El Cielo No Tiene Favoritos
El Cielo No Tiene Favoritos
El Cielo No Tiene Favoritos
autor de Sin novedad en el frente relata la historia de dos seres jóvenes que anhelan
el cumplimiento de un amor excepcional, no obstante hallarse confinados en un lugar
muy cercano a la muerte. Él, es un arriesgado conductor de automóviles de carreras.
Ella, padece una avanzada tuberculosis y ha sido desahuciada por los médicos. Su
amor les envuelve en un torbellino de pasión y de acción. Desean la vida con todas
sus fuerzas y se lanzan a ella en un ciego impulso, con su ineludible verdad a cuestas,
tratando de silenciar lo que hay en ella de fatal predestinación. Viven saboreando
desesperadamente las migajas de existencia que toman de la extendida mano del
tiempo. Una novela realista, esperanzadora y trágica a la vez, que respira un aire
inconfundible de relato personal, testimonio elocuente del profundo conocimiento
que el autor tiene del alma humana.
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Erich Maria Remarque
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Título original: Der himmel kennt keine gunstlinge
Erich Maria Remarque, 1963
Traducción: Willy Kemp
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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A Paulette Goddard Remarque.
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El autor se ha visto obligado a permitirse
ciertas libertades en la técnica y el desarrollo
de las carreras automovilísticas.
Espera que los aficionados al automovilismo
sabrán comprender.
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CAPÍTULO I
La posada, mal aireada, olía a cerveza vieja y a largo invierno. Clerfayt pidió
«Bündner Fleisch[1]», pan, queso y una jarra de Aigle[2] y se hizo servir la comida en
la terraza. No hacía mucho frío y el cielo se veía inmenso y de un color azul
genciana.
—¿Quiere que le lave el coche? —inquirió el muchacho, desde la estación de
servicio—. Buena falta le hace.
—No, limpia tan sólo el parabrisas.
Hacía mucho tiempo que la carrocería no había sido lavada y lo mostraba. Un
aguacero caído después de dejar atrás Aix, había trocado el rojo polvo de la costa de
Saint-Raphaél que cubría los guardabarros y el capó en un diseño de batik. A eso se
habían agregado las salpicaduras de lodo de los charcos que había en los caminos del
centro de Francia y el barro lanzado por las ruedas traseras de innumerables camiones
cuando eran adelantados.
«¿Por qué habré venido aquí? —se preguntó Clerfayt—. La temporada está muy
avanzada para esquiar. ¿Por compasión? La compasión es una mala compañera de
viaje y una peor meta. ¿Por qué no me dirijo a Munich o a Milán? ¿Pero qué haría en
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Munich o en Milán o en cualquier otra parte? Estoy cansado. ¿Cansado de quedarme,
cansado de partir o simplemente de tomar decisiones?»
.
Estableció que no había nada que decidir, bebió su vino y volvió a entrar en la
posada.
La camarera lavaba copas detrás del mostrador. Por encima de ella y de Clerfayt
la cabeza disecada de un gamo miraba con sus ojos de vidrio el anuncio de una
cervecería de Zurich que pendía de la pared. Clerfayt extrajo del bolsillo una botella
chata, forrada de cuero.
—¿Puede llenármela de coñac?
—¿«Courvoisier», «Rémy-Martin», «Martell»?
—«Martell».
La joven empezó a traspasar el coñac copa por copa. Un gato entró y se restregó
contra las piernas de Clerfayt. Éste pidió además dos paquetes de cigarrillos, fósforos,
pagó su cuenta y se marchó.
—¿Son kilómetros? —preguntó el muchacho del jersey rojo y señaló el
cuentakilómetros.
—No, son millas.
El chico dejó escapar un silbido.
—¿Entonces qué hace aquí en los Alpes? ¿Por qué no está en la autopista con
semejante coche?
Clerfayt estudió a su interlocutor: gafas que reflejaban la luz, nariz respingada,
granitos y orejas separadas; un ser que acababa de permutar la melancolía de la
infancia por todos los defectos de la adolescencia.
—No siempre se hace lo que conviene, hijo mío —dijo Clerfayt—, y elegir el
error con conocimiento de causa no carece de encanto, ¿me comprendes?
—No —respondió el muchacho y se sorbió los mocos—. A lo largo del paso
encontrará teléfonos pará pedir auxilio. Si se queda atascado bastará una llamada y
nosotros acudiremos en su ayuda. Aquí tiene nuestro número.
—¿Ya no tenéis perros San Bernardo con su barrilito de coñac sujeto al cuello?
—No, el coñac es demasiado caro y los perros se tornaron muy astutos: se bebían
el coñac. Ahora empleamos bueyes, bestias fuertes para remolcar los coches.
A través de los cristales centelleantes el muchacho sostuvo la mirada de Clerfayt.
—Tú eras lo único que me faltaba hoy. Un sabihondo alpino a mil doscientos
metros de altura. ¿Cómo te llamas, Pestalozzi o Lavater?
—No, Goring.
—¿Cómo?
—Goring —el muchacho sonrió poniendo al descubierto una dentadura en la que
faltaba un incisivo—, pero mi nombre de pila es Hubert.
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—¿Pariente de aquel…?
—No —interrumpió Hubert—. Nosotros somos de Basilea. Si hubiera
pertenecido a la familia de aquellos Goring no necesitaría servir gasolina en este
villorrio. Estaríamos disfrutando de una espléndida pensión.
Después de un lapso de silencio, Clerfayt observó:
—¡Ha sido un día peculiar! ¿Quién lo hubiera esperado? Que tengas suerte, hijo,
en tu existencia futura. Has sido una sorpresa para mí.
—Yo no puedo decir lo mismo. Usted corre pruebas, ¿verdad?
—¿Por qué?
Hubert Goring señaló el número inscrito en el capó, casi oculto bajo una capa de
barro.
—¡También eres detective! —Clerfayt subió al automóvil—. Tal vez fuera
conveniente que te encerraran pronto para salvar a la Humanidad de un nuevo
infortunio. Si llegaras a Primer Ministro sería demasiado tarde.
Puso el motor en marcha.
—Ha olvidado pagar —observó Hubert—. Son cuarenta y dos Fränkli.
Clerfayt le dio el dinero.
—Fränkli —dijo—. Esto me devuelve la tranquilidad, Hubert. Un país en el que
se aplica al dinero un apodo cariñoso jamás se convertirá en una dictadura.
Una hora más tarde el automóvil se había atascado. La nieve, cuyo peso había
quebrado las tablas de la barrera de contención levantada al pie de la ladera, había
obstruido el camino. Clerfayt hubiera podido dar la vuelta y bajar la cuesta, pero no
tenía ningún deseo de volver a encontrar tan pronto la mirada de pescado de Hubert
Goring. Además, desandar lo andado era contrario a su naturaleza. Así pues,
permaneció pacientemente sentado en su coche, fumó cigarrillos, bebió coñac,
escuchó el graznido de las cornejas y esperó la ayuda de Dios.
Al cabo de un tiempo la Providencia se manifestó bajo la forma de un pequeño
quitanieves. Clerfayt compartió el resto del coñac con su conductor, luego el hombre
hizo andar su máquina y ésta empezó a arremolinar la nieve y a arrojarla a un lado.
Parecía estar aserrando un gigantesco árbol blanco convirtiéndolo en un radiante
círculo de astillas que, a los rayos del sol declinante, mostraban todos los colores del
arco iris.
Doscientos metros más adelante el camino volvía a estar expedito. El quitanieves
se hizo a un lado y el automóvil de Clerfayt avanzó. El conductor de la máquina
salvadora le saludó agitando el brazo. Al igual que Hubert, llevaba un jersey rojo y
gafas. Por ese motivo Clerfayt había evitado hablarle de otra cosa que no fuera sobre
la nieve y el coñac; un segundo Goring ese mismo día hubiera sido demasiado.
Hubert había mentido: el paso no estaba cerrado en la cumbre y el automóvil
subió veloz hacia la cima. De súbito apareció ante Clerfayt el valle azul y blanco en
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el prematuro crepúsculo y diseminadas en él como en una caja de juguetes las casas
de la aldea con sus techos blancos, el oblicuo campanario de la iglesia, las pistas de
hielo, unos pocos hoteles y en las ventanas las primeras luces. Detuvo el coche un
momento y contempló el panorama. Seguidamente inició el descenso tomando las
curvas a marcha lenta. En alguna parte, allá abajo, debía encontrarse el sanatorio
donde estaba Hollmann, su copiloto, que había enfermado hacía un año. El médico
había descubierto que se trataba de tuberculosis y Hollmann se había reído del
diagnóstico. ¡Qué anacronismo en la era de los antibióticos y de los hongos
milagrosos! Si a pesar de todo se manifestaba el mal bastaba recurrir a un puñado de
píldoras y cierta cantidad de inyecciones y se recuperaba la salud. Pero las panaceas
no habían sido tan gloriosas e infalibles como se había supuesto, al menos no en el
caso de individuos que habían crecido durante la guerra y conocido privaciones. En
las afueras de Roma, en plena carrera de las mil millas, Hollmann había sufrido una
hemoptisis y Clerfayt se había visto obligado a dejarlo en el puesto. El médico había
insistido en mandarlo a la montaña por un par de meses. Hollmann se había resistido
al principio pero acabó por someterse y aquel par de meses ya se había convertido
casi en un año.
De repente el motor empezó a fallar. «Las bujías —pensó Clerfayt—, otra vez las
bujías». Eso ocurría por no pensar en lo que hacía mientras conducía. Dejó que el
vehículo descendiera la última parte de la pendiente con el motor apagado hasta que
se detuvo en un tramo llano y luego levantó la tapa del motor.
Como siempre, se trataba de las bujías del segundo y del cuarto cilindro que
estaban aceitadas. Las desenroscó, las limpio, las colocó nuevamente en su lugar y
puso el motor en marcha. Accionó varias veces la palanca del acelerador para
eliminar de los cilindros el exceso de aceite y al incorporarse advirtió que los caballos
que arrastraban un trineo que avanzaba en su dirección se habían espantado al
escuchar el súbito ulular del motor. Se alzaron sobre las patas traseras y arrastraron el
trineo hacia el automóvil a través de la calzada. Clerfayt corrió hacia ellos, cogió las
bridas del caballo de la izquierda y se dejó arrastrar. Después de algunos saltos los
animales se quedaron quietos. Temblaban y el vapor de su aliento flotaba alrededor
de sus cabezas. Sus ojos asustados y extraviados les daba la apariencia de criaturas
prehistóricas. Clerfayt soltó las riendas con cautela. Los caballos se quedaron quietos,
resoplaron e hicieron tintinear sus cascabeles. Observó que no eran animales
ordinarios de los que se destinan a arrastrar trineos.
Un hombre alto que llevaba un gorro de piel negra sin visera se irguió en el trineo
y procuró tranquilizar a las bestias con su voz. Actuaba como si Clerfayt no hubiera
estado allí. A su lado estaba sentada una joven que se aferraba al respaldo de su
asiento. Tenía tez bruna y ojos muy claros.
—Lamento haberla asustado —dijo Clerfayt—. No imaginé siquiera que aquí los
caballos no están acostumbrados a los automóviles.
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El hombre siguió ocupándose un rato más de los animales, luego aflojó las
riendas y se volvió a medias.
—No a los coches que hacen semejante alboroto —aclaró despectivamente—. De
todos modos hubiera podido detener el trineo sin su ayuda. No obstante le agradezco
el haber querido salvamos.
Clerfayt levantó la vista. Vio un rostro altivo en el que ardía un vestigio de burla,
cual si a aquel individuo le hubiera resultado divertido que él quisiera jugar a héroe
sin necesidad. Hacía mucho tiempo que nadie le resultaba tan antipático a primera
vista.
—No pretendía salvarlo a usted —respondió con sequedad—, sino simplemente
evitar que mi coche fuese atropellado por los patines de su trineo.
—Espero que al hacerlo no se haya ensuciado inútilmente.
El desconocido volvió a dedicarse a los caballos. Clerfayt contempló a la mujer
que iba en el trineo.
«¡Ah!, ése es el motivo —pensó—. Quiere ser él el héroe»
.
—No, no me he ensuciado —contestó con lentitud—, para eso se necesita algo
más.
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—Es Giuseppe, pero ya no corre más pruebas. Se lo compré a la fábrica y ahora
está retirado.
—Como yo.
Clerfayt levantó la vista.
—Tú no estás retirado. Tú estás en goce de licencia.
—¡Un año! Esto ya dejó de ser una licencia. Pero entra, festejaremos el
encuentro. ¿Sigues bebiendo vodka?
Clerfayt asintió.
—¿Sirven vodka en este establecimiento?
—Aquí hay de todo para los invitados. Éste es un sanatorio moderno.
—Es evidente, tiene el aspecto de un hotel.
—Forma parte del tratamiento. Terapia moderna. Somos huéspedes que
realizamos una cura, no pacientes. Las palabras «enfermedad» y «muerte» son tabú.
Se las ignora. Psicología aplicada, muy práctica para la moral. Pero de todos modos
se muere. ¿Qué hiciste en Montecarlo? ¿Participaste en el Rallye?
—Sí. ¿Ya no lees las noticias deportivas?
Por un momento Hollmann se quedó cohibido.
—Al principio solía leerlas, luego dejé de hacerlo. Idiota, ¿verdad?
—No, sensato. Léelas cuando vuelvas a correr.
—Sí —dijo Hollmann—, cuando vuelva a correr o cuando saque el premio mayor
en la lotería. ¿Quién fue tu copiloto en el Rallye?
—Torriani.
Se dirigieron al vestíbulo. Las laderas se veían rojas por el efecto del sol poniente.
Los esquiadores pasaban como comas negras a través del resplandor.
—Esto es muy hermoso —dijo Clerfayt.
—Sí, es una bonita prisión.
Clerfayt no contestó nada. Conocía otras prisiones.
—¿Siempre corres con Torriani ahora? —inquirió Hollmann.
—No, unas veces con éste, otras con aquél. Es a ti a quien espero.
No era verdad. Desde hacía medio año el compañero de Clerfayt era Torriani,
pero como Hollmann ya no leía las noticias deportivas la mentira era cómoda. Su
efecto en Hollmann había obrado como vino. De improviso se le formó sobre la
frente una fina franja de gotitas de sudor.
—¿Obtuviste algún premio en el Rallye? —preguntó.
—Nada. Llegamos demasiado tarde.
—¿De dónde habíais partido?
—De Viena. Fue una idea absurda. Fuimos detenidos por todas las patrullas
soviéticas, que creían que intentábamos raptar a Stalin o que transportábamos
dinamita. No me interesaba ganar, sólo quería probar el coche nuevo. ¡Qué calles
tienen en la zona rusa! Dignas del período glacial.
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—Ésa ha sido la venganza de Giuseppe —observó Hollmann riendo—. ¿Dónde
corriste anteriormente?
Clerfayt alzó la mano.
—Vamos a beber algo. Y hazme un favor: durante los primeros días de mi
estancia aquí hablemos en mi beneficio de todo menos de carreras y automóviles.
—¡Pero Clerfayt! ¿De qué otra cosa podemos hablar?
—Tan sólo por unos días.
—¿Qué sucede? ¿Ocurrió algo?
—Nada. Estoy cansado. Quisiera descansar, y aunque tan sólo sea por unos días,
no oír nada acerca de ese maldito abuso de permitir a los hombres lanzarse
vertiginosamente en máquinas demasiado veloces. Debes comprender esto.
—Naturalmente —convino Hollmann—. Pero ¿qué sucede? ¿Qué ocurrió?
—Nada —repitió Clerfayt, impaciente—. Soy supersticioso como cualquier
corredor. Mi contrato está por vencer y aún no ha sido renovado. No quiero atraer la
mala suerte. Eso es todo.
—Clerfayt —insistió Hollmann—, ¿quién se accidentó?
—Ferrer. Fue en una carrera simple, corta y miserable por la costa.
—¿Murió?
—Todavía no, pero le han amputado una pierna. Y esa loca que lo ha seguido por
todas partes, la falsa baronesa, se niega a verlo. Permanece sentada en la sala de
juego y no cesa de llorar. Le repugna convivir con un lisiado. Ahora ven y dame un
aguardiente. La última gota de mi coñac desapareció en el gaznate del conductor de
un quitanieves más sensato que nosotros; su vehículo no marcha a más de cinco
kilómetros por hora.
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—¿Cómo lo sabes?
—Es allí donde vamos cuando salimos de excursión.
—¿Excursión?
—Sí, a veces nos escapamos de noche, porque queremos sentirnos como
individuos sanos. Esta prohibido, pero cuando a uno lo asaltan ideas negras es
preferible a sostener con Dios infructuosas discusiones acerca de la razón por la cual
ha enfermado uno.
Hollmann extrajo del bolsillo interior de su chaqueta una botella chata y echó un
chorro de su contenido en el vaso.
—Gin —explicó—. También es eficaz.
—¿No te permiten beber? —inquirió Clerfayt.
—No está del todo prohibido, pero así es más sencillo.
Hollmann volvió a guardar la botella en el bolsillo.
—Aquí arriba uno se torna bastante infantil.
Un trineo se detuvo frente a la entrada. Clerfayt observó que era el mismo que
había encontrado en el camino. El hombre de la gorra de piel negra se apeó.
—¿Sabes quién es? —le preguntó a Hollmann.
—¿La mujer?
—No, el hombre.
—Es un ruso. Se llama Boris Wolkow.
—¿Es ruso blanco?
—Sí, pero para variar no es gran duque ni pobre. Su padre murió fusilado, pero
tuvo el tino de abrir oportunamente una cuenta bancaria en Londres antes de la
Revolución. La mujer y el hijo pudieron escapar. Se cuenta que la señora llevaba
cosidas al corsé esmeraldas del tamaño de nueces. En 1917 aún se usaba el corsé.
—Eres una verdadera agencia detectivesca. ¿Cómo sabes tantas cosas? —inquirió
Clerfayt riendo.
—Aquí se sabe pronto todo de todos —replicó Hollmann con un dejo de
amargura—. Dentro de dos semanas, cuando termine la actividad deportiva, esta
aldea se convertirá nuevamente en un pequeño nido de chismes por el resto del año.
Un grupo de personas bajas, vestidas de negro, se abrió paso detrás de ellos.
Conversaban animadamente en español.
—Por tratarse de una pequeña aldea, parece ser bastante cosmopolita —observó
Clerfayt.
—Lo es. La muerte no se ha tornado patriotera aún.
—Ya no estoy muy seguro de ello. —Clerfayt miró hacia la puerta—. ¿Ésa es la
esposa del ruso?
Hollmann se volvió.
—No.
El ruso y su acompañante entraron en el vestíbulo.
—¿Ellos también están enfermos? —pregunto Clerfayt.
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—Sí, parecen sanos sin embargo, ¿verdad?
—Sí.
—Sucede con frecuencia. Durante un período parecen rebosantes de vida, luego
se produce un cambio radical. Entonces ya no salen a pasear.
El ruso y la dama se quedaron de pie junto a la puerta. El hombre habló
persuasivamente a la mujer. Ella lo escuchó, seguidamente sacudió la cabeza con
vehemencia y se dirigió con paso vivo hacia el fondo del salón. El hombre la siguió
con la mirada, esperó un instante, luego salió y partió en su trineo.
—Creo que han reñido —dijo Clerfayt no sin satisfacción.
—Eso ocurre a menudo. Después de cierto tiempo todos se toman un poco locos
en este lugar. Psicosis de campamento de prisioneros. Las proporciones se trastuecan:
las pequeñeces se tornan importantes, y lo trascendental es cosa secundaria.
Clerfayt observó a Hollmann con atención.
—¿Tú también eres víctima de ese fenómeno?
—Yo también. Es imposible mantener la vista eternamente fija en un mismo
punto.
—¿Ambos viven en este sanatorio?
—La mujer sí, el hombre mora en su casa.
Clerfayt se puso en pie.
—Ahora iré al hotel. ¿Dónde podemos cenar esta noche?
—Aquí. Tenemos un comedor en el que se admiten invitados.
—Bien, ¿a qué hora nos reuniremos?
—A las siete. A las nueve debo estar en cama, como en el colegio.
—Como en la milicia —dijo Clerfayt—, o como en vísperas de una prueba.
¿Recuerdas aún cómo nos hacía ir hacia el hotel en Milán nuestro director, cual si
hubiéramos sido gallinas?
El rostro de Hollmann se iluminó.
—¿Gabrielli? ¿Actúa aún?
—Ciertamente. ¿Qué puede ocurrirle a un director de equipo? Al igual que los
generales ellos mueren en su lecho.
La mujer que había entrado en el sanatorio con el ruso regresó. Al llegar a la
puerta fue detenida por una matrona de cabellos grises que le dijo algo en tono bajo
pero perentorio. La joven no replicó y se volvió. Por un momento permaneció
inmóvil e irresoluta, luego descubrió a Hollmann y se acercó a su mesa.
—Cocodrilo no me deja salir más —susurró—. Sostiene que no debiera haber
salido esta tarde. Me amenazó dar parte al Dalai Lama si vuelvo a intentarlo…
Se interrumpió con la respiración entrecortada.
—Éste es mi amigo Clerfayt, Lillian —dijo Hollmann—. Ya le he hablado de él.
Me ha deparado una sorpresa con su visita inesperada.
La mujer hizo una inclinación de cabeza (aparentemente no había reconocido a
Clerfayt) y reanudó su diálogo con Hollmann.
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—Afirma que debiera estar en la cama —dijo con fastidio—, sólo porque he
tenido un poco de fiebre en los últimos días. Pero no dejaré que me tengan recluida.
¡Esta noche, no! ¿Usted permanecerá levantado?
—Sí, cenaré en el «limbo» con mi amigo.
—Me reuniré con ustedes.
La joven saludó con la cabeza a Clerfayt y a Hollmann y se retiró.
—Todo esto debe antojársele tibetano —observó Hollmann—. Aquí llamamos
«limbo» al refectorio en el que son admitidos nuestros invitados, el Dalai Lama es el
médico jefe y Cocodrilo la jefa de las enfermeras…
—¿Cómo se llama esa joven?
—Lillian Dunkerque. Es mitad belga, mitad rusa. Sus progenitores han fallecido.
—¿Por qué la excitan tanto estos pequeños contratiempos?
Hollmann se encogió de hombros. De improviso dio la sensación de sentirse
extenuado.
—Ya te expliqué que aquí todos se toman un poco locos, especialmente cuando
muere algún paciente.
—¿Hubo algún deceso recientemente?
—Sí, ayer falleció una amiga de Lillian aquí, en el sanatorio. A nadie le importa,
pero por cada asilado que deja de existir también muere algo en cada uno de los que
seguimos viviendo. Tal vez sea un poco de esperanza.
—Sí —convino Clerfayt—, pero eso ocurre en todas partes.
Hollmann asintió.
—Aquí la gente empieza a morir cuando llega la primavera. Los decesos son más
frecuentes que en invierno, ¿no es curioso?
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CAPÍTULO II
LOS pisos superiores del sanatorio ya no ofrecían ese aspecto de hotel, sino de
hospital. Lillian Dunkerque se detuvo frente a la habitación en que había expirado
Agnes Somerville. Oyó voces y ruido en su interior y entró.
El ataúd ya no estaba allí, las ventanas habían sido abiertas de par en par y dos
mujeres de servicio fregaban el piso diligentemente. El pavimento estaba anegado,
predominaba el olor a jabón y desinfectante, los muebles habían sido movidos de sus
sitios y la luz que despedía la bombilla eléctrica llegaba con cegadora claridad a
todos los rincones de la habitación.
Por un momento Lillian creyó haberse equivocado de cuarto, pero en seguida
descubrió el pequeño osito de felpa, la mascota de la difunta, que había sido arrojado
sobre el armario.
—¿Ya vinieron en su busca? —preguntó.
Una de las mujeres se incorporó.
—La llevaron al número siete porque este cuarto debe ser aseado. Mañana lo
ocupará otra paciente.
—Gracias.
Lillian cerró la puerta. Sabía cuál era el «número siete», un cuarto pequeño
contiguo al montacargas. Los muertos eran llevados allí para bajarlos fácilmente
durante la noche por el ascensor.
«Como baúles —pensó Lillian—. Y sus huellas son rápidamente borradas con
jabón y lisol»
.
El cuarto número siete estaba a oscuras, ni siquiera ardían los cirios. El ataúd
había sido cerrado. Ya habían atornillado la tapa sobre el rostro enjuto y el cabello
rojo y radiante. Todo estaba preparado para su traslado. Las flores habían sido
retiradas del ataúd y dejadas sobre un mesita envueltas en un trozo de hule provisto
de anillas y lazos para facilitar su pronto transporte. Las coronas estaban apiladas en
el suelo como sombreros en una sombrerería. Las cortinas no habían sido corridas y
por la ventana abierta la luna esparcía su claridad en aquella estancia glacial.
Lillian había ido a ver a la difunta por última vez, pero ya era demasiado tarde.
Nadie volvería a ver jamás el rostro pálido y el cabello reluciente que otrora fueran de
Agnes Somerville. Aquella noche bajarían subrepticiamente el ataúd y lo
transportarían en un trineo hasta el horno crematorio. Allí, bajo la súbita acometida
del fuego empezaría a arder, el cabello rojo crepitaría y desparramaría sus últimos
destellos, el cuerpo rígido se alzaría entre las llamas cual si hubiera resucitado y
luego todo se precipitaría, convertido en cenizas, en nada, en un vago recuerdo.
Lillian miró fijamente al ataúd.
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«¿Y si viviera aún? —pensó de repente—. ¿No era posible que hubiera vuelto en
sí una vez más dentro de ese cajón inexorable? ¿Acaso no ocurría a veces? ¿Quién
podía decir cuántas veces había ocurrido? Se conocían sólo unos pocos casos en los
que los muertos aparentes habían sido salvados, pero ¿cuántos se habrían asfixiado
silenciosamente sin que nadie se percatara jamás de su pavoroso fin? ¿No era posible
que tal vez en ese preciso instante Agnes Somerville estuviera tratando de gritar sin
lograr emitir un sonido con la garganta reseca, sofocada en medio de la estrecha
oscuridad de esa caja tapizada de seda crujiente?»
.
«Estoy loca —se dijo—. ¿Por qué se me ocurren estas ideas? No debiera haber
venido a este cuarto. ¿Por qué lo hice? ¿Por sentimentalismo, por turbación o por esa
horrorosa curiosidad que nos hace querer penetrar con la mirada el rostro de un
muerto como si fuera un abismo al que quizá pueda arrancarse aún una respuesta? La
luz, debo encender la luz»
.
Se dirigió a la puerta, pero súbitamente se detuvo y escuchó. Creía haber oído un
crujido muy leve, pero nítido, como de uñas que arañaran sobre la seda. Con un
movimiento rápido hizo girar la llave de la luz. La aguda claridad que difundió la
lámpara desprovista de pantalla desplazó a la noche, a la luna y al espanto.
«Son alucinaciones —pensó—. Fueron mi propio vestido y mis propias uñas. No
fue un débil y postrer resto de vida que volviera a agitarse»
.
Clavó la vista nuevamente en el ataúd que en aquel momento envolvía la luz
hiriente. No, ese pulido y negro cajón de manijas de bronce ya no encerraba nada de
vida. Por el contrario, en él había quedado encerrada la sombría amenaza que conoce
la Humanidad. Ya no era Agnes Somerville, su amiga, quien yacía en su interior
inmóvil, con su vestido dorado, la sangre detenida y los pulmones carcomidos;
tampoco era la imagen de cera de un ser humano al que los humores encerrados en él
empezaban a destruir. No, en esa caja tan sólo acechaba la nada absoluta, la sombra
sin sombras, la incomprensible nada, ávida de la otra nada que mora en toda la vida y
crece, que nace con toda criatura y que también en ella, Lillian Dunkerque, crecía
silenciosamente y día a día iba devorando su vida hasta que llegase el momento en
que tan sólo quedaría eso y su envoltura al igual que aquella que estaba allí, sería
metida en un cajón negro, condenada a la putrefacción y a la disolución.
Tendió la mano a sus espaldas para asir la manija de la puerta. En el preciso
instante en que iba a tocarla, la manija se movió violentamente en su mano. Lillian
ahogó un grito. La puerta se abrió y ante ella apareció uno de los enfermeros del
sanatorio con los ojos desorbitados.
—¿Qué ocurre? —tartamudeó—. ¿De dónde salió usted?
Su mirada espantada escudriñó la habitación en la que las cortinas flameaban a
impulso de la corriente de aire.
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—El cuarto estaba cerrado, ¿cómo entró aquí? ¿Dónde está la llave?
—La puerta no estaba cerrada con llave.
—Entonces alguien debe… —el enfermero miró hacia la puerta y se pasó la mano
por la cara—. ¡Allí está! ¿Sabe? Por un momento pensé…
—¿Qué pensó?
El hombre señaló el ataúd.
—Pensé que fuera usted…
—Soy yo, pues —susurró Lillian.
—¿Qué?
—Nada.
El hombre dio un paso dentro de la habitación.
—Usted no me entiende. Pensé que fuera la difunta. ¡Uf! ¡Qué le pase esto a un
hombre avezado como yo! —se echó a reír—. Esto se llama un susto de medianoche.
¿Qué hacía aquí? La número dieciocho ya ha sido tapada.
—¿Quién?
—La número dieciocho, ignoro su nombre. Tampoco importa. Cuando se ha
dejado de existir de nada sirve el nombre más bello.
El criado apagó la luz y cerró la puerta.
—Alégrese de no estar en su lugar, señorita —dijo con voz amable.
Lillian hurgó en su bolso y extrajo algún dinero.
—Aquí tiene algo que le compensará por el susto que le he dado.
El enfermero saludó y se restregó el mentón.
—Muchas gracias, lo compartiré con mi colega Joseph. Después de haber
cumplido tan triste menester, una cerveza acompañada de un aguardiente siempre
reconforta. No lo tome muy a pecho, señorita. Tarde o temprano nos llega el turno a
todos.
—Sí —contestó Lillian—. Es un consuelo, un consuelo realmente maravilloso,
¿verdad?
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Se acurrucó en un sillón junto a la ventana.
«Tengo veinticuatro años —se dijo—, la misma edad de Agnes. Hace cuatro años
que estoy confinada en este lugar. Antes hubo casi seis años de guerra. ¿Qué conozco
de la vida? La huida de Bélgica, destrucción, lágrimas, angustia, la muerte de mis
padres, hambre, y luego la enfermedad como consecuencia de la inanición y el éxodo.
Era apenas una niña. Recuerdo vagamente cómo debieron ser las ciudades en la
época de paz. La noche debió tener miríadas de luces, un mundo deslumbrante en las
calles. ¿Qué sé de todo eso? Recuerdo tan sólo los oscurecimientos y las lluvias de
bombas en medio de las tinieblas impenetrables, la ocupación, el terror, los
escondites y el frío. ¿Felicidad? ¡Cómo había menguado el significado de esa palabra
infinita que otrora brillara en tantos sueños! Una habitación sin calefacción, un
mendrugo, un sótano, cualquier lugar al abrigo de los bombardeos se había
convertido en sinónimo de felicidad. Y luego vino el sanatorio»
.
Miró fijamente a través de la ventana. Abajo, junto a la entrada de servicio se
había detenido un trineo. Quizá fuera el que llevaría los restos de Agnes Somerville.
Hacía un año había entrado por la puerta principal del establecimiento con el rostro
iluminado por la risa, envuelta en pieles y con los brazos cargados de flores; esa
noche lo abandonaba sigilosamente por la puerta de servicio cual si no hubiera
pagado su cuenta. Hacía seis semanas había hecho con Lillian planes para la partida.
La partida: un fantasma, un espejismo que no cesaba de alejarse.
Sonó el teléfono. Vaciló antes de levantar el auricular.
—Sí, Boris… (escuchó). Sí Boris, sí, soy razonable… Sí, ya sé que muere mucha
más gente de infartos y de cáncer… He leído las estadísticas. Sí, ya sé que eso nos
parece a nosotros porque vivimos aquí arriba muy juntos… Sí, muchos se curan, sí,
sí, las nuevas drogas… Sí, Boris, soy razonable, te lo aseguro… No, no vengas… Sí,
te amo, naturalmente…
Colgó el auricular.
—Ser razonable —murmuró y se miró al espejo desde el que su rostro la
contempló con ojos extraños—. Ser razonable. «Dios mío he sido razonable
demasiado tiempo. ¿Para qué? ¿Para convertirme en la número veinte o treinta
encerrada en una caja negra y quedar relegada al cuarto número siete, para
convertirme en algo que infunde pavor?»
.
Consultó el reloj. Faltaba poco para las nueve. Ante ella se extendía la noche
oscura e interminable, llena de pánico y tedio, esa mezcla espantosa que era una
característica de los sanatorios: el pánico que provoca la enfermedad y el tedio,
consecuencia de una existencia reglamentada que unidos se tornaban insoportables
porque el contraste no conducía sino a una sensación de total desesperanza.
Lillian se incorporó. «¡Todo menos quedarme sola! Abajo deben de haber
quedado algunas personas… Quizás Hollmann y su visitante»
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.
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Los tres personajes de negro se levantaron. Silenciosos, como lo habían estado
durante la velada, se dirigieron solemnemente hacia la puerta en fila india.
Faltó poco para que tropezaran con Lillian Dunkerque que entró de manera tan
intempestiva que la señora gorda se apartó lanzando un agudo chillido.
Lillian se encaminó presurosa hacia la mesa que ocupaban Hollmann y Clerfayt y
luego se volvió para observar a la dama americana.
—¿Por qué gritó de ese modo? —murmuró—. No soy un fantasma. ¿O quizá sí?
—buscó su espejo—. Al parecer esta noche todos se asustan de mí.
—¿Quién más se asustó? —preguntó Hollmann.
—El enfermero.
—¿Joseph?
—No, su ayudante. Usted ya sabe lo que hace…
Hollmann asintió.
—Pero a nosotros no nos asusta, Lillian.
La joven guardó el espejo.
—¿Ya estuvo por aquí Cocodrilo?
—No, pero llegará en cualquier momento y nos expulsará. Es puntual como un
sargento prusiano.
—Esta noche Joseph guardará la puerta, ya me he informado. Podremos
escaparnos. ¿Vendrá con nosotros?
—¿Adónde? ¿Al bar del «Palace»?
—No tenemos otra alternativa.
—En el bar del «Palace» no hay nada —informó Clerfayt—. Vengo de allí.
Hollmann rió.
—Para nosotros siempre hay algo, nos conformamos aun con un bar desierto.
Todo lo que pasa fuera del sanatorio nos parece lleno de atractivo. Aquí uno deja de
ser exigente.
—El momento es propicio —dijo Lillian Dunkerque—. Con excepción de Joseph,
nadie vigila. El otro criado está ocupado aún.
Hollmann alzó los hombros.
—Tengo un poco de temperatura, Lillian, esta noche… ¡El diablo sabrá por qué!
Quizá porque volví a ver el sucio coche de Clerfayt.
Una mujer encargada de la limpieza entró en el recinto y empezó a colocar las
sillas sobre las mesas para limpiar el piso.
—Ya hemos salido otras veces a pesar de la fiebre —observó Lillian.
Hollmann la miró, confuso.
—Es verdad, pero esta noche no lo haré, Lillian.
—¿También por culpa de ese sucio automóvil?
—Es posible. ¿Boris se ha negado a acompañarla?
—Boris cree que estoy durmiendo. Esta tarde lo obligué a salir conmigo. No lo
haría otra vez.
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La mujer de la limpieza descorrió las cortinas. El paisaje inmenso y hostil quedó
de pronto ante ellos, ventana por medio: las laderas bañadas de luz de luna, el bosque
tenebroso, la nieve. Aquellas tres personas parecían perdidas frente a él. La mujer
empezó a apagar las luces adosadas a las paredes. Con cada luz que se extinguía, el
paisaje parecía avanzar un paso más dentro de la estancia hacia ellos.
—¡Allí está Cocodrilo! —advirtió Hollmann.
La jefa de enfermeras estaba junto a la puerta. Sonreía con dientes prietos y
mirada fría.
—¡Los fanáticos de la noche, como siempre! ¡Es hora de cerrar, señores míos! —
no reconvino a Lillian por verla levantada a esa hora—. Hora de cerrar —repitió—.
¡A la cama, a la cama! Mañana será otro día.
Lillian se puso en pie.
—¿Está tan segura de lo que ha afirmado?
—Completamente segura —respondió la jefa de enfermeras con deprimente
alegría—. En su mesita de noche encontrará un somnífero, señorita Dunkerque.
Descansará como en brazos de Morfeo.
—¡Como en brazos de Morfeo! —repitió Hollmann disgustado, cuando
Cocodrilo se hubo marchado—. Esta mujer es la reina de los clisés. Esta noche se ha
mostrado generosa. ¿Por qué estos policías de la salud se empeñan en tratar a todo ser
que cae en un hospital como si todos fueran niños o idiotas, con esa espantosa y
paciente superioridad?
—De ese modo se vengan de su profesión —replicó Lillian—. Si los enfermeros
y las enfermeras carecieran de ella morirían víctimas de complejos de inferioridad.
Estaban en el vestíbulo frente al ascensor.
—¿Adónde irá ahora? —preguntó Lillian a Clerfayt.
El hombre la miró.
—Al bar del «Palace».
—¿Me lleva con usted?
Clerfayt titubeó un instante. Había tenido cierta experiencia con rusas excéntricas
y también con medio rusas. Pero de pronto recordó la escena del trineo y el rostro
altivo de Wolkow.
—¿Por qué no? —dijo.
Lillian esbozó una sonrisa desvalida.
—¿No es doloroso que debamos mendigar un poco de libertad como un
alcohólico pide la última copa al barman que se la niega? ¿No le parece deplorable?
Clerfayt asintió con la cabeza.
—Yo me vi obligado a hacerlo con bastante frecuencia.
Por primera vez Lillian lo miró de frente.
—¿Usted? —preguntó—. ¿Usted, por qué?
—Todos tienen sus motivos, hasta una roca. ¿Dónde debo esperarla? ¿O prefiere
salir en seguida?
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—No. Salga usted por la puerta principal. Cocodrilo está vigilando allí. Luego
tome un trineo, suba por la derecha y espéreme detrás del sanatorio. Saldré por la
puerta de servicio.
—Entendido.
Lillian entró en el ascensor. Hollmann se volvió hacia Clerfayt.
—¿No te molesta que no te acompañe esta noche?
—Naturalmente que no. De todos modos no me marcharé mañana.
Hollmann lo observó inquisitivo.
—¿Y Lillian? ¿Hubieras preferido estar solo?
—De ningún modo. ¿A quién le agrada estar solo?
Clerfayt atravesó el vestíbulo desierto y salió. Sólo había quedado encendida una
pequeña lámpara junto a la puerta. A través de las grandes ventanas los rayos de la
luna dibujaban amplios rombos sobre el pavimento. Junto a la puerta estaba
Cocodrilo.
—Buenas noches —saludó Clerfayt.
—Good night[3] —respondió la mujer.
Clerfayt no acertaba a imaginar por qué de improviso le había hablado en inglés.
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—¿Evitó traer el coche para no herir a Hollmann? —inquirió al cabo de un rato.
Clerfayt la miró perplejo.
—No la entiendo.
—¿Dejó el automóvil en la aldea para que Hollmann no se mortificara al verlo?
Era verdad. Clerfayt había advertido que Hollmann se había excitado
sobremanera al encontrarse frente a Giuseppe.
—No —respondió—. El coche necesitaba urgentemente una limpieza.
Extrajo un paquete de cigarrillos.
—Deme uno a mí también —pidió Lillian.
—¿Le permiten fumar?
—Naturalmente.
La respuesta fue tan brusca que Clerfayt no dudó de que mentía.
—Sólo tengo «Gauloises», tabaco negro y fuerte de la Legión Extranjera.
—Lo conozco, lo fumábamos durante la ocupación.
—¿En París?
—En un sótano de París.
Clerfayt le dio fuego.
—¿De dónde venía usted? —preguntó Lillian—. ¿De Montecarlo?
—No, de Vienne.
—¿De la capital de Austria?
—No, una pequeña ciudad somnolienta cerca de Lión que seguramente usted no
conoce. Su único renombre se debe al hecho de poseer uno de los mejores
restaurantes de Francia, el «Hotel de Pyramide».
—¿Pasó por París?
—No, porque hubiera significado un gran rodeo. París se encuentra mucho más al
Norte.
—¿Qué itinerario siguió?
Su desmedida curiosidad asombró a Clerfayt.
—La ruta habitual —dijo—, pasando por Belfort y Basilea. Tenía que hacer una
diligencia en esta ciudad.
Lillian guardó silencio un instante.
—¿Cómo fue? —preguntó luego.
—¿Qué? ¿El viaje? Aburrido. Cielo gris y llanuras interminables hasta llegar a los
Alpes.
Percibía su respiración en la penumbra. Poco después, a la luz fugaz de la vidriera
de una relojería alcanzó a ver su rostro. Tenía una extraña expresión de estupor,
sarcasmo y dolor.
—¿Aburrido porque veía llanuras? ¡Dios mío, qué daría por no ver montañas a mi
alrededor!
De súbito Clerfayt comprendió la razón de sus exhaustivas preguntas. Para los
enfermos que se encontraban en aquella región las montañas eran muros que
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limitaban su libertad. Aliviaban su respiración y les daban esperanzas, pero no las
podían abandonar. Su mundo se limitaba a aquel alto valle y por esa razón toda
noticia proveniente del llano era noticia de un paraíso perdido.
—¿Cuánto tiempo hace que está aquí? —le preguntó.
—Cuatro años.
—¿Y cuándo podrá abandonar esta región?
—Pregúntele al Dalai Lama —respondió Lillian con amargura—. Me lo promete
cada dos meses, al igual que los Gobiernos en bancarrota prometen uno tras otro sus
planes cuatrienales.
El trineo se detuvo al desembocar en la calle principal. Un grupo de turistas
vestidos con ropas de esquiar pasó, bullanguero, a su lado. Una mujer muy rubia, que
llevaba un suéter azul rodeó con sus brazos la cabeza del caballo. El animal resopló.
—Come, Daisy, darling[6] —la llamó uno de los turistas.
Lillian arrojó violentamente su cigarrillo sobre la nieve.
—Esta gente derrocha su dinero para venir a la montaña y nosotros lo daríamos
todo por poder volver al llano. ¿No es como para morirse de risa?
—No —replicó Clerfayt, sereno.
El trineo volvió a emprender la marcha.
—Deme otro cigarrillo —dijo Lillian.
Clerfayt le tendió el paquete.
—Sin duda no comprende usted que uno pueda sentirse aquí como en un campo
de prisioneros, no como en una cárcel donde al menos se sabe cuándo se va a salir,
sino como en un campo donde no hay juicio ni sentencia.
—Lo comprendo —dijo Clerfayt—. Yo también estuve recluido.
—¿Usted? ¿En un sanatorio?
—No, en un campo de prisioneros, durante la guerra. Pero en nuestro caso ocurría
a la inversa. Nos tenían confinados en la marisma y las montañas suizas eran para
nosotros el sueño de libertad. Podíamos verlas desde el campamento. Uno de
nosotros, oriundo de esta región, nos enloquecía con sus narraciones. Si en aquel
entonces nos hubieran ofrecido la libertad a cambio de vivir en la montaña algunos
años, creo que muchos hubieran aceptado. Esto también es como para morirse de risa,
¿verdad?
—No. ¿Usted también hubiera aceptado?
—Yo había concebido un plan para evadirme.
—¿Quién no lo tuvo? ¿Se fugó?
—Sí.
Lillian se inclinó hacia delante.
—¿Logró escapar o volvieron a apresarlo?
—Escapé, de lo contrario no estaría aquí. No había términos medios.
—¿Y su compañero? —inquirió Lillian al cabo de un rato—. ¿Aquel que les
hablaba de las montañas?
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—Murió en el campamento víctima del tifus una semana antes de ser liberado.
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—En el corredor, a la derecha, junto a la puerta del bar.
—Entretanto traiga el vino, abra la botella y déjelo respirar.
—¿Era Cocodrilo? —inquirió Lillian cuando su acompañante regresó a la mesa.
—No, era una llamada desde Montecarlo.
Clerfayt vaciló, pero cuando vio que su rostro se iluminaba pensó que no le
dañaría saber que en otros lugares también moría gente.
—Era del hospital de Montecarlo. Ha muerto un conocido mío.
—¿Debe regresar?
—No. Ya no hay nada que hacer. Más aún, creo que ha sido una suerte para ese
desdichado.
—¿Suerte?
—Sí. Se accidentó durante la carrera y hubiera quedado lisiado.
Lillian lo miró fijamente. Creía no haber oído bien. «¿Qué bárbara insensatez
estaba diciendo ese sano intruso?»
.
—¿No ha pensado que a veces los lisiados ansian seguir viviendo? —preguntó
con voz muy queda y súbitamente cargada de odio.
Clerfayt no contestó en seguida. En sus oídos resonaba aún la voz dura, metálica
y desesperada de la mujer que lo había llamado. «¿Qué debo hacer? ¡Ferrer no ha
dejado nada, nada de dinero! ¡Venga, ayúdeme! Estoy en un aprieto. Usted tiene la
culpa. Vosotros tenéis la culpa, vosotros, los fanáticos de esas malditas carreras».
Trató de reaccionar.
—Todo depende —comentó—. Ese hombre estaba perdidamente enamorado de
una mujer que lo engañaba con todos los mecánicos. Todo lo que le pedía a la vida
eran sonoros triunfos y la posesión exclusiva de esa mujer. Falleció sin saber la
verdad, falleció ignorando que la mujer que él amaba se negaba a verlo porque le
habían amputado una pierna. A eso llamo suerte. Además, como automovilista nunca
hubiera pasado de ser un volante mediocre.
—Quizá deseara vivir a pesar de todo.
—No lo sé —respondió Clerfayt, súbitamente irritado—, pero he visto morir
personas de manera más miserable. Supongo que usted también.
—Sí —admitió Lillian, obstinada—, pero todos hubieran querido seguir viviendo.
Clerfayt guardó silencio.
«¿Qué estoy diciendo? —pensó—. ¿Y para qué? Estoy tratando de convencerme
de algo que no creo. ¡Esa voz dura, fría y metálica de la amiga de Ferrer en el
teléfono…!»
.
—Nadie escapa a la muerte —concluyó, impaciente—, y nadie sabe cómo ni
cuándo será atrapado. ¿Quién puede regatear con el tiempo? ¿Qué es una vida larga?
Un largo pasado. El futuro siempre alcanza hasta el próximo suspiro o hasta la
próxima carrera. Más allá nada se sabe.
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Clerfayt alzó su copa.
—¿Bebemos por esto?
—¿Por qué?
—Por nada, quizá por un poco de coraje.
—Estoy cansada de coraje —replicó Lillian—, y también de consuelo. Prefiero
que me describa cómo es la vida allá abajo, allende la montaña.
—Desesperante. Llueve desde hace varias semanas.
Lillian dejó la copa en la mesa con movimiento pausado.
—¡Llueve! —exclamó como si hubiera dicho «¡Vida!»—. Aquí no ha vuelto a
llover desde octubre. Tan sólo cae nieve. Casi he olvidado lo que es la lluvia.
Nevaba aún cuando salieron del bar. Clerfayt llamó un trineo. Las campanillas de
los arreos del caballo tintineaban. La carretera estaba silenciosa en medio de la
oscuridad arremolinada. Al cabo de un rato oyeron el cascabeleo de otro trineo
proveniente de la montaña. El cochero detuvo el carruaje en un apartadero, junto a un
farol, para dar paso al que bajaba. El caballo pataleó y piafó. El segundo trineo se
deslizó por su costado casi sin ruido sobre la nieve. Era un trineo bajo para carga,
sobre el cual era transportado un cajón oblongo, cubierto por un hule negro. Debajo
de un lienzo asomaban unas flores. Otro lienzo cubría de manera imperfecta una pila
de coronas.
El cochero se persignó y ordenó al caballo continuar la marcha. Recorrieron las
últimas curvas en silencio y se detuvieron ante la entrada posterior del sanatorio. Una
bombilla eléctrica protegida por una pantalla de porcelana proyectaba sobre la nieve
un círculo de luz amarilla dentro del cual habían quedado capturadas algunas hojas
verdes. Lillian se apeó.
—Todo es inútil —musitó con una sonrisa forzada—. Se la puede olvidar un
instante, pero no podemos escapar a ella.
Abrió la puerta.
—Gracias —murmuró—, y discúlpeme. Mi compañía no ha sido muy amena,
pero esta noche no podía estar sola.
—Yo tampoco.
—¿Usted? ¿Por qué?
—Por la misma causa que la aflige a usted. Se lo dije, la llamada telefónica desde
Montecarlo.
—Pero usted dijo que era una suerte.
—Hay diversas clases de suerte y se dicen muchas cosas.
Clerfayt introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo.
—Aquí está el kirsch que prometió al criado y una botella de vodka para usted
Buenas noches.
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CAPÍTULO III
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—¿Qué es eso? —le preguntó a un mozalbete ocupado en despejar la nieve
acumulada ante la puerta de un negocio.
—¿Eso que está allí? El crematorio, caballero.
Clerfayt tragó saliva. No se había equivocado entonces.
—¿Aquí? ¿Para qué tenéis aquí un crematorio?
—Para los muertos de los sanatorios.
—¿Para eso necesitan un crematorio? ¿Mueren tantos?
El muchacho se apoyó sobre la pala.
—Ahora no, caballero. Pero antes…, antes de la guerra… y después… hubo aquí
muchos muertos. Tenemos inviernos largos y en invierno resulta una ardua tarea
cavar la tierra. Todo está tan helado que parece petrificado. Para estos casos es mucho
más práctico el crematorio. El nuestro tiene casi treinta años.
—¿Treinta años? Entonces lo tuvisteis antes que los crematorios se pusieran de
moda, ¿verdad? ¿Mucho antes de la época de la gran coyuntura?
El muchacho no comprendió lo que Clerfayt había querido significar.
—Aquí siempre fuimos los primeros en adoptar las cosas prácticas, caballero.
Además es más barato. Ahora la gente ya no quiere gastar tanto dinero en el
transporte de cadáveres. Antes era distinto. Las familias hacían repartir los restos de
sus muertos en féretros soldados de cinc. ¡Aquéllos eran tiempos mejores que los
actuales!
—Ya lo creo.
—¡Vaya que sí! Debiera escuchar alguna vez a mi padre relatar estas cosas. ¡De
este modo recorrió todo el mundo!
—¿Qué modo?
—Como escolta de cadáveres —aclaró el muchacho, asombrado de tanta
ignorancia—. En aquel entonces la gente tenía piedad, caballero. No dejaban que sus
muertos viajaran solos, especialmente cuando debían atravesar el océano. Mi padre
conocía América del Sur como su propio bolsillo. Los sudamericanos tenían dinero y
siempre querían llevar de regreso a su país a sus muertos. Eso fue antes de que los
aviones se popularizaran. Los ataúdes se transportaban dignamente por tren y por
barco. Como es natural, la travesía duraba semanas. ¡Qué comidas se servían al
escolta! Mi padre recopiló los menús y los hizo encuadernar. Cierta vez, cuando
debió acompañar a una distinguida dama chilena, aumentó más de treinta libras de
peso. Todo era gratis, la cerveza también, y por añadidura siempre había algún regalo
cuando se entregaba el ataúd a la familia. —El muchacho echó una mirada hostil en
dirección a la construcción cúbica de la que salía en esos momentos un humo menos
denso—. Luego vino el crematorio. Al principio era tan sólo para los librepensadores,
pero poco a poco se fue poniendo de moda.
—Así es —confirmó Clerfayt—. No sólo aquí.
El muchacho asintió.
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—La gente ya no respeta a la muerte. Es consecuencia de las dos guerras
mundiales: murieron muchos seres humanos. Se los contaba por millones. Eso
arruinó el oficio de mi padre. Ahora, hasta los parientes de ultramar ordenan incinerar
a sus muertos y piden que las cenizas, guardadas en una urna, sean enviadas a
América del Sur por avión.
—¿Sin escolta?
—Sin escolta, caballero.
Había dejado de salir humo del crematorio. Clerfayt extrajo un paquete de
cigarrillos y se lo tendió al locuaz mozo.
—¡Si usted hubiera visto los cigarros que traía mi padre! —dijo mientras tomaba
un cigarrillo y lo examinaba—. ¡Habanos, señor mío, los más finos del mundo!
¡Cajas enteras! Le daba lástima fumarlos. Los vendía a los hoteles de la región.
—¿Qué hace su padre actualmente?
—Ahora tenemos esta floristería —el muchacho señaló el comercio ante el que se
hallaban—. Si necesita alguna cosa recuerde que nuestros precios son más ventajosos
que los de los bandidos de la aldea. Y a veces recibimos cosas magníficas.
Precisamente esta mañana ha llegado una nueva remesa. ¿No necesita nada?
Clerfayt meditó. «¿Flores? ¿Por qué no? Podía enviárselas al sanatorio a la belga
rebelde de madre rusa. Le procuraría una alegría. Y si se enteraba su amigo, el altivo
ruso, tanto mejor»
.
Entró en la tienda. Una fina campanilla resonó estridente. De detrás de una
cortina emergió un individuo que hubiera podido considerarse una mezcla de
camarero y sacristán. Vestía un traje oscuro y su escasa estatura sorprendió a Clerfayt,
que lo examinó con curiosidad. Lo había imaginado más musculoso, pero de pronto
recapacitó que aquel hombre no había tenido que usar sus fuerzas para transportar los
ataúdes.
El local ofrecía un aspecto miserable y las flores eran vulgares con excepción de
algunas que eran muy hermosas y resaltaban en aquel ambiente. Clerfayt descubrió
un florero con lilas blancas y una larga vara de orquídeas chatas y blancas.
—¡Frescas como el rocío! —observó el hombrecito—. Llegaron esta mañana.
Esta orquídea es un ejemplar precioso. Se mantiene por lo menos tres semanas. Es
una especie rara.
—¿Es conocedor de orquídeas?
—Sí, señor mío. He visto muchas variedades. También en el exterior.
«En América del Sur —pensó Clerfayt—. Tal vez, después de entregar los
ataúdes, exploraba la jungla para enriquecer su repertorio de aventuras que más tarde
relataría a sus asombrados hijos y nietos»
.
—Póngala en una caja —dijo mientras sacaba del bolsillo el guante de terciopelo
negro de Lillian—. Agregue esto también. ¿Puede facilitarme una tarjeta y un sobre?
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Regresó a la aldea. Durante el trayecto le persiguió el repugnante hedor dulzón
del crematorio. Sabía que era imposible; el föhn había impulsado el humo hacia
abajo, pero la distancia que lo separaba del homo era demasiado grande para percibir
aún su olor. Tan sólo lo obsesionaba el recuerdo de hornos que habían estado
encendidos día y noche… Hornos que no habían estado muy distantes del
campamento donde estuviera prisionero…, hornos que quería olvidar.
Entró en una taberna.
—Un kirsch doble.
—Le sugiero un pflümli[7] —dijo el tabernero—. Tenemos uno excelente. El
kirsch viene muy adulterado.
—¿El aguardiente de ciruelas no?
—Es menos conocido y no se exporta. Pruébelo.
—Está bien. Sírvame uno doble.
El tabernero llenó la copa hasta el borde. Clerfayt la vació de un trago.
—Tiene buenas tragaderas —observó, ¿pero aprecia el gusto de esa manera?
—No quería paladear; buscaba borrar un sabor. Sírvame otro, esta vez lo
degustaré.
—¿Doble?
—Sí, doble.
—Entonces lo acompañaré —decidió el tabernero—. La bebida es una
enfermedad contagiosa.
—¿Entre los taberneros también?
—Yo soy medio tabernero; la otra mitad la tengo de artista. Dedico mis ratos de
ocio a la pintura. Un huésped de la casa de salud me enseñó a pintar.
—Bien —dijo Clerfayt—, entonces bebamos por el arte. Ésa es una de las pocas
cosas que no se han desvalorizado hoy en día. Los paisajes no disparan tiros. ¡Salud!
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—No. Estuvo también esta mañana, pero tan sólo por un instante.
Hollmann estaba sentado al volante de Giuseppe con la espalda vuelta hacia
Clerfayt. No cabía duda de que en su imaginación estaba corriendo una prueba. Podía
escucharse el leve crujido de la palanca de cambio al ser accionada. Clerfayt meditó
un momento, luego le hizo una seña al dueño del garaje y salió.
—No le diga que lo vi.
El hombre asintió sin demostrar curiosidad.
—Deje que haga con el coche lo que le venga en gana. Tome. —Clerfayt extrajo
del bolsillo las llaves del automóvil—. Si le pide las llaves, déselas. Si no se las pide
colóquelas en el encendido cuando se haya marchado. Para la próxima vez.
Naturalmente, sin conectar el encendido. ¿Comprende?
—¿Debo dejarlo hacer lo que quiera con las llaves?
—Y con el coche también —aclaró Clerfayt.
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—Me iré a dormir. Este aire me cansa, tienes razón. ¿Podrás permanecer
levantado esta noche? ¿Cenar conmigo aquí?
—Naturalmente. Hoy no he tenido fiebre y la de anoche no la anoté en el cuadro
clínico. La enfermera me tiene tanta confianza que me permite tomarme la
temperatura personalmente. ¡Qué privilegio! ¡Cómo odio los termómetros!
—Bien, a las ocho, ¿te parece bien?
—A las siete. Pero quizá quieras comer en alguna otra parte. Esto debe de
resultarte tedioso.
—No seas necio. En mi vida he tenido poca oportunidad de gozar de ocio serio y
provechoso como no sea el de preguerra. Semejante cosa se ha convertido hoy en día
en la rara y preciosa aventura de nuestro tiempo, reservada tan sólo a los suizos y a
nadie más en Europa. Ni siquiera es concedida en Suecia, donde la cotización de la
moneda decreció mientras la Humanidad era salvada desde todas partes. ¿Quieres que
te traiga algo de la aldea y lo introduzca de contrabando?
—No. Aquí tengo todo lo que necesito. Esta noche habrá fiesta en los aposentos
de una italiana, María Savini. De más será decir que se trata de una reunión
clandestina.
—¿Irás?
Hollmann sacudió la cabeza.
—No tengo el menor deseo. Siempre se realizan estas fiestas cuando alguien ha
partido. Partir significa «morir». Entonces se bebe y se habla para infundirse nuevo
coraje.
—Una especie de ágape fúnebre.
—Sí, algo parecido —Hollmann bostezó—. Es la hora de la siesta obligada.
Debemos permanecer acostados sin hablar. Para mí también rige el reglamento. Hasta
esta noche, Clerfayt.
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Durante algún tiempo había concurrido a la revisión en compañía de Agnes
Somerville. Había podido observar entonces cómo Agnes se transformaba de repente
de un ser joven y hermoso en un esqueleto vivo, en el que los pulmones y el
estómago arrebujados como animales descoloridos se delataban prontos a devorar la
vida. Había visto el esqueleto moverse hacia un costado, hacia delante, tomar aliento
y hablar, y sabía que ella debía ofrecer el mismo aspecto detrás de la pantalla. Se le
antojaba una obscenidad que el médico asistente pudiera verla así, mientras ella
escuchaba su respiración en la oscuridad.
Apareció la enfermera.
—¿Quién me precede? —preguntó Lillian.
—La señorita Savini.
Lillian se puso su salto de cama y siguió a la enfermera hasta el ascensor. A través
de la ventana contempló el día gris.
—¿Hace frío? —inquirió.
—No, cuatro grados.
«Pronto llegará la primavera —pensó—. El föhn, este viento enfermizo, el tiempo
húmedo, la atmósfera pesada, la semiasfixia por las mañanas…»
.
María Savini salió del gabinete de rayos X. Sacudió la cabeza para acomodar sus
cabellos negros.
—¿Cómo te fue? —preguntó Lillian.
—No me dijo nada. Está de mal humor. ¿Te gusta mi nuevo salto de cama?
—¡Es una seda maravillosa!
—¿De veras? Es de lino de Florencia. —María contrajo su rostro consumido y rió
—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Si no nos permiten salir por las noches debemos
coquetear aquí dentro con nuestras prendas interiores. ¿Vendrás esta noche a mi
habitación?
—Aún no lo sé.
—Señorita Dunkerque, el profesor la espera —le recordó la enfermera desde la
puerta.
—¡Ven! —insistió María—. Los demás vendrán también. He recibido nuevos
discos de América. ¡Fantásticos!
Lillian entró en el gabinete semioscuro.
—¡Por fin! —exclamó el Dalai Lama—. Me gustaría que fuera puntual alguna
vez.
—Lo siento.
—Está bien. El cuadro clínico.
La enfermera le alargó la tarjeta. La estudió y cambió seguidamente algunas
palabras en voz baja con el médico asistente. Lillian trató de captar lo que decía, pero
fue en vano.
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—¡Apague la luz! —ordenó el Dalai Lama por fin—. Por favor, a la derecha…, a
la izquierda… Otra vez…
El reflejo fosforescente de la pantalla jugueteó sobre la cabeza calva del
facultativo y sobre los anteojos del médico asistente. A consecuencia de tener que
inspirar profundamente y contener la respiración Lillian se sentía mal, era como estar
a punto de perder el sentido.
La revisión duró más que de ordinario.
—Muéstreme el historial clínico —solicitó el Dalai Lama.
La enfermera encendió la luz. Lillian se quedó de pie junto a la pantalla y esperó.
—Usted tuvo dos pleuresías, una por su propia imprudencia, ¿verdad? —le
preguntó el Dalai Lama.
Lillian no respondió en seguida. «¿Por qué se lo preguntaba? Estaba consignado
en el historial clínico. ¿O Cocodrilo la había denunciado y el médico esperaba
hacerle una escena recordando faltas pasadas?»
.
—¿Es verdad, señorita Dunkerque? —insistió el profesor.
—Sí.
—Ha tenido suerte. Casi no hay adherencia. Pero ¿por qué diablos…?
El Dalai Lama levantó la vista.
—Puede pasar a la sala contigua. Prepárese para la insuflación de neumotórax.
Lillian siguió a la enfermera.
—¿Qué encontró? —susurró—. ¿Líquido?
La enfermera sacudió la cabeza.
—Quizá le inquieten las oscilaciones de su temperatura…
—¡Pero eso no tiene nada que ver con mis pulmones! Se debió sólo a la
excitación. La partida de Miss Somerville. El föhn. ¡Yo soy negativa! ¡Yo no soy
positiva! ¿O quizá sí?
—No, no. Venga. Acuéstese. Cuando venga el profesor deberá estar preparada.
La enfermera acercó la máquina.
«Es inútil —pensó Lillian—. Durante semanas hice todo cuanto me prescribieron
y en lugar de mejorar seguramente he empeorado. Mi excursión de la víspera no
puede ser la causa. Hoy no he tenido fiebre… Quizás hubiera tenido algunos grados
si me hubiese quedado en el sanatorio. Nunca se sabe. ¿Qué querrá hacerme ahora?
¿Sondearme y practicar punciones o inflarme como un globo cansado?».
El profesor entró en la sala.
—No tengo fiebre —declaró Lillian con vehemencia—. Estoy un poco excitada.
Ya hace una semana que no tengo fiebre y anteriormente sólo tenía cuando me
excitaba. No es de origen orgánico…
El Dalai Lama se sentó a su lado y la tanteó en busca de un punto adecuado para
introducir la aguja hipodérmica.
—Durante los próximos días permanecerá en su habitación.
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—No puedo quedarme siempre en cama. Eso es precisamente lo que me provoca
la fiebre. Me trastorna.
—Tan sólo debe quedarse en su habitación, Hoy guardará cama. Yodo, enfermera;
aquí.
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—Cuando estuve allí hacía frío, todo era oscuro, desesperante, y los alemanes
habían ocupado la ciudad.
La enfermera rió.
—Eso pasó hace mucho tiempo. Ya han transcurrido un par de años. Ahora debe
ser como antes de la guerra. ¿No le gustaría volver allí?
—No —replicó Lillian con dureza—. ¿A quién le gustaría ir a París en invierno?
¿Ha concluido ya?
—Sí, sí, en seguida. ¿Por qué tiene tanta prisa? No tiene nada que hacer.
La enfermera se retiró al fin. Lillian apagó la radio. «Sí —pensó—, allí no había
mucho que hacer. Tan sólo había que esperar. ¿Esperar, qué? ¿Llegar a comprender
que la vida se compone de espera?»
.
Se dispuso a abrirla caja blanca atada con un lazo de seda azul.
«Boris se ha resignado a quedarse aquí arriba. Al menos es lo que afirma. ¿Pero
yo…?»
.
Quitó el papel de seda que envolvía las flores y al punto dejó caer la caja al suelo
cual si en su interior se hubiera refugiado una serpiente. Clavó la mirada en las
orquídeas que yacían en el suelo. Esas flores le resultaban familiares.
«Una casualidad —pensó—, una horrible casualidad. Debían de ser otras, no las
mismas; otras, parecidas». Pero al mismo tiempo se dijo que tales casualidades no se
producían y en la aldea no había surtido de esa variedad de orquídeas. Había ido a
comprarlas personalmente. No las había podido encontrar allí y acabó por pedirlas a
Zurich. Contó las flores. El número coincidía. Luego observó que a una de ellas le
faltaba un pétalo y recordó haber advertido aquel detalle al recibir el envío. Ya no
cabía ninguna duda… Las flores que yacían ante ella sobre la alfombra: eran las
mismas que había dejado sobre el ataúd de Agnes Somerville.
«Estoy sufriendo alucinaciones —pensó—. Todo esto debe de tener una
explicación lógica. Ésta no es una manifestación espiritista, sino una broma macabra
que alguien ha querido hacerme, pero ¿por qué? ¿Cómo? ¿Cómo pudieron volver
estas orquídeas a mis manos? ¿Y qué significaba; ese guante semejante a una mano
maléfica, ennegrecida, que se aferraba al suelo amenazante, cual el símbolo de la
mafia de almas en pena?»
.
Caminó en derredor de la vara cual si en verdad hubiera sido una serpiente. Las
flores habían perdido su aspecto original. Su contacto con la muerte las había tomado
lúgubres y su albura era más blanca que todo lo que había visto hasta entonces. Abrió
bruscamente la puerta que daba a su balcón, cogió cuidadosamente el papel de seda, y
con él la vara de Orquídeas, y la arrojó al exterior por encima del balcón.
Seguidamente arrojó la caja.
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Se quedó un instante escuchando en medio de la niebla. Le llegaba el rumor de
voces lejanas y el tintineo de trineos. Al regresar a la habitación reparó en el guante
que había quedado en el suelo. Lo reconoció y recordó haberlo llevado puesto cuando
visitara con Clerfayt el «Palace Bar». «Clerfayt. ¿Qué papel desempeñaba Clerfayt en
todo eso? Debía averiguarlo. Sin demora»
.
Transcurrió un buen rato antes de que Clerfayt se acercara al teléfono.
—¿Usted me devolvió mi guante? —preguntó.
—Sí. Lo había olvidado en el bar.
—¿Las flores, las orquídeas me las ha mandado usted también?
—Sí. ¿No encontró mi tarjeta?
—¿Su tarjeta?
—¿No la encontró?
—No. —Lillian jadeó—. Aún no. ¿Dónde compró esas flores?
—En una floristería —respondió Clerfayt, asombrado—. ¿Por qué?
—¿Aquí, en la aldea?
—Sí, pero ¿por qué? ¿Son robadas?
—No. O quizá sí. Lo ignoro…
Lillian guardó silencio.
—¿Puedo ir a verla? —preguntó Clerfayt.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Dentro de una hora; todo estará tranquilo entonces.
—Bien, dentro de una hora. ¿Por la entrada de servicio?
—Sí.
Lillian colgó el auricular y respiró aliviada. Gracias a Dios, pensó, había
encontrado a alguien a quien no era necesario dar tediosas explicaciones, alguien que
era indiferente y a quien no torturaba la inquietud como a Boris.
Clerfayt la esperaba junto a la puerta lateral.
—¿No le gustan las orquídeas? —le preguntó y señaló la nieve. Las flores y la
caja yacían aún donde las había arrojado.
—¿Dónde las consiguió? —quiso saber Lillian.
—En una pequeña floristería… algo retirada de la aldea. ¿Por qué? ¿Están
embrujadas?
—Esas flores…, esas mismas flores —murmuró Lillian penosamente—, fueron
colocadas ayer por mí sobre el ataúd de mi amiga. Volví a verlas antes de que se
llevaran el féretro. El sanatorio no retiene ninguna flor. Todo fue retirado. Me lo
acaba de confiar el enfermero. Todo fue enviado al crematorio. Ignoro cómo…
—¿Al crematorio? —preguntó Clerfayt.
—Sí.
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—¡Buen Dios! La floristería no está muy lejos del crematorio. Es una tienda
miserable y me pregunté de dónde habrían salido esas flores. ¡Esto lo aclara todo!
—¿Qué?
—Algún empleado del crematorio debió de haber vendido las orquídeas a la
floristería en lugar de quemarlas.
Lillian lo miró horrorizada.
—¿Es posible?
—¿Por qué no? Flores son flores y en general se diferencian poco. El riesgo de
ser descubierto es mínimo. Que una rara orquídea pueda volver alguna vez a las
mismas manos que la mandaron es una casualidad tan imprevisible que nadie se
molesta en contar con ella.
Clerfayt tomó a Lillian del brazo.
—¿Qué quiere que hagamos? ¿Quedarnos anonadados o reímos del indestructible
espíritu de lucro de la Humanidad? Propongo que riamos… Si no lo hiciéramos de
vez en cuando, en nuestro grandioso siglo correríamos el riesgo de ahogarnos en
nuestras propias lágrimas.
Lillian contempló las flores.
—¡Qué abominables! ¡Robarle a un muerto!
—Ni más ni menos abominable que muchas otras cosas —replicó Clerfayt—.
Jamás me hubiera creído capaz de registrar cadáveres en busca de cigarrillos o un
panecillo, y sin embargo lo hice durante la guerra. Al principio parece monstruoso;
pero uno termina por acostumbrarse, especialmente cuando se está hambriento y se
ha pasado mucho tiempo sin fumar. Venga, vamos a beber algo.
Lillian seguía aún con la vista clavada en las flores.
—¿Las dejaremos tiradas allí?
—Naturalmente. Ya no tienen nada que ver con usted, ni conmigo, ni con la
muerta. Mañana le enviaré otras que compraré en otra floristería.
Clerfayt abrió la portezuela del trineo. Al hacerlo observó el rostro del cochero
que miraba con interés las orquídeas y adivinó que tan pronto los hubiera dejado en el
hotel volvería para apoderarse de las orquídeas. Lo que sucedería luego con ellas sólo
lo sabía Dios. Por un momento Clerfayt se sintió tentado de pisotearlas…, pero, ¿por
qué iba a sustituir a la Providencia? Siempre subsistía el peligro de tener que
arrepentirse.
Cuando el trineo se detuvo y Lillian se abrió paso hacia el hotel entre los
bullangueros deportistas caminando con sus zapatos de raso sobre las tablas
colocadas sobre la nieve, Clerfayt reparó en la exótica rareza de aquella frágil
criatura, un poco agobiada, que se apretaba el ligero abrigo de pieles sobre el pecho.
La insólita y atronadora salud de los otros la rodeaba de un halo de oscura fascinación
emanada de su mal.
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La siguió. «¿En qué aventura me estoy lanzando? —se preguntó—. ¿Y con
quién?». No le importaba. Era algo distinto a Lydia Morelli, que hacía una hora lo
había llamado por teléfono desde Roma. Lydia Morelli, que conocía todas las tretas y
no olvidaba ninguna.
—Esta noche —dijo cuando se reunió con Lillian junto a la puerta— hablaremos
tan sólo de las cosas más superficiales del mundo.
Una hora más tarde el bar estaba atestado de gente. Lillian miró hacia la puerta.
—Allí está Boris —anunció—. Debí suponer que vendría.
Clerfayt ya había visto al ruso. Wolkow se abrió paso lentamente entre el grupo
de bebedores hacinados cerca del bar.
—Lillian, afuera aguarda tu trineo —le dijo, ignorando la presencia de su
acompañante.
—Despide el trineo, Boris. No lo necesito. Éste es el señor Clerfayt. Lo conociste
en otra oportunidad.
Clerfayt se levantó con un ademán demasiado indolente.
—¿De veras? —replicó Wolkow—. ¡Oh, en efecto, le ruego me disculpe! En el
automóvil que espantó a los caballos, ¿verdad?
Su mirada rozó apenas el hombro de Clerfayt, quien percibió la sorna oculta. No
contestó y se quedó de pie.
—¿Olvidas que mañana te tomarán nuevas radiografías? —le recordó Wolkow a
Lillian.
—No lo he olvidado, Boris.
—Debes estar descansada y haber dormido.
—Ya sé. Pero aún hay tiempo.
Articuló cada sílaba como cuando se le habla a un niño que no nos entiende.
Clerfayt advirtió que era su única posibilidad de dominar el enojo que le causaba
saberse controlada y casi se compadeció de Boris por encontrarse en situación tan
embarazosa.
—¿Por qué no se sienta? —preguntó, no del todo abnegado.
—Gracias —replicó Wolkow con el tono impersonal que hubiera empleado para
contestar a un camarero deseoso de servirle algo. Como le sucediera a Clerfayt
momentos antes también había creído percibir la burla, y dirigiéndose a Lillian
añadió:
—Debo esperar a alguien aquí, pero si entretanto decides usar el trineo…
—No, Boris, quiero quedarme aquí.
Clerfayt se impacientó.
—Yo acompañé a Miss Dunkerque hasta aquí y me creo capaz de llevarla de
regreso al sanatorio.
Wolkow le echó una rápida mirada, su rostro se transformó y sonrió.
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—Me temo que usted me interpreta mal, pero sería inútil explicárselo.
Se inclinó ante Lillian y por un momento pareció caérsele del rostro su máscara
de altivez. En seguida se repuso y se dirigió al bar.
Clerfayt volvió a tomar asiento, descontento consigo mismo. «¿Qué estoy
haciendo? —pensó—. ¡Ya no tengo veinte años!»
.
—¿Por qué no regresa con él? —preguntó, malhumorado.
—¿Desea desembarazarse de mí?
Clerfayt la contempló. Parecía indefensa, pero no ignoraba que nadie podía ser
más peligroso, pues en realidad ninguna mujer es inerme.
—¡De ningún modo! —exclamó—. Quedémonos, si lo desea.
Lillian miró hacia el bar.
—No se marcha —murmuró—. Me está vigilando. Cree que voy a ceder.
Clerfayt tomó la botella y llenó los vasos.
—Bien, veremos quién se cansa primero.
—Usted no comprende —replicó Lillian con agresividad—. No está celoso.
—¿No?
—No. Es desdichado, está enfermo y se desvela por mí. Es fácil hacerse el
hombre superior cuando se goza de salud.
Clerfayt dejó la botella sobre la mesa. «¡Pequeña bestezuela leal!». Apenas se
sentía a salvo, ya tiraba dentelladas a la mano salvadora.
—Es posible —dijo, indiferente—. Pero ¿acaso es un delito estar sano?
—No, no, excúseme —murmuró—. No sé lo que digo. Será mejor que me vaya.
Tomó su bolso, pero no se levantó. Clerfayt ya estaba harto de ella por esa noche,
mas por nada de este mundo la hubiera dejado irse mientras Wolkow permaneciera en
el bar a la espera de Lillian.
«Aún no estoy en edad de claudicar», pensó.
—No extreme su cautela para hablar conmigo —le dijo—. No soy muy
susceptible.
—Aquí todos son susceptibles.
—Pero yo no soy de aquí.
—Sí. —Lillian se interrumpió y sonrió—. Quizá sea eso precisamente.
—¿Qué?
—Lo que nos irrita. ¿No comprende? Hasta a su amigo Hollmann…
—Es posible —repuso Clerfayt sorprendido—. Tal vez no debiera haber venido…
¿También irritó a Wolkow?
—¿No lo ha notado?
—Es posible. Pero entonces ¿por qué se esfuerza en hacérmelo notar?
—Se va —dijo Lillian.
Clerfayt lo advirtió.
—¿Y usted? ¿No sería aconsejable que regresase al sanatorio?
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—¡Quién sabe! ¿El Dalai Lama, Cocodrilo, Dios?
Levantó su copa.
—¿Y quién es responsable? ¿Quién? ¿Yo, Dios? ¿Y quién es responsable, por
quién? Venga, vamos a bailar.
Clerfayt permaneció sentado. Ella lo miró fijamente.
—¿Usted también teme por mí? ¿Cree que sería mejor que yo…?
—No creo nada —replicó Clerfayt—. Sólo que no sé bailar. Pero si se empeña
podemos intentarlo.
Se acercaron a la pista de baile.
—Agnes Somerville siempre hizo todo cuanta le prescribía el Dalai Lama —
comentó Lillian cuando el pataleo de los turistas que danzaban a su alrededor se hubo
cerrado como un círculo—. Todo…
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CAPÍTULO IV
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Conocía su versatilidad temperamental.
—¿Otra más? —preguntó en cambio—. Estas copas son pequeñas.
—No.
Dejó la copa a su lado sin haber bebido.
—Boris —dijo y recogió las piernas sobre el sillón—, nosotros nos
comprendemos muy bien.
—¿De veras?
—Sí. Tú me comprendes demasiado bien y yo a ti, y ésa es nuestra desdicha.
Wolkow rió.
—Especialmente cuando sopla el föhn.
—No sólo cuando sopla este viento.
—O cuando hay extraños en nuestros dominios.
—¿Ves? —exclamó Lillian—. Tú ya conoces el motivo y sacas conclusiones. Yo
no. Tú sabes todo acerca de mí anticipadamente. ¡Cómo fatiga eso! ¿Esto también
debe atribuirse al föhn?
—Al föhn y a la primavera.
Lillian cerró los ojos. Percibía la atmósfera opresiva e inquietante.
—¿Por qué no eres celoso? —le preguntó.
—Soy celoso… siempre.
Abrió los ojos.
—¿Quién te inspira ese sentimiento? ¿Clerfayt?
Boris negó con la cabeza.
—Es lo que había pensado. ¿Quién entonces?
Wolkow no respondió. «¿Con qué objeto le hacía esa pregunta? ¿Y qué sabía
Lillian de eso? Los celos no empezaban con un individuo y acababan con él.
Empezaban con el aire que respiraba el ser querido y no tenían fin, ni siquiera con la
muerte del otro»
.
—¿Quién, Boris? —insistió Lillian—. ¿Quizá sí, Clerfayt?
—No sé. Quizá sea lo que ha subido hasta estas montañas con él.
—¿Qué ha traído consigo?
Lillian se estiró y volvió a cerrar los ojos.
—No necesitas estar celoso. Clerfayt se marchará en un par de días y nos olvidará
como nosotros a él.
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—A veces quisiera realizar algo completamente insensato, Boris —dijo—, algo
que quebrara este anillo de cristal. Dejarme caer… en cualquier parte.
—Es lo que todos quisieran hacer.
—¿Tú también?
—Yo también.
—¿Entonces por qué no lo hacemos?
—No cambiaría nada. El anillo se tornaría más opresivo a nuestro alrededor o se
rompería y sus fragmentos se clavarían en nuestra carne haciéndola sangrar.
—¿Tú también?
Boris contempló la frágil silueta que tenía ante sí. «¡Qué poco lo conocía, a pesar
de que afirmaba comprenderlo!»
.
—Yo me he resignado —respondió, consciente de que mentía—. Es más sencillo,
Dusha. Antes de dejarnos consumir por un odio inútil debiéramos averiguar si no
podríamos vivir así.
Lillian se sintió invadida por una ola de cansancio. Allí estaban otra vez esos
argumentos en los que uno se quedaba apresado como en una telaraña. Todo lo que
decía Wolkow era cierto, ¿pero de qué servía?
—Resignarse es claudicar —balbuceó al cabo de un rato—. Todavía no he
llegado a la edad de la resignación.
«¿Por qué no se marcha? —pensó—. ¿Por qué lo ofendo, aun contra mi voluntad?
¿Por qué le reprocho su permanencia más larga que la mía en este lugar y la suerte
que tiene de pensar al respecto de manera diferente a la mía? ¿Por qué me irrita que
actúe como un prisionero que en lugar de rebelarse contra su encarcelamiento,
agradece a Dios por no haber sido condenado a muerte y no como otros, como yo,
que aborrecen a Dios por estar privados de su libertad?»
.
—No me hagas caso, Boris —imploró—. Hablo por hablar, bajo el efecto del sol
del mediodía, del vodka y del föhn. Tal vez sea también pánico a los rayos X, tan sólo
que no quiero admitirlo. Falta de noticias es mala noticia en este lugar.
Las campanas de la iglesia de la aldea empezaron a tañer. Wolkow se puso en pie
y bajó un poco más el toldo que los protegía del sol.
—Eva Moser nos dejará mañana; sana —comentó—. Ha sido dada de alta.
—Ya lo sé. Por tercera vez.
—Esta vez está realmente curada. Cocodrilo me lo ha confirmado.
A través del repique de las campanas reconoció Lillian súbitamente el rumor del
motor de Giuseppe. El coche se aproximó velozmente y se detuvo. Le intrigó que
Clerfayt lo trajera al sanatorio. Era la primera vez desde su llegada. Wolkow se
levantó y se asomó por el balcón.
—Esperemos que no se le ocurra esquiar con el coche —dijo en tono de burla.
—Naturalmente que no, ¿por qué?
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—Lo ha estacionado en la pendiente, detrás del pinar, junto a la pista de ejercicios
para principiantes.
—Sabrá por qué lo hace. ¿Por qué lo aborreces?
—El diablo lo sabrá. Quizá porque alguna vez fui como él.
—¡Tú! —replicó Lillian, adormilada—. Eso debe de haber sido hace mucho
tiempo.
—Sí —afirmó Wolkow, con amargura—. Hace mucho tiempo.
Media hora más tarde Lillian oyó que el coche de Clerfayt partía. Boris ya se
había marchado. Se quedó aún un instante reclinada, con los ojos cerrados,
contemplando la fluctuante claridad a través de sus párpados. Seguidamente se
levantó y descendió a la planta baja. Asombrada, descubrió a Clerfayt sentado en un
banco frente al sanatorio.
—Me pareció oír el rumor de su coche que se alejaba —dijo, y se sentó a su lado
—. ¿Habré sufrido alucinaciones?
—No. Es Hollmann quien partió.
La intensa luz la hizo pestañear.
—¿Hollmann?
—Sí. Lo envié a la aldea a comprar una botella de vodka.
—¿Con el coche?
—Sí —admitió Clerfayt—, con el coche. Ya era tiempo de que volviera a sentarse
detrás del volante.
Se volvió al percibir el rumor del motor. Clerfayt se puso en pie y aguzó el oído.
—Veremos qué hace: si regresa obedientemente al sanatorio, o se escapa con
Giuseppe.
—¿Escaparse? ¿A dónde?
—Adonde quiera. Hay bastante gasolina en el depósito. Le alcanzaría para llegar
casi hasta Zurich.
—¡Cómo! —exclamó Lillian—. ¿Qué está diciendo?
Clerfayt volvió a prestar atención.
—No regresa. Está atravesando la aldea en dirección al lago y a la carretera. Mire,
allí está, detrás del «Palace Hotel». ¡Gracias a Dios!
Lillian se había incorporado de un salto.
—¿Gracias a Dios? ¿Ha perdido el juicio? ¿Lo lanza usted al azar en un coche
abierto, a Zurich si así se le antoja? ¿Ignora que está enfermo?
—Precisamente por ese motivo. Apuesto a que creía haberse olvidado de
conducir.
—¿Y si pesca un resfriado?
Clerfayt se echó a reír.
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—Lleva ropas de abrigo. Además, a los automovilistas les ocurre con los coches
lo que a las mujeres con sus vestidos de gala… No se resfrían en tanto se diviertan.
Lillian lo miró fijamente.
—¿Y si se resfría a pesar de todo? ¿Sabe usted lo que eso significa en esta región?
Líquido en los pulmones, adherencias, graves recidivas. Un resfriado puede significar
la muerte.
Clerfayt la contempló. Le gustaba mucho más que la noche anterior.
—Debiera tenerlo en cuenta cuando, en lugar de quedarse en la cama, se escapa
de noche al bar del «Palace» ataviada con un vestido ligero y zapatos de raso —la
amonestó.
—¡Esto no guarda relación alguna con Hollmann!
—Ciertamente, no. Sin embargo, tengo fe en la virtud curativa de lo prohibido.
Creo que usted opina igual como yo.
Por un momento Lillian quedó perpleja.
—No para los otros —dijo finalmente.
—Bien. La mayoría de las personas piensan siempre en los demás.
Clerfayt miró hacia el lago.
—Allí está. ¿Alcanza a verlo? Escuche cómo toma las curvas. Aún no se ha
olvidado de hacer los cambios de velocidad. Esta noche será otro hombre.
—¿Dónde, en Zurich?
—En cualquier parte. Aquí también.
—Esta noche se meterá en la cama con fiebre.
—No lo creo. Y aunque así fuera… Es mejor tener un poco de fiebre que andar en
derredor del coche con las orejas gachas pensando que se es un inválido.
Lillian se volvió bruscamente. «¡Un inválido! ¿Porque está enfermo? ¿Cómo se
permitía hablar de ese modo aquel sano e ignorante bruto, sentado a su lado? ¿Quizá
consideraba que ella también era una inválida?». Recordó la noche en el bar del
«Palace» y la llamada telefónica desde Montecarlo. «¿No había hablado también en
aquella oportunidad de un inválido?»
.
—Un poco de fiebre puede ser el preludio de una pulmonía mortal —observó con
tono hostil—. ¡Pero evidentemente a usted no le importa! Dirá luego que fue una
suerte para Hollmann haber muerto después de haber podido conducir una vez más
un coche de carreras y alimentado la esperanza de ser un famoso piloto.
Se arrepintió al punto de sus palabras. No lograba explicarse el motivo de tan
repentina rebelión.
—Tiene buena memoria —declaró Clerfayt divertido—. Ya lo había notado. Pero
le ruego que se tranquilice. El coche no es tan veloz como hace suponer el fragor de
su motor. Además, tampoco se puede correr a velocidad de carrera cuando las ruedas
llevan cadenas.
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Le pasó el brazo por los hombros. Lillian guardó silencio y no se movió.
Giuseppe se perfiló pequeño y negro del otro lado del lago. Lo vio hender compacto
y zumbón como un abejorro el blanco resplandor suspendido entre la nieve y el sol.
Escuchó el tableteo del motor y el eco que repercutía entre las montañas. El
automóvil se dirigía hacia el camino que conducía al otro lado, a través del paso, y de
pronto Lillian supo qué era lo que la excitaba de aquel modo. El coche desapareció
tras una curva. Ya no se percibía del vehículo el ruido del motor, cual la llamada
frenética de un tambor que convocaba a una partida desconocida y que ella
experimentaba no como un simple ruido, sino como algo más profundo.
—Esperemos que no se marche realmente —dijo Clerfayt.
Lillian tardó en responder. Sus labios estaban secos.
—¿Por qué habría de marcharse? —murmuró al fin penosamente—. Ya está casi
curado. ¿Por qué habría de arriesgarlo todo?
—A veces ésa es una razón para aceptar el riesgo.
—¿Si estuviera en su lugar se arriesgaría?
—No lo sé.
Lillian respiró hondo.
—¿Lo haría si supiera que jamás recobraría su salud? —insistió Lillian.
—¿En lugar de quedarme aquí?
—En lugar de vegetar aquí unos pocos meses más.
Clerfayt esbozó una sonrisa. Conocía otras formas de vegetar.
—Depende de lo que entienda por vegetar.
—Vivir con prudencia —respondió Lillian rápidamente.
Clerfayt rió.
—No se lo pregunte a un piloto automovilístico.
—¿Usted lo haría?
—No tengo ninguna noción. Una cosa así nunca se sabe por anticipado. Quizá sí,
para atraer hacia mí una vez más eso que se llama vida, sin importarme el tiempo. Tal
vez viviera pendiente del reloj escatimando días y horas. Nunca se sabe. He tenido
experiencias sorprendentes en este aspecto. —Lillian apartó sus hombros del brazo de
Clerfayt.
—¿No debe formularse esa pregunta antes de emprender cada carrera?
—Eso se ve más dramático de lo que es en realidad. Yo no corro por
romanticismo. Corro por dinero y porque no sé hacer otra cosa… No me incita la
aventura. En esta maldita época me ha tocado vivir bastantes aventuras sin desearlo.
¿Usted también, supongo?
—Sí —afirmó Lillian—, pero no las que uno desea.
De improviso volvieron a escuchar el rugir del motor.
—Regresa —anunció Clerfayt.
—Sí —repitió ella, y aspiró profundamente—. Regresa. ¿Está decepcionado?
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—No. Sólo quería que condujera una vez más el coche. Fue en él donde sufrió su
primera hemoptisis.
Lillian divisó a Giuseppe avanzar por la carretera. De pronto se sintió incapaz de
contemplar el rostro radiante de Hollmann a su regreso.
—Debo entrar —dijo presurosa—. Cocodrilo debe de estar buscándome.
Se volvió hacia la entrada.
—¿Y usted cuándo cruzará el paso?
—Cuando usted quiera —contestó Clerfayt.
Era domingo. Los domingos en el sanatorio eran más difíciles de soportar que los
días restantes de la semana. Se caracterizaban por una calma artificial, sin la rutina
cotidiana. Los médicos sólo iban a las habitaciones en caso de urgencia, de modo que
uno podía creerse estar sano. Esa circunstancia inquietaba a los enfermos, que
pasaban el día más desahogados, y a menudo las enfermeras debían ir a buscar a los
enfermos de cama en habitaciones que no eran las suyas.
A pesar de la prohibición, Lillian bajó a cenar al comedor. Por lo general
Cocodrilo no montaba guardia los domingos. Había bebido dos copas de vodka para
defenderse de la melancolía del crepúsculo, pero no consiguió su propósito. Luego se
puso su mejor vestido. (A veces los vestidos son más eficaces que cualquier consuelo
moral). Pero en aquella ocasión el remedio no surtió efecto. El pesimismo, la súbita
nostalgia, la rebelión contra Dios que en el sanatorio todos conocían, ese estado de
ánimo que aparecía y se iba sin razón aparente, se había apoderado de ella, la había
cubierto con sus alas como una mariposa negra. Comprendió el motivo de su
depresión en el preciso instante de traspasar la puerta del comedor. Los comensales
llenaban casi la estancia. Eva Moser, rodeada por media docena de amigos, estaba
sentada a una mesa en el centro del salón, ante una gran torta, una botella de
champaña y muchos regalos envueltos en vistosos papeles. Era su última noche en el
sanatorio. Se marcharía al día siguiente.
La primera reacción de Lillian fue volver sobre sus pasos, pero vio a Hollmann.
Estaba solo. Ocupaba una mesa vecina a la de los tres sudamericanos vestidos de
negro que esperaban la muerte de Manuela y le hizo una seña con la mano.
—Hoy estuve conduciendo a Giuseppe —le dijo—. ¿Me vio usted?
—Sí. ¿Le vio alguien más?
—¿Quién?
—¿Cocodrilo o el Dalai Lama?
—Nadie. El coche estaba estacionado detrás de la pista de ejercicios. Allí nadie
pudo verlo. Y aunque así fuera… ¡Soy feliz! Ya me creía incapaz de manejar ese
maldito armatoste.
—Esta noche todos parecen ser felices —replicó Lillian con amargura—.
Obsérvelos.
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Señaló la mesa en que se encontraba Eva Moser con su rostro frescote y
arrebolado, rodeada de amigos jubilosos o envidiosos. Se comportaba como alguien
que hubiera ganado el premio mayor de la lotería y no lograra dominar su turbación
ante tantas muestras de simpatía.
—¿Y usted? —inquirió Lillian—. ¿Se ha medido la temperatura?
Hollmann rió.
—Mañana habrá tiempo. Hoy no quiero pensar.
—¿No cree que tiene fiebre?
—Me es indiferente. Y no lo creo.
«¿Por qué le formulo estas preguntas? —pensó Lillian—. Le envidio como todos
envidian a Eva Moser»
.
—¿Clerfayt no viene esta noche? —preguntó.
—No. Esta tarde recibió una visita inesperada. Además, ¿para qué va a venir aquí
todos los días? Debe de ser aburrido para él.
—¿Por qué no se marcha entonces? —inquirió Lillian, irritada.
—Nos dejará dentro de un par de días. El miércoles o el jueves.
—¿De esta semana?
—Sí. Supongo que se marchará con su visitante.
Lillian no hizo comentario alguno. No sabía con certeza si Hollmann le contaba
aquella historia con premeditación, y se abstuvo de hacer más preguntas.
—¿Tiene usted alguna bebida en su cuarto?
—Ni una gota. Lo que quedaba de mi gin se lo regalé a Charles Ney esta tarde.
—¿No salió a buscar una botella de vodka esta tarde?
—Se la di a Dolores Palmer.
—¿Por qué? ¿Ha resuelto convertirse de improviso en un paciente ejemplar?
—Algo parecido —replicó Hollmann un poco turbado.
—Esta tarde no pensaba de ese modo.
—Sí, pero ése es el motivo —dijo Hollmann—. Quiero volver a correr.
Lillian apartó su plato.
—¿Y quién me acompañará en el futuro en mis excursiones nocturnas?
—Hay suficientes candidatos. Además Clerfayt está aquí aún.
—¿Sí? ¿Y más tarde?
—¿Esta noche no viene Boris?
—No. No vendrá. Y con Boris no se pueden hacer excursiones. Le dije que me
dolía la cabeza.
—¿Es verdad?
—Sí. —Lillian se incorporó—. Esta noche obedeceré a Cocodrilo para que todos
sean felices. Me iré a dormir en los brazos de Morfeo. Buenas noches, Hollmann.
—¿Ha ocurrido algo, Lillian?
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—Nada que no sea lo habitual. Tedio. Un signo de bienestar, diría el Dalai Lama.
Al parecer, cuando uno está muy grave se disipa el pánico. Se está demasiado débil
para sufrir. Qué bondadoso es Dios, ¿verdad?
La enfermera de tumo había concluido su ronda nocturna. Lillian, sentada en su
lecho, trató de leer. Al cabo de un rato dejó el libro a un lado. Una vez más la noche
la acechaba con la espera del sueño, el sueño y el despertar sobresaltada en medio de
la oscuridad; luego vendría el momento ingrávido durante el cual no se reconocía
nada, ni la habitación ni a sí misma, un momento torturante en el que el ser flotaba
presa del terror, un brumoso miedo a la muerte que duraba segundos interminables…,
hasta que saliendo del informe laberinto, la ventana se dibujaba en torno a la cruz de
sombras, lo único discernible en aquel caos; la habitación volvía a ser habitación, y
ella, llamada Lillian Dunkerque por un breve período sobre la tierra, dejaba de ser un
ovillo de primitivo pavor y sordo alarido.
Llamaron a su puerta. Era Charles Ney con su bata roja y sus pantuflas.
—No hay moros en la costa —susurró—. Ven al departamento de Dolores.
Despediremos a Eva Moser.
—¿Para qué? ¿Por qué no se va? ¿Por qué tiene que celebrar aún una despedida?
—Nosotros queremos hacer la despedida. Ella no ha pedido nada.
—Ya habéis celebrado una despedida en el comedor.
—Sólo para engañar a la enfermera. Ven, no te hagas el sauce llorón.
—No tengo ganas.
Charles Ney se arrodilló junto a su cama.
—Ven, Lillian, enigma hecho de luna, plata y fuego humeante. Si te quedas aquí
te disgustarás por haberte quedado sola; si vienes con nosotros te lamentarás por
haberlo hecho; así pues, no hay diferencia, y nada pierdes acompañándonos.
Escuchó atentamente si se oía algún ruido en el corredor y luego abrió la puerta.
Se percibió un rumor de muletas. Una mujer enjuta y entrada en años pasó
renqueando.
—¡Todos estarán presentes! Aquí está Estreptomicina Lilly y allá vienen
Schirmer y André.
Un hombre joven pasó por el corredor ejecutando pasos de charlestón en tanto
empujaba la silla de ruedas de un enfermo barbicano.
—¿Ves? Hasta los muertos se levantan para prodigar a la señorita Moser su «Ave
Cesar, morituri te salutant». Olvida por una noche tu ascendencia rusa y acuérdate de
tu jovial padre valón. Vístete y ven.
—No me vestiré. Iré en pijama.
—Ven en pijama, pero ven.
Dolores Palmer tenía sus aposentos, un piso más abajo que el de Lillian. Desde
hacía tres años ocupaba un departamento compuesto por un dormitorio, una salita y el
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baño. Abonaba el alquiler más elevado del sanatorio y aprovechaba sin escrúpulos las
ventajas que representaba su situación privilegiada.
—Tenemos dos botellas de vodka para ti en el baño —le dijo a Lillian—. ¿Dónde
quieres sentarte? ¿Junto a la «debutante» que ingresará en la vida de salud o entre los
héticos que permaneceremos en este lugar? Colócate a tu gusto.
Lillian paseó la mirada a su alrededor. Conocía ese cuadro: algunas prendas
colocadas sobre las lámparas servían para atenuar la claridad; el barbicano era el
encargado del gramófono, cuyo altavoz dejaba escuchar la música en sordina a través
de las prendas metidas en su interior. Estreptomicina Lilly aparecía sentada en un
rincón porque sufría una pérdida de equilibrio como consecuencia de las drogas y se
caía fácilmente. Los otros, agrupados al azar en aquella atmósfera medio bohemia,
casi artificial, parecían niños seniles que jugaban al escondite después de la hora
reglamentaria.
Dolores Palmer vestía una túnica china, un vestido largo con dos cortes a los
costados. Era una mujer de trágica hermosura de la que ella no se percataba.
Engañaba a sus admiradores como un espejismo en el desierto. En tanto ellos se
agotaban en extravagancias, Dolores no deseaba sino llevar una vida sencilla,
burguesa y con mucho lujo. Las grandes pasiones la aburrían, pero ella las inspiraba y
debía combatirlas.
Eva Moser estaba junto a la ventana y miraba afuera. Su alegría había durado
poco tiempo.
—Está llorando. ¿Qué dices a esto? —preguntó María Savini a Lillian.
—¿Por qué?
—Pregúntaselo tú misma. No lo creerás. Considera esto como su hogar.
—Es mi hogar —afirmó Eva Moser—. Aquí he sido feliz. Aquí tengo amigos.
Allá abajo no conozco a nadie.
Todos guardaron silencio durante un momento.
—Puede quedarse aquí —dijo finalmente Charles Ney—. Nadie se lo impedirá.
—¡Ya lo creo! Mi padre. Le sale muy cara mi permanencia en este sanatorio.
Quiere que aprenda alguna profesión. ¿Qué profesión? ¡Yo no sé nada! Y lo poco que
sabía lo he olvidado.
—Aquí se olvida todo —terció Estreptomicina Lilly con voz apacible desde su
rincón—. Al cabo de algunos años pasados en este establecimiento ya no se sabe
vivir allá abajo.
Desde hacía unos años Lilly servía de cobayo al Dalai Lama, quien ensayaba en
ella nuevos tratamientos. En ese momento estaba ensayando la eficacia de la
Estreptomicina. No la toleraba bien, pero aun cuando el Dalai Lama suspendiera sus
ensayos y la despidieran, no se enfrentaría al problema de Eva Moser. Era la única
paciente del sanatorio oriunda del lugar, y no le sería difícil hallar en cualquier parte
una ocupación. Era una cocinera excelente.
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—¿Qué haré? —se lamentaba Eva Moser, presa de pánico—. ¿Emplearme como
secretaria? ¿Quién me tomará? Soy mala dactilógrafa. Además, la gente tiene miedo
de las secretarias que proceden de un sanatorio.
—Conviértase en la secretaria de un tuberculoso —graznó el barbicano.
Lillian contempló a Eva Moser cual si hubiera sido un animal prehistórico salido
súbitamente de una grieta del terreno. En ocasiones anteriores también había visto
pacientes dados de alta que aseguraban querer permanecer en el sanatorio, pero era
una actitud cortés hacia los que se quedaban, para atenuar la extraña sensación de
deserción que acompañaba al hecho de ser dado de alta. Pero Eva Moser era un caso
distinto: la sinceridad de su desesperación impresionaba. Se había acostumbrado al
sanatorio. Temía la vida lejos de las montañas.
Dolores Palmer ofreció a Lillian un vaso de vodka.
—¡Qué chica! —exclamó y miró asqueada en dirección de Eva—. ¡Carece de
modales! Su conducta es indecente, ¿no te parece?
—Me marcho —dijo Lillian—. No tolero esta escena.
—¡No te vayas! —suplicó Charles Ney y se inclinó ante ella—. Hermosa llama
vacilante en lo incierto, ¡quédate un poco más! La noche está llena de sombras y de
vulgaridades. Tú y Dolores nos sois indispensables como mascarones de proa ante
nuestras velas desgarradas. Sin vosotras seríamos pisoteados por los espantosos pies
planos de Eva Moser. Canta algo, Lillian.
—¡Era lo que faltaba! ¿Qué? ¿Una canción de cuna para niños que jamás han de
nacer?
—¡Eva tendrá hijos! Muchos… No te preocupes. No, canta la canción de las
nubes que no vuelven jamás y de la nieve que sepulta los corazones. La canción de
los proscritos de las montañas. Cántala para nosotros, no para Eva, la medusa de la
cocina. Créeme, esta noche necesitamos del oscuro vino de la exaltación de nosotros
mismos. El sentimentalismo desenfrenado es preferible a las lágrimas.
—Charles pescó en alguna parte media botella de coñac —afirmó Dolores y
caminó con sus largas piernas hacia el gramófono—. Schirmer, pon los nuevos discos
americanos.
—Este monstruo —suspiró Charles Ney a sus espaldas— da la sensación de ser la
suma de la poesía del mundo y tiene el cerebro de una estadística. La amo como se
ama a la jungla y ella reacciona como una huerta. ¿Qué se puede hacer?
—Sufrir y considerarse dichoso.
Lillian se levantó. Simultáneamente se abrió la puerta y en el marco se recortó la
figura de Cocodrilo.
—¡Lo que había supuesto! ¡Cigarrillos y alcohol en la habitación! ¡Una orgía! ¡Y
usted, señorita Ruesch, tomando parte en ella —siseó, dirigiéndose a Estreptomicina
Lilly—, deslizándose hasta aquí con sus muletas! ¡Y el señor Schirmer! ¿Usted
también? ¡Cuándo debiera estar en la cama!
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—Yo debiera haber muerto hace tiempo. Teóricamente lo estoy —replicó el
barbicano, alegre.
Paró el gramófono, extrajo las prendas interiores de seda del altavoz y las agitó en
el aire.
—Vivo una vida prestada, y por tanto obedezco a otras leyes que las que rigen el
mundo en el que he nacido.
—¿De veras? ¿Y cuáles son esas leyes, si me permite la pregunta?
—Ninguna otra que no sea aprovechar todo lo que la vida me pueda dar. El
proceder varía según el individuo.
—Debo instarle a que regrese inmediatamente a la cama. ¿Quién lo trajo hasta
aquí?
—Mi razón.
El barbicano se retrepó en su sillón. André vaciló. Lillian avanzó un paso.
—Yo lo llevaré a su habitación —dijo, y empujó la silla hacia la puerta.
—¡Fue usted, entonces! —exclamó Cocodrilo—. Debiera haberlo imaginado.
Lillian siguió con la silla hasta el corredor. Charles Ney y los otros la siguieron,
reprimiendo una risita como niños sorprendidos en una travesura.
—¡Un momento! —exclamó Schirmer haciendo girar la silla una vez más hacia la
puerta.
Cocodrilo se erguía ante él majestuosa.
—Con lo que usted desperdició de la vida, tres enfermos podrían llevar una
existencia dichosa —afirmó Schirmer—. Le auguro una beatífica noche como
corresponde a una conciencia de hierro colado. —Dio vuelta la silla hacia el corredor.
Charles Ney se ofreció a conducirlo hasta su habitación.
—¿A qué viene tanta virtud escandalizada, Schirmer? Esa honrada bestia cumple
con su deber.
—Lo sé, pero lo hace con maldita fatuidad. Sin embargo, la sobreviviré. Ya
enterré a su antecesora… Tenía apenas cuarenta y cuatro años y murió de cáncer en
apenas cuatro semanas. También enterraré a este animal… ¿Qué edad tiene
Cocodrilo? Sin duda debe de estar por encima de los sesenta o casi los setenta. ¡La
sobreviviré!
—¡Una hermosa meta! ¡Somos gente muy noble! —dijo Charles y rió.
—No —replicó el barbicano con enconada suficiencia—. Estamos condenados a
muerte. Pero no sólo nosotros. ¡Los otros también! ¡Todos! La única diferencia es que
nosotros lo sabemos y los otros no.
Media hora más tarde Eva Moser se presentó en la habitación de Lillian.
—¿Está aquí mi cama? —preguntó.
—¿Su cama?
—Sí. Mi cuarto ha sido desvalijado. También han desaparecido mis vestidos.
Tengo que dormir en algún sitio. ¿Dónde podrán estar mis cosas?
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Una de las bromas habituales a que se sometía a los internados cuando eran dados
de alta consistía en esconder sus cosas la última noche. Eva Moser estaba
desesperada.
—Había mandado todo a la planchadora. ¡Me ensuciarán la ropa! Ahora que voy
a regresar debo cuidar mi dinero.
—¿Acaso no la mantiene su padre?
—Quiere librarse de mí. Creo que tiene la intención de casarse de nuevo.
Repentinamente Lillian tuvo la sensación de no poder soportar ni un minuto más
a aquella muchacha.
—Vaya al ascensor —le dijo—. Escóndase hasta que salga Charles Ney. Vendrá a
mi cuarto. Entonces se deslizará en su habitación, que seguramente dejará abierta.
Llámeme por teléfono desde allí. Diga que sumergirá su esmoquin en agua caliente y
derramará tinta sobre su ropa si no le devuelven inmediatamente su cama y sus
pertenencias. ¿Entendido?
—Sí, pero…
—Tan sólo se las han escondido. Ignoro quién fue, pero me asombraría que
Charles Ney no supiera nada al respecto.
Lillian descolgó el teléfono.
—¿Charles? —hizo una seña a Eva Moser para que se marchase—. Charles,
¿puedes venir un momento a mi cuarto? Sí… Muy bien.
Ney apareció al cabo de unos minutos.
—¿Qué pasó con Cocodrilo? —inquirió Lillian.
—Todo está en orden. Dolores sabe hacer estas cosas magistralmente. ¡Vaya
hipocresía! Dijo simplemente la verdad… Le explicó que pretendíamos adormecer
nuestra desesperación por tener que quedamos en el sanatorio. Una idea brillante.
Creo que a Cocodrilo le asomaron lágrimas a los ojos al marcharse.
Sonó el teléfono. La voz de Eva Moser era tan aguda que Charles alcanzó a
escucharla.
—Está en tu cuarto de baño —dijo Lillian—. Está llenando la bañera con agua
caliente. En la mano izquierda tiene tu traje nuevo y en la derecha tu estilográfica
llena de tinta color turquesa. Trata de no sobresaltarla, porque en el mismo instante en
que abras la puerta actuará. Toma, habla con ella.
Le dio el auricular y se acercó a la ventana. El «Palace Hotel» tenía aún sus luces
encendidas. Al cabo de otras dos o tres semanas aquello habría concluido. Los
turistas volarían como aves migratorias y el año largo y monótono se prolongaría a
través de la primavera, el verano y el otoño hasta el próximo invierno.
A su espalda oyó el mido de la horquilla del teléfono al ser colgado el auricular.
—¡Esa bestezuela…! —exclamó Charles Ney con desconfianza—. Esa idea no es
fruto de su propia cabeza. ¿Por qué me hiciste venir aquí?
—Quería tener noticias de Cocodrilo.
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—¡Por lo general no te urge tanto! —Charles dejó escapar una picara sonrisa—.
Mañana volveremos a hablar de esto. Ahora debo ir a salvar mi traje. Esa majadera es
capaz de hacerlo hervir. Buenas noches. ¡Ha sido una noche magnífica!
Cerró la puerta tras de sí. Lillian escuchó el chancleteo apresurado de sus
pantuflas por el corredor.
«Su esmoquin —pensó—, el símbolo de su anhelo de restablecimiento, de
libertad, de noches disfrutadas en las grandes ciudades. Ese esmoquin era su mascota,
como lo eran para ella sus dos vestidos de fiesta, inútiles allí en el sanatorio, pero de
los que no se desprendía cual si su vida dependiera de ellos. Si los desechaba también
abandonaría la esperanza». Se acercó nuevamente a la ventana y contempló las luces
que brillaban en el valle.
¡Una noche magnífica! ¡Cuántas noches desesperantes y magníficas como aquélla
conocía!
Corrió las cortinas. Allí estaba otra vez el pánico. Buscó el somnífero que tenía
escondido. Por un momento le pareció escuchar fuera el motor de Clerfayt. Miró el
reloj. Él podría rescatarla de esa larga noche, pero no podía llamarlo. ¿No le había
dicho Hollmann que tenía visitas? ¿Quién lo visitaba? Sin duda, alguna sana mujerota
venida de París, Milán o Montecarlo. ¡Al diablo con Clerfayt, que no tardaría en
marcharse! Tragó las tabletas.
«Debiera resignarme —reflexionó—, como me lo aconseja Boris. Debiera vivir
acomodándome a lo que se supone es beneficioso para mí, dejar de luchar, aceptar mi
mal. Pero si me entrego estaré perdida»
.
Se sentó a su mesa, extrajo papel para cartas y escribió: «Amado mío, de rostro
impreciso, tú, el desconocido que jamás has llegado y siempre eres esperado, ¿no
sientes que el tiempo se acaba…?»
.
Dejó de escribir y arrojó de la mesa la caja llena de cartas nunca enviadas —
aquellas epístolas no tenían destino—, contempló la hoja blanca que tenía ante sí y
pensó:
«¿Por qué lloro? Esto no hará cambiar las cosas…».
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CAPÍTULO V
EL anciano hacía tan poco bulto bajo su cobertor cual si ya no hubiera tenido
cuerpo. Su cabeza estaba consumida, los ojos hundidos en las profundas cuencas
conservaban un acentuado color azul. Las venas se destacaban gruesas bajo la piel
que semejaba papel de seda arrugado. Yacía en una angosta cama, en un cuarto
estrecho. En la mesita de noche, junto al lecho, había un tablero de ajedrez.
Se llamaba Richter. Contaba a la sazón ochenta años de edad y hacía veinte que
vivía en el sanatorio. Al principio había ocupado una habitación de dos camas en el
primer piso, luego una habitación individual con balcón en el segundo piso.
Seguidamente lo trasladaron a una habitación sin balcón en el tercero y, finalmente,
cuando el dinero empezó a escasear, tuvo que conformarse con aquel cuartito
estrecho.
Richter era uno de los motivos de orgullo del sanatorio. El Dalai Lama siempre lo
citaba como ejemplo cuando tropezaba con pacientes abatidos. Richter mostraba su
agradecimiento renunciando a morir.
Lillian se había sentado junto a su cama.
—¡Contemple usted esto! —dijo Richter, y señaló el tablero—. Ese hombre juega
como un sereno. Ha movido el caballo de tal manera que en menos de diez jugadas le
daré jaque mate. ¿Qué le ocurre a Regnier? Antes jugaba bien. ¿Usted ya estaba aquí
durante la guerra?
—No —respondió Lillian.
—Creo que Regnier llegó durante la guerra, en 1944. Fue un alivio.
Anteriormente, mi joven dama, me vi obligado a jugar durante un año contra un club
de ajedrez de Zurich. Aquí no había nadie que supiera jugar. Era muy aburrido.
El ajedrez era la única pasión de Richter. Durante la guerra los adversarios que
había encontrado en los otros sanatorios se habían marchado o habían fallecido y no
fueron remplazados. Dos amigos que tenía en Alemania y con los que había jugado
por correspondencia habían caído en Rusia; otro había sido hecho prisionero en
Stalingrado. Durante unos meses Richter se había quedado sin compañero; había
empezado a sentir hastío de la vida y perder peso. Fue entonces cuando el médico
jefe arregló las partidas con los miembros de un club de ajedrez de Zurich. Sin
embargo, la mayoría de los jugadores no eran lo suficientemente diestros para él; y
los otros hacían esperar sus respuestas, por lo cual el juego resultaba muy aburrido.
Impaciente, Richter había organizado el juego por teléfono, pero pronto la tarifa
telefónica lo hizo renunciar y conformarse con el ir y venir de las jugadas por correo,
que procedía con tal lentitud que prácticamente Richter sólo podía hacer una jugada
cada dos días. Con el tiempo se interrumpió el contacto y el enfermo debió
contentarse con jugar solo viejas partidas descritas en los libros.
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Y un día llegó Regnier. Jugaron una partida y Richter se sintió feliz de tener
nuevamente un digno adversario. Pero Regnier, un francés que había salido de un
campo de prisioneros alemán, rehusó continuar el juego cuando se enteró de que
Richter era oriundo del país germano. Las enemistades nacionales ni siquiera
desaparecían en un sanatorio.
Richter empezó a languidecer de nuevo; Regnier también debió guardar cama.
Ambos se aburrían, pero ninguno de los dos quería ceder. Un negro procedente de
Jamaica y convertido al cristianismo halló finalmente una solución. Postrado como
los otros, escribió una carta a cada uno de los ajedrecistas invitándolos a jugar con él
una partida de ajedrez de cama a cama a través del teléfono. Los dos hombres se
sintieron transportados de dicha. La única dificultad residía en que el negro no tenía
la menor noción de ajedrez, pero el inconveniente se resolvió de la manera más
sencilla. Como Regnier eligió las blancas fue el primero en llamar por teléfono para
comunicar al negro su jugada y éste se la transmitió a su vez a Richter, que
afortunadamente había elegido las negras. Esperó luego la jugada de Richter y la pasó
a Regnier. La segunda jugada de Regnier volvió a pasarla a Richter y la respuesta de
éste al primero. El negro ni siquiera poseía un tablero, pues su única intervención era
hacer jugar las negras contra Regnier y las blancas contra Richter sin que ellos lo
supieran.
Poco después de concluida la guerra el negro falleció. En el ínterin Regnier y
Richter habían tenido que mudarse a cuartos más pequeños porque ambos se habían
empobrecido: uno guardaba cama en el tercer piso, el otro en el segundo. El papel del
negro fue asumido en adelante por Cocodrilo para que las partidas no se
interrumpieran y las enfermeras transmitían las jugadas de los oponentes que
imaginaban estar jugando aún con el negro de quien les habían dicho que ya no podía
hablar por teléfono debido al estado avanzado de su tuberculosis de laringe. La
estratagema dio buen resultado hasta que Regnier pudo abandonar el lecho. Quería
ser el primero en visitar al negro, y de ese modo descubrió el ardid.
Entretanto los resentimientos nacionales se habían atenuado. Cuando Regnier se
enteró de que los parientes de Richter habían fallecido en Alemania a consecuencia
de los ataques aéreos, decidió hacer las paces y las partidas se reanudaron sin
tropiezos. Con el correr del tiempo Regnier volvió a caer en cama, y como ninguno
de los dos tenía teléfono en su habitación, otros pacientes oficiaron de mensajeros.
Lillian también.
Hacía tres semanas había ocurrido el deceso de Regnier. Richter estaba a la sazón
tan débil que su fin se creía muy próximo y nadie quería comunicarle el fallecimiento
de Regnier. Para mantener el engaño, Cocodrilo, que en el ínterin terminó por
aprender el juego, volvió a cubrir la brecha. Pero, como es fácil suponer, no constituía
un adversario para Richter. De ahí que el anciano, que creía jugar con Regnier, no
saliera de su asombro al advertir lo mal que estaba jugando de repente tan buen
ajedrecista.
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—Si quiere aprender a jugar al ajedrez —propuso a Lillian, que había ido a
transmitirle la última jugada de Cocodrilo—, podría enseñarla rápidamente.
Lillian leyó el miedo en sus ojos azules. El anciano creía que Regnier moriría
pronto, dado lo mal que jugaba. Temía volver a quedarse sin compañero y repetía su
ofrecimiento a todos los que lo visitaban.
—No es difícil. Le enseñaré todos los trucos. Yo jugué contra Lasker.
—No tengo talento ni paciencia.
—Todos tienen talento, y la paciencia es indispensable cuando no se puede
dormir por las noches. ¿Qué se puede hacer si no? ¿Rezar? Eso no sirve de nada. Soy
ateo. La filosofía tampoco ayuda, las novelas policíacas son eficaces durante un breve
tiempo. Lo he probado todo, señora mía. Sólo hay dos cosas que son eficaces: una de
ellas es tener siempre a alguien a nuestro lado; por eso me casé, pero mi esposa
falleció hace mucho tiempo…
—¿Y la otra?
—Resolver problemas de ajedrez. Se apartan tanto de todo lo humano, la duda, y
el miedo… Su abstracción es benéfica. En su mundo no se conoce el pánico, ni la
muerte. Ayuda, por lo menos durante la noche. Y no pretendemos más, ¿verdad? Tan
sólo aguantar hasta la mañana próxima…
—Sí, es todo cuanto se espera aquí.
Desde la ventana de aquel cuarto no se divisaban más que nubes y una pendiente
nevada. Las nubes inquietas se veían amarillas y doradas en la temprana tarde.
—¿Quiere que le enseñe? —insistió Richter—. Podemos empezar en seguida.
Los ojos penetrantes, incrustados en la calavera, llamearon.
«Están hambrientos de compañía —pensó Lillian—, no de problemas de ajedrez»
.
Ansiaba la presencia de alguien que estuviera allí cuando la puerta se abriera
bruscamente y tan sólo entrase en la habitación el viento silencioso bajo cuya presión
saltaba la sangre de la garganta y llenaba los pulmones hasta provocar la asfixia.
—¿Cuánto tiempo hace que está aquí? —preguntó ella.
—Veinte años. Toda una vida, ¿verdad?
—Sí, toda una vida.
«Una vida —pensó—, ¡pero qué vida!». La rutina se imponía invariable día a día,
y los días se repetían, se encadenaban hasta formar un año, tan idénticos entre sí que
no se los podía distinguir. Y del mismo modo ocurría con los años: transcurrían como
los días, idénticos, eternamente idénticos.
«¡No! Yo no quiero acabar de este modo. ¡Así no!» recapacitó Lillian.
—¿Empezamos hoy? —inquirió Richter.
Lillian sacudo la cabeza.
—Ya no tiene objeto. No me quedaré mucho tiempo aquí.
—¿Volverá al llano? —graznó el anciano.
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—Sí, dentro de algunos días.
«¿Qué estoy diciendo? —se dijo, consternada—. ¡No es cierto!». Pero aquellas
palabras repercutieron en su cabeza cual si hubieran estado destinadas a grabarse en
su memoria. Se levantó presa de confusión.
—¿Ya está curada?
La voz ronca parecía llena de rencor, como si Lillian hubiera sido culpable de un
abuso de confianza.
—No me iré por mucho tiempo —le explicó vivamente—, sólo por unos días.
Volveré.
—Todos vuelven —graznó el anciano, más tranquilo—. Todos.
—¿Quiere que le lleve su jugada a Regnier?
—Es inútil —Richter volteó las piezas de ajedrez sobre el tablero que tenía junto
al lecho—. Está mate. Dígale que empezaremos una nueva partida.
—Una nueva partida, sí, una nueva partida.
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—La pequeña bogotana.
—¿La de los tres parientes? ¿Manuela?
—Sí. Ocurrió de repente, pero era de esperar.
—¿A qué vienen tantos rodeos? —exclamó Lillian, molesta por la cautelosa jerga
del sanatorio—. No ha partido, está muerta, falleció, ya no existe.
—Sí, naturalmente —murmuró la enfermera, intimidada, y miró de reojo el
vestido amarillo que pendía de la silla como una bandera de cuarentena.
Lillian lo advirtió.
—Vaya —le dijo, algo más serena—. Tiene usted razón. Cuando regrese podrá
llevarse todo.
—Bien.
Lillian extrajo rápidamente del sobre la placa oscura y lisa y se acercó con ella a
la ventana. En realidad no sabía interpretarla. El Dalai Lama le había explicado a
menudo las sombras y las manchas descoloridas, que importaban para el diagnóstico,
pero desde hacía algunos meses había dejado de hacerlo.
Contempló el gris y el negro brillante de los que dependía su vida. Allí estaban
sus clavículas, la columna vertebral y las costillas. Allí estaba su esqueleto y en
medio de él aquel algo misterioso y vago que se llamaba salud o enfermedad. Trató
de recordar las nebulosas manchas grises vistas en radiografías anteriores y de
localizarlas en la placa nueva. Creía verlas y le parecía que se habían tornado más
grandes. Se alejó de la ventana y encendió la lámpara del quinqué, quitó la pantalla
para obtener más luz, y de pronto, con los ojos fijos en la radiografía, se le antojó
estar viéndose muerta, después de varios años de permanecer en un sepulcro, la carne
descompuesta en tierra gris, y los huesos, que habían resistido a la descomposición.
Dejó las placas sobre la mesa, y murmurando «Otra vez haciendo necedades», se
acercó al espejo para escudriñar su rostro, un rostro que era el suyo y no reconocía
como tal, invertido en la superficie de azogue, extraño y sin embargo el suyo.
«No lo conozco, no como lo veo en realidad —se dijo—, no reconozco eso que
los demás ven, yo sólo conozco este fantasma reflejado en el espejo. La derecha es la
izquierda; la izquierda, la derecha; todo es mentira. Sólo Conozco esta mentira así
como otras mentiras: los colores y la forma, mientras ignoro la verdad, este esqueleto
que trabaja calladamente en mí para llegar a la superficie. Éste —pensó, examinando
las placas negras y lustrosas—, éste es el único espejo veraz. —Se palpó la frente y
las mejillas, sintió bajo sus dedos los huesos y le pareció que estaban más cerca de la
piel que antes—. La carne se disuelve poco a poco; desde el fondo de mis órbitas
hundidas me contempla ya la insobornable, la anónima, ¿o me mira invisible por
encima del hombro y sus ojos y los míos se encuentran en el espejo?»
.
—¿Qué hace ahí? —preguntó la joven enfermera a su espalda.
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Había entrado silenciosamente. Sus suelas de goma amortiguaban el rumor de sus
pasos.
—Me miraba al espejo. En los últimos dos meses he perdido un kilo y medio.
—Hace poco aumentó medio kilo.
—Ya lo he vuelto a perder.
—Usted es demasiado inquieta, debe comer más. Yo la encuentro bien.
Lillian se volvió bruscamente.
—¿Por qué nos tratan como a criaturas? —le espetó, presa de ira desmedida—.
¿Suponen realmente que creemos todo cuanto nos cuenta? ¡Observe!
Le tendió las radiografías a la enfermera.
—Examine esto. Sé bastante para comprobar que no ha habido mejoría.
La enfermera la miró espantada.
—¿Sabe usted interpretar las radiografías? ¿Lo ha aprendido?
—Sí, lo he aprendido. He tenido tiempo.
No era verdad, pero ya no podía volverse atrás. Se le antojaba estar de pie sobre
una cuerda tendida a gran altura, las manos aferradas a la barra de equilibrio, en el
momento en que se disponía a lanzarse a caminar por el espacio. Podía evitar la
explicación que seguiría si guardaba silencio, y era lo que deseaba, pero algo más
fuerte que el miedo la empujó hacia delante.
—No es ningún secreto —añadió con calma—. El propio profesor me dijo que no
había habido mejoría en mí. Por el contrario, me he agravado. Sólo quería
comprobarlo por mí misma, por eso le pedí que me mostrara las placas. Es inútil
representar esta comedia ante el paciente. Es mucho mejor exponerle claramente la
situación.
—La mayoría no lo soporta.
—Yo puedo soportarlo. Entonces ¿por qué engañarme?
Lillian tuvo la sensación de sentir debajo de ella el suspenso y el silencio en la
infinita y profunda carpa del circo.
—Usted misma acaba de decir que ya lo sabe —respondió la enfermera, indecisa.
—¿Qué? —inquirió Lillian sin aliento.
—Sus radiografías…, usted las ha interpretado…
De súbito cesó el silencio de la espera. Un zumbido estridente y extraño llenó sus
oídos.
—Por supuesto, sé que no he mejorado —murmuró Lillian penosamente—. Son
cosas que pasan.
—Naturalmente —confirmó la enfermera, aliviada— siempre hay fluctuaciones,
hacia arriba y hacia abajo. Siempre se producen recaídas, especialmente en el
invierno.
—Y en primavera, y en verano y en otoño —acotó Lillian.
La enfermera se echó a reír.
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—Es usted divertida. ¡Si al menos fuera más serena y obedeciera las
prescripciones del profesor…! Al fin y al cabo él sabe lo que le conviene.
—Obedeceré. No olvide el vestido.
Lillian esperó impaciente a que la enfermera tomase las radiografías y el vestido y
se marchara. Le parecía que con ella había entrado en su habitación un hálito de
muerte, escondido entre los pliegues del blanco uniforme al salir la enfermera del
cuarto de Manuela.
«¡Qué inconsciente es! —pensó—. ¡Qué inconsciente somos todos cuando se
trata de los demás! ¿Por qué no se va? ¡Con cuánta lentitud y enervante compunción
coloca el vestido sobre su brazo!»
.
—Pronto recuperará el kilo perdido —la consoló la enfermera—. Pero es
necesario alimentarse bien. Esta noche, por ejemplo, habrá un magnífico postre de
chocolate con crema de vainilla.
«Yo lo quise —reflexionó Lillian—. No porque sea valiente, sino porque tengo
miedo. Continué la farsa porque quería escuchar lo contrario. ¡A pesar de todo
siempre se desea escuchar lo contrario!»
.
Golpearon a su puerta y Hollmann entró en su cuarto.
—Clerfayt se marcha mañana. Esta noche hay plenilunio. La fiesta habitual en la
cabaña alpina. ¿Nos escapamos una vez más y subimos con él?
—¿Usted también irá?
—Sí. Será la última vez.
—Manuela ha muerto.
—Ya me enteré. Es un alivio para todos. Sin duda alguna para sus tres
parientes…, y tal vez también para Manuela.
—Habla usted como Clerfayt —le espetó Lillian con hostilidad.
—Creo que a la larga todos debemos hablar como Clerfayt —respondió
Hollmann tranquilo—. Su punto de vista es más agudo; por eso nos parece brutal.
Vive entre dos carreras y sus oportunidades disminuyen a medida que pasan los años.
¿Quiere que pasemos esta noche con él?
—No sé…
—Es su última noche, y Manuela no resucitará, hagamos lo que hagamos.
—Vuelve a hablar como Clerfayt.
—¿Por qué no he de hacerlo?
—¿Cuándo partirá?
—Mañana tarde. Quiere alejarse de las montañas antes de que vuelva a nevar. El
pronóstico meteorológico anuncia nevadas para mañana noche.
—¿Se marchará solo? —preguntó Lillian con esfuerzo.
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—Sí. ¿Vendrá esta noche?
Lillian no contestó. La asaltó un tropel de pensamientos a un tiempo. Necesitaba
reflexionar. Pero ¿qué había que reflexionar? ¿No lo había hecho desde hacía meses?
Sólo había que decidir.
—¿No se había propuesto ser más prudente de hoy en adelante? —preguntó.
—Esta noche no. Dolores, María y Charles serán de la partida. Joseph guardará la
puerta. Si nos escapamos de aquí a las diez alcanzaremos el funicular, que esta noche
funcionará hasta la una de la madrugada. Vendré a buscarla. —Hollmann rió—.
Desde mañana volveré a ser el morador más dócil y prudente del «Bella Vista». Hoy
celebraremos…
—¿Qué?
—Cualquier cosa. El plenilunio, la presencia de Giuseppe, el hecho de vivir aún,
la despedida…
—¿Y nuestra promesa de volver a ser pacientes ideales mañana?
—También eso. Vendré en su busca. Es una fiesta de disfraces, ¿no lo habrá
olvidado?
—No.
Hollmann cerró la puerta. «Mañana… —pensó Lillian—. Mañana». ¿En qué se
había convertido esa palabra? Un mañana distinto del mañana de ayer y de todos los
mañanas anteriores. Al atardecer de ese mañana inmediato Clerfayt se habría
marchado y la rutina del sanatorio volvería a extenderse sobre todo como una manta
húmeda de nieve traída por el viento enfermizo y se posaría blanda y muelle sobre
todo hasta ahogarlo lentamente.
«¡A mí no!» gimió, con rebeldía, para sus adentros.
La cabaña alpina dominaba la aldea desde lo alto. Una vez al mes, en invierno,
cuando había luna llena, se mantenía abierta durante la noche para el desfile de los
esquiadores portadores de antorchas. Para tal fin el «Palace Hotel» había enviado a la
montaña una pequeña orquesta de cíngaros: dos violinistas y un cimbalista. Los
músicos llevaban el címbalo; en la cabaña no había piano.
Los invitados se presentaron ataviados con atuendos de esquí o disfraces. Charles
Ney y Hollmann se habían pegado bigotes para que no los reconocieran. Charles Ney
vestía su esmoquin, un disfraz como cualquier otro, porque nunca tenía oportunidad
de usarlo. María Savini lucía una mantilla de encaje español, Dolores Palmer se había
enfundado en su túnica china; Lillian Dunkerque en sus pantalones azul celeste y una
chaqueta de piel.
La cabaña estaba muy concurrida, pero Clerfayt había logrado que le reservaran
una mesa junto a la ventana. El jefe de camareros del «Palace Hotel», que también
tenía a su cargo la cabaña, era un aficionado de las pruebas automovilísticas.
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Lillian estaba muy excitada. Sus ojos escrutaban la dramática noche en la
montaña. En las altas cumbres rugía la tempestad, de la que nada se percibía en la
cabaña. A intervalos surgía la luna de entre las nubes desgarradas y volvía a
sumergirse en ellas; los reflejos blancuzcos sobre la pendiente daban vida y
movimiento a la Naturaleza. Gigantescos flamencos parecían estar sobrevolando el
mundo con sus poderosas alas.
En la chimenea de la cabaña ardía un gran fuego. Había ponche y vino caliente.
—¿Qué prefiere? —preguntó Clerfayt a Lillian—. Todas las bebidas que se sirven
son calientes: el ponche y el vino, pero el jefe de camareros ha reservado un poco de
vodka y coñac para usted. Esta tarde le permití dar una vuelta por la aldea en
Giuseppe. Engrasó dos bujías, pero se sintió feliz. ¿Desea beber coñac? Yo sugiero
vino caliente.
—Bien —aceptó Lillian—: beberé vino caliente.
El camarero trajo los vasos.
—¿A qué hora partirá mañana? —interrogó Lillian.
—Antes de que oscurezca.
—¿Hacia dónde va?
—Hacia París. ¿Quiere acompañarme?
—Sí —respondió Lillian.
Clerfayt se echó a reír, incrédulo.
—Bien —dijo—. Pero no podrá llevar mucho equipaje. En Giuseppe no cabe
nada.
—No necesito mucho. Las demás cosas pueden ser enviadas después. ¿Cuál será
la primera etapa?
—Nos alejaremos de la nieve, ya que usted la aborrece tanto. No muy lejos.
Allende las montañas, hasta Tesino, a orillas del lago Maggiore. Allí ya es primavera.
—¿Y después?
—Hacia Ginebra.
—¿Y luego?
—A París.
—¿No es posible ir directamente a París?
—Queda demasiado lejos para cubrir la distancia en un día. Debiéramos salir al
alba.
—¿Se puede llegar en un día desde el lago Maggiore?
Clerfayt la miró con atención. Hasta ese momento había considerado aquello
como un juego.
—Se puede llegar en una larga jornada —respondió—. Pero, ¿por qué? ¿No le
gustaría contemplar los campos de narcisos en los alrededores de Ginebra? Todos
quieren verlos.
—Puedo verlos al pasar.
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En la terraza comenzaron los fuegos artificiales. Las gavillas de cohetes
ascendían raudos hacia el firmamento, las ruedas luminosas giraban como centellas
errantes y luego ascendieron al espacio unos proyectiles rojos en una trayectoria
vertical, y cuando se creía que se habían agotado en su vuelo solitario reventaban
súbitamente en gavillas de oro, verde y azul y se precipitaban a la tierra convertidos
en un centenar de bolas refulgentes.
—¡Bendito Dios! —exclamó Hollmann de repente—. ¡El Dalai Lama!
—¿Dónde?
—En la puerta. Acaba de llegar.
En efecto, el profesor estaba junto a la entrada, pálido, con su calva más desnuda
que de costumbre. Observaba el tumulto que reinaba en la cabaña. Vestía un traje
gris. Alguien le encasquetó un gorro de papel en la cabeza. Se lo quitó de un
manotazo y encaminó sus pasos hacia una mesa que no estaba muy distante de la
puerta.
—¿Quién iba a suponerlo? —musitó Hollmann—. ¿Qué haremos?
—Nada —replicó Lillian.
—¿No sería aconsejable salir de aquí confundidos entre los demás?
—No.
—Con ese bigote no lo reconocerá, Hollmann —intervino Dolores Palmer.
—Pero a usted sí y a Lillian. Especialmente a Lillian.
—Podemos sentarnos de manera que no alcance a ver vuestros rostros —propuso
Charles Ney, y se incorporó. Dolores cambió de lugar con él y María Savini ocupó la
silla de Hollmann. Clerfayt sonrió divertido y miró a Lillian. Le hizo señas para que
cambiaran sus respectivos asientos, pero ella sacudió la cabeza.
—Hágalo, Lillian —le aconsejó Charles—; de lo contrario la reconocerá y
mañana habrá un escándalo mayúsculo. Este mes ya hemos rebasado toda medida.
Lillian vio el rostro pálido del Dalai Lama, con sus ojos apagados, flotar sobre las
mesas como una luna, a veces oculto por la muchedumbre y luego nuevamente
visible como su compañera celeste entre las nubes.
—No —replicó ella, obstinada—. Me quedo sentada aquí.
Los esquiadores se prepararon para el descenso.
—¿No intentará el descenso con ellos? —preguntó Dolores a Clerfayt.
Vestía ropas de esquiar.
—No lo he pensado siquiera. Es demasiado peligroso.
Dolores se echó a reír.
—Es verdad —afirmó Hollmann—. Siempre es peligroso hacer lo que no se
domina enteramente.
—¿Y cuando se domina? —inquirió Lillian.
—Entonces es más peligroso aún —declaró Clerfayt—, porque se deja de ser
prudente.
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Salieron para presenciar el descenso: Hollmann, Charles Ney, María Savini y
Dolores trataron de aprovechar la confusión general para pasar inadvertidos. Lillian y
Clerfayt cerraron la marcha y desfilaron ante los ojos pálidos del profesor sin darse
prisa.
Por el sendero de nieve apisonada se dirigieron hacia la pista de deslizamiento. El
humo llameante de las antorchas lanzaba reflejos sobre la nieve y sobre los rostros.
Los primeros esquiadores se lanzaron cuesta abajo por la pendiente iluminada por la
luna enarbolando sus antorchas. Pronto se convirtieron en puntos candentes y se
perdieron tras otras pendientes más profundas. Lillian seguía con la vista a los
participantes, que se lanzaban por las laderas cual si se zambulleran en la vida, y los
comparaba con los cohetes que al alcanzar su cénit volvían a caer a la tierra
convertidos en un lluvia de estrellas.
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Ante ella se extendía la vida clara y vasta a la plena luz de la luna con sus nubes, sus
valles y sus destinos. Lillian se quedó sin aliento. Sí, ésa era la vida. Ella formaba
parte de esa maravilla, como los que gozaban del privilegio de estar sanos. La pista se
abría ante ella para que se precipitara sin vacilación, blandiendo una antorcha
ardiente, crepitante. ¿Qué había dicho cierta vez Clerfayt? Lo más apetecible de la
vida era poder elegir la propia muerte, porque entonces no podía matarlo a uno como
una rata o extinguirlo y ahogarlo cuando uno no estaba preparado aún. Lillian estaba
pronta. Temblaba, pero estaba pronta.
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CAPÍTULO VI
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«Desesperante —pensó Wolkow—. ¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué algo que
ayer no existía aún es desesperante hoy?»
.
Paseó la mirada por los vestidos, los zapatos…, que un segundo antes habían
formado un cuadro de encantador desorden… y en aquel momento aparecían bajo la
luz hiriente de la despedida trocados en armas que amenazaban su corazón. Todos
esos objetos no representaban ya una seductora confusión; le provocaban el dolor que
se experimenta cuando se regresa del entierro de un ser querido y se tropieza
insospechadamente con alguno de sus efectos personales: un sombrero, alguna
prenda, un par de zapatos…
—Debes quedarte aquí —le dijo.
Lillian movió la cabeza en señal de negación.
—No lo puedo explicar, y por este motivo quería marcharme sin verte. Te hubiera
escrito desde el llano, pero no sé si hubiese podido hacerlo. No me atormentes más,
Boris…
«No me atormentes —pensó Wolkow—. Así decían ellas, aquellos manojitos de
gracia, egoísmo y debilidad cuando se preparaban a destrozarle a uno el corazón.
“¡No me atormentes más!”. ¿Pensaban alguna vez en el tormento de los otros? Pero
¿no sería más intolerable si lo pensaban? ¿No tendría eso algo de esa piedad sin
compasión de quién acaricia distraídamente con un manojo de hortigas?»
.
—¿Te vas con Clerfayt?
—Me llevará al llano en su coche —aclaró Lillian, torturada—. Como alguien
que recoge en su automóvil a un peatón al borde de la carretera. Nos separaremos en
París. Yo me quedaré allí y él seguirá su camino. Mi tío vive en París. Es quien
administra el poco dinero que poseo. Viviré allí.
—¿En la casa de tu tío?
—En París.
Lillian tenía conciencia de su mentira, pero en aquel momento imaginaba ser
sincera.
—Compréndeme, te lo suplico.
Boris miró las maletas.
—¿Por qué quieres que te comprenda? Te marchas, y basta.
Ella bajó la cabeza.
—Tienes razón. Sigue abrumándome.
«Sigue abrumándome —pensó él—. Si uno se estremece tan sólo un instante ellas
dicen “¡sigue abrumándome!” como si fuera uno quien pretendiera abandonarlas. Su
lógica nunca llega más allá de la última respuesta, todo lo que hubo antes queda
abolido como si no hubiera existido jamás. No se trata de saber por qué motivo fue
lanzado un grito. Es el grito lo que importa»
.
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—Yo no te abrumo —dijo Boris.
—¿Quieres que me quede contigo?
—Quisiera que te quedarás aquí, que no es lo mismo.
«Yo también estoy mintiendo —recapacitó—. Naturalmente quiero tan sólo que
se quede conmigo, es el único y el último bien que poseo. El planeta Tierra se ha
encogido y reducido para mí a esta aldea; puedo contar sus habitantes, los conozco a
casi todos. En esto se ha convertido mi mundo y no puedo vivir en el mundo sin ella.
No puedo perderla, no debo perderla, pero ya la he perdido»
.
—Me espanta verte despilfarrar tu vida como quien tira dinero desvalorizado —
adujo al fin.
—Ésas son sólo palabras, Boris. Cuando a un recluso se le da a elegir entre vivir
un año en libertad y luego morir o fenecer lentamente en la prisión, ¿qué debe hacer?
—¡Tú no estás en una prisión, Dusha! Tienes una idea pavorosamente errónea de
lo que es la vida allá abajo.
—Lo sé. Pero no la conozco. Sólo conozco la parte que era guerra, engaño y
miseria. Sin embargo, aun cuando el resto no fuera sino decepciones, no podría ser
peor que eso que conozco, y estoy convencida de que debe existir otra cosa. Debe de
haber algo más, algo que yo no conozca, que me intranquiliza y me llama.
Lillian se contuvo.
—No sigamos hablando, Boris. Todo lo que digo es falso, se torna falso tan
pronto sale de mi boca. Las palabras son falsas, triviales, sentimentales, y no
expresan lo que quiero decir. Se truecan en cuchillos y yo no quiero lastimarte, pero
cada palabra mía debe ser una ofensa si pretendo ser sincera, y aun cuando creo ser
sincera estoy lejos de serlo. ¿No adviertes acaso que ni yo misma lo sé?
Lo miró con una mezcla de amor debilitado, compasión y hostilidad. «¿Por qué la
obligaba a repetir otra vez todo eso que se había dicho a sí misma miles de veces y
que quería olvidar?»
.
—¡Deja que Clerfayt se marche! Pocos días después comprenderás cuán
equivocado hubiese sido seguir a ese hechicero —argüyó Wolkow.
—Boris —replicó Lillian, desesperada—. No se trata de Clerfayt. ¿Es necesario
que haya otro hombre?
Él no contestó.
«¿Por qué le dije esto? —pensó—. Estoy loco, todo lo que hago es alejarla más de
mí. ¿Por qué no le digo sonriente que tiene razón? ¿Por qué no recurro a la vieja
estratagema? ¿Acaso no sé que quién pretende retener algo lo pierde y que aquel que
suelta las amarras sonriente es precisamente a quien uno se aferra? ¿Lo he olvidado?»
.
—No —dijo—. No es necesario que haya otro hombre. Pero si no es así, ¿por qué
no me pediste que te acompañara?
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—¿A ti?
«Equivocado —pensó—. ¡Otra vez equivocado! No debiera imponerme. Ella
quiere huir de la enfermedad… ¿Por qué iba a llevar entonces a su lado a un
enfermero? Yo soy el último hombre que ella elegiría como compañero de viaje»
.
—No quiero llevarme nada, Boris —respondió ella—. Te amo, pero no quiero
llevar nada conmigo.
—¿Quieres olvidarlo todo?
«Otra vez algo que no debiera haber dicho», se reprochó desesperado.
—No lo sé —murmuró Lillian, apesadumbrada—. No quiero llevarme nada de
aquí. No puedo. No me tortures.
Por un momento se quedó muy quieto. Sabía que lo mejor era no contestar nada
más, pero al mismo tiempo se le antojaba terriblemente importante explicarle que a
ambos ya no les quedaba mucho tiempo de vida, que eso que en ese instante
despreciaba tanto, el tiempo, se trocaría algún día en la cosa más trascendental
aunque no fueran más que horas o días y que no se perdonaría por haberlo dilapidado,
aun cuando no lo viera así en ese momento. Sin embargo, sabía también que todo
argumento se transformaría al instante en una trivialidad y que ni siquiera su fondo de
verdad sería aceptable para Lillian. Era demasiado tarde. Ya no podía alcanzarla. En
lo que iba de un suspiro al otro se había hecho repentinamente demasiado tarde. ¿Qué
había omitido hacer? Lo ignoraba. El día anterior todo había sido intimidad,
proximidad, y de pronto se había alzado entre ellos una pared de cristal como el panel
que separa en un automóvil el asiento del conductor del asiento trasero. Se veían aún,
pero ya no se podían comunicar, se escuchaban, pero hablaban idiomas diferentes. Ya
no había esperanzas. La extrañeza que había surgido durante la noche ya lo llenaba
todo. Revelaba su súbita presencia en cada mirada y en cada ademán. Ya no había
nada que hacer.
—Adiós, Lillian.
—Perdóname, Boris.
—En el amor no hay nada que perdonar.
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otra parte un lugar que concuerde más con sus deseos…
Lillian no respondió. La ironía era demasiado manifiesta.
—Estuve conversando con la jefa de enfermeras —prosiguió el Dalai Lama que
había atribuido el silencio de la joven a su sorpresa—. Me dijo que no es la primera
vez que procede de este modo. La previno muchas veces y usted no hizo caso. Su
conducta lesiona la moral del establecimiento. No podemos tolerar que…
—Comprendo —le interrumpió Lillian—. Esta tarde abandonaré el sanatorio.
El Dalai Lama la miró estupefacto.
—No hay tanta prisa. Puede quedarse aquí hasta que haya encontrado otro lugar.
¿O ya lo ha hecho?
—No.
El profesor estaba desconcertado. Había esperado lágrimas y súplicas.
—Señorita Dunkerque, ¿por qué hace tanto en detrimento de su salud? —inquirió
al fin.
—Hace tiempo que venía siguiendo estrictamente sus prescripciones y no ha
habido mejoría.
—Pero eso no es razón para dejar de hacerlo si se empeora —exclamó el
profesor, enfadado—. Por el contrario. Es entonces cuando se debe ser más prudente.
«Si se empeora», pensó Lillian. La sentencia no la hirió como la víspera cuando
la enfermera le había revelado la verdad.
—¡No prosiga en su intento de destruirse! ¡Quítese esa idea absurda de su bella
cabeza!
Un corazón de oro bajo una corteza áspera. Así se veía el profesor.
La tomó de los hombros y la sacudió suavemente.
—Vuelva a su habitación y de hoy en adelante sea más obediente.
Lillian hizo un movimiento de hombros y se desembarazó de sus manos.
—Seguiría infringiendo las disposiciones —dijo, serena—; por eso juzgo que lo
más aconsejable es abandonar el sanatorio.
Lo que el Dalai Lama le había confirmado sobre su estado, lejos de espantarla le
confirió una súbita seguridad y frialdad. También mitigó de extraña manera el dolor
que le había causado Boris, porque de improviso le pareció haber sido eximida de la
libertad de elección. Se sentía como un soldado que tras larga espera recibe la orden
de ponerse en marcha. No había otra alternativa más que obedecer. Lo nuevo ya había
tomado posesión de ella, así como en el soldado la orden de marcha se toma en parte
del uniforme y de la lucha y quizá también del fin.
—No cause dificultades —protestó el Dalai Lama—. A duras penas encontrará
por aquí otro sanatorio… ¿Dónde irá? ¿A una pensión?
El grande y bondadoso dios del sanatorio estaba ante ella, presa ya de la
impaciencia porque esa gata obstinada había tomado al pie de la letra su despido para
obligarlo, según creía, a volver a admitirla.
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—Las pocas reglas que debe obedecer sólo son en su beneficio. ¿Dónde
acabaríamos si reinara la anarquía en este establecimiento? Además, esto no es una
cárcel. ¿O lo considera usted como tal?
Lillian sonrió.
—Ya no. Y he dejado de ser una paciente. Puede volver a hablarme como a una
mujer, no como a una niña o a un reo.
Alcanzó a ver cómo el Dalai Lama se sonrojaba de nuevo y seguidamente salió
de su despacho.
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—¡Sea razonable, Miss Dunkerque! Usted desconoce cuál es su verdadero estado.
No debe alejarse de la montaña. No lograría sobrevivir este año.
—Razón de más para partir.
Lillian atravesó el vestíbulo. Al pasar por la mesa de bridge se alzaron algunas
cabezas. El vestíbulo estaba casi desierto. Los pacientes practicaban su siesta. Boris
no se veía por allí, pero Hollmann estaba junto a la puerta.
—Si está decidida a viajar, por lo menos hágalo en tren —la aconsejó Cocodrilo.
Lillian, sin pronunciar palabra, mostró a la jefa de enfermeras su abrigo de pieles
y sus prendas de lana. Cocodrilo hizo un ademán desdeñoso.
—Eso no vale de nada. ¿Pretende suicidarse a viva fuerza?
—Todos lo hacemos…, unos más rápidamente, otros con más lentitud. Iremos
con cuidado y no muy lejos.
La salida estaba ya muy próxima. El sol se filtraba cegador desde el exterior.
«Unos cuantos pasos más —pensó Lillian— y habré cruzado el Rubicón. ¡Un paso
más!»
.
—Ha sido usted advertida —dijo la voz glacial y mesurada de Cocodrilo—. Nos
lavamos las manos.
Aunque no estaba de ánimo para ello, Lillian sonrió. Cocodrilo había salvado la
situación con una última frase hecha.
—Láveselas en inocencia esterilizada —replicó Lillian—. ¡Adiós! Gracias por
todo.
Ya estaba fuera. La nieve reflejaba la luz con tal intensidad que apenas le permitía
ver.
—¡Hasta la vista, Hollmann!
—Hasta la vista, Lillian. Muy pronto la seguiré.
Levantó los ojos. Hollmann reía. «Gracias a Dios —pensó—. Por fin ningún
predicador». Hollmann la envolvió en sus prendas de lana y su abrigo de piel.
—Conduciré a velocidad reducida —dijo Clerfayt—. Cuando se ponga el sol
subiremos la capota. Por ahora las ventanillas la protegerán del viento.
—Sí —respondió ella—. ¿Podemos partir ya?
—¿No ha olvidado nada?
—No.
—Si así fuera puede pedir que se lo envíen.
No había pensado en eso. Aquella certeza la consolaba. Había supuesto que al
partir quedarían rotos todos los vínculos.
—En efecto, puedo pedir que lo envíen —afirmó.
En el lugar apareció un hombrecito pequeño, mezcla de camarero y sacristán.
Clerfayt titubeó.
—Pero, si ése es…
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El hombrecito pasó muy cerca del automóvil, rumbo a la entrada principal del
sanatorio. Vestía un traje oscuro, un sombrero negro y llevaba una maleta. Se había
transfigurado. Ya no se le veía enfurruñado y taciturno, sino alegre y autoritario.
Clerfayt lo reconoció: el escolta de féretros se disponía a partir rumbo a Bogotá.
—¿Quién es? —preguntó Lillian.
—No sé. Creía haber visto un conocido. ¿Está preparada?
—Sí —asintió Lillian—. Ya estoy dispuesta.
El automóvil se puso en movimiento. Hollmann agitó la mano. Boris no se veía
por ningún lado. El perro corrió un trecho detrás del coche, luego quedó rezagado.
Lillian miró hacia atrás. En las terrazas del solárium, hasta aquel momento
aparentemente desiertas, apareció de pronto una hilera de personas. Los enfermos que
habían estado reclinados en sus hamacas se habían levantado. El telégrafo
subterráneo del sanatorio les había informado de lo que sucedía, y al escuchar el
ruido del motor se alinearon en una fila que se recortaba oscura contra el azul intenso
del cielo y miraron hacia abajo.
—Como el tendido más alto de un ruedo —observó Clerfayt.
—Sí —asintió Lillian—. ¿Pero qué somos nosotros: los toros o los matadores?
—Siempre los toros. Pero creemos ser los matadores.
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CAPÍTULO VII
EL coche se deslizó suavemente por una garganta blanca sobre la que fluía el
cielo como un arroyo azul genciana. Ya habían cruzado el paso, pero la nieve
formaba a ambos lados de la carretera una muralla de casi dos metros de altura que
ocultaba el horizonte. No había en el mundo más que aquellos muros blancos y la
cinta azul de cielo. Si uno permanecía inmóvil recostado contra el respaldo, no se
sabía qué era lo que estaba arriba y qué abajo: si el azul o el blanco.
De improviso les llegó el olor de la resina y de los pinos. Una aldea se perfiló
chata y parda en el paisaje. Clerfayt se detuvo.
—Creo que podemos retirar las cadenas. ¿Cómo está la ruta más abajo? —
preguntó al encargado del surtidor.
—Sinuosa.
—¿Qué?
Clerfayt miró al muchacho. Llevaba un jersey rojo, una flamante chaqueta de
cuero, tenía calados un par de anteojos con armazón de acero, su rostro mostraba una
profusión de granitos y sus orejas eran apantalladas.
—¡Nos conocemos! ¡Eres Herbert o Hellmut o…!
—Hubert.
El muchacho señaló el cartel de madera suspendido entre los surtidores de
gasolina: «H. Göring. Garaje y mecánico de automóviles»
.
—¿Ese cartel es nuevo? —inquirió Clerfayt.
—Flamante.
—¿Por qué no hiciste poner tu nombre de pila con todas sus letras?
—Así es más práctico. Muchos creerán que me llamo Hermann.
—Sería más lógico que te inclinaras a cambiar tu apellido en lugar de hacer
ostentación.
—Sería muy tonto —aclaró el muchacho—, precisamente ahora que los coches
alemanes menudean por aquí. Usted no imagina cuántas propinas me embolso. No,
señor mío, mi apellido es una fuente de recursos.
Clerfayt contempló su chaqueta de cuero.
—Seguramente esa prenda debe de provenir de tus pingües ganancias.
—A medias. Pero antes de que concluya la temporada sacaré para un par de botas
para esquiar y un abrigo; es bien seguro.
—Quizá te equivoques en tus cálculos. Muchos no te darán propinas
precisamente por tu apellido.
El muchacho dejó escapar una risita y arrojó las cadenas dentro del coche.
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—No aquellos que ya pueden permitirse el lujo de venir a este país a practicar
deportes de invierno, señor mío. Además, no arriesgo nada. Unos dan porque se
alegran de que haya desaparecido ese régimen y los otros porque mi nombre les
recuerda tiempos mejores, pero casi todos dan. Ya he acumulado alguna experiencia
desde que puse allí ese cartel. ¿Gasolina, señor mío?
—Gasolina —repitió Clerfayt—; necesito setenta litros, pero no te los compraré a
ti, sino a alguien que tenga menos afán de lucro que tú. Ya es hora de que cambies tu
manera de juzgar al mundo, Hubert.
Una hora más tarde habían dejado la nieve atrás. A los costados de la ruta corrían
unos arroyuelos. Los techos de las casas goteaban, los troncos de los árboles brillaban
de humedad. En las ventanas se reflejaba rojo el atardecer. Los niños jugaban en las
calles, los campos se veían negros y húmedos y en las praderas la hierba del año
anterior ponía pinceladas de amarillo y verde pardusco…
—¿Hacemos un alto en algún lugar? —sugirió Clerfayt.
—Todavía no.
—¿Tiene miedo que la nieve nos dé alcance?
Lillian asintió.
—Quisiera no volver a verla jamás.
—No antes del próximo invierno.
Lillian no contestó. «El próximo invierno —pensó—; eso era como decir Cirio o
Las Pléyades. Nunca llegaría a verlo»
.
—¿Vamos a tomar algo por lo menos? —propuso Clerfayt—. ¿Café con kirsch?
Nos queda un buen trecho por cubrir.
—Sí —aceptó Lillian—. ¿Cuándo llegaremos al lago Maggiore?
—Dentro de algunas horas. Bien entrada la noche.
Clerfayt detuvo el coche frente a una hostería. Entraron en el salón. Una camarera
encendió la luz. De las paredes pendían estampas que representaban ciertos
bramantes y urogallos en celo.
—¿Tiene hambre? —quiso saber Clerfayt—. ¿Qué comió a mediodía?
—Nada.
—Lo había supuesto.
Se volvió hacia la camarera:
—¿Qué nos puede servir?
—Salame, landjäger y schüblig[8]. Los schüblig están calientes.
—Dos schüblig y algunas rebanadas de ese pan negro que hay allí, manteca y una
jarra de vino. ¿Tienen «Fondant»?
—«Fondant» y «Valpolicella».
—«Fondant» para nosotros, ¿y usted qué desea beber?
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—Un pflümli, si no le importa —replicó la camarera.
—Vaya por su pflümli.
Lillian había elegido el rincón junto a la ventana. Escuchaba absorta el diálogo
entre Clerfayt y la camarera. La luz rojiza de la lámpara era reflejada por las botellas
alineadas sobre el mostrador, y el rojo y el verde formaban una curiosa mezcla. Los
árboles de la aldea, altos y negros, apuntaban hacia el elevado cielo crepuscular
teñido de verde y en las ventanas brillaban las primeras luces. Todo era muy lógico y
pacífico; era una noche sin angustia ni rebelión y armonizaba con todo igualmente
lógica y pacífica. ¡Se había evadido! Aquel pensamiento le oprimió la garganta.
—Los schüblig son chorizos campesinos con mucha grasa —le explicó Clerfayt
—. Son excelentes, pero quizás a usted no le agraden.
—A mí me gusta todo —respondió Lillian—. Todo lo que hay aquí abajo.
—Me temo que sea verdad.
Clerfayt la miró pensativo.
—¿Por qué lo teme?
Clerfayt rió.
—Nada es más peligroso que una mujer a la que todo le gusta. ¿Cómo se debe
proceder para que sólo guste de uno?
—No haciendo nada.
—Correcto.
La camarera les trajo el vino claro y lo sirvió en pequeñas copas para agua. Luego
alzó su copa de aguardiente de ciruelas.
—A su salud —brindó.
Bebieron. Clerfayt paseó la mirada por el salón, de aspecto miserable.
—Esto no es París aún —comentó sonriente.
—Por el contrario —replicó Lillian—. Éste es el primer suburbio de París. París
empieza aquí.
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dirección contraria. A los pocos minutos el aire pareció enrarecerse. Lillian tuvo la
impresión de estar cayendo vertiginosamente por un pozo hacia el interior de la tierra.
El estruendo de ese tren que avanzaba por el túnel suscitaba mil ecos imprevistos.
Ante ella se balanceaban los dos sedán iluminados como dos esquifes rumbo al
Hades.
—¿Se acabará esto alguna vez? —preguntó alzando la voz.
—Dentro de un cuarto de hora. —Clerfayt le ofreció su botella chata, que había
hecho llenar de nuevo en la hostería—. Es bueno acostumbrarse a los túneles —
comentó—. A juzgar por todo lo que se ve y se oye, pronto estaremos viviendo todos
de manera similar: en refugios antiaéreos y en ciudades subterráneas.
—¿Dónde saldremos?
—En Airolo. Allí comienza el Sur.
Lillian había temido esa primera noche que seguiría a su evasión. Había
imaginado que los recuerdos y el remordimiento saldrían de las tinieblas como ratas
para atacarla. Pero el viaje estruendoso a través de las pétreas entrañas de la tierra
disipaba todo otro pensamiento. El terror atávico de toda criatura que vive sobre el
suelo y no en su seno, el terror de ser enterrada viva la hacía desear con tanta
vehemencia volver a ver la luz y el cielo que todo lo demás fue ignorado.
«El ritmo de los cambios es demasiado rápido —pensó—. Hace algunas horas
estaba proscrita en la cima de las montañas y quería descender… Ahora me desplazo
vertiginosamente a través de la tierra y ansio volver a la luz»
.
De uno de los coches sedán salió revoloteando un papel que golpeó con un
chasquido el parabrisas. Allí se quedó adherido como una paloma destrozada.
—Hay gente que necesita comer siempre y en todo lugar —observó Clerfayt—.
Llevarían su emparedado así fueran al infierno.
Estiró el brazo en tomo al parabrisas y desprendió el papel.
Un segundo papel voló por tierra. Lillian rió. Siguió un proyectil que golpeó
contra el marco del vidrio.
—Un panecillo —dijo Clerfayt—. Los caballeros que nos preceden sólo se comen
el chorizo y tiran el pan. Un pandemónium burgués en el corazón de la tierra.
Lillian se desperezó en su asiento. Aquel túnel parecía despojarla de todas las
reminiscencias del pasado. Era como si una cortante garlopa las arrancara, las
desarraigara. El viejo planeta en el que se encontraba el sanatorio había quedado atrás
para siempre. Todo retomo era imposible. Nadie atravesaba dos veces la laguna
Estigia. Emergería en un nuevo planeta cuando la tierra la expulsara de su sueño.
Caída vertiginosa y mágica propulsión, sin más pensamientos que uno: salir y
respirar. Se le antojaba que en el último minuto alguien la aferraría y la izaría fuera
del pasadizo sepulcral cuyas paredes se desmoronaban a sus espaldas. La luz ya se
filtraba hacia ella, magna, lechosa, aureolada de rayos dorados como una custodia.
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El estruendo del Aqueronte se convirtió en un traqueteo normal y por último cesó.
El tren se detuvo con un blando murmullo de gris y oro y aire suave. Era el aire de la
vida después del hálito glacial y mortuorio de las catacumbas. Hasta el cabo de un
rato no advirtió Lillian que llovía. Escuchó el martilleo de las gotas que caían
suavemente sobre la capota, aspiró el aire dulce y expuso su mano a la lluvia.
«Salvada —pensó—. Arrojada por encima de la Estigia y salvada»
.
—Debiera ser al revés. Debiera haber llovido allá y aquí reinar buen tiempo.
¿Está decepcionada? —preguntó Clerfayt.
Lillian movió la cabeza.
—No he visto llover desde octubre.
—¿Y en esos cuatro años jamás bajó de las montañas? Entonces esto es algo así
como haber nacido de nuevo. Nacida de nuevo y con un caudal de recuerdos.
Pasaron del otro lado de la carretera para repostar.
—Es digna de envidia. Empieza usted otra vez desde el comienzo, con el ímpetu
de la juventud, pero sin sus albures.
El tren partió bajo la lluvia y desapareció con sus luces rojas. El encargado de la
estación de servicio le devolvió las llaves. El automóvil retrocedió hasta quedar
nuevamente en la carretera. Clerfayt frenó para dar la vuelta. Por un instante
contempló a Lillian en el pequeño recinto que formaba la capota, a la tenue luz del
cuentakilómetros mientras afuera la lluvia titilaba y parloteaba. La veía distinta de lo
que fuera los días precedentes. El reflejo del cuentakilómetros, de los relojes y
aparatos para la medición del tiempo y la velocidad iluminaban su rostro que, por
contraste, parecía situado fuera del tiempo y ajeno a la palpitación. «Fuera del
tiempo, como la muerte, con la que había iniciado una carrera mucho más osada que
la de los más temerarios automovilistas»
.
«La dejaré en París y la perderé —pensó—. No, debo tratar de retenerla. Sería un
tonto si no lo intentara»
.
—¿Ha pensado lo que hará en París? —le preguntó.
—Tengo un tío allí. Administra mi dinero. Hasta ahora me lo remitía en cuotas
mensuales. Ahora se lo quitaré todo. Habrá un drama. Cree aún que no he pasado de
los catorce años.
—¿Y cuántos años tiene en realidad?
—Veinticuatro y ochenta.
Clerfayt se echó a reír.
—Una buena combinación. En una oportunidad yo también tuve treinta y seis y
ochenta. Eso fue cuando regresé de la guerra.
—¿Y qué ocurrió?
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—Un buen día cumplí los cuarenta —contestó Clerfayt, y puse la palanca de
cambio en primera—. Fue muy triste.
El coche trepó la cuesta de la estación del ferrocarril a la carretera y empezó a
bajar un largo trayecto cuesta abajo. Simultáneamente se oyó el gemido de otro motor
detrás de ellos. Era el coche deportivo rojo que había sido transportado junto con
ellos a través del túnel. El conductor se había emboscado detrás de un cobertizo. En
esos momentos rugía a su zaga con sus cuatro cilindros cual si hubieran sido
dieciséis.
—Siempre se dan casos como éste —observó Clerfayt—. Pretende desafiamos a
correr una carrera. ¿Le damos una lección o le dejamos la ilusión de ser el poseedor
del automóvil más veloz del mundo?
—Dejemos que hoy conserven todos una ilusión.
—Bien.
Clerfayt aminoró la marcha. El coche rojo procedió de igual manera y empezó a
alborotar con la bocina. Tenía lugar de sobra para adelantarse, pero no quería
renunciar a su carrera.
—No hay nada que hacer —suspiró Clerfayt y volvió a acelerar—. Es un ser
humano y busca su perdición.
El coche rojo los molestó hasta Faido. Trataba de aventajarlos sin cesar.
—Se va a matar —afirmó Clerfayt al fin—. La última vez ya estuvo a punto de
volar fuera de la curva. Dejaremos que nos pase.
Frenó, pero al punto debió apretar el acelerador.
—¡Ese chapucero…! En lugar de adelantarnos casi se nos incrusta en la popa. Es
tan peligroso tenerlo detrás como delante de nosotros.
Clerfayt desvió el coche hacia la cuneta y lo detuvo frente a un cobertizo cercano
donde se guardaban tablas y del cual les llegó el olor de la madera. Esa vez el coche
rojo no lo imitó: siguió como una tromba. El conductor hizo un ademán despectivo y
lanzó una carcajada.
Se hizo un benéfico silencio. Tan sólo se escuchaba el rumor de un arroyo y el
quedo tamborileo de la lluvia. Lillian sintió que eso era la felicidad. Jamás olvidaría
aquel minuto de silencio lleno de oscura, húmeda y fecunda expectación, la noche,
los suaves murmullos, la calle mojada y reluciente…
Un cuarto de hora más tarde los envolvió la niebla. Clerfayt encendió los faros y
aminoró la velocidad. Al cabo de un rato les fue posible divisar nuevamente el borde
de la carretera. En un trecho de cien metros la niebla había sido disipada por la lluvia;
luego volvieron a entrar en una nube que el viento empujaba hacia el cielo.
De súbito Clerfayt frenó violentamente. Acababan de salir de la niebla. Ante
ellos, desviado por un mojón del camino, estaba el automóvil rojo con una de las
ruedas oscilando sobre el abismo. El conductor, ileso, estaba junto a la máquina.
—Eso se llama tener suerte —exclamó Clerfayt.
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—¿Suerte? —repitió el hombre, furioso—. ¿Y el coche? ¡Mire usted esto! No
estoy asegurado contra todo riesgo. ¿Y mi brazo?
—A lo sumo su brazo debe de haberse dislocado, pues lo puede mover. ¡Hombre,
alégrese de encontrarse aún sobre la carretera!
Clerfayt se apeó y echó un vistazo al coche deteriorado.
—A veces los mojones son de utilidad.
—¡Usted es el culpable! —chilló el hombre—. Usted me obligó a correr a
demasiada velocidad. Lo hago responsable. Si me hubiera dejado pasar en lugar de
jugar una carrera conmigo…
Lillian no pudo contener la risa.
—¿Por qué se ríe la señora? —inquirió el hombre con fastidio.
—A usted no le incumbe. Pero como hoy es miércoles se lo voy a explicar. Esta
señora procede de otra estrella y no conoce nuestros hábitos; se ríe porque usted se
lamenta por su coche en vez de agradecer a Dios por estar aún con vida. La señora
juzga inconcebible su proceder. Yo, en cambio, lo admiro. Cuando llegue a la
próxima aldea le haré enviar un remolque.
—¡Alto! No se librará tan fácilmente de esta situación. Si no me hubiera
desafiado hubiera conducido tranquilamente y no…
—Usted confunde las cosas —dijo Clerfayt—. Mejor será que haga responsable
de su accidente a la guerra perdida.
El hombre fijó la vista en el número de la patente de Clerfayt.
—¡Francés!. ¿Cómo haré para recuperar mi dinero?
Trató de sacar de su bolsillo un lápiz y un papel.
—¡Su número! ¡Anótelo aquí! ¿No ve que no puedo hacerlo con mi brazo
lesionado?
—Aprenda a hacerlo. Yo debí aprender cosas más penosas.
Clerfayt volvió a subir a su coche. El hombre lo siguió.
—¿Pretende eludir su responsabilidad huyendo?
—En efecto; pero de todos modos le enviaré un coche de auxilio.
—¿Cómo? ¿Va a dejarme plantado en la carretera, bajo la lluvia?
—Sí. Mi coche no tiene más que dos asientos. Respire profundamente, levante la
vista hasta las montañas, dé gracias a Dios por estar vivo aún y piense que gente
mucho mejor que usted está condenada a morir.
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—Esto es un tramo monótono —observó Clerfayt—. Se prolonga hasta Locarno,
luego viene el lago. ¿Está fatigada?
Lillian sacudió la cabeza. «¡Fatigada! —pensó—. ¡Monótono! ¿Es que este sano
fragmento de vida que tengo a mi lado no advierte que todo se estremece en mí? ¿No
comprende lo que se está operando en mi ser? Mi rígida visión del mundo empieza a
animarse: la lluvia, las peñas mojadas, el valle, las calles, luces y sombras, todo me
habla con su lenguaje. ¿No presiente que jamás volveremos a estar tan íntimamente
unidos como en este momento en que me siento mecida en brazos de un dios
desconocido, temerosa y confiada como un pájaro? Todo lo que percibo me pertenece
de nuevo por una sola vez, lo poseo y lo pierdo. Todo es mío: esta calle y estas
aldeas, estos oscuros camiones apostados frente a las hosterías, este canto que se
eleva tras las ventanas iluminadas, el cielo gris y plateado y estos nombres: Osegna,
Cresciane, Claro, Castione y Bellinzona que apenas leídos vuelven a desdibujarse
como sombras como si jamás hubiesen existido. ¿No ve que soy un cedazo que pierde
en tanto recoge y no un cesto que acumula?
»¿No advierte que apenas puedo hablar porque tengo el corazón henchido, grande
y anónimo y que su nombre se encuentra entre los pocos que conozco? Pero su
nombre y todo lo que veo y siento es para mí sinónimo de vida»
.
—¿Qué le parece su primer encuentro con su nueva existencia? —preguntó
Clerfayt—. Hasta ahora no ha visto sino un hombre desesperado por haber perdido su
posesión, pero que considera natural haber conservado la vida. Verá aún muchas
cosas parecidas.
—Es una variación. En las montañas todos estiman su vida como la cosa más
preciada: yo como los demás.
Empezaron a surgir calles, luces, casas, azul, y una amplia plaza con arcadas.
—Llegaremos dentro de diez minutos —informó Clerfayt—. Estamos en
Locarno.
Un tranvía se acercó traqueteando y les cerró el paso. Clerfayt no pudo contener
la risa al advertir que Lillian lo devoraba con los ojos cual si hubiera sido una
catedral. Hacía cuatro años que no veía tranvías. En las montañas no los había.
De repente se extendió ante ellos el lago ancho, argentino e inquieto. Había
dejado de llover. Las nubes bajas cabalgaban raudas sobre la luz de la luna. Sobre la
ribera se extendía Ascona con su piazza silenciosa.
—¿Dónde nos alojaremos? —inquirió Lillian.
—Junto al lago. En el «Hotel Tamaro».
—¿Cómo conoce usted todo esto?
—Viví aquí durante un año, después de la guerra —respondió Clerfayt—.
Mañana sabrá por qué.
Detuvo el coche frente al pequeño hotel y descargó el equipaje.
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—El dueño posee una biblioteca —le informó—. Es casi un sabio, y otro
hotelero, en lo alto de la montaña, tiene en su establecimiento una multitud de
Cézannes, Utrillos y Lautrecs. Estas cosas suelen darse por aquí. ¿Quiere que
salgamos en seguida a cenar?
—¿A dónde?
—A Brissago, en la frontera italiana. A diez minutos de aquí. El restaurante se
llama «Giardino».
Lillian miró a su alrededor.
—¡Aquí están floreciendo las glicinas!
Los racimos de flores azules pendían de las paredes blancas de las casas. Por
encima de una tapia las mimosas derramaban su oro y su verde plumoso.
—¡Primavera! —exclamó Clerfayt—. ¡Dios bendiga a Giuseppe que acelera la
cadencia de las estaciones!
El automóvil se deslizó lentamente a lo largo del lago. Clerfayt mostró a Lillian
los árboles florecidos que flanqueaban la costa.
—Mimosas, hay largas alamedas, y allí hay una colina cubierta de lirios y
narcisos. Esta aldea se llama Porto Ronco y aquella sobre la montaña Ronco. Las
erigieron los romanos.
Estacionó el coche junto a una larga escalinata de piedra por la que subieron hasta
un pequeño restaurante. Clerfayt pidió una botella de soave, prosciutto, scampis con
arroz y queso del valle Maggia.
No había mucha gente. Las ventanas estaban abiertas, el aire era suave. Sobre la
mesa había una maceta con camelias blancas.
—¿Usted vivió aquí? —preguntó Lillian—. ¿Junto a este lago?
—Sí, casi un año. Después de mi huida y después de la guerra. Mi intención era
quedarme tan sólo un par de días, pero mi permanencia se prolongó. Lo necesitaba.
Era una cura hecha de ociosidad, sol, lagartos que se deslizaban por las paredes, mirar
al cielo y al lago y olvidar, tanto que al final los ojos ya no se quedaban fijos en un
punto, sino volvían a percibir que la Naturaleza había ignorado veinte años de
demencia humana. Salute!
Lillian bebió el liviano vino italiano.
—¿Me equivoco o la comida es sorprendentemente buena? —preguntó.
—En efecto, es sorprendentemente buena. El cocinero podría ser chef en
cualquiera de los grandes hoteles.
—¿Por qué no lo es?
—Lo fue, pero su aldea natal le agrada más.
Lillian levantó la vista.
—¿Se marchó… y quiso volver?
—Se sentía extraño… y regresó a su tierra.
Lillian dejó su copa en la mesa.
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—Soy feliz, Clerfayt —confesó—. Y debo admitir que ignoro por completo lo
que esa palabra significa.
—Yo tampoco lo sé.
—¿Nunca fue feliz?
—Lo fui a menudo.
Como ella lo observara, añadió:
—Todas las veces de distinta manera.
—¿Cuándo fue más dichoso?
—No lo sé. Todas las veces era diferente.
—¿Cuándo? —insistió Lillian.
—Cuando estaba solo.
Lillian se echó a reír.
—¿A dónde iremos ahora? ¿Quedan aún más posaderos y hoteleros encantados?
—Muchos. De noche, cuando hay plenilunio, surge del lago un restaurante de
cristal. Pertenece al hijo de Neptuno y pueden probarse allí viejos vinos romanos.
Pero ahora iremos a un bar donde hay un vino que ya se ha agotado en París.
Regresaron a Ascona. Clerfayt dejó el automóvil frente al hotel. Caminaron a lo
largo de la piazza y bajaron a una bodega, donde había sido instalado un pequeño bar.
—Ya no necesito beber más —dijo Lillian—. Las mimosas me han embriagado.
Han inundado toda la región. ¿Qué islas son aquellas que se ven en el lago?
—Se dice que en los tiempos de los romanos se levantaba en una de ellas el
templo de Venus. Ahora alguien tiene allí un restaurante. En noches de luna llena los
dioses de la Antigüedad suelen merodear por allí. A la mañana siguiente el
propietario descubre que muchas botellas han quedado vacías sin que el corcho fuera
tocado. De vez en cuando Pan duerme su embriaguez en esa isla. Se despierta a
mediodía y toca su flauta. Todas las emisiones radiofónicas acusan entonces sensibles
perturbaciones.
—Este vino es maravilloso. ¿Cómo se llama?
—Es champaña añejo, magníficamente estacionado en esta bodega. Por suerte los
dioses antiguos no conocían el champaña, de lo contrario se lo hubieran bebido hace
mucho. El champaña no fue descubierto sino en la Edad Media.
Regresaron al hotel. De la pared de una casa pendía un crucifijo. Enfrente había
un restaurante. El Redentor contemplaba mudo el interior del salón iluminado en el
que resonaban risas y voces. A Lillian le pareció que aquello merecía un comentario,
pero en verdad no había nada que decir. Todo lo que había visto esa noche se
complementaba.
Estaba de pie junto a la ventana de su cuarto. Fuera quedaban el lago, la noche y
el viento. La primavera susurraba entre los plátanos de la piazza y entre las nubes.
Clerfayt entró. La rodeó con un brazo. Ella se volvió y lo miró. Él la besó.
—¿No tienes miedo? —preguntó ella.
—¿De qué?
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—De mi mal.
—Me daría miedo que reventara un neumático delantero en plena carrera a
doscientos kilómetros por hora.
Lillian suspiró profundamente.
«Sí, somos idénticos —pensó—. No tenemos futuro. El suyo alcanza hasta la
próxima carrera; el mío hasta el próximo vómito de sangre»
.
Sonrió.
—Le contaré una historia —dijo Clerfayt—. En el París del tiempo de la
guillotina hubo un hombre a quien conducían al cadalso. Hacía frío y había que andar
un largo trecho. Los guardianes hicieron un alto para beber un trago. Ofrecieron
también la botella de vino al condenado después de haber bebido ellos. Éste la tomó,
la examinó un instante y luego dijo: «Es de esperar que ninguno de nosotros tenga
una enfermedad contagiosa», y por último se la llevó a los labios. Media hora más
tarde su cabeza rodaba en el canasto. Esta historia me la contó mi abuela cuando yo
tenía diez años de edad. Estaba acostumbrada a beberse una botella de «Calvados»
por día y todos le pronosticaban una muerte temprana. Aún vive y los profetas hace
tiempo que han muerto. Del bar de la bodega he traído una botella de champaña
añejo. Se dice que en primavera suelta más burbujas que en las demás estaciones.
Siente la vida aún. Se la dejo a usted.
Depositó la botella sobre el alféizar de la ventana, pero al punto la quitó de allí.
—No se debe dejar el vino expuesto a la luna. La luna mata su aroma. Esta
creencia también proviene de la sabiduría de mi abuela.
Se acercó a la puerta.
—Clerfayt —lo llamó Lillian.
Se volvió.
—No he partido para quedarme sola.
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CAPÍTULO VIII
PARÍS. Su arrabal desfiló ante ellos gris, lluvioso y feo, pero cuanto más se
internaban en la ciudad tanto más se acentuaba el hechizo. Las esquinas, los rincones,
las calles surgían como otras tantas telas de Utrillo y de Pissarro. El gris empalideció
y se tornó casi plateado, el río apareció de repente con sus puentes, sus remolcadores
y los árboles con sus capullos, las policromas hileras de los bouquinistes[9] en la
manzana de los viejos palacios, sobre la margen derecha del Sena.
—Allí fueron a buscar a María Antonieta para decapitarla —explicó Clerfayt—.
Enfrente hay un restaurante famoso por su comida. En París la buena comida hace
una excelente combinación con la Historia. ¿Dónde se alojará?
—Allí —respondió Lillian, y señaló la clara fachada de un pequeño hotel del otro
lado del río.
—¿Lo conoce?
—¿Cómo conocerlo?
—Usted ya vivió en París.
—Cuando vivía aquí, por lo general pasaba mis días escondida en el sótano de
una verdulería.
—¿No preferiría alojarse en el XVI Arrondissement[10] o en la casa de su tío?
—Mi tío es tan avaro que probablemente sólo tenga una habitación. Crucemos el
río y vayamos a preguntar si queda una habitación para mí. ¿Dónde vive usted?
—En el «Ritz».
—Es natural —replicó Lillian.
Clerfayt asintió.
—No soy bastante rico para alojarme en otra parte.
Atravesaron el puente Saint-Michel, desembocaron en el quai des Grands-
Augustins y se detuvieron frente al «Hotel Bisson». Cuando se estaban apeando del
automóvil, un mozo salió del edificio, cargado de maletas.
—Aquí está mi habitación —exclamó Lillian—. Alguien se marcha.
—¿En verdad quieres vivir aquí, simplemente porque viste el hotel desde la otra
orilla?
Lillian asintió.
—Quiero vivir así: sin recomendaciones ni prejuicios.
La habitación estaba desocupada. Por suerte el cuarto se encontraba en el primer
piso, porque no había ascensor. Los peldaños de la escalera estaban gastados. La
habitación era pequeña y estaba amueblada con parquedad, pero la cama parecía ser
buena y además había un baño. Los muebles eran modernos con excepción de una
mesa barroca que parecía un príncipe rodeado de sus vasallos. El papel que cubría las
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paredes se caía de viejo y la luz era escasa, pero desde la ventana se veía el río, la
Conciergerie, los muelles y las torres de Notre-Dame.
—Podrás mudarte cuando quieras —dijo Clerfayt—. Es una posibilidad que
mucha gente olvida.
—¿Dónde? ¿Al «Ritz», contigo?
—No conmigo, precisamente, pero sí al «Ritz» —respondió Clerfayt—. Durante
la guerra viví allí medio año, con barba y usando otro nombre. Escogí el sector más
modesto que da sobre la rué Cambon. En el otro sector que da sobre la Place
Vendóme vivían los bonzos alemanes. Era una situación muy peculiar.
El mozo subió las maletas. Clerfayt fue hacia la puerta.
—¿Quieres cenar conmigo esta noche?
—¿A qué hora?
—¿A las nueve?
—A las nueve.
Lillian lo siguió con la mirada. Durante el viaje no habían hecho alusión alguna a
la noche pasada en Ascona. El francés era un idioma cómodo, pensó ella, se pasaba
del «tú» al «usted» y viceversa. Ni lo uno ni lo otro era definitivo, todo era como un
juego. Oyó bramar a Giuseppe y se acercó a la ventana.
«Quizá vuelva —pensó—. Quizá no». No lo sabía, pero tampoco le importaba.
Lo que importaba en realidad era que se encontraba en París, que era de noche y que
respiraba. Las luces verdes del semáforo del bulevar St. Michel se encendieron.
Una multitud de «Citroen», «Renault» y camiones cruzaron el puente detrás de
Giuseppe como una manada salvaje. Lillian no recordaba haber visto jamás tantos
automóviles. Durante la guerra había habido sólo unos pocos. El bullicio era
ensordecedor, pero para ella era como un tedéum imponente que un par de manos
férreas ejecutaban en un gran órgano.
Lillian sacó sus cosas de las maletas. Había llevado consigo lo estrictamente
necesario y disponía sólo de una ínfima suma de dinero.
Llamó por teléfono a su tío. Nadie respondió. Volvió a llamar y le contestó una
voz desconocida. Su tío había renunciado al teléfono hacía varios años. Lillian
experimentó un breve instante de pánico. Hacía varios meses que no tenía noticias de
su tío y las mensualidades que recibía le eran giradas por un Banco.
«No puede haber muerto —pensó—. ¡Qué extraño! ¡Siempre era ese primer
pensamiento! Quizá se hubiera mudado a otra parte». Pidió una guía de teléfonos,
pero en el hotel sólo tenían una que databa de los primeros años de la guerra. Aún no
había sido publicada la nueva edición. Tampoco había mucho carbón y la habitación
se tomaba muy fría al atardecer. Lillian se puso su abrigo y recurrió complacida a las
prendas de lana que había traído consigo pensando regalarlas a algún necesitado al
llegar a destino. El crepúsculo gris y sucio se filtró a través de la ventana.
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Lillian tomó un baño para entrar en calor y se acostó. Por primera vez desde su
partida estaba sola, realmente sola desde hacía muchos años. El dinero que poseía
alcanzaba a lo sumo para una semana. Con la oscuridad volvió la angustia. «¿Quién
sabía dónde estaba su tío? Quizás estuviera viajando, o yaciera en un hospital, o
quizás estuviera muerto. Tal vez Clerfayt también se había sumergido ya en esa
ciudad desconocida, en otro hotel, en otra existencia. Posiblemente jamás volviera a
saber de él»
.
Se estremeció. El romanticismo cedió ante las realidades implacables: el frío y la
soledad. En la templada jaula del sanatorio estarían zumbando en aquellos momentos
los radiadores de la calefacción central.
Alguien llamó a la puerta. El mozo del hotel le traía dos paquetes. En la
semipenumbra del cuarto mal iluminado entregó precipitadamente al hombre un
billete un poco grande. Observó que en uno de los paquetes había flores. No podían
ser sino de Clerfayt. En el otro había una manta de lana. «En París sigue escaseando
el carbón». «Creo que le será útil», le escribía Clerfayt.
Extendió la manta y de entre sus pliegues cayeron al suelo dos cajas de cartón,
que contenían bombillas eléctricas. «Los hoteleros franceses siempre escatiman la
luz», decía la nota que Clerfayt acompañaba. «Cambie sus bombillas por éstas. Su
mundo se tornará dos veces más claro». Lillian siguió su consejo y de ese modo por
lo menos pudo entregarse a la lectura. El botones le había llevado un diario. Recorrió
los titulares y al cabo de un rato lo dejó a un lado. Todo lo que en él se comentaba ya
no le concernía. Su tiempo era demasiado breve. Ya nunca sabría quién sería electo
presidente el año siguiente, tampoco cuál sería el partido que imperaría en el
Parlamento, ni le importaba; sólo tendía hacia un único fin: vivir esa vida nueva.
Se vistió. Tenía la última dirección de su tío; desde allí le había escrito hacía
medio año. Iría hasta ese lugar y allí iniciaría sus averiguaciones.
No fue necesario. El tío vivía en aquella dirección. Tan sólo había renunciado al
teléfono.
—¿Tu dinero? —dijo—. Como quieras. Te lo he estado enviando a Suiza.
Resultaba bastante difícil obtener el permiso de transferencia al exterior.
Naturalmente puedo tomar las debidas disposiciones para que te lo paguen
mensualmente en Francia. ¿A dónde deberán remitirse los giros en adelante?
—No quiero cuotas mensuales. Deseo disponer de mi capital inmediatamente.
—¿Por qué?
—Quiero comprarme vestidos.
El anciano la miró atónito.
—¡Eres como tu padre! Si él hubiera…
—Está muerto, tío Gastón.
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Gastón se examinó las grandes manos macilentas.
—Ya no te queda mucho dinero. ¿Qué piensas hacer en París? ¡Dios mío, si yo
tuviera la suerte de poder vivir en Suiza!
—Yo no vivía en Suiza, sino en un hospital.
—No conoces el valor del dinero. Lo gastarás todo en un par de semanas. Lo
perderás…
—Es posible —admitió Lillian.
La miró espantado.
—Y cuando lo hayas perdido, ¿qué harás?
—No me convertiré en una carga para ti.
—Debieras casarte. ¿Estás sana?
—Si fuera de otro modo no estaría aquí.
—Entonces debieras casarte.
Lillian se rió. Era demasiado evidente: su tío quería endosar a otro la
responsabilidad.
—Debieras casarte —repitió Gastón—. Podría hacer lo necesario para que
conocieras algunos caballeros.
Lillian volvió a reír, pero sentía curiosidad por lo que el anciano le propondría.
«Debe de tener unos ochenta años —reflexionó—, pero se comporta como si tuviera
por delante otros ochenta años más»
.
—Bien —respondió—. Y ahora dime. ¿Qué haces cuando estás solo?
La cabeza de pájaro del viejo la miró estupefacta.
—Cualquier cosa…, no sé…, me entretengo… ¡Qué pregunta estrambótica! ¿Por
qué?
—¿No te asalta de vez en cuando la idea de tomar todo cuanto tienes y salir por el
mundo a derrocharlo?
—¡Idéntica a tu padre! —respondió el anciano despectivamente—. Él tampoco
tuvo jamás conciencia del deber y de la responsabilidad. Debiera ponerte bajo tutela.
—No podrás hacerlo. Crees que despilfarro mi dinero… y yo pienso que tú
despilfarras tu vida. Quedémonos cada cual con nuestra idea y consígueme el dinero
para mañana. Me urge renovar mi guardarropa.
—¿Dónde? —preguntó precipitadamente el marabú.
—En «Balenciaga», creo. No olvides que el dinero me pertenece.
—Tu madre…
—Mañana —dijo Lillian, y besó a Gastón ligeramente en la frente.
—¡Escucha, Lillian, no cometas estupideces! Estás muy bien vestida. Los
vestidos de esas casas de modas cuestan una fortuna.
—Es probable —admitió Lillian, y miró, a través del patio sombrío, las ventanas
grises que se recortaban en la fachada de la casa de enfrente y reflejaban los últimos
rayos del sol cual si hubieran sido de pizarra pulida.
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—¡Igual que tu padre! —el anciano estaba sinceramente afligido—. ¡Igual que él!
Hubiera podido vivir sin preocupaciones si no hubiese tenido esos fantásticos
proyectos.
—Tío Gastón, me han asegurado que en la actualidad hay dos maneras de perder
el dinero: una consiste en ahorrar y arruinarse como consecuencia de la inflación, y la
otra en gastarlo. Y ahora dime: ¿cómo te va?
Gastón hizo un ademán que revelaba la incomodidad en que lo había puesto su
sobrina.
—Verás. Los tiempos son duros. Soy pobre…
Lillian miró a su alrededor: muebles bellos antiguos, sillones tapizados protegidos
por fundas, una araña de cristal envuelta en gasa y algunos buenos cuadros.
—Siempre fuiste avaro, tío Gastón —le dijo—. ¿Por qué persistes aún en esa
manía?
Sus oscuros ojos de pájaro la examinaron.
—¿Quieres vivir aquí? Tengo poco lugar…
—Tienes lugar de sobra, pero no quiero vivir aquí. ¿Qué edad tienes en realidad?
¿No eras acaso veinte años mayor que mi padre?
El anciano se enfadó.
—Si lo sabes, ¿por qué me lo preguntas?
—¿No tienes miedo a la muerte?
Gastón guardó silencio un instante.
—Tienes unos modales abominables —murmuró con voz ahogada.
—Es verdad. No debiera haberte hecho esta pregunta. Sin embargo, yo me la
formulo con tanta frecuencia que olvido que a los demás les asusta.
—Me siento muy bien aún. Si especulas con una pronta herencia podrías sufrir
una decepción.
Lillian rió.
—¡Puedes estar seguro de que no es ése mi cálculo! Me hospedo en un hotel y no
gravitaré sobre tu presupuesto.
—¿En qué hotel? —se apresuró a inquirir Gastón.
—En el «Bisson».
—¡Loado sea Dios! No me hubiera asombrado que te alojaras en el «Ritz».
—Yo tampoco —respondió Lillian.
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—Durante la última guerra todas esas personas juraron no incurrir jamás en el
mismo error si lograban sobrevivir a la conflagración. El hombre es inigualable en su
capacidad de olvidar.
—¿Tú también olvidaste? —preguntó Lillian.
—Me he empeñado mucho. Abrigo la esperanza de que no lo haya conseguido
del todo.
—¿Es éste el motivo por el cual te amo?
—Tú no me amas. Si me amaras, no usarías esa palabra de una manera tan
frívola…, y no me lo dirías.
—Te amo porque no piensas en el futuro.
—Entonces debieras haber amado a todos los hombres del sanatorio. Comeremos
lenguado con almendras tostadas y beberemos un «Montrachet» nuevo.
—¿Por qué te amo entonces?
—Porque me he cruzado en tu camino y porque tú amas la vida. Para ti soy un
trozo anónimo de vida. Es muy peligroso.
—¿Para mí?
—Para el personaje anónimo. Puede ser remplazado a voluntad.
—Yo también —dijo Lillian—. Yo también, Clerfayt.
—Ya no estoy muy seguro de ello. Si fuera listo me alejaría sin tardanza.
—¡Pero si apenas has llegado…!
—Mañana me marcharé.
—¿A dónde? —preguntó Lillian sin darle crédito.
—Lejos. Debo ir a Roma.
—Y yo a «Balenciaga» a comprar vestidos. Eso queda mucho más lejos que
Roma.
—Me marcho de verdad. Debo ocuparme de un nuevo contrato.
—Bien —dijo Lillian—. Tendré vía libre para lanzarme a la gran aventura de las
casas de modas. Mi tío Gastón me amenaza con instituirme un tutor o buscarme
marido.
Clerfayt se echó a reír.
—¿Quiere meterte en una segunda prisión antes de que sepas lo que es la
libertad?
—¿Qué es la libertad?
—Yo tampoco lo sé. Sé únicamente que no es irresponsabilidad ni indecisión. Es
más fácil decir lo que no es que definirla.
—¿Cuándo volverás? —preguntó Lillian.
—Dentro de unos días.
—¿Tienes una amante en Roma?
—Sí —afirmó Clerfayt.
—Lo suponía.
—¿Por qué?
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—Hubiera sido inconcebible que vivieras solo. Yo tampoco vivía sola cuando
llegaste.
—¿Y ahora?
—Ahora —confesó Lillian— estoy demasiado embriagada de mí misma y de este
ambiente para pensar.
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riguroso orden, tendría que esperar seis semanas. ¿Quiere probarse ahora el traje de
fiesta negro?
Los modelos fueron llevados a un camarín lleno de espejos. Con los vestidos
llegó también la modista para tomar las medidas.
—Ha hecho usted una excelente elección, Mademoiselle —le dijo la vendedora
—. Estos vestidos le quedan tan bien que parecen haber sido diseñados para usted.
Monsieur Balenciaga se alegrará cuando se los vea puestos. ¡Es lástima que esté
ausente!
—¿Dónde se encuentra? —inquirió Lillian, cortés y distraída, mientras se quitaba
su vestido.
—En las montañas.
La vendedora nombró la región que Lillian había abandonado. Le pareció que le
habían nombrado el Tibet.
—Fue allí a descansar —añadió la vendedora.
—Sí, es un lugar adecuado para ese fin.
Lillian se irguió y se contempló en el espejo.
—¿Ve usted? —exclamó la vendedora—. La mayoría de las mujeres compra lo
que le gusta. Usted ha comprado lo que le queda bien. ¿No opina usted de igual
modo? —le preguntó a la modista.
La modista asintió.
—Y ahora el abrigo.
El vestido de fiesta era negro azabache realzado por un ligero detalle rojo
mexicano; iba ceñido al cuerpo; el abrigo, en cambio, era amplio e imitaba una capa.
Consistía de un material transparente y armado cual si hubiera estado almidonado.
—Extraordinario —exclamó la vendedora—. Con este atavío se ve usted como un
arcángel caído.
Lillian se examinó. Desde el gran espejo de tres cuerpos la miraban tres mujeres:
dos de perfil y una de frente, y si se corría levemente hacia un costado alcanzaba a
ver, reflejada en el espejo mural que pendía tras de ella, una cuarta imagen que le
daba la espalda y parecía a punto de marcharse.
—¡Extraordinario! —repitió la vendedora—. ¿Por qué Lucille no lo lleva con este
garbo?
—¿Quién es Lucille?
—Nuestra mejor maniquí, aquella que exhibió el modelo.
«¿Por qué habría de llevarlo así? —pensó Lillian—. Ella llevará miles de vestidos
y lo hará durante muchos años aún y luego se casará y tendrá hijos y envejecerá. Yo,
en cambio, usaré este vestido sólo un verano»
.
—¿No pueden terminarlo antes de cuatro semanas? —urgió—. ¿Por lo menos
éste solo? Tengo muy poco tiempo.
—¿Usted qué opina, Mademoiselle Claude? —consultó la modista.
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La vendedora asintió.
—Empezaremos en seguida.
—¿Cuándo? —inquirió Lillian.
—Dentro de dos semanas podrá estar terminado.
«Dos semanas…». Era como haber oído decir dos años.
—Si es posible, en diez días. Necesitaremos hacer varias pruebas.
—Bien, si no puede ser de otro modo…
Todos los días iba a probarse los vestidos. El silencio del camarín la seducía de
extraña manera. A veces escuchaba las voces de otras mujeres que resonaban fuera,
pero entre el gris y el plata de su propio camarín estaba aislada del ajetreo de la
ciudad. A su alrededor se deslizaba la modista como una sacerdotisa en tomo a un
ídolo. Prendía alfileres en la tela, recogía, drapeaba, cortaba, murmuraba cosas
ininteligibles con la boca llena de alfileres, se hincaba, estiraba y alisaba
cuidadosamente, retrocedía y avanzaba, y la ceremonia se repetía una y otra vez.
Lillian, de pie, inmóvil, contemplaba en los espejos a las tres mujeres que se le
parecían y con las que no se identificaba. Estaba ocurriendo con ellas algo que
parecía tener tan sólo una remota relación con ella y que no obstante la transformaba
profundamente. A veces se levantaba la cortina de su camarín y otra cliente le echaba
una mirada inquisitiva propia de las infatigables batalladoras del sexo débil, curiosas
y siempre alertas. Lillian sabía que no tenía con ellas nada en común. Ella no estaba a
la caza de un hombre; ella sólo perseguía a la vida.
Con el correr de los días se originó una relación de extraña intimidad entre ellas y
las mujeres reflejadas en el espejo que se transformaban con cada vestido nuevo.
Hablaba con ellas sin pronunciar palabra; las imágenes le sonreían sin sonreír. Eran
graves, melancólicas y conscientes de su inexplicable parentesco con ella como
hermanas que habían crecido separadas unas de otras y nunca habían esperado volver
a verse. Todo sucedía como en un sueño, un rendez-vous[11] sin palabras, pleno de
una tierna melancolía que preludiaba el adiós sin esperanza de un reencuentro. Hasta
los vestidos, con su aire español, reflejaban esta impresión: el dramático negro de los
terciopelos opacos, el rojo tropical, encendido y violento de las sedas, los amplios
abrigos que hacían el cuerpo casi insustancial y el pesado brocado de las cortas
toreras que evocaban la arena, el sol y una muerte súbita. Balenciaga regresó.
Presenció sin palabras una de las pruebas. Al día siguiente la vendedora llevó al
camarín algo plateado, parecido a la piel de un pez que jamás había besado el sol.
—Monsieur Balenciaga desearía que se quedase usted con este vestido —dijo la
vendedora.
—Debo llamarme a sosiego. Ya he comprado más de lo que debía; todos los días
he estado comprando algo nuevo.
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—Pruébeselo. Sin duda se quedará con él. —La vendedora sonrió—. El precio
también le satisfará. La «Casa Balenciaga» desea que usted luzca sus creaciones.
Lillian se puso aquella nada plateada, que tenía el oriente de las perlas finas, pero
que en lugar de acentuar su palidez avivaba el bronceado de su rostro y de sus
hombros. Suspiró.
—Me quedo con él. Es más difícil resistirse a un vestido como éste que a los
requiebros de Don Juan o de Apolo.
«No siempre —pensó—, pero sí en este instante»
.
Vivía en un mundo ingrávido, plateado y gris. Dormía hasta bien avanzada la
mañana, luego iba a «Balenciaga», deambulaba sin norte por las calles y de noche
cenaba sola en el restaurante del hotel. Su cocina se contaba entre las mejores de
París. Lo había ignorado hasta aquel momento. No sentía necesidad de compañía y
añoraba poco a Clerfayt. La existencia anónima que desde las calles, los cafés y los
restaurantes pugnaba hacia ella por todos lados era suficientemente intensa y tan
nueva para ella que aún no añoraba una vida privada. Se dejaba llevar, la multitud la
llevaba sin lastimarla, le gustaba porque era vida, una vida desconocida,
despreocupada, sin objeto, plena de propósitos fútiles e insensatos que se mecían
sobre sus olas como boyas de colores sobre un mar agitado.
—Ha elegido con discernimiento —comentó la vendedora durante la última
prueba—. Estos vestidos nunca pasarán de moda. Podrá usarlos varios años.
«Años» pensó Lillian, mientras un temblor recorría su cuerpo, y sonrió.
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CAPÍTULO XI
DESPERTÓ una mañana como salida de una dulce embriaguez. Había pasado
casi dos semanas entre vestidos, sombreros y zapatos, como un bebedor en una
bodega. Le fueron entregados los primeros vestidos y envió las facturas al tío Gastón,
que le remitía al hotel su renta mensual pero ningún otro dinero. A manera de excusa
había dicho que los trámites demandaban mucho tiempo.
Al día siguiente apareció el tío Gastón presa de gran agitación. Se presentó en el
hotel, desafiante e investigador, la trató de irresponsable y sin preámbulos la invitó a
que se alojara en su casa.
—¿Para tenerme bajo tu control?
—Para que ahorres dinero. Es un crimen gastar tanto dinero en vestidos. ¡Ni que
fueran de oro!
—Son de oro, pero tú no lo adviertes.
—¡Vender buenas y rentables acciones por unos trapos! —se lamentó Gastón—.
¡Debes ser puesta bajo tutela!
—Inténtalo. Todos los jueces de Francia me darán la razón y a ti te someterán a
un examen psiquiátrico. Si no me devuelves pronto mi dinero, compraré el doble de
vestidos y te mandaré la cuenta.
—¿El doble de trapos? Estás…
—No, tío Gastón, no estoy loca; tú sí lo estás, tú que no te permites ningún goce
sólo para que una docena de herederos a quienes odias y apenas conoces despilfarren
tu dinero. ¡Ya basta! Quédate a comer. Este restaurante es excelente. Luciré para ti
uno de mis vestidos nuevos.
—¡De ningún modo! Tirar más dinero para…
—Yo te invito. Tengo crédito aquí. Durante la comida me explicarás cómo vive la
gente sensata. Ahora siento más apetito que un esquiador después de seis horas de
ejercicio y es decir poco. Las pruebas le despiertan a uno el apetito. Espérame abajo.
Estaré preparada en cinco minutos.
Bajó al cabo de una hora. Gastón, pálido de rabia y violento por la espera, había
ocupado una mesita adornada con una planta de hojas y sobre la cual había algunos
periódicos. No había pedido ningún aperitivo. Le dio a Lillian la enorme satisfacción
de no reconocerla en seguida. Cuando la vio emerger de la penumbra que envolvía la
escalera mal iluminada empezó a retorcerse el bigote, se levantó y le echó la mirada
de un viejo libertino.
—Soy yo, tío Gastón —le dijo Lillian—. Supongo que sabes lo que es el incesto.
Gastón tosió.
En Roma, Clerfayt había pasado su tiempo en cafés y talleres. De noche salía con
Lydia Morelli. Al principio pensaba a menudo en Lillian, luego la olvidó durante
largos días. Lo emocionaba, algo que no le pasaba fácilmente con las mujeres. La
consideraba un hermoso cachorro de perro, exagerada en todo cuanto hacía. «Ya debe
de haberse acostumbrado —pensó—. Creía aún deber recuperar todo cuanto
imaginaba haber perdido. Pronto se percataría de que no había perdido nada. Se
orientaría y sería igual que las demás…, como Lydia Morelli, sin alcanzar su grado
de perfección. Carecía de la astucia escéptica de Lydia y de su inescrupulosidad
femenina. Era la mujer indicada para un hombre sentimental, dotada de ideales
poéticos que pudiera prodigarle mucho de su tiempo —concluyó Clerfayt, no para él.
Hubiera debido quedarse con Wolkow. Al parecer él sólo existía para ella y
naturalmente por ese motivo la había perdido…»
.
Clerfayt estaba acostumbrado a vivir de otra manera. No quería que lo arrastraran
a algo demasiado profundo. Lydia Morelli era la mujer ideal para él. Lillian había
sido una breve y seductora aventura de sus vacaciones. Para París era demasiado
provinciana, exigente e inexperta.
Se sintió aliviado tan pronto hubo llegado a esa conclusión. Cuando regresara a
París llamaría a Lillian por teléfono y consentiría en volver a verla una vez más para,
aclarar la situación. Tal vez no hubiera nada que aclarar. A no dudar ella debía
habérselo explicado todo a sí misma hace mucho tiempo. Pero entonces ¿por qué
quería volver a verla? No caviló mucho sobre el particular.
«¿Por qué no? Casi no había nada entre ellos»
.
Firmó su contrato y prolongó su permanencia en Roma otros dos días. Lydia
Morelli partió hacia París el mismo día que lo hizo Clerfayt; éste, pilotando a
Giuseppe; Lydia, en tren. Aborrecía los viajes en automóvil y en avión.
UN canario cantaba. Clerfayt captó sus trinos entre sueños. Despertó y miró a su
alrededor. Tardó un momento en recordar dónde se encontraba. El sol y el reflejo de
nubes blancas y agua danzaban en el cielorraso de una habitación que parecía estar
invertida. Un volante de raso verde claro orlaba el cobertor. La puerta que daba al
cuarto de baño y la ventana de esa dependencia estaban abiertas y a través de ellas
Clerfayt descubrió del otro lado del patio la jaula del canario apoyada en una ventana.
Una mujer de pecho opulento y cabello teñido estaba sentada a la mesa detrás de esa
ventana y por lo que se podía ver no estaba tomando el desayuno, sino el almuerzo,
que acompañaba con media botella de Borgoña.
Buscó su reloj. No se había equivocado. Señalaba las doce. En muchos meses
nunca había dormido hasta tan tarde y de pronto experimentó un apetito atroz. Abrió
la puerta cautelosamente y encontró en el corredor el paquete con las cosas que había
encargado la noche anterior. El portero había cumplido su palabra. Desenvolvió los
objetos para su uso personal, dejó correr el agua en la bañera, tomó un baño y luego
se vistió. El canario seguía cantando. En aquel momento la rubia regordeta estaba
tomando café y comiendo tarta de manzanas. Clerfayt se asomó a la otra ventana que
daba sobre el muelle. El tránsito era de una febril intensidad. Los quioscos de los
libreros estaban abiertos y un remolcador surcaba las aguas centelleantes, con un
cuzquito[13] ladrador sobre el puente. Clerfayt se inclinó hacia delante y alcanzó a ver
el perfil de Lillian en la ventana contigua. Estaba inclinada sobre el alféizar tan
concentrada y atenta que no advertía que la estaban observando. Atada a una
cuerdecita estaba haciendo descender una cestilla chata. Abajo, ante la puerta del
restaurante, el vendedor de ostras acababa de instalarse con sus cajones. Al parecer ya
conocía el procedimiento. La cestilla llegó a sus manos, la cubrió con algas húmedas
y luego miró hacia arriba.
—Marennes? Belons? Hoy son mejores los belons.
—Seis belons —pidió Lillian.
—Doce —rectificó Clerfayt.
Ella se volvió y rió.
—¿No vas a tomar el desayuno?
—Ése será mi desayuno. Y en lugar de jugo de naranja, un suave «Pouilly».
—¿Doce? —preguntó el vendedor de ostras.
—Dieciocho —repuso Lillian, y dirigióse a Clerfayt—: Ven a mi cuarto y trae el
vino.
Clerfayt fue al restaurante en busca de una botella de «Pouilly» y copas. También
consiguió pan, manteca y un trozo de «Pont l’Eveque» maduro.
—¿Haces esto con mucha frecuencia? —preguntó a Lillian.
Lillian subió por la escalera. La galería de pretendientes del tío Gastón la había
divertido y deprimido a la vez. Al principio se había sentido como un soldado
moribundo a quien alguien le relata historias de una vida opulenta. Luego creyó
hallarse en un planeta extraño en el que seres inmortales discutían problemas que no
eran los suyos. No entendía su lenguaje. Lo que para ella era indiferente, para los
otros asumía la máxima trascendencia, y lo que ella buscaba estaba rodeado de un
extraño tabú para los otros. La proposición del vizconde de Peystre le parecía entre
todas la más razonable que había escuchado.
—¿Se dio mucho empeño el tío Gastón? —preguntó Clerfayt desde el corredor.
—¿Ya estás aquí? Te imaginaba bebiendo en algún lugar.
—Ya no me apetece hacerlo.
—¿Me esperabas?
—Sí —asintió Clerfayt—. Lograrás convertirme en una persona ordenada. Ya no
me gusta beber. No, si no estás conmigo.
—¿Bebías antes?
—Sí, entre carrera y carrera. Y a menudo entre catástrofe y catástrofe. Creo que
por cobardía o para escapar de mí mismo. Eso ya pasó. Esta tarde estuve en la Sainte-
Chapelle, mañana iré al Museo de Cluny. Alguien que nos ha visto juntos asegura que
te pareces a la Dama del unicornio que reproduce un tapiz exhibido allí. Tienes
mucho éxito. ¿Quieres volver a salir esta noche?
—Esta noche no.
—Esta noche te has aburguesado entre esa gente que cree que la vida es una
cocina, un salón y un dormitorio y no un velero con infinidad de velas, expuesto en
cualquier momento a volcar. Debes reponerte de esa experiencia.
Los ojos de Lillian empezaron a brillar.
—¿Estuviste bebiendo entonces?
—Contigo no es necesario. ¿No te agradaría dar un paseo?
—¿Por dónde?
—Por todas las calles y todos los cabarets de los que jamás oíste hablar. Estás
magníficamente vestida. Un desperdicio para los candidatos del tío Gastón. Por lo
menos debemos exhibir ese vestido, aun cuando no lo quieras. Se tienen ciertas
obligaciones para con la ropa.
—Está bien. Llévame en tu coche lentamente por muchas calles, todas sin nieve,
en cuyas esquinas haya floristas. Llenaremos el automóvil de violetas.
Algunos días más tarde Levalli organizó una fiesta. Había invitado a un centenar
de personas. Bujías y faroles iluminaban la noche estrellada y tibia. El mar se
extendía liso como un enorme espejo donde se reflejaba una inmensa lima roja,
suspendida en el horizonte cual un globo venido de otro planeta.
Lillian estaba encantada.
—¿Le agrada? —le preguntó Levalli.
—Todo es como yo lo soñaba.
—¿Todo?
—Casi todo. Durante cuatro años estuve soñando con una fiesta como ésta
mientras permanecía prisionera en las montañas entre muros de nieve. Esto es
absolutamente lo contrario de la nieve… y de las montañas.
—Me alegro —dijo Levalli—. Rara vez celebro fiestas ahora.
—¿Por qué? ¿Para que no se conviertan en un hábito?
—No. ¿Cómo explicarme? Las fiestas me tornan melancólico. Por lo general
damos fiestas para olvidar algo que no se olvida.
—Yo no quiero olvidar nada.
—¿No? —preguntó Levalli cortésmente.
—No, ya no lo deseo.
Levalli sonrió.
—Se dice que en este lugar se levantaba una antigua villa romana en la que se
celebraban fiestas fastuosas con hermosas romanas a la luz de antorchas y los
relumbrones del Etna vomitando fuego. ¿Cree usted que los antiguos romanos hayan
sabido revelar el misterio?
—¿Qué misterio?
—La razón por la cual vivimos.
—¿Vivimos?
—Quizá no, ya que nos lo preguntamos. Perdóneme por hablar de estas cosas.
Los italianos somos gente melancólica; parecemos lo contrario, pero no lo somos.
—Se puede ser espectador o actor —comentó Levalli a Clerfayt—, o ambas cosas
a la vez. Yo prefiero ser espectador. Quien hace ambas cosas, jamás alcanza la
perfección.
Se habían instalado en la terraza y miraban a las mujeres que danzaban sobre el
brillante parqué de cristal contra un fondo de cipreses. Lillian bailaba con el príncipe
Fiola.
—Una llama —observó Levalli—. ¡Mire cómo baila! ¿Conoce las mujeres de los
mosaicos pompeyanos? El arte permite despojar a las mujeres de los accesorios
casuales y conservar tan sólo la belleza. ¿Ha visto las pinturas del palacio minoico de
Creta? ¿Las egipcias de la época de Akenatón? ¿Esas mujeres de ojos almendrados y
rostros alargados, esas bailarinas depravadas y las jóvenes reinas? A todas las devora
una llama. ¡Contemple esa pista de baile! Las mujeres parecen flotar sobre un suave
fuego que, aunque artificial y debido a la electricidad y a la técnica, podría
compararse al del infierno. Las llamas infernales se deslizan bajo sus faldas y trepan a
lo largo de sus cuerpos en tanto cae sobre sus sienes y sus hombros la luz fría de las
estrellas y la luna: una alegoría que podría mover a risa o hacemos soñar durante unos
minutos.
Caminó a lo largo de las calles mojadas. Mientras se encontraba en la casa del tío
Gastón había caído un aguacero, pero en aquellos momentos había vuelto a salir el
sol y se reflejaba en el asfalto y en los charcos que se habían formado a la vera de las
calles. «Hasta en los charcos se refleja el cielo —pensó, y no pudo contener la risa—.
Entonces, quizá Dios se refleje también en el tío Gastón. ¿Pero en qué parte de su
persona? Era más difícil encontrar a Dios en Gastón que el azul y el centelleo del
cielo en el agua sucia que fluía hacia las alcantarillas»
.
Era difícil descubrir a Dios en la mayoría de las personas que ella conocía. Vivían
acurrucados en sus oficinas, detrás de sus escritorios cual si fueran dos veces más
longevos que Matusalén, ése era su secreto desconsolador. Vivían como si la muerte
no existiera; no por heroísmo, sino por afán de lucro. Habían rechazado la verdad
dramática acerca del fin y jugaban al avestruz aferrándose a una mezquina vida
burguesa que a su juicio era eterna. Con cabezas vacilantes trataban de engañarse aún
al borde de la sepultura y de acumular todo aquello que los había hecho más pronto
esclavos de sí mismos: el dinero y el poder.
Tomó un billete de cien francos, lo examinó y luego lo arrojó al Sena con
decisión… El suyo había sido un simbólico acto de protesta pueril si se quiere, pero
no le importaba. La reconfortó. De todos modos no pensó hacer otro tanto con el
cheque del tío Gastón.
Siguió andando y desembocó en el bulevar St. Michel. El tránsito bramaba a su
alrededor. Los peatones corrían, se apretujaban, iban apresurados, el sol arrancaba
destellos de los techos de un centenar de automóviles, los motores rugían. Todos
parecían afanados por alcanzar lo más pronto posible una meta, y cada una de esas
mezquinas metas ocultaba a la última, de tal manera que ésta parecía no existir.
Cruzó la calzada entre dos hileras de monstruos calientes, detenidos por una luz
roja, al igual que Moisés cruzó el mar Rojo con el pueblo de Israel. «¡Qué diferente
era todo en el sanatorio! —pensó—. Allí, la última meta siempre estaba en el cielo
como un sol opaco, bajo la cual se vivía aparentando no verla y sin olvidarla jamás.
Esa conducta daba una conciencia aguda y un coraje especial. Saber que se marcha al
matadero, aceptar esa fatalidad puesto que no hay manera de eludirla es dejar de ser
víctima, es triunfar en cierta medida sobre el matarife»
.
Lillian depositó con cuidado la botella de vino junto a la cama. Oyó el ruido de
Giuseppe. Luego extrajo de su maleta un impermeable y se lo puso. Hacía una
combinación estrambótica con su elegante vestido, pero no tenía deseos de
cambiarse; el impermeable alcanzaba a cubrir el vestido. No quería meterse en la
cama. Había hecho uso y abuso del lecho en el sanatorio y durante las últimas
semanas.
Bajó la escalera. El portero nocturno se acercó presuroso.
Lillian regresó al hotel. Notó que tenía fiebre, pero decidió ignorarla. Ya estaba
habituada a esas alzas de temperatura y sabía perfectamente lo que significaban. Se
miró al espejo. «Por lo menos mis mejillas no se ven tan pálidas», pensó, y sonrió
ante aquella treta que volvía a utilizar: convertir a la fiebre de un enemigo en un
aliado nocturno que impartía brillo a los ojos y un leve arrebol a su rostro.
Cuando se apartó del espejo vio sobre la mesa los dos telegramas.
«Clerfayt», pensó, y el corazón le latió angustiado. Pero era demasiado pronto
para una mala nueva. Esperó un instante con la vista fija en los pequeños rectángulos
de papel doblados y pegados. Luego tomó cautelosamente uno de ellos y lo abrió. Era
de Clerfayt.
«Saldremos dentro de quince minutos. Diluvio. No te vayas, flamenco»
.
Dejó el papel a su lado y al cabo de un rato abrió el segundo telegrama. Su
inquietud fue en aumento. «Quizás el director del equipo le anunciaba un accidente».
También era de Clerfayt ese telegrama.
«¿Por qué hace esto? —se preguntó—. ¿Acaso ignora que todo telegrama
provoca angustia en semejante ocasión?»
.
Abrió su guardarropa para elegir el vestido que luciría aquella noche. Golpearon a
la puerta. Era el botones.
—Aquí le traigo la radio, Mademoiselle. Podrá captar Roma y Milán fácilmente.
Conectó el cable del receptor a la red.
—Aquí hay otro telegrama.
«¿Cuántos más me mandará? —pensó—. Sería mejor que apostara un detective
en la habitación contigua para que me vigilase»
.
Escogió el vestido que había llevado en Venecia. Aseado y libre de manchas,
consideraba a aquél como portador de buena suerte. Lo asió fuertemente mientras
abría el tercer telegrama. No era de Clerfayt, pero traía buenos augurios para su
Despertó como si hubiera sido lanzada desde alguna parte. A través de las
cortinas el sol lanzaba sus rayos contra la bombilla eléctrica trasnochadora. El
teléfono sonó con estridente campanilleo.
«La Policía», pensó, y levantó el auricular.
Era Clerfayt.
—¡Acabamos de llegar a Brescia!
—A Brescia, sí.
Sacudió los restos de un sueño que ya se diluía en el olvido.
—¿Lograste llegar?
—¡Sexto! —confirmó Clerfayt y rió.
—Sexto. Es maravilloso.
—Es absurdo. Regresaré mañana. Ahora me iré a dormir. Torriani se ha quedado
dormido a mi lado, sentado en una silla.
—Sí, duerme. Te agradezco que me llamaras.
—¿Vendrás conmigo a la Costa Azul?
—Sí, querido.
—Espérame.
—Sí, querido.
—No te vayas antes de que haya regresado.
«¿Adónde podría irme? —pensó—. ¿A Brescia?»
.
—Te esperaré.
Por la noche hubo fuegos de artificio a orillas del mar. Era una noche muy
diáfana, el cielo estaba alto y el horizonte no tenía otros límites que el firmamento y
el mar. Los cohetes se elevaban como disparados al infinito y caían más allá de la
tierra en el espacio que ya no era espacio porque parecía no tener límites. Lillian
recordó los últimos fuegos artificiales que había presenciado. Había sido en la cabaña
alpina la víspera de su huida. ¿No estaba nuevamente en vísperas de una huida?
«Las decisiones de mi vida parecen cumplirse bajo fuegos de artificio —pensó
con ironía—. ¿O quizá todo lo que había acontecido hasta entonces no fuera sino eso,
fuegos de artificio que ya empezaban a desvanecerse y convertirse en polvo y
cenizas?»
.
Miró a su alrededor. «Aún no —pensó llena de angustia—, ¡todavía no!». Faltaba
aún la coronación, la apoteosis. Quería quedarse para presenciar el gran final.
—Todavía no hemos ido a jugar —observó Clerfayt—. ¿Lo hiciste alguna vez en
una sala de juego?
—Nunca.
—Entonces debieras probar tu suerte. Tienes aún la mano de la inocencia y
ganarás. ¿Vamos al casino? ¿O estás cansada? Ya son las dos de la madrugada.
—¡El alba! ¿Quién puede estar cansado a esta hora?
Primeramente jugaron en los salones más grandes, luego, cuando éstos quedaron
desiertos, en los más pequeños, en los que las apuestas eran más elevadas. Clerfayt
empezó a ganar. Al principio jugó a Trente et Quarante, luego pasó a la ruleta y eligió
la mesa donde se jugaba por más valor.
—Quédate detrás de mí —le dijo a Lillian—. Me traes suerte.
Clerfayt jugó al doce, al veintidós y al nueve. Perdió paulatinamente hasta que le
quedaron suficientes fichas para apostar una vez más, al máximo 2. Apostó al rojo y
el rojo ganó. Retiró la mitad de lo ganado y dejó el resto en el rojo, que volvió a salir.
Apostó todo al rojo. El rojo salió dos veces más. Las fichas se amontonaban ante
Clerfayt. La atención de los otros jugadores se concentró en su persona. La mesa
estaba muy concurrida en aquellos momentos. Lillian advirtió que Fiola se acercaba.
Le dirigió una sonrisa y apostó al negro. Volvió a ganar el rojo. En el juego siguiente
el negro quedó pavimentado con apuestas máximas y en torno a la mesa se formaron
tres apretadas hileras de jugadores. Casi todos jugaban contra Clerfayt. Tan sólo una
anciana enjuta que lucía un traje de noche de muselina azul celeste apostó al rojo.
En la sala se hizo el silencio, la bola repiqueteó, la anciana estornudó y el rojo
volvió a salir.
Fiola hizo una seña a Clerfayt para que abandonara el juego; la racha no podía
continuar. Clerfayt sacudió la cabeza y apostó otro máximo al rojo.
—Il est fou[31] —dijo alguien detrás de Lillian.
En el último momento, la anciana, que ya había retirado sus ganancias, volvió a
apostar todo al rojo. En medio del silencio podía escucharse su respiración jadeante.
Trató de contener un nuevo estornudo. Su mano, posada sobre el paño verde,
semejaba una zarpa amarilla. A su lado tenía como mascota una pequeña tortuguita
verde.
El rojo volvió a ganar. La anciana estalló.
Una hora más tarde Clerfayt había logrado conquistar el segundo lugar. Acosaba a
Marchetti fría y despiadadamente. No quería pasarlo aún, el momento oportuno
llegaría en la octogésima vuelta o quizás en la nonagésima… Se había propuesto
perseguirlo hasta destrozarle los nervios, siempre a la zaga a una distancia de pocos
metros. No le interesaba arriesgar el motor forzándolo nuevamente; dejaba a
Marchetti esa altemativa, y Marchetti lo hizo sin que su máquina se perjudicara, pero
Clerfayt lo notó inquieto y observó que empezaba a bloquearle la calle y las curvas.
No cedería. Clerfayt maniobró como si hubiera querido adelantarle pero sin intentarlo
seriamente. Con esa estratagema logró que Marchetti le prestara más atención a él
que a su propio coche y se tornara imprudente.
Habían sacado una vuelta de ventaja a algunos corredores y pasado a otros varias
veces. El director del equipo transpiraba y mostraba carteles y banderas. Exhortó a
Clerfayt para que no atacara. Con la lucha librada entre Marchetti y Frigerio ya era
suficiente. Esa pugna había tenido como consecuencia un deterioro en uno de los
neumáticos de Frigerio, que en esos momentos se encontraba casi a un minuto detrás
de Clerfayt y de otros cinco coches. Monti perseguía a Clerfayt, pero aún no se le
había prendido a las ruedas y en las curvas en horquilla podría desembarazarse de él
fácilmente, pues las tomaba con más destreza.
Pasaron de nuevo frente a los puestos. Clerfayt notó que el director del equipo
invocaba a todos los santos y al mismo tiempo le amenazaba con los puños para que
no se acercara demasiado a Marchetti. El perseguido corredor le había hecho un
ademán furioso para que contuviera a Clerfayt. Éste asintió y dejó que entre ambos
mediara el largo de un coche, pero no más. Se había propuesto ganar aquella carrera
con la aquiescencia del director o sin ella. Quería conquistar el gran premio y además
se había desafiado a sí mismo.
«Necesito ese dinero —se decía—. Para el futuro, para la casa, para mi vida con
Lillian»
Regresó al hotel y se dirigió a su habitación sin hablar con nadie. Al llegar ante su
puerta se detuvo. Un vaho de aire viciado le salió al encuentro; todo lo que había en
el aposento parecía haber muerto también.
Recordó que el portero había pedido los papeles de Clerfayt. Ignoraba dónde
podían estar y le espantaba entrar en la habitación de su amado. Volver a ver las
pertenencias de un difunto era con frecuencia más penoso que ver al muerto mismo,
lo había aprendido en el sanatorio.
Notó que había una llave puesta en la cerradura y supuso que la criada estaría
realizando la limpieza. Eso era mejor que entrar en la habitación desierta. Abrió la
puerta.
Una mujer enjuta que vestía un traje sastre gris estaba frente al escritorio y
levantó la vista al advertir su presencia.
—¿Qué desea usted?
En un principio Lillian creyó haberse equivocado de habitación, pero luego vio el
abrigo de Clerfayt colgado en la percha.
—¿Quién es usted? —inquirió.
—Creo que es a mí a quien corresponde hacer esa pregunta —replicó la mujer en
tono cortante—. Yo soy la hermana de Clerfayt. ¿Y usted qué desea? ¿Quién es
usted?
Lillian guardó silencio. Clerfayt le había contado cierta vez que tenía una
hermana que lo odiaba y a quien él odiaba. Hacía muchos años que no sabía de ella.
Debía de ser esa mujer, si bien no se parecía en nada a Clerfayt.
—No sabía que hubiera llegado —dijo Lillian—. Bien, ya que está aquí mi
presencia es inútil.
—No le quepa la menor duda —respondió la mujer con tono glacial—. Me
dijeron que mi hermano vivía aquí con una mujer. ¿Es usted?
—Esto tampoco debe interesarle ya —dijo Lillian y giró sobre sus talones.
Volvió a su habitación y empezó a preparar sus maletas, pero pronto desistió de
esa tarea.
«No puedo marcharme mientras él esté aquí —pensó—. Debo quedarme hasta
que haya sido sepultado»
.
Fue una vez más al hospital. La enfermera le comunicó que no podría ver más a
Clerfayt, porque un miembro de la familia había pedido una autopsia. Seguidamente
los restos serían colocados en un ataúd de cinc y repatriados.
Lillian falleció seis semanas más tarde en un blanco mediodía estival, tan sereno,
que la Naturaleza parecía contener el aliento. Murió de improviso y sola. Boris había
bajado a la aldea por poco tiempo. Cuando regresó la encontró muerta en su lecho. Su
rostro estaba desencajado. Un vómito de sangre la había asfixiado, sus manos
crispadas estaban cerca de la garganta. Pero poco a poco sus facciones se alisaron y la
cara cobró más belleza de la que Boris viera en ella desde hacía mucho tiempo.
Wolkow pensó que había conocido la felicidad en la medida que puede conocerla un
ser humano.
FIN
de los recién nacidos se llaman astracán, los corderos recién nacidos tienen un pelo
muy rizado y brillante, las mejores pieles son de los corderos de tres días de edad, de
colores oscuros dominantes, negro carbón, luego de este tiempo el color oscuro se va
desvaneciendo y los rizos se van abriendo, hay variedades de grises con tonos azules
plateados o brillos dorados, además de marrones rojizos y blanco puro. En algunos
países se sacrifica a la madre para extraer el feto, por considerarlos óptimos para la
obtención de su piel, en este estado se los llama pieles de breitschwanz (alemán) y
karakulcha, las pieles son utilizadas para crear prendas de vestir, como el sombrero
de astracán y en la alta costura para hacer abrigos para las mujeres. (N. del Ed.) <<
de la Edad Media hasta mediados del siglo XVI. (N. del Ed.) <<
también se dice que era primo del rey de los hombres. Es famoso como personaje en
la obra de William Shakespeare, El sueño de una noche de verano. (N. del Ed.) <<
hoy es una de las bebidas más populares entre los italianos. La grappa italiana se
elabora a partir del destilado de los restos de la uva exprimida. (N. del Ed.) <<
fideo plano elaborado con huevo y harina. Generalmente se venden secos (en italiano:
asciutti), aunque los de más calidad se suelen vender frescos, recién hechos a mano o,
al menos, recién salidos de la máquina de hacer pasta.. (N. del Ed.) <<