Charla Vision Sobrenatural en La Vida Ordinaria

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Charla.

Visión Sobrenatural en la Vida


Ordinaria.

La grandeza de la vida corriente


Quien se adentra, aun sólo someramente, en el perfil de San Josemaría
Escrivá de Balaguer, aprecia que su mensaje se caracteriza por subrayar, de
manera original y enérgica, la posibilidad de que los cristianos alcancen la
plenitud de la vida cristiana en medio del mundo, precisamente a través de
sus circunstancias habituales y de sus ocupaciones cotidianas.

Su predicación ha abierto a innumerables personas –no sólo a los millares de


fieles que forman parte de la Prelatura del Opus Dei– amplios y variados
caminos para encontrar a nuestro Padre Dios en las situaciones corrientes.

La santidad no se entiende ya como algo reservado a los llamados a


desempeñar el ministerio sacerdotal, ni sólo a los escogidos por Dios para
servirle en la vida consagrada, vocaciones siempre necesarias que merecen el
agradecimiento de los demás hombres. La santidad es una exigencia de todos
los hijos de Dios.

La renovación de esta doctrina, que proclama la universalidad de la llamada


a la santidad, es claro exponente del carácter abierto y positivo de la
personalidad humana y eclesial del Fundador del Opus Dei. Porque implica
una alta valoración de cada persona –cualquiera que sea su formación
intelectual, oficio o profesión– y el reconocimiento de que todos los afanes
nobles de la tierra, también los que parecen triviales o sin importancia,
pueden engarzarse en el itinerario del alma hacia Dios.

En buena parte, gracias a la amplísima movilización apostólica generada e


impulsada por San Josemaría, esta doctrina de la grandeza de la vida
cotidiana ha llegado a millones de personas del mundo entero. Pero, cuando
ese dinamismo dio comienzo, hace ahora casi setenta y cinco años, el
planteamiento resultaba insólito para muchos católicos. En el Decreto
pontificio sobre sus virtudes heroicas, se expresa esa realidad en los
siguientes términos: «Ya desde el final de los años veinte, Josemaría Escrivá,
auténtico pionero de la sólida unidad de vida cristiana , sintió la necesidad
de llevar la plenitud de la contemplación a todos los caminos de la tierra, e
impulsó a todos los fieles a participar activamente en la acción apostólica de
la Iglesia, permaneciendo cada uno en su lugar y en su propia condición de
vida» [1] . A este gran servidor de Dios y de los hombres se le llama en ese
documento contemplativo itinerante , porque su existencia refleja una
íntima unión con Dios dentro de una actividad apostólica incansable,
desarrollada entre personas diversísimas, a quienes alentó a una lucha alegre
y decidida para ser «contemplativos en medio del mundo», es decir, mujeres
y hombres que recorren los senderos de la tierra buscando la intimidad con
Cristo, para llegar en Él al Padre, por el Espíritu Santo.
Grande fue el gozo del Fundador del Opus Dei cuando el Concilio Vaticano II
enseñó esta doctrina sobre el valor del carácter secular, que define el estado
propio y peculiar de los laicos.

Según expresa la Constitución dogmática Lumen gentium , «los laicos tienen


como vocación propia buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades
temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada
una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones
ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su
existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia,
dejándose guiar por el Evangelio, para que, desde dentro, como el fermento,
contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe,
esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Cristo
a los demás. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar
todas las realidades temporales a las que están estrechamente unidos, de tal
manera que éstas se realicen según Cristo, se desarrollen y sean para
alabanza del Creador y del Redentor» [2] .

San Juan Pablo II en la homilía pronunciada durante la ceremonia de


beatificación del Fundador del Opus Dei decía:

«Con sobrenatural intuición, el Beato Josemaría predicó incansablemente la


llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a
santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por eso, el trabajo es también
medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión
con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto
modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación (cfr. Dominum et
vivificantem , 50).

“Todas las cosas de la tierra –enseñaba– también las actividades terrenas y


temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios” (Carta 19-III-
1954)» [5] .

Por consiguiente, el programa de « santificar el trabajo, santificarse en el


trabajo y santificar con el trabajo », implica una profunda renovación del
concepto y de la realidad de la labor humana.
Poco sentido tendría acometer tal empresa si el trabajo fuera exclusivamente
una realidad económica, al servicio del propio enriquecimiento, a través de la
manipulación de materias primas o del intercambio de productos con la
mediación de instrumentos financieros.

En un texto de San Josemaría, se aprecia hasta qué punto su visión


intelectual y sobrenatural supera concepciones fragmentarias y quebradas
del trabajo.

Pertenece a una homilía pronunciada en la fiesta de San José del año 1963:
«Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de
Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas
categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles
que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre,
de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia
personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos
para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la
sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.

»Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el


trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear
al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la
tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo,
y en todo animal que se mueve sobre la tierra ( Gn 1, 28). Porque, además,
al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad
redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino
medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora.

»Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada
en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así
lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un
yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo,
que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle
también de tú a Tú, cara a cara.

»Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El


trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos
a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la
experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así
oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la
tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos
diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a
gloria de Dios ( 1 Cor 10, 31)» [6] .
Al procurar la santificación del trabajo y de las demás tareas cotidianas,
imitamos los treinta años de la vida oculta de Cristo, transcurridos con María
y José, ejemplos luminosos de que la más alta santidad exige la humildad de
no buscar nada especial a los ojos del mundo.

La profunda valoración de la vida corriente implica el cuidado amoroso de


los detalles menudos, esas cosas pequeñas que a veces se pasan por alto sin
advertir su dimensión de eternidad. Permaneciendo en su sitio, el cristiano
santifica el mundo desde dentro, contribuye a superar el desorden derivado
del pecado, desarrolla una labor apostólica inmediata con parientes, amigos,
vecinos y compañeros de trabajo. Su oración cuajada en obras se revela como
un tesoro escondido, una preciosa fuerza espiritual para apoyar a sus
hermanos que laboran en los diversos campos de las complejas realidades
humanas.

Punto neurálgico de la fisonomía del Fundador del Opus Dei fue su amor al
orden, virtud que se esforzó por practicar con coraje heroico a lo largo de sus
años: ese terminar acabadamente bien y a su hora cada ocupación, también
la del descanso, abrió en su alma el convencimiento de que, para realizar
grandes empresas, no se requieren de ordinario inteligencias excelsas: basta
el empeño por coronar con perfección las distintas exigencias sobrenaturales
y humanas, y el afán de sacar el máximo rendimiento a las cualidades que el
Creador concede a cada persona.

También por este motivo, y por muchos otros, nada distingue externamente
a los cristianos corrientes de sus semejantes, con los que conviven codo con
codo en la ciudad de los hombres. Pero no porque enmascaren su vida de
unión con Dios; al contrario, la hacen patente –sin timideces ni alardes– a
cuantos les rodean, tratando de acercarles a las maravillas de la gracia
divina. No se muestran como los demás : son, radicalmente, iguales a los
demás , sin mentalidad de selectos, compartiendo con todos las esperanzas y
desazones que la vida en esta tierra trae consigo.

San Josemaria nos animaba, con su ejemplo y con su palabra, a estar


pegados a la Cruz, sabiendo descubrirla no en imaginarias situaciones, sino
en las incidencias diarias y en el servicio efectivo a los demás: «¡Cuántos que
se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de
espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –
Piensa, entonces, qué es lo más heroico» [8] .

La alegría cristiana « tiene sus raíces en forma de Cruz » [9] : este


convencimiento explica como San Josemaría, dotado –como ya se ha
señalado– de una simpatía expansiva, fuera una persona
extraordinariamente alegre. Destacaba en todo momento el lado positivo de
personas y sucesos, incluso cuando parecían a primera vista desfavorables.

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