If - Convocatoria A La Paz Grande - Digital - 2022
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If - Convocatoria A La Paz Grande - Digital - 2022
si hay verdad
INFORME FINAL
CONVOCATORIA
A LA PAZ GRANDE
Declaración de la Comisión
para el Esclarecimiento de la Verdad,
la Convivencia y la No Repetición
HAY FUTURO
si hay verdad
INFORME FINAL
CONVOCATORIA
A LA PAZ GRANDE
DECLARACIÓN DE LA COMISIÓN PARA
EL ESCLARECIMIENTO DE LA VERDAD,
LA CONVIVENCIA Y LA NO REPETICIÓN
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Comisionados y comisionadas
Francisco José de Roux Rengifo, presidente
Alejandro Castillejo Cuéllar
Saúl Franco Agudelo
Lucía González Duque
Carlos Martín Beristain
Alejandra Miller Restrepo
Leyner Palacios Asprilla
Marta Ruiz Naranjo
Patricia Tobón Yagarí
Alejandro Valencia Villa
Alfredo Molano Bravo (q. e. p. d.)
María Ángela Salazar Murillo (q. e. p. d.)
Secretario general
Mauricio Katz García
Equipo directivo
Gerson Arias Ortiz, director para el diálogo social
Diana Britto Ruiz, directora de conocimiento
Sonia Londoño Niño, directora de pueblos étnicos
Juan Carlos Ortega, director administrativo y financiero
Tania Esperanza Rodríguez Triana, directora de territorios
Coordinación de comunicaciones
Ricardo Corredor Cure
Asistencia editorial
Sofía Libertad Sánchez Guzmán
Andrea Jiménez Jiménez
Editor
Karim Ganem Maloof
Cuidado de textos
Gustavo Patiño, Fernando Alviar y Sofía Libertad Sánchez
Equipo de analítica
Alejandro Castro y Andrea del Pilar González (coordinadora)
Diseño de portada
Paula Velásquez Molinos
Supervisión
Andrés Barragán
ISBN Obra completa
978-958-53874-3-0 (impreso) - 978-628-7590-18-2 (digital)
ISBN Tomo 1
978-958-53874-4-7 (impreso) - 978-628-7590-19-9 (digital)
El Informe Final Hay futuro si hay verdad es una obra de dominio público, que constituye
una medida de reparación del derecho a la verdad individual y colectiva de las víctimas del
conflicto armado en Colombia, y por tanto debe ser objeto de la máxima divulgación. En ese
sentido, se autoriza a cualquier persona natural o jurídica, pública o privada, a reproducir,
comunicar y distribuir la Declaración y los tomos del Informe Final, siempre y cuando
se haga un uso parcial o total de los mismos de manera contextualizada, y se reconozcan
a la Comisión de la Verdad como autor corporativo y a quienes aparecen en los créditos
correspondientes de cada tomo y documento en sus diferentes roles y actividades. El Informe
Final podrá descargarse en el sitio web de la entidad: www.comisióndelaverdad.co
Contenido
Introducción 11
El llamado 12
¿Desde dónde hablamos? 14
Lo que hicimos 14
La solidaridad internacional 15
Creemos que es posible 15
El legado 16
El acontecimiento de la verdad 17
Esclarecer la verdad 19
El entramado complejo 38
Las responsabilidades 38
La historia 39
Las armas en la política 39
El enemigo interno 40
Morir por la patria o por el pueblo 40
El tiempo duro de la guerra y de la gran victimización 41
El riesgo de la paz imperfecta 42
El desafío de la reconciliación 50
Anexos 54
Introducción
El llamado
T
raemos un mensaje de esperanza y futuro para nuestra nación vulnerada y
rota. Verdades incómodas que desafían nuestra dignidad, un mensaje para
todas y todos como seres humanos, más allá de las opciones políticas o
ideológicas, de las culturas y las creencias religiosas, de las etnias y del género.
Traemos una palabra que viene de escuchar y sentir a las víctimas en gran parte
del territorio colombiano y en el exilio; de oír a quienes luchan por mantener la
memoria y se resisten al negacionismo, y a quienes han aceptado responsabilidades
éticas, políticas y penales.
Un mensaje de la verdad para detener la tragedia intolerable de un conflicto en el
que el ochenta por ciento de las víctimas han sido civiles no combatientes. Una invi-
tación a superar el olvido, el miedo y el odio a muerte que se ciernen sobre Colombia
por causa del conflicto armado interno.
Lo hacemos a partir de la pregunta que ha cuestionado a la humanidad desde los
primeros tiempos: ¿dónde está tu hermano? Y desde el reclamo perenne del misterio de
justicia en la historia: la sangre de tu hermano clama sin descanso desde la tierra.
Llamamos a sanar el cuerpo físico y simbólico, pluricultural y pluriétnico que
formamos como ciudadanos y ciudadanas de esta nación. Cuerpo que no puede
sobrevivir con el corazón infartado en el Chocó, los brazos gangrenados en Arauca,
las piernas destruidas en Mapiripán, la cabeza cortada en El Salado, la vagina vulne-
rada en Tierralta, las cuencas de los ojos vacías en el Cauca, el estómago reventado en
Tumaco, las vértebras trituradas en Guaviare, los hombros despedazados en el Urabá,
el cuello degollado en el Catatumbo, el rostro quemado en Machuca, los pulmones
perforados en las montañas de Antioquia y el alma indígena arrasada en el Vaupés.
Llamamos a liberar nuestro mundo simbólico y cultural de las trampas del temor,
las iras, las estigmatizaciones y las desconfianzas. A sacar las armas del espacio vene-
rable de lo público. A tomar distancia de los que meten fusiles en la política. A no
colaborar con los mesías que pretenden apoyar la lucha social legítima con ametra-
lladoras. Convocamos a proteger los derechos humanos y poner las instituciones al
servicio de la dignidad de cada persona, de las comunidades y de los pueblos étnicos.
A asumir juntos, por las vías democráticas, la responsabilidad de los cambios sociales e
institucionales que la convivencia exige, como se estableció en el Acuerdo de Paz entre
el Estado y las FARC-EP, y a abrir, con el entendimiento de las actuales circunstancias,
este acuerdo al ELN y a otros grupos armados.
No pretendemos acabar con el debate legítimo entre quienes mantienen el statu quo
y quienes desean cambiarlo. Llamamos a tomar conciencia de que nuestra forma de ver
el mundo y relacionarnos está atrapada en un «modo guerra» en el que no podemos
concebir que los demás piensen distinto. Los contrincantes pasan a ser vistos como
conspiradores, sus argumentos dejan de parecernos interesantes o discutibles para ser
introducción 13
¿Desde dónde hablamos?
Lo que hicimos
Durante más de tres años escuchamos a más de 30.000 víctimas en testimonios indivi-
duales y encuentros colectivos en 28 lugares donde establecimos Casas de la Verdad, en
resguardos y comunidades afrocolombianas, en kumpañys gitanos y entre los raizales, así
como en el exilio en 24 países. Recibimos más de mil informes de la sociedad civil orga-
nizada, empresas, organizaciones por la defensa de los derechos humanos y la naturaleza,
buscadoras de desaparecidos, mujeres y población LGBTIQ+; de cientos de niños y miles
de jóvenes, además de quienes fueron llevados a la guerra a esas edades. Escuchamos
a todos los expresidentes vivos, a intelectuales, periodistas, artistas, políticos, obispos,
La solidaridad internacional
Tuvimos el apoyo del Sistema de Naciones Unidas y todas sus agencias, del secretario
general, el Consejo de Seguridad, la Misión de Verificación y el Fondo Multidonantes, la
MAPP OEA; y recibimos el respaldo claro y discreto del papa Francisco, el apoyo eficaz
de la Unión Europea y sus países miembros, además de Noruega, Suiza y el Reino Unido;
de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID); de todos
los países de América y de Japón. Contamos con más de 200 aliados internacionales que
incluyen entidades bilaterales, el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ)
y fundaciones privadas como Porticus, Ford, Open Society y Rockefeller. En el encuentro
con la comunidad internacional, que conoce de guerras, nos ha impresionado el aprecio
que dan al proceso de paz de Colombia como una de las noticias positivas en un mundo en
conflicto y una de las negociaciones más serias entre un Estado y una insurgencia poderosa.
Como parte de la verdad que somos como nación, constatamos la solidaridad con las
víctimas y el apoyo al proceso de paz de la comunidad internacional en contraste con la
indiferencia de grandes sectores de la sociedad colombiana, que parecen no tener concien-
cia del sufrimiento de millones de compatriotas por causa del conflicto armado interno.
Aunque hay nuevas formas del conflicto armado y a pesar de haber zonas del país donde
las comunidades consideran que ahora la inseguridad es peor, somos conscientes de que
no estamos en los tiempos de la guerra en los que las FARC-EP llegaron a controlar la
introducción 15
iniciativa de la confrontación violenta y cuando el paramilitarismo, en el grado mayor del
terror, llegó a constituir una alternativa política a las puertas del poder. Tiempos en que
las masacres eran de 50 o 100 personas, las desapariciones y los secuestros se contaban
por centenas; los desplazamientos, por cientos de miles, y todas las camas del Hospital
Militar estaban copadas por heridos de guerra.
Lo ganado con el Acuerdo de Paz de noviembre de 2016 es una realidad. Si bien no
se dio la transformación participativa regional que se esperaba y los planes de desarrollo
con enfoque territorial (PDET) se limitaron a proyectos demostrativos validados por la
Misión de Verificación de la ONU, estos mismos y la elección al Congreso de las vícti-
mas en las circunscripciones especiales de paz muestran que se puede y se debe ir más
allá, «hasta que amemos la vida», como lo hemos cantado en los territorios. El pueblo
conoció en 2017, el año más tranquilo vivido en medio siglo, lo que significa la paz, y
no va a renunciar a ella.
El legado
El acontecimiento de la verdad
introducción 17
18 convocatoria a la paz grande
Esclarecer la verdad
introducción 19
R
ecibimos la misión de esclarecer la verdad sobre el conflicto y lo hemos
hecho en dos momentos. Primero, al escuchar para acoger la realidad del
impacto físico y emocional de la violencia en las personas y las comunida-
des, esos daños y dolor incuestionables que no necesitan interpretación. Segundo,
al buscar la verdad que explique: ¿por qué pasó eso? ¿Quiénes lo hicieron, cuál es su
responsabilidad y cómo evitar que continúe? ¿Qué pasó con la sociedad y el Estado
mientras eso ocurría?
«Antes de cualquier discurso o sermón, pongan las manos sobre el cuerpo ensangren-
tado de su pueblo», les pidió el papa Francisco a los obispos reunidos en Medellín.
Nosotros, los comisionados, acogemos el llamado poniendo las manos sobre la
Colombia herida.
Nos han puesto ante la realidad de las víctimas y responsables los más de 500
encuentros de diálogo social para escuchar la verdad, los de reconocimiento de respon-
sabilidades, las juntas de mujeres, la presencia en mingas y comunidades ribereñas o
de montaña, con sus correspondientes caminatas, horas de mula, camioneta y aviones;
los actos de convivencia, las acogidas de grupos que traen su tragedia y los miles de
horas de testimonios individuales y colectivos.
Los testimonios, con sus palabras elocuentes y silencios conmovedores, están reco-
gidos en los tomos del Informe Final y particularmente en el libro dedicado al relato
oral de la vida en el conflicto: Cuando los pájaros no cantaban.
Estamos ante las kilométricas filas de niños y niñas llevados a la guerra; la procesión
interminable de buscadoras de compañeros e hijos desaparecidos; la multitud de jóvenes
asesinados en ejecuciones extrajudiciales; las fosas comunes y cadáveres de muchachos y
muchachas rurales desperdigados en las montañas, muchos de ellos indígenas y afros que
fueron llevados como guerrilleros, paramilitares o soldados y que murieron sin saber por
quién peleaban; los miles de mujeres abusadas y humilladas; los poblados masacrados y
abandonados; resguardos indígenas y comunidades negras devastados y en confinamiento;
millones de familias desplazadas que abandonaron parcelas y ranchos; miles de soldados,
policías, exguerrilleros y exparamilitares que deambulan cojos, mancos y ciegos por los
explosivos; miembros de comunidades que tuvieron que sufrir ese mismo destino por
cuenta de las minas antipersona; centenares de miles de exiliados que escaparon para
sobrevivir; multitudes de familias que llevan el golpe del secuestro y lloran a retenidos
que no volvieron; la naturaleza victimizada en los ríos y el canal del Dique, convertidos
El reclamo de la indignación
No teníamos por qué haber aceptado la barbarie como natural e inevitable ni haber
continuado los negocios, la actividad académica, el culto religioso, las ferias y el fútbol
como si nada estuviera pasando. No teníamos por qué acostumbrarnos a la ignominia
de tanta violencia como si no fuera con nosotros, cuando la dignidad propia se hacía
trizas en nuestras manos. No tenían por qué los presidentes y los congresistas gobernar
y legislar serenos sobre la inundación de sangre que anegaba el país en las décadas
más duras del conflicto.
¿Por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra
política desde temprano y negociar una paz integral? ¿Cuáles fueron el Estado y las
instituciones que no impidieron y más bien promovieron el conflicto armado? ¿Dónde
estaba el Congreso, dónde los partidos políticos? ¿Hasta dónde los que tomaron las
armas contra el Estado calcularon las consecuencias brutales y macabras de su deci-
sión? ¿Nunca entendieron que el orden armado que imponían sobre los pueblos y
comunidades que decían proteger los destruía, y luego los abandonaba en manos de
verdugos paramilitares? ¿Qué hicieron ante esta crisis del espíritu los líderes religio-
sos? Y, aparte de quienes incluso pusieron la vida para acompañar y denunciar, ¿qué
hicieron la mayoría de obispos, sacerdotes y comunidades religiosas? ¿Qué hicieron
los educadores? ¿Qué dicen los jueces y fiscales que dejaron acumular la impunidad?
¿Qué papel desempeñaron los formadores de opinión y los medios de comunicación?
¿Cómo nos atrevimos a dejar que pasara y a dejar que continúe?
Los desaparecidos
Un día, las mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos llegaron a Pasto invitadas
por la Comisión, y llenaron el parque central con las fotografías de las hijas e hijos que
les fueron arrebatados y que nunca volvieron. Venían de todas las regiones y entrega-
ron testimonios de años de lucha entreverados con la consigna que gritan en las calles:
«¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!». Otro día otras mujeres, de todo el país,
esclarecer la verdad 21
hicieron un plantón frente a la sede de la Comisión y reclamaron al Estado la entrega
de sus seres queridos llevados por paramilitares, guerrilleros y miembros de la fuerza
pública. Volvieron otras veces. Siempre desde distintos lugares, de diversas organiza-
ciones. Siempre buscando. El último grupo venía de Guaviare y del Pacífico, de La
Guajira y Soacha, de pueblos indígenas y comunidades afro del Cauca y de todas las
fronteras; y esa tarde pidieron que la Comisión solicitara a la Corte Constitucional la
declaración de «estado de cosas inconstitucional» porque, por lo menos desde 1982, la
búsqueda sigue sin descanso y el número ya rebasa los 110.000. Es el desafío inmenso
de la UBPD que va con las familias por cementerios, laderas y fosas comunes acom-
pañando a quienes convirtieron el dolor del familiar perdido en una lucha colectiva
por los derechos humanos.
Los secuestros
Ojalá Colombia toda escuchara un día a las miles de víctimas que fueron secuestradas
por las FARC, el ELN, las demás guerrillas y los paramilitares. Ojalá prestara atención
a los relatos de la degradación humana de las mujeres cuyos secuestradores despojaban
de todo derecho, a quienes les negaban la comunicación con sus hijos e hijas pequeños,
las desposeían de la más mínima privacidad, las mantenían entre la incertidumbre de
ser asesinadas en una operación de rescate y el pánico por la noticias de fusilamiento
de quienes intentaron huir. Que el país entero escuche la historia de los diputados del
Valle abaleados en la que supuestamente sería la última semana de secuestro, tras cinco
años de padecimiento. También la de las familias cautivas de la iglesia de La María y
la de los tres retenidos que murieron en los farallones de Cali después del «secuestro
del Kilómetro 18»; la del decano de medicina de la Universidad del Rosario cobrado
en rescates después de haber sido asesinado en su prisión. O los relatos de soldados y
policías víctimas por más de una década, incomunicados y frecuentemente encadena-
dos, y los de campesinos y pequeños y medianos empresarios privados de la libertad
contra cualquier estándar del Derecho Internacional Humanitario.
Durante la guerra, las FARC-EP pretendieron que el secuestro fuera una práctica
normal, justificable, junto con los vejámenes y crímenes de lesa humanidad que lo
acompañan, y por eso los exguerrilleros pagan el precio de la indignación colectiva,
aunque hombres y mujeres firmantes del Acuerdo de Paz reconocieron en carta pública
que habían destruido la dignidad de los secuestrados y de paso la suya propia y su
legitimidad, y pidieron perdón como organización. Hoy, los máximos responsables
responden ante la JEP en el caso 01, denominado «Retención ilegal de personas por
parte de las FARC-EP».
La Comisión ha acompañado a exguerrilleros en varios casos emblemáticos de
verdad y reconocimiento de responsabilidades -como el secuestro y asesinato de
Guillermo Gaviria y Gilberto Echeverri- ante las familias y ante el pueblo de Caicedo, o
el ritual de la iglesia de San Francisco, en Cali, cuando el excomandante de las FARC-EP
Las masacres
Hay que haber estado en Barrancabermeja la noche del 16 de mayo de 1998, cuando
los paramilitares de alias Camilo Morantes asesinaron a 7 muchachos y desaparecie-
ron a otros 25 que celebraban la víspera de la fiesta de la madre (y más tarde haber
enterrado día tras día a los muertos de la larga masacre que se extendió por más de
medio año en ese puerto petrolero). O haber vivido el año siguiente la masacre de
San Pablo, al borde del Magdalena, cometida por el Bloque Central Bolívar; o haber
acompañado en Bojayá la procesión de los restos de los niños y niñas que explotaron
en la iglesia del pueblo por un cilindro de gas arrojado por las FARC-EP en medio
de un combate contra paramilitares; o haber escuchado a los sobrevivientes con que-
maduras del crimen del ELN en Machuca; o haber participado en el memorial del
horror que dejaron los paramilitares en El Salado, en los Montes de María; o haber
ido con la comunidad de Toribío a sembrar cadáveres de indígenas nasas masacrados
por los invasores de su pueblo; o haber vivido un velorio de lamentos negros en los
esteros de Buenaventura después de la masacre de los jóvenes de Punta del Este; o
haber escuchado los testimonios de la matanza en la Comunidad de Paz de San José
de Apartadó por hombres del Ejército; o haber sido vecino, por un buen tiempo, de
los barrios de la comuna 13 de Medellín que sufrieron la operación Orión; o haber
acompañado en el retorno a los afrodescendientes desplazados del Cacarica por la
operación Génesis. Entonces se comprendería plenamente la tragedia del conflicto
en el duelo desesperanzado y en la ansiedad y el terror de los sobrevivientes en los
territorios de las grandes masacres de población civil en estado de indefensión.
Estos golpes de la violencia política contra los campesinos, las comunidades étnicas
y los habitantes de los poblados rurales y de los extrarradios citadinos se presentaron
más de 2.000 veces. Las masacres fueron perpetradas por todos los grupos; el análisis
del Centro Nacional de Memoria Histórica muestra que la mayor parte de las masa-
cres fueron ejecutadas por los paramilitares con el apoyo de miembros de la fuerza
pública. Hubo pueblos masacrados por el mismo grupo en decenas de ocasiones, como
hicieron las FARC-EP con Caldono; otros, destruidos por unos y vueltos a destruir
por los otros. Pueblos que, como Vallecito en el Sur de Bolívar, fueron quemados en
varias ocasiones, y pueblos que se vaciaron, como El Aro o San Carlos, en Antioquia.
Masacres que transformaron la alegría de los campos colombianos en montañas y
valles de terror de los que millones huyeron desplazados.
A principios de 2002, un profesor universitario, asistente del jefe paramilitar
Salvatore Mancuso, explicó que para ellos las masacres eran opciones éticas en el
marco de la guerra: para garantizar que al atacar un pueblo muriera por lo menos
un subversivo había que matar a 20 habitantes; y como las FARC-EP tenían 20.000
esclarecer la verdad 23
miembros, para acabarlas, había que eliminar a 400.000 personas. Para él, esa esca-
brosa matemática evitaba un mal mayor, pues de no hacerlo vendría una supuesta
guerra civil en la que morirían millones. Así, crearon una aritmética aberrante y una
moral de la barbarie.
Desde el dolor de las víctimas desplazadas, que lloran a los muertos asesinados,
las casas quemadas y las parcelas perdidas, la Comisión se pregunta: ¿por qué los
colombianos vimos las masacres en televisión día tras día y como sociedad dejamos
que siguieran por décadas como si no se tratara de nosotros? Y ¿por qué la seguridad
que rodeaba a los políticos y a la gran propiedad no fue seguridad para los pueblos,
los resguardos ni los sectores populares que recibieron la avalancha de masacres? ¿Y
por qué la guerrilla, que se presentaba como la salvadora del pueblo, cometió cientos
de masacres en la lucha por los territorios?
Fue este el nombre que les dieron las mamás a los jóvenes asesinados por miembros
del Ejército, donde todo fue falso: la oferta de trabajo para reclutarlos, el combate
fingido, los trajes y botas de guerrilleros, las armas sobre sus cadáveres, el dictamen
de Fiscalía como «muertos en acción armada» y la acción de la Justicia Penal Militar.
Si hubieran sido diez, sería gravísimo. Si hubieran sido cien, sería para exigir el
cambio de un ejército. Fueron miles y es una monstruosidad. La JEP hizo público el
número 6.402, que se volvió consigna en los murales callejeros, y la Comisión considera
que pueden ser muchos más. El crimen se produjo en casi todas las brigadas y están
implicados directamente desde soldados hasta varios generales. No había una ley u orde-
namiento escrito que lo mandara, pero el sentir de los soldados que disparaban era estar
haciendo lo que la institución quería, por los incentivos y presiones que demandaban
resultados inmediatos de cadáveres, la publicidad que se daba a «los dados de baja» y la
protección a los perpetradores.
Desde que empezaron a incrementarse estas ejecuciones extrajudiciales, en 2001,
hubo denuncias de víctimas y de organizaciones nacionales e internacionales. La
monstruosidad se podía detener, como lo hicieron los subordinados que se negaron a
disparar por respeto a su conciencia y pagaron el costo de ser señalados y amenazados.
Se podía denunciar, como lo hicieron los dos jueces militares que tuvieron que salir al
exilio para protegerse. Pero se trataba de un comportamiento corporativo persistente,
como se demostró cuando los «falsos positivos» cedieron inmediatamente, en todas
las brigadas, el día en que el presidente y el ministro sacaron de la institución a 26
militares, 3 de ellos generales, y a otros 10 oficiales meses después.
Paradójicamente, gran parte de estos crímenes ocurrieron cuando civiles y militares
llevaron al más alto nivel la formación en derechos humanos en las instituciones de
seguridad. La Comisión es testigo de esa lucha para cambiar comportamientos de altos
mandos que podían llevar a hechos que realmente estaban pasando. Estos esfuerzos
Fueron más de 30.000 los niños y niñas vinculados a la lucha armada cuando tenían
quince años o menos. La Comisión ha escuchado el testimonio de estas víctimas que
hoy son jóvenes o adultos. Ha acompañado a las mamás de Argelia, en Antioquia, que
reclaman a las FARC-EP la forma como llegaban a sus casas a llevarse a los menores de
esclarecer la verdad 25
edad. Ha estado en un acto público en que familias misak y nasa en Caldono, Cauca,
les pidieron a los guerrilleros que devolvieran vivos a esos niños o dijeran dónde están
enterrados. Un grupo de jóvenes sobrevivientes de la operación Berlín contaron cómo
las FARC-EP los reclutaron, los sufrimientos de la marcha que emprendieron y cómo
sus compañeros fueron muertos por miembros del Ejército que no ignoraban que
estaban matando a niños y niñas. Y esto ha sido confirmado por testimonios de mili-
tares en retiro que admiten haberles disparado a niños desarmados. Excombatientes
de las Autodefensas Unidas de Colombia han relatado en público a la Comisión que
enrolaron con dinero a muchos pequeños. Las FARC-EP y exjefes paramilitares lo han
aceptado en actos de reconocimiento. En uno de esos macabros relatos, un excom-
batiente paramilitar contó que, cuando fue reclutado de niño, vivió el momento en
el que un compañero que intentó escapar fue degollado delante del resto de niños.
Luego ellos fueron obligados a pasar de mano en mano la cabeza del amigo. Y, entre
todas estas víctimas, son más de mil quienes han tenido el valor, en acontecimientos
de la verdad, de relatar los sometimientos, adoctrinamientos, abusos emocionales y
sexuales, abortos repetidos, tristezas y silencios en que quedó prisionera su niñez.
Pero la realidad del conflicto es compleja. También llegaron a la Comisión mujeres
y hombres que entraron como niños a la guerrilla y que aún después de dejar las armas
defienden su historia de vida como una en la que hubo respeto y crecimiento personal. No
pocos llegaron a la guerra huyendo de hogares destruidos o de la pobreza, en territorios
desprotegidos por el Estado y la sociedad, o llenos de rabia ante el asesinato de sus padres
o hermanos para tapar en combates a muerte el luto por la familia que les fue arrebatada.
El primer acto de reconocimiento que hizo la Comisión fue en Cartagena. Allí llegaron
mujeres de todo el país y personas LGBTIQ+. Fue un acto que marcó un hito: a partir de
ese momento, la decisión de las víctimas de presentar públicamente las violencias de los
actores armados contra ellas se convirtió en una determinación imparable e irreversible.
Mujeres y personas LGBTIQ+ contaron cómo sus cuerpos fueron usados como campo
de guerra y terreno simbólico de disputa por unos y otros para consolidar la domina-
ción patriarcal. Otras tuvieron el coraje de relatar la violación sexual por parte de varios
hombres, delante del marido y de los hijos, bajo la amenaza de matar a su familia y con
la exigencia de silencio absoluto, muchas veces con el fin de desplazar a las familias y des-
pojarlas de sus tierras. Algunas tuvieron el valor de compartir la forma como las forzaron
a abortar dentro de las filas. Todas y todos, de diferentes maneras, pusieron en evidencia
las rupturas emocionales que cargan en el cuerpo y el alma. Hubo quienes se abrieron
a relatar los ensañamientos de tortura sexual cuando las empalaron por la vagina o les
cercenaron los senos, u otros que compartieron las estremecedoras corrientes eléctricas
o la castración a las que los sometieron cuando eran detenidos políticos. Mujeres adultas
y perpetradores relataron cómo, siendo escolares, los paramilitares las convirtieron en
La multitud errante
Ocho millones de colombianos huyeron. No había lugar para ellos en esta falsa «casa
de todos» protegida por los organismos de seguridad. Abandonaron parcelas, animales,
amistades. Huían a cualquier escondedero porque los iban a matar. Otros, un millón
más, terminaron exiliados en el resto del mundo. Más de cuatro millones eran menores
de dieciocho años, y más de cinco millones, mujeres.
Los que no se fueron resistieron al terror y los asedios. En los campos y montañas.
En los resguardos indígenas, algunos diezmados hasta el exterminio. En las comuni-
dades afro, confinadas por los grupos armados. Otros originaron «comunidades de
paz», o empezaron procesos de resistencia colectiva que dieron lugar a las zonas de
reserva campesina. No pocos perseveraron íngrimos, cuando las fincas vecinas queda-
ron solitarias: «No nos vamos a ir porque lo único que tenemos es el pedazo de tierra
y no nos lo podemos echar al hombro».
La explosión de los jóvenes de Cali y de otras ciudades en el paro nacional de 2021
llevaba también la energía y la indignación de los arrimados a las grandes ciudades
donde no se los considera gente, después de ser forzados a dejar sus raíces y sus sueños:
separados de la cultura propia, sin empleo, sin educación, sin contactos; considerados
un peligro en este país que ve por todas partes amenazas internas. E invitados, lo
normal, a unirse al microtráfico, los paramilitares o las guerrillas, para ser alguien en
«la casa de todos».
esclarecer la verdad 27
delegaciones de mujeres campesinas participaron junto con delegaciones territoriales
en mesas de diálogo intergeneracionales e interterritoriales en búsqueda del inter-
cambio de saberes, historias y experiencias. El comisionado Alfredo Molano consi-
deraba el Sumapaz como el escenario en que se gestaron las luchas campesinas por la
tierra a mediados del siglo XX. Por eso Cabrera, en el corazón de la Zona de Reserva
Campesina del Sumapaz, fue el municipio escogido para avanzar en el reconocimiento
de los impactos de la guerra sobre un sujeto cultural y político de derechos como el
campesinado.
En ese espacio, los campesinos y campesinas de Colombia pudieron expresar una
verdad ostensible: el campesinado colombiano fue la principal víctima del conflicto
armado interno. Durante la guerra, los campesinos fueron obligados a salir de sus
tierras, torturados, asesinados, secuestrados, extorsionados, reclutados forzosamente,
invisibilizados, violentados sexualmente, marginados y criminalizados. Todos los
actores armados contribuyeron a esta tragedia, y algunas de las heridas generadas
por esta guerra aún siguen abiertas. Los despojos y las violencias afectaron especial-
mente a las familias campesinas: desde las 393.000 parcelas despojadas en la época
de la Violencia, hasta los más de 2 millones de hectáreas que se reclaman en el actual
proceso de restitución de tierras, tuvieron como mayor afectado al campesinado. Los
avances de la lucha campesina por la reforma agraria en el siglo XX fueron revertidos
en una contrarreforma agraria violenta a principios del siglo XXI. El campesinado fue
perseguido, marginalizado y estigmatizado.
Durante el conflicto armado, campesinos y campesinas cayeron víctimas de las balas
y las bombas arrojadas por la fuerza pública en operaciones militares contra el narcotrá-
fico y contra las insurgencias, y también cayeron por los cilindros bomba y los tatucos
de la guerrilla en sus procesos de expansión y control territorial. Y fueron víctimas de
despiadadas masacres por parte de paramilitares. Al referirse al conflicto en Colombia, el
escritor Tomás Eloy Martínez lo dijo con precisión: «Rara vez los adversarios combaten
entre sí. Su campo de batalla es el cuerpo de los campesinos».
esclarecer la verdad 29
procesos. Jueces y fiscales íntegros, asesinados porque no cedieron a amenazas ni pre-
siones, y contra los cuales se aliaron en distintos lugares algunos miembros de la fuerza
pública, empresarios, políticos y paramilitares para perseguirlos. A muchos los asesi-
naron y otros están en el exilio. Sindicalistas de instituciones públicas y privadas que
lucharon por mejores condiciones laborales para todos los trabajadores de Colombia,
que ejercieron el derecho a la huelga y a la convención colectiva y enfrentaron a direc-
tivos de empresas y a las fuerzas de seguridad no cedieron ante chantajes y no pocas
veces acabaron exponiendo su vida. Jóvenes universitarios llenos de entusiasmo por la
causa de construir una sociedad sin exclusiones ni desigualdad, y a quienes mataron en
expresiones de audacia, resistencia civil y grafitis, música y danza. Líderes espirituales,
sabios indígenas y afrocolombianos, religiosas y sacerdotes, obispos, pastores, jóvenes
inspirados en la fe fueron asesinados en los campos y ciudades, y sus memorias son
veneradas como presencia inspiradora.
Miembros de la Comisión que recorrimos el país a finales del siglo pasado recorda-
mos los letreros dejados por la guerrilla en los alrededores de los poblados: «Campo
minado, no se salga del camino». Y tenemos el recuerdo de aquel niño ciego y la niña
sin pies que se apartaron del sendero cuando iban a la escuela. Y sabemos hoy de las
playas del Pacífico sembradas de minas antipersona. Recordamos la llegada de las
víctimas al diálogo en La Habana, antes de que empezara esta Comisión, cuando un
campesino puso sobre la mesa la prótesis plástica que le servía de pierna para reclamarle
a la guerrilla: «Ustedes pusieron el artefacto en el lugar donde ordeñábamos las dos
vacas que teníamos en la finquita».
Así, guerrilleros y paramilitares llenaron de bombas las trochas campesinas, las
riberas, los sembrados y las selvas. Se calculó que después de Afganistán este país era
el más «minado» del mundo. Y en el campo vimos chigüiros y venados, reses y perros
que caían en esas trampas para humanos. El suelo campesino y los territorios étnicos,
allende los grandes latifundios y los cultivos agroindustriales, se volvieron un infierno.
Vimos también a los soldados mancos y ciegos, víctimas de minas escondidas entre
matorrales, a la altura de la cara, y a los jóvenes excombatientes postrados para siempre
en sillas de ruedas, y hemos encontrado a las familias de unos y otros que vieron reventar
ilusiones. Hemos palpado el costo que en sus cuerpos despedazados llevan muchachos
policías que seguían órdenes de arrancar coca en campos cargados de pólvora y metralla.
Tras el Acuerdo de Paz se inició un proceso de desminado que está avanzando.
Pero los territorios que quedan por desbrozar son enormes. Sobre todo en las regiones
indígenas y afro, donde hoy los narcos y grupos en guerra siembran minas de nuevo
para atajar así la erradicación manual de los programas de sustitución de cultivos.
Mientras las comunidades siguen esperando el día en que empiece la reforma rural
integral acordada en la paz.
esclarecer la verdad 31
compra las campañas electorales y amarra la administración pública, disemina la corrup-
ción y hace proliferar el contrabando y la minería criminal, y que provee de recursos
a más de la mitad de los colombianos que demandan bienes y servicios en el llamado
sector informal, lo que seguramente explica por qué una Colombia en guerra tiene más
crecimiento económico que sus vecinos.
Finalmente, lo que ha sido grave por el dolor y la injusticia sobre las víctimas es la
constatación de iniciativas empresariales, protagonistas en el conflicto, que pagaron a
grupos paramilitares con el fin de desplazar y despojar de las tierras y los territorios a
las comunidades, e implantar negocios de agroindustria o minería, o que dentro de
los emprendimientos estigmatizaron a los trabajadores y son cómplices de asesinatos
de centenares de sindicalistas. También lo es la puesta en evidencia de empresas que
pagaron a los grupos armados grandes cantidades de dinero como costos de transacción
indispensables para mantener activos los proyectos. Y la realidad de actores económicos
que, desesperados por la guerrilla y ante la inseguridad, contribuyeron a la creación de
las Convivir y en otros momentos buscaron a los paramilitares para que trajeran su
seguridad de terror. Luego estuvieron los que se aprovecharon de las tierras abandonadas
en medio del terror para comprar con testaferros y establecer proyectos. Y otros que con
dinero pusieron a miembros de las Fuerzas Militares a su servicio privado.
La Comisión también ha escuchado a centenares de víctimas empresarias de
Colombia, desde pequeños productores, hasta enormes corporaciones. Personas y
negocios que se volvieron objetivo para el cobro de «vacunas», de los cuales un grupo
significativo sufrió el secuestro de directivos y familiares, incluidos hijos e hijas meno-
res, y tuvo que pagar elevadas extorsiones y chantajes de paramilitares y guerrilleros,
así como pagar el impuesto al patrimonio de las FARC-EP y el impuesto de guerra del
Estado, y sufrir la condena a muerte cuando no cumplían con las exigencias de dinero.
Las empresas de transporte de carga y pasajeros fueron atacadas en las carreteras con
pérdidas humanas de conductores y de capital en buses y tractomulas; y la ganadería
de todos los tamaños aguantó el abigeato, la extorsión, el secuestro y el asesinato de
trabajadores y finqueros.
La Comisión ha prestado especial atención a los testimonios de pequeños y media-
nos empresarios que sufrieron la quiebra total en los pueblos destruidos por masacres
de paramilitares y guerrilla, y que al desplazarse abandonaron conexiones, mercados,
negocios, pertenencias y fincas para escapar de la muerte e intentar empezar de cero en
otras ciudades o en el exilio.
En medio de todo, está la realidad de empresarios de todos los estratos que, a pesar
de los costos humanos y monetarios pagados, y de las incertidumbres, permanecieron
en el país y siguen arriesgando inversiones, convencidos de que su mejor contribución
a la paz es perseverar en la tarea cotidiana de contribuir a la producción de los bienes y
servicios para la vida con dignidad de los colombianos y colombianas.
Pasamos ahora al siguiente momento del esclarecimiento, cuando la Comisión busca
responder a las preguntas: por qué, quiénes, con qué intereses y en qué alianzas.
esclarecer la verdad 33
veces solo se puede llegar a afirmaciones condicionadas, en las que se asevera que la
hipótesis que mejor explica es una, pero que hay otras que deben tenerse en cuenta.
La Comisión tiene conciencia de que logra verdades importantes dentro de la infor-
mación y los contextos que hoy conoce, como quien descifra partes significativas de
un cuadro mayor. Siempre en la apertura hacia una explicación más completa.
Pero esta verdad sobre lo intolerable, de hecho, fragmentaria como sea, sigue siendo
verdad y exige decisiones éticas y políticas que se plantean en recomendaciones de
no repetición.
Una vez compartidos estos puntos sobre el método, presentamos elementos de
contexto explicativo sobre los cuales la Comisión ha dialogado durante la tarea.
Hubo millones de víctimas, pero no porque un día alguien tuviera la idea repentina
de salir a matar o a bombardear pueblos. Todo ocurrió en un complejo sistema de
intereses políticos, institucionales, económicos, culturales, militares y de narcotráfico;
de grupos que ante la injusticia estructural optaron por la lucha armada, y del Estado
-y las élites que lo gobiernan- que delegó en las Fuerzas Militares la obligación de
defender las leyes, el poder y el statu quo. Una confrontación permanente entre quienes
eran protegidos y abandonados, entre los que inventaron formas de defensa privada
porque no había fuerza pública que los defendiera y los que, apoyados por el Estado,
montaron y financiaron las Convivir, con el apoyo de los militares en terreno, y evo-
lucionaron hacia aparatos violentos de masacres y desplazamiento; de campesinos que
luchaban por la tierra en la incertidumbre de los títulos; entre narcotraficantes conver-
tidos en paramilitares o parapolíticos y guerrilleros que determinaban quién gobernaba
en los territorios y condicionaban al Estado local. Entre administradores de justicia
corruptos y jueces íntegros y valientes. Entre proyectos económicos respetuosos del ser
humano y otros devastadores de la naturaleza y de la gente. No se pueden establecer
causas aisladas. Todo ocurre en un enjambre de instituciones estatales y privadas, de
grupos políticos e insurgentes, de decisiones y, finalmente, de millones de víctimas.
Las responsabilidades
La Comisión tiene en cuenta ese entramado complejo y cambiante que condiciona las
decisiones individuales y grupales de quienes estaban en conflicto. Las responsabili-
dades son distintas para quienes ejercían el poder del Estado y quienes lo defendían,
pues debían a toda costa respetar sus leyes sin que el conflicto los exculpara de ello. Y
distintas para quienes se levantaron en armas y negaron la legitimidad del Estado. Y
son diferentes según el lugar de cada quien en la sociedad.
En el Sistema Integral para la Paz, la JEP determina quiénes fueron los máximos
responsables de los mayores crímenes de guerra y de lesa humanidad, y los condena
a penas de justicia restaurativa en el marco de un debido proceso transicional. La
Comisión, por su lado, establece responsabilidades históricas, éticas y políticas de
carácter colectivo, y se refiere a responsabilidades individuales solo cuando es indis-
pensable para la comprensión del conflicto. No somos un organismo judicial, por
eso nuestra verdad no es forense. Aún así, esta urgencia de establecer y aceptar res-
ponsabilidades es indispensable para la paz, porque sin ella la construcción de futuro
se paraliza.
La historia
El Informe Final que entrega la Comisión incluye un tomo dedicado al relato histórico
que muestra una democracia en construcción en medio del conflicto por el poder del
Estado. No pretendemos establecer esta narrativa como la historia oficial de Colombia,
sino abrir caminos para una conversación sin miedo sobre la nación que somos y el
Estado que hemos construido. Dentro de ese relato cabe destacar dos aspectos que nunca
cesan: la armas en la política y la idea del enemigo interno.
La convicción para muchos de que hay un «enemigo interno» en la vida política ha ido
de la mano con la presencia de las armas en la disputa pública. Para la extrema derecha,
dentro y fuera del Estado, este enemigo interno está compuesto por el Partido Comunista,
sus aliados, sus epígonos y sus simulacros; y el enemigo interno es el enemigo de clase
para la extrema izquierda revolucionaria, opuesta a la burguesía y a las élites capitalistas
del establecimiento. Es obvia la gran asimetría en esta confrontación, que ha beneficiado
al poder en manos del Estado y a los sectores gobernantes, pero lo grave y difícil de
reconciliar es la posición mutua de rechazo absoluto del otro.
Con el enemigo no se negocia. Nunca se le dice la verdad. Con él no es posible cons-
truir el «nosotros y nosotras» de una nación. En consonancia con esto, aparece por lado
y lado la combinación de todas las formas de lucha y la vinculación, quiéranlo o no, de
los ciudadanos al conflicto. La estigmatización y los señalamientos proliferan. El enemigo
interno se extiende a los que piensan distinto, se enraíza en la cultura, está en la base de la
desconfianza generalizada. En este contexto se consolida un sistema de seguridad armada
que no logra su cometido. Además del Ejército y de la Policía, hay que tener millones de
informantes y quinientos mil guardias privados que nos protegen a los colombianos de
los otros colombianos.
Lo que hemos tenido en Colombia es una guerra en la cual la mayor parte de los
caídos fueron pobladores no combatientes, asesinados la mayoría por paramilita-
res, luego por la guerrilla y, finalmente, por las fuerzas del Estado. Entre militares
e insurgentes cometieron crímenes de guerra y de lesa humanidad, y ambos los
perpetraron contra la población civil, y las fuerzas del Estado los acrecentaron en la
alianza con los paramilitares. Sin embargo, el Ejército y la Policía no son batallones
concebidos para violar los derechos humanos y las FARC-EP y otras guerrillas no
fueron organizaciones inicialmente montadas para delinquir. La confrontación entre
las fuerzas de seguridad y la insurgencia fue a muerte y sin cuartel. Desde los dos
lados, por motivos de conciencia, se vivió el honor de morir por la patria o morir
por el pueblo. En medio de las ambigüedades, exaltaciones, odios y alianzas oscuras
del conflicto, soldados, policías, guerrilleros y paramilitares enterraron como héroes
a sus compañeros caídos en el campo de batalla.
La Comisión ha encontrado a los excombatientes que sobrevivieron heridos física y
emocionalmente, igual que sus familias. Jóvenes —hoy adultos— que pertenecieron a
• A los jóvenes, encarar la verdad de las causas y los horrores del conflicto
armado y construir la nación nueva que está en sus manos, porque uste-
des son el futuro. Les pedimos no colaborar en nada que profundice la
muerte, el odio y la desesperanza y ser los líderes en la puesta en marcha
de las recomendaciones que entrega la Comisión.
El desafío de la reconciliación