Sesion 3

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16 de abril 2022

Sesión 5 y 6
“La hermosa hija del verdugo”
y “Aceite de perro”

1
Arte de Aubrey Beardsley
Estamos rodeados por depredadores que crean sus propias reglas y
nos controlan a través del miedo. Algunos son evidentes, orgullosos
portan la piel de la bestia, capaces de tomar lo que quieran cuando lo
quieran sin que nadie se pueda interponer, a toda costa consolidan
su poder, creando caos e incertidumbre. Otros pretenden formar
parte del rebaño y más allá, viven a costa de la ingenuidad y buena
voluntad de los otros, aprovechan el momento oportuno para atacar
y ocultarse a plena vista.

Sesión 5
“La hermosa hija del verdugo”
El monje y la hija del verdugo, fragmento, de Ambose Bierce

Me abrí camino entre las olorosas flores hasta el lugar en que se


encontraba la muchacha, con sus ojos todavía fijos en el buitre que
volaba en círculos cada vez menores sobre el patíbulo. La exquisita
figura de la chica se destacaba espléndidamente junto al macizo
de flores plateadas que crecían en el arbusto a cuyo lado se había
parado; y sucumbí a la tentación de observarla un instante. Erguida
y esbelta, me contempló mientras me acercaba, a pesar de que me
pareció ver un destello de miedo en sus enormes ojos oscuros, como
si temiese que pudiese hacerle algún daño. Ni siquiera al llegar más
cerca realizó el gesto de adelantarse -como suelen hacer mujeres y
niños- para besar mis manos.

-¿Quién eres? -le pregunté-. ¿Y qué haces en este horrible lugar,


totalmente sola?

No me contestó, ni hizo tampoco el menor gesto, por lo que me vi


forzado a repetir mi pregunta:

-Dime, pequeña, ¿qué es lo que estás haciendo aquí?

-Espantando a los buitres -me contestó con una voz suave y


melodiosa, realmente agradable.

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-¿Eres pariente del muerto? -le pregunté.

Ella negó con la cabeza.

-¿Le conocías, entonces -continué-, o es que te estás apiadando de las


circunstancias tan poco cristianas de su muerte?

Pero la joven permaneció callada, y tuve que reanudar mi


interrogatorio.

-¿Cómo se llamaba, y por qué le ajusticiaron? ¿Cuál fue su delito?

-Su nombre era Nathaniel Afinger, y mató a un hombre a causa de


una mujer -respondió ella con voz clara, y en un tono de la mayor
indiferencia imaginable, como si el crimen o el ajusticiamiento
fuesen acontecimientos sin el menor interés. Me quedé estupefacto
y la miré severamente, pero su aspecto era tranquilo, sin que se
advirtiese en él nada de asombroso. -¿Conociste al reo?

-No.

-¿Y a pesar de ello vienes hasta aquí para proteger su cuerpo de las
aves carroñeras?

-Sí.

-¿Por qué haces algo así por una persona a la que ni siquiera conoces?

-Siempre lo hago.

-¿Cómo?

-Siempre que alguien es colgado en este patíbulo, me acerco hasta


aquí y ahuyento a los buitres y cuervos, obligándolos a buscarse
comida en otro lado. ¡Mire…, ahí se acerca otro buitre!

Profirió un grito salvaje, gesticuló con los brazos encima de la cabeza


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y se lanzó a la carrera a través del prado de una forma que me llevó
a creer que estaba loca. La enorme ave se alejó volando, y la joven
retornó tranquilamente a mi lado; apretó sobre el corazón sus manos
morenas y exhaló un profundo suspiro, como si estuviese agotada.
Le pregunté con la mayor amabilidad que fui capaz de darle a mis
palabras:

-¿Cuál es tu nombre?

-Benedicta.

-¿Quiénes son tus padres?

-Mi madre murió.

-Bueno, pero ¿quién es tu padre?

Se quedó callada. Entonces la exhorté para que me dijese dónde vivía.


Mi intención era llevarla hasta su casa y apremiar a su padre para que
cuidase mejor de la joven, y no la dejase vagabundear nuevamente
por un sitio tan horrible.

-¿Dónde vives, Benedicta? Dímelo, por favor.

-Aquí.

-¿Cómo que aquí? Pero, hija mía, aquí sólo hay un patíbulo.

Ella señaló hacia los árboles. Siguiendo la dirección de su dedo vi


entre los pinos una cabaña destartalada que parecía más un establo
que una vivienda. Entonces entendí inmediatamente, mejor que si
me lo hubiese dicho ella misma, quién era su padre.

Recuperado de Ciudad Seva

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Acerca de la autora
Angela Carter nació en la ciudad inglesa de Eastbourne en 1940.
Se graduó en Literatura Inglesa por la Universidad de Bristol.
En 1969, después de ganar el Premio Somerset Maugham con
su novela Varias percepciones, abandonó a su esposo y se fue a
Tokio, donde vivió durante dos años, experiencia inmortalizada en
1974 en Fuegos de artificio: nueve relatos profanos, así como en
su novela El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo,
que publicaría en 1972. Murió a la edad de 51 años, en 1992, en su
casa de Londres, de un cáncer de pulmón. En 2008, The Times la
incluyó en el listado de los 50 escritores más importantes de Gran
Bretaña posteriores a 1945.
...
Angela entra en un ascensor con un grupo de hombres de negocios.
Se cierra la puerta. Ve que uno de los hombres tiene cabeza de
jabalí. Otro, de tigre. Un león. Llevan maletín y en sus peludos
dedos brillan anillos ostentosos; miran los números de planta, que
van cambiando.
Angela está regando las rosas cuando una tímida muñeca con
un rojo vestido victoriano de montar a caballo entra en el jardín.
«Otra más no.» Angela pone los ojos en blanco. Saca su cuchillo y
apuñala a la muñeca en el corazón. El vestido se desploma y un lobo
ensangrentado escapa de debajo de la tela y huye veloz del jardín.
Oscuras gotas de sangre caen en la tierra y las rosas de Angela se
tiñen de un rojo más profundo y exquisito.
Mientras los dolientes asisten al sobrio funeral de Angela, su alma
hace graciosas reverencias en un gran escenario. Va cogida de la
mano con dos ancianas bailarinas vestidas de lentejuelas y, aunque
no hay público, las chicas salen entre un estridente aplauso.

Fragmento de arriba e imagen siguiente recuperados de Brujas


Literarias de Taisia Kitaiskaia y Katy Horan.

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La hermosa hija del verdugo, de Angela Carter

Aquí estamos en lo más elevado del altiplano.

Una torva cuasi-música, la de las desafinadas cadencias de una


orquesta inculta percutiendo en una agonía extática de ecos contra
las paredes resonantes de las montañas, nos guio hasta la plaza de la
aldea donde los descubrimos tañendo, punteando y maltratando con
arcos de crin una gran variedad de toscos instrumentos de cuerdas.
Nuestros pies crujían sobre secos y susurrantes serrines movedizos
recién esparcidos por las superficies salpicadas de años de serrín
apelmazado, aquí y allá, con sangre derramada tanto tiempo atrás
que había adquirido el color y textura de la herrumbre… tristes,
ominosas manchas, un peligro, una amenaza, memoriales de dolor.

No hay luminosidad en la atmósfera. Hoy el sol no baña a los


protagonistas del oscuro espectáculo al que nos invitaron la
casualidad y la disonancia combinadas. Aquí, donde el aire
se atraganta todo el día con una temblorosa humedad difusa,
interminablemente a punto de tornarse en lluvia, la luz cae como
filtrada a través de muselina de manera que a todas horas prevalece
un fulgor crepuscular; parece que el cielo esté al borde del llanto
y por eso, sombríamente iluminado por lágrimas no derramadas,
el tableau vivant que presenciamos se impregna de los tintes
sepia de una fotografía vieja y nada se mueve ahí. La inmovilidad
deliberada de los espectadores, enteramente absortos como están
en la representación de su hierático ritual, apenas iguala a la de las
cosas vivas, y dicho tableau vivant más bien podría denominarse
nature morte, puesto que este carnaval sin alegría es celebración de
una muerte. Los ojos, cuyos blancos son amarillentos, están todos
fijos, como amarrados con cuerdas tensas e invisibles, en un bloque
de madera lacado de negro con los rocíos vertidos por un milenio
de víctimas.

Y ahora la rústica orquestina suspende su música inarmónica.


Esta muerte debe concluir en el silencio más rotundo. Los salvajes
montañeses se han reunido para presenciar una ejecución pública;
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éste es el único entretenimiento que ofrece el campo.

El tiempo, suspendido como la lluvia, reemprende la marcha en


silencio, despacio.

Una quietud pesada ordena todos sus movimientos, el mismísimo


verdugo adopta una pose ofensivamente heroica junto al bloque,
como si llevar a cabo la cosa con dignidad fuese el único motivo
para llevarla a cabo. Coloca el pie enfundado en una bota sobre el
altar repelente y sacrificial, el lienzo –para él– en el que ejecuta su
arte, y en la mano su herramienta, el hacha.

El verdugo mide casi dos metros de altura y es bien corpulento; los


alfeñiques torcidos de los aldeanos levantan la mirada hacia él con
recogimiento y temor. Viste siempre de luto y siempre lleva una
curiosa máscara. Se trata de una máscara de cuero flexible y ajustada
teñida totalmente de negro y que oculta el pelo y la parte superior
de la cara salvo por dos estrechas ranuras por las que se asoman dos
miradas gemelas de unos ojos tan inexpresivos como si formasen
parte de la máscara. La máscara deja a la vista únicamente los
labios planos, una boca roja oscura y la carne grisácea que la rodea.
Expuestas de una manera tan desconcertante, estas porciones de
carne no satisfacen las expectativas derivadas de nuestro habitual
conocimiento de los rostros. Tienen una cualidad de obscena
crudeza, como si, en cierto modo, la parte inferior de la cara hubiese
sido desollada. Él, el carnicero, se estaría exponiendo a sí mismo,
como si fuese su propia carne. Con el correr de los años, la sustancia
ajustada a medida de la máscara se ha asimilado de tal manera con
la estructura primitiva de su cara que la cara en sí detenta ahora
un aspecto multicolor, como dual por naturaleza, y esta cara ya no
pertenece al ámbito de lo humano, como si al ponerse por primera
vez la máscara hubiese borrado su cara original y de esta manera
se hubiese desfigurado para siempre. Porque la capucha del oficio
convierte al verdugo en un objeto. Se ha convertido en un objeto
que castiga. Es un instrumento de terror. Es la imagen de la pena
merecida. Nadie recuerda por qué se concibió la máscara ni quién la
concibió. Tal vez algún alma caritativa de la antigüedad adoptó el
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avío ocultador para evitarle al que aguardase en el bloque la visión de
una cara demasiado humana en los últimos instantes de la agonía; o
tal vez los orígenes del artefacto residan en una relación mágica con
la negrura de la negación –eso suponiendo que la negación sea de
color negro–. Aunque el verdugo no se atreve a quitarse la máscara
por si acaso, en un espejo inesperado, o al reflejarse por accidente en
un charco de agua estancada, sorprende su auténtico rostro. Y es que,
en tal caso, se moriría de pavor. La víctima se arrodilla. Es delgado,
pálido y elegante. Tiene veinte años. La muchedumbre silenciosa
del patio se estremece a causa de la expectación compartida; los
rasgos enmarañados de todos se tuercen en una misma sonrisa
aviesa. Ni un ruido, casi ningún ruido perturba el aire húmedo,
sólo la sombra de un ruido, un sollozo lejano que bien podría
ser el ulular del viento entre los pinos achaparrados. La víctima
se arrodilla y coloca el cuello encima del bloque. Lentamente, el
verdugo levanta el acero reluciente. El hacha cae. Se cercena la
carne. La cabeza rueda. La carne escindida pone en marcha sus
fuentes. Los espectadores se estremecen, gruñen y jadean. Y ahora
la orquestina comienza a serrar sus cuerdas de nuevo mientras un
coro de vírgenes raquíticas, emitiendo los chirriantes berridos que
en estas regiones pasan por canción, entonan un réquiem bárbaro
titulado Aviso temeroso ante el espectáculo de una decapitación.
El verdugo ha decapitado a su propio hijo por cometer incesto en
el cuerpo de su hermana, la hermosa hija del verdugo, en cuyas
mejillas brotan las únicas rosas de este altiplano.

Gretchen ya no duerme profundamente. Después del día en que


la cabeza decapitada de aquél rodó por el serrín ensangrentado,
su hermano pedalea en una bicicleta perpetua en sus sueños aun
cuando la pobre niña se escabulló sin que la viesen, sola, para
recoger la conmovedora, húmeda, barbada fresa, la reliquia que de
él quedó, y se la llevó a casa para enterrarla junto al corral antes
de que los perros se la comiesen. Pero por más que restregó su
pequeño delantal blanco contra las piedras del río no fue capaz de
sacar las manchas que asolaron la trama y el tejido de la tela como
fantasmas rosáceos de un preciosísimo fruto. Cada mañana, cuando
sale a recoger huevos listos para el desayuno del padre, riega con
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sentidas aunque inútiles lágrimas la tierra removida bajo la cual se
pudren los sesos de su hermano mientras las gallinas picotean y
cloquean indiferentes a sus pies.

Este país está situado a tal altitud que el agua nunca hierve, por
engañosamente que burbujeé en la cazuela, de manera que los
huevos duros siempre están crudos. El verdugo insiste en que la
tortilla de su desayuno se prepare sólo con aquellos huevos cuyos
pollitos estén a punto de nacer, y, bien temprano a las ocho, se come
con deleite una amarilla y emplumada tortilla sutilmente aderezada
con uñas. Gretchen, la hija impresionable, a menudo pega un bote
y empieza a oír el cloqueo desbaratado de un pico todavía gélido,
apenas calcificado, a punto de ser tragado con chisporroteante
mantequilla, pero su padre, cuya palabra es la ley porque jamás se
despoja de la máscara de cuero, no se va a comer un huevo que
no tenga dentro un pájaro naciente. Es ése su gusto. En este país,
sólo el verdugo puede permitirse sus perversidades. En lo alto de
las montañas, ¡qué humedad y qué frío! Los vientos helados soplan
leves rachas de lluvia a través de estos picos casi perpendiculares; el
bosque de abetos y pinos que el lobo acecha y que cubre las laderas
más bajas es un conjunto de arboledas que sólo sirven para devaneos
satánicos de un sabbat universal, y una neblina hostigadora permea
la aldea desolada y anémica, tan enraizada hasta la fecha en cielos
cotidianos que un recién llegado tal vez, al principio, apenas haría
otra cosa que resollar y jadear en medio de este aire escasísimo donde
los haya. Los recién llegados, no obstante, son una aparición menos
frecuente que los meteoritos o los rayos; las aldeas no susurran
bienvenida alguna. Hasta las paredes de las casas toscamente
construidas exudan desconfianza. Están hechas de losas de piedra y
no tienen ninguna ventana por la que mirar al exterior. Un orificio
mal hecho en el tejado plano expele un puñado de escasas bocanadas
de humo doméstico y sólo se logra penetrar con la mayor de las
dificultades, por medio de puertas bajas y estrechas, grietas en el
granito, de manera que cada casa presenta a la vista una cara tan
desprovista de rasgos como la de los demonios orientales cuyo
anonimato no se veía echado a perder por algo tan ordinario como
las máculas de un ojo, una nariz o una boca. En estas feas y poco
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complacientes madrigueras, hombre y animal doméstico –cabra,
buey, cerdo, perro– participan de idénticos derechos de apiñamiento
junto a las humosas y desarregladas chimeneas, aunque los perros
acostumbran a contraer la rabia y se lanzan como trombas de agua
por las calles llenas de socavones.

Los habitantes son una camada rechoncha y taciturna con una


malevolencia crónica que emana de gran variedad de causas
provenientes tanto del entorno como de su propia constitución.
Todos tienen en común un semblante genérico y nada atractivo. Sus
caras tienen el aspecto flácido, plano, deshuesado de un esquimal,
y los ojos son fisuras opacas, ya que no cuentan con párpados que
les sirvan de capota, sólo la piel distendida de la grey mongol. Sus
miradas reptilianas hacen gala de una intensidad ni por asomo
íntima, y sus sonrisas son de una perversidad tan peculiar que
hay que darles gracias por que rara vez sonrían. Se les pudren los
dientes de muy jóvenes.

Los hombres, en particular, son monstruosamente hirsutos tanto


por la cabeza como por el cuerpo. El pelo, de un negro purpúreo
monótono y uniforme, encanece tendiendo al tono de las cenizas
extintas. Las mujeres están constituidas más para la duración que
para el deleite. Dado que todos andan siempre descalzos, las palmas
de los pies desarrollan una consistencia intensificada de cuerno
desde la más tierna infancia y a las mujeres, que desempeñan todas
las tareas que exige su primitiva agricultura, se les ponen unos
antebrazos del tamaño y el grosor de calabacines, mientras que
las manos van adquiriendo una forma pronunciada de pala hasta
que parecen, llegadas a la madurez, recios bieldos de cinco puntas.
Todos, sin excepción, son mugrientos y piojosos. Las cabezas
peludas y las zonas púbicas laten y palpitan con las convulsiones
ciegas de las ladillas. El impétigo, la tiña y la sarna están tan a
la orden del día entre ellos que nadie se fija si- quiera, y la carne
entre los dedos de los pies se les empieza a descomponer muy
pronto. Sufren dolencias crónicas del ano a causa de su dieta
bárbara: gachas aguadas, cerveza agria, carne apenas chamuscada
por los fríos fuegos de las tierras altas, queso de cabra acidulado y
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empapuzado pan de cebada por flatulento acompañamiento. Tales
vituallas no pueden sino contribuir efectivamente a los trastornos
que han impuesto la atmósfera general de maligna inquietud que
constituye su característica más inmediatamente distintiva.

En este museo de enfermedades, la belleza color pastel de Gretchen,


la hija del verdugo, es más llamativa si cabe. Las trenzas blondas se
mecen sobre sus pechos cuando va a recoger de los nidos los huevos
en granazón.

Los días de estas gentes son amortajadas simas de mustio bregar


manual, y las noches son grietas húmedas, heladas, negras y
palpitantes, preñadas de las compulsiones más asquerosas, noches
dedicadas únicamente a fantasear con deseos inefables concebidos
tortuosamente por sensibilidades mortificadas habitualmente
carcomidas hasta la supuración por las negras ratas de la superstición
mientras los dientes de aguja de la escarcha corroen sus cuerpos.

De poder, lo que harían sería representar ciclos wagnerianos


enteros de maldad operística y transformar alegremente las aldeas
en escenarios sobre los que auténticas monstruosidades del Grand
Guignol podrían ser representadas en todos y cada uno de sus
atroces detalles. Ninguna fea parodia de los deleites de la carne
les sería ajena… otra cosa no sabrán, pero sí cómo suceden estas
cosas. Tienen una capacidad inagotable para el pecado, pero la
ignorancia frustra sus intentos de forma inexorable. No saben qué
es lo que desean, de modo que sus lujurias existen en un limbo
indefinido, in potentia para siempre. Ansían apasionadamente la
depravación más deplorable, pero no poseen la noción concreta del
fetiche más elemental siquiera, su carne atormentada es traicionada
a perpetuidad por la pobreza de su imaginación y las limitaciones
de su vocabulario, pues ¿cómo transmitiría uno estas cosas en una
lengua compuesta sólo de toscos gruñidos y gañidos que sirven
para dar a entender, por ejemplo, los progresos de la cerda de la
familia alumbrando? Y dado que sus vicios son, en un sentido literal
de la palabra, inefables, sus secretos y furiosos deseos continúan
siendo, al cabo, misteriosos hasta para ellos mismos y los contienen
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únicament en el territorio de la pura sensación, o del sentimiento
indefinido como pensamiento o acción y, por lo tanto, descontrolado
por definición. Así que sus deseos son infinitos, aunque, en términos
reales, salvo bajo la forma de una punzada de prturbación, dichos
deseos apenas puede decirse que existan.

Sus vidas están dominadas por un folclore tan pintoresco como


homicida. Castas rígidas y hereditarias de hechiceros, brujos,
chamanes y practicantes de lo oculto proliferan entre estos incultos
montañeses, y el culmen del poder esotérico reside, por lo visto, en
la persona del mismísimo rey. Pero esta percepción es engañosa.
Este gobernante nominal es en realidad el más miserable de los
pordioseros de su zarrapastroso reino. Heredero de los bárbaros, está
despojado de todo salvo de la idea de una omnipotencia expresada
de sobra mediante la inmovilidad. Se pasa el día entero, desde
que accedió al trono, colgado del tobillo derecho de una anilla de
hierro colocada en el tejado de una cabaña de piedra. Una cinta bien
sólida lo ata al techo y queda sostenido malamente en una postura
precaria, pero absoluta, sancionada por el ritual y la memoria por la
muñeca izquierda, que está enganchada en una posición similar con
cinta a otra anilla de hierro pegada con cemento al suelo. Aguanta
quieto como si lo hubiesen hundido en un pozo petrificado y jamás
pronuncia una sola palabra porque ha olvidado cómo se habla.

Todos creen implícitamente estar condenados. Circula entre


ellos un cuento popular, el que sigue: que la tribu fue desterrada
originalmente de una región más alegre y próspera al deprimente
lugar que habitan hoy, un lugar en el que sólo cabe la mortificación
propia, después de hacerse aborrecer por sus antiguos vecinos a
fuerza de practicar indiscriminadamente y con entusiasmo el
incesto, hijo con padre, padre con hija, etcétera –todas las barrocas
variaciones posibles a partir de la cuadrilla determinada del núcleo
familiar–. En este país el incesto es un delito capital; el castigo por
incesto es la decapitación.

A diario, sus mentes son aterrorizadas e iluminadas por los continuos


gorigoris apocalípticos a propósito del fornicio entre hermanos, y
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sólo el propio verdugo, dado que no hay nadie que pueda cortarle
la cabeza, se atreve, en la inmutable privacidad de su capucha de
cuero, sobre su bloque salpicado de sangre, a hacerle el amor a su
hermosa hija.

Gretchen, la única flor de las montañas, se recoge el delantal blanco


y la falda a cuadros valseante para que no se doble ni se ensucie,
pero ni siquiera en el último extremo del acto su padre se quita la
máscara, porque ¿quién lo reconocería sin ella? El precio que paga
por su posición es permanecer siempre encerrado en el solitario
confinamiento de su poder.

Perpetra su inalienable derecho en el patio hediondo sobre el bloque


donde tronchó la cabeza de su único hijo varón. Esa noche, Gretchen
se encontró una serpiente dentro de su máquina de coser y, a pesar
de no saber lo que era una bicicleta, montado en una bicicleta el
hermano rodó y dio vueltas por sus agitados sueños hasta que cantó
el gallo y allá que fue a por huevos.

Recuperado de eternacadencia.com.ar

El verdugo Wang Lung, de Arthur Koestler

Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming


vivía un verdugo llamado Wang Lun. Era un maestro en su arte
y su fama se extendía por todas las provincias del imperio. En
aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces había que
decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wang Lung
tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa
amable, silbando alguna melodía agradable, mientras ocultaba tras
la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un
rápido movimiento cuando este subía al patíbulo.
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su
realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su
ambición era decapitar a un condenado con un mandoble tan rápido
que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima
quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la
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mesa cuando se retira repentinamente el mantel.

El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y
ocho años. Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo
a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus
antepasados. Como de costumbre se encontraba al pie del patíbulo
y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas
por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con
el duodécimo condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los
escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con
una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en
su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que
le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang
Lung:

-¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera,


cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable
rapidez?

Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su


vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro;
luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado:

-Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.

FIN

Recuperado de narrativabreve.com

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Sesión 6
“Aceite de perro”
Aceite de perro, de Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más


humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de
perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia
del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia
me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi
padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era
empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el
estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural
inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se
oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato
de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente:
simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de
perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños
de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se
reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios
silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían
una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es
realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría
de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los
que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos
del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi
joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí
un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al


conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el
autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo


de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía
vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había
aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter
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aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo
eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente
entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto.
Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la
hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los
calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del
caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba
ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar
que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y
le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era!
Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños,
y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la
pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no
hubiese sido mortal.

Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había


provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a
salir de la aceitería por temor al agente. “Después de todo”, me dije,
“no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre
nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas
muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata
de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en
una población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer
paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el
niño al caldero.

Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose


las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre
que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los
médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía
conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros
habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas
ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi
lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias.
Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión
de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para
reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio
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de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios:
ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños
superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre
los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado
en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se
podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y
disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre
siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y
mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables
llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó


a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños
inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más
crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería.
Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto,
llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la
conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en
la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora
se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el
Cielo que también los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública


en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente.
Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población
sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de
la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no
del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir
con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.

A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar


y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía
que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como
si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los
enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire
contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su
energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas
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de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las
miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje
con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror,
nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta
del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente
sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de
noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una
aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le


permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia.
Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron
juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación,
maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como
demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus
grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia
de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica,
pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los
combatientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de


contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego,
mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó,
tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la
arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías
¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron,
sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído
el día anterior la invitación para la asamblea pública.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me


cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo,
me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito
estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto
de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
FIN

Recuperado de Ciudad Seva


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