican como la
misma herejía. <<
Página 308
[4] Según una leyenda sobre Richard Whittington, lord Alcalde de Londres en el
siglo XV, de niño era pobre y lo maltrataban en la casa donde trabajaba, así que
decidió escapar. Pero por el camino oyó repicar las campanas de una iglesia y le
pareció que decían: «Vuelve, Whittington, lord Alcalde de Londres». Volvió y a
partir de entonces cambió su suerte; se hizo rico y con el tiempo llegó a ser
alcalde de Londres. <<
Página 309
[5] Cuenta San Agustín en sus Confesiones que un día que se había refugiado en
un bosquecillo para meditar, oyó una voz que pronunciaba estas palabras: Tolle
lege («Toma y lee»). Mirando entonces un libro que leía su amigo leyó una frase
de una epístola de San Pablo (Rm 13,13): «Como en pleno día, procedamos con
decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de
rivalidades y envidias», que decidió su conversión. <<
Página 310
[6] Edificio en el Strand de Londres, escenario de acaloradas asambleas
antipapistas. <<
Página 311
[7] Al igual que los monofisitas y los eutiquianos, los nestorianos rechazaban la
Página 312
[1] Torres Vedras es una ciudad portuguesa del distrito de Lisboa donde fueron
Página 313
[2] El socinianismo, fundado por Lelio y Fausto Socino (siglo XVI) es un
movimiento cuya característica esencial consiste en racionalizar la fe cristiana,
reduciendo a la mínima expresión los contenidos sobrenaturales y revelados. Así
niegan, entre otros, el dogma de la Santísima Trinidad. <<
Página 314
[3] Ciudad universitaria al norte del condado de Kildare, en Irlanda. <<
Página 315
[4] «La causa de los vencedores plugo a los dioses, pero la de los vencidos a
Página 316
[**] Nota del traductor: La edición inglesa de 1883 incorpora a continuación la
lista de santos ingleses, dispuesta primero por los días del año y luego por orden
de siglos. En la primera de estas listas, a los nombres de santos siguen letras
iniciales que indican el autor encargado de escribir la vida. <<
Página 317
[1] [porque] con la vanidad y la mentira desaparecen la fe y la verdad, que son
lazos estrechísimos de la sociedad humana, y rotos estos se sigue una tan gran
confusión en la vida, que en nada parece se diferencian los hombres de los
demonios. <<
Página 318
Página 319