Ecob, ASEM9292220595A PDF
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desgarrada de la Ilustración
,l,,atn del Sen,inorir, rL MetatAwo Núm Extra. l-lomcnaic a S Róbade. Ed. Complutense, 1992
596 Pesquero Franco. E.
«En cualquier oficio y profesión se puede vivir según el eliché del oficio o
profesión, “representando” ese papel. Los escritores y artistas, no. Seríamos
bohéndens, necios e insoportables. ¿Por qué’? Porque el arte y el escribir no
son oficios» (Pavese, O.. LI oficio de vivir. LI oficio de poeta, Bruguera. Barce-
lona, 1981, p. 472).
supuestamente retirado del mundo, sigue manteniendo contacto con las co-
sas, —recordemos su pasión por la botánica— y con los hombres —Jean-
Jaeques no abandona a las personas, hay al menos una que le acompañará
siempre, Teresa—. Y lo que no es menos significativo: Jean-Jaeques no deja
nunca de escribir. Cuando el mundo no quiere oír la verdad de su crítica,
cuando comprende que sus escritos doctrinales son malinterpretados, recu-
rre a otra forma de expresión: la autobiografía. La autobiografía pretende
decir la verdad, toda la verdad sobre uno mismo: «Emprendo una tarea de
la que jamás hubo ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero descubrir
ante mis semejantes a un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este
hombre seré yo. Yo solo» Pero el proyecto está en sí mismo condenado
‘‘.
al fracaso. El propio Jean-Jaeques sabe que decirlo todo no deja de ser una
quimera, en tanto que la verdad que se pretende transmitir es inagotable y
el lenguaje incapaz de expresarla. Con la autobiografía el autor proelama
su deseo de ser mejor conocido de los hombres, decirles, aunque le esqui-
ven, la verdad que no han querido oír; en definitiva, justificarse ante el
mundo llegando incluso a acusarle. Sin embargo, tampoco esa escritura
permite la transparencia absoluta, pues exige de la memoria, y ésta falla con
frecuencia o nos entrega recuerdos imperfectos, y de la imaginación que
reproduce a conveniencia momentos y detalles omitiendo unos, recreando
otros; Jean-Jaeques no lo oculta: ~<Ysi a veces, impensadamente, por un
movimiento involuntario, he ocultado el lado deforme pintándomelo de
perfil, tales reticencias han sido de sobra compensadas por otras reticencias
más extrañas que con frecuencia me han hecho callar el bien con más cuida-
do que el mal» LZ
Jean-Jaeques sabe de los obstáculos implícitos en el acto mismo de escri-
bir. No obstante, ni como filósofo ni como hombre puede renunciar a la
necesidad de la literatura, necesidad, que, como dice Blanchot, «expone al
escritor a sentirse sucesivamente Rousseau y Jean-Jaeques, luego uno y otro
a la vez, en una dualidad encarnada por él mismo con una pasión admira-
ble>~ No puede renunciar a la palabra ni aceptar el silencio. Abandona el
‘~.
10. Cfr. Todorov, T., 1%gil felicidad, Gedisa, Barcelona, 1987, pp.$S y ss.
II. Confessions~ premiére partie, liv. 1:1. p. 121.
12. Revenes, quatriéme promenade: 1. p. 519.
13. Blanchot, M., «Rousseau». In AA.VV., Presencia de Rousseau, Nueva Visión,
E. Aires, 1972, p. 54.
.Iacques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 599
lograr allí la claridad racional que la sociedad, con todos sus simulacros, le
impide pronunciar. No hay incoherencia en la huida del mundo. La soledad
en la que se cobija no es buscada por sí misma, se le hace necesaria como
medio para acceder a la razón, a la libertad, a la naturaleza, cuando el resto
de los caminos le han sido vedados: «Me he vuelto solitario o, como ellos
dicen, insociable y misántropo, porque la más salvaje soledad me parecía
preferible a la sociedad de los malvados, que no se nutre más que de traicio-
nes y odio» ‘k En una sociedad en la que el hombre realmente pudiera ser
hombre, desarrollar su auténtica naturaleza, el recurso a la soledad no sólo
sería innecesario sino, incluso, perjudicial. Por eso la primera cuestión que
interesó a Rousseau fue indagar la raíz de la corrupción que asolaba al
hombre, esto es, los motivos que pudieron propiciar la pérdida de su
supuesta transparencia originaria.
resto de los animales, y esa primera mirada sobre sí mismo les despertó el
orgullo. Igualmente comprendieron la importancia del bienestar como mó-
vil de las acciones humanas, lo que les sirvió para admitir las ventajas que
podría proporcionarles, en determinados momentos, contar con los demás,
y así adquirieron «alguna tosca idea de los compromisos mutuos, y de la
ventaja de cumplirlos, pero sólo mientras podía exigirlo el interés presente
y sensible; porque la previsión nada era para ellos, y, lejos de ocuparse de
un futuro remoto, no pensaban siquiera en el día siguiente» 25~
les hizo salir de ese estado —el que parecía mejor para el hombre— y
descubrir las ventajas de la división del trabajo. La agricultura y la ganade-
ría dan lugar a una importante revolución, pues al producir más allá de sus
necesidades, los hombres comenzaron a disputarse el excedente: «el más
fuerte hacia su labor; el más diestro sacaba mejor partido de la suya; el más
ingenioso hallaba medios para abreviar el trabajo; el campesino tenía más
necesidad de hierro, o el forjador más necesidad de trigo, y trabajando lo
mismo, el uno ganaba mucho mientras el otro tenía para vivir Fue así27~
como del laboreo y del arte de trabajar los metales se siguió la implantación
de la propiedad, y con ella la creación del orden social de inusitadas conse-
cuencias para el hombre. El estado de naturaleza dejó paso al estado de
civilización, y en ese tránsito el hombre natural fue sustituido por el hombre
del hombre.
Esa evolución fue posible porque el hombre natural, desde el punto de
vista metafísico o moral, posee unas cualidades que le distinguen del animal.
No es el entendimiento, dice Rousseau, la característica diferenciadora en-
tre ambos, ya que también los animales, aunque en distinta cantidad, combi-
nan ideas. El hecho de ser agentes libres y, más aún, la facultad de perfec-
cionamiento imprimen especificidad propia al ser del hombre La «perfec-
~
Por un lado, el amor de sí, que generó competencia y rivalidad, por otro,
el descubrimiento de la agricultura y de la metalurgia, que dio lugar a la
división del trabajo y a la implantación de la propiedad privada, confluye-
ron creando una nueva situación nada alentadora: el surgimiento de la desi-
gualdad entre los hombres Para expresar el proceso de perversión, de
~.
necesidad de hecho, ya que nada nos incita a pensar que las circunstancias
que llevaron al hombre a abandonar el estado de naturaleza vayan a cam-
biar. Rousseau dejó bien sentado que no creía en la vuelta atrás, esto no
podía tener más que consecuencias negativas, ya que a la corrupción se le
añadiría la barbarie: «¡Vaya! ¿Hay que destruir las sociedades, aniquilar lo
tuyo y lo mío, y volver a vivir en los bosques con los osos? Consecuencia
propia de mis adversarios, que me gusta tanto anticipar como dejarles la
45. Va contrat social, liv. 1: II, p. 518. En adelante nos referiremos a esta obra con
la abreviatura: C.S.
46. C.S., liv. 1, cap. 4:11, P. 520.
47. (Nr. C.S., liv. 1, cap. 1:11, p. 518.
48. (15, liv. 1. cap. 6:11, p. 522.
608 Pesquero Franco, E.
ción que asignaba un carácter dual al pacto social, pero mientras el último
eliminó el pacto de asociación reabsorbiéndolo en el de dominación, Rous-
seau elimina el pacto de dominación y atribuye la soberanía en su totalidad
al pueblo: «no existe más que un contrato en el estado, es el de la asocia-
ción; y éste solo excluye cualquier otro»
La soberanía —inalienable, indivisible e infalible——— pertenece a la totali-
dad del pueblo que forma el cuerpo político y cuya voluntad es la voluntad
general ~t Si mediante el pacto social se dio existencia y vida al cuerpo
político, se hace necesario ahora darle movimiento y voluntad mediante la
legislación «porque el acto primitivo por el que este cuerpo se forma y se
une nada determina todavía de lo que debe hacer para conservarse» De ~“.
irracional y fortuita de otras gentes. Por eso dirá Rousseau, existen dos
tipos de dependencia: la de las cosas y la de las gentes. La primera, la de
las cosas, no perjudica a la libertad; pero la segunda engendra toda suerte
de vicios y crea la desigualdad al establecer la diferencia entre el amo y el
esclavo s>. Para el filósofo ginebrino es claro que sólo una sociedad que
afirme la libertad de todos sus miembros puede superar el problema de la
desigualdad entre los hombres, siendo el deber fundamental que le incumbe
al Estado el de sustituir la desigualdad física entre ellos por la igualdad
jurídica y moral: «en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto funda-
mental sustituye, por el contrario, por una igualdad moral y legítima lo que
la naturaleza pudo poner de desigualdad física entre los hombres y que,
pudiendo ser desiguales en fuerza o en genio, se vuelvan todos iguales por
convención y de derecho» 59
~<Elhombre es muy fuerte cuando se contenta con ser lo que es: es muy
desgraciado cuando quiere elevarse por encima de la humanidad (E. liv. II: III,
p. 56).
tas necesitan del cultivo para formarse, los hombres necesitan de la educa-
ción. Al nacer, el hombre es un ser inacabado que necesita de un largo
dos, y, por eso, serán las primeras que hay que aprender a cultivar: «ejerci-
tar los sentidos no es solamente hacer uso de ellos, es aprender a manejarlos
bien, es aprender, por así decirlo, a sentir; pues no sabemos ni tocar, ni ver,
ni oír, sino en la medida en que lo hemos aprendido» % La sensación es el
alma del niño ———como lo era del hombre en el estado de la naturaleza— en
tanto en cuanto lo único de que él es capaz en esos momentos es de regis-
trar pasivamente las sensaciones sin tratar para nada sus relaciones. Las
únicas nociones que puede llegar a comprender son las que de ellas provie-
nen, excepción hecha de la idea de propiedad que es igualmente adquirida
por la experiencia Superada esta primera etapa, el niño comparando sen-
~.
memos las ideas. El espíritu sólido y justo es el que forma sus ideas sobre
relaciones reales y el que ve las relaciones tal y como son; frente a éste, el
espíritu superficial y falso es el que se contenta con relaciones puramente
aparentes, y así, puede Rousseau considerar «loco» al que inventa relacio-
nes imaginarias o «imbécil» al que no relaciona nada El juicio se hace
~«.
libertad, observándole actuar sin decirle nada, comprobaremos que sin te-
ner que demostrar que es libre, no hará nada sin reflexionar antes sobre
ello. Puesto que conoce sus fuerzas, porque las ha experimentado, adecuará
siempre los medios a los fines que se ha impuesto y raramente actuará sin
confianza en el éxito de su empresa; y lo que es más importante todavía,
sus juegos serán sus ocupaciones. no habrá, por tanto, para él diferencia
alguna entre el trabajo y la diversión. Educado de este modo, cuando llegue
al final de la infancia, el niño habrá vivido y disfrutado de la vida del niño
sin tener que hipotecar la felicidad a la perfección. Quizá tenga pocos cono-
cimientos, pero los que tienen le pertenecen realmente y no sabe nada a
medias, disfrutando de «un espíritu universal, no por las luces, sino por la
facultad de adquirirlas; un espíritu abierto, inteligente, pronto a todo, y,
como dice Montaigne, si no instruido, al menos instruible... Pues, lo diremos
una vez más, mi propósito no es darle ciencia, sino el aprender a adquirirla
en caso necesario; hacérsela estimar exactamente en lo que vale, y hacerle
amar la verdad por encima de todo. Con este método se avanza poco, pero
no se da jamás un paso inútil, y no se ve uno obligado a retroceder» ~‘.
74, Leare á M. Beaumonr: 111, p. III, p. 344, etiam Cfr. Emilio, liv. II: III, p. 65.
75. Emilio, liv. II: III. p. 82.
76. Loa ch, jy 147.
Jacques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 615
IV.3. Religión
que rompería el orden que debe reinar tanto en el mundo físico como en
el mundo humano, cuestionaría la justicia divina que ha de promover siem-
pre el que se cumpla la máxima «Sé justo y serás dichoso» ‘m, Ese desorden
sólo quedaría reparado postulando la inmortalidad del alma. Aceptado el
dualismo de las sustancias, dice Rousseau, suponer esa idea no contiene
nada contrario a razón. De acuerdo con él, asumimos la destrucción y utili-
zacion de nuestro cuerpo en partes, pero nos resulta inimaginable que nues-
tro ser pensante, nuestra realidad inmaterial, sufra algo parecido y pueda
llegar a morir. La Providencia queda justificada si se acepta la inmortalidad
del alma, capaz de asegurar el triunfo de la virtud, y así «aun cuando no
tuviese otra prueba de la inmortalidad del alma que el triunfo del malvado
y la opresión del justo en este mundo, esto me seria suficiente para no dudar
de ella. Una disonancia tan chocante en la armonía universal me obligaria
a buscar cómo resolverla, me diría: No todo acaba para nosotros con esta
vida, todo vuelve al orden en el momento de la muerte» ‘<»‘. Este Dios,
bondadoso y justo, que asegura la correspondencia entre la virtud y la felici-
dad al otorgarnos un alma inmortal, se distancia un tanto del Dios «reloje-
ro» dcl deísmo ilustrado. La relación entre el hombre y Dios no es para el
ginebrino, dice Burgelin, la de una inteligencia con su idea, sino la de un
padre bondadoso con su hijo, que ha formado un mundo bueno y al hombre
libre Sólo Él, confidente y testigo de sus acciones, puede garantizar la
‘>.
donde natural viene a decir racional—, que necesita de pocos dogmas y que
se opone radicalmente a las religiones reveladas, así como a su creencias en
los misterios por favorecer el fanatismo y la intolerancia “». Rechaza la
autoridad de los Libros sagrados, excepción hecha de los Evangelios. Consi-
dera que la santidad de los mismos habla a nuestros corazones y su simplici-
dad es bien aceptada por nuestra razón, pues sus verdades esenciales sirven
de fundamento a toda buena moral. Sin embargo, nos advierte que, a pesar
de su amor y respeto por el que considera el más sublime de todos los
libros, no hay que aceptar acríticamente todo cuanto hay en él y, por tanto,
no duda en defender que si éste nos ofrece alguna idea indigna de Dios o
inaceptable para nuestra razón, hay que rechazarla: «el Evangelio tiene
caracteres de verdad tan grandes, tan llamativos, tan perfectamente inimita-
bles, que su inventor sería aún más admirable que su héroe. Con todo ello,
ese mismo Evangelio está lleno de cosas increíbles, de cosas que repugnan
a la razón y que a todo hombre sensato le resulta imposible concebir o
i03. Loc cii., p. 196.
104. Ibidem.
105. Cfr. Hurgelin, P., 1,a philosophie de lexistence de J. .1? Rousseau, J. Vrin, Paris,
1973, p. 4W.
106. (Sfr. Emilio, liv. IV (P.F.V.S.): 111. pp. 205 y ss.
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algo más, todo eso que hemos acogido de la Escritura lo hemos aceptado
porque es conforme a razón. Para Rousseau, no cabe duda, la autoridad de
nuestra razón, que nos ha sido dada directamente por Dios, es claramente
superior a la del Evangelio y le sirve de fundamento: «Nuestros prosélitos
tendrán dos reglas de fe que no son más que una: la razón y el Evangelio;
la segunda será tanto más inmutable cuanto que se fundará únicamente en
la primera, y en ningún modo en ciertos hechos, los cuales, necesitando de
confirmación, devuelven la religión a la autoridad de los hombres»
En esa religión, basada fundamentalmente en predicar la virtud en los
hombres y en conducirles a obrar moralmente bien, además de la forma del
culto, que no es más que puro ceremonial, hay que distinguir dos partes: la
moral y el dogma ‘1 En lo que respecta a este último, se rechazarán todos
aquellos dogmas que sean contrarios a razon, por ejemplo, los milagros, el
pecado original o el misterio de la trinidad y se aceptarán exclusivamente
aquellos otros que aunque la razón no pueda llegar a demostrarlos no son,
sin embargo, contrarios a ella. Este es el caso de las creencias básicas del
Vicario saboyano, ideas cuya existencia no puede ser determinada por nues-
tra razón dada su esencial limitación y finitud. Pero donde no llega nuestra
facultad cognoscitiva viene en nuestro auxilio la voz de la conciencia, el
sentimiento interior, que nos impulsa a creer en esos dogmas, pocos, por
cierto, pero importantes por cuanto sirven de base a toda buena religión.
No obstante, el sentimiento, subraya Rousseau, no obra nunca en contra de
la razón; por el contrario, nos ayuda a salir del estado de duda y de zozobra
en que podemos caer a la hora de enfrentarnos con esos temas, que, aun
interesándonos sobremanera, nuestro débil entendimiento no alcanza a con-
cebir, y así no duda en afirmar el Vicario: «Mi regla de guiarme por el
II]
sentimiento más que por la razón misma»
Encarna PrsotgrRo FnAN<o
(U.C.M.)