LA METAMORFOSIS (Fragmento)
LA METAMORFOSIS (Fragmento)
LA METAMORFOSIS (Fragmento)
(fragmento)
Franz Kafka
«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las locuras?»
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a
dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.
Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se
volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para
no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando
comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había
sentido.
«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también
de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo
almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar
al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación
humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser
cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más
cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró
con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños
puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una
pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.
«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que
dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la
mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido,
estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar
yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo
demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres,
ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le
habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es
una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar
hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene
que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si
alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres
tienen con él -puedo tardar todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda
seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo
que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que
hacía tic tac sobre el armario.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría
que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado,
y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si
consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el
mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo
que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio.
¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente
desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una
sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el
médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se
salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que
sólo existen hombres totalmente sanos, pero con horror al trabajo. ¿Y es que en
este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una somnolencia
realmente superfluo después del largo sueño, se encontraba bastante bien e
incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a
abandonar la cama -en este mismo instante el despertador daba las siete menos
cuarto-, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su
cama.
-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de
viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que,
evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se
mezclaba un doloroso e incontenible chillido, que en el primer momento dejaba
salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal
forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado
detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
2. ¿Quién considera que todas las personas están sanas y sólo sufren del
horror del trabajo?
A. Su madre.
B. El mozo del almacén.
C. El jefe.
D. El médico.
E. Su padre.