Sesion 3
Sesion 3
Sesion 3
Sesión 5 y 6
“La hermosa hija del verdugo”
y “Aceite de perro”
1
Arte de Aubrey Beardsley
Estamos rodeados por depredadores que crean sus propias reglas y
nos controlan a través del miedo. Algunos son evidentes, orgullosos
portan la piel de la bestia, capaces de tomar lo que quieran cuando lo
quieran sin que nadie se pueda interponer, a toda costa consolidan
su poder, creando caos e incertidumbre. Otros pretenden formar
parte del rebaño y más allá, viven a costa de la ingenuidad y buena
voluntad de los otros, aprovechan el momento oportuno para atacar
y ocultarse a plena vista.
Sesión 5
“La hermosa hija del verdugo”
El monje y la hija del verdugo, fragmento, de Ambose Bierce
2
-¿Eres pariente del muerto? -le pregunté.
-No.
-¿Y a pesar de ello vienes hasta aquí para proteger su cuerpo de las
aves carroñeras?
-Sí.
-¿Por qué haces algo así por una persona a la que ni siquiera conoces?
-Siempre lo hago.
-¿Cómo?
-¿Cuál es tu nombre?
-Benedicta.
-Aquí.
-¿Cómo que aquí? Pero, hija mía, aquí sólo hay un patíbulo.
2
Acerca de la autora
Angela Carter nació en la ciudad inglesa de Eastbourne en 1940.
Se graduó en Literatura Inglesa por la Universidad de Bristol.
En 1969, después de ganar el Premio Somerset Maugham con
su novela Varias percepciones, abandonó a su esposo y se fue a
Tokio, donde vivió durante dos años, experiencia inmortalizada en
1974 en Fuegos de artificio: nueve relatos profanos, así como en
su novela El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo,
que publicaría en 1972. Murió a la edad de 51 años, en 1992, en su
casa de Londres, de un cáncer de pulmón. En 2008, The Times la
incluyó en el listado de los 50 escritores más importantes de Gran
Bretaña posteriores a 1945.
...
Angela entra en un ascensor con un grupo de hombres de negocios.
Se cierra la puerta. Ve que uno de los hombres tiene cabeza de
jabalí. Otro, de tigre. Un león. Llevan maletín y en sus peludos
dedos brillan anillos ostentosos; miran los números de planta, que
van cambiando.
Angela está regando las rosas cuando una tímida muñeca con
un rojo vestido victoriano de montar a caballo entra en el jardín.
«Otra más no.» Angela pone los ojos en blanco. Saca su cuchillo y
apuñala a la muñeca en el corazón. El vestido se desploma y un lobo
ensangrentado escapa de debajo de la tela y huye veloz del jardín.
Oscuras gotas de sangre caen en la tierra y las rosas de Angela se
tiñen de un rojo más profundo y exquisito.
Mientras los dolientes asisten al sobrio funeral de Angela, su alma
hace graciosas reverencias en un gran escenario. Va cogida de la
mano con dos ancianas bailarinas vestidas de lentejuelas y, aunque
no hay público, las chicas salen entre un estridente aplauso.
3
4
La hermosa hija del verdugo, de Angela Carter
Este país está situado a tal altitud que el agua nunca hierve, por
engañosamente que burbujeé en la cazuela, de manera que los
huevos duros siempre están crudos. El verdugo insiste en que la
tortilla de su desayuno se prepare sólo con aquellos huevos cuyos
pollitos estén a punto de nacer, y, bien temprano a las ocho, se come
con deleite una amarilla y emplumada tortilla sutilmente aderezada
con uñas. Gretchen, la hija impresionable, a menudo pega un bote
y empieza a oír el cloqueo desbaratado de un pico todavía gélido,
apenas calcificado, a punto de ser tragado con chisporroteante
mantequilla, pero su padre, cuya palabra es la ley porque jamás se
despoja de la máscara de cuero, no se va a comer un huevo que
no tenga dentro un pájaro naciente. Es ése su gusto. En este país,
sólo el verdugo puede permitirse sus perversidades. En lo alto de
las montañas, ¡qué humedad y qué frío! Los vientos helados soplan
leves rachas de lluvia a través de estos picos casi perpendiculares; el
bosque de abetos y pinos que el lobo acecha y que cubre las laderas
más bajas es un conjunto de arboledas que sólo sirven para devaneos
satánicos de un sabbat universal, y una neblina hostigadora permea
la aldea desolada y anémica, tan enraizada hasta la fecha en cielos
cotidianos que un recién llegado tal vez, al principio, apenas haría
otra cosa que resollar y jadear en medio de este aire escasísimo donde
los haya. Los recién llegados, no obstante, son una aparición menos
frecuente que los meteoritos o los rayos; las aldeas no susurran
bienvenida alguna. Hasta las paredes de las casas toscamente
construidas exudan desconfianza. Están hechas de losas de piedra y
no tienen ninguna ventana por la que mirar al exterior. Un orificio
mal hecho en el tejado plano expele un puñado de escasas bocanadas
de humo doméstico y sólo se logra penetrar con la mayor de las
dificultades, por medio de puertas bajas y estrechas, grietas en el
granito, de manera que cada casa presenta a la vista una cara tan
desprovista de rasgos como la de los demonios orientales cuyo
anonimato no se veía echado a perder por algo tan ordinario como
las máculas de un ojo, una nariz o una boca. En estas feas y poco
8
complacientes madrigueras, hombre y animal doméstico –cabra,
buey, cerdo, perro– participan de idénticos derechos de apiñamiento
junto a las humosas y desarregladas chimeneas, aunque los perros
acostumbran a contraer la rabia y se lanzan como trombas de agua
por las calles llenas de socavones.
Recuperado de eternacadencia.com.ar
El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y
ocho años. Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo
a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus
antepasados. Como de costumbre se encontraba al pie del patíbulo
y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas
por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con
el duodécimo condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los
escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con
una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en
su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que
le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang
Lung:
FIN
Recuperado de narrativabreve.com
13
Sesión 6
“Aceite de perro”
Aceite de perro, de Ambrose Bierce