Casos Taller Mediacion Docentes
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Había una vez una familia de ratones que vivía en la despensa de una casa, pero temiendo siempre los
ataques de un enorme gato, los ratones no querían salir. Ya fuera de día o de noche este terrible enemigo
los tenía vigilados.
Un buen día decidieron poner fin al problema, por lo que celebraron una asamblea a petición del jefe de los
ratones, que era el más viejo de todos.
Os he mandado reunir para que entre todos encontremos una solución. ¡No podemos vivir así!
- ¡Pido la palabra! - Dijo un ratoncillo muy atento. Atemos un cascabel al gato, y así sabremos en todo
momento por dónde anda. El sonido nos pondrá en alerta y podremos escapar a tiempo.
Tan interesante propuesta fue aceptada por todos los roedores entre grandes aplausos y felicidad. Con el
cascabel estarían salvados, porque su campanilleo avisaría de la llegada del enemigo con el tiempo para
ponerse a salvo.
- ¡Silencio! – Gritó el ratón jefe, para luego decir: Queda pendiente una cuestión importante: ¿Quién de
todos le pondrá el cascabel al gato?
Al oír esto, los ratoncitos se quedaron repentinamente callados, muy callados, porque no podían contestar a
aquella pregunta. De pronto todos comenzaron a sentir miedo. Y todos, absolutamente todos, corrieron de
nuevo a sus cuevas, hambrientos y tristes.
¿Cuál es el conflicto?
Represente creativamente
EL FLAUTISTA DE HAMELIN
Hace mucho, muchísimo tiempo, en el próspero pueblo de Hamelín, en Alemania, sucedió algo muy
extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las
calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando con mucha ansia el
grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.
Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para
acabar con tan inquietante plaga de ratones.
Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y
más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se adueñaban de las calles y de las
casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.
Ante la gravedad de la situación, los hombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad
de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron:
Al poco se presentó ante ellos un flautista, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo:
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa
melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos
del flautista que tocaba incansable su flauta.
Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las
murallas de la ciudad.
Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones
perecieron ahogados.
Los hamelineses, al verse al fin libre de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y
satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta
para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.
A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los hombres de la ciudad las cien
monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su
avaricia, le contestaron:
- ¡Vete de nuestra ciudad! ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la
flauta?.
Y dicho esto, los orondos hombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes
carcajadas.
Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó
una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por
aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en
vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.
Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual
que los ratones, nunca jamás volvieron.
En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas
despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.
Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en este desierto y vacío pueblo de Hamelín, donde,
por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño
¿Cuál es el conflicto?
Represente creativamente
EL ENFADO DE ROQUI
La tortuga Roqui estaba muy disgustada con el erizo Púa. Cuando los dos estaban en la cola de los
columpios, Roqui pensó que Púa le había pinchado aposta con una de sus espinas y luego no había
respetado su turno y se le había colado.
En realidad, el pobre erizo había tropezado con una piedra, se había apoyado en Roqui para no caer y había
vuelto a la fila sin fijarse bien en cuál era su sitio. El erizo Púa tampoco se dio cuenta de que le había hecho
daño a la tortuga.
Roqui estaba enfadadísima, pero en vez de hablarlo directamente con Púa, se lo contó a la ardilla Cascabel,
al ratón Boliche y al burro Galileo.
- ¿Sabéis lo que me ha hecho Púa? ¡Me ha clavado una espina en la pata para adelantarse en la cola!
Y así lo hizo la tortuga, que estaba muy enfadada. Cada vez que se le acercaba Púa, se escondía en
su caparazón, dejando al erizo desconcertado.
Entonces el burrito Galileo dispuesto a buscar una solución entre sus dos amigos, los reunió debajo del
olivo del patio y le preguntó a Roqui:
- ¡Nooo, no lo he hecho aposta! Es que he dado unos traspiés. Ahora me doy cuenta de que he pasado a los
columpios antes que tú, pero fue sin querer. Si además te he hecho daño, lo siento el doble.
A Roqui se le pasó el enfado al ver lo que en realidad había pasado y volvió a ser amiga de Púa. Después, le
aclaró el malentendido a Cascabel y a Boliche
Había una vez un elefante llamado Bernardo que nunca pensaba en los demás. Un día, mientras Bernardo
jugaba con sus compañeros de la escuela, cogió a una piedra y la lanzó hacia sus compañeros. La piedra
golpeó al burro Cándido en su oreja, de la que salió mucha sangre. Cuando las maestras vieron lo que había
pasado, inmediatamente se pusieron a ayudar a Cándido.
Le pusieron un gran curita en su oreja para curarlo. Mientras Cándido lloraba, Bernardo se burlaba,
escondiéndose de las maestras.
Al día siguiente, Bernardo jugaba en el campo cuando, de pronto, le dio mucha sed. Caminó hacia el río para
beber agua. Al llegar al río vio a unos ciervos que jugaban a la orilla del río.
Sin pensar dos veces, Bernardo tomó mucha agua con su trompa y se las arrojó a los ciervos. Gilberto, el
ciervo más chiquitito perdió el equilibrio y acabó cayéndose al río, sin saber nadar.
Afortunadamente, Felipe, un ciervo más grande y que era un buen nadador, se lanzó al río de inmediato y
ayudó a salir del río a Gilberto. Felizmente, a Gilberto no le pasó nada, pero tenía muchísimo frío porque el
agua estaba fría, y acabó por coger un resfriado. Mientras todo eso ocurría, lo único que hizo el elefante
Bernardo fue reírse de ellos.
Una mañana de sábado, mientras Bernardo daba un paseo por el campo y se comía un poco de pasto, pasó
muy cerca de una planta que tenía muchas espinas. Sin percibir el peligro, Bernardo acabó hiriéndose en su
espalda y patas con las espinas. Intentó quitárselas, pero sus patas no alcanzaban arrancar las espinas, que
les provocaba mucho dolor.
Se sentó bajo un árbol y lloró desconsoladamente, mientras el dolor seguía. Cansado de esperar que el dolor
se le pasara, Bernardo decidió caminar para pedir ayuda. Mientras caminaba, se encontró a los ciervos a los
que les había echado agua. Al verlos, les gritó:
- No te vamos a ayudar porque lanzaste a Gilberto al río y él casi se ahogó. Aparte de eso, Gilberto está
enfermo de gripe por el frío que cogió. Tienes que aprender a no herirte ni burlarte de los demás.
El pobre Bernardo, entristecido, bajo la cabeza y siguió en el camino en busca de ayuda. Mientras caminaba
se encontró algunos de sus compañeros de la escuela. Les pidió ayuda pero ellos tampoco quisieron
ayudarle porque estaban enojados por lo que había hecho Bernardo al burro Cándido.
Y una vez más Bernardo bajó la cabeza y siguió el camino para buscar ayuda. Las espinas les provocaban
mucho dolor. Mientras todo eso sucedía, había un gran mono que trepaba por los árboles. Venía saltando
de un árbol a otro, persiguiendo a Bernardo y viendo todo lo que ocurría. De pronto, el gran y sabio mono
que se llamaba Justino, dio un gran salto y se paró enfrente a Bernardo. Y le dijo:
- Ya ves gran elefante, siempre has lastimado a los demás y, como si eso fuera poco, te burlabas de ellos. Por
eso, ahora nadie te quiere ayudar. Pero yo, que todo lo he visto, estoy dispuesto a ayudarte si aprendes y
cumples dos grandes reglas de la vida.
- Sí, haré todo lo que me digas sabio mono, pero por favor, ayúdame a quitar los espinos.
Y le dijo el mono:
- Bien, las reglas son estas: la primera es que no lastimarás a los demás, y la segunda es que ayudarás a los
demás y los demás te ayudarán cuando lo necesites.
Dichas las reglas, el mono se puso a quitar las espinas y a curar las heridas a Bernardo. Y a partir de este día,
el elefante Bernardo cumplió, a rajatabla, las reglas que había aprendido.
En una hermosa mañana de verano, los huevos que habían empollado la mamá Pata empezaban a
romperse, uno a uno. Los patitos fueron saliendo poquito a poco, llenando de felicidad a los papás y a
sus amigos. Estaban tan contentos que casi no se dieron cuenta de que un huevo, el más grande de todos,
aún permanecía intacto.
Todos, incluso los patitos recién nacidos, concentraron su atención en el huevo para ver cuándo se
rompería. Al cabo de algunos minutos, el huevo empezó a moverse. Pronto se pudo ver el pico, luego el
cuerpo, y las patas del sonriente pato. Era el más grande, y para sorpresa de todos, muy distinto de los
demás. Y como era diferente todos empezaron a llamarle el Patito Feo.
La mamá Pata, avergonzada por haber tenido un patito tan feo, le apartó con el ala mientras daba atención
a los otros patitos. El patito feo empezó a darse cuenta de que allí no le querían. Y a medida que crecía, se
quedaba aún más feo, y tenía que soportar las burlas de todos. Entonces, en la mañana siguiente, muy
temprano, el patito decidió irse de la granja.
Triste y solo, el patito siguió un camino por el bosque hasta llegar a otra granja. Allí, una vieja granjera le
recogió, le dio de comer y beber, y el patito creyó que había encontrado a alguien que le quería. Pero, al
cabo de algunos días, él se dio cuenta de que la vieja era mala y solo quería engordarle para transformarlo
en un segundo plato. El patito salió corriendo como pudo de allí.
El invierno había llegado, y con él, el frío, el hambre y la persecución de los cazadores para el patito feo. Lo
pasó muy mal. Pero sobrevivió hasta la llegada de la primavera. Los días pasaron a ser más calurosos y llenos
de colores. Y el patito empezó a animarse otra vez.
Un día, al pasar por un estanque, vio las aves más hermosas que jamás había visto. ¡Eran cisnes! Y eran
elegantes, delicadas y se movían como verdaderas bailarinas, por el agua. El patito, aún acomplejado por la
figura y la torpeza que tenía, se acercó a una de ellas y le preguntó si podía bañarse también en el estanque.
Y le dijo el patito:
- ¿Cómo que soy uno de los vuestros? Yo soy feo y torpe, todo lo contrario de vosotros. Vosotros son
elegantes y vuestras plumas brillan con los rayos del sol.
Y ellos le dijeron:
El patito se miró y lo que vio le dejó sin habla. ¡Había crecido y se había transformado en un precioso cisne!
Y en este momento, él supo que jamás había sido feo. Él no era un pato sino un cisne. Y así, el nuevo cisne se
unió a los demás y vivió feliz para siempre