Mala Luna
Mala Luna
Mala Luna
ebookelo.com - Página 2
Rosa Huertas
Mala luna
Alandar - 115
ePub r1.0
Titivillus 24.04.2019
ebookelo.com - Página 3
Rosa Huertas, 2009
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A la memoria
de José Castillo y Fernándo Gómez,
vivos en estas páginas y siempre
en nuestros corazones.
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Yo nací en mala luna.
Miguel Hernández
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Los hechos que se narran en esta novela pertenecen al ámbito de la ficción literaria;
no obstante, no se contradicen con la realidad histórica ni con la biografía de Miguel
Hernández.
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UNO
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Clara miró hacia el periódico tirado en el suelo. Entendió que era algo que había
leído allí lo que le había angustiado tanto, e iba a preguntarle por el motivo de su
reacción cuando Nuria, su madre, entró en la habitación montando el habitual
revuelo.
—No se puede soportar este tráfico, tendría que haber llegado más de media hora
antes. ¿Qué tal estás, papá? —preguntó mientras lo besaba.
—Bastante bien, mamá —respondió Clara por él, sin revelar su extraño
comportamiento de unos minutos antes.
—Acabo de hablar con tu médico, me lo he encontrado en el pasillo. Dice que
eres un roble. Así que enseguida te mandarán a casa. Eso es lo que quieres, ¿verdad?
Castillo, a duras penas, asintió con la cabeza. En ese momento lo único que
deseaba era quedarse solo y no tener que dar explicaciones, ni siquiera a su hija: solo
con sus recuerdos, solo con la herida del cuerpo que le mostraba su debilidad y con la
que le atravesaba las entrañas del alma.
—Pilar me ha dicho que llegaría enseguida, no creo que tarde. Se quedará
contigo. ¿Podrás aguantarlo? —preguntó, irónica—. Nosotras tenemos que irnos o
llegaremos a las tantas a Orihuela, y esta niña mañana tiene que hacer un examen.
—Marchaos tranquilas. No era necesario que Pilar se quedase esta noche.
—Sabes que no te dejaríamos solo aunque estuvieses saltando por la habitación.
Y no te hagas el fuerte, papá, que ya nos conocemos.
Madre e hija se despidieron del anciano. Antes de marcharse, Clara recogió el
periódico del suelo procurando que el abuelo no se percatase. No se resignaba a
quedarse sin saber qué había provocado la transformación de su abuelo, y esa extraña
maldición pronunciada con tanto dolor.
Nada más salir de la habitación, Nuria abrazó a su hija y las lágrimas brotaron de
sus ojos:
—Gracias por quedarte con él, cielo. Eres un tesoro, no sé qué haría sin ti. Estoy
tan preocupada, lo veo tan débil y tan mayor que no lo reconozco. Y no puedo
derrumbarme delante de él, sería lo peor.
—Sabes que lo hago encantada —Clara le limpió las lágrimas con los dedos—.
No te preocupes tanto por los demás y hazte un poco más de caso a ti misma, rica.
Hoy ni te has maquillado.
Tenía razón, un signo evidente de que su madre no andaba bien. Casi nunca salía
de casa sin arreglarse y estaba claro que ese día ni siquiera se había pintado los
labios.
—Es que llevo toda la tarde en el Centro de Salud, cada vez nos ponen más
pacientes y me desespero cuando no puedo dedicarles el tiempo que necesitan. Y
encima lo de tu abuelo, que no se me ha ido de la cabeza. No he tenido un buen día.
Ya en el coche, de vuelta a casa, Clara iba leyendo la página del periódico. Varias
noticias la ocupaban: en una se hablaba de los problemas económicos del Orihuela
Club de Fútbol. Al abuelo nunca le interesó el fútbol, seguro que no se había
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enfadado por eso. En otra se contaban las inversiones del Ayuntamiento para los
próximos meses, por lo visto iban a arreglar no sé cuántas calles y a instalar
contenedores para reciclar, motivo de alegría más que de disgusto. El tercer artículo
era una entrevista al Consejero de Cultura: Aurelio Sánchez-Macías. Sorpresa: aquel
hombre era el padre de Víctor, un compañero de clase. Hablaba sobre el próximo
centenario del nacimiento de Miguel Hernández y afirmaba en el titular que podían
aparecer aún poesías inéditas del escritor oriolano, fallecido en 1942.
—A ver si te vas a marear leyendo en el coche —la voz de su madre la devolvió a
la realidad.
¿Qué relación podía tener su abuelo con ese hombre? El padre de Víctor era
muchísimo más joven que él.
—Pero ¿qué lees con tanto interés? —preguntó su madre intrigada—. No has
dicho ni media palabra desde que hemos salido del hospital.
—El abuelo se ha puesto un poco nervioso cuando ha leído esto. —No era
cuestión de explicarle a su madre, ya muy preocupada, que más que nervioso se había
puesto frenético.
Clara leyó el titular y algunos párrafos de la entrevista. Cuando acabó percibió
cómo su madre suspiraba y sus ojos volvían a brillar.
—¿Qué pasa, mamá?
—Lo único que puedo decirte es que, después de la Guerra Civil, tu abuelo estuvo
en la cárcel con Miguel Hernández. Quizá esa entrevista le haya traído tristes
recuerdos. El poeta murió en esa cárcel y eran amigos. Tu abuelo sólo tenía veinte
años.
La muchacha se quedó helada, creía conocer a su abuelo mejor que nadie y
resultaba que le había ocultado un acontecimiento digno de los libros de Historia.
Miguel Hernández se estudiaba en los textos de Literatura y se leía en su colegio con
especial devoción porque el poeta había estudiado allí durante su infancia. No daba
crédito a lo que acababa de escuchar.
—Tía, ¿me estás diciendo que mi abuelo y el poeta más famoso de Orihuela, y
parte del extranjero, fueron amigos?
—No me llames tía, que soy tu madre. Sí, eso mismo es lo que te estoy diciendo.
—¿Y por qué no me lo habéis contado antes?
Nuria se tomó un tiempo antes de contestar; sabía que tarde o temprano Clara se
enteraría y estaba segura de que su padre no deseaba recordar. A pesar de que abuelo
y nieta eran uña y carne, el anciano había evitado durante todos esos años contarle la
parte de su pasado que quizá más le podía interesar, la más triste pero también la más
intensa. Pero Clara ya no era una niña.
—No era yo quien debía contártelo, sino él. Tardé muchos años en enterarme,
nunca quiso decirnos nada. En mi casa jamás se hablaba de la guerra, yo ni siquiera
sabía que mi padre era «rojo». En el colegio, las monjas decían que los rojos eran
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diablos y hacían cosas terribles. Yo ya había cumplido los veinte cuando supe algunos
avatares de su vida y los pormenores de su encarcelamiento.
—¿Crees que es buen momento para que le pregunte?
—Cualquier momento puede ser bueno o malo, depende de lo predispuesto que
esté a hablar. Pero una cosa es evádeme: si alguien puede hacerle bucear en sus
recuerdos, ésa eres tú.
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DOS
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—Buenos días —lo saludó—. Estupendo día para no tener que encerrarse en clase
a examinarse de Matemáticas.
—Hola, Clara —el chico se alegró de verla—. Es verdad, dan ganas de irse de
paseo por la huerta.
—Sí, y aspirar el olor de los limoneros. ¿A que en Alicante no huele nunca así?
—No le dejó tiempo para contestar—. Bueno, aquí también tenemos la peste del río
de vez en cuando.
Cuando se ponía a hablar de forma compulsiva, Clara era lo más parecido a una
metralleta, sobre todo si estaba nerviosa, como le ocurría en ese momento. Pero no
era precisamente del olor de Orihuela de lo que ella quería hablar con Víctor.
—Ayer leí una entrevista con tu padre en La Verdad —se lanzó Clara, a pesar de
haber planeado ir poco a poco.
—No la he visto —respondió él intentando aparentar indiferencia—. Seguro que
mi padre me la enseñará orgulloso la próxima vez que nos veamos. Es un poco
presumido.
Clara dedujo que Víctor y su padre no se llevaban muy bien. Y acertaba de lleno.
—Ya sabes que mis padres están separados y a él sólo lo veo cada quince días.
Ignoro lo que hace el resto del tiempo. Me llama poco, será porque no muestro
mucho entusiasmo cuando lo hace.
—Pues la entrevista estaba bien, no dejes de leerla. Me llamó la atención una cosa
que decía. Parecía convencido de que aún quedan poemas de Miguel Hernández
inéditos y que podrían salir a la luz para el centenario.
—Si él lo dice…
Víctor parecía no saber gran cosa del tema, o lo disimulaba muy bien. A ese chico
callado iba a resultarle difícil sacarle información.
—¿Sabes que mi abuelo estuvo en la misma celda que Miguel Hernández? Me
enteré ayer. ¿A que es la bomba? Y el tío sin contarme nada. ¿Te imaginas? Mi
abuelo, íntimo de uno de los poetas más importantes de siglo XX.
A Víctor, esta vez, sí pareció interesarle el asunto.
—¿Ah, sí? Pues mi padre me contó que mi abuelo y el poeta eran amigos de la
infancia.
Clara no pudo disimular su asombro, había dado en el clavo. Así que la rabia de
su abuelo podía estar justificada.
—¿Qué más te contó? Quiero saberlo todo —preguntó cada vez más interesada.
—Nada, absolutamente nada más. No sé en tu familia, pero en la mía los asuntos
relacionados con la guerra y la posguerra son tabú.
Era cierto, el abuelo no le había contado nada de esa época. Ella sólo sabía lo que
acababa de revelarle su madre: que había coincidido en la cárcel con Miguel
Hernández. Clara suponía que había sufrido bastantes privaciones tras la guerra, pues
siempre que rechazaba la comida le hablaban del hambre de aquellos años difíciles.
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Se daba cuenta también de que no sabía nada del porqué ni del cómo de su
encarcelamiento, ni de lo que pensó durante cuarenta años de dictadura, ni de qué
hizo el abuelo con sus ideas todo ese tiempo. Por lo visto, las guardó en un cajón y no
volvió a sacarlas de paseo.
—Siempre me ha extrañado esa postura —continuó Víctor—, es como si
quisieran olvidarlo todo, negar lo que ocurrió. A mi padre le he oído decir que no hay
que remover el pasado.
—Quizá porque hay algo turbio que no quiere que se sepa.
Nada más decirlo, Clara se dio cuenta de que se había excedido. Parecía que
acusaba al padre de su amigo de algún delito terrible. Por muy mal que se llevase con
él, a Víctor tenía que sentarle mal un comentario semejante. Decididamente era una
bocazas, pensó.
Víctor miró a la chica a los ojos. ¿Qué insinuaba Clara? Él creía que en todas las
familias la actitud era parecida: no remover el pasado. ¿Para qué hacerlo, si no se
puede cambiar?
—No hablas en serio, ¿verdad?
—Disculpa —acertó a pronunciar la joven—. He dicho una estupidez, no quería
ofenderte. Lo que sí creo es que es importante conocer el pasado, sobre todo para
nosotros: no debemos caer en los mismos errores. También para ellos, en algún
momento tendrán que reconciliarse con lo que fueron.
—Nosotros también formamos parte de ese pasado, aunque sea indeseable. Si las
cosas no hubiesen sido como fueron no estaríamos aquí.
Clara no estaba muy segura de lo que quería decir Víctor. Seguramente eran
conclusiones que había sacado su compañero a partir de hechos que sólo él conocía.
—¡Qué filosóficos nos hemos puesto, chico! Tendríamos que escribirle esto a
Manuel, el profe de Filo. No me vendría mal para hacer las paces con él. Está harto
de mí porque dice que no paro de hablar en clase.
—No le falta razón, reconócelo.
La conversación siguió por diferentes derroteros, pero ninguno de los dos olvidó
las palabras del otro. Clara no quiso profundizar en sus interrogantes; ahora sí
esperaría a lo que el abuelo le contase, porque el abuelo iba a hablar. ¡Ya estaba bien
de guardarse dentro secretos dolorosos! ¿Qué puede haber más doloroso que sufrir
prisión con veinte años, más desesperante que estar encerrado, aguardando, quizá, la
muerte cuando la vida corre por tus venas, más angustioso que saber que la libertad
ya no existe ni dentro ni fuera de la cárcel?
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TRES
Clara no volvió a pisar el hospital hasta dos días después. Encontró al abuelo muy
mejorado, con buen color y sentado en la butaca junto a la cama. Como esperaba, se
alegró de verla.
—¡Clara, hija, por fin! No te imaginas lo que me aburrí ayer con tu lía aquí. Se
empeñó en poner la tele y ver un programa de esos de cotilleos que le gustan.
—No pude venir, tenía que estudiar Filosofía —se disculpó Clara.
—Ya lo sé, me lo contó tu madre. ¿Qué tal te salió el examen de Matemáticas?
No te vi estudiar el rato que estuviste aquí.
—¡Cómo me ibas a ver si tuviste los ojos cerrados casi toda la tarde! Sí estudié,
aunque no necesitaba repasar demasiado, ya me lo sabía bien.
—Eres una chica lista, estoy orgulloso de ti.
El abuelo era sincero, Clara era su orgullo: la más inteligente, la más guapa, la
más cariñosa. Amor de abuelo. Sabía que muchos amigos de su edad renegaban de
sus nietos, decían de ellos que eran unos niñatos consentidos que los trataban con
indiferencia, cuando no con desprecio. «La vejez no vale nada para ellos —se decían
—, no les interesa lo que tengamos que contarles, no entendemos su idioma ni ellos el
nuestro».
Él nunca se había sentido así con Clara; desde el principio se comunicaron
incluso sin usar palabras, ella siempre fue sincera y hasta ingenuamente parlanchína e
indiscreta. Sin embargo, él, ¿qué verdades importantes de su vida le había relatado?
El acceso de ira de dos días antes le había puesto la verdad ante los ojos: ¿qué le
había contado a su nieta de lo esencial de su azarosa vida? Nada. Absolutamente
nada. Y a ella, ¿le iban a interesar las batallitas de un vejestorio?
—Me alegra que estés mejor —Clara lo sacó de su ensimismamiento— y espero
que tengas ganas de hablar, porque vengo dispuesta a tirarte de la lengua. Ayer me
enteré de algo que te has tenido muy calladito todos estos años, pillín.
La soltura y el tono burlón de la chica le hicieron pensar en alguna divertida
broma de las suyas. Le siguió la corriente.
—Ya, que ligué con Ava Gadner cuando estuvo en España. ¿Quién te lo ha
contado?
—Uf, mucho mejor que eso. A esa tal Ava ya no la conoce nadie de mi edad —
Clara hizo una pausa y cambió el tono de voz—, pero a Miguel Hernández sí.
Castillo bajó la cabeza y vio que le temblaban las manos. Había llegado la hora de
la verdad. Clara se había hecho mayor y merecía saberla.
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—Mamá me ha dicho que conociste a Miguel Hernández y que estuviste en la
cárcel con él después de la Guerra Civil. ¿Por qué no me lo habías contado?
—No sé si podría explicártelo. —El hombre no rehuyó la mirada de su nieta—.
Quizá pensé que aún eras demasiado joven.
—Pero ahora ya tengo dieciséis años —protestó ella—, no te vale esa excusa.
Clara conservaba una especial complicidad con su abuelo y hasta entonces había
pensado que él no tenía secretos para ella. Pero los adultos siempre esconden un
fantasma en algún cajón. Muchos creen que lo han olvidado, de hecho lo olvidan,
hasta que algún día alguien, o ellos mismos, abren ese cajón en un descuido y ya no
saben cómo volver a cerrarlo. Clara, sin querer, había abierto el cajón de los
recuerdos que el abuelo quería olvidar. ¿Fue una casualidad que él leyese la entrevista
en el diario en ese preciso momento? Tal vez no. Todo ocurre por alguna razón,
aunque tardemos tiempo en darnos cuenta.
—¿Por qué te pusiste así cuando leíste el periódico? Parecías furioso, me asusté.
Era por la entrevista al Consejero de Cultura, ¿verdad?
—Sí —el anciano no sabía cómo continuar ni qué responder a su nieta.
Clara sacó el periódico de la mochila. Quizá se estaba pasando con tanta pregunta
directa; el abuelo aún estaba convaleciente y no le convenían las emociones. Pero
pudo más su curiosidad.
—El Consejero de Cultura dice que existen poemas inéditos de Miguel
Hernández.
—¡Qué sabrá ése! —la exclamación cargaba la misma rabia de dos días atrás,
cuando arrojó el periódico con furia.
—Es el padre de un compañero de mi clase. Se llama Víctor.
—¿Quién? ¿Tu compañero o su padre?
—Mi compañero. El padre, según dice aquí, se llama Aurelio Sánchez-Macías.
—Aurelio Sánchez-Macías está muerto —musitó sombrío el anciano, en un hilo
de voz.
La chica se inquietó. ¿Pretendía asustarla como cuando era pequeña y él se
escondía detrás de las palmeras para surgir de pronto y llamarla por su nombre con
voz de ultratumba?
—¡Abuelo, qué susto! No digas esas cosas. Si te acabo de decir que es el padre de
un compañero de mi clase.
El abuelo tendió la mano hacia su nieta pidiéndole el periódico. Allí aparecía una
foto del entrevistado, un hombre trajeado que posaba sonriente frente a su mesa de
despacho.
—Éste no es Aurelio Sánchez, al menos no el que yo conocí. Ya te he dicho que
murió. Quizá sea su hijo, pero no se parecen. El Chino era bajito y de ojos rasgados,
aunque aquí no se aprecia si este hombre es alto o no. ¡Maldito Chino! ¡Se lo ha
dejado a su hijo! ¡Será otro sinvergüenza como él! —los gritos se oyeron hasta en el
pasillo del hospital.
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Clara no entendió esa reacción. El abuelo casi nunca se mostraba malhumorado,
al menos delante de ella, aunque su madre aseguraba que sus enfados eran temibles.
Lo observó. Había vuelto a su postura inicial, mirando al suelo, pero a Clara le
pareció ver antes el brillo de las lágrimas en sus ojos.
Quería saber quién era ese tal Chino, y qué tenía que ver con el padre de Víctor.
Sin querer, había tocado alguna cuerda bien afinada de la vida de su abuelo, pero
había hecho sonar una música disonante. Su reacción implicaba un recuerdo que se
pudría dentro de él, como un gato encerrado en una jaula. Ella aún no lo sabía, pero
su misión sería liberar a su abuelo de viejos rencores, una terapia intensiva para
alguien que nunca creyó en los psiquiatras. Se trataba sólo de escuchar.
En la cabeza del anciano, el pasado y el presente acababan de chocar para
culminar la traición más cruel de la que había sido testigo en su vida. Creyó que todo
había terminado cuando Aurelio murió, pero ahora la pesadilla volvía a empezar y él
ya no tenía fuerzas para impedir una injusticia, para vengar a su amigo
prematuramente fallecido, para alzar la voz por él. Presentía la muerte cada vez más
cerca. Con casi noventa años sólo existe el minuto presente y el largo pasado, y en
ese momento de su vida el pasado había regresado para instalarse aquí y ahora. No le
quedaba futuro para resolver su terrible duda, pero tal vez a Clara sí. Ahora
necesitaba fuerzas para contárselo a su nieta. Lo recordaba todo bien, demasiado
bien.
—Perdona los gritos, hija —acertó a decir—. Esto no tiene nada que ver contigo.
Te he asustado, lo siento.
—No entiendo qué te pasa.
Se quedaron en silencio, ella esperando que él comenzase a hablar. El abuelo
quería hacerlo, pero todavía dudaba si debía compartir una confidencia que suponía
tanta responsabilidad para una adolescente de dieciséis años escasos. No era el
momento de recordar la edad. Su nieta siempre le pareció una chica madura.
—Es una triste historia que no sé si estás dispuesta a escuchar.
—Si me la cuentas tú, sí.
—Lo que vas a oír no te va a dejar indiferente, quiero prevenirte. Te
comprometerá, te removerá y puede que te lleve a meterte en líos de los que no sepas
salir.
—Me estás asustando otra vez.
—Lo sé, y lo siento. Pero eres la única que puede aliviarme de esta carga. No se
lo he contado a nadie. Ni a mis hijas ni a tu tía ni a tu madre ni siquiera a Aurora, tu
abuela. Tras la guerra, el silencio se apoderó de las calles, y hasta de las casas y las
familias. El silencio y el miedo. Pensé que sería mejor que no supiesen nada. Para
protegerlas.
Clara miró a los ojos apagados de su abuelo. Debieron de ser intensos y
luminosos en otro tiempo; ahora reflejaban confianza y a la vez desamparo. Clara
cogió su mano entre las suyas.
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—Adelante —se limitó a decir.
—Miguel Hernández fue mi compañero de celda hasta que se lo llevaron a la
enfermería donde murió.
El anciano dijo esa frase como si le hubiera costado un gran esfuerzo; luego calló
unos segundos, miró a los ojos de su nieta, tomó aire y continuó:
—Yo fui uno de sus últimos amigos. De sus últimos confidentes.
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CUATRO
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—No puedo ni imaginarme lo que debe de ser vivir en la cárcel, y encima con frío
y hambre —lo interrumpió Clara—. Entiendo que a veces digas que somos unos
privilegiados y no valoramos lo que tenemos. Si me lo contase otra persona me
parecería que se lo inventa.
—Hace tanto de esto que ya no os afecta ni os conmueve. También es culpa
nuestra, que no lo hemos sabido contar o no hemos querido hacerlo. Todavía viven
muchas personas que sufrieron aquella maldita guerra, que padecieron las cárceles y
la represión.
—Pero sólo nos habéis hablado del hambre.
—Porque eso lo entiende todo el mundo.
—Tampoco hemos pasado hambre.
—Afortunados vosotros, porque el que ha padecido esa tortura no puede
olvidarla, aunque pierda el resto de la memoria. El hambre no se olvida. A veces,
tampoco el rencor.
—Abuelo, me hablabas de…
—No seas impaciente, niña, que tienes todo el tiempo del mundo. Ya sé que yo
no, pero no te apures: no pienso morirme sin revelarte por qué odio a Aurelio
Sánchez-Macías.
—¿No es muy fuerte esa palabra? —preguntó Clara con el ceño fruncido—.
¡Odio!
—Ya te he dicho que el rencor es como el hambre, no se olvida por muchos años
que pasen.
—Eso sí que no lo creo, tú no eres rencoroso.
—Cuando escuches mi relato lo comprenderás. Al menos eso espero, que me
comprendas y que no manejes prejuicios antes de saberlo todo. Si esto te parece una
batallita de viejo convaleciente lo dejamos aquí y…
—Ya me callo. Continúa, por favor. Es que soy incorregible.
—Dentro de unos minutos me traerán la cena y tú tendrás que marcharte, no
puedo contártelo todo hoy. Deberías hacer algo por mí.
—Lo que tú me pidas.
—Pregúntale a tu compañero… ¿Cómo se llamaba?
—Víctor. El nieto de ese Aurelio al que odiabas tanto.
—Pregúntale qué sabe de su abuelo.
—Ya se lo he preguntado; bueno, no así de abiertamente, pero algo me ha dicho.
—¿Qué te ha dicho?
—Que Miguel Hernández y su abuelo eran amigos de la infancia.
El abuelo apretó los puños y dio un golpe contra el brazo del sillón.
—¡Maldito embustero! —gritó—. Eso sería al principio. Después sólo fue un
traidor. Quiero que sepas lo que pasó, ya eres una mujer. Luego decide si quieres
contárselo a tu amigo.
—No es exactamente mi amigo —quiso justificarse Clara.
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—Mejor que no lo sea, porque algo le quedará en los genes —pronunció en voz
baja, como quien se avergüenza de sus pensamientos.
A Clara le chirrió el comentario, no era propio de alguien como él.
—¡Vaya, hombre! —exclamó—. Dudo que la traición o la maldad sean
hereditarias.
—No me hagas caso, el pobre chico no tiene la culpa de haber tenido ese abuelo.
Tú tendrás que ver cómo es él y si te interesa su amistad. Sólo te digo que Aurelio
Sánchez no se portó con Miguel Hernández como un amigo de la infancia, sino como
un enemigo cruel. Yo fui testigo de ello.
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CINCO
El relato inconcluso del abuelo encendió en Clara un deseo de saber que no admitía
más demoras. ¿Cómo era que en todos esos años nunca le había preguntado al abuelo
por su experiencia durante la guerra y la posguerra? Tampoco él había mostrado
interés en revelar nada, ni siquiera a ella, que conocía los pormenores de la infancia
de su abuelo en Orihuela, de su noviazgo y boda, de la infancia de su tía y de su
madre e, incluso, de sus largos años de trabajo como practicante, que lo mismo ponía
una inyección, sacaba una muela o atendía a una parturienta. «A ése lo ayudé yo a
nacer», le decía muchas veces tras saludar a algún paisano por la calle.
El tiempo de la guerra se abría como un paréntesis vacío y oscuro cubierto de
telarañas de olvido.
Clara intuía que el viejo Castillo quería contarle esta vez algo diferente: un
secreto guardado por mucho tiempo, una pulsión de pasado removido. Le había
transmitido una extraña inquietud, como si ella tuviese que resolver un asunto que
quedó a medias, con la urgencia de quien hace un encargo a un moribundo. El abuelo
no tenía pinta de ir a morirse al día siguiente, ya que la operación, por fortuna, había
ido muy bien y él se encontraba deseando salir a la calle del brazo de su nieta. Pero lo
que necesitaba que Clara averiguase por él requería tiempo; un tiempo del que quizá,
a sus años, ya no dispusiera.
—Pregúntale a tu compañero si sabe algo de un cuaderno de tapas negras en el
que Miguel Hernández escribió sus últimos versos en la cárcel. Lo tenía su abuelo
Aurelio.
Fue el sorprendente encargo del abuelo antes de que ella tuviese que abandonar la
habitación del hospital sin enterarse del resto de la historia.
—Cuando esté en casa, te contaré lo que pasó ese mes de marzo. Espero que
pueda ser mañana mismo —se despidió de ella.
Un cuaderno con poemas inéditos de Miguel Hernández, guardado desde 1942.
Un tesoro literario escondido durante más de sesenta años. A Clara le parecía
imposible pero no dudó del anciano, nunca había dudado de él y menos ahora que le
había escuchado hablar con el corazón encogido. Lo ayudaría, se lo preguntaría a
Víctor enseguida, aunque lo más probable era que el chico no tuviese ni idea. Debía,
además, preguntar con cautela, pues había cartas que no podía destapar, como las
acusaciones del abuelo Castillo al abuelo Aurelio. Tenía que encontrar las palabras
adecuadas y conseguir la complicidad del chico en aquella búsqueda.
Esperó a la salida de clase para acercarse a él. Víctor se sorprendió cuando Clara
le tocó el hombro, muy sonriente:
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—¿Quedamos un rato esta tarde? Tengo algo que contarte y no puedo esperar a
mañana.
El chico no salía de su asombro; dos días antes ella había aparecido en el trayecto
al colegio, cerca de su casa, como por arte de magia y no por casualidad, y ahora
quería quedar. ¿Qué desearía una chica guapa y popular de él, un chaval tímido y con
pocos amigos?
—Ahora tengo que pasar por mi casa, pero podemos vernos luego, a partir de las
siete —acertó a contestar.
—Bien, nos vemos en el bar Teodomiro a las siete —ordenó Clara sin permitir
objeciones.
Y salió corriendo a encontrarse con María yjavi, sus amigos inseparables. Los
otros dos ni siquiera miraron hacia él, y seguro que ella ni les decía que habían
quedado. Víctor se arrepintió de no haberle preguntado qué era eso tan importante
que tenía que contarle.
No es que fuese desconfiado, simplemente no atravesaba una buena racha. En
realidad, llevaba un par de años que era mejor olvidar: a partir de la separación de sus
padres el mundo se volvió del revés. No mantenía una relación fantástica con su
progenitor, pero lo echaba de menos, sobre todo cuando necesitaba reírse un rato:
nadie contaba los chistes peor que él. Le alegraba la vida, aunque en el fondo lo veía
como un vanidoso y un egoísta que prefirió sentirse libre antes que mantener unida a
su familia.
Peor que la ausencia de su padre fue el traslado a Orihuela, inevitable porque a su
madre se le hacía insufrible seguir en Alicante después de la separación. Optó por
volver a su tierra, con sus padres y su hermana, para sentirse más segura y arropada.
Víctor tuvo que dejar a sus amigos de toda la vida, a sus vecinos, al equipo en el que
jugaba desde los diez años, y se fue a un lugar extraño, por mucho que apenas distase
sesenta kilómetros del puerto alicantino. Y su madre, encima, seguía sin estar bien;
parecía alimentar sin querer su pena, que se había vuelto enorme, y una tristeza
espesa reptaba por la casa como una araña negra.
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—Nada —rio Clara—. Supongo que te extrañará que estemos todo el día juntas y
luego nos llamemos por teléfono, ¿verdad? Eso mismo dice mi padre: «¿Qué tenéis
que deciros, si os acabáis de ver y vais a quedar dentro de un rato?». Tiene razón,
pero hay cosas que no puedo esperar ni cinco minutos para contárselas. ¿A ti no te
pasa?
Víctor negó con la cabeza. Debía de ser cosa de chicas, porque a su prima Mónica
le pasaba igual y su tío comentaba exactamente lo mismo.
Pidieron un par de refrescos. Víctor no se atrevía a preguntar por el motivo de la
cita y hubo un silencio tenso hasta que Clara se decidió:
—Te parecerá raro que haya querido quedar contigo con esta urgencia.
—La verdad es que sí. No me lo esperaba.
Le gustó hablar con ella aquel día camino del colegio, pero no pensaba que su
breve conversación daría pie a… Víctor no sabía cómo seguir. ¿A qué? ¿De qué iba
esto?
—Bueno —cortó al fin—. ¿Qué me querías contar?
Clara no tenía más remedio que echarle valor y hablar.
—Verás —se decidió—, mi abuelo ha estado bastante mal.
—Lo siento.
—Gracias. Bueno, ya se encuentra mejor, le han dado de alta y mañana estará ya
en casa. El caso es que… leyó la entrevista que le hicieron a tu padre.
—Ya, me hablaste de ello. Sigo sin haberla leído, pero te prometo que este fin de
semana me la empollo entera.
—Es lo menos que puedes hacer, es tu padre. Verás, a mi abuelo le sorprendió lo
que contaba.
—¿Lo de los poemas inéditos?
—Sí, eso —Clara respiró hondo, era ahora o nunca—. Mi abuelo sabe que el tuyo
tenía un cuaderno de tapas negras con las últimas poesías de Miguel Hernández.
Víctor la miró asombrado. ¿Su abuelo? ¿Qué historia era aquélla? No sabía qué
decir, parecía una tomadura de pelo.
—Por favor —rogó Clara—, créeme, mi abuelo no está chocheando, no miente, te
lo aseguro. ¿Tú sabes algo? ¿Te han contado algo? ¿Tu familia lo tiene guardado? —
Notaba que se estaba embalando con tanta pregunta.
Por la cara que había puesto el chico, estaba claro que no.
—Es la primera noticia que tengo —respondió con un hilo de voz.
—Yo tampoco sabía nada hasta hace unos días, y no me habría enterado si no
hubiese sido por la entrevista de tu padre. ¿Te acuerdas de lo que hablamos hace un
par de días? Los abuelos no nos han contado nada.
—Pues el mío ya no podrá hacerlo. Murió hace más de año y medio.
—Lo sé, me lo dijo mi abuelo. Se conocían. Pero puedes preguntarle a tu padre.
Quizá a él sí le contase algo. Lo que dice en la entrevista puede tener que ver con el
cuaderno. A mi abuelo le inquieta el asunto.
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Tenía cierta lógica. ¿Quién se iba a aventurar a hacer una declaración como ésa a
un periódico sin indicios claros? Además, desde su puesto político, una afirmación
semejante, sin pruebas, podía ser muy comprometida.
—¿Se lo preguntarás? Y luego… ¿podré saber qué te ha dicho? —terminó Clara,
procurando trasmitir confianza. No quería fallarle al abuelo.
—Te lo prometo.
No necesitaba prometerlo, pero le salió así. Ella tampoco esperaba un
compromiso semejante, y le pareció una buena señal. Sonrieron ambos. Clara le
contó más cosas de su abuelo; quería que Víctor se fiase también de él aunque no lo
conociera. Era imprescindible que creyese a su abuelo como ella le había creído, que
pensara que era un hombre de fiar.
Se sentía aliviada, ya estaba dicho y parecía no haber caído en saco roto. Otro
podía haberla llamado mentirosa o haber desconfiado de ella, pero la mirada de
Víctor le pareció franca y limpia, nada que ver con la de un traidor.
Por la cara que había puesto el chico, estaba claro que no.
—Es la primera noticia que tengo —respondió con un hilo de voz.
—Yo tampoco sabía nada hasta hace unos días, y no me habría enterado si no
hubiese sido por la entrevista de tu padre. ¿Te acuerdas de lo que hablamos hace un
par de días? Los abuelos no nos han contado nada.
—Pues el mío ya no podrá hacerlo. Murió hace más de año y medio.
—Lo sé, me lo dijo mi abuelo. Se conocían. Pero puedes preguntarle a tu padre.
Quizá a él sí le contase algo. Lo que dice en la entrevista puede tener que ver con el
cuaderno. A mi abuelo le inquieta el asunto.
Tenía cierta lógica. ¿Quién se iba a aventurar a hacer una declaración como ésa a
un periódico sin indicios claros? Además, desde su puesto político, una afirmación
semejante, sin pruebas, podía ser muy comprometida.
—¿Se lo preguntarás? Y luego… ¿podré saber qué te ha dicho? —terminó Clara,
procurando trasmitir confianza. No quería fallarle al abuelo.
—Te lo prometo.
No necesitaba prometerlo, pero le salió así. Ella tampoco esperaba un
compromiso semejante, y le pareció una buena señal. Sonrieron ambos. Clara le
contó más cosas de su abuelo; quería que Víctor se fiase también de él aunque no lo
conociera. Era imprescindible que creyese a su abuelo como ella le había creído, que
pensara que era un hombre de fiar.
Se sentía aliviada, ya estaba dicho y parecía no haber caído en saco roto. Otro
podía haberla llamado mentirosa o haber desconfiado de ella, pero la mirada de
Víctor le pareció franca y limpia, nada que ver con la de un traidor.
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SEIS
A los adolescentes les dicen que uno se convierte en adulto cuando comienza a tomar
decisiones, pero Víctor no interpretó su decisión irrevocable de hablar con su padre
como un signo de que abandonaba la niñez, sino como un simple impulso provocado
por el torbellino de Clara.
Víctor le preguntaría abiertamente, sin miedo. No le amedrentaba, es más, se
sentía más maduro que él, que seguía portándose como un adolescente caprichoso a
sus cuarenta y seis años. Todavía le guardaba rencor, se sintió tan abandonado como
su madre, por más que él insistiese en su cariño y en su inocencia en todo lo ocurrido.
El viernes su padre lo recogió para pasar juntos el fin de semana en Alicante. El
chico solía disfrutar esos días, porque se reunía con sus amigos de la infancia, aunque
notaba que cada vez se iba distanciando más de ellos, que ya tenían nuevas amistades
y hablaban de situaciones cotidianas que él ya no compartía.
En el coche, de camino, Víctor apenas habló. Aurelio Sánchez-Macías hijo
comentaba algo relacionado con una exposición que había inaugurado ese viernes en
Elche, pero el chico no lo escuchaba, sólo asentía mecánicamente. La conversación
era más bien un monólogo que giraba en torno al pronombre yo. Su padre sólo
hablaba de sí mismo. Después sonó el móvil y se pasó todo el trayecto hablando con
unos y otros sobre asuntos que debían de ser de suma importancia para él. Con gusto
habría lanzado Víctor el teléfono por la ventanilla para que se estrellase contra el
asfalto de la A-7. Odiaba ese maldito móvil extraplano de última generación; pensó
que debía de ser el único adolescente en el mundo con semejante aversión. Nunca
conseguía enlazar una conversación seguida con su padre sin que el maldito aparato
sonase varias veces. Lo peor era que Aurelio contestaba y dejaba a Víctor, o a quien
fuese, con la palabra en la boca.
Iba a resultar difícil entablar un diálogo sin interrupciones. Debía elegir el
momento y, desde luego, no era ése.
—¿Quieres que cenemos en ese restaurante italiano que te gusta tanto? —le
preguntó el padre—. Vendrá también Emilio; tengo que tratar unos asuntos urgentes
con él.
Ya sabía Víctor que lo de la invitación a cenar tenía truco: así el niño
permanecería calladito mientras él arreglaba el mundo con su compañero de partido.
Tampoco el restaurante italiano iba a ser el escenario adecuado para las confidencias
entre padre e hijo.
—Mañana tengo una reunión extraordinaria, pero estaré a la hora de comer.
Puedes aprovechar para quedar con tus amigos.
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Aquello terminó de desalentar al muchacho. ¿Qué clase de fin de semana con su
padre le esperaba? Otro como tantos, pensó; la diferencia era que ahora sí que
necesitaba hablar con él, tener un momento de intimidad, un espacio y un tiempo para
ambos.
Durante la cena, Emilio se mostró más comunicativo con él que su propio padre,
al menos le preguntó por sus estudios y por su vida en Orihuela. Víctor contestó con
monosílabos.
Cuando llegaron a casa, los bostezos reiterados de su padre le hicieron desistir de
la idea de la charla y se acostó más apesadumbrado que cansado.
Cuando por fin se durmió, soñó que corría detrás de Clara por un pasillo infinito.
Un portazo lo despertó y le hizo sentarse de golpe en la cama. Supuso que su
padre ya estaría levantado.
Decidió que no iba a esperar más; le daba igual que llegase tarde a esa
importantísima reunión, no le iba a dejar marcharse sin que contestase a sus
preguntas.
Lo encontró en el baño, afeitándose.
—¡Buenos días! No hacía falta que te levantases tan temprano. Puedes seguir
durmiendo un rato más, ya te he dicho que volveré a la hora de comer.
Víctor permaneció inmóvil, apoyado en el marco de la puerta. Su padre no le
había mirado a la cara, seguía pendiente del espejo, con la mitad del rostro cubierto
de espuma de afeitar.
—¿No crees que estoy perdiendo mucho pelo? —preguntó preocupado—. Me
han dicho que hay un tratamiento láser buenísimo que evita la caída del cabello, a ver
si tengo tiempo y…
Víctor ya no aguantaba más: arrebató la maquinilla de afeitar de la mano a su
padre y lo miró a los ojos. El hombre se quedó perplejo.
—Tenemos que hablar de una vez. Llevo desde que me recogiste ayer intentando
que me escuches, pero parece que me ignoras. Deja de mirarte el pelo y el ombligo y
mírame a mí, aunque sea un momento.
A Aurelio le sorprendió el tono autoritario de su hijo, que nunca decía una frase
más alta que otra y jamás, hasta ese momento, le había reprochado nada.
El hombre se sentó sobre la tapa del retrete sin abandonar su cara de asombro.
—He leído la entrevista que te hicieron el otro día en La Verdad —mintió el
muchacho—. Decías que pueden aparecer poemas inéditos de Miguel Hernández
coincidiendo con el centenario.
—Pues sí, sería estupendo —se atrevió a balbucear el padre.
—Vamos, papá, eso es prácticamente imposible. ¿Cómo te arriesgas a hacer unas
declaraciones semejantes? No eres cualquier ciudadano de a pie, eres el Consejero de
Cultura.
—Quizá no sea tan imposible, todavía vive gente que lo conoció, puede que
alguien conserve páginas suyas sin saber…
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Víctor no quería seguir oyendo vaguedades, se acabaron las frases a medias.
—¿Sabes quién es José Castillo?
—Ni idea.
—Pues es una persona muy conocida en Orihuela. Es el abuelo de Clara, una
amiga de clase. Es practicante —hizo una pausa— y conoció al abuelo Aurelio.
Un gesto de interés apenas perceptible en el rostro enjabonado de su padre reveló
al chico que iba por buen camino.
—El abuelo de Clara le dijo que el abuelo Aurelio tenía un cuaderno con las
últimas poesías que escribió Miguel Hernández.
El hombre palideció, se pasó la mano por el rostro y lo emborronó de espuma
blanca.
—¿Tú lo sabías? —insistió Víctor.
—Sí —contestó por fin el hombre en voz baja—. Y pensaba que nadie más
conocía su existencia.
Así que la historia que le había contado Clara era verdad. Ahora el sorprendido
era él. Se había subido en un tren en marcha sin saber dónde iba a detenerse, y quería
llegar al final del trayecto aunque el destino le deparase mayores sorpresas y no todas
fuesen agradables.
—¡Y no pensabas decírmelo! —ahora su tono era de enfado—. Soy tu único hijo,
no tienes hermanos, ¿a quién pensabas contarle esto? ¿O es que crees que te voy a
robar la gloria del descubrimiento? ¿Dónde lo guardas? ¿En la caja fuerte de algún
banco?
—No sé dónde está —dijo Aurelio, abatido—. Mi padre me contó una vez, yo
tendría más o menos tu edad, que él tenía un cuaderno con versos del poeta. Ésas
fueron sus palabras: un cuaderno negro con versos de Miguel Hernández. Nunca me
dijo dónde lo guardaba, y nunca volvió a hablar del tema.
—¿Y tú tampoco le preguntaste en otra ocasión?
—Por supuesto que lo hice. Aunque seguía asegurando que lo conservaba, nunca
quiso darme detalles de dónde. Además, dejamos de llevarnos bien y si sacaba el
tema me acusaba de interesado. Yo quería que nuestra relación fuese buena, pero era
un hombre difícil. Te aseguro que hice todo lo posible por acercarme a él. Cuando
murió la abuela las cosas empeoraron. Me acusaba de no haber estado con mi madre
los últimos días, de haberla dejado morir, de pensar sólo en mi carrera política. Me
sorprendía que contigo fuese generoso, nunca olvidaba tu cumpleaños.
Era cierto, el día del cumpleaños de Víctor siempre llegaba un regalo del abuelo.
Cumpleaños, ésa fue la palabra. De pronto Víctor comprendió algo que no había
entendido desde hacía años, su padre le había dado la pieza del rompecabezas que le
faltaba. ¿Podía ser que él tuviese la clave sin saberlo?
—Cuando el abuelo murió —continuó el padre——, busqué el cuaderno por
todas partes. Rebusqué por la casa, abrí la caja fuerte, miré en cada rincón. Pero no lo
encontré.
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—¿Y si era una mentira del abuelo?
—Llegué a pensarlo, pero no quería perder la esperanza, no me pareció que
mintiese cuando me lo dijo. Me pidió que guardase el secreto. Con lo que me has
contado ya he podido comprobar que era cierto. Lo que no sé es dónde puede estar.
Ya te digo que he buscado en su casa. Sigo teniendo la duda de si no me habré dejado
algún rincón importante por mirar, es por eso que no me atrevo a venderla.
Era cierto; a la madre de Víctor le extrañaba que su exmarido no hubiese vendido
aún el piso de casi doscientos metros cuadrados que heredó de su padre en pleno
centro de Alicante. Tampoco se había trasladado a vivir en él, le horrorizaba moverse
por el centro y, además, esa casa no le traía buenos recuerdos.
—Perdóname, tienes razón cuando insinúas que no te hago suficiente caso. No sé
qué está pasando con nosotros, cada vez te siento más alejado de mí. Le echaba la
culpa a tu edad, pero quizá la culpa sea mía.
—Sí, tu complejo de Peter Pan; no estaría de más que madurases un poco.
—No te burles, para mí tampoco está siendo fácil.
—Pues lo disimulas muy bien —cortó Víctor.
—Espero que esto ayude a cambiar las cosas. Podríamos dedicar el próximo fin
de semana a buscar por la casa del abuelo, tú y yo.
Víctor le devolvió la maquinilla a su padre, como quien pasa el testigo en una
carrera de relevos.
—Procura anular todas tus reuniones para entonces —dijo el muchacho; y añadió,
más conciliador—: Por supuesto que me encantaría buscarlo contigo.
No dijo más, volvió a su cuarto y dejó a su padre rumiando la conversación
mientras se observaba en el espejo del baño. Ya no se fijaba en su calvicie incipiente,
sino que intentaba encontrar lo que quedaba de auténtico en aquel rostro apagado.
Descubrió que, con la edad, cada vez se iba pareciendo más a su padre: la boca, la
nariz…, quizá los mismos rasgos que compartía con Víctor. No recordaba en qué
recodo del camino se había dejado olvidada la complicidad con su hijo. Aquella
conversación lo había vapuleado hasta los cimientos. Absorto en sus pensamientos,
tardó aún en afeitarse el lado de la cara que faltaba y, por primera vez en su vida,
llegó tarde a una reunión.
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SIETE
«Sí, existe un cuaderno de tapas negras». Víctor esperaba con ansiedad la reacción de
Clara cuando le diese la noticia.
Quedó con ella de nuevo en el bar Teodomiro. Nada más sentarse, uno al lado del
otro, en la misma mesa que la última vez, acercó su rostro al de Clara para asegurarse
de que nadie los oía y le susurró:
—He descubierto algo que puede interesarnos.
Interesarnos. Utilizó el plural, Víctor había decidido que ella sería su cómplice en
esa búsqueda que aún no había iniciado y que lo mantenía insomne desde el sábado.
Comprendió que los motivos de su padre para localizar el cuaderno podrían ser más
políticos e interesados que personales. No era la herencia del padre lo que quería
encontrar, sino los versos inéditos del poeta, que lo harían ascender más aún en su
carrera. Y se decidió por Clara.
Cuando ella escuchó la confirmación de las palabras de su abuelo casi no podía
creerlo. El cuaderno existía. Víctor le narró la conversación con su padre, sin omitir
las desavenencias entre los dos Aurelios.
—Lo que él ignora es dónde está el cuaderno. No tiene ni idea.
El chico acabó la frase con una sonrisa que lo delató y que a Clara no se le pasó
por alto.
—¿Y tú? ¿Tienes idea de dónde está?
Si contestaba, la suerte estaría echada. No habría vuelta atrás, compartiría un
viejo secreto al que nunca antes había dado importancia, pero que de pronto se
desvelaba como fabuloso. Le iba a enseñar a Clara el plano del tesoro, la llave del
arca, el número de la caja fuerte, el código cifrado, y lo inquietante era que no le
cabía duda de que era a ella a quien debía mostrárselo.
—Tampoco estoy seguro, pero tengo una pista que mi padre desconoce. ¿Podrás
ayudarme y guardar el secreto?
A Clara se le abrieron unos ojos como platos, y contestó sin dudar:
—Sí a las dos cosas: te ayudaré y guardaré el secreto.
—Te lo contaré desde el principio. Mi abuelo Aurelio era un tipo un poco raro, mi
padre dice que de carácter difícil; los dos se llevaban fatal. Al menos ése es mi
recuerdo. Lo veía muy poco, sólo en las contadas ocasiones en que mi padre me
llevaba a su casa y en las que siempre acababan discutiendo. Sin embargo, él era
amable conmigo, sobre todo en mi cumpleaños, siempre me hacía un generoso regalo
que yo esperaba con impaciencia. En mi mente infantil, pensaba que me quería
mucho porque su regalo era grande y caro: un tren eléctrico, un coche en el que cabía
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yo dentro y andaba a pilas y hasta un ordenador portátil el último año. Cuando cumplí
diez, además del juguete caro correspondiente, un scalextric con todos los accesorios
posibles, me regaló un libro: La isla del Tesoro. Dentro de la caja del Scalextric
encontré un sobre que contenía dinero suficiente para comprar otro igual y una nota
con su letra que decía: «De esto ni una palabra a tu padre». Me sorprendió muchísimo
pero cumplí su orden. Me guardé el dinero y no dije nada, ni siquiera a mi madre, que
me habría hecho devolver los euros al abuelo. No lo hice por conseguir un dinero
extra a espaldas de mis padres. Fue sobre todo por no traicionar a mi abuelo, por no
defraudarlo. Lo del libro y lo del sobre se repitió todos los años. Yo ya contaba con la
recompensa añadida y procuraba abrir la caja del regalo a solas, para que nadie
descubriese nuestro secreto. Nunca hablamos de ello. Las pocas veces que lo veía me
preguntaba por el colegio, por mis amigos y por la última novela que había leído.
Siempre me preguntaba por los libros que me había regalado: si me habían gustado, si
había aprendido algo de ellos. Se aseguraba de que los hubiese leído. Los guardo
todos con cariño: Los tres mosqueteros, Viaje al centro de la Tierra, Las aventuras de
Sherlock Holmes y los cuentos de Edgar Alian Poe, el último año. Supongo que
serían los libros que a él le gustaron en su infancia. Era un gran lector, en su piso
almacenó una enorme biblioteca. Imagino que seguirá estando allí; mi padre aún no
se ha deshecho de nada.
Víctor se detuvo. Esperaba que Clara lo interrumpiese con algún comentario,
como era habitual en ella, pero debía de estar tan interesada que ni siquiera
pestañeaba. Expectante, lo miraba apremiándolo para que continuase.
—El último año fue diferente. Yo cumplía catorce años y él ya empezaba a notar
los síntomas de la enfermedad. El viejo ya había superado varias crisis graves: un
infarto y dos operaciones casi a vida o muerte; pero esa vez la edad y el médico le
decían que quizá no hubiese otra recuperación. Le diagnosticaron alzheimer, pero
resultó ser un tumor cerebral. Perdió la memoria y la vida casi al mismo tiempo.
Quizá fue mejor para él que una progresiva degeneración. Llegué a su casa el día de
mi cumpleaños y me lo encontré recostado en el sofá con una manta cubriéndole las
piernas. Se le veía más pequeño y consumido que nunca, ahora sí parecía un viejecito
desvalido. Me regaló un ordenador portátil, el libro de Edgar Alian Poe y su última
sonrisa con un consejo: «Nunca cambies esto por los libros. Los jóvenes creéis que
todo está en Internet, que los libros son una especie en extinción. Un libro no se
bloquea, ni se borra de repente, ni necesita pilas ni electricidad. Lo puedes leer en el
parque, en la cama antes de dormir y hasta en el cuarto de baño. No hay goce como el
de pasar las páginas, sentir su tacto y oler la fragancia de unas hojas recién impresas».
No he olvidado sus palabras, fue lo más valioso que me dejó mi abuelo. Al menos
hasta ahora. Cuando llegué a mi casa rebusqué en la caja del ordenador. Encontré el
sobre, pero esta vez no contenía dinero sino una llave. Mi sorpresa fue enorme, no
parecía la llave de un armario, sino de la puerta de una vivienda; de ella colgaba una
etiqueta con unos números. Dentro del sobre también venía una nota: «Ni una palabra
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de esto a tu padre, ahora más que nunca necesito tu silencio. Lee y busca». No
entendí nada, sólo que debía callarme. Ignoraba lo que debía buscar. Tampoco tuve
tiempo de preguntarle, pues murió a las pocas semanas. Lo olvidé todo hasta que el
viernes empecé a verle sentido a esto. ¿Será el cuaderno negro lo que tengo que
buscar? ¿Qué otra cosa puede ser si no?
—¿No tienes idea de qué puede abrir esa llave?
—Ya te digo que no, ni la más mínima —confirmó Víctor.
—¿Has intentado en los armarios de su casa?
—La verdad es que no; sólo he vuelto por allí un par de veces con mi padre, y por
poco tiempo, a recoger alguna cosa. Pero ayer me propuso buscar juntos el cuaderno
por la casa el próximo fin de semana.
—¿Se lo has contado todo a tu padre? —preguntó Clara alarmada.
—Descuida —la tranquilizó Víctor—, no sabe nada. Fue una propuesta suya;
quiere encontrar el cuaderno y es el único sitio en el que puede rebuscar. Voy a ser
fiel a mi abuelo: de momento ni una palabra a mi padre. Él tendría sus motivos y yo
voy a respetarlos.
—¿Me tendrás al tanto de tus averiguaciones? —insistió Clara.
—Sabes que sí. Tú también tendrás que sacarle información a tu abuelo. Seguro
que puede ayudarnos.
Sacarle información. Ella no se planteaba así el asunto con el abuelo José; sería él
quien contase, con un pequeñísimo empujón por su parte. Aún le faltaba por saber lo
esencial: cómo llegó el cuaderno a las manos del abuelo de Víctor y, lo más
importante, en qué circunstancias. Eso sólo lo sabía Castillo, y llevaba décadas
ocultándolo. Ya iba siendo hora de que alguien más compartiese su secreto.
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OCHO
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—Ya. Malos tiempos, los peores de mi vida. Los meses que estuve con él fueron a
la vez balsámicos y terribles. Su compañía alivió mi tristeza, pero su declive me
desesperó. Fue terrible ver cómo iba muriendo día a día sin que, los que podían,
hiciesen algo por evitarlo. La impotencia me sublevaba. Cuando todavía estaba bien,
o al menos no tan mal como las últimas semanas, antes de que lo trasladasen a la
enfermería, hablamos mucho. Conversábamos sobre nuestra tierra, desempolvábamos
recuerdos, contábamos anécdotas del frente y nos lamentábamos del desenlace de la
contienda. No sólo habíamos perdido la guerra, también habíamos perdido la libertad,
las ilusiones, los sueños, la posibilidad de ser felices. Cuando el abatimiento nos
vencía jugábamos a recordar momentos agradables, con todo lujo de detalles y con
los ojos cerrados, para vivir la ilusión de que estábamos en ese otro lugar y no entre
las paredes de una cárcel.
»Yo le conté la tarde en la que pedí a tu abuela que fuese mi novia. Le describí la
plaza Nueva como si él no la hubiese visto nunca y el banco en el que nos sentamos,
azulejo por azulejo. Cada vez que paso por allí me acuerdo de los dos, de tu abuela y
de Miguel, unidos en un recuerdo imborrable. El poeta también paseaba por la plaza
Nueva, allí se empezó a acercar a su novia. Un día que la plaza estaba llena de
charcos le dijo a Josefina, la que luego sería su mujer: “¿Quiere usted una barca para
pasar?”. Ella se rio y a partir de entonces no se separaron.
»Me contó muchas anécdotas, como la vez que ganó su primer premio, con
diecinueve años, y se fue con sus amigos a Elche a recogerlo gastándose todo su
dinero en alquilar un coche. Luego resultó que el premio no era en metálico sino una
escribanía muy fea, pero él y sus amigos se divirtieron de lo lindo. También me habló
de la gente fabulosa que conoció en Madrid: de García Lorca, de Alberti, de Neruda y
de otros nombres más que yo desconocía. Me narró sus sinsabores en el frente, el
horror de la muerte siempre al acecho, pero esa experiencia yo también la conocía.
Otras veces desgranábamos nuestras penas para hacerlas salir y que nos pesaran
menos. Sobre todo lamentábamos las ausencias, él echaba de menos a su mujer,
Josefina, y a su hijo, y lloraba al otro que había muerto cuando sólo era un bebé.
“¿Cómo se llama tu ausencia?”, me preguntó un día. Yo le contesté “Aurora”. Él
cogió un cuaderno y me copió un poema precioso que formó parte del libro
Cancionero y romancero de ausencias. Tenía una memoria prodigiosa y recordaba
cada palabra de sus poesías. Siento que esos versos los escribió para mí, aunque los
hubiese creado antes de conocerme: “Ausencia en todo veo…”. Así, exactamente me
sentía yo. Ésa es la maravillosa cualidad de los buenos poetas, que nos hacen sentir lo
que ellos sienten, que parece que escriben leyendo nuestra alma. Le puso como título
“Ausencia de Aurora” y me dijo sonriendo que sonaba sugerente: “Te falta la luz de
Aurora”. Luego arrancó la hoja del cuaderno y me la dio. La he conservado toda mi
vida como un tesoro.
»Miguel, cuando se encontraba con fuerzas, escribía casi constantemente. Me
contó que estaba escribiendo unos cuentos para su hijo, así lo sentía más cerca. Se los
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narraría cuando ya estuviese libre y el niño entendiese sus palabras, aún era muy
pequeño. “Para cuando Manolito sepa leer”. Soñaba con ese día: padre e hijo juntos,
arrullados por las palabras. No dudaba que ese momento llegaría. El ancla de esa
certeza lo mantenía en pie. Su mujer y su hijo eran su gran aliento. Los cuentos los
escribía en unas cuartillas sueltas que trazaba con esmero y delicadeza. También
escribía cartas a Josefina y se las pasaba disimuladas el día que permitían visitas, no
se las podía enviar de otra manera. Pero sobre todo componía versos, jamás dejó de
hacerlo mientras estuvo conmigo en la celda, incluso cuando su enfermedad se
agravó aún más. Casi siempre lo hacía en un cuaderno de tapas negras, apoyado en
sus piernas encogidas y sentado en su catre. Le pregunté si no le resultaba incómoda
la postura y él me contestó que más incómodo era escribir sentado en una piedra en el
campo, y lo había estado haciendo durante años mientras cuidaba sus cabras. Pocos
días antes de que su estado empeorase y lo trasladasen a la enfermería tuvimos una
conversación que te interesará.
»—¿Sabes quién es Aurelio Sánchez? —me preguntó Miguel.
»—¿El que trabajaba en la tahona? ¿El Chino? —le dije.
»—No lo llames así, no le gusta el mote —me contestó con una mueca triste.
»Yo le conté que sí lo conocía pero que hacía mucho que no lo veía, que me
dijeron que se fue a Madrid antes de la guerra y que ya no volvió.
»—¿Crees que es un hombre de fiar? —me preguntó.
»No supe qué contestarle, lo conocía poco. Entonces él me hizo una confesión.
Resulta que habían sido buenos amigos de niños y de adolescentes. El mismo Miguel
le consiguió el trabajo en la tahona, y él se lo agradecía y lo respetaba. Se quedó en
silencio un rato, parecía dudar si seguir contándome o no. “Él me regaló este
cuaderno”, dijo Miguel, refiriéndose al de tapas negras.
»Su afirmación sonó como un suspiro largo. Después continuó hablando. Aurelio
Sánchez fue a ver al poeta cuando estaba en la cárcel de Ocaña. Miguel se alegró de
verlo y le pidió dos cosas: papel para escribir y que intentara sacarlo de allí. Sólo
cumplió lo primero. A los pocos días apareció con un cuaderno de tapas negras y una
sonrisa glaciar: “Para que escribas lo que puedas. Es negro, como tu suerte,
Visenterre”, le dijo utilizando un mote que ya ni recordaba y con el que nunca antes
se había dirigido al poeta. Y ni una palabra más. Se dio media vuelta y se marchó.
Nadie apareció para sacarlo de Ocaña, seguramente no movió un dedo para liberarlo
de la cárcel, quería verlo allí, detrás de las rejas. Miguel le había indicado los
nombres de las personas con las que debía hablar para que le ayudasen, pero estaba
seguro de que no lo había hecho. Yo le pregunté cómo era posible que se hubiese
portado así un supuesto amigo de la infancia. “Ya sabes cómo ha sido de fratricida
esta guerra”, me contestó apesadumbrado: “Hermanos contra hermanos, amigos
contra amigos”. Miguel creía que Aurelio se había hecho falangista; al menos tenía
un amigo que lo era. Según me dijo, Aurelio nunca hablaba de política, mientras los
demás no paraban de hacerlo. Si hubiese sido un extraño el que le hubiese hecho eso
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no le habría dolido tanto. “Tristes guerras, José, las que nos convierten en enemigos
de nuestros amigos”, decía.
»Mientras me lo contaba yo escuchaba su voz al borde de las lágrimas. Era cierto,
la guerra nos había cambiado, habíamos perdido también la inocencia. La derrota nos
había despojado de todo; en mi caso de la libertad, del amor, de los amigos; pero en
el suyo la situación era aún más amarga. Pretendían despojarlo de su dignidad. Me
contó que lo habían presionado para que escribiese a favor del régimen franquista y
que, incluso, le habían ofrecido la libertad y dinero a cambio de que firmase unos
poemas que no eran suyos. Miguel jamás aceptó, nunca vendió su pluma, por eso no
salvó la vida. También lo presionaban de forma indirecta para que se casara por la
iglesia con Josefina. Como su matrimonio había sido civil, a Josefina no le permitían
visitas a solas, ya que su boda no era válida y su hijo lo consideraban ilegítimo. Por
este motivo solamente podía verla los viernes, en medio de un barullo de gente en el
que no se podían entender. No le permitían abrazarla porque no era su esposa por
sacramento. Miguel, que había luchado toda su vida para librarse de los templos, se
veía ahora obligado a “santificar” su matrimonio. Al final se casó, seguro que lo hizo
por Josefina, sentiría su muerte cercana y temería dejarlos aún más desvalidos: una
madre soltera y un hijo ilegítimo de un padre muerto en la cárcel. Por ellos. Sólo lo
hizo por ellos.
»La noche antes de que lo trasladasen a la enfermería, la última que pasó en la
celda conmigo, lo oí llorar. Muchos presos llorábamos en la soledad de las noches.
He escuchado a hombres como castillos llamar a sus madres en medio de la oscuridad
del presidio. Cuando desaparecía la luz nos sentíamos aún más frágiles y la muerte se
nos acercaba con sus ojos huecos. Me quedé en silencio, escuchándole. No quise
interrumpir su pena, de nada habría servido consolarlo, ya no me quedaban palabras
de ánimo para alguien que ve cómo la muerte va inundando sus pulmones y la vida se
le escapa por la boca. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el catre y
cubierto con la manta. Tiritaba. Las noches de noviembre eran húmedas y frías
también en Alicante. Vi, entre las sombras, cómo sacaba algo de su maleta
destartalada. Después escuché cómo rompía papeles, se le oía rasgar las hojas
lentamente. Así estuvo un rato hasta que se debió de quedar dormido acurrucado en el
suelo. A la mañana siguiente se lo llevaron a la enfermería.
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NUEVE
El abuelo se detuvo. Lo había soltado todo sin parar y sin que Clara, absorta en su
narración, lo interrumpiera. Le sorprendía tanto lujo de detalles en una historia que
había transcurrido muchas décadas antes, en un tiempo en el que su abuelo tenía casi
la misma edad que ella.
—¿Y no lo volviste a ver? —preguntó al fin para romper el silencio.
—Sólo un par de veces. La primera fue la Nochebuena de 1941, había pasado casi
un mes desde que lo trasladaron y por fin aceptaron que lo visitase. Los carceleros
pensarían que era lo menos que podían permitirle en una noche como aquélla. Lo
encontré muy desmejorado, le costaba hablar. Sólo me dijo, casi por señas, que le
dolía el pecho. Tenía continuos escalofríos y le faltaban las fuerzas. Me empeñé en
animarlo y, cuando me aseguré de que el enfermero no nos oía, le conté que los
aliados iban ganado posiciones desde que Estados Unidos había entrado en la guerra.
«Ya verás, cuando Hitler caiga, Franco tendrá problemas». «Pues ya se pueden dar
prisa los aliados», me contestó de forma entrecortada. También le conté, dándolo por
cierto, un rumor que llevaba semanas corriendo por las galerías, según el cual el
Gobierno iba a conceder medidas de gracia con motivo de la Navidad para los presos
con penas reducidas. Ninguna de las dos cosas se cumplió: Franco siguió allí a pesar
de la victoria aliada, y las medidas de gracia nunca llegaron.
»Miguel pasó solo el resto de la Nochebuena y la Navidad. No le permitieron más
visitas. La última vez que lo vi fue el día de su boda. Se celebró el 4 de marzo, nunca
olvidaré esa fecha. Hacía semanas que no sabía nada de él, yo preguntaba y no me
contestaban gran cosa, sólo que seguía enfermo. Ese día, un carcelero vino a
buscarme, me dijo que tenía que hacer de testigo de una boda y me llevó a la
enfermería. Cuando entré, el alma se me cayó a los pies. Un olor acre que identifiqué
con la muerte lo invadía todo. Reinaba un profundo silencio, sólo entrecortado por los
sollozos de Josefina. Miguel yacía en su camastro lívido como una figura de cera.
Apenas podía hablar. Me acerqué a él y me miró con ojos inmensamente tristes en los
que asomaba un rayo de gratitud. Además del sacerdote, sólo estábamos como
testigos una mujer joven, que era la hermana de Josefina, y otro hombre al que
también reconocí como oriolano. La ceremonia duró muy poco, el cura juntó las
manos de Miguel y Josefina y dijo unas breves palabras. Después nos marchamos
todos. Yo regresé a mi celda más triste que nunca. Fue la última vez que vi al poeta.
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El ruido de una llave en la cerradura los devolvió al presente. Nuria, la madre de
Clara, entraba en la casa.
—Ya sabía yo que os iba a encontrar aquí juntos —dijo a modo de saludo.
Se la veía contenta, y su hija se alegró de verla recuperada. Volvía a ser ella: tan
arreglada, sonriente e infatigable como siempre.
—¿Pero tú no te habías ido a trabajar? —preguntó José con cierto reproche.
—He resuelto lo más urgente, que era casi todo, y he dicho que me tenía que ir.
En el ambulatorio saben que aún estás convaleciente. Todos preguntan por ti.
—Claro, el abuelo es una institución, y más entre las batas blancas —afirmó
convencida Clara.
—No me aduléis, ahora sólo soy un viejo enfermo que no quiere ser una carga
para su familia.
—No digas eso, papá. ¡Qué pesadito te pones! —protestó Nuria—. Sabes que no
lo eres, no hay enfermo que se queje menos que tú. Y queremos cuidarte, aquí tienes
a tu nieta, toda la tarde contigo y yo no sé si lo hace por acompañarte o por no ir a
casa a estudiar. ¿No tenías un examen de Lengua mañana?
Clara se sintió pillada en un renuncio. Era verdad, ni se había acordado. Pero su
madre, sí. ¿Qué importancia tenía ahora un examen de Lengua cuando acababa de
recibir una clase viva de Historia de la Literatura y narrada por su protagonista?
Quiso protestar, pero su abuelo no la dejó.
—Así que tienes un examen y no me has dicho nada; ya te estás yendo a tu casa a
estudiar.
—Pero… Tú todavía tienes más cosas que contarme… —balbuceó.
—Mañana más —la interrumpió el abuelo.
—¿De qué estabais hablando que Clara tiene tanto interés? —preguntó Nuria
mirando a su hija con complicidad. Creía saber la respuesta y se alegraba. Era la
confirmación de que la chica había tirado del hilo adecuado.
—Nada, batallitas de abuelo que chochea —disimuló José.
—Lo dudo, papá, nunca has sido muy dado a las batallitas, como tú dices. Pero
no preguntaré más, veo que no queréis compartirlo conmigo y lo respeto.
Confidencias entre abuelo y nieta mimada.
Clara empezaba a ser consciente de lo que estaba recibiendo del abuelo: un tesoro
escondido, su experiencia más terrible, la de la cárcel y, a la vez, la más especial: la
vida que compartió con un poeta excepcional. La vida y la muerte del poeta más
famoso de su ciudad, contadas en primera persona.
—Deberías irte ya a estudiar —insistió la madre.
—Está bien, aunque me dejas en lo más emocionante.
—Así tendrás motivos para volver mañana —dijo el abuelo—. ¿No te sabes la
historia de Sherezade?
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—¿La protagonista de Las mil y una noches que no acababa los cuentos para que
el sultán no le cortase la cabeza? Pues que sepas que no te voy a conceder tantas
noches para que acabes tu relato. Reconozco que es un buen recurso para dejarme en
vilo y asegurarte de que mañana me tendrás aquí.
—Pues hasta entonces. No te defraudará el final de la historia, aunque no sea un
final feliz.
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DIEZ
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—Tú tampoco hablas mal y nunca te he oído decir palabrotas.
—Alguna digo de vez en cuando —confesó Clara—. Supongo que a tu madre le
daría algo más que un síncope si te oye pronunciar un «joder». La verdad es que nos
suena raro oírte hablar pronunciando todas las eses y usando palabras que nosotros
sólo leemos en los libros. Sé que hay gente que se mete contigo.
—No llevo mal vuestros agudos comentarios.
Caminaban sin rumbo fijo pero, charlando, sus pasos los acercaron hasta la plaza
Nueva.
La plaza ilustraba los recuerdos de su abuelo. Allí se encontraba el banco en el
que José y Aurora se regalaban palabras a falta de besos. Allí flotaban las imágenes
de Miguel y de Josefina sorteando charcos, que se juntaban con la de Clara, unos
años atrás, dando de comer a las palomas bajo la atenta mirada de su abuelo. Un lugar
puede condensar la vida de una ciudad y guardar las sombras de quienes lo habitaron,
siempre que haya alguien que lo recuerde.
Se sentaron en un banco limpio a instancias de la chica. Víctor intuía que no se
trataba de un simple paseo para despejarse: alguna confidencia quemaba los labios de
Clara.
—¿Qué me quieres contar? —preguntó al fin.
—¿Cómo sabes que tengo algo que contarte?
—Porque has mencionado antes un discurso oral que aún no he escuchado.
Clara suspiró. No podía quedarse callada; contaría sólo lo que Víctor pudiese oír
sin peligro, nada que le provocase desagrado. Tenía que mantenerlo de su lado.
—Mi abuelo me ha contado más cosas —comenzó—. Me ha hablado del tiempo
que estuvo con Miguel Hernández en la cárcel, de sus conversaciones, de su boda, de
su muerte.
—Todo muy triste, seguro.
—No te puedes imaginar cuánto.
—El poeta le contó que tu abuelo era amigo suyo de la infancia, y que le
consiguió trabajo en una panadería.
—Ignoraba que mi abuelo hubiese sido panadero.
—Hay tantas cosas que no sabemos de nuestros antepasados —dijo Clara con un
doble sentido que el chico no apreció.
—Me dijo también que tu abuelo le regaló un cuaderno de tapas negras cuando
estaba en la prisión de Ocaña, pues Miguel Hernández le pidió papel para escribir.
—Debe de ser el mismo cuaderno —le oyó decir con entusiasmo—. ¿Y cómo
llegó a las manos de mi abuelo? ¿Qué contenía?
—Eso aún no lo sé, no me lo ha contado. Está jugando conmigo a Sherezade, la
de Las mil y una noches.
—Sé quién es Sherezade.
—Mi abuelo deja el relato a medias para que yo vuelva al día siguiente como loca
por escuchar el resto.
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—¡Qué listo tu abuelo!, me parece una buena idea. Lo utilizaré con las chicas
para que no me dejen plantado a los dos días. Otra cosa no, pero cuentos, me sé
muchos.
—¿Ah, sí?, cuéntame uno —pidió Clara con picardía.
—Sólo si prometes contarme lo que te diga tu abuelo.
—Prometido —dijo ella estrechando su mano de forma teatral.
—¿Te sabes La reina de las nieves de Andersen? —Clara negó con la cabeza—.
Pues es tan largo que tendremos que volver a quedar mañana para que lo acabe. Te
acompaño hasta tu casa.
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ONCE
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increpándole. “¿Es que no tienes honor, maldito Chino?”. Él seguía caminando de
espaldas a mí, huyendo de la verdad. En ningún momento se volvió, a pesar de que
mis gritos habían alertado a toda la galería. “Eres un traidor, él era tu amigo”. Un
carcelero me obligó a callar golpeándome los dedos con la porra. El golpe me hizo
sangrar, pero me dolió menos que la traición que acababa de presenciar. Después sólo
acerté a gritarle: “Te buscaré, Aurelio. Juro que te buscaré”.
—Está claro que no le entregó el cuaderno a la mujer de Miguel Hernández. ¿Y
las demás cosas del poeta? —preguntó Clara.
—Al día siguiente vino un oficial y se llevó la maleta para dársela a Josefina. Allí
iban sus pocas pertenencias, entre las que no se encontraba el cuaderno en el que
escribió sus últimos poemas. Fue la primavera más desesperante de mi vida; la
tristeza flotaba en toda la prisión, quien más quien menos todos sentíamos su muerte.
Evocaba los versos del propio Miguel en la elegía que escribió a su amigo Ramón
Sijé: sentía más su muerte que mi vida. Yo había sido de los más cercanos a él en los
últimos tiempos, y muchos de los reclusos, que apenas conocieron a Miguel, venían a
darme a mí el pésame. Les decía que lo agradecía y que recogía su pesar en nombre
de los familiares del poeta. Todavía me quedaba casi un año de cárcel, no sé si decir
que tuve suerte. Algunos compañeros consiguieron la libertad antes, pero la mayoría
se quedó allí más tiempo. Otros, como Miguel, nunca salieron. No sé por qué me
detuvieron ni por qué tuve que pasar allí casi cuatro años, tampoco sé por qué me
soltaron. Era todo así de aleatorio y de incoherente. También te podía tocar morir
fusilado o de tuberculosis y abandono en cualquier enfermería.
»Cuando salí fui a ver a la viuda del poeta. Se había ido a vivir a Cox con su hijo
y unos familiares. En cuanto me vio, me reconoció como uno de los testigo de su
triste boda, y me abrazó muy emocionada. Me invitó a pasar, vivía en el límite de la
pobreza, como la mayoría en los años cuarenta. Le pregunté si Aurelio Sánchez le
había entregado un cuaderno con poemas de Miguel, aunque ya sabía la respuesta.
Ella llevaba años sin verlo y se extrañó de mi pregunta. Me contó que, entre las
pertenencias de Miguel que le entregaron tras su muerte, encontró los cuentos que
estaba escribiendo para su hijo y algunos poemas inéditos en hojas sueltas. Ella sabía
que su marido estaba entusiasmado con esos cuentos y esperaba recuperarlos para su
hijo. “¿Nunca te habló de un cuaderno de tapas negras?”. Josefina negó, él guardaba
celosamente su obra y la tenía bien informada sobre lo que iba escribiendo. No sabía
que Miguel tuviese tal cuaderno. Le conté lo que sabía, que Aurelio se lo regaló en
Ocaña y que fue a robarlo a nuestra celda el mismo día de su muerte. Pensé que ella
se indignaría tanto como yo, pero habló con aire resignado: “¿Y qué crees que puede
hacer con los versos de mi marido en los tiempos que corren, José? Nada”. Tenía
razón, imposible publicar en la España en la que vivíamos los poemas de un hombre
que había sido nada menos que comisario de la Brigada del Campesino. La
impotencia nos vencía, ahora notábamos más que nunca que habíamos perdido la
guerra. Hasta lo cotidiano tenía un color grisáceo de tarde lluviosa.
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Abuelo y nieta permanecieron unos minutos en silencio. Su mutismo parecía un
homenaje a todos los que se desvanecieron en el tiempo por culpa de la guerra o de la
indiferencia, que en muchos casos venía a ser lo mismo. La muerte busca distintos
caminos para cumplir sus propósitos, y sabe servirse de los violentos y de los
mezquinos.
El zumbido del móvil de Clara rompió el silencio.
—Es un mensaje —se disculpó mientas lo leía.
Víctor reclamaba su presencia: «qiers sabr el fnal di cuento? T spro n Tdomiro».
—¿Es el nieto de Aurelio? —adivinó el anciano.
A la chica le sorprendió la clarividencia de su abuelo e, instintivamente, escondió
el teléfono.
—No —se apresuró a contestar sin demasiada convicción—. Es María, que…
Enseguida se arrepintió de la mentira. Su abuelo debía conocer sus
conversaciones con Víctor; si se había fraguado una extraña amistad entre ellos,
Castillo había sido el detonante. Además, ¿no le contaba sus recuerdos para que ella
encontrase el cuaderno antes que el hijo de su enemigo?
—No era María, tienes razón, era Víctor —confesó—. Quiere que quedemos en el
Teodomiro.
—¿Le vas a contar todo esto?
—¿Puedo hacerlo?
—Es tu decisión. A partir de ahora esta historia no es sólo mía, yo te la he
regalado y puedes hacer lo que quieras con ella, incluso no creértela. No puedo ni
debo pedirte que guardes el secreto siempre. Pero piensa bien qué le vas a desvelar a
Víctor, ten en cuenta que no siempre queremos oír la verdad, aunque ésta nos toque
de refilón.
—Descuida, iré con pies de plomo. Gracias por este regalo, supongo que no habrá
sido agradable para ti remover los recuerdos dolorosos.
—A veces hace falta remover el pasado, sobre todo si es para sacar la verdad del
fondo.
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DOCE
Ese sábado, el viaje en tren a Alicante se le hizo a Víctor inusualmente corto. Pensaba
en Clara y en lo que ella le había contado. Ahora sí estaba seguro de que el cuaderno
existía y lo guardaba su abuelo. Días atrás, Clara le explicó que Miguel Hernández le
había entregado a Aurelio Sánchez el cuaderno con sus últimos poemas antes de
morir. El abuelo de la chica había sido testigo: el único testigo vivo de aquel
intercambio. Todo se conjuraba para que él iniciase la búsqueda.
Se trataba de responder a dos preguntas, de desentrañar dos enigmas: el primero,
dónde se escondía el cuaderno y el segundo, el que más inquietaba a Víctor, por qué
su abuelo no lo había sacado a la luz en todos los años de su larga vida. ¿Qué motivo
le había llevado a mantenerlo oculto?
Le gustaba contar con Clara para esta aventura, había descubierto en ella una
vitalidad contagiosa, lo que él necesitaba en ese momento. Era una coincidencia
mágica que su abuelo fuese un eslabón indispensable en la historia. La de vueltas que
da el destino para anudarnos con quien menos esperamos.
Su padre lo esperaba en la estación; aún se le removían sentimientos
contradictorios en su presencia. Él los había abandonado, pero la rabia de los
primeros meses había sido sustituida por un sentimiento de vaga resignación. Ahora,
intentaba recuperar parte del afecto inmenso que le inspiraba antes de este desgarro,
aunque era consciente de que la adolescencia tampoco ayuda mucho a acercarse a los
padres, más bien es época de continuos desencuentros.
Víctor no había hecho planes para ese fin de semana, ni se había acordado de
quedar con sus amigos. Sólo pensaba en la visita a la casa del abuelo, en la búsqueda.
En el bolsillo derecho de su chaqueta llevaba la llave misteriosa, como a él le gustaba
llamarla; quién sabe qué sorpresa le descubriría.
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Buen detalle por parte de su padre; ese «él» era el abuelo casi desconocido a
quien el hijo seguía cuidando sus preciados objetos personales después de muerto.
—Ya miré en la biblioteca y no encontré nada, pero tal vez tú seas capaz de ver
algo que a mí se me pasase por alto. ¿Quieres empezar por ahí? Yo miraré en los
altillos del armario del dormitorio.
A Víctor le pareció una idea estupenda, nada más sugerente que una biblioteca.
Era una habitación cuadrada, con estantes a derecha e izquierda y un escritorio de
madera labrada al fondo, junto a un balcón de visillos blancos. Primero intentaría usar
la llave. Probó con los cajones del escritorio, pero los cerrojos no eran ni parecidos,
además estaban abiertos y desoladoramente vacíos.
La parte baja de los estantes la completaban unos armaritos con puertas de
madera lisa que estaban cerrados, pero la llave tampoco servía. Pensó en preguntar
luego a su padre por el contenido de los mismos. Estaba claro que la llave no abría
nada que estuviese en esa habitación.
Sólo entonces se dedicó a revisar los libros. Le llamó la atención la cantidad de
guías de viaje y planos de diferentes ciudades, los de casi todas las capitales
españolas y de muchas europeas. No sabía que el abuelo hubiese viajado tanto.
Encontró varios libros sobre Madrid, algunos de ediciones muy antiguas. El resto
eran novelas. Allí estaban las obras completas de Blasco Ibáñez, Clarín y Caldos
junto a otras de autores más modernos; obras policíacas, de aventuras, de misterio. Se
notaba que la mayoría habían sido leídas. El chico abrió las páginas de La Regenta y
creyó notar el tacto de los dedos de su abuelo recorriendo las mismas hojas.
Ningún volumen con el lomo negro. Ni rastro del famoso cuaderno. De todas
formas, Víctor se dispuso a revisarlos uno por uno. Seguro que, si le apetecía leer
alguno, su padre no se negaría a que se lo llevase.
Encontró las mismas ediciones de los libros que su abuelo le regaló en sus
sucesivos cumpleaños: La Isla del tesoro, Los tres mosqueteros… todos juntos en la
estantería. Aquello le emocionó. El último era el volumen de los cuentos de Poe, en
la misma edición que él tenía por duplicado, pues ya lo había leído antes de que su
abuelo se lo regalase. Fue un nieto educado y no le dijo al anciano que ya lo tenía.
Tan absorto estaba en la tarea que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Antes
de que su padre acabase de rebuscar en el dormitorio, Víctor decidió localizar la
cerradura de su llave por el resto de la casa. Las letras y los números que había
escritos en la etiqueta amarilla daban pocas pistas: 10, 2.º D, T-2.
Lo que parecía más claro era lo del 2.º D, que debía de corresponder al piso y la
puerta, pero aquél era el 5.º A. Empezaba a creer que allí no hallaría lo que buscaba.
En la cocina no encontró ningún armario con cerradura, ni en la sala de estar ni en
el cuarto de invitados, cuyo desolado mobiliario constaba de una cama sin cabecero y
una mesilla de noche sin cajones. Seguramente el abuelo no había recibido nunca
invitados. Desde luego, él jamás durmió en esa casa. Sus visitas eran cortas y
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esporádicas, más por deseo de su padre, que siempre parecía estar deseando largarse,
que por imposición del anciano.
En esa habitación estaba cuando le sorprendió la voz de su padre.
—Éste —suspiró— era mi cuarto hasta que murió mi madre. Ella lo conservó tal
cual, con mis banderines, mis juguetes, mis libros y mis pósters. Después, él me dijo
que cogiese lo que quisiera conservar, porque iba a desmantelar la habitación para
poner un cuarto de invitados. ¡Ja! —dijo con sorna—. ¿Qué invitados? No creo que
jamás invitase a nadie a compartir su casa. ¿Quién iba a querer?
—Desde luego no tiene un aspecto muy acogedor —corroboró Víctor, que podía
entender el desconcierto de su padre ante tal decisión. Claramente, el desencuentro
entre ambos había sido grave.
—¿Has encontrado algo interesante? —preguntó el hombre cambiando de tema.
—De momento, este libro de Salgari tiene buena pinta: Sandokan. Tenía ganas de
leerlo. ¿Me lo puedo llevar?
—Por supuesto, coge los que quieras, a él le gustaría que fuesen para ti. De
hecho, cuando venda el piso te los guardaré todos, aunque tenga que alquilar un
trastero para tenerlos allí.
—Gracias, papá.
Aquel sentimiento de gratitud sincera hacia su padre era nuevo y reconfortante.
Aurelio Sánchez, el abuelo, flotaba ahora entre ambos como una presencia
acogedora, lo que nunca llegó a ser en vida para ninguno de los dos.
—¿El abuelo viajó mucho en su juventud?
—Creo que no demasiado. ¿Por qué lo preguntas?
—Hay un montón de guías y planos de ciudades en la biblioteca.
El padre sonrió mirando hacia un lugar indefinido. Los recuerdos se paseaban por
la casa con el descaro de quien llega sin ser invitado.
—A tu abuelo le fascinaban los mapas, le gustaba recorrer las ciudades que no
conocía a través de sus planos. Sólo una vez viajó al extranjero: fue a París, con mi
madre, en una especie de viaje de novios con retraso. A tu abuela le sorprendió lo
bien que conocía la capital francesa sin haber estado nunca y sin saber francés.
Cuando yo era pequeño jugábamos a buscar calles y recorridos en planos. Siempre
me ganaba, pero yo me divertía.
Hacía tiempo que Aurelio no se asomaba a su infancia. También vivió momentos
felices con su padre, antes de que se convirtiesen en dos extraños.
—¿Y tú que has encontrado? —le oyó decir a Víctor.
—No lo que buscábamos, sólo algunas cartas de mi madre que me ha emocionado
recuperar. Fíjate en su letra, tan cuidada, tan clara. Ahora escribimos tan poco a mano
que no conocemos la caligrafía de las personas más cercanas a nosotros; sin embargo,
la letra de mi madre la reconocería en cualquier parte. A ella le gustaba dejarnos
notas por la casa para decirnos dónde había ido, para desearme buen día… Muchas
veces colaba sus papelitos en la página del libro que estaba estudiando y me
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sorprendía leer: «Que te salga bien el examen y no te desconcentres». Si le gustaba
alguna frase del libro que estaba leyendo me la copiaba y me decía que pensase sobre
ella. Le encantaba escribir cartas. Siempre que me iba de viaje se las arreglaba para
que yo recibiese una aunque sólo estuviese fuera una semana. Aquellas cartas me
acompañaban, por eso la letra de mi madre ilustra casi toda mi vida.
Le sorprendía no haberle contado estos recuerdos infantiles antes a su hijo; quizá,
en su intento de poner distancia entre él y su padre, se había olvidado de su hijo. Los
hijos necesitan conocer de dónde vienen y qué piel habitaban aquellos que los
precedieron; puede que les ayude a resolver preguntas sin respuesta.
El registro del piso del abuelo resultó más provechoso de lo que podía parecer:
Víctor había descubierto a una abuela con cualidades epistolares y a un padre más
sensible que el político calculador que aparentaba ser.
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TRECE
¿Se había convertido el cuaderno perdido en una excusa para compartir las tardes con
Clara?, se preguntaba Víctor inquieto después de las clases.
No tenía mucho más que contarle a la chica. Las pesquisas en la casa del abuelo
no habían dado los frutos que esperaban, aunque le sirvieron para disfrutar de un
padre mucho más solícito el resto del fin de semana. Un padre más parecido al que él
recordaba en los días felices de su niñez, sin separaciones ni rencores.
A ella no parecía disgustarle el afán del chico por quedar esa tarde, al menos eso
quiso creer él, pero no habían concretado nada en toda la mañana. Salieron de clase
cada uno por su lado. En Santo Domingo hacían como si casi no se conociesen,
apenas intercambiaban monosílabos. Ella tenía su grupo y él el suyo, mucho menos
numeroso y popular. En cuanto llegó a casa envió un mensaje a Clara. Ella contestó
con la rapidez de quien espera impaciente, lo citaba en la plaza Nueva. Víctor eligió
el banco de azulejos en el que se sentaron la última vez para verla llegar.
Vestía un vaquero y una camiseta amarilla que resaltaba el tono siempre bronceado de
su piel. Se había soltado su melena castaña y a Víctor le parecía perfecta aunque no lo
fuese. «Yo te he nombrado reina», recordó los versos de Neruda que habían leído en
clase unos días antes, «aunque las haya más bellas».
—Venga, levanta de ahí —le dijo nada más verlo—. Necesito pasear.
El chico obedeció sin rechistar y caminó a su lado, al principio sin decir palabra.
—¿Qué? ¿No me vas a contar qué has descubierto en el piso de tu abuelo? —
preguntó Clara, ya inquieta.
—Nada, sólo que la llave no es de allí. He comprobado todos los armarios y
cajones, pero no es de ninguno. Me he mirado la biblioteca entera y no hay ni rastro
del cuaderno. Mi padre tampoco lo encontró en los armarios del dormitorio. Eso sí,
me llevé algunos libros, mi abuelo tenía una biblioteca espléndida: novelas, libros de
viajes…
—Encontrarías también alguno de poesía, al menos de su amigo Miguel
Hernández —supuso Clara, aunque enseguida le pareció arriesgada la afirmación.
Víctor se quedó pensativo, no se había percatado antes de que no había ni un solo
libro de poesía, ni siquiera de Hernández. Si fueron amigos, lo lógico era que hubiese
guardado alguno, incluso dedicado, aunque no fuese lector de poesía. Dudas y más
dudas.
—Pues no había ninguno. Es raro, ¿verdad?
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—Sus motivos tendría, tal vez no le gustaba la poesía. Yo, por ejemplo, no
soporto los libros de autoayuda —intentó desviar el tema—, pero a María le
encantan. Dice que le sirven para superar sus complejos.
—¿Complejos? ¿Qué complejos puede tener María?
—Bueno, todas tenemos alguno, aunque sea absurdo. Si te portas bien algún día
te contaré los míos.
Desde luego, le faltaban décadas para entender a las chicas. ¿Qué complejos
podían tener Clara y su amiga?
—Y yo te escucharé encantado —sólo se le ocurrió decir—, y te consolaré
convenientemente para que superes tantísimos defectos.
Clara le dio un empujón y rieron. Cruzaron el puente y bajaron hacia la iglesia de
Santa Justa cuando daban las siete en el reloj.
—La única pista ahora es la llave.
Y la única baza de Víctor para retener a Clara en la intriga. El chico la sacó del
bolsillo, ella observó la etiqueta amarilla.
—10, 2.º D, T-2 —leyó Clara—. Parece el número y el piso de un domicilio. ¿Y
bien?
—Estoy igual que tú, creo que nos falta el nombre de la calle.
—¿En qué otros sitios vivió tu abuelo?
—En Alicante, sólo en el piso que registramos. Antes vivió en Madrid, pero me
temo que nos va a resultar difícil ir a la capital y comprobar todos los números 10, 2.º
D de la ciudad.
—¿Y en Orihuela? Digo yo que antes viviría aquí, tu abuelo era oriolano. Puede
ser una dirección de este lugar; lo mismo estamos pasando por delante ahora mismo.
—Preguntaré a mi padre, últimamente se muestra más dado a compartir recuerdos
y confidencias. En el registro al piso del abuelo creo que abrió algunas habitaciones
cerradas que debía ventilar. Y no sólo en sentido literal. Tú también podrías preguntar
a tu abuelo, es posible que sepa dónde vivía el mío cuando residía en Orihuela.
—Y si nos enteramos, ¿qué? ¿Vamos a entrar en la casa de la gente así por las
buenas? Eso se llama allanamiento de morada —objetó la chica.
—No adelantes acontecimientos, todavía no tenemos ni idea de qué significan
esos números. Mejor que vayamos por partes.
—Yo también quería enseñarte algo —dijo de pronto Clara—. Vamos a sentarnos.
Se acercaron al parque próximo al ayuntamiento y buscaron un banco a la
sombra. Clara sacó de su mochila un libro delgado con la cubierta amarilla. Se lo
enseñó a Víctor.
—Es un libro de poesía, me lo ha mandado por correo una amiga de Madrid. Se
llama Lara, tiene familia aquí y viene siempre a las fiestas de Moros y Cristianos.
Nos conocemos desde niñas. Hace unos días hablé con ella por teléfono. Me contó
que había ido un poeta a su instituto y que les había leído unos versos suyos
dedicados a Miguel Hernández, y enseguida se acordó de mí. Le impresionaron las
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palabras con las que introdujo la lectura de su poema. Les dijo que el poeta oriolano
había sido pastor en su adolescencia y que escribía versos al tiempo que cuidaba sus
cabras. Le gustó mucho el poema y compró el libro para enviármelo —señaló el
volumen que tenía en la mano.
—¿Por qué no me lo lees? —pidió Víctor.
—Eso es lo que pensaba hacer.
Clara abrió el libro y leyó:
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—¿Te das cuenta? Es cierto lo que dice. Si sólo hubiese ordeñado cabras, quizá
habría muerto de viejo, como tu abuelo, y no de cárcel y abandono. Habría disfrutado
de su hijo y de su mujer, habría visto crecer a sus nietos. No le perdonaron sus sueños
—reflexionó Clara en voz alta.
—Habría ido a la cárcel de igual manera. Tuvo la desgracia de elegir el bando de
los perdedores.
—Pero él no era peligroso, Víctor. A Miguel Hernández hombre no lo temían,
condenaron al escritor. Eran sus versos los peligrosos, su sueño de ser poeta lo que le
hizo odioso a los ojos de los que no pensaban como él.
—Si no hubiese ordeñado su sueño no estaríamos aquí, no habríamos disfrutado
sus versos, no leeríamos un poema dedicado a él y no buscaríamos un cuaderno de
tapas negras. Nosotros somos los herederos de su sueño, los que mantenemos vivo su
recuerdo —añadió el muchacho.
—Sí, eligió ordeñar un sueño, con todas sus consecuencias.
—Y nunca se sabe adonde nos lleva el camino que elegimos.
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CATORCE
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Unas señoras se acercaron en ese momento a la mesa y se reprodujo el episodio
que Clara había previsto: admiración de ellas por la recuperación del abuelo,
panegírico del anciano hacia su nieta y despedida afectuosa.
—¿Ha pasado ya toda Orihuela? —preguntó Clara—. Me temo que a este ritmo
no cruzamos hoy ni dos palabras.
—¿Tienes envidia de no ser tan famosa como tu abuelo? —rio—. Con el tiempo
puede que lo consigas, vas a tener que trabajártelo mucho.
—No creo que lo logre, eres un caso único. Hasta mis profesores me preguntan
por ti.
Habían pasado casi quince minutos y bastantes más personas cuando los
convecinos les brindaron un paréntesis sin saludos. Aunque no se dieron cuenta, Puri
los observaba desde un banco de la Glorieta para no interrumpir su diálogo, pendiente
de si la echaban de menos con la mirada para acudir rauda junto al señor Castillo.
—¿Qué tal tu amigo? —comenzó el abuelo.
—¿Qué amigo? Tengo muchos.
—No disimules, me refiero al único que nos interesa ahora a los dos, Víctor.
—Mi amigo Víctor, bien. Veo que ya te has aprendido su nombre.
—Y yo veo que ya lo consideras tu amigo.
¡Qué listo el abuelo, y qué bien la conocía! La última vez había saltado como un
resorte cuando él se refirió a Víctor como su amigo. Ahora ya lo trataba como tal. En
efecto, el chico se había ganado a pulso un lugar en el rincón sagrado de la amistad,
ese altar donde los adolescentes encumbran a aquellos de su edad que merecen su
confianza.
—Sí, ya somos amigos —concedió Clara—. Me ha demostrado que se fía de mí.
—No sé si hace bien. —El abuelo acertó en su comentario, pero Clara no quiso
oírlo—. ¿Alguna novedad en vuestra búsqueda?
—Tenemos una llave, pero no sabemos a qué puerta pertenece. Víctor ha
registrado el piso de su abuelo en Alicante, pero nada. Lleva unos números escritos
en una etiqueta que podrían ser el número y el piso de una dirección que
desconocemos.
—¿Ninguna pista más?
—Esperaba que tú me la dieses hoy. No me acabaste de contar. ¿Volviste a ver a
Aurelio Sánchez después? Juraste buscarlo. ¿Lo hiciste?
El abuelo se removió en la silla, la última parte de la historia certificaba su
fracaso, esa espina que le quemaba, su incapacidad para recuperar los versos de su
amigo. La victoria de Aurelio, que podía haber legado a su hijo una herencia de
incalculable valor, era su derrota.
—Por supuesto que lo busqué. En cuanto volví aquí pregunté por él. Me dijeron
que no había regresado a Orihuela tras la guerra, y que probablemente seguiría en
Madrid, donde tenía buena posición e influencias, pero todo eran habladurías. En
realidad, nadie sabía con seguridad a qué se dedicaba ni cuál era su paradero. Al
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menos las personas a las que pregunté. —Hizo una pausa, un suspiro largo se escapó
de su garganta—. Pasó algún tiempo hasta que nos reencontramos. Un día escuché
una conversación en la oficina de correos. Raimundo, uno de los carteros, le hablaba
a otro de Aurelio. Enseguida agucé mi oído dispuesto a enterarme de todo lo que
contase. Por lo visto acababa de comprarse un piso en Orihuela, aunque no estaba
muy seguro de que fuese a establecerse aquí de forma definitiva. No dijo la dirección,
y entonces intervine:
»—¿Hablas de Aurelio Sánchez? —le pregunté. Raimundo se sorprendió, pero
asintió sin dudar.
»—¿Lo conoces? —añadió a su vez.
»—Sí, de antes de la guerra —fingí.
»Le dije que me interesaba conocer sus señas para ir a visitarlo, y el cartero me
contó que la finca estaba frente a la iglesia de Monserrate, en la plaza del mismo
nombre, aunque desconocía qué piso, pues él aún no había sido invitado. No
necesitaba saber más, lo esperaría en el portal aunque tuviese que pasar horas a la
intemperie. Me senté en los escalones de Monserrate con la espalda apoyada en la
puerta, y repasé una y mil veces las acusaciones que le diría. La impaciencia me
impedía permanecer sentado, y acabé saltando escalones mientras repetía la palabra
“traidor” como una letanía. Al fin apareció, lo vi llegar desde el fondo de la calle. No
se percató de mi presencia hasta que, ya en el portal, lo abordé con toda mi furia.
»—¿Dónde te has escondido? ¿Pensabas que no te iba a encontrar? —le solté con
tono amenazador.
»Aurelio Sánchez dio un respingo y su rostro, al descubrirme, reveló su temor. No
me esperaba; quizá había olvidado nuestro único encuentro, y de pronto yo llegaba
como una aparición para recordárselo.
»—¿Qué es lo que quieres? —me dijo intentado aparentar aplomo.
»—Ya sabes lo que quiero. ¿Dónde está el cuaderno? No es tuyo, ladrón, es de
Josefina y de su hijo.
»—¿De qué cuaderno me hablas? —me preguntó con descaro.
»—Como se te ocurra publicarlo diré que lo robaste —le amenacé.
»—¿Tú? ¿Tú harás qué? —se rio de mí en la cara—. ¿Y quién te iba a creer? Es
tu palabra contra la mía. ¿Y qué palabra crees tú que vale más: la tuya, la de un
expresidiario, o la mía, la de un alto cargo de Falange? ¿Quién es ahora el que no
tiene palabra?
»La rabia me consumía, me tuve que contener para no darle un puñetazo, yo tenía
las de perder. No quería volver a la cárcel y Aurelio contaba con los medios
suficientes para hacerme regresar a la celda por tiempo indefinido. Y añadió:
»—¿Quién iba a publicar esos poemas incendiarios? No son más que panfletos
políticos, poesía para encender al bando rojo, no valen nada.
»—No te creo —le respondí.
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»Se dio media vuelta y casi de un salto se escapó de mi vista y se coló en el
portal. Cerró por dentro mientras yo golpeaba la enorme puerta con mis puños, con la
misma rabia con la que pocos años antes le había gritado agarrado a los barrotes de
mi celda. No esperé a que saliera, ¿para qué? No conseguiría que devolviese el
cuaderno a sus legítimos dueños, al menos por el momento. Pensé que era cuestión de
esperar, pues algún día cambiarían las cosas en España. No imaginaba que tendría
que aguardar tanto.
—¿Volviste a cruzarte con él? —intervino Clara.
—No debió de quedarse demasiado tiempo aquí porque no me lo volví a
encontrar. Pasaron décadas, pero yo no olvidé. Casi cuarenta años después las
circunstancias cambiaron. Aurelio ya no podía responder igual, con la democracia mi
palabra valía tanto o más que la suya, y los poemas de Miguel ya no tendrían que
pasar una censura. Aurelio podría publicarlos sin problemas, pero yo estaría ahí para
impedirlo. En 1976 decidí ir en su busca de nuevo. Ignoraba por completo dónde se
encontraba, ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto, aunque suponía que la noticia
de su muerte, de haberse producido, sí habría llegado a Orihuela. Raimundo, el
cartero, hacía años que se había trasladado a Madrid, posiblemente él sí que sabría su
paradero. Pregunté por él en Correos y me dijeron que solía pasar los veranos en una
casa que tenían en el campo, en Benferri. Era el mes de junio, así que sólo tuve que
esperar un mes y acudí a la dirección indicada. Raimundo me recibió con amabilidad,
a pesar de que nos conocíamos poco. Le conté que estaba intentando localizar a
Aurelio para un asunto relacionado con una herencia, pues teníamos parientes
comunes, y no sospechó mi engaño. Me contó que el hombre al que buscaba se había
establecido en Alicante tras una larga temporada en Madrid, donde coincidieron y
compartieron los difíciles años de la posguerra, «más difíciles para mí que para él»,
me aclaró. Aurelio tuvo un cargo político importante y mucha suerte en los negocios,
incluso había convertido su apellido corriente en uno compuesto, más
«rimbombante», uniendo el Sánchez al Macías con un guión. Raimundo hablaba
como si se alegrase por él. Me tuve que quedar a comer en su casa, su hospitalidad no
permitía excusas. Cuando me iba me apuntó la dirección de Aurelio no sin antes
advertirme: «No le gustan demasiado las visitas, no sé qué tal te recibirá. No le digas
que te la he dado yo». Aquella advertencia me decía también que Aurelio no estaría
prevenido. Raimundo no le contaría mi visita, y por tanto no me esperaría. El factor
sorpresa me beneficiaba. Una tarde de julio monté en el tren hacia Alicante, caminé
desde la estación hasta la Rambla, cerca de allí encontré la calle indicada y el
número. Se trataba de un edificio imponente, de cinco alturas, blanco como recién
pintado y con un templete circular en lo alto coronado con una cúpula celeste. Me
percaté de que un portero vigilante deambulaba por el portal con una escoba. Esperé a
que desapareciese de la entrada para colarme, aproveché el momento en el que
entraba en la portería para guardar los trastos de la limpieza. No cogí el ascensor, subí
al quinto piso galopando por las escaleras. Cuando me encontré frente a la puerta, el
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corazón se me salía por la boca, más por el nerviosismo que por el esfuerzo de la
subida. Tapé con la mano la mirilla antes de llamar al timbre, mi pecho saltó con el
estridente sonido. A los pocos segundos escuché un taconeo y un ruido de cerrojos, la
puerta se abrió y una mujer menuda se asomó sonriente. Tendría más o menos la
misma edad que yo en ese momento, unos cincuenta y tantos años. Llevaba el pelo
recogido en un moño bien peinado, su aspecto era afable y sus ojos oscuros trasmitían
tranquilidad. Yo no esperaba esa presencia tan poco agresiva, y me quedé
repentinamente mudo. Ella habló primero, me preguntó a quién buscaba. Aurelio
resultó ser su marido. Le dije que yo era un viejo amigo de Orihuela, quería darle una
sorpresa, así que le pedía que no anunciara mi nombre. La mujer se presentó, se
llamaba Consuelo. Pareció alegrarse de mi presencia y me contó que, con excepción
de Raimundo, no solían venir muchos amigos de Orihuela a ver a Aurelio. Por lo
visto, había acudido al único que podía revelarme su paradero. Consuelo me pidió
que la siguiera por un largo pasillo. Al fin se paró ante una puerta de cristal
esmerilado. La casa rebosaba lujo y ella parecía ser la guinda de ese refinado pastel.
Llamó con los nudillos y entró. Enseguida me invitó a pasar al tiempo que ella se
retiraba con una sonrisa amable. De pronto recordé a lo que iba, aquella mujer había
conseguido rebajar mi hostilidad. Aurelio escribía sentado ante un imponente
escritorio, levantó la cabeza y su expresión cambió. Se puso de pie y me preguntó
airado qué demonios hacía yo allí. «Vengo a decirte lo mismo que hace cuarenta
años», le solté con calma. «Ahora mi palabra sí que vale, me creerán si digo que tú
robaste los poemas de Miguel cuando su cuerpo aún estaba caliente y que lo hiciste
con premeditación. Recuerda que su familia todavía vive y que yo también vivo y sé
la verdad». No dije más, di media vuelta y me marché por donde había llegado. No
me fijé en la cara que puso Aurelio ante mis palabras, pero el rostro de Consuelo
despidiéndose de mí no lo olvidaré jamás: «Gracias por venir a verlo», me dijo.
—Pocas visitas recibía el pobre hombre —fue el comentario de Clara.
—Tú lo has dicho —corroboró el abuelo—, el pobre hombre, porque eso es en lo
que se convirtió, en un pobre hombre.
—Por lo visto tus palabras le impresionaron, porque no sacó a la luz los poemas.
—Pero tampoco se los entregó a la familia de Miguel, que era lo que yo
pretendía. Me desconcertaba el proceder de aquel Sánchez-Macías. ¿A qué esperaba
ahora? ¿A que yo me muriese? Pues le salió mal la jugada.
—¿No volviste a verlo?
—Todavía fui en su busca una última vez. Diez años después ocurrió algo que me
hizo pensar en que tal vez fuese el momento que Aurelio esperaba. En 1987 murió
Josefina Manresa, la viuda del poeta. Su hijo había fallecido tres años antes. Me dirigí
a la dirección que ya conocía, con premeditación, alevosía y nocturnidad, y no me
siento orgulloso de ello, pero quería sorprenderlo indefenso, asustarlo de verdad. Y lo
conseguí. Esperé varias horas delante del portal de su lujosa casa, vi entrar y salir
varias veces a Consuelo, siempre acompañada, y tuve que contener mis ganas de
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acercarme a saludarla con la misma amabilidad con que ella lo hizo diez años atrás.
Pero ése no era día para cortesías, sino para aclarar asuntos pendientes a cualquier
precio. Ya de noche, lo vi salir de la casa. Lo primero que hizo fue encenderse un
cigarrillo, supuse que la buena de Consuelo se lo tendría limitado. Avancé hacia él y
cuando comprobé que nadie nos observaba lo empujé contra una pared y lo agarré
por los hombros. Nunca había sido muy alto, pero en ese momento me pareció un
alfeñique, una pulga a la que podía aplastar con una sola mano. «No me hagas daño»,
me suplicó. Lo amenacé, le dije que si sacaba a la luz los poemas con la idea de
marcarse un tanto ahora que Josefina había muerto le retorcería el pescuezo con mis
propias manos. Ya te he dicho que no me siento orgulloso de lo que hice esa noche.
Estaba desquiciado, pero eso nunca es una excusa. Aurelio se tapó la cara con las
manos, sollozaba.
»—No había nada —me dijo—. El cuaderno estaba en blanco, no había poemas,
ni versos, ni nada.
»—No te voy a pedir —le grité a la cara— que me des tu palabra de honor de que
lo que dices es cierto, porque sé muy bien que no tienes honor.
»Me pareció que decía la verdad. Lo solté de golpe. O quizá fue la mentira
salvadora que se le ocurrió para que lo dejase en paz. Lo cierto es que jamás apareció
en un periódico contando que tenía poemas inéditos de Miguel Hernández. Ahora no
sé qué pensar. No lo volví a ver. Hace un año me enteré de que había muerto.
—Creo que hace algo más que murió.
—No sé, a los viejos el tiempo se nos pasa muy deprisa. Cuando me enteré creí
que la historia se había acabado, pero las palabras de su hijo en el periódico me
hicieron pensar que Aurelio le había dejado el cuaderno a él. Quizá esperaba que yo
me muriese antes, pero ahí sí que le gané. ¡Que me siga esperando! Pensaría que
después de mi muerte no tendría problemas, o que con el tiempo y sobre todo con el
centenario el valor de los inéditos se dispararía. ¡Yo qué sé qué pensó! Lo que no me
gustaría es que su hijo, como buen político, quisiera aprovecharse de la traición de su
padre. ¡Qué mejor logro para un Consejero de Cultura que descubrir los últimos
versos de Miguel Hernández, escritos en la cárcel, justamente en el centenario del
nacimiento del poeta! De ahí a Ministro de Cultura hay un paso, seguro que lo ha
pensado. Y a mí se me revuelven las tripas. Tenéis que encontrarlo vosotros antes que
el padre de Víctor; me tranquilizará que lo consigáis. Luego ya veríamos qué hacer
con él.
—No te prometo nada. Lo tenemos muy difícil, pero creo que hoy nos has dado
una pista importante. ¿Dónde dices que vivía Aurelio la primera vez que te plantaste
ante él?
—No sé exactamente el número de la calle. Está en la plaza de Monserrate,
enfrente de la iglesia. Es una casa de dos pisos, con balcones y una pesada puerta de
madera.
—Pues si es el número diez habremos dado con la cerradura de la llave.
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QUINCE
Clara no pudo esperar al día siguiente. En cuanto dejó a su abuelo y a Puri en casa,
salió corriendo en dirección a la iglesia de Monserrate. Recordaba perfectamente el
número escrito en la etiqueta amarilla de la llave: el 10. Tenía que comprobar si se
trataba de una casa con balcones y una puerta de madera enfrente de la iglesia. El
pulso se le aceleró al llegar al ayuntamiento. Quizá debería de haber llamado a Víctor
para comprobar juntos si habían seguido bien su única pista, pero no tenía paciencia
ni para esperar a que el chico bajase al portal. Además, a esa hora también ella
debería estar en casa: su madre la regañaría por llegar tan tarde un día laborable.
Se paró delante de la iglesia, se agachó y tomó aire. No había dejado de correr
desde la Glorieta y se ahogaba. Enfrente, en la plaza, se veía una casa con dos pisos y
balcones cubiertos por persianas de las antiguas. Clara se acercó para comprobar que,
sobre el dintel de la recia puerta de madera, un azulejo con el número 10 brillaba a la
luz de una farola redonda que llevaba años sin ser limpiada. No pudo reprimir un
salto de júbilo.
—Mañana vendremos —musitó para sí.
¿Para qué querría ella que llevase la llave? Se lo podía haber dicho en clase. Una
sombra de celos lo atravesó como un espectro amargo: ella no quería que sus amigos
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la viesen hablando con él. ¿Acaso lo consideraba menos interesante que María y Javi
o era que se avergonzaba de su amistad?
—¿Te pasa algo? ¿Por qué no me contestas? —La voz de Luis sacó a Víctor de su
ensimismamiento.
—Perdona, no te he escuchado —contestó, aturdido.
—Ya me doy cuenta, estabas en las nubes. ¿En quién pensabas? —La voz de Rafa
sonó burlona.
—En el examen del lunes —improvisó—, no lo llevo bien preparado aún.
—De aquí al lunes tendrás tiempo.
—¿Qué me preguntabas?
—Que si te venías esta tarde a echar unas canastas al palmeral.
Rafa era un entusiasta del baloncesto, algo lógico dada su estatura. Aprovechaba
cualquier rato libre para improvisar un partido con quien se pusiese a tiro.
—No voy a poder —se disculpó—. Mi madre quiere que le haga unos recados y
tengo que terminar de pasar a limpio el trabajo de Lengua.
—¿Pero no me dijiste que lo habías acabado ya? Vamos, anímate, se viene
también éste —dijo señalando a Luis.
Era verdad, eso le había dicho un par de días antes, la excusa no era buena, debía
salir del atolladero.
—Terminado pero sin pasar, ya te he dicho. Quería dejarlo listo esta tarde.
—Está bien, chico, no insisto más, pero donde esté un buen partido de basket…
El timbre indicó el final del recreo. Antes de entrar en el aula, su mirada se cruzó
con la de Clara, y no supo si sonreír o no. Optó por una mueca inexpresiva a la que
ella contestó rozando su mano con disimulo. El contacto provocó a Víctor una
descarga de esperanza y empezó a contar los minutos que faltaban para las seis.
Víctor llegó ante la puerta del ayuntamiento con quince minutos de adelanto.
Obsesionado por la puntualidad, era totalmente incapaz de aparecer tarde en una cita,
por eso siempre llegaba el primero y le tocaba esperar. Le parecía ridículo quedarse
allí plantado, así que paseó sin parar. Le dio tiempo a llegar hasta el monumento a la
Armengola y volver. Sus pasos corrían al mismo tiempo que su pensamiento,
fluctuando entre la euforia y la desazón. «Será la adolescencia», pensó para sí.
Clara apareció a la hora indicada, con las manos en los bolsillos y el aspecto de
quien sale un rato a tomar el aire.
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—¿Has traído la llave? —fueron sus primeras palabras.
—¿A qué tanto interés? —preguntó él, adoptando un tono de reproche—. ¿No me
lo podías haber dicho en clase sin tener que mandarme un mensaje? ¿O es que te
avergüenzas de ser mi amiga?
El semblante de Clara cambió de golpe, no esperaba esa reacción.
—No es justo lo que dices. Creí que esto era un secreto entre los dos y como tal lo
trato. No me parecía adecuado contártelo delante de treinta pares de ojos ávidos de
cotilleos.
—Lo siento —se disculpó él—. Reconoce que en el colegio apenas me diriges la
palabra, me rehúyes y haces como si casi no me conocieras.
Lo que decía era verdad, y Clara no podía contestar con otra acusación.
Reconocía que había colocado a su nuevo amigo en un espacio aparte, como si la
amistad tuviese compartimentos diferentes separados unos de otros: María y Javier
por un lado, Víctor por otro. Se le olvidó considerar que compartían la misma clase.
—Tienes razón —reconoció al fin ella—. Pensé que no te gustarían mis amigos,
por eso no quise imponerte su presencia. Tú y yo nos llevamos muy bien, quizá María
no te guste tanto.
«Pues claro que no me gusta tanto», pensó Víctor.
—¿Por qué no me va a gustar? —fue lo que dijo—. Y eso de «tú y yo» suena muy
bien. —Ahora se le habían escapado los pensamientos en alto.
Clara prefirió ignorar el comentario; era el momento de contarle a qué habían
venido.
—Es posible que haya descubierto la dirección de la etiqueta.
—¿Estás segura? —preguntó incrédulo.
—Te digo sólo que es posible. Por supuesto que no estoy segura, tenemos que
comprobar si la llave abre alguna cerradura.
—¿Qué te ha contado tu abuelo?
Víctor sabía que la información sólo podía venir de un cauce, del único que
conocía la historia casi completa, del único al que sólo le faltaba averiguar el
paradero del cuaderno.
La chica tragó saliva. Como otras veces, no podía contarlo todo. No se arriesgaría
a que él saliera corriendo, así que de nuevo mediría sus palabras.
—Antes quiero que caminemos un poco.
Clara dirigió sus pasos hacia la iglesia de Monserrate e hizo una señal con el dedo
en los labios imponiendo silencio. Quería un golpe de efecto para impresionar al
chico. Cuando estuvieron ante la iglesia, habló.
—Me contó que tu abuelo estuvo viviendo una temporada en Orihuela después de
la guerra y que fue a visitarlo.
No estaba mintiendo tanto. Al fin y al cabo, Castillo le hizo una visita a Aurelio,
aunque no fuese precisamente de cortesía.
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—No se acordaba del número de la calle, sólo de que el edificio estaba enfrente
de Monserrate y me lo describió —prosiguió ella—. Ahora sólo tienes que comprobar
el número de la finca.
Víctor se paró delante del portal para leer con sorpresa el 10 que marcaba la
puerta.
—¡Es esta casa! —exclamó entusiasmado mientras la abrazaba.
—Un momento, no te emociones tanto —cortó ella—. Tampoco es seguro y en
ese piso vivirá alguien, supongo. No vamos a entrar así como así.
—Tienes razón, habrá que pensar algo.
—De momento, colarnos en la finca y subir al segundo derecha. Eso es lo que
indica la etiqueta, ¿no?
—Habrá que esperar a que entre alguien.
Se acomodaron en los escalones de la iglesia, los mismos que su abuelo había
subido y bajado frenéticamente mientras esperaba a su enemigo, recordó Clara.
Ahora, más de medio siglo después, los nietos de aquellos dos hombres pisaban las
mismas calles y buscaban un sentido al pasado. Estremecía pensar que la historia y la
gente habían desaparecido como humo que se desvanece o el arado que deja un surco
momentáneo. Ellos seguían las huellas de un profundo agujero, cavado a golpe de
versos por un poeta cabrero.
Paseaban por la plaza cuando vieron cómo una señora salía del portal. Se
apresuraron hacia la puerta para impedir que se cerrase. La mujer los vio colarse pero
no dio importancia al hecho de que dos adolescentes entrasen arrollando al personal.
«Cómo son estos chicos de ahora», le faltó decir.
Ya corría Víctor escaleras arriba cuando Clara lo detuvo.
—Espera, debemos comprobar algo.
Se acercó a los buzones y buscó el segundo derecha.
—¿Ves? Está habitada. Viven una tal Antonia Soler López y Luisa Martínez
Soler, que debe de ser su hija.
—¿Y ahora qué? —Víctor no sabía por dónde seguir.
—Confía en mí, tengo un plan.
—¿Un plan? ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—¡Shhh! Silencio, sígueme la corriente.
Y sin aclararle más, la chica comenzó a subir hasta el segundo. Al llegar al
rellano le indicó por señas que no hiciese ruido. En silencio se acercaron a la puerta.
—Saca la llave —le ordenó ella.
Víctor comprobó con disgusto que su llave no tenía nada que ver con aquella
cerradura.
—No es de aquí —dijo desconsolado—. Era previsible que hubiesen cambiado la
puerta después de tantos años.
—Confiemos en que no fuese precisamente la llave de esta puerta —susurró al
tiempo que llamaba al timbre.
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—¡Qué haces! ¿Qué le vamos a decir a estas señoras?
Clara volvió a imponerle silencio por señas mientras él la miraba horrorizado.
¿En qué lío se estaba metiendo?
Enseguida escucharon ruidos tras la puerta. Una anciana les abrió y se asomó por
una rendija mostrando su extrañeza por tan inesperada visita.
—¿Quién es? —preguntó la mujer.
—Señora Antonia —soltó Clara con convicción—. Soy la nieta de Castillo, el
practicante. ¿Podríamos pasar?
La expresión de la anciana cambió, abrió la puerta de par en par y los invitó a
entrar.
—Claro, hija, ¿qué tal está tu abuelo? Me han dicho que lo habían operado.
—Sí, hace ya unas semanas, pero está muy bien. Ya sale a la calle y todo.
Víctor no acababa de creerse lo que estaba viviendo, pues sí que era conocido el
abuelo de Clara. Con esa carta de presentación se podía entrar en cualquier casa. Ése
era el plan de su amiga: utilizar la fama del anciano practicante para ganarse la
confianza del lucero del alba, si éste era oriolano, claro está.
—¡Qué hombre tu abuelo! A mi hija la curó de una tos ferina gravísima que tuvo,
y con mi marido, el pobrecico, se portó como nadie en sus últimos días. —Un asomo
de emoción veló la voz de la mujer.
—Pero pasad, pasad —les invitó—. Mi hija no ha llegado todavía. ¿Queríais
hablar con ella?
—No, señora.
Clara tomó la palabra de nuevo; su amigo seguía mudo ante la exhibición. ¿Qué
iría a contar ahora? Habría que seguirle la corriente, qué remedio.
—Verá, es que el abuelo de mi amigo vivió en esta casa y le hacía ilusión verla
por dentro, aunque no esté tal y como era entonces.
—Pues hará mucho tiempo de eso porque mi Manuel y yo la compramos cuando
éramos jóvenes. Nos costó mucho esfuerzo; bueno, qué digo, como ahora comprarse
un piso a la gente humilde. De todos los trámites se encargó mi Manuel, así que yo ni
siquiera vi al antiguo propietario.
—¿Recuerda si dejó algún mueble en la casa, un armario o un baúl…?
—No dejó nada. La casa estaba vacía cuando la compramos, ni muebles en la
cocina tenía. Yo creo que no llegó a vivir en ella.
Parecía que la pista los había llevado sin remedio a un páramo yermo.
—Ni siquiera en el trastero había nada —añadió la mujer.
Una luz se encendió en la mente de Víctor.
—¿Trastero? —preguntó—. ¿La casa tiene trasteros?
—Sí, un trastero venía incluido en el precio. Nos ha venido muy bien aunque en
esos sitios siempre acabas acumulando cacharros que no sirven para nada, pero que
no te atreves a tirar. Lo tenemos hasta arriba, deberíamos hacer limpieza un día, pero
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nos da pereza. Yo ya no estoy para esos trotes y mi Luisa bastante tiene con cuidar de
mí y de la casa cuando llega de trabajar. Además, ahora da asco subir allí arriba.
—¿Qué pasa allí arriba? —Víctor esperaba una respuesta que le ayudase a
confirmar sus sospechas.
—Hay ratones. Resulta que hay algunos trasteros que no sabemos de quién son.
¡Bingo!, a punto estuvo el chico de dar un salto. Estaba seguro de que había
encontrado la cerradura que buscaban.
—No pertenecen a los propietarios de los pisos y no sabemos a quién reclamar —
continuó la señora Antonia—. Tenemos que hablar con el administrador de la finca
cuanto antes para que resuelva el asunto, pero somos todos personas mayores, y unos
por otros… el trastero sin barrer, como se suele decir.
—Así que ustedes tienen un trastero pero hay algunos más que no son de sus
vecinos actuales. Sí que es raro, sí —confirmó Víctor.
—¿No quieres que te enseñe el piso? Te gustará saber cómo era la casa en la que
vivió tu abuelo, ¿no? —le invitó la anciana.
Se suponía que era a eso a lo que venían. Así que a pesar de su impaciencia por
subir a los trasteros, el chico se dispuso a conocer una casa que ya no guardaba
ningún vestigio de su antepasado, ni siquiera el color de las paredes era el mismo. El
piso, con otros muebles y en otra época, no se parecería nada al que habitó Aurelio
Sánchez cincuenta años atrás.
Las habitaciones, amuebladas con sobriedad, daban cuenta de la escasez en la que
vivían madre e hija. A pesar de ello, suelos, paredes y muebles relucían limpios en su
humildad.
—¿Queréis tomar unos dulces? —ofreció la mujer.
La impaciencia de Víctor le hizo responder con algo de brusquedad:
—¡No! Tenemos que irnos enseguida.
Clara lo miró intrigada; ahora era él el de las prisas, lo notaba extrañamente
nervioso, como si necesitase decirle algo aunque fuese por señas. Ella le hizo un
gesto con el que le preguntaba qué le pasaba y él la emplazó para después.
La señora Antonia se empeñaba en narrarles más historias relacionadas con el
abuelo Castillo, no paraba de hablar y ellos no sabían cómo escabullirse. Por fin, los
acompañó hasta la puerta:
—Volved cuando queráis y dale recuerdos a tu abuelo. Dile de mi parte que se
cuide y se mejore.
Los chicos se despidieron y fueron bajando hasta que Víctor escuchó cómo la
puerta se cerraba. En ese momento se detuvo y dio media vuelta.
—¿Adónde vas? ¿No querrás que la señora siga contándonos su vida? —preguntó
Clara en un susurro.
Ahora fue él quien la mandó callar y seguirlo en silencio. Subieron otro piso más
y llegaron ante una desvencijada puerta metálica que daba a los trasteros. Se notaba el
abandono y el chico temió que saliesen los roedores a recibirlos.
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—Hay ratones —dijo Clara con la voz entrecortada.
—Sí, y quizá haya algo más. Mira la etiqueta de la llave: «10, 2.º D, T-2». La T-2
quiere decir «trastero 2». Mi abuelo quizá compró dos trasteros y sólo vendió uno. El
otro es el que abre esta llave, ya lo verás.
Clara no podía ni quería hablar. Si su amigo tenía razón estaban a punto de hacer
un descubrimiento histórico.
Avanzaron en penumbra por un estrecho pasillo. Puertas oscuras dormían a
derecha e izquierda, unas más limpias que otras. Encontraron un interruptor y una
débil bombilla se tambaleó pegada a una pared. La escasa iluminación no mejoró el
aspecto lúgubre del lugar, más bien contribuyó a acrecentarlo.
—Descartaremos las puertas nuevas. —El chico rompió el silencio—. Hay que
buscar una vieja y comprobar la llave. En algunas hay números, pero en otras están
borrados.
Las puertas más nuevas lucían un «1» y un «2» metálicos, y ninguna era la que
buscaban. Siguieron hasta el fondo del pasillo, allí no llegaba la luz de la bombilla.
Tres puertas negrísimas cubrían sus esquinas con telarañas.
—Seguro que los ratones salen de aquí —insistió Clara, quien no podía ocultar su
aprensión hacia los roedores, incluso en aquel momento trascendental.
—¡Mira! —exclamó Víctor, fascinado, mientras recorría con su dedo un número
casi borrado grabado en una de las puertas—. Es un dos.
Sacó la llave como quien inicia un ritual mágico y miró a Clara a los ojos antes de
introducir la llave en la cerradura. No dijeron una palabra. Cuando notó que encajaba
perfectamente en la cerradura y que giraba, sintió que se le paraba el corazón y que le
temblaban hasta los pensamientos.
Empujó la hoja de madera, que chirrió en sus goznes sobresaltando los ya
impresionados corazones de los dos. Una bocanada de aire rancio les dio la
bienvenida. Dentro estaba oscuro como la boca de un lobo.
—El móvil —acertó a decir Clara.
Sacó su teléfono y lo abrió. El débil destello del aparato les permitió vislumbrar
algo. Él hizo lo mismo, y amparados por el tenue resplandor de sus móviles entraron
en el trastero.
En la penumbra distinguieron estanterías hasta el techo cargadas de libros. El
cuarto era rectangular y no contaba con ningún ventanuco. Clara encontró un
interruptor palpando las paredes, pero no se encendió ninguna luz. Del techo colgaba
una bombilla desnuda e inútil. Al fondo, cercos en la pared delataban la antigua
presencia de cuadros desaparecidos. Una mesa y una silla completaban el mobiliario.
La oscuridad no permitía ver mucho más. Víctor se acercó a la mesa, dio con un flexo
que no funcionaba y, al lado de éste, encontró un objeto rectangular.
—Clara, acerca tu móvil —le pidió.
Ambos comprobaron a la vez que el objeto que reposaba sobre la mesa era un
cuaderno de tapas oscuras. El instante del milagro. Víctor acarició sus tapas y lo abrió
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con devoción. Acercando sus linternas improvisadas reconoció la letra menuda y
apretada de su abuelo Aurelio.
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DIECISÉIS
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a tu ingenio y al azar. Supongo que habrás leído con detenimiento el
libro que te he regalado (sé que siempre los lees, cada año he
procurado asegurarme de ello) y te habrás percatado de las letras
subrayadas que espero que te hayan traído hasta aquí. Si no es así, el
destino habrá convertido en receptor de este documento a alguien
anónimo cuyo nombre jamás conoceré.
—¡Seré idiota! —exclamó Víctor—. No leí ese libro y mi abuelo me había dejado allí
escrito el camino a seguir.
—¿No me dijiste que te los habías leído todos? —preguntó Clara.
—Resulta que ya había leído los cuentos de Edgar Alian Poe, en una edición
parecida, así que lo guardé en mi estantería sin abrirlo. En cuanto llegue a casa
comprobaré lo de las letras subrayadas.
Hablaba del cuaderno, existía, y en ese texto se les daría la clave para encontrarlo.
Eso pensaban ambos, pero Clara se sentía intrusa en un discurso que no le pertenecía.
Era a su nieto Víctor a quien Aurelio Sánchez quería confesar la verdad. Por primera
vez, el chico habría preferido no contar con la compañía de Clara, solos su abuelo y
él. Se atrevió a decirlo:
—Clara, me gustaría leer esto a solas. Se supone que es para mí.
La chica no contaba con esa reacción de su amigo. Sabía que no le faltaba razón,
pero temía que, después de hacerlo, Víctor le ocultase información y jamás llegase a
saber el paradero del cuaderno. Debía asegurarse de que ella también tendría acceso a
lo que aquellas páginas contaban.
—Yo también quiero leerlo. Si has llegado hasta aquí también ha sido gracias a
mí.
—¿Es que no te fías? —Las palabras de Víctor sonaron incrédulas.
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El chico supo leer la desconfianza en la mirada de ella. El hilo que los había
unido se estaba tensando y amenazaba con romperse.
—A cambio tienes que dejarme las llaves del trastero. Mientras tú lees yo lo
revisaré, a ver qué encuentro. Prometo que si hallo el cuaderno de Miguel Hernández
no me lo quedaré.
—¿Me das tu palabra?
—Ahora eres tú el que no se fía. Te doy mi palabra de que no me llevaré nada. ¿Y
tú? ¿Tienes palabra?
Sin darse cuenta, Clara había repetido la misma pregunta que sesenta años antes
el abuelo Castillo le hizo al abuelo Aurelio.
—¡Pues claro! Te doy mi palabra de que te lo leerás.
Deslizó la llave entre los dedos de la chica sin evitar el contacto.
No sospechaba lo difícil que le iba a resultar cumplir su promesa.
—¡Eh, Víctor! —sonó un grito de pronto a su espalda.
Se giraron. Eran Rafa y Luis, que regresaban de jugar al baloncesto. Les
sorprendió ver a su amigo en compañía de Clara. ¿No les había dicho que se iba a
quedar en casa pasando a limpio un trabajo?
—Bueno, yo ya me voy —soltó Clara.
Él la vio alejarse deprisa, guardando las llaves en el bolsillo del vaquero.
—¿Qué hacías con Clara? —La pregunta de Luis iba con sorna.
No tenía intención de contarles nada. Habían aparecido en un momento
inoportuno y Clara se había largado. «Vaya patosos», pensó. No le quedaba más
remedio que hacerse el interesante.
—Ha querido quedar conmigo después de clase; creo que le gusto.
Sus dos amigos lo miraron incrédulos.
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DIECISIETE
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Tu padre tuvo más suerte y más empeño: heredó los ojos de tu abuela, pisó poco por
Orihuela y consiguió que se olvidasen del maldito apodo.
Mi infancia fue una sucesión de paseos de la huerta a casa y viceversa. Era un
niño un tanto flojo. Padecí todas las enfermedades típicas de la época y no sé cómo
logré sobrevivir en unos años en los que el índice de mortalidad infantil era altísimo.
El campo me agotaba, en invierno las manos se me helaban desbrozando matas y en
verano me desvanecía con el calor. Tampoco me mostré muy apto para el estudio. Mi
padre me animaba, yo creo que con la idea de que, si no podía ayudarlo en el campo,
quizá podría labrarme un futuro aunque fuese en el seminario. Seguramente no le
habría sido difícil conseguirme una beca o una ayuda si yo hubiese manifestado
inclinación o aptitudes para el estudio, pero no fue así, y no te imaginas lo que me
arrepentí de mi desidia años después.
Miguel Hernández, que sí tenía estas cualidades, que llevaba un tesoro dentro, se
encontró de frente con la oposición de su padre para estudiar. Supongo que lo sabes
o, al menos, deberías saberlo. Su padre, un hombre cerril, lo sacó de Santo Domingo,
el colegio en el que estudiaba con éxito (el mismo en el que tú estudias ahora) para
dedicarlo a pastorear cabras. A pesar de ello, ya ves dónde llegó.
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—No, nene, me llamo Miguel. Lo de Visenterre es el apodo de mi familia. Mi
abuelo se llamaba Vicente.
—Lo mío es peor —le conté con melancolía—. A mí me llaman el Chino por estos
ojos —dije mientras me los estiraba hacia fuera— y porque Aurelio, abreviado,
suena a chino.
—¿A chino? —rio el futuro poeta, al que de pronto se le había pasado el
disgusto.
—Sí: Aurelio, Aurelín, Lin… A chino.
Su risa fue más estruendosa que la que sus compañeros de equipo le habían
brindado antes.
—Me caes bien, nene. Ven, vamos a ver a un amigo que quizá nos convide a algo.
Estaba feliz de haber hecho un nuevo compañero, aunque fuese mayor que yo y
me llamase nene, pero esa forma de llamar a los chavales era y sigue siendo muy
habitual en nuestra tierra.
Llegamos a la calle San Juan y entramos en la tahona. Olía a pan recién hecho, a
bollo tierno, y yo, que no había merendado (la merienda era un lujo al que no
estábamos habituados), sentí que ese aroma penetraba por mi nariz hasta llenar
todas las células de mi cuerpo.
—¿Está Carlos, señor Fenoll? —preguntó Miguel al dueño de la tahona.
—Sí, ahora lo llamo. ¿Quién es tu amigo? —preguntó el hombre.
Yo temía que dijese «el Chino» y estallase de nuevo en carcajadas, pero me
revolvió el pelo y contestó:
—Se llama Aurelio y estoy seguro de que juega al fútbol mejor que yo.
Antes de que su padre lo llamara, Carlos Fenoll salió de la trastienda y nos
saludó. Miguel me volvió a presentar como Aurelio y aquello me hizo reverenciarle
desde ese momento. Nunca me llamó Chino. Hasta ese fatídico día, hasta aquella
maldita vez en que todo cambió: «Déjalo, Chino». Pero todavía faltaban muchos
años para que aquel desastre ocurriera.
En efecto, Carlos nos convidó. Con permiso de su padre cogió tres bollos del
escaparate y salimos de la tahona relamiéndonos. Yo, a pesar del hambre, me comí el
bollo lentamente, casi con morosidad, deleitándome en el sabor dulce, anisado y con
aroma de azahar, que desde entonces siempre relacioné con el día en que conocí al
que durante mucho tiempo consideré mi mejor amigo. Cuando llegamos a la Glorieta
y nos sentamos en un banco, ellos ya hacía rato que habían acabado sus dulces, y yo
seguía mordisqueando lentamente el mío.
—¿Es que no te gusta? —me preguntó Carlos extrañado.
No sabía qué responder. Sólo se me ocurrió comerme en dos bocados lo que me
quedaba y responder con la boca llena:
—¡Qué va! ¡Está buenísimo!
Mis dos nuevos amigos se rieron a carcajadas. Risas infantiles, aún ingenuas, sin
miedos, sin presagios. El futuro está tapado tras un grueso y oscuro manto. Mejor
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así; se nos habrían helado las risas y la sangre si el telón de nuestro porvenir
hubiese estado alzado, si hubiésemos podido ver lo que nos deparaba un futuro
desgraciadamente no tan lejano.
A partir de ese día me encontraba con Miguel en todas partes. Quizá, antes
también me había cruzado con él cientos de veces, pero como no lo conocía no me
había percatado. Lo veía salir del colegio Santo Domingo, por la puerta de los
pobres, claro. En esas ocasiones, el poeta me saludaba con la mano y sonreía,
siempre salía corriendo y nunca se paraba a hablar conmigo ni con nadie. Otras
muchas veces lo veía salir hacia el campo con su rebaño de cabras. Entonces iba
más serio y ensimismado, y sólo levantaba levemente la mano para saludarme las
veces que me veía, que eran las menos. Me llamaba la atención que llevase un libro
en la mano y el cayado en la otra. ¿Para qué querría un libro si iba a cuidar cabras?
Una tarde que volvimos a coincidir en los Andenes se lo pregunté:
—Para no aburrirme, Aurelio, y para aprovechar el tiempo. No tengo otro
momento para leer y estudiar. Por las noches llego cansado y si mi padre me ve
leyendo me apaga la luz, me tira los libros y me zurra —me contestó con el
convencimiento de un adulto.
Me extrañaba lo que contaba. Me extrañaba que prefiriese leer en lugar de cazar
lagartijas, jugar con el perro, coger caracoles, subirse a los árboles o hacerse un
cayado con una rama, que eran las actividades más divertidas que se podían hacer
en el campo mientras se cuidaba un rebaño. Y me extrañaba aún más que su padre
no le dejase estudiar ni leer. El mío habría dado cualquier cosa por verme en el
seminario y con sotana o, al menos, estudiando como él en Santo Domingo.
Yo dejé la escuela muy pronto, con aprender las cuatro reglas me parecía
suficiente. No me gustaba, quizá porque mi ignorancia era tal que no sospechaba la
sabiduría enorme que me faltaba por conocer. Pensaba que poco más me podía
enseñar el colegio. Lo único realmente necesario, las cuatro cuentas, ya lo sabía.
¿Qué más quedaba? ¿Leer los gruesos volúmenes que Miguel se llevaba a
pastorear? No me interesaba, pensaba que serían aburridos, entre otras cosas
porque mi fluidez era escasa: leía muy despacio y apenas lo comprendía.
Ya te he contado que el campo tampoco era lo mío. Después de una tos ferina que
me tuvo postrado y aburrido (ves, si me hubiese gustado leer entonces) durante
varios meses, me quedé tan débil que mi padre optó por buscarme otra salida.
Descartados el campo y los estudios, había que pensar en un empleo.
Tampoco era fácil: sin ninguna formación, con once años y escasas
recomendaciones, Orihuela no era el sitio ideal para encontrar un trabajo. A través
de un amigo, mi padre se enteró de que en Elche había un aserradero en el que
buscaban aprendices.
Pero no quería irme de Orihuela. Allí estaba mi familia y nunca había salido de
las faldas de mi madre, que me mimó especialmente por mi fragilidad y mi
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naturaleza enfermiza. Allí estaban mis amigos y, sobre todo, allí estaba Miguel, a
quien admiraba profundamente y al que a veces seguía por las calles de Orihuela sin
que se diese cuenta. Espiaba sus salidas y entradas del colegio y sus visitas a la
tahona de Fenoll. Me hacía el encontradizo y él siempre me trataba con amabilidad.
Creo que pensaba que lo seguía para que me llevase a la tahona y Carlos nos
invitase a un bollo, pero no era por eso; era por escucharlo, daba gusto oírlo hablar.
Te aseguro que percibí antes que nadie sus facultades literarias sólo escuchándolo.
Si yo hubiese sabido leer bien también habría disfrutado de la belleza de la palabra
escrita, pero como no sabía me quedaba la sutileza del lenguaje oral de Miguel.
Antes que nadie, yo lo sabía. Sabía que dentro de aquel chico desgarbado se
escondía un milagro. Mi escasa formación, ingenuamente, me hacía pensar que quizá
era un santo lo que escondía mi amigo. En una ciudad como la Orihuela de los años
veinte, llena de santos, iglesias y procesiones, no era raro que pensase semejante
incongruencia.
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—No es fácil. Puedo decírselo, pero dudo que haya sitio para ti, porque ya tiene
un empleado en la panadería. De todas formas hoy no voy a poder; a ver si
convences a tu padre de que se espere un par de días.
Conseguí una tregua, le lloré a mi madre toda la tarde y la convencí de que fuese
a hablar con Fenoll porque me habían dicho que necesitaba un chico para la tahona.
Mis lágrimas la ablandaron y ella convenció a mi padre para que retrasase el viaje a
Elche.
—Es pequeño aún, y acaba de salir de la tos ferina. Esperemos un poco.
Unos días después, Miguel apareció por los Andenes con las manos en los
bolsillos, sin libros ni cabras. Enseguida se puso a jugar con nosotros, contento de
haber dejado por un rato sus responsabilidades. No era habitual verlo tan temprano
por allí, solía estar pastoreando a esas horas. Cuando acabamos el partido, nos
sentamos en el suelo a recuperar el aliento.
—He hablado con el padre de Carlos, creo que el señor Fenoll podría darte
trabajo. Le he dicho que eres un chico bueno y responsable, pero tendría que hablar
con tu padre, de poco sirve lo que yo le diga. Lo que no sé es lo que te va a pagar,
supongo que poco. Tienes que decirle a tu padre que se pase por allí en cuanto
pueda.
No podía sentirme más feliz. No tendría que irme de Orihuela, no perdería a mis
amigos, no me separaría de mi madre ni de Miguel. Esa misma tarde le insistí a mi
padre para que fuese a hablar con Fenoll. El dueño de la tahona puso algunas
pegas: que yo era muy pequeño (de edad y de estatura), que no conocía nada del
oficio, que ya tenía otro empleado. Pero creo que fueron excusas para justificar lo
poco que estaba dispuesto a pagarme. A pesar de ello, dos días más tarde ya me
encontraba aprendiendo a amasar pan y metiendo olorosos bollos en el horno.
Le agradecía tanto a Miguel lo que había conseguido que estaba dispuesto a
hacer cualquier cosa que me pidiera. Él lo sabía, pero no se aprovechó de mi actitud
solícita y nunca me pidió nada. Nunca, en aquella época. Luego llegaron otros
tiempos, más duros para él y, visto con perspectiva, tampoco fue tanto lo que me
pidió. Para entonces yo ya no estaba tan dispuesto a responder con solicitud a sus
peticiones, aunque fueran tan humildes como las que me hizo tras las rejas de la
cárcel de Ocaña.
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DIECIOCHO
Fueron años de felicidad, los que más he añorado en mi vida: años de amigos y risas,
de trabajo y juego. Años sin rencores ni odios, sin brumas en el horizonte, sin
guerras ni distancias. Sobre todo, años de inocencia. A pesar de que trabajaba como
un hombre, no dejaba de ser un niño. Madrugaba más que nadie en mi casa para que
el pan estuviese listo cuando se abría la tahona, pero mi corazón lo sentía más como
un juego que como una obligación. El resto del tiempo era para los amigos y la
libertad.
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en el mejor amigo de Miguel. Ambos compartían inquietudes y libros, y ahí yo no
tenía cabida.
Deseaba estar a la altura de mis amigos, sobre todo de Miguel, que era el
indiscutible líder del grupo a pesar de su timidez en otros círculos, pero las letras no
eran lo mío. Ya te he confesado que nunca me gustó el colegio y que no me importó
en absoluto dejarlo para ponerme a trabajar. ¡Cuántas veces me arrepentí años
después, y lo que me costó recuperar el tiempo perdido!
Alguna vez le pedí libros a Carlos para poder seguir todas sus conversaciones.
Intentaba leerlos, pero no encontraba el momento. Me acostaba cansadísimo y debía
madrugar todos los días. No me sentía capaz. Y la brecha entre ellos y yo se fue
haciendo cada vez más profunda.
En 1925 ocurrió algo terrible para Miguel: su padre lo sacó del colegio y tuvo
que dedicar todo su tiempo a las cabras. Pero no olvidó su sueño. Yo no entendía su
disgusto, compartido por sus otros dos amigos, pero sí podía intuir la importancia
que tenía para alguien como Miguel el hecho de que sus ansias de aprender fuesen
cortadas de cuajo por la ignorancia de un padre déspota. Él seguía leyendo con
ansia voraz. Nunca salía al campo sin un libro y hasta llegó a comprarse una
máquina de escribir a plazos con la que escribía sus versos sentado en una piedra.
No puedo imaginar cabras más desatendidas, aunque su padre no parecía, o no
quería, darse cuenta.
Su empeño se me hacía una proeza inútil. ¿De qué le iba a servir a un cabrero
escribir versos?
Las tardes que Miguel, Carlos y José se juntaban en la panadería, el poeta
contaba sus desventuras, pero sobre todo sus sueños. En ocasiones, Fina se unía al
grupo. Yo me alegraba porque pensaba que podía tener que ver con mi presencia.
Aún tardé en darme cuenta de sus verdaderos motivos.
Miguel nos leía los versos clandestinos, robados a las horas de descanso y a las
cabras mismas. José era el que más aplaudía su entusiasmo:
—Tienes que enseñárselos a Almarcha.
Almarcha era el cura de Santo Domingo que le prestaba los libros a Miguel,
quizá el primero que vio el tesoro que guardaba aquel muchacho con cara de campo
y corazón de poeta.
Los años de mi adolescencia pasaron veloces, como todo lo bueno, que se acaba
esfumando un buen día no sabemos cómo. Mi corazón aún era tan blanco como el
pan que amasaba cada amanecer. Me sentía arropado por mi madre, mis amigos, el
olor de la tahona, los ojos de Fina y las calles de Orihuela.
Entendí que el mundo empezaba a cambiar el día que Miguel nos comunicó que
le habían publicado su primer poema. Tenía diecinueve años y parecía que sus
sueños comenzaban a cumplirse. Dedicaba menos tiempo a las cabras y ahora
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llevaba también la contabilidad de una tienda de tejidos, a pesar de que nunca se le
dieron bien los números.
Una tarde entró jubiloso a la tienda:
—¡Carlos! —gritó—. ¡Me han dado el premio de poesía del Orfeón Ilicitano!
¿Por qué no vamos a recogerlo ahora mismo? —nos propuso.
—Ya no sale ningún autobús para Elche —le repuso Carlos, después de las
consabidas felicitaciones.
—Aunque sea, alquilamos un coche.
Dicho y hecho. Alquilamos un Ford con el dinero de la venta de leche de ese día
y nos plantamos en Elche a las tantas de la noche. Cuando llegamos no encontramos
a nadie que le entregase el premio a Miguel; además, no se trataba de una
recompensa en metálico, sino de una escribanía que nos costó vender para recuperar
el dinero que invertimos en alquilar el auto.
A pesar del fiasco, no dejábamos de reírnos a carcajadas cada vez que
recordábamos el episodio. Fina, al día siguiente, me pidió que le contase lo sucedido
y compartí con ella un instante único, de esos que nos gustaría encerrar en una
botella para descorchar las tardes de melancolía.
José seguía los pasos de Miguel, también escribía y gozaba de más tiempo para
desarrollar su afición: no tenía que atender cabras ni hacer contabilidades. Pronto
fueron dos voces las que recitaban en la tahona para mayor deleite de los sentidos de
los que allí escuchábamos, embelesados por el sonido de sus versos, el olor del pan y
la visión de los ojos verdes de Fina. Tardé en comprender que no era el único que
miraba embelesado a la chica y que no iba a ser yo el ganador en esa competición.
—José Marín no me parece un nombre adecuado para un poeta, creo que lo voy a
cambiar —nos soltó una tarde.
Me sonó a guasa, sobre todo por la voz engolada que utilizó para contarlo.
—Pues anda que Miguel Hernández tampoco suena muy poético. Ni siquiera
Juan Ramón Jiménez, y ya ves. Anda, José, que esto no es como ser cantante —río
Miguel.
—He pensado en cambiar el orden de las letras. Seguiría siendo mi nombre, pero
desordenado.
Fina se rio de la ocurrencia de José. Me pareció que él la miraba con insistencia,
esperando su reacción.
—Podría ser Mario Jesín —sugirió Miguel.
—O Ramón Sijé —oí decir a Fina.
José abrió los ojos desorbitadamente, saltó del asiento y abrazó a Fina.
—¡Eso es! ¡Ése será mi nombre! Para ti y para todos. A partir de ahora, seré
Ramón Sijé.
¡Vaya, pues sí que resultaba fácil para algunos cambiarse de nombre! A mí no me
parecía tan sencillo sustituir el mío o conseguir, al menos, que dejasen de llamarme
Chino. Miguel y Fina eran los únicos que jamás me nombraban por mi apodo, a los
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demás se les escapaba de vez en cuando. Fuera de la tahona, yo era el Chino
pequeño para todo el mundo. Lo odiaba.
Pocos días después, José apareció por la tienda y preguntó por Fina. Delante de
mí, le entregó un papel:
—Un poema de Ramón Sijé para la chica más hermosa de Orihuela.
Ambos se miraron con una complicidad que yo no había percibido antes.
Entonces comprendí la presencia de Fina en el grupo, la elección del apodo de José
y otros detalles que hasta ese momento no había podido o no había querido
interpretar. Los ojos se me inundaron de lágrimas sin querer. Corrí a la trastienda
casi sin respiración, con toda la desolación del amor frustrado a los quince años, con
toda la impotencia del adolescente rechazado que siente que el mundo se acaba
cuando el amor nos hiere. A casi todos nos ha pasado, quién no ha sufrido un
desengaño amoroso en la adolescencia. La mayoría acaba olvidando y la herida
cierra. Otros viven con ese recuerdo doloroso pegado a la espalda como los puntos
mal cosidos de una operación. A mí, durante mucho tiempo, me tocó lo último y a
ella, años más tarde, también.
«La pena hace silbar, lo he comprobado», silbaba yo cuando Fina aparecía, para
disimular mi rostro desencajado. Su relación con Ramón Sijé ya estaba más que
clara, al menos a mis ojos, que eran los que presenciaban sus encuentros muchas
tardes. Ambos me ignoraban, no veían otra presencia allí que la de ellos dos. Me
convertí en un testigo mudo e indeseado de sus miradas cómplices, que se me
clavaban en el alma como los puñales de la Virgen Dolorosa.
Empezaba a plantearme si debía seguir trabajando allí, presenciando una escena
que me descomponía y viendo pasar mi vida mientras que los demás tomaban las
riendas de las suyas.
Miguel deseaba marcharse de Orihuela. Quería conocer algo más y sabía que su
futuro como escritor sólo podía encontrarse en Madrid, pero no tenía dinero para
embarcarse en una aventura semejante. Su única salida sería el servicio militar. Por
extraño que parezca, soñaba con que lo llamaran a filas para viajar aunque fuese
hasta Alicante. Por eso su desolación fue tan grande aquel día de 1931:
—Aurelio, no voy a ir a la mili: excedente de cupo, ¿te lo puedes creer? —se
lamentó al borde de las lágrimas, casi con la misma expresión dolorida de cuando le
asaltaban sus terribles dolores de cabeza—. Pero no pienso quedarme aquí, te juro
que se van a acabar las cabras, los golpes y la incomprensión de mi padre. Aquí ya
tengo poco que hacer.
A mí me costaba entender tanto afán. Su poesía era cada vez más reconocida en
Orihuela; había publicado en muchas revistas y hasta leído con éxito sus poemas en
el Círculo Católico. Incluso se había echado una medio novia muy guapa. ¿No se
había cumplido ya su sueño? ¿Qué más quería? ¿Acaso se había propuesto vivir de
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sus versos? ¿Es que existía alguien capaz de alimentarse y mantenerse escribiendo
poesías? Lo dudaba. Miguel era un iluso. ¿Quién iba a escucharle en Madrid?
Volcó todas sus energías en conseguir las mínimas condiciones para marcharse.
Al final, su aventura madrileña se inició con unas cartas de recomendación, el dinero
para el viaje y poco más. Todos lo ayudamos; yo, a mi pesar. No quería que se fuese
y seguía sin comprender sus motivos. Sabía que el grupo se desvanecería con su
marcha, y que sin él los otros no contarían conmigo, como efectivamente ocurrió.
También lo envidiaba, aunque no quería reconocerlo: deseaba huir como él, empezar
una nueva vida en Madrid como él.
En noviembre de 1931 cogió el tren en Murcia con destino a la capital, y yo me
sentí huérfano con su marcha.
Mi mundo cambió con su partida. Su ausencia me pesaba como una losa. Me
volví aún más callado y arisco, lo que contribuyó a que Carlos y Ramón se alejasen
de mí. Fina sólo pensaba en Ramón. Yo me volví definitivamente invisible para ella.
Las aguas de la política andaban revueltas en 1931. La llegada de la República
tenía preocupados a muchos en la católica «Orihuelica del Señor», tan poblada de
iglesias, y presidida por el espectacular seminario que domina la ciudad asomado a
una montaña.
Fue entonces cuando conocí a Raimundo Gómez. Era el cartero, un muchacho
parlanchín y delgaducho que desbordaba nerviosismo por los cuatro costados.
Llevaba un bigotito fino que movía hasta cuando permanecía callado. Su locuacidad
me acompañaba, yo le dejaba hablar y él agradecía que lo escuchase. Se convirtió en
el amigo que ya no tenía, sustituyó al que se fue y a los dos que se habían quedado.
Era un católico ferviente y estaba dispuesto a toda costa a defender los valores
cristianos que la República debilitaba. Se lamentaba de que su padre no le hubiese
dejado entrar en el seminario; él tenía vocación, pero su progenitor había
proyectado otro futuro para él.
—Siempre se ha opuesto a mis intereses —decía—. Un verano me puso a trabajar
en una carpintería como castigo por haber suspendido Latín. La madera me
enamoró —aseguraba con arrobo— y en septiembre le dije que no quería estudiar
sino ser carpintero. Me sacó de allí a correazos y no me volvió a dejar que me
acercase ni a saludar a mi maestro carpintero. Lo bueno es que eso me convirtió en
un manitas, y cuando tenga mi casa fabricaré mis propios muebles.
A pesar de sus quejas, se le veía feliz con su oficio de cartero.
—Lo que quería mi padre era meterme en Correos, como él. Me buscó un buen
enchufe y aquí me tienes. Me toca viajar de vez en cuando. Conoces mundo.
Todo ese mundo se reducía a esporádicas visitas a Alicante, Elche y Murcia. Al
fin y al cabo, mucho más de lo que yo había viajado en mi vida.
Sin embargo, con Carlos Fenoll hablaba poco, siempre por motivos de trabajo o
para preguntarle por Miguel.
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—¿Te escribe? —le pregunté una vez.
—Sí, casi todas las semanas —me contestó con un tono que interpreté de
superioridad.
Su afirmación me hirió, a mí no me había mandado ni un telegrama.
—¿Y no me podrías leer algo de sus cartas? —le insistí.
—Son privadas, no estaría bien.
¿Privadas? ¿Desde cuándo nuestra amistad era privada? Durante años
habíamos sido tres, luego cuatro, pero yo siempre había estado allí, desde hacía más
de siete años: casi toda nuestra vida.
A pesar de que Carlos y Ramón pretendían no compartir con nadie las misivas de
Miguel, muchas veces los oía hablar de él en la tahona. Las cartas que les mandaba
no rezumaban optimismo precisamente: las notas de recomendación que llevaba no
le habían abierto aún ninguna puerta. Pasaba frío, se le estaba acabando el dinero,
se sentía solo, se perdía por Madrid. En las tertulias literarias de la capital le hacían
sentirse como un paleto. Hasta se quejaba de su alma de poeta, que le había
arrastrado a esos lodos.
No sabía si alegrarme o lamentarlo. Si le iba mal en Madrid acabaría regresando
con nosotros y todo volvería a ser como antes. Ya le había aventurado que nada
bueno podía esperarle en la capital. Pero, por otra parte, me dolía su situación.
Podía imaginármelo tiritando por las calles, solo y hambriento. La Nochebuena de
1931 olía en mi casa a pavo y a dulces caseros. En la misa del gallo, en la catedral,
lloré por Miguel al imaginarlo sin un villancico que alegrase su Navidad, sin un
amigo cerca, sin una mesa rodeada de hermanos como la mía. Deseaba en ese
momento acompañar su soledad, trasladarme en un suspiro hasta la capital aunque
fuese a contemplar juntos los escaparates llenos de luces.
Carlos y Ramón le mandaron dinero varias veces para que pudiese continuar. A
mí no se atrevieron a pedírmelo; mi situación era mucho más precaria y, además,
intuía que querían mantenerme al margen. Eso me soliviantaba todavía más. Tras
cobrar mi salario de enero, le tendí la mitad a Carlos:
—Esto para que se lo mandes a Miguel —le dije.
Noté que se turbaba, no se esperaba ese gesto por mi parte. Enseguida reaccionó
y recuperó la sonrisa:
—Muchas gracias en su nombre, Aurelio, se lo enviaré de tu parte.
Después de mi generoso donativo, Fenoll me informaba con más detalle de la
situación de nuestro amigo pródigo. Incluso llegó a enseñarme, emocionado, dos
reportajes en sendas revistas madrileñas dedicados a nuestro joven poeta. En ambos
se aludía a la condición de cabrero de Miguel como si ello fuese una peculiaridad
folclórica. Los dos artículos causaron sensación en Orihuela. Parecía que nuestro
poeta empezaba a ser reconocido, aunque la realidad que vivía en la capital y que
contaba en las cartas a sus amigos era bastante distinta.
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DIECINUEVE
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asfalto: Labradores, Carretas, Clavel, Margaritas, Arenal, Flor Alta, plaza de la
Cebada, de la Paja… O aludían a diferentes oficios: Latoneros, Botoneras…
Bastantes estaban dedicadas a santos o a personajes históricos que desconocía.
Las que más me gustaban eran aquellas con nombres sugerentes, que parecían
destinadas a definir diferentes estados de ánimo. Uno podía acudir a llorar sus
tristezas al paseo de los Melancólicos, a la calle Desengaño o a la plaza de los
Afligidos; pero si lo que deseabas era gozar de una jornada feliz, lo mejor era
acercarse por el paseo de las Delicias, la plaza de las Vistillas, las calles Primavera,
Mira el Río o Mira el Sol. No faltaban nombres un tanto siniestros, lugares por los
que no era conveniente adentrarse en noches oscuras: Rompelanzas, Puño en rostro,
Esgrima… Sugerían encuentros indeseables y peligrosos.
Leyendo el remite de una carta que Miguel envió a Carlos y que éste dejó
distraídamente sobre la mesa de la trastienda, descubrí que la pensión en la que se
alojaba se encontraba en la costanilla de los Ángeles. Enseguida localicé la calle,
cerca de la plaza de Ópera. Me aprendí el camino que había que seguir desde la
estación hasta allí. Y con eso ya me sentí preparado para partir hacia Madrid.
Y justo en ese momento me llegó la noticia: Miguel se volvía a Orihuela.
Desengañado de la ciudad, sin dinero y sin trabajo, la situación se le hizo
insostenible. El propio Ramón hubo de mandarle lo necesario para pagar sus deudas
y el viaje de regreso. No sabía si alegrarme; aquello alteraba mis planes; pero era lo
que ansiaba desde el principio: por fin todos juntos allí, como antes.
Cuando finalmente lo tuve ante mí, después de seis meses, nos abrazamos. En su
mirada se reflejaba la contradicción: por una parte el gozo de respirar el aire de su
tierra cargado de azahar en mayo, por otra el desengaño de regresar con las manos
vacías y los sueños sin realizar. En las semanas siguientes lo escuché despotricar
contra Madrid: que si los señoritos lo miraban despectivamente, que si era una
ciudad fría y maloliente, que si hablaban marcando las eses. Jamás regresaría. No
necesitaba a Madrid para triunfar. Esto último no lo creí, y tampoco los demás; ni
siquiera él mismo, que sólo decía esos exabruptos para convencerse de que no quería
volver. Le habría resultado demasiado humillante reconocer su fracaso sin devolver
el desprecio a los que lo habían ignorado, personificados todos ellos en una ciudad
que se presentaba ante nosotros como un monstruoso caos.
Me olvidé momentáneamente de mis proyectos, pero no del plano, que seguía
repasando con más afán del que había puesto para estudiar la tabla de multiplicar en
la infancia. No quería olvidarme de la calle Desengaño ni de la del Amor de Dios, ni
de la plaza de Oriente, tan prometedora como la noche de Reyes.
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VEINTE
Miguel regresó a Orihuela, pero ya nada fue como antes. Habíamos dejado
definitivamente de ser adolescentes y la inocencia se nos escapaba acuciada por la
realidad. Y la realidad de 1932 empezaba a ser alarmante. Las ideas revolucionarias
de Miguel se acentuaron tras su estancia en Madrid; presidente de las Juventudes
Socialistas, le preocupaba la política nacional como si sus tentáculos pudiesen llegar
a Orihuela. A mí aquellas disquisiciones me sonaban lejanas, preocupaciones de
intelectuales que no se tienen que levantar a las cinco para amasar pan. Pronto
comprendí que los enfrentamientos ideológicos no eran asunto sólo de la capital y
que las consecuencias de tanto desencuentro podían resultar gravísimas.
Una brecha empezó a abrirse entre Miguel y los demás, sobre todo entre el poeta
y Ramón Sijé. Éste era un ferviente católico y las ideas religiosas de Miguel sufrieron
un vuelco radical. Los escuché discutir varias veces.
—La Iglesia se está aliando con la derecha más retrógrada, Ramón, ¿no te das
cuenta? Acusan a la República de querer acabar con los sagrados principios
católicos, hasta piden el voto para los partidos derechistas. No quieren perder sus
privilegios y les da miedo la libertad —le oí gritar una tarde que nos habíamos
reunido en casa de Carlos.
—¡Qué sandeces estás diciendo! —le respondía Sijé—. ¿Es que ya no crees en
Dios, Miguel?
—No en el de las casullas, los cálices y los templos. En ése no.
Miguel abandonó la reunión, y tardé en volver a verlo; imagino que los demás
también.
El que nunca faltaba en mis aburridas tardes de invierno era Raimundo, que
también me contaba sus preocupaciones, de signo contrario a las de Miguel:
—¿No te has enterado de lo que está ocurriendo? —me preguntaba—. Se están
quemando iglesias, hay huelgas, asesinatos y atentados por toda España. La
República es la culpable de este caos. España es un país católico. ¿Dónde vamos a ir
a parar? Yo estoy dispuesto a hacer lo que sea para acabar con esta anarquía.
Escuchando a uno y a otro, me preguntaba quién tendría razón. Cada uno
esgrimía sus argumentos y no supe quedarme con ninguno, más por ignorancia que
por convencimiento. Tanto lo que me contaba Raimundo como lo que defendía
Miguel me parecía razonable, pero no me apunté a las Juventudes Socialistas del
poeta cabrero ni a la futura Falange del cartero que no pudo ser seminarista.
En aquellos tiempos, cualquier acto se convertía en asunto político, y mi actitud
era la de un espectador pasivo. Me limitaba a ir al trabajo y después a casa para
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descansar y acompañar a mi madre, que ya comenzaba a manifestar la enfermedad
que acabaría por llevársela de mi lado. No solía acudir a los innumerables actos
que, de un signo o de otro, se celebraban casi a diario en Orihuela. Después me
enteraba de lo ocurrido por Carlos Fenoll o por Raimundo, que sabía poner más
énfasis a sus palabras:
—No veas la que se lio ayer en el homenaje a Gabriel Miró —me contaba una
tarde, al salir de la tahona—. Se inauguraba un monumento al novelista en la
Glorieta y estaban presentes unos cuantos republicanos, entre ellos un tal Antonio
Oliver, de Cartagena. También apareció un grupo de gente de derechas, con Giménez
Caballero al frente. ¿Sabes quién es? —A mi no me sonaba ninguno de aquellos
nombres—. Discutieron y acabaron a golpes, tuvo que intervenir la policía y los
republicanos acabaron en comisaria. Creo que tu amigo Miguel tuvo que interceder
para sacarlos de allí. Ten cuidado, Aurelio —me advirtió—. El suelo es pantanoso y
hay que mirar bien dónde pone uno los pies. Tarde o temprano tendrás que elegir
quiénes son tus amigos.
Seguía sin encontrarle sentido a todo ese revuelo. Ya había elegido a mis amigos
hacía mucho tiempo: Miguel, Carlos y Ramón, aunque no pasásemos por nuestra
mejor época; pero también Raimundo y otros muchachos del pueblo lo eran. No
entendía por qué había que elegir, y supongo que no fui el Unico sorprendido por
aquel impulso fratricida.
Raimundo quería que me apuntase a Falange, un partido que se acababa de
fundar y que respondía perfectamente a los sagrados principios que mi amigo el
cartero quería defender. Él se mostraba entusiasmado, pero a mí seguía sin
interesarme la política. También desearon captarme los camaradas de Miguel de las
Juventudes Socialistas.
—Aurelio —me decían—, eres un obrero y los obreros debemos estar unidos. Sólo
así se acabarán los privilegios de unos pocos y viviremos en una España justa.
Sonaba bien, aunque tampoco me convencieron. No creí que fuese importante ser
de unos o de otros. Años después me di cuenta de que, más que importante, era vital
y entonces elegí salvar la vida.
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Me faltó tiempo para leerlo, pero mi decepción fue mayúscula, no entendía nada.
¿Qué sería eso de «cisne de agua en rolde»? Ante mi rostro de estupor, Miguel sonrío
dispuesto a tranquilizarme:
—Suponía que te sorprendería; quizá si te lo leo en alto te llegue mejor. «Aunque
púgil combato, domo trígo…».
Seguí sin comprender la mitad de las palabras, pero sonaba bien, semejaba a una
canción en un idioma que no conoces pero cuya melodía te encandila. Leí en voz alta
todo el poemarío, y tampoco entendí el resto, aunque reconocía la sonoridad de las
palabras que empleaba. A mis paisanos les ocurrió algo parecido; ninguno
acabamos de comprender el libro, pero valoramos el esfuerzo de nuestro poeta.
¿Quién sería capaz de elaborar unos versos semejantes, con esas palabras tan
difíciles, si no se trataba de un genio? Ni siquiera en Madrid recibió buenas críticas,
y eso le dolió más a Miguel que la extrañeza de los oriolanos.
—Soy un poeta incomprendido —nos decía desalentado.
Yo me sentía aún más incomprendido y desalentado porque mi vida se había
estancado sin remedio en Orihuela. Quería huir, pero me retenía más lo conocido
que el miedo a las novedades. Me retenían, sobre todo, Miguel y mi madre. Ahora
que el poeta había regresado yo no podía marcharme, y mi madre agonizaba
lentamente sin más consuelo que mi compañía. Deseaba encontrar otro trabajo y
alejar de mi vista a Ramón y a Fina, cuya relación se consolidaba con los días. Para
ello no había otra solución que cambiar las calles de mi pueblo por las plazas de
Madrid.
Esperaba ese momento, convencido de que llegaría antes o después, con la
inquietud de quien aguarda su destino definitivo, y tenía la absoluta certeza de que
mi verdadera vida comenzaría más cerca de la Puerta del Sol que de la Glorieta.
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VEINTIUNO
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—¿Estás seguro de lo que haces, Aurelio? La vida en la ciudad es muy dura, ya
viste lo que le pasó a Miguel en su primer viaje. Pero si vuelves, ésta seguirá siendo
tu casa.
Yo le agradecí el ofrecimiento. Sin embargo, la certeza de un futuro distinto
pesaba en mí más que la nostalgia por el pasado. Me agarré a esa certeza para no
mirar atrás.
El viaje en tren desde Murcia me parecía toda una aventura, ya que pocas veces
había salido de Orihuela y jamás tan lejos. Me sorprendía cada pueblo que divisaba
desde la ventanilla, cada cambio en el paisaje, cada persona que entraba en el
vagón. A todo y a todos miraba con los ojos muy abiertos, y a nadie debió de pasarle
desapercibida mi ignorancia.
Un hombre que subió en Alcázar de San Juan no tardó en percatarse de mi
asombro permanente.
—¿Es la primera vez que vas a Madrid? —quería entablar conversación, porque
claramente conocía de antemano la respuesta.
—Sí —mi voz sonó segura—. Pero no me perderé. —Pensaba en el plano que
había repasado cada noche en los últimos meses.
Le conté de dónde era y mis planes en la gran ciudad. Mi entusiasmo resultaba
tan evidente como ingenuo.
—¿Tienes dónde alojarte, algún pariente o conocido?
—No, estoy dispuesto a dormir en la calle si hace falta.
Me miró con preocupación.
—Yo en tu lugar no lo haría, muchacho. Han promulgado una ley de maleantes y
a quien pillan vagabundeando por las noches en Madrid lo detienen y se lo llevan a
la cárcel de Guadalajara. Créeme.
El hombre llevaba razón; sin ese claro aviso habría pasado mis primeras noches
fuera de casa en una iría celda alcarreña.
Se despidió de mí en Aranjuez, donde se apeó, y me deseó suerte en mi aventura:
—El mundo es de los valientes, chico, pero ten cuidado. Por desgracia no son
buenos tiempos para casi nada y las aguas andan revueltas, sobre todo en la ciudad
a la que vas.
La estación de Atocha parecía un hormiguero inquieto. Me bajé del tren aturdido
por las horas de traqueteo sentado en un duro banco de madera y por el ruido que
me taladraba los oídos. Todo era abrumadoramente nuevo: olía a la carbonilla de
los trenes, yo mismo presentaba un color ceniciento y mi ropa tiznaba. La gente iba y
venía en un trasiego incesante, voces humanas se mezclaban con silbidos de trenes y
estruendos de máquinas que llegaban. Sobre mí, el arco inmenso de hierro que
cubría la nave central se presentaba como lo más grande que había visto en mi vida.
Frente a la sencilla estación de Murcia, con dos vías que enseguida se convertían en
una, la de Atocha contaba con lo que entonces me parecieron innumerables líneas
paralelas que llevaban a no sé cuántos lugares diferentes. Bastaba con subir a uno
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de esos trenes para trasladar tus sueños a otro sitio. Eso pensaba cuando tenía veinte
años y las distancias se cubrían en días, en lugar de en horas o minutos como ocurre
en este vertiginoso siglo de locos.
Ahora esa estación se ha convertido en un jardín. Allí pasé mis últimas horas en
Madrid, de eso hace un año. Sabía que no iba a volver, y quise que mi último
recuerdo de la ciudad fuese precisamente el primero que conservaba. Cuando vayas
a la estación de Atocha, que sé que irás alguna vez, no dejes de mirar hacia arriba y
de admirar la belleza del edificio. Piensa que ésa fue la primera imagen que tuvimos
de Madrid tu abuelo y muchos de los abuelos de los que en ese momento se pasean
por allí.
Tardé unos minutos en encontrar la salida, no era fácil en aquel maremagno.
Posiblemente lo que entonces me parecía un gentío incontable, serían unas decenas
de personas tan desconcertadas como yo, cargadas con bultos y maletas. La luz del
atardecer se filtraba por el entramado de hierros de la fachada. Fuera me esperaban
más sorpresas. Nada más traspasar el umbral de la estación, las campanadas de un
reloj sonaron sobre mi cabeza. Alcé la vista y acerté a distinguir, sobre la cubierta,
las estatuas de dos animales mitológicos, como leones alados, que me daban la
bienvenida a un mundo que se me hacía a la vez mágico y prohibido.
La plaza que se abría ante mí resultó ser mucho mayor de lo que yo había
imaginado sobre el plano, pero no tenía dudas del camino que debía seguir para
llegar a mi destino de esa noche: la pensión donde dormir para evitar ser confundido
con un maleante. Los carromatos de caballos se mezclaban con los tranvías y los
coches a motor, mucho más abundantes que en Murcia y también más ruidosos, o al
menos eso me parecía. La estatua de un hombre con levita presidía la plaza; frente a
él subía empinada la calle Atocha.
—Por ahí, en dirección a la plaza Mayor —hablé en voz alta y nadie se percató.
En esa ciudad cada uno va a lo suyo, hoy y en 1934.
Decidí alojarme en la misma pensión en la que lo hizo Miguel en su primera
estancia en Madrid. Seria barata y era la única dirección que conocía: costanilla de
los Ángeles número seis. Me sabía el trayecto desde que Raimundo me entregó el
plano y de eso hacía más de un año. Lo que no había previsto eran las distancias,
pues en el plano todo parecía más cerca. Cargado con mi maleta, afortunadamente
liviana y semivacía, atravesé calles interminables que yo presumía tan cortas como
las de mi pueblo. Sólo me detuve en la plaza Mayor, abrumado por el tamaño de su
perímetro; ensimismado, casi perezco bajo las ruedas de un tranvía.
Agotado del trayecto y con las manos doloridas llegué casi al anochecer a la
costanilla de los Ángeles, pero no me costó encontrar la pensión: un rótulo
descolorido colgaba de uno de los balcones del primer piso. Recé para que hubiese
alguna habitación libre. Todavía me quedaba subir los empinados escalones que
llegaban hasta la puerta de la pensión. Un olor a col cocida me recibió al tiempo que
un hombre alto y serio descorría los cerrojos.
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—¿Busca alojamiento? —tronó su voz.
Casi no me dio tiempo a contestarle. La figura del señor Morante, el dueño de la
pensión, impresionaba por su estatura y su mirada penetrante. Su calva brillaba
tanto como sus ojos verdes, que parecían leer los pensamientos de los huéspedes.
—Si quiere quedarse por tiempo indefinido deberá pagar una semana por
adelantado.
Sus exigencias revelaban que muchos de sus huéspedes eran hombres recién
llegados a la ciudad en busca de trabajo. El tipo no se quería arriesgar a dejar de
cobrar la estancia de aquellos pobres diablos, sin más dinero que el que habían
podido ahorrar en sus pueblos antes de iniciar el viaje. Miguel tuvo que regresar a
Orihuela unos años antes al no encontrar un trabajo fijo que le permitiese pagar su
estancia.
Me avine a sus condiciones a pesar de que enseguida comprobé que la habitación
era un cuchitril. Arrastrando los pies me condujo a través de un pasillo flanqueado
por puertas numeradas, abríó una de ellas y me tendió la llave, atada con una cuerda
a una pesada herradura:
—Cuando salga, entréguemela antes.
¿No pensaría que iba a cargar con ella en el bolsillo por las calles de Madrid?
El cuarto presentaba un aspecto poco acogedor. Un catre, una silla, un diminuto
armario y una palangana con una jofaina constituían el único mobiliario. Lo peor
era la oscuridad, la minúscula ventana daba a un estrecho patio interior, por el que
sólo entraban los olores de las cocinas y las voces de los vecinos.
Me convencí de que mi estancia allí sería provisional y me prometí pasar en
aquel cuartucho el menor tiempo posible, pero a pesar de ello esa noche no pude ni
salir a comer algo antes de dormir porque el sueño me venció apenas me tumbé en el
catre. Me invadieron pesadillas en las que el señor Morante me perseguía con una
herradura en la mano dispuesto a romperme la crisma por no pagarle mis deudas.
A la mañana siguiente, la pensión seguía teniendo el mismo aspecto desolador,
pero mi ánimo me sacó a la calle con las primeras luces del sol. Lo que vi me
devolvió el optimismo perdido y borró las pesadillas de la noche anterior.
El cielo de Madrid se mostraba radiante, así que me acerqué a la cercana plaza
de Oriente para ver el Palacio. Cuando el imponente edificio apareció ante mis ojos,
sólo pude pensar en cómo se tuvo que sentir el rey Alfonso XIII, sólo tres años antes,
al tener que abandonar un lugar así. Las estatuas de reyes que rodeaban la plaza se
me mostraban tan impresionantes como el señor Morante y su voz de trueno. Todo
era abrumador y magnífico para mí, pero a pesar de ello no me sentía asustado, sólo
expectante.
Mi prioridad era encontrar trabajo. Sabía la dirección de Miguel, pero no me
presentaría ante él sin haberlo conseguido. No deseaba que me viese como una carga
o que se sintiese obligado a buscármelo, como cuando tenía once años. Ahora tenía
veinte y me sentía capaz de encarrilar mi vida yo solo.
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En la calle Arenal encontré dos tahonas, pero en ninguna de ellas necesitaban
panaderos, ni tampoco querían dependientes en la estupenda tienda de ultramarinos
del número ocho, donde se me hizo la boca agua con sólo percibir el olor de los
fiambres.
El reloj de la Puerta del Sol me recordó la hora de comer al mismo tiempo que
mis tripas; las hice callar con unos pocos altramuces que llevaba en el bolsillo. No
pensaba detenerme por culpa del hambre.
Tres días después ya me había recorrido casi todas las panaderías de la ciudad
sin resultados, y empezaba a temer que mi empeño podía haber sido una locura.
Para animarme, una tarde decidí caminar hasta la plaza del Dos de Mayo. Esa fecha
era la de mi cumpleaños, y me chocaba que hubiese una plaza con el día de mi
nacimiento. En mi ignorancia, desconocía que se tratase de una fecha históríca, la de
la rebelión del pueblo de Madrid contra los invasores franceses. Tardé unos meses en
saberlo y, como en casi todo lo relativo a Madrid, sería Perico, del que pronto
hablaré, quien me lo explicase. La plaza cuadrada, que servía de patio de juegos a
un grupo de niños, aparecía presidida por un monumento: dos soldados elevaban sus
brazos ante un arco de ladrillos. Dos niños fingían una lucha a espadas con sendos
palos imitando a Daoízy Velarde.
Cerca de allí, en la calle Divino Pastor, un olor inconfundible a pan me arrastró
calle abajo hasta dar con la puerta de la tahona de la que surgía aquel aroma tan
familiar.
De nuevo me dijeron que no necesitaban más empleados, pero fueron amables y
se quedaron con mi dirección de la pensión por si se enteraban de algo. Además, me
regalaron un panecillo recién hecho que me supo tan bueno como el bollo aquel que
nos había regalado Carlos Fenoll diez años antes.
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recién sacados de la basura también se podían contemplar muebles labrados, lujosos
vestidos o piezas antiguas de rara belleza. Allí se aprendía a distinguir bien entre lo
viejo y lo antiguo.
Cansado por el calor y la cuesta arriba, entré en una iglesia de dimensiones
salomónicas de la que salían feligreses tras la hora de misa. Quería sentarme un rato
y descansar los pies, de paso rezaría una plegaria para pedir trabajo. El interior
resultó tan fresco y silencioso que a punto estuve de echar una cabezadita en un
banco escondido de la última fila. La voz del sacristán vino a despertarme. Era la
hora de cerrar.
Al salir, el sol me cegaba y cambié de acera. Una chatarrería mostraba su
mercancía, como las tripas abiertas de una gigantesca máquina. Pegado a la puerta
pude leer un cartel escrito a mano con nefasta caligrafía en el que se leía a duras
penas: «Se busca aprendiz de chatarrero». Pensé que mi pobre rezo había resultado
escaso a los oídos de Dios, y que eso era lo máximo a lo que podía aspirar, al menos
ese día. No imaginaba hasta qué punto me aguardaba una fortuna a cambio del
simple padrenuestro que ni siquiera había acabado de rezar.
Dentro, una especie de coloso golpeaba una pieza de hierro con un martillo. Al
verme dejó su trabajo y se aproximó. Su espesa barba le cubría casi toda la cara y
me pareció que sus manos, negrísimas, podían estrangular una vaca sin esfuerzo.
—Quizá me interese el trabajo —titubeé.
El hombre leyó la incertidumbre en mi voz y en mi rostro.
—¿Qué quiere decir «quizá»? —su tono sonó burlón.
—Digo, que… ¿En qué consiste el trabajo, cuánto me va a pagar…?
—Veo que no tienes experiencia en el oficio, pero pareces un joven fuerte. Lo que
tengas que hacer te lo iré diciendo en su momento. El jornal se irá viendo según
trabajes cada semana.
—Es que —veía que aquello no solucionaba mi problema— tengo que pagar la
pensión por adelantado y apenas me queda dinero.
—Ven mañana y veremos. Por cierto, me llamo Pedro. ¿Y tú?
Pedro, Penco Chatarras para la gente del barrio, me habría de cambiar la vida
sin saberlo y también marcó su destino al aceptarme en su negocio. Era un hombre
corpulento y de risa fácil que podía ser tan agresivo como tierno según el día, el
momento y la persona con la que tratase. El hombre se había hecho a sí mismo.
Llegó siendo casi un niño a la capital desde un pueblo de Badajoz y se abrió camino
como pudo. Con los años, se sentía más madrileño que nadie, a pesar de que
conservaba un marcado deje extremeño en el habla. Quizá por eso a él no le resultó
extraño mi acento oriolano.
Sus ideas resultaron ser aún más revolucionarias y extremistas que las de Miguel.
Pedro pertenecía a la CNT, pero sus pensamientos anarquistas chocaban con la
disciplina con la que me trataba a menudo. No consentía un retraso por las mañanas,
ni una ausencia injustificada, y más de una vez me llevé algún golpe por desatender
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mis obligaciones. Quizá llegó a tomarme afecto, no lo dudo, pero nunca supo
expresarlo, y yo nunca acabe de apreciarlo del todo. Por eso, durante algún tiempo,
no me sentí responsable de su destino; después, con los años, aquel gigante pasó a
engrosar el grupo de mis fantasmas cotidianos.
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VEINTIDÓS
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Se le veía comprometido con sus ideas, él siempre creyó en lo que hacía, aunque
nunca trató de imponérselo a nadie. Debe de ser hermoso pensar que tu trabajo
puede ayudar a otros a crecer o a ser más felices. Supongo que se puede conseguir
desde cualquier actividad, pero yo nunca sentí ese compromiso.
También hablamos de nuestra Orihuela y de los amigos comunes.
—Lo echo de menos todo, esta ciudad no me gusta a pesar de mi empeño por
regresar. «¡Ay, cómo empequeñece andar metido en esta muchedumbre!». Es un
verso de un poema que he escrito pensando en nuestro pueblo. Lo llevo aquí.
¿Quieres que te lo lea?
—Por favor —casi le supliqué.
Nos sentamos en un banco de los bulevares, Miguel sacó unos papeles del
bolsillo y comenzó a leer:
—«Alto soy de mirar a las palmeras, rudo de convivir con las montañas…».
El poema traspasó mis oídos y me tocó el alma, era lo más hermoso que había
escuchado jamás y lo entendí perfectamente, no como lo que Miguel escribía unos
años antes. Aquí el poeta vertía todo su amor por la tierra donde nació y todo el
desprecio por la soberbia de la gran ciudad. Comprendí que no era feliz en Madrid.
Pero no quería rendirse. Cuando terminó de leer se le saltaban las lágrimas:
—Y a la que más añoro es a Josefina —concluyó.
Continuamos el trayecto, cabizbajos, comparando los dos lugares para concluir,
siempre, que nuestra tierra era mucho mejor. Hasta se me olvidó que yo acababa de
salir huyendo de allí.
—Tendrías que ver las procesiones. ¡Qué pobreza! No impresionan nada, en
medio de estas calles tan anchas, esos tronos tan pequeños.
Cuando llegamos frente al café Comercial, Miguel hizo ademán de despedirse,
pero yo le recordé la apuesta:
—Te he traído hasta aquí, me debes un café.
—Es que he quedado con unos escritores —se disculpó—. Te aburrirás.
Me dio la impresión de que quería librarse de mí, como si le avergonzase llevar a
la tertulia a su amigo panadero, pero me empeñé y no supo o no quiso quitarme la
idea de la cabeza.
Alrededor de una mesa de mármol, un grupo de hombres jóvenes dialogaba
animadamente. Al vernos llegar saludaron a Miguel, que respondió con timidez; aún
se sentía cohibido en los ambientes literarios, a pesar de que los otros lo trataban
con familiaridad. No reconocí a los presentes, aunque es posible que se hallasen
Lorca, Alberti, Aleixandre o Neruda, habituales en las reuniones a las que Miguel
acudía. No los conocía ni por el nombre. Para mí el único poeta que existía era mi
amigo Miguel Hernández. Los escuché recitar poemas y hablar sobre la preocupante
situación de España. Sus versos sonaban como música para mis oídos y deseé ser
invitado habitual de esas tertulias.
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Cuando acabó la reunión, Miguel y yo nos despedimos en la puerta del café, me
preguntó si no tomaba el metro para regresar a mi casa y le confesé que mi economía
me permitía pocos gastos. Prefería caminar. Además, no estaba tan lejos la pensión.
Su casa se encontraba en dirección contraria:
—Bueno, ya nos veremos —se despidió de mí de forma imprecisa.
Parecía evidente que no deseaba que me inmiscuyese en su vida, pero lo que yo
había presenciado esa tarde me había dejado con ganas de más.
—¿Puedo ir a buscarte a tu casa alguna tarde de éstas?
—Aurelio —me contestó serio—, me ha alegrado verte pero estoy muy ocupado,
ya te he dicho que viajo bastante. Puede ocurrir que vengas y yo no esté.
—De todas formas, si me necesitas para orientarte por Madrid no tienes más que
llamarme. Me alojo en la pensión de la Costanilla.
—¡Vaya! —exclamó divertido—. ¿Y qué tal sigue el señor Morante? Me
traspasaba con la mirada cada vez que le decía que no podía pagarle. Me provocaba
pesadillas.
—A mí también —le confesé—, y nada más llegar.
—Sé que cuento contigo. Nunca viene mal tener a mano un amigo de la infancia.
Se lo agradecí y me dio una palmada en el hombro a modo de despedida.
Pasaron meses hasta que volví a verlo. Perdí tardes enteras esperándolo en su casa,
pero él no apareció. Posiblemente estuviese de viaje, como él me previno, pero llegué
a pensar que se escabullía por otra puerta para no cruzarse conmigo.
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VEINTITRÉS
Con veinte años crees que te comes el mundo y que la vida la han puesto para ti en
exclusiva. Si quieres ser poeta sólo necesitas un motivo de inspiración y yo lo
encontré una mañana, saliendo de misa de doce.
Frente a la chatarrería se encontraba la iglesia de San Cayetano, demasiado
grande para una calle tan estrecha. El sonido de sus campanas me recordaba a
Orihuela. Las campanas suenan parecido en todas partes, pero cuando las
escuchamos sólo nos evocan a aquellas que nos traen recuerdos de los que se quedan
prendidos en el alma. Me asomé a la puerta. Del templo salían sobre todo mujeres, y
una de ellas destacaba sobre el resto. Se trataba de una joven que cubría su cabeza
con un velo negro, del mismo color de su ropa, y que portaba en las manos un
rosario y un misal. La delicadeza de sus manos enguantadas y su porte distinguido
llamaron mi atención. A Penco Chatarras no se le escapaba una, y se percató de que
mi mirada seguía los pasos de la mujer:
—¿Qué miras, infeliz? —exclamó al tiempo que me daba un golpe en la nuca—.
No merece la pena que detengas tu trabajo para mirar a esa mujer, para ella eres
gentuza. ¡Venga, adentro!
Deseaba saber quién era ella, y Pedro no parecía la mejor fuente de información.
Recurrí a Lorenzo, el hijo del dueño de la tienda de ultramarinos.
—Es doña Cayetana, la hija del general. Se quedó viuda a los pocos meses de
casarse, hace de eso unos años. Él era también militar, murió en Marruecos. Desde
entonces, sólo sale para ir a misa.
Cayetana. Ese nombre llenó mis sueños durante cientos de noches. Dirás que soy
proclive a los amores platónicos, esos que sólo sirven para soñar y que no tienen
futuro, pero lo cierto es que nunca llegan a decepcionarte.
La seguía desde que salía del templo hasta su casa, en la calle Toledo. Otras
veces, yo entraba en la iglesia antes de que acabara la misa y la contemplaba desde
el último banco; observaba el contorno de su cabeza, el liviano velo que tapaba su
cabello negro y su esbelta figura. La primera vez que nuestras miradas se cruzaron
sonaban las campanas de San Cayetano y mi corazón saltó a su compás. Sus ojos,
tan negros como su pelo, no me parecieron los de una triste viuda, más bien se
mostraban desafiantes y misteriosos. Yo quería descubrir el secreto que se ocultaba
detrás de esa mirada.
Empecé a escribirle poemas, ella se convirtió en mi inspiración. Aprovechaba las
noches de soledad en la pensión para dedicarle los más encendidos versos, tan
apasionados como ridículos. Quería emular a mi amigo Miguel sin haber leído un
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libro. La ignorancia me hacía osado. Llegué a aprendérmelos de memoria, y soñaba
con recitárselos cualquier mañana a la salida de misa de doce.
Lo que en realidad ocurrió fue bastante distinto.
Un día que Pedro no se hallaba en la chatarrería, seguí a Cayetana hasta su
casa. A la altura de la desierta calle de San Millón se volvió y se dirigió a mí
desafiante:
—¿Por qué me sigues?
—Yo… lo siento —balbuceé como un niño pillado en una travesura.
—Ven aquí —ordenó con el tono de alguien habituado a mandar.
Me acerqué cohibido y con la cabeza baja.
—Eres el chico de la chatarrería, ¿verdad? Sé que llevas meses siguiéndome.
¿Cómo te llamas?
—Aurelio —contesté sorprendido; aquella mujer debía de tener ojos en la
espalda. Sabía mucho más de mí de lo que podía imaginar.
—¿Sabes guardar secretos? —susurró ante mi asombro.
—Por supuesto —contesté sin sospechar a lo que me exponía.
—Pues no le cuentes a nadie que hemos hablado.
Dio media vuelta y desapareció en dirección a la calle Toledo.
Me quedé plantado en medio de la calle, mudo y quieto como una estatua de sal,
flotando a merced de la mirada de la misteriosa mujer, dispuesto a guardar cualquier
secreto y a besar el suelo por el que ella pisaba. Definitivamente, no era una viuda
desconsolada, por mucho que todo el barrio estuviese convencido de ello.
Las semanas siguientes, cuando nos cruzamos, ella actuó como si no nos
conociésemos, pero yo interpreté sus fugaces miradas como signos de complicidad.
Mis versos se hicieron entonces más ardientes y esperanzados; ya no los recuerdo
porque me empeñé en olvidarlos tiempo después, y aunque me los supiera me
avergonzaría reproducirlos aquí. Entonces ni siquiera quería saber lo nefastos que
eran.
Cayetana no me volvió a hablar hasta una tarde, meses después, cuando yo
acababa mi jornada en la chatarrería. Surgió de pronto por detrás de la estatua de
Cascorro, estaba anocheciendo y la escasa luz prestaba un aspecto fantasmal a las
figuras que deambulaban por el Rastro.
—¿Sigues convencido de que puedes mantener un secreto?
Esta vez rio esperó mi respuesta.
—Te aguardo en el portal de mi casa, no me sigas de cerca.
No sé cuántas promesas de amor imaginé en el corto trayecto. Soñé con que el
secreto se refería a mí y a ella y que el destino nos había reunido allí, en las calles
estrechas del barrio, para ofrecernos un largo futuro juntos.
Entré en el portal tras la mujer de mis sueños. En la oscuridad del zaguán sólo
brillaban sus ojos:
Lo que más deseaba era enseñarle mis poemas a Miguel y contarle mi amor
apasionado por Cayetana. Por fin, una tarde de domingo, conseguí encontrarlo en su
casa y lo convencí para pasear por la capital y disfrutar de la primavera que ya
apuntaba.
—Quiero absorber Madrid con los ojos bien abiertos —me dijo.
Encaminamos nuestros pasos hacia la calle Alcalá, con la intención de llegar
hasta la plaza de toros. Había corrida en Las Ventas y toreaba Belmonte, pero
nosotros no teníamos dinero suficiente para pagar una entrada y deberíamos
conformarnos con escuchar los comentarios de los espectadores a la salida del coso.
Por el camino hablamos de nuestros progresos en la ciudad, o más bien de los
suyos. Había encontrado un trabajo fijo interesante, participaba en la elaboración de
una especie de enciclopedia de los toros que dirigía Cossío (la mejor enciclopedia
taurina que existe, Víctor, aunque dudo que te interese la fiesta). Ganaba un dinero
fijo al mes, una cantidad que podía permitirle incluso casarse. La felicidad se le
reflejaba con nitidez en el rostro.
—¿Y qué sabes de Orihuela? —preguntó para mi sorpresa—. Ahora me escribo
menos con los amigos.
Noté un deje extraño en su tono de voz, se estaba abriendo una grieta insalvable
entre él y los que se habían quedado. Yo conocía algunas novedades por las cartas
que Raimundo me enviaba. El joven cartero no había dejado de escribirme desde que
llegué a Madrid y me tenía al tanto de casi todo lo que ocurría en Orihuela.
—Creo que Ramón ha fundado una revista.
—Lo sé. Gallo Crisis, se llama. No me gusta, la veo alejada de mis intereses.
Aquí la poesía va por otros derroteros y yo no comulgo, nunca mejor dicho, con las
ideas religiosas que destila la revista. Todos deberían venir a Madrid, aunque no
fuese a quedarse, y verían la vida de otra manera.
—Hay una sequía tremenda allí este año —continué.
—Y seguro que sacan a los santos en procesión para pedir que llueva, ves lo que
te digo. Hay que librase de los templos, Aurelio.
—¿Qué tal está Josefina? —le pregunté con la idea de encauzar la conversación
hacia las mujeres.
—Bien, estamos los dos deseando vernos. Sus cartas son lo mejor que tengo, «las
apaciento metido en un rincón». Es un verso de un poema que le he dedicado. Y a ti,
¿quién te escribe desde Orihuela? —pensaba que quizá yo también había dejado allí
una novia.
La situación política y social en Madrid era cada vez más complicada. El ambiente
se enrareció hasta el límite: el paro amenazaba con dejar a la mayoría de la
población en la mendicidad, se sucedían las huelgas y la violencia de un signo y de
otro.
Pedro, el dueño de la chatarrería, era un anarquista convencido. Yo sabía que
algunas tardes, cuando cerrábamos, se reunía allí con otros hombres, la mayoría
activistas de la CNT. Él me hablaba constantemente de la inutilidad de los gobiernos,
de la influencia nefasta de la Iglesia, de la injusticia de los caciques y de la
necesidad de hacer una revolución.
Yo intentaba permanecer al margen de las ideologías y los enfrentamientos, pero
la realidad se me iba imponiendo. Cayetana vino a desequilibrar mi balanza y me
hizo tomar partido sin que me diese cuenta.
Una mañana, a la salida de misa, observé cómo se quitaba el guante negro de la
mano derecha, mientras se aseguraba de que yo me había percatado de su gesto. La
seguí a cierta distancia y entré en portal detrás de ella.
—Buen chico.
Sus ojos volvían a brillar en la penumbra y su voz pretendía sonar maternal sin
conseguirlo.
—Usted me dirá qué quiere que haga —me mostré más solícito que un perro
faldero.
—Creo que en la chatarrería se celebran reuniones. Quiero que a la próxima
asistas tú; escondido, por supuesto. Necesito los nombres de los que acuden a esas
asambleas. ¿Podrás hacerlo?
No me preguntaba si quería hacerlo. Ella contaba con mi lealtad sin haber hecho
gran cosa para ganársela, pero sabía que estaba a su merced, que haría cualquier
cosa que me sugiriese. Ella lo sabía, yo no.
—Me las arreglaré para ver sin ser visto —afirmé rotundo, aparentando una
seguridad que jamás hasta entonces había tenido.
—Perfecto, veo que lo has entendido bien. Todo tendrá su recompensa —añadió
misteriosa—. Cuando tengas algo que contarme entra en San Cayetano y siéntate en
el último banco.
Todo tendrá su recompensa… Esas palabras quedaron flotando en el aire del
portal mientas ella se alejaba escaleras arriba, y yo continué flotando en ellas
durante semanas. Deseaba que se produjese una de esas reuniones para tener un
motivo de encuentro con Cayetana y conseguir mi premio.
Miedo.
No hay otra palabra que pueda definir lo que supuso para mí la guerra. Miedo a
morir, a las bombas, al fuego, a las balas, al hambre, a la soledad, al presente y al
futuro. La guerra tiene una boca grande que devora los sueños de los que la viven.
Todos los que vivimos en el espanto del enfrentamiento bélico más terrible de
nuestra historia nacimos en mala luna.
Tardé varios días en atreverme a usar la llave de Cayetana. Comprobé que nadie
me observaba antes de entrar en el portal. Subí al tercer piso de puntillas, intentando
que ningún vecino me sorprendiera. Dentro, sólo el silencio me esperaba.
La casa era espaciosa, recorrí las habitaciones con detenimiento y comprobé
enseguida que su propietaria se había llevado consigo todos los objetos de valor. Allí
sólo quedaban los muebles, algunos enseres de cocina y unos pocos libros en la
estantería del salón. Resultaba evidente que ella estaba avisada de lo que iba a
ocurrir. Dentro de un armario hallé un par de vestidos, uno de ellos era el traje gris
que la mujer llevaba cuando la encontré a la salida de la plaza de las Ventas.
El piso de Cayetana se convirtió en mi refugio secreto. Cuando podía me
escapaba a la casa, me sentaba en la mecedora que presidía el salón (y que supuse la
favorita de ella) e imaginaba que la guerra había acabado y la mujer de mis sueños
regresaba conmigo.
De Miguel no quise saber nada en todo el tiempo que duró la guerra, incluso
deseaba olvidar que lo había conocido. Mi vida había dado un vuelco tan inmenso y
el pasado se me hacía tan lejano, que me parecía que no había ocurrido nunca.
Alguien vino a recordármelo.
Un día se acercó un miliciano a la chalanería y preguntó por mí. Se trataba de
Manuel, el hijo del carpintero que me sorprendió en casa de Cayetana. En un primer
momento me asusté, pues podría contarle a Pedro nuestra conversación de aquel día,
pero no venía con esa intención.
—Me he alistado en el Quinto Regimiento —me dijo orgulloso.
El muchacho no tenía más de dieciocho años. Lo felicité porque era lo que él
esperaba que hiciera.
—He conocido a un amigo tuyo, me manda saludos para ti.
Pensé que no volvería a cruzarme con él. Los hombres que me habían estorbado
antes se esfumaron sin dejar rastro, ni siquiera en mi recuerdo. Supuse que los
perdedores, como Miguel o como Pedro, no tenían más futuro que la muerte o la
cárcel perpetua. Con José Castillo me equivoqué.
Pasó algo más de un año. Diego Ibáñez controlaba negocios inmobiliarios y
múltiples chanchullos que lo estaban convirtiendo en un hombre más rico aún de lo
que ya era. Su fortuna inicial provenía de su esposa, una mujer adinerada con la que
se casó, no sé si enamorado o no. No obstante, Diego supo conservar y acrecentar el
patrimonio de ella. Era todo un político, capaz de utilizar sus influencias de tal
manera que conseguía obtener la mayor rentabilidad posible.
Me ofreció un piso barato en Orihuela. Yo le había manifestado más de una vez
mi deseo de cambiar algún día de aires y a él le convenía el negocio. Para sus
intereses le venía bien contar con algún contacto de confianza en la zona de Levante,
si es que yo decidía algún día trasladarme a vivir allí. Intuyó, antes que nadie, que la
costa poseía grandes posibilidades inmobiliarias por lo que, con los años, se
convirtió en uno de los hombres más poderosos que he conocido.
Después de ocho años sin pisar mi tierra natal, me decidí a regresar de incógnito
para comprar el piso. Me tomé, por primera vez en mi vida, unos días de vacaciones.
Ignoraba qué habría sido de mis amigos de la infancia, de Carlos Fenoll, de su
hermana Fina, de Raimundo Gómez, y no estaba seguro de querer saberlo. Lo
encontré todo igual, las piedras y las aceras no habían cambiado, seguía oliendo a
azahar en primavera y los palacios continuaban teniendo ese aire señorial decadente
Todavía me quedaban unos años en Madrid, todos iguales y grises. La única novedad
fue la llegada de Raimundo, quien se lanzó a su aventura madrileña en los peores
tiempos posibles. Raimundo era valiente. Se trasladó a la casa de su tío, con su prole
de hijos y su sobrino y consiguió, a duras penas, ascender en el escalafón del cuerpo
de correos, tan militarizado entonces como cualquier ejército. Me visitaba
asiduamente, sobre todo los domingos de Rastro, acompañado de su hija mayor, una
niña con trenzas morenas y mirada inteligente. Yo sabía que pasaba apuros
económicos, él me los contaba y yo jamás hice ademán de ayudarle, a pesar de que
contaba con dinero suficiente como para haberlo hecho. Nunca me lo reprochó.
Diego Ibáñez siguió decidiendo por mí. No nos unían unos auténticos lazos de
camaradería; éramos dos tipos desconfiados y en la desconfianza no cabe la
amistad, sino una interesada relación laboral basada en la conveniencia mutua. A él
le favorecía contar con mi discreción y mis leales servicios: yo no preguntaba, no
tenía escrúpulos y seguía al pie de la letra sus instrucciones. A mí me encumbraba
trabajar para alguien tan poderoso: Diego convertiría a un chatarrero sin vocación
en un hombre influyente y con más dinero del que jamás soñó poseer.
A finales de los cincuenta, Diego decidió que yo le serviría mejor en Alicante que
en Madrid y así me lo expuso. Vi el cielo abierto, comenzaba a pesarme la ciudad,
me sentía más solo que nunca (yo, que siempre lo estuve) y deseaba empezar una
nueva vida, diferente, donde nadie me conociese. Mis vecinos de la calle
Embajadores, que sabían la verdad suficiente como para considerarme un traidor,
habían conseguido aislarme. En el barrio, a veces, parecía que no había acabado la
guerra; aunque la iglesia de San Cayetano, recién restaurada, volvía a relucir como
en tiempos de Pedro de Ribera. Pronto abandoné la idea de que ella, Cayetana,
regresaría a sentarse en el banco de la segunda fila como antes del conflicto.
—Deberías cambiarte el apellido —me sugirió Diego antes de mi traslado a
Alicante—. Un nombre compuesto te daría más importancia, nadie dudaría de tus
orígenes.
Insinuaba que un chatarrero de familia humilde apellidado Sánchez podría
provocar suspicacias en ciertos círculos sociales en los que pretendía introducirme.
—He pensado que si unimos tus dos apellidos con un guión quedaría distinguido.
Si te parece bien, yo me encargo de los trámites administrativos.
—Sánchez-Macías suena bien —acepté, vanidoso.
—Tendrás que ganarte a mucha gente. Los negocios inmobiliarios que tengo
proyectados requieren saber relacionarse. Confío en ti más que en nadie.
El día de nuestra boda, a la salida del templo, oí sonar las campanas. El presagio de
la felicidad completa se borró cuando me pareció ver, apoyado en una pared frente a
la iglesia, a José Castillo, mirándome con los mismos ojos que me taladraron en la
cárcel. Comprendí que el pasado me perseguiría siempre y que es inútil esconderse
de él.
Vanas veces me encontré con su figura alta, siempre desdibujada, entre las
sombras de las callejuelas oscuras de Alicante. No sé si su sombra era real o sólo un
producto de mi imaginación y mis remordimientos. Lo cierto es que sus apariciones
se sucedían y me recordaban el episodio de mi vida que más deseaba olvidar:
Aún me quedaban dos enfrentamientos cara a cara con él. Jamás conseguí
borrarlo de mi vida y sé que me sobrevivirá para revelarle al mundo mi delito.
Ahora, Víctor, tú también eres depositario de esta verdad que me ha atenazado la
existencia.
Después de la dictadura, Castillo apareció de improviso en mi casa. No lo
esperaba pero no lo había olvidado, cada día temía que me encontrase y viniese a
pedirme cuentas de nuevo. Cuando tu abuela lo hizo entrar en mi despacho me
levanté del asiento como un resorte:
—¡Qué haces en mi casa! —grité alterado.
Mi temor de años se hacía realidad: aquel hombre conocía mi domicilio, podría
acosarme sin piedad cuando le viniese en gana.
—Vengo a decirte lo mismo que la última vez. Devuelve el cuaderno a la familia
de Miguel y recuerda que ahora mi palabra vale tanto o más que la tuya. Yo sé que lo
robaste y ahora me creerán.
Desapareció sin más, dejándome atemorizado y perplejo. Durante meses temí la
aparición de los familiares del poeta o de sus abogados reclamándome el cuaderno
robado. Aunque nada ocurrió, una inquietud latente se instaló de forma perpetua en
mi mundo cotidiano.
Sé que te preguntarás qué fue de aquel cuaderno de tapas negras que regalé a
Miguel Hernández y que robé de su celda. Durante décadas me han perseguido ese
instante y sus consecuencias: Miguel me consideraba su amigo y yo no le
correspondí. Al principio era la rabia porque él había sido más listo que yo, y mi
absurdo orgullo me impedía reconocerlo. Después fue el remordimiento,
personificado en el hombre alto que me acechaba en cada rincón solitario de mi
ciudad y de mi conciencia.
¿Has leído «La carta robada» de Roe? ¿Dónde esconderías una carta para que
nadie la encontrase? ¿Dónde ocultarías un libro para que pasase desapercibido?
¿Qué harías con un cuaderno para que nadie pudiese identificarlo?
Clara se levantó temprano. Antes de salir de casa no olvidó introducir con disimulo la
potente linterna de la caja de herramientas en su mochila. No tenía intención de ir a
clase. Una cita más importante le esperaba y la curiosidad apenas la dejó dormir.
Dio un rodeo para no cruzarse con Víctor ni con nadie del colegio y para comprar
una bombilla; no contaba con que a esas horas todavía no están abiertas las tiendas de
iluminación. Tendría que conformarse con la linterna.
Un trastero lleno de libros la atraía como un imán en dirección a la plaza de
Monserrate. ¿Y si encontraba lo que iban buscando? Había dado su palabra de que no
se lo quedaría. Pero ¿merecía el nieto de Aurelio Sánchez recoger los frutos de la
traición de su abuelo?
Las dudas le pesaban tanto como los zapatos de hierro que desgastan los héroes
de los cuentos. Decidió dejar la respuesta a su abuelo:
—Si acaso lo encuentro, él me dirá lo que tengo que hacer.
Primer problema: aunque llevaba la llave del trastero no tenía la del portal.
¿Estaría despierta la señora Antonia a las ocho y media de la mañana? Enseguida lo
comprobaría. Apretó el botón del segundo derecha y la voz de la anciana contestó.
—Disculpe, señora Antonia, soy la nieta de Castillo. Ayer perdí una pulsera y
creo que fue en el portal de su casa. ¿Le importa que pase a mirar?
—Cómo no. Pasa, hija.
El zumbido de la puerta le pareció una señal de victoria. Permaneció un rato junto
a los buzones para justificar el tiempo de la búsqueda. Después volvió a llamar
procurando que no se cerrase la puerta:
—Gracias, señora. Aquí estaba, la he encontrado.
En lugar de salir, Clara se coló definitivamente y comenzó a subir con sigilo las
escaleras. No encendió la luz y a punto estuvo de tropezar con un peldaño desgastado
del primer piso. Arriba, frente al trastero, le asaltó la idea de estar profanando un
lugar sagrado, pero la llave se deslizó suavemente, como una invitación.
A la luz de la linterna se veía todo más nítido. La dejó sobre la mesa y bastó para
iluminar la estancia completa. Las estanterías, pobladas de libros, ofrecían el botín
más preciado para un lector.
Se percató de que el trastero era pequeño y, por tanto, los volúmenes no eran tan
numerosos. Podría mirarlos todos en un par de horas, como mucho. No le bastaría
Víctor no salió de casa en todo el día. Aduciendo malestar general consiguió que su
madre lo dejase dormitar el resto de la tarde. Esperaba un mensaje de Clara
preguntando por qué no había acudido a clase; pensaba que a ella le habría extrañado
su ausencia, pero ignoraba que la chica también había faltado y por un motivo
semejante al suyo.
Debía decidir qué hacer con el cuaderno, al que permanecía abrazado desde que
terminó de leerlo por segunda vez. No deseaba que ella lo tocase, sólo había
prometido que le dejaría leerlo, no tocarlo. La idea de que ella lo compartiese con
María y Javi le retorcía de rabia.
Le costó levantarse de la cama; un ligero mareo le recordó que llevaba
demasiadas horas ensimismado boca arriba.
—Voy a hacer unas fotocopias, mamá, enseguida vuelvo —fueron sus palabras
antes de cerrar la puerta.
Al día siguiente, Víctor regresó a su puntualidad habitual y llegó el primero a
clase. Detrás de él apareció su amigo Luis:
—¿Qué? ¿Ayer hicisteis pellas tu amiga y tú?
—Yo no hice pellas, me encontraba mal —se justificó Víctor—. ¿Es que Clara
tampoco vino?
—No disimules —insistió Luis—. Seguro que estabais juntos.
A Víctor se le cayó la venda de los ojos. Ya sabía dónde había estado Clara el día
anterior, y no había sido de pellas con él.
Ella llegó tarde, justo en el momento en que el profesor entraba por la puerta de la
clase. Buscó al chico en su lugar habitual y ambos se cruzaron una mirada suspicaz.
En el primer cambio de clase fue él quien la abordó:
—Lo has encontrado, ¿verdad?
A Clara le asustó la pregunta tan directa y el tono tan frío que usó él.
—Pues claro que no lo he encontrado, te habría llamado corriendo.
—¿Estuviste en el trastero toda la mañana? —Era más bien una afirmación.
—No pude esperarme. Tienes que ver lo que hay allí.
Víctor la cortó, no quería soltarle sus reproches con el radar de sus amigos detrás.
La certeza de que ella ocultaba algo le impedía escucharla. La desenmascararía hasta
que se avergonzase de su mentira.
—Mejor nos lo contamos todo esta tarde. ¿A qué hora puedes estar en mi casa?
—Él deseaba toda la privacidad del mundo para poder desahogarse sin que nadie
escuchara.
La puntualidad no era una de las virtudes de Clara. Sin embargo, acababan de dar
las seis cuando Víctor le abrió la puerta acompañado del mismo gesto serio que había
mostrado durante toda la mañana. El convencional saludo contrastaba con la soltura
de sus anteriores citas. La duda se había instalado definitivamente entre los dos,
cortando con su filo los nudos que un día los unieron.
Sobre la mesa de la ordenadísima habitación de Víctor, Clara localizó el
cuaderno. Él percibió el gesto de la chica y se lamentó de no haberlo escondido antes
de que llegase.
—¿Me lo vas a dar? —preguntó señalándolo.
—Antes quiero que me cuentes.
—¿Qué tengo que contarte?
—Lo que encontraste en el trastero.
—Ya te lo he dicho, la primera edición de Viento del Pueblo y otros muchos
libros interesantes. Espero que me dejes algunos para leerlos.
—Tengo motivos para pensar que el cuaderno de Miguel Hernández está
escondido en ese trastero, entre los demás libros. Si no lo encuentro será porque quizá
tú ya te lo hayas llevado.
—Te di mi palabra de que no me llevaría nada. ¿Por qué iba a hacer algo así?
—¿Por qué? Porque es lo que tu abuelo esperaba que hicieses. ¿No crees que
tengo motivos para desconfiar? ¿Seguro que me contaste todo lo que sabías? ¿Qué
más te dijo tu abuelo sobre el mío?
Su intuición acababa de materializarse. Se sintió atrapada entre los barrotes de las
palabras acusadoras de Víctor. El abuelo Castillo le había contado a ella y, ahora, el
abuelo Aurelio también había tomado la palabra para revelar a su nieto una versión
que Clara aún no conocía. ¿Qué sabía Víctor?
—Te doy mi palabra de que no me he llevado nada. ¿No te basta?
—No del todo. Quiero que me digas qué me ocultaste.
—Mi abuelo me dijo que el tuyo robó el cuaderno con las últimas poesías del
poeta justo después de su muerte, y que no se lo entregó a sus legítimos dueños.
Las palabras le salieron de golpe, sin pensarlas.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le reprochó.
—¿Me habrías dejado ayudarte a buscarlo si te hubiese confesado mis motivos?
—¿Y cuáles eran tus motivos? ¿Pretendías robármelo ahora tú?
Lo leyó de un tirón, sin pausas, casi sin pararse a pensar en lo que aquel hombre, del
que jamás habría conocido su existencia de no ser por la casualidad de una entrevista
en un periódico, contaba con tanta frialdad como apasionamiento. Un tipo
desconcertante ese Aurelio Sánchez, tan pronto le parecía un hombre despreciable,
capaz de dejar morir a un amigo y de quedarse con lo que no es suyo, como un ser
indefenso y desgraciado, devorado por los remordimientos. ¿Cuál de los dos era
realmente el abuelo de Víctor?
Las palabras de aquella confesión no habían sido escritas para ella y, cuando
Aurelio Sánchez se dirigía directamente a su nieto, Clara no podía evitar sentirse
como una intrusa. Había sido leal Víctor al consentir que lo leyese, y comprendía las
reticencias del chico.
Le estremeció leer los detalles sobre la vida cotidiana durante la guerra. Ya no se
trataba de retazos de historias, de comentarios sueltos al hilo de una circunstancia
concreta («cómetelo todo, tú no sabes lo que es pasar hambre en una guerra»), la
realidad de lo que fue se mostraba sin máscara en el relato de Aurelio.
Cuando leyó las sensaciones del hombre ante las páginas de Viento del pueblo
comprendió las palabras de su amigo. En efecto, el libro poseía un poder especial,
quizá todos los libros de poesía poseyeran una facultad mágica: la de reflejarnos en
sus versos como en un espejo. Sólo los grandes poetas consiguen que nos asomemos
a nuestra alma y nos devuelven la imagen de lo que somos.
Reconoció los episodios que el abuelo Castillo le había contado, coincidían las
dos versiones. Sin embargo, él no le había hablado del acoso que ejerció sobre aquel
hombre hasta el punto de convertirse en su peor pesadilla. Quizá todos callamos lo
que nos avergüenza, como ella evitó contar a Víctor la parte de la historia que no le
interesaba que supiese.
Cuando llegó al último párrafo, «¿Dónde esconderías un libro?», entendió las
sospechas del chico. La primera respuesta es: en una biblioteca, en un trastero lleno
de libros viejos como el que buscas. Pero el cuaderno no estaba entre esos
volúmenes, ella lo sabía.
La última palabra de aquel largo mensaje ocupaba el último renglón de la hoja.
Ella también podía ser suspicaz: ¿era realmente ese el último párrafo que escribió
Aurelio Sánchez en ese cuaderno o su nieto había arrancado el resto y no le había
fotocopiado la pista definitiva?
Le resultaba extraño que no añadiese más datos sobre el cuaderno y su ubicación
después del largo relato. Además, al principio del texto parecía sugerir que allí se
«En época de crisis no hacer mudanza. Eso decía San Ignacio». Víctor recordaba las
palabras del padre Isidro, el director de Santo Domingo; su madre y él acababan de
hacerlo: mudanza, de nuevo en época de crisis. Y así andaba él, perdido en su propia
incoherencia.
En septiembre, madre e hijo habían regresado a Alicante. Unos meses atrás, antes
de la irrupción de Clara en su monótona vida, habría saltado de alegría frente a la idea
de volver con sus amigos de siempre, a su colegio de siempre y a la luz del mar. Pero
ya no era el mismo que en el mes de marzo y abandonar el lugar en el que había sido
a la vez más feliz y más desgraciado equivalía a dejar su habitación desordenada
antes de irse de viaje. Era escapar del problema, dejar incompleta una parte de sí
mismo, no poner el punto final al capítulo correspondiente de su propia vida.
Los adolescentes no deciden, deben limitarse a seguir a sus padres en una
aventura que ya no es del todo suya pero de la que no pueden escaparse. Daba igual
que él no estuviese muy convencido de querer volver. Su madre, pasado el duelo de la
separación, deseaba de nuevo la independencia que le otorgaba vivir en una ciudad
más grande, lejos de sus parientes, para empezar de verdad una nueva vida y
olvidarse de lamentos inútiles. Víctor se sentía como una maleta que se lleva y se trae
sin preguntarle su opinión.
El verano, trepidante, no consiguió que olvidase el último mes en Orihuela. La
distancia entre Clara y él se volvió insalvable; no le perdonaba sus palabras, ni sus
mentiras. Se sentía utilizado y humillado, tanto que no conseguía desbrozar la senda
de su rencor para darse cuenta de que la añoraba con más fuerza de lo que la
rechazaba.
Después terminaron las clases y su madre le comunicó la decisión de mudarse; no
dijo nada, de qué le iba a servir rebelarse. Quedarse no sería suficiente para salvar su
relación con Clara, para regresar al mes de abril, cuando el olor a azahar se mezclaba
con el de sus cabellos.
No se despidió de ella, sólo Luis y Rafa se enteraron de su partida. El mes de julio
lo vivió anestesiado en un viaje agotador con su padre, empeñado en descubrir con su
hijo las maravillas de Italia en un tour tan deslumbrante como fatigoso. Le vino bien
tanto ajetreo. Era difícil pararse a pensar en Clara dentro del Coliseo, pero no pudo
dejar de hacerlo junto al Puente de los Suspiros veneciano.
No encontró el momento de hablar a su padre del trastero y del cuaderno del
abuelo Aurelio. No sabía si quería hacerlo, tampoco había puesto punto final a
aquella historia ocurrida tantos años antes. Su abuelo había dejado un punto y aparte
Querido Víctor:
Perdona mi intromisión, éste me parecía el único medio para que
me escuchases sin salir corriendo. Pensé en escribirte un correo, pero
eso es muy fácil de borrar sin leer, aprietas un botón y… ¡ha
desaparecido! Por teléfono estaba segura de que no me contestarías:
en cuanto vieses mi número en la pantalla, ¡pluf!, otro botoncitoy
borrada también. Supongo que una carta es más irresistible, ¡quién
se puede negar a abrirla! En los tiempos que corren la curiosidad nos
impide romper un objeto tan raro y anacrónico. Así que estoy segura
de que no la romperás sin leerla. Si ahora mismo estás haciéndolo es
que he acertado en mis suposiciones. No creas, me está costando
escribirte sin usar las abreviaturas de los SMS, pero me parecería
La «a» de abrazo tenía la tinta emborronada. Víctor acarició la lágrima seca de Clara
y pronunció la palabra «gracias» como si ella pudiese escucharlo. Ella tenía razón, sí
que iría a Orihuela, sí que le devolvería la hoja y sí que su amistad sería para siempre.
Esa misma tarde cogería el tren, de camino decidiría si quedaba con ella en la plaza
Nueva, en el banco de los azulejos o si iba a recogerla a su casa al salir de la estación.
Las emociones lo desbordaban. Abrió el sobre sabiendo que dentro había otro
tesoro. La letra picuda y temblorosa de Miguel Hernández recorría el papel trazando
los surcos de sus versos. En el título leyó: «Ausencia de Aurora».