El Secreto de La Solterona. Eugenia Marlitt
El Secreto de La Solterona. Eugenia Marlitt
El Secreto de La Solterona. Eugenia Marlitt
El secreto de la solterona
Capítulo I
¿Quieres decirme, amigo Hellwig, adónde demonios vas a llevarnos?
—Pero ¿quién te ha dicho que para llegar allí hay que subir por esta
empinada cuesta? ¿Estás en tu juicio? ¡Para, para!… Deja que baje, pues maldita la
gracia que me haría volcar y romperme la crisma. ¿Quieres parar, condenado?
—¿Volcar?… ¿Volcar guiando yo?… ¡Vamos! Sería la primera vez que tal
cosa me sucediera.
—Lo cierto es que no podemos pasar la noche aquí —dijo éste con expresión
resuelta—. Hay que pensar en el modo de salir de este aprieto.
De repente vióse brillar a lo lejos una luz que rasgaba las tinieblas y que
rápidamente se aproximaba a los caminantes.
—Sí, señor, también yo pienso como usted, pero ya sabe que cuando la
señora lo manda…
Al fin llegó ante la casa de Hellwig, que era la más grande de la plaza del
Mercado.
—¡Señora! —gritó el criado, que pulía y repulía una y otra vez el llamador
de cobre de una puerta de entrada, resplandeciente por su limpieza—. Señora, ahí
está la mujer del comediante.
—¿Qué quiere? —contestó una voz femenil desde una de las habitaciones
del piso bajo.
El criado cogió un par de botas que había puesto a un lado cuando entró la
forastera, y penetró en la habitación de su amo, a quien ahora podremos ver en
plena luz: es un hombre pequeño, anciano ya, de rostro flaco, pálido, muy enjuto,
pero animado de una expresión de infinita benevolencia.
—Porque el caballo de usted se pegó como una lapa al coche de esa gente, y
esto es de mal agüero, porque el animal acababa de ocasionar una desgracia…
¡Recuerde usted lo que le digo! Esa pobre gente no será aquí afortunada.
Así diciendo, señalaba con el indice uno de los primeros asientos situados a
un lado de la sala, en el cual se veía al señor Hellwig en compañía de uno de sus
camaradas de infortunio, el doctor Bohm. No sin gran trabajo había logrado
Enrique descubrir a su amo en medio de las muchas personas de viso de la
población, que habían acudido al espectáculo, atraídas por las maravillas que
prometía el programa, a cuyo final se leía lo siguiente:
Pero ¡que eran todos estos esplendores comparados con la hermosa cabellera
de un rubio mate que se escapaba por debajo del casco y cuyas doradas ondas casi
llegaban hasta el suelo!
La joven fijó una detenida y triste mirada en las bocas de los fusiles que
brillaban a pocos pasos de ella…; pero ni uno solo de sus músculos se estremeció,
ni el más ligero movimiento agitó el flotante ropaje: estaba inmóvil como una
estatua de mármol… La última orden de mando resonó en la sala y los seis tiros
salieron a la vez… La espada de la joven silbó en el espacio, y doce medias balas
rodaron por tierra.
La extranjera permanecía inmóvil, con los ojos cerrados: sus cabellos sueltos
caían en desorden sobre las blancas almohadas y arrastraban por el suelo. Su
marido, arrodillado ante ella, apoyaba la frente en el borde del lecho…; la mano de
la joven se posó sobre su cabeza, que tenía hundida en las ropas dela cama.
—¡Meta, Meta! —exclamó fuera de sí—. ¡No me abandones! ¡Tú eres la luz
que me ha guiado en mi obscuro camino, el ángel que ha clavado en su propio
corazón, para que no punzaran el mío, las espinas de que ha estado sembrada mi
vida! ¿Cómo es posible que yo viva si no te tengo a mi lado, si no siento la dulzura
de tu mirada y los latidos de tu enamorado corazón? ¿Cómo podré vivir sin tu
celestial sonrisa, sin tus palabras que confortan y consuelan? ¿Cómo soportar la
vida, pesando sobre mi alma el remordimiento terrible de haberte asociado a una
existencia miserable? ¡No! Dios, que me oye, no puede condenarme a semejante
infierno… Yo te juro que he de redimir todos los padecimientos que te he causado,
trabajando por ti, pero trabajando noblemente, manejando el hacha o el martillo, si
es preciso. Nos retiraremos a un rincón ignorado, y allí podremos ser felices…
¡Fuera los oropeles! —añadió, arrancando de sus hombros el manto negro bordado
de lentejuelas de oro que constituía su traje de teatro—. ¡Meta, no me abandones, y
comenzaremos una nueva vida!
En los labios de la joven vagó una dolorosa sonrisa, y levantando
penosamente la cabeza, apoyóla en su brazo mientras con el otro oprimía
fuertemente sobre su pecho el rostro de su marido.
—Escucha —dijo después de una pausa durante la cual reunió las pocas
fuerzas que le quedaban—; eres injusto contigo mismo que ninguna culpa has
tenido en mis sufrimientos. He sido amada como lo son pocas mujeres, y estos
años de felicidad bien valen por toda una vida de venturas. Cuando me uní a ti,
sabía con quién me casaba y contenta abandoné la casa de mis padres, de la que
por causa de tu amor me arrojaron. Si algunas sombras han obscurecido mi dicha,
la culpa es mía, sólo mía, que creí mis fuerzas superiores a lo que realmente eran y
que ante el peso de nuestras miserias me sentí débil y fui vencida… Yasko, al
hombre la idea de que su arte, sea cual sea, le ennoblece, le coloca por encima de la
opinión mezquina de los demás; la mujer, en cambio, no sabe resistir al dolor
punzante del menosprecio. ¡Oh Yasko! El porvenir de Feli me aterra, y en este
supremo momento te conjuro a que no la dediques a tu profesión.
Dos días después fue enterrada la mujer «del titiritero», como decían
en X***; algunas almas compasivas habían cubierto de flores la modesta caja que
encerraba su cuerpo, y en el cortejo que acompañaba a la pobre extranjera viéronse
algunos de los hombres más notables de la ciudad, figurando entre ellos Hellwig…
El prestidigitador cayó en tierra sin sentido en el momento en que las primeras
paletadas de tierra resonaron sobre el ataúd… Hellwig, que estaba junto a él, lo
sostuvo, lo acompañó hasta la ciudad y permaneció algunas horas al lado de aquel
desdichado que hasta entonces se había mostrado sordo a todo consuelo y aun
había intentado atentar contra su vida. Los que pasaban por delante de la puerta
del cuarto en donde Meta falleciera, oyeron tan pronto desesperados sollozos como
sentidas explosiones de apasionado cariño, a las que respondía una dulcísima voz
infantil; el contraste que ofrecían los tristes acentos del padre y las alegres palabras
de la hija era verdaderamente desgarrador.
Capítulo III
Densos nubarrones cubrían el cielo, era ya muy entrada la noche, soplaba un
viento huracanado, y los primeros copos de nieve empezaban a cubrir los tejados y
las calles y la tierra recién removida de la fosa en que hacía poco había sido
enterrada la joven esposa del polaco.
—Aún no, Federica —decía la señora Hellwig, sin levantar los ojos y con
acento monótono.
Pero las agujas se movían cada vez más rápidamente entre sus dedos, y en
sus delgados labios dibujábase un gesto de amargura. La vieja cocinera sabía que la
señora era poco paciente, y como le agradaba a veces irritarla, exclamó con tono
quejumbroso:
—¡Dios mío! ¿Dónde estará el señor? ¡Bueno estará el asado y a buena hora
voy yo a acabar mi faena!
Esta exclamación le valió una reprimenda, pues a la señora Hellwig no le
gustaba que sus criados expresasen opiniones que no se les pedían. La cocinera se
retiró prudentemente, aunque no sin cierta satisfacción por haber advertido que se
formaba entre las dos cejas de su señora un pliegue muy significativo.
—¡Oh! ¡Qué ruido tan bonito hace ese reloj de arriba! —exclamó una voz
infantil.
—Aquí te traigo algo que no esperas, Brígida —dijo con tono suplicante…
No tuvo valor para continuar cuando observó la mirada penetrante de su esposa.
—De ese infeliz polaco cuya joven mujer ha muerto de una manera tan
lastimosa… Querida Brígida, te ruego que acojas bondadosamente a esta
pequeñuela.
—¿Y te atreves a venirme con esa pretensión, a traerme a mí, que he hecho
de mi casa un templo del Señor, esa criatura hija de comediantes? ¡Necio!…
—¿Es esa tu opinión, Brígida?… Dime, pues, qué pecado pesaba sobre tu
hermano cuando se mató tan desgraciadamente en la caza. Fue a ella para
divertirse, mientras que esa pobre mujer ha muerto cumpliendo un penoso deber.
—¡Esa criatura perdida no permanecerá dos horas aquí! —exclamó sin hacer
caso del ademán con que su esposo quiso rectificar tan injurioso como injusto
concepto—. Ésta chicuela, con su cabellera salvaje y sus hombros desnudos, es
indigna de estar en nuestra casa donde siempre ha reinado la moralidad más
severa: esto sería abrir de par en par sus puertas a la frivolidad y al libertinaje, y
me parece que no querrás lanzar entre nosotros esa manzana de la discordia, sino
que ahora mismo vas a ocuparte en llevarla adonde le corresponde, a devolverla al
hombre de quien la recogiste.
Hellwig cogió la blonda cabeza del muchacho entre sus manos, y besóle con
ternura en la frente.
—Buenas noches, hijo mío —repuso—. ¿Qué tal, te has divertido mucho con
tus amiguitos?
—Ha obedecido las órdenes de tu madre. Ven aquí, Nataniel, y mira esta
niña… Se llama Feli…
Hellwig miró con cariño a la niña, a la que la ternura de sus padres había
dado un nombre poético.
—Esto es para mamá; le gustan mucho los dulces, y papá le lleva siempre
grandes cucuruchos de ellos.
—Con Federica.
—¿Y no habría sitio en nuestra alcoba, al menos para los primeros días?
—Federica —le dijo—, esa niña estará a tu cuidado por la noche; sé buena y
bondadosa para con ella, porque es una pobre huérfana y hasta ahora ha estado
acostumbrada a la ternura de una excelente madre.
—No haré daño alguno a esa niña, señor Hellwig —contestó la cocinera—;
pero soy hija de padres honrados y jamás he tenido nada que ver con titiriteros…
¡Si supiéramos al menos que los padres de esta chica estaban legítimamente
casados!…
Federica se acostó mucho más tarde que de costumbre a causa de todos estos
incidentes; estaba poseída de cólera, y desahogaba en alta voz su resentimiento, sin
cuidarse de la niña dormida, cuyo sueño, bastante agitado ya, se interrumpió al fin.
Entonces la criatura, sentándose en el lecho, desvió los bucles que velaban su frente
impidiéndole ver los objetos exteriores, y miró angustiada las paredes ahumadas y
los pobres muebles del reducido y apenas alumbrado aposento.
Apenas contaba doce años la señora Hellwig cuando fue recogida en aquella
casa; era parienta de los Hellwig, y había perdido súbitamente a sus padres, que
dejaban varios hijos desamparados. Su situación fue triste y amarga, pues su tía era
mujer tan severa como orgullosa; pero Hellwig, su hijo único, se encariñó con la
pobre huérfana, a quien se trataba duramente, primero por compasión y después
por amor. Su madre se opuso desde luego con todas sus fuerzas a esta inclinación,
lo que dio lugar a violentas escenas; pero el enamorado muchacho se salió al fin
con la suya. Hellwig tomaba el silencio hipócrita de su amada por timidez propia
de una joven, su frialdad por reserva hija de la moral más severa, su terquedad por
firmeza. Pero con el matrimonio todas estas ilusiones se vinieron abajo, y al poco
tiempo de casado, aquel hombre bondadoso sintió la mano de hierro de un alma
despótica, y en vez del esperado agradecimiento encontróse con el más grosero
egoísmo.
Brígida le dio dos hijos, Nataniel y su hermano Juan, que contaba ocho años
más. Éste había sido enviado por su padre, al cumplir los once, a casa de uno de
sus parientes, sabio muy distinguido, que residía en una ciudad de las orillas del
Rhin y era director de un célebre colegio.
Las relaciones entre los dos esposos habían sido hasta entonces simplemente
frías; pero la entrada de la niña en la casa de Hellwig pareció elevar un muro de
granito entre el marido y la mujer. Aparentemente las cosas siguieron su curso
acostumbrado; la esposa paseaba como siempre su investigadora mirada por todos
los aposentos y los rincones de la gran casa; no andaba con ligereza, y su paso
firme, resuelto y pesado crispaba los nervios a toda persona de sensibilidad
medianamente delicada. Durante su inspección, la señora Hellwig pasaba de
continuo su mano grande muy blanca, de nudosos dedos y anchas uñas, sobre
todos los muebles, los marcos de las ventanas y las rampas de las escaleras, y
después mirábase cuidadosamente la palma de la mano y la superficie inferior de
sus dedos a fin de asegurarse de que no había encontrado un átomo de polvo ni la
más pequeña telaraña. Allí se rezaba ahora del mismo modo que antes, y con la
misma monotonía se pronunciaban las palabras con que se ensalza el amor y la
misericordia eternos de Dios, las frases que, repitiendo su precepto, nos ordenan
amar a nuestros mismos enemigos. Toda la familia seguía comiendo junta, y
llegado el domingo, los dos esposos iban juntos a la iglesia. Pero la señora Hellwig,
con terquedad invencible, evitaba dirigir la palabra a su esposo, rechazaba
bruscamente cuantas tentativas hacia éste para una reconciliación, y procuraba por
todos los medios posibles no ver la figura de su esposo. Tampoco parecía existir
para ella la niña intrusa: en la misma noche en que estalló la tormenta en el interior
de la familia, la señora de Hellwig ordenó, una vez para siempre, a la cocinera que
contara con una persona más en las comidas, y arrojó en la habitación de la misma
alguna ropa de cama. El pequeño cofre que contenía los vestidos de Felicia, y que
uno de los mozos de la posada del León había llevado a la casa, fue abierto por
Federica a presencia de su señora, y todas las ropas que encerraba, impregnadas de
un perfume suave y ligero, se colgaron al aire libre para que perdieran ese olor.
Con esto comenzaron y concluyeron los cuidados que se le obligaba a prodigar a la
hija del titiritero, y cuando volvió a su habitación, estaba resuelta a no ocuparse
más de este asunto. Una sola vez pareció brotar en ella una chispa de compasión:
cierto día, y mientras una costurera estaba confeccionando para Felicia dos
vestidos de color obscuro cortados con la misma sencillez del que llevaba la dueña
de la casa, ésta, cogiendo a la niña que se resistía, sujetóla entre sus rodillas y por
entre su enmarañada cabellera pasó y repasó el peine y el cepillo y le untó pomada
hasta que consiguió aplanar y alisar aquel montón de rizos que dividió en dos
trenzas rígidas, feas, recogidas detrás de la cabeza. La aversión de aquella mujer a
todo cuanto era gracioso y elegante, a todo lo que contrariaba los preceptos de su
rigidez, en una palabra, a todo aquello que tomaba del ideal sus líneas y sus
formas, era más poderosa aún que los consejos de su orgullo, que antes la inspiró
la resolución de mostrarse indiferente a la presencia de aquella niña, llegando
hasta aparentar que ignoraba su presencia en la casa. Hellwig creyó que iba a llorar
de sentimiento cuando fue a verle su pequeña protegida, así desfigurada; en
cambio, su esposa se mostró más severa e intransigente si cabe con la niña, después
de haberle impuesto la penitencia que le dictara su espíritu, enemigo de todo lo
bello.
Sin embargo, la niña no era aún tan digna de compasión, pues cuando se
fijaba en ella la fría mirada de aquella cabeza de Medusa, podía refugiarse en los
brazos de un hombre generoso y de buen corazón: Hellwig la quería como si fuese
su propia hija, y aunque no se atrevía a dar a conocer abiertamente esta ternura,
por haber gastado toda su energía en la memorable noche en que osó tener
voluntad propia, ni un punto cesaba de velar solícitamente por Felicia.
Para obrar así tenía un motivo especial: uno de los antepasados de Hellwig
había mandado arreglar al antiguo estilo francés aquel jardín de recreo, alrededor
del cual alzábanse figuras y grupos mitológicos esculpidos por hábil mano que
destacaban sobre el color obscuro de los muros formados por los tejos. Las
hermosas aunque bastante poco veladas formas de una Flora, los desnudos
hombros y brazos de una Proserpina que se defendía contra su raptor, y los
robustos músculos de un Plutón, atraían las miradas de los visitantes, pero eran
para la señora Hellwig objetos repulsivos.
Hacía largo tiempo que padecía una afección de pecho, pero al igual que
todos los enfermos de este mal hacíase las mayores y más inquebrantables
ilusiones, y aunque ya no podía ir al jardín sino en sillón de ruedas, achacaba esto
a debilidad pasajera que no le impedía trazar grandes planes de cultivos y de
viajes.
Una tarde, el doctor Bohm fue a ver a su amigo; el enfermo estaba sentado
ante la mesa de su despacho y escribía con gran afán: multitud de almohadas
colocadas a su espalda y en los costados sostenían su cuerpo quebrantado y
consumido.
El doctor Bohm, inclinándose sobre el escrito, leyó en alta voz estas líneas:
«Espero mucho de tu carácter, mi querido Juan, y no vacilaría en confiar a tu
cuidado a la niña que lo fue al mío en el caso de abandonar yo este mundo antes de
haber…».
—Pero, amigo mío, es que tú me tiranizas sin piedad. Mas algún día nos
veremos las caras; deja que llegue el mes de mayo y entonces verás cómo me
escapo de tus garras.
Numerosa multitud iba y venía en medio del mayor silencio: el que allí yacía
había sido rico, respetado y en extremo bondadoso; pero había muerto, y por eso
los ojos de casi todos los presentes apenas se fijaban en aquella faz pálida y
descompuesta, recreándose en cambio en contemplar el suntuoso aparato, última
llamarada de las magnificencias terrenas.
Así diciendo, tocó con cariño las manos lívidas del cadáver y luego se apartó
del ataúd y quiso alejarse sin ruido, como había entrado; pero en el mismo instante
abrióse la puerta de la habitación inmediata, y en el umbral apareció la señora
Hellwig. Bajo el gorro y el velo de crespón negro que cubrían la cabeza de la viuda
destacábase su rostro pálido, frío, rígido como el mármol, e inútilmente se hubiera
buscado un vestigio de emoción en aquellas facciones inmóviles, ni una lágrima en
aquellos ojos profundos.
Llevaba en la mano una corona de dalias, última prenda de afecto que iba a
depositar sobre el ataúd, y su mirada reveló la mayor sorpresa al fijarse en la
anciana. Las dos permanecieron un instante inmóviles una frente a otra; pero los
ojos de la viuda comenzaron a brillar de una manera siniestra y su labio superior
se contrajo un poco dejando entrever sus blancos dientes: la expresión de su rostro
en aquel momento revelaba una sed inextinguible de venganza. También en las
facciones de la anciana pintábase profunda excitación; parecía como que luchaba
con cierta repugnancia indecible, pero logró dominarla, y fijando en el cadáver una
mirada dulce y velada por las lágrimas, tendió su diestra a la señora Hellwig.
—¿A que ha venido usted aquí, tía? —preguntó ésta aparentando no ver el
ademán de la otra dama.
—Pero no; ni una palabra más turbará tu reposo. Descansa en paz, Federico.
Y se alejó lentamente, salió del vestíbulo y desapareció detrás de una puerta que
Felicia había visto siempre cerrada.
—¡Vaya una audacia! —dijo Federica, que desde la puerta de su cocina había
presenciado aquella escena.
Se inclinó sobre el cadáver como para arreglar algo, pero su mano cogió el
ramo de la anciana y arrojóle al suelo hasta los pies de Felicia.
Felicia levantó la cortina verde para ver qué ocurría… ¡Horror! ¡La figura de
su tío había desaparecido!… Estaba cubierto con una tapa negra que le ocultaría
para siempre… ¡Si levantase la mano, tropezaría por todas partes con tablas tan
duras!… ¡Y un obrero seguía golpeando en la tapa como si quisiera asegurarla
todavía más para que el de dentro no pudiera levantarla! ¡El de dentro, sumido en
profunda obscuridad, metido en aquella caja donde no podía respirar, donde
estaba tan solo!… El espanto hizo prorrumpir a la niña en gritos agudos y
desesperados…
¿Aquella dama era la vieja solterona aquella que vivía sola allá arriba en el
desván de la parte trasera de la casa, la eterna manzana de la discordia entre
Enrique y la cocinera? A dar crédito a lo que decía ésta, aquella señora tenía sobre
su conciencia cosas horribles…: había sido causa de la muerte de su padre… a la
niña se le había erizado siempre el cabello cuando oía contar aquella espantosa
historia; mas ahora no creía ya en ella. ¡Cómo había de ser una parricida aquella
señora anciana, con su rostro de expresión benévola y sus dulces ojos llenos de
lágrimas!… Enrique debía tener razón cuando contestaba invariablemente,
moviendo su gran cabeza y asegurando que las cosas no habían pasado como se
creía.
Algunos años antes la solterona había vivido con los demás en la parte
delantera de la casa; pero, como decía cada vez con mayor cólera la vieja cocinera,
no había habido medio de que en las tardes de los días de fiesta dejara de entonar
canciones profanas y de tocar piezas alegres. La «señora» había hecho cuanto era
posible para que cesase aquel escándalo, pero inútilmente; y todo el mundo se
habría alejado de aquel lugar de perdición si el señor Hellwig al fin no hubiese
complacido a su mujer, obligando a la solterona a vivir en el desván, donde era
inofensiva, pues desde abajo no se oía el piano.
«Y sin embargo, decíase Felicia, parece que mi tío estaba enojado contra esa
señora, porque jamás hablaba de ella, y eso que era hermana de su padre y se
parecía mucho a su sobrino». Al recordar esta semejanza apoderóse de la niña un
ardiente e irresistible deseo de subir al desván; pero allí estaba el sombrío Juan, a
cuyo solo recuerdo la niña se estremecía de terror, y además la solterona
permanecía siempre encerrada bajo llaves y cerrojos.
No había cerrado del todo la puerta tras sí, y cuando ya no se oyó el rumor
de sus pasos, asomó por ella el rostro de Enrique.
Para asegurarse del hecho, Federica se acercó, y abriendo más la puerta miró
a su vez.
—Se le han llevado, hija mía…; pero tú ya sabes que está en el cielo… y te
aseguro que allí se halla mejor que aquí…
—¡Ah, ah! —exclamó—. ¿Es éste el cuarto de la señorita Feli?… Dime, niña
mal educada, ¿dónde has pasado la tarde?
—¡De veras! Hazlo otra vez y ya verás. ¿No sabes acaso que ya no te es
permitido alternar con nosotros? Mamá lo ha dicho… ¿Qué escribes ahí?…
—¡Ah, de veras! ¿Tu lección para el señor Richter? —añadió, borrando con
rápido movimiento cuanto estaba escrito en la pizarra…— ¿Y crees tú que mamá
será tan tonta que te pague los maestros? Ya se guardará bien de ello: todo eso
acabó ya, como dice mamá. Conque ya puedes volver allí de donde viniste, para
ser en adelante lo que fue tu madre y para que hagan contigo lo que con ella
hicieron.
—Sé de ella mucho más que tú —repuso Nataniel; y después de una pausa
clavó en la niña su maligna mirada por debajo de la inclinada frente y prosiguió
diciendo—: apostemos a que no sabes siquiera qué oficio tenían tus padres.
Al oír esto, Felicia dejó escapar su pizarra, que cayó en el suelo y se hizo mil
pedazos: se había erguido de repente, y pasando junto al muchacho, que palideció
de pronto, precipitóse como una loca en la cocina.
—Sí —continuó, recalcando sus palabras—; los juegos que hacían eran
horribles, y tu madre renegó de Dios nuestro Señor, y he aquí por qué no irá jamás
al cielo, jamás, según dice mamá.
—¡Oh, sí! —dijo Nataniel—. ¡Ha muerto hace largo tiempo, pobre tonta!…
Pero mi padre no quiso decírtelo… La mataron unos soldados mientras hacía la
comedia allá abajo, en una sala de la Casa de la Ciudad.
El grito de angustia que dejó escapar había llegado hasta el vestíbulo y sido
oído por Enrique, el cual al ver desaparecer a Nataniel sospechó al punto que algo
malo había hecho. Sin pronunciar palabra, volvió hacia si el rostro que la niña tenía
apoyado contra la pared, y obligóla a mirarle. Aquel rostro estaba horriblemente
descompuesto, y cuando la niña vio a su amigo, comenzó de nuevo a llorar
amargamente, repitiendo con desesperación: «¡Han matado a mi madre!… ¡mi
madre, mi buena y querida madre!».
En la esquina de la plaza abrióse una puerta para dar paso a una niña
vestida de negro y la cabeza cubierta con un pedazo de tela del mismo color, sujeto
bajo la barba con un alfiler: nadie hubiera reconocido a Felicia con este traje feo y
ordinario que Federica le había puesto, diciéndole que la señora la regalaba aquel
hermoso chal para su luto. Después la ordenó que fuese a la iglesia, prohibiéndole
colocarse, como antes hacía, en el banco de la familia, y diciéndole que debía
sentarse en los destinados a los niños de la escuela pública.
Felicia dobló una calle cuya pendiente rápida ascendía por la montaña, y
después ganó la puerta de la ciudad con sus sólidas y sombrías torres, más allá de
las cuales extendíase la campiña, donde se veía un cercado cubierto de verdura
dentro del cual crecían hermosos tilos que formaban con los viejos y ennegrecidos
muros de la ciudad el mismo extraño contraste que formaría una corona de mirtos
en una cabeza cubierta de canas. ¡Cuán solemne silencio reinaba en aquellas
alturas! Felicia tenía miedo del ruido que producían sus propios pasos al crujir
sobre la arena; parecíale que recorría un camino vedado, pero corría cada vez más
de prisa hasta que casi sin aliento llegó a la puerta del camposanto.
—¡Ah!, ya caigo. Será aquella que murió cinco años hace en la Casa del
Ayuntamiento. Allá está, cerca del rincón de la capilla.
Por muchas que fuesen las angustias sufridas desde la víspera por la niña,
mayor espanto le causaba arrostrar la mirada de aquellos ojos grises, oír aquella
voz fría, de entonación severa; así es que permaneció inmóvil, como si sus
pequeños pies hubiesen echado raíces en las baldosas.
—Apruebo en un todo cuanto has hecho, madre —decía Juan—; esa molesta
criatura debía de haber sido confiada a una familia de artesanos…; pero esta carta
interrumpida tiene para mí la fuerza, el valor de un testamento en forma… He
oído decir una vez a mi padre que no consentiría por ningún estilo en que esa niña
abandonase la casa, y las palabras escritas por él: No temo nada respecto de la suerte
de la niña que se me confió, puesto que la dejo a tu cuidado…, me sustituyen a él,
imponiéndome el deber de cumplir con sus deseos… No me corresponde juzgar la
conducta de mi padre; pero si hubiera querido recordar la invencible repugnancia
que me inspira la clase de gente a que esa niña pertenece por su origen, tal vez me
habría dispensado de semejante tutela.
—Pero tú que eres una buena cristiana, madre —repuso Juan—, no podrás
consentir en que esa niña vuelva a una situación que la expondría a perder su
alma.
—¿Y crees tú que estamos obligados a seguir gastando durante años sumas
considerables para una niña que nos es del todo extraña? Tenía maestro de francés,
de dibujo, de…
—¡Entra aquí! —ordenó Juan, que tenía aún la carta de su padre en la mano
y permanecía de pie en medio del cuarto.
Felicia guardó silencio; hubiera preferido dejarse matar allí más bien que
pronunciar el nombre de su madre ante semejantes personas.
—Yo te diré lo que ha hecho, Juan —repuso Nataniel—: ir a nuestro jardín
para robar frutas, como de costumbre.
Felicia dirigió al muchacho una mirada colérica, pero sin desplegar los
labios.
—No la toques, Nataniel —dijo la señora Hellwig; que hasta entonces había
permanecido sentada en el gran sillón de su esposo, junto a la ventana; y al decir
esto se levantó… ¡Qué sombra tan siniestra proyectaba a su alrededor!
—¿Y dónde está el chal nuevo que te han dado esta mañana? —preguntó de
repente.
Felicia se llevó las manos con terror a los hombros… ¡Oh, Dios!… ¡Había
perdido el chal!… Sin duda se le cayó en tierra cuando estaba en el cementerio, y
quedó allí. Comprendía que su descuido era culpable y se sintió avergonzada; sus
ojos, fijos en el suelo, se llenaron de lágrimas, y sus labios se entreabrieron para
pedir perdón.
Sus grandes ojos brillantes, vistos tan de cerca, eran para la niña objeto de
espanto, y por eso se apartó con angustia; pero en el mismo instante parecióle
recibir un golpe en el corazón, y la sangre, refluyendo bruscamente a su cabeza,
zumbó en sus oídos… Acababa de ver y de reconocer, allí, en el suelo, un pequeño
cofre que no había olvidado nunca…; acercóse temblando, y levantó la tapa…
Entonces vio un vestidito de lana de color azul claro, cuyos volantes y mangas
estaban delicadamente bordados… ¡Oh! Era el vestido de que una tarde Federica la
despojó y que había desaparecido para siempre, sustituyéndole el feo y obscuro
traje que llevaba.
Felicia besó uno tras otro todos los objetos que constituían el tesoro
abandonado que acababa de encontrar; volvió a colocarlos cuidadosamente en su
sitio, y después cerró el cofre, rodeóle con su brazo y apoyó en él la cabeza… Para
ella era un antiguo compañero en sus correrías errantes a través del mundo, donde
la hija de los titiriteros no tenía más patria que el pedazo de suelo que pisaban sus
piececitos. Su semblante, que antes revelaba el enojo y el descontento, tomo una
expresión dulce y tierna, cuando apoyada la mejilla sobre la carcomida tapa del
cofrecillo, permanecía inmóvil y con los ojos cerrados abrazada al viejo mueble.
Por la ventana entreabierta penetraba un aire puro y ligero, que llevó hasta
aquel rincón solitario embalsamadas emanaciones… ¿De dónde procedían? ¿Cómo
podía llegar desde tan lejos el perfume de reseda?… ¿Y qué sonidos eran aquellos
que se percibían? Felicia abrió los ojos y comenzó a escuchar atentamente. Aquello
no podía ser el órgano de la cercana iglesia, pues el servicio divino había
terminado hacía largo tiempo. Un oído más práctico que el de Felicia no habría
confundido con las del órgano las dulces melodías que hasta ella llegaban y
hubiera reconocido al punto la sinfonía de Don Juan, magistralmente ejecutada en
el piano.
Sobre la mesita rústica veíanse algunos periódicos, de uno de los cuales leyó
el título: era La Glorieta. ¡Cuán bien armonizaba este nombre en aquel sitio donde
había claridad y sol y en donde se respiraba un aire tan puro y tan fresco!
—Por los tejados —contestó la niña algo confusa, indicando con la mano el
patio.
—¡Por los tejados!… No es posible… Ven aquí y enséñame cómo has podido
venir…
—¡Oh!… ¡no tenga usted miedo!… —dijo Felicia con su voz pura e
inocente…— ¡Si no cuesta nada! Sé saltar como un muchacho, y el doctor Bohm ha
dicho siempre que yo tenía alas y carecía de huesos.
La solterona dejó caer las manos y en sus labios vagó una sonrisa, graciosa
aún, que dejó ver dos líneas de blancos y menudos dientes. Después condujo a la
niña a su aposento y sentóse en un sillón.
—Has de saber, hija mía, que Enrique sube a esta habitación todos los
domingos para prestarme varios servicios… No ignora que le tengo prohibido que
me hable de lo que en la otra parte de casa sucede y hasta ahora jamás desobedeció
esta orden… ¡Cuanto debe amar a la pequeña Felicia para haberse atrevido a obrar
tan en contra de mis deseos!
—¡Oh! Dios me rechaza y no quiere oír hablar de mí, porque soy hija de
titiriteros —replicó Felicia, interrumpiendo violentamente a su interlocutora…—
La señora Hellwig ha dicho esta mañana que mi alma estaba perdida, y todo el
mundo en la casa de abajo asegura que Dios mató a mi madre para castigarla y que
ésta no está a su lado… Por eso no le amo… nada absolutamente, y no quiero ir
con Él cuando me muera… ¿Qué haría allí no estando mi mamá?
—¡Justo Dios!… ¿Qué han hecho de ti, pobre niña, estos infames que se
llaman cristianos?
Sobre una mesita de noche, junto al lecho, veíase una voluminosa Biblia,
muy usada; la solterona la abrió con segura mano y leyó en ella en voz alta y con
acento conmovido:
***
—Podemos contar con que transcurrirán por lo menos siete años antes de
que uno u otro de los dos chicos vuelva a darnos tormento —dijo con aire
satisfecho a Federica, que creyendo cumplir con un deber se había llevado a los
ojos la punta de su delantal.
—¿Y es eso lo que te pone tan de buen humor? —replicó la cocinera—. ¡Vaya
una manera de agradecer el regalo que has sabido arrancar al señorito!
—¡Y qué sabes, qué sabes! —repuso el criado con igual irritación,
metiéndose las manos en los bolsillos, encogiéndose de hombros y plantándose en
el umbral de la puerta con actitud provocadora, que acabó de exasperar a Federica.
—¡Anda allá! —dijo con acento que respiraba verdadero odio—. ¡Un hombre
que gana un salario de veinte tálers y no tiene arriba de cincuenta en la Caja de
Ahorros, y que se planta delante de sus amos con más humos que el gran mogol y
les dice: «Denme ustedes a la niña, y la conduciré a casa de mi hermano, y así no
les costará a ustedes nada y…»!
Y al decir esto levantó el brazo como para acompañar con la acción sus
últimas palabras; viendo lo cual la vieja Federica se fue a la cocina vomitando
insultos contra el anciano criado.
Capítulo X
Nueve años más habían pasado por la casa de la plaza del Mercado; pero
este tiempo no había impreso ninguna huella de decadencia ni en las paredes
seculares de la morada de los Hellwig ni en el perfil de la viuda, a quien se veía
como siempre cerca de la ventana del aposento que habitaba en el piso bajo… Las
cabezas de dragón que adornaban las canales estaban tal vez un poco más flojas;
pero esto no debía extrañar a nadie, porque dragones y todo, un año y otro año,
venían llorando con el cielo y derramando los torrentes de sus lágrimas sobre el
pavimento de la calle, hasta que de nuevo aparecía el sol y los secaba; estas
alternativas, ya se ve, transforman las fisonomías. La dama del piso bajo, en
cambio, había echado sus raíces en el suelo del convencimiento inquebrantable;
estaba colocada en el alto pedestal de su infalibilidad e impecabilidad, y en
aquellas regiones glaciales inmutables no había dudas ni lucha: de aquí la
petrificación exterior que le comunicaba ese aspecto que hace se diga de una
persona que está bien conservada.
La señora Hellwig sonrió… El suplicante no sabía que esto era una sentencia
de muerte para todas sus esperanzas.
—Señora, bien sabe usted que soy trabajador —replicó aquel hombre con
voz casi ahogada—; pero la enfermedad me ha reducido a la miseria. Bien sabe
Dios que cuando corrían para mí mejores tiempos dedicaba las tardes a
confeccionar chucherías para las rifas que usted organizaba, porque creía que sus
productos eran para nuestros pobres. Y ahora, ¡Dios mío!, veo que este dinero es
enviado fuera de aquí, muy lejos, cuando hay en nuestra ciudad tantos infelices
que no tienen zapatos con que cubrir sus pies ni un mal pedazo de leña con que
calentarse durante el invierno.
—¡Oh Dios mío!… ¡Qué duras palabras se han de escuchar cuando se está en
la miseria! —exclamó el pobre hombre, dejando escapar un suspiro…— A mi
mujer es a quien debo esto, pues no ha tenido tregua ni reposo hasta que me hizo
venir a llamar a la puerta de esta casa.
La joven viuda dirigió a la niña una rápida mirada; sus ojos azules
cambiaron al punto de color y durante un segundo tomaron un tinte verdoso.
—¡Oh!, no te enojes contra Carolina, querida tía, pues ha creído obrar bien
—dijo suplicando la joven viuda con dulce acento…— Tal vez será posible reparar
el mal. Mire usted, querida niña, yo no me he dedicado al dibujo, porque el lápiz
en manos de las mujeres me desagrada en extremo, mas no por eso dejo de tener
un golpe de vista bastante práctico para que no me pase inadvertido ningún
defecto… ¡Gran Dios!… ¡Qué hoja tan monstruosa veo en ese ángulo!
Así diciendo, mostraba una hoja prolongada cuya punta se doblaba y cuyos
contornos tenían admirable relieve y destacaban sobre el transparente tejido
produciendo una ilusión completa. Felicia no contestó, pero sus labios se
contrajeron y sus ojos se fijaron con gran energía en el rostro de la que así
censuraba su obra.
—¡Oh, querida niña!, ya vuelve usted a mirar con altanería y no sienta bien
en una joven de su posición clavar en los demás una mirada tan provocativa.
Piense un poco en lo que su verdadero amigo, nuestro excelente secretario, señor
Wellner, le repite sin cesar: «¡Sé humilde, querida Carolina!». ¿Ve usted?, ya vuelve
usted a mover los labios con ese aire de desprecio capaz de hacer salir de sus
casillas al más pacífico. ¿Quiere usted realmente hacerse la romántica y seguir
rechazando el ofrecimiento de ese hombre digno de respeto bajo todos conceptos?
Y todo ¿por qué? ¡Porque no le ama usted! ¡Risa da pensarlo! Al fin va a ser preciso
que mi primo Juan haga valer toda su autoridad.
¡Cuanto imperio debía haber adquirido aquella joven sobre sí misma! Al oír
las últimas palabras de la joven viuda estuvo a punto de estallar…; veíase cómo su
sangre sublevada se agolpaba en su cabeza, y su rostro, que se irguió de repente,
adquirió por un momento una expresión diabólica en que se mezclaban el odio y el
desprecio. Pero pronto se dominó y, recobrando su calma y su sangre fría, repuso:
—¿Cuántas veces deberé suplicarte aún, querida Adela, que no toques este
desagradable asunto? —dijo la señora Hellwig indignada—. ¿Crees tú que
conseguirás en algunas semanas ablandar ese carácter indomable cuando no he
podido conseguirlo yo en nueve años que llevo de bregar con esta criatura? Esto
concluirá cuando venga Juan; y entonces, a Dios gracias…, podre hacer la cruz a
todo esto…
La joven había recorrido una sola vez el peligroso trayecto por los tejados, y
desde aquel día obtuvo de la solterona permiso para visitarla. Durante el primer
año no lo hizo más que el domingo, y siempre acompañada de Enrique; pero
después de su confirmación recibió de la anciana la llave de la antigua puerta
pintada, y a partir de aquel entonces se aprovechó de todos sus momentos libres
para visitar a su buena amiga… De este modo su existencia presentaba dos fases
distintas. No pasaba del abismo a las alturas, de las tinieblas a la claridad del sol,
solamente desde el punto de vista material, sino que también su alma participaba
de ese cambio y poco a poco sintióse bastante fortalecida para dejar tras sí, cada
vez que subía la angosta y sombría escalera, las sombras y los pesares que en la
casa de abajo tanto la atormentaban. Abajo manejaba la plancha y el cazo de la
cocina, y las horas destinadas al llamado recreo empleábalas en confeccionar
bordados, cuyo producto debía aplicarse a las buenas obras que la señora Hellwig
hacía ya hemos visto de qué manera. Habíasele prohibido en absoluto toda lectura,
excepción hecha de la Biblia y de un libro de oraciones. En la buhardilla, por el
contrario, revelábansele todas las maravillas del genio humano, estudiaba con
verdadero afán y la instrucción de la misteriosa solitaria era para ella inagotable
fuente, diamante tallado cuyas facetas despedían por todos lados brillantes
destellos… A excepción de Enrique, nadie conocía estas relaciones; la menor
sospecha que la señora Hellwig hubiese concebido sobre el particular habría
separado para siempre a Felicia de la solterona; ésta, sin embargo, había
constantemente recomendado a la niña que dijese la verdad, toda la verdad, si
alguna vez era interrogada sobre este punto; pero no se había dado esta
circunstancia. Enrique era un guardián fiel prudente, que siempre estaba en acecho
y aguzaba la vista y el oído para que nadie sorprendiera a la niña.
Felicia cerró la puerta y abrió después otra. El lector ha ojeado ya, algunos
años hace, aquel aposento tapizado de hiedra y conoce la colección de bustos
alineados a lo largo de las paredes; pero no sabe que estos bustos guardan intima
relación con los grandes volúmenes encuadernados en marroquí rojo y encerrados,
en un antiguo armario de espejo: son el raudal de inspiración que un día brotara de
aquellas frentes. Quien sabe descifrarlos se halla al abrigo de las tristezas de la
soledad y de los dolores del abandono. Los grandes compositores de todos
tiempos animaban con sus efigies y con sus obras el asilo de la solterona, y del
mismo modo que las ramas de hiedra coronaban imparciales tantas nobles frentes,
la anciana pianista se entusiasmaba, sin prejuicio alguno, así con la antigua, música
italiana como con la alemana. El armario contenía además otros muchos tesoros…
Un aficionado a los autógrafos se habría extasiado al verlos. Allí, encerrados en
carpetas, había manuscritos y autógrafos, muchos de ellos de gran valor, de
aquellos grandes hombres. Aquella colección había sido formada en otro tiempo
poco a poco, en una época en que, como acostumbraba a decir la solterona
sonriendo, la sangre circulaba más ardiente por sus venas y detrás del deseo había
la energía: más de una amarillenta hoja habíala adquirido a costa de grandes
sacrificios y a fuerza de perseverancia.
—¡Oh tía Córdula! —contestó Felicia, mientras enhebraba una aguja y cogía
su dedal—, desgraciadamente esto no bastará para sacar de apuros a esa pobre
gente. Yo sé positivamente que maese Thieneman necesita dinero, y que se
considera como perdido si no encuentra veinticinco escudos.
«Los que se unen con lazosde fidelidad eterna, y tan bien se identifican…».
—¡Oh hija mía!, ¿qué has descubierto? —exclamó con viva emoción. Su voz
revelaba a la vez descontento, espanto y tristeza; cogió la pulsera, volvió a ponerla
en la caja y la cerró. En la mejilla de la solterona apareció una manchita roja, y sus
cejas se fruncieron, comunicando a la mirada una expresión dura hasta entonces
desconocida de Felicia. Hubiérase dicho que la tía Córdula olvidaba de pronto el
presente, arrastrada por una corriente de recuerdos de súbito conjurados; parecía
como que la anciana habíase olvidado de la presencia de Felicia, pues al colocar de
nuevo febrilmente la pulsera en el obscuro rincón de donde la sacara la joven,
alcanzó otra caja cubierta de papel gris y tocóla con ternura, pasando por ella la
mano varias veces. Su rostro se dulcificó, y después suspiró, murmurando
mientras oprimía aquella caja contra su seno:
«Esto debe morir antes que yo…, y sin embargo, ¡no puedo presenciar su
muerte!».
La joven abrazó con angustia aquel pequeño cuerpo endeble que vacilaba
ante ella: era la primera vez, en nueve años, que veía a la solterona perder todo
imperio sobre sí misma. Aunque de aspecto delicado y endeble, había siempre
demostrado notable fortaleza de espíritu y una calma inalterable que ninguna
causa externa era bastante a quebrantar. Habíase encariñado con Felicia y
depositado en su alma joven todos sus conocimientos, todo el tesoro de ideas y
sentimientos sanos; pero su pasado seguía siendo desconocido para la joven, y lo
mismo entonces que hacía nueve años, era siempre un enigma viviente para
Felicia. Pero he ahí que por una imprudencia por efecto de una curiosidad infantil
e indiscreta acababa de tocar en aquel pasado, que tan cuidadosamente se
mantenía fuera de todo alcance… Felicia se dirigía por ello las más amargas
reprensiones.
—Guárdate bien de ser injusta, hija mía —dijo a la joven con gran dulzura,
después de guardar silencio algunos instantes…
Felicia alzó la vista rápidamente: en aquel instante sus ojos castaños parecían
casi negros.
—¡Felicia!
Felicia se expresaba con firmeza, con voz sonora y profunda… ¡Qué energía,
qué imperio sobre sí misma, el de aquella joven que ni siquiera movió la mano
mientras sus labios pronunciaban estas violentas palabras!
—La idea de ver otra vez ese rostro de piedra —continuó Felicia, suspirando
profundamente—, esa figura impasible y cruel, me inquieta más de lo que yo
podría decirte, tía. Ahora repetirá, con su voz dura, sin corazón y sin alma, lo que
durante nueve años me ha venido diciendo por escrito. Como el niño cruel que ata
con un hilo a un pobre pájaro, me ha ligado a esta casa abominable, transformando
de esta suerte el último deseo de su padre moribundo en una maldición para mí…
¿Hay nada más cruel que su conducta para conmigo? Según él, no debo tener
aptitudes intelectuales, ni corazón sensible, ni sentimiento del honor, cosas todas
estas impropias de la hija de un titiritero, cuyo pecaminoso origen sólo puede ser
purgado convirtiéndose en criada, en una de esas infelices criaturas de inteligencia
y aspiraciones muy limitadas.
La pequeña Ana la sujetaba muy seriamente para evitar la caída del criado;
mas apenas divisó a Felicia, olvidó la importante misión que se había impuesto y
corrió hacia la joven y abrazóle las rodillas con sus pequeños brazos. Felicia la
levantó del suelo y estrechóla contra su seno.
—¿No se diría, al ver todo lo que esa gente hace —murmuró Enrique—, que
se trata de celebrar aquí un casamiento?… Todo eso para recibir a un amo que no
mira jamás a derecha ni a izquierda y que os muestra siempre cara de vinagre…
Examina un poco eso —añadió Enrique levantando con amarga sonrisa uno de los
festones de la guirnalda…—; toda especie de flores, pero sobre todo la que
llamamos no me olvides… ¡Está bien…, muy bien!… La que las ha puesto ahí ya
sabrá por qué lo ha hecho… Pero, Feli —exclamó con verdadera cólera esta vez, al
ver que Ana apoyaba su mejilla en el rostro de Felicia—, compláceme en la única
cosa que jamás te pedí; no lleves siempre en los brazos a esa niña enfermiza… ¡No
tiene ni una gota de sangre pura en el cuerpo, y Dios sabe si su fea enfermedad no
es contagiosa!
—¡Bondad divina, vaya una raza! —exclamó Enrique, que había observado
de reojo la escena…— ¿Qué tal, querida Feli, no tenía yo razón?… ¡He ahí lo que
ganas con tu buen corazón y tu buena voluntad!… Esa gente es capaz de creer que
todo es en ellos distinguido, hasta las enfermedades repugnantes, y que se les debe
estar muy agradecidos cuando permiten que manos sanas y limpias toquen sus
cuerpos enfermizos.
Felicia guardó silencio y salió del vestíbulo. Cuando llegaba al piso bajo, el
movimiento de un coche hacía retemblar el pavimento de la plaza; el carruaje se
detuvo delante de la casa, y antes de que Enrique pudiese llegar a la puerta,
abrióse ésta bajo una presión enérgica. La noche había cerrado casi; el vestíbulo del
piso bajo estaba sombrío, y apenas podía distinguirse en el umbral de la puerta la
silueta de un hombre robusto, que dio algunos pasos con firmeza hasta llegar ante
la puerta de la sala de la señora Hellwig. Abrióse aquélla, y se oyó una
exclamación de sorpresa, acompañada de estas palabras de la viuda: «Has dejado
de ser puntual, Juan, pues no te esperábamos hasta mañana». Después se cerró la
puerta, y ya no se oyó nada.
—Era él… —dijo Felicia en voz baja, poniendo la mano sobre su pecho
oprimido.
Allá arriba oíase un tumulto confuso… La joven viuda corría a través de las
habitaciones, con sus blondos rizos flotantes en derredor del rostro y su vestido
blanco que la envolvía como en una ligera nube. Dejó tras sí a Rosa y a la niña, y
precipitóse en la sala.
—¡Uf!… —exclamó Enrique—, todo eso se quitará de ahí para ser arrojado…
¡A la una, a las dos… y a las tres!… He ahí la hermosa guirnalda que tenía tantos
no me olvides… ¡A tierra…, como todo lo demás!… He llegado justamente en el
momento en que el amo estaba subido en una escalera y ocupado en destruir todos
los adornos que hemos clavado ayer, colocándolos tan graciosamente.
—¡Bah!, ¿quién ha de ser sino el profesor? ¡Qué cara tan terrible tenía!…
Verdad es que yo había clavado todo eso de manera que durase toda una eternidad
y que le ha sido necesario golpear, estirar y sacudir para arrancar mis clavos…
Pero figúrate tú que se ha llegado hasta mí para darme la mano cuando le di los
buenos días, lo cual me ha sorprendido grandemente.
Más tarde, cuando bajó después de haber hecho su visita, oyó en el primer
piso la voz de la joven viuda; su tono era dulcemente plañidero…; hubiera sido
difícil hallar un órgano más melodioso y seductor.
—Ven, hija mía —dijo—, tus pequeñas piernas no pueden sostenerte largo
tiempo…
—Me parece que ahí, hacia la oreja, tienes la trenza un poco deshecha…;
arréglatela bien…, ya sabes que el que está allí dentro es severo en todas estas
cosas…; y cuando lo hayas hecho, es preciso que vayas de seguida a la habitación
de nuestro difunto amo… Allí se hallan todos reunidos… ¡Vamos; vamos!… ¿Qué
significa ese terror? Ahora estás lívida…, blanca como el yeso… ¡Vamos, valor, mi
pequeña Feli!… ¡Qué diablo! ¡Al fin y al cabo no se te han de comer!…
Lo mismo que nueve años antes, en aquella borrascosa mañana en que se fijó
la suerte de la joven, la señora Hellwig estaba sentada en un gran sillón cerca de la
ventana, y a su lado, vuelto de espadas a la puerta, con las manos cruzadas por
detrás, hallábase aquel que había lanzado a la niña en la esfera de la domesticidad,
sin permitir jamás que franquease este límite un solo instante, y que la mantuvo
con mano de hierro en la vida obscura y desolada a que la sometió, castigándola
duramente desde lejos.
Juan Hellwig dio algunos pasos para acercarse a ella, y hasta su brazo
derecho indicó un movimiento… ¿Quería darle la mano, como lo había hecho con
Enrique? El corazón de Felicia se estremeció; sus delgados dedos se hundieron en
la palma de la mano, oprimiéndose convulsivamente; sus brazos permanecieron
inmóviles y caídos; pero sus párpados se levantaron, y con mirada glacial,
desdeñosa, fijó sus ojos en el hombre que delante de ella estaba, con la misma
expresión con que los habría fijado en un enemigo mortal. No era posible
equivocarse sobre la significación de aquel mudo lenguaje; así es que el joven
profesor, retrocediendo un poco, comenzó a mirar a Felicia de pies a cabeza.
—¿Se permite entrar?… —preguntó con su voz más dulce Y sin esperar la
contestación, penetró en la estancia.
—Has tenido al punto una muestra —dijo a Juan— del proceder de aquélla a
quien llamas tu pupila… Esa boca está siempre dispuesta a calumniar y acusar…
¡Hace ya largo tiempo que conozco esta inclinación!… ¡Ahórrate una molestia
inútil! No adelantarás un paso discutiendo con esa criatura rebelde, y no estoy de
humor para permitir injurias contra las personas honradas que visitan mi casa.
—Todas las señoras que visitan a mi tía están unánimes en su juicio respecto
al señor Wellner —repuso al fin la joven viuda, comprendiendo que prolongar más
el silencio podía ser mal interpretado—. Es cajero de los fondos para las misiones y
jamas se ha podido poner en duda su respetabilidad.
Todo esto estaba bien razonado; pero ¡cuán cruel resultaba a los oídos! El
profesor era en aquel momento el autor de aquellas reglas escritas para las cuales
se tenía siempre en cuenta la procedencia de la hija de los titiriteros.
Juan Hellwig dejó su sitio y adelantóse algunos pasos hacia la joven, que
sonreía amargamente.
—En otro tiempo tenías distinta opinión sobre este punto —dijo la señora
Hellwig con tono burlón.
—Esa opinión se ha modificado con el transcurso de los años y de los
acontecimientos, según puedes ver, madre —repuso Juan tranquilamente.
—Desde hoy —continuó el joven profesor— daré los pasos necesarios, y creo
que un plazo de dos meses será bastante para que mis tentativas den el resultado
apetecido o fracasen. Hasta entonces continuará usted sometida a mi autoridad,
formando siempre parte de la servidumbre de mi madre. Sí, como yo creo y temo,
no se consigue encontrar a ninguno de sus parientes, entonces…
Así diciendo, el joven profesor dio media vuelta y fue a colocarse otra vez
junto a la ventana.
—¡Vamos —se dijo—, ocho semanas más de lucha! Será un combate a vida o
muerte.
Capítulo XIII
Desde hacía tres días, o sea desde la llegada de Juan Hellwig, notábase un
cambio completo en el género de vida que se observaba en la antigua casa de sus
padres. Para Felicia transcurrieron tranquilamente, contra lo que era de esperar.
Algo como una sonrisa modificó la expresión grave del rostro de Juan
Hellwig; aquella pregunta en boca de una muchacha resultaba excesivamente
ingenua en el cuarto de trabajo del médico.
Felicia cogió uno de los volúmenes que sobre la mesa había entre otros libros
franceses.
—Aquí está —dijo—, y en el mismo sitio en que usted lo dejó; no podía ser
de otro modo, puesto que yo no toco jamás ningún libro.
—Ésta ha sido la desgracia que ha hecho fracasar los planes que mi madre y
yo habíamos formado para su educación. Es claro, como había usted aprendido
demasiadas cosas y como sobre este particular teníamos nuestro especial punto de
vista, usted nos ha aborrecido y nos ha considerado como sus verdugos, y quién
sabe como qué otras cosas. ¿No es verdad?
Juan se inclinó sobre su bufete para continuar el trabajo; pero le fue difícil
volver a la corriente de ideas y reflexiones que había interrumpido la visita de la
pobre mujer. Se pasó coléricamente la mano por la frente y bebió un vaso de agua;
pero fue inútil, e impacientado al fin por todas aquellas interrupciones, arrojó la
pluma sobre el pupitre, cogió su sombrero y bajó la escalera. Si la cabeza del moro
que desde hacía algunos años servia de limpiaplumas a Juan hubiese podido abrir
más su enorme boca, hendida hasta las orejas, no habría dejado de hacerlo como
señal suprema de asombro… La pluma quedaba allí, llena de tinta, y el pobre moro
ardía en deseos de secarla con sus vestiduras, como de costumbre: aquella vez el
doctor habíase olvidado de esta operación, lo cual era insólito en él y demostraba
que debía hallarse grandemente preocupado.
—Madre mía —dijo el profesor entrando al paso en la sala del piso bajo—,
deseo que no se me envíe más a esa joven; Enrique es quien debe servirme, y si está
ausente, prefiero esperar su vuelta.
—¿Cesaron completamente las lecciones que esa niña recibió hasta la muerte
de mi padre, desde que la enviamos a la escuela comunal?…
Tal como se presentaba, avanzando con lento paso, era un hermoso joven, de
expresión inteligente, de formas elegantes, airosas y esbeltas… Tal vez el perfil
hubiera denunciado, por algunas líneas demasiado finas y delicadas, una
organización algo femenina…; mas al verle de frente, con la cabeza bien plantada y
altivamente erguida, no se hubiera pensado en hacer ésta ligera crítica.
Juan sonrió.
—No discutas este punto conmigo —decía Juan con un tono más animado
que de costumbre, según pudo reconocerlo Felicia—. No discutas, porque en nada
podrías cambiar mi opinión. Lo mismo hoy que en otro tiempo, la compañía de las
mujeres me aburre o me irrita, y aun puedo a ti decirte que mis relaciones como
médico con el llamado bello sexo no son las más propias para que varíe la opinión
que de él tengo formada. ¡Qué mezcla de falta de ideas y de debilidad de carácter
nos ofrece!
—No lo creas.
Había observado al paso las miradas rencorosas que cruzaban entre sí las
mujeres, y esto le divertía extraordinariamente.
«…que su pasión siempre es nueva, son los que el Señor designapara unirse
aquí en la tierra».
«Los que se unen con lazosde fidelidad eterna, y tan bien se identificanque
su pasión siempre es nueva, son los que el Señor designapara reunirse en la tierra».
—Ese brazalete —continuó— tiene sin duda un fiel compañero, al que debe
estar unido por los tres primeros versos de la estrofa… ¿Le posee usted también,
señora?
—Mi padre me la dio hace muy poco tiempo —contestó—, y Dios sabe de
qué anticuario procede.
El vestido criticado y condenado era el mejor entre los pocos que Felicia
poseía, constituyendo su traje de día de fiesta… Cierto que los frecuentes lavados
le habían desteñido, pero estaba limpio y cuidadosamente planchado… a Felicia le
pareció extraño que se la dirigiese una reprensión con motivo de la pobreza de su
ropa, que no dependía de ella mejorar, y sonrió amargamente; pero guardó
silencio, pues toda conversación sobre este particular habría sido superflua y toda
réplica ridícula a los ojos de su interlocutora.
Cuando la joven viuda volvió a reunirse con los convidados que estaban
alrededor de la mesa, echó de ver que el asunto de la conversación hábilmente
alejado por ella era otra vez el tema elegido.
—¡Singularmente hermosa! —repetía la señora Hellwig soltando estrepitosa
carcajada—. ¡Vamos amigo Frank, no nos haga usted formar tan triste opinión de
su buen gusto! Singular sí lo es, pero en el sentido en que no debe serlo una joven;
repare usted en su pálido rostro, en el cabello que lleva suelto con sobrada
desenvoltura, en su porte provocativo, en sus movimientos desenvueltos, en sus
ojos que miran descaradamente a todo el mundo; todo esto constituye la funesta
herencia que le fue legada por una madre poco recomendable… No se puede negar
el origen ni tampoco perder los vicios de raza… Yo lo he sabido a mis expensas;
durante nueve años vengo haciendo esfuerzos para ganar un alma al Señor…; pero
esa criatura díscola ha sido más fuerte que yo…, nada ha bastado para
dominarla…
—Querida tía, esto acabará muy pronto —dijo Adela, que servía
graciosamente el café—; dentro de algunas semanas, esa tea de la discordia habrá
abandonado para siempre esta tranquila y respetable casa. Como usted, temo que
la buena semilla haya caído en la roca… No hay un solo sentimiento elevado en ese
corazón sistemáticamente ingrato, que hasta ahora sólo ha procurado romper
todas las cadenas de la moral y las buenas costumbres. Por lo demás, nosotras, que
tenemos la dicha de pertenecer a familias respetables, debemos evitar la excesiva
severidad en el juicio que formamos de esa pobre criatura. Su origen explica todas
las sombras de su singular organización… Si dentro de algunos años prosigue
usted el curso de sus viajes, señor Frank —añadió—, es probable que vuelva a
encontrar bajo un cielo lejano a la antigua criada de mi tía, cautivando a un público
cualquiera con sus equilibrios y bailando en la cuerda en un circo.
—No tiene el aspecto de eso —dijo Juan Hellwig con el tono brusco que le
caracterizaba.
Hasta entonces el profesor había guardado silencio; por lo mismo esta breve
interrupción, partiendo de él, tomaba una significación particular. La señora
Hellwig se volvió hacia su hijo con expresión de cólera, y los ojos de la joven viuda
perdieron un instante la expresión de invariable dulzura que los hacía tan
seductores… Pero poco, después sonrió bondadosamente, sacudió los blondos
bucles de su cabellera y entreabrió los labios, sin duda para pronunciar algunas
palabras de mansedumbre y conciliación… No tuvo tiempo de hacerlo, porque se
oyó el llanto de Anita: volvióse la viuda y lo que vio le hizo dar un grito de terror.
La niña corría tan rápidamente como lo permitía su deformidad, dirigiéndose
hacia donde estaba su madre; llevaba en la mano un paquete de fósforos
encendidos y su vestido ardía… La joven viuda lanzó un grito, como hemos dicho,
y en seguida su mirada se fijó en su propio traje, tan fácilmente inflamable, y
retrocediendo pálida y temblorosa, con los brazos extendidos ante ella, para evitar
el contacto de la niña que corría a su encuentro, saltó hacia atrás y refugióse detrás
de las rocas.
Mientras pronunciaba estas palabras con marcada ironía, bajó por el declive
del dique y alargó sus dos manos apresuradamente hacia Felicia… Pero estas
manos volvieron a caer inertes… El semblante de la joven, tranquilo hasta
entonces, a pesar del grave peligro que acababa de correr, cambió súbitamente de
expresión; entre sus cejas formóse un pliegue profundo, y la fría y desdeñosa
mirada que Juan conocía tan bien rechazó su ofrecimiento. Felicia puso en brazos
del profesor a la pequeña Anita volviendo la cabeza, y aceptó con una ligera
sonrisa de agradecimiento el apoyo del joven abogado, que la hizo remontar el
declive.
—¿Es ésa la única expresión del agradecimiento que tiene usted para la
persona que ha salvado a su hija del fuego y del agua? —preguntó con cierta
sequedad el joven abogado que hasta entonces no había dejado de mirar a Felicia.
—¿Cómo puede usted formar tan injusta y desventajosa opinión de mí,
señor Frank? —repuso la joven viuda, ofendida por esta censura—. A un hombre
no le será nunca posible comprender los complicados impulsos, los opuestos
sentimientos que agitan el corazón de una madre; de pronto se encoleriza sin
querer contra aquellos que hubieran podido evitar el mal del hijo querido, lo cual
no impide que reconozca agradecida que el hecho de haberle al fin salvado borra la
culpa de la primera imprevisión… ¡Mi querida Carolina! —añadió volviéndose
hacia la joven—, jamás olvidaré este día… ¡Y que no pueda yo probarle
inmediatamente hasta qué punto le estoy agradecida!…
—Tome usted esto —dijo—, es un objeto precioso para mí; pero ¡qué no
debo sacrificar para la salvación de mi Anita!
—Doy usted gracias, señora —contestó, echando atrás la cabeza con aquel
ademán altivo que tan repulsiva hacía a los ojos de toda aquella gente hipócrita a la
hija de los saltimbanquis—; no puedo admitir recompensa alguna por haber
socorrido a mi prójimo, ni debo aceptar un sacrificio de nadie. Usted misma acaba
de decirme que solamente he redimido un acto de culpable negligencia; de modo
que no me debe usted nada.
Juan Hellwig, ocupado con la niña, había oído, sin pronunciar palabra, la
discusión surgida con motivo de la recompensa que se debería dar a Felicia…; pero
los que estaban cerca de él pudieron observar que desde el momento en que se
hizo la oferta del brazalete sus mejillas se sonrojaron vivamente… Sin duda no
estaba destinado Juan a ser uno de esos médicos que inspiran afecto a las damas y
que saben aliviar sus dolores, aun imaginarios, sus enfermedades, hasta las
quiméricas, y sus temores, por más que sean exagerados o fingidos, pues trataba
con cierta dureza al bello sexo. A pesar de ser tan natural que todos los presentes
se interesaran por el estado de la niña y por las consecuencias del accidente, el
profesor sólo contestaba con breves y secas palabras a las preguntas plañideras que
se le dirigían y respondía con sarcasmo a las más inocentes observaciones.
En el momento en que iba a cerrar la puerta tras sí, el joven médico dirigió
otra investigadora mirada a la habitación, y como entonces sus ojos se fijaran en
Felicia, dio algunos pasos para acercarse a ella.
—No… —contestó Juan lacónicamente—. Pero ¿qué haces aquí tú? —añadió
con tono de reprensión. Te he recomendado que te llevaras a tu hija al aire libre y
permaneces aún en esta habitación mal ventilada.
—¡No, querida tía, no! —exclamó la joven—, no debe esa mano tocar la mía,
ni aunque fuera para salvarme, de la muerte… La raza a que pertenezco le parece
particularmente repugnante…: esta palabra pronunciada por su boca hirió mi
corazón cuando yo era niña aún, y le ha trastornado para siempre… ¡Jamás lo
olvidaré!… Su deber de médico le obligó a reprimir en aquel momento esa
repugnancia que le inspira la paria…, pero yo no aceptaré su sacrificio…
Esto fue dicho dulcemente, mas con un acento tan expresivo, que encerraba
una condenación severa. Felicia lo escuchó con sorpresa… Jamás la tía Córdula
había fijado la menor atención en nada que se refiriera a un individuo cualquiera
de la familia Hellwig; y la noticia de la llegada de la joven viuda fue acogida por la
solterona con tal indiferencia, que Felicia acabó por deducir que no mantenía
ninguna clase de relaciones con los parientes que habitaban hacia el Rhin.
«Partitura escrita por Juan Sebastián Bach y recibida de él como recuerdo en el año
1707… Firmado, Godefroy de Hirschsprung…».
—Éste debe haber cantado en la ópera —dijo la solterona con una voz
singularmente vibrante, señalando la firma.
Por la tarde volvió a casa el joven profesor, después de estar ausente durante
algunas horas, con motivo de haberse ocupado en practicar una difícil operación
en los ojos, que hasta entonces nadie se había atrevido a realizar y que él había
realizado con éxito completo. A pesar de esto, su aspecto y actitud revelaban, como
de costumbre, el completo imperio que tenía sobre sí mismo y la fría energía con
que dominaba sus sentimientos. Ni un solo músculo se movía en aquel rostro
altanero; mas los que hubieran conocido bien sus ojos, habrían observado en ellos
aquel día un brillo particular. De mirada penetrante y fría, y propios tan sólo, al
parecer, para sondear las almas y los pensamientos de los demás, tenían, sin
embargo, momentos en que revelaban indiscretamente lo que su corazón sentía.
—En cuanto a mí —contestó—, va bien, casi del todo bien, señor profesor;
pero allí no sucede lo mismo —y con el dedo señalaba el piso bajo—. Esa Carolina
ha cogido ayer alguna cosa en el incidente del fuego; yo no he podido, por decirlo
así, cerrar los ojos esta noche pasada, por lo mucho que ha charlado y gemido
durante su sueño… Y esta mañana va y viene con una cabeza que apenas se
sostiene y con el rostro muy encendido.
—Debería usted haberme avisado antes sobre esto, Federica —dijo con tono
severo el joven profesor, interrumpiendo aquel relato.
—He sabido por Federica —dijo con el tono cortés y benévolo del médico—
que estaba usted enferma.
—¡Hum!… a juzgar, sin embargo, por las apariencias… Sin añadir más,
extendió el brazo para tomar el pulso de la joven, pero ésta retrocedió algunos
pasos.
Felicia no levantó los ojos; sus párpados siguieron inclinados sobre las
enrojecidas mejillas y su respiración desigual reveló la lucha que se trababa en su
alma: adelantóse lentamente, a pesar suyo, pero al fin avanzó, y volviendo la cara,
presentó la mano al joven médico, que la tomó suavemente. Esta mano,
sumamente pequeña, pero acostumbrada a los más rudos trabajos, temblaba tanto,
que en las facciones del severo médico se reveló un sentimiento de profunda
piedad.
—Niña obstinada, loca y díscola —dijo con dulzura a la vez que con
seriedad—, me ha obligado usted una vez más a tratarla con rigor… ¡Y yo que
deseaba, que hubiéramos podido separarnos como buenos amigos! ¿No tendrá
usted, pues, para mi madre y para mí más sentimiento que el odio?
Juan dejó caer aquella mano rebelde; toda señal de compasión y dulzura se
desvaneció en él al punto, y con el ligero bastón que llevaba golpeó un instante,
poseído de cólera e impaciencia, las hierbecillas que crecían entre las piedras.
Felicia respiró al fin. Así debía ser él…: duro, cruel…, desapiadado; su tono
compasivo resultábale insoportable.
Difícil hubiera sido adivinar lo que pasó bajo aquella frente arrugada por las
reflexiones; pero lo cierto es que la expresión triunfante de su mirada había
desaparecido y que una idea sombría parecía haberse fijado entre sus espesas cejas.
Esta declaración fue acogida por las ruidosas carcajadas del abogado.
—Ha salido con la señora Hellwig para asistir a una conferencia que se
celebra con motivo de una buena obra.
Por poco ejercitado que fuera un oído, no habría dejado de reconocer que
Juan procuraba dar a su voz un tono benévolo.
Al decir esto entró en la alcoba de Ana, cerrando la puerta tras sí; el abogado
la contempló con interés y luego siguió a Juan, que subía a su habitación del
segundo piso.
—Enrique suele llamar algunas veces a esa joven «hada,» y aunque este
nombre tiene un sonido singular cuando le pronuncian sus gruesos labios, no se
podría adaptar otro mejor a la persona a quien designa… Debo confesar que me es
imposible comprender cómo habéis tenido valor, tú y tu madre, para dar a esa
encantadora joven por compañera a Federica, relegándola al más bajo grado de la
domesticidad.
Y al decir esto, Frank señalaba con el dedo el gran salón del angulo de la
casa, que era como la continuación del despacho de Juan. Allí, en los grandes
tableros de las paredes, veíanse una porción de hermosos retratos al óleo, que
reproducían otros tantos personajes de aspecto altivo, con los dedos y las pecheras
adornados de magníficos diamantes: todos habían llevado el nombre de Hellwig y
habían sido burgomaestres o consejeros de comercio.
—Han vivido sin tacha —dijo al fin—. No creo que todos hayan podido
conseguir sin luchas interiores esa inmaculada dignidad, pues la humana
naturaleza tiene demasiadas asperezas y se muestra más indómita cuando debiera
ser más obediente; pero sus sacrificios fueron cimientos sólidos, sobre los cuales se
elevó el edificio que nos abriga… ¡en una palabra, lo que se llama la Casa Hellwig!
¿Sería justo que esta obra pacientemente levantada fuera pisoteada y destruida por
algún nieto de aquellos nobles varones? ¡Dios me libre de ello!
Felicia velaba junto a la niña hacía una media hora, cuando la joven viuda
volvió a casa; su rostro se nubló al ver a Felicia a la cabecera del lecho de Ana.
—¿Es posible que te engañes hasta este punto, Adela, respecto a la persona
que aquí merece una reprensión?… —preguntó Juan, conteniéndose aún, mientras
que el descontento vibraba en el sonido de su voz.
—¡Dios mío! —repuso la joven viuda—, yo creía, sin embargo, que podría
fiarme de esa descuidada muchacha, de Rosa… Nada tiene en qué ocuparse sino
en cuidar la niña; pero hace ya tiempo que sé que apenas salgo se asoma a la
ventana, descuidando sus deberes, o bien se contempla ante el espejo.
—¡Dios mio, qué estupidez! —exclamó—. Esa muchacha es tan necia, que
siempre entiende todas las cosas a la inversa del buen sentido… Tengo la misma
desgracia con todas mis doncellas…
—Juan, mi presencia era necesaria para una buena obra, para un deber
sagrado —repuso la joven viuda dirigiendo a su primo una mirada irresistible de
entusiasmo y de candor.
—Tu deber más sagrado es el deber maternal —dijo Juan levantando la voz
y sin esforzarse ya para dominar su enojo—. ¡Yo no te envié aquí con el objeto de
que te ocuparas de esas cosas, sino principal y únicamente para cuidar de tu hija!
—¡Gran Dios!… Juan, ¡si mi padre y tu madre te oyesen! ¡No pensabas así en
otro tiempo!
—Concedido; pero la reflexión y el propio criterio nos vuelven al principio
inquebrantable de la moral, según el cual hemos de dedicar todas nuestras fuerzas
a la misión que la Providencia nos ha confiado, y por muchas que sean las almas
que hayas conquistado para el cielo, no por ello dejarás de merecer menos la
censura que te he dirigido por haber abandonado a la que es tu deber, ante todo,
cuidar.
—No seas tan severo conmigo, Juan —repuso con tono de súplica—. Piensa
que soy una pobre mujer, débil e ignorante, pero que siempre trata de obrar con el
mejor fin… Si he faltado, fue principalmente por complacer a tu excelente madre,
que deseaba mi compañía; pero no volverá a suceder.
Todo esto lo dijo con voz dulce y acentos armoniosos; y al pronunciar tan
humildes palabras tendió su mano al profesor.
¡Cosa singular! Aquel hombre tan grave, tan frío y severo, se ruborizó como
una joven… Sin duda no había visto la mirada oblicua y rencorosa que Adela
dirigió hacia el lado donde estaba Felicia, quien con los ojos bajos y completamente
inmóvil, guardaba la niña enferma; así es que tomó aquella mano con dos dedos
solamente, y después la dejó caer. Los ojos de expresión dulce y suplicante que
estaban fijos en él brillaron un momento, y la joven viuda palideció…; pero al fin
Adela pudo dominarse, y volviéndose hacia la niña, cogió su cabeza entre las
manos y aplicó un beso en su frente calenturienta.
—¡Mamá —gritó—. Ana será muy buena… y no lo hará más!… ¡Oh, mamá,
no pegues a la pequeña Ana!… —añadió la niña, que parecía estar fuera de sí.
—Ya está rasgando todo cuanto encuentra —dijo en voz baja, dirigiendo una
mirada a Felicia…— Lo he oído desde el vestíbulo… ¡Cállate, hija mía! —murmuró
al oído de Ana—; tu mamá no vendrá aquí ahora, y cuando vuelva ya le habrá
pasado.
En aquel momento resonó una puerta lejana que se cerraba con violencia; la
joven viuda había salido del aposento; Rosa entró en él con precaución y volvió a
salir con un puñado de retazos, restos de un magnífico pañuelo de batista.
—Sí.
—Debo advertirle que deberá pasar horas angustiosas, que podrá sentirse
agobiada. ¿Se cree usted con valor para arrostrarlas?
—Pienso —dijo el joven médico en voz baja y con un acento que parecía
desechar el tono grave de costumbre— que hoy no debemos separarnos así. Hemos
pasado muchos días asociados en una obra común, comprendiéndonos y
ayudándonos como buenos compañeros, trabajando juntos para salvar una vida…
¡Piense usted en esto!… —prosiguió con calor—; dentro de un corto número de
semanas nos perderemos de vista, sin duda para siempre…, y no quiero negar a
usted la satisfacción de que sepa que su energía para practicar el bien y su fuerza
de voluntad han disminuido las prevenciones y la opinión desventajosa que
respecto a usted tuve desde hace nueve años. Solamente en una cosa, en su odio
inhumano y en su terquedad, sigue usted siendo a mis ojos la niña rencorosa y
díscola con la cual he debido ser rígido para ablandarla y someterla.
Mientras Juan hablaba, Felicia había dado algunos pasos hacia él; en aquel
instante la luna la iluminaba de lleno; la joven se detuvo con altivo ademán, vuelta
la cabeza hacia su interlocutor, y contemplóle en una actitud que revelaba
inquebrantable hostilidad.
—Por más que fuese joven —continuó Felicia—, y aunque acabase de hacer
el terrible descubrimiento sobre mi situación, adivinaba, con el instinto infalible
que dirige a los niños…, sí, sabía, sin poder dudarlo, que no debía esperar
compasión ni bondad… ¿Y ha tenido usted una cosa y otra para la hija de los
titiriteros?… —añadió la joven, dando un paso más—. ¿Y no pensó nunca que la
niña a quien ustedes uncían únicamente al yugo del trabajo también podía pensar?
¿Por ventura no han martirizado ustedes su alma mil y mil veces ahogando en ella
todo sentimiento noble, toda manifestación de independencia moral, todo impulso
de regeneración cual si se tratase de algún animal salvaje? ¿Cree usted que mi odio
se debe a que me hayan ustedes hecho trabajar? No; el trabajo, aun el más rudo y
humilde, no deshonra…, y yo trabajo de buena gana y alegremente… ¡Pero
tratarme como a una máquina y querer anular completamente en mí el elemento
moral, que es lo único que puede ennoblecer una vida laboriosa, esto es lo que no
olvidaré nunca!…
—¿Nunca, Felicia?
Juan guardó silencio. Parecíale extraño a Felicia verse iniciada así en los
secretos movimientos de un alma altiva…; habíase expresado con sombrío
entusiasmo y no se podía dudar del estado de su corazón. Sin duda amaba a una
mujer de posición demasiado elevada para que él pudiese esperar asociarla a su
suerte…, y aunque Felicia le profesase un odio que le parecía justificado,
experimentó un pesar que la sorprendió. ¿Era posible que sintiese compasión por
aquel que había sido tan desapiadado? ¿Tendría, pues, un carácter tan débil ella,
que decía poco antes, en la sinceridad de su alma, que si alguna vez le afligía una
desgracia, no podría compadecerle?… Y por otra parte, según todas las
apariencias, no era tan digno de compasión… ¿Por qué se cruzaba de brazos
resignadamente en vez de luchar con toda su fuerza para obtener a la que amaba?
—Y bien, ¿no me contesta usted, o está resentida por las explicaciones que
acabo de darla y que no he podido evitar?
Juan hizo con la cabeza una señal negativa, y antes de que pudiese
pronunciar una palabra, Felicia había salido de la habitación.
Capítulo XVII
Anita convaleció rápidamente, pero no por esto vióse Felicia relevada de sus
funciones de enfermera. La niña, que siempre se mostraba resignada y dócil,
volvíase desobediente y se irritaba apenas Felicia salía de la habitación. No le
quedó, pues, a la linda viuda más remedio que rogar a la joven que continuase
cuidando a la caprichosa enferma hasta su completo restablecimiento. La
encantadora Adela se decidió a esto con tanta más facilidad cuanto que el médico
no se presentaba ya con la asiduidad de antes en la habitación de la niña. Cierto
que iba a verla todas las mañanas, mas apenas se detenía tres minutos a su lado;
algunas veces llevábasela en brazos, y para que aspirase el aire libre hacíala pasear
en una parte del patio bien resguardada y caldeada por los rayos del sol. Fuera de
esto, dejábase ver poco en la casa. Parecía como que de repente se hubiese
desarrollado en él una predilección particular por el gran jardín situado a las
puertas de la ciudad. Había cambiado la distribución de su tiempo; ya no trabajaba
por la mañana en su habitación, y los que tenían necesidad de verle o consultarle
debían ir al jardín.
Ana prefería a todo las canciones de la joven: ésta tenía una voz de contralto,
de notas llenas y graves como las de una campana, y sus vibraciones, elevándose
sin violencia, despertaban un mundo de sentimientos. La solterona, con su rara
inteligencia musical y merced a la educación artística que en otro tiempo recibiera
de excelentes maestros, había a su vez educado aquella hermosa voz, Felicia
cantaba de un modo por decirlo así clásico, especialmente las canciones alemanas,
y había observado que, por muy excitada que estuviese la niña, calmábase en
seguida en cuanto ella entonaba alguna de aquellas melodías; siempre empezaba a
cantar a media voz, y aunque luego la elevaba, hacíalo de modo que desde fuera
no pudiesen oírla.
Aquel día, para contentar a la pequeña enferma, Felicia entonó una de las
hermosas melodías de Schumann: Joven follaje, fresca hierba, con esa emoción
contenida y religiosa cuyo origen se hallaba en el alma pura de la joven. Cantó la
primera estrofa con una voz dulce, con una sencillez conmovedora y un vigor
contenido; mas al pronunciar las palabras: Lo que me aleja de mis semejantes es el
pesar, porque ellos no pueden dulcificarle, su voz se elevó, resonando bajo las bóvedas
sonoras como las notas de un órgano. En el mismo instante oyóse en la habitación
del médico el rumor producido por una silla, no movida, sino arrojada a lo lejos;
rápidos pasos se dirigieron hacia la puerta, y una campanilla tocada violentamente
resonó en la casa vacía. Era la primera vez que sucedía esto en el despacho del
joven médico; Federica subió apresuradamente la escalera de los dos pisos, y
Felicia se interrumpió, presa de mortal angustia. Poco después, la vieja cocinera
bajó corriendo y entró en la habitación de la enferma; diciendo a Felicia con su
habitual rudeza:
—El señor profesor me envía para ordenar a usted que no cante más, porque
esto le impide trabajar; estaba pálido como el yeso y tan encolerizado, que apenas
podía hablar… Pero ¿es posible que pueda usted hacer tales necedades?… ¡Desde
que existo nunca oí nada semejante! Yo también escuchaba eso con asombro…
Canta usted como si fuera un hombre… ¡seguramente eso no es voz de mujer!… ¡Y
qué canción! Parece un canto de sereno. ¿Qué idea tiene usted formada de lo que es
una joven recatada? Yo también he podido cantar en mis buenos tiempos; pero
¡qué canciones aquéllas! Déjese usted de cantar, Carolina, pues no ha nacido usted
para ello… ¡Ah!… Y además es preciso que lleve usted la niña al patio para
pasearla, según dice el señor profesor.
El joven médico no contestó nada a este discurso; miraba hacia la puerta del
patio, donde había visto una mujer, la misma que Felicia había visto en otra
ocasión en su despacho, que iba cubierta con un gran manto, bajo el cual parecía
llevar penosamente varios paquetes…, y adelantábase hacia el joven médico con
una especie de respetuoso temor.
—¿Qué significa todo eso? —repuso Juan con tono altivo, retrocediendo un
paso.
La señora Hellwig y su sobrina habían presenciado esta escena sin decir una
palabra; mas el rostro de la primera revelaba un descontento visible, y hasta había
tenido tentaciones, en un momento dado, de intervenir en la cuestión.
—¡Ah, querida tía! Mala acogida hubieran tenido los caritativos proyectos
que yo formaba ya al ver a esa mujer con su pieza de lienzo —dijo Adela
dulcemente en tono de broma—. Piensa un poco en lo que voy a decirte, Juan —
continuó con expresión más grave y dirigiendo a su primo una mirada de celestial
conmiseración—. Nos han hablado hoy de una familia muy infeliz, pero
sumamente honrada… Los pobres niños carecen de un pedazo de lienzo para
ponerse debajo de sus harapos…, y esto me angustia hasta un punto indescriptible.
Pues bien, mi tía y yo hemos pensado en abrir una pequeña suscripción, y si
hubieses admitido esa pieza de lienzo, yo hubiera ido a pedírtela como limosna y
tú me habrías hecho con ella un presente, de grado o por fuerza… Con eso se
podían hacer excelentes camisas para los pobres niños…, y yo misma las hubiera
cosido…
—Con tal que no te cueste nada, ¿no es cierto, Adela? —continuó Juan con
amarga ironía—. ¿Por qué la mujer de buen gobierno que tiene siempre sus
armarios llenos de ropa blanca no se priva de algo suyo para auxiliar a los demás?
¿Por qué, por ejemplo, no empleas esa pieza de lienzo de que no tienes ninguna
necesidad, según acabas de indicarme? —añadió Juan, tocando el paquete que la
viuda conservaba debajo del brazo.
Las dos damas pusieron la mano encima, con el temor que hubieran podido
manifestar si el joven médico hubiese intentado algo contra la vida de Adela.
—Esto pasa de broma, Juan —dijo la hermosa viuda con tono plañidero—.
¡Un lienzo tan hermoso, tan maravillosamente fino e igual!
—La he prohibido a usted varias veces llevar esa niña en brazos —dijo con
voz airada y mostrando todas las señales de una viva contrariedad—; pesa
demasiado para usted… ¿No le ha dicho Federica de mi parte que en estos casos
debía pedir ayuda a Enrique?
—¿Es verdad lo que esa niña dice, Felicia? —preguntó Juan con viveza.
—Precisamente por esto; desde niña he pensado que la música era una cosa
que no se puede aprender como la lectura y la escritura, algo que como las
enseñanzas de Jesucristo desciende directamente del cielo, y quiero conservar esta
creencia infantil… La música, que me conmueve hasta el punto de arrancarme
lágrimas, que me inspira más entusiasmo que cualquiera otra maravilla del
mundo, no puede reposar en reglas pedantes, absolutas, ni alinearse en el papel en
forma de jeroglíficos oprimidos, que se estudian laboriosamente, se cuentan y
comprueban… Esta obligación me robada toda la felicidad que la música me
proporciona y me produciría una repugnancia profunda… Es como si me
demostrasen que la más hermosa cabeza humana no es otra cosa sino una cabeza
de muerto… ¡Oh, no!…, yo no puedo dedicarme a ese estudio, no puedo aprender
la anatomía de la música, porque temería no ver ya en ella más que un esqueleto.
Esta acusación penetró en el alma altiva del joven médico como una hoja
acerada de dos filos, porque era justa. Durante algunos momentos, las miradas de
Juan Hellwig se fijaron acá y allá en las baldosas del patio.
—Yo creía, en efecto —dijo después de una pausa y con acento más suave
que el que le era habitual—, que no podía hacer nada mejor para cumplir hasta el
fin la misión que mi padre me legó. Era un error sin duda —continuó—; pero no
persistí obstinadamente en él, bien lo sabe usted. Fundándome en el consejo, el
testimonio y la garantía de mi madre, yo había dado mi consentimiento en ese
proyecto sin tomar los debidos informes, pero disté mucho de influir en usted con
razones ni con rigores. Por lo demás, crea usted que las palabras que hace poco he
pronunciado serán mi última tentativa para usar de mis derechos de tutor. Es
preciso —añadió con cierta amargura— dejar a usted el cuidado de resolver sobre
su suerte… ¿Le infundirá esto alegría y esperanza?
—Sí —contestó la joven, cuyos ojos brillaban.
Hacía largo tiempo que habían dado las diez, y antes de esta hora Felicia se
retiró a descansar; pero la animada conversación de aquellas dos mujeres
impidióla dormir, y la hizo muy pronto insoportable la obligación de permanecer
encerrada en un aposento bajo y reducido. En consecuencia abrió la ventana,
sentóse en el antepecho, y con las manos apoyadas en las rodillas, contempló el
patio. La noche no era del todo obscura; en los vestíbulos del primer piso y del
segundo las lámparas ardían aún; por las ventanas altas de la casa filtrábanse rayos
de luz que, plateando los hilos de agua de la fuente, se reflejaban en las baldosas
del patio, hacían brillar acá y allá algún vidrio e iluminaban suavemente la fachada
bastante lejana del otro cuerpo de edificio.
—¡Y qué! Todo tiene sus límites en este mundo. Cuando el señor profesor
estudiaba, decíase que siempre quería ayunar para llegar a ser santo… Ninguno de
sus compañeros podía sufrirle.
—La trata con un despotismo intolerable… Así, por ejemplo, el mayor placer
de mi ama es el tocador…, y le diré a usted de paso, Federica, que en Bonn
tenemos armarios llenos de vestidos magníficos, los cuales, sin embargo, no nos
bastan, porque es preciso que tengamos todo cuanto la moda inventa… Mas
porque el señor gruñón nos predica siempre la sencillez en sermones interminables
en los cuales se habla al mismo tiempo de economía y de otras necedades, mi
digna señora no quiere presentarse ante él con sus ricos trajes. ¡Muselina, nada más
que muselina!… ¡Si conociese él los fabulosos precios que cuestan esos trapos
blancos y sencillos!… Sería preciso también, según el profesor, que la pobre señora
permaneciese en casa desde la mañana hasta la noche para cuidar, vigilar y educar
a la pequeña Ana… Dígame usted si sería esto posible… y si es razonable. Ahora,
como usted sabe, se trata de hacer una excursión; pues ¿qué de extraño tiene que
mi ama quiera llevar este vestido que estoy arreglando y que le sienta tan bien?
Aquélla era la segunda tarde que Felicia iba al jardín con la pequeña Ana, y
las horas no eran solamente tranquilas, sino que ofrecían un recreo particular. El
jardín contiguo, separado de una parte de la propiedad de los Hellwig solamente
por una cerca vegetal, pertenecía desde algunos días antes a la familia Frank. La
víspera, el joven abogado había cambiado con Felicia algunas palabras corteses y
benévolas por encima de la cerca, y aquel día la joven vio aparecer inopinadamente
en el mismo sitio a una señora anciana, con vestido negro de seda, y cuyo rostro,
de expresión dulce, buena y digna a la vez, se destacaba bajo una gorra de
muselina blanca. Aquella señora era la madre del joven Frank y había hablado
largamente con Felicia; vivía muy retirada, consagrándose enteramente a su esposo
y a su hijo único, y gozaba en la ciudad y en las cercanías de ese aprecio que se
profesa únicamente a las personas nobles y generosas que observan además una
vida irreprochable.
Hacía algunos instantes que Enrique había llegado a la puerta del jardín; al
principio pareció que trataba de precipitarse hacia la joven, pero después detúvose
de repente y desapareció detrás de un grupo de tejos.
—¡Dios nos ampare!… —exclamó Enrique—. Si tomas las cosas así aun antes
de saber de qué se trata, ¿cómo podré hablar? La solterona…
—Aún no, aún no…, aunque, a decir verdad, es como si ya todo se hubiera
concluido para ella, pues la pobre señora no reconoce a nadie… Es un ataque…;
estaba sola…, completamente sola. La mujer que la sirve la encontró en el cuarto de
los pájaros…, tendida en el suelo… Ocuparíase en darles de comer y…
Felicia permaneció inmóvil ante él, como poseída de estupor; una palidez
lívida se extendía por su rostro, y oprimíase maquinalmente las sienes con las
manos para comprimir sus precipitados latidos; pero ninguna lágrima acudía a sus
ojos. Sólo un instante una sonrisa amarga y angustiosa crispó sus labios; después
con una calma siniestra fue a coger su sombrero, que había dejado sobre un haz de,
heno, llamó a Rosa, que trabajaba bajo las acacias, y confióle la niña.
—Sí, se siente mal —contestó el criado por Felicia, que se dirigía hacia la
puerta del jardín.
—¿Cómo está usted aquí y a qué viene a este sitio? —preguntó en voz alta.
Así diciendo, señalaba con la mano la puerta, como para intimar a Felicia la
orden de salir. La joven no contestó, pero la interrupción de la lectura de la señora
Hellwig, o acaso el tono duro y grosero de que hizo uso para expulsar a Felicia,
produjo alguna impresión en la moribunda, que por un esfuerzo sobrehumano
trató de fijar su mirada.
Ella era quien la había seguido y arrojado en aquella habitación, cuya puerta
cerró con llave… Y ahora estaría otra vez junto al lecho de la moribunda, sentada
en su sitio y entregada a la misma ocupación, mientras que la solterona luchaba
contra la muerte disputándole, no ya los minutos, sino los segundos, con la
esperanza de ser útil aquí abajo… ¡Pobre tía Córdula! Iba a dejar este mundo en el
cual había vivido solitaria; iba a dejarle, comprendiendo desgraciadamente lo que
pasaba junto a ella; iba a morir sin ver a su lado más rostro que el de aquella mujer
que la odiaba… Llevaría consigo esta penosa impresión, y también el pensamiento
de la ingratitud de Felicia, que había desaparecido, abandonándola en sus últimos
momentos… Estas reflexiones exasperaron a la joven…; fuera de sí, precipitóse
otra vez contra la puerta y comenzó a sacudirla de nuevo, golpeándola con rabia…;
pero fue inútil… ¿Por qué estaba encerrada? La tía Córdula la había ordenado
llamar a la justicia… ¿Se trataba de hacer alguna declaración?… ¡No, no!, la
solterona no tenía nada que declarar. Si había sobrellevado toda su vida el peso de
una falta, ésta no era suya, sino de algún otro, pues Felicia, sin haber obtenido
ninguna revelación, sin haber tratado de averiguar hecho alguno, había adquirido
el convencimiento de que la pobre señora debió ser confidente inocente, pero no
cómplice culpable de un secreto criminal.
Felicia se acercó a la ventana que daba a una callejuela y examinó las casas
inmediatas, espiando ansiosa la aparición de una persona cualquiera para llamar
en su auxilio; pero la buhardilla estaba tan alta y dominaba desde tal elevación las
casas contiguas, que le fue forzoso renunciar a la esperanza de ser vista u oída.
Entonces se dejó caer desesperada en la única silla que había en aquella habitación
y rompió a llorar… Ahora seria ya demasiado tarde, según todas las apariencias, y
aunque recobrase la libertad, no podría utilizarla para cumplir con el último deseo
de la tía Córdula. Sin duda se hablan cerrado ya sus ojos para siempre, su corazón
no latiría y habríase extinguido su vida, esperando inútilmente la vuelta de Felicia.
—¿No has vuelto a verla, mi pequeña Feli? —preguntó en voz baja Enrique,
rompiendo al fin el silencio—. ¡Federica dice que la señora le ha cerrado los ojos
con sus propias manos!… ¡Precisamente esas manos! A Dios gracias, no se ha
tratado de ti… Se puede asegurar, sin ser muy sabio, que la señora hubiera tenido
convulsiones de furor si te hubiese visto allá arriba… ¿Dónde te has ocultado
durante tan largo tiempo?
La señora Hellwig abrió la puerta por donde Felicia había visto en otro
tiempo desaparecer a la solterona; además de la escalera que conducía a la antigua
puerta pintada, la buhardilla tenía otra de caracol, muy estrecha, por la cual se iba
directamente a la callejuela que Felicia había visto durante su cautividad en la
pajarera. Por allí era por donde Enrique y la mujer de servicio subían a la
habitación de la tía Córdula; y también se llegaba a esta escalera por la puerta que
la señora Hellwig abría en aquel momento.
La señora Hellwig cogió un gran llavero que estaba sobre la mesa y abrió un
escritorio, que sin duda era para la dama el más interesante de todos los muebles, y
en el cual reinaba un orden admirable. La señora Hellwig tiró de todos los cajones
uno tras otro; paquetes de cartas, de papel amarillento, con la escritura casi
borrada, y sujetos por cintas, cuyo color había palidecido, llenábanlos por
completo; y la mano pesada y blanca de la señora Hellwig se introdujo impaciente
entre aquellos legajos… ¿Qué le importaban las colecciones de cartas? La mujer
corpulenta no era curiosa; pero se detuvo largo tiempo ante un cajoncito lleno de
papeles más importantes: abrióle y examinó el contenido pieza por pieza… La
señora Hellwig conocía admirablemente la aritmética, y muy pronto calculó y
adicionó los diversos valores, así como el total general… El resultado sobrepujaba
mucho a sus esperanzas.
—¡He ahí las lecturas a que se entregaba esa vieja impía! —murmuró la
señora Hellwig…—; esas hojas profanas le proporcionaban aquí un alimento
envenenado… ¡y durante tantos años me he visto obligada a tolerar aquí, bajo mi
techo, a esa mujer pervertida!…
Por último mandó al criado que llevase el cesto a la otra parte de la casa,
cerró cuidadosamente todas las puertas de la habitación de la buhardilla y siguió a
Enrique. Para mayor tormento de la cocinera, que detestaba aquella especie de
visitas, la señora Hellwig fue a la cocina, donde mandó al criado que dejase su
fardo y le trajera las tijeras de cortar papel. Federica había encendido precisamente
un gran fuego para preparar su asado.
Por primera vez en su vida, tal vez, aquella mujer perdió la calma
agobiadora, la sangre fría que demostraba en todas ocasiones.
—Sí, hojas sueltas, encerradas en una cartera roja…, sujetas con hermosas
cintas…
La joven, sin escuchar más, precipitóse hacia la cocina; allí estaba aún el
cesto grande que contenía los restos de los diarios y los cuadernos de música; las
carteras yacían desparramadas por el suelo de la cocina, pero completamente
vacías; una corriente de aire había impelido una pequeña hoja hasta un rincón del
hogar y Felicia la cogió al punto. Partitura escrita toda entera por Juan Sebastián Bach
y recibida de él como un recuerdo en el año 1707…, Godofredo de Hirschsprung… Tal era
la inscripción que Felicia leyó a través de las lágrimas que velaban sus ojos… ¡Era
todo cuanto quedaba de aquel precioso manuscrito…; las melodías se habían
perdido para siempre!
Dos días hablan transcurrido; la carta remitida vagaba errante, según todas
las probabilidades, en los coches de correos que atravesaban los verdes valles de la
Turingia; y la solterona había sido enterrada ya, sin que un solo individuo de los
que llevaban el nombre de Hellwig hubiese acompañado su ataúd. Felicia
sobrellevaba silenciosamente su dolor profundo, dominándole con esa energía
propia de los caracteres de vigoroso temple. La debilidad, que busca su consuelo
fuera de sí en las palabras y exhortaciones de los demás, era desconocida para
Felicia.
La tía Córdula debía tener aquel día en su tumba flores frescas, pero tan sólo
de las que ella misma había plantado. La habitación de la buhardilla, excepto la
pajarera, tenía puestos los sellos, y no era posible llegar por aquel camino al jardín
aéreo, que en nombre de la ley estaba aislado de toda comunicación… A la vuelta
de nueve años de intervalo, Felicia se hallaba otra vez en la ventana del granero,
contemplando el tejado lleno de flores… ¡Cuántas cosas habían pasado desde el día
en que la niña lloró por primera vez en aquel mismo sitio!… ¡Allí, al otro lado,
hallábase el asilo donde se la recogió, con el alma quebrantada, a punto de odiar a
sus semejantes y hasta de dudar de la bondad de Dios!… ¡Allí, la hija del titiritero,
despreciada de todos, había sido acogida con caridad; brazos cariñosos la
estrecharon contra un noble corazón; allí habían dado armas a su espíritu para
evitar la tentativa de asesinato que contra su alma se había querido cometer; allí
había aprendido incesantemente todo lo que constituye la verdadera vida! ¡Cuán
lejos estaría de sospechar él que se paseaba lejos, por los hermosos bosques de
Turingia, que su plan de educación, basado en la ignorancia y en la preocupación,
había sido destruido por los pocos pasos atrevidos que dio en las canales vacilantes
de un tejado una niña temeraria indiferente al peligro!
Y ahora era necesario tomar aquel camino otra vez: Felicia se encaramó en el
apoyo de la ventana y adelantóse por el tejado; recorrió rápida y felizmente su
trayecto, y muy pronto pudo sentar los pies en el suelo de la galería. Las flores
raras y preciosas que embellecían aquella vivienda eran mucho menos felices que
la más humilde de los campos; suspendidas en los aires como por la voluntad de
un mago, no conocían la dulce y cálida tierra materna; nada sabían del suelo en
que se nace, que enlaza y oprime en su seno así las gigantescas raíces de los árboles
seculares, como las más tenues fibrillas de la más humilde planta. Sus alegrías y
sus dolores dependían de dos pequeñas manos blancas, ajadas ya, que ahora
reposaban a su vez en la tierra e iban a volver al polvo… Sin embargo, las flores no
comprendían aún que eran huérfanas, porque había llovido bastante las dos
últimas noches, y florecían y entreabríanse a porfía una tras otra.
Felicia hizo rápidamente un gran ramo, colocó en una cesta que llevaba con
este fin dos tiestos conteniendo las plantas favoritas de la solterona, y tomó otra
vez el camino de los tejados con el corazón más oprimido que nunca.
Felicia, después de atravesar con paso rápido toda la ciudad, detúvose ante
la entrada de un jardín y dejó escapar un profundo suspiro; luego, tomando una
súbita resolución, levantó el picaporte, abrió la puerta y traspasó el umbral. La casa
tocaba con la propiedad de la familia Hellwig, y en ella vivían los padres del joven
abogado Frank. Felicia quedaba sola en adelante, y debía ocuparse en buscar
medios de subsistencia. Por muchas que hubieran sido las tribulaciones que su
corazón sufrió, el valor y la energía no se debilitaron en ella bajo las dolorosas
emociones que acababa de experimentar; su razón, clara e inflexible, sabía aceptar
y soportar lo irreparable, y jamás la lógica que presidía en sus actos falseaba ni
cedía ante las sugestiones de un sentimiento que la hubiera aconsejado la apatía y
el abandono de su responsabilidad respecto a sí propia.
Felicia dijo a la señora que dentro de tres semanas debía salir de la casa de
Hellwig; que le era preciso buscar… y hasta encontrar una colocación, un empleo
cualquiera.
—¿Puede usted decirme, poco más o menos —repuso la dama—, lo que se
halla en estado de hacer?
Estas últimas palabras fueron pronunciadas con más rapidez que las
anteriores.
—En tal caso podría proponer a usted una cosa. La señorita de compañía de
mi hermana, que habita en Dresde, se halla a punto de contraer matrimonio, y su
plaza quedará libre dentro de seis meses; se guardará para usted, y por lo pronto
puede permanecer en mi casa hasta el día de su marcha. ¿Le conviene así?
—¡Ah!, comprendo; está usted cansada de comer un pan que gana con un
trabajo demasiado duro, y que…, digamos las cosas como son, se llama, no
obstante, el pan de la caridad.
Por primera vez, después de la muerte de la tía Córdula, algo como una
sonrisa iluminó el rostro, de expresión grave, de la joven.
Un tenue rayo de sol que se había deslizado a través del follaje se apagó de
pronto. La noche se acercaba; Felicia recordó que debía hallarse en su puesto antes
de que llegara la señora Hellwig, y pidió permiso a la de Frank para retirarse. La
dama estrechó afectuosamente la mano de Felicia, y ésta llegó poco después al
jardín contiguo, donde cogió en sus brazos a la pequeña Ana, que había corrido a
su encuentro. La puerta del jardín se abrió en aquel momento para dar paso a
Federica, que llevaba una cesta grande y parecía estar muy cansada.
—Todos han llegado hace una hora… —dijo con voz entrecortada y una
marcada expresión de descontento, dejando la pesada cesta que la rendía el brazo
—. A decir verdad, jamás han pasado las cosas en esta casa de una manera tan
singular… No se sabe lo que se hace ni lo que se quiere…: la una manda, la otra
desmanda, la tercera vuelve a ordenar… ¡Es cosa de perder la cabeza!… Al ver
llegar el coche, que aún estaba en la plaza, la señora me dijo que se cenaría en la
ciudad… ¡Muy bien! Hago todos mis preparativos en consecuencia…, y después se
da contraorden… El señor profesor quiere ir resueltamente al jardín…; cueste lo
que cueste, es preciso que cene allí; y es claro, empaquétalo todo, carga con todo y
revienta si es preciso.
Mientras así murmuraba y se quejaba, la vieja cocinera escogía algunas
hermosas lechugas en uno de los cuadros del huerto.
Federica había dicho que el amo tenía un aire muy singular, y Felicia
convino para sí en que, efectivamente, había alguna cosa particular en el aspecto de
Juan Hellwig. Los que le conocían, los que estaban acostumbrados a la increíble
indiferencia con que trataba a todos sus comensales, a su completo alejamiento de
los mezquinos intereses que les impulsaban, a la dejadez en sus actos y al imperio
que ejercía sobre sí mismo, el cual se manifestaba por una calma, aparente tal vez,
pero constante en todo caso, apenas hubieran podido reconocer en él señales de
precipitación… Y sin embargo, ahora se notaban en él indicios de un extremado
apresuramiento…; parecía estar impaciente, ansioso de adelantarse; y esto le era
imposible, atendida la corpulencia y majestuosa lentitud de la señora Hellwig, que
se apoyaba en su brazo… Levantaba la cabeza, y sus ojos registraban el jardín en
todos los sentidos; sin duda buscaría a su enfermita.
Felicia no oyó la contestación del joven médico; había vuelto a su sitio bajo el
nogal y comenzado a trabajar activamente, con la esperanza de que nadie pensara
en ella… ¡Las apariencias eran malas y amenazadoras! El rostro de la señora
Hellwig estaba sonrojado aún por efecto del más vivo enojo; y el mal humor que su
hijo había manifestado durante todo el viaje no era lo más propio para desvanecer
su contrariedad.
—Vea usted, Felicia, vea usted ese trébol de cuatro hojas —dijo de
improviso, tranquila e indiferentemente, sin mirar hacia el sitio donde estaba la
huérfana, como si sus relaciones con ella no se hubieran interrumpido, y cual si
fuese cosa convenida y concertada que la joven debía hallarse allí, bajo el nogal.
Pero también había en aquellas palabras una especie de invitación tácita a que la
joven no abandonase el sitio que ocupaba.
—Nuestro buen pueblo alemán cree que estas cuatro hojas dan buena suerte
al que las encuentra —continuó Juan, avanzando a través de la pradera—; voy a
saber al punto qué grado de fe se puede tener en esa creencia.
Juan estaba de pie delante de la joven y parecía haber desechado todas sus
preocupaciones para recobrar su energía: tendióle ambas manos, dejando caer el
trébol.
—Buenas tardes —dijo con dulzura, casi temblando.
Aquel acento era tan imprevisto, que daba suma importancia a esta frase
trivial. ¡Ah!, si hubiera hablado así a Felicia en otro tiempo. Entonces le habría
hecho justicia aquella niña de nueve años que sólo pedía cariño y un poco de
consideración. Aquel modo de saludarla, aquella suavidad que revelaba la alegría
y el bienestar producidos por el hecho de volver a verla, fueron incomprensibles
para la pobre muchacha siempre maltratada, y sin darse cuenta de lo que hacía,
levantó su mano y la tendió al profesor. ¡Ella, que no hubiera querido valerse de
aquel hombre, ni aun en peligro de muerte, impulsada en tal momento por una
fuerza desconocida, irresistible, ponía su mano entre las que él le ofrecía! Con esto
se producía una especie de milagro…; mas el menor movimiento irreflexivo podía
bastar para que surgiese la animosidad, en la que señalaban una tregua, si no la
desaparición, aquellas manos reunidas… Así lo comprendió él, y muy
naturalmente, con el tacto propio del hombre de su profesión, con ese imperio que
tan bien sabía tomar y conservar sobre sí, continuó el diálogo, cambiando de
asunto.
—El solitario —repuso Felicia con dureza— debe haber tenido suficiente
perspicacia para comprender que se trataba de un cuento… Usted mismo dice que
había sabido resistir la tempestad, y siendo así, podía bastarse y protegerse, y no
necesitaba otro apoyo.
Juan palideció, mientras que su mirada se mantenía fija en tierra. Pareció
que iba a volverse para alejarse; pero como se oyeran pasos, permaneció
tranquilamente junto a Felicia, esperando a pie firme a su madre, que se acercaba
apoyada en el brazo de la joven viuda.
—No tomes a mal mis palabras, Juan —dijo la señora Hellwig—; pero la
verdad es que yo no te comprendo. Te estás aquí, impidiendo a Carolina trabajar, y
nos obligas a esperar indefinidamente una cena que será detestable. ¿Crees tú que
yo podré tocar una tortilla endurecida hasta el punto de parecer un pedazo de
cuero?
—No he podido dar a usted gracias aún, Carolina —dijo—, por la solicitud
con que ha cuidado a mi hija durante mi ausencia.
Estas palabras eran benévolas y oportunas; pero la dulce voz que las
pronunciaba había tomado insensiblemente un tono algo más subido, en términos
que las hacía duras.
—Pero como usted se refugia bajo este espeso nogal —continuó Adela—, no
podía encontrarla. ¿Ha desempeñado usted muy a menudo ese interesante papel
de ermitaña o de solitaria?… Lo creería con tanto más motivo cuanto que se ha
descuidado increíblemente a la niña durante mi viaje, y me he visto en la precisión
de dirigir severas reprensiones a Rosa. Su cabello revela descuido, su rostro está
tan curtido que parece una mulata, y en fin, creo que la han dejado comer
demasiado.
—Sí, más vale que no prosigas, Juan —repuso la joven viuda, esforzándose
para contener las lágrimas—; más vale que te calles, porque me inclino a creer que
cuando fue hablas no sabes lo que dices. No ha sido mi ánimo dirigir a usted
reprensiones, Carolina —añadió, volviéndose hacia la joven—; y para probarle que
no abrigo el menor resentimiento y que no le he retirado en modo alguno mi
confianza, voy a rogarle que permanezca hoy también al lado de la niña porque
estoy muy abatida y fatigada por ese viaje.
—Eso no puede ser —dijo el joven médico con tono mordaz—; el tiempo de
las abnegaciones sin límites ha pasado. Tú te arreglas admirablemente, Adela, para
utilizarte de las fuerzas de otro… Desde hoy volverás a encargarte de cuidar a tu
hija y velarás sobre ella tú misma.
El rostro del joven médico se tiñó de un vivo rubor, y por difícil que fuera de
ordinario leer en su semblante indescifrable, sus facciones expresaron en aquel
momento una confusión y perplejidad muy marcadas. Tal vez no comprendiera
nunca tan bien como en aquel instante lo irritante de la situación que había creado
a aquel ser joven, inteligente y dotado de tan hermosas cualidades. Felicia
abandonó su sitio al punto, pues sabía que las pocas palabras pronunciadas por la
señora Hellwig equivalían a una orden absoluta, que era preciso ejecutar
puntualmente sin tardanza, si quería librarse de un diluvio de aceradas
observaciones y frases humillantes; pero Juan la cerró el paso.
—¿De veras? —dijo la señora Hellwig, pisoteando el prado con sus grandes
pies y moviéndose más vivamente que de costumbre—. ¿De veras?… ¿Será cosa
que pongamos a esa joven en un escaparate de cristal?… Ha sido educada
exactamente como tú quisiste…, en un todo según tus órdenes… ¿Quieres que te
enseñe tus cartas, en las cuales repetías siempre…, ¡sí!…, hasta la saciedad…, que
debía prestarse a todos los servicios, someterse a todos los trabajos, y que nunca se
podría ser demasiado severo para ella?
—No es mi ánimo negar ni una sola línea de lo que escribí, así como
tampoco eludir la parte que he tomado en esa educación —contestó Juan con voz
ahogada, aunque firme—. No puedo ni siquiera arrepentirme de mi conducta…,
porque obre con toda la sinceridad de mi alma y con el deseo laudable de hacer lo
que me parecía más justo y razonable; pero jamás tendré para conmigo mismo la
debilidad de no reconocer un error, ni el orgullo de sostener sus consecuencias
para no confesarle… Por eso declaro aquí que pienso hoy de distinto modo y que
obrare con arreglo a mi nueva opinión.
La joven viuda se bajó al oír estas palabras, y recogiendo una ramita que
había caído en tierra, hízola añicos, reduciéndola a imperceptibles átomos. La
señora Hellwig comenzó a reír irónicamente.
—¡Eso no será nunca, señora Hellwig! —replicó Felicia, mostrando con una
débil sonrisa sus manos de admirable forma, pero curtidas por los trabajos más
toscos—. Ya ve usted que sé y puedo trabajar… Y ahora tenga la bondad de
indicarme los cuadros por donde usted desea que se comience el riego.
—Se lo prohíbo a usted una vez más —dijo con tono de mando absoluto—. Y
si mi autoridad de tutor no es suficiente para vencer su indomable obstinación,
apelaré como médico a su juicio… Durante la enfermedad de Ana ha
desempeñado una tarea que era superior a sus fuerzas, y su aspecto lo atestigua
suficientemente. Dentro de poco quiere usted abandonar la casa de mi madre, y
nuestro deber es velar para que al menos salga de aquí con salud, para dedicarse a
lo que se propone.
—Ésa es una razón que puede aceptarse, o por lo menos discutirse —dijo la
señora Hellwig, que había esperado hasta entonces inútilmente una crítica de la
joven hecha por su hijo, y para quien las palabras «indomable obstinación»
resonaron como una dulce música—. En cuanto a mí, no veo inconveniente en que
esa joven vuelva desde luego a la casa…, aunque me sea imposible comprender
cómo un poco de trabajo ha podido abatir su salud, porque es joven y nunca le ha
faltado sano y abundante alimento. Hay muchas como ella, Juan, que trabajan
noche y día, en medio de las privaciones, y que, sin embargo, tienen las mejillas
sonrosadas.
—¿Y quién ha tenido a nuestra anciana tía desterrada poco menos que en un
desván? —preguntó a su madre con tono grave y expresivo…— ¿Quién ha
mantenido, excitado y aumentado la antipatía que el jefe de la casa, mi padre,
profesaba a su parienta…, antipatía que se hubiera disipado tal vez si la hubiese
conocido bien? Pero toda relación se hizo imposible, gracias a ti, madre mía, que
siempre vigilaste rigurosamente para que no mediara trato alguno entre nosotros y
ella. Tú eres quien hizo todo eso…, y si tanto deseabas esa herencia, debiste
proceder de otra manera.
—No has de pensar —dijo Federica—, que soy envidiosa, porque la envidia
es un pecado; al contrario, te felicito. ¡Ahí es nada, dos mil tálers! —añadió
elevando las manos en actitud de súplica y dejándolas después caer con
abatimiento—. ¡Tienes más suerte que entendimiento, Enrique! ¡Y yo que tanto he
trabajado durante toda mi vida, que sin consideración al frío ni al calor no he
dejado un día de ir a la iglesia para rogar a Dios que me enviase un poco de
felicidad! Pero todo ha sido en vano; nunca me concedió nada… ¡Y he aquí que
este hombre obtiene esa dicha!… ¡Dos mil tálers, Enrique!… Sin embargo, yo en tu
lugar tendría un escrúpulo. ¿Crees tú poder tomar ese dinero sin perjudicar a
nadie? Porque, en fin, la solterona no tenía derecho para disponer de un céntimo,
pues todos sus bienes pertenecían en justicia a nuestros amos… Y si examinamos
esto de cerca, no se podrá menos de reconocer que tú robas positivamente ese
dinero. Yo no sé lo que haría si estuviera en tu lugar.
»2.º Los intereses del capital pertenecerán, como donativo perpetuo, a los
maestros de la escuela comunal de la población, dividiéndose en ocho partes
iguales, que se entregarán cada año a otros tantos maestros de estas escuelas
públicas, de modo que vayan entrando en turno todos sin preferencia ni
pretericiones, es decir, que ocho percibirán esa suma un año y los otros la recibirán
al siguiente, y así sucesivamente. Los directores y profesores quedan exceptuados
de ese reparto.
Enrique había dado cuenta a Felicia del contenido del testamento en cuanto
había podido comprenderle. La tía Córdula no había indicado el escondite que
contenía la plata, y la joven se regocijó de ello, pues si algún incidente no conducía
a los herederos a descubrirle, de ella dependía hacer desaparecer la cajita gris,
destruyendo lo que encerraba, para satisfacer el deseo de su anciana amiga, tan a
menudo expresado.
—Todo está mejor así —contestó Felicia—; los pobres en quienes la tía ha
pensado tienen mucha más necesidad que yo de ese dinero; y en cuanto al
considerable capital de que ha dispuesto, seguramente tendría motivos muy
poderosos para obrar como lo ha hecho, de modo que, aun cuando hubiese podido
modificar su testamento, habría sin duda mantenido esa disposición.
—¡Sí, sí!…, podría haber, efectivamente, una razón particular para hacer ese
legado a la familia Hirschsprung —contestó el criado con aire pensativo—. Yo me
acuerdo perfectamente del viejo Hirschsprung: era zapatero y él fue quien me hizo
los primeros zapatos que usé en mi vida, detalle éste que no se olvida nunca: vivía
muy cerca de esta casa, y su hijo jugaba siempre con la solterona. Aquel muchacho
se dedicó al estudio, y según decían, amaba a la señorita Córdula. Cuéntase que
ella le correspondía y que ese amor ocasionó la muerte de su padre, del viejo
Hellwig. Parece que no quería oír hablar de semejante matrimonio y que, durante
una terrible discusión entre la hija y el padre, este último cayó muerto de repente…
Sin embargo, yo no creo que esto sea verdad… Poco después la solterona marchó a
Leipzig; el estudiante padecía una fiebre nerviosa y la señorita Córdula le cuidó
hasta sus últimos momentos. Todos los parientes se indignaron; consideráronla
como un ser abominable, rechazáronla, renegaron de ella, y como era natural, los
habitantes de nuestra ciudad siguieron el ejemplo de los parientes… Nadie ha
querido ni mirarla cuando al fin volvió aquí… Poco me importa que haya en todo
esto algo de verdadero y de falso…; pero no me parece menos singular que la
solterona haya elegido como herederos personas que llevan sin duda el mismo
nombre de aquél con quien deseaba unirse, aunque no tenían ninguna especie de
relaciones con el estudiante ni podían considerarle tampoco como pariente… Yo
quisiera que se me pudiese explicar esto.
Hasta entonces las terribles pruebas que sufriera habían sido impotentes
para imprimir en aquel semblante estoico la señal del dolor y del desaliento;
cuando más, habíanle hecho palidecer un poco, como si sus facciones quisieran
petrificarse con la expresión de un espíritu inquebrantable y de una indomable
energía. Pero bajo el tosco vestido remendado que cubría el busto encantador de la
joven latía un corazón profundamente agitado, y mientras la mano se ocupaba
mecánicamente en reparar los desperfectos de la ropa blanca, su pensamiento se
esforzaba en buscar la posible solución de difíciles problemas y de los conflictos
con ellos relacionados.
El tribunal había buscado inútilmente la plata y las alhajas de la solterona y
al principio este resultado negativo había calmado la ansiedad de la joven; pero
hacía poco que Enrique iba y venía poseído de extremada emoción… La señora
Hellwig había declarado ante la comisión encargada de hacer ejecutar el
testamento, y dirigiendo una mirada significativa al antiguo criado, que éste y la
mujer de servicio eran las únicas personas que entraban y salían de la habitación
de la solterona. Semejante insinuación, hecha ante los magistrados por una persona
tan respetable como lo era la señora Hellwig, hizo que se sometiera
inmediatamente al criado a un severo interrogatorio. El pobre hombre estaba fuera
de sí. ¡Qué dolor para Felicia presenciar los tormentos de aquel anciano y del
amigo sin poder comunicar a los jueces el secreto del escondite que ella conocía y
que le hubiera rehabilitado inmediatamente a los ojos de todos! Aunque conservase
la calma y la prudencia en las circunstancias más penosas de la vida, aquella
sospecha le había puesto fuera de sí y la joven temía que si le revelaba el misterio
no tendría calma para soportar por más tiempo la inculpación que sobre él pesaba
y con su torpeza descubriría lo que ella quería tener oculto, precisamente cuando
más indispensable era salvar el secreto de la tía Córdula.
Al fin cesó la lluvia: sobre el patio veíase un espacio de cielo claro y azul; la
planta del rincón secaba sus hojas impregnadas de humedad; las golondrinas,
cuyos innumerables nidos llenaban las cornisas de la antigua casa, cruzaban
alegremente por los aires. Todo renacía…, todo tomaba de nuevo gusto a la vida…;
tal vez volverían los señores a comer en el jardín, y entonces el camino por los
tejados sería posible… Sin embargo, esta esperanza de Felicia no se realizó, pues
apenas hubo terminado la comida, Rosa fue a buscarla y la invitó a ir al jardín con
la niña Ana, a la que el profesor había prometido aquel paseo; más tarde, toda la
familia iría allí a cenar.
De vez en cuando la voz del lector próximo llegaba hasta ella…: esta voz era
agradable… pero distaba mucho de tener las modulaciones que con los años había
tomado la voz, antes tan monótona, de Juan Hellwig. Felicia movía impaciente la
cabeza… ¿Porqué le ocurría la idea de hacer aquella comparación?… Obligó a sus
pensamientos a seguir otra corriente, y condújolos a un asunto más reciente, que la
preocupaba a menudo desde que se abrió el testamento. El tribunal había
nombrado al joven abogado Frank curador de los problemáticos herederos
pertenecientes a la familia Hirschsprung, y hacía dos días habíase publicado un
anuncio en los principales periódicos para ver si aquéllos parecían. La joven
esperaba el resultado de aquella medida con dolorosa impaciencia. Si la familia
Hirschsprung, que habitaba en Kiel, contestaba a la invitación anunciando la
herencia, ya no se debía dudar que su madre habría sido rechazada por sus padres.
En tal caso, ¿qué debían ser aquellos hombres que no habían perdonado ni aun
ante la muerte trágica de la desdichada Meta?
Por todas estas razones, Felicia no abrigaba la menor esperanza personal por
la llegada posible de aquellos parientes próximos; ni tampoco quería rasgar jamás
respecto a ellos el velo que ocultaba su origen, aunque su corazón latía al pensar
que los crueles abuelos podrían pasar un día con indiferencia junto a su nieta,
abandonada por ellos a la triste condición a que se veía reducida.
La señora Frank, que había visto a Felicia desde el otro lado de la cerca,
levantóse y se aproximó a ella juntamente con su hijo; los dos la saludaron con
bondad, y el joven abogado expresó la satisfacción que experimentaba por saber
que iba a vivir pronto en compañía de ellos. Trabada la conversación, prolongóse
largo tiempo. Frank, hombre de mundo, estudiaba con curiosidad el extraño tipo
de aquella joven que le miraba con tanta inocencia y que en forma notablemente
clara y concreta expresaba ideas no comunes. Así hablaron largo tiempo de
muchos temas diversos. La señora de Frank preguntó cómo seguía la niña, que
correteaba sin decir palabra al lado de Felicia; y la joven, levantándola en brazos,
mostró con cierto orgullo las mejillas casi sonrosadas de aquel rostro que en otro
tiempo estaba tan lívido y descompuesto.
Juan pronunció estas palabras con voz suave y casi alegre, y sin esperar el
consentimiento de la joven, cogió el sombrero de ésta y lo arrojó sobre el césped;
un rayo de Sol que penetraba por entre el follaje del abedul y que hasta entonces
habíase posado sobre y aquel horrible objeto de paja negra, iluminó de pronto la
hermosa cabellera de Felicia.
—¡Así, así podré ver como detrás de esa frente trabajan los malos
pensamientos! —exclamó dejando asomar entre sus labios algo como una sonrisa
—. La lucha en medio de tinieblas no me gusta; quiero ver a mi adversario y yo sé
—añadió señalando a la frente de la joven— que ahí dentro tengo que habérmelas
con un gran enemigo.
¿Adónde quería irá parar con este exordio? Quizás esperaba de ella una
respuesta; pero la joven obstinóse en guardar silencio. Sus manos reunían al acaso
las violetas, los botones de oro y otras flores, que Ana la llevaba con incansable
actividad; aquellas manitas, que no interrumpían la labor comenzada y que
estaban acostumbradas a los más toscos trabajos, habían perdido un poco de su
rudeza durante los días de vida sedentaria que acababan de transcurrir y se
mostraban finas y de un color casi rosado. El tutor cogió una de ellas y la examinó:
en su palma había señales que no podían borrarse tan rápidamente, pues en
algunos puntos la piel era callosa: el sistema de educación impuesto por el médico
se había aplicado con todo su rigor, y la joven, destinada a la servidumbre, debió
ejecutar las más rudas faenas. Aunque este examen hizo ruborizar a la joven, halló
muy pronto la fuerza que le faltaba antes, y levantando la cabeza miró
tranquilamente al profesor, el cual dejó caer lentamente la mano que tenía entre las
suyas y se frotó varias veces la frente como para desechar un pensamiento
importuno.
—No; lo recuerdo.
Juan, al decir esto, apoyó el codo sobre una rodilla e inclinóse para examinar
el rostro de la joven.
Juan Hellwig se mordió los labios y frunció el ceño; pero repuso con calma y
acento tranquilo:
La joven escuchaba con abatimiento, pues la voz de Juan había recobrado las
entonaciones conmovedoras que Felicia notó cuando hablaba de su visión… No se
mostraba tan extrañamente conmovido como aquel día; pero la franqueza sencilla
y digna con que confesaba sus errores, sin temor de humillar su dignidad de
hombre, y su insistencia para repararlos, y su expresión dulce y grave al explicar
su plan, conmovieron a Felicia aun contra su voluntad.
Juan se levantó con viveza y dio algunos pasos fuera del follaje que cubría el
banco.
—Esa convicción es pura niñada —replicó Juan muy agitado—. Tengo sobre
usted derechos que no conoce, y pueden pasar algunos años antes de que dejen de
existir… Y aun después de transcurrido ese tiempo —añadió el profesor con
creciente arrebato—, no es seguro que devolveré a usted la libertad.
—¡Sí, ya lo veremos!… Ayer tuve una larga conferencia con el doctor Bohm,
el amigo más íntimo de mi padre; le consulté sobre los incidentes que concurrieron
a la instalación de usted en esta casa, y de esa conferencia…, escúcheme usted bien,
resulta lo siguiente: usted fue confiada a los cuidados de mi padre bajo la expresa
condición de que la guardaría hasta el momento en que fuese reclamada por el de
usted, o bien hasta que se encontrase un protector honrado y leal que le diese su
nombre. Previendo su muerte, mi padre me transfirió el derecho que tenía sobre
usted, y yo estoy firmemente resuelto a mantener las condiciones estipuladas.
Ante esta imposición Felicia perdió por completo la calma que hasta
entonces había conservado.
—¡Oh Dios mio! —exclamó fuera de sí, uniendo las manos—. ¡No acabará
nunca esta situación miserable!… ¿Es posible que haya de verme obligada a vivir
eternamente en esta horrible dependencia? Durante largos años he tenido la
esperanza de que sería libre el día en que cumpliera diez y ocho años…; sólo con
ese pensamiento he podido soportar los desprecios, las humillaciones, los ultrajes a
que se me sometió diariamente, y en ese pensamiento hallé la calma exterior y la
fuerza para ocultar mis heridas, que tan dolorosamente se desangraban cuando
nadie me veía… ¡No, eso es imposible, no, no será! Ya no soy esa criatura resignada
que por respeto, por la voluntad de aquellos que ya no existen, consentía en
dejarse hollar bajo los pies…, en dejarse pisar sin proferir una queja… ¡Yo no
quiero…, no quiero tener ya ninguna relación con un Hellwig…, y a toda costa
romperé esta odiosa cadena!
—Vuelva usted en sí, Felicia —dijo con voz apagada—, no luche contra sí
misma, como un pobre pajarillo que trata de matarse antes que renunciar a su
independencia… ¡Odiosa cadena!… ¿No comprende usted que me hace un mal
horrible al pronunciar tan implacables palabras?… ¡Cálmese usted!… Será libre en
sus pensamientos y en sus actos, y solamente se la protegerá como a una niña
tiernamente amada… Felicia, ahora sabrá cuán dulce es vivir cuando el amor
piensa por nosotros y por nosotros vela. Solamente esta vez obro invocando la
autoridad de que soy depositario… Su tutor es quien la habla, pero suplicándola
que no dificulte su misión oponiendo una resistencia que, debo repetirlo, no puede
servirla en modo alguno. Yo me encargo de explicar a la señora Frank, que no
puede usted cumplir con el compromiso y que se ha de renunciar a este proyecto.
Jamás aquella niña, que en su corta existencia debió sufrir tan rudas
pruebas, había experimentado una turbación semejante a la que se produjo en su
alma en aquel momento. Voces nuevas y desconocidas gritaban en su interior,
elevándose con fuerza en aquel trastorno de todo su ser; sobre ella se cernía una
nube que ocultaba la tempestad, y adivinaba instintivamente que allí había un
espantoso peligro del que debía librarse a toda costa… Parecíale que desde este
momento una fuerza incomprensible la identificaba con aquel hombre y que cada
una de las palabras con que trataba de zaherirle recaía dolorosamente en su propio
corazón.
Juan conservaba aún entre sus manos las de Felicia, y escuchándola atento,
observaba a la vez sus facciones… Espejo demasiado fiel de sus impresiones, hasta
de las más complicadas, reprodujeron escrupulosamente el espanto y el desaliento
que sentía… La mirada de aquel médico, de aquel observador, acostumbrado a
sondear los más profundos repliegues del alma humana, había debido penetrar
secretos más obscuros que el de aquel corazón infantil que con tanta altivez se
defendía… De repente dejó caer las manos de Felicia y díjola tranquila y casi
alegremente:
—¡No hará usted nada! Tengo abiertos los ojos y mi brazo alcanza bastante
lejos; no se me escapará usted, Felicia… De todos modos no la dejaré aquí…, y en
ningún caso volveré a Bonn sin que me acompañe.
Hacía largo tiempo que la puerta del jardín se había abierto y cerrado varias
veces, mas el ruido se ahogó por la conversación que acababa de mediar. Al fin
apareció Rosa y dijo al profesor que la señora Hellwig esperaba en el salón y que
su prima le suplicaba que fuese a reunirse con ella.
Tal vez esperaba que Rosa se alejase; pero esta esperanza se frustró, porque
Ana retuvo a la doncella a fin de mostrarla sus pobres flores, que se marchitaban
sobre el césped. Al fin se dirigió hacia el pabellón con aire vacilante.
—No esté usted aquí mucho rato —dijo a Felicia, volviéndose hacia ella—; el
viento aumenta y probablemente nos traerá una tempestad. Vuelva usted con Ana
al pabellón.
Así diciendo, desapareció por detrás de los tejos mientras Felicia se alejaba
rápidamente por la orilla del arroyo. Su cerebro, de ordinario bien equilibrado,
parecíale presa de un caos, y en vano trataba de coordinar sus pensamientos a fin
de examinar fríamente la situación en que se encontraba y lograr dominarla. Era,
pues, necesario continuar sufriendo el yugo; no bastaba que se le negase el derecho
de disponer de su persona, sino que había de vivir no lejos de aquel hombre, y esto
tal vez durante algunos años, lo cual era la más espantosa perspectiva que se la
pudiese ofrecer… ¿No había hecho cuanto de sí dependía para demostrarle que le
odiaba con toda su alma y que jamás se extinguiría en ella esta aversión? ¿No era
en él un inconcebible refinamiento de crueldad encadenarla en tales condiciones
más estrechamente que nunca?… ¡No!, prefería mil veces ser maltratada por la
señora Hellwig durante años enteros más bien que vivir tan sólo algunos meses
bajo la vigilancia de aquel hombre, que ejercía sobre ella una influencia satánica…
Pero la voz del profesor ponía en confusión el curso de sus ideas: el tono suave y
amistoso que había adoptado hacia algún tiempo para hablarle conmovía todas las
fibras de su corazón, que latía con más violencia al oírle.
Era preciso refugiarse en el pabellón. Felicia cogió una silla de paja, fue a
sentarse en el recibimiento y sacó su labor del bolsillo. La puerta de la pequeña
cocina y la del salón estaban abiertas de par en par. Nada tan encantador como la
joven viuda en sus funciones de «ama de gobierno»: llevaba un delantal de seda
negra, ricamente guarnecido y con peto; en sus blondos rizos, muy cerca de las
diminutas orejas, balanceábase complaciente una gran rosa encarnada; habíala
cogido al paso, y puesta en el cabello a la casualidad, producía el más gracioso
efecto. Bajo la falda, de bordes festoneados y recogidos, a fin de no entorpecer los
movimientos, veíanse dos piececitos calzados de botines de seda de color castaño,
que se movían con una ligereza infantil; y la expresión del rostro, risueña, feliz e
inocente, mezclábase con esa graciosa gravedad que suele afectar el niño
encargado de una misión, cuando la toma por lo serio… El espectáculo era
encantador, y al ver aquellos vivaces y alegres movimientos, al escuchar aquel
lenguaje cándido y gracioso, no se hubiera creído estar en presencia de una viuda y
de una madre.
—Querida tía —dijo la joven viuda, que estaba llevando la cafetera y que
comenzó a llenar las tazas—, ¿ya vuelves a preocuparte otra vez con esas penosas
historias, que tan dolorosamente te han impresionado?… Volverás a caer enferma;
vale más que pienses en tus hijos, y en mí también, y siquiera por nosotros procura
olvidar todo eso.
—No merezco esa censura —contestó Adela con dulce acento—; nadie ha
tomado más a pecho que yo esa abominación, y no es solamente la pérdida
pecuniaria que sufres, así como mis primos, lo que más me aflige…; otro
sentimiento es el que se agita en mí cuando pienso en ese funesto accidente…
Entre las mujeres hay una solidaridad que no se puede abdicar, y yo me juzgo
profundamente humillada cuando debo reconocer el envilecimiento de una
persona de mi sexo… Esa anciana maléfica que vivía allá arriba, bajo tu mismo
techo, meditó sin duda durante la mitad de su larga existencia para buscar el
medio de afligir a sus parientes… Ha dejado este mundo en guerra con Dios y con
los hombres, despreciando y ultrajando todas las leyes divinas y humanas… Y se
ha presentado ante su juez cargada de pecados que le cierran para siempre las
puertas del cielo… ¡Oh!, esto es verdaderamente espantoso… Mi querido Juan —
añadió de pronto—, ¿puedo ofrecerte una taza de café?
—Ignoro hasta qué punto pudo pecar esa señora —contestó el joven
abogado…—, pero a decir verdad, y recogiendo los informes más contradictorios,
descubro que nadie sabe nada de positivo sobre la difunta; las chismografías de
nuestro buen pueblo se satisfacen con obscuras tradiciones; pero de todos modos,
su testamento prueba que la difunta debía ser una mujer original e inteligente.
Una rápida intuición la reveló, por el sonido de aquella voz, que no estaría
sola en la lucha que se iba a empeñar.
—Contaba usted vivir con mi tía, y ésta era la felicidad que esperaba y de la
cual parecía tan segura, ¿no es así?
—Sí.
—¡Oh, sí! —contestó con viveza la joven—; lo mismo en este punto que en
los demás, la difunta no ha cometido ningún error; era, en efecto, una opereta bufa
que Juan Sebastián Bach compuso expresamente para esta ciudad de X***, y que se
representó en las Casas Consistoriales. Su titulo era éste: La sabiduría de las
autoridades en sus disposiciones relativas a la fabricación de cerveza.
—La partitura estaba escrita toda ella de puño y letra de Bach —continuó
Felicia—; el autor se la había dado a un tal Godofredo de Hirschsprung, y la
difunta la recogió por herencia.
Felicia guardó silencio; en aquel instante hubiera querido estar a cien leguas
del abogado que con tanta obstinación e insistencia la interrogaba.
Esta contestación fue dada con tal firmeza y tan resueltamente, que no era
posible continuar un interrogatorio del que la joven quería sin duda sustraerse;
pero esta generosidad debía costarle cara. La tempestad, suspendida un momento,
se desencadenó con furor… La señora Hellwig se había levantado, y sosteniéndose
con sus dos manos apoyadas en la mesa, fijaba una mirada diabólica en el pálido
rostro de Felicia.
—Tengo por costumbre dar cuenta de mis actos solamente a Dios, mi Dueño
y Señor, y cuanto hago se hace en su nombre, para su gloria y en bien de la
religión… Sin embargo, amigo Frank, quiero decir a usted qué ha sido de esos
papeles, los cuales, según dice, representan una riqueza «inapreciable…» y voy a
decírselo a fin de que esa criatura no conserve ni por un solo instante la idea de
que hay alguna cosa de común entre ella… y yo… La difunta, Córdula Hellwig,
había renegado de Dios por su vida y por sus obras…; era un alma perdida, y
quien ose defenderla sólo demostrará que sigue su misma conducta. En vez de
rezar para recobrar la paz perdida, la solterona se consagraba a estudios
conocimientos condenables, envenenándose con libros y música profanos…, y
hasta los domingos se daba el caso de que perturbase la quietud de mi casa con
actos pecaminosos. Pasaba los días y las noches delante de sus libros, y cuanto más
se entregaba al estudio, más se resistía a los esfuerzos que yo hice para salvarla.
Hacía largo tiempo ya que mi más ardiente deseo era destruir esas míseras
concepciones, en las que Dios no toma parte alguna y que apartan a las almas
débiles del camino de la salvación, y sépalo usted, amigo Frank, yo he sido quien
ha quemado estos papeles.
—¡Y bien!… ¿Qué hay, hijo mio?… —preguntó, volviéndose con ademán de
reto, mientras que su talle se erguía, tomando la actitud y rigidez de una estatua
fundida en bronce—. Tú quieres probablemente reprenderme por haberos
despojado, a ti y a Nataniel, de una herencia cuyo valor es «inapreciable» —
prosiguió con desdeñosa ironía…— Puedes estar tranquilo, porque he
determinado hace largo tiempo tomar algunos tálers de mi propia caja para
indemnizaros a los dos…, y por lo tanto no habré perjudicado a nadie.
—Pues esos viejos papeles amarillos le costarán a usted muy caros, señora,
se lo repito —dijo Frank, tratando de dominarse…— Yo la enviaré mañana una
evaluación aproximada de esos autógrafos, hallada entre los papeles de la difunta
y en la cual se consigna el precio de esos manuscritos, sin incluir el manuscrito de
Bach. Vaya usted, pues, viendo el grave compromiso en que ha incurrido usted
destruyendo esos tesoros inapreciables, y la responsabilidad que pueden exigirle
en su día los herederos de la familia Hirschsprung. ¡Es increíble —añadió—, es
increíble!… Juan, te recuerdo ahora la conversación que tuvimos hace algunas
semanas… ¿No me da la razón el hecho que acaba de producirse?… ¿No ves en
esto un golpe contundente contra tu opinión?
—Apelaré, caballero, al juicio que usted mismo formó hace pocos instantes
—dijo fríamente al joven abogado…— Sabido es que la difunta no tenía el juicio
cabal y no me sería difícil aducir muchas pruebas en apoyo de esta creencia…
¿Quién podría sostener que esa supuesta evaluación de los papeles viejos no es
obra de una insensata?
—¡Aún no; querida tía —dijo la joven viuda con tono de súplica, cogiendo y
oprimiendo su brazo—, aún no, pues no debes perder una ocasión tan preciosa!…
Señor abogado —añadió—, se ha informado usted sobre el paradero de las
colecciones musicales con la «pasión de un amante de la música y de los
autógrafos…;» sírvase indagar también celosamente dónde están las alhajas y la
plata que no han podido encontrarse… ¡Si alguien ha puesto en eso la mano,
seguramente es esa joven!
—¡Su lugar está aquí!… —dijo con firmeza Juan Hellwig, impasible y
silencioso hasta entonces, acercándose a Felicia y cogiendo su mano. El joven Frank
retrocedió un paso, y los dos hombres se midieron con la vista un instante… En la
singular mirada que cambiaron no había vestigio del sentimiento amistoso que
antes los unía.
—Vuelva usted a la ciudad al punto, Felicia —le dijo… Y sus ojos, de mirada
tan fría, tan dura y severa por lo regular, expresaban una emoción profunda—.
Ésta será su última lucha, mi pobre Feli —añadió—, y esta noche será también la
última que pasará bajo el techo de mi madre… Con el día de mañana debe
comenzar para usted una nueva vida…
Tenía cogida la mano de Felicia mientras hablaba, y atrájola un poco hacia sí;
después dejóla caer y volvió al pabellón.
Capítulo XXIV
Felicia se alejó del jardín con rápido paso… Sí, el profesor tenía razón…, era
preciso volver a casa de la señora Hellwig…; había llegado el momento, y parecía
propicio para penetrar en la habitación de la tía Córdula. Delante de la puerta del
jardín la joven encontró a Federica, que llevaba la cena al pabellón, y así es que sólo
había quedado en la casa Enrique… El viento gemía a través de los tilos,
doblegándolos…, e impulsaba a Felicia hacia adelante, sin que la joven pudiese
luchar contra su fuerza…; Y sin embargo, sus pies tocaban el suelo y los árboles la
servían de abrigo… ¡Cuánta debía ser la violencia de los vientos desencadenados
allá arriba, al aire libre, en la pendiente de los tejados!
Enrique le abrió la puerta de la casa; Felicia, pasando por delante sin decir
palabra, entró en la habitación de los criados, y cogió la llave del granero, que
estaba colgada en la pared.
—¡Tía Córdula, he aquí dos ojos fijos en tu secreto tan bien guardado, dos
ojos en los cuales viste muchas veces una ternura sin límites, una abnegación
dispuesta a todas las pruebas!… El joven corazón que jamás dudó de ti, late
conmovido junto al enigma de tu vida, y tan seguro está de tu inocencia como de la
luz del sol que en este momento ilumina tus ventanas abandonadas…; pero quiere
saber por qué has sufrido, quiere medir en toda su extensión el sacrificio que
consumaste durante tu vida entera… ¡Tu secreto debe morir; el fuego destruirá
esas hojas, y la boca que desde su primera infancia aprendió a guardar silencio
sabrá callarse como la tuya!
«¡Tú has cerrado los ojos; para siempre, José, y no pudiste verme arrodillada a los
pies de tu lecho, pidiendo a Dios, con la más ardiente súplica que jamás se le elevara, que te
conservase la vida! Tú pronunciabas mi nombre en la agitación de la fiebre y del delirio;
cuando yo te hablaba, no reconocías mi voz, rechazabas mi mano y ni siquiera tenía
conocimiento de mi presencia junto a ti.
»Tu espíritu se cierne hoy sobre otras esferas…, mas yo estoy aún sujeta a este
mundo, donde tanto hemos sufrido los dos… No debo hablar a nadie de mis tormentos, ni
quiero hacerlo tampoco… ¿Quién los comprendería?… Nadie te ha conocido más que yo…;
pero preciso es que diga la verdad, aunque sea a este papel mudo, que por lo menos ha
conservado alguna cosa de ti. Tú le confiaste tus pensamientos, y me parece que tu voz me
habla en estas paginas. Quiero contestarte en estas mismas hojas en que tu mano reposó;
quiero pensar que estás junto a mí, y que tu mirada profunda sigue mi pluma, destinada a
revelarte el enigma de nuestra existencia.
»¿Te acuerdas del día en que la pequeña Córdula Hellwig buscaba con desesperación
en el desván su gallina favorita, que un perro de caza había puesto en fuga? Estaba aquel
cuarto muy obscuro, pero por una rendija filtrábase un rayo de sol que formaba una
columna de luz en la que se agitaban millares de partículas relucientes: la niña miró por
aquella rendija del tabique que comunicaba con otro desván en donde el vecino
Hirschsprung guardaba la cosecha de su único campo, y allí, sobre la más alta de las
doradas haces, estaba el rústico José que miraba al cielo por la ventanilla del techo.
»—¿A que no me ves? —gritó la niña al través de la rendija: el niño saltó al suelo y
miró a su alrededor—. ¿A que no me ves? —repitió la chiquilla, cuando de pronto oyóse un
ruido seco y una de las tablas detrás de las cuales se escondía la pequeña Córdula se vino
abajo con estrépito. Eras tú, José, y bien me consta que andando el tiempo habrías derribado
las vallas indignas que la sociedad pusiera entre los dos, con la misma energía con que
echaste abajo la tabla que nos separaba aquel día.
»Aún veo, después de haber transcurrido tantos años, el noble y melancólico rostro
de aquel hombre cuando nos refería historias de pasados tiempos. Entonces la familia
Hirschsprung era poderosa, y distinguíase por su valor, y figuraba a la cabeza de Turingia.
¡Cuántas hazañas! ¡Qué generación no interrumpida de héroes! Sin embargo, los relatos
sobre batallas me atemorizaban un poco, y prefería que me contasen por la vigésima vez la
historia del valeroso caballero que amaba tan tiernamente a su joven esposa. Había
mandado hacer dos brazaletes, y en cada cual se grabó la mitad de una estrofa…: él llevaba
uno, y el otro adornaba el brazo de su mujer… Y cuando recibió el golpe mortal en la
batalla, un bribón se precipitó sobre él y quiso arrebatarle aquella alhaja preciosa; mas el
caballero moribundo oprimió convulsivamente el brazalete con su mano izquierda,
soportando los golpes sin soltar la prenda, hasta que su escudero llegó de pronto y dio
muerte al ladrón. Estos brazaletes fueron conservados por la familia, y quedaron en su
posesión hasta la llegada de los suecos. ¡Cómo odiabas tú a los suecos, José! ¿No fueron
ellos causa de la decadencia de los Hirschsprung?… Esta historia era triste, y tu padre la
terminaba siempre diciéndote: “¿Ves tú, José? Si los suecos no hubiesen venido aquí,
hubieras podido estudiar y llegar a ser un gran hombre… Pero no te han dejado más
recurso que el establecimiento y los útiles de tu padre…”. ¡Ah! Esta historia tenía otros
aspectos, ademas de los que tu honrado padre suponía.
»Los Hirschsprung se habían conservado buenos católicos, a pesar de los progresos
que el luteranismo hacía en su país; vivían retirados y fieles a su fe, aunque prudentes; mas
esto no bastó al viejo Adriano de Hirschsprung, que prefería abandonar su morada y su
patria antes que vivir entre los herejes. Había vendido todas sus propiedades, incluso la
gran casa situada en la plaza del Mercado, realizando así una suma de sesenta mil tálers en
oro; y hecho esto, envió a sus dos hijos en busca de una nueva patria en países católicos. Por
entonces, Gustavo Adolfo, rey de Suecia, atravesó la Turingia con veintiún mil soldados;
detúvose un día, el 22 de octubre de 1632, en la pequeña ciudad de X***, y su ejército se
alojó en todas las casas. Hasta la de los caballeros de Hirschsprung se llenó de soldados, y el
viejo Adriano soportó aquella obligación con mal disimulada cólera… Cruzáronse algunas
vivas palabras entre él y los soldados que vaciaban en el patio sus toneles de vino, y la
discusión degeneró muy pronto en contienda, hasta que uno de éstos desenvainó la espada y
hundióla en el pecho del anciano caballero… Adriano cayó de espaldas sobre las baldosas,
sin pronunciar una palabra ni proferir un grito…: estaba muerto. Los soldados saquearon
la casa, llevándose todo cuanto se podía transportar; y cuando los dos hijos del difunto
volvieron, después de haberle esperado inútilmente, su padre reposaba hacía largo tiempo
en el panteón de la familia. En vano buscaron la herencia que les correspondía; los sesenta
mil tálers debían haber caído en poder de los suecos; las cajas, los armarios y los cofres se
hallaban abiertos y vacíos, su contenido diseminado en toda la casa, y ni siquiera se
pudieron encontrar los papeles de negocios, ni los pergaminos de la familia… ¡Tal era la
narración de tu padre, José! La casa, perdida y devastada, se vendió a bajo precio a un
menestral de la ciudad llamado Hellwig; los dos hijos de Adriano se repartieron la módica
suma que se realizó vendiendo las últimas porciones de tierra; Lucas, el primogénito,
abandonó el país y jamás se supo nada sobre su suerte… La otra rama abandonó las armas
de los caballeros, y los descendientes de los poderosos señores que habían combatido a las
huestes sarracenas, y que frecuentaban con ostentación las más brillantes cortes de Europa,
empuñaron la garlopa y el martillo.
»Pero tú, José, tenía más altas miras; del mismo modo que tus hermosos rizos
flotaban sobre tu frente, agitábanse en tu cerebro ideas que te impulsaban a seguir distinto
camino del que emprendieran tus últimos antecesores; así fue que enderezaste tus pasos por
otra senda, aun cuando no se te ocultaba que ésta estaba sembrada de espinas, que la
miseria sería durante largo tiempo tu más fiel compañera. Pero tú sólo veías el elevado, el
noble objetivo a que tendían tus esfuerzos. ¡Y pensar que todo este heroísmo pereció
miserablemente en una buhardilla! El espíritu abandonó el cuerpo, porque éste carecía de
alimento. ¡Oh, Dios todopoderoso!… ¡Una de tus más nobles criaturas murió de hambre!
»En el dorso de la hoja en que trazo estas líneas leo las siguientes palabras escritas
por ti:“Mi querida Córdula ha venido hoy…, iba vestida de blanco y sus bucles de color de
oro caían sobre su cuello…”. Era el día de mi primera comunión, José, y mi madre me había
advertido que visitaba vuestra casa por última vez…, que yo era casi una mujer y que no
convenía a la dignidad de una ilustre familia de negociantes tolerar por más tiempo la
amistad que me relacionaba con unos obreros… Tus padres no estaban en el taller cuando
te comuniqué esta resolución… Aún te veo palidecer y levantarte con violencia, gritando:
“¡Pues bien, vete, vete!”. Pero tu voz se extinguió en un sollozo, nuestras manos se
estrecharon, y desde aquel día data el eterno cariño que debíamos profesarnos.
»¿Cómo podría yo olvidar todo eso, yo, que durante algunos años he resistido a mis
padres, unas veces suplicantes y otras amenazadores?… ¿Cómo podría yo ser perjura? Me
decían que tú eras poco menos que un pordiosero, el hijo de un humilde artesano que
apenas ganaba con su oficio lo necesario para no morirse de hambre; amenazáronme con
maldecirme y desheredarme, pero yo me mantuvo inflexible. ¡Cuán fácil me era esto
entonces! ¡Tú estabas a mi lado! Cuando después de la muerte de tus padres marchaste a
Leipzig, siguiéronse para mí días espantosos. En uno de ellos presentóse en nuestra casa un
hombre alto, delgado, de rostro lívido y de cabello largo y aplanado…; sus facciones tenían
una expresión falsa, hipócrita y maligna… ¡La segunda vista existe, José, y no es otra cosa
sino el instinto preservador que vela en un alma sana! Adiviné, sin dudarlo un instante,
que con aquel hombre la desgracia acababa de traspasar el umbral de nuestra casa. Mi
padre tenía respecto a Pablo Hellwig una opinión muy opuesta; era uno de nuestros
parientes próximos, hijo de un hombre que por su talento había alcanzado gran fortuna y
un cargo de importancia. La visita de este joven primo fue un honor para nuestra casa…
¡Con qué soltura sabía doblegarse aquel hombre! ¡Qué torrente de palabras lisonjeras y
dulces brotaba de sus pálidos labios!
»Ya sabes que aquel miserable osó hablarme de afecto y de matrimonio…; no ignoras
con qué indignación le rechace; pero fue bastante miserable y ruin para solicitar la
intervención de mi padre, que deseaba vivamente aquella alianza; entonces comenzaron
horribles luchas… Tus cartas fueron interceptadas, y las encontré con las mías al morir mi
padre. Se me trató como a una prisionera, sometiéndome a la más degradante vigilancia…;
pero ninguna fuerza humana bastó para obligarme a tolerar la presencia del hombre a quien
aborrecía… Apenas le divisaba, emprendía la fuga, loca de terror… Las almas de tus
antecesores me han protegido, José; he hallado en la antigua casa de los caballeros muchos
rincones de todos ignorados y en los cuales podía ocultarme.
»¿Sería el espíritu de uno de tus abuelos el que cierto día atrajo mi atención sobre
una moneda de oro que estaba a mis pies?
»Una de las paredes del corral amenazaba ruina, y mi padre había llamado a los
albañiles, que demolieron toda la parte maltratada; yo me había sentado en aquellos
escombros, y pensaba en el tiempo lejano en que se elevó aquella construcción… De repente
veo una moneda de oro delante de mí, sobre el césped…; otras brillaban acá y allá entre los
cubos llenos de cal y las paletas tiradas por el suelo… Sin duda alguna, habíase
derrumbado otro lienzo de pared después de retirarse los albañiles del trabajo para ir a
comer; y en medio de las piedras derrumbadas distinguíase la arista viva de un cofre de
madera, vetusto, carcomido y con una abertura, a través de la cual veíase una gran
cantidad de monedas de oro.
»¡Los suecos no se habían llevado la fortuna de los Hirschsprung, José! Allí estaban
los dos brazaletes de oro y los sesenta mil tálers, y con ellos todos los viejos papeles y
pergaminos de la familia. El viejo Adriano había salvado todo cuanto poseía, preservándolo
de la rapiña de los suecos… Yo estaba loca de alegría y no pude menos de exclamar: “¡Padre
mío, padre mío, José ya no es un pordiosero!”.
»Me parece verle aún… Ya sabes que se distinguía por su rostro austero, de
expresión severa, y por la serenidad inmutable de sus facciones; habíase conducido siempre
según los más rigurosos principios de la equidad, y era el hombre más honrado del país.
Ahora estaba inclinado hacia adelante, y sus manos removían aquel montón de oro… ¡Qué
mirada tan singular fijaron en mí en aquel momento sus ojos fríos y rígidos!
»—¿Qué puede tener que ver con esto el hijo del zapatero?, —me preguntó—: ¡Es el
heredero de este tesoro, padre mío!, repuse mostrando en el testamento del viejo Adriano el
nombre de Hirschsprung. ¡Gran Dios!… ¡Cómo cambió al punto aquel rostro impasible!…
—¿Estás loca?, exclamó mi padre, cogiéndome del brazo y sacudiéndome rudamente…
Esta casa me pertenece, con todo cuanto contiene, y sería curioso que viniesen a disputarme
una riqueza que es mi propiedad—. Usted está en su derecho, querido primo, dijo Pablo
Hellwig, con su voz más dulce; pero en otro tiempo esta casa, con todo cuanto contiene,
pertenecía a mi abuelo—. Está bien Pablo, replicó mi abuelo; yo no soy hombre capaz de
negar lo que sea justo—. Y se llevaron el cofre a la casa…
»Aquel robo no tuvo más testigos que yo y los últimos rayos del sol poniente, que se
habían deslizado curiosos sobre las monedas de oro; el astro desapareció en el horizonte, y
fue a iluminar tal vez corazones más honrados… Yo vagué por la casa, sin ver más que
tinieblas por doquiera que se dirigía mi pensamiento.
»Aquella misma noche oí cómo se contaban treinta mil tálers para Pablo, a quien se
dio ademas uno de los brazaletes, por haberlo él así reclamado.
»Yo había guardado y sustraído a las pesquisas el testamento del viejo Adriano…;
ellos lo ignoraban…, y cuando un día Pablo Hellwig me preguntó irónicamente cómo
podría probar el hallazgo del tesoro, hice mención del testamento, declarando que estaba en
mi poder… Entonces ocurrió el horrible suceso final. Mi padre había presidido un gran
banquete…; su rostro estaba purpúreo, sin duda por haber bebido más que de costumbre.
Levantóse bruscamente al oír mi declaración, acercóse a mí, y con sus robustas manos
sacudióme de tal modo que me arrancó un grito de dolor, preguntándome al mismo tiempo
si no tenían ninguna importancia a mis ojos su honor y su consideración… Aún tenía la
última palabra en los labios, cuando su rostro tomó un color más obscuro…, se llevó las
manos al cuello, y cayó al suelo de repente…, delante de mí… Aún respiraba, y mientras
que le sosteníamos, su mirada seguía fija en mí, con una expresión que me perseguirá
siempre… ¡Entonces mi resistencia se quebrantó, José!… El médico salió de la habitación
un instante… yo cogí el testamento y le acerqué a la llama de una bugía…; no podía ver a
mi padre, porque le volvía la espalda en aquel momento, pero mi acción le demostró que me
imponía un silencio eterno… y que por mi falta jamás mancha alguna recaería en su
memoria… Una sonrisa diabólica vagaba en los labios de Pablo Hellwig, testigo silencioso
de aquella escena…
»¡Oh José!… ¡He aquí lo que hice!… ¡Aseguré para mi familia el dinero que te había
robado, y esto… en el instante mismo en que las privaciones te conducían a la muerte!».
Capítulo XXV
Felicia cerró el volumen…; no pudo continuar aquella lectura. En el exterior
todo rechinaba y gemía, y oíase en todas partes como un lamento espantoso; pero
¿qué era esta tempestad, comparada con la que destrozó el alma de aquéllos cuya
historia se refería en el volumen?
—¡Tía Córdula, tú has sido una mártir! Los que disfrutaban del bien robado
empleáronle para conquistar la más alta consideración, el mayor respeto, y han
alcanzado renombre de equidad, de honor y de virtud… Te rechazaron y te
difamaron, y el mundo ciego confirmó tu condena. Vivías aquí arriba despreciada,
aborrecida, y tus labios no se abrieron jamás para revelar el secreto. No tuviste
rencor para los ilusos que habitaban bajo tu humilde vivienda, que comieron con
frecuencia tu pan, y que, en la miseria, se apoyaron tan a menudo
inconscientemente en tu mano caritativa. Tu vasta imaginación se había forjado un
mundo particular, y la dulce y tranquila sonrisa que embellecía tus facciones en la
vejez era señal de la victoria alcanzada por un alma valerosa sobre los malos
sentimientos humanos.
La familia Hellwig era precisamente una de aquellas que el mundo honra sin
restricción. Si alguno hubiese osado señalar con el dedo el retrato que representaba
la más majestuosa cabeza de aquella colección de cuadros consagrados a la
memoria de todos los Hellwig, y decir, designando al hombre reputado como
intachable: «¡Ése fue un ladrón!», sin duda alguna le hubieran lapidado en el acto.
Y sin embargo, había robado la herencia del pobre hijo del zapatero: aquel hombre
respetable había muerto honrado y llorado, llevando sobre su conciencia el negro
baldón de aquel acto vergonzoso, y sus herederos estaban orgullosos de poseer
bienes honrosamente adquiridos… ¡Si él lo supiera! ¡Si le hubiese sido dado echar
una ojeada sobre aquel libro a él, a Juan Hellwig, el descendiente que tanto se
engreía de su origen, aquel que estaba tan resuelto a observar un género de vida
conforme con las sanas tradiciones de sus antecesores!… ¡Aquel que tenía la firme
convicción de que la virtud así como el vicio, la inteligencia lo mismo que la
estupidez, pertenecen a ciertas razas, irrevocablemente designadas para esta
repartición, y no podrían desarrollarse nunca aisladamente en el individuo sin
excepción de origen!
Su mirada medía el espacio con terror sobre el tejadillo saliente del pequeño
vestíbulo. La persona que estaba allí no permanecía inmóvil, como Felicia había
esperado; a pesar del viento y de la tempestad, de la lluvia y de los relámpagos,
aquella persona se paseaba por la galería…, y ahora se veía perfectamente su
figura. Era el profesor. ¿Había oído el rumor de los pasos de la joven?… En aquel
momento estaba vuelto de espaldas aún; quizás entraría en la habitación sin verla;
pero la tempestad, redoblando furiosa, obligó a Juan Hellwig a volverse
bruscamente; un relámpago desgarró la nube, y el viento agitó las ropas y el
cabello de la joven… Entonces el profesor la vio cogida convulsivamente a la
varilla de hierro, con su rostro pálido y en parte oculto por el cabello.
Cuando Felicia adivinó la mirada de horror que se fijaba en ella, parecióle
que perdía más que la vida… Después prodújose en su cabeza como un espantoso
zumbido y perdió la razón.
—¡Sí, sí! —exclamó con risa convulsiva—, ¡he aquí a la ladrona! ¡Llame usted
a la justicia y a la señora Hellwig… Me entrego…, he sido descubierta y estoy
convicta…!
Así diciendo, abandonó el pararrayos y con sus dos manos desvió la masa
de cabello que el viento hacía flotar sobre su rostro.
Juan no vio el estrecho espacio por donde la joven se deslizara para llegar al
tejado; pero con rápido movimiento derribó algunos tiestos, franqueó la escalinata
y lanzóse al tejado… Antes de que Felicia pudiese darse cuenta de su designio,
Juan estaba junto a ella, cogióla con su prodigiosa fuerza y trasladóla al vestíbulo.
Juan cogió dulcemente las dos manos de Felicia entre las suyas.
Felicia dejó escapar un grito y quiso retirar la mano que Juan tenía entre las
suyas, pero éste la retuvo con fuerza.
—¿La espanta esta idea, Felicia? —continuó Juan con profunda emoción…—
Quiero creer, quiero esperar que el espanto lo produce la impresión de lo
imprevisto y no otra cosa peor. Ya supongo que se necesitará tal vez mucho tiempo
antes de que usted sea para mí lo que tan ardientemente deseo, pues su carácter es
tal que debe rechazar la posibilidad de semejante cambio… El enemigo odiado
llegará a ser difícilmente el compañero que se acepta, que se estima y se ama…;
mas para obtener este resultado combatiré con toda la fuerza que pueda hallarse
en una ternura eterna e inquebrantable… Aguardaré…, por penosa que pueda ser
la espera, hasta el momento en que usted me diga: «¡Consiento, Juan!…». Sé por mí
mismo que en el corazón humano pueden efectuarse milagros. He huido lejos de
esta ciudad para triunfar de los combates que mi corazón sostenía… Y entonces fue
justamente cuando el corazón alcanzó la victoria…; el tormento de verme separado
de usted no contribuyó poco a este resultado, y al fin he comprendido que aquello
de que yo quería triunfar, aquello de que yo trataba de librarme, había llegado a
ser la vida de mi alma… Feli, en medio de las insignificantes conversaciones que
oía y de las bellezas amaneradas y coquetas que me rodeaban, veía siempre a la
joven huérfana, llena de abnegación, grave y con su frente pura, que iba junto a mí
a través de los valles, de las montañas y de los bosques. Esa persona me pertenecía,
era verdaderamente la mitad de mi vida; y he visto que no podría desprenderme
de ella sin que mi corazón se hiciera pedazos. Y ahora, ¿no me dirá usted siquiera
una palabra de consuelo?
La joven había poco a poco retirado su mano de la del médico… ¿Podría él,
que tan observador y tan sagaz era, desconocer el cambio que acababa de
efectuarse en la joven? Sus cejas estaban contraídas como por un dolor físico
insoportable…; fijaba en el suelo una mirada apagada, y sus manos frías se
estrechaban convulsivamente.
Al decir esto Felicia levantó sus manos unidas con expresión desesperada.
—Sí…, ¿a qué negarlo? —prosiguió Felicia con una voz en que las quejas se
mezclaban con el llanto…— ¡Usted lo sabe, sí, le amo!… Podría decir en este
instante: ¡consiento, Juan!…, pero jamás mis labios pronunciarán estas palabras.
Esta vez fue Felicia quien fijó una mirada escrutadora en los ojos del
profesor, de los cuales parecía haber desaparecido la vida de repente.
—Esa decisión es cruel —repuso Juan en voz baja y lenta—. ¿Qué le importa
lo que dice, si yo acepto la situación tal como la pinta? Soportaré su desconfianza,
por profunda que sea la herida que me infiera. Día llegará en que la ternura y la
confianza reinen entre nosotros. Felicia, yo la crearé a usted una posición que
nunca llegarán a turbar los malos pensamientos. Sin duda podrá suceder que en mi
frente se forme algunas veces una arruga, y que vuelva a casa con la mirada algo
sombría, cosas inevitables en mi profesión; pero Feli estará allí, y una sola palabra
de ella desarrugará la frente y aclarará la mirada… ¿Es posible que huelle usted
bajo sus pies un afecto como el mío, y que quiera hacer desgraciado al hombre a
quien puede usted proporcionar la mayor dicha en este mundo?
La joven se había acercado a la puerta, pues sentía que la fuerza moral, que
hasta entonces la sostuviera, la abandonaba ante esa elocuencia conmovedora; sin
embargo, era preciso mantenerse firme en su resolución.
—En otros términos —repuso el joven con amargura—, esto significa que
para unirme con usted debo renunciar a mi profesión y retirarme a un desierto, o
bien esforzarme para encontrar alguna mancha, alguna causa de indignidad en el
pasado de mi familia.
Al oír estas palabras, un vivo rubor cubrió las mejillas de la joven, que
acercó involuntariamente las manos a los pliegues del vestido como para
asegurarse de que la cajita de la tía Córdula estaba bien oculta.
Juan Hellwig puso una mano sobre la frente de la joven, inclinóla un poco
hacia atrás y contempló su rostro con una mezcla de cariño, de cólera y de dolor;
después movió ligeramente la cabeza al ver que bajo su mirada los labios de la
joven persistían en permanecer mudos, y un profundo suspiro dilató su pecho.
—¡Por nada del mundo!… —exclamó Adela…— ¡Es preciso que vea él
mismo con quién nos las habemos y de qué persona ha tomado la defensa!… Sin
duda le parecieron muy dulces aquellas palabras que sonaban tan bien: «¡Su lugar
es aquí!». ¡Creyó usted que había conseguido su objeto, coqueta desvergonzada…
pero yo estoy aquí todavía!
Y Adela volvió a llamar; mas no era necesario, pues Juan abría ya la puerta
del corredor y al mismo tiempo Enrique se presentaba en la opuesta.
Así diciendo, Adela arrancó con la rapidez del relámpago la caja que aún
tenía Felicia en su temblorosa mano; la joven dejó escapar un grito, tratando de
recobrar el secreto que la arrebataban…, pero la joven viuda se había retirado
algunos pasos y abrió febrilmente la caja.
Pero aquella mujer joven había aprendido hacía largo tiempo a dominar sus
impresiones, y también a tomar una expresión opuesta a la que debían
comunicarle sus verdaderos sentimientos. Sabía elevar los ojos devotamente hacia
el cielo, aunque el odio y la cólera agitasen su alma; sabía escuchar a un predicador
con el más profundo recogimiento, mientras combinaba interiormente los diversos
elementos de un traje nuevo; sabía pronunciar los discursos más edificantes del
mundo para censurar y deplorar la frivolidad, la ligereza de sus contemporáneas,
tan rara vez dispuestas a entregarse a las lecturas religiosas, y mientras declaraba
que éstas constituían su alimento exclusivo, leía las novelas más insulsas y menos
edificantes.
Aquella increíble hipocresía, aquella incomparable elasticidad no la
abandonaron en tan grave circunstancia, así es que a los pocos segundos recobró
sus armas ordinarias y pudo esperar que triunfaría en la lucha que se iba a
empeñar. Cerró el volumen, y sus facciones expresaron admirablemente la más
completa decepción.
—Tal vez lo haré… cuando lo haya visto —repuso fríamente Juan Hellwig,
alargando la mano para tomar el libro.
—Pero el regalo tendría mucho más valor a mis ojos si me lo hicieras sin ver
lo que el volumen contiene. ¿Tendrías algún interés en conservar ese objeto que es
el primero y único regalo que te pido?
Así diciendo, Juan cerró el paso a la joven viuda… Una mirada furtiva, con
la cual midió rápidamente la longitud del corredor, y un movimiento muy brusco
revelaron su designio de escapar; pero el joven médico cogió a su prima de la
mano, obligándola a permanecer inmóvil.
Por primera vez los ojos grises de Juan Hellwig fijaron una mirada de
desconfianza en el rostro de la joven… Felicia se sonrojó al punto y bajó
involuntariamente los ojos, experimentando un dolor insoportable que
atormentaba su corazón.
—¡Ah, Dios mío! Es inútil que me supliques —repuso el criado, que sostuvo
aquel choque sin conmoverse… No soy tan animal como pudiera creerse…,
mientras que tú, por pura generosidad, serías capaz de hacer un gran disparate, y
esto es lo que no toleraré.
Al oír esto la joven viuda irguióse como si la hubiera mordido una víbora…,
dirigió una mirada furiosa a su adversario, y arrojando decididamente la máscara
de la dulzura, dejóse llevar del arrebato que la conducía a veces a romperlo todo y
golpear cuanto veía a su alrededor. Arrancó el volumen de su bolsillo y arrojóle al
suelo con una risa convulsiva y desdeñosa.
—Sí.
—¿Por qué camino? Yo he hallado todas las puertas cerradas, tales como las
dejé.
—¿Cómo por los tejados?… ¿Hay alguna comunicación entre los graneros?
—Reflexione usted, Felicia, que sería indigno de usted ahora buscar falsas
evasivas, ni aun para llegar a un fin que le parece puro y santo —repuso Juan
severamente, después de esperar algunos instantes a que la joven rompiese el
silencio—. Conteste usted simplemente si o no.
—¡No!
—Ya encontrará usted de nuevo la calma —replicó Juan con acento grave y
penetrante— cuando haya adquirido el convencimiento de que su amor me ayuda
a sobrellevar todos los dolores, todas las pruebas por que deba pasar en mi vida.
—Te ruego, madre mía, que continúes la lectura —continuó el joven médico
con alguna impaciencia—, que ya olvidarás muy pronto ese mal olor al recorrer
ciertas páginas de ese volumen.
—Lo mismo ha sucedido con la parte de ese dinero que se retuvo en nuestra
casa —prosiguió la señora Hellwig imperturbablemente—. ¡Mira a tu alrededor!
¡Ve tu mismo si no reposa la mano de Dios en todos nuestros actos para
bendecirlos, en todos nuestros proyectos para que tengan buen éxito!… Si un
pecado cualquiera pesase aún sobre la posesión de ese dinero, seguro es que de él
no saldrían tan hermosos frutos. Nosotros, tú y yo, hijo mío, hemos convertido en
bendiciones lo que fue en otro tiempo un crimen, merced a nuestro celo en el
servicio de Dios, a nuestra conducta honrada.
—No creo que haya derecho para exigir eso —repuso Juan…— En todo caso,
puesto que te agrada citar la Escritura, te recordaré lo que se ha dicho y lo que se
puede aplicar a nosotros en las actuales circunstancias: «Yo castigare en los hijos
las faltas de los padres».
—Es que me digas —prosiguió Juan—, y esto sin rodeos, por qué medio
llegaste a tener conocimiento de ese secreto.
—Te entregó cierto brazalete, ¿no es cierto? —añadió el profesor con viveza.
La joven viuda vaciló, cerró los ojos y cogióse con mano temblorosa del
ángulo de la mesa para no caer.
—Sin duda no vas del todo descaminado, Juan —dijo la señora Hellwig,
cogiendo el brazo de su sobrina y sacudiéndola vivamente para que volviera en sí,
pues aborrecía los desmayos…—; no vas del todo descaminado, pero los últimos
términos que empleas son demasiado violentos… Eso ha sido una estupidez
inconcebible, convengo en ello, pero que no te autorizaba de ningún modo para
rebajar la alta posición que tu prima ocupa… El paralelo que has establecido entre
ella y la mujer pobre que roba el pan era inconveniente, permíteme decírtelo… Hay
considerable diferencia entre el acto de retener unos bienes que no tienen dueño y
robar conscientemente el pan que pertenece a otro…, pero aún sigue siendo una de
las abominables manías de nuestra época, viciada por ideas subversivas, querer
siempre hacer comparaciones entre individuos de la clase más abyecta y personas
pertenecientes a las familias más distinguidas. Me disgusta mucho oírte decir
semejantes cosas… No es menos inconveniente poner en parangón una joven como
esa Carolina con una dama que ocupa tal posición como la de Adela… Una
doncella recogida por caridad, una…
—¡Oh, oh…, señor hijo!… ¡Hazme el favor de ser más respetuoso y de usar
palabras más sumisas! ¡Estás delante de tu madre! —añadió la señora Hellwig con
tono imperativo, levantando el brazo mientras fijaba en su hijo una terrible
mirada…— Paréceme que te conviertes decididamente en caballero de esa princesa
errante, y muy pronto no me quedará sin duda más remedio que poner mis
respetos a sus pies.
—Ya llegarás a esto, madre mía —respondió el joven médico con la mayor
tranquilidad y sosteniendo la mirada de su madre…— No podrás rehusarle la
estimación y el respeto, puesto que la tomaré por esposa.
—Por esa declaración —dijo— has perdido el último derecho que podía
reconocerte para intervenir en los actos más graves de mi existencia… Que esa
mujer completamente desprovista de sentido moral, que esa calumniadora
infatigable emponzoñe mi vida entera, no es cosa que merece consideración, y
diríase que esto te importa poco. Vivirías tranquilamente aquí en tu hermosa casa,
y cuando vinieran a hablarte de tu hijo, te parecería grato poder decir: «Ha hecho
un buen casamiento, muy conveniente». Pues bien, ese egoísmo sin limites que
demuestras me autoriza para decirte que quiero ser feliz cueste lo que cueste y que
esa felicidad sólo puede proporcionármela esa huérfana pobre y despreciada, a la
cual hemos tratado con tanta crueldad.
—¿Pues qué pido yo?… No reconozco más que dos puntos con los cuales
gobierno mi existencia para alcanzar el uno y evitar el otro: honor…, deshonra. Tú
no puedes dispensarte de respetar mi voluntad, y tu deber de hijo te impone la
obligación de renunciar ahora mismo a tan loco proyecto.
—Confío a usted una cosa preciosa. Protéjala usted y guárdela hasta que yo
venga a reclamarla.
Capítulo XXVIII
Desde que salió de la casa Hellwig, ¡qué metamorfosis exterior e interior se
había producido en Felicia! Había dejado atrás las gruesas paredes de la antigua
morada de los Hellwig y con ellas la opresión de un trato indigno… Todo era
alegría y luz a su alrededor…; no sentía ya pesar sobre ella la intolerancia y la
malevolencia que, semejantes a las aves nocturnas, cerníanse siempre sobre la casa
Hellwig con sombrías amenazas… Opiniones sanas y caritativas, un vivo interés
por todo cuanto el mundo tiene de bello y de bueno, y una vida de familia íntima,
apacible, he aquí lo que la joven encontró al lado de los Frank: Felicia sentíase allí
en su verdadero elemento y fue infinitamente dulce para ella oírse llamar con
todos los nombres cariñosos que le daba la tía Córdula, llegando muy pronto a ser
la niña mimada de los esposos Frank.
Tal era la metamorfosis exterior… ¿Qué diremos del cambio interior que en
ella se había producido? Cuando Juan la llamó, invitándola a dejar todos los
objetos que la recordaban los primeros años de su infancia, obedecióle
inmediatamente; cuando le encontró en el vestíbulo y él cogió su mano para
colocarla bajo su brazo, y cuando salió de la casa de su madre, Felicia le había
seguido silenciosamente, con una docilidad y una confianza ciegas. Felicia era un
carácter extraño que en medio de sus fogosidades y de su espíritu entusiasta y
levantado necesitaba para obrar apoyarse en una base firme. El dolor y las súplicas
del joven médico habían lacerado su corazón…; mas no fueron suficientes para
hacerla vacilar en lo que había resuelto, cambiando sus convicciones; otra fuerza
debía de haberse unido a ésta para ganar a la joven, y, sin saberlo, Juan había
hablado el lenguaje que debía triunfar de sus vacilaciones. Al decirle que deseaba
conocer el contenido del volumen de la tía Córdula, añadió: «No puedo obrar de
otro modo…, y aunque en recompensa de mi abstención voluntaria me prometiese
ser mi esposa, me vería obligado a decir que ¡no!…» a pesar de la situación crítica
en que entonces se encontraba, el corazón de Felicia latió de alegría al oír estas
palabras… La tenacidad con que insistía en descubrir una cosa de que le hubiera
sido tan fácil desentenderse; la energía con que se empeñaba en disipar las
tinieblas, aun a riesgo de herir sus más caras creencias, para llenar un deber, por
penoso que fuera, y del cual no consentía en sustraerse, ni aun a costa de la
realización de su más ardiente deseo, resolvieron la cuestión al fin… Así tenía su
fundamento la inquebrantable confianza sin la cual le hubiese sido imposible a
Felicia la vida conyugal con Juan.
El joven médico visitaba a la señora Frank todos los días, mostrándose más
grave y reservado que nunca; la carga que pesaba sobre él era insoportable y su
permanencia en la casa materna insostenible. La conmoción que la señora Hellwig
experimentaba no dejó de resentirla profundamente, tanto que cayó enferma y
vióse en la precisión de guardar cama. Siempre consecuente consigo misma,
rehusó ver a su hijo y confiarse a su cuidado; en su lugar se llamó al doctor Bohm;
pero Juan no podía consentir en abandonar la ciudad de X*** en semejantes
circunstancias.
Felicia estaba en una situación difícil de explicar: desde que vivía con la
familia Frank, sentábase todas las tardes a determinada hora junto a una ventana, y
esperaba allí, oyendo latir su corazón… No aguardaba largo tiempo; muy pronto,
al dirigir una furtiva mirada a la calle, veía aparecer en la esquina más próxima al
visitante cotidiano, con su aspecto grave y enérgico; y todos los días érale preciso
empeñar una lucha consigo misma, pues si hubiera obrado según el impulso del
sentimiento que la dominaba, habría corrido a su encuentro… Juan se acercaba a la
casa sin mirar a derecha ni izquierda, sin fijar la menor atención en los transeúntes,
con los ojos invariablemente fijos en la ventana, detrás de la cual Felicia parecía
inclinarse sobre su labor… Las miradas de ambos se encontraban, y la joven
reconocía entonces que la vida encerraba una suma de felicidad que su corazón no
había sospechado siquiera. Juan Hellwig no hacía jamás la menor alusión a su
ternura, ni al proyecto que había formado, y Felicia hubiera podido creer que
aquellos sentimientos se habían desvanecido a consecuencia de los últimos
sucesos, a no haber sido por lo que decían los ojos de aquel hombre amado.
Aquellos ojos grises seguían invariablemente todos sus movimientos cuando se
entregaba a cualquiera ocupación doméstica o cuando salía de la estancia…, e
iluminábanse apenas reaparecía, apenas levantaba la cabeza de su labor y volvía el
rostro hacia él. Felicia no dudaba que era siempre para el joven médico aquella Feli
que debía esperarle algún día en su casa, pensando en él…, y ya le esperaba así
todas las tardes. La joven de voluntad de hierro, de mirada llena de odio, de
actitud fría y desdeñosa, no sospechaba cuántos encantos había infundido en ella
aquella transformación: todas las rudezas de aquel carácter que tanto había
luchado habían desaparecido al contacto de los dulces sentimientos del amor de la
mujer.
Y he aquí que iba a llegar el día en que inútilmente iría a esperar sentada
junto a la ventana… En la hora consagrada por la más dulce costumbre, Juan
estaría lejos de allí… e innumerables personas extrañas pasarían entre él y su
Feli… Tal vez transcurriera un largo, un interminable año sin que volviese a
verle… ¿Qué sucedería durante aquel espacio de tiempo?… La joven no veía
delante de sí más que un espacio vacío, árido, triste, que había de serle
insoportable, porque le faltaría lo que le endulzaba la existencia.
La víspera del día fijado para la marcha del joven médico, la familia Frank y
Felicia se disponían a comer cuando la criada entró de pronto para entregar una
tarjeta de visita a su joven amo. Un vivo rubor, efecto de la sorpresa, coloreó el
rostro de Frank, quien levantándose al punto, arrojó la tarjeta sobre la mesa, y salió
del comedor… En aquella tarjeta leíase: «Lutz de Hirschsprung, propietario en
Kiel». Por la puerta entornada se veía el vestíbulo y oíase una voz grave que se
expresaba con elegancia en términos escogidos y corteses…, y después los dos
interlocutores subieron juntos la escalera que conducía al despacho del joven
abogado.
Al fin el joven Frank envió a decir a su madre que los huéspedes iban a
pedirle una taza de café. Felicia mandó hacer todos los preparativos necesarios, y
mientras ejercía su vigilancia en la cocina, oyó que bajaban la escalera. Al atravesar
el vestíbulo, el extranjero hablaba lentamente con el joven médico, y Felicia, del
todo trastornada, creyó que iba a faltarle el valor… Acababa de ver al extranjero…:
era muy alto y delgado, y tenía todo el aspecto y la actitud de un hombre de
mundo…, pero también de un hombre acostumbrado a mandar, a dominar, y en el
cual se reflejaba claramente el alto concepto que tenía formado de su posición y de
la importancia de la clase elevada a que pertenecía. La joven comprendió que el
desconocido no podía ser su abuelo, pues era demasiado joven.
—¡Su madre!… Ignoraba que hubiese dejado una niña —murmuró el señor
de Hirschsprung, tratando de dominar su emoción.
—¡Sí, sí…, es verdad!… Aquí fue, en esta pequeña ciudad, donde aquella
infeliz recibió su castigo…; un castigo terrible, pero que desgraciadamente merecía.
Después de pronunciar estas palabras, con las que creyó sin duda haber
pagado su tributo a las debilidades humanas, irguió su elevada estatura y dijo, con
esa ligereza propia del hombre de mundo, a los que con él estaban:
—Sea admitido aún, hasta cierto punto, que los hombres de la familia miren
las cosas de ese modo…; ¡pero una mujer, una abuela! Debería ser de piedra si al
oír hablar de esa niña no…
—¡Oh!…, le suplico a usted que no diga una palabra más —exclamó Felicia,
presa de un dolor sin nombre, mientras que se deshacía del brazo de la anciana
señora para coger sus dos manos—; ¡ni una palabra más!…
Cuando la puerta se cerró tras él, Felicia hizo un rápido movimiento para
cubrirse el rostro con las manos.
Y con dulce orgullo oprimió más estrechamente a Felicia, que era ya suya
desde aquel momento. ¡Cuánta felicidad brillaba en aquellos ojos que
contemplaban embebecidos el semblante de la joven animado por celestial sonrisa!
—He esperado una hora tras otra esa palabra de libertad —dijo Juan—;
¡loado sea Dios, pues la has pronunciado voluntariamente!… Estaba resuelto a
obtenerla esta tarde, pero dudo que me hubiese parecido tan dulce como ahora…
Cruel Felicia, ¿has esperado a que pesaran sobre mí tantas amarguras para
consentir en hacerme dichoso?
—¿Y cuándo esa boca orgullosa sustituirá el ceremonioso usted por el dulce
tú? —preguntó Juan.
—¡Ah! ¿Conque habías tomado en serio que me iría sin ti? —repuso Juan
riendo—. Si no hubieran los sucesos tomado un sesgo para mí tan dichoso, ya
habrías sabido esta noche que mañana a las ocho partías conmigo a Bonn en
compañía de la excelente señora Frank. Esa buena mamá ha desempeñado muy
bien la comedia que juntos habíamos combinado y en la sala de arriba están los
cofres dispuestos; y yo mismo he elegido, escuchando los consejos de esta señora,
el sombrero de viaje que ha de cubrir esta frente rebelde hasta ahora. Permanecerás
cuatro semanas en casa de la de Berg, y después… en el despacho del fiero profesor
habrá una mujercita que desarrugará el ceño de su marido cuando éste regrese a su
casa preocupado con sus enfermos.
Enrique vive en Bonn con el joven médico, que le quiere y aprecia, y parece
haber llegado al colmo de sus deseos cuando encuentra por casualidad por la calle
a la joven viuda vestida de terciopelo y seda, luciendo los trajes más a la moda,
más nuevos y excéntricos, sin temer ya las observaciones picantes de su primo, y
cuando Adela vuelve la cabeza, como si el rostro del antiguo criado, con esa
expresión honrada, le fuera completamente desconocido, no puede menos de
murmurar con maliciosa alegría: «¡La guirnalda de no me olvides no te sirvió de
nada, noble señora!».