Aleksandr Pushkin - El Disparo

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EL DISPARO Nuestro regimiento se encontraba en la pequefia localidad de X. De sobra es conocida la vida del oficial. Por la mafiana, instrucci6n y picadero; almuerzo en casa del coronel o en la taberna de algtin judio; por la noche, el ponche y las cartas. En X no habia ni una sola reunion de buena sociedad, ni una sola muchacha casadera; nos juntébamos los unos en casa de los otros y no veiamos nada mas que nuestros propios uniformes. De todos nosotros sélo habia uno que no era militar. Tenia unos treinta y cinco afios, por lo que le considerabamos ya viejo. La experiencia le daba una gran superioridad sobre nosotros; por otra parte, su caracter siempre sombrio, sus bruscos modales y su mala lengua ejercian gran influencia en nuestras jdvenes mentes. Cierto misterio le rodeaba; parecia ruso, pero su nombre era extranjero. En otro tiempo habja servido en htisares e incluso con fortuna, pero nadie conocfa los motivos que le indujeron a pedir el retiro y a recluirse en en aquella misera localidad, donde Ievaba, a la vez, una vida pobre y de despilfarro: siempre iba a pie, vestia una rafda levita negra, pero su mesa estaba siempre puesta para todos los oficiales de nuestro regimiento. Cierto que sus comidas se componian solamente de dos © tres platos que preparaba un soldado retirado del servicio, pero el champajia corria alli a borros. Nadie sabia nada de sus bienes ni de sus rentas, y Qadie se atrevia a preguntarle a este respecto. Tenia libros, en su mayor parte militares y novelas. Los prestaba de buen grado y no los reclamaba nunca; por su parte, jamés devolvia a su duefio el libro que hubiera pedido. Su ejercicio favorito consistia en el tiro de pistola. Las paredes de su aposento, desconchadas por las balas, estaban tan Ilenas de agujeros que parecian panales. Una valiosa coleccién de pistolas era el nico lujo de la humilde casita en que vivia. La habilidad que habia alcanzado en el tiro era extraordinaria, y si hubiese querido tomar como blanco una pera colocada sobre la cabeza de alguno de nosotros, nadie en el regimiento habria dudado en ofrecer la suya. Nuestras conversaciones giraban con frecuencia en torno a los duelos. Silvio (le Hamaré asi) nunca tomaba parte en ellas. Cuando se le preguntaba si se habia batido alguna vez, respondia secamente que si, pero no entraba en detalles y era visible que estas preguntas le desagradaban. Suponiamos que sobre su conciencia debia pesar alguna victima de su terrible destreza. Jamas se nos habria ocurrido recelar en él nada semejante a la timidez. Hay hombres cuyo aspecto disipa tales sospechas. Un suceso casual nos dejé estupefactos. En cierta ocasién comiamos alrededor de diez oficiales en casa de Silvio. Bebimos como de costumbre, es decir, muchisimo; después de la comida insistimos cerca del anfitrién para que jugésemos a las cartas y él fuese el banquero. Se resistié largo rato, porque no jugaba nunca; al fin, dio orden de que trajeran los naipes, arrojé sobre la mesa medio centenar de billetes de diez rublos y se dispuso a cortar. Nosotros le rodeamos y empez6 el juego. Silvio tenia la costumbre de guardar silencio absoluto mientras jugaba; jamés discutia ni daba explicaciones. Si alguien se equivocaba en la cuenta, él inmediatamente abonaba el resto o anotaba lo que sobrabat. Nosotros conociamos su costumbre y le dejébamos hacer. Pero aquella vez estaba entre nosotros un oficial trasladado hacia poco a nuestro regimiento. Pues bien, este joven oficial, en un momento de distraccién, se apunté un punto de més. Silvio tomé la tiza y rectificé el error, segtin tenfa por costumbre. El oficial, creyendo que Silvio se habia equivocado, comenz6 a dar explicaciones. Silvio siguié contando en silencio. El oficial, perdida la paciencia, tomé el cepillo y borré lo que le parecia haber sido apuntado sin motivo. Silvio eché mano a la tiza y restablecié la cifra. Enardecido por el vino, el juego y la risa de sus compafieros, el oficial se considerd terriblemente agraviado, y blandiendo con furia un candelabro de cobre que habia sobre la mesa, lo arrojé contra Silvio, que apenas si pudo rehuir el golpe. Nosotros quedamos sobrecogidos. Silvio se levanté, palido de célera, y con los ojos echando chispas dijo: —Caballero, tenga la bondad de salir, y dé gracias a Dios de que esto ha ocurrido en mi casa. No poniamos en duda las consecuencias del incidente y dabamos ya por muerto a nuestro nuevo camarada. El oficial abandoné la casa, no sin antes decir que estaba dispuesto a responder de la ofensa como tuviese a bien el sefior banquero. El juego se prolongé unos minutos, mas se veia que el anfitrién no estaba para cartas, por lo que nos levantamos uno a uno y nos marchamos a nuestras casas, haciendo comentarios acerca de la préxima vacante. Al otro dia nos preguntébamos en el picadero si atin estaria vivo el pobre teniente, cuando se presenté él mismo y le hicimos esa pregunta. Nos contesté que hasta entonces no habia tenido noticia alguna de Silvio. Aquello nos sorprendis, Nos acercamos a casa de Silvio y lo encontramos en el patio, entretenido en meter bala sobre bala en el as de una baraja pegado a la puerta. Nos recibié como de costumbre, sin referirse para nada al incidente del dia anterior. Pasaron tres dias y el teniente seguia vivo. Nosotros nos preguntabamos, sorprendidos, si seria posible que Silvio no legara a batirse. Silvio no se batié. Se conformé con una explicacién muy somera e hicieron las paces. Aquello le perjudicé extraordinariamente en la opinién de los jévenes. La falta de valor es lo que menos perdona la gente moza, que suele ver en la bravura la cumbre de las virques humanas y la justificacién de toda clase de vicios. Mas todo se fue olvidando poco a poco, y Silvio recuperé su antigua influencia. Yo era el tinico que ya no podia acercarme a él. Dotado de una romantica imaginacién, habia cobrado por aquel hombre més afecto que ningtin otro; su vida era un enigma y se me figuraba el héroe de alguna novela misteriosa. El me estimaba: al menos, s6lo conmigo se olvidaba de su habitual lengua envenenada y hablaba de las cosas con sencillez y amenidad extraordinarias. Pero después de aquella desgraciada noche, la idea de que su honor habia quedado en entredicho y la ofensa no habia sido lavada por su propia voluntad, me producfa vergiienza y rehuia mirarle a la cara. Silvio era demasiado inteligente y poseia demasiada experiencia para no verlo y no adivinar la causa. Mi actitud parecia apenarle; por lo menos adverti un par de veces sus deseos de buscar una explicacién conmigo, pero yo hice por esquivarla y Silvio se alejé de mi. A partir de entonces no le Vela mds que en presencia de otros camaradas, y ya no volvimos a nuestras sinceras conversaciones de antes. Los ociosos habitantes de la capital no tienen la menor idea de las muchas distracciones que llenan la vida de los habitantes de las aldeas o de las ciudades pequefias; una de ellas es, por ejemplo, el dia de correo. Los martes y los viernes las oficinas de nuestro regimiento estaban llenas de oficiales: unos esperaban dinero, otros cartas, otros periddicos. Las cartas eran abiertas alli mismo, los oficiales se comunicaban unos a otros las noticias y las oficinas ofrecian un animadisimo aspecto. Silvio recibia la correspondencia dirigida a las sefias del regimiento y, por lo general, era uno de los que se hallaban presentes. Cierto dia le entregaron un pliego, del que rompisé los sellos con extraordinaria impaciencia. Al recorrer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados cada uno con sus propias misivas, no advirtieron nad: —Sejiores —les dijo Silvio—, las circunstancias exigen mi marcha inmediata. Parto esta misma noche. Espero que no me negaran el honor de comer conmigo por Ultima vez. Le espero también a usted —afiadié volviéndose hacia mi—, le espero sin falta. Dicho esto, salié rapidamente y nosotros, después de convenir que nos reuniriamos en casa de Silvio, nos fuimos cada uno por nuestro lado. Llegué a casa de Silvio a la hora fijada y encontré alli a casi todos los oficiales del regimiento. El equipaje estaba ya hecho, no quedaban més que las paredes desnudas y agujereadas por las balas. El anfitrién estaba de un humor excelente y su alegria no tardé en comunicarse a todos; los tapones de las botellas saltaban continuamente y nosotros deseamos a Silvio de todo coraz6n un buen viaje y toda suerte de venturas. Nos levantamos de la mesa cuando ya la noche estaba avanzada. En el momento en que cada uno buscaba su gorra, Silvio, que se despedia de todos, me tomé del brazo y me detuvo en el instante mismo en que me disponia a salir. —Necesito hablar con usted — me dijo en voz baj Yo me quedé. Los invitados se habian ido; estabamos solos. Sentados uno frente al otro, encendimos en silencio nuestras pipas. Silvio parecfa preocupado; no quedaban huellas de su turbulenta alegria. Su sombria palidez, sus ojos resplandecientes y el espeso humo que salia de su boca le daban un aspecto verdaderamente diabdlico. Pasaron unos instantes y Silvio rompié el silencio. —Quizé no nos volvamos a ver — me dijo —; pero antes de marchar quisiera darle una explicacién. Usted habri podido observar que me preocupo poco de la opinién ajena, pero le estimo y me seria muy penoso que usted guardase de mi una impresién equivocada. Se detuvo y comenzé a cargar de nuevo la pipa; yo callaba, con la vista baja. —A usted le parecié extrafio — continud — que no pidiera satisfacciones a ese borracho y cabeza rota de R. Convendré conmigo que, teniendo yo derecho a elegir el arma, su vida estaba en mis manos; en cambio, la mia estaba casi segura. Podria yo atribuir tal moderacién a un espiritu magndnimo, pero no quiero mentir. Si hubiera podido castigar a R. sin exponer en absoluto mi vida, no le habria perdonado por nada del mundo, Miré asombrado a Silvio. Tal confesién me habfa dejado estupefacto. El prosiguic —Como le digo: no tengo derecho a exponer mi vida. Hace seis afios recibi una bofetada, y mi enemigo vive atin. Mi curiosidad se hallaba sumamente excitada. —No se batié usted con 61? —pregunté—. ¢Tal vez las circunstancias les separaron? —Me bati —respondié Silvio—, y he aqui el recuerdo de nuestro duelo. Se levant6, sacé de una caja de cartén un gorro rojo con galones y una borla dorada (lo que los franceses llaman bonnet de police) y se lo puso. El gorro presentaba un orificio de bala una pulgada més arriba de la frente. —Usted sabe — continuo Silvio — que servi en el regimiento de hiisares de X. Ya conoce mi cardcter: estoy acostumbrado a ser el primero en todo, pero de joven esto era en mf una verdadera pasion. En aquellos tiempos estaban de moda los escandalos: yo era el primer juerguista del regimiento. Nos enorgulleciamos de nuestras borracheras. Le gané en beber al famoso Burtsov, cantado por Denis Davidov. En nuestro regimiento habia duelos a cada instante: en todos era yo testigo o actor. Mis compaiieros me adoraban, y los jefes del regimiento, que cambiaban sin cesar, vefan en mi un mal necesario. »Yo gozaba tranquilamente (o més bien intranquilamente) de mi fama cuando Hegé al regimiento un joven de rica y noble familia (no quiero decir su nombre). jJamds he encontrado a un hombre tan afortunado y tan brillante! Imaginese usted: juventud, inteligencia, belleza, la alegria mas desbordante, la valentia ms despreocupada, un nombre conocido, dinero que gastaba a manos Ilenas y que no se agotaba nunca, y comprendera la impresidn que produjo entre nosotros. »Mi supremacia estaba en peligro. Seducido por mi fama, traté de buscar mi amistad, pero yo le acogi friamente y él se aparté de mi sin sentirlo lo mas minimo. Llegué a odiarle. Sus éxitos en el regimiento y entre las mujeres me desesperaban. Comencé a buscar pendencia con él. A mis burlas contestaba con burlas que siempre me parecian més inesperadas e ingeniosas que las mias y que eran, indudablemente, mucho més alegres: él bromeaba y yo estaba rabioso. Por fin, estando en un baile en casa de un noble polaco, al verle objeto de la atencién de todas las damas, y en particular de la anfitriona, con quien yo mantenja relaciones, le dije al odo un insulto soez. El no pudo contenerse y me dio una bofetada. Echamos mano a los sables, mientras las damas se desmayaban; nos separaron y aquella misma madrugada fuimos a batirnos. »Era al amanecer. Yo estaba en el lugar convenido con mis tres padrinos y esperaba la Iegada de mi adversario, desasosegado por una inexplicable impaciencia. El sol primaveral habia salido y empezaba a sentirse calor. Le vi desde lejos. Venia a pie, con el dorman colgado del sable, en compaiifa de un solo padrino. Se acercaba con su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron doce pasos. Me correspondia tirar el primero, pero la rabia que me dominaba me producia una emocidn tan intensa que, desconfiando de mi buen pulso, y para dar tiempo a calmarme, le cedi el primer disparo. Mi adversario no acepté. Decidimos echarlo a suertes: él, siempre favorito de la fortuna, sacé el primer mimero. Apunté y me atraves6 el gorro. Llegaba mi vez. Le miré avidamente, tratando de captar siquiera fuese una sombra de inquietud. Estaba a merced de mi pistola, eligiendo las cerezas maduras y escupiendo los huesos, que legaban hasta mi. Su indiferencia me hizo perder la razén. "ZQué gano, pensé, quitandole la vida si él no la tiene en el menor aprecio?" Una idea malvada pasé por mi mente. Bajé la pistola. »—Parece que no se ha hecho el animo de encontrarse con la muerte —le dije—, no quiero interrumpir su desayuno. »—No me molesta en absoluto — replicé él—. Puede disparar si gusta, aunque puede hacer lo que mejor le parezca. Le debo el disparo, siempre estaré a su disposicion. »Me volvi hacia los padrinos, diciéndoles que en aquel momento no tenia intencién de disparar, y asi termin6 nuestro duelo. »Pedi el retiré y me vine a este lugarejo. Desde entonces no ha transcurrido un solo dia sin que recordara la venganza. Hoy me ha legado Ja hora. Sacé del bolsillo la carta que habia recibido por la mafiana y me la dio a leer. Alguien (el encargado de sus asuntos al parecer) le escribia desde Moscti que cierta persona debia contraer matrimonio en breve con una joven y hermosa muchacha. —Usted adivinaré —dijo Silvio— quién es esa cierta persona. Voy a Mosct. ;Veremos si en visperas de su boda acoge la muerte con tanta indiferencia como la acogié aquel dia comiendo cerezas! Dicho esto, se puso en pie, tiré el gorro al suelo y empezé a recorrer la pieza de un extremo a otro, como un tigre en su jaula. Yo le habia escuchado inmévil; sentimientos extrafios y contradictorios embargaban todo mi ser. Entré el criado y anuncié que el coche estaba dispuesto. Silvio me estreché con fuerza la mano y nos dimos un abrazo. Subi6 al carricoche, donde habjan sido cargadas dos maletas, una con las pistolas y la otra con sus efectos. Nos despedimos una vez mas y los caballos partieron al galope. Il Pasaron varios afios. Circunstancias familiares me obligaron a instalarme en una pobre aldehuefa del distrito de N. Debja atender los asuntos de la finca, aunque no dejaba de suspirar calladamente el recuerdo de mi antigua vida despreocupada y bulliciosa. Lo més dificil era, para mi, las veladas de otoiio e invierno, que pasaba en la soledad mas absoluta. Hasta la hora de la comida, mataba bien que mal el tiempo de conversacién con el stdrosta, vigilando los trabajos o rece rriendo las nuevas dependencias; pero en cuanto la tarde declinaba, ya no sabia qué hacer. Los pocos libros que hab» encontrado en el fondo de los armarios y en la despensa, tf los conocia de memoria. Kirilovna, el ama de llaves, me habia repetido todos los cuentos que podia recordar; las canciones de las mujeres me producian tedio. Me inicié en beber el dulce licor, pero me causaba dolor de cabeza; y ademas, lo confieso, tenia miedo a convertirme en un «borracho para olvidar penas», es decir, en el borracho mds empedernido, entre los que abundaban en nuestro distrito. No tenia vecinos cercanos, a excepcién de dos o tres de esos empedernidos, cuya conversacién se reducfa simplemente a hipos y suspiros. La soledad era més soportable. A cuatro verstas de mi casa se extendia una rica finca perteneciente a la condesa de B., pero tinicamente el administrador la habitaba. La condesa slo la habia visitado una vez, el primer afio de casada, y tnicamente habia vivido un mes en ella. Mas un dia, en la segunda primavera de mi vida de anacoreta, se corrié el rumor de que la condesa iba con su marido a pasar el verano en su aldea. Y en efecto, llegaron a primeros de junio. La llegada de un vecino acaudalado es todo un acontecimiento para quienes viven en el campo. Los propietarios y su servidumbre comienzan a hablar de ello dos meses antes y siguen hablando tres afios después. En lo que a mi respecta, lo confieso, la noticia de la llegada de una vecina joven y hermosa me caus6 fuerte impresién; ardia en deseos de verla, y asi, el primer domingo siguiente a su venida, me dirigi después de comer a la aldea de X. a fin de presentar mis respetos a sus sefiorias como vecino mas cercano y seguro servidor. Un criado me introdujo en el despacho del conde y salié para anunciar mi llegada. La espaciosa pieza estaba adornada con todo el lujo imaginable; a lo largo de las paredes se alineaban armarios Ilenos de libros y, sobre cada armario, un busto de bronce; encima de la chimenea de marmol veiase un ancho espejo; el piso estaba tapizado de pafio verde y cubierto de alfombras. Perdido el habito del lujo en mi pobre casa y después de no haber visto durante tanto tiempo la riqueza ajena, me intimidé; esperaba al conde con cierto nervosismo, al igual que un solicitante provinciano aguarda la salida de un ministro. Se abrié la puerta y aparecié un hombre como de treinta y dos afios, de muy buena presencia. El conde se acercé a mi con gesto franco y amistoso; yo traté de recobrarme y empecé a presentarme ceremoniosamente, pero él no me permitié seguir en este tono. Tomamos asiento. Su conversacién, espontanea y afable, no tardé en disipar mi timidez, nacida en aquel rincén perdido. Comenzaba ya a sentirme a mis anchas, cuando entré la condesa y la turbacion se apoderé de mi con més intensidad que antes. En efecto, era una gran belleza. El conde me presentd. Quise parecer desenvuelto; pero por mas esfuerzos que hiciera por mostrarme sencillo, mas torpe me sentia. Ellos, a fin de darme tiempo a sosegarme y habituarme a mis nuevos conocidos, comenzaron a hablar entre si, tratandome sin cumplidos, como a un buen vecino. Mientras tanto, yo recorria la estancia, examinando libros y cuadros, Aunque no soy entendido en pintura, un lienzo llamé mi atencién. Representaba un paisaje de Suiza, pero lo que me maravillé no fue la pintura, sino el que el cuadro estuviese atravesado por dos balas, que habfan sido disparadas una sobre la otra. —Buen disparo —dije volviéndome hacia el conde. —Si —coment6 él—, un disparo excelente. Y usted, ¢tira bien? —No lo hago mal —contesté, satisfecho de que la conversacién tocara, por fin, un tema que me era familiar—. A treinta pasos y tomando como blanco un naipe, no fallaria, aunque se entiende que con pistolas conocidas. — De veras? —pregunté la condesa con muestras de gran interés ti, amigo mio, gacertarias en un naipe a treinta pasos de distancia? —Deberiamos probar algtin dia —contesté el conde—. En tiempos no tiraba mal, pero hace cuatro afios que no he tenido una pistola en la mano. —En tal caso — observé — le aseguro que no acertaria en un naipe ni siquiera a veinte pasos: la pistola exige un ejercicio diario. Lo sé por 7 Y¥ experiencia. En mi regimiento, yo era uno de los mejores tiradores. En cierta ocasidn estuve un mes sin tocar una pistola porque mis armas estaban en reparacion. gY sabe lo que ocurrié? El primer dia que disparé, fallé cuatro veces seguidas tirando sobre una botella a veinticinco pasos. Estaba presente un capitan, un hombre bromista y gracioso, que me dijo: «Se ve, hermano, que la mano no te llega a la botella.» No, excelencia, no debe descuidar este ejercicio si no quiere perder la punteria por completo. El mejor tirador que he conocido disparaba cada dia por lo menos tres veces antes de comer. Para él, esto era como el tomarse una copa de vodka. El conde y la condesa parecian satisfechos de que yo hubiera roto mi silencio. —zY qué tal tirador era? —me pregunté el conde. —Verd, excelencia: si vefa posarse una mosca en la pared (ese rie, condesa?; palabra de honor que es verdad), si vela posarse una mosca, gritaba: «jKuzka, la pistola!», y Kuzka le trafa la pistola cargada. Disparaba y dejaba a la mosca aplastada en la pared. —Es extraordinario — comenté el conde—. ¢Cémo se llamaba? —Silvio, excelencia. —jSilvio! —exclamé el conde, poniéndose en pie de un salto—. éUsted conocié a Silvio? —Claro que si, excelencia. Fuimos amigos. Lo habiamos acogido en nuestro regimiento como a un hermano, pero hard cosa de cinco afios que no tengo la menor noticia de él. gLe conocié también su excelencia? —Le he conocido, vaya si le he conocido. No le refirié un caso muy raro? —2Se refiere, excelencia, a la bofetada que un tipo pendenciero dio a Silvio en un baile? —zLe dijo a usted el nombre de ese pendenciero? —No, excelencia, no me lo dijo... ;Ah! —prosegu’, empezando a adivinar la verdad—. Perdéneme... No podia suponer... ¢Serd usted...? —Soy yo mismo — contesté el conde, presa de gran emocién—. Y el cuadro agujereado es un recuerdo de nuestro ultimo encuentro... —Por favor, querido —suplicé la condesa—, no lo cuentes, me va a dar miedo ofrlo. —No —replicé el conde—, lo contaré todo. El conoce la ofensa que infligi a su amigo; que conozca también la manera como Silvio se veng6. El conde me acercé un sillén y yo escuché con el mas vivo interés el siguiente relato. —Me casé hace cinco afios. El primer mes, the honey moon, lo pasé aqui, en esta aldea. A esta casa debo los mejores instantes de mi vida y uno de mis mas penosos recuerdos. »Una tarde pasedbamos a caballo mi esposa y yo; su yegua se puso terca, mi esposa se asusté, me entregé las bridas y decidié volver andando a casa. Yo me adelanté. En el patio vi un carricoche; me anunciaron que en el despacho me esperaba un hombre. No habia querido decir su nombre, se habia limitado a explicar que tenia un asunto pendiente conmigo. Entré en esta misma pieza y distinguf en la oscuridad a un hombre cubierto de polvo y con la barba crecida; estaba aqui, junto a la chimenea. Me acerqué, tratando de recordar sus facciones. »—¢Me conoces, conde? —pregunté con voz temblorosa. »—jSilvio! — exclamé y, lo confieso, senti que los cabellos se me erizaban. »—En efecto —prosiguié él—. Me debes un disparo. He venido a descargar mi pistola. ¢Estas dispuesto? »E] arma le asomaba por un bolsillo de la levita. Medi doce pasos y me coloqué en aquel rincén, pidiéndole que disparase en seguida, antes de que mi esposa volviera. No mostraba prisa, pidié luz. Trajeron unas velas. Cerré la puerta, con la orden de que no entrara nadie, y le pedi una vez mas que disparase. «Sacé la pistola y apunté... Yo contaba los segundos... pensaba en ella... ;Fue un minuto terrible! Silvio bajé la mano. »—Lamento —dijo— que mi pistola no esté cargada con huesos de cereza... una bala pesa mucho. Me sigue pareciendo que esto no es un duelo, sino un asesinato: no tengo la costumbre de apuntar sobre una persona desarmada. Comencemos de nuevo. Echemos suertes para ver a quién corresponde disparar el primero. »La cabeza me daba vueltas... Creo que me resisti a aceptar... Finalmente, cargamos otra pistola; doblamos dos papeleos; él los metié en el mismo gorro que yo habia agujereado de un tiro; de nuevo saqué el primer niimero. »—Eres endiabladamente afortunado, conde —dijo con una sonrisa que no olvidaré jamas. »No recuerdo lo que me ocurrié entonces y cémo pudo obligarme a ello... pero disparé y di en ese cuadro. El conde sefialé el cuadro agujereado; su rostro le ardia como si fuera de fuego; el de la condesa estaba mas blanco que su paiiuelo; se me escap6 una exclamacion. —Disparé — continué el conde — y, gracias a Dios, fallé. Entonces Silvio (en aquel instante estaba verdaderamente horroso), Silvio empezé a apuntar sobre mi. De pronto se abrié la puerta, entré Masha y se precipité hacia mi y me abraz6, lanzando un grito. Su presencia me devolvid la serenidad. »—Querida —le dije—, no ves que se trata de una broma? ;Cémo te has asustado! Anda, bebe un vaso de agua y luego ven con nosotros. Te presentaré a un viejo amigo y camarada. »Masha se resistia a creerme. »—¢Es verdad lo que dice mi marido? —pregunté al terrible Silvio—. cEs verdad que se trata de una broma? »—E] siempre esta de broma, condesa —le contesté Silvio—. En una ocasién me dio en broma una bofetada; en broma, me atravesé de un balazo este gorro; en broma, ha disparado contra mi y acaba de fallar. Ahora soy yo el que tiene ganas de broma... «Después de estas palabras, quiso apuntar sobre mi... jen presencia de ella! Masha se arrojé a sus pies. »—jLevantate, Masha, es una vergiienza! —grité enfurecido—. Y usted, caballero, gtendra el valor de burlarse de una pobre mujer? 2Va a disparar o no? »—No —respondié Silvio—. Ya estoy satisfecho: he visto tu turbacién, tu temor. Te he obligado a disparar contra mi y con eso me conformo. Me recordards. Te dejo con tu conciencia. »Se disponia a salir, pero antes se detuvo en la puerta, mir6 el cuadro que yo habia agujereado, disparé casi sin apuntar y desaparecid. Mi esposa se habia desmayado; la servidumbre no se atrevid a cerrarle el paso, mirdndole aterrorizados. Salié al portal, llamé al cochero y se alejé antes de que yo hubiera podido serenarme. El conde callé. Asi supe el fin de la historia cuyo comienzo tanto me impresionara en otra ocasién. Se dice que Silvio se incorporé a la insurreccién de Alejandro Ypsilanti, en la que mandaba una seccion de la bateria, y murié en la batalla de Skuliani.

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