El Secreto de La Solterona. Eugenia Marlitt

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Eugenia Marlit

El secreto de la solterona
Capítulo I
¿Quieres decirme, amigo Hellwig, adónde demonios vas a llevarnos?

—¡Vaya una pregunta! a X***, si en ello no hallas inconveniente.

—Pero ¿quién te ha dicho que para llegar allí hay que subir por esta
empinada cuesta? ¿Estás en tu juicio? ¡Para, para!… Deja que baje, pues maldita la
gracia que me haría volcar y romperme la crisma. ¿Quieres parar, condenado?

—¿Volcar?… ¿Volcar guiando yo?… ¡Vamos! Sería la primera vez que tal
cosa me sucediera.

Apenas dichas estas palabras, un espantoso crujido interrumpió el diálogo;


oyóse la pesada caída de un caballo, después el esfuerzo que hacía para levantarse,
y al fin su rápida carrera a través de los campos.

—¡Bien! La catástrofe era inevitable —exclamó el individuo que había dado


el primer grito de alarma. Y sentándose en el suelo húmedo, añadió—: ¡Eh!…
Hellwig, Mayer, ¿estáis vivos aún?

—Sí —contestó Hellwig, que se hallaba muy cerca y trataba de recobrar su


peluca, extraviada entre los terrones. Toda su confianza, todo su buen humor
habían desaparecido, y la entonación de su voz revelaba cierta inquietud. La
tercera victima de aquel accidente yacía en tierra, y moviéndose a gatas trataba de
incorporarse, prorrumpiendo en maldiciones y lamentos al ver que su corpulencia
le impedía levantarse. Al fin pudo recobrar la posición noble que distingue al
hombre, como ser privilegiado, del resto de la creación. Cuando las tres victimas
estuvieron en pie, pudieron darse cuenta de lo acontecido. Por de pronto el
cochecillo en que los tres amigos habían salido aquella misma mañana de su
ciudad natal, X***, para entregarse a los placeres de la caza, estaba volcado cerca de
la malhadada pendiente por donde su conductor se había obstinado en conducirle,
y hallábase en posición inversa de la que hubiera debido ocupar; sus cuatro ruedas,
en vez de apoyarse en el suelo, estaban al aire; no se oía ya el galope del caballo
perdido, y la sombría noche tendía su manto sobre las funestas consecuencias de la
malhadada confianza de Hellwig.

—Lo cierto es que no podemos pasar la noche aquí —dijo éste con expresión
resuelta—. Hay que pensar en el modo de salir de este aprieto.

—Sí, sí…; ordena, ordena… —murmuró el hombre corpulento, después de


haberse asegurado secretamente de que no tenía nada roto más que la cabeza de su
hermosa pipa—. Sí, ordena, ordena; es lo mejor que puedes hacer después que por
una culpable ligereza has estado a punto de comprometer la vida de dos padres de
familia… Como comprenderás, no es cosa de que pase la noche en este foso de
leones; conque a ver cómo te las arreglas, teniendo en cuenta que diez caballos
reunidos no bastarían para sacarme de aquí a obscuras. Me hundo en un lodazal, y
de allá abajo llega cierta corriente de aire que me va a proporcionar seis meses de
reuma por lo menos… Si así sucede, tú serás de ello responsable, Hellwig. De
todos modos, ya que he sido bastante tonto para seguirte hasta aquí, por lo menos
tendré la prudencia de no arriesgar en los fosos, las ornagueras y los pantanos de
este bendito rincón de tierra la poca vida que me has dejado.

—¡No seas loco, doctor! —dijo el tercer personaje, interviniendo en la


conversación—. No es cosa de que te quedes ahí plantado como un poste de
telégrafo mientras Hellwig y yo vamos a la ciudad en demanda de auxilio. Hacía
rato que estaba viendo que este experto automedonte torcía demasiado hacia la
izquierda, de modo que lo que ahora conviene es tomar por la derecha, cruzando
los campos a fin de volver al buen camino. ¡Vamos, en marcha! Piensa en tu mujer
y en tus hijos, que quizás se lamentan ya y te creen perdido al ver que llega la hora
de cenar sin que hayas vuelto.

El individuo corpulento murmuró algunas palabras para indicar que le eran


muy indiferentes las lamentaciones de su cara mitad; pero abandonando su
posición, se puso en marcha con los dos amigos. La empresa era difícil de intentar,
pues la tierra húmeda, recientemente removida, agregaba un peso enorme a las
botas de caza, las cuales no se alzaban del suelo sin llevarse una buena parte de
barro en las suelas; enormes charcos, invisibles en las tinieblas, hallábanse al paso
del obeso doctor, y éste se hundía con regularidad, salpicando de un liquido
negruzco a sus compañeros de infortunio. Sin embargo, al fin consiguieron llegar
al camino real, y todos cobraron ánimo; el mismo doctor sintió que su mal humor
se disipaba como por encanto, y con su hermosa voz de bajo entonó una alegre
canción.

De repente vióse brillar a lo lejos una luz que rasgaba las tinieblas y que
rápidamente se aproximaba a los caminantes.

Muy pronto Hellwig pudo distinguir en el portador de la linterna el ancho


rostro, de expresión honrada y jovial, de su criado Enrique.

—¿Es usted, señor? —preguntó apresuradamente el recién venido—. ¡Dios


sea loado! La señora temía que estuviera usted muerto en el fondo de un
precipicio.

—¿Cómo sabe ya mi mujer el accidente?

—Le diré a usted, señor… Esta noche ha llegado a nuestra ciudad un


vehículo lleno de actores —el pobre hombre no tenía más que un nombre para
designar a los cómicos, a los titiriteros, a los que hacen equilibrios sobre la cuerda y
demás artistas de igual calaña—, y detrás del coche iba, ¿quién diría usted?… Pues
nuestro caballo, que seguía como si formara parte de aquella comitiva. El posadero
del León, que conoce perfectamente al animal, le ha llevado él mismo a casa…
¡Cómo se ha asustado la señora al verle! Inmediatamente me dio orden de tomar
una linterna a fin de ir en busca de usted, y en el momento de salir he oído que
mandaba a Federica preparar una infusión de manzanilla.

—¿De manzanilla?… ¡Hum! Creo que un vaso de buen vino o de cerveza


calientes me sentaría mucho mejor.

—Sí, señor, también yo pienso como usted, pero ya sabe que cuando la
señora lo manda…

—¡Bien, bien! Anda delante con la linterna, y procuremos llegar a casa.

En la plaza del Mercado los tres amigos se despidieron, estrechándose


silenciosamente las manos, uno de ellos para ir a tomar dócilmente su infusión de
manzanilla, y los otros con el triste convencimiento de que al llegar a casa no
faltaría su poco de sermón, pues las esposas de los tres cazadores, que toleraban
con dificultad la noble pasión de sus maridos, no dejarían de sentir trocarse el
primer impulso de cariño en explosión de cólera al ver el estado en que venían los
trajes y al observar la ausencia del botín de caza, única cosa que aplacaba sus
enfados y que esta vez se había quedado en el fondo del vehículo volcado.

A la mañana siguiente en todas las esquinas de las calles aparecieron unos


carteles rojos anunciando la llegada del célebre prestidigitador Orlowska, conocido
en el mundo entero por su extraordinaria habilidad, y una mujer joven fue de casa
en casa a ofrecer billetes para la representación que se preparaba… Era en extremo
linda, de hermoso cabello rubio y figura imponente, y en sus modales había
dignidad y nobleza; pero su bello rostro estaba pálido, «pálido como la muerte»,
según decían las personas que la encontraban, y cuando levantaba sus largos
párpados, franjeados de pestañas de oro, cosa que hacía raras veces, sorprendíase
una mirada llena de dulzura, a la vez que de dolor, en sus grandes ojos de color
gris obscuro.

Al fin llegó ante la casa de Hellwig, que era la más grande de la plaza del
Mercado.

—¡Señora! —gritó el criado, que pulía y repulía una y otra vez el llamador
de cobre de una puerta de entrada, resplandeciente por su limpieza—. Señora, ahí
está la mujer del comediante.

—¿Qué quiere? —contestó una voz femenil desde una de las habitaciones
del piso bajo.

—Su marido dará una representación mañana, y viene a ver si la señora


quiere algún billete.

—Nosotros somos gente piadosa y no tenemos dinero para semejantes


bufonadas. ¡Despídala usted, Enrique!

El criado cerró la puerta y se rascó la oreja en actitud embarazada, pues la


comedianta por fuerza debía haber oído las palabras de la señora: la pobre mujer
estaba delante de él anonadada, un ligero carmín tiñó por un momento su pálido
rostro, y de su pecho se escapó un débil suspiro. En aquel instante abrióse un
ventanillo que daba al vestíbulo, y oyóse una voz de hombre, apagada por la
emoción o por el temor, que pedía un billete… La joven lo entregó y vio caer en su
mano un doble escudo de plata. Después se cerró el postigo, y corrióse una cortina
verde detrás de los vidrios, antes de que la pobre extranjera pudiese echar de ver
quien había hablado. Enrique, sonriendo bondadosamente y haciendo una
reverencia, abrió la puerta del vestíbulo y la mujer continuó su camino sembrado
de espinas.

El criado cogió un par de botas que había puesto a un lado cuando entró la
forastera, y penetró en la habitación de su amo, a quien ahora podremos ver en
plena luz: es un hombre pequeño, anciano ya, de rostro flaco, pálido, muy enjuto,
pero animado de una expresión de infinita benevolencia.

—¡Ah, señor! —dijo Enrique, colocando las botas en su sitio—. Es mucha


bondad de parte de usted haber tomado un billete a esa pobre señora, que parece
sufrir pasión y muerte…, y a la verdad que me inspira mucha lástima. De seguro
que su marido no tendrá aquí buena suerte… Ya lo verá usted y se acordará de lo
que yo le digo, señor Hellwig.

—¿Por qué no?

—Porque el caballo de usted se pegó como una lapa al coche de esa gente, y
esto es de mal agüero, porque el animal acababa de ocasionar una desgracia…
¡Recuerde usted lo que le digo! Esa pobre gente no será aquí afortunada.

Dicho lo cual, meneó la cabeza, y viendo que su amo nada oponía a su


profecía ni la apoyaba, volvióse al vestíbulo para colocar en su debida posición
delante del cuarto de su ama la esterilla que la forastera había movido con el pie
involuntariamente.
Capítulo II
De bote en bote estaba la gran sala de la Casa de la Ciudad, y aún seguía la
multitud acudiendo en tropel; Enrique se hallaba entre ella, y procuraba abrirse
paso dando codazos y pisotones a diestro y siniestro.

—¡Gran Dios!… —exclamó de pronto, dirigiéndose a uno de sus vecinos—;


si mi señora supiese…, ¡anda, anda la que se armaba! Ya podría mi amo disponerse
a ir a ver al confesor mañana mismo tempranito.

Así diciendo, señalaba con el indice uno de los primeros asientos situados a
un lado de la sala, en el cual se veía al señor Hellwig en compañía de uno de sus
camaradas de infortunio, el doctor Bohm. No sin gran trabajo había logrado
Enrique descubrir a su amo en medio de las muchas personas de viso de la
población, que habían acudido al espectáculo, atraídas por las maravillas que
prometía el programa, a cuyo final se leía lo siguiente:

«La señora de Orlowska representará el personaje de la Virgen del escudo; seis


soldados dispararán contra ella sus armas cargadas con bala, y por un simple
movimiento de su espada desviará los proyectiles que se le dirijan».

La mayor parte de los habitantes de la ciudad de sólo habían acudido a la


fiesta para presenciar este milagro… La joven y hermosa extranjera inspiraba
general interés, y todos deseaban ver que efecto les haría cuando se viera frente a
frente de los cañones de los fusiles Por su parte, el prestidigitador consiguió
también granjearse con sus juegos la voluntad del público: era lo que las mujeres
llaman un hombre interesante, de regular estatura y gallardas formas, facciones
regulares, rostro pálido, cabello negro y rizado, ojos expresivos y finos ademanes:
expresábase en alemán, pero con un acento que recordaba su origen polaco, lo cual
aumentaba el interés que inspiraba, Pero todo esto se olvidó cuando entraron seis
soldados, conducidos por un sargento. Un murmullo corrió entonces por todas las
filas de espectadores, pero muy pronto reinó en la sala silencio sepulcral.

El polaco se colocó detrás de una mesa y preparó los cartuchos en presencia


del público, golpeando con un martillo cada bala, una después de otra, para que
los espectadores, que presenciaban la operación casi sin respirar, se convencieran
de que eran verdaderas, y luego distribuyó un cartucho a cada soldado, hizo cargar
las armas a la vista de todos y después agitó una campanilla.

La joven apareció al punto, avanzó lentamente y situóse frente a los


soldados: era una visión maravillosa… En la mano izquierda llevaba un escudo y
con la derecha empuñaba una espada. Vestía una larga túnica blanca, que
formando graciosos pliegues llegaba hasta los pies; una brillante coraza rodeaba el
busto, prolongándose sobre las caderas, revestidas de brillantes escamas.

Pero ¡que eran todos estos esplendores comparados con la hermosa cabellera
de un rubio mate que se escapaba por debajo del casco y cuyas doradas ondas casi
llegaban hasta el suelo!

La joven fijó una detenida y triste mirada en las bocas de los fusiles que
brillaban a pocos pasos de ella…; pero ni uno solo de sus músculos se estremeció,
ni el más ligero movimiento agitó el flotante ropaje: estaba inmóvil como una
estatua de mármol… La última orden de mando resonó en la sala y los seis tiros
salieron a la vez… La espada de la joven silbó en el espacio, y doce medias balas
rodaron por tierra.

Durante un momento la joven permaneció aún inmóvil, ocultando en parte


sus facciones el humo de la pólvora; pero después se doblegó de repente, dejando
caer su escudo y su espada; su mano derecha se agitó convulsivamente como para
buscar un apoyo, y un grito horrible se escapó de su pecho. «¡Estoy herida!,»
exclamó cayendo en los brazos de su esposo, que había corrido a sostenerla y que
la sacó de la escena, regresando luego y lanzándose frenético sobre los soldados.

Todos habían recibido la orden de morder el cartucho y conservar la bala en


la boca al cargar sus fusiles: en esto estribaba todo el milagro; pero uno de ellos,
joven quinto, turbado por el aspecto imponente de la numerosa asamblea, se
aturdió en el momento de cumplir su cometido, y mientras que sus cinco
compañeros, acusados por el infeliz prestidigitador, presentaban sus cinco balas, el
joven quinto, presa del más grande terror, sólo presentaba un poco de pólvora: su
bala era la que había herido a la infeliz. El prestidigitador, fuera de sí; desesperado,
abofeteó al criminal inconsciente.

Prodújose en la sala gran tumulto; muchas damas se desmayaron y


numerosas voces gritaron pidiendo un médico. El doctor Bohm, que se había
hecho cargo de lo ocurrido mucho más deprisa que el resto de los espectadores,
había acudido ya en auxilio de la mujer herida. Muy pronto volvió, pálido y
abatido, adonde estaba Hellwig, y díjole en voz baja:

—¡No hay remedio! La infeliz joven está perdida irremisiblemente.


Una hora después la esposa del prestidigitador yacía en su cama de la
posada del León; habíanla conducido allí en un sofá de la sala donde la función se
verificaba; Enrique se había empeñado en ser uno de los portadores, y al pasar por
delante de su amo díjole tristemente, mientras gruesas lagrimas rodaban por sus
mejillas:

—¿Ve usted, señor, como no me engañé al presagiar una desgracia?…

La extranjera permanecía inmóvil, con los ojos cerrados: sus cabellos sueltos
caían en desorden sobre las blancas almohadas y arrastraban por el suelo. Su
marido, arrodillado ante ella, apoyaba la frente en el borde del lecho…; la mano de
la joven se posó sobre su cabeza, que tenía hundida en las ropas dela cama.

—¿Duerme Feli? —preguntó la extranjera.

El prestidigitador levantó la cabeza y cogió entre sus manos la de su esposa.

—Sí… —contestó, haciendo un esfuerzo—; la hija del posadero se la ha


llevado a su habitación… Ahora duerme en una camita muy limpia… ¡Nuestra hija
está bien cuidada, Meta de mi vida, adorada mía!

La joven fijó una dolorosa mirada en su esposo.

—¡Yasko —murmuró con voz apenas perceptible—, me muero!

El prestidigitador se dejó caer al suelo, presa de mortal dolor.

—¡Meta, Meta! —exclamó fuera de sí—. ¡No me abandones! ¡Tú eres la luz
que me ha guiado en mi obscuro camino, el ángel que ha clavado en su propio
corazón, para que no punzaran el mío, las espinas de que ha estado sembrada mi
vida! ¿Cómo es posible que yo viva si no te tengo a mi lado, si no siento la dulzura
de tu mirada y los latidos de tu enamorado corazón? ¿Cómo podré vivir sin tu
celestial sonrisa, sin tus palabras que confortan y consuelan? ¿Cómo soportar la
vida, pesando sobre mi alma el remordimiento terrible de haberte asociado a una
existencia miserable? ¡No! Dios, que me oye, no puede condenarme a semejante
infierno… Yo te juro que he de redimir todos los padecimientos que te he causado,
trabajando por ti, pero trabajando noblemente, manejando el hacha o el martillo, si
es preciso. Nos retiraremos a un rincón ignorado, y allí podremos ser felices…
¡Fuera los oropeles! —añadió, arrancando de sus hombros el manto negro bordado
de lentejuelas de oro que constituía su traje de teatro—. ¡Meta, no me abandones, y
comenzaremos una nueva vida!
En los labios de la joven vagó una dolorosa sonrisa, y levantando
penosamente la cabeza, apoyóla en su brazo mientras con el otro oprimía
fuertemente sobre su pecho el rostro de su marido.

—¡Yasko, ten valor! ¡Sé hombre!

Al pronunciar estas palabras, inclinó su cabeza como si fuera a escapársele la


vida, pero abrió nuevamente los ojos, que hasta entonces había tenido cerrados, y
pareció que el alma, a punto de abandonar este mundo, se agarraba
desesperadamente a su mortal envoltura; aquellos labios que iban a reducirse a
polvo debían hablar aún; el corazón no debía callar llevándose a la tumba los
tormentos de la angustia maternal.

—Escucha —dijo después de una pausa durante la cual reunió las pocas
fuerzas que le quedaban—; eres injusto contigo mismo que ninguna culpa has
tenido en mis sufrimientos. He sido amada como lo son pocas mujeres, y estos
años de felicidad bien valen por toda una vida de venturas. Cuando me uní a ti,
sabía con quién me casaba y contenta abandoné la casa de mis padres, de la que
por causa de tu amor me arrojaron. Si algunas sombras han obscurecido mi dicha,
la culpa es mía, sólo mía, que creí mis fuerzas superiores a lo que realmente eran y
que ante el peso de nuestras miserias me sentí débil y fui vencida… Yasko, al
hombre la idea de que su arte, sea cual sea, le ennoblece, le coloca por encima de la
opinión mezquina de los demás; la mujer, en cambio, no sabe resistir al dolor
punzante del menosprecio. ¡Oh Yasko! El porvenir de Feli me aterra, y en este
supremo momento te conjuro a que no la dediques a tu profesión.

Y apretando contra su pecho la mano de su esposo y concentrando toda su


vida en aquellos ojos que pronto se habían de cerrar para siempre, añadió con
acento suplicante:

—Yasko, voy a exigir de ti un gran sacrificio. Sepárate de Feli; confíala a


cualquier honrado y humilde matrimonio; déjala crecer a la sombra y en la paz de
la familia… Prométeme esto, Yasko, único hombre a quien he querido.

El prestidigitador hizo entre sollozos la promesa que su mujer exigía. La


noche fue horrible… La lucha entre la muerte y la vida se prolongaba con
encarnizamiento; pero cuando la aurora iluminó la ventana de la habitación donde
Meta yacía, sus dorados rayos se posaron sobre el cadáver de una mujer joven y
hermosa en cuyas facciones no habían dejado la menor huella las últimas horas de
agonía.
Orlowska se había arrojado sobre el cadáver, costando no poco sacarle de
allí y conducirle a una habitación inmediata.

Dos días después fue enterrada la mujer «del titiritero», como decían
en X***; algunas almas compasivas habían cubierto de flores la modesta caja que
encerraba su cuerpo, y en el cortejo que acompañaba a la pobre extranjera viéronse
algunos de los hombres más notables de la ciudad, figurando entre ellos Hellwig…
El prestidigitador cayó en tierra sin sentido en el momento en que las primeras
paletadas de tierra resonaron sobre el ataúd… Hellwig, que estaba junto a él, lo
sostuvo, lo acompañó hasta la ciudad y permaneció algunas horas al lado de aquel
desdichado que hasta entonces se había mostrado sordo a todo consuelo y aun
había intentado atentar contra su vida. Los que pasaban por delante de la puerta
del cuarto en donde Meta falleciera, oyeron tan pronto desesperados sollozos como
sentidas explosiones de apasionado cariño, a las que respondía una dulcísima voz
infantil; el contraste que ofrecían los tristes acentos del padre y las alegres palabras
de la hija era verdaderamente desgarrador.
Capítulo III
Densos nubarrones cubrían el cielo, era ya muy entrada la noche, soplaba un
viento huracanado, y los primeros copos de nieve empezaban a cubrir los tejados y
las calles y la tierra recién removida de la fosa en que hacía poco había sido
enterrada la joven esposa del polaco.

En el centro de una de las habitaciones de la casa de Hellwig veíase una


mesa cubierta de rico mantel adamascado, de tonos brillantes y sedosos, y junto a
cada plato un cubierto de plata macizo. Detrás de un velador sobre el cual había
colocado un quinqué, entreteníase haciendo calceta la señora Hellwig, mujer alta,
fornida de espaldas, que rayaba en los cuarenta. Su rostro había sido tal vez bello
en la flor de su juventud; por lo menos, las lineas de su perfil eran puras y clásicas,
según las leyes de la belleza regular; pero lo que se adivinaba bien era que nunca
sus encantos habían sido de los que verdaderamente atraen: por grandes, rasgados
y brillantes que hubiesen sido sus ojos, por tersa que hubiese sido su tez, no habían
sin duda bastado a reemplazar ese esmalte que un alma sensible extiende sobre el
rostro de la persona que la posee. Si ese calor interno hubiese vivificado el espíritu
de la señora Hellwig, ¿habría podido su semblante adquirir el aspecto petrificado
que a la sazón tenia? ¿Cómo es posible que después de una juventud consagrada a
la vida del alma, al sentimiento, a esas sensaciones que un corazón sensible
experimenta, asomara a sus ojos esa mirada fría, dura, que ahora la caracterizaba?
Llevaba el cabello alisado en correcta línea a cada lado de la frente, y el resto oculto
bajo un gorro de muselina, que con el traje negro, exageradamente sencillo, de
estrecha manga y puños blancos, comunicaba a la señora Hellwig el aspecto de una
puritana.

De vez en cuando entreabríase una puerta lateral y asomaba por ella el


rostro arrugado de una anciana cocinera en actitud interrogadora.

—Aún no, Federica —decía la señora Hellwig, sin levantar los ojos y con
acento monótono.

Pero las agujas se movían cada vez más rápidamente entre sus dedos, y en
sus delgados labios dibujábase un gesto de amargura. La vieja cocinera sabía que la
señora era poco paciente, y como le agradaba a veces irritarla, exclamó con tono
quejumbroso:

—¡Dios mío! ¿Dónde estará el señor? ¡Bueno estará el asado y a buena hora
voy yo a acabar mi faena!
Esta exclamación le valió una reprimenda, pues a la señora Hellwig no le
gustaba que sus criados expresasen opiniones que no se les pedían. La cocinera se
retiró prudentemente, aunque no sin cierta satisfacción por haber advertido que se
formaba entre las dos cejas de su señora un pliegue muy significativo.

Al fin abrióse la puerta de la casa en el momento en que el reloj hacía vibrar


en el vestíbulo su sonido grave y acompasado.

—¡Oh! ¡Qué ruido tan bonito hace ese reloj de arriba! —exclamó una voz
infantil.

La señora Hellwig dejó su media en una cesta y se levantó, dibujándose en


su rostro una expresión de asombro que borró de él la de impaciencia que antes
revelaba. Oíase como alguien se frotaba las botas cuidadosamente en el ruedo: era
su marido, que entró al punto con aire algo indeciso, llevando en brazos una niña
de unos cuatro años.

—Aquí te traigo algo que no esperas, Brígida —dijo con tono suplicante…
No tuvo valor para continuar cuando observó la mirada penetrante de su esposa.

—¿Qué es eso? —preguntó la señora de Hellwig, permaneciendo inmóvil.

—Te traigo una pobre niña…

—¿De quién es?… —interrumpió aquélla con frialdad.

—De ese infeliz polaco cuya joven mujer ha muerto de una manera tan
lastimosa… Querida Brígida, te ruego que acojas bondadosamente a esta
pequeñuela.

—Supongo que no será sólo por esta noche.

—No… He hecho a su padre una promesa sagrada… Me he comprometido a


guardar a su hija y educarla en mi casa.

Pronunció estas palabras con energía… Era forzoso decirlo.

El pálido rostro de la señora Hellwig se sonrojó súbitamente, y el pliegue de


sus labios se reveló más que nunca. Dio un paso, y apoyando su índice en la frente
con expresión interrogadora e irónica, repuso:
—Temo que no estés en tu cabal juicio, Hellwig…

Su voz conservaba siempre la misma entonación serena y fría, que en


aquella circunstancia era más irritante.

—¿Y te atreves a venirme con esa pretensión, a traerme a mí, que he hecho
de mi casa un templo del Señor, esa criatura hija de comediantes? ¡Necio!…

Hellwig no contestó; pero un relámpago brilló en sus ojos, de expresión tan


dulce por lo regular.

—¡Te has engañado lastimosamente, Hellwig!… —continuó la dama—. No


recibiré en mi casa a esa hija del pecado…, la hija de una mujer degradada que la
cólera divina ha castigado tan visiblemente.

—¿Es esa tu opinión, Brígida?… Dime, pues, qué pecado pesaba sobre tu
hermano cuando se mató tan desgraciadamente en la caza. Fue a ella para
divertirse, mientras que esa pobre mujer ha muerto cumpliendo un penoso deber.

La señora Hellwig palideció, fijando una escudriñadora mirada de sorpresa


en su marido, que acababa de dar prueba de una energía del todo inesperada.

Durante esta conversación, la niña, que Hellwig había depositado en el


suelo, echó hacia atrás la capucha de cachemira rosa que llevaba puesta y dejó ver
su linda cabeza rodeada de abundantes bucles de color castaño, mientras que su
capita caía a sus pies… ¡Qué endurecido debía estar el corazón de aquella mujer,
que no abrió los brazos para estrechar contra su seno a la encantadora criatura!
¿Sería acaso completamente ciega a la gracia de la niña, que correteaba alrededor
de la estancia, examinando todos los objetos con sus grandes ojos de cándida
expresión?… Sus hombros redondos y sonrosados destacábanse de un vestido de
lana de color azul obscuro, cuyas cintas y bordes tenían por adorno un precioso
bordado, la última obra, sin duda, de la que ahora reposaba en la tumba. Pero
precisamente la gracia elegante de aquel traje y la disposición de los rizos que
rodeaban armoniosamente la cabeza y el cuello de la niña, así como los graciosos
movimientos de ésta, excitaron el enojo de la señora Hellwig.

—¡Esa criatura perdida no permanecerá dos horas aquí! —exclamó sin hacer
caso del ademán con que su esposo quiso rectificar tan injurioso como injusto
concepto—. Ésta chicuela, con su cabellera salvaje y sus hombros desnudos, es
indigna de estar en nuestra casa donde siempre ha reinado la moralidad más
severa: esto sería abrir de par en par sus puertas a la frivolidad y al libertinaje, y
me parece que no querrás lanzar entre nosotros esa manzana de la discordia, sino
que ahora mismo vas a ocuparte en llevarla adonde le corresponde, a devolverla al
hombre de quien la recogiste.

Así diciendo, abrió la puerta que conducía a la cocina y llamó a Federica.

—Vista usted a esa niña —dijo imperiosamente a la cocinera, mostrándole


con el dedo la capucha y la capita que estaban en el suelo.

—Vuelva usted al punto a su cocina —dijo Hellwig con un tono de mando


que no admitía réplica.

Atemorizada la cocinera, obedeció la breve orden del amo de la casa.

—Me obligas —dijo Hellwig— a recurrir a medidas y palabras de rigor por


tu dureza y tu crueldad, Brígida, y cúlpate a ti misma y a tus preocupaciones si
ahora te digo lo que de otro modo nunca hubieran pronunciado mis labios. ¿A
quién pertenece la casa que tú pretendes haber convertido, como muy
equivocadamente dices, en un templo para el Señor? A mí… Tú también entraste
en ella como una pobre huérfana…; pero con el tiempo te has olvidado de ello, y
cuanto más te consagraste a convertir mi casa en un templo, como afirmas, cuanto
más has invocado con esos labios el nombre de Dios y el amor cristiano, más
orgullosa y más dura de corazón te has vuelto. Esta casa es mía, yo pago el pan que
comemos, y por esto te declaro resueltamente que la niña no se moverá de aquí. Y
si tu corazón es demasiado estrecho y cerrado al amor para sentir por esa pobre
huérfana un maternal afecto, como esposa mía que eres te exijo que, cumpliendo
mi voluntad, le dispenses esa protección que toda mujer debe a una niña… Si no
quieres perder entre los nuestros la consideración que les mereces, da desde ahora
las órdenes necesarias para la instalación de la niña…; de lo contrario, las daré yo
mismo.

Ninguna palabra pronunciaron los labios lívidos de la señora Hellwig; otra


mujer hubiera recurrido en este momento de impotencia a esa arma terrible que las
mujeres tienen siempre reservada para los casos apurados, a las lágrimas; pero
aquellos ojos fríos no parecían conocer ese manantial benéfico y dulce. Este
mutismo obstinado y la frialdad implacable que toda su figura respiraba tenían
algo de martirizantes y para cualquiera otra persona hubieran sido irresistibles: la
señora, sin replicar una sola palabra, cogió un llavero y salió de la habitación.

El señor Hellwig, suspirando profundamente, cogió la niña de la mano para


pasearla por la habitación. Acababa de librar un combate difícil; para asegurar a la
pobre huérfana un refugio en su casa, había ofendido gravemente a su esposa…
Sabía muy bien que ella no olvidaría ni perdonaría jamás…, jamás, las amargas
verdades que se vio obligado a decirla, porque era implacable.
Capítulo IV
Un momento después Federica entró en la estancia llevando un plato de
estaño, un cubierto y una servilleta limpia que dejó sobre la mesa; mientras esto
hacía, llamaron a la puerta y a poco entró Enrique llevando de la mano a un
muchacho de siete u ocho años, que sacudiendo su gorra de piel para desprender
los copos de nieve a ella adheridos, exclamó dirigiéndose a su padre:

—Buenas noches, papá.

Hellwig cogió la blonda cabeza del muchacho entre sus manos, y besóle con
ternura en la frente.

—Buenas noches, hijo mío —repuso—. ¿Qué tal, te has divertido mucho con
tus amiguitos?

—Sí, pero ese imbécil de Enrique ha venido a buscarme demasiado pronto.

—Ha obedecido las órdenes de tu madre. Ven aquí, Nataniel, y mira esta
niña… Se llama Feli…

—¡Qué disparate! ¿Cómo puede llamarse Feli?… ¡Eso no es un nombre!

Hellwig miró con cariño a la niña, a la que la ternura de sus padres había
dado un nombre poético.

—Su madre la llamaba así —contestó con dulzura a Nataniel—; pero su


verdadero nombre es Felicia… ¿No te parece digna de compasión y de interés? Su
madre fue conducida esta mañana al cementerio…; de aquí en adelante esta niña
vivirá en casa, y tú la amarás como si fuese hermanita tuya, ¿verdad?

—¡No, papá, yo no quiero tener hermanita!

El muchacho, fiel imagen de su madre, tenía bellas, facciones, de un color


blanco y sonrosado admirable; pero también adolecía de la mala costumbre de
apoyar la barba sobre el pecho y mirar con sus grandes ojos por debajo de la frente
inclinada, lo cual le daba una expresión de hipocresía y de astucia. En aquel
momento bajaba la cabeza más que de ordinario, y después levantó el codo como si
se apercibiera a resistir contra algo, y por debajo de él dirigió una maligna mirada
a la niña.
Ésta permanecía en pie, arreglando los pliegues de su vestido con marcadas
señales de turbación. Evidentemente la imponía Nataniel, mucho mayor que ella;
pero poco a poco fuese acercando a él sin dejarse intimidar por su actitud hostil, y
fijando en el muchacho la mirada de sus límpidos ojos, tocó el pequeño sable que
llevaba pendiente del costado. Nataniel la rechazó con enojo y precipitóse hacia su
madre, que entraba en aquel momento.

—¡Yo no quiero tener ninguna hermana! —gritó llorando—. ¡Mamá, despide


ahora mismo a esa niña mal educada!… ¡Yo quiero estar solo aquí contigo y con
papá!

La señora Hellwig se encogió de hombros silenciosamente y fue a sentarse


en el sitio de costumbre ante la mesa preparada para cenar.

—¡A rezar, Nataniel! —dijo, uniendo las manos.

El muchacho imitó al punto el ejemplo, y doblando la cabeza recitó una


larga oración: en semejantes circunstancias aquel rezo no era más que la
profanación de una de las más bellas prescripciones del cristianismo.

El dueño de la casa no probó bocado; su frente, siempre tan pálida, estaba


enrojecida por profunda angustia, y mientras jugaba pensativo con su tenedor, sus
miradas vagaban tristemente de uno a otro de los irritados semblantes de su mujer
y de su hijo. La niña, en cambio, comió con muy buen apetito, y metiéndose en la
faltriquera algunos dulces que junto a su plato había puesto el señor Hellwig, dijo,
dirigiéndose a éste:

—Esto es para mamá; le gustan mucho los dulces, y papá le lleva siempre
grandes cucuruchos de ellos.

—¡Tú no tienes mamá! —exclamó Nataniel groseramente.

—¿Y tú qué sabes? —replicó la niña vivamente excitada—. ¡Vaya si tengo, y


más guapa que la tuya!

Hellwig miró a su mujer con espanto, y maquinalmente levantó la mano


como para tapar la pequeña boca que tan mal entendía su propio interés.

—¿Has pensado en preparar una cama? —preguntó a su esposa con un tono


casi suplicante.
—Sí.

—¿Y dónde dormirá?

—Con Federica.

—¿Y no habría sitio en nuestra alcoba, al menos para los primeros días?

—Si quieres que saquemos de allí la cama de Nataniel…

El señor Hellwig se volvió indignado, y llamando a la cocinera:

—Federica —le dijo—, esa niña estará a tu cuidado por la noche; sé buena y
bondadosa para con ella, porque es una pobre huérfana y hasta ahora ha estado
acostumbrada a la ternura de una excelente madre.

—No haré daño alguno a esa niña, señor Hellwig —contestó la cocinera—;
pero soy hija de padres honrados y jamás he tenido nada que ver con titiriteros…
¡Si supiéramos al menos que los padres de esta chica estaban legítimamente
casados!…

La cocinera miró de soslayo a la señora Hellwig, esperando una señal de


aprobación por su atrevida respuesta; pero su ama, ocupada en doblar la servilleta,
parecía no enterarse de cuanto se decía y hacía a su alrededor.

—¡Esto es ya demasiado!… —exclamó el señor Hellwig indignado—. ¿Habré


de convencerme hoy por primera vez de que no hay en mi casa un poco de
compasión ni de caridad? ¿Y piensas tú, Federica, que te sea permitido mostrarte
despiadada por ser, como tú dices, hija de padres honrados?… Para alejar los
escrúpulos de tu conciencia timorata, quiero que sepas que el padre y la madre de
la niña estaban legítimamente unidos; y ahora te advierto para tu gobierno, que de
hoy en adelante seré implacable contigo si llegas a ofender o mortificar en lo más
mínimo a esa pobre niña.

El señor Hellwig, fatigado al parecer por aquella lucha, levantóse y condujo


a la niña a la habitación de la cocinera. La pobre criatura se dejó acostar
tranquilamente, y durmióse después de haber rezado con voz dulcísima por su
papá, su mamá, su buen tío, que al día siguiente volvería a llevarla al lado de su
madre, y por la «gran dama de rostro maligno».

Federica se acostó mucho más tarde que de costumbre a causa de todos estos
incidentes; estaba poseída de cólera, y desahogaba en alta voz su resentimiento, sin
cuidarse de la niña dormida, cuyo sueño, bastante agitado ya, se interrumpió al fin.
Entonces la criatura, sentándose en el lecho, desvió los bucles que velaban su frente
impidiéndole ver los objetos exteriores, y miró angustiada las paredes ahumadas y
los pobres muebles del reducido y apenas alumbrado aposento.

—¡Mamá, mamá!… —comenzó a gritar en alta voz.

—Cállate, niña —dijo malhumorada Federica mientras se desnudaba—; tu


madre no está ahí… ¡A dormir!

La niña miró a la cocinera con espanto, y después comenzó a llorar en


silencio… Era evidente que todo cuanto la rodeaba le infundía miedo.

—¡Vamos!… —dijo Federica—. ¡Ahora comenzará a gritar esa mocosa! ¡No


me faltaba más que eso! ¿Querrás callarte en seguida, engendro de comediantes?

Y levantó la mano con aire amenazador.

Aterrada la niña, ocultó su cabeza debajo de la colcha.

—¡Oh, mamá, mi querida mamá! —murmuró desolada—. ¿Dónde estás?


Llévame a tu cama… ¡Tengo tanto miedo! Seré muy juiciosa y me dormiré en
seguida… He guardado alguna cosa para ti…, no me lo he comido todo… Feli te
trae algo, querida mamá… Dame siquiera la mano, y estaré quieta en mi camita…

—¡Te callarás al fin! —gritó Federica en el colmo del furor, dirigiéndose


hacia el lecho de la niña; pero ésta no se movía ya, y únicamente de cuando en
cuando percibíase debajo de la colcha un sollozo en vano reprimido. Hacía ya largo
tiempo que Federica dormía el sueño del justo, y todavía la niña, con el mal de
ausencia en el corazón, invocaba en voz baja a su difunta madre.
Capítulo V
Hellwig era comerciante: heredero de una fortuna considerable, habíala
aumentado merced a varias empresas industriales; joven aún, se retiró de los
negocios por falta de salud y se estableció en su pequeña ciudad natal, donde su
nombre era muy considerado. Desde tiempo inmemorial su familia era una de las
más respetadas, y de generación en generación el principal cargo de la ciudad fue
siempre patrimonio de un Hellwig. El más hermoso de los jardines de recreo de los
alrededores y la grande y hermosa casa de la plaza del Mercado habían
pertenecido siempre a los Hellwig, de padres a hijos. La casa formaba la esquina de
la plaza y de una calle en extremo escarpada que ascendía en rápida pendiente por
la montaña, y en dicha esquina elevábase la fachada principal del edificio, del cual
se destacaba un balcón saliente. Las ventanas de los dos pisos superiores tenían
postigos que no se abrían más que tres veces al año, pocos días antes de las
grandes fiestas, para ventilar y limpiar la casa. Las gigantescas cabezas de dragón,
fijas en el tejado para recoger y conducir las aguas pluviales, y las avecillas que
revoloteaban alrededor hubieran podido contemplar en aquellas circunstancias
solemnes las riquezas contenidas en la casa del negociante, el lujo antiguo, pero
exquisito, de aquellas habitaciones tan cuidadosamente cerradas. Allí había
admirables aparadores esculpidos, armarios de resplandecientes adornos, lunas de
Venecia, colgaduras de tapicería o bien de seda de las Indias, sillas rígidas de alto
respaldo; y en los gabinetes retirados, las camas inútiles, reunidas en un montón
cubierto de paños impregnados de un fuerte olor de lavanda.

Aquellas habitaciones estaban inhabitadas porque la tradición se oponía a


que un Hellwig alquilase una parte de su casa… En todo tiempo había reinado en
aquellos grandes aposentos el silencio, sólo interrumpido en grandes ocasiones,
tales como un casamiento o un bautizo, y en el resto del tiempo y de tarde en
cuando por el paso del ama de la casa, que iba a inspeccionar sus tesoros
domésticos, representados por la ropa blanca, los servicios de porcelana y la vajilla
de plata.

Apenas contaba doce años la señora Hellwig cuando fue recogida en aquella
casa; era parienta de los Hellwig, y había perdido súbitamente a sus padres, que
dejaban varios hijos desamparados. Su situación fue triste y amarga, pues su tía era
mujer tan severa como orgullosa; pero Hellwig, su hijo único, se encariñó con la
pobre huérfana, a quien se trataba duramente, primero por compasión y después
por amor. Su madre se opuso desde luego con todas sus fuerzas a esta inclinación,
lo que dio lugar a violentas escenas; pero el enamorado muchacho se salió al fin
con la suya. Hellwig tomaba el silencio hipócrita de su amada por timidez propia
de una joven, su frialdad por reserva hija de la moral más severa, su terquedad por
firmeza. Pero con el matrimonio todas estas ilusiones se vinieron abajo, y al poco
tiempo de casado, aquel hombre bondadoso sintió la mano de hierro de un alma
despótica, y en vez del esperado agradecimiento encontróse con el más grosero
egoísmo.

Brígida le dio dos hijos, Nataniel y su hermano Juan, que contaba ocho años
más. Éste había sido enviado por su padre, al cumplir los once, a casa de uno de
sus parientes, sabio muy distinguido, que residía en una ciudad de las orillas del
Rhin y era director de un célebre colegio.

Tal era la situación de la familia en el momento en que Hellwig llevó a su


casa a la hija del prestidigitador; el terrible accidente de que había sido testigo le
conmovió profundamente, no pudiendo olvidar la angustiosa mirada de la infeliz
madre al recibir la moneda que él le diera cuando humildemente acudió a su casa a
ofrecer billetes para la función. Su corazón sensible sufría ante la idea de que tal
vez en aquella casa la pobre mujer se había sentido herida por el último y más
doloroso aguijón… Después, cuando el prestidigitador le hubo dado a conocer la
última súplica de la moribunda, brindóse sin vacilar a cuidar de la niña; y sólo
cuando se encontró en la obscura calle, donde se oía aún el eco de la última
desgarradora exclamación de despedida del desdichado polaco, y oyó que la niña
fuertemente agarrada a su cuello preguntaba por su madre, solamente entonces
Hellwig pensó en la oposición que le esperaba en su casa, aunque algo confiaba en
la gracia y la belleza incomparables de la pequeña y en la circunstancia de que su
matrimonio no les había dado ninguna hija.

A pesar de su larga experiencia, el buen hombre no conocía bastante el


carácter de su esposa: si la hubiera conocido tal como era en realidad, seguramente
habría vuelto atrás para dejar la niña en brazos de su padre.

Las relaciones entre los dos esposos habían sido hasta entonces simplemente
frías; pero la entrada de la niña en la casa de Hellwig pareció elevar un muro de
granito entre el marido y la mujer. Aparentemente las cosas siguieron su curso
acostumbrado; la esposa paseaba como siempre su investigadora mirada por todos
los aposentos y los rincones de la gran casa; no andaba con ligereza, y su paso
firme, resuelto y pesado crispaba los nervios a toda persona de sensibilidad
medianamente delicada. Durante su inspección, la señora Hellwig pasaba de
continuo su mano grande muy blanca, de nudosos dedos y anchas uñas, sobre
todos los muebles, los marcos de las ventanas y las rampas de las escaleras, y
después mirábase cuidadosamente la palma de la mano y la superficie inferior de
sus dedos a fin de asegurarse de que no había encontrado un átomo de polvo ni la
más pequeña telaraña. Allí se rezaba ahora del mismo modo que antes, y con la
misma monotonía se pronunciaban las palabras con que se ensalza el amor y la
misericordia eternos de Dios, las frases que, repitiendo su precepto, nos ordenan
amar a nuestros mismos enemigos. Toda la familia seguía comiendo junta, y
llegado el domingo, los dos esposos iban juntos a la iglesia. Pero la señora Hellwig,
con terquedad invencible, evitaba dirigir la palabra a su esposo, rechazaba
bruscamente cuantas tentativas hacia éste para una reconciliación, y procuraba por
todos los medios posibles no ver la figura de su esposo. Tampoco parecía existir
para ella la niña intrusa: en la misma noche en que estalló la tormenta en el interior
de la familia, la señora de Hellwig ordenó, una vez para siempre, a la cocinera que
contara con una persona más en las comidas, y arrojó en la habitación de la misma
alguna ropa de cama. El pequeño cofre que contenía los vestidos de Felicia, y que
uno de los mozos de la posada del León había llevado a la casa, fue abierto por
Federica a presencia de su señora, y todas las ropas que encerraba, impregnadas de
un perfume suave y ligero, se colgaron al aire libre para que perdieran ese olor.
Con esto comenzaron y concluyeron los cuidados que se le obligaba a prodigar a la
hija del titiritero, y cuando volvió a su habitación, estaba resuelta a no ocuparse
más de este asunto. Una sola vez pareció brotar en ella una chispa de compasión:
cierto día, y mientras una costurera estaba confeccionando para Felicia dos
vestidos de color obscuro cortados con la misma sencillez del que llevaba la dueña
de la casa, ésta, cogiendo a la niña que se resistía, sujetóla entre sus rodillas y por
entre su enmarañada cabellera pasó y repasó el peine y el cepillo y le untó pomada
hasta que consiguió aplanar y alisar aquel montón de rizos que dividió en dos
trenzas rígidas, feas, recogidas detrás de la cabeza. La aversión de aquella mujer a
todo cuanto era gracioso y elegante, a todo lo que contrariaba los preceptos de su
rigidez, en una palabra, a todo aquello que tomaba del ideal sus líneas y sus
formas, era más poderosa aún que los consejos de su orgullo, que antes la inspiró
la resolución de mostrarse indiferente a la presencia de aquella niña, llegando
hasta aparentar que ignoraba su presencia en la casa. Hellwig creyó que iba a llorar
de sentimiento cuando fue a verle su pequeña protegida, así desfigurada; en
cambio, su esposa se mostró más severa e intransigente si cabe con la niña, después
de haberle impuesto la penitencia que le dictara su espíritu, enemigo de todo lo
bello.

Sin embargo, la niña no era aún tan digna de compasión, pues cuando se
fijaba en ella la fría mirada de aquella cabeza de Medusa, podía refugiarse en los
brazos de un hombre generoso y de buen corazón: Hellwig la quería como si fuese
su propia hija, y aunque no se atrevía a dar a conocer abiertamente esta ternura,
por haber gastado toda su energía en la memorable noche en que osó tener
voluntad propia, ni un punto cesaba de velar solícitamente por Felicia.

Ésta tenía en la habitación de Hellwig, lo mismo que Nataniel, un pequeño


rincón destinado en particular a sus juegos; allí podía, sin que nadie la estorbara,
entretenerse con sus muñecas y mecerlas cantando las melodías que aprendiera
sobre las rodillas de su madre. Nataniel no iba a la escuela, recibía lecciones de
diversos maestros a la vista de su padre; y apenas Felicia llegó a la edad de seis
años, Hellwig atendió también a su educación. Cuando hubo desaparecido la
nieve, absorbida por la tierra árida, cuando los azafranes y las campanillas
empezaron a festonear los negros arriates todavía sin plantas, Hellwig iba
diariamente con los niños al vasto y hermoso jardín que en las afueras de la ciudad
poseía, y allí pasaban el día jugando y dando sus lecciones, y sólo iban a casa a las
horas de comer. La señora Hellwig visitaba rara vez este jardín, prefiriendo hacer
media en su gran habitación, detrás de la ventana cubierta con cortinas de
inmaculada blancura que caían en pliegues con la más perfecta regularidad.

Para obrar así tenía un motivo especial: uno de los antepasados de Hellwig
había mandado arreglar al antiguo estilo francés aquel jardín de recreo, alrededor
del cual alzábanse figuras y grupos mitológicos esculpidos por hábil mano que
destacaban sobre el color obscuro de los muros formados por los tejos. Las
hermosas aunque bastante poco veladas formas de una Flora, los desnudos
hombros y brazos de una Proserpina que se defendía contra su raptor, y los
robustos músculos de un Plutón, atraían las miradas de los visitantes, pero eran
para la señora Hellwig objetos repulsivos.

Al principio de su matrimonio había pedido imperativamente la


desaparición de aquellas pecaminosas representaciones del cuerpo humano, pero
su esposo pudo salvar las antiguas estatuas, haciéndose firme en un párrafo del
testamento de su padre, que ordenaba su conservación. La señora Hellwig, sin
embargo, eludió la dificultad mandando colocar al pie de cada estatua una serie de
plantas trepadoras, y muy pronto el semblante severo de Plutón apareció envuelto
en verde follaje. Cierto día, empero, Enrique, por orden de su amo, arrancó hasta la
última raíz de las plantas trepadoras, y desde aquel momento la señora Hellwig se
abstuvo completamente de visitar el jardín, bien fuese mirando a la salvación de su
alma, bien, y esto es lo más probable, porque las estatuas eran otros tantos testigos
burlones de su derrota. Por este retraimiento precisamente se hallaba Felicia tan a
gusto en aquel sitio.

Detrás de los muros de tejos extendíase una inmensa y magnifica pradera


cubierta de césped; varios nogales gigantescos hundían sus raíces en la hierba
sembrada de flores; un arroyo profundo cortaba el prado en toda su extensión y
deslizábase murmurando bajo los avellanos inclinados sobre él, y el pequeño dique
cubierto de césped, construido para evitar los desbordamientos primaverales del
riachuelo, cubríase en mayo de una alfombra de primaveras, y más tarde por entre
las hierbas asomaban los sonrosados claveles silvestres.

Felicia se mostraba infatigable en sus estudios, y en las horas de trabajo


guardaba una actitud que revelaba el afán con que aprendía; pero cuando, muy
entrada la tarde, Hellwig anunciaba que las lecciones habían terminado, la niña
parecía enloquecida, embriagada por la libertad, y corría sin descanso por el prado
con toda la gracia salvaje del potro en las estepas. Tan pronto trepaba con la
rapidez del relámpago por el tronco de un nogal y pasaba curiosamente a través de
las ramas cruzadas su linda cabeza, sacudiendo su cabellera soltada al aire, como
se la veía echada sobre el césped a orillas del arroyo, con las manos unidas detrás
de la cabeza y fijos los ojos en el obscuro follaje de las copas de los árboles que el
aire mecía; en aquella actitud parecía entregarse a aquellos ensueños de color de
rosa en que se le aparecían un mundo y un porvenir tales como su imaginación
infantil los concibiera por intuición propia y por los recuerdos que en ella dejaran
los fantásticos cuentos en otro tiempo oídos a su lado murmuraba el arroyo; los
rayos del sol, atravesando acá y allá las cercas de avellanos, parecían otros tantos
ojos misteriosos de mirar de fuego; zumbaban las abejas y los abejorros; las
mariposas, que aburridas en los otros jardines revoloteaban ligeras en torno de las
plantas exóticas admirablemente cuidadas, encontraban allí la tierra prometida y
se pasaban confiadas en los cálices de las flores, tocando casi las mejillas de Feli…

Ésta contemplaba pensativa las nubes blancas, bañadas de luz y


fantásticamente formadas, que pasaban a lo lejos sobre las copas de los grandes
árboles, y a su vista un pasado doloroso acudía a su mente. Blanco y envuelto en
un nimbo luminoso era también el vestido que llevaba su madre la última vez que
la viera, y la luz de los cirios se reflejaba en la nívea blancura de la tela que cubierta
de flores había sido colocada sobre el mortuorio lecho. Feli se admiraba de que,
teniendo su madre flores en sus manos, no le hubiese regalado ninguna, y se
desesperaba porque no le permitían besar a su madre despierta, como hacía en
otro tiempo prodigándole y recibiendo de ella dulces caricias: la pobre no sabía
que aquella imagen adorada, llena de juventud, de belleza y de ternura para ella,
hacía tiempo que yacía debajo de tierra.

Hellwig no se había atrevido a decirle nunca la verdad, pues aunque


después de cinco años no preguntara ya por sus padres con lágrimas en los ojos,
siempre hablaba de ellos con apasionada ternura y confiaba firmemente en la
promesa solemne, aunque de doble sentido, que su tutor le hiciera al decirle que
algún día volvería a verlos. También ignoraba la profesión de su padre, porque éste
había querido que así fuese, por lo cual Hellwig dio en su casa las más severas
órdenes a fin de que nunca se hablase a la niña de aquel doloroso pasado. No
presumía que el velo benéfico que había echado sobre los ojos de Feli pudiera
rasgarse por faltarle la mano que lo sostenía; no pensaba en que la muerte podía
trastornar sus planes; y sin embargo, este espectro avanzaba hacia él invisible, con
lento, pero seguro paso.

Hacía largo tiempo que padecía una afección de pecho, pero al igual que
todos los enfermos de este mal hacíase las mayores y más inquebrantables
ilusiones, y aunque ya no podía ir al jardín sino en sillón de ruedas, achacaba esto
a debilidad pasajera que no le impedía trazar grandes planes de cultivos y de
viajes.

Una tarde, el doctor Bohm fue a ver a su amigo; el enfermo estaba sentado
ante la mesa de su despacho y escribía con gran afán: multitud de almohadas
colocadas a su espalda y en los costados sostenían su cuerpo quebrantado y
consumido.

—¿Qué es eso? —exclamó el doctor, haciendo con el palo ademán de


amenazarle…— ¿Qué significa esa extravagancia? ¿Quién te ha permitido escribir,
voto al diablo? ¿Quieres dejar la pluma, condenado?

Hellwig se volvió, y sonriendo alegremente le dijo:

—Ahí tienes un ejemplo de cuan cierto es que el médico y la muerte son


inseparables… En este momento escribía a mi hijo mayor acerca de Feli, y aunque
nunca he pensado en la muerte menos que ahora, cuando tú entrabas, mi pluma
acababa de evocarla.

El doctor Bohm, inclinándose sobre el escrito, leyó en alta voz estas líneas:
«Espero mucho de tu carácter, mi querido Juan, y no vacilaría en confiar a tu
cuidado a la niña que lo fue al mío en el caso de abandonar yo este mundo antes de
haber…».

—Basta ya —dijo el doctor… —¡Ni una palabra más por hoy!…— Y


abriendo un cajón guardó en él la carta comenzada; después tomó el pulso al
enfermo, y su vista se fijó en las manchas rojas circulares que se extendían por sus
mejillas demacradas. — ¡Eres un niño, Hellwig!— continuó el doctor… —¡Apenas
vuelvo la espalda, cometes imprudencias imperdonables!…

—Pero, amigo mío, es que tú me tiranizas sin piedad. Mas algún día nos
veremos las caras; deja que llegue el mes de mayo y entonces verás cómo me
escapo de tus garras.

Pocos días después de esta conversación, las ventanas de la habitación


ocupada por el enfermo en la casa de Hellwig estaban abiertas de par en par; un
penetrante olor a almizcle llegaba hasta la calle, y un hombre vestido de riguroso
luto recorría la ciudad para advertir a los principales notables, en nombre de la
desconsolada viuda, que hacía una hora que el señor Hellwig había dejado de
existir.
Capítulo VI
Unas horas antes del entierro, el ataúd que contenía los restos mortales de
Hellwig fue colocado entre un grupo de plantas junto a la ventana que daba al
vestíbulo donde cinco años atrás la mujer del prestidigitador había sido tan
duramente humillada. Habíase rodeado el cadáver del negociante de toda la
pompa que corresponde a los funerales de un hombre rico: las asas de la caja eran
de plata maciza, y la cabeza del difunto reposaba en un almohadón de seda…
¡Terrible contraste!… ¡Junto al rostro que iba a quedar reducido a polvo se habían
amontonado flores frescas, condenadas a perecer antes de tiempo para honrar al
que ya no existía!

Numerosa multitud iba y venía en medio del mayor silencio: el que allí yacía
había sido rico, respetado y en extremo bondadoso; pero había muerto, y por eso
los ojos de casi todos los presentes apenas se fijaban en aquella faz pálida y
descompuesta, recreándose en cambio en contemplar el suntuoso aparato, última
llamarada de las magnificencias terrenas.

Felicia permanecía acurrucada en un obscuro rincón detrás de los cajones de


naranjos y de laurel rosa que adornaban la estancia mortuoria. Durante dos días no
había podido ver a su tío, como ella le llamaba: la habitación donde aquél falleciera
había estado herméticamente cerrada, y ahora la niña, de rodillas sobre las
baldosas, contemplaba fijamente aquel rostro extraño en el cual había borrado la
muerte hasta aquella expresión de inagotable ternura… ¿Qué sabía ella de la
muerte? Hasta el último instante había permanecido junto a él… y aún no había
comprendido por qué todo había terminado de repente con aquel chorro de sangre
que brotó de sus labios.

Cuando la sacaron del cuarto, el moribundo la miró con expresión indecible,


y una vez en la calle sintió disgusto y cólera al ver las ventanas abiertas, sabiendo
como sabia que su protector procuraba resguardarse de la menor corriente de aire.
Al llegar la noche sorprendióse de que no encendieran la chimenea de la
habitación del señor Hellwig, y suplicó a Federica con lágrimas en los ojos que le
permitiera llevar al enfermo una luz y una taza de té.

—¡Vamos a ver, niña! ¿Tienes la cabeza al revés, o es que no entiendes lo que


se te dice? ¿No sabes que está muerto…, bien muerto?

Al fin la niña vio de nuevo a su tutor, y al encontrarle tan desfigurado


comenzó a comprender lo que era la muerte.
Cada vez que invadía el vestíbulo una nueva oleada de visitantes, Federica
salía de su cocina, y cubriéndose los ojos con una punta del delantal, comenzaba a
enumerar las virtudes de aquel amo a quien había contrariado y afligido en vida
tanto como le había sido posible. Una vez interrumpió su relación al ver de repente
detrás de los naranjos el rostro pálido de la huérfana con los ojos ardientes y secos.

—¡Miradla!… —exclamó—. ¡Ni una lágrima vierte esa ingrata criatura!…


¡No hay en ella ni un átomo de sentimiento!…

—¡Tú no le quisiste nunca y lloras, Federica! —replicó la niña indignada,


pero casi sin voz, y se escondió aún más en su rincón.

Al fin fue desocupándose poco a poco el vestíbulo, y en vez del populacho


curioso, que ahora se situó en la plaza para presenciar el paso del entierro, vióse
nuevamente ocupado por varios personajes vestidos de gran luto, que después de
haberse detenido un momento junto al ataúd fueron a manifestar a la viuda cuanto
participaban de su dolor. El silencio que entonces reinó en el vestíbulo hubiera sido
completo a no ser por el leve murmullo de voces y pasos que se percibían en la
habitación contigua.

Una aparición extraña arrancó de repente a Felicia de su torpor… Allí, tras


de la puerta vidriera que daba al patio, vio una cara…, la misma de aquel que yacía
delante de ella con los ojos cerrados… ¿Cómo podía ser esto? Aquí inanimado…,
allí vivo, con aquella expresión de ternura y de bondad que tan bien conocía,
aunque cubierta la cabeza con una prenda extraña. Parecía un espectro cuando se
acercó a la puerta y la abrió sin hacer el menor ruido: la extraña aparición, que
tenía las mismas facciones que el señor Hellwig, era una anciana bajita, vestida con
un traje mucho tiempo hacía pasado de moda, que lentamente se dirigió hacia el
ataúd… Una falda lisa de seda de color obscuro cubría su anguloso cuerpo,
dejando ver dos pies admirablemente pequeños que se movían con gran
inseguridad. Sobre su frente caían una porción de bucles pequeños, de brillante
blancura y cuidadosamente peinados, que asomaban por debajo de un pañuelo
negro de encaje cuyas puntas llevaba la anciana anudadas en el cuello.

Aquella señora no vio a la niña, que la examinaba inmóvil, sin atreverse a


respirar… Acercóse al ataúd, y a la vista del semblante del cadáver retrocedió
como poseída de miedo y dejó caer un ramo de flores raras sobre el pecho del
difunto. Llevóse un momento el pañuelo a los ojos, y luego aplicó solemnemente
su mano derecha sobre la frente helada del cadáver, y con acento conmovido
murmuró:
—¿Sabes ahora la verdad, Federico?… Sí, ya la sabes… como tu padre y tu
madre la conocen también hace ya largo tiempo… Yo te he perdonado… porque no
sabias que obrabas mal… ¡Duerme en paz ahora! ¡Duerme en paz!

Así diciendo, tocó con cariño las manos lívidas del cadáver y luego se apartó
del ataúd y quiso alejarse sin ruido, como había entrado; pero en el mismo instante
abrióse la puerta de la habitación inmediata, y en el umbral apareció la señora
Hellwig. Bajo el gorro y el velo de crespón negro que cubrían la cabeza de la viuda
destacábase su rostro pálido, frío, rígido como el mármol, e inútilmente se hubiera
buscado un vestigio de emoción en aquellas facciones inmóviles, ni una lágrima en
aquellos ojos profundos.

Llevaba en la mano una corona de dalias, última prenda de afecto que iba a
depositar sobre el ataúd, y su mirada reveló la mayor sorpresa al fijarse en la
anciana. Las dos permanecieron un instante inmóviles una frente a otra; pero los
ojos de la viuda comenzaron a brillar de una manera siniestra y su labio superior
se contrajo un poco dejando entrever sus blancos dientes: la expresión de su rostro
en aquel momento revelaba una sed inextinguible de venganza. También en las
facciones de la anciana pintábase profunda excitación; parecía como que luchaba
con cierta repugnancia indecible, pero logró dominarla, y fijando en el cadáver una
mirada dulce y velada por las lágrimas, tendió su diestra a la señora Hellwig.

—¿A que ha venido usted aquí, tía? —preguntó ésta aparentando no ver el
ademán de la otra dama.

—¡A bendecirle! —contestó la anciana con dulzura.

—La bendición de una impía no tiene valor alguno.

—Dios la escucha, y en su sabiduría y amor eternos no distingue entre las


formas mezquinas cuando un corazón fiel las dicta.

—Y también cuando proceden de las almas cargadas de pecados —


interrumpió la señora Hellwig con fono irónico.

—¡No quiera usted ser juez! —repuso la anciana irguiéndose y levantando el


dedo en actitud amenazadora; pero en seguida abandonó este tono altanero y,
dirigiendo una mirada al difunto, con acento dulcísimo dijo:

—Pero no; ni una palabra más turbará tu reposo. Descansa en paz, Federico.
Y se alejó lentamente, salió del vestíbulo y desapareció detrás de una puerta que
Felicia había visto siempre cerrada.

—¡Vaya una audacia! —dijo Federica, que desde la puerta de su cocina había
presenciado aquella escena.

La señora Hellwig se encogió silenciosamente de hombros y depositó al pie


del ataúd la corona que llevaba. Aún no había podido dominar la emoción
producida por aquel encuentro: sus facciones, no acostumbradas a expresar tiernos
sentimientos y que permanecían rígidas en fuerza de su extremada severidad,
adquirían por el contrario movilidad siniestra cuando habían de expresar odio o
desprecio: el que en aquellos momentos viera la satánica sonrisa que contraía sus
labios no podía ya fiarse de su aparente frialdad.

Se inclinó sobre el cadáver como para arreglar algo, pero su mano cogió el
ramo de la anciana y arrojóle al suelo hasta los pies de Felicia.

Las tres daban en aquel momento; varios sacerdotes oficiantes comenzaron a


entrar en el vestíbulo, al que acudieron todos los invitados seguidos de Nataniel,
junto al cual se veía a otro muchacho muy crecido ya, pero de aspecto delicado: la
viuda había telegrafiado la muerte de su padre a su hijo Juan, el cual llegó por la
mañana para asistir al entierro. Felicia olvidó por un momento su pena, y con la
curiosidad de una niña de nueve años se puso a contemplar a aquel joven alto que
había sido siempre el favorito de su padre… Ninguna lágrima acudió a sus ojos, y
para la niña, que carecía de experiencia, ningún dolor revelaba aquel rostro pálido
y grave.

Nataniel estaba a su lado y lloraba mucho, pero su aflicción no le impidió


empujar a su hermano con el codo para mostrarle a Felicia, a la cual acababa de ver
en el rincón en que se había acurrucado. La mirada de Juan siguió la dirección
indicada, y por primera vez sus ojos se fijaron en la niña…, unos ojos terribles, de
expresión grave y sombría, sin ese brillo que les comunica la bondad y el calor de
un alma noble.

—¡Apártate de aquí, que estás estorbando el paso a todo el mundo! —díjole


Juan con severo tono de mando en el momento en que iban a cerrar el ataúd.

Felicia, avergonzada y temerosa, como si hubiese cometido una falta,


abandonó al punto su rincón y deslizóse, sin ser vista por nadie, en el aposento que
antes ocupaba su padre adoptivo.

Allí comenzó a llorar amargamente… ¡A él no le había estorbado nunca!


Parecíale sentir aún sobre su cabeza aquella mano calenturienta y oír aquella voz
dulce y débil que murmuraba en los últimos días: «Ven aquí, Feli, hija mía… ¡Me
complace tanto verte junto a mí!…».

¿Pero qué martillazos son ésos? ¡Cuán desagradablemente suenan en aquel


sitio donde tantos señores apenas se atrevían a hablar en voz baja!

Felicia levantó la cortina verde para ver qué ocurría… ¡Horror! ¡La figura de
su tío había desaparecido!… Estaba cubierto con una tapa negra que le ocultaría
para siempre… ¡Si levantase la mano, tropezaría por todas partes con tablas tan
duras!… ¡Y un obrero seguía golpeando en la tapa como si quisiera asegurarla
todavía más para que el de dentro no pudiera levantarla! ¡El de dentro, sumido en
profunda obscuridad, metido en aquella caja donde no podía respirar, donde
estaba tan solo!… El espanto hizo prorrumpir a la niña en gritos agudos y
desesperados…

Todas las miradas se volvieron hacia la ventana con expresión de asombro,


pero Felicia vio solamente dos grandes ojos grises, los mismos que antes le habían
causado tanto miedo y que ahora la miraban amenazadores. Entonces se retiró de
la ventana y ocultóse detrás de la gran cortina que dividía la habitación en dos
mitades: allí se acurrucó, dirigiendo miradas de temor a la puerta, que él iba sin
duda a franquear para castigarla y echarla fuera.

Desde su escondite, no vio a los enterradores levantar el ataúd en que


sacaban a su tío de la casa para siempre; no vio el largo y lúgubre cortejo que
seguía al que ya no era de este mundo, como la última sombra que debía proyectar
en el camino de la vida. En la esquina de la plaza, una ráfaga de aire levantó de
pronto las magníficas cintas de seda que pendían del ataúd y que flotaron algunos
instantes. ¿Era aquél el postrer saludo que el muerto enviaba a la niña abandonada
a quien el cariño de su madre había apartado del proceloso mar que su padre
recorría, para arrojarla inconscientemente a una playa desierta e inculta?
Capítulo VII
Desapareció la comitiva y al murmullo de las voces siguió un silencio
profundo; Felicia oyó que la puerta de la casa se cerraba, pero no sabía que con ello
terminaba el drama, en el vestíbulo, y no atreviéndose a salir aún de su escondite,
permaneció sentada en la sillita que su tío la regaló en la última Nochebuena, con
la cabeza sobre las manos y apoyadas éstas en la mesa; su corazón no latía con
tanta angustia, pero sentía como martillazos en la frente y los pensamientos y las
reflexiones se sucedían con febril precipitación en su infantil cerebro. Acordábase
también de la anciana cuyo ramo había sido arrojado al suelo y que los asistentes
habían sin duda pisado…

¿Aquella dama era la vieja solterona aquella que vivía sola allá arriba en el
desván de la parte trasera de la casa, la eterna manzana de la discordia entre
Enrique y la cocinera? A dar crédito a lo que decía ésta, aquella señora tenía sobre
su conciencia cosas horribles…: había sido causa de la muerte de su padre… a la
niña se le había erizado siempre el cabello cuando oía contar aquella espantosa
historia; mas ahora no creía ya en ella. ¡Cómo había de ser una parricida aquella
señora anciana, con su rostro de expresión benévola y sus dulces ojos llenos de
lágrimas!… Enrique debía tener razón cuando contestaba invariablemente,
moviendo su gran cabeza y asegurando que las cosas no habían pasado como se
creía.

Algunos años antes la solterona había vivido con los demás en la parte
delantera de la casa; pero, como decía cada vez con mayor cólera la vieja cocinera,
no había habido medio de que en las tardes de los días de fiesta dejara de entonar
canciones profanas y de tocar piezas alegres. La «señora» había hecho cuanto era
posible para que cesase aquel escándalo, pero inútilmente; y todo el mundo se
habría alejado de aquel lugar de perdición si el señor Hellwig al fin no hubiese
complacido a su mujer, obligando a la solterona a vivir en el desván, donde era
inofensiva, pues desde abajo no se oía el piano.

«Y sin embargo, decíase Felicia, parece que mi tío estaba enojado contra esa
señora, porque jamás hablaba de ella, y eso que era hermana de su padre y se
parecía mucho a su sobrino». Al recordar esta semejanza apoderóse de la niña un
ardiente e irresistible deseo de subir al desván; pero allí estaba el sombrío Juan, a
cuyo solo recuerdo la niña se estremecía de terror, y además la solterona
permanecía siempre encerrada bajo llaves y cerrojos.

En el extremo de un largo corredor apartado y muy próximo a la escalera


que desde los pisos inferiores conducía a los superiores había una puerta; y cierto
día que jugaba con Nataniel, habíala dicho éste: «Allá arriba vive…». Después,
golpeando la puerta con ambos puños, había gritado: «¡Vieja bruja del tejado, baja
por aquí!…». Dicho esto, huyó a todo correr, bajando los escalones de cuatro en
cuatro. ¡Cómo había latido entonces el corazón de Felicia que, poseída de terror,
temía verse perseguida por una mujer muy alta, armada de un gran cuchillo y a
punto de cogerla por el cabello!

El sol descendía a su ocaso y su último rayo doraba aún la torre de la Casa


de la Ciudad; el antiguo reloj de pared dejó oír en la estancia cinco golpes lentos y
sonoros, tan monótonos como aquellos tres después de los cuales había sido
sacado de la casa su antiguo dueño, a quien durante tantos años había
puntualmente servido.

Hasta entonces nada había interrumpido el silencio de la casa; pero en aquel


momento la puerta se abrió bruscamente y oyéronse pasos firmes que resonaron en
el vestíbulo. Felicia corrió ansiosamente la cortina, porque la señora Hellwig se
encaminaba hacia la habitación de su esposo… Era un acontecimiento
sorprendente, pues desde que la niña había estado en la casa jamas vio a la señora
traspasar el umbral de aquella estancia… Entró rápidamente, cerró tras sí la puerta
con cerrojo y detúvose en medio de la estancia: ninguna palabra podría dar idea de
la expresión de triunfo con que el ama de la casa paseó su mirada sobre todos los
objetos que adornaban aquel cuarto que durante tanto tiempo habíase abstenido de
visitar.

Sobre el escritorio del señor Hellwig veíanse colgados en la pared dos


magníficos cuadros al óleo, que representaban un hombre y una mujer. Esta
última, cuyo rostro tenía una expresión altanera, pero en cuyos ojos se reflejaba un
alma inteligente y viva, vestía aquel traje que con tan mal gusto quiso parodiar el
antiguo traje griego. El breve talle de un cuerpo de seda blanca se acortaba más
aún por un ancho cinturón rojo bordado de oro, y el pecho y los brazos, casi
demasiado gruesos y poco menos que descubiertos, no armonizaban en su
provocativa belleza con el modesto ramo de violetas que adornaba la cintura.
Aquella señora era la madre de Hellwig.

La viuda se adelantó algunos pasos y colocóse frente a este retrato;


reflexionó algunos instantes, y subiéndose después a una silla, retiró el cuadro del
lugar que ocupaba hacía tanto tiempo. Después clavó con gran precaución, para no
hacer ruido, un nuevo clavo entre los dos que ya había, y suspendió de él el busto
varonil del padre de su esposo. Hecho esto, bajó de la silla y llevando en la mano el
retrato de su suegra abandonó la estancia. Felicia oyó cómo la señora Hellwig
atravesaba el vestíbulo, subía después al primer piso, luego al segundo, y como sus
pasos resonaban siempre en aquel espacio sonoro, conjeturó que el ama de la casa
iba al granero.

No había cerrado del todo la puerta tras sí, y cuando ya no se oyó el rumor
de sus pasos, asomó por ella el rostro de Enrique.

—¡Bueno!… ¡Ya está consumado, Federica! —exclamó con voz ahogada—.


¡Se ha llevado el retrato de la señora consejera!

Para asegurarse del hecho, Federica se acercó, y abriendo más la puerta miró
a su vez.

—¡Sí, es verdad!… —dijo—. ¡Dios mío! Si la orgullosa dama pudiera


sospecharlo, se agitaría en su tumba… y otro tanto haría nuestro difunto amo…
Preciso es reconocer, no obstante, que vestía un traje horrible…, con el seno
descubierto… Una cristiana no podía ver eso sin sonrojarse.

—¿Crees tú —repuso Enrique, guiñando el ojo— que se lo lleva por eso?


¡Vamos no seas tonta! Voy a decirte lo que es: la madre de nuestro amo no quería
consentir en el matrimonio de su hijo, y esto no se lo perdonará nunca la señora.
En segundo lugar, aquélla era una mujer amable que se encontraba bien
dondequiera que hubiese alegría, y en tercero, en cierta ocasión llamó a su nuera
hipócrita sin corazón. ¿Te vas enterando?

Mientras que Enrique argumentaba de este modo, Felicia se había atrevido


al fin a salir de su escondite; comprendía por instinto que aquel criado ignorante,
pero bueno en el fondo, sería el único apoyo que la quedaba en la casa: la quería
mucho y a su constante vigilancia debía la niña la dichosa ignorancia de su pasado
en que hasta entonces había vivido.

—¡Hola! ¿Ya estás aquí, Felicia? —díjole cariñosamente, tomando la mano de


la niña…— Te he buscado por todos los rincones de la casa… ¡Ven con nosotros a
la habitación de los criados, porque aquí ya nadie querrá tolerar tu presencia,
pobre criatura!… ¡Cuando se retiran hasta los retratos, ya puedes suponer qué se
hará con lo demás!

Y dejando escapar un suspiro, cerró la puerta. Federica se había escapado ya


a su cocina, pues oíanse a lo lejos los pasos de la señora Hellwig que bajaba la
escalera.
Felicia examinó el vestíbulo con espanto… La habitación estaba vacía; en el
sitio que el ataúd había ocupado veíanse muchas flores marchitas y aplastadas.

—¿Dónde está mi tío? —preguntó en voz baja a Enrique, dejándose conducir


por éste.

—Se le han llevado, hija mía…; pero tú ya sabes que está en el cielo… y te
aseguro que allí se halla mejor que aquí…

Así diciendo, cogió su gorra y salió para ir a varios recados.

En la habitación de los criados reinaba la más completa obscuridad, y desde


que Enrique la dejó, la niña permanecía de rodillas en un banco de madera puesto
al pie de una pequeña ventana enrejada, al través de la cual contemplaba un
pequeño espacio de cielo que se distinguía encima de los tejados de las casas de la
estrecha calle, del cielo aquel en donde ahora estaba su tío… De repente se bajó
espantada al ver entrar a Federica con el candil en la mano y un plato con un
pedazo de pan, que dejó sobre la mesa.

—Ven aquí a comer —dijo a la niña—; ésa es tu cena…

Felicia se acercó a la mesa, mas no pudo tomar alimento alguno; y cogiendo


su pizarra, que Enrique había sacado de la habitación del señor Hellwig, comenzó
a escribir. A poco oyéronse pasos en la cocina, contigua al aposento, y Nataniel
asomó su rubia cabeza por la puerta entornada. Felicia tembló, porque el
muchacho era siempre muy grosero cuando se encontraba solo con ella.

—¡Ah, ah! —exclamó—. ¿Es éste el cuarto de la señorita Feli?… Dime, niña
mal educada, ¿dónde has pasado la tarde?

—En el cuarto verde —replicó Felicia sin atreverse a mirar a su perseguidor.

—¡De veras! Hazlo otra vez y ya verás. ¿No sabes acaso que ya no te es
permitido alternar con nosotros? Mamá lo ha dicho… ¿Qué escribes ahí?…

—Mi lección para el señor Richter.

—¡Ah, de veras! ¿Tu lección para el señor Richter? —añadió, borrando con
rápido movimiento cuanto estaba escrito en la pizarra…— ¿Y crees tú que mamá
será tan tonta que te pague los maestros? Ya se guardará bien de ello: todo eso
acabó ya, como dice mamá. Conque ya puedes volver allí de donde viniste, para
ser en adelante lo que fue tu madre y para que hagan contigo lo que con ella
hicieron.

Al decir esto, extendió el brazo como si la apuntara con una escopeta y


simuló un disparo.

La niña le contemplaba con los ojos muy abiertos al oírle hablar de su


madre, de su querida madre. Lo que le decía no había sucedido nunca, pero… ¡era
todo aquello tan ininteligible!

—Tú no conoces a mi mamá —repuso con un tono un tanto interrogador e


indeciso, como si se aguantara la respiración.

—Sé de ella mucho más que tú —repuso Nataniel; y después de una pausa
clavó en la niña su maligna mirada por debajo de la inclinada frente y prosiguió
diciendo—: apostemos a que no sabes siquiera qué oficio tenían tus padres.

La niña hizo con la cabeza un movimiento de inocente ignorancia; pero en


seguida clavó sus ojos suplicantes en los labios de Nataniel, pues conocía
demasiado bien a éste para no saber que iba a decirle algo que le haría daño.

—Eran titiriteros —continuó el muchacho con acento de perversidad—; esa


gente que corren por las ferias, como los que vimos en la última; que hacen
ejercicios de fuerza y de equilibrio, con otras cosas de la misma especie, y cogen
después una bandeja para mendigar cuando ha terminado su representación.

Al oír esto, Felicia dejó escapar su pizarra, que cayó en el suelo y se hizo mil
pedazos: se había erguido de repente, y pasando junto al muchacho, que palideció
de pronto, precipitóse como una loca en la cocina.

—¡Miente! ¿No es verdad que miente, Federica? —exclamó, cogiendo del


brazo a la cocinera.

—No puedo decírtelo, pero me parece que ha exagerado —contestó


Federica, cuyo corazón, aunque bastante endurecido, se enterneció un poco al
observar el intenso dolor que expresaba el rostro de la niña—. Como mendigar, no
mendigaban pero que eran titiriteros, esto sí que es verdad.

—Y de los más malos —añadió Nataniel, que había seguido a su victima,


cuyo rostro contemplaba con aire descarado. Felicia no lloraba, pero miraba a su
perseguidor de un modo, según él, tan desvergonzado con sus ojos negros y
echando chispas, que el chiquillo se sintió poseído de verdadera rabia.

—Sí —continuó, recalcando sus palabras—; los juegos que hacían eran
horribles, y tu madre renegó de Dios nuestro Señor, y he aquí por qué no irá jamás
al cielo, jamás, según dice mamá.

—¡Pero si no ha muerto! —exclamó Felicia, cuyos labios pálidos se


contrajeron febrilmente, mientras que se agarraba a los pliegues del vestido de
Federica.

—¡Oh, sí! —dijo Nataniel—. ¡Ha muerto hace largo tiempo, pobre tonta!…
Pero mi padre no quiso decírtelo… La mataron unos soldados mientras hacía la
comedia allá abajo, en una sala de la Casa de la Ciudad.

Atormentada la niña, profirió un grito de desesperación, pues la cocinera


había confirmado con una señal afirmativa las últimas palabras de Nataniel, por lo
cual comprendió que no mentía.

En esto regresó Enrique, y Nataniel desapareció de la estancia cuando vio


asomar por la puerta al criado… Los seres crueles y pérfidos experimentan una
invencible repulsión hacia los rostros que expresan rectitud y nobleza… La misma
Federica parecía algo avergonzada de lo que acababa de suceder, y ocupábase con
afectación en sus guisos.

La niña no gritaba ya; había apoyado sus brazos en la pared, oprimiendo


contra ésta su frente, pero se oía cómo procuraba reprimir sus violentos sollozos.

El grito de angustia que dejó escapar había llegado hasta el vestíbulo y sido
oído por Enrique, el cual al ver desaparecer a Nataniel sospechó al punto que algo
malo había hecho. Sin pronunciar palabra, volvió hacia si el rostro que la niña tenía
apoyado contra la pared, y obligóla a mirarle. Aquel rostro estaba horriblemente
descompuesto, y cuando la niña vio a su amigo, comenzó de nuevo a llorar
amargamente, repitiendo con desesperación: «¡Han matado a mi madre!… ¡mi
madre, mi buena y querida madre!».

Enrique palideció de cólera y ahogó una maldición.

—¿Quién te ha dicho eso?… —preguntó, volviéndose hacia Federica con


expresión amenazadora.

La niña guardó silencio, pero… Federica empezó a contar lo ocurrido,


mientras atizaba el fuego y echaba agua a los guisos que no la necesitaban y se
entretenía en otras menudencias para no tener que mirar a Enrique cara a cara.

—¡Dios mío! —dijo—, a mí también me parece que Nataniel no ha debido


decirle eso hoy; pero mañana, o pasado la señora se encargará de la niña, y ten por
seguro que no habrá para ella contemplaciones.

El criado condujo a Felicia a la habitación de la servidumbre, sentóse a su


lado en un banco de madera, y trató de calmarla en cuanto le permitía su
inteligencia inculta. Refirióle, procurando atenuarlo en todo lo posible, el drama de
que fuera testigo en la Casa de la Ciudad y terminó diciéndole que su madre, de
quien entonces todos decían que parecía un ángel, estaba sin duda en el cielo,
desde donde podía velar a todas horas por su hija. Después acarició cariñosamente
la cabeza de la niña, que había prorrumpido otra vez en sollozos de angustia.
Capítulo VIII
A la mañana siguiente las campanas repicaban a vuelo, y la reducida calle
llenábase de numerosa multitud que se dirigía al templo situado en uno de los más
elevados sitios de la ciudad; con sus trajes de terciopelo, de seda y de otras telas
menos ricas, pero que sus dueñas sólo vestían en los días de fiesta, acudían las
mujeres a la iglesia, luciendo sus galas no sólo en honra y gloria de Dios, sino
también para deslumbrar a sus amigas, pero sobre todo a los amigos.

En la esquina de la plaza abrióse una puerta para dar paso a una niña
vestida de negro y la cabeza cubierta con un pedazo de tela del mismo color, sujeto
bajo la barba con un alfiler: nadie hubiera reconocido a Felicia con este traje feo y
ordinario que Federica le había puesto, diciéndole que la señora la regalaba aquel
hermoso chal para su luto. Después la ordenó que fuese a la iglesia, prohibiéndole
colocarse, como antes hacía, en el banco de la familia, y diciéndole que debía
sentarse en los destinados a los niños de la escuela pública.

Felicia, oprimiendo contra su pecho el devocionario, atravesó


precipitadamente la plaza del Mercado: reconocíase que tenía impaciencia por
llegar pronto al templo; pero de pronto divisó tres personas vestidas de negro,
cuya vista le hizo acortar el paso… Sí, la señora Hellwig era la que se adelantaba,
ostentando su elevada estatura entre sus dos hijos; y todos aquellos que encontraba
al paso saludábanla e inclinábanse respetuosamente. Aquella señora en su vida
había dirigido a nadie una sola palabra de conmiseración, una mirada benévola;
los que la necesitaban o dependían de ella encontrábanla siempre dura, inflexible y
desdeñosa; y el muchacho que iba a su izquierda insultaba a los mendigos que se
presentaban en la puerta de la casa y aun solía despedirles con algún puntapié;
ademas mentía descaradamente y luego juraba por todos los santos que había
dicho la verdad. Pero ¿qué importaba todo esto? Ahora todos juntos se
encaminaban al templo, en donde se sentarían en banco privilegiado y elevarían
sus oraciones a Dios. Y Dios les quería e irían al cielo… porque no eran titiriteros.

Los tres personajes desaparecieron bajo el pórtico de la iglesia; la niña los


siguió con angustiosa mirada y luego pasó de largo por delante de las puertas que
dejaban escapar los sonidos del órgano y al través de las cuales entre las sombras
de la espaciosa nave se divisaba la multitud de fieles apiñada en estrechas hileras
de bancos. Pero los acordes del órgano no conmovieron a la indignada niña, que se
alejó presurosa de aquel sitio. No se sentía aquel día con fuerzas para rezar a Dios
que había rechazado a su desdichada madre, que no la había admitido en su
inmenso y azulado cielo: la pobre estaba sola en el cementerio y allí debía visitarla
su hija.

Felicia dobló una calle cuya pendiente rápida ascendía por la montaña, y
después ganó la puerta de la ciudad con sus sólidas y sombrías torres, más allá de
las cuales extendíase la campiña, donde se veía un cercado cubierto de verdura
dentro del cual crecían hermosos tilos que formaban con los viejos y ennegrecidos
muros de la ciudad el mismo extraño contraste que formaría una corona de mirtos
en una cabeza cubierta de canas. ¡Cuán solemne silencio reinaba en aquellas
alturas! Felicia tenía miedo del ruido que producían sus propios pasos al crujir
sobre la arena; parecíale que recorría un camino vedado, pero corría cada vez más
de prisa hasta que casi sin aliento llegó a la puerta del camposanto.

Felicia no había estado nunca en aquel lugar silencioso; no conocía aquellos


pequeños campos uniformes que se extendían uno al lado del otro, ni aquellas
losas debajo de las cuales desaparece la vida. Junto a la verja de hierro de la puerta
dos grandes macizos de saúcos asomaban sus ramas inclinadas por el peso de sus
negras y brillantes bayas, y a un lado se alzaban los negruzcos muros de la capilla,
formando todo ello un conjunto sombrío; pero más allá extendíase una planicie
sembrada de flores y poblada de bosquecillos que iluminaba con sus pálidos rayos
un sol de otoño.

—¿A quién vienes a visitar aquí, niña?… —preguntó un hombre que en


mangas de camisa estaba apoyado en la puerta del cementerio contemplando las
azuladas espirales de su pipa.

—¡A mi mamá! —contestó Felicia, paseando su mirada sobre el vasto campo


cubierto de flores que ante ella se extendía.

—¿Cómo, ya está aquí? ¿Y quién es?

—La mujer de un cómico.

—¡Ah!, ya caigo. Será aquella que murió cinco años hace en la Casa del
Ayuntamiento. Allá está, cerca del rincón de la capilla.

La pobre criatura detúvose delante de aquel pequeño montón de tierra, bajo


el cual se hallaba sepultado el objeto de todos sus más dulces y ardientes ensueños
infantiles… Todas las tumbas que veía alrededor estaban adornadas y la mayoría
aparecían tan cubiertas de flores multicolores que no parecía sino que Dios había
dejado caer sobre ellas todas las estrellas del firmamento. Sólo el pedazo de tierra
que se extendía ante la niña no presentaba más que un césped inculto y varias
plantas silvestres, y hasta algunos transeúntes indiferentes habían practicado al
través de él un sendero; las lluvias habían rebajado en aquel sitio el terreno y
hundido al pie de aquella tumba abandonada la piedra blanca y sin adornos en
que se leía el nombre de Meta Orlowska, trazado en grandes letras negras. La niña
se arrodilló sobre aquella losa y con sus manecitas removió un reducido espacio
desnudo de césped. ¡Tierra, nada más que tierra! Aquella masa agobiaba bajo su
peso inexorable el dulce rostro, la hermosa figura cubierta de ricas vestiduras, las
manos rígidas y blancas como los lirios, que ella había visto posadas sobre un
lecho de flores. ¡Ay!, ahora demasiado sabía la infeliz niña que no dormía su madre
la última vez que la contemplara.

—¡Querida mamá! —murmuró—, tú no puedes verme, pero estoy aquí,


junto a ti; y si Dios te ha rechazado, lo cual se ve claramente, puesto que ni siquiera
te ha concedido una pobre flor; si nadie en este mundo se acuerda de ti, yo te amo
siempre y quiero estar contigo… Solamente a ti amo; a Dios no, porque ha sido tan
severo y tan malo para ti.

Tal fue la primera oración de la niña sobre la tumba de su madre. De pronto


sopló una ligera brisa, suave, refrescante, como si la mano de su madre se posara
sobre la calenturienta frente de su idolatrada Feli. Las margaritas se inclinaron
suavemente hacia la huérfana, y sobre ella extendía su inmensidad luminosa el
cielo, ese cielo al que la ignorancia del hombre quisiera transportar las pasiones y
los odios de la humanidad.

Cuando Felicia volvió a su casa, ignoraba cuánto tiempo había permanecido


allí, en el silencioso recinto; pero vio la puerta entornada y pudo deslizarse en el
interior sin llamar. De pronto se detuvo poseída de espanto: la habitación de su tío
estaba del todo abierta y oíase la voz de Juan, que se paseaba de un lado a otro con
paso lento, pero firme.

Por muchas que fuesen las angustias sufridas desde la víspera por la niña,
mayor espanto le causaba arrostrar la mirada de aquellos ojos grises, oír aquella
voz fría, de entonación severa; así es que permaneció inmóvil, como si sus
pequeños pies hubiesen echado raíces en las baldosas.

—Apruebo en un todo cuanto has hecho, madre —decía Juan—; esa molesta
criatura debía de haber sido confiada a una familia de artesanos…; pero esta carta
interrumpida tiene para mí la fuerza, el valor de un testamento en forma… He
oído decir una vez a mi padre que no consentiría por ningún estilo en que esa niña
abandonase la casa, y las palabras escritas por él: No temo nada respecto de la suerte
de la niña que se me confió, puesto que la dejo a tu cuidado…, me sustituyen a él,
imponiéndome el deber de cumplir con sus deseos… No me corresponde juzgar la
conducta de mi padre; pero si hubiera querido recordar la invencible repugnancia
que me inspira la clase de gente a que esa niña pertenece por su origen, tal vez me
habría dispensado de semejante tutela.

—¡Tú no sabes lo que me pides, Juan!… —interrumpió la viuda con tono


lastimero—. Durante cinco años he debido soportar silenciosamente la presencia
de esa criatura abandonada de Dios…, y no puedo tolerarla por más tiempo.

—Entonces no queda más remedio que hacer un llamamiento al padre de la


niña.

—¡Sí ya puedes llamar!… —replicó la señora Hellwig, sonriendo


desdeñosamente—. Ese hombre dará gracias a Dios por verse libre de semejante
carga… El doctor Bohm me dijo que, por lo que él sabe, ese hombre no ha escrito
sino una sola vez… desde Hamburgo, y de esto hace ya mucho tiempo.

—Pero tú que eres una buena cristiana, madre —repuso Juan—, no podrás
consentir en que esa niña vuelva a una situación que la expondría a perder su
alma.

—¡Ya está perdida!

—No, madre; aunque yo no pueda estar seguro de que esa niña no ha


recibido la funesta herencia del desorden que sus padres debieron transmitirla, no
por eso estoy menos convencido de la benéfica influencia que ejerce una educación
conveniente.

—¿Y crees tú que estamos obligados a seguir gastando durante años sumas
considerables para una niña que nos es del todo extraña? Tenía maestro de francés,
de dibujo, de…

—¡Oh! —exclamó Juan, interrumpiendo aquella enumeración—, eso no


entra en mis proyectos… No son tales mis designios —añadió el joven, cuya voz
hasta entonces monótona se animó un poco por primera vez…— Esa educación
moderna de las jóvenes es para mí una abominación, y muy pronto no se
encontrarán ya mujeres como tú, educadas piadosamente e incapaces de traspasar
los limites de sus modestas atribuciones… Todo eso debe cesar. Educa a la niña
como conviene a su futura condición, como criada. Te la confío persuadido de que
con tu energía y tu piedad…
De improviso la puerta fue empujada violentamente, y Nataniel, que asistía
con no poco disgusto a esta solemne conferencia, precipitóse en el vestíbulo; Felicia
se oprimía contra la pared, pero el muchacho la vio y pricipitóse hacia ella con el
ímpetu de un ave de rapiña.

—¡Sí…, sí…, ocúltate…, de nada te servirá! —gritó, cogiéndola por su


pequeña muñeca tan rudamente que la niña no pudo reprimir un grito—. Entra ahí
dentro —añadió el muchacho—, y di al punto a mamá cuál ha sido el texto del
sermón de hoy… ¿No puedes, eh? Es porque no estabas allí donde debías estar,
entre los niños pobres… Yo lo he observado… Y ¡miren cómo viene! ¡Mamá,
mamá, contempla en qué estado trae el vestido!

Y la arrastró a la habitación, aunque la niña trataba de resistirse.

—¡Entra aquí! —ordenó Juan, que tenía aún la carta de su padre en la mano
y permanecía de pie en medio del cuarto.

Felicia traspasó el umbral de la puerta y miró al joven alto y delgado que


delante de ella se presentaba. No se veía un átomo de polvo en su traje negro, ni
una arruga en la brillante camisa, ni un cabello sobre su frente, por la cual pasaba
sin cesar su mano con cierto ademan de angustia; todo en él era aseado y pulcro.
Con cierta repugnancia fijó su mirada en el borde del vestido de Felicia, y
señalando con el dedo el sitio donde tenía clavados sus ojos, preguntóle:

—¿Dónde te has puesto así?

La niña miró adonde le indicaban; a decir verdad, tenía un aspecto


lastimoso; la hierba y el suelo, allá en el cementerio, estaban humedecidos por el
rocío, y al arrodillarse no previó que su vestido negro llevaría el testimonio de la
visita al campo santo. La niña permaneció silenciosa con los ojos bajos.

—Vamos, ¿no contestas? —preguntó Juan—. Tu aspecto no es el de quien


tiene la conciencia tranquila. No has ido a la iglesia, ¿verdad?

—No —contestó la niña con franqueza.

—¿Pues dónde has estado?

Felicia guardó silencio; hubiera preferido dejarse matar allí más bien que
pronunciar el nombre de su madre ante semejantes personas.
—Yo te diré lo que ha hecho, Juan —repuso Nataniel—: ir a nuestro jardín
para robar frutas, como de costumbre.

Felicia dirigió al muchacho una mirada colérica, pero sin desplegar los
labios.

—¡Responde!…—dijo Juan—. ¿Es verdad lo que dice Nataniel?

—No; ha mentido, como miente siempre —repuso la niña con firmeza.

Juan alargó tranquilamente el brazo para contener a su hermano, que trataba


de precipitarse sobre Felicia.

—No la toques, Nataniel —dijo la señora Hellwig; que hasta entonces había
permanecido sentada en el gran sillón de su esposo, junto a la ventana; y al decir
esto se levantó… ¡Qué sombra tan siniestra proyectaba a su alrededor!

—Puedes creerme, Juan —añadió, dirigiéndose a su hijo mayor—, cuando te


afirme que jamás Nataniel ha mentido; es piadoso y vive en el santo temor de Dios,
por el buen camino, y esto debe bastarte… ¡No faltaría más sino que esa
desdichada criatura se interpusiera entre los dos hermanos para sembrar la
discordia… como la ha sembrado entre los padres!… ¿No es imperdonable en ella
dejar de asistir a la iglesia para ir a otros lugares, cualesquiera que estos sean?

Y con mortal frialdad clavó su mirada en la pobre niña.

—¿Y dónde está el chal nuevo que te han dado esta mañana? —preguntó de
repente.

Felicia se llevó las manos con terror a los hombros… ¡Oh, Dios!… ¡Había
perdido el chal!… Sin duda se le cayó en tierra cuando estaba en el cementerio, y
quedó allí. Comprendía que su descuido era culpable y se sintió avergonzada; sus
ojos, fijos en el suelo, se llenaron de lágrimas, y sus labios se entreabrieron para
pedir perdón.

—¡Qué tal, Juan! —prosiguió la señora Hellwig con expresión triunfante y


desdeñosa—. ¿Qué dices a esto? Apenas hace algunas horas la regale un chal, y ya
ves por su aspecto que lo ha perdido… Quisiera saber cuánto le costaba cada año a
tu padre, que de gloria goce, vestir esa criatura. Te digo que la despidas… ¡Échala
de aquí! Es incorregible y no extirparás en ella los gérmenes que ha heredado de
una madre loca y libertina.
Al oír estas palabras, prodújose en las facciones de Felicia un cambio
espantoso; un tinte purpúreo cubrió sus mejillas y su cuello hasta más abajo de la
abertura de su tosco vestido negro; sus ojos, en los que aún quedaban algunas
lágrimas de arrepentimiento, brillaron al fijarse en la señora Hellwig, y el terror
que ésta la infundía, y que tanto pesaba en el corazón de la niña desde hacía cinco
años, se desvaneció de repente. Todo cuanto desde la víspera había puesto en
tensión los infantiles nervios de Felicia sobrepúsose a las demás consideraciones y
le arrebató la poca calma que le quedaba; estaba fuera de sí; su voz, de ordinario
dulce y tierna, resonó en aquel momento con vibración estridente.

—¡No diga usted nada contra mi pobre madre —exclamó—, porque no lo


permitiré! No le ha hecho daño alguno y no debemos hablar mal de los muertos,
según decía a menudo mi tío, porque no están aquí para defenderse; y sin
embargo, usted lo hace, ¡y esto está mal hecho, muy mal hecho!

—¿Pero no oyes a esa pequeña furia? —dijo la señora Hellwig, dirigiéndose


a su hijo con tono irónico y desdeñoso—. He aquí los resultados de la educación
liberal que le dio tu padre… ¡Miren la niña dulce y bondadosa de que el difunto
habla en su carta!…

—Hace bien en salir a la defensa de su madre —contestó Juan a media voz,


dirigiendo a la señora Hellwig una mirada severa—; pero la manera de hacerlo es
reprensible e intolerable… ¿Cómo osas hablar tan inconvenientemente a esta
señora? —añadió volviéndose hacia la niña, con su pálido rostro un poco
sonrosado—. ¿No sabes que te morirías de hambre y de miseria si ella no te diese
el pan cotidiano, y que las piedras de la calle que ves desde aquí te servirían de
almohada si te echase de su casa?

—Yo no quiero su pan —replicó la niña—. Es mala, es una señora muy


mala… Tiene ojos terribles, que espantan, y no quiero permanecer en su casa,
donde se miente siempre y se tiene miedo todo el día, por temor de ser
maltratada… Prefiero irme al punto para estar bajo la tierra negra, cerca de mi
madre… ¡Prefiero morir de hambre!

No pudo pronunciar una palabra más… Juan acababa de cogerla de un


brazo e imprimía en él sus dedos duros y huesosos, sacudiéndola vigorosamente
varias veces.

—¡Vuelve en ti! —gritó—. ¡Vuelve en ti, abominable criatura! ¡Qué horror!


¡Tan niña y tan descarada! ¡Además de esa propensión a la frivolidad y a la
disolución, este genio violento!… Creo en verdad que todo está bien
comprometido en el corazón y la cabeza de esta desgraciada criatura —añadió
dirigiéndose a su madre—; pero esto cambiará bajo tu disciplina.

Y conservando aún sujeto en su mano el brazo de la niña, llevósela


rudamente a la habitación destinada a los criados.

—A contar desde hoy —la dijo—, yo tengo derecho de mandarte y tú el


deber de obedecerme… ¡Acuérdate bien de ello! Y aunque esté lejos de aquí, sabré
castigarte de un modo ejemplar apenas sepa que no has obedecido presurosa a mi
madre en todas las circunstancias, con sumisión, y respeto. Y ahora, en castigo de
tu insubordinación de hoy, permanecerás algún tiempo encerrada en la casa, tanto
más cuanto que has hecho mal uso de tu libertad. No irás nunca al jardín sin
obtener permiso formal de mi madre; no darás un paso en la calle como no sea
para ir a la escuela, adonde irás de aquí en adelante; y en esta habitación comerás y
te estarás encerrada hasta que te portes como es debido. ¿Me has comprendido
bien?

La niña volvió silenciosamente la cabeza, y Juan salió de la estancia.


Capítulo IX
No se habló ya más del asunto.

Después de comer la familia Hellwig fue a tomar café en el jardín; Federica


se puso su mantón del domingo y su capucha de seda negra acolchada, y se fue a
la iglesia, proponiéndose visitar después algunas comadres y amigas. Enrique y
Felicia quedaron solos en aquella casa grande y silenciosa como una iglesia; el
criado había ido secretamente al cementerio y allí encontró el chal perdido, que
después de bien limpio y cepillado se guardó en un armario. El buen hombre había
presenciado desde la cocina la escena que se produjo al volver Felicia…, y hasta
hubo un momento en que le dieron fuertes tentaciones de intervenir y servirse de
sus robustos puños para sacudir al hijo de la casa con el mismo vigor que éste
empleaba para doblegar a la frágil criatura. Ahora ocupábase en cortar y esculpir
una caña, silbando en voz baja y con aire distraído y fijando sus ojos con expresión
de lástima en la pobre niña, que permanecía silenciosa… ¡Ya no parecía la pequeña
Felicia de antes! Estaba allí como avecilla cogida en el lazo, pero avecilla salvaje
devorada por el ardiente deseo de libertad y que conserva un rencor implacable
contra aquel que se la robó… Sobre sus rodillas tenía el volumen de Robinsón, que
Enrique había cogido por su cuenta y riesgo del estante de Nataniel, pero sus
miradas no se fijaban en el libro. El solitario era feliz en su isla desierta… Allí no
había personas perversas que injuriasen y difamaran a su madre… Los rayos del
sol iluminaban los bosquecillos de palmeras, los verdes y risueños prados…;
mientras que aquí la luz del sol parecía triste crepúsculo a través de las estrechas
ventanas enrejadas, y en ninguna parte de la casa, ni en la estrecha callejuela, podía
recrearse un momento la vista en un poco de follaje… Cierto que en la habitación
ocupada por la señora Hellwig había en la ventana una magnifica asclepias, única
flor que la dueña de la casa cuidaba solícitamente; pero Felicia no podía sufrir
aquella flor regular, que parecía de fría porcelana, con su follaje duro y rígido que
no se movía ni siquiera cuando la brisa acariciaba la planta… ¡Cuánto más
hermosas eran las ligeras ramas verdes que se inclinaban al capricho de todos los
vientos, produciendo a su alrededor incesante armonía, y que Felicia había visto
con tanto placer cuando vagaba por el gran jardín! La niña se levantó de repente;
en lo más alto de la casa, desde el tejado, se podía ver y la campiña; allí había sol y
aire. Felicia, deslizándose como una sombra, llegó a la escalera de piedra.

La antigua casa de los Hellwig había descendido de categoría, en sentir de


los que profesaban rancias ideas; en época lejana había sido mansión aristocrática y
conservaba aún algo de su antigua altivez, si bien no en el grado que las torres que
por encima de todo se elevan y orgullosas parecen desafiar al firmamento; todavía
se adivinaba ese carácter noble en las torrecillas de los balcones salientes, y sobre
todo en las inmensas chimeneas, necesarias en una época en que se ponía sobre los
morillos de una cocina noble un gamo entero. La sangre azul que hiciera latir el
corazón de los caballeros, antiguos habitantes y propietarios de aquella morada,
habíase extinguido hacía largo tiempo…, o bien, al mezclarse con la de clases
inferiores, había degenerado como la casa misma.

La fachada que daba a la plaza habíase modernizado insensiblemente; pero


el cuerpo de edificio posterior, compuesto de tres grandes salas, conservábase
intacto, tal como lo creó el arquitecto encargado de levantar el edificio. Aún se
veían largos corredores de gruesas paredes y pavimento de gastadas baldosas, en
donde reinaba, aun en las horas del día en que más alumbraba el sol, aquella
semiobscuridad en que tan fácilmente finge apariciones fantásticas la imaginación
menos predispuesta a tales visiones. Veíanse allí muchas escalerillas que se
divisaban de pronto en la extremidad de un corredor, y que conducían a puertas
secretas, macizas y cerradas siempre por complicados mecanismos. Se encontraban
también rincones ignorados, sin objeto determinado al parecer, que solamente
recibían luz por una ventana al través de cuyo disco de vidrios emplomados
filtrábanse tenues rayos luminosos que iban a morir sobre los rotos ladrillos del
pavimento. El polvo que allí levantaban los pasos del visitante era secular e
histórico, contemporáneo de los nobles caballeros que habían vivido entre aquellas
paredes.

Dondequiera que el espacio lo permitiera habíanse esculpido en la piedra y


en la madera los blasones del primer propietario de aquella morada, del caballero
Hirschsprung (palabra alemana que significa «salto del ciervo»). Los marcos de
piedra de las puertas y ventanas y aun algunas baldosas del suelo ostentaban la
figura de un ciervo majestuoso que con las patas delanteras levantadas se disponía
a saltar por encima de un abismo, y en el jambaje de uno de los grandes cuartos de
estado de la parte de delante de la casa veíanse los retratos del primer dueño del
edificio y de su esposa, cubierta la cabeza con un alto bonete el uno y una cofia de
encajes la otra. El noble caballero contemplaba desde la altura con orgulloso
desdén aquel mundo del cual habían desaparecido ya su polvo y sus privilegios.
Felicia se había detenido en lo alto de la escalera delante de una puerta entornada,
y mirábala con sorpresa, pues siempre la viera cuidadosamente cerrada y
condenada… Los acontecimientos que acababan de ocurrir debían haber
perturbado mucho a la señora Hellwig para que incurriese en semejante olvido…
Detrás de aquella puerta extendíase un largo pasadizo, interminable al parecer,
que desembocaba en otro de la parte trasera del edificio y al que daban varias
puertas; una de ellas, que estaba abierta, permitía ver un desván que recibía luz
por una ventana muy alta. Entre los trastos viejos que llenaban aquella estancia, y
colocado en un antiguo sillón de estilo churrigueresco, veíase el retrato de la madre
de Hellwig, que ni siquiera estaba vuelto contra la pared para preservarle de los
ataques directos del polvo y de las telarañas que podían destruir a su antojo aquel
semblante, que el pintor trazara en el lienzo sin duda en la firme convicción de que
había de ser un objeto venerando para sus hijos y los hijos de sus hijos hasta las
últimas generaciones.

Sus grandes ojos brillantes, vistos tan de cerca, eran para la niña objeto de
espanto, y por eso se apartó con angustia; pero en el mismo instante parecióle
recibir un golpe en el corazón, y la sangre, refluyendo bruscamente a su cabeza,
zumbó en sus oídos… Acababa de ver y de reconocer, allí, en el suelo, un pequeño
cofre que no había olvidado nunca…; acercóse temblando, y levantó la tapa…
Entonces vio un vestidito de lana de color azul claro, cuyos volantes y mangas
estaban delicadamente bordados… ¡Oh! Era el vestido de que una tarde Federica la
despojó y que había desaparecido para siempre, sustituyéndole el feo y obscuro
traje que llevaba.

Las manecitas de la niña revolvieron el contenido del cofre. ¡Cuántos


recuerdos despertaba en su mente la vista de todos aquellos objetos tan elegantes,
cual si hubiesen de cubrir el cuerpo de una pequeña princesa, aquellas prendas
que su madre había tenido entre sus manos! La niña recordó con profunda pena la
solicitud y las caricias que aquélla la prodigaba al vestirla. También estaba allí
aquel pobre gatito bordado en hilos de abigarrados colores en una pequeña bolsa
que en otro tiempo había sido todo su orgullo. Pero ¿qué tocaba en aquella bolsita?
No era un juguete como en un principio creyera, sino un precioso sello de ágata
con una hoja de plata en la que se veía grabado el mismo ciervo majestuoso que
tanto había prodigado el escultor y el pintor en las paredes de la antigua casa;
debajo de la figura veíanse delicadamente grabadas las letras M. de H…

Este sello había pertenecido seguramente a su madre, y la niña había


tendido, en otro tiempo, sus manecitas para cogerlo.

Sus recuerdos remontaron la cadena de los años y sobre algunos de ellos


brilló un rayo de su reflexión que le hizo comprender muchos detalles que al
producirse pasaron inadvertidos para ella. Se acordó de que muchas veces
despertó sobresaltada de su primer sueño y vio junto a su cama a su padre vestido
con un jubón bordado en oro y a su madre con su rubia cabellera que se soltaba en
hermosos rizos. Venían del teatro y también entonces habían disparado contra su
mamá, en cuyo pálido semblante fijaba la niña sus ojos inocentes sin sospechar que
cada una de aquellas noches era un martirio para su corazón.

Felicia besó uno tras otro todos los objetos que constituían el tesoro
abandonado que acababa de encontrar; volvió a colocarlos cuidadosamente en su
sitio, y después cerró el cofre, rodeóle con su brazo y apoyó en él la cabeza… Para
ella era un antiguo compañero en sus correrías errantes a través del mundo, donde
la hija de los titiriteros no tenía más patria que el pedazo de suelo que pisaban sus
piececitos. Su semblante, que antes revelaba el enojo y el descontento, tomo una
expresión dulce y tierna, cuando apoyada la mejilla sobre la carcomida tapa del
cofrecillo, permanecía inmóvil y con los ojos cerrados abrazada al viejo mueble.

Por la ventana entreabierta penetraba un aire puro y ligero, que llevó hasta
aquel rincón solitario embalsamadas emanaciones… ¿De dónde procedían? ¿Cómo
podía llegar desde tan lejos el perfume de reseda?… ¿Y qué sonidos eran aquellos
que se percibían? Felicia abrió los ojos y comenzó a escuchar atentamente. Aquello
no podía ser el órgano de la cercana iglesia, pues el servicio divino había
terminado hacía largo tiempo. Un oído más práctico que el de Felicia no habría
confundido con las del órgano las dulces melodías que hasta ella llegaban y
hubiera reconocido al punto la sinfonía de Don Juan, magistralmente ejecutada en
el piano.

Felicia acercó a la ventana una mesa desvencijada, subióse en ella y miró


afuera… ¡Oh! ¿Qué era aquello? A decir verdad, lo que divisaba nada tenía de
común con el mundo divino que en sueños se había forjado; era, por el contrario,
un espacio encerrado entre cuatro tejados, de los cuales el de enfrente al sitio en
donde estaba la niña sobresalía por encima de los demás, impidiendo que la vista
se extendiera por aquel lado. Pero precisamente aquel tejado era a los ojos
admirados de Felicia un prodigio como no pudieran ofrecerlo más maravilloso los
más bellos cuentos de hadas. En su alto, pero suave declive, no se veían las tejas
negruzcas, sucias y enmohecidas que componían los demás tejados, sino que
estaba completamente cubierto de flores, de margaritas y de dalias, que elevaban al
aire sus corolas con tanta seguridad como si hubiesen crecido en el suelo. En toda
la extensión que una mano humana había podido alcanzar desde la galería que
flanqueaba el tejado, encaramábanse brillantes flores, y sobre ellas, más lejos,
extendíase un espeso follaje con todos los tintes del rojo, desde el más suave al más
encendido, que a modo de manto echado, sobre las espaldas de alguna beldad
espléndida envolvía aquel vergel hermoso: era una magnífica parra silvestre cuyas
ramas se prolongaban hasta el ángulo del tejado y aun llegaban hasta los
inmediatos, que cubrían con sus brillantes pámpanos y sus morados racimos. La
galería tenía la misma longitud que el tejado y era tan ligera que parecía aérea, a
pesar de que su balaustrada sostenía pesados cajones llenos de tierra, guarnecidos
de miles de plantas de reseda, entre las cuales las rosas de todo tiempo elevaban
sus graciosas y risueñas corolas.

Un rústico sillón de jardín, colocado junto a una mesa, en la que se veía un


servicio de café de porcelana, demostraba que en aquel lugar había seres de carne
y hueso; sin embargo, Felicia no pudo decidirse a desechar toda interpretación
maravillosa del espectáculo que se ofrecía a su vista, y se persuadió de que un
pequeño vestíbulo, separado de la galería por una puerta vidriera, debía ser el nido
de la hada de las flores. Desde allí no se veía ningún tejado ni pared alguna; todo
estaba cubierto por esas grandes hojas que la hiedra de Escocia produce; las
capuchinas se elevaban sobre la puerta vidriera, ostentando sus flores de terciopelo
anaranjado o de color de fuego, sus graciosas bolitas y sus anchas hojas
redondeadas. La puerta estaba entornada, y de allí partían los sonidos que habían
impulsado a la niña a acercarse a la ventana.

Dirigió una mirada al espacio enclavado entre las construcciones que


formaban aquel cuadro regular…; allí cacareaba, cantaba y disputaba todo un
mundo de seres alados…: era el corral, que Felicia no había visto nunca, pues para
evitar que un ave indiscreta penetrase en el patio, y acaso en el vestíbulo tan
aseado de la casa, Federica llevaba siempre la llave, de la puerta en el bolsillo.
¡Cuántas veces la cocinera había penetrado en la cocina con malhumorado
semblante y dicho a Enrique: «La vieja de allá arriba ha regado otra vez sus hierbas
inútiles tan copiosamente, que las canales no pueden con el agua»! Las «hierbas
inútiles» eran aquellas flores encantadoras que por millares se ostentaban a los ojos
maravillados de la niña; y la persona que las cuidaba y protegía era la solterona
aquella que «profanaba la santa tarde del domingo con su música alegre y
escandalosa».

Apenas surgidos estos pensamientos en la mente de la niña, los pies de ésta


se encontraron sobre el apoyo de la ventana. Toda la elasticidad de un alma infantil
que puede por un momento, atraída por algo nuevo, olvidar dolores y cuidados, se
reveló en aquella ocasión en Felicia, que podía ya encaramarse como una ardilla y
para quien era cosa de poca monta andar por los tejados. Allí abajo, en las canales
que bordeaban los tejados, debía ser fácil andar…; cierto que parecían algo
enmohecidas y un poco vacilantes, y que en el ángulo donde se unían se inclinaban
una hacia otra, formando rápida pendiente…; pero ¡bah!, no se romperían de fijo
en mucho, en muchísimo tiempo, y además correr por encima de ellas no podía
compararse con el arriesgado ejercicio de bailar sobre la cuerda que había visto
ejecutar a niñas mucho más pequeñas que ella. Saltó, pues, fuera de la ventana, dio
con valor dos pasos por el tejado en pendiente, y hallóse en la canal: ésta crujía y se
doblaba bajo sus pequeños pies… Ningún apoyo a la derecha, y a la izquierda un
precipicio representado por la altura de la casa, que tenía cuatro pisos… ¡Si la
hubiera visto su madre! Y sin embargo, todo fue bien… Otro esfuerzo para
alcanzar el otro tejado que sobresalía por encima de los demás; después un brinco
sobre la balaustrada, y la niña se halló de pie en la galería en medio de las flores,
con el rostro animado por la emoción, brillante la mirada, y contemplando el
paisaje inmenso que se extendía ante ella, iluminado por los espléndidos fulgores
del sol poniente.

Sobre la mesita rústica veíanse algunos periódicos, de uno de los cuales leyó
el título: era La Glorieta. ¡Cuán bien armonizaba este nombre en aquel sitio donde
había claridad y sol y en donde se respiraba un aire tan puro y tan fresco!

La niña miró temblando más allá de la puerta vidriera, en cuyos cristales no


se habían sin duda reflejado nunca las facciones de un rostro infantil… ¿Crecería la
hiedra a través del tejado y se extendería también allí dentro, en aquella espaciosa
estancia? Las paredes, en efecto, desaparecían debajo de espeso follaje y sólo de
trecho en trecho asomaban algunas repisas que sostenían grandes bustos de yeso…
¡Admirable colección de cabezas serias, inmóviles, que destacaban sobre el fondo
verde de la hiedra y toleraban en silencio y aun agradábales que la enredadera se
enroscara al pecho del uno y formara hermosa corona sobre la frente del otro!
Aquella planta atrevida, no contenta con el espacio d e que en aquella estancia
disponía, desbordábase por las ventanas, tejiendo delante de cada una de ellas una
espesa cortina que dulcificaba la luz del sol, al través de la cual se divisaban dos
paisajes magníficos por encima de los tejados bajos: el bosque, vigorosamente
coloreado por el otoño, que se desarrollaba por las vertientes de la lejana colina, y
los surcos amarillentos de los recién segados campos.

Debajo de las ventanas se veía un gran piano de cola, y delante de él estaba


sentada la solterona, vestida exactamente como la víspera, y cuyas manos
delicadas pulsaban con energía las teclas del instrumento; su semblante estaba algo
cambiado por efecto de unos anteojos que llevaba calados y del tinte sonrosado
que cubría sus mejillas, el día antes blancas como la nieve.

La niña se había adelantado suavemente y permanecía de pie bajo el arco


formado por el pequeño vestíbulo… ¿Adivinó la dama que allí cerca se hallaba un
ser humano, o había oído realmente algún ruido? Ello es que se levantó de pronto
interrumpiendo un estrepitoso acorde, y que la mirada de sus grandes ojos se
dirigió por encima de sus anteojos sobre Felicia. Pareció que una sacudida eléctrica
estremecía las frágiles formas de la solitaria; de sus labios se escapó un ligero grito,
y se levantó apoyándose temblorosa en el piano.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, niña? —preguntó después de algunos


instantes de silencio, con voz insegura, pero que a pesar de la sorpresa sonaba
dulce y suave.

—Por los tejados —contestó la niña algo confusa, indicando con la mano el
patio.

—¡Por los tejados!… No es posible… Ven aquí y enséñame cómo has podido
venir…

Y cogiendo de la mano a la niña, dirigióse a la galería. Felicia le señaló la


ventana del desván y las canales, y al ver esto la anciana, cubrióse el rostro con
ambas manos.

—¡Oh!… ¡no tenga usted miedo!… —dijo Felicia con su voz pura e
inocente…— ¡Si no cuesta nada! Sé saltar como un muchacho, y el doctor Bohm ha
dicho siempre que yo tenía alas y carecía de huesos.

La solterona dejó caer las manos y en sus labios vagó una sonrisa, graciosa
aún, que dejó ver dos líneas de blancos y menudos dientes. Después condujo a la
niña a su aposento y sentóse en un sillón.

—Tú eres la pequeña Feli, ¿no es verdad?… —preguntó, acercando a la niña


a sus rodillas—. Ya lo sé; estaría segura de ello aunque no hubieses venido aquí en
alas de una nube sonrosada… Tu amigo Enrique me habló de ti esta mañana.

El nombre de Enrique despertó en el seno de la niña todos los dolores


momentáneamente adormecidos, como aquella misma mañana, un vivo carmín
coloreó sus mejillas y el sufrimiento y la cólera hicieron aparecer de nuevo
alrededor de su boquita aquellas líneas duras que en una noche habían variado por
completo el semblante de Felicia.

Este cambio repentino no escapó a la mirada penetrante de la solterona, que


acariciando afectuosamente el rostro de la, niña e inclinándose hacia ella le dijo:

—Has de saber, hija mía, que Enrique sube a esta habitación todos los
domingos para prestarme varios servicios… No ignora que le tengo prohibido que
me hable de lo que en la otra parte de casa sucede y hasta ahora jamás desobedeció
esta orden… ¡Cuanto debe amar a la pequeña Felicia para haberse atrevido a obrar
tan en contra de mis deseos!

Los ojos de la niña se humedecieron.

—Sí —repuso—, me ama… Excepto él, nadie me quiere; —y al decir esto, un


sollozo ahogó su voz.

—¿Nadie excepto él? —repitió lenta y dulcemente la solterona, mientras


fijaba una amorosa mirada en el rostro de Felicia…— ¿No sabes —añadió— que
hay alguien que te amará siempre, aunque todos los seres humanos se apartaran
de ti, y que ese alguien es Dios?

—¡Oh! Dios me rechaza y no quiere oír hablar de mí, porque soy hija de
titiriteros —replicó Felicia, interrumpiendo violentamente a su interlocutora…—
La señora Hellwig ha dicho esta mañana que mi alma estaba perdida, y todo el
mundo en la casa de abajo asegura que Dios mató a mi madre para castigarla y que
ésta no está a su lado… Por eso no le amo… nada absolutamente, y no quiero ir
con Él cuando me muera… ¿Qué haría allí no estando mi mamá?

—¡Justo Dios!… ¿Qué han hecho de ti, pobre niña, estos infames que se
llaman cristianos?

La solterona se levantó rápidamente, y al abrir una puerta lateral, parecióle a


la niña que se veía envuelta entre blancas nubes celestiales. Sobre un lecho angosto,
colocado en un rincón del cuartito, en las ventanas y en las puertas, flotaban
cortinas de muselina blanca, que sólo a trechos dejaban ver la pintura verde de las
paredes. ¡Qué contraste entre aquella reducida estancia, fresca e inmaculada como
el pensamiento de un alma sana y pura, y el frío y severo gabinete donde la señora
Hellwig todas las mañanas se arrodillaba sobre su reclinatorio, sobre aquel
reclinatorio cuyos bordados cojines eran siempre crueles instrumentos de martirio,
nunca símbolo de paz y de perdón!

Sobre una mesita de noche, junto al lecho, veíase una voluminosa Biblia,
muy usada; la solterona la abrió con segura mano y leyó en ella en voz alta y con
acento conmovido:

«Aunque yo hablase con lengua de hombre o de ángel, si no sintiera amor,


no sería otra cosa que un metal sonoro o una esquila vibrante». Y por este estilo
siguió leyendo hasta que terminó con el siguiente versículo: «El amor es eterno;
subsistirá aún después que hayan cesado las profecías y el lenguaje y la
inteligencia».

Después, poniendo la mano sobre el hombro de la niña, añadió:

—Y este amor viene de Dios; porque Dios es el amor mismo. Tu mamá es


hija suya como todos nosotros, y a Él ha ido porque «el amor es eterno». Búscala
consolada allí arriba, y cuando por la noche eleves la vista hacia ese cielo poblado
de millones de estrellas, piensa que Dios lo ha creado para acoger en él a los que en
este mundo han sufrido y amado. Y ahora dime, Felicia, ¿no es verdad que le amas
de todo corazón?

La niña no contestó, pero tendió los brazos a la que así la consolaba, y un


torrente de lágrimas se escapó de sus ojos.

***

Dos días después se detuvo delante de la casa de los Hellwig un coche al


que subió la viuda en compañía de sus dos hijos, a quienes acompañó hasta la
ciudad inmediata. Juan marchaba a Bonn para empezar sus estudios de medicina;
pero antes debía instalar a su hermano en el mismo colegio en donde él se había
educado.

Enrique, que con Federica permaneció un rato en la puerta de entrada,


contemplaba el coche que se alejaba lentamente, zarandeado sobre el pavimento
desigual de la plaza; sus labios unidos dejaban escapar un ligero silbido, lo cual era
siempre en él indicio de buen humor, y sus dos pulgares se apretaban contra sus
puños, gesto que en el lenguaje mímico popular significa en Alemania: «¡Dios nos
libre de que vuelva la desgracia!».

—Podemos contar con que transcurrirán por lo menos siete años antes de
que uno u otro de los dos chicos vuelva a darnos tormento —dijo con aire
satisfecho a Federica, que creyendo cumplir con un deber se había llevado a los
ojos la punta de su delantal.

—¿Y es eso lo que te pone tan de buen humor? —replicó la cocinera—. ¡Vaya
una manera de agradecer el regalo que has sabido arrancar al señorito!

—Anda a la cocina, y hallarás en el fogón ese dinero que no tocaré ni con la


punta del dedo y con el cual puedes comprarte un vestido encarnado y unos
zapatos amarillos para cuando se celebren las fiestas del tiro.
—¡Calla, condenado! ¡Yo comprarme un vestido encarnado y unos zapatos
amarillos, como una miserable saltimbanqui!… —exclamó Federica indignada…—
Ya sabemos a qué se debe ese despecho. ¡Buenas, buenas han sido las verdades que
el amo te ha cantado esta mañana!

—¡Y qué sabes, qué sabes! —repuso el criado con igual irritación,
metiéndose las manos en los bolsillos, encogiéndose de hombros y plantándose en
el umbral de la puerta con actitud provocadora, que acabó de exasperar a Federica.

—¡Anda allá! —dijo con acento que respiraba verdadero odio—. ¡Un hombre
que gana un salario de veinte tálers y no tiene arriba de cincuenta en la Caja de
Ahorros, y que se planta delante de sus amos con más humos que el gran mogol y
les dice: «Denme ustedes a la niña, y la conduciré a casa de mi hermano, y así no
les costará a ustedes nada y…»!

—Y el amo —repuso Tomás completando la frase de Federica, hacia la cual


volvió lentamente la cabeza— me contesta: «La niña está en buenas manos,
Enrique; permanecerá en esta casa hasta la edad de diez y ocho años, suceda lo que
suceda, y guárdate de apoyarla cuando se muestre rebelde contra mi madre; y si
alguna vez sorprendes a la bruja de la cocina escuchando en las puertas, te
autorizo para que busques una escarpia y le claves la punta de la oreja en el
montante de la puerta». ¿Qué dirías, pues, ahora si yo?…

Y al decir esto levantó el brazo como para acompañar con la acción sus
últimas palabras; viendo lo cual la vieja Federica se fue a la cocina vomitando
insultos contra el anciano criado.
Capítulo X
Nueve años más habían pasado por la casa de la plaza del Mercado; pero
este tiempo no había impreso ninguna huella de decadencia ni en las paredes
seculares de la morada de los Hellwig ni en el perfil de la viuda, a quien se veía
como siempre cerca de la ventana del aposento que habitaba en el piso bajo… Las
cabezas de dragón que adornaban las canales estaban tal vez un poco más flojas;
pero esto no debía extrañar a nadie, porque dragones y todo, un año y otro año,
venían llorando con el cielo y derramando los torrentes de sus lágrimas sobre el
pavimento de la calle, hasta que de nuevo aparecía el sol y los secaba; estas
alternativas, ya se ve, transforman las fisonomías. La dama del piso bajo, en
cambio, había echado sus raíces en el suelo del convencimiento inquebrantable;
estaba colocada en el alto pedestal de su infalibilidad e impecabilidad, y en
aquellas regiones glaciales inmutables no había dudas ni lucha: de aquí la
petrificación exterior que le comunicaba ese aspecto que hace se diga de una
persona que está bien conservada.

Sin embargo, en la antigua casa habíase producido un cambio notable: los


postigos de la gran sala con balcón, situada en el primer piso, estaban abiertos
hacía algunos días, y en el apoyo de las ventanas veíanse macetas llenas de flores.
Las miradas de los transeúntes fijábanse siempre primero en la del piso bajo,
adornada con una asclepias, y la señora Hellwig podía estar segura de que no
habían de faltarles los saludos más respetuosos; pero después dirigían aquéllos la
vista hacia el balcón del ángulo, donde, rodeada de las graciosas esculturas, que
formaban como un marco de piedra, divisábase a menudo un rostro femenino
encantador, una cabeza con espesos rizos de color rubio ceniciento, ojos azules,
grandes, redondos y tan dulces que recordaban el mirar de la paloma y se posaban
con expresión casi infantil sobre las personas y las cosas: esta cabeza descansaba
sobre un cuerpo robusto y bien proporcionado, casi siempre vestido con un traje
de muselina blanca. En algunas ocasiones, aunque raras, aquella hermosa imagen
aparecía acompañada de una niña que, subida en una silla, contemplaba
curiosamente a los transeúntes, mirando sobre el hombro de la joven dama: era
una cabeza deforme en la que se advertían los estragos del escrofulismo; la mano
que rizaba su escaso cabello rubio molestábase bien inútilmente, pues bajo aquel
peinado de gracioso artificio el rostro escuálido y demacrado de la niña, revelando
su padecer, parecía más feo aún y más grotesco. En cuanto a su traje, siempre
elegante, rara vez era propio para disimular las imperfecciones de aquel
cuerpecito. A pesar de la diferencia que se manifestaba entre ellas, aquellas dos
personas eran madre e hija y habían emprendido el viaje a Turinga para mejorar la
salud de la segunda.
En el intervalo de nueve años que acababa de transcurrir, habianse
emprendido varios trabajos de desmonte en la inmediación de la pequeña ciudad
de X***, lugar de nuestra historia, y la moderna vara de Moisés había hecho brotar
del suelo una fuente amarga que al contacto del aire se convertía, si no en oro y
plata, en cristales de sales muy valiosas. Fue esto una revelación para los
habitantes de la ciudad de X***, quienes construyeron allí un balneario que, gracias
a la virtud de las aguas y a la bondad del aire de aquella comarca, adquirió pronto
gran fama y fue visitado por gentes de todos los países de Alemania.

La joven dama había ido a la ciudad para probar en su hija la eficacia de


aquellas aguas, adoptando tal resolución por consejo del doctor profesor Juan
Hellwig, de Bonn… Sí, la dama que ocupaba el piso bajo y a quien se veía detrás de
su asclepias había hecho mucho por su hijo. Habíale confiado tempranamente a la
vigilancia de un rígido pariente, que vivía a orillas del Rhin y no había tolerado
nunca que conociese un placer mundano, ni le había permitido jamás que durante
sus vacaciones fuese una sola vez a su casa. Cada mañana había pronunciado su
nombre en sus oraciones, y ni un momento había descuidado, a pesar de la
distancia, la cuenta de sus camisas y el estado en que se hallaban… y así había su
hijo llegado a ser un hombre de fama.

Por lo demás, con toda su notoriedad y su intachable conducta hubiera sido


imposible al joven profesor conseguir que su madre admitiera en su casa a uno de
sus clientes, si sus dos protegidas no hubiesen sido hija y nieta de aquel pariente
del Rhin a quien tanto respetaba la señora Hellwig. Además de esto, la joven y
hermosa dama tenía un título que sonaba bastante bien; era la viuda de un
consejero, alto funcionario de Bonn, y al fin y al cabo, el tener en la familia una
consejera no era una deshonra ni mucho menos a pesar de que el señor Hellwig se
había negado constantemente a desempeñar cargos que habrían permitido a su
esposa llevar este mismo título u otro análogo.

La señora Hellwig estaba sentada en su sitio de costumbre, es decir, en el


estrado construido junto a su ventana favorita; se hubiera podido creer que el
tiempo había respetado aquel vestido de fina lana negra con cuello y puños
blancos: aquel traje, incluso el alfiler que sujetaba el cuello debajo de la barba, era
exactamente el mismo que llevaba el día en que la conocimos por primera vez.
Solamente el busto se había recargado un poco; las mangas ceñidas se ajustaban en
brazos gruesos, y la modista había hecho quizás secretamente algunos pliegues
más alrededor del talle para atenuar su falta de gracia… Sus grandes manos
blancas se apoyaban en las rodillas, junto a la calceta abandonada, porque la
señora Hellwig tenía un aquel momento otros quehaceres más urgentes.
Cerca de la puerta, y a una distancia muy respetuosa, hallábase un hombre,
cuyas escuálidas formas parecían estar envueltas en una ropa demasiado ancha y
muy deteriorada. Hablaba en voz baja y vacilante y levantando a menudo su
callosa mano; a decir verdad, el silencio profundo que allí reinaba, solamente
interrumpido por el movimiento monótono del péndulo del reloj, no era el más
propio para reanimarle. Los labios oprimidos de la señora Hellwig no daban paso
a una sola palabra, y hasta se hubiera podido creer que la facultad de respirar no
era indispensable para el cuerpo marmóreo de aquella mujer, que fijaba una
mirada impasible en el rostro lívido, contraído y de expresión ansiosa del hombre
que trataba de hablar. Pero este esfuerzo fue muy pronto superior a sus fuerzas, e
interrumpiéndose bruscamente, sacó del bolsillo un pañuelo de percal para
enjugar las gotas de sudor que inundaban su frente.

—Se ha equivocado usted de medio a medio, maese Thieneman —dijo al fin


la señora Hellwig, después de una pausa glacial—; yo no disemino así mi dinero ni
le doy tan mezquina colocación.

—¡Oh!, señora, jamás supuse tal cosa —contestó el hombre vivamente y


dando un paso atrás—; ¡no soy tan tonto! Pero usted es conocida como una señora
caritativa que recoge siempre para los pobres y organiza rifas o ventas de
beneficencia; por esto sólo quería suplicarle que de estos capitales reunidos me
prestase por seis meses y con el debido interés veinticinco tálers.

La señora Hellwig sonrió… El suplicante no sabía que esto era una sentencia
de muerte para todas sus esperanzas.

—Estoy casi dispuesta a suponer, maese Thieneman, que no tiene usted el


cerebro muy equilibrado —repuso la viuda con tono sarcástico—. La pretensión de
usted es verdaderamente extraordinaria. Ya, ya sé que no se preocupa usted poco
ni mucho de los esfuerzos que hacemos los creyentes en pro de la santa Iglesia, y
por esta misma razón quiero que sepa que de los trescientos tálers de que ahora
puedo disponer ni uno solo se quedará en la ciudad, pues los he juntado para las
misiones y son, por lo tanto, dinero sagrado destinado a una obra agradable a Dios
y no a auxiliar a gentes que pueden ganarse la vida trabajando.

—Señora, bien sabe usted que soy trabajador —replicó aquel hombre con
voz casi ahogada—; pero la enfermedad me ha reducido a la miseria. Bien sabe
Dios que cuando corrían para mí mejores tiempos dedicaba las tardes a
confeccionar chucherías para las rifas que usted organizaba, porque creía que sus
productos eran para nuestros pobres. Y ahora, ¡Dios mío!, veo que este dinero es
enviado fuera de aquí, muy lejos, cuando hay en nuestra ciudad tantos infelices
que no tienen zapatos con que cubrir sus pies ni un mal pedazo de leña con que
calentarse durante el invierno.

—¡No permito que se me dirijan palabras inconvenientes!… Sepa usted,


maese Thieneman, que también en la ciudad hacemos limosnas, pero mirando bien
a quién socorremos, y es natural que no demos nada a los hombres que van a las
sociedades obreras para no oír más que proposiciones erróneas. Habría usted
obrado más acertadamente no abandonando su banco de trabajo en vez de ir a
atisbar en ciertos sitios y sostener que en ellos se hace lo que el Evangelio prohíbe.
Sí, señor, sí, estas y otras cosas de usted han llegado hasta nuestros oídos y las
hemos tenido muy presentes cuando ha llegado el caso. Ahora ya sabe usted cuál
es mi modo de pensar… y no tiene nada que esperar de mí.

Al decir esto, la señora Hellwig se volvió hacia la ventana para mirar a la


calle.

—¡Oh Dios mío!… ¡Qué duras palabras se han de escuchar cuando se está en
la miseria! —exclamó el pobre hombre, dejando escapar un suspiro…— A mi
mujer es a quien debo esto, pues no ha tenido tregua ni reposo hasta que me hizo
venir a llamar a la puerta de esta casa.

Así diciendo, miró hacia la otra ventana de la habitación, y como no llegase


de allí ninguna promesa ni palabra de consuelo, dirigióse a la puerta y salió…
Aquella última mirada había sido para la encantadora viuda del consejero, que
estaba sentada frente a la señora Hellwig. Si alguna mujer podía inspirar esperanza
en el corazón de un necesitado, seguramente era aquella joven de rostro dulce y
sonrosado, vestida con aquel traje blanco y vaporoso. Las suaves líneas de un perfil
irreprochable, los dorados reflejos de los rizos a modo de nimbo circundaban su
frente, los ojos azules, todo esto producía la impresión de una cabeza de ángel;
pero el observador atento habría encontrado en aquellas facciones la dureza y la
frialdad del mármol, pues mientras la cólera enrojecía el semblante de la señora
Hellwig, y mientras aquel infeliz suplicante expresaba con voz y ademanes tan
conmovedores sus sufrimientos, ni por un momento desapareció de aquel hermoso
rostro la expresión tranquila y risueña. Su pecho escultórico alzábase y se bajaba en
regulares respiraciones, la rosa que sus delicados dedos bordaban se aumentó con
un nuevo pétalo y el ojo más avisado no habría descubierto la más pequeña
irregularidad en los puntos cruzados contados con exactitud matemática.

—¿No es verdad que no te has incomodado, querida tía? —preguntó,


cuando hubo salido aquel hombre, con el más dulce metal de voz que se pudiera
imaginar…— Mi esposo pensaba enteramente lo mismo que tú respecto a toda esa
gente y consideraba sus asociaciones como una calamidad. ¡Hola! Mira, tía, quién
está aquí: Carolina.

Al pronunciar estas palabras, había vuelto la cabeza hacia la puerta que


conducía a la cocina. Allí estaba hacía largo tiempo, mientras duró la audiencia
concedida al ebanista, una joven seria y silenciosa. Los que catorce años antes
hubiesen visto a la mujer del titiritero, erguida delante de los soldados que habían
de disparar contra ella, no hubieran podido menos de quedar mudos de sorpresa
por la increíble semejanza de la niña con su madre. Era la misma figura, aunque
más juvenil y con un vestido de tela obscura y ordinaria, bien distinto de las galas
teatrales que un día vistiera aquella mujer desgraciada; eran las mismas lineas
perfectas de la cabeza, la misma frente estrecha y blanca como el nácar, el mismo
movimiento que hacía caer un poco el ángulo del labio inferior, con expresión de
sufrimiento: esta expresión se completaba en la madre por la suplicante mirada de
sus ojos de un azul obscuro; la joven en cambio tenía en aquel instante levantados
sus párpados franjeados de negras y largas pestañas, que dejaban ver sus grandes
ojos castaños, brillantes. Aquella mirada era la de un alma que no se dejaba vencer
ni doblegar, que no se avenía a sufrir sin resistirse: había en ella una energía
indomable, que al fin y al cabo por las venas de aquella criatura circulaba sangre
polaca, una gota perdida de aquella sangre noble, ardiente, siempre dispuesta a
alzarse en infructuosas luchas contra el despotismo.

Ya sabemos, pues, que la que permanecía silenciosa en aquella puerta era


Felicia, aunque obligada a responder al nombre de Carolina: la señora Hellwig,
apenas pudo mandar a su antojo, había arrojado al desván con los trajes de teatro
hasta el nombre antiguo de Feli, que a la legua trascendía a titiriteros.

Felicia se acercó a la señora Hellwig y colocó sobre la mesa de costura un


pañuelo de batista con un bordado de primorosa ejecución. La joven dama lo cogió
apresuradamente.

—¿Se ha de vender también eso en beneficio de la caja de las misiones,


querida tía? —preguntó, desdoblando el pañuelo y examinando el trabajo.

—Seguramente —contestó la señora Hellwig—; con ese objeto lo ha bordado


Carolina… Bastante tiempo ha empleado en él… Pienso que eso valdrá por lo
menos tres tálers.
—Tal vez —contestó la viuda del consejero, encogiéndose de hombros—. Y
dime, ¿de dónde has sacado el dibujo de las puntas, querida niña?

Felicia se sonrojó ligeramente.

—Es obra mía —contestó en voz baja.

La joven viuda dirigió a la niña una rápida mirada; sus ojos azules
cambiaron al punto de color y durante un segundo tomaron un tinte verdoso.

—¿Lo ha dibujado usted de veras? —preguntó acentuando las palabras—.


No tome usted a mal que le diga que ni aun con la mejor voluntad concibo su
atrevimiento. ¿Quién se atreve a intentar semejante cosa sin poseer los
conocimientos necesarios para realizarla convenientemente?… Ésta es una batista
magnífica, que ha debido costar a mi tía por lo menos un táler, y ahora resulta
estropeada por culpa de este ridículo dibujo…

La señora Hellwig se levantó impetuosamente.

—¡Oh!, no te enojes contra Carolina, querida tía, pues ha creído obrar bien
—dijo suplicando la joven viuda con dulce acento…— Tal vez será posible reparar
el mal. Mire usted, querida niña, yo no me he dedicado al dibujo, porque el lápiz
en manos de las mujeres me desagrada en extremo, mas no por eso dejo de tener
un golpe de vista bastante práctico para que no me pase inadvertido ningún
defecto… ¡Gran Dios!… ¡Qué hoja tan monstruosa veo en ese ángulo!

Así diciendo, mostraba una hoja prolongada cuya punta se doblaba y cuyos
contornos tenían admirable relieve y destacaban sobre el transparente tejido
produciendo una ilusión completa. Felicia no contestó, pero sus labios se
contrajeron y sus ojos se fijaron con gran energía en el rostro de la que así
censuraba su obra.

—¡Oh, querida niña!, ya vuelve usted a mirar con altanería y no sienta bien
en una joven de su posición clavar en los demás una mirada tan provocativa.
Piense un poco en lo que su verdadero amigo, nuestro excelente secretario, señor
Wellner, le repite sin cesar: «¡Sé humilde, querida Carolina!». ¿Ve usted?, ya vuelve
usted a mover los labios con ese aire de desprecio capaz de hacer salir de sus
casillas al más pacífico. ¿Quiere usted realmente hacerse la romántica y seguir
rechazando el ofrecimiento de ese hombre digno de respeto bajo todos conceptos?
Y todo ¿por qué? ¡Porque no le ama usted! ¡Risa da pensarlo! Al fin va a ser preciso
que mi primo Juan haga valer toda su autoridad.
¡Cuanto imperio debía haber adquirido aquella joven sobre sí misma! Al oír
las últimas palabras de la joven viuda estuvo a punto de estallar…; veíase cómo su
sangre sublevada se agolpaba en su cabeza, y su rostro, que se irguió de repente,
adquirió por un momento una expresión diabólica en que se mezclaban el odio y el
desprecio. Pero pronto se dominó y, recobrando su calma y su sangre fría, repuso:

—¡Y bien, me resignaré con mi suerte!

—¿Cuántas veces deberé suplicarte aún, querida Adela, que no toques este
desagradable asunto? —dijo la señora Hellwig indignada—. ¿Crees tú que
conseguirás en algunas semanas ablandar ese carácter indomable cuando no he
podido conseguirlo yo en nueve años que llevo de bregar con esta criatura? Esto
concluirá cuando venga Juan; y entonces, a Dios gracias…, podre hacer la cruz a
todo esto…

Felicia se retiró sin decir nada; y poco después, la señora Hellwig y su


sobrina atravesaban la plaza. La hermosa viuda llevaba de la mano a su hija,
prodigándola caricias maternales; y muchas personas se asomaron a las ventanas
para admirar aquella encantadora aparición que tenía para todos una sonrisa
benévola, alegre y cándida. Rosa, su doncella, y Federica iban detrás, cargadas con
cestas. Tratábase de merendar en el jardín, situado al extremo de la ciudad, y tejer
guirnaldas y coronas de flores. Esperábase para el día siguiente la llegada del joven
profesor, que debía volver a la casa paterna al cabo de nueve años de ausencia, y
aunque la señora Hellwig se mostrase opuesta a todas esas tonterías, no hubo
manera de que la viuda del consejero desistiese de su empeño de adornar la
habitación de su primo en señal de bienvenida.
Capítulo XI
Habiéndolas visto salir, Enrique cerró la puerta de entrada y Felicia se lanzó
por la escalera arriba con tanta prisa que bien se echaba de ver cuán familiar y
querido le era el estrecho pasillo que más arriba se encontraba y en donde se
respiraba una atmósfera pesada. Torcía el corredor hacia un lado para desembocar
en un vestíbulo silencioso, abandonado, del cual arrancaba una tosca balaustrada,
medio corroída por los gusanos, que flanqueaba una escalera cuyo pie desaparecía
en una profunda obscuridad, terminando en una vetusta puerta con flores
pintadas, la cual se veía a favor de una escasa luz verdosa. Felicia sacó una llave
del bolsillo, abrió la puerta y franqueó otra escalera que conducía a las buhardillas.

La joven había recorrido una sola vez el peligroso trayecto por los tejados, y
desde aquel día obtuvo de la solterona permiso para visitarla. Durante el primer
año no lo hizo más que el domingo, y siempre acompañada de Enrique; pero
después de su confirmación recibió de la anciana la llave de la antigua puerta
pintada, y a partir de aquel entonces se aprovechó de todos sus momentos libres
para visitar a su buena amiga… De este modo su existencia presentaba dos fases
distintas. No pasaba del abismo a las alturas, de las tinieblas a la claridad del sol,
solamente desde el punto de vista material, sino que también su alma participaba
de ese cambio y poco a poco sintióse bastante fortalecida para dejar tras sí, cada
vez que subía la angosta y sombría escalera, las sombras y los pesares que en la
casa de abajo tanto la atormentaban. Abajo manejaba la plancha y el cazo de la
cocina, y las horas destinadas al llamado recreo empleábalas en confeccionar
bordados, cuyo producto debía aplicarse a las buenas obras que la señora Hellwig
hacía ya hemos visto de qué manera. Habíasele prohibido en absoluto toda lectura,
excepción hecha de la Biblia y de un libro de oraciones. En la buhardilla, por el
contrario, revelábansele todas las maravillas del genio humano, estudiaba con
verdadero afán y la instrucción de la misteriosa solitaria era para ella inagotable
fuente, diamante tallado cuyas facetas despedían por todos lados brillantes
destellos… A excepción de Enrique, nadie conocía estas relaciones; la menor
sospecha que la señora Hellwig hubiese concebido sobre el particular habría
separado para siempre a Felicia de la solterona; ésta, sin embargo, había
constantemente recomendado a la niña que dijese la verdad, toda la verdad, si
alguna vez era interrogada sobre este punto; pero no se había dado esta
circunstancia. Enrique era un guardián fiel prudente, que siempre estaba en acecho
y aguzaba la vista y el oído para que nadie sorprendiera a la niña.

Felicia había franqueado la obscura escalera…; detúvose ante una puerta,


levantó el picaporte que la cerraba, y contempló sonriendo el espectáculo que se
ofrecía a su vista. El cacareo de unas aves, el canto de otras y el movimiento del
ramaje producían en aquel espacio un estrépito singular; en el centro veíanse dos
pinabetes, y agrupados contra las paredes, arbustos dispuestos de modo que
formaran bosquecillos muy semejantes a los de un jardín. El ramaje de aquel pensil
(jardín delicioso) artificial estaba sobrecargado de avecillas de toda especie;
aquéllos eran los únicos seres vivientes que acompañaban en su retiro a la
solterona. Cierto que sus melodiosos trinos eran siempre los mismos, pero por lo
mismo no había en ellos esas mudanzas de la humana lengua que un día entona el
Hossanna y grita al siguiente: «¡Crucifícale, crucifícale!».

Felicia cerró la puerta y abrió después otra. El lector ha ojeado ya, algunos
años hace, aquel aposento tapizado de hiedra y conoce la colección de bustos
alineados a lo largo de las paredes; pero no sabe que estos bustos guardan intima
relación con los grandes volúmenes encuadernados en marroquí rojo y encerrados,
en un antiguo armario de espejo: son el raudal de inspiración que un día brotara de
aquellas frentes. Quien sabe descifrarlos se halla al abrigo de las tristezas de la
soledad y de los dolores del abandono. Los grandes compositores de todos
tiempos animaban con sus efigies y con sus obras el asilo de la solterona, y del
mismo modo que las ramas de hiedra coronaban imparciales tantas nobles frentes,
la anciana pianista se entusiasmaba, sin prejuicio alguno, así con la antigua, música
italiana como con la alemana. El armario contenía además otros muchos tesoros…
Un aficionado a los autógrafos se habría extasiado al verlos. Allí, encerrados en
carpetas, había manuscritos y autógrafos, muchos de ellos de gran valor, de
aquellos grandes hombres. Aquella colección había sido formada en otro tiempo
poco a poco, en una época en que, como acostumbraba a decir la solterona
sonriendo, la sangre circulaba más ardiente por sus venas y detrás del deseo había
la energía: más de una amarillenta hoja habíala adquirido a costa de grandes
sacrificios y a fuerza de perseverancia.

Felicia encontró a la solterona en un aposento situado detrás de su alcoba,


sentada en un taburete delante de un armario abierto; a su alrededor y detrás de
ella el suelo estaba sembrado de rollos de lienzo, de franela, y de una infinidad de
aquellos pequeños objetos que necesita un recién nacido en cuanto viene al mundo.
La solterona volvió la cabeza hacia la visitante; en sus finas facciones habíase
operado un cambio notable, y aunque animadas siempre por una expresión
benévola, revelaban evidente decadencia.

—¡Bien venida seas, querida Feli! —exclamó al ver a la joven—. He sabido


por la mujer que viene a limpiar la habitación que se espera de un momento a otro
el nacimiento de un niño en casa de Thieneman el ebanista… y ni siquiera tienen
un poco de ropa blanca para la pobre criatura… Felizmente, nuestro almacén está
todavía muy bien provisto y podremos formar una linda canastilla. Sólo una cosa
falta y es esto —añadió colocando en su mano cerrada una gorrita de color de rosa
y rodeándola con un encaje blanco muy fino—. Tú misma puedes arreglarla, pero
ten en cuenta que esta noche sin falta todo ha de quedar en poder de los
Thieneman.

—¡Oh tía Córdula! —contestó Felicia, mientras enhebraba una aguja y cogía
su dedal—, desgraciadamente esto no bastará para sacar de apuros a esa pobre
gente. Yo sé positivamente que maese Thieneman necesita dinero, y que se
considera como perdido si no encuentra veinticinco escudos.

—¡Hum!… No soy muy rica en este momento —dijo la solterona sonriendo


—, mas será menester que busquemos eso.

La solterona levantóse con dificultad del taburete, y tomando el brazo de


Felicia se dirigió hacia el cuarto de la música.

—Tía —dijo de repente la joven deteniéndose—, la señora Thieneman se


negó hace poco a cuidarte la ropa, temiendo incurrir en el desagrado de la señora
Hellwig. ¿Has olvidado esto?

—Sospecho que tratas de hacer caer en la tentación a tu anciana tía —repuso


la solterona con un acento que tomaba el tono de la acritud y de la animosidad,
mientras la mirada no perdía la expresión de una benevolencia maliciosa. Y con las
puntas de los dedos acarició las mejillas de la joven… Las dos comenzaron a reírse,
y prosiguiendo su marcha llegaron ante el armario de espejo.

Aquel mueble macizo y antiquísimo tenía sus secretos. La tía Córdula


oprimió con el dedo un adorno esculpido del más inocente aspecto, jugó un
resorte, y en uno de los lados del armario abrióse una puertecilla. El espacio
practicado detrás de ésta servía de caja a la solterona, y en otro tiempo, cuando
Felicia era pequeña, aparecíase a sus ojos como una cosa sobrenatural, pues raras
veces habíanle permitido dirigir sino una furtiva mirada a las cosas raras o
preciosas allí reunidas. Los estantes de aquel pequeño rincón secreto contenían
objetos de plata, alhajas y algunos cartuchos de dinero.

Mientras la solterona abría uno de éstos y contaba los escudos necesarios


para la familia Thieneman, Felicia, alargando la mano, cogió en el rincón más
obscuro una cajita y abrióla con curiosidad. Veíase en ella, sobre una capa de
algodón en rama, una pulsera de oro sin ninguna piedra preciosa que le sirviera de
adorno, pero pesaba mucho para la mano que la levantaba, lo que hacía suponer
que era de oro macizo. Lo que tenía más particular era su circunferencia anómala:
se hubiera deslizado sobre una mano femenina, y habíase hecho al parecer a la
medida de la muñeca de un hombre casi gigantesco. Hacía su mitad la pulsera se
ensanchaba marcadamente, y el buril de un cincelador artista había grabado unas
rosas circuidas de follaje, formando un medallón de exquisito gusto, en cuyo
centro se habían esculpido las siguientes palabras en alemán antiguo:

«Los que se unen con lazosde fidelidad eterna, y tan bien se identifican…».

Felicia revolvió el brazalete en todos sentidos para buscar el resto de la


inscripción.

—Tía, ¿no sabes la continuación de estos versos?… —preguntó la joven,


contemplando la alhaja con gran curiosidad.

La solterona detúvose en su tarea de contar los escudos y miró fijamente a


Felicia.

—¡Oh hija mía!, ¿qué has descubierto? —exclamó con viva emoción. Su voz
revelaba a la vez descontento, espanto y tristeza; cogió la pulsera, volvió a ponerla
en la caja y la cerró. En la mejilla de la solterona apareció una manchita roja, y sus
cejas se fruncieron, comunicando a la mirada una expresión dura hasta entonces
desconocida de Felicia. Hubiérase dicho que la tía Córdula olvidaba de pronto el
presente, arrastrada por una corriente de recuerdos de súbito conjurados; parecía
como que la anciana habíase olvidado de la presencia de Felicia, pues al colocar de
nuevo febrilmente la pulsera en el obscuro rincón de donde la sacara la joven,
alcanzó otra caja cubierta de papel gris y tocóla con ternura, pasando por ella la
mano varias veces. Su rostro se dulcificó, y después suspiró, murmurando
mientras oprimía aquella caja contra su seno:

«Esto debe morir antes que yo…, y sin embargo, ¡no puedo presenciar su
muerte!».

La joven abrazó con angustia aquel pequeño cuerpo endeble que vacilaba
ante ella: era la primera vez, en nueve años, que veía a la solterona perder todo
imperio sobre sí misma. Aunque de aspecto delicado y endeble, había siempre
demostrado notable fortaleza de espíritu y una calma inalterable que ninguna
causa externa era bastante a quebrantar. Habíase encariñado con Felicia y
depositado en su alma joven todos sus conocimientos, todo el tesoro de ideas y
sentimientos sanos; pero su pasado seguía siendo desconocido para la joven, y lo
mismo entonces que hacía nueve años, era siempre un enigma viviente para
Felicia. Pero he ahí que por una imprudencia por efecto de una curiosidad infantil
e indiscreta acababa de tocar en aquel pasado, que tan cuidadosamente se
mantenía fuera de todo alcance… Felicia se dirigía por ello las más amargas
reprensiones.

—¡Oh!, querida tía, perdóname —murmuró en voz suplicante y


conmovedora aquella joven, que la señora Hellwig tachaba de insensible y torpe.

La solterona se pasó varias veces la mano por los ojos.

—Tranquilízate, hija mía —dijo—, y recobra la calma. No has hecho mal


ninguno…; pero yo he desvariado, como lo hacen a menudo los viejos —añadió
con voz lánguida…— ¡Sí, yo soy vieja!… He llegado a ser vieja y débil; en otro
tiempo sabía apretar los dientes, aprisionar mi voz, mantenerme orgullosamente
impasible al parecer; mas ya no puedo hacerlo… Es tiempo de que repose…

La solterona oprimía siempre la cajita en sus manos, y al parecer buscaba en


sí valor para llevar al punto a cabo la obra de destrucción que ella misma había
indicado como necesaria… Pero después de un momento de vacilación volvió a
dejar la caja en su sitio y cerró el armario. Entonces pareció recobrar su
tranquilidad aparente; acercóse a la mesa redonda que estaba junto al armario, en
la cual había contado dinero, cogió de nuevo el cartucho, y como si nada hubiese
ocurrido, añadió dos escudos al montón que tenía separado.

—Ahora vamos a envolver eso en un pedazo de papel —dijo; dirigiéndose a


Felicia y con una voz alterada aún por la lucha interior—; después ocultaremos el
paquete en la gorrita de color de rosa…; así habrá contenido, aún antes de nacer la
criatura, lo que ellos van a considerar como una bendición… Enrique debe hallarse
esta noche en su puesto a las nueve en punto. ¡No se te olvide esto!

Preciso es convenir en que la solterona tenía, en medio de sus buenas


cualidades, ciertas manías que le eran propias: infundíale temor el día, al menos
para sus actos, y siempre los ejecutaba por la noche, como el murciélago, cuando
las calles se hallaban desiertas y los habitantes reposaban o dormían… Enrique era
desde hacía mucho tiempo la mano derecha que ignoraba lo que hacia la izquierda,
y llevaba a las familias necesitadas los socorros de la solterona, dando prueba, en
sus misiones, de una finura y una precaución que no se hubiera creído hallar en un
tosco criado… De este modo muchos infelices habían comido, sin sospecharlo, el
pan enviado por la solterona, por aquella de quien creían cosas tan estupendas…

Mientras la tía Córdula preparaba su paquete con mil minuciosas


precauciones, Felicia abrió la puerta vidriera que daba a la galería. Eran los últimos
días del mes de mayo… ¡Oh primavera, tan a menudo cantada por los poetas!
¡Cuán pocos saben cuán bella te ofreces en el país de Turingia! No eres la niña
traviesa del Sud, de blonda y rizada cabellera, por cuyas venas parece que circula
el champagne y a cuyo paso brotan fácilmente el azahar y el mirto. La grandeza
corona tu frente y en tus labios se ve la tranquila sonrisa que revela un alma
profunda; tú mezclas los tintes con reflexión y compones tus cuadros con el
detenimiento con que haría su obra un artista concienzudo… Seguimos las líneas
de tu pincel con tranquila alegría…; no son vigorosas y audaces, pero su gracia
discreta no se puede comparar con ninguna otra. El césped verdoso que cubre la
falda de los montes llenos de bosques, mientras las cimas están coronadas todavía
de su diadema de nieve; el delicado encaje que forman los tiernos tallos y las
hierbas sobre el fondo obscuro de la tierra y sobre los secos prados, todo lo
conviertes poco apoco en retoños de mayo, en campanillas, en violetas, y después
de haber retardado la eflorescencia general con la paciente solicitud, con la
prudencia de un jardinero previsor, tomas de los jardines cultivados el tesoro de
mil hermosos colores y los derramas en los setos y en los prados y en los linderos
de los bosques… Y el soplo que de tu boca escapa es aquel aire vigoroso que
fortalece los nervios de los turingios, que hace su corazón sensible al amor, que les
mantiene apegados a sus poéticas supersticiones, que les inspira el sentimiento de
la justicia y su tendencia a la oposición, que les infunde el valor ingenuo y leal y
que les comunica su celestial rudeza.

Los campos de trigo se desarrollan a lo lejos como fajas gigantescas,


destacando sobre el lindero del bosque y avanzando por el valle; el joven cerezo y
el vetusto peral elévanse uno junto a otro, ambos floridos, ostentando los dos sus
copas verdes, a pesar de la diferencia de los años…, privilegio rehusado al
hombre… En la balaustrada de la galería florecían jacintos, campanillas y
tulipanes, y a cada lado de la puerta de cristales elevábanse, en grandes cajones,
hermosas jeringuillas en flor y bolas de nieve.

Felicia empujó el velador bajo el vestíbulo de cristales, acercó el grande y


cómodo sillón de la solterona, cubrió la mesa con un pequeño mantel muy blanco,
y puso allí, la maquinilla para hacer el café y la gorrita de niño que iba a coser…
Poco a poco el perfume del moka se difundió por la galería, termináronse los
preparativos, y la solterona fue a sentarse en su sillón, dirigiendo una mirada
soñadora a la naturaleza, que la primavera hacía despertar de su letargo.

Felicia había vuelto a coger su labor.

—Tía —dijo después de algunos instantes de silencio y acentuando cada una


de sus palabras—, mañana llegará.

—Sí, hija mía —repuso la solterona—, lo he sabido por un diario de Bonn,


que dice: «El señor profesor Hellwig marcha a Turingia para descansar dos
meses…». ¡Ha llegado a ser hombre célebre, Feli!

—Y parece que le va bien con la celebridad, pues no conoce el tormento que


produce la compasión cuando está en pugna con el deber, y corta en las carnes y en
el alma de sus semejantes con igual tranquilidad, con la misma indiferencia.

La solterona fijó una mirada de sorpresa en el rostro de Felicia, cuyo acento


revelaba una amargura que nunca había notado en ella.

—Guárdate bien de ser injusta, hija mía —dijo a la joven con gran dulzura,
después de guardar silencio algunos instantes…

Felicia alzó la vista rápidamente: en aquel instante sus ojos castaños parecían
casi negros.

—No sé cómo hacerlo para ser indulgente con él —replicó—; ha sido


malo…, muy malo para mí, y me sería imposible compadecerle si le sucediese una
desgracia… Si dependiera de mí ayudarle a labrar su felicidad, no levantaría un
dedo para que lo consiguiera.

—¡Felicia!

—¡Sí, tía, es la verdad!… He venido siempre aquí con el rostro tranquilo,


conservándole así a tu lado, porque no quería perturbarte ni acibarar las breves
horas que me era dado pasar junto a ti para reposar mi alma dolorida… Tú has
creído a menudo en la calma de mi corazón, cuando encerraba tempestades…
¡Dejarse hollar bajo los pies, en el polvo, cada día y a todas horas…; oír cómo
difaman e injurian a mis padres, llamándoles réprobos indignos de la misericordia
divina, que han transmitido a su hija todos los instintos reprensibles!… ¡Aspirar a
lo alto y verse rechazada a la esfera de los ignorantes, porque una es pobre y no
tiene derecho por lo tanto a la cultura de la inteligencia!… ¡Ver que tus verdugos
llevan la aureola de la piedad y que en nombre de Dios matan tu inteligencia, y
permanecer tranquila, no sentir que cada gota de sangre se subleva y perdonarles!
¡Oh!, eso no es paciencia de ángel, sino cobarde y servil sumisión de un alma débil
que merece que la pisoteen.

Felicia se expresaba con firmeza, con voz sonora y profunda… ¡Qué energía,
qué imperio sobre sí misma, el de aquella joven que ni siquiera movió la mano
mientras sus labios pronunciaban estas violentas palabras!

—La idea de ver otra vez ese rostro de piedra —continuó Felicia, suspirando
profundamente—, esa figura impasible y cruel, me inquieta más de lo que yo
podría decirte, tía. Ahora repetirá, con su voz dura, sin corazón y sin alma, lo que
durante nueve años me ha venido diciendo por escrito. Como el niño cruel que ata
con un hilo a un pobre pájaro, me ha ligado a esta casa abominable, transformando
de esta suerte el último deseo de su padre moribundo en una maldición para mí…
¿Hay nada más cruel que su conducta para conmigo? Según él, no debo tener
aptitudes intelectuales, ni corazón sensible, ni sentimiento del honor, cosas todas
estas impropias de la hija de un titiritero, cuyo pecaminoso origen sólo puede ser
purgado convirtiéndose en criada, en una de esas infelices criaturas de inteligencia
y aspiraciones muy limitadas.

—¡Vamos, vamos, bien sabes que no hemos seguido su programa


exactamente!… —repuso la solterona sonriendo—. Como quiera que sea —añadió
con más seriedad—, no hay duda que su llegada producirá algún cambio en tu
existencia.

—Después de alguna lucha, seguramente sucederá así… La señora Hellwig


me ha hecho entrever hoy esta consoladora perspectiva, anunciándome que todo
eso acabará muy pronto.

—Entonces ya no necesitaré exhortarte a tener paciencia, ni repetirte que


debes soportarlo todo allá abajo para respetar la voluntad de aquel que te trajo a su
casa, que te cuidó y amó como si fueras su hija… Entonces serás completamente
libre, vendrás a cuidar a tu anciana tía a la faz del mundo, y no deberemos ya
temer que te arranquen de mi lado, puesto que aquellos que tendrían el derecho
ahora habrán renunciado a la autoridad que ejercen sobre ti.

Felicia levantó los ojos; que habían recobrado su limpidez y expresión


tranquila, cogió la pequeña mano seca de la anciana solterona y la llevó
tiernamente a sus labios.
—No me juzgues peor que en otro tiempo, querida tía —dijo la joven—,
solamente por el hecho de haber penetrado en mi alma hoy más que de costumbre.
Amo a la humanidad y tengo de ella formado alto concepto, y si me rebelo
enérgicamente contra la muerte intelectual, impúlsame en parte a ello el deseo de
ser en el seno de aquélla algo más que una bestia de carga… Aunque me vea
maltratada por algunos individuos, mi resentimiento no se extiende a la raza
humana entera…, y ni siquiera me inspiran desconfianza mis semejantes…; pero
soy incapaz de amar a mis enemigos y bendecir a los que me maldicen. Tal vez
constituya esto una mancha en mi carácter; mas no puedo hacerla desaparecer…,
ni tampoco quiero que desaparezca, tía mía, porque esto señala el imperceptible
límite que separa la dulzura de la falta de carácter.

La tía Córdula guardó silencio, fijando en el suelo una mirada confusa…


¿Habría habido en su propia existencia un momento en que no quiso o no pudo
perdonar, o a lo sumo otorgar el perdón con indecible violencia? La solterona puso
término a esta conversación, y, cogiendo también una aguja, comenzó a trabajar
asiduamente; de modo que cuando la noche sucedió al crepúsculo la mesa quedó
llena de varios pequeños objetos de primera necesidad para un recién nacido. La
tía Córdula completó sus preparativos, ocultando en el centro del paquete aquel
dinero que el pobre ebanista necesitaba con tanta urgencia, que había pedido
inútilmente a los favorecidos por la fortuna y que recibía, sin saberlo, de la persona
a quien se tachaba de hereje.

Cuando Felicia salió de la morada de la solterona, la otra parte de la casa


estaba ya animada. Oía a la niña de la joven viuda, la pequeña Ana, hablar y reír, y
en la antesala del segundo piso resonaban fuertes martillazos. La joven se deslizó
por el corredor que conducía al vestíbulo y allí encontró a Enrique que, subido en
una escalera, colocaba guirnaldas de hojas y flores sobre una puerta. Al ver a la
joven, hízole una mueca cómica que expresaba a la vez la burla y la cólera, y asestó
sobre las cabezas de algunos clavos una serie de martillazos más enérgicos de lo
que era necesario; y realizada esta hazaña, bajó de la escalera.

La pequeña Ana la sujetaba muy seriamente para evitar la caída del criado;
mas apenas divisó a Felicia, olvidó la importante misión que se había impuesto y
corrió hacia la joven y abrazóle las rodillas con sus pequeños brazos. Felicia la
levantó del suelo y estrechóla contra su seno.

—¿No se diría, al ver todo lo que esa gente hace —murmuró Enrique—, que
se trata de celebrar aquí un casamiento?… Todo eso para recibir a un amo que no
mira jamás a derecha ni a izquierda y que os muestra siempre cara de vinagre…
Examina un poco eso —añadió Enrique levantando con amarga sonrisa uno de los
festones de la guirnalda…—; toda especie de flores, pero sobre todo la que
llamamos no me olvides… ¡Está bien…, muy bien!… La que las ha puesto ahí ya
sabrá por qué lo ha hecho… Pero, Feli —exclamó con verdadera cólera esta vez, al
ver que Ana apoyaba su mejilla en el rostro de Felicia—, compláceme en la única
cosa que jamás te pedí; no lleves siempre en los brazos a esa niña enfermiza… ¡No
tiene ni una gota de sangre pura en el cuerpo, y Dios sabe si su fea enfermedad no
es contagiosa!

Felicia abrazó con tierna conmiseración a la niña que, temerosa al observar la


mirada de enojo que Enrique fijaba en ella, ocultaba su feo rostro sobre el hombro
de Felicia, dejando ver solamente su cabeza rizada.

La joven iba a reprender a Enrique algo malhumorada, cuando la puerta,


sobrepuesta de floridos festones, que sin duda se había entornado y no cerrado,
abrióse lentamente y dejó ver el interior de la habitación. Habíanla adornado y
engalanado, en efecto, como si se tratase de recibir a unos jóvenes esposos, y la
sobrina de la señora Hellwig había suspendido festones de flores sobre el bufete
que allí se veía. La hermosa dama retrocedió algunos pasos a fin de juzgar a cierta
distancia del efecto producido por la ornamentación, y como volviese la cabeza un
poco, vio el grupo que estaba en el vestíbulo. Quizás le desagradó, pues sus finas
cejas se fruncieron con expresión de descontento, y llamando a su doncella, que
con el plumero en la mano colocaba los muebles según se le indicaba, mostróle la
puerta.

—¿Quieres bajar de ahí al punto, Ana? —exclamó Rosa, dirigiéndose


apresuradamente al vestíbulo—. Ya sabes que no debes dejarte llevar por nadie; tal
es la voluntad de tu madre, y le desagrada mucho que se la desobedezca —añadió
Rosa, acercándose a Felicia y cogiendo a la niña para ponerla en el suelo…— La
señora dice que no es sano para los niños dejarse besar y abrazar por toda clase de
gente.

Así diciendo, se llevó la niña, que se resistía y lloraba, y cerró tras sí la


puerta.

—¡Bondad divina, vaya una raza! —exclamó Enrique, que había observado
de reojo la escena…— ¿Qué tal, querida Feli, no tenía yo razón?… ¡He ahí lo que
ganas con tu buen corazón y tu buena voluntad!… Esa gente es capaz de creer que
todo es en ellos distinguido, hasta las enfermedades repugnantes, y que se les debe
estar muy agradecidos cuando permiten que manos sanas y limpias toquen sus
cuerpos enfermizos.

Felicia guardó silencio y salió del vestíbulo. Cuando llegaba al piso bajo, el
movimiento de un coche hacía retemblar el pavimento de la plaza; el carruaje se
detuvo delante de la casa, y antes de que Enrique pudiese llegar a la puerta,
abrióse ésta bajo una presión enérgica. La noche había cerrado casi; el vestíbulo del
piso bajo estaba sombrío, y apenas podía distinguirse en el umbral de la puerta la
silueta de un hombre robusto, que dio algunos pasos con firmeza hasta llegar ante
la puerta de la sala de la señora Hellwig. Abrióse aquélla, y se oyó una
exclamación de sorpresa, acompañada de estas palabras de la viuda: «Has dejado
de ser puntual, Juan, pues no te esperábamos hasta mañana». Después se cerró la
puerta, y ya no se oyó nada.

—Era él… —dijo Felicia en voz baja, poniendo la mano sobre su pecho
oprimido.

—¡Sí, y lo que es por mí ya podría volver a marcharse! —murmuró Enrique;


pero en seguida se calló y se puso a escuchar sonriendo hacia la escalera.

Allá arriba oíase un tumulto confuso… La joven viuda corría a través de las
habitaciones, con sus blondos rizos flotantes en derredor del rostro y su vestido
blanco que la envolvía como en una ligera nube. Dejó tras sí a Rosa y a la niña, y
precipitóse en la sala.

—Ahora sabemos ya por qué había tantos no me olvides en las guirnaldas de


flores, ¿no es verdad, pequeña Feli? —dijo Enrique volviendo a la puerta de la calle
para recibir el equipaje de su amo.
Capítulo XII
Un momento que tuvo desocupado Felicia la mañana siguiente muy
tempranito aprovechólo para visitar a la tía Córdula y decirla que la expedición de
Enrique había tenido el mejor resultado y que la familia del pobre ebanista había
recibido ya el caritativo socorro. En el rellano del segundo piso encontró a Enrique,
que manifestaba todas las señales de una maliciosa alegría. Sin decir palabra,
indicó con el pulgar, por encima del hombro, la puerta que tan bien había
adornado la víspera… El decorado había desaparecido…; un enorme ramo de
flores, ajadas en parte, yacía en tierra, y a lo largo de la pared hallábanse alineados
lastimosamente todos los vasos de flores.

—¡Uf!… —exclamó Enrique—, todo eso se quitará de ahí para ser arrojado…
¡A la una, a las dos… y a las tres!… He ahí la hermosa guirnalda que tenía tantos
no me olvides… ¡A tierra…, como todo lo demás!… He llegado justamente en el
momento en que el amo estaba subido en una escalera y ocupado en destruir todos
los adornos que hemos clavado ayer, colocándolos tan graciosamente.

—¿Quién ha hecho eso?

—¡Bah!, ¿quién ha de ser sino el profesor? ¡Qué cara tan terrible tenía!…
Verdad es que yo había clavado todo eso de manera que durase toda una eternidad
y que le ha sido necesario golpear, estirar y sacudir para arrancar mis clavos…
Pero figúrate tú que se ha llegado hasta mí para darme la mano cuando le di los
buenos días, lo cual me ha sorprendido grandemente.

Los labios de Felicia se estremecieron… y ya estaba a punto de hacer algunas


reflexiones; pero no tuvo tiempo más que para refugiarse en uno de los sombríos
rincones del corredor inmediato y alejarse rápidamente; había oído pasos que se
acercaban a la puerta.

Más tarde, cuando bajó después de haber hecho su visita, oyó en el primer
piso la voz de la joven viuda; su tono era dulcemente plañidero…; hubiera sido
difícil hallar un órgano más melodioso y seductor.

—¡Esas pobres flores! —decía suspirando.

—¿Cómo has podido hacer para mí semejantes preparativos? ¡Ya sabes,


Adela, que me inspiran aversión todos esos honores y esas manifestaciones!
Esta última voz era la voz fría, imperiosa en su impasibilidad, que había
producido en Felicia tan honda impresión; pero esta vez tenía entonaciones un
poco más duras y en ella se adivinaba cierto tono de censura y acrimonia. Felicia,
inclinándose sobre la balaustrada, miró con temor hacia abajo, reteniendo la
respiración…: allí estaba el profesor, en la escalera, llevando cuidadosamente de la
mano a Anita, y bajando lentamente, escalón por escalón, con extremada
solicitud… En aquella aparición no había nada, absolutamente nada, que se
armonizase con el carácter del joven profesor. Los que como éste representaban a
los ojos de la pobre muchacha toda la ciencia tenían seguramente una aureola de
distinción y de grandeza sobrehumanas…; pero entonces inútilmente buscó las
particularidades supuestas por ella. El que a sus ojos se ofrecía tenía una estatura
elevada, cuerpo robusto, nervioso; sus movimientos eran rígidos y su ademán
resuelto, pero sin elegancia; había en él algo de dureza, de indomable tenacidad;
sus espaldas parecían no haberse inclinado jamás para saludar a nadie, y su cabeza
confirmaba esta suposición. Juan volvió un instante la cara, aquella cara poco bella
y de expresión poco benévola, de la que Felicia conservaba tan penoso recuerdo.
Su barba, singularmente espesa, rizada y de color rubio rojizo, descendía hasta el
pecho, y entre las cejas, fruncidas aún por el descontento que acababa de
manifestar con motivo de los honores que habían querido tributarle, marcábase un
pliegue enérgico. Sin embargo, si el conjunto no era aristocrático ni elegante, ni
siquiera agradable, demostraba una fuerza de voluntad que nada en el mundo
podría doblegar.

Y no obstante, ¡en aquel momento inclinábase con tanta solicitud sobre la


débil niña, que se arrastraba penosamente a su lado! Por fin levantó la criatura y
tomóla en brazos.

—Ven, hija mía —dijo—, tus pequeñas piernas no pueden sostenerte largo
tiempo…

Su acento era sumamente dulce y revelaba conmiseración.

«Bien se conoce —díjose Felicia con un profundo sentimiento de amargura


que llenaba su corazón— bien se conoce que no habla con una hija de titiriteros».

La mañana, de ordinario tan quieta en aquella tranquila casa, fue ruidosa y


animada, pues la campanilla del vestíbulo no dejó de resonar, por decirlo así, ni un
momento. En aquella pequeña ciudad había, como en otras muchas más grandes,
una infinidad de personas muy deseosas de que se reflejaran en ellas los rayos que
iluminaban a un hombre célebre, incapaces de comprender que aquel brillo mismo
no alumbraba otra cosa que su pequeñez. Aquellas visitas aliviaron mucho las
inquietudes de Felicia, pues aun cuando lo que más deseaba era que el conflicto se
resolviera rápidamente, temblaba al pensar en el primer choque y se sentía débil e
irresoluta. Por esto cada hora que ganaba parecíale una ventaja. Pero los amos de la
casa querían precipitar la catástrofe.

En efecto; apenas terminada la comida, Enrique entró en la cocina, donde se


hallaba Felicia; examinó su ropa con minucioso cuidado, hizo desaparecer un poco
de harina de su vestido, retrocedió algunos pasos para contemplar a la joven
atentamente, y díjole al fin con una mirada mal segura:

—Me parece que ahí, hacia la oreja, tienes la trenza un poco deshecha…;
arréglatela bien…, ya sabes que el que está allí dentro es severo en todas estas
cosas…; y cuando lo hayas hecho, es preciso que vayas de seguida a la habitación
de nuestro difunto amo… Allí se hallan todos reunidos… ¡Vamos; vamos!… ¿Qué
significa ese terror? Ahora estás lívida…, blanca como el yeso… ¡Vamos, valor, mi
pequeña Feli!… ¡Qué diablo! ¡Al fin y al cabo no se te han de comer!…

Felicia abrió la puerta y entró suavemente en la habitación del que un día


fue su protector; sus labios estaban blancos; una palidez uniforme se extendía por
su rostro y comunicábala el aspecto de una sombra silenciosa.

Lo mismo que nueve años antes, en aquella borrascosa mañana en que se fijó
la suerte de la joven, la señora Hellwig estaba sentada en un gran sillón cerca de la
ventana, y a su lado, vuelto de espadas a la puerta, con las manos cruzadas por
detrás, hallábase aquel que había lanzado a la niña en la esfera de la domesticidad,
sin permitir jamás que franquease este límite un solo instante, y que la mantuvo
con mano de hierro en la vida obscura y desolada a que la sometió, castigándola
duramente desde lejos.

Todos estos recuerdos afluían al cerebro de la joven, hacían latir su corazón


y rebosar en su alma un torrente de amargura… No obstante, nunca hubiera sido
tan necesario el imperio que había aprendido a tener sobre sí misma…;
comprendíalo así, lo sabia, y temía no poder llamarle en su auxilio.

—¡Ahí está Carolina! —dijo la señora Hellwig.

El profesor se volvió y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa. Muy


probablemente no había pensado nunca que la hija de los saltimbanquis, a quien
había visto en aquel mismo sitio, sostenida por sus pequeños pies temblorosos,
pudiese crecer tanto y tener aquel aspecto sereno y digno. La joven estaba en pie
delante de él, y aunque fijaba la mirada en el suelo, su actitud revelaba la mayor
altivez.

Juan Hellwig dio algunos pasos para acercarse a ella, y hasta su brazo
derecho indicó un movimiento… ¿Quería darle la mano, como lo había hecho con
Enrique? El corazón de Felicia se estremeció; sus delgados dedos se hundieron en
la palma de la mano, oprimiéndose convulsivamente; sus brazos permanecieron
inmóviles y caídos; pero sus párpados se levantaron, y con mirada glacial,
desdeñosa, fijó sus ojos en el hombre que delante de ella estaba, con la misma
expresión con que los habría fijado en un enemigo mortal. No era posible
equivocarse sobre la significación de aquel mudo lenguaje; así es que el joven
profesor, retrocediendo un poco, comenzó a mirar a Felicia de pies a cabeza.

En aquel momento llamaron a la puerta, y al mismo tiempo vióse asomar la


cabeza rizada y el rostro risueño de la joven viuda.

—¿Se permite entrar?… —preguntó con su voz más dulce Y sin esperar la
contestación, penetró en la estancia.

—¡Ah! —exclamó—, llego desgraciadamente a punto para asistir a penosos


debates… Querida Carolina, ahora sabrá usted que hay aquí una voluntad
superior a la suya… y al fin se adoptará una resolución respecto a ese pobre
Wellner.

—Querida Adela, te rogaría que dejases la palabra a Juan —dijo la señora


Hellwig con acento breve y algo brusco.

—Por lo pronto nos referiremos a este punto —dijo el joven profesor,


cruzando los brazos sobre el pecho y apoyándose contra una mesa…— ¿Quiere
usted decirme por qué motivo rehúsa la honrosa proposición de matrimonio que
se le ha hecho en nombre del señor Wellner?

Al decir esto, su tranquila y fría mirada se fijó en Felicia.

—Porque le desprecio —contestó la joven con firmeza—. Es un miserable


hipócrita que se sirve de la piedad como de un manto protector para satisfacer su
codicia y su ambición…

Para Felicia tratábase entonces de parar el golpe apelando a la más ruda


franqueza.
—¡Cielo santo! ¡Qué odiosa calumnia!… —exclamó la joven viuda uniendo
las manos con unción, mientras que sus grandes ojos azules buscaban el cielo como
para elevarle una queja… La señora Hellwig comenzó a reírse con expresión de
amargura.

—Has tenido al punto una muestra —dijo a Juan— del proceder de aquélla a
quien llamas tu pupila… Esa boca está siempre dispuesta a calumniar y acusar…
¡Hace ya largo tiempo que conozco esta inclinación!… ¡Ahórrate una molestia
inútil! No adelantarás un paso discutiendo con esa criatura rebelde, y no estoy de
humor para permitir injurias contra las personas honradas que visitan mi casa.

El profesor no contestó desde luego; mientras que se pasaba lentamente la


mano por la barba, una mano fina, estrecha, singularmente hermosa y bien
cuidada, sus ojos se fijaron en su encantadora prima, que conservaba su actitud de
serafín orando. Parecía haber oído solamente su exclamación, y sus labios se
oprimían un poco, lo cual comunicaba a su fisonomía una expresión enigmática…;
mas era forzoso resignarse a no interpretada, pues los observadores más hábiles
habrían perdido el tiempo al tratar de hacerlo.

—Has aprovechado singularmente el tiempo de tu permanencia aquí,


querida Adela —dijo al fin—, y parece que te has entregado al estudio profundo de
los caracteres… Para erigirse en abogado tan bien convencido…

—¡En nombre del cielo, Juan! —exclamó la joven viuda, interrumpiendo a su


primo—, espero que no irás a suponer que tengo un interés particular…

La joven calló de pronto y sus mejillas se cubrieron de un vivo rubor.

Los ojos del profesor se animaron de una expresión de ironía.

—Todas las señoras que visitan a mi tía están unánimes en su juicio respecto
al señor Wellner —repuso al fin la joven viuda, comprendiendo que prolongar más
el silencio podía ser mal interpretado—. Es cajero de los fondos para las misiones y
jamas se ha podido poner en duda su respetabilidad.

—Seguramente lo jurarías —replicó Juan, poniendo así brusco término a la


discusión. Y volviéndose, hacia Felicia, añadió—: No conozco al señor Wellner, y
de consiguiente no sé si las acusaciones que usted lanza contra él son merecidas.

—¡Juan!… —exclamó la señora Hellwig con el tono de un vivo descontento.


—Permita usted, madre mía…; ya hablaremos de eso más tarde —contestó el
joven con suma tranquilidad…— Nadie piensa en violentar la inclinación de usted
—añadió, volviéndose a Felicia—. Hasta aquí no la he reconocido ni otorgado
nunca el derecho de adoptar una resolución en cuanto la concierne, primeramente
porque estaba usted bajo una dirección que me inspira ciega y absoluta confianza,
y en segundo lugar, porque tiene usted un carácter que le hace cometer peligrosas
inconveniencias y resistirse siempre a hacer aquello que por su bien se le aconseja.
Sin embargo, en la cuestión de que ahora se trata, mi autoridad sobre usted cesa, y
ni aun puedo vituperarla, pues bien mirado usted es joven y me dicen que el señor
Wellner es de edad avanzada, y sobre esto no hay engaño ni calumnia. Además
hay la diferencia de posición… Por el pronto, su pretendiente prescindiría de
buena gana del origen de usted…; pero más tarde pensaría en ello, y entonces se
producirían sin duda recriminaciones, arrepentimiento, pues toda perturbación en
el equilibrio no tarda en desaparecer, volviendo éste a su estado normal.

Todo esto estaba bien razonado; pero ¡cuán cruel resultaba a los oídos! El
profesor era en aquel momento el autor de aquellas reglas escritas para las cuales
se tenía siempre en cuenta la procedencia de la hija de los titiriteros.

Juan Hellwig dejó su sitio y adelantóse algunos pasos hacia la joven, que
sonreía amargamente.

—Hasta aquí —continuó, levantando con ademán severo el índice de la


mano derecha— nos ha impuesto usted una pesada carga, y jamás ha podido o
querido usted granjearse la simpatía de mi madre; por lo mismo ya comprenderá
que la situación, tal como es, no puede prolongarse indefinidamente… Es
imposible que permanezca usted en esta casa.

—Estoy dispuesta a salir de ella ahora mismo.

—¡Ya lo creo, ya lo creo! Siempre demostró usted claramente que nuestra


asidua vigilancia y la regularidad austera de esta casa le parecían insoportables —
exclamó Juan Hellwig con acento de cólera y de irritación—. Trabajo inútil ha sido,
por nuestra parte, tratar de reprimir en usted los malos instintos. Se hará como
desea; mas no me creo aún relevado de mis deberes hacia usted… Quiero ver si me
será posible encontrar algunos de los parientes de usted.

—En otro tiempo tenías distinta opinión sobre este punto —dijo la señora
Hellwig con tono burlón.
—Esa opinión se ha modificado con el transcurso de los años y de los
acontecimientos, según puedes ver, madre —repuso Juan tranquilamente.

Felicia guardaba silencio, fijando sus miradas en el suelo tristemente, pues


sabía muy bien que aquella tentativa no tendría buen éxito… La solterona había
practicado, hacía largo tiempo y siempre inútilmente, muchas diligencias y
pesquisas sobre este punto. Cuatro años antes mandó insertar en los diarios de más
circulación una nota haciendo un llamamiento urgente, bien a la familia de
Orlowska o a la de su esposa… Nadie había contestado; pero Felicia no podía
indicar esta circunstancia a la familia Hellwig.

—Desde hoy —continuó el joven profesor— daré los pasos necesarios, y creo
que un plazo de dos meses será bastante para que mis tentativas den el resultado
apetecido o fracasen. Hasta entonces continuará usted sometida a mi autoridad,
formando siempre parte de la servidumbre de mi madre. Sí, como yo creo y temo,
no se consigue encontrar a ninguno de sus parientes, entonces…

—Entonces reclamaré mi libertad, apenas expire el plazo fijado —añadió


vivamente Felicia.

—¡No…, es verdaderamente imposible escuchar con paciencia un lenguaje


tan abominable!… —exclamó la joven viuda—. ¡Al oír a usted diríase que en esta
casa de paz y caridad la han martirizado y crucificado!… ¡Oh ingratitud!

—¿Conque confía usted poder prescindir de nuestro apoyo y protección? —


preguntó Juan, sin hacer el menor aprecio de las muestras de indignación de su
prima.

—Aunque agradezco uno y otra, creo que podré bastarme a mí propia.

—¡Sea!… —repuso Juan después de una pausa—. Transcurridos dos meses,


a contar desde hoy, le será permitido adoptar la resolución que le convenga.

Así diciendo, el joven profesor dio media vuelta y fue a colocarse otra vez
junto a la ventana.

—Puede usted retirarse —dijo la señora Hellwig a la joven con tono


desdeñoso. Felicia salió de la habitación.

—¡Vamos —se dijo—, ocho semanas más de lucha! Será un combate a vida o
muerte.
Capítulo XIII
Desde hacía tres días, o sea desde la llegada de Juan Hellwig, notábase un
cambio completo en el género de vida que se observaba en la antigua casa de sus
padres. Para Felicia transcurrieron tranquilamente, contra lo que era de esperar.

El joven profesor no parecía recordar ni siquiera que existiese, y había


limitado sus relaciones con ella a la única conversación del primer día… Felicia
respiraba al fin, pero ¡cosa extraña!; nunca se había sentido tan humillada y
despreciada como entonces. El profesor había pasado varias veces por el vestíbulo
junto a ella sin mirarla siquiera… Parecía descontento, y su fisonomía revelaba un
enojo que seguramente no la hermoseaba. Con sus ruegos y observaciones la
señora Hellwig exigía que se presentase en el salón cuando recibía visitas que
deseaban ver al joven profesor. Al fin comparecía, pero obligado, contra su
voluntad, y mostrábase bajo el aspecto poco agradable de un hombre feroz,
aburrido, que no se tomaba la molestia de ocultar su contrariedad… También iban
muchas personas que Enrique conducía al segundo piso, a la habitación que el
joven doctor ocupaba…: eran enfermos, con frecuencia muy necesitados, que
andaban penosamente y a quienes Federica en otro tiempo no hubiera dejado
entrar en aquella casa, conservada con tanto aseo… Ahora, con gran descontento
de la vieja cocinera y hasta contra la voluntad de la señora Hellwig, afluían en
procesión interminable, pisaban descaradamente los blancos peldaños de la
hermosa escalera de piedra, y llegados al piso, obtenían indistintamente la mejor
acogida e inmediata audiencia. El joven doctor había adquirido gran celebridad
como oculista, por haberle sido dado alcanzar buen éxito en muchos casos que sus
cofrades declararon de curación imposible… De aquí la fama que tan rápidamente
ilustró el nombre del joven médico.

La señora Hellwig había encargado a Felicia la limpieza del despacho de su


hijo; este aposento había sufrido una transformación notable: amueblado
cómodamente en otro tiempo, presentaba entonces el aspecto desnudo y rígido de
una celda de cartujo. Las tupidas cortinas que guarnecían la ventana habían
sufrido la misma suerte de las guirnaldas de flores; el joven médico las arrancó con
su propia mano. Algunos grandes cuadros de colores chillones, que representaban
batallas, fueron descolgados de las paredes, y en cambio se puso en su lugar un
simple grabado circuido de un marco de madera negra, relegado hasta entonces en
un rincón del recibimiento y que salió de su obscuridad para ocupar el sitio de
honor… sobre el bufete del sabio médico. Este grabado era una obra maestra:
representaba a una madre joven, con su hijo en brazos, cubriéndole tiernamente
con su sedoso manto, forrado de pieles El tapete de la mesa del centro, así como
varios almohadones ricamente bordados, habían sido retirados también bajo el
pretexto de que eran verdaderos «nidos de polvo», y sobre la consola había, en vez
de figuritas de porcelana, los libros del doctor simétricamente colocados. En
ninguno de ellos se notaba un solo pliegue en sus hojas, ni la menor señal de tinta
en sus cubiertas, y eso que con frecuencia habían sido consultados. Estos libros
tenían cierta encuadernación uniforme de tal o cual especie, según el idioma del
texto: todos los latinos eran grises, los alemanes de color pardo, etc.

«¡Así es como él se ocupa en clasificar las almas humanas —pensó


amargamente Felicia cuando examinó por primera vez aquellas filas de tomos—, y
desgraciado de aquel que pretenda salirse del color que le está señalado!».

El joven doctor se desayunaba en compañía de su madre y de su prima, y


después se iba a su cuarto, en donde se encerraba para trabajar hasta la hora de
comer. Siempre había de tener a su alcance una botella de agua pura, y en vano su
madre había hecho subir a su habitación un poco de vino. Al parecer disgustábale
mucho que le sirvieran; jamás hacía uso de la campanilla, y cuando su agua no
estaba bastante fresca, bajaba la escalera de los dos pisos para ir a llenar su botella
en la fuente del patio.

En la mañana del cuarto día después de su llegada recibiéronse muchas


cartas para Juan Hellwig, y como Enrique se hallaba ausente, encargóse a Felicia
llevarlas al segundo piso. La joven vaciló cuando estuvo ante la puerta de la
estancia, pues oyó hablar dentro: una voz de mujer terminaba un discurso que, al
parecer, había sido largo.

—El doctor Bohn me habló ya de la enfermedad de su hijo de usted —decía


el joven doctor con acento benévolo—; veremos qué podrá hacerse para curarle.

—¡Oh señor profesor!… Un médico célebre como usted es…

—¡Dejemos eso a un lado, buena mujer!… —exclamó Juan Hellwig


interrumpiéndola con rudeza—. Mañana iré a casa de usted para examinar los ojos
de su hijo —añadió luego con más suavidad.

—¡Ay de mí!… —repuso la mujer—, nosotros somos pobres… Los jornales


son pequeños…

—Ya me ha repetido usted eso dos veces —dijo Juan Hellwig,


interrumpiéndola de nuevo con impaciencia—; retírese usted, que necesito el
tiempo para otras cosas más urgentes, y crea que si puedo hacer algo por su hijo, lo
haré… ¡Adiós!

La pobre mujer se retiró, y entonces Felicia entró en la habitación. El joven


profesor estaba sentado ante su bufete, y su pluma corría rápida sobre el papel;
había visto entrar a la joven, y sin levantar los ojos alargó la mano izquierda para
recibir las cartas, una de las cuales abrió mientras Felicia se dirigía a la puerta.

—A propósito… —dijo sin dejar de mirar la carta, que tenía en la mano—.


¿Quién se cuida de quitar aquí el polvo?

—Soy yo —contestó la joven deteniéndose.

—En tal caso, la recomendaré que respete más mi bufete de aquí en


adelante, porque me desagrada mucho no encontrar mis libros en su sitio; y esta
vez es peor aún, porque me falta uno.

Felicia se acercó al bufete, en el cual había varia pilas de libros.

—¿Cuál es el título del volumen?… —preguntó tranquilamente.

Algo como una sonrisa modificó la expresión grave del rostro de Juan
Hellwig; aquella pregunta en boca de una muchacha resultaba excesivamente
ingenua en el cuarto de trabajo del médico.

—Difícilmente le encontraría usted —contestó—, porque es un libro escrito


en francés: se titula «Cruveilhier. Anatomie du systeme nerveux». —Y el doctor casi se
sonrió al decir esto.

Felicia cogió uno de los volúmenes que sobre la mesa había entre otros libros
franceses.

—Aquí está —dijo—, y en el mismo sitio en que usted lo dejó; no podía ser
de otro modo, puesto que yo no toco jamás ningún libro.

Juan Hellwig, apoyando su mano izquierda en el bufete, volvióse y miró a la


joven de hito en hito.

—¿Comprende usted el francés?… —preguntó bruscamente y con rudeza.

Felicia quedó sobrecogida de espanto, pues acababa de descubrirse, No


solamente comprendía el francés, sino que le hablaba con facilidad y correctamente,
pues la solterona le había dado muy buenas lecciones. Era preciso contestar a la
pregunta directa del profesor y hacerlo sin ambages; los ojos grises fijos en ella,
que tenían el frío brillo y la inflexibilidad del acero, exigían una contestación
perentoria, pareciendo dispuestos de antemano a descubrir toda mentira o a
rechazar todo equivoco: era preciso decir la verdad.

—He recibido lecciones —contestó lacónicamente.

—¡Ah!… Es cierto… Ahora recuerdo que hasta la edad de nueve años…


Siempre habrá quedado alguna cosa, —añadió pasándose la mano por la frente.

Felicia guardó silencio.

—Ésta ha sido la desgracia que ha hecho fracasar los planes que mi madre y
yo habíamos formado para su educación. Es claro, como había usted aprendido
demasiadas cosas y como sobre este particular teníamos nuestro especial punto de
vista, usted nos ha aborrecido y nos ha considerado como sus verdugos, y quién
sabe como qué otras cosas. ¿No es verdad?

Felicia vacilo algunos momentos antes de responder…; pero la tentación era


demasiado fuerte, sucumbió a ella y contesté con los labios temblorosos:

—En efecto, he tenido demasiadas razones para formar esta opinión.

Durante un momento las cejas de Juan Hellwig se fruncieron y la expresión


de su fisonomía revelo el enojo y el descontento que en él se agitaban; pero tal vez
recordó que a menudo había tolerado con paciencia de sus enfermos muchas
contestaciones injuriosas, provocadas por el sufrimiento… La joven que estaba
delante de él padecía también, en su sentir, de una equivocación, y sin duda a esta
idea debía atribuirse la moderación con que dijo:

—La disculpo a usted en un todo de la acusación de falsedad que sobre


usted ha pesado hasta aquí; usted es sincera…, tal vez más de lo necesario, pero ya
sabremos consolarnos de la opinión que de nosotros tiene y que acaba de expresar.

Juan Hellwig volvió a coger su carta y leyóla atentamente, mientras que


Felicia se alejaba; pero al abrir, ésta la puerta, y en el momento de traspasar el
umbral, la mirada del doctor se dirigió hacia la joven. El vestíbulo estaba
iluminado por los rayos del sol, y Felicia, con su vestido obscuro, destacábase
vigorosamente en aquel fondo de oro; su talle no tenía aún la firmeza y la
redondez de la juventud que llega a su completo desarrollo, pero en cambio las
lineas eran suaves y el andar revelaba una gracia indescriptible, una soltura y una
ligereza que recordaban las heroínas de los poéticos cuentos de hadas. ¡Y qué
cabellera tan maravillosa! Por lo regular parecía de color castaño obscuro; pero
cuando un rayo de sol la iluminaba, como en aquel memento, percibíanse visos
dorados. Sus cabellos no se asemejaban a los hermosos y rubios bucles de su madre
la comedianta: cortos, pero espesos, formaban ondas rebeldes hasta el nacimiento
de las pesadas trenzas sujetas en la parte posterior de la cabeza; pero algunos
mechones rebeldes escapábanse de las trenzas y se rizaban sobre un cuello blanco
de exquisita forma.

Juan se inclinó sobre su bufete para continuar el trabajo; pero le fue difícil
volver a la corriente de ideas y reflexiones que había interrumpido la visita de la
pobre mujer. Se pasó coléricamente la mano por la frente y bebió un vaso de agua;
pero fue inútil, e impacientado al fin por todas aquellas interrupciones, arrojó la
pluma sobre el pupitre, cogió su sombrero y bajó la escalera. Si la cabeza del moro
que desde hacía algunos años servia de limpiaplumas a Juan hubiese podido abrir
más su enorme boca, hendida hasta las orejas, no habría dejado de hacerlo como
señal suprema de asombro… La pluma quedaba allí, llena de tinta, y el pobre moro
ardía en deseos de secarla con sus vestiduras, como de costumbre: aquella vez el
doctor habíase olvidado de esta operación, lo cual era insólito en él y demostraba
que debía hallarse grandemente preocupado.

—Madre mía —dijo el profesor entrando al paso en la sala del piso bajo—,
deseo que no se me envíe más a esa joven; Enrique es quien debe servirme, y si está
ausente, prefiero esperar su vuelta.

—¡Qué decía yo!… —exclamó la señora Hellwig con expresión triunfante—.


Apenas hace tres días que estás aquí, y ya te parece insoportable el rostro de esa
joven, por más que me hayas dirigido algunas reprensiones, a mí que la sufro hace
nueve años.

Juan Hellwig se encogió ligeramente de hombros sin contestar y quiso


alejarse; pero de pronto volvióse para preguntar:

—¿Cesaron completamente las lecciones que esa niña recibió hasta la muerte
de mi padre, desde que la enviamos a la escuela comunal?…

—¡Vaya una pregunta extravagante! —replicó la señora Hellwig con enojo—.


¿No te escribí sobre este asunto, y aun creo que te hablé de ello cuando fui a verte a
Bonn? Los libros se vendieron, y todos los cuadernos fueron quemados a mi vista.
—¿Y con quién se ha tratado?

—¿Con quién se ha tratado?… Pues, naturalmente, con Federica y con


Enrique… y con nadie más; pero verdad es que tampoco lo ha deseado nunca.

Notábase en el rostro de la señora Hellwig un movimiento que hubiera


llamado particularmente la atención de todo observador; bajo el imperio de ciertas
impresiones, y cuando trataba de satisfacer su crueldad, o disfrutaba de ella, su
labio superior, elevándose un poco, permitía ver los dientes anteriores: este
movimiento se produjo cuando añadió:

—Naturalmente, no me he cuidado de sentarla a mi mesa, ni he querido


tenerla junto a mí en el aposento que habito; ha seguido siendo la criatura que se
interpuso entre tu padre y yo, una criatura de carácter díscolo e independiente.
Procuré que hiciera amistad con las hijas de algunos obreros piadosos, pero
rehusó, diciendo que no quería nada con gentes que son lobos disfrazados con
pieles de oveja. En fin, cuando hayas vivido aquí un par de meses, como te
propones, quedarás edificado respecto al carácter y pretensiones de esa joven.

Juan salió de la casa para dar un paseo por el campo.

En la tarde de aquel mismo día, la señora Hellwig esperaba a varias señoras,


invitadas a tomar en su casa el café con leche; debían reunirse en el jardín situado
fuera de la ciudad, y como Federica se sintió indispuesta de pronto, Felicia fue
enviada para sustituirla y hacer todos los preparativos necesarios. Desempeñó su
cometido pronto y bien: en un espacio cubierto de arena, preservado por una roca
que formaba como una pared, había puesto la mesa y en la cocina del jardín se oía,
el hervor del agua que iba a transformarse en delicioso moka. La joven, apoyada en
la ventana abierta de aquella cocina, contemplaba el jardín con expresión
melancólica… Todo reverdecía, florecía y agitábase bajo el impulso de una ligera
brisa, destacándose alegremente bajo el cielo azul…, como si las borrascas del
otoño y los rigores del invierno no hubiesen doblegado y helado todas aquellas
plantas… Hacía ya muchos años que todo aquel mundo verde, florido y
embalsamado, ofrecía sus tesoros al hombre cuyo corazón amante, tierno y
generoso, que ahora estaba reducido a polvo, ofrecía un apoyo a todo cuanto era
débil, así a las plantas como a los seres humanos… Y he aquí que esas plantas, tan
queridas de él, florecían alegremente para las frías miradas que las contemplaban
ahora, sin que los hombres hablasen ya de él, por decirlo así. Allí era donde se
refugiaba con la pequeña huérfana adoptada por él, allí donde se sustraía de las
malévolas miradas y de las lenguas viperinas de la ciudad… No iba a disfrutar
solamente de los esplendores del verano…; también en los primeros días de la
primavera, cuando ésta lucha aún con su predecesor el invierno, iban allí los dos y
encendían un gran fuego en la estufa de porcelana blanca: una alfombra, espesa
calentaba los pies, y las ramas de los árboles cercanos se apretaban contra las
ventanas cerradas, al través de cuyos cristales aún se veía colgado de aquéllas
algún copo de nieve y se divisaba más allá del jardín desnudo la montaña
coronada por un bosque de altos álamos… ¡Que dulces recuerdos aquéllos!… Y
aquellos nogales de follaje completamente despojado, que se elevaban inmóviles
bajo los rayos del sol… ¡cuántas cosas habían murmurado a los oídos de la niña!
¡Cuán tiernas promesas de un porvenir venturoso! ¡Cuán deliciosos sueños no
empañados entonces por nube alguna! Pero después prodújose de pronto la
sombra, la tempestad acumuló terrores sobre la cabeza inocente de la huérfana, y
un relámpago espantoso había desvanecido todas aquellas ilusiones.

Voces masculinas que se acercaban poco a poco y el crujido de la puerta de


entrada arrancaron a Felicia de los recuerdos dulces y dolorosos que se elevaban a
su alrededor. Por la ventana del rincón que daba al Norte, Felicia vio entrar al
joven médico, que avanzaba lentamente acompañado de un caballero que le
visitaba con bastante frecuencia hacía algún tiempo y pertenecía a una de las
familias más respetables del país, siempre íntimamente relacionada con la de
Hellwig. Contemporáneo de Juan, habíase educado con él en el mismo colegio, el
que allá en el Rhin tenía un pariente de los Hellwig, y con él estudiado en la misma
Universidad, aunque por poco tiempo. A pesar de sus caracteres e ideas
completamente opuestos, siempre había reinado entre ellos profunda amistad. Más
tarde, mientras Juan Hellwig, poco después de haber terminado sus estudios,
obtenía una cátedra, el joven Frank dedicábase a viajar, hasta que, hacía poco,
cediendo a los deseos de sus padres, había tomado el titulo de licenciado en
derecho, ejerciendo actualmente la profesión de abogado en su ciudad natal.

Tal como se presentaba, avanzando con lento paso, era un hermoso joven, de
expresión inteligente, de formas elegantes, airosas y esbeltas… Tal vez el perfil
hubiera denunciado, por algunas líneas demasiado finas y delicadas, una
organización algo femenina…; mas al verle de frente, con la cabeza bien plantada y
altivamente erguida, no se hubiera pensado en hacer ésta ligera crítica.

Retiró de sus labios el cigarro que fumaba, miróle atentamente y lo arrojó


lejos de sí; su compañero sacó al punto una petaca del bolsillo y se la presentó.

—¡Dios me libre!… —exclamó el joven, agitando los brazos con expresión de


horror cómico—. No podría pensar nunca en robar el dinero destinado a los
chinitos u otros pequeños del mismo género.

Juan sonrió.

—Sí —prosiguió Frank—, pues como ya te conozco, presumo que debes


respetar con heroísmo, paciencia y constancia el juramento que a ti propio te
hiciste durante nuestra juventud. Recuerdo que habías fijado en tres cigarros el
consumo cotidiano…, pero no fumabas más que uno, y el dinero resultante de ésta
economía lo destinabas a las misiones.

—En efecto, no he perdido esta costumbre —contestó Juan, sonriendo


tranquilamente—; pero el dinero tiene otro destino ahora… es para el alivio de mis
enfermos pobres, sin distinción de creencias.

—No es posible… Tú, el más ardiente defensor de la intolerancia, el más


fanático entre todos los compañeros de colegio, el más leal defensor de las ideas de
nuestro director despótico, ¿renegar así de las doctrinas de tu maestro? ¡Apóstata!

—El médico aprende a pensar de muy distinto modo sobre la humanidad y


sobre los deberes del individuo para con ella. Yo siempre me propuse un objeto…
sin vacilar jamás ni omitir esfuerzo para alcanzarle: he querido ser verdaderamente
útil, y para ello he debido olvidar y rechazar muchas cosas.

Los dos prosiguieron su marcha, algún tiempo interrumpida, y sus voces se


alejaron; pero como el sol iluminaba el gran espacio enarenado, volvieron
instintivamente hacia el bosquecillo de acacias, cuyas ramas se extendían hasta el
tejado, y paseáronse allí de un lado a otro de la sombría alameda.

—No discutas este punto conmigo —decía Juan con un tono más animado
que de costumbre, según pudo reconocerlo Felicia—. No discutas, porque en nada
podrías cambiar mi opinión. Lo mismo hoy que en otro tiempo, la compañía de las
mujeres me aburre o me irrita, y aun puedo a ti decirte que mis relaciones como
médico con el llamado bello sexo no son las más propias para que varíe la opinión
que de él tengo formada. ¡Qué mezcla de falta de ideas y de debilidad de carácter
nos ofrece!

—Te aburres en compañía de las mujeres, lo comprendo —contestó


vivamente el joven Frank, deteniéndose bajo la ventana del pabellón que daba al
Norte—, pero ¿de quién es la culpa? Tratas de acercarte por sistema a las
ignorantes, por no decir a las necias; condenas y execras la educación de la mujer
tal como se entiende en nuestra época, y en este punto te doy la razón en cierto
modo porque, como tú, detesto a las mujeres que nos destrozan el oído tocando el
piano o nos aburren con su insubstancial frivolidad; pero no debemos achacar a
todas los defectos que sólo son de algunas. En nuestra época, en que el espíritu se
abre diariamente nuevas vías, en que coopera y se goza en el prodigioso progreso
del género humano, querer relegar a la mujer al estrecho círculo de ideas que
informaron la Edad media, condenarla a rueca perpetua, no es sólo una injusticia,
es una locura.

—Amigo mío, seguramente no me arriesgaré a entrar en esa vía —repuso


Juan con tono burlón.

—Ya sé…, ya sé demasiado bien —continuó Frank— que tienes opiniones


del todo opuestas a las mías… Estás persuadido de que todo se consigue
fácilmente con una mujer piadosa. Mi querido profesor, tampoco quisiera una
compañera impía, porque una mujer sin piedad es para mí una flor sin perfume;
pero es preciso ir con mucho cuidado. Los que como tú piensan, se dicen: «es
piadosa y esto basta,» y mientras se creen libres de todo cuidado, nace y se
desarrolla, en su casa una tiranía que no sufrirían de otra mujer menos piadosa.
Bajo la capa de la devoción despiértanse fácilmente las malas inclinaciones innatas
en el carácter femenino y la esposa se cree con derecho a ser cruel, vengativa y
altanera y a arrojar de su lado y destruir, llevada de celos exagerados, todo lo bello,
todo lo noble, siempre en nombre de Dios y en interés del reino de los cielos.

—Me parece que vas demasiado lejos.

—No lo creas.

—Pues bien, te confieso que todo esto no me preocupa; mi ciencia me


absorbe tan por completo…

—¡Ah!…, ¿y eso?… —exclamó alegremente el joven, mostrando la puerta del


jardín, que se abría para dar paso a la encantadora viuda, seguida de su tía la
señora Hellwig y de su niña—. ¿No es ésa la realización, la encarnación de tu
ideal?… Es sencilla…, vestida siempre con un traje de muselina blanca…, el cual,
dicho sea de paso, le sienta admirablemente… Es piadosa y en la iglesia, sus ojos
inflamados por sublime fervor, miran al cielo. Abomina de la Ciencia, de las ideas,
de los raciocinios, porque le estorban para hacer calceta o bordar; es un buen
partido, porque hay en ella esa condición de clase que tú consideras como
indispensable para un matrimonio acertado…, y en una palabra, es la que todo el
mundo señala como tu…
—Eres malo —replicó Juan algo arrebatadamente—; siempre has aborrecido
a esa Adela, no sé por qué…, porque, a decir verdad, es buena y benévola y cumple
sus deberes maternales de una manera ejemplar. Creo que tu mala voluntad hacia
ella nace de la circunstancia de ser mi prima hija del hombre que te educó tan
severamente.

Juan salió al encuentro de las damas y recibiólas afectuosamente.


Capítulo XIV
El gran espacio enarenado del jardín se llenó poco después de mujeres de
todas edades, vestidas en general con trajes ligeros de color claro, los cuales las
comunicaban el aspecto de esas nubes blancas que vemos deslizarse en un cielo de
verano; el tinte obscuro de la roca constituía un fondo encantador para aquellas
graciosas apariciones. Por todas partes oíase un ligero murmullo, y de vez en
cuando una risa argentina, que partía como un cohete de uno de los grupos
diseminados en el jardín; algunas voces varoniles se oían también acá y allá; y en
fin, la reunión estaba completa. Todos se agrupaban alrededor de la mesa, y las
señoras tomaron sus cestitos de labor. A una señal de la señora Hellwig, se
presentó Felicia llevando en la bandeja una gran cafetera de plata. Al acercarse oyó
la dulce voz de Adela que decía:

—Sencillez y economía es mi lema; yo no llevo nunca en verano telas que me


cuesten más de tres tálers.

—Olvida usted, querida amiga —repuso una mujer joven, en extremo


engalanada, fijando una mirada malévola en el sencillo traje de la viuda—, olvida
usted que sobre esa muselina de escaso coste ha puesto un considerable número de
bordados y encajes, que cuadruplican por lo menos el precio intrínseco del vestido.

—¡Bah!… —exclamo el joven Frank—, ¿a quién se le ocurriría justipreciar


prosaicamente esa nube, ese vapor, ese encanto de los ojos?

Había observado al paso las miradas rencorosas que cruzaban entre sí las
mujeres, y esto le divertía extraordinariamente.

—Un traje tan angelical —añadió— debería conducir directamente al cielo,


si no fuera, a decir verdad, por ese enorme brazalete de oro macizo, que ha de
entorpecer necesariamente la ascensión.

Su mirada se fijaba con curioso interés en la muñeca de Adela, sentada no


lejos de él; la viuda la retiró involuntariamente, y su rostro se cubrió de un vivo
rubor.

—¿Sabe usted, señora —continuó el joven—, que su brazalete me preocupa


vivamente desde que le miro? Es una joya antigua, admirablemente trabajada; pero
lo que llama mi atención en el más alto grado es la inscripción que veo en el centro
de una guirnalda.
El rostro de la joven Viuda había recobrado su color ligeramente sonrosado;
su dulce mirada se paseaba tranquilamente alrededor de sí, y desprendiendo el
brazalete, se le alargó al joven.

Felicia se hallaba en aquel momento de pie detrás del abogado, mirándole


fijamente, y vio la alhaja que examinaba. ¡Cosa singular!…; Era un brazalete del
todo igual, hasta en sus menores detalles; al que estaba en el armario secreto de la
solterona, y que, según todas las apariencias, había desempeñado un papel
importante y misterioso en la vida de la solitaria; pero su circunferencia era mucho
menor y oprimía bastante la muñeca de la joven.

«…que su pasión siempre es nueva, son los que el Señor designapara unirse
aquí en la tierra».

Tal fue la inscripción que el joven Frank leyó en alta voz…

—¡Es sorprendente! —exclamó—. La estrofa no tiene principio, pero la tengo


presente… Es un fragmento de las poesías de nuestros antiguos ministriles… que
dice así:

«Los que se unen con lazosde fidelidad eterna, y tan bien se identificanque
su pasión siempre es nueva, son los que el Señor designapara reunirse en la tierra».

—Ese brazalete —continuó— tiene sin duda un fiel compañero, al que debe
estar unido por los tres primeros versos de la estrofa… ¿Le posee usted también,
señora?

—No —contestó Adela inclinándose sobre su labor, mientras que el


brazalete pasaba de mano en mano.

—¿Y de dónde procede esta notable joya? —preguntó Juan examinándola a


su vez.

La joven viuda se ruborizó de nuevo ligeramente.

—Mi padre me la dio hace muy poco tiempo —contestó—, y Dios sabe de
qué anticuario procede.

Y tomando de nuevo la pulsera, púsola en la muñeca y preguntó al mismo


tiempo algo a una de las señoras, lo cual cambió muy pronto el giro de la
conversación.
Mientras cada cual examinaba el interesante brazalete, Felicia dio vuelta a la
mesa, sirviendo el café, y como todos estaban ocupados, alejóse sin que se fijara en
ella la atención. Iba a entrar en la cocina, cuando oyó que la pequeña Ana,
revolcándose en el suelo cerca del pabellón, a la sombra de las acacias, la llamaba.
Para satisfacer el deseo de la niña, Felicia se inclinó hacia atrás, levantando los
brazos a fin de arrancar una rama florida. Para una mujer bien formada hubiera
sido difícil encontrar una posición mejor que la que por un momento adoptó la
joven. El abogado se caló al punto el lente, porque era corto de vista, y dirigió una
mirada hacia el pabellón, mirada que revelaba tal vez una sorpresa admirativa y
que fue perfectamente observada por la viudita, a pesar de la atención que parecía
tener puesta en su bordado. Después que Felicia hubo entrado en el pabellón,
Frank soltó el lente y se volvió con viveza hacia la señora Hellwig con ánimo de
dirigirle una pregunta; mas no pudo entablar el diálogo a causa de la intervención
de Adela, quien le pidió varios datos sobre los países que había recorrido y las
diversas ciudades en que vivió durante sus largos viajes, con lo cual le condujo al
terreno que le agradaba.

Poco después la joven viuda se levantó suavemente y dirigióse al pabellón.

—Querida Carolina —dijo entrando en la cocina—, no es necesario que


venga usted a servir la mesa… Veo ahí un calentador que es muy a propósito; llene
usted la cafetera, que yo me la llevaré, y esto será más agradable en una reunión
íntima como la nuestra, porque nuestros convidados preferirán conversar en paz,
sin temor de que el servicio les interrumpa… Además, hablándola francamente,
está usted demasiado mal vestida con esa falda de percal desteñida por el lavado…
¿Cómo puede usted presentarse, sobre todo delante de hombres, con ese vestido
que ha llegado a ser demasiado corto? Es del todo inconveniente… ¿No lo conoce
usted misma, hija mía?

El vestido criticado y condenado era el mejor entre los pocos que Felicia
poseía, constituyendo su traje de día de fiesta… Cierto que los frecuentes lavados
le habían desteñido, pero estaba limpio y cuidadosamente planchado… a Felicia le
pareció extraño que se la dirigiese una reprensión con motivo de la pobreza de su
ropa, que no dependía de ella mejorar, y sonrió amargamente; pero guardó
silencio, pues toda conversación sobre este particular habría sido superflua y toda
réplica ridícula a los ojos de su interlocutora.

Cuando la joven viuda volvió a reunirse con los convidados que estaban
alrededor de la mesa, echó de ver que el asunto de la conversación hábilmente
alejado por ella era otra vez el tema elegido.
—¡Singularmente hermosa! —repetía la señora Hellwig soltando estrepitosa
carcajada—. ¡Vamos amigo Frank, no nos haga usted formar tan triste opinión de
su buen gusto! Singular sí lo es, pero en el sentido en que no debe serlo una joven;
repare usted en su pálido rostro, en el cabello que lleva suelto con sobrada
desenvoltura, en su porte provocativo, en sus movimientos desenvueltos, en sus
ojos que miran descaradamente a todo el mundo; todo esto constituye la funesta
herencia que le fue legada por una madre poco recomendable… No se puede negar
el origen ni tampoco perder los vicios de raza… Yo lo he sabido a mis expensas;
durante nueve años vengo haciendo esfuerzos para ganar un alma al Señor…; pero
esa criatura díscola ha sido más fuerte que yo…, nada ha bastado para
dominarla…

—Querida tía, esto acabará muy pronto —dijo Adela, que servía
graciosamente el café—; dentro de algunas semanas, esa tea de la discordia habrá
abandonado para siempre esta tranquila y respetable casa. Como usted, temo que
la buena semilla haya caído en la roca… No hay un solo sentimiento elevado en ese
corazón sistemáticamente ingrato, que hasta ahora sólo ha procurado romper
todas las cadenas de la moral y las buenas costumbres. Por lo demás, nosotras, que
tenemos la dicha de pertenecer a familias respetables, debemos evitar la excesiva
severidad en el juicio que formamos de esa pobre criatura. Su origen explica todas
las sombras de su singular organización… Si dentro de algunos años prosigue
usted el curso de sus viajes, señor Frank —añadió—, es probable que vuelva a
encontrar bajo un cielo lejano a la antigua criada de mi tía, cautivando a un público
cualquiera con sus equilibrios y bailando en la cuerda en un circo.

—No tiene el aspecto de eso —dijo Juan Hellwig con el tono brusco que le
caracterizaba.

Hasta entonces el profesor había guardado silencio; por lo mismo esta breve
interrupción, partiendo de él, tomaba una significación particular. La señora
Hellwig se volvió hacia su hijo con expresión de cólera, y los ojos de la joven viuda
perdieron un instante la expresión de invariable dulzura que los hacía tan
seductores… Pero poco, después sonrió bondadosamente, sacudió los blondos
bucles de su cabellera y entreabrió los labios, sin duda para pronunciar algunas
palabras de mansedumbre y conciliación… No tuvo tiempo de hacerlo, porque se
oyó el llanto de Anita: volvióse la viuda y lo que vio le hizo dar un grito de terror.
La niña corría tan rápidamente como lo permitía su deformidad, dirigiéndose
hacia donde estaba su madre; llevaba en la mano un paquete de fósforos
encendidos y su vestido ardía… La joven viuda lanzó un grito, como hemos dicho,
y en seguida su mirada se fijó en su propio traje, tan fácilmente inflamable, y
retrocediendo pálida y temblorosa, con los brazos extendidos ante ella, para evitar
el contacto de la niña que corría a su encuentro, saltó hacia atrás y refugióse detrás
de las rocas.

Todas las señoras, vestidas con trajes vaporosos y ligeros, dispersáronse


como una bandada de blancas palomas, profiriendo en todas direcciones agudos
gritos para pedir socorro. Solamente la señora Hellwig se levantó valerosamente
para tratar de salvar a la niña, mientras que su hijo y el joven Frank precipitábanse
a fin de ayudarla; pero llegaron demasiado tarde: Felicia estaba ya al lado de la
pobre criatura, y extendiendo la falda de su vestido de modo que cubriese a la
niña, trató de sofocar las llamas que la rodeaban; pero éstas eran demasiado vivas,
y el fuego prendió a su vez en el delgado vestido de percal… Rápida y valerosa,
Felicia se inclinó; levantó a la niña en sus brazos, atravesó la pradera, franqueando
rápidamente el espacio, y fue a precipitarse con la niña en el arroyo que hacía
funcionar el molino.

El peligro y el salvamento se produjeron en breves instantes; antes de que


los dos jóvenes pudieran adivinar el plan de Felicia, el fuego se había extinguido
ya, y cuando llegaron al arroyo la animosa joven estaba de pie con la niña en su
brazo derecho y agarrándose con la mano izquierda a la rama de un árbol a fin de
mantenerse sobre la corriente, muy rápida en aquel sitio… La joven viuda se
dirigió corriendo hacia allí.

—¡Hija mía!… ¡Salve usted a mi Anita!… exclamaba con acento desesperado,


inclinándose sobre el arroyo como si quisiera precipitarse a su vez.

—¡Cuidado!… —díjole Juan Hellwig—, te vas a mojar los zapatos y podrías


constiparte.

Mientras pronunciaba estas palabras con marcada ironía, bajó por el declive
del dique y alargó sus dos manos apresuradamente hacia Felicia… Pero estas
manos volvieron a caer inertes… El semblante de la joven, tranquilo hasta
entonces, a pesar del grave peligro que acababa de correr, cambió súbitamente de
expresión; entre sus cejas formóse un pliegue profundo, y la fría y desdeñosa
mirada que Juan conocía tan bien rechazó su ofrecimiento. Felicia puso en brazos
del profesor a la pequeña Anita volviendo la cabeza, y aceptó con una ligera
sonrisa de agradecimiento el apoyo del joven abogado, que la hizo remontar el
declive.

El joven médico llevó a la niña al pabellón, desnudóla con ayuda de la


madre acongojada y buscó las quemaduras que a su entender debían ser graves;
pero con gran sorpresa vio que la niña nada tenía en todo el cuerpo y solamente se
había quemado la mano izquierda en la que se le habían encendido los fósforos.
Mientras su madre había ido a hablar con Felicia, la niña, aprovechándose de que
nadie la viera, cogió un paquete de fósforos, y saliendo con él al jardín se entretuvo
en quemar algunos; el fuego se comunicó a un trapo de hilo que la niña llevaba en
la mano izquierda, a causa de haberse inferido una cortadura; quiso apagarle
frotando la mano contra el vestido, y ésta había sido la causa de la desgracia.

Todas las señoras se reunieron alrededor de la niña, y hubo un diluvio de


palabras, de pésames, de felicitaciones, de votos por aquella niña salvada
milagrosamente; y la pobre madre recibió innumerables muestras de simpatía para
ella y para su pobre angelito.

—Pero, querida Carolina —dijo la joven viuda dirigiéndose a Felicia, que


había esperado ansiosa el resultado del examen médico—, ¿no podía usted vigilar
un poco más a esa niña y seguirla al jardín?

La reprensión era por demás injusta.

—Acababa usted de prohibirme que saliese del pabellón —contestó Felicia


clavando sombríamente su mirada en la viuda, mientras el rubor de la indignación
coloreaba sus mejillas.

—¿De veras?… ¿Y por qué ha sido eso, Adela? —preguntó la señora


Hellwig…

—¡Dios mío!, tía, ya lo comprenderás fácilmente —contestó la joven viuda


sin la menor confusión—. Mira ese cabello… Quería evitar, para ella y para
nosotros, la impresión desagradable que siempre produce el aspecto del
desarreglo.

Felicia se llevó la mano con ansiedad al cabello; recordaba haberse peinado


cuidadosamente, pero el peine que sujetaba las espesas trenzas había
desaparecido… Probablemente se hallaba en el fondo del arroyo; el velo magnífico
formado por aquella abundante cabellera caía alrededor de la joven y numerosas
gotitas de agua brillaban entre ella como perlas.

—¿Es ésa la única expresión del agradecimiento que tiene usted para la
persona que ha salvado a su hija del fuego y del agua? —preguntó con cierta
sequedad el joven abogado que hasta entonces no había dejado de mirar a Felicia.
—¿Cómo puede usted formar tan injusta y desventajosa opinión de mí,
señor Frank? —repuso la joven viuda, ofendida por esta censura—. A un hombre
no le será nunca posible comprender los complicados impulsos, los opuestos
sentimientos que agitan el corazón de una madre; de pronto se encoleriza sin
querer contra aquellos que hubieran podido evitar el mal del hijo querido, lo cual
no impide que reconozca agradecida que el hecho de haberle al fin salvado borra la
culpa de la primera imprevisión… ¡Mi querida Carolina! —añadió volviéndose
hacia la joven—, jamás olvidaré este día… ¡Y que no pueda yo probarle
inmediatamente hasta qué punto le estoy agradecida!…

Así diciendo, desprendió vivamente de su brazo la pulsera que tanto se


había admirado y presentósela a Felicia…

—Tome usted esto —dijo—, es un objeto precioso para mí; pero ¡qué no
debo sacrificar para la salvación de mi Anita!

Felicia rechazó con dulzura la mano que le ofrecía aquel presente.

—Doy usted gracias, señora —contestó, echando atrás la cabeza con aquel
ademán altivo que tan repulsiva hacía a los ojos de toda aquella gente hipócrita a la
hija de los saltimbanquis—; no puedo admitir recompensa alguna por haber
socorrido a mi prójimo, ni debo aceptar un sacrificio de nadie. Usted misma acaba
de decirme que solamente he redimido un acto de culpable negligencia; de modo
que no me debe usted nada.

La señora Hellwig había arrebatado el brazalete que su sobrina tenía en la


mano.

—Seguramente has perdido el juicio, Adela —exclamó sin hacer el menor


aprecio de la altiva contestación de la joven—. ¿Qué haría Carolina de esa alhaja?
Regálale un vestido de estameña bien fuerte; esto le será mas útil y quedará
bastante recompensada. Ya hemos hablado lo suficiente sobre este punto.

Al oír estas últimas palabras, el abogado salió del pabellón, cogiendo su


sombrero, y pasó bajo la ventana junto a la cual se apoyaba Felicia.

—Veo —dijo dirigiéndose a la joven— que todos nosotros, sin excepción,


somos para usted tan crueles como es posible… Se la ultraja ofreciéndola oro, y se
la deja inconsideradamente con sus ropas mojadas. Corro a la ciudad a fin de
enviarla todo cuanto necesite usted, así como también la pequeña autora
involuntaria de todo este desastre.
Así diciendo, saludó y alejóse muy rápidamente.

—Está loco, completamente loco —dijo la señora Hellwig dirigiéndose a las


damas que presenciaban esta escena.

En efecto, el joven Frank acababa de obrar como un aturdido y de una


manera inconveniente, a juzgar por las miradas de desaprobación con que las
damas siguieron sus pasos.

Juan Hellwig, ocupado con la niña, había oído, sin pronunciar palabra, la
discusión surgida con motivo de la recompensa que se debería dar a Felicia…; pero
los que estaban cerca de él pudieron observar que desde el momento en que se
hizo la oferta del brazalete sus mejillas se sonrojaron vivamente… Sin duda no
estaba destinado Juan a ser uno de esos médicos que inspiran afecto a las damas y
que saben aliviar sus dolores, aun imaginarios, sus enfermedades, hasta las
quiméricas, y sus temores, por más que sean exagerados o fingidos, pues trataba
con cierta dureza al bello sexo. A pesar de ser tan natural que todos los presentes
se interesaran por el estado de la niña y por las consecuencias del accidente, el
profesor sólo contestaba con breves y secas palabras a las preguntas plañideras que
se le dirigían y respondía con sarcasmo a las más inocentes observaciones.

Separóse al fin de la niña, cuidadosamente cubierta con un espeso chal, y se


dirigió hacia la puerta. Felicia había retrocedido hasta el rincón más obscuro de la
sala, y esperando pasar inadvertida, apoyábase con expresión de dolor en la
pared… Su rostro, lívido en aquel momento, sus ojos enrojecidos y sus labios
convulsivamente apretados revelaban un intenso padecer… tenía en el brazo una
grave quemadura que debía producirle grandes dolores.

En el momento en que iba a cerrar la puerta tras sí, el joven médico dirigió
otra investigadora mirada a la habitación, y como entonces sus ojos se fijaran en
Felicia, dio algunos pasos para acercarse a ella.

—¿Sufre usted? —preguntóla bruscamente.

—Poca cosa —contestó la joven, cuyos labios temblorosos se oprimieron


convulsivamente.

—¿Le ha tocado a usted la llama?

—Sí, en el brazo… —Y a pesar del dolor que sentía, comunicó a su rostro


una expresión de indiferencia y se volvió un poco hacia la ventana: érala imposible
resistir la mirada de aquel hombre, a quien odiaba desde la infancia.

Juan vaciló un momento, pero venció en él el deber del médico.

—¿No quiere usted aceptar mis cuidados? —preguntó con dulzura.

—No quisiera imponer a usted ningún trabajo ni molestia —repuso la joven


con una sombría mirada—; ya sabré yo cuidarme bien apenas me halle en la
ciudad.

—¡Como usted guste!… —contestó Juan fríamente— pero debo recordarla


que durante algún tiempo aún mi madre tendrá derechos sobre usted. Por esta
razón, cuando menos, no le es permitido atentar voluntariamente contra su salud.

Al pronunciar estas últimas palabras, Juan evitó las miradas de Felicia.

—No lo olvido —contesto ésta con un poco más de calma.

La joven comprendía muy bien que aquel llamamiento riguroso a sus


deberes no tenía por objeto humillarla, sino inducirla a recibir los auxilios del
médico.

—Conozco nuestros convenios —añadió—, y ya verá usted que estoy


dispuesta a cumplirlos hasta el último instante.

—¿También aquí son necesarios tus cuidados? —preguntó la joven viuda


acercándose al profesor.

—No… —contestó Juan lacónicamente—. Pero ¿qué haces aquí tú? —añadió
con tono de reprensión. Te he recomendado que te llevaras a tu hija al aire libre y
permaneces aún en esta habitación mal ventilada.

Al pronunciar estas palabras salió de la habitación y entonces Adela


apresuróse a coger la niña en brazos y se alejó seguida de todas las señoras. Hacía
ya largo rato que la señora Hellwig había vuelto a sentarse junto a la mesa de la
merienda, y descansaba allí en compañía de su calceta, con la tranquilidad propia
de personas impecables. En el breve espacio de tiempo transcurrido desde que
hizo la penúltima línea de mallas hasta que sus dedos diligentes formaban la
última, habíanse visto expuestas dos criaturas a un peligro mortal; pero esta
consideración no podía afectar a unos nervios sólidos y a un alma bien templada.
Al fin se presentó Enrique con algunas ropas…; había corrido tanto que el
sudor inundaba su frente.

Detrás de él llegó a su vez Rosa, y gracias a esto Felicia obtuvo de la señora


Hellwig permiso para volver a la ciudad. Recordaba que la tía Córdula tenía cierto
ungüento maravilloso para curar las quemaduras en su pequeño, pero bien
provisto botiquín, y apresuróse a subir a la buhardilla, en tanto que Enrique, que
había vuelto con ella, vigilaba abajo.

Mientras la solterona, muy conmovida, aplicaba su pomada refrescante,


vendando la llaga con mano ligera y cariñosa, la joven le refirió los detalles del
desgraciado accidente. Tantas emociones violentas y el padecimiento físico habían
producido en Felicia una especie de fiebre, y en su narración revelábanse las
huellas de sus sufrimientos. Sin embargo, su voluntad enérgica luchaba aún, y
solamente cuando la tía Córdula le dijo que no debía de haber rehusado las
atenciones del médico, el resentimiento se desbordó, rompiendo todos sus diques.

—¡No, querida tía, no! —exclamó la joven—, no debe esa mano tocar la mía,
ni aunque fuera para salvarme, de la muerte… La raza a que pertenezco le parece
particularmente repugnante…: esta palabra pronunciada por su boca hirió mi
corazón cuando yo era niña aún, y le ha trastornado para siempre… ¡Jamás lo
olvidaré!… Su deber de médico le obligó a reprimir en aquel momento esa
repugnancia que le inspira la paria…, pero yo no aceptaré su sacrificio…

Felicia guardó silencio, y en su rostro contraído reveláronse los


padecimientos que le ocasionaba la quemadura.

—No deja de ser compasivo —añadió después de una pausa— y se abstiene


de los placeres para atender a los pobres enfermos… En cualquiera otra persona,
esos sacrificios, repetidos incesantemente, esas virtudes modestas, me arrancarían
dulces lágrimas de ternura…, pero en él me indignan cual si fuesen otros tantos
vicios… Yo no tengo nobleza en el alma, tía Córdula —añadió la joven, bajando la
cabeza con aire confuso…— Lo comprendo así, mas no puedo remediarlo… Sí,
experimento pesar, sorpresa y cólera, al reconocer algo digno de alabanza en ese
hombre a quien odiaré siempre.

Y Felicia, dejándose llevar de la corriente que la impulsaba, y roto el silencio


que se había impuesto orgullosamente, se quejó por primera vez del proceder
humillante de la joven viuda. Al oír esto, apareció aquella mancha rojiza especial
en el ojo izquierdo de la solterona, la cual dijo en voz baja, como si hablase consigo
misma:

—Nada de extraño tiene eso… ¿No es la hija de Pablo Hellwig?…

Esto fue dicho dulcemente, mas con un acento tan expresivo, que encerraba
una condenación severa. Felicia lo escuchó con sorpresa… Jamás la tía Córdula
había fijado la menor atención en nada que se refiriera a un individuo cualquiera
de la familia Hellwig; y la noticia de la llegada de la joven viuda fue acogida por la
solterona con tal indiferencia, que Felicia acabó por deducir que no mantenía
ninguna clase de relaciones con los parientes que habitaban hacia el Rhin.

—La señora Hellwig —repuso Felicia después de una corta pausa—


considera a este caballero como elegido del Señor, como adalid infatigable de la
santa causa, y a juzgar por lo que de él dice debe ser uno de esos hombres rígidos,
uno de estos fanáticos sombríos que, si bien ajustan estrictamente su vida a los
preceptos de Dios, son exageradamente implacables con las faltas y las debilidades
de los demás.

Junto a Felicia resonó una carcajada… La solterona tenía uno de esos


semblantes particulares que no podríamos calificar de feos ni de hermosos; era un
término medio entre las severas leyes de la belleza y los extraños caprichos de la
naturaleza, uno de esos rostros en los cuales la imperfección de la línea se
compensa con la expresión, pero que por lo mismo cambian completamente
cuando en ellos se altera la armonía. En aquel momento el rostro de la solterona
tenía algo de repulsivo; su risa, aunque ahogada, tenía entonaciones irónicas, y su
cara, de ordinario apacible y dulce, parecía la de Medusa gracias a la expresión de
indecible amargura y desprecio que de repente la contrajo. Aquella explosión de
sentimientos arrojaba una débil luz sobre su pasado misterioso, pero ningún hilo
se podía coger en aquella trama cuidadosamente oculta, y la anciana se apresuraba
siempre a distraer la atención de la joven cuando creía haber excitado su
curiosidad.

Sobre la gran mesa redonda colocada en medio de la habitación veíanse


varias grandes carteras abiertas: Felicia conocía bien las hojas diseminadas allí, en
cuyo tosco papel, amarillo ya por la acción del tiempo, hallábanse trazados en
caracteres algo confusos, y a veces jeroglíficos, nombres notables, tales como los de
Händel, Gluck, Haydn y Mozart. Era la colección de manuscritos autógrafos de
grandes compositores que la solterona poseía; y al entrar la joven en la habitación,
su protectora se ocupaba en clasificar cuidadosamente estos papeles, que
exhalaban cierto olor de humedad… La tía Córdula continuó su trabajo; las
carteras se llenaron poco a poco, al paso que la mesa se desocupaba; y muy pronto
no quedó más que un grueso cuaderno que tenía por título: «Música de la opereta
La sabiduría de las autoridades en sus disposiciones relativas a la fabricación de cerveza,
por Juan Sebastián Bach».

La tía Córdula puso el dedo sobre este nombre.

—Aún no conoces tú esto —dijo a la joven—. Hace ya muchos años que


reposa en mi armario…; pero esta mañana han cruzado por mi viejo cerebro toda
clase de ideas…, y también todas repetíanme que era ya tiempo de arreglar todas
mis cosas, a fin de prepararme para el gran viaje… Esa opereta de Bach debe estar
aquí, en esta cartera roja… Yo la he puesto… Según todas las probabilidades, es un
ejemplar único… y vale más que su peso en oro, querida Feli… El libreto, escrito
expresamente para nuestra pequeña ciudad de X***, en el dialecto de este país, se
encontró hará unos veinte años, y como se sabía que la música era de Bach,
despertó gran interés en el mundo musical. Esta composición, que los eruditos
buscan todavía, está aquí: las melodías que para el mundo han dormido entre estos
papeles por espacio de un siglo, son para los músicos una especie de vellocino de
oro, tanto más cuanto que, según todas las probabilidades, el gran Sebastián Bach
no compuso nunca otra ópera… En el año 1705, los estudiantes que estaban aquí y
varios burgueses de la ciudad representaron esta opereta en la gran sala de la Casa
Ayuntamiento.

La tía Córdula volvió la hoja que expresaba el título de la obra; en el dorso


habianse trazado con una escritura muy fina la siguientes palabras:

«Partitura escrita por Juan Sebastián Bach y recibida de él como recuerdo en el año
1707… Firmado, Godefroy de Hirschsprung…».

—Éste debe haber cantado en la ópera —dijo la solterona con una voz
singularmente vibrante, señalando la firma.

—¿Cómo ha caído esta partitura en manos de usted?… —preguntó Felicia.

—Por herencia —respondió secamente la solterona, volviendo a poner la


partitura en la cartera roja de donde la había sacado un momento.

En aquel instante era de todo punto imposible prolongar una conversación a


que la tía Córdula quería poner término. Felicia se limitó, pues, a dirigir una
mirada codiciosa al manuscrito, súbitamente sepultado en las profundidades de la
cartera roja: aquellas melodías, ignoradas de todo el mundo, excepto de la tía
Córdula, excitaban su interés en el más alto grado, pero no se atrevió a pedir que le
permitiera darles un vistazo, por el mismo motivo que la indujo a pasar en silencio
en su narración el singular incidente relativo al brazalete.

La tía Córdula abrió un piano y Felicia fue a sentarse en el pequeño


vestíbulo. El sol descendía en el horizonte; a lo lejos veíase un polvo brillante y
dorado que cegaba los ojos al fijarse en él la vista, y que unía el cielo con la tierra.
Los rayos del sol, que iluminaban con resplandores de púrpura y oro las copas de
los árboles del bosque y las cultivadas tierras del valle, parecían puñados de
doradas semillas arrojadas desde lo alto por invisible sembrador. Algunas partes
del paisaje presentábanse bajo un aspecto completamente distinto del
acostumbrado, como ideas nuevas que surgen en el cerebro humano en
meditación.

El pueblecillo, cuyas últimas chozas alcanzaban al pie de la montaña, no


estaba ya iluminado; pero la cima del campanario de su iglesia despedía aún
algunos resplandores, mientras que las puertas de las modestas viviendas, abiertas
de par en par, permitían ver los hogares encendidos para preparar una cena frugal.
La dulce tranquilidad de la noche se extendía por todas partes; el perfume de las
flores elevábase hasta la buhardilla en alas de la brisa, que agitaba ligeramente el
muro de follaje, fatigado por el calor del día; un pesado escarabajo avanzaba por la
balaustrada, o bien dos afanosas golondrinas atravesaban el espacio para ir a
cuidar de sus hijuelos; pero fuera de estas ligeras señales de vida, todo estaba
tranquilo, maravillosamente tranquilo. En medio de esta quietud producían una
impresión profunda los acordes de la marcha fúnebre de Beethoven que la
solterona tocaba en el piano. De repente Felicia se levantó con temor; aquellos
melodiosos sonidos habían cesado, y al mirar la joven en el interior de la
habitación vio que las manos de la solterona reposaban fatigadas sobre las teclas, y
las últimas notas que la joven oyó, aquellas mismas que habían despertado la
ansiedad en su corazón, parecían simbolizar el aleteo de un alma que deseaba
remontar su vuelo a la eternidad.
Capítulo XV
Desagradables consecuencias tuvo el bautismo del fuego y del agua para las
dos personas que le habían recibido: una ardiente fiebre se declaró durante la
noche en la niña Ana, y Felicia se levantó al día siguiente aquejada de un fuerte
dolor de cabeza. No obstante, a pesar de su indisposición, ejecutó con su
puntualidad habitual los trabajos que le estaban confiados; ya no sentía apenas
dolor en el brazo, pues el ungüento había producido su efecto durante la noche.

Por la tarde volvió a casa el joven profesor, después de estar ausente durante
algunas horas, con motivo de haberse ocupado en practicar una difícil operación
en los ojos, que hasta entonces nadie se había atrevido a realizar y que él había
realizado con éxito completo. A pesar de esto, su aspecto y actitud revelaban, como
de costumbre, el completo imperio que tenía sobre sí mismo y la fría energía con
que dominaba sus sentimientos. Ni un solo músculo se movía en aquel rostro
altanero; mas los que hubieran conocido bien sus ojos, habrían observado en ellos
aquel día un brillo particular. De mirada penetrante y fría, y propios tan sólo, al
parecer, para sondear las almas y los pensamientos de los demás, tenían, sin
embargo, momentos en que revelaban indiscretamente lo que su corazón sentía.

El joven médico se detuvo en la puerta de la casa y preguntó a Federica, a


quien veía adelantarse con un cubo de agua, cómo estaba de salud.

—En cuanto a mí —contestó—, va bien, casi del todo bien, señor profesor;
pero allí no sucede lo mismo —y con el dedo señalaba el piso bajo—. Esa Carolina
ha cogido ayer alguna cosa en el incidente del fuego; yo no he podido, por decirlo
así, cerrar los ojos esta noche pasada, por lo mucho que ha charlado y gemido
durante su sueño… Y esta mañana va y viene con una cabeza que apenas se
sostiene y con el rostro muy encendido.

—Debería usted haberme avisado antes sobre esto, Federica —dijo con tono
severo el joven profesor, interrumpiendo aquel relato.

—Ya lo he dicho, señor; previne a la señora, pero en su opinión la cosa no


valía la pena de ocuparse de ello y pasaría de por sí. Cierto que no se ha llamado
nunca un médico para Carolina, y sin embargo, siempre ha estado buena y ha
crecido, como usted ve… La mala hierba no muere, señor profesor… Y de nada
sirve ser bueno para ella —añadió la cocinera, como para excusarse, al sorprender
en el rostro de Juan Hellwig una expresión de descontento…— desde que era
pequeñita, siempre la he visto dura como el mármol… y siempre ha vivido
separada de todo el mundo, orgullosa como si fuera la hija de un rey… ¡Vaya, que
para ser hija de saltimbanquis!… Algunas veces, cuando yo preparaba los pasteles
para la señora, le daba algunos pedacitos ocultamente… ¡Qué se ha de haced!… Al
fin todos tenemos algo aquí dentro que nos impulsa a ser compasivos… ¡Pero ella
tocar aquellas golosinas! Nada de eso; siempre las rechazaba. Y esto lo hacía
cuando era niña… figúrese usted que desde la muerte del señor nunca comió más
que lo indispensable para no morirse de hambre… Todo eso es disimulo y orgullo
culpable; no quiere recibir el menor regalo ni una gracia por nada del mundo. Yo
misma la he oído decir a Enrique que cuando salga de esta casa trabajará día y
noche a fin de enviar a la señora, cuarto por cuarto, el producto de su labor hasta
que haya pagado el último pedazo de pan que ha recibido aquí.

Federica, dejándose llevar del placer que le causaba su larga narración, no


observaba que un rubor cada vez más vivo se extendía por el rostro de Juan
Hellwig. Apenas la cocinera lanzó esta última acusación contra Felicia, el joven
médico se alejó sin contestar una palabra, y atravesando el patio, dirigióse hacia la
ventana del piso bajo, indicada por Federica; era una ventana ojival perteneciente
al aposento en que dormían la cocinera y Felicia. Los postigos abiertos permitían
ver paredes ahumadas y desnudas y los muebles viejos. Era la habitación donde la
pequeña Felicia lloró, a los cuatro años, por sus primeros dolores… Ahora, aquella
niña rechazada, orgullosa, que no quería saciarse del pan ajeno, que se proponía
trabajar noche y día para pagar la dura hospitalidad que se la había dispensado,
hallábase sentada delante de la ventana. Y aquel orgullo, aquella energía viril,
aquella independencia de sentimiento, aquel valor indomable, residían en un ser
casi infantil aún, que apoyando el brazo y la cabeza en el marco de la ventana,
parecía esforzarse por conciliar el sueño, recogiéndose en sí misma. La blancura de
su rostro parecía más brillante que nunca en aquel marco austero y bajo la
abundante cabellera echada atrás para despejar la frente; su puro perfil se marcaba
graciosamente sobre su brazo doblado; una expresión melancólica contraía sus
labios, y el sufrimiento cerraba sobre sus pálidas mejillas aquellos párpados que
cubrían ojos tan rápidos para despedir relámpagos cuando se rebelaban contra la
injusticia o la dureza.

El joven profesor acercóse a la ventana, miró a la joven un instante e


inclinóse después hacia ella.

—¡Felicia! —dijo con acento dulce y compasivo.

La joven se estremeció y levantóse, fijando una mirada incrédula en los ojos


que la contemplaban… Su nombre pronunciado por el doctor le había producido el
efecto de una descarga eléctrica. Y sin embargo, al oírlo, a la expresión abatida que
revelaba, antes siguióse la ansiedad febril que hubiera podido excitar la necesidad
de atender a la defensa propia contra el ataque de un enemigo.

Juan Hellwig no adivinó este sentimiento.

—He sabido por Federica —dijo con el tono cortés y benévolo del médico—
que estaba usted enferma.

—Ahora me siento bien —contestó Felicia con viveza—; un poco de reposo


me restablece por completo.

—¡Hum!… a juzgar, sin embargo, por las apariencias… Sin añadir más,
extendió el brazo para tomar el pulso de la joven, pero ésta retrocedió algunos
pasos.

—Es preciso ser razonable, Felicia —prosiguió el médico con el mismo


acento benévolo. Pero sus cejas se fruncieron y su mirada tomó una expresión
severa al observar que la joven permanecía inmóvil, y que oprimía casi
convulsivamente el brazo contra su cintura. A pesar de la espesa barba que cubría
su rostro, hubiérase podido ver que Juan se mordía el labio con cólera—. Si es así
—dijo—, no hablaré ya en calidad de médico, sino que obraré con la autoridad del
tutor, y bajo este título la ordeno que se acerque aquí.

Felicia no levantó los ojos; sus párpados siguieron inclinados sobre las
enrojecidas mejillas y su respiración desigual reveló la lucha que se trababa en su
alma: adelantóse lentamente, a pesar suyo, pero al fin avanzó, y volviendo la cara,
presentó la mano al joven médico, que la tomó suavemente. Esta mano,
sumamente pequeña, pero acostumbrada a los más rudos trabajos, temblaba tanto,
que en las facciones del severo médico se reveló un sentimiento de profunda
piedad.

—Niña obstinada, loca y díscola —dijo con dulzura a la vez que con
seriedad—, me ha obligado usted una vez más a tratarla con rigor… ¡Y yo que
deseaba, que hubiéramos podido separarnos como buenos amigos! ¿No tendrá
usted, pues, para mi madre y para mí más sentimiento que el odio?

—No se puede recoger sino lo que se ha sembrado —contestó la joven con


voz contenida. Al decir esto, quiso desprender su mano de la de Juan y sus ojos
permanecieron fijos y con expresión de terror en los dedos que oprimían suave,
pero vigorosamente, su muñeca y que en ella producían la misma sensación que si
hubiesen sido de hierro candente.

Juan dejó caer aquella mano rebelde; toda señal de compasión y dulzura se
desvaneció en él al punto, y con el ligero bastón que llevaba golpeó un instante,
poseído de cólera e impaciencia, las hierbecillas que crecían entre las piedras.
Felicia respiró al fin. Así debía ser él…: duro, cruel…, desapiadado; su tono
compasivo resultábale insoportable.

—Siempre la misma queja —exclamó al fin Juan Hellwig fríamente—. El


indomable orgullo de usted ha debido resentirse sin duda algunas veces… Pero era
nuestro deber conducirla a formar más sana apreciación de lo que estaba usted
destinada a ser aquí abajo. Acepto, en cuanto me concierne, la aversión que la
inspiro, y me consuelo porque he obrado teniendo en cuenta sus verdaderos
intereses… ¡Pero mi madre!… Convengo que es difícil conquistar su afecto; pero
no le podrá negar la más escrupulosa equidad, y su piedad solamente es para mí
una segura garantía de que jamás toleró que la disgustaran a usted injustamente o
la hicieran un daño verdadero. Está usted a punto de lanzarse al mundo, de vivir
por su propia cuenta, y en esta situación nueva en que ha de encontrarse tenga por
seguro que la cualidad más indispensable es la sumisión. ¿Cómo serían posibles
sus relaciones con la humanidad si conservase las ideas falsas y erróneas a que se
aferra tan obstinadamente?… ¿Cómo le sería posible ganar un corazón con esos
ojos de expresión rebelde?

Felicia levantó los párpados y miró al médico de frente con firmeza y


frialdad.

—Si me demostrasen clara y positivamente que mis opiniones son contrarias


al buen sentido y a la moral, renunciaría al punto a ellas —contestó la joven, con
un acento profundo y conmovedor—; pero sé, y no soy la única que tiene tal
convencimiento, que ningún ser aquí abajo, cualquiera que sea, tiene derecho para
condenar a su semejante a una muerte espiritual; sé que miles de seres piensan
como yo, que es injusto y cruel disputar a mi alma la posibilidad del progreso y del
desarrollo moral bajo el pretexto de que nací bajo una condición obscura o en un
estado que se considera como envilecido. Me iré tranquila a través del mundo,
porque tengo confianza en mis semejantes, porque estoy segura de encontrar entre
ellos los que no me acusarán de ser arrogante. Una infeliz niña como yo, obligada a
vivir entre personas que carecen de compasión, no tiene más arma defensiva que
su dignidad ni más apoyo que su conciencia de ser también hija de Dios y espíritu
de su espíritu. Sé finalmente, que para Él no hay clases ni categorías y que éstas
son invenciones humanas a las cuales más se aferran las almas pequeñas y dignas
de lástima.

Y volviéndose lentamente, Felicia desapareció detrás de la puerta que


conducía a la habitación de los criados. Juan permaneció en pie, pensativo, algunos
instantes; después se encasquetó el sombrero en la frente y se encaminó hacia la
casa.

Difícil hubiera sido adivinar lo que pasó bajo aquella frente arrugada por las
reflexiones; pero lo cierto es que la expresión triunfante de su mirada había
desaparecido y que una idea sombría parecía haberse fijado entre sus espesas cejas.

En el vestíbulo, el joven abogado Frank hablaba con Enrique; al oír sus


voces, Juan se estremeció como si despertase sobresaltado.

—¿Conque tienes enfermos en la casa, querido profesor?… —dijo Frank


tendiéndole la mano—. ¿Ha tenido consecuencias fatales el accidente de ayer?
Acabo de saber que la niña…

—Tiene una fiebre catarral, según todas las apariencias —contestó


lacónicamente el joven profesor, que no parecía dispuesto a dar muchos detalles
sobre el estado sanitario de la casa.

—¡Ah, señor médico!, esto no tendrá consecuencias muy graves —repuso


Enrique— pues la verdad es que esa pobre niña está continuamente enferma y
siempre lloriquea… Pero cuando se ve una joven como Feli, que jamás tuvo el
menor mal, con la cabeza baja, no se puede menos de experimentar inquietud.

—En cuanto a eso que dices de la cabeza baja, no he podido observarlo —


repuso Juan, con la boca contraída por una irónica sonrisa—. La cabeza está firme
como otra cualquiera, y por este lado puedes estar tranquilo.

Juan Hellwig subió la escalera con Frank, y en los peldaños superiores


encontraron a la pequeña Ana con los pies descalzos y vestida solamente con una
camisita de dormir; su rostro alterado presentaba esas manchas rojizas que indican
la fiebre, y sus ojos estaban hinchados de tanto llorar.

—Mamá se ha marchado y Rosa también —dijo al médico—, y yo quiero


beber agua.

Asustado Juan, cogió a la niña en sus brazos y condújola a la alcoba; allí no


había nadie, y el joven profesor llamó a Rosa con impaciencia y cólera… Entonces
abrióse una puerta bastante lejana y Rosa acudió, con el rostro enrojecido y una
plancha en la mano; a través de la puerta entornada veíase en la mesa de planchar
una nube de muselina blanca, resplandeciente en su inmaculada pureza.

—¿Dónde se mete usted? —preguntó Juan, arrebatado por el enojo—. ¿Por


qué abandona a esa niña enferma?

—¡Yo no puedo partirme en pedazos, señor profesor…! —contestó la


doncella casi con lágrimas en los ojos—. La señora quiere tener a toda costa
mañana por la mañana un vestido recién lavado y planchado… ¡Si usted supiera,
señor, cuánto tiempo se necesita para esto!… Le aseguro que planchar y lavar bien
un vestido semejante es un trabajo gigantesco.

Esta declaración fue acogida por las ruidosas carcajadas del abogado.

—¡Oh, sencillez del traje!… ¡Oh, mujeres ejemplarmente vestidas de


muselina blanca! —exclamó oprimiéndose los ijares, pues el rostro sombrío del
joven médico resultaba en aquella situación altamente cómico.

—La señora —continuó la doncella reanudando su apología— piensa que la


niña no tiene más que una ligera fiebre de constipado y que bien se podía dejarla
sola durante media hora. La misma señora puso en la cama de la niña toda clase de
juguetes para que pudiera divertirse…

—Pero ¿dónde esta mi prima? —preguntó Juan interrumpiendo


bruscamente.

—Ha salido con la señora Hellwig para asistir a una conferencia que se
celebra con motivo de una buena obra.

—¡Ah!… —exclamó Juan con expresión de descontento—. Bien —añadió


extendiendo la mano hacia la puerta—, ahora puede usted acabar de planchar esos
trapos. —Después, inclinándose sobre la barandilla de la escalera, llamó a
Federica…; pero la vieja cocinera estaba confeccionando una pasta y envió a Felicia
en su lugar.

La joven subió la escalera; su rostro conservaba el vestigio de las emociones


que la habían agitado, pero su mirada era tranquila y grave; detúvose ante el
médico y esperó sus órdenes, silenciosa. Era evidente que Juan tenía que
violentarse mucho para dirigir la palabra a Felicia.
—Ana no tiene a su lado nadie para cuidarla —dijo al fin—. ¿Quiere usted
permanecer junto a ella hasta que su madre regrese?

Por poco ejercitado que fuera un oído, no habría dejado de reconocer que
Juan procuraba dar a su voz un tono benévolo.

—Con mucho gusto —contestó apresuradamente—; pero tengo un


escrúpulo… A su señora prima no le agrada verme junto a la niña; pero si usted
consiente en asumir la responsabilidad de mi presencia aquí, estoy dispuesta a
quedarme.

—Sí, tomo esa responsabilidad.

Al decir esto entró en la alcoba de Ana, cerrando la puerta tras sí; el abogado
la contempló con interés y luego siguió a Juan, que subía a su habitación del
segundo piso.

—Enrique suele llamar algunas veces a esa joven «hada,» y aunque este
nombre tiene un sonido singular cuando le pronuncian sus gruesos labios, no se
podría adaptar otro mejor a la persona a quien designa… Debo confesar que me es
imposible comprender cómo habéis tenido valor, tú y tu madre, para dar a esa
encantadora joven por compañera a Federica, relegándola al más bajo grado de la
domesticidad.

—¡Ah, sí!…, deberíamos haberla vestido de terciopelo… —replicó Juan con


un arrebato tan violento, que su amigo no recordaba haber observado en él nada
semejante—. Y como la familia no tenía hija —añadió—, este lugar, en tu concepto,
no habría podido ser mejor ocupado que por esa hada…, o más bien por esa
esfinge, pues yo creo que este apelativo le conviene mejor que el que a ti te encanta
tanto… Siempre has sido un visionario… Por lo demás, tú eres libre —y una
increíble ironía vibró en el tono de Juan Hellwig—, tú eres libre de hacer de la hija
de los titiriteros la señora de Frank… ¡Yo te daré mi bendición a título de tutor!

El joven abogado se sonrojó y asomóse a la ventana, pues mientras hablaban


habían llegado a la habitación del profesor; miró pensativo a la plaza del Mercado
y volvióse después sonriendo.

—Tal como me parece la joven de que se trata —dijo—, creo que le


importará muy poco su tutor y la bendición que le reserva, de modo que a ella sola
habré de atenerme si quiero hacer buenas tus epigramáticas palabras. En cuanto a
ese calificativo de hija de titiritero, que tú consideras como el primer mal, como una
mancha indeleble, te engañas por completo en cuanto a mí pueda referirse, mi
querido y digno profesor… ¡Ah, si se tratara de ti, no digo que no! Tus principios
harían que te estremecieras ante esa idea. ¡Mezclar la sangre ardorosa de esa hija
de saltimbanquis con la sangre de tus antepasados, honrados comerciantes! ¡Qué
locura! Seguro estoy de que al ver tal cosa tus ascendientes se alzarían asombrados
de sus tumbas.

Y al decir esto, Frank señalaba con el dedo el gran salón del angulo de la
casa, que era como la continuación del despacho de Juan. Allí, en los grandes
tableros de las paredes, veíanse una porción de hermosos retratos al óleo, que
reproducían otros tantos personajes de aspecto altivo, con los dedos y las pecheras
adornados de magníficos diamantes: todos habían llevado el nombre de Hellwig y
habían sido burgomaestres o consejeros de comercio.

El profesor penetró en aquella habitación y comenzó a pasear delante de los


cuadros. Los dardos de la ironía que su amigo le lanzaba deslizábanse sobre él sin
tocarle; se cruzó de brazos y miró atentamente los antiguos retratos.

—Han vivido sin tacha —dijo al fin—. No creo que todos hayan podido
conseguir sin luchas interiores esa inmaculada dignidad, pues la humana
naturaleza tiene demasiadas asperezas y se muestra más indómita cuando debiera
ser más obediente; pero sus sacrificios fueron cimientos sólidos, sobre los cuales se
elevó el edificio que nos abriga… ¡en una palabra, lo que se llama la Casa Hellwig!
¿Sería justo que esta obra pacientemente levantada fuera pisoteada y destruida por
algún nieto de aquellos nobles varones? ¡Dios me libre de ello!

Al acabar de pronunciar estas palabras parecía como si hubiese resuelto


algún conflicto que agitaba su alma, puesto que, apenas fueron dichas, toda señal
de aquella extraña cólera que en el profesor había Frank notado antes se
desvaneció, sin dejar el menor vestigio, cuando aquél volvió tranquilamente a su
habitación.

Felicia velaba junto a la niña hacía una media hora, cuando la joven viuda
volvió a casa; su rostro se nubló al ver a Felicia a la cabecera del lecho de Ana.

—¿Cómo está usted aquí, Carolina? —preguntó con aspereza, arrojando su


sombrilla sobre el canapé y quitándose los guantes—. No creo haber solicitado de
usted este servicio.

—Yo soy quien lo ha solicitado —dijo el joven médico, presentándose de


pronto detrás de la puerta entornada—. La niña necesitaba alguien para cuidar de
ella, y en la escalera ha salido a mi encuentro descalza.

—¡Oh, no es posible!… Veamos, Ana. ¿Cómo has podido, ser tan


desobediente?

—¿Es posible que te engañes hasta este punto, Adela, respecto a la persona
que aquí merece una reprensión?… —preguntó Juan, conteniéndose aún, mientras
que el descontento vibraba en el sonido de su voz.

—¡Dios mío! —repuso la joven viuda—, yo creía, sin embargo, que podría
fiarme de esa descuidada muchacha, de Rosa… Nada tiene en qué ocuparse sino
en cuidar la niña; pero hace ya tiempo que sé que apenas salgo se asoma a la
ventana, descuidando sus deberes, o bien se contempla ante el espejo.

—En este momento —replicó el joven médico con agobiadora e implacable


ironía— se halla, sin duda por casualidad, delante de una mesa de planchar y
prepara con el sudor de su frente un vestido que debes ponerte mañana y que ha
de estar listo a toda costa…

Adela se estremeció… y en sus facciones revelóse una angustia cruel; pero


repúsose muy pronto.

—¡Dios mio, qué estupidez! —exclamó—. Esa muchacha es tan necia, que
siempre entiende todas las cosas a la inversa del buen sentido… Tengo la misma
desgracia con todas mis doncellas…

—¡Sea! —exclamó Juan interrumpiendo a su prima—; aceptemos esta mala


inteligencia; pero si tan escarmentada estás como dices, ¿cómo se explica que,
conociendo el descuido o la torpeza de esa mujer, le confíes tu hija enferma?

—Juan, mi presencia era necesaria para una buena obra, para un deber
sagrado —repuso la joven viuda dirigiendo a su primo una mirada irresistible de
entusiasmo y de candor.

—Tu deber más sagrado es el deber maternal —dijo Juan levantando la voz
y sin esforzarse ya para dominar su enojo—. ¡Yo no te envié aquí con el objeto de
que te ocuparas de esas cosas, sino principal y únicamente para cuidar de tu hija!

—¡Gran Dios!… Juan, ¡si mi padre y tu madre te oyesen! ¡No pensabas así en
otro tiempo!
—Concedido; pero la reflexión y el propio criterio nos vuelven al principio
inquebrantable de la moral, según el cual hemos de dedicar todas nuestras fuerzas
a la misión que la Providencia nos ha confiado, y por muchas que sean las almas
que hayas conquistado para el cielo, no por ello dejarás de merecer menos la
censura que te he dirigido por haber abandonado a la que es tu deber, ante todo,
cuidar.

El rostro de la joven viuda estaba purpúreo, pero dominóse para expresarse


con su habitual dulzura y lo consiguió.

—No seas tan severo conmigo, Juan —repuso con tono de súplica—. Piensa
que soy una pobre mujer, débil e ignorante, pero que siempre trata de obrar con el
mejor fin… Si he faltado, fue principalmente por complacer a tu excelente madre,
que deseaba mi compañía; pero no volverá a suceder.

Todo esto lo dijo con voz dulce y acentos armoniosos; y al pronunciar tan
humildes palabras tendió su mano al profesor.

¡Cosa singular! Aquel hombre tan grave, tan frío y severo, se ruborizó como
una joven… Sin duda no había visto la mirada oblicua y rencorosa que Adela
dirigió hacia el lado donde estaba Felicia, quien con los ojos bajos y completamente
inmóvil, guardaba la niña enferma; así es que tomó aquella mano con dos dedos
solamente, y después la dejó caer. Los ojos de expresión dulce y suplicante que
estaban fijos en él brillaron un momento, y la joven viuda palideció…; pero al fin
Adela pudo dominarse, y volviéndose hacia la niña, cogió su cabeza entre las
manos y aplicó un beso en su frente calenturienta.

—De aquí en adelante yo me encargo de cuidar a mi hija —dijo con suma


benevolencia— y de todo corazón doy a usted gracias, querida Carolina, por
haberme sustituido a su lado durante este rato.

La joven se levantó al punto; pero Ana comenzó a sollozar amargamente y


con sus manecitas se agarró a los brazos de Felicia.

El médico tomó el pulso a la enferma.

—Tiene una fiebre violenta, y no puedo permitir que se la contraríe y se la


excite —dijo Juan dirigiéndose a Felicia con acento frío aunque cortés—; por
consiguiente, le suplico que haga usted el sacrificio de permanecer junto a ella
hasta que se haya dormido.
Felicia volvió a ocupar silenciosamente su sitio, y Juan salió de la habitación,
mientras que la joven viuda se retiraba al aposento inmediato, cerrando la puerta
de una manera que contrastaba singularmente con su acostumbrada dulzura.
Felicia oyó resonar sus pasos con una agitación siempre creciente… Después
parecióle percibir un ruido particular, como el que produce una tela cuando se
rasga… Ana se incorporó en el lecho, prestando oído, y comenzó a temblar…
Siempre se oía el mismo rumor.

—¡Mamá —gritó—. Ana será muy buena… y no lo hará más!… ¡Oh, mamá,
no pegues a la pequeña Ana!… —añadió la niña, que parecía estar fuera de sí.

En el mismo instante Rosa entró en la habitación; el fresco rostro de la


doncella estaba pálido y descompuesto.

—Ya está rasgando todo cuanto encuentra —dijo en voz baja, dirigiendo una
mirada a Felicia…— Lo he oído desde el vestíbulo… ¡Cállate, hija mía! —murmuró
al oído de Ana—; tu mamá no vendrá aquí ahora, y cuando vuelva ya le habrá
pasado.

En aquel momento resonó una puerta lejana que se cerraba con violencia; la
joven viuda había salido del aposento; Rosa entró en él con precaución y volvió a
salir con un puñado de retazos, restos de un magnífico pañuelo de batista.

—Cuando se encoleriza —dijo la criada—, se pone desconocida, rompe


cuanto halla a mano y pega sin compasión. ¡Bien lo sabe esa pobre niña por
experiencia!

Felicia estrechó a Ana en sus brazos, como si tratase de protegerla,


preservándola de los furores de su madre; pero este cuidado era inútil, pues ya se
oía la voz de Adela otra vez con su pureza cristalina: hablaba alegremente en la
escalera con el joven abogado, y cuando entró en la alcoba de la niña, su rostro
estaba más hermoso y su expresión era más dulce que nunca; el rubor de la cólera
habíase convertido en un ligero carmín que coloreaba sus mórbidas mejillas, y todo
el mundo hubiera atribuido el brillo particular de sus ojos a los elevados
sentimientos de una alma delicada.
Capítulo XVI
Al ocupar Felicia de nuevo su sitio junto al lecho de Ana, a petición del
médico, no preveía que se trataba de llenar durante largos días las penosas
funciones de enfermera. La niña estuvo peligrosamente enferma, y no quiso tener a
su lado ni a su madre ni a Rosa, no aceptando los cuidados y los remedios sino de
manos del profesor o de Felicia. En los delirios ocasionados por la fiebre recordaba
sin cesar el pañuelo de batista desgarrado. Juan oía con sorpresa las palabras que la
niña profería, poseída de temor, y más de una vez sus obstinadas preguntas
hicieron asomar a las mejillas de la joven viuda el rubor de la confesión. Adela,
apoyada por Rosa, afirmó siempre que la niña había estado bajo la impresión de un
mal sueño.

Felicia se consagró valerosamente a sus funciones de enfermera, aun cuando


al principio se le hacían muy difíciles porque la obligaban a estar en continuo trato
con el joven médico; pero los cuidados por salvar la vida de la niña, que con el
profesor compartía, hiciéronle más llevadera de lo que ella creía aquella penosa
situación.

Parecíale extraño a la joven comprender tan bien al médico y secundarle con


tanta facilidad. Mientras que era impenetrable para todos, incluso para la madre de
la niña, Felicia leía en su pensamiento, y sin que pronunciase una palabra,
adivinaba si el peligro era mayor o si la esperanza renacía. Gracias a esta intuición
maravillosa, a esta rápida comprensión, no necesitaba Juan, por decirlo así, dar
instrucciones a la joven. El médico velaba alternativamente con Felicia, pero pasaba
también largos ratos durante el día junto al lecho de Ana, sentado pacientemente,
poniendo continuamente sus manos sobre la frente de la niña, que entonces se
calmaba, recobrando el reposo… Debía haber alguna fuerza, alguna virtud
singular, que así triunfaban del mal con sólo el contacto.

Felicia, sentada a pocos pasos, esforzábase para darse cuenta de las


impresiones que producía en ella el nuevo aspecto con que a sus ojos se revelaba
Juan Hellwig… Tenía siempre sus facciones duras e irregulares, su frente combada
y poderosa, sobre la cual el espeso cabello estaba echado descuidadamente hacia
atrás…, siempre los mismos ojos, la misma voz que habían sido el terror, espanto y
angustia de su infancia…; pero Felicia buscó inútilmente el pliegue sombrío que
robaba en otro tiempo a aquella cabeza la gracia de la juventud… De aquella
frente, no hermosa, según las reglas de la belleza clásica, pero sí inteligente,
destacábase una especie de aureola; y cuando le oía tranquilizar a su pequeña
enferma con un metal de voz increíblemente dulce y seductor, no podía negar que
ejercía su ministerio con una especie de santidad. No miraba con indiferencia los
males ajenos, ni se limitaba a cuidar concienzudamente el cuerpo que sufría;
también las almas doloridas hallaban apoyo en él. Felicia leía la compasión en sus
ojos y encontraba valor y consuelo en su voz. El joven médico tenía la fuerza de la
palabra en alto grado, y había en su acento entonaciones que agitaban a Felicia
como otras tantas sacudidas eléctricas… En tales momentos ¿quién hubiera podido
pensar en su figura poco agraciada, en sus facciones irregulares, en su antipatía por
el trato social? En aquellas circunstancias era un personaje dotado de gran belleza
espiritual, convencido de su fuerza moral extraordinaria, era el mediador entre dos
enemigos mortales, la vida y la muerte, que luchaba sin descanso.

Pero en vano se sucedían todas estas impresiones y pensamientos en el


espíritu y el corazón de Felicia; pues no conducían menos a esta conclusión: siente
y obra humanamente; se compadece del estado desvalido de esta niña, pero la
perseguida hija de los titiriteros tiene doblemente razón para aborrecerle, pues
para ella ha sido un tirano sin piedad, un juez injusto y apasionado.

En sus relaciones cotidianas con la joven no había vuelto a emplear nunca el


tono amistoso que tan viva repugnancia inspirara a Felicia y contra el cual habíase
ésta defendido siempre con resistente energía; limitábase a la fría política que
manifestó últimamente, y esto se reconocía más en su rostro que en su modo de
hablar, pues fuera de algunas preguntas indispensables, jamás le dirigía la palabra.
En cambio hubo de sostener violentas discusiones con la madre de Ana. La joven
viuda obró al principio como una loca y no quería permitir de ningún modo que
Felicia ocupase junto a la cama de la niña el puesto que a ella o a Rosa
correspondía, y Juan debió hacer uso de toda su autoridad para calmarla; pero
jamás pudo impedirle que asomase a cada momento por la puerta entornada su
linda cabeza, que producía espanto en la niña; y ¡cosa singular!, siempre que esto
hacía estaban su primo y Felicia solos en la habitación de la enferma… Lloraba y
tendía hacia Juan sus manos suplicantes, tan blancas y tan lindas. No hay rostro
humano que se conserve hermoso bajo las lágrimas arrancadas por un dolor
verdadero, por una amarga angustia, aunque los poetas acostumbren a representar
a sus heroínas como irresistibles cuando lloran; pero en aquel óvalo perfecto y
sonrosado ningún músculo se contraía ni se formaba ningún pliegue; la tierna
epidermis no se cubría de manchas rojas e irregulares…, y por las mejillas
redondas y sonrosadas deslizábanse lágrimas silenciosas como otras tantas
perlas… Eran lágrimas artísticas, como las que un pintor podría trazar sobre el
rostro de una Mater Dolorosa… ¡Qué diferencia entre ella y la joven pálida, fatigada
por sus vigilias y sus angustias! Todas las noches se presentaba Adela con
regularidad, vistiendo una elegante bata; un gorro de blonda, de maravillosa
finura, encuadraba su rostro, y en sus bonitas manos llevaba un libro… Quería
velar; pero siempre se suscitaba el mismo altercado entre el profesor y ella, que
protestaba de que se le quisieran arrebatar sus derechos maternales, después de lo
cual alejábase gimiendo y llorando con dulzura, para presentarse a la mañana
siguiente tan fresca como una rosa de mayo.

Era el noveno día de la enfermedad de la niña; Ana estaba sumida en un


profundo sopor y solamente de vez en cuando, a raros intervalos, oíase salir de sus
labios algún sonido inarticulado. El joven médico, que hacía largo tiempo estaba
sentado junto al lecho y oprimía su frente entre sus manos cruzadas, levantóse de
pronto e hizo una señal a Felicia, llamándola a la habitación contigua.

—Usted ha velado esta noche pasada —dijo— y además ni ayer ni hoy ha


descansado un momento. Sin embargo, la pediré un nuevo sacrificio… Esta noche
será decisiva: yo podría dejar junto a la enferma a mi prima o a Rosa…, porque la
niña está sin conocimiento…; pero necesito una persona inteligente y animosa…
¿Quiere usted velar esta noche también?

—Sí.

—Debo advertirle que deberá pasar horas angustiosas, que podrá sentirse
agobiada. ¿Se cree usted con valor para arrostrarlas?

—¡Oh, sí!, amo a la niña, y además quiero tener ese valor.

—¿Tiene usted, pues, una fe tan firme en la fuerza de su voluntad?

La voz de Juan recobró una entonación llena de dulzura.

—Hasta aquí esta fe no me ha engañado.

Entretanto la noche avanzaba, una dulce noche de primavera con su silencio


solemne; la luna iluminaba la ciudad dormida, y al penetrar por los balcones de la
vieja casa del comerciante, su luz iluminaba las figuras de los cuadros colgados de
las paredes, comunicándoles extraños reflejos; las flores de la alfombra mostraban
sus colores pálidos y la araña de cristal despedía millares de plateadas chispas. En
cambio dentro de la habitación de la enferma cerníase un espíritu siniestro que
cada vez estrechaba más los círculos que iba trazando alrededor de aquel pequeño
y pobre cuerpo en el cual las crisis se sucedían con más frecuencia y siempre más
violentas… El médico estaba sentado junto a la cama con los ojos fijos en los
agitados miembros y en el desfigurado rostro de la niña; Juan había hecho cuanto
era humanamente posible para salvarla, intentando todo lo que su práctica y su
ciencia le sugirieron; pero entonces se veía impotente y reducido a dejar que las
fuerzas del organismo lucharan solas en tan encarnizada contienda.

Un reloj de la ciudad dejó oír lentamente doce campanadas. Felicia se


estremeció, pareciéndole que una de aquellas sonoras vibraciones debía llevarse
consigo el alma de la niña… En efecto, prodújose en ésta un cambio… El cuerpo
contraído se aflojó; las manecitas, que se retorcían, volvieron a caer sobre la colcha,
y la cabeza reposó inmóvil en la almohada… El médico se inclinó sobre el lecho,
observó durante diez minutos, y levantando la cabeza, dijo en voz baja:

—Creo que se ha salvado.

La joven se acercó a su vez con viveza a la niña… Su respiración era


sosegada, y sus miembros, antes contraídos por las convulsiones, reposaban ahora
tranquilamente. Felicia se levantó sin hacer ruido, pasó al aposento contiguo, y
dejando caer las manos apoyó su fatigada cabeza en la ventana, por la cual
penetraba el aire embalsamado por los perfumes de la noche, a los que se
mezclaban esas suaves emanaciones con que las plantas saludan al nuevo día que
ya empezaba a asomar por el horizonte. Sobre la cornisa de la ventana había una
planta de rosas-te con una sola flor que venía a caer sobre la frente pálida de la
joven. Felicia tenía fiebre…; las horas que acababan de transcurrir habían
producido la más alta tensión en los nervios; había sido necesario luchar con la
muerte, permanecer encadenada junto al lecho del dolor, sin oír, en el silencio
profundo de la noche, más sonidos que la respiración, entrecortada y fatigosa, los
gemidos sordos de la niña; sin apartar los ojos del triste espectáculo de sus
movimientos convulsivos, que parecían ser precursores de la agonía, o bien del
pálido y grave rostro del médico, que se hacía oír y obedecer por un ademán
imperioso, por una rápida mirada. Cuatro paredes encerraban a él y a ella; ambos
habían velado y sufrido juntos, y sin embargo, entre ellos se abría un abismo
profundo de prevenciones y de odio.

Los ojos resecos y ardientes de la joven miraron la fachada de la Casa de la


Ciudad; las estatuas que la decoraban, iluminadas en aquel momento por la luz de
la luna, eran las de la Virgen y San Bonifacio, que parecían destacarse casi vivos de
sus nichos… ¡Ay ninguna de ellas había protegido a la que fue a morir allí…! Las
tres grandes ventanas de la fachada, a través de las cuales se filtraban los rayos de
la luna, reflejándose en el suelo de una sala desierta, estuvieron en otro tiempo
iluminadas por la luz de las arañas… Allí se reunió en otro tiempo una multitud
considerable, cuyas miradas desdeñosas o insultantes había arrostrado una joven
madre para mantener a su hija… Allí hizo frente al peligro y pereció victima de su
abnegación en aquella noche horrible, cuyo recuerdo se incrustó en el corazón
lacerado de la huérfana.

El médico salió de la habitación de la enferma y acercóse a Felicia, que


permanecía en la ventana.

—Ana duerme tranquilamente —dijo—; yo pasaré el resto de la noche junto


a ella; es preciso que vaya usted a descansar.

La joven se alejó al punto de la ventana, y sin pronunciar palabra pasó por


delante de Juan para salir de la habitación.

—Pienso —dijo el joven médico en voz baja y con un acento que parecía
desechar el tono grave de costumbre— que hoy no debemos separarnos así. Hemos
pasado muchos días asociados en una obra común, comprendiéndonos y
ayudándonos como buenos compañeros, trabajando juntos para salvar una vida…
¡Piense usted en esto!… —prosiguió con calor—; dentro de un corto número de
semanas nos perderemos de vista, sin duda para siempre…, y no quiero negar a
usted la satisfacción de que sepa que su energía para practicar el bien y su fuerza
de voluntad han disminuido las prevenciones y la opinión desventajosa que
respecto a usted tuve desde hace nueve años. Solamente en una cosa, en su odio
inhumano y en su terquedad, sigue usted siendo a mis ojos la niña rencorosa y
díscola con la cual he debido ser rígido para ablandarla y someterla.

Mientras Juan hablaba, Felicia había dado algunos pasos hacia él; en aquel
instante la luna la iluminaba de lleno; la joven se detuvo con altivo ademán, vuelta
la cabeza hacia su interlocutor, y contemplóle en una actitud que revelaba
inquebrantable hostilidad.

—Cuando se trata de dolencia física —repuso—, usted procura


concienzudamente remontarse hasta las causas antes de emitir su juicio, y sin
embargo, no creyó usted digno de estudio el porqué de la indocilidad de esa alma
que usted quiso mejorar, y juzgando por maliciosas insinuaciones cometió un
pecado tan grave como si hubiese dejado morir por negligencia a uno de sus
enfermos. Arrebátese a un hombre su soñado ideal, su esperanza en el porvenir, y
por muy virtuoso que sea no se le verá conformarse resignadamente. ¡Cuánto más
imposible había de ser esto para una niña de nueve años, que sólo pensaba en
aquél infausto día en que perdiera a su madre idolatrada y en cuya alma no había
ilusión ni esperanza alguna que no estuviera íntimamente unida con la idea de
volver a verla!

Felicia se interrumpió, pero Juan Hellwig no pronunció una palabra, y ni


siquiera miraba a la joven; al pronto había extendido vivamente el brazo como para
hablar; pero, a medida que la joven continuaba, permaneció cada vez más inmóvil,
revelando su actitud que escuchaba atentamente. Durante la peroración
apasionada de la joven, ni aun levantó la mano para pasársela por la barba, aunque
este movimiento era en él maquinal y frecuente cuando le hablaba alguien.

—Su padre de usted —prosiguió Felicia con voz angustiada— me había


dejado en una feliz ignorancia; pero él ha muerto… y con él murió también todo
sentimiento de compasión en esta casa… Al día siguiente de la espantosa noche en
que supe que no volvería a ver jamás en este mundo a mi madre, fui a visitar por
primera vez su tumba…, y aquél mismo día se me dijo que mi pobre mártir era una
mujer disoluta…, que la esposa del titiritero era una perdida que no debía esperar
ya compasión ni de Dios.

—¿Por qué no me ha dicho usted todo eso en otro tiempo?… —preguntó


Juan Hellwig con voz ahogada.

—¿Por qué no se lo he dicho a usted?… —repuso Felicia—. Porque usted me


había condenado anticipadamente diciendo que la clase a que pertenezco le
inspiraba una aversión invencible y que por mi sangre habían de circular
necesariamente gérmenes malos.

El médico se pasó la mano por los ojos.

—Por más que fuese joven —continuó Felicia—, y aunque acabase de hacer
el terrible descubrimiento sobre mi situación, adivinaba, con el instinto infalible
que dirige a los niños…, sí, sabía, sin poder dudarlo, que no debía esperar
compasión ni bondad… ¿Y ha tenido usted una cosa y otra para la hija de los
titiriteros?… —añadió la joven, dando un paso más—. ¿Y no pensó nunca que la
niña a quien ustedes uncían únicamente al yugo del trabajo también podía pensar?
¿Por ventura no han martirizado ustedes su alma mil y mil veces ahogando en ella
todo sentimiento noble, toda manifestación de independencia moral, todo impulso
de regeneración cual si se tratase de algún animal salvaje? ¿Cree usted que mi odio
se debe a que me hayan ustedes hecho trabajar? No; el trabajo, aun el más rudo y
humilde, no deshonra…, y yo trabajo de buena gana y alegremente… ¡Pero
tratarme como a una máquina y querer anular completamente en mí el elemento
moral, que es lo único que puede ennoblecer una vida laboriosa, esto es lo que no
olvidaré nunca!…

—¿Nunca, Felicia?

La joven hizo con la cabeza un enérgico movimiento afirmativo.

—Entonces no tengo más remedio que entregarme sin apelación —contestó


Juan con una ligera sonrisa, que sin duda contra su voluntad había tomado una
expresión melancólica—. La he ofendido a usted mortalmente; pero, lo he dicho y
lo repito, no podía obrar de otro modo —añadió paseándose con alguna agitación
por la estancia—, y ahora es preciso que toque nuevamente la llaga dolorida de su
alma para defenderme. Usted no tenía medio alguno de existencia y su origen es y
será desconocido…, y por lo tanto está usted obligada a ganarse el sustento
trabajando. Si se la hubiese dado la educación que deseaba, entonces, y solamente
entonces, hubiera sido cruel relegarla a la domesticidad… Sin embargo, no habría
podido hacerse otra cosa. ¿Piensa usted que una familia consentiría que la hija de
los titiriteros educase a sus hijos?… ¿No sabe acaso que un hombre?… —Juan se
interrumpió un momento, respirando penosamente, mientras que una palidez
lívida cubría su rostro—. Sí, ¿no sabe usted que un hombre perteneciente a una
clase honrosa no hubiera podido unir con su suerte la de usted, sin sostener crueles
combates interiores, sin luchar con esa soberana omnipotente que llaman la
opinión?… ¡Qué terrible humillación para su alma orgullosa!… Tales son, sin
embargo, las leyes sociales, que usted desprecia sin duda, pero a las cuales obedece
la inmensa mayoría de los hombres, a las cuales somete su conducta, no siempre
sin rebelarse y sin luchar, pero sí con piedad para los que les precedieron en la
vida, mostrándoles el camino que se ha de recorrer… Yo debo atenerme a esas
leyes porque nadie lleva escritos en su frente los motivos que le impulsan a obrar
en un sentido determinado, y estas leyes también me imponen una gran
abnegación y un completo aislamiento en mi vida.

Juan guardó silencio. Parecíale extraño a Felicia verse iniciada así en los
secretos movimientos de un alma altiva…; habíase expresado con sombrío
entusiasmo y no se podía dudar del estado de su corazón. Sin duda amaba a una
mujer de posición demasiado elevada para que él pudiese esperar asociarla a su
suerte…, y aunque Felicia le profesase un odio que le parecía justificado,
experimentó un pesar que la sorprendió. ¿Era posible que sintiese compasión por
aquel que había sido tan desapiadado? ¿Tendría, pues, un carácter tan débil ella,
que decía poco antes, en la sinceridad de su alma, que si alguna vez le afligía una
desgracia, no podría compadecerle?… Y por otra parte, según todas las
apariencias, no era tan digno de compasión… ¿Por qué se cruzaba de brazos
resignadamente en vez de luchar con toda su fuerza para obtener a la que amaba?

—Y bien, ¿no me contesta usted, o está resentida por las explicaciones que
acabo de darla y que no he podido evitar?

—No —replicó la joven fríamente—; ésa es una opinión particular de usted,


y sólo me resta desear que pueda cambiarla. No desvanecerá en mí la convicción
consoladora de que puede haber hombres honrados y sin preocupaciones que
reconocerán que también la hija de unos titiriteros puede tener un corazón noble y
una voluntad leal. ¿Qué podría yo contestarle a usted? No hemos nacido para
entendernos; usted parte del principio de la elevación de clases que a usted mismo
le ata con una cadena y yo pertenezco a la clase que su casta de usted desprecia.
Usted mismo lo ha dicho: dentro de poco nos separaremos para siempre; pero más
separadas aún están ahora nuestras almas… ¿Tiene usted alguna orden que darme
por lo que hace a su enferma?

Juan hizo con la cabeza una señal negativa, y antes de que pudiese
pronunciar una palabra, Felicia había salido de la habitación.
Capítulo XVII
Anita convaleció rápidamente, pero no por esto vióse Felicia relevada de sus
funciones de enfermera. La niña, que siempre se mostraba resignada y dócil,
volvíase desobediente y se irritaba apenas Felicia salía de la habitación. No le
quedó, pues, a la linda viuda más remedio que rogar a la joven que continuase
cuidando a la caprichosa enferma hasta su completo restablecimiento. La
encantadora Adela se decidió a esto con tanta más facilidad cuanto que el médico
no se presentaba ya con la asiduidad de antes en la habitación de la niña. Cierto
que iba a verla todas las mañanas, mas apenas se detenía tres minutos a su lado;
algunas veces llevábasela en brazos, y para que aspirase el aire libre hacíala pasear
en una parte del patio bien resguardada y caldeada por los rayos del sol. Fuera de
esto, dejábase ver poco en la casa. Parecía como que de repente se hubiese
desarrollado en él una predilección particular por el gran jardín situado a las
puertas de la ciudad. Había cambiado la distribución de su tiempo; ya no trabajaba
por la mañana en su habitación, y los que tenían necesidad de verle o consultarle
debían ir al jardín.

La señora Hellwig se doblegó a lo que consideraba como una extraña manía;


y para mayor satisfacción de su sobrina, dio las órdenes oportunas a fin de que las
comidas se sirvieran casi siempre en el jardín. La antigua casa de la ciudad quedó
más silenciosa que nunca, pues la familia no solía volver a ella antes de las diez de
la noche. Algunas veces el joven médico entraba solo y más temprano; entonces
Felicia le oía subir lentamente la escalera, y durante esta ascensión producíase
siempre un incidente singular… Juan Hellwig daba maquinalmente algunos pasos
hacia la puerta del aposento de la enferma…, deteníase de pronto en medio del
vestíbulo que la precedía, y volviendo después a la escalera, subía rápidamente al
segundo piso. Su habitación estaba sobre la que la niña ocupaba. Cuando el joven
médico volvía en busca de la soledad, no era para engolfarse en sus libros y en sus
estudios; oíasele pasear sin descanso de un lado a otro de la habitación durante
largas horas, y este paseo solitario producía en Felicia una emoción inexplicable.
Parecíale esto el comentario de las declaraciones misteriosas que había hecho
durante la memorable noche en que la curación de Ana le pareció asegurada.

A eso de las ocho de la noche la niña se dormía; entonces Rosa relevaba a la


joven, y ésta podía disfrutar de un rato de recreo, que dedicaba a visitar la
habitación de la buhardilla. La debilidad de la tía Córdula no había tenido
consecuencias, y sus fúnebres presentimientos se desvanecieron; mostrábase más
activa y animosa que nunca, y se regocijaba de una manera casi infantil al hablar
del próximo porvenir que la permitiría conservar a Felicia a su lado. La solterona
esperaba siempre a la joven para la cena; la mesa estaba cuidadosamente
preparada en la galería, y no faltaba nunca algún pastel elegido entre los que
Felicia prefería, ni tampoco un paquete de periódicos del día para que la joven se
entretuviera leyéndolos. Durante aquellas dulces y agradables horas, medidas con
tanta parsimonia, desvanecíase todo recuerdo de los tormentos sufridos por
Felicia; ésta no hacía nunca mención de ninguno de los incidentes de la parte de su
existencia que se pasaba en la casa de abajo; y la solterona, fiel a sus principios de
discreción, no trataba jamás de que se la comunicase algo sobre este asunto. Felicia
escapaba así, momentáneamente por lo menos, de las inexplicables preocupaciones
que se habían apoderado de ella, y las cuales quedaban relegadas al segundo
término cuando había penetrado en la buhardilla.

En una hermosa tarde resplandeciente de sol, Felicia estaba sola junto a la


niña, y en toda la casa reinaba el más profundo silencio. La señora Hellwig y su
sobrina habían salido para hacer algunas visitas, y el joven médico se hallaba sin
duda alguna en el jardín, pues no se oía el menor movimiento en el segundo piso…
La niña había jugado durante algún tiempo; después se echó un poco fatigada y
dijo a Felicia en tono de afectuosa súplica:

—¡Cántame alguna cosa, mi querida Carolina!

Ana prefería a todo las canciones de la joven: ésta tenía una voz de contralto,
de notas llenas y graves como las de una campana, y sus vibraciones, elevándose
sin violencia, despertaban un mundo de sentimientos. La solterona, con su rara
inteligencia musical y merced a la educación artística que en otro tiempo recibiera
de excelentes maestros, había a su vez educado aquella hermosa voz, Felicia
cantaba de un modo por decirlo así clásico, especialmente las canciones alemanas,
y había observado que, por muy excitada que estuviese la niña, calmábase en
seguida en cuanto ella entonaba alguna de aquellas melodías; siempre empezaba a
cantar a media voz, y aunque luego la elevaba, hacíalo de modo que desde fuera
no pudiesen oírla.

Aquel día, para contentar a la pequeña enferma, Felicia entonó una de las
hermosas melodías de Schumann: Joven follaje, fresca hierba, con esa emoción
contenida y religiosa cuyo origen se hallaba en el alma pura de la joven. Cantó la
primera estrofa con una voz dulce, con una sencillez conmovedora y un vigor
contenido; mas al pronunciar las palabras: Lo que me aleja de mis semejantes es el
pesar, porque ellos no pueden dulcificarle, su voz se elevó, resonando bajo las bóvedas
sonoras como las notas de un órgano. En el mismo instante oyóse en la habitación
del médico el rumor producido por una silla, no movida, sino arrojada a lo lejos;
rápidos pasos se dirigieron hacia la puerta, y una campanilla tocada violentamente
resonó en la casa vacía. Era la primera vez que sucedía esto en el despacho del
joven médico; Federica subió apresuradamente la escalera de los dos pisos, y
Felicia se interrumpió, presa de mortal angustia. Poco después, la vieja cocinera
bajó corriendo y entró en la habitación de la enferma; diciendo a Felicia con su
habitual rudeza:

—El señor profesor me envía para ordenar a usted que no cante más, porque
esto le impide trabajar; estaba pálido como el yeso y tan encolerizado, que apenas
podía hablar… Pero ¿es posible que pueda usted hacer tales necedades?… ¡Desde
que existo nunca oí nada semejante! Yo también escuchaba eso con asombro…
Canta usted como si fuera un hombre… ¡seguramente eso no es voz de mujer!… ¡Y
qué canción! Parece un canto de sereno. ¿Qué idea tiene usted formada de lo que es
una joven recatada? Yo también he podido cantar en mis buenos tiempos; pero
¡qué canciones aquéllas! Déjese usted de cantar, Carolina, pues no ha nacido usted
para ello… ¡Ah!… Y además es preciso que lleve usted la niña al patio para
pasearla, según dice el señor profesor.

Felicia ocultó su rostro enardecido entre las manos, pareciéndole que


acababa de recibir un bofetón… ¡Qué humillada y abatida se sintió en aquel
momento! Si se mostraba animosa cuando era cuestión de defender sus
convicciones o de decir a sus enemigos la verdad escueta, en cambio era muy
tímida y adoptaba las mayores precauciones cuando se trataba de su talento y de
sus conocimientos. Solamente la idea de que su voz pudiera oírse era suficiente
para hacerla enmudecer; pero nunca hubiera imaginado que aquel canto pudiera
parecer a alguien insoportable. Sin embargo, así era, puesto que importunaba… Tal
vez se sospechase que había querido llamar la atención, y sin duda semejante
sospecha era la causa de que se la castigara humillándola. ¡Este pensamiento era
intolerable! Las más groseras reprimendas, las más injustas acusaciones de la
señora Hellwig no bastaron nunca para atraer una lágrima a sus ojos; pero esta vez
lloró amargamente.

Un cuarto de hora después Felicia paseaba a la enferma en su cochecito por


el patio. El aire fresco había borrado de su rostro las señales febriles que sus
sollozos dejaron, pero sin disipar las nubes de su frente. Poco después llegó la
señora Hellwig con sobrina; al mismo tiempo Juan bajaba la escalera, sin duda con
la intención de salir, pues llevaba en la mano el sombrero y el bastón; y los tres se
detuvieron en el patio. La joven viuda llevaba un paquete muy voluminoso, y
después de haberse detenido junto a su hija para abrazarla, entreabrió un poco el
envoltorio y enseñóselo a su primo con risueña y maliciosa expresión.
—Mira esto, Juan —dijo en tono de broma—. ¿No te parezco una mujer muy
frívola?… Soy inaccesible a las tentaciones que puedan excitarse por la riqueza y el
alto precio de los objetos de tocador…; pero me siento débil cuando me encuentro
en un almacén donde hay ricos lienzos. He visto al paso este magnífico servicio
adamascado… ¡No he podido mostrarme indiferente!… ¡Oh, no!… esto hubiera
sido superior a mis fuerzas… Y antes de darme cuenta de lo que hacía, tenía ya
entre mis brazos ese rico servicio de mantelería, y además una pieza de rico
lienzo… ¡Adiós mis planes para el invierno!… Si quiero ser razonable, debo colmar
la brecha que acabo de hacer en mis ingresos, renunciando a una parte de mis
gastos de tocador en la próxima estación… ¡Así sea! ¡La mujer de buen gobierno
debe llenar su armario de ropa blanca, aunque sea a expensas de sus trajes!

El joven médico no contestó nada a este discurso; miraba hacia la puerta del
patio, donde había visto una mujer, la misma que Felicia había visto en otra
ocasión en su despacho, que iba cubierta con un gran manto, bajo el cual parecía
llevar penosamente varios paquetes…, y adelantábase hacia el joven médico con
una especie de respetuoso temor.

—Señor profesor, mi hijo Guillermo ve ya claro —dijo—; ve tan bien como


yo, y en fin, como los demás.

Y al decir esto su voz temblaba y un torrente de lágrimas brotaba de sus


ojos.

—¡Quién hubiera podido creerlo! —añadió—. ¡Quién habría osado


esperarlo! ¡Dios mío, qué desgraciado era, y todos nosotros con él!… Ahora podrá
ganar el sustento, y yo moriré tranquila cuando a Dios le plazca, porque no dejaré
en este mundo un hijo sin apoyo ni recursos, un muchacho ciego… ¡Oh, señor
profesor!, todos los tesoros de la tierra, no bastarían para recompensarle… Si yo los
tuviera, vendría a ponerlos a los pies de usted…; pero ¡ay!, somos pobres y no
podemos pensar en satisfacer jamás nuestra deuda, reconociendo sus beneficios…
No se enoje usted, señor profesor…; pero he pensado que por lo menos una
bagatela insignificante…

—¿Qué significa todo eso? —repuso Juan con tono altivo, retrocediendo un
paso.

Mientras hablaba, la pobre mujer había entreabierto su manto, y bajo él se


vio una gran jaula y un rollo de lienzo.
—Usted oyó cantar a este ruiseñor con gusto —continuó la mujer en el
mismo tono suplicante—, y si quiere ponerle una pequeña jaula, podrá llevársele a
Bonn sin gran molestia… Este pedazo de lienzo no es muy fino, pero sí fuerte; yo le
hilé con todo el cuidado posible…, y si la señora Hellwig quiere utilizarle…

—Seguramente no está usted en su juicio —contestó Juan con su tono más


brusco—. ¿Cómo puede ocurrírsele privar a su esposo de un pájaro que tanto le
gusta? En cambio yo no puedo sufrir esos bichos; y en cuanto a la tela, ¿cree usted
que es de su incumbencia proveernos de ropa blanca? ¡Vamos, recoja todo eso al
punto y vuélvase a su casa!

La buena mujer permaneció inmóvil y atemorizada delante de Juan.

—Hubiera usted podido evitarse y evitarme esa molestia, señora Walter —


continuó el médico con acento más dulce—; ya le advertí, tan clara y
terminantemente como era posible, que entre nosotros no debía mediar nada de
esta especie… Y ahora retírese usted, vuelva a su casa, salude en mi nombre a
Guillermo y dígale que iré a verle muy pronto.

Al pronunciar estas palabras, el médico ofreció su mano a la mujer, volvió a


cubrir con el manto los objetos que acababan de ser tan mal recibidos, y la señora
Walter, saludando con la vista baja, se alejó.

La señora Hellwig y su sobrina habían presenciado esta escena sin decir una
palabra; mas el rostro de la primera revelaba un descontento visible, y hasta había
tenido tentaciones, en un momento dado, de intervenir en la cuestión.

—Confieso —dijo reprimiendo su mal humor cuando la buena mujer,


después de traspasar el umbral de la puerta, se alejaba ya— que no comprendo tu
manera de proceder, Juan… Cuando recuerdo lo que tus estudios han costado, no
puedo adivinar por qué no aceptas ninguna compensación de nuestros gastos, de
tu tiempo y de tus molestias… La idea de regalar un pájaro era todo lo estúpida
posible… ¡Buen recreo habrían sido los gritos del ruiseñor en mi tranquila casa!…
Pero en cuanto a la pieza de lienzo, no se debía rehusar, pues no es cosa que se tira
nunca por la ventana.

—¡Ah, querida tía! Mala acogida hubieran tenido los caritativos proyectos
que yo formaba ya al ver a esa mujer con su pieza de lienzo —dijo Adela
dulcemente en tono de broma—. Piensa un poco en lo que voy a decirte, Juan —
continuó con expresión más grave y dirigiendo a su primo una mirada de celestial
conmiseración—. Nos han hablado hoy de una familia muy infeliz, pero
sumamente honrada… Los pobres niños carecen de un pedazo de lienzo para
ponerse debajo de sus harapos…, y esto me angustia hasta un punto indescriptible.
Pues bien, mi tía y yo hemos pensado en abrir una pequeña suscripción, y si
hubieses admitido esa pieza de lienzo, yo hubiera ido a pedírtela como limosna y
tú me habrías hecho con ella un presente, de grado o por fuerza… Con eso se
podían hacer excelentes camisas para los pobres niños…, y yo misma las hubiera
cosido…

—¡Oh celestial compasión, conmovedor sacrificio, abnegación admirable! —


exclamó el joven médico sonriendo irónicamente—. ¿Es decir que el último óbolo
de una familia que gana el pan cotidiano a duras penas se te ha de entregar a ti; y
con los sacrificios de tus semejantes, de los más necesitados, según pienso, quieres
conquistar, sin abrir tu bolsillo, renombre de bienhechora, con esa aureola de
santidad que tan bien sienta a tus blondos rizos?

—Juan, eres malo y además injusto —contestó la joven viuda,


profundamente resentida por aquel tono sarcástico—. Yo doy de la mejor
voluntad…

—Con tal que no te cueste nada, ¿no es cierto, Adela? —continuó Juan con
amarga ironía—. ¿Por qué la mujer de buen gobierno que tiene siempre sus
armarios llenos de ropa blanca no se priva de algo suyo para auxiliar a los demás?
¿Por qué, por ejemplo, no empleas esa pieza de lienzo de que no tienes ninguna
necesidad, según acabas de indicarme? —añadió Juan, tocando el paquete que la
viuda conservaba debajo del brazo.

Las dos damas pusieron la mano encima, con el temor que hubieran podido
manifestar si el joven médico hubiese intentado algo contra la vida de Adela.

—Esto pasa de broma, Juan —dijo la hermosa viuda con tono plañidero—.
¡Un lienzo tan hermoso, tan maravillosamente fino e igual!

—Acabas de hacerme una reprensión —dijo el joven médico, sin ocuparse


más de las lamentaciones de su prima y volviéndose hacia su madre—; me has
dicho que yo malgastaba el fruto de mis estudios, que han sido muy costosos…
Puedo asegurarte que soy hombre práctico; y además pienso que la obligación de
adquirir por el trabajo y de conservar por la economía es un estricto deber
impuesto a todo hombre… Pero a esta convicción me permitirás agregar una
opinión más elevada respecto a las funciones que ejerzo… Más que toda otra
profesión, la que yo elegí incita a ser compasivo e impone la caridad… Yo no
perteneceré nunca a ese corto número de médicos que por un lado auxilian y
arrancan de la muerte a un enfermo para precipitarle por otro en la miseria cuando
le han cobrado el precio de sus servicios.

Hasta aquel momento Juan no había observado la presencia de Felicia, y aun


entonces su mirada se dirigió con indiferencia pocos pasos más allá de su madre;
pero de pronto fijóse en el rostro de Felicia, que parecía iluminado por el reflejo de
una satisfacción interior. Era la vez primera que aquellas dos miradas se
encontraban en un sentimiento de aprecio y de simpatía…; pero esto fue rápido
como un relámpago; la joven cerró pronto sus ojos con espanto, y el profesor se
puso el sombrero, encasquetándoselo sobre la frente con un movimiento de cólera.

—Bien mirado, a ti es a quien eso concierne —repuso la señora Hellwig—;


obra como bien te parezca; pero no hubieras inducido a tu abuelo a esa manera de
ver y proceder. La carrera médica es tu negocio, y tu abuelo acostumbraba a repetir
que los negocios no admiten sentimentalismos.

Así diciendo, la señora Hellwig se dirigió majestuosamente hacia la casa,


seguida de su sobrina, que con ademán de ternura oprimía contra su seno el
paquete de las compras. Juan las acompañaba, pero llegado al vestíbulo volvió la
cabeza para dirigir una mirada al patio. Felicia sacaba la niña del cochecito para
pasearla en brazos, accediendo a su ruego; y cualquiera hubiera dicho que aquella
figura delicada había de quebrarse al peso de la niña que se abrazaba a su cuello.
El médico, retrocediendo al punto, atravesó el patio.

—La he prohibido a usted varias veces llevar esa niña en brazos —dijo con
voz airada y mostrando todas las señales de una viva contrariedad—; pesa
demasiado para usted… ¿No le ha dicho Federica de mi parte que en estos casos
debía pedir ayuda a Enrique?

—Se le habrá olvidado; y por otra parte, Enrique no está en casa.

Juan tomó la niña en brazos y volvió a ponerla en su coche, reprendiéndola


seriamente por haber exigido demasiado. La expresión de su rostro era más severa
y sombría que nunca; y aunque en cualquiera otra ocasión Felicia hubiera opuesto
una indiferencia desdeñosa a su creciente mal humor, esta vez considerábase
culpable y responsable de tal disposición, pues con su canto había interrumpido
serios estudios, ahuyentando quizás de su pensamiento alguna nueva e importante
idea. Al fin no pudo contenerse ya, y aun a riesgo de aumentar aquella cólera,
exponiéndose a nuevas humillaciones, resolvió aliviarse del peso que la sofocaba y
explicar a Juan que, por lo menos, había obrado sin premeditación. La ocasión era
propicia; ni siquiera tenía que mirar a su interlocutor, pues éste, inclinado sobre el
coche, hablaba todavía con la niña.

—Debo rogar a usted que me dispense —dijo temblorosa— por haberle


molestado con mi canto mientras que usted trabajaba.

Aquel tono conmovido y suplicante tuvo una eficacia singular; Juan se


irguió de pronto y fijó una mirada penetrante en el rostro de la joven.

—¡Si tan sólo consintiera usted en creer —añadió Felicia— que es la


verdad…, es decir, que yo no sospechaba ni siquiera su presencia en la casa!

La palabra canto despertó en la pequeña Ana el recuerdo de las amargas


lágrimas de Felicia.

—¡Tío malo!… —exclamó—. ¡Pobre Carolina, cómo lloró, cómo la hizo


llorar! —añadió la niña, levantando el puño y amenazando con él al médico.

—¿Es verdad lo que esa niña dice, Felicia? —preguntó Juan con viveza.

La joven, evitando contestar directamente a esta pregunta, repuso:

—Me causaba mucha pena el pensar que…

—Que pudiera creerse que deseaba usted que la oyesen… —interrumpió el


médico, mientras una sonrisa iluminaba su rostro—. En cuanto a eso, puede usted
estar tranquila; harto conozco sus disposiciones hostiles hacia nosotros, y usted me
las ha confirmado con una franqueza que no podría conciliarse con los
despreciables manejos de la coquetería. Envié a decirla que hiciera el favor de no
cantar, no precisamente porque me hubiera usted perturbado en mi trabajo, sino
porque soy incapaz, indigno si así lo quiere, de oír su voz. ¿Le apesadumbra a
usted esto más que cualquiera otra cosa?

Felicia movió la cabeza negativamente y sonriendo.

—Bien, eso es razonable —añadió Juan—, y ahora debo decirla alguna


cosa…

—El médico inclinó la cabeza, mirando con mucha atención a la joven.


—Su canto me ha hecho adivinar hoy un secreto que usted guardaba
cuidadosamente.

Esta vez Felicia experimentó un espanto mortal, pensando que el médico


había adivinado sus relaciones con la tía Córdula; ante esta idea, sintió que el rubor
coloreaba su frente y miró con expresión angustiada a Juan.

—Ahora sé —continuó Juan— cuáles son los proyectos de usted para el


porvenir y cuál la resolución en que se ha fijado; sé por qué rechaza nuestra
protección, la cual, en efecto, no podría guiarla a la esfera en que trata de
penetrar… Usted piensa dedicarse al teatro…

—¡Se engaña usted! —contestó Felicia con viveza, visiblemente aliviada al


saber que las sospechas no recaían en la tía Córdula—. Aunque opino que es una
de las profesiones más honrosas la que tiene por objeto hacer oír a nuestros
semejantes las creaciones de los grandes talentos, no me siento con valor para
dedicarme a ella. Me espanta lo que no es decible la publicidad, y esta
desconfianza en mí misma hará que nunca pase de una medianía en cualquier
ocupación a que me dedique. Además para el teatro se requieren conocimientos
musicales que no poseo ni llegare a poseer nunca.

—Sin embargo, esto depende también de usted.

—Precisamente por esto; desde niña he pensado que la música era una cosa
que no se puede aprender como la lectura y la escritura, algo que como las
enseñanzas de Jesucristo desciende directamente del cielo, y quiero conservar esta
creencia infantil… La música, que me conmueve hasta el punto de arrancarme
lágrimas, que me inspira más entusiasmo que cualquiera otra maravilla del
mundo, no puede reposar en reglas pedantes, absolutas, ni alinearse en el papel en
forma de jeroglíficos oprimidos, que se estudian laboriosamente, se cuentan y
comprueban… Esta obligación me robada toda la felicidad que la música me
proporciona y me produciría una repugnancia profunda… Es como si me
demostrasen que la más hermosa cabeza humana no es otra cosa sino una cabeza
de muerto… ¡Oh, no!…, yo no puedo dedicarme a ese estudio, no puedo aprender
la anatomía de la música, porque temería no ver ya en ella más que un esqueleto.

—En esto se revela una vez más el carácter fundamental de su naturaleza,


rebelde a todo lo que obedece a leyes y a reglas —repuso Juan Hellwig
irónicamente, por más que hubiese escuchado con interés y aquella definición de la
música—. De todos modos resulta que mi apreciación era equivocada y que su
muy incomprensible ansiedad inútil —añadió después de una pausa…— El secreto
que usted guarda debe ser en extremo singular y casi estoy tentado de usar de mi
autoridad de tutor para exigir de usted que me comunique sus planes para lo
futuro.

—Sería inútil —contestó tranquilamente Felicia—, pues no diría nada…


Usted mismo me ha autorizado para tomar, dentro de dos meses, el partido que
quiera en cuanto a mí concierne.

—Sí…, sí…, desgraciadamente se ha cometido la falta; pero me permitirá


usted pensar y hasta manifestarle que me parece temerario…, por no decir más,
pretender obrar a su antojo cuando por la edad y la inexperiencia se toca aún en la
infancia, y obstinarse en rechazar todo apoyo, todo consejo… Supongo el caso más
trascendental en la vida de una mujer, el de un matrimonio…

—En semejante caso —repuso Felicia con una especie de indignación—, mi


tutor sería el último hombre del mundo a quien yo pidiera consejo… Ya estaría
unida con un hombre despreciable, extraño a toda nobleza de sentimientos o ideas,
vil, rastrero e hipócrita, si no hubiese sido bastante temerario, o mejor dicho, si no
hubiera tenido suficiente valor para pretender conducirme, en tan grave
circunstancia, sin someterme al parecer de aquellos que eran más sabios y mejores
que yo… Usted estaba dispuesto a dar su consentimiento y su bendición a eso que
se llamaba la honrosa demanda del señor Wellner…, y mi futura suerte hubiera
sido lamentable si no hubiese sabido resistir a los malos tratamientos, a las injurias
y a las humillaciones.

Esta acusación penetró en el alma altiva del joven médico como una hoja
acerada de dos filos, porque era justa. Durante algunos momentos, las miradas de
Juan Hellwig se fijaron acá y allá en las baldosas del patio.

—Yo creía, en efecto —dijo después de una pausa y con acento más suave
que el que le era habitual—, que no podía hacer nada mejor para cumplir hasta el
fin la misión que mi padre me legó. Era un error sin duda —continuó—; pero no
persistí obstinadamente en él, bien lo sabe usted. Fundándome en el consejo, el
testimonio y la garantía de mi madre, yo había dado mi consentimiento en ese
proyecto sin tomar los debidos informes, pero disté mucho de influir en usted con
razones ni con rigores. Por lo demás, crea usted que las palabras que hace poco he
pronunciado serán mi última tentativa para usar de mis derechos de tutor. Es
preciso —añadió con cierta amargura— dejar a usted el cuidado de resolver sobre
su suerte… ¿Le infundirá esto alegría y esperanza?
—Sí —contestó la joven, cuyos ojos brillaban.

—¿Piensa usted ser feliz en su nueva situación?

—Tan seguramente como creo en otra vida mejor.

Al hacer su última pregunta, el joven médico había fijado en Felicia una de


esas miradas observadoras que solía fijar en sus enfermos; pero al reconocer que en
la frente de la joven brillaba la más sincera alegría, volvió la cabeza con despecho o
cólera, sin pronunciar una palabra más. Después alargó la mano distraídamente a
la niña, tocó el borde de su sombrero para saludar a la joven y dirigióse a la casa
con lento paso.

Aquella misma noche Rosa, instalada en la habitación de los criados, tenía


sobre las rodillas una tela sedosa, flexible y fuerte a la vez, de color azul celeste, y
sus dedos manejaban la aguja con una actividad febril. Federica estaba a su lado,
haciéndola compañía. La joven doncella debía velar hasta después de medianoche,
y la cocinera había preparado un excelente café «bien fuerte» para mantenerla
desvelada.

Hacía largo tiempo que habían dado las diez, y antes de esta hora Felicia se
retiró a descansar; pero la animada conversación de aquellas dos mujeres
impidióla dormir, y la hizo muy pronto insoportable la obligación de permanecer
encerrada en un aposento bajo y reducido. En consecuencia abrió la ventana,
sentóse en el antepecho, y con las manos apoyadas en las rodillas, contempló el
patio. La noche no era del todo obscura; en los vestíbulos del primer piso y del
segundo las lámparas ardían aún; por las ventanas altas de la casa filtrábanse rayos
de luz que, plateando los hilos de agua de la fuente, se reflejaban en las baldosas
del patio, hacían brillar acá y allá algún vidrio e iluminaban suavemente la fachada
bastante lejana del otro cuerpo de edificio.

Sobre el gran cuadro formado por aquella construcción extendíase el cielo


sembrado de chispas doradas; las estrellas, ostentándose en aquel fondo obscuro,
contemplaban inmutables la escena cambiante del mundo y aquel patio que la
tradición poblaba de fantasmas; habían visto la agitación de la vida y los seres a
quienes una creencia popular suponía errantes y gimiendo en los corredores
abandonados de la antigua casa que fue en otro tiempo su morada.

Allí habían vivido en otra época nobles caballeros, comerciantes poderosos,


damas de elevada alcurnia, que arrastraban la sedosa cola de sus vestidos sobre los
peldaños de la escalera; y hacia esas mismas estrellas habíanse dirigido miradas
que revelaban la alegría de vivir…; mientras que otros pedían al cielo valor para
renunciar a la tierra y sacrificarse para asegurar la fortuna y el esplendor de su
casa… Ahora, este esplendor se había desvanecido… Aquellos ojos estaban
cerrados…, y no obstante, la gran lección de la naturaleza, enseñando que todo es
efímero aquí bajo, no se comprendía nunca… Habían nacido y muerto en aquella
antigua casa; y el espacio de tiempo comprendido entre esos dos momentos
solemnes fue consagrado tan sólo a buscar títulos y honores, contraer alianzas
elevadas, adquirir pedazos de tierra y llenar de monedas de plata y oro las
pequeñas arcas. Todos aquellos seres habían desaparecido, pero las generaciones
que se iban sucediendo en la morada feudal transmitieron cuidadosamente a sus
herederos la impía inclinación que caracteriza a la raza humana, es decir, la
necesidad de dominar y la satisfacción de humillar a los inferiores; abusando de la
fuerza… ¡Y todo esto en nombre del Dios de los débiles y de los oprimidos, a los
cuales se impone el servilismo, enorgulleciéndose de hacerles sufrir y de poder
evitarle!

Mientras que estos pensamientos se agitaban en la mente de la joven, oíase


la voz cascada de Federica alternando con la de soprano aguda de la doncella, y la
conversación no cesaba un momento.

—Sí —decía Rosa, riendo a carcajada tendida—, mi señora y ama se quedó


hoy estupefacta cuando el profesor, al volver a su casa, dijo por la noche que
deseaba organizar una partida de campo pasado mañana con varias señoras y
caballeros. ¡El profesor!… ¡Él ir al campo! ¡Santo cielo! ¿Qué ocurre aquí? ¡Usted no
sabe ni podría creer cómo vive en Bonn! Los días, los meses y los años se suceden
sin que levante la nariz de los libros, como no sea para ir a visitar a sus enfermos y
atender a los cursos de la Universidad… Esto es todo… Jamás un baile ni una
reunión; ¡es verdaderamente espantoso! Le aseguro a usted que no puedo tolerar la
hipocresía en los hombres.

—¡Calle usted, Rosa! —exclamó Federica incomodada—. ¡Si su ama la oyese!


—¡Y qué! Todo tiene sus límites en este mundo. Cuando el señor profesor
estudiaba, decíase que siempre quería ayunar para llegar a ser santo… Ninguno de
sus compañeros podía sufrirle.

—Los hombres son verdaderamente demasiado malos —repuso la cocinera


—. ¿Y siguen aborreciéndole?
—¡Ca, nada de eso! No sé cómo se las arregla; pero lo cierto es que está en
camino de llegar a ser, no un santo, sino un dios. Sus discípulos le adoran, y en
cuanto a las damas…, a la verdad que esto es más inexplicable y casi
vergonzoso…, le besan las manos cuando les extiende alguna receta. En cuanto a
mi ama, hace lo mismo que las otras, y esto me causa cólera, pero ¡que cólera!… ¡Si
al menos fuese guapo y amable!… ¡Pero un hombre tan feo, con su barba rojiza y
sus bruscos modales!… ¡Yo sí que sacudiría de lo lindo a ese oso mal enseñado! A
todo el mundo trata, con dureza. Figúrese usted que cierto día mi señora estaba en
cama, sufriendo convulsiones nerviosas de una violencia aterradora. Llegó él, entra
en la habitación, acércase al lecho, mira a la enferma como si quisiese traspasarla
con sus malditos ojos, y la dice: «¡Vamos!… Es preciso animarte, Adela. Vas a
levantarte al punto; yo saldré de la habitación algunos instantes, y cuando vuelva
has de estar levantada, vestida y descansando en ese sillón… ¿Me has oído?». En
efecto, salió, volvió a poco y encontró a mi señora vestida como lo había ordenado,
esperándole sumisa en el sillón que él mismo designó… ¡Y se concluyeron las
convulsiones!… Veamos, ¿no convendrá usted en que es abominable tratar a una
señora con semejante grosería?

—Seguramente…, no digo lo contrario… Hubiera podido conducirse con


más cortesía —repuso la vieja cocinera.

—La trata con un despotismo intolerable… Así, por ejemplo, el mayor placer
de mi ama es el tocador…, y le diré a usted de paso, Federica, que en Bonn
tenemos armarios llenos de vestidos magníficos, los cuales, sin embargo, no nos
bastan, porque es preciso que tengamos todo cuanto la moda inventa… Mas
porque el señor gruñón nos predica siempre la sencillez en sermones interminables
en los cuales se habla al mismo tiempo de economía y de otras necedades, mi
digna señora no quiere presentarse ante él con sus ricos trajes. ¡Muselina, nada más
que muselina!… ¡Si conociese él los fabulosos precios que cuestan esos trapos
blancos y sencillos!… Sería preciso también, según el profesor, que la pobre señora
permaneciese en casa desde la mañana hasta la noche para cuidar, vigilar y educar
a la pequeña Ana… Dígame usted si sería esto posible… y si es razonable. Ahora,
como usted sabe, se trata de hacer una excursión; pues ¿qué de extraño tiene que
mi ama quiera llevar este vestido que estoy arreglando y que le sienta tan bien?

Las revelaciones de la indiscreta doncella produjeron una impresión penosa


en Felicia; apartóse de la ventana, y por escrúpulo se dispuso a entrar en la
habitación de los criados, a fin de poner término a las confidencias que Rosa no
hubiera consentido en hacer delante de ella. Su mirada errante por casualidad
fijóse en el edificio opuesto… y permaneció inmóvil. La lámpara del vestíbulo del
segundo piso derramaba su luz hasta el corredor que conducía a la habitación de la
tía Córdula; las dos primeras ventanas de aquel largo corredor estaban bastante
iluminadas y hasta se podían distinguir las macizas vigas de color pardusco que
cruzaban el muro. Sobre este último destacábase una silueta, mas no era un
fantasma, una sombra impalpable, sino la figura de aquel hombre que tan feo le
parecía a Rosa. Felicia reconoció las lineas vigorosas de su cabeza, las ondas de su
espesa barba, su busto gigantesco, cuyas formas y actitudes no tenían nada de
elegantes. Paseábase maquinalmente y con indiferencia de una extremidad a otra
del corredor, llegando hasta la última ventana que precedía al cuadro en que
estaba la puerta pintada, apenas visible al lejano reflejo de la luz; y retrocediendo
después, continuaba su marcha monótona, Sin duda alguna daba su paseo
nocturno, y para no perturbar el reposo de la pequeña Ana y el de su prima, cuya
habitación estaba debajo de la suya, se paseaba por el lejano y solitario corredor.
¿Qué causa le preocupaba de tal modo? ¿Por qué daba aquel paseo enigmático?
¿Buscaría tal vez la solución de un problema médico en el que su inteligencia
meditaba inútilmente, o le acosaría la visión de la senda que se abría ante él y que
debía recorrer solo, según había dicho? Felicia cerró la ventana con aire pensativo,
corriendo la vieja cortina verde, desgarrada y raída, que desde tiempo inmemorial
protegía el sueño de las cocineras en la antigua casa de los Hellwig.
Capítulo XVIII
De los montones de heno recién cortado en el jardín cortado y en la pradera
sombreada por los nogales se exhalaban emanaciones embriagadoras; la niña Ana
estiraba cómodamente sus pobres miembros sobre uno de aquellos haces, mientras
que Felicia se apoyaba en el tronco del nogal más grande, que había sido siempre
su árbol predilecto; en sus ramas apoyaba sus piececitos cuando era niña, y en
aquella época, no solamente la pradera que se extendía bajo ella, sino también el
mundo entero, parecíanle sembrados de preciosas flores. Su mirada se deslizaba a
lo largo del árbol gigante hasta el sitio en que las ramas se separaban para extender
al aire su follaje; dentro de aquella corteza existía una fuerza vital que circulaba en
las venas delicadas de las hojas. El menor soplo de aire poníalas en movimiento; la
tempestad las arrancaba y entonces formaban torbellinos que se perdían
arrastrados por el viento; pero aunque todo se estremeciese, suspirara y gimiera en
la copa, el tronco se mantenía inmóvil, e inflexible… ¡Y qué fácil es también de
quebrantar el ser humano cuando la tempestad del destino se cierne sobre sus
sentimientos!

Aunque, la joven hacía con frecuencia esta reflexión, no le era de ningún


modo aplicable en aquel momento en que se apoyaba contra el tronco, admirando
su fuerza. La niña, de aspecto frágil, había arrostrado tempestades que hubieran
reducido a polvo a muchos de sus semejantes… Tal vez los temores misteriosos
que se agitaban en ella y que dieron origen a la melancólica comparación inspirada
por su nogal favorito, obedecían a un temor inconsciente, a un presentimiento
repentino de un peligro desconocido, contra el cual se estrellarían la fuerza y la
voluntad tan bien probadas que supo hallar en sí hasta entonces. Somos poco
hábiles cuando se trata de analizar nuestra situación, juzgar el pasado y echar una
mirada perspicaz sobre el porvenir; mas a pesar de esas tinieblas del razonamiento,
el instinto más sutil percibe vagos resplandores… Cuando los sucesos se han
realizado, cuando las catástrofes han cubierto de ruinas nuestro camino, entonces
recordamos que hemos presentido la aproximación de la tempestad mucho tiempo
antes del momento en que ejerció sus rigores.

Dos días habían transcurrido desde la marcha de la joven viuda y de su


primo; este último subió al coche con una expresión que indicaba que se
desprendía de un peso. En el vestíbulo se despidió amistosamente de Rosa, de
Enrique y de la vieja cocinera… Al pasar por delante de Felicia, apenas tocó el ala
de su sombrero, siempre frío, sereno, indiferente, cual si no hubiese cruzado jamás
una palabra con la joven y como si no conociese su mirada, que tan a menudo le
causó viva irritación. Felicia pensó que su actitud era la justa y razonable; Juan
Hellwig era en aquel momento lo que debía ser. La joven viuda se sentó junto al
médico, y a la verdad era la más graciosa aparición que se pudiera soñar; parecía
una hada envuelta en azuladas ondas y su rostro, sombreado por un sombrero de
paja de Italia, resplandecía de esperanza como si de aquella excursión hubiera de
traer una felicidad largo tiempo deseada.

Aquélla era la segunda tarde que Felicia iba al jardín con la pequeña Ana, y
las horas no eran solamente tranquilas, sino que ofrecían un recreo particular. El
jardín contiguo, separado de una parte de la propiedad de los Hellwig solamente
por una cerca vegetal, pertenecía desde algunos días antes a la familia Frank. La
víspera, el joven abogado había cambiado con Felicia algunas palabras corteses y
benévolas por encima de la cerca, y aquel día la joven vio aparecer inopinadamente
en el mismo sitio a una señora anciana, con vestido negro de seda, y cuyo rostro,
de expresión dulce, buena y digna a la vez, se destacaba bajo una gorra de
muselina blanca. Aquella señora era la madre del joven Frank y había hablado
largamente con Felicia; vivía muy retirada, consagrándose enteramente a su esposo
y a su hijo único, y gozaba en la ciudad y en las cercanías de ese aprecio que se
profesa únicamente a las personas nobles y generosas que observan además una
vida irreprochable.

No ignoraba la buena señora que Felicia debía abandonar próximamente la


casa de Hellwig, y habíale ofrecido sus consejos y apoyos… Era un rayo de sol
inesperado en la existencia de la hija de los titiriteros, tan despreciada y humillada
hacía muchos años… Y sin embargo, Felicia se apoyaba junto al nogal, entregada a
las reflexiones más tristes y penosas. Sobre ella una ligera brisa agitaba las
ramas…, y la joven sonreía melancólicamente, pareciéndole oír voces que partían
de un paraíso perdido. Su infancia y su juventud desarrollábanse ante ella, y si
juzgaba del porvenir por el pasado, presentía que estaba destinada a luchar y
padecer hasta el último instante… Mas por abatida y desanimada que se hallase,
no preveía que un gran infortunio amenazaba en aquel momento destruir las
débiles esperanzas de su vida.

Hacía algunos instantes que Enrique había llegado a la puerta del jardín; al
principio pareció que trataba de precipitarse hacia la joven, pero después detúvose
de repente y desapareció detrás de un grupo de tejos.

Sin embargo, al fin se presentó lentamente, y apenas la joven fijó su mirada


en aquel rostro ancho, de honrada expresión, pero muy alterado en aquel
momento, comprendió que Enrique era portador de una mala noticia… ¿De dónde
provendría esta vez el golpe?… Felicia corrió hacia el criado y cogióle la mano.
—¡Cómo ha de ser, mi pequeña Feli!… Yo no puedo remediar eso… Preciso
es que lo sepas —dijo, mientras que con su robusta mano se frotaba la frente y los
ojos…— ¡Ah!, hija mía, así va el mundo… y nada se puede, hacer en esto…

—¡Habla!… —exclamó la joven con voz ronca, la garganta oprimida y


estremeciéndose.

—¡Dios nos ampare!… —exclamó Enrique—. Si tomas las cosas así aun antes
de saber de qué se trata, ¿cómo podré hablar? La solterona…

—¡Ha muerto!… —dijo Felicia dando un grito.

—Aún no, aún no…, aunque, a decir verdad, es como si ya todo se hubiera
concluido para ella, pues la pobre señora no reconoce a nadie… Es un ataque…;
estaba sola…, completamente sola. La mujer que la sirve la encontró en el cuarto de
los pájaros…, tendida en el suelo… Ocuparíase en darles de comer y…

Su voz se ahogó en un sollozo, y comenzó a llorar.

Felicia permaneció inmóvil ante él, como poseída de estupor; una palidez
lívida se extendía por su rostro, y oprimíase maquinalmente las sienes con las
manos para comprimir sus precipitados latidos; pero ninguna lágrima acudía a sus
ojos. Sólo un instante una sonrisa amarga y angustiosa crispó sus labios; después
con una calma siniestra fue a coger su sombrero, que había dejado sobre un haz de,
heno, llamó a Rosa, que trabajaba bajo las acacias, y confióle la niña.

—¿Está usted enferma?… —preguntó la camarera, atemorizada al observar


la palidez de la joven, sus miradas vagas y la extraña rigidez de sus movimientos.

—Sí, se siente mal —contestó el criado por Felicia, que se dirigía hacia la
puerta del jardín.

—Mi pequeña Feli —dijo Enrique después de acercarse a la joven—, es


preciso que tengas valor… La señora Hellwig está junto a la solterona, y
afortunadamente ésta no lo sospecha siquiera… El doctor Bohm se ha marchado
ya… porque nada puede hacer, ni tampoco espera nada… ¡Ah!… ¡Y que esto haya
sucedido hoy…, precisamente hoy!… Verdaderamente eres una niña predestinada
a la desgracia.

La joven no oyó estas palabras, o más bien, no comprendió lo que la decían,


así como tampoco veía a las personas que encontraba en su camino. Pudo entrar en
la casa sin que Federica lo notase, y al punto subió la escalera. Llegada al tramo
que precedía a las buhardillas, arrojó su sombrero en un rincón; la puerta del
cuarto de los pájaros estaba entreabierta y oíase allí un estrépito atronador;
siempre la cerraban cuidadosamente, por temor de que escapase uno de los
cautivos; pero Felicia la dejó como estaba. Aquellos seres abandonados podían
marcharse tranquilamente a buscar su sustento en los campos; ¡ya no tenían
protectora!…

Felicia atravesó la habitación grande; en la alcoba oíase la voz dura y


monótona de la señora Hellwig, allí donde hacía tantos años sólo se percibían los
acordes del piano o bien las palabras dulces y benévolas pronunciadas por una voz
femenina de vibraciones armoniosas. La señora Hellwig leía en alta voz las
oraciones de los agonizantes.

Felicia se deslizó silenciosamente en la habitación mortuoria; la señora


Hellwig seguía leyendo sin verla… Allí, bajo las blancas cortinas del lecho,
agitándose como alas a impulsos del viento que penetraba por la ventana abierta,
prontas, al parecer, a llevarse el alma que iba a separarse de su cubierta terrestre,
veíase un rostro de color ceniciento… ¡Oh!, ¡qué cruel es la muerte!… No le basta
arrebatarnos a los que amamos; es preciso que nos los muestre señalados con su
horrible sello; es preciso que nos robe hasta el recuerdo de lo que fueron sus
facciones, que borre la belleza, que desnaturalice la expresiones y que nos deje, en
vez de ese recuerdo sagrado, de esas miradas en que hallábamos la alegría o el
consuelo, la memoria de un no sé qué espantoso, que no tiene nombre en ninguna
lengua. Sin embargo, aquellos párpados no se habían cerrado aún para siempre; las
pupilas dilatadas vagaban de un lado a otro, y a un sordo estertor acompañaba una
respiración fatigosa. Después de intentarlo varias veces, la tía Córdula levantó el
brazo derecho…, pero éste volvió a caer, y los dedos crispados, del color de la cera,
reposaron en la colcha… ¡Qué espantoso espectáculo para la joven, que veía
extinguirse ante ella el último rayo de afecto que iluminaba su vida prestándola
calor!… Felicia se acercó más al lecho… La señora Hellwig, levantando al fin los
ojos, vio de improviso ante sí, con indecible asombro, aquel rostro casi tan pálido
como el de la moribunda.

—¿Cómo está usted aquí y a qué viene a este sitio? —preguntó en voz alta.

Así diciendo, señalaba con la mano la puerta, como para intimar a Felicia la
orden de salir. La joven no contestó, pero la interrupción de la lectura de la señora
Hellwig, o acaso el tono duro y grosero de que hizo uso para expulsar a Felicia,
produjo alguna impresión en la moribunda, que por un esfuerzo sobrehumano
trató de fijar su mirada.

Entonces vio a Felicia, y en el brillo de sus ojos revelóse el conocimiento y el


cariño; sus labios se agitaron…, al principio sin resultado, y sostuvo una lucha
angustiosa contra su impotencia…; mas al fin el alma valerosa triunfó, obligando
una vez más al cuerpo, casi inerte, a obedecerla y servirla…

—¡Llama a un magistrado!… Tales fueron las palabras que la moribunda


pronunció penosamente, pero con toda claridad.

Felicia salió de la habitación al punto; no se debía perder un momento;


atravesó corriendo la habitación grande y precipitóse en el corredor; mas al llegar a
la puerta de la pajarera, Felicia se sintió cogida por unos puños vigorosos y una
mano robusta le descargó varios puñetazos que la aturdieron, y después una
sacudida poderosa la hizo rodar hasta el centro de la habitación, cuya puerta se
cerró al punto. El estrépito espantoso que se elevaba a su alrededor la
ensordeció…; los pájaros revoloteaban ciegos y comunicábanse su alarma por mil
gritos discordantes. Felicia estaba tendida en el suelo, pues al caer habíase cogido a
la rama del pinabete colocado en medio de la habitación y la rompió… ¿Qué había
pasado?… La joven se levantó y echóse hacia atrás el cabello desprendido, que la
cubría el rostro; no había visto a nadie ni oído paso alguno tras sí, y sin embargo, a
ella debió acercársele alguien que, con hercúlea fuerza, intervino en el momento en
que se trataba de obedecer la última voluntad de una moribunda y mientras
pesaba la más terrible responsabilidad sobre aquella que había oído la orden y no
la obedeció.

Felicia sacudió la puerta, golpeóla y llamó; pero los clamores que se


elevaban a su alrededor ahogaron el ruido que hacía. Espantados los pájaros,
cruzábanse en todas direcciones, volando aturdidos; chocaban contra las paredes,
y no se calmaron ni aun cuando la joven, desalentada ya, dejó caer los brazos y
comenzó a reflexionar sobre la violencia de que había sido víctima… Ahora
reconocía a la persona que la había golpeado… y era inútil apelar a su auxilio,
porque aquellas manos de hierro, aquellas manos pesadas y poderosas que habían
caído sobre ella pertenecían a la señora Hellwig…

Ella era quien la había seguido y arrojado en aquella habitación, cuya puerta
cerró con llave… Y ahora estaría otra vez junto al lecho de la moribunda, sentada
en su sitio y entregada a la misma ocupación, mientras que la solterona luchaba
contra la muerte disputándole, no ya los minutos, sino los segundos, con la
esperanza de ser útil aquí abajo… ¡Pobre tía Córdula! Iba a dejar este mundo en el
cual había vivido solitaria; iba a dejarle, comprendiendo desgraciadamente lo que
pasaba junto a ella; iba a morir sin ver a su lado más rostro que el de aquella mujer
que la odiaba… Llevaría consigo esta penosa impresión, y también el pensamiento
de la ingratitud de Felicia, que había desaparecido, abandonándola en sus últimos
momentos… Estas reflexiones exasperaron a la joven…; fuera de sí, precipitóse
otra vez contra la puerta y comenzó a sacudirla de nuevo, golpeándola con rabia…;
pero fue inútil… ¿Por qué estaba encerrada? La tía Córdula la había ordenado
llamar a la justicia… ¿Se trataba de hacer alguna declaración?… ¡No, no!, la
solterona no tenía nada que declarar. Si había sobrellevado toda su vida el peso de
una falta, ésta no era suya, sino de algún otro, pues Felicia, sin haber obtenido
ninguna revelación, sin haber tratado de averiguar hecho alguno, había adquirido
el convencimiento de que la pobre señora debió ser confidente inocente, pero no
cómplice culpable de un secreto criminal.

Tal vez llamaba a la justicia a su lecho de muerte para disponer de su


fortuna…, y si era así, el proyecto se frustraba por el atentado de la señora Hellwig.
Si la tía Córdula moría sin hacer testamento todos sus bienes volvían a esta
familia… Solamente Dios podía saber cuántos infelices quedaban sin amparo y
perdían en aquel momento socorros que les hubieran ayudado a combatir o tal vez
a vencer la miseria. Se les privaba del pan en provecho de una familia muy rica ya,
que agregaría a su inmenso superfluo algunos palmos de tierra, gracias a los
cálculos artificiosos y a los actos violentos de la señora Hellwig.

Felicia se acercó a la ventana que daba a una callejuela y examinó las casas
inmediatas, espiando ansiosa la aparición de una persona cualquiera para llamar
en su auxilio; pero la buhardilla estaba tan alta y dominaba desde tal elevación las
casas contiguas, que le fue forzoso renunciar a la esperanza de ser vista u oída.
Entonces se dejó caer desesperada en la única silla que había en aquella habitación
y rompió a llorar… Ahora seria ya demasiado tarde, según todas las apariencias, y
aunque recobrase la libertad, no podría utilizarla para cumplir con el último deseo
de la tía Córdula. Sin duda se hablan cerrado ya sus ojos para siempre, su corazón
no latiría y habríase extinguido su vida, esperando inútilmente la vuelta de Felicia.

La joven pasó dos horas espantosas en aquella habitación; el desaliento la


agobiaba, y después sentíase reanimada de pronto por una fuerza que le parecía
invencible, al pensar que podría quedar libre a tiempo… Los pájaros, que en otro
tiempo eran sus protegidos, no la reconocían ya y emprendían otra vez su vuelo
insensato apenas la joven hacia un movimiento. La excitación producida en los
nervios de Felicia por tantas emociones diversas aumentaba más aún por la
presencia de sus compañeros de cautiverio, y cuando éstos la rozaban, trazando
sus curvas desesperadas, estremecíase de espanto y se creía presa de una
alucinación. Entretanto llegó la noche, y entonces el dolor que le causaba la muerte
de la amiga que la había protegido, educado y sostenido, amándola consolándola
en su aislamiento, estalló con transportes salvajes… Sin tener en cuenta la
inutilidad de sus anteriores tentativas, precipitóse otra vez contra la puerta, y
entonces quedó muda de sorpresa al observar que la cerradura se abría sin
dificultad, que la puerta le dejaba el paso libre… En el corredor reinaba un silencio
de muerte, y Felicia hubiera podido creer que había sido presa de un sueño
espantoso si la puerta de la habitación principal no hubiese estado cuidadosamente
cerrada con llave. La joven se inclinó para mirar por el agujero de la cerradura…;
una corriente de aire azotó su rostro; las ramas de hiedra se agitaban
entrechocándose; la ventana del cuarto estaba abierta, lo cual indicaba que todo
había concluido para siempre… Delante de la puerta de la casa, Federica, sentada,
ocupábase en su calceta, según solía hacerlo en las hermosas noches de verano. De
la cocina se exhalaba el olor de los delicados pasteles que diariamente se debían
preparar para el café con leche de la señora Hellwig. De suerte que todo estaba
como de costumbre en aquella morada, mientras que allá arriba un individuo de la
familia acababa de morir.

Felicia se dirigió a la habitación de los criados, y a poco llegó Enrique, que,


después de colgar su gorra de un clavo, adelantóse silenciosamente y le presentó la
mano… La mirada dolorosa de sus ojos enrojecidos por las lágrimas, la expresión
profundamente alterada de aquel rugoso rostro, que los años y las penas parecían
haber hecho insensible a todas las cosas, llevaron a su colmo el dolor de Felicia,
que rodeando con sus brazos el cuello del viejo criado, comenzó a sollozar.

—¿No has vuelto a verla, mi pequeña Feli? —preguntó en voz baja Enrique,
rompiendo al fin el silencio—. ¡Federica dice que la señora le ha cerrado los ojos
con sus propias manos!… ¡Precisamente esas manos! A Dios gracias, no se ha
tratado de ti… Se puede asegurar, sin ser muy sabio, que la señora hubiera tenido
convulsiones de furor si te hubiese visto allá arriba… ¿Dónde te has ocultado
durante tan largo tiempo?

Las lágrimas de Felicia dejaron de correr al punto, y con voz temblorosa a la


vez por la emoción y la cólera refirióle todo lo que había ocurrido. Enrique andaba
de un lado a otro de la estancia, presa de la más viva agitación.

—¡Es posible!… —exclamaba el pobre hombre hundiendo las manos en su


espeso cabello gris—. ¡Y Dios ha podido ver eso y permitirlo!… ¡Justicia, justicia!,
¿dónde estás? Y ahora me ocurre preguntarte: ¿qué pasaría si fueras a contar esto y
a quejarte en nombre de esa pobre muerta?… Los tribunales te enviarían a paseo,
porque no puedes aducir pruebas; y no hay en toda la ciudad una sola persona que
diera fe a tus palabras, tratándose de la digna y respetable señora Hellwig,
mientras que tú… ¡Y con cuánta habilidad ha procedido! —añadió el criado con
amarga sonrisa—. Sí, aprovechó el momento en que los pájaros producían su
extravagante estrépito para abrir de nuevo la puerta… ¡Sí…, sí! Siempre te he
dicho que consideraba a esa mujer como una de las peores que existen… ¡Feli, mi
pequeña y desdichada Feli, a ti es a quien ella ha robado!… Esta misma mañana
me encargó la tía Córdula que llamara a esos señores de la justicia para que fueran
a verse con ella…; quería hacer su testamento mañana a las dos y en favor tuyo,
porque, lo que ella decía, ¿quién sabe si la muerte está cerca? Era muy buena y
muy sabia, y sin embargo, he ahí cómo ha concluido todo. Si ella hubiese pensado
de veras en lo que decía respecto de la muerte, no habría esperado tanto tiempo.
Capítulo XIX
Era muy temprano todavía cuando a la mañana siguiente la señora Hellwig
se presentó en el patio. En vez del gorro de muselina blanca, que no abandonaba
nunca, llevaba una cofia de blonda negra que rodeaba sus lívidas mejillas. La mujer
perversa que se permitía hacer música durante el día del Señor había muerto al fin,
y el último vestigio de su presencia aborrecida en la antigua morada de los Hellwig
habíase borrado con suma prontitud… En la misma noche anterior el cuerpo fue
conducido a la sala mortuoria del cementerio y depositado allí… Mas, a pesar de
todo, la difunta llevaba el nombre de Hellwig, y como es preciso hacer algo por los
parientes, la señora de la casa adoptó la blonda negra, y un lazo de crespón del
mismo color sustituyó al cuello blanco que usaba de costumbre.

La señora Hellwig abrió la puerta por donde Felicia había visto en otro
tiempo desaparecer a la solterona; además de la escalera que conducía a la antigua
puerta pintada, la buhardilla tenía otra de caracol, muy estrecha, por la cual se iba
directamente a la callejuela que Felicia había visto durante su cautividad en la
pajarera. Por allí era por donde Enrique y la mujer de servicio subían a la
habitación de la tía Córdula; y también se llegaba a esta escalera por la puerta que
la señora Hellwig abría en aquel momento.

Los bustos de mármol y de barro cocido estaban inmóviles en sus


pedestales, y nada parecía haber cambiado allí… Pero el alma que animaba aquel
recinto había volado ya, y la corpulenta mujer entró con aquella seguridad que
comunica la toma de posesión… Una fría y burlona sonrisa dilató sus facciones
mientras contemplaba los muebles y objetos que revelaban los instintos elevados y
sentimientos artísticos de la que los poseía; pero aquella sonrisa desapareció,
convirtiéndose en una expresión desdeñosa, cuando su mirada se fijó en las obras
de los poetas, de los historiadores y novelistas, obras que, con sus preciosas
encuadernaciones, llenaban las numerosas tabletas colocadas alrededor de la
habitación.

La señora Hellwig cogió un gran llavero que estaba sobre la mesa y abrió un
escritorio, que sin duda era para la dama el más interesante de todos los muebles, y
en el cual reinaba un orden admirable. La señora Hellwig tiró de todos los cajones
uno tras otro; paquetes de cartas, de papel amarillento, con la escritura casi
borrada, y sujetos por cintas, cuyo color había palidecido, llenábanlos por
completo; y la mano pesada y blanca de la señora Hellwig se introdujo impaciente
entre aquellos legajos… ¿Qué le importaban las colecciones de cartas? La mujer
corpulenta no era curiosa; pero se detuvo largo tiempo ante un cajoncito lleno de
papeles más importantes: abrióle y examinó el contenido pieza por pieza… La
señora Hellwig conocía admirablemente la aritmética, y muy pronto calculó y
adicionó los diversos valores, así como el total general… El resultado sobrepujaba
mucho a sus esperanzas.

Sin embargo, la investigación no terminó aquí; los armarios y los cofres


fueron examinados cuidadosamente, y cuanto más buscaba, acrecentábase más su
impaciencia, revelándose por las señales más evidentes. Al fin su rostro lívido se
enrojeció de cólera, y su maciza persona recorrió con inusitada actividad los
aposentos que componían la habitación de la buhardilla. Sus manos febriles se
introdujeron en los armarios llenos de ropa blanca, arrojando a lo lejos las
gorgueras cuidadosamente almidonadas que guarnecían en otro tiempo el escote
de los vestidos de la solterona, y los gorros que cubrían su cabeza; rechazaron con
enojo las raras y preciosas porcelanas que estaban en algunas tabletas, y que,
maltratadas así por primera vez, se entrechocaron con sorpresa… La señora
Hellwig no podía encontrar lo que buscaba, y al fin pasó a la galería… Allí derribó
varias macetas de flores, desvió algunas cajas, y tal era su preocupación, que no
experimentó los sentimientos desdeñosos que le inspiraban aquellas «ridículas
niñerías».

Federica se hallaba precisamente en el corral, y la señora Hellwig,


inclinándose sobre la balaustrada, ordenó a la cocinera que enviase a buscar
inmediatamente al criado, hecho lo cual volvió a la habitación para proseguir sus
pesquisas.

—¿No sabes tú —preguntó a Enrique, que llegaba sin aliento— dónde


guardaba nuestra difunta tía toda su plata?… Poseía una cantidad considerable, y
yo lo supe por mi suegra… Por lo menos tenía dos docenas de cubiertos macizos,
admirablemente trabajados, otras tantas cucharillas, grandes bandejas,
candelabros, teteras, cafeteras, etc. ¿Cómo no encuentro nada? ¿En dónde tenía
escondido todo esto?

—No se nada absolutamente, señora —contestó Enrique, y acercándose a


una mesa, y sacando del cajón dos cubiertos curiosamente cincelados, añadió—: he
aquí todo cuanto yo he visto de plata entre las manos de la difunta solterona; yo
limpiaba siempre esos cubiertos, porque le parecía que su sirvienta no lo hacía
bastante bien.

La señora Hellwig andaba de un lado a otro de la habitación, mordiéndose


los labios de cólera y abandonando la extremada reserva que se imponía por lo
regular delante de los criados.

—Ciertamente —dijo— sería una curiosa historia y un escándalo


abominable que esa vieja hubiese vendido un servicio de plata de familia. Tal vez
lo había regalado… ¡Esto sería muy propio de ella!… —añadió como hablando
consigo misma…— Pero yo no tendré momento de reposo hasta que lo haya
encontrado. Por otra parte, no es cuestión solamente de la plata…; esa mujer tenía
también diamantes magníficos, alhajas muy hermosas… Todos los objetos raros, en
fin, que se repartieron entre ella y mi suegra cuando recibieron la herencia del
anciano Hellwig… —La dama se interrumpió de repente; su mirada acababa de
fijarse en el antiguo armario que contenía los cuadernos de música, y que aún no
había registrado.

El armario propiamente dicho se apoyaba en un gran cofre curiosamente


esculpido y tenía puertecillas que se abrían por fuera; altas pilas de diarios,
cuidadosamente colocadas, llenaban los dos compartimentos; la señora Hellwig
cogió los paquetes uno tras otro y arrojólos al suelo lejos de sí, de modo que los
cuadernos volaron por todos lados a través de la habitación.

El enojo fermentaba sordamente en el corazón del anciano criado, que cerró


el puño y hasta fijó algunas miradas de ira y de mala intención en aquella
vándala… Aquéllas eran las entregas que él mismo había ido a buscar a la oficina
de Correos…; eran esperadas con impaciencia, atentamente leídas y conservadas
por la solitaria, para quien representaban la mayor distracción… Aún le parecía ver
sus ojos brillando de alegría cuando colocaba un nuevo paquete en la mesa
redonda.

—¡He ahí las lecturas a que se entregaba esa vieja impía! —murmuró la
señora Hellwig…—; esas hojas profanas le proporcionaban aquí un alimento
envenenado… ¡y durante tantos años me he visto obligada a tolerar aquí, bajo mi
techo, a esa mujer pervertida!…

La señora Hellwig se incorporó, miró a través de los cristales del armario, y


al ver los cuadernos de música no pudo reprimir una ronca carcajada. Después,
abriendo las puertas vidrieras del mueble, ordenó a Enrique que fuese a buscar el
gran cesto de la ropa blanca, para amontonar en él cuantos libros y papeles de
música encontrase en aquella habitación. El criado se quebraba en vano la cabeza
para adivinar a qué podrían destinarse aquellos hermosos volúmenes, que tan a
menudo había visto sobre el piano, y en los cuales la solterona hallaba unas
melodías casi divinas. La señora Hellwig estaba de pie junto a él, vigilando atenta
para que ningún papel escapase de la suerte a que le destinaba, pero no tocaba
ninguno, ni aún con la punta del dedo, como si temiera quemarse.

Por último mandó al criado que llevase el cesto a la otra parte de la casa,
cerró cuidadosamente todas las puertas de la habitación de la buhardilla y siguió a
Enrique. Para mayor tormento de la cocinera, que detestaba aquella especie de
visitas, la señora Hellwig fue a la cocina, donde mandó al criado que dejase su
fardo y le trajera las tijeras de cortar papel. Federica había encendido precisamente
un gran fuego para preparar su asado.

—Hoy podrás economizar leña, Federica —dijo la señora Hellwig, cogiendo


un paquete de diarios y arrojándole al fuego. Las bonitas carteras que contenían los
manuscritos más preciosos pertenecientes a la tía Córdula estaban encima de todo
en el cesto y los nudos de cinta que las cerraban fueron desatados uno a uno por la
mano pesada, poderosa e infatigable de la señora… ¡Cómo se estremecía y crispaba
todo aquello bajo los dedos enemigos!… Aquí el nombre de Gluck brillaba por
última vez en ardientes caracteres…, allí fulguraban las notas de una cadencia
finale de Cimarosa, como cascada de diamantes… Alemanes, italianos o franceses,
todos aquellos genios, sin distinción de origen, se hallaban reunidos… ¡en el fuego!

Enrique quedó al pronto estupefacto e inmóvil ante aquella medida de


rigor…; pero la indignación que experimentaba triunfó al fin de su
entorpecimiento. ¡El cadáver de la solterona no había recibido sepultura aún, y
aquella mujer sin piedad registraba en sus efectos, o los destruía, como si hubiese
formado parte de una invasión de bárbaros que se entregan al saqueo en país
conquistado!

—Pero, señora —dijo al fin—, podría haber un testamento entre esos


papeles…

La señora Hellwig, separándose un instante del fuego, sobre el cual se


inclinaba, dejó ver un rostro enardecido, animado de una expresión desdeñosa.

—¿Desde cuando —repuso con altanería— le he permitido a usted que me


haga sus sabias observaciones?… —Precisamente en aquel momento tenía el
manuscrito de Bach en la mano, aquel mismo cuyo valor era inapreciable, según
había dicho la solterona últimamente; y con redoblada energía rasgó las hojas en
pedacitos y los arrojó al fuego.

De pronto sonó la campanilla de la casa, agitada violentamente: Enrique se


dirigió hacia la puerta para abrir, y se encontró con un funcionario de justicia
acompañado de un alguacil… Se, inclinó ante la señora de la casa, que se presentó
asombrada a la puerta de la cocina, y después de dar a conocer su nombre y sus
funciones, advirtióla que iba encargado de poner los sellos en los efectos de la
difunta señora Hellwig.

Por primera vez en su vida, tal vez, aquella mujer perdió la calma
agobiadora, la sangre fría que demostraba en todas ocasiones.

—¡Los sellos!… —repitió con aire de estupor.

—En el tribunal se ha depositado un testamento —dijo el funcionario.

—Es un error —repuso la señora Hellwig fuera de sí—…, un error…, le han


engañado a usted… Yo sé positivamente que, según la voluntad expresa de su
padre, la difunta no podía ni debía hacer testamento. Todo vuelve a la posesión de
la casa Hellwig.

—Lo siento mucho —replicó el funcionario, encogiéndose de hombros—;


pero el testamento existe, y por enojoso que me sea molestarla con estas
formalidades me veo obligado a dar cumplimiento inmediatamente a las órdenes
recibidas: es preciso poner los sellos.

La señora Hellwig se mordió los labios, y cogiendo la llave de la buhardilla,


mostró el camino a los enviados del tribunal. Con aire triunfante; Enrique corrió al
primer piso para referir aquel incidente a Felicia, que se había encargado otra vez
de sus funciones cerca de Ana, pero guardando aquel día el silencio y la
inmovilidad de la estatua, lo cual excitaba la curiosidad de la niña. Felicia fijó al
principio poca atención en el relato del criado; mas apenas habló del auto de fe
hecho con los papeles, levantóse indignada.

—¿Eran hojas sueltas?… —preguntó con voz entrecortada.

—Sí, hojas sueltas, encerradas en una cartera roja…, sujetas con hermosas
cintas…

La joven, sin escuchar más, precipitóse hacia la cocina; allí estaba aún el
cesto grande que contenía los restos de los diarios y los cuadernos de música; las
carteras yacían desparramadas por el suelo de la cocina, pero completamente
vacías; una corriente de aire había impelido una pequeña hoja hasta un rincón del
hogar y Felicia la cogió al punto. Partitura escrita toda entera por Juan Sebastián Bach
y recibida de él como un recuerdo en el año 1707…, Godofredo de Hirschsprung… Tal era
la inscripción que Felicia leyó a través de las lágrimas que velaban sus ojos… ¡Era
todo cuanto quedaba de aquel precioso manuscrito…; las melodías se habían
perdido para siempre!

Según todas las apariencias, la señora Hellwig no tenía el propósito de


interrumpir, con motivo de aquella muerte, el viaje de recreo de su hijo; mas la
orden de poner los sellos había excitado su bilis, infundiéndola una vaga
inquietud. Bajó de la habitación de la tía Córdula, evidentemente muy contrariada,
escribió una esquela y envióla al correo.

La solterona había dispuesto que el testamento se abriese al día siguiente de


su entierro, y para cuando aquel caso llegara, la señora Hellwig experimentaba la
necesidad de tener un apoyo, pues sentíase singularmente abatida y turbada…
hasta el punto de no reconocerse a sí propia. La perspectiva de perder una fortuna
que se había acostumbrado a considerar con toda seguridad como suya y de su
familia, causábale una agitación que le era imposible dominar.

Las personas que habían organizado aquel viaje de recreo no se propusieron


ningún objeto definido… «Es un viaje sin itinerario fijo, dijeron al marcharse, y allí
donde nos creamos felices, plantaremos nuestras tiendas…». A esto se redujo el
programa que se había trazado. La señora Hellwig estaba, pues, bastante inquieta,
porque comprendía la dificultad de que su carta llegara a manos de su hijo.

Las pesquisas que habían comenzado por la mañana en las habitaciones de


la solterona, prosiguiólas luego, en las de su difunto esposo. Entre los papeles de
familia que allí se guardaban debía hallarse sin duda algún documento que
demostrara que la solterona no tenía la facultad de testar. En cuanto a los ahorros
que sobre sus rentas debió hacer la difunta, y que en su sentir era lo único de que
podía libremente disponer, no corrían ya peligro alguno: el encierro de Felicia en la
pajarera había permitido a la señora Hellwig conservar aquel capital para su
familia. La gran señora no sabía ya en qué podía fundarse su persuasión sobre la
imposibilidad legal en que la solterona se hallaría respecto a la facultad de testar.
¿Poseía un documento de esta especie, o le habría asegurado su existencia alguna
persona digna de crédito?… Lo cierto es que señora Hellwig tenía una firme
convicción sobre este punto, y comenzó a hojear y leer una infinidad de papeles,
hasta que el sudor inundó su frente lívida…

Aquel día era seguramente de desgracia…; las investigaciones fueron esta


vez tan inútiles como lo había sido en la buhardilla… La fortuna se complace en
derramar sus donativos a los pies de las personas tranquilas, prudentes, que saben
calcular y que están poco dispuestas a dejarse arrastrar por los caprichos de la
fantasía… Parece que sus tesoros se hallan menos seguros en manos de las
personas generosas que entre las de aquellos que tienen cerraduras y cerrojos, no
solamente en sus arcas, sino también en sus corazones… Hasta entonces, la señora
Hellwig se pudo siempre contar entre los privilegiados de la fortuna… y por eso le
causó temor y sorpresa ver frustradas sus esperanzas.

Dos días hablan transcurrido; la carta remitida vagaba errante, según todas
las probabilidades, en los coches de correos que atravesaban los verdes valles de la
Turingia; y la solterona había sido enterrada ya, sin que un solo individuo de los
que llevaban el nombre de Hellwig hubiese acompañado su ataúd. Felicia
sobrellevaba silenciosamente su dolor profundo, dominándole con esa energía
propia de los caracteres de vigoroso temple. La debilidad, que busca su consuelo
fuera de sí en las palabras y exhortaciones de los demás, era desconocida para
Felicia.

Desde su infancia estaba acostumbrada a llevar por sí sola la pesada carga


que se la impuso, dejando que sus heridas se desangrasen en silencio, sin que
nadie observase a su alrededor las penas que sufría. Había evitado resueltamente
volver a ver a la tía Córdula; la última mirada de inteligencia de la moribunda
habíase fijado en la joven; ésta la consideraba como un adiós supremo, y no quería
conservar en su memoria un recuerdo que estuviese en contradicción con la
imagen viva y graciosa de la solterona. Pero en la tarde del día en que se había
celebrado la ceremonia fúnebre, y como la señora Hellwig saliese de casa, Felicia
cogió una de las llaves colgadas en la habitación de los criados: era la que servía
para abrir el corredor en que estaba situado el granero, del que sin duda se
acordarán nuestros lectores. La gordura siempre creciente de la señora Hellwig
habíala inducido a renunciar hacía largo tiempo a ese género de vigilancia que no
se podía ejercer sin subir muchos escalones; ascensión fatigosa que Federica rehuía
tan cuidadosamente como su ama.

La tía Córdula debía tener aquel día en su tumba flores frescas, pero tan sólo
de las que ella misma había plantado. La habitación de la buhardilla, excepto la
pajarera, tenía puestos los sellos, y no era posible llegar por aquel camino al jardín
aéreo, que en nombre de la ley estaba aislado de toda comunicación… A la vuelta
de nueve años de intervalo, Felicia se hallaba otra vez en la ventana del granero,
contemplando el tejado lleno de flores… ¡Cuántas cosas habían pasado desde el día
en que la niña lloró por primera vez en aquel mismo sitio!… ¡Allí, al otro lado,
hallábase el asilo donde se la recogió, con el alma quebrantada, a punto de odiar a
sus semejantes y hasta de dudar de la bondad de Dios!… ¡Allí, la hija del titiritero,
despreciada de todos, había sido acogida con caridad; brazos cariñosos la
estrecharon contra un noble corazón; allí habían dado armas a su espíritu para
evitar la tentativa de asesinato que contra su alma se había querido cometer; allí
había aprendido incesantemente todo lo que constituye la verdadera vida! ¡Cuán
lejos estaría de sospechar él que se paseaba lejos, por los hermosos bosques de
Turingia, que su plan de educación, basado en la ignorancia y en la preocupación,
había sido destruido por los pocos pasos atrevidos que dio en las canales vacilantes
de un tejado una niña temeraria indiferente al peligro!

Y ahora era necesario tomar aquel camino otra vez: Felicia se encaramó en el
apoyo de la ventana y adelantóse por el tejado; recorrió rápida y felizmente su
trayecto, y muy pronto pudo sentar los pies en el suelo de la galería. Las flores
raras y preciosas que embellecían aquella vivienda eran mucho menos felices que
la más humilde de los campos; suspendidas en los aires como por la voluntad de
un mago, no conocían la dulce y cálida tierra materna; nada sabían del suelo en
que se nace, que enlaza y oprime en su seno así las gigantescas raíces de los árboles
seculares, como las más tenues fibrillas de la más humilde planta. Sus alegrías y
sus dolores dependían de dos pequeñas manos blancas, ajadas ya, que ahora
reposaban a su vez en la tierra e iban a volver al polvo… Sin embargo, las flores no
comprendían aún que eran huérfanas, porque había llovido bastante las dos
últimas noches, y florecían y entreabríanse a porfía una tras otra.

Felicia oprimió su rostro contra las puertas vidrieras y miró en el vestíbulo.


Allí estaba el velador junto al cual se había sentado tantas veces; veíase la calceta
con una aguja a medio empezar colocada cerca del ovillo, como si fueran a cogerla
otra vez…, y entre las hojas de un libro abierto estaban los anteojos… La joven
pudo leer desde su observatorio algunas líneas del Julio César de Shakespeare, sin
duda las últimas en que se habían fijado los ojos de la solterona. Más lejos veía el
querido piano de la solitaria, cerca del cual brillaban los vidrios del armario
grande; sus puertas entornadas permitían ver las tablas vacías; el antiguo mueble
se había dejado despojar de los tesoros manuscritos, cuya custodia se le confiara, y
que ahora estaban reducidos a cenizas… En cambio guardaba fielmente en un
secreto aquellos otros tesoros más preciosos a los ojos de la señora Hellwig, y que
ésta buscó inútilmente… Felicia se estremeció de pronto, y en sus facciones se
reveló dolorosa angustia: el escondite no contenía sólo plata, piedras preciosas y
alhajas…; en un rincón retirado hallábase también una fea cajita de cartón de color
gris… «Esto debe morir antes que yo,» había dicho la tía Córdula… ¿Habría sido
destruida ya?… Por nada en el mundo se debía permitir que cayera en poder de los
herederos…, y sin embargo, la solterona confesaba que no tenía valor para poner
en ella la mano; de modo que era probable que la cajita existiera aún. Si el
testamento hacía mención del escondite en que se debían encontrar la plata y las
alhajas, sin duda se descubriría un secreto que la solitaria había defendido con
todas sus fuerzas para sustraerlo al mundo. Esto no debía ni podía suceder.

La puerta vidriera del vestíbulo estaba cerrada interiormente con cerrojo;


pero Felicia, impulsada por el deseo de proteger la memoria de su anciana amiga,
rompió un cristal…; el cerrojo tenía además una cerradura, y de ésta habíase
retirado la llave… Fue un triste descubrimiento, y en las facciones de la joven
pintóse la más dolorosa expresión… Así perdía, y por una circunstancia tan
insignificante, la esperanza de empeñar el último combate en interés de la tía
Córdula. Al dolor que Felicia experimentaba agregábase la inquietud de lo que iba
a suceder cuando brillase la luz del día… ¿Estaría destinado el contenido de
aquella cajita gris a destruir los juicios desfavorables respecto a la tía Córdula, o
arrojaría sobre la memoria de ésta una mancha indeleble?

Felicia hizo rápidamente un gran ramo, colocó en una cesta que llevaba con
este fin dos tiestos conteniendo las plantas favoritas de la solterona, y tomó otra
vez el camino de los tejados con el corazón más oprimido que nunca.

La joven tenía ahora tres tumbas amadas allá en el cementerio, donde


reposaban ya todos aquellos seres a quienes más había querido… Y Felicia dirigió
al cielo una mirada de desesperación al depositar las flores sobre la tierra, fresca
aún, bajo la cual yacía la tía Córdula… ¡La muerte no podía ya arrebatarle ningún
otro ser amado!… Su padre había desaparecido hacía largos años…; sin duda sus
restos mortales reposaban en lejana tierra, en algún rincón desconocido… Allá
abajo, sobre una losa de precioso mármol, leíase, trazado en letras de oro, el
nombre de Federico Hellwig…, y ahora se acercaba a la tumba de su madre que,
gracias a la piadosa solicitud de la solterona, veíase, hacía nueve años, cubierta de
flores siempre frescas… La inscripción de la piedra funeraria habíase borrado largo
tiempo antes, pero últimamente Enrique se cuidó de renovarla; gracias a esto, cada
letra se destacaba claramente, y Felicia, con los ojos cargados de lágrimas, pudo
leer: Meta de Orlowska… Más abajo había otro nombre, que la joven no recordaba
haber visto anteriormente, que hasta entonces había sin duda permanecido
cubierto por la tierra, a pesar de lo cual podía descifrarse la inscripción que decía:
«De la familia Hirschsprung, de Kiel».

Felicia se perdió en mil conjeturas… Aquel nombre era el mismo que se


hallaba en el manuscrito de Bach; había pertenecido en otro tiempo a una de las
más nobles familias de Turingia, resonado en los campos de batalla, y sus blasones
se veían grabados aún o esculpidos en todas las paredes de la antigua casa de los
Hellwig… El pequeño sello de plata contenido en el cofre que guardaba los efectos
de la niña Felicia tenía el mismo escudo… ¡Extraño enigma! La grandeza y el brillo
de aquella casa habían desaparecido hacía largo tiempo; pero Enrique recordaba
haber conocido, niño aún, al último vástago de aquel nombre. Había marchado a
Leipzig para dedicarse a sus estudios, y murió muy joven sin haberse casado… No
obstante, catorce años antes del momento presente había llegado del Norte una
mujer joven que tenía aquel nombre cuando estaba en la casa paterna y que poseía
un sello con aquel escudo de armas. ¿Seria una dama de la antigua familia de
Turingia, arrancada del suelo natal y trasplantada a un país lejano?… ¡Oh caballero
orgulloso, que has hecho grabar tu efigie en el hogar de la antigua casa que llegó a
ser patrimonio de una familia de mercaderes, sal de tu ataúd y ven a visitar el
campo en que reposas!… Varias tumbas llevan tu nombre y cubren los restos de
individuos que debieron comer el pan ganado con el sudor de su frente, trabajando
como obscuros obreros, mientras que tú creías haber asegurado para siempre la
grandeza y superioridad de tu raza. ¡Cerraste los ojos confiándote al porvenir que
legabas a tus herederos…, pero mira, mira! Las manos de aquellos que llevaron tu
nombre cuando dejaste de existir conservan las señales…, la mancha del trabajo
manual…; acércate a esa tumba…, en ella reposa una hija de tu casa…, ¿y sabes
cómo ganaba el sustento? Presentábase en la escena, sirviendo de blanco al
desprecio de todos, y en aquella escena perdió la vida. En tus orgullosos designios,
no tuviste en cuenta los azares que se producen en la historia del mundo y en la
historia de los hombres, que elevan de improviso una ola hasta el cielo, y que
abren inopinadamente al lado un abismo, a fin de confundir lo que se remonta,
humillándolo para que se nivele todo.

¿Existirían aún parientes de la madre de Felicia? La joven contestaba con


amarga sonrisa a esta pregunta cuando se la dirigía. De todos modos, no existían
para la hija de Meta de Hirschsprung; dos veces se les había hecho ya un
llamamiento que debían haber oído, y nadie contestó a él. Tal vez aquella parte de
la familia había conseguido preservarse de toda alianza desigual, conservando su
pureza primitiva hasta el instante en que una de sus hijas dio el corazón y la
mano…, ¿a quién?, a un mísero saltimbanqui. Sin duda había sido rechazada
entonces por sus padres y arrancado su nombre del árbol genealógico. Si era así,
jamás su hija traspasaría el umbral de la puerta de los que negaron el agua y el
fuego a la esposa del titiritero.
Capítulo XX
Felicia, al salir del cementerio, se dirigió hacia el jardín situado fuera de la
ciudad, adonde la señora Hellwig debía ir a su vez a la caída de la tarde para cenar
bajo las acacias con la niña. La señora Hellwig había recobrado su tranquilidad
exterior, y notábase tan sólo claramente que se movía más que de costumbre.
Hubiérase dicho que necesitaba actividad para desechar algunos pensamientos
penosos y que buscaba distracciones, esperando el regreso de su hijo.

Al parecer, quería ignorar completamente su encuentro con Felicia en la


buhardilla; este encuentro no la hizo sospechar las relaciones de la huérfana con la
solterona, habiendo atribuido la aparición de la joven a una curiosidad vulgar. En
tiempo normal, esta curiosidad habría sido rudamente castigada…; pero
recordando los ulteriores sucesos de aquella tarde, deseaba olvidar lo ocurrido lo
más pronto posible.

Felicia, después de atravesar con paso rápido toda la ciudad, detúvose ante
la entrada de un jardín y dejó escapar un profundo suspiro; luego, tomando una
súbita resolución, levantó el picaporte, abrió la puerta y traspasó el umbral. La casa
tocaba con la propiedad de la familia Hellwig, y en ella vivían los padres del joven
abogado Frank. Felicia quedaba sola en adelante, y debía ocuparse en buscar
medios de subsistencia. Por muchas que hubieran sido las tribulaciones que su
corazón sufrió, el valor y la energía no se debilitaron en ella bajo las dolorosas
emociones que acababa de experimentar; su razón, clara e inflexible, sabía aceptar
y soportar lo irreparable, y jamás la lógica que presidía en sus actos falseaba ni
cedía ante las sugestiones de un sentimiento que la hubiera aconsejado la apatía y
el abandono de su responsabilidad respecto a sí propia.

La anciana y amable señora, de aspecto bondadoso y distinguido, que había


hablado pocos días antes a la joven, estaba sentada bajo un pabellón cubierto de
plantas trepadoras y ocupábase en dibujar.

Al punto reconoció a la joven e invitóla afablemente a que se acercara.

—¡Ah! —exclamó con acento bondadoso—, aquí está mi pequeña vecina,


que sin duda viene en busca de un consejo. Venga acá y siéntese a mi lado.

Felicia dijo a la señora que dentro de tres semanas debía salir de la casa de
Hellwig; que le era preciso buscar… y hasta encontrar una colocación, un empleo
cualquiera.
—¿Puede usted decirme, poco más o menos —repuso la dama—, lo que se
halla en estado de hacer?

Los ojos inteligentes de la señora de Frank, que tan bien recordaban la


mirada de su hijo amado, fijábanse detenidamente en Felicia, que se ruborizó al
pensar que había de enumerar sus conocimientos, tan misteriosamente adquiridos,
y ostentarlos de pronto como un traficante pone de manifiesto su mercancía… Era
una penosa necesidad, pero no podía evitarse.

—Creo poder enseñar regularmente el idioma francés y el alemán, geografía


e historia —contesto en voz baja—. Dibujo bastante bien…, y aunque no soy
precisamente maestra en música, podría enseñarla…

Los ojos de la señora de Frank se abrieron desmesuradamente, y sus


facciones revelaron la mayor sorpresa al oír esta enumeración…

—Por último —continuó Felicia—, sé guisar, lavar la ropa, planchar…, y en


caso necesario puedo encerar y limpiar los suelos…

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con más rapidez que las
anteriores.

—¿Usted no querría permanecer aquí en nuestra ciudad, eh? —preguntó la


señora Frank.

—No desearía permanecer siempre…, pero aquí tengo tumbas queridas, y si


fuera posible no alejarme desde luego, satisfaría uno de mis deseos.

—En tal caso podría proponer a usted una cosa. La señorita de compañía de
mi hermana, que habita en Dresde, se halla a punto de contraer matrimonio, y su
plaza quedará libre dentro de seis meses; se guardará para usted, y por lo pronto
puede permanecer en mi casa hasta el día de su marcha. ¿Le conviene así?

Felicia, profundamente conmovida por la bondad que se la manifestaba,


inclinóse sobre la mano de la anciana señora y la besó con ternura… Después
incorporóse y fijó en la señora de Frank una mirada en la cual se reconocía
claramente que aún le faltaba pedir alguna cosa.

—Algo le queda a usted por decir —dijo la señora de Frank—, ¿no es


verdad?… Si debemos vivir algún tiempo juntas, es preciso acostumbrarnos a
evitar las reticencias… Veamos; ¿qué hay?… Hable usted.
—Quisiera rogar a usted que consintiese en que mi situación en su casa,
aunque fuera la más ínfima de todas, y por poco que deba durar, quede bien
determinada —repuso la joven con firmeza.

—¡Ah!, comprendo; está usted cansada de comer un pan que gana con un
trabajo demasiado duro, y que…, digamos las cosas como son, se llama, no
obstante, el pan de la caridad.

Felicia hizo un signo afirmativo.

—No es esa posición la que yo le ofrezco, mi querida y altiva niña —añadió


la buena señora—; la admito como señorita de compañía… Este cargo no tiene
nada que ver con el lavado, el planchado y la limpieza de los suelos…; pero
algunas veces dará usted una vuelta por la cocina como si fuese la hija de la casa,
porque los años me han robado una parte de mi actividad, y mi pobre anciana
Dora es en ocasiones un poco descuidada… ¿Consiente usted?

—¡Oh!…, ¡y con qué alegría!

Por primera vez, después de la muerte de la tía Córdula, algo como una
sonrisa iluminó el rostro, de expresión grave, de la joven.

Un tenue rayo de sol que se había deslizado a través del follaje se apagó de
pronto. La noche se acercaba; Felicia recordó que debía hallarse en su puesto antes
de que llegara la señora Hellwig, y pidió permiso a la de Frank para retirarse. La
dama estrechó afectuosamente la mano de Felicia, y ésta llegó poco después al
jardín contiguo, donde cogió en sus brazos a la pequeña Ana, que había corrido a
su encuentro. La puerta del jardín se abrió en aquel momento para dar paso a
Federica, que llevaba una cesta grande y parecía estar muy cansada.

—Todos han llegado hace una hora… —dijo con voz entrecortada y una
marcada expresión de descontento, dejando la pesada cesta que la rendía el brazo
—. A decir verdad, jamás han pasado las cosas en esta casa de una manera tan
singular… No se sabe lo que se hace ni lo que se quiere…: la una manda, la otra
desmanda, la tercera vuelve a ordenar… ¡Es cosa de perder la cabeza!… Al ver
llegar el coche, que aún estaba en la plaza, la señora me dijo que se cenaría en la
ciudad… ¡Muy bien! Hago todos mis preparativos en consecuencia…, y después se
da contraorden… El señor profesor quiere ir resueltamente al jardín…; cueste lo
que cueste, es preciso que cene allí; y es claro, empaquétalo todo, carga con todo y
revienta si es preciso.
Mientras así murmuraba y se quejaba, la vieja cocinera escogía algunas
hermosas lechugas en uno de los cuadros del huerto.

—Hay movimiento en la casa… y un espectáculo curioso…, yo os lo


aseguro… —continuó la cocinera, bajando la voz, mientras que Felicia deshojaba
en la cocina las lechugas—. La señora no había tenido aún casi tiempo de dar los
buenos días, cuando ya hablaba de la historia del testamento… Escuche usted,
Carolina, yo no he visto jamás a la señora en semejante estado. En cuando al
señorito Juan, decía que la solterona había sido rechazada por su familia…, que
nadie se cuidó de su vida ni de su muerte, y que no veía por qué estaría obligada a
poner su dinero en el bolsillo de las personas que la habían aborrecido y
despreciado… En cuanto a él, jamás pensó en aquella herencia… Y sin detenerse a
discutir más sobre el testamento, ha preguntado si todo estaba en orden en la casa.
Tenía el aire muy… extraño. En cuanto a la pobre señora, hubiérase dicho que
acababa de perder su último pedazo de pan.

Felicia, según su costumbre constante, no contestaba una palabra a los


comentarios de la vieja cocinera, y cuando hubo concluido de ayudarla, retiróse
con su costura al añoso nogal, mientras Anita jugaba a su lado. Desde aquel sitio
veía la verja del jardín a través de las hileras de tejos: aquella verja, flanqueada a
cada lado de rosales trepadores y con salida a una alameda de tilos, cubierta de
sombra, había tenido siempre para la joven un encanto particular… Bajo su arco
festoneado de flores había visto pasar muchas personas…, benévolas las unas,
cariñosas, y a cuyo encuentro corrió apresuradamente, mientras que tan sólo la
aparición de otras fue siempre para ella señal de mal augurio que le anunciaba un
dolor o una humillación. Las reconocía de antemano por el ruido que hacía la verja
al cerrarse más pesadamente que de costumbre. No obstante, jamás había
experimentado un dolor tan angustioso ni un espanto tan profundo como en el
instante en que la puerta giró sobre sus goznes para dar paso a la señora Hellwig, a
quien daba el brazo su hijo, siguiéndoles la joven viuda… ¿Qué debía temer de
aquella gente?… La señora Hellwig olvidaba cuanto era posible la existencia de la
hija del titiritero; y el hombre que iba con ella apartaba sus miradas de la niña
perversa, perteneciente a una clase justamente despreciada.

Federica había dicho que el amo tenía un aire muy singular, y Felicia
convino para sí en que, efectivamente, había alguna cosa particular en el aspecto de
Juan Hellwig. Los que le conocían, los que estaban acostumbrados a la increíble
indiferencia con que trataba a todos sus comensales, a su completo alejamiento de
los mezquinos intereses que les impulsaban, a la dejadez en sus actos y al imperio
que ejercía sobre sí mismo, el cual se manifestaba por una calma, aparente tal vez,
pero constante en todo caso, apenas hubieran podido reconocer en él señales de
precipitación… Y sin embargo, ahora se notaban en él indicios de un extremado
apresuramiento…; parecía estar impaciente, ansioso de adelantarse; y esto le era
imposible, atendida la corpulencia y majestuosa lentitud de la señora Hellwig, que
se apoyaba en su brazo… Levantaba la cabeza, y sus ojos registraban el jardín en
todos los sentidos; sin duda buscaría a su enfermita.

Rosa atravesó corriendo la plazoleta enarenada y fue a buscar a la niña;


mientras que Felicia, abandonando su sitio, adelantábase por detrás de la primera
línea de tejos para presenciar la entrevista de la madre y la hija. La joven viuda
abrazó a la niña y acarició sus mejillas; pero al mismo tiempo reprendió duramente
a Rosa por haberse llevado las llaves de su habitación, impidiéndola así mudar de
vestido y atravesar la ciudad con el que llevaba puesto, que había perdido su color
durante el viaje; la vaporosa falda no conservaba sino en parte su hermoso tinte;
pendía lastimosamente, formando mustios pliegues sobre la crinolina, que a duras
penas la sostenía, y ostentaba el borde muy ajado del volante.

—Hasta el último instante de mi vida me acordaré de esa excursión de


recreo como una de las fases más desagradables que jamás atravesé… —dijo la
joven viuda con tono doliente y plañidero, tratando de disimular con un alfiler un
desgarrón que se había hecho en el malaventurado vestido—. ¡Si me hubiera
quedado junto a ti, querida tía, en tu tranquila casa y en tu silenciosa habitación!…
¡Hemos soportado todas las molestias y enojos, y sufrido todos los accidentes!…
Adondequiera que nos dirigiéramos era seguro que teníamos amagos de tormenta,
o una lluvia torrencial que se había producido como para contrariarnos; y todo
esto no era nada, comparado con otros temporales… Me refiero al mal humor de
mi adusto primo… No puedes imaginarte, querida tía, hasta qué punto ha faltado
a la consideración, a pesar de lo mucho que se le halagaba… La vuelta inmediata
es lo que más le hubiera complacido… ¡Dios mío! A escucharle a él habríamos
regresado el mismo día de la marcha. ¡Qué trabajos nos costó despejar aquella
frente siempre cubierta de nubes! La señorita de Sternthal procedió con tal
abnegación y ardimiento para llevar a cabo esta obra, ¡que yo esperaba a cada
instante que se invirtieran los papeles…! Sí, a decir verdad, pensé que ella estaba a
punto de hacerle una declaración… ¡Vamos, Juan, apelo a tu propio testimonio!
¿No era la obsequiedad personificada?…

Felicia no oyó la contestación del joven médico; había vuelto a su sitio bajo el
nogal y comenzado a trabajar activamente, con la esperanza de que nadie pensara
en ella… ¡Las apariencias eran malas y amenazadoras! El rostro de la señora
Hellwig estaba sonrojado aún por efecto del más vivo enojo; y el mal humor que su
hijo había manifestado durante todo el viaje no era lo más propio para desvanecer
su contrariedad.

Durante algún tiempo la joven pudo creer que se mantendría


tranquilamente separada de aquel conflicto enigmático y complicado; pero como
levantara la cabeza maquinalmente, su mirada se fijó en Juan Hellwig. El médico se
adelantaba tranquila y lentamente, a través del espacio arenoso, con las manos
cruzadas por detrás; mas a pesar de esta actitud indiferente, revelábanse en sus
facciones las señales de una tensión particular, y sus miradas vagaban inquietas
entre las cercas verdes de aquel jardín.

Felicia le observaba manteniéndose en una inmovilidad absoluta…, no sin


experimentar una vaga, pero dolorosa inquietud, y temiendo el instante en que
aquella mirada investigadora se fijara en ella. Juan avanzó por el sendero que
flanqueaba la pradera, acortando más el paso y con la cabeza descubierta. ¿Sería
efecto de la fatiga producida por su viaje de recreo la expresión inusitada de sus
facciones, o se debería a otra causa?… El hecho es que parecía muy cambiado.

Alargó el brazo hacia una rama de manzano, y atrayéndola hacia sí,


contempló detenidamente con interés los nacientes frutos… Sin duda no veía a la
joven, que estaba sentada bajo el nogal. Soltó al fin la rama, que se enderezó
rápidamente, y prosiguió su marcha en la misma dirección. Pronto estuvo en el
mismo plano que Felicia, e inclinándose entonces de pronto, recogió alguna cosa
en la orilla de la pradera.

—Vea usted, Felicia, vea usted ese trébol de cuatro hojas —dijo de
improviso, tranquila e indiferentemente, sin mirar hacia el sitio donde estaba la
huérfana, como si sus relaciones con ella no se hubieran interrumpido, y cual si
fuese cosa convenida y concertada que la joven debía hallarse allí, bajo el nogal.
Pero también había en aquellas palabras una especie de invitación tácita a que la
joven no abandonase el sitio que ocupaba.

—Nuestro buen pueblo alemán cree que estas cuatro hojas dan buena suerte
al que las encuentra —continuó Juan, avanzando a través de la pradera—; voy a
saber al punto qué grado de fe se puede tener en esa creencia.

Juan estaba de pie delante de la joven y parecía haber desechado todas sus
preocupaciones para recobrar su energía: tendióle ambas manos, dejando caer el
trébol.
—Buenas tardes —dijo con dulzura, casi temblando.

Aquel acento era tan imprevisto, que daba suma importancia a esta frase
trivial. ¡Ah!, si hubiera hablado así a Felicia en otro tiempo. Entonces le habría
hecho justicia aquella niña de nueve años que sólo pedía cariño y un poco de
consideración. Aquel modo de saludarla, aquella suavidad que revelaba la alegría
y el bienestar producidos por el hecho de volver a verla, fueron incomprensibles
para la pobre muchacha siempre maltratada, y sin darse cuenta de lo que hacía,
levantó su mano y la tendió al profesor. ¡Ella, que no hubiera querido valerse de
aquel hombre, ni aun en peligro de muerte, impulsada en tal momento por una
fuerza desconocida, irresistible, ponía su mano entre las que él le ofrecía! Con esto
se producía una especie de milagro…; mas el menor movimiento irreflexivo podía
bastar para que surgiese la animosidad, en la que señalaban una tregua, si no la
desaparición, aquellas manos reunidas… Así lo comprendió él, y muy
naturalmente, con el tacto propio del hombre de su profesión, con ese imperio que
tan bien sabía tomar y conservar sobre sí, continuó el diálogo, cambiando de
asunto.

—¿Le ha ocasionado a usted Ana muchas molestias y enojos? —preguntó


amistosamente.

—Muy al contrario…, el afecto de esa niña me enternece en extremo; así es


que la cuido con gusto.

—Sin embargo, está usted pálida…, más pálida que de ordinario…, y la


expresión amarga que por costumbre contrae su boca es ahora más pronunciada
que nunca… Acaba usted de decirme que el afecto de esa niña la enternece
mucho… Otros hay, además de ella, que son también susceptibles de afecto… y se
lo probaré muy pronto. Sin duda no ha pensado usted ni una sola vez en las
personas que se habían alejado de aquí a fin de recobrar las fuerzas de su alma y
de su voluntad en el aire vivificante de los bosques…

—No he tenido tiempo ni ocasión de pensar en esas personas —contestó


Felicia ruborizándose, pero con sombría expresión.

—Estaba seguro de ello… Yo soy menos indiferente para aquellos que


conozco, y he pensado en usted… y hasta quiero decirle dónde y en qué
circunstancias. En un pico de montaña vi un pinabete solitario…; hubiérase dicho
que estaba herido, que sufría en el bosque inmenso que se desarrollaba lejos de él,
y que se había retirado a la altura para sufrir sin testigos… Allí estaba, firme y
sombrío; y mi imaginación me indujo a suponerle un rostro humano, con una
expresión orgullosa que también conozco. De pronto estalló una tempestad; el
viento agitaba con violencia el árbol, la lluvia azotaba sus ramas, y sin embargo,
después de cada nueva sacudida erguíase el árbol y parecía más brioso que nunca.

Felicia escuchaba con sorpresa… ¡Qué cambio se había operado en Juan


Hellwig durante el viaje! ¡Cómo!… ¿Era el que hablaba aquel hombre de mirada
fría y brillante, despiadada como el acero; él, que había profesado siempre el más
profundo desdén a todo impulso poético; él, que no podía soportar el canto de una
voz humana? ¿Era él, el pedante, el hombre positivo, quien con su voz profunda,
armoniosa cuando quería, contaba aquel incidente fantástico, cuyo sentido no se
podía menos de comprender?

—Mientras esto sucedía —prosiguió Juan, continuando su parábola—, yo


estaba inmóvil y mis compañeros de viaje se burlaban del médico extravagante que
sufría los furores de la tempestad, cuando hubiera podido, como ellos, refugiarse
bajo techado. No sabían que el profesor metódico, de cerebro bien equilibrado, era
en aquel instante presa de una visión que no podían ahuyentar los torrentes que
las cataratas del cielo vertían sobre él, ni tampoco el fragor del trueno; franqueó
valerosamente el espacio que le separaba del árbol, y puso la mano sobre éste
diciéndole: «¡Tú serás mío!». ¿Y qué sucedió después?

—Ya lo sé —interrumpió bruscamente la joven—; el solitario, manteniéndose


fiel a su vocación, se defendió.

—¿Aún después de ver que él lo llevaría eternamente fijo en el corazón?


¿Aún después de reconocer que podría apoyarse en ese corazón decidido a luchar
contra todas las tempestades para librarle de ellas, a defenderle con valor y ternura
durante toda su vida?

El narrador se había encarnado en su visión tan bien, que sus labios


temblaban al pronunciar estas palabras, y su voz había tomado las dulces y
poderosas entonaciones que tan profundamente impresionaron a la joven cuando
le oyó hablar a la niña en peligro de muerte…; pero esta vez su acción no tuvo
fuerza.

—El solitario —repuso Felicia con dureza— debe haber tenido suficiente
perspicacia para comprender que se trataba de un cuento… Usted mismo dice que
había sabido resistir la tempestad, y siendo así, podía bastarse y protegerse, y no
necesitaba otro apoyo.
Juan palideció, mientras que su mirada se mantenía fija en tierra. Pareció
que iba a volverse para alejarse; pero como se oyeran pasos, permaneció
tranquilamente junto a Felicia, esperando a pie firme a su madre, que se acercaba
apoyada en el brazo de la joven viuda.

—No tomes a mal mis palabras, Juan —dijo la señora Hellwig—; pero la
verdad es que yo no te comprendo. Te estás aquí, impidiendo a Carolina trabajar, y
nos obligas a esperar indefinidamente una cena que será detestable. ¿Crees tú que
yo podré tocar una tortilla endurecida hasta el punto de parecer un pedazo de
cuero?

Adela había abandonado el brazo de su tía y adelantábase por la pradera;


estaba mucho menos linda que de costumbre; sus blondos rizos, un poco lacios,
pendían sobre las mejillas, animadas por un secreto enojo…, y hasta en sus ojos de
paloma había fulgores malévolos.

—No he podido dar a usted gracias aún, Carolina —dijo—, por la solicitud
con que ha cuidado a mi hija durante mi ausencia.

Estas palabras eran benévolas y oportunas; pero la dulce voz que las
pronunciaba había tomado insensiblemente un tono algo más subido, en términos
que las hacía duras.

—Pero como usted se refugia bajo este espeso nogal —continuó Adela—, no
podía encontrarla. ¿Ha desempeñado usted muy a menudo ese interesante papel
de ermitaña o de solitaria?… Lo creería con tanto más motivo cuanto que se ha
descuidado increíblemente a la niña durante mi viaje, y me he visto en la precisión
de dirigir severas reprensiones a Rosa. Su cabello revela descuido, su rostro está
tan curtido que parece una mulata, y en fin, creo que la han dejado comer
demasiado.

—Veamos —dijo Juan, dirigiéndose con aire burlón y despreciativo a su


prima—. ¿No tienes más reprensión que hacer a la que ha cuidado a tu hija?… ¿Por
qué no culpas también a Carolina de las escrófulas que tu niña padece y hasta de
las numerosas tempestades que hemos sufrido durante el viaje y que han suscitado
tu descontento? ¿Quién sabe?…

Juan se interrumpió de pronto y volvióse con un movimiento que indicaba


una especie de aversión.

—Sí, más vale que no prosigas, Juan —repuso la joven viuda, esforzándose
para contener las lágrimas—; más vale que te calles, porque me inclino a creer que
cuando fue hablas no sabes lo que dices. No ha sido mi ánimo dirigir a usted
reprensiones, Carolina —añadió, volviéndose hacia la joven—; y para probarle que
no abrigo el menor resentimiento y que no le he retirado en modo alguno mi
confianza, voy a rogarle que permanezca hoy también al lado de la niña porque
estoy muy abatida y fatigada por ese viaje.

—Eso no puede ser —dijo el joven médico con tono mordaz—; el tiempo de
las abnegaciones sin límites ha pasado. Tú te arreglas admirablemente, Adela, para
utilizarte de las fuerzas de otro… Desde hoy volverás a encargarte de cuidar a tu
hija y velarás sobre ella tú misma.

—¡Muy bien! Eso me conviene a mí —exclamó la señora Hellwig—, pues


Carolina podrá esta tarde arreglar el jardín. Enrique y Federica ya no sirven para
esto, porque los dos son demasiado viejos.

El rostro del joven médico se tiñó de un vivo rubor, y por difícil que fuera de
ordinario leer en su semblante indescifrable, sus facciones expresaron en aquel
momento una confusión y perplejidad muy marcadas. Tal vez no comprendiera
nunca tan bien como en aquel instante lo irritante de la situación que había creado
a aquel ser joven, inteligente y dotado de tan hermosas cualidades. Felicia
abandonó su sitio al punto, pues sabía que las pocas palabras pronunciadas por la
señora Hellwig equivalían a una orden absoluta, que era preciso ejecutar
puntualmente sin tardanza, si quería librarse de un diluvio de aceradas
observaciones y frases humillantes; pero Juan la cerró el paso.

—Creo —dijo con aparente tranquilidad— que tengo derecho para


intervenir en todas estas cosas, por lo menos como tutor. En calidad de tal voy a
expresar un deseo: ruego a usted que se abstenga de semejantes trabajos.

—¿De veras? —dijo la señora Hellwig, pisoteando el prado con sus grandes
pies y moviéndose más vivamente que de costumbre—. ¿De veras?… ¿Será cosa
que pongamos a esa joven en un escaparate de cristal?… Ha sido educada
exactamente como tú quisiste…, en un todo según tus órdenes… ¿Quieres que te
enseñe tus cartas, en las cuales repetías siempre…, ¡sí!…, hasta la saciedad…, que
debía prestarse a todos los servicios, someterse a todos los trabajos, y que nunca se
podría ser demasiado severo para ella?

—No es mi ánimo negar ni una sola línea de lo que escribí, así como
tampoco eludir la parte que he tomado en esa educación —contestó Juan con voz
ahogada, aunque firme—. No puedo ni siquiera arrepentirme de mi conducta…,
porque obre con toda la sinceridad de mi alma y con el deseo laudable de hacer lo
que me parecía más justo y razonable; pero jamás tendré para conmigo mismo la
debilidad de no reconocer un error, ni el orgullo de sostener sus consecuencias
para no confesarle… Por eso declaro aquí que pienso hoy de distinto modo y que
obrare con arreglo a mi nueva opinión.

La joven viuda se bajó al oír estas palabras, y recogiendo una ramita que
había caído en tierra, hízola añicos, reduciéndola a imperceptibles átomos. La
señora Hellwig comenzó a reír irónicamente.

—No te expongas a ser objeto de burla, Juan —dijo—. A tu edad no se


cambia de principios…; éstos deben ser sólidos, inflexibles, so pena de que te
tachen de botarate, de hombre informal. Además, tú no has obrado solo en todo
esto… Yo he intervenido por alguna cosa, y debía creer (mi vida entera es
testimonio de ello) que, con la gracia de Dios, procedía siempre equitativamente…
Penoso fuera para mí ver que a tu edad, y cuando el pasado me infundía tanta
confianza en ti, dejabas penetrar en tu alma la debilidad de los Hellwig…, tanto
más penoso cuanto que, te lo digo sin rodeos, viviríamos completamente
separados… de hecho y de ideas. Mientras que esa joven permanezca en casa, será
mi criada, y como tal deberá obedecer a todas mis órdenes, ejecutando cuantos
trabajos se la encomienden… ¡Y basta!… Más tarde será libre de entregarse a todas
las dulzuras de la ociosidad, si así le conviene…, de cruzarse de brazos…, de llegar
a ser una gran dama.

—¡Eso no será nunca, señora Hellwig! —replicó Felicia, mostrando con una
débil sonrisa sus manos de admirable forma, pero curtidas por los trabajos más
toscos—. Ya ve usted que sé y puedo trabajar… Y ahora tenga la bondad de
indicarme los cuadros por donde usted desea que se comience el riego.

Juan Hellwig, que había escuchado con aire impasible el discurso de su


madre, volvióse hacia Felicia, mientras que dirigía a su alrededor una sombría
mirada.

—Se lo prohíbo a usted una vez más —dijo con tono de mando absoluto—. Y
si mi autoridad de tutor no es suficiente para vencer su indomable obstinación,
apelaré como médico a su juicio… Durante la enfermedad de Ana ha
desempeñado una tarea que era superior a sus fuerzas, y su aspecto lo atestigua
suficientemente. Dentro de poco quiere usted abandonar la casa de mi madre, y
nuestro deber es velar para que al menos salga de aquí con salud, para dedicarse a
lo que se propone.

—Ésa es una razón que puede aceptarse, o por lo menos discutirse —dijo la
señora Hellwig, que había esperado hasta entonces inútilmente una crítica de la
joven hecha por su hijo, y para quien las palabras «indomable obstinación»
resonaron como una dulce música—. En cuanto a mí, no veo inconveniente en que
esa joven vuelva desde luego a la casa…, aunque me sea imposible comprender
cómo un poco de trabajo ha podido abatir su salud, porque es joven y nunca le ha
faltado sano y abundante alimento. Hay muchas como ella, Juan, que trabajan
noche y día, en medio de las privaciones, y que, sin embargo, tienen las mejillas
sonrosadas.

La señora Hellwig tomó el brazo de la joven viuda, y volvió a cruzar la


pradera, persuadida de que su hijo, la seguía. Adela, resentida y agraviada por su
primo, no se dignó volver la cabeza para asegurarse de que iba detrás. En cuanto a
Juan, al principio pareció, en efecto, que se proponía acompañar a las dos damas;
pero se volvió, y en el momento en que el desgraciado vestido azul, ajado por el
viaje, desaparecía detrás de la espesura más próxima, desanduvo los pocos pasos
que había dado y se dirigió nuevamente hacia el nogal. Allí estaba todavía Felicia:
el profesor permaneció algunos segundos silencioso delante de la joven, que se
anudaba las cintas de su sombrero de paja. De pronto inclinóse, la miró fijamente
por debajo de las alas del sombrero, que cubrían por completo sus ojos, y pudo ver
que, aunque su rostro conservaba cierto tinte de amargura, su mirada se dulcificó
al encontrarse con la suya.

—Usted no comprende que me ha hecho sufrir hoy cruelmente —dijo,


moviendo la cabeza y hablando con dulzura, como si se dirigiese a una niña.

La joven guardó silencio.

—Felicia —añadió Juan sin la menor dureza—, no es posible admitir que


usted sea del número de esas mujeres para las cuales la excusa…, la solicitud de
perdón, pronunciada por la boca de un hombre, constituya un goce.

Felicia se levantó y sus puras facciones se cubrieron de rubor.

—La solicitud de perdón me ha parecido siempre penosa de escuchar para


aquéllos a quienes se cree haber ofendido —contestó la joven con tono más dulce
del que acostumbraba a usar cuando hablaba con el profesor—, y yo no la aceptaré
por ningún precio de los que poseen realmente una verdadera superioridad, por
ellos adquirida… Los hijos pueden pedir perdón a sus padres…; pero yo no
admitiré que esta situación pueda invertirse. Tampoco… —y al decir esta palabra
Felicia se interrumpió de pronto, mientras que su frente se ruborizaba más aún.

—Tampoco —exclamó Juan, continuando la frase y revelando en su acento


cierta alegría—, tampoco quiere que un hombre se humille delante de usted, ¿no es
verdad, Felicia?… Pero una opinión que implica esa grandeza de alma tiene
también sus consecuencias —continuó después de una pausa—. Sea usted del todo
buena siquiera una vez, reflexione tranquilamente y dígame si no es deber de la
mujer alargar la mano al que trata de reparar un error… ¡No hable usted… ni
conteste a esa pregunta ahora! Ya veo en su mirada que la respuesta no seria tal
como yo la deseo… Esperaré con paciencia… ¡Tal vez llegará día en que el joven
árbol no persistirá en prescindir de todo apoyo!

Así diciendo, Juan se alejó. La mirada de Felicia se fijó en la hoja de trébol


que el médico había recogido como símbolo de felicidad, y que escapó de su mano;
la hoja reposaba aún fresca sobre la hierba… Felicia no podía recogerla…, nada
tenía que ver con su felicidad…, pero desvióse un paso para no hollar con los pies
aquel pequeño profeta.
Capítulo XXI
No duró mucho el buen tiempo: después de algunos hermosos días de
primavera, embellecidos por alegre sol y caldeados por un aire tibio, el cielo
aparecía lluvioso, del color gris y con tonos plomizos, y por decirlo así, descansaba
sobre la torre de la ciudad que con su reluciente cúpula verde asemejábase a un
inmenso espárrago. Durante estos días sombríos, con sus tintes lívidos, la antigua
casa de la plaza del Mercado parecía obscurecerse, tomando otra vez el carácter
que tenía en otra época, cuando los caballeros armados, de los que no conservaba
sino sus retratos, se paseaban bajo los artesonados de las espaciosas salas.

Las ventanas de las habitaciones de la fachada principal se mantenían


cerradas. La joven viuda sufría una jaqueca intolerable y estaba sumamente
agitada: en su habitación, en la cual no se permitía penetrar la luz, reinaba
profundo silencio. El impasible rostro que los habitantes de la ciudad estaban
acostumbrados a ver hacía tantos años junto a la ventana del piso bajo, no se
hallaba tampoco en su sitio. Aquel cielo triste era mal presagio para el día que,
solamente por este hecho, anunciábase como uno de los más tristes en la vida de la
señora Hellwig. Era el día designado para abrir el testamento: el tribunal había
citado solamente a sus dos hijos y a su criado Enrique, prescindiendo por completo
de ella; pero como la señora representaba a su otro hijo Nataniel, que estaba
ausente, habíase trasladado a casa del juez, depositario del testamento.

Hacia el mediodía volvió acompañada del joven medico…; Enrique los


seguía a respetuosa distancia. Las más peligrosas enfermedades, las muertes más
tristes ocurridas en su familia, no habían alterado nunca en lo más mínimo las
facciones marmóreas de la corpulenta dama. Por su espíritu firme, que nada podía
abatir; por su género particular de devoción, que siempre la preservó de los
dolores demasiado vivos, librándola también de la impresión que nos producen los
sufrimientos de nuestros semejantes, fue citada con frecuencia como un modelo a
las madres débiles y a las mujeres mal organizadas. Aquel día, sin embargo, la
pequeña ciudad de X*** presenciaba un espectáculo imprevisto… La firmeza de
aquel espíritu había flaqueado; la fuerza de carácter estaba abatida, y la señora
Hellwig andaba silenciosa junto a su hijo; pero la expresión de su semblante, harto
elocuente, indicaba a cuantos la veían pasar la extensión de sus decepciones.

A pesar de su jaqueca, la joven viuda había acechado la vuelta de su tía,


pues en cuanto ésta entró en el patio, descendió la escalera, y aunque sus mejillas
estaban pálidas y sus ojos enrojecidos, lucia un elegante traje de mañana para salir
al encuentro de los recién llegados y enterarse de lo que hubiese ocurrido. Todos
penetraron juntos en la sala.

—¡Vamos, Adela, ya podemos felicitarnos! —dijo la corpulenta dama,


sonriendo con amargura…— La herencia asciende a cuarenta y dos mil tálers, y la
familia Hellwig, a la cual pertenece este dinero a los ojos de Dios y de los hombres,
en virtud de todos los derechos más sagrados, no hereda ni un céntimo… ¡Ese
testamento es la obra diabólica de un cerebro insensato; pero no debemos tocar a él
por ningún estilo!… ¡Estamos obligados a respetar la más inicua injusticia que
jamás se ha cometido a la faz del cielo!… He aquí cómo van las cosas cuando los
hombres carecen de carácter. Si yo hubiese sido el jefe de la casa, todo esto se
habría arreglado de otro modo, yo te lo aseguro… No comprendo cómo mi esposo
pudo avenirse a recibir bajo su techo a esa vieja sin tomar ninguna garantía
respecto de los intereses y dejándola que obrase a su antojo.

El joven médico se paseaba silenciosamente de un lado a otro de la


habitación, con las manos cruzadas por detrás; una densa nube obscurecía su
frente, tenía las cejas fruncidas, y de vez en cuando dirigía a su madre una mirada
de reprobación. Cuando la señora Hellwig hubo acabado de hablar, detúvose ante
ella.

—¿Y quién ha tenido a nuestra anciana tía desterrada poco menos que en un
desván? —preguntó a su madre con tono grave y expresivo…— ¿Quién ha
mantenido, excitado y aumentado la antipatía que el jefe de la casa, mi padre,
profesaba a su parienta…, antipatía que se hubiera disipado tal vez si la hubiese
conocido bien? Pero toda relación se hizo imposible, gracias a ti, madre mía, que
siempre vigilaste rigurosamente para que no mediara trato alguno entre nosotros y
ella. Tú eres quien hizo todo eso…, y si tanto deseabas esa herencia, debiste
proceder de otra manera.

—¿Cómo? Supongo que no querrás decir que yo debí tener relaciones


afectuosas con esa persona… Yo, que siempre observé los preceptos divinos, que
trato de obedecer en todo a mi Criador…, ¿cómo había de tratarme con esa impía,
que no santificaba las fiestas ni practicaba los ejercicios de nuestro culto? ¡Ah!,
ahora debe saber que Dios la rechaza para siempre…, para toda una eternidad…
¡Jamás hubiera consentido yo en tratarme con ella! Ninguna fuerza humana,
ninguna causa me habrían inducido a ello. Por otra parte, esto no era necesario;
teníamos otros medios para evitar la injusticia que se acaba de cometer…: era
preciso hacerla declarar incapacitada y someterla a una curatela, cosa que tu padre
hubiera fácilmente conseguido.
Juan Hellwig, que estaba pálido, se puso lívido; dirigió una profunda
mirada de terror a su madre, cogió el sombrero, que había dejado sobre un mueble,
y salió de la habitación sin pronunciar palabra… El incidente que acababa de
producirse había iluminado con rápido fulgor abismos cuya existencia no
sospechaba… Hasta entonces no había supuesto jamás que la rapacidad, que el
deseo y el afán de aumentar las riquezas terrestres, que el egoísmo y la vanidad
inherente a la posesión de una fortuna mayor, pudieran residir en un corazón que
se decía y se creía piadoso. Hasta entonces habíase complacido en rodear la cabeza
de su madre de una aureola que ahora veía palidecer súbitamente. ¡Y aquella
mujer era la que él había considerado como modelo de virtudes femeninas!
Entonces hubo de confesarse que también él había pensado como su madre, que
entre ésta y el director del colegio en que se había educado habían infiltrado en su
alma la intolerancia y el fanatismo, que también él había luchado con ardor en otro
tiempo para hacer poderoso al partido que tales ideas defendía y conquistado
almas para atraerlas al terreno en donde estaba, en su concepto, la única salvación.
¡Y a aquella pobre huérfana inocente, con la mente llena de pensamientos ideales y
el corazón rebosando de sentimientos levantados y justos, él la había arrojado con
mano dura en aquella región de tinieblas! ¡Cuánto habría sufrido el infeliz ruiseñor
en las garras del gavilán! Juan se tapó los ojos con la mano como para no ver un
espectáculo insoportable, subió lentamente la escalera que conducía a su
habitación, y encerróse en su despacho.

Mientras en la sala de la señora Hellwig tenía lugar aquella escena de


familia, representábase la parodia de la misma en la habitación de los criados. La
vieja cocinera paseaba por la estancia a largos pasos, como loca de indignación, y
las cintas de su gorra flotaban en todas direcciones. Enrique presenciaba impasible
aquella agitación…, manteniéndose firme e inmóvil como la roca batida por las
furiosas olas del mar. Habíase puesto su ropa del domingo, y su rostro expresaba
una rara mezcla de alegría, de dolor y de sarcasmo.

—No has de pensar —dijo Federica—, que soy envidiosa, porque la envidia
es un pecado; al contrario, te felicito. ¡Ahí es nada, dos mil tálers! —añadió
elevando las manos en actitud de súplica y dejándolas después caer con
abatimiento—. ¡Tienes más suerte que entendimiento, Enrique! ¡Y yo que tanto he
trabajado durante toda mi vida, que sin consideración al frío ni al calor no he
dejado un día de ir a la iglesia para rogar a Dios que me enviase un poco de
felicidad! Pero todo ha sido en vano; nunca me concedió nada… ¡Y he aquí que
este hombre obtiene esa dicha!… ¡Dos mil tálers, Enrique!… Sin embargo, yo en tu
lugar tendría un escrúpulo. ¿Crees tú poder tomar ese dinero sin perjudicar a
nadie? Porque, en fin, la solterona no tenía derecho para disponer de un céntimo,
pues todos sus bienes pertenecían en justicia a nuestros amos… Y si examinamos
esto de cerca, no se podrá menos de reconocer que tú robas positivamente ese
dinero. Yo no sé lo que haría si estuviera en tu lugar.

—¡Pues quedármelo! Vaya si me lo quedo —contestó el criado con la


tranquilidad propia de un hombre de conciencia.

La vieja cocinera salió cerrando la puerta con violencia tras sí.

El testamento de la solterona, causa de tantas tempestades en la casa


Hellwig, había sido depositado en el tribunal diez años antes; estaba redactado por
la misma testadora en las formas acostumbradas y contenía los artículos siguientes:

«1.º. En el año 1633, Lucas de Hirschsprung, uno de los hijos de Adriano de


Hirschsprung, muerto por unos soldados suecos, salió de esta ciudad para
establecerse en país lejano… a esta rama de la antigua familia Hirschsprung, ahora
extinguida en la ciudad que habito, lego:

»a. Treinta mil tálers en dinero contante.

»b. El brazalete de oro en que se halla grabado un antiguo dístico alemán,


circuido de una corona de flores.

»c. El manuscrito de la ópera de Bach que se encuentra en mi colección de


autógrafos, en la cartera núm. 1, y lleva el nombre de Godofredo de Hirschsprung.

»Encargo a los respetables individuos del tribunal que manden insertar en


las principales publicaciones del mundo, pagándose de la herencia los gastos,
anuncios dirigidos a los que quizás sobrevivan de dicha rama lateral de mi familia.

»Sin embargo, si no se presentase ningún individuo de ésta, en el espacio de


un año, para recibir la herencia, mi voluntad es que ese capital de cuarenta mil
tálers y el valor del brazalete, que se venderá, así como el del manuscrito de Bach,
sea colocado y administrado por los jueces de esta ciudad, que lo emplearán de la
manera siguiente:

»2.º Los intereses del capital pertenecerán, como donativo perpetuo, a los
maestros de la escuela comunal de la población, dividiéndose en ocho partes
iguales, que se entregarán cada año a otros tantos maestros de estas escuelas
públicas, de modo que vayan entrando en turno todos sin preferencia ni
pretericiones, es decir, que ocho percibirán esa suma un año y los otros la recibirán
al siguiente, y así sucesivamente. Los directores y profesores quedan exceptuados
de ese reparto.

»Establezco esa fundación, persuadida de obrar así lo más útilmente que es


posible para mi país. Hasta aquí, nuestra pequeña ciudad ha tratado como
madrastra a los maestros dedicados a la enseñanza de los niños; a ellos se confía la
misión de instruirlos y de mejorar, por lo tanto, las generaciones futuras; mas
apenas ganan lo suficiente para el pan cotidiano. Dios quiera que otros vean como
yo esa falta de nuestra época, y se entiendan para realzar y honrar una profesión
cuya importancia es aún tan generalmente desconocida.

»3.º Todo cuanto poseo en efectos de plata, diamantes y alhajas (excepto el


brazalete citado) corresponderá por derecho a quien sea el primogénito de la casa
Hellwig en el momento de mi muerte: es una herencia de familia que no debe
pasar a manos extrañas. Todos mis efectos, muebles, ropa blanca, etc., tendrán el
mismo destino.

»4.º La colección de mis autógrafos (excepto el manuscrito de Bach, antes


citado) será vendida por mediación del tribunal, entregándose el producto de la
venta a mis sobrinos Juan y Nataniel Hellwig, lo cual me compensará el habérseme
prohibido hacerles regalo alguno los días de Navidad transcurridos desde su
nacimiento».

Seguían después otros legados a diversas familias de obreros pobres, por


valor de unos doce mil tálers: entre ellos figuraban el de Enrique (dos mil tálers) y
el de la mujer que servía a la solterona (mil tálers).

Enrique había dado cuenta a Felicia del contenido del testamento en cuanto
había podido comprenderle. La tía Córdula no había indicado el escondite que
contenía la plata, y la joven se regocijó de ello, pues si algún incidente no conducía
a los herederos a descubrirle, de ella dependía hacer desaparecer la cajita gris,
destruyendo lo que encerraba, para satisfacer el deseo de su anciana amiga, tan a
menudo expresado.

—Te aseguro, mi pequeña Feli —decía Enrique tristemente—, que no me


consolaré nunca.

Los dos estaban sentados en la habitación de la servidumbre.

—Tú no llegarás nunca a ser nada en este mundo —continuó el criado—,


estoy persuadido de ello. Si la solterona hubiese vivido solamente veinticuatro
horas más, cambiaba su testamento, y tú habrías heredado esas sumas inmensas,
pues te amaba mucho.

Felicia sonrió: todo el valor de la juventud que tiene fe en sí misma, que


desprecia el dinero y no conoce la previsión, que no piensa en los días de miseria,
ni en los tristes años reservados para la vejez necesitada, hallábase representado en
aquella sonrisa.

—Todo está mejor así —contestó Felicia—; los pobres en quienes la tía ha
pensado tienen mucha más necesidad que yo de ese dinero; y en cuanto al
considerable capital de que ha dispuesto, seguramente tendría motivos muy
poderosos para obrar como lo ha hecho, de modo que, aun cuando hubiese podido
modificar su testamento, habría sin duda mantenido esa disposición.

—¡Sí, sí!…, podría haber, efectivamente, una razón particular para hacer ese
legado a la familia Hirschsprung —contestó el criado con aire pensativo—. Yo me
acuerdo perfectamente del viejo Hirschsprung: era zapatero y él fue quien me hizo
los primeros zapatos que usé en mi vida, detalle éste que no se olvida nunca: vivía
muy cerca de esta casa, y su hijo jugaba siempre con la solterona. Aquel muchacho
se dedicó al estudio, y según decían, amaba a la señorita Córdula. Cuéntase que
ella le correspondía y que ese amor ocasionó la muerte de su padre, del viejo
Hellwig. Parece que no quería oír hablar de semejante matrimonio y que, durante
una terrible discusión entre la hija y el padre, este último cayó muerto de repente…
Sin embargo, yo no creo que esto sea verdad… Poco después la solterona marchó a
Leipzig; el estudiante padecía una fiebre nerviosa y la señorita Córdula le cuidó
hasta sus últimos momentos. Todos los parientes se indignaron; consideráronla
como un ser abominable, rechazáronla, renegaron de ella, y como era natural, los
habitantes de nuestra ciudad siguieron el ejemplo de los parientes… Nadie ha
querido ni mirarla cuando al fin volvió aquí… Poco me importa que haya en todo
esto algo de verdadero y de falso…; pero no me parece menos singular que la
solterona haya elegido como herederos personas que llevan sin duda el mismo
nombre de aquél con quien deseaba unirse, aunque no tenían ninguna especie de
relaciones con el estudiante ni podían considerarle tampoco como pariente… Yo
quisiera que se me pudiese explicar esto.

Al día siguiente de haber mediado este diálogo se levantaron los sellos en la


habitación de la buhardilla.

Tristes y desagradables días se siguieron sin ninguna interrupción;


hubiérase dicho que el cielo, siempre de color gris, velado de espesas nubes que
lanzaban una lluvia copiosa y constante, no iba a recobrar ya nunca su color azul ni
a estar iluminado por el sol; día y noche inundaban los tejados torrentes de agua,
que eran transmitidos a las canales para distribuirse entre las cabezas de dragón
alineadas alrededor de la vieja casa, las cuales lanzaban su contenido a la plaza del
Mercado. Estas cabezas tenían un aspecto más espantoso y amenazador que nunca
durante aquellos días crepusculares, y el agua que arrojaban con placer diabólico, a
juzgar por su expresión, parecía una bilis emponzoñada… Hacía mucho tiempo,
muy largo tiempo, que veían aumentarse los tesoros contenidos en la antigua
mansión y que presenciaban el movimiento de la oleada de oro que iba a
precipitarse allí siempre, sin que el mundo recogiese más que una mínima e
imperceptible parte… Pero he aquí que de pronto el movimiento se producía en
sentido inverso… Una suma bastante considerable era retirada de la casa para
enviarla a lo lejos; y ni las sólidas paredes, duras como el granito, ni la dama a
quien se solía ver sentada detrás de la ventana, tan dura y tan firme como los
muros, podían conservar aquella fortuna, desviada de su corriente natural.

Felicia permanecía en la habitación de la servidumbre durante aquellos días


lluviosos; sin duda se la había dispensado, en virtud de una orden severa del joven
profesor, de los rudos trabajos que solía ejecutar en la casa. En cambio ocupábase
en remendar un montón de ropa blanca, pues no estimaba digno vivir en aquella
casa sin trabajar.

En el patio percibíase el rumor monótono del chorro de agua de la fuente; la


lluvia caía obstinada, resonando en las anchas hojas de una planta que crecía en un
húmedo rincón; y a veces las gallinas proferían sus gritos discordantes, o bien una
paloma cruzaba el espacio para ir a posarse en una cornisa. La luz, los sonidos, el
movimiento, todo parecía estar en suspenso, ahogado, oprimido; y aquella apatía
se comunicaba a la joven, instalada en la ventana. Sin cesar levantaba y bajaba su
mano provista del dedal y su gracioso perfil inclinábase completamente inmóvil
sobre su labor.

Hasta entonces las terribles pruebas que sufriera habían sido impotentes
para imprimir en aquel semblante estoico la señal del dolor y del desaliento;
cuando más, habíanle hecho palidecer un poco, como si sus facciones quisieran
petrificarse con la expresión de un espíritu inquebrantable y de una indomable
energía. Pero bajo el tosco vestido remendado que cubría el busto encantador de la
joven latía un corazón profundamente agitado, y mientras la mano se ocupaba
mecánicamente en reparar los desperfectos de la ropa blanca, su pensamiento se
esforzaba en buscar la posible solución de difíciles problemas y de los conflictos
con ellos relacionados.
El tribunal había buscado inútilmente la plata y las alhajas de la solterona y
al principio este resultado negativo había calmado la ansiedad de la joven; pero
hacía poco que Enrique iba y venía poseído de extremada emoción… La señora
Hellwig había declarado ante la comisión encargada de hacer ejecutar el
testamento, y dirigiendo una mirada significativa al antiguo criado, que éste y la
mujer de servicio eran las únicas personas que entraban y salían de la habitación
de la solterona. Semejante insinuación, hecha ante los magistrados por una persona
tan respetable como lo era la señora Hellwig, hizo que se sometiera
inmediatamente al criado a un severo interrogatorio. El pobre hombre estaba fuera
de sí. ¡Qué dolor para Felicia presenciar los tormentos de aquel anciano y del
amigo sin poder comunicar a los jueces el secreto del escondite que ella conocía y
que le hubiera rehabilitado inmediatamente a los ojos de todos! Aunque conservase
la calma y la prudencia en las circunstancias más penosas de la vida, aquella
sospecha le había puesto fuera de sí y la joven temía que si le revelaba el misterio
no tendría calma para soportar por más tiempo la inculpación que sobre él pesaba
y con su torpeza descubriría lo que ella quería tener oculto, precisamente cuando
más indispensable era salvar el secreto de la tía Córdula.

Después de la muerte de ésta, era doblemente difícil llegar a la habitación de


la buhardilla… El día mismo en que se levantaron los sellos, Juan Hellwig recorrió
el interior de la misteriosa vivienda de su tía, manifestando todas las señales del
más profundo asombro, y como jefe de la familia tomó posesión formal de ella. Tal
vez la disposición original de aquella morada aérea le había permitido comprender
mejor que hasta entonces la vida y carácter de la solterona; lo cierto es que había
dado orden de respetar aquella habitación, previniendo que no se tocase ninguno
de los muebles que contenía… Hasta se encolerízó porque la joven viuda cogió
delante de él un alfiler de un acerico. Juan se mostró deseoso de pasar allí arriba el
tiempo que aún debía permanecer en la casa paterna. Bajaba solamente en las
horas de comer, y siempre «con el rostro nublado,» como decía Federica.

Adela, por su parte, había experimentado también una predilección


particular por aquel «tranquilo y consolador asilo,» según le calificaba ella…, y por
eso pidió a su primo, como una gracia particular, que le permitiese visitar con
frecuencia aquella habitación. Rosa recibió orden de fregar los suelos, y la joven
viuda limpió con sus propias manos, tan finas y blancas, el polvo de los viejos
muebles.

Las habitaciones ocupadas en otro tiempo por la tía Córdula no estaban,


pues, nunca desiertas, y además el joven médico había mandado cambiar la
antigua y enorme cerradura de la puerta pintada, sustituyéndola con una
moderna, de modo que a Felicia de nada servíale ya su llave y el camino por los
tejados era el único que estaba a su disposición. La idea de que iba a verse en la
necesidad de penetrar como una ladrona en un aposento cuidadosamente cerrado
hacíala estremecer de horror…; el espionaje que debía imponerse para aprovechar
el instante en que el nuevo inquilino de la buhardilla se alejara de ésta parecíale
odioso e insoportable. Sin embargo, se sobrepuso a todas estas impresiones, y
persistió fielmente en la resolución de alcanzar el fin que se había impuesto;
algunas veces, recordando que apenas la quedaban quince días para llevar a cabo
su misión; sentíase oprimida por una angustia insoportable.

Al fin cesó la lluvia: sobre el patio veíase un espacio de cielo claro y azul; la
planta del rincón secaba sus hojas impregnadas de humedad; las golondrinas,
cuyos innumerables nidos llenaban las cornisas de la antigua casa, cruzaban
alegremente por los aires. Todo renacía…, todo tomaba de nuevo gusto a la vida…;
tal vez volverían los señores a comer en el jardín, y entonces el camino por los
tejados sería posible… Sin embargo, esta esperanza de Felicia no se realizó, pues
apenas hubo terminado la comida, Rosa fue a buscarla y la invitó a ir al jardín con
la niña Ana, a la que el profesor había prometido aquel paseo; más tarde, toda la
familia iría allí a cenar.

Felicia, dando la mano a la niña, recibió muy pronto «orden» de ir al jardín,


donde comenzó a pasearse lentamente. En vez de las tejas y del suelo de la galería
aérea, pisaba en aquel instante los senderos enarenados del jardín… Durante la
lluvia, miles de rosas habían abierto su corola; sobre la alfombra de césped que se
extendía delante de la casa elevábanse rosales de alto tallo, cuyas flores brillantes y
aterciopeladas ostentábanse orgullosamente mirando desde lo alto la humilde
verdura que las rodeaba, como si vistiesen la púrpura real y tuvieran lástima del
pueblo sobre que reinaban. Pero en el huerto encontrábase la rosa de cien hojas, no
menos hermosa que sus hermanas más ilustres, y que se balanceaba con aire
bonachón cerca de las grandes coles, mezclando su dulce perfume con el olor
vulgar emanado de las legumbres.

Felicia andaba silenciosa, con la cabeza baja, y Ana la seguía complaciente,


sin turbar aquella meditación con una palabra indiscreta. Pensaba con íntimo dolor
y algo de enojo en la estación de las rosas de los años precedentes…: aquellas flores
tenían otro aspecto y más grato perfume cuando los ojos claros, brillantes y
benévolos de la tía Córdula no se habían cerrado aún para siempre…, cuando,
durante las solitarias tardes de los domingos, recibía lecciones de su protectora…
¡Qué felices eran en aquella galería, desde donde se divisaban a lo lejos las
montañas y los bosques de la Turingia! Entonces su vida tenía interés…, en aquel
rincón del universo la huérfana encontraba un corazón maternal, y junto a él
refugiábase con delicia… Era libre, por lo menos algunas horas; podía ser ella
misma…, hablar en voz alta de cuanto la interesase, comunicar sus sentimientos,
sus impresiones y reflexiones a un corazón de cuyo afecto estaba segura… ¡Cómo
había cambiado todo desde aquella desaparición!… Las mismas rosas estaban
pálidas y habían perdido su perfume aquel año.

Felicia levantó la cabeza y miró por encima de la cerca el jardín contiguo.


Allí se veía el gorro blanco de la señora de Frank, que estaba sentada junto a su
hijo; éste leía en alta voz, mientras las agujas de la calceta del la anciana señora
brillaban como relámpagos entre sus dedos activos. ¡Cuán dulce la contemplación
de aquel cuadro! Felicia se dijo que en aquella casa sería independiente hasta cierto
punto; que en sus relaciones con personas inteligentes, instruidas y humanas no
corría el riesgo de verse tratada como un autómata que debía obrar «por virtud de
mandato», salir, hablar o callarse, sin que nadie echase de ver aparentemente que
un alma podía habitar el mecanismo que se ponía en movimiento.

A pesar de estos pensamientos, el corazón de Felicia no se tranquilizó. Antes


de morir la tía Córdula joven experimentaba ya un pesar sordo, misterioso del cual
no podía darse cuenta…, un tormento cuyo origen y efectos conservábanse
igualmente ocultos para ella…, que retrocedía como un fantasma cuando trataba
de examinarle, y que desaparecía al punto en los rincones más obscuros de su
alma… Solamente reconocía un hecho, y era que aquel padecimiento singular se
relacionaba íntimamente con la presencia del hombre a quien desde la infancia se
había acostumbrado a considerar como a su perseguidor. Estaba persuadida de
antemano, desde que se anunció su regreso a la casa paterna, que su presencia iba
a aumentar su indignación y su cólera, pero no preveía que estos sentimientos
ejercieran sobre el resto de su vida espiritual una influencia tan grande y
misteriosa.

De vez en cuando la voz del lector próximo llegaba hasta ella…: esta voz era
agradable… pero distaba mucho de tener las modulaciones que con los años había
tomado la voz, antes tan monótona, de Juan Hellwig. Felicia movía impaciente la
cabeza… ¿Porqué le ocurría la idea de hacer aquella comparación?… Obligó a sus
pensamientos a seguir otra corriente, y condújolos a un asunto más reciente, que la
preocupaba a menudo desde que se abrió el testamento. El tribunal había
nombrado al joven abogado Frank curador de los problemáticos herederos
pertenecientes a la familia Hirschsprung, y hacía dos días habíase publicado un
anuncio en los principales periódicos para ver si aquéllos parecían. La joven
esperaba el resultado de aquella medida con dolorosa impaciencia. Si la familia
Hirschsprung, que habitaba en Kiel, contestaba a la invitación anunciando la
herencia, ya no se debía dudar que su madre habría sido rechazada por sus padres.
En tal caso, ¿qué debían ser aquellos hombres que no habían perdonado ni aun
ante la muerte trágica de la desdichada Meta?

Por todas estas razones, Felicia no abrigaba la menor esperanza personal por
la llegada posible de aquellos parientes próximos; ni tampoco quería rasgar jamás
respecto a ellos el velo que ocultaba su origen, aunque su corazón latía al pensar
que los crueles abuelos podrían pasar un día con indiferencia junto a su nieta,
abandonada por ellos a la triste condición a que se veía reducida.

La señora Frank, que había visto a Felicia desde el otro lado de la cerca,
levantóse y se aproximó a ella juntamente con su hijo; los dos la saludaron con
bondad, y el joven abogado expresó la satisfacción que experimentaba por saber
que iba a vivir pronto en compañía de ellos. Trabada la conversación, prolongóse
largo tiempo. Frank, hombre de mundo, estudiaba con curiosidad el extraño tipo
de aquella joven que le miraba con tanta inocencia y que en forma notablemente
clara y concreta expresaba ideas no comunes. Así hablaron largo tiempo de
muchos temas diversos. La señora de Frank preguntó cómo seguía la niña, que
correteaba sin decir palabra al lado de Felicia; y la joven, levantándola en brazos,
mostró con cierto orgullo las mejillas casi sonrosadas de aquel rostro que en otro
tiempo estaba tan lívido y descompuesto.

En el momento de despedirse, la señora Frank ofreció su mano a Felicia, su


hijo la imitó y la joven les tendió la suya En aquel momento la puerta del jardín
rechinó sobre sus goznes; y apareció el profesor. Detúvose éste algunos segundos
en el umbral, como si hubiera echado allí raíces, y después, llevándose la mano al
sombrero, saludó al grupo que acababa de divisar. Este movimiento permitió a
Felicia ver el rostro de Juan encendido al parecer de cólera. El joven abogado se
disponía a llamarle, cuando el doctor, volviendo bruscamente la cabeza, tomó una
dirección opuesta y dirigióse al pabellón.

—¡Vamos! —dijo el joven Frank a su madre, sonriendo—, eso se puede


llamar saludo de profesor. Ese excelente Juan parece tener siempre uno de sus
enfermos debajo de su cuchillo de operador, y muy a menudo se da el caso de que
no reconozca ni aun a sus mejores amigos, cuando se halla bajo el imperio de sus
visiones.

La madre y el hijo volvieron al pabellón en que antes se hallaban instalados,


y Felicia se encaminó hacia el huerto para buscar la soledad.
Capítulo XXII
Detrás de la muralla formada por los tejos no molestaban el sol ni el viento
que hacía un rato soplaba con alguna violencia: tampoco llegaban hasta allí las
severas miradas que tal vez en aquella dirección lanzaba alguien desde la casita.
Felicia conocía demasiado el semblante del profesor para saber que la actitud de
éste al marcharse sin contestar al saludo de Frank obedecía al disgusto, a la cólera,
no a una distracción, y aun creía poder adivinar la causa de aquel mal humor. Juan
Hellwig exigía que sus consejos médicos fuesen ciegamente obedecidos y, a juzgar
por lo que Rosa había referido de su estancia en Bonn, estaba acostumbrado a ver
siempre respetados sus deseos y su voluntad: ya hemos visto que repetidas veces
había prohibido a Felicia llevar en brazos a Anita, y como acababa de encontrarla
en flagrante desobediencia, de aquí la mirada llena de sorpresa y de contrariedad
que habíale lanzado al entrar en el jardín.

Felicia sentóse en un banco colocado junto a la presa: un abedul alzaba allí


su tronco blanco y delgado y sus ramas cubrían en parte aquel asiento. En tan
resguardado sitio apenas se percibía el viento que sólo de cuando en cuando hacía
temblar la hierba y agitaba suavemente el follaje del árbol. El arroyo del molino,
engrosado por las recientes lluvias, corría con violencia y sus aguas turbias
chocaban violentamente en las paredes de las orillas.

Anita se entretenía cogiendo flores silvestres y se las daba a su compañera


para que con ellas formara un ramo para su tío el profesor: aquella labor exigía no
poca paciencia y Felicia tenía sus ojos fijos en las flores sin verlas. De pronto
apareció entre las hileras de tejos el doctor, que avanzaba rápidamente hacia el
sitio en que se encontraba la joven. Un grito de la niña sacó a esta de su
meditación: allí estaba él, junto a ella. Felicia quiso levantarse, pero Juan la cogió
suavemente por el brazo, obligándola a permanecer sentada.

Aquélla fue la primera vez que se sintió desconcertada delante de su tutor:


cuatro semanas antes hubiera rechazado con repugnancia su mano y se habría
marchado; ahora, en cambio, permanecía inmóvil, sin voluntad, como bajo la
influencia de un hechizo. Mortificábala que el doctor usara para con ella, de algún
tiempo a aquella parte, un tono de dulce confianza y ardientemente deseaba
poderle demostrar que le aborrecía lo mismo que antes, que sentía hacia él el
mismo horror; pero de repente faltáronle valor y palabras para expresar tales
sentimientos. Fijó sus ojos en el semblante de Juan, que distaba mucho de expresar
cólera o disgusto y que había recobrado su color normal, y se sintió indignada
consigo misma porque hubo de confesarse que mal de su grado le imponía aquel
semblante en el que se leían la energía y la resolución.

El doctor sentóse en el banco y guardó silencio durante unos segundos;


Felicia, aunque tenía los ojos clavados en el suelo, sentía que la mirada de aquel
hombre no se separaba de ella.

—Felicia —dijo al cabo de un rato—, hágame usted el favor de quitarse ese


abominable sombrero.

Juan pronunció estas palabras con voz suave y casi alegre, y sin esperar el
consentimiento de la joven, cogió el sombrero de ésta y lo arrojó sobre el césped;
un rayo de Sol que penetraba por entre el follaje del abedul y que hasta entonces
habíase posado sobre y aquel horrible objeto de paja negra, iluminó de pronto la
hermosa cabellera de Felicia.

—¡Así, así podré ver como detrás de esa frente trabajan los malos
pensamientos! —exclamó dejando asomar entre sus labios algo como una sonrisa
—. La lucha en medio de tinieblas no me gusta; quiero ver a mi adversario y yo sé
—añadió señalando a la frente de la joven— que ahí dentro tengo que habérmelas
con un gran enemigo.

¿Adónde quería irá parar con este exordio? Quizás esperaba de ella una
respuesta; pero la joven obstinóse en guardar silencio. Sus manos reunían al acaso
las violetas, los botones de oro y otras flores, que Ana la llevaba con incansable
actividad; aquellas manitas, que no interrumpían la labor comenzada y que
estaban acostumbradas a los más toscos trabajos, habían perdido un poco de su
rudeza durante los días de vida sedentaria que acababan de transcurrir y se
mostraban finas y de un color casi rosado. El tutor cogió una de ellas y la examinó:
en su palma había señales que no podían borrarse tan rápidamente, pues en
algunos puntos la piel era callosa: el sistema de educación impuesto por el médico
se había aplicado con todo su rigor, y la joven, destinada a la servidumbre, debió
ejecutar las más rudas faenas. Aunque este examen hizo ruborizar a la joven, halló
muy pronto la fuerza que le faltaba antes, y levantando la cabeza miró
tranquilamente al profesor, el cual dejó caer lentamente la mano que tenía entre las
suyas y se frotó varias veces la frente como para desechar un pensamiento
importuno.

—Usted ha ido con gusto a la escuela, ¿no es verdad?… —preguntóle al fin


—. ¿Le agrada el estudio?
—Sí —contestó la joven en el colmo de la sorpresa, pues aquella frase había
sido traída, por decirlo así, por los cabellos, lo cual no era de extrañar, porque Juan
Hellwig, aunque tenía gran dominio sobre la palabra, era muy poco versado en
habilidades diplomáticas.

—Está bien —continuó el médico—. ¿No ha olvidado usted lo que la dije


últimamente?

—No; lo recuerdo.

—¿Y ha comprendido usted que una mujer debe prestar su auxilio al


hombre que quiere reparar un error?

Juan, al decir esto, apoyó el codo sobre una rodilla e inclinóse para examinar
el rostro de la joven.

—No me conformo tan dócilmente con las opiniones de los demás —


contestó Felicia, dejando caer sobre las rodillas la mano en que tenía el ramo, y
mirando a su interlocutor de frente—. Por lo pronto debo saber en qué consiste la
expiación.

—¡Pretexto!… —murmuró Juan, cuyo semblante tomaba una expresión más


sombría; y olvidando al parecer que hasta entonces había hablado vagamente y en
general, añadió con alguna agitación—: No es necesario que se muestre usted tan
atroz, tan resuelta, pues sólo viendo la expresión de su semblante nadie se
atrevería a pedirle sino aquello que se puede conceder buenamente… Tan sólo se
trata de que, sea cual fuere el plan misterioso que usted se propone llevar a cabo
cuando sea libre, consienta en permanecer un año más sometida a mi autoridad de
tutor y consagrar este tiempo a su instrucción… ¡Déjeme usted hablar!… —añadió,
elevando la voz y frunciendo las cejas, en el instante en que la joven iba a
interrumpirle. Prescinda usted de que esta proposición parte de mí y piense
solamente que al proceder de este modo no hago otra cosa sino cumplir la
voluntad expresa de mi padre.

—Ya es demasiado tarde para tomar ese partido.

—¿Demasiado tarde… a la edad de usted? ¡Si aún es una niña!

—Usted no me comprende; quiero decir tan sólo que en el tiempo en que yo


era una niña sin discernimiento, sin apoyo, me vi obligada a recibir limosna… y de
grado o por fuerza fue preciso tolerarla; mas ahora me basto a mí propia, puesto
que puedo trabajar, y no recibiré ni un céntimo sin haberlo ganado.

Juan Hellwig se mordió los labios y frunció el ceño; pero repuso con calma y
acento tranquilo:

—He previsto la objeción, porque sé hasta dónde llega el indomable orgullo


de usted… Mi plan es el siguiente: entrará usted en un pensionado… yo le prestaré
el dinero que necesite y usted me lo devolverá íntegro apenas se halle en estado de
ganar la subsistencia. Conozco en Bonn un buen instituto de cuya directora soy
médico… Allí sería usted muy bien recibida y tratada…, y… y… —añadió Juan
bajando la voz, temblorosa en aquel instante…— la perspectiva de una separación
eterna se retardaría un poco… De aquí a catorce días terminarán mis vacaciones;
vuelvo a Bonn con Adela, y usted vendría con nosotros… Felicia, acabo de instarla
a que acepte mi apoyo… y ahora repito esta súplica. Consienta usted en no obrar
siempre bajo el impulso de un sentimiento vengativo y apasionado…, consienta
usted en olvidar el pasado aunque sólo sea por un momento, y permítame reparar
el error que con usted se ha cometido.

La joven escuchaba con abatimiento, pues la voz de Juan había recobrado las
entonaciones conmovedoras que Felicia notó cuando hablaba de su visión… No se
mostraba tan extrañamente conmovido como aquel día; pero la franqueza sencilla
y digna con que confesaba sus errores, sin temor de humillar su dignidad de
hombre, y su insistencia para repararlos, y su expresión dulce y grave al explicar
su plan, conmovieron a Felicia aun contra su voluntad.

—Si no se hubiese resuelto nada en cuanto concierne a mi porvenir —


contestó con una dulzura no acostumbrada—, aceptaría la proposición de usted,
agradeciéndola; pero tengo un compromiso que debe comenzar en la hora misma
en que abandone la casa de la señora Hellwig.

—¿Es irrevocable ese compromiso?

—Sí; una vez dada mi palabra, la cumplo religiosamente y no puedo


consentir en faltar a ella aunque debiese sufrir en sus consecuencias las más
amargas decepciones.

Juan se levantó con viveza y dio algunos pasos fuera del follaje que cubría el
banco.

—¿Y será permitido preguntar cuál es la naturaleza de ese compromiso? —


dijo el médico sin volver la cabeza hacia la joven.
—¡Oh, ciertamente! —contestó Felicia con sencillez—; ya habría dado cuenta
a la señora Hellwig si hubiese tenido ocasión de hablarla… La señora Frank me ha
tomado como señorita de compañía.

Estas palabras parecieron producir en Juan un efecto comparable al del rayo:


se volvió súbitamente y en sus ojos brillaba una mirada de fuego.

—¿La señora de Frank…, la dama que vive junto a nosotros?… —preguntó,


como si no quisiera dar crédito a sus oídos y señalando el jardín contiguo…— En
cuanto a este plan renuncie usted a él desde luego —añadió volviendo presuroso
junto al árbol—, pues jamás otorgaré para ello mi consentimiento.

Esta vez la joven se irguió indignada, y mientras el ramo y las flores de la


niña caían en tierra, sin que hiciera caso de ello, repitió la palabra que acababa de
oír.

—¿Consentimiento…, el consentimiento de usted?… Puedo prescindir de él,


pues dentro de catorce días no dependeré de esta casa y me será dado obrar como
bien me parezca.

—Esa convicción es pura niñada —replicó Juan muy agitado—. Tengo sobre
usted derechos que no conoce, y pueden pasar algunos años antes de que dejen de
existir… Y aun después de transcurrido ese tiempo —añadió el profesor con
creciente arrebato—, no es seguro que devolveré a usted la libertad.

—Ya lo veremos —repuso Felicia con frialdad.

—¡Sí, ya lo veremos!… Ayer tuve una larga conferencia con el doctor Bohm,
el amigo más íntimo de mi padre; le consulté sobre los incidentes que concurrieron
a la instalación de usted en esta casa, y de esa conferencia…, escúcheme usted bien,
resulta lo siguiente: usted fue confiada a los cuidados de mi padre bajo la expresa
condición de que la guardaría hasta el momento en que fuese reclamada por el de
usted, o bien hasta que se encontrase un protector honrado y leal que le diese su
nombre. Previendo su muerte, mi padre me transfirió el derecho que tenía sobre
usted, y yo estoy firmemente resuelto a mantener las condiciones estipuladas.

Ante esta imposición Felicia perdió por completo la calma que hasta
entonces había conservado.

—¡Oh Dios mio! —exclamó fuera de sí, uniendo las manos—. ¡No acabará
nunca esta situación miserable!… ¿Es posible que haya de verme obligada a vivir
eternamente en esta horrible dependencia? Durante largos años he tenido la
esperanza de que sería libre el día en que cumpliera diez y ocho años…; sólo con
ese pensamiento he podido soportar los desprecios, las humillaciones, los ultrajes a
que se me sometió diariamente, y en ese pensamiento hallé la calma exterior y la
fuerza para ocultar mis heridas, que tan dolorosamente se desangraban cuando
nadie me veía… ¡No, eso es imposible, no, no será! Ya no soy esa criatura resignada
que por respeto, por la voluntad de aquellos que ya no existen, consentía en
dejarse hollar bajo los pies…, en dejarse pisar sin proferir una queja… ¡Yo no
quiero…, no quiero tener ya ninguna relación con un Hellwig…, y a toda costa
romperé esta odiosa cadena!

El profesor, que había palidecido, cogió las manos de la joven.

—Vuelva usted en sí, Felicia —dijo con voz apagada—, no luche contra sí
misma, como un pobre pajarillo que trata de matarse antes que renunciar a su
independencia… ¡Odiosa cadena!… ¿No comprende usted que me hace un mal
horrible al pronunciar tan implacables palabras?… ¡Cálmese usted!… Será libre en
sus pensamientos y en sus actos, y solamente se la protegerá como a una niña
tiernamente amada… Felicia, ahora sabrá cuán dulce es vivir cuando el amor
piensa por nosotros y por nosotros vela. Solamente esta vez obro invocando la
autoridad de que soy depositario… Su tutor es quien la habla, pero suplicándola
que no dificulte su misión oponiendo una resistencia que, debo repetirlo, no puede
servirla en modo alguno. Yo me encargo de explicar a la señora Frank, que no
puede usted cumplir con el compromiso y que se ha de renunciar a este proyecto.

—¡Haga usted eso —repuso la joven, cuyos labios temblorosos se esforzaron


varias veces para articular estas palabras—, haga usted eso, puesto que es el más
fuerte…; pero yo obraré también, y puede estar seguro de que me defenderé hasta
el último aliento!

Jamás aquella niña, que en su corta existencia debió sufrir tan rudas
pruebas, había experimentado una turbación semejante a la que se produjo en su
alma en aquel momento. Voces nuevas y desconocidas gritaban en su interior,
elevándose con fuerza en aquel trastorno de todo su ser; sobre ella se cernía una
nube que ocultaba la tempestad, y adivinaba instintivamente que allí había un
espantoso peligro del que debía librarse a toda costa… Parecíale que desde este
momento una fuerza incomprensible la identificaba con aquel hombre y que cada
una de las palabras con que trataba de zaherirle recaía dolorosamente en su propio
corazón.
Juan conservaba aún entre sus manos las de Felicia, y escuchándola atento,
observaba a la vez sus facciones… Espejo demasiado fiel de sus impresiones, hasta
de las más complicadas, reprodujeron escrupulosamente el espanto y el desaliento
que sentía… La mirada de aquel médico, de aquel observador, acostumbrado a
sondear los más profundos repliegues del alma humana, había debido penetrar
secretos más obscuros que el de aquel corazón infantil que con tanta altivez se
defendía… De repente dejó caer las manos de Felicia y díjola tranquila y casi
alegremente:

—¡No hará usted nada! Tengo abiertos los ojos y mi brazo alcanza bastante
lejos; no se me escapará usted, Felicia… De todos modos no la dejaré aquí…, y en
ningún caso volveré a Bonn sin que me acompañe.

Hacía largo tiempo que la puerta del jardín se había abierto y cerrado varias
veces, mas el ruido se ahogó por la conversación que acababa de mediar. Al fin
apareció Rosa y dijo al profesor que la señora Hellwig esperaba en el salón y que
su prima le suplicaba que fuese a reunirse con ella.

—¿Está enferma?… —preguntó Juan bruscamente, sin volver la cabeza hacia


Rosa.

—Nada de eso —contestó la doncella muy sorprendida—; pero la señora ha


preparado el café por su mano, y desearía que el señor profesor le tomase recién
hecho. También está en el salón el abogado señor Frank.

—Muy bien; ya voy —replicó Juan, aunque sin moverse.

Tal vez esperaba que Rosa se alejase; pero esta esperanza se frustró, porque
Ana retuvo a la doncella a fin de mostrarla sus pobres flores, que se marchitaban
sobre el césped. Al fin se dirigió hacia el pabellón con aire vacilante.

—No esté usted aquí mucho rato —dijo a Felicia, volviéndose hacia ella—; el
viento aumenta y probablemente nos traerá una tempestad. Vuelva usted con Ana
al pabellón.

Así diciendo, desapareció por detrás de los tejos mientras Felicia se alejaba
rápidamente por la orilla del arroyo. Su cerebro, de ordinario bien equilibrado,
parecíale presa de un caos, y en vano trataba de coordinar sus pensamientos a fin
de examinar fríamente la situación en que se encontraba y lograr dominarla. Era,
pues, necesario continuar sufriendo el yugo; no bastaba que se le negase el derecho
de disponer de su persona, sino que había de vivir no lejos de aquel hombre, y esto
tal vez durante algunos años, lo cual era la más espantosa perspectiva que se la
pudiese ofrecer… ¿No había hecho cuanto de sí dependía para demostrarle que le
odiaba con toda su alma y que jamás se extinguiría en ella esta aversión? ¿No era
en él un inconcebible refinamiento de crueldad encadenarla en tales condiciones
más estrechamente que nunca?… ¡No!, prefería mil veces ser maltratada por la
señora Hellwig durante años enteros más bien que vivir tan sólo algunos meses
bajo la vigilancia de aquel hombre, que ejercía sobre ella una influencia satánica…
Pero la voz del profesor ponía en confusión el curso de sus ideas: el tono suave y
amistoso que había adoptado hacia algún tiempo para hablarle conmovía todas las
fibras de su corazón, que latía con más violencia al oírle.

Evidentemente el antiguo odio concentrado en su corazón se agitaba y


revolvía en ella… No importa; no podía soportar la violencia de aquel estado… La
visión de que la habló había dado también mucho que pensar a Felicia, y ahora el
médico revelaba el verdadero sentido con estas palabras: «¡Felicia, ya sabrá usted
cuán dulce es vivir cuando el amor piensa por nosotros y por nosotros vela!».

¡Ya estaba visto! El profesor había resuelto en absoluto disponer de ella a su


antojo, sin consultarla en las circunstancias más graves de la vida de una joven;
elegiría un esposo para ella, obligándola a someterse durante su existencia…, y
quedaría reparado así, según Juan Hellwig, el error que reconocía haber
cometido… El corazón de la joven se sublevaba ante esta perspectiva… ¡Qué audaz
e inmoral era semejante plan! ¿Podía obligar a un hombre a que amase a la pobre
huérfana y se casase con ella?… El mismo Juan habíase visto contrariado en sus
inclinaciones y habíase condenado a vivir solo por no reprimir sus sentimientos…
¿Por qué negar a otro el derecho que para sí reivindicaba? Pero ya vería que ella no
renunciaba a su derecho en cuanto la concerniese y que no le permitiría disponer
de su persona como de una mercancía… ¿Quién la privaba de ir a reunirse
inmediatamente con la señora de Frank y ponerse bajo su protección?… ¡Ay!, la
cajita gris era la que la encadenaba en la casa Hellwig, mucho más que la más
absoluta de las voluntades humanas… Era preciso esperar y soportarlo todo hasta
el último instante.
Capítulo XXIII
Ana interrumpió aquél monólogo doloroso, cogiendo tiernamente la mano
de la joven, a quien se llevó consigo. El viento soplaba con fuerza a través de las
copas de los grandes árboles, penetrando hasta en las regiones más preservadas
contra su furor; doblegaba los arbustos y todas las plantas, impelía contra el sol
espesas nubes, cuya sombra se proyectaba como las alas de un ave gigantesca
sobre el césped y la plazoleta enarenada, y levantaba torbellinos de hojas de rosa.
Los mismos tejos, tan firmes y flexibles, inclinábanse con gravedad, semejantes a
damas de la corte que hacen una reverencia sin perder su natural rigidez.

Era preciso refugiarse en el pabellón. Felicia cogió una silla de paja, fue a
sentarse en el recibimiento y sacó su labor del bolsillo. La puerta de la pequeña
cocina y la del salón estaban abiertas de par en par. Nada tan encantador como la
joven viuda en sus funciones de «ama de gobierno»: llevaba un delantal de seda
negra, ricamente guarnecido y con peto; en sus blondos rizos, muy cerca de las
diminutas orejas, balanceábase complaciente una gran rosa encarnada; habíala
cogido al paso, y puesta en el cabello a la casualidad, producía el más gracioso
efecto. Bajo la falda, de bordes festoneados y recogidos, a fin de no entorpecer los
movimientos, veíanse dos piececitos calzados de botines de seda de color castaño,
que se movían con una ligereza infantil; y la expresión del rostro, risueña, feliz e
inocente, mezclábase con esa graciosa gravedad que suele afectar el niño
encargado de una misión, cuando la toma por lo serio… El espectáculo era
encantador, y al ver aquellos vivaces y alegres movimientos, al escuchar aquel
lenguaje cándido y gracioso, no se hubiera creído estar en presencia de una viuda y
de una madre.

Mientras Adela iba y venía desde el salón a la cocina, la señora Hellwig


seguía una conversación interesante con el joven abogado, pues tratábase del
testamento de la solterona. Enrique y Federica habían dicho varias veces a Felicia
que la señora no pensaba más que en aquel desgraciado testamento, ni sabía ya
hablar de otra cosa; la joven entrevió el rostro de la corpulenta dama mientras
hablaba con Frank, y notó que había envejecido mucho; su lenguaje era
singularmente precipitado… y en su corazón dominaban acerba ira y el rencor.

El médico no tomaba parte en lo que se decía junto a el… y parecía


completamente ajeno a la conversación. Sumido en sus reflexiones, paseaba
lentamente de un lado a otro del salón, con las manos cruzadas por detrás; tan sólo
cuando pasaba por delante de la puerta dirigía a la joven una mirada observadora.
—¡Jamás podré avenirme, mi querido Frank! —repetía la señora Hellwig—.
¡Y si al menos supiera yo que todo ese dinero se adquirió honrosamente por
nuestra familia!… ¡Tal vez llegue ahora algún perdido que derrochará muy pronto
los ahorros de una casa como la nuestra!… ¡Qué fuente de bendiciones hubiera
podido llegar a ser ese dinero en nuestras manos!

—Querida tía —dijo la joven viuda, que estaba llevando la cafetera y que
comenzó a llenar las tazas—, ¿ya vuelves a preocuparte otra vez con esas penosas
historias, que tan dolorosamente te han impresionado?… Volverás a caer enferma;
vale más que pienses en tus hijos, y en mí también, y siquiera por nosotros procura
olvidar todo eso.

—¡Olvidar!… —repitió la señora Hellwig—. ¡Jamás! Desgraciadamente


tengo carácter…, cosa que la juventud actual ya no conoce apenas —añadió,
dirigiendo una mirada terrible a su hijo, que seguía paseándose—. ¡La afrenta de
cualquier injusticia excita mi sangre y mis nervios! ¡No puedo remediarlo! ¿Cómo
puedes dirigirme frases tan triviales, Adela? ¡A la verdad que a veces te muestras
muy superficial!

La joven viuda se sonrojó… Cerca de su boca formóse un pliegue singular, y


la taza que en el mismo instante presentaba a la señora Hellwig se movió un poco
sobre su base…; pero tenía suficiente imperio sobre sí para dominar su enojo,
reprimiendo la contestación irónica pronta a salir de sus labios.

—No merezco esa censura —contestó Adela con dulce acento—; nadie ha
tomado más a pecho que yo esa abominación, y no es solamente la pérdida
pecuniaria que sufres, así como mis primos, lo que más me aflige…; otro
sentimiento es el que se agita en mí cuando pienso en ese funesto accidente…
Entre las mujeres hay una solidaridad que no se puede abdicar, y yo me juzgo
profundamente humillada cuando debo reconocer el envilecimiento de una
persona de mi sexo… Esa anciana maléfica que vivía allá arriba, bajo tu mismo
techo, meditó sin duda durante la mitad de su larga existencia para buscar el
medio de afligir a sus parientes… Ha dejado este mundo en guerra con Dios y con
los hombres, despreciando y ultrajando todas las leyes divinas y humanas… Y se
ha presentado ante su juez cargada de pecados que le cierran para siempre las
puertas del cielo… ¡Oh!, esto es verdaderamente espantoso… Mi querido Juan —
añadió de pronto—, ¿puedo ofrecerte una taza de café?

—Gracias —contestó lacónicamente el profesor sin dejar de pasearse.


Las manos de Felicia habían dejado caer la costura… Escuchaba sin respirar
las palabras pronunciadas en el salón por aquella boca calumniadora. Sin duda
sabía por Enrique que el mundo había juzgado severamente y condenado a la
solterona…, mas era la primera vez que oía emitir semejante juicio; la sangre se
agolpaba a sus sienes…, cada palabra atravesaba su corazón como la hoja de un
puñal, y en aquel momento sufrió un dolor más angustioso aún que el producido
por su eterna separación de su anciana amiga.

—Ignoro hasta qué punto pudo pecar esa señora —contestó el joven
abogado…—, pero a decir verdad, y recogiendo los informes más contradictorios,
descubro que nadie sabe nada de positivo sobre la difunta; las chismografías de
nuestro buen pueblo se satisfacen con obscuras tradiciones; pero de todos modos,
su testamento prueba que la difunta debía ser una mujer original e inteligente.

La señora Hellwig sonrió con amarga ironía, volviendo la espalda a este


ingenuo defensor de la solterona.

—Amigo Frank —dijo la joven viuda—, sé que es propio de la profesión de


usted blanquear todo lo que está… manchado y descubrir una inocencia angelical
en el culpable condenado por la conciencia de todos: desde este punto de vista me
explico su juicio; pero hay para mí otro de más peso, más autorizado, el de mi
padre, que conoció a la difunta. La inconcebible obstinación de esa mujer ocasionó
la muerte de su padre…, y en cuanto a su reputación, la ha tenido en poco, pues
todos conocen los incidentes de su escandalosa permanencia en Leipzig… Por lo
que hace a su inteligencia, no ha servido más que para extraviarla…, y en fin,
digámoslo en una palabra, era una atea que no reconocía a Dios…

Al oír esto Felicia saltó de su silla, y al punto se la vio a la entrada del


salón… Con la mano derecha extendida, pálido el rostro, dilatada la nariz y los
ojos brillantes, parecía el ángel de la venganza y su justa indignación aumentaba su
belleza. Los labios sonrosados que acababan de pronunciar tan ligeramente
acusaciones tan terribles enmudecieron involuntariamente.

—Jamás ha renegado de Dios… —dijo la joven, fijando su mirada de fuego


en la graciosa calumniadora—; le amó, le honró y sirvióle por sus pensamientos,
sus actos y los innumerables beneficios que ha dispensado en su vida… No le
rezaba tal vez como usted; pero ¿con qué derecho condena a los que observan su
ley y acatan sus palabras, aliviando a sus semejantes, practicando todas las
virtudes y repartiendo a su alrededor tesoros de conmiseración?… Ella…, la que
usted maldice y condena, se habría guardado muy bien, no sólo de calumniar a sus
semejantes, sino de murmurar de ellos. ¿Cree usted que Dios…, Dios que lee en los
corazones, no la tendrá en cuenta el mal que no hizo y el bien que practicó? ¿Cree
usted que no la acogerá mejor que a tantas otras que invocan a nuestro Dios
crucificado y simultáneamente crucifican a su prójimo?

El joven Frank se había levantado involuntariamente, y apoyando la mano


en el respaldo de su silla, contemplaba a la joven con una sorpresa que rayaba en
incredulidad.

—¿Ha conocido usted a esa persona misteriosa? —preguntó a Felicia cuando


ésta dejó de hablar.

—La he visto todos los días.

—¡He aquí un descubrimiento precioso!… —dijo la joven viuda, tratando de


recobrar una expresión desdeñosa; pero su voz había perdido el tono de seguridad,
y una palidez mortal cubría su lindo rostro…— Entonces conocerá usted sin duda
muchas picantes anécdotas sobre el pasado de su respetable amiga… —añadió
Adela con cierto aire de estudiada dejadez, mientras que su mano jugaba
distraídamente con una cucharita.

—Jamás habló conmigo de su pasado —repuso tranquilamente Felicia,


comprendiendo que había desencadenado contra sí una espantosa tempestad
cuyos efectos esperaba con soberana calma.

—Es una lástima… —replicó la joven viuda moviendo graciosamente su


cabeza rizada. Sus mejillas habían vuelto a recobrar el color sonrosado—. ¡Admiro
—prosiguió— el talento con que sabe usted desempeñar la comedia, Carolina!…
Ya veo que ha sabido ocultar perfectamente esas relaciones… ¡Y bien, Juan!
¿Sientes aún haber desconocido el carácter de esa joven?

El profesor se había detenido, inmóvil de sorpresa, en el momento en que


Felicia se precipitaba hacia la puerta del salón… Aquella apología brotó
espontáneamente de los labios de la huérfana, y escuchábala con tanto interés, que
la pregunta de su prima quedó sin contestación… Miraba fijamente a Felicia, y no
pudo menos de sonreír al ver, a pesar del imperio que la joven trataba de conservar
sobre sí, que su cuerpo se estremecía bajo los pinchazos de la encantadora Adela.

—¿Era ése el secreto de usted?… —preguntó bruscamente.

—Sí —contestó la joven, mientras que su mirada, sombría hasta entonces, se


iluminó de pronto.

Una rápida intuición la reveló, por el sonido de aquella voz, que no estaría
sola en la lucha que se iba a empeñar.

—Contaba usted vivir con mi tía, y ésta era la felicidad que esperaba y de la
cual parecía tan segura, ¿no es así?

—Sí.

A no haber estado la joven viuda muy ocupada en preparar las


observaciones desdeñosas con que se proponía zaherir a la «pequeña comedianta»,
hubiera podido sorprender tal vez al paso, y con viva inquietud, la radiante
expresión de alegría que iluminó el rostro grave del joven médico,
transfigurándole del todo.

Las preguntas y las respuestas se habían seguido con la rapidez del


relámpago, sin dejar a la señora Hellwig tiempo para intervenir en la discusión y
sacudir la sorpresa que la paralizaba. Permanecía sentada en un sillón con la
rigidez de una estatua; sus manos habían dejado caer la calceta, y el ovillo de lana
blanca como la nieve había rodado, sin que lo echase de ver, hasta el centro del
salón.

—Este descubrimiento es en extremo interesante para mí… —exclamó el


joven abogado, acercándose vivamente a Felicia—. No crea usted que yo trate de
interrogarla a mi vez sobre la difunta…: lejos de mí esta idea; pero tal vez sería a
usted posible proporcionarme algunos informes sobre ciertas incomprensibles
desapariciones de objetos que debían formar parte de la sucesión, y…

¡Gran Dios!… ¡Iban a interrogarla sobre la plata y las alhajas que no se


podían encontrar!… Felicia sintió que toda su sangre se helaba en las venas; mortal
palidez cubrió sus mejillas, y bajó la vista… En aquel momento era la imagen
viviente de la culpabilidad.

—Como amante y entusiasta de la música, y coleccionista apasionado de


autógrafos —prosiguió el joven, asombrado al observar el cambio de fisonomía
producido en Felicia y tomando de nuevo la palabra después de una breve pausa
—, me domina, desde que se abrió el testamento, una extremada curiosidad… En
él se cita la existencia de una preciosa colección de manuscritos de los más célebres
compositores; pero inútilmente la buscamos. Muchas personas aseguran que la
difunta no tenía el juicio del todo sano, y supónese que una colección podría ser
una pura quimera, el resultado de una especie de alucinación… ¿Ha tenido usted
conocimiento alguna vez de que la solterona poseyera semejantes autógrafos?

—Sí —dijo Felicia, respirando—, los conozco todos.

—¿Era considerable la colección?

—Se componía especialmente de todos los nombres de los compositores del


siglo pasado.

—En el testamento se hace mención varias veces de una opereta de Bach, y


yo presumo que aquí hay algún error. ¿Recuerda usted el titulo de esa obra? —
continuó el joven abogado, observando con curiosidad el semblante de Felicia.

—¡Oh, sí! —contestó con viveza la joven—; lo mismo en este punto que en
los demás, la difunta no ha cometido ningún error; era, en efecto, una opereta bufa
que Juan Sebastián Bach compuso expresamente para esta ciudad de X***, y que se
representó en las Casas Consistoriales. Su titulo era éste: La sabiduría de las
autoridades en sus disposiciones relativas a la fabricación de cerveza.

—¡No es posible!… —exclamó Frank en el colmo de la sorpresa y


retrocediendo un paso—. ¡Cómo! ¿Existiría en realidad esa composición que el
mundo musical ha buscado inútilmente y que todos se habían acostumbrado a
considerar como un mito?

—La partitura estaba escrita toda ella de puño y letra de Bach —continuó
Felicia—; el autor se la había dado a un tal Godofredo de Hirschsprung, y la
difunta la recogió por herencia.

—Estas revelaciones son de inmenso valor —repuso Frank—, y ahora la


conjuro a usted a decirme dónde se halla esa colección.

Un escollo se elevaba de pronto ante Felicia. Impulsada por la defensa que


había querido hacer, y viendo que los más indulgentes dudaban cuando menos
que la inteligencia de la tía Córdula, siempre tan sólida, estuviese del todo sana,
reveló cuanto podía desvanecer semejante sospecha… Al hacer aquella apología,
no previó el resultado que debía producirse forzosamente; y ahora era preciso
contestar a la pregunta tan bien precisada… ¿Debería mentir? ¡Esto era imposible!

—En cuanto yo sé —dijo en voz baja—, esa colección no existe ya.


—¿Que no existe ya?… ¿Quiere usted decir, sin duda, que ya no está
completa?

Felicia guardó silencio; en aquel instante hubiera querido estar a cien leguas
del abogado que con tanta obstinación e insistencia la interrogaba.

—¡Cómo!… —continuó Frank, con tono muy animado—. ¿La habrían


destruido?… En tal caso, es preciso que me diga usted por qué concurso de
circunstancias ha llegado a suceder esto.

La situación era penosa… Allí, delante de ella, veía sentada a la persona a


quien podía comprometer con su testimonio… ¡Cuantas veces, cuando en su niñez
o en su juventud fue atormentada o humillada por la señora Hellwig, cuántas
veces no se agitó en su corazón perturbándole, el deseo de venganza! Imaginábase
entonces que le sería muy dulce hacer sufrir a su vez a la abominable mujer…, y he
aquí que el acaso ponía esta satisfacción a su alcance…; pero la joven se había
engañado sobre la firmeza de su carácter, pues reconocíase del todo incapaz de
aprovechar la ocasión de gozarse en la venganza… Su mirada, vagando errante su
alrededor, encontróse con la de la señora Hellwig, verdadera mirada de fiera
salvaje, que, sin embargo, no bastó para cambiar sus disposiciones.

—Yo no estaba presente cuando se destruyó esa colección —dijo—, y por lo


tanto no puedo hacer ninguna indicación, ni dar detalle alguno sobre el
particular…

Esta contestación fue dada con tal firmeza y tan resueltamente, que no era
posible continuar un interrogatorio del que la joven quería sin duda sustraerse;
pero esta generosidad debía costarle cara. La tempestad, suspendida un momento,
se desencadenó con furor… La señora Hellwig se había levantado, y sosteniéndose
con sus dos manos apoyadas en la mesa, fijaba una mirada diabólica en el pálido
rostro de Felicia.

—¡Miserable criatura! —exclamó con un arrebato que hizo estremecer a


todos los presentes…— ¿Te crees en el deber de dispensarme consideraciones?…
¿Te permites pensar que debo ocultarme por alguno de mis actos, y tratas de
considerarte como mi cómplice?… ¡Tú!…

Volvió la cabeza desdeñosamente, y fijando sus ojos grises en el joven


abogado, con la calma y la orgullosa expresión que la caracterizaba añadió:

—Tengo por costumbre dar cuenta de mis actos solamente a Dios, mi Dueño
y Señor, y cuanto hago se hace en su nombre, para su gloria y en bien de la
religión… Sin embargo, amigo Frank, quiero decir a usted qué ha sido de esos
papeles, los cuales, según dice, representan una riqueza «inapreciable…» y voy a
decírselo a fin de que esa criatura no conserve ni por un solo instante la idea de
que hay alguna cosa de común entre ella… y yo… La difunta, Córdula Hellwig,
había renegado de Dios por su vida y por sus obras…; era un alma perdida, y
quien ose defenderla sólo demostrará que sigue su misma conducta. En vez de
rezar para recobrar la paz perdida, la solterona se consagraba a estudios
conocimientos condenables, envenenándose con libros y música profanos…, y
hasta los domingos se daba el caso de que perturbase la quietud de mi casa con
actos pecaminosos. Pasaba los días y las noches delante de sus libros, y cuanto más
se entregaba al estudio, más se resistía a los esfuerzos que yo hice para salvarla.
Hacía largo tiempo ya que mi más ardiente deseo era destruir esas míseras
concepciones, en las que Dios no toma parte alguna y que apartan a las almas
débiles del camino de la salvación, y sépalo usted, amigo Frank, yo he sido quien
ha quemado estos papeles.

Y levantó la voz para pronunciar estas palabras con salvaje expresión de


triunfo.

—¡Madre!… —exclamó Juan Hellwig acercándose a ella.

—¡Y bien!… ¿Qué hay, hijo mio?… —preguntó, volviéndose con ademán de
reto, mientras que su talle se erguía, tomando la actitud y rigidez de una estatua
fundida en bronce—. Tú quieres probablemente reprenderme por haberos
despojado, a ti y a Nataniel, de una herencia cuyo valor es «inapreciable» —
prosiguió con desdeñosa ironía…— Puedes estar tranquilo, porque he
determinado hace largo tiempo tomar algunos tálers de mi propia caja para
indemnizaros a los dos…, y por lo tanto no habré perjudicado a nadie.

—¡Algunos tálers!… —repitió el joven abogado, estremeciéndose de cólera y


de emoción—. ¡Señora Hellwig, para indemnizar a sus hijos tendrá usted que
pagarles en dinero contante cinco mil tálers por lo menos!

—¡Cinco mil tálers!…—repuso la señora Hellwig, riendo a carcajadas—.


¡Valiente bromazo! ¡Cinco mil tálers por esos viejos papeles amarillos! ¡No se
ponga usted en ridículo, amigo Frank!

—Pues esos viejos papeles amarillos le costarán a usted muy caros, señora,
se lo repito —dijo Frank, tratando de dominarse…— Yo la enviaré mañana una
evaluación aproximada de esos autógrafos, hallada entre los papeles de la difunta
y en la cual se consigna el precio de esos manuscritos, sin incluir el manuscrito de
Bach. Vaya usted, pues, viendo el grave compromiso en que ha incurrido usted
destruyendo esos tesoros inapreciables, y la responsabilidad que pueden exigirle
en su día los herederos de la familia Hirschsprung. ¡Es increíble —añadió—, es
increíble!… Juan, te recuerdo ahora la conversación que tuvimos hace algunas
semanas… ¿No me da la razón el hecho que acaba de producirse?… ¿No ves en
esto un golpe contundente contra tu opinión?

El joven médico no contestó; habíase acercado a la ventana, y como miraba


al jardín, no se pudo observar hasta qué punto le afectaba la observación de su
amigo.

Por un momento pareció que la señora Hellwig comprendía que se había


expuesto a una infinidad de consecuencias a cual más desagradable: su actitud
perdió de pronto la expresión de infalibilidad y de inflexible confianza que antes
manifestaba, y la sonrisa irónica se heló en sus labios, convirtiéndose en una
contracción convulsiva… Sin embargo, temeridad hubiera sido admitir largo
tiempo que aquella mujer pudiera arrepentirse de un acto consumado por ella;
obraba siempre en nombre de Dios, y por lo tanto no podía equivocarse; así es que
se repuso rápidamente.

—Apelaré, caballero, al juicio que usted mismo formó hace pocos instantes
—dijo fríamente al joven abogado…— Sabido es que la difunta no tenía el juicio
cabal y no me sería difícil aducir muchas pruebas en apoyo de esta creencia…
¿Quién podría sostener que esa supuesta evaluación de los papeles viejos no es
obra de una insensata?

—¡Yo!… —exclamó vivamente Felicia, aunque el sentimiento de aquella


resistencia hiciese temblar su voz—. ¡La acusación que usted lanza sobre la difunta
no caerá sobre su memoria mientras yo viva, señora Hellwig! Jamás hubo una
inteligencia más sana ni más clara que la suya, y era incapaz de engañarse sobre el
valor de los objetos que poseía. Mi afirmación sobre este punto sería considerada
con razón como insuficiente; pero si le conviene a usted desvanecer todas las
dudas respecto a esa colección, puede consultar las carteras que contenían los
manuscritos… Yo las he salvado; cada una contiene en el interior el índice
completo de las hojas que encerraba, y en cada autógrafo se hace mención de ellas
con las indicaciones precisas, no solamente de las fechas, sino del precio a que se
pagaron.
—¡Ah, Dios mío!… Ahora veo que he alimentado un excelente testigo
acusador contra mí —dijo la señora Hellwig—, pero yo te ajustaré las cuentas.
¿Conque es decir que durante una larga serie de años me has engañado con un
descaro sin igual? Comías mi pan e ibas a difamarme después bajo mi propio
techo… ¡Y si no hubiese sido por mí, hubieras mendigado tu pan de puerta en
puerta, desvergonzada intrigante! ¡Fuera de aquí, lejos de mi vista, odiosa criatura!

Felicia no se movió del umbral de la puerta del salón…; su figura parecía


engrandecerse bajo la oleada de las groseras injurias que se la dirigían…; mortal
palidez cubría su rostro…, pero jamás el espíritu valeroso e indomable de la joven
había estado tan en posesión de todas sus facultades.

—La acusación que me dirige sobre haberla engañado —repuso—, es cierta:


sí, con toda premeditación guardé silencio sobre esas relaciones, y me hubiera
dejado matar antes de confesarlas; pero mi resolución por enérgica que fuese,
dependía de muy poca cosa… Una buena palabra de usted, una mirada benévola;
habría sido suficiente para hacerme vacilar, pues nada me parece más vergonzoso,
y por lo tanto tan triste, como deber ocultar uno solo de sus actos…; pero eso no ha
sido un misterio culpable… ¿Quién podría acusar a los primeros cristianos de
haber sido unos bribones, porque en tiempo de la persecución se reunían
secretamente, a pesar de habérseles prohibido?… Yo también debía salvar mi alma.

Felicia respiró trabajosamente, y fijando sus grandes ojos castaños con


tranquila calma en la señora Hellwig, continuó:

—Yo me hallaba a punto de hundirme en horribles y profundas tinieblas,


cuando encontré asilo y protección en las buhardillas… No podía implorar, amar
al Dios de la venganza que ustedes invocan a todas horas, y la difunta me ha
conducido hacia el Dios verdadero, todo amor y misericordia, todo sabiduría y
omnipotencia, único Soberano de cielo y tierra. El ansia de aprender, el afán de
instruirme eran invencibles en mi alma, y crea usted, señora, que habría sido
menos cruel dejarme morir de hambre, que esa muerte sistemática del espíritu a
que usted quería condenarme. Jamás he difamado a usted, pues jamás se
pronunció su nombre entre ella y yo… Pero los proyectos de usted quedaron
burlados… No soy la joven ignorante y tosca que usted se proponía hacer de mí…;
soy discípula de la solterona.

—¡Fuera de aquí!… —repitió la señora Hellwig, mostrando la puerta.

—¡Aún no; querida tía —dijo la joven viuda con tono de súplica, cogiendo y
oprimiendo su brazo—, aún no, pues no debes perder una ocasión tan preciosa!…
Señor abogado —añadió—, se ha informado usted sobre el paradero de las
colecciones musicales con la «pasión de un amante de la música y de los
autógrafos…;» sírvase indagar también celosamente dónde están las alhajas y la
plata que no han podido encontrarse… ¡Si alguien ha puesto en eso la mano,
seguramente es esa joven!

El abogado se acercó a Felicia, que se agarraba convulsivamente al marco de


la puerta, y ofreciéndole respetuosamente el brazo, díjole con acento grave, aunque
bondadoso:

—¿Me permitirá usted conducirla a casa de mi madre?

—¡Su lugar está aquí!… —dijo con firmeza Juan Hellwig, impasible y
silencioso hasta entonces, acercándose a Felicia y cogiendo su mano. El joven Frank
retrocedió un paso, y los dos hombres se midieron con la vista un instante… En la
singular mirada que cambiaron no había vestigio del sentimiento amistoso que
antes los unía.

—¡Ah, bravo!, dos caballeros a la vez —exclamó la joven viuda, soltando la


carcajada; pero una taza se escapó de sus manos e hízose pedazos al caer al suelo.

En cualquiera otra ocasión, la señora Hellwig hubiera reprendido


severamente tal inadvertencia o torpeza…; pero esta vez no lo observó siquiera,
porque la sorpresa y la cólera tenían paralizado todo su ser.

—Estoy destinado hoy a recordarte con frecuencia el pasado —dijo al fin


Frank con cierta amargura… ¿Olvidas, Juan, que me dijiste hace algún tiempo que
estabas dispuesto a declinar tu autoridad, y que de este modo has provocado el
paso que acabo de dar?

—No he olvidado ninguna de mis palabras, ni de ninguna me retracto —


repuso Juan fríamente—. Si deseas una explicación sobre la inconsecuencia que
observas en mí, estoy a tus órdenes en todas partes y en todo tiempo; mas no en
este sitio.

Y retirando a Felicia de la puerta, condújola al jardín.

—Vuelva usted a la ciudad al punto, Felicia —le dijo… Y sus ojos, de mirada
tan fría, tan dura y severa por lo regular, expresaban una emoción profunda—.
Ésta será su última lucha, mi pobre Feli —añadió—, y esta noche será también la
última que pasará bajo el techo de mi madre… Con el día de mañana debe
comenzar para usted una nueva vida…

Tenía cogida la mano de Felicia mientras hablaba, y atrájola un poco hacia sí;
después dejóla caer y volvió al pabellón.
Capítulo XXIV
Felicia se alejó del jardín con rápido paso… Sí, el profesor tenía razón…, era
preciso volver a casa de la señora Hellwig…; había llegado el momento, y parecía
propicio para penetrar en la habitación de la tía Córdula. Delante de la puerta del
jardín la joven encontró a Federica, que llevaba la cena al pabellón, y así es que sólo
había quedado en la casa Enrique… El viento gemía a través de los tilos,
doblegándolos…, e impulsaba a Felicia hacia adelante, sin que la joven pudiese
luchar contra su fuerza…; Y sin embargo, sus pies tocaban el suelo y los árboles la
servían de abrigo… ¡Cuánta debía ser la violencia de los vientos desencadenados
allá arriba, al aire libre, en la pendiente de los tejados!

Enrique le abrió la puerta de la casa; Felicia, pasando por delante sin decir
palabra, entró en la habitación de los criados, y cogió la llave del granero, que
estaba colgada en la pared.

—¿Qué ocurre, mi pequeña Feli? —preguntó el criado.

—Quiero devolverte el honor y conquistar mi libertad… —contestó la joven,


que parecía dominada por una extraña exaltación—. Vigila con cuidado aquí —
añadió, precipitándose hacia la escalera.

—¡Oye!… Supongo que no harás ninguna tontería, ¿eh, Felicia?… ¡Escucha!


… ¿No irás a exponerte a ningún peligro?

Pero no recibió contestación, y obligado a vigilar en la puerta para cumplir


con su consigna, comenzó a pasear de un lado a otro del vestíbulo, sin poder
desechar una extremada inquietud.

Sobre la cabeza de la joven percibíanse mil rumores diversos… El viento


tempestuoso, sacudiendo las pizarras del tejado, penetraba en los largos
corredores, unas veces con estrépito y otras produciendo como un sordo gemido…
Felicia abrió la puerta del granero, y la ventana, en forma de claraboya, dejó pasar
una furiosa ráfaga de viento; una nube cargada de granizo cubrió el espacio de
cielo que se extendía sobre el cuadrado de los edificios, mientras que un rayo de
sol de color anaranjado iluminaba débilmente las ventanas de la tía Córdula,
veladas a veces por las ramas de hiedra y las plantas trepadoras, desprendidas o
trastornadas por la tempestad.

Cuando Felicia se acercaba a la claraboya, un nuevo golpe de viento le cortó


la respiración, obligándola a retroceder momentáneamente…; pero dejó pasar
aquella ráfaga y después salió… El que, hubiera visto su rostro pálido, con los
labios oprimidos, y la expresión resuelta, aunque grave, de la joven, hubiera
comprendido que tenía pleno conocimiento del peligro a que se exponía, pero
también de que era capaz de arrostrar la muerte antes que dejar de cumplir la
misión que se había impuesto… ¡Extraña organización era la suya… un corazón
ardiente y un ánimo sereno y frío!

Felicia apoyó ligeramente los pies en las pizarras vacilantes y su clara


mirada no se turbó ni un momento…; pero su adversario no esperó mucho para
comenzar la lucha… Muy pronto dejóse oír un silbido; el viento redobló su furia;
las puertas golpearon con estrépito; varios tiestos de flores, derribados por la
fuerza del huracán, rodaron y se rompieron en el suelo de la galería; y las antiguas
canales crujieron bajo los pies de Felicia con un ruido de siniestro augurio; aún
estaba en el tejado, pero sus manos estrechaban la balaustrada de la galería que
acababa de alcanzar.

El huracán agitaba la cabellera de Felicia, que el viento había deshecho,


como si quisiera diseminarla a todos los vientos…; pero la joven permaneció firme
e inmóvil, y después de esperar con paciencia un momento de reposo, pudo
deslizarse por la balaustrada y alcanzar el pequeño vestíbulo de cristales… Detrás
de ella, la tempestad desencadenaba su furor…; mas, Felicia no oía ya nada…, ni
pensaba siquiera en la peligrosa vuelta que debía efectuar por el mismo camino…
Con las manos juntas, en la actitud del sentimiento y del dolor, contemplaba el
vestíbulo tapizado de hiedra, que veía por última vez… Los bustos que tan bien
conocía estaban en el sitio de costumbre, alineados contra la pared…; pero ¡ay!, ya
no le eran tan familiares. En otro tiempo animaban aquella morada, pues sus
pensamientos, sus obras conocidas, amadas aquí, leídas y releídas en alta voz,
parecían evocar una aureola de gloria sobre sus frentes de mármol; mas ahora no
eran ya sino un adorno, un decorado ingenioso para aquellas paredes, y
contemplaban con tanta indiferencia a la joven viuda, graciosamente engalanada,
como a la joven pálida que fijaba en ellos sus ojos llenos de lágrimas.

Por lo demás, nada había cambiado en el interior; estaba habitado y


cuidábanlo como en tiempo de la tía Córdula… No se veía el menor vestigio de
polvo en la caja de caoba del gran piano; muchas ramas jóvenes y tiernas
atestiguaban el buen estado de la hiedra, y en uno de los nichos formados entre las
ventanas veíanse cuidadas perfectamente las dos plantas predilectas de la
solterona. Solamente en el otro nicho notábase un cambio…; la mesita de labor no
estaba ya en su sitio, porque el joven médico había destinado aquel lugar para
entregarse al estudio y al trabajo.

El rubor de la vergüenza cubrió las mejillas de la joven, al pensar que


penetraba como una ladrona en el cuarto de aquel hombre. ¡Dios sabe cuántas
cartas confidenciales y papeles secretos que no debían ver ojos extraños se hallaban
sobre aquella mesa! Los había dejado abiertos en la confianza de que nadie los
vería, pues llevaba en su bolsillo la llave de la habitación. Felicia se apresuró a
refugiarse junto al armario de espejo.

En uno de los lados de este antiguo mueble, en el centro de un arabesco


caprichosamente esculpido, había un pequeño botón de metal, gastado ya por el
tiempo e invisible para toda persona que ignorase el secreto del escondite; Felicia
le oprimió con fuerza, y el tablero se desprendió. Allí estaban reunidas todas las
riquezas cuya pérdida deploraba la señora Hellwig tan amargamente: los paquetes
de vajilla de plata, los estuches antiguos llenos de diamantes, cuidadosamente
arreglados en el sitio que ocupaban hacía tanto tiempo… Allí, en un rincón,
hallábase el cofrecillo que contenía el brazalete, y junto a él la cajita gris, puesta de
lado, tal como la dejó la mano de la solterona, que estaba temblorosa por efecto de
la emoción… Evidentemente, no había vuelto a tocarla.

Felicia cogió aquella cajita, estremeciéndose… No era ligera…, era preciso


destruir su contenido…, pero ¿cómo?

La joven levantó la tapa con precaución y vio un grueso volumen


encuadernado en marroquí: al fijar en él la mirada, observó que las páginas no
estaban impresas, sino llenas de una escritura muy fina y elegante.

—¡Tía Córdula, he aquí dos ojos fijos en tu secreto tan bien guardado, dos
ojos en los cuales viste muchas veces una ternura sin límites, una abnegación
dispuesta a todas las pruebas!… El joven corazón que jamás dudó de ti, late
conmovido junto al enigma de tu vida, y tan seguro está de tu inocencia como de la
luz del sol que en este momento ilumina tus ventanas abandonadas…; pero quiere
saber por qué has sufrido, quiere medir en toda su extensión el sacrificio que
consumaste durante tu vida entera… ¡Tu secreto debe morir; el fuego destruirá
esas hojas, y la boca que desde su primera infancia aprendió a guardar silencio
sabrá callarse como la tuya!

Los dedos temblorosos de la joven abrieron el libro, en cuya primera página


se leía: José de Hirschsprung, studiosus philosophiæ: era el diario íntimo del joven
estudiante, del noble hijo de un cerrajero mecánico…, de aquel que la tía Córdula
había amado… hasta el punto de ocasionar con ello, según decían, la muerte de su
padre. El escritor había llenado solamente la primera carilla de cada página,
reservando sin duda el dorso para las observaciones y notas…, y Felicia reconoció
muy pronto que este dorso se había llenado con la fina escritura de la tía Córdula.

Leyó el principio del volumen, en el que encontró desde luego pensamientos


profundos y originales, expresados con un vigor y una elevación notables, que se
apoderaban del lector, excitando su admiración. Sí, José Hirschsprung tenía tanta
nobleza de alma como inteligencia, y he aquí por qué la tía Córdula le había amado
hasta la muerte, expresándolo así en las siguientes líneas:

«¡Tú has cerrado los ojos; para siempre, José, y no pudiste verme arrodillada a los
pies de tu lecho, pidiendo a Dios, con la más ardiente súplica que jamás se le elevara, que te
conservase la vida! Tú pronunciabas mi nombre en la agitación de la fiebre y del delirio;
cuando yo te hablaba, no reconocías mi voz, rechazabas mi mano y ni siquiera tenía
conocimiento de mi presencia junto a ti.

»Abandonaste este mundo, persuadido de que yo había faltado a mis juramentos…,


y cuando todo terminó…, cuando tu lecho quedó vació, encontré este volumen debajo de tu
almohada…: él me ha dicho cuánto me habías amado, pero también me reveló que llegaste a
dudar de mí, José… Yo esperaba tan sólo una mirada serena, y en tal instante, aunque
hubiese sido rápido como el relámpago, habrías visto que yo era inocente; y mi vida, que ya
no debe tener consuelo, habría evitado el más agudo aguijón… En vano aguardé…, mi
esperanza quedó frustrada… ¡Una separación eterna, sin reconciliación entre los corazones
divididos!… No hay martirio más espantoso…, y si yo hubiera cometido el más negro de
los crímenes, no se me podía castigar más cruelmente que por mi corazón, el cual grita
dentro de mí noche y día, y por ese recuerdo, que le traspasa como si fuese la aguda hoja de
un puñal.

»Tu espíritu se cierne hoy sobre otras esferas…, mas yo estoy aún sujeta a este
mundo, donde tanto hemos sufrido los dos… No debo hablar a nadie de mis tormentos, ni
quiero hacerlo tampoco… ¿Quién los comprendería?… Nadie te ha conocido más que yo…;
pero preciso es que diga la verdad, aunque sea a este papel mudo, que por lo menos ha
conservado alguna cosa de ti. Tú le confiaste tus pensamientos, y me parece que tu voz me
habla en estas paginas. Quiero contestarte en estas mismas hojas en que tu mano reposó;
quiero pensar que estás junto a mí, y que tu mirada profunda sigue mi pluma, destinada a
revelarte el enigma de nuestra existencia.

»¿Te acuerdas del día en que la pequeña Córdula Hellwig buscaba con desesperación
en el desván su gallina favorita, que un perro de caza había puesto en fuga? Estaba aquel
cuarto muy obscuro, pero por una rendija filtrábase un rayo de sol que formaba una
columna de luz en la que se agitaban millares de partículas relucientes: la niña miró por
aquella rendija del tabique que comunicaba con otro desván en donde el vecino
Hirschsprung guardaba la cosecha de su único campo, y allí, sobre la más alta de las
doradas haces, estaba el rústico José que miraba al cielo por la ventanilla del techo.

»—¿A que no me ves? —gritó la niña al través de la rendija: el niño saltó al suelo y
miró a su alrededor—. ¿A que no me ves? —repitió la chiquilla, cuando de pronto oyóse un
ruido seco y una de las tablas detrás de las cuales se escondía la pequeña Córdula se vino
abajo con estrépito. Eras tú, José, y bien me consta que andando el tiempo habrías derribado
las vallas indignas que la sociedad pusiera entre los dos, con la misma energía con que
echaste abajo la tabla que nos separaba aquel día.

»El miedo me hizo prorrumpir en llanto y tú te mostraste dulce y bueno conmigo y


me condujiste a la tienda de tu padre… Repúsose la pared de tablas y desde entonces todos
los días bajé a la calle para visitarte… ¡Ay!, ¿qué se han hecho aquellas tardes de invierno?
Fuera rugía la tempestad; la rama de romero colgada en la ventana temblaba agitada por el
viento que hacía retemblar los cristales. En el gigantesco hogar hervía el café; tu noble
madre sentada junto al torno hilaba cáñamo, y tu padre trabajaba sin cesar para ganar
vuestro sustento.

»Aún veo, después de haber transcurrido tantos años, el noble y melancólico rostro
de aquel hombre cuando nos refería historias de pasados tiempos. Entonces la familia
Hirschsprung era poderosa, y distinguíase por su valor, y figuraba a la cabeza de Turingia.
¡Cuántas hazañas! ¡Qué generación no interrumpida de héroes! Sin embargo, los relatos
sobre batallas me atemorizaban un poco, y prefería que me contasen por la vigésima vez la
historia del valeroso caballero que amaba tan tiernamente a su joven esposa. Había
mandado hacer dos brazaletes, y en cada cual se grabó la mitad de una estrofa…: él llevaba
uno, y el otro adornaba el brazo de su mujer… Y cuando recibió el golpe mortal en la
batalla, un bribón se precipitó sobre él y quiso arrebatarle aquella alhaja preciosa; mas el
caballero moribundo oprimió convulsivamente el brazalete con su mano izquierda,
soportando los golpes sin soltar la prenda, hasta que su escudero llegó de pronto y dio
muerte al ladrón. Estos brazaletes fueron conservados por la familia, y quedaron en su
posesión hasta la llegada de los suecos. ¡Cómo odiabas tú a los suecos, José! ¿No fueron
ellos causa de la decadencia de los Hirschsprung?… Esta historia era triste, y tu padre la
terminaba siempre diciéndote: “¿Ves tú, José? Si los suecos no hubiesen venido aquí,
hubieras podido estudiar y llegar a ser un gran hombre… Pero no te han dejado más
recurso que el establecimiento y los útiles de tu padre…”. ¡Ah! Esta historia tenía otros
aspectos, ademas de los que tu honrado padre suponía.
»Los Hirschsprung se habían conservado buenos católicos, a pesar de los progresos
que el luteranismo hacía en su país; vivían retirados y fieles a su fe, aunque prudentes; mas
esto no bastó al viejo Adriano de Hirschsprung, que prefería abandonar su morada y su
patria antes que vivir entre los herejes. Había vendido todas sus propiedades, incluso la
gran casa situada en la plaza del Mercado, realizando así una suma de sesenta mil tálers en
oro; y hecho esto, envió a sus dos hijos en busca de una nueva patria en países católicos. Por
entonces, Gustavo Adolfo, rey de Suecia, atravesó la Turingia con veintiún mil soldados;
detúvose un día, el 22 de octubre de 1632, en la pequeña ciudad de X***, y su ejército se
alojó en todas las casas. Hasta la de los caballeros de Hirschsprung se llenó de soldados, y el
viejo Adriano soportó aquella obligación con mal disimulada cólera… Cruzáronse algunas
vivas palabras entre él y los soldados que vaciaban en el patio sus toneles de vino, y la
discusión degeneró muy pronto en contienda, hasta que uno de éstos desenvainó la espada y
hundióla en el pecho del anciano caballero… Adriano cayó de espaldas sobre las baldosas,
sin pronunciar una palabra ni proferir un grito…: estaba muerto. Los soldados saquearon
la casa, llevándose todo cuanto se podía transportar; y cuando los dos hijos del difunto
volvieron, después de haberle esperado inútilmente, su padre reposaba hacía largo tiempo
en el panteón de la familia. En vano buscaron la herencia que les correspondía; los sesenta
mil tálers debían haber caído en poder de los suecos; las cajas, los armarios y los cofres se
hallaban abiertos y vacíos, su contenido diseminado en toda la casa, y ni siquiera se
pudieron encontrar los papeles de negocios, ni los pergaminos de la familia… ¡Tal era la
narración de tu padre, José! La casa, perdida y devastada, se vendió a bajo precio a un
menestral de la ciudad llamado Hellwig; los dos hijos de Adriano se repartieron la módica
suma que se realizó vendiendo las últimas porciones de tierra; Lucas, el primogénito,
abandonó el país y jamás se supo nada sobre su suerte… La otra rama abandonó las armas
de los caballeros, y los descendientes de los poderosos señores que habían combatido a las
huestes sarracenas, y que frecuentaban con ostentación las más brillantes cortes de Europa,
empuñaron la garlopa y el martillo.

»Pero tú, José, tenía más altas miras; del mismo modo que tus hermosos rizos
flotaban sobre tu frente, agitábanse en tu cerebro ideas que te impulsaban a seguir distinto
camino del que emprendieran tus últimos antecesores; así fue que enderezaste tus pasos por
otra senda, aun cuando no se te ocultaba que ésta estaba sembrada de espinas, que la
miseria sería durante largo tiempo tu más fiel compañera. Pero tú sólo veías el elevado, el
noble objetivo a que tendían tus esfuerzos. ¡Y pensar que todo este heroísmo pereció
miserablemente en una buhardilla! El espíritu abandonó el cuerpo, porque éste carecía de
alimento. ¡Oh, Dios todopoderoso!… ¡Una de tus más nobles criaturas murió de hambre!

»¿Quién hubiera podido prever semejante desenlace cuando comunicabas a tus


palabras el ardiente entusiasmo de que estabas poseído…, o bien cuando, sentándote al
piano, arrancabas de él maravillosas melodías?… Ese instrumento no era más que pobre
clavicordio que había en un rincón obscuro de la casa de tus padres; sus notas eran duras y
apagadas, pero tu genio le animaba, y después de pintar los tormentos y las tempestades,
representabas un cielo radiante sobre nosotros. ¡Cómo te admiraba tu padre! Cierto día
abrió un antiguo mueble, sacó del cajón un cuaderno y colocóle delante de ti en el pupitre:
era la opereta de Juan Sebastián Bach; su abuelo la había recibido como regalo del mismo
compositor, y este recuerdo se conservaba religiosamente en la familia… No se encontró un
céntimo en tu casa, ni siquiera un pedazo de pan cuando ocurrió tu muerte; pero la
partitura, puesta sobre la mesa, estaba cuidadosamente envuelta en un papel y tenía
inscrito mi nombre.

»En el dorso de la hoja en que trazo estas líneas leo las siguientes palabras escritas
por ti:“Mi querida Córdula ha venido hoy…, iba vestida de blanco y sus bucles de color de
oro caían sobre su cuello…”. Era el día de mi primera comunión, José, y mi madre me había
advertido que visitaba vuestra casa por última vez…, que yo era casi una mujer y que no
convenía a la dignidad de una ilustre familia de negociantes tolerar por más tiempo la
amistad que me relacionaba con unos obreros… Tus padres no estaban en el taller cuando
te comuniqué esta resolución… Aún te veo palidecer y levantarte con violencia, gritando:
“¡Pues bien, vete, vete!”. Pero tu voz se extinguió en un sollozo, nuestras manos se
estrecharon, y desde aquel día data el eterno cariño que debíamos profesarnos.

»¿Cómo podría yo olvidar todo eso, yo, que durante algunos años he resistido a mis
padres, unas veces suplicantes y otras amenazadores?… ¿Cómo podría yo ser perjura? Me
decían que tú eras poco menos que un pordiosero, el hijo de un humilde artesano que
apenas ganaba con su oficio lo necesario para no morirse de hambre; amenazáronme con
maldecirme y desheredarme, pero yo me mantuvo inflexible. ¡Cuán fácil me era esto
entonces! ¡Tú estabas a mi lado! Cuando después de la muerte de tus padres marchaste a
Leipzig, siguiéronse para mí días espantosos. En uno de ellos presentóse en nuestra casa un
hombre alto, delgado, de rostro lívido y de cabello largo y aplanado…; sus facciones tenían
una expresión falsa, hipócrita y maligna… ¡La segunda vista existe, José, y no es otra cosa
sino el instinto preservador que vela en un alma sana! Adiviné, sin dudarlo un instante,
que con aquel hombre la desgracia acababa de traspasar el umbral de nuestra casa. Mi
padre tenía respecto a Pablo Hellwig una opinión muy opuesta; era uno de nuestros
parientes próximos, hijo de un hombre que por su talento había alcanzado gran fortuna y
un cargo de importancia. La visita de este joven primo fue un honor para nuestra casa…
¡Con qué soltura sabía doblegarse aquel hombre! ¡Qué torrente de palabras lisonjeras y
dulces brotaba de sus pálidos labios!

»Ya sabes que aquel miserable osó hablarme de afecto y de matrimonio…; no ignoras
con qué indignación le rechace; pero fue bastante miserable y ruin para solicitar la
intervención de mi padre, que deseaba vivamente aquella alianza; entonces comenzaron
horribles luchas… Tus cartas fueron interceptadas, y las encontré con las mías al morir mi
padre. Se me trató como a una prisionera, sometiéndome a la más degradante vigilancia…;
pero ninguna fuerza humana bastó para obligarme a tolerar la presencia del hombre a quien
aborrecía… Apenas le divisaba, emprendía la fuga, loca de terror… Las almas de tus
antecesores me han protegido, José; he hallado en la antigua casa de los caballeros muchos
rincones de todos ignorados y en los cuales podía ocultarme.

»¿Sería el espíritu de uno de tus abuelos el que cierto día atrajo mi atención sobre
una moneda de oro que estaba a mis pies?

»Una de las paredes del corral amenazaba ruina, y mi padre había llamado a los
albañiles, que demolieron toda la parte maltratada; yo me había sentado en aquellos
escombros, y pensaba en el tiempo lejano en que se elevó aquella construcción… De repente
veo una moneda de oro delante de mí, sobre el césped…; otras brillaban acá y allá entre los
cubos llenos de cal y las paletas tiradas por el suelo… Sin duda alguna, habíase
derrumbado otro lienzo de pared después de retirarse los albañiles del trabajo para ir a
comer; y en medio de las piedras derrumbadas distinguíase la arista viva de un cofre de
madera, vetusto, carcomido y con una abertura, a través de la cual veíase una gran
cantidad de monedas de oro.

»¡Ay de mí, José!… Yo no había comprendido el espíritu que me iluminaba… Fui a


buscar a mi padre, y aquel odiado primo le acompañó. Levantaron el cofre y abriéronle con
la llave que aún tenía en la cerradura.

»¡Los suecos no se habían llevado la fortuna de los Hirschsprung, José! Allí estaban
los dos brazaletes de oro y los sesenta mil tálers, y con ellos todos los viejos papeles y
pergaminos de la familia. El viejo Adriano había salvado todo cuanto poseía, preservándolo
de la rapiña de los suecos… Yo estaba loca de alegría y no pude menos de exclamar: “¡Padre
mío, padre mío, José ya no es un pordiosero!”.

»Me parece verle aún… Ya sabes que se distinguía por su rostro austero, de
expresión severa, y por la serenidad inmutable de sus facciones; habíase conducido siempre
según los más rigurosos principios de la equidad, y era el hombre más honrado del país.
Ahora estaba inclinado hacia adelante, y sus manos removían aquel montón de oro… ¡Qué
mirada tan singular fijaron en mí en aquel momento sus ojos fríos y rígidos!

»—¿Qué puede tener que ver con esto el hijo del zapatero?, —me preguntó—: ¡Es el
heredero de este tesoro, padre mío!, repuse mostrando en el testamento del viejo Adriano el
nombre de Hirschsprung. ¡Gran Dios!… ¡Cómo cambió al punto aquel rostro impasible!…
—¿Estás loca?, exclamó mi padre, cogiéndome del brazo y sacudiéndome rudamente…
Esta casa me pertenece, con todo cuanto contiene, y sería curioso que viniesen a disputarme
una riqueza que es mi propiedad—. Usted está en su derecho, querido primo, dijo Pablo
Hellwig, con su voz más dulce; pero en otro tiempo esta casa, con todo cuanto contiene,
pertenecía a mi abuelo—. Está bien Pablo, replicó mi abuelo; yo no soy hombre capaz de
negar lo que sea justo—. Y se llevaron el cofre a la casa…

»Aquel robo no tuvo más testigos que yo y los últimos rayos del sol poniente, que se
habían deslizado curiosos sobre las monedas de oro; el astro desapareció en el horizonte, y
fue a iluminar tal vez corazones más honrados… Yo vagué por la casa, sin ver más que
tinieblas por doquiera que se dirigía mi pensamiento.

»Aquella misma noche oí cómo se contaban treinta mil tálers para Pablo, a quien se
dio ademas uno de los brazaletes, por haberlo él así reclamado.

»¿Sabes ahora lo que yo he sufrido, mientras tú me creías perjura, acusándome de


inconstante y débil? Yo estaba sola ante mis dos verdugos. Mi madre, severa, es cierto, pero
justa y honrada, había muerto… Mi hermano único, establecido lejos de nosotros. No se
trataba solamente de sufrir por nuestro afecto; era preciso guardar respecto al mundo, y
también ante ti, un secreto terrible y vergonzoso…: comprendílo así, hube de someterme, y
conseguílo entonces y siempre… Pero ¿no ha sentido nunca tu corazón, como de rechazo,
los efectos de lo que yo experimentaba cuando me era preciso resistir a mi padre, cuyo brazo
amenazador se levantó más de una vez sobre su hija?

»Yo había guardado y sustraído a las pesquisas el testamento del viejo Adriano…;
ellos lo ignoraban…, y cuando un día Pablo Hellwig me preguntó irónicamente cómo
podría probar el hallazgo del tesoro, hice mención del testamento, declarando que estaba en
mi poder… Entonces ocurrió el horrible suceso final. Mi padre había presidido un gran
banquete…; su rostro estaba purpúreo, sin duda por haber bebido más que de costumbre.
Levantóse bruscamente al oír mi declaración, acercóse a mí, y con sus robustas manos
sacudióme de tal modo que me arrancó un grito de dolor, preguntándome al mismo tiempo
si no tenían ninguna importancia a mis ojos su honor y su consideración… Aún tenía la
última palabra en los labios, cuando su rostro tomó un color más obscuro…, se llevó las
manos al cuello, y cayó al suelo de repente…, delante de mí… Aún respiraba, y mientras
que le sosteníamos, su mirada seguía fija en mí, con una expresión que me perseguirá
siempre… ¡Entonces mi resistencia se quebrantó, José!… El médico salió de la habitación
un instante… yo cogí el testamento y le acerqué a la llama de una bugía…; no podía ver a
mi padre, porque le volvía la espalda en aquel momento, pero mi acción le demostró que me
imponía un silencio eterno… y que por mi falta jamás mancha alguna recaería en su
memoria… Una sonrisa diabólica vagaba en los labios de Pablo Hellwig, testigo silencioso
de aquella escena…
»¡Oh José!… ¡He aquí lo que hice!… ¡Aseguré para mi familia el dinero que te había
robado, y esto… en el instante mismo en que las privaciones te conducían a la muerte!».
Capítulo XXV
Felicia cerró el volumen…; no pudo continuar aquella lectura. En el exterior
todo rechinaba y gemía, y oíase en todas partes como un lamento espantoso; pero
¿qué era esta tempestad, comparada con la que destrozó el alma de aquéllos cuya
historia se refería en el volumen?

—¡Tía Córdula, tú has sido una mártir! Los que disfrutaban del bien robado
empleáronle para conquistar la más alta consideración, el mayor respeto, y han
alcanzado renombre de equidad, de honor y de virtud… Te rechazaron y te
difamaron, y el mundo ciego confirmó tu condena. Vivías aquí arriba despreciada,
aborrecida, y tus labios no se abrieron jamás para revelar el secreto. No tuviste
rencor para los ilusos que habitaban bajo tu humilde vivienda, que comieron con
frecuencia tu pan, y que, en la miseria, se apoyaron tan a menudo
inconscientemente en tu mano caritativa. Tu vasta imaginación se había forjado un
mundo particular, y la dulce y tranquila sonrisa que embellecía tus facciones en la
vejez era señal de la victoria alcanzada por un alma valerosa sobre los malos
sentimientos humanos.

¡En qué errores se funda la opinión pública! El mundo no puede emitir


ningún juicio basado en una prueba cierta, y sin embargo, su opinión dudosa
influye en muchos destinos. ¡Cuántas familias no padecen porque uno solo de sus
individuos pudo incurrir en la reprobación general…, y cuántos individuos no
llevan tranquilamente, sin esfuerzo, la aureola de una nombradía sin tacha, sólo
porque se ha tomado la costumbre de considerar su nombre como «respetable»!
¡Cuántos actos reprensibles o criminales tiene sobre su conciencia la opinión
pública y cuántas veces el mérito gime, hollado bajo sus pies!

La familia Hellwig era precisamente una de aquellas que el mundo honra sin
restricción. Si alguno hubiese osado señalar con el dedo el retrato que representaba
la más majestuosa cabeza de aquella colección de cuadros consagrados a la
memoria de todos los Hellwig, y decir, designando al hombre reputado como
intachable: «¡Ése fue un ladrón!», sin duda alguna le hubieran lapidado en el acto.
Y sin embargo, había robado la herencia del pobre hijo del zapatero: aquel hombre
respetable había muerto honrado y llorado, llevando sobre su conciencia el negro
baldón de aquel acto vergonzoso, y sus herederos estaban orgullosos de poseer
bienes honrosamente adquiridos… ¡Si él lo supiera! ¡Si le hubiese sido dado echar
una ojeada sobre aquel libro a él, a Juan Hellwig, el descendiente que tanto se
engreía de su origen, aquel que estaba tan resuelto a observar un género de vida
conforme con las sanas tradiciones de sus antecesores!… ¡Aquel que tenía la firme
convicción de que la virtud así como el vicio, la inteligencia lo mismo que la
estupidez, pertenecen a ciertas razas, irrevocablemente designadas para esta
repartición, y no podrían desarrollarse nunca aisladamente en el individuo sin
excepción de origen!

Felicia levantó involuntariamente hacia el cielo, con expresión de triunfo, su


mano derecha, que aún tenía el libro… ¿Quién la impedía volver a ponerle en su
caja gris y colocarla sobre el pupitre? Cuando Juan volviese, iría a sentarse
tranquilamente en aquel sitio sombreado por la hiedra y las plantas raras, y cogería
su pluma para continuar el trabajo comenzado…; pero aquella caja extraña
llamaría su atención, y levantando la tapa, cogería el libro… Impulsado por la
curiosidad, le abriría para recorrer sus páginas…, y mientras leyese, su rostro
palidecería…, y sus ojos grises, tan firmes y penetrantes, se turbarían ante el horror
de semejante descubrimiento… Su arrogancia quedaría abatida para mucho
tiempo, tal vez para siempre… Si pretendía conservar la fortuna paterna
empleándola en sus goces, no disfrutaría más que de placeres robados y su
conciencia le acusaría a todas horas: Si optaba por una restitución, recaería una
mancha en el nombre de que se mostraba tan orgulloso…, ¡y aquel hombre tan
soberbio quedaría humillado, envilecido para siempre!

La caja y el libro cayeron al suelo, y ardientes lágrimas brotaron de los ojos


de Felicia… ¡No, antes morir mil veces que ocasionarle semejante pesar!… ¿Era en
realidad aquella boca la misma que había pronunciado un día las desapiadadas
palabras: «No le compadeceré jamás, sea cual fuere el dolor que pueda afligirle, y
si de mí dependiera ayudarle a ser feliz no levantaría un dedo para que lo
consiguiera»? ¿Debía atribuirse verdaderamente al odio reconcentrado y tenaz,
concebido en otro tiempo, las lágrimas vertidas al pensar en lo que él podría sufrir?
¿Era aversión aquel dulce sentimiento que la inducía a evocar la varonil figura de
Juan Hellwig? Aquella inefable satisfacción que sentía al pensar que ella estaba
llamada a protegerle y librarle de aquella espantosa revelación, ¿tenía algo de
común con el odioso sentimiento de la venganza? Resentimiento, odio, aversión…,
todas estas palabras quedaban borradas para siempre de su alma… ¡Ay, la joven
había perdido su brújula!… Retrocedió y cubrióse el rostro con ambas manos…, la
misteriosa contradicción de su alma se revelaba…, y habíase hecho la luz, no bajo
un cielo sereno, que sonríe a la creación humana, sino a la claridad de los
relámpagos, en el seno de las tempestades.

¡Adelante…, adelante!… ¡Nada la retenía ya allí! ¡Era preciso volver a tomar


el camino de los tejados, traspasar por última vez el umbral dela casa Hellwig, y
dejar tras sí para siempre a los que había aborrecido!
Recogió el volumen y guardóle en el bolsillo… De repente, en el instante en
que se disponía a huir, el terror paralizó sus movimientos… y quedó como
petrificada… Una puerta acababa de abrirse por el lado del recibimiento, y oíanse
pasos que se acercaban rápidamente… Felicia se precipitó hacia el pequeño
vestíbulo y abrió la puerta vidriera…: el huracán azotó su rostro, y gruesas gotas
de lluvia cayeron ruidosas a su alrededor. Sus miradas recorrieron el cuadro que
formaban los tejados; no podía alcanzarle en aquel momento sin ser vista; no
quedaba más remedio sino ocultarse algunos instantes.

Entre el vestíbulo de cristales y la escalinata destinada a las flores había un


espacio estrecho vacío que conducía al tejado; la joven se precipitó en él; muy
pronto estuvo sobre el vestíbulo, y se agarró al pararrayos. La tempestad la
sacudía, redoblando su furor, como si tratase de lanzarla en aquella grieta obscura
que, muy lejos, bajo Felicia, representaba la calle; y sobre su cabeza deslizábanse
negros nubarrones… ¿No habría allí, sobre el cielo en fermentación, un ángel
dispuesto a extender sus manos protectoras para salvar a la niña del espantoso
peligro a que se hallaba expuesta?

Y si alguno se adelantaba por la galería, la joven, refugiada en el tejado, sería


considerada como una ladrona, y como tal se la trataría, pues había penetrado en
una habitación cerrada. El mundo entero daría a esto el nombre de robo con
fractura… ¿No se la había hecho ya una insinuación relativa a las alhajas? Ahora su
crimen sería evidente a los ojos de todos; ya no saldría de la casa Hellwig por su
voluntad, orgullosamente y con la cabeza alta…; se la expulsaría de una manera
ignominiosa, y como a la tía Córdula, seríale forzoso tolerar el ultraje y el oprobio,
guardando siempre su secreto… ¿Seria tan terrible soltar el brazo cogido al
pararrayos, dejar a la tempestad hacer su obra… y buscar el olvido y el reposo a
costa de algunos instantes de angustia?

Su mirada medía el espacio con terror sobre el tejadillo saliente del pequeño
vestíbulo. La persona que estaba allí no permanecía inmóvil, como Felicia había
esperado; a pesar del viento y de la tempestad, de la lluvia y de los relámpagos,
aquella persona se paseaba por la galería…, y ahora se veía perfectamente su
figura. Era el profesor. ¿Había oído el rumor de los pasos de la joven?… En aquel
momento estaba vuelto de espaldas aún; quizás entraría en la habitación sin verla;
pero la tempestad, redoblando furiosa, obligó a Juan Hellwig a volverse
bruscamente; un relámpago desgarró la nube, y el viento agitó las ropas y el
cabello de la joven… Entonces el profesor la vio cogida convulsivamente a la
varilla de hierro, con su rostro pálido y en parte oculto por el cabello.
Cuando Felicia adivinó la mirada de horror que se fijaba en ella, parecióle
que perdía más que la vida… Después prodújose en su cabeza como un espantoso
zumbido y perdió la razón.

—¡Sí, sí! —exclamó con risa convulsiva—, ¡he aquí a la ladrona! ¡Llame usted
a la justicia y a la señora Hellwig… Me entrego…, he sido descubierta y estoy
convicta…!

Así diciendo, abandonó el pararrayos y con sus dos manos desvió la masa
de cabello que el viento hacía flotar sobre su rostro.

—¡En nombre del cielo!… —gritó Juan—, coja usted el pararrayos; no le


suelte o está perdida…

—¡Tanto mejor!… ¡Y sea cuanto antes! —replicó la joven fuera de sí.

Juan no vio el estrecho espacio por donde la joven se deslizara para llegar al
tejado; pero con rápido movimiento derribó algunos tiestos, franqueó la escalinata
y lanzóse al tejado… Antes de que Felicia pudiese darse cuenta de su designio,
Juan estaba junto a ella, cogióla con su prodigiosa fuerza y trasladóla al vestíbulo.

El vigoroso espíritu de la joven estaba quebrantado; no sabía que su


pretendido enemigo acababa de salvarla y que velaba sobre ella. Sus ojos estaban
cerrados y no vieron la mirada profunda que se fijaba en su rostro…

—¡Felicia!… —murmuró el profesor con tono dulce y suplicante. La joven se


irguió al punto, volviendo en sí seguidamente: toda la amargura, todo el rencor
que durante tan largo tiempo habían llenado su alma, recobraron su imperio; el
pliegue profundo se formó otra vez entre las dos cejas y comunicó a sus facciones
una expresión de indefinible dureza.

—¿Cómo se ha expuesto usted a tocar a la joven paria?… —dijo; pero su


figura, que se había erguido, se doblegó bruscamente, y Felicia, ocultando el rostro
entre las manos, añadió en voz baja—: ¡Pues bien!… Ya puede usted interrogarme
ahora… No quedará usted descontento de mis declaraciones.

Juan cogió dulcemente las dos manos de Felicia entre las suyas.

—Ante todo, cálmese usted —díjole con aquel acento conmovedor y


penetrante que tan profunda impresión le había producido junto al lecho de la niña
enferma—. Deje usted la hostil obstinación con que trata de ofenderme… Mire a su
alrededor y vea dónde estamos… aquí jugaba usted cuando era niña…, ¿no es
verdad?… aquí la solitaria, por la cual ha combatido usted hoy tan valerosamente,
le dispensó protección y la instruyó, consagrándole su afecto… ¡Poco me importa
lo que pueda usted haber venido a hacer aquí!… Estoy seguro de que no habrá
cometido un acto censurable. La irritación, la amargura y la altanería dominan en
usted, y semejante disposición la induce a menudo a ser injusta o cruel…, pero
jamás a cometer un acto vergonzoso… Yo no sé cómo ha sido; mas parecíame que
debía encontrarla aquí… La turbación de Enrique cuando me vio entrar, su mirada
incierta y sus respuestas evasivas cuando le interrogué sobre usted, me
confirmaron en esa creencia… No hable usted, no me conteste, —añadió Juan,
alzando la voz, en el momento en que la joven se volvía hacia él con los labios
entreabiertos… —Voy a interrogarla, sí, pero con un espíritu muy diferente del que
me atribuye… He adquirido algunos derechos para hacerlo después de haber
desafiado la tempestad para salvarla a usted.

Así diciendo, Juan condujo a Felicia más adentro de la habitación, como si


necesitase la semiobscuridad que allí reinaba para seguir hablando, y la joven notó
que aquel hombre, tan seguro de sí mismo, estaba agitado por un ligero temblor.
Precisamente se hallaban en el sitio donde, pocos momentos antes, había luchado
contra sí misma, contra aquella parte de su ser que la excitaba a traspasar el
corazón del médico y arruinarle moralmente. Y ante la mirada del profesor, en otro
tiempo tan severa y fría y entonces tan ardiente, inclinó la cabeza como una
verdadera culpable.

—Felicia —dijo Juan mientras un estremecimiento recorría aquel cuerpo


robusto…— ¡Si se hubiera usted caído desde ese tejado!… ¿Será preciso expresarle
lo que me ha hecho sufrir por ese indomable sentimiento de orgullo que la induce
a perecer antes que solicitar el parecer juicioso de los demás? ¿No reflexiona usted
que un momento de angustia mortal y de indecible sufrimiento basta a redimir una
injusticia de años?

Juan se interrumpió, esperando una contestación; pero los labios de la joven


no se despegaron, y sus largas cejas proyectaban siempre su obscura sombra en el
rostro.

—Se aferra usted a las interpretaciones más amargas —prosiguió Juan


después de esperar un momento inútilmente, y con una voz que revelaba como
desaliento—, y he aquí por qué no puede comprender ni admitir el cambio que se
ha producido…
Juan había dejado caer las manos de la joven, pero volvió a coger la derecha,
que oprimió sobre su pecho.

—Felicia —continuó—, usted decía en otro tiempo que adoraba a su


madre… Ella la llamaba cariñosamente Feli y yo sé que todos los que aman a usted
la han conservado este nombre… Por eso quiero decirle a mi vez: Feli, no seamos
enemigos.

—Yo no siento ya odio —repuso Felicia en voz baja.

—Esta afirmación es importante en boca de usted y excede a mis


esperanzas…, pero no me basta… ¿Qué importa la reconciliación cuando dos
personas deben separarse para siempre?… ¿Qué me importa saber que usted no
me odia ya, si no puedo asegurarme de ello a todas horas? Cuando se reconcilian
dos personas que han vivido separadas como nosotros, es preciso que se junten; así
es que no consentiré que se aparte usted de mi lado. Feli, véngase usted conmigo.

—No podría resolverme a vivir en un colegio, sometida a régimen de


estrecha disciplina —replicó Felicia precipitadamente y animando su rostro con
una sombra de sonrisa.

—Es que yo no la obligo a ello: la idea de llevarla a un colegio era solamente


un medio sugerido por la necesidad; pero a mí tampoco me convendría esto
mucho. Es muy probable que algunas veces transcurrieran uno o dos días sin ver a
usted… La encontraría a usted en medio de una docena de compañeras curiosas
que se interpondrían entre nosotros, escuchando todas nuestras palabras…, o bien
la rígida directora del establecimiento estaría presente en la entrevista, sin
permitirme siquiera dar a usted la mano… ¡No! Es preciso que yo pueda ver a
todas horas ese rostro rebelde y querido…; debo estar seguro de que al terminar
mis trabajos Feli me espera pensando siempre en mí…; necesito poder decirle en
voz baja, en mis tardes tranquilas y solitarias: Feli, canta algo; pero todo esto no
puede realizarse sino siendo usted mi esposa.

Felicia dejó escapar un grito y quiso retirar la mano que Juan tenía entre las
suyas, pero éste la retuvo con fuerza.

—¿La espanta esta idea, Felicia? —continuó Juan con profunda emoción…—
Quiero creer, quiero esperar que el espanto lo produce la impresión de lo
imprevisto y no otra cosa peor. Ya supongo que se necesitará tal vez mucho tiempo
antes de que usted sea para mí lo que tan ardientemente deseo, pues su carácter es
tal que debe rechazar la posibilidad de semejante cambio… El enemigo odiado
llegará a ser difícilmente el compañero que se acepta, que se estima y se ama…;
mas para obtener este resultado combatiré con toda la fuerza que pueda hallarse
en una ternura eterna e inquebrantable… Aguardaré…, por penosa que pueda ser
la espera, hasta el momento en que usted me diga: «¡Consiento, Juan!…». Sé por mí
mismo que en el corazón humano pueden efectuarse milagros. He huido lejos de
esta ciudad para triunfar de los combates que mi corazón sostenía… Y entonces fue
justamente cuando el corazón alcanzó la victoria…; el tormento de verme separado
de usted no contribuyó poco a este resultado, y al fin he comprendido que aquello
de que yo quería triunfar, aquello de que yo trataba de librarme, había llegado a
ser la vida de mi alma… Feli, en medio de las insignificantes conversaciones que
oía y de las bellezas amaneradas y coquetas que me rodeaban, veía siempre a la
joven huérfana, llena de abnegación, grave y con su frente pura, que iba junto a mí
a través de los valles, de las montañas y de los bosques. Esa persona me pertenecía,
era verdaderamente la mitad de mi vida; y he visto que no podría desprenderme
de ella sin que mi corazón se hiciera pedazos. Y ahora, ¿no me dirá usted siquiera
una palabra de consuelo?

La joven había poco a poco retirado su mano de la del médico… ¿Podría él,
que tan observador y tan sagaz era, desconocer el cambio que acababa de
efectuarse en la joven? Sus cejas estaban contraídas como por un dolor físico
insoportable…; fijaba en el suelo una mirada apagada, y sus manos frías se
estrechaban convulsivamente.

—¿Espera usted de mi el consuelo? —repuso Felicia con voz débil…—


Apenas hace una hora me dijo usted que había librado mi último combate, y ahora
con su propia mano me lanza en una lucha…, la más espantosa de todas las que el
alma humana pueda sostener… ¿Qué es el combate contra los enemigos exteriores
comparado con el que sostenemos contra nosotros mismos?

Al decir esto Felicia levantó sus manos unidas con expresión desesperada.

—¿Qué crimen he cometido —añadió— para que Dios me castigue hasta


este punto, poniendo este fatal amor en mi corazón?

—¡Feli! —exclamó Juan, abriendo los brazos para estrecharla contra su


pecho; pero la joven retrocedió, extendiendo las manos ante si para rechazarle.

—Sí…, ¿a qué negarlo? —prosiguió Felicia con una voz en que las quejas se
mezclaban con el llanto…— ¡Usted lo sabe, sí, le amo!… Podría decir en este
instante: ¡consiento, Juan!…, pero jamás mis labios pronunciarán estas palabras.

El médico palideció, vacilando como si fuese a caer; conocía demasiado bien


a la joven enérgica, de blanca frente llena de pensamientos vigorosos, para
engañarse sobre el alcance de aquella afirmación, y comprendió que con aquellas
palabras la perdía para siempre.

—Usted ha huido de esta ciudad —dijo la joven, recobrando un poco de


firmeza..—. ¿Por qué lo ha hecho?

Esta vez fue Felicia quien fijó una mirada escrutadora en los ojos del
profesor, de los cuales parecía haber desaparecido la vida de repente.

—Voy a decírselo a usted —prosiguió Felicia—: su afecto hacia mí era un


crimen contra su familiar…; ese sentimiento echaba por tierra todos los principios,
todas las doctrinas en que usted había basado su existencia, y por lo tanto, debía
arrancarle de su corazón cual si fuese una planta emponzoñada… Si no ha
conseguido rechazarle lejos de sí, no es por culpa suya…, y ello se ha debido al
mismo poder que a mí también a me obliga a profesarle amor a pesar de mis
principios… Seguramente que la lucha ha debido ser terrible hasta que el
descendiente de una familia respetable consiguiera que sus abuelos dejaran un
lugar libre a la hija del titiritero…; pero, conquistado así, nada en el mundo podría
inducirme a aceptarle… Le oí a usted hace poco tiempo expresar su opinión sobre
las espantosas consecuencias que lleva consigo una alianza desigual; usted ha
vivido bajo el imperio de esta convicción desde que existe, y no puede ser que haya
sido arrancada de raíz en el espacio de seis semanas; está solamente dormida; pero
aun suponiendo que no sea así, que realmente haya cedido su puesto a otras
convicciones, ¡cuántas cosas serían necesarias para que se extinguiera en mi alma el
recuerdo de aquellas palabras de usted!

Felicia se detuvo un momento; Juan ocultaba en parte el rostro bajo su mano,


mientras que una ligera contracción hacía temblar sus labios… La mano cayó, y
entonces el médico repuso con voz sorda:

—Tengo el pasado contra mí…, ya lo sé…, y sin embargo, está usted en un


error, Felicia… ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo haré para probárselo?

—Nada ha cambiado entre usted y yo en cuanto se refiere al mundo y sus


preocupaciones —prosiguió Felicia—; la familia de usted no ha perdido nada de su
inmaculado esplendor y yo no he triunfado de ninguno de los desdenes destinados
a la hija de los saltimbanquis; yo sola he producido este cambio, y de consiguiente,
y por lo tanto, seria insensato y desleal por mi parte aprovecharme de este
momento en que usted ha acallado sus principios, innatos en usted, para dar sólo
oídos al amor. Se lo pregunto en conciencia: ¿no es cierto que usted tiene muy
elevada opinión del pasado de su familia y un extremado orgullo al pensar en su
respetabilidad?… ¿Podría usted admitir un solo instante que sus antecesores,
acostumbrados a elegir escrupulosamente las familias con quienes se aliaron,
hubieran otorgado su consentimiento para un enlace tan desigual?

—Felicia —repuso Juan—, decía usted que me amaba y se complace en


atormentarme.

La mirada pensativa de la joven, que se fijaba altanera en el profesor, tomó


de repente una expresión de infinita ternura; y Felicia, cogiendo la mano de Juan
por un movimiento espontáneo, añadió con voz conmovida:

—Cuando me habló usted de tomarme por esposa trazando en breves rasgos


cuál sería mi vida a su lado, he sufrido más de lo que podría usted imaginarse…
En mi lugar, otras muchas hubieran cerrado los ojos ante las contingencias del
futuro, aceptando la felicidad presente; pero tal como yo soy no puedo obrar así…
Lo que eternamente nos separará es el temor que me inspira la probabilidad de
verle un día arrepentirse de su desigual enlace y del impulso que le llevó a
contraerle… Una sola mirada sombría o vaga…, una arruga tan sólo en la frente de
usted me haría pensar a todas horas: ¡he aquí el arrepentimiento…, he aquí el
instante en que vuelve a sus primeras opiniones, en que me desprecia
interiormente y me aborrece como causa y origen de lo que él llama su
degradación!… ¡Yo le haría desgraciado a usted por esas dudas, por esa
desconfianza; que jamás podría vencer!

—Esa decisión es cruel —repuso Juan en voz baja y lenta—. ¿Qué le importa
lo que dice, si yo acepto la situación tal como la pinta? Soportaré su desconfianza,
por profunda que sea la herida que me infiera. Día llegará en que la ternura y la
confianza reinen entre nosotros. Felicia, yo la crearé a usted una posición que
nunca llegarán a turbar los malos pensamientos. Sin duda podrá suceder que en mi
frente se forme algunas veces una arruga, y que vuelva a casa con la mirada algo
sombría, cosas inevitables en mi profesión; pero Feli estará allí, y una sola palabra
de ella desarrugará la frente y aclarará la mirada… ¿Es posible que huelle usted
bajo sus pies un afecto como el mío, y que quiera hacer desgraciado al hombre a
quien puede usted proporcionar la mayor dicha en este mundo?
La joven se había acercado a la puerta, pues sentía que la fuerza moral, que
hasta entonces la sostuviera, la abandonaba ante esa elocuencia conmovedora; sin
embargo, era preciso mantenerse firme en su resolución.

—Si consiente usted en vivir completamente retirado, sólo conmigo, le


seguiré gustosa —dijo al fin, cogiendo el pomo de la puerta para marcharse—. No
crea que temo para mí el mundo ni sus juicios, que emite a ciegas; pero me inquieta
mucho el enemigo que hallaré en usted, en su alma, sinceramente imbuida de
preocupaciones. En el mundo, un origen «respetable» tiene gran precio, y yo sé
que usted participa completamente de esta opinión; sé que le enorgullece hasta el
más alto punto el pasado de su familia…, y aunque consienta usted en olvidarle
por un momento, sería imposible que más pronto o más tarde no despertaran en
usted sus relaciones con la sociedad el pensamiento de que ha hecho por mí
grandes sacrificios, tal vez demasiado grandes.

—En otros términos —repuso el joven con amargura—, esto significa que
para unirme con usted debo renunciar a mi profesión y retirarme a un desierto, o
bien esforzarme para encontrar alguna mancha, alguna causa de indignidad en el
pasado de mi familia.

Al oír estas palabras, un vivo rubor cubrió las mejillas de la joven, que
acercó involuntariamente las manos a los pliegues del vestido como para
asegurarse de que la cajita de la tía Córdula estaba bien oculta.

Juan se paseaba de un lado a otro de la habitación.

—El indomable e inflexible carácter de usted —dijo al fin, deteniéndose


delante de Felicia— me ha hecho ya mucho daño… Me atrae y me irrita a la vez…,
Mas en este momento en que arroja usted a mis pies la ternura que le ofrezco y se
condena a un sacrificio inútil, experimento una especie de odio, una cólera
salvaje… ¡Me creería capaz de aniquilar esa ternura!… Conozco que no puedo
realizar mis aspiraciones; mas, a pesar de esto, mi alma no piensa en renunciar a
usted. La seguridad de que me ama equivale para mí a un juramento sagrado…
¿Me será usted algún día infiel?

—¡Nunca! —contestó Felicia vivamente, mientras que sus ojos expresaban


una vez más, involuntariamente, la infinita ternura que había manifestado ya.

Juan Hellwig puso una mano sobre la frente de la joven, inclinóla un poco
hacia atrás y contempló su rostro con una mezcla de cariño, de cólera y de dolor;
después movió ligeramente la cabeza al ver que bajo su mirada los labios de la
joven persistían en permanecer mudos, y un profundo suspiro dilató su pecho.

—Ahora —dijo con abatimiento— aléjese usted… Consentiré en una


separación pasajera; pero con la condición absoluta de que me sea permitido verla
a menudo, escribirla y recibir sus cartas.

Felicia, que sentía debilitarse por momentos su fortaleza, tendió al profesor


la mano silenciosamente, como para ratificar el compromiso que de ella le
solicitaba. Juan volvió la espalda rápidamente, mientras Felicia se dirigía hacia la
antesala.
Capítulo XXVI
Desfallecida casi, cuando estuvo sola, la joven levantó los brazos al cielo bajo
un impulso de indefinible dolor. ¡Cuánto había sufrido en el breve espacio
transcurrido! Aquel sufrimientos superaba a todos los que su corazón había hasta
entonces soportado.

Felicia sacó de su bolsillo el volumen fatal… El secreto que contenía hubiera


destruido para siempre la barrera que la separaba de aquél a quien amaba…,
habría tenido un peso terrible en los platillos de la balanza en que se hallaban, en
uno de ellos la respetabilidad de la familia Hellwig, y en el otro la ignominia del
origen de la joven… ¿Y si el tentador volvía al ataque? ¡No, tía Córdula, tu deseo
será respetado, tu voluntad se cumplirá, aunque este volumen te disculpe de todas
las horribles acusaciones que sobre ti pesaron!… ¿Y él?… Ya le curará el tiempo…
El dolor purifica el alma que le sufrió, santificándola al mismo tiempo, mientras
que la vergüenza, la complicidad en un crimen, la envilece y paraliza para
siempre… Se quemará el volumen, y sin tardanza; ahora mismo quedará reducido
a cenizas… Felicia miró una vez más la puerta, tras de la cual se oían los pasos de
Juan Hellwig, que continuaba otra vez su paseo solitario y agitado; después bajó la
escalera de la buhardilla y abrió con precaución la puerta pintada.

El paseante distraído que ha pisado sin saberlo el cuerpo de una serpiente y


que ve dirigirse de repente contra él la espantosa cabeza del reptil, no podría
experimentar tanto terror como el de Felicia en el momento en que salió del pasillo.
Cinco dedos, semejantes a unas pinzas de hierro, cayeron sobre su mano izquierda,
en la cual llevaba aún la caja gris que encerraba el volumen, y muy cerca de su cara
vio brillar dos ojos que parecían iluminados por una llama verdosa… Eran los
dulces ojos de la joven viuda.

La seductora Adela había abdicado voluntariamente, por el pronto, al


encanto que se atribuye a la dulzura femenina… ¡Con qué vigor y violencia sabían
sujetar sus blancas y finas manos, tan graciosas cuando se unían para la oración!…
¡Qué expresión satánica se revelaba de improviso en aquel rostro calificado de
angélico, y qué malignidad triunfante e implacable transformaba aquellas
facciones infantiles, hasta el punto de hacerlas desconocidas!

—¡El encuentro es magnífico, bella y altiva Carolina! —exclamó, riendo a


carcajadas, mientras ponía la otra mano, a guisa de sólido tornillo, sobre la muñeca
de Felicia, que había tratado de sustraerse al ataque—. ¡Qué feliz casualidad ha
sido encontrarla aquí, precisamente en el momento en que se proponía guardar en
sitio seguro una caja, llena sin duda de magníficas joyas!… Hágame el favor de
conservar un momento más en la mano ese pequeño testimonio acusador…
¿Quiere usted dejarle caer?… Me es indiferente… Un poco más de paciencia…
Necesito un testigo a fin de probar a la justicia que he cogido a la ladrona in
fraganti… ¡Juan, Juan!

Aquella voz, por lo regular melosa, dulce y acompasada, era estridente en


aquel largo corredor.

—¡Suplico a usted, señora, en nombre del cielo, en nombre de lo que le sea


más sagrado, que no me detenga! —dijo Felicia con acento de angustia,
procurando desasirse de la joven viuda.

—¡Por nada del mundo!… —exclamó Adela…— ¡Es preciso que vea él
mismo con quién nos las habemos y de qué persona ha tomado la defensa!… Sin
duda le parecieron muy dulces aquellas palabras que sonaban tan bien: «¡Su lugar
es aquí!». ¡Creyó usted que había conseguido su objeto, coqueta desvergonzada…
pero yo estoy aquí todavía!

Y Adela volvió a llamar; mas no era necesario, pues Juan abría ya la puerta
del corredor y al mismo tiempo Enrique se presentaba en la opuesta.

—¡Ah!, ¿estabas arriba, Juan?… —exclamó la encantadora viuda…— Yo te


creía en el piso segundo… La destreza de esta joven, vástago de escamoteadores,
resulta ser así más maravillosa, puesto que ha podido sustraerte la herencia de
nuestra tía a tu vista.

—¿Estás loca, Adela? —exclamó el profesor indignado, al ver el grupo que


formaban las dos mujeres y acercándose a largos pasos.

—¡Nada de eso…, de ningún modo!… —contestó la viuda irónicamente…—


No me consideres como una furiosa rematada, al verme hacer aquí las veces de
verdugo… Pero el señor abogado Frank rehusó indignado practicar las diligencias
necesarias para averiguar quién era el ladrón de la plata, y tú mismo tomaste a esa
inocente bajo tu protección…: ¿qué remedio me quedaba sino obrar por mí misma?
¿Ves esos cinco dedos?… Pues rodean la caja que han traído de allá arriba… El
hecho quedará comprobado, y después examinaremos lo que la urraca ladrona
quería llevar a su nido.

Así diciendo, Adela arrancó con la rapidez del relámpago la caja que aún
tenía Felicia en su temblorosa mano; la joven dejó escapar un grito, tratando de
recobrar el secreto que la arrebataban…, pero la joven viuda se había retirado
algunos pasos y abrió febrilmente la caja.

—¡Un libro!… —murmuró con desaliento.

Y como la caja cayese al suelo, cogió el volumen, sacudióle vivamente en


todos sentidos y después lo hojeó con precaución… Debía contener por lo menos
billetes de banco…, documentos importantes…, ¡y no había nada de todo esto!

Durante estas investigaciones, Felicia se había repuesto un poco de la


angustia que la dominaba…; siguió a la joven viuda y la suplicó con la más firme
insistencia que le devolviese el volumen, sin valor ninguno; mas, a pesar de la
calma que afectaba, reconocíase en ella un temor indescriptible.

—¡De veras!… ¿Tanto empeño tiene usted? —exclamó Adela volviendo la


espalda y estrechando el volumen contra su seno—. Paréceme que está demasiado
ansiosa de él para que yo renuncie desde luego a mis sospechas —añadió la viuda,
mirando con desdén a Felicia de pies a cabeza—. Todas esas ocultaciones, todos
esos misterios debían salir al fin a la luz… ¡Permítame tomar conocimiento de esto,
hija mía!

Adela abrió el libro: en aquellas amarillentas páginas no había billetes de


banco, nada de valor, sólo palabras escritas en letra elegante y diminuta; pero si de
aquel abominable librito hubiese salido de pronto un puñal que hiriera en mitad
del pecho a la joven viuda no hubiera ésta experimentado una transformación tan
espantosa como la que en su rostro y en su actitud se revelo apenas hubo leído
algunas de aquellas páginas. Su semblante sonrosado palideció, cubrióse los ojos
con la mano y pareció por un momento que su cuerpo necesitaba un apoyo para no
caerse.

Pero aquella mujer joven había aprendido hacía largo tiempo a dominar sus
impresiones, y también a tomar una expresión opuesta a la que debían
comunicarle sus verdaderos sentimientos. Sabía elevar los ojos devotamente hacia
el cielo, aunque el odio y la cólera agitasen su alma; sabía escuchar a un predicador
con el más profundo recogimiento, mientras combinaba interiormente los diversos
elementos de un traje nuevo; sabía pronunciar los discursos más edificantes del
mundo para censurar y deplorar la frivolidad, la ligereza de sus contemporáneas,
tan rara vez dispuestas a entregarse a las lecturas religiosas, y mientras declaraba
que éstas constituían su alimento exclusivo, leía las novelas más insulsas y menos
edificantes.
Aquella increíble hipocresía, aquella incomparable elasticidad no la
abandonaron en tan grave circunstancia, así es que a los pocos segundos recobró
sus armas ordinarias y pudo esperar que triunfaría en la lucha que se iba a
empeñar. Cerró el volumen, y sus facciones expresaron admirablemente la más
completa decepción.

—Realmente se trata de un libro insignificante —dijo a Juan, mientras


aparentando con rara habilidad distracción e indiferencia, deslizaba el volumen en
su bolsillo..—. Me parece muy mal hecho, Carolina, que haya usted dado origen a
una escena tan ruidosa y trágica por semejante bagatela.

—¡Ah!… ¿Conque es ella la que ha dado lugar a esta ruidosa escena?… —


dijo el profesor, estremeciéndose de indignación—; yo creía que eras tú la que
llamabas en tu auxilio y reclamabas mi testimonio para probar el robo de las
alhajas. ¿Quieres tener la extremada bondad de motivar aquí tu acusación sin
valor?

—Ya ves que en este momento no me hallo en estado de…

—¡De veras!… —prosiguió el médico con agobiadora ironía—. Yo no lo veo


así, y te prevengo que ahora mismo vas a dar cumplida satisfacción, en mi
presencia y delante de Enrique, a la persona a quien has acusado injustamente.

—¡De todo corazón, querido Juan!… Es deber del cristiano reconocer un


error y practicar el bien… Mi querida Carolina —añadió—, perdóneme usted por
haberla maltratado injustamente.

—Y ahora devuelve ese libro… —continuó el profesor con tono de mando.

—¿El libro?… —pregunto la joven viuda; con la más cándida expresión


infantil—; si este libro no es de Carolina.

—¿Qué sabes tú?

—He visto el nombre de la tía Córdula, al examinarlo rápidamente…, y si


alguien tiene derecho para reclamarle serás tú, como heredero de los muebles y de
los libros… Este volumen no tiene el menor valor intrínseco…; en cuanto yo he
podido ver; contiene sólo algunas copias de antiguas poesías alemanas… ¿Qué
harías tú con este libro sentimental?… Para mí es diferente, pues apasionada por
los manuscritos antiguos amarillentos a fuerza de años, ese volumen es a mis ojos,
y precisamente a causa de su vetustez, una especie de curiosidad literaria…
Regálamelo…, yo te lo ruego.

—Tal vez lo haré… cuando lo haya visto —repuso fríamente Juan Hellwig,
alargando la mano para tomar el libro.

—Pero el regalo tendría mucho más valor a mis ojos si me lo hicieras sin ver
lo que el volumen contiene. ¿Tendrías algún interés en conservar ese objeto que es
el primero y único regalo que te pido?

La frente de Juan Hellwig se contrajo bajo una violenta impresión de cólera.

—Te declaro —contestó a su encantadora prima— que me es completamente


indiferente el juicio que puedes formar de mi conducta y que exijo que ese
volumen me sea entregado. Desde hace algunos instantes estás siendo muy
sospechosa para mí…: un manuscrito sin valor, que contiene simples copias de
poesías antiguas, no puede haber hecho de pronto palidecer de una manera tan
extraordinaria a una dama de tus condiciones.

Así diciendo, Juan cerró el paso a la joven viuda… Una mirada furtiva, con
la cual midió rápidamente la longitud del corredor, y un movimiento muy brusco
revelaron su designio de escapar; pero el joven médico cogió a su prima de la
mano, obligándola a permanecer inmóvil.

El espanto de Felicia llego a su colmo cuando pudo prever que Adela no


quedaría victoriosa en la lucha empeñada; sin duda parecíale espantoso ver el libro
en poder de aquella abominable calumniadora; pero debió confesarse que en sus
manos estaría tan seguro como si ella misma lo guardara, y que se podía contar
con la pronta destrucción del volumen acusador. En su consecuencia, colocóse
junto a la joven viuda para ayudarla a huir.

—Suplico a usted, señor profesor —dijo la joven con toda la tranquilidad


que le fue posible afectar en momento tan crítico— suplico a usted que deje el libro
a la señora. Cuando lo lea podrá convencerse de que obró con precipitación al
suponer que la cajita contenía alguna valiosa alhaja.

Por primera vez los ojos grises de Juan Hellwig fijaron una mirada de
desconfianza en el rostro de la joven… Felicia se sonrojó al punto y bajó
involuntariamente los ojos, experimentando un dolor insoportable que
atormentaba su corazón.

—¿Conque usted también se humilla hasta la súplica? —dijo Juan


irónicamente…— Entonces, seguramente se trata de cualquiera cosa, menos de
poesías sentimentales… Ahora recuerdo que mi prima notó en usted señales de
una profunda angustia, y esta vez debo convenir en que su observación es exacta…
Ahora la ruego a usted que me conteste en conciencia, diciéndome qué contiene
ese libro.

Aquello fue una prueba horrible…, un padecimiento cruel… Felicia luchó


consigo misma y entreabrió los labios; mas no pudo articular una sola palabra.

—No se esfuerce usted inútilmente —dijo Juan sonriendo y sin dejar de


sujetar fuertemente a la joven viuda que hacía desesperadas tentativas para
librarse de aquella opresión…— Podrá usted no ser compasiva, sabrá mostrarse
cruel y en caso necesario dar pruebas de una sinceridad que nada perdona; pero no
sabe usted mentir, ni puede hacerlo… Deduzco, pues, que ese volumen no
contiene ninguna poesía antigua ni moderna, y sí una revelación, un hecho
cualquiera que no se quiere que yo conozca de ningún modo… ¿Tendrás al fin la
bondad, Adela, de restituirme lo que tú misma has reconocido como objeto de mi
pertenencia?

—¡Haz de mí lo que quieras, pero no le tendrás! —exclamó la joven viuda


con una firmeza y energía que estaban completamente en desacuerdo con los
ademanes infantiles y de súplica que había adoptado hasta entonces y que
olvidaba en aquel instante.

Hizo algunos movimientos aún para retirar su muñeca de la mano que la


sujetaba, y esta vez sus esfuerzos condujeron al resultado apetecido… Entonces se
precipitó con una rapidez que parecía desafiar toda y persecución y alcanzó la
puerta del estrecho corredor; pero allí se encontró frente a Enrique, que con los
brazos extendidos y su elevada estatura interceptaba completamente la salida…
Adela dio un salto, poseída de furor.

—¡Insolente —gritó, pataleando de rabia—, apártese usted de ahí!

—Con mucho gusto, señora; ahora mismo lo haré —contestó el criado


tranquila y cortésmente, aunque sin variar en lo más mínimo de actitud…—
Cuando haya usted devuelto ese librito, me apartaré a un lado para dejarla pasar.

—¡Enrique! —exclamó Felicia precipitándose hacia su anciano amigo y


cogiéndole de un brazo con expresión suplicante…— ¡Enrique déjala pasar!

—¡Ah, Dios mío! Es inútil que me supliques —repuso el criado, que sostuvo
aquel choque sin conmoverse… No soy tan animal como pudiera creerse…,
mientras que tú, por pura generosidad, serías capaz de hacer un gran disparate, y
esto es lo que no toleraré.

—Deja pasar a la señora, Enrique —ordenó el profesor con tono formal…—


¡Pero te advierto, Adela que apelaré sin contemplación alguna a los únicos medios
que pueden ponerme en posesión de lo que me pertenece!… Nadie me convencerá
de que ese libro no contiene revelaciones importantes respecto a la sucesión de mi
tía…; y probablemente relativas a caudales ocultos.

—¡No, no! —exclamó Felicia, interrumpiendo a Juan.

—Soy dueño de suponer lo que me conviene y de mantener mi acusación


hasta que se pruebe lo contrario —repuso el profesor con tono severo—, y tomaré a
usted y a Enrique como testigos ante el tribunal para que declaren que esa señora,
Adela, probablemente intenta privar a mi familia de una sucesión importante.

Al oír esto la joven viuda irguióse como si la hubiera mordido una víbora…,
dirigió una mirada furiosa a su adversario, y arrojando decididamente la máscara
de la dulzura, dejóse llevar del arrebato que la conducía a veces a romperlo todo y
golpear cuanto veía a su alrededor. Arrancó el volumen de su bolsillo y arrojóle al
suelo con una risa convulsiva y desdeñosa.

—¡Ahí le tienes!… ¡Tómale, pues, insensato! —exclamó, mientras que su


cuerpo temblaba bajo el imperio de una cólera indescriptible…— ¡Te felicito por
esa preciosa adquisición!… ¡Sobrelleva con valor la vergüenza de que encontrarás
ahí la prueba!

Al decir esto escapó, bajó la escalera corriendo, y en el piso inferior oyóse el


ruido de las puertas que se abrían y cerraban violentamente a su paso.

El joven médico la siguió con la mirada, sonriendo irónica y


desdeñosamente; después recogió el libro y examinó curiosamente su cubierta,
mientras que la mirada de Felicia se fijaba con ansiedad en sus movimientos. Las
facciones de Juan Hellwig expresaron una mezcla de interés y de inquietud…; las
últimas palabras pronunciadas por su prima no le habían sorprendido del todo,
pues desde el comienzo de aquella escena supuso que se trataba de algo como lo
que Adela acababa de decir; la cuestión para él era saber de qué índole sería
aquella vergüenza que le arrojaban de repente al rostro… Levantó la cabeza, y su
mirada encontró la de Felicia… ¡Qué poderosa influencia tenían sobre el aquellos
ojos! Su inquietud se calmó, como si se hubiese pasado una mano suave sobre su
frente contraída para borrar sus pliegues, y una ligera sonrisa entreabrió sus labios.

—Y ahora —dijo— voy a interrogarla a usted, que me ha engañado


vergonzosamente. ¡Mientras allá arriba me daba usted pruebas de una sinceridad
que parecía irrecusable, llevaba sobre sí un secreto concerniente a la familia
Hellwig!… ¿Qué debo pensar de esto, Felicia?… Solamente puede usted reparar
esa falsedad contestando sin restricción a mis preguntas.

—Responderé en cuanto me sea posible hacerlo —repuso Feli—, pero


después le rogaré…, ¡oh, sí!…, le rogaré con toda el alma que me devuelva ese
libro.

—¿Es verdaderamente mi altiva, indomable y rebelde Feli la que ruega y


suplica con tanta humildad?

Al oír estas últimas palabras, pronunciadas por el joven médico, Enrique se


alejó disimuladamente y fue a sentarse, mudo de sorpresa, en el primer peldaño de
la escalera, ocultando entre las manos su gran cabeza gris, cual si dudara que
estaba en su sitio después de lo que acababa de escuchar.

—¿Conque ha ido usted a la habitación de la tía Córdula únicamente para


coger este volumen? —preguntó Juan Hellwig.

—Sí.

—¿Por qué camino? Yo he hallado todas las puertas cerradas, tales como las
dejé.

—He ido por los tejados —contestó Felicia en voz baja.

—¿Cómo por los tejados?… ¿Hay alguna comunicación entre los graneros?

—No —contestó Felicia sonrojándose, pues si bien podía sincerarse de la


innoble acusación que la joven viuda lanzara contra ella, no así del hecho de haber
apelado a la fractura en la empresa que intentó…— He subido a uno de los tejados
opuestos, y he pasado por una claraboya, consiguiendo llegar así al tejadillo bajo el
cual sobresale el balcón.

—¿En medio de esa tempestad tan espantosa?… —preguntó el profesor


palideciendo…— ¡Usted no retrocede ante las más terribles consecuencias, Felicia!
—Yo no tenía en mi mano la elección de los medios —repuso la joven.

—¿Y por qué deseaba adquirir ese volumen a toda costa?

—Consideraba este paso como un deber sagrado, que venía a cumplir en


nombre de mi tía Córdula, quien me dijo un día que esa vieja caja gris, cuyo
contenido era un misterio para mí, debía desaparecer antes que ella. Pero la muerte
sorprendió a la solterona, y yo estaba en la firme persuasión de que la caja no se
había destruido; sabía que estaba en el escondite donde se guardan las joyas y la
plata buscadas inútilmente…, he aquí también por qué no podía indicar ese
escondite, pues al encontrar las alhajas se hubiera descubierto el volumen, que no
debía caer en manos indiscretas.

—¡Pobre, pobre niña!… ¡Cómo ha debido usted sufrir!… ¡Y sin embargo, su


abnegación y heroísmo han sido inútiles…, puesto que el volumen ha caído en esas
manos!

—¡Oh, no!…, usted me lo devolverá —dijo Felicia con acento suplicante.

—Felicia —replicó el joven médico con tono grave e imperativo—, es preciso


contestar sin rodeos ni ambajes a las dos preguntas que voy a dirigirle. ¿Conoce
usted el contenido de ese volumen?

—En parte y solamente desde hoy.

—¿Y compromete ese contenido la reputación de la que fue su protectora?

Felicia guardó silencio, vacilando…: si contestaba afirmativamente a la


pregunta, tal vez él le destruiría sin examinarle…; pero entonces la memoria de la
tía Córdula quedaría mancillada para siempre y así se justificarían todas las
acusaciones que pesaron sobre ella.

—Reflexione usted, Felicia, que sería indigno de usted ahora buscar falsas
evasivas, ni aun para llegar a un fin que le parece puro y santo —repuso Juan
severamente, después de esperar algunos instantes a que la joven rompiese el
silencio—. Conteste usted simplemente si o no.

—¡No!

—Seguro estaba de ello —murmuró Juan—. Y ahora sea usted razonable y


no quiera luchar contra lo inevitable: sepa que leeré este volumen.
Felicia palideció; pero ya no quiso humillarse más hasta la súplica.

—Haga usted —dijo resueltamente— lo que su honor le dicte. Violará un


secreto que debe ser desconocido para usted…, y en el momento en que abra ese
libro destruirá el mérito y el efecto del espantoso sacrificio a que una mujer se
resignó durante toda su larga vida.

—Lucha usted valerosamente, Felicia —repuso Juan con calma—, y si no


fuese por las últimas palabras que me ha dirigido esa… señora —añadió indicando
la dirección seguida por la joven viuda al retirarse—, la devolvería a usted ese mal
libro sin enterarme de lo que contiene; pero quiero y debo conocer «la vergüenza»
con que me han amenazado, la que mancha mi nombre; y si la pobre solitaria de la
buhardilla tuvo suficiente ánimo para ocultar ese baldón a todas las miradas, yo
hallaré en mí bastante energía para soportarle… Estoy doblemente obligado a
enterarme de este asunto. La rama de la familia Hellwig que vive en las orillas del
Rhin está sin duda en posesión de ese secreto, y tal vez haya disfrutado de los
beneficios de alguna bribonada… Por más que usted se calle, y aunque baje la
vista, leo claramente en sus facciones que mi conjetura es acertada; y sin duda mi
prima conocía ya esa «vergüenza» de nuestra familia, puesto que tan rápidamente
comprendió de qué se trataba… Pero le ha parecido peligroso hallar el testimonio
escrito. Más tarde ajustaré cuentas con estos cómplices… Y en cuanto a usted, Feli
—añadió con acento dulce y cariñoso, pasando la mano sobre la cabeza de la joven,
como cuando se quiere tranquilizar a un niño—, consuélese, pues no puedo obrar
de otro modo…, y aunque en recompensa de mi sumisión a los deseos de usted me
prometiese ser mi esposa, me vería obligado a renunciar a esta dicha.

—No me consolaré jamás de haber causado su desgracia con mi


imprudencia —dijo Felicia, dejando escapar un sordo gemido.

—Ya encontrará usted de nuevo la calma —replicó Juan con acento grave y
penetrante— cuando haya adquirido el convencimiento de que su amor me ayuda
a sobrellevar todos los dolores, todas las pruebas por que deba pasar en mi vida.

Así diciendo, estrechó la pequeña mano de Felicia, helada por la emoción, y


retiróse a su cuarto. Felicia apoyó su abrasada frente en el marco de la ventana y
contempló el patio inundado por una lluvia torrencial que escapaba
tumultuosamente de las canales, como si aquella tempestad tuviese por misión
lavar la sangre del viejo Adriano de Hirschsprung, muerto en aquel sitio, y
purificar al mismo tiempo de toda mancha el nombre de Hellwig.
Capítulo XXVII
EL profesor, una hora después de la escena descrita, entraba en la habitación
de su madre con el rostro más pálido que nunca… Pero la expresión de su
semblante y la firmeza de su actitud revelaban más que en ninguna otra ocasión la
fuerza viril y la dignidad moral que le comunicaba su aspecto imponente y
notable.

La señora Hellwig estaba sentada junto a la ventana, haciendo calceta; su


hijo colocó un libro, abierto ya, en la mesa que tenía ante sí.

—He de hablar contigo de un asunto sumamente grave, madre —dijo el


joven médico; y ante todo te ruego que tengas a bien hojear esas páginas.

La señora Hellwig dejó a un lado su labor, y manifestando señales de una


viva sorpresa, se puso los anteojos y cogió el libro.

—¡Ah! —dijo con expresión desdeñosa—, son los garabatos de la tía


Córdula; reconozco su escritura.

Sin embargo, la señora Hellwig leyó, mientras su hijo paseábase de un lado a


otro de la habitación, acariciando maquinalmente su barba con su mano.

—No veo en que pueda interesarme esa historia de amores infantiles de la


tía Córdula y del hijo del zapatero —murmuró la señora Hellwig después de leer
dos páginas—. ¿Por qué me traes a mí este mísero libro cuyo olor de moho apesta
todo mi cuarto?

—Te ruego, madre mía, que continúes la lectura —continuó el joven médico
con alguna impaciencia—, que ya olvidarás muy pronto ese mal olor al recorrer
ciertas páginas de ese volumen.

La señora Hellwig prosiguió su lectura con visible descontento y volvió


algunas páginas más… De improviso las facciones de aquel rostro petrificado
expresaron un interés creciente…; los gruesos dedos, moviéndose con repentina
agilidad, volvían las páginas una tras otra rápidamente…, y un ligero rubor
invadía las lívidas mejillas de la dama, extendiéndose hasta la frente… Sin
embargo, no era el espanto ni el dolor lo que su actitud revelaba…, y sí sólo una
gran sorpresa mezclada de ironía…, Al fin dejó caer el libro sobre su falda.
—Preciso es convenir en que esas cosas son muy extrañas —dijo—. ¡Quién
hubiera podido suponerlo! ¡La familia Hellwig, tan distinguida, tan respetable y
tan digna de consideración!… —exclamó uniendo las manos y elevándolas con
expresión de triunfo, de odio y de malignidad satisfecha—. ¡Conque las talegas de
dinero de que mi respetable suegra se mostraba tan orgullosa, y en las cuales se
apoyaba para despreciar a los que no tenían, no eran más que dinero robado!…
¡Ah, ah! ¡Conque se lucen vestidos de brocado y de terciopelo, se dan fiestas en que
los más preciados vinos corren a torrentes, y durante los cuales se tiene el placer de
oírse elogiar por sus parásitos como una mujer hermosa e inteligente! ¡Y yo…, yo
tenía que obsequiar y servir a todos aquellos convidados! Al lado de aquella
brillante señora de la casa, nadie fijaba su atención en la joven y pobre huérfana
que se preservaba de todos los pecados por la virtud y la religión. Con frecuencia
he apretado los dientes para soportar las humillaciones a que se me sometía,
pidiendo a Dios con toda mi alma que castigase a los impíos según su justicia…
¡Ah, ya les juzgó!… ¡Qué maravillosas son las vías de la Providencia!… ¡El dinero
robado era lo que se prodigaba aquí!… ¡Sus almas están dos veces perdidas!

Juan Hellwig permanecía inmóvil en medio de la habitación… Había


previsto tan poco el singular resultado de aquella lectura, que la sorpresa encadenó
sus palabras durante algunos momentos.

—No comprendo —dijo al fin— cómo puedes hacer a mi abuela responsable


de una iniquidad, de un crimen que ignoraba. Si fuera como tú crees, nuestras
almas no estarían menos perdidas que la suya, porque hemos disfrutado de esa
misma fortuna mal adquirida. Por lo demás, me alegro mucho de reconocer en ti
las disposiciones que acabas de expresar, tanto más cuanto que así nos será fácil
entendernos para restituir a sus verdaderos propietarios, hasta el último céntimo,
la suma que injustamente retenemos.

Hasta un momento antes, y a pesar del asombro que experimentaba, la


señora Hellwig había permanecido tranquilamente sentada, limitándose a unir las
manos; mas, al oír las últimas palabras de su hijo, levantóse de pronto, cogiéndose
a los brazos de su sillón, y saltó hacia adelante.

—¿Devolver…, restituir? —repuso, como si dudase de las palabras que


acababa de oír—. ¿A quién?

—Pues, naturalmente, a los herederos actuales de la familia Hirschsprung.

—¿Cómo, a los primeros que lleguen?… ¿A los descamisados, bribones e


impostores que se presentaran aquí les entregaríamos tan enorme suma?…
Cuarenta mil tálers quedaron en manos de la familia Hellwig después que…

—Sí, después que Pablo Hellwig, el hombre honrado, el campeón de los


principios religiosos, el poseedor de la verdad divina, se hubo llevado veinte mil
escudos… —exclamó el joven médico, que temblaba de indignación—. Madre mía,
tú condenas el alma de mi abuela a la maldición eterna, porque hizo uso de ese
dinero, robado sin que ella lo supiese… ¿Qué merece, pues, aquel que roba y
retiene a sabiendas los bienes de otro?

—Sí, es verdad; Pablo sucumbió a un momento de tentación… —repuso la


señora Hellwig sin perder su aplomo—. Era joven, inexperto y no había
emprendido todavía la buena senda. El demonio elige justamente las almas más
puras y las más nobles para sustraerlas al reino del Señor, impidiéndolas la entrada
en él… Pero se ha realzado después de su caída, redimiendo su falta, y ya sabemos
que está escrito que hay alegría en el cielo para un pecador arrepentido. Lucha sin cesar
y sin tregua en favor de la buena causa…, y el dinero en cuestión se ha purificado y
santificado en sus manos, porque le emplea para la mayor gloria de Dios.

—¡La mayor gloria de Dios! —exclamó el profesor con indecible


indignación.

—Lo mismo ha sucedido con la parte de ese dinero que se retuvo en nuestra
casa —prosiguió la señora Hellwig imperturbablemente—. ¡Mira a tu alrededor!
¡Ve tu mismo si no reposa la mano de Dios en todos nuestros actos para
bendecirlos, en todos nuestros proyectos para que tengan buen éxito!… Si un
pecado cualquiera pesase aún sobre la posesión de ese dinero, seguro es que de él
no saldrían tan hermosos frutos. Nosotros, tú y yo, hijo mío, hemos convertido en
bendiciones lo que fue en otro tiempo un crimen, merced a nuestro celo en el
servicio de Dios, a nuestra conducta honrada.

—Te ruego, madre mía, que no hagas mención de mí en todo esto… —


replicó Juan, como agobiado, oprimiéndose la frente cual si experimentase un
dolor agudo.

La señora Hellwig dirigió una mirada de enojo a su hijo, cuya actitud


protestaba altamente contra la opinión que ella acababa de expresar…; pero elevó
la voz para afirmarla aún con más fuerza.

—No tenemos derecho —continuó— para renunciar a recursos empleados


según las miras de nuestro Creador, para entregarlos a individuos que los
emplearían tal vez en malas acciones, o por lo menos en gastos frívolos… Ésa es la
base en que yo me apoyaré de una manera inquebrantable para resistir con todas
mis fuerzas a las tentativas que se pudieran hacer para sacar de nuevo a luz esa
antigua historia ignorada de todos… Pero hay además otro motivo para que
guardes silencio sobre todo eso, y es que deshonrarías la memoria de uno de tus
antepasados.

—Él mismo se ha deshonrado y nos ha deshonrado a todos nosotros —


repuso el joven médico con acento sombrío…—; pero al menos podemos salvar
nuestro honor, nuestro propio honor, procurando no ser encubridores del crimen
por él cometido.

La señora Hellwig dio algunos pasos, colocóse junto a su hijo, irguiendo su


corpulenta figura, y díjole con frialdad:

—Muy bien. Admitamos que te doy la razón, consintiendo en restituir. Con


ello disminuimos nuestra fortuna en la cantidad de cuarenta mil tálers, cuya
desaparición, dicho sea de paso, no nos deja más que lo bastante para vivir de una
manera modesta; pero prescindamos de esto: supongamos que restituimos aquella
suma; en este caso, ¿qué haremos si los herederos nos reclaman los réditos
percibidos y los intereses de los intereses?

—No creo que haya derecho para exigir eso —repuso Juan…— En todo caso,
puesto que te agrada citar la Escritura, te recordaré lo que se ha dicho y lo que se
puede aplicar a nosotros en las actuales circunstancias: «Yo castigare en los hijos
las faltas de los padres».

—¡Yo no he nacido Hellwig! No olvides eso, hijo mío —exclamó la madre


con aire de triunfo…— Yo he traído aquí, a esta casa, un nombre sin tacha y
honrado…; mi padre era consejero del príncipe, y el baldón no recae de ningún
modo sobre mí. Por la misma razón no puedo estar obligada a un sacrificio
pecuniario para lavar una mancha que no me alcanza… ¿Crees tú que yo quiero
sufrir la menor privación en mi vejez para expiar la falta de otro?

—¡Privaciones tú cuando tienes un hijo para sostenerte!… ¿No sabes, madre


mía, que mi profesión me da más, mucho más de lo necesario para que tengas una
vejez feliz, exenta de todo cuidado, de toda privación?

—Gracias, hijo mío… —contestó fríamente la señora Hellwig—. Prefiero


vivir de mis rentas y depender tan sólo de mí, pues la dependencia me infunde
espanto… Desde la muerte de tu padre no he estado sometida más que a la
voluntad de Dios, mi Señor, y a la mía propia… De aquí en adelante no será de
otro modo… Por lo demás, discutimos como niños sobre un asunto que ni merece
la menor atención ni crédito alguno… Te declaro que considero todo esto como
una novela fraguada por la imaginación exaltada de tu tía, y nada en el mundo,
entiéndelo bien, nada podrá desarraigar en mí esa convicción y decidirme a
aceptar como verdadera esa versión insensata, que no se apoya en prueba alguna.

En aquel momento abrióse la puerta y la joven viuda entró: había derramado


verdaderas lágrimas, amargas, abrasadoras, y aún se veían las señales en sus
párpados enrojecidos y en sus mejillas pálidas; era evidente que algún dolor había
lacerado aquella alma, pero también que convenía a la joven viuda utilizar estas
marcadas señales de un pesar verdadero. Para ocultar el desorden de su cabello,
había arrollado alrededor de su cabeza un velo de tul que comunicaba a sus
facciones un no sé qué de ideal y vaporoso; pero bien se comprendía que la joven
viuda había querido suplir con aquella inocente gasa el nimbo de gracia infantil
que hasta entonces había conservado y que ya comenzaba a desvanecerse.

Al ver el funesto libro sobre la mesa se estremeció; adelantóse lentamente en


actitud de arrepentimiento, y con todas las señales de la contrición se acercó a su
primo y, volviendo el rostro como avergonzada, tendióle la mano, que éste
rechazó.

—Perdóname, Juan —dijo con acento suplicante—. ¡Ah!… Me trastorné de


tal modo, que no supe lo que hacía, y por lo tanto sería injusto hacerme
responsable de mis actos… ¡Yo, que siempre tengo tanta calma y que siempre sé
dominar mis sentimientos, me pregunto aún cómo he podido dejarme llevar de tal
violencia!… A esa desgraciada historia es a la que en realidad se debe acusar de
todo cuanto ha pasado… ¡Reflexiona un poco, Juan!… Mi amado padre se ve
comprometido por lo que contiene ese horrible volumen, y además quise evitar a
toda costa que descubrieras lo que tanto podía mortificarte por referirse
directamente a tus antepasados. No puedo menos de creer que esa Carolina, al
apoderarse del libro, se propuso hacernos una mala jugarreta antes de abandonar
nuestra familia, y…

—¡Detén tu lengua calumniadora! —exclamó Juan Hellwig con una


violencia tal; que la joven viuda se calló atemorizada…— Por lo demás —continuó
después de una breve pausa, volviéndose penosamente hacia su prima—,
consiento en perdonarte, pero con una condición.
Adela le miró con aire interrogador.

—Es que me digas —prosiguió Juan—, y esto sin rodeos, por qué medio
llegaste a tener conocimiento de ese secreto.

La joven viuda guardó silencio durante algunos segundos, y al fin se decidió


a contestar con acento sumiso:

—Durante la última enfermedad de mi padre, que, como ya sabes, suponía


un peligro mortal, ordenóme que le llevase algunos papeles contenidos en su mesa
de despacho…, y después, que los destruyera a su vista; eran pergaminos y
documentos pertenecientes a la familia Hirschsprung, y que él había conservado,
sin duda como curiosidades… ¿Le hizo más comunicativo el temor de una muerte
próxima, o experimentaría la imperiosa necesidad de hablar del pasado y de aquel
asunto, ignorado de todos? No lo sé, pero el hecho es que entonces…

—Te entregó cierto brazalete, ¿no es cierto? —añadió el profesor con viveza.

Adela inclinó la cabeza afirmativamente, fijando en su primo una larga


mirada como implorando indulgencia.

—¿Qué tal, madre mía? —dijo Juan Hellwig fríamente y sonriendo a su


madre—. ¿Crees todavía que toda esa historia es producto de la imaginación
exaltada de una loca?

—Solamente sé que esa persona… —replicó la señora Hellwig, señalando a


su sobrina y estremeciéndose de cólera— sobrepuja en frivolidad y en tontería a
todo cuanto yo he visto y conocido en este mundo… El demonio de la vanidad,
aquel que no deja reposo alguno a las almas de que se apodera, es el que la indujo
a insistir en que la entregasen un brazalete raro y precioso, a fin de adornarse,
deslumbrar al mundo y hacer admirar, junto a la joya que se examina, el hermoso
brazo blanco que con ella se engalana.

La joven viuda olvidó de repente el papel de arrepentida dolorosa que había


adoptado, y fijó una furiosa mirada en su tía, que sin miramiento alguno acababa
de herirla en lo más vivo.

—No quiero exigirte que me expliques, Adela, cómo podrías conciliar la


pureza, la inocencia de tus sentimientos, que elogias en todas circunstancias, con la
posesión de una alhaja robada, de la cual has hecho un adorno —dijo el joven
médico con aparente calma, pero con voz sorda que hacía presagiar una próxima y
tormenta. A ti es a quién corresponde juzgar quién es más culpable, la pobre madre
que roba el pan para dar de comer a su hijo hambriento, o la mujer rica y elegante
que vive en el seno de la abundancia y protege un robo. Pero que tengas el descaro
de poner con ostentación esa vergonzosa alhaja en la mano pura de la joven que
acababa de salvar a tu hija, repitiendo que ese brazalete era de gran valor a tus
ojos, pero que hacías de la mejor voluntad tal sacrificio por el amor de Ana; que
más tarde hayas osado, al hablar de esa joven, reivindicar para ti todas las virtudes
de una raza honrada, colocándote en el más alto grado que pueda conferir un
origen sin mancha, rechazando a esa joven al dominio de la perdición; que te hayas
atrevido a obrar así, cuando conocías la conducta de tu padre…, esto constituye
una infamia repugnante, que no se castigará jamás con suficiente severidad.

La joven viuda vaciló, cerró los ojos y cogióse con mano temblorosa del
ángulo de la mesa para no caer.

—Sin duda no vas del todo descaminado, Juan —dijo la señora Hellwig,
cogiendo el brazo de su sobrina y sacudiéndola vivamente para que volviera en sí,
pues aborrecía los desmayos…—; no vas del todo descaminado, pero los últimos
términos que empleas son demasiado violentos… Eso ha sido una estupidez
inconcebible, convengo en ello, pero que no te autorizaba de ningún modo para
rebajar la alta posición que tu prima ocupa… El paralelo que has establecido entre
ella y la mujer pobre que roba el pan era inconveniente, permíteme decírtelo… Hay
considerable diferencia entre el acto de retener unos bienes que no tienen dueño y
robar conscientemente el pan que pertenece a otro…, pero aún sigue siendo una de
las abominables manías de nuestra época, viciada por ideas subversivas, querer
siempre hacer comparaciones entre individuos de la clase más abyecta y personas
pertenecientes a las familias más distinguidas. Me disgusta mucho oírte decir
semejantes cosas… No es menos inconveniente poner en parangón una joven como
esa Carolina con una dama que ocupa tal posición como la de Adela… Una
doncella recogida por caridad, una…

—¡Madre mía —interrumpió el joven médico, en cuya frente se acentuó la


arruga que indicaba la cólera de que estaba poseído—, ya te he dicho hoy mismo
en el jardín que no toleraría más los imperdonables ataques dirigidos contra el
honor de esa joven!

—¡Oh, oh…, señor hijo!… ¡Hazme el favor de ser más respetuoso y de usar
palabras más sumisas! ¡Estás delante de tu madre! —añadió la señora Hellwig con
tono imperativo, levantando el brazo mientras fijaba en su hijo una terrible
mirada…— Paréceme que te conviertes decididamente en caballero de esa princesa
errante, y muy pronto no me quedará sin duda más remedio que poner mis
respetos a sus pies.

—Ya llegarás a esto, madre mía —respondió el joven médico con la mayor
tranquilidad y sosteniendo la mirada de su madre…— No podrás rehusarle la
estimación y el respeto, puesto que la tomaré por esposa.

Entonces se produjo un hecho inconcebible…: la antigua casa no se hundió,


ni tampoco se entreabrió la tierra para sepultar la pequeña ciudad de X*** con
todos sus habitantes, como lo creyó al pronto la señora Hellwig, cuando la
estupefacción la dejó inmóvil, paralizando su palabra… Miraba fijamente a su hijo,
que tenía el aspecto de un hombre irrevocablemente determinado a no dejarse
conmover por las lágrimas, las convulsiones, las súplicas y los arrebatos.

La joven viuda se recobró al punto de su semidesvanecimiento, y mientras


que su tía, petrificada, permanecía silenciosa e inmóvil, dejó escapar una ronca
carcajada; su velo vaporoso se deslizó desde la cabeza hasta el cuello, y las hojas
marchitas de la rosa roja que había puesto descuidadamente entre sus rizos
algunas horas antes, cayeron a su alrededor.

—¡He ahí —exclamó—, he ahí el resultado de la sabiduría infalible que te


atribuiste, tía mía!… ¡Ahora triunfo yo!… ¿Quién te había rogado, suplicado y
conjurado a casar a toda costa a esa joven antes de la llegada de Juan? Un secreto
instinto me advirtió, al fijar en ella la mirada por primera vez, que sería la
desgracia de nuestra familia… Sufre ahora la vergüenza que has atraído sobre ti
por haber despreciado el peligro que yo te señalaba… En cuanto a mí, voy a
marchar al punto a Bonn, a fin de dar a conocer a todas las respetables damas de la
ciudad el origen de su futura compañera y las funciones que desempeñaba la
persona que tratarán de introducir en su escogido círculo.

Al pronunciar estas palabras salió de la habitación, cerrando la puerta tras sí


violentamente.

Mientras la joven hablaba, la señora Hellwig había vuelto en sí de su


estupor, y revistiéndose de todo su majestuoso orgullo, dijo dirigiéndose a Juan:

—Sin duda he comprendido mal tus palabras, hijo mío…

—Si lo supones realmente, puedo repetir lo que acabo de manifestarte —


contestó con frialdad el joven médico—: me propongo casarme con Felicia de
Orlowska.
—¿Osas sostener ante mi tan insensato proyecto?

—En vez de contestarte directamente, te pido permiso para hacerte una


pregunta. ¿Darías aún hoy tu consentimiento para mi matrimonio con Adela?…

—Sin duda alguna; es un partido conveniente y que corresponde a tu


condición. Este enlace constituye mi aspiración suprema.

El joven médico se sonrojó de vergüenza…; sus labios temblaron; por un


violento esfuerzo rechazó las duras palabras que iban a salir de su boca, y
consiguió hablar con serenidad.

—Por esa declaración —dijo— has perdido el último derecho que podía
reconocerte para intervenir en los actos más graves de mi existencia… Que esa
mujer completamente desprovista de sentido moral, que esa calumniadora
infatigable emponzoñe mi vida entera, no es cosa que merece consideración, y
diríase que esto te importa poco. Vivirías tranquilamente aquí en tu hermosa casa,
y cuando vinieran a hablarte de tu hijo, te parecería grato poder decir: «Ha hecho
un buen casamiento, muy conveniente». Pues bien, ese egoísmo sin limites que
demuestras me autoriza para decirte que quiero ser feliz cueste lo que cueste y que
esa felicidad sólo puede proporcionármela esa huérfana pobre y despreciada, a la
cual hemos tratado con tanta crueldad.

La señora Hellwig comenzó a reír amargamente.

—No sé qué me retiene de pronunciar palabras muy graves —dijo, mientras


que sus labios se contraían—. ¡No olvides que la bendición de los padres eleva la
casa de los hijos…, y que la maldición de una madre destruye esa casa sin dejar
piedra sobre piedra!

—¿Querrás sostener que tu bendición bastaría para destruir la perversidad


moral de Adela?… Pues del mismo modo tu maldición no puede tener eficacia si se
pronuncia contra una persona tan inocente; tú no la pronunciarás, madre, pues
recaería sobre ti, preparándote una vejez solitaria, sin ningún afecto.

—¿Pues qué pido yo?… No reconozco más que dos puntos con los cuales
gobierno mi existencia para alcanzar el uno y evitar el otro: honor…, deshonra. Tú
no puedes dispensarte de respetar mi voluntad, y tu deber de hijo te impone la
obligación de renunciar ahora mismo a tan loco proyecto.

—¡Jamás!… No lo esperes, madre mía.


Así diciendo, salió de la habitación en el momento en que la señora Hellwig
levantaba los brazos… ¿Pronunciaron la maldición aquellos labios pálidos y
oprimidos?… Nadie lo sabe, nadie oyó el más leve sonido… Y si por desgracia
sucedió esto, la maldición no podía ser ratificada, pues el Dios de amor y de
misericordia no pone un arma tan espantosa en manos de los perversos y de los
seres vengativos.

El crepúsculo se extendía sobre el cuadrado de los edificios que formaban el


patio; los truenos y la tempestad habían cesado; mas espesas nubes, singularmente
recortadas, flotaban aún en el cielo, semejantes a los rezagados que tratan de
reunirse para constituir una fuerza.

En el primer piso las puertas se abrían y cerraban bruscamente; oíase


arrastrar cofres por el suelo, y pesados pasos iban y venían en todos sentidos. Se
hacían paquetes, y sin duda alguien iba a marchar para no volver nunca…

—¿Conque se va por fin la viudita? —murmuraba Enrique para sus


adentros, llevando con mal contenida alegría un pesado cofre sobre sus hombros.

Si en los preparativos de aquella marcha imprevista presidian el tumulto, el


apresuramiento y la agitación, haciendo retumbar los ecos sonoros de la antigua
morada, en cambio la calma y la tranquilidad revelábanse en el rostro de Felicia.
En la mesa, alumbrada por una mísera luz de la cocina, hallábase el cofrecito que
encerraba sus ropas de niña… La señora Hellwig había cogido de nuevo su calceta,
y desde su estrado acababa de dar orden de entregar a la joven «sus harapos», a fin
de que no tuviese pretexto alguno para pasar una noche más bajo su techo. Felicia
estaba junto a la luz, examinando la pequeña marca que representaba las armas de
la familia Hirschsprung, y hallábase muy pensativa, cuando vio aparecer el rostro
del profesor en la ventana de la habitación que compartía con la cocinera.

—¡Venga usted, Felicia!… No es posible que permanezca un momento más


en esta casa… Deje usted ahí todos sus efectos, y Enrique se los llevará mañana —
dijo Juan Hellwig con cierta emoción.

La joven se cubrió los hombros con un ligero chal y dirigióse al vestíbulo,


donde se juntó con el profesor; éste la ofreció el brazo y condújola a través de las
calles hasta la casa de la señora Frank, a cuya puerta llamó.

—Traigo a mi pupila, y ruego a usted que la proteja —dijo a la anciana


señora, que la recibió amistosamente, aunque con extremada sorpresa…
Juan cogió su mano y puso en ella la de Felicia, diciendo:

—Confío a usted una cosa preciosa. Protéjala usted y guárdela hasta que yo
venga a reclamarla.
Capítulo XXVIII
Desde que salió de la casa Hellwig, ¡qué metamorfosis exterior e interior se
había producido en Felicia! Había dejado atrás las gruesas paredes de la antigua
morada de los Hellwig y con ellas la opresión de un trato indigno… Todo era
alegría y luz a su alrededor…; no sentía ya pesar sobre ella la intolerancia y la
malevolencia que, semejantes a las aves nocturnas, cerníanse siempre sobre la casa
Hellwig con sombrías amenazas… Opiniones sanas y caritativas, un vivo interés
por todo cuanto el mundo tiene de bello y de bueno, y una vida de familia íntima,
apacible, he aquí lo que la joven encontró al lado de los Frank: Felicia sentíase allí
en su verdadero elemento y fue infinitamente dulce para ella oírse llamar con
todos los nombres cariñosos que le daba la tía Córdula, llegando muy pronto a ser
la niña mimada de los esposos Frank.

Tal era la metamorfosis exterior… ¿Qué diremos del cambio interior que en
ella se había producido? Cuando Juan la llamó, invitándola a dejar todos los
objetos que la recordaban los primeros años de su infancia, obedecióle
inmediatamente; cuando le encontró en el vestíbulo y él cogió su mano para
colocarla bajo su brazo, y cuando salió de la casa de su madre, Felicia le había
seguido silenciosamente, con una docilidad y una confianza ciegas. Felicia era un
carácter extraño que en medio de sus fogosidades y de su espíritu entusiasta y
levantado necesitaba para obrar apoyarse en una base firme. El dolor y las súplicas
del joven médico habían lacerado su corazón…; mas no fueron suficientes para
hacerla vacilar en lo que había resuelto, cambiando sus convicciones; otra fuerza
debía de haberse unido a ésta para ganar a la joven, y, sin saberlo, Juan había
hablado el lenguaje que debía triunfar de sus vacilaciones. Al decirle que deseaba
conocer el contenido del volumen de la tía Córdula, añadió: «No puedo obrar de
otro modo…, y aunque en recompensa de mi abstención voluntaria me prometiese
ser mi esposa, me vería obligado a decir que ¡no!…» a pesar de la situación crítica
en que entonces se encontraba, el corazón de Felicia latió de alegría al oír estas
palabras… La tenacidad con que insistía en descubrir una cosa de que le hubiera
sido tan fácil desentenderse; la energía con que se empeñaba en disipar las
tinieblas, aun a riesgo de herir sus más caras creencias, para llenar un deber, por
penoso que fuera, y del cual no consentía en sustraerse, ni aun a costa de la
realización de su más ardiente deseo, resolvieron la cuestión al fin… Así tenía su
fundamento la inquebrantable confianza sin la cual le hubiese sido imposible a
Felicia la vida conyugal con Juan.

El joven médico visitaba a la señora Frank todos los días, mostrándose más
grave y reservado que nunca; la carga que pesaba sobre él era insoportable y su
permanencia en la casa materna insostenible. La conmoción que la señora Hellwig
experimentaba no dejó de resentirla profundamente, tanto que cayó enferma y
vióse en la precisión de guardar cama. Siempre consecuente consigo misma,
rehusó ver a su hijo y confiarse a su cuidado; en su lugar se llamó al doctor Bohm;
pero Juan no podía consentir en abandonar la ciudad de X*** en semejantes
circunstancias.

Había decidido confiar el secreto de la familia al joven Frank, revestido de


las funciones de curador de la sucesión destinada a los individuos aún existentes
de la familia Hirschsprung, declarándole su resolución de reparar el daño
cometido en cuanto de él dependiese. Todas las objeciones con que su amigo trató
de combatir esta determinación reduciéndola a ciertos límites razonables fueron
inútiles, sirviendo tan sólo para afirmarle más en su designio. Juan no hacía más
que refutar cuantos argumentos se le oponían con esta simple pregunta al joven
abogado: «¿Ha sido adquirida honrosamente por mi familia esa suma?». El mismo
Frank, por muchos deseos que tuviera de dispensar a su amigo de tan considerable
sacrificio, no podía contestar afirmativamente. Por lo demás, el abogado pensaba
como la señora Hellwig, aunque desde otro punto de vista, que aquella discusión
era de las más inútiles, pues no debía existir ya ningún heredero de los
Hirschsprung. Esto no obstante, fue de parecer que se hiciera una intimación a
Pablo Hellwig, a aquel hombre a quien se llamaba piadoso por excelencia, y en
efecto, se le escribió diciéndole lo que ocurría y apremiándole a que a su vez
restituyera los veinte mil tálers que eran la parte que se había retenido del tesoro
robado.

Pablo contestó tranquilamente, con la hipocresía que le era peculiar, que


había recibido aquella suma de su tío a título de indemnización, para compensar
los perjuicios causados a su padre al hacerse la repartición de los bienes de su
abuelo; que nada tenía que ver con los medios empleados por su tío para adquirir
esta suma, y que no le causaban el menor escrúpulo, puesto que nadie podía
hacerle responsable de los actos de otro. Añadía que el dinero se hallaba en su
poder, y por consiguiente en buenas manos, pues considerábase, no como
propietario de sus bienes, sino solamente como administrador de ellos, para
emplearlos en servicio de Dios. Fuerte con sus intenciones, que eran puras, y con
sus actos, que tenían por móvil la gloria de su Señor, defendería su propiedad
enérgicamente, y que en caso de un proceso sabría soportar esta contrariedad con
resignación.

Nataniel, a quien también se había escrito en el mismo sentido, contestó que


le era del todo indiferente lo que pudo hacer uno de sus abuelos, convertido en
polvo hacía largo tiempo; que no se consideraba en ningún modo obligado a
redimir los pecados de otro, y que no entendía que se disminuyese su herencia en
un céntimo por amor a su nombre. También él esperaba a pie firme un proceso y el
momento en que los presuntos herederos, advertidos por un hermano escrupuloso,
fueran a deshonrar el nombre de que tanto se había enorgullecido hasta entonces.

—Ya no me queda más recurso —dijo el joven médico, sonriendo con


disgusto y apartando de sí en la mesa aquellas pruebas de la honradez y buena fe
de los Hellwig— que sacrificar cuanto poseo, bien a título de herencia o de ahorros
hechos por mí sobre mis rentas y los beneficios de mi profesión, si no quiero ser a
mis propios ojos un ocultador…, el cómplice en un acto vergonzoso e infame.

Las vacaciones del joven profesor tocaban a su término, y la señora Hellwig,


restablecida ya, había declarado que no consentiría en recibir a su hijo sino en el
caso de darle su palabra de honor de renunciar al extravagante designio de
indemnizar a la familia de los Hirschsprung y al vergonzoso proyecto de contraer
matrimonio con una joven de origen desconocido.

Felicia estaba en una situación difícil de explicar: desde que vivía con la
familia Frank, sentábase todas las tardes a determinada hora junto a una ventana, y
esperaba allí, oyendo latir su corazón… No aguardaba largo tiempo; muy pronto,
al dirigir una furtiva mirada a la calle, veía aparecer en la esquina más próxima al
visitante cotidiano, con su aspecto grave y enérgico; y todos los días érale preciso
empeñar una lucha consigo misma, pues si hubiera obrado según el impulso del
sentimiento que la dominaba, habría corrido a su encuentro… Juan se acercaba a la
casa sin mirar a derecha ni izquierda, sin fijar la menor atención en los transeúntes,
con los ojos invariablemente fijos en la ventana, detrás de la cual Felicia parecía
inclinarse sobre su labor… Las miradas de ambos se encontraban, y la joven
reconocía entonces que la vida encerraba una suma de felicidad que su corazón no
había sospechado siquiera. Juan Hellwig no hacía jamás la menor alusión a su
ternura, ni al proyecto que había formado, y Felicia hubiera podido creer que
aquellos sentimientos se habían desvanecido a consecuencia de los últimos
sucesos, a no haber sido por lo que decían los ojos de aquel hombre amado.
Aquellos ojos grises seguían invariablemente todos sus movimientos cuando se
entregaba a cualquiera ocupación doméstica o cuando salía de la estancia…, e
iluminábanse apenas reaparecía, apenas levantaba la cabeza de su labor y volvía el
rostro hacia él. Felicia no dudaba que era siempre para el joven médico aquella Feli
que debía esperarle algún día en su casa, pensando en él…, y ya le esperaba así
todas las tardes. La joven de voluntad de hierro, de mirada llena de odio, de
actitud fría y desdeñosa, no sospechaba cuántos encantos había infundido en ella
aquella transformación: todas las rudezas de aquel carácter que tanto había
luchado habían desaparecido al contacto de los dulces sentimientos del amor de la
mujer.

Y he aquí que iba a llegar el día en que inútilmente iría a esperar sentada
junto a la ventana… En la hora consagrada por la más dulce costumbre, Juan
estaría lejos de allí… e innumerables personas extrañas pasarían entre él y su
Feli… Tal vez transcurriera un largo, un interminable año sin que volviese a
verle… ¿Qué sucedería durante aquel espacio de tiempo?… La joven no veía
delante de sí más que un espacio vacío, árido, triste, que había de serle
insoportable, porque le faltaría lo que le endulzaba la existencia.

La víspera del día fijado para la marcha del joven médico, la familia Frank y
Felicia se disponían a comer cuando la criada entró de pronto para entregar una
tarjeta de visita a su joven amo. Un vivo rubor, efecto de la sorpresa, coloreó el
rostro de Frank, quien levantándose al punto, arrojó la tarjeta sobre la mesa, y salió
del comedor… En aquella tarjeta leíase: «Lutz de Hirschsprung, propietario en
Kiel». Por la puerta entornada se veía el vestíbulo y oíase una voz grave que se
expresaba con elegancia en términos escogidos y corteses…, y después los dos
interlocutores subieron juntos la escalera que conducía al despacho del joven
abogado.

Mientras los señores Frank hablaban con vivo interés de la aparición de


aquellos herederos, considerados hasta entonces como problemáticos, Felicia
permanecía silenciosa, presa de una viva emoción. La pobre hija del titiritero, para
la cual se habían desligado o roto todos los lazos de familia, que viviera antes
aislada entre personas extrañas, hallábase de pronto bajo el mismo techo que sus
parientes cercanos… ¿Seria su abuelo el que estaba allí arriba, o bien el hermano de
su madre?… Aquella voz reposada, de acento grave y vibrante, que acababa de oír
en el vestíbulo, ¿sería la misma que profirió la maldición sobre la hija rebelde de
los Hirschsprung?

El recién venido llamábase precisamente como aquel abuelo suyo que


abandonó la Turingia, y su antiguo nombre, casi antediluviano, tenía en aquella
tarjeta de visita un aspecto de los más aristocráticos… Es grato sacar del olvido y
del polvo esos antiguos apellidos, que tan bien resuenan cuando se asocian con el
de una antigua familia…, porque evocan al punto la visión de un poderoso
caballero, armado de punta en blanco, y por lo menos atestiguan la antigüedad del
linaje, aunque los lleven pigmeos revestidos de un traje de paño negro en vez de la
cota y del casco. Al parecer era evidente que aquella familia de los Hirschsprung
daba mucha importancia a su origen… y se podía conjeturar, casi con seguridad,
que la hija del titiritero no reivindicaría impunemente su parentesco con los
señores propietarios que habitaban en Kiel… Felicia se sublevaba ante la idea de
que tal vez se la rechazaría, y oprimía los labios como para retener una palabra
imprudente, arrancada en la emoción del momento; mas no pudo renunciar al
ardiente y apasionado deseo de ver al desconocido, deseo que muy pronto debía
realizarse.

Poco después de la llegada del extranjero, el joven abogado envió a decir a


Juan Hellwig que tuviera la bondad de presentarse. La conferencia de los tres
hombres duró más de dos horas, durante los cuales Felicia oyó sobre su cabeza los
pasos regulares, pero incesantes del joven médico; veíale con los ojos del corazón
pasar su fría mano por la espesa barba, mientras hablaba, y ofrecer al recién
llegado aristócrata todo cuanto poseía a fin de lavar su nombre de toda mancha.

Al fin el joven Frank envió a decir a su madre que los huéspedes iban a
pedirle una taza de café. Felicia mandó hacer todos los preparativos necesarios, y
mientras ejercía su vigilancia en la cocina, oyó que bajaban la escalera. Al atravesar
el vestíbulo, el extranjero hablaba lentamente con el joven médico, y Felicia, del
todo trastornada, creyó que iba a faltarle el valor… Acababa de ver al extranjero…:
era muy alto y delgado, y tenía todo el aspecto y la actitud de un hombre de
mundo…, pero también de un hombre acostumbrado a mandar, a dominar, y en el
cual se reflejaba claramente el alto concepto que tenía formado de su posición y de
la importancia de la clase elevada a que pertenecía. La joven comprendió que el
desconocido no podía ser su abuelo, pues era demasiado joven.

En aquel momento, una sonrisa de abandono entreabría sus delgados labios,


mientras que, al hablar, inclinábase hacia Juan Hellwig; pero aquel bello rostro de
expresión imperiosa, de líneas inflexibles y de color mate, debía estar más
acostumbrado a expresar una severidad altanera que la bondad y la benevolencia.

Felicia se pasó por el cabello su mano temblorosa, y entró en el salón en pos


de la criada que llevaba la cafetera. Frank, Juan Hellwig y el extranjero estaban
junto al ancho hueco de una ventana, vueltos de espaldas a la puerta. Felicia
preparó las tazas de café, cogió una y ofreciósela al extranjero, dirigiéndole algunas
palabras… El desconocido se volvió vivamente al oír aquella voz, después
retrocedió como si hubiese recibido un golpe violento, y fijó en la joven una mirada
de espanto.

—¡Meta!… —exclamó, sin poder dominar su impulso.


—Meta de Hirschsprung era mi madre —contestó la joven con su hermosa
voz grave y sonora y con aparente tranquilidad…; pero viendo que temblaba, dejó
sobre una mesa la taza ofrecida al extranjero.

—¡Su madre!… Ignoraba que hubiese dejado una niña —murmuró el señor
de Hirschsprung, tratando de dominar su emoción.

Felicia sonrió con amarga y desdeñosa expresión, como censura contra su


propia debilidad, que la había inducido, a pesar de su firme resolución, a revelar
su origen al extranjero. En la sorpresa que éste había manifestado no se reconoció
un sentimiento de ternura ni de dolorosa compasión, y Felicia comprendió
claramente que había desencadenado contra sí misma una serie de penosas
humillaciones. Sin embargo, preparóse a soportarlas en presencia de los
concurrentes, a quienes el asombro había hecho enmudecer y que esperaban el
desenlace de aquel extraño incidente.

Durante este tiempo, el señor de Hirschsprung pudo recobrarse, y su


emoción desapareció, sustituyéndola cierta perplejidad… Se pasó la mano por los
ojos y dijo en voz baja.

—¡Sí, sí…, es verdad!… Aquí fue, en esta pequeña ciudad, donde aquella
infeliz recibió su castigo…; un castigo terrible, pero que desgraciadamente merecía.

Después de pronunciar estas palabras, con las que creyó sin duda haber
pagado su tributo a las debilidades humanas, irguió su elevada estatura y dijo, con
esa ligereza propia del hombre de mundo, a los que con él estaban:

—Dispensen ustedes que me haya dejado llevar de una emoción que me ha


hecho olvidar un momento mis deberes para con las personas que me rodean… Yo
pensaba que ese drama de familia había tenido su desenlace definitivo hace ya
largo tiempo, cuando he aquí que se produce un epílogo inesperado… Usted, es,
por consiguiente, la hija del saltimbanqui llamado Orlowska —continuó el
extranjero, volviéndose hacia la joven y esforzándose para tomar un acento algo
benévolo.

—¡Sí!… —contestó Felicia con acento breve, irguiéndose también ante su


interlocutor.

En aquel momento, la semejanza que existía entre los dos parientes se


manifestaba de una manera notable…; los dos parecían altaneros, aunque el
motivo de ese orgullo fuese distinto en cada uno.
—Su padre de usted la dejó aquí después de la muerte de su esposa, ¿no es
así? ¿Se ha educado usted en esta casa?… —continuó el extranjero, más conmovido
de lo que él quería ante la imponente actitud de la joven.

—¡Sí! —respondió Felicia.

—Ese hombre —añadió— no tuvo probablemente tiempo para tomar


algunas disposiciones respecto a usted. Si no recuerdo mal, murió en Hamburgo a
consecuencia de una fiebre maligna, hace ocho o nueve años.

—Ahora sé por primera vez que ha dejado de existir —contestó Felicia


temblorosa, mientras que sus labios se contraían y una lágrima asomaba a sus ojos.

Pero, a pesar de la dolorosa emoción que esta noticia le produjo,


experimentó una especie de consuelo melancólico, porque con ella se destruían las
afirmaciones de la que le había repetido con frecuencia que su padre vagaba por el
mundo hecho un criminal, sin preocuparse de lo que a otras personas pudiera
costarles el mantener a su hija.

—¡Ah!… Siento mucho haber sido el primero en comunicar a usted tan


penosa noticia —dijo el señor de Hirschsprung, moviendo la cabeza con aire de
conmiseración—. Por esa muerte ha perdido usted, sin la menor duda, el único
pariente que le quedaba después del fallecimiento de su madre… Hubo un tiempo
en que me vi en la precisión de hacer averiguaciones respecto al pasado de ese
hombre, y supe que desde su más tierna juventud estaba solo en el mundo: es muy
doloroso, pero es lo cierto, que ya no le queda a usted ningún pariente.

—¿Será permitido preguntarle, señor de Hirschsprung —dijo la madre de


Frank, indignada al oír tan despiadadas palabras y ver la soltura con que el
extranjero descartaba a Felicia del tronco de que él formaba parte—, será permitido
preguntar qué grado de parentesco tenía la madre de esa joven con la familia de
usted?

—En otro tiempo fue mi hermana —contestó el señor de Hirschsprung con


voz sorda y sonrojándose ligeramente, aunque recalcando con toda intención la
expresión «en otro tiempo»—. Había querido evitar, con toda intención, hablar de
ese parentesco —continuó después de una pausa de algunos instantes—, pero en la
situación en que nos encontramos me veo obligado a hacer algunas revelaciones,
que me parecían poco convenientes: me veré, pues, en la necesidad de poner en
conocimiento de esta joven varios hechos relativos a su madre, que habría sido
mejor para ella ignorar del todo… La señora de Orlowska dejó de formar parte de
la familia Hirschsprung para siempre en el momento de conceder su mano a ese
polaco… En el libro genealógico de nuestra familia no se indicó junto a su nombre,
según costumbre invariable, el de aquel que se unió con una de las herederas de la
casa; y apenas hubo traspasado el umbral de nuestra morada por última vez, mi
padre borró con su propia mano el nombre de su hija en nuestro árbol
genealógico… Y esto fue mucho más doloroso para él, atendidos los sentimientos
aristocráticos que profesaba, que si hubiera sellado él mismo una piedra sobre la
tumba de su hija… Desde entonces, el nombre de Meta de Hirschsprung es para
nosotros lo mismo que si no existiese, y ningún amigo de la casa, ningún servidor
osó nunca pronunciarle… Mis hijos ignoran que han tenido una tía. En una
palabra, Meta había muerto para nosotros mucho antes de haber perecido tan
trágicamente en su carrera errante a través del mundo.

El señor de Hirschsprung se interrumpió un momento: durante aquella


narración, tan conmovedora para Felicia, la señora Frank había pasado su brazo
alrededor del talle de la joven, a quien estrechaba con maternal cariño. A pocos
pasos, Juan Hellwig permanecía silencioso, pero con la vista fija en el semblante,
de la pobre joven, a quien una vez más martirizaba, el recuerdo de su madre
querida. Prodújose un silencio penoso, que al prolongarse revelaba la intensidad
de las emociones de todos los que allí estaban, y por eso el señor de Hirschsprung
volvió a tomar la palabra como para borrar aquella impresión.

—Esté usted persuadida —dijo a la joven— que siento en el alma el pesar


que mis palabras le ocasionan. A mis propios ojos me considero como un hombre
que está llenando una misión poco digna; pero ¡Dios mío!, no sé con qué otras
palabras hubiera podido calificar estas cosas… Con la mejor voluntad haré alguna
cosa en favor de usted… ¿Qué posición ocupa en esta respetable casa?

—La de hija querida —contestó la señora Frank, anteponiéndose a Felicia y


fijando en el extranjero una mirada resuelta y penetrante.

—¡Pues bien!… Ya ve usted que ha ganado un premio excelente en la lotería


de la vida —prosiguió el señor de Hirschsprung, dirigiéndose a la joven después
de inclinarse con el mayor respeto ante la noble anciana…— Desgraciadamente, no
está en mis manos rivalizar con la digna protectora de usted, ni tampoco me
corresponde concederle los derechos de hija de nuestra casa, porque mis padres
viven aún…, y, por desgracia también, el nombre de Orlowska que usted lleva será
siempre un obstáculo insuperable, pues nada del mundo podría inducirles a
consentir en verla a usted.
—¿Cómo, los abuelos —exclamó la señora Frank en el colmo de la sorpresa
— podrían conocer la existencia de la hija de su hija, y vivir y morir sin haberla
visto?… ¡Oh!, caballero, jamás podré creer semejante cosa.

—Querida y respetable señora —repuso el señor de Hirschsprung,


sonriendo fríamente—, el sentimiento inflexible del respeto que cada cual debe a
su nombre, y el celo con que se vela para preservarle de toda mancha, fueron
siempre los rasgos dominantes del carácter de la familia Hirschsprung…, y yo
mismo me enorgullezco de tenerlos grabados en mi alma: entre nosotros, la
ternura se relega al segundo lugar. Por lo demás, comprendo perfectamente la
conducta de mis padres, y no observaré otra en el caso de que, no lo quiera Dios,
una de mis hijas se obstinara en contraer un enlace desigual.

—Sea admitido aún, hasta cierto punto, que los hombres de la familia miren
las cosas de ese modo…; ¡pero una mujer, una abuela! Debería ser de piedra si al
oír hablar de esa niña no…

—Precisamente ella es la que menos dispuesta está a perdonar —dijo el


señor de Hirschsprung, interrumpiendo a su interlocutora—. Mi madre tiene uno
de los más hermosos árboles genealógicos de Alemania…; cuenta entre sus
parientes condes soberanos, y tiene más empeño que ninguna mujer de este
mundo en conservar el brillo de su familia… Por lo demás, señora —continuó, no
sin un ligero acento de ironía—, nada le impide hacer una tentativa en favor de la
joven a quien protege. Yo le prometo desde luego, no solamente que no me
opondré a este paso, sino que la apoyaré en cuanto me sea posible.

—¡Oh!…, le suplico a usted que no diga una palabra más —exclamó Felicia,
presa de un dolor sin nombre, mientras que se deshacía del brazo de la anciana
señora para coger sus dos manos—; ¡ni una palabra más!…

Después de una pausa, volvióse hacia el señor de Hirschsprung y díjole


tranquila y fríamente:

—Esté usted persuadido, caballero, de que jamás reivindicaré los derechos


de mi madre a una sucesión cualquiera. Ella renunció a esos derechos por ternura
y amor a mi padre; bien mirado todo, según lo que usted acaba de manifestar, ha
ganado en el cambio… He vivido y crecido en la convicción de que estaba aislada
en el mundo y no debía esperar ningún apoyo, y ahora soy yo la que digo que mis
abuelos no existen para mí.
—Eso me parece sobradamente duro —repuso el señor de Hirschsprung,
algo conmovido con esta declaración—; pero en el actual estado de cosas —añadió
encogiéndose de hombros— me veo obligado a no combatir esa resolución… Por lo
demás, quiero hacer en favor de usted todo cuanto de mi dependa, y no dudo un
momento que obtendré de mi parte autorización para señalarle una pensión
vitalicia.

—Muchas gracias, caballero —replicó Felicia—. Acabo de manifestar a usted


que no reconozco a mis abuelos, y por lo tanto, ya puede usted suponer que no
recibiría una limosna de personas extrañas.

El señor de Hirschsprung se sonrojó de nuevo; pero esta vez era la


vergüenza la que coloreaba sus pálidas mejillas, quizás por primera vez en su
vida… Muy perplejo, cogió su sombrero, sin que nadie se moviera; dirigió al joven
abogado algunas palabras rápidas relativas al asunto de que había ido a tratar, y
después, cediendo a un impulso irresistible, presentó con brusco ademán la mano
a Felicia; pero la joven se inclinó profunda y ceremoniosamente ante él sin tenderle
la suya. Era una dura expiación para el orgullo del señor de Hirschsprung, que
retrocedió algunos pasos, hizo un respetuoso saludo a Felicia, inclinóse ante todos
los presentes y salió seguido del joven abogado.

Cuando la puerta se cerró tras él, Felicia hizo un rápido movimiento para
cubrirse el rostro con las manos.

—¡Feli!… —exclamó Juan Hellwig entreabriendo los brazos.

Felicia levantó la cabeza, y precipitándose hacia el joven profesor, apoyó su


cabeza entre el corazón de aquél a quien había dado su amor. El pájaro indómito se
entregaba para siempre sin hacer la menor tentativa para escaparse: después de
tantas luchas y sacudidas, de tantos dolores y tempestades sufridos en su solitaria
peregrinación, experimentaba una dulzura inefable al descansar entre aquellos
brazos que la habían de proteger para siempre.

—Consiento, Juan —dijo, mientras que algunas lágrimas infantiles brillaban


aún en sus pestañas.

—¡Al fin!… —exclamó el joven profesor.

Y con dulce orgullo oprimió más estrechamente a Felicia, que era ya suya
desde aquel momento. ¡Cuánta felicidad brillaba en aquellos ojos que
contemplaban embebecidos el semblante de la joven animado por celestial sonrisa!
—He esperado una hora tras otra esa palabra de libertad —dijo Juan—;
¡loado sea Dios, pues la has pronunciado voluntariamente!… Estaba resuelto a
obtenerla esta tarde, pero dudo que me hubiese parecido tan dulce como ahora…
Cruel Felicia, ¿has esperado a que pesaran sobre mí tantas amarguras para
consentir en hacerme dichoso?

—¡No! —exclamó Felicia—, esto no es exacto; no es el cambio producido en


su posición lo que ha vencido mi resistencia… La fe nació en mí desde el momento
en que se negó resueltamente a devolverme el libro que había de revelarle un
secreto para usted terrible.

—Y pocos instantes después —dijo Juan, interrumpiéndola y sonriendo—,


apenas tuve conocimiento del secreto, me persuadí de que, a pesar de las asperezas
con que tan a menudo tropecé, a pesar del orgullo y de la independencia de tu
carácter, tenías un alma que sabía amar generosamente… Aceptabas todos los
sufrimientos antes de permitir que yo padeciese uno solo. Los dos hemos pasado
por una ruda prueba…, y… no debo ocultarte que el porvenir guarda muchos
pesares aún para nosotros… He perdido a mi madre; la confianza en mis
semejantes acaba de sufrir un ataque terrible, y en fin, no poseo casi nada más que
la ciencia adquirida.

—¡Oh! ¡Qué feliz seré!… —contestó dulcemente Felicia—. Comprendo que


no podré compensarle de todo cuanto ha perdido; pero todo lo que pueda hacer y
sentir una mujer llena de abnegación para embellecer la vida de un hombre tan
generoso como usted, lo haré y lo sentiré yo.

—¿Y cuándo esa boca orgullosa sustituirá el ceremonioso usted por el dulce
tú? —preguntó Juan.

El rostro de Felicia, blanco como la nieve, se cubrió de rubor.

—¡Juan —murmuró al fin—, no permanezcas mucho tiempo lejos de mí!

—¡Ah! ¿Conque habías tomado en serio que me iría sin ti? —repuso Juan
riendo—. Si no hubieran los sucesos tomado un sesgo para mí tan dichoso, ya
habrías sabido esta noche que mañana a las ocho partías conmigo a Bonn en
compañía de la excelente señora Frank. Esa buena mamá ha desempeñado muy
bien la comedia que juntos habíamos combinado y en la sala de arriba están los
cofres dispuestos; y yo mismo he elegido, escuchando los consejos de esta señora,
el sombrero de viaje que ha de cubrir esta frente rebelde hasta ahora. Permanecerás
cuatro semanas en casa de la de Berg, y después… en el despacho del fiero profesor
habrá una mujercita que desarrugará el ceño de su marido cuando éste regrese a su
casa preocupado con sus enfermos.

El señor Hirschsprung, representando a su padre, único descendiente de la


familia en quien recaía la herencia de la solterona, fue puesto en posesión de la
misma; pero declaró que renunciaba a toda reclamación contra la familia Hellwig,
después que el joven médico hubo agregado a la sucesión de la tía Córdula la suma
necesaria para completar los cuarenta mil tálers robados por su abuelo.

Se llegó a una transacción en cuanto al manuscrito de Bach, destruido por la


señora Hellwig, y ésta hubo de pagar en moneda contante una suma de
importancia, después de haberse convencido de que el proceso la impondría un
sacrificio mucho más considerable.

—¿Por qué disimular contigo?… —decía el joven abogado a su amigo


Hellwig, pocos minutos antes de la marcha de éste—. Te envidio la mano de
Felicia… Desde el primer día en que la vi, no me engañé sobre el valor de su alma
elevada y necesitaré algún tiempo para olvidar a esa joven… Sin embargo, me
consuelo un poco al pensar que te ha convertido en otro hombre, ganando para la
causa de la justicia y de la humanidad una inteligencia luminosa. Mis doctrinas
sanas y elevadas acerca de las desigualdades sociales no podían recibir mejor
justificación que la del hecho que aquí se ha producido, a saber, que los orgullosos
Hellwig, y perdona que te diga la verdad con toda su crudeza, han resultado
deudores respecto de la maltratada hija del titiritero. Ahora todos resultan iguales,
y el mundo ciego no sospecha que hay mucha podredumbre entre sus instituciones
y que el aire vivificador de la libertad es indispensable para aventar todas esas
impurezas que favorecen el orgullo, la falta de corazón y multitud de delitos
abominables.

—Tienes razón —contestó Juan—; yo soy quien se engañaba torpemente.


Pero el camino que he recorrido es demasiado rudo para que puedas envidiarme
una recompensa tan penosamente adquirida.

Juan Hellwig presentó a su joven esposa en el círculo escogido y severo de


las más respetables damas de Bonn, donde fue acogida con la mayor
consideración, a pesar de las insinuaciones y de las calumnias de la encantadora
Adela. Ha obtenido lo que se prometía y lo que esperaba; la dulce mano de la
hermosa joven borra todas las arrugas de su frente, y cuando, reunidos por la
tarde, Juan le dice a su esposa: «¡Feli, canta algo!», resuena junto a él aquella voz
magnífica que le había ahuyentado de la casa materna, obligándole a huir hacia los
bosques de Turingia para sustraerse al imperio que la pobre huérfana ejercía sobre
él.

Ha mandado transportar a Bonn todo el mobiliario que la tía Córdula le


había legado; el gran piano y los bustos se hallan en el salón de Felicia; en el
escondite del antiguo armario la joven esposa guarda siempre la alhaja de familia
que tanto tiempo ha estado allí. En cuanto a la caja gris, con el libro que encerraba,
ha sido quemada por el profesor el día que la familia Hirschsprung entregó el
recibo por la cantidad total. La deuda ha quedado satisfecha, la iniquidad ha sido
expiada, por lo menos en cuanto las fuerzas humanas lo permitían, y el alma de la
tía Córdula puede proseguir tranquila la peregrinación hacia el Sumo Bien que
había empezado en la tierra.

Enrique vive en Bonn con el joven médico, que le quiere y aprecia, y parece
haber llegado al colmo de sus deseos cuando encuentra por casualidad por la calle
a la joven viuda vestida de terciopelo y seda, luciendo los trajes más a la moda,
más nuevos y excéntricos, sin temer ya las observaciones picantes de su primo, y
cuando Adela vuelve la cabeza, como si el rostro del antiguo criado, con esa
expresión honrada, le fuera completamente desconocido, no puede menos de
murmurar con maliciosa alegría: «¡La guirnalda de no me olvides no te sirvió de
nada, noble señora!».

La elegante Adela no puede adornar ya su lindo brazo con el curioso


brazalete de que había tomado posesión. Su padre lo ha remitido a la familia
Hirschsprung, acompañándolo de una nota en que declaraba que aquella joya
había caído «por casualidad y por error» en sus manos. Las relaciones entre la hija
y el padre no son muy cordiales, pues éste no puede perdonar a aquélla el haber
denunciado por una «estupidez irritante» la parte que él había tomado en el
robo… Adela comparte su tiempo entre la sociedad y las obras caritativas hechas
con ostentación; mientras que su hija Anita, abandonada a cuidados mercenarios,
sin que nadie vele sobre ella, avanza a grandes pasos hacia una muerte
inevitable… ¿Y Pablo Hellwig, el hombre irreprensible por excelencia? No es de
suponer que reciba su castigo en este mundo, y si algún percance le ocurre dirá,
con piadosa resignación, que son pruebas a que le somete la divina Providencia.
Vale más, pues, que le dejemos abandonado a la opinión pública, que ya está
enterada de quién es en el fondo aquel hombre modelo de hipocresía: el castigo
más tremendo para el hipócrita es saber que la máscara tras la cual oculta su
perversidad no engaña ya a nadie.
La señora Hellwig está sentada, como en otro tiempo, junto a su ventana. La
desgracia ha llamado dos veces a su puerta; ha perdido sus dos hijos; Juan la
abandonó y Nataniel ha sido muerto en desafío, dejando muchas deudas y muy
mala reputación…, Las facciones marmóreas de la orgullosa dama parecen haberse
alterado un poco bajo la influencia de todas esas desgracias, y algunas veces diríase
que aquella cabeza recta e inflexible se doblega como fatigada… Últimamente el
profesor ha escrito a su madre para anunciar el nacimiento de su primer hijo; y
cosa singular, el cestillo de la señora Hellwig, siempre lleno de ovillos de grueso
hilo blanco o gris, contiene, desde que recibió aquella noticia, una media
empezada, de hilo fino y de color de rosa, que la dama hace a escondidas de la
gente. Federica jura que no se trata de unas medias ordinarias para la santa obra,
sino de unos graciosos calcetines de niño… ¿Estarán destinados a los piececitos del
individuo más joven de la familia Hellwig? Lo ignoramos; pero digamos en honor
de la humanidad que no hay alma alguna tan endurecida en la cual no se
encuentre un punto vulnerable, un impulso noble, una cuerda de dulces
vibraciones. Esa alma puede ignorar durante largo tiempo el tesoro que oculta,
cuando falta la excitación externa que despierte aquel sentimiento. ¡Quién sabe si el
amor de abuela es uno de estos puntos no sospechados en el corazón de la señora
Hellwig, punto que, descubierto de repente, arrojará sobre aquella existencia una
luz suave y derretirá con su calor el hielo que la envolvía! ¡Esperémoslo, amigo
lector!

Fin de EL SECRETO DE LA SOLTERONA


EUGENIA MARLITT (Arnstadt, Turingia (Alemania), 5 de diciembre de
1825 - Arnstadt, Turingia (Alemania), 22 de junio de 1887). Pseudónimo de
Friederieke Henriette Christiane Eugenie John (1825-1887) comenzó su carrera
artística relacionándose con la música, ajena a la pluma y a las letras. Cuando la
princesa reinante Mathilde de Schwarzburgo-Sondershausen, encargada de la
educación de la joven Eugenia, la escuchó cantar, la envió a estudiar al
conservatorio imperial de Viena. Un par de años después de haber iniciado sus
estudios musicales, la muchacha debutó en la ópera, cosechando varios éxitos. Pero
la cantante padecía una enfermedad del oído que terminó dejándola sorda.

Así, Eugenia abandonó las tablas y volvió a ponerse al servicio de la


princesa como dama de honor. Cuando la aristócrata prescindió de su protegida
por motivos económicos, Eugenia se fue a vivir a la casa de su hermano Alfredo,
maestro en Arnstadt. En ese momento, comenzó a escribir, firmando sus obras
como E. Marlitt. Envió su primera novela, en 1865, a la revista Die Gartenlaube, que
la publicó con el título de Los doce apóstoles. Al año siguiente, alcanzó el éxito con
Goldelse, y la revista empezó a aumentar sus tiradas gracias a las historias de la
antigua cantante.

Las ganancias que le proporcionaron sus libros favorecieron que Eugenia se


construyera una casa en la localidad de Arnstadt a la que puso de nombre Villa
Marlitt. Y es que, teniendo en cuenta que muy pocos conocen en la actualidad a la
autora, fue una de las escritoras más célebres de su tiempo. Sus historias estaban
entre las más vendidas y todas sus novelas fueron éxitos, como The Princess of the
Moor o The Lady with the Rubies. La escritora, que siempre había padecido diversos
problemas de salud, nunca dejó de escribir. Falleció el 22 de junio de 1887. Su
mano había dejado una novela inacabada: La casa de los búhos, que fue terminada
años después por Wilhelmine Heimburg.

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