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Jacques Rousseau, una conciencia

desgarrada de la Ilustración

Jean Jaeques Rousseau: ¿ilustrado o romántico? He aquí un dilema que


durante largo tiempo ha enfrentado a algunos de los más importantes estu-
diosos de la obra del ginebrino. Coincidimos con Derathé en la necesidad
de eludir el conflicto de interpretaciones apostando por una lectura en la
que el pensamiento rousseauniano aparece penetrado por la necesidad de
conciliar el sentimiento y la razón’. Rousseau confía y cree en el poder de
nuestra facultad cognoscitiva. Ahora bien, ella necesita de la conciencia si
no quiere equivocarse, divagar, o verse envuelta en disparatados sofismas.
Si aceptamos esta idea, podríamos considerar a J. J. Rousseau un ilustrado,
un hombre de su siglo. Pero además, y esto no es menos significativo, un
ilustrado que no siempre suscribe literalmente los presupuestos generales
de ese movimiento. Nos encontraríamos ante lo que quisiéramos llamar una
«conciencia desgarrada» de la ilustración. Ilustrado, ciertamente, en tanto
en cuanto comparte con éstos su fe en la razón, contribuye a la crítica de la
sociedad del Antiguo Régimen y a la defensa de la libertad, concediendo
igualmente una importancia decisiva al desarrollo moral del hombre. Más
allá de ellos, al frenar su exacerbado racionalismo, su pensamiento alcanza-
rá en todos esos temas matices diversos que se alejarán de la ortodoxia
ilustrada. Encontrándonos, además, ante la no muy usual situación en la
que una toma de postura filosófica compromete vitalmente al hombre que
la toma, podríamos apuntar a un doble desarraigo: el del filósofo, Rousseau,
enfrentado a sus compañeros de oficio y el del hombre, Jean-Jaeques, que
lucha por la conquista de un modo de ser que le haga fiel a sí mismo y a
las ideas que defiende. Sin duda, esto implica también una ruptura con el
espíritu ilustrado, ya que este movimiento «entendió muy bien la distinción
entre vivir la filosofía, es decir, integrarla a la vida, considerarla una práctica
más de la vida, y vivir de acuerdo con la filosofía, es decir, convertirla en

1. Cii. Derathé, 1<, Le rationatisme de Jean-Jorques, Slatkine Repririts, Geneve,


1979, p. 8.

,l,,atn del Sen,inorir, rL MetatAwo Núm Extra. l-lomcnaic a S Róbade. Ed. Complutense, 1992
596 Pesquero Franco. E.

juez de las demás prácticas, en su ley» Ese intento de adecuación de la


2

acción y de la palabra brotaría de la inquietud rousseauniana por descifrar


el sentido de la existencia, por desvelar las contradicciones que ensombre-
cían la vida del hombre, y de la consiguiente necesidad de ofrecerle una
alternativa que le reintegrase su verdadera esencia y con ello la felicidad
perdida.

1. JEAN-JACQUES, EL HOMBRE Y SU OBRA

«En cualquier oficio y profesión se puede vivir según el eliché del oficio o
profesión, “representando” ese papel. Los escritores y artistas, no. Seríamos
bohéndens, necios e insoportables. ¿Por qué’? Porque el arte y el escribir no
son oficios» (Pavese, O.. LI oficio de vivir. LI oficio de poeta, Bruguera. Barce-
lona, 1981, p. 472).

En nuestro autor los límites entre el filósofo y el hombre se diluyen.


Desde el momento que, camino de Vincennes para visitar al por entonces
su amigo Diderot, siente la «iluminación» que le lleva a redactar un ensayo
para el Concurso de la Academia de Dijon, el Discurso sobre las ciencias y
las artes y entra en el círculo de la filosofía y de las letras: «Desde ese
momento estuve perdido. Todo el resto de mi vida y de mis desdichas fue
inevitable efecto de ese instante de extravío»>. No quiere, bajo ningún con-
cepto, que se le considere un demagogo o un sutilizador. Este interés suyo
de ajustar su vida a sus principios le impondrá un designio que le llevará,
primero, a la incomprensión, y, posteriormente, al aislamiento, a la soledad:
«Al sentir inútiles todos mis esfuerzos y que me atormentaban sin provecho,
he tomado el único partido que me quedaba sin tomar: someterme a mí
destino sin forcejear más con la necesidad. En esta resignación he hallado
el desagravio de todos mis males por la tranquilidad que me procura y que
no podía unirse al esfuerzo continuo de una resistencia tan penosa como in-
fructuosa>~ ~.

En sus compañeros de oficio, los filósofos, despierta incomprensión su


decisión de integrar filosofía y vida. Igualmente oponen pronto resistencia
a sus ideas sus coetáneos, convirtiendo sus escritos en el blanco de críticas
más o menos devastadoras>. Si escribe para enseñar su verdad al mundo y

2. Bermudo, J. M., i. J. Rousseau, La profesión de fe del filósofo, Montesinos,


Barcelona. 1984, p. 13.
3. Rousseau, J. 1., Les Confessions dci. J. Rousseau, premiére partie, liv. VIII: 1,
p. 256. En adelante, las obras de Jean-muques Rousseau se citarán por la edición si-
guiente: Oeuvrew completes, 3 vols. Preface de Jean Fabre. Introduction. présentation ci
notes de Michel Launay. Aux Editions du Seuil, Paris. 1971, a la que se refieren el
volumen y la página(s) indicadas tras los dos puntos.
4. Les reverás du promeneur so/Paire, Premiére promenade: 1, p.
503.
5. Confessions, seconde partie. liv. IX: 1. p. 227.
Jaeques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 597

el mundo no quiere escucharle, sólo le queda resignarse, retirarse a su pro-


pia interioridad, buscando en la soledad un refugio que le proteja y le
permita seguir siendo él mismo. Estas actitudes son «gestos» que exteriori-
zan la incesante búsqueda rousseauniana de la coherencia, o con palabras
de Starobinski, de transparencia ante sí mismo y ante los otros: la primera
de lucha, de enfrentamiento en el mundo; la segunda de retirada en la
soledad. Ante cada una de ellas adoptará formas expresivas diferentes.
Cuando todavía no ha sentido el desdén, la incomprensión de los demás,
esto es, hasta el momento de la reprobación del Emilio, su producción ha
sido ingente y variada desde escritos de creación literaria (ballets, piezas
teatrales, versos y, sobre todo, una novela: La Nueva Helcisa) hasta escritos
puramente doctrinales (los Discursos, el Contrato social y el Emilio), así
como un importante número de cartas de enorme interés para comprender
su evolución intelectual y personal. A la época de paulatino alejamiento de
la ciudad y de sus presuntos amigos, los filósofos, corresponde una no me-
nos considerable serie de textos que adoptan, todos ellos, la forma autobio-
gráfica. La primaria inclinación rousseauniana por exponer la validez de su
teoría y probar la verdad del sistema es abandonada y sustituida por la
preocupación de ofrecer una defensa de su propia subjetividad que justifi-
que su actitud existencial: «Esta obra que comienza con una filosofía de la
historia acaba como una “experiencia existencial”. Anuncia al mismo tiem-
po a Hegel y a su adversario Kierkegaard. Dos vertientes del pensamiento
moderno: el conocimiento de la razón en la histori& el carácter trágico de
una búsqueda de la salvación individual» ~.

El repliegue a la interioridad de su yo no debe ser entendido como una


ruptura con su actividad vital de compromiso con la búsqueda de la verdad.
Mas bien parece que Rousseau quiere transformar esa «huida» en un gesto
limite con el que reafirmar su necesidad de seguir siendo fiel a sus ideas, un
modo diferente de enfrentarse al reto —quizá imposible de lograr según
Starobinski y— de la transparencia total: leemos en las Confesiones: «Ad-
vierto, pues, a los que quieran emprender esta lectura que al proseguirla
nada puede distraer su fastidio, si no es el deseo de acabar de conocer a un
hombre y el amor sincero a la justicia y a la verdad» Ese volverse sobre
~.

sí mismo no implica —aunque pueda parecerlo— un abandono total del


mundo. .lean-Jacques no ha querido la soledad, se ha visto abocado a ella
por la falta de entendimiento con los «otros», o por la actitud hostil que le
deparan: «Heme aquí pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo,
amigo ni compañía que yo mismo. El más sociable y más amante de los
humanos ha sido proscrito por un acuerdo unánime» Además, la soledad
~.

6. Starobinski, J., Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, Taurus,


Madrid, 83. p. 49.
7. (?fr. Starobinski, J., OC., pp. 326-27.
8. Confessions, seconde partie, liv. VII: 1, p. 227.
9. Revenes, premiére promenade: 1. p. 501.
598 Pesquero Franco, E.

de Jean-Jaeques no es una soledad absoluta en la que se prescinde absoluta-


mente del mundo y de los otros. Más que de soledad habría que hablar —

aceptando la expresión de Todorov— de comunicación limitada con la que


el ginebrino intentaría desviar su vida hacia un contacto cada vez menor con
los demás, pero contacto al fin y al cabo En esos momentos de su vida,
‘.

supuestamente retirado del mundo, sigue manteniendo contacto con las co-
sas, —recordemos su pasión por la botánica— y con los hombres —Jean-
Jaeques no abandona a las personas, hay al menos una que le acompañará
siempre, Teresa—. Y lo que no es menos significativo: Jean-Jaeques no deja
nunca de escribir. Cuando el mundo no quiere oír la verdad de su crítica,
cuando comprende que sus escritos doctrinales son malinterpretados, recu-
rre a otra forma de expresión: la autobiografía. La autobiografía pretende
decir la verdad, toda la verdad sobre uno mismo: «Emprendo una tarea de
la que jamás hubo ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero descubrir
ante mis semejantes a un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este
hombre seré yo. Yo solo» Pero el proyecto está en sí mismo condenado
‘‘.

al fracaso. El propio Jean-Jaeques sabe que decirlo todo no deja de ser una
quimera, en tanto que la verdad que se pretende transmitir es inagotable y
el lenguaje incapaz de expresarla. Con la autobiografía el autor proelama
su deseo de ser mejor conocido de los hombres, decirles, aunque le esqui-
ven, la verdad que no han querido oír; en definitiva, justificarse ante el
mundo llegando incluso a acusarle. Sin embargo, tampoco esa escritura
permite la transparencia absoluta, pues exige de la memoria, y ésta falla con
frecuencia o nos entrega recuerdos imperfectos, y de la imaginación que
reproduce a conveniencia momentos y detalles omitiendo unos, recreando
otros; Jean-Jaeques no lo oculta: ~<Ysi a veces, impensadamente, por un
movimiento involuntario, he ocultado el lado deforme pintándomelo de
perfil, tales reticencias han sido de sobra compensadas por otras reticencias
más extrañas que con frecuencia me han hecho callar el bien con más cuida-
do que el mal» LZ
Jean-Jaeques sabe de los obstáculos implícitos en el acto mismo de escri-
bir. No obstante, ni como filósofo ni como hombre puede renunciar a la
necesidad de la literatura, necesidad, que, como dice Blanchot, «expone al
escritor a sentirse sucesivamente Rousseau y Jean-Jaeques, luego uno y otro
a la vez, en una dualidad encarnada por él mismo con una pasión admira-
ble>~ No puede renunciar a la palabra ni aceptar el silencio. Abandona el
‘~.

mundo, pero no ceja de lanzarle acusaciones. He aquí el desgarro de su


trayectoria vital: primero se instala en la sociedad para hablar en nombre
de la verdad, después la abandona para poder seguir siéndole fiel. Se pre-

10. Cfr. Todorov, T., 1%gil felicidad, Gedisa, Barcelona, 1987, pp.$S y ss.
II. Confessions~ premiére partie, liv. 1:1. p. 121.
12. Revenes, quatriéme promenade: 1. p. 519.
13. Blanchot, M., «Rousseau». In AA.VV., Presencia de Rousseau, Nueva Visión,
E. Aires, 1972, p. 54.
.Iacques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 599

gunta al respecto Starobinski: «¿Acaso buscar refugio en el misterio o en la


profundidad espiritual de la existencia subjetiva es lo que serviría para con-
siderarle realmente un romántico? No, Rousseau busca, ha buscado siem-
pre, lo universal, y un universal racional, nunca irracional o
suprarracional» Si huye de la sociedad y se vuelve sobre sí mismo es para
‘~.

lograr allí la claridad racional que la sociedad, con todos sus simulacros, le
impide pronunciar. No hay incoherencia en la huida del mundo. La soledad
en la que se cobija no es buscada por sí misma, se le hace necesaria como
medio para acceder a la razón, a la libertad, a la naturaleza, cuando el resto
de los caminos le han sido vedados: «Me he vuelto solitario o, como ellos
dicen, insociable y misántropo, porque la más salvaje soledad me parecía
preferible a la sociedad de los malvados, que no se nutre más que de traicio-
nes y odio» ‘k En una sociedad en la que el hombre realmente pudiera ser
hombre, desarrollar su auténtica naturaleza, el recurso a la soledad no sólo
sería innecesario sino, incluso, perjudicial. Por eso la primera cuestión que
interesó a Rousseau fue indagar la raíz de la corrupción que asolaba al
hombre, esto es, los motivos que pudieron propiciar la pérdida de su
supuesta transparencia originaria.

II. EL PORQUÉ DE LA ESCISIÓN ENTRE EL «SER»


Y EL «PARECER»: DEL «HOMBRE NATURAL»
AL «HOMBRE DEL HOMBRE»

«El más útil y menos avanzado de todos los conocimientos humanos me


parece ser el del hombre, y me atrevo a deeir que la sola inscripción del templo
de Delfos coiuenía un precepto más importante y más difícil que todos los
gruesos libros de los moralistas (Rousseau, J. J., Discurso sobre el origen de la
desigualdad entre los hombres, préface: II, p. 2(19).

Según el propio Jean-Jaeques Rousseau sugiere, su reflexión estará pro-


fundamente marcada por la preocupación antropológica. Perfilando más, y
aceptando con Bergson que toda gran filosofía no es más que el despliegue
de una «intuición única» que va tomando forma paulatinamente, quizá no
sea aventurado sostener que en el ginebrino la intuición que impulsa su
reflexión es advertir sobre el profundo abismo que separa el «ser» y el
«parecer» del hombre actual: «Tan pronto como estuve en condiciones de
observar a los hombres [..1encontré que ser y parecer eran para ellos dos
cosas tan distintas como actuar y hablar; observé que esta segunda diferen-
cia era la causa de la primera y ella misma tenía una causa que quedaba
aún por averiguar» ‘t El hombre actual no es lo que parece, una máscara

14. Starohinski. J., oc., p. 56.


¡5. Revenes, septiéme promenade: 1, p. 530.
16. Lettre a M. de Beumont: III, p. 354.
600 Pesquen> Franco. E.

ocuLta su auténtica naturaleza. El filósofo no puede quedar indiferente ante


este hecho, tratará de descubrir el origen de esa escisión que ha sumido al
hombre en una situación de desconcierto para consigo mismo, impidiéndole
encontrar la verdadera felicidad. La causa de todo ello sólo puede residir
en la influencia que sobre el alma humana ha ejercido la civilización, esto
es, la historia. Este cambio ha provocado, parece que irremediablemente, la
aparición de un hombre, el «hombre del hombre» que oculta la esencia
primitiva del «hombre de naturaleza» hasta hacerla prácticamente irrecono-
cible. Ese hombre, despojado por completo de su individualidad, centra su
vida en la opinión, ocultando sus verdaderos intereses y, por tanto, «está
todo entero en su máscara. No estando casi nunca en sí, él está siempre
extraño y a su disgusto cuando se ve forzado a entrar en si mismo. Aquello
que nada es, es lo que parece ser todo para él» ~.

Si la corrupción ha sido producto del progreso, de la historia, parece


razonable concebir un tiempo en el que el hombre no tuviese necesidad de
ocultarse tras el velo de la apariencia, en el que se diese un perfecto equili-
brio en él entre eí «ser» y el ~<parecer».Se hace patente así la contraposición
rousseauniana entre el «estado de naturaleza» y el «estado de civilizacton».
El primero de esos términos expresaría la naturaleza esencial del hombre,
el segundo haría referencia a la corrupción de la sociedad moderna. Podría-
mos, también, interpretar esa contraposición como la antítesis entre laliber-
tad del ser humano original y su actual esclavitud. Pronto nos advierte, sin
embargo, que con el término «estado de naturaleza» no se está refiriendo
a una condición real, a algo que existió efectivamente, sino que utiliza esta
término como una hipótesis, una ~<conjetura»,de la que servirse para anali-
zar el momento presente El estado de naturaleza indicará una fase rudi-
8~

mentaria, primitiva de la existencia humana, pero también, y ante todo, la


forma natural de ser del hombre, que no habiendo sufrido aún los estragos
de la civilización, poseerá las mínimas cualidades que le distinguen del ani-
mal Esta criatura, desprovista de cuantas facultades artificiales podrá fa-
‘».

cilitarle posteriormente el progreso, vive entregada al momento presente. a


lo inmediato, sirviéndose de la sensación para establecer un contacto direc-
to con el mundo y con las cosas: «percibir y sentir será su primer estado,
que le será común con todos los animales. Querer y no querer, desear y
temer serán las primeras y casi únicas operaciones de su alma, hasta que
nuevas circunstancias causen en él nuevos desarrollos Careciendo de atri-
~.

butos morales e intelectuales, totalmente innecesarios para él en este mo-


mento, el hombre de naturaleza sabe desenvolverse en perfecta armonía

17. baile ou de léducation, liv, IV: [II. 162.


18. Discours sur lorigine u les fondemenis de linégatité parmi frs honunes: 11. p.
209. En adelante nos referiremos a esta obra con la abreviatura DOD.
19. (?fr. VbD, premiére partie; 11, p. 213.
20. VbD, prerniére partie: II. p. 218.
Jacques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 601

con su entorno saciando su sed en el primer arroyo que encuentra en el


camino o utilizando el mismo árbol del que saca su sustento como leche en
el que conciliar el sueño 21 Viviendo solo y ocioso, disfruta de un equilibrio
estable que no le enfrenta ni a sí mismo, ni a la naturaleza, ni a los demás
hombres. Necesita para actuar únicamente de dos instintos: el de conserva-
ción y el de la compasión. El primero fácilmente cubierto en un entorno
físico favorable a la supervivencia. Es el amor de sí, sentimiento que el
hombre primitivo comparte con el animal y que en el Emilio no duda en
calificarlo Rousseau como «la única pasión natural del hombre» 22 Junto a
éste, el hombre de naturaleza posee el impulso de la compasión natural
(piedad) que provoca en él el rechazo al sufrimiento humano, frenM los
posibles impulsos agresivos hacia los demás suministrándonos, sin necesi-
dad de reflexión alguna, un principio de conducta en este sentido «que hará
desistir a todo salvaje robusto de quitar a un débil niño, o a un viejo inváli-
do, su subsistencia adquirida con esfuerzo, si el mismo espera encontrar la
suya en otra parte: es ella la que, en lugar de esta máxima sublime de
justicia razonada, haz con otro lo que quieras que hagan contigo inspira a
todos los hombres esta otra máxima de bondad natural mucho menos per-
fecta, pero más útil quizá que la precedente: Haz tu bien con el menor mal
posible para otro»
Nada, salvo la aparición de circunstancias fortuitas, hubiera inducido a
esos individuos, que vivían en perfecto equilibrio y gozaban de total liber-
tad, a abandonar progresiva, pero a la vez irreversiblemente, ese idílico
estado. Nuevas circunstancias geográficas y climatológicas fueron, según
Rousseau, las que les empujaron a adoptar formas de vida diferentes. Esos
hombres, que al vivir solos y ociosos, viven exclusivamente de la recolec-
ción, pasan a tenor de la coyuntura a convertirse en pescadores unos, en
cazadores otros. El viento, el rayo o cualquier otro azar les hace primero
descubrir, después conservar y reproducir, el fuego del que se sirven no sólo
para vencer las inclemencias del invierno, sino además para preparar ali-
mentos Enseguida observaron cierta diferencia, superioridad, sobre el
24

resto de los animales, y esa primera mirada sobre sí mismo les despertó el
orgullo. Igualmente comprendieron la importancia del bienestar como mó-
vil de las acciones humanas, lo que les sirvió para admitir las ventajas que
podría proporcionarles, en determinados momentos, contar con los demás,
y así adquirieron «alguna tosca idea de los compromisos mutuos, y de la
ventaja de cumplirlos, pero sólo mientras podía exigirlo el interés presente
y sensible; porque la previsión nada era para ellos, y, lejos de ocuparse de
un futuro remoto, no pensaban siquiera en el día siguiente» 25~

21. Cfr. VbD, premiére partie: II, 213.


22. Eníile, liv. II: II, p. 64.
23. VbD, premiére partie: II, pp. 224-225.
24. (Nr. ¡JOb, seconde partit: II, p. 228.
25. Loe, cii,, p. 229.
602 Pesquero Franco, E.

No acabaron ahí sus progresos, esa rudimentaria forma asociativa facili-


tó el establecimiento y la diferenciación de las primeras familias, pequeñas
sociedades, en las que apareció un conato de propiedad y algo hasta enton-
ces desconocido, La separación de las tareas a realizar entre hombres y
mujeres. Ahora bien, ese estado siguió siendo, según palabras del propio
Rousseau, un estadio todavía feliz, «la verdadera juventud del mundo»,
pues aquí, aún habiéndose perdido de alguna manera el sentimiento de la
compasión natural en beneficio de la cada vez más necesaria estima pública,
se mantuvo un sano equilibrio entre la ociosidad del estado de naturaleza
y la impetuosa actividad del egoísmo posterior: «Mientras los hombres se
contentaron con sus cabañas rústicas, mientras se limitaron a coser sus vesti-
dos de pieles con espinas de plantas o raspas, a adornarse con plumas y
conchas, a pintarse el cuerpo de diversos colores, a perfeccionarse o embe-
llecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras afiladas algunas canoas de
pescadores o algunos groseros instrumentos de música; en una palabra,
mientras sólo se aplicaron a obras que podía hacer uno solo y a artes que
no necesitaban el concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos
y felices tanto como podían serlo por su naturaleza, y continuaron gozando
entre ellos de las dulzuras de un trato independiente» Un funesto azar

les hizo salir de ese estado —el que parecía mejor para el hombre— y
descubrir las ventajas de la división del trabajo. La agricultura y la ganade-
ría dan lugar a una importante revolución, pues al producir más allá de sus
necesidades, los hombres comenzaron a disputarse el excedente: «el más
fuerte hacia su labor; el más diestro sacaba mejor partido de la suya; el más
ingenioso hallaba medios para abreviar el trabajo; el campesino tenía más
necesidad de hierro, o el forjador más necesidad de trigo, y trabajando lo
mismo, el uno ganaba mucho mientras el otro tenía para vivir Fue así27~

como del laboreo y del arte de trabajar los metales se siguió la implantación
de la propiedad, y con ella la creación del orden social de inusitadas conse-
cuencias para el hombre. El estado de naturaleza dejó paso al estado de
civilización, y en ese tránsito el hombre natural fue sustituido por el hombre
del hombre.
Esa evolución fue posible porque el hombre natural, desde el punto de
vista metafísico o moral, posee unas cualidades que le distinguen del animal.
No es el entendimiento, dice Rousseau, la característica diferenciadora en-
tre ambos, ya que también los animales, aunque en distinta cantidad, combi-
nan ideas. El hecho de ser agentes libres y, más aún, la facultad de perfec-
cionamiento imprimen especificidad propia al ser del hombre La «perfec-
~

tibilidad» será la capacidad que tiene el hombre de desarrollar ciertas


facultades que en el estado de naturaleza no poseía más que como mera

26. lbidem: II, p. 230.


27. Ibidem: II, p. 232.
28. VbD, premiére partie: II, pp. 218-219.
Jaeques Rousseau, una conciencia desgarrada de la ¡lustración 603

potencialidad y que únicamente llegarán a actualizarse en el momento en


que se bagan necesarias para su conservación: «Los progresos del espíritu
fueron exactamente proporcionados a las necesidades que los pueblos har
bian recibido de la naturaleza, o a las que las circunstancias los habían
sometido, y consiguientemente a las pasiones que los llevaban a proveer
tales necesidades» La razón es una de esas facultades potenciales del
29

hombre, que no se desarrolla en tanto en cuanto la humanidad no ha aban-


donado el estado de naturaleza para entrar en el orden civil, pues sólo
entonces le será necesaria para su conservación. No hay duda, entonces, que
para Rousseau el desarrollo de la razón y el de la vida social corren parejos,
son inseparables ». De igual modo, a medida que se establecieron relaciones
más estables entre los hombres, se hizo necesario que la comunicación entre
ellos se mejorase buscando un lenguaje más amplio que el mero grito de la
naturaleza; de ese modo, con la vida social, el uso de la palabra se perfeccio-
nó sensiblemente El acercamiento entre semejantes les estimuló a fijar la
~‘.

mirada en el «otro», y a querer ser «mirados ellos mismos» marcando así


claras diferencias en función de las preferencias. Aparecieron, por un lado,
la vergílenza y el desprecio, por otro, la vanidad y el desprecio, imponiéndo-
se inmediatamente la necesidad de ciertas normas de civilidad «porque en
el mal que resultaba de la injuria el ofendido veía el desprecio de su perso-
na, más insoportable con frecuencia que el mal mismo» En el momento
~.

en que el hombre empezó a considerarse a si mismo como un ser distinto y


diferente empezó a verse como rival inevitable de los otros. En la soledad
del estado de naturaleza no había deberes ni obligaciones morales porque
los hombres no tenían ni vicios ni virtudes, no podían, por tanto, ser buenos
o malos. En el momento en que la mirada introdujo diferencias entre ellos,
el amor de sí, la única pasión natural del hombre, se corrompió siendo
sustituida por el «amor propio», característica propia del hombre social, que
consiste en colocarse por encima de los demás, en preferirse a todos. Este
sentimiento llevó, irremediablemente, al odio hacia los demás y al descon-
tento de sí mismo «porque ese sentimiento, prefiriéndonos a los demás,
exige también que los demás nos prefieran a ellos; lo cual es imposible» “.

Por un lado, el amor de sí, que generó competencia y rivalidad, por otro,
el descubrimiento de la agricultura y de la metalurgia, que dio lugar a la
división del trabajo y a la implantación de la propiedad privada, confluye-
ron creando una nueva situación nada alentadora: el surgimiento de la desi-
gualdad entre los hombres Para expresar el proceso de perversión, de
~.

desnaturalización, que ha sufrido la naturaleza humana, Rousseau, dice

29. Loa ut, p. 219.


30. (ir. INc/em: II. p. 223.
31. CIV VbD, seconde partie: II, p. 230.
32. Ibidern.
33 Entile, liv. IV: III, P. 151.
34. Cfr. VbD, seconde partie: II, pp. 232-233.
604 Pesquero Franco, E.

Bermudo, se ha servido de una yuxtaposición de descripciones: «Una espe-


cie de descripción del “espíritu objetivo”, es decir, de la génesis de las
instituciones y relaciones sociales en base a una dialéctica Naturaleza-Socie-
dad regida por la necesidad, por Ja escasez; y una especie de “fenomenolo-
gía de la conciencia” que, en base a las relaciones de las conciencias en su
lucha por el reconocimiento, generan las condiciones de la perversión» Lo
>.

que realmente hace que la desigualdad sea la responsable de la degenera-


ción y la perversión de nuestra naturaleza es que por ella el hombre deja
de ser libre e independiente para verse sometido a la naturaleza y a los
demás hombres de los que se siente esclavo. Lo más nefasto de esta nueva
situación no reside tanto en el acto de la apropiación —ese acto en que uno
dice a otro «esto es mío»— cuanto en la renuncia que uno de ellos debe
hacer de sus derechos para que el otro se convierta en propietario. Para que
haya señor debe haber esclavos, o lo que es igual, el amo y el siervo no
pueden existir el uno sin el otro >.

La desigualdad, consecuencia de la aparición de la propiedad y de la


primacía del amor de si, hizo necesario el establecimiento de las leyes,
surgiendo así la sociedad civil. Efectivamente, rota la igualdad, el desorden
y el conflicto presidieron las relaciones entre los hombres, puesto que cada
uno luchaba por ser más rico y poderoso como fuera y por imponerse a
todos dando lugar a una terrible situación de guerra de todos contra to-
dos Ñ Fundamentalmente los ricos debieron observar cuán ventajosa era
para ellos esta situación de enfrentamiento permanente y comprendieron
también que si sus apropiaciones estaban basadas exclnsivame-nte •en la
fuerza, la fuerza misma podría usurpársela en cualquier mornvnto. Lo insos-
tenible de esta situación de inseguridad y conflicto les obligó a inventar un
sutil proyecto que consistía en «emplear en su favor l~s fuerzas mismas de
quienes lo atacaban, hacer defensores suyos de sus adversarios, inspirarles
otras máximas, y darles otras instituciones que le fríe~en tan favorables
como contrario le era el derecho natural» Ese sofisticado proyecto pre-
~>.

tendía reunir la fuerza de todos en un poder supremo que gobernaría a los


hombres según leyes que garantizarían la defensa del débil, frenarían al
ambicioso y preservarían la propiedad de cada cual haciendo posible la paz
entre los miembros de la comunidad. No cabe duda que la necesidad empu-
jó al rico a inventar la ley para legitimar lo que la violencia natural había
generado, transformando así un derecho simplemente legal basado en la
fuerza en un derecho legal refrendado por el consentimiento general. Rous-
seau mantiene que no debió de entrañar gran dificultad convencer a hom-
bres toscos e ignorántes de las ventajas de una organización social ocultán-

35. Bermudo, .1.. oc., p. 24.


36. Cfr DbI), seconde partie: II. p. 232.
37. Cfr. (oc. dr., p. 233.
38. lbidem.
Jacques Rousseau. una conciencia desgarrada de la Ilustración 605

doles los peligros que de ella podrían derivarse. Engañados, figurándose


que asegufaban su libertad, los débiles accedieron a la creación de la socie-
dad y de las leyes «que dieron nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas
al rico, destruyendo sin remisión la libertad natural, fijaron para siempre la
ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una hábil usurpación
un derecho irrevocable, y sometieron desde entonces, para provecho de
algunos ambiciosos, a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre
y a la miseria» ~.

Sabemos ya cómo pudo producirse el tránsito desde el «hombre natural»


al «hombre del hombre». Una serie de «funestos azares» junto con el carác-
ter perfectible de la naturaleza humana hicieron factible la aparición de la
sociedad, en la que la propiedad generó la desigualdad entre los hombres,
así como el triunfo del amor propio que les incitaba a mostrarse bien distin-
tos de lo que eran. El hombre perdió la bondad originaria que le hacía feliz
y libre creando un orden social en el que reinaba la injusticia social y la
alienación individual. Cabe preguntarse, sin embargo, si esta decadencia
condujo a una degeneración total del alma humana, que se desfiguró grave-
mente haciendo impensable volver a encontrar ese estado primitivo de bon-
dad y felicidad, o, si por el contrario, la naturaleza originaria subsiste aún,
pero escondida, sepultada bajo artificios, pero capaz de recuperar lo perdi-
do. Creemos que Rousseau mantuvo la esperanza en la regeneración. Si la
decadencia es explicable por razones puramente humanas, si es un acciden-
te de la historia, no hay por qué pensar que nuestra alma esté naturalmente
condenada a vivir en la opacidad, en la desconfianza, en la servidumbre.
Todos esos males han sido provocados por el hombre y por la sociedad y,
por tanto, como señala Starobinski: «no está comprometida la esencia del
hombre, sino sólo su situación histórica (...). Como el advenimiento del mal
ha sido un hecho histórico, la lucha contra el mal pertenece también al
hombre en la historia» La historia, que ha introducido el mal, es una
>.

necesidad de hecho, ya que nada nos incita a pensar que las circunstancias
que llevaron al hombre a abandonar el estado de naturaleza vayan a cam-
biar. Rousseau dejó bien sentado que no creía en la vuelta atrás, esto no
podía tener más que consecuencias negativas, ya que a la corrupción se le
añadiría la barbarie: «¡Vaya! ¿Hay que destruir las sociedades, aniquilar lo
tuyo y lo mío, y volver a vivir en los bosques con los osos? Consecuencia
propia de mis adversarios, que me gusta tanto anticipar como dejarles la

39. Loe. cd.. p. 234.


40. Starobinski, J.. oc., pp. 22-23. Desde esta perspectiva, y como sostiene Cassirer,
Rousseau pretende dar respuesta al problema de la existencia del maJ en el mundo sin
hacer responsable del mismo ni a Dios ni al hombre, trasladando el problema del campo
dc la Teodicea al de la política. Si el mal no surge ni de la misteriosa voluntad de Dios
ni de la culpa originaria del hombre sólo puede atribuirse a la sociedad en su totalidad.
Cfr. Cassirer, E., Le probléme Jean-Jaeqites Rousseau, Hachettc, Paris, 1987, Pp. 52 y ss.
606 Pesquero Franco, E.

vergdenza de sacarla» Aceptando con Gouhier que la historia es una


~‘.

necesidad de hecho, es posible preguntarse, como él mismo hace, si no sería


posible concebir una historia bien distinta a la que vivimos. El hombre de
naturaleza parece que debía, inevitablemente, convertirse en el «hombre
del hombre», pero «¿era necesario que el hombre se volviese tal como es?
La cuestión que se plantea no es ¿estado de naturaleza o historia, sino esta
historia o la otra? ~

Rousseau no ha subestimado en absoluto la sociedad, ni la influencia


que ha ejercido sobre el hombre. De ella procede, ciertamente, la propiedad
privada, la desigualdad y la esclavitud, pero también la razón, el lenguaje y
la conciencia moral 1 Se tratará más bien de evitar los errores de una
evolución histórica que ha conducido a la degradación y a la decadencia de
nuestra especie. El remedio, ya lo sabemos, no puede estar en la regresión,
en la vuelta al estado de naturaleza, sino en la búsqueda de una posible
reconciliación de la naturaleza con la historia que favorezca paralelamente
la conquista de la unidad entre el ser y el parecer del hombre.
En los primeros momentos de su obra, Rousseau ha pretendido desvelar
el porqué del mal, la causa de nuestra caída y, por tanto, de nuestra deca-
dencia. Deberá, a continuación, indicarnos los caminos por los que transitar
para encontrar la felicidad perdida y, por ende, nuestra verdadera naturale-
za. Eso sólo se logrará, piensa el ginebrino, apostando por la reforma moral
del individuo y por la reforma política de la colectividad. Pero no estamos
ante caminos alternativos, sino complementarios. El hombre ha de esforzar-
se por alcanzar la virtud y la libertad moral en su vida personal y ésto debe
realizarlo en contacto con los demás hombres. Sólo la participación en las
complejas relaciones de la vida social y política puede hacerle comprender
el significado pleno de las relaciones morales: «Es necesario estudiar la
sociedad por los hombres, y los hombres por la sociedad: cuantos quisieran
tratar separadamente la política y la moral jamás comprenderán ninguna dc
las dos» ~‘.

III. LA REFORMA POLÍTICA Y SOCIAL:


EL REDESCUBRIMIENTO DE LA COMUNIDAD

«Renunciar a su libertad es renunciar a su calidad de hombre, a los dere-


chos de la humanidad, incluso a sus deberes. No hay compensación posible
para quien renuncia a todo» (C.S., liv. 1, cap. 4:11, p. 520).

41. VbD. nota i: II. p. 254.


42. Gouhier. H., Les méditaiions métaphisiques de Jt’on;Iacqiws Rousseau. J. Vrin.
Paris, 1974. p. 23.
43. Cír. Todorov, T., oc., p. 19.
44. Emilio, liv. IV: III, p. 258.
Jaeques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 607

La evolución de la vida social acarreó al hombre males inimaginables.


Rousseau no pudo por menos que esforzarse en buscar la forma de elimi-
narlos o, al menos, de paliarlos sabiendo como sabia que estaba en juego
rescatar la felicidad que todos ansiamos disfrutar. Volver atrás, regresar al
estado de naturaleza para encontrarla nos está vedado. Nos queda, sin em-
bargo, la esperanza de construir una organización social alternativa a la que
generó nuestra decadencia y restaurar en ella la igualdad y lajusticia. Desde
esta perspectiva, la tarea del filósofo será descubrir los principios que han
de regir una sociedad que permita el desarrollo de la verdadera naturaleza
humana. Tarea que, si quiere ser vista como una empresa utópica, ha de
considerar a los hombres tal como son y a las leyes como pueden ser: «trata-
ré de unir siempre en esta indagación lo que el derecho permite con lo que
prescribe el interés, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen separa-
das» “>

La desigualdad, que posibilitó el que los hombres se convirtieran los


unos en esclavos de los otros, favoreció el establecimiento de un orden
social injusto porque les obligó a hipotecar su libertad. Para Rousseau es
inconcebible que un hombre se dé gratuitamente, pero más inconcebible
todavía le resulta imaginar que lo haga todo un pueblo, pues «aun cuando
cada cual pudiera enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos; ellos
nacen hombres y libres; su libertad les pertenece, nadie tiene derecho a
disponer de ella más que ellos» ~«. El orden social es un derecho sagrado,
pero un derecho que no viene de la naturaleza, sino basado en convencio-
nes Si en una determinada organización social esos valores se han eclipsa-
~

do, cabe la esperanza de reencontrarlos buscando una forma de asociación


que, superando la desigualdad, haga posible el desarrollo pleno de la liber-
tad humana. Estamos ante el problema clave al que debe dar solución el
«pacto social», esto es, ante la necesidad de buscar una forma de asociación
que instaure un orden político justo «que defienda y proteja de toda la
fuerza común la persona y los bienes de cada individuo, y por la cual,
uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a si mismo
y quede tan libre como antes» ~.

El pacto social, el acto por el que un pueblo es un pueblo, siendo una


teoría que comparten prácticamente todos los pensadores políticos de los
siglos XVII y XVIII, adquiere en Rousseau características propias. La nota
que marca la originalidad del pacto rousseaniano ha aparecido ya en el
texto citado con anterioridad. Allí se ha dicho: «uniéndose cada uno a to-
dos, no obedezca más que a sí mismo y quede tan libre como antes». Desde

45. Va contrat social, liv. 1: II, p. 518. En adelante nos referiremos a esta obra con
la abreviatura: C.S.
46. C.S., liv. 1, cap. 4:11, P. 520.
47. (Nr. C.S., liv. 1, cap. 1:11, p. 518.
48. (15, liv. 1. cap. 6:11, p. 522.
608 Pesquero Franco, E.

esta perspectiva, para Rousseau el acto de constitución de la sociedad des-


cansa en la voluntad pura de todos los contrayentes que han tomado libre-
mente la decisión de asociarse. Transformándose de este modo la multitud
dc individuos en la íntima unidad de un pueblo. Si es el uso de la fuerza lo
único que mantiene unidos a los miembros de la primera, los segundos
deciden por consenso —libremente—--— vincularse recíprocamente en una
unidad colectiva, yo común. Una vez constituido este yo común —cuerpo
político—, que cuando es pasivo sus miembros llaman Estado y Soberano
cuando es activo, no se puede ofender a uno de sus miembros sin que los
demás se resientan de ello: «Cada uno de nosotros pone en común su perso-
na y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y
nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisi-
ble del todo» ‘1
La sociedad civil justa estará regida por este pacto. Un pacto que, gra-
cias a la enajenación absoluta a favor de la colectividad que en él realizan
cada uno de sus miembros, produce un cambio radical al sustituir en la
conducta del hombre el instinto por la justicia, proporcionando así a sus
acciones la moralidad de la que carecían antes. En ese momento, el hombre
se ve obligado a obrar por otros principios distintos al mero impulso físico,
se ve impulsado a guiarse por la razón. Haciendo un balance general, dice
Rousseau, la alienación a favor de la colectividad, que lleva implícito el
paso del estado de naturaleza al estado de civilización, posibilita el tránsito
de la libertad natural a la libertad civil: «lo que pierde el hombre por el
contrato social es su libertad natural y el derecho ilimitado a todo cuanto
le tienta y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de
todo cuanto posee» F.l pacto social es ahora aprobado por la voluntad
>“.

libre de todos los asociados que al suscribirlo se consideran iguales entre sí


y libres. Al ser un pacto entre iguales, los individuos que lo suscriben no
ceden sus derechos a un tercero que está por encima de las partes, de donde
resultaría, claramente, la sumisión. El pacto se da entre los mismos indivi-
duos. que se convierten a la vez en «ciudadanos» y «súbditos», siendo así
que como miembros del cuerpo político reciben lo que como individuos
alienan en favor del todo del que forman parte. Rousseau cree, en definiti-
va, que el pacto es para el individuo, tomado singularmente, un compromiso
que adopta consigo mismo a través del todo. De la misma manera que el
individuo asume un acuerdo consigo mismo al no establecer un vínculo con
un tercero que esté por encima de las partes, el pueblo contrae una obliga-
ción consigo mismo por medio de cada individuo: «el pacto social es dc una
naturaleza particular y propia de él solo, en lo que respecta a que cl pueblo
no contrata sino consigo mismo, es decir, el pueblo en cuerpo como sobera-
no, con los particulares como súbditos: condición que forma todo el artificio

49. Ibidem, etiam Emilio liv. V: III. p.3l3.


50. (‘.51, liv, 1, cap. 8: p. 524.
Jaeques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 609

y el juego de la máquina política, y que sólo hace legítimos, razonables y


sin peligro, los compromisos que sin esto serían absurdos, tiránicos y sujetos
a los abusos más enormes» Rousseau, como Hobbes, rompe con la tradi-
~‘.

ción que asignaba un carácter dual al pacto social, pero mientras el último
eliminó el pacto de asociación reabsorbiéndolo en el de dominación, Rous-
seau elimina el pacto de dominación y atribuye la soberanía en su totalidad
al pueblo: «no existe más que un contrato en el estado, es el de la asocia-
ción; y éste solo excluye cualquier otro»
La soberanía —inalienable, indivisible e infalible——— pertenece a la totali-
dad del pueblo que forma el cuerpo político y cuya voluntad es la voluntad
general ~t Si mediante el pacto social se dio existencia y vida al cuerpo
político, se hace necesario ahora darle movimiento y voluntad mediante la
legislación «porque el acto primitivo por el que este cuerpo se forma y se
une nada determina todavía de lo que debe hacer para conservarse» De ~“.

manera, dirá Rousseau, que la voluntad del cuerpo político, la voluntad


general, habrá de expresarse mediante leyes en cuya elaboración y aproba-
ción todos participarán como ciudadanos y a la que todos deberán obedecer
como súbditos, puesto que «las leyes no son propiamente más que las condi-
ciones de la asociación civil» ». Su observación es legítima, mantiene F.
Santillán, porque 1) han sido aprobadas por todos en cuanto que ciudada-
nos, 2) todos las obedecen en cuanto súbditos, 3) con la garantía constante
de la consecución del bien común, 4) son la síntesis de la fuerza y la conti-
nuidad del cuerpo político Sometiéndose a esas leyes que tienen su asen-
~

timiento, los ciudadanos no obedecen a ninguna otra persona más que a su


propia voluntad. La ley no es, en absoluto, negación de la libertad; muy al
contrario, ella es la única capaz de garantizar el ejercicio de la libertad.
La verdadera libertad supone la obediencia a esa ley que el individuo
erige más allá de sí mismo, es decir, la verdadera libertad es la que se
realiza en la voluntad general, en la voluntad del estado, en la sociedad
y. de este modo, «podría añadirse a la adquisición del estado civil la
libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí;
porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley
que uno se ha prescrito es libertad» La ley misma, más allá de las volunta-
~>.

des particulares, se convierte así en el único poder legítimo sobre el que


debe reposar la dependencia social. Los hombres no deben temer, bajo
ningún concepto, dicha dependencia; ellos sólo han de evitar la dependencia

51. Emilio, liv. V: III, p. 314.


53. Cfr. (.8., liv. 11, cap. 1:11 pp. 525-527.
54. (.8., liv. 11,6:11, p. 530.
55. 1/nc/em,.
56. Fernández Santillán, J. F.. I-Iobbes y Rousseau. Entre la autocracia y la demo-
cracia, F.C.E., México, 1988, p. 88.
57. C.8., liv. 1, cap. 8:11, p. 524.
610 Pesquero Franco, E.

irracional y fortuita de otras gentes. Por eso dirá Rousseau, existen dos
tipos de dependencia: la de las cosas y la de las gentes. La primera, la de
las cosas, no perjudica a la libertad; pero la segunda engendra toda suerte
de vicios y crea la desigualdad al establecer la diferencia entre el amo y el
esclavo s>. Para el filósofo ginebrino es claro que sólo una sociedad que
afirme la libertad de todos sus miembros puede superar el problema de la
desigualdad entre los hombres, siendo el deber fundamental que le incumbe
al Estado el de sustituir la desigualdad física entre ellos por la igualdad
jurídica y moral: «en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto funda-
mental sustituye, por el contrario, por una igualdad moral y legítima lo que
la naturaleza pudo poner de desigualdad física entre los hombres y que,
pudiendo ser desiguales en fuerza o en genio, se vuelvan todos iguales por
convención y de derecho» 59

IV. REFORMA INDIVIDUAL Y MORAL DEL INDIVIDUO:


EL REDESCUBRIMIENTO DEL INDIVIDUO

~<Elhombre es muy fuerte cuando se contenta con ser lo que es: es muy
desgraciado cuando quiere elevarse por encima de la humanidad (E. liv. II: III,
p. 56).

La reforma de la sociedad siendo necesaria resultará insuficiente, piensa


Rousseau, si no va acompañada de una profunda reforma individual que
saque a la luz la verdadera naturaleza humana capaz, si las circunstancias
lo permiten, de desarrollarse armoniosamente. Se tratará de buscar la re-
conciliación de la naturaleza esencial del hombre —su ser individual— con
la historia —su sociabilidad—. Este es el propósito del Emilio donde se nos
advierte de la importancia que tiene distinguir el hombre natural que vive
en el «estado natural» y el hombre natural que vive en el «estado social».
Emilio, el protagonista de la obra, «es un salvaje hecho para vivir en las
ciudades» «¼Esta obra quiere llevar a cabo un verdadero estudio de la
naturaleza humana que indague los medios más adecuados para desarrollar
al máximo nuestras capacidades porque siendo los hombres iguales entre sí,
su interés prioritario residirá en realizar el estado de hombre, en vivir real-
mente la vida humana: «Vivir es el oficio que yo quiero enseñarle; saliendo
de mis manos él no será, convengo en ello, ni magistrado, ni soldado, ni
sacerdote; será primeramente hombre» De la misma manera que las plan-
«.

tas necesitan del cultivo para formarse, los hombres necesitan de la educa-
ción. Al nacer, el hombre es un ser inacabado que necesita de un largo

58. EmiLio, liv, II: III; p. 59.


59. (.5, liv. 1, cap. 9:11, p. 525.
60. Emilio, liv. III: III, p. 145.
61. Emilio, liv. 1:111, p. 23.
Jacques Rousseau. una conciencia desganada de la ilustración 611

proceso de aprendizaje para llegar a realizar verdadera y realmente su pro-


pia naturaleza. La educación será el «arte» que permite desarrollar al máxi-
mo las disposiciones naturales del hombre. A ella le debemos todo aquello
que teniendo necesidad de ello de mayores no lo poseemos por nacimiento.
Estado de naturaleza y estado de civilización eran los dos grandes mo-
mentos por los que transcurría el desarrollo de la especie; igualmente, el
desenvolvimiento progresivo del individuo exigirá la existencia de dos fases
en la educación. La primera se iniciará con el nacimiento y llegará hasta la
edad en que el niño comienza a hacer uso de la razón, quince años más o
menos. La segunda coincidirá con el desarrollo de esa facultad propiamente
humana y acabará con la muerte. Mientras la primera, la educación negati-
va, tiene por objeto la consecución del hombre natural obteniéndose gracias
a ella la virtud de todo lo que se relaciona con él mismo; la segunda, la
educación social, se orientará a adaptarnos a la vida con los demás hombres,
y en ella Emilio se dispondrá para ir adquiriendo las virtudes sociales y las
relaciones que las exigen 62 Una educación que quiera formar realmente a
un hombre no debe olvidar ninguna de esas fases. Sólo una integración de
ambas hará realmente efectiva la conciliación naturaleza-sociedad de la que
se derivará la consecución de la unidad personal y con ella nuestra felicidad.
Comprender el significado de este proceso educativo y rousseauniano exigi-
rá examinar qué es y en qué consiste para él el conocimiento, qué es y en
qué consiste la moralidad. En la confluencia de esas dos dimensiones huma-
nas, la cognoscitiva y la moral, se configura su ideal de hombre que la
educación tratará de realizar.

IV.1. Conocimiento y educacion

Si lento fue el desarrollo de la razón en la especie, pues precisó tiempo


y el concurso de circunstancias favorables, lento será también el desarrollo
de esa facultad en el individuo. La educación no debe acelerar su desenvol-
vimiento esperañdo que llegue de forma natural a su madurez. En este
sentido Rousseau no duda en defender que la regla más útil de toda educa-
ción «no es ganar tiempo, es perderlo» La comprensión del desarrollo
63

intelectual humano será el punto de referencia último de la propuesta edu-


cativa rouseauniana. La educación física precederá a la intelectual, y esta
última deberá cuidar, en primer lugar, la educación de los sentidos, poste-
riormente la de la imaginación, para acaba en la educación de la razón, pues
ese es el orden evolutivo de nuestras facultades cognoscitivas.
Las primeras facultades que se forman y se perfeccionan son los senti-

62. (7fr. Emilio, liv. III: 111, pp. 147-148.


63. Emilio, liv. II: 111, p. 64.
612 Pesquero Franco, E.

dos, y, por eso, serán las primeras que hay que aprender a cultivar: «ejerci-
tar los sentidos no es solamente hacer uso de ellos, es aprender a manejarlos
bien, es aprender, por así decirlo, a sentir; pues no sabemos ni tocar, ni ver,
ni oír, sino en la medida en que lo hemos aprendido» % La sensación es el
alma del niño ———como lo era del hombre en el estado de la naturaleza— en
tanto en cuanto lo único de que él es capaz en esos momentos es de regis-
trar pasivamente las sensaciones sin tratar para nada sus relaciones. Las
únicas nociones que puede llegar a comprender son las que de ellas provie-
nen, excepción hecha de la idea de propiedad que es igualmente adquirida
por la experiencia Superada esta primera etapa, el niño comparando sen-
~.

saciones será capaz de empezar a formar «percepciones» o «ideas». Actuali-


zandose de este modo las facultades intelectuales se irá desarrollando el
juicio y el razonamiento, pues en ese momento se establecen relaciones que
los sentidos no determinaban: «En principio, nuestro alumno sólo tenía
sensaciones, ahora tiene ideas; él no hacía sino sentir, ahora juzga. Pues de
la comparación de varias sensaciones sucesivas o simultáneas, y del juicio
que se deduzca de ellas, nace una especie de sensación mixta o compleja
que yo llamo idea» t Rousseau distingue entre las «ideas simples» y las
«ideas compuestas». Mientras que las primeras resultan de la comparación
entre sensaciones, las segundas resultan de la unión de varias de esas ideas
simples. Estas operaciones de combinación de ideas son llevadas a cabo por
un «sexto sentido»: el «sentido común». Se llama así, nos previene el gine-
brino, no tanto porque sea comun a todos los hombres, sino porque resulta
del uso bien regulado de los demás sentidos. El sentido común reside en cl
cerebro, no le corresponde órgano particular alguno y sus sensaciones, pu-
ramente internas, se denominas percepciones o ideas. El arte de comparar-
las entre síes a lo que se llama propiamente razón humana: «De este modo,
lo que yo llamaba razón sensitiva o pueril consiste en formar ideas sencillas
por el concurso dc varias sensaciones; y lo que llamo intelectual o humana
consiste en formar ideas complejas por el concurso de varias ideas sim-
píes» La formación de nuestro carácter dependerá del modo en que for-
>~.

memos las ideas. El espíritu sólido y justo es el que forma sus ideas sobre
relaciones reales y el que ve las relaciones tal y como son; frente a éste, el
espíritu superficial y falso es el que se contenta con relaciones puramente
aparentes, y así, puede Rousseau considerar «loco» al que inventa relacio-
nes imaginarias o «imbécil» al que no relaciona nada El juicio se hace
~«.

activo en el momento en que se aprende a formar ideas; en ese momento,


es capaz de reunir, comparar y determinar relaciones que cl sentido no

64. Lo<, cii., p. 90.


65. Ihiclen>: III, pp. 67-68.
66. Emilio, liv. 111: 111, p. 14-4.
67. Emilio, liv. 11: III, p. 110.
68. Cfr. Emilio, liv. 111: 111, p. 144.
Jacques Rousseau. una conciencia desgarrada de la Ilustración 613

determinaba. El error, por tanto, no radica en las sensaciones, que se con-


tentan con decir lo que han percibido, sino en el juicio, que al establecer,
por inducción, relaciones que no percibe, puede llegar a equivocarse.
Ahora sabemos que el juicio, la razón, llegan lentamente En cuanto
~>.

que es un compuesto de todas las demás facultades humanas se desarrolla


tarde y difícilmente. Hasta entonces al niño sólo le impresionan las cosas
sensibles, lo que le llega por las sensaciones y tiene que ver con su entorno
físico Ahora comprendemos la máxima rousseauniana: «sed razonables y
~‘.

no razonéis con vuestro alumno» Si el niño no posee la razón mas que


“.

en potencia y, como para el salvaje, le resulta una facultad superflua, no


cabe duda que no es necesario razonar con los niños. Ciertamente Rousseau
está de acuerdo con Locke en que a los niños les enorgullece que les traten
como a seres racionales, pero lejos de promover esta inclinación el ginebri-
no cree necesario combatirla. El único medio de hacerles dóciles no es
razonar con ellos, sino más bien, por el contrario, convencerles de que la
razón no les conviene porque su uso prematuro les lleva irremediablemente
al verbalismo. Verbalismo que carga al niño con bellas fórmulas sin que
éstas tengan el menor efecto sobre su conducta. En este sentido pretender
educar a un niño por la razón es comenzar por el fin. Si los niños razonasen,
no tendrían necesidad alguna de ser educados, y «al hablarles desde su
temprana edad en un lenguaje que ellos no comprenden, se les acostumbra
a administrar palabras, a controlar todo cuanto se les dice, a creerse tan
sabios como sus maestros, a convertirse en discutidores y tercos; y todo
cuanto se piensa obtener de ellos por motivos razonables, no se obtiene
nunca sino por codicia, o temor, o vanidad, las que se está obligado siempre
a reunir» 72
El educador tendrá que respetar y comprender al niño tal como es.
Tratarles como adultos sólo conseguiría impedir su desarrollo posterior co-
mo hombres porque como «la humanidad ocupa su lugar en el orden de la
cosas; la infancia tiene el suyo en el orden de la vida humana: es preciso
considerar al hombre en el hombre, y al niño en el niño» La infancia tiene
“.

modos de ver, de pensar y de sentir que le son propios. Su atención se


centra en sus intereses físicos inmediatos. Cuenta, ante todo, con sus instin-
tos y se complace, como lo hacía el salvaje, con su fortaleza y energía y, por
tanto, no pueden aprender más que lo que observan que tiene para ellos
alguna ventaja actual y presente, bien sea por placer bien por utilidad. En
estos momentos, el papel del educador debe quedar limitado a favorecer el
desarrollo de los impulsos naturales del niño y al desarrollo de la experien-

69. (Mr. loe. cit., p. 12(1.


70. Cfr. Emilio, liv. II: III; p. 62.
71. Loct cit. p. 65.
72. Ilñclem: III. p. 62.
73. Jbide,n: III, 55. etiam cfr., loe. cit.. p. 63.
614 Pesquero Franco. E.

cia circundante. Es la llamada educación negativa, que tiene por objeto


perfeccionar los instrumentos de nuestro conocimiento hasta que llegue el
momento de la adquisición de esos conocimientos, preparando la razón
mediante el ejercicio de los sentidos. En ella, aunque no se enseñe la verdad
ni la virtud, se procurará defender del vicio el corazón del niño y su espíritu
del error y así predisponerlo «a todo lo que puede llevarlo a la verdad
cuando esté en condiciones de entenderla y al bien cuando esté en disposi-
ción de quererlo» Para Rousseau no es precisamente exiguo el papel a
‘~.

desempeñar aquí por el educador, que deberá ejercer una influencia, si


queremos, «indirecta» sobre su alumno propiciándole el encuentro con ex-
periencias que le permitan el desarrollo de su propia naturaleza. En este
periodo el educador, más que hacer, dejará que sea el alumno el que haga,
poniendo a su alcance cuestiones que tendrá que resolver él mismo. Se
tratará de que el alumno crea ser siempre él el maestro, pues sólo de esta
forma se ganará su voluntad. Efectivamente, sólo creando un clima de
aprendizaje en el que no existe el temor, el alumno podrá estudiar con
placer y el maestro, a su vez, dispondrá en torno a él las lecciones que
quiere darle, sin que él piense recibir alguna. No cabe duda, dice el ginebri-
no, que es difícil este arte, «el de dirigir sin preceptos y hacerlo todo no
haciendo nada» Sin embargo, lo que se consigue es mucho. Dejándole en
‘~.

libertad, observándole actuar sin decirle nada, comprobaremos que sin te-
ner que demostrar que es libre, no hará nada sin reflexionar antes sobre
ello. Puesto que conoce sus fuerzas, porque las ha experimentado, adecuará
siempre los medios a los fines que se ha impuesto y raramente actuará sin
confianza en el éxito de su empresa; y lo que es más importante todavía,
sus juegos serán sus ocupaciones. no habrá, por tanto, para él diferencia
alguna entre el trabajo y la diversión. Educado de este modo, cuando llegue
al final de la infancia, el niño habrá vivido y disfrutado de la vida del niño
sin tener que hipotecar la felicidad a la perfección. Quizá tenga pocos cono-
cimientos, pero los que tienen le pertenecen realmente y no sabe nada a
medias, disfrutando de «un espíritu universal, no por las luces, sino por la
facultad de adquirirlas; un espíritu abierto, inteligente, pronto a todo, y,
como dice Montaigne, si no instruido, al menos instruible... Pues, lo diremos
una vez más, mi propósito no es darle ciencia, sino el aprender a adquirirla
en caso necesario; hacérsela estimar exactamente en lo que vale, y hacerle
amar la verdad por encima de todo. Con este método se avanza poco, pero
no se da jamás un paso inútil, y no se ve uno obligado a retroceder» ~‘.

Esta primera fase de la educación, la educación negativa o educación de


los sentidos, es fundamental para el posterior desarrollo del hombre. En ella
se intentará formar a una persona cuya primera cualidad sea la autentici-

74, Leare á M. Beaumonr: 111, p. III, p. 344, etiam Cfr. Emilio, liv. II: III, p. 65.
75. Emilio, liv. II: III. p. 82.
76. Loa ch, jy 147.
Jacques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 615

dad, es decir, la coherencia consigo misma. Para ello se insistirá en la necesi-


dad de potenciar al máximo el buen desarrollo de los sentidos preparando
al niño para el momento en que pueda empezar a ejercitar su razón. Si en
esos momentos no se recomienda razonar con los niños no es porque Rous~-
seau haya querido desacreditar nuestra facultad racional. Como bien ha
indicado Derathé, si no se debe razonar con los niños es únicamente porque
la razón es muy lenta de formarse y los niños no pueden comprenderla, no
porque ella sea en sí una facultad equívoca”. Una vez que se ha formado
es la verdadera guía del hombre: con ella conocemos el error y el vicio, pero
también, gracias a ella, alcanzamos la verdad, mantenemos relaciones con
los demás y, sobre todo, podemos ejecutar acciones morales que pongan de
manifiesto nuestra verdadera condición humana.

IV.2. Moral y educación

Durante los primeros años de su existencia el niño está centrado exclusi-


vamente en sí mismo y trata a los demás hombres como si existieran sólo
para él. Progresivamente llega a sentir otras necesidades, a experimentar
sentimientos hacia la gente en lugar de hacia los simples objetos, empezan-
do a considerar a los demás como personas en sí mismas. Entramos en la
segunda etapa educativa, la de la educación social, tan importante como la
primera, pues «Emilio no está formado para permanecer solitario; miembro
de la sociedad, en ella debe cumplir los deberes. Hecho para vivir con los
demás hombres, debe conocerlos. El conoce al hombre en general, le queda
conocer a los individuos. Sabe lo que se hace en el mundo, le queda ver
cómo se vive en él» Necesitamos dos tipos de educación, no sólo en
~>.

función de nuestro desarrollo intelectual, sino porque, como dice Todorov,


los actos de los hombres han de ser juzgados según dos escalas distintas de
valores 1 En la primera educación, en tanto en cuanto el niño está centrado
en las relaciones consigo mismo y con las cosas, sus acciones serán juzgadas
en función de su putenticidad: la mejor acción será la que sea perfectamente
coherente con todo su ser. El criterio de juicio es aquí inmanente a cada ser
y es el único que conoce el individuo solitario, el niño, el salvaje. Mas si la
satisfacción de sus necesidades podía ser un criterio válido para ejecutar las
acciones en el caso del niño o del salvaje, cuando los hombres entran en
relación unos con otros se impone la necesidad de un criterio trascendente
para juzgar sus acciones. Efectivamente, cuando el hombre no ha lanzado
su mirada al otro, sólo le interesa su propio bienestar, no odia ni ama a
nadie. Al entrar en contacto con los otros hombres, por el contrario, no

77. CIr. Derathé, R., cxc., pp. 29-32.


78. Emilio, liv. IV: III, p. 225.
79. Cfr. Todorov, T., OC., pp. 92-93.
616 Pesquero Franco, E.

escucha ya a sus inclinaciones, consulta a la razón y adquieren así sus accio-


nes la moralidad que antes les faltaba: «En tanto que su sensibilidad quede
r6ducida al individuo, no existe nada moral en sus acciones; sólo es cuando
ella comienza a salir fuera de él cuando adquiere primero los sentimientos
y luego las nociones del bien y del mal, que le constituyen verdaderamente
hombre y parte integrante de su especie»
La moralidad plena, por lo tanto, sólo se alcanzará en el momento en
que la razón logre su plena actualización. Y es que existe, según Rousseau,
un orden y progreso en nuestra naturaleza que hace que las formas más
evolucionadas de la misma surjan a partir de las etapas más simples. Esto,
que se confirmó ya en la perspectiva cognoscitiva donde el orden natural es
que la razón sensitiva sirva de base a la intelectual, se confirmará ahora en
la dimensión práctica o moral, produciéndose también aquí un proceso or-
denado de nuestros sentimientos primitivos según van desarrollándose
nuestras facultades intelectuales. De tal manera, que el desarrollo progresi-
vo de nuestras facultades obligará no sólo a que en la primera educación no
se intente razonar con los niños, sino también a retrasar la educación moral
y religiosa hasta la edad civil, porque tanto una como otra precisan el uso
de nuestra razón, mientras eso no ocurra «conocer el bien y el mal, percibir
la razón de los deberes del hombre, no es asunto para un niño» «.

En la carta a M. de Beaumont, Rousseau afirma tajantemente que no


hay maldad original en el corazón del hombre. El principio fundamental de
toda moral es que el hombre es un ser naturalmente bueno, amante de la
justicia y del orden. Los vicios que pueden llegar a corromper nuestra alma,
haciéndola presa de la injusticia y la inmoralidad, procederán siempre del
exterior, de lo social «~. El primer sentimiento con el que el hombre viene
al mundo es el «amor de sí», que promueve la conservación de nuestro
propio cuerpo, haciendo que nos estimemos por encima de todo a nosotros
mismos y también a todo lo que nos ayuda a conservarnos. Este sentimien-
to, siempre bueno y conforme a fin, es «pasión primitiva, innata, anterior a
cualquier otra, y de la que todas las demás no son, en cierto sentido, sino
modificaciones» 83 El amor de si satisface todas nuestras necesidades duran--
te los primeros años de nuestra vida cuando la felicidad depende de la
acomodación al medio físico inmediato. Progresivamente el niño empezará
a tener emociones que le transportarán fuera de sí mismo y a experimentar
atracción y apego por otros seres humanos. Es el momento en que estará
en disposición de sentir piedad o compasión por sus semejantes, esto es, de
rechazar naturalmente la imagen del sufrimiento ajeno. Amor de sí y piedad
son entonces los sentimientos primarios del niño, expresión de la bondad

80. Emilio, liv. IV: III. p. 155.


81. Emilio, liv. 11: 111, p. 62.
82. Cfr. Lettre a M. de Beaumon/: III, p. 345.
&.. Emilio, liv. IV: 150.
Jacques Rouíveau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 617

de su naturaleza: «El primer sentimiento de un niño es el de amarse a si


mismo; y el segundo, que deriva del primero, es el de amar a aquéllos que
le rodean» t Pero la piedad es un sentimiento más complejo que el amor
de sí. Este último no exige más que el ejercicio de los sentidos. La piedad
necesita, además, la actualización de la imaginación porque sólo se puede
llegar a sentir compasión por otro cuando soy capaz de sentir lo que hay de
común entre él y yo: «¿cómo vamos a dejarnos conmover de compasión si
no es saliendo fuera de nosotros e identificándonos con el animal sufriente,
abandonando, por decirlo así, nuestro ser para tomar el suyo? Sólo sufrimos
en tanto que consideramos que él sufre; no está en nosotros, está en él que
suframos. De este modo nadie llega a ser sensible sino cuando se anima su
SS

imaginación y comienza a transportarle fuera de si» -.

Si bien el niño está naturalmente inclinado al efecto de todo cuanto le


rodea, y especialmente al de sus semejantes, a medida que se amplían sus
relaciones y sus necesidades aparece el sentimiento de sus relaciones con
los demás y paralelamente el de los deberes y preferencias. Es el tránsito a
la edad de la razón en la que se hacen efectivas las relaciones sociales y
también una mayor complejidad en los sentimientos morales. Entonces, los
hombres empiezan a mirar a sus semejantes, se comparan con ellos, los
intereses de unos y otros los enfrentan, despertándose en ellos la ambición
y el engaño. El sentimiento originario de bondad se transforma ahora en
amor propio, generando éste toda suerte de egoísmos y de vicios, pues «lo
que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y el
no compararse mucho a los demás; lo que le hace esencialmente malo es
tener muchas necesidades y atenerse demasiado a la opinión» t Ante la
aparición de esas nuevas pasiones, el hombre habrá de adquirir una fuerza
interior que Le permita protegerse de la debilidad y del conflicto que le
ocasiona darse cuenta que no puede seguir siendo el ser autosuficiente que
antes era. Esa fuerza del alma humana se manifiesta como virtud, esto es,
como la capacidad que tiene el hombre de triunfar sobre sus pasiones domi-
nando su propio corazón. No hay virtud, dice Rousseau, sin combate ni
victoria Ese carácter de lucha pone de manifiesto que si, por un lado, la
<~.

virtud desnaturaliza al hombre puesto que le obliga a dominar sus senti-


mientos sacrificando sus intereses inmediatos, por otro, le muestra su propia
SS
fortaleza para vencer sus impulsos y llevar una vida propiamente humana
La virtud, entendida como lucha, no puede confundirse con la bondad, que
consiste únicamente en seguir nuestras propias inclinaciones. Esta distinción
le ha permitido a P. Masson hablar de la existencia de dos morales diferen-

84. Loa <it, fl. 151.


85. Ibídem. III. p. 157.
86. Ibidem, 111, p. 151.
87. Cfr. Lertre a M. de Franqujéres: 111, p. 524.
88. Cfr. Grimsley, R., La filosofía de Rousseau, Alianza, 1977, p. 82.
618 Pesquero Franco, E.

tes en el planteamiento filosófico del ginebrino. La moralidad del instinto,


que no exige para ser bueno más que seguir las inclinaciones sensibles y la
moral del hombre virtuoso, que supone el triunfo de la voluntad humana
sobre las inclinaciones. Aquélla correspondería a la infancia y a la adoles-
cencia, ésta última a la edad de las pasiones. Por eso mientras que la prime-
ra educación moral debe limitarse al desarrollo de la bondad natural y la
piedad, el desarrollo de la virtud es la tarea de la moral cuando se hacen
efectivas las relaciones con los demás «>. Si bien entre una y otra moral no
hay contradicción, en tanto en cuanto cada una de ellas es requerida en
distintos momentos de nuestra vida, no cabe duda tampoco de que la virtud
es moralmente superior a la bondad porque supone el triunfo de la virtud
sobre la naturaleza. Crece, es cierto, más dificultosamente, pero, por eso
mismo, produce una satisfacción, un contexto de nosotros mismos que no
se logra de ninguna otra manera: «estar contento por hacer el bien es el
premio de haberlo hecho, pero ese premio no se consigue más que después
de haberlo merecido. Ninguna cosa es más amable que la virtud, pero es
necesario gozar de ella para sentirla así. Cuando se quiere alcanzarla, seme-
jante al Proteo de la fábula, toma inmediatamente mil formas desconcertan-
tes y no se muestra finalmente bajo su verdadera apariencia más que a los
que no han cejado en buscarla» «<.
El hombre puede llegar a ser virtuoso porque hay en él, en el fondo de
su alma, un principio innato de justicia y de virtud que le permite juzgar,
tanto sus acciones como las de los demás, como buenas o malas. Ese senti-
miento, mucho más profundo que los impulsos inmediatos del amor de si y
de la piedad, es la conciencia. Ella es la voz del alma como las pasiones eran
la voz del cuerpo; quien la escucha, obedece a la naturaleza porque ella es
la manifestación más profunda de nuestra condición humana; además. en
cuanto que pertenece a la parte espiritual de nuestro ser, nos eleva hasta
Dios y así dice Rousseau, muy explícitamente de ella: «instinto divino, in-
mortal y celeste voz; guía segura de un ser ignorante y limitado, pero inteli-
gente y libre; juez infalible del bien y del mal, que haces al hombre semejan-
te a Dios, tú eres quien conforma la excelencia dc su naturaleza y la morali-
dad de sus acciones; sin ti yo no siento en mí nada que me levante por
encima de las bestias si no es el triste privilegio de vagar de error en error,
gracias a la colaboración de un entendimiento sin reglas y de una razón sin
principio» .No cabe dudar de la existencia de este sentimiento, inscrito en

89. Masson, P., La «profcssion de foi du vicaire savoyard» de Jean-iacques Rousse-


au, editión critique, d’aprés les manuscrits de (ienéve, Neuchatel et Paris, Fribourg,
Paris, 1914. Apud in Derathé, R., oc., ¡>. 116.
90. Emilio, liv. IV (P.F.V.S.): III, p. 202. Con la abreviatura «P.F.S,V.» indicamos
las páginas del libro IV del Emilio correspondientes a la «profesión de fe del Vicario sa-
bovano».
91. Emilio, liv. IV (P.F.V.S.): III, p. 202.
Jacques Rousseau. una conciencia desgarrada de la Ilustración 619

lo más profundo de nuestros corazones; de su existencia da fe el que los


pueblos juzguen unánimemente las acciones de los hombres como buenas o
malas y el que seamos capaces, cada uno de nosotros, de sentir admiración
y goce por las acciones heroicas y por las almas nobles «2~

Como la piedad necesitaba de la imaginación para volverse activa, la


conciencia necesita de la razón para desarrollarse y obrar. No puede actuar
en el hombre que no puede comparar ni tiene el punto de vista de las
relaciones; por eso, el niño y el salvaje, faltos de imaginación y de reflexión,
pueden hacer el bien y el mal, pero no conocerlo: sus acciones carecen por
completo de moralidad. Razón y conciencia se complementan mutuamente.
Aunque esta última no resulta de conocimientos adquiridos a través de la
razón, la necesita para hacerse activa. De la misma manera tampoco puede
pensarse que la conciencia esté destinada a reemplazar a la razón. No ten-
dría sentido en un ser privado de razón e incapaz de adquirir el conocimien-
to del bien: «Conocer el bien no es amarlo; el hombre no tiene conocimien-
tos innatos, pero una vez que la razón le hace conocer ese bien, su concien-
cia le lleva a amarlo» Conciencia y razón son los dos términos sobre los
~.

que descansa el planteamiento moral del filósofo ginebrino. No estamos


ante una moral del puro sentimiento, pero tampoco ante el exacerbado
intelectualismo de sus compañeros ilustrados t La conducta moral correcta
resultará entonces de la conjunción entre esos dos principios: la conciencia
necesita, ciertamente, de la razón para hacerse activa y, a su vez, la razón,
si no quiere caer en el error y convertirse en instrumento de las pasiones,
necesita estar alumbrada por el sentimiento «que jamás me engaña y que
es la luz de nuestro débil entendimiento cuando queremos ir más lejos de
lo que éste puede concebir» «~. Rousseau, además, está convencido de que
la conducta moral correcta tiene como referente último la consideración de
nuestro destino religioso. Sólo el Ser supremo, Dios, puede convertirse en
el modelo de las perfecciones de las que todos tenemos una imagen en
nosotros. Es más, nuestra existencia sólo cobra sentido si depende de las
leyes eternas y del orden creado por Dios que me asegura la corresponden-
cia entre la virtud y la felicidad, hasta el punto que para Rousseau si Él no
existiera, el malvado tendría razón y el bueno no pasaría de ser un insensato«‘.

IV.3. Religión

Ni la libertad humana ni el universo físico se explican a si mismos, sólo


adquieren significado por relación a aun Ser absoluto. A partir de ahí se

92. Cfr, loc. cii., pp. 199-200.


93. Jbic/em: 111, p. 201.
94. Ibídem.
95. Leitre a M. de Eran quiéres: 111. p..522.
96. UIt Emilio, liv. IV (P.F.V.S.): 111, p. 202.
620 Pesquero Franco. E.

establecen los «artículos de fe del Vicario saboyano», sus creencias básicas:


la existencia de Dios, como inteligencia y voluntad del mundo, y la inmorta-
lidad del alma. La creencia, sin oponerse nunca a la razón, es un principio
exclusivamente subjetivo que hunde sus raíces en el asentimiento del que la
profesa. En ellas es siempre nuestro yo el que testimon~a su existencia,
siendo así: «principios fundamentales adaptados por mi razón, confirmados
por mi corazón y que llevan, todos ellos, el sello del asentimiento interior
en el silencio de las pasiones» Esos artículos de fe, dice Pintor Ramos,
~>.

servirán al ginebrino para expresar su «vivencia del orden». Orden en la


naturaleza, posible gracias a la existencia de Dios que la ha creado de acuer-
do a leyes, y orden en la vida humana, sólo explicable si partiendo de
nuestra libertad aceptamos la inmortalidad del alma, que reparará los de-
sordenes y restaurará el equilibrio entre la virtud y la felicidad Dios es el
“~.

responsable del orden, pero no el orden mismo. Ciertamente la lectura de


algunos textos en los que se utilizan indistintamente las palabras Dios y
Naturaleza podría hacernos sospechar la existencia de un cierto panteís-
mo t Sin embargo. esa identificación no significa que Dios deba ser enten-
dido como fuerza inmanente a la naturaleza; sino más bien, que si la natura-
leza aparece como divina es porque el orden y belleza que en ella vemos
nos reenvía directamente a un autor trascendente. En la Profesión de fe del
Vicario leemos: «Dios no es corporal y sensible en modo alguno; la inteli-
gencia suprema que gobierna el mundo no es de ningún modo ese mismo
mundo» ‘<~.

Rousseau no puede dejar de plantearse el tema del mal, tan presente en


las discusiones filosóficas del siglo XVIIí. Dios es el autor de la naturaleza
y en ella todo está ordenado, por eso si seguimos sus impulsos obraremos
adecuadamente. El mal no se encuentra en ella, es consecuencia del obrar
humano: «Todo está bien cuando sale de manos del Autor de las cosas, todo
degenera en manos del hombre» El mal no es pura quimera, existe real-
mente. Su autor es el hombre, que dotado de libertad puede no utilizarla
adecuadamente y producir desorden en el mundo: «Hombre, no busques
más al autor del mal; ese autor eres tú mismo. No existe otro mal que el
que tú mismo te haces o sufres, y tanto uno como otro proceden de ti. El
mal general sólo puede estar en el desorden y veo en el sistema del mundo
un orden que no se niega a si mismo» “‘e.
Una vez que se ha liberado a Dios de la responsabilidad de ser el autor
del mal, queda todavía una cuestión por resolver: el terrible desequilibrio
existente en el mundo humano entre virtud y felicidad. Tal desequilibrio,
97. Revenes, Troisiéme promenade: 1, p. 512.
98. Gfr. Pintor Ramos, A., El deísmo religioso de Rousseau. Estudios sobre su pen-
samiento, Universidad Pontificia de Salamanca. Salamanca, 1982, p. 190.
99. (Ir. Revenes, Septiéme promenade: 1, 529-530.
100. Emilio, liv. IV (P.F.V.S.): 111, p. 198.
101. Emilio, liv. 1:111, p. 19.
102. Emilio, liv. IV (P.F.V.S.): III, pp. 195-196.
Jacques Rousseau, una conciencia desgarrada de la Ilustración 621

que rompería el orden que debe reinar tanto en el mundo físico como en
el mundo humano, cuestionaría la justicia divina que ha de promover siem-
pre el que se cumpla la máxima «Sé justo y serás dichoso» ‘m, Ese desorden
sólo quedaría reparado postulando la inmortalidad del alma. Aceptado el
dualismo de las sustancias, dice Rousseau, suponer esa idea no contiene
nada contrario a razón. De acuerdo con él, asumimos la destrucción y utili-
zacion de nuestro cuerpo en partes, pero nos resulta inimaginable que nues-
tro ser pensante, nuestra realidad inmaterial, sufra algo parecido y pueda
llegar a morir. La Providencia queda justificada si se acepta la inmortalidad
del alma, capaz de asegurar el triunfo de la virtud, y así «aun cuando no
tuviese otra prueba de la inmortalidad del alma que el triunfo del malvado
y la opresión del justo en este mundo, esto me seria suficiente para no dudar
de ella. Una disonancia tan chocante en la armonía universal me obligaria
a buscar cómo resolverla, me diría: No todo acaba para nosotros con esta
vida, todo vuelve al orden en el momento de la muerte» ‘<»‘. Este Dios,
bondadoso y justo, que asegura la correspondencia entre la virtud y la felici-
dad al otorgarnos un alma inmortal, se distancia un tanto del Dios «reloje-
ro» dcl deísmo ilustrado. La relación entre el hombre y Dios no es para el
ginebrino, dice Burgelin, la de una inteligencia con su idea, sino la de un
padre bondadoso con su hijo, que ha formado un mundo bueno y al hombre
libre Sólo Él, confidente y testigo de sus acciones, puede garantizar la
‘>.

recompensa al justo, que sabrá que obrar de un modo u otro no es en


absoluto indiferente.
Todas estas grandes ideas sobre la Divinidad sólo pueden proceder de
la razón. Se muestra así Rousseau partidario de una «religión natural» —

donde natural viene a decir racional—, que necesita de pocos dogmas y que
se opone radicalmente a las religiones reveladas, así como a su creencias en
los misterios por favorecer el fanatismo y la intolerancia “». Rechaza la
autoridad de los Libros sagrados, excepción hecha de los Evangelios. Consi-
dera que la santidad de los mismos habla a nuestros corazones y su simplici-
dad es bien aceptada por nuestra razón, pues sus verdades esenciales sirven
de fundamento a toda buena moral. Sin embargo, nos advierte que, a pesar
de su amor y respeto por el que considera el más sublime de todos los
libros, no hay que aceptar acríticamente todo cuanto hay en él y, por tanto,
no duda en defender que si éste nos ofrece alguna idea indigna de Dios o
inaceptable para nuestra razón, hay que rechazarla: «el Evangelio tiene
caracteres de verdad tan grandes, tan llamativos, tan perfectamente inimita-
bles, que su inventor sería aún más admirable que su héroe. Con todo ello,
ese mismo Evangelio está lleno de cosas increíbles, de cosas que repugnan
a la razón y que a todo hombre sensato le resulta imposible concebir o
i03. Loc cii., p. 196.
104. Ibidem.
105. Cfr. Hurgelin, P., 1,a philosophie de lexistence de J. .1? Rousseau, J. Vrin, Paris,
1973, p. 4W.
106. (Sfr. Emilio, liv. IV (P.F.V.S.): 111. pp. 205 y ss.
622 Pesquero Franco, E.

aceptar» Si en los Evangelios aparecen cosas que realmente repugnan a


“‘.

nuestra razón es debido a que la palabra de Dios ha sido transmitida por


hombres que han podido trastocar el verdadero sentido del mensaje divino.
¿Cómo discernir en los Evangelios aquello que viene directamente de Dios
de todo aquello que han podido añadir los hombres? Rousseau mantiene
que en los Evangelios es claro todo aquello que necesitamos para ser santos,
es decir, lo que importa a nuestra conducta. El resto, los dogmas que no
afectan ni a nuestras acciones ni a nuestra moral, no necesitamos compren-
derlos y, por lo tanto, no han de preocuparnos, aunque veamos a muchas
gentes grandemente atormentadas por ellos Y todavía podemos decir
‘~.

algo más, todo eso que hemos acogido de la Escritura lo hemos aceptado
porque es conforme a razón. Para Rousseau, no cabe duda, la autoridad de
nuestra razón, que nos ha sido dada directamente por Dios, es claramente
superior a la del Evangelio y le sirve de fundamento: «Nuestros prosélitos
tendrán dos reglas de fe que no son más que una: la razón y el Evangelio;
la segunda será tanto más inmutable cuanto que se fundará únicamente en
la primera, y en ningún modo en ciertos hechos, los cuales, necesitando de
confirmación, devuelven la religión a la autoridad de los hombres»
En esa religión, basada fundamentalmente en predicar la virtud en los
hombres y en conducirles a obrar moralmente bien, además de la forma del
culto, que no es más que puro ceremonial, hay que distinguir dos partes: la
moral y el dogma ‘1 En lo que respecta a este último, se rechazarán todos
aquellos dogmas que sean contrarios a razon, por ejemplo, los milagros, el
pecado original o el misterio de la trinidad y se aceptarán exclusivamente
aquellos otros que aunque la razón no pueda llegar a demostrarlos no son,
sin embargo, contrarios a ella. Este es el caso de las creencias básicas del
Vicario saboyano, ideas cuya existencia no puede ser determinada por nues-
tra razón dada su esencial limitación y finitud. Pero donde no llega nuestra
facultad cognoscitiva viene en nuestro auxilio la voz de la conciencia, el
sentimiento interior, que nos impulsa a creer en esos dogmas, pocos, por
cierto, pero importantes por cuanto sirven de base a toda buena religión.
No obstante, el sentimiento, subraya Rousseau, no obra nunca en contra de
la razón; por el contrario, nos ayuda a salir del estado de duda y de zozobra
en que podemos caer a la hora de enfrentarnos con esos temas, que, aun
interesándonos sobremanera, nuestro débil entendimiento no alcanza a con-
cebir, y así no duda en afirmar el Vicario: «Mi regla de guiarme por el
II]
sentimiento más que por la razón misma»
Encarna PrsotgrRo FnAN<o
(U.C.M.)

107. 1-oc. ca.. p. 213.


108. (Sfr. ¡bit/em,
109. Le//res écrites dc la Montagne, pren3iére lettre: III. p. 405.
líO, ci’., p. 404.
[(3<.

III. Emilio. liv, IV (P.F.V.S.): III. p. 189.

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