Institucion de La Religion Cristiana (Vol I)
Institucion de La Religion Cristiana (Vol I)
Institucion de La Religion Cristiana (Vol I)
Vol.1
ÍNDICE GENERAL
CAPÍTULO II 6
En qué consiste conocer a Dios y cuál
es la finalidad de este conocimiento
CAPÍTULO III 9
El conocimiento de Dios está
naturalmente arraigado en el
entendimiento del hombre
CAPÍTULO IV 12
El conocimiento de Dios se
debilita y se corrompe, en parte
por la ignorancia de los hombres,
y en parte por su maldad
CAPÍTULO V 16
El poder de Dios resplandece en
la creación del mundo y en el
continuo gobierno del mismo
CAPÍTULO VI 31
Es necesario para conocer a Dios
en cuanto creador, que la escritura
nos guía y encamine
CAPÍTULO VII 36 CAPÍTULO XIV 113
Cuáles son los testimonios con La escritura, por la creación del
que se ha de probar la escritura mundo y de todas las cosas,
para que tengamos su autoridad diferencia con ciertas notas al
por auténtica, a saber del Espíritu verdadero Dios de los falsos dioses
Santo; y que es una maldita impiedad
decir que la autoridad de la escritura CAPÍTULO XV 133
depende del juicio de la Iglesia Cómo era el hombre al ser creado.
Las facultades del alma, la imagen
CAPÍTULO VIII 43 de Dios, el libre albedrío y la primera
Hay pruebas con certeza integridad de la naturaleza
suficiente, en cuanto le es posible
al entendimiento humano CAPÍTULO XVI 146
comprenderlas, para probar que la Dios, después de crear con su
escritura es indubitable y certísima potencia el mundo y cuanto hay
en él, lo gobierna y mantiene todo
CAPÍTULO IX 53 con su providencia
Algunos espíritus fanáticos pervierten
los principios de la religión, no CAPÍTULO XVII 159
haciendo caso de la escritura para Determinación del fin de esta
poder seguir mejor sus sueños, so título doctrina para que podamos
de revelaciones del Espíritu Santo aprovecharnos bien de ella
CAPÍTULO XI 60
Es una abominación atribuir a Dios
forma alguna visible, y todos cuantos
erigen imágenes o ídolos se apartan
del verdadero Dios
CAPÍTULO XII 75
Dios se separa de los ídolos a fin
de ser Él solamente servido
CAPÍTULO XIII 79
La escritura nos enseña desde la
creación del mundo que en la esencia
única de Dios se contienen tres
personas
LIBRO SEGUNDO CAPÍTULO IX 358
Del conocimiento de Dios como redentor Aunque Cristo fue conocido por
en Cristo, conocimiento que primeramente los judíos bajo la ley, no ha sido
fue manifestado a los patriarcas bajo la ley plenamente revelado más que
y después a nosotros en el evangelio en el evangelio
CAPÍTULO X 363
CAPÍTULO I 187 Semejanza entre el Antiguo
Todo el género humano está sujeto y el Nuevo Testamento
a la maldición por la caída y culpa de
Adán, y ha degenerado de su origen. CAPÍTULO XI 383
Sobre el pecado original Diferencia entre los dos Testamentos
CAPÍTULO XI 1109
Jurisdicción de la Iglesia y abusos
de la misma en el papado Índice de referencias bíblicas 1390
CAPÍTULO XV 1195
El bautismo
ANTIGUO TESTAMENTO
APÓCRIFOS
NUEVO TESTAMENTO
art. artículo | cap. capítulo | cfr. compárese | cu. o qu. cuestión | dial. diálogo
dist. distinción | lib. libro | ser. sermón | ss. siguientes | supl- suplemento | tr. tratado
Todas las citas bíblicas están tomadas de la traducción Reina-Valera, Versión Revisada, 1960.
Prólogo de los editores
Prólogo xv
Con motivo de esta octava reimpresión
Deseamos que esta nueva edición revisada sea usada por muchos hermanos.
2019
felire
xvii
A todos lo fieles de la nazion española
que desean el adelantamiento
del reino de Jesu Cristo
Salud
Dos puntos hai, que comunmente mueven á los hombres á preziar mucho una
cosa: el primero es, la exzelenzia de la cosa en sí misma: el segundo, el prove-
cho que rezebimos ó esperamos della. Entre todos los dones i benefizios que
Dios por su misericordia comunica sin zesar á los hombres, es el prinzipal, i
el mas exzelente i provechoso el verdadero conozimiento de Dios, i de nuestro La exzelenzia
i utilidad del
Señor Jesu Cristo, el cual trae á los hombres una grande alegría i quietud de co-
conozimien-
razón en esta vida, i la eterna gloria i felizidad despues desta vida. De manera to de Dios.
que en este conozimiento consiste el sumo bien i la bienaventuranza del hom-
bre: como claramente lo declara la misma verdad, Jesu Cristo, diziendo: Esta es
la vida eterna que te conozcan solo Dios verdadero, i al que enviaste Jesu Cris- Jn. 17, 3.
to. I el Apóstol San Plablo, después que de Fariseo i perseguidor fué convertido
á Cristo, i había conozido la grande exzelenzia deste conozimiento, dize: Zier-
tamente todas las cosas tengo por pérdida, por el eminente conozimiento de Flp. 3, 8.
Cristo Jesus Señor mio, por amor del cual he perdido todo esto, i lo tengo por es-
tiércol. Pero como no hai cosa mas nezesaria, ni mas provechosa al hombre que El Diablo
se esfuerza
este conozimiento, así el Diablo, enemigo, de nuestra salud, no ha zesado desde
á quitar a los
la creazión del mundo hasta el dia de hoi, ni zesará hasta la fin de se esforzar por hombres
todas las vías que puede, á privar los hombres deste tesoro, i escurezer en sus este conozi-
miento.
corazones esta tan deseada luz que nos es enviada del zielo, para mejor enredar
i tener captivos á los hombres en las tinieblas de ignoranzia i superstizión.
I como el Diablo ha sido homizida i padre de mentira desde el prinzipio, Jn. 8, 44.
así siempre ha trabajado en oprimir la verdad, i á los que la confiesan, ya por
violenzia i tiranía, ya por mentira i falsa doctrina. Para este fin se sirve por sus El Diablo se
sirve de dos
ministros, no solamente de los enemigos de fuera, pero aun tambien de los
medios.
mismos domésticos que se glorían de ser el pueblo de Dios, i que tienen las
aparenzias externas. Por violenzia mató Cain á su propio hermano Abél: no I. Por violen-
cia i tiranía.
por otra causa, sino porque sus obras eran malas, i las de su hermano buenas.
Esaú pensaba hazer lo mismo á su hermano Jacob, porque había rezebido la Gn. 4, 8.
1 Jn. 3, 12.
bendizion de su padre. Saul persiguió á David el escojido i bien querido de
Gn. 27, 41.
Dios. Muchos reyes del pueblo de Israel dejando la lei i los mandamientos 1 Sm. 23. 24
de Dios, han sido idólatras i matadores de los Profetas, abusando en tal ma-
nera de su autoridad, que no solamente pecaban, pero hazian tambien pecar 2 Re. 21, 1, 16.
á Israel. I llegó la miseria del pueblo de Israel á tanto, que se lee de Manase
(que reinó en Jerusalén 55 años) que derramó mucha sangre inozente en gran
la pura doctrina del Evanjelio sin añadir ni disminuir, testificando que Jesu
20 de Setiembre de 1597
Por cuanto que en la primera edizion deste libro yo no esperaba que hubie-
se de ser tan bien rezebido, como ha plazido á Dios por su infinita bondad
que lo fuese, yo en él fui breve (como lo suelen ser los que escriben libros pe-
queños) mas habiendo entendido haber sido de casi todos los pios con tanto
aplauso rezebido, cuanto yo nunca me atreví á desear, cuanto menos esperar:
de tal manera que entendia en mí que se me atribuia mui mucho mas, de lo
que yo habia merezido, así me sentí tanto mas obligado á hazer mui mucho
mejor mi deber con aquellos que rezebian mi doctrina con tan buena volun-
tad i amor. Porque yo les fuera ingrato si no satisfiziera á su deseo confor-
me al pequeño talento, que el Señor me ha dado. Por lo cual he procurado
de hazer mi deber, no solamente cuando este libro se imprimió la segunda
vez, mas aun todas i cuantas vezes ha sido impreso, lo he en zierta manera
augmentado i enriquezido. I aunque yo no haya tenido ocasión ninguna de
descontentarme de mi pena i trabajo, que entonzes tomé, mas con todo esto
confieso que jamás he quedado satisfecho ni contento hasta tanto que lo he
puesto en el órden que ahora veis: al cual (como espero) aprobareis. I de zier-
to que puedo por buena aprobazion alegar, que no he escatimado de servir á
la Iglesia de Dios en cuanto á esto, lo mas dilijente i afectuosamente que me
ha sido posible: i así el invierno pasado amenazándome la cuartana de hazer-
me partir deste mundo, cuanto mas la enfermedad me presaba, tanto menos
me popaba, ni tenia cuenta conmigo, hasta tanto que hubiese puesto este li-
bro en este órden que veis: el cual viviendo despues de mi muerte mostrase el
gran deseo que yo tenia de satisfazer á aquellos que ya habian aprovechado,
i aun deseaban aprovecharse mas. Yo zierto lo quisiera haber hecho antes:
mas esto será asaz con tiempo si asaz bien. Contentarme he con que este li-
bro haga algun provecho i servizio á la Iglesia de Dios, aun mayor del que por
lo pasado ha hecho. Este es mi único deseo i intento: como también yo seria
mui mal recompensado por mi pena, si no me contentase con que mi Dios
me la aprobase, para menospreziar las locas i perversas opiniones de hom-
bres neszios, ó las calumnias i murmuraziones de los malignos i perversos.
Porque aunque Dios haya ligado del todo mi corazon á tener un afecto recto
i puro de augmentar su Reino, i de ser zierto testimonio delante de su Majes-
tad, i delante de sus Anjeles, que no ha sido otro mi intento ni deseo despues
que él me ha puesto en este cargo i ofizio de enseñar, sino de aprovechar á su
Iglesia declarando i manteniendo la pura doctrina que él nos ha enseñado:
mas con todo esto yo no pienso que haya hombre sobre la tierra tan acometi-
do, mordido i despedazado con falsas calumnias, como yo. I sin ir mas lejos,
guian que pensasen que el haber sido ellos sanados de las mordeduras de las
serpientes era salario i recompensa de la honra que hazian al sepulcro. ¿Qué
diremos sino que este ha sido i siempre será un castigo de Dios justísimo en-
viar eficazia de ilusión á aquellos que no han rezebido el amor de la verdad,
para que crean á la mentira? Así que no nos faltan milagros i mui ziertos, i de 2 Tes. 2, 11.
quien ninguno se debe mofar. Mas los que nuestros adversarios jactan, no
son sino puras ilusiones de Satanás con que retiran al pueblo del verdadero
servizio de Dios á vanidad.
Allende desto calumniosamente nos dan en cara con los Padres (yo en-
tiendo por Padres los escritores antiguos del tiempo de la primitiva Iglesia,
ó poco despues) como si los tuviesen por fautores de su impiedad: por la au-
toridad de los cuales si nuestra contienda se hubiese de fenezer, la mayor
parte de la victoria (no me quiero alargar mas) seria nuestra. Pero siendo así
que muchas cosas hayan sido escritas por los Padres sabia i exzelentemen-
te, i en otras les haya acontezido lo que suele acontezer á hombres (convie-
ne á saber, errar i faltar), estos buenos i obediente hijos conforme á la
destreza que tienen de entendimiento, juizio i voluntad, adoran solamente
sus errores i faltas: mas lo que han bien dicho, ó no lo consideran, ó lo disi-
mulan, ó lo pervierten: de tal manera que no pareze sino que aposta su in-
tento fué cojer el estiércol no haziendo caso del oro que entre el estiércol
ordenó que fuesen del todo apartados del uso de la Zena todos aquellos que
se contentasen con una sola espezie del Sacramento i se abstuviesen de la
otra: el otro fuertemente contiende que no se debe negar al pueblo Cristia-
no la sangre de su Señor, por confesion del cual es mandado derramar su San Aug., lib.
2 de peccat.
propia sangre. Tambien quitaron estos límites cuando rigurosamente man-
merit. cap.
daron la misma cosa, que el uno destos dos castigaba con descomunion, i el último.
otro con bastantísima razon condenaba. Padre era el que afirmó ser temeri-
dad determinar de alguna cosa escura ó por la una parte ó por la otra, sin
claros i evidentes testimonios de la Escritura. Olvidáronse de aqueste lími-
te, cuando sin ninguna palabra de Dios constituyeron tantas constitucio-
nes, tantos Cánones, tantas majistrales determinaziones. Padre era el que
entre otras herejías dió en cara á Montano que él fué el primero que impuso
leyes de ayunar. Tambien traspasaron mui mucho este límite, cuando esta- Apolonio
en la hist.
blezieron ayunos con durísimas leyes. Padre era el que prohibió que el
Ecl. lib. 5,
matrimonio fuese vedado á los Ministros de la Iglesia: i testificó el ayunta- cap. 12.
miento con su lejítima mujer ser castidad. I Padres fueron los que se confor- Paphnuzio
en la hist.
maron con él. Ellos han traspasado este límite cuando con tanto rigor Trip. lib. 2,
defendieron el matrimonio á sus Eclesiásticos. Padre era el que dijo, que cap. 14
San Ziprian.
solo Cristo debia de ser oido, del cual está escrito: A él oid: i que no se debia en la epíst. 2
hazer caso de lo que otros antes de nosotros hubiesen hecho, ó dicho, sino del lib. 1.
Libro I | Capítulo I 3
mismos, no solamente nos aguijonea para que busquemos a Dios, sino que
nos lleva como de la mano para que lo hallemos.
4 Libro I | Capítulo I
3. Ejemplos de la Sagrada Escritura
De aquí procede aquel horror y espanto con el que, según dice muchas veces
la Escritura, los santos han sido afligidos y abatidos siempre que sentían la
presencia de Dios. Porque vemos que cuando Dios estaba alejado de ellos, se
sentían fuertes y valientes; pero en cuanto Dios mostraba su gloria, tembla-
ban y temían, como si se sintiesen desvanecer y morir.
De aquí se debe concluir que el hombre nunca siente de veras su bajeza
hasta que se ve frente a la majestad de Dios. Muchos ejemplos tenemos de
este desvanecimiento y terror en el libro de los Jueces y en los de los profetas,
de modo que esta manera de hablar era muy frecuente en el pueblo de Dios:
«Moriremos porque vimos al Señor» (Jue. 13, 22; Is. 6, 5; Ez. 1, 28 y 3, 14 y otros
lugares). Y así la historia de Job, para humillar a los hombres con la propia
conciencia de su locura, impotencia e impureza, aduce siempre como prin-
cipal argumento, la descripción de la sabiduría y potencia y pureza de Dios; y
esto no sin motivo. Porque vemos cómo Abraham, cuanto más llegó a contem-
plar la gloria de Dios, tanto mejor se reconoció a sí mismo como tierra y polvo
(Gn. 18, 27); y cómo Elías escondió su cara no pudiendo soportar su contem-
plación (1 Re. 19, 13); tanto era el espanto que los santos sentían con su pre-
sencia. ¿Y qué hará el hombre, que no es más que podredumbre y hediondez,
cuando los mismos querubines se ven obligados a cubrir su cara por el espan-
to? (Is. 6, 2). Por esto el profeta Isaías dice que el sol se avergonzará y la luna
se confundirá, cuando reinare el Señor de los Ejércitos (Is. 24, 23 y 2, 10. 19);
es decir: al mostrar su claridad y al hacerla resplandecer más de cerca, lo más
claro del mundo quedará, en comparación con ella, en tinieblas.
Por tanto, aunque entre el conocimiento de Dios y de nosotros mismos
haya una gran unión y relación, el orden para la recta enseñanza requiere que
tratemos primero del conocimiento que de Dios debemos tener, y luego del
que debemos tener de nosotros.
Libro I | Capítulo I 5
Capítulo II
En qué consiste conocer a Dios y cuál
es la finalidad de este conocimiento
6 Libro I | Capítulo II
Porque este sentimiento de la misericordia de Dios es el verdadero maestro
del que nace la religión.
2. La verdadera piedad
Llamo piedad a una reverencia unida al amor de Dios, que el conocimien-
to de Dios produce. Porque mientras que los hombres no tengan impreso
en el corazón que deben a Dios todo cuanto son, que son alimentados con
el cuidado paternal que de ellos tiene, que Él es el autor de todos los bie-
nes, de suerte que ninguna cosa se debe buscar fuera de Él, nunca jamás
de corazón y con deseo de servirle se someterán a Él. Y más aún, si no co-
locan en Él toda su felicidad, nunca de veras y con todo el corazón se acer-
carán a Él.
Libro I | Capítulo II 7
4. Del conocimiento de Dios como soberano, fluyen
la confianza cierta en Él y la obediencia
Habiendo de esta manera conocido a Dios, como el alma entiende que Él lo
gobierna todo, confía en estar bajo su amparo y protección y así del todo se
pone bajo su guarda, por entender que es el autor de todo bien; si alguna cosa
le aflige, si alguna cosa le falta, al momento se acoge a Él esperando que la
ampare. Y porque se ha persuadido de que Él es bueno y misericordioso, con
plena confianza reposa en Él, y no duda que en su clemencia siempre hay re-
medio preparado para todas sus aflicciones y necesidades; porque lo recono-
ce por Señor y Padre, concluye que es muy justo tenerlo por Señor absoluto de
todas las cosas, darle la reverencia que se debe a su majestad, procurar que su
gloria se extienda y obedecer sus mandamiento. Porque ve que es Juez justo y
que está armado de severidad para castigar a los malhechores, siempre tiene
delante de los ojos su tribunal; y por el temor que tiene de Él, se detiene y se
domina para no provocar su ira.
Con todo no se atemoriza de su juicio, de tal suerte que quiera apartarse
de Él, aunque pudiera; sino más bien lo tiene como juez de los malos, como
bienhechor de los buenos; puesto que entiende que tanto pertenece a la glo-
ria de Dios dar a los impíos y perversos el castigo que merecen, como a los
justos el premio de vida eterna. Además de ésto, no deja de pecar por temor
al castigo, sino porque ama y reverencia a Dios como a Padre, lo considera y
le honra como a Señor; aunque no hubiese infierno, sin embargo tiene gran
horror de ofenderle. Ved, pues, lo que es la auténtica y verdadera religión, a
saber: fe unida a un verdadero temor de Dios, de manera que el temor lleve
consigo una voluntaria reverencia y un servicio tal cual le conviene y el mismo
Dios lo ha mandado en su Ley. Y esto se debe con tanta mayor diligencia no-
tar, cuanto que todos honran a Dios indiferentemente, y muy pocos le temen,
puesto que todos cuidan de la apariencia exterior y muy pocos de la sinceri-
dad de corazón requerida.
8 Libro I | Capítulo II
Capítulo III
El conocimiento de Dios está
naturalmente arraigado en
el entendimiento del hombre
2. Fedón y Tecteto.
12 Libro I | Capítulo IV
2. De dónde procede la negación de Dios
En cuanto a lo que dice David (Sal. 14, 1) que los impíos e insensatos siente en
sus corazones que no hay Dios, en primer lugar se debe aplicar solo a aque-
llos que, habiendo apagado la luz natural, se embrutecen a sabiendas, como
en seguida veremos otra vez. De hecho se encuentra a muchos que después
de endurecerse con su atrevimiento y costumbre de pecar, arrojan de sí furio-
samente todo recuerdo de Dios, el cual, sin embargo, por un sentimiento na-
tural permanece dentro de ellos y no cesa de instarles desde allí. Y para hacer
su furor más detestable, dice David que explícitamente niegan que haya Dios;
no porque le priven de su esencia, sino porque despojándole de su oficio de
juez y proveedor de todas las cosas lo encierran en el cielo, como si no se pre-
ocupara de nada. Porque, como no hay cosa que menos convenga a Dios que
quitarle el gobierno del mundo y dejarlo todo al azar, y hacer que ni oiga ni
vea, para que los hombres pequen a rienda suelta, cualquiera que dejando a
un lado todo temor del juicio de Dios tranquilamente hace lo que se le anto-
ja, este tal niega que haya Dios. Y es justo castigo de Dios, que el corazón de
los impíos de tal manera se endurezca que, cerrando los ojos, viendo no vean
(Sal. 10, 11); y el mismo David (Sal. 36, 2), que expone muy bien su intención,
en otro lugar dice que no hay temor de Dios delante de los ojos de los impíos.
Y también, que ellos con gran orgullo se alaban cuando pecan, porque están
persuadidos de que Dios no ve. Y aunque se ven forzados a reconocer que
hay Dios, con todo, lo despojan de su gloria, quitándole su potencia. Porque
así como –según dice san Pablo (2 Tim. 2, 13)– Dios no se puede negar a sí
mismo, porque siempre permanece en la misma condición y naturaleza, así
estos malditos, al pretender que es un ídolo muerto y sin virtud alguna, son
justamente acusados de negar a Dios. Además de esto, hay que notar que,
aunque ellos luchen contra sus mismos sentimientos, y deseen no solamen-
te arrojar a Dios de ellos sino también destruirlo en el cielo mismo, nunca
empero llegará a tanto su necedad, que algunas veces Dios no los lleve a la
fuerza ante su tribunal. Mas porque no hay temor que los detenga de arre-
meter contra Dios impetuosamente, mientras permanecen así arrebatados
de ciego furor, es evidente que se han olvidado de Dios y que reina en ellos el
hombre animal.
Libro I | Capítulo IV 13
no es un fantasma que se transfigura según el deseo y capricho de cada cual.
Y es cosa clara ver en cuántas mentiras y engaños la superstición se enreda
cuando pretende hacer algún servicio a Dios. Porque casi siempre se sirve de
aquellas cosas que Dios ha declarado no importarle, y las que manda y dice
que le agradan, o las menosprecia o abiertamente las rechaza. Así que to-
dos cuantos quieren servir a Dios con sus nuevas fantasías, honran y adoran
sus desatinos, pues nunca se atreverían a burlarse de Dios de esta manera,
si primero no se imaginaran un Dios que fuera igual que sus desatinados
desvaríos. Por lo cual el Apóstol dice que aquel vago e incierto concepto de
la divinidad es pura ignorancia de Dios (Gál. 4, 8). Cuando vosotros, dice,
no conocíais a Dios, servíais a aquellos que por naturaleza no eran Dios. Y
en otro lugar (Ef. 2, 12) dice que los efesios habían estado sin Dios todo el
tiempo que estuvieron lejos del verdadero conocimiento de Dios. Y respec-
to a esto poco importa admitir un Dios o muchos, pues siempre se apartan
y alejan del verdadero Dios, dejado el cual, no queda más que un ídolo abo-
minable. No queda, pues, sino que, con Lactancio, concluyamos que no hay
verdadera religión si no va acompañada de la verdad.
14 Libro I | Capítulo IV
falaz de religión y apenas digna de ser llamada sombra, es bien fácil conocer
cuánto la verdadera piedad, que Dios solamente inspira en el corazón de los
creyentes, se diferencia de este confuso conocimiento de Dios.
Sin embargo, los hipócritas quieren, con grandes rodeos, llegar a creer
que están cercanos a Dios, del cual, no obstante, siempre huyen. Porque
debiendo estar toda su vida en obediencia, casi en todo cuanto hacen se le
oponen sin escrúpulo alguno, y solo procuran aplacarle con apariencia de sa-
crificios; y en lugar de servirle con la santidad de su vida y la integridad de su
corazón, inventan no sé qué frivolidades y vacías ceremonias de ningún valor
para obtener su gracia y favor; y lo que es aún peor, con más desenfreno per-
manecen encenagados en su hediondez, porque esperan que podrán satis-
facer a Dios con sus vanas ofrendas; y encima de esto, en lugar de poner su
confianza en Él, la ponen en sí mismos o en las criaturas, no haciendo caso
de Él. Finalmente se enredan en tal multitud de errores, que la oscuridad de
su malicia ahoga y apaga del todo aquellos destellos que relucían para ha-
cerles ver la gloria de Dios. Sin embargo, queda esta semilla, que de ninguna
manera puede ser arrancada de raíz, a saber: que hay un Dios. Pero está tan
corrompida, que no puede producir más que frutos malísimos. Mas, aun así,
se demuestra lo que al presente pretendo probar: que naturalmente hay im-
preso en el corazón de los hombres un cierto sentimiento de la Divinidad,
puesto que la necesidad impulsa aun a los más abominables a confesarla.
Mientras todo les sucede a su gusto, se glorían de burlarse de Dios y se ufanan
de sus discursos para rebajar su potencia. Mas si alguna desgracia cae sobre
ellos, les fuerza a buscar a Dios y les dicta y hace decir oraciones sin fuerza ni
valor. Por lo cual se ve claramente que no desconocen del todo a Dios, sino
que lo que debía haberse manifestado antes, ha quedado encubierto por su
malicia y rebeldía.
Libro I | Capítulo IV 15
Capítulo V
El poder de Dios resplandece en la
creación del mundo y en el continuo
gobierno del mismo
16 Libro I | Capítulo V
hasta el último contemplan sus atributos invisibles, aun su virtud y divini-
dad, entendiéndolas por la creación del mundo.
1. De usu Partium.
Libro I | Capítulo V 17
que son sustentados y existen. Si, pues, para alcanzar a Dios no es menester salir
de nosotros, ¿qué perdón merecerá la pereza del que para conocer a Dios des-
deña entrar en sí mismo, donde Dios habita? Por esta razón el profeta David,
después de haber celebrado en pocas palabras el admirable nombre del Señor y
su majestad, que por doquiera se dan a conocer, exclama (Sal. 8, 4): «¿Qué es el
hombre para que tengas de él memoria?»; y (Sal. 8, 2) «De la boca de los chiquitos
y de los que maman fundaste la fortaleza». Pues no solamente propone al hom-
bre como un claro espejo de la obra de Dios, sino que dice también que hasta
los niños, cuando aún son lactantes, tienen suficiente elocuencia para ensalzar
la gloria de Dios, de suerte que no son menester oradores; y de aquí que él no
dude en hablar de sus bocas, por estar bien preparados para deshacer el desa-
tino de los que desean con su soberbia diabólica echar por tierra el nombre y
la gloria de Dios. De ahí también lo que el Apóstol (Hch. 17, 28) cita del pagano
Arato, que somos del linaje de Dios, porque habiéndonos adornado con tan gran
dignidad, declaró ser nuestro Padre. Y lo mismo otros poetas, conforme a lo que
el sentido y la común experiencia les dictaba, le llamaron Padre de los hombres,
y de hecho, nadie por su voluntad y de buen grado se sujetará a Dios sin que, ha-
biendo primero gustado su amor paterno, sea por Él atraído a amarle y servirle.
18 Libro I | Capítulo V
todo, los movimiento tan ágiles que ven en el alma, tan excelentes potencias,
tan singulares virtudes, dan a entender que hay una Divinidad que no per-
mite fácilmente ser relegada; mas los epicúreos toman ocasión de ensalzar-
se como si fueran gigantes u hombres salvajes, para hacer la guerra a Dios.
¿Pues qué? ¿Será menester que para gobernar a un gusanillo de cinco pies
concurran y se junten todos los tesoros de la sabiduría celestial, y que el res-
to del mundo quede privado de tal privilegio? En cuanto a lo primero, decir
que el alma está dotada de órganos que responden a cada una de sus partes,
esto vale tan poco para oscurecer la gloria de Dios, que más bien hace que se
muestre más. Que responda Epicuro, ya que se imagina que todo se hace por
el concurso de los átomos, que son un polvo menudo del que está lleno el aire
todo, ¿qué concurso de átomos hace la cocción de la comida y de la bebida en
el estómago y la digiere, parte en sangre y parte en deshechos, y da tal arte a
cada uno de los miembros para que hagan su oficio y su deber, como si tantas
almas cuantos miembros rigiesen de común acuerdo al cuerpo?
Libro I | Capítulo V 19
mortalidad que Dios ha impreso en el hombre no se pueden de ningún modo
borrar? Ahora bien, ¿en qué razón cabe que el hombre sea divino y no reconoz-
ca a su Creador? ¿Será posible que nosotros, que no somos sino polvo y ceni-
za, distingamos con el juicio que nos ha sido dado entre lo bueno y lo malo, y
no haya en el cielo un juez que juzgue? ¿Nosotros, aun durmiendo tendremos
algo de entendimiento, y no habrá Dios que vele y se cuide de regir el mundo?
¿Seremos tenidos por inventores de tantas artes y tantas cosas útiles, y Dios,
que es el que nos lo ha inspirado todo, quedará privado de la alabanza que se
le debe? Pues a simple vista vemos que todo cuanto tenemos nos viene de otra
parte y que uno recibe más y otro menos.
Todo esto es para venir a parar a esta conclusión diabólica; a saber: que el
mundo creado para ser una muestra y un dechado de la gloria de Dios, es
creador de sí mismo. Porque he aquí cómo el mismo autor se expresa en otro
lugar, siguiendo la opinión común de los griegos y los latinos:
20 Libro I | Capítulo V
«Tienen las abejas de espíritu divino
una parte en sí, bebida celestial
beben (que llaman Dios) el cual universal
por todas partes va, extendido de continuo.
3. Geórgicas, IV.
Libro I | Capítulo V 21
rra, y con solamente quererlo hacer templar el cielo con el estruendo de los
truenos, abrasar con el rayo todo cuanto se le pone delante, encender el aire
con sus relámpagos, perturbarlo todo con diversos géneros de tempestades y,
en un momento, cuando su majestad así lo quiere, pacificarlo todo; reprimir
y tener como pendiente en el aire al mar, que parece con su altura amenazar
con anegar toda la tierra; y unas veces revolverlo con la furia grandísima de
los vientos, y otras, en cambio, calmarlo aquietando sus olas. A esto se re-
fieren todas las alabanzas del poder de Dios, que la Naturaleza misma nos
enseña, principalmente en el libro de Job y en el de Isaías, y que ahora deli-
beradamente no cito, por dejarlo para otro lugar más propio, cuando trate
de la creación del mundo, conforme a lo que de ella nos cuenta la Escritura.
Aquí solamente he querido notar que éste es el camino por donde todos, así
fieles, como infieles, deben buscar a Dios, a saber, siguiendo las huellas que,
así arriba como abajo, nos retratan a lo vivo su imagen. Además, el poder de
Dios nos sirve de guía para considerar su eternidad. Porque es necesario que
sea eterno y no tenga principio, sino que exista por sí mismo, Aquel que es
origen y principio de todas las cosas. Y si se pregunta qué causa le movió a
crear todas las cosas al principio y ahora le mueve a conservarlas en su ser,
no se podrá dar otra sino su sola bondad, la cual por sí sola debe bastarnos
para mover nuestros corazones a que lo amemos, pues no hay criatura algu-
na, como dice el Profeta (Sal. 145, 9), sobre la cual su misericordia no se haya
derramado.
8. La justicia de Dios
También en la segunda clase de las obras de Dios, a saber, las que suelen
acontecer fuera del curso común de la naturaleza, se muestran tan claros
y evidentes los testimonios del poder de Dios, como los que hemos citado.
Porque en la administración y gobierno del género humano de tal manera
ordena su providencia, que mostrándose de infinitas maneras munífico y li-
beral para con todos, sin embargo, no deja de dar claros y cotidianos testimo-
nios de su clemencia a los piadosos y de su severidad a los impíos y réprobos.
Porque los castigos y venganzas que ejecuta contra los malhechores, no son
ocultos sino bien manifiestos, como también se muestra bien claramente
protector y defensor de la inocencia, haciendo con su bendición prosperar
a los buenos, socorriéndolos en sus necesidades, mitigando sus dolores, ali-
viándolos en sus calamidades y proveyéndoles de todo cuanto necesitan. Y
no debe oscurecer el modo invariable de su justicia el que Él permita algunas
veces que los malhechores y delincuentes vivan a su gusto y sin castigo por al-
gún tiempo, y que los buenos, que ningún mal han hecho, sean afligidos con
muchas adversidades, y hasta oprimidos por el atrevimiento y crueldad de
22 Libro I | Capítulo V
los impíos; antes al contrario, debemos pensar que cuando Él castiga alguna
maldad con alguna muestra evidente de su ira, es señal de que aborrece toda
suerte de maldades; y que, cuando deja pasar sin castigo muchas de ellas, es
señal de que habrá algún día un juicio para el cual están reservadas. Igual-
mente, ¡qué materia nos da para considerar su misericordia, cuando muchas
veces no deja de otorgar su misericordia por tanto tiempo a unos pobres y mi-
serables pecadores, hasta que venciendo su maldad con Su dulzura y blandu-
ra más que paternal, los atrae a sí!
9. La providencia de Dios
Por esta misma razón, el Profeta cuenta cómo Dios socorre de repente y de
manera admirable y contra toda esperanza a aquellos que ya son tenidos casi
por desahuciados: sea que, perdidos en montes o desiertos, los defienda de
las fieras y los vuelva al camino, sea que dé de comer a necesitados o ham-
brientos, o que libre a los cautivos que estaban encerrados con cadenas en
profundas y oscuras mazmorras, o que traiga a puerto, sanos y salvos, a los
que han padecido grandes tormentas en el mar, o que sane de sus enferme-
dades a los que estaban ya medio muertos; sea que abrase de calor y sequía
las tierras o que las vuelva fértiles con una secreta humedad, o que eleve en
dignidad a los más humildes del pueblo, o que abata a los más altos y esti-
mados. El Profeta, después de haber considerado todos estos ejemplos, con-
cluye que los acontecimientos y casos que comúnmente llamamos fortuitos,
son otros tantos testimonios de la providencia de Dios, y sobre todo de una
clemencia paternal; y que con ellos se da a los piadosos motivo de alegrarse,
y a los impíos y réprobos se les tapa la boca. Pero, porque la mayor parte de
los hombres, encenagada en sus errores, no ve nada en un escenario tan be-
llo, el Profeta exclama que es una sabiduría muy rara y singular considerar
como conviene estas obras de Dios. Porque vemos que los que son tenidos
por hombres de muy agudo entendimiento, cuando las consideran, no hacen
nada. Y ciertamente por mucho que se muestre la gloria de Dios apenas se
hallará de ciento uno que de veras la considere y la mire. Lo mismo podemos
decir de su poder y sabiduría, que tampoco están escondidas en tinieblas.
Porque su poder se muestra admirablemente cada vez que el orgullo de los
impíos, el cual, conforme a lo que piensan de ordinario es invencible, queda
en un momento deshecho, su arrogancia abatida, sus fortísimos castillos de-
molidos, sus espadas y dardos hechos pedazos, sus fuerzas rotas, todo cuanto
maquinan destruido, su atrevimiento que subía hasta el mismo cielo confun-
dido en lo más profundo de la tierra; y lo contrario, cuando los humildes son
elevados desde el polvo, los necesitados del estiércol (Sal. 113, 7); cuando los
oprimidos y afligidos son librados de sus grandes angustias, los que ya se da-
Libro I | Capítulo V 23
ban por perdidos elevados de nuevo, los infelices sin armas, no aguerridos
y pocos en número, vencen sin embargo a sus enemigos bien pertrechados y
numerosos.
En cuanto a su sabiduría, bien claro se encomia, puesto que a su tiem-
po y sazón dispensa todas las cosas, confunde toda la sutileza del mundo
(1 Cor. 3, 19), coge a los astutos en su propia astucia; y finalmente ordena
todas las cosas conforme al mejor orden posible.
***
24 Libro I | Capítulo V
11. Necesidad de la vida eterna
Además de esto, este conocimiento, no solo debe incitarnos a servir a Dios,
sino también nos debe recordar y llenar de la esperanza de la vida futura. Por-
que si consideramos que los testimonios y muestras que Dios nos ha dado, así
de su clemencia como de su severidad, no son más que un comienzo y que no
son perfectos, conviene que pensemos que Él no hace más que poner la levadu-
ra para amasar, según se dice; ensayarse para después hacer de veras su obra,
cuya manifestación y entero cumplimiento se difiere para la otra vida. Por otra
parte, viendo que los piadosos son ultrajados y oprimidos por los impíos, inju-
riados, calumniados, perseguidos y afrentados, y que, por otra parte, los malos
florecen, prosperan, y que con toda tranquilidad gozan de sus riquezas y digni-
dades sin que nadie les vaya a la mano, debemos concluir que habrá otra vida
en la cual la maldad tendrá su castigo, y la justicia su merced. Y además, cuan-
do vemos que los fieles son muchísimas veces castigados con azotes de Dios,
debemos tener como cosa certísima que mucho menos escaparán los impíos
en lo venidero a los castigos de Dios. Muy a propósito viene una sentencia de
san Agustín: «Si todos los pecados fuesen ahora públicamente castigados, se
creería que ninguna cosa se reservaba para el último juicio; por otra parte, si
Dios no castigase ningún pecado públicamente, se creería que ya no hay Pro-
videncia divina».5 Así que debemos confesar que en cada una de las obras de
Dios, y principalmente en el orbe, están pintadas, como en una tabla, las virtu-
des y poder de Dios, por las cuales todo el linaje humano es convidado y atraído
a conocer a este gran Artífice y de aquí a la verdadera y perfecta felicidad. Y aun-
que las virtudes de Dios estén retratadas a lo vivo y se muestren en todo el mun-
do, solamente entendemos a lo que tienden, cuánto valen y para qué sirven,
cuando descendemos a nosotros mismos y consideramos los caminos y modos
en que el Señor despliega para nosotros su vida, sabiduría y virtud, y ejercita
con nosotros su justicia, bondad y clemencia. Porque aunque David (Sal. 92, 6)
se queje justamente de que los incrédulos son necios por no considerar los pro-
fundos designios de Dios en cuanto al gobierno del género humano, con todo,
es certísimo lo que él mismo dice en otro lugar (Sal. 40, 11): que las maravillas
de la sabiduría de Dios son mayores en número que los cabellos de nuestra ca-
beza. Pero ya que este argumento se tratará con orden después, lo dejaré ahora.
Libro I | Capítulo V 25
aprovechamos de testimonios tan claros. Porque respecto a la obra del
mundo tan hermosa, tan excelente y tan bien armonizada, ¿quién de noso-
tros al levantar los ojos al cielo o extenderlos por las diversas regiones de la
tierra se acuerda del Creador y no se para más bien a contemplar las obras,
sin hacer caso de su Hacedor? Y en lo que toca a aquellas cosas que ordina-
riamente acontecen fuera del orden y curso natural, ¿quién no piensa que la
rueda de la Fortuna, ciega y sin juicio, hace dar vueltas a la buena a los hom-
bres de arriba abajo en vez de ser regidos por la providencia de Dios? Y si al-
guna vez, por medio de estas cosas somos impulsados a pensar en Dios (lo
cual necesariamente todos han de hacer), apenas concebimos algún senti-
miento de Dios, al momento nos volvemos a los desatinos y desvaríos de la
carne y corrompemos con nuestra propia vanidad la pura y auténtica verdad
de Dios. En esto no convenimos: en que cada cual por su parte se entregue
a sus errores y vicios particulares; en cambio, somos muy semejantes y nos
parecemos en que todos, desde el mayor al más pequeño, apartándonos
de Dios nos entregamos a monstruosos desatinos. Por esta enfermedad,
no solo la gente inculta se ve afectada, sino también los muy excelentes y
maravillosos ingenios. ¡Cuán grande ha sido el desatino y desvarío que han
mostrado en esta cuestión cuantos filósofos ha habido! Porque, aunque no
hagamos mención de la mayor parte de los filósofos que notablemente erra-
ron ¿qué diremos de un Platón, el cual fue más religioso entre todos ellos y
más sobrio, y sin embargo también erró con su esfera, haciendo de ella su
idea primera? ¿Y qué habrá de acontecer a los otros, cuando los principales,
que debieran ser luz para los demás, se equivocaron gravemente? Así mis-
mo, cuando el régimen de las cosas humanas claramente da testimonios
de la providencia de Dios, de tal suerte que no se puede negar, los hombres
sin embargo no se aprovechan de ello más que si se dijera que la Fortuna lo
dispone todo sin orden ni concierto alguno: tanta es nuestra natural incli-
nación al error. Estoy hablando de los más famosos en ciencia y virtud, y no
de los desvergonzados que tanto hablaron para profanar la verdad de Dios.
De aquí salió aquella infinidad de errores que llenó y cubrió todo el mundo;
porque el espíritu de cada uno es como un laberinto, de modo que no hay
por qué maravillarse, si cada pueblo ha caído en un desatino; y no solo esto,
sino que casi cada hombre se ha inventado su Dios.
26 Libro I | Capítulo V
entendimiento de los hombres, según que cada cual se toma la licencia de
imaginarse vanamente en Dios una cosa u otra. Y no es menester aquí ha-
cer un catálogo de las supersticiones en que en nuestros días está el mundo
envuelto y enredado, pues sería cosa de nunca acabar. Mas, aunque no diga
nada, bien claramente se ve por tantos abusos y corrupción cuán horrible y
espantosa es la ceguera del entendimiento humano.
Libro I | Capítulo V 27
crasamente al buscar a Dios. Suelen algunos alabar la respuesta de cierto
poeta pagano llamado Simónides, el cual, preguntado por Hierón, tirano de
Sicilia, qué era Dios, pidió un día de término para pensar la respuesta; al día
siguiente, como le preguntase de nuevo, pidió dos días más; y cada vez que
se cumplía el tiempo señalado, volvía a pedir el doble de tiempo. Al fin res-
pondió: «Cuanto más considero lo que es Dios, mayor hondura y dificultad
descubro». Supongamos que Simónides haya obrado muy prudentemente al
suspender su parecer en una cuestión de la que no entendía; mas por aquí
se ve que si los hombres solamente fuesen enseñados por la Naturaleza, no
sabrían ninguna cosa cierta, segura y claramente, sino que únicamente es-
tarían ligados a este confuso principio de adorar al Dios que no conocían.
28 Libro I | Capítulo V
juicio se han perdido de tal manera en las tinieblas ¿qué podremos decir de
la gente vulgar, que respecto a los otros son la hez de la tierra? Por lo cual, no
es de maravillar que el Espíritu Santo repudie y deseche cualquier manera de
servir a Dios inventada por los hombres, como bastarda e ilegítima; pues toda
opinión que los hombres han fabricado en su entendimiento respecto a los
misterios de Dios, aunque no traiga siempre consigo una infinidad de erro-
res, no deja de ser la madre de los errores. Porque dado el caso de que no su-
ceda otra cosa peor, ya es un vicio grave adorar al azar a un Dios desconocido;
por lo cual son condenados por boca de Cristo cuantos no son enseñados por
la Ley a qué Dios hay que adorar (Jn. 4, 22). Y de hecho, los más sabios gober-
nadores del mundo que han establecido leyes, nunca pasaron más allá de te-
ner una religión admitida por público consentimiento del pueblo. Jenofonte
cuenta también como Sócrates, filósofo famosísimo, alaba la respuesta que
dió Apolo, en la cual manda que cada uno sirva a sus dioses conforme al uso
y manera de sus predecesores, y según la costumbre de la tierra en que nació.
¿Y de dónde, pregunto yo, vendrá a los mortales la autoridad de definir y de-
terminar conforme a su albedrío y parecer una cosa que trasciende y excede
a todo el mundo? O bien ¿quién podría estar tranquilo sobre lo ordenado por
los antiguos para admitir sin dudar y sin ningún escrúpulo de conciencia el
Dios que le ha sido dado por los hombres? Antes se aferrará cada uno a su pa-
recer, que sujetarse a la voluntad de otro. Así que, por ser un nudo muy flojo y
sin valor para mantenernos en la religión y servir a Dios, el seguir la costum-
bre o lo que nuestros antepasados hicieron, no queda sino que el mismo Dios
desde el cielo dé testimonio de sí mismo.
Libro I | Capítulo V 29
la sutileza del entendimiento humano, antes bien, muestra que no llega más
allá que lo suficiente para hacerlos inexcusables. Y aunque el mismo Apóstol
dice en cierto lugar (Hch. 17, 27-28) que «cierto no está lejos de cada uno de
nosotros, porque en Él vivimos, y nos movemos y somos», en otro, sin embar-
go, enseña de qué nos sirve esta proximidad (Hch. 14, 16-17): «En las edades
pasadas ha dejado (Dios) a todas las gentes andar en sus caminos, si bien no
se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo
y tiempos fructíferos, hinchiendo de mantenimiento y alegría nuestros cora-
zones». Así que, aunque Dios no haya dejado de dar testimonio de sí, convi-
dando y atrayendo dulcemente a los hombres, con su gran liberalidad, a que
le conociesen, ellos, con todo, no dejaron de seguir sus caminos; quiero de-
cir, sus errores gravísimos.
30 Libro I | Capítulo V
Capítulo VI
Es necesario para conocer a Dios
en cuanto creador, que la escritura
nos guíe y encamine
Libro I | Capítulo VI 31
ha diferenciado de los incrédulos. Y no hablo de la verdadera doctrina de la fe
con que fueron iluminados para esperar la vida eterna. Porque fue necesario
para pasar de muerte a vida, no solo que conocieran a Dios como su Creador,
sino también como su Redentor; y lo uno y lo otro lo alcanzaron por la Palabra.
32 Libro I | Capítulo VI
mente, a fin de que por una perpetua continuación la verdad de su doctrina
permaneciese en el mundo para siempre, quiso que las mismas revelacio-
nes con que se manifestó a los patriarcas, se registraran como en un registro
público. Por esta causa promulgó su Ley, y después añadió como intérpretes
de ella a los profetas. Porque aunque la doctrina de la Ley sirva para muchas
cosas, como muy bien veremos después, sin embargo Moisés y todos los pro-
fetas insistieron sobre todo en enseñar la manera y forma como los hombres
son reconciliados con Dios. De aquí viene que san Pablo llame a Jesucristo el
fin y cumplimiento de la Ley (Rom. 10, 4); sin embargo, vuelvo a repetir que,
además de la doctrina de la fe y el arrepentimiento, la cual propone a Cristo
como Mediador, la Escritura tiene muy en cuenta engrandecer con ciertas
notas y señales al verdadero y único Dios, que creó el mundo y lo gobierna, a
fin de que no fuese confundido con el resto de la multitud de falsos dioses.
Así que, aunque el hombre deba levantar los ojos para contemplar las obras
de Dios, porque Él lo puso en este hermosísimo teatro del mundo para que
las viese, sin embargo es menester, para que saque mayor provecho, tener
atento el oído a su Palabra. Y así, no es de maravillar si los hombres nacidos
en tinieblas se endurecen más y más en su necedad, porque muy pocos hay
entre ellos que dócilmente se sujeten a la Palabra para mantenerse dentro
de los límites que les son puestos; antes bien, se regocijan licenciosamente
en su vanidad. Hay pues que dar por resuelto que, para ser iluminados con
la verdadera religión, nos es menester comenzar por la doctrina celestial, y
también comprender que ninguno puede tener siquiera el menor gusto de la
sana doctrina, sino el que fuere discípulo de la Escritura. Porque de aquí pro-
cede el principio de la verdadera inteligencia, cuando con reverencia abraza-
mos todo cuanto Dios ha querido testificar de sí mismo. Porque no solo nace
de la obediencia la fe perfecta y plena, sino también todo cuanto debemos co-
nocer de Dios. Y en realidad, por lo que se refiere a esto, Él ha usado en todo
tiempo con los hombres una admirable providencia.
Libro I | Capítulo VI 33
la hermosura de esta obra del mundo, no esta bastante eficaz ni suficiente,
si deseamos contemplar a Dios perfectamente es menester que vayamos por
este mismo camino. Es menester, digo, que vayamos a su Palabra en la cual
de veras se nos muestra a Dios y nos es descrito a lo vivo en sus obras, cuando
las consideramos como conviene, no conforme a la perversidad de nuestro
juicio, sino según la regla de la verdad que es inmutable. Si nos apartamos de
esto, como ya he dicho, por mucha prisa que nos demos, como nuestro co-
rrer va fuera de camino, nunca llegaremos al lugar que pretendemos. Porque
es necesario pensar que el resplandor y claridad de la divina majestad, que
san Pablo (1 Tim. 6, 16) dice ser inaccesible, es como un laberinto del cual no
podríamos salir si no fuésemos guiados por Él con el hilo de su palabra; de
tal manera que nos sería mejor ir cojeando por este camino, que correr muy
deprisa fuera de él. Por eso David (Sal. 93, 96; etc.), enseñando muchas veces
que las supersticiones deben ser desarraigadas del mundo para que florezca
la verdadera religión, presenta a Dios reinando. Por este nombre de reinar
no entiende David solamente el señorío que Dios tiene y ejercita gobernan-
do todo lo creado, sino también la doctrina con la que establece su legítimo
señorío. Porque no se pueden desarraigar del corazón del hombre los erro-
res, mientras no se plante en él el verdadero conocimiento de Dios.
5. La escuela de la Palabra
De aquí viene que el mismo Profeta, después de decir que (Sal. 19, 1-2) «los
cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus ma-
nos, y un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara
sabiduría», al momento desciende a la Palabra diciendo (Sal. 19, 7-8): «La ley
de Jehová es perfecta, que vuelve el alma; el testimonio de Jehová, fiel, que
hace sabio al pequeño. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran
el corazón; el precepto de Jehová, puro, que alumbra los ojos». Porque, aun-
que se refiere a otros usos de la Ley, sin embargo pone de relieve en general,
que puesto que Dios no saca mucho provecho convidando a todos los pue-
blos y naciones a sí mismo con la vista del cielo y de la tierra, ha dispuesto
esta escuela particularmente para sus hijos. Lo mismo nos da a entender en
el Salmo 29, en el cual el Profeta, después de haber hablado de la «terrible voz
de Dios, que hace temblar la tierra con truenos, vientos, aguaceros, torbelli-
nos y tempestades, hace temblar los montes, troncha los cedros» al fin, por
conclusión, dice que «en su templo todos le dicen gloria». Porque por esto
entiende que los incrédulos son sordos y no oyen ninguna de las voces que
Dios hace resonar en el aire. Así, en otro salmo, después de haber pintado las
terribles olas de la mar, concluye de esta manera (Sal. 93, 5) «Señor, tus testi-
monios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, ¡oh Jehová!, por los si-
34 Libro I | Capítulo VI
glos y para siempre». Aquí también se apoya lo que nuestro Redentor dijo a la
mujer samaritana (Jn. 4, 22) de que su nación y todos los demás pueblos ado-
raban lo que no sabían; que solo los judíos servían al verdadero Dios. Pues,
como quiera que el entendimiento humano, según es de débil, de ningún
modo puede llegar a Dios si no es ayudado y elevado por la sacrosanta Palabra
de Dios, era necesario que todos los hombres, excepto los judíos, por buscar a
Dios sin su Palabra, anduviesen perdidos y engañados en el error y la vanidad.
Libro I | Capítulo VI 35
Capítulo VII
Cuáles son los testimonios con
que se ha de probar la escritura
para que tengamos su autoridad por
auténtica, a saber del Espíritu Santo;
y que es una maldita impiedad decir
que la autoridad de la escritura
depende del juicio de la Iglesia
1. Autoridad de la Escritura
Pero antes de pasar adelante es menester que hilvanemos aquí alguna cosa
sobre la autoridad de la Escritura, no solo para preparar el corazón a reveren-
ciarla, sino también para quitar toda duda y escrúpulo. Pues cuando se tiene
como fuera de duda que lo que se propone es Palabra de Dios, no hay ningu-
no tan atrevido, a no ser que sea del todo insensato y se haya olvidado de toda
humanidad, que se atreva a desecharla como cosa a la que no se debe dar cré-
dito alguno. Pero puesto que Dios no habla cada día desde el cielo, y que no
hay más que las solas Escrituras en las que Él ha querido que su verdad fuese
publicada y conocida hasta el fin, ellas no pueden lograr entera certidumbre
entre los fieles por otro título que porque ellos tienen por cierto e inconcuso
que han descendido del cielo, como si oyesen en ellas a Dios mismo hablar
por su propia boca. Es ciertamente cosa muy digna de ser tratada por extenso
y considerarla con mayor diligencia. Pero me perdonarán los lectores si pre-
fiero seguir el hilo de lo que me he propuesto tratar, en vez de exponer esta
materia en particular con la dignidad que requiere.
4. Antigüedad de la Escritura
Ya otros han tratado esta materia más ampliamente, por lo cual basta que al
presente toque como de pasada algunas cosas que hacen muy al caso para en-
5. Veracidad de Dios
Moisés (Gn. 49, 5-9) cuenta que trescientos años antes, Jacob, inspirado por
el Espíritu Santo, había bendecido a sus descendientes. ¿Es que pretende en-
noblecer su linaje? Antes bien, en la persona de Leví lo degrada con infamia
perpetua. Ciertamente Moisés podía muy bien haber callado esta afrenta,
no solamente para perdonar a su padre, sino también para no afrentarse a sí
mismo y a su familia con la misma ignominia. ¿Como podrá resultar sospe-
choso el que divulgó que el primer autor y raíz de la familia de que descendía,
había sido declarado detestable por el Espíritu Santo? No se preocupa para
nada de su provecho particular, ni hace caso del odio de los de su tribu, que
sin duda no lo recibían de buen grado. Así mismo cuenta la impía murmu-
6. Los milagros
Además de esto, tantos y tan admirables milagros como cuenta son otras tan-
tas confirmaciones de la Ley que dió y de la doctrina que enseñó. Porque el
ser él arrebatado en una nube estando en el monte (Éx. 24, 18); el esperar allí
cuarenta días sin conversar con hombres; el resplandecerle el rostro como si
fueran rayos de sol cuando publicó la Ley (Éx. 34, 29); los relámpagos que por
todas partes brillaban; los truenos y el estruendo que se oía por toda la atmós-
fera; la trompeta que sonaba sin que el hombre la tocase; el estar la entrada
del tabernáculo cubierta con la nube, para que el pueblo no la viese; el ser
la autoridad de Moisés tan extrañamente defendida con tan horrible castigo
como el que vino sobre Coré, Datán, Abirám (Nm. 16, 24) y todos sus cómpli-
ces y allegados; que de la roca, al momento de ser herida con la vara, brotara
un río de agua; el hacer Dios, a propuesta de Moisés, que lloviera maná del
cielo... ¿cómo Dios con todo esto no nos lo proponía como un profeta indu-
bitable enviado del cielo? Si alguno objeta que propongo como ciertas, cosas
de las que se podría dudar, fácil es la solución de esta objeción. Porque ha-
biendo Moisés proclamado todas estas cosas en pública asamblea, pregunto
yo: ¿qué motivo podía tener para fingir delante de aquellos mismos que ha-
bían sido testigos de vista de todo lo que había pasado? Muy a propósito se
presentó al pueblo para acusarle de infiel, de contumaz, de ingrato y de otros
pecados, mientras que se vanagloriaba ante ellos de que su doctrina había
sido confirmada con milagros como nunca los habían visto.
Realmente hay que notar bien esto: cuantas veces trata de milagros está tan
lejos de procurarse el favor, que más bien, no sin tristeza acumula los pecados
del pueblo; lo cual pudiera provocarles a la menor ocasión a argüirle que no de-
cía la verdad. Por donde se ve que ellos nunca estaban dispuestos a asentir, si
no fuera porque estaban de sobra convencidos por propia experiencia. Por lo
demás, como la cosa era tan evidente que los mismos escritores paganos anti-
guos no pudieron negar que Moisés hubiera hecho milagros, el Diablo, que es
padre de la mentira, les inspiró una calumnia diciendo que los hacía por arte
de magia (Éx. 7, 11). Más ¿qué prueba tenían para acusarle de encantador, vien-
1. De utilitate credenti.
Libro I | Capítulo IX 53
También querría que me respondiesen a otra cosa, a saber: si ellos han re-
cibido un Espíritu distinto del que el Señor prometió a sus discípulos. Por muy
exasperados que estén no creo que llegue a tanto su desvarío que se atrevan a
jactarse de esto. Ahora bien, cuando Él se lo prometió, ¿cómo dijo que había de
ser su Espíritu? Tal, que no hablaría por sí mismo, sino que sugeriría e inspi-
raría en el ánimo de los apóstoles lo que Él con su palabra les había enseñado
(Jn. 16, 13). Por tanto no es cometido del Espíritu Santo que Cristo prometió,
inventar revelaciones nuevas y nunca oídas o formar un nuevo género de doc-
trina, con lo cual apartarnos de la enseñanza del Evangelio, después de ha-
berla ya admitido; sino que le compete al Espíritu de Cristo sellar y fortalecer
en nuestros corazones aquella misma doctrina que el Evangelio nos enseña.
54 Libro I | Capítulo IX
en ella, tal conviene que permanezca para siempre. Esto no es afrenta para
con Él, a no ser que pensemos que el degenerar de sí mismo y ser distinto de
lo que antes era, es un honor para Él.
3. La letra mata
En cuanto a tacharnos de que nos atamos mucho a la letra que mata, en eso
muestran bien el castigo de Dios les ha impuesto por haber menospreciado la
Escritura. Porque bien claro se ve que san Pablo (2 Cor. 3, 6) combate en este
lugar contra los falsos profetas y seductores que, exaltando la Ley sin hacer
caso de Cristo, apartaban al pueblo de la gracia del Nuevo Testamento, en el
cual el Señor pormete que esculpirá su Ley en las entrañas de los fieles y la im-
primirá en sus corazones. Por tanto la Ley del Señor es letra muerta y mata a
todos lo que la leen, cuando está sin la gracia de Dios y suena tan solo en los
oídos sin tocar el corazón. Pero si el Espíritu la imprime de veras en los cora-
zones, si nos comunica a Cristo, entonces es palabra de vida, que convierte
el alma y «hace sabio al pequeño» (Sal. 19, 7); y más adelante, el Apóstol en el
mismo lugar llama a su predicación, ministerio del Espíritu (2 Cor. 3, 8), dan-
do con ello a entender que el Espíritu de Dios está de tal manera unido y ligado
a Su verdad, manifestada por Él en las Escrituras, que justamente Él descubre
y muestra su potencia, cuando a la Palabra se le da la reverencia y dignidad
que se le debe. Ni es contrario a esto lo que antes dijimos: que la misma Pala-
bra apenas nos resulta cierta, si no es aprobada por el testimonio del Espíritu.
Porque el Señor juntó y unió entre sí, como con un nudo, la certidumbre del
Espíritu y de su Palabra; de suerte que la pura religión y la reverencia a su Pa-
labra arraigan en nosotros precisamente cuando el Espíritu se muestra con
su claridad para hacernos contemplar en ella la presencia divina. Y, por otra
parte, nosotros nos abrazamos al Espíritu sin duda ni temor alguno de errar,
cuando lo reconocemos en su imagen, es decir, en su Palabra. Y de hecho así
sucede. Porque, cuando Dios nos comunicó su Palabra, no quiso que ella nos
sirviese de señal por algún tiempo para luego destruirla con la venida de su
Espíritu; sino, al contrario, envió luego al Espíritu mismo, por cuya virtud la
había antes otorgado, para perfeccionar su obra, con la confirmación eficaz
de su Palabra.
Libro I | Capítulo IX 55
los aires con vanas especulaciones ajenas a la Palabra de Dios, sino que luego
añade que no deben menospreciar las profecías; con lo cual quiere sin duda de-
cir, que la luz del Espíritu se apaga cuando las profecías son menospreciadas.
¿Qué dirán a esto esos orgullosos y fantaseadores que piensan que la
más excelente iluminación es desechar y no hacer caso de la Palabra de Dios,
y, en su lugar, poner por obra con toda seguridad y atrevimiento cuanto han
soñado y les ha venido a la fantasía mientras dormían? Otra debe ser la so-
briedad de los hijos de Dios, los cuales, cuando se ven privados de la luz de la
verdad por carecer del Espíritu de Dios, sin embargo no ignoran que la Pala-
bra es el instrumento con el cual el Señor dispensa a sus fieles la iluminación
de su Espíritu. Porque no conocen otro Espíritu que el que habitó en los após-
toles y habló por boca de ellos, por cuya inspiración son atraídos de continuo
a oír su Palabra.
56 Libro I | Capítulo IX
Capítulo X
La escritura, para extirpar la superstición,
opone exclusivamente el verdadero Dios
a los dioses de los paganos
Libro I | Capítulo X 57
so y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad; que guarda
misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado,
y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniqui-
dad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos hasta la terce-
ra y cuarta generación» (Éx. 34, 6-7). En este pasaje debemos considerar que
su eternidad y su esencia íntima es puesta de manifiesto por aquel glorioso
nombre, que se repite al principio dos veces en hebreo: Jehová, Jehová; como
si dijera: ¡Oh tú, que solo eres; oh tú que solo eres! Y luego enumera sus vir-
tudes y potencias, por las cuales se nos muestra, no cual es en sí mismo, sino
respecto a nosotros; de manera que este conocimiento más consiste en una
viva experiencia que en vanas especulaciones. También vemos que se enume-
ran virtudes como las que hemos notado que resplandecen en el cielo y en la
tierra; a saber: su clemencia, bondad, misericordia, justicia, juicio y verdad.
Porque su virtud y potencia se contienen en el nombre hebreo Elohim. Los
mismos títulos le dan los profetas cuando quieren ensalzar su santo nombre.
Para no acumular textos con exceso baste al presente un solo salmo (Sal. 145),
en el que tan completamente se trata sobre la totalidad de sus virtudes que
parece que no ha omitido nada. Y, sin embargo, nada se dice en él que no se
pueda contemplar obrando en las criaturas. Dios se hace sentir por la expe-
riencia tal como se manifiesta en su Palabra.
58 Libro I | Capítulo X
nos manifiestan las criaturas; a saber, inducirnos primeramente al temor de
Dios; luego nos convida a que pongamos en Él nuestra confianza, para que
aprendamos a servirle y honrarle con una perfecta inocencia de vida y con una
obediencia sin ficción, y así entonces descansemos totalmente en su bondad.
Libro I | Capítulo X 59
Capítulo XI
Es una abominación atribuir a Dios
forma alguna visible, y todos cuantos
erigen imágenes o ídolos se apartan
del verdadero Dios
60 Libro I | Capítulo XI
2. Esto se puede entender fácilmente por las razones con que lo prueba
Primeramente dice por Moisés: «Y habló Jehová con vosotros en medio del
fuego; oísteis la voz de sus palabras, mas (...) ninguna figura visteis (...) Guar-
dad, pues mucho vuestras almas (...), para que no os corrompáis y hagáis
para vosotros escultura, imagen de figura alguna...» (Dt. 4, 12. 15. 16). Vemos
cómo opone claramente su voz a todas las figuras, a fin de que sepamos que
cuando le quieren honrar en forma visible se apartan de Dios. En cuanto a
los profetas, bastará con Isaías, el cual mucho más enfáticamente prueba
que la majestad de Dios queda vil y hartamente menoscabada cuando Él,
que es incorpóreo, es asemejado a una cosa corpórea; invisible, a una cosa
visible; espíritu, a un ser muerto; infinito, a un pedazo de leña, o de piedra u
oro (Is. 40, 16; 41, 7. 29; 45, 9; 46, 5).
Casi de la misma manera razona san Pablo, diciendo: «Siendo, pues, li-
naje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o pla-
ta, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres» (Hch. 17, 29). Por
donde se ve claramente que cuantas estatuas se labran y cuantas imágenes se
pintan para representar a Dios, sin excepción alguna, le desagradan, como
cosas con las que se hace grandísima injuria y afrenta a su majestad. Y no
es de maravillar que el Espíritu Santo pronuncie desde el cielo tales asertos,
pues Él mismo fuerza a los desgraciados y ciegos idólatras a que confiesen
esto mismo en este mundo. Bien conocidas son las quejas de Séneca, que
san Agustín recoge: «Los dioses», dice, «que son sagrados, inmortales e invio-
lables, los dedican en materia vilísima y de poco precio, y fórmanlos como
a hombres o como a bestias, e incluso algunas veces como a hermafroditas
–que reúnen los dos sexos–, y también como a cuerpos que si estuviesen vivos
y se nos presentaran delante pensaríamos que eran monstruos».2
Por lo cual nuevamente se ve claro que los defensores de las imágenes
se justifican con vanas excusas diciendo que las imágenes fueron prohibi-
das a los judíos por ser gente muy dada a la superstición, como si fuera solo
propio de una nación lo que Dios propone de su eterna sabiduría y del orden
perpetuo de las cosas. Y lo que es más, san Pablo no hablaba con los judíos,
sino con los atenienses, cuando refutaba el error de representar a Dios en
imágenes.
Libro I | Capítulo XI 61
señar y a la vez advertían a los hombres sobre lo incomprensible de su esen-
cia. Porque la nube, el humo y la llama (Dt. 4, 11), aunque eran señales de
la gloria celestial, no dejaban de ser como un freno para detener al enten-
dimiento y que no intentase subir más alto. Por lo cual ni aun Moisés, con
el cual Dios se comunicó mucho más familiarmente que con otro ninguno,
pudo lograr, por más que se lo suplicó, ver su rostro; antes bien, le respondió
que el hombre mortal no era capaz de resistir tanta claridad (Éx. 33, 13-23).
Se apareció el Espíritu Santo en forma de paloma (Mt. 3, 16), pero viendo
que luego desapareció, ¿quién no cae en la cuenta de que con esta manifesta-
ción fugaz se ha advertido a los fieles que debían creer que el Espíritu Santo
es invisible, a fin de que descansando en su virtud y en su gracia no buscasen
figura externa alguna? En cuanto a que algunas veces apareció Dios en figura
de hombre, esto fue como un principio o preparación de la revelación que en
la persona de Jesucristo se había de hacer; por lo cual no fue lícito a los judíos,
so pretexto de ello, hacer estatuas semejantes a hombres. También el propi-
ciatorio, desde el cual Dios en el tiempo de la Ley mostraba claramente su po-
tencia, estaba hecho de tal manera, que daba a entender que el mejor medio
de ver a Dios es levantar el espíritu a lo alto lleno de admiración (Éx. 25, 18-21).
Porque los querubines con sus alas extendidas lo cubrían del todo; el velo lo
tapaba; el lugar mismo donde estaba era tan escondido y secreto, que no se
podía ver nada. Por tanto, es evidente que los que quieren defender las imá-
genes de Dios o de los santos con este ejemplo de los querubines son insen-
satos y carecen de razón. Porque, ¿qué hacían aquellas pequeñas imágenes
en aquel lugar, sino dar a entender que no había imagen alguna visible apro-
piada y capaz de representar los misterios de Dios? Pues con este propósito
se hacían de modo que al cubrir con sus alas el propiciatorio, no solamente
impidiesen que los ojos viesen a Dios, sino también los demás sentidos; y esto
para refrenar nuestra temeridad.
También está conforme con esto lo que los profetas cuentan, que los se-
rafines que ellos vieron tenían su cara cubierta (Is. 6, 2); con lo cual quieren
dar a entender que el resplandor de la gloria de Dios es tan grande, que in-
cluso los mismos ángeles no la pueden ver perfectamente, y que los peque-
ños destellos que en ellos refulgen nosotros no los podemos contemplar con
la vista corporal. Aunque, como quiera que los querubines, de los cuales al
presente tratamos, según saben muy bien los que tienen alguna idea de ello,
pertenecían a la antigua doctrina de la Ley, sería cosa absurda tomarlos como
ejemplo para hacer lo mismo hoy, pues ya pasó el tiempo en el que tales rudi-
mentos se enseñaban; y en esto nos diferencia san Pablo de los judíos.
Ciertamente es bien vergonzoso que los escritores profanos e infieles ha-
yan interpretado la Ley mucho mejor que los papistas. Juvenal, mofándose de
los judíos, les echa en cara que adoran a las puras nubes y a la divinidad del
62 Libro I | Capítulo XI
cielo.3 Es verdad que miente maliciosamente con ello; pero al declarar que en-
tre los judíos no existía imagen alguna, está más conforme con la verdad que
los papistas, los cuales quieren hacer creer lo contrario. En cuanto a que este
pueblo, luego, sin consideración alguna, se precipitó y se fue tras los ídolos
tan prontamente y con tanto ímpetu como lo suelen hacer las aguas cuando
en gran abundancia brotan del manantial, precisamente podemos aprender
cuán grande es la inclinación que en nosotros existe hacia la idolatría, en vez
de atribuir a los judíos un vicio del que todos estamos tocados, a fin de perse-
verar de este modo en el sueño de los vanos halagos y de la licencia para pecar.
Libro I | Capítulo XI 63
dios y lo adora; fabrica un ídolo, y se arrodilla delante de él (...) No saben ni
entienden» (Is. 44, 15. 18). E igualmente el mismo profeta, en otro lugar, no
solamente los condena por la Ley, sino también los reprende por no haber
aprendido de los fundamentos de la tierra (Is. 2, 8; 31, 7; 57, 10; Os. 14, 4;
Miq. 5, 13), pues no puede haber cosa más absurda que querer forzar a Dios a
que sea de cinco pies, siendo infinito e incomprensible.
Sin embargo, la experiencia nos enseña que una abominación tan horren-
da, la cual claramente repugna al orden natural, es un vicio normal en los hom-
bres. Hemos también de entender que la Escritura, cuando quiere condenar la
superstición, usa muchas veces esta manera de hablar, a saber: que son obras
de las manos de los hombres, desprovistas de la autoridad de Dios, a fin de que
tengamos como regla infalible que todos los servicios divinos que los hom-
bres inventan por sí mismos son abominables. Este pecado es aún más enca-
recido en el salmo, diciendo que los hombres que precisamente son creados
con entendimiento para que sepan que todas las cosas se mueven por la sola
potencia divina, se van a pedir ayuda a las cosas muertas, y que no tienen sen-
tido alguno. Pero porque la corrupción de nuestra naturaleza maldita arrastra
a casi todo el mundo, tanto en general como en particular, a tan gran desvarío,
finalmente el Espíritu Santo fulmina esta horrible maldición: «Semejantes a
ellos son los que los hacen, y cualquiera que confía en ellos» (Sal. 115, 8).
Hay que notar también que no prohibe Dios menos las imágenes pinta-
das que las de talla. Con lo cual se condena la presunta exención de los grie-
gos, que piensan obrar conforme al mandamiento de Dios, porque no hacen
esculturas, aunque pintan cuantas les parece; y realmente en esto aventajan
a todos los demás. Pero Dios no solamente prohibe que se le represente en
talla, sino de cualquier otra manera posible, porque todo esto es vano y para
gran afrenta de su majestad.
64 Libro I | Capítulo XI
falible: que las imágenes sirven de libros. Porque ellos oponen todos los ído-
los al verdadero Dios como cosas contrarias y que jamás se pueden conciliar.
Digo, pues, que de los testimonios que acabo de alegar queda bien claro
este punto: que como quiera que no hay más que un solo Dios verdadero, al
cual los judíos adoraban, todas las figuras inventadas para representar a Dios
son falsas y perversas, y cuantos piensan que conocen a Dios de esta manera
están grandemente engañados.
En conclusión, si ello no fuese así –que todo conocimiento de Dios ad-
quirido por las imágenes fuese falso y engañoso–, los profetas no lo condena-
rían de modo tan general y sin excepción alguna. Yo al menos he sacado esto
en conclusión: que cuando decimos que es vanidad y mentira querer repre-
sentar a Dios en imágenes visibles no hacemos más que repetir palabra por
palabra lo que los profetas enseñaron.
Libro I | Capítulo XI 65
menospreciada su deidad con una cosa tan vil como son las imágenes. Y plu-
guiese a Dios que no hubiéramos experimentado tanto cuánta verdad hay en
esto último.
Por tanto, quien desee enterarse bien, aprenda en otra parte y no en las
imágenes lo que debe saber de Dios.
66 Libro I | Capítulo XI
limpiar con el sacrificio de su cuerpo nuestros pecados, lavarlos con su sangre
y, finalmente, reconciliarnos con Dios su Padre? Con esto sólo, podrían los
ignorantes aprender mucho más que con mil cruces de madera y de piedra.
Porque en cuanto a las de oro y de plata, confieso que los avaros fijarían sus
ojos y su entendimiento en ellas mucho más que en palabra alguna de Dios.
Libro I | Capítulo XI 67
sabían que era Dios Aquel cuya presencia habían experimentado con tantos
milagros; pero no creían que estuviese cerca de ellos, si no veían alguna figu-
ra corporal del mismo que les sirviera de testimonio de que Dios los guiaba.
En resumen, querían conocer que Dios era su guía y conductor, por la imagen
que iba delante de ellos. Esto mismo nos lo enseña la experiencia de cada día,
puesto que la carne está siempre inquieta, hasta que encuentra algún fantas-
ma con el cual vanamente consolarse, como si fuese imagen de Dios. Casi
no ha habido siglo desde la creación del mundo, en el cual los hombres, por
obedecer a este desatinado apetito, no hayan levantado señales y figuras en
las cuales creían que veían a Dios ante sus mismos ojos.
68 Libro I | Capítulo XI
dudar lo más mínimo estuvieron de acuerdo con él, dando con ello a enten-
der que de mil amores conservarían al Dios que los había libertado, con tal
que lo viesen ir delante de ellos en la figura del becerro. Ni tampoco hemos
de creer que los gentiles eran tan necios que pensasen que no había más dios
que los leños y las piedras, pues cambiaban sus ídolos según les parecía, pero
siempre retenían en su corazón unos mismos dioses. Además, cada dios tenia
muchas imágenes, y sin embargo no decían que alguno de aquellos dioses es-
tuviese dividido. Consagrábanles también cada día nuevas imágenes, pero no
decían que hicieran nuevos dioses. Leánse las excusas que cita san Agustín de
los idólatras de su tiempo;6 cuando se les acusaba de esto, la gente ignorante
y del pueblo respondía que ellos no adoraban aquella forma visible, sino la
deidad que invisiblemente habitaba en ella. Y los que tenían una noción más
pura de la religión, según él mismo dice, respondían que ellos no adoraban al
ídolo, ni al espíritu en él representado, sino que bajo aquella figura corpórea
ellos veían solamente una señal de lo que debían adorar. No obstante, todos
los idólatras, fuesen judíos o gentiles, cometieron el pecado que hemos dicho,
a saber: que no contentándose con conocer a Dios espiritualmente, han que-
rido tener un conocimiento más familiar y más cierto, según ellos pensaban,
mediante las imágenes visibles. Pero después de desfigurar a Dios no han pa-
rado hasta que, engañados cada vez más con nuevas ilusiones, pensaron que
Dios mostraba su virtud y su potencia habitando en las imágenes. Mientras
los judíos pensaban que adoraban en tales imágenes al Dios eterno, único y
verdadero señor del cielo y de la tierra, los gentiles tenían el convencimiento
de que adoraban a sus dioses que habitaban en el cielo.
Libro I | Capítulo XI 69
dor perpetuamente. ¿A qué fin tantas molestias en las peregrinaciones, yendo
de acá para allá visitando imágenes, cuando las tienen iguales en sus casas?
¿Por qué combaten con tanta furia por sus ídolos, llevándolo todo a sangre y
fuego, de suerte que antes permitirán que les quiten al único y verdadero Dios,
que no sus ídolos? Y no cuento los crasos errores del vulgo, infinitos en núme-
ro, y que incluso dominan entre los que se tienen por sabios; solamente expon-
go los que ellos mismos confiesan, cuando quieren excusarse de idolatría. No
llamamos a las imágenes, dicen, nuestros dioses. Lo mismo respondían an-
tiguamente los judíos y los gentiles; no obstante, los profetas no cesaban de
echarles en cara que fornicaban con el leño y con la piedra solamente por las
supersticiones que hoy en día se cometen por los que se llaman cristianos, o
sea: porque honraban a Dios carnalmente prosternándose ante los ídolos.
70 Libro I | Capítulo XI
12. Del arte de pintar y de hacer esculturas
Sin embargo, no llega mi escrúpulo a tanto que opine que no se puede per-
mitir imagen alguna. Mas porque las artes de esculpir y pintar son dones de
Dios, pido el uso legítimo y puro de ambas artes, a fin de que lo que Dios ha
concedido a los hombres para gloria suya y provecho nuestro, no solo no sea
pervertido y mancillado abusando de ello, sino además para que no se con-
vierta en daño nuestro.
Nosotros creemos que es grande abominación representar a Dios en forma
sensible, y ello porque Dios lo prohibió, y porque no se puede hacer sin que su glo-
ria quede menoscabada. Y para que no piensen que solo nosotros somos de esa
opinión, los que leyeren los libros de los antiguos doctores verán que estamos de
acuerdo con ellos, pues condenaron todas las figuras que representaban a Dios.
Así pues, si no es lícito representar a Dios en forma visible, mucho menos lo será
adorar tal imagen como si fuese Dios o adorar a Dios en ella. Según esto, sola-
mente se puede pintar o esculpir imágenes de aquellas cosas que se pueden ver
con los ojos. Por tanto, la majestad de Dios, la cual el entendimiento humano no
puede comprender, no sea corrompida con fantasmas que en nada se le parecen.
En cuanto a las cosas que se pueden pintar o esculpir las hay de dos cla-
ses: unas son las historias o cosas que han acontecido; las otras, figuras o re-
presentaciones de las personas, animales, ciudades, regiones, etcétera, sin
representar los sucesos. Las de la primera clase sirven en cierto modo para
enseñar y exhortar; las de la segunda, no comprendo para qué sirven, a no ser
de pasatiempo. No obstante, es notable advertir que casi todas las imágenes
que había en los templos de los papistas eran de esta clase. Por donde fácil-
mente se puede ver que fueron puestas allí, no según el juicioso dictado de la
razón, sino por un desconsiderado y desatinado apetito.
Omito aquí considerar cuan mal y deshonestamente las han pintado y
formado en su mayoría, y cuánta licencia se han tomado en esto los artistas,
como antes comencé a decir. Ahora solamente afirmo que, aunque no hubie-
se defecto alguno, no valen en absoluto para enseñar.
Libro I | Capítulo XI 71
comenzaron a poner como ornato de los templos, cuando los ministros comen-
zaron a degenerar, no enseñando al pueblo como debían. No discutiré cuáles
fueron las causas que movieron a ello a los primeros autores de esta inven-
ción; pero si comparamos una época con la otra, veremos que estos inventores
quedaron muy por debajo de la integridad de los que no tuvieron imágenes.
¿Cómo es posible que aquellos bienaventurados Padres antiguos consintieran
que la Iglesia careciese durante tanto tiempo de una cosa que ellos creían útil y
provechosa? Precisamente, al contrario, porque veían que en ella no había pro-
vecho alguno, o muy poco, y sí daño y peligro notables, la rechazaron prudente
y juiciosamente, y no por descuido o negligencia. Lo cual con palabras bien cla-
ras lo atestigua san Agustín, diciendo: «Cuando las imágenes son colocadas en
lugares altos y eminentes para que las vean los que rezan, y ofrezcan sacrificios,
impulsan el corazón de los débiles a que por su semejanza piensen que tienen
vida y alma».8 Y en otro lugar: «La figura con miembros humanos que se ve en
los ídolos fuerza al entendimiento a imaginar que un cuerpo, mientras más
fuere semejante al suyo, más sentirá».9 Y un poco más abajo: «Las imágenes
sirven más para doblegar las pobres almas, por tener boca, ojos, orejas y pies,
que para corregirla, por no hablar, ni ver, ni oir, ni andar».
Ésta parece ser, sin duda, la causa por la que san Juan, no solamente exhor-
tó a huir de la idolatría, sino hasta de las misma imágenes (1 Jn. 5, 21). Y noso-
tros hemos experimentado suficientemente por la espantosa furia que antes de
ahora se extendió por todo el mundo con grandísimo daño de la religión cristia-
na, que apenas se ponen imágenes en los templos es como levantar un pendón
para llevar a los hombres a cultivar la idolatría; porque la locura de nuestro en-
tendimiento no es capaz de frenarse, sino que luego se deja llevar, sin oposición
alguna, de la idolatría y de los cultos supersticiosos. Y aunque no existiera tanto
peligro, cuando me paro a considerar para qué fin se edifican los templos, me
parece inconveniente a su santidad que se admita en ellos más imágenes que
las que Dios ha consagrado con su Palabra, las cuales tienen impresa a lo vivo
su señal; a saber, el Bautismo, y la Cena del Señor, y otras ceremonias, a las cua-
les nuestros ojos deben estar atentos y nuestros sentidos tan fijos en ellas, que
no son menester otras imágenes inventadas por la fantasía de los hombres. Ved
aquí, pues, el bien inestimable de las imágenes, que de manera alguna se puede
rehacer ni recompensar, si es verdad lo que los papistas dicen.
8. Epístola 49.
9. Sobre el Salmo 115.
72 Libro I | Capítulo XI
vocó, sino el que reunió hará unos ochocientos años la emperatriz Irene en
tiempo del emperador de occidente Carlomagno. En este Concilio se deter-
minó que no solamente se debía tener imágenes en los templos, sino tam-
bién que debían ser adoradas. Parece que cuanto yo dijere no debería tener
gran peso por haber determinado el Concilio otra cosa. Sin embargo, a decir
verdad, no me importa tanto esto, cuanto el que todos entiendan en qué paró
el frenesí de los que apetecieron que hubiera más imágenes de las permitidas
a los cristianos. Pero en primer lugar consideremos esto.
Los que hoy en día sostienen que las imágenes son buenas se apoyan en
que así lo determinó el Concilio Niceno. Existe un libro de objeciones com-
puesto bajo el nombre de Carlomagno, el cual, por su estilo, es fácil de probar
que fue escrito en otro tiempo. En él se cuentan por menudo los pareceres de
los obispos que estuvieron presentes en el mencionado Concilio y las razones
en que se fundaban. Juan, embajador de las iglesias orientales, alega el pasaje
de Moisés: «Dios creó al hombre a su imagen»; y de aquí concluye: es menes-
ter, pues, tener imágenes. Asimismo pensó que venía muy a propósito para
confirmar el uso de las imágenes lo que está escrito: «Muéstrame tu cara, por-
que es hermosa». Otro, para demostrar que es útil mirar las imágenes, adujo
el verso del salmo: «Señalada está, Señor, sobre nosotros la claridad de tu ros-
tro». Otro, para probar que las debían poner en los altares, alegó este testimo-
nio: «Ninguno enciende la candela y la pone debajo del celemín». Otro trajo
esta comparación: como los patriarcas usaron los sacrificios de los gentiles,
de la misma manera los cristianos deben tener las imágenes de los santos en
lugar de los ídolos de los paganos. Y a este fin retorcieron aquella sentencia:
«Señor, yo he amado la hermosura de tu casa». Pero sobre todo, la interpreta-
ción que dan sobre el lugar: «según que hemos oído, así de la misma manera
hemos visto», es graciosa, a saber: Dios no es solamente conocido por oir su
Palabra, sino también por la vista de las imágenes. Otra sutileza semejante es
la del obispo Teodoro: Admirable, dice, es Dios en sus santos; y en otro lugar
está escrito: a los santos que están en la tierra; esto debe entenderse de las
imágenes. En fin, son tan vanas sus razones, que me da reparo citarlas.
Libro I | Capítulo XI 73
Si alguno, para reirse o burlarse, quisiese hacer un entremés y presentara
los sostenedores del culto de las imágenes, ¿podría hacerlos hablar más des-
atinada y neciamente que lo hacen éstos? Y para que todo quedase bien claro
y no hubiese motivo de duda, Teodosio, obispo de Mira, confirma por los sue-
ños de su Arcediano con tanta seguridad que las imágenes han ser adoradas,
como si el mismo Dios lo hubiese revelado.
Apóyense, pues, los defensores de las imágenes en el Concilio, y aleguen
contra nosotros que así se determinó en él; como si aquellos reverendos Pa-
dres no quedaran desprovistos de toda autoridad al tratar tan puerilmente
las Escrituras, despedazándolas de manera tan extraña y detestable.
74 Libro I | Capítulo XI
Capítulo XII
Dios se separa de los ídolos a fin
de ser Él solamente servido
2. Papel de la Ley
Ahora bien, como la Ley tiene diversos fines y usos, trataré de ella a su tiempo;
ahora solamente quiero exponer de paso que Dios quiso que la Ley fuese como
un freno a los hombres para que no cayesen en maneras falsas de servirle. En-
tretanto retengamos bien lo que he dicho: que se despoja a Dios de su honra
y se profana su culto y su servicio, si no le deja cuanto le es propio y a Él solo
pertenece, por residir únicamente en Él. Y es necesario también advertir cuida-
dosamente de qué astucias y mañas echa mano la superstición. Porque no nos
induce a seguir a los dioses extraños de tal manera que parezca que nos apar-
tamos del verdadero Dios, o que lo pone como uno más entre ellos, sino que le
deja el lugar supremo y luego lo rodea de una multitud de dioses menores, entre
los cuales reparte los oficios que son propios de Dios. De este modo, aunque di-
simuladamente y con astucia, la gloria de la divinidad es dispersada para que no
resida en uno solo. Y así también los idólatras de tiempos pasados se imagina-
ron un dios supremo, padre y señor de todos los otros dioses, y a él sometieron a
todos lo demás, atribuyéndoles el gobierno del mundo juntamente con él.
Esto mismo es lo que se ha hecho con los santos que han dejado este
mundo; los han ensalzado tanto, que han llegado a hacerlos compañeros
de Dios, honrándolos, invocándolos, y celebrándoles fiestas como al mismo
Dios.
Pensamos que con semejante abominación la majestad divina no solo
queda oscurecida, sino que en gran parte es suprimida y extinguida; solo se
retendría de Dios una fría y estéril idea de su poder supremo; pero engañados
con estos enredos, andamos tras una infinidad de dioses.
***
11. Los apóstoles aplican a Jesucristo lo que se ha dicho del Dios eterno
En cuanto al Nuevo Testamento, está todo él lleno de innumerables testimo-
nios; por tanto, procuraré más bien entresacar algunos, que no amontonar-
los todos. Y aunque los apóstoles hayan hablado de El después de haberse
mostrado en carne como Mediador, sin embargo, cuanto yo cite viene a pro-
pósito para probar su eterna divinidad.
En cuanto a lo primero hay que advertir grandemente, que cuanto había
sido antes dicho del Dios eterno, los apóstoles enseñan que, o se ha cumpli-
do ya en Cristo, o se cumplirá después. Porque cuando Isaías profetiza que el
Señor de los ejércitos sería a los judíos y a los israelitas piedra de escándalo,
y piedra en que tropezasen (Is. 8, 14), san Pablo afirma que esto se cumplió
en Cristo, de quien muestra por el mismo texto que Cristo fue aquel Señor de
los ejércitos (Rom. 9, 29). Del mismo modo en otro lugar, dice: «Todos com-
pareceremos ante el tribunal de Cristo. Porque escrito está: (...) ante mí se do-
blará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios» (Rom. 14, 10-11); y puesto
que Dios, por Isaías (Is. 45, 23), dice esto de sí mismo y Cristo muestra con los
hechos que esto se cumple en Él, síguese por lo mismo que Él es aquel Dios,
cuya gloria no se puede comunicar a otro. Igualmente lo que el Apóstol cita
del salmo en su carta a los efesios conviene solo a Dios: «Subiendo a lo alto,
llevó cautiva la cautividad» (Ef. 4, 8). Porque quiere dar a entender que este as-
cender había sido tan solo figurado cuando Dios mostró su potencia dando
12. San Agustín, Homil. de Temp. 38, De Trinitate; Ad Pascentium, Epíst. 174. Cirilo, De Trinitate,
lib. 7; ibid. lib. 3; Dialogus. San Agustín, In Psalmo 109; etc.
Miguel Servet
Mas, como quiera que en nuestro tiempo han surgido ciertos espíritus frené-
ticos, como Servet y otros, que todo lo han perturbado con sus nuevas fanta-
sías, es necesario descubrir en pocas palabras sus engaños.
Para Servet ha resultado tan aborrecible y detestable el nombre de Tri-
nidad, que ha afirmado que son ateos todos los que él llama «trinitarios». No
quiero citar las desatinadas palabras que inventó para llenarlos de injurias.
El resumen de sus especulaciones es que se dividía a Dios en tres partes, al
decir que hay en Él tres Personas subsistentes en la esencia divina, y que esta
Trinidad era una fantasía por ser contraria a la unidad de Dios. Él quería que
las Personas fuesen ciertas ideas exteriores, que no residan realmente en la
esencia divina, sino que representen a Dios de una u otra manera; y que al
principio no hubo ninguna cosa distinta en Dios, porque entonces lo mismo
era el Verbo que el Espíritu; pero que desde que Cristo se manifestó Dios de
Dios, se originó también de Él otro Dios, o sea, el Espíritu. Y aunque él ilustre
a veces sus desvaríos con metáforas, como cuando dice que el verbo eterno de
Dios ha sido el Espíritu de Cristo en Dios y el resplandor de su idea; y que el
Espíritu ha sido sombra de la divinidad, sin embargo, luego reduce a nada la
deidad del Hijo y del Espíritu, afirmando que según la medida que Dios dis-
pensa, hay en uno y en otro cierta porción de Dios, como el mismo Espíritu
estando sustancialmente en nosotros, es también una parte de Dios, y esto
aún en la madera y en las piedras. En cuanto a lo que murmura de la Persona
del Mediador, lo veremos en su lugar correspondiente.
Pero esta monstruosidad de que Persona no es otra cosa que una forma vi-
sible de Dios, no necesita larga refutación. Pues, como quiera que san Juan afir-
ma que antes de que el mundo fuese creado el Verbo era con Dios (Jn. 1, 1), con
esto lo diferencia de todas las ideas o visiones; pues si entonces y desde toda la
eternidad aquel Verbo era Dios, y tenía su propia gloria y claridad en el Padre
(Jn. 17, 5), evidentemente no podía ser resplandor exterior o figurativo, sino que
por necesidad se sigue que era una hipóstasis verdadera, que subsistía en Dios.
Y aunque no se haga mención del Espíritu más que en la historia de la creación
del mundo, sin embargo no se le presenta en aquel lugar como sombra, sino
como potencia esencial de Dios, cuando cuenta Moisés que aquella masa con-
fusa de la cual se creó todo el mundo, era por Él sustentada en su ser (Gn. 1, 2).
Así que entonces se manifestó que el Espíritu había estado desde toda la eter-
nidad en Dios, puesto que vivificó y conservó esta materia confusa del cielo y
de la tierra, hasta que se les dio la hermosura y orden que tienen. Ciertamente
que entonces no pudo haber figura o representación de Dios, como sueña Ser-
3. Epinomide et Cratylo.
15. El adversario
También debe incitarnos a combatir perpetuamente contra el Diablo, que
siempre es llamado «adversario» de Dios y nuestro. Porque si nos preocupa-
mos de la gloria de Dios, como es justo que hagamos, debemos emplear to-
das nuestras fuerzas en resistir a aquel que procura extinguirla. Si tenemos
interés, como debemos, en mantener el Reino de Cristo, es necesario que
mantengamos una guerra continua contra quien lo pretende arruinar. Asi-
mismo, si nos preocupamos de nuestra salvación, no debemos tener paz ni
hacer treguas con aquel que de continuo está acechando para destruirla. Tal
es el Diablo de que se habla en el capítulo tercero del Génesis, cuando hace
que el hombre se rebele contra la obediencia de Dios, para despojar a Dios
de la gloria que se le debe y precipitar al hombre en la ruina. Así también es
descrito por los evangelistas, cuando es llamado «enemigo», y el que siembra
cizaña para echar a perder la semilla de la vida eterna (Mt. 13, 28).
En conclusión, experimentamos en todo cuanto hace, lo que dice de él
Cristo: que desde el principio fue homicida y mentiroso (Jn. 8, 44). Porque
él con sus mentiras hace la guerra a Dios; con sus tinieblas oscurece la luz; con
sus errores enreda el entendimiento de los hombres; levanta odios; aviva luchas
y revueltas; y todo esto, a fin de destruir el reino de Dios y de sepultar consigo a
los hombres en condenación perpetua. Por donde se ve claramente que es por
***
Enseñanza de la Escritura
Además, si el alma no fuese una esencia distinta del cuerpo, la Escritura no di-
ría que habitamos en casas de barro, ni que al morir dejamos la morada de la
carne y nos despojamos de lo corruptible, para recibir cada uno en el último
día el salario conforme a lo que hizo en el cuerpo. Evidentemente, estos y otros
lugares semejantes, que a cada paso se ofrecen, no solamente distinguen cla-
ramente el alma del cuerpo, sino que, al atribuir el nombre de hombre al alma,
indican que ella es la parte principal. Y cuando san Pablo exhorta a los fieles a
que se limpien de toda contaminación de carne y de espíritu (2 Cor. 7, 1) pone
dos partes en las que residen las manchas del pecado. También san Pedro,
cuando llama a Cristo Pastor y Obispo de las almas (1 Pe. 2, 25), hubiera habla-
do en vano, si no hubiera almas de las que pudiera ser Pastor y Obispo, ni sería
verdad lo que dice de la salvación eterna de las almas (1 Pe. 1, 9). E igualmente
cuando nos manda purificar nuestras almas, y dice que nuestros deseos carna-
les batallan contra el alma (1 Pe. 2, 11). Y lo que se dice en la epístola a los He-
breos, que los pastores velan para dar cuenta de nuestras almas (Heb. 13, 17),
no se podría decir si las almas no tuviesen su propia esencia. Lo mismo prueba
lo que dice san Pablo cuando invoca a Dios por testigo de su alma (2 Cor. 1, 23),
pues no podría ser declarada culpable si no pudiese ser castigada. Todo lo cual
se ve mucho más claramente por las palabras de Cristo, cuando manda que te-
mamos a aquel que después de dar muerte al cuerpo tiene poder para enviar el
alma al infierno (Mt. 10, 28; Lc. 12, 5). Igualmente el autor de la epístola a los
Hebreos, al decir que los hombres son nuestros padres carnales, mas que Dios
es Padre de los espíritus (Heb. 12, 9), no pudo probar más claramente la esen-
cia del alma. Asimismo, si las almas, después de haber sido librados de la cár-
cel del cuerpo, no tuviesen existencia, no tendría sentido que Cristo presente al
alma de Lázaro gozando en el seno de Abraham, y, por el contrario, al alma del
Imagen y semejanza
También existe una gran disputa en cuanto a los términos «imagen» y «seme-
janza», porque los expositores buscan alguna diferencia entre ambas pala-
bras, cuando no hay ninguna; sino que el nombre de «semejanza» es añadido
como explicación del término «imagen».
Ante todo, sabemos que los hebreos tienen por costumbre repetir una
misma cosa usando diversas palabras. Y por lo que respecta a la realidad
misma, no hay duda de que el hombre es llamado imagen de Dios por ser se-
mejante a Él. Así que claramente se ve que hacen el ridículo los que andan fi-
losofando muy sutilmente acerca de estos dos nombres, sea que atribuyan el
nombre de «imagen» a la substancia del alma y el de «semejanza» a las cualida-
des, sea que los expliquen de otras maneras. Porque cuando Dios determinó
crear al hombre a imagen suya, como esta palabra era algo oscura, la explicó
luego por el término de semejanza; como si dijera que hacía al hombre, en el
cual se representaría a sí mismo, como en una imagen por las notas de seme-
janza que imprimiría en él. Por esto Moisés, repitiendo lo mismo un poco más
abajo, pone dos veces el término «imagen», sin mencionar el de «semejanza».
8. San Agustín: Sobre el Génesis, lib. II, cap. 7, 8,9; De la Corrección y de la Gracia, cap. II.
***
Consecuencia de la incredulidad
De ahí procedió la ambición y soberbia, a las que se juntó la ingratitud, con
que Adán, apeteciendo más de lo que se le había concedido, vilmente menos-
preció la gran liberalidad de Dios, por la que había sido tan enriquecido. Cier-
3. De la Gracia de Cristo y del Pecado Original, lib. II, cap. XI, 45.
5. El francés añade: «que no debe entrar en la mente de los fieles». Así también el latín.
2. La opinión de los filósofos
Puesto que poco antes hemos dicho que las potencias del alma están situa-
das en el entendimiento y en el corazón, consideremos ahora cada una de
ellas.
Los filósofos de común asentimiento piensan que la razón se asienta en
el entendimiento, la cual como una antorcha alumbra y dirige nuestras deli-
beraciones y propósitos, y rige, como una reina, a la voluntad. Pues se figuran
que está tan llena de luz divina, que puede perfectamente aconsejar; y que
tiene tal virtud, que puede muy bien mandar. Y, al contrario, que la parte sen-
sual está llena de ignorancia y rudeza, que no puede elevarse a la considera-
ción de cosas altas y excelentes, sino que siempre anda a ras de tierra; y que el
apetito, si se deja llevar de la razón y no se somete a la sensualidad, tiene un
cierto impulso natural para buscar lo bueno y honesto, y puede así seguir el
recto camino; por el contrario, si se entrega a la sensualidad, ésta lo corrom-
pe y deprava, con lo que se entrega sin freno a todo vicio e impureza.
Habiendo, pues, entre las facultades del alma, según ellos, entendimien-
to, sensualidad, y apetito o voluntad, como más comúnmente se le llama, di-
3. La perplejidad de los filósofos
Es verdad que ellos, forzados por la experiencia misma, no niegan cuán di-
fícil le resulta al hombre erigir en sí mismo el reino de la razón; pues unas
veces se siente seducido por los alicientes del placer, otras es engañado por
una falsa apariencia de bien, y otras se ve fuertemente combatido por afec-
tos desordenados, que a modo de cuerdas –según Platón– tiran de él y le
llevan de un lado para otro.1 Y por lo mismo dice Cicerón que aquellas chis-
pitas de bien, que naturalmente poseemos, pronto son apagadas por las fal-
sas opiniones y las malas costumbres.2 Admiten también, que tan pronto
como tales enfermedades se apoderan del espíritu del hombre, reinan allí
tan absolutamente, que no es fácil reprimirlas; y no dudan en compararlas a
caballos desbocados y feroces. Porque, como un caballo salvaje, al echar por
tierra a su jinete, respinga y tira coces sin medida, así el alma, al dejar de la
mano a la razón, entregándose a la concupiscencia se desboca y rompe del
todo los frenos.
4. Los Padres antiguos han seguido excesivamente a los filósofos
En cuanto a los doctores de la Iglesia, aunque no ha habido ninguno que no
comprendiera cuán debilitada está la razón en el hombre a causa del pecado, y
que la voluntad se halla sometida a muchos malos impulsos de la concupiscen-
cia, sin embargo, la mayor parte de ellos han aceptado la opinión de los filósofos
mucho más de lo que hubiera sido de desear. A mi parecer, ello se debe a dos ra-
zones. La primera, porque temían que si quitaban al hombre toda libertad para
hacer el bien, los filósofos con quienes se hallaban en controversia se mofarían
de su doctrina. La segunda, para que la carne, ya de por sí excesivamente tarda
para el bien, no encontrase en ello un nuevo motivo de indolencia y descuidase
el ejercicio de la virtud. Por eso, para no enseñar algo contrario a la común opi-
nión de los hombres, procuraron un pequeño acuerdo entre la doctrina de la Es-
critura y la de los filósofos. Sin embargo, se ve bien claro por sus escritos que lo
que buscaban es lo segundo, o sea, incitar a los hombres a obrar bien.
Crisóstomo dice en cierto lugar: «Dios nos ha dado la facultad de obrar
bien o mal, dándonos el libre arbitrio para escoger el primero y dejar el segun-
do; no nos lleva a la fuerza, pero nos recibe si voluntariamente vamos a Él».5 Y:
«Muchas veces el malo se hace bueno si quiere, y el bueno cae por su torpeza y
se hace malo, porque Dios ha conferido a nuestra naturaleza el libre albedrío
y no nos impone las cosas por necesidad, sino que nos da los remedios de que
hemos de servirnos, si nos parece bien».6 Y también: «Así como no podremos
jamás hacer ninguna obra buena sin ayuda de la gracia de Dios, tampoco, si
no ponemos lo que está de nuestra parte, podremos nunca conseguir su gra-
34. La edición de Valera de 1597 dice: «en las que se pintan a lo vivo las fuerzas del hombre».
En la presente edición seguimos el original latino de 1559.
35. Homilía sobre la Perfección Evangélica.
***
***
40. Valera 1597: «o pasa por ellas como gato sobre ascuas». Seguimos la edición latina de 1559.
a. El orden social
En cuanto a la primera especie hay que confesar que como el hombre es por su
misma naturaleza sociable, siente una inclinación natural a establecer y con-
servar la compañía de sus semejantes. Por esto vemos que existen ideas gene-
rales de honestidad y de orden en el entendimiento de todos los hombres. Y de
aquí que no haya ninguno que no comprenda que las agrupaciones de hom-
bres han de regirse por leyes, y no tenga algún principio de las mismas en su
entendimiento. De aquí procede el perpetuo consentimiento, tanto de los pue-
blos como de los individuos, en aceptar las leyes, porque naturalmente existe
en cada uno cierta semilla de ellas, sin necesidad de maestro que se las enseñe.
A esto no se oponen las disensiones y revueltas que luego nacen, por que-
rer unos que se arrinconen todas las leyes, y no se las tenga en cuenta, y que
cada uno no tenga más ley que su antojo y sus desordenados apetitos, como
los ladrones y salteadores; o que otros –como comúnmente sucede– piensen
que es injusto lo que sus adversarios han ordenado como bueno y justo, y, al
contrario, apoyen lo que ellos han condenado. Porque los primeros, no abo-
rrecen las leyes por ignorar que son buenas y santas, sino que, llevados de
sus desordenados apetitos, luchan contra la evidencia de la razón; y lo que
aprueban en su entendimiento, eso mismo lo reprueban en su corazón, en el
cual reina la maldad. En cuanto a los segundos, su oposición no se enfrenta
en absoluto al concepto de equidad y de justicia de que antes hablábamos.
Porque consistiendo su oposición simplemente en determinar qué leyes se-
rán mejores, ello es señal de que aceptan algún modo de justicia. En lo cual
aparece también la flaqueza del entendimiento humano, que incluso cuan-
do cree ir bien, cojea y va dando traspiés. Sin embargo, permanece cierto que
en todos los hombres hay cierto germen de orden político; lo cual es un gran
argumento de que no existe nadie que no esté dotado de la luz de la razón en
cuanto al gobierno de esta vida.
***
42. Protágoras, 357.
24. Insuficiencia de la ley natural, que no conoce la Ley de Dios
Ahora bien, cuando oímos que hay en el hombre un juicio universal para dis-
cernir el bien y el mal, no hemos de pensar que tal juicio esté por completo
sano e íntegro. Porque si el entendimiento de los hombres tuviese la facul-
tad de discernir entre el bien y el mal solamente para que no pretexten igno-
rancia, no sería necesario que conociesen la verdad en cada cosa particular;
bastaría conocerla lo suficiente para que no se excusasen sin poder ser con-
vencidos por el testimonio de su conciencia, y que desde ese punto comenza-
sen a sentir temor del tribunal de Dios.
Si de hecho confrontamos nuestro entendimiento con la Ley de Dios,
que es la norma perfecta de justicia, veremos cuánta es su ceguera. Cierta-
45. Los diez mandamientos son divididos aquí en dos partes: la Tabla primera contiene los
cuatro primeros mandamientos relativos al amor de Dios; la segunda Tabla los seis últimos
referentes al amor del prójimo (Institución II, viii, 11).
B. CORRUPCIÓN DE LA VOLUNTAD
4. Sin el deseo de glorificar a Dios, todas sus gracias son mancilladas
Quizá diga alguno que la cuestión no está aún resuelta. Porque, o hace-
mos a Camilo2 semejante a Catilina, o tendremos que ver por fuerza en
Camilo, que si la naturaleza se encamina bien, no está totalmente vacía
de bondad.
Confieso que las excelentes virtudes de Camilo fueron dones de Dios, y
que con toda justicia, consideradas en sí mismas, son dignas de alabanza.
1. Edición Valera, 1597: «procurando con un cierto género de majestad que aun los demás
hagan su deber».
2. Camilo era un personaje muy a menudo citado por los poetas romanos como ejemplo de
virtud. Cfr. Horacio, Carmen I, 12, 42.
15. Latín; «cui plurimum authoritas merito defert piorum consensus» (al cual la opinión ge-
neral de los fieles adscribe la mayor autoridad).
1. Introducción
Creo que he probado suficientemente que el hombre de tal manera se halla
cautivo bajo el yugo del pecado, que por su propia naturaleza no puede de-
sear el bien en su voluntad, ni aplicarse a él. Asimismo he distinguido entre
violencia y necesidad, para que se viese claramente que cuando el hombre
peca necesariamente, no por ello deja de pecar voluntariamente.
Mas, como quiera que mientras permanece bajo la servidumbre del De-
monio parece más bien gobernado por la voluntad de éste que por la suya
propia, queda por exponer de qué modo ocurre esto. Luego resolveremos la
cuestión que comúnmente se propone, de si en las obras malas se debe im-
putar algo a Dios, pues la Escritura da a entender que Dios obra en ellas en
cierta manera.
***
14. Por su liberalidad, Dios hace nuestro lo que nos da por su gracia
También argumentan de la manera corriente de hablar, que no solo los hom-
bres, sino también la Escritura emplea, según la cual se dice que las buenas
16. Génesis 4, 7
Los demás testimonios que toman de acá y de allá de la Escritura, no ofrecen
gran dificultad, ni siquiera a las personas de mediano entendimiento: siem-
pre que tengan bien presentes las soluciones que hemos dado.
Citan lo que está escrito en el Génesis: «A ti será su deseo, y tú te enseño-
rearás de él» (Gn. 4, 7), e interpretan este texto del pecado, como si el Señor
prometiese a Caín, que el pecado no podría enseñorearse de su corazón, si
el trabajare en dominarle. Pero nosotros afirmamos que está más de acuer-
do con el contexto y con el hilo del razonamiento referirlo a Abel, y no al pe-
cado. La intención de Dios en este lugar es reprender la envidia perniciosa
que Caín había concebido contra su hermano Abel; y lo hace aduciendo dos
razones; la primera, que se engañaba al pensar que era tenido en más que su
hermano ante Dios, el cual no admite más alabanza que la que procede de la
justicia y la integridad. La segunda, que era muy ingrato para con Dios por el
beneficio que de Él había recibido, pues no podía sufrir a su propio hermano,
menor que él, y que estaba a su cuidado.
Mas, para que no parezca que abrazamos esta interpretación porque la
otra nos es contraria, supongamos que Dios habla del pecado. En tal caso, o
17. Romanos 9, 16
Aducen también el testimonio del Apóstol, cuando dice: «no depende del que
quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia» (Rom. 9, 16).
De lo cual concluyen, que hay algo en la voluntad y en el impulso del hombre
que aunque débil, ayudada no obstante por la misericordia de Dios, no deja
de tener éxito.
Mas si considerasen razonablemente a qué se refiere el Apóstol en este
pasaje, no abusarían tan inconsideradamente del mismo. Bien sé que pue-
den aducir como defensores de su opinión a Orígenes y a san Jerónimo;21
pero no hace al caso saber sus fantasías sobre este lugar, si nos consta lo que
allí ha querido decir san Pablo. Ahora bien, él afirma que solamente alcan-
zarán la salvación aquellos a quienes el Señor tiene a bien dispensarles su
misericordia; y que para cuantos Él no ha elegido está preparada la ruina y la
perdición. Antes había expuesto la suerte y condición de los réprobos con el
ejemplo de Faraón; y con el de Moisés había confirmado la certeza de la elec-
ción gratuita. Tendré, dice, misericordia, de quien la tenga. Y concluye que
aquí no tiene valor alguno el que uno quiera o corra, sino el que Dios tenga
misericordia. Pero si el texto se entiende en el sentido de que no basta la vo-
luntad y el esfuerzo para lograr una cosa tan excelente, san Pablo diría esto
muy impropiamente. Por tanto, no hagamos caso de tales sutilezas: No de-
pende, dicen, del que quiere ni del que corre; luego hay una cierta voluntad y
un cierto correr. Lo que dice san Pablo es mucho más sencillo: no hay volun-
tad ni hay correr que nos lleven a la salvación; lo único que nos puede valer es
la misericordia de Dios. Pues no habla aquí de una manera distinta de lo que
lo hace escribiendo a Tito: «Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro
21. Orígenes, Carta a los Romanos, lib. VII. San Jerónimo, Diálogo contra los Pelagianos, lib. I.
3. Cristo, fundamento del pacto, consuelo prometido a los afligidos
Cuando Dios promete algún consuelo a los afligidos, y especialmente cuan-
do habla de la liberación de la Iglesia, pone el estandarte de la confianza y de
la esperanza en el mismo Jesucristo. «Saliste para socorrer a tu pueblo, para
socorrer a tu ungido» (Hab. 3, 13). Y siempre que los profetas hacen men-
ción de la restauración de la Iglesia, reiteran al pueblo la promesa hecha a
David de la perpetuidad del reino. Y no ha de maravillarnos esto, porque de
otra manera no tendría valor ni firmeza alguna el pacto en el que ellos ha-
***
***
10. 2o. La Ley moral retiene a los que no se dejan vencer por las promesas
El segundo cometido de la Ley es que aquellos que nada sienten de lo que es
bueno y justo, sino a la fuerza, al oir las terribles amenazas que en ella se con-
tienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se reprimen, no porque
su corazón se sienta interiormente tocado, sino como si se hubiera puesto un
freno a sus manos para que no ejecuten la obra externa y contengan dentro
su maldad, que de otra manera dejarían desbordarse. Pero esto no les hace
mejores ni más justos delante de Dios; porque, sea por temor o por vergüen-
za por lo que no se atreven a poner por obra lo que concibieron, no tienen en
modo alguno su corazón sometido al temor y a la obediencia de Dios, sino que
cuanto más se contienen, más vivamente se encienden, hierven y se abrasan
interiormente en sus concupiscencias, estando siempre dispuestos a cometer
15. Llevando sobre sí nuestra maldición, Cristo nos hace hijos de Dios
Respecto a lo que dice san Pablo de la maldición, evidentemente no pertene-
ce al oficio de instruir, sino solamente a la fuerza que tiene para aprisionar
las conciencias. Porque la Ley no solamente enseña, sino que exige cuentas
autoritariamente de lo que manda. Si no se hace lo que manda, y aún digo
más, si halla deficiencias en alguna de las cosas que prescribe, al momento
pronuncia la horrible sentencia de maldición. Por esta causa dice el Apóstol
que todos los que dependen de las obras de la Ley están malditos, puesto que
está escrito: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escri-
tas en el libro de la Ley para hacerlas (Gál. 3, 10; Dt. 17, 16). Y dice que todos
cuantos están debajo de la Ley no fundan su justicia en el perdón de los pe-
cados, por el cual quedamos libres del rigor de la misma. Y por eso Pablo nos
enseña que hemos de librarnos de las cadenas de la Ley, si no queremos pe-
recer miserablemente en ellas. ¿De qué cadenas? De aquella rigurosa y dura
exacción con que nos persigue, llevándolo todo con sumo rigor sin dejar falta
alguna sin castigo.
Para librarnos de esta maldición, Cristo se hizo maldición por noso-
tros, porque está escrito: «Maldito todo el que pende del madero» (Dt. 21, 23;
Gál. 3, 13). Y en el capítulo siguiente el Apóstol dice que Cristo estuvo sujeto
a la Ley, para redimir a los que estaban debajo de la Ley; pero enseguida aña-
de: para que gozásemos del privilegio de hijos. ¿Qué quiere decir con esto?
Para que no estuviésemos oprimidos por un cautiverio que tuviese apresa-
das nuestras conciencias con el horror de la muerte.
No obstante, a pesar de todo, ha de quedar bien establecido que la autori-
dad de la Ley no es rebajada en absoluto, y que debemos profesarle la misma
reverencia y obediencia.
17. Para san Pablo, la Ley ritual ha cesado; pero la Ley moral permanece
Un poco más de dificultad tiene la razón que da san Pablo, al decir: «Y a voso-
tros, estando muertos en vuestros pecados y en la incircuncisión de vuestra
carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anu-
lando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contra-
ria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz» (Col. 2, 13-14). Porque
parece que quiere llevar más adelante la abolición de la Ley, incluso hasta no
tener ya nada que ver con sus decretos e instituciones. Pero se engañan los
que entienden esto simplemente de la Ley moral, bien que exponen que tal
abolición se refiere a su inexorable severidad, y no a su doctrina.
6. Regla primera: para Dios, que es Espíritu, nuestros
pensamientos son actos. La Ley exige también la
obediencia del Espíritu y del corazón
Cuando se exponga la Ley del Señor, quedará mejor confirmado cuanto he di-
cho respecto a su función. Mas antes de comenzar a tratar en particular cada
uno de sus puntos, es preciso comprender lo que se refiere a ella en general.
En primer lugar, hay que tener por cierto que la vida del hombre debe es-
tar regulada por la Ley, no solo por lo que se refiere a su honestidad externa,
sino también en su justicia interna y espiritual. Lo cual, aunque nadie lo pue-
de negar, sin embargo muy pocos son los que lo consideran como se debe. Y
8. Segunda regla: Cuando Dios manda una cosa,
prohíbe la contraria; e inversamente
Lo segundo que debemos notar es que los mandamientos y prohibiciones
que Dios promulga contienen en sí mismos mucho más de lo que suenan las
palabras. Lo cual, sin embargo, hay que moderarlo de tal manera que no lo
convirtamos en una regla lesbia, como suele decirse, retorciéndolo a nuestro
capricho como y cuando quisiéremos, y dándole el sentido que se nos antoja-
re. Porque hay algunos que con su excesiva licencia hacen que la autoridad de
la Ley sea menospreciada, como si fuera incierta; o que se pierda la esperan-
za de poderla entender. Es, pues, necesario, en cuanto sea posible, hallar un
camino, que derecha y seguramente nos lleve a la voluntad de Dios. Quiero
decir que es necesario considerar hasta dónde deba extenderse la exposición
más allá de lo que suenan las palabras, para que se vea que la exposición pre-
sentada no es una añadidura o una corrección tomada de los comentarios de
9. La Ley es positiva
Lo que al presente es oscuro por tocarlo de paso, quedará mucho más aclarado
con la experiencia en la exposición de los mandamientos que luego hacemos.
Por esto baste haberlo tocado; y pasemos a exponer el último punto que diji-
mos, pues de otra manera no podría ser entendido, o parecería irrazonable.
Lo que hemos dicho, que siempre que se manda el bien, queda prohibido el
mal que le es contrario, no necesita ser probado, pues no hay quien no lo conce-
da. Asimismo, el común sentir de los hombres admitirá de buen grado que cuan-
do se prohíbe el mal, se manda el bien que le es contrario, pues es cosa corriente
decir que cuando los vicios son condenados, son alabadas las virtudes contrarias.
Pero nosotros preguntamos algo más de lo que los hombres comúnmente
entienden al decir esto. Porque ellos por virtud contraria al vicio suelen normal-
11. Tercera regla: La justicia y la religión van juntas.
Mutua dependencia de las dos Tablas
Lo tercero que debemos considerar es el sentido de dividir la Ley en dos Ta-
blas, de las cuales toda persona sensata puede juzgar que no sin motivo se
hace en la Escritura algunas veces mención tan solemne. Al alcance de la
El primer mandamiento
Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa
de servidumbre; no tendrás dioses ajenos delante de mi.
15. Sigue luego la conmemoración de su favor, que tanto más debe mover-
nos, cuanto más detestable es el vicio de la ingratitud aun entre los hombres.
Es verdad que Dios recuerda al pueblo de Israel un beneficio bien reciente;
pero tal y tan admirable, que merecía ser conservado siempre en la memoria.
Además era aptísimo para el fin que se perseguía. Por él el Señor declara que
los había liberado de aquella mísera cautividad a fin de que le reconociesen
como autor de su libertad, rindiéndole el honor y la obediencia debidos.
Suele también el Señor, para mantenernos en su culto, adornarse con
ciertos títulos mediante los cuales se diferencia de todos los ídolos y los
dioses de los gentiles. Porque, como ya he dicho, somos tan inclinados a la
vanidad, y a la vez tan atrevidos, que apenas se nos habla de Dios, nuestro en-
tendimiento no es capaz de reprimirse para no ir tras alguna vana fantasía.
Por eso, queriendo el Señor poner remedio a ello, Él mismo reviste su divi-
nidad de ciertos títulos, para de esta manera mantenernos dentro de ciertos
límites, y que no andemos vagando de un lado para otro, y temerariamen-
te inventemos algún nuevo dios, abandonándole a Él, único verdadero Dios,
cuyo reino permanece sin fin.
Por esto los profetas, siempre que lo quieren describir y mostrar conve-
nientemente, lo revisten de todas aquellas notas con las que Él se había dado
a conocer al pueblo de Israel. Porque cuando es llamado «Dios de Abraham»
o «Dios de Israel» (Éx. 3, 6), y cuando lo colocan «en el templo de Jerusalén
en medio de los querubines» (Am. 1, 2; Sal. 80, 2; 99, 1; Is. 37, 16), todas es-
16. Solo Dios debe ser honrado y glorificado
Después de haber fundamentado y establecido la autoridad de su Ley, da el
primer mandamiento; a saber, que no tengamos dioses ajenos delante de Él.
El fin de este mandamiento es que Dios quiere tener Él solo preemi-
nencia en su pueblo y desea gozar por completo de su privilegio. Para con-
seguirlo, quiere que cualquier impiedad o superstición que pueda oscurecer
o menoscabar la gloria de su divinidad esté muy lejos de nosotros; y por la
misma causa manda que le adoremos y honremos con el verdadero afecto
de la religión, que es lo que significan casi las simples palabras. Porque no
podemos tenerle por Dios sin que a la vez le atribuyamos las cosas que le per-
tenecen y son propias de Él. Así que al prohibirnos que no tengamos dioses
ajenos, quiere darnos a entender que no atribuyamos a otro lo que le pertene-
ce a Él como derecho exclusivo.
El segundo mandamiento
No harás imagen de talla, ni semejanza alguna de las cosas que están
arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.
No las adores, ni las honres. Porque yo soy Jehová, tu Dios, Dios celoso,
que visita la iniquidad de los padres en los hijos, en la tercera y la cuarta
generación de los que me odian, y que se muestra misericordioso por miles
de generaciones con los que me aman y guardan mis mandatos.8
9. I, xi, 2 . 12.
El tercer mandamiento
No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano, porque Jehová
no tendrá por inocente al que toma su nombre en vano.
23. Definición y usos del juramento
Ante todo es necesario saber lo que es el juramento. Juramento es una atesta-
ción de Dios (poner a Dios como testigo) para confirman la verdad de lo que
decimos; porque las blasfemias públicas que se hacen por desprecio a Dios,
no merecen ser llamadas juramento.
Que tales atestaciones, cuando se hacen como se deben, sean una es-
pecia de culto y gloria que se da a Dios se demuestra en muchos lugares de
la Escritura. Así cuando Isaías profetiza que los asirios y los egipcios serían
llamados a formar parte, con los israelitas, de la Iglesia de Dios: «Hablarán»,
dice, «la lengua de Canaán, y jurarán en el nombre del Señor» (Is. 19, 18); es
24. Dios es ofendido:
El cuarto mandamiento
Acuérdate del día del descanso para santificarlo. Seis días trabajarás
y en ellos harás tus obras. El séptimo día es el descanso del Señor tu Dios.
No harás en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva,
ni tu buey, ni tu asno, ni el extranjero que está dentro de
tus puertas. Porque en seis días... etc.
28. Los fieles deben descansar de sus propias obras,
a fin de dejar que Dios obre en ellos
Sin embargo, en muchos lugares de la Escritura se nos muestra que esta fi-
gura del reposo espiritual es la principal de este mandamiento. Porque el
Señor casi nunca exigió tan severamente la guarda de otros mandamientos,
como lo hizo con éste. Cuando quiere decir en los profetas que toda la reli-
gión está destruida, se queja de que sus sábados son profanados, violados, no
observados, ni santificados; como si al no ofrecerle este servicio, no guarda-
se ya nada con que poder hacerlo (Nm. 15, 32-36; Ez. 20, 12-13; 22, 8; 23, 38;
Jer. 17, 21-23. 27).
Por otra parte ensalza grandemente la observancia del sábado. Por esta
causa los fieles estimaban como el mayor de todos los beneficios, que Dios
les hubiera revelado la guarda del sábado (Is. 56, 2). Porque así hablan los
levitas en Nehemías: «Y les ordenaste (a nuestros padres) el día del reposo
santo para ti, y por mano de Moisés tu siervo les prescribiste mandamientos,
estatutos y la ley» (Neh. 9, 14). Vemos, pues, que lo tenían en singular estima
por encima de los otros mandamientos de la Ley; todo lo cual viene a propó-
sito para mostrar la dignidad y excelencia de este misterio, que tan admira-
29. El séptimo día figura la perfección final, a la cual debemos aspirar
Esto es lo que representaba para los judíos la observancia del descanso del
sábado. Y a fin de que se celebrara con mayor religiosidad, el Señor la con-
firmó con su ejemplo. Porque no es de poco valor para excitar su deseo saber
que en lo que el hombre hace imita y sigue a su Creador.
Si alguno busca un significado misterioso y secreto en el número «siete»,
es verosímil que, significando este número en la Escritura perfección, no sin
causa haya sido escogido en este lugar para denotar perpetuidad. Con lo cual
está de acuerdo lo que dice Moisés, quien, después de narrar que el Seor des-
cansó en el séptimo día de todas sus obras, deja ya de contar la sucesión de
los días y las noches (Gn. 2, 3).
También se puede aducir respecto al número siete otra conjetura pro-
bable, y es que el Señor ha querido con este nombre significar que el sábado
de los fieles no se cumplirá nunca perfectamente hasta el último día. Porque
nosotros comenzamos aquí nuestro bienaventurado reposo y cada día avan-
zamos en él; pero como tenemos que sostener una batalla perpetua contra
nuestra carne, este reposo no será perfecto mientras no se cumpla lo que
dice Isaías de la continuidad de la festividad de un novilunio con otro, y de
un sábado con el siguiente, lo cual tendrá lugar cuando Dios sea todo en to-
dos (Is. 66, 23; 1 Cor. 15, 28).
Podrá, pues, parecer que con el séptimo día el Señor quiso figurar a su
pueblo la perfección del sábado que tendrá lugar el último día, para que con
la constante meditación de este sábado, aspirase siempre a esta perfección.
33. Aunque los antiguos no han escogido el día del domingo para ponerlo
en lugar del sábado sin razón alguna. Porque como el fin y cumplimiento de
aquel verdadero reposo que el antiguo sábado figuraba se cumplió en la re-
surrección del Señor, los cristianos son amonestados por ese mismo día, en
que se puso fin a las sombras, a que no se paren en una ceremonia que no era
más que una sombra.
Ni tampoco tengo yo tanto interés en insistir en el número siete, que
quiera de alguna manera forzar a la Iglesia por ello; y no condenaré a las
iglesias que tienen señalados otros días para reunirse siempre que no tenga
parte en ello la superstición, como no la tiene cuando se hace por razón de
disciplina y de buen orden.
Resumamos así: Como a los judíos se les enseñaba la verdad en figuras,
así a nosotros se nos expone sin velos; y ello, en primer lugar, para que toda
nuestra vida meditemos en un sabatismo perpetuo, o descanso de nuestras
obras, durante el cual el Señor pueda obrar en nosotros mediante su Espíritu.
En segundo lugar, que cada uno de nosotros se aplique en su espíritu,
en cuanto le sea posible, a considerar con diligencia las obras de Dios para
glorificarlo en ellas; y asimismo, que cada uno guarde el orden legítimo de
la Iglesia, señalado para oir la Palabra de Dios, para la administración de los
sacramentos, y para la oración pública.
El quinto mandamiento
Honra a tu padre y a tu madre para que tus días
se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.
35. Por lo cual nadie debe dudar que el Señor establece aquí una regla univer-
sal; y es, que al reconocer a alguien como superior nuestro por ordenación de
Dios, le profesemos reverencia y obediencia, y le hagamos cuantos servicios
nos sea posible. Y no hemos de considerar si aquellos a quienes hacemos
este honor son dignos o no. Porque, sean como fueren, solamente por provi-
dencia y voluntad de Dios tienen aquella autoridad, por la cual el mismo Le-
gislador quiere que sean honrados.
Nuestros padres
Sin embargo, expresamente nos manda que honremos a nuestros padres,
quienes nos engendraron y son la razón de que tengamos el ser que posee-
mos, lo cual la misma naturaleza nos lo debe enseñar. Porque son monstruos,
y no hombres, los que por menosprecio, rebeldía o contumacia quebrantan
la autoridad de sus propios padres. Por esto manda el Señor que todos aque-
llos que son desobedientes a su padre o a su madre mueran por ello, pues son
hombre indignos de gozar de esta vida, ya que no reconocen a aquellos por
cuyo medio vinieron al mundo.
Por muchos lugares de la Ley se ve que lo que hemos dicho es verdad; a
saber, que la honra de que se habla en este mandamiento contiene tres par-
tes; reverencia, obediencia y gratitud.
Manda el Señor la primera, cuando prescribe que el que maldijere a su
padre o a su madre muera por ello; porque con ello castiga toda suerte de me-
nosprecio y afrenta (Éx. 21, 17; Lv. 20, 9; Prov. 20, 20).
La segunda, al ordenar que los hijos desobedientes y rebeldes sean casti-
gados con la muerte (Dt. 21, 18).
37. Por otra parte, cuando el Señor promete la bendición de esta vida pre-
sente a los que honraren como deben a sus padres, a la vez da a entender
con ello que, indudablemente, su maldición caerá sobre todos aquellos que
Límites de la obediencia
Para concluir esta materia, debemos advertir brevemente, que no se nos man-
da obedecer a nuestros padres, sino «en el Señor» (Ef. 6, 1), y ello estará claro,
si tenemos presente el fundamento que ya hemos establecido. Porque ellos
tienen autoridad sobre nosotros en cuanto Dios los ha constituido en ella, co-
municándoles una parte de la honra que le es debida. Por tanto, la obediencia
que se les debe ha de ser como un escalón, que nos lleve a obedecer a Aquel
que es el sumo Padre. Y por eso, si ellos nos incitan a quebrantar la Ley de
Dios, con toda justicia no los consideraremos entonces como padres, sino
como extraños, puesto que procuran apartarnos de la obediencia que debe-
mos a nuestro verdadero Padre.
Lo mismo se debe entender de los príncipes, señores y toda clase de su-
periores; pues sería cosa indigna y fuera de razón que su autoridad se ejercie-
ra para rebajar la alteza y majestad de Dios; ya que dependiendo de la divina,
debe guiarnos y encaminarnos a ella.
El sexto mandamiento
No matarás.
La verdadera pureza
Finalmente consideremos quién es el Legislador que condena la fornicación.
Evidentemente, el que siendo Señor absoluto de nosotros, exige en virtud de
su título de Señor, integridad del alma, de espíritu y de cuerpo en nosotros.
Por tanto, al prohibir la fornicación prohíbe a la vez que induzcamos a otros
al mal, con vestidos lascivos, con gestos obscenos e impuros, o con conversa-
ciones deshonestas. Porque un filósofo, llamado Arquelao, dijo no sin razón
a un joven muy galano y excesivamente recompuesto, que poco importaba
en qué parte del cuerpo mostrase su deshonestidad. Yo refiero esto a Dios, el
cual detesta toda impureza en cualquier parte que sea, ya del cuerpo, bien del
alma. Y para que nadie lo dude, acordémonos que Dios en este mandamien-
10. Citado por san Agustín en Contra Juliano, lib. II, cap. vii.
El octavo mandamiento
No hurtarás
El nono mandamiento
No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.
El décimo mandamiento
No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer
de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno,
ni cosa alguna de tu prójimo.
50. La Ley tiene como fin unir, mediante la santidad de vida,
al hombre con su Dios
No será ahora difícil ver cuál es la intención y el fin de toda la Ley; a saber, una
justicia perfecta, para que la vida del hombre esté del todo conforme con el
dechado de la divina pureza. Porque de tal manera pintó en ella Dios su na-
turaleza y condición, que si alguno cumpliese cuanto en ella está mandado,
reflejaría en su vida en cierta manera la imagen misma de Dios. Y por ello Moi-
sés, queriendo recordársela brevemente a los israelitas, decía: «Ahora, pues,
Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que an-
11. Este último párrafo aparece indebidamente colocado en la edición de Valera de 1597. Ello
es debido a que también las ediciones de los originales de 1559, lo colocaron dos párrafos
más arriba (después de: «... le fascinan y deleitan»)
51. Practicando la segunda Tabla es como se manifiesta
el verdadero afecto del corazón para con Dios
Mas como Cristo y los apóstoles algunas veces al resumir la Ley no hacen
mención a la primera Tabla es necesario decir algo al respecto, pues muchos
se engañan, refiriendo a toda la Ley las palabras que solamente dicen rela-
ción a la mitad de ella.
13. Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, 1, qu. 108, art. 4; etc.
14. Libro de la Compunción, lib. I, cap. iv; Apología de la Vida Monástica, lib. III, cap. xiv.
15. De la Doctrina Cristiana, lib. I, cap. xxx.
16. Gregorio el Grande, Homilía sobre los Evangelios, lib. II, hom. 27.
17. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, 1, art. 3.
Testimonio de la Escritura
¿Y qué es lo que dice la Escritura? Ciertamente que cuando Pablo llama a la
muerte «paga del pecado» (Rom. 6, 23), muestra bien claramente que ignora-
ba esta distinción. Además, que estando nosotros más inclinados de lo que
conviene a la hipocresía, no estaba bien atizar el fuego con tales distinciones,
para adormecer las conciencias torpes.
58. ¡Ojalá se preocuparan de considerar bien lo que quiere decir esta senten-
cia de Cristo: «Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy
pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino
de los cielos» (Mt. 5, 19). ¿No pertenecen ellos por ventura a este número, al
atreverse a debilitar la transgresión de la Ley hasta el punto de no considerar-
la digna de muerte? Ciertamente deberían considerar no solo lo que se man-
da, sino quién es el que lo manda, porque en la mínima transgresión de la Ley
que Él ha establecido, es derogada su autoridad. ¿Es que ellos tienen en poco
violar la majestad divina, aunque sea en lo más mínimo del mundo? Además,
si Dios ha declarado en la Ley su voluntad, todo cuanto es contrario a esta
Ley no le puede agradar. ¿Es que piensan que la ira de Dios se encuentra tan
desarmada, que no se ha de seguir al momento la venganza? Pues el mismo
Dios lo ha manifestado bien claramente, si es que quieren oir sus palabras,
en vez de empañar con sus necias sutilezas la clara verdad. «El alma que pe-
care morirá» (Ez. 18, 20). Y lo que acabo de citar de san Pablo, que «la paga del
pecado es la muerte» (Rom. 6, 23). Ellos confiesan que es pecado, pues no lo
18. Sobre el Bautismo, contra los Donatistas, lib. II, cap. vi.
2. Definición del término «Evangelio»
Entiendo por «Evangelio» una clara manifestación del misterio de Jesucristo.
Convengo en que el Evangelio, en cuanto san Pablo lo llama «doctrina de fe»
(1 Tim. 4, 6), comprende en sí todas las promesas de la Ley sobre la gratui-
ta remisión de los pecados, por la cual los hombres se reconcilian con Dios.
Porque san Pablo opone la fe a los horrores por los que la conciencia se ve an-
gustiada y atormentada, cuando se esfuerza por conseguir la salvación por las
obras. De donde se sigue que el nombre de Evangelio, en un sentido general,
encierra en sí mismo los testimonios de misericordia y de amor paterno, que
Dios en el pasado dio a los padres del Antiguo Testamento. Sin embargo, afir-
mo que hay que entenderlo por la excelencia de la promulgación de gracia que
en Jesucristo se nos ha manifestado. Y esto no solamente por el uso común-
mente admitido, sino que también se funda en la autoridad de Jesucristo y de
sus apóstoles. Por ello se le atribuye como cosa propia el haber predicado el
Evangelio del reino (Mt. 4, 17; 9, 35). Y Marcos comienza su evangelio de esta
manera: «Principio del evangelio de Jesucristo» (Mc. 1, 1). Mas no hay por qué
amontonar testimonios para probar una cosa harto clara y manifiesta.
3. Testimonio de la Escritura
Mas como éste tiene mayor interés para lo que ahora tratamos, y porque res-
pecto a él hay mucha controversia, es preciso que pongamos mayor diligen-
cia en aclararlo. Nos detendremos, pues, en él; y al mismo tiempo, si algo
falta para explicar claramente los otros dos, lo indicaremos brevemente, o lo
remitiremos a su lugar oportuno.
Respecto a los tres puntos, el Apóstol nos quita toda duda posible cuan-
do dice que Dios Padre había prometido antes por su profetas en las santas
Escrituras del Evangelio de su Hijo, el cual Él ahora ha publicado en el tiempo
que había determinado (Rom. 1, 2). Y que: la justicia de la fe enseñada en el
Evangelio tiene el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 3, 21).
5. El significado de los signos y sacramentos
es el mismo en ambos Testamentos
Más aún. El Apóstol no solamente hace a los israelitas iguales a nosotros en
la gracia del pacto, sino también en la significación de los sacramentos. Por-
que, queriendo intimidar a los Corintios con el ejemplo de los castigos, con
los que, según refiere la Escritura, antiguamente fueron castigados los israe-
litas, a fin de que ellos no cayesen en semejantes abominaciones, comienza
con esta introducción: que no hay razón para atribuirnos prerrogativa ni pri-
vilegio alguno, por el cual nos veamos libres de la ira de Dios que cayó sobre
ellos; pues el Señor no solamente les hizo los mismos beneficios que a no-
sotros nos ha hecho, sino que también les manifestó su gracia con las mis-
mas señales y sacramentos (1 Cor. 10, 1-11); como si dijese: si os confiáis y os
creéis fuera de todo peligro, porque el bautismo con el que sois marcados,
y la Cena de la que cada día participáis tienen admirables promesas, y en-
tretanto vivís disolutamente menospreciando la bondad de Dios, sabed que
tampoco los judíos carecieron de tales símbolos; a pesar de los cuales, sin
embargo, el Señor ejerció el rigor de sus juicios. Fueron bautizados al pasar
el mar Rojo y en la nube que los defendía del ardor del sol.
Los que rechazan esta doctrina arguyen que aquel paso fue un bautismo
carnal, que únicamente guardaba cierta semejanza con nuestro bautismo es-
piritual. Pero si se concede esto, el argumento del Apóstol carecería de valor.
Él, en efecto, pretende quitar a los cristianos toda vana confianza de que son
mucho más excelentes que los judíos en virtud del bautismo, ya que ellos es-
tán bautizados y los judíos no. Y de ningún modo se puede interpretar así lo
que sigue inmediatamente: que ellos comieron el mismo alimento espiritual
y todos bebieron la misma bebida espiritual; y afirma que esta comida y esta
bebida fue Cristo.
***
***
Adán
Adán, el cual, aunque solo fuera por el recuerdo de la dicha que había per-
dido, era infelicísimo, con gran dificultad logra mantenerse pobremente
(Gn. 3, 17-19). Y como si fuera poco esta maldición de Dios, de allí donde
pensaba recibir gran consuelo, le viene mayor dolor: de sus dos hijos, uno
de ellos muere a manos de su propio hermano (Gn. 4, 8), quedándole aquel
a quien con toda razón había de aborrecer. Abel, muerto cruelmente en la
misma flor de la edad, es un ejemplo de la calamidad humana.
Noé
Noé gasta buena parte de su vida en construir con gran trabajo y fatiga el arca,
mientras que el resto de la gente se entregaba a sus diversiones y placeres (Gn. 6,
14-16, 22). El hecho de que escape a la muerte le resulta más penoso que si hubie-
ra de morir cien veces; porque, aparte de que el arca le sirve de sepulcro durante
11. Abraham
Abraham ciertamente ha de valernos por innumerables testigos, si consi-
deramos su fe, la cual nos es propuesta como regla perfectísima en el creer
(Gn. 12, 4); hasta tal punto que para ser hijos de Dios hemos de ser contados
entre su linaje. ¿Qué cosa, pues, puede parecer más contra la razón que el
que Abraham sea padre de los creyentes, y que no tenga siguiera un rincón
entre ellos? Ciertamente no pueden borrarlo del número de los mismos, ni
siquiera del lugar mas destacado de todos sin que toda la Iglesia quede des-
truida. Pero en lo que toca a su condición en esta vida, tan pronto como fue
llamado por Dios, tuvo que dejar su tierra y separarse de sus parientes y ami-
gos, que son, en el sentir de los hombres, lo que más se ama en este mundo;
como si el Señor de propósito y a sabiendas quisiera despojarlo de todos los
placeres de la vida. Cuando llega a la tierra en la que Dios le manda vivir, se
ve obligado por el hambre a salir de ella. Se va de allí para remediar sus ne-
cesidades a una tierra en la cual, para poder vivir, tiene que dejar sola a su
mujer, lo cual debe haberle sido más duro que mil muertes. Cuando vuelve a
la tierra que se le había señalado como morada, de nuevo tiene que abando-
narla por el hambre. ¿Qué clase de felicidad es ésta de tener que habitar en
una tierra donde tantas necesidades hay que pasar, hasta perecer de ham-
bre, si no se la abandona? Y de nuevo se ve obligado para salvar su vida, a de-
jar su mujer en el país de Abimelec (Gn. 20, 2). Mientras se ve forzado a vagar
de un lado para otro, las continuas riñas de los criados le obligan a tomar
la determinación de separarse de su sobrino, al que quería como a un hijo;
separación que sin duda sintió tanto como si le amputaran un miembro de
su propio cuerpo. Al poco tiempo se entera de que sus enemigos lo llevaban
cautivo. Dondequiera que va halla en los vecinos gran barbarie y violencia,
pues no le dejan beber agua ni en los pozos que con gran trabajo había él
mismo cavado; porque si no le hubieran molestado no hubiera comprado al
rey de Gerar el poder de usar los pozos.
Entretanto llega a la vejez, y se ve sin hijos, que es lo más duro y penoso
que puede suceder en aquella edad; de tal manera, que perdida ya toda es-
peranza, engendra a Ismael. Pero incluso su nacimiento le costó bien caro,
cuando su mujer Sara le llenaba de oprobios, como si él hubiera alimentado
el orgullo de su esclava y fuera la causa de toda la perturbación de su casa.
12. Isaac
Vengamos a Isaac, que, si bien no padeció tantos trabajos, sin embargo, el más
pequeño placer y alegría le costó grandes esfuerzos. Las miserias y trabajos que
experimentó son suficientes para que un hombre no sea dichoso en la tierra. El
hambre le hace huir de la tierra de Canaán; le arrebatan de las manos a su mujer;
sus vecinos le molestan y le atormentan por dondequiera que va; y esto con tan-
ta frecuencia y de tantas maneras, que se ve obligado a luchar por el agua, como
su padre. Las mujeres de su hijo Esaú llenan la casa de disgustos (Gn. 26, 35).
Le aflige sobremanera la discordia de sus hijos, y no puede solucionar tan grave
problema más que desterrando a aquel a quien había otorgado su bendición.
Jacob
En cuanto a Jacob, ciertamente es un admirable retrato de suprema desgracia.
Pasa en casa de su padre la juventud atormentado por la inquietud a causa de las
amenazas de su hermano mayor, a las cuales tiene que ceder, huyendo (Gn. 28,
5). Proscrito de la casa de su padre y de la tierra en que nació, aparte de que es
muy penoso sentirse desterrado, su tío Labán no le trata con más afecto y huma-
nidad. No le basta que pase siete años en dura y rigurosa servidumbre, sino que
al fin es injustamente engañado, dándosele una mujer por otra (Gn. 29, 25). Para
conseguir la mujer que antes había pedido, tuvo que ponerse de nuevo a servir,
abrasándose de día con el calor del sol, y sin dormir de noche a causa del frío, se-
gún él mismo se lamenta. Después de veinte años de tanta miseria, cada día se
15. Moisés
Aún no nos hemos detenido en Moisés, del cual dicen los soñadores que
impugnamos, que no tuvo otro cometido que llevar al pueblo de Israel, de
carnal que era a temer y honrar a Dios, prometiéndoles tierras fertilísimas y
abundancia de todo. Sin embargo –si no se quiere deliberadamente negar la
luz que alumbra los ojos– nos encontramos ante la manifiesta revelación del
pacto espiritual.
16. La felicidad de los fieles es la gloria celestial
Realmente no se pueden entender de otra manera las cosas que en diversos
lugares David cuenta de la prosperidad de los fieles, sino atribuyéndolas a la
manifestación de la gloria celestial. Como cuando dice: «Él (Jehová) guarda
las almas de sus santos; de mano de los impíos los libra. Luz está sembrada
para el justo, y alegría para los rectos de corazón» (Sal. 97, 10-11). Y: «Su justi-
cia (de los buenos) permanece para siempre, su poder será exaltado en gloria;
(...) el deseo de los impíos perecerá» (Sal. 112, 9-10). Y: «Los justos alabarán
tu nombre; los rectos morarán en tu presencia» (Sal. 140, 13). Asimismo: «En
memoria eterna será el justo» (Sal. 112, 6). Y también: «Jehová redime el alma
de sus siervos» (Sal. 34, 22).
El Señor no solamente permite que sus siervos sean atormentados y afli-
gidos por los impíos, sino que muchas veces consiente que los despedacen y
destruyan; permite que los buenos se consuman en la oscuridad y en la des-
gracia, mientras que los malos resplandecen como estrellas; y no muestra la
claridad de su rostro a sus fieles, para que gocen mucho tiempo de ella. Por
eso, el mismo David no oculta que si los fieles fijan sus ojos en el estado de
este mundo, sería una gravísima tentación de duda, sobre si Dios galardona
y recompensa la inocencia. Tan cierto es que la impiedad es lo que más co-
múnmente prospera y florece, mientras que los que temen a Dios son oprimi-
dos con afrentas, pobreza, desprecios, y todo género de cruces. «En cuanto a
mí», dice David, «casi se deslizaron mi pies; por poco resbalaron mis pasos.
Porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos»
(Sal. 73, 2-3). Y luego concluye: «Cuando pensé para saber esto, fue duro tra-
bajo para mí, hasta que entrando en el santuario de Dios comprendí el fin de
ellos» (Sal. 73, 16-17).
***
18. De aquí procedía aquel pensamiento con el que los fieles solían conso-
larse y animarse a tener paciencia en sus infortunios sabiendo que «el enojo
de Dios no dura más que un momento, pero su favor toda la vida» (Sal. 30, 6).
¿Cómo podían ellos dar por terminadas sus aflicciones en un momento,
cuando se veían afligidos toda la vida? ¿En qué contemplaban la duración
de la bondad de Dios hacia ellos, cuando a duras penas podían ni siquiera
gustarla? Si no hubieran levantado su pensamiento por encima de la tierra,
les hubiera sido imposible hallar tal cosa; mas como alzaban sus ojos al cie-
lo, comprendían que no es más que un momento el tiempo que los santos
del Señor se ven afligidos; y, en cambio, los beneficios que han de recibir, du-
rarán para siempre; y, al revés, entendían que la ruina de los impíos no ten-
dría fin, aunque hubiesen sido tenidos por dichosos en un plazo de tiempo
tan breve como un sueño.
Esta es la razón de aquellas expresiones suyas: «La memoria del justo
será bendita; mas el nombre del impío se pudrirá» (Prov. 10, 7). Y: «Estima-
da es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos»; «pero la memoria de los
impíos perecerá» (Sal. 116, 15; 34, 21). Y: «Él guarda los pies de sus santos;
mas los impíos perecen en las tinieblas» (1 Sm. 2, 9). Todo esto nos da a
entender que ellos conocieron perfectamente que, por más afligidos que
los santos se vean en este mundo, no obstante, su fin será la vida y la salva-
ción; y, al contrario, la felicidad de los impíos es un camino de placer, por el
que insensiblemente se deslizan hacia una muerte perpetua. Por eso llama-
ban a la muerte de los incrédulos «muerte de los incircuncisos» (Ez. 28, 10;
31, 18), dando con ello a entender que no tenían esperanza de resurrección.
Y David no pudo concebir una maldición más grave de sus enemigos, que
decir: «Sean raídos del libro de los vivientes, y no sean escritos entre los jus-
tos» (Sal. 69, 28).
Isaías
Y por esto hemos de comparar esta sentencia con otra semejante de Isaías:
«Tus muertos vivirán, sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, mora-
dores del polvo!; porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus
muertos. Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas;
escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignación.
Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tie-
rra por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre
ella, y no encubrirá ya más a su muertos.» (Is. 26, 19-21).
23. Conclusiones
En cuanto a los otros dos puntos; a saber, que los padres del Antiguo Testa-
mento han tenido a Cristo por prenda y seguridad del pacto que Dios había
establecido con ellos, y que han puesto en Él toda la confianza de su bendi-
ción, no me esforzaré mayormente en probarlos, pues son fáciles de enten-
der y nunca han existido grandes controversias sobre ellos.
Concluyamos, pues, con plena seguridad de que el Diablo con todas sus
astucias y artimañas no podrá rebatirlo, que el Antiguo Testamento o pacto
que el Señor hizo con el pueblo de Israel no se limitaba solamente a las cosas
terrenas, sino que contenía también en sí la promesa de una vida espiritual y
eterna, cuya esperanza fue necesario que permaneciera impresa en los cora-
zones de todos aquellos que verdaderamente pertenecían al pacto.
Por tanto, arrojemos muy lejos de nosotros la desatinada y nociva opi-
nión de los que dicen que Dios no propuso cosa alguna a los judíos, o que
ellos solo buscaron llenar sus estómagos, vivir entre los deleites de la car-
ne, poseer riquezas, ser muy poderosos en el mundo, tener muchos hijos, y
todo lo que apetece el hombre natural y sin espíritu de Dios. Porque nuestro
Señor Jesucristo no promete actualmente a los suyos otro reino de los cie-
los que aquel en el que reposarán con Abraham, Isaac y Jacob (Mt. 8, 11).
Pedro aseguraba a los judíos de su tiempo, que eran herederos de la gracia
del Evangelio, que eran hijos de los profetas, que estaban comprendidos en
el pacto que Dios antiguamente había establecido con el pueblo de Israel
(Hch. 3, 25).
3. La felicidad espiritual estaba representada por beneficios terrenos
Esta es la razón de que los santos del Antiguo Testamento prestaran mucha
mayor atención a esta vida mortal y a sus correspondientes bendiciones, de
la que nosotros debemos dedicarles. Porque aunque comprendían muy bien
que no debían considerar esta vida presente como su término y su fin, con
todo, sabiendo por otra parte, que Dios figuraba en ella su gracia para confir-
marlos en la esperanza conforme a su baja manera de comprender, la tenían
que profesar mayor afecto que si la hubiesen considerado en sí misma. Y así
como el Señor, al dar prueba a los fieles de su buena voluntad hacia ellos, con
beneficios temporales les figuraba la bienaventuranza que debían esperar;
así, por el contrario, las penas temporales que enviaba a los réprobos eran
indicio seguro y un principio de su juicio futuro contra ellos; de modo que,
así como los beneficios de Dios eran más patentes y manifiestos en las cosas
temporales, de la misma manera lo eran los castigos.
Los ignorantes, omitiendo esta analogía y conveniencia entre los casti-
gos y los premios de esta vida con que el pueblo de Israel era remunerado,
1. Traducción libre.
2. Para la exégesis de ciertos pasajes del N. Testamento y la inteligencia del presente capítulo
es esencial esta advertencia de que las ceremonias por sí mismas llevan a veces el nombre de
«Antiguo Testamento». La frase es una cita de san Agustín, Carta 98 a Bonifacio. Nota de la
Edición francesa de la Société Calviniste de France.
Objeción y respuesta
Si alguno objeta que teniendo los padres del Antiguo Testamento el mismo Es-
píritu de fe que nosotros, se sigue que participaron también de nuestra misma
libertad y alegría, respondo que no tuvieron por medio de la Ley ninguna de
ambas cosas, sino que al sentirse oprimidos por ella y cautivos en la inquietud
de la conciencia, se acogieron al Evangelio. Por donde se ve que fue un bene-
ficio particular del Nuevo Testamento el que se vieran libres de tales miserias.
Además negamos que hayan gozado de tanta seguridad y libertad, que
no sintieran en absoluto el temor y la servidumbre que les causaba la Ley. Por-
que aunque algunos gozasen del privilegio que habían obtenido mediante el
Evangelio, sin embargo estaban sometidos a las mismas observancias, cere-
3. Contra dos Cartas de los Pelagianos; a Bonifacio, lib. III, cap. iv.
14. Pero insisten ellos, ¿de dónde procede esta diversidad, sino de que Dios la
quiso?¿No pudo Él muy bien, tanto antes como después de la venida de Cris-
to, revelar la vida eterna con palabras claras y sin figuras? ¿No pudo enseñar
a los suyos mediante pocos y patentes sacramentos? ¿No pudo enviar a su Es-
píritu Santo y difundir su gracia por todo el mundo?
Esto es como si disputasen con Dios porque no ha querido antes crear el
mundo y lo ha dejado para tan tarde, pudiendo haberlo hecho al principio; e
igualmente, porque ha establecido diferencias entre las estaciones del año;
entre verano e invierno; entre el día y la noche.
Por lo que a nosotros respecta, hagamos lo que debe hacer toda persona
fiel: no dudemos que cuanto Dios ha hecho, lo ha hecho sabia y justamente,
aunque muchas veces no entendamos la causa de que convenga hacerlo así.
Sería atribuirnos excesiva importancia no conceder a Dios que conozca las
razones de sus obras, que a nosotros nos están ocultas.
Pero, dicen, es sorprendente que Dios rechace actualmente los sacrifi-
cios de animales con todo aquel aparato y pompa del sacerdocio levítico que
tanto le agradaba en el pasado. ¡Como si las cosas externas y transitorias die-
ran contento alguno a Dios y pudiera deleitarse en ellas! Ya hemos dicho que
Dios no creó ninguna de esas cosas a causa de sí mismo, sino que todo lo or-
denó al bien y la salvación de los hombres.
Si un médico usa cierto remedio para curar a un joven, y cuando tal pa-
ciente es ya viejo usa otro, ¿podemos decir que el tal médico repudia la ma-
nera y arte de curar que antes había usado, y que le desagrada? Más bien
responderá que ha guardado siempre la misma regla; sencillamente que ha
tenido en cuenta la edad. De esta manera también fue conveniente que Cris-
to, aunque ausente, fuese figurado con ciertas señales, que anunciaran su ve-
nida, que no son las que nos representan que haya venido.
En cuanto a la vocación de Dios y de su gracia, que en la venida de Cris-
to ha sido derramada sobre todos los pueblos con mucha mayor abundancia
que antes, ¿quién, pregunto, negará que es justo que Dios dispense libre-
mente sus gracias y dones según su beneplácito, y que ilumine los pueblos
y naciones según le place; que haga que su Palabra se predique donde bien
le pareciere, y que produzca poco o mucho fruto, como a Él le agradare; que
Conclusión
Mas, sobre todo conviene que retengamos, como lo acabo de decir, que el
Hijo de Dios nos ha dado una excelente prenda de la relación que tenemos
con Él en la naturaleza que participa en común con nosotros, y en que ha-
biéndose revestido de nuestra carne, ha destruido la muerte y el pecado, a fin
de que fuesen nuestros el triunfo y la victoria; y que ha ofrecido en sacrificio
la carne que de nosotros había tomado, para borrar nuestra condenación ex-
piando nuestros pecados, y aplacar la justa ira del Padre.
5. Segunda objeción
7. No tiene, pues, por qué temer Osiander, como lo afirma, que Dios sea co-
gido en una mentira, si no hubiera concebido el decreto inmutable de hacer
hombre a su Hijo. Porque, aunque Adán no hubiera caído, no hubiera por eso
dejado de ser semejante a Dios, como lo son los ángeles; y sin embargo, no
hubiera sido necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre ni ángel.
Es también infundado su temor de que, si Dios no hubiera determinado
en su consejo inmutable antes de que Adán fuese creado, que Jesucristo había
de ser hombre, no en cuanto Redentor, sino como el primero de los hombres,
su gloria hubiera perdido con ello, ya que entonces hubiera nacido acciden-
talmente, para restaurar al género humano caído; y de esta manera hubiera
sido creado a la imagen de Adán. Pues, ¿por qué ha de sentir horror de lo que
la Escritura tan manifiestamente enseña: que fue en todas las cosas semejan-
te a nosotros, excepto en el pecado (Heb. 4, 15)? Y por eso Lucas no encuentra
dificultad alguna en nombrarlo en la genealogía de Adán (Lc. 3, 38).
Querría saber también por qué san Pablo llama a Cristo «segundo Adán»
(1 Cor. 15, 45), sino precisamente porque el Padre lo sometió a la condición
de los hombres, para levantar a los descendientes de Adán de la ruina y per-
dición en que se encontraban. Porque si el consejo de Dios de hacer a Cristo
hombre precedió en orden a la creación, se le debía llamar primer Adán. Con-
testa Osiander muy seguro de sí mismo, que es porque en el entendimiento
divino Cristo estaba predestinado a ser hombre y que todos los hombres fue-
ron formados de acuerdo con Él. Mas san Pablo, por el contrario, al llamar a
Cristo segundo Adán, pone entre la creación del hombre y su restitución por
Cristo, la ruina y perdición que ocurrió, fundando la venida de Jesucristo so-
bre la necesidad de devolvernos nuestro primer estado. De lo cual se sigue
que ésta fue la causa de que Cristo naciese y se hiciese hombre.
Pero Osiander replica neciamente que Adán, mientras permaneciera en
su integridad, había de ser imagen de sí mismo y no de Cristo. Yo respondo,
al revés, que aunque el Hijo de Dios no se hubiera encarnado jamás, no por
4. Los absurdos de que nos acusan no son más que calumnias pueriles
Creen que sería grande afrenta y rebajar la honra de Jesucristo, que pertene-
ciera al linaje de los hombres, porque no podría entonces estar exento de la
ley común, que incluye sin excepción a toda la descendencia de Adán bajo el
pecado. Pero la antítesis que establece san Pablo resuelve fácilmente tal difi-
cultad: «Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la
muerte, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres
la justificación de vida» (Rom. 5, 12. 18). E igualmente la otra oposición: «El
primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor,
es del cielo» (1 Cor. 15, 47). Y así el Apóstol, al decir que Jesucristo fue enviado
en semejanza de carne pecadora para que satisfaciese a la Ley (Rom. 8, 3), lo
exime expresamente de la suerte común, para que fuera verdadero hombre
sin vicio ni mancha alguna.
Muestran también muy poco sentido cuando argumentan: Si Cristo fue
libre de toda mancha, y fue engendrado milagrosamente por el Espíritu San-
to del semen de la Virgen, se sigue que el semen de las mujeres no es impuro,
sino únicamente el de los hombres. Nosotros no decimos que Jesucristo esté
exento de la mancha y corrupción original por haber sido engendrado de su
madre sin concurso de varón, sino por haber sido santificado por el Espíritu,
Primera objeción
Nos acusa Servet de que ponemos dos hijos de Dios, porque decimos que el Verbo
Segunda objeción
Y no hay razón para que Servet replique que esto dependía de la filiación que
Dios había determinado en su consejo; porque aquí no se trata de las figuras,
como la expiación de los pecados fue representada por la sangre de los anima-
les. Mas como quiera que los padres bajo la Ley no podían ser de veras hijos de
Dios de no haber estado su adopción fundada sobre la Cabeza, quitar a ésta lo
que ha sido común a sus miembros, sería un disparate. Más aún; como quiera
que la Escritura llama a los ángeles hijos de Dios (Sal. 82, 6), bien que su digni-
dad no dependía de la redención futura, es necesario que Cristo los preceda en
orden, ya que a Él le pertenece reconciliarlos con el Padre.
Resumiré esto, aplicándolo al género humano. Como tanto los ángeles
como los hombres, desde el principio del mundo fueron creados, para que
Dios fuese Padre común de todos ellos, según lo que dice san Pablo, que Cris-
to fue Cabeza y primogénito de todo lo creado, a fin de que tuviese el primado
de todo (Col. 1, 15), me parece que se puede concluir con toda razón que el
Hijo de Dios ha existido antes de que el mundo fuese creado.
6. Tercera objeción
Y si su filiación comenzó al manifestarse Él en carne, se sigue que fue Hijo
respecto a la naturaleza humana. Servet y otros desaprensivos quieren que
Quinta objeción
Tampoco nos preocupa en absoluto la otra calumnia de Servet, según la cual
el Verbo jamás fue llamado en la Escritura Hijo de Dios, a no ser en figura,
hasta la venida del Redentor.
A esto respondo que, aunque bajo la Ley la declaración fue muy oscura,
sin embargo fácilmente se puede concluir que aun en tiempo de la Ley y los
Profetas, Jesucristo ha sido Hijo de Dios, bien que ese nombre no fuese tan
conocido y usado como en la Iglesia. En efecto, ya hemos demostrado clara-
mente que no sería Dios eterno, sino por ser el Verbo engendrado «ab aeter-
no» del Padre, y que este nombre no compete a la Persona del Mediador que
2. De la Corrección y de la Gracia, cap. xi, 30; La Ciudad de Dios, lib. X, cap. xxix.
8. Conclusión
Y aunque Servet ha acumulado muchas y horrendas blasfemias, que quizás no to-
dos sus discípulos se atreverían a confesar, sin embargo todo el que no reconoce
que Jesucristo era Hijo de Dios antes de encarnarse, si se le urge más, dejará ver
en seguida su impiedad; a saber, que Jesucristo no es Hijo de Dios, sino en cuanto
fue concebido en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo; lo mismo que
antiguamente los maniqueos decían que el alma del hombre no era más que una
derivación de la esencia divina, porque leían que Dios insufló en Adán un alma
viviente (Gn. 2, 7). Así éstos de tal manera se atan al nombre de Hijo, que no esta-
blecen diferencia entre las dos naturalezas, sino que confusamente afirman que
Jesucristo es según su humanidad Hijo de Dios, porque según la naturaleza huma-
na es engendrado de Dios. De este modo la generación eterna de la sabiduría que
ensalza Salomón, queda destruida; y cuando se habla del Mediador no se tiene en
cuenta la naturaleza divina, o bien en lugar de Jesucristo se propone un fantasma.
Sería muy útil refutar los enormes errores e ilusiones con que Servet se
ha fascinado a sí mismo y a otros, a fin de que, amonestados con tal ejemplo,
los lectores se mantengan dentro de la sobriedad y la modestia; pero creo que
no será necesario, pues ya lo he hecho en otro libro compuesto expresamente
para este fin.4
3. Ireneo, Contra las Herejías, lib. III, cap. xvi, 6; Tertuliano, Contra Praxeas, cap. xv.
4. El libro, publicado en latín, lleva por título: Declaración para mantener la verdadera fe que
tienen todos los cristianos sobre la Trinidad de las Personas en un solo Dios, por Calvino contra
los errores de Miguel Servet, español. Ginebra, 1554.
1. Los tres oficios de Cristo
Dice muy bien san Agustín, que aunque los herejes prediquen el nombre de
Cristo, sin embargo no les sirve de fundamento común con los fieles, sino
que permanece como bien propio de la Iglesia; porque si se considera aten-
tamente lo que pertenece a Cristo, no se le podrá encontrar entre los herejes
más que de nombre; pero en cuanto al efecto y la virtud no está entre ellos.1
De la misma manera en el día de hoy, aunque los papistas digan a boca lle-
na que el Hijo es Redentor del mundo, sin embargo, como se contentan con
confesarlo de boca, pero de hecho le despojan de su virtud y dignidad, se les
puede aplicar con toda propiedad lo que dice san Pablo, que no tienen Cabe-
za (Col. 2, 19).
Por tanto, para que la fe encuentre en Jesucristo firme materia de salva-
ción y descanse confiada en Él, debemos tener presente el principio de que el
oficio y cargo que le asignó el Padre al enviarlo al mundo, consta de tres par-
tes; puesto que ha sido enviado como Profeta, como Rey, y como Sacerdote.
Aunque de poco nos serviría conocer estos títulos, si no comprendiésemos a
la vez el fin y el uso de los mismos. Porque también los papistas los tienen en
la boca, pero fríamente y con muy poco provecho, pues ni entienden ni saben
lo que contiene en sí cada uno de ellos.
a. Sobre la Iglesia
No obstante comprendamos que la eternidad de la Iglesia es de dos clases: la
primera se extiende a todo el cuerpo de la Iglesia; la segunda es propia de cada
uno de sus miembros. A la primera hay que referir lo que se dice en el salmo:
«Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia
será para siempre, y su trono como el sol delante de mí, como la luna será firme
para siempre, y como un testigo fiel en el cielo» (Sal. 89, 35-37). Porque no hay
duda que en este lugar promete Dios por mediación de su Hijo, perpetuo de-
fensor y protector de la Iglesia, ya que solamente en Jesucristo se cumplió esta
profecía. Porque después de la muerte de Salomón la majestad del reino de
5. Cristo confiere los dones del Espíritu Santo
Por esto su unción real no nos es propuesta como si fuera hecha con aceite, o
con ungüentos aromáticos y preciosos, sino que se le llama el Cristo de Dios,
porque sobre Él había reposado el espíritu de sabiduría, inteligencia, conse-
jo, fortaleza y temor de Dios (Is. 11, 2). Este es el aceite de alegría con el que
el salmo dice que fue ungido más que todos sus compañeros (Sal. 45, 8); pues
si no hubiera en él tal excelencia y abundancia, todos seríamos pobres, y es-
taríamos hambrientos.
Mas Él, según hemos dicho, no fue enriquecido solo para sí mismo, sino
para que repartiese su abundancia con los que estaban secos y sedientos. Pues
se dice que el Padre no ha dado el Espíritu a su Hijo con medida (Jn. 3, 34);
pero antes se da también la razón: para que de su plenitud todos recibamos, y
gracia sobre gracia (Jn. 1, 16). De esta fuente proviene aquella liberalidad, que
menciona san Pablo, por la cual la gracia es distribuida de diversas maneras
a los fieles «conforme a la medida del don de Cristo» (Ef. 4, 7). Con todo esto
queda suficientemente probado que el reino de Cristo no consiste en deleites
y pompas terrenas, sino en el Espíritu; y que para ser partícipes de él debemos
renunciar al mundo.
En el bautismo de Cristo se nos propuso una muestra visible de esta sa-
grada unción de Cristo, cuando el Espíritu se posó sobre Él en forma de palo-
ma (Jn. 1, 32; Lc. 3, 22). Y que con el nombre de unción se denota el Espíritu y
sus dones, no es cosa nueva, ni tampoco debe parecer a nadie cosa absurda,
ya que de nadie más que de Él recibimos la sustancia con que ser alimenta-
dos. Y principalmente en lo que se refiere a la vida celestial, no hay en no-
sotros ni una gota de virtud, excepto lo que el Espíritu Santo derrama sobre
nosotros, el cual ha elegido a Jesucristo como sede suya, para que de Él mana-
sen en abundancia las riquezas celestiales de las que tan faltos y necesitados
estamos. Y precisamente porque los fieles permanecen invencibles, fortale-
cidos con la fortaleza misma de su Rey, y porque son enriquecidos sobrema-
nera con sus riquezas espirituales, es por lo que no sin motivo son llamados
«cristianos».
La gloria de Cristo
Es lo que dice en otro lugar: que le ha sido dado a Cristo un nombre que es
sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla
y toda lengua confiese que Él está en la gloria de Dios Padre (Flp. 2, 9-11).
En estas mismas palabras nos muestra el orden del reino de Cristo tal cual
es necesario para nuestra necesidad presente. Y así concluye muy bien san
Pablo, que Dios en el último día será por sí mismo Cabeza única de su Igle-
sia; pues entonces Cristo habrá cumplido enteramente cuanto pertenece
al oficio de regir y conservar la Iglesia, que había sido puesto en sus manos.
Por esto mismo la Escritura le llama comúnmente Señor, porque el Padre
le ha constituido sobre nosotros con la condición de que quiere ejercer su
autoridad y dominio por medio de Él. «Pues aunque haya algunos que se
llaman dioses, sea en el cielo, o en la tierra –como hay muchos dioses y mu-
chos señores– para nosotros, sin embargo, solo hay un solo Dios, el Padre,
del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor Je-
sucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él»
(1 Cor. 8, 5-6); así dice san Pablo. Y de sus palabras se puede concluir legí-
timamente que Jesucristo es el mismo Dios que por boca de Isaías dijo que
era Rey y Legislador de la Iglesia (Is. 33, 22). Porque aunque Cristo declara
en muchos lugares que toda la autoridad y el mando que posee es beneficio
y merced del Padre, con esto no quiere decir, sino que reina con majestad
y virtud divina; pues precisamente adoptó la persona de Mediador, para
descender del seno del Padre y de su gloria incomprensible y acercarse a
nosotros.
6. La crucifixión de Cristo
Además, el mismo género de muerte que padeció no carece de misterio. La cruz
era maldita, no solo según el parecer de los hombres, sino también por decreto
de la Ley de Dios (Dt. 21, 22-23). Por tanto, cuando Jesucristo fue puesto en ella,
se sometió a la maldición. Y fue necesario que así sucediese, que la maldición
que nos estaba preparada por nuestros pecados, fuese transferida a Él, para
que de esta manera quedáramos nosotros libres. Lo cual también había sido
figurado en la Ley. Porque los sacrificios que se ofrecían por los pecados eran
denominados con el mismo nombre que el pecado; queriendo dar a entender
con ese nombre el Espíritu Santo que tales sacrificios recibían en sí mismos
toda la maldición debida al pecado. Así pues, lo que fue representado en figura
en los sacrificios de la Ley de Moisés, se cumplió realmente en Jesucristo, ver-
dadera realidad y modelo de las figuras. Por tanto, Jesucristo, para cumplir con
su oficio de Redentor ha dado su alma como sacrificio expiatorio por el pecado,
como dice el profeta (Is. 53, 5. 11), a fin de que toda la maldición que nos era
debida por ser pecadores, dejara de sernos imputada, al ser transferida a Él.
Y aún más claramente lo afirma el Apóstol al decir: «Al que no conoció
pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos jus-
ticia de Dios en él» (2 Cor. 5, 21). Porque el Hijo de Dios siendo purísimo y
libre de todo vicio, sin embargo ha tomado sobre sí y se ha revestido de la con-
fusión y afrenta de nuestras iniquidades, y de otra parte nos ha cubierto con
su santidad y justicia. Lo mismo quiso dar a entender en otro lugar el Apóstol
al decir que el pecado ha sido condenado en la carne de Jesucristo (Rom. 8, 3);
7. La muerte de Cristo
Viene luego en el Símbolo de los Apóstoles, que «fue muerto y sepultado»; en
lo cual se puede ver nuevamente cómo Cristo, para pagar el precio de nuestra
redención, se ha puesto en nuestro lugar. La muerte nos tenía sometidos bajo
su yugo; mas Él se entregó a ella para librarnos a nosotros. Es lo que quiere de-
La sepultura de Cristo
Esto mismo nos enseña su sepultura; que siendo nosotros sepultados juntamen-
te con Cristo, quedemos sepultados también en cuanto al pecado. Porque cuan-
do el Apóstol dice que «fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de
su muerte» (Rom. 6, 5), que «somos sepultados juntamente con él para muerte»
(del pecado) (Rom. 6, 4); que por su cruz el mundo está crucificado para nosotros
y nosotros al mundo (Gál. 2, 19; 6, 14); que hemos muerto con él (Col. 3, 3), no so-
lamente nos exhorta a imitar el ejemplo de su muerte, sino también afirma que
hay en ella una eficacia, que debe reflejarse en todos los cristianos, si no quieren
que la muerte de su Redentor le resulte inútil y de ningún provecho.
Por tanto, un doble beneficio nos brinda la muerte y sepultura de Cristo:
la liberación de la muerte, que dominaba en nosotros, y la mortificación de
nuestra carne.
8. Descenso a los infiernos
No hemos tampoco de olvidar su descenso a los infiernos, de gran interés
para nuestra redención. Aunque por los escritos de los doctores antiguos pa-
rece que esta cláusula del descenso de Cristo a los infiernos no estuvo muy
en uso en las Iglesias, sin embargo es necesario darle su puesto en el Símbolo
para explicar debidamente la doctrina que traemos entre manos, pues con-
tiene en sí misma un gran misterio, que no es posible tener en poco. Algunos
de los antiguos ya la consignan, de donde se puede deducir que fue añadida
algo después de los apóstoles, y poco a poco admitida en las iglesias.
10. Cristo ha llevado en su alma la muerte espiritual que nos era debida
Mas dejando aparte el Símbolo, hemos de buscar una interpretación más cla-
ra y cierta del descenso de Jesucristo a los infiernos, tomada de la Palabra de
Dios, y que además de santa y piadosa, esté llena de singular consuelo.
Nada hubiera sucedido si Jesucristo hubiera muerto solamente de muer-
te corporal. Pero era necesario a la vez que sintiese en su alma el rigor del cas-
tigo de Dios, para oponerse a su ira y satisfacer a su justo juicio. Por lo cual
convino también que combatiese con las fuerzas del infierno y que luchase a
brazo partido con el horror de la muerte eterna. Antes hemos citado el aserto
del profeta, que el castigo de nuestra paz fue sobre Él, que fue herido por nues-
tras rebeliones, molido por nuestros pecados (Is. 53, 5). Con estas palabras
quiere decir que ha salido fiador y se hizo responsable, y que se sometió, como
un delincuente, a sufrir todas la penas y castigos que los malhechores habían
de padecer, para liberarlos de ellas, exceptuando el que no pudo ser retenido
Getsemaní
Convencidos estos tales de su error, recurren a otra sutileza. Afirman que Cris-
to, aunque temió la muerte, no temió la maldición ni la ira de Dios, de las cuales
sabía con toda certeza que estaba libre. Mas yo ruego a los lectores que consi-
6. Exposición del Evangelio según San Lucas, lib. X, cap. 56, 62.
15. Glorificación y señorío de Cristo
Por esto se añade a continuación, que está sentado a la diestra del Padre; seme-
janza tomada de los reyes y los príncipes, que tienen sus lugartenientes, a los
cuales encargan la tarea de gobernar. Así Cristo, en quien el Padre quiere ser en-
salzado, y por cuya mano quiere reinar, se dice que está sentado a la diestra del
Padre; como si se dijese que se le ha entregado el señorío del cielo y de la tierra, y
que ha tomado solemnemente posesión del cargo y oficio que se le había asigna-
do; y no solamente la tomó una vez, sino que la retiene y retendrá hasta que baje
el último día a juzgar. Así lo declara el Apóstol, cuando dice que el Padre le sentó
«a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder
y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también
en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por Cabeza sobre
todas las cosas a la Iglesia» (Ef. 1, 20-23; cfr. Flp. 2, 9-11; Ef. 4, 15; 1 Cor. 15, 27).
17. La vuelta de Cristo en el juicio final
Ya ahora Cristo da pruebas clarísimas a sus fieles para que reconozcan la pre-
sencia y asistencia de su virtud. Mas, como su reino está en cierta manera es-
condido en el mundo bajo la flaqueza de la carne, con toda razón se insta a la
fe, para que considere aquella presencia visible, que Él manifestará en el últi-
mo día. Porque descenderá en forma visible, como se le vio subir (Hch. 1, 11),
y será visto por todos en la inefable majestad de su reino, rodeado del resplan-
dor de su inmortalidad, con la inmensa potencia de su divinidad, y con gran
acompañamiento de ángeles (Mt. 24, 30).
Por esto se nos manda que esperemos a nuestro Redentor aquel día en
que separará a las ovejas de los cabritos (Mt. 25, 32), a los elegidos de los ré-
probos; y no habrá ninguno, ni vivo ni muerto, que pueda escapar a su juicio.
Porque el sonido de la trompeta se oirá por todas partes, hasta en los más
apartados rincones de la tierra, y con ella serán citados y emplazados ante su
tribunal todos los hombres, tanto los que estén vivos como los que hubieren
muerto.
Hay algunos que por vivos y muertos entienden los buenos y los répro-
bos. Es cierto que algunos entre los antiguos dudaron acerca de cómo se han
de interpretar los vocablos «vivos» y «muertos»; pero el primer sentido expues-
to, por ser más sencillo y más claro, es más propio del Símbolo, que fue escrito
de acuerdo con la manera de hablar común entre el vulgo.
A esto no se opone lo que dice el Apóstol, que «está establecido para to-
dos los hombres que mueran una sola vez» (Heb. 9, 27). Porque, si bien los
que en el último día del juicio vivieren en esta vida mortal no morirán se-
gún el orden y curso natural, con todo, el cambio que sufrirán, bien podrá lla-
marse muerte, por la semejanza que tendrá con ella. Es cierto que no todos
morirán, o como dice el Apóstol, que no todos dormirán; pero todos serán
transformados (1 Cor. 15, 51-52). ¿Qué significa esto? Que su vida mortal de-
jará de existir en un momento y será totalmente transformada en una nueva
naturaleza. Nadie negará que esta manera de dejar de existir la carne no sea
una muerte.
De todos modos, lo cierto es que los vivos y los muertos serán citados
para comparecer el día del juicio. «Los muertos en Cristo resucitarán prime-
10. Cfr. san Ambrosio, Sobre Jacob y la Vida Bienaventurada, lib. I, cap. 6.
19. Conclusión: Cristo es nuestro único tesoro
Puesto que vemos que toda nuestra salvación está comprendida en Cristo,
guardémonos de atribuir a nadie la mínima parte del mundo. Si buscamos
salvación, el nombre solo de Jesús nos enseña que en Él está. Si deseamos
cualesquiera otros dones del Espíritu, en su unción los hallaremos. Si bus-
camos fortaleza, en su señorío la hay; si limpieza, en su concepción se da;
si dulzura y amor, en su nacimiento se puede encontrar, pues por él se hizo
semejante a nosotros en todo, para aprender a condolerse de nosotros; si re-
dención, su pasión nos la da; si absolución, su condena; si remisión de la
maldición, su cruz; si satisfacción, su sacrificio; si purificación, su sangre; si
reconciliación, su descenso a los infiernos; si mortificación de la carne, su se-
pultura; si vida nueva, su resurrección, en la cual también está la esperanza
de la inmortalidad; si la herencia del reino de los cielos, su ascensión; si ayu-
da, amparo, seguridad y abundancia de todos los bienes, su reino; si tranqui-
la esperanza de su juicio, la tenemos en la autoridad de juzgar que el Padre
puso en su manos.
En fin, como quiera que los tesoros de todos los bienes están en Él, de
Él se han de sacar hasta saciarse, y de ninguna otra parte. Porque los que no
contentos con Él andan vacilantes de acá para allá entre vanas esperanzas,
aunque tengan sus ojos puestos en Él principalmente, sin embargo no van
por el recto camino, puesto que vuelven hacia otro lado una parte de sus pen-
samientos. Por lo demás, esta desconfianza no puede penetrar en nuestro
entendimiento una vez que hemos conocido bien la abundancia de sus ri-
quezas.
De la manera de participar
de la gracia de Jesucristo.
Frutos que se obtienen de ello
y efectos que se siguen.
Pt. I
Capítulo I
Las cosas que acabamos de referir respecto
a Cristo nos sirven de provecho por la acción
secreta del Espíritu Santo
1. Por el Espíritu Santo, Cristo nos une a Él y nos comunica sus gracias
Hemos de considerar ahora de qué manera los bienes que el Padre ha puesto
en manos de su Unigénito Hijo llegan a nosotros, ya que Él no los ha recibido
para su utilidad personal, sino para socorrer y enriquecer con ellos a los po-
bres y necesitados.
Ante todo hay que notar que mientras Cristo está lejos de nosotros y
nosotros permanecemos apartados de Él, todo cuanto padeció e hizo por
la redención del humano linaje no nos sirve de nada, ni nos aprovecha lo
más mínimo. Por tanto, para que pueda comunicarnos los bienes que re-
cibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro y habite en nosotros. Por
esta razón es llamado «nuestra Cabeza» y «primogénito entre muchos her-
manos»; y de nosotros se afirma que somos «injertados en Él» (Rom. 8, 29;
11, 17; Gál. 3, 27); porque, según he dicho, ninguna de cuantas cosas posee
nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mientras no somos hechos
una sola cosa con Él.
Si bien es cierto que esto lo conseguimos por la fe, sin embargo, como
vemos que no todos participan indiferenciadamente de la comunicación de
Cristo, que nos es ofrecida en el Evangelio, la razón misma nos invita a que
subamos más alto e investiguemos la oculta eficacia y acción del Espíritu
Santo, mediante la cual gozamos de Cristo y de todos sus bienes.
Ya he tratado1 por extenso de la eterna divinidad y de la esencia del Espí-
ritu Santo. Baste ahora saber que Jesucristo ha venido con el agua y la sangre,
de tal manera que el Espíritu da también testimonio, a fin de que la salvación
que nos adquirió no quede reducida a nada. Porque como san Juan alega tres
testigos en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu, igualmente presenta otros
tres en la tierra: el agua, la sangre y el Espíritu (1 Jn. 5, 7-8).
No sin motivo se repite el testimonio del Espíritu, que sentimos grabado
en nuestros corazones, como un sello que sella la purificación y el sacrifico que
con su muerte llevó a cabo Cristo. Por esta razón también dice san Pedro
que los fieles han sido «elegidos en santificación del Espíritu para obedecer y
ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1, 2). Con estas palabras nos da a
entender que nuestras almas son purificadas por la incomprensible aspersión
I. INTRODUCCIÓN
Definición de la fe
Por tanto, podemos obtener una definición perfecta de la fe, si decimos que
es un conocimiento firme y cierto de la voluntad de Dios respecto a nosotros,
fundado sobre la verdad de la promesa gratuita hecha en Jesucristo, revelada
a nuestro entendimiento y sellada en nuestro corazón por el Espíritu Santo.
5. Para la teología tomista, que distingue la «materia» y la «forma», según los principios de
Aristóteles, la fe puede existir como materia, sin haber recibido su forma, que es la caridad
(Gál. 5, 6). Una fe «informe» (o informada) es la que solamente cree intelectualmente, como
la de los demonios de Santiago 2, 19. Una fe «formada» por la caridad es una fe verdadera, una
fe viva. Cfr. P. Lombardo, Libro de las Sentencias, III, dist. 23, cap. 4 y ss. etc.
6. Institución, III, xi, 20.
9. Los que suelen alegar las palabras de san Pablo: «si tuviese toda la fe, de tal
manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy» (1 Cor. 13, 2),
queriendo ver en estas palabras una fe informe, sin caridad, no comprenden
lo que entiende el Apóstol en este lugar por fe. Habiendo tratado, en efecto,
en el capítulo precedente de los diversos dones del Espíritu, entre los cuales
enumeró la diversidad de lenguas, las virtudes y la profecía, y después de ex-
hortar a los corintios a que se aplicasen a cosas más excelentes y provechosas
que éstas; a saber, a aquellas de las que puede seguirse mayor utilidad y pro-
vecho para toda la Iglesia, añade: «mas yo os muestro un camino aún más ex-
celente» (1 Cor. 12, 10. 31); a saber, que todos estos dones, por más excelentes
b. La fe histórica
Es verdad que hay muchos que creen en un solo Dios y piensan que lo que se
refiere en el Evangelio y en el resto de la Escritura es verdad, según el mismo
criterio con que se suele juzgar la verdad de las historias que refieren cosas
pasadas, o lo que se contempla con los propios ojos.
c. Fe temporal
Algunos van aún más allá, pues teniendo la Palabra de Dios por oráculo in-
dubitable, no menosprecian en absoluto sus mandamientos, y hasta cierto
punto se sienten movidos por sus amenazas y promesas. Se dice que esta cla-
se de personas no están absolutamente desprovistas de fe, pero hablando im-
propiamente; solo en cuanto que no impugnan con manifiesta impiedad la
Palabra de Dios, ni la rechazan o menosprecian, sino que más bien muestran
una cierta apariencia de obediencia.
8. Calvino habla aquí de aquellos que a veces son llamados «justos temporales», justos que
no lo son más que por algún tiempo. Es necesario subrayar esta mención, porque los janse-
nistas han hecho siempre hincapié en esta cuestión de los justos temporales para separarse
de los calvinistas, reprochándoles el no admitirla. Cfr. Arnauld, Le Renversement de la Morale
par les erreurs des Calvinistes touchant a la justification, p. 497. Calvino ha respondido de an-
temano en las líneas siguientes a sus objeciones sobre la seguridad de la salvación.
***
9. Cfr. Jn. 4, 47 y ss.
La batalla victoriosa de la fe
Cuando nosotros enseñamos que la fe ha de ser cierta y segura, no nos ima-
ginamos una certidumbre tal que no sea tentada por ninguna duda, ni con-
cebimos una especie de seguridad al abrigo de toda inquietud; antes bien,
afirmamos que los fieles han de sostener una ininterrumpida lucha contra la
desconfianza que sienten en sí mismos. ¡Tan lejos estamos de suponer a su
conciencia en una perfecta tranquilidad nunca perturbada por tempestades
de ninguna clase! Sin embargo negamos que, de cualquier manera que sean
asaltados por la tentación, puedan decaer de aquella confianza que concibie-
ron de la misericordia del Señor.
No hay ejemplo en la Escritura más ilustre y memorable que el de Da-
vid; especialmente si consideramos todo el curso de su vida; y sin embargo él
mismo se queja con frecuencia de cuán lejos ha estado de gozar siempre de la
paz del espíritu. Bastará citar algunos de sus numerosos testimonios. Cuan-
do reprocha a su alma el exceso de turbación que sentía, ¿qué otra cosa hace
sino enojarse con su propia incredulidad? «¿Por qué te abates, oh alma mía,
y te turbas dentro de mí? Espera en Dios» (Sal. 42, 4-5). Realmente aquel es-
panto fue una evidente señal de desconfianza, como si hubiera pensado que
Dios le desamparaba. En otro lugar se lee una confesión más clara: «Decía yo
en mi premura: Cortado (arrojado) soy de delante de tus ojos» (Sal. 31, 22). Y
en otro lugar disputa consigo mismo con tal angustia y perplejidad, que llega
incluso a referirse a la naturaleza de Dios: «¿Ha olvidado Dios el tener miseri-
cordia? ¿Ha encerrado con ira sus piedades?» (Sal. 77, 9). Y más duro aún es
lo que sigue: «Yo dije: lo que me hace sufrir es que la diestra del Altísimo no
es la misma».11 Porque, como desesperado, se condena a sí mismo a muerte.
Y no solamente admite que se ve acosado de dudas, sino incluso, como si ya
hubiera sido vencido en la batalla, pierde toda esperanza, y da como razón
11. El Salmo 77, 10 presenta cierta dificultad de traducción. Aquí no incluimos el texto de
nuestra Versión Revisada, sino el de la versión francesa de Louis Segond, más de acuerdo con
el significado dado por Calvino. Éste, sin embargo, se percató totalmente del problema; cfr.
J. Calvino, in loc. Véase también Sal. 77, 10 (lxx).
13. El mismo Calvino dice en su Adiós a los ministros de Ginebra: «He vivido aquí en medio de
combates sorprendentes». Opera Calvini, IX, 891.
15. De esta manera es condenada de antemano una concepción muy difundida en nuestros
días, que describe la vida religiosa como una tensión dialéctica entre la esperanza y la duda.
Y también es rechazada la acusación demasiado frecuente de «extrinsecismo» formulada
contra el pensamiento de Calvino.
27. El testimonio de san Juan: «En el amor no hay temor, sino que el perfecto
amor echa fuera el temor» (1 Jn. 4, 18), no se opone a lo que decimos, dado
que él se refiere al temor de la incredulidad, muy distinto del temor de los fie-
les. Porque los impíos no temen a Dios por no ofenderle, si lo pudieran hacer
sin ser castigados; solo porque saben que es poderoso para vengarse sienten
horror cada vez que oyen hablar de su cólera; y temen su ira, porque saben
que les está inminente y amenaza con destruirlos.
Por el contrario, los fieles, según hemos dicho, temen mucho más ofen-
der a Dios, que el castigo que han de padecer por ello; y la amenaza de la pena
no los aterra, como si ya estuviera próximo el castigo, sino que los mueve para
no incurrir de nuevo en él. Por eso el Apóstol, hablando a los fieles, dice: «Na-
die se engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios»
(Ef. 4, 6). No los amenaza con que la ira de Dios vendrá sobre ellos, sino que
los exhorta a considerar que la ira de Dios está preparada para destruir a los
impíos a causa de los enormes pecados que antes expone, para que no les to-
que experimentarla en sí mismos.
Rara vez suele acontecer que los réprobos se despierten y se sientan mo-
vidos por simples amenazas; más bien, endurecidos en su negligencia, aun-
que Dios haga caer rayos del cielo, con tal que no sean más que palabras,
***
17. Pighius (Albert Pighi), teólogo de Lovaina, consejero del Papa, con quien Calvino se en-
contró en el Coloquio de Ratisbona en 1541. Calvino refutó sus controversias contra los
reformadores en su Tratado sobre el Arbitrio Servil, contra las Calumnias de Albert Pighius,
1543, Opera Calvini, t. VI, 225-404.
18. Intitución, III, ii, 7.
Objeción y respuesta
Si alguno objetare contrariamente que el Espíritu nos es dado por la predica-
ción de la fe (Gál. 3, 2), fácil es resolver esta dificultad. Si no hubiese más que
un solo don del Espíritu, mal se expresaría el Apóstol al decir que el Espíritu
es efecto de la fe, siendo así que es el autor y la causa de la misma; mas como
trata de los dones con que Dios adorna a su Iglesia y la encamina a la perfec-
ción por sucesivos crecimientos, no es de maravillar que los atribuya a la fe, la
cual nos prepara y dispone para que los recibamos. Es cierto que resulta cosa
extraña y nunca oída decir que nadie puede creer en Cristo, sino a quien le es
particularmente concedido. Ello se debe en parte a que los hombres no con-
sideran cuán alta y cuán difícil de conseguir es la sabiduría celestial, y cuánta
es la ignorancia humana para comprender los misterios divinos; y, en parte
también, debido a que no tienen en cuenta la firme y estable constancia del
corazón, que es la parte principal de la fe.
20. Tal es la definición católica de la fe: «... un asentimiento verdadero de la inteligencia a una
verdad recibida de fuera y de oídas, asentimiento por el cual creemos como verdadero lo que
un Dios personal, Creador y Señor nuestro, ha dicho, atestiguado y revelado, y lo creemos a
causa de la autoridad de Dios soberanamente veraz». Juramento antimodernista de Pío X, 1910,
Dezinger, No. 2145.
41. La fe y la esperanza
Por tanto, a mi parecer la naturaleza de la fe no se puede explicar más cla-
ramente que por la sustancia de la promesa, en la cual, a modo de un firme
La fe y el amor
¿Cómo, pues, podrá elevarse nuestro espíritu a experimentar el gusto de la bon-
dad divina, sin que todo él se encienda y abrase en deseos de amar a Dios? Por-
que la abundancia de suavidad que Dios tiene escondida para los que le temen
no se puede verdaderamente entender sin que a la vez se llene de afecto el co-
razón, y una vez así inflamado, lo lleva totalmente tras sí. Por tanto, no hemos
de maravillarnos de que este afecto no penetre jamás en un corazón perverso y
retorcido; ya que este afecto nos transporta al cielo; por él somos admitidos en
los recónditos tesoros de Dios y los sacrosantos misterios de su reino, que de
ninguna manera deben ser profanados con la entrada de un corazón impuro.
24. Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. III, dist. 25; Buenaventura, Comentarios a las
Sentencias; III, dist. 36, art. I...
25. Sermón I, En la Fiesta de la Anunciación.
26. Es decir: permaneciendo en el mismo punto. Perdón de Dios, buenas obras que Dios nos
concede hacer, recompensa que también viene de Él, otras tantas pruebas que nos aseguran
en esta fe que viene de Él y cuyo comienzo Él nos ha dado. Hay, pues, que seguir adelante, sin
detenernos ahí.
27. Cfr. Institución, III, xviii, 8.
2. El arrepentimiento es fruto de la fe
Jesucristo, dicen, y antes Juan Bautista, exhortaban al pueblo en sus sermo-
nes al arrepentimiento, y solo después anunciaban que el reino de Dios esta-
ba cercano (Mt. 3, 2; 4, 17). Alegan además que este mismo encargo fue dado
a los apóstoles, y que san Pablo, según lo refiere san Lucas, siguió también
este orden (Hch. 20, 21).
Mas ellos se detienen en las palabras como suenan a primera vista, y
no consideran el sentido de las mismas, y la relación que existe entre ellas.
Porque cuando el Señor y Juan Bautista exhortan al pueblo diciendo: «Arre-
pentíos, porque el reino de Dios está cerca», ¿no deducen ellos la razón del
arrepentimiento de la misma gracia y de la promesa de salvación? Con estas
palabras, pues, es como si dijeran: Como quiera que el reino de Dios se acer-
ca, debéis arrepentiros. Y el mismo san Mateo, después de referir la predica-
ción de Juan Bautista, dice que con ello se cumplió la profecía de Isaías sobre
la voz que clama en el desierto: «Preparad camino a Jehová; enderezad cal-
zada en la soledad a nuestro Dios» (Is. 40, 3). Ahora bien, en las palabras del
profeta se manda que esta voz comience por consolación y alegres nuevas.
Sin embargo, al afirmar nosotros que el origen del arrepentimiento pro-
cede de la fe, no nos imaginamos ningún espacio de tiempo en el que se en-
gendre. Nuestro intento es mostrar que el hombre no puede arrepentirse de
veras, sin que reconozca que esto es de Dios. Pero nadie puede convencerse
de que es de Dios, si antes no reconoce su gracia. Pero todo esto se mostrará
más claramente en el curso de la exposición.
Es posible que algunos se hayan engañado porque muchos son domina-
dos con el terror de la conciencia, o inducidos a obedecer a Dios antes de que
hayan conocido la gracia, e incluso antes de haberla gustado. Ciertamente se
trata de un temor de principiantes, que algunos cuentan entre las virtudes,
porque ven que se parece y acerca mucho a la verdadera y plena obediencia.
Pero aquí no se trata de las distintas maneras de atraernos Cristo a sí y de pre-
pararnos para el ejercicio de la piedad; solamente afirmo que no es posible
encontrar rectitud alguna, donde no reina el Espíritu que Cristo ha recibido
para comunicarlo a sus miembros. Afirmo además, que, conforme a lo que se
dice en el salmo: «En ti hay perdón para que seas reverenciado» (Sal. 130, 3),
ninguno temerá con reverencia a Dios, sino el que confiare que le es propicio
y favorable; ninguno voluntariamente se dispondrá a la observancia de la Ley,
sino el que esté convencido de que sus servicios le son agradables.
4. Calvino habla aquí de los que eran llamados los libertinos espirituales, contra los cuales es-
cribió un tratado: Contra la secta fanática y furiosa de los libertinos que se llaman espirituales,
1545, Opera Calvini¸ t. VI.
6. Contra dos cartas de los pelagianos, IV, x, 27; IV, xi, 31.
7. Sermón CLV, 1.
8. Latín: reatus; francés: imputation.
9. El francés: «Ahora bien, san Pablo dice que todas estas cosas están comprendidas en la
corrupción de que hablamos».
17. Así que la potencia de Cristo se manifiesta en la debilidad. Calvino interpreta el agui-
jón de la carne como combates contra las tentaciones carnales. La mayoría de los exégetas
modernos piensan que Pablo hace alusión más bien a una enfermedad o sufrimiento físico.
21. Novaciano, sacerdote de la iglesia de Roma en el silgo III, protestó contra la facilidad con
que se había recibido de nuevo en la Iglesia a los que habían cedido durante la persecución
de Decio, a los que se llamaba «lapsi». Varios otros siguieron su parecer, dando lugar a un
cisma, que constituyó la iglesia novaciana.
22. Explicación comentada a la Epístola a los Romanos, 22
23. Que el Apóstol no hable de una falta particular, sino de un alejamiento ge-
neral por el cual los réprobos se privan de la salvación, es fácil de ver con un
poco de atención. Y no hemos de extrañarnos de que Dios se muestre inexora-
24. En este pasaje, como en su Comentario al Génesis (27, 38-39), Calvino sigue la versión
de los LXX y la Vulgata. Las versiones modernas traducen por el contrario, que Isaac privó
a Esaú de la fertilidad de la tierra y del rocío del cielo. Sin embargo, Hebreos 11, 20 afirma
que Esaú recibió también una bendición.
INTRODUCCIÓN
1. San Gregorio Magno, Homilías sobre el Evangelio, lib. II, hom. 14, 15: en Pedro Lombardo,
Libro de las Sentencias, lib. IV, dist. 14, sec. 1.
2. Pseudo-Ambrosio, Sermón XXV.
3. Pseudo-Agustín, De la verdadera y la falsa penitencia, cap. viii, 22.
4. Pseudo-Ambrosio, Sermón XXV, 1.
I. LA CONTRICIÓN
7. Carta LXXXIV, 9.
3. La verdadera contrición
Y si dicen que los calumnio, que muestren siquiera uno solo que con su doc-
trina de la contrición no se haya visto impulsado a la desesperación, o no haya
presentado ante el juicio de Dios su fingido dolor como verdadera compun-
ción. También nosotros hemos dicho que jamás se otorga la remisión de los
pecados sin arrepentimiento, porque nadie puede verdadera y sinceramen-
te implorar la misericordia de Dios, sino aquel que se siente afligido y ape-
sadumbrado con la conciencia de sus pecados. Pero también dijimos que el
arrepentimiento no es la causa de la remisión de los pecados, y con ello supri-
mimos la inquietud de las almas; a saber, que el arrepentimiento debe ser de-
bidamente cumplido. Enseñamos al pecador que no tenga en cuenta ni mire
a su compunción ni a sus lágrimas, sino que ponga sus ojos solamente en la
misericordia de Dios. Solamente declaramos que son llamados por Cristo los
que se ven trabajados y cargados, puesto que Él ha sido enviado «a predicar
buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a pu-
blicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a consolar
a todos los enlutados» (Is. 61, 1; Lc. 4, 18-19); de esta manera excluimos a los
fariseos, que contentos y hartos con su propia justicia no se dan cuenta de su
pobreza; y asimismo a los que no hacen caso alguno de Dios, que a su talante
se burlan de su ira y no buscan remedio para su mal. Todos éstos, ni trabajan,
ni están cargados, ni contritos de corazón, ni prisioneros.
Ahora bien, hay mucha diferencia entre decir que un pecador merece el
perdón de sus pecados por su contrición perfecta –lo cual nadie puede con-
seguir–, e instruirlo en que tenga hambre y sed de la misericordia de Dios y
mostrarle, por el conocimiento de su miseria, su angustia y su cautividad,
8. En su origen. Los teólogos de que habla Calvino introducen aquí la distinción escolástica
entre la sustancia y la forma. En su esencia, la confesión estaría ordenada por Dios. En cuan-
to a las reglas que actualmente la rigen, vendría de la Iglesia.
9. Calvino está aquí usando términos legales: exceptio es una objeción o ruego presentado
formalmente.
14. Calvino se burla aquí a propósito de una expresión ambigua: «Omnem utriusque sexus».
15. Buenaventura, Comentario a las Sentencias, IV, 17; Tomás de Aquino, Suma teológica, III,
suplem. qu. 8; art. 4-5.
22. Esta opinión es citada y rechazada por Alejandro de Hales, Suma Teológica, IV, qu. 79.
23. Institución, III, v, 2.
18. En cuanto a que una buena parte del mundo se entregó a estas dulzuras
en las cuales estaba mezclado un veneno tan mortífero, esto no sucedió por-
que los hombres pensasen que así daban gusto a Dios, o porque ellos mismos
se sintiesen satisfechos y contentos. Como los marineros echan el ancla en
medio del mar para descansar un poco del trabajo de la navegación; o como
un caminante fatigado se tiende en el camino a descansar; del mismo modo
aceptaban ellos este reposo, aunque no les fuese suficiente. No me tomaré
gran molestia en probar que esto es verdad. Cada cual puede ser testigo de sí
mismo. Diré en resumen cuál ha sido esta ley.
En primer lugar es simplemente imposible. Por ello no puede sino conde-
nar, confundir, arruinar y traer la desesperación a los pecadores. Además, al
apartar a los pecadores del verdadero sentimiento de sus pecados los hace hi-
pócritas e impide que se conozcan a sí mismos. Porque ocupándose totalmen-
te en contar sus pecados, se olvidan de aquel abismo de vicios que permanece
encerrado en lo profundo de su corazón; se olvidan de sus secretas iniquida-
III. LA SATISFACCIÓN
27. Pedro Lombardo, Sentencias III, xix, 4. Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, supl. xiv, 5.
30. Como es obvio, el traductor ha hecho la translación apropiada. Hemos de ver aquí tam-
bién una referencia al término griego «antilytron».
31. La edición francesa de 1560 añade: «es decir, que se constituyó fiador nuestro, a fin de
librarnos plenamente de todas las deudas de nuestros pecados».
32. Sobre los Salmos, Sal. 129.
32. Dios aflige a los impíos por ira; a los fieles, por amor
Para comprender fácilmente esta materia, es preciso que hagamos dos dis-
tinciones. La primera es que dondequiera que el castigo es venganza, se
muestra la ira y la maldición de Dios, que Él siempre evita a sus fieles. Por el
contrario, la corrección es una bendición de Dios, y testimonio de su amor,
como lo enseña la Escritura.
Esta diferencia se pone de relieve a cada paso en la Palabra de Dios. Por-
que todas las aflicciones que experimentan los impíos en este mundo son
como la puerta y entrada al infierno, desde donde pueden contemplar como
de lejos su eterna condenación. Y tan lejos están de enmendarse con ello o
33. Pseudo-Crisóstomo, Sobre la Penitencia y la Confesión, ed. Erasmo, 1530, V, pág. 514.
1. Epístola CXXIV.
2. Epístola CLXV, sermón 55.
3. Tratados sobre san Juan, LXXXIV, 2.
4. Contra dos Cartas de los Pelagianos, lib. IV, cap. iv.
4. Explicación de Colosenses 1, 24
¡Cuán perversamente pervierten el texto de san Pablo en que dice que suple
en su cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo! Porque él no se refie-
re al defecto ni al suplemento de la obra de la redención, ni de la satisfac-
ción, ni de la expiación; sino que se refiere a los sufrimientos con los que
conviene que los miembros de Cristo, que son todos los fieles, sean ejerci-
tados mientras se encuentra viviendo en la corrupción de la carne. Afirma,
pues, el Apóstol, que falta esto a los sufrimientos de Cristo, que habiendo Él
una vez padecido en sí mismo, sufre cada día en sus miembros. Porque Cristo
tiene a bien hacernos el honor de reputar como suyos nuestros sufrimientos.
Y cuando Pablo añade que sufría por la Iglesia, no lo entiende como reden-
ción, reconciliación o satisfacción por la Iglesia, sino para su edificación y
crecimiento. Como lo dice en otro lugar: que sufre todo por los elegidos, para
que alcancen la salvación que hay en Jesucristo (2 Tim. 2, 10). Y a los corintios
les escribía que sufría todas las tribulaciones que padecía por el consuelo y la
salvación de ellos (2 Cor. 1, 6). Y a continuación añade que había sido cons-
tituido ministro de la Iglesia, no para hacer la redención, sino para predicar
el Evangelio, conforme a la dispensación que le había sido encomendada.
Y si quieren oir a otro intérprete, escuchen a san Agustín: «Los sufrimien-
tos», dice, «de Cristo están en Él solo, como Cabeza; en Cristo y en la Iglesia,
están como en todo el cuerpo. Por esta causa san Pablo, como uno de sus
7. Sin duda se hace alusión a la confesión de Augsburgo que pasa en silencio la cuestión del
purgatorio, mientras que Lutero había dicho tajantemente: «El purgatorio no se puede pro-
bar por la Sagrada Escritura» (Bula «Exsurge, Domine»).
8. 3o. Filipenses 2, 10
Echan mano también de la afirmación de san Pablo: que toda rodilla se doble
en el nombre de Jesús, de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de
la tierra (Flp. 2, 10). Porque ellos tienen por indiscutible que por los que están
«debajo de la tierra» no hay que entender los que están condenados a muerte
eterna; por lo tanto, concluyen que no pueden ser otros que las almas que es-
tán en los tormentos del purgatorio. No estaría mal la interpretación, si por
las palabras del Apóstol «doblar toda rodilla», se hubiese de entender la ver-
dadera adoración que los fieles tributan a Dios; mas como simplemente en-
seña que a Cristo se le ha dado autoridad y poder para someter a su dominio
todas las criaturas, ¿qué dificultad hay para entender por «los de debajo de
la tierra» a los demonios, los cuales sin duda alguna han de comparecer de-
lante del tribunal del Señor, y con gran terror y temblor lo reconocerán como
Juez? El mismo san Pablo interpreta en otro lugar esta misma profecía: «To-
dos comparecemos ante el tribunal de Cristo» (Rom. 14, 10). Porque el Señor
dice: Toda rodilla se doblará ante mí, etc...
4o. Apocalipsis 5, 13
Replicarán que no se puede interpretar de esta manera el texto del Apocalipsis:
«Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y
en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el
trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos
10. Por muy antigua que sea, esta doctrina no se apoya en la Escritura
Objetarán nuestros adversario que esto ha sido opinión antiquísima en la
Iglesia. Pero san Pablo soluciona esta objeción, cuando comprende aun a los
de su tiempo en la sentencia en que afirma que todos aquellos que hubieren
añadido algo al edificio de la Iglesia, y que no esté en consonancia con su fun-
damento, habrán trabajado en vano y perderán el fruto de su trabajo.
Por tanto, cuando nuestros adversarios objetan que la costumbre de orar
por los difuntos fue admitida en la Iglesia hace más de mil trescientos años,
yo por mi parte les pregunto en virtud de qué palabra de Dios, de qué revela-
ción, y conforme a qué ejemplo se ha hecho esto. Porque no solamente no dis-
ponen de testimonio alguno de la Escritura, sino que todos los ejemplos de
los fieles que se leen en ella, no permiten sospechar nada semejante. La Es-
critura refiere muchas veces por extenso cómo los fieles han llorado la muer-
te de los amigos y parientes, y el cuidado que pusieron en darles sepultura;
pero de que hayan orado por ellos no se hace mención alguna. Y evidente-
1. Este capítulo con los cuatro siguientes ha sido publicado aparte en el Tratado de la Vida
de Cristina, desde 1545, y varias veces reeditado. El presente capítulo forma la introducción
general; cada uno de los siguientes constituye una de sus partes.
2. Institución, III, iii, 9.
1. 1o. La doble regla de la vida cristiana: no somos nuestros, somos del Señor
Pasemos ahora al segundo punto. Aunque la Ley del Señor dispone de un mé-
todo perfectamente ordenado para la recta instrucción de nuestra vida, sin
embargo nuestro buen y celestial Maestro ha querido formar a los suyos en
una regla aún más exquisita que la contenida en su Ley.
El principio de esta instrucción es que la obligación de los fieles es ofre-
cer sus cuerpos a Dios «en sacrificio vivo, santo, agradable»; y que en esto
consiste el legítimo culto (Rom. 12, 1). De ahí se sigue la exhortación de que
no se conformen a la imagen de este mundo, sino que se transformen re-
novando su entendimiento, para que conozcan cuál es la voluntad de Dios.
Evidentemente es un punto trascendental saber que estamos consagrados y
dedicados a Dios, a fin de que ya no pensemos cosa alguna, ni hablemos, me-
ditemos o hagamos nada que no sea para su gloria; porque no se pueden apli-
car las cosas sagradas a usos profanos, sin hacer con ello gran injuria a Dios.
Y si nosotros no somos nuestros, sino del Señor, bien claro se ve de qué
debemos huir para no equivocarnos, y hacia dónde debemos enderezar todo
cuanto hacemos. No somos nuestros; luego, ni nuestra razón, ni nuestra vo-
luntad deben presidir nuestras resoluciones, ni nuestros actos. No somos
nuestros; luego no nos propongamos como fin buscar lo que le conviene a la
carne. No somos nuestros; luego olvidémonos en lo posible de nosotros mis-
mos y de todas nuestras cosas.
Por el contrario, somos del Señor, luego, vivamos y muramos para Él. So-
mos de Dios, luego que su sabiduría y voluntad reinen en cuanto emprenda-
mos. Somos de Dios; a Él, pues, dirijamos todos los momentos de nuestra
vida, como a único y legítimo fin. ¡Cuánto ha adelantado el que, comprendien-
do que no es dueño de sí mismo, priva del mando y dirección de sí a su pro-
pia razón, para confiarlo al Señor! Porque la peste más perjudicial y que más
arruina a los hombres es la complacencia en sí mismos y no hacer más que lo
que a cada uno le place. Por el contrario, el único puerto de salvación, el único
remedio es que el hombre no sepa cosa alguna ni quiera nada por sí mismo,
sino que siga solamente al Señor, que va mostrándole el camino (Rom. 14, 8).
1. El ejemplo de David, añadido por Calvino en las últimas ediciones, fue colocado por el im-
presor entre las dos frases precedentes, que corta inoportunamente.
El ejemplo de Cristo
Por lo que a nosotros respecta, nada tenemos que ver con esta rigurosa filo-
sofía, condenada por nuestro Señor y Maestro, no solamente con su palabra,
sino también con su ejemplo. Porque Él gimió y lloró por sus propios dolores y
por los de los demás. Y no enseñó otra cosa a sus discípulos, sino esto mismo.
«Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará» (Jn. 16, 20). Y para
que nadie atribuyese esto a defecto, Él mismo declara: «Bienaventurados los
que lloran» (Mt. 5, 4). No hay por qué maravillarse de esto; porque si se condena
toda clase de lágrimas, ¿qué juzgaremos de nuestro Señor, de cuyo cuerpo bro-
taron lágrimas de sangre (Lc. 22, 44)? Si hubiésemos de tener como infidelidad
todo género de temor, ¿qué decir de aquel horror que se apoderó del mismo
Señor? Si no es admisible ninguna clase de tristeza, ¿cómo aprobar lo que Él
confiesa al manifestar: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte» (Mt. 26, 38)?
3. Testimonios de la Escritura
4. Osiander, cuyo verdadero nombre era Andrés Hosemann, sostuvo en 1550, en Könisberg, ochen-
ta y una tesis sobre la justificación que promovieron una gran controversia, y que Calvino refuta
aquí. Aseguraba que nuestra justicia proviene de la presencia de Cristo y de su justicia en noso-
tros, por una especie de justificación mística. Con ello destruía la obra propia de Cristo en la cruz.
14. 2o. Incluso las obras hechas por la virtud del Espíritu Santo
no son tenidas en cuenta para nuestra justificación
Los sofistas, a quienes poco les importa corromper la Escritura, y, según se
dice, se bañan en agua de rosas cuando creen encontrarle algún fallo, pien-
san haber encontrado una salida muy sutil; pretenden que las obras de que
habla san Pablo son las que realizan los no regenerados, que presumen de
su libre albedrío; y que esto no tiene nada que ver con las buenas obras
de los fieles, que son hechas por la virtud del Espíritu Santo. De esta mane-
ra, según ellos, el hombre es justificado tanto por la fe como por las obras,
con tal que no sean obras suyas propias, sino dones de Cristo y fruto de la
regeneración. Según ellos, san Pablo dijo todo esto simplemente para con-
vencer a los judíos, excesivamente necios y arrogantes al pensar que adqui-
rían la justicia por su propia virtud y fuerza, siendo así que solo el Espíritu
de Cristo nos la da, y no los esfuerzos que brotan del movimiento espontá-
neo de la naturaleza.
Mas no consideran que en otro lugar, al oponer san Pablo la justicia de la
Ley a la del Evangelio, excluye todas las obras, sea cual sea el título con que se
las quiera presentar. Él enseña que la justicia de la Ley es que alcance la salva-
ción el que hiciere lo que la Ley manda; en cambio, la justicia de la fe es creer
que Jesucristo ha muerto y resucitado (Gál. 3, 11-12; Rom. 10, 5. 9). Además,
luego veremos que la santificación y la justicia son beneficios y mercedes de
Dios diferentes. De donde se sigue que cuando se atribuye a la fe la virtud
de justificar, ni si quiera las obras espirituales se tienen en cuenta. Más aún,
al decir san Pablo que Abraham no tiene de qué gloriarse delante de Dios,
9. Este pensamiento aparece constantemente en san Agustín, pero se puede señalar especial-
mente su obra Del Espíritu y de la Letra.
10. Es, pues, igual que confundir, al menos en los términos, la justificación con la regenera-
ción y la santificación.
11. Es la justificación del impío cuando se hace creyente (Rom. 4, 5).
23. No somos justificados delante de Dios más que por la justicia de Cristo
De aquí se sigue también que solo por la intercesión de la justicia de Cristo
alcanzamos ser justificados ante Dios. Lo cual es tanto como si dijéramos que
el hombre no es justificado en sí mismo, sino porque le es comunicada por
imputación la justicia de Cristo; lo cual merece que se considere muy atenta
y detenidamente. Porque de este modo de destruye aquella vana fantasía, se-
gún la cual el hombre es justificado por la fe en cuanto por ella recibe el Es-
píritu de Dios, con el cual es hecho justo. Esto es tan contrario a la doctrina
expuesta, que jamás podrá estar de acuerdo con ella. En efecto, no hay duda
alguna de que quien debe buscar la justicia fuera de sí mismo, se encuentra
desnudo de su propia justicia. Y esto lo afirma con toda claridad el Apóstol al
escribir que «al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Cor. 5, 21). ¿No vemos
cómo el Apóstol coloca nuestra justicia, no en nosotros, sino en Cristo, y que
no nos pertenece a nosotros, sino en cuanto participamos de Cristo, porque
en Él poseemos todas sus riquezas?
No va contra esto lo que dice en otro lugar: «...condenó al pecado en la
carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros» (Rom. 8, 3-4).
7. Los teólogos católico-romanos. Cfr. Cochlaeus, De libero arbitrio hominis (1525), fo. O 7a:
«Non sumus natura impii.»
8. Sermón 174.
1. Este párrafo se omite en la edición francesa de 1560, pero aparece en la latina de 1559.
***
1. San Agustín, Contra Juliano, lib. IV, cap. iii, 16 y ss., 21.
2. Ibid., lib. IV, cap. iii, 25, 26.
3. Contra dos cartas de los Pelagianos, a Bonifacio, lib. II, cap. v, 14.
4. Conversaciones sobre los Salmos; sobre el Sal. XXXI, cap ii, 4.
6. Para ser agradable a Dios hay que estar justificado por su gracia
Muchas veces me viene a la mente este pensamiento: temo hacer una injuria
a la misericordia de Dios esforzándome con tanta solicitud en defenderla y
mantenerla, como si fuese algo dudoso u oscuro. Mas, como nuestra malicia
es tal que jamás concede a Dios lo que le pertenece, si no se ve forzada por ne-
cesidad, me veo obligado a detenerme aquí algo más de lo que quisiera. Sin
embargo, como la Escritura es suficientemente clara a este propósito, com-
batiré de mejor gana con sus palabras que con las mías propias.
Isaías, después de haber descrito la ruina universal del género humano,
expuso muy bien el orden de su restitución. «Lo vio Jehová», dice «y desagradó
a su ojos, porque pereció el derecho. Y vio que no había hombre, y se maravi-
lló que no hubiese quien se interpusiese; y lo salvó con su brazo, y le afirmó
su misma justicia» (Is. 59, 15-17). ¿Dónde está nuestra justicia, si es verdad lo
que dice el profeta, que no hay nadie que ayude al Señor para recobrar su sal-
vación?
Del mismo modo lo dice otro profeta, presentando al Señor, que expo-
ne cómo ha de reconciliar a los pecadores consigo: «Y te desposaré conmigo
para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y mise-
ricordia. Diré a Lo-ammi:5 Tú eres pueblo mío» (Os. 2, 19. 23). Si tal pacto,
que es la primera unión de Dios con nosotros, se apoya en la misericordia de
Dios, no queda ningún otro fundamento a nuestra justicia.
Ciertamente me gustaría que me dijeran, los que quieran hacer creer que
el hombre se presenta delante de Dios con algún mérito y la justicia de sus
obras, si piensan que existe justicia alguna que no sea agradable a Dios. Aho-
ra bien, si es una locura pensar esto, ¿qué cosa podrá proceder de los enemi-
gos de Dios que le sea grata, cuando a todos los detesta juntamente con sus
obras? La verdad atestigua que todos somos enemigos declarados y mortales
de Dios, hasta que por la justificación somos recibidos en su gracia y amistad
6. Pseudo-Agustín. De la verdadera y la falsa penitencia, cap. XV, 30; Decreto de Graciano, II,
causa III, cu. 7, cap. 5, quien cita a Gregorio I, Cartas, lib. IX, carta 122.
10. Además, aunque fuera posible que hiciésemos algunas obras enteramen-
te perfectas, sin embargo un solo pecado basta para destruir y olvidar todas
nuestras justicias precedentes; como lo afirma el profeta (Ez. 18, 24); con
lo cual esta de acuerdo Santiago: Cualquiera que ofendiere en un punto la
ley, se hace culpable de todos (Sant. 2, 10). Y como esta vida mortal jamás es
pura ni está limpia de pecado, toda cuanta justicia hubiéremos adquirido,
quedaría corrompida, oprimida y perdida con los pecados que a cada paso
cometeríamos de nuevo; y de esta manera no sería tenida en cuenta ante la
consideración divina, ni nos sería imputada a justicia.
Finalmente, cuando se trata de la justicia de las obras no debemos con-
siderar una sola obra de la Ley, sino la Ley misma y cuanto ella manda. Por
tanto, si buscamos justicia por la Ley, en vano presentaremos una o dos
obras: es necesario que haya en nosotros una obediencia perpetua a la Ley.
Por eso no una sola vez –como muchos neciamente piensan– nos imputa
el Señor a justicia aquella remisión de los pecados, de la cual hemos ya ha-
blado, de tal manera que, habiendo alcanzado el perdón de los pecados de
nuestra vida pasada, en adelante busquemos la justicia en la Ley; puesto
que, si así fuera, no haría otra cosa sino burlarse de nosotros, engañándo-
nos con una vana esperanza. Porque como nosotros, mientras vivimos en
9. Duns Scoto, Comentario a las Sentencias. lib. I, dist. 17, cu. 3, 25, 26, etc.
10. Buenaventura, Comentario a las Sentencias, lib. IV, dist. 20, pár. 2, art. 1; cu. 3; Tomás de
Aquino, Suma Teológica, pte. III, supl. cu. 25, art 1.
1. Se trata de un Tertuliano; cfr. Del ayuno, III; De la resurrección de la carne, XV; Apologética,
XVIII; De la Penitencia, VI; Exhortación de la castidad, I.
9. Cfr. Juan Eck, Enquiridión, V; Alfonso de Castro, Adv. Haereses. fol. 159 B.
10. Eclesiástico 16, 14.
Conclusión
Nuestros adversarios insisten en que Dios se aplaca con sus frívolas satisfac-
ciones; es decir, con su basura y estiércol. Nosotros afirmamos que la culpa
del pecado es tan enorme, que no puede ser expiada con tan vanas niñerías;
decimos que la ofensa con que Dios ha sido ofendido por el pecado es tan
grave, que de ningún modo puede ser perdonada con estas satisfacciones de
ningún valor; y, por tanto, que esta honra y prerrogativa pertenece exclusiva-
mente a la sangre de Cristo.