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El Cazador de Gringas

Este documento presenta varios extractos de la vida y experiencias de Oscar Martínez como "cazador de gringas" en Bolivia. Describe sus interacciones con turistas extranjeras y locales, así como reflexiones sobre temas de raza, clase y nacionalidad. Oscar ha tenido que adaptar sus tácticas a medida que cambian los tiempos y las gringas se vuelven más precavidas.

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El Cazador de Gringas

Este documento presenta varios extractos de la vida y experiencias de Oscar Martínez como "cazador de gringas" en Bolivia. Describe sus interacciones con turistas extranjeras y locales, así como reflexiones sobre temas de raza, clase y nacionalidad. Oscar ha tenido que adaptar sus tácticas a medida que cambian los tiempos y las gringas se vuelven más precavidas.

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El cazador de gringas

Oscar Martínez

La situación está jodida. Ya no es como antes. Ahora vienen a la ciudad un montón de


mochileros mugrosos, artesanos o malabaristas con los que no se puede trabajar. Ya no
hay tanto gringo incauto andando por ahí, y los que viven aquí ya saben de nosotros.

Recuerdo que cuando estaba aprendiendo a leer y escribir usaba un libro que se llamaba
Coquito. Un libro de lectura de primer curso de primaria, que en sus ilustraciones
mostraba muchos niños, todos ellos muy limpios, blancos, con las mejillas rosadas y muy
guapos. En una escena se ve el dibujo de una fiesta de cumpleaños: un simpático grupo
de chiquillos con sombreritos coloridos de papel y una mamá sonriente corta un pastel
con mucha diligencia, mientras el padre aplaude cándidamente y muestra la perfección de
sus dientes.

La cosa con los israelitas es una pérdida de tiempo. Hay que ser “moscas” con los judíos,
la mayoría son tacaños y no les interesa conocer gente sino lugares. Además solo hablan
y andan entre ellos. Están muy guapas las hebreas, pero empezar una charla con ellas es
imposible, y si lo logras, de entrada te preguntan cosas tales como ¿De qué tribu eres? O
huevadas por el estilo. Por eso hay que descartar el Hard Rock del itinerario.

Cuando tenía siete años, vivía en un lugar muy bonito de la ciudad: Barrio Gráfico. Un
barrio clasemediero de gente amable, con calles empedradas, perfectamente iluminadas y
tiendas muy bien surtidas. A un costado de la avenida principal existía un río caudaloso y
sucio donde la gente botaba su basura y perros muertos. Ese río nos separaba de un
cerro, en el que había un muladar donde se veía algunas casuchas de adobe y techos de
calamina. En ese “barrio”, el barrio incipiente del frente, no había ni una sola casa decente
y bien pintada, todo estaba lleno de indios y perros. Parecía una postal del subdesarrollo.
Al otro lado del puente, solo veía tierra, basura y una pila pública donde, antes incluso de
que llegue la sequía, algunas mujeres y chicos hacían fila para recibir agua. Ese lugar era
todo un misterio para mí fértil imaginación infantil. Digo era, porque uno de esos días,
mientras estaba jugando fútbol en la cancha, cerca del puente que nos dividía de ese otro
“barrio”, por una patada mal dada, la pelota se fue volando hacia el final del puente. Nadie
quiso ir a recoger la pelota. ¡No vayas, allá viven los aymaras!, me dijo aterrorizado un

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chico y se fue corriendo, mientras que el dueño de la pelota, un enano con lagañas y la
cara llena de saliva seca, lloraba desconsoladamente sin que nadie le haga caso. Yo
también me fui corriendo.

He conocido una catalana. Ella sabe que me interesa más allá de lo que soy o pretendo
ser. El hecho de que “Anna la catalana” haya estado mucho tiempo en Cuzco, antes de
llegar a Metropolitana, ha tenido nefastas consecuencias para el negocio. La primera vez
que la vi, fue en el Bocaisapo, escuchaba sus conversaciones para conocer sus intereses
y poder abordarla profesionalmente.

El mercado de Villa Fátima está cerca del Barrio Gráfico. Mi mamá estaba comprando
papas a unos campesinos ya el colmo de sucios que tenían su puesto en un camión viejo
y destartalado. Según ella el precio era muy conveniente, por lo que pidió una arroba de
papas. Los vendedores dijeron algo en quechua y se empezaron a matar de la risa. Mi
madre les grito en el mismo idioma, me jalo del brazo y nos fuimos. Un par de cuadras
más allá me explicó lo que habían dicho. A esta chota le vamos a engañar, pásame la
balanza estirada. Yo no sabía que mi mamá hablaba quechua. ¿Cómo podía ser posible?
Mi mamá era blanquita y bonita. Me dio vergüenza que hable tan feo y repita esas
palabras. Creo que a ella también. Me prometió no volver a hacerlo.

Antes me vestía más onda “pachamamista”. A las alemanas y las francesas les resulta
más atrayente. Una suiza estaba dizque enamorada de mí. Como entienden el amor los
gringos, hasta donde sé, es cero compromisos. Yo hago mi vida y tú haces la tuya. El rato
de estar estamos, y si ya no queremos estar estando nos vamos, y san se acabó. Al
principio cuesta aprender o saber ubicar la diferencia entre mostrar interés y llegar a ser
agobiante. Cuando no agarras un tire casual o cuando es una gringa que trabaja o vive
aquí, es importante no ser muy cargoso, porque te mandan a rodar y chau business, ya
no hay negocio. Eso deber ser lo que llaman amor a la individualidad, sin campo para
arrumacos cursis y pegajosos.

Coquito, el personaje central del libro de lectura, habla con un niño campesino del cual no
figura su nombre, pero se infiere que es muy bueno porque le dibujaron la mirada alegre e
ingenua. Viste un pantalón oscuro doblado hasta la rodilla, un poncho marrón y un típico
gorro multicolor que acentúa su piel morena. Detrás se ven grandes y majestuosos

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nevados, una recua de llamas y mujeres con grandes atados de papas en las espaldas. El
pequeño campesino se muestra como un niño ejemplar que ayuda a su familia a llevar
productos a la ciudad. Después de una breve conversación sobre los productos de la
madre tierra, la generosidad y la sacrificada vida del campesino del altiplano boliviano, el
niño obsequia su vistoso y pintoresco gorro, lluch´u, a Coquito y se aleja tocando un
pinquillo con mucha alegría. Coquito lo observa con melancolía y se promete a sí mismo
estudiar para no ser igual de miserable y engrandecer a su patria con su trabajo.

Anna odiaba que le digan española. Ahí ya empecé mal con ella ¡Que soy Catalana!, me
dijo, casi a gritos, cuando le dije que las españolas son muy interesantes. Después de
echarme el humo del cigarrillo en la cara, me respondió con seriedad glaciar y sin dejar de
verme fijamente. Primero que nada, entérate qué son los catalanes y qué son los
españoles. Yo no sabía de esos líos de nacionalidades. Unos días después me tuve que
ilustrar en Internet, pero mientras, esa noche, le tuve que cambiar de tema para que se le
pase el empute. De todas formas, la española me tenía una desconfianza absoluta. Se
notaba que ya casi le caía mal. A cualquier cosa que decía, mostraba un desacuerdo
rotundo con mis opiniones. Justo cuando estaba en medio de mi discurso bien aprendido
sobre justicia social, indigenismo y machismo latinoamericano, me cortó de sopetón.
¿Eres brichero?, me dijo.

En segundo año de secundaria conocí una chica muy linda. Se llamaba Paola. Era una
morena hermosa, lo malo es que no le daba ganas de hablar con nadie. Después de mil
artimañas, logré acompañarle a su casa. Luego, empezamos a salir y a las dos semanas
estábamos muy contentos el uno con el otro. Para celebrar nuestra segunda semana de
amor eterno, le mandé una carta, un peluche y una tarjeta con una chica de su curso. Lo
peor es que esa chica, no recuerdo su nombre, me dijo que no había ninguna Paola Páez
en su curso. La única Paola que existía apellidaba Cusi Choque. Después de averiguar
por todas partes, supe que eso era verdad. Imaginé que, por vergüenza, ella me mintió
cuando le pregunté su apellido. No la volví a buscar más. Evité salir al recreo durante un
mes para no verla, y la peor parte del asunto es que me convertí en el hazmerreír de mis
amigos. Tener apellido indígena en mi colegio, que tampoco era la gran cosa, significaba
ser un raleado, algo así como estar condenado a oler a mierda eternamente.

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¿Qué si soy un brichero? Ante semejante pregunta, obviamente, me he tenido que hacer
al gil. Actué con espontánea y genuina sorpresa, miré a Anna a los ojos y, mientras
seguía mascando coca de forma imperturbable y serena, pregunté ¿Qué es pues un
Brichero? Anna dijo que no me haga al tonto. Después, de un momento a otro, se puso
terriblemente triste. Se zampó un chuflay y me contó de sus agrias experiencias en el
Cuzco. Allá la trabajaron bien. Fue un brichero profesional peruano. No contento con
esquilmarle un montón de plata, la enamoró y después la dejó por una holandesa. Buen
cambio. En Holanda los ingresos son más altos.

Al entrar a un parque de diversiones, en el barrio de La Florida, el tipo de la puerta me ha


dicho No puedes entrar aquí, llokalla de mierda. Yo estaba yendo a conocer la montaña
rusa con los hijos de las amigas de mi mamá. No atiné a decir nada, tenía doce años y
nunca antes me dijeron cosa semejante. Me sentí humillado, sobre todo porque a los
otros chicos si los dejaron entrar. Volví rápido a casa de la amiga de mamá. Ella estaba
en una de esas características reuniones de viejas que toman té y cuentan chismes. Les
conté lo ocurrido y solo preguntaron por los otros chicos. Una de ellas dijo Qué
barbaridad. Continuaron tomando el té como si nada hubiera pasado.

La catalana siempre está con un gordo huevón que dice que es psicólogo y que trabaja en
una oenegé con chicos de la calle. Yo a este cojudo lo conozco, siempre está rodeado de
gringas a las que les cuenta chistes malísimos en todos los boliches que frecuento. Me lo
encuentro en todas partes. Incluso llegué a pensar que estaba en el mismo negocio de
cazar gringas, como yo. Creo que él también ya me ubica, o tal vez no. Usa unos lentes
tan gruesos que no debe ver más allá de un metro de su nariz. Como él anda con buena
mercadería, estaba pensando hacerme su amigo, pero tiene cara de perro rabioso.
Además, después de que la Anna me preguntó si soy o no brichero, he resuelto nomás
que es mejor hacerse al loco, ya que si confirma sus sospechas, en cuanto a mi oficio, les
puede poner al tanto a las otras gringuitas y estas otras a otras, y así luego me crean un
efecto bola de nieve. Y eso no. Al final me termino muriendo de hambre. Si ubican mi
negocio, cago. Si eso pasa, me tendría que ir a vivir a Copacabana o a Coroico.

En el último año de colegio, llegó al curso un coreano de cabello grasoso y con eterno olor
a ajo. Se llamaba Che Youp Vang Lee. Era sucio y asqueroso a más no poder. Después
de sacarse los zapatos y los calcetines, se limpiaba los dedos de los pies con el dedo

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índice, para después llevárselos a la nariz de las chicas que corrían y proferían mil
insultos y gritos de desesperación, mientras el coreano se sentía placenteramente
satisfecho, y achinaba aún más sus ojos y emitía misteriosos sonidos guturales que solo
Dios sabe qué significaban. Intenté aplacar su bizarra costumbre diciéndole Así no vas a
conseguir amigas ni chicas, chinín. El Che Youp se ofendió terriblemente, amenazó con
molerme a palos el rato que menos me lo espere y también me dijo algo que me hizo
pensar toda la noche. Yo no sel chino, tu sel indio y Lichal sel español. Después de
decirme esto, intentó hacerme oler sus dedos. Mi amigo Richard, que atestiguaba la
escena, igual de sorprendido que los demás, de pronto sacó pecho orgullosamente y me
palmeó la espalda riéndose. Richard era blanco como un papel y yo… ¿acaso era indio?

Pobre Anna, estaba más chupada que pantalón de metalero. Nunca la había visto así de
borracha. Yo estaba en la fiesta de un bar donde se acostumbra hacer algunos rituales
andinos en carnavales, un lugar donde van puros oenegeros que piensan que eso es
Metropolitana. Estaba participando de la k´oa, la challa, las ofrendas a la Pachamama y
toda la parafernalia, poniendo cara de metafísica circunstancia para darme veracidad. Lo
que nadie sabe, ni sospecha, es que a mí la Pachamama me importa un buen pepino. Yo
tengo un Dios que se llama Benjamín Franklin, y está en todos los billetes de cien dólares.

Cuando salí del colegio, estaba confundido. No sabía qué o quién era, y menos sabía qué
ser en el futuro. Para aclarar las ideas me conseguí trabajo de mensajero. Mientras hacía
fila en un banco, la he visto a la Paola Cusi Choque, la chica linda que fue mi novia dos
semanas en el colegio. Estaba trabajando de cajera y, al contrario de lo que les pasa a
muchas, el tiempo la puso más linda que cuando tenía quince años. Se veía que alcanzó
una madurez espléndida. La piel muy tersa, y una sonrisa con grandes dientes blancos,
castos y perfectos. En su ventanilla se leía en elegantes letras doradas y brillante fondo
negro: «CAJA DOS: PAOLA CUZZI CRASH». La verdad no me sorprendió que ya no se
llame Paola Cusi Choque. De repente, si yo tendría la desgracia de tener unos apellidos
así, hubiese yo hecho lo mismo. Este país es una mierda.

La catalana me miraba y miraba. Yo me hacía al desentendido. Como no me dejaba de


mirar y sonreír, yo le he invitado a bailar unas ronditas de khantus, después unos vasitos
de té con té, un poco de coquita, y le he dicho en el oído Un brichero es en pocas
palabras un cazador de gringos. Un tipo que saca ventaja de… y, antes de que termine de

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hablar, me besó. Después del beso, que duró diez minutos, o más, le dije que lo fui a
averiguar por ella, y le aclaré que no pensaba irme de mi país jamás. Y también dejé bien
dicho que no me gustaban los gringos ni las gringas. Para rematar, sabiendo que mientras
más te indignas menos sospechoso eres, tiré mi cigarrillo al piso, con la seguridad de que
estaba ganando la batalla.

Una vez he intentado estudiar una carrera en la universidad. Fue después de ver que yo
no era el que pensaba. Me he inscrito a la carrera de sociología, y ahí he conocido a una
chica que se llamaba Fabiana Atkins. Ella era una niña rica que vivía en la zona sur. Un
día, en el primer año de la universidad, me mostró un espejo. Los espejos no mienten, no
tienen fobia, muestran las cosas tal como son, me dijo.

La Anna quería que nos vayamos a vivir a Barcelona. Eso después de que hemos viajado
por todo el país y luego de que me he ido a vivir a su departamento. Me negué a aceptar
su propuesta Mi gente me necesita, le dije. En Europa no hay llajua, no hay cholitas, no
hay amor por la madre tierra, no hay respeto, solo hay racismo, amor por la plata y odio
por la gente. ¿Para qué me iría yo?

¿Vos de que etnia eres? Mirá bien el espejo. Eres moreno. Tu nariz es aguileña, tus
pómulos son salidos. Pero tienes cejas gruesas y tu cabello no es lacio. Entonces eres
mestizo. Claro que tus rasgos predominantes son indígenas. Tienes que sentirte feliz y
orgulloso de tus antepasados. Mientras Fabiana enumeraba las hazañas de los pueblos
indígenas y su resistencia, no pude dejar de percibir que me hablaba como a un niño.
Después de su lección de historia, la invité al cine, y me dijo que podríamos ir al ciclo de
cine indígena, ¡justo había uno! No gracias. Yo ya no quería escuchar nada de nada.

Yo la quiero a la Anna con sus manías y todo. No le gusta ni soporta el queso y todavía
así pide pizza para después putear por el servicio y la pizza. Tiene que lavarse los dientes
aunque estemos en el medio del desierto y no haya un alma alrededor a quien pedirle un
vaso de agua. Toda la vida anda regateando y parece que está obsesionada con
bolivianizarse. Le molesta que le digan gringa, a mí me emputa que me digan indio. A
veces me parece que nunca nos vamos a entender. Pero la quiero de verdad. A ella le
cuento de cuando era chico y vivía en el Barrio Gráfico y de cuando le tenía miedo a los
aymaras, siendo que la mamá de mi padrastro usaba una pollera bien grande y colorada

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donde me hacía dormir cantando y riéndose de mis pestañas de vaca. Le cuento de
cuando veía películas y era niño y creía que los indios eran los malos y los vaqueros
gringos los buenos. Camino con ella en la ciudad y siempre que pasamos por el mismo
lugar donde está mi escuela, se la muestro, y me acuerdo que ahí me han hecho creer
que soy blanco. Solo a ella le he contado cómo, un día, una jailona socialista me ha hecho
dar de cuenta de que no soy blanco, y tampoco indio. Todavía no sé qué soy. Creo que mi
color no puede decir eso de mí. No soy estúpido, nunca le he contado que he estado con
mil gringas antes de casarme con ella. Yo sé que ella odia que sea un acomplejado y un
borracho, odia que le diga que los bolivianos somos así y, a veces, está bien a punto de
mandar todo a la mierda. Pero creo que por eso nos hemos quedado aquí. Ella va a
enfrentar sus prejuicios y yo los míos. Yo la quiero tanto. Nos queremos al punto de que
incluso cuando estamos desnudos, como enseñados, miramos el espejo y nos reímos.
Nos reímos mucho.

Cuento incluido en el libro:


Diez de la mañana de un domingo sin fútbol
Oscar Martínez
Editorial Sobras Selectas
2017

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