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Deirdre Martin

Serie New York Blades 03

Desenfreno
A mi hermana Allison,
agradecida por su amor y amistad.
ÍNDICE
Capítulo 1 ............................................................................ 4
Capítulo 2 .......................................................................... 12
Capítulo 3 .......................................................................... 23
Capítulo 4 .......................................................................... 35
Capítulo 5 .......................................................................... 46
Capítulo 6 .......................................................................... 51
Capítulo 7 .......................................................................... 64
Capítulo 8 .......................................................................... 74
Capítulo 9 .......................................................................... 82
Capítulo 10 ........................................................................ 93
Capítulo 11 ...................................................................... 105
Capítulo 12 ...................................................................... 111
Capítulo 13 ...................................................................... 121
Capítulo 14 ...................................................................... 128
Capítulo 15 ...................................................................... 134
Capítulo 16 ...................................................................... 144
Capítulo 17 ...................................................................... 152
Capítulo 18 ...................................................................... 161
Capítulo 19 ...................................................................... 173
Capítulo 20 ...................................................................... 179
Capítulo 21 ...................................................................... 187
Capítulo 22 ...................................................................... 196
Capítulo 23 ...................................................................... 203
Capítulo 24 ...................................................................... 212
Capítulo 25 ...................................................................... 220
Agradecimientos ............................................................ 228
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .................................................. 229

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Capítulo 1

—Necesito tu ayuda.
Gemma Dante alzó la vista y sonrió al ver a su primo Michael, que se acercaba a
saltos hacia el mostrador del Golden Bough.
Como era habitual, la agradable y acogedora librería estaba llena de clientes,
unos curioseando entre las estanterías, otros relajándose en las mullidas butacas que
Gemma ponía a su disposición. Sonaba una suave música celta, mientras en el aire
había un ligero aroma de incienso de lavanda. Sin embargo, aquel ambiente de
serenidad no producía ningún efecto en Michael Dante. Ala derecho de los New
York Blades, era un hombre que siempre iba acelerado, tanto en la pista de hielo
como fuera.
Gemma salió de detrás del mostrador para abrazar cariñosamente a su primo.
—«Necesito tu ayuda» —repitió ella—, creo que haré que graben esa frase en
mi lápida.
La gente la buscaba instintivamente pera pedirle ayuda y consejo, y ella no
ponía ningún reparo. Disfrutaba haciendo el papel de una Ann Landers rebelde para
sus amigos y su familia.
—¿Lápida? —Michael fingió sorpresa—. Siempre había creído que cuando te
fueras tendrías una ceremonia a la luz de la luna, te transformarías en polvo de hadas
y regresarías al cosmos.
—¿Te acuerdas de aquella vieja canción de Squeeze que empieza «Si no te
amase, te odiaría»? Pienso en ti cada vez que la escucho, Mikey.
—Y yo pienso en ti cada vez que oigo «Season of the Witch»* de Donovan. —
Lanzó una ojeada por la tienda—. Hoy no hay demasiada gente rara.
Gemma ignoró la indirecta y regresó a su sitio tras el mostrador.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Tenemos un jugador nuevo en el equipo, Ron Crabnutt. Lo han traído de
Rochester y no conoce a nadie en la ciudad aparte de nosotros. Se muere de ganas de
salir a dar una vuelta con una «neoyorquina de verdad» y he pensado que quizá, si
tienes un rato, podrías cenar con él esta semana.
—¿Me estás proponiendo una cita? —Gemma se mostraba recelosa.
—No, no, no —aseguró Michael—. Bueno, sí, pero sólo como un acto de
compañerismo, ¿entiendes? Es alguien nuevo en la ciudad.
—Creía que yo era demasiado «rara» para tus compañeros de equipo.

* «Temporada de la bruja.»

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Michael resopló.
—¡Tú eres demasiado buena para ellos! Si vieras algunas de las trepas horteras
con las que salen… —dijo con un escalofrío.
—Es bueno saber que estoy un nivel por encima de una trepa hortera, Mikey.
Él rodeó el mostrador y la estrujó hasta casi romperle las costillas.
—¿Lo harás? Es un buen muchacho, palabra de honor. Y además, ¿quién sabe?
Quizá congeniéis —dijo guiñándole un ojo.
—No estoy buscando novio —sonrió Gemma.
—Te iría bien tener una relación.
Gemma cambió de asunto.
—Hablando de relaciones, ¿cómo están Theresa y el bebé?
Michael sonrió enseguida.
—Los dos están perfectos. Acabamos de enviar las invitaciones para el bautizo.
¿Vendrás, verdad?
—¿Bromeas? No me lo perdería por nada del mundo.
—Bien. ¿Y Crabnutt? ¿Cenarás con él?
Gemma se encogió de hombros.
—Vale, no tengo nada que perder. Puede que sea divertido.
—Sabía que podía contar contigo.
—Esa será la segunda línea en mi lápida.

«Dios, ¿cómo he dejado que Michael me metiera en esto?» Era lo que pensaba
Gemma mientras se esforzaba por mantener los ojos abiertos. Había aceptado hacerle
ese favor porque creía que podría ser divertido. Poco imaginaba que tendría que
soportar a alguien que únicamente se animaba hablando de su colección de
destornilladores.
—Así, los extremos que sujetas tienen cuatro puntos de contacto…
—Perdona, —Gemma interrumpió a Ron Crabnutt educadamente—.
¿Podríamos hablar de alguna otra cosa que no fuera sobre destornilladores?
—Claro. —Ron pareció dolido—. ¿De qué te gustaría hablar?
—¿Qué tal de política?
—Mira, tengo que ser sincero contigo… —su labio superior dibujó una leve
mueca—, la política me importa el culo de un mono.
Gemma parpadeó. «¿El culo de un mono?»
—¿Qué tal de música, pues?
La cara de Ron se iluminó.
—¿Te gusta Skid Row?
—¿Skid Row?
—¡No me digas que nunca has oído hablar de Skid Row! —exclamó Ron,
golpeando la mesa sin podérselo creer—. Es el mejor grupo de todos los tiempos.
Tal vez hablar sobre destornilladores no estaba tan mal después de todo.
—A mí me va más la música celta. Solas, Loreena McKennitt…

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—No he oído hablar de ellas en mi vida —gruñó Ron—. Y, no te ofendas, pero


no tengo ningún interés.
Gemma se desanimó. Pero decidió darle otra oportunidad. Quizá un giro de la
conversación hacia la dirección correcta podría desvelar una insospechada
profundidad en su personalidad.
—¿Tienes alguna afición más aparte de los destornilladores?
—Otras aficiones. —Ron miró fijamente su tenedor—. Umm.
Cuanto más tardaba en responder, más segura estaba de que la única
profundidad que estaba explorando era la de su propia desesperación.
—Me gusta el chicle.
«Chicle —pensó Gemma desesperada—, algo es algo.»
—¿Coleccionarlo o masticarlo?
—Masticarlo. —Ron sacudió la cabeza pensativo—. Sin duda, masticarlo.
—A mí también.
Deseó acabar la velada en aquel momento, pero le faltó valor. Ron parecía muy
feliz. Y desde un punto de vista global, ¿qué representaba una sola noche en su vida?
Suspirando le preguntó si era hombre de Bazooka o de Juicy Fruit. Y así pasó otra
media hora, Crabnutt enrollándose con el Teaberry hasta que se las ingenió para
volver a hablar de nuevo sobre destornilladores de estrella. Ni por un momento
mostró interés en saber a qué se dedicaba Gemma o cuáles eran sus aficiones. Al final
ella reprimió un bostezo.
—Se está haciendo tarde. Me tengo que ir —dijo, y se levantó de la mesa.
Ron la imitó.
—Ha sido muy divertido —confesó con timidez.
Sintió compasión por él. Era aburrido, pero agradable. Incómoda, se miró los
pies.
—¿Puedo llamarte?
Gemma alzó la cabeza y vio que Ron se estiraba el cuello de la camisa
impaciente.
—Claro —respondió con dulzura, en total contradicción con lo que le dictaba su
sensatez. No podía soportar la idea de herirlo. Además, ¿cuántos hombres llaman
después de pedir el número de teléfono? Se lo dio.
Se sacó con cuidado la melena del interior de su capa mientras se la abrochaba.
Ron pagó la cuenta y salieron juntos al exterior, donde Gemma paró un taxi.
—Hasta pronto —dijo Ron animado mientras le cerraba la puerta del vehículo.
Una vez en el interior, Gemma vio con agrado que el taxista con turbante estaba
entusiasmado con el partido de los Jets que tenía puesto en la radio. Ya había tenido
suficiente conversación por aquella noche.

A la mañana siguiente salió temprano para desayunar con su mejor amiga,


Francis «Frankie» Hoffmann. Los neoyorquinos conocían a Frankie como «Lady
Midnight», una disc-jockey de voz sexy y profunda que llenaba las ondas entre

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medianoche y las seis de la madrugada, de lunes a viernes, en la WROX, la emisora


dedicada al rock clásico más famosa de la ciudad. Gemma se citaba a menudo con
Frankie para tomar un café a primera hora. Después una se iba a trabajar a la librería
y la otra a su casa a dormir.
Su lugar de encuentro preferido era el Happy Fork Diner, en la esquina de la
Treinta y cuatro con la Ocho, una grasienta cafetería abierta las veinticuatro horas
regentada por dos corpulentos hermanos griegos. Cuando empujó la pesada puerta
de vidrio, un familiar aroma a café recién hecho dio la bienvenida a Gemma. Se
deslizó en el estrecho banco tapizado de Naugahyde de uno de los reservados y
esperó a que Stavros tomara nota.
—Ah, señorita Gemma. —A pesar de tener unas dimensiones que envidiaría un
luchador profesional, Stavros siempre aparecía de la nada con la humeante cafetera
peligrosamente llena en su gigantesca y velluda mano—. Pruébelo una vez. Venga.
Un sorbo y verá como no quiere beber nunca más esa infusión de meados.
Gemma chasqueó la lengua fingiendo desaprobación.
—Ya sabe que no pruebo la cafeína, Stavros.
—¿Y? —Elevó la barbilla—. Le traigo un descafeinado. El mejor descafeinado
de Nueva York.
Gemma clavó los ojos en él, disfrutando de su pequeño ritual.
—Una infusión de manzanilla me está bien, gracias.
—Bah —murmuró mientras se daba la vuelta—, una bebida de ancianas.
«Tiene razón, es una bebida de ancianas.»
Stavros regresó con su infusión, refunfuñando entre dientes en griego mientras
se la servía. En ese instante entró Frankie por la puerta de la cafetería. En antena,
Frankie sonaba como un sueño húmedo. Su voz radiofónica, baja y ronca, y su risa
burlona y divertida la convertían en la compañía perfecta a altas horas de la
madrugada. Todos los oyentes masculinos que llamaban durante el programa
suplicando una cita presumían que era una mujer de bandera. Sin embargo era alta,
patéticamente delgada, con un pelo fino y rubio al que le costaba encontrar un estilo
y tenía el puente de su pequeña y respingona nariz salpicado de pecas.
—Siento el retraso —dijo Frankie con su propia voz, con el más puro acento de
Brooklyn, mientras se deslizaba en el otro banco frente a Gemma—. The Rock ha
llegado tarde.
The Rock, cuyo verdadero nombre era Marshall Finkelstein, era el disc-jockey
que salía en antena tras Frankie y tenía un problema crónico para distinguir la aguja
grande de la pequeña.
Gemma exprimió la empapada bolsa de camomila antes de añadir una pizca de
leche de soja en su taza.
—Te he escuchado un poco entre las dos y las tres. Sonabas bien.
—He estropeado la entrada de «Layla», pero no se puede tener todo. —Su
mirada se volvió burlona cuando se dio cuenta del significado de las palabras de
Gemma—. ¿Y qué hacías tú entre las dos y las tres?
—No dormía.

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—¿Por qué?
—Nada especial. —Y procedió a explicarle a Frankie todo sobre la fascinante
velada con Big Red, su cita a ciegas. Su amiga se mantuvo serena mientras pudo. Pero
cuando Gemma llegó al momento en que Crabnutt había expuesto las ventajas de
mascar chicle frente a coleccionarlo, perdió la compostura. Estalló en risas y lo
mismo hizo Gemma. Había lágrimas deslizándose por sus caras cuando Gemma
acabó.
—Oh, Dios —dijo Frankie, secándose los ojos—, necesitaba esto.
—Yo también lo necesitaba.
—¿Y a qué viene el insomnio? —insistía en saber Frankie.
—No lo sé. —Gemma parecía genuinamente desconcertada—. Creo que la cita
me ha hecho pensar. Imagina que nunca encuentro a nadie.
—Me insulta el solo hecho de que puedas pensar eso.
Gemma se rio. Cuando Frankie y ella eran adolescentes, se prometieron que
vivirían juntas si ambas estaban solas cuando llegaran a viejas. Alquilarían
«strippers» masculinos, tomarían el sol desnudas y conducirían motocicletas.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Tú no vas a estar sola para siempre —la consoló Frankie.
El tono compasivo tuvo el efecto de un tónico. Siempre lo tenía. Las dos eran
como hermanas. Entonces Frankie respiró profundamente.
—Muy bien, déjame preguntarte una cosa.
Gemma se puso tensa. «Muy bien, déjame preguntarte un cosa» era la fórmula
habitual de su amiga para tomarle el pelo y abofetearla con la más cruda de las
verdades.
—¿Qué?
—¿Puedes realizar un sortilegio de amor que te sirva a ti misma?
Gemma se revolvió incómoda en su asiento. Por supuesto que podía. Pero
desde que era niña sentía en su interior que la brujería era una senda encaminada a
reverenciar la naturaleza. No tenía nada que ver con someterla a tu voluntad.
—¿Y bien? —pinchó Frankie.
—Supongo que podría.
—¿De qué sirve ser una bruja si no lo usas para ayudarte a ti misma?
—Puede que haga un hechizo esta noche.
—¿Podría verlo?
—Claro, siempre y cuando no interrumpas.
—¡No lo haré, te lo juro! —La excitación en los ojos de Frankie se desvaneció, y
se convirtió en distracción.
—¿Qué pasa?
—Nada —murmuró Frankie evasiva.
—Dime.
—Últimamente me he sentido algo confusa. Y además me ha salido esto. —Se
levantó la manga de la camisa mostrando una ampolla en su antebrazo izquierdo.
—¿Y?

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—Fascitis necrotizante. Una enfermedad que te devora la carne. La he


contraído.
Gemma respiró profundamente. Decir que su amiga era una hipocondríaca era
quedarse corta. Tan solo en el año anterior Frankie se había autodiagnosticado un
tumor cerebral, el virus del Nilo Occidental, la enfermedad de Crohn y una multitud
de dolencias que se habían esfumado misteriosamente. Gemma lamentó el día que,
en plan de broma, le había comprado el manual Merck.
—Tú no tienes ninguna enfermedad que se coma la carne —dijo Gemma con
paciencia.
—¿Ah, no? ¡Dos de los síntomas son confusión mental y ampollas, y tengo
ambos!
—¿Estás segura de que no te quemaste el brazo sacando algo del horno?
—Estoy segura.
—Entonces concierta una cita con el doctor Bollard.
—Lo haré.
Gemma sabía que no llamaría. Nunca lo hacía. En su lugar, seguiría convencida
de que tenía una enfermedad que le devoraba la carne, hasta que aparecieran otros
síntomas diferentes y pudiera autodiagnosticarse una nueva dolencia.
Frankie se inclinó hacia Gemma ilusionada.
—¿Así que voy a ser tu asistente esta noche? ¿Te pasaré tu ojo de tritón o lo que
haga falta?
—¡Soy una bruja, no una maga! No necesito ninguna asistente. Lo único que
necesito de ti —añadió bajando la voz al ver que Stavros se acercaba para tomar nota
de su desayuno— es que me transmitas pensamientos positivos mientras realizo el
hechizo. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Si me prometes que para cenar me harás tostadas con judías pintas.
Gemma extendió la mano por encima de la mesa.
—Hecho.

Gemma llegó a su casa deseando realizar el sortilegio.


—Deja sólo que me cambie —le dijo a Frankie, que la había estado esperando
en el vestíbulo del edificio, ansiosa por empezar.
Su amiga asintió y la acompañó hasta la habitación donde se puso ropa más
cómoda.
—Todavía no me puedo creer lo fantástico que es este piso —dijo maravillada.
—Lo sé. —Le gustaba tanto como el primer día en que se mudó. Theresa, la
mujer de su primo Michael, había decidido no vender y alquilar su bonito
apartamento de dos habitaciones en el Upper East Side. Tenía suelos de parquet
relucientes, techos altos y un ventanal que daba a la calle 59 con Street Bridge. Era de
largo el mejor lugar en el que había vivido.
—¿Y ahora qué? —preguntó Frankie excitada mientras Gemma se dirigía de
nuevo hacia la sala de estar.

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—Sígueme.
Guió a Frankie hasta la habitación de invitados, tres de cuyas paredes estaban
cubiertas de estanterías que Gemma ya había llenado hasta rebosar de libros. Unas
puertas correderas daban acceso a la pequeña terraza donde cultivaba hierbas. En el
centro de la habitación se erguían tres candelabros, cada uno con cuatro cirios, y una
mesa baja redonda cubierta con un terciopelo morado, en la que había un pequeño
jarrón con flores y un viejo y agrietado pentáculo. A la izquierda del jarrón Frankie
pudo ver una vela dorada, una daga de ritual, un incensario y un cuenco con sal; a la
derecha había una vela blanca, un cáliz de plata y un cuenco con agua. Una pequeña
bandeja de plata contenía unos pocos alfileres, cerillas y varios conos de incienso.
—¿Y ahora qué? —preguntó Frankie de nuevo con los ojos clavados en el altar
de Gemma.
—Voy a encender las velas. Siéntate ahí. —Señaló uno de los dos cojines de
meditación que había en el suelo. De haber estado sola, probablemente habría
preparado un hechizo más elaborado y potente. Pero ya que Frankie podía mantener
la concentración durante tanto tiempo como una criatura de tres años en la mañana
del día de Navidad, decidió que una simple magia con velas sería suficiente.
Frankie hizo lo que le había dicho, se sacó los zapatos antes de doblar sus
larguiruchas piernas en una versión modificada de un pretzel. Gemma encendió los
cirios de los candelabros. La habitación resplandeció a su alrededor.
—¿Y ahora qué? —susurró.
—Ahora para ya de preguntar «¿Y ahora qué?» —susurró Gemma divertida. Se
sentó en su cojín de meditación frente a Frankie, con una vela roja en la mano. La
encendió y la situó en el suelo, delante de ella. El sonido de un atasco de tráfico
ascendió hasta sus oídos, pero lo bloqueó; esperó a encontrarse totalmente
concentrada antes de abrir sus ojos y hablar con voz queda.
—Muy bien, esto es lo que vamos a hacer. Las dos miraremos fijamente la llama
de la vela, en mi mente voy a pensar en el hombre con el que quiero estar. Tú puedes
hacer lo mismo si quieres.
Frankie arrugó la nariz.
—¿He de pensar en el hombre con el que yo quiero estar, o en el hombre con el
que tú quieres estar?
—El que prefieras.
—¿Puede ser alguien famoso, como Russell Crowe?
—Puede ser quien quieras. Russell Crowe. Russell Stover. Sólo concéntrate.
—De acuerdo. —Frankie frunció el ceño y miró fijamente a la vela mientras
Gemma hacía lo mismo.
«Describe al hombre con el que quieres estar, Gemma.»
Necesitó unos segundos, pero al final acudieron las ideas: «Quiero a alguien
que sea seguro, inteligente, honesto, trabajador y fuerte. Alguien que ame la
naturaleza tanto como yo. Alguien leal y sensible, que respete lo que hago y que me
ame tal como soy.»
Se vació en aquellos pensamientos hasta que agotó las palabras para describir a

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su hombre soñado. El paso siguiente era dibujar su imagen.


—Dibújalo —le susurró a Frankie.
—¿A quién? —respondió también susurrando.
—A Russell Stover —replicó Gemma impaciente.
Aquello era más difícil. Gemma distinguió con su tercer ojo el difuso contorno
de alguien alto, pero fue incapaz de llenar los detalles de su cara cuando lo intentó.
Sólo podía ver sus ojos. Eran verdes… no, azules. Azules, compasivos y llenos de
sabiduría. Aún no podía ver su cara, pero ahora podía oír su risa, profunda y de
corazón, y la inundó una sensación deliciosa. Quería alguien que riera a menudo,
que no tuviera miedo a sentir.
—¿Gemma?
—¿Mmmm?
—Sigo intentando imaginarme a Russell Crowe, pero el único hombre que
insiste en aparecer es Damian.
Sintió un estremecimiento. Damián era el ex marido de Frankie.
—Concéntrate más.
—No puedo —dijo Frankie desesperada.
—Entonces concéntrate en alguien para mí.
—Vale.
Estuvieron sentadas en silencio unos minutos más. Gemma siguió intentando
visualizar más detalles de su hombre soñado, pero no se le reveló ninguno. Miró a
Frankie esperanzada.
—¿Ves algo?
—Veo… Veo… una gran tostada caliente en un plato.
Gemma suspiró.
—¿Y tú qué tal? —quiso saber Frankie—. ¿Alguien?
—Alguien alto, con bondadosos ojos azules y una risa realmente sana.
—Parece prometedor.
Gemma se inclinó hacia delante y sopló con cuidado la vela roja. Frankie
parecía decepcionada.
—¿Eso es todo? ¿No hay encantamientos? ¿Ni monos volando? ¿Nada?
—Eres libre de decir el encantamiento que quieras.
—Ese es tu territorio, Glinda, no el mío.
—Pues me parece que el encantamiento está completo. —Gemma apretó las
rodillas contra su pecho—. Sólo podemos esperar a que surta efecto.

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Capítulo 2

A la mañana siguiente Gemma se sentía optimista mientras se dirigía a trabajar


en bicicleta. Con un poco de suerte el hombre perfecto podría aparecer en su vida
aquel mismo día.
Sus amigos y su familia creían que estaba loca por ir en bicicleta por la ciudad,
pero para ella nada era comparable a ver pasar el mundo mientras pedaleaba,
cortando la brisa con su propia, pausada guadaña. Era mágico moverse ahora que la
sofocante humedad estival empezaba por fin a remitir. Se fijaba en cada hombre
atractivo que se cruzaba en su camino. ¿Podría ser aquel apuesto tipo de la gastada
cazadora bomber el futuro padre de sus hijos? ¿Y qué hay de aquel otro con el cabello
rojizo con el móvil pegado a la oreja? Tal vez tenga unos maravillosos ojos azules…
Mirar hombres la volvía imprudente: estuvo a punto de chocar un par de veces
contra coches aparcados.
Al llegar a su tienda se quitó el casco, sacudiéndose el cabello antes de abrir la
puerta y arrastrar con cuidado su bicicleta hasta el pequeño almacén en la parte
trasera.
Acababa de encender un cono de incienso de enebro y poner un CD de Brigit
Kiss cuando tintineó la campanilla de la puerta de entrada. Gemma se apresuró a
alisarse la parte delantera de su falda campestre y, tan discretamente como pudo, se
encaramó en el taburete que había detrás del mostrador, ansiando poder ver a su
hombre soñado.
—Hola.
El hombre que estaba ante ella era pálido y esmirriado. Su pecho huidizo se
perdía en el interior de una arrugada camiseta negra con «BLESSED BE» escrito en
grandes letras blancas. De su barbilla colgaba lánguidamente una barba rubia, larga
y desordenada. Sí, los ojos eran azules, pero tenían el tono de unos téjanos
descoloridos y no el de un azul caribeño. A Gemma se encogió el corazón. En
ocasiones, lo que tú quieres y lo que el universo decide enviarte son cosas muy
diferentes. Aun así, consiguió sonreír.
—Hola. ¿Puedo ayudarle?
El cliente rebuscó en su bolsillo y le entregó un arrugado recorte de periódico.
Era el anuncio que había insertado en el Village Voice ofreciendo clases de tarot. Una
manera de ayudar a compensar el constante incremento del precio del alquiler de la
tienda.
—¿Está usted interesado en aprender tarot?
El hombrecillo asintió.

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—¿Cómo se llama?
—Uther.
Gemma se mordió el labio. En su opinión, decir a un desconocido que tu
nombre es Uther o Gwyddion o Raven, sólo da al público más munición para no
tomar en serio la brujería. Sabía que una persona tiene derecho a usar en público su
nombre del oficio, pero aun así.
—¿Uther qué? —preguntó con rapidez.
—Abramowitz.
«Uther Abramowitz», repitió Gemma pensativamente. ¿Era posible que el
universo le enviara a alguien llamado Uther Abramowitz para amarlo? Si era así, se
iba directamente a casa para desmontar su altar. Educadamente extendió su mano
por encima del mostrador.
—Soy Gemma Dante.
El apretón de Uther fue tan flácido como un calcetín húmedo. Sintió un deseo
irresistible de atarlo y empujarlo hasta un restaurante para darle una sopa minestrone.
—¿De qué trabaja?
—Escribo códigos para ordenador.
Gemma sonrió. No sabía por qué, pero muchos paganos tenían trabajos
relacionados con tecnología punta.
—Bien —dijo bajándose del taburete—, déjeme que le explique cómo trabajo.
Doy clases particulares y también enseño a un grupo los jueves por la noche.
—Preferiría las primeras. —Uther la cortó de inmediato.
—Muy bien. —Gemma sacó su Palm Pilot de debajo el mostrador—. Tengo un
hueco los martes por la noche. ¿Le va bien?
Uther sacudió su cabeza.
—En realidad no. ¿Podría ser durante el día? Cuando cae el telón de la noche
estoy bastante ocupado.
«¿Haciendo qué? —se preguntó Gemma—. ¿Viendo El señor de los anillos por
enésima vez?» De hecho, tampoco le interesaba.
—Bien, si está dispuesto a venir durante la hora de comer, digamos entre las
doce y la una, podría hacerle un hueco los martes.
—¿En su humilde morada? —preguntó impaciente.
—No, aquí en el local. —Se esforzó por ignorar aquella intención descarada de
entrometerse en su vida. ¿De verdad quería estar a solas con aquel tío raro durante
una hora cada semana? Tan discretamente como pudo, le leyó el aura, un don que
tenía desde niña. Era gris. Estaba confundido, pero no era malvado. Podría
manejarlo.
—Cobro sesenta dólares la hora.
—Es un precio justo —contesto Uther.
—Debería haberle dicho setenta y cinco —bromeó Gemma, intentando vencer
su actitud solemne. Pero Uther sólo parpadeó—. Era una broma —le aclaró.
—Oh —dijo Uther.
—Necesitará su propia baraja Rider-Waite —continuó—, si todavía no tiene

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una, puede comprarla aquí.


—No tengo ninguna —musitó, hundiendo las manos en los bolsillos.
Gemma salió de detrás del mostrador y lo condujo hasta el expositor cerrado
con llave en el que tenía las cartas de tarot. Algunas, como las que le había
recomendado, eran muy básicas y de precio razonable. Pero también tenía naipes
más especiales y caros, como el Dalí Universal o el más buscado, ya agotado, tarot de
Shakespeare.
—¿Cuál utiliza usted? —preguntó vergonzoso.
—La Rider-Waite. —Gemma sacó un ejemplar que venía acompañado de un
folleto—. Aún uso la baraja que compré cuando tenía doce años.
—¿Cuántos años tiene ahora? —preguntó Uther impulsivamente.
Gemma sintió que se sonrojaba hasta la raíz del cabello.
—Eso, amable caballero, es información clasificada.
Con las cartas en la mano volvió al mostrador para leer el código. Aunque
pudiera parecer extraño, había algo en la falta de tacto de Uther que la enternecía.
—No necesita comprar ningún libro por ahora —le informó—. El que
acompaña la baraja está bastante bien. Además, yo utilizo apuntes. Pero hay mucha
gente que tiene sus cartas en una caja o en una bolsa para protegerlas de energías
negativas cuando no las usan —le enseñó sus cartas, que guardaba en una bolsa de
terciopelo morado—. ¿Quiere comprar una bolsa?
Uther carraspeó nerviosamente.
—Por ahora no.
—Está bien —le aseguró Gemma mientras contabilizaba la venta—. Son veinte
con sesenta y cinco.
Sacó dos billetes de veinte y los coloco tímidamente en la palma de su mano.
Gemma continuó su explicación mientras le daba el cambio.
—Lo que quiero que haga para la semana que viene es que se habitúe a manejar
las cartas. Dedique unos minutos cada día a barajarlas, tocarlas y extenderlas. Mire
las figuras y observe si alguna le provoca imágenes o visiones. Vaya a donde su
mente quiera llevarle. Al principio puede sentirse extraño, pero lo que está haciendo
es avivar su imaginación y construir una relación con las cartas.
—¿Y qué ocurre si tengo que perder una clase? —preguntó Uther.
Gemma le tendió una de las tarjetas de visita que tenía en una concha marina
junto a la caja registradora.
—Tan sólo llame y deje un mensaje aquí en la tienda. —Le sonrió y le tendió su
compra en una sencilla bolsa blanca—. ¿Algo más?
Uther negó con la cabeza.
—Entonces, le veo el martes —concluyó Gemma en tono jovial.
Uther agachó la cabeza con timidez.
—Muchas gracias —dijo sosteniendo la bolsa en alto—. Haré los deberes.
—No lo mire desde ese punto de vista —le instó Gemma—, piense que es una
diversión.
—Diversión —repitió para sí mismo como si fuera un concepto extraño. Con

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aspecto aturdido, Uther Abramowitz abandonó de la tienda.


Gemma le miró cuando salía. «¿Y si…?»
No tuvo valor para finalizar su pensamiento.

POR FAVOR NO APESTE MÁS EL EDIFICIO

Después de un duro día de trabajo, Gemma deseaba meditar antes de cenar,


pero la semana pasada alguien había deslizado aquella nota bajo su puerta. Cogió
una caja de cerillas de la repisa de la chimenea pero dudó antes de encender su
incienso indio favorito. Puede que hubiese sido la señora Croppy, la anciana de
enfrente, quien la había escrito. Vivía para incordiar a los otros vecinos. Gemma
prendió el incienso. Si la señora Croppy tenía algo que decirle, que se lo dijera a la
cara.
El aroma y algunas velas bien distribuidas la serenaron de inmediato. Arrastró
uno de los cojines de meditación hasta el centro de la sala de estar y se sentó en la
posición del loto; cerró los ojos, respiró pausadamente y dejó su cuerpo casi
ingrávido, flotando en una maravillosa y fragante nube blanca. Estaba tranquila.
Estaba bien.
Hasta que alguien empezó a aporrear salvajemente la puerta.
—¡Cuerpo de bomberos! —gritó una voz—. ¡Si hay alguien en el interior, que
abra la puerta!
«¿Cuerpo de bomberos?»
Gemma descruzó las piernas y se dirigió rápidamente hacia la puerta de
entrada. Miró a través de la mirilla y vio a tres bomberos de la ciudad de Nueva York
que a su vez la observaban. Vestidos con toda la parafernalia de bombero, cada uno
de ellos sostenía una herramienta con aspecto de poder arrancar la puerta de sus
bisagras en tres segundos escasos.
Alterada, abrió la puerta.
—¿Puedo ayudarles?
—Buenas noches, señora —dijo un hombre con los ojos más azules que Gemma
había visto en su vida—. Nos han informado de que salía humo de su apartamento.
Tras el atractivo bombero, Gemma vio que la puerta de enfrente se entreabría
para cerrarse de golpe. «La señora Croppy.»
Gemma sonrió educadamente.
—Lo siento, pero ha habido un error.
Sin embargo Ojos Azules no estaba escuchando. Alargaba el cuello para
observar todo el apartamento. Y entró. Pasó muy cerca de ella, seguido de cerca por
los otros dos. Muda de asombro, los siguió y entonces vio lo que había provocado
que entraran: volutas de espeso humo blanco retorciéndose en el aire flotando como
niebla.
—¿Señora? —preguntó un bombero bajo y rechoncho. Tenía un bigote grisáceo
de estilo daliniano que le daba un aspecto de principios del siglo pasado.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Es incienso —explicó Gemma.


El tercer bombero, exótico como un azteca, de inmensos ojos negros y piel de
color acaramelado, empezó a toser violentamente.
—Es incienso —repitió Gemma.
—Bien, sí, apesta —dijo Bigotes ásperamente.
—Se supone que debe hacerlo.
Azteca parecía dudar.
Mientras tanto, Ojos Azules, que llevaba la palabra «BIRDMAN» pintada de
amarillo brillante en el dorso de su pesado chaquetón de goma negra, ya había
apagado el pebete.
Gemma no se podía creer su falta de educación.
—¿Le importa?
—¿Que si me importa? —repitió como un eco Ojos Azules con voz incrédula—.
Disculpe un momento.
Cogió su radiotransmisor y comunicó que la llamada había sido una falsa
alarma. Cuando Gemma escuchó aquellas dos palabras se sintió fatal. Tenía una
expresión seria cuando volvió a prestarle atención.
—Ya veo que es incienso, pero sus vecinos no tenían forma de saberlo. Han
hecho bien llamándonos, especialmente si esa sustancia se filtraba bajo la puerta de
entrada.
—No se filtraba —dijo Gemma insegura. «¿Se filtraba?»
Ojos Azules cruzó los brazos sobre su pecho.
—Entonces ¿por qué estamos aquí?
Gemma miró al suelo.
—No quiero ofenderla, pero este incienso es demasiado fuerte. —Se quitó el
casco. Unos rizos negros y densos cobraron vida al mismo tiempo que aquellos
fantásticos ojos escudriñaban el techo. Gemma sintió un aleteo en la boca del
estómago. Tenía el atractivo de un actor de cine, con un maxilar fuerte. Y aquellos
ojos…
—¿Hay algún detector de humos en funcionamiento?
—Supongo. —Se puso roja.
—¿Supone?
No quería decirle que le había quitado las pilas deliberadamente para poder
quemar su especial, dulce y humeante incienso. Ojos Azules sacudía su cabeza. Ella
captó la mirada que cruzó con sus dos compañeros y aumentó su sonrojo. «Creen
que soy una extraña idiota excéntrica que quema repulsivo incienso apestoso y hace
perder el tiempo al cuerpo de bomberos.»
—¿Dónde está el detector de humos? —preguntó ojos azules.
—En la habitación.
—¿Le importa que lo compruebe?
—La tomaré como una pregunta retórica.
—Pues, sí señora, lo es.
Gemma intuyó su derrota, señaló la dirección y le siguió suplicando no haber

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

dejado la habitación patas arriba. Ojos Azules encendió el interruptor de la luz del
interior de la habitación. La cama estaba hecha, pero uno de sus bodys negros de
seda yacía sobre los almohadones cuidadosamente arreglados. Parecía provocador,
una invitación sin palabras. Intentó ignorarlo, mientras los ojos de cada uno de los
bomberos se clavaban en la prenda. Azteca rio con disimulo y Ojos Azules soltó un
«bonito pijama» por lo bajo pensando que ella no lo oiría.
—Gracias —dijo con toda la intención, y él pareció sentirse claramente
incómodo. «Bien, es lo que hay», pensó Gemma.
Bigotes desenroscó la tapa del detector de humos. Ella se puso tensa, sabiendo
con lo que iba a encontrarse.
—¿Señora? —preguntó educadamente, sacándose el casco para rascarse la
cabeza. Bigotes era calvo como un recién nacido. Con su bigote daliniano, la calva
reluciente y vestido de bombero, podía pluriemplearse como miembro de Village
People—. No hay pilas en el detector.
—¡Oh! —Gemma aparentó sorpresa.
—Además es más viejo que Dios —prosiguió Bigotes—, podría comprarse uno
nuevo.
—Es lo primero que haré mañana por la mañana.
Mientras tanto, la atención de Ojos Azules se dirigía hacia las paredes
decoradas con fotos de animales: ballenas, elefantes, delfines y monos. Gemma pudo
ver que sus ojos se fijaban en la foto de Michael y Theresa que tenía sobre la cómoda
junto a otras fotos de familia. Su vista pareció detenerse indecisa antes de volver a las
paredes. Estudiaba las imágenes en silencio pero con respeto, con tanto respeto que
Azteca lo imitó.
—¿Las recortó de National Geographic? —preguntó Azteca.
—No, las hice yo misma.
Ojos Azules concentró su mirada en ella.
—¿De verdad?
—Sí, me encantan los animales. Me gusta ir de vacaciones donde hay vida
salvaje.
—Interesante —murmuró Ojos Azules.
Bigotes entornó los ojos.
—¿Hemos acabado, Rodríguez de la Fuente?
Ojos Azules miró a Bigotes con el ceño fruncido y Gemma estuvo contenta de
no tener que ser testigo del desenlace del episodio. Mantenía la expresión adusta
cuando se dirigió a ella.
—¿Se da cuenta, señora, de que si hubiese habido un fuego real la situación
podría haber sido muy seria?
—Por favor, mi nombre es Gemma. —«¿Cuándo he pasado de ser señorita a
señora?»
—Gemma —repitió Ojos Azules como si probara—. Un nombre interesante.
—Gracias. —La sonrisa de Gemma era genuina.
—Por favor, compre pilas y un detector nuevo —siguió—. Si no lo hace por su

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

propia seguridad, hágalo por la de los demás vecinos del edificio.


—Lo haré —prometió—. Lo siento.
—Hace bien. El asunto podría haber sido bastante serio.
«Pero no lo ha sido», pensó Gemma. Se estaban ensañando con ella. ¿Los
entrenaban para comportarse así?
—¿Hemos acabado ya? —preguntó.
Azteca asintió.
Gemma apagó la luz y los condujo de nuevo a la sala de estar. ¿Existía algún
protocolo a seguir? ¿Debía ofrecerles una taza de café u otra cosa, y más habiendo
sido una falsa alarma? ¿O debía dar un donativo al FDNY*?
Ojos azules se volvió hacia ella.
—¿Sería posible que utilizara una marca de incienso que desprendiera menos
humo, señorita…?
—Dante —finalizó Gemma.
—Dante —repitió pensativo—. ¿Podría hacerlo? ¿Por favor?
—Supongo. —Había utilizado aquella marca de incienso durante años. Ahora,
gracias a la señora Croppy, tendría que encontrar otra distinta.
—Un marca menos humeante no dispararía el detector de humos —prosiguió
Ojos Azules.
Gemma se mordió el labio.
—¿Qué pasaría si saco las pilas cada vez que quemo incienso?
Había sido una pregunta inapropiada.
—¿Sabe que la mayoría de las personas que quitan las pilas cuando están
cocinando, después se olvidan de recolocarlas? —dijo Ojos Azules con tono
hastiado—. Mire, sólo ha de comprar un detector de humos nuevo, ponerle pilas y
dejarlas tal cual. Y mientras tanto, intente encontrar un tipo de incienso menos
desagradable —por el tono parecía que se divertía, lo que molestó a Gemma—,
quémelo durante menos tiempo y mantenga las ventanas cerradas. Así debería
acabarse el problema.
Le sonrió. Sus ojos azules eran tan enérgicos y llenos de vida que Gemma pensó
«Alma vieja, buen corazón», y se le puso la piel de gallina en los brazos. Los
acompañó hasta la puerta de entrada y se disculpó de nuevo por haberles hecho
perder el tiempo.

—Tú, Birdman, ¿qué piensas? ¿Es una chiflada o qué?


De vuelta al cuartel, Sean Kennealy colgaba su chaquetón mientras se giraba
para responder a la pregunta de Sal Ojeda, quien, junto con Mike Leary, acababan de
ayudarle a perpetrar un fraude menor a su vecina.
—Podría ser. —Sean se encogió de hombros—. Tan sólo espero que deje de
quemar esa porquería.

* Cuerpo de Bomberos de Nueva York.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Seguro que parará —predijo Leary, sacándose las botas—. Has sido muy
profesional.
Sean sonrió. Durante más de un mes, el olor que venía del piso que antes tenía
Theresa Falconetti lo había vuelto loco. Cuando volvía a casa de una guardia, muerto
de sueño, no le dejaba dormir. El tufo que se introducía en su apartamento era tan
fuerte que le sofocaba. Abrir las ventanas no servía de ayuda. El hedor perduraba en
el aire, atormentándolo. Una mañana, sin poder dormir y hasta las narices, deslizó
una nota por debajo de la puerta del piso, esperando que fuera suficiente.
Dos noches después volvió la fetidez.
Aquello le irritó.
Hacía algunos años, alguien se había quejado en recepción de que Pete y Roger
siempre graznaban desesperadamente cuando él no estaba en casa. Al final encontró
un veterinario que les recetó una medicina contra la ansiedad. ¡Listo! Problema
solucionado. Si él había podido responder a la petición del vecino, ¿por qué no lo
podía hacer el quemador de incienso? ¿Que la nota había sido desagradable? Cierto,
la había garabateado sin pensar. ¿Quizá habría debido llamar a la puerta y pedir al
Apestoso que parase de una vez? Pero no tenía ningunas ganas de vérselas con
alguien que podía ser un chalado. ¿Qué tipo de persona quiere que su apartamento
huela de esa manera?
En su lugar, Sean pidió a dos de sus colegas del cuartel de bomberos que le
ayudaran a solucionar el problema de una vez por todas. Esperaron a acabar el
turno, se encontraron y fueron hasta su edificio en la Cincuenta y nueve esquina con
la Primera, sintiéndose como tres colegiales traviesos. Al ver dónde vivía, Leary y
Ojeda lo trataron en broma de pijo y yuppie, pero no se sintió culpable. Años atrás,
había trabajado muy duro en Wall Street para poder comprarse aquel apartamento, y
ahora que lo había pagado del todo se sentía orgulloso.
—¿Te has quedado con el body encima de la cama? —dijo Leary arrastrando las
palabras—. Apuesto a que estaba esperando que apareciera su gurú y que la elevara
a un plano más elevado, ¿sabes lo que quiero decir?
—Directo al nirvana, cariño —rio Ojeda.
Sean rio también. Había esperado que el Apestoso fuera una especie de asceta
urbano, adusto e incapaz de sonreír. Sin embargo les había abierto la puerta una
mujer menuda y curvilínea, con una desordenada melena rojiza y los ojos más
cariñosos que nunca había visto. Su porte le había impresionado, y también las fotos
en las paredes de su habitación. La broma de Leary sobre Rodríguez de la Fuente le
había molestado porque le había impedido averiguar más sobre Gemma Dante, que
sin duda estaba emparentada con Michael Dante, el marido de Theresa. La fotografía
sobre la cómoda era una pista concluyente. ¿Sería su hermana?
Por otro lado, el comentario de Leary tenía un aspecto positivo. Sus compañeros
lo habían machacado con el tema de «Birdman», pero tomarse el pelo entre
camaradas era el pasatiempo preferido en el cuartel. Debido a su pasado en Wall
Street, les había costado mucho tiempo aceptarlo. Las bromas demostraban que era
uno de ellos.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

En la sala, las dotaciones de guardia del camión escalera 29 y del coche 31


estaban sentadas comiendo. Sean podía oler el tentador aroma del famoso chili de Al
Dugan «Socorro, mi trasero está ardiendo», invadiendo la sala de útiles en la que se
hallaba y provocándole retortijones de estómago.
—¿Tíos, os apetece una cerveza y una hamburguesa? —preguntó.
—Depende —dijo Ojeda—. ¿Pagas tú?
—¿Como compensación por los servicios prestados?
—Mierda, haces que suene como si fuéramos furcias —dijo Leary. Se volvió
hacia Ojeda—. No hagas que te paguen por un favor, enano cabrón.
—¿Qué? —se quejó Ojeda—. Son hamburguesas y cervezas, por el amor de
Dios, no filet mignon y Dom.
Leary pensó por un momento y se volvió hacia Sean.
—El cabrón tiene algo de razón.
Sean se puso serio.
—¡Dios! Si hubiera sabido que me iba a salir tan barata la cita con vosotros dos
os habría pedido antes para salir. ¿Vamos?
Los tres hombres dejaron juntos el cuartel y se dirigieron calle abajo.

Lo primero que Gemma hizo cuando vio a su primo en la sala de visitas del Met
Gar la noche después fue darle un puñetazo en el brazo en plan de broma.
—¡Ay! —Michael retrocedió frotándose el lugar donde el puño le había
alcanzado—. ¿A qué viene esto?
—¡La cita a ciegas en la que me metiste! ¡Sólo habló de destornilladores y chicle!
—Es un buen chaval —replicó Michael.
—Hay diferencia entre bueno y aburrido.
Michael se encogió de hombros con filosofía.
—Así que no fue bien. Lo que importa es que hiciste una buena obra, ¿verdad?
—Cierto.
—Venga, dale al primo Mikey un abrazo, alma caritativa.
Gemma se acercó para abrazar a su primo. Siempre le sorprendía lo fuerte que
era. De pequeño, había sido un niño patoso y escuálido, de hombros puntiagudos y
rodillas prominentes. Y ahora, se maravillaba al verlo, la gran estrella de la NHL*.
Y también felizmente casado con la mujer de sus sueños, y con un bebé. Un
sentimiento de orgullo inundó a Gemma al recordar el papel angular que había
tenido en la relación entre Michael y Theresa. No había sido fácil; ambos eran
tozudos como mulas, por no hablar de lo melodramáticos que podían llegar a
ponerse. Pero con una pequeña ayuda de las cartas del tarot y una gran dosis de
intromisión al estilo de la familia Dante, había conseguido que se comieran su
estúpido orgullo y se arrojasen uno en brazos del otro.
—¿Contra quién jugáis esta noche? —preguntó mientras deshacían suavemente

* Liga Nacional de Hockey.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

su abrazo.
La cara de Michael mostró una incredulidad total.
—¿Alguna vez te preocupas por abrir un periódico? ¿O es que estás demasiado
ocupada removiendo tu caldero?
—¡Qué gracioso eres!
—Lo intento.
—En serio, Michael, ¿contra quién jugáis? —repitió Gemma, apartándose el
pelo de la frente. A veces deseaba cortárselo de tan ondulado y difícil de peinar como
era—. He estado muy, muy ocupada, no he tenido tiempo…
—Sssh. —Puso su índice en los labios de su prima—. Relájate. Está bien. —
Apartó la mano—. Jugamos un partido de exhibición contra el equipo de hockey del
FDNY. La recaudación irá en beneficio de la beca de la Fundación de Bomberos
Asociados. Es para los hijos de los bomberos que han resultado con quemaduras
graves, o, ya sabes…
«Muertos —acabó Gemma mentalmente—. Niños que han perdido a sus
padres.» Aunque ya habían pasado cuatro años desde el 11-S, aún resultaba difícil
para los neoyorquinos hablar sobre el asunto. Gemma mostró su comprensión
afirmando con la cabeza.
—Yo también tuve una pequeña aventura con los bomberos —dijo, tratando de
animarse, y le explicó a Michael el episodio del incienso y la falsa alarma.
Su respuesta resultaba previsible.
—Si es lo mismo que quemas en tu tienda, no me sorprende que alguien
llamara a los bomberos. Podrías vaciar el edificio con esa porquería.
Gemma chasqueó la lengua.
—¿Sabes que eres un idiota?
—Sí, pero tú me quieres igualmente. —Sus ojos se fijaron en el reloj de la
pared—. He de vestirme. ¿Sabes dónde debes sentarte, verdad?
—Por supuesto. —Gemma echó un vistazo alrededor de la sala de visitas.
Reconoció a alguno de los jugadores. Supuso que el resto debían de ser familiares
como ella. ¿Pero por qué ella era la única presente de la familia Dante?—. ¿Theresa
vendrá, no?
—Sí, sólo se está retrasando un poco. Vendrá.
—¿Y Anthony?
Anthony era el hermano mayor de Michael, además del chef y propietario de la
mitad del restaurante Dante's que la familia poseía en Brooklyn. Michael se rio al oír
la pregunta.
—Sí, seguro, como si yo pudiera conseguir que abandonara su campo de batalla
en un sábado por la noche. —Y empezó a imitar a su hermano—. «Dirijo un negocio,
Michael. No puedo dejar mi cochambroso cucharón y salir corriendo cada vez que tu
lanzas un disco por el jodido hielo para alguna tontería de caridad.»
La imitación fue tan real que Gemma estalló en una carcajada de aprobación.
—Supongo que eso responde a la pregunta. —Se alzó sobre los talones y besó a
Michael en la mejilla—. Estoy hecha polvo, así que no sé si nos veremos después del

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

partido. Pero buena suerte.


—Gracias. —Pareció que se iba, pero se dio la vuelta, con los ojos llenos de
malicia—. ¡Ah, Gem!
—¡Si?
—Somos los que vamos de azul y blanco con la palabra «blades» escrita en el
pecho de nuestras camisetas. Sólo para que lo sepas.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 3

El Met Gar estaba abarrotado. Mientras tomaba asiento tras el banquillo de los
Blades, Gemma observaba el mar de caras exultantes y comprobó que en su mayoría
estaba formado por familias, de las que muchas vestían camisetas y gorras de béisbol
con el logotipo del FDNY. Sintió envidia al ver cómo un padre despeinaba el cabello
de su hija antes de pedir un par de hot dogs para cada uno. A pesar de que adoraba a
su familia, la veían como a una especie de oveja negra. Sus ojos siguieron estudiando
la ruidosa multitud y prestó atención a la gran cantidad de niños que había.
¿Cuántos de ellos habrían perdido a su padre? ¿Cuántos habrían perdido a primos,
tíos, hijos o hermanos? Como la mayoría de los neoyorquinos, daba por garantizado
el comportamiento que los bomberos habían tenido. Alrededor de trescientos de ellos
habían muerto una brillante y clara mañana de setiembre tratando de salvar a otras
personas. Desde entonces habían sido tratados como héroes y denominados sex
simbols. Gemma no los había considerado sexys hasta que Ojos Azules y su cohorte
habían llamado a su puerta.
Ojos Azules. Notaba cómo se le alteraba el cuerpo sólo con recordar su atractiva
y enérgica cara. Se preguntaba si estaría por allí para animar a sus colegas y, en caso
de ser así, si sus caminos llegarían a cruzarse.
—¡Estás aquí!
Se volvió al oír la voz de Theresa. Aunque pudiese parecer estúpido, empezaba
a creer que llamaba un poco la atención, sentada sola, pensando que las familias que
la rodeaban podrían creer que era una puck bunny*. Desde luego sabía que no vestía
como una aficionada al hockey, a menos que las bunnies hubieran empezado a vestir
gruesas argollas de plata, vaporosos pañuelos floreados y pantalones de terciopelo
marrón.
—Hola. —Sonrió cariñosamente Theresa mientras maniobraba para instalarse
en un asiento—. Adivina cómo he sabido que estabas aquí.
—¿Cómo?
Theresa elevó su nariz hacia el aire y olfateó.
—Tu perfume; es muy característico. —Gemma sonrió.
—¿Es bueno o malo?
—Bueno. Recuerda a las mandarinas.
Theresa se fijó en la multitud.
—Madonna, esto está abarrotado.

* Espectadora de hockey sobre hielo más atraída por los jugadores que por el juego.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Recaudarán mucho dinero.


—Eso espero.
Rebuscando en su bolso, Theresa sacó una goma para el pelo y se recogió su
negra y ondulada melena en una coleta. Gemma detectó algunas canas; poco
importaba. En todo caso, hacían parecer la belleza de Theresa aún más exótica. Sin
embargo parecía cansada, como es habitual en muchas de las que acaban de ser
madres.
—¿Cómo está el bebé? —quiso saber Gemma, apretando el brazo de Theresa.
La sonrisa de la madre denotaba agotamiento y felicidad.
—Perfecta.
—¿Habéis escogido ya el nombre? —A pesar de que la niña tenía ya un mes,
Theresa y Michael aún no se habían puesto de acuerdo en el nombre. A Michael le
gustaba Philomena, como su madre. La reacción de Theresa había sido fulminante:
«Sobre mi cadáver.» Ella insistía en Galen. Él decía que le sonaba a nombre de
antiácido.
—A este paso, va a acabar llamándose señorita X.
Gemma sonrió comprensiva.
—No te preocupes, ya se os ocurrirá algo. —Tomó la botella de tamaño familiar
de Evian de la mano de Theresa y bebió un sorbo—. Me sorprende que estés aquí.
Imaginaba que te habrías quedado en casa con la señorita X.
—El primer bebé nacido en la historia del mundo está con mi madre, Dios
guarde su pequeña alma sin nombre. Estoy aquí porque uno de los Blades es mi
cliente y tiene programada una entrevista después del partido. Quiero estar segura
de que no suelta ninguna estupidez —le cogió a Gemma su agua— y además a
apoyar a Michael, por supuesto.
—Por supuesto.
Gemma abrió la boca para decir algo más, pero la estrepitosa sirena que
anunciaba el inicio del partido sofocó su voz. Puesto que era un amistoso, se jugarían
sólo dos partes. A Gemma le gustaba ver jugar a su primo, a pesar de no ser
demasiado aficionada a los deportes. Se remontaba ya a los tiempos de la escuela
primaria, cuando, debido a su altura, siempre la elegían la última para formar parte
del equipo de baloncesto y se burlaban cruelmente de su incapacidad para golpear
una bola de softball*.
Puesto que el Met Gar era su pista, los Blades salieron primero por el túnel del
vestuario. La multitud estalló en una creciente ovación a medida que cada jugador se
situaba bajo el haz de luz. Gemma observó que la recepción era especialmente
atronadora para Michael, en su condición de jugador predilecto del equipo de casa.
Él también demostraba su afecto, saludando y sonriendo mientras daba la vuelta a la
pista de hielo antes de sentarse en el banquillo.
—Tu marido es un chuleta —le comentó a Theresa, que se mostró de totalmente
de acuerdo.

* Especie de béisbol para escolares que se juega con una pelota más grande y blanda.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Si la acogida a los Blades había sido estruendosa, el nivel de los decibelios subió
hasta el infinito cuando el equipo de hockey del FDNY hizo su aparición con
camisetas de un rojo brillante, deslumbrantes sobre el hielo blanco. A diferencia de
los Blades, los jugadores del cuerpo de bomberos eran de todas las formas y tamaños.
Los había bajitos sin cuello que serían pulverizados a la primera carga suave de un
defensor de los Blades, todos ellos brutos del tamaño de un armario, y los había altos,
pulcros y estirados, a los que Gemma intuía que iba a ver salir volando por efecto de
la brisa generada por un compañero al pasar patinando veloz a su lado.
Y estaba Ojos Azules.
Se volvió hacia Theresa.
—¿Tienes un programa?
—Claro.
Ansiosa, Gemma pasó las páginas hasta llegar a las que incluían a los jugadores
del FDNY. Allí estaba, número 45, Sean Kennealy de la compañía escalera 29.
Kennealy. Por supuesto. Ojos azules, pelo oscuro… era el «Irlandés Negro». Sean
Kennealy. Jugaba de defensa, quizá por su tamaño. Era enorme. Y fornido. Un
fornido irlandés.
El disco cayó y ambos bandos se pusieron en movimiento, con un jugador de
los Blades conduciendo el disco, por supuesto.
Debido a que era un partido de carácter benéfico, los Blades no jugaban tan
duro o rápido como era usual. De hecho ninguno de sus jugadores acosaba a los
bomberos y habían rebajado un grado el ritmo de su patinaje. Hasta que el equipo
del FDNY marcó un gol a los siete minutos. Los Blades decidieron ser un poco menos
amables.
A Gemma todo aquello no le interesaba. Sus ojos estaban fijos en Sean
Kennealy, tanto si estaba en el hielo como fuera. Es cierto que no era ninguna experta
en hockey, pero le parecía que él no jugaba con miedo, tenía una expresión tan
amenazante como la de cualquier defensa de la NHL. Tampoco parecía temer el
contacto físico; a menos que Gemma se equivocara, era uno de los pocos de su
equipo que realmente se atrevía a enfrentarse de verdad con la delantera de los
Blades. El partido acabó en empate —«amañado» murmuró Theresa a Gemma— y la
gente empezó a salir lentamente del Met Gar.
—¿Te veré el fin de semana en el bautizo de la señorita X?
—Por supuesto. —Los ojos de Gemma aún miraban hacia el hielo, observando a
Sean mientras éste se paraba amigablemente junto a su primo.
Theresa se inclinó hacia ella y le susurró al oído.
—A Gemma desde la tierra. El partido se ha acabado.
Gemma se volvió hacia Theresa con una sonrisa de disculpa.
—Perdona.
Mientras abandonaba el pabellón, introdujo discretamente el programa en su
bolso.

- 25 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Me sorprende que no se haya incendiado el altar cuando has entrado en la


iglesia.
Ignorando el comentario de su primo Anthony, Gemma se alzó de puntillas
para darle un cariñoso beso en la mejilla. Se hallaban mezclados entre la familia y los
amigos en el exterior la iglesia de San Finbar en Bensonhurst, donde Michael y
Theresa acababan de bautizar a su hija. Se quedó pálida cuando supo el nombre que
habían acordado: Domenica. Domenica Dante. Parecía el nombre de un alocado
director italiano de cine. Pero comprendía el motivo por el que lo habían escogido:
era una manera de honrar al padre de Theresa, Dominic, que había fallecido hacía
dos años y medio.
La mirada de Gemma se dirigió hacia el ruidoso grupo que se agolpaba en las
escaleras de la iglesia. Observó cómo sus familiares se empujaban unos a otros para
obtener una fotografía sosteniendo a la niña, que permanecía tranquila como una
muñeca en su vestido antiguo de color marfil. Gemma sabía que la salida de
Anthony no era maliciosa, pero así y todo le escocía.
Durante la ceremonia había llorado de felicidad al ver a Michael y Theresa
conducir amorosamente a su hija desde el banco a la pila bautismal, acompañados
por los padrinos: Anthony y Janna, la mejor amiga de Theresa. Antes de la ceremonia
había tenido ocasión de saludarla junto a su marido Ty, pero no había tenido tiempo
de saludar a Anthony y a su esposa hasta aquel momento.
De hecho…
—¿Dónde está Angie?
Anthony frunció el ceño.
—Está de servicio. No ha podido escaparse. Intentará pasar después por la
fiesta.
La fiesta tendría lugar en Dante's, a tan sólo unas manzanas de allí. Lo que
comenzó como un restaurante que el barrio mantenía en secreto se había convertido
en un local de moda. Anthony aseguraba odiar a todos los «manhatanitas» que ahora
iban con regularidad, pero Gemma nunca le había oído quejarse del dinero que el
restaurante proporcionaba.
El bebé, a quien Gemma se moría de ganas por sostener en brazos, lo tenía
ahora el primo Paul, que había venido de Long Island con su mujer y sus hijos.
Empezó a ir hacia ellos, pues hacía meses que no los veía, cuando se paró en seco. Su
madre, tía Betty Anne y tía Millie bajaban los escalones de la iglesia directas hacia
donde se encontraban. En lugar de ponerse sentimental y pensar que su difunta
madre, la cuarta hermana Grimaldi, ya no estaba con ellas, Anthony optó por darle
un disimulado codazo en las costillas.
—Mirada alta, aquí viene el trío Calavera.
Gemma se dirigió dubitativa hacia su madre, quien la había ignorado
descaradamente en la iglesia. «Por favor no montes una escena, mamá.»
—Hola, mamá. —Gemma se inclinó para besarle la mejilla y su madre
retrocedió ligeramente. Besó también a sus tías. Millie le guiñó un ojo con disimulo,
como queriendo decir «No te preocupes por tu madre», pero Betty Anne permaneció

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

fría como el hielo.


—Tienes buen aspecto —graznó tía Millie, cuya voz ronca delataba el eterno
hábito de fumarse tres paquetes de Winston al día.
—No puedo creer que hayas venido a la iglesia —le echó en cara su madre.
—Me han invitado, mamá. —Gemma estaba decidida a no tragar el anzuelo—.
Yo también soy miembro de esta familia.
—Deberías haber venido sólo a la celebración. Presentarte en la casa del
Señor… —Hizo la señal de la cruz mientras lanzaba un exagerado suspiro.
—No empieces —imploró Gemma en voz baja.
—No estoy empezando nada —dijo su madre con voz chillona, buscando con la
vista el apoyo de sus hermanas pequeñas—. ¿Sí o no?
Betty Anne bajó sus ojos hacia el suelo. Millie escogió la excusa de irse a fumar.
Aquello hablaba por sí solo. Dios coja confesado a quien se atreva a enfrentarse con
Constance Annamaria Grimaldi Dante.
—Voy a hablar con Nonna —le explicó a su madre con corrección.
«Lo he intentado —se dijo—. Es lo que importa.»
Y sin embargo, se sentía como si le hubieran golpeado en el estómago.
Encontró a su abuela todavía en el interior de la iglesia, hablando con uno de
los sacerdotes. Agitaba sus pequeñas y nudosas manos, mientras que su voz de
ametralladora indicaba que aquél no estaba en el primer lugar de su lista de
favoritos. Gemma se acercó con cuidado de no interrumpir. Pero en cuanto su abuela
la vio, paró su diatriba y se deshizo en una amplia y deliciosa sonrisa.
—Bella, te he estado esperando. —Sonrió con complicidad al joven clérigo—.
Ésta es mi nieta Gemma, apuesto a que te gustaría que los sacerdotes se pudieran
casar ¿eh?
—¡Nonna! —Se dirigió al sacerdote—. Por favor, padre, ella no pretendía decir
eso.
El religioso tosió nervioso y se alejó veloz, sin duda aliviado de poder dejar de
hablar con un viejo diablo como Nonna.
—¡No me puedo creer lo que has hecho!
—¿Qué, decir la verdad? —respondió Nonna, mirando al sacerdote que
caminaba apresurado por el centro de la nave—. Un culo apretado —añadió con
desdén.
—¡Nonna! —exclamó de nuevo Gemma. Depende de a quién se le preguntara
Maria Grimaldi podía ser un fastidio, un carácter, una boba o un verdadero dolor de
cabeza. Para Gemma era Nonna, ni más ni menos, la abuela que la amaba sin
condiciones y a la que ella adoraba.
—Ven, déjame verte.
Obediente, Gemma se plantó quieta ante la mirada cariñosa de su abuela.
Nonna asintió con aprobación.
—Hermosa.
—Siempre dices lo mismo.
—Porque siempre es verdad. —Gemma dio un brinco cuando su abuela le

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

agarró el brazo para apoyarse.


—¡Nonna, tienes las manos heladas!
—Mi sangre está demasiado cansada para dar toda la vuelta. —Alzó una
mano—. Es lo que pasa.
Así era Nonna, nada de filosofar sin sentido sobre el paso del tiempo. Había
sido toda una belleza, y para Gemma aún lo era, con su larga trenza blanca y sus
grandes ojos verdes, siempre alerta, siempre observando.
—¿Has tenido ya a la niña en brazos? —preguntó la abuela.
—Todavía no. Está rodeada por una multitud.
—Es una monada. Perfecta. Se llama Theresa.
—Theresa es la madre —rio Gemma—. Ella se llama Domenica.
—Vale, vale —replicó Norma impaciente—. Domenica.
Se dirigieron lentamente hacia las puertas abiertas de la iglesia para unirse al
resto de la familia.
—¿Y tu madre? —empezó Nonna, que daba pasos cortos y pausados.
Los ojos de Gemma apuntaron a los de su abuela.
—¿Qué hay de mi madre?
—¿Aún está enfadada por la stregheria* o…?
—Aún está enfadada.
—Esa lo que necesita es una patada en el trasero.
Gemma rio. «Una patada en el trasero» era una de las frases predilectas de su
abuela. En realidad quedaba moderada por la suave entonación de su acento italiano,
que no había perdido con los años.
—Hay más de una forma de adorar, cara.
—En eso estoy de acuerdo.
Nonna le pellizcó el brazo.
—Tú y yo nos parecemos mucho. ¿Y ahora, qué tal si me llevas hasta el
restaurante?

Nonna tenía la habilidad de convertir un paseo de diez minutos en una


excursión de una hora larga.
Primero tuvo que detenerse en casa de la señora Crochetti, una de sus
compañeras de rezos, para ver cómo estaba. Aparentemente tenía bocio. Después la
acompañó hasta la panadería para comprar el pan, ya que para cuando hubiera
acabado la fiesta habría cerrado. Por último la llevó hasta su casa para dejar el pan y
recoger el regalo de bautizo de Domenica, aún por envolver. Para cuando el
destartalado Escarabajo de Gemma traqueteó en el aparcamiento del restaurante,
llevaban un retraso de cuarenta minutos y la fiesta estaba en su apogeo.
Cuando Gemma ayudó a Nonna a cruzar la puerta las bombardeó el sonido de
animadas conversaciones entre amigos y familiares. El local estaba lleno. Algunos ya

* «Brujería», en italiano en el original.

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se habían sentado; otros permanecían de pie formando pequeños grupos,


sosteniendo bebidas en las manos mientras hablaban. Parecía más el convite de una
boda que el bautizo de una recién nacida. Pero Theresa era publicista y Michael la
estrella de los New York Blades. No resultaba sorprendente que estuviera atestado.
—¿Dónde quieres sentarte? —le preguntó Gemma a su abuela.
Nonna se tomó su tiempo para observar a la multitud, para al final señalar una
pequeña mesa cerca de la puerta de la cocina donde estaban sentadas la madre de
Gemma y sus hermanas.
Gemma miró incrédula a su abuela.
—¿Estás segura? Podrías pasártelo mejor si te sentaras con alguien diferente.
Mussolini, por ejemplo.
Nonna sonrió.
—¿Qué podría ser más divertido que poner a mis hijas al borde de un ataque de
nervios?
—Muy bien, pero no me vengas llorando cuando mamá te corte después de un
vaso de grappa.
Tan delicadamente como pudo, Gemma condujo a su abuela a través de la
densa y animada muchedumbre. No se veía a la niña. Posiblemente Theresa se la
había llevado a algún lugar para alimentarla. La madre de Gemma torció el gesto
cuando vio que su hija se acercaba con Nonna.
—Sólo queda un asiento libre y se lo estamos guardando a Robert de Niro. —La
tía Betty Anne se sofocó.
—¿Está aquí Bobby D?
—¡Bobby D! —rugió tía Millie—. ¡Cualquiera diría que lo conoces!
Betty Anne se sintió insultada.
—Vamos al mismo pedicuro —afirmó con desdén y añadió en tono de
complicidad—: juanetes.
—Es cliente de Theresa —dijo la madre de Gemma—. Podría venir. Nunca se
sabe.
—Pues podrá sentarse con Al Pacino —dijo Gemma mientras acercaba a Nonna
a la silla vacía.
—Ya llegó la diversión —refunfuñó su madre.
—¿Por qué no te tomas una píldora? —intervino tía Millie, animándose. Apretó
la mano de su sobrina.
—Gracias por traérnosla, muñeca. Nos encargaremos de que no se meta en líos.
—Estiró el cuello, observando ansiosa el salón—. No veo a Al Pacino.
Satisfecha de que su abuela estuviera instalada, Gemma se dirigió al bar. Si
alguien se merecía una copa en aquel momento, era ella. Entonces fue cuando lo vio.
Ojos Azules: Sean Kennealy, bombero y jugador de hockey, en toda su gloria, capaz
de pararte el corazón. Sostenía una pinta de cerveza en la mano mientras hablaba con
Michael como si fueran viejos amigos.
«¿Qué está haciendo aquí?»
Se dirigió hacia él, esperando que no le diera otra lección sobre medidas contra

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

incendios. La sincronización con Michael no pudo haber sido mejor: se alejó para
hablar con otro grupo de invitados, y en el preciso instante en el que Sean observaba
el gentío la divisó. Al ver la sonrisa en su cara cuando se encontraron sus miradas,
Gemma sintió que un voluptuoso calor, fuerte y radiante, le recorría el cuerpo.
—Hola —dijo ella tímidamente mientras se ponía a su lado.
—Hola. —Él parecía genuinamente complacido de verla—. Gemma Dante,
¿verdad?
—Tienes buena memoria —asintió.
—No es un nombre fácil de olvidar. —La observó estudiando su cara—. ¿Eres la
hermana de Michael?
—No, somos primos por duplicado. —Al ver su expresión de perplejidad,
añadió—: Nuestros padres eran hermanos y nuestras madres hermanas. —Entonces
cambió de tema—. ¿De qué conoces a Michael?
—A través del equipo de hockey del FDNY.
—Estuve en el partido la otra noche. El amistoso de caridad.
Sean parecía interesado.
—¿Y qué te pareció?
—Creo que estaba amañado.
Sean rio reconociéndolo.
—Quizá los Blades podrían haber jugado un poco más fuerte, tienes razón. —
Dio un rápido sorbo a la cerveza. Gemma se fijó en su nuez mientras tragaba y pensó
que era lo más sexy que había visto en su vida—. Pero todo sea por una buena causa.
—Estoy de acuerdo.
—¿Quieres que te vaya a buscar una copa?
—Estaría muy bien.
—¿Qué te apetece?
«Mejor que no conteste a eso», pensó.
—Un gin-tonic me iría bien.
Él sonrió y la desarmó.
—Vuelvo en un minuto.
Lo miró mientras se dirigía hacia el bar. Dios, era un tipazo. Vaya cuerpo. La
musculatura de sus muslos se hacía evidente bajo los téjanos gastados, los fuertes
hombros envueltos en una camisa tipo Oxford a rayas azules y blancas, con las
mangas informalmente arremangadas. «Sin anillo de casado.»
Cogiéndole la bebida, tomó un pequeño sorbo, agradecida de tener algo que
hacer con sus manos.
—¿Cuándo me vas a decir tu nombre, Birdman? —Por supuesto que ya lo sabía,
pero quería oírselo decir acariciando las sílabas con su propia voz, profunda y sexy.
Él hundió su cabeza con timidez.
—Me llamo Sean, Sean Kennealy.
—¿Irlandés?
—Un poco. —Tomó un largo trago de su cerveza, mientras sus ojos parecían
danzar con malicia—. ¿Tienes ya un nuevo detector de humos, Gemma?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Aún no, pero lo compraré, lo juro —dijo enrojeciéndose.


—Tal vez te compre uno. De regalo —bromeó.
—Si esa es tu idea del tipo de regalo que gusta a las mujeres, me das pena. —
Ambos rieron—. ¿Qué significado tiene «Birdman»?
Él pareció incomodo. Gemma deseó no haber metido la pata. ¿Y si tenía alguna
connotación sexual? Se preparó, por si acaso.
—Es mi sobrenombre en el cuartel. Rescaté a dos pájaros de un incendio y acabé
adoptándolos. Desde entonces me llaman «Birdman».
—¿Son habituales los motes entre los bomberos?
—Mucho. Pero no todos se pueden repetir delante de según qué compañía. Y
siendo como eres una dama, te los ahorraré.
Por algún motivo, Gemma sintió que un vértigo la invadía al oírle llamarla
dama. «¿Se dará cuenta de lo sexy que es?»
Dos tragos de gin-tonic se deslizaron por su garganta.
—Me gustaron mucho las fotografías de tu habitación —continuó él—. ¿Eres
fotógrafa profesional?
—Ya me gustaría. En la vida real administro una tienda en el Village. Se llama
Golden Bough.
—Interesante. —Arrugó el ceño.
—¿Lo es?
—No trato con demasiadas mujeres empresarias en mi trabajo, a menos que sus
negocios se hayan quemado.
—¿Con qué tipo de mujeres tratas? Si no te importa que te pregunte.
—En absoluto. —Tomó otro trago de cerveza—. La mayoría de las mujeres de
mis compañeros son trabajadoras normales: maestras de escuela, amas de casa,
enfermeras, nada tan especial como poseer su propio negocio. —Le guiñó un ojo.
—No es especial. Sólo es lo que siempre quise hacer.
—¡Bien dicho! —dijo él alzando su copa.
—¿Tú también quisiste siempre ser bombero?
—¡Qué va! Estuve indeciso mucho tiempo. Sólo hace tres años que estoy en el
departamento. Antes trabajaba como corredor de bolsa —se puso el índice sobre sus
labios—, pero no se lo digas a nadie. Cuando la gente se entera empiezan a tratarme
como si fuera Merrill Lynch.
Gemma rio.
—Te prometo que nunca te pediré consejo financiero.
—No parece que lo necesites. —Los ojos de Sean acariciaron su cuerpo.
Gemma se ruborizó, desprevenida ante el audaz cumplido. Luchó por
mantener la conversación en marcha.
—¿Qué te hizo cambiar de profesión?
—El destino. Mi padre accionaba la escalera y mi abuelo era conductor. No
puedes ignorar lo que corre por tus venas.
—¿Y no fue duro? Quiero decir, debiste pasar de ganar mucho dinero a —su
mano voló hacia su boca—, lo siento, no es asunto mío.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—No pasa nada. —Sean la palmeó en el hombro tranquilizándola—. De hecho


sólo dices lo que piensa la mayoría de la gente. Y la respuesta es sí, mi salario
descendió mucho. Pero no lo hacemos por dinero. —La miró con curiosidad—. Ya es
suficiente sobre mí. Quiero saber de tu tienda. ¿Dónde está?
—En el Village. En Thompson Street.
—No conozco el Village demasiado bien —confesó.
—Oh. —Gemma estaba sorprendida—. ¿No vives en Nueva York?
—Sí —dijo evasivo—. Pero soy de Long Beach.
—¿New Jersey?
—Long Island.
Gemma asintió. Había oído hablar de Long Beach, pero nunca había estado allí.
Su única relación con Long Island era a través de la casa de su prima en Commack.
—Uno de los muchachos de la dotación 35 tiene un apartamento justo en el
paseo —prosiguió Sean—. En ocasiones hacemos intercambios de un fin de semana,
especialmente en invierno. Él viene a disfrutar de la ciudad, y yo voy a que me
despierte el sonido del océano durante unos días.
Gemma se lo podía imaginar: los insistentes gritos de las gaviotas costeando en
invisibles corrientes de aire; el relajante ritmo de las mareas; el sol danzando
juguetón sobre la superficie de las olas creando un caleidoscopio de diamantes.
Debía de ser fantástico en la primavera y el verano. Pero ¿en invierno?
—¿No es un poco solitario en invierno?
—¿Bromeas? En invierno es cuando se está mejor en la playa. —Su tono se
acercaba al entusiasmo—. No hay nadie. Es glorioso.
Hizo más preguntas y él las respondió todas, a pesar de que Gemma tuvo la
sensación de que no le gustaba hablar sobre sí mismo. Aun así se enteró de que
pertenecía a una extensa familia irlandesa que en su mayoría vivía en Long Island.
Jugaba a hockey desde pequeño y uno de sus cuñados, también bombero, estaba
tratando de enseñarle a tocar la gaita, aunque Sean se mostraba reacio. El hockey le
ocupaba tiempo suficiente; no necesitaba más aficiones. Cuando llegó la hora de
cenar, Gemma se sintió ilusionada cuando le propuso sentarse con él. Pidió ternera, y
debió de observar la decepción en sus ojos.
—¿Tú no comes carne? —preguntó.
—Mi norma es no comer nunca nada que tenga cara.
Sean la miró.
—Ésta no la voy ni a tocar.

La cena pasó volando. Hablaron de hockey, la playa, animales y fotografía.


Después del postre Gemma se disculpó para ir a buscar a Domenica. Fuera como
fuese, tenía que sostener en sus brazos a aquel bebé, antes de que acabara la noche.
Encontró a la madre y a la criatura sentadas en el destartalado viejo sofá de la oficina
del restaurante.
—Alguien necesitaba que le cambiasen el pañal —explicó Theresa mientras

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Gemma se acercaba—. Y alguien necesitaba unos momentos de paz y tranquilidad.


Gemma alzó sus brazos.
—Pásamela.
Theresa sonrió orgullosa mientras se la acercaba.
—Es una monada —dijo Gemma mientras la acunaba en sus brazos. Domenica
tenía cerrada la boca en forma de capullo de rosa, pero sus ojos verdes estaban
totalmente abiertos y curiosos, enmarcados por las pestañas más largas que Gemma
había visto jamás—. Va a ser una belleza.
—No lo digas delante de Michael. Se conectaría en el acto a Internet para
comprarle un cinturón de castidad. —Ambas mujeres rieron y Theresa reprimió un
bostezo—. Lo siento, estoy exhausta.
—Debes de estarlo.
—A la cosita aquí presente le gusta dormir de día y estar despierta por la noche.
—Deberíais haberla llamado Vampira.
—¿Puedes sugerirme algunas hierbas o algún remedio? —preguntó Theresa en
serio.
—¿Para ti o para ella?
—Para las dos. Yo estoy cansada y ella tiene gases.
—Es una verdadera Dante. Michael y Anthony acostumbraban a hacer
concursos de pedos cuando eran pequeños.
Theresa puso cara de asco, un tanto horrorizada.
—Gracias por compartir eso, Gem.
—Ha sido un placer. Deberías tomar gingseng para recuperar energías. En lo
que respecta esta princesa —rozó sus labios sobre la aterciopelada perfección de la
suave frente de Domenica, deleitándose con su aroma de bebé—, hay un tónico que
se llama Baby's Bliss Gripewater. Podrás encontrarlo en alguna buena parafarmacia.
Contiene hinojo y jengibre, y tendría que aliviarle el dolor de estómago.
Theresa la miró agradecida mientras su cuerpo se hundía más en el sofá.
—¿Cómo te lo podría pagar?
Una sonrisa taimada se dibujó en la boca de Gemma.
—Dime todo lo que sepas sobre el adorable bombero amigo de Michael, Sean
Kennealy.
—¿Amigo de Michael? —protestó Theresa—. He sido yo quien ha invitado a
Sean. Hace años que lo conozco.
Gemma parpadeó.
—Pero si me ha dicho que conocía a Michael por el equipo de hockey del
cuerpo de bomberos.
—Puede que sí. Pero a mí me conoce del edificio. Vive en el apartamento que
hay encima del mío, ahora del tuyo, desde hace años. —Parecía desconcertada—.
Creía que ya os conocíais. Habéis estado charlando toda la noche como si fuerais
amigos de toda la vida.
Gemma le devolvió cuidadosamente Domenica a su madre y se dirigió en
silencio hacia la puerta.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Me perdonas un momento? Acabo de recordar algo que tenía que decirle a
Anthony.
—Claro.
Al salir de la oficina, la mente de Gemma se centró en Sean Kennealy. «Ese
demonio» pensó, no sin cierto afecto. Mientras empezaba a encajar todas las piezas,
volvió a la fiesta para buscarlo. Sean Kennealy aún no lo sabía, pero estaba a punto
de caer en las brasas. Sólo que esta vez no iba a ser en cumplimiento del deber.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 4

La familia Dante le recordaba a Sean a la suya propia.


Eran una gran familia muy unida y obviamente disfrutaban estando juntos.
También sabían pasárselo bien, si servía de indicador lo fácil que corría el vino y
cómo se arrancaban a cantar espontáneamente. Pero, mientras en su familia las
fricciones eran subterráneas, en la familia Dante aparecían a cielo abierto. Michael y
Anthony tanto podían estar gritándose en un momento dado como abrazarse un
instante después. Y a pesar de haberle señalado a su madre, Gemma no había
hablado con ella en toda la noche.
Gemma. Gem-ma Dan-te.
Su nombre le sonaba musical. Lírico. Habían estado juntos durante toda la
fiesta y se sentía verdaderamente atraído por ella. Parecía dulce y amable, una buena
persona de verdad. Era un poco New Age y él se lo había tomado con escepticismo
cuando le había sugerido unas hierbas contra los dolores de cabeza producidos por el
monóxido de carbono inhalado con el humo. Meditación, hierbas, naturismo; no eran
su estilo. A él le gustaba un filete para cenar, aspirinas para el dolor de cabeza y
cuando se quería relajar leía a Alan Furst o veía el canal Historia. Pero ella sólo
trataba de ayudar. También le gustaba su aspecto. Menuda. «Metro sesenta —
pensó—. Si llega.» Y sin embargo no era poca cosa. Tenía las curvas en su sitio.
Delicada, eso es lo que era. Delicada.
Y lo mejor de todo es que jamás había salido con un bombero, ni estaba
emparentada con un bombero y parecía desconocer todo lo relacionado a las
costumbres de los bomberos. Era diferente, nueva, interesante. No estaba seguro de
cómo podía conectar con sus colegas todo aquello. Ya podía imaginarse los
comentarios por salir con una mujer que probablemente ganaba el triple que él. Pero
estaba poniendo el carro delante del caballo. Primero tendría que conseguir que
aceptara salir con él. Y después… Sean vació su cerveza y pidió otra. Vibraba con
sólo pensar en hacer el amor con ella. Aquel cabello pelirrojo y largo, aquellas
caderas rellenas y curvilíneas… Dios, era sexy.
Ahí estaba.
Un estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando Gemma se puso su lado.
Había estado escuchando a Anthony, que disertaba sobre el requesón mientras daba
bocanadas a un grueso cigarro.
—Creía que estaba prohibido fumar en los restaurantes —dijo Gemma.
—No cuando eres el dueño del local y se trata de una fiesta privada —declaró
Anthony.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Es malo para ti, Ant. —Gemma meneó la cabeza.


—Escuchad a la señorita incienso. De golpe se ha convertido en la chalada
cirujana general —le dijo a Sean. No obstante apagó el ofensivo puro—. Ya está,
¿contenta?
—Mucho. Y también tus pulmones.
—Madonna, eres peor que Angie, lo juro por Dios. —Se limpió las manos en el
delantal—. Estoy siendo un pésimo anfitrión. Sean, ésta es Gemma. Gemma…
—Ya nos conocemos. —Le sonrió dulcemente a Sean—. Sean y dos de sus
camaradas me engañaron haciéndome creer que alguien había llamado a los
bomberos quejándose de mi incienso.
Sean escupió la cerveza.
—Perdón. —Carraspeó mientras se volvía para toser en una servilleta. «Maldita
sea. Me ha pillado.» Había planeado aclarárselo todo cuando acabara la velada, a ser
posible a solas, mientras volvían juntos a la ciudad.
—No entiendo —dijo Anthony con voz apagada.
—Es una larga historia —murmuró Sean.
La mirada de Gemma brillaba maliciosamente.
—¿Se lo cuento?
Sean pidió clemencia con la mirada.
—No creo que sea necesario. ¿Y tú?
—No lo sé. Tú dejaste la nota también, ¿verdad?
Antes de que Sean respondiera, Anthony se bajó del taburete del bar con
evidente incomodidad.
—Hasta aquí hemos llegado. Os estáis comunicando en un código extraño. Y os
digo adiós. —Se inclinó para dar un beso rápido a Gemma en la mejilla—. Voy a
llevarme a Nonna a su casa. ¿Hoy parecía un poco ausente?
Gemma, que aún miraba divertida a Sean, asintió distraída.
—Apuesto a que es por culpa del vino —caviló Anthony antes de alejarse.
Ya a solas con Gemma, Sean inició un pretexto.
—Mira…
—Es el momento de confesar. ¿Me enviaste la nota?
Sean bajó los hombros.
—Sí.
Gemma sonrió.
—¿Por qué no simplemente llamar a la puerta y decirme a la cara que parase de
quemar incienso? ¿Por qué enviaste una nota desagradable?
Estaba avergonzado.
—Porque tenía un dolor de cabeza horroroso y no tenía ganas de tratar con un
extraño. Además la m… el incienso que quemas es fuerte. Admítelo.
—¿Qué hay de malo en que sea fuerte?
—Nada, si el aroma es bueno. Como tu perfume, por ejemplo.
Se ruborizó y él supo que había pasado el peligro. O eso creía.
—Me dijiste que conocías a Michael del equipo de hockey del FDNY.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¡Y lo conozco del equipo de hockey!


—Esto es lanzar balones fuera. Intencionadamente me ocultaste que conocías a
Theresa del edificio.
—Tienes razón. Lo lamento. —Sintiéndose atrevido, le acarició la mejilla con
sus nudillos—. ¿Hay algo que pueda hacer para compensártelo?
Por el rubor que de nuevo apareció en la cara de Gemma, pudo saber que
pensaba en lo mismo que él. De repente pareció volverse tímida.
—Déjame pensarlo.
—Te compro un detector de humos nuevo —dijo él con aire seductor.
Ella ladeó la cabeza y le sonrió. Sean sintió cómo su corazón le daba un vuelco.
—Eso ya me lo has prometido.
—Supongo que ha llegado el momento de ser más creativo, ¿eh? Ésta es mi
propuesta. —Y deslizó su brazo alrededor de su hombro—: ¿Qué te parece si se me
ocurre alguna idea brillante para compensarte por mi engaño y a cambio tú accedes a
cenar conmigo una noche?
—Lo pensaré —dijo Gemma indulgente, deshaciéndose de su abrazo.
Sean sonrió, mientras sacudía su cabeza.
—¿Me estás torturando a propósito, verdad?
—¿Torturar? Moi?
—Entonces acepta cenar conmigo.
—Lo pensaré —prometió Gemma—. Antes tendrás que sorprenderme.

A la mañana siguiente, Gemma se deslizó en su banco habitual del Happy Fork


y esperó a que Stavros fuese a incordiarla. No había dormido; se había quedado
estirada pensando en Sean: Sean besándola, Sean quitándole la ropa, Sean
murmurándole al oído todas las cosas que quería hacerle. Agradeció ver llegar a
Frankie. Estaba ansiosa por hablar de él.
Antes de que pudiera pronunciar palabra, apareció Stavros, sirviéndole el café a
Frankie y colocando una taza vacía delante de Gemma. Paseó la humeante cafetera
bajo su nariz.
—Huele bien, ¿no?
—Huele de maravilla —coincidió Gemma—. Ponme una taza.
Stavros y Frankie intercambiaron miradas de sorpresa mientras el camarero
obedecía.
—¿Azúcar? —preguntó con voz asombrada—. ¿Leche?
—Ambos —asintió Gemma.
Como si fuera a desmayarse, Stavros corrió a buscarle todo.
—Si esto no es signo de un apocalipsis inminente, no sé qué puede ser —dijo
Frankie.
—Ningún apocalipsis —replicó alegremente Gemma—. Tan sólo es que estoy
preparada para probar cosas nuevas.
Frankie captó de qué estaba hablando y disparó su brazo por encima de la

- 37 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

mesa.
—No empieces aún; aquí viene Stavros con el azúcar y la leche.
Su actitud ahora era servicial, como si Gemma fuese una reina cuyas órdenes
esperara. Le preparó el café y, ante su atenta mirada y la de Frankie, se lo llevó a los
labios.
—¿Qué tal?
—El mejor café que he probado jamás.
—¡Ja! —Le sonrió radiante con complicidad—. Sabía que esa iba a ser tu
respuesta. ¿No hace años que Stavros te lo venía diciendo?
—Me lo habías dicho —admitió Gemma. El camarero se marchó
contoneándose, feliz como si le hubiese tocado la lotería.
—¿Qué está pasando? —preguntó Frankie.
Primero le explicó a su amiga la visita de los bomberos a su apartamento,
después le contó el partido de hockey y acabó con los detalles de la fiesta de bautizo
de Domenica. Frankie prácticamente la embistió a través de la mesa.
—¿Tres veces se te ha cruzado en tu vida ese individuo? —dijo excitada—. ¿Y
tiene los ojos azules?
—Sí.
—¿Como en tu visión?
—Ajá.
—¿Crees…?
—No lo sé. —Por primera vez, Gemma se sentía insegura—. Quiero que lo sea.
Creo. —Tomó un poco de café—. Me invitó a cenar —añadió tímidamente.
Frankie abrió tanto los ojos que parecía una caricatura.
—¿Y tú le has dicho que no?
—Le he dicho que tal vez.
—¿Tal vez? ¿Por qué? ¿Porque Venus no está en la tercera casa de Lexus o
alguna tontería parecida? —Frankie la miraba inquisidora—. Tiene que haber algo
más. ¿Por qué no quieres salir con ese tío?
Gemma la observó por encima de la taza de café.
—¿Prometes no reírte si te lo explico?
—No. Ahora dímelo.
—Me parece que me pone un poco nerviosa que sea bombero.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Son como una tribu.
—Perdona. ¿Tú vienes de una familia en la que dos hermanos se casaron con
dos hermanas y temes a una tribu?
—Eso es diferente —insistía Gemma—. Mira, sé que son héroes. Sé que lo que
hacen es peligroso y lo respeto. —Deslizó un pulgar por la servilleta—. Pero, ¿te
acuerdas de aquel incendio en Brooklyn? ¿Te acuerdas de cómo aquellos tíos se
sentaban fuera y se dedicaban a decirnos obscenidades cuando volvíamos de la
escuela hacia casa?
Frankie sintió vergüenza.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Recuerdas aquella vez que nos puntuaron como si fueran jueces en la


Olimpiadas y alzaron cartones con números?
—Sí, y nos dieron sendos ceros. —El recuerdo aún escocía—. ¿Y lo borrachos
que iban todos el día de San Patricio, tomando las calles cantando Dany Boy y A
Nation Once Again? —Gemma se estremeció—. No quiero formar parte de un clan así.
—El hecho de que sea bombero no significa que tenga que comportarse de ese
modo.
—Tienes razón. Pero en la fiesta del bautizo se puso las botas de Guinness.
—¿Se puso las botas o se tomó un par? —preguntó Frankie frunciendo el
ceño—. Dime la verdad.
—Se tomó un par —masculló Gemma.
—Aahhh, vaya pecado, un hombre tomándose unas cervezas en una fiesta. Lo
mejor que puedes hacer es arrastrar su culo ahora mismo hasta Alcohólicos
Anónimos.
Gemma le sonrió a su amiga con afecto.
—¿Sabes que eres una zorra?
—Soy tu zorra favorita, no lo olvides. Dale una oportunidad a ese tío, por favor.
Me parece que tiene potencial de verdad.
—Ya veremos, ¿vale? Ya veremos. —Gemma tenía ganas de dejar el tema de
Sean—. ¿Cómo va tu enfermedad devoradora de carne?
—La confusión mental y la ampolla parecen haber desaparecido solas —
admitió Frankie con timidez—. Pero ahora tengo esto —dijo alzándose el pajizo
cabello de su frente para mostrar… nada.
—¿Qué?
—Me estoy quedando calva, Gemma. —La voz de Frankie estaba teñida de
desesperación—. ¡Mira la línea donde empieza el pelo! Está retrocediendo.
—Lo único que retrocede es tu sentido de la realidad. Te juro por Dios que has
de hablar con alguien sobre tu hipocondría. Es enfermiza.
—Hablaré con alguien sobre mi hipocondría, cuando tú hables con alguien
sobre tus dudas en salir con un tío macizo que obviamente ha sido puesto en tu
camino. ¿Te parece justo?
Gemma se revolvió.
—¡Stavros! ¡Más café!

—Croppy se está cagando en todo.


El saludo habitual de Toni, el portero, era «¿Cómo va todo, paticorta?». Lo
último que Gemma tenía ganas de oír después de un largo día, eran las palabras
«Croppy» y «cagando en todo».
—¿Qué pasa? —preguntó mientras depositaba en el suelo las bolsas de la
compra.
—Se ha quejado al jefe dos veces por la porquería que tienes en la puerta de tu
apartamento. Dice que bloquea el rellano y que representa un riesgo de incendio.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Yo no he dejado ninguna porquería en el rellano.


—Croppy dice que es tuya. —Su tono era alterado—. Hazme un favor. Sea lo
que sea, tanto si es tuyo como si no, hazlo desaparecer. Esa mujer es como un grano
en el culo. Será la única forma de hacerla callar de una vez.
—Ningún problema —le aseguró. Según la señora Croppy, Gemma era la
responsable cuando no funcionaba el agua caliente, cuando los niños del piso de
abajo ponían la televisión a todo volumen y cuando el ascensor se estropeaba.
«Posiblemente crea que también soy la culpable del calentamiento global.»
—Gracias, Gemma. Buenas noches.
—Igualmente.
Como las bolsas de la compra eran difíciles de llevar, Gemma le pidió a otra
mujer que había entrado en el ascensor con ella que apretara el botón de la quinta
planta. La mujer lo hizo y apretó los de la quinta y la decimosegunda.
Las puertas se abrieron en su piso y Gemma salió al rellano. Aún no había dado
tres pasos cuando la puerta del apartamento de la señora Croppy se abrió de golpe.
La anciana se abalanzó hacia ella como si fuera una de las Furias, su estridente voz se
hacía oír en toda la planta.
—¡Usted! ¡La he estado esperando todo el día! ¡Su basura está ensuciando el
pasillo! ¡La gente no puede andar! ¡Es peligroso!
—¿De qué me está hablando? —Gemma intentaba abrirse camino por el
corredor. Tenía la sensación de que las bolsas se volvían más pesadas a cada paso
que daba. Si no podía dejarlas pronto, acabarían por caérsele de las manos.
—¡Mire! —graznó la señora Croppy, señalando con su enjoyado dedo retorcido
el otro extremo del pasillo—. ¡Sólo mire!
Cansada, Gemma bajó las bolsas y miró. Allí, ante su puerta y ocupando todo el
rellano, había una reserva de animales salvajes de peluche, grandes y pequeños.
Pingüinos, osos polares, orangutanes, rinocerontes; cada animal imaginable, de
colores tan vividos como el arco iris.
—Dios mío —murmuró Gemma alucinada.
La señora Croppy aún estaba gritando, pero Gemma ya no la escuchaba.
Lentamente, como si de un sueño se tratara, se dirigió hacia su apartamento. Tigres,
elefantes, marmotas, sus tobillos se hundían en una falsa vida salvaje, la suavidad
sintética de la piel de cebras y mapaches acariciaba su piel mientras intentaba abrir la
puerta.
—¿Qué va a hacer con todo este desorden? —graznó la anciana.
Gemma apenas captó el veneno en la voz de la mujer.
—Deme un minuto.
La señora Croppy gruñó y cerró la puerta de un portazo, dejando a Gemma
rodeada de un silencio bendito. Supo de inmediato lo que tenía que hacer. Primero
dejó los productos de la compra en la mesa de la cocina. Después recogió a sus
peludos amigos y los entró. Y luego, ¡santo Dios, qué ganas tenía de chillar su
nombre!, iba ir al piso de arriba para hacerle una visita a Sean.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Sean sonrió cuando oyó el timbre, pues sabía perfectamente quién era. El
sonido electrónico hizo saltar de excitación a Pete y Roger, que empezaron a graznar
en sus perchas. No era la música más relajante del mundo, pero ya estaba
acostumbrado.
—Calma, muchachos —los tranquilizó mientras abría para dejar entrar a
Gemma.
—Hola —dijo ella tímidamente.
—Hola —respondió haciéndola pasar y cerrando la puerta.
La mirada de Gemma recorrió cada rincón de la sala de estar: sus polvorientas
estanterías abarrotadas con libros de historia y novelas de espías; su mesita de café,
con el último ejemplar de la revista Firehouse.
Mientras tanto él no le quitaba la vista de encima. El cabello rojizo parecía
despeinado por el viento, llevaba el mismo perfume que el día del bautizo, un poco
floral, pero con un ligero toque picante que le alteraba la sangre. Su pensamiento
retrocedía al body que tenía encima de su cama y después avanzaba hasta
imaginársela con él puesto. Nadie lo había cautivado nunca tan profundamente ni
tan rápido. Se sentía hechizado.
—¿Te importaría presentarme a tus compañeros de piso? —preguntó,
dirigiendo su mirada hacia los pájaros.
Cruzaron la habitación, acercándose a las jaulas idénticas.
—Éste es Pete y éste es Roger. Pete es un loro y Roger es una cacatúa.
Como si supieran que estaban hablando de ellos los dos pájaros graznaron
todavía más fuerte. Gemma se inclinó para verlos más de cerca, en especial a Roger,
que lucía una mancha de plumas de color naranja en su pecho.
—¿Los rescataste tú?
—Sí, de un fuego en una tintorería de limpieza en seco. Después del incendio, el
dueño regresó a Corea y yo me los quedé.
—Él se los pierde. —Ladeó la cabeza a un lado y a otro para observarlos desde
ángulos distintos—. Son preciosos.
—Bastante neuróticos. A veces la única manera que tengo de calmar a Rog es
acunarlo como a un niño.
—Interesante. —Se volvió hacia Sean sonriendo con timidez—. Gracias.
—¿Por…? —preguntó, aparentando no entender.
Juguetona, le empujó el brazo.
—Ya sabes por qué. Me encantan.
—Estoy contento. No sabes lo difícil que fue encontrar un ñu de color rosa. —
Aparentaba bromear, pero en su interior se sentía aliviado. Había sido una apuesta: o
le volvían loca o podía pensar que el loco era él. Por suerte había sido lo primero—.
Significa que estoy perdonado por mi engaño.
—No lo sé —se burló Gemma—, una de mis vecinas se ha enfadado mucho.
—¿Croppy, verdad? —dijo Sean frunciendo el ceño.
—¿Cómo lo has sabido?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Esa mujer es una tocapelotas profesional. Si le quitaras esos zapatos


ortopédicos que lleva, descubrirías pezuñas.
Gemma rio.
—Me gusta hacerte reír.
Tan suavemente como pudo, tomó su cara entre las manos y, con el cuidado de
un artista, le acarició los labios con los suyos una, dos veces. Besos a medias, nada
excesivo, tan solo una muestra de lo que podría pasar si Gemma deseaba más.
—¿Más?
La sonrisa de Gemma era recatada y al mismo tiempo seductora.
—Sí, por favor.
—FDNY a su servicio, señorita. —Respiró y apretó su boca contra la de ella
mientras la atraía hacía sí abrazándola. Con la mullida presión de sus pechos contra
el suyo pudo sentir que el corazón le latía tan rápido como a él. Apretó más,
disfrutando de la dulzura de su boca. ¿Qué tenía esa mujer que tanto lo embrujaba?
—Para.
Sorprendido, Sean separó sus ardientes labios de los de ella y se aclaró la voz.
—¿Que pare?
—Sí. —Gemma le miró a la cara con timidez—. No puedo hacerlo con ellos —su
voz se redujo a un murmullo mientras miraba hacia los pájaros— observando.
—Bromeas.
—No. Sus ojos están fijos en nosotros —le dio un pequeño escalofrío—. Es
voyerismo aviar.
—Cubriré sus jaulas. O —para su propia sorpresa, su pulgar resiguió la
redondeada curva de su labio inferior— podemos ir a la otra habitación.
Gemma dudaba. Se sentía atraída por aquel hombre, muy atraída. Pero no era
de las que se va a la cama en la primera cita. Pero aquello no era exactamente una
cita. Y ya era mayorcita. Cerró sus ojos un momento, tratando de valorar plenamente
lo que estaba sintiendo.
—¿Podemos ir a mi casa? —murmuró.
—Claro.
Abrió los ojos para mirar los de Sean. Vio el profundo, perfecto azul del mar
Caribe en el que anhelaba sumergirse. La vida sin riesgo no era vida. Y ya que
siempre aconsejaba a los demás que tuvieran fe, era tiempo de practicar lo que
predicaba.
Tomó su mano.
—Sígueme —le dijo.

Gemma guió a Sean hacia su apartamento. Estaban en su territorio, a petición


suya; era ahora la encargada de seducir. Encendió la luz de las velas diseminadas por
la sala de estar, quería parecer despreocupada, incluso serena. Una parte de su ser
deseaba tomar el control: demostrarle todo lo seductora que podía ser, lo
poderosamente que podía fascinar utilizando la magia sin explotar de los sentidos.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Sin embargo, otra parte deseaba abandonarse, ser guiada por ese hombre hacia un
lugar donde pudiera elevarse libre de los confines de su cuerpo, experimentando el
pasado, el presente y el futuro en la sencillez de un solo beso.
Una vez encendidas las velas se volvió hacia Sean, pensando que lo encontraría
donde lo había dejado, de pie junto a la puerta de entrada. Pero no estaba allí. En
cambio, la estaba esperando en la entrada de su habitación, con la mano derecha
extendida hacia ella en una inequívoca invitación.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gemma candorosamente mientras andaba
hacia él, al tiempo que se dejaba los zapatos por el camino. Sean la imitó.
—Compruebo si tienes ese detector de humos nuevo.
—Creía que me lo tenías que regalar tú.
—Sólo si eres una buena chica.
—Prefiero mucho más ser mala, señor Kennealy.
—Pruébamelo. Ponte aquel body negro.
—Eso se puede arreglar. —Lo empujó suavemente en dirección a la puerta de la
habitación—. Dame un minuto.
—Seguro.
Una vez a solas, Gemma se tomo una pausa para recuperar el aliento. Su
solicitud la había excitado más de lo que creía posible; un desenfreno total por
anticiparse, delicioso y a la vez exasperante, distorsionaba su camino hacia ella.
Temblorosa, se deshizo rápidamente de la ropa que llevaba y cogió el body del
tocador. Se lo puso, deleitándose con la suave sensación de la seda sobre su piel
desnuda. Revolviéndose el cabello lo justo, tiró los hombros hacia atrás, avanzó el
escote y abrió la puerta de la habitación.
Allí estaba Sean, impaciente, esperando con los ojos brillantes de deseo por ella.
Él sonrió, admirándola. La luz de las velas le favorecía: los sugestivos ángulos de su
cara resaltaban con el tenue y cálido resplandor de la habitación. Entrelazando con
suavidad sus dedos con los de él, Gemma lo arrastró hacia un mar de grandes
almohadones sedosos arreglados en el suelo.
—¿No vamos a la habitación?
Gemma sonrió felina y sacudió la cabeza. Hacer el amor en la habitación era
previsible, y lo último que deseaba de aquella experiencia es que fuera previsible.
Quería dejarlo sin habla, marcarle con hierro candente el recuerdo de su unión en la
memoria. Quería que él anhelara más.
—Ven —le susurró, ofreciéndole hundirse junto a ella en las almohadas.
—Esto se pone interesante. —Sean obedeció. La respuesta de Gemma fue una
sonrisa ardiente y un rápido y lujurioso mordisco en su labio inferior. Sean sacudió
su cabeza hacia atrás y la miró con ojos sorprendidos. Fuera lo fuese lo que esperaba,
no era aquello, pero ella podía ver que le gustaba. La sorpresa dio paso al impulso
animal y la apretó contra su pecho.
—¿Estás segura de que es así como lo quieres? —gruñó, su aliento cálido,
mientras jugueteaba con la punta de la lengua en el lóbulo de la oreja de ella.
—No. —Le era difícil pensar con claridad—. Quiero decir sí. Quiero decir…

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

La hizo callar besándola, con tal ardor, tal necesidad, que Gemma notó como su
cuerpo desprendía chispas que le arrebataban los últimos atisbos de raciocinio. Tan
sólo quedaba una cosa: completa y total rendición a lo sensual, espoleada por la sed
del deseo. Oyó una voz que tarareaba «¡Sí, sí!», sólo unos segundos antes de darse
cuenta de que era la suya. Sean recompensó su súplica atormentándola con sus
dientes, mordisqueando y combatiendo con tanta destreza que Gemma empezó a
jadear mientras un fuego dorado hacía añicos sus entrañas. Se habría vuelto loca si
no hubiese percibido cada centímetro de su cuerpo, sintiendo las suaves almohadillas
de las yemas de sus dedos en contacto con la piel ardiente de Sean. Un instante se
abrazaba a él con todas sus fuerzas y al siguiente le acariciaba el cabello; sus sedosos
y negros rizos eran un regalo entre los dedos. No soportaba estar simplemente con él;
quería convertirse en él, ser incapaz de sentir dónde acababa uno y dónde empezaba
el otro.
Los feroces ruegos de su boca habían dejado los labios de Gemma hinchados y
magullados. Tras los párpados cerrados de sus ojos, había soles en explosión, el
placer se desbordaba por su cuerpo como un río. Le daría todo lo que él pidiera sin
resistirse, y aún más. Cuanto más fuerte la besaba, con mayor fervor exploraban sus
dedos, más enterraba sus uñas en el musculoso territorio de su espalda. Era una
fiera, una fiera en cuya sangre, en sus huesos y en su sexo palpitaba una sola idea:
Más. Más. Más.
Con la respiración alterada, Sean alzó la cabeza y sus ojos salvajes encontraron
los de ella. No eran necesarias las palabras, cada necesidad se transmitía con la
mirada. Tiró de los delicados tirantes del body, ansioso por alcanzar la suavidad que
escondía. Gemma lo ayudó y aguantó la respiración, arqueando la espalda mientras
Sean descendía la boca hasta su carne más ardiente.
La lengua de Sean percutía y la provocaba. Sus manos exploraban su cuerpo sin
compasión, estrujando, probando, manoseando. Cada sensación le provocaba una
nueva oleada de ciega excitación. Lo quería pronto. Lo quería ahora. Necesitaba
luchar por retomar el control.
Haciéndole alzar la cabeza, empezó a desabrocharle los botones de la camisa
con frenesí. Él la hundió entre las almohadas y le arrancó el body, el sonido de la
seda rasgada le pareció la música más seductora del mundo. Gemma sintió su propia
cálida humedad entre las piernas.
—¿Quién de los dos tiene la iniciativa? —preguntó Sean con voz ronca.
—Tú —gimió Gemma mareada, cediendo el control—. Tú.
Sean asintió y se apresuró a liberarse, respirando con dificultad y mirándola a
los ojos. Desnudo, se puso encima de ella, agarró con fuerza sus caderas con los
dedos, mientras Gemma se arqueaba hacia arriba, abriéndose para él. Él hizo una
pausa y entonces penetró fuerte y profundo, catapultando a Gemma hacia el abismo,
al tiempo que sus cuerpos se movían acompasados, su sueño de convertirse en uno
hecho realidad.
Su arremetida era fuerte y segura. Gemma se abrazaba a él mientras una y otra
vez se introducía en su interior, cada encuentro entre las carnes empujándola más

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

alto en la estratosfera. En un momento ella se sentía dulcemente aprisionada por su


peso, sus sorprendidos sentidos incapaces de catalogar la tormenta de fuego de
implacables sensaciones que llegaban una tras otra, tras otra; al siguiente, su cuerpo
sólo un recuerdo, volaba cabalgando salvajemente debajo de él. Era una sensación
que deseaba que no tuviera fin.
Gemma sonrió complacida cuando Sean se tensó y empezó a acelerar el
movimiento, penetrando en ella con un abandono que la dejaba sin respiración. El
deseo por liberarse era tan urgente que una expresión de dolor apareció en su cara.
Sus manos buscaron las de ella y entrelazaron sus dedos con fuerza. «Ahora. Ahora.
Ahora» pensó Gemma febrilmente, deleitada cuando reanudó el redoble entre sus
piernas, sostenido e insistente. Juntos conducían el huracán que creaban sus cuerpos.
Y cuando él llegó al orgasmo, cuando ambos llegaron al orgasmo, la inundó una
felicidad que nunca había creído posible sentir.
Su sortilegio estaba consumado.
Había encontrado a su alma gemela.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 5

—¿Qué significa tu tatuaje?


Gemma se volvió lánguidamente hacia Sean, entre cuyos brazos yacía a la
deriva en una nube de éxtasis postcoital. Sus densos rizos estaban salvajemente
despeinados y su cuerpo lucía una fina capa de sudor que hacía brillar su piel a la luz
de las velas. Parecía un guerrero después de la batalla, agotado, pero triunfante y
muy sexy. Se preguntaba cuándo había podido advertir el sutil tatuaje que adornaba
su espalda a la altura de la cintura. Una pequeña luna llena enmarcada por dos
medias lunas enfrentadas; era un regalo que se había hecho a sí misma al cumplir los
treinta años.
—Es un símbolo de la Diosa —respondió con dulzura. ¿Iba tener lugar allí y en
aquel momento la conversación sobre su condición de bruja, cuando ambos yacían
desnudos y vulnerables? ¿Por qué no?
Sean no demostró sentir curiosidad o desconcierto. Asintió con la cabeza como
si estuviera reflexionando. Entonces descendió por su cuerpo y besó el tatuaje,
recuperó la posición y la abrazó con fuerza entre sus brazos.
—Creo que los tatuajes son sensuales en las mujeres.
—Me alegro —ronroneó, rastreando con los dedos la poderosa musculatura de
su espalda húmeda.
Sean hizo una mueca de dolor.
—También creo que si no me levanto pronto del suelo tendrás que llamar a
urgencias. Mi espalda me está matando. ¿Podríamos ir a la cama?
Gemma rio. Ella también estaba incómoda. Durante la batalla amatoria, las
almohadas que tan artísticamente había arreglado se habían dispersado, dejándolos
estirados en el suelo de madera. La cama, con su promesa de sábanas nuevas y
arropadoras mantas, parecía una sugerencia ideal. Podrían envolverse juntos y tal
vez hacer de nuevo el amor. Por la mañana irían juntos a desayunar.
Gemma le besó el hombro.
—La cama me parece una gran idea —dijo mientras se estiraba y la sorprendía
un pequeño y agudo dolor en su hombro izquierdo—. Yo también estoy entumecida.
—Supongo que es lo que ocurre después de los treinta.
—El yoga ayuda.
—Seguiré con el Advil.
Su cariñosa sonrisa hizo brincar el corazón de Gemma. La besó en la coronilla,
se puso de pie y le tendió la mano. Gemma la tomó, maravillada de lo fácil que
parecía todo, lo natural que era haber compartido su cuerpo con el de ese hombre y

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

ahora dejarse llevar a su cama. Cogidos de la mano, pasaron a través del desfile de
animales de peluche, y Sean acarició la cabeza del ñu como si se tratara de una
mascota verdadera.
—¿Puedo pasar la noche aquí? —preguntó mientras ambos se acurrucaban bajo
la colcha.
Gemma asintió, antes de hundir su cabeza en el cuello de él. Si por ella fuera,
podía quedarse para siempre.

Sean no creía en el destino. Y sin embargo había algo mágico en la manera en


que sus cuerpos se habían acoplado tan fácilmente, la sensación de que aquello tenía
que ocurrir. ¿De qué otro modo se podía explicar la necesidad de seducir a aquella
mujer tan deprisa?
Y tenía un tatuaje.
«Un símbolo de la Diosa», había dicho. Sabía que muchas mujeres adoraban a la
Diosa hoy en día. No sólo había leído sobre ello, si no que uno de sus compañeros de
trabajo en Wall Street, Darryl Ambruster, se casó con una mujer que, siendo católica,
se había hecho budista durante un par de años y acabó enganchada a una especie de
secta sólo para mujeres. Ambruster solía despotricar porque cuando llegaba a su
mansión hortera en Sommerville se encontraba a grupos de mujeres cantando las
noches de luna llena. Observó a Gemma, que dormía plácidamente. ¿Se la imaginaba
haciendo aquello? Sus entrañas se tensaron un poco cuando se dio cuenta que la
respuesta era que sí.
Siguió mirándola. Respiraba a intervalos cortos y tenía las greñas de pelo rojo
desordenadamente enredadas alrededor de su cara. Envidió su facilidad para
quedarse dormida al instante. Los retortijones del estómago lo mantenían despierto y
decidió prepararse un pequeño tentempié.
Se deslizó con cautela entre las sábanas y se dirigió a la cocina. Encendió la luz
y parpadeó debido al deslumbramiento momentáneo. Las plantas de los pies
reaccionaron al contacto con las frías baldosas. «Es extraña la sensación de estar
desnudo en la cocina de otra persona», pensó. La nevera de Gemma estaba llena de
ensaladas y yogures. Odiaba el yogur. Frustrado, cerró la puerta y tomó un poco de
agua. Entonces empezó a abrir armarios, encantado de encontrar té Irish Breakfast
entre las cajas de infusiones de hierbas. Un vistazo en la reducida despensa le
descubrió una caja medio llena de galletas crujientes de chocolate pidiendo que la
comieran. Conectó la tetera eléctrica. El electrodoméstico le llamó la atención; la
única persona que conocía que tuviera una era su madre.
Mientras esperaba que hirviera el agua echó un vistazo a su alrededor. La
cocina era pequeña. Ramilletes de hierbas secas colgaban del techo en una esquina y
sobre la mesa de la cocina había un paquete de Amazon.com sin abrir. La curiosidad
le llevó a mirar la otra habitación. Cuando encendió la luz, vio una sala casi vacía,
con una extraña mesa en su centro y un grupo de candelabros gigantescos.
Acercándose a la mesa vio un cáliz, un puñal de mango blanco y un cuenco pequeño

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

lleno de cenizas. También había flores frescas, dos velas y una vieja estrella de cinco
puntas agrietada. Había visto antes estrellas como aquella. Estaban relacionadas con
música heavy o satanismo, pensó sombrío. Un tanto turbado, lanzó la estrella de
nuevo sobre la mesita. ¿Que tenía que ver con el puñal de empuñadura blanca? La
tetera silbó y le sobresaltó.
—¿Sean?
La había despertado.
—Sólo me estaba preparando un té —dijo alzando la voz. Desconectó la tetera y
vertió el agua en la taza. Ahora sentía que la ansiedad le oprimía el pecho. Entre el
naturismo, las hierbas y ahora aquello, se le hacía difícil imaginar a Gemma
relacionándose con sus amigos. Simplemente no se adaptaría. No sólo eso, era dueña
de su propio negocio. Si aún fuese corredor de bolsa, no sería un problema. Pero
algunos de sus compañeros del cuartel podían comportarse como auténticos
gilipollas con temas así. Ya podía oírlos: «Tú, Kennealy, mamón, ¿te pasa una
pensión?, ¿es tu dulce mamaíta o qué?»
—¿Me puedes traer uno? —le gritó Gemma.
—Claro —respondió, esforzándose por parecer tranquilo.
—Bengalí picante, por favor.
—De acuerdo.
Sacó otra taza del armario y también el té que le había pedido. Cuando los tuvo
preparados, cogió ambos tazones humeantes y volvió a la habitación, muy consciente
de su desnudez. Se sentía como el mayordomo de una película pornográfica.
Erguida en la cama, Gemma sonrió cuando lo vio aparecer desnudo por la
puerta de la habitación con los dos tés.
—Deberías haberme despertado —dijo, siguiéndolo con los ojos mientras se
sentaba a su lado sobre la colcha—. Podría haberte preparado algo.
—¿Qué? ¿Un pastel de yogur? Lo único que tienes es yogur y galletas
crujientes.
—Lo siento. No esperaba compañía. Podríamos haber pedido algo, el indio de
la esquina no cierra hasta la una.
—Si como cocina india a estas horas estaré toda la noche despierto con ardor de
estómago. —Sacudió la cabeza y mordió una de las galletas que había traído—. Esto
me calmará.
Gemma sorbió su té, el sabor de la canela y cardamomo hormigueaba en su
boca. Se giró para darle las gracias; fue entonces cuando observó que tenía una
mirada pensativa.
—¿Sean? ¿Estás bien?
La miró como si necesitara aclarar con quién estaba hablando.
—Sí. Yo sólo…
—¿Qué?
Sean lanzó un profundo suspiro.
—Mientras el agua hervía he echado un vistazo por el apartamento y he
encontrado…

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Mi altar —acabó Gemma por él, recostándose contra la pared de almohadas.
—Sí. —Tenía una expresión preocupada—. No vistes gatos para luego
sacrificarlos, ¿verdad?
—¿Qué? —Gemma se puso a reír—. Yo practico Wicca, Sean. No estoy metida
en vudú o satanismo.
—Wicca —repitió él.
—Es una religión pagana, basada en la madre Tierra —empezó a explicar.
—Ya sé lo que es —la cortó impaciente—. Significa que eres una bruja. ¿Debo
llamarte Sabrina o Samantha?
—Ni lo uno ni lo otro. Yo no arrugo la nariz y ni convierto a la gente en
conejitos. No tengo un gato o un gran gorro negros, ni una escoba.
Sean se frotó la frente.
—¿Y tu tienda?
—¿Qué pasa con mi tienda?
—¿Qué vendes?
—Libros y artículos de ocultismo.
Sean gruñó.
—¿Qué? ¿Algo va mal?
—Nada. Olvídalo.
Gemma saltó de la cama y se puso su kimono.
—Estás totalmente alucinado, ¿no? —Suspiró, acomodándose a su lado.
—Supongo. —Sean la observó intranquilo—. ¿Perteneces a alguna secta?
—No. Me gusta adorar en solitario. —Parecía un tanto perpleja—. ¿Algo más
que quieras saber?
—¿Alguna cosa más que me quieras decir?
—Umm, déjame pensar. —Apoyó la cabeza en su hombro—. Bien, mi mejor
amiga es disc-jockey y doy clases de tarot.
—Perfecto —murmuró Sean.
Gemma alzó la cabeza lentamente y lo miró.
—Soy la misma persona que hace una hora, Sean. Nada ha cambiado.
—Salvo que me puedes convertir en un sapo.
Ella le golpeó levemente con el codo en las costillas.
—No seas burro. —Le cogió la taza de té de las manos y la dejó en la mesita de
noche junto a la suya. Después lo rodeó con sus brazos—. Pregúntame lo que sea —le
susurró con ternura—. No me siento avergonzada o cohibida sobre nada de lo que
hago. De hecho estoy bastante orgullosa de la vida que llevo.
Un poco más animado, Sean la besó en la frente.
—Al menos tenemos eso en común.
Tratando de recuperar la magia que había sentido al principio de la noche, se
tumbó junto a ella y la acosó a preguntas. Ella le habló del Golden Bough y de lo feliz
que le hacía ser capaz de tener un negocio que reflejaba sus creencias. También le
explicó cómo había conocido a Frankie cuando eran niñas. Por último le habló de su
familia y cuánto los quería. El tiempo pasó y el té se enfrió. Finalmente, para alivio de

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Sean, Gemma se durmió.

—¿Sean? —Gemma alargó la mano para tocar el cuerpo dormido a su lado.


Pero sólo halló una maraña de sábanas y una almohada vacía. Preocupada, encendió
la luz. El reloj de la mesita de noche marcaba las cuatro de la madrugada. ¿Quizá
había ido al baño?
Esperó unos minutos, determinada a no asumir lo peor de inmediato. Se puso el
kimono, fue hacia la silenciosa sala de estar y encendió la luz.
Entonces la vio.
Una nota en la boca del ñu de peluche.

La espalda me está matando.


Me voy a dormir a mi colchón duro como una piedra.

La miró un buen rato, entonces arrugó la nota y la dejó caer al suelo. Cogiendo
el ñu volvió a su habitación. Las dos tazas aún estaban en la mesita de noche.
Abrazada al animal se estiró sobre la colcha y se enroscó como una pelota. Había
muchas maneras de alejar el dolor: sujetar con fuerza algo estaba entre ellas, aunque
no era lo que se había imaginado abrazar aquella noche. Pero Sean no le había dejado
otra opción.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 6

—¿Birdman, vas a sacar esa lasaña del horno o qué? Empieza a oler como el
incendio del almacén de la 43.
Le tocaba cocinar a Sean y estaba haciendo lasaña, ensalada mixta y pan de ajo.
Pero Leary tenía razón: se había olvidado de la lasaña y ahora olía a que estaba más
que hecha. Cogió un par de guantes, corrió hacia al horno y abrió la puerta. Una
bocanada de calor le golpeó la cara, y se le unió un humo acre. La superficie de la
lasaña estaba carbonizada.
—Bien hecho, chef Boyardee. ¿Tienes la cabeza en el culo o qué?
—Nos va a costar tragarnos eso, tío.
—Como queráis —dijo afable Sean por encima de su hombro. Era verdad que
estaba pensando con en el culo. Pero en aquel momento su primera preocupación era
rescatar la cena. Recortó la parte superior de la lasaña y llevó el resto a la mesa.
—¿Esperas que nos comamos esto? —preguntó el teniente Peter Carrey. Carrey
llevaba en el FDNY veinte años y era muy respetado.
—Ya, desde luego —respaldó Leary—. Está más seco que una reunión de
Alcohólicos Anónimos.
—Tú sabes mucho de eso, Mikey, ¿no es así? —prosiguió Sal Ojeda.
—Maldita sea. Hace años que me he liberado de los grilletes irlandeses.
Bill Donnelly lo miró inquisitivo.
—¿Grilletes irlandeses?
—Una cerveza en cada mano.
Todos rieron.
Sean se sentó junto a Leary, quien comía como un hombre que acabara de
romper un ayuno.
—No está mal, considerando que la has quemado hasta dejarla hecha una
mierda —comentó.
—Gracias —dijo Sean, tomando un bocado. Carrey tenía razón, estaba seca,
pero era comestible.
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Leary curioso—. Pareces un zombi desde que
has llegado.
—No es nada.
—Vamos, Sean. —Leary le paso un brazo por el hombro—. Explícale al tío
Mickey todos tus problemas.
Sean dudaba. Si largaba, no lo iba a saber sólo el «tío Mickey», lo iban a saber
todos lo del turno. Pero quizá cuantas más opiniones tuviera, mejor.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—He conocido a una chica, ¿vale? —Los silbidos empezaron de inmediato, Sean
entornó los ojos. Tal vez no necesitara más opiniones.
—Continúa, hijo mío —dijo Leary con solemnidad, plegando la manos contra
su pecho imitando a un sacerdote escuchando una confesión.
—Es un poco inusual.
—¿Inusual? —resopló Bill Donnelly—. ¿Qué diablos significa? ¿Tiene tres tetas?
La mesa estalló en risas.
—No, toma hierbas y esas cosas. Es vegetariana. —De ninguna manera les iba a
explicar que era una bruja. O al menos no por ahora.
—Hay mucha gente vegetariana hoy en día —dijo intencionadamente el novato
Ted Delaney—. Eso no es tan extraño.
—Medita. —Lanzó una mirada hacia Leary—. Quema incienso.
—Dulce madre de Dios. —Leary aulló de incredulidad—. Es la Apestosa,
¿verdad?
—¡La Apestosa! —Joe Johnson, conductor de un camión escalera estaba
asombrado—. ¿Quieres decir la loca que vive debajo de tu piso y que quema basura?
—No quema basura —aclaró Sean, hablando, y sintiéndose, como un
desgraciado—. Es incienso.
—Incienso que apesta como la ciudad de Elizabeth, New Jersey, en un mal día
—añadió Leary.
—¡Has estado despotricando sin parar de la Apestosa los últimos meses, tío! —
señaló Ojeda.
Ted Delaney estaba confuso.
—¿Y ahora te gusta?
—Sí. Quiero decir, es agradable. Y dulce. Pero es, bueno ya sabes, diferente.
—Lo diferente puede estar bien —opinó Joe Johnson—. Mi mujer se cambió el
color del pelo la semana pasada. Parece diez años más joven.
—Aquí estamos hablando de una mujer, idiota, no de las ventajas o
inconvenientes de Clairol. —Leary le lanzó una mirada penetrante a Sean—. ¿Has
hablado con ella desde…?
Sean afirmó con un gesto rápido de cabeza.
—Sí. Y congeniamos muy bien. Pero es estrafalaria. No sé, le expliqué lo de los
dolores de cabeza por tragar humo y me recomendó masticar algún tipo de raíz.
—Apuesto que lo que quieres es que te mastique a ti la raíz —bromeó Ojeda.
Sean lo carbonizó con una mirada y Ojeda se hundió en su asiento. La indirecta
sólo le sirvió a Sean para recordar la forma poco galante en que se había comportado.
Pero al despertarse en una habitación que no era la suya, con un infernal dolor de
espalda, junto a una mujer que tenía un altar y un puñal ritual, su instinto fue huir. Y
se fue. Hasta que no estuvo estirado en su cama, no se le ocurrió pensar en cómo se
sentiría Gemma, despertándose en una cama vacía y con una nota garabateada
deprisa.
—Aquí tienes un poco de alimento para meditar, Kennealy.
Sean se volvió hacia el extremo más alejado de la mesa, donde se sentaba Chris

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

«Sócrates» Campbell. Sócrates se había ganado su sobrenombre porque sentía la


necesidad de añadir lo que él consideraba como reflexivos comentarios a cualquier
conversación. En ocasiones eran realmente reflexivos.
—Si te gusta esa mujer, ¿que más te da si es diferente?
«Porque si hay una cosa que quiero es seguir integrado. Quiero ser normal», se
dijo Sean a sí mismo. Liarse con una bruja que regentaba una tienda de ocultismo no
era una integración adecuada para las barbacoas veraniegas de la compañía. Y sin
embargo, no le faltaba razón a Sócrates.

—¿Lo estoy haciendo bien?


La aflautada voz de Uther Abramowitz devolvió a Gemma a la realidad.
Estaban en su tienda, casi acabando la primera lección de tarot, entre la explicación
de por qué necesitaba aprender el significado de cada carta y la demostración de
cómo ejecutar una extensión de tres cartas, cuando su mente había viajado a la noche
con Sean. El tono de necesidad en la voz de Uther le hizo sentirse culpable. Le estaba
pagando dinero para aprender tarot y ¿ella qué hacía? Soñar despierta. Cogiéndole
con suavidad la baraja de la mano, le enseñó de nuevo lo que tenía que hacer.
—Mezclas las cartas, y entonces le pides al consultante (recuerda, es la persona
que ha solicitado la lectura) que corte el mazo dos veces con su mano izquierda. Da
la vuelta a las tres cartas que estén encima de los grupos y ponlas en el orden que
ellos quieran. La primera carta representa el pasado, la segunda el presente y la
tercera el futuro. Ésta es una lectura apropiada para alguien que quiera la respuesta a
una pregunta concreta. También puedes leer una sola carta como te he enseñado
antes.
Uther acarició su desarreglada barba.
—¿Lo podemos probar? Quiero decir, ¿puedo hacer una pregunta y ver qué
ocurre?
Gemma le dio la baraja, sorprendida por la intensidad de sus ojos mientras
mezclaba las cartas.
—¿Encontraré a la mujer de mis sueños? —entonó solemnemente, mientras la
miraba fijamente.
—No has de hacer la pregunta en voz alta.
—Oh.
Uther barajó… barajó… y barajó, dando tiempo a Gemma a asimilar el hecho de
que estaba loco por ella. Aquello no era bueno.
—Ya está.
Nervioso como un niño que ha acabado su primera pintura con las manos,
Uther giró la carta. Era el nueve de espadas. «Maldita sea», pensó Gemma.
—¿Sabes qué carta es? —preguntó con rapidez.
El escuálido pecho de Uther lanzó un suspiro.
—El nueve de espadas, obviamente.
Gemma asintió aprobando.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Alguna idea de lo que significa?


—Dímelo tú. —Clavó su mirada intentando resultar seductor—. Yo no soy más
que su humilde discípulo, señora, y espero serlo por siempre.
—Simboliza el sufrimiento —explicó Gemma, ignorando su patoso, pseudo
shakesperiano intento de flirteo—. El consultante que sufra esto tiene que haber
nacido con coraje.
Uther se desanimó.
—Oh.
—No es definitivo, ya sabes —le recordó Gemma. A pesar de que sus miradas
descaradas empezaban a ponerla nerviosa, sentía pena por el tipo. Estaba claro que
era un solitario. Pensó si alguna de sus amigas podría encajar con él, pero el
resultado fue cero.
—Hemos de recoger —le dijo—. La hora ha pasado y he de abrir otra vez mi
tienda.
—Está bien. —Uther parecía casi petulante—. ¿Qué trabajo me has preparado
para esta semana?
—Memoriza el significado de las cinco cartas que tú quieras.
—¿Eso es todo? Puedo hacer más. Tengo memoria fotográfica.
—¿De verdad? Entonces apréndete el significado de todas las cartas.
—Bueno. —Estaba desconcertado.
—Era una broma, Uther. Memoriza cinco y si quieres hacer más, tú mismo.
—Lo haré, Lady Most Fair. ¿Te molesta si echo un vistazo a la tienda mientras
abres?
—Sé mi invitado. —Gemma salió de detrás del mostrador—. Ah, y Uther… —
Iba a decirle que se guardara su poesía o iba encontrarse, no con Lady Most Fair, sino
con Lady Macbeth, pero se contuvo—. Disfruta del resto del día.

Sean se sentía avergonzado, pero para encontrar la tienda de Gemma tuvo que
buscar la calle Thompson en el plano. Al igual que el área que rodea Wall Street,
donde él había trabajado, el Village está lleno de calles estrechas y serpenteantes,
muy diferentes a la regular cuadrícula donde el resto de Manhattan está ubicado.
Bleecker, Houston, Broome, Canal, los nombres le sonaban pero nunca había paseado
por allí. Salió del metro en la calle Cuarta Oeste, con el plano en la mano, como un
turista. Le costó un poco, pero al final dio con el Golden Bough, justo en la esquina
de Thompson con Grand. En parte esperaba encontrar un lugar oscuro, a lo Dickens,
con un gato negro sentado sobre una pila de libros polvorientos junto a la ventana de
la tienda. En su lugar, se halló ante una tienda pequeña pero luminosa, con un
reluciente símbolo dorado y violeta. El escaparate estaba lleno de libros bien
dispuestos, barajas del tarot, cristales y velas. Cuando asió el pomo de la puerta le
asaltaron las dudas: «¿De verdad quiero hacer esto?»
Hizo una pausa, recordando las sabias palabras de Sócrates Campbell. ¿Y qué si
Gemma era diferente? ¿No era eso lo que le había atraído en primer lugar? Suponer

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

automáticamente que ella no encajaría en su mundo era de intolerante e ignorante,


dos adjetivos que no quería que se le pudieran aplicar a él. Y al menos le debía una
disculpa a Gemma. En el mejor de los casos, le perdonaría y, tal vez, sólo tal vez, le
concedería una cita de verdad. Suponiendo que no le hubiera cogido manía y le
pidiera que se fuese al infierno de inmediato. «O me envíe ella misma en persona.»
Abrió la puerta y entró, contento de ver que había otros clientes en el interior,
cuya presencia le aseguraba que Gemma no iba a lanzarle cosas, insultarle o
agredirlo. Eso esperaba.
La tienda estaba muy iluminada y bien organizada, con un relajante aroma en el
aire que le recordaba al de un árbol de Navidad. Reconoció la música que sonaba:
Enya. Su hermana Cristiane la ponía en el reproductor de CD en cada reunión
familiar. «Así que a los dos nos gusta la música celta. Ésa es una buena señal ¿no es
cierto?.»
Algunos clientes estaban escudriñando los estantes más altos, mientras otros
estaban sentados en mullidas sillas, ociosos ojeando libros. Se dio cuenta de que en el
lugar reinaba un acogedor ambiente que reflejaba la calidez de la mujer que lo
regentaba. Un rápido vistazo a la estantería de «Reencarnación y vidas anteriores» le
descubrió a Gemma sentada en el mostrador hablando en voz baja con un hombre
delgado y barbudo, que parecía necesitar una buena dosis de baños de sol. Satisfecho
de que todavía no le hubiera visto, Sean se apartó esperando a que acabara. Ella le
daba la espalda mientras se despedía del hombre, quien lanzó a Sean una turbia
mirada cuando se cruzó con él al dirigirse lentamente hacia la salida.
—Disculpe, señorita, necesito su ayuda para encontrar un libro.
Gemma se giró de golpe. Sean vio que la sorpresa en sus ojos se transformaba
rápidamente en desconfianza. Pudo darse cuenta de todo el daño que le había
causado.
—¿Qué tipo de libro estás buscando? —Olía al mismo dulce perfume que
llevaba el día del bautizo. Le habló educadamente, como si fuera un desconocido.
—Una introducción a la Wicca.
—Ya veo. —Su expresión no dejaba traslucir nada—. Sígueme.
Salió de detrás del mostrador y se dirigió con paso vivo a uno de los pasillos. La
siguió a cierta distancia. ¿Era así como iba a ser, vendedor y cliente? Se dio cuenta
que le tocaba a él mover ficha.
En unos segundos Gemma sacó un libro de de la estantería y se lo entregó.
—Éste es bueno para principiantes.
Sean echó un vistazo a la portada: Guía completa de brujería para idiotas.
—Un completo idiota. Ése soy yo, está bien. Gracias.
La observó, esperando que la broma rompiera el hielo.
—De nada. —Se dio la vuelta tomando el camino del mostrador y casi ni lo
miró cuando él le devolvió el libro para que lo codificara.
—Son diez noventa y cinco más impuestos.
«Olvida el humor, ve directo al arrepentimiento, es la única posibilidad que
tienes.»

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Gemma, he venido a pedirte perdón.


Descaradamente evitó mirarlo cuando tomó los veinte dólares.
—Fue una cagada lo que hice —dijo Sean en voz baja.
Lo miró con tristeza.
—Sí que lo fue. Me hizo sentir barata. ¿Tú te crees que es algo que hago todos
los días? ¿Entregarme de esa manera?
—Lo lamento. No es de la forma que quiero que te sientas. Ni tampoco es lo que
yo pienso.
—Bueno, es un consuelo. Sabe Dios que me he pasado una semana preocupada
por lo que pensabas.
Sean se estremeció por el tono sarcástico.
—Me lo merezco. Golpéame de nuevo.
—No quiero golpearte de nuevo. —Le temblaba la voz—. Mira, dormimos
juntos, fue un error, pasemos página.
Se movió para darle el cambio. Sean alargó su mano tomando la suya.
—Yo no creo que fuera un error.
Gemma retiró su mano con suavidad.
—Entonces ¿por qué te fuiste sin decir una palabra?
Sean echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que ninguno de los
clientes que estaban próximos pudiera oírle.
—Porque la espalda estaba matándome y me asusté. Conozco a alguien
interesante de verdad y de pronto me dice que es una bruja. ¿Tú no habrías flipado?
—Yo no habrías fisgoneado por ahí en el apartamento de otra persona.
—Si no hubiese encontrado el altar, ¿me lo habrías dicho?
Gemma se mostró consternada.
—Por supuesto que te lo habría dicho. Pero a su debido tiempo y a mi manera.
Puede que hasta hubiese esperado a que hubiésemos estado vestidos.
Sean tragó saliva, avergonzado.
—Lo siento —repitió después de una larga pausa—. Lo siento, fui un fisgón.
Siento haberte puesto en un apuro en un momento inoportuno y siento haberme
largado reptando como una babosa.
—Disculpas aceptadas —murmuró Gemma de mala gana.
¡Lo había perdonado! Tenía que aprovechar la oportunidad para verla de
nuevo.
—Estaba pensando…
—Eso podría ser peligroso, pero continúa.
—Tú y yo hicimos las cosas al revés. —Bajó la voz—. Ya sabes, sexo a la primera
de cambio y todo eso.
—¿Y?
—He pensado que tal vez podríamos hacer bien las cosas, estar juntos un
tiempo.
—Y luego sexo —añadió Gemma ásperamente.
—No. —Sean estaba atolondrado—. Bueno, quiero decir, si tú quieres —

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Gemma frunció el ceño—, normalmente yo tampoco voy a la cama tan rápido —


añadió.
—¿De verdad? —Parecía escéptica.
—Sí, de verdad. No estoy del todo seguro de lo que pasó entre nosotros. Parecía
cosa de magia. Sé que probablemente no es una palabra demasiado apropiada para
que yo la use, pero no se me ocurre otra forma de describirlo.
La cara de Gemma se iluminó con una leve sonrisa.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Saldrás conmigo entonces?
—Depende de lo que tengas en mente. —Cuando él se mostró sorprendido,
Gemma rio—. ¿Qué, creías que te diría sí sin dudarlo, después de lo que me has
hecho? —Sean podía sentir como le hervían las orejas.
—Eh…
—Lo esperabas, ¿verdad?
—Sí, lo esperaba —admitió, defendiendo su título de hombre más estúpido del
mundo.
Gemma cruzó los brazos sobre el pecho sonriendo.
—¿No crees que es un poco presuntuoso por tu parte?
—Éste soy yo, ole míster presuntuoso.
—Bien, míster presuntuoso, dime qué planes tienes.
Sean pensó deprisa.
—¿Qué tal si salimos, picamos algo y vamos a escuchar un poco de música
irlandesa? Hay un sitio fantástico que se llama O'Toole's cerca del Met Gar.
Gemma asintió lentamente.
—Música irlandesa… puede ser divertido.
A Sean le dio un vuelco el corazón.
—¿Eso es un sí?
—Supongo —dijo, empezando a parecer la Gemma feliz de siempre.

Mientras se preparaba para su cita con Sean, todo tipo de visiones bailaban por
la imaginación de Gemma. Fantaseaba con uno de los pequeños bistros de moda de la
ciudad, sentados en una mesa para dos y hablando íntimamente. Después,
caminarían cogidos de la mano hacia O'Toole's, sintiendo el vigor del aire en una
noche llena de promesas. Ambos se emocionarían hasta llorar por el enternecedor
sonido de un flautín irlandés, trinando tristemente tras una solista de ondulante
cabello que cantaba cómo iba a lanzarse ella misma a la sepultura abierta de su
amado. La velada los dejaría sintiéndose tiernos y afectuosos. Regresarían a casa de
Gemma y harían el amor de forma premeditada y pausada.
En su lugar Gemma se vio llevada de la mano por una estrecha escalera hacia el
interior de un pub situado en un sótano. Sean abrió la puerta y Gemma se enfrentó a
una sólida muralla de cuerpos humanos. Charlando a gritos, muchos parecían ir en

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

buena dirección hacia la embriaguez a pesar de que sólo eran las nueve. Miró de
reojo a Sean tratando de ver si él encontraba la situación tan desconcertante como
ella.
—La comida aquí es fantástica —le gritó al oído. No lo parecía.
Haciendo lo que podía para no empujar a los clientes mientras se escurría entre
ellos, dejó que Sean la guiara hasta la parte delantera de la sala. La combinación de
cuerpos apretujados y la falta de ventilación hacía que el sudor chorreara por los
negros muros de hormigón. Gemma se alegró de no llevar una blusa de manga larga
como había planeado. Diez minutos en aquella sauna y habría acabado empapada.
—Espera a que escuches la música —dijo Sean mientras le acercaba una silla de
la pequeña mesa para dos en la que había un cartel de «reservada». Ya podía oír
música, la que salía de la máquina de discos de la esquina, cuya melodía resultaba
inaudible a causa del incesante estruendo de las voces. Aguzó el oído para intentar
reconocer la canción. ¿Algo de U2? Su mesa estaba situada justo delante del pequeño
escenario. Si Gemma empujaba demasiado la silla hacia atrás, su espalda golpearía el
amplificador. Le tocó el brazo a Sean.
—¿Crees que podríamos encontrar otra mesa? —preguntó a gritos.
Sean inspeccionó el local.
—Me parece que es todo lo que hay.
Gemma echó un vistazo a su alrededor. Tenía razón: era lo que había.
Saliendo de entre el revuelo apareció una camarera que le tendió un menú a
cada uno.
—¿Qué les traigo para empezar? —preguntó con un acento irlandés tan
marcado que Gemma pensó que debía estar fingiéndolo.
—Una Guinness —respondió Sean sin dudar. La camarera se giró hacia Gemma
esperando.
—Un gin-tonic por favor.
—De Tanqueray —añadió Sean. La camarera asintió y desapareció entre la
multitud.
—¿De qué conoces este sitio? —preguntó Gemma.
—Es un lugar frecuentado por la gente del FDNY. —Observó la sala—. Me
sorprende que no haya nadie.
Gemma también lo encontró sospechoso. Se sentía como un pez fuera del agua.
La última ocasión en que había estado en un lugar como aquél… un momento:
¿había estado alguna vez en lugar como aquél?
Sean sonreía y ella abrió el menú, ojeando la oferta: carne de lata con col;
salchichas con puré de patatas; pescado con patatas fritas; pasteles de carne;
hamburguesas. Gemma cerró el menú.
—¿Ya sabes lo que quieres?
—Hay un pequeño problema.
Sean arrastró su silla para acercarse. Desde luego le estaba costando enterarse
de cómo era ella.
—¿Cuál?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Soy vegetariana, ¿recuerdas?


—Mierda. No había ni pensado en ello… —Dejó el menú y su expresión de
despreocupación se tornó en un gesto ligeramente avergonzado.
—No pasa nada —lo consoló Gemma, apretándole la mano—. Estoy segura de
que encontraré algo. —Se inclinó hasta tocar hombro con hombro y miró de nuevo el
menú—. Aquí está: pastel de queso y cebolla. Tomaré esto.
Sean cerró su menú. Parecía desdichado.
—Lo siento, Gem. Tendría que haberme acordado.
—No es tan importante.
La camarera regresó y dejó las bebidas encima de la mesa.
—¿Saben ya lo que quieren?
—Para mí el pastel de queso y cebolla —dijo Gemma.
—Lo siento cariño, pero se nos ha acabado.
—Oh.
—¿Tenéis ensaladas? —preguntó Sean.
La camarera mordió impaciente la punta de su bolígrafo.
—Hay lo que ven en el menú. Lo siento.
—En tal caso —dijo Gemma—, supongo que sólo tomaré un plato de patatas
fritas.
La camarera parecía irritada.
—¿Eso es todo, patatas fritas?
—Sí. —Gemma lanzó a Sean una mirada de desconcierto.
—No estoy segura de que puedas hacer eso. Pedir sólo patatas.
—Oh. —Estaba confusa—. ¿Por qué no?
—Porque las patatas van con algo. —La camarera frustrada chasqueó la
lengua—. Pescado y patatas. Salchichas y patatas. Nunca nadie ha pedido patatas
solas antes. Tendré que preguntarle al chef si es posible.
Gemma miró a la camarera afectuosamente.
—Estoy convencida que no habrá problema.
—Puede haberlos.
—Veamos lo que pasa —intervino Sean con una gran y fingida sonrisa de oreja
a oreja, que hizo que a Gemma le entraran ganas de reír.
La camarera, ya a las malas, bajó la mirada hacia Sean.
—¿Y qué tomará el señor?
—Salchichas y puré de patatas. —Sean cerró el menú y se lo devolvió con un
guiño de complicidad—. También puede decirle al chef que es un bombero de la
ciudad de Nueva York el que quiere el plato de patatas.
—Muy bien —gruñó—. Gracias.
Y se fue.
—Supongo que le importa poco la propina —bromeó Gemma.
—El servicio al cliente no parece ser su punto fuerte —coincidió Sean.
Gemma dio un sorbo a su bebida. Estaba aguada: mucha tónica y poca ginebra.
La velada no empezaba de la forma más prometedora. Pero bueno, no todo estaba

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

perdido. ¿Qué más daba si O'Toole's no era el tipo de lugar que ella escogería para ir
ni en un millón de años? Se suponía que la música iba a ser buena. Y allí estaba Sean.
—¿Cómo está tu copa? —le preguntó mientras tomaba un sorbo de su
Guinness.
—Fantástica —mintió Gemma—. ¿Y la tuya?
—Perfecta —dijo Sean imitando el acento irlandés.
—Nunca he comprendido que pueda gustar la cerveza —reconoció Gemma—.
Parece —hizo una pausa buscando la analogía apropiada— gaseosa de patata.
Sean rio.
—Hablas como una auténtica conocedora de cerveza.
—Entonces —empezó Gemma dándose el gusto de mirar fijamente durante un
momento sus increíbles ojos—, ¿has empezado ya a leer el libro sobre la Wicca?
Sean hundió la cabeza, ahuecando la mano sobre la oreja.
—¿Qué?
—El libro. De Wicca —repitió alto y lento—. ¿Lo has empezado?
Gemma se lo tomó como una buena señal.
—¿Y?
—Es interesante.
Esperó a que se explicara, pero no lo hizo. Gemma podía enumerar un montón
de preguntas que se moría por hacerle sobre el tema, pero no quiso que se sintiera
presionado, o peor aún, examinado. Por supuesto, cabía la posibilidad de que él
creyera que se trataba de un extraño galimatías y no quisiera herir sus sentimientos.
No quería centrarse en ello, por el momento.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó animada.
—Bien.
—¿Sólo bien? ¿Algún incendio interesante?
—Todos son interesantes. Ése es el problema. —Hizo una pausa para pensar,
entonces se encogió de hombros—. Todo está bien. Nada apasionante.
—Ya veo.
—Me es difícil hablar de mi trabajo, Gemma. Si te explico la mitad de lo que
hago, no querrías que saliera de mi apartamento, y la otra mitad, el rollo técnico, te
podría hacer llorar de aburrimiento.
—Pruébalo —le pidió alegremente—. ¿De qué habláis? ¿Qué hacéis para
divertiros?
—Meternos los unos con los otros. —Tomó un sorbo de cerveza—. Espera, éste
es bueno: un adolescente borracho en Long Island se queda atascado en la chimenea
de la casa de su comunidad estudiantil. Desgraciadamente, para cuando llegan los
bomberos ya ha muerto. ¿Sabes de qué?
Gemma se cogió la garganta con su mano.
—¿De qué?
—Del tiro —rio Sean.
—¡Sean! ¡Eso no es divertido! ¡Es horrible!
—Humor de cuartel de bomberos. Muchas veces es la única manera de

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sobrellevarlo.
—Supongo que puedo comprenderlo —dijo Gemma. Pero en lo más profundo
de su corazón lo dudaba.
La camarera regresó con aire de superioridad reflejado en su cara y sólo un
plato en la mano. Dejó las salchichas con puré delante de Sean.
—El chef me ha dicho que le dijera, y cito textualmente, que le importa un
carajo con alas si usted es Jesucristo en persona, sólo servimos lo que hay en el menú.
—Pues tráiganos una ración de salchichas con patatas fritas —dijo Sean
hundiéndose derrotado en su asiento. Se volvió hacia Gemma—. Quitaré las
salchichas del plato. Demasiado para un bombero tener que pasar por esto en nuestra
ciudad —añadió enfadado.
—Podríamos irnos —sugirió indecisa.
—Pero aún no hemos escuchado la música.
«¿Y qué importa? Para cuando empiecen a tocar estaremos sordos», pensó
Gemma. El nivel de decibelios del gentío hacía temblar el suelo. Pero Sean tenía
razón. Aún les faltaba escuchar la actuación en directo. Unas cuantas baladas celtas
inolvidables, algunos ceilis* que hiciesen mover los pies acompañándolos, y la noche
podía volver al buen camino.
—Ten, algunas patatas mientras esperamos —dijo Sean colocando su plato
entre ambos.
Con toda la delicadeza de la que era capaz, Gemma se secó el sudor que podía
notar humedeciendo su labio superior. Hacía tanto calor en O'Toole's que creyó que
se podría desmayar. Intentó ver el local con los ojos de Sean. ¿Por qué la había
llevado allí? Debía de ser por la música. La camarera realizó una breve y arisca
reaparición para dejar caer el plato de salchichas con patatas. Gemma y Sean trataban
de hacerse oír por encima del estruendoso jaleo; y entonces, justo cuando estaban
acabando la cena, las luces menguaron y la multitud estalló en espontáneos aullidos
cuando la banda apareció en el escenario.
Gemma esperaba un cuarteto: violín, flautín, guitarra y tambor irlandés. En su
lugar ocho músicos abarrotaron el minúsculo escenario. Dos violines y un flautín,
pero también había un batería, un órgano y, para gran consternación de Gemma, un
bajo y dos guitarras eléctricas, una de los cuales se conectó al amplificador que había
tras ella.
—Buenas noches —rugió ante el micro el líder cantante, un tipo gilipollas, con
el pelo casi rapado y gafas oscuras que le cubrían media cara—. Nos llamamos
deValera's Playground y nos gustaría empezar con una canción que todos conocéis:
«Floggin Day».
El guitarrista más próximo inició unos acordes que taladraban el cerebro y la
banda arrancó. Era música irlandesa tocada de un modo que Gemma nunca había
oído: guitarras aullando compitiendo con alocados violines y un cantante que se
sacudía y contorsionaba como si fuera Ichabod Crane perseguido por una manada de

* Danza típica irlandesa.

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protestantes. La multitud se estaba volviendo loca, saltando al unísono y elevando


los puños hacia el aire, acompañando a gritos a la banda en los coros en gaélico.
Gemma se volvió hacia Sean. Sorprendida, vio como seguía entusiasmado la
música con sus palmas. Captando su mirada sonrió de oreja a oreja.
—¿Son fantásticos o no? —gritó.
—Fantásticos —fingió decir Gemma abriendo mucho la boca, sabiendo que no
podría oírla. De la mejor manera que supo desvió su cara para que él no pudiera
apreciar su desilusión. Se había equivocado: la música no iba a salvar la velada. Al
contrario, había sido la gota que colmaba el vaso. Tiempo de afrontar los hechos: la
idea que Sean tenía de una noche divertida era radicalmente diferente a la suya.
Todo lo que podía hacer era sentarse y aguantar. Rezó para que el grupo tocara sólo
las piezas previstas y estuvieran demasiado borrachos o cansados para acceder a los
bises. Se preguntó si Ron Crabnutt se hallaría entre la multitud, mascando chicle y
ondeando un tornillo de cabeza torx al compás de la música. Y también se
cuestionaba quién era Sean en realidad.

—¿Puedo entrar?
La seductora entonación en la voz de Sean, mientras la besaba suavemente en
los labios en la puerta de su apartamento, casi provocó que Gemma se rindiera. Pero
se acordó de todo. Ése era el hombre al que había dado una segunda oportunidad y
la había aprovechado para llevarla a un ruidoso bar irlandés a escuchar a un grupo
que tocaba una música celta que destrozaba la cabeza. Y ahora, por si fuera poco,
parecía lanzarle una indirecta para acostarse de nuevo con ella.
Gemma había estado convencida de que mostrándose de acuerdo en tener una
cita de verdad, le enviaba una señal clara de que estaba interesada en una relación
que se extendiera más allá de los límites de la habitación. Pero ahora dudaba. ¿Quién
se creía que era ella para poder pensar que habría disfrutado en una noche como la
que acababan de compartir? La sorpresa de los animales de peluche había sido
maravillosa, e ir al Golden Bough para disculparse en persona demostraba que era
un hombre de carácter. Si ésa era la idea de un bombero de una cita agradable,
entonces había dado en el clavo con lo que le había dicho a Frankie en el Happy Fork:
esa no era la tribu a la que quería pertenecer.
Tal vez fuera también culpa suya. Sólo un poco. Cuando él le había preguntado
si pensaba que el conjunto era bueno, debía haber sido sincera y pedirle que la
acompañara a casa. Pero se había quedado muda.
Se separó suavemente pero con firmeza.
—Estoy muy cansada, Sean. ¿Qué tal si damos la noche por acabada?
—Vale. —Vio frustración cuando buscó su cara con la mirada—. ¿Estás bien?
—Sólo cansada —repitió, girando la llave en la cerradura.
—Lo entiendo. ¿Qué tal si te llamo más avanzada la semana y probamos una
película?
—Podría estar bien —murmuró Gemma, abriendo la puerta de su apartamento.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Le sonrió y le agradeció una noche encantadora, feliz de que Sean le diera un


pequeño beso en los labios y le agradeciera lo mismo. Pero se daba cuenta de que
estaba confuso.
No era el único.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 7

La cita con Gemma había dejado a Sean flagelándose.


Cuando ella aceptó darle otra oportunidad, se había sentido tan eufórico que se
había agarrado la primera cosa que parecían compartir: la música irlandesa. A veces
en O'Toole's había actuaciones de música tradicional irlandesa, pero tenía que haber
consultado la programación antes de ir. A juzgar por el tipo de música que ella ponía
en su tienda, no era difícil imaginar que deValera's Playground no iba a ser santo de
su devoción. O sea que se quedó decepcionado, pero no le sorprendió del todo que
después no le invitara a entrar. Sin embargo no encontraba explicación a su tibia
respuesta cuando le propuso quedar para ir al cine aquella semana. ¿Pensaba de
verdad que «podría estar bien» salir juntos de nuevo? ¿O estaba utilizando el
educado lenguaje femenino para decirle que se perdiera de una vez? ¿Por qué era tan
puñeteramente difícil entender a las mujeres?
Antes de arriesgarse a meter la pata por tercera y seguramente definitiva vez,
Sean decidió consultar a alguien que conocía bien a Gemma: su primo Michael. Se
conectó a Internet para mirar el calendario de los Blades, vio que jugaban en casa y
cogió el metro hacia el Met Gar. Su experiencia con el equipo del FDNY le sugería
que los jugadores estarían allí antes de hora para preparar sus patines y los sticks. Les
dijo a los de seguridad que era amigo de Michael y, una vez comprobado, le dejaron
entrar.
Los pasillos subterráneos estaban muy iluminados y las paredes de hormigón
decoradas con fotos ampliadas de jugadores antiguos y actuales en acción. Sean se
dio cuenta de que comprobaba la instalación de los aspersores del techo y la
estratégica distribución de los extintores en el corredor. Es extraño en las cosas que te
fijas dependiendo de cuáles son tus puntos de referencia.
Encontró a Michael en una de las máquinas afiladoras de patines, moviendo
con cuidado las cuchillas de sus botas adelante y atrás, lanzando chispas.
—Mike.
—Hola, Sean. —Michael bajó su patín y le dio un abrazo fraternal—. ¿Qué hay?
¿Necesitáis entradas para el partido de esta noche?
—No he venido para eso, pero si tienes algunas, bienvenidas sean.
—Seguro. Te las dejaré preparadas. ¿Para qué has venido, entonces?
—Es sobre tu prima.
—¿Cuál de ellas? Tengo veinte. —Michael lo miró divertido.
Sean rio.
—Gemma.

- 64 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Una sombra de preocupación cruzó la cara de Michael tan rápidamente que por
poco Sean no la capta. ¿Era posible que Michael estuviera enterado de la noche que
habían pasado juntos? ¿Le había ido Gemma llorando sobre lo desagradable que
había sido? Si era así, estaba realmente perdido. No habría forma de que Michael
quisiera ayudarle.
—¿Qué pasa con Gemma? —preguntó Michael.
—Me gusta de verdad. La invité el sábado y no fue del todo bien. Esperaba que
me pudieras aconsejar.
—Lo puedo intentar. —Michael parecía claramente incómodo y empezó a
acariciarse la nuca—. Mira, antes que nada, hay cosas que deberías saber sobre
Gemma.
—¿Como qué? —Sean intuía a qué se refería, pero prefirió hacerse el loco. Iba a
ser divertido ver a Michael tratando de describir a su prima.
—Bueno, es un poco hippy, ya sabes.
—¿Hippy?
—Hippy, muy hippy. Enganchada a las hierbas, infusiones y toda esa
porquería.
—No tengo ningún problema con eso.
—También es muy espiritual, si entiendes lo que te quiero decir. —Michael
apartó los ojos evasivamente—. Intuitiva. Muy relacionada con la naturaleza.
—Ecologista.
—Nada que ver con eso. Es…
—¿Una bruja? —sugirió Sean.
Los ojos de Michael se clavaron en los suyos.
—Madonna, ¿te lo ha dicho?
Sean asintió.
—¿Y no alucinas?
—No lo acabo de entender, pero si la hace feliz… —dijo Sean moviendo los pies
de manera evasiva.
—Mi opinión de verdad —dijo Michael aliviado— es que si no te preocupa todo
ese rollo estás realmente a años luz de la mayoría de tíos. Mis respetos.
—No me respetes aún —dijo Sean de mal humor—, la llevé a O'Toole's la
semana pasada.
Michael se quedó boquiabierto.
—¿O'Toole's? ¿Aquí en la esquina?
Sean asintió de nuevo, aún más desolado esta vez.
—Pero ¿qué te pasa, has perdido tu maldita cabeza?
—Lo sé, lo sé —murmuró Sean.
—Llevar a Gemma a O'Toole's es como llevarme a mí a Kristie Yamaguchi. ¿En
qué demonios estabas pensando?
—Quería llevarla a escuchar música irlandesa.
—¿Y quién tocaba?
—DeValera's Playground —suspiró Sean.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Son buenos. Theresa está pensando en tenerlos como clientes. Pero de


ninguna manera son el estilo de Gemma.
—Ahora ya lo sé. Tenía a Enya sonando en la tienda y yo supuse que le gustaba
toda la música irlandesa.
—Le encanta todo ese rollo —dijo Michael con cara de sufrimiento.
—¿Qué rollo?
—Toda esa porquería de música mística celta. Y el rollo tradicional también. —
Michael sacudió la cabeza con tristeza—. No te quiero alarmar, pero una vez yo
estaba en su tienda y tenía puesta música de gaitas. ¿Qué tipo de mujer italiana
escucha las condenadas gaitas? Le dije que me estaba dando dolor de cabeza y me
ignoró por completo. Ella va a la suya.
—Así es —coincidió Sean. «Motivo por el que me gusta»—. ¿Crees que
aceptaría si la invitara a escuchar música tradicional?
—Sí.
—¿Alguna sugerencia más?
Michael pensó.
—Me parece que le gustaría si cocinaras para ella o algo por el estilo. Es
bastante hogareña, ya sabes. Le va el rollo tranquilo. —Su mano asió con fuerza el
brazo de Sean—. Jamás vayas en coche con ella. No lo conduciría bien ni aunque le
fuera la vida en ello.
Sean palmeó a Michael en el hombro.
—Gracias por tu ayuda, Mike.
—Sin problema. Te dejaré unas entradas aparte para esta noche. ¿Cuatro está
bien?
—Cuatro es perfecto. Gracias otra vez —repitió Sean, iniciando el camino de
vuelta. Una idea empezaba a germinar en su mente para conseguir que Gemma se
sintiera entusiasmada de nuevo con él. Era poco convencional, pero ella también lo
era.

—¿Tú estuviste en O'Toole's? ¿Tú?


El tono de incredulidad en la voz de Frankie hacía que Gemma sintiese ganas
de arrancarle el sombrero que llevaba para cubrir su calvicie imaginaria y lanzarlo al
suelo de la cocina. Gemma ya sabía que no estaba a la última, pero tampoco era una
cretina total. Al menos no creía serlo.
—¿Por qué es tan difícil de creer?
—Porque tú eres… tú. No vas a sitios así.
—Claro, y si hubieses estado allí el sábado por la noche sabrías por qué.
—¿Quién tocaba? —preguntó Frankie mientras engullía la pasta.
—Los Devil's Schoolyard. O algo parecido.
El tenedor de Frankie se detuvo a medio camino.
—¿Quieres decir deValera's Playground?
—Eso es.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¡Dios mío! Es uno de los nuevos grupos más prometedores. Están a punto de
dar el pelotazo.
—Está buena —dijo Gemma llenándose el plato de ensalada.
—¿Estuvieron bien?
—Frankie, fue penoso. Cuando Sean me dijo que íbamos a escuchar música
irlandesa, esperaba escuchar música irlandesa. No guitarras eléctricas aullando, ni
bongos.
—Son muy eclécticos. Grandes en el panorama del afrocelta. ¿Tocaron aquel rap
«Homey's Tipperary Crib»?
Gemma bebió un poco de vino.
—Creo que sí, no estoy segura.
—La cena está buenísima —dijo Frankie entusiasmada—. Gracias por
invitarme. —Cogió un poco de pan de ajo sin dejar de mirar a su amiga con
incredulidad—. No puedo creer que no te gustaran deValera's Playground. Necesitas
expandir tus horizontes musicales, señorita.
—Mis horizontes son lo suficientemente amplios, muchas gracias. —
Rememorar la velada la ponía melancólica—. De verdad, la noche sólo fue de mal en
peor. Lo que me preocupa es que Sean pensase que fue divertida.
—El mundo sería bastante aburrido si a todos nos gustaran las mismas cosas
¿no crees?
Gemma hizo una pausa para considerarlo.
—Tienes razón, pero —se revolvió incomoda en su silla para sentarse sobre su
pierna derecha— ¿qué ocurre si su idea de diversión y la mía no congenian? Quiero
decir, empiezo a pensar que si nos movemos en…
Gemma se detuvo. Un sonido penetrante venía de la calle.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Frankie.
—Ni idea.
Ambas esperaron, escuchando. El sonido fue tomando forma gradualmente.
Gaitas.
Intrigadas salieron disparadas hacia el alféizar de las ventanas de la sala de
estar de Gemma que daban a la calle Cincuenta y nueve. Allí en la acera, estaba Sean.
Y con él cuatro gaiteros. Gemma reconoció sus brillantes capas rojas y sus faldas
escocesas azules y verdes por las fotos que había visto de funerales de bomberos en
Nueva York. Tenían que ser miembros de la banda de gaitas y tambores del FDNY.
—Dios mío —murmuró Gemma para sí misma, mientras proseguían con la
armoniosa melodía que estaban tocando. Al verla, Sean empezó a saludar con la
mano como un poseso.
—¿Conoces a ese tipo? —Frankie se volvió alarmada hacia Gemma.
—Ése es Sean.
Frankie apretó su nariz contra el cristal para poder ver mejor, apartando el
sombrero de su frente.
—Está muy bueno, cariño.
—Y por lo que se ve también está loco.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Hace gestos para que abras la ventana.


Gemma la abrió y se asomó al exterior.
—Mejor que el sábado, ¿verdad? —le gritó Sean por encima del estrépito de las
gaitas.
—¡Estas chalado! —le chilló, con voz rebosante de cariño.
—Es adorable —observó de nuevo Frankie con envidia—. Por no hablar de su
originalidad.
Pero Gemma no la escuchaba. Su mente era una espiral de preguntas. ¿Cuánto
debía estar costándole todo aquello? ¿Cómo sabía que había vuelto del trabajo? ¿Por
qué estaba seguro de que le iba a gustar?
En cualquier otra circunstancia la idea de alguien haciéndole una serenata en
público la habría avergonzado. Pero aquello era diferente. Extraordinario. Gemma
cerró sus ojos, dejando que los sones embrujadores de las gaitas la envolvieran. Se
imaginó rodeada de prados verdes, un sol dorado bañando su cara. Y allí, parado en
la cumbre de una colina distante, sonriéndole radiante, estaba Sean.
—¿Te importaría bajar? —la llamó su voz.
Gemma abrió los ojos y se volvió hacia Frankie.
—¿Crees que debería?
—Si no bajas tú, lo haré yo. ¡Ese hombre es increíble!
Gemma estaba predispuesta a estar de acuerdo.
—Ya voy —gritó.
Para entonces una pequeña multitud se había reunido alrededor de Sean y los
gaiteros y el tráfico se habían ralentizado. Los vecinos de los edificios cercanos
escuchaban la música desde sus ventanas. Gemma se abrió camino hacia Sean. Los
gaiteros iniciaban «Danny Boy».
Los ojos de Sean bailaban deleitados cuando Gemma se le unió.
—¿Qué te parece?
—Creo que estás chalado. ¿Se puede saber lo que te ha costado?
—No demasiado. Una pequeña donación. —Señaló al gaitero que tenía más
cerca—. Éste es mi cuñado Tom. —Tom la saludó con la mano—. Me ha ayudado a
preparar todo esto. —Sean asió a Gemma por el hombro para alejarla unos metros de
los cuatro músicos—. Aquí. Ahora no tendremos que gritar.
Una incertidumbre infantil se reflejó en la cara de Sean.
—Sé que no te lo pasaste demasiado bien el sábado por la noche. Quería
resarcirte.
Gemma se sintió invadida de ternura.
—Está claro que te gusta hacer la cosas a lo grande —sonrió—. Imagina que
odiase la música de gaita.
—Sé que te gusta.
—¿Oh? —Divertida, Gemma puso sus brazos en jarras—. ¿Y cómo lo sabes?
—Me lo dijo cierto jugador de hockey.
—¿Todo esto ha sido idea de Michael? —Gemma no podía ocultar su sorpresa.
—No, la idea ha sido mía. Pero he pensado que era mejor consultar primero con

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

alguien que te conoce bien, para averiguar tus gustos y tus manías.
—Aja, ¿y que más te ha dicho Michael? —Temía lo sabelotodo que era su
primo. Probablemente le habría dicho a Sean que aullaba a la luz de la luna o que le
gustaba cultivar especies de moho los sábados por la noche.
—Ha dicho que eres hogareña. Tranquila. Que posiblemente te gustaría
quedarte en casa y que te cocinara algo para cenar.
—Cierto. —Gemma se sonrojó de placer.
—Bien. Porque eso es lo que he pensado. —Se le acercó y a Gemma casi se le
sale el corazón del pecho. Dios, si tan solo pudiera pasear las manos por todo su
cuerpo allí mismo, en la acera—: ¿Recuerdas que te dije que tenía un amigo en Long
Beach que en ocasiones me deja usar su apartamento? —Gemma asintió—. Pues el
fin de semana que viene se va fuera. Y he pensado que, si te apetece, sin presiones,
podríamos instalarnos allí. Podríamos pasear por la playa, cocinaría para ti y
haríamos otras cosas…
—¿Otras cosas? —repitió Gemma con dulzura, tocándole su brazo.
—Bueno, sí. —Sean parecía animado—. ¿Suena bien?
—Suena de maravilla. —La simple idea de salir de la ciudad durante unos días
le hacía sentirse feliz—. Tendré que asegurarme de que mi ayudante puede cubrirme
en la tienda. —Se frotó las manos—. Nunca he estado en la playa fuera de
temporada.
—Te encantará. Especialmente ahora que el gentío del verano se ha ido.
—Me muero de ganas. Podemos coger mi coche, si quieres.
—No, no hay problema —se apresuró a decir Sean—. Yo conduciré.
Respondió tan deprisa que Gemma sospechó algo, pero lo pasó por alto.
—Por mí de acuerdo.
El sonido de las gaitas se desvanecía. El cuñado de Sean bajó el instrumento de
sus labios.
—¿Necesitas que toquemos algo más?
La mirada de Sean estaba fija en Gemma y ahí se quedó.
—No, gracias Tommy. Me parece que tu magia ha funcionado.

Inmaculada arena blanca… infinito horizonte azul… el viento besándote la


cara…
—Entiendo por qué te gusta venir aquí fuera de temporada —le dijo Gemma a
Sean mientras caminaban junto a la orilla del mar.
Sean le apretó la mano en señal de agradecimiento.
—Después del fin de semana del Día del Trabajador es como si se apagara el
interruptor. Súbitamente, desaparecen las multitudes y Long Beach es sólo de sus
habitantes y de los pájaros.
Gemma siguió su mirada, observando el amplio paseo marítimo de madera que
parecía extenderse a lo largo de kilómetros. Un corredor pasó por la línea de bancos
que miraban al mar, mientras una pareja de ancianos iba en bicicleta por su carril a

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ritmo tranquilo. Pocos metros por delante, una joven madre llevaba en un cochecito a
un niño rubio que entrecerraba los ojos a causa del sol. Gemma volvió a mirar hacia
el océano. Alzó los prismáticos hasta sus ojos y enfocó un pájaro marrón que flotaba
tranquilo sobre las olas con su pico ligeramente levantado hacia arriba.
—¿Sabes qué clase de pájaro es?
Sean tomó los prismáticos y observó.
—Es un colimbo grande.
Gemma lo miró a la cara, tan atractivo de perfil mientras seguía estudiando el
cielo.
—No sabía que supieras tanto sobre pájaros.
—Es una consecuencia de perder el tiempo en la escuela —confesó—, me
pasaba el rato mirando por la ventana en lugar de prestar atención. Al final mi
profesor se dio cuenta y me hizo escribir un trabajo sobre los distintos tipos de
pájaros que veía. Supongo que retengo la información.
—Resulta divertido lo que guarda la memoria y lo que no —meditó Gemma—.
Pregúntame sobre los asistentes al primer congreso continental, y no te digo ni uno.
Pero pregúntame sobre George Clooney y te disparo los datos más rápido que una
ametralladora.
Los dos rieron. Gemma sintió un filtro de dulzura a través de su interior.
Siguieron caminando por la orilla en un perfecto silencio satisfactorio. Gemma
se fijó en el triste grito de las gaviotas mientras dibujaban círculos sobre sus cabezas,
moviéndose casi como en una coreografía. Inspiró profundamente; el sabor de la sal
en el aire otoñal tenía un efecto vivificante.
—¿Creciste cerca de aquí?
—A unos diez minutos —asintió Sean.
—Ha de ser fantástico poder ir a la playa cuando quieras.
—Estaba muy bien, no te voy a mentir. —Deslizó el brazo por sus hombros—.
¿Dijiste que tenías familiares aquí en Long Island?
—Mi primo Paul en Commack. El resto está todavía en Brooklyn.
—Quería hablarte de eso. —Su expresión era de curiosidad—. ¿Cómo es que no
hablaste con tu madre durante la fiesta del bautizo?
Gemma sintió una pequeña palpitación en su pecho.
—Me sorprende que lo notaras.
—Lo noté todo de ti aquel día.
—Me halagas. —Se sentía segura con su brazo rodeándola, lo suficientemente
segura como para hablar de un tema que a ella le resultaba muy doloroso—. Mi
madre y yo no nos llevamos bien. Soy su única hija y supongo que no he cumplido
sus expectativas.
—¿En qué aspecto? Eres inteligente, tienes tu propio negocio…
—A ojos de mi madre soy un bicho raro.
—¿Qué esperaba de ti? —Parecía indignado.
—Una casa de madre e hija en Bensonhurst y al menos tres nietos. Y hasta
ahora no se los he dado.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Sean se paró y la atrajo entre sus brazos.


—Está loca —murmuró, mientras apartaba el alborotado cabello de su cara—.
Eres perfecta tal y como eres.
Bajó su cabeza hasta coincidir sus labios con los ella. Movió su lengua
jugueteando sobre ellos y luego la introdujo en su boca, haciendo que la sangre
inundara las orejas de Gemma mientras la abrazaba contra él. «Gracias por este
hombre —pensó—, nunca he creído que pudiera ser tan afortunada.»
—¿Has hecho alguna vez el amor en la playa? —murmuró Gemma
tímidamente.
—¡Pero si es de día! —dijo Sean apartándose.
—¡No digo ahora! Me refiero a que podríamos hacerlo alguna vez.
—Alguna vez. Te lo prometo. —La besó en la frente. Tomó su mano y siguieron
paseando por la orilla. De pronto Sean se detuvo—. Espera un momento, ¿has hecho
tú el amor alguna vez en la playa?
Gemma sonrió maliciosa.
—¿De verdad que quieres ir por ese camino?
—No. Además, no hay ninguna necesidad. Soy el primer y único hombre de tu
vida. Punto final.
Gemma rio y caminaron en silencio un rato más. Ella estaba encantada de poder
estar juntos en silencio.
—¿Te llevas bien con tu familia? —preguntó ella por fin.
—Sí —respondió sin dudar—. Soy como mi padre, una astilla de la antigua
adicción a la adrenalina.
—¿De verdad?
—Y tanto. La mayoría de los bomberos están enganchados a la adrenalina,
aunque no lo admitan. Hay una cierta sensación que te invade cuando subes al
vehículo y te diriges hacia una situación que no sabes lo que te va a deparar. Es un
ímpetu total.
—¿Y qué ocurre si lo que te espera es una situación de vida o muerte?
—Lo afrontas —dijo Sean encogiéndose de hombros.
—¿Y no te da miedo?
Sean cogió un puñado de arena.
—A veces. Casi nunca tienes tiempo de pensar en ello.
Gemma tragó saliva nerviosa. Le abrumó pensar en él apresurándose en
edificios en llamas, decirle adiós cuando se fuera a trabajar sin saber si lo volvería a
ver. Imaginárselo le hizo sentirse mareada. Lo apartó de su mente. A lo lejos, una
nube gris en forma de estola sobre el horizonte afeaba la perfección del cielo. Gemma
asió la mano de Sean y la apretó contra sus labios. Deseó que no fuese un presagio.

—Tengo una idea.


Gemma aguzó sus oídos mientras observaba a Sean en la cocina dándole la
vuelta a las tortitas. La noche anterior, él le había preparado una deliciosa quiche de

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

champiñones y ensalada, seguida de las más exquisitas mantecadas escocesas que


nunca había probado. Pasaron la velada relajándose, leyendo y haciendo el amor.
Gemma pensaba que si pudiese dormirse cada noche al tranquilizador y regular
ritmo de las olas, jamás volvería a tener insomnio. Por supuesto que el calor que el
cuerpo de Sean le proporcionaba y poder abrazarlo tampoco iban mal.
—¿Qué haces? —Se acercó a él envolviéndose en su bata para protegerse del
fresco del océano.
—¿Qué te parece si nos pasamos por casa de mi familia para decirles hola?
—¿Tu familia?
«¿Conocer a sus padres? ¿Ahora? ¿Tan pronto?»
—Sí, el domingo es el día que mi madre prepara un gran asado y van mis
hermanas con sus familias. Creo que puede estar bien.
Gemma no tenía ni idea de qué decir. Le halagaba que la considerara digna de
su familia. Significaba que él pensaba que su relación tenía posibilidades reales. Sean
parecía perplejo mientras deslizaba dos perfectas tortitas más en un plato y ponía
más mantequilla en la sartén.
—¿Qué? ¿Estás nerviosa?
—Por supuesto. Quiero causar buena impresión.
Le alborotó el cabello, besándola en la coronilla.
—La causarás.
La mente de Gemma puso la directa.
—¿Hay alguna floristería por aquí? ¿Debería llevar flores? No me puedo
presentar sin nada.
—Relájate. Sí, hay una floristería. Pararemos de camino a casa de mis padres. —
Sus ojos parpadearon—. ¿Eso quiere decir que sí, entonces?
—¡Sí, sí, sí! —trinó feliz Gemma—. Me encantaría conocer a tu familia.

La familia de Sean vivía a dos pueblos de distancia, en Oceanside. Gemma


estaba tan nerviosa que no pudo hablar durante el corto trayecto. En su lugar se
entretuvo mirando por la ventanilla, observando el paisaje y tratando de imaginar
qué había representado para Sean crecer allí.
—Ahí está —anunció Sean al cabo de unos minutos, girando hacia una frondosa
calle sin salida. Gemma vio que Sean saludaba a un hombre que lavaba un Lexus en
el camino de entrada a su casa; el hombre entornó los ojos hasta reconocerlo y le
devolvió el saludo. Pararon frente a una casa de dos plantas, de persianas marrones y
adornos blancos. El acceso estaba bloqueado por tres monovolúmenes. En uno había
un dibujo de las torres gemelas pintado en la ventanilla posterior y debajo ponía:
«FDNY ÚLTIMA LLAMADA/ 1 1-09-0 1/SIEMPRE EN NUESTROS CORAZONES.»
Sean se apresuró a salir por la puerta del conductor y a abrirle la puerta a
Gemma, quien empezó a notar cómo se le aceleraba el corazón mientras se dirigían
hacia la casa de los Kennealy.
—¿Nerviosa?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Un poco —admitió Gemma, agradeciéndole su interés.


—Va a ser pan comido, te lo juro. —Subieron los peldaños que llevaban a la
puerta de entrada—. Sólo dos cosas —añadió llamando al timbre.
—¿Cuáles?
—No dejes que Tom empiece con los Jets.
—¿Y?
Hubo un sonido de cerradura que se abría.
—No digas que eres una bruja.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 8

Sentada en la repleta sala de estar de los Kennealy, a Gemma le costaba


memorizar los nombres de los familiares de Sean. Estaban sus padres, que insistieron
en que los llamase Mary y Steve. También su hermana Christine y su marido, ¿Joe?
¿Joel? No estaba segura de haber oído bien el nombre y le daba vergüenza hacérselo
repetir.
Christine y Joe/Joel parecían ser los padres de tres niñas, la más pequeña un
bebé. ¿O ese bebé era de su hermana Pat y su marido Tom? No, un momento. Tom
había hecho una broma durante la comida sobre sus dos hijos haciéndose bomberos.
Eso quería decir que Pat y Tom eran los padres de los gemelos. Ya sólo quedaba la
otra hermana de Sean, Megan, y su nuevo novio, Jason. Por suerte, Jason parecía tan
perdido como ella y estaba contenta de que estuviera allí. Significaba que no iba a ser
la única puesta bajo el microscopio al final del día.
—¿Más café, Gemma? —Al igual que Stavros, la madre de Sean parecía que
tenía la cafetera soldada a su mano.
Gemma alzó su taza.
—Me encantaría un poco más, señora… Mary.
—Aquí tienes. —Le llenó la taza, e inició un elegante arco alrededor de la sala
para servir a los que quisieran más café. Gemma comparó la naturaleza sencilla de
Mary con la de su madre, que habría sufrido una parada cardiaca si alguien se
hubiera atrevido a llevar bebida o comida a su sala de estar. De hecho tenía
acordonada la estancia con una cuerda de terciopelo como si fuera un museo.
«No digas que eres una bruja.» No la habría escandalizado más si le hubiese
declarado que tenía superpoderes. ¿Qué se creía que iba a hacer? ¿Bajarse los
pantalones y enseñarles el trasero con el tatuaje? Ella ya sabía cuándo era apropiado
hablar abiertamente y cuándo no. Conocer a la familia de un novio entraba en esta
última categoría.
—Gemma, ¿te importaría ayudarme con los platos en la cocina?
Gemma sonrió afablemente y siguió a la señora Kennealy y a Megan hacia la
cocina. Se sentía contenta de integrarse, aunque sabía que el motivo por el que la
reclamaban era para preguntarle sobre Sean. ¿Cuántas historias y secretos de familia
habían compartido las mujeres en las cocinas con la excusa de hacer sus labores?
Rápidamente se estableció un orden de trabajo: la señora Kennealy vaciaba los
restos de comida en la basura, Gemma los aclaraba con agua y Megan los ponía en el
lavaplatos.
—Entonces —empezó la señora Kennealy, y Gemma contuvo la respiración.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

«Ya está aquí»—, ¿cuánto hace que conoces a Sean?


—Algunos meses. Vivimos en el mismo edificio.
—¿Y has dicho que tienes tu propia tienda en la ciudad? —La madre de Sean la
miraba con interés.
Gemma asintió.
—Vendo libros, velas, incienso y ese tipo de cosas.
—Qué guay —intervino Megan, que con veinte años era la pequeña de la
familia.
—Parece interesante —convino la señora Kennealy.
Megan la miró desde su posición, agachada sobre la bandeja inferior del
lavavajillas.
—¿Te ha arrastrado ya a alguna de esas estúpidas fiestas de bomberos?
—Megan… —La señora Kennealy le lanzó una mirada de aviso antes de
sonreírle afectuosamente a Gemma—. Por alguna razón, mi hija pequeña tiene un
problema con los bomberos, a pesar de que la mitad de los hombres que conoce se
ganan la vida con ello.
—Quizá sea ése el motivo —lloriqueó Megan con sorna—. Es como un culto.
Huye mientras puedas.
Gemma cogió otro plato y lo aclaró debajo del grifo.
—¿Qué es lo que no te gusta de ello?
—Megan. —La voz de la señora Kennealy era una advertencia.
—¡Ma, ha preguntado! —se quejó Megan.
—Está bien —suspiró su madre harta de ella—, suéltale tu sermón.
Megan sonrió triunfante.
—«Por qué no saldré nunca con un bombero», por Megan Kennealy. Uno:
beben demasiado.
La señora Kennealy la miró indignada.
—Eso es un estereotipo y tú lo sabes.
Megan la ignoró.
—Dos: trabajan un puñetero montón de horas. Tres: por lo que hacen, les pagan
una mierda.
—Bonito lenguaje —interrumpió su madre.
—Cuatro: alrededor de la mitad de sus matrimonios acaban en divorcio. ¿Por
qué? Porque cinco: los bomberos son tan abiertos expresando sus emociones como la
Esfinge. Y beben. Y el sueldo es una mierda y tienen que hacer un montón de horas
extras o estar pluriempleados para ganar lo suficiente, por lo que no ven a sus
familias. —Su voz rezumaba sarcasmo—. ¡Oh! ¿Se me ha olvidado mencionar que su
sueldo es una mierda?
—No lo hacen por el dinero. —Aún duraba el enfado de la señora Kennealy.
—Oh, es cierto, lo hacen por vocación de servicio, no me acordaba. Lo que me
lleva al seis: no quiero atarme con alguien que puede morir en su trabajo. —Sonrió a
Gemma alegremente—. Eso lo abarca todo.
—Muy bonito —dijo la señora Kennealy agriamente—. Estoy segura de que

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Sean querrá agradecerte que hayas compartido tu punto de vista con su nueva novia,
punto de vista inmaduro, debo añadir. —Miró a Gemma disculpándose mientras
limpiaba un plato—. Megan se siente orgullosa de decir cosas provocadoras tan sólo
para molestar. No le des más importancia.
—No pasa nada —la tranquilizó. Le hizo un guiño disimulado a Megan, dando
a entender que no estaba de acuerdo con la opinión de su madre. Pero en su interior,
sus palabras le habían inquietado—. Hay algo de lo que Megan ha dicho que me
interesa —admitió con timidez.
—¿Y qué es?
—¿Cómo llevas el tema del peligro?
—Simplemente convives con ello. —La señora Kennealy pestañeó.
—Pero ¿cómo? —Esperaba que no pensara que insistía demasiado, pero aquello
la desasosegaba profundamente. Si de verdad iba a formar una pareja con Sean, tenía
que saber cómo sobrellevar las realidades más duras de su trabajo.
—El padre de Sean y yo tenemos una regla: nunca nos vamos a la cama
enfadados con el otro. El consejo sirve tanto si estás casada con un bombero como si
no. Aparte de eso, lo único que puedo decirte es que si él tiene ganas de hablar,
escúchalo, y si no tiene ganas, déjalo tranquilo. Lo cierto es que muchas mujeres no
pueden soportarlo. La incertidumbre las vuelve locas.
—Lo mismo que la porquería machista —añadió Megan murmurando—. Y el
estrés. Y…
La señora Kennealy se giró enfadada para encararse con su hija.
—Una palabra más y ya te puedes buscar a otra que te pague la universidad,
¿captas el mensaje?
—Está bien —accedió Megan de mal humor.
La relación entre ambas hacía sentirse incómoda a Gemma, recordándole a la
que tenía con su madre a esa edad: un enfrentamiento constante. Por otro lado lo
veía como algo normal. Dantesco. Se preguntaba si se enzarzarían de esa manera
delante de cualquiera. Si no era así, significaba que estaban confiadas en su
presencia. Se sentía aceptada.
Desde la sala de estar se oían estallidos de risa. Megan entrecerró los ojos.
—Alguna estúpida historia de bomberos, estoy segura. Tienen un millón.
—Por una vez no exagera —añadió la señora Kennealy con un movimiento
abnegado de cabeza—. Deberían escribir un libro. —Sus ojos se dirigieron hacia el
reloj que había encima del fregadero—. Espero que tío Jack y tía Bridie lleguen
pronto. Me muero por probar ese pastel de chocolate.
—Pues coge un trozo —la animó Megan—. Tú lo has hecho. Te has ganado el
derecho a picar un poco.
La señora Kennealy hizo un gesto de desaprobación.
—No sería de buena educación. Y no queremos que nuestros invitados piensen
que somos Shanty*.

* Chabola.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Shanty? —repitió Gemma confusa.


—Shanty en oposición a cortina de ganchillo.
Gemma miró sin comprender.
—¿Nunca has oído esa expresión? —La señora Kennealy parecía confusa.
—No.
—Es una forma irlandesa antigua y ordinaria de distinguir entre la clase alta y
la clase baja.
—Sin duda nosotros somos clase baja —bromeó Megan.
—Lo dirás por ti —dijo su madre. Se mordió los labios, inquieta, incapaz de
apartar la mirada del pastel que esperaba sobre la repisa—. Me parece que cogeré un
poco. Estoy convencida que a los O'Sheas no les importará.

—Has estado muy silenciosa durante los postres —le dijo Sean de vuelta en el
apartamento de Long Beach.
—Estaba pensando en algunas cosas que tu hermana me ha dicho en la cocina
—respondió Gemma mientras se desabrochaba la blusa.
Sean no respondió de inmediato y optó por sentarse en el borde de la cama para
quitarse los calcetines.
—Déjame adivinar: te largó su rollo de «por qué los bomberos son unos
pringados». —Había un cierto nerviosismo en su voz.
—Ajá. —Gemma se dirigió al armario para colgar la ropa—. ¿Por qué es tan
vehemente? —preguntó por encima de su hombro.
Los ojos de Sean la siguieron.
—Bueno, en primer lugar, sabe que va a mosquear a mi madre. Y si hay una
cosa con la que Megan disfruta es haciendo que a mamá le suba la presión arterial.
—Sí, picar a los padres —reflexionó Gemma mientras se ponía sus pantalones
de yoga—, uno de los placeres de tener veinte años.
Sean se rio mostrando su acuerdo.
—El otro motivo por el que está tan amargada es que el año pasado estuvo
saliendo con un novato. Se conocieron en el baile del día de San Patricio, creo que fue
en el Knights of Columbus Hall en Mineola. —Sean parecía cansado—. No importa,
iban muy en serio y de pronto… Un día él corta, sin una explicación, nada. Aún no lo
ha superado. Su manera de afrontarlo es denigrarnos a todos nosotros.
—Pobre Megan.
—Sí, fue un mal trago. —Sean se levantó para desabrocharse los tejanos—. Creo
que también está cabreada porque mi padre no estuvo mucho por ella. Cuando fue a
verlos, él estaba haciendo trabajo de carpintería en la orilla para mantener nuestras
cabezas por encima del agua.
—Ya veo. —Así que Megan no exageraba. Volvió a embargarla la inquietud que
había sentido en la cocina de los Kennealy.
—Parece que tú y mamá os entendéis bien —comentó Sean mientras se sacaba
los pantalones, quedándose en calzoncillos.

- 77 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Es muy agradable —respondió Gemma sonriendo, al tiempo que se


desabrochaba el sujetador y lo dejaba descansar en el tocador—. Me hizo sentir muy
cómoda.
Sean fue hasta las puertas correderas de cristal que miraban hacia el océano.
—Cuando has ido al baño me ha preguntado qué perfume llevabas. Ha dicho
que le recordaba al que ella usaba en los años sesenta.
—¿Y eso es bueno o malo? —Gemma se introdujo en la enorme camiseta con la
que tenía intención de dormir y se le unió frente al ventanal.
—Creo que bueno.
—Eso espero.
Poniéndose a su espalda, la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí y no —dijo Gemma cerrando los ojos.
Sean le apartó el cabello y posó la boca sobre su oreja.
—Te escucho.
—Me ha molestado un poco que me pidieras que no mencionara que soy una
bruja. —Se volvió entre sus brazos. Hay cosas que deben decirse cara a cara, aunque
bien sabe Dios, que habría deseado tener aquella conversación mirando al oscuro
océano.
—Gemma…
—Déjame acabar.
Sean inclinó la cabeza consintiendo.
—Has hecho que me sintiera idiota. ¡Por supuesto que no lo iba a decir! ¡No el
día que los conozco! Hace que me pregunte… —dudó.
Sean le recogió un bucle suelto detrás de la oreja.
—¿Qué?
—Si de alguna manera te avergüenza.
—Por supuesto que no —se burló.
—Porque tarde o temprano lo acabarán sabiendo.
—Ya lo sé. Pero todavía no. —En su voz había un cierto temor.
—¿Cuándo? —preguntó ella suavemente, deslizando un dedo por su hombro
desnudo.
—A su debido tiempo. —La abrazó con más fuerza—. Basta de charla. —La
besó en los labios.
—Estás tratando de hacerme callar a besos, ¿eh? —bromeó Gemma.
—¿Alguna objeción?
Gemma se rio y le rodeó el cuello con sus brazos. Sabía que Sean era fuerte,
pero no estaba preparada para que la levantara con una sola mano y se la colgara del
hombro convertido en algo parecido a un moderno cavernícola.
—¿Qué haces? —gritó, viendo como atrás quedaban las puertas correderas y se
la llevaba hacia la cama. La dejó caer tan suavemente como la había alzado. La
textura del chenille de la colcha le produjo una grata impresión sobre su piel. Él se
colocó encima, piel deslizándose sobre piel ardiente, los labios solícitos, mientras

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

codicioso presionaba con la boca hacia su interior. Gemma gimió, percibiendo que
dos tormentos gemelos, la excitación y el deseo, formaban una espiral que los
rodeaba hasta fundirlos. Gemma era incapaz de distinguir dónde acababa Sean y
dónde empezaba ella. Sólo existía aquel momento, aquella avalancha de deseo que
parecía imparable.
Sean alzó su cabeza lo suficiente para mirarla a los ojos.
—Bésame —le pidió.
Jadeante, Gemma hizo lo que él le pedía, incapaz de resistirse. Elevó su cabeza
ligeramente y tomó la de Sean entre las manos, le atrajo la cara y la sostuvo, con los
labios a punto de tocarse pero sin llegar a hacerlo, un segundo, dos segundos, tres.
Sean no podía resistirlo más, lanzó un gemido gutural y apretó su boca contra la de
ella. Aturdida, Gemma notó que tenía sabor a vino, como si fuese un ser divino. Lo
abrazó más fuerte, temerosa de que si lo liberaba, se convertiría en una aparición y se
desvanecería en la noche sin dejar rastro. Quería que cada nervio de su cuerpo
registrase que aquel hombre que la apretaba con todo su poder era real, fuerte, de
carne y hueso. Un hombre real y fuerte que la deseaba.
Ahora dos palpitaciones revoloteaban salvajemente en su interior: una en el
fondo de su garganta, vibrando como un tembloroso pájaro aprisionado y la otra
latiendo entre sus piernas. Revolviéndose ansiosa debajo de él, ancló cada uno de sus
pulgares en las tiras laterales de sus braguitas y tiró de ellas. El movimiento pareció
inflamar a Sean: sin un sonido se alzó y desgarró los slips de sus caderas y se dejó
caer de nuevo, su miembro erecto ardiente contra ella. Gemma dudaba de que él
pudiera imaginarse cuánto lo deseaba y lo abrazó con ímpetu. No estaría completa
hasta que no la llenase. No podría descansar hasta que no hablasen el mismo
resplandeciente lenguaje del alma.
Voracidad. Fue la palabra que brotó de la mente Gemma mientras la boca de
Sean le recorría la parte superior del torso, la lengua haciendo una pausa para
enardecer sus pezones a través del algodón de la camiseta. Los pensamientos
desparecieron, dando paso a sensaciones puras. «Caliente, húmedo, ardiente, sí», la
atiborrada mente de Gemma apenas podía construir las palabras. «Rudo, fuerte,
impresionante, por favor.» Debía tener paciencia, sabía cuál sería el desenlace y que
iba a acabar bien, sumamente bien, pero no podía esperar. La batalla que incendiaba
su interior estaba fuera de control. Necesitaba que la apaciguara ya.
Sean lo sabía. Gemma percibió que Sean estaba esperando que le diera la señal.
Para evitar hablar, le arañó la espalda con sus uñas y lo lamió como una gata. Sean
retrocedió y en un movimiento sorprendente y estremecedor, le separó las piernas
bruscamente e introdujo los dedos en su interior. La habitación reverberó con el
sonido de los escandalosos gritos de Gemma, tan fuertes que apagaron el sonido de
fondo del oleaje. Llevaba el ritmo a la perfección, con el pulgar de su mano libre le
acariciaba el clítoris, confundiéndola hasta el delirio, mientras que con dedos
habilidosos profundizaba y jugaba. Temblorosa, impaciente, se dejó hundir en el
abismo estremecedor, sabiendo que allí estaría Sean para acogerla cuando se liberara
de las ataduras terrenales. Se revolcaba, volaba, eterna. Era perfecta, absolutamente

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

suya.
Sin fuerzas, abrió los ojos y le susurró las gracias. Sonriente, Sean le besó la
sudorosa frente antes de retirar suavemente la mano. Gemma ya sabía lo que venía
ahora; lo ansiaba, con el cuerpo ya en tensión, anticipándose. Se sentía desvanecida
mientras los dedos de él la cogían firmemente por las caderas preparándola. Y ya
estaba en su interior, ardoroso, moviéndose, pidiendo, cada golpe de caderas contra
la suyas una invitación. «Ven… conmigo…» El corazón de Gemma brincaba alocado
en su pecho. «¿Que vaya contigo?» Con mucho gusto. Ceñirse más fuerte a él, fue la
respuesta a su invitación.
Él deseaba aquello. Le encantaba. Gemma lo podía asegurar por el frenesí de su
cuerpo, su apasionado empuje los hacía ascender a ambos por la cama. Cuando
alcanzaron el límite, ella agarró el travesaño de madera del cabezal. Y entonces llegó:
la rotura del dique mientras él se vaciaba en su interior, suspirando su nombre.
—Gemma, Gemma, Gemma.
¿Es posible embriagarse al escuchar el sonido de tu propio nombre? Si era así,
entonces ella estaba borracha, destrozada, nunca jamás volvería a moverse. Encima
suyo, el cuerpo de Sean aún temblaba a causa de los efectos de su feroz unión.
Pausadamente, Gemma dejó ir sus manos del cabezal y le abrazó la espalda. Los dos
estaban extenuados, derrotados.
Y más satisfechos de lo que las palabras podían expresar.

Pasado un rato, mientras Gemma aún yacía entre los brazos de Sean, se dio
cuenta de que donde mejor se compenetraban era en la cama. No existía nada más
que ellos, leyéndose a la perfección. Sin cortocircuitos, sin temores por su parte sobre
en qué se estaba metiendo, sin temores por parte de Sean sobre lo que ella creía.
Simplemente eran.
Alzó su cabeza del pecho de Sean y lo miró.
—¿Estás despierto? —murmuró.
—Ajá. —El brazo con el que la rodeaba le acarició el hombro—. ¿Qué pasa? —
preguntó adormilado.
—Nada. —Bajó de nuevo la cabeza para descansar sobre su pecho. «Salvo que
me estoy enamorando de ti.»
Asumirlo la atemorizó porque no tenía ni idea de si él pensaba lo mismo. Era
evidente que algo sentía por ella, la había llevado a conocer a su familia y le había
hecho el amor con ardor. ¿Pero era amor? ¿Se refieren hombres y mujeres al mismo
sentimiento cuando utilizan esa palabra? Un brillante rayo de luna atravesaba la
cama en diagonal.
En el exterior soplaba un viento del océano que golpeaba las puertas correderas
de cristal, haciendo que temblaran ligeramente en sus raíles.
—Creo que habrá tormenta —murmuró ella.
—Mmm. —Sean la atrajo—. Ahora duérmete.
Gemma se acurrucó junto a él, disfrutando de cada segundo mientras sus

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piernas se enroscaban bajo la maraña de sábanas. Suspiró, y sembró una serie de


besos en el pecho de Sean antes de cerrar los ojos.
Todo iba a salir bien.

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Capítulo 9

—¿Dónde has estado este fin de semana? —preguntó Michael al entrar por la
puerta del Golden Bough.
—Fuera —respondió Gemma con una sonrisa inescrutable, y se apartó para
hacerle sitio detrás del mostrador.
—¿Con Sean?
—¿Sean qué? —preguntó Gemma poniendo un CD de Clannad.
—Lo sé todo sobre y ti el bombero.
—¿Fuiste tú quien le dijo que me gustan las gaitas?
A Michael se le iluminó la cara.
—¿Hice bien?
—Muy bien.
—Claro. Le podría haber dicho la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que tu idea de diversión es repasar viejos episodios de Embrujada, pero me
contuve.
—Te lo agradezco, Mike. De verdad.
—Lo que haga falta por mi prima favorita. ¿Os lo pasasteis bien?
—Sí. —Gemma se inclinó en su taburete—. Fuimos a Long Beach. Un amigo de
Sean tiene allí un apartamento y a veces se lo deja.
—Encantador.
—Lo fue.
—¿Te gusta de verdad ese tío?
—Sí, pero…
—Pero ¿qué? —Michael se puso serio.
Gemma se miró la falda.
—No sé. Todo el tema de los bomberos me pone nerviosa.
—¿Qué, el hecho de que algún día se pueda freír?
Gemma sacudió la cabeza, sorprendida.
—Eso es lo que te asusta, ¿verdad?
—Algo así —murmuró—. Además de otras cosas. No estoy segura de que
congeniemos.
—Caray. ¿Por qué? —replicó sarcástico—. ¿Sólo porque tú eres una bruja
italiana que tiene una tienda de ocultismo y él es un bombero que piensa que un
antro como O'Toole's es un lugar apropiado para una primera cita? A mí me parece
que tenéis mucho en común.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Gemma ladeó su cabeza, pensativa.


—Intento recordar si siempre has sido un idiota, o te has convertido en uno con
el tiempo.
—Vi la luz con la palabra idiota grabada en mi frente, cara. Perdona. —Se
agachó para bajar un punto el volumen de la música—. Mi consejo: déjate llevar y
espera a ver qué pasa.
Gemma no pudo evitar una sonrisa de suficiencia.
—Te refieres a lo que hiciste con Theresa: «Si no me lees las cartas del tarot me
dará algo.»
—Aquello fue diferente, el destino. —Michael se puso colorado.
Gemma no pudo evitar reírse.
—Y esto no lo es. Ya veo. Michael Dante, el gran visir de las relaciones
románticas.
—Lo único que digo… —Parecía enfadado.
—Ya sé lo que quieres decir, y te lo agradezco.
—¿Se porta bien contigo?
Su forma de hablar, con la manifiesta indirecta de una amenaza, como si fuera
su protector hermano mayor, hizo aparecer una sonrisa en la cara de su prima.
—Es maravilloso. No has de preocuparte.
Michael le frotó la espalda.
—Eres mi prima favorita, Gem. Por supuesto que me preocupo.
—No deberías. Sé cuidarme sola.
—Sí, bueno. No estoy seguro de que Nonna pueda. —Parecía preocupado—. Es
por lo que he venido.
Gemma sintió una oleada de ansiedad.
—¿Qué pasa?
—Hace un par de semanas, Anthony y Angie llevaron a Nonna a la iglesia a la
hora de siempre. Angie decidió quedarse. Le explicó a Ant que cuando llevaban diez
minutos de misa, Nonna se levantó y empezó a mirar a su alrededor. Al principio
Angie pensó que lo único que sucedía es que no podía recordar dónde estaba el aseo.
Pero cuando se le acercó, Nonna parecía no reconocerla ni saber en qué lugar se
hallaba.
Gemma se puso tensa.
—Después, el martes por la noche, Nonna se preparó la bañera y dejó los grifos
abiertos. El baño se inundó y el agua empezó a filtrarse hacia el piso de abajo.
Gemma entrelazó sus dedos con fuerza.
—Deberías haber visto el destrozo que hizo el agua. El techo de la cocina
empezó a gotear, Nonna se asustó y me llamó. Cuando llegué ya se estaba curvando.
Cerré los grifos e hice un agujero en el techo para que no se derrumbara. No te
imaginas el maldito diluvio. Le pregunté en qué estaba pensando y te juro por Dios,
Gem, que me miró como una niña asustada que se hubiera metido en un lío. Me dijo
que no recordaba haber abierto el agua.
—Mierda. —Un millón de ideas cruzaron la mente de Gemma, ninguna de ellas

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

positiva.
Michael la miraba inquisitivo.
—¿Parecía desmemoriada cuando estuvo contigo, diferente, despistada?
—Algo olvidadiza, pero puede que sólo a causa de la edad.
—Puede —dijo Michael sin sonar convencido. Una sensación premonitoria
pareció envolver la tienda, opresora y pesada. Gemma apenas podía mirar a Michael
sin sentir que se le encogía el corazón.
—¿Crees que es más serio? —le preguntó.
—Sí. —Michel la miró con ojos brumosos.
—Pueden ser mil cosas, Mikey. —Gemma se asía a la esperanza—. Interacción
de algunos medicamentos; hay mucha gente que se visita con diferentes médicos y
no explica lo que ya les han recetado.
—No son las medicinas. Le llevé al médico la lista de todo lo que toma. No hay
interacción entre ellas.
—Quizá deberíamos llevarla a un especialista.
—En eso estamos. —Parecía desalentado—. Theresa está buscando nombres y
teléfonos de los mejores geriatras de la ciudad. Cuando los tenga concertaremos las
visitas.
—Puede tardar meses.
—No cuando tu marido juega con los Blades y le consigue al doctor asientos
junto a la pista para algún partido en casa —explicó Michael dándolo por hecho.
Gemma alzó la mano y le apretó el hombro.
—Lo solucionaremos. Sabes que lo solucionaremos. —Su mente seguía
buscando explicaciones a los lapsos de memoria de su abuela. Endurecimiento de las
arterias. Falta de sueño. Mucha gente tiene problemas de sueño. Quizá Nonna no
podía dormir bien y por eso se le olvidaban las cosas.
—Según lo que digan los médicos, haremos una reunión familiar y decidiremos
qué hacer.
—¿Quién la acompañará a la cita?
—Tu madre y tía Millie —dijo Michael apartando la mirada.
—¿Qué? —graznó Gemma.
—Es su madre.
—Tiene que ir alguno de nosotros también. Tú o yo, o Ant o Angie o Theresa.
¿No crees?
Michael parecía preocupado.
—Pensarán que creemos que son ineptas si se lo sugerimos.
—Lo son —gritó Gemma.
Podía verlo: su madre impaciente, golpeando el suelo con el pie, sin escuchar
las explicaciones del especialista porque se moría de ganas de llegar a casa a tiempo
de ver Ophra, mientras a su lado, Millie, la chimenea siciliana, estaría con un ataque
de ansiedad causado por el mono de nicotina.
—Gem —la voz de Michael era amable—, uno de nosotros siempre puede
llamar después para hablar con el médico.

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Pero Gemma estaba decidida.


—Yo voy, Michael. A la mierda con herir los sentimientos de mi madre.
Estamos hablando de Nonna. ¡Nonna! De ninguna manera voy a confiar en esa
pareja para que nos informen de lo que tiene. Llamadme Theresa y tú cuando la cita
esté arreglada y yo iré con mi madre y Millie.
—Está bien —dijo su primo aunque parecía dudar. Miró el reloj y se levantó—.
Detesto deprimirte y marcharme, pero tengo que irme al Met Gar. —Acarició el
brazo de Gemma, haciendo crujir la tela—. ¿Estarás bien, tozuda?
—Sí, ¿y tú?
Michael asintió y la rodeó con sus brazos en un gran abrazo de oso.
—Te llamo en cuanto Theresa sepa la fecha. Mientras tanto no te preocupes.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Gemma decidió visitar a su abuela.

Desde que era pequeña a Gemma le encantaba el olor de la casa de Nonna. Olía
a fresco, como si su abuela siempre hubiera acabado de limpiar cuando la visitaba.
No fue hasta que se hizo mayor que se dio cuenta de que el aroma que impregnaba la
casa era de romero. Nonna lo cultivaba en macetas tanto dentro como fuera, en el
jardín tamaño sello de correos que tenía. Gemma disfrutaba sentada en la galería los
atardeceres de verano, esperando que la brisa ayudara a envolverla con su fragancia.
Incluso ahora, estuviera donde estuviese, el aroma a romero siempre la devolvía a su
infancia y a los tiempos felices que había pasado en Bensonhurst con la mujer que le
hacía sentirse especial.
Gemma la había telefoneado para avisarle con tiempo de que la visitaría el día
siguiente por la tarde. Aun así, la cara de Nonna mostró sorpresa cuando le abrió la
puerta.
—Bella! ¡Podrías haberme dicho que venías y habría comprado biscotti!
Gemma se descorazonó.
—Te lo dije por teléfono, ayer por la noche. ¿Te acuerdas, Nonna?
—Claro, claro —dijo la anciana apresuradamente, haciéndole entrar. Gemma
intuyó que se daba cuenta de que empezaba a olvidar cosas, pero que trataba de
disimular.
—Y no te preocupes —dijo Gemma mostrando una bolsa de papel—, yo he
traído biscotti.
—Perfetto! —Nona frotó sus nudosas manos en señal de satisfacción—. Pasa, te
haré un espresso.
—Vale. —Gemma no estaba segura de que su sistema nervioso, recién
introducido al mundo de la cafeína, pudiera soportar el espresso de Nonna. La familia
bromeaba diciendo que se podía usar como alquitrán para reparar los tejados en caso
de emergencia. Mejor ignorarlo. Una taza de café no la iba a matar.
La siguió a la cocina y se alarmó al ver el techo abombado y manchado de
humedad.
—¿Todavía no has llamado al señor Rosetti? —Se refería al yesero que su padre

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

ya conocía de tantos años—. Necesitas que cambien el techo cuanto antes.


Nonna lo miró.
—Lo haré, lo haré. Cada cosa a su tiempo. —Le gesticuló a su nieta—. Siéntate,
siéntate.
Gemma se sentó, observando atentamente cómo su abuela preparaba el café.
Sus movimientos eran tan firmes y seguros como siempre. Se acordaba de dónde
guardaba el café, midió la cantidad adecuada, conectó la máquina. Hasta ahí, todo
bien.
—Bien, Bella —le dijo mientras preparaba los biscotti en un plato—, explícame
qué hay de nuevo y emocionante.
—Nada. Bueno, algo —corrigió Gemma—. Hay alguien.
—¿Sí? —Los ojos de Nonna brillaron.
—Se llama Sean Kennealy y es bombero.
A su abuela le cambió la cara.
—¿Irlandés?
—Sssí —reconoció a regañadientes, medio levantándose por si Nonna
necesitaba ayuda para sentarse. Pero no fue necesario.
—Supongo que es esperar demasiado que puedas encontrar un joven italiano —
suspiró.
—¿Y qué hay de malo con un joven irlandés?
—Beben demasiado. —Los pequeños y retorcidos dedos de Nonna cogieron un
biscotto.
Gemma arrugó el ceño, decepcionada.
—No es verdad y lo sabes.
—Sé lo que sé —dijo, y mordió la galleta.
—Pues, en este caso, te equivocas.
—Así, este chico irlandés… —A Gemma le encantaba que su abuela se refiriera
a un hombre de treinta y cinco años como a un «chico»—. ¿Tienes relaciones sexuales
con él?
—¡Nonna! —No podía creer que le preguntara algo así.
—Es lo que quieren todos los hombres, sexo —se lamentó—. Tú les dices que no
y ellos que sí. Insisten, insisten, insisten, hasta que cedes.
Gemma miraba incrédula a su abuela. ¿Quién era aquella mujer que se sentaba
al otro lado de la mesa? Nunca había oído hablar a Nonna de aquella manera. Nunca.
Sabía que su abuela era endiablada e irreverente, pero aquello era diferente. Mejor
dicho: ella era diferente.
—Nonna —repitió Gemma, con voz todavía más amable—. ¿Te encuentras
bien?
—Me encuentro perfectamente —dijo con brusquedad—. ¿Por qué?
—Por nada, dices cosas extrañas, eso es todo.
—No hay nada de extraño en la verdad, cara.
Podía ser un poco cruel pero Gemma decidió llevar a cabo una pequeña prueba.
—¿Qué le ha pasado al techo, Nonna?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Ignorándola se levantó de la mesa y fue a comprobar la máquina de café.


—¿Nonna?
—Alguien se dejó el agua abierta —murmuró—. Eso es lo que Michael dice.
—¿Alguien?
Nonna permaneció en silencio. Gemma se levantó y rodeó a su abuela con los
brazos.
—No te acuerdas, ¿verdad? No recuerdas haber abierto los grifos.
—No —murmuró con expresión desesperada—. Pero no lo expliques. No lo
expliques.
—No lo explicaré —prometió Gemma acompañándola de nuevo hasta la
mesa—. Tú siéntate, yo traeré el espresso.
—Se me olvidan las cosas. Pero no me acuerdo que las he olvidado. Puede que
esté loca. ¿Quién sabe?
—Tú no estás loca.
—Y si no, ¿qué?
—No lo sé —dijo Gemma, sirviendo el espresso—. Pero lo averiguaremos. —Se
volvió para observar la expresión de su abuela y le sorprendió ver la sospecha
reflejada en sus ojos.
—¿Quiénes?
—Yo, mamá y tía Millie. Te llevaremos a un especialista y vamos a llegar hasta
el fondo del problema.
—Yo te diré cuál es el problema —dijo Norma enfadada—. Tu madre viene
cada día husmeando por aquí, obstinada, entrometida, preguntando. Y además se
cree que no me doy cuenta de que me roba los tomates. Ésa, que se meta en sus cosas.
¡Y Millie! Debí haberla ahogado cuando nació. A ella y a Betty Anne.
Gemma se estremeció. Algún ser extraño se había adueñado de su abuela. Era
la única explicación.
—No digas esas cosas —la regañó—. No está bien.
—Soy vieja. No tengo que ser agradable.
Gemma se rio. Ahora era su abuela. Quizá no todo estaba perdido.
Nonna tomó un sorbo de café y afirmó que estaba estupendo. Gemma hizo lo
mismo y aquel barro negruzco casi le pasa por la nariz. Era más que horrible: era
tóxico. Su primer sorbo iba a ser el último.
—¿Quieres saber más cosas de mi novio? —le preguntó, intentando desviar el
tema de su madre y sus tías, quienes, por lo que parecía, tenían suerte de haber
sobrevivido a su infancia.
—Claro —respondió Nona impaciente—. Quiero saber cada bendito detalle.
Gemma le explicó todo lo que estimó necesario y favorable.
—¿Sabe lo de la stregheria? —le preguntó.
Gemma asintió.
—Está un poco confuso —admitió Gemma.
—Si está confundido lo puedes aceptar. Si tuviera miedo no.
Nonna alargó su mano por encima de la mesa para tomar la de su nieta. Como

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

siempre se sorprendió de lo fría que la tenía. Fría pero suave. Gemma podía oler el
dulce aroma de la loción Jergen. Adoraba aquella fragancia. Almendra. Era el
perfume de Nonna.
—Esto es lo que voy a hacer —le dijo mientras apretaba su mano—. El domingo
voy a encender un cirio en San Finbar por ti, y rezaré a la SMMD para que todos tus
sueños se hagan realidad.
Gemma se emocionó.
—Gracias.
—Y luego —murmuró mientras se giraba para levantarse y rellenar su taza de
café— voy a rezar una oración especial a la querciola por ti.
Gemma se inclinó hacia delante esforzándose por oír.
—¿Qué es lo que acabas de decir?
—¿Qué? —Nonna parecía confusa.
—Ahora mismo. ¿A quién has dicho que le rezarías?
Nonna se quedó pensativa. Después, cambió su expresión y pareció que se
había quedado en blanco. Sacudió la cabeza lentamente.
—No me acuerdo.
Gemma lo dejó estar. Pero la palabra, querciola, le quedó grabada en su
memoria. Le resultaba familiar, pero no podía acabar de ubicarla. Tendría que
investigar, lo consultaría al llegar a casa.

—Ha sido Peter Gabriel con «Shock The Monkey». Precedida por Elvis Costelo
que nos dijo «Pump It Up», ¡sí señor!, y la serie se ha iniciado con un clásico de
AC/DC, «You Shook Me All Night Long». Seguid en antena, el tiempo a
continuación, en sólo unos minutos.
Después de dar paso a publicidad, Frankie se quitó los auriculares y miró
incrédula a Gemma.
—Perdona. ¿Qué acabas de decir?
—Creo que mi abuela podría ser una bruja.
Frankie no parecía creérselo. Saltó de su silla y guardó un montón de CD en sus
fundas. Era sábado por la tarde y estaba sustituyendo a otro disc-jockey. A Gemma le
resultaba extraño verla trabajar a la luz del día.
—Le expliqué lo de Sean, ¿vale? Y además de decirme que iba a rezar a la
SMMD…
—¿A quién?
—Son las siglas de Santa María Madre de Dios.
—A mí me suena como un grupo terrorista, pero sigue.
—Mencionó algo sobre una oración especial a la querciola. Y he buscado el
significado. Según uno de mis libros de brujería en italiano, querciola son los espíritus
que guardan a los amantes en particular.
—Tu abuela no es una bruja. De ninguna manera. Si la mujer vive
prácticamente en San Finbar…

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Tal vez sea ambas cosas.


—Pero eso la haría merecedora de ir directa al infierno.
—¿Y si no qué otra explicación puede haber?
—Es vieja, ha nacido en Italia, ¿verdad? —Frankie caminaba por el estudio
apartando CD—. Seguro que es algo que oyó cuando era pequeña, alguna antigua
superstición. —Gemma no parecía creérselo—. Venga, piensa sobre el tema. En casa
de tu abuela hay más imágenes religiosas que en el Vaticano.
—Es cierto. —Se encogió de hombros—. Tan sólo he pensado que resultaba
interesante.
Siguió con los ojos a Frankie cuando volvía al panel de control y apretaba una
tecla que introducía otro anuncio. Le encantaba ver trabajar a Frankie, poseía una
sincronización perfecta adquirida gracias a muchos años de práctica, por no
mencionar la verborrea entre canciones que parecía salirle sin esfuerzo. En el estudio,
Frankie se encontraba en su elemento.
—Veo que ya no llevas el sombrero —dijo Gemma.
—No.
—¿Así que ya se ha aclarado la calvicie?
—Ríete lo que quieras —contestó acalorada—. El inicio de mi pelo está
retrocediendo. Pero no tan rápidamente como pensaba.
—¿Y las gafas de sol? ¿Tienes resaca?
—No.
—Entonces, ¿cuál es el motivo de que las lleves?
—Creo que me están saliendo cataratas. —Se puso de nuevo los auriculares.
Cuando el aviso de estar en antena se iluminó Gemma se quedó en silencio—.
Tenemos quince grados y hace sol en el centro de Manhattan en esta gloriosa tarde
de sábado. No sé vosotros, pero a mí no se me ocurre mejor forma de celebrar el día
que probando un poquito de Fabs. —Frankie apretó un botón y los acordes de la
entrada de «Good Day Sunshine» llenaron el estudio. Volvió hacia Gemma—. Venga
ríete. Acúsame de ser una hipocondríaca.
—¡Yo no he dicho nada!
—Ni falta que hace. —Se bajó las gafas de sol y bizqueó—. Las luces brillantes
lastiman mis ojos. Es un síntoma.
—Dios quiera que nunca tengas nada serio. Nadie te creería.
Frankie le sacó la lengua antes de subirse las gafas otra vez por la nariz y se
dirigió hacia un ordenador que tenía cerca.
—¿Qué piensa tu abuela sobre Sean? —preguntó mientras tecleaba.
—¿Tú qué crees? Está decepcionada porque no es italiano.
—¿Has conocido ya a sus compañeros de trabajo?
—No.
—Me sorprende. Siempre había pensado que los bomberos consideraban a sus
colegas como a una segunda familia.
El comentario mosqueó a Gemma. Le había presentado a su familia de sangre.
¿Acaso no contaba?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Tú no has conocido aún a Sean.


—Corrección: Sean aún no me ha conocido. No vayamos a confundir quién es
aquí el importante.
Gemma sonrió.
—Cierto. —Tomó un sorbo del té que había traído en un termo—. ¿Crees que
debería hacer algún comentario sobre conocer a sus amigos?
—Por supuesto —dijo Frankie volviéndose hacia ella—. Y averigua si tiene
algún amigo soltero mientras tanto.
—¿Lo dices en serio?
—No me importaría acabar con mi sequía de citas.
—Ummm.
Si era sincera, Gemma no podía imaginar a su amiga con un bombero. Tenía
tendencia a sentirse atraída por hombres más extravagantes: músicos, acróbatas
extranjeros, artistas que se embadurnaban el cuerpo con petróleo para protestar
contra cárteles extranjeros, ese tipo de cosas. Cuanto más extravagantes más atraían a
Frankie. Y entonces fue cuando se le encendió una luz.
—Me parece que sé de alguien.
—¿Quién? —Los ojos de Frankie se iluminaron.
—El tío al que le estoy dando clases de tarot. Uther.
—¿El que me dijiste que parecía un exiliado de ZZ Top?
—Sí, pero es una buena persona, Frankie. Muy inteligente. Tiene memoria
fotográfica. Y —no estaba convencida de que fuera un incentivo, pero valía la pena
intentarlo— gana un montón de pasta.
—Uh —gruñó—. Me lo pensaré. Mientras tanto tú debes preocuparte de
conocer a los amigos de Sean.

—¿Qué haces despierta todavía?


Gemma estaba acurrucada en el sofá de Sean sorbiendo una infusión de menta.
Eran las seis de la mañana de un domingo y Sean acababa de volver de otra guardia.
Había algo más que sorpresa en sus ojos al verla. Había preocupación.
—No podía dormir. —Gemma evitó mirarlo.
—Cariño —Sean se sentó a su lado y la rodeó con un brazo—, tienes que hacer
algo al respecto. Es demencial.
Llevaban dos meses juntos y, en lugar de acostumbrarse a su profesión, su
ansiedad iba en aumento. Había hecho conjuros protectores, pero nada parecía
calmar el nerviosismo. No había problema cuando estaba en la tienda porque se
concentraba en el trabajo. Pero el resto del tiempo el sonido de las sirenas la
trastornaba. Cuando veía pasar un camión de bomberos por la calle, le inquietaba
pensar a dónde irían los hombres en su interior, si tendrían hijos, si volverían sanos y
salvos de su misión. Los turnos de noche, como el que Sean acababa de tener, eran
los peores. Se estiraba mirando al techo, preguntándose si el beso que él le había
dado antes de salir por la puerta iba a ser el último que habrían compartido.

- 90 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿No has dormido nada?


Avergonzada, Gemma negó con la cabeza. Sean estaba tan cerca que podía
percibir su aroma: limón fresco. Eso quería decir que se había duchado en el cuartel.
Si se había duchado significaba que tenía que haber realizado alguna salida. Tal vez
más de una.
—¿Cómo ha ido el trabajo? —preguntó en voz baja, sabiendo que iba recibir la
misma respuesta de siempre. Sean no lo sabía, pero su tendencia a mantener la boca
cerrada contribuía a aumentar su ansiedad. Ella era una Dante, por amor de Dios.
Estaba acostumbrada a tratar con gente que se despertaban unos a otros para explicar
que acababan de sonarse la nariz.
Sean bostezó, aparentando pensar en su pregunta.
—Bien. Tranquilo.
—¿Alguna salida?
Sean se frotó los párpados.
—Sí, una. —Tenía los ojos inyectados en sangre cuando la miró—. Bastante
complicada. No tengo ganas de hablar sobre ello, ¿vale?
Gemma estaba nerviosa y se mordía las pieles de las uñas.
—¿No puedes explicarme nada? Estoy muy preocupada.
—Ha sido un suicidio —dijo Sean con calma—. Dejémoslo estar.
—Vale.
Una curiosidad morbosa la invadió pero se contuvo y no le preguntó nada más.
Lo que él veía en su trabajo era un arma de doble filo. Quería y no quería saber.
Mejor dejarlo estar.
—¿Le gustaron los bizcochos a los muchachos?
—Sí, desaparecieron en cinco segundos. Los aspiraron. Y después Ojeda se
mareó. Es alérgico a los frutos secos, pero igualmente engulló unos cuantos.
—¿Cómo se encuentra?
—Está bien. Leary se lo llevó al dispensario de Lennox Hill. Le pusieron una
inyección y le devolvieron la alegría. —Sean sacudió la cabeza—. Hay que ser idiota
para olvidar que eres alérgico a los frutos secos.
—Idiota y hambriento.
—La próxima vez no los pondré.
—¿Algún día voy a conocer a alguno de ellos? —Le acarició la mano—. Parece
que significan mucho para ti.
—Es verdad.
—Pues salgamos con ellos y sus mujeres. O sus novias. ¿No es hora ya de que
conozca a tu segunda familia?
Sean parecía indeciso.
—Supongo que podemos organizar algo.
—¿Va todo bien entre nosotros? —preguntó Gemma en voz baja.
—¿Por qué preguntas eso?
—Sólo es… —Hizo una pausa para escoger las palabras apropiadas—. Hace ya
dos meses que salimos y todavía no he conocido a tus amigos. A veces creo que

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

tienes miedo…
—¿Quieres conocer a algunos de ellos? —la cortó Sean levantándose del sofá—.
Dalo por hecho.

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Capítulo 10

—¿Qué tal estoy?


Sean alzó la mirada del último número de la revista Firehouse y observó a
Gemma, que posaba delante de él vestida con un sari morado y el brazo izquierdo
cubierto de pulseras de oro desde la muñeca hasta el codo. Habían quedado para
cenar en Dante's con Mike Leary y su mujer Ronnie, además de Ted Delaney y su
novia Danielle. Al menos ése era el plan. Ahora Sean ya no estaba tan seguro.
—Umm…
Gemma se dio la vuelta para que la pudiera ver.
—¿No te gusta? Mi amigo Kai me lo trajo de la India.
Sean se rascó el pecho.
—Es muy… indio.
La sonrisa de Gemma se desvaneció.
—No te gusta.
—No, no, no, estás muy guapa. —Lo estaba. Además de exótica, maravillosa y
deliciosa. Para él.
—¿Entonces?
Sean apretó las manos entre sus rodillas.
—Es un poco —hizo una pausa—, un poco excesivo.
—¿Tú crees?
—Más o menos.
Gemma pareció sorprendida.
—Ah, bien. Pues me cambiaré.
Al verla de vuelta a su habitación, Sean se sintió carcomido por la culpa. ¿Quién
era él para decirle cómo vestirse? La respuesta no se hizo esperar: el tío que se iba a
comer un montón de mierda si aparecía en una casa de espaguetis de Brooklyn con
Indira Gandhi. Excéntrica era una cosa. Absolutamente estrafalaria es otra. Quería
que causara una buena impresión a sus amigos, no que se burlaran de ella.
—Y ahora ¿qué tal?
Reapareció en la sala de estar con unos vaporosos pantalones negros, unas
zapatillas chinas con lentejuelas, una túnica morada de terciopelo y un pañuelo con
estampado de Cachemira sobre un hombro. Atrevida, pero con estilo.
—Perfecta —dijo Sean sincero. Se fue hacia ella y la tomó en sus brazos,
hundiendo la cara en su cabello—. ¿No te vas a poner ese perfume que me gusta
tanto?
—He pensado que podía resultar excesivo.

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Sus miradas se encontraron y Sean vio que se burlaba de él.


—¿Me estás vacilando? —preguntó, pellizcándole el trasero.
—Puede.
—Póntelo —insistió besándole la sien con suavidad—. Por favor.
—¿Crees que les gustaré a tus amigos?
—Claro que sí —le aseguró y se aseguró—. ¿Qué puede no gustar?

—Willkomen, Bienvenue, Welcome.


Gemma lanzó una mirada a Michael mientras ella y Sean entraban por la puerta
del Dante's. Quizá ir allí no había sido tan buena idea. Conociendo a Michael, iba a
ser incapaz de resistir aparecer repetidamente por la mesa contoneándose con la
excusa de saber si todo iba bien. En cuanto a Anthony, sólo Dios sabía qué podía
pasar. Si estaba el Anthony bueno, se quedaría en la cocina guisando. Pero si estaba
el Anthony malo…
Su mirada, con la inequívoca intención de fulminarlo, pareció congelar a
Michael en sus planes.
—¿Qué? —preguntó a la defensiva. Gemma se le acercó.
—Nada de revolotear —le murmuró.
—Juro por Dios que no me verás el pelo en toda la noche —dijo poniendo una
mano sobre su corazón—. Como si no existieras. Pero tenemos que hablar.
—¿Sobre?
—Nonna.
—¿Malas noticias?
—Malas noticias —dijo Michael frunciendo el ceño.
—Llámame.
—Lo haré. —Señaló hacia una mesa grande al fondo, donde cuatro personas
estaban ya sentadas hablando—. El resto de los comensales ya ha llegado.
—Gracias, Mike —dijo Sean.
La mano de Gemma apretó la de Sean mientras se acercaban a la mesa. Estaba
tan nerviosa que sentía náuseas. Quería caerle bien a aquella gente. Y quería que le
cayeran bien.
—¿Cómo estoy? —le murmuró a Sean.
—Maravillosa, ahora que ya no hay peligro de que nadie te pueda confundir
con una extra de Bollywood.
—Burro —susurró Gemma cariñosamente.
Sean le apretó la mano.
—Sé tú misma y todo saldrá perfecto.
—Vale.
—Todo el mundo: ésta es Gemma.
Cuatro pares de ojos pivotaron al unísono para fijarse en ella.
—Hola —dijo saludando al grupo en general, mientras Sean le acercaba una
silla—. Encantada de conoceros a todos.

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—Es un placer —dijo Mike Leary, previamente conocido como Bigotes. Su cara
de póquer anunciaba que no iba a mencionar que ya se habían conocido. A Gemma
le pareció bien—. Soy Mike Leary. —Se volvió hacia una pequeña morena pecosa que
tenía a su lado—. Y ésta es mi esposa Ronnie.
—Hola —saludó Ronnie, repasando con la mirada a Gemma de pies a cabeza.
El otro hombre en la mesa, rubio, rechoncho y más joven que sus compañeros,
le tendió la mano.
—Hola, soy Ted Delaney.
—Es un novato —explicó Sean.
—Esta noche nos servirá la cena y después fregará la cocina. —Los tres hombres
rieron la broma de Leary.
Gemma sonrió por cortesía.
La mujer junto a Delaney, también regordeta y rubia, le dio la mano.
—Soy Danielle, la novia de Ted. Encantada de conocerte.
—Yo también.
Leary se acercó a Sean.
—¿Sabes quién está en la puerta saludando a la gente? Michael Dante. —Su voz
sonó tan reverente que a Gemma le entraron ganas de reír.
—¿Se lo digo yo o quieres hacer tú los honores? —le preguntó Sean a Gemma.
—Yo lo haré. Michael es mi primo.
—¡Y una mierda! —Leary estaba impresionado.
—Está muy bueno —dijo Danielle fantaseando.
—Sí que lo está —coincidió Ronnie Leary. Se volvió a su marido—. ¿Quién es?
—Juega con los New York Blades —explicó Leary con resignación—, es uno de
los H de P más duros de la NHL.
—Es un gatito —dijo Gemma confidencialmente. Todos se giraron hacia
Michael. Estaba claro que les interesaba saber de su vida privada.
—Está muy bueno —afirmó de nuevo Danielle.
—Mucho —confirmó Ronnie.
Gemma se relajó un poco; los amigos de Sean parecían buena gente. La noche
iría bien. Estaba convencida. Entonces Anthony salió de la cocina a grandes pasos
hacia su mesa.
—Willkomen, Bienvenue, Welcome!
—Mikey ya ha dicho lo mismo.
—¿Lo mismo? —preguntó indignado.
Gemma asintió.
—¡El capullo me ha robado mis líneas!
—¿Os conocéis? —preguntó Ronnie Leary.
—También es primo mío. De hecho es el hermano de Michael. Anthony, saluda
a esta simpática gente.
Anthony hizo una reverencia.
—Buenas noches a todos y cada uno. Me llamo Anthony Dante y voy a ser
vuestro chef esta noche. Permitidme que os diga las dos especialidades: chuletón

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asado al estilo de Florencia y cordero asado con bayas de enebro. Enseguida vendrá
Aldo a tomaros nota. —Miró a Gemma—. ¿Y a ti qué te preparo? ¿Bocata de tofu?
—Muy divertido.
Anthony se inclinó otra vez y regresó a la cocina.
—¿Bocata de tofu? —preguntó Danielle.
—Soy vegetariana —explicó Gemma—, y a Anthony le gusta burlarse de mí por
eso. —Pudo ver como Ronnie Leary entornaba sus ojos en un gesto a su marido.
—¿Por qué decidiste no comer carne? —preguntó Danielle.
Gemma notó cómo Sean le pellizcaba la rodilla por debajo de la mesa.
—Motivos de salud. —Le devolvió el pellizco. Apareció el camarero con los
menús y durante unos minutos la conversación se centró en la comida. Pero una vez
servidas las bebidas y pedida la cena, Gemma pudo notar una cierta sensación
embarazosa.
—¿Y a qué te dedicas? —preguntó Ronnie Leary.
—Tengo una tienda en Greenwich Village.
—Oohh la di da —cantó Mike Leary.
Gemma lanzó a Sean una rápida e inquisidora mirada. ¿Estaba bromeando
aquel tío? ¿Se burlaba de ella? ¿La quería poner en evidencia? ¿Qué?
Sean pareció ignorarla.
—¿Qué tipo de tienda? —quiso saber Danielle.
Otro pellizco de Sean. Gemma desplegó su servilleta y aprovechó para
apartarle la mano.
—Vendo libros, velas, cristales, ese tipo de cosas.
Mike Leary se carcajeó.
—¿Y la gente compra suficiente mierda de ésa para que puedas ganarte la vida?
—Sí —respondió ella ruborizándose un poco.
Mike le dio un codazo a Sean en las costillas.
—Cada minuto nace uno, ¿no?
Para sorpresa de Gemma, Sean se rio mostrándose de acuerdo.
—¿Y tú a qué te dedicas? —le preguntó Gemma a Ronnie Leary.
—Soy enfermera.
—Ése sí que debe de ser un trabajo duro.
—Es duro para los pies, eso seguro.
Gemma se ilusionó pues intuyó una vía de conexión.
—¿Sabes lo que va bien para eso? Aceite mentolado. Pon unas gotas en agua
caliente y los pones en remojo. Va tan bien que parece magia.
—Umm… vale. —Ronnie no parecía muy segura.
—No sé si quiero que los pies de mi esposa huelan como un caramelo —bromeó
Mike Leary.
—Como si alguna vez te acercaras a la mitad inferior de mi cuerpo —respondió
Ronnie arrastrando las palabras. Leary se puso rojo y abrió la servilleta de una
sacudida.
Gemma se sentía incómoda. Odiaba las parejas que aireaban sus trapos sucios

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

en público. Por suerte los Leary no eran los únicos allí. Se volvió hacia Danielle.
—¿Y tú qué haces?
—Soy peluquera. —Miró las trenzas de Gemma con interés.
—De éstas —dijo Mike Leary golpeándose la calva— no has visto muchas
últimamente.
Todos rieron.
—¿Sabes que se puede arreglar? —prosiguió Danielle.
—¿Arreglar qué? —Gemma estaba confundida.
—Tu pelo. Si me dejas que te lo alise y le dé forma…
—No, gracias —dijo Gemma educadamente. Con sus ojos buscó otra vez a Sean
para ver si se había dado cuenta de que Danielle acababa de insultarla, aunque sin
duda ella ni se había enterado. De nuevo Sean parecía despreocupado, atento a la
conversación.
—Oye —dijo Mike Leary—, ¿visteis King of Queens la otra noche? Fue
tronchante.
Enseguida se inició una animada discusión y Gemma no tenía ni idea de lo que
hablaban. Ted Delaney se dio cuenta.
—¿No te gusta Kevin James? —preguntó.
—No sé quién es —se disculpó sonriendo—, no veo demasiada televisión.
La conversación se cortó en seco, aunque sólo por un momento. Gemma se
hundió. «Me odian —pensó desmoralizada—. Piensan que soy una esnob
extravagante obsesionada con el aceite mentolado.» Sean la sacó del mal trance.
—Gemma no ve demasiada televisión porque está muy ocupada haciendo
fotografías. —Le estaba brindando una entrada—. Es una gran fotógrafa.
—Para eso inventó Dios el autofocus —dijo Gemma, feliz de poder integrarse
en el círculo.
Entonces se pusieron a hablar del cuartel y de un jugador de béisbol llamado
John Franco y se perdió de nuevo; se tuvo que conformar con la sonrisa de Sean
como compañera silenciosa. Tampoco ayudó que Michael apareciera cada cuarto de
hora como un reloj y a Anthony se le pudiera ver a cada momento espiándolos por
una rendija entre las puertas basculantes.
—¿Cómo va todo? —preguntó Michael en la que debía de ser su quinta visita a
la mesa.
Gemma lo miró implorante.
—Va todo bien. Si no fuera por cierto chef que insiste en sacar su cabeza por la
puerta de la cocina para controlarnos. ¿Tal vez tú podrías solucionarlo?
—Veré que se puede hacer —la tranquilizó Michael y se dirigió a grandes
zancadas hacia la cocina. Entró apartando las puertas y se pudo oír como gritaba a
todo pulmón.
—¡Para de mirar a Gemma y a su novio, idiota sobredimensionado!
Por supuesto que Anthony devolvió la andanada.
—Vaya con el gatito —recalcó Ronnie Leary por encima del estrépito de
cacerolas estrellándose contra el suelo.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Los italianos son así —dijo Danielle con complicidad—. Gente muy
emocional.
—¿Eres italiana? —preguntó Gemma. Quizá sentiría misericordia de las
familias chaladas.
—No, soy irlandesa, pero he oído historias. Y veo Los Soprano. —Miró a Gemma
con renovada curiosidad—. ¿Conoces a alguien de la Mafia?

—No estoy muy convencida de haberles caído bien a tus amigos —dijo Gemma
insegura mientras volvía con Sean conduciendo hacia Manhattan.
—Les has caído bien.
—Entonces ¿por qué Danielle se ha metido con mi pelo? ¿Y qué ha querido
decir Mike Leary con «la di da» cuando he explicado que tenía mi propio negocio?
—¡Venga! Ninguno de los dos presuponía nada —dijo Sean con calma y
alargando la mano para pellizcarle la rodilla.
Lo que le recordó a Gemma…
—¿Por qué no has parado de pellizcarme la rodilla? ¿Qué te creías que iba a
decir?
Sean se encogió de hombros.
—No lo sé. Sólo pensaba que sería una buena idea que no subieras el tono,
¿entiendes?
—Supongo —dijo Gemma mirando por la ventanilla.
—¿A ti te han gustado?
—Son buena gente —respondió Gemma precavida.
—No suena como una aprobación exactamente —opinó Sean, serio.
—No veo la televisión, Sean. No me importa el béisbol. No conozco a nadie del
cuartel. Y no conozco a nadie de la Mafia.
—Cálmate —dijo Sean—. Todo llegará.
—Y si no, ¿qué?
Sean giró la cabeza para mirarla.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Estoy cansada. Olvídalo.

—¿Como está la croqueta de menta?


Sean miró por encima de las páginas del Daily News y vio a Mike Leary delante
suyo, atusándose el bigote. La cena había acabado, el lavaplatos estaba trepidando y
la mayoría de los muchachos estaban apiñados frente al televisor para ver una
repetición de Los Soprano. Hasta el momento la guardia estaba siendo tranquila: una
falsa alarma y un incendio en un contenedor de basuras causado por mendigo calle
arriba.
Sean plegó el periódico.
—No hables así de mi novia.

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—Ooh, novia. Y además tiene su propio negocio. Seanny se ha buscado una que
lo mantenga.
—Dejando aparte que tú y tu diminuta polla os sentís amenazados por una
mujer independiente, ¿qué opinas de ella?
Leary se mordió un labio pensativo.
—Guapa. Pero tiene que cortarse el pelo. Podrían encontrar al hijo de Lindberg
allí en medio.
—Eres un gilipollas.
Leary le palmeó la espalda con afecto.
—Sólo te estoy vacilando, ya sabes. A veces…
Le cortó el sonido taladrante de la alarma ululando en el cuartel.

Escalera 29, camión 31, aviso de incendio en Brownstone, en el trescientos treinta


y cuatro de la Setenta y cinco Este esquina avenida Lexington.

Sean se levantó de un salto, seguido de Leary, para dirigirse a la zona de útiles


y ponerse la ropa de trabajo. Pensó que la noche tranquila podía estar a punto de
cambiar.
Notó cómo lo inundaba la adrenalina, cálida y rápida. No importaba el tiempo
que llevara haciendo aquello o las veces que había una alarma durante una guardia.
Siempre estaba la urgencia, la fuerza por enfrentarse y conquistar peligros
desconocidos representaba el reto más fascinante que conocía. Cogió su casco y su
botella de aire y saltó a la cabina posterior del camión escalera, que, con las luces
parpadeando y la sirena aullando, salió a toda velocidad del aparcamiento del
cuartel. La carrera hacia un incendio siempre le hacía pensar en el truco que Moisés
había hecho en el mar Rojo: el tráfico se abría a su paso, mientras la ciudad fluía
borrosa por las ventanillas. En su mente, Sean repasaba cuál sería la misión de cada
uno. Primero Sean entraría junto al teniente Carrey para realizar una inspección
inicial. Se llevarían a Delaney con ellos para que adquiriera experiencia. Mike Leary
se ocuparía de la ventilación desde el exterior. Joe Jefferson, el conductor, se quedaría
en el camión. «Sócrates» Campbell, abriría un agujero en el tejado para que penetrara
el aire. El camión escalera 29 tenía una buena dotación: rápida, fuerte y competente.
Hasta el jefe de batallón lo había dicho, y no era un hombre muy dado a los
cumplidos.
Sean pudo oler el humo cuando giraron por la Setenta y cinco Este. No era
capaz de explicarlo, pero cualquier otro bombero comprendería a la perfección cómo
podía identificar con tanta precisión entre la mezcla de olores de madera, yeso y
productos químicos ardiendo. Se le encogió el corazón al llegar al edificio de obra
vista marrón y ver la columna de humo espeso y negro que salía por las ventanas de
la segunda y la tercera planta. Se trataba de una misión seria. Rezó por que no
hubiera nadie en el interior.
Saltó del camión y esperó las órdenes del teniente. Como había previsto,
Carrey, Delaney y él eran los elegidos para entrar a evaluar la situación. En la acera

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se había reunido una pequeña multitud de vecinos con expresiones de ansiedad en


sus caras, mientras observaban a la dotación del camión 31 desenrollar las
mangueras y cargar las cuerdas. Una mujer vestida con una bata rosa de seda se
acercó al teniente Carrey y le dijo que estaba segura de que en la casa vivía un niño.
—¿Sólo un niño? —quiso asegurarse Carrey.
La mujer corrigió y dijo que eran dos adultos y un niño. Sean memorizó la
información mientras se ponía la máscara en la cara y abría la bombona de aire.
Corrió hacia las escaleras de la puerta delantera y la rompió con su palanca.
Entonces, preparado para la inevitable inmersión en las fauces de la humareda, se
metió dentro siguiendo de cerca a Carrey.
De inmediato le golpeó un muro de humo en forma de remolino. Estuviera
donde estuviese el fuego, debía de estar «quemando bien». Sean se agachó y avanzó.
El calor en la casa era muy intenso. Con Delaney justo detrás suyo se dirigió hacia
donde pensaba que se hallaría el comedor. Se paró un par de veces, retrocediendo
cuando dejaba de sentir la mano de Delaney presionando su botella de aire. Lo
último que quería era perder a un novato en una humareda tan densa como aquélla.
Avanzaba oscilando el mango del hacha delante de él, con un movimiento lento
de adelante hacia atrás. Sean hizo dos ruegos. Uno era que no hubiera nadie en la
casa. El otro, que si encontraban a alguien, pudieran salvarlo. El comedor, la sala de
estar y la cocina estaban vacíos. Sean se paró cuando oyó la voz entrecortándose de
Carrey por su radio.
—Batallón 6, aquí Carrey de la escalera 29. El piso inferior parece estar limpio.
Voy a subir con Kennealy y Delaney al primer piso, cambio.
Sean apenas pudo oír la respuesta del jefe del batallón a causa de un crujido
ensordecedor que explotó encima de él enviando una lluvia de chispas por el hueco
de la escalera.
—Escalera 29, proceda al piso superior.
Sean se volvió hacia Delaney.
—¿Va todo bien? —chilló.
—Perfecto —respondió también gritando.
A cuatro patas, Sean siguió lentamente a Carrey por las escaleras. Cuanto más
subían, más intenso era el calor. El sudor le inundaba la frente, deslizándose hasta su
nuca cuidadosamente protegida. Si se producía un corte en su ropa de protección, no
tenía duda de que el cuello se le escaldaría. El humo negro dificultaba la visión,
provocando que el avance fuera lento.
La primera planta estaba limpia. Sean esperó a que el teniente informara por
radio al comandante de que se dirigían a la segunda, donde se encontraban la
mayoría de los dormitorios. Recordando sus tiempos como novato, estaba
impresionado por la sangre fría de Ted Delaney. Cuando él se enfrentó con su primer
incendio de verdad, respiró con tanta fuerza que agotó el aire de la botella en un
cuarto de hora.
Aún tuvieron que afrontar otro tramo de escalera a gatas. Era como reptar por
el infierno, pensaba Sean mientras lentamente alcanzaba el rellano. Oscuro. Parecía

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

que se arrastrasen hacia el olvido. De repente Carrey se volvió y le habló a través de


la radio.
—Kennealy, tú ve a mirar en las dos habitaciones delanteras y luego nos
encontramos aquí en los escalones. Yo me llevo a Delaney y buscaremos en las
habitaciones traseras.
—Vale.
Se deslizó por el pasillo palpando la pared hasta que llegó al marco de una
puerta. Se incorporó y buscó el pomo para abrirla. La habitación estaba negra, negra
como una noche muerta. Es increíble, pero existen grados de oscuridad, grados de
negrura. «Busca en dirección de las agujas del reloj», se recordó a sí mismo. Dirección
agujas del reloj. Dirección agujas del reloj. ¿Dónde estaba el maldito fuego? ¿Dónde
estaba el niño? ¿Y sus padres? ¿Alguien? ¿Había alguien en la casa?
Arrastrándose hacia el interior de la habitación, recorrió la pared que daba el
exterior con la esperanza de encontrar una ventana. Estaba caliente. Quizá el hijo de
puta estaba ente la pared y el techo. Avanzando hacia la mortífera oscuridad
encontró resistencia. Empujó. El objeto era largo y sólido, una especie de armario
pequeño que bloqueaba la ventana. ¡Joder! Tenía que seguir buscando y encontrar
otras ventanas que pudiera usar para huir.
El miedo susurraba en sus oídos, pero alejó la distracción y se concentró en la
búsqueda por la habitación, aunque sabía que podía incendiarse en cualquier
momento. Reptó por tres escalones, golpeó con el mango del hacha lo que parecía ser
la pata de una cama. Ansioso se alzó para palpar la superficie. Vacía. Hizo lo mismo
por el otro lado. Nada. Comprobó debajo de la cama: limpio. Poniéndose de rodillas,
dobló el colchón por la mitad. Si entraba otro bombero sabría que la habitación ya
había sido inspeccionada.
Siguió con el circuito alrededor del dormitorio y encontró una estantería y un
tocador. Al menos es lo que le pareció. Comprobó el armario empotrado. No había
nadie. Escuchó crepitar en el exterior de la habitación. El fuego había alcanzado el
pasillo. La primera habitación ya estaba. En el corredor las llamas bailaban en el
techo sobre su cabeza creando un espeluznante fulgor extraterrenal en la oscuridad.
Cogió el extintor y las roció sólo lo suficiente como para poder continuar. El fuego
era demasiado intenso para que él solo pudiera apagarlo. Por el momento tendría
que conformarse con contenerlo. Además, tenía que buscar al niño. «Encuentra al
niño.»
El calor era ahora casi insoportable, la visibilidad un recuerdo. Sean reptaba
centímetro a centímetro, tocando la pared hasta que encontró otro marco. Esta vez, la
puerta estaba abierta y gateó hacia el interior. Giró a la izquierda y enseguida se
encontró con la forma de una cama. ¿Encima? Nada. ¿Debajo? Nada. Enrolló el
colchón y siguió abriéndose camino en la oscuridad. Tocador. Silla. Armario. Ropa
de mujer. Ni niño ni nadie. Miró hacia arriba. El fuego estaba abrasando el techo. Tan
rápido como pudo regresó al pasillo para encontrarse con el teniente Carrey y el
novato Delaney en el rellano, como habían acordado.
—Las dos habitaciones están vacías —dijo.

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Carrey asintió y habló por su radio.


—Escalera 29 a Batallón 6. Primera búsqueda en el segundo piso completa. Nos
dirigimos al tercero.
—Batallón 6 a escalera 29, aquí Murphy. Carrey, quiero que tú y tus hombres
salgáis inmediatamente. La tercera planta está a punto de derrumbarse. Repito: la
tercera planta está a punto de derrumbarse. Salid ahora.
«Mierda», pensó Sean, mirando hacia arriba desde donde se encontraba en
cuclillas. Las llamas se derramaban desde el techo como carámbanos. Las paredes
podían prender espontáneamente en cualquier momento. Tan rápido como pudo,
siguió a sus compañeros hacia el piso inferior. Acababan de llegar a los últimos
escalones cuando la planta superior se vino abajo, esparciendo maderos y placas de
yeso ardiendo. Una viga en llamas pasó a pocos centímetros de Sean, poco antes de
que él, Carrey y Delaney salieran por la puerta de entrada hacia lugar seguro.
Se deshizo del aparato para respirar y el casco y boqueó aire fresco, más por
sentirse liberado que por necesitarlo. Le atravesó un escalofrío cuando el humeante
sudor que impregnaba su cuerpo entró en contacto con el frescor de la noche. Un
segundo después, sonó un estruendo que parecía venir de las profundidades del
mismo infierno.
Sean tuvo que entornar sus ojos para poder ver las llamas consumiendo la casa.
¿Cómo demonios se habría iniciado el fuego? ¿Un problema en los cables eléctricos,
un cigarro que había caído al suelo? Dudaba que fuera provocado en un vecindario
como aquel. Miró su reloj. Habían estado en el interior menos de quince minutos.

—Mierda.
El fuego estaba sofocado y la casa limpia de humo. Sean y el resto de la
dotación se dedicaban ahora a recuperar objetos, tapar los muebles que habían
quedado intactos con lonas para protegerlos del agua y los escombros, y arrastrar los
restos quemados hacia la calle para empaparlos. Sean estaba cubriendo un tocador
cuando oyó que Sal Ojeda lanzaba la exclamación. Se le acercó y vio que estaba junto
a un arcón con la tapa abierta.
—¿Qué? —preguntó, con el corazón en un puño.
Ojeda sacudió la cabeza y dio un paso atrás. Sean llegó hasta el arcón y miró en
su interior.
Allí, acurrucado sobre una colcha parcheada de brillantes colores, había un niño
pequeño. Una fina capa de hollín cubría su cuerpecito. El hollín que tenía alrededor
de la nariz y de la boca le recordó a Sean las manchas que podría haberle dejado un
helado que hubiera comido sin cuidado. Mechones de pelo rubio le cubrían la frente
y sus manos estaban unidas como si estuviera rezando. Parecía que estuviera
durmiendo.
—Dios mío —murmuró Sean. Una arcada de asco hacia sí mismo borboteó en
su garganta.
—Sean.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Apartó la mano de Ojeda de su hombro justo a tiempo, antes de doblarse y


lanzar por la boca el primer vómito. «¿Cómo se me ha pasado el jodido arcón?
Jesucristo. Lo he dejado morir. He dejado morir a ese niño.»
—¡Espera! ¡Me parece que respira!
Sean alzó la cabeza y vio cómo Ojeda sacaba con cuidado a la criatura del arcón
y la dejaba en el suelo. Se limpió la boca y apartó a Ojeda de en medio. Inclinando la
cabeza del niño hacia atrás, le puso la mano en la boca para comprobar que no había
nada. Bloqueó las fosas nasales y empezó a administrarle la reanimación
cardiopulmonar.
—¡Respira! —gritó Sean. Dejó de insuflar aire en la boca del niño y pasó a
presionarle el pecho con el talón de una mano. Repitió cinco veces—. ¡No te me
mueras, joder! ¡Venga!
Su boca volvió a la del niño. Respiración. Cinco presiones. Respiración. Cinco
presiones. Respiración.
—¡Sean!
Alzó la vista y vio un sanitario que se dirigía hacia él a toda prisa.
—Déjame a mí.
—Venga, Sean. —Era el capitán McCloskey—. Devlin se hará cargo a partir de
ahora. La ambulancia está en camino. Vuelve al camión y espera, casi hemos
acabado.
Con el corazón golpeándole el pecho, Sean hizo lo que le habían dicho.

De vuelta en el cuartel, Sean estaba a punto de irse al acabar el turno. A pesar


de que Carrey ya había hecho una breve valoración sobre el terreno, al día siguiente
habría una reunión de evaluación. Se preguntaría a todos los que habían estado en la
escena del incendio lo que habían hecho y cómo se sentían por lo ocurrido. Se odiaba
a sí mismo sólo con pensarlo. «La he jodido. ¿Cómo crees que me siento?», se
imaginaba diciéndole con menosprecio al bombero de otro cuartel que iría a ejercer
de mediador.
—Kennealy, ven aquí un momento —dijo Carrey.
Obedeciendo a su teniente se acercó hasta el brillante parachoques cromado del
camión en el que estaba sentado.
—¿Qué pasa?
—Mira, sé lo que estas pensando en este momento. Crees que eres un mierda.
Te estás torturando por no haber encontrado el arcón.
—Más o menos.
—Bien, estoy aquí para decirte que podría haberle pasado a cualquiera de
nosotros. No tiene nada que ver con tus habilidades como bombero.
—Vale, bien.
—Es una putada cuando pasa algo así, Sean. Pero debes estar contento de que el
niño aún viva.
—¿Está en Lennox Hill?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Carrey asintió.
—Quizá me pase por allí mañana. Para ver si está bien.
—Buena idea. Te hará sentirte mejor. Intenta no obcecarte con ello o te volverás
loco. Puedes hablar conmigo cuando quieras.
—Vale.
—Ya sabes que hay una unidad de ayuda psicológica, y…
—Estoy bien —le cortó Sean—, no te lo tomes a mal, pero estoy perfectamente.
—De acuerdo. —Sean sabía que Carrey no le creía, pero que no iba a insistir
más. Le palmeó en el hombro—. Vete a casa y descansa. Ha sido una larga y jodida
noche.
—Tienes toda la razón —murmuró Sean.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 11

—¿De verdad su amigo dijo «La di da» cuando le explicaste que tenías una
tienda?
—Ajá.
—Es de imbéciles.
Gemma no se mostró en desacuerdo y siguió a Frankie hacia el siguiente
tenderete callejero en el que vendían jerséis de vivos colores tejidos a mano en
Guatemala. Estaban en Park Avenue South, en la feria de otoño, esperando que Sean
apareciera. Gemma quería presentarle primero a Frankie a solas, antes de la cena que
habían planeado la semana siguiente para que él conociera a sus amigos. Era
importante para ella que su mejor amiga y su novio se llevaran bien.
—¿Os divertisteis por lo menos?
—No sé si «divertirse» es la palabra que yo usaría. —Gemma alzó su mano para
tocar un jersey, acariciándolo con sus dedos—. Fue… esclarecedor. —La manga
rascaba al tacto y lo dejó ir.
—Esclarecedor. Hacía tiempo que no escuchaba esa palabra. —Frankie siguió
paseando hasta el siguiente puesto, donde una pareja, ambos rechonchos, con caras
serias y vestidos del mismo color azul poliéster, vendía pinturas realizadas sobre
terciopelo negro. Señaló un gran retrato de John Wayne descendiendo radiante del
cielo en un vagón de tren que describía círculos—. ¿Qué te parece?
Gemma observó a Frankie pagar cuarenta dólares con indiferencia y ponerse la
pintura bajo el brazo.
—Son buena gente, si dejo a un lado que se metieron con mi pelo y con la
tienda. —Cuando pensaba en lo ocurrido se desmoralizaba—. Van a ser causa de
problemas. De hecho ya están causando problemas. Se pusieron a hablar sobre
programas de la tele y de alguien llamado John Franco y yo me perdí del todo. Es
decir, no pude intervenir para nada. Me parece que creyeron que era una especie de
tía rara.
—Y lo eres. En el buen sentido.
A Gemma no le gustó.
—No me parece que ayude. No creo que las rarezas estén bien valoradas en la
lista de cualidades que Sean busca en una novia.
Estaban a punto de reiniciar el paseo cuando Gemma oyó que la llamaban. Se
dio la vuelta. Era Uther, que se dirigía hacia ella con una gran sonrisa en su pálida
cara. «Perfecto», pensó.
—Hola. —Gemma fue hacia él—. Uther, quiero que conozcas a mi mejor amiga,

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Frankie Hoffmann. Frankie, éste es Uther Abramowitz, le doy clases de Tarot.


Uther sonrió amablemente mientras le daba la mano a Frankie.
—Vaya sorpresa encontrarte por aquí —le dijo a Gemma.
—Estamos esperando a su novio —explicó Frankie.
El rostro de Uther mostró decepción.
—Oh.
—Uther es el alumno del que te había hablado —intervino Gemma con rapidez,
intentando salvar la situación—. Ya sabes, el de la memoria fotográfica.
Frankie asintió.
—Sí, me acuerdo. Muy enrollado. ¿Te dedicas al tema de ordenadores, no?
—¿Y tú qué haces?
Uther la miró intrigado.
—Soy disc-jockey —le respondió Frankie con su voz de Lady Midnight—.
WROX. El mejor rock de la ciudad.
Gemma reprimió la risa. Había visto a Frankie haciendo el mismo número cien
veces y siempre con el mismo efecto. A los hombres les temblaban las rodillas. Uther
no fue diferente. La sangre fluyó a su cara y, supuso Gemma, a otras partes del
cuerpo en las que no quería pensar.
—Tu voz es como el trino de un ruiseñor —dijo Uther apasionado—. ¡Siempre
te escucho!
—Claro que sí. —Frankie le indicó la bolsa negra que llevaba bajo el brazo—. ¿Y
qué llevas ahí?
Uther abrió la bolsa y, para sorpresa de las dos mujeres, saco una cota de malla.
—En mi tiempo libre me dedico a hacer de actor en recreaciones de
acontecimientos medievales. Interpretamos la batalla de Hastings el domingo que
viene en Central Park. —Miró a Frankie a los ojos—. Podrías venir.
—Puede que vaya —ronroneó Frankie.
Gemma sintió cómo su corazón se regocijaba. ¡Un actor medieval! Lo bastante
excéntrico como para ser perfecto para Frankie. No le quedaba duda de que los
podría enrollar. Tiró de la manga de su amiga.
—Debemos irnos —le dijo a Uther—, nos vemos el martes.
—Como siempre, señora. —Le hizo una gran reverencia a Frankie—. Encantado
de haberla conocido, gentil dama. —Dicho lo cual se alejó.
—¿Qué te ha parecido?
Pensativa, Frankie hizo un mohín con los labios.
—Es atractivo al estilo de una feria renacentista, ¿entiendes?
—¿Le puedo dar tu número si me lo pide?
—¿Por qué no? —respondió encogiéndose de hombros—. Hay peores cosas en
la vida que quedar con alguien que se viste y finge ser Guillermo el Conquistador. —
Miró su reloj—. Cariño, tu hombre llega T-A-R-D-E. Se suponía que debía haber
llegado hace veinte minutos.
—Ya lo sé. —Gemma trató de disimular su vergüenza mientras iban hacia el
siguiente puesto. No era el estilo de Sean llegar tarde. Debía haberse encontrado un

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

atasco. O tal vez se había olvidado de poner el despertador. No había hablado con él
desde que había entrado de guardia la noche anterior.
Pasaban por delante de un tenderete que vendía gruesos brazaletes y anillos
hechos de turquesas, cuando los ojos de Gemma se fijaron en un periódico que había
sobre una silla vacía: EL FUEGO ARRASA UNA CASA AL ESTE DE LA ZONA
ALTA, anunciaba el titular. UN HERIDO.
—Oh, Dios.
Gemma se acercó al vendedor que estaba enseñando un collar a un potencial
comprador.
—¿Me permite ver su diario? ¿Por favor?
El hombre asintió y Gemma corrió a cogerlo. Con manos temblorosas buscó la
noticia. La golpeó ver una foto en blanco y negro de los restos calcinados y su
estómago le dio un vuelco. «Sean.» Con la boca seca hizo una lectura transversal del
texto. Paró en seco al ver escalera 29.
—Tengo que irme.
—¿Qué? —Frankie no entendía nada, Gemma le pasó el periódico y empezó a
moverse como un animal enjaulado. Su amiga leyó deprisa.
—¿Estás segura de que fue la dotación de Sean la que intervino en el incendio?
Gemma asintió tragándose las lágrimas.
—¿Y si le ha pasado algo?
—Cálmate. Te estás alterando sin motivo. El texto dice que el hospitalizado es
un niño, no un bombero.
—¿Y qué? ¡Eso no aclara nada!
—Quizá sólo se está retrasando. —Frankie también estaba preocupada de
verdad—. Gemma, has de calmarte. Estás actuando como una loca.
—Me estoy volviendo loca. —Gemma paró de moverse y cruzó los brazos con
fuerza alrededor del pecho—. Cada vez que sale por la puerta me invade esta
sensación enfermiza de miedo: ¿y qué pasaría si, y qué pasaría si? No puedo
soportarlo.
—Ya lo veo. —Frankie la alejó hasta un lugar en el que no entorpecían el paso—
. ¿Qué quieres hacer? —le preguntó rodeándole los hombros con un brazo.
—Llamarlo. No sé.
—Vamos a ver: ¿por qué no le damos media hora más y si no aparece lo llamas
o te vas a casa? Lo que sea. ¿Te parece bien?
—Bien.
—No puedo creer que me dé plantón en nuestra primera cita —bromeó Frankie
con una sonrisa, en un intento de animar a su amiga.
Gemma intento devolverle el gesto, pero la sonrisa no apareció.

«Despierta. Despierta y así podré verte con los ojos abiertos y sabré que estás
realmente vivo. Despierta.»
Sean estaba sentado junto a la cama del hospital en la que estaba el niño que se

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había escondido en el arcón, deseando que se despertara. El crío tenía un nombre,


Jason Duffy, y según las enfermeras había sufrido una inhalación aguda de humo,
pero por lo demás parecía estar bien. Bien significaba que los médicos no habían
apreciado, de momento, que hubiera sufrido daño cerebral por falta de oxígeno. A
diferencia del personal de O'Toole's, las enfermeras sentían aprecio por los
bomberos; lo único que Sean había tenido que hacer fue decirles quién era y lo
habían dejado pasar sin preguntas, a pesar de que faltaba mucho para el horario de
visitas. Por supuesto que se sentía como un farsante por haberles dicho que le había
salvado la vida al chiquillo. La culpa de que estuviera allí era suya, pero ya se odiaría
más tarde por ello. Por ahora, era crucial para él verlo vivo.
Acercó su silla unos centímetros a la cama, para observar mejor cómo subía y
bajaba su pecho. El silencio en la habitación era inquietante; la televisión puesta, pero
sin voz, la imagen silenciosa de la gallina Caponata en la pequeña pantalla del
aparato situado cerca del techo. En la cama de al lado había otro chiquillo al que
habían operado de apendicitis. A Sean se le encogía el corazón cada vez que le oía
decir «duele… duele». No hay nada peor que ver sufrir a los niños.
Cuando regresó a casa después de la guardia no pudo dormir. Su mente revivía
el incendio. ¿Cómo era posible que no hubiera encontrado el arcón durante la
inspección inicial? Era tan elemental que le abochornaba. Le asaltaba la imagen del
niño acurrucado en el interior. Si Ojeda hubiese tardado dos minutos más en abrirlo,
estaría muerto. Al final se vistió de nuevo y se dirigió a Lennox Hill. Tenía que ver
con sus propios ojos que su negligencia no le había causado la muerte.
Y ahora estaba allí, esperando en silencio. Por lo que había podido deducir de lo
que el teniente le había dicho, los padres estaban en una fiesta cuando se inició el
fuego. Después de llamar al 911, la canguro se apresuró a salir y dejó al niño en la
casa. El origen del incendio aún no estaba claro. «Estas cosas pasan», le había dicho el
teniente, refiriéndose a la cagada de Sean. «Debes estar contento de que el niño aún
viva.» Y estaba contento. Por supuesto que lo estaba. Pero también se sentía
avergonzado y estremecido. Nunca antes había tenido un fallo tan garrafal. Nunca.
Las metidas de pata existen, pero aquélla era enorme, inexcusable. Decirle que no se
obsesionara sonaba a broma. ¿Cómo podía evitarlo? Al mirar la cara dormida de
Jason Duffy sólo podía pensar en una cosa: «Casi lo mato.» No daba gracias a Dios
por haberlo hallado a tiempo. Únicamente se le ocurría que por poco no estaba
muerto. ¿Cómo se suponía que iba a vivir con eso?
El chico se movió. «Despierta, por favor. Despierta.» Pero sólo cambió de
postura para seguir durmiendo. Estuvo sentado media hora más. Entonces se obligó
a marcharse. Si hubiese sido por él, se habría quedado todo el día y la noche. Hasta
que estuviera fuera de peligro. Una locura, pero no podía evitar sentirse responsable
de la situación del crío. Era el responsable.
No fue hasta que salió a la luz del día que recordó su cita con Gemma y su
amiga en el mercadillo. Miró el reloj. Una hora tarde. Pensó que posiblemente ya no
estarían y decidió volver a casa. Quizá ahora que ya había visto al chico con sus
propios ojos podría dormir un poco. Quizá. Gemma tendría que comprenderlo.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Gemma saltó del sofá cuando oyó el sonido de la cerradura al abrirse. Se habían
intercambiado las llaves del apartamento de cada uno, y ella aprovechó para esperar
a Sean en su apartamento. Un grito de angustia escapó de sus labios cuando lo vio
entrar, cansado, pero sin duda sano y salvo. Corrió hacia él y lo estrujó, abrazándolo,
besándolo, desesperada y agradecida.
—Hey. —Preocupado, Sean se deshizo suavemente de su abrazo y la miró a los
ojos—. ¿Qué te pasa?
Gemma empezó a llorar.
—El incendio de la casa, tú estuviste allí, ¿no es cierto? Y cuando no has
aparecido por la feria…
—Sssh, ven aquí. —La tomó en sus brazos—. Me sabe mal no haber podido ir.
He tenido que visitar a alguien en el hospital.
—¿A quién? —preguntó Gemma secándose los ojos.
—Un niño pequeño. —Sean tragó saliva.
—¿El del incendio?
—Sí. —Se separó de su abrazo y se dejó caer en el sofá—. Estoy exhausto.
—¿Cómo se encuentra?
—Está bien.
—Y tú ¿cómo estás? —preguntó Gemma mientras se acercaba al sofá.
—Yo también estoy bien.
Gemma se retorció las manos desesperada.
—Estaba muy preocupada.
—Siempre lo estás. —En sus ojos inyectados en sangre era perceptible el
enfado—. Mira, si te vas a poner histérica cada vez que tengo que apagar un
incendio…
—No puedo evitarlo —lo interrumpió con voz pausada—. Me importas mucho.
Sean se frotó los ojos vigorosamente con las palmas de las manos.
—Lo sé, Gem, pero me siento presionado. Ya tengo suficiente mierda por la que
preocuparme para que tú te angusties cada vez que voy a trabajar.
—Lo siento.
Sabía que Sean tenía razón, pero su enfado le dolía.
—Yo también lo siento. —Le alargó la mano y Gemma se sentó junto a él—.
¿Me odia tu amiga?
—Por supuesto que no. La conocerás el sábado de la semana que viene por la
noche. Eso es todo.
Sean puso cara de no entender.
—¿Cena? ¿En mi apartamento? ¿Con mis amigos? —apuntó Gemma.
—Claro, claro. —Dejó caer la cabeza y miró hacia el techo—. ¿La semana que
viene?
—Sí. —Gemma se puso un poco tensa—. ¿No hay problema, verdad? Creía que
nos habíamos puesto de acuerdo.

- 109 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Está bien. Sólo estoy cansado y he perdido la noción del tiempo.


—¿Seguro que estás bien? —dijo calmándose. Sabía que estaba insistiendo
demasiado. Lo notaba, pero no lo podía evitar. Quizá la madre de Sean prefería dejar
pasar las cosas. Pero ella era una Dante. Era incapaz. Si su hombre sufría, quería
saberlo. Deseaba ayudar.
Sean levantó lentamente la cabeza del respaldo del sofá y se la quedó mirando.
—Juraría que ya he contestado a esa pregunta.
—Es cierto. Lo siento. —Gemma paró.
Sean se levantó suspirando profundamente.
—Lo siento cariño, pero tengo que tumbarme. Ahora.
—Lo comprendo. —También se levantó—. ¿Quieres que te arrope?
—No, vete abajo. —Meneó la cabeza al responder—. Ya te llamaré cuando me
despierte, ¿vale?
—Estoy muy orgullosa de ti. —Gemma se puso de puntillas para besarle en la
mejilla.
—¿Qué quieres decir?
—Orgullosa de lo que haces. Y de que seas el tipo de hombre que va a visitar
niños al hospital. No estaría vivo si no llega a ser por ti.
—Vale. Soy todo un héroe. —La aflicción ensombreció los ojos de Sean.
No dijo nada más, la besó en la frente y se fue a su habitación, cerrando la
puerta tras de sí.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 12

Sean se apresuró a bajar las escaleras hacia el apartamento de Gemma pero no


estaba de humor para relacionarse con nadie; llevaba así toda la semana en parte
debido al insomnio. Cada vez que cerraba los ojos, revivía el incendio de la casa de
obra vista, y si algo podía con sus nervios era la falta de sueño. Sentía una necesidad
acuciante de alejarse de la gente, de los lugares, de todos los acontecimientos de la
vida cotidiana.
En pocas palabras, quería que le dejaran solo de una puñetera vez.
Pero sabía que para Gemma era importante que conociera a sus amigos. Estaba
decidido a sobreponerse a esa noche como llevaba haciendo con todos aquellos días.
Llamó a la puerta. Ver a Gemma radiante, vestida con su sari morado, le hizo sonreír
y se alegró de ser capaz de poder sentir. Se inclinó para besarla fugazmente.
—¿Llego tarde?
—Sincronización perfecta —le susurró acompañándolo de la mano hacia la sala
de estar. Una rubia desgarbada con un parche en un ojo, un hombre de canas
brillantes vestido todo de negro y un apuesto joven que tenía el aspecto de un Errol
Flynn latino, observaban cómo se acercaba, apagando gradualmente el discreto
zumbido de su conversación.
—Quiero presentaros a Sean. —La voz de Gemma denotaba nerviosismo,
mientras lo guiaba hacia la mujer rubia, que parecía la versión pirata de Heidi—. Ésta
es Frankie.
Sean le dio la mano luciendo su sonrisa más arrebatadora.
—Encantado de conocerte.
—Yo también. —Frankie se golpeó el parche con un dedo—. Tengo una lesión
en la córnea. David Crosby me tiró un avión de papel en el estudio.
—¿Quieres decir que ya no tienes cataratas? —le preguntó Gemma con dulzura.
Frankie la miró disgustada.
Sean pensó que era enrollado que Frankie se codeara con las estrellas del rock.
Tomó nota mentalmente para preguntarle más tarde.
Sin dejarle ir de la mano, Gemma le presentó al hombre de negro. A Sean se le
ocurrió por un momento hacer un chiste relacionado con Johnny Cash, pero decidió
que era mejor dejarlo estar. Aquel tipo no parecía alguien con el que se pudiera
bromear.
—Sean, éste es Theo.
—Tay-ho —corrigió enfadado.
Gemma se excusó llevándose una mano a la altura del corazón.

- 111 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Perdón, he querido decir Tay-ho. No puedo seguir el ritmo de todas las


variaciones de tus nombres. Theo es un artista de performances.
—Encantado de conocerte —repitió Sean. Alargó la mano para dársela a Theo.
Tenía ganas de conocer la historia de aquel tío.
—Y por último, aunque no el menos importante, Miguel. Es el redactor jefe de
moda de Verve.
—Enchantée —ronroneó con sus ojos negros centelleando—. Eres el bombero,
¿no? —Sean asintió—. Adoro a los hombres de uniforme.
—Compórtate —le dijo Gemma con familiaridad mientras apretaba la mano de
Sean—. ¿Qué quieres beber?
—Una Guinness me iría bien. —Se sentó en el sofá junto a Frankie.
—Oh. —Gemma estaba desconcertada—. Cariño, he olvidado comprar
cervezas.
—No pasa nada. —«Sabes que el único alcohol que pruebo es la cerveza, pero
tanto da»—. Beberé lo mismo que los demás.
—No te arrepentirás —le aseguró Miguel—. Gemma ha preparado unos
margaritas de lo más divino.
—Un margarita me parece genial.
Gemma le dirigió una sonrisa de felicidad y se escabulló hacia la cocina,
dejando a Sean preguntándose a quién correspondía escoger el tema de
conversación. Decidió tomar el toro por los cuernos.
—Ya sé que tú y Gemma sois amigas desde pequeñas —le dijo a Frankie—,
pero ¿vosotros de qué la conocéis? —preguntó, dirigiéndose a los dos hombres.
—Nos conocimos hace muchas lunas cuando pertenecíamos al mismo aquelarre
—dijo Theo con un suspiro.
—¿De verdad?
«Precisamente lo que quería oír. Archivar con etiqueta de "no repetir nunca esta
información".»
—Sí, pero no era su estilo, aunque todos la adorábamos. Sin duda es una
solitaria.
Sean asintió.
—¿Y tú, aún eres, emm…?
—¿Pagano? Dios santo, no. Fue sólo un peldaño en mi evolución como artista.
—Miguel se rio por la bajo y Theo se volvió hacia él enfurecido—. Tápate el agujero
con un Mello roll.
—Theo es muy susceptible en lo que se refiere a su arte —dijo Miguel
entornando los ojos exageradamente.
—Me gustaría saber más sobre ello —afirmó Sean tratando de parecer amistoso
e interesado. Lo estaba pasando mal tratando de manejar a aquellos dos. «¿Eran
pareja? ¿O lo habían sido?» Gemma no lo había mencionado. Sus dedos se morían de
ganas de sostener una copa.
—Mis performances exploran la opresión del hombre en una sociedad cada vez
más gineocéntrica —dijo con expresión seria.

- 112 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Perdona? —A Sean casi le duelen las cejas de tanto como las arqueó.
—Le gustaría tener un agujerito —rio con malicia Miguel.
Sean no estaba seguro de que hubiera respuesta para aquello, pero Gemma lo
salvó al entrar en la sala con el margarita para él.
—Aquí tienes.
—Gracias. —Alzó la copa de cóctel—. Por los amigos.
—Por los amigos —repitieron todos.
—¿Qué me he perdido? —preguntó Gemma animada acercándose cariñosa a
Sean.
—Estaba investigando cómo te habían conocido —explicó—. Le toca a Miguel.
Miguel miró a Gemma interrogándola.
—¿Te acuerdas de cómo nos conocimos, hermana mujer?
—Sí. Los dos queríamos la misma boa azul real en Screaming Mimi. Casi nos
peleamos.
—Exaaacto. Yo gané, si no recuerdo mal.
—Sólo porque yo te dejé.
—Tan generosa. —Le lanzó un beso a Gemma.
«Imbécil presumido», pensó Sean.
—Dejad las boas, quiero saber cosas de los bomberos —exclamó Frankie.
—¿Qué pasa con los bomberos? —Sean se puso en guardia.
—Debe de ser interesante.
—Lo es. —«Pero por favor no me preguntes si alguna vez le he salvado la vida
a alguien.»
Miguel arrancó un hilo de sus pantalones con un gesto rápido.
—Debéis de ensuciaros mucho.
—Pues sí.
—No creo que eso me guste mucho —dijo Miguel frunciendo los labios.
—Oh, pooor favor —resopló Theo—. Podría darte un paro cardíaco si te
acercaras a dos metros de una mancha.
—Por eso detesto el campo —dijo Miguel con un estremecimiento.
Sean se concentró en su bebida. ¿Qué coño contestas a algo así? Puedes meterte
con él, soltarle algún comentario ocurrente y malicioso que le haga sentirse como un
gilipollas. Pero no lleva a ninguna parte, no vale la pena.
Gemma dejó su bebida y se inclinó sobre la mesita de café para alcanzar una
bandeja con crudités y hummus, y la pasó para que se sirvieran.
—¿Os he explicado que Sean trabajaba en Wall Street antes de ser bombero?
—Como un centenar de veces —dijo Theo en tono de aburrimiento.
Sean lanzó a Gemma una mirada interrogativa. «¿Qué pasa, que ser bombero es
poca cosa?» Tomó un trozo de zanahoria y, después de hundirlo en el hummus, se lo
llevó a la boca.
—Un hummus muy bueno, cariño.
—Me encanta oír a los hombres llamar cariño a las mujeres —suspiró Miguel—.
Es tan Neil Diamond.

- 113 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Neil Diamond lleva tanta colonia que podría provocar una congestión en la
autopista —bromeó Frankie.
Por fin un tema de conversación que interesaba a Sean.
—¿Conoces a Neil Diamond?
—Los conoce a todos, encanto —sonrió afectadamente Miguel.
—¿De verdad? —Se dirigió a Frankie—. ¿Mike Jagger?
—Es más malhablado que un camionero.
—¿Steven Tyler?
—Me pidió prestada mi bufanda favorita y no me la ha devuelto.
—¿Bruce?
—¿Qué ocurre con los bomberos y Bruce? —se quejó Frankie—. Todos se
vuelven locos por Bruce.
—Canta su dolor —se burló Theo.
Sean sintió un impulso colérico pero se contuvo.
—Cuéntame algo de Bruce —le pidió a Frankie, ignorando abiertamente a Theo.
—Bruce es un gran tipo, tiene los pies en el suelo.
—Necesita una puesta al día —opinó Miguel—. Quiero decir, ¿adónde va un
hombre de más de cincuenta años con téjanos ceñidos? Pa-té-ti-co. ¿Y esa cruz que a
veces lleva colgando del cuello? Es tan del 2003.
«Es el momento de desconectar», se dijo Sean a sí mismo prácticamente
acabándose de un trago su margarita. Se quedó ausente el resto de la noche, incluida
la cena, vegetariana por supuesto. Fue la única forma que tuvo de soportar
conversaciones sobre diseñadores de los que jamás había oído hablar o
tergiversaciones de anuncios de tampones y que a eso lo llamaran arte. De vez en
cuando prestaba atención, cuando Frankie hacía comentarios sobre la radio y el
negocio musical. Era la única de los tres amigos de Gemma que mostraba un genuino
interés por él. Un poco rara —¿a qué venía el parche en el ojo?—, pero amistosa y
claramente devota de Gemma. ¿Los otros dos? Unos gilipollas engreídos y pagados
de sí mismos. Sus entrañas se le revolvían al ver cómo Gemma charlaba y se reía con
ellos durante toda la noche. «¿Quién es? ¿Qué hace congeniando con ellos? ¿Cómo
puede estar conmigo?»

—Has estado callado esta noche —le comentó Gemma mientras ponía las
últimas sobras en la nevera.
—Supongo que sí —dijo Sean encogiéndose de hombros. Le pasó el vaso que
estaba secando, agradecido de que la limpieza hubiera durado poco. Estaba
exhausto. La poca energía con la había empezado la velada se había agotado tratando
aparentar cordialidad con Tay-oh y Miguel.
—¿Estás bien? —le preguntó Gemma tocándole un brazo.
—¿Por qué siempre me preguntas lo mismo?
—No es verdad.
Gemma parecía disgustada.

- 114 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Sí lo es. Lo haces constantemente. ¿Hay algo de lo que digo o hago que te
haga pensar que no estoy bien?
Gemma hizo una pausa.
—Esta semana has estado un poco ausente.
—¿Ausente? ¿Qué quieres decir?
—Malhumorado. Callado. Poco comunicativo.
—Tal vez soy un tío malhumorado, callado y poco comunicativo.
—Tal vez. —Gemma parecía insegura y siguió ordenando los vasos—. Parece
que Frankie y tú os lleváis bien.
—Sí, Frankie me gusta —dijo Sean, ayudándola para que Gemma no tuviera
que subirse a un taburete.
—Y parece que a ella le caes bien. Estoy segura de que mañana me hará un
informe completo por teléfono.
Sean sonrió.
—Creo que a Theo y a Miguel también les has caído bien —probó suerte
Gemma.
—Es difícil decirlo, sólo hablan de ellos mismos. —Sean notaba que estaba
agotando sus últimas gotas de paciencia.
—Lo sé —suspiró Gemma—. Esta noche se han pasado un poco.
—¿Quieres decir que no son siempre así?
—Dios, no. Debes estar agradecido, al menos te han evitado tener que soportar
su imitación de Liza Minnelli.
Sean parecía desconcertado.
—Es una broma, cariño. Relájate. Me parece que trataban de asustarte
deliberadamente.
—¿Y por qué?
—No les gusta compartirme. Los llamaré mañana y les diré que se portaron
como dos niños muy malos.
—Bien hecho. Porque mi primera impresión es que Miguel es una reina
desagradable y Tay-oh un imbécil pretencioso. Me cuesta comprender cómo puedes
ser su amiga.
—No han sido tan malos. —Pareció que a Gemma la cogía por sorpresa.
—Eso es discutible —resopló Sean.
—Al menos son interesantes —se defendió Gemma.
—¿Y mis amigos no lo son? —Sean notó cómo le subía la presión por las venas
cuando Gemma miró hacia otro lado admitiendo su culpa—. Al menos tienen los
pies en el suelo.
—¿Y qué? Eso no quiere decir que sean interesantes —respondió Gemma
cerrando de un portazo el armario de la cocina.
—Perdóname. Supongo que ser un bombero y salvarle la vida a la gente es
aburrido. Ser enfermera también debe de ser aburrido. Y peluquera. ¡Al menos mis
amigos hacen con sus vidas algo que tiene un significado! ¡Al menos contribuyen!
—¿Por qué te muestras tan crítico?

- 115 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—No estoy siendo crítico, estoy siendo sincero. Son unos memos, Gemma.
—¡Vale, y tus amigos miran estúpidos programas alienantes en la televisión y
béisbol y se creen que es divertido insultar a alguien que tiene su propio negocio! —
replicó Gemma acalorada.
—Eso lo aclara todo —rio Sean por lo bajo.
—Creo que tus amigos son buenas personas —intentó arreglarlo Gemma sin
convicción—. Es sólo…
Sean alzó la mano.
—No importa. Vamos a dejarlo, ¿vale? Estoy demasiado cansado. —Cogió un
plato que Gemma le pasaba y lo dejó en el armario—. Sólo una cosa: ¿por qué es tan
importante para ti que antes de bombero fuera corredor de bolsa?
—Para mí no es importante. Sólo creo que es interesante.
—¿Sí?
—¿Adónde quieres llegar? —preguntó Gemma cautelosa.
—¿Estás segura de que no les dijiste que trabajaba en Wall Street para que no
pensaran que soy un simple y aburrido bombero al que le gusta Bruce y beber
cerveza?
Gemma parecía a punto de llorar.
—¿Te parece el tipo de cosa que yo haría?
El tono dolido de su voz lo detuvo. Sabía que se estaba portando como un
gilipollas.
—No lo sé.
—Pues no lo haría. Y si crees que lo podría hacer, es que no me conoces en
absoluto —dijo colocando el último plato en su sitio.
Sean deseó poder hacer que la tensión se evaporara simplemente abriendo una
ventana. O, aún mejor, retrasar el reloj unos minutos y sentarse tranquilamente junto
a ella para decirle que la velada había ido bien. Pero no era posible. Su mirada captó
la de Gemma; ella también sentía lo mismo: el distanciamiento, la sensación de
desencuentro.
—¿Y ahora qué? —preguntó él sombrío.
Gemma se cubrió un bostezo con la mano.
—Estoy derrotada. Vamos a la cama.
—En realidad —dijo Sean—, si no te importa creo que me voy a dormir a mi
casa esta noche.
—Oh.
Sean se preguntó cómo aquella mínima expresión podía contener tanta sorpresa
y tanto dolor.
—No te preocupes, no pasa nada —le aseguró, abrazándola—. Es sólo que no
estoy durmiendo bien y concilio mejor el sueño en mi cama, ya lo sabes.
—Ningún problema. —Gemma le cubrió la cara cariñosamente con su mano—.
¿Por qué te cuesta dormir?
—Historias, ya sabes —evitó responder.
—Sean…

- 116 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Gemma —en su voz había un aviso—, déjalo estar, cariño, ¿vale? —


Entrecruzó sus dedos con los de ella y la besó con ternura en la frente—. Te llamaré
mañana cuando acabe mi turno. Podríamos ir a la playa.
—Estaría bien —contestó Gemma en un tono de voz que intencionadamente no
implicaba compromiso, el mismo que había usado después de sus desastrosa cita en
O'Toole's.
Un beso más y ya había salido por la puerta en dirección a su apartamento.
«Gracias a Dios que se ha acabado», pensó sobre la cena. Se desnudó y se metió entre
las sábanas, esperando que el sueño le golpeara como cuando un boxeador
profesional lanza el puñetazo definitivo. Sin embargo volvió a recordar la casa de
obra vista, y cuando pudo escapar, su mente le llevó a pensar en Gemma. El sueño
no apareció.

Sean no llamó el día siguiente, ni al otro. Preocupada, Gemma le dejó un


mensaje, sólo uno, pues no quería que él la acusara de preocuparse por nimiedades.
Cuando pasó otro día sin que respondiera, Gemma quedó con Frankie en el café para
un encuentro de emergencia.
—Debo decírtelo, no creo que pinte bien. —Frankie parecía un doctor dando
malas noticias a un paciente—. Primero te pide que no les digas a sus amigos que
eres una bruja, después no le gustan tus amigos, excepto yo, por supuesto —añadió
feliz—, y lo más importante, desperdicia una oportunidad de hacer el amor. —
Frankie sacudió su cabeza—. No pinta bien.
—No es el mismo desde aquel incendio. Pero no consigo que me hable del
tema.
—Hay algo más que el incendio.
—Lo sé, lo sé. —Gemma picoteó lánguidamente del bollo que tenía en su
plato—. ¿Qué crees que debería hacer?
—Está claro: llama a su puerta y averigua de una vez qué demonios está
pasando.
—¿No crees que sería entrometerse demasiado?
—¿Entrometerse? Gemma, estamos hablando de tu novio. Si mi novio estuviera
ausente tres días sin dar explicaciones, ni contestara a mis llamadas, puedes
apostarte lo que quieras que yo estaría aporreando su puerta. Mereces una
explicación.
—Lo sé. Pero no estoy segura de querer saber de qué se trata.

—Espera un momento.
La voz de Sean a través la puerta cerrada sonaba fatigada. Gemma se puso
tensa, sin saber lo que podía esperar. Notaba los nudillos de su mano derecha
palpitando. Dos minutos más y habría llamado a los bomberos para que derribaran
la puerta. Ironías de la vida.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Se abrió la puerta y apareció Sean. Tenía aspecto de no haber dormido desde


hacía días.
—Pasa —dijo con voz abatida.
Inquieta, lo siguió hacia el interior y le sorprendió ver las jaulas de Pete y Roger
cubiertas en pleno día. Normalmente, cuando Sean estaba despierto, los pájaros
también.
—Me tenías preocupada —le dijo.
—Lo sé. —Sonaba fatigado—. Quería llamarte, pero… —Se humedeció los
labios, parecía extraviado—. Siéntate.
Gemma se sentó sin poder de apartar sus ojos de él.
—¿Qué está pasando, Sean?
—No me encuentro bien.
—¿Gripe?
—Ojalá —rio con amargura.
Se hundió en una silla frente a la de Gemma. Le costaba creer el mal aspecto
que tenía. Sus despiertos ojos azules estaban rodeados de ojeras y habían perdido el
brillo. Tres días sin afeitar habían poblado de canas su cara y su cuello. Parecía algo
más que enfermo, parecía atormentado.
—Háblame, Sean.
—¿Sobre qué?
Gemma trató de poner voz amable.
—¿Por qué no has respondido a mis llamadas?
—Ya te lo he dicho, no me sentía con ánimos.
—¿Físicamente o mentalmente?
—De hecho, ni unos ni otros. —Alzó sus ojos en busca de los ella.
Gemma entrelazó los dedos con fuerza.
—¿Tiene todo esto algo que ver con el incendio de la casa de obra vista?
—¿El qué?
—Que no te encuentres bien —dijo cuidadosamente.
Sean se recostó en la silla.
—No —suspiró.
Gemma estudió su cara: los ojos hundidos, la tez pálida.
—Estás mintiendo.
—Tienes razón.
—Oh, Sean. —Quiso acercársele, pero su expresión, alejada e inaccesible, la
detuvo.
—No quiero hablar sobre el tema.
—Sean. —Su voz era casi una súplica—. No tienes que sufrir a solas, estoy aquí
por ti, para escucharte.
—Te acabo de decir que no quiero hablar sobre el tema.
—Te encontrarías mejor si lo hicieras.
—¿Cómo lo sabes? —se burló Sean. Lanzó una risa corta—. Quiero saber qué
coño sabes tú lo que es buscar en una casa, creer que has hecho bien tu trabajo, sólo

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

para darte cuenta después de que casi dejas morir quemado a un niño.
Gemma se asustó. «Así que eso fue lo que ocurrió.»
—No tengo ni idea. —Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas—. Pero estoy
aquí por ti. Por favor, déjame ayudarte.
—No hay nada que puedas hacer —dijo inexpresivo.
—Puedo abrazarte, puedo escucharte.
—Estoy bien —insistía Sean con los dientes apretados.
—Alejarte de la gente no es estar «bien». —Dobló las manos en un gesto de
impotencia—. ¿Has llamado al trabajo para decir que estás enfermo?
—¿Qué? —respondió adusto—. No. Estuve de guardia veinticuatro horas y
ahora tengo una semana libre.
—¿Cuando has de volver?
—El domingo.
—¿Y qué piensas hacer hasta entonces? ¿Esconderte aquí y revivirlo una y otra
vez?
—Puede —musitó Sean amargado, apartando la vista. Cuando volvió a mirarla,
Gemma tuvo la impresión de que, en aquel momento, le costaba un tremendo
esfuerzo emocional mantener la más mínima relación humana—. Mira, no estoy
seguro de que esto me vaya bien ahora mismo.
—¿Esto? —Gemma se sintió alarmada.
—Nosotros. Ni me gustan tus amigos ni a ti te gustan los míos. No sabes
sobrellevar las exigencias de mi trabajo y, siendo sincero, que seas una bruja me
resulta un poco extraño. Afróntalo, Gemma. En el único sitio en el que funcionamos
es en la cama.
Las lágrimas estuvieron a punto de traicionar a Gemma, pero se contuvo.
—Eso no es cierto —dijo tranquila.
—Sí, cariño, lo es.
—¿Adónde quieres ir a parar? —Luchó por mantener una voz natural y
calmada—. ¿Quieres que nos separemos?
—Por ahora sí, tal vez —dijo Sean apesadumbrado.
—¿Por ahora? —Gemma no podía creer lo que estaba oyendo—. ¿Y yo qué, voy
a tener que estar a tu disposición esperando a ver si cambias de opinión?
—No.
—Entonces ¿qué?
—No lo sé —gruñó Sean, agarrándose la cabeza—. En estos momentos ni
siquiera puedo pensar con claridad.
—Pues piensa sobre esto: o estamos juntos o estamos separados. Es tu elección.
—Creo que es mejor que te vayas —dijo Sean bajando la cabeza.
Temblorosa, Gemma se levantó lentamente.
—¿Estás seguro?
—¡Acabo de decirte que ahora no puedo pensar con claridad! —explotó Sean.
Su cara era el vivo reflejo del sufrimiento—. Mira, haz lo que te dé la gana, ¿vale?
Gemma se dirigió hacia la puerta y cogió la llave de su apartamento que estaba

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sobre una mesita. Estaba decidida a aguantarse las lágrimas hasta llegar a su casa.
Pensó en dar un portazo o irse sin decir nada, pero no era su forma de ser y no tenía
ganas de que las cosas quedaran de aquella manera. En cambio se obligó a darse la
vuelta para mirarlo.
—Cuídate, Sean. Por favor. —Le devolvió su llave.
Sean inclinó su cabeza como si asintiera, negándose a mirarla.
Gemma se deslizó por la puerta sin una palabra más.

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Capítulo 13

No tenía planeado decirle que quería dejarlo temporalmente.


Cuando el día anterior oyó que llamaba a la puerta se puso de mal humor, pero
sabía que le debía una explicación, por mínima que fuera. Estaba demasiado sensible
y resentido para hablar sobre el incendio de la casa; no estaba preparado para hablar,
punto. Sabía que su intención era buena y que ella sólo había reaccionado al verle en
aquel estado de abatimiento. Pero se lo tomó como una intrusión y se irritó en lugar
de mostrarse comprensivo. Entonces las palabras surgieron sin querer, producto de
la furia contenida y la confusión. Pero ahora que ella había accedido a su petición,
suponía que para siempre, se preguntaba si había sido lo adecuado.
Se esforzó por levantarse de la cama y fue a la cocina para preparar café y dar
de comer a los pájaros. Hoy se tenía que enfrentar con el mundo exterior: había una
fiesta de despedida de uno de los muchachos del camión 49 que se jubilaba, y si no
aparecía, iba a tener que escuchárselo mucho tiempo. Iría, tomaría una cerveza, lo
felicitaría y se arrastraría de nuevo a su cueva.
Cualquier cosa era soportable durante media hora.

—No te ofendas, pero estás hecho una porquería.


—Yo también me alegro de verte —le respondió Sean a Mike Leary mientras
entraba en el club Huntington Elks. El lugar estaba lleno de bomberos con sus
familias. El homenajeado, Dennis McNab, estaba sentado a la cabecera de una gran
mesa al fondo de la sala junto a algunos de sus camaradas de compañía. Las risas
estridentes eran la banda sonora del día, haciendo que Sean aún se sintiera peor por
ser aquel pozo de miseria.
—¿Dónde está Rapunzel?
Sean sé enfadó.
—Eres un maldito pesado, ¿lo sabes, verdad? —No estaba de humor para
explicarle a Leary su separación y pensó deprisa: era sábado por la tarde—. Está en la
tienda. No ha encontrado a nadie que la pudiera sustituir.
—Repíteme el nombre de la tienda. Me gustaría ver qué hay.
Sean hizo ver no que lo oía y se alejó. Era lo último que necesitaba, Mike Leary
en el Golden Bough, descubriendo lo extravagantes que eran los productos que
Gemma vendía. Se podía imaginar los comentarios de Leary en el cuartel.
Se dirigió hacia una de las neveras y sacó una Guinness. Echó una ojeada a la
sala y vio a J.J. Roper sentada sola en una esquina. J.J. era una de las pocas mujeres

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

del FDNY y había entrado en la academia al mismo tiempo que Sean, pero aún no
había sido totalmente aceptada por sus compañeros de cuartel. Sean había oído más
de un comentario de alivio por parte de otros bomberos por no tener una mujer en su
compañía, ya que, en su opinión, habría representado un cambio en la dinámica.
Otros señalaban que tendrían que deshacerse de las revistas pomo del lavabo.
Algunos incluso dudaban de que las mujeres pudieran sobrellevar el trabajo, a pesar
de las evidencias en contra. Sean suponía que los muchachos se sentían amenazados
por la presencia de J.J. Era fuerte como una mula y del todo competente, pero
además era una mujer de bandera, con unas piernas largas y una melena rubia que
normalmente se recogía en una trenza. Si llegase a oír la mitad de los comentarios
sexistas que provocaba, el departamento tendría que hacer frente a un litigio por
acoso. Se sintió apenado al verla sola, con su condición de intrusa aún intacta.
Decidió sentarse con ella.
—Hola.
—Hola —sonrió J.J. agradecida mientras Sean se sentaba a su lado—. No
esperaba verte por aquí.
—¿Te estás burlando? No me habría perdido la jubilación de la señorita Nabby
por nada del mundo.
J.J. miró al fondo de la sala donde estaba el hombre en cuestión.
—¿Qué va hacer ahora?
—Su hermano es contratista. Nabby ha estado trabajando con él desde hace
años, pluriempleado. Creo que ahora va a dedicarle todo su tiempo.
—¿Y qué pensará la señora Nabby del tema?
—El señor y la señora Nabby se separaron hará unos siete meses, me parece.
—¿De verdad? Un bombero divorciado, es difícil creerlo. —Se rio a carcajadas
mientras acababa su copa.
Su acritud llamó la atención de Sean. «¿Problemas domésticos?» Echó un
vistazo por el salón.
—¿Dónde está Chris?
Chris era el marido de J.J. Además de ser un idiota redomado, era policía.
Muchos policías deseaban ser bomberos y la animosidad entre las dos profesiones
era muy fuerte. El partido anual de hockey entre los departamentos acababa siempre
en un baño de sangre. No era extraño que cuando J.J. iba acompañada de Chris a los
actos organizados por los bomberos la cosa acabara a puñetazos.
—Está de servicio, haciendo un mundo más seguro para la democracia.
—¿Puede ser que note un poco de sarcasmo?
—Un poco.
—¿Qué pasa?
J.J. alzó su mano como queriendo decir, «espera un minuto» y se apresuró a
rellenar su vaso.
—¿Estás seguro de que quieres oírlo? —preguntó a Sean cuando regresó.
—Seguro, siempre y cuando no tenga calificación X.
—No la tiene. —Dio un sorbo de su vaso de plástico—. Quiero un hijo y Chris

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no. Y se empeña en que deje el departamento. Dice que es demasiado peligroso.


Sean sacudió la cabeza carcajeándose.
—Dios. Me pregunto si tendrá algo que ver con mi no… ex novia. —Ex novia, le
resultaba extraño hasta cuando se lo decía a sí mismo.
J.J. lo miró con renovado interés.
—No sabía que tuvieras novia.
—La tenía hasta ayer.
—¿Qué ha pasado?
Sean se encogió de hombros, sin demasiado interés por hablar del tema.
—No soportaba que fuera bombero, entre otras cosas. —Desvió la mirada—. No
funcionábamos como pareja, ya sabes. Es difícil de explicar.
—Mal rollo.
—Sí que lo es.
Mudó su expresión por una de preocupación.
—¿Sabes que tienes un aspecto horrible?
—Gracias, eres la segunda persona que me dice lo mismo en menos de quince
minutos.
—¿Duermes bien?
—No demasiado.
Hubo un segundo de duda antes de que le preguntara.
—¿Tiene algo que ver con lo del incendio de la casa de obra vista?
Sean se recostó contra la pared sintiéndose despreciable.
—Puede. ¿Qué has oído?
J.J. parecía incómoda.
—Ya sabes. El niño. El arcón.
Sean la miró inquisitivo.
—Así que ha corrido la voz. Estoy jodido.
—Le podría haber pasado a cualquiera —dijo J.J. mirando el fondo de su vaso.
—Entonces ¿por qué todo el mundo está hablando de ello?
—Los bomberos son viejas comadres cotillas, ya lo sabes. —Le puso una mano
sobre el hombro—. Mira, lamento haber sacado el tema.
—Yo también. Gracias por haberme arruinado el día. —Sean echó la cabeza
hacia atrás y bebió.
J.J. se levantó para irse, molesta por la respuesta de Sean, lo que hizo que aún se
sintiera peor. La cogió por el codo.
—Lo siento. Era del todo innecesario. Vuelve a sentarte, por favor. —La miró—.
¿De verdad que tengo tan mal aspecto?
—Sí.
—Estupendo.
—¿Cuándo fue la última vez que te tomaste unos días libres para estar tú solo?
—No lo sé, hace meses.
—Tal vez tendrías que irte fuera un fin de semana largo. Te podría ir bien —
suspiró J.J.—. Ya me gustaría a mí irme sola unos días. Sólo para pensar.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Y por qué no lo haces?


—No me lo puedo permitir. Estamos hipotecados hasta las cejas con la casa.
Además, casi seguro que Chris se pondría a berrear.
—Pues déjalo que berree. —Con el rabillo del ojo pudo ver cómo Leary se
dirigía hacia él—. ¿Me perdonas un minuto?
J.J. asintió y fue a encontrarse con su amigo.
—¿Qué hay?
—¿Te la estás ligando? —preguntó Leary excitado.
—¿Estás loco?
—¿Por qué no? Está buenísima.
—Y también está casada. Con un gilipollas que lleva un arma. ¿Recuerdas?
—Ah, sí, con lo mejorcito de Nueva York. Lo había olvidado.
Sean le dio un fuerte empujón en el hombro.
—Tengo una idea: ¿por qué no te metes en lo que te importa, en vez de
preocuparte por los demás?
Leary se quedó boquiabierto.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado hoy?
—Olvídalo. Mira, tengo que irme. Dile a Nabby que le deseo lo mejor. —Le dio
a Leary un puñetazo en el hombro en plan de broma—. Ya te cogeré en el rebote,
¿vale?
Se alejó a grandes zancadas. Todos le ponían nervioso. Y todo. J.J. tenía razón.
Necesitaba escapar.

—Bésala otra vez y la acomplejarás.


Gemma levantó la vista de la pequeña Domenica, a quien estaba acunando, y
vio a Michael y a Theresa aparecer por la puerta. Hacía veinte minutos que se habían
ido a cenar solos por primera vez desde el nacimiento de su hija y ya estaban de
regreso. Theresa se apresuró hacia el sofá con los brazos estirados. Michael bromeaba
pero estaba un tanto asustado.
—¿Va todo bien? —preguntó Gemma, entregándole el bebé.
—Vete a saber —suspiró Michael, observando a su mujer afectuosamente—.
Mamá Osa no se podía relajar. En cuanto pidió la cena, temió que hubiera ocurrido
una catástrofe y hemos tenido que venir a casa deprisa y corriendo.
—Gracias por el voto de confianza —dijo Gemma mirando a Theresa.
—No es por ti —aseguró Theresa, mientras besaba los puños regordetes de su
hija—. Es algún extraño proceso maternal. No he podido soportar estar lejos de ella.
—Cuando trabajas estás lejos de ella —señaló Michael.
—Sólo porque es mi obligación. Es diferente.
—Estoy seguro de que cuando vaya a una residencia universitaria querrás ser
su compañera de habitación —bromeó Michael.
—No irá a ninguna residencia. Vivirá en casa y estudiará on line.
Michael se agachó para besar la oreja de su niña.

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—Tu mamá está loca, Domenica. Cuando antes lo sepas mejor.


Aunque estaba conmovida por la escena familiar, Gemma se sentía fuera de
lugar.
—Supongo que mis servicios ya no son necesarios.
—No te vayas —le dijo Michael—. Aún no hemos cenado. —Miró a Theresa—.
Vamos a pedir un chino. Quédate.
—¿Estáis seguros?
—Quédate —repitió Theresa—. Quiero saberlo todo sobre Sean y tú.
—La verdad —dijo Gemma esforzándose por parecer indiferente— es que
hemos roto.
—¿Qué ha pasado? —La mirada de Michael anunciaba tormenta.
—Ha sido de mutuo acuerdo, Mikey, no es necesario que le sacudas con tu stick.
—Si tú lo dices —refunfuñó Michael, mientras se dirigía a la cocina—. ¿Qué
queréis para cenar?
—Berenjenas con salsa de ajo —pidió Gemma.
—Cerdo moo shu —dijo Theresa. Se volvió hacia Gemma—. ¿Fue mutuo? —
insistió sin parecer demasiado convencida. Se podía escuchar a Michael abrir y cerrar
cajones en la cocina buscando la carta del restaurante.
—Algo por el estilo. No lo sé.
Sentada con su hija en el regazo, parecían una versión moderna de La Virgen y el
Niño. Las dos irradiaban felicidad, haciendo que Gemma fuera dolorosamente
consciente del vacío de su vida. Quería lo que Theresa tenía: un marido, una criatura,
una tranquila noche en casa comiendo comida china y viendo vídeos. ¿Era pedir
demasiado?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Theresa impaciente en voz baja. Gemma
comprendió que debía ser una conversación rápida, aprovechando que Michael
estaba al teléfono haciendo el pedido.
—Es sólo que no funcionaba —confesó Gemma con tristeza—. Le molestaba
que yo me pusiera de los nervios cada vez que se iba a trabajar, y que yo fuera una
bruja era un poco demasiado excéntrico para él. Ese tipo de cosas.
—¿Y el sexo? —susurró Theresa, como si el bebé que ahora agitaba sobre su
rodilla pudiera oírlo y comprenderlo.
—Fantástico. —Gemma se sonrojó—. Pero se vio involucrado en un grave
incendio que hubo hace un par de semanas y desde entonces ha sido como hablar
con una pared.
—Quizá temió que si te lo explicaba te pusieras histérica.
—Puede.
Theresa podía tener algo de razón. Pero el silencio de Sean denotaba más la
falta de confianza y su dificultad por comunicarse. Pensar en él le provocaba
remordimientos y dudas. ¿Tal vez debería haberlo dejado tranquilo en lugar de
intentar que se le abriera? Pero reservarse las opiniones y los sentimientos le parecía
extraño. Su familia exteriorizaba sus emociones y con Frankie hablaban de todo sin
excepción. Comunicación era el criterio por el que medía las relaciones, lo

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íntimamente que cada uno conocía los asuntos del otro. Se preguntaba si existían
otros medios de entenderse.
Michael reapareció en la sala de estar.
—Diez minutos y al chino, lo que en realidad quiere decir veinte. —Se sentó en
el sofá entre su mujer y su prima y cogió a la niña para ponérsela en su regazo—.
¿Qué me he perdido?
—Nada —dijo Theresa.
Miró a su prima afectuosamente.
—Si quieres puedo presentarte a alguno del equipo —ofreció.
—Lo pensaré. —Alargó los brazos—. Dame a esta preciosidad. Vosotros podéis
tenerla siempre y yo tengo que aprovechar el tiempo mientras pueda.
Michael aceptó de buen grado, pasándole a Domenica. Era un bebé calmado,
que le sonreía a todo el mundo mostrando sus encías. Sostenerla le parecía a Gemma
como enfocar con la lente de la cámara, la realidad se volvía nítida, incluyendo su
proceder: tenía que haber dado algo más de cuerda a Sean, esperar a que la llamara.
Al final lo habría hecho, lo sabía. Detestaba la forma en que se habían separado, él
confuso y colérico, ella huyendo. Había sido un error. Lo amaba, lo deseaba y
pensaba luchar por él. Si necesitaba aire, se lo daría, pero de ninguna manera
pensaba rendirse. O dejar que él se rindiera.

Esperó a la mañana siguiente para ir a ver a Sean. Se le ocurrió ir a verle al


regresar de casa de Theresa y Michael, pero era demasiado tarde y no tenía ni idea
del horario que tenía aquella semana. Además no quería parecer desesperada. O loca.
No era demasiado como muestra de buena intención, pero había salido a
enfrentarse con la habitual multitud de los domingos para comprar café y las
magdalenas de chocolate que le gustaban a Sean. Mientras volvía hacia el edificio
ensayaba lo que iba a decir. «He venido a traerte magdalenas.» Demasiado cursi.
«¿Podemos hablar?» Mejor, era más su estilo, simple, directo. ¿Cómo podría resistirse
al oler el café y las pastas aún calientes en su mano? No se sentía exactamente
nerviosa, pero anticipaba la situación.
Cuando llegó ante la puerta de Sean, su corazón palpitaba el doble de
acelerado. Dudó antes de llamar, segura de haber oído gritos en el interior del
apartamento. Mirando a su alrededor para estar segura de que nadie la veía, puso su
oreja contra la puerta. Eran gritos, seguro, aunque amortiguados. Parecía sólo una
voz. Desconcertada, dejó de escuchar a través de la puerta. Si estaba dormido y tenía
pesadillas, el timbre lo despertaría; si estaba teniendo una discusión telefónica lo
interrumpiría. «¿Qué hago?»
Se mordió el labio. De momento, el volumen de la voz parecía haber
descendido y el café en su mano se estaba enfriando.
—A la porra —dijo en voz alta, y tocó el timbre.
Al instante, Pete y Roger se pusieron como locos en sus jaulas, graznando con
más fuerza de la que Gemma esperaba. Se empequeñeció, rezando para que Sean

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abriera la puerta antes de que los vecinos de la planta se pusieran histéricos. Las diez
y media de un domingo por la mañana es demasiado pronto para algunos.
Unos pasos sonaron sobre el suelo del interior del apartamento y en Gemma
brotó la esperanza. En sólo unos segundos se abriría la puerta y se encontrarían cara
a cara. Ya habría olido el aroma del café y las magdalenas, y aparecería con aquella
sonrisa torcida que ella adoraba invitándola a entrar. A media mañana, todo se
habría aclarado y estarían de nuevo uno en brazos del otro.
Se descorrió una cerradura. A Gemma se le encogió el estómago. Se
descorrieron dos más. Contuvo el aliento.
Se abrió la puerta y todo se vino abajo.
Allí delante, envuelta en la ropa de Sean, había una espectacular mujer cuya
húmeda melena rubia relucía acabada de salir de la ducha. Llevaba un teléfono móvil
en su mano y estaba muy enfadada.
—¿Sí? —preguntó impaciente la mujer. Tras ella, los graznidos de los pájaros
eran ensordecedores—. ¡Callad de una puta vez! —gritó antes de que su cara se
congestionara, sin que Gemma pudiera adivinar si era a causa del estrés o de la
irritación.
—Ummm…
—Sean no está —dijo la mujer bruscamente. De su mano cerrada salía el sonido
amortiguado de una vocecilla que gritaba por el teléfono—. Lo siento, ahora no
puedo hablar.
Asombrada, Gemma se quedó inmóvil. ¿Quién era aquélla? ¿Eran…?
Se alejó de la puerta. «Sean y otra mujer.» Se sintió como si una invisible mano
gigante le hubiera abierto el pecho para arrancarle el corazón y dejarlo suspendido
en el aire, herido y sangrando. Qué boba había sido. Abrumada, regresó al ascensor.
Afloraron las lágrimas cuando llegó a su rellano y lo recordó repletó de muñecos de
peluche, su soledad ahora era una burla para ella. Qué ingenua había sido aceptando
asumir el riesgo. ¿Por qué le había fallado su intuición?
Ya en su apartamento fue directamente a la cocina y tiró el café y las
magdalenas a la basura con toda su rabia. Podía oír las pisadas de la rubia, bum,
bum, mientras seguía discutiendo con quienquiera que fuera el que estaba al
teléfono. Puede que fuera Sean y que tuvieran un pelea de enamorados. «Mejor.» Se
menospreció por su mezquindad, pero no podía evitarla; ni quería odiarle, pero le
odiaba. Los odiaba a los dos. Se sentó en una de las sillas de la cocina, con la cabeza
entre las manos. ¿Y ahora qué? La necesidad de lamentarse, de sentirse desgarrada,
era muy intensa, pero se prometió que no sucumbiría. Nunca. Y nunca más
entregaría su corazón tan fácilmente. Si su fe le había enseñado algo, era que siempre
existe un motivo por el que las cosas suceden, aunque puede que el motivo no quede
claro durante un tiempo. Sabía que tras todo aquello se escondía una lección. Tan
sólo deseaba averiguar cuál era.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 14

Dos días en el Blackfriar Inn habían sido suficientes para Sean. Paseando por los
bosques, mientras gozaba del aroma de los pinos y los huidizos rayos de sol que
teñían de colores las desnudas ramas de los árboles, había revivido una y otra vez la
secuencia del incendio. Le resultaba imposible huir del niño en el arcón. Cuando
salió para dar su último paseo antes de volver a casa, pensó en J.J. La había llamado
una vez para agradecerle que hubiera accedido a cuidar de sus pájaros. Había sido el
intercambio perfecto: J.J. había tenido un fin de semana sola, sin coste alguno, y él
había podido irse sin descuidar a Roger y Pete.
Inspiró profundamente dejando que el aire fresco le llenara los pulmones. Al
menos había tenido tiempo durante el fin de semana de pensar en Gemma. El ritmo
de su relación había sido inadecuado, también estaba lo de sus amigos y lo de la
brujería. Por una parte la envidiaba por mantener la libertad de ser quien era,
pasando de convencionalismos, abierta al mundo. Pero él no era así. Se le ocurrió una
fantasía, en la que él se disculpaba por la forma en que habían acabado las cosas y se
escuchó decir «espero que sigamos siendo amigos». Lanzó una amarga carcajada,
que resonó en el silencio del bosque ahuyentando una bandada de estorninos.
Recordaba que cuando una mujer se lo dijo a él pensó: «¡Que te jodan! ¿Acabas de
amargarme la vida y tienes las narices de pensar que quiero conservar tu amistad?
Piérdete.»
Pero quería que Gemma siguiera siendo su amiga.
Estar con ella era como abrir un libro nuevo de tu escritor preferido; no estabas
del todo seguro de lo que contenía, pero sabías que te iba a gustar. Estaba llena de
misterio y sorpresas, dulce e iconoclasta. Pero él era tóxico. Sabía que, por mucho que
deseara mantener algún tipo de contacto, no debía arrastrarla a su agujero negro.
Gemma merecía algo mejor. Siguió caminando haciendo crujir la hojarasca bajo sus
pies. Las últimas palabras que ella había pronunciado habían sido desinteresadas,
pidiéndole que se cuidara. Cerró sus ojos y le envió un mensaje. «Lo intento, Gemma,
de la única manera que sé. Por favor, perdóname.»
No la podría culpar si no lo hacía, no la podría culpar por nada.

Al girar la esquina de su calle, Sean se angustió al caer en la cuenta de que


podía encontrarse con Gemma, si no en aquel momento, cualquier otro día. Le
entristeció pensar ello, en gran parte porque podía prever con claridad que tendría
una actitud penosa en caso de producirse: arrastrando los pies, murmurando las

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frases. Era un inútil en lo que se refería al tema de las ex relaciones.


Mientras se acercaba a su edificio pudo ver lo que parecía ser un abultado arco
iris roto envuelto en plástico. Al aproximarse más se dio cuenta que era la colección
de animales de peluche que había comprado a Gemma. Los había tirado a la basura,
el mensaje estaba claro. Rasgó la bolsa y, sin saber el motivo, rescató el ñu rosa
porque le molestaba ver aquel muñeco tirado de aquella manera. Se lo daría a una de
sus sobrinas la próxima vez que fuera a Long Island.
Decepcionado, entró en la portería y se dirigió hacia su apartamento. No quería
que el día empezara así.
Al abrir apreció de inmediato que las cosas estaban más o menos como las
había dejado, aunque más limpias. La alfombra había sido limpiada y aspirada, las
ventanas despojadas de su suciedad y no se veía ni la más mínima mota de polvo en
ninguna superficie.
—Ya veo que Merry Maids ha estado aquí —bromeó Sean, dejó su bolsa en el
suelo y cerró la puerta tras de sí.
J.J. le sonrió amistosa. Al menos había alguien que se alegraba de verlo.
—No he podido evitarlo —confesó J.J., apartando la mirada por un momento de
la televisión, donde al parecer estaba viendo algún tipo de competición canina en
Animal Planet—. Las mejores ideas se me ocurren con el trapo del polvo en las manos.
¿Y tú qué tal? ¿Cómo te ha ido el fin de semana?
—He vuelto antes de hora. Imagínate.
Pete y Roger se habían puesto a cien al verle. Cruzó la sala, les abrió la jaula y
los observó aletear alegremente disfrutando de su libertad. La mayoría de las
mujeres gritaban cuando los liberaba, pero J.J. no pareció perturbarse. «¿Cómo habría
reaccionado Gemma?» Al darse cuenta de lo que pensaba, sacudió la cabeza para
limpiar su mente.
—¿Qué has hecho de divertido? —preguntó.
—He ido de compras, he limpiado… más que nada relajarme y pensar un poco.
—Sus ojos se posaron por fin en el ñu que estaba junto a la puerta y miró a Sean
inquisitiva.
—Es para una de mis sobrinas. Venga, sigue, ¿qué más has hecho?
—Eso es todo. ¿Y tú?
—Caminatas, comer, pensar y no dormir.
—Somos una pareja tranquila. —Apuntó a la televisión con el mando a
distancia y la apagó—. No sé cómo decirte lo agradecida que te estoy por dejarme tu
apartamento este fin de semana. De verdad que me ha ayudado a aclarar mis ideas.
—Hey, que yo he tenido una canguro para los pájaros gracias al trato, así que
los dos hemos salido beneficiados.
Sabía que era una grosería, pero deseaba que se fuera pronto. Quería estar a
solas.
—Supongo que va siendo hora de que me vaya. —J.J. se levantó del sofá
bostezando.
«Gracias a Dios.»

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Venga, te acompaño hasta abajo.


Se echó de nuevo la chaqueta sobre los hombros, cogió la maleta y se dirigió en
silencio hacia el ascensor seguido de J.J.
—¿Sabes que siempre que quieras hablar, o lo que sea, estoy a tu disposición?
—tartamudeó J.J. de manera extraña.
—Igualmente —acertó a responder Sean.
—Eres un buen amigo, Sean. Odio verte tan desanimado.
—Tú también eres una buena amiga, J.J. —Sean notó cómo le latía la sien
izquierda.

«¿No es mejor esto que estar sentada en casa llorando?» Se preguntaba Gemma
mientras regresaba pedaleando a su casa después de dar una vuelta en bicicleta por
Central Park. Habían pasado menos de veinticuatro horas desde que había llamado a
la puerta de Sean y la realidad la había golpeado, aún se sentía bastante baja de
moral. Pero los increíbles poderes regeneradores de la madre naturaleza le ayudaban
y se sentía agradecida.
A diferencia de muchos neoyorquinos, Gemma no dejaba la bicicleta cuando
empezaba el frío. Hay algo revitalizante en envolverse de ropa en una fría mañana y
notar cómo el viento te golpea despertándote. Al entrar en su calle algo la frenó en
seco: allí, bajo el toldo de su edificio, estaba Sean con la esbelta rubia que había visto
vestida con su bata de baño. Clavó los frenos, que chirriaron hasta detenerla por
completo. Allí estaban, charlando animadamente, Sean luciendo una sonrisa
mientras se volvía para decirle algo a Tommy, el portero. Siguió mirando incapaz de
evitarlo. Sean paró un taxi y antes de que la mujer se introdujera en su interior, la
abrazó.
Gemma se quedó helada y todos sus sentimientos de mejoría se desvanecieron.
Había tenido una mañana agradable, había hecho algo saludable para sí misma
y ¿cómo la premiaba la diosa? ¡Golpeándola en la cara con la visión de su infierno
más íntimo! Sintió náuseas, le dio la vuelta a la bicicleta y pedaleó a toda velocidad
en otra dirección. Iría a ver a Frankie.

—¿Me tomas el pelo? ¿Se está tirando a una que se parece a Barbie Malibú?
Gemma asintió.
—Si quieres saber mi opinión, me parece ir muy deprisa. Debía de estar
rondándola antes.
Gemma hizo una mueca, odiando la predilección de Frankie por decir la cruda
verdad. Dicho de aquella manera, su relación con Sean parecía algo insignificante, un
simple blip en el radar de su vida. Miró a Frankie aparentando preparar dos
sándwiches de queso a la parrilla. La mayoría de las labores del día a día parecían
escapar a las habilidades de Frankie, entre ellas cocinar. No le cabía duda de que, si
pudiera, su amiga subsistiría con Coca-Cola light, cigarrillos y barritas dietéticas.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Frankie dio la vuelta torpemente a los bocadillos en la parrilla.


—Mierda, ¿por qué se quema la mantequilla?
—Baja el fuego.
—Ten, cocina tú.
Cambiaron de lugar y Gemma le cogió la espátula a su amiga.
—Quizá debería mudarme —murmuró Gemma.
—¿Estás loca? ¡Vives en un piso bonito, en un edificio bonito y pagas una
miseria!
—Sí, pero…
—No sé si podré soportar encontrármelos —la imitó Frankie, intuyendo
perfectamente lo que Gemma iba a decir.
—Bingo.
—Que se fastidie —despotricó Frankie—. ¡No dejes que te eche! No le dejes
ganar.
—No es una guerra.
—¡Pues debería serlo! ¿Un maldito gilipollas hiere a mi mejor amiga? Merece la
muerte. —Se acercó a Gemma a los fogones—. ¿Puedes hacerle un conjuro? Haz que
durante el resto de su vida, cada vez que intente parar un taxi, lo atropelle o algo
parecido.
—Nunca haría una cosa así. —Presionó con la espátula uno de los
sándwiches—. Aunque es tentador.
—¿Y ahora qué?
—Como siempre, supongo, sólo que con el añadido de que espero no
encontrármelos. Y preocupada por mi abuela.
—Ya. ¿Y qué hay de nuevo sobre ese tema?
—Michael se está moviendo para conseguir una cita con alguno de los mejores
geriatras de la ciudad. Se ha vuelto olvidadiza y tiene cambios de humor.
—Quizá tenga síndrome premenstrual —bromeó Frankie.
—Ojalá.
—Mantenme informada.
Gemma asintió y Frankie se dirigió hacia la nevera.
—¿Sabes lo que creo que deberías hacer con Sean? —preguntó mientras sacaba
un cartón de leche.
—¿Qué?
—Matarlo.
Gemma rio.
—No, en serio. Alquila un matón. Apuesto lo que quieras a que tu primo
Anthony conoce gente que sabe de alguien. Elimínalo. Ahúmalo. Prepara algo para
que descanse en el fondo del mar. Métele un capuchón por el culo.
—Sabes que estás como una cabra.
—Sí, pero te he hecho reír, ¿no?
—Cierto.
—¿Hay alguna novedad en el asunto de Uther? —preguntó Frankie

- 131 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

despreocupada mientras tomaba un trago de leche directamente del envase y luego


lo volvía a dejar.
—Lo haré esta semana, prometido. Me dará algo feliz en lo que concentrarme.
—Gemma meditó sobre ello, mientras ponía los crujientes y dorados sándwiches
sobre sendos platos. Hacer de ayudante de Cupido siempre le hacía sentirse mejor y
le ayudaría a evitar pensar en ciertas cosas—. ¿Qué quieres que haga si no se muestra
interesado?
—Le interesará —contestó Lady Midnight.

—No te he preguntado cómo fue la recreación de la batalla de Hastings.


Gemma le ofreció a Uther una taza de infusión de manzanilla y se sentó en un
taburete a su lado. Siempre hacía un descanso de diez minutos a la media hora de
iniciada la lección de tarot, pues la experiencia de años le había enseñado que a la
gente le costaba mantener la concentración una hora seguida. Uther era una
agotadora excepción, pero ella se tomó un descanso de todas maneras para conseguir
su objetivo de entregarle el teléfono de Frankie antes de que acabaran los diez
minutos.
La pregunta emocionó tanto a Uther que a Gemma casi se le parte el corazón.
—Fue fantástico —dijo entusiasmado—. Yo era uno de la guardia personal del
rey Harold y debía aparentar que una flecha me hería en el ojo.
—Uau. Debió de ser… doloroso.
—Doloroso, pero compensa. —Uther sorbió su infusión—. Quizá este verano
nos atrevamos con la batalla de Agincourt.
—Suena interesante.
—Deberías venir alguna vez. —Hizo una pequeña pausa—. Tú y tu amiga.
—Te gustó, ¿verdad? —dijo Gemma con toda la intención.
—¿Lady Midnight? Jo, jo, podría decir que sí.
—Se llama Frankie, Lady Midnight es su papel en la radio. —«Cómo mezcles
las dos estás perdido»—. Le pareciste atractivo. —«Al estilo de una feria
renacentista.»
—¿De verdad? —Uther inspiró con orgullo—. Yo también creo que la damisela
es bastante seductora.
«Deberías verla con el ojo tapado», pensó Gemma. Estaban hechos el uno para
el otro; una con un parche, el otro corriendo por el parque con la cota de malla
haciendo ver que una flecha le había acertado en el ojo.
—¿Quieres su número de teléfono?
—¿Número de teléfono? —Uther se puso en guardia.
—Sí, para llamarla y así podéis quedar.
«Me imagino que preferirías escribirle una nota en un pergamino y hacérsela
llegar en el pico de un cuervo, pero estamos en el siglo XXI, Uth.»
—¿La decisión de dármelo es tuya o ella te dijo que me lo podías dar?
—Ella me dijo que te lo podía dar —dijo Gemma, sintiendo que había

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

retrocedido en el tiempo hasta la escuela. ¿Qué vendría ahora? ¿Le preguntaría si


podía concertarle una cita con Frankie junto a su taquilla después de las prácticas de
necromancia?
—Entonces lo apuntaré. ¿Estás segura de que a ti no te importa?
—¿Por qué debería importarme? —Gemma no reaccionó a tempo.
—Me parece que tú y yo tenemos una especie de conexión que va más allá de lo
terrenal, dulce dama, y no me gustaría decepcionarte —dijo Uther, mientras
intentaba mirarla con aire seductor por encima de la taza.
—Uther, tengo novio —mintió Gemma. De ninguna manera iba a decirle que
estaba libre. Y menos cuando estaba hablando de conexiones ultraterrenales,
significaran lo que significasen.
—Ah, sí, él. —Uther parecía molesto—. Me hablaste de él en el mercadillo.
¿Cuál es su beneficio?
Tuvo la tentación de responderle que no era asunto suyo, pero como estaba
intentando allanarle el camino a Frankie, no le quedó más remedio que mostrarse
sociable y amistosa.
—Es bombero, pero antes era corredor de bolsa.
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, Gemma se dio cuenta: «Sean
tiene razón. ¿Por qué lo hago? Utilizo su anterior trabajo como una justificación,
como si lo que hace ahora no fuera suficiente.»
—Una muy noble profesión. —Uther estaba impresionado—. Si lo piensas bien
es una especie de cazador de dragones.
—Sí. —Era el momento de alejar a Sean de la conversación—. Mira, te escribiré
aquí el número de Frankie. —Tomó una de las tarjetas de la concha marina junto a la
máquina registradora y garabateó el número de teléfono de su amiga en el reverso—.
Como ya sabes, Frankie está en antena desde medianoche hasta las seis de la mañana
los días entre semana —le sonrió—, normalmente la mejor hora para llamarla es a
partir de las dos del mediodía.
—Muy agradecido, gentil dama. La llamaré con inmediatez, si no con
inmediatez mañana a lo más tardar. —Miró la tarjeta antes de guardársela en el
bolsillo—. Una pequeña pregunta. ¿Es pagana?
—No lo tiene decidido. Cree en la trinidad, que en su caso son Aerosmith, los
Beatles y Led Zeppelin.
A Uther pareció hacerle gracia y sonrió.
—Fascinante.
—Estoy de acuerdo. ¿Volvemos a nuestro tarot?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 15

—Estoy tratando de decidir por qué motivo te odio más —le decía Gemma a
Michael mientras se dirigían desde el parking del Dante's hacia el restaurante—. Por
concertarme una cita con otro jugador sonado de hockey o por no llamarme para la
cita con el geriatra de Nonna.
—No te llamé porque no habrías podido ir de ninguna de las maneras —dijo
Michael, mientras le sostenía la puerta para dejarla pasar—. Era entre semana y en
horario de trabajo.
—Y además mi madre no quería que fuera, ¿verdad?
Michael se quedó callado.
—Lo sabía.
—Y en cuanto a Boris —prosiguió Michael cambiando de asunto—, te pregunté
si querías que te preparara una cita con uno del equipo y me dijiste que sí.
—Se sacó la dentadura a lo hora del postre, Michael. Me dijo que se sentía
cómodo conmigo.
—Pero está bien, ¿no?
—¡No lo sé! Puede, pero estaba concentrada en no mirarle las encías.
Michael aparentó sorpresa.
—¿Qué ha pasado con mi dulce prima abierta de miras que sentía amor y
compasión por todas las criaturas de Dios?
—La quemó un bombero. Pasemos a la siguiente pregunta, por favor.
Gemma pudo sentir una oleada de tensión al entrar en el salón del banquete en
el que ya estaba reunida el resto de la familia. Hacía años que era una bruja y se
podría esperar que lo tuvieran asumido, pero no: sólo tenía que aparecer y algunos
de sus familiares reaccionaban como si Satán se hubiera materializado. Era
descorazonador y por descontado molesto.
Como preparación para afrontarlo, Gemma se había dedicado toda la mañana a
cambiarle la letra a una canción de Sonrisas y lágrimas, transformándola en «¿Cómo
resolvemos un problema como el de Nonna Maria?». Nonna era el motivo por el que
todos ellos estaban allí: le habían diagnosticado la enfermedad de Alzheimer en un
estadio medio. Ya no podía seguir viviendo sola.
—Espero que esto no sea demasiado horrible —le confió Michael, mientras se
sentaban en la larga mesa con el resto de la familia.
Gemma se fijó en el mar de caras familiares que la rodeaba. Estaban todos los
que esperaba ver: su madre, su tía Millie, Theresa, Anthony y su mujer Angie, varios
primos con sus esposas. Su mirada se encontró con la de su madre y, por una

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

fracción de segundo, le pareció que casi la saludaba e incluso le sonreía, pero


enseguida se volvió para hablar con tía Millie. Gemma se había convertido en una
experta ignorando aquella forma evidente de rechazo, pero en su interior aún le
dolía. Se dirigió a Anthony, a quien tenía a su izquierda.
—¿Dónde está tía Betty Anne?
—En casa cuidando de Nonna —respondió abatido apretándole el brazo—. Me
alegro de que hayas venido, Gem. Ignora las faccia brutas, no te darán ni la hora.
Gemma sonrió conmovida, pues no hacía mucho tiempo Anthony se
encontraba entre ellas.
—Gracias, Ant.
—Muy bien, todo el mundo, vayamos directos al asunto —dijo Michael
aplaudiendo con fuerza para llamar la atención de los presentes. Gemma pudo ver
de reojo la mirada de Anthony hacia su hermano, reflejo de la molestia que desde
siempre le producía la evidente tendencia de Michael a controlarlo todo. Es increíble
como hay cosas que nunca cambian. Aquella pareja podría llegar a los noventa y
seguirían sin entenderse.
—Como ya sabéis —empezó Michael—, la semana pasada Theresa, junto con tía
Connie y tía Millie, llevaron a Nonna al geriatra. Después de hacerle un montón de
pruebas, el doctor le diagnosticó Alzheimer.
—¿Qué tipo de pruebas? —preguntó la prima Paulie que había venido desde
Commack.
Michael le preguntó a Theresa.
—Pruebas de memoria, de lenguaje, todo lo que se te pueda ocurrir. Hay una
cosa que se llama la pantalla de los siete minutos que los médicos utilizan para
diagnosticar Alzheimer, pero no hay una prueba determinante para la enfermedad.
Los resultados de Nonna no fueron buenos.
—Díselo sin rodeos —gruñó tía Millie, dando una calada a su Winston—. No
podía distinguir una maldita banana de una naranja, ni sabía el año en que vivía. El
doctor le pidió que dibujara un reloj indicando las tres menos cuarto y no supo. Fue
horrible.
Paulie inclinó la cabeza mirándola incrédula.
—¿Te dicen que hagas unos dibujos para saber si tienes una enfermedad senil?
—La senilidad es distinta del Alzheimer —dijo Theresa con paciencia—.
Créeme Paulie, este médico sabe lo que hace, es uno de los mejores geriatras de la
ciudad. Si él dice que Nonna tiene Alzheimer, es que lo tiene.
—Mierda —murmuró Paulie—, pobre Nonna.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Anthony.
—Por un lado quieren recetarle algunos medicamentos para retrasar el progreso
de la enfermedad —suspiró turbada—. Pero no hay cura para el Alzheimer y es
degenerativo. Nonna ya ha llegado a la fase en que es peligroso que viva sola.
Un tenso silencio invadió la sala mientras la familia trataba de asimilar aquello.
Entonces Angie, la mujer de Anthony, tomó la palabra.
—Supongo que tendremos que meterla en una residencia.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Anthony soltó un bufido, clara señal de que su mujer había metido la pata.
Gemma cerró los ojos y se apresuró a visualizar un halo azul protector alrededor de
Angie. Lo iba a necesitar. Cuando los volvió a abrir vio a su madre lanzando una
feroz mirada a Angie desde el otro lado de la mesa.
—¿Has dicho lo que he creído oír que decías? —preguntó Connie Dante.
—Ma —la previno Gemma.
—Tú quédate al margen —le ordenó su madre, tajante. Dirigió una mirada llena
de desprecio de nuevo hacia Angie—. ¿Tú, que ni siquiera has nacido en esta familia,
sugieres aparcar a mi madre como si fuera un mueble que se deja en un almacén?
El corazón de Gemma apoyaba a Angie, mientras intentaba remediar las cosas.
—Yo no he querido sugerir…
—¿De dónde eres, guapa? —preguntó tía Millie interrumpiéndola.
Angie parpadeó confusa y avergonzada.
—Yo no…
—Quiere decir de dónde viene tu familia —le aclaró la madre de Gemma
repiqueteando sobre la mesa con sus afiladas uñas moradas.
—Oh. Como.
La tía y la madre de Gemma intercambiaron miradas de reconocimiento, como
si la geografía determinara la conducta. La voz de su madre sonaba maternal al
dirigirse de nuevo a Angie.
—Nosotras somos sicilianas, guapa. Quizá en el norte la gente se deshace de los
ancianos como si fueran un par de botas, pero eso no pasa en el sur. Los sicilianos
cuidamos de nuestros mayores.
—Norte, sur, ¿qué es esto, la maldita guerra civil? —preguntó Anthony
lastimosamente—. Concentrémonos en lo que vamos a hacer. —Gemma vio con
agrado cómo rodeaba el hombro de Angie con su brazo.
—Si de una cosa estamos jodidamente seguros es de que no la vamos a meter en
un asilo —afirmó la prima Paulie, mirando nerviosa alrededor de la sala para
asegurarse de que dar su opinión no era ser demasiado radical.
—Entonces ¿qué vamos a hacer? —preguntó Theresa—. La sugerencia de Angie
no era tan desacertada.
Disgustada, la tía Millie sacudió su cabeza mientras apagaba un cigarrillo.
—Otra con el asilo.
—No estoy diciendo que debamos meterla en un asilo —dijo Theresa firme—.
Sólo pregunto qué alternativa hay.
—Cuidarla en casa —respondió Michael como si fuera la cosa más evidente del
mundo.
—¿Quién? ¿Mikey? —prosiguió Gemma con calma—. ¿Vamos a alquilar el
mobiliario clínico que se necesita? ¿Qué?
—No puedo permitirme pagar una enfermera. —La prima Paulie parecía
horrorizada—. Me cuesta llegar a fin de mes.
—Quizá si probaras a no comprarte un maldito coche cada año, podrías ahorrar
—comentó Anthony.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Vaffancul! —respondió Paulie, e hizo el gesto de levantarse de la silla.


—Hey, venga, calmaos todos —pidió Michael—. Tenemos un problema muy
serio y hemos de solucionarlo.
—Lo que ocurre es que estás celoso —le echó en cara Paulie a Anthony.
—Oh sí, seguro, me gustaría comprarme un coche italiano de mierda…
—¡Corta el rollo, Anthony! —exigió Michael.
Anthony y Paulie se recostaron en sus sillas lanzándose miradas de odio.
—No quiero que un extraño cuide de mi madre —dijo la madre de Gemma.
—Amén —apoyó tía Millie animada mirando a su hermana—. ¿Te acuerdas de
la señora DiNuova, que vivía en la Séptima avenida?
La madre de Gemma asintió temiendo lo peor.
—Pues bien, su madre se puso enferma y contrataron a una enfermera
dominicana para que la cuidara. Cuando la anciana murió, todas las figuritas
Hummel habían desparecido.
—He oído decir que existe una gran demanda de figuritas Hummel en la
República Dominicana —dijo Michael sarcástico.
—No te burles —respondió en tono áspero tía Millie apuntándole con un
dedo—. Es cierto.
—Si no queréis que un extraño se haga cargo de vuestra madre, ¿la cuidaréis
vosotras? —preguntó Gemma.
Toda la familia observó expectante a su madre y a tía Millie. Por un momento
Gemma sintió lástima por ellas; parecían dos viejas ciervas cegadas por unos faros.
—Yo lo haré una parte del tiempo —aceptó la madre de Gemma sin muchas
ganas.
—Yo también —dijo tía Millie, sacando humo por un lado de su boca—. Y
también Betty Anne.
—Vamos a dejarlo claro —insistió Michael—. Porque si se va a hacer, hemos de
empezar de inmediato. Hoy mismo.
La madre de Gemma exhaló un suspiro de fatiga inmensa.
—Yo puedo cuidarla los lunes, martes y miércoles.
—Y yo los jueves y viernes —se ofreció tía Millie.
—¿Y qué pasa los fines de semana?
La sala se quedó en silencio.
Gemma repasó sus horarios mentalmente.
—Yo puedo los domingos —se ofreció tanteando la situación.
—No creo que sea una buena idea —se alzó una voz. Pertenecía a la prima
Sharmaine, la hermana de Paulie. Nunca se había llevado bien con Gemma. Cuando
ésta había desvelado que era una bruja, se convirtió en persona non grata para la
santurrona de Sharmaine, de quien, irónicamente, corría el rumor de que se
beneficiaba al sacerdote de su parroquia con bastante asiduidad.
—¿Qué problema tienes? —preguntó Michael educadamente.
—Ya sabes cuál es mi problema —dijo mirando a Gemma desdeñosamente—.
No creo que sea una buena idea que ella esté al lado de Nonna. Esa mierda de la

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

brujería podría trastornarla.


Gemma fue a responder pero una rápida mirada de Michael, el mediador de la
familia, le indicó que prefería llevar él la situación. A Gemma ya le iba bien.
—¿Estás diciendo que los domingos te ocuparás tú de Nonna, Sharmaine?
—No puedo —respondió con frialdad—. Estoy ocupada.
—¿Haciendo qué? —se rio Anthony—. ¿Dejando que el padre Flynn te
administre su comunión especial?
—Bésame el culo —dijo Sharmaine molesta.
—¿Una vez sólo? —respondió Anthony—. Dos o tres igual te ayudan a
reducirlo.
—Hijo de pu…
—¡Basta ya! —gritó Gemma. En ocasiones se preguntaba por qué intentaba ser
aceptada en aquella familia, especialmente cuando se comportaban como chalados
francotiradores agresivos. Sabía que ocurría en muchas familias, pero la suya parecía
que lo había elevado a la categoría de arte—. ¿Podemos dejar de atacarnos unos a
otros y centrarnos en el tema? —El cruce de miradas entre los familiares indicaba que
habían estado a punto de perder los estribos, pero Gemma consiguió imponerse. Se
dirigió a Michael—. ¿Qué estabas diciendo?
—¿Estás segura de que puedes cuidar de Nonna los domingos?
—Sí —asintió—. Puedo hacerlo los domingos y los domingos por la noche, y
puede que los lunes y miércoles, pero lo he de consultar con mi empleada.
Michael echó un vistazo a la sala, posando la mirada en Sharmaine.
—¿Hay alguien más que pueda ayudar?
De pronto Sharmaine parecía fascinada por sus propios pies.
—Si Connie hace un poco, yo hago otro poco y Gemma también colabora, Betty
Anne puede hacer el resto —dijo tía Millie—. No trabaja.
—Te matará si ha de perderse el bingo —remarcó la madre de Gemma.
—Que lo intente —refunfuñó Millie.
A Gemma le pareció que la situación se había calmado, pero la expresión
incómoda de Michael indicaba lo contrario.
—¿Estás convencida? —le volvió a preguntar—. Exceptuando Paulie, todos los
demás vivimos en Brooklyn. ¿Estás segura que no te importa putearte y venir desde
el centro?
—Ningún problema. Además —añadió con un asomo de autocrítica—, no tengo
vida social.
—Y si añades que las escobas son más rápidas que el transporte público… —
bromeó Anthony entre dientes dándole un codazo en las costillas.
—¿Sabes que eres un idiota? —murmuró Gemma como respuesta.
—Un idiota que siempre te invita a cannoli, así que vigila.
—El asunto está solucionado —dijo Michael—. A Nonna la cuidarán en su casa
tía Connie, tía Millie, tía Betty Anne y Gemma.
—Depende de las guardias que tenga me ofrezco como refuerzo —propuso
Angie.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Y yo —añadió Theresa.
—Pues queda todo cubierto —dijo Michael claramente aliviado—. La reunión
se ha acabado; todo el mundo mangia.

De repente a Gemma la asaltó una profunda sensación de cansancio mientras se


dirigían al bufete en el que Anthony había preparado humeantes bandejas de lasaña.
A pesar de que la reunión familiar había durado menos de una hora, el esfuerzo
emocional la había dejado agotada. ¿O tal vez el agotamiento se debía a la
perspectiva de ir arriba y abajo desde Manhattan a Bensonhurst? No se estaba
echando atrás, ya que estaba convencida de que podría ayudar a cuidar de su abuela
mientras llevaba la tienda. Pero le preocupaba de dónde sacaría toda aquella energía.
Acababa de servirse una ración de lasaña cuando notó un suave golpe en el
hombro. Se giró y vio a su madre.
—Hola, Ma —dijo, poniéndose rígida instintivamente. Las reacciones con su
madre se habían vuelto paulovianas, el cuerpo se preparaba para el rechazo y la
tensión—. ¿Qué hay?
—Gracias por ofrecerte a ayudar a cuidar de tu abuela —dijo inflexible.
—Ya sabes que quiero a Nonna.
—Sí, bueno, es un detalle bonito por tu parte —siguió su madre, casi sin
mirarla. No le dijo nada más y fue a encontrarse con tía Millie en una mesa cercana.
Gemma la siguió con la mirada, emocionada. No era fácil que su madre demostrara
agradecimiento, ni aun antes de que se distanciaran. Para ella decir algo agradable
era excepcional. Feliz, se volvió de nuevo hacia la mesa. Quizá la enfermedad de
Nonna podría aportar algo positivo. Así lo deseaba.

—Déjame que te diga sólo una cosa: estás como una puta cabra.
Frankie chilló tanto que Gemma se hundió en su asiento mientras los otros
clientes del café se giraban para mirarlas. No había tenido suficiente con presentarse
con un collarín para atraer la atención, sino que encima ahora se ponía a vociferar.
—¿Quieres bajar la voz, por favor?
—¿Cómo demonios vas a llevar la tienda y ayudar a cuidar de tu abuela?
—Puedo hacerlo.
—¿De qué manera? No, espera, déjame adivinar. Tus poderes mágicos te
otorgarán el don de la ubicuidad.
—Ojalá.
—En serio, Gemma, no sé cómo vas a hacerlo. Estarás tan agotada que no
tendrás tiempo de vivir tu vida.
—¿Qué vida tengo de momento?
—No estamos hablando de eso —insistió Frankie—. Las dos sabemos por qué te
has ofrecido a hacerlo.
—¿Ah sí? ¿Por qué? —Gemma se sentía incómoda y cambió de posición.

- 139 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Porque quieres volver a tener una buena relación con tu madre.


Gemma tomó un sorbo de café.
—En parte sí. —No iba a negarlo. Había llegado a la misma conclusión unos
días antes, sentada a la mesa de la cocina anotando su alocado nuevo horario en la
Palm Pilot, incluyendo meses, tal vez años, de puñetera y total extenuación. En ese
momento se dio cuenta que el motivo por el que lo hacía era que tal vez, y sólo tal
vez, la redimiría ante su familia y en especial ante su madre.
—No lo entiendes. Después de la reunión familiar, se acercó y ya me agradeció
que me ofreciera para ayudar. Eso es importante.
—No, es triste. Detesto verte haciendo reverencias cuando la reina Connie
decide ofrecerte unas migajas.
—Mejor unas migajas que nada. —Agradecía que Frankie la protegiera, pero en
esta ocasión no tenía razón. Su madre debía empezar desde algún punto. Una migaja,
por minúscula que fuera, era un paso en la dirección correcta.
—Aún creo que estás loca por aceptarlo —refunfuñó Frankie.
—Quiero a mi abuela —respondió Gemma en voz baja—. Quiero estar con ella
el mayor tiempo posible antes de que… —empezó a atragantarse—, deje de
reconocerme.
—Oh, Gem. —Rebuscando en la fiambrera de los Beatles que utilizaba como
bolso, Frankie sacó un paquete de pañuelos y se lo ofreció—. Es enternecedor.
—Supongo. —Gemma se frotó los ojos.
—Lo es. Nonna tiene mucha suerte contigo, de verdad.
—Por favor, para antes de que me hagas llorar —se burló Gemma, aunque no lo
decía en broma. Una sola palabra más sobre lo buena que estaba siendo con Nonna y
empezaría a derramar una catarata de lágrimas. Y eso no les granjearía las simpatías
de los comensales que las rodeaban.
Frankie era de las que raramente se andaba con rodeos y Gemma pensó que
debía devolverle el favor.
—¿Qué te ha pasado en el cuello?
—Creo que me fracturado un disco.
—¿Cómo?
—Jugando al frisbee con Alice Cooper.
—¿Por qué no vas al médico y te aseguras?
Frankie masculló algo sobre el seguro y Gemma dejó estar el tema. ¿Cómo
debía reaccionar la gente de la emisora de radio, que no quería a Frankie tanto como
ella, ante aquella interminable exhibición de males y enfermedades?
—¿No te preocupa que tus jefes te puedan tomar por una achacosa? —preguntó
Gemma—. ¿No representa un riesgo?
—No es culpa mía si tengo la mala suerte de que mi sistema inmunológico no
funcione —respondió Frankie indignada—. Además, casi nunca falto al trabajo.
Nunca. Mientras Lady Midnight suene bien tras el micrófono, ¿a quién le importa
que su cuerpo se esté desmoronando?
«Pero no lo está. Aunque tú crees que sí o te gustaría que fuera así, o lo que

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sea.»
—Hablando de Lady Midnight, ¿has tenido noticias de Uther? —preguntó
Gemma.
No podía creer que alguien que seguramente había pasado la noche con más
estrellas del rock que Pamela des Barres se mostrara casi tímida.
—Sí.
—¿Y?
—Hemos quedado para ir a tomar una jarra de aguamiel el sábado por la noche.
—¡Es fantástico! —Estaba feliz por Frankie. Y también por Uther. Podría
ayudarla a superar al desgraciado de su ex marido—. Tu cuello estará bien para
entonces, ¿verdad?
—Eso espero. —Incapaz de girar el cuello debido al collarín, Frankie tuvo que
mover todo el torso para buscar a Stavros—. ¿Dónde está el hombre de la cafetera
cuando lo necesitas?
—Estoy segura de que aparecerá en un minuto.
—Hablando de hombres —dijo Frankie girando su cuerpo rígido hacia
Gemma—, ¿has visto a Sean?
—No, gracias a Dios. Estoy seguro que ha estado refugiado en su apartamento
pasándoselo bien con Barbie.
—¿Torturándonos otra vez?
—No es tortura —respondió Gemma sin afectarse—. Sólo son hechos.
Agradeció que Stavros las interrumpiera haciendo de la lesión de Frankie el
gran acontecimiento y contándoles un pormenorizado relato de su reciente operación
de hernia. No tenía ganas de extenderse en el asunto de Sean Kennealy.

«Esta vez —pensaba Sean, mientras se arrastraba a cuatro patas a través de un


humo tan denso que no podía ver su propia mano—, no voy a dejar a nadie dentro.»
Ya había comprobado una habitación sin encontrar a nadie, y otra y otra,
repitiéndose siempre la misma febril grabación en su cerebro: «Comprueba el
armario empotrado, comprueba debajo de la cama, comprueba los muebles,
comprueba todo lo que tengas que comprobar.»
Al balancear el hacha delante suyo golpeó algo sólido y se acercó. La cama.
Poniéndose de rodillas manoseó la superficie del colchón. Vacío. Siguiente.
Palpando el camino, llegó hasta otra puerta y encontró el pomo. Parecía
atrancado. Al mismo tiempo que empujaba con fuerza, sonó la alarma de su equipo
de respiración. Le quedaban cinco minutos de aire y después tendría que salir a toda
prisa. Mierda. Giró el tirador de la puerta con fuerza y pareció funcionar. Orgulloso
de su determinación, abrió la puerta del todo.
El muchacho le sonreía, envuelto en un color verde fosforescente en medio de la
jungla del armario de su madre. «¿Por qué no me encontraste la última vez?», le
preguntó. Sean lo tomó en sus brazos y empezó a andar en cuclillas hacia la puerta
de la habitación. Justo cuando estaba a punto de alcanzarla se cerró violentamente

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

ante su cara. Entonces se despertó.

—¿Sean?
Sean miró desde el sillón de masaje de su padre y vio entrar a su madre en la
sala de estar. Se había quejado de que no se dejaba ver a menudo y decidió ir a pasar
el fin de semana en su casa de Oceanside.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí. Vuelve la cama, es de noche.
—Te podría decir lo mismo —señaló—. ¿Qué pasa? Antes te he oído hurgando
en la cocina.
—Sólo buscaba un poco de leche. Me sabe mal, no quería despertarte.
—Ya estaba despierta. —Su madre bostezó y recogió la falda de su batín para
sentarse en el sofá.
—¿Ah sí? —Sean encontró insólito que él y su madre estuvieran en danza,
despiertos a las tres de la madrugada, pero había olvidado que su madre padecía de
insomnio. Tenía muy presente el recuerdo de su infancia, cuando se levantaba para ir
al baño y se la encontraba en el salón frente a la parpadeante luz azulada de la
pantalla de la tele.
—¿Qué te carcome?
—La vida —respondió su madre.
—A ti y a mí. —Sean rio.
—¿Va todo bien con Gemma?
—Perfecto —mintió Sean. No quería tener una discusión con su madre a las tres
de la mañana.
—Me gusta —dijo ella pensativa—. Es auténtica, realista. Y guapa también.
—Se lo diré. —Sean se esforzó por sonreír.
—¿Estás seguro de que todo va bien? —insistió su madre incorporándose y
apoyando una mano en su rodilla—. Te olvidas de que soy una madre y eso quiere
decir que llevo incorporado una mierda de detector. ¿Qué está pasando?
Sean se encogió de hombros.
—Es sólo que, ya sabes —tosió nerviosamente y de repente le embargó la
sensación de que se le cerraba la garganta y que podía ponerse a llorar—, rollos del
trabajo. Pesadillas sobre el trabajo.
—Habla conmigo, cariño, venga. —Su madre se acercó y le acarició la mejilla.
—Eh, no, no puedo, de verdad.
—Sean…
—Casi dejo morir a una criatura. —Le salió de dentro, incapaz de callarlo
durante más tiempo—. Hubo un incendio y la cagué y casi muere un niño. —Se
sentía cautivado mirando los ojos de su madre—. Desde entonces no paro de pensar
en él, lo veo en todas partes.
—Oh, Seanny. —Su madre lo abrazó como si aún fuera su niño pequeño—. No
pasa nada.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¡Sí que pasa! —respondió Sean con voz ronca—. Parte de mi trabajo es ser
minucioso y fallé, le fallé al pequeño. —Rompió a llorar. Los sollozos le hacían
sacudir los hombros y se cubrió la cara con sus manos—. Dios.
Llorar le hacía sentirse mejor. ¿Cuál era la palabra? Catarsis. Y sin embargo un
pensamiento se entrometía mientras su madre lo abrazaba para calmarlo: «Me
gustaría estar diciéndoselo a Gemma, que fuera ella la que me abrazara. Joder, cómo
la echo de menos.»
Finalmente consiguió recuperar la serenidad y se separó.
—Me sabe mal —dijo bruscamente, avergonzado por haber perdido el control.
—No seas ridículo. Lo que te pasa es habitual. Tu padre solía reaccionar de la
misma manera.
—¿Sí? —Se sintió un poco mejor al oír aquello.
—Igual.
Se presionó la cuenca de los ojos con las yemas de los dedos.
—Estoy muy cansado, pero tengo miedo de que si me duermo…
—Creo que deberías hablar con alguien de todo esto —sugirió su madre,
sabiendo que se movía por un territorio delicado.
—Sí, lo sé —admitió sintiéndose desgraciado—. Pero ya sabes que no es mi
estilo hablar de las cosas en profundidad.
—Pero está afectando tu vida, Sean.
—Lo sé. —Un sentimiento de culpabilidad se apoderó de él cuando recordó la
última vez que había visto a Gemma. Le había dicho lo mismo, y la había cortado.
Ahora se daba cuenta de que ella no se había entrometido, ni había suplicado, que no
intentaba transformarlo en lo que no era. Al igual que su madre, había visto sufrir a
alguien que amaba y quiso hacer lo que fuera por aliviarle el dolor. Qué estúpido y
qué necio había sido.
—En el departamento hay terapeutas —prosiguió su madre con tacto—. Quizá
deberías probar.
—Puede que lo haga, Ma. Gracias.
Para su disgusto, se sentía embargado por la vergüenza. En el cuartel, los
muchachos mantenían la boca cerrada si necesitaban ayuda; ¿era una muestra de
debilidad no ser capaz de tragárselo y asumirlo «como un hombre»? Se preguntó si a
su padre le había dominado la misma actitud. Al recordar la sensación horrible de
volver a casa de la escuela y no saber de qué humor lo encontraría, supo que debía
hablarlo con alguien sin importar lo incómodo que pudiera hacerle sentir. De pronto,
lo invadió una sensación de agotamiento que le hizo sentirse confuso. No había
exagerado cuando le había dicho a su madre que tenía miedo de irse a dormir. Pero
ahora que había vaciado sus miserias, quizá vendría el sueño y podría descansar. Era
una buena madre, estaba agradecido de que le hubiera escuchado sin juzgarlo y se lo
dijo y pudo ver en sus ojos que la hacía feliz.
Pero deseaba haber sido confortado por Gemma.

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Capítulo 16

Gemma tenía sólo veinte años la última vez que había dormido en casa de su
abuela, cuando buscó un lugar tranquilo después de una pelea con su madre. Habían
hablado hasta altas horas de la madrugada y deseó que Nonna fuera su madre.
Cuando era pequeña solía dormir allí a menudo, sintiéndose confortada por los
ronquidos de Nonna en la sala. Gemma sonrió al recordar lo feliz que era, sentada en
la cocina, con las piernas colgando, mientras su abuela preparaba tortitas de arroz.
Después iban a la iglesia y se sentía fascinada por los destellos multicolores de la luz
filtrándose a través de las cristaleras. Su abuela le decía que los rayos de sol eran los
dedos de Dios que bajaban para tocar la tierra. Eso también la reconfortaba.
Ahora estaba aparcando delante de casa de Nonna un domingo por la mañana
y le sorprendía encontrarse nerviosa por el día y la noche que le esperaban. Sabía que
debía estar pendiente de no comportarse de una forma diferente con su abuela, a
menos que la propia seguridad de Nonna lo hiciera indispensable. Aunque el
diagnóstico de Alzheimer era definitivo, todavía era la misma persona y merecía que
se la tratase con el mismo amor y respeto, no como si fuera una niña pequeña o una
vieja chocha. Rezaba para que todos en la familia actuaran de la misma manera.
Anthony, que insistía en seguir con la tradición de llevar a Nonna a la primera
misa en San Finbar, le abrió la puerta.
—¿Cómo va todo? —le preguntó su primo inclinándose para darle un beso en
la mejilla—. ¿Estaba bien el tráfico?
—Fluido a estas horas. —Se quitó la capa y le entró un temblor—. Esto parece
una cubitera.
—Nonna dice que hace calor.
—¿Dónde está?
—En la cocina tomando su clásico aperitivo de después de misa: espresso y
sfogliatelle. —Anthony fue a buscar su abrigo, que colgaba del respaldo del sillón—.
Ha estado bien en la iglesia, sabía dónde se hallaba y no se ha levantado
desorientada. —Se rio—. Pero al no reconocer al padre Clementine, se me ha
acercado y me ha preguntado en voz bastante alta «¿quién es ese gordo cabrón?».
—Lamento habérmelo perdido —dijo Gemma riendo de buena gana.
—Bella?
—Estoy aquí, Nonna, hablando con Anthony —gritó Gemma en dirección a la
cocina—. Voy en un minuto.
—¿Necesitas algo? —le preguntó Anthony, alzándose el cuello.
—Estoy bien.

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—Pues entonces me voy. Si me necesitas iré al restaurante hacia el mediodía. Lo


único que has de hacer es llamarme.
—Puede que llame a Sharmaine —bromeó Gemma.
—Putan —gruñó Anthony entre dientes—. Nunca me ha gustado.
—Ni a ti ni a mí. Cuídate, Ant —le dijo mientras lo observaba bajar las escaleras
lentamente y dirigirse calle arriba. Michael era la cigarra y Anthony la hormiga. ¿Y
ella, quién era?

—Bella, estoy tan contenta de que te hayas decidido a visitarme. —A Nonna se


le iluminaba la cara de alegría, mirándola desde la mesa de la cocina—. ¿Te podrás
quedar a comer?
—A comer, a cenar, ¡jornada completa!
Tan pronto como las palabras hubieron salido de su boca, la mirada de Nonna
se volvió torva.
—Unos que entran y otros que se van, toda esta gente invadiendo mi casa. ¿No
puede vivir tranquila una mujer vieja?
«La misma Nonna de siempre, soltando las verdades.»
—No tienes opción, Non. ¿Te acuerdas cuando fuiste al médico con mamá y tía
Millie?
Su abuela la miró desconfiada.
—Bien, pues el doctor dijo que no debías quedarte sola. Ese es el motivo por el
que estamos aquí. Te acompañamos para que no te hagas daño.
—Puedo cuidarme sola —murmuró agresiva.
—Sé que puedes. Venimos sólo para ayudar.
—Está bien. —Pareció calmarse.
Gemma se sentó en una silla a su lado.
—¿Qué te gustaría hacer hoy?
—Para empezar me gustaría quitarme la ropa de ir a la iglesia.
—Vale. —Gemma dudó. No sabía si debía dejarla ir sola arriba a cambiarse o
debía acompañarla. Una opción evitaba riesgos, la otra, insultos. Gemma decidió ser
directa—. ¿Necesitas ayuda?
—La compañía no vendría mal.
Gemma esperó a que su abuela terminara el café y la siguió arriba. No
recordaba la última vez que había estado en la habitación de su abuela, pero debía de
haber sido cuando era muy pequeña. Le impresionó, aunque no le sorprendió, ver
que nada había cambiado. Todavía estaba allí la destartalada cama de matrimonio
con el descolorido cubrecama de chenille, y las paredes estaban adornadas con
pinturas de santos, cuyas beatíficas sonrisas le evocaban lo más misterioso a la tenue
luz de las velas votivas que se hallaban sobre el tocador de Nonna, que parecían no
apagarse nunca ni necesitar que las reemplazaran.
Tendrían que desaparecer.
Su mirada se posó sobre el rosario plegado que descansaba en uno de los

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rincones del tocador y en la cruz hecha de ramas de palma erecta sobre el otro. De
pequeña le asustaba toda la parafernalia religiosa de la habitación de su abuela,
convencida de que los ojos de las pinturas la seguían. Pero ahora su inmutabilidad la
tranquilizaba y apreciaba su valor como símbolos de una existencia profundamente
vivida en la fe.
Hundiéndose en la cama, Nonna se quitó los zapatos y las medias, antes de
dirigirse hacia el tocador para dejar sus joyas.
—¿Los quieres? —preguntó a Gemma sosteniendo los pendientes.
—¿Qué? —le preguntó Gemma arrugando la nariz.
—Quédatelos —insistió Nonna—. Prefiero vértelos lucir mientras aún estoy
viva.
—Gracias. —Gemma cogió las lágrimas de marcasita y se las puso en el bolsillo.
No tenía intención de quedárselas, segura de que algunos miembros de la familia la
acusarían de limpiar la casa de Nonna mientras todavía estaba viva. Además, podía
no ser plenamente consciente de lo que hacía y al día siguiente igual querría ponerse
aquellos mismos pendientes. ¿Y entonces qué?
Suspirando con fuerza, Nonna asió los bajos de su falda para sacarse el vestido
por la cabeza. Al ver las piernas desnudas de su abuela, Gemma se impresionó al
observar tantos bultos en la carne fofa cruzada por un entramado de varices y
venitas. «Algún día yo estaré así —pensó y se le llenó el corazón de ternura—. Todos
estaremos así.»
Nonna se había subido el vestido hasta el cuello hasta cubrirse la cara.
—Socorro —gritó con la voz amortiguada por la ropa—. Algo me tiene
aprisionada.
Alarmada, su nieta acudió en su ayuda. Los corchetes que cerraban el cuello del
vestido se habían enganchado en una cadena que Nonna llevaba colgando y Gemma
los separó con mucho cuidado. Entonces vio que el amuleto que sostenía la cadena
era la cimaruta, un antiguo talismán pagano usado tradicionalmente para protegerse
del mal de ojo. Se fijó en él, en Italia era conocido como el símbolo de las brujas. Sus
tres ramas principales representaban los tres aspectos de la diosa Diana: como
doncella, madre y anciana. Cada rama sostenía otros símbolos: un pez, una mano,
una llave y una media luna, todos ellos con un significado específico.
—¿De dónde has sacado la cimaruta? —le preguntó mientras la ayudaba a
sacarse el vestido.
—Ah —dijo Nonna, señalando el hermoso colgante de plata—. ¿Te gusta?
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó de nuevo—. ¿Cuánto hace que lo
tienes?
—Ése es mi secreto —dijo dándose la vuelta y esbozando una sonrisa casi
imperceptible.
Gemma no podía dejar de mirarla mientras Nonna se dirigía al armario para
sacar unos pantalones y una blusa. «¡Es una bruja. Lo sé, puedo sentirlo!», pensó
emocionada, pues significaba que los ritos antiguos eran parte de su ancestros. Ella
no era un bicho raro. ¡Lo llevaba en la sangre! ¿Qué diría su madre de aquello?

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Mientras tanto Nonna se había puesto los pantalones, pero sus dedos dudaron
cuando tuvo que abotonarse el cuello de la blusa. Gemma observó y esperó,
pensando que quizá quisiera ponerse otra cosa. La anciana se miró la blusa abierta y
luego a Gemma con una mueca de perplejidad en la cara. «Dios mío, no se acuerda
de cómo se abrochan los botones.»
—Venga, déjame —le dijo con calma. Poco a poco, le abrochó la blusa con
cuidado—. ¿Mejor?
—Mejor —repitió Nonna claramente aliviada y mirando indecisa a su nieta—.
¿Te importaría cepillarme el pelo?
—Me encantaría.
Gemma observó a su abuela sentarse ante el tocador y soltarse la goma plateada
del pelo. Tomó el recio cepillo de crin de caballo que Nonna había tenido desde que
ella podía recordar y empezó a peinarla. Su abuela cerró los ojos y pareció dejarse
mimar por la agradable sensación. Cuando los volvió a abrir se encontró con la
mirada de Gemma reflejada en el espejo del tocador.
—Tú y yo nos parecemos mucho —le dijo su abuela.
Gemma se inclinó hacia ella y posó su mejilla contra la más vieja y
apergaminada de su abuela.
—Lo sé —le susurró Gemma.

Sean no sabía qué podía encontrarse. Fue una agradable sorpresa ver que la
unidad de asistencia era una oficina como cualquier otra, con revistas antiguas
cubriendo la mesita de la sala de espera y un mobiliario que había conocido tiempos
mejores. Tenía una cita para hablar con el teniente Dan Murray, que había
completado sus veinte años de servicio en el departamento y ahora dedicaba todo su
tiempo a trabajar como asesor. A Sean le cayó bien de inmediato: patizambo, barriga
de cerveza y un gran bigote blanco de estilo daliniano, le recordó a una amistosa
morsa parlante. Su tono era afable pero mostraba preocupación.
—¿Qué puedo hacer por ti?
Con la máxima brevedad que pudo, Sean le explicó todo lo que le había
sucedido desde el incendio de la casa de obra vista. Murray le escuchaba
atentamente y le animaba a seguir, asintiendo con la cabeza. La narración de Sean no
pareció sorprenderle o afectarle, ni incluso cuando le contó los detalles de cómo,
paseando por la calle, le había faltado la respiración al ver un arcón en el escaparate
de una tienda de muebles.
—Se llama un disparador —le explicó Murray— y es muy común después de
un incidente traumático. Algo visual, un olor particular, un sonido, cualquier cosa
puede devolverte a la escena del incendio y entonces aparecen esos sentimientos
relacionados: culpabilidad, dolor, miedo y todos los que te quieras imaginar.
—Muy bien, pero ¿qué puedo hacer?
—Lo que estás haciendo exactamente: hablar. —Murray se recostó en el
respaldo de la silla—. Cuando me llamaste ayer quise informarme sobre ti. Tienes un

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historial intachable, Sean, y sé por lo que estás pasando: una metida de pata borra
todos los «buen trabajo, tío» de muchos años. ¿Verdad?
Sean asintió, aliviado de que Murray comprendiese exactamente cómo se sentía.
Él mismo no podría haberlo explicado mejor de haberlo intentado.
—Bien, voy a tratar de ayudarte con ello. Has tomado un primer paso muy
importante, que es plantar aquí tu culo y abrir la boca. Lo demás es pan comido,
relativamente.
—Tengo problemas para dormir —confesó Sean.
—También es habitual. No te preocupes, no te dejaré salir por esa puerta sin
enseñarte técnicas para superarlo. ¿Estás familiarizado con la respiración abdominal?
¿Visualización? ¿Meditación?
Sean rio.
—¿Qué te resulta tan divertido?
—Nada. Sólo que estuve saliendo con una chica que practicaba todo esto y me
burlaba de ella, eso es todo.
—Bueno, ella debía de saber algo, pero la clave es averiguar qué funciona para
ti. En un momento u otro todos los muchachos del departamento han pasado por lo
que tú estás pasando. Y el que diga lo contrario miente. Y ahora háblame del
incendio.

Al día siguiente Gemma tenía ganas de llegar al trabajo para investigar un poco
sobre la cimaruta. ¿Cuánto tiempo hacía que Nonna la llevaba escondida bajo su
ropa? Sabía que cada uno de los símbolos que colgaban de las ramas tenía un
significado, pero no los recordaba. Ahora, emocionada por la posibilidad de que su
amada matriarca de la familia pudiera ser conservadora de las «viejas tradiciones»,
Gemma deseaba saber todo lo posible sobre el medallón de dos caras. Se sentía como
un soldado abasteciéndose de munición: la próxima vez que su madre le echara en
cara ser una bruja podría responderle que su propia madre también lo era y
mostrarle las pruebas.
Estar veinticuatro horas con Nonna había sido mucho más cansado de lo
Gemma había previsto. A ratos se comportaba como la diablilla de siempre y habían
reído mucho juntas. Pero se volvía irascible en cuanto la tarea más simple, como por
ejemplo coger el tenedor, la superaba. Hacia las tres de la madrugada la oyó trastear
en la cocina, bajó las escaleras y llegó justo a tiempo de impedir que saliera por la
puerta trasera en la noche helada, vestida sólo con el camisón de dormir. Para
vigilarla mejor, pasó el resto de la noche junto a la anciana en la otra mitad de la
abollada y vieja cama. No pudo dormir demasiado porque su abuela parecía estar
más agitada por la noche. Por suerte, cuando su madre llegó para sustituirla, Nonna
había agotado sus reservas de energía y dormía profundamente.
Por lo tanto, Gemma estaba cansada pero animada cuando giró por la calle
Thompson. Su humor cambió al ver a Uther y tres hombres más, parados delante de
la tienda vestidos con ropajes medievales. Uther llevaba su cota de malla y un casco

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de peltre que parecía un cuenco invertido y sostenía en su mano izquierda una larga
alabarda. Los otros vestían medias borgoña y justillos de piel, además uno llevaba un
bonete metálico en forma de calavera y los otros dos, bonetes de fieltro de los que
colgaban largas plumas. Todos los compinches de Uther portaban sendas aljabas de
flechas colgadas del hombro. Por un momento Gemma pensó en dar la vuelta y salir
corriendo, pero era demasiado tarde: Uther la había visto y la saludaba
ostensiblemente agitando el brazo. Además, ella tenía un negocio que llevar.
—¿A qué debo el placer? —dijo dulcemente, aunque inmediatamente se
arrepintió de la frase escogida. Debía que haber dicho «¿Qué hay?». Ahora Uther
tenía carta blanca para dirigirse a ella como si estuvieran en Camelot.
—Deseaba presentaros a algunos de mis compañeros de recreación, buena
señora. Están ansiosos por conoceros desde el momento en el que les narré grandes
relatos de vuestra destreza con el tarot. He pensado que si nos vierais vestidos con
nuestros ropajes de Agincourt, tal vez estaríais tentada a asistir a nuestro próximo
encuentro. Tenemos gran necesidad de damiselas a las que rescatar…
—O de compañeras de campamento —añadió el hombre con el bonete en forma
de calavera.
Gemma no tenía ni idea de lo que era una compañera de campamento, pero no
podía ser nada bueno si la mirada asesina que Uther le lanzó poseía algún
significado. Asintió tratando de parecer educada.
—¿Hay algo que pudiera leer? Puede que sirviera de ayuda.
—Está todo aquí —dijo Uther golpeándose con un dedo una de sus sienes.
«Perfecto», pensó Gemma y puso la llave en la cerradura.
—Me lo pensaré, gracias por venir. Y adiós. —Empujó la puerta para abrirla,
esperando que se fueran, pero la siguieron al interior.
—¿Qué estáis haciendo, Uther?
—Quiero que vean la tienda.
Gemma se frotó la nariz.
—Me parece bien, pero si vais a echar una ojeada os sugiero que dejéis vuestras
armas detrás del mostrador.
—¿Por qué?
—Porque podrían atemorizar a los clientes.
—Oh.
Uther y sus amigos la siguieron obedientes hacia el mostrador escondiendo el
armamento por seguridad. Gemma empezaba a preguntarse si a Uther le faltaba un
tornillo. Mientras, sus amigos revoloteaban por los pasillos hablando entre ellos de
una forma que la ponía los nervios flor de piel.
—«¡Paréceme ver un libro de tradiciones de hadas!» «Vive Dios, un asiento
blando para poder poner mi botín!» —Gemma cogió a Uther de la cota de malla y lo
retuvo.
—¿Cómo fue tu cita con Frankie? —Aún no había tenido ocasión de hablar con
su amiga.
—Un caballero que besa no lo explica.

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—Puede explicar sólo un poco. ¿Os lo pasasteis bien? ¿Habéis quedado otra
vez?
—Ajá —aclaró Uther mostrándose satisfecho.
—Me alegro —le dijo. Se sentía liberada de un peso. Le pellizcó ligeramente en
un brazo antes de ir al encuentro de sus amigos.
No le importaba que estuvieran en la tienda, pero cuando un cliente potencial
entró y se fue, y luego otro y un tercero, supo que debía pedirles que se fueran.
Aparentemente, los compradores no apreciaban las cotas de malla, los bonetes de
calaveras ni los justillos. Se preguntó si su madre la veía tan extravagante a ella como
los clientes que huían del Golden Bough parecían encontrar a Uther y a sus amigos.

Había sentido el primer síntoma del peor dolor de cabeza de su vida minutos
antes de permitir que Uther y los suyos entraran en el Golden Bough y pensó que
desaparecería con ellos. Pero se equivocaba. Ahora sabía que cuando llegara Julie, la
dependienta a tiempo parcial, hacia las cinco, iría al Duane Reade más cercano a
comprar aspirinas. Odiaba meterse cosas así en el cuerpo, pero aquel dolor de cabeza
era malo. ¿Cómo se las había apañado Theresa con las migrañas? El despiadado
martilleo en sus sienes le hizo sentir un mayor respeto por la mujer de Michael.
Agotada por el dolor, abrió la pesada puerta de cristal de Duane Reade. La
iluminación artificial era excesiva y los estrechos corredores estaban repletos de
clientes. Guiada hacia las estanterías de analgésicos por una adolescente con los
pantalones tan caídos que parecía a punto de perderlos, se enfrentó con hileras e
hileras de cajas parecidas, todas prometiendo calmarle el dolor y acabar con el
espasmo. ¿Ya no quedaba nadie que se tomara una simple aspirina? Le llevó su
tiempo, pero al final las encontró en la estantería más próxima al suelo.
Agarrada a su preciado botín, se dirigió hacia la salida de la tienda y se sintió
consternada al ver una sola cajera atendiendo el mostrador. Se puso a la cola y cerró
los ojos. «Por favor, diosa, no dejes que esto dure demasiado. Sólo quiero tomarme
mi medicina y meterme en la cama.»
Abrió los ojos, resignada a pasar los quince minutos siguientes en una tienda
abarrotada, en la que hacía un calor excesivo. Desesperada por matar la espera
estudió su alrededor. Y entonces lo vio: era el calendario del FDNY del 2006. Con las
navidades a la vuelta de la esquina, todos los calendarios del año siguiente estaban
ya expuestos.
Diciéndose a sí misma que no era más que curiosidad, cogió el que le quedaba
más cercano en la estantería y lo empezó a hojear. El bombero escogido para el mes
de febrero estaba bastante bien, rubio y de piel reluciente, era el encargado de las
botellas de aire en un cuartel del Upper East Side. El de abril no era su tipo, estaba
demasiado musculoso, demasiado perfecto, un Ken hecho realidad. Pasó mayo,
junio, julio y llegó a agosto. Su corazón dio un brinco: el bombero fotografiado era
Sean.
Se le subieron los colores a la cara mientras estudiaba la imagen del hombre que

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tan arrebatadoramente la había seducido, para rendirse luego ante el primer asomo
de dificultad. La foto no hacía justicia al penetrante azul de sus ojos, ni captaba
adecuadamente su infantil sonrisa torcida. Pero ése era su cuerpo, sin duda. El
mismo que la había abrazado tan fuerte y con tanta soltura se había movido en su
interior. Se tragó las lágrimas y cerró el calendario de golpe.
—¿Puedo verlo? —La mujer que la seguía en la cola elevó la voz—. Ese tío está
muy bueno.
Gemma le dio el calendario y se volvió encarando la salida de la tienda.
Hubo un tiempo en el que habría pensado que encontrar por casualidad la
imagen de Sean era un presagio. Pero ya no creía en presagios, ni en coincidencias, ni
siquiera en el destino. No es que no quisiera, es que no se lo podía permitir.
Resultaba demasiado doloroso.

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Capítulo 17

—No pretendo ofender, pero ¿qué estás haciendo?


Sean abrió los ojos lentamente y se encontró a J.J. de pie ante él, mirándolo
preocupada. Cuando J.J. había entrado en la cocina del cuartel para picar algo al
acabar su guardia se lo había encontrado sentado solo en la mesa.
Separó las manos y miró a su amiga.
—Respiración abdominal, relajación. —Ahora, tal como Dan Murray le había
recomendado, cuando Sean se sentía estresado cerraba los ojos y se concentraba en
su respiración. Milagrosamente, parecía actuar. Podía notar cómo se ralentizaban los
latidos de su corazón y sentir que disminuía la tensión en sus hombros. Gemma no
bromeaba: las técnicas alternativas funcionaban de verdad.
—Dios, parecía que te hubieras muerto sentado. ¿Desde cuándo aspiras a la
perfección?
—Desde que fui a hablar con los de la unidad de asistencia sobre el incendio de
la casa de obra vista.
—¿Fuiste? —El tono de alivio en su voz no ofrecía ninguna duda. Esperó a que
se levantara y se pusiera la cazadora de piel—. ¿Crees que te está ayudando?
—Parece que sí. —Sean escogió las palabras con cuidado, ya que aún no estaba
seguro para afirmarlo definitivamente. Pero en una cosa Dan había acertado: hablar
sobre el tema le ayudaba. El hogar de los Kennealy podría haber funcionado mucho
mejor si hubiese existido una unidad de asistencia cuando su padre todavía tiraba de
las mangueras.
—¿Adónde vamos? —preguntó J.J. siguiendo a Sean por la puerta.
—Necesito ir a mi piso para ver cómo están Pete y Roger. No te molesta,
¿verdad?
—Claro que no.
—¿Qué te apetece hacer?
—¿Italiano? —J.J. parecía ilusionada.
—Ningún problema —dijo encogiendo los hombros.
—Eso es lo que más me gusta de ti, todo te parece bien.

La ironía en las palabras de J.J. le golpeó minutos más tarde, cuando salían del
ascensor en la portería de su casa y se encontraron cara a cara con Gemma. Notó
cómo se quedaba sin palabras y se sintió incómodo, además de preocupado: parecía
agotada, tenía ojeras alrededor de sus dulces ojos marrones y era patente que su

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suave cadencia al caminar había desaparecido. ¿Era él el motivo? Un sentimiento de


culpa lo embargó.
—Hola —le dijo tratando de mantener un tono ligero e informal.
—Hola. —La amable cara de Gemma era toda cortesía. Dirigió una mirada
hacia su amiga—. Hola.
—Hola —asintió J.J. sonriendo.
—¿Me perdonas un minuto? —le pidió torpemente.
—Claro. —J.J. lo miró de una manera extraña antes de sonreírle de nuevo a
Gemma—. Encantada de conocerte.
—Yo también. —Gemma bajó los ojos.
Sean sentía nauseas mientras J.J. se dirigía hacia la puerta. Deseaba vaciarse allí
mismo y en aquel momento, decirle a Gemma todo lo que había aprendido hablando
con el asesor, disculparse, rogarle que le diera una nueva oportunidad, hacerla reír
hasta que sus ojos se iluminaran de nuevo y recuperara el color en sus mejillas. Sin
embargo se quedo paralizado, observando cómo se dirigía hacia el ascensor.
—¿Gemma?
Cuando se giró hacia él mostraba una expresión cautelosa.
—¿Te encuentras bien? Estás un poco pálida.
—Estoy bien, es tan sólo un dolor de cabeza, eso es todo.
—Debe de haber una hierba para eso. O alguna cosa.
Fue la frase apropiada y su boca casi esboza una sonrisa. Casi.
—La hay, matricaria.
—¿Es lo que llevas en la bolsa?
Sabía que parecía un idiota, pero tanto le daba. Quería que la conversación no
se acabara, tenerla allí hasta hallar la forma de decir lo que tenía que ser dicho.
—Aspirina —dijo Gemma agitando la bolsa.
Él asintió. ¿Qué podía preguntar ahora?: «¿Cuántas?», «¿De qué tipo?», «¿Ah sí,
aspirina?, a mí siempre me funciona.»
Ahora ella lo estaba mirando extrañada. No la podía culpar, no era asunto suyo
lo que había en la bolsa. Nervioso, se humedeció los labios.
—Bueno, eh, espero que te mejores.
—Yo también. —Se dirigió hacia el ascensor.
«Eso es todo —pensó Sean sombrío—. Oportunidad perdida, corto y cierro.»
Pero de repente ella se volvió hacia él.
—Perdóname, no te he preguntado cómo estabas tú.
—Bien, bien —asintió Sean con fuerza. Nada como una buena mentira para
acelerar el corazón. «Sigue asintiendo, sigue sonriendo.»
—Me alegro —dijo Gemma en voz baja.
Quizá fuera a causa del dolor de cabeza, pero, mientras se dirigía hacia el
ascensor, a Sean le pareció que estaba muy afligida a pesar de que intentase
disimularlo por todos los medios.
—Pásatelo bien esta noche, Sean.
—Tú también —le dijo al mismo tiempo que las puertas del ascensor se

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cerraban de golpe ante sus narices.


«Y… corten. Ocasión desperdiciada.» Enfadado, se subió la cremallera de la
chaqueta y salió para encontrarse con J.J. Conocía a las mujeres y ella querría saber a
qué venía todo aquello. Probablemente J.J. le diría que era un idiota por no
aprovechar la oportunidad. Por desgracia, estaba de acuerdo con ella.

—¿Piensas que soy un imbécil? —preguntó Sean de pronto.


J.J. y él acababan de pedir la cena a un camarero que se llamaba Dodge. Como
había previsto, quería saber todo sobre la mujer que acababan de encontrarse en el
portal. Mientras le informaba de todos los detalles y ella le escuchaba atentamente,
Sean se devanaba los sesos sobre si se había comportado como un tonto por no
haberle sacado todo el provecho a su encuentro. Pero otra pregunta más importante
también le carcomía: si tanto la echaba de menos, ¿por qué no le pedía perdón e
intentaba volver con ella? Fue en ese momento cuando hizo la pregunta.
J.J. sonrió educadamente cuando el camarero les sirvió las ensaladas.
—¿Puedo servirles algo más antes de irme? —preguntó recogiendo sus manos
tras la espalda.
—Está bien, gracias —dijo Sean mirándolo mientras se iba.
—¿Qué motivo pude haber para que una madre castigue a su hijo poniéndole
de nombre Dodge?
—¿Crees que de verdad es su nombre? —preguntó Sean incrédulo—. Piensa un
poco, probablemente sea un actor.
—Nadie que quiera triunfar en el mundo del espectáculo se haría llamar Dodge,
créeme. —Cogió la pimienta—. ¿La pregunta era si te considero un imbécil?
—Sí.
—¿En general, o relacionado con una situación en particular?
—Una en particular, en concreto sobre Gemma.
J.J. parecía incómoda.
—Ya me lo parecía. Has estado ausente desde que nos la hemos encontrado.
—La echo de menos —dijo Sean con la vista fija en la ensalada.
—Tengo que decirte una cosa, pero has de prometerme que no te enfadarás —
dijo J.J. tragando nerviosamente.
—De acuerdo.
—Esa mujer, Gemma, tu ex novia, apareció por el apartamento el día que
estuve cuidando a los pájaros.
—¿Ella? —Sean pudo sentir cómo el alma se le caía a los pies.
—Sí. Olvidé decírtelo.
—¿Y?
—Ahora viene cuando no has de enfadarte.
—Vale. —Sean apretó con fuerza la servilleta.
Las palabras salieron de la boca de J.J. en cascada.
—Llamó a la puerta y cuando abrí yo llevaba puesto tu albornoz, me preguntó

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

por ti, pero estaba peleándome por teléfono con Chris y sólo le respondí que no
estabas y cerré la puerta. Lo había olvidado hasta hoy, lo siento.
Sean lanzó un sonido como el de un alce moribundo y se cubrió la cara con las
manos.
—Oh, mierda.
Cuando las bajó, miró incrédulo a J.J., que se hundió en su asiento.
—Te habría agradecido que me lo hubieras dicho antes, la verdad.
—Lo sé. Y lo siento mucho, mucho.
—No es culpa tuya —suspiró Sean—. Bueno, lo es, pero ahora ya no hay nada
que se pueda hacer. —Golpeó la mesa con sus puños, sobresaltando a J.J.—. ¡Mierda!
—Hay algo que sí puedes hacer —propuso indecisa—. Ve a hablar con ella y
dile que la echas de menos. Ruégale que te perdone y pídele para salir otra vez.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Por que sin duda me odia. Casi no soportaba estar hablando conmigo y ahora
ya sé por qué.
—Me parece que has dicho que te había preguntado cómo te encontrabas.
—Lo ha hecho.
—Las mujeres no preguntamos cómo estás si deseamos verte muerto.
—No conoces a Gemma. Es agradable con todo el mundo. Si se encontrase con
Bin Laden a su lado en el ascensor hablaría con él sobre la yihad. Es su forma de ser.
—No sé qué decir. La dejaste ir y ahora quieres que vuelva y sólo hay una
forma de que eso ocurra: discúlpate.
—Sí, pero…
—¿Pero qué? —preguntó J.J. con calma—. No hay que ser ingeniero aeronáutico
para entenderlo, por amor de Dios.
—No, pero es complicado —dijo con una mueca—. No sé si te puedes haber
dado cuenta en esos pocos segundos, pero no es la típica mujer de un bombero.
—¿Se puede saber qué significa eso? —J.J. estaba consternada.
—Ya te he hablado de la noche que salimos con algunos de mis compañeros del
cuartel. Fue un desastre.
—Vale, déjame ver si lo entiendo bien. —J.J. dejó su tenedor—. ¿Echas de
menos a Gemma, pero estás dudando pedirle que vuelva porque unos cuantos
imbéciles con los que trabajas creen que es un poco excéntrica?
—Supongo —murmuró Sean.
—Entonces eres un imbécil.
—Vale, gracias.
—Querías saber lo que pensaba y aquí lo tienes. No quiero ofender a nadie,
pero ¿a quién caray le importa lo que esos tíos piensen de Gemma? Lo importante es
lo que pienses tú.
—Me van a putear, J.J. Ya lo han estado haciendo.
—¡Pues devuélveselo! Nos puteamos unos a otros por lo que sea. Si no es a
causa de Gemma será otro el motivo. Esto es ridículo, Sean. ¿Es Leary o esos otros

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

patanes a quienes vas a encontrarte cuando llegues a casa después de un largo día de
trabajo? ¿Te van a dar una familia? Crece de una vez, ¿quieres? Ya sé que te costó
mucho que te aceptaran, pero lo conseguiste. Cualquier cosa que te puedan decir
ahora son sólo bravatas. Y si no lo son, entonces creo que debes buscarte nuevas
amistades, la vida es demasiado corta para andar dándole vueltas a estos rollos —
concluyó con voz ahogada.
Sean pensó que le había pasado la comida por el lado contrario, pero enseguida
se dio cuenta de que empezaba a llorar.
—Hey. —Tomó su mano encima de la mesa—. ¿Estás bien?
—Déjalo —dijo sorbiendo las lágrimas y apartando la mano—. Es que tiene que
venirme la regla.
—Y una M.
—Vale, pues no. Es mi relación con Chris. Si Gemma te hace feliz ve a por ella.
—No sé si puedo darle lo que ella quiere, al menos de momento.
—Pues entonces ofrécele lo que puedas y espera a ver qué hace. Si te dice que te
pierdas, al menos sabes que lo has hecho lo mejor que podías. —Se secó las lágrimas
y echó una ojeada por el restaurante—. ¿Dónde está ahora Dodge? Necesito un vaso
de agua.

—Janucz, disculpe.
Sean trató de no parecer avergonzado ante el encargado del edificio por haberlo
despertado bruscamente. Estaba roncando tan profundamente que Sean había
podido oírlo cuando se acercaba por el pasillo. Por lo tanto, no le había sorprendido
encontrarlo dando cabezadas contra su pecho y con los pies encima de la mesa en su
pequeña oficina del sótano.
—Sean, Sean, ¿cómo está usted? —El corpulento polaco le indicó que entrara—.
¿En qué puedo ayudarle?
—Necesito un favor. Muy grande.
—Por usted lo que sea.
El cumplido le hizo sonreír. Los empleados y los demás vecinos del edificio
estaban encantados de compartir techo con un bombero. Pensaban que, de alguna
manera, estaban más seguros. Sean nunca había sacado partido de su posición, pero
para todo hay una primera vez.
—Necesito que entre en el 5° B cuando el inquilino no esté en casa y deje esto.
—Salió un momento y le mostró una gran caja envuelta.
—¿Qué es eso? —preguntó intrigado.
—Un regalo.
—¿Y usted quiere que Janucz lo ponga en el 5° B? ¿Falconetti?
—Ya no es Falconetti, pero sí.
—¿Por qué?
Sean se asombró de que le diera un poco de vergüenza el sólo hecho de
explicarlo.

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—Es una sorpresa. Para la mujer que ahora vive allí.


—¿Sí? —Janucz alzó las cejas de forma sugerente—. ¿Es esa pelirroja pequeñita
en el 5° B? ¿Ella es su amiga especial?
Sean esbozó una sonrisa de pícaro que sabía que Janucz interpretaría mejor que
las palabras.
—Lo era. Y quiero que lo vuelva a ser y por eso necesito que deje esto en su
piso. Quiero darle una sorpresa.
—Umm. —El polaco cruzó las manos sobre su blanda barriga y se recostó en su
vieja silla de oficina—. Eso es ilegal, ya sabe, meterse en casa de alguien sin motivo;
Janucz podría tener problemas.
—Lo sé. —Sean se sentía incómodo poniendo en un aprieto a aquella alma
cándida—. Pero es por un buen motivo y podría pagarle algo —añadió.
—Usted no paga —respondió Janucz de inmediato, un poco ofendido—. Usted
es un gran héroe de esta ciudad.
«Ya, seguro», pensó Sean, aunque simplemente le dio las gracias.
Janucz lo miró seriamente, entrecerrando los ojos.
—Si se lo hago, ¿jura no decírselo a nadie, ni siquiera a su propia madre?
—Lo juro —dijo Sean poniendo su mano sobre el corazón.
—¿Lo jura sobre la tumba de su padre?
Exasperado, Sean se mordió la lengua.
—Mi padre aún vive, Janucz, pero sí, lo juro.
—Muy bien. —Janucz se levantó de su silla, se inclinó y cogió la caja para
ponerla sobre la mesa.
—A ver 5° B, 5° B, 5° B… —murmuró para sí mismo—. Oh, mierda.
—¿Qué?
—¿Sabe quién vive en esa planta? Croppy. —Sacudió triste la cabeza—. Lo
siento, Sean, demasiado peligroso.
—Croppy no será un problema —le dijo con seguridad a Janucz.
—¿Qué? ¿Está usted loco? Croppy siempre es un problema. ¿Su último marido?
Belcebú, se lo aseguro. Es el único que podría haberla aguantado.
—Escuche —dijo Sean con paciencia—. A ella no le incumbe el porqué va al
apartamento de Gemma con una caja de regalo. Por lo que a ella respecta, Gemma
pudo pedirle que la entrara.
—Umm. —Janucz se frotó la barbilla—. Tiene razón, Sean. Pero si Croppy me
ve, me tocará las pelotas. Usted lo sabe, pero por usted lo haré igualmente.
—Gracias. —Sean no sabía cómo expresar su gratitud—. Normalmente Gemma
se va a trabajar hacia las ocho y vuelve entre las seis y media y las siete. ¿Podrá
hacerlo mañana?
—Lo puedo hacer sin despeinarme —dijo Janucz chuleando.
—De verdad que se lo agradezco mucho —le dijo Sean dándole unas palmadas
en la espalda.
—Sin despeinarme —repitió—. Usted es un gran héroe en esta ciudad.

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Al día siguiente de su encuentro con Sean, Gemma todavía se sentía alterada.


Había sido demasiado ver su imagen en el calendario y luego encontrárselo en la
portería de la mano de su nueva novia. Parecía un cruel exceso para los sentidos. A
pesar de parecer cansado, aún resultaba atractivo a su manera: duro e impresionante,
con el cabello alborotado, casi salvaje, y el leve aroma de su colonia impregnado en la
descolorida camisa tejana. La Barbie Malibú era una mujer con suerte.
Al abrir la puerta se encontró cara a cara con una gran caja envuelta en un papel
de regalo.
Su primer pensamiento fue de pánico. «¿Qué caray es esto? Alguien ha estado
en mi apartamento.»
Nerviosa, miró a su alrededor para comprobar si había algo fuera de lugar.
Todo estaba en su sitio. Y entonces cayó. «Sean.» Tenía que ser él. Antes de que el
pulso acelerado se adueñara de ella, se obligó a concentrarse y escuchar la tranquila
vocecilla en su interior, la que le decía cosas, cosas verdaderas, sobre sí misma y
sobre los demás. «Quieres que sea de Sean, ¿pero lo es?» Sí.
Se quitó la capa a toda prisa y la dejó en el suelo. Rasgó el envoltorio y levantó
cuidadosamente la tapa superior de la caja. Un cálido destello rosáceo iluminó su
mirada y de inmediato supo lo que era: el ñu de color rosa. No se imaginaba cómo se
las había ingeniado Sean para conseguirlo, ni le importaba. Toda su atención se
concentraba en el hermoso animal, peludo y voluminoso, cuyos ojos pequeños y
brillantes la miraban suplicantes. Tenía un sobre sujeto a su pecho y recordó la
última vez que había utilizado el ñu como mensajero: «La espalda me está matando.
Me voy a dormir a mi colchón duro como una piedra.» Pero aquello era el pasado y
esto era el presente. Abrió el sobre.

Gemma:
¿Podemos quedar en el Starbucks de la esquina mañana a las ocho de la noche?
Necesito hablar contigo, de verdad.
Sean.

Gemma apretó la nota contra su pecho con la respiración alterada. «Oh, Dios
mío. ¿Es posible que quiera pedirme perdón? ¿Puede que quiera que volvamos a
estar juntos?» Casi incapaz de pensar, se levantó de suelo y se apresuró hacia el
teléfono, marcando el número de Sean.
Y entonces se acordó.
Nonna.
Caray.
Colgó. Al día siguiente era miércoles, una de las noches que tenía que cuidar de
Nonna. No tenía manera de evitarlo a menos que la intercambiara con su madre o
una de sus tías. Ya podía escuchar a su madre: «Sólo la has cuidado una vez y ya
estás cambiándolo todo, tocándole las narices a todo el mundo», bla, bla, bla. Pero se
trataba de Sean. Sean. El hombre cuyos ojos se le habían aparecido en la primera

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ocasión que había realizado un hechizo de amor para ella misma. El hombre que
amaba a su familia y al que le gustaba pasear por la playa en invierno.
El hombre al que amaba.
Acurrucada, marcó el número de su madre. Lo cogió al tercer tono con voz
cansada.
—¿Diga?
—Mamá, soy Gemma.
Hubo un silencio.
—¿Mamá?
—Estoy aquí.
—Yo… he de pedirte un favor.
Más silencio. Profundo, resentido.
—¿Cuál es?
—Necesito saber si podrías cuidar de Nonna mañana por la noche.
—¿Por qué?
Gemma dudó. ¿Debía decirle la verdad? ¿Y por qué no?
—Tengo una cita.
—¿Con quién? ¿Un brujo?
—Un bombero —respondió Gemma ignorando la indirecta—. Esperaba que
pudieras cuidarla mañana y yo la cuidaría el jueves. Sería un intercambio.
—Mañana por la noche tengo reunión con el grupo de viudas.
Gemma hundió las uñas en su brazo.
—Sólo será una noche, te lo prometo mamá.
A juzgar por el suspiro de su madre, Gemma pensó que parecía que le estuviera
pidiendo que pacificara el Oriente Medio. «¡Estamos hablando de cuidar a tu madre
una noche!», deseó gritarle Gemma. Se tomó su tiempo y esperó.
—Supongo que podría —respondió finalmente su madre—. O que fueran Millie
o Betty Anne.
—Te lo agradezco mucho, mamá.
Escuchó un gruñido de reconocimiento. Y lo que vino después.
—Espero que no hagas de esto una costumbre, Gemma, porque no está bien, y
menos avisando con tan poco tiempo. No eres la única que tienes una vida.
—Lo sé. —Gemma se tragó su enfado—. Y lo valoro, pero son circunstancias
excepcionales.
—¿Ah, sí? —Su madre sonaba cáustica—. ¿Y cuáles son?
—Pues que los bomberos tienen un horario muy complicado. Si no lo veo
mañana, pueden pasar semanas antes de que volvamos a estar libres los dos.
—Ah. —Parecía que lo tomaba en consideración—. ¿Estás segura de que
quieres salir con un bombero?
—¿Y por qué no?
—Porque pueden morir cumpliendo con su trabajo. Como tu padre.
Gemma se sobresaltó. Nunca había conectado la muerte de su padre mientras
trabajaba en un edificio en construcción y su desesperado miedo por Sean.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Sé que ponen sus vidas en peligro, mamá, pero es un riesgo que estoy
dispuesta a asumir.
—Bueno, espero que sepas lo que haces.
—Sé lo que hago.
—Perfecto, entonces ya tienes sustituta.
Gemma separó las uñas de su brazo. «Pregúntame cómo estoy —pensó
anhelante—. Habla conmigo.» Pero su madre se quedó en silencio.
—Magnífico. —Gemma observó la media luna que se había infligido en la
piel—. Ya hablaremos, mamá. Y gracias otra vez.
—De nada —respondió su madre colgando el teléfono.
Gemma separó el auricular de su oído y lo observó, como si no pudiera creerse
que estuviera allí, sentada, escuchando la señal de tono. Pero lo estaba. La
conversación con su madre había acabado y había sido dolorosa pero había
conseguido lo que quería.
Sólo quedaba una cosa por hacer. Llamó a Sean.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 18

«Sólo falta una hora para que hable con Gemma.» Ése era el único pensamiento
que ocupaba la cabeza de Sean mientras ayudaba a dos novatos a limpiar la cocina
del cuartel. Teóricamente no estaba obligado a ayudarles, pero tenía tantas energías a
causa de la ansiedad que se habría arrancado la piel a tiras si no se hubiera ocupado
en algo.
Había sido un gran alivio regresar a casa tras visitar a unos amigos y encontrar
parpadeando la luz roja de su contestador automático. Y además oír la voz de
Gemma en la cinta…

Hola Sean, soy Gemma. He visto tu nota. Me encantaría verte en el Starbucks


¿digamos hacia las ocho? Si no me dices nada daré por hecho que te va bien. Bueno,
entonces, emm… hasta entonces. Adiós.

Se permitió durante aproximadamente cinco segundos felicitarse a sí mismo


antes de que las dudas lo asaltaran de nuevo. ¿Su voz sonaba un poco fría y distante?
Puso de nuevo la grabación. No, era normal. Pasaron cinco minutos. Espera: ¿ha
dicho «que te va bien» o «que no te va bien» que quedemos? Otra vez escuchó la
cinta. «Que te va bien.» Sabía que era de locos, pero la rebobinó para escucharla una
vez más, analizando cada pausa, cada matiz en su voz para juzgarla
apropiadamente.
—¿Hey, dónde está Birdman?
Al escuchar que Sal Ojeda preguntaba por él, Sean se apresuró a salir de la
cocina hacia la zona de utensilios.
—Hola, Sal, ¿qué pasa?
—Tengo que pedirte un mega favor, colega.
—Dispara.
—¿Podrías trabajar veinticuatro horas y cubrirme esta noche? Yo debía cubrir a
Hanratty de cinco a nueve, pero ha sucedido algo y ahora no puedo.
Sean se rascó la barbilla pensativo, mirando fijamente al suelo de cemento.
Quisiera no haber tenido que oír aquellas palabras. Normalmente no había tenido
problemas intercambiando guardias con Sal o con cualquier otro y sin preguntar.
Pero aquello representaba cambiar la cita con Gemma. Alzó la mirada.
—¿Qué pasa?
—Es Janine. —Janine era la mujer de Sal—. Hoy es nuestro aniversario y por
supuesto lo había olvidado. Esta mañana me ha traído el desayuno a la cama junto

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con una cursilada de postal. Casi me muero. He disimulado asegurándole que tenía
algo especial planeado para esta noche. Tengo que apresurarme para ir a la zona de
las joyerías y escoger algo y después llevarla a cenar a la luz de velas o mi culo va
arder, amigo mío. ¿Puedes cubrirme?
Sean respiró profundamente y resopló.
—Seguro. —No le quedaba alternativa. Era parte de las normas: cuando alguien
te pedía que le cubrieras por un buen motivo, te adaptabas, especialmente si eras
soltero y tenías más libertad. Bien sabía que Sal lo había suplido a él unas cuantas
veces y se lo había pedido a última hora. Tenía que cambiar su cita con Gemma.

—¿Gemma?
—No, soy Julie. —La voz de mujer joven al otro lado de la línea tenía un tono
de sospecha—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Julie, mi nombre es Sean Kennealy. Soy amigo de Gemma. Habíamos
quedado a tomar un café, pero he de quedarme a trabajar y no voy a poder ir.
Gemma no aparece en la guía de teléfonos y no llevo encima su número, ¿me lo
podría dar, por favor?
—No puedo dar el teléfono de mi jefa —se burló Julie.
La mano derecha de Sean se dobló lentamente hasta cerrarse en un puño.
—¿Le importaría entonces llamarla a su casa y dejarle un mensaje de mi parte?
—No hubo respuesta—. ¿Julie?
—Un momento, tengo un cliente.
Sean se retorció de indignación mientras Julie, que obviamente llevaba el
Golden Bough en sustitución de Gemma por las noches, dejaba violentamente el
auricular sobre el mostrador. Mala suerte no encontrar a Gemma y mala suerte que
no saliera en el listín, sólo le pasaba a él. Podía oír la lejana voz de Julie indicándole a
alguien dónde podía encontrar los libros sobre la magia con velas. Un segundo
después Julie estaba de nuevo al aparato y su voz a todo volumen interrumpió la
cantinela que Sean se repetía en su mente, que decía así aproximadamente: «Por
favor, por favor, por favor di que sí.»
—Perdone, ¿qué estaba diciendo?
—¿Puede dejar un mensaje en el contestador de Gemma de mi parte? —Julie
dudaba.
—Le puedo dejar un mensaje aquí de que ha llamado. Pero me resulta
incómodo dejarle un mensaje en su casa cuando no sé nada de usted.
Sean cerró los ojos y golpeó suavemente tres veces la pared de cemento con la
frente antes de volver a hablar.
—Es una emergencia, ¿vale?
—Lo siento pero no puedo ayudarle. —Julie fue lacónica—. Lo único que puedo
hacer es dejar un mensaje aquí y ella lo verá mañana.
—Muy bien —respondió Sean bruscamente—. Dígale que Sean ha llamado y
que necesito aplazar nuestra cita en el café porque tengo una guardia doble en el

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trabajo. Dígale que la llamaré tan pronto como pueda.


—¿Quiere dejar un número de teléfono?
—Ya tiene mi número. Sólo quisiera tener el suyo.
Colgó el auricular violentamente. La cancioncilla en su cerebro cambio de letra:
«Joder, joder, joder, joder, joder.»
Y ahora ¿qué?
Starbucks. Llamaría para dejar un mensaje.
Corrió en busca del listín telefónico, con el corazón en un puño mientras
escudriñaba entre lo que parecían centenares de Starbucks en Manhattan. Por fin
encontró el que buscaba y llamó. Nadie respondió.
—¡Coged el teléfono vagos chupa capuccinos cabrones! —gritó al mismo tiempo
que entraba el capitán el McCloskey y lo miraba intrigado.
—¿Todo bien, Sean?
—Perfecto —murmuró Sean, colgando el teléfono. El capitán no se movió—.
Tengo dificultades en encontrar a una persona con la que necesito hablar —dijo como
excusa.
El capitán asintió y siguió su camino. Sean esperó a que no pudiera oírle y
volvió a telefonear a Starbucks. No hubo respuesta, pero esta vez no tuvo tiempo de
lanzar ningún exabrupto. Sonó la alarma y él, junto al resto de los que estaban de
guardia, se dirigieron hacia la sala de útiles para ponerse sus ropas de trabajo.
Tocaba entrar en acción.

Gemma podía perdonar que alguien llegara tarde un cuarto de hora. Después
de todo no puedes saber si el metro va a ir con retraso o si el autobús va encontrar un
embotellamiento. Incluso media hora es excusable si las circunstancias son
excepcionales. Pero ¿tres cuartos de hora? Observando su chai latte, Gemma se
preguntaba si podía calificarse como totalmente patética por haber esperado tanto
rato a Sean.
El universo respondió con fuerza: sí.
Apuró la taza, la tiró a la basura y salió. ¿La habían plantado alguna vez antes?
Rastreó en su memoria. No… espera… sí. Segundo año de la universidad,
Nochevieja, aquí, en Manhattan. Zev Greenberg, estudiante de cine en la
Universidad de Nueva York que le hacía tilín, prometió llamarla cuando acabara
unos planos para quedar en Times Square y besarse apasionadamente mientras
descendía la bola. Nunca la llamó. Gemma celebró el año nuevo metiéndose en la
cama de Frankie y explicándole todas sus penas.
Hombres.
Por supuesto que era factible que algo hubiera ocurrido. Pero, en ese caso, ¿por
qué no había llamado? Quizá lo hubiera hecho y al llegar a casa encontraría un
mensaje suyo. Empezaba a aceptar que tal vez empezaba a ser el momento de entrar
en el siglo XXI y comprarse un teléfono móvil. Hasta aquel momento se había
resistido porque la idea de que cualquiera pudiera localizarla en todo momento le

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horrorizaba. Pero empezaba a darse cuenta de que la telefonía móvil tenía algunas
ventajas. Por ejemplo, podía evitarte la humillación de esperar durante cuarenta y
cinco minutos en Starbucks mirando a la nada.
A pesar de no creer en los presagios, al menos en lo que a Sean se refería, sus
entrañas le decían que había sido una idiota por no considerar el hecho de que él no
se hubiera presentado como un signo divino de que aquello no debía suceder. Lo que
ella quería y lo que el universo consideraba ser lo mejor para ella eran claramente
dos cosas diferentes. ¿De qué otra manera podía explicarse aquel continuo
desencuentro entre las expectativas y la realidad?
Se acercaba a su edificio con miedo. Cualquier mujer a la que han plantado
tiene el lujo de dormir en su casa y pasar desapercibida mientras se lame las heridas
en privado. Pero ella no. Gemma siempre corría el riesgo de toparse con Sean.
Pesimista, se apresuró a entrar y se dirigió a su piso convencida de encontrar un
mensaje de Sean. Pero no había ninguno. Sin embargo había un mensaje de su tía
Millie, presa del pánico porque no podía encontrar la medicación de Nonna. Gemma
la llamó y al final se ofreció para ir a Brooklyn a pasar la noche. ¿Por qué no? De
todas maneras, lo suyo no era vida.

A la mañana siguiente al llegar al trabajo se encontró una nota de Julie.

Ha llamado Sean. Algo le ocurrió en el trabajo y necesita aplazar el café. Te


llamará.

«Claro que llamará —pensó Gemma amargada—. Y Nonna mejorará y mamá


me abrazará por ser quién soy y Frankie dejará de padecer dolencias imaginarias.»
Había algo en ella que no funcionaba bien, algo que nunca antes había sentido.
Estaba desesperada y enfadada, cada vez tenía menos equilibrio y ecuanimidad y los
sustituía una abrumadora sensación de agotamiento e inutilidad. Alguien podría
decir que estaba deslizándose hacia la depresión. Pero Gemma lo veía de una manera
diferente.
Lo que estaba experimentando era una completa y profunda falta de fe.
Y lo odiaba.

Sean se cubrió la cabeza con las manos tras colgar el teléfono después de llamar
a casa de Gemma y escuchar de nuevo el contestador. Estaba evitando sus llamadas
deliberadamente. ¿De qué otra manera se podía explicar que no hubiera podido
encontrarla durante la noche del jueves? ¿Ni durante todo el domingo? ¿Ni el
domingo por la noche? Ella misma se definía como una mujer hogareña. Seguro que
estaba en casa y no quería hablar con él.
Sabía que podía dejarle un largo y pesado mensaje, explicándole todo sobre Sal
y la guardia de veinticuatro horas, pero odiaba a la gente que verborreaba sin cesar a

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un contestador automático. Sus mensajes habían sido cortos y concisos, pidiéndole


simplemente que le llamara para poder quedar otra vez. Había dejado tres y no iba a
dejar más. Tres ya resultaba bastante patético.
«Tal vez debiera darme por enterado y dejarla tranquila.»
O…
Sean se puso su chaqueta. Era el momento de visitar otra vez el Golden Bough.

Se sintió desfallecer al no ver a Gemma tras el mostrador al llegar a la tienda, y


hallar en su lugar a una joven de unos veintipocos años, de pelo negro intenso y con
sus delgados brazos cubiertos de serpenteantes tatuajes. La poco servicial Julie, sin
duda. Le resultaba incomprensible que no se le congelara el culo vistiendo sólo una
camiseta sin mangas en pleno invierno. Puede que cuánto más enterado fueras,
menos notaras el frío.
—Hola —dijo Sean amistosamente—. ¿Está Gemma por aquí?
Sus ojos reseguidos con kohl lo observaban recelosos.
—¿Usted es…?
—Sean, llamé la semana pasada, ¿te acuerdas? Al que no le quisiste dar el
teléfono de Gemma.
—Sí.
—¿Está aquí?
—Está en el almacén. Espere un minuto. Veré si quiere hablar con usted.
—Gracias —le dijo, y consiguió esbozar un sonrisa amable.
¿Quién era esa chica? ¿La guardaespaldas de Gemma? «"Veré si quiere hablar
con usted"», tócame las narices. «Venga ve a buscar a tu jefa, niña, y date prisa.»
Unos segundos después, apareció Gemma de la parte posterior. Sean no se
había dado cuenta hasta aquel momento que esperaba que a Gemma se le dibujara
una gran sonrisa al verle. Cuando no se produjo, se preguntó si había actuado de
forma precipitada al ir.
—Hola —dijo Gemma.
—Hola. —A Sean le sorprendió de inmediato ver lo cansada que parecía. Le
estaban saliendo bolsas bajo sus cautelosos ojos y no tenía buen color. Tuvo la
tentación de preguntarle si no se encontraba bien, pero no quería meter la pata y
parecer que estaba insultándola. Se calló la boca.
—¿Qué pasa? —preguntó Gemma.
—Te he dejado un par de mensajes en el contestador. —Sean estiró el cuello
para observar tras ella y asegurarse de que su malcarada guardaespaldas no les iba a
interrumpir; parecía que Elvira se iba a quedar en el almacén—. No sé si te han
llegado.
—No he estado mucho por casa.
—¿No? —Una hogareña que no paraba en casa, le llamó la atención—. ¿Dónde
has estado? —Aún no habían acabado de salir esas palabras por su boca y ya se había
arrepentido, en especial al ver la dureza que venía de los ojos de Gemma—. Ya lo sé

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—dijo enseguida—, no es asunto mío.


—No lo es. Pero no hay nada misterioso —aclaró—. Mi abuela de Brooklyn está
enferma y he ayudado a cuidarla. Por eso no he estado en casa.
—Oh. ¿Y ya se encuentra mejor?
—No. —Gemma se turbó—. Tiene Alzheimer, no va a mejorar.
—Lo siento —dijo Sean, sin encontrar las palabras apropiadas. Gemma sólo se
encogió de hombros.
—Quería pedirte perdón por no haber aparecido en el café la semana pasada.
Uno de los muchachos del cuartel me pidió que lo sustituyera y no pude negarme.
—¿Y por qué no? —Gemma parecía desconcertada.
—Porque no se puede hacer. Cuando alguien te pide que lo sustituyas, lo
sustituyes, a menos que exista un motivo que te lo impida.
—¿Por qué no le pediste a otro que le sustituyera? —Aún parecía confusa—.
Tenías planes.
—No lo entiendes. —Sean podía sentir cómo la tensión se le acumulaba en la
espalda—. Hay un código…
—Lo sé todo sobre vuestro código —dijo Gemma irritada—. Lo sufrí en mis
propias carnes, ¿recuerdas?
Sean parpadeó desconcertado.
—¿Qué está pasando aquí, Gemma?
—Me diste plantón —dijo herida.
Los dientes de Sean rechinaron.
—Te dejé un mensaje aquí. Y te hubiera dejado un mensaje en casa, pero tu
ayudante —lanzó una mirada de rabia hacia el almacén— no me quiso dar tu
número, y tu nombre no aparece en el listín. ¿Qué podía hacer? Incluso llamé a
Starbucks y los gilipollas ni siquiera cogieron el teléfono.
—Umm. —Pareció que de alguna manera aquello la calmaba un poco.
Sean encorvó los hombros.
—No esperarías demasiado…
—Tres cuartos de hora.
—Mierda. —A Sean se le caía la cara de vergüenza—. Lo siento mucho, Gem.
Gemma asintió dando por recibida la disculpa.
—Tanto da. Volviendo a Starbucks, ¿de qué querías hablar?
Como siempre que tenía que enfrentarse con el momento de la verdad, Sean
sintió que de pronto disminuía su capacidad de expresión. Hundió sus manos en el
fondo de los bolsillos traseros de sus tejanos y se balanceó sobre sus tobillos.
—¿Podemos quedar otro día para tomar un café y hablar sobre todo esto?
—No tengo tiempo, Sean —dijo Gemma sacudiendo la cabeza.
Él se dio cuenta de que decía la verdad, o al menos en parte. Pero sus ojos lo
evitaban, estaban alerta y llenos de desconfianza. «Cree que puedo darle plantón otra
vez.»
—¿Así que ya está? ¿Me rechazas?
—Sólo trato de evitarnos más dolor y perder el tiempo —dijo con una sonrisa

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triste—. Está claro que tu prioridad es el departamento de bomberos. Y lo entiendo.


Pero no quiere decir que me guste. Seamos sinceros: no encajo con la imagen de
novia de un bombero. Nunca van a aceptarme y tú tampoco. Del todo, no.
La frustración borboteó en su garganta.
—Mira, no lo entiendes…
—No, no lo entiendo. Y no estoy segura de que quiera. Todo lo que sé es que
quedamos para encontrarnos y me dejaste tirada porque lo primero es el trabajo,
trabajo del que ni siquiera querías hablarme cuando estábamos juntos.
—Me estoy esforzando en eso —respondió Sean desviando la mirada
avergonzado.
—Me alegro.
Se obligó a mirarla a los ojos y le hirió toda la tristeza que vio.
—Te pido perdón si te herí, Gemma. Es obvio que no me abrí a ti
emocionalmente de la manera que necesitabas. Pero estoy trabajando en ello, créeme.
—Eso está muy bien, Sean. —Su voz era genuinamente alentadora, pero aun
así, supo que lo estaba rechazando.
—Entonces, puede…
—Puede —intercaló Gemma con suavidad—. Pero no ahora. Además ¿qué pasa
con tu amiguita?
—¿Mi…? No, espera, hay algo más que tenemos que aclarar, yo…
La campanilla de la puerta de entrada sonó y un grupo de jovencitas entró
riendo en la tienda.
—Tengo que atender a mis clientes. —Gemma pasó por delante de él. Parecía
feliz de acabar aquella conversación.
—No es lo que tú piensas —dijo Sean con voz estridente siguiéndola. Las chicas
callaron y lo miraron—. Da lo mismo —murmuró Sean para sí mismo subiéndose la
cremallera de su cazadora. De todas maneras no le iba a creer.

—Hoy eres tú la última.


Gemma recibió el comentario de Stavros con una mirada seca y se apresuró
hacia el reservado donde la esperaba Frankie. Desde que se había hecho responsable
de ayudar a cuidar a su abuela hacía tres meses, tenía la sensación de ir siempre
corriendo, o peor aún, de correr detrás del tiempo, una mercancía que siempre
parecía escasa. Por suerte, Frankie no era una de esas obsesas del reloj que se pasaría
el rato preguntando. Gemma observó contenta que ya no llevaba el collarín y que
aún no lo había reemplazado por un brazo en cabestrillo, un Sonotone o unas
muletas.
—Siento llegar tarde —dijo sin aliento, mientras se quitaba la chaqueta y
tomaba asiento frente a su amiga.
—No hay problema. —Frankie cerró el Post—. Dios, tienes un aspecto…
—Ni me lo digas.
Stavros se puso a su lado y sin mediar palabra le sirvió una taza de café. Ya ni

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siquiera le preguntaba si quería alguna «asquerosa infusión hippie» que


acostumbraba a sorber con tanta solemnidad. Aquello pertenecía al pasado. Ahora
Gemma no podía imaginar tener que sobrevivir sin cafeína.
—Lo siento —se disculpó Frankie—. No tenía intención de insultarte, pero es
que pareces muy, muy cansada.
—Frankie, estoy muy, muy cansada. Entre Nonna y la tienda me siento como
uno de esos hámsters que dan vueltas a una rueda.
—Te dije que ibas a acabar por los suelos con todo esto —comentó Frankie entre
dientes.
—Sí, me lo dijiste —respondió Gemma enfadada—. ¿Quieres un premio?
Frankie la miró con los ojos bien abiertos.
—Hey, lista, que estás hablando conmigo, tu mejor amiga.
—Lo sé. —La inmóvil monotonía de sus días unida a la sensación de estar
siempre un paso por detrás, la ponían tensa e irritable—. Lo siento.
—Se sabe que va a ser un buen día cuando las dos nos pedimos perdón en
menos de dos minutos —bromeó Frankie.
Se sonrieron tímidamente la una a la otra.
—Estoy contenta de verte —murmuró Gemma.
—Yo también. ¿Hacía cuánto, diez años?
—Lo parece. —Gemma le dio un sorbo a su café—. ¿Qué hay de nuevo?
—No demasiado.
—¿Van bien las cosas con Uther?
—Sí y no.
«Oh, no —pensó Gemma—, que no me diga que le está enviando cartas de
amor en la punta de una flecha ardiendo.»
—Es un tipo realmente interesante —dijo Frankie midiendo las palabras—. Pero
su rollo medieval está pudiendo conmigo. Además, siempre me pregunta por ti.
—¿Por mí?
—Sí. Es extraño, da la sensación de que no importa de lo que hablemos, siempre
se las arregla para que tú acabes siendo el tema.
—Puede que se sienta nervioso y sepa que yo soy la única cosa que tenéis en
común —sugirió Gemma, deseosa ella misma de que ése fuera el motivo.
—Quizá, pero me está poniendo un poco de los nervios igualmente. Eso y que
siempre me pide que le hable con la voz de Lady Midnight.
—Dile que pare.
—Ya lo he hecho, pero no parece entender bien.
—Pues acomódalo a tus deseos —sugirió Gemma.
—Lo intento. Basta de hablar sobre mí. ¿Tú qué tal?
—Trabajo, Nonna, dormir. Mi vida es eso.
—¿Ningún encuentro cercano con bomberos?
—No. —No había visto a Sean desde que había aparecido por la tienda después
de dejarla plantada, y daba gracias por ello. Tampoco se había encontrado con su
amiga, aunque en una ocasión le pareció oír su voz tras la puerta cerrada del

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ascensor.
Frankie se compadeció.
—Lamento que no funcionara, cielo. De verdad.
—Si hubiese tenido que ser, habría sido. —Sonrió tristemente—. Tal vez en mi
próxima vida.
Frankie apoyó la barbilla sobre la palma de la mano y suspiró.
—En mi próxima vida quiero sentirme atraída por un hombre maravilloso y
estable, que tenga mucho dinero y que siempre sea un portento en la cama.
—Buena suerte. —Gemma apuró su taza de café y se levantó.
Frankie la miró alarmada.
—¿Adónde vas?
—Si no me voy ahora, llegaré tarde a Brooklyn. —Se puso la chaqueta.
—Dios mío, Gemma. No estabas bromeando al decirme que podías estar
conmigo media hora como mucho.
—No, no lo estaba —dijo taciturna—. ¿Me llamarás, verdad?
—Claro. Te llamo mañana.
—Me parece bien. —Gemma se apresuró hacia la puerta.
Estaba a medio camino de Brooklyn cuando se dio cuenta de que había
olvidado pagar el café.

Al llegar a casa de Nonna, Gemma se sorprendió al encontrar a su madre en la


cocina ayudando a Nonna a comerse sus cereales. Normalmente era tía Millie quien
se encargaba de cuidarla los sábados por la tarde, con la casa apestando a Winstons
cuando ella llegaba.
Su abuela alzó la vista y sonrió.
—¡Benedetta!
—ES GEMMA, TU NIETA —gritó su madre—. Benedetta es tu hermana y hace
años que murió —añadió en voz baja con voz de fastidio.
Gemma puso la bolsa de la compra que llevaba en la encimera y palmeó la
espalda de su madre, apartándola hacia una esquina.
—No está sorda —recalcó con voz calmada—. A gritos no lo entenderá mejor.
—Creo que sí.
—Vale, lo que digas, Ma. —Miró a su abuela—. ¿Qué tal ha pasado la noche?
—Despierta casi todo el tiempo. —La madre de Gemma meneó la cabeza—.
Casi no he podido dormir.
—Me sabe mal.
—Sigue diciendo incoherencias sobre la Coca-Cola o no sé qué. No tengo ni
idea de lo que hablaba.
A Gemma le dio un vuelco el corazón.
—Querciola?
—¡Ésa es la palabra! —Su madre la miró suspicaz—. ¿Sabes qué es?
—Sí —dijo Gemma sonriendo.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Y qué es?


—Nada.
Su madre la cogió del brazo como si fuese un pasamanos.
—Dímelo.
Gemma separó los dedos de la mano de su madre de su antebrazo.
—En la stregheria son los espíritus que ayudan a los amantes.
A su madre le cayó el alma a los pies.
—¿La stregheria? ¿Has estado llenando su pobre cabeza confusa con tus
porquerías de bruja?
—¡No! —exclamó ofendida.
—¿Pues quién más sabe de todas esas hadas o lo que demonios sean?
—Puede que ella misma sea también bruja —sugirió Gemma, sentándose junto
a su abuela.
—Déjame decirte una cosa, doña sabelotodo —su madre estaba indignada
mientras se acercaba a la mesa de la cocina—, mi madre es una buena católica
obediente.
—Que tiene sus raíces en el paganismo.
—N. O.
—Puede que se lleve en la sangre y yo lo haya heredado de ella.
—¿El qué se lleva en la sangre? —preguntó Nonna inocentemente.
—Ser una strega —dijo Gemma.
—¡No digas eso delante de ella! —aulló su madre—. Madonna, ¿pretendes
confundirla aún más?
Gemma dejó la cuchara que iba a poner en la boca de su abuela.
—¿Por qué te sientes tan amenazada por eso?
—¡Mi hija es una adoradora del diablo y ahora trata de sugerir que mi propia
madre también lo es!
—Ya te he dicho un millón de veces que no tiene nada que ver con el diablo.
—Escúchame bien. Sé lo que sé. Mi madre vive bajo el signo de la cruz, punto.
¿Lo entiendes?
—Claro. Y por eso lleva una cimaruta.
—¿Una cima qué? —preguntó la madre de Gemma entrecerrando los ojos.
—Cimaruta.
—¿Es ese colgante tan feo de las ramas? Se lo dio su propia madre y es una
reliquia de nuestros antepasados.
—Claro que lo es.
—No me gusta nada lo que insinúas.
—¿El qué? ¿Que el hecho de que yo sea una strega es porque lo llevo en la
sangre?
Miró la cara de su abuela para saber si se estaba enterando de todo aquello. Si lo
estaba, no lo demostraba. En su lugar chasqueaba sus labios con impaciencia como
un pajarillo esperando la comida. A Gemma se le partió el corazón.
—Si no te apetece cocinar, hay unas sobras de ziti en la nevera —dijo su madre

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rápidamente, cambiando el tema de conversación radicalmente. Se puso su


chaquetón preparada para irse.
—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó Gemma.
—Tú ya lo sabes todo —replicó su madre sarcásticamente.
Gemma suspiró.
—Pasa mal las noches, ya te lo he dicho y tú ya lo sabes. He hablado con
Anthony y no irá a misa. Cada vez está más agitada y es más difícil hacer que se
quede en el banco. No te olvides de la medicina.
—No me olvidaré.
Su madre besó a Nonna en la frente con cara de enfado.
—Pórtate bien con Gemma, mamá. ¿Me oyes?
Gemma esperó a que su madre la besara, pero ese beso no llegó.
—¿Por qué se empeña en gritarme? —preguntó Nonna a Gemma una vez su
hija se hubo ido.
—Es su forma de ser —le explicó Gemma quitándole importancia y tragándose
su dolor—. No pretende molestarte.

«No puedo seguir así durante mucho más tiempo. La quiero mucho, pero me
siento como si estuviera perdiendo la cabeza.»
Al entrar en su edificio, Gemma fantaseó con dejarse caer en uno de los sofás de
la entrada. Así de exhausta se sentía.
Había pasado un día y una noche horribles en casa de su abuela. La lucidez de
Nonna se desvanecía y cada vez vivía más en su propio mundo. La tendencia a
repetir una y otra vez la misma pregunta provocaba que a Gemma le entraran ganas
de gritar, pero sabía que su abuela no podía evitarlo; al igual que ella no podía evitar
que la extenuación y la frustración se estuvieran adueñando de su vida. Frankie tenía
toda la razón. Estaba loca por cargar con todo aquello al mismo tiempo que llevaba
su negocio. Gracias a Dios, había tenido la lucidez de pedirle a Julie que abriera
aquella mañana. Ella iría después de comer, tras tomar una ducha, cambiarse y tal
vez cerrar los ojos por un instante.
Al pasar por delante de la puerta de la señora Croppy Gemma la oyó
murmurar.
—Zorra.
—Ya me gustaría —le respondió, riéndose por dentro. No había duda de que la
vieja entrometida creía que volvía temprano a casa después de una noche de
desenfreno. Si supiese la verdad.
La visión de luz roja intermitente de su contestador le dio la bienvenida al abrir
la puerta del apartamento. «Sean.» Y luego: «¿Por qué demonios supones eso de
inmediato?»
Se tomó su tiempo para colgar su chaqueta, lanzar sus zapatos y dejar los pocos
alimentos que había comprado. Entonces fue hacia el contestador.
—Gem, hola, soy yo. No sólo me salido un sospechoso lunar en la parte

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posterior de la rodilla, sino…


Gemma presionó «stop». No podía más con la obsesiva hipocondría de Frankie,
ni de la frialdad de su madre, ni del deterioro de Nonna. Ya no podía más.
Necesitaba escapar. Llamó a Julie al Golden Bough y le dijo que llegaría a las seis y
no a mediodía como habían quedado. Entonces, desconectó el teléfono, se tomó unas
gotas de valeriana y se sumergió entre las sábanas, rogando poder abandonarse en
un profundo e ininterrumpido sueño. Por primera vez desde hacía mucho tiempo,
sus oraciones fueron escuchadas.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 19

Aunque iba al límite, Gemma supo que algo iba mal cuando Frankie no acudió
a su cita para cenar cuatro días más tarde. Los mensajes que le había dejado por
e-mail y en su casa no habían tenido respuesta. Se dio cuenta de que si quería llegar
al fondo de su súbita desaparición, debía irla a buscar en persona.
A mitad de la jornada dejó la tienda a cargo de Julie y se encaminó hacia casa de
Frankie. Sabía que su amiga estaba allí, pues había estado en antena por la noche y
tenía que dormir. Era cuestión de despertarla e incordiarla lo suficiente como para
sacarla de la cama y que la dejara entrar. Para conseguirlo llamó al timbre del
intercomunicador insistentemente. Después de lo que le pareció una eternidad, el
altavoz crepitó y pudo oír la excéntrica voz de Frankie alta y clara.
—Soy Gemma.
Empujó la puerta al suponer que la habría abierto inmediatamente, pero no
hubo ningún sonido. «¿Qué demonios está pasando?» Habló por el
intercomunicador.
—¿Frankie?
—Está bien, supongo que puedes subir.
¿Supones? «Nada bueno. Seguro que no es nada bueno.» Entró y fue hacia el
ascensor.
Al llegar encontró la puerta entreabierta, lo que era una clara indicación para
que entrara. El apartamento estaba envuelto en la oscuridad necesaria para quien
necesita dormir de día. Podía oír a Frankie ajetreada en su habitación y se quitó la
capa. Se tomó la libertad de encender la luz de la sala de estar, pero dejó las persianas
bajadas.
Finalmente apareció con aspecto de ser lo que era: alguien al que acaban de
despertar. Su pijama de franela estaba arrugado y su pelo caía en delgados y
despeinados mechones. No había posibilidad de error viendo su cara de disgusto,
mientras de pie en la puerta de su habitación miraba cautelosa a Gemma con los
brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Sí?
Gemma la miró como si estuviera loca.
—¿Qué quieres decir con «sí»? Hace días que te estoy llamando y no me has
contestado. Y también me diste plantón en la cena. ¿Qué está pasando?
—Ya me lo dirás tú —dijo Frankie lacónica.
—¿Qué? —dijo Gemma con brusquedad.
—¿No escuchaste mi mensaje?

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—¿El del lunar? —preguntó con precaución.


—El lunar y Uther. No me has llamado para hablar de ello.
Gemma apartó la mirada de su amiga. Aunque resultara doloroso, debía decirle
la verdad.
—No escuché el mensaje completo —confesó en voz baja—. Creía que estabas
siendo la hipocondríaca de siempre.
Frankie se quedó estupefacta.
—Oh.
—Lo siento.
—¿De verdad que soy tan pesada? —Parecía humillada.
—Cariño, sabes que lo eres. Admítelo.
—Vale, lo siento. —Frankie agachó la cabeza.
—No, lo siento yo —dijo Gemma yendo hacia ella—. Me equivoqué, debí haber
escuchado todo el mensaje. ¿Qué pasa con Uther?
Frankie se sentó en el sofá y suspiró profundamente.
—No estoy segura de que quieras oírlo. Dios sabe que yo quise.
—¿El qué? —Gemma se preparó para lo peor.
—Bueno, ya sabes, la cosa se iba poniendo cada vez más caliente, nos íbamos
enredando y pensé en hacerlo con él. Hacía tanto que no estaba con nadie que me
estaban saliendo telarañas entre las piernas. Así que le pregunté si quería que
pasáramos la noche juntos y me dijo que sí, pero entonces va y me dice —Frankie
apretó los labios— que prefería hacerlo con su casco puesto.
Gemma retrocedió.
—¿Aquel peltre parecido a un cuenco para sopa?
—Exacto. Lo que no es tan malo. Con peores perversiones me las he visto.
—¿Tú?
—Pues sí. ¿Te acuerdas del tío aquel de secundaria que quería que aparentara
ser Eleanor Roosevelt?
—Debo haber bloqueado eso. Sigue.
—Se puso el cuenco sopero en la cabeza y jugueteamos un poco y adivina que
pasó.
—¿Insistió en sujetarte con dos flechas de su aljaba al cabezal de la cama?
—Qué más quisiera —dijo Frankie adusta—. En medio de toda la pasión me
llamó Gemma.
Gemma se derrumbó en el sofá sintiéndose mareada y asqueada al mismo
tiempo. Fue como si la hubieran dejado sin aliento.
—Es horrible.
—Sí, dímelo a mí. No hace falta que te diga que le hice ponerse su chaleco y lo
largué con un «piérdete capullo». No creo que vuelva a verlo nunca más.
Nerviosa, Gemma alzó la mirada hacia su amiga.
—Frankie, lo siento mucho.
—No te preocupes.
Gemma se dio cuenta de que intentaba borrarlo todo, pero debía de resultarle

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doloroso.
—¿Estás segura de que estás bien?
—Sí. Quiero decir, ¿ha sido duro para mi ego? Puede ser. Pero tampoco me
había imaginado que aquella relación pudiera conducir a nada. Sólo quería que lo
supieras para que estés en guardia. Parece que Robin Hood quiere que tú seas su
doncella Marion.
—Es lo último que me faltaba —gimió Gemma.
—Supongo que tendré que volver con Russell Crowe —bromeó Frankie con
tristeza. Russell Crowe era el nombre con el que apodaba a su consolador.
Gemma se rio.
—¿Y quién necesita a los hombres? —Se relajó un poco, pero se dio cuenta de
que Frankie, que hacía un momento estaba riendo, la miraba ahora preocupada.
—No te lo tomes a mal, Gemma, pero ¿te has mirado en el espejo últimamente?
Cogiéndola por los hombros la guió hacia el baño y encendió la luz. Gemma
pudo ver su reflejo: estaba alicaída, ojeras oscuras rodeaban sus ojos y tenía el pelo
triste como un té aguado.
—Es la luz que hay aquí —le dijo a Frankie.
La mirada que su amiga le dirigió indicaba claramente que Gemma se
engañaba. Se observó otra vez. La luz no tenía nada que ver, era a causa de intentar
hacer tantas cosas a la vez. Se dio la vuelta.
—Aléjame, espíritu, ya he visto suficiente.
—Has de cuidarte, Gem.
—Mira quién habla. —Siguió a Frankie fuera del cuarto de baño—. Te dejaré
que vuelvas a dormir.
—Olvídalo. Ya estoy levantada, prepararé un poco de café y tú ve a sentarte.
Gemma hizo caso de lo que su amiga le decía y volvió a sentarse en el
deformado sofá. Le sabía mal haber borrado el mensaje de Frankie antes de haberlo
escuchado por completo. Era su mejor y más vieja amiga y el hecho de que no
hubiera tenido la paciencia de oírlo todo dejaba a las claras el tipo de vida que
llevaba, o que no llevaba, depende de cómo se miraran las cosas. Sabía que la
hipocondría de Frankie la hacía parcialmente culpable, pero aun así… «Por su tono
tendría que haber sido capaz de saber que algo pasaba. Debí haber tenido el aguante
y la consideración de reproducir el mensaje completo.»
Pero no lo había hecho. «¿Qué me está pasando?»

Era una locura estar allí, Sean lo sabía, mientras entraba por la puerta del
Golden Bough. Le había dejado claro que no tenía tiempo para él, que no comprendía
la cultura de los bomberos y que no le importaba. Le había dicho a la cara que
pensaba que estaba emocionalmente atrofiado.
¿Y entonces por qué era tan importante que Gemma no tuviera una falsa
impresión de su relación con J.J.?
El asunto lo había estado persiguiendo desde la última ocasión en que había

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

visitado el Golden Bough y Gemma le había preguntado sobre «su amiguita».


No estaba allí porque creyera que podía pedirle a Gemma que le diera otra
oportunidad. Había ido para, una vez dichas las verdades, dejarle patente el tipo de
hombre que era: honorable. J.J. había estado en su apartamento justo después de que
rompiera con Gemma y no quería que pensara que había estado haciendo el tonto a
sus espaldas. Debía dejar la relación en orden y hacerle saber que no salía con nadie.
La tienda olía vagamente a canela y una agradable melodía de un flautín salía
del equipo de música. Una sonrisa torció los labios de Sean al recordar su desastrosa
primera cita, cuando fueron a ver a deValera's Playground. Casi podía escuchar la
voz de Gemma en su cabeza: «Aquello no era música irlandesa. Esto es música
irlandesa.»
Se sintió desfallecer al ver a Julie, la chica gótica, detrás del mostrador y no a
Gemma. Julie parecía tan ilusionada de verlo a él como viceversa.
—Gemma no está —le anunció antes de que Sean tuviera que preguntar.
—¿Está en casa de su abuela?
—¿Y dónde si no?
—¿Va todo bien?
—¿Cómo puedo saberlo? —suspiró Julie mientras se rascaba la serpiente
bicéfala tatuada en su brazo izquierdo—. Yo sólo trabajo aquí. Pensaba que eras su
amigo, si tú no lo sabes…
—La verdad es que no. Parece que últimamente nuestras existencias corren en
sentidos opuestos.
—Salta a la vista —dijo Julie sonriendo.
Sean la ignoró.
—¿Puedes hacerme un favor? Dile que he pasado a verla.
—Ningún problema —afirmó Julie sorprendiéndole—. ¿Algo más?
—No —contestó Sean, dirigiéndose hacia la puerta—. Que te vaya bien.
—Vale —murmuró melancólicamente Julie, mientras subía el volumen de la
música.
Al salir de nuevo a la brillante luz del sol, Sean sintió cómo la decepción se
adueñaba de él. No la había encontrado. De una manera u otra entre ellos siempre
había desencuentros. Puede que fuera una señal. «¿Y qué importa que ella sepa que
no eres un mal tipo? Sea como sea, lo nuestro se ha acabado.»
Y aun así…
Casi había llegado a la esquina cuando reconoció a un tipo rubio, de barba rala,
que había visto merodeando por la tienda de Gemma. Recorría la calle a un ritmo
frenético y su cara, normalmente ya de mala uva, ahora estaba enfurecida. Se
preguntó si el motivo por el que aquel tipo estaba tan cabreado tenía algo que ver
con Gemma. Esperó que no. La mujer ya tenía suficiente con lo que apechugar.

—¿Acaso podría probar a extender las cartas en la forma de la cruz celta?


Era imposible que Uther estuviera preparado para hacer una lectura tan

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complicada del tarot, pero Gemma le dejó hacer, lo que fuera con tal de ayudar a
suavizar la tensión oculta que había entre ellos. Sabía por Julie que Uther había ido el
día anterior a verla, y que parecía muy agitado. Al llegar hoy para su lección, había
querido hablar de Frankie inmediatamente pero Gemma lo había cortado diciéndole
que lo harían durante los diez minutos de descanso. Lo miró, mientras observaba las
diez cartas extendidas ante sí. Parecía desconcertado.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—No recuerdo lo que esto significa —dijo señalando la sexta carta.
—Influencias en el futuro —apuntó Gemma.
—Vale, vale. —Sus ojos recorrieron una vez más el circuito de las cartas y
pareció dolido.
—¿Qué?
—Necesito exponer lo mío ahora, de verdad —pretextó—. Hasta que no lo haga
mi cerebro no es más que cedazo.
—Por favor, ¿podrías hablar como un ser humano normal? —pidió Gemma
irritada.
—Necesito hablar contigo. —Uther parecía acobardado.
—Así está mejor. —Gemma agrupó las cartas de nuevo en un mazo—. Soy toda
oídos.
—Estoy seguro de que esa arpía te ha explicado lo que pasó.
—¿Qué arpía?
—Francis —escupió—. ¡Frankie, Lady Midnight! ¡La furcia! ¡La compañera de
campamento que debería enclaustrase en un convento!
—¡Hey! —Gemma le señaló con el dedo—. ¡Estás hablando de mi mejor amiga!
Vigila tu lenguaje.
—Sí, mi señora.
—Sigue.
—Estoy convencido de que te ha hablado de su vil seducción.
—¡Lenguaje!
—¿Te lo ha dicho?
—Sí —respondió Gemma, que cada vez se sentía más incómoda.
Uther la miró con ojos humedecidos.
—Sabrás, pues, que el motivo de mi abominable estado es que estoy enamorado
de ti.
«Mierda.»
—Uther, me siento muy halagada…
—No, no digáis halagada. —Cubrió con su huesuda mano la de ella—. Ya
sabéis que hemos nacido el uno para el otro, seguro que lo notáis.
Gemma sacó suavemente su mano de debajo de la de él.
—Mira, estoy halagada, de verdad, pero yo ya tengo novio.
—Mentirosa —dijo Uther con una sonrisa satisfecha.
Gemma parpadeó.
—Perdona, ¿qué acabas de llamarme?

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—Vale, mentirosilla, sois una mentirosilla —corrigió Uther enseguida—.


Frankie me lo explicó todo sobre tú y el bombero y sé que ya se ha acabado.
«Mierda al cuadrado.» Ni se le había ocurrido que Frankie pudiera hablar de su
relación con Sean. Ella no le había pedido que no lo hiciera.
—Bien, se acabó —admitió Gemma intentando recuperarse de su farol—. Pero
hace poco que hemos roto y aún no estoy preparada para otra relación.
Los ojos de Uther centellearon y Gemma no estuvo segura de si era locura o
amor no correspondido.
—Mi señora, de lo que yo hablo va más allá de las fronteras de una relación.
Vos y yo somos almas gemelas.
—Yo no lo creo.
—Parad de haceros la descarada picaruela y aceptad vuestro destino.
Lanzándose sobre ella trató de besarla en la boca. Horrorizada, Gemma se
apartó de un salto.
—¡¿Cómo te atreves?!
—Te quiero, lady Faire —dijo abalanzándose de nuevo hacia ella—. ¡Y no sé
vivir sin ti!
—¡Mejor que vayas aprendiendo! —dijo Gemma colérica, moviéndose hacia el
otro lado del mostrador—: Porque esto se ha acabado. —Temblorosa, cogió las cartas
de Uther y las metió en el interior de su bolsa de piel.
—¿Qué oscuro manejo es éste? —gritó Uther.
—Te lo acabo de decir, se ha acabado. Lo que has dicho y lo que has hecho me
ha molestado mucho y ya no quiero ser tu profesora nunca más. Y no sólo eso, pero
si es verdad —casi no se atrevía a decir las palabras— que me quieres, es
despreciable que hayas utilizado a mi amiga. La ciudad está llena de buenos
profesores de tarot y estoy segura de que darás con uno. —Empujó el dinero de la
lección del día hacia él—. Adiós, Uther.
Se la quedó mirando con incredulidad y se puso súbitamente a gritar.
—¡Furcia! Tú y tu amiga sois las dos unas furcias. ¿Piensas que no puedo
hacerlo mejor que tú, vil e hipócrita ramera? ¿Crees que puedes deshacerte de mí así
como así? Tú…
—Te doy diez segundos para que te largues de aquí —dijo Gemma
tranquilamente mientras cogía el teléfono—. Si no, llamaré a la policía.
—¡No seré derrotado de esta manera, señora! —despotricó al dirigirse hacia la
puerta—. ¡Has despertado mi espíritu guerrero!
—Dios misericordioso del cielo, vete de aquí, cuervo chalado —gimió Gemma
en voz baja cuando finalmente cerró de un portazo dejándola rodeada de un bendito
silencio. Con un suspiro de alivio volvió a poner el teléfono en su base.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 20

—Vamos a misa. —La voz de Nonna sonaba impaciente mientras, sentada en el


borde su desvencijada cama, miraba a Gemma que estaba sentada en el suelo con las
piernas cruzadas. Trataba por todos los medios de cortarle a su abuela las
amarillentas uñas de los pies.
—No hay misa. Te estoy cortando las uñas, así que estate quieta.
—¡Vamos a misa!
—No. —Gemma suspiró profundamente y con cuidado tomó el pie izquierdo
de Nonna con su mano izquierda e intentó cortarle la uña grande con la derecha.
Pero no hubo manera. Puede que no fuera deliberado, pero Nonna le dio una patada
directamente al pecho con el talón de su pie—. ¡Hija de mala puta! —aulló Gemma,
tirando el cortaúñas al otro lado de la habitación, donde aterrizó produciendo un
sonido sordo sobre el suelo de madera. Avergonzada, miró a su abuela, quien
parecía a punto de llorar. Pero fue ella la primera en derramar lágrimas y se tapó la
cara con las manos—. Lo siento —sollozó tras la pantalla de sus dedos—. No quería
gritarte, perdóname.
Pero en su interior pensaba: «Claro que te quería gritar. O lo hacía o te daba
una. Ya sé que no es tu culpa pero tengo los nervios de punta. Estoy cansada,
explotada y sola…»
Empezaba a entender lo que llevaba a los cuidadores de ancianos al maltrato.
Era la desesperación, la frustración. Cualquiera que asegurara que «jamás haría una
cosa así» era, en la experta opinión de Gemma, un mentiroso redomado. Eso, o nunca
habían tenido que cuidar de un enfermo de Alzheimer.
—Cara? —La voz de Nonna denotaba el mismo nerviosismo que la de una niña
a la que acaban de reñir.
—¿Sí?
—¿Vamos a misa? —preguntó ilusionada.
—Dios mío. —Los mocos fluían por la nariz de Gemma. Se los limpió con la
manga de su sudadera y tomó la fría mano de su abuela entre las suyas—. Es de
noche, cariño, no hay misa y además es miércoles y no domingo. Capisci?
Nonna asintió sonriente, pero su nieta supo por la confusión que nublaba su
mirada que era como si le hablara en suahili.
—¿Puedo acabar con las uñas, por favor?
Nonna asintió de nuevo. Arrastrándose por el suelo, Gemma recogió el
cortaúñas y reanudó la tarea. No le importaba hacerla, pero, a juzgar por el tamaño
de las uñas, parecía ser la única dispuesta a ella.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Debería cortármelas yo sola —se quejó Nonna.


—No pasa nada, a mí no me importa. —Gemma sacudió la cabeza
desconcertada. Estaba ahí, la vieja lucidez, el viejo orgullo. Parecía ir y venir sin ton
ni son. Gemma adoraba los momentos en los que la Nonna que conocía y amaba
estaba presente y locuaz. Eran como un regalo.
—Venga, ya está. —Tras cortar la última, las recogió y las tiró a la papelera que
tenía a su lado.
—¿Qué estás haciendo? —chilló Nonna, abalanzándose hacia el cubo de basura.
Lo cogió y lo vació sobre su cama—. ¡Las uñas no se tiran! ¿Quieres que tus enemigos
puedan hacerte un maleficio? ¡Se queman o se entierran! ¡Se queman o se entierran!
Gemma miraba fascinada cómo su abuela buscaba sus uñas entre los pañuelos
usados y los envoltorios de golosinas.
—Nonna —preguntó con voz tranquila—, ¿eres una bruja?
La anciana murmuró algo y siguió recogiendo las uñas de entre los
desperdicios.
—¿Lo eres? —preguntó de nuevo, con voz más alta en esta ocasión—. ¿La
stregheria? ¿Tú? ¿Sí?
Su abuela la miró.
—Sí —murmuró.
—¡Lo sabía! —Se acercó a su abuela en la cama y la ayudó a recuperar las
uñas—. ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Por qué te lo has guardado para ti?
—Tú lo sabías. —La observó de reojo con una mirada sabia—. No te lo tenía
que decir. —Le golpeó la barbilla cariñosamente—. En la stregheria nos conocemos
unas a otras, ¿verdad?
—Sí. Pero ¿por qué esconderlo? ¿Y por qué vas a la iglesia?
—Porque amo a Dios. Uno es el camino antiguo y el otro el nuevo. Cuando
llegué a este país opté por el nuevo, pero no olvidé el viejo. ¿Quién dice que sólo se
puede adorar de una sola manera? Además, a mi novio no le molestan las viejas
tradiciones.
Gemma se quedó helada. Sin duda, Nonna navegaba de nuevo hacia otras
dimensiones de su mente.
—¿Tu novio?
—Él. —Nonna señaló la imagen de Jesús que colgaba sobre su tocador, aquella
con los ojos húmedos que la seguían dondequiera que fuese. A Gemma siempre le
había atemorizado.
—¿Así que ése es tu novio?
—Lo amo y me ama. Aquí las tienes. —Le entregó a Gemma las uñas que había
recogido—. ¿Las quemarás, eh?
—Sí. —Gemma tomó un pañuelo limpio de la repisa y las envolvió antes de
guardárselas en el bolsillo.
—Una cosa más. —Nonna manoseó el cuello de su blusa sacando la cimaruta—.
Quiero que la tengas tú.
—¿Qué?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Vamos, cara, cógela. Perteneció a mi madre. —Sus ojos parpadearon


maliciosos—. También era una de las nuestras. Te protegerá.
Sin poder decir palabra, Gemma ayudó a su abuela a quitarse el amuleto del
cuello y se lo puso.
—¿Qué te parece?
—Hermoso. Buon cumpleanno!
—Gracias —susurró Gemma, abrazando a Nonna segura de que volvía a
perderse, ya que no era ni mucho menos su cumpleaños.
Feliz, su abuela la miró a la cara.
—Y ahora, ¿vamos a misa?

Enseguida supo que algo no iba bien cuando al día siguiente apareció su madre
para relevarla en lugar de tía Millie. En primer lugar, ella nunca se ocupaba de
Nonna si no era su turno. En segundo lugar, se mostraba cordial. Después de
cumplimentar con todos los prolegómenos —¿cómo ha dormido?, ¿cuánto ha
comido?, ¿te ha reconocido? —le preguntó cómo se encontraba Frankie y cómo
funcionaba la tienda. Gemma respondió y esperó a que su madre parase de dorarle la
píldora.
—Escucha, tus tías y yo tenemos que pedirte un favor.
—¿Cuál es? —preguntó Gemma, intentando apaciguar el creciente
resentimiento que se estaba apoderando de ella.
—Tu tía Millie estaba navegando por la red y ha encontrado una gran oferta de
dos noches en Atlantic City. Nos gustaría saber si te importaría llevarte a Nonna a la
ciudad unos pocos días.
Gemma se quedó perpleja mirando a su madre.
—Mamá, tengo un negocio del que ocuparme —respondió con voz tensa.
En los labios de su madre se dibujó un rictus severo.
—Ya lo sé, pero es una solicitud especial.
—¿No pueden hacerlo Angie o Theresa? ¿Mikey?
Para su sorpresa, la expresión de su madre se suavizó un poco.
—A ti es a quien más quiere, ya lo sabes. La última vez que Theresa estuvo
aquí, Nonna no dejó de llorar. Tenía miedo de ella.
—Dios mío. —Se le partía el corazón sólo de imaginarlo, debió ser horrible para
Theresa. Y para Nonna—. ¿Por qué no puedo cuidarla aquí?
—Porque si podemos sacarla unos días de casa, tendremos la oportunidad de
arreglar el techo como es debido. Te puedes imaginar cómo reaccionaría si los
operarios vinieran mientras ella está en casa. Se pondría histérica.
—Mamá, ya sabes que los enfermos de Alzheimer se pueden alterar mucho si se
los traslada a ambientes desconocidos.
—Pero estará contigo —insistió su madre.
—¿Por qué es tan importante?
—Es por Betty Anne. Va a cumplir los sesenta y cinco y no tiene dónde caerse

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

muerta. Todo lo que ha querido en su maldita vida ha sido ir a Atlantic City. Así que
Millie y yo queremos darle una sorpresa y llevarla allí.
Gemma se sintió conmovida.
—Es un bonito detalle.
—¿Nos puedes ayudar, Gattina?
Gattina. Su madre no la llamaba así desde que era pequeña. Era una de las
palabras del antes: antes de que muriera su padre y su madre se volviera una
amargada; antes de que le dijera que era una bruja y ella la rechazara. ¿Trataba de
manipularla o el apodo se le había escapado como una involuntaria muestra de
afecto?
—¿Cuándo sería? —preguntó con cautela.
—Durante el mes que viene. —Su madre estaba a la defensiva—. No te
preocupes, no estoy pidiéndote que lo hagas mañana.
—No, no, ya lo sé. —Se estrujó el cerebro tratando de adivinar cómo iba a poder
hacerlo. Supuso que podría librar dos días seguidos y dejar la tienda a cargo de Julie.
Iba a ser una tortura cargar con Nonna y llevársela a la ciudad, pero cualquier cosa es
soportable sólo dos días, ¿no? Y era por un buen motivo. Dos buenos motivos.
—Muy bien, lo haré.
La cara de su madre se iluminó con una extraña sonrisa.
—Sabíamos que podíamos contar contigo.
—Claro —resopló Gemma—, porque soy una boba.
—No. —Su madre evitó mirarla directamente y se fijó en sus manos. Por un
momento pareció reacia a continuar—. Porque tienes buen corazón.
—¿A pesar de ser una bruja? —preguntó sin poder evitarlo.
—Incluso el diablo fue uno de los ángeles del señor.
Instintivamente Gemma cogió con los dedos la cimaruta que le colgaba del
cuello, escondida debajo de su camiseta. ¿No debería decirle a su madre que la tenía?
Después de todo era una reliquia de familia. No quería provocar ninguna tirantez
ente su madre y sus hermanas, ni quería que la acusaran de que quizá se lo había
quitado a Nonna sin su permiso aprovechándose de que no estaba en sus cabales.
Segura de que era lo apropiado, se sacó el colgante de debajo de la camiseta.
—Mamá, esta mañana Nonna me ha dado esto.
Su madre, que estaba ojeando el Daily News sobre la mesa de la cocina, apenas
le echó una ojeada.
—Es bonito.
—¿Estás segura de que no te importa? —Gemma se acercó a la mesa—. Es una
antigüedad que perteneció a tu abuela.
—No lo quiero. —A su madre parecía repelerle la idea.
—¿Y tía Millie y tía Betty Anne?
—Créeme, tampoco lo van a querer.
—¿Estás segura? —preguntó indecisa.
Su madre la observó por encima del periódico.
—¿Por qué estás tan preocupada por mí y mis hermanas y ese medallón?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

¿Acaso se lo has robado?


—¡No!
—Pues entonces.
—Jolín, mamá, trato de ser amable. He pensado que podía tener algún valor
sentimental.
—Ninguno. —Chupó el dedo índice de su mano derecha y pasó una página del
diario—. Pero puedes tomarte la libertad de decirle a mi madre que si no quiere ese
escritorio antiguo que tiene en la habitación de los invitados me gustaría quitárselo
de las manos.
Gemma alucinó por lo borde que podía ser su madre y se puso la cimaruta de
nuevo debajo de la camiseta, donde descansó confortablemente entre sus senos.
—¿Sabes lo que significa el colgante?
Su madre mantuvo la mirada fija en el periódico.
—¿Qué quieres decir con significa? Es una especie de medalla supersticiosa de
Italia. Y además fea.
—Es pagana —le corrigió Gemma tranquilamente—. Tiene que ver con la
stregheria. Nonna es una bruja y también lo fue tu abuela.
Una risa gutural salió del fondo de su garganta.
—¿Te lo ha dicho ella?
—Sí.
—Gemma, Nonna chochea y tú lo sabes.
—¡Aún tiene momentos de lucidez!
Exasperada, su madre apartó el diario.
—Vale, mi madre es una bruja, ¿qué quieres que te diga?
—Di que está bien.
—No está bien. Es diabólico y punto. Dios ha impedido que esto apareciera en
San Finbar, el padre Clementine la habría excomulgado.
—Dice que Jesús es su novio —le confesó Gemma—. ¿No es conmovedor?
Su madre se golpeó la frente con la palma de la mano.
—Está más loca que una cabra, y tú también. No es extraño que las dos os
llevéis tan bien.
—Es muy bonito lo que dices. —Gemma estaba enfadada—. ¿Qué tal si me
agradecieras que cuide de tu madre dos días enteros?
—Gracias —murmuró de mala gana.
—De nada.
Su madre se levantó y se dirigió a los fogones para preparar café.
—¿Algo más antes de irte? —preguntó mirando a Gemma por encima del
hombro.
Gemma tragó saliva.
—¿Lo has dicho de corazón cuando me has llamado Gattina?
—No te llamo así desde que eras una niña —dijo apagando el fuego—. Has
debido imaginarlo.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Nonna, ¿estás cómoda?


Las palabras de Gemma cayeron en el vacío mientras los ojos de su abuela
permanecían enganchados a la televisión concentrada en The Wiggles. Diez meses
atrás, Nonna habría agitado la mano en señal de desprecio y habría murmurado
«¡bah!» ante la idea de perder el tiempo delante de la televisión. Pero eso era antes de
que la plaga que se apoderaba de su cerebro se convirtiera en su dueño. Ahora el
programa infantil, con sus cortas parodias y animadas canciones, era una de las
pocas cosas que podía absorber su atención por completo. A pesar de que se sentía
culpable por ello, Gemma se daba cuenta de que la ponía delante de la televisión
cada vez más a menudo, especialmente cuando Nonna se alteraba. Les
proporcionaba una tregua a las dos.
Llevar a Nonna desde Brooklyn a Manhattan el día anterior había sido
horroroso. A pesar de haberle explicado a su abuela repetidamente que irían a dar
una vuelta en coche, montó un número cuando llegó el momento de introducirla en
el vetusto Volkswagen. Desesperada por calmarla, Gemma le mintió diciéndole que
iban a misa, le cantó canciones en el coche durante el accidentado camino a
Manhattan, cortesía de baches asesinos y de constantes obras en la carretera. Pareció
que había dado resultado hasta que llegaron al apartamento de Gemma. Entonces
todo se vino abajo.
El intento de asirse a la normalidad que Nonna había mantenido desapareció
por completo, reemplazado por una agitación violenta que Gemma tardó horas en
sofocar. Lloró, gritó, pidió que la llevaran a su casa inmediatamente. Nada de lo que
hiciera o dijera Gemma parecía serenarla.
Y entonces, tan repentinamente como habían empezado, las rabietas pararon
inexplicablemente. Puede que de puro agotamiento nervioso, puede que a causa de
un breve momento de raciocinio, Gemma no estaba segura. Pero aceptó agradecida el
respiro.
Esa noche, Nonna apenas durmió, y tampoco Gemma, quien se recordaba
constantemente que sólo tenía que soportar un día y una noche más y podría llevarla
de regreso a Brooklyn. Además era una buena obra. En aquel momento, su madre y
sus tías estarían disfrutando del desayuno en el buffet del hotel en Atlantic City,
nutriéndose para afrontar un día de apuestas en serio.
—¿Puedes darme un poco de agua?
—Claro que sí —le dijo Gemma a Nonna mientras iba a la cocina a buscarla. La
voz lastimera de su abuela hizo que sintiese pena por ella y se añadió a una punzada
de remordimiento por los meses de frustración. Gemma debía recordarse a sí misma
que tener Alzheimer no era culpa de Nonna y que tenía que mantener su mente fija
en una sola cosa: compasión.
—Aquí tienes.
Le dio el vaso sonriendo y su abuela le devolvió la sonrisa mirándolo
sorprendida. Unos segundos después miró a su nieta muda y confusa. A Gemma se
le partió el corazón de dolor. «No sabe qué hacer, no se acuerda de cómo beber.»

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—A ver, déjame ayudarte. —Gemma separó suavemente los dedos de su abuela


del vaso y la ayudó a beber. Entonces fue cuando sonó el teléfono. Dejó el vaso sobre
el mantel para no salpicar y cogió el auricular.
—¿Hola?
—¿Está Gemma Dante?
—Soy yo —respondió cautelosamente a una voz de hombre que no conocía—.
¿En qué puedo ayudarle?
—Señora, mi nombre es capitán James Eisen y estoy con la unidad de servicios
de emergencia del departamento de policía de la ciudad de Nueva York. Necesito
que venga inmediatamente a su tienda. Tenemos una situación con un rehén.
—¿Qué? —Gemma palideció.
—Un tipo llamado Uther está aquí y dice que no va a liberar a su empleada a
menos que venga usted en persona a hablar con él.
—Oficial, conozco a Uther. Es inofensivo.
—Lleva un arma, señora.
«Ese idiota.»
—¿Es como un puñal al extremo de una larga pica?
—Así es. Y amenaza con usarlo contra su empleada en caso de que usted no
venga a la tienda.
—Él nunca lo haría —dijo Gemma.
—Señora, la necesitamos aquí —repitió Eisen—. No quiero tener que utilizar a
la dotación SWAT.
¿Los SWAT? Gemma parpadeó con fuerza al tiempo que una arcada le subía
por la garganta. Entonces, con una voz estudiadamente tranquila, se dirigió al
capitán Eisen.
—Iré tan pronto como pueda, oficial.
—Ya hay un coche en camino para recogerla —dijo Eisen tajantemente, y colgó.
«¿Por qué, Diosa? —se preguntó Gemma angustiada mientras colgaba
temblorosa el auricular—. ¿Por qué esto? ¿Por qué ahora? ¿Qué he hecho yo?»
Comenzó a enroscar y desenroscar un mechón de su cabello. Tenía que pensar ideas
concretas con claridad y racionalmente. Y ejecutarlas. Idea racional número uno:
Nonna, alguien tiene que venir y cuidar de ella.
Lo primero que le vino a la cabeza fue Brooklyn, Theresa, Michael, Anthony,
pero no era razonable. Los parientes de Brooklyn tardarían demasiado. Debía ser
alguien más cercano, de Manhattan. Frankie. Sabía que estaba durmiendo, pero de
todas formas salió disparada hacia el teléfono. Se desesperó cuando oyó el
contestador pidiendo a quien llamaba que dejara un mensaje. Lo hizo, gritando el
recado por el auricular con la esperanza de despertarla, Nonna se asustó y, cosa
normal, se puso a llorar. Fue a toda prisa a su lado.
—No pasa nada, cara —la calmó Gemma distraídamente acariciándole su
espeso pelo blanco. De nuevo se dirigió al teléfono—. Cógelo, cógelo, cógelo, te
ruego que lo…
—Para el maldito carro. —Frankie estaba enfadada.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Lo siento, pero es una emergencia —balbuceó Gemma—. ¡Uther tiene a Julie
como rehén en la tienda! Necesito que vengas aquí y vigiles a Nonna un rato. Por
favor, Frankie, por favor.
—Poco a poco, cariño. —Frankie hizo una pausa—. No creo haber oído bien.
¿Acabas de decir que Uther ha tomado a Julie como rehén en la tienda?
—¡Sí!
Frankie bostezó.
—¿Cómo es posible que todo lo divertido te pase a ti?
—¡Esto no es divertido! ¡Acaba de llamarme la policía y entrarán en acción los
SWAT si no voy a hablar con él! Necesito que vengas lo antes posible. No será mucho
rato, ¡te lo juro!
—Ningún problema. Déjame que me ponga algo encima y cojo un taxi.
—Le diré al portero que te deje entrar. Me has salvado la vida, Frankie, lo juro
por Dios.
—Lo intento.
Pasaron diez minutos, quince, y no había rastro de Frankie. Mientras tanto, ya
había llegado el coche de la policía y el capitán Eisen había llamado dos veces,
anunciando que la situación se estaba volviendo más acuciante. No hizo nada para
disimular su impaciencia por tener que esperar su llegada. Gemma se imaginaba su
cabeza explotando a causa de la presión y su materia gris esparciéndose como una
lluvia de confeti. Observó a su abuela, tranquilamente adormilada en el sofá, con su
suave barbilla reposando sobre el pecho. Vacilaba. Si se iba antes de que Frankie
llegara y Nonna se despertaba… pero si no se iba ahora…
Debía tomar una decisión de inmediato. Como era su costumbre, inspiró
profundamente y trató de calmar su mente, pero no hubo forma. Ya que su
subconsciente no le enviaba ninguna instrucción clara, se asió a la primera idea que
se le pasó por la cabeza.
«Ve a la tienda, ya.»
Se puso la chaqueta, dejó sola a su abuela dormida, con el apartamento abierto
y rezó porque no pasara nada.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 21

Cabizbaja en el asiento trasero del coche patrulla, Gemma buscaba algún


aspecto positivo. Uther estaba perturbado, pero no era peligroso. Todo lo que tenía
que hacer era tratarlo con respeto, él recobraría la sensatez y dejaría ir a Julie. Su
convencimiento duró hasta que llegaron a la esquina de la calle Thompson y vio que
Tarde de perros, estaba siendo representada de nuevo en el exterior de su tienda.
—¡Dios mío! —exclamó—. Esto es totalmente innecesario.
—¿Señora? —El policía que conducía se giró para mirarla cuando el coche se
arrimó a la acera hasta detenerse—. Espero que tenga puñetera razón.
Gemma tragó saliva y se apresuró a salir del vehículo. Había coches de policía
bloqueando las calles. Un gran camión de la unidad de servicios de emergencia
estaba aparcado frente a la tienda. Tipos vestidos con cazadoras negras con las
iniciales SWAT escritas en la espalda pululaban hablando. Dos de ellos con rifles
estaban apostados en el edificio de enfrente.
—¿Dónde está el capitán Eisen? —preguntó Gemma mientras los dos policías
que la habían ido a buscar la guiaban hacia el camión blanco.
—Aquí mismo. —Un larguirucho oficial de policía de sonrisa amable y con una
cicatriz que le dividía la mejilla derecha le daba la mano educadamente—. Capitán
James Eisen.
—Gemma Dante. —Captó la mirada del policía repasándola de arriba a abajo e
inmediatamente se sintió avergonzada. Había salido de casa con el pelo enmarañado,
casi sin cepillar, con el chándal y las zapatillas.
—Me doy cuenta de que todo esto debe de ser muy desagradable para usted —
dijo el capitán Eisen.
Gemma miró a su alrededor: policías, destellos de sirenas, chalecos antibalas,
armas.
—Oficial, Uther no es peligroso, créame. —Empezó a ir hacia la tienda cuando
Eisen la retuvo.
—Hey, ¿qué cree usted que está haciendo?
—Voy a hablar con él. ¿No es ése el motivo de que esté aquí?
—No puede entrar. —La miró como si estuviera loca—. Hemos conectado una
línea directa de teléfono a la tienda, puede usarla para hablar con él.
—Oh… vale —dijo Gemma. La cabeza le daba vueltas. Aquello parecía
surrealista, como si estuviera soñando o se encontrara en algún programa de
televisión en horario de máxima audiencia. Casi no se dio cuenta de que Eisen le
ponía el teléfono en las manos.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Diga lo que haga falta para hacer que salga de ahí. Lo que sea. Mienta si es
necesario. Hay en juego vidas humanas, incluyendo la de él. Si no atiende a sus
razones, tenemos preparado un negociador especializado en rehenes. —Le pasó el
auricular y le dio la señal de que podía empezar.
Cuando Gemma asintió notó que la invadía el pánico. ¿Habría llegado ya
Frankie al apartamento? Y si no, ¿qué podría haber pasado? ¿Estaría Nonna
chillando, llorando, asustada, fuera de control? ¿Atendería Uther a razones?
Sonó la línea y Uther respondió.
—¿Sí?
—Uther, soy Gemma. Estoy aquí, en el exterior de la tienda.
—Ponte donde pueda verte, Lady Love.
—Quiere que me ponga donde pueda verme —le susurró Gemma a Eisen
tapando el auricular.
Eisen le indico que se colocara frente al escaparate de la tienda y Gemma
obedeció.
—Estoy justo delante del escaparate, Uther.
Unos segundos después pudo ver a Uther dentro de la tienda. El maldito idiota
con su cota de malla, el cuenco de sopa y la alabarda en la mano. La miró y
desapareció de nuevo en el interior. Los policías tenían que pensar que era un
demente.
Escuchó como cogía otra vez el teléfono.
—¿Uther, me ves?
—Os veo corderita, os veo.
—Explícame qué está pasando.
—Me agraviasteis en lo más profundo de mi ser mortal, dulzura.
—Lo… lo siento. He estado pensando mucho sobre ello desde que te fuiste.
—¿Pensando en qué? —La voz de Uther sonaba envuelta por una profunda
herida.
—Sobre mi locura. Actué sin mesura, ¿no es cierto?
—Lo hiciste. —Uther rio satisfecho—. Seguid.
—Mis ánimos volaron tan alto que me conduje impulsivamente. Actué de
forma casquivana y fue un error no permitir que siguierais siendo mi alumno.
—También fue un error rechazar la declaración de mi corazón.
Gemma cerró los ojos. Eisen le había dicho que mintiera en caso de necesidad.
—Sí. Ahora me doy cuenta de que vos estabais en lo cierto, estaba escrito en las
estrellas que hemos de estar juntos. Mi ceguera fue una locura. Ahora lo veo.
Eisen le lanzó una mirada severa que parecía preguntarle: «¿Qué coño pasa?» Y
ella le frunció el ceño como diciéndole: «Confíe en mí. Sé lo que hago.»
Podía percibir que Uther estaba empezando a relajarse hablando con ella en un
lenguaje en el que se sentía cómodo.
—¿Podríais perdonarme? —le preguntó humildemente.
—Tendré que pensarlo. —Hubo un largo silencio—. ¿Cómo puedo saber que no
es una treta infernal para conseguir rendirme a mi rencoroso enemigo?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Se refiere a usted —murmuró Gemma cubriendo el auricular.


—Tanto me da si se refiere al jodido Dalai Lama —masculló enfurecido—. Pero
siga así. Me parece que lo está consiguiendo.
—Soy una dama honorable, Uther. —Bajó la voz—. Y no sólo eso, vos sois un
pagano, ¿lo habéis olvidado? Los paganos evitamos la violencia, todo tipo de
violencia. Si sois un bardo verdadero, de los de antes, liberaréis a Julie y saldréis
pacíficamente.
Pudo escuchar el suspiro de Uther.
—Estáis en lo cierto. En la precipitación por defender mi causa he olvidado
honrar las viejas tradiciones.
—Podéis honrarlas ahora dejando libre a Julie.
—Dejaré a la doncella a vuestra disposición.
Gemma y los policías que la rodeaban contuvieron la respiración. Los segundos
parecían decenios. Por fin apareció Julie, pálida, pero ilesa. Al ver a Gemma, corrió
hacia ella estallando en sollozos.
—Ha sido horrible —dijo llorando.
—La doncella está a mi lado, Uther. Sois un justo y generoso hidalgo.
—Vos me inspiráis.
Gemma tragó saliva.
—La inspiración verdadera requiere que vos también salgáis.
—Sin el arma —susurró Eisen precipitadamente.
—¿Lo haréis? —dijo en tono adulador—. ¿Vendréis a mí, franco y sin armas en
la mano?
—¿En verdad me amaréis? —La voz de Uther sonaba patética.
—Lo haré. Esperad un momento. —Gemma contuvo las lágrimas. De nuevo
cubrió el auricular y se volvió hacia el capitán Eisen—. No le dispararán, ¿verdad?
Prométame que no le pasará nada si sale pacíficamente.
—Lo prometo —dijo Eisen.
Cuando Gemma volvió al teléfono le temblaba la voz.
—Os estoy esperando amorosa con los brazos abiertos, mi señor.
La tensión era insoportable. Gemma cerró los ojos. «Por favor, Uther, haz lo que
te he pedido y sal desarmado. Por favor.»
La situación era expectante, todo el mundo contenía la respiración y el mismo
aire se mantenía inmóvil en una forma poco natural. Y entonces apareció Uther,
parpadeando a causa de la brillante luz del sol de la mañana. Antes de que Gemma
pudiera ir hacia él, desde ambos lados de la puerta sendos policías se abalanzaron y
lo esposaron con las manos en la espalda y se lo llevaron velozmente hacia un coche
patrulla que estaba esperando.
—Esperen —gritó Gemma, tirando el teléfono al suelo. Cuando estuvo ante
Uther una lágrima se deslizó por su mejilla—. Lo siento mucho, Uther, pero lo que
has hecho… —Sacudió la cabeza, incapaz de proseguir. Uther le sonrió con tristeza y
dejó que los policías lo introdujeran en el asiento trasero del coche de policía. Las
luces de las sirenas empezaron a destellar mientras se alejaban.

- 189 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Adónde lo llevan? —preguntó a uno de los policías que tenía cerca.


—A tomarle los datos para procesarlo. Y después a un centro psiquiátrico —
respondió riendo.
Se dio la vuelta dolida. Pobre Uther, jamás había supuesto que su excentricidad
podría derivar hasta el extremo de hacerle perder el control. Caminó hacia Eisen.
—Buen trabajo —dijo, palmeándole la espalda.
Gemma casi ni le escuchaba.
—¿Puedo entrar en mi tienda ahora? Necesito hacer una llamada.
—Me temo que tendrá que esperar unos minutos —respondió Eisen
disculpándose—. Ha sido el escenario de un crimen y el equipo de desactivación de
bombas tiene que asegurarse de que su amigo no ha dejado ningún regalo en el
interior.
—No ha dejado nada —dijo Gemma—, pero hagan lo que deban.
Recordó que había comprado un teléfono móvil hacía poco y se puso a buscarlo
frenéticamente en su bolso, alejándose del barullo en busca de privacidad. Si se lo
había dejado en casa, se pondría delante del próximo taxi que pasara a toda
velocidad por la calle, así que pidió ayuda a su Dios. Sus dedos por fin lo palparon.
Lo conectó y marcó el número de su propia casa. «Frankie, me sabe mal que esto se
esté alargando tanto…» Se quedó de piedra cuando oyó el contestador. Colgó y lo
intentó de nuevo con el mismo resultado. «¿Dónde está Frankie? ¡Por favor está ahí!
Que sólo sea que estás demasiado ocupada con Nonna para descolgar el teléfono. Por
favor que no sea nada más grave.»
Puso de nuevo el teléfono en su bolso y regresó hacia donde se encontraba Julie
con Eisen y tres policías más. Abrazó a Julie por los hombros en un gesto protector.
—Me sabe mal que hayas tenido que pasar por esto, pequeña. Yo me voy, ¿por
qué no te vas a casa tú también?
—No puede —dijo Eisen con gesto severo—. El detective Purcell necesita hablar
con ella. Y con usted…
—Pero, capitán, no lo comprende. En mi casa tengo una situación…
—Sólo serán unas cuantas preguntas, señorita Dante. Se lo prometo.

Unas cuantas preguntas se convirtieron en muchas. ¿Cuánto hacía que tenía la


tienda? ¿Desde cuándo conocía a Uther? ¿Cuál era la naturaleza exacta de su
relación? ¿Qué le había hecho para enfadarlo? ¿La había amenazado antes? ¿Había
notado algo sospechoso en su forma de actuar las últimas semanas?
Para cuando el detective Purcell hubo acabado, Gemma estaba desquiciada por
la preocupación; había pasado demasiado tiempo alejada de Nonna y no entendía
por qué Frankie no contestaba al teléfono.
—Ya está —dijo Purcell, cerrando su libreta de informes con un ruido seco.
Era un hombre pequeño, con la nariz ligeramente torcida y el pecho como un
barril.
—¿Puedo irme ahora? —La cabeza le daba vueltas.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Purcell la miró amablemente.


—Es libre de irse. Gracias por su cooperación.
—Gracias. —Gemma se obligó a sonreír.
—Si se le ocurre algo más, algo que pueda ayudarnos en la investigación —
Purcell le dio su tarjeta— no dude en llamarme. Y usted también —añadió
entregándole otra a Julie.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Julie desolada mientras se iban los policías.
—Vete a casa y descansa.
—¿No abriremos hoy?
—No. Me parece que nos lo podemos tomar como una baja por salud mental.
Julie asintió agradecida.
—¿Qué vas a hacer?
—Tengo que volver con mi abuela.
Julie golpeó ansiosa la acera con la punta metálica de su bota Doctor Martens.
—¿Y aún tendré que abrir yo mañana?
—Si te ves capaz.
«Si no, simplemente cerraremos mañana también, mientras llevo a Nonna de
vuelta a Brooklyn. Da igual.»
—Sin problemas.
—¿Estás segura de que estarás bien?
—Claro —dijo mirando ansiosamente a Gemma—. ¿Y tú?
—Yo estoy bien —mintió.
—Pues, eh, bueno, vale. —Julie recogió su mochila que estaba apoyada en la
pared del edificio y se la colgó al hombro—. Nos vemos, Gem.
—Te llamaré más tarde para asegurarme de que estás bien.
—No tienes que hacerlo.
—Pero quiero.
—Vale. —Julie se encogió de hombros—. Nos vemos —repitió.
Se encaminó por la acera y de pronto se paró, volviéndose hacia Gemma con
cara de pánico.
—Acabo de recordar una cosa.
—¿Qué?
—Hará unas tres semanas, vino aquel tío preguntando por ti.
—¿Qué tío? —preguntó Gemma tranquilamente.
—¿Cómo se llama? El bombero…
—¿Sean?
—Eso es. Sólo me dijo que te dijera que había pasado por allí. —Julie parecía
apesadumbrada—. Siento haberme olvidado, pero las cosas han estado tan liadas en
la tienda con todos estos cambios de horario…
—No te preocupes.
Julie se marchó más tranquila. Exhausta, Gemma miró por última vez su tienda,
«¡El escenario de la crisis del rehén!», antes de parar un taxi. Su mente empezó a
vagar mientras miraba el mundo exterior pasar a través de la ventanilla del coche.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

No quería tener que pensar sobre lo que le esperaba en casa.

—Dime otra vez lo que vas a hacer.


Sean lanzó a Sal Ojeda una mirada de incredulidad. Volvían al cuartel junto con
el resto de la dotación después de a ir a comprar a D'Agostino's los ingredientes para
la comida de ese día. Ojeda había hecho esa misma pregunta al salir y de nuevo
mientras seguía a Sean por la sección de verduras. O Sal estaba muy distraído o su
cerebro perdía inteligencia como un neumático pierde aire.
—Bistec, pimientos y cebollas asadas y puré de patatas con ajos —repitió Sean
por tercera vez.
—Vale. —Ojeda parpadeó.
Sean se le acercó y golpeó suavemente uno de los lados de su cabeza.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Aquello devolvió a Ojeda su total capacidad de atención y se encogió de
hombros.
—Lo siento. Debe de ser la alergia primaveral.
Sean lo comprendía a la perfección. Era primera hora de una mañana soleada
de primavera inusualmente calurosa. Las nubes acariciaban los rascacielos y una
ligera brisa jugueteaba con las faldas de las mujeres mientras caminaban apresuradas
por las aceras, disparando la imaginación. Era uno de esos días en los que Sean era
perfectamente consciente de estar vivo.
Observaba por la ventana a la gente que miraba el paso del vehículo. Había
algo en el rojo y brillante camión que parecía llamar la atención de los transeúntes.
Lo mismo que los bomberos: tanto daba si estaban sentados en el exterior del cuartel
o en el supermercado, siempre había alguien que se dirigía a ellos. Sean se sentía
orgulloso de su proximidad con la gente.
—A ver, explícame qué pasó con tu muñequita New Age —le pidió Ojeda
distraídamente, mientras bajaba más la ventanilla. Empezaba a hacer calor en la parte
trasera de la cabina.
Sean se volvió hacia él confundido. No recordaba haberle dicho nada a Ojeda.
Su compañero se dio cuenta de la expresión de su cara y entre risas señaló a Leary.
—Me lo dijo él.
—Imagínatelo. «Bomberos: los chafarderos más capullos del mundo.» No
funcionó, simplemente.
—¿Demasiado rara?
—Qué va —dijo evasivamente—. No era el mejor momento, ya sabes, y además
ella tenía demasiadas cosas de las que ocuparse.
—Eso he oído —asintió Ojeda comprensivo.
«A mí sí que me habría gustado oírlo.» Se daba cuenta de que era una
estupidez, pero todavía le dolía que Gemma no le hubiera dicho nada después de su
visita a la tienda. Sabía que tenía mucho que soportar, pero habérselo mencionado
habría sido de agradecer. Pero, otra vez, en el silencio podía encontrar la respuesta.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

No era por un exceso de autocrítica, sin embargo se encontró pensando en lo


mucho que había cambiado en los últimos meses. Sabía que en parte se debía a haber
buscado ayuda después del incendio en la casa de obra vista. Pero también era
debido simplemente al paso del tiempo y a su capacidad de introspección. Había
sido superficial al pensar que ella no encajaría en su mundo. Los polos opuestos
siempre se han atraído. De no haber confundido el culo con las témporas, podrían
haber hecho funcionar lo suyo. Sólo necesitaban compromiso y amplitud de miras. Y
otra cosa: se había equivocado al no hablarle de sus cosas y había sido un error que le
molestara la preocupación de Gemma por su integridad. Pero en aquel momento fue
incapaz de ver cómo se retroalimentaban, cómo el silencio y la preocupación los
embarcaron en una espiral sin fin que sólo podía llevarlos al fracaso. Ahora era
capaz. No cometería otra vez el mismo error.
Habían recorrido menos de una manzana cuando una mujer joven, que estaba
en la esquina más próxima sosteniendo un pequeño chihuahua bajo el brazo, les
agitaba la mano desesperadamente. Diligente, Joe Jefferson paró el camión escalera
junto al bordillo y todos bajaron las ventanillas.
—Me parece que hay un incendio en la esquina de la Cincuenta y nueve Este —
dijo sofocada—. Mi perro estaba haciendo sus necesidades y yo he mirado hacia
arriba y he visto que salía humo de uno de los pisos.
—¿Tiene la dirección? —le preguntó el capitán McCloskey.
—El ciento cincuenta y cinco.
—Ahora vamos —le dijo mientras Jefferson conectaba la sirena y arrancaba a
toda velocidad.
—Ha dicho el ciento cincuenta y cinco —preguntó Sean a los de delante.
Jefferson asintió—. Me cago en la mierda, es mi edificio.
Gemma, Janucz, Tony el portero, sus pájaros, nombres e imágenes le
bombardearon. Había un millón de causas diferentes que pueden causar un
incendio, sólo rogaba que fuera uno pequeño y que nadie conocido estuviera cerca.

Apenas se hubo detenido, Sean saltó del camión.


—¡Ahí está!
Miró al cielo y se inquietó. Volutas de humo negro salían de la ventana
parcialmente abierta de la sala de estar del piso de Gemma.
—Joder.
—¿Qué pasa? —preguntó el capitán McCloskey. Se hallaban todos en la acera
apresurándose a colocarse los equipos.
—Conozco a la mujer que vive en ese apartamento —dijo Sean, tratando de
controlar sus emociones—. Debo ir…
—Eh, espera un minuto. —McCloskey se ajustó la botella de aire a su espalda—
. ¿Cuál es la localización exacta del apartamento?
—Planta quinta, segunda puerta a la izquierda.
—Bien, Kennealy, tú y Ojeda coged vuestros bidones, subid a la quinta planta y

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

valorad la situación. No entréis en el piso en cuestión, ¿me oís? Leary y yo iremos al


sexto y Delaney, tú y Campbell quedaos aquí por ahora. —Se dirigió a Joe Jefferson—
. Comunícate por radio con el cuartel para avisar y pedir refuerzos. —Se puso el
casco y miró a Sean con curiosidad. ¿Dices que vives aquí?
—Sí, en la sexta planta. De hecho justo encima del apartamento en llamas. —
Cogió su bidón—. ¿Puedo ir ahora?
—Todos vamos ahora —le dijo el capitán—. Sólo recuerda lo que te he dicho.

—Parece que hay un incendio. ¿Quiere que la deje aquí?


Gemma, que había estado soñando despierta lo mejor que había podido, apartó
la mirada de la ventanilla y la dirigió hacia la parte trasera de la calva cabeza del
taxista.
—¿Perdón?
Impaciente, él le señaló el camión de bomberos con las luces centelleantes que
estaba aparcado en medio de la calle.
—¿La dejo aquí?
Gemma asintió. El terror la invadió mientras pagaba al taxista y se dirigía hacia
la acera. Cables invisibles de acero le aprisionaban el pecho, estrujándole la caja
torácica y haciéndole difícil respirar. Se dirigió todo lo rápido que pudo calle arriba.
El camión de bomberos estaba aparcado justo delante de su edificio. El pánico se
adueñó de ella cuando miró hacia arriba y vio que salían nubes de humo por la
ventana de su apartamento. Apretó a correr.
—Mi abuela está ahí.
—Gemma. Gem.
Al escuchar su nombre paró en seco y se dio la vuelta. Era Frankie, que agitaba
los brazos en medio de una pequeña multitud de curiosos y de expectantes vecinos
atemorizados. Sin pensar, Gemma se abrió camino entre la gente para ir hasta ella.
—¿Qué estás haciendo aquí fuera? —gritó—. Se supone que deberías estar con
mi abuela.
—Ha habido un accidente de tráfico en la Tercera Avenida. ¡Me he demorado
cuarenta minutos en el taxi! ¡Para cuando he llegado, el apartamento ya estaba en
llamas! No dejan pasar a nadie al interior del edificio. He probado a llamarte pero tu
móvil estaba desconectado.
La mirada de Gemma denotaba sus dudas al introducir la mano en su bolso y
sacar su teléfono. Frankie estaba en lo cierto. Había desconectado el maldito trasto.
Miró ansiosa a su alrededor, devolviendo el inútil instrumento al interior del bolso.
—¿Hay alguien que sepa algo de este incendio? —preguntó en voz alta—.
¿Nadie?
—Creen que sólo afecta al 5° B por ahora, pero aún no están seguros —dijo una
mujer pecosa que sostenía un pequeño gato de color anaranjado sobre su hombro
como si fuera un bebé. Lo acariciaba compulsivamente.
—Nonna. —Gemma se derrumbó y empezó a sollozar—. ¡Jamás debí haberla

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

dejado sola! ¡Es culpa mía!


—Eso es ridículo. —Frankie asió a su amiga firmemente por los hombros—.
Tienes que calmarte. Debes calmarte. —La dirigió hacia el bombero más próximo—.
¡Díselo! ¡Dile lo de tu abuela!
Gemma se aclaró la garganta, tratando de controlarse.
—Mi abuela está en el 5° B.
Inmediatamente el bombero cogió su radiotransmisor.
—Conductor de escalera 29 a escalera 29, tenemos un informe de que todavía
hay una persona en el 5° B, corto. —Se volvió a Gemma—. Haremos todo lo que
podamos, por favor, ahora retroceda.
De mala gana dejó que su amiga se la llevara. La miró con ojos asustados.
—Nonna está ahí. —Estaba totalmente desorientada y un mar de lágrimas
inundaba su cara.
—Lo sé, cariño —respondió con voz trémula Frankie mientras la abrazaba con
fuerza—. Pero están haciendo todo lo que pueden. Debes tener fe.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 22

Con la adrenalina al máximo, Sean subió a toda velocidad las escaleras seguido
por Ojeda y abrió la puerta de la quinta planta cuidadosamente. Una tenue
humareda iba desde el suelo hasta el techo, mientras en ambas direcciones del
corredor el taladrante sonido de los detectores de humos individuales creaba una
cacofonía que machacaba el cerebro. Sean se dirigió hacia la puerta del apartamento
más cercano y la aporreó.
—¡Cuerpo de bomberos! ¡Evacúen el edificio!
Repitieron el procedimiento a lo largo de todo el pasillo. Por suerte, parecía no
haber nadie en los pisos, excepto la señora Croppy, quien, a pesar del ruido y el
humo, miraba desconfiada a Sean a través de su puerta ligeramente entreabierta.
—Señora, debo pedirle que evacúe el edificio inmediatamente. —La mujer se lo
quedó mirando con sus lechosos ojos maliciosos—. ¿Señora?
—Es esa puta de ahí enfrente, ¿verdad? Con su incienso y su…
—Señora, no lo sé, pero tiene que abandonar el edificio ahora mismo. —Asió el
pomo de la puerta y la abrió lo suficiente para cogerla del codo y sacarla al pasillo,
cerrando acto seguido—. ¿Podrá bajar los escalones usted sola o necesitará…?
La mujer se soltó el brazo de Sean y con el otro abrió la puerta que daba a las
escaleras.
—No necesito su maldita ayuda —gruñó asiendo el pasamanos con sus torcidos
dedos y encaminándose escaleras abajo.
—Usted misma, decrépita foca maleducada —murmuró por lo bajo. No se
explicaba cómo Gemma podía soportar vivir en la misma planta que esa vieja
cascarrabias. Gemma…
Se encontró con Ojeda en el exterior del apartamento. Un humo de aroma acre
salía constantemente por debajo de la puerta. Sean apoyó su mano. Caliente. Sin
pensárselo dos veces se puso su máscara.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Voy a entrar —dijo Sean apretando las correas a cada lado de su cuello.
—¿Quieres que te den una patada en el culo? El capitán dijo que no entráramos.
—El capitán no conoce a la mujer que vive aquí. —«Ni tampoco siente nada por
ella.» No quería decirle a Ojeda que tenía afecto por alguien que vivía allí, sonaría
poco racional y por supuesto poco profesional. Pero era la verdad. Una idea traidora
cuajó en su mente: Gemma estaría orgullosa de él por escuchar sus entrañas, su voz
interior. Rio en voz alta.
—¿Estás pirado o qué? —preguntó Ojeda preocupado.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Voy a entrar —repitió Sean—. Tú quédate aquí y controla que el fuego no se


extienda a través de la puerta.
Al agarrar el pomo le sorprendió notar que estaba abierta.
—Conductor escalera 29, aquí escalera 29, estamos controlando el fuego en la
puerta del apartamento, cambio —transmitió Ojeda por radio.
Preparándose para lo peor abrió lentamente la puerta. Una oleada de calor le
hizo ponerse de rodillas. Era peor, mucho peor, de lo que había imaginado. La
alarma del detector de humos, daba gracias a Dios que le hubiera hecho caso y
comprado uno, martilleaba su cerebro. Con el bidón preparado, avanzó
arrastrándose hacia el fuego con un mantra inconsciente insistiendo en su cerebro:
«Gemma, no estés ahí, Gemma, no estés ahí, Gemma, no estés ahí.» El calor se hacía
más intenso, pero los había visto peores. Después de lo que le pareció una eternidad,
encontró por fin el origen del incendio y se situó lo suficientemente cerca para llegar
a la base de las llamas y vaciar el bidón. El fuego oscureció. Por una décima de
segundo se permitió el lujo de una sensación de alivio.
Aún a cuatro patas, siguió rastreando el suelo y no le sorprendió que su radio
chasqueara.
—Conductor de escalera 29 a escalera 29, tenemos información de que hay una
persona en el apartamento, cambio.
—Aquí escalera 29 a conductor escalera 29, ahora mismo estoy en el
apartamento llevando a cabo una inspección —respondió Sean a su compañero en la
calle. «Maldita sea.» Su intuición había sido correcta y había alguien en el interior,
pero la puerta estaba abierta. ¿Había podido correr Gemma, o quienquiera que fuese,
hacia el exterior al iniciarse el incendio? No era una suposición que pudiera dar por
segura.
Con renovada determinación, se adentró hacia el calor y la oscuridad. Y
entonces lo oyó. Distinguibles, casi escalofriantes: toses entrecortadas mezcladas con
jadeos y con lo que parecían lloros venían de detrás de la puerta del dormitorio de
Gemma. Cogió la radio.
—Aquí escalera 29. Definitivamente tenemos un posible rescate en el 5° B,
cambio —informó.
Agradeció conocer la distribución del lugar y se arrastró en dirección a la
habitación hasta alcanzar el pomo. «Joder.» Gemma o quienquiera que fuera se había
encerrado en el interior. Se puso de rodillas y empezó a aporrear la puerta.
—¡Cuerpo de bomberos! ¡Abra la puerta! ¡Vamos a sacarle de aquí!
Esperó y trató de abrir nuevamente. Seguía cerrada. Se le hizo un nudo en la
garganta cuando se dio cuenta de que los llantos habían cesado. A sus espaldas el
fuego se había reavivado, avisando con un rugido de su intención de devorar todo lo
que se pusiera en su camino. Tan rápido como pudo sacó la palanca y forzó la
cerradura. Justo al abrir la puerta el fuego se extendió por la sala de estar. Si había un
momento crucial era aquél: la propagación del incendio era inminente.
Volvió a ponerse de rodillas, cerró la puerta tras él de una patada y avanzó
arrastrándose. Humo negro intoxicaba la habitación. No tardó en encontrar la mesita

- 197 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

de noche más cercana a la ventana. Se elevó para golpear la cama. Nada.


Continuó la búsqueda siguiendo la dirección de las agujas del reloj hasta
alcanzar el otro lado de la cama de Gemma. Allí encontró a una anciana enroscada
como una pelota sobre el suelo y cuyo canoso cabello le cubría la cara como si fuera
un velo. Era la abuela de Gemma. Al principio pensó que estaba muerta, pero un
examen más próximo le permitió comprobar que aún respiraba, aunque muy
débilmente.
—No se preocupe —gritó Sean—, voy a sacarla de aquí. —Pero no obtuvo
respuesta.
Cogiéndola firmemente por debajo de las axilas empezó a arrastrarla hacia la
puerta, sorprendido de lo ligera que era, encogida, pequeña, casi del tamaño de una
niña. Estaba a punto de llegar a la puerta cuando su radio crepitó de nuevo.
—Escalera 29 a conductor de escalera 29. Me retiro. Está demasiado caliente
para mantenerlo, cambio. —Era Sal Ojeda.
—Batallón 6 a escalera 29, retírate —fue el mensaje de respuesta. Sean reconoció
la voz del jefe de batallón Murphy.
—El camión 31 ha llegado. Repito, el camión 31 ha llegado.
—Escalera 29 a conductor de escalera 29. —Ahora era Sean por la radio—.
Coloca la escalera en la ventana de la quinta planta. Vamos a sacar a la víctima,
cambio.
—Vale —dijo Joe Jefferson—. Acerco la escalera a la ventana.
Sean se apresuró a arrastrarse en dirección hacia la borrosa luz del sol y se alzó
para romper la ventana con su hacha. Cuando lo hubo conseguido se agachó de
nuevo para regresar hasta la pequeña forma que había dejado yaciendo en el suelo.
Tan cuidadosamente como pudo, recogió el frágil y marchito cuerpo entre sus
brazos.
—Quédate aquí —le pidió, tanto a ella como a sí mismo. Se subió al alféizar de
la ventana y desde allí a la escalera. Sus ojos captaron de inmediato la escena que se
desarrollaba en la calle. El camión había llegado, y estaban entrando por la calle
refuerzos de otro cuartel. Del todo consciente de a quién estaba transportando, inició
el descenso.

—¡Gemma, mira! —gritó Frankie—. ¡Mira!


Gemma alzó la vista. Allí, saliendo de la ventana de su habitación, había un
bombero. Forzó la mirada hasta que pudo observar que llevaba la palabra «Birdman»
escrita en la espalda de su chaquetón. En sus manos llevaba un pequeño bulto inerte
al que cobijaba cuidadosamente con su cuerpo. ¡Nonna! Gemma se abalanzó entre la
multitud, sólo para encontrarse detenida por las vallas que habían colocado para
impedir el paso de civiles.
—¡Por favor! —gritó Gemma con voz desesperada—. ¡Por favor!
Sean ya estaba en el suelo, acomodando a Nonna en una camilla que habían
preparado junto a la base de la escalera. A Gemma le dio un vuelco el corazón

- 198 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

cuando inmediatamente un sanitario aplicó una máscara de oxígeno en la cara de su


abuela, mientras otro empezaba a reanimarla.
—¡Sean! ¡Sean!
Él se giró al mismo tiempo que se quitaba la máscara y se le acercó.
—Todavía está viva. —Fueron las primeras palabras jadeantes que salieron de
su boca.
—Gracias a Dios —suspiró Gemma.
Sean apartó una de las vallas haciendo sitio para que ella pudiera pasar.
—Venga, ve con ella en la ambulancia.
—¿Quieres venir? —le preguntó Gemma a Frankie.
—Si está permitido —dijo titubeante mirando a Sean.
—No hay problema —respondió.
—Sean —dijo Gemma de nuevo, sintiendo cómo la desbordaba toda la emoción
contenida—, no sé cómo agradecértelo… si no la hubieras salvado… juro por Dios…
no sé lo que…
—Sssh. —Puso la mano en la espalda de Gemma—. Ya hablaremos luego,
¿vale? Pasaré por el hospital. —Parecía preocupado y su respiración todavía estaba
alterada—. Ahora tengo que ir a que me hagan una revisión.
Se marchó antes de que Gemma pudiera contestar y se reunió con un grupo de
bomberos. Los sanitarios ya habían introducido a Nonna en la ambulancia más
cercana y estaban a punto de cerrar las puertas, cuando la señora Croppy se abrió
camino hasta la primera fila de la multitud y apretándose contra la barrera señaló a
Sean.
—¡Ese bombero me ha maltratado! —le gritó a uno de los oficiales de bomberos
que tenía cerca—. Me ha dislocado el codo.
—Lástima que no te dislocara la mandíbula —murmuró Frankie.
Gemma sacudió la cabeza con tristeza y subió a la parte trasera de la
ambulancia con Frankie.
—Es mi abuela —explicó a la sanitaria mientras miraba a Nonna—. Vamos con
ustedes.
—¿Las dos son familia? —preguntó.
Gemma tomó la mano de Frankie y la apretó con fuerza.
—Sí, somos familia.

A pesar de que Uther había demostrado que no estaba en sus cabales y de que
sin ninguna duda su casa había quedado reducida a cenizas, Gemma se sentía
agradecida. No sabía si era un indicio de fe o de su locura, pero Nonna se había
aferrado a la vida y aquello, allí y en aquel momento, era todo lo que le importaba.
Sentada junto a la cama de su abuela en la habitación del hospital, observaba subir y
bajar la respiración de la anciana mujer, a la que le habían insertado un tubo en la
tráquea para asegurar el paso de oxígeno suficiente a sus vías respiratorias.
«Afortunada» había sido la palabra que el médico había utilizado.

- 199 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Ha sido muy, pero que muy afortunada. La mayoría de ancianos no


sobreviven a una inhalación de humo como ésta.
«Mi abuela no es como la mayoría de ancianos.»
Sus palabras habían sorprendido a Gemma, porque Nonna no tenía el aspecto
de una persona con suerte. Su cara se había inflamado hasta el doble de su tamaño
normal y tenía los orificios nasales obturados a causa del hollín. Su boca y nariz
estaban rodeadas de ampollas a causa de las quemaduras y manchas rojas
desfiguraban su cara. No había manera de saber cuánto tiempo tendría que
permanecer en el hospital, pero el doctor opinaba que por lo menos una semana,
aunque dada la fragilidad de Nonna y su «condición mental» —bonito eufemismo
para el Alzheimer— era posible que se pudiera alargar hasta un mes.
Agotada, Gemma vio en su reloj que eran las diez de la noche. Hacía rato que
Frankie se había ido ya que necesitaba dormir algunas horas por lo menos. Anthony
y Angie habían venido y se habían ido, al igual que Michael y Theresa, quienes
amablemente le habían ofrecido vivir con ellos mientras reconstruía su apartamento,
que de hecho era de Theresa. Nadie la culpó por lo ocurrido y menos cuando
supieron lo del secuestro. Claro que todos estuvieron de acuerdo en que dejar solo a
un enfermo de Alzheimer era una temeridad, pero ¿qué otra cosa podía hacer dadas
la circunstancias? Que Frankie hubiera llegado tarde no era culpa suya. Su
comprensión le dio a Gemma otro motivo de alegría.
Las únicas que faltaban por aparecer eran su madre y sus tías y Gemma no
tenía intención de irse del hospital hasta que lo hicieran. Las había llamado a Atlantic
City hacía horas y se sintió aliviada cuando le cogió el teléfono tía Millie y no su
madre. «Volveremos tan pronto como podamos, muñeca» le había dicho con su
ronca voz de fumadora. Sabía que debía prepararse. Se sentía culpable por tener que
interrumpir el fin de semana soñado de tía Betty Anne, pero era lo único correcto.
¿Esperar a que regresaran para decirles que su madre por poco muere en un
incendio? Se sintió agonizar, pero al final hasta Frankie estuvo de acuerdo en que era
mejor llamar que esperar.
«De todas maneras vas a salir perdiendo», le había dicho Frankie dándolo por
sentado. Y estaba en lo cierto.
Gemma se preguntaba qué las estaría retrasando. Sabía que había un buen rato
en coche, pero no tanto. Empezó a preocuparle que algo les hubiera podido pasar a
Mo, Larry y Curly, como Anthony las llamaba en plan de broma.
Cual si hubieran estado haciendo cola, su madre y sus tías aparecieron por la
puerta. Se levantó fatigada para saludarlas y la recibió una bofetada de su madre que
le cruzó la cara.
—¡Idiota! ¡¿Cómo has podido ser tan estúpida de dejarla sola?! ¿Cómo?
—Jesús, Connie. —Tía Millie parecía devastada mientras sacaba a su hermana
al pasillo—. ¿Qué manera de empezar es ésa?
Confundida, Gemma se llevó una mano a su dolorida mejilla. Estuvo a punto
de irse sin pronunciar palabra. Necesitaba que la maltrataran tanto como que le
dieran un tiro en la cabeza.

- 200 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Cara. —Tía Millie la convenció desde el pasillo—. Ven aquí, por favor. Te
prometo que no permitiré que esta loca te vuelva a poner la mano encima.
Aturdida, Gemma hizo lo que su tía le pedía, pero deliberadamente se mantuvo
a una distancia prudencial de su madre, cuyos ojos irradiaban una furia
incontrolable.
—¿Qué demonios ha pasado? —bramó su madre—. Te dejamos que la saques
de su casa un día ¡y acaba en el hospital!
—¡Connie, deja hablar a la muchacha, por amor de Dios! —aulló tía Millie—. ¡Y
trata de recordar dónde estás, por favor! Esto es un hospital y no el estadio de los
Giants. ¡Baja la voz!
Furibunda, la madre de Gemma hizo un esfuerzo por calmarse. Gemma cerró la
puerta de la habitación de Nonna, lo último que deseaba era que pudiera recobrar el
conocimiento y hallarse con su familia histérica gritándose unos a otros. Suponiendo
que los reconociera.
Los ojos de Gemma recorrieron a las tres mujeres.
—¿Dónde habéis estado?
—El tráfico estaba fatal —dijo Millie—. Y entonces esta chiflada —dijo
señalando la madre de Gemma— ha insistido en que pasáramos primero por
Brooklyn para dejar el equipaje. Créeme, si hubiese sido por mí, haría horas que
estaríamos aquí.
—Oigan todos a la señorita Eagle Scout —se burló su madre—. Que te den por
saco, Millie.
—¿Podemos parar, por favor? —suplicó Gemma—. No lleva a ningún sitio. —
Se acercó a Betty Anne, que había permanecido en silencio hasta entonces—. Me sabe
mal haberte arruinado el fin de semana, tía. Sé lo importante que era para ti.
—Siempre podemos volver a ir —asintió con lágrimas en los ojos.
—No si mamá es un vegetal —exclamó la madre de Gemma en tono dramático.
—No es un vegetal. —Gemma miró a su madre desafiante—. Ha sufrido una
inhalación aguda de humo. Puede que tarde, pero el doctor ha dicho que se pondrá
bien.
—¿Cuál ha sido la causa del incendio, encanto? —preguntó tía Millie afectuosa
mientras sacudía un cigarrillo del paquete que siempre guardaba en un bolsillo de su
abrigo. Se lo puso en la boca y cuando iba a encenderlo recordó dónde se hallaba.
Rápidamente lo guardó avergonzada.
—No lo sé —respondió Gemma afligida—. Puede que Nonna encendiera el
horno o intentara cocinar algo. No lo sé.
—¡No lo sabe! —Su madre elevó sus manos clamando al cielo—. ¡Su propia
abuela está a punto de morir quemada y ella no sabe!
—Mamá, quiero que me escuches. —La voz de Gemma era más calmada de lo
habitual—. Se suponía que Nonna no se iba a quedar a solas, Frankie debía estar con
ella, pero un accidente de tráfico la retrasó.
—¡No deberías haberla dejado sola ni un instante! —gritó su madre—. ¡Nunca!
—¿Piensas que no lo sé? —chilló Gemma respondiéndole—. ¿Crees que no me

- 201 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

siento como si fuera una puñetera mierda por lo que ha pasado? Pero un chalado
tenía a mi empleada como rehén, he tenido que ir a la tienda a ayudar.
—Ja. Un chalado, ja. —Su madre estaba confusa.
—Un estudiante de tarot estaba trastornado porque yo ya no quería darle más
clases y había retenido a mi dependienta. Era un tema muy serio, con la policía, los
SWAT y todo lo demás.
—No me sorprende lo más mínimo —gruñó su madre—. Tú también eres una
chalada. Es el motivo de que atraigas a otros chiflados.
—Lo siento, cara —dijo tía Millie ignorando a su hermana. Con su mirada buscó
la de Gemma—. ¿Cómo está tu dependienta?
—Está bien. Nadie ha salido herido.
—Excepto tu abuela —masculló su madre.
—¿Has escuchado una palabra de lo que he dicho, mamá? —dijo Gemma
indignada alzando la voz—. Se ha producido un secuestro en mi tienda. Y mi
apartamento se ha quemado. ¡Tus comentarios malintencionados no ayudan
demasiado!
—Amén —dijo tía Millie.
—Y si yo no llego a decirles que estaba dentro, Nonna podría haber muerto.
—Vaya, ¿ahora serás una heroína? —respondió su madre de inmediato.
Fue la gota que colmó el vaso.
—Me voy. —Abrió la puerta de la habitación de su abuela sin hacer ruido y
entró para recoger sus cosas—. El médico que la ha tratado se llama Kaiser —dijo
cuando salió de nuevo al pasillo sin dirigirse a nadie en particular—. La enfermera
jefe de guardia se llama Molly. Buenas noches.
—Gemma, no te vayas así —la llamó tía Millie cuando ya se alejaba por el
corredor.
Pero su sobrina rehusó mirar atrás.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 23

—¡Gemma!
—¿Sean?
Estaban en la recepción del hospital. Gemma saliendo y Sean entrando.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le preguntó mirándolo perpleja.
—Te he dicho que pasaría para ver cómo estaba tu abuela.
—Pero… —Gemma parpadeó—, ¿cómo has sabido que aún estaba aquí?
—Una suposición arriesgada. —Miró a su alrededor—. Estoy seguro de que la
cafetería estará cerrada, pero hay un Starbucks un poco más arriba en esta calle.
—Me parece bien.
Lo siguió al cruzar las puertas automáticas y se encontraron con una noche
primaveral. La temperatura había bajado considerablemente, pero en el aire todavía
había algo, un aroma, una sensación, la promesa de que días más cálidos estaban por
venir.
—¿Cómo está? —preguntó Sean.
—Inhalación aguda de humo, pero el médico dice que se recuperará. Mi abuela
es fuerte como un roble.
—Sin bromas. —Hizo una pausa—. Quiero que sepas que llegué a ella tan
rápido como pude.
—Lo sé Sean, por favor. —La había cogido por sorpresa—. Nunca te lo
podremos agradecer lo suficiente.
Con un gesto le quitó importancia al elogio.
—Es parte del trabajo. Gracias a Dios nadie más ha resultado herido.
Al llegar al Starbucks, Sean abrió la puerta dejándola pasar. Al fijarse en sus
tejanos gastados y en su camisa Oxford de color azul, cayó en la cuenta de lo
desaliñada que debía de parecer a su lado. Había llevado el mismo chándal todo el
día y aún iba con las zapatillas. Puede que Sean no se diera cuenta.
—¿Por qué no coges una mesa mientras yo voy a pedir? ¿Qué quieres tomar?
—Un chai, por favor. Grande. —Sean asintió y fue a la barra mientras Gemma se
sentaba en una pequeña mesa para dos cerca del ventanal. El lugar estaba lleno de
estudiantes, la mayoría tecleando en ordenadores portátiles. Gemma se sintió mayor.
—¿Galleta?
Levantó la mirada y vio a Sean delante de la caja sosteniendo una gigantesca
galleta de chocolate. Gemma asintió con la cabeza. Aparte de una taza de café de la
máquina del hospital no había tomado nada, en gran parte debido a que, durante
todo el día, sólo pensar en comida la había puesto enferma. Ahora tenía un hambre

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feroz.
Apoyándose en el respaldo de la silla, sintió cómo la invadía una sensación de
agotamiento. Todo lo que deseaba era enroscarse como una bola y dormir. Eso y
volver atrás en el tiempo. Si pudiese empezar otra vez el día, y esperar a que Frankie
llegara antes de irse a la tienda… Inevitablemente su mirada se fijó en Sean. Parecía
tan cansado como ella, con una sombra de barba que empezaba a manchar su cara.
Muy seductor.
—Aquí tienes. —Le sirvió el chai y una galleta.
—¿No quieres compartir, eh? —dijo Gemma cuando se sentó delante de ella y
vio que había traído otra galleta para él.
—No.
—Gracias, Sean.
—No son necesarias. —Rasgó el envoltorio de plástico de la galleta con los
dientes—. Pareces cansada —observó afectuoso.
—Tú también.
—Ha sido un día muy largo. —Sorbió un poco de café, sin atreverse a mirarla a
los ojos—. Hemos rescatado objetos e inspeccionado tu apartamento.
—¿Qué es eso exactamente?
—Tratamos de recuperar los muebles que se puedan, tapamos las ventanas
rotas, abrimos los suelos y las paredes que aún están calientes y los empapamos con
agua. Es cuando intentamos analizar cómo se originó el incendio.
—¿Alguna idea? —preguntó en voz baja.
—Por lo que sabemos, parece que el viento pudo haber hecho volar las cortinas
de la sala de estar sobre alguna vela encendida en la repisa de la ventana y hacerlas
prender. Así ha empezado todo.
—¿Estáis seguros que una vela lo inició?
—Casi del todo —asintió Sean. Con el pulgar resiguió el borde de su taza de
café—. Recuerdo que tenías muchas velas allí.
—Pero no había ninguna encendida. —Se le agarrotó la garganta—. Lo debe
haber hecho mi abuela—. Cerró los ojos y se llevó una mano a la frente, «velas».
¿Cómo se le había ocurrido dejar a una enferma de Alzheimer en una habitación
llena de velas? «Vaya idiota, vaya una…»
Súbitamente algo cálido cubrió su mano libre. Abrió los ojos. Una de las
grandes manos de Sean cubría la suya y la estudiaba con preocupación con sus ojos
azules, ojos en los que una vez se sumergió y en los que aún podría volver
sumergirse si se dejara llevar.
—No te culpes, Gemma. Cosas así pasan constantemente.
—A mí no.
—¿Qué quieres decir?
—Yo soy la sensata —dijo Gemma cansada—. La siempre sensata Gemma. —Su
voz se estremeció—. Pues esta vez no. Dios, la he fastidiado.
—Está bien —dijo Sean estrechándole la mano.
—No lo está —susurró Gemma, tragándose las lágrimas. No lloraría. Ya había

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llorado suficiente aquel día, tanto que había conseguido recuperar la calma y de
ninguna manera la iba a perder ahora. Apretó con tanta fuerza las mandíbulas que el
dolor le subió hasta los lóbulos de las orejas. Entonces, como un rayo de luz
surgiendo entre la niebla, fue consciente de sentir otra parte del cuerpo. Era Sean.
Estaba acariciando el reverso de su mano con su pulgar.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—Es una larga historia.
Sean sonrió con aquella sonrisa torcida tan franca, tan suya.
—No tengo que ir a ningún lado.
—Te daré la versión resumida. Me llamaron de la policía. ¿Sabes Julie, la chica
que trabaja para mí?
—¿La reina de los tatuajes?
Para su propia sorpresa, Gemma rio.
—Sí, un ex estudiante mío de tarot la tenía retenida como rehén.
—Venga ya —dijo Sean incrédulo.
—No bromeo. Así que he llamado a Frankie para que fuese a casa a cuidar de
mi abuela. Ya sé que ha sido estúpido dejarla sola, pero he pensado que estaba
dormida y que aunque se despertara, Frankie sólo tardaría unos minutos en llegar.
Error. El taxi de Frankie se ha quedado embotellado a causa de un accidente en la
Tercera avenida. Cuando ella ha llegado, vosotros ya estabais allí.
—Dios, Gemma. —Estaba horrorizado.
—No ha sido mi mejor día —concedió Gemma. Abrió el envoltorio de su galleta
y se puso un pedazo gigantesco en la boca, y lo ayudó bajar con un trago de chai. Un
año antes no habría permitido entrar toxinas de ese tipo en su cuerpo. Ahora se
deleitaba con ellas. «¿Azúcar? ¿Grasas? Traédmelas, despertadme. La vida es muy
corta.» Mordió otro enorme pedazo. Mientras acababa con la galleta, Sean la miraba
con cara divertida. Avergonzada, paró de masticar.
—¿Qué?
—No has comido nada en todo el día, ¿verdad?
Gemma se sonrojó.
—¿Vale el café de máquina?
—De ninguna manera. —Empujó su galleta hacia ella—. Acábatela, yo he
cenado.
—¿Estás seguro? —Esperaba que no estuviera siendo simplemente agradable.
Le apetecía mucho aquella galleta.
—Del todo. Es para ti.
—Gracias. —Agachó la cabeza—. Me parece que te las estoy dando
constantemente.
—Mejor que pares —dijo Sean sorbiendo su café—. Se me va a hinchar la
cabeza.
«No me importaría.» Se quedó atónita de que se le pudiera ocurrir un juego de
palabras tan obsceno en su estado. Tan sólo confirmaba lo que había sabido en su
interior desde hacía meses: nunca había dejado de sentirse atraída por aquel hombre.

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Sería maravilloso que sintiera lo mismo por ella. ¿Quizá quedase un rescoldo en él?
Aún mantenía la mano encima de la suya, aunque ya no la acariciaba con el pulgar.
Lo más seguro es que sólo tratase de ser amable. Aun así, sólo el peso de la mano ya
le recordaba el roce de las yemas de sus dedos sobre sus nudillos hacía sólo unos
momentos… encantador.
—Explícame lo de la tienda.
—Bueno, como te he dicho, un antiguo alumno mío estaba molesto porque lo
eché y decidió declarárseme reteniendo a Julie.
—¿Molesto? Vaya una manera de decirlo, parece más que el tío está
desquiciado.
—No lo está —suspiró Gemma, limpiándose las migas de galleta de la boca con
un dedo—. Sólo ha perdido el control por un momento, es todo. En realidad está
triste.
Una expresión de extrañeza se dibujó en la cara de Sean.
—¿Qué?
—¿Es uno delgado con una barba larga?
—Sí —dijo Gemma cautelosa.
—Lo vi hace un par de semanas dirigiéndose a tu tienda. Parecía loco de atar.
Hacía un par de semanas… debió de ser la visita que Julie había olvidado
mencionarle. Por un momento Gemma miró la servilleta de papel que tenía en el
regazo.
—Me he enterado esta mañana de que habías ido a la tienda aquel día, Sean.
Julie se olvidó. De haberlo sabido antes me habría puesto en contacto contigo.
—Me preguntaba por qué no sabía nada de ti —dijo con una furtiva mirada
tímida.
—Porque no lo sabía. —Él también le estaba haciendo sentirse cohibida—. ¿A
qué fuiste?
—Quería dejar las cosas claras sobre J.J.
A Gemma se le cayó el alma a los pies.
—¿Tu novia?
—No es mi novia —corrigió Sean—. J.J. estuvo cuidando de mis pájaros un fin
de semana que me fui al norte del estado para aclarar mis ideas. Es bombera
también. Necesitaba una escapada y pareció un intercambio perfecto: ella tenía mi
apartamento gratis y yo conseguía una cuidadora para los pájaros con el trato. No
hay más historia. —Fijó sus ojos en los de ella—. Es una amiga, nada más.
Gemma notó cómo su corazón se recuperaba latiendo más rápido.
—Estoy contenta de que me lo hayas dicho, porque pensé…
—Sé lo que pensaste y por eso quería aclarar el tema.
—Otra vez —dijo Gemma humildemente—, gracias.
Sean parecía aliviado, se inclinó hacia ella y la besó castamente en la mejilla.
—De nada.
Antes de que tuviera tiempo a reaccionar, se dio cuenta de que el dependiente
que atendía la caja registradora los miraba implorante. Miró, a su alrededor y pudo

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

ver que no quedaba nadie más.


—Me parece que quiere cerrar.
Sean se giró sobre su silla, le pidió al muchacho que les diera un minuto y se
volvió para acabarse el café a toda prisa.
—¿Dónde estarás mientras reconstruyen el apartamento?
—En casa de Michael y Theresa.
—Te llevo.
—Es en Brooklyn, Sean. De verdad, ya has hecho demasiado.
—Son veinte minutos. Venga.
—Vale, sólo déjame que… —De repente se le inundaron los ojos de lágrimas.
—¿Qué pasa? —preguntó Sean asustado.
—Iba a decir que me dejaras pasar un momento por mi casa para cambiarme de
ropa, pero no tengo ni casa —su mandíbula empezó a temblar—, ni ropa con la que
cambiarme.
—Tienes algo de ropa. Sacamos alguna durante el rescate, aunque no huele
demasiado bien. A humo. —Tragó el último resto de café—. También tengo tu altar
—añadió.
—¿Tú lo has salvado? —estaba sorprendida.
—Sí, pero no me lo agradezcas otra vez o acabaré vomitando.
Gemma se rio, secándose una lágrima en su ojo tan discretamente como pudo.
—¿Le ha pasado algo a tu apartamento y a los pájaros?
—Los pájaros están bien y el apartamento no ha sufrido daños excepto por unas
marcas del humo que se filtró a través de tu techo. Mejor que el incienso que
quemas—. Le guiñó el ojo antes de dar la vuelta a la mesa para retirarle la silla—.
Nos vamos.

—Mira, ahí está el hombre del momento.


No era inusual que Sal saludara a Sean de aquella manera cuando entraba en el
cuartel. Sin embargo, esta vez estaba agitando un periódico.
—Ése soy yo —dijo Sean inexpresivo mientras colgaba su cazadora tejana.
—Será mejor que te creas esto.
Ojeda paró de mover el diario y se lo sostuvo a Sean para que lo viera. Allí, en
la portada del Sentinel, había una foto suya descendiendo por la escalera cargado con
la abuela de Gemma. En el pie el titular rezaba: LOS BOMBEROS RESCATAN A
UNA ANCIANA DE UN FUEGO ASESINO EN UN APARTAMENTO.
—No sabía que la prensa estuviera allí —dijo sirviéndose café.
—La prensa está en todas partes —dijo Ojeda inquietante. Miró la noticia un
momento—. Son buenas relaciones públicas para nosotros. Quizá el capullo el
alcalde se lo piense dos veces antes de recortar el presupuesto.
—Lo dudo.
—No lo sé, pero creo que puede ayudar. Lo que es seguro es que te ayudará a ti:
puedes ser el primer bombero de este cuartel que tenga una mención especial y una

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reprimenda al mismo tiempo.


—Ya veremos —rio Sean.
El capitán McCloskey ya le había reprendido en el escenario del incendio por
desobedecer sus órdenes al entrar en el apartamento de Gemma, pero como dijo
Ojeda, de inmediato le siguió una palmada en la espalda y un «buen trabajo»,
después de rescatar a la anciana. Si iban a concederle una mención especial estaba
por ver. Y tampoco era importante. Lo que le importaba era que había realizado el
rescate y salvado la vida de alguien, y había restablecido su fe en sí mismo y en cómo
realizó su trabajo.
Ojeda le pasó el periódico y se lo leyó por encima. Por lo general detestaba leer
sobre incendios en los que se había visto involucrado, principalmente porque le
ponía de los nervios que los periodistas siempre narraran los pequeños detalles de
forma errónea. Pero ver su foto en portada le hacía acordarse de Gemma.
Sabía de mucha gente que había tenido días horribles, pero el suyo había sido
«un exceso», como su madre acostumbraba a decir. Y sin embargo la noche anterior
aún había tenido fuerzas, sonrió y había sido capaz hasta de reír. Un espíritu menos
sereno se habría rendido dejándose llevar por la más profunda desesperación. Pero
Gemma no. Le había impresionado.
Le había impresionado mucho.
Siguió ojeando el diario, revisó si hacía alguna mención del secuestro en la
tienda. Al fin encontró un pequeño párrafo en la página cuarenta y nueve junto a un
artículo sobre lo populares que se habían hecho en Manhattan las alas de pollo
Buffalo. Chasqueó la lengua. Le habría gustado saber qué criterios seguían los
editores para decidir qué era noticia y qué no.
—¿Dónde está Leary? —preguntó doblando el diario.
—En la sala de pesas, me parece. —Los ojos de Ojeda estaban enganchados a la
televisión de la cocina. Estaba mirando Live with Regis and Kelly—. ¿Por qué?
—El cabrón me debe veinticinco dólares, por eso. Por si no te has dado cuenta
los Blades ganaron ayer por la noche y van a jugar los playoffs.
—Que tengas suerte recaudando —dijo Ojeda distraídamente—, está tan pobre
que sólo tiene telarañas en los bolsillos.
Sean se rio por dentro y fue en busca de Mike Leary.

A la mañana siguiente Gemma se despertó con la noticia de que iban a tener


una reunión de familia ese mismo día en casa de Michael y Theresa.
—No una al completo —se apresuró Michael a aclararle—. Sólo Ter y yo, Ant y
Angie, tu madre, Betty Anne, la gente en la familia que habitualmente cuida de
Nonna.
A Gemma no le gustaba la idea de otro asalto en el ring con su madre, pero
supuso que era inevitable. Algo se tenía que hacer.
Había pasado una agradable noche en la habitación de invitados de casa de
Michael y Theresa, usando un viejo jersey de su primo como camisón. Sean tenía

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razón cuando le dijo que sus ropas apestaban. Al salir de Starbucks fueron a su
edificio para ver si había algo que ella pudiera ponerse. Imposible. Todo tenía un
olor acre a hollín, no había manera de que se la pudiera poner antes de pasar por la
tintorería primero. Sean se ofreció para llevarla a la que usaban los bomberos. Ahora,
sentada en la sala de estar de Michael y Theresa con unos pantalones de chándal de
ella y un jersey de él que tenía que arremangarse constantemente, se sentía como un
granujilla de la época victoriana. Tan pronto como se acabara la reunión familiar iría
a comprar. Para eso servían las tarjetas de crédito, después de todo.
Angie y Anthony llegaron los primeros, trayendo cannoli y café Miraglia
Brothers, la única marca aceptable para Anthony. Gemma pudo ver que Michael
estaba molesto, pero mantuvo la boca cerrada. Anthony y Michael: si pudiesen se
pelearían para dirimir si el sol saldría la mañana siguiente. A veces Gemma estaba
contenta de ser hija única.
—¿Cómo estás, pequeñita? —Las manos de tamaño de oso de Anthony
masajearon los hombros de Gemma. Su fuerza bruta constituía un contraste
interesante frente a la amabilidad de su voz.
—Estoy bien.
—Michael me explicó lo de la tienda. Déjame decirte una cosa, si en Dante's se
produjera un secuestro, dejaría que mi propia madre se friera, créeme. —Gemma
hizo una mueca—. Nadie te culpa de nada, bonita.
—Excepto mi madre.
—Ésa lo que necesita es una patada en el culo —respondió Anthony repitiendo
la frase predilecta de Nonna. Apretó los hombros de Gemma, antes de reunirse junto
a su mujer en el elegante sofá de piel negra de Theresa y Michael. Un pequeño
alboroto se organizó cuando Theresa entró en la habitación con Domenica, que no
tardó en pasar de pariente en pariente para dosis individualizadas de mimos. Sólo le
faltaba una pequeña corona.
El bebé era una diversión fascinante y evitó que a nadie le hirviera la sangre por
el hecho habitual de que la madre de Gemma y sus hermanas llegaran tarde. Cuando
aparecieron, Gemma se cambió de asiento para asegurarse de estar lo más alejada
posible de su madre.
—¿Ha llamado alguien al hospital esta mañana para preocuparse por mi
madre? —preguntó tomando un cannolo del plato sobre la mesita de café incluso
antes de quitarse el abrigo.
—¿Nadie? —insistió tía Millie sarcásticamente—. ¿Qué pasa, tenéis rotos los
dedos de la mano?
—Yo he llamado —aclaró Theresa—. No les está permitido dar información por
teléfono, todo lo que me han dicho es que estaba descansando plácidamente. Michael
y yo iremos esta tarde.
—¿Qué vamos a hacer con Nonna? —preguntó Michael yendo al grano.
Gemma conocía a Michael y sabía que no estaba de humor para discusiones,
murmuraciones o los politiqueos internos de los Dante.
La madre de Gemma estaba confusa.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Qué quieres decir? Suponiendo que salga del hospital volveríamos a la


rutina habitual.
—No. —La voz de Gemma sonó firme sin ser impertinente e hizo que todas las
miradas se concentraran en ella—. Yo no puedo. Vivo en la ciudad, trabajo en la
ciudad y lo de ir y volver a Brooklyn intentando cuidar de Nonna, al mismo tiempo
que llevo la tienda, me está matando. Fui una loca al pensar que podía hacer ambas
cosas. No puedo.
—¿Y qué haremos? —preguntó preocupada tía Betty Anne.
—Simple —respondió Theresa, pasándole a Domenica a tía Millie, que esperaba
ansiosa su turno con la pequeña princesa—. O la llevamos unas horas a la semana a
un centro especializado, o…
—No lo digas —cortó en seco la madre de Gemma—. Ni siquiera lo pienses.
Gemma y Michael intercambiaron miradas.
—Tarde o temprano vamos a tener que afrontar la realidad —le dijo Michael a
su tía.
—Aún no. —Estremecida, tía Millie apoyó por una vez a su hermana. Empezó a
balancear a la criatura sobre sus rodillas—. Mientras podamos mantenerla en su casa
creo que debemos hacerlo.
—¿Cómo lo haremos sin Gemma? —preguntó su madre preocupada. Su tono
sorprendió a Gemma, parecía genuino, sin rencor y no era acusador.
—Asistencia en el hogar —repitió Theresa sin dirigirse a nadie en particular.
—Eso cuesta mucho dinero —dijo tía Betty Anne mordisqueándose las pieles de
la uña de su dedo índice izquierdo.
—No tanto como crees —dijo Michael—. Medicare se hará cargo de una parte y
entre todos estoy seguro de que podremos cubrir la diferencia.
Tía Millie paró de arrullar a la niña y frunció el ceño.
—Habla por ti, señorito estrella del hockey; algunas de nosotras tenemos
ingresos limitados.
—Claro que sí —se burló Anthony—, vives en una habitación individual y te
alimentas con comida para gatos. ¿Cómo se me ha podido olvidar?
—Por Dios —suspiró Michael con disgusto—. ¿Puede esta familia, por una vez,
tener una conversación sin clavar puñales por la espalda?
—¿Qué puñales? —imploró Anthony.
—Estoy segura de que puedo poner algún dinero —dijo Gemma a pesar de no
estar en absoluto convencida—. Sólo tengo que aclarar las cosas del apartamento… el
seguro…
—Nosotros pondremos dinero —dijo Theresa.
—Y nosotros —añadió Angie.
—Parece que el problema está solucionado —dijo Michael—. Calcularé cuanto
ha de costar y me pondré en contacto con cada uno. —Se estiró para coger un
cannolo—. Comamos, al menos si nuestras bocas están llenas no podremos atacarnos
los unos a los otros.
—¿Qué te apuestas? —bromeó Anthony mientras mordía un cannolo.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Todos se rieron.

Más tarde, en la cocina, Gemma estaba rellenando su taza de café cuando


Michael se puso a su lado.
—¿Podemos hablar?
—Siempre que quieras.
—De ninguna manera vas a contribuir a pagar la ayuda a Nonna —le informó
en voz baja—. Ya tienes bastante mierda de la que ocuparte por ahora. Sea cual sea tu
parte, yo la cubriré.
—Michael…
—Sin Michael. Y no sólo eso, vivirás aquí sin pagar nada hasta que tu
apartamento esté reconstruido. Theresa y yo lo hemos hablado. Te está prohibido
decir no.
—No sé qué decir —afirmó Gemma ruborizándose.
Michael le puso un brazo encima del hombro.
—No tienes que decir nada. Para eso está la familia. —La besó en la coronilla—.
Y una cosa más.
—¿Aún hay más? —bromeó Gemma, intentando mantener la tranquilidad. Un
acto más de generosidad por parte de Michael y Theresa y empezaría a sollozar.
—¿Cuándo fue la última vez que fuiste de vacaciones?
—Hace dos años, cuando fui de safari a Kenia. ¿Por qué?
—Theresa y yo hemos pensado que podrías pasar una temporada en nuestra
casa de la playa. Es tranquila, fuera de temporada… podrías quedarte tanto como
quisieras. Te lo mereces, Gem, en serio.
—¿Y qué pasa con la tienda, Michael?
—¿No puedes irte un fin de semana largo?
Gemma arrugó la nariz.
—Supongo que podría pero no quiero aprovecharme de Julie de esta manera.
Ya ha estado cubriéndome muchas veces.
—Aquí tienes una nueva idea: dale vacaciones a Julie también. Cógete una
semana y cierra la tienda. La gente lo hace, ya lo sabes.
—Sí, lo sé, pero… —Gemma miró al suelo, superada por la preocupación y los
cuidados de su primo. Al levantar los ojos su madre estaba en el umbral.
—Gattina —murmuró dubitativa—, ¿puedo hablar contigo?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 24

«Es increíble —pensaba Gemma—, cómo la gente puede mantener


conversaciones con la mirada.» Al escuchar la solicitud de su tía, Michael levantó los
ojos de la taza de café que se estaba preparando para intercambiar una mirada con
Gemma. «Le podemos decir que ahora estamos ocupados o te puedo dejar a solas
con ella. Lo que prefieras.» Ella lo miró con una media sonrisa agradecida. «Vete.
Estaré bien.»
Michael asintió. Acabó de prepararse el café y salió de la cocina.
Al quedarse a solas con su madre, Gemma pudo notar un inmediato cambio en
la atmósfera. Fue como si la presencia de Michael hubiera estado actuando como un
amortiguador. Ahora que se había ido, los problemas por resolver flotaban en el aire.
—¿Qué pasa, Ma? —preguntó Gemma. Esta vez, estaba decidida a que el uso de
su apodo de infancia no la afectara. La pequeña Gattina estaba al acecho.
Su madre se miró las manos.
—Quería decirte que me arrepiento de haberte abofeteado anoche. La
preocupación me volvió loca y no pensé lo que hacía.
El primer impulso de Gemma fue decir que estaba bien, pero lo evitó. Lo que su
madre había hecho no estaba bien y recordar la bofetada era como revivirla de
nuevo. Se sentía asqueada por dentro y con la cara ardiendo.
—Fue muy humillante.
—Me lo puedo imaginar. —Su madre la miraba con ojos apesadumbrados—. Lo
siento mucho, Gattina, perdóname.
—Deja de llamarme Gattina, por favor. La última vez que me lo dijiste lo
negaste un momento después.
—En ocasiones no soy una persona demasiado amable —dijo avergonzada.
—Dímelo a mí.
—Pero ¿me perdonas? —preguntó su madre preocupada.
Gemma entornó los ojos.
—Claro que te perdono.
El alivio recorrió las facciones de su madre, sentimiento que Gemma no podía
compartir pues esperaba la patada. ¿Pero quizá no iba a producirse en aquella
ocasión? Su madre la observaba con una expresión arrepentida que no estaba segura
recordar haber advertido antes.
—Anoche estuve pensando.
—¿Sobre qué?
—Sobre ti.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Sí? —Gemma hizo un esfuerzo por no parecer estar a la defensiva o sonar


escéptica. Su madre intentaba conectar, se estaba esforzando de verdad. Lo mínimo
que podía hacer era escucharla.
—Pensé —se puso a toser nerviosa—, que siempre he sido muy dura contigo.
Incluso cuando eras una niña pequeña, esperaba que fueras perfecta.
Gemma esperaba atenta.
—Creo que porque eras hija única. Todos mis sueños estaban depositados en ti
y lo que hicieras me afectaba. Así pensaba. —Entrelazó las manos—. Por eso, cuando
resultaste ser diferente, diferente a lo que yo imaginaba que debías ser, dos ideas
vinieron a mi mente. Una era qué pensaría la gente de mí y la otra fue cómo podría
protegerte. —Gemma alzó la mirada hacia su madre—. Porque tú y yo sabemos que
la gente que va a su aire lo pasa mal, Gemma.
Aquello era extraordinario. Esa era la palabra: extraordinario. Y Gemma se
tomó un segundo para deleitarse. Quería oír más, necesitaba oír más.
—Hace años que sé que Nonna era strega. —Su madre se rio divertida—. Era
otro motivo de preocupación, te parecías más a ella que a mí.
—¡Pero eso es ridículo! —le espetó Gemma—. Quiero decir, tú eres mi madre,
por amor de Dios. Nadie puede reemplazarte, ni siquiera Nonna.
—¿Cómo podía saberlo? —dijo encogiéndose de hombros—. Era una mujer
estúpida y asustada. Y además, no se puede decir que tú y yo congeniáramos, al
menos desde tu adolescencia.
—Ma…
—Déjame acabar, Gemma. —Hizo una pausa. Al empezar de nuevo había un
temblor en su voz que Gemma no había percibido desde la muerte de su padre—. Al
ver a tu abuela en la cama del hospital, me he dado cuenta de lo cerca que he estado
de perderla. A mi propia madre. Ha sido un golpe muy fuerte. Pero también me ha
hecho pensar si quería ser alguien sin madre ni hija. Y la respuesta es que no. —Se
levantó y acarició con su mano la misma mejilla que había abofeteado la noche
anterior—. Es duro para mí, cara. Muy duro. Sabes que tu madre no es demasiado
buena hablando de sus sentimientos, pero quiero que vuelvas a mí y me doy cuenta
de que he de aprender a hablar contigo. A escucharte. A verte. Y que tengo que estar
abierta a decirte lo que pienso de verdad.
Gemma tragó saliva.
—¿Y qué es?
—Que eres una buena chica. Una persona buena y eso es lo que importa y no
que seas una…
—¿Bruja?
—Bruja. —Su madre asintió con la frente arrugada—. Cierto, no importa si eres
una bruja, si no vistes como las demás y crees en cosas que yo pienso que son
excéntricas o cualquier otra cosa. Lo que importa es lo que hay en tu corazón. Y a
juzgar por todo lo que has hecho por Nonna tienes un gran corazón, Gattina, y me
hace sentirme orgullosa.
—Ma… —susurró Gemma posando su mano sobre la de su madre.

- 213 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Han sido muy duros para mí todos estos años sin tu padre y he tenido que
aprender por mí misma. Pero tú —sus ojos se iluminaron con admiración—, tú lo has
hecho todo sola desde el principio, siempre tan inteligente, tan independiente. —
Afectuosamente tiró de un mechón del cabello de Gemma—. Mi pequeña.
—Te quiero mamá —dijo Gemma casi sin respiración.
—Yo también te quiero. —La rodeó con los brazos—. Quizá podríamos tratar
de entendernos mejor.
—Quizá —coincidió Gemma prudentemente—. No sé si funcionará.
—Tiene que funcionar. —Su madre la apretó con fuerza—. No podemos
permitirnos perder más tiempo.

—Michael te puso algo en el café y has alucinado todo eso. —Frankie sostuvo
en alto su taza esperando a que el siempre atareado Stavros se la rellenara—. O eso o
tu madre estaba poseída por un extraterrestre.
—Te lo juro y si no que me parta un rayo —dijo Gemma canturreando—. Es
verdad.
—Dios santo —clamó Frankie—. ¿Dónde demonios vamos a ir a parar?
¿Supongo que os cogisteis las manos y os pusisteis a cantar «We are the World» o
algo por el estilo?
—Te odio —gesticuló con la boca Gemma.
—No es verdad —respondió también sin sonido—. Adivina que hice ayer —
preguntó ya en voz alta.
—¿Te han colocado una extremidad artificial que no necesitas?
—Gemma Dante, estás como una cabra. No, fui a ver a Uther al hospital.
—¿Fuiste?
Frankie asintió.
—Y…
—Bueno, está muy medicado y es difícil decir cómo está. Pero me complace
decirte que nuestra conversación, aunque corta, se desarrolló por completo en inglés
moderno.
—Bravo —aplaudió Gemma.
—¿Sabías que su nombre verdadero era Wendell?
—No es extraño que usara su nombre del oficio. —Su estima por Frankie, que
siempre había sido alta, creció considerablemente—. Fue un bonito detalle por tu
parte.
—Estaba triste por el tío. —Se encogió de hombros—. Y además ha sido el
primer hombre en hacerme el amor vestido con un traje medieval de batalla. Se ha de
tener en cuenta ¿no?
—Supongo.
—Me voy de Nueva York —declaró de pronto.
Gemma se calmó.
—¿Huyendo de la ley?

- 214 -
DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Huyendo de la emisora. Ya sabes lo enferma que me pone el nepotismo. Tuve


una entrevista para un trabajo como directora de una emisora alternativa para
adultos en Churchill, Nueva York, y creo que me lo van a ofrecer.
—Es estupendo —mintió Gemma, fingiendo entusiasmo. No, espera. Podía ser
estupendo si era lo que Frankie quería. Lo que ocurría es que no coincidía con lo que
Gemma deseaba.
—No simules que estás contenta —resopló Frankie—. Por tu aspecto parece que
te haya estornudado en el café.
—Metafóricamente hablando, lo has hecho.
—Está sólo a tres horas de la ciudad, Gem. Nos podremos ver a menudo.
—Eso es verdad. —Miró inquisidora a su amiga—. ¿Está segura de esto? ¿Estás
segura de que es lo que quieres hacer?
—Todo lo segura que podré estar jamás. —Mordió su panecillo.
—¿Qué hay en Churchill además de la emisora de radio?
—Dos colegas, estudiantes jóvenes, a los que me podría comer calentitos con los
ojos, una cooperativa supermercado, una tienda Birkenstock, un mercado de
granjeros y muchos tipos artísticos. De lo que pueda haber más allá de eso no estoy
segura.
—Parece el tipo de lugar en el que yo podría encajar.
—Entonces ven a visitarme —la animó Frankie—. A menudo.
—Directora de programación —murmuró Gemma en voz alta, intentando
imaginarse a Frankie como jefa—. Creía que te gustaba salir por antena.
Los ojos de Frankie se llenaron de excitación.
—¡Aún tengo un programa y no durará toda la noche! ¡Podré apuntarme al
mundo de los vivos y tener un horario normal!
—No es Manhattan —la previno Gemma—. No podrás pedir comida china a
medianoche si te apetece.
—Sobreviviré.
—No podrás ver jugar gratis a los Blades gracias a mis contactos.
—Sobreviviré.
—No podrás…
—Si sale mal, regresaré a Nueva York de inmediato, lo prometo. —Su amiga le
guiñó un ojo—. Estaré contigo hasta que encuentre otro programa en la radio.
—¿Recuerdas que vivo con Michael y Theresa?
—No será para siempre. Por cierto ¿cómo va?
—Creen que necesito unas vacaciones.
—Tienen razón.
—¿De verdad?
—¡Gemma, las últimas semanas has pasado por un montón de situaciones!
Tómate un tiempo libre y recarga las baterías.
—Ya lo sé. —Gemma se animó—. ¡Te ayudaré a mudarte!
—Tachado —respondió Frankie de inmediato—. A pesar de que te agradezco la
oferta, ayudarme en la mudanza no son unas vacaciones.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—Muy bien. Me obligas a ir a la costa de Jersey a relajarme.


—Suena horrible.
—Lo es. —Gemma sonrió—. Pero antes he de encargarme de un par de cosas.

Nunca antes había estado Gemma en un cuartel de bomberos. Le parecía


extraño, considerando que la mayor parte de su vida había residido en la ciudad o
cerca de ella. La mayoría de sus habitantes de toda la vida han hecho una excursión
de pequeños con la escuela, o por lo menos se habían sentido impulsados a parar en
uno para dar las gracias y una palabra de condolencia después del 11-S. Pero Gemma
no pudo hacerlo; no creía que pudiera soportar ver de cerca el dolor de aquellos
hombres. Se conformó con dar un donativo a la Widows and Children's Benefit Found
de los policías y bomberos de Nueva York.
Ahora, entrando en el cuartel de Sean cargada con dos bolsas repletas de cajas
de pastelillos llenas de los cannoli de Anthony, comprendía por fin el impulso de
agradecer en persona a los bomberos por su valentía. De no haber sido por ellos,
seguramente su abuela estaría muerta, junto a no se sabe cuántos inquilinos del
edificio. Se daba cuenta que los pasteles eran una pequeñez comparada con el nivel
de agradecimiento que sentía, pero también sabía que les gustarían. Sean le había
dicho en una ocasión que la comida, en especial los postres, siempre eran
bienvenidos en el cuartel.
Caminaba hacia el aparcamiento de los camiones cuando, desde una pequeña
habitación que había a un lado, fue inmediatamente requerida por un chaparro y
musculoso bombero sentado con los pies sobre una mesa destartalada.
—¿Necesita ayuda, señora?
—Sí. Quisiera saber si Sean Kennealy está aquí. Rescató a mi abuela el otro día y
se lo quería agradecer. No sólo a él, sino a todos —añadió nerviosa.
—Está aquí. —El bombero miró las bolsas ilusionado—. ¿Qué lleva ahí?
—Cannoli. ¿Quiere uno?
—Estaría muy bien. Sean está comiendo en la cocina con el resto del turno «C»
—le dijo mientras Gemma sacaba un cannolo de la caja de encima y se lo daba—. La
cocina está por esa puerta a la derecha. Siga un poco por el corredor y es la primera
puerta a la izquierda.
—Gracias.
—No… gracias a usted. —Mordió el pastelillo—. Dios bendito, me he muerto y
he ido al cielo.
Gemma se rio y se encaminó a la cocina sintiendo un cosquilleo en el estómago.
Sabía el motivo: no sólo era ver a Sean en su ambiente de trabajo, sino observar el
lugar mismo. Los muros de ladrillo rojizo estaban decorados con premios, fotos y
menciones conmemorativas, los relucientes camiones rojos aparcados en su lugar, las
hileras de chaquetones y botas cuidadosamente alineadas, esperando a que se las
pusieran en cuanto llegara un aviso. Existía una invisible vitalidad allí. Una
sensación de que había un lugar para cada cosa y que cada cosa estaba en su lugar.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

La desorganización podía hacer perder un tiempo precioso.


Risotadas estridentes y discusiones animadas inundaban el corredor mientras
se acercaba indecisa a la cocina. En el aire había un aroma a especias. ¿Curry?
¿Cardamomo? Muy misterioso.
Al llegar a la puerta de la cocina, Gemma estaba preparada para que los
hombres en su interior se sorprendieran por su presencia. Para lo que no estaba
preparada era que la conversación parara de golpe y once pares de ojos masculinos
se clavaran en ella simultáneamente.
—Emm… —balbuceó, buscando instintivamente a Sean con la mirada, la única
persona en la habitación que conocía bien—. Muchachos, sólo quería pasar para
agradeceros que salvarais la vida de mi abuela.
Sean se levantó.
—Todo el mundo, ésta es Gemma Dante. El apartamento que se quemó la
semana pasada es suyo…
—¿El incendio de la vela de la anciana? —preguntó alguien.
—Sí —asintió Sean.
—Ese estuvo cerca —murmuró un hombre bajo que se servía curry a paladas en
su plato como si fuera su última comida.
Gemma alzó las bolsas.
—Muchachos, os he traído algunos cannoli para agradecéroslo.
Mike Leary entrecerró los ojos mirándola.
—¿Cannoli de verdad o de mentira?
—¿Qué cojones, cannoli de mentira? —le increpó otro bombero—. Un cannolo es
un cannolo. —La tensión se adueñó de la mesa. El bombero miró a su alrededor y se
hundió en su asiento—. Perdón por el lenguaje —se disculpó con Gemma.
—Hay cannoli de verdad y cannoli de mentira —insistió Leary.
—Éstos son de verdad —dijo Gemma—. Son de Dante's, en Brooklyn, acabados
de hacer esta mañana.
Diez pares de ojos la miraron con satisfacción.
—¿Eres familia de Michael Dante? —preguntó uno que aparentaba tener once
años.
—Es mi primo.
—Tenemos a un jodido Einstein por aquí —bromeó Leary, abofeteándolo
afectuosamente en la nuca. Todos los demás se rieron.
Ted el novato, Gemma no podía recordar su apellido ni aunque le fuera la vida
en ello, levantó un plato.
—¿Quieres comer? Está bueno, es pollo al curry.
—Te limpia el tuétano, eso seguro —dijo un bombero mayor, de pelo gris y con
una cruz prendida en su solapa.
—Y también los intestinos —murmuró desde la encimera una voz gruñona.
Gemma negó con la cabeza.
—No gracias. De verdad. Debo irme. —Le dio las bolsas de cannoli a Sean—.
Gracias de nuevo por todo lo que hicisteis por mi abuela.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—¿Está bien? —preguntó Leary.


—Mucho mejor. Seguramente dejará el hospital en una o dos semanas.
—Es una buena noticia —dijo Sean, y se dirigió hacia la puerta—. Vamos, te
acompañaré hasta la salida.
—Adiós —dijo Gemma por encima del hombro.
—Hasta pronto —respondieron, algunos de ellos despidiéndola agitando las
manos—. ¡Gracias!

—Bueno, esto ha sido chocante. —Gemma estaba con Sean en el exterior del
cuartel. Puede que fueran imaginaciones suyas, pero le parecía que todas las mujeres
que pasaban se fijaban en él. Le sorprendió sentirse crispada.
—¿Qué ha sido chocante? —quiso saber Sean.
—La forma en que se ha hecho el silencio total en la sala cuando he entrado.
—¿Y qué esperabas? —dijo Sean girando las palmas de sus manos hacia
arriba—. No te conocían. Se animaron cuando supieron quién eras, ¿no es verdad?
—Cierto.
—Bueno, ¿y cómo estás? —preguntó Sean con las manos metidas hasta el fondo
de los bolsillos delanteros de sus pantalones. Gemma no se había dado cuenta antes
de lo atractivo que resultaba con sus pantalones azules de trabajo. Había estado tan
preocupada por él en el pasado que no se había percatado de todo lo apuesto que
podía ser, sólido, formidable, interesante.
—Estoy bien.
—¿Y el chiflado está a buen recaudo?
—No le llames así. No es correcto. Se está recuperando en Bellevue.
Sean se balanceó sobre sus talones.
—Eso está bien.
Era urgente para Gemma acabar aquella conversación. Resultaba tan duro estar
allí, de pie en la acera con él, charlando como buenos amigos, cuando en lo más
profundo de su ser cada vez que lo miraba aún sentía un cosquilleo seguido de
inmediato por el pesar que le causaba la abismal incapacidad para que se
encontrasen sus caminos. Ya era hora de afrontar la verdad: posiblemente nunca más
sentiría su boca conquistada por la de él, ni experimentaría la intensa paz de hallarse
entre sus brazos. Y eso dolía.
—De verdad que debo irme —murmuró.
—Supongo.
—Gracias otra vez por todo lo que has hecho.
—No hay problema. —Sean se encogió de hombros—. Supongo que nos
veremos.
—De hecho, me voy una semana.
—¿Sí? —Sean parecía interesado.
—Estaré una semana en la casa de verano de Michael en la costa de Jersey.
—Muy bien —asintió Sean dándose por enterado—. ¿Cuándo te vas?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

—El viernes.
—Que te lo pases bien.
—Lo intentaré —dijo Gemma con una sonrisa.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Mike Leary cuando Sean regresó a la
cocina—, ¿te ha dado algunas hierbas especiales para espolvorear encima de los
cannoli?
—¿Es ésa la chiflada New Age? —preguntó Bill Donnelly abriendo los ojos
desmesuradamente.
—Ésa es —confirmó Sal Ojeda—. Es una lástima que no pudiera leer en algunas
hojas de té que su abuela estaba en peligro y se teletransportara para rescatar a la
vieja ella sola, ¿eh?
Los muchachos rieron.
—Puede que sepa qué cristales usar para que los jodidos trenes de Long Island
lleguen a su hora —completó Joe Jefferson.
Molesto, Sean recorrió la mesa con la mirada.
—¿Sabéis que sois unos bordes?
—¿Qué te pasa, tienes la regla? —lloriqueó Leary con sorna—. Sólo nos lo
estamos pasando bien.
—Viene aquí para agradecéroslo en persona, trae cannoli acabados de hacer y
¿qué hacéis un minuto después de que se vaya? La despedazáis. Muy bonito.
—Despedazamos a todo el mundo —apuntó Leary—, es el sistema americano.
—Si la gente supiera cómo hablamos cuando estamos solos, nos considerarían
unos gilipollas y no unos héroes.
Leary parecía divertirse.
—Acercaos todos, muchachos, el joven Kennealy está desarrollando una
conciencia. Veamos cómo crece.
—Que te jodan, Mike.
—No, que te jodan a ti, Sean. Así es como son las cosas aquí y tú lo sabes. Nadie
se salva. A menos, claro, que aún la quieras.
—¿Y qué pasaría si fuera así?
El semblante cambió inmediatamente de la beligerancia al apoyo.
—En ese caso paramos todos, sin condiciones ni peros. Porque nadie, pero
nadie, se cachondea de la mujer de un bombero. No es verdad ¿muchachos?
—Es verdad —entonó una variedad de voces alrededor de la mesa.
—Entonces está bien —declaró Sean alzando desafiante la barbilla—. Aún me
gusta.
Leary se aclaró la garganta como si fuera realizar un anuncio importante.
—En este caso, caballeros, la señorita Gemma Dante está excluida como objeto
de burla, ya que aquí el joven Sean aún se siente atraído por ella. —Se volvió hacia
Sean—. Lo que me lleva a preguntarte: ¿qué vas a hacer al respecto, hermano?

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Capítulo 25

«Si fuese rica —meditaba Gemma mientras paseaba por la playa a la luz de la
luna—, compraría una casita aquí en la costa, igual que Michael y Theresa. Pagaría
para que cuidasen de Nonna todo el día. Ampliaría la tienda. Y me compraría una
bonita bicicleta híbrida.»
Se paró y cerró los ojos para disfrutar mejor de la brisa nocturna que le
acariciaba la cara. «Eres rica», se recordó a sí misma respirando la fragancia salada
del mar. En los momentos difíciles resultaba difícil de recordar, pero era la verdad. Y
por eso había salido fuera aquella noche: para recordarse a sí misma lo afortunada
que era, sentarse tranquilamente bajo las estrellas, hacer balance de su vida y, lo más
importante, relajarse.
Con los ojos aún cerrados se recreó en la ausencia del ruido tan presente en la
vida de la ciudad. No oía nada más que el viento, el tranquilo rumor de las olas y su
propia respiración, lenta y regular. Abrió los ojos y le sorprendió que la playa
estuviera desierta. Era una noche hermosa y clara, ¿cómo era posible que la gente no
saliera a disfrutar del contacto de la arena entre los dedos de sus pies o a mirar las
estrellas? Entonces recordó que aún no era temporada, no resultaba extraño que la
única casa de la que salía luz fuera la de Michael.
Desde hacía semanas no se sentía tan relajada y paseó unos metros más
caminando hacia la orilla. El agua se precipitaba sobre sus pies desnudos, fría y
tonificante. La luna llena resplandecía sobre ella, con sus suaves rayos bañando la
superficie del mar. Henchido por todo aquello, el corazón de Gemma rebosó de
agradecimiento. «Gracias por este hermoso mundo natural.»
Retrocedió hasta salir del alcance de las olas para dirigirse hacia una zona llana
de arena. Se desabrochó la capa, la dejó caer y de una pequeña bolsa que llevaba
extrajo ocho velas introducidas en vasos de cristal para protegerlas del viento.
Encendió cuidadosamente cada una de ellas y las colocó formando una
circunferencia muy amplia. Las llamas oscilaban tenaces, con su fulgor bailando
hipnótico contra el cielo nocturno. Hizo una profunda inspiración purificante y se
sentó en el centro del círculo.
Pensó en su familia y lo afortunada que era por tenerla, a pesar de todas sus
tonterías. Una cálida sensación se extendió por su cuerpo mientras revivía la emoción
al recibir por fin el abrazo de su madre, la suave piel de bebé de Domenica y la
delgadez de papel de arroz de la mano de su abuela.
Pensó en lo mucho que habían enriquecido su vida sus mejores amigos:
Frankie, Theo, Miguel. Sobre todo Frankie. En su mente apareció la pecosa cara de su

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

amiga y Gemma sonrió. También acudió la imagen de Michael y Theresa. Sí, eran
familia, pero también sus amigos. Buenos amigos que la acogían y la cuidaban. Sólo
con pensar en todos ellos ya se tranquilizaba.
Alzó las rodillas y las rodeó con sus brazos, balanceándose un poco mientras
pensaba en el pobre Uther y lo agitado que estaba. Deseaba que tuviera la ayuda que
necesitaba y que finalmente encontrara la mujer apropiada. Todo el mundo tenía su
media naranja. Lo creía firmemente. En algún lugar en ese enorme y salvaje mundo
había una damisela deseosa de hallar un amante con casco de normando, una mujer
que soñaba con encontrar a su caballero de reluciente armadura en una recreación.
Gemma rezó para que Uther la encontrara.
Pensar en Uther la llevó inevitablemente a pensar en el Golden Bough. Ahora
que se había distanciado un poco, se percataba de lo realmente peligrosa que había
sido la situación del secuestro. Estaba contenta de que no le hubiera pasado nada a
Julie. Julie: un poco malhumorada, pero trabajadora. Gemma dudaba de que hubiera
sido capaz de hacer malabarismos entre Nonna y la tienda durante todos aquellos
meses sin su flexibilidad sin queja. Julie iba a tener un aumento.
Por último, con una dulce punzada de melancolía, pensó en Sean. Lo atractivo
que era. Simpático, sexy y romántico. Pensó en que si tuviese la oportunidad de
empezar de nuevo, se preocuparía menos por su trabajo y no le inquietaría tanto que
sus respectivos mundos no encajaran. Si amas a alguien haces que funcione. Te
arriesgas y expandes tus horizontes. Te comprometes y lo aceptas tal como es.
—¿Es una fiesta privada o puede apuntarse quien quiera?
Gemma se quedó helada. ¡Alguien la había estado observando! Trató de
mantener la serenidad mientras se esforzaba por distinguir en la oscuridad.
—¿Quién hay ahí?
Oyó que alguien pisaba la hierba de la playa. Y entonces, surgiendo de entre las
sombras, lo vio.
Sean.
Se detuvo ante el círculo de velas, que aún resplandecían con fuerza.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Gemma sin parecer antipática,
curvando y estirando los dedos de los pies en la arena.
—Quería hablar contigo. —A la trémula luz de las velas, la expresión de su cara
parecía insegura, casi de dolor—. ¿Puede ser?
—Claro que puede ser. —Intentó recuperar la sensación de calma, pero su
corazón empezaba a acelerarse—. Deja sólo que las apague y volvemos…
—No las apagues. —Sean se introdujo en el círculo—. Hablemos aquí, es muy
bonito.
—Vale. —Los latidos del corazón de Gemma subieron de frecuencia—.
Prepararé algo para sentarnos. —Salió deprisa del círculo y regresó con su capa. La
extendió en el suelo como si fuera una manta—. Aquí. —Se sentó y palmeó el suelo a
su lado, haciendo todo lo que podía por disimular sus nervios—. ¿Está bien así?
Él se sentó justo a su lado, tan cerca que sus hombros casi se tocaban.
—Es perfecto.

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Gemma miró hacia el océano, su proximidad la desconcertaba.


—¿Qué? —empezó con un escalofrío involuntario—. ¿Hablamos?
—¿Tienes frío? —Sin esperar respuesta, se sacó la cazadora de piel y la puso
sobre sus hombros.
—Gracias. —Gemma se acurrucó de nuevo abrazando con fuerza las rodillas,
esta vez esperando.
—Michael me ha explicado cómo venir.
—Me lo he imaginado. —Gemma miró de reojo, vislumbrando su perfil a la luz
de las velas. Como siempre, le gustó lo que vio: la curva de su nariz patricia, la
solidez de la fuerte mandíbula, rizos despeinados…—. ¿Qué le has dicho, si no te
molesta que te lo pregunte?
—Que sabía que estabas aquí y que teníamos que hablar.
—¿Y no te ha asado a la parrilla? ¿O te ha hecho firmar un papelito dando tu
palabra de que nunca me causarías dolor o angustia innecesaria?
Sean se rio.
—Parecía un poco suspicaz, pero he podido oír a Theresa que gritaba desde el
fondo: «Dale la maldita dirección.» Supongo que si tenía alguna reticencia, ella ha
hecho que la superara, más o menos.
—Eso es muy suyo. —«Gracias a Dios por Theresa. ¡A veces Michael es tan
obtuso!»— Y aquí estás.
—Aquí estoy. —Desvió su mirada hacia el mar.
Era imposible no contemplar el océano si estabas sentado en la playa, o al
menos no usarlo como distracción mientras pensabas lo que querías decir con
exactitud. Gemma daba por seguro que era lo que Sean estaba haciendo en aquel
momento, con sus ojos azules fijos en algún punto invisible del oscuro horizonte. Ella
se balanceó un poco, para mantenerse en calor, para mantener la fe. Conocía a Sean:
cuando estuviera preparado para hablar, hablaría.
Por fin su mirada abandonó la lejanía y buscó la suya.
—Quiero pedirte perdón.
—¿Por?
—¿Por dónde empiezo? —dijo después de soltar una risa de menosprecio hacia
sí mismo.
—¿Por el principio?
—Es una buena manera. —Tragó saliva con fuerza—. Siento haberte pedido
que les ocultaras tu fe a mis colegas. Y de no darles una oportunidad real a tus
amigos. Me equivoqué.
—Yo también quiero pedir perdón —dijo Gemma bajando los ojos mientras
tímidamente movía un dedo en la arena, adelante y atrás, trazando una línea.
—¿Por qué? —La voz de Sean sonaba realmente sorprendida.
—Por hacer un asunto de vida o muerte cada vez que salías por la puerta para
ir a trabajar. —Lo miró a la cara—. Sólo servía para añadir más tensión. Ahora lo veo.
También me sabe mal haber insistido tanto en que me explicaras cosas de las que no
querías hablar.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Sean se aclaró en la garganta.


—En sus relaciones, la gente comparte cosas buenas y malas. Dada mi
profesión, es obvio que no voy a darte los detalles escabrosos de algunos de los casos
en los que intervengo, pero pude haberte dicho más sobre lo que hacía.
—He oído decir que es usual en tu tipo de trabajo.
—Lo es —respondió con una mueca—. Pero está cambiando poco a poco. Ha de
cambiar. No nos hace ningún bien quedarnos con esa mierda en nuestro interior y
creer que no somos hombres o héroes verdaderos si dejamos que nos afecte. Cuando
el niño estuvo a punto de morir en aquel incendio, no sólo dudé de mí mismo, sino
que me preocupó que tú también lo hicieras.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Gemma sin entender.
—No quería que pensaras que era un fracasado, Gemma, que era como me
sentía. Lo más fácil fue renunciar.
—Oh, Sean. —Su corazón viajó hasta el de él para curarlo y aliviar su dolor—.
Jamás podría pensar que eres un fracasado.
La boca de Sean se torció con una sonrisa triste.
—No, pero podías pensar que era un burro taciturno, odiar mi trabajo y dejar
claro que mis amigos no te caían bien.
—No quiero mentirte —le dijo mirándole a la cara—. Odio tu trabajo, me da
miedo. Por lo que respecta a tus amigos —prosiguió indecisa—, no los conozco lo
suficiente para juzgarlos y fue lo que hice. Lo siento, me equivoqué.
—Está bien. —Sean sacudió la cabeza—. Mira, sé que no son perfectos, pueden
ser un puñado de inmaduros gilipollas: cabezotas, obstinados y estrechos de miras.
Pero son buenas personas con un gran corazón —su voz sonaba emocionada—, y
cualquiera de ellos me daría hasta la camisa si se la pidiera. Cuidamos y nos
preocupamos los unos de los otros, no sólo porque es nuestro deber, sino porque
queremos. Nuestras vidas están en manos de los compañeros.
—Nunca lo había pensado desde ese punto de vista —respondió Gemma
realmente emocionada.
—Es la verdad. —Buscó con sus ojos los de ella con tal intensidad que dejó a
Gemma sin aliento. Aquellos ojos azules de verdad, preguntando en silencio a la luz
de la luna. Eran los ojos que había visto aquella noche al hacer el sortilegio de amor.
Ella apartó la mirada.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —aseguró Gemma con voz débil.
—¿Seguro? —preguntó Sean rodeándole los hombros con un brazo protector.
Gemma asintió. Advertía que estaba perdiendo el control. ¿Cómo explicar si no
el hecho de poder sentir la sensación del calor de su mano a través de la piel de la
cazadora que le cubría los hombros? Apoyada en su brazo que la asía posesivamente
por el hombro, se sentía protegida y percibió que el deseo la debilitaba.
¿Experimentaría él lo mismo?
—Ahora que los dos nos hemos disculpado hay una cosa más que quiero decir.
Quizá sí.

- 223 -
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—¿Qué? —consiguió decir Gemma, con el corazón redoblando en su pecho


como un tambor, cuando él le acarició suavemente el hombro.
—Sé que no nos hemos conocido en el mejor momento. Y sé que ahora mismo
tienes mucho en lo que pensar, con lo del incendio y lo de tu abuela. —Su mano paró
y la dirigió hacia la barbilla de Gemma para alzarla y hacer que lo mirara fijamente a
los ojos—. Pero desearía que pudieras encontrar la manera de darme otra
oportunidad, porque creo que nos podemos hacer muy felices el uno al otro.
Gemma cerró los ojos por un momento permitiendo que las palabras la
penetraran.
—Yo… yo también lo creo —murmuró con voz entrecortada. La alegría le había
provocado un nudo en la garganta.
—¿De verdad? —rio Sean sorprendido—. Estaba preparado para darte
explicaciones.
Gemma abrió los ojos.
—Déjame a mí explicarte una cosa. —Le tomó la mano y entrecruzaron los
dedos con fuerza—. El incendio actuó como un toque de alerta para mí.
—¿De qué manera?
—Me hizo darme cuenta de que no puedes aplazar las cosas, porque nunca
sabes lo que va a pasar. Hasta que ocurrió, creía que empezaría a vivir mi vida una
vez solucionado el asunto de Nonna. Entonces tendría tiempo para una relación o
podría tener más tiempo para mis amigos o estudiar algo. Pero sólo existe el ahora.
Ahora y ahora y ahora y ahora. —Al notar la urgencia en su voz hizo que lo mirara
temerosa—. ¿Tiene sentido? ¿O estoy hablando como una soñadora pirada del New
Age?
Sean alzó sus manos entrelazadas y apretó suavemente los nudillos contra sus
labios.
—Querida, tú eres una soñadora pirada del New Age. Eres lo que eres y no te
has de disculpar por ello. Me gustas así.
—«Eres los que eres.» «Ahora y ahora y ahora y ahora.» ¿Te habías dado cuenta
de los profundos pensadores que estamos hechos tú y yo?
Sean asintió solemnemente, pero en sus ojos se adivinaba picardía.
—Lo había observado. Profundos, muy profundos. ¿Qué podemos hacer al
respecto?
—Déjame pensar. —Gemma adoptó la postura de El pensador, apoyando el
puño contra su frente, en expresión máxima de concentración—. Ya lo tengo. —
Sonriendo, acercó los labios a los Sean y los besó tan sutilmente que sus bocas apenas
se tocaron—. ¿Qué te ha parecido?
—Humm. —Sean meditó sobre ello—. Bien, pero creo seré capaz de superarlo.
Déjame ver si puedo dar con un beso digno de dos filósofos de hoy en día.
Inclinó su cabeza y la besó, primero suavemente y después apasionadamente.
Gemma saboreó el deseo, dulce y meloso, que se intercambiaba entre ellos. Se le
nubló la mente cuando sus fuertes brazos la envolvieron, atrayéndola con fuerza.
—Te quiero —murmuró mientras su boca se desplazaba hacia el delicado

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territorio de su cuello.
—Yo también te quiero —murmuró Gemma rendida. El cielo y la arena
parecían vibrar, todo los seres vivos palpitaban con vitalidad mientras Sean le
quitaba la cazadora de piel de sus hombros. Sus manos se movían sobre ella con la
energía de un hombre insaciable. Sus dedos podían estar acariciándole la espalda y
recorrer su cabello un momento después. A Gemma no le importaba ser la
destinataria de ese deseo azaroso, la excitaba, y padecía imaginando dónde
exactamente la tocaría a continuación. La única constante era su boca: insaciable,
posesiva, se mantenía apretada a la de ella sin interrupción. Olvidada ya la necesidad
de hablar, la rendición al frenesí era su única fuerza motriz.
—Sean.
¿Había dicho su nombre en voz alta o lo había suspirado en silencio? ¿A quién
le importaba? En aquel momento caían a cámara lenta, estirándose sobre la capa con
las extremidades entrelazadas, guiados por la luz de las estrellas y un apetito que no
podía, ni iba a ser reprimido. Sean hundió la cara en el cuello de Gemma y manoseó
salvajemente los botones de su blusa. Cuando los tres últimos se le resistieron, él
simplemente los arrancó y el corazón de ella se aceleró. Podía arrancarle la ropa a
tiras si quería. Se sometería a lo que fuera, con tal de que se mantuviera la promesa
de su cuerpo contra el de ella, en el de ella.
La naturaleza intervino en la ceremonia, aportando una provocativa brisa fresca
que navegó por su piel ardiente haciéndole estremecerse de placer. Sean alzó su
cabeza y con ojos ansiosos le subió el sujetador de encaje por encima de los pechos.
Su respiración, tan firme y profunda unos momentos antes, mientras hacía balance
de su vida, ahora brotaba excitada en ráfagas de cortos suspiros. Y entonces… nada.
Gemma alzó la cara y se encontró con una sonrisa perversa. Se sintió aliviada. Sólo
estaba jugando, y jugando bien, pues su boca aprisionó la rosada cresta de su pezón
derecho y empezó a chuparla. Gemma suspiró, tensándose bajo sus labios. Él
sorbió… y mordió, cambiando el ritmo, y con su juego la llevó al borde de la locura.
El fuego de la pasión se encendió entre sus piernas y las arqueó deseosa de abrirse a
él como una flor. Y Sean seguía torturándola, cambiando su labor estimulante a su
pecho izquierdo. Cerró los ojos mareada. Cuando los abrió, el cielo daba vueltas.
Jadeaba, puede que incluso gimiera suavemente, no estaba segura. Sólo sabía
que la luna, el mar y las estrellas eran testigos de aquello, del renacimiento de su
amor. Tomando su cabeza con las manos, le hizo subirse encima de su cuerpo y con
labios febriles devoró su boca. Sean gimió y apretó sus labios contra los de ella.
Gemma podía sentir su erección aprisionada por los tejanos, su latido, cálido y
persistente, palpitando contra la parte interior de su muslo.
—Hazme el amor —suspiró Gemma—. Ahora y ahora y ahora y ahora.
Sean rio con un matiz animal a causa de la lujuria y el deseo. Con una
seguridad que la encantó, dirigió las manos a sus téjanos y los desabrochó
rápidamente. Gemma se alzó un poco para permitirle bajárselos junto con sus
braguitas hasta los tobillos, mientras aumentaba su impaciencia. Pataleó para
deshacerse de las prendas, esperando que Sean se desnudara con rapidez y penetrara

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en ella.
Pero él se deslizó por su estómago y con un destello de malicia en sus ojos se
apoyó sobre sus brazos para separarle los muslos con suavidad. Entonces lanzó un
gruñido de bestial y puso su boca sobe su sexo ardiente.
Gemma se arqueó mientras el fuego ascendía por su cuerpo, devorando toda
reserva. Chillaba con los lametones lentos de su lengua y cuando el movimiento se
volvía frenético se retorcía de puro delirio. El océano bramó su aprobación, pero las
olas rompiendo no eran rival para los gritos de placer que escapaban de su propia
garganta mientras ondas continuas de gozo aterciopelado la sorprendían, dejándola
momentáneamente sin sentido. Ahora y ahora y ahora y ahora. Oh, Sean…
Claramente satisfecho por el resultado de sus atenciones, se alzó apoyándose
sobre los talones. Gemma sintió de nuevo crecer el deseo cuando Sean se arrancó su
camiseta por la cabeza y la lanzó lejos de sus cuerpos, revelando su musculoso torso.
Miró más abajo, él se desabrochó el cinturón y bajó la cremallera. Entonces se levantó
y se deshizo de la última de sus prendas.
«Adonis a la luz de la luna» fue todo lo que Gemma pudo pensar mientras
observaba cada centímetro de su escultural y perfectamente proporcionada figura
erguida. Asombrada por su virilidad, fue como si lo viera por primera vez. Repasó
con mirada agradecida su cuerpo y le tendió la mano lánguidamente.
Sean la tomó, y se tumbó entre sus muslos. Sus ojos ardían con una fascinante
intensidad a causa de su vehemente necesidad. Gemma se tensó, expectante, lo tomó
de la mano y tiró de él atrayéndolo. Quería enroscar sus piernas alrededor de
aquellas costillas aterciopeladas. Quería sentir cómo calmaba su propia tensión en lo
más profundo de su ser.
—Ábrete más —susurró Sean con voz alterada, su impetuosidad necesitaba
precisión. Gemma obedeció guiándolo hacia el centro. Pero Sean Kennealy era un
hombre que no necesitaba que lo guiaran. Apenas deslizándose en su interior, la
penetró por etapas, desesperándola y embriagándola. Gemma se apretó contra él
dispuesta a cabalgar desbocada. Sean retrocedió lentamente, y luego penetró con
fuerza, hundiéndose en su interior tan profundamente como pudo. Lo repitió de
nuevo. Y otra vez. Y otra vez. Hasta que Gemma pensó que iba a partirse por la
mitad. Y entonces, justo cuando Gemma creía que no lo podría soportar más,
aumentó la cadencia y la llevó hasta el borde de la locura.
El ritmo le hizo perder los sentidos. Cada pensamiento, cada sueño, cada deseo
que tenía se reducía a eso. El cuerpo de Sean se unió al suyo, la pasión creciendo y
envolviéndola en tremendas oleadas, hasta que al final estalló abiertamente,
lanzando a Gemma al vacío con un grito de éxtasis que rasgó el velo de la noche. A él
no le quedó más remedio que responder de la misma manera: bombeó con las
caderas salvajemente hasta alcanzar un clímax vibrante, vaciándose en ella con tal
ferocidad y pureza que la dejó sin habla.
—Te amo —murmuró mientras se hundía encima de ella. La rodeó con sus
brazos protegiéndola de la brisa.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

Pasaron los segundos, los minutos, las horas. Gemma había perdido la noción
del tiempo. Sólo sabía que los dos estaban todo lo entrelazados que dos cuerpos
pueden estar, escuchando cómo el corazón del otro volvía a latir con normalidad. La
temperatura había descendido y el viento arreciaba, pero a Gemma no le importaba.
En los brazos de Sean no sentía el frío o el calor. Sólo felicidad.
—¿Gemma?
—¿Mmm?
—¿Lo habías hecho antes a la intemperie?
—¿Cuenta hacerlo en Poconos con Peregrine Phillips cuando estaba en
secundaria?
—No. —Sean levantó la cabeza—. ¿Peregrine? ¿Te morreaste con un tío que se
llamaba Peregrine?
Alegremente, Gemma le pellizcó en el brazo y él se tranquilizó y apoyó la
cabeza en la cuna de sus pechos.
—¿Gemma?
—¿Mmm?
—Hay arena en grietas y hendiduras que desconocía que tuviera.
Gemma soltó una carcajada.
—Yo también. Quizá deberíamos volver y ducharnos.
—Me parece una buena idea. —Se mostró de acuerdo Sean y la besó en la punta
de la nariz.
—Sean, tengo algo que decirte. —No sabía por qué pero el hechizo que había
realizado hacía tiempo le parecía un secreto entre ellos, secreto que había llegado el
momento de desvelar.
—¿Qué es? —preguntó mordisqueándole las yemas de los dedos.
—Justo antes de conocerte hice un sortilegio de amor.
Sean paró de mordisquear.
—En él vi los ojos de un hombre con toda claridad. Eran los tuyos, Sean. Lo
juro.
Sean se lo pensó.
—Te creo —dijo por fin—. Creo en el destino.
Le sonrió con aquella calmada sonrisa torcida que había hecho brincar su
corazón la primera vez que la vio.
—Lo sé.
Lentamente, casi sin querer, se alzaron y se vistieron de nuevo. Después de
cubrirse con su capa, Gemma caminó alrededor del círculo apagando las velas una a
una. La luna los acompañaría a casa.
—¿Vamos? —preguntó Sean ofreciéndole la mano.
Gemma asintió, tomándola. Juntos subieron por la playa caminando hacia su
futuro.

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Agradecimientos

Gracias en especial a:
El teniente Dave Burbank y al teniente Gillian Sharp del cuartel de bomberos de
Ithaca, cuya disposición a introducirme en su mundo me ayudó a hacer posible este
libro. También al bombero Rob Covert, mi fuente sobre CISD (Critical Incident Stress
Debriefing).
El teniente John Miles del camión 35/40 de Manhattan por permitirme ver cómo
se actúa en las grandes ciudades y responder sin queja a mis innumerables
preguntas.
El asistente jefe de incendios Mike Schnurle, a Mark Spadolini, Wade Bardo,
Dan Zajak y a cualquier otro que pueda olvidarme del turno "D" del cuartel de
bomberos de Ithaca. Su hospitalidad y amabilidad han representado toda la
diferencia del mundo para mí.
A los bomberos del camión 35/40 de Manhattan.

También gracias a:
Mi marido, Mark Levine, por su increíble paciencia.
Roberta Caploe, por permitirme describir su fantástico apartamento en tres
libros.
Ken Dashow, por ponerme en contacto con el teniente John Miles.
Maggie Shayne.
Rachel Dickinson.
Dr. Brian Carpenter.
Elaine English y Allison McCabe.
Y por último, aunque no por ello menos importantes, a mamá, papá, Bill,
Allison, Beth, Jane, Dave y Tom, que junto con Mark y «los muchachos», hacen que
todo valga la pena.

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Deirdre Martin

Deirdre Martin y su marido viven en Ithaca (Nueva York) y


llevan casados quince años. Él también es escritor.
Deirdre es una de las más populares escritoras de romance
actual, género al que adora y al que ha conferido un aire fresco.
Sus novelas están ambientadas en la época actual y nos
recuerdan (aunque cada con un estilo diferente) a las novelas de
Rachel Gibson.
«Hija mayor de un profesor inglés de instituto, tenía seis
años cuando escribí mi primer "libro", una parodia de cacahuetes. Además de escribir
poesía mala y sensiblera en el instituto de enseñanza secundaria y hacer de redactora
de arte en el periódico de mi instituto, también fui redactora de arte en la de Nueva
York en Buffalo, donde logré mi licenciatura en inglés en 1985. Mientras escribí para
el periódico estudiantil, vendí mi primer artículo independiente para una revista y
gané un concurso para obras de teatro. La obra, Spin Cycle, sobre dos personas
solitarias en una lavandería, posteriormente fue representada en un teatro en el
centro de Buffalo. Después de graduarme trabajé en una serie de revistas de comercio
antes de aterrizar en un trabajo en la Soap Opera Digest. Fue un trabajo divertido en
un lugar donde tienes que ver televisión durante toda la tarde, pero tenía ganas de
expandirme y, dos años después, lo dejé para empezar a trabajar de forma
independiente a tiempo completo. Durante el curso de mi decimosegundo año de
profesión, mi trabajo apareció en una amplia variedad de publicaciones. En 1998 se
publicó mi primer libro de no ficción: Investing for Retirement (Avon).
Cansada de escribir un artículo tras otro para las revistas por poco dinero,
decidí demostrar que estaba completamente loca al no ganar nada en absoluto e
intentar escribir una novela romántica. El resultado, Body Check, se publicó en marzo
de 2003.»

Todo por un beso

Gemma Dante es un espíritu libre, y podría ser la oveja negra de su gran familia
italiana, pero en lo que respecta a los negocios, su boutique New Age es la mejor de la
gran manzana. Deseando una vida amorosa tan exitosa con su vida laboral, Gemma

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DEIRDRE MARTIN Desenfreno

lanza un hechizo para atraer a Don Perfecto. Pero cuando las ondas cósmicas se
cruzan, no uno, sino dos hombres, entran en su vida. Uno es demasiado inaceptable
incluso para sus gustos. El otro es un pulcro bombero que es cualquier cosa menos su
tipo…
Pero cuanto más conoce al bombero Sean Kennealy, más aceptable le resulta a
Gemma. Y, por su parte, Sean no sabe qué hacer con su guapa vecina que quema
incienso y, algunas veces, usa sandalias Birkenstocks. Sólo sabe que estar cerca de
ella inicia un fuego en él que ni siquiera los muchachos de la escalera 29, o el camión
31 pueden extinguir…

***
Título original inglés: Total Rush
© Deirdre Martin, 2005
Primera edición: octubre de 2007
© de la traducción: Joan Lluis Ivars Companys, 2007
© de esta edición: Grup Editorial 62, S.L.U., Talismán
Depósito legal: B-36.223-2007
ISBN: 978-84-96787-17-9

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