Un Sonador para Un Pueblo Antonio Buero Vallejo
Un Sonador para Un Pueblo Antonio Buero Vallejo
Un Sonador para Un Pueblo Antonio Buero Vallejo
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Titivillus 23.06.2016
Título original: Un soñador para un pueblo
La CLAUDIA, maja
FERNANDITA
BERNARDO, el Calesero
MORÓN, embozado
RELAÑO, embozado
ROQUE, alguacil
CRISANTO, alguacil
MAYORDOMO
CESANTE
El Duque de VILLASANTA
EMBOZADO 1.º
EMBOZADO 2.º
EMBOZADO 3.º
ALGUACIL 1.º
ALGUACIL 2.º
EL REY
DOÑA EMILIA
LACAYO
Un fijador de bandos
Farolero
Algo más atrás, una plataforma giratoria ocupa casi toda la escena y se eleva
sobre ella mediante dos o tres peldaños. Está dividida en cuatro frentes: dos
principales y dos secundarios. Los dos principales son también los mayores.
Sus plantas, exactamente iguales. Opuestos diametralmente, la pared que los
separa juega por sus dos caras para los dos decorados. Representan éstos un
gabinete del palacio del marqués de Esquilache y otro del Palacio Real.
Alargados frontalmente, los dos aposentos están limitados por la pared del
fondo que les es común y otras dos laterales más pequeñas, oblicuas, que
cortan en un tercio el perímetro de la plataforma.
Las cuatro pequeñas paredes laterales de estos dos gabinetes forman por su
exterior los dos frentes secundarios del giratorio, asimismo iguales y opuestos
entre sí. Cada uno de ellos está formado por dos paredes en ángulo entrante,
que fingen la exterior mampostería de un edificio. Uno de estos ángulos, es
claro, presenta una puerta en cada pared. Son las que juegan en los gabinetes
y que aquí simulan dos puertas iguales a la calle. El ángulo opuesto presenta
por su parte el exterior del balcón y el ventanal pertenecientes a los dos
aposentos descritos.
CIEGO.—(Ríe ). ¿Cuándo te vienes a vivir con la vieja? Siempre anda ella con
esa copla.
CLAUDIA.—Ricamente.
DOÑA MARÍA.—(En el tono meloso que prefiere para decirlo todo ). No tan
vieja, Matusalén…
DOÑA MARÍA.—(Ríe ). Milagros los hay, desde luego, pero… Calla. (Y mira
inquisitivamente, tratando de forzar sus fatigados ojos, a Fernandita, que
entró por la segunda derecha y cruza. Es una muchacha muy joven, con
discretos atavíos de azafata, que lleva una bolsa ). ¡Vete con Dios, mujer!
BERNARDO.—En cualquier otra ocasión, con mil amores. Pero a estas horas
pasa por aquí cierta persona con la que tengo precisión de hablar.
MORÓN.—Siéntate conmigo.
MORÓN.—(Se sopla las manos ). Sí, de frío… ¡Maldito sea Esquilache y quien
lo trajo!
BERNARDO.—Amén.
(Relaño, otro pringoso embozado de larga capa y sombrero gacho, entra por
la primera izquierda. Es hombre maduro).
BERNARDO.—Levante el ala.
MORÓN.—¿Qué?
MORÓN.—¡En su tierra se podía haber quedado, que para mí, que no será
tierra de cristianos!
RELAÑO.—¡Paganos serán!
BERNARDO.—(Ríe ). Vengan acá, que algo les diré a cambio… Hay letrilla
nueva.
CIEGO.—(Que no se ha movido ).
(Se han ido acercando los embozados, entre risas contenidas que subrayan la
letrilla).
BERNARDO.—¡Tráela!
(Cruzan y salen por la primera izquierda. Los alguaciles los ven salir y miran
al Ciego; el Ciego parece notarlo y rodea pausadamente la casa para salir por
la primera derecha, mientras pregona).
CIEGO.—El Diario Noticioso, Curioso y Erudito para hoy, nueve de marzo…
ROQUE.—¿Vamos?
CRISANTO.—Espera.
ROQUE.—¿Quién es?
(Se sienta).
ENSENADA.—Se lo ruego.
ENSENADA.—Ése es un loco.
CAMPOS.—Pero ilustrado.
CAMPOS.—Nadie puede olvidar lo mucho bueno que con este pueblo supo
hacer vuecelencia.
MAYORDOMO.—No, excelencia.
(Deja la pluma).
ESQUILACHE.—¿Cómo dices?
(Esquilache baja los ojos. Se empieza a oír fuera de escena el pregón del
Ciego, que aparece inmediatamente por la primera derecha).
CIEGO.—El Gran Piscator Salmantino…
ESQUILACHE.—¿Lo oyes?
ENSENADA.—¿El qué?
ENSENADA.—¿Cómo, nada?
ESQUILACHE.—¿Chi lo sá?
ESQUILACHE.—(Turbado ). No.
ESQUILACHE.—¿Qué quieres?
DOÑA PASTORA.—¡Huy, qué humos! Mal se levantó el día. ¿Te ha dado hoy el
dolor?
ESQUILACHE.—No.
DOÑA PASTORA.—Naturalmente…
DOÑA PASTORA.—Claro.
DOÑA PASTORA.—(Se levanta ). Pensará que es una madre que vela por sus
hijos.
(Cruza).
ESQUILACHE.—¿Miedo?
ESQUILACHE.—No quiero saber lo que es. Hace tiempo que te perdí: tú aún
eres joven y yo ya no lo soy. Desisto de recobrarte. Desisto incluso de que
comprendas. Pero te ordeno…
(Una pausa).
(Entra el Mayordomo).
(El Mayordomo la recoge, saluda y sale. Fernandita entra muy intimidada con
el servicio del chocolate y hace una genuflexión).
ESQUILACHE.—Ya… se pasa…
ESQUILACHE.—¿Era?
ESQUILACHE.—¿Qué?
FERNANDITA.—Nadie supo quién era, pero yo sí. Era muy pequeñita, pero ya
me daba cuenta de todo… Lo mató él, seguro.
ESQUILACHE.—¿Quién es él?
FERNANDITA.—No, excelencia.
ESQUILACHE.—Pues se comenta.
FERNANDITA.—¿Cómo era?
ESQUILACHE.—Calla. Y escucha:
MAYORDOMO.—Sí, excelencia.
CAMPOS.—Sí, excelencia.
CAMPOS.—Sí, excelencia.
ESQUILACHE.—Andiamo.
(Sale por el foro. Campos se inclina y sale tras él, cerrando, en tanto que el
Ciego pregona).
BERNARDO.—¡Al grano!
BERNARDO.—¡Basta ya!
(Un silencio).
BERNARDO.—¡Pues ya tardamos!
(El Cesante lo mira y opta por salir aprisa por la primera derecha. Bernardo
ríe. Fernandita apareció con su bolsa de compras por la segunda derecha y se
ha parado para ver lo que ocurre. Bernardo la ve ahora y deja de reír).
RELAÑO.—¿Qué esperamos?
FERNANDITA.—(Ofendida ). ¡Bernardo!
BERNARDO.—¿Cómo?
FERNANDITA.—(Llorando ). ¡No!
FERNANDITA.—¡Rufián!…
CAMPOS.—Cierre.
CAMPOS.—¿Dónde están?
CAMPOS.—¡Chist!
CAMPOS.—(Vacila ). Pues…
ESQUILACHE.—Yo le diré lo que ocurre con los bandos. (Saca del bolsillo de
la bata la pelota que recogió Fernandita y la extiende ante los ojos del
secretario ). ¡Los están arrancando todos!
ESQUILACHE.—¿Alguien en la antecámara?
ESQUILACHE.—¿Y mi casaca?
MAYORDOMO.—Bien, excelencia.
CAMPOS.—¿Sigue ahí?
VILLASANTA.—(Glacial ). Gracias.
VILLASANTA.—Así es.
VILLASANTA.—¿Muertas?
VILLASANTA.—Sin duda por eso han apagado sus señorías las hogueras del
Santo Oficio.
ESQUILACHE.—¿Lo peor?
ESQUILACHE.—El que no quiera cambiar con los cambios del país se quedará
solo.
CIEGO.—¡El Gran Piscator de Salamanca, con los augurios para este año!
ESQUILACHE.—Adelante.
DOÑA PASTORA.—Déjame antes preguntarte una cosa: ¿Es cierto que has
ordenado el pase a tu servicio de Fernandita?
ESQUILACHE.—¿Por qué?
ESQUILACHE.—Tal vez.
DOÑA PASTORA.—¿Qué me querías? (Un silencio. Esquilache saca sus
espejuelos y se acerca para mirar un broche que la marquesa lleva en el
pecho ). ¿Te gusta mi broche? ¿Verdad que es bonito?
ESQUILACHE.—Nunca te lo vi.
DOÑA PASTORA.—¿Cuál?
ESQUILACHE.—(Fuerte ). ¡Cállate!
(Señala al foro).
ESQUILACHE.—¡Cállate!
ESQUILACHE.—¡Sal inmediatamente!
FERNANDITA.—No comprendo.
ESQUILACHE.—¿Te gustaría?
ESQUILACHE.—No. Lo hago porque quiero tenerte cerca. (Ella baja tos ojos
). Aunque sin ninguna mala intención. ¿Puedes tú comprender eso?
FERNANDITA.—Sí, señor.
CIEGO.—¿Por qué?
CIEGO.—¡Lástima! ¡Con el sol tan rico que cae ahora! Gracias de todos modos
por el aviso. Y que Dios le guarde.
ROQUE.—¡No rechiste!
CRISANTO.—¡Calma!…
EMBOZADO 1.º.—¿Qué?
EMBOZADO 1.º.—Le juro, seor alguacil, que ahora mismo llego a casa y…
ROQUE.—¡Entra!
ALGUACIL 1.º.—(Señala ). ¡Mira qué sombrerito más lindo aparece por ahí!
ALGUACIL 2.º.—¡Y qué redondito! (Risas ). ¿Es que le está chico, paisano?
(Lo lleva al portal, donde aparece el Embozado 1.º con la capa al brazo. Tras
él, Roque. Los dos embozados se miran).
CRISANTO.—¿Pagó la multa?
(Risas de Roque).
CRISANTO.—Sin ofender… (Las risas cesan ). Atención, que ahí viene otro. Y
muy tranquilo. (En efecto: por la primera izquierda entra otro Embozado de
andares despaciosos y petulantes. Mira con descaro al Alguacil 1.º, después a
los otros y, contoneándose, da unos pasos hacia el centro de la escena ). Alto,
paisano. ¿No leyó el bando?
ROQUE.—¡Bocazas!
(Desenvaina ).
EMBOZADO 3.º.—¡A ver quién es el guapo!
(El Alguacil 1.º lo sujeta por detrás. Los otros dos caen sobre él).
CRISANTO.—¡Suelta eso!
ROQUE.—¡Gran bestia!
EMBOZADO 3.º.—¡Atrás!
ALGUACIL 1.º.—¡Ah!…
CRISANTO.—¡Aquí, aprisa!
ROQUE.—¡Trae!
(Lo lleva despacio mientras los otros dos empujan y golpean al embozado).
ROQUE.—¡Vamos!
ROQUE.—(Puñetazo ). ¡Camina!
(El giratorio se desliza y presenta el ángulo de las dos puertas, oculto ahora
por dos tapices donde se representan escenas venatorias. La escena se sume
en total oscuridad, al tiempo que crece un alto foco blanco que ilumina, ante
los tapices, a una curiosa figura. Es un hombre alto y enjuto de unos
cincuenta años: la nariz prominente y derribada, la boca sumida y risueña, los
ojos melancólicos. Viste sobrio atavío: un tricornio negro sin galón ni plumas,
una casaca sin bordados, color corteza, chupa de ante galoneada de oro con
cinturón del que pende un cuchillo de caza, pañuelo de batista al cuello y
calzón y polainas negros. Con la derecha sostiene los blancos guantes de piel;
con la izquierda, la larga escopeta de caza, que apoya en el suelo. El Marqués
de Esquilache entra por la derecha, se acerca al giratorio, se arrodilla en las
gradas y le pide la mano a besar: es el Rey Carlos III).
EL REY.—¿Tú aquí?
ESQUILACHE.—Sí, majestad.
EL REY.—¿Cuál es tu ruego?
EL REY.—¿Estás seguro?
EL REY.—¿La quieres?
ESQUILACHE.—Perdón, señor.
EL REY.—¿Perdón? No. España necesita soñadores que sepan de números,
como tú… (Baja la voz ). Hace tiempo que yo sueño también con una reforma
moral, y no sólo con reformas externas. Más adelante, si Dios nos sigue
ayudando, te necesito para esa campaña; y si quieres iniciarla tú con un
ejemplo de rectitud tan atrevido, te doy desde ahora, en nombre de mi país,
las gracias. (Esquilache se inclina. El Rey saca su saboneta ). Un minuto de
retraso. (Va a recoger su escopeta ). Y el rey debe enseñar también a los
españoles la virtud de la puntualidad. (Suspira y sonríe ). Y ahora, a fatigarme
con la caza. Es una cura que le impongo a mi pobre sangre enferma… Pero en
Madrid creerán que lo hago por divertirme. No te preocupes demasiado por lo
que de ti digan: ya ves que es inevitable. (Se lleva levemente la mano al
corazón ). Nuestro juez es otro. (El Rey va a salir por la abertura de los
tapices. Esquilache se arrodilla. El Rey se vuelve y le envía una penetrante
mirada ). Tienes miedo, ¿verdad?
ESQUILACHE.—(Glacial ). Abrevie.
CAMPOS.—Con tanto ardor que… tuvo que salir corriendo hasta aquí para
que no la golpearan.
(Baja la voz).
ESQUILACHE.—Ya. (Golpecitos en el foro ). ¡Adelante!
(Entra el Mayordomo).
ENSENADA.—¡Diablo!
ENSENADA.—¿Gente elevada?
ENSENADA.—¿Quiénes eran?
ENSENADA.—¿Qué Ordenanzas?
(Con un gruñido sarcástico, Esquilache se levanta y va a la mesa).
ENSENADA.—¿Motín?
(Se levanta).
ENSENADA.—¿Me dejas?
(Esquilache le da el pliego).
(Lee).
ENSENADA.—«Se dará dinero a la gente de mal vivir para que en estos días
no cometan excesos».
(Pausa).
(Oscurece).
ESQUILACHE.—(Le toma las manos ). Gracias, más que nunca, por tu visita.
(Entra el Mayordomo ). Acompañe al señor marqués.
ESQUILACHE.—¿Ocurre algo?
ESQUILACHE.—Cierra.
(Ella lo hace).
FERNANDITA.—Señor…
FERNANDITA.—¿Qué hace?
FERNANDITA.—Quizá…
FERNANDITA.—No lo sé…
(Se inclina y sale por el foro, seguida del Mayordomo. Esquilache se queda
mirando a la puerta. Luego suspira, va a la mesa, recoge el «Piscator» y lo
mira un momento para dejarlo con leve gesto melancólico. Después va al
ventanal, ante el que permanece inmóvil con las manos a la espalda.
Entretanto, dan las ocho en un reloj lejano. A la primera campanada,
Bernardo da unos pasos hacia el centro, seguido de Relaño. Morón cruza y se
les une. Bernardo sisea a los embozados del portal, que se acercan sigilosos.
Todos hablan quedo).
BERNARDO.—¿Qué aviso?
(Morón se inclina y se lo susurra a los dos).
(Relaño sale rápido por la segunda derecha. Bernardo y Morón van al centro
de la escena y recogen algo del suelo. Tras la ventana del gabinete de
Esquilache, la luz del farol se apaga. Entonces Bernardo y Morón miman, uno
tras el otro, el ademán de arrojar una piedra. Con secos estallidos, los faroles
de escena se apagan a sus gestos. Oscuridad).
TELÓN
Segunda parte
(Oscurece. En los hierros del balcón de Doña María, la palma del Domingo de
Ramos. Asomadas al balcón, Doña María y la Claudia. En el giratorio, el
gabinete de Esquilache. Caídos en el suelo, el cuadro de Mengs, el reloj de la
consola, uno de los sillones. Todos los cristales del ventanal, rotos. Las
carpetas, la escribanía, todo cuanto ocupaba la mesa, desparramado
asimismo por el piso. La puerta del fondo, entreabierta. Sentado a la mesa,
Relaño, que ha dejado en ella su sombrero, su capa y un pistolón. Ante él un
plato con comida del que se sirve y una botella de la que bebe. Sobre la
consola hay más vituallas. En el fondo, con aire atemorizado, Doña Emilia,
azafata de edad mediana. Sentada en un sillón, con aire ausente y mal
peinada, Fernandita. Unos momentos de silencio, hasta que cesan los
tambores).
DOÑA MARÍA.—Ya has oído lo que han dicho: las mujeres, en sus casas.
DOÑA MARÍA.—No…
CLAUDIA.—Sí, señora. Iban embozados, pero se les notaban las medias finas
y la camisa de encaje.
CLAUDIA.—Sí, señora.
ESQUILACHE.—¡Chist!
ESQUILACHE.—¿Qué hace?
CAMPOS.—Pero…
ESQUILACHE.—¡Vuélvase a la carroza!
(Campos se santigua y sale por donde entró. Esquilache mira a todos lados;
luego hacia su palacio. Entretanto, Doña Emilia vuelve con una pajuela
encendida y se acerca a Relaño. Al ver que está dormido apaga la pajuela y se
aproxima a Fernandita, poniéndole una mano en el hombro).
(Suspira).
(Sale por el fondo, seguida de Doña Emilia, que mueve la cabeza con pesar.
Esquilache se decide y da unos pasos para cruzar. De pronto, se detiene… Se
oye el tap-tap de un garrote. Por la segunda izquierda entra el Ciego, que
cruza. Muy cerca de Esquilache, se detiene, pues nota su presencia. Éste lo
mira fijamente. El Ciego reanuda su marcha, gana la esquina, tantea la pared
con el garrote y sale por la primera derecha bajo la aprensiva mirada de
Esquilache. Entretanto, el giratorio se desliza y presenta el ángulo de las dos
puertas. Ante ellas, derribado en el suelo, el cadáver ensangrentado de un
mozo. Cuando Esquilache se vuelve está frente a su casa. Mira al caído con
tristeza. Siente que la puerta se abre y se disimula en el ángulo de la derecha.
Por la puerta de ese lado salen Fernandita y Doña Emilia. Fernandita va a la
cabeza del muerto y trata de levantarlo por los sobacos. Doña Emilia se dirige
a los pies. Esquilache avanza, con un dedo en los labios. Fernandita da un
suspiro de susto y se echa a llorar. Doña Emilia se vuelve y lo reconoce).
ESQUILACHE.—¿Vive?
ESQUILACHE.—¿Y mi mujer?
(Se mete y cierra. Fernandita está mirando al caído con inmenso terror. Él la
insta a caminar, suavemente).
MORÓN.—¡Viva la Patria!
ESQUILACHE.—¡Viva!…
MORÓN.—¡Muera Esquilache!
(Esquilache calla).
CLAUDIA.—¿Qué?
MORÓN.—Todo eso está muy bien. Pero ahora grite usía: ¡Muera Esquilache!
(Esquilache calla).
EMBOZADO 2.º.—¿A pie y por la calle? No son tan valientes los italianinis.
MORÓN.—(Se vuelve ). ¿Eh? (Ve a quienes llegan ). Mira… Dios nos los envía.
CRISANTO.—¡Viva!
MORÓN.—¡Muera Esquilache!
ROQUE.—¡Muera!
(Crisanto calla).
MORÓN.—Otro gallo que no canta… (Al Embozado 3.º ). ¿También vas a decir
que porque es viejo?
EMBOZADO 3.º.—(Ríe ). ¡Bravo! ¡Éste lo hace muy bien por los dos!
(Carcajadas).
(Se mete).
(Se mete).
EMBOZADO 2.º.—¿La esperamos?
CLAUDIA.—¡Vamos allá!
(Entre rumores de «Ha estado buena la moza», «Entera»… etc., salen todos
por la segunda izquierda. Breve pausa. Bernardo aparece por la primera
derecha, mira hacia el fondo y sale por la segunda derecha rápidamente).
RELAÑO.—¿Qué hay?
RELAÑO.—¡Qué va!
(Reaparece, rápido).
BERNARDO.—¡Allí lo verá!
CAMPOS.—Sí, excelencia.
CAMPOS.—Sí, excelencia.
CAMPOS.—Bien, excelencia.
(Entra Carlos III, destocado. Los tres se arrodillan. El Rey mira con recatada
curiosidad a Fernandita y a Campos, y los despide con un ademán. Ellos se
levantan, hacen la reverencia y salen con el Lacayo. La puerta se cierra. El
Rey llega junto a Esquilache y lo alza, reteniéndolo un momento por los
brazos).
EL REY.—¿Sano y salvo?
EL REY.—¿Tus familiares?
EL REY.—¿Doña Pastora?
EL REY.—Lo diré yo por ti. Hasta ahora hemos sido prudentes. Pero hay una
noticia que… nos obligaría a reconsiderar el asunto.
ESQUILACHE.—¿Cuál, señor?
EL REY.—Disturbios en Zaragoza.
ESQUILACHE.—¡Gran Dios!
EL REY.—(Afectuoso ). Loco…
FERNANDITA.—Nadie, señor.
ESQUILACHE.—No, gracias. Nada por esta noche. (La mira ). Pero tú sí debes
reparar tus fuerzas…
VILLASANTA.—El pueblo ha destrozado los cinco mil faroles que usía mandó
instalar. En la plaza Mayor han encendido una gran hoguera… donde sólo
queman cuadros y otras cosas, claro.
CAMPOS.—Excelencia, yo…
CAMPOS.—Excelencia…
(Bebe de su taza).
(Entra Villasanta).
FERNANDITA.—No se ve nada…
ESQUILACHE.—¿Por qué?
ESQUILACHE.—¡Qué!
ESQUILACHE.—¿Una tregua?
ESQUILACHE.—¡Inaudito!
VILLASANTA.—No olvide que el pueblo odia a los valones desde que cargaron
contra la multitud en los esponsales del príncipe de Asturias. Hubo varios
muertos…
VILLASANTA.—Lo ignoro. Para mayor garantía del rey, venía con ellos un
fraile de San Gil que ha subido a entregarle las peticiones. (Esquilache va al
foro y tira nerviosamente del cordón de la campanilla ). ¿Puedo saber a quién
llama usía?
ESQUILACHE.—A mi secretario.
ESQUILACHE.—Que se le busque.
VILLASANTA.—(Baja los ojos ). Han sido puestos para velar por la seguridad
de usía.
ESQUILACHE.—¿Tardío?
ESQUILACHE.—Del rey…
FERNANDITA.—Confíe…
ESQUILACHE.—Todo es ingratitud…
FERNANDITA.—Señor…
FERNANDITA.—Parecen gritos.
ESQUILACHE.—¿Quién?
ESQUILACHE.—¿Lo conoces?
FERNANDITA.—¡Sí!…
(Se desprende y corre hacia la derecha, pero él la retiene por una muñeca).
ESQUILACHE.—¡Fernandita!
ESQUILACHE.—¿Te perseguía?
FERNANDITA.—Sí.
(Llora desconsoladamente).
(Estalla en sollozos).
(Sale).
(Se detiene ante la puerta en el mismo instante en que la del fondo se abre sin
ruido. El Rey Carlos III entra y cierra. Esquilache oye algo y se vuelve. Vuelve
a mirar al aposento de la derecha y cierra la puerta. Después se arrodilla. El
Rey avanza).
ESQUILACHE.—¿Y Grimaldi?
(Un silencio).
(Calla).
ESQUILACHE.—¿Qué piden?
ESQUILACHE.—Como un preso…
(Un silencio).
EL REY.—Lo comprendo.
EL REY.—Sé muy bien que no se trata del Poder… (Baja los ojos ). Si… puedo
hacer algo por esa criatura…, (Tímido movimiento de cabeza hacia la otra
puerta .) pídemelo.
(Entra Villasanta).
ESQUILACHE.—Que pase.
(Villasanta vacila).
ESQUILACHE.—¿Y es?
ENSENADA.—Lo procuraré.
ESQUILACHE.—¿Cómo?
ESQUILACHE.—¿Qué jugada?
(Entra Villasanta).
VILLASANTA.—A la misma.
ESQUILACHE.—Gracias.
ESQUILACHE.—Basta con que hayas sido uno de ellos. (Se acerca ). Pero
¿cómo es posible que tú, uno de los hombres más grandes que hoy tiene
España, hayas podido pactar con nuestros enemigos? Y sobre todo: ¿qué te he
hecho yo, di?
ENSENADA.—(Amargo ). ¿Y lo preguntas?
ENSENADA.—¿El qué?
ESQUILACHE.—Tienes razón. Valgo menos que tú. Y sin embargo, soy más
grande que tú. ¡El hombre más insignificante es más grande que tú si vive
para algo que no sea él mismo! Desde hace veinte años tú ya no crees en
nada. Y estás perdido.
ENSENADA.—¿Quiénes van a decir eso, iluso? ¿Los que piden tu cabeza ahí
fuera?
FERNANDITA.—(Suplicante ). ¡Señor!
ENSENADA.—¡Esto es intolerable!
FERNANDITA.—(Asustada ). ¡Señor!
ENSENADA.—¿Tú?
ENSENADA.—¿El pueblo?
ENSENADA.—¿Estás loco?
FERNANDITA.—¿Yo, señor?
FERNANDITA.—¡No es verdad!
ESQUILACHE.—¡Fernandita!
FERNANDITA.—¡Perdón!…
FERNANDITA.—¡No sabré!…
FERNANDITA.—¡No podré!…
FERNANDITA.—(Desesperada ). ¡No!…
FERNANDITA.—¡No!…
ESQUILACHE.—(La toma de los brazos ). ¡Dime qué puedo hacer por ti!
¿Quieres entrar al servicio del rey?
BERNARDO.—¿Qué le pasa?
FERNANDITA.—Adiós, Bernardo.
TELÓN
ANTONIO BUERO VALLEJO (Guadalajara, 1916 - Madrid 2000). En 1933
ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Madrid, pero su vocación pictórica
fue cortada por la guerra civil de 1936-1939. Dedicado a la soledad, al
pensamiento y a la lectura durante muchos años, afloró su vena dramática
para bien de las letras españolas. Introvertido y de poderosa inteligencia,
Buero Vallejo es un magnífico lector, alerta y profundo, a cuya curiosidad
nada es ajeno.