Las Damas de Grace Adieu

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La

primera obra de Susanna Clarke, «Jonathan Strange y el señor Norrell»


—sin duda una de las novelas más brillantes y originales de los últimos años
—, se tradujo a treinta y dos idiomas y se convirtió en un éxito de alcance
internacional. Premiada, y generosamente elogiada por los críticos, supuso la
creación de un mundo fantástico, coherente hasta los mínimos detalles,
donde la magia y la historia se entrelazaban de manera prodigiosa. Tres
años después, sin apartarse de ese universo imaginario que se ha convertido
en su sello de identidad, los ocho relatos que componen este nuevo libro de
Clarke sin duda deleitarán a sus miles de lectores incondicionales.
La Tierra de Duendes no está tan lejos como imaginamos.
A veces, basta cruzar una línea invisible para descubrir que debemos
enfrentarnos con princesas engreídas, mochuelos agraviados y damas que
bordan maleficios; o con oscuros senderos interminables y mansiones que
nunca se nos aparecen con el mismo aspecto. Entre los héroes
protagonistas podemos encontrar al duque de Wellington o a María Estuardo,
reina de Escocia, así como personajes del libro anterior como el propio
Jonathan Strange o el legendario Rey Cuervo. Así pues, mezclando la fina
comedia social victoriana con temas clásicos del folclore británico, el rigor
histórico con una desbordante y fértil imaginación, Susanna Clarke transporta
al lector a un mundo singular e inesperado, cuya atmósfera posee el sabor
fascinante y al mismo tiempo veraz de los sueños.

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Susanna Clarke

Las damas de Grace Adieu


ePub r1.1
Titivillus 26.02.2018

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Título original: The Ladies of Grace Adieu
Susanna Clarke, 2006
Traducción: Ana María de la Fuente
Ilustraciones: Charles Vess
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


r1.1 (bent, 25.02.18) Informe de erratas
ePub base r1.2

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a mis padres, Janet y Stuart Clarke

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Prólogo
Prof. James Sutherland, director de Estudios
de Sidhe de la Universidad de Aberdeen

Me he acercado a esta serie de relatos con dos modestos objetivos. El primero es


arrojar un poco de luz sobre el desarrollo de la magia en las Islas Británicas en
diferentes períodos; el segundo, presentar al lector algunas de las formas en que el
mundo mágico puede incidir en nuestra vida cotidiana, en otras palabras: hacer una
aproximación a la llamada Tierra de Duendes y sus habitantes.
El relato que da título al libro, «Las damas de Grace Adieu», responde al primer
propósito, con la vívida descripción de las dificultades que encontraban las mujeres
que practicaban la magia a comienzos del siglo XIX, época en que sus oponentes
masculinos (representados aquí por Gilbert Norrell y Jonathan Strange) desestimaban
su labor. Los hechos a que se alude fueron descritos en una novela un tanto oscura
publicada hace un par de años. Si algún lector conoce Jonathan Strange y el señor
Norrell [Salamandra, 2005], sugiero vea la nota al pie del capítulo 43 que expone
cómo Jonathan Strange hizo ciertas gestiones para que su cuñado, pastor de una
iglesia de Gloucestershire, recibiera un nuevo beneficio en el condado de
Northampton. «Las damas de Grace Adieu» da una explicación más detallada de la
intervención, un tanto enigmática, de Strange.
«En el monte Lickerish» y «Antickes y Frets» describen la relación inmediata y
directa con los duendes y la magia que mantenían nuestros antepasados ingleses y
escoceses.
«El señor Simonelli o El viudo duende» es un extracto de los Diarios de
Alessandro Simonelli. No se puede negar que Simonelli es un escritor muy cargante
que a cada paso da muestras del engreimiento y la arrogancia de su raza. (Me refiero
a los ingleses y a nadie más.) Se recomienda a todo posible editor que se acerque a
sus Diarios con precaución. Simonelli los publicó por primera vez hacia 1820. Veinte
años después volvió a publicarlos, revisados, y otro tanto hizo hacia 1870, etcétera.
Lo cierto es que, durante todo el siglo XIX y principios del XX, sus Diarios y
Memorias se reescribían y reeditaban periódicamente, y en todas las ocasiones
Simonelli retocaba su pasado a fin de dar realce a su más reciente obsesión, ya fuera
la historia de la antigua Sumeria, la educación de la mujer, la mejora de la moral
sidhe (la propia de los duendes), la provisión de biblias a los paganos o la eficacia de
una nueva clase de jabón. A fin de evitar tales sesgos, he escogido un extracto de la
primera edición que describe el inicio de la extraordinaria carrera de Simonelli.
Confiamos en que reflejará lo que ocurrió realmente.
Durante los años que siguieron a Waterloo, hubo un incremento de relaciones
entre los sidhe y los británicos. Los políticos debatían la «cuestión mágica» desde

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distintos puntos de vista, pero todos convenían en que ésta era de vital interés para la
nación. Ahora bien, si algo demuestran estos relatos es el tremendo desconcierto del
caballero medio del siglo XIX que inopinadamente se tropezaba con la magia. El
duque de Wellington es un ejemplo clásico. Al parecer, las mujeres se desenvolvían
mejor en estas inusuales circunstancias; Venetia Moore, la heroína de «La señora
Mabb», da prueba de poseer buen tino para intuir las reglas del mundo de la magia,
tino del que carece el duque, pese a tener más años y más experiencia.
«Tom Brightwind o Cómo se construyó el puente mágico de Thoresby» es un
relato que rebosa interés para el estudioso del mundo de la magia. Sin embargo, no
creo que haya razón para rectificar mi anterior informe sobre el caso, expuesto en
1999 (merecedor, creo yo, de una difusión mayor de la que tuvo). El lector lo
encontrará en el prólogo del relato.
He querido terminar con el relato de ese maravilloso escritor que es John
Waterbury, lord Portishead. Aparte del período de 1808 a 1816 en que estuvo
sometido a la influencia de Gilbert Norrell, los escritos de Waterbury, en particular
sus versiones de los viejos relatos del Rey Cuervo, son una delicia. «John Uskglass y
el carbonero de Cumbria» es un ejemplo de esta clase de historias (muy del gusto
medieval) en que los ricos y poderosos han de doblegarse ante gentes de clase
inferior. (Pienso a este respecto en las historias de Robin Hood o en la balada de El
rey Juan y el abad de Canterbury.) En la Inglaterra del Norte medieval, nadie había
más rico y poderoso que John Uskglass y, por tanto, en el folclore de la región
abundan los relatos en que Uskglass cae en hoyos del camino, se enamora de damas
poco recomendables o, por intrincadas razones, es obligado a guisar gachas para
atareadas hosteleras.
La triste verdad es que no sólo en la actualidad, sino en todos los períodos de la
historia británica, nos tropezamos a cada paso con la evidencia de una total
desinformación sobre el mundo de la magia. Con historias como ésta, el buen
estudioso de la cultura sidhe puede atisbar en el mundo de la magia y hacerse una
idea de su complejidad, sus contradicciones y su peligrosa fascinación.

James Sutherland
Aberdeen, abril de 2006

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Sobre todo, recuerda esto: la magia atañe tanto al corazón como a la cabeza, y todo
cuanto se haga ha de hacerse por amor, por placer o por justa cólera.
Y si nos atenemos a este principio, descubriremos que nuestra magia es más
grande que la suma de todos los hechizos que se han enseñado en el mundo. La magia
es entonces para nosotros lo mismo que el vuelo para los pájaros, porque nuestra
magia sale de los insondables sueños de nuestro corazón, al igual que del corazón
sale el vuelo del pájaro. Y al obrar esa magia, sentiremos tanto gozo como siente el
pájaro cuando se lanza al vacío, y sabremos que la magia forma parte de lo que es el
hombre, al igual que el vuelo forma parte de lo que es el pájaro.
Este conocimiento es un don que nos hizo el Rey Cuervo, el amado rey de todos
los magos, que está entre Inglaterra y las Otras Tierras, entre todas las criaturas
salvajes y el mundo de los hombres.

Del Libro de lady Catherine de Winchester (1209-1267), traducido del latín por
Jane Tobias (1775-1819)

* * *

Cuando murió la señora Field, su apenado viudo miró en derredor y descubrió que el
mundo parecía estar tan lleno de muchachas bonitas como lo estuviera en su
juventud. También se le ocurrió que él seguía siendo tan rico como siempre y que, si
bien en su casa había ya una muchacha bonita (Cassandra Parbringer, sobrina y
ahijada suya), no estaría de más traer otra. Por lo demás, él no creía haber cambiado
mucho, opinión que Cassandra compartía, porque, se decía para sus adentros, «Estoy
segura, señor tío, de que a los veintiún años era usted tan pesado como lo es a los
cuarenta y nueve». Así pues, el señor Field volvió a casarse. La nueva esposa era
bonita e inteligente y tenía sólo un año más que Cassandra, pero carecía de dinero,
por lo que se casaba con el señor Field o se hacía maestra de escuela. La segunda
señora Field y Cassandra enseguida hicieron buenas migas. La triste verdad es que
sentían más afecto la una por la otra que por el señor Field. Ambas tenían otra amiga,
la señorita Tobias, y con frecuencia se veía pasear a las tres jóvenes por los
alrededores del pueblo en que vivían, el de Grace Adieu, en Gloucestershire.
A los veinte años, Cassandra Parbringer estaba considerada el ideal de cierto tipo
de belleza por el que determinados caballeros sienten predilección: tez blanca y
sonrosada, ojos azul celeste y bucles de un rubio plateado, un conjunto, en suma, en
el que la feminidad se combinaba con un tierno aire aniñado. El señor Field, caballero
que no se distinguía por su perspicacia, le suponía un carácter candoroso, adornado
de una adorable docilidad femenina, en consonancia con su rostro.
En aquel momento, las perspectivas de Cassandra parecían mejores de lo que
habían sido las de la señora Field. Hacía tiempo que los vecinos de Grace Adieu
habían decidido que Cassandra se casaría con el rector, el reverendo Henry

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Woodhope, idea a la que el propio Woodhope no parecía reacio.
—Estoy segura de que al señor Woodhope le gustas, Cassandra —dijo la señora
Field.
—¿Tú crees?
La señorita Tobias (que también estaba en la habitación) dijo:
—La señorita Parbringer es discreta y se reserva su opinión acerca del señor
Woodhope.
—Oh —exclamó Cassandra—, si quieren saberla, se la diré. El señor Woodhope
es como un señor Field al que hubieran estirado para dejarlo más largo y delgado.
También es más joven y, por tanto, más inclinado a la amabilidad, y posee un ingenio
más agudo. Pero en resumidas cuentas viene a ser como otro señor Field.
—Entonces ¿por qué le das alas? —preguntó la señora Field.
—Supongo que porque con alguien tengo que casarme, y el señor Woodhope
ofrece la ventaja de que vive en Grace Adieu, por lo que si me caso con él no tendré
que separarme de mi querida señora Field.
—Triste ambición es la de querer casarse con un señor Field —suspiró la señora
Field—. ¿No deseas algo mejor?
Cassandra se quedó pensativa un momento.
—Siempre he deseado visitar Yorkshire —dijo—. Debe de ser como lo describe
la señora Radcliffe en sus novelas.
—Es un sitio exactamente igual que cualquier otro —repuso la señorita Tobias.
—Oh, señorita Tobias, ¿cómo puede decir tal cosa? —protestó Cassandra—. Si
ya no queda magia en Yorkshire, ¿dónde vamos a encontrarla? «En los páramos, bajo
las estrellas, con la turbulenta corte del Rey Cuervo». Ésta es mi idea de Yorkshire.
—Ya ha pasado mucho tiempo desde que la turbulenta corte del Rey Cuervo
estaba en Yorkshire —dijo la señorita Tobias—, y entretanto los habitantes de
Yorkshire se han dotado de peajes y periódicos, diligencias y bibliotecas y de las
cosas más modernas y corrientes.
Cassandra inspiró por la nariz.
—Qué desilusión.
La señorita Tobias era institutriz de dos niñas que vivían en una gran casa llamada
Morada del Invierno. Los padres de las niñas habían muerto y los habitantes de Grace
Adieu solían comentar que aquel caserón no era lugar apropiado para unas niñas, tan
grande y lóbrego, con aquellas habitaciones de formas extrañas y llenas de oscuras
molduras. La niña más pequeña sufría terrores y pesadillas. La pobre criatura creía
que la perseguían mochuelos, y lo que ella más temía en el mundo eran los
mochuelos. Nadie más había visto ningún mochuelo, pero la casa era vieja, tenía
muchas rendijas y huecos por los que podían colarse las aves, y abundaban rollizos
ratones que debían de ser una tentación para ellas, por lo que quizá fuera verdad. La
institutriz no gozaba de muchas simpatías en el pueblo: demasiado alta, demasiado
libresca, demasiado formal, y —cosa curiosa— nunca sonreía, salvo que hubiera algo

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que hiciera sonreír. No obstante, las señoritas Ursula y Flora eran unas niñas muy
bien educadas y parecían querer mucho a la señorita Tobias.
Las niñas eran ricas herederas, pero en cuanto a familia eran más pobres que las
ratas. Su tutor era un primo de su madre que, desde que habían quedado huérfanas,
sólo les había hecho dos visitas, y un año, en Navidad, les había escrito una carta,
muy corta. Pero como el capitán Winbright llevaba chaqueta roja de oficial del
ejército, todas sus ausencias y silencios le eran perdonados, y las señoritas Ursula y
Flora (pese a tener sólo ocho y cuatro años) ya empezaban a dar muestras de la
debilidad de su condición femenina, haciéndole objeto de su especial predilección.
Se decía que el bisabuelo de las niñas había estudiado magia y reunido una gran
biblioteca. La señorita Tobias pasaba mucho tiempo en aquella biblioteca, y nadie
sabía qué hacía allí. Últimamente, sus amigas, la señora Field y la señorita
Parbringer, frecuentaban mucho la casa, aunque se suponía que iban a ver a las niñas.
Porque las señoras (como sabe todo el mundo) no estudian magia. Ahora bien, los
magos son algo distinto, y a las señoras (como sabe todo el mundo) les entusiasman
los magos. (¿Cómo si no explicar el gran predicamento de que gozaba el señor
Norrell en los salones más elegantes de Londres? El señor Norrell era casi tan famoso
por su insignificante persona y sus largos silencios como por su magia incomparable,
y el señor Strange, discípulo del anterior, con su rostro casi bien parecido y su amena
conversación era bien recibido en todas partes.) Suponemos, pues, que esto explica
por qué Cassandra Parbringer preguntó a la señorita Tobias un día de septiembre, un
hermoso día, en el vértice entre el verano y el otoño:
—¿Ha leído el artículo del señor Strange en The Review? ¿Qué opina?
—Creo que el señor Strange se expresa con su claridad acostumbrada.
Cualquiera, esté o no versado en la teoría y la práctica de la magia, ha de entenderle.
Es ingenioso y sagaz. El artículo me parece admirable. Es un hombre muy
inteligente, creo yo.
—Habla usted como una institutriz.
—¿Y qué tiene de extraño?
—Es que yo no quería saber la opinión de la institutriz sino de la… en fin, no
importa. ¿Qué piensa de sus ideas?
—No estoy de acuerdo con ninguna de ellas.
—Ah, eso es lo que quería saber.
—Los magos modernos parecen dedicar más energías a prevenirnos contra la
magia que a practicarla —dijo la señora Field—. Continuamente tenemos que oír que
hay clases de magia muy peligrosas para ser practicadas por los hombres (a pesar de
que aparecen en todos los viejos relatos). O que no pueden intentarse porque la
fórmula se ha perdido o nunca existió. Por lo que respecta a los de las Otras Tierras,
ni el señor Norrell ni el señor Strange parecen saber si existen tales seres en el
mundo. Ni les importa, por lo que se ve, ya que si realmente existen, tampoco
podemos hablar con ellos. Y el Rey Cuervo, dicen, no fue más que el sueño de

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calenturientas mentes medievales, intoxicadas por un empacho de magia.
—El señor Strange y el señor Norrell quieren hacer de la magia algo tan vulgar
como sus propias personas —observó Cassandra—. Niegan al Rey Cuervo porque
temen que la comparación con su magna magia revele la pobreza de la suya propia.
La señora Field rió.
—Cassandra no se cansa de criticar al señor Strange —dijo.
De los defectos del gran señor Strange y del aún más grande señor Norrell,
pasaron a hablar de la perversión de los hombres en general y, de ahí, por derivación
natural, a debatir sobre si Cassandra debía casarse con el señor Woodhope.

Mientras las damas de Grace Adieu conversaban, Jonathan Strange (mago y segundo
fenómeno de la Era) se hallaba sentado en la biblioteca de Gilbert Norrell (mago y
primer fenómeno de la Era). Strange le informaba de su intención de ausentarse de
Londres varias semanas.
—Confío en que no le cause inconveniente. El artículo para el próximo número
del Edinburgh Magazine ya está listo, salvo que desee usted introducir cambios (cosa
que puede hacer perfectamente sin mi ayuda).
Norrell frunció el entrecejo y preguntó adonde pensaba ir, ya que, como era
notorio en Londres, al mago —un hombrecito reseco y taciturno— le disgustaba tener
que prescindir de su joven colega no ya un solo día, sino medio día. Ni siquiera veía
con buenos ojos que Strange hablara con otras personas.
—Voy a Gloucestershire. Prometí a la señora Strange que la llevaría a visitar a su
hermano, que es rector de un pueblo de allí. Creo que ya me ha oído hablar del señor
Henry Woodhope, ¿verdad?

Al día siguiente, en Grace Adieu llovía y la señorita Tobias no pudo salir de Morada
del Invierno. Pasó el día con las niñas, enseñándoles latín («pues no veo por qué no
habéis de aprenderlo, sólo por ser chicas; algún día puede seros útil») y hablándoles
del cautiverio de Thomas de Dundale en las Otras Tierras, donde fue el primer
servidor mortal del Rey Cuervo.
Al otro día, la señorita Tobias, aprovechando que hacía buen tiempo, se escapó
media hora para hacer una visita a la señora Field, dejando a las niñas con la niñera.
Casualmente, el señor Field había ido a Cheltenham (caso insólito, ya que, como
observó la señora Field, nunca hubo hombre más amante del hogar. «Temo que se lo
hacemos demasiado confortable», decía) y su ausencia permitió que la señorita
Tobias prolongara la visita más de lo habitual. (En aquel momento no parecía haber
mal en ello.)
La institutriz regresó a Morada del Invierno pasando por la parte alta de Grace,
donde estaban la iglesia y, contigua a ella, la casa parroquial. En ese instante, una
elegante calesa dejaba la carretera y torcía por el sendero. Esto en sí ya era

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interesante, dado que la señorita Tobias no conocía ni el carruaje ni a sus ocupantes,
pero lo que más le llamó la atención fue que lo guiaba una mujer con gran dominio y
energía. A su lado, en el pescante, iba un caballero con las manos en los bolsillos y
las piernas cruzadas, en actitud indolente. Su aspecto era atractivo. «Muy bien
parecido no es —pensó la señorita Tobias—; la nariz, muy larga. Pero tiene el aplomo
de los hombres guapos».
Al parecer, aquél era buen día para visitas. En el patio de Morada del Invierno
había un cabriolé y dos fogosos caballos. Davey, el cochero, y un mozo de cuadra los
atendían, observados por un hombre flaco y moreno —un tipo desaliñado (criado de
alguien)— que fumaba en pipa mientras tomaba el sol apoyado en la tapia del huerto.
El hombre tenía la camisa desabrochada y, cuando la señorita Tobias pasaba por
delante de él, se rascó lentamente el pecho con un dedo largo y oscuro y le sonrió.
Desde que la joven estaba en la casa, el gran vestíbulo había permanecido
siempre igual: lleno de silencio, sombras y motas de polvo que giraban en los
oblicuos rayos de sol, pero hoy resonaban voces animadas, música y risas. Ella abrió
la puerta del comedor. La mesa estaba puesta con las mejores copas, la mejor vajilla y
la mejor cubertería, además de surtida con buenas viandas que, al parecer, habían
quedado olvidadas. Se habían entrado baúles y maletas, de los que se habían sacado
prendas de vestir de hombre y mujer que yacían en el suelo, mezcladas con
promiscuidad. Un hombre con guerrera roja estaba sentado en una silla con la
señorita Ursula en las rodillas. El hombre tenía en la mano una copa de vino que
arrimaba a los labios de la niña y retiraba cuando ella iba a beber. Ambos reían. A
juzgar por los colores que Ursula tenía en la cara y por su excitación, la señorita
Tobias sospechó que algo podía haber bebido ya. En el centro de la habitación, en
medio de las ropas y otros atavíos, estaba otro hombre (muy bien parecido), también
vestido de uniforme, que reía con ellos. La señorita Flora, la más pequeña de las dos
hermanas, miraba la escena desde un rincón con ojos de asombro. La señorita Tobias
fue inmediatamente hacia ella y la tomó de la mano. En la penumbra del fondo del
comedor, una joven sentada al piano interpretaba torpemente una canción italiana.
Quizá se daba cuenta de lo mal que lo hacía, porque parecía tocar con desgana.
Marcaba largos silencios, suspiraba y daba la impresión de no estar contenta.
Bruscamente, dejó de tocar.
Al momento, el guapo oficial que estaba en el centro de la habitación se volvió
hacia ella.
—Sigue, sigue tocando —le gritó—. Te escuchamos, te lo prometo. Suena… —se
volvió hacia el otro hombre y le guiñó un ojo— delicioso. Vamos a enseñar bailes
populares a mis primitas. Fred es el mejor maestro de baile del mundo. Nos hace falta
la música, ¿comprendes?
Con gesto de cansancio, la joven volvió a aporrear el teclado.
El llamado Fred, el que estaba sentado, reparó entonces en la señorita Tobias. Le
sonrió afablemente y le pidió disculpas.

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—Oh —dijo el guapo—, la señorita Tobias nos perdonará, Fred. Ella y yo somos
viejos amigos.
—Buenas tardes, capitán Winbright —dijo ella.

A aquella hora, el señor y la señora Strange estaban cómodamente sentados en la


acogedora sala del señor Woodhope. La señora Strange había visitado la casa
parroquial de arriba abajo y hablado con el ama de llaves, con la cocinera, la lechera
y la camarera, con el mozo de cuadra, el jardinero y el ayudante del jardinero. El
señor Woodhope parecía deseoso de conocer una opinión femenina acerca de todo y
apenas permitió a la señora Strange sentarse a tomar un refrigerio antes de solicitar su
supervisión de la casa, los criados y la organización doméstica. Ella, como una
hermana buena y complaciente, lo había visto todo, había sonreído a todos los
criados, se había esforzado en hacerles preguntas fáciles y se había mostrado
encantada.
—Te aseguro, Henry —dijo sonriendo—, que también la señorita Parbringer se
sentirá muy satisfecha.
—Se ha puesto colorado —dijo Jonathan Strange levantando la mirada del
periódico—. Hemos venido, Henry, con el único propósito de ver a la señorita
Parbringer (de la que tanto nos hablas en tus cartas), y cuando la hayamos visto nos
iremos.
—¿Sí? Bien, pienso invitar a la señora Field y su sobrina lo antes posible, para
que os conozcan.
—Oh, no es necesario que te molestes —dijo Strange—. Hemos traído los
telescopios. La observaremos desde las ventanas cuando vaya por el pueblo. —Y
mientras hablaba, se levantó y se acercó a la ventana—. Henry, me gusta mucho tu
iglesia. Me gusta ese murete que rodea el edificio y los árboles, como ciñéndolos
estrechamente. Da al lugar aspecto de barco. Si un día se levanta un buen viento,
puede que la iglesia y los árboles zarpen hacia otro sitio.
—Strange —dijo Henry Woodhope—, veo que sigues tan absurdo como siempre.
—No le hagas caso, Henry —dijo Arabella Strange—. Tiene mente de mago.
Todos están un poco chiflados.
—Salvo Norrell —precisó su marido.
—Strange, como amigo te ruego que no practiques la magia mientras estés aquí.
El nuestro es un pueblo muy tranquilo.
—Mi querido Henry, yo no soy un brujo callejero. No tengo intención de
instalarme en un rincón del cementerio a hacer negocio dentro de una caseta con
cortina amarilla. Hoy en día, almirantes, contraalmirantes, vicealmirantes y todos los
ministros del Gobierno de Su Majestad me escriben solicitando respetuosamente mis
servicios y (lo que es más) me los pagan bien. Dudo que en Grace Adieu haya alguien
que pueda permitirse el lujo de consultarme.

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—¿De quién era esta habitación? —preguntó el capitán Winbright.
—Era el dormitorio del viejo señor Enderwhild —respondió la señorita Tobias.
—¿El mago?
—El mago.
—¿Y dónde guardaba su tesoro? Lleva usted aquí el tiempo suficiente para
haberlo encontrado. Supongo que habrá soberanos escondidos en agujeros y rincones.
—Nunca he oído tal cosa, capitán.
—Vamos, señorita Tobias, ¿por qué aprenden magia los viejos sino para encontrar
los montones de oro que esconden otros viejos? ¿Para qué otra cosa puede servir la
magia? —Pareció que lo asaltaba un pensamiento desagradable—. No da la
impresión de que ellas hayan heredado el don de la familia, ¿verdad? Me refiero a las
niñas. No, por supuesto. ¿Quién ha oído hablar de mujeres que practiquen la magia?
—Han existido dos magas muy famosas: lady Catherine de Winchester, que fue la
maestra de Martin Pale, y Maria, hija de Gregory Absalom, que fue la dueña de
Shadow House durante más de un siglo.
Él no pareció interesado en la información.
—Enséñeme otras habitaciones —pidió.
Bajaron por otro corredor en el que resonaban sus pasos. Al igual que en gran
parte del sombrío caserón, los ratones y las arañas se habían enseñoreado del lugar.
—¿Son niñas sanas mis primas?
—Naturalmente, señor.
Tras un momento de silencio, él dijo:
—Bien, nunca se sabe, desde luego… Son tantas las enfermedades infantiles,
señorita Tobias. Yo mismo, cuando tenía seis o siete años, estuve a punto de morir del
sarampión. ¿Ya han tenido el sarampión las niñas?
—No, señor.
—Ah, ¿no? Nuestros abuelos hacían bien en no encariñarse con los niños hasta
que pasaban todas las enfermedades infantiles. Es un sabio principio, no encariñarse
demasiado con los niños.
Cuando su mirada se cruzó con la de ella, se sonrojó y rió.
—Bien, era una broma. Qué cara tan seria. Ah, señorita Tobias, ya sé qué le
ocurre. Lleva demasiado tiempo ocupándose de esta casa y de mis primas, mis ricas
primitas. Una mujer sola no debería cargar con tanta responsabilidad. Sus delicados
hombros no están hechos para ello. Pero aquí estoy yo ahora para ayudarla. Y Fred.
Fred será para ellas como otro primo. A él le gustan mucho los niños.
—¿Y la señorita, capitán Winbright? ¿Será otra prima, además de usted y del otro
caballero?
Él le sonrió con aire de complicidad. Sus ojos tenían un azul tan claro y risueño y
su sonrisa era tan franca, que una mujer con menos temple que la señorita Tobias le
habría sonreído a su vez.

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—Que quede entre nosotros, pero lo cierto es que un compañero de regimiento le
ha hecho sufrir un pequeño desengaño, y yo tengo un corazón muy tierno y no puedo
quedarme impasible ante las lágrimas de una mujer.
Eso dijo el capitán Winbright en el corredor, pero cuando volvieron al comedor y
vio las lágrimas de una mujer (en aquel momento, la joven estaba llorando), masculló
una imprecación y, como la joven pronunciara su nombre con cariño y también con
cierta aprensión, él le gritó:
—¿Por qué no te vuelves a Brighton? Puedes irte ahora mismo, ya lo sabes. Sería
lo mejor para ti.
—A Reigate —dijo ella suavemente.
Él la miró con irritación.
—Eso, a Reigate.
Ella tenía una carita dulce y asustada, grandes ojos oscuros y una boca de botón
de rosa que hacía pucheros. Pero era la suya esa belleza que enseguida se evapora al
contacto con el sufrimiento, y últimamente la pobrecita había sufrido mucho. A la
señorita Tobias le hacía pensar en una de esas muñecas de trapo que de nuevas son
bonitas pero cuando se aplastan da pena verlas. La joven la miró.
—Yo nunca habría imaginado… —empezó, y se echó a llorar.
La señorita Tobias guardó silencio un momento.
—Bien —dijo al cabo—. Será quizá que no la educaron para esto.

Aquella noche, el señor Field volvió a quedarse dormido en la sala. Últimamente le


ocurría con frecuencia.
Sucedió que el criado se presentó con una carta para la señora Field y ella se puso
a leerla. Entonces, mientras su esposa leía, Field empezó a sentirse (así se lo expresó
a sí mismo) «atontado de sueño». Al cabo de un momento le pareció que despertaba y
que la velada transcurría con normalidad, y que Cassandra y su esposa seguían
sentadas una a cada lado de la chimenea. Y que era una velada muy agradable, como
a él le gustaba pasarlas, en compañía de las dos mujeres de la casa. El que estuviera
soñando (porque el buen señor seguía dormido) en nada hacía disminuir su placer.
Y mientras él dormía, la señora Field y Cassandra se alejaban presurosas por el
camino, en dirección a Morada del Invierno.

En la casa parroquial, Henry Woodhope y la señora Strange daban las buenas noches
al señor Strange, que tenía intención de seguir leyendo un rato. El libro era Vida de
Martin Pale, de Thaddeus Hickman. Iba por el capítulo 26, en el que Hickman
comenta unas teorías que atribuye a Martin Pale y según las cuales, en tiempos de
gran necesidad, los magos son capaces de realizar actos de magia que exceden con
mucho todo lo que puedan haber aprendido y oído relatar.
—¡Bah! —exclamó Strange con irritación—. Qué tontería más grande.

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—Buenas noches, Jonathan —dijo Arabella, dándole un beso justo encima del
ceño.
—Sí, sí —dijo él sin levantar la mirada del libro.

—¿Y la joven? —susurró la señora Field—. ¿Quién es?


La señorita Tobias alzó una ceja.
—Ella dice ser la señora Winbright. Pero el capitán Winbright dice que no. Y yo
no creo que ésa sea una cuestión que se preste a interpretaciones tan dispares.
—Y si algo les pasara a las niñas… —susurró la señora Field—. Me refiero a si
eso beneficiaría al capitán Winbright.
—Eso haría de él un hombre rico y, sea lo que sea de lo que viene huyendo,
deudas o algún escándalo, ello ya no supondría una amenaza.
Las tres mujeres hablaban en el dormitorio de las niñas. La señorita Tobias,
envuelta en un chal, estaba sentada en un sitio oscuro. En la habitación, grande y
sombría, ardían dos velas, una al lado de la cama de las niñas y la otra sobre una
mesita desvencijada situada cerca de la puerta, de modo que si alguien entraba en la
habitación fuera visto al instante. En algún lugar de la casa, al otro extremo de
muchos corredores largos y oscuros, se oía a un hombre que cantaba y a otro que reía.
Flora, desde la cama, preguntó con ansiedad si había mochuelos en la habitación.
La señorita Tobias le aseguró que no había ninguno.
—Pero aún podrían venir si ustedes no se quedan —repuso la niña, asustada.
La señorita Tobias dijo que se quedarían un rato.
—Y ahora tranquilícese, señorita Flora, y la señorita Parbringer le contará un
cuento, si usted se lo pide.
—¿Qué cuento quieres? —preguntó Cassandra.
—Una historia del Rey Cuervo.
—Está bien.
Y ésta es la historia que Cassandra contó a las niñas:
—Cuando el Rey Cuervo aún no era rey sino sólo un Niño Cuervo, vivía en una
preciosa mansión con sus tíos. (En realidad no eran tíos suyos sino un bondadoso
matrimonio que lo había recogido.) Un día, el tío, que leía libros de magia en su gran
biblioteca, envió a buscar al Niño Cuervo y amablemente le preguntó cómo se
encontraba. El Niño Cuervo respondió que se encontraba muy bien.
»“Hum, me alegro —dijo el tío Auberon—; como soy tu tutor y protector,
pequeño humano, deseo asegurarme. Enséñame los sueños que tuviste anoche”.
Entonces el Niño Cuervo sacó sus sueños y el tío Auberon hizo sitio para ellos en la
mesa de la biblioteca. En aquella mesa había un montón de cosas raras: libros de
historia sobrenatural, un mapa que mostraba las posiciones relativas de la Duplicidad
Masculina y la Integridad Femenina (y cómo ir de una a otra) y una serie de bonitos
instrumentos de metal dorado en una caja de caoba, hábilmente construidos para

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medir la Ambición y los Celos, el Amor y la Abnegación, la Lealtad al Estado y los
Sueños de Regicidio, además de otros muchos Vicios y Virtudes que pudiera ser
conveniente conocer. Todas estas cosas las puso en el suelo el tío Auberon, que no era
persona muy ordenada, cosa que la gente estaba siempre reprochándole. A
continuación extendió sobre la mesa los sueños del Niño Cuervo y los contempló a
través de unas pequeñas gafas de alambre.
»“Vaya —exclamó—, en este sueño hay una torre negra muy alta, en un bosque
oscuro en medio de la nieve. La torre está en ruinas, como una dentadura mellada.
Unos pájaros negros de alas desflecadas vuelan alrededor de ella. Tú estás dentro de
la torre y no puedes salir. Niño humano, ¿no te dio miedo este sueño?”.
»“No, tío —dijo el Niño Cuervo—, porque soñaba con la torre donde nací y con
los cuervos que me traían agua cuando aún era tan pequeño que no sabía ni gatear.
¿Por qué había de darme miedo?”.
»El tío Auberon miró el sueño siguiente y exclamó: “En este sueño veo relucir
ojos crueles y babear fauces malignas. Niño humano, ¿no te dio miedo este sueño?”.
»“No, tío —dijo el Niño Cuervo—, porque soñaba con las lobas que me daban de
mamar y que se echaban a mi lado para darme calor cuando yo era tan pequeño que
no sabía ni gatear. ¿Por qué había de darme miedo?”.
»Entonces el tío Auberon miró el sueño siguiente y, al verlo, se estremeció y dijo:
“En este sueño hay un lago oscuro en un crepúsculo triste y lluvioso. Los bosques son
lóbregos y silenciosos y un barco fantasma navega por el agua. El barquero es tan
seco y retorcido como una raíz de espino y su cara está en sombra. Niño humano, ¿no
tuviste miedo de este sueño terrible?”.
»Entonces el Niño Cuervo, exasperado, dio un puñetazo en la mesa y una patada
en el suelo. “¡Tío Auberon! —exclamó—. ¡Si es el barco mágico y el barquero
mágico que tú y la tía Titania enviasteis para que me trajera a vuestra casa! ¿Por qué
había de tener miedo?”.
»“Vaya —dijo entonces una tercera persona que hasta ese momento no había
hablado—, ¡cómo presume de valiente el niño!”. El que ahora intervenía era el criado
del tío Auberon, que estaba en el estante de arriba de la biblioteca, disfrazado (hasta
ese momento) de busto de William Shakespeare. Su repentina aparición causó un
sobresalto al tío Auberon, pero el Niño Cuervo ya sabía que estaba allí.
»El criado miraba fijamente al Niño Cuervo desde el estante de arriba y el Niño
Cuervo lo miraba desde abajo. “Hay toda clase de cosas en el cielo y la tierra que
ansían hacerte daño —dijo el criado—. Hay fuego que quiere quemarte. Hay espadas
que quieren atravesarte una y otra vez y cuerdas que quieren maniatarte fuertemente.
Hay mil y mil cosas que aún ni has soñado: criaturas que pueden robarte el sueño
durante años y años, hasta que ya no sepas ni quién eres, y hombres aún no nacidos
que te maldecirán e intrigarán contra ti. Niño humano, ya es tiempo de tener miedo”.
»Pero el Niño Cuervo dijo: “Robin Goodfellow, siempre supe que esos sueños me
los enviabas tú. Pero yo soy un niño humano y, por lo tanto, soy más listo que tú, y

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cuando esas criaturas malignas vengan a hacerme daño, seré más listo que ellas. Yo
soy un niño humano y toda esta vasta tierra inglesa, pétrea y lluviosa, me pertenece.
Soy un niño inglés y me pertenece todo este anchuroso espacio inglés, lleno de negras
alas que baten y grises fantasmas de lluvia que suspiran. Siendo así, Robin
Goodfellow, dime ¿por qué habría de tener miedo?”. Y entonces el Niño Cuervo
movió de derecha a izquierda su cabellera negra como ala de cuervo y desapareció.
»El señor Goodfellow miró al tío Auberon, un poco nervioso, para ver si le había
disgustado que hubiera hablado con tanto atrevimiento a su ahijado humano, pero el
tío (que era ya muy anciano) hacía rato que había dejado de escuchar a uno y otro
para seguir buscando un libro. El libro contenía un hechizo que servía para convertir
a los miembros del Parlamento en ciudadanos de provecho para la sociedad y ahora,
cuando el tío Auberon creía que había llegado el momento de utilizarlo, no lo
encontraba (a pesar de que no hacía ni cien años que lo había tenido en las manos).
Así pues, el señor Goodfellow no dijo más y, discretamente, volvió a convertirse en
William Shakespeare.

En la casa parroquial, el señor Strange seguía leyendo. Había llegado al capítulo 42,
en el que Hickman relata cómo Maria Absalom derrotó a sus enemigos al mostrarles
el verdadero reflejo de sus almas en el espejo de Shadow House y cómo la fealdad
que allí vieron (y que ellos sabían verdadera) los horrorizó de tal modo que no fueron
capaces de seguir luchando contra ella.
Strange tenía en la nuca un punto muy sensible en el que, según le habían oído
decir todos sus amigos, siempre que se estaba practicando magia, sentía cosquilleo y
picor. Ahora, sin darse cuenta, empezó a frotarse la nuca.

«Cuántos corredores y qué oscuros —pensaba Cassandra—. Es una suerte que


conozca el camino, ya que imagino que aquí se perderían muchos. Los pobres se
asustarían, porque el camino es muy largo, pero sé que ya estoy cerca de la escalera
principal y que pronto lograré salir al jardín».
Habían decidido que la señora Field se quedara a velar a las niñas aquella noche,
y por eso ahora Cassandra regresaba sola a casa del señor Field.
«Aunque me parece que esa ventana tan alta, por la que entra el claro de luna, no
debería estar delante sino detrás de mí —pensaba—. O quizá a mi izquierda. Porque
estoy segura de que al entrar no la he visto. ¡Ay, me he perdido! Pero qué… Y ahora
oigo las voces de esos dos miserables que se acercan por este corredor. Suenan como
si estuvieran borrachos y a mí no me conocen. Y yo estoy donde no debería estar. —
Cassandra se ciñó el chal—. Pero ¿por qué habría yo de asustarme?».

—¡Maldita casa! —exclamó Winbright—. Todo son horrendos corredores oscuros.

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¿Ves algo, Fred?
—Sólo un mochuelo. Un bonito mochuelo blanco. ¿Qué diablos hace dentro de la
casa?
—¡Fred! —gritó Winbright, apoyándose contra la pared y resbalando un poco—.
Sé buen chico y tráeme mi pistola.
—¡Al momento, capitán! —respondió Fred, que saludó militarmente al capitán
Winbright y se olvidó de la orden.
Winbright sonrió y dijo:
—Y por ahí viene corriendo la señorita Tobias.
—Señor —dijo ella surgiendo de la oscuridad—, ¿qué hacen ustedes?
—Hay un maldito mochuelo dentro de la casa, y vamos a matarlo.
La señorita Tobias miró al mochuelo que aleteaba en las sombras, y dijo
apresuradamente:
—Bien, ya veo que no son ustedes supersticiosos. Mañana mismo podrían
publicar una enciclopedia del ateísmo. Admiro su audacia, pero no puedo imitarla.
Los dos hombres la miraban.
—¿No saben que los mochuelos son propiedad del Rey Cuervo? —preguntó ella.
—No me asuste, señorita Tobias —dijo el capitán—, o me hará creer que veo
altas coronas de plumas de cuervo en la oscuridad. Esta casa se presta a ello, desde
luego. Maldita sea, Fred. Esta mujer me habla como si también fuera mi institutriz.
—¿Se parece?
—No lo sé. Tuve muchas. Todas me dejaban. Usted no me hubiera dejado,
¿verdad, señorita Tobias?
—No sabría decirle, señor.
—Fred —dijo Winbright—, ahora hay dos mochuelos. Dos mochuelos pequeños
y muy bonitos. Es usted una Minerva, señorita Tobias, tan alta y sabia, y con esa cara
de reproche. Minerva con dos mochuelos. Su nombre es Jane, ¿verdad?
—Mi nombre es señorita Tobias, señor.
Winbright miró fijamente la oscuridad y se estremeció.
—¿Cómo es ese juego que se practica en Yorkshire, Fred? En el que se envía al
niño solo a la oscuridad, a invocar al Rey Cuervo. ¿Qué palabras se pronuncian?
Fred suspiró y negó con la cabeza.
—Algo de corazones devorados —dijo—. Es lo único que recuerdo.
—Con qué descaro nos miran, Fred. Son unos mochuelos muy impertinentes. Y
yo que creía que eran tímidos.
—No les gustamos —dijo Fred tristemente.
—Les gustas más tú, Jane. Vaya, ahora tienes uno en el hombro. ¿No te asusta?
—No, señor.
—Esas plumas —dijo Fred—, esas plumas suaves entre las alas y el cuerpo bailan
como llamas cuando el mochuelo abate el vuelo. Si yo fuera un ratón, pensaría que
las llamas del infierno venían a devorarme.

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—Muy cierto —murmuró Winbright, y los dos hombres miraron cómo los
mochuelos volaban entrando y saliendo de la oscuridad. De pronto, uno de ellos lanzó
un chillido áspero que helaba la sangre.
La señorita Tobias bajó la mirada y juntó las manos: era la estampa de la modesta
institutriz.
—Gritan así para petrificar de miedo a la presa; para convertirla en piedra. Es la
magia cruel y feroz de los mochuelos.
Pero nadie contestó, porque en el corredor no había nadie más que ella y los dos
mochuelos (cada uno con algo en el pico).
—¡Qué hambre tenéis, tesoros! —dijo la señorita Tobias en tono de aprobación
—. A la una, a las dos y a las tres, bocado tragado.

Alrededor de la medianoche, el libro empezaba a pesarle tanto al señor Strange y la


noche le parecía tan plácida que abandonó la lectura y salió al huerto de los frutales.
El huerto no tenía tapia sino sólo un talud cubierto de hierba. Strange se tumbó al pie
de un peral y, pese a que se proponía pensar en la magia, no tardó en quedarse
dormido.
Al poco rato oyó (o soñó que oía) voces y risas femeninas. Al levantar la mirada
vio a tres mujeres con vestidos de colores pálidos que caminaban (casi danzaban) por
encima del talud. Las estrellas las rodeaban y el viento nocturno agitaba sus vestidos.
Ellas alzaban los brazos al viento (realmente, parecían estar bailando). Strange se
desperezó y suspiró de placer. Suponía (no sin razón) que aún estaba soñando.
Pero las mujeres se pararon y miraron fijamente hacia el huerto que había a sus
pies.
—¿Qué es? —preguntó la señorita Tobias.
Cassandra entornó los ojos.
—Es un hombre —dijo con autoridad.
—Santo cielo —dijo la señora Field—. ¿Qué clase de hombre?
—Corriente, diría yo —respondió Cassandra.
—Yo preguntaba, Cassandra, qué nivel, qué rango.
Jonathan Strange, perplejo, se puso en pie, sacudiéndose briznas de paja de la
ropa.
—Perdonen, señoras —dijo—. Creí haber despertado en las Otras Tierras del Rey
Cuervo y que Titania os había enviado a recibirme.
Las mujeres lo miraron en silencio.
—¡Bien! —dijo al fin la señora Field—. ¡Vaya un saludo!
—Disculpe, señora. Sólo quise decir que hace una hermosa noche (convendrán en
ello, estoy seguro), una noche mágica (en el sentido más técnico de la palabra) y que
quizá ustedes son el prodigio que debía suceder.
—Oh —exclamó Cassandra—. Qué bobadas. No le escuchéis, vámonos de aquí.

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—Pero ella no se movía y seguía mirándolo con curiosidad—. ¿Y usted? —preguntó
—. ¿Qué sabe usted de la magia?
—Un poco, señora.
—Bien, caballero, le daré un buen consejo. Nunca será competente en el arte
mientras porfíe en esas anticuadas ideas de Reyes Cuervo y Otras Tierras. ¿No se ha
enterado? El señor Strange y el señor Norrell las han desterrado.
Strange le dio las gracias por el consejo.
—Y nosotras podríamos enseñarle otras muchas cosas… —dijo ella.
—Eso parece —dijo él cruzándose de brazos.
—… pero no tenemos tiempo ni ganas.
—Lástima. ¿Está segura de que no cambiará de idea, señora? Mi último maestro
me consideraba buen discípulo. Decía que asimilaba con rapidez los principios de
cualquier tema.
—¿Cómo se llamaba su último maestro? —preguntó la señorita Tobias.
—Norrell —dijo Strange en voz baja.
Siguió otro breve silencio.
—Usted es el mago de Londres —dijo Cassandra.
—Eso no, señora —exclamó Strange, molesto—. Soy el mago de Shropshire, y el
señor Norrell es el mago de Yorkshire. Ninguno de nosotros considera Londres su
lugar de procedencia. Los dos somos hombres de campo. Por lo menos eso tenemos
en común.
—Me parece, caballero, que posee un carácter un tanto inconsecuente,
contradictorio —dijo la señorita Tobias.
—En efecto, señora, otras personas lo han observado. Y ahora, señoras, puesto
que es seguro que volveremos a vernos, y a no tardar, me despido de ustedes
deseándoles buenas noches. Señorita Parbringer, le daré un consejo, en
correspondencia por el suyo (ya que estoy seguro de que me lo dio de buena fe). La
magia es como el vino: si no estás habituado, te embriaga. Un buen hechizo desata las
lenguas como una botella de buen clarete, pero a la mañana siguiente descubres que
has dicho cosas de las que te arrepientes.
Y tras estas palabras, hizo una reverencia, cruzó el huerto y entró en la casa.
—Un mago en Grace Adieu —dijo la señorita Tobias, pensativa—. Y en estos
momentos. En fin, no nos apuremos. Veamos qué nos trae el día de mañana.

* * *

El día de mañana trajo una cortés cartita del señor Woodhope en la que expresaba la
esperanza de que las damas de Grace Adieu hicieran a su hermana el honor de
visitarla aquella tarde en la casa parroquial. En esta ocasión, la invitación incluía a la
señorita Tobias, pese a que en general ella no hacía visitas en el pueblo (ni gozaba de
las simpatías del señor Woodhope).

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A pesar de la inquietud que las tres mujeres sentían (y que la señora Tobias había
expresado en voz alta varias veces), el señor Strange las saludó con excelentes
modales y una reverencia para cada una, sin delatar que no era la primera vez que las
veía.
Al principio la conversación fue de lo más trivial y, en opinión de las damas de
Grace Adieu que no lo conocían, el señor Strange hacía gala de un carácter abierto y
sociable, por lo que les causó cierta sorpresa oír a Arabella Strange preguntar a su
marido por qué estaba hoy tan callado. Él respondió que se sentía un poco cansado.
—Ha estado toda la noche levantado —explicó la señora Strange a la señora Field
—, leyendo esos libros de historia de la magia. Es una mala costumbre en la que caen
todos los magos, y es eso, entre otras cosas, lo que acaba por enturbiarles las ideas.
—Sonrió a su marido, como esperando que él replicara con algún comentario
ingenioso o mordaz. Pero él no hacía más que mirar a las tres mujeres de Grace
Adieu.
A la mitad de la visita, el señor Woodhope se levantó y, mirando a la señorita
Parbringer, dijo que, sintiéndolo mucho, tenía que pedir que lo excusaran, ya que
debía atender asuntos de la parroquia. Parecía deseoso de que Strange lo acompañara,
y éste no tuvo más remedio que acceder, lo que hizo que las damas se quedaran solas.
La conversación derivó hacia los artículos que Strange había publicado en las
revistas trimestrales, especialmente los pasajes en que demostraba que jamás habría
podido existir un personaje como el Rey Cuervo.
—Señora Strange —dijo Cassandra—, convendrá conmigo en que ésas son
opiniones muy curiosas para un mago, cuando hasta nuestros historiadores más
prestigiosos le atribuyen al Rey actos en fechas que abarcan cuatro o cinco veces la
duración de una vida normal.
Arabella juntó las cejas.
—El señor Strange no siempre puede escribir lo que desea. Una buena parte de lo
que se publica procede del señor Norrell. Hace muchos años que éste estudia magia,
más que cualquier otro caballero de Inglaterra y, por supuesto, con mucho mayor
aprovechamiento. Todo el que esté interesado en la magia inglesa forzosamente ha de
tener en cuenta sus opiniones.
—Comprendo —dijo Cassandra—. Según eso, el señor Strange escribe cosas que
no cree del todo, porque el señor Norrell se lo pide. Si yo fuera hombre (y lo que es
mucho más, mago), no haría nada ni escribiría nada que no me gustara.
—Señorita Parbringer —murmuró la señorita Tobias con acento de reproche.
—Oh, la señora Strange sabe que no pretendo ofender —repuso Cassandra—,
pero debo decir lo que pienso, especialmente acerca de este asunto.
Arabella Strange sonrió.
—La situación no es exactamente la que usted imagina. Hace años que el señor
Strange estudia con el señor Norrell en Londres. Éste siempre había jurado que jamás
aceptaría ningún discípulo, por lo que se consideró un gran honor que consintiera en

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tomar a Jonathan. Por otra parte, ¿saben?, en Inglaterra sólo hay dos auténticos
magos, y ahora Inglaterra está en guerra. Si esos dos magos se pelearan, ¿qué
pasaría? ¿Qué mejor regalo podríamos hacer a los franceses?
Las señoras tomaron el té, sin más incidente que perturbara la placidez del resto
de la visita que un acceso de tos que aquejó primero a Cassandra y después a la
señora Field. Durante unos momentos, la señora Strange se sintió un tanto alarmada.

Cuando regresaron Woodhope y Strange, las señoras ya se habían marchado. La


criada y la señora Strange estaban en el pasillo. Tenían en las manos sendas
servilletas de hilo blanco. La criada profería grandes exclamaciones y a Jonathan
Strange le costó hacerse oír.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Hemos encontrado huesos —dijo su esposa, desconcertada—. Unos huesecillos
blancos, como de animal pequeño, y dos pellejitos grises, como vainas vacías.
Vamos, caballero, usted que es el mago, explíquenos que es.
—Son huesos de ratón —respondió Strange—. Y pieles de ratón. Eso lo hacen los
mochuelos. Mira, las pieles están vueltas del revés. Curioso, ¿verdad?
Arabella no pareció muy impresionada por la explicación.
—Eso ya lo veo —dijo—. Lo que me parece prodigioso es haber encontrado esos
huesos en las servilletas con que la señorita Parbringer y la señora Field se limpiaron
los dedos y la boca. Jonathan, no estarás sugiriendo que esas señoras habían comido
ratones…

El tiempo seguía espléndido. Woodhope llevó a su hermana, al señor y la señora Field


y a su sobrina al monte ____ a contemplar las vistas y merendar junto a un bonito
bosque de la ladera. Strange cabalgaba detrás del coche. Una vez más, observaba al
grupo atentamente y, una vez más, la señora Strange le dijo que estaba muy serio y
callado y que no parecía él.
Otros días, Strange salía solo a caballo y se paraba a conversar con los granjeros y
posaderos de los alrededores. Woodhope explicaba esta conducta diciendo que
Strange siempre había sido muy excéntrico y que, ahora que se había hecho tan
famoso en Londres, lo era todavía más.
Un día (el último de la visita de los Strange al hermano de ella), la señora Field, la
señorita Tobias y Cassandra paseaban por las altas colinas desiertas próximas a Grace
Adieu. El viento agitaba las hierbas altas. Sol y sombra se sucedían con rapidez,
como si grandes puertas se abrieran y cerraran en el cielo. Cassandra hacía voltear la
toca (que había abandonado su cabeza un buen rato antes) sujetándola por sus cintas
azules cuando vio acercarse a un jinete en una yegua negra.
Al llegar junto a las señoras, Strange sonrió, habló del panorama y del tiempo y,
en un lapso de cinco minutos, se mostró más locuaz que en los últimos quince días.

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Ninguna de las damas tenía mucho que decir, pero Strange no era de los que, una vez
deciden hablar, se desaniman por falta de estímulo en sus oyentes.
Les comentó un extraño sueño que había tenido.
—Unas gentes del campo me dijeron tiempo atrás que un mago nunca debe contar
sus sueños, porque contarlos hace que se conviertan en realidad. Pero yo pienso que
eso es una bobada. Señorita Tobias, usted que ha estudiado el tema, ¿qué opina?
Pero la señorita Tobias guardó silencio.
Strange prosiguió.
—Fue un sueño, señora Field, que tuve en circunstancias bastante curiosas.
Anoche me llevé a la cama unos huesecillos que encontré casualmente no hace
mucho. Los puse debajo de la almohada y allí estuvieron toda la noche mientras yo
dormía. La señora Strange habría tenido mucho que decir al respecto, de haberlo
sabido. Pero lo cierto es que marido y mujer no siempre se lo cuentan todo, ¿verdad,
señora Field?
Pero la señora Field guardó silencio.
—Éste fue el sueño —anunció Strange—: Yo estaba hablando con un caballero
(un hombre muy bien parecido). En el sueño distinguía sus facciones con toda
claridad, a pesar de que estoy seguro de que no lo había visto en mi vida. Cuando nos
despedíamos, él se resistía a darme la mano, y yo no comprendía por qué. Parecía
cohibido y avergonzado. Pero cuando al fin me la tendía, no era una mano sino una
pequeña garra de piel gris. Señorita Parbringer, tengo entendido que cuenta usted
historias maravillosas a los niños del pueblo. ¿No conocerá alguna que explique mi
sueño?
Pero la señorita Parbringer guardó silencio.
—El día en que llegamos aquí mi esposa y yo, otras personas habían venido a
Grace Adieu. ¿Dónde están ahora? ¿Dónde está aquella figura delgada y oscura, no sé
si de un muchacho o una mujer, porque nadie la vio claramente, que viajaba en el
cabriolé?
La señorita Tobias dijo:
—La señorita Pye fue conducida a Reigate en nuestro coche. Davey, nuestro
cochero, la llevó a casa de su madre y su tía, dos buenas personas que la quieren
mucho y que desde hacía tiempo no sabían si volverían a verla.
—¿Y Jack Hogg, el criado del capitán?
La señorita Tobias sonrió.
—Oh, él se dio buena prisa en marcharse cuando vio que no le convenía
quedarse.
—¿Y dónde está Arthur Winbright? ¿Y Frederick Littleworth?
Ellas callaron.
—Oh, señoras, ¿qué es lo que han hecho?
Al cabo de unos momentos, la señorita Tobias dijo:
—Aquella noche, después de que el capitán Winbright y el señor Littleworth…

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nos dejaran, vi a alguien. Al extremo del corredor, vi muy débilmente a una persona
alta y delgada, con alas de pájaro que se agitaban en sus hombros. Señor Strange, yo
soy alta y las alas de pájaro batían en mis hombros…
—Entonces era su reflejo.
—¿Mi reflejo? ¿Dónde? En esa parte de la casa no hay ningún espejo.
—¿Qué hizo usted entonces? —preguntó Strange dubitativamente.
—Recité en voz alta las palabras del Juego de Yorkshire. Incluso usted, señor
Strange, debe de conocer las palabras del Juego de Yorkshire. —Y sonrió con cierto
sarcasmo—. Después de todo, el señor Norrell es el mago de Yorkshire, ¿no?
—«Yo te saludo, Señor, y te doy la bienvenida a mi corazón» —recitó Strange.
La señorita Tobias inclinó la cabeza.
Ahora habló Cassandra:
—Pobre hombre, no puede reconciliar lo que en su interior sabe que es cierto con
lo que está obligado a escribir en las revistas trimestrales. ¿Podrá contar esta extraña
historia cuando vuelva a Londres? Me parece que la encontrará llena de tonterías que
al señor Norrell no han de gustarle: Reyes Cuervo y la magia de criaturas salvajes y
mujeres. No puede usted nada contra nosotras, porque nosotras tres estamos unidas
mientras que usted, caballero, a pesar de toda su ciencia, está en guerra incluso
consigo mismo. Si llega el día en que su corazón y su cabeza declaren una tregua, le
sugiero que vuelva a Grace Adieu y nos diga entonces qué magia podemos y qué
magia no podemos hacer.
Ahora le tocó callar a Strange. Las tres damas de Grace Adieu le dieron los
buenos días y continuaron su paseo. La señora Field fue la única que le obsequió con
una sonrisa (un tanto compasiva).

Un mes después del regreso de los Strange a Londres, el señor Woodhope recibió,
sorprendido, una carta de sir Walter Pole, el político. Woodhope no conocía a este
caballero que ahora, inopinadamente, le escribía para ofrecerle el importante
beneficio eclesiástico de Great Hitherden, en Northamptonshire. Woodhope no podía
sino ver en ello la mano de Strange: era sabido que Strange y sir Walter eran amigos.
Woodhope sintió abandonar Grace Adieu y sintió dejar a la señorita Parbringer, pero
se consoló pensando que en Northamptonshire habría señoritas casi tan bellas. Y si no
las había, él sería allí un clérigo más rico que en Grace Adieu y, por tanto, podría
soportar la soledad con más desahogo.
Cassandra Parbringer se limitó a sonreír al enterarse de que el párroco se iba y
aquella misma tarde salió a pasear por las altas colinas, con un espléndido viento
otoñal, en compañía de la señora Field y la señorita Tobias… tan libres, dijo la
señorita Parbringer, como las mujeres más libres del reino.

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Cuando era niña, yo vivía en casa del doctor Quince, al otro lado del monte
Lickerish. En los atardeceres de invierno, al mirar por la ventana, a veces el monte
Lickerish (donde viven los duendes) me parecía un barco largo y marrón en un mar
gris, con luces lejanas que relucían como estrellas de plata entre los árboles oscuros.
Mi madre era criada y cocinera del doctor Quince, un caballero anciano y sabio
(cara muy fea, como el dibujo mal hecho de un caballo; barba estropajosa y pobre;
ojos pálidos y llorosos). Este buen señor descubrió muy pronto algo que mi madre no
había visto: que mi natural inclinación no era barrer el suelo, hacer pasteles, hilar ni
ninguna de las mil cosas que ella quería que aprendiera, sino estudiar Latín, Griego e
Historias de la Antigüedad, y él me lo enseñaba. El doctor Quince quería que
estudiara Hebreo, Geometría y Matemáticas, y este año iba a enseñarme todo esto,
pero le faltó tiempo, porque el verano pasado murió.
Al día siguiente de la muerte del pobre doctor, mi madre hizo cinco pasteles.
Ahora se moverán las malas lenguas y por todo el mundo correrán las mentiras, pero
lo cierto es que los pasteles que hizo mi madre eran muy pequeños y, por razones
particulares y urgentes —a saber, un Hambre Súbita y Voraz—, me los comí todos, lo
que fue causa de una pelea entre mi madre y yo. Enfadada, ella me profetizó terribles
Catástrofes (pobreza, matrimonio con mendigos y gitanos, etcétera, etcétera). Pero,
como dice el señor Aubrey, una Belleza como la mía no podía permanecer ignorada,
y por eso me casé con sir John Sowreston y vine a vivir a Pipers Hall.
Pipers Hall es una casa antigua muy bonita, alegre y soleada. Fue construida hace
muchísimos años (me parece que en tiempos del rey Salomón). Alrededor de la casa
hay prados donde se levantan árboles muy viejos que asoman por encima de los
tejados como Bondadosos Gigantes y Gigantas de los Tiempos Heroicos, ataviados
con ropajes dorados por el sol. Los senderos en sombra están alfombrados de menta,
tomillo y otras Plantas de dulce olor, y cuando en las tardes de verano Dafney y yo
las pisamos al pasear, es como si un Ángel te acariciara con su Aliento.
Sir John Sowreston tiene treinta y dos años, estatura mediana, ojos negros y
buenas piernas. Sonríe poco, observa a otros hombres y, cuando ellos ríen, los imita.
Desde que era niño sufre una Gran Tristeza y Accesos de Negra Ira, lo que hace que
sus vecinos, amigos y criados le tengan miedo. Es como si una Divinidad, celosa de
los Dones que el Cielo le ha otorgado (Juventud, Buena Figura, Riqueza, etcétera,
etcétera), le hubiera lanzado un Maleficio. El día de nuestra boda nació en la casa un
perrito. Tenía tres o cuatro semanas y aún andaba siempre un poco de lado y, cuando
sir John se sentaba junto a la chimenea después de cenar, el perro se encaramaba a su
hombro y allí se dormía, como si le tuviera un gran cariño. Pero una noche, un
caballo asomó la cabeza por la ventana y el perrito se asustó y se ensució en la
chaqueta de sir John, y sir John metió al perrito en un saco y lo ahogó en el
abrevadero de los caballos. Lo llamábamos Choqui, porque (decía Dafney) todo le
chocaba sobremanera. (Yo creo que también le chocó tener que morir.) Ahora sir
John tiene tres perros grandes y negros y su mayor placer es ir de caza al monte

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Lickerish.
Dos meses después de que sir John y yo nos casáramos, hicimos un viaje a
Cambridge para ver al doctor Richard Blackswann, un médico famoso, en busca de
cura para la melancolía de sir John. Llevábamos un frasquito de cristal que contenía
aguas de sir John. El doctor Blackswann se metió en un cuartito detrás de una cortina
de terciopelo negro y oró de rodillas. En el cuartito apareció el ángel Rafael (como
suele ocurrir siempre que el doctor reza) y miró la orina de sir John. El doctor
Blackswann nos dijo que el ángel Rafael supo inmediatamente, por el color (rojizo,
como si en ella hubiera sangre), que la causa del extremo Desánimo de sir John era
falta de Conversación Culta. El ángel Rafael dijo que sir John debía reunir en su casa
a Hombres Sabios, para ejercitar su Mente en la Filosofía, la Geometría, la Retórica,
la Mecánica, etcétera, etcétera, porque oír sus discursos distraería a sir John y haría
que sus pensamientos discurrieran por cauces más placenteros.
Sir John estaba muy complacido con el Plan, y durante todo el viaje de regreso
cantamos Baladas a dúo, y tan alegres estábamos que hasta los tres grandes perros
negros de sir John alzaron sus voces e hicieron coro para ensalzar al sabio doctor
Blackswann y al ángel Rafael.
La noche de nuestro regreso a casa, yo estaba paseando por el jardín entre los
Heroicos Árboles cuando me encontré con la señora Sloper (mi madre).
La señora Abigail Sloper: viuda, flaca y nervuda, cara en forma de cuchara y del
color del queso verde; cocinera y enfermera del difunto doctor Hieronymous Quince;
se asustaba cuando éste hablaba en hebreo, porque tomaba sus palabras por ensalmos
(él lo hacía adrede para meterle miedo, Sátira cruel de su Ignorancia que yo trataba de
hacerle abandonar, sin conseguirlo); habla sola cuando está asustada; tiene dos Gatos
(blancos con manchas azuladas): Salomón (cuatro años) y Peloazul (diez años), y una
Vaca que se llama Polly (un año); en 1675, mi madre enterró una ollita azul llena de
chelines en el fondo del jardín del doctor Quince, al pie de unos groselleros, pero él
murió al poco tiempo y como la casa se vendió enseguida, ella se quedó sin su dinero
y con una Gran Perplejidad, de la cual aún no ha salido.
—Buenas Tardes, querida madre —le dije—. Entra a comer y beber algo.
Pero ella no me respondía y lanzaba Miradas al jardín mientras retorcía y retorcía
el delantal.
—¡Oh! —dijo, los ojos fijos en un Haya como si hablara al árbol—. Mi hija va a
enfadarse.
—No voy a enfadarme —dije—. ¿Por qué estás tan agitada? Sosiégate, madre, y
dime qué temes.
Pero, en lugar de darme Respuesta, se puso a vagar por el Jardín, se lamentó a un
Escaramujo de mi Ingratitud y dijo a dos pequeños Naranjos que yo no la quería.
—Oh, madre —dije—. No quiero enfadarme, pero lo haré si no me dices qué
ocurre.
Entonces ella se cubrió la cabeza con el delantal, lloró lastimosamente y, de

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repente, se reanimó.
—¡Bien! —dijo, al parecer hablando a un monumento al rey Júpiter que la miraba
con desdén desde las alturas—. Recordarás que al día siguiente de la muerte del
pobre doctor hice cinco pasteles y mi hija se los comió todos, ¡del primero al último!
—¡Oh, madre! ¿Por qué perpetúas estas viejas peleas entre nosotras? ¡Aquellos
pasteles eran una insignificancia!
—No lo eran —dijo ella a Júpiter (como si la contradijera él)—. Pero, lo fueran o
no, yo estaba furiosa y no daba pie con bola y les dije al pequeño Salomón y al viejo
Peloazul —se refería a los gatos—, les dije: ¡Hoy mi hija se ha comido cinco
pasteles! ¡Cinco! Y entonces levanto la cabeza y veo a sir John Sowreston montado
en su caballo, hermoso como un sol. Y él me pregunta: ¿Qué dice, señora Sloper?
¡Bien! Yo sabía que sir John Sowreston estaba muy enamorado de mi hija y que más
de una vez había venido a mirarla por encima del viejo seto de Saúco, y no quise
decirle que mi hija se había comido cinco pasteles. Así que le dije con astucia: Hoy
mi hija ha hilado cinco madejas de lino…
—¡Madre! —dije—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste decir a sir John esa mentira?
—En fin, la dije. Y esa mentira no le ha traído a mi hija más que venturas. Sir
John Sowreston me miró con sus hermosos Ojos que son como dos cuencos de
Chocolate incrustados en su Cabeza y me dijo: ¡Por mi vida! ¡No sabía de nadie que
pudiera hacer eso! Señora Sloper, el domingo me casaré con su hija. Está bien, le
dije, ¿y ella tendrá todos los manjares que quiera y todos los vestidos y todas las
amistades? Oh sí, dijo él. Pero cuando llegue el último mes del primer año de nuestro
matrimonio tendrá que hilar cinco madejas de lino todos los días. O si no…
—¿O si no qué, madre? —pregunté con Espanto.
—¡Ooooh! —exclamó—. ¡Ya decía yo que se enfadaría! ¡Lo sabía! Hago de ella
una Gran Señora, con un Marido apuesto y todos los manjares que quiera, y los
vestidos y las amistades… y ni una pizca de gratitud. Pero… —dijo golpeándose con
el dedo la punta de la nariz con malicia— mi hija no sufrirá daño alguno. Sir John
Sowreston aún está muy Enamorado y se ha olvidado por completo de las cinco
madejas de lino…
Entonces, después de rehabilitarse ante la Opinión de todos los rosales, las Hayas
y los monumentos del jardín, mi madre se fue.
Ahora bien, sir John Sowreston nunca olvida, y tan cierto como que en el monte
Lickerish hay duendes, cuando llegue el primer día del último mes del primer año de
nuestro matrimonio, me pedirá las madejas. En principio sentí la tentación de
derramar océanos de amargas lágrimas, pero entonces pensé en las nobles y virtuosas
matronas romanas de las que me hablaba el doctor Quince, que nunca lloraban por
grandes que fueran sus sufrimientos; y pensé que tenía una cabeza llena de ingenio en
la que siempre bullían mil ideas y también que era tan hermosa como un Ángel. Tiene
que haber alguna manera de escapar a esta Suerte, pensé. Y decidí ir en su búsqueda.
Sir John fue a Londres en busca de Caballeros de Ingenio que curasen su

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Melancolía. No tardó en encontrarlos, ya que nada hay más grato para un Sabio que
vivir en una buena casa a expensas de un hombre rico. Sir John Sowreston trabó
conocimiento con el señor Aubrey y le presionó para que viniera a Pipers Hall, y el
señor Aubrey, que tenía otras Presiones (grandes Deudas que no podía pagar y
Peligro de Prisión), aceptó encantado.
Aubrey escribe todo lo que puede recordar de las costumbres de tiempos pasados.
Huele a brandy y tiza y está cubierto de manchas de Tinta. Tiene los bolsillos llenos
de papeles en los que escribe sus Historias. Es Miembro de la Royal Society. Es mi
buen Amigo. También escribe las vidas de los grandes Hombres de Ingenio, para que
su Genio no se olvide. Aubrey dice que él es como el que recoge mástiles y restos del
Naufragio del Tiempo y los arroja a la playa. Pero, añade, las Aguas del Olvido se
llevan la mayor parte.
Hacía años que el señor Aubrey deseaba venir a este condado, en el que abundan
las Personas Ancianas que, como dice él, pueden morir de un momento a otro,
privando a la Posteridad de sus Recuerdos, a falta de un hombre Altruista e Ingenioso
que los escriba. Él ansiaba realizar esta Misión, pero se lo impedía la falta de dinero y
de amigos radicados en esta parte del País a los que pudiera honrar instalándose en su
casa para una larga estancia. Aubrey había sido muy rico, tenía tierras, fincas, buenas
granjas, vacas, corderos, etcétera, etcétera, y (creo yo) grandes arcas llenas de plata y
oro, pero lo ha perdido todo a causa de Pleitos, Infortunios y la Codicia de sus
Parientes. Aubrey dice que nada aflige tanto a un Hombre de Ciencia ni hace brotar
tantas lágrimas de sus ojos como los Pleitos. Pero, añade, ahora estoy contento,
Miranda, mis Penas se han acabado. Y me pidió que le prestara tres libras.
Los otros nobles Sabios llegaron poco después. Todos son memorablemente
famosos. El señor Meldreth, un caballero afable y apocado color de polvo, se dedica a
los Insectos, de los que tiene 237 en una caja, muertos. El señor Shepreth ha
descubierto la fecha en que fue construida la Ciudad de Londres. Como esta fecha
viene a equivaler al día del nacimiento, él ha podido hacerle el horóscopo a la
Ciudad, y conoce su Futuro. El doctor Foxton ha demostrado con Argumentos
Irrefutables que los nativos de Cornualles son una especie de Peces. Al doctor Foxton
se le riza la barba de forma natural, señal segura de inteligencia.
Durante todo el invierno, la Docta Conversación de los Sabios deleitó a sir John
en extremo. Pero una de las particularidades de la Dolencia de sir John es que, con el
tiempo, lo obliga a aborrecer aquello que más le complacía al principio. En primavera
empezó a tacharlos de Rufianes, Embaucadores, Borrachines e Ingratos, se quejaba
de lo mucho que comían, despreciaba sus Conocimientos y en la mesa los miraba con
ceño, hasta que a los pobres Sabios se les quitó el Apetito y apenas comían un poco
de Pan y estaban cada vez más Mustios. Llegó otro verano, ya hacía casi un año que
sir John y yo nos habíamos casado. Yo trataba de hallar un Plan Ingenioso, pero no se
me ocurrió nada hasta el último día.
Aquel día, los Sabios y yo estábamos sentados al pie del Haya grande delante de

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la puerta principal.
El señor Meldreth suspiró.
—Caballeros —dijo—. Somos un triste remedio. El pobre sir John está tan
decaído como siempre.
—Cierto —dijo el señor Shepreth—, pero hemos alegrado mucho a lady
Sowreston. —Se refería a mí—. A ella le gusta escuchar nuestra Docta Conversación.
—Eso no tiene mérito —repuso el señor Aubrey—. Miranda siempre está alegre.
—Señor Aubrey —dije.
—¿Sí, Miranda?
—Una cosa muy curiosa, señor Aubrey. He vivido cerca del monte Lickerish toda
mi vida, pero nunca he visto un duende.
—¿Un duende? —repitió el señor Aubrey—. ¿De qué duendes hablas?
—De los que viven en el monte Lickerish —dije—. No sé si encima o debajo.
Pellizcan a las campesinas. También barren el suelo, se beben la crema de la leche y
dejan monedas de plata en los zapatos. Se ponen gorros blancos, dan voces de alarma,
vuelan por los aires montados en Briznas de Paja… generalmente hasta las bodegas
del rey de Francia, donde beben vino en copas de plata y luego se van a ver el
ahorcamiento de algún malhechor… al que pueden salvar si se les antoja.
—¡Ah! —exclamó el doctor Foxton—. Esos duendes.
—Sí, esos duendes —repetí—. Nunca he visto ninguno. El doctor Quince decía
que ya no hay tantos como antes. Decía el doctor Quince que los duendes se van y
que en Inglaterra ya no se les volverá a ver. Yo nunca he visto ninguno. Pero hay
muchas Personas Ancianas dignas de Crédito que en el monte Lickerish los han visto
aparecer en tropel, cabalgando en Ponis Desgreñados, con la cabeza gacha de
Tristeza, y meterse por oscuras hondonadas, entre los árboles y las sombras azules. Es
mi Opinión —concluí— que no puede haber mejor tarea para una persona interesada
por la Antigüedad, o sea, un Anticuario, que descubrir cuanto pueda acerca de los
duendes, y creo que no hay mejor lugar en el mundo donde buscarlos que Pipers Hall,
al pie del monte Lickerish, porque ahí es donde viven. Señor Aubrey, ¿conoce alguna
fórmula para invocar los duendes?
—¡Oh, varias! El señor Ashmole (un noble Anticuario de Oxford que ha reunido
toda la Colección de Fórmulas) las ha anotado en sus Artículos.
—Señor Aubrey —dije.
—¿Sí, Miranda?
—¿Me enseñará las fórmulas, señor Aubrey?
Pero, antes de que él pudiera responderme, el señor Meldreth preguntó con Ceño
si eran eficaces.
—No lo sé —dijo Aubrey.
—¿A quién invocamos primero? —preguntó el doctor Foxton.
—A Titania —dijo Shepreth.
—A un duende corriente —dije yo.

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—¿Por qué, Miranda? —preguntó Shepreth.
—Oh, porque pueden hacer mil cosas útiles. Cocer pasteles, conducir rebaños,
hacer mantequilla, hilar lino…
Todos los Sabios rieron a carcajadas al oír esto.
—Eso también puede hacerlo tu criada, Miranda —repuso Shepreth—. No; lo que
a nosotros nos interesa es conocer la política de los duendes. Y para este fin nadie
mejor que la Reina. Además, quizá nos otorgue algún don.
Meldreth hizo chasquear la lengua.
—Ella sólo favorece con sus dones a los hombres jóvenes y apuestos.
—Nosotros somos bastante apuestos —dijo Shepreth.
El doctor Foxton observó que uno de los muchos inconvenientes de conversar con
los duendes es que pueden desaparecer en cualquier momento, y entonces los
caballeros acordaron hacer una lista de preguntas, para que, cuando encontraran a un
duende dispuesto a hablar con ellos, tuvieran a mano todas las preguntas.

Preguntar: si los duendes tienen su propia Religión

¡Oh!, dijo el doctor Foxton, en Cornualles había un hada que, al oír a un Reverendo
rezar sus oraciones, le preguntó si habría salvación y vida eterna para una criatura
como ella. No, respondió el Reverendo. Entonces ella, con un grito de desesperación,
se arrojó desde un acantilado al mar tempestuoso. Esto, añadió el doctor, me lo contó
una persona muy Piadosa que durante toda su vida aborreció la Mentira. De no ser
así, él no lo habría creído, concluyó, y el señor Meldreth, que es de carácter sensible
y tierno, lloró un poco al oírlo.

Preguntar: si existe entre ellos el matrimonio

Shepreth dijo que él creía que no vivían juntos como los cristianos y las tórtolas, sino
que tenían a sus esposas en común.
¡Tate!, dijo Meldreth. ¡Ja!, exclamó Aubrey, y tomó nota rápidamente.

Preguntar: si es verdad (como dicen algunos) que son gente en decadencia, menos
fuertes de lo que fueron

Preguntar: si Monarquía, ¿es cierto que (tal como hemos oído decir) la Reina y el
Rey de los Duendes están peleados?

Preguntar: si es cierto que la Reina no puede gobernarse a sí misma en cierta


cuestión.

Esto se prolongó hasta que los Sabios empezaron a pelearse entre ellos, después
de haber reunido cuarenta y dos preguntas que hacer al pobre Duende cuando lo

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encontraran, y el doctor Foxton dijo que un Cristiano no soportaría tanto agobio y un
Duende, aún menos. El señor Aubrey suspiró y dijo que trataría de reducir el número.
—Ahí viene sir John Sowreston —susurró Foxton.
—¡Señor Aubrey! —dije.
—¿Sí, Miranda?
Pero no tuve tiempo de preguntarle lo que deseaba saber, porque sir John me
llevó a la casa rápidamente.
—Oh, amado —le dije—. ¿Qué sucede? ¡Que los nobles Sabios no os vean tan
Melancólico! Aún confían en animaros.
»¿Adónde vamos, sir John? —pregunté—. Nunca había visto esta escalerilla. ¿Es
un lugar secreto que descubristeis siendo niño durante vuestros juegos? ¿Eso es lo
que queréis mostrarme?
»Nunca había visto esta habitación —dije—. Y aquí están vuestros tres buenos
perros, peleándose por unos huesos. Sir John, ¿les gusta a unos perros tan grandes
estar encerrados en una habitación tan pequeña? ¿Y para qué es esta pequeña rueca?
—Miranda —dijo él—. Tú eres muy joven y por esa razón muchas veces me he
dominado cuando debería haberme enfadado. Tus actitudes suelen ser insolentes. Tus
miradas están llenas de Presunción y la Presunción es impropia de una mujer.
—¡Oh, no, amado! —dije—. Te confundes. Son miradas de amor las que te lanzo.
—Quizá. No sé. A veces, Miranda, casi creo… Pero luego pienso que todos los
hombres mienten… y también las mujeres. Maman la mentira del pecho de su madre.
Son como niños a los que gusta levantar falsos testimonios. Las Mentiras y engaños
de que me hacen objeto todos los días las gentes corrientes —se refería a nuestros
Criados, Vecinos, Abogados, Amistades, etcétera, etcétera— me aguijonean las
carnes como picaduras de abejas y mosquitos. Yo apenas reparo en ellas. Pero una
Mentira tuya, Miranda, sería como una larga y afilada espada que me atravesara y se
me clavara en el Corazón. Cuando te casaste conmigo, juraste que podías hilar cinco
madejas de lino todos los días durante un mes…
—Hilar cinco madejas de lino en un día… ¡Oh, sir John! ¡Nunca supe de nadie
que pudiera hacer eso!
—Confío, Miranda, en que no hayas mentido. Una esposa, Miranda, es la
guardiana de la conciencia de su marido y debe ordenar sus actos de manera que no
lo tienten a cometer pecado. Está muy mal tentar a otros a pecar. Y matar a una
persona a impulsos de la ira es pecado.
Lloró un poco al pensarlo, pero no lloraba por mí sino por su propio
Desventurado Espíritu, pensando que matarme sería su Desgracia y no la mía.
—¡Oh! —exclamé alegremente—. No temas, amado. Te hilaré un hilo de lo más
suave. Y con el hilo que yo hile, Dafney y yo te haremos camisas a cuyo contacto
pensarás que te doy un beso.
Pero él me encerró con llave y se fue.
Desde la ventana veía a los Sabios sentados debajo del Haya. Todos estaban muy

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contentos ahora que sir John se había ido. Mientras anochecía, bebían a la salud de
unos y otros y cantaron una canción de su juventud, de una pastora que gustaba a
unos caballeros. Luego se cogieron de los brazos y volvieron a cantar y se fueron
todos a la cama.
Se abrió la puerta de la cocina y el resplandor del fuego iluminó las matas de
lavanda. Dafney se asomó. (Dafney Babraham: doncella de lady Miranda Sowreston,
que soy yo; cabello rubio; huele a romero y otras cosas buenas; tiene dos vestidos,
uno azul y el otro rojo.) A media voz, llamó:
—Señora, señora.
Avanzó por el sendero; miró hacia un lado y otro. Parecía muy afligida por no
saber dónde encontrarme. Temía que sir John ya me hubiera ahogado en el
abrevadero de los caballos.
—¡Oh! —exclamó al divisarme—. ¿Qué hacéis ahí arriba? ¿De dónde ha salido
esa ventanita? Ahora mismo subo.
—No —le dije—. Acuéstate. Esta noche dormiré en esta pequeña habitación. Es
un capricho.
—Oigo ruidos espantosos y fieros —dijo.
—Oh, son sólo unos perros que me guardan. Buenas noches, querida. Que Dios te
bendiga. No tengo ni pizca de miedo.
Pero durante toda la noche los tres perros estuvieron gruñendo y agitándose como
si me dieran caza por el monte Lickerish.
Por la mañana, sir John me trajo lino y comida y se fue. Al otro lado de mi
ventana, una niebla plateada como una Nube cubrió Pipers Hall. Todo lo del mundo
(léase Árboles, Setos, Fuentes, Monumentos, Casas de los Hombres, Ganado,
Gallinas, Abejas, Caballos, etcétera, etcétera) era gris y turbio en el Aire de plata.
Alrededor del monte Lickerish había un resplandor dorado, pero el Sol todavía no
asomaba por la cima. Todos los pájaros cantaban y todas las rosas grises agachaban la
cabeza por el peso del rocío.
Cuatro figuras grises con largas vestiduras se acercaron al Haya que había delante
de la puerta. Una figura gris estornudó y dijo que aquel Aire frío y húmedo no era
saludable para los Hombres. Otra figura gris se lamentaba de haber comido
demasiado queso y arenque en vinagre la noche anterior. Y una tercera temía que los
Duendes lo secuestraran.
El doctor Foxton llevaba en la mano un sombrero mágico que (piensa él) había
pertenecido al viejo y malvado mago Simon Forman. Entonces se lo puso. El Sol
salía ya por el monte Lickerish. El señor Aubrey, con voz de campana, empezó a leer
un hechizo tan repleto de palabras mágicas como de ciruelas un pudin.
—Yo, John Aubrey, te invoco, Reina Titania, en el nombre de…
Y yo escuchaba atentamente y repetía cada palabra, pero cuando él decía «Reina
Titania» yo decía «Duende Vulgaris».
—… te conjuro, invoco y ordeno por Tetragramaton, Alfa y Omega y por todos

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los altos y reverendos…
La niebla que envolvía Pipers Hall se tornó rosa, azul y plata. Oí ruido en el
huerto, mas sólo eran tres pájaros que levantaban el vuelo.
—… a que ante mi vista comparezcas, humilde y sumisa, con verdad, sin truco,
disimulo ni engaño, para dar respuesta a mis preguntas y cumplimiento a mis órdenes
y demandas…
La niebla que envolvía Pipers Hall se tornó dorada. Oí ruido en los gallineros,
mas sólo era un zorro que corría hacia el bosque.
—… pronto, pronto, pronto, pronto, ven, ven, ven. Fiat, Fiat, Fiat. Amén, Amén,
Amén… —Aubrey hizo una pausa—. Etcétera —añadió con énfasis.
La niebla que envolvía Pipers Hall se convirtió en gotitas de agua. Oí ruido
debajo de la ventana, mas no pude ver qué era.
Se hizo un largo silencio.
Entonces el doctor Foxton suspiró.
—Ya se sabe que no se puede confiar en la Reina de los Duendes. Es caprichosa
—dijo.
—Quizá no le ha gustado su sombrero —repuso Shepreth (dándoselas de
satírico).
De pronto, los tres perros empezaron a aullar, correr y dar saltos de una manera
muy extraña, como si hubieran caído en una especie de Éxtasis. Aquello era tan
violento y se prolongaba tanto que me escondí en un rincón.
—Mujer —dijo una Voz—. ¿Por qué me has llamado?
—Ah —dije—. ¿Tú eres el Duende?
Una cosa pequeña y negra. Peluda. Piernas como asas de jarra. Cara nada
agraciada. Cola larga y negra, lo cual me sorprendió. Los irlandeses tienen unas colas
de casi un cuarto de yarda de largo (como es bien sabido, según creo), pero no había
oído decir que los duendes la tuvieran.
—¿Eres Duende bueno o malo? —pregunté.
El Duende, enrollando y desenrollando su larga cola negra, pareció meditar la
respuesta.
—Eso no importa —dijo al cabo. Ladeó la cabeza hacia la ventana—. Hay cuatro
viejos gruñones en tu jardín con unos sombreros muy raros, lamentándose todos a la
vez.
—Es que están decepcionados porque su Conjuro no ha dado Fruto, mientras que
el mío te ha hecho acudir con presteza al lugar justo.
—Yo no hago caso de viejos Conjuros y esas paparruchas —dijo la pequeña cosa
negra hurgándose en los dientes con un huesito de conejo—. Pero tenía curiosidad
por saber por qué llorabas.
Entonces le conté mi historia, empezando por los pasteles (tan curiosamente
pequeños) y terminando por las cinco madejas de lino.
—Porque la verdad es, duende, que mi inclinación natural no es guisar, hacer

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pasteles, hilar ni ninguna de esas cosas, sino el Latín, el Griego y el estudio de las
Antigüedades, y sé tanto de hilar como de volar.
El Duende meditó mi Dilema.
—Verás lo que voy a hacer —dijo al fin—: Todas las mañanas vendré a tu
ventana, me llevaré el lino y todas las noches te lo traeré hilado.
—¡Oh, cien mil gracias! —dije—. Es un gran favor el que me haces. Ya me
habían dicho que los duendes hacéis cosas maravillosas y nunca pedís en pago nada a
cambio.
—¿Eso te han dicho? —replicó la cosita negra, rascándose el sobaco, ras-ras-ras
—. Pues te han engañado, mujer.
—¡Oh!
Me miró por el rabillo de su ojo negro y pequeño y añadió:
—Cada noche te dejaré adivinar mi nombre tres veces y si al cabo del mes no has
acertado, Mujer, ¡serás mía!
—Está bien. Creo que en un mes podré adivinarlo.
—¿Eso crees? —repuso el Duende riendo y retorciendo la cola—. ¿Cómo se
llaman esos viejos perros?
—Oh, eso sí lo sé. Se llaman Platón, Sócrates y Euclides. Sir John me lo dijo.
—No es verdad —replicó el Duende—. Uno se llama Malo. Otro se llama Peor y
el tercero, Pésimo. Me lo han dicho ellos.
—¡Oh!
—Ya ves —dijo el Duende con gran satisfacción—. Tú no sabes ni tu propio
nombre.
—Me llamo Miranda Sloper… es decir Sowreston.
—Mujer —dijo el Duende riendo—, tú serás mía.
Tomó el lino y se fue volando.
Durante todo el día la pequeña habitación estaba a media luz por las hojas que
tapaban la ventana y dibujaban sombras en las blancas paredes.
Cuando la media luz de la habitación se igualaba con la del Mundo exterior, el
Duende volvió.
—Buenas noches, Duende —le dije—. ¿Cómo te encuentras?
La cosita negra suspiró:
—Regular nada más. Mis viejas orejas están fatigadas y me duele un pie.
—Lástima.
—Te traigo las madejas. Ahora, mujer, di cómo me llamo.
—¿Richard?
—Noo —negó la cosita negra retorciendo la cola.
—Pues entonces, ¿George?
—Noo —negó la cosita negra retorciendo la cola.
—¿Te llamas Nicodemus?
—Noo —negó la cosita negra, y se fue volando.

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Parece extraño, pero no oí entrar a sir John. No supe que estaba allí hasta que
distinguí su larga sombra entre las sombras que temblaban en la pared. Se había
quedado asombrado al ver las cinco madejas de hilo.
Todas las mañanas me traía vino y comida, y cuando él entraba los perros negros
parecían alegrarse de verlo, pero aquello no era nada comparado con el Júbilo con
que recibían al Duende. Entonces daban saltos de alegría y lo olisqueaban con ansia,
como si fuera la más perfumada de las rosas. Yo pensaba en todos los nombres que
había oído en mi vida, pero nunca acertaba. Todas las noches, el Duende traía el lino
hilado y todas las noches se me acercaba un poco más y retorcía la cola más aprisa,
con Gozo.
—Mujer —decía—, tú serás mía.
Y todas las noches sir John venía a llevarse el hilo, perplejo porque sabía que los
tres feroces perros que me guardaban sólo lo obedecían a él y a nadie más.
Un día, hacia el final del mes, al mirar por la ventana me sorprendió ver mucha
gente saliendo de Pipers Hall. Caminaban cabizbajos, arrastrando los pies. Entre ellos
vi la rubia cabeza de Dafney agitada por el Llanto. Los cuatro Sabios, debajo de la
gran Haya, estaban atónitos.
—¡Sir John, sir John! —gritó el señor Aubrey—. ¿Adónde van los criados?
¿Quién cuidará de lady Sowreston? —Sir John les había dicho que yo estaba
enferma.
Mi marido se inclinó y les dijo algo que no oí y que pareció causarles gran
Sorpresa.
—¡De ninguna manera! —dijo el señor Shepreth.
Aubrey negó con la cabeza.
El doctor Foxton dijo, muy serio:
—Nosotros somos Caballeros y Hombres de Ciencia, sir John. Nosotros no
hilamos.
—Cierto —dijo Meldreth—, yo no sé hilar, pero sabría hacer un pastel. Lo leí en
un libro. Creo que podría hacerlo. Tomas harina, Agua Clara, pasas, la carne que más
te guste y, me parece, unos Huevos, y luego…
El doctor Foxton (que había sido maestro de escuela) lo golpeó en la cabeza para
que se callara.
Cuando sir John se fue, los Sabios dijeron que Pipers Hall se había puesto muy
lúgubre y muy raro. Quizá, dijo Shepreth, había llegado el momento de volver a
probar fortuna en el Mundo Exterior. Pero acordaron esperar a que lady Sowreston se
restableciera y todos hablaron con mucha gentileza de mi amabilidad para con ellos.
Entonces Meldreth levantó la mirada.
—¡Vaya! —dijo—. Ahí, en esa ventana entre las hojas, está lady Sowreston.
—¡Miranda! —exclamaron los Sabios.
El doctor Foxton agitó el sombrero. Shepreth me envió veinte besos con la mano,
Meldreth se puso las manos sobre el corazón para indicar su devoción y Aubrey

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sonrió alegremente al ver mi cara.
—¡Buenos días, mis queridos Sabios! —grité—. ¿Habéis encontrado ya a la
Reina de los Duendes?
—No —dijo Foxton—. Pero tenemos ochenta y cuatro preguntas más que hacerle
cuando aparezca.
—¿Estás mejor, Miranda? —preguntó Aubrey.
—Es mi Opinión que al final del mes estaré curada —dije—. Entretanto, queridos
Sabios, he tenido un sueño muy extraño. He soñado que si un Sabio conociera el
verdadero nombre de un Duende, podría invocarlo fácilmente.
—Verás, Miranda —repuso Aubrey—, muchos duendes tienen nombres secretos.
—Sí, pero ¿conocéis alguno? —pregunté.
Los Sabios juntaron las cabezas en Grave Debate. Luego todos asintieron.
—No —dijo Aubrey—. No conocemos ninguno.
Hoy era el último día. Por la mañana temprano miré por la ventana y vi que sobre
el monte Lickerish caía una fría lluvia que agitaba la fronda de los árboles. Cuando
sir John me trajo el lino y la comida, le dije lo que había visto.
—Hay Venados en el monte Lickerish —repuso, pensativo.
—Sí, y también otras muchas cosas. Recuerdo que cuando tú y yo nos casamos
decías que no conocías mayor placer que ir a cazar alguna criatura salvaje en el
monte Lickerish, darle muerte y venir a casa a besar a tu Miranda. Y mi Opinión es
que deberías llevarte a estos buenos perros para que vuelvan a saber a qué huele la
hierba. Llévate a tus sabios huéspedes, sir John, y ve a cazar al monte Lickerish.
Él frunció el entrecejo, pensando que los perros debían permanecer en mi
pequeña habitación, porque el mes no había terminado todavía. Pero la brisa que
entraba por la ventana traía el dulce aroma de los bosques del monte Lickerish.
Oí que en el refugio del Haya el señor Shepreth decía al señor Aubrey que se
alegraba de que sir John se hubiera reconciliado con los Sabios hasta el punto de que
los invitaba a ir de caza con él. El doctor Foxton tiene un Sombrero especial para ir
de caza, y se lo puso. Entonces sir John, los Sabios y todos los monteros salieron de
Pipers Hall a caballo con Malo, Peor y Pésimo corriendo delante y olfateándolo todo.
Estuvo lloviendo todo el día. Todo el día, los nuevos criados que sir John había
tomado hacían mal su trabajo por no tener a ningún criado antiguo que les enseñara.
El pan no leudaba. La mantequilla no cuajaba. Los cuchillos y las hoces se mellaban
por un mal manejo. Los portillos que debían estar cerrados estaban abiertos. Las
vacas y los caballos se metían en prados en los que no debían entrar, derribaban las
cercas, pisoteaban los sembrados. Unos chicos malos a los que nunca había visto
escalaron la tapia del huerto, se comieron las manzanas y se fueron a casa pálidos y
enfermos. Los criados nuevos iban por toda la casa peleándose.
Era la hora de que el duende viniera a traerme el hilo. Pero no venía.
Conejos grises aparecían a la luz del atardecer estival, miraban en derredor y se
colaban en el huerto, a comerse nuestras lechugas. En el bosque en sombra chillaban

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los mochuelos y gañían los zorros. En el monte Lickerish se apagaban las últimas
luces del día. Era hora de que sir John viniera a matarme. Pero no venía.
—¡Miranda!
—Buenas noches, queridos Sabios. ¿Qué habéis cazado?
—Pues nada, Miranda —dijo el señor Meldreth, muy agitado—. Hemos tenido
una extraña aventura que debemos contarte. Desde el momento en que llegamos al
monte Lickerish, Platón, Sócrates y Euclides —se refiere a los perros a los que el
duende llama Malo, Peor y Pésimo— se echaron a correr como si su Amigo más
querido los aguardara para darles un abrazo, y nuestros caballos los siguieron sin que
pudiéramos detenerlos. Nos llevaron a una parte del monte que ninguno de nosotros
había visto antes. Un gran Ciervo con gotas de lluvia en sus flancos moteados
apareció ante nosotros mirándonos como si el Rey de la Creación fuera él y no
nosotros, los Hombres. Los zorros se cruzaban en nuestro camino y nos veían pasar.
Pequeñas liebres grises asomaban la cabeza de sus madrigueras de piedras
mirándonos sin temor. Pero no teníamos tiempo de asombrarnos, porque Platón,
Sócrates y Euclides seguían corriendo y los caballos los seguían…
—¡En efecto! —dijo Shepreth—. Y un tipo moreno y hosco que venía con
nosotros gritó que debíamos de habernos extraviado por algún reino encantado
subterráneo, donde las Bestias se vengan de los Hombres por todo el mal que se les
hace en la Tierra.
Y el doctor Foxton se puso a hablar de furiosas galopadas que se prolongan por
toda la Eternidad y de jinetes encantados que no podían echar pie a tierra por temor
de convertirse en polvo al tocar el suelo. Pero Aubrey los exhortó a confiar en Dios y
no temer…
—De pronto, paramos en un pequeño prado verde en medio del bosque. El prado
estaba lleno de flores y el hombre moreno y hosco dijo que nunca, en ningún sitio, se
habían visto aquellas flores. Pero sir John dijo que era un necio, pues él conocía los
nombres de aquellas flores tan bien como el suyo propio: eran Relojes de Pastor,
Botones de Vaquera y Peines de Muerto. En el centro del prado había una pequeña
fosa de greda. La pequeña fosa estaba casi escondida por la hierba alta y las flores
que sir John había mencionado. Y de la fosa salía un zumbido. Los hombres sujetaron
a los perros (para su Desesperación) y con sigilo nos acercamos y miramos en su
interior. ¿Y qué crees que vimos allí?
—No lo sé, doctor Foxton.
—¡Un duende, Miranda! ¿Y qué crees que hacía?
—No podría adivinarlo, doctor Foxton.
—¡Bien! —dijo Aubrey—. Tenía una pequeña rueca y estaba hilando con
prodigiosa rapidez mientras retorcía su larga cola negra. ¡Pronto!, gritó Shepreth,
¡pronuncie el Ensalmo, señor Aubrey! Y saltó a la fosa y todos saltamos tras él.
—Estoy estupefacta —dije—. Pero ¿qué descubristeis? ¿Qué os dijo el duende?
—Nada —refunfuñó el doctor Foxton—. Le hicimos nuestras ciento cuarenta y

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siete preguntas, lo cual es la razón de que estuviéramos tanto tiempo en el monte
Lickerish y llegáramos tan tarde a la cena, pero aquél era un duende de lo más
ignorante.
Nos quedamos un momento en silencio.
—Pero él escuchó todas vuestras preguntas —dije—. Qué extraño. Y antes,
cuando lo invocasteis, ni se molestó en acudir.
—Cierto, Miranda —confirmó Aubrey—. Y la razón es que antes no sabíamos su
nombre. Las palabras del Ensalmo y su propio nombre lo mantenían preso. Estaba
obligado a escuchar, a pesar de que estaba ansioso por seguir con su labor: tenía un
gran montón de lino por hilar. Nos enteramos del nombre por casualidad. Porque,
cuando nos asomamos a mirar por el borde de la fosa, él repetía su nombre una y otra
vez cantando. No era una canción que cautivara. Era un Buen Hilandero, Miranda,
pero no un Poeta. A los duendes les gusta cantar, pero su imaginación es corta. No
alcanza para más de un verso o dos y se encallan hasta que algún buen amigo les
enseña otro.
Volvimos a quedar en silencio.
—¿Y qué cantaba? —pregunté.
—Cantaba: «Zumba, Zumba Zot / Me llamo Tom Tit Tot» —dijo Aubrey.
—¡Bueno! —exclamé—. Mucho me alegro, queridos sabios, de saber que habéis
visto un Duende, y más aún de que hayáis regresado sanos y salvos. Id a cenar,
aunque temo que la cena será parca.
Después vendría el Duende, arrastrándose entre la niebla nocturna, con las
madejas de lino hilado en los brazos. Primero le diría Salomón, después probaría con
Zebedeo. Pero al final tendría que decirle su nombre, y el pobre Tom Tit Tot tendría
que marcharse dando aullidos de dolor a su agujero frío y solitario.
Sir John, todo Ceño y Sombra, vendría cabalgando en un caballo negro como la
tempestad, con Malo, Peor y Pésimo a su vera. Cuando viese el lino hilado, él y yo
bajaríamos a comer y beber con los buenos Sabios que ahora mismo estaban
componiendo una alegre canción que hablaba de cuatro caballeros que un día vieron
un duende. Y nuestros buenos Criados volverían y a cada uno se le darían seis
peniques para que bebiese a la salud de sir John.
—Voy a escribir mi historia —dije—. ¿Por dónde empiezo?
—Empieza por donde quieras, Miranda —dijo Aubrey—, pero escribe deprisa,
mientras la tengas fresca en la Cabeza. Porque los recuerdos son como las mariposas,
que cuando crees haberlas atrapado se van volando por la ventana. Si todas las cosas
que he olvidado se cargaran en la Armada de Su Majestad, la flota se hundiría.

De las muchas fuentes en que se ha inspirado para este relato, la autora desea hacer
mención especial de la excelente versión de «Tom Tit Tot» hecha por el folclorista
Edward Clodd en el dialecto de Suffolk en 1898.

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A finales de la primavera de 18, una señorita del pueblo de Kissingland, D, sufrió un
amargo desengaño.

De la señora Fanny Hawkins a la señora Clara Johnson: «… y estoy segura, mi


querida Clara, de que compartirás mi indignación cuando te cuente lo sucedido. Hace
varios meses, mi hermana, la señorita Moore, tuvo la buena fortuna de conquistar a
un oficial de Regulares. El capitán Fox mostró desde el primer momento una marcada
inclinación por Venetia y yo ya acariciaba la esperanza de verla bien situada, cuando
desgraciadamente recibió carta de una amiga, una dama de Manchester, que había
caído enferma y necesitaba a alguien que la cuidara. Ya puedes figurarte cuánto me
disgustaba que mi hermana se fuera de Kissingland en aquel momento, pero al fin
tuve que reconocer que, a pesar de cuanto yo pudiera decirle, ella estaba decidida a
arrostrar los gastos y molestias del viaje. Y ahora mucho me temo que su obstinación
haya sido severamente castigada ya que, durante su ausencia, el miserable del capitán
Fox, olvidándose de ella, ha empezado a cortejar a otra, la señora Mabb, vecina
nuestra. Como puedes suponer, cuando regrese me va a oír, porque no pienso
guardarme los reproches…».

Si Fanny Hawkins tenía intención de sermonear a su hermana no era sólo porque


deseara reprocharle una conducta insensata, sino principalmente porque comprendía
que si Venetia no se casaba con el capitán Fox, no tendría más remedio que quedarse
a vivir en su casa. El marido de Fanny era el cura coadjutor de Kissingland, personaje
sin demasiada relevancia en la sociedad local, que bautizaba, casaba y enterraba a
todos sus habitantes, los visitaba cuando estaban enfermos, los consolaba en sus
tribulaciones y leía las cartas a los que no podían hacerlo por sí mismos, por todo lo
cual recibía la espléndida suma de cuarenta libras al año. Por consiguiente, Fanny
dedicaba todo el tiempo que no le absorbían las tareas domésticas a cavilar sobre
cómo lograr que unos ingresos que nunca habían sido suficientes para dos personas
pudieran ahora mantener a tres.
Mientras esperaba el regreso de su hermana, Fanny manifestaba varias veces al
día al señor Hawkins, con perseverancia, su propósito de echar a la jovencita un buen
rapapolvo por haber dejado escapar de sus redes al capitán Fox:
—Marcharse así, de repente, dejando en el aire sus relaciones. ¡Qué muchacha
más rara! No la entiendo.
Pero Fanny también tenía sus rarezas, una de las cuales era la de considerarse
desabrida y dura de corazón cuando en realidad sólo era una mujer amargada y
atribulada. Cuando finalmente la señorita Moore regresó a Kissingland y Fanny vio
cómo la infeliz palidecía y se afligía al enterarse del abandono de su pretendiente, la

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tan pregonada reprimenda se redujo a un movimiento de la cabeza y un:
—Ya ves, Venetia, lo que has conseguido con tu obstinación en hacer tu voluntad
sin escuchar los consejos de quienes te quieren. —Y aun esto, seguido de—: Vamos,
mujer, no te apures. Un hombre capaz de semejante felonía no se merece que pienses
más en él. ¿Cómo está tu amiga de Manchester?
—Murió. —En un susurro lloroso.
—¡Oh…! Lo siento. Y también el señor Hawkins lo sentirá cuando se lo diga.
¡Pobrecita! Qué triste vuelta al hogar.
Aquella noche, durante la cena (muy poco buey frito y mucho nabo hervido),
Fanny dijo a su marido:
—Se ha acostado. Dice que tiene una jaqueca terrible. Me parece que estaba más
enamorada de lo que creíamos. Desde luego, no podía ser inmune a las atenciones de
un hombre como el capitán Fox. Ya te lo decía yo.
El señor Hawkins no hizo comentario alguno. A la discusión de los asuntos
domésticos Fanny contribuía con las palabras y su marido con los silencios.
—En fin —prosiguió ella—. Tendremos que apretarnos el cinturón. Imagino que
en algo podré economizar. —Miró la deslucida sala en busca de algún lujo olvidado.
Al no encontrar ninguno, comentó que las cosas duraban mucho más de lo que
suponía esa gente que siempre estaba renovándolo todo. En realidad, hacía mucho
tiempo que Fanny no renovaba nada: las gastadas baldosas de la sala carecían de
alfombras, las sillas eran duras e incómodas, y el empapelado estaba tan descolorido
que las guirnaldas parecían hechas con flores marchitas y atadas con cintas
deshilachadas.
A la mañana siguiente, Fanny no podía dejar de pensar en su disgusto por el
agravio del capitán Fox, y era tal su indignación que no cesaba de hablar de él, al
tiempo que exhortaba a Venetia a no pensar más en aquel ingrato. Al cabo de media
hora, Venetia suspiró y dijo que salía a tomar un poco el aire.
—¡Oh! —dijo Fanny—. ¿Por dónde irás?
—No lo sé.
—Si fueras al pueblo, podrías traer algunas cosas que necesito.
Así pues, Venetia se dirigió a Kissingland por el camino de la iglesia. Aunque
enaltecería la dignidad del sexo femenino decir que ahora despreciaba y detestaba al
capitán Fox, no era así, porque a pesar de todo tan rara no era. Lejos de eso,
ahogando suspiros y congojas, trataba de consolarse pensando que era preferible
verse pobre y olvidada en Kissingland, entre árboles frondosos y prados floridos, que
en Manchester, donde había muerto su amiga, la señora Whitsun, en una habitación
oscura y fría del último piso de una sórdida casa de huéspedes.
El capitán Fox era un irlandés de treinta y seis o treinta y siete años, con fama de
pelirrojo. Con según qué tiempo y qué luz, su cabello tenía reflejos rojizos, sí, pero
era más su apellido (zorro), su sonrisa ancha e irónica y cierta irlandesa efervescencia
de carácter lo que inducía a la gente a verle el pelo rojo. También tenía fama de

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intrépido, porque un día se había permitido disentir del duque de Wellington cuando
todos los circunstantes coincidían fervorosamente con el muy ilustre personaje.
Se hablaba de botas. Las botas (diez mil pares) viajaban hacia el este procedentes
de Portugal a lomos de setenta mulas, camino del lugar donde el ejército inglés, con
las botas destrozadas, las esperaba ansiosamente. Mientras no llegaran las botas
nuevas, los hombres no podrían emprender la larga marcha hacia el norte, con objeto
de expulsar de España a los franceses. El duque de Wellington, frenético, hablaba de
las pérdidas que la demora podía acarrear, pero reconocía que, sin las botas nuevas,
nada podían hacer sus soldados. Al contrario, exclamó el capitán Fox, sería mucho
mejor que las botas fueran transportadas por una ruta más septentrional a la ciudad de
S, donde el ejército las encontraría en su marcha hacia el norte. De ese modo, durante
la primera parte de la marcha, los hombres, sabiendo que iban al encuentro de las
botas nuevas, caminarían más deprisa. El duque de Wellington se quedó pensativo.
«Creo que el capitán Fox tiene razón», admitió al fin.
Al doblar la esquina de la plaza Blewitt, Venetia distinguió una gran casa de
piedra, la residencia del señor Grout, un próspero abogado. Los rosales del jardín del
señor Grout eran tan exuberantes que habían convertido una fachada de la casa en
una trémula pared rosa pálido. Por desgracia, esta bella imagen no hizo sino recordar
a Venetia que el capitán Fox era un enamorado de las rosas rosa pálido y en más de
una ocasión le había dicho, mirándola tiernamente, que cuando se casara y tuviera su
propio jardín no cultivaría otra variedad de rosas.
Ella decidió pensar en otra cosa durante un rato, pero enseguida se frustró su
propósito, porque la primera persona a la que vio en la calle Mayor no era otra que
Lucas Barley, el criado del capitán Fox.
—¡Lucas! ¡Cómo! ¿Está aquí el capitán? —exclamó Venetia, mirando en torno
apresuradamente y, hasta que se hubo cerciorado de que el capitán no estaba a la
vista, no reparó en que Lucas había experimentado una curiosa transformación. Ya no
llevaba su elegante chaqueta marrón ni sus relucientes botas, ni tenía aquella
arrogancia del que sirve al hombre que se ha permitido discrepar del duque de
Wellington. Ahora llevaba un sucio y holgado delantal verde, calzaba zuecos y
portaba dos enormes jarras de peltre que goteaban cerveza en el barro—. ¿Qué haces
con esas jarras en la mano, Lucas? ¿Ya no estás al servicio del capitán?
—No lo sé, señorita.
—¡No lo sabes! ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, señorita, que si vuelvo a ver al capitán Fox le preguntaré qué
piensa de eso; y si él me pregunta qué pienso yo, le diré que lo mismo me da una cosa
que otra. Usted se extrañará, señorita, pero yo no salgo de mi asombro. Aunque no
soy el único: el capitán está rompiendo con todos sus antiguos amigos. —Y como no
tenía mano libre con la que señalar, con un movimiento de la barbilla le indicó que
mirase hacia atrás.
Ella así lo hizo y vio una hermosa yegua castaña que era conducida a las cuadras

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del señor Grout.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Es Belle Dame!
—Se han recibido instrucciones de casa de la señora Mabb para que el animal sea
vendido al señor Grout, señorita.
—¿El capitán abandona el regimiento?
—No lo sé, señorita. Pero ¿qué va a hacer un hombre bajo y grueso como el señor
Grout con una yegua semejante? Que se ande con ojo, no lo tome por un nabo y se lo
zampe.
Evidentemente, la yegua parecía tener sus propias ideas al respecto. El brillo de
desdén de sus altivos ojos castaños indicaba que comprendía que estaba descendiendo
de categoría, que alguien iba a tener que pagar por ello y que, de un momento a otro,
ella decidiría quién sería ese alguien.
—Verá, señorita —prosiguió Lucas—, lo que pasó es que, al día siguiente de irse
usted, la señora Mabb envió un mensaje al capitán en que le preguntaba si querría ser
el cuarto jugador en una partida de cartas, y yo fui con él, porque me habían dicho
que la señora Mabb tiene en su casa a muchas tías y sobrinas y otras parientes a cuál
más bonita, y yo confiaba en poder entablar amistad con alguna no lo bastante
estirada como para aceptar hablar conmigo. Pero, cuando llegamos, me hicieron
esperar en una pequeña antecámara toda de piedra, fría como una tumba y con unos
cuantos huesos en el hogar por todo mobiliario. Estuve esperando y esperando, y
luego seguí esperando y esperando un poco más. Oía la voz del capitán y risas
chillonas de mujer. Y entonces, señorita, vi que me estaban creciendo las uñas y noté
que empezaba a tener barba, y me asusté, como es natural y usted comprenderá.
Como la puerta de la casa estaba abierta, salí corriendo y no paré hasta llegar a
Kissingland, donde descubrí que había estado en el cuarto de piedra de la señora
Mabb tres días y tres noches.
—¡Santo cielo! —exclamó Venetia. Se quedó pensativa, suspiró y dijo—: En fin,
si una persona descubre que estaba equivocada al juzgar sus sentimientos o encuentra
a otra que le gusta más… Debe de ser muy hermosa, ¿no?
Lucas lanzó un gruñido despectivo, como si deseara hacer un comentario mordaz
acerca de la hermosura de la señora Mabb y sólo se lo impidiese la circunstancia de
no haberla visto nunca.
—No creo que haya punto de comparación con usted, señorita. El capitán me
había dicho más de una vez que muy pronto se casaría con usted y que todos nos
iríamos a Exeter, a vivir en una casa pequeña y blanca con jardín y rosales trepadores
rosa pálido. Y yo, señorita, un día, en la iglesia, hice el voto solemne de servirla con
honradez y fidelidad, porque siempre ha sido muy amable conmigo.
—Gracias, Lucas… —dijo Venetia y se le quebró la voz. La imagen de lo que ya
no podría ser la entristeció profundamente y se le saltaron las lágrimas. Le habría
gustado darle un poco de dinero, pero en la bolsa sólo llevaba para el pan que le había
encargado Fanny.

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—No importa, señorita —dijo Lucas—. Todos estamos sufriendo por culpa de la
señora Mabb. —Calló un momento—. Siento haberla hecho llorar, señorita.
Hondamente conmovida por tan afectuosas palabras, Venetia escapó rápidamente
hacia la panadería, donde, pensando con tristeza en el capitán Fox que abandonaba su
carrera por la señora Mabb, y en la risa estridente con que la señora Mabb lo
celebraba, se distrajo de tal manera que, cuando llegó a casa y abrió los paquetes, se
llevó una sorpresa al ver una docena de bollos de leche franceses y un pastel de
albaricoque, en lugar del pan que le había encargado Fanny.
—¿En qué estabas pensando? —exclamó su hermana, mirando con perplejidad
las compras de Venetia.
Fanny estaba consternada por el despilfarro. Los bollos de leche y el pastel la
pusieron de muy mal humor, hasta que Venetia recordó que, poco antes de morir, la
señora Whitsun le había dado unas cortinas como regalo de boda. Puesto que no
habría boda, decidió regalárselas a Fanny para darle una alegría. La tela era muy
bonita: amarillo prímula con una fina raya blanca. Al ver las cortinas, Fanny olvidó
su disgusto y, con ayuda de Venetia, se dispuso a cortarlas a la medida de la ventana
de la sala.
—Fanny —dijo su hermana mientras trabajaban—, ¿quién es la señora Mabb?
—Una mala persona, hijita —repuso blandiendo alegremente las grandes tijeras
negras.
—¿Mala en qué sentido?
Pero Fanny ignoraba hechos concretos, y de sus palabras Venetia sólo pudo
deducir que la maldad de la señora Mabb consistía principalmente en ser muy rica y
no hacer nada que no le apeteciera.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Venetia.
—¡Oh, Dios mío, no lo sé! Nunca la he visto.
—Entonces ¿hace poco que vive aquí?
—Sí, sí. Muy poco… Aunque no estoy segura. Ahora que lo pienso, me parece
que lleva aquí mucho tiempo. Hace quince años, cuando vino el señor Hawkins, ella
ya estaba, desde luego.
—¿Dónde vive?
—Lejos. Después de Knightswood.
—¿Cerca de Dunchurch?
—No, cariño, cerca de Dunchurch no. Más cerca de Piper que de cualquier otro
sitio, pero tampoco muy cerca… —Se refería a pueblos y ciudades de los alrededores
de Kissingland—. Si dejas la carretera poco antes de Piper y tomas por un sendero
lleno de maleza que baja en pronunciada pendiente, llegas a un estanque rodeado de
juncos llamado Greypool, encima del cual, sobre un pequeño montículo, se levanta
un círculo de piedras antiguas. Al otro lado, se encuentra un valle verde y, más allá,
un viejo bosque. La casa de la señora Mabb está entre las piedras y el bosque, pero
más cerca del bosque.

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—Ah —dijo Venetia.
Al día siguiente, Fanny rehusó el ofrecimiento de Venetia de ir al pueblo por el
pan, pero la envió con una cesta de verduras y un poco de sopa a visitar a una familia
pobre de Piper. Fanny adujo que equivocarse en las compras sale caro, mientras que
si su hermana, por distracción, daba la sopa a otros pobres, no se habría perdido nada.
Venetia entregó el cesto a la familia de Piper y, en el camino de regreso, al pasar
junto al hueco de un seto descubrió un sendero tortuoso que partía de la carretera y
descendía en pronunciada pendiente. Los grandes árboles que se elevaban a uno y
otro lado, sus ramas entrelazadas en lo alto, hacían que el camino se difuminara en
una penumbra cortada por algún que otro rayo de sol que iluminaba aquí unas
violetas, allá tres tallos herbosos.
No había en todo el paisaje de Inglaterra un lugar que pudiera atraer la mirada de
Venetia con más fuerza que aquel sendero verde que, según la descripción de Fanny,
conducía a la casa de la señora Mabb. Y es que todos los pensamientos de Venetia
giraban en torno a aquella casa y sus habitantes. «Quizá pueda bajar un trecho por el
sendero —pensó—. Y quizá, si no está muy lejos, pueda echar un vistazo a la casa.
Me gustaría estar segura de que él es feliz».
No se detuvo a pensar en cómo podría descubrir si el capitán era feliz o no,
mirando el exterior de una casa desconocida, pero bajó por el sendero, pasó junto al
estanque, trepó hacia las viejas piedras y siguió andando hasta un lugar rodeado por
unas colinas verdes y suavemente onduladas.
Era un sitio tranquilo y solitario. La hierba que cubría las laderas de las colinas y
el fondo del valle formaba una superficie tan compacta como una lámina de agua, y
como el agua se rizaba cabrilleando al sol, movida por la brisa. En lo alto de la colina
situada frente a Venetia se levantaba una casa de piedra gris y aspecto vetusto. Era
muy alta, parecía una torre más que una casa, y estaba rodeada de un alto muro de
piedra en el que no se veía puerta ni abertura alguna. Tampoco se veía camino que
condujera a la casa.
Si alta era la casa, más altos eran los árboles del bosque que resplandecía al sol
detrás de ella, y entonces a Venetia le pareció que, en realidad, estaba mirando una
casa muy pequeña, una casa para un ratón de campo, para una abeja o una mariposa,
una casa rodeada de hierba alta.
«No debo entretenerme —pensó—. Podría tropezarme con el capitán y la señora
Mabb. ¡Qué horror!». Dio media vuelta y empezó a andar deprisa, pero no se había
alejado mucho cuando oyó a su espalda el repicar de cascos de caballo en la hierba.
«No miraré atrás —pensó—. Si es el capitán Fox, seguro que será amable y me dejará
marchar tranquilamente».
Pero el sonido se acercaba y crecía y hasta parecía que todo un ejército se había
levantado de las silenciosas colinas verdes. Con vivo asombro, ella se volvió para ver
qué podía ser aquello.

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Venetia tenía puesto un anticuado vestido de lanilla azul. El corpiño, muy ceñido al
talle, estaba bordado con margaritas y botones de oro. La falda, no muy larga, dejaba
asomar varias enaguas de lino. Se quedó pensativa un momento. «Parece el vestido
de una vaquera o una pastora, de una campesina. ¡Qué extraño! No recuerdo haber
sido vaquera ni pastora. Debo de estar vestida para actuar en alguna comedia, y
mucho me temo que mi actuación será mala, porque no recuerdo ni mi papel ni nada
de nada».
—Ya le vuelve el color —decía la voz de Fanny con inquietud—. ¿No le parece,
señor Hawkins?
Venetia se encontró en la sala de Fanny y vio que su cuñado estaba de rodillas en
el suelo, delante del sillón que ella ocupaba, al lado de una palangana de agua
humeante y un par de viejas zapatillas de baile de seda verde. El señor Hawkins le
frotaba pies y tobillos con una toalla empapada en agua caliente. También esto era
extraño: ella nunca le había visto hacer algo semejante. Cuando terminó con los pies,
se puso a lavarle la cara, con gesto de profunda concentración.
—¡Cuidado, señor Hawkins! —le advirtió su esposa—. ¡Que no le vaya jabón a
los ojos! ¡Ay, hijita! ¡Qué espanto cuando te han traído a casa! ¡Creí que me
desmayaba, y lo mismo dice el señor Hawkins!
Que se había asustado se le veía en la cara; normalmente, Fanny tenía los ojos
hundidos y las mejillas chupadas —consecuencia de quince años de apuros de dinero
—, pero ahora estaba aún más demacrada, tenía la mirada extraviada y la nariz
afilada como una tijera.
Mirando a su hermana, Venetia se preguntó qué podía haberla puesto en
semejante estado. Entonces se miró las manos y vio con asombro que estaban
arañadas y laceradas. Al tocarse la cara, notó zonas doloridas.
Se levantó bruscamente y en un pequeño espejo colgado de la pared se vio la cara
magullada y el pelo en desorden. Lanzó un grito de horror.
Como ella no recordaba lo sucedido, Fanny tuvo que explicarle —con muchas
digresiones y exclamaciones— que un joven granjero llamado Purvis la había
encontrado vagando por un camino a dos o tres millas de Piper. Estaba desorientada y
había respondido a las solícitas preguntas del señor Purvis con extraños desvaríos
acerca de arreos con cascabeles de plata y banderas verdes que cubrían el cielo.
Purvis tardó bastante en averiguar siquiera su nombre. Tenía el vestido sucio y roto y
estaba descalza. El granjero la había llevado a su casa, a la suya propia, donde su
madre le había dado una taza de té, aquel anticuado vestido y las zapatillas de baile.
—Oh, cariño —añadió Fanny—, ¿no recuerdas nada de lo sucedido?
—No, nada. Llevé la sopa a los Pearson, como tú me pediste, y después… ¿qué
hice después? Me parece que fui a algún sitio. Pero ¿adónde? ¡Oh! ¿Por qué no me
acuerdo?
El señor Hawkins, aún arrodillado delante de ella, se llevó el índice a los labios
para pedirle que se calmara y le acarició la frente.

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—Te caíste en una zanja, cariño —explicó Fanny—, eso es todo. Lo cual es muy
desagradable y, como es natural, no quieres acordarte. —Entonces rompió en sollozos
—. Siempre has sido muy distraída, Venetia.
El señor Hawkins se llevó el índice a los labios otra vez, ahora para pedir a Fanny
que se calmara, y se las ingenió para seguir acariciando la frente de Venetia al tiempo
que daba palmaditas a la mano de Fanny.
—Fanny —dijo su hermana—. ¿Hoy había desfile?
—¿Desfile? —Apartó la mano de su marido y se sonó ruidosamente—. ¿Qué
desfile?
—Eso es lo que he hecho hoy. He visto desfilar a los soldados.
—Hoy no había desfile —dijo Fanny—. Todos los soldados están en sus
cuarteles, supongo.
—¿Qué he visto entonces? Cientos de jinetes, arneses que relucían al sol, sonido
de cascabeles…
—¡Oh, Venetia! No digas esas cosas, o el señor Hawkins y yo tendremos que
mandar a buscar al médico… y pagarle su guinea y comprar toda clase de
medicinas… —Y se enfrascó en un largo monólogo acerca de los gastos que originan
los médicos y, hablando hablando, llegó a tal estado de excitación que parecía que iba
a necesitar el médico más que su hermana.
Venetia se apresuró a asegurarle que no hacía falta el médico y prometió no
volver a hablar de desfiles. Luego subió a su habitación e hizo un más detallado
examen de su persona. No encontró más lesiones que arañazos y magulladuras. «Debí
de desmayarme —pensó—, pero es muy raro, porque nunca me había ocurrido». Y
cuando aquella noche la familia se sentó a cenar, lo cual ocurrió bastante tarde, no se
habló de la extraña aventura de Venetia. Sólo Fanny se lamentó varias veces de que
los Purvis no hubieran devuelto el vestido de su hermana.
Al día siguiente, Venetia tenía todo el cuerpo dolorido. «Estoy como si me
hubiera caído varias veces de un caballo», pensó. La sensación no era nueva. El
noviembre anterior, el capitán Fox le había enseñado a montar. Subieron a una meseta
próxima a Kissingland y el capitán la izó a la silla de Belle Dame. A sus pies, el
pueblo resplandecía con los encendidos tonos otoñales y las ventanas iluminadas por
las velas. Volutas de un humo azul intenso se elevaban de las hogueras que ardían en
los jardines del señor Grout.
«¡Oh, qué felices éramos! Lástima que Pen Harrington siempre se las ingeniara
para descubrir adonde íbamos y se empeñara en acompañarnos y reclamar la atención
del capitán, quien, siempre tan galante, tenía que prestársela. Es una pesada. Ay, pero
ahora no estoy yo mejor que ella, ni que ninguna de las otras muchachas que lo
perseguían y a las cuales ha despreciado por la señora Mabb. Lo natural sería que yo
odiara al capitán y sintiera un fraternal afecto por la pobre Pen…».
Estuvo tratando de acomodar sus sentimientos a esta idea, pero al cabo de cinco
minutos comprobó que no sentía más simpatía por Pen ni menos amor por el capitán.

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«Debe de ser porque una muchacha que lleva un vestido amarillo canario con ribetes
lavanda no puede inspirar compasión. Y es que el amarillo canario y el lavanda no
casan. Respecto a lo ocurrido ayer, lo más probable es que me desmayara en el
camino, el señor Purvis me recogiera, me subiera a su caballo y yo resbalara al suelo,
y eso explicaría los moretones y los rotos del vestido. Y ahora a él le da vergüenza
reconocerlo, lo cual es comprensible. El capitán nunca me habría dejado caer», pensó
con un suspiro.
Aquella mañana, las hermanas estaban en la cocina —Venetia desgranando
guisantes y Fanny amasando— cuando se oyó el inesperado sonido de un carruaje.
Fanny miró por la ventana y anunció:
—Son los Purvis, madre e hijo.
La señora Purvis era una mujer gruesa y jovial que, nada más ver a Venetia, lanzó
un gritito de júbilo y la abrazó cariñosamente. Olía a leche fresca, pan caliente y
tierra removida, como si hubiera pasado la mañana en la lechería, la cocina y el
huerto, y así era.
—Le sorprenderá mi efusividad, señora —dijo a Fanny—, pero si hubiera visto a
la señorita Moore cuando mi hijo la trajo a casa, pálida y temblorosa, lo
comprendería. Y sé que la señorita Moore también lo comprenderá, porque nos
hicimos muy buenas amigas cuando estuvo en mi cocina.
«¿Lo dice en serio?», pensó Venetia.
—Y mire, querida —prosiguió la señora Purvis, revolviendo en una gran bolsa de
lona—, le traigo la pastorcita de porcelana que tanto le gustó. Oh, no me dé las
gracias. Tengo media docena parecidas, ya casi ni las miro. Y aquí, señora… —dijo
dirigiéndose a Fanny respetuosamente— espárragos, fresas y seis hermosos huevos
de gansa. Convendrá conmigo en que no es de extrañar que estas jóvenes se nos
desmayen tan fácilmente con lo delgadas que están.
A Fanny siempre le habían gustado las visitas, y la señora Purvis era precisamente
la clase de persona que más grata le resultaba: desbordante de inofensiva cháchara y
respetuosa para con Fanny, como corresponde a la viuda de un granjero con la esposa
de un clérigo. Tan complacida estaba que ofreció una galletita a cada uno de los
Purvis.
—Teníamos una botella de un excelente madeira —dijo—, pero me parece que ya
no queda, lo siento. —Lo cual era verdad: su marido lo había terminado en Navidad,
ocho años atrás.
Refiriéndose al anticuado vestido, la señora Purvis dijo:
—Era de mi hermana, señorita Moore. Tendría su misma edad cuando murió y era
casi tan bonita como usted. Puede quedarse con él, aunque supongo que a ustedes las
jóvenes les gusta ir siempre a la moda.
Cuando la visita ya terminaba, la señora Purvis hizo señas a su hijo para que
dijera algo. Ruborizado, él manifestó su placer de ver tan recuperada a la señorita
Moore y su esperanza de que ni a ella ni a la señora Hawkins les pareciera mal que

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volviese a visitarlas dentro de uno o dos días. El sonrojo de aquel pobre muchacho
indicaba que no era Venetia la única lastimada a consecuencia de las aventuras de la
víspera: también su salvador había resultado herido, pero en el corazón.
Cuando madre e hijo se fueron, Fanny dijo:
—Parece una excelente mujer. Pero es lástima que no haya traído tu vestido.
Varias veces he estado a punto de preguntarle por él, pero cuando yo abría la boca,
ella se ponía a hablar de otra cosa. No comprendo por qué ha de querer quedárselo.
Quizá piense venderlo. Sólo tenemos su palabra de que está estropeado.
Fanny tenía un sinfín de gratuitas especulaciones de este tipo, pero apenas había
empezado a comentarlas cuando descubrió que había olvidado el costurero en su
habitación y envió a Venetia a buscarlo.
La señora Purvis y su hijo aún se encontraban en el sendero, bajo la ventana del
dormitorio de Fanny, disponiéndose a emprender el regreso. Venetia vio a John
Purvis sacar un gran cubo de madera de la parte trasera del vetusto calesín y ponerlo
en el suelo, boca abajo, a modo de escalón, para que su madre subiera al pescante. Y
oyó decir a la señora Purvis:
—Ya estoy más tranquila, después de verla tan recuperada. Es una suerte que no
recuerde nada de lo ocurrido.
El joven contestó algo, pero aún estaba de espaldas y Venetia no logró distinguir
sus palabras. Su madre respondió:
—Eran soldados, John, no tengas dudas. Esos cortes del vestido fueron hechos
con espadas y sables. Los Hawkins se hubieran horrorizado, como me horroricé yo, al
ver cómo tenía la ropa cuando la encontraste: hecha jirones. Yo pienso que el capitán
Fox, ese del que ya te hablé, debió de enviar a varios hombres a darle un susto para
que se fuera. A pesar de la crueldad con que la ha tratado, quizá ella aún le quiera.
Con un carácter tan dulce como el suyo, es lo más seguro…
—¡Dios mío! —susurró Venetia, estupefacta.
Al principio, el horror que aquellas palabras debían provocarle quedó
empequeñecido por la indignación que sintió por cuenta del capitán: «Esa señora fue
muy amable al acogerme en su casa, pero es una estúpida por inventar esas mentiras
acerca del capitán Fox, un hombre honorable, incapaz de hacer daño a nadie, a no ser,
naturalmente, en el cumplimiento de sus deberes militares». Pero entonces, al
imaginar el lamentable estado de su vestido, la consternación causada por las palabras
de la señora Purvis se acentuó hasta convertirse en terror. «¿Qué pudo haberme
sucedido?», se preguntó.
Pero no encontró respuesta.
Al día siguiente, después de la cena, sintió el deseo de respirar aire puro y dijo a
Fanny que salía a dar un paseo. Bajó por el camino de la iglesia y torció por la plaza
Blewitt. Al levantar la mirada, vio algo detrás de la tapia del huerto del señor Grout,
algo espantoso. El terror hizo que se le doblaran las rodillas y se cayó al suelo.
—¡Señorita! ¡Señorita! ¿Qué le pasa? —gritó una voz. Apareció el señor Grout,

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acompañado de la señora Baines, el ama de llaves. Se quedaron horrorizados de
hallar a Venetia arrastrándose por el suelo, y no menos horrorizada estaba ella de
haber sido hallada—. ¿Se puede saber qué le pasa, señorita?
—Me ha parecido que venía hacia mí un extraño cortejo —dijo Venetia—, pero
ahora veo que lo que tomé por banderas verdes ondeando al viento eran sólo las
copas de unos abedules.
El señor Grout parecía atónito.
La señora Baines dijo:
—No importa, querida, sea lo que fuere, una copita de marsala lo remediará.
Y por más que Venetia les aseguró que estaba bien y que seguramente al cabo de
un momento dejaría de temblar, ellos la hicieron entrar en la casa, la sentaron al lado
de la chimenea y le dieron el marsala.
El señor Grout era un abogado que se había instalado hacía muchos años en
Kissingland, donde vivía plácida y económicamente. Era un hombre afable que
gozaba del general aprecio hasta que, repentinamente, se enriqueció y compró dos
granjas en la parroquia de Knightswood. Ello había sucedido hacía poco tiempo, pero
Grout ya había adquirido fama de propietario injusto que explotaba a sus
arrendatarios aumentándoles el alquiler a su capricho.
—¿No le apetece comer algo? —ofreció a Venetia—. La excelente señora Baines
ha estado haciendo pasteles y mucho me equivoco o huelo a tarta de manzana.
—No quiero nada, gracias, caballero —repuso Venetia y, sin saber qué más decir,
añadió—: Me parece que no había estado en esta casa desde que era niña.
—¿Sí? —dijo el abogado—. En tal caso, observará usted muchas mejoras,
señorita. Es curioso, pero no todo el mundo sirve para tener dinero. Hay personas a
las que la mera idea de disponer de una gran fortuna les produce desasosiego. No es
mi caso, pues yo soy capaz de acomodarme a la riqueza con ecuanimidad. El dinero,
amiga mía, hace mucho más que procurar comodidades materiales; él nos libra de
preocupaciones, imprime firmeza y energía en nuestros actos y nos da seguridad. Lo
pone a uno en paz consigo mismo y con el mundo. Cuando yo era pobre daba lástima
verme.
En efecto, parecía que el dinero había obrado extraños cambios en el señor Grout:
su chepa de abogado había desaparecido de la noche a la mañana, lo mismo que las
arrugas de su cara; su plateado pelo brillaba de tal modo que, con según qué luz,
parecía una aureola y sus ojos y su rostro tenían un fulgor un poco inquietante. Era
evidente que él se ufanaba de estas nuevas cualidades, y sonreía a Venetia como si la
invitara a enamorarse de él en el acto.
—Estoy segura de que nadie merece la buena fortuna más que usted, caballero —
dijo ella—. Sin duda hizo atinadas inversiones.
—Nada de eso. Mi buena fortuna procede de una única y noble fuente, una gran
señora que me nombró su administrador, funciones por las que he sido
espléndidamente remunerado. Se trata de la señora Mabb.

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—¡Oh! —exclamó Venetia—. Es una persona a la que mucho me gustaría ver.
—No me cabe duda, señorita —dijo Grout, echándose a reír afablemente—,
porque tiene consigo a su amado, el valiente capitán Fox, ¿no es verdad? Vamos, no
disimule; como puede ver, estoy bien enterado. No es una deshonra ser derrotada por
una rival como la señora Mabb. Ella es una perla que está por encima de toda
ponderación. El más leve gesto de su mano es un deleite para el alma. Su sonrisa es
un rayo de sol… ¡No, mejor que un rayo de sol! Uno se resignaría con agrado a vivir
en una perpetua oscuridad sólo por una sonrisa de la señora Mabb. ¡Ah, señorita!
¡Qué curva la de su cuello! ¡Y qué cejas! ¡Y qué hermosura, hasta la más pequeña de
sus uñas! ¡La perfección en todo!
Venetia suspiró.
—Bien —dijo y, no sabiendo qué añadir, volvió a suspirar.
—En su juventud, según tengo entendido —prosiguió el letrado—, se ocupaba de
la administración de sus bienes y de los asuntos de sus familiares y demás personas
dependientes de ella, que son numerosas y todas viven en su casa, pero, al fin, la
insensatez del mundo empezó a cansarla y desde hace muchos años lleva una vida
muy retirada. Se queda en su casa, dedicada a las labores de aguja. Yo he tenido el
privilegio de admirar yardas y más yardas de bordados salidos de manos de la señora
Mabb. Y todas las primas y tías solteras y otras féminas de inferior categoría a las que
magnánimamente tiene consigo, también bordan mucho, porque la señora Mabb no
tolera la ociosidad.
—Vive cerca de Piper, ¿verdad? —dijo Venetia.
—¡Piper! —exclamó Grout—. ¿De dónde ha sacado esa idea? La casa de la
señora Mabb no está ni la mitad de lejos, y en otra dirección. Se llega por un camino
que cruza el cementerio y continúa más allá del arco cubierto de hiedra. El camino,
que está alfombrado de perifollo silvestre y dedalera, discurre junto a un estanque
lleno de juncos y asciende por una pequeña colina verde. Al llegar a la cima, el
visitante tiene que trepar por un hueco de una vieja pared de piedra, y ya está en el
jardín de la señora Mabb.
—¡Oh, qué extraño! Me habían dicho que vivía cerca de Piper. Pero tendrá que
perdonarme, caballero, porque he prometido a mi hermana que no tardaría en volver
y se inquietará si me retraso.
—¡Pero si apenas hemos empezado a conocernos! Amiga mía, confío en que no
sea usted una de esas damiselas remilgadas que temen estar a solas con un viejo
amigo. Al fin y al cabo, un viejo amigo soy, aunque parezca joven.
En el camino de la iglesia, Venetia se encaramó a la tapia del cementerio para
mirar. «¡Conque éste es el camino que conduce a la casa de la señora Mabb, y ahí está
el arco cubierto de hiedra!». No recordaba haber visto antes ninguno de los dos. «En
fin, no creo que haya mal alguno en acercarme despacito a echar un vistazo».
Y olvidando que había dicho al señor Grout que Fanny se preocuparía si tardaba
en regresar, se introdujo en el cementerio, cruzó bajo el arco cubierto de hiedra, pasó

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junto al estanque, subió la colina y llegó a la vieja pared de piedra.
«Es muy extraño que la finca de tan gran señora no tenga otra entrada que un
agujero en el muro», pensó. No obstante, entró.
Árboles viejos de porte majestuoso se elevaban en una gran explanada cubierta
por un césped de terciopelo. Los árboles habían sido recortados en forma de esfera y
eran más altos que la torre de la iglesia de Kissingland, cada uno un misterio en sí, y
a cada uno el sol del atardecer le daba una sombra larga, tan misteriosa como el
mismo árbol. Arriba, muy arriba, pendía del cielo una luna pequeña, como un
espectro de sí misma.
«¡Oh, qué soledad y qué silencio! Está claro que no debí venir, porque nunca
había estado en un sitio tan reservado. De un momento a otro sonarán cascabeles de
plata y un redoble de cascos de caballo, ¡estoy segura! Pero la casa no la veo».
Algo había, sí: a un extremo de la explanada se elevaba una torre redonda de
vetusta piedra gris, con almenas y tres ventanas estrechas, como oscuras rendijas en
lo alto. Era una torre altísima, pero aún la superaba un monstruoso seto de pálidas
rosas que había detrás, y entonces ella tuvo la impresión de que en realidad la torre
era minúscula, como para una hormiga, una abeja o un pájaro.
«Ha de ser ese seto monstruoso lo que confunde. Sin duda es un pabellón. Me
gustaría saber cómo se entra, porque no veo puerta. Oh, alguien está tocando una
gaita. Pero aquí no hay nadie. Y ahora un tambor. Qué raro que no vea a quien toca.
Me gustaría saber si… Dos pasos adelante, reverencia y media vuelta…».
Las palabras llegaron a su cabeza no sabía cómo, y tampoco supo cómo llegaban
los pasos a sus pies. Se puso a bailar y no le sorprendió lo más mínimo que, en el
momento preciso, alguien tomara la mano que ella tendía.

Alguien lloraba suavemente y, como la otra vez, el señor Hawkins estaba arrodillado
delante del sillón, frotando los pies de Venetia.
«Pero nunca quedarán limpios si los lava con sangre», pensó ella.
El agua de la palangana era roja.
—¿Fanny? —dijo Venetia.
Cesó el llanto y un leve sonido, como de hipo, le indicó que su hermana estaba
cerca.
—¿Ya es de noche, Fanny?
—Es de madrugada.
—¡Oh!
Las cortinas de la sala estaban abiertas, pero a la luz pálida del amanecer habían
perdido su color amarillo prímula. Y al otro lado de la ventana, todo —el huerto de
Fanny, el granero de Robin Tolliday, el campo de John Harker, el cielo de Dios, las
nubes de Inglaterra—, todo podía verse con perfecta claridad, pero todo había
perdido su color, como si estuviera hecho de agua. Fanny empezó a llorar otra vez.

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«Quizá le duela algo —pensó Venetia—, porque en algún sitio hay dolor».
—¿Fanny?
—¿Sí, cielo?
—Estoy muy cansada, Fanny.
Entonces su hermana dijo algo que Venetia no oyó. Volvió la cabeza y, cuando
abrió los ojos, se encontró en la cama. Fanny estaba sentada en el sillón de mimbre,
remendando una camisa del señor Hawkins, y las cortinas estaban cerradas a un sol
resplandeciente.
—¡Oh, Venetia! —suspiró Fanny, meneando la cabeza con desconsuelo—. ¿Se
puede saber dónde has estado y qué has hecho?
No era la clase de pregunta que exige respuesta, pero Venetia trató de responder.
—Recuerdo haber bebido una copa de vino en casa del señor Grout, pero le dije
claramente que tenía que venir a casa, porque sabía que tú estabas esperándome. ¿No
vine a casa, Fanny?
—No, Venetia. No viniste a casa. —Y le contó que ella, el señor Hawkins y los
vecinos habían estado toda la noche buscándola y que, poco antes del amanecer, John
Harker y George Buttery, al mirar en el cementerio, habían visto la pálida forma de su
vestido moverse en la oscuridad. Ella estaba al pie del gran tejo girando y girando
con los brazos extendidos. Habían tenido que sujetarla entre los dos para que parase.
—Y van dos pares de zapatos —suspiró Fanny—. Uno perdido y el otro
destrozado. Oh, Venetia, ¿en qué estabas pensando?
Venetia debió de quedarse dormida otra vez, porque cuando despertó ya era casi
de noche. Abajo sonaba ruido de platos. Fanny preparaba la cena y, mientras iba de la
cocina a la sala, decía al señor Hawkins:
—… pero, llegado el caso, nada de manicomio. No soportaría enviarla a uno de
esos espantosos lugares donde maltratan a la gente. ¡Ni pensarlo! Se lo advierto,
señor Hawkins, eso lo prohíbo…
«Como si él fuera a proponer tal cosa —pensó Venetia—. Con lo bueno que es
conmigo».
—… y supongo que no será más cara de mantener una loca que una cuerda,
aparte las medicinas y las sillas de contención.
A la mañana siguiente, mientras los tres estaban sentados a la mesa del desayuno,
sonaron fuertes golpes en la puerta. Fanny fue a abrir y al momento volvió con el
señor Grout, quien, prescindiendo de disculpas y explicaciones, se dirigió a Venetia
en tono de reproche:
—¡Señorita! La señora Mabb me envía a decirle que no piensa permitir que siga
usted merodeando por los alrededores de su casa.
—¡Ja! —exclamó Venetia con tanta fuerza que Fanny dio un respingo.
—Los familiares y los criados de la señora Mabb están muy alarmados por su
extraño comportamiento —prosiguió el abogado, mirando con severidad el rostro
jubiloso de la joven—. Por culpa de usted, los ancianos tíos de la señora sufren

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pesadillas, los niños tienen miedo de irse a la cama y las criadas rompen la vajilla.
¡Dice la señora Mabb que no queda en la casa ni un solo servicio completo! Que la
mantequilla no cuaja en las mantequeras porque usted ha echado mal de ojo a las
vacas… Señorita Moore, ¿quiere dejar de atormentar a esta señora?
—Que ella me devuelva al capitán Fox, y entonces no volverá a saber de mí.
—¡Oh, Venetia! —exclamó Fanny.
—¡Señorita! —exclamó Grout—. El capitán ama a la señora Mabb. Creo haberle
dicho ya que la señora Mabb es tan hermosa como la flor del manzano. Una mirada
de sus ojos…
—¡Sí, sí, lo sé! —saltó Venetia con impaciencia—. ¡Todo eso ya me lo dijo usted!
¡Pero son bobadas! El capitán Fox me ama a mí. De lo contrario me lo habría dicho o,
por lo menos, me habría escrito una carta. Pero ni lo he visto ni he sabido de él desde
que regresé de Manchester. Y no me diga que la señora Mabb le ha prohibido venir ni
cualquier otro embuste. El capitán Fox no es hombre que se deje distraer de sus
obligaciones. No; eso es otra de las tretas que gasta la señora Mabb.
—¡Señorita! —exclamó Grout, consternado—. ¡Una joven insignificante no debe
permitirse vituperar a personas dignas de la mayor consideración!
—¡Señor Grout! —le advirtió Fanny, sin poder seguir callada un segundo más—.
¡Modere su lenguaje! ¡No hable en ese tono a mi hermana! ¿No ve que está enferma?
Huelga decir que lamento sinceramente las molestias que hayan podido causar a la
señora Mabb los paseos de Venetia, aunque me parece que exagera usted. Sólo debo
señalar, en defensa de Venetia, que todas esas vacas y esos tíos deben de ser criaturas
muy nerviosas para que la mirada de una pobre muchacha enferma los haya
trastornado. Pero verá lo que voy a hacer: para impedir que Venetia vaya por ahí
molestando a los vecinos, le esconderé las zapatillas verdes que le regalaron los
Purvis y que son el único calzado que posee. Así, si no las encuentra, tendrá que
quedarse en casa —terminó Fanny triunfalmente.
Grout miró a Venetia con la esperanza de que se diera por vencida.
Pero ella se limitó a decir afablemente:
—Ya tiene usted mi respuesta, caballero, y le aconsejo que la transmita cuanto
antes. Imagino que la señora Mabb no es persona tolerante con las dilaciones.
Los dos días siguientes, Venetia esperó en vano la oportunidad de ir en busca de
la señora Mabb, pero Fanny no la dejaba sola y tampoco respondía a sus preguntas
acerca de su rival. Al tercer día, Fanny tuvo que salir después de la cena a llevar té de
saúco, cordial de menta y otros remedios a la criada de John Harker, que tenía un
fuerte resfriado. Al parecer, entre las cosas que Fanny llevaba en el cesto mientras se
alejaba por el camino de la iglesia debían de estar las zapatillas de baile de seda
verde, porque, por más que las buscó, Venetia no pudo encontrarlas.
Así pues, se envolvió los pies en unos trapos y salió a pesar de todo.
A una luz dorada, junto a lo que los habitantes de Kissingland llamaban río y
otras personas menos parciales probablemente denominarían arroyo, en un prado de

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un verde tierno, entre frutales en flor, jugaban unos niños. Un chico que tocaba un
silbato de hojalata era el duque de Wellington, otro que aporreaba un tambor era todo
el ejército británico, y cuatro niñas vestidas de muselina de tonos pastel con manchas
de hierba representaban con vehemencia la fiereza inexorable de Napoleón y sus
generales.
Al llegar al prado, camino de la casa de su rival, Venetia ya tenía ampollas en los
pies y decidió bañarlos en el arroyo. Cuando se acercaba al agua, los dos niños
empezaron a interpretar una triste melodía con el silbato y el tambor.
Al instante se apoderó de Venetia un pánico que le nublaba la vista y le impedía
discernir. Cuando volvió en sí, vio que oprimía la mano de una sorprendida niña de
ocho o nueve años.
—Oh, perdona, esa música me ha asustado —dijo y, como la niña siguió
mirándola con extrañeza, agregó—: Antes la música me gustaba mucho, pero ya no.
Siempre que oigo la gaita y el tambor me parece que voy a tener que bailar para
siempre, sin parar. ¿A ti nunca te ha ocurrido?
Las niñas parecían atónitas y no contestaron. Se llamaban Hebe, Marjory, Joan y
Nan, pero Venetia no tenía ni la menor idea de quién era quién. Se bañó los pies y se
tumbó a descansar en la hierba, porque aún estaba muy débil. Oyó cómo Hebe,
Marjory, Joan y Nan decían a los chicos que la señorita Moore, como era bien sabido,
se había vuelto loca de amor por el apuesto capitán Fox.
Las niñas habían recogido margaritas, y formulaban deseos mientras las
deshojaban. Una deseaba una carroza azul celeste con lunares de plata, otra quería ver
a un delfín en el río de Kissingland; otra, casarse con el arzobispo de Canterbury y
llevar una diadema de brillantes (a lo que decía que tendría derecho como esposa del
arzobispo, aunque las otras lo dudaban); y la última, que hubiera empanadas de carne
para cenar.
—Busco la casa de la señora Mabb —dijo Venetia.
Hubo un momento de silencio, y Hebe, Marjory, Joan o Nan dijo con desdén que
todo el mundo sabía dónde estaba.
—Al parecer, lo sabe todo el mundo menos yo —repuso Venetia al cielo azul y
las nubes blancas que por él navegaban.
—La señora Mabb vive al fondo del huerto de Billy Little —dijo otra de las
niñas.
—Detrás de un montón de hojas de col —agregó una tercera.
—Me parece que no hablamos de la misma persona —dijo Venetia—, porque me
han dicho que la señora Mabb es una dama muy distinguida.
—Sí que lo es —dijo la primera niña—. Es la dama más distinguida que ha
existido. Tiene cochero…
—… lacayo…
—… maestro de baile…
—… y cien damas de honor…

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—… y una de esas damas tiene que comerse lo más soso de la cena, para que a la
señora Mabb le quede sólo el cerdo asado, el pastel de ciruelas y la mermelada de
fresa…
—Comprendo —dijo Venetia.
—… y viven todos juntos al fondo del huerto de Billy Little.
—¿No lo encuentran un poco incómodo? —preguntó Venetia incorporándose.
Pero a Hebe, Marjory, Joan y Nan no les parecía que vivir al fondo del jardín de
Billy Little pudiera ser incómodo. Y ampliaron su información diciendo que la señora
Mabb tomaba el café del desayuno en el dedal de una bellota, que su chambelán era
un tordo y su cochero un mirlo, y que ella tenía el tamaño de un pimentero.
—Vaya —dijo Venetia—. Es muy extraño lo que me decís, pero no más que
muchas cosas que me han ocurrido últimamente. Es más, me parece que concuerda
con ellas, y por eso vosotras podréis hacerme el favor de decirme dónde se encuentra
esa casa tan curiosa.
—¡Oh! —exclamó una niña, asustada y tapándose la boca con la mano.
—Vale más que no vayas —aconsejó otra amablemente.
—Podría convertirte en mantequilla —dijo una tercera.
—Que se puede derretir —observó la cuarta.
—O en un pastel.
—Que se puede comer.
—O en un dibujo hecho en un papel blanco.
—Al que se puede prender fuego sin querer.
Pero Venetia insistió en que la llevaran a casa de la señora Mabb inmediatamente,
y al fin ellas accedieron.
Billy Little era un granjero viejo y de mal genio que vivía en una casita ruinosa de
Shilling Lane. Tenía declarada la guerra a todos los niños de Kissingland y todos los
niños de Kissingland le tenían declarada la guerra a él. El huerto estaba detrás de la
casa, y Venetia y Hebe, Marjory, Joan y Nan tuvieron que agacharse al pasar por
debajo de su ventana, que no tenía cortinas.
Alguien estaba de pie en el alféizar. Llevaba un vestido de colores vivos y tenía
cara de pocos amigos.
—¡Por fin te encuentro! —dijo Venetia. Se puso de pie y se dirigió a la figura con
estas palabras—: ¡Veamos, señora! Me gustaría hacerle una o dos preguntas…
—¿Qué haces? —siseó Hebe, Marjory, Joan o Nan, y obligó a Venetia a
agacharse tirándole del vestido.
—¿Es que no la veis? La señora Mabb está ahí, en el alféizar, encima de nosotras.
—¡No es la señora Mabb! —susurró Hebe, Marjory, Joan o Nan—. Son sólo
Betsy y Toby, las jarras de cerveza de Billy Little.
Venetia levantó la cabeza y entonces vio al marido de loza de la mujer de loza.
Eran jarras, sí, porque tanto ella como él tenían un asa en la espalda.
—¡Vaya, está bien! —refunfuñó Venetia. «De todos modos, me gustaría hacerla

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caer del alféizar, porque con la señora Mabb nunca se sabe».
Al otro lado del montón de hojas de col y otras sustancias oscuras y putrefactas,
el sendero rodeaba una oscura charca y subía una empinada cuesta. En lo alto había
una explanada de suave hierba en cuyo extremo se habían apilado una docena de
losas y piedras altas. Quizá estaban destinadas a una colmena o quizá, simplemente,
eran restos de una vieja pared. Detrás crecían flores altas: reinas de los prados,
perifollo silvestre y ranúnculos, por lo que era fácil imaginar que estabas viendo una
torre situada en el linde de un bosque.
—Esto sí que es extraño —dijo Venetia—. Estoy segura de haber visto antes este
sitio.
—¡Ahí está ella! —gritó una de las niñas.
Venetia se volvió y le pareció ver un temblor en el aire. «Una mariposa», pensó.
Se acercó, y la sombra de su vestido cayó sobre las piedras. Las envolvía una
penumbra fría y húmeda que el sol no tenía fuerza para disipar. Ella extendió las
manos para abrir la casa de la señora Mabb, pero al instante algo —o alguien— verde
pálido salió volando por una rendija de las piedras y se elevó al sol… y luego otro y
otro, y otros más, muchos más, hasta que el aire parecía haberse llenado de gente y
tenía un centelleo extraño que Venetia asoció al reflejo del sol en un millar de
espadas. Se movían con tanta celeridad que era imposible seguir con la mirada a
ninguno de ellos por más de un instante, pero a Venetia le parecía que se precipitaban
sobre ella como soldados que hubieran planeado una emboscada.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Oh, malvados! ¡Malvados!
Y los atrapaba en el aire resplandeciente y los aplastaba con las manos.
Entonces le pareció que bailaban y que los pasos de su danza eran los más
complicados que se hubieran inventado y que estaban ideados para hacerla
enloquecer, por lo que ella gozaba lanzándolos al suelo y pisoteando sus ropajes
verde pálido. Pero, aunque estaba segura de que muchos morían y otros huían
maltrechos, su número no parecía disminuir. Poco a poco, el ímpetu de su furor fue
agotándola y comprendió que iba a caer al suelo. En aquel momento, al levantar la
mirada, vio más allá de la refriega la cara pálida y en forma de corazón de una niña, a
la que Venetia oyó decir con tono de sorpresa:
—Son sólo mariposas, señorita Moore.
«¿Mariposas?», pensó ella.

—Eran sólo mariposas, cielo —dijo Fanny acariciándole la mejilla.


Venetia estaba en su habitación, acostada en su cama.
—Una nube de mariposas verde pálido —explicó Fanny—. Hebe, Marjory, Joan
y Nan dijeron que gritabas a las mariposas, las cazabas al vuelo y las aplastabas con
las manos, hasta que caíste desmayada. —Suspiró—. Pero imagino que no recordarás
nada de eso.

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—¡Sí que lo recuerdo, perfectamente! —exclamó Venetia—. Hebe, Marjory, Joan
y Nan me llevaron a casa de la señora Mabb que, como ya debes de saber, está en el
fondo del huerto de Billy Little, y dentro estaba el capitán Fox, o eso creo. Y si la
señora Mabb no hubiera soltado las mariposas para impedírmelo, yo lo habría sacado
de allí y…
—¡Oh, Venetia! —repuso Fanny, exasperada.
Venetia abrió la mano y vio residuos verde pálido de algo que parecía papel pero
era mucho más fino y quebradizo: los restos de dos o tres mariposas.
—Ya la tengo, señora Mabb —susurró.
Tomó un trozo de papel y envolvió las mariposas rotas. Encima escribió: «Para la
señora Mabb». No tuvo que hablar mucho para convencer al señor Hawkins (que la
quería y estaba muy preocupado por ella en aquellos momentos) de que entregara el
paquetito al señor Grout.
A la mañana siguiente, Venetia esperaba ilusionada el regreso del capitán Fox. En
vista de que él no aparecía, decidió salir en su busca una vez más, cosa que tanto
Fanny como el señor Hawkins habían previsto, porque ella había escondido las
zapatillas de baile de Venetia en una abandonada madriguera de conejo en el jardín,
pero él las había sacado media hora después y dejado encima de la cama de Venetia,
donde ella las encontró a las tres, junto con una página arrancada del cuaderno de
notas del señor Hawkins en la que estaba dibujado un mapa de Kissingland y bosques
de alrededor… y, en lo más hondo de éstos, la casa de la señora Mabb.
El señor Hawkins se encontraba abajo, en la cocina, dando betún a las botas de
Fanny, y —cosa rara— lo hacía muy mal, por lo que su esposa estaba riñéndole y no
oyó a Venetia salir de casa y alejarse por el sendero.
El mapa indicaba que la casa de la señora Mabb estaba mucho más lejos de lo que
Venetia había llegado hasta entonces. Al cabo de una hora de camino, cuando se
encontraba todavía a bastante distancia de la casa, llegó a un claro rodeado de
grandes robles, hayas, saúcos y otros bellos árboles ingleses. De pronto, en el
extremo más alejado del claro, se levantó ante el soleado bosque una nube de insectos
y apareció un hombre. Imposible decir si había salido del bosque o de la nube de
insectos. Tenía cabello castaño rojizo y llevaba la guerrera azul y las polainas blancas
del regimiento del general.
—¡Venetia! —exclamó al verla—. ¡Creí que te habías ido a Manchester!
—Y me fui, mi querido, querido capitán Fox —dijo la joven, corriendo jubilosa
hacia él—. Ya he vuelto.
—Es imposible —repuso el capitán—. Porque nos despedimos ayer y te di la
cadena del reloj como recuerdo.
Estuvieron discutiendo un rato, y Venetia repitió varias veces que habían
transcurrido casi cuatro meses desde que se habían despedido, y el capitán insistía en
que no era así. «Qué extraño —pensaba Venetia—. ¡Yo recordaba todas sus buenas
cualidades, y aún las tiene, pero había olvidado por completo lo pesado que es!».

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—En fin, amor mío —dijo ella—. Sin duda tienes razón, como siempre, pero
¿podrías explicarme cómo es que los árboles de este bosque están ahora cargados de
hojas, capullos y flores? Cuando me fui estaban desnudos. ¿Y de dónde han salido
todas estas rosas? ¿Y esta hierba tan tierna y fragante?
El capitán Fox cruzó los brazos y miró los árboles con ceño.
—Eso no puedo explicarlo —dijo al fin—. Pero, Venetia —añadió con más
animación—, nunca adivinarás dónde he estado. ¡En casa de la señora Mabb! Me
invitó a participar en una partida de casino, pero cuando llegué a su casa, ella no
hacía más que hablarme de amor y de bobadas. Yo lo soporté lo mejor que pude, pero
confieso que puso a prueba mi paciencia. Es una mujer muy rara, Venetia. Apenas
hay muebles en su casa; sólo un sillón, en el que se sienta ella y todos los demás
tienen que permanecer de pie, apoyados contra la pared. Y la casa es muy extraña.
Cruzas una puerta, quizá con intención de ir a la cocina a buscar una taza o a la
biblioteca a buscar un libro, y te encuentras en un bosquecillo o en un maldito
páramo, o empapado por las olas de un mar turbulento. ¡Ah! Y alguien, no sé quién,
vino a la casa varias veces. Y todos los parientes y criados se alborotaban, porque era
una persona a la que la señora Mabb no quería ver en modo alguno. Y todos hacían
cuanto podían por librarse de la importuna visita. ¡Y menudo desbarajuste armaban!
La tercera vez murieron varios. Dos cuerpos ensangrentados fueron llevados a la casa
no hace ni una hora, envueltos en papel, lo cual me pareció extraño, con la
inscripción «Para la señora Mabb». La señora Mabb palideció al verlos y entonces
dijo que no merecía la pena porfiar, que el juego no valía la vela y que, aunque
detestaba ceder ante nadie, no podía consentir que más espíritus nobles fueran
sacrificados por la causa. Yo me alegré de oírselo decir, porque imagino que puede
ser muy obstinada. Poco después, me preguntó si deseaba marcharme.
—¿Y qué hacías tú, amor mío, mientras los criados de la señora Mabb echaban a
esa molesta visita?
—Oh, dormitaba en el saloncito y les dejaba alborotar. Un soldado, Venetia, como
creo haberte dicho ya, debe poder dormir en cualquier sitio. Pero ya ves lo que
ocurre: si el cabeza de una casa se deja llevar por la pasión en vez de la razón, como
en este caso, la anarquía y la indisciplina cunden entre los subordinados. Así ocurre
en el ejército…
Y mientras el capitán Fox se explayaba hablando de los varios generales a los que
había conocido y sus respectivos méritos y deméritos, Venetia lo tomó del brazo y lo
condujo camino de Kissingland.
Anduvieron un rato sin dejar de hablar porque tenían muchas cosas que contarse,
y el crepúsculo trajo una lluvia perfumada y los pájaros cantaban por doquier.
Delante de ellos aparecieron dos luces que en un primer momento alarmaron a
Venetia, pero enseguida vio que eran faroles, simples faroles de lo más corriente, y
entonces uno de los faroles se elevó, iluminando la delgada cara de Fanny.
—¡Oh, señor Hawkins! —gritó ella con alegría—. ¡Venetia está aquí! ¡La he

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Este relato se sitúa en el mundo creado por Neil Gaiman y Charles Vess en Stardust.
Trata de Wall (muro), un pueblo de Inglaterra donde existe realmente un muro que
divide nuestro mundo de Tierra de Duendes. Si consigues burlar a los robustos
vecinos del pueblo que guardan la brecha del muro armados de trancas, puedes
cruzar. Pero, francamente, más te valdrá no hacerlo.

Los vecinos del pueblo de Wall, en el condado de ___, son conocidos por su espíritu
de independencia. No acostumbran inclinarse ante los grandes hombres. No los
impresionan los títulos nobiliarios y detestan toda muestra de orgullo y altivez.
En 1819, el hombre más orgulloso de Inglaterra era sin duda el duque de
Wellington. Lo cual no es de extrañar, ya que se comprende que el hombre que ha
derrotado en dos ocasiones a los ejércitos de Napoleón Bonaparte, el malvado
emperador de Francia, sea un engreído.
A últimos de septiembre de aquel año, el duque se hospedó una noche en la
posada La Séptima Urraca de Wall y, aunque fue una sola noche, duque y pueblo
acabaron enemistados. Todo empezó con un espontáneo desagrado de cada parte ante
la altanería de la otra, que no tardó en manifestarse en un incidente a propósito de las
tijeras de labor de la señora Pumphrey.
La visita del duque tuvo lugar estando el señor Bromios ausente de Wall. Había
ido no se sabe adónde a comprar vino, como hacía de vez en cuando. Algunos decían
que a su regreso de aquellas expediciones olía un poco a mar; y otros, que más
parecía oler a anís. El señor Bromios había dejado La Séptima Urraca al cuidado de
los Pumphrey.
La señora Pumphrey envió a su marido a buscar las tijeras que había dejado en la
sala de arriba, donde estaba cenando el duque, el cual no dejó entrar al señor
Pumphrey porque no quería ser molestado mientras comía. Por ello, cuando la señora
Pumphrey subió con el asado, dejó la fuente en la mesa con un golpe seco y lanzó al
duque una mirada que mostraba claramente lo que pensaba de él. El duque, molesto,
escondió las tijeras en el bolsillo de sus pantalones (aunque pensando devolvérselas
por la mañana al marcharse).
Aquella noche llegó a la posada un cura pobre llamado Duzamour. En un
principio, el posadero le dijo que no había habitación, pero, al ver que Duzamour
traía caballo, rectificó, porque creía haber visto la manera de vengarse del duque.
Dijo a John Cockcroft, el mozo de cuadra, que sacara al noble corcel zaino del duque
del cálido y acogedor establo y pusiera en su lugar a la vieja yegua gris del señor
Duzamour.
—¿Y qué hago con el caballo del duque? —preguntó John.
—Oh —dijo con malicia—, al otro lado del camino hay un prado muy hermoso
donde no pace ni una triste cabra. Llévalo allí.
A la mañana siguiente, el duque, al levantarse y mirar por la ventana, vio a

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Copenhagen, su caballo favorito, paciendo plácidamente en un gran prado. Después
del desayuno se encaminó hacia el prado con intención de dar a su montura un trozo
de pan. Por alguna razón, a cada lado de la entrada del prado había un hombre con
una estaca. Uno de los hombres habló al duque, pero éste no prestó atención a lo que
le decía aquel sujeto (era algo sobre un toro) porque en ese momento vio a
Copenhagen meterse entre unos árboles del otro lado del prado y desaparecer. El
duque miró en derredor y advirtió que uno de los hombres había levantado la estaca
como si fuera a golpearlo.
El duque lo miró con asombro.
El hombre titubeó, como preguntándose si realmente pensaba golpear al duque de
Wellington, quien, al fin y al cabo, era el Defensor de Europa y el Héroe de la
Nación. Fue sólo un momento de duda, pero bastó, y el duque, de una zancada, entró
en Tierra de Duendes en pos de Copenhagen.
Al otro lado de los árboles se encontró en un sendero blanco, en medio de un
bonito paisaje de colinas redondeadas, salpicadas de bosques de robles y fresnos
cubiertos de hiedra, escaramujo y madreselva de tal modo que cada bosque era una
masa compacta de verdor.
Había recorrido apenas una milla cuando llegó a una casa de piedra rodeada por
un oscuro foso. Lo cruzaba un puente cubierto de un musgo tan tupido que parecía
hecho de almohadones de terciopelo verde. Sostenían el tejado de piedra de la casa
unos gigantes, también de piedra, que se doblaban bajo su peso.
El duque, pensando que algún morador de la casa podía haber visto a
Copenhagen, fue hasta la puerta y llamó con los nudillos. Cansado de esperar, atisbó
por las ventanas. Las habitaciones estaban vacías. El sol ponía franjas doradas en los
suelos polvorientos. En una habitación vio un abollado vaso de peltre que parecía ser
todo el ajuar de la casa, es decir, hasta que llegó a la última ventana.
En la última habitación, una joven ataviada con un vestido de un vivo color
granate cosía sentada en un taburete de espaldas a la ventana. Extendida ante sí tenía
una gran tela ricamente bordada. Su brillante colorido se reflejaba en las paredes y el
techo. No habría sido más esplendoroso el efecto de haber tenido una vidriera de
colores fundida en el regazo.
La habitación contenía tan sólo otro objeto: una vieja jaula que colgaba del techo,
con un taciturno pájaro en su interior.
—¿Has visto mi corcel, muchacha? —preguntó el duque, asomándose por la
ventana.
—No —dijo ella sin dejar de bordar.
—Lástima. Pobre Copenhagen. Estuvo conmigo en Waterloo y sentiré perderlo.
Espero que quien lo encuentre lo trate bien. Pobre amigo.
Se hizo el silencio mientras él contemplaba la elegante curva del cuello de la
joven.
—¿Me permites entrar a charlar un momento, muchacha?

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—Como gustes —dijo ella.
Una vez dentro, el duque pudo comprobar con agrado que la joven era realmente
tan bella como le había parecido a primera vista.
—Es bonito este lugar —dijo—, aunque parece un poco solitario. Si no tienes
inconveniente, me quedaré una hora o dos a hacerte compañía.
—No tengo inconveniente, pero debes prometer no distraerme de mi trabajo.
—¿Para quién estás haciendo ese colosal bordado?
Ella sonrió levemente.
—¡Lo hago para ti, desde luego! —dijo.
Él se sorprendió.
—¿Puedo mirar? —preguntó.
—Por supuesto.
Se situó detrás de la joven y, por encima de su hombro, contempló la labor. Ésta
consistía en miles y miles de escenas bordadas, algunas muy extrañas y otras
familiares.
Tres escenas en particular le resultaron extraordinarias. En una de ellas, un
caballo castaño muy parecido a Copenhagen galopaba por un prado, con el pueblo de
Wall al fondo; en otra se veía al propio duque caminar por un sendero blanco, entre
redondeadas colinas, y en la tercera aparecía el duque en esa misma habitación,
¡mirando el bordado por encima del hombro de la joven! En la escena no faltaba
detalle, incluso salía la jaula con el pájaro mohíno dentro.
En aquel momento, por un agujero del zócalo salió una rata grande, de pelo pinto,
que se puso a roer una punta del bordado. Era precisamente la parte que reproducía la
jaula. Pero lo más extraordinario fue que, en el momento en que se rompieron los
hilos, la jaula desapareció de la habitación y el pájaro salió volando por la ventana,
gorjeando alegremente.
«¡Vaya, sí que es extraño! —pensó el duque—. Pero, ahora que lo pienso, ella no
puede haber bordado estas escenas después de que yo llegara. Ha tenido que
bordarlas… ¡antes de que sucedieran! Por lo visto, cualquier cosa que borde esta
mujer tiene que pasar irremisiblemente. A ver qué viene ahora…».
Volvió a mirar.
En la escena siguiente llegaba a la casa un caballero con armadura de plata. En la
que venía a continuación, el duque y el caballero luchaban encarnizadamente, y en la
última (que la dama estaba terminando), el caballero hundía su espada en el pecho del
duque.
—¡Eso no es justo! —exclamó éste, indignado—. ¡Ese sujeto tiene una espada,
una lanza, un puñal y un comosellame, con una bola llena de púas colgada de una
cadena, y yo no tengo ningún arma!
La mujer se encogió de hombros, como si aquello no fuera asunto suyo.
—¿No podrías bordarme una espada pequeña? ¿O quizá una pistola?
—No —dijo ella. Y terminó el bordado, remató la última puntada, se levantó y se

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fue.
El duque miró por la ventana y, en lo alto de la colina, vio un destello como de
una armadura de plata que reluciera al sol y una motita roja que danzaba en el aire,
que podía ser la pluma escarlata de un casco.
Registró la casa apresuradamente en busca de un arma, pero no encontró nada
más que el abollado vaso de peltre. Volvió a la habitación en la que estaba el bordado.
«¡Ya lo tengo!». Acababa de ocurrírsele una idea de lo más original. «¡No peleare
con él! ¡Así no me matará!». Miró el bordado. «¡Ah, pero qué expresión de insolencia
la suya! ¡Quién podría evitar enzarzarse con ese memo!».
Tristemente, el duque hundió las manos en los bolsillos de los pantalones y sus
dedos tropezaron con algo metálico: las tijeras de labor de la señora Pumphrey. «¡Por
fin un arma, vive Dios! Pero ¿de qué puede servirme? No creo que él se esté quieto
para que yo le clave las tijeras por las rendijas de la armadura».
El caballero de la armadura de plata ya cruzaba el puente cubierto de musgo. Ya
resonaban en la casa el repicar de los cascos del caballo y el tintineo de la armadura.
Ya pasaba la pluma escarlata por delante de la ventana.
—¡Un momento! —exclamó el duque—. Esto no es un problema militar. ¡Esto es
un problema… de bordado!
Sacó las tijeras de la señora Pumphrey y cortó los hilos de las escenas que
mostraban la llegada del caballero a la casa, la pelea y la muerte del duque. Cuando
hubo terminado, se asomó a la ventana: el caballero había desaparecido.
—¡Excelente! —dijo—. ¡Ahora, el resto!
Con mucha concentración, muchas imprecaciones masculladas entre dientes y no
pocos pinchazos, añadió al bordado de la joven, con las puntadas más chapuceras
imaginables, varias escenas ideadas por él. En la primera, un monigote de toscos
palotes (él) salía de la casa; la siguiente representaba su alegre reunión con un caballo
de palotes (Copenhagen); y la tercera y última, el regreso de ambos sanos y salvos a
través de la brecha del muro.
Le habría gustado bordar algún desastre que hiciera estragos en el pueblo de Wall.
Incluso llegó a escoger sedas de un rojo vivo y un naranja encendido para este fin,
pero tuvo que desistir porque su pericia en el bordado no daba para tanto.
Recogió el sombrero y salió de la vetusta casa de piedra. Fuera encontró a
Copenhagen esperándolo, exactamente donde sus toscas puntadas lo habían situado,
y grande fue la alegría de ambos al verse. El duque de Wellington montó entonces en
su caballo y regresó a Wall.
El duque no creía que su estancia en la casa del foso tuviera consecuencias
adversas. Posteriormente, en distintas épocas, fue diplomático, estadista y primer
ministro de Gran Bretaña, pero finalmente tuvo que reconocer que todos sus
esfuerzos eran vanos. A la señora Arbuthnot, una buena amiga, le dijo en cierta
ocasión:
—En los campos de batalla de Europa era dueño de mi destino, pero en política

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son tantas las personas a las que debo contentar, tantos los compromisos que debo
asumir, que en el mejor de los casos no soy más que un monigote.
La señora Arbuthnot se preguntó por qué, de repente, el duque parecía alarmarse
y se quedaba muy pálido.

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Casa Parroquial de Todaesperanza,
Derbyshire, 20 de diciembre de 1811

A la señora Gathercole

Estimada señora:
No pretendo poner a prueba su paciencia repitiendo los
argumentos con que ya he tratado de convencerla de mi inocencia. Al
despedirme de usted esta tarde, le dije que podía poner en sus manos
la prueba documental que me absolvería de todas las acusaciones que
usted ha formulado contra mí y, en cumplimiento de mi promesa,
adjunto le envío mi Diario. Si al leer estas páginas le parece, señora,
que he descrito su carácter con impertinencia y que el retrato esbozado
de su persona no es del todo halagador, le ruego recuerde que se trata
de un texto estrictamente personal, no destinado a ser visto por más
ojos que los míos.
No oirá súplicas de mis labios, señora. Escriba al señor obispo si lo
estima conveniente. No trataré de desviar su mano de la acción que
considere oportuna. Pero a una acusación sí debo responder: a la de
haber actuado sin el debido respeto hacia miembros de su familia. Es,
señora, mi consideración hacia los miembros de su familia lo que me
ha puesto en la curiosa situación en que me encuentro.
Me reitero, señora, su más humilde servidor,
Alessandro Simonelli, Pbro.

De los Diarios de Alessandro Simonelli

10 de agosto de 1811
Corpus Christi College, Cambridge
Empiezo a pensar que debería casarme. No tengo dinero, ni buenas
perspectivas ni amigos que puedan ayudarme. Mi único capital es esta
extraña cara que tengo y de la que, a pesar mío, voy a tener que sacar
provecho. John Windle me ha dicho confidencialmente que la viuda
del librero de Jesus Lane está locamente enamorada de mí, y es sabido

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que su marido le dejó casi quince mil libras. Por lo que a la señora se
refiere, de ella no he oído más que alabanzas. Su juventud, su virtud,
su belleza y su caridad hacen que sea amada y respetada por todos.
Aun así, no acabo de decidirme. Es mucho el tiempo que llevo
dedicado al rigor del debate intelectual como para sentir gran
entusiasmo por las conversaciones femeninas, como para dejar de
solazar mi espíritu frecuentando a Aquino, Aristófanes, Euclides y
Avicena, y pasar horas escuchando una disertación sobre los méritos
de un sombrerito adornado con cinta rojo clavel.

* * *

11 de agosto de 1811
Esta mañana el doctor Prothero ha entrado en mis habitaciones muy
sonriente.
—Le sorprenderá verme, señor Simonelli —me dijo—.
Últimamente no hemos sido tan amigos como para visitarnos en
nuestras habitaciones.
Cierto, pero ¿quién tiene la culpa? Prothero es el típico profesor de
Cambridge de la peor especie: prefiere los caballos y la caza a los
libros y el estudio; no ha pronunciado ni una sola conferencia desde
que fue nombrado profesor, a pesar de que el reglamento lo obliga a
dictar una cada quince días; un día se comió cinco caballas asadas de
una sentada (y por poco se muere), está bebido la mayoría de las
mañanas y todas las noches, y se queda dormido en el sillón
babeándose el chaleco. Creo haber dado a conocer lo que opino de él
y, aunque mi sinceridad no me ha reportado ventaja alguna, me alegra
pensar que algo le habrá perjudicado a él.
—Le traigo una buena noticia, señor Simonelli —continuó—.
¡Creo que debería ofrecerme una copa de vino! ¡Claro que sí! Cuando
oiga esta excelente noticia, estoy seguro de que deseará ofrecerme una
copa de vino. —Movía su fea cabeza de derecha a izquierda como una
vieja tortuga, buscando una botella. Pero yo no tengo vino y, al no
encontrar botella alguna, añadió—: Una familia de Derbyshire, amigos
míos, ¿comprende?, me han pedido que les recomiende a un caballero
instruido para rector de su parroquia. ¡Inmediatamente he pensado en
usted, señor Simonelli! Los deberes de un párroco rural en aquella
parte del mundo no son onerosos. Y de la salubridad del lugar y la
pureza del aire da prueba el que el señor Whitmore, su último párroco,
murió a los noventa y tres años. Era un hombre bueno y amable, muy
querido por sus feligreses, aunque no muy instruido. ¡Vamos, señor

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Simonelli! Si desea tener su propia casa, con su jardín, su huerto y su
granja, permítame escribir a los Gathercole para librarlos de su
preocupación con la noticia de que acepta usted el puesto.
Pero, aunque él me apremiaba con insistencia, no le he dado mi
respuesta inmediatamente. Me parece que sé lo que se propone. El
doctor Prothero tiene un sobrino al que espera situar en mi puesto si
yo dejo Corpus Christi. Aunque, por otra parte, no me parece
razonable dejar pasar esta oportunidad por el solo afán de fastidiarle.
Creo que debo elegir: o la parroquia o el matrimonio.

9 de septiembre de 1811
Hoy he sido ordenado sacerdote de la Iglesia anglicana. No me cabe
duda que la modestia de mi comportamiento, mi amor al estudio y la
extraordinaria afabilidad de mi carácter me hacen especialmente apto
para esta vida.

15 de septiembre de 1811 The George, Derby


Hoy he venido hasta Derby en la diligencia. He viajado en el exterior
—lo que me ha costado diez chelines y seis peniques— y, como ha
llovido sin parar, he tenido que hacer grandes esfuerzos para que no se
mojaran mis libros y papeles. Mi habitación en The George está mejor
aireada de lo que suelen estarlo las habitaciones de las posadas. He
cenado unas becadas asadas, fricasé de nabos y buñuelos de manzana.
Todo excelente pero nada barato, de lo que me he quejado.

16 de septiembre de 1811
Mi primera impresión no ha sido halagüeña. Ha seguido lloviendo, y
los alrededores de Todaesperanza parecen muy agrestes y casi
deshabitados. Valles hondos cubiertos de tupidos bosques, ríos de
aguas blancas e impetuosas, áridos peñascales coronados de añosos
robles, lúgubres páramos barridos por el viento. Pintoresco, sí, y
podría ser un excelente decorado para una novela, pero a mí, que voy a
tener que vivir aquí, me habla a gritos de aislamiento y de una vida
social escasa, entre gentes ignorantes y de modales toscos. En dos
horas de camino no he visto más que un habitáculo humano, una triste
granja de muros oscurecidos por la lluvia, rodeada de árboles sombríos
y llorosos.
Empezaba a pensar que el pueblo ya no podía estar lejos cuando, al
volver un recodo del camino, a cierta distancia distinguí dos jinetes.

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Estaban parados delante de una humilde casita de labranza, hablando
con alguien que permanecía junto a la cerca del jardín. No soy buen
conocedor de caballos, pero éstos me parecieron excelentes: altos, bien
proporcionados y lustrosos. Los animales movían la cabeza y piafaban
de impaciencia, como si los enojara haber tenido que detenerse por tan
poca cosa. Uno era negro y el otro castaño. Este último parecía la
única nota de color de todo Derbyshire y resplandecía como una
hoguera en el paisaje lluvioso y gris.
La persona con la que hablaban los jinetes era un anciano
encorvado. Al acercarme, oí gritos y una maldición y vi que un jinete
extendía el brazo y hacía con la mano una señal sobre la cabeza del
anciano. El gesto me resultó totalmente desconocido, por lo que
supuse era peculiar de los naturales de Derbyshire. No recuerdo haber
visto señal demostrativa de mayor desprecio, y considerando que
puede ser conveniente estudiar las costumbres y las extrañas creencias
de los habitantes del lugar, voy a hacer al pie un pequeño diagrama o
dibujo del gesto que hizo el hombre.
Deduje que los jinetes se iban disgustados de su conversación con
el viejo labriego. También se me ocurrió que, estando tan cerca del
pueblo, el anciano debía de ser uno de mis feligreses. Decidí, pues,
poner paz en la guerra y armonía en la discordia sin demora. Apreté el
paso, saludé al anciano, le informé que era el nuevo párroco y le
pregunté su nombre, que era Jemmy.
—Bien, Jemmy —dije, asumiendo un aire de cordialidad y
adecuando mi lenguaje a su inculta condición—, ¿qué pasa aquí? ¿Qué
has hecho para enfadar a esos caballeros?
Él me dijo que aquella mañana la esposa del que montaba el
caballo castaño se había puesto de parto, y él y su criado habían
venido a buscar a Joan, la esposa de Jemmy, que durante muchos años
había asistido a todas las parturientas de los alrededores.
—Ah, ¿sí? —dije en tono de ligero reproche—. ¿Y por qué haces
esperar a los caballeros? ¿Dónde está tu esposa?
El hombre señaló un recodo del sendero en la ladera de la colina,
donde, a través de la lluvia, apenas pude distinguir una vieja iglesia y
un cementerio.
—¿Y quién asiste ahora en los partos? —pregunté.
Al parecer desempeñaban esta función dos hombres, el señor
Stubb, el boticario de Bakewell, y el señor Horrocks, el médico de
Buxton. Pero estos lugares estaban a dos o tres horas a caballo por
muy mal camino, y la señora, en palabras de Jemmy, se encontraba ya
«muy malamente».

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A decir verdad, me irritó que el hombre del caballo castaño no se
hubiera preocupado antes en buscar comadrona para su esposa, cuando
había tenido nueve meses para ello. No obstante, corrí detrás de los
dos y, dirigiéndome al del caballo castaño, dije:
—Caballero, me llamo Simonelli. He estudiado gran variedad de
materias, leyes, teología, medicina, en la Universidad de Cambridge y
durante muchos años he mantenido correspondencia con uno de los
médicos más eminentes de nuestro tiempo, el señor Matthew Baillie,
de Great Windmill Street, en Londres. Si no tiene inconveniente, yo
atenderé a su esposa.
Él inclinó hacia mí un rostro delgado, moreno y expectante. Los
ojos eran extraordinariamente bellos, brillantes y de expresión
inteligente. No usaba peluca y llevaba el cabello, negro y bastante
largo, recogido en la nuca con una cinta negra. Le calculé entre
cuarenta y cincuenta años.
—¿Es usted discípulo de Galeno o de Paracelso? —inquirió.
—¿Cómo dice, caballero? —repuse, entendiendo que su pregunta
era broma. Pero como siguió mirándome inquisitivamente, respondí
—: Las autoridades médicas que usted menciona están anticuadas.
Todo lo que Galeno sabía de anatomía lo había aprendido observando
la disección de cerdos, cabras y monos. Paracelso creía en la eficacia
de los hechizos mágicos y otras tonterías. Lo mismo habría podido
preguntarme, señor mío —añadí con una carcajada—, de qué lado
estuve en la guerra de Troya, que hacerme optar entre estos dos
caballeros, ilustres pero totalmente desacreditados.
Quizá no debí reírme de él. Enseguida me di cuenta de que había
hecho mal. Recordé los muchos enemigos que mi superior
conocimiento me había valido en Cambridge y mi decisión de
conducirme de otro modo en Todaesperanza, soportando con paciencia
la ignorancia y el atraso. Pero el caballero dijo tan sólo:
—Bien, Dando, hemos tenido mejor suerte de lo que esperábamos.
Un hombre de ciencia, un médico eminente, asistirá a mi esposa. —
Una sonrisa larga y fina se dibujó en un solo lado de su sombría cara
—. Estará muy agradecida, no me cabe duda.
Mientras el hombre hablaba, observé que tanto él como su criado
iban asombrosamente sucios: no me había dado cuenta antes porque la
lluvia les había lavado la cara. La chaqueta, que a primera vista me
había parecido de paño marrón o algo por el estilo, resultó de un
terciopelo rojo descolorido, raído y mugriento.
—Pensaba subir a la vieja a la grupa del caballo de Dando —dijo
—, pero usted no podría viajar de ese modo. —Calló un momento y

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luego gritó—: ¡Eh, ¿qué esperas, bruto malcarado?! —Estas palabras
me produjeron sobresalto, pero al momento comprendí que iban
dirigidas a Dando—. ¡Desmonta! Ayuda al sabio doctor a subir al
caballo.
Yo iba a objetar que nada sabía de caballos ni de equitación, pero
Dando ya había saltado a tierra y me había subido al caballo, y tuve
los pies en los estribos y las riendas en las manos antes de darme
cuenta de lo que ocurría.
En Cambridge se habla mucho de caballos, de equitación y doma,
desde luego. Entre los estudiantes más ignorantes, algunos se precian
de sus conocimientos del tema. Pero a mí me parece que la monta no
tiene secreto. Sólo hay que agarrarse bien y el caballo lo hace todo.
¡Inconmensurable velocidad! ¡Excelsa velocidad! Pronto dejamos
el camino principal y galopamos por bosques de viejos robles, fresnos
y matas de acebo; las hojas secas se elevaban en el aire y la lluvia
descendía, y el caballero y yo —como espíritus del aire gris y
melancólico— volábamos entre ellas. Luego trepamos montaña arriba
y arriba, hacia donde las desflecadas nubes grises se abrían como
grandes puertas del cielo para dejarnos paso. Fuimos por un páramo,
entre charcas de aguas gris pizarra, junto a solitarios árboles de espino
esculpidos por el viento y muros derruidos de piedra gris, una capilla
en ruinas, un arroyo, más allá de las colinas, hasta una casa solitaria en
un valle enturbiado por la lluvia.
La casa, que parecía muy antigua, constaba de varias partes
edificadas en épocas distintas y con materiales diversos. Pedernal,
piedra, vieja madera gris plata y ladrillo rojo que resplandecía
alegremente. Pero, al acercarnos, vi que se hallaba en un estado de
gran abandono. Puertas sin bisagras sujetas con piedras, rendijas
tapadas con trapos raídos, ventanas rotas y tapadas con viejos
cartones, negros agujeros en el tejado, manojos de hierba seca entre las
losas del suelo. Acentuaba su melancólico aspecto un foso de agua
oscura que reflejaba aquella desolación con la fidelidad de un espejo.
Saltamos de los caballos, entramos en la casa y cruzamos
rápidamente gran número de habitaciones. Los criados del caballero
(que al parecer eran multitud) no salieron a recibir a su amo ni a darle
noticias de la señora, sino que atisbaban desde las sombras, del modo
más estúpido imaginable.
El caballero me condujo hasta la alcoba en que yacía su esposa, sin
más asistencia que la de una anciana diminuta, un personaje
extraordinario por varias razones, particularmente porque tenía en las
mejillas unos pelos gruesos y largos como púas de puercoespín.

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La habitación estaba a media luz y en la chimenea ardía un buen
fuego, por la vieja creencia de que las parturientas necesitan mucho
calor. El aire era sofocante. Lo primero que hice al entrar fue descorrer
las cortinas y abrir las ventanas, pero al mirar en derredor me pesó
haberlo hecho, porque la miseria que vi era indescriptible.
Las sábanas estaban infestadas de parásitos de todas clases. Por
doquier había platos de peltre con restos de comida putrefacta. No
obstante, aquélla no era la miseria de la pobreza. El desorden,
dondequiera que uno mirase, era increíble. Aquí un delantal grasiento
envolvía un tomo de la Encyclopédie de Diderot; allí una zapatilla de
terciopelo rojo bordada de pedrería asomaba bajo la tapadera de un
calientacamas; debajo del lecho, una diadema de plata colgaba de una
horquilla de jardinero; en el alféizar de la ventana, el reseco cadáver
de un animal (un gato, parecía) tenía la polvorienta cabeza apoyada en
una jarrita de porcelana. Una vestidura de terciopelo color cobre
(semejante a la túnica de un pope copto), extendida en el suelo, hacía
las veces de alfombra. Estaba toda bordada de oro y perlas, pero los
hilos se habían roto y las perlas habían rodado por el suelo. Nunca
habría imaginado semejante mezcla de magnificencia e inmundicia, y
me asombré de que alguien pudiera tolerar tanta desidia en los criados.
La dama era muy joven —poco más de quince años, pobrecita— y
estaba muy delgada. Se le recortaban los huesos bajo una piel casi
translúcida, tensa como un tambor sobre el abultado vientre. Aunque
es mucho lo que he leído sobre el tema, no imaginaba que sería tan
difícil lograr que me prestara atención. Mis instrucciones eran claras y
precisas, pero ella estaba muy débil y sufría mucho como para
escuchar mis palabras.
Pronto descubrí que la criatura estaba en muy mala postura. Como
no disponía de fórceps, traté de darle la vuelta con la mano; lo
conseguí al cuarto intento. Entre las cuatro y las cinco vino al mundo
un varón. Su color no me gustó nada. El señor Baillie decía que los
recién nacidos suelen tener el color del clarete y algunos, incluso, el
del oporto; pero éste era completamente negro. Y también muy fuerte.
Cuando se lo pasaba a la vieja, el recién nacido me dio una patada en
el brazo que me ha dejado un cardenal.
Pero a la madre no pude salvarla. Al final la pobre era como una
casa por la que corre un vendaval dando portazos: la muerte danzaba
en su interior revolviendo sus pensamientos y haciéndolos entrechocar.
Al parecer, creía que había sido raptada y llevada a un lugar donde una
horrible carcelera la vigilaba día y noche.
—No diga esas cosas —le rogué—. Son figuraciones disparatadas.

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Mire a su alrededor. Aquí está la buena y amable… —señalé a la vieja
con cara de puercoespín— que la cuida con cariño. Está rodeada de
amigos. Tranquilícese. —Pero ella no me escuchaba y pedía a gritos
que viniera su madre y la llevara a casa.
Ya me habría gustado poder salvarla. Porque, a fin de cuentas,
¿cuál era el resultado de mis esfuerzos? Una persona venía al mundo y
otra lo abandonaba: no era una gran hazaña.
Empecé una oración de encomienda de su alma, pero no había
dicho ni una docena de palabras cuando oí una especie de alarido. Abrí
un ojo y vi a la vieja agarrar al niño y salir de la habitación tan aprisa
como le permitían las piernas.
Terminé la oración y, con un profundo suspiro, fui en busca del
marido. Lo encontré en la biblioteca donde, dando prueba de una
admirable despreocupación masculina, leía un libro. Eran entonces las
siete o las ocho.
Pensé que, en mi calidad de clérigo, debía pronunciar unas
palabras de consuelo y decir algo acerca de la esposa a la que acababa
de perder, pero me lo impedía mi total ignorancia de cuanto a ella se
refería. De su virtud nada podía decir. De su belleza, tampoco. Sólo la
había visto con las facciones contraídas por los dolores del parto y la
agonía. Por tanto, le referí sencillamente lo ocurrido, terminando con
un pequeño discurso que, incluso a mis oídos, sonó como una disculpa
por haber causado la muerte de su esposa.
—¡Oh! —dijo él—. Supongo que habrá hecho usted todo lo
posible.
Admiré su ecuanimidad, aunque confieso que no dejó de
sorprenderme. Entonces recordé que, al dirigirse a mí, ella había
cometido varios errores gramaticales y empleado palabras y
expresiones en dialecto. Deduje que quizá, al igual que otros tantos
caballeros, él habría sido inducido por una bonita cara de ojos azules a
contraer un matrimonio desigual del que después se había arrepentido.
—¿Un chico, ha dicho? —preguntó, claramente satisfecho—.
¡Excelente! —Se asomó a la puerta y gritó que le trajeran el niño.
Al cabo de un momento entraron Dando y la niñera puercoespín
con la criatura. El caballero examinó detenidamente a su hijo y se
mostró encantado. Luego lo levantó y le dijo estas palabras:
—¡Sobre la pala habéis de ir, señor! —Dio al niño una fuerte
sacudida—. ¡Al fuego habéis de ir, señor! —Otra sacudida—. ¡Y bajo
las brasas habéis de ir, señor!
Su humor se me antojó un tanto extraño.
Entonces la niñera extendió un paño, al parecer con intención de

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envolver al niño.
—¡Caballero, debo protestar! —exclamé—. ¡Y protesto! ¿No tiene
algo más limpio con que envolver a su hijo?
Todos me miraron con asombro. El caballero me dijo entonces
sonriendo:
—¡Qué excelente vista la suya, señor Simonelli! ¿No le parece que
este lienzo es del lino más fino y más blanco que quepa imaginar?
—No, señor —repuse con cierta irritación—. Me parece un trapo
sucio que yo no usaría ni para limpiarme las botas.
—¿Eso le parece? —preguntó el caballero, un tanto sorprendido
—. ¿Y Dando? Dígame ¿qué le parece Dando? ¿Ve las hebillas de
rubíes de sus zapatos? ¿No? ¿Y su casaca de terciopelo amarillo y su
reluciente espada?
Negué con la cabeza. (Debo señalar que Dando vestía de un modo
tan extraño y anticuado como su amo y parecía enteramente lo que
era: un rufián insolente y andrajoso. Llevaba botas hasta el muslo, un
colgajo de sucio encaje en el cuello y un anticuado tricornio en la
cabeza).
El caballero me miraba, pensativo.
—Señor Simonelli —dijo al fin—, su cara me resulta familiar.
¡Esos ojos brillantes! ¡Esas bellas pestañas oscuras! ¡Esas nobles
cejas! Cada una de sus facciones proclama una relación muy cercana
con mi propia familia. Tenga la bondad, si gusta, de ponerse a mi lado,
delante de ese espejo.
Hice lo que me pedía y, dejando aparte la diferencia del color de
piel (la suya tan oscura como el hayuco y la mía blanca como el papel
prensado en caliente), he de reconocer que el parecido era notable.
Todo lo que en mi cara resulta extraño e inquietante lo vi en la de él:
las cejas largas, dos trazos en tinta negra que se curvan hacia arriba en
la sien; el sesgo de los párpados que da al rostro una expresión de
soñolienta arrogancia; el lunar debajo del ojo derecho.
—¡Oh! —exclamó—. ¡No cabe la menor duda! ¿Cómo se llamaba
su padre?
—Simonelli —dije sonriendo—. Obviamente.
—¿Dónde nació?
Dudé un momento.
—En Génova —dije.
—¿Cómo se llamaba su madre?
—Frances Simon.
—¿Y dónde nació?
—En York.

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Cogió un papel de la mesa y lo anotó todo.
—Simon y Simonelli —dijo—. Qué curioso. —Se quedó
esperando más luz sobre mi genealogía. Al no recibirla, pareció
defraudado—. Bien, no importa. Cualquiera que sea la relación que
existe entre nosotros, señor Simonelli, la descubriré. Me ha prestado
un gran servicio y pensaba recompensárselo con generosidad, pero no
tengo noticia de que, entre parientes, se paguen estos servicios. Deben
prestarse desinteresadamente por formar parte de las recíprocas
obligaciones familiares. —Me miró con su sonrisa larga y sabia—. Por
tanto, habré de examinar más despacio esta cuestión.
Así pues, tanto interés por mi cara y mi familia no tenía más objeto
que ése: ¡no pagarme! ¡Me indignó haberme dejado embaucar de ese
modo! Brevemente, le hice saber que era el nuevo cura párroco de
Todaesperanza y que esperaba verlo el domingo en la iglesia.
Pero él, sin inmutarse, dijo sonriendo:
—Esto no pertenece a su parroquia. Estamos en Todaesperanza
House y, según un antiguo convenio, yo soy señor del feudo de
Todaesperanza, pero, con los años, la casa y el pueblo se han
distanciado y ahora, como puede ver, están muy lejos la una del otro.
Yo no sabía de qué me hablaba. Di media vuelta para marchar con
Dando, que debía acompañarme al pueblo, pero al llegar a la puerta de
la biblioteca me volví:
—Es curioso, caballero, pero aún no me ha dicho usted su nombre.
—Soy John Hollyshoes —sonrió.
Habría jurado que, cuando se cerraba la puerta, oí el roce de una
pala en el hogar y el chisporroteo de las brasas al ser removidas.
El viaje de regreso al pueblo fue menos placentero que la galopada
hasta Todaesperanza House. Las nubes ocultaban la luna y seguía
lloviendo, pero Dando cabalgaba tan aprisa como su amo y yo temía
terminar la carrera de un momento a otro con el cuello roto.
Aparecieron varias luces, las luces de un pueblo. Cuando
llegamos, me apeé del caballo negro y me volví para decir algo a
Dando, y entonces descubrí que, en el instante en que yo echaba pie a
tierra, él había agarrado las riendas del caballo negro y se había ido. Al
dar un paso tropecé con mi baúl y los paquetes de los libros, que
Dando habría dejado allí y yo había olvidado.
En los alrededores no había más que unas míseras casas de labor.
A la derecha, a cierta distancia, vi media docena de ventanas bien
iluminadas, cuyo gran tamaño y simétrica disposición me hicieron
pensar en habitaciones caldeadas, mesas bien puestas y cómodos
sillones. En suma, indicaban la presencia de una casa señorial.

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Abrió la puerta una atildada doncella. Le pregunté si era la casa del
señor Gathercole, a lo que ella respondió que el almirante Gathercole
se había ahogado hacía seis años. ¿Era yo el nuevo párroco?
La doncella me hizo pasar al vestíbulo y fue a anunciar mi llegada,
lo que me dio tiempo para mirar en derredor. El suelo era de viejas
losas de piedra perfectamente barridas, y el brillo de cada armario de
roble, de cada cómoda de nogal, de cada mesita, hablaba de la
generosa aplicación de cera de abeja por laboriosas manos femeninas.
Todo era limpieza, orden y elegancia. No podía decirse lo mismo de
mi persona, sucia y desaliñada con las huellas de una caminata bajo la
lluvia, una galopada por espesos bosques y una ardua y larga brega
con un parto y una agonía, y cubierta, por si fuera poco, por una pátina
de mugre, consecuencia inevitable, imagino, de mi paso por la casa de
John Hollyshoes.
La pulcra doncella me condujo a un salón en el que dos señoras
esperaban ver la clase de clérigo que les había caído en suerte. Una de
las damas se levantó majestuosamente y se dio a conocer como señora
Gathercole, viuda del almirante. La otra era la señora Edmond,
hermana del finado.
La mesa, de antiguo estilo Pembroke, estaba puesta para la cena,
con mantel de lino blanco y apetitosos manjares: una fuente de pollo
guisado y otra de ostras gratinadas, tarta de manzana y queso de
Wensleydale. Vi también un decantador de vino y copas.
La señora Gathercole tenía en la mano mi carta y otra en la que
distinguí la tosca letra del doctor Prothero.
—Simonelli es apellido italiano, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, señora, pero el así llamado que tiene usted delante es inglés.
—Ella no insistió en el asunto, y yo me alegré de no tener que repetir
las falsedades que ya había proferido aquel día.
La señora tomó la carta del doctor Prothero, leyó en voz alta uno o
dos elogios de mis conocimientos en tono un tanto dubitativo y luego
se puso a hablar de la casa donde yo viviría. Dijo que una casa que
durante muchos años ha sido habitada por un anciano caballero, como
era el caso, sufre cierto deterioro, y temía que yo debería hacer
bastantes reparaciones y que el dispendio sería considerable, pero
dado que yo poseía propiedades, suponía que ello no me importaría.
Mientras ella seguía hablando de este tenor, yo miraba fijamente el
fuego. Estaba muerto de cansancio, pero advertía que algo de lo dicho
no se ajustaba a la realidad y era mi deber aclararlo cuanto antes.
Haciendo un esfuerzo, dije:
—Señora, la han informado mal. Yo no poseo propiedades.

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—¿Entonces, dinero? ¿Títulos del Estado?
—No, señora. Nada.
Se hizo un breve silencio.
—Señor Simonelli —dijo la señora Gathercole—. Ésta es una
parroquia pequeña y, en su mayor parte, pobre. El beneficio no rinde
más que cincuenta libras al año. No basta para mantener a un
caballero. No tendrá suficiente dinero para vivir.
Demasiado tarde comprendí el propósito del pérfido Prothero:
sepultarme en la pobreza y la oscuridad. Pero ¿qué podía hacer yo? No
tenía dinero ni me hacía ilusiones de que los muchos enemigos que
había dejado en Cambridge me permitieran volver, ahora que se
habían librado de mí. Suspiré y dije que mis necesidades eran
modestas.
La señora Gathercole lanzó una carcajada breve y seca.
—Usted puede creerlo así, señor Simonelli, pero su esposa pensará
de modo muy diferente cuando descubra el poco dinero de que
dispondrá para los gastos de la casa.
—¿Mi esposa, señora? —pregunté con asombro.
—Usted está casado, ¿verdad, señor Simonelli?
—¿Yo, señora? ¡No, señora!
Un silencio más largo que el anterior.
—¡Bien! —exclamó al fin la señora Gathercole—. No sé qué
decir. ¡Mis instrucciones no podían estar más claras! Un hombre
respetable, casado y con fortuna personal. En qué estaría pensando
Prothero. He negado el beneficio de Todaesperanza a un joven a causa
de su soltería, a pesar de que él, por lo menos, tiene seiscientas libras
al año.
La otra dama, la señora Edmond, habló ahora por primera vez:
—A mí lo que más me preocupa es que el doctor Prothero nos
haya enviado un sabio. Upperstone House es la única casa distinguida
de la parroquia. Exceptuando a la familia de la señora Gathercole,
todos sus feligreses serán labradores, pastores y modestos
comerciantes. Aquí, señor Simonelli, desperdiciará sus conocimientos.
No supe qué responder a esto, y en mi cara debió de reflejarse algo
de la desesperación que sentía, pues las dos señoras se ablandaron un
poco. Me dijeron que tenía preparada una habitación en la casa
parroquial y la señora Edmond me preguntó cuánto hacía que no
comía. Yo le confesé que no tomaba nada desde la noche antes.
Entonces ellas me invitaron a cenar y durante la cena observaron cómo
todo lo que yo tocaba, la delicada porcelana y la blanca servilleta de
lino, quedaba manchado de pringue.

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Al cerrarse la puerta detrás de mí, oí decir a la señora Edmond:
—¡Vaya vaya con la belleza italiana! Es notable. Me parece que
nunca había visto una muestra de ella.

17 de septiembre de 1811, 10 de la mañana


¡Anoche, total desesperación! ¡Esta mañana, esperanza y buen ánimo!
¡Nuevos planes se fraguan en mi mente! ¿Qué mejor medio para
levantar el ánimo que una clara mañana de otoño regada por el rocío?
¡Todo es vivo colorido, embriagadora frescura y alegre esplendor!
Me encanta la casa parroquial y espero que se me permita
quedarme en ella. Es vieja, de paredes de piedra y techos bajos, el
suelo de cada habitación más alto o más bajo que el de la habitación
contigua, y tiene más hastiales que chimeneas. ¡Y catorce
habitaciones! ¿Qué voy a hacer yo con catorce habitaciones?
En un armario he encontrado la ropa del señor Whitmore.
Reconozco que no había dedicado muchos pensamientos al anciano
caballero, pero sus ropas me lo han puesto vívidamente ante los ojos.
Cada hendidura y cada bulto de sus viejos zapatos denotan la firme
convicción de que aún albergan sus pies. Su peluca a medio peinar aún
no se ha apercibido de que ya no descansa sobre su pobre cabeza. El
paño de su vieja casaca conserva aquí las bolsas de los codos y allí la
curvatura de los hombros. Ha sido casi como si, al abrir el armario,
hubiera encontrado al señor Whitmore.
Alguien me llama desde el jardín.

4 de la tarde del mismo día


Jemmy, el anciano con el que hablé ayer, ha muerto. Esta mañana lo
han encontrado delante de su casa, partido en dos de arriba abajo. ¿Se
puede concebir algo más horrible? Curiosamente, a pesar de la mucha
lluvia que cayó ayer, nadie recuerda haber visto un rayo. Mañana lo
enterraremos. Él fue la primera persona de Todaesperanza con la que
hablé y mi primera tarea será darle sepultura.
La segunda y a mi entender menor desgracia que ha sucedido en la
parroquia es la desaparición de una muchacha. Dido Puddifer no ha
sido vista desde esta mañana temprano, cuando su madre, la señora
Glossop, fue a casa de una vecina a pedir prestado el rallador de nuez
moscada. La señora Glossop dejó a Dido paseándose por el huerto
mientras daba de mamar a su hijito, y al volver se encontró con que el
niño estaba sobre la hierba y Dido había desaparecido.
He acompañado a la señora Edmond a hacer una visita de consuelo

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a la familia. Cuando regresábamos me ha dicho:
—Lo peor es que es una muchacha muy bonita, de rizos rubios y
dulces ojos azules. Me temo que algún canalla, al pasar, se haya
encaprichado de ella y se la haya llevado.
—¿Y no podría ser que se hubiera ido con él por propia voluntad?
—dije—. Es una ignorante, una analfabeta que probablemente nunca
se ha planteado cuestiones de ética.
—Me parece que usted no lo entiende —repuso la señora Edmond
—. No encontraría a mujer más amante de su casa y su marido que
Dido. Quería a su hijito como nadie. Dido Puddifer puede ser una
muchacha de pocas luces y un poco atolondrada, pero es más buena
que el pan.
—Ah —sonreí—, quizá haya sido buena hasta hoy porque la
tentación nunca se había cruzado en su camino.
Pero la señora Edmond no se dejó disuadir de su buena opinión de
Dido Puddifer, y yo no dije más. Por otra parte, ella se puso a hablar
de un tema mucho más interesante: mi futuro.
—Mi cuñada, señor Simonelli, por ser rica, tiende a exagerar las
necesidades de la gente. Imagina que no se puede vivir con menos de
setecientas libras al año; pero yo creo que usted saldrá adelante. El
beneficio reporta cincuenta libras al año, pero la granja puede rendir
dos veces esa suma. Los cuatro o cinco primeros años tendrá que ser
frugal. Yo haré que le envíen huevos y leche de la granja de
Upperstone, pero le aconsejo que en el verano compre una vaca
lechera. —Reflexionó un momento—. Y supongo que Marjory
Hollinsclough me dará un par de gallinas para usted.

20 de septiembre de 1811
Esta mañana, el camino de la casa parroquial estaba cubierto de hojas
amarillas y marrones. Una fina lluvia plateada se ondulaba sobre el
cementerio como si fuera humo. Una docena de mirlos se paseaban
entre las tumbas con su negro traje clerical. Cuando bajé por el
sendero, vinieron volando hacia mí como una hueste de curas alados,
dispuestos a cumplir mis órdenes.
A mi espalda oí cuchicheos, una risa ahogada, una tosecita y un
«¡Ah, señor Simonelli!» en tono dulce y bajo.
Me volví.
Cinco damiselas. En cada cara, iguales ojos risueños, igual sonrisa
pícara, iguales rizos castaños salpicados de lluvia, como un mismo
pasaje musical repetido en tono diferente. Mis desconcertados ojos

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parecían ver hasta sombreritos, paraguas, muselinas y cintas iguales,
repetidos en colores diferentes pero combinados armoniosamente. Lo
único que en aquel momento podría haber afirmado con certeza es que
todas eran bonitas como ángeles. Formaban un grupo encantador,
amparándose unas a otras con los paraguas, y la compostura y
dignidad de las dos mayores en modo alguno desmerecía a causa de
las risitas de las más jóvenes.
La más alta, la misma que me había llamado, me pidió disculpas.
Era de mala educación, dijo, abordar a una persona en medio del
camino y confiaba en que la perdonara, pero…
—… mamá ha descuidado presentarnos y la tía Edmond está tan
ocupada con el asunto de la pobre Dido que… en fin, señor Simonelli,
hemos pensado que sería mejor dejarnos de ceremonias y presentarnos
nosotras mismas. Si hemos tenido este atrevimiento es porque va a ser
usted nuestro párroco, y las ovejas no deben temer al pastor, ¿verdad,
señor Simonelli? ¡Oh, ese estúpido doctor Prothero me ataca los
nervios! ¿Por qué no nos lo envió antes? Espero, señor Simonelli, que
no juzgue usted Todaesperanza por su aspecto en esta triste estación.
—Y con un ademán displicente desechó el paisaje más dulce y plácido
imaginable: bosques, colinas, páramos y arroyos fueron tachados de
indignos de mi atención—. Si hubiera venido en julio o agosto,
habríamos podido mostrarle todas las bellezas de Derbyshire, mientras
que ahora me temo que lo encuentre muy insípido. —Pero lo decía con
una sonrisa que me desafiaba a encontrar insípido cualquier lugar en el
que estuviera ella—. A pesar de todo —añadió animándose—, quizá
pueda convencer a mamá para que organice un baile. ¿Le gusta el
baile, señor Simonelli?
—Pero la tía Edmond dice que el señor Simonelli es un hombre de
letras —terció una de sus hermanas con otra sonrisa de picardía—.
Quizá sólo le interesen los libros.
—¿Qué libros le gustan más, señor Simonelli? —preguntó una
señorita Gathercole de tamaño mediano.
—¿Usted canta, señor Simonelli? —preguntó la señorita
Gathercole más alta.
—¿Usted caza, señor Simonelli? —preguntó la señorita Gathercole
más baja, a la que mandó callar una de las mayores:
—Silencio, Kitty, o te cazará a ti.
Entonces las dos señoritas Gathercole mayores me tomaron cada
una de un brazo y me llevaron de paseo por mi parroquia. Y todas las
observaciones que hacían sobre el pueblo y sus habitantes revelaban la
firme convicción de que el lugar no contenía nada que fuera ni la

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mitad de interesante y encantador que ellas.

27 de septiembre de 1811
Hoy he cenado en Upperstone House. Dos platos principales.
Dieciocho acompañamientos en cada uno. Sopa de buey con verduras.
Caballa. Estofado de cordero. El pollo hervido, exquisito. Excelentes
tartas de manzana. Yo era el único caballero.
La señora Edmond me daba consejos sobre la granja:
—… y cuando vaya a comprar los corderos, señor Simonelli, yo le
acompañaré. Se me considera buena conocedora del ganado.
—Muy amable, señora, pero últimamente he pensado que, puesto
que el médico más próximo está en Buxton, podría ofrecer mis
servicios en calidad de facultativo. Supongo que ya estará informada
de que asistí a la señora Hollyshoes.
—¿Quién es la señora Hollyshoes? —preguntó la señora Edmond.
—La esposa del dueño de Todaesperanza House.
—No comprendo, señor Simonelli. Aquí no hay ninguna
propiedad con ese nombre.
—¿A quién se refiere, señor Simonelli? —preguntó la mayor de las
señoritas Gathercole.
Me irritó su extraordinaria ignorancia, pero, con gran paciencia,
les hice el relato de mi encuentro con John Hollyshoes y mi visita a
Todaesperanza House. Pero cuantos más detalles les daba, mayor era
su obstinación en negar la existencia de tales personas y tal casa.
—Debo de haberme equivocado de nombre —dije, aunque sabía
que no era así.
—Oh, sin duda, señor Simonelli —dijo la señora Gathercole.
—Quizá se refiere al señor Shaw —dijo la mayor de las señoritas
Gathercole dubitativamente.
—O a John Wheston —apuntó la señorita Marianne.
Se pusieron a discutir acerca de a quién podía referirme, pero
fueron descartando uno a uno a todos los candidatos. Éste era muy
viejo, aquél muy joven. Según ellas, no había en varias millas a la
redonda caballero capaz de engendrar un hijo, y cada sugerencia no
hacía sino aportar una triste prueba más de la decadencia que aqueja a
la población masculina de esta parte de Derbyshire.

29 de septiembre de 1811
Ahora comprendo por qué la señora Gathercole deseaba que el párroco
fuera un hombre rico y casado. Ella teme que un hombre pobre y

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soltero descubra que la mejor manera de prosperar es casándose con
una de las señoritas Gathercole. Robert Yorke (el clérigo del que la
señora Gathercole dijo en nuestra primera conversación que contaba
con seiscientas libras al año) fue rechazado porque ya daba señales de
estar enamorado de la mayor de ellas. Debe de ser, pues, muy irritante
para la señora Gathercole que todas sus hijas me demuestren tanta
simpatía. Cada una de ellas está ansiosa por aprender algo y, por
consiguiente, yo me he convertido en maestro de todas. Conversación
en francés para la mayor, gramática italiana para Marianne, los
episodios más románticos de la historia de Gran Bretaña para
Henrietta y los más sangrientos para Kitty, matemáticas y poesía para
Jane.

9 de octubre de 1811
Esta mañana, a mi regreso de Upperstone House, he encontrado a
Dando esperándome en la puerta de la casa parroquial con dos
caballos. Me ha dicho que su amo tenía que comunicarme algo de
suma importancia y urgencia.
John Hollyshoes estaba en su biblioteca, como la otra vez, leyendo
un libro. A su lado, en una sucia mesita, tenía una sucia copa de vino.
—¡Ah, señor Simonelli! —exclamó poniéndose en pie
impetuosamente—. ¡Me alegro de verlo! Por lo visto, caballero,
además de la fisonomía de la familia tiene usted también el defecto de
la familia.
—¿Y cuál es? —pregunté.
—¡Pues el de mentir, por supuesto! ¡Vamos, señor Simonelli, no
me mire con esa cara de asombro! Ha sido usted descubierto,
caballero. Su padre no se apellidaba Simonelli, y me consta que nunca
estuvo en Génova.
Unos momentos de silencio.
—¿Usted conocía a mi padre, caballero? —pregunté
desconcertado.
—Desde luego. Era primo mío.
—Eso es del todo imposible —dije.
—Al contrario, si se entretiene un momento en leer esta carta, verá
que estoy en lo cierto. —Y me tendió unos papeles amarillentos.
—No se me ocurre qué propósito puede usted perseguir
insultándome, pero confío, caballero, en que retirará esas palabras, o
tendremos que resolver este asunto de otra manera. —Con ademán de
impaciencia, le devolvía la carta cuando mi mirada tropezó con estas

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palabras: «la tercera hija de un lencero de York»—. ¡Espere! —grité
arrancándole los papeles de la mano—. ¡Mi madre era la tercera hija
de un lencero de York!
—¡Vaya, señor Simonelli! —dijo John Hollyshoes con su sonrisa
larga y torcida.
La carta estaba dirigida a John Hollyshoes y había sido escrita en
la hostería La Estrella de Stonegate, York. El remitente mencionaba
que estaba desayunando con premura, y en el papel había manchas
como de mermelada y mantequilla. Al parecer, iba camino de
Todaesperanza House para visitar a John Hollyshoes cuando le había
demorado la súbita pasión que le había inspirado la tercera hija de un
lencero de York. Y describía con todo detalle a la hechizante criatura.
«Más bien rellenita», leí, «suaves bucles de un rubio plateado», «ojos
azul nomeolvides».
Por lo que me han dicho mis amigos y por lo que he visto en
esbozos y retratos a la acuarela, ¡aquella muchacha tenía que ser mi
madre! Además, la fecha de la carta —19 de enero de 1778, nueve
meses justos antes de mi nacimiento— demostraba la veracidad de las
palabras de John Hollyshoes. Firmaba «Tu afectuoso primo Thomas
Fairwood».
—Tanto amor —dije mientras leía la carta—, y al día siguiente la
abandonó.
—Oh, debe usted disculparle —dijo John Hollyshoes—. Una
persona no puede luchar contra sus inclinaciones naturales.
—No obstante, hay algo que no encaja. Mi madre hablaba de
forma muy vaga acerca del hombre que la había seducido: ni siquiera
sabía su nombre… pero una cosa tenía clara: era extranjero.
—Oh, la explicación es sencilla. Aunque hace mucho tiempo que
vivimos en esta isla (miles de años más que sus otros habitantes),
siempre nos hemos mantenido aparte y nos preciamos de tener otra
sangre.
—¿Acaso son ustedes judíos? —pregunté.
—¿Judíos? ¡Nada de eso!
Reflexioné.
—¿Y dice que mi padre murió?
—Pues sí. Después de dejar a su madre, no llegó a venir a
Todaesperanza House sino que siguió viajando, atraído aquí por
carreras de caballos y allá por peleas de gallos. Pero años después
volvió a escribirme anunciándome su llegada para principios del
verano y prometiéndome que se quedaría una larga temporada. Esta
vez no pasó de un pueblo de los alrededores de Carlisle, donde se

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enamoró de dos muchachas…
—¡Dos muchachas! —exclamé con asombro.
—Compréndalo, las dos eran muy bonitas y él no sabía a cuál
elegir. Una era hija de un molinero y la otra de un panadero. Él
esperaba convencerlas para que lo acompañaran a su casa de Eidon
Hills, y allí vivir los tres felices para siempre, permitiéndose todos los
caprichos. Pero ¡ay!, aquellas desagradecidas no quisieron ir y la
siguiente noticia que tuve de él fue que había muerto. Después supe
que la hija del molinero le había enviado un mensaje por el que le
hacía creer que, al menos ella, estaba dispuesta a acceder, y entonces
él fue al molino del padre, donde la impetuosa corriente del agua
quedaba oculta por un serbal. Y aquí hago un inciso para decir que de
todos los árboles del bosque, el serbal es el más odioso. Las dos
muchachas lo esperaban. La hija del molinero le arrojó a la cara un
puñado de las repugnantes bayas del serbal y entonces la hija del
panadero pudo empujarlo al agua, y entre las dos hicieron rodar la
piedra aprisionándolo contra el lecho del arroyo. Él era fuerte. Todos
los de mi familia, nuestra familia debería decir, somos
extraordinariamente fuertes, difíciles de matar, pero él tenía la piedra
de molino sobre el pecho, no pudo levantarse y al final se ahogó.
—¡Santo Dios! —exclamé—. ¡Qué horror! Como sacerdote
desapruebo de plano su costumbre de seducir a las jóvenes, pero como
hijo suyo he de decir que, en este caso, la venganza que se tomaron
esas dos mujeres no guarda proporción con la ofensa. ¿Y esas crueles
mujeres no fueron llevadas ante los jueces?
—Por desgracia, no —dijo John Hollyshoes—. Pero ahora debo
rogarte, primo, que no hablemos más de este asunto que lastima mi
espíritu de familia. Mejor cuéntame cómo se te ocurrió la extraña idea
de hacerte pasar por descendiente de italianos.
Le expliqué que la idea había sido de mi abuelo. De mi pelo negro,
ojos oscuros y tez morena y de lo que su hija le había contado, él
dedujo que yo debía de tener sangre italiana o española. Como le
gustaba mucho la música italiana, eligió Italia. Luego, a partir de su
nombre, George Alexander Simon, creó el mío: Giorgio Alessandro
Simonelli. Y añadí que aquel excelente caballero, lejos de apartar de
su lado a la hija caída, la había cuidado y protegido, procurándole
dinero, asistencia y un hogar, y que cuando, a poco de nacer yo, ella
murió de pena y vergüenza, él me crió y me dio estudios.
—Pero lo más curioso —dijo John Hollyshoes— es que nombraras
precisamente la ciudad que, si Thomas Fairwood hubiera ido a Italia,
más le habría gustado. Ni la ostentosa Venecia, ni la monumental

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Roma ni la altiva Florencia, sino Génova, la ciudad de las oscuras
sombras y los ecos siniestros que huyen hacia el mar.
—Te aseguro que la elegí al azar.
—Eso no tiene que ver. Al elegir Génova diste prueba de la
extraordinaria intuición que siempre ha distinguido a nuestra familia.
Pero es la vista lo que te delató. Nunca me había sentido tan
asombrado como cuando reparaste en las dos o tres motas de polvo
que tenía la mantilla del niño.
Le pregunté por el estado de salud de su hijo.
—Oh, está bien, gracias. Le he conseguido una nodriza excelente,
precisamente de tu parroquia, cuya leche le sienta de maravilla.

20 de octubre de 1811
Esta mañana, en las cuadras de Upperstone House, las señoritas
Gathercole se preparaban para salir a cabalgar. Naturalmente, me
invitaron a acompañarlas.
—Hijita —dijo la señora Edmond a la mayor—, piensa que el
señor Simonelli quizá no monta a caballo. No todo el mundo monta.
—Y me miró como si quisiera ayudarme a salir de un atolladero.
—Oh, sé montar a caballo —dije—. De todas las clases de
ejercicio, ésta es la que más me agrada.
Me acerqué a una yegua gris de aire engreído. En lugar de
quedarse quieta para que la montara, la muy insolente retrocedió uno o
dos pasos. La seguí y ella volvió a apartarse. Así estuvimos tres o
cuatro minutos, mientras todas las damas de Upperstone nos
observaban en silencio. De pronto se paró y yo traté de encaramarme a
la silla, pero aquel animal tenía unos flancos muy extraños y, en lugar
de encontrarme sobre la silla en un abrir y cerrar de ojos —como había
ocurrido cuando monté los caballos de John Hollyshoes—, me quedé
atascado a mitad de camino.
Naturalmente, a las damas les dio por atribuirme la culpa a mí y no
a su contrahecho animal, y no sé qué fue más mortificante, si el gesto
de sorpresa de las hermanas mayores o la franca hilaridad de las otras.
Bien pensado, debo reconocer que en un lugar tan apartado como
éste, lo más aconsejable es saber montar cualquier caballo. Quizá
Joseph, el mozo de cuadra de la señora Gathercole, acceda a
enseñarme.

4 de noviembre de 1811
Hoy he dado un largo paseo en compañía de las cinco señoritas

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Gathercole. Cielo de esmalte azul, bosques de tonos marrones, nubes
rollizas como almohadones: esto es todo lo que he podido percibir del
paisaje, ya que las señoritas requerían mis servicios continuamente:
«Oh, señor Simonelli, ¿sería tan amable de hacer esto?», «Señor
Simonelli, ¿me haría el favor de hacer esto otro?» o «Señor Simonelli,
¿qué opina usted de tal y cual cosa?». He tenido que acarrear cestas de
merienda, montar caballetes reacios a desplegarse, aconsejar sobre
perspectiva, dar mi opinión acerca de la poesía del señor Coleridge,
comer bizcocho y servir vino.
Releyendo lo escrito desde mi llegada, me asombra que en algún
momento pudiera pensar que entre las señoritas Gathercole existía un
gran parecido. Nunca hubo cinco hermanas de gustos, caracteres,
aspectos y portes más distintos. Isabella, la mayor, es la más bonita y
también la más alta y elegante. Henrietta es la más romántica, Kitty la
más vivaz y Jane la más callada; pasa horas y horas soñando despierta
con un libro en las manos. Las hermanas van y vienen, discuten y se
pelean, la vencedora sale de la habitación sonriendo y pisando fuerte y
la derrotada suspira y retoma el bordado. Pero Jane nunca interviene
en esas discusiones, y llega un momento en que, de pronto, me mira
con una sonrisa lenta y misteriosa y yo sonrío a mi vez, y me parece
que comparto con ella secretos insondables.
Marianne, la segunda, que tiene el pelo cobrizo exactamente del
color de las hojas secas del haya, es la más irritante de las cinco
hermanas. No podemos estar en la misma habitación ni un cuarto de
hora sin ponernos a discutir sobre esto o lo otro.

16 de noviembre de 1811
John Windle me ha escrito una carta en la que dice que el jueves
pasado, en el comedor de profesores del colegio de Corpus Christi, el
doctor Prothero dijo al doctor Considine que ya me veía dentro de diez
años con una esposa escuálida y consumida y una prole de mocosos
con los zapatos rotos, y que a Considine le dio tal ataque de risa que se
atragantó y la sopa de menudillos le salió por la nariz.

26 de noviembre de 1811
No hay caminos ni senderos que conduzcan a la casa de John
Hollyshoes. Sus criados no salen a trabajar las tierras, ni sé que haya
en ellas granja alguna. No me explico de qué viven. Hoy he visto que
asaban una pequeña criatura —me ha parecido una rata— en la
chimenea de una habitación. Varios criados se inclinaban hacia ella

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ansiosamente, con platos de peltre y cuchillos en las manos. Sus
rostros estaban en la sombra. (Es curioso, pero, aparte de Dando y la
vieja con cara de puercoespín, no he podido ver de cerca a ninguno de
los criados de John Hollyshoes, porque todos se escabullen al verme.)
John Hollyshoes es amena compañía, su conversación es
instructiva y notables sus conocimientos. Hoy me ha dicho que Judas
Iscariote era un hábil apicultor y que la miel de sus abejas era muy
superior a toda la que se ha producido en estos dos mil últimos años.
Me ha interesado mucho esta información, que era nueva para mí, y le
he hecho varias preguntas. Me ha dicho que por ahí debía de tener un
tarro de la miel de Judas y que, si lo encontraba, me lo regalaría.
Luego se ha puesto a hablar del legado de mi padre, de que sus
asuntos quedaron muy embarullados y que, desde su muerte, los que
se dicen herederos suyos han estado peleando entre sí.
—Que yo sepa, ha habido dos duelos, por lo que dos pretendientes
han muerto. Un tercero, cuyo afán por hacerse con la hacienda de tu
padre sólo era superado por su pasión por los cuartetos de cuerda, fue
hallado hace tres años colgado de un árbol por su larga cabellera
plateada, con el cuerpo atravesado por arcos de violín, violonchelo y
viola, como un san Sebastián musical. Y el año pasado, sin ir más
lejos, todos los habitantes de una casa murieron envenenados; la
presunta heredera ya había escapado, en camisón, en plena nevada, de
manera que sólo murieron los criados. Como yo no he reclamado la
herencia, me he librado de su inquina, a pesar de que mi derecho a la
propiedad es mayor que el de cualquiera de ellos. Aunque,
naturalmente, no puede haber heredero más legítimo que el hijo de
Thomas Fairwood. Si apareciera un hijo que reclamara la herencia, se
acabarían las disensiones. —Y al decir esto, John Hollyshoes me miró
fijamente.
—¡Oh! —exclamé sorprendido—. Pero el hecho de no ser hijo
legítimo…
—Nosotros no damos importancia a semejantes detalles. Es más,
entre los nuestros se produce con frecuencia esa circunstancia. Las
tierras de tu padre, tanto en Inglaterra como en otros sitios, son casi
tan extensas como las mías, y no te sería difícil conseguirlas. Cuando
se supiera que tienes mi apoyo, podrías estar viviendo en la mansión
Estertor del Corazón el primer día del próximo trimestre.
¡Nunca habría soñado con una fortuna semejante! No me atrevo a
hacerme ilusiones, pero no puedo dejar de pensar en ello. Nadie más
apto que yo para disfrutar de una fortuna, y mis sentimientos no son
del todo egoístas, ya que me considero sinceramente la persona idónea

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para administrar una hacienda. Si la heredo, cultivaré mis tierras con
métodos científicos y conseguiré que produzcan tres o cuatro veces
más (según he leído que hacen otros terratenientes). Cuidaré de mis
arrendatarios y mis criados y les enseñaré a ser felices. O quizá venda
las propiedades de mi padre y compre tierras en Derbyshire, y me case
con Marianne o Isabella, y vaya todas las semanas a Todaesperanza a
interesarme por los asuntos de la señora Gathercole y aconsejarla a
ella y a la señora Edmond en sus decisiones.

* * *

8 de diciembre de 1811, 7 de la mañana


No hay noticias de Dido Puddifer. Empiezo a pensar que la señora
Edmond y yo nos equivocamos al imaginar que se había fugado con
un calderero o un gitano. Hemos preguntado a labradores, pastores y
posaderos, y desde principios del verano nadie ha visto a gitanos por
estos parajes. Esta mañana haré una visita a la señora Glossop, la
madre de Dido.

8 de la tarde del mismo día


¡Qué terrible frustración de todas mis esperanzas! ¡De la perfecta
dicha a la total desesperanza en apenas doce horas! ¡Qué loco fui al
hacerme ilusiones de heredar la hacienda de mi padre! ¡Es como
pensar en arrendar una propiedad en los infiernos! Y ahora mismo no
me importaría ir al infierno, ya que otra cosa no merezco. ¡He faltado
a mis obligaciones! He puesto en peligro las vidas y las almas de mis
feligreses. ¡Mis feligreses, las personas a las que debía preservar de
todo mal con el mayor empeño!
Fui a ver a la pobre señora Glossop y la encontré llorando por
Dido. Le hablé del plan de la señora Edmond y le aconsejé que pusiera
anuncios en los periódicos de Derby y Sheffield, para tratar de
encontrar a alguien que haya hablado con Dido o la haya visto.
—Oh, no, señor, no serviría de nada, porque sé muy bien dónde
está.
—¿Que lo sabe? —pregunté desconcertado—. ¿Por qué no va a
buscarla?
—Eso haría ahora mismo —dijo la mujer entre sollozos—, si no
supiera que la tiene John Hollyshoes.
—¿John Hollyshoes? —exclamé con asombro.
—Sí, señor. Supongo que no sabrá quién es John Hollyshoes,

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porque a la señora Edmond no le gusta que se hable de esas cosas, que
son supersticiones de gente ignorante, dice. Pero nosotros, la gente del
campo, conocemos bien a John Hollyshoes. Es un duende muy
poderoso que vive en la región desde… ah, no sé, desde que el mundo
existe, y reclama toda clase de derechos sobre nosotros. Creo que en
su casa de Esperanza Perdida tiene a un bebé duende y necesita a una
muchacha sana y robusta con abundante leche humana que lo
amamante.
No puedo decir que la creyera. Tampoco puedo decir que no. Lo
cierto es que estaba estupefacto y me quedé mudo hasta que la pobre
mujer, olvidando su dolor, se alarmó, me sacudió por el hombro y
corrió a pedir brandy a la señora Edmond. Cuando volvió con el
brandy, me lo bebí de un trago, fui directamente a las cuadras de la
señora Gathercole y pedí a Joseph que ensillara a Quaker. Cuando me
iba, salió de la casa la señora Edmond, a ver qué me ocurría.
—¡No hay tiempo, señora Edmond! ¡No hay tiempo! —le grité y
me fui.
Dando me abrió la puerta de la casa de John Hollyshoes y dijo que
su amo había salido.
—No importa —dije sonriendo con suficiencia—, porque no he
venido a ver a John Hollyshoes sino a mi primito, mi querido
duendecillo… —dije «duendecillo» y Dando no me rectificó— al que
ayudé a nacer hace siete semanas.
Dando me dijo que encontraría a la criatura en una habitación al
fondo de un largo corredor.
La habitación era grande y destartalada y olía a madera podrida y
yeso enmohecido. Las paredes tenían manchas de humedad y agujeros
de rata. En el centro de la habitación había un extraño sillón de madera
ocupado por una joven. Una barra de hierro sujeta a los brazos del
sillón le impedía levantarse, y unos grilletes oxidados le ceñían los
tobillos. La muchacha estaba dando el pecho al hijo de John
Hollyshoes.
—¿Dido? —pregunté.
Qué angustia sentí cuando ella me respondió con una ancha
sonrisa:
—¿Sí, señor?
—Soy el nuevo párroco de Todaesperanza, Dido.
—¡Oh, me alegro de verlo, señor! Perdone que no me levante para
hacerle una reverencia. ¡El pequeño caballero tiene mucha hambre
esta mañana!
Dio un beso a la horrenda criatura, a la que llamó su ángel, su

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corazoncito y su tesoro.
—¿Cómo llegaste hasta aquí, Dido?
—Oh, los criados del señor Hollyshoes fueron una mañana a
buscarme. ¡Y qué afán por traerme! —rió divertida—. ¡Venga a tirar
de mí montaña arriba y venga a meterme en carros! Y eso que yo les
decía claramente que no hacía falta que se tomaran tantas molestias.
Cuando me enteré de la triste situación del señorito —estrechó al niño
y le dio otro beso—, estaba más que dispuesta a darle de mamar. Mi
única pena en este paraíso es que el señor Hollyshoes dice que no
puedo tener conmigo a mi propio hijito mientras esté criando al suyo,
y que no lo consentiría aunque todos los ángeles del cielo se lo
pidieran de rodillas. Y es lástima, porque podría perfectamente criar a
los dos.
Y en prueba de sus palabras, se descubrió sin recato los pechos,
que a mis inexpertos ojos parecieron asombrosamente ubérrimos.
Dido estaba ansiosa por saber quién se ocupaba de dar de mamar a
su hijo. Anne Hargreaves, le dije. Ella se mostró complacida y dijo
que Nan había tenido siempre muy buen apetito.
—No he visto chica a la que le guste más el pudin. Seguro que su
leche es dulce y sustanciosa, ¿no cree?
—Bien, la señora Edmond dice que el pequeño Horatio Arthur está
muy hermoso. Dido, ¿cómo te tratan aquí?
—¿Cómo puede preguntarme eso, señor? ¿Es que no ve esta silla
de oro, perlas y brillantes? ¿Ni las columnas de cristal y los cortinajes
de terciopelo rosa de este salón? Por la noche, no va usted a creerlo,
porque ni yo lo creía, duermo en una cama que tiene seis colchones de
pluma, uno encima de otro, con la cabeza apoyada en seis almohadas
de seda.
Le dije que me parecía fabuloso. ¿Y le daban bien de comer y
beber?
Cerdo asado, pudin de ciruelas, queso fundido y sopa de carne.
Según Dido, en Esperanza Perdida tenías un sinfín de cosas buenas…
aunque imagino que en realidad no eran más que los mohosos
mendrugos que vi a sus pies en una fuente agrietada.
También decía que le habían regalado un vestido de terciopelo azul
celeste con botones de brillantes, y sonriendo con timidez me preguntó
si me gustaba.
—Estás muy bonita, Dido —dije, y ella pareció complacida. Pero
yo veía el mismo vestido color pardo que llevaba cuando la habían
secuestrado. Estaba sucio y roto. Ella tenía el pelo apelmazado con el
vómito del niño duende y sangre cuajada sobre el ojo izquierdo, de un

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corte de la frente. Su aspecto me dio tanta lástima que instintivamente
me humedecí la yema de los dedos y le limpié la sangre del párpado.
Cuando iba a preguntarle si en algún momento le permitían
levantarse de la silla de oro, perlas y brillantes, oí abrirse una puerta a
mi espalda, me volví y vi entrar a John Hollyshoes. Yo esperaba que
me preguntara qué estaba haciendo allí, pero no pareció sospechar
nada malo y se limitó a agacharse para palpar los grilletes. Como todo
lo de la casa, éstos estaban bastante deteriorados, y hacía bien en
dudar de su resistencia. Cuando estuvo satisfecho, se irguió y me
sonrió.
—¿Querrías acompañarme a tomar una copa de vino? —dijo—.
Deseo pedirte un favor muy particular.
Fuimos a la biblioteca, donde escanció vino en dos copas.
—Primo, hace tiempo que tengo intención de preguntarte por esa
colección de mujeres que viven en mis posesiones de Inglaterra y se
dan ese aire de importancia a expensas mías. He olvidado su apellido.
—¿Gathercole?
—Eso es, Gathercole —dijo, y quedó un momento en silencio, con
una media sonrisa pensativa en su oscura faz—. Hace siete semanas
que estoy viudo, y no recuerdo haber estado nunca tanto tiempo sin
esposa… por lo menos, desde que en Inglaterra hay mujeres a las que
desposar. Hablando con franqueza, hace mucho tiempo que he perdido
la costumbre del galanteo y me pregunto si serías tan amable de
decirme cuál de esas mujeres crees que más me conviene. Eso me
ahorraría muchas molestias.
—¡Oh! Estoy seguro de que todas te parecerían detestables —dije.
Él rió y me pasó el brazo por los hombros.
—Primo, no soy tan exigente como supones.
—No puedo aconsejarte en eso. Perdona, ¡no puedo!
—¿Oh? ¿Y por qué no?
—Porque… ¡porque tengo intención de casarme con una de ellas!
—exclamé.
—Enhorabuena, primo. ¿Con cuál?
Lo miré fijamente.
—¿Qué?
—Dime con cuál quieres casarte tú, y yo me casaré con otra.
—Con Marianne —dije—. ¡No, un momento! ¡Con Isabella! Es
decir… —Caí en la cuenta de que no podía elegir una sin poner en
peligro a las demás.
Él volvió a reír y me dio unas afectuosas palmadas en el brazo.
—Tu entusiasmo por poseer mujeres inglesas es el que cabría

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esperar del hijo de Thomas Fairwood. Pero mis propios apetitos son
más moderados. A mí me bastará una sola. Dentro de un par de días
me acercaré por Todaesperanza, elegiré una y quedarán cuatro para ti.
¡Imaginar a Isabella, a Marianne o a cualquiera de ellas,
condenada a vivir para siempre en la sordidez de Esperanza Perdida!
¡La sola idea era insoportable!
Llevo más de una hora mirándome en el espejo. En Cambridge me
asombraba lo pronto que la gente tomaba a mal todo lo que yo decía,
pero ahora comprendo que no eran mis palabras lo que les ofendía
sino esta cara mía de duende. La oscura alquimia de esta cara
convierte todos mis buenos sentimientos humanos en perversiones de
duende. En mi interior siento desesperación, pero mi rostro sólo
muestra desdén. Mi remordimiento se convierte en furor y mi
reflexión en astucia.

9 de diciembre de 1811
Esta mañana, a las diez y media, me he declarado a Isabella
Gathercole. Ella —¡dulce y tierna criatura!— ha dicho que se sentía la
mujer más feliz de la tierra. Pero no consintió en mantener el
compromiso en secreto.
—Claro que al principio mamá y la tía Edmond van a poner
muchas objeciones, pero ¿qué conseguiríamos manteniéndolo en
secreto? Tú no las conoces tan bien como yo. Sí, ya sé que no vamos a
convencerlas de tus excelentes cualidades. Pero podemos hacer que se
rindan por agotamiento. Habremos de emplear un sinfín de
argumentos y súplicas, y cuanto antes empecemos antes
conseguiremos el feliz resultado que anhelamos. Yo me mostraré
llorosa y tú desolado. Yo tendré que aparentar una pequeña
enfermedad, lo que llevará tiempo, porque ahora mismo tengo muy
buen semblante y una salud excelente.
¿Qué no podrían aprender los mediocres sabios de Cambridge de
tan encantadora maestra? Con tanta dulzura porfió que casi olvidé mi
plan y accedí a sus peticiones más razonables. Al fin me vi obligado a
revelarle parte de la verdad. Dije que recientemente había descubierto
que era pariente de un hombre muy rico que vivía en los alrededores y
que me había tomado gran afecto. Añadí que esperaba heredar pronto
grandes propiedades y que, por tanto, no era descabellado suponer que
la señora Gathercole vería con mejores ojos mis aspiraciones cuando
yo fuera tan rico como ella.
Isabella comprendió que tenía razón, y creo que entonces se habría

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puesto a hablar otra vez de amor y de esas cosas, pero yo tuve que
separarme de ella rápidamente, porque acababa de ver a Marianne
entrar en la salita del desayuno.
En principio, Marianne se mostró reacia. No es que no quisiera
casarse conmigo. Al fin y al cabo, con alguien tenía que casarse, dijo,
y creía que ella y yo nos llevaríamos bien. Pero ¿por qué teníamos que
mantener el compromiso en secreto? Eso, dijo, era casi deshonroso.
—Como quieras —dije—. Pensé que, por tu afecto hacia mí, te
alegrarías de poder complacerme en esto. Además, un compromiso
secreto nos obligaría a hablarnos continuamente en italiano. —
Marianne es una enamorada del italiano, sobre todo porque ninguna de
sus hermanas entiende ni una palabra de esta lengua.
—Muy bien, de acuerdo —dijo.
En el jardín, a las once y media, Jane aceptaba mi proposición,
para lo que, alzándose de puntillas, me susurró al oído:
—Su rostro es sereno como el cielo cuando los brotes se abren a la
primavera. —Me miró con su leve sonrisa secreta y me tomó las
manos entre las suyas.
En el gabinete, poco antes de mediodía, me encontré con un
problema de otro tipo. Henrietta me aseguró que nada podía
complacerla tanto como un noviazgo secreto, pero me rogó que le
permitiera comunicárselo por carta a una prima que vive en Aberdeen.
Al parecer, esta prima, la señorita Mary Macdonald, es la amiga más
querida de Henrietta y con la que con más frecuencia se cartea, ya que
ambas tienen exactamente la misma edad: quince años y medio.
Ha dicho que esto era de lo más curioso, porque la misma semana
en que me vio por primera vez (y al instante se enamoró de mí) había
recibido carta de Mary Macdonald, en la que ésta le hablaba de su
amor por un ministro de la Iglesia presbiteriana escocesa, de rubios
cabellos, el reverendo John McKenzie, quien, a juzgar por la detallada
descripción que de él hacía Mary Macdonald, debía de ser casi tan
bien parecido como yo. ¿No era lo más extraordinario del mundo, esta
curiosa similitud de situaciones? Con su afán por informar a Mary
Macdonald de los detalles de nuestro compromiso se mezclaba sin
duda cierta rivalidad, y no creo que fuera totalmente sincera al decir
que esperaba que el amor de Mary Macdonald por el señor McKenzie
fuera tan felizmente correspondido como el suyo por mí. Pero, como
no podía impedirle que escribiera la carta, tuve que acceder.
Finalmente, a las tres de la tarde, encontré a Kitty en el salón. Al
principio no prestaba atención a lo que yo decía sino que daba vueltas
por la habitación hablando de sus planes de representar en el granero,

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por Navidad, una función que asombraría a todo el pueblo.
—No me escuchas —dije—. ¿No has oído que te he preguntado si
quieres casarte conmigo?
—Sí —respondió—. Y ya le he dicho que sí. Es usted el que no me
escucha a mí. Tiene que aconsejarnos. Isabella quiere ser una heroína
muy hermosa que en el último acto triunfa sobre todos sus enemigos.
Marianne no quiere salir a menos que pueda decir algo en italiano. A
Jane no hay manera de hacerle entender las cosas, por lo que valdrá
más que no diga nada. Henrietta hará lo que yo le diga. Y, ¡ah!, yo
quiero ser un oso. ¡Un simpático oso que hablará! ¡Y bailará… así! Y
usted podría ser un marino o un cochero, lo que prefiera, porque de
uno tenemos la gorra y del otro las botas. Ahora diga, señor Simonelli,
¿qué obra le parece que nos vendría bien?

10 de diciembre de 1811, 2 de la tarde


En el bosque, entre Esperanza Perdida y el pueblo
de Todaesperanza
Saco la pluma, el tintero y este cuaderno.
—¿Qué hace? —gimotea Dido, asustada.
—Escribo en mi Diario.
—¿Ahora? —se asombra.
¡Pobre Dido! Mientras escribo, no cesa de lamentarse de que
pronto oscurecerá y de que está nevando con más fuerza, lo cual
reconozco que es un inconveniente, porque los copos caen en la
página y emborronan las letras.
Esta mañana, la vigilancia que mantenía sobre el pueblo ha dado
fruto. Desde el pórtico de la iglesia, escondido entre la gruesa hiedra,
vi a Isabella bajar por el camino de Upperstone. Soplaba sobre el
pueblo un viento áspero que arrastraba las últimas hojas de los árboles
y pequeños copos de nieve. De pronto, en el camino de Upperstone se
formó un remolino de hojas y copos de nieve, y allí estaba John
Hollyshoes, sonriendo y haciendo una reverencia.
Da idea de la firmeza de mi decisión el que en aquel momento
haya podido marcharme dejándolas allí a todas ellas. Todo lo que
observaba en John Hollyshoes me inspiraba temor, desde la insinuante
inclinación de la cabeza hasta el enigmático gesto de sus manos, pero
yo tenía asuntos urgentes que atender en otro sitio y confiaba en que el
afecto que me profesaban las señoritas Gathercole sería lo bastante
firme para protegerlas.
Me dirigí rápidamente a Esperanza Perdida y, cuando entré en la

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desnuda habitación del fondo del corredor, Dido gritó:
—¡Oh, señor! ¿Ha venido a sacarme de este horrible lugar?
—¡Cómo, Dido! —exclamé con viva sorpresa—. ¿Qué ha pasado?
Creí que eras feliz aquí.
—Y lo era, señor, hasta que me frotó el ojo con su saliva. Desde
entonces, lo que veo con este ojo ha cambiado. Ahora, si miro con este
ojo —cerró el izquierdo para mirar con el derecho—, me veo vestida
con un traje de oro, en un palacio maravilloso, acunando en mis brazos
a la más angelical de las criaturas. Pero si miro con este otro —cerró el
derecho y abrió el izquierdo—, me veo encadenada a una silla en un
sucio cuartucho, dando el pecho a un duendecillo muy feo. Pero —
añadió rápidamente, porque yo iba a responder—, sea lo que sea, ya
no me importa, porque aquí soy muy desgraciada y estoy deseando
volver a casa.
—Me alegra oír eso, Dido —dije. Y luego de advertirle que no
manifestara sorpresa alguna por lo que yo dijera o hiciera, me asomé a
la puerta y llamé a Dando.
Él acudió al instante y me hizo una profunda reverencia.
—Tengo un mensaje para ti de tu amo, al que acabo de ver en el
bosque con su nueva esposa, la cual, como la mayoría de las inglesas,
tiene un carácter un tanto nervioso y se le ha metido en la cabeza que
Esperanza Perdida es un lugar espantoso, lleno de horrores —le dije
—. Así pues, tu amo y yo hemos estado deliberando y hemos decidido
que, para calmar sus temores, hagamos que esta mujer —señalé a Dido
—, a la que ella conoce bien, vaya a su encuentro. La tranquilizará ver
una cara amiga.
Miré la cara oscura y arrugada de Dando, como si esperase
respuesta. Él me contemplaba, perplejo.
—¿Y bien? —le espeté—. ¿A qué esperas, botarate? ¡Haz lo que te
ordeno! ¡Suelta a la nodriza para que pueda llevarla a donde tu amo!
—Y entonces, con una buena imitación de los arrebatos de cólera de
John Hollyshoes, lo amenacé con todo lo que me vino a la mente:
tundas, encierros y hechizos. Juré hablar a su amo de su indolencia y
le prometí que él lo pondría a desenredar todas las ramas del bosque y
a peinar la hierba de los prados por haberme ofendido con su
desobediencia.
Dando es un duende listo, pero más listo soy yo. Mi pretexto era
convincente y él, sin pensarlo más, se dispuso a ir en busca de la llave
de los grilletes de Dido, no sin antes poner a prueba mi paciencia con
sus disculpas, explicaciones y súplicas de perdón.
Cuando los otros criados se enteraron de que el primo inglés del

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amo se llevaba a la nodriza, algo debió de agitarse en sus turbias
mentes, porque todos salieron de sus escondrijos y se agolparon
alrededor de nosotros. Entonces pude verlos claramente por primera
vez. El espectáculo fue muy desagradable para mí, pero más aún para
Dido. Después ella me dijo que con el ojo derecho había visto a un
grupo de damas y caballeros que la miraban con tanta benevolencia
que le dolía estar engañándolos, y con el otro había visto los trasgos
que componían la servidumbre de John Hollyshoes.
Cabezas con astas de toro, cabezas con cornamenta de ciervo,
cabezas con caparazón de insecto, cabezas rugosas y cubiertas de
moho como naranjas podridas; bocas deformadas por colmillos, bocas
en forma de trompa, bocas que enseñaban los dientes con sonrisa
feroz, bocas desdentadas abiertas de asombro, bocas babosas; orejas
de murciélago, orejas de gato, bigotes de rata; ojos viejos en caras
jóvenes, ojos grandes y brillantes en caras arrugadas, ojos que hacían
guiños en partes de la anatomía en las que nunca esperarías ver ojos.
Los duendes anidaban por toda la casa; no había grieta de la pared por
la que no atisbara un ojo curioso, ni hueco de la barandilla por el que
no asomara una nariz o un hocico. Nos clavaban sus dedos huesudos,
nos tiraban del pelo y nos daban pellizcos. Dido y yo salimos
corriendo de Esperanza Perdida, saltamos sobre Quaker y nos
adentramos en el bosque invernal.
Caía una nevada densa de un cielo verde mar. No se oía otro
sonido que el batir de los cascos y el tintineo del arnés de Quaker.
Al principio avanzábamos con rapidez, pero luego nos envolvió
una fina niebla, y el camino del bosque ya no llevaba a donde debía
llevar. Cabalgamos durante mucho tiempo, tanto que, a no ser que el
bosque hubiera crecido hasta cubrir todo Derbyshire y
Nottinghamshire, ya habríamos tenido que salir de él, pero no
salíamos. Y cualquiera que fuera el sendero que yo tomaba, siempre
terminaba frente a una verja blanca detrás de la cual se veía un camino
liso y seco —un camino extrañamente seco, con la nevada que estaba
cayendo—, y Dido me preguntaba una y otra vez por qué no íbamos
por allí. Pero a mí no me gustaba aquel camino. Parecía de lo más
corriente, pero en él soplaba un viento caliente, como el aliento de un
horno, y se respiraba un olor como a carne quemada y mezclada con
azufre.
Cuando comprendí que cabalgando no conseguiría más que
agotarnos a nosotros y al caballo, dije a Dido que más valdría
desmontar y atar a Quaker a un árbol. Así lo hicimos y luego nos
subimos a las ramas del árbol, a esperar la llegada de John Hollyshoes.

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Las 7 del mismo día
Dido me contó que su madre solía decir que las bayas rojas, como las
del serbal, son una excelente protección contra la magia de los
duendes.
—Hay unas matas ahí delante —añadió.
Pero debía de mirar con el ojo encantado, porque yo no veía las
bayas rojas sino el flanco color castaño de Pandemonium, el caballo
de John Hollyshoes. Y ante nosotros, detrás de la cortina de nieve,
estaban los dos duendes con sus caballos duende.
—¡Hola, primo! —gritó John—. ¿Cómo estás? Te daría la mano,
pero estás muy arriba. —Parecía jubiloso y tan repleto de malicia
como un pudin lo está de ciruelas—. He tenido una mañana muy
irritante. Al parecer, todas las señoritas ya están prometidas, pero
ninguna ha querido decirme con quién. ¿No es sorprendente?
—Mucho —dije.
—Y ahora la nodriza se ha escapado. —Miró amenazadoramente a
Dido—. Nunca me había sentido tan contrariado. Si descubriera al
causante de mis desdichas… En fin, primo, ¿qué crees que haría?
—No tengo ni la menor idea.
—Lo mataría —dijo—. Por mucho que lo estimara.
La hiedra que envolvía el árbol empezó a agitarse y ondularse
como el agua. Al principio pensé que algún animal se movía allí abajo,
pero luego vi que era la misma hiedra la que se movía. Sus ramas se
me enroscaban en tobillos y piernas como serpientes.
—¡Ay! —gritó Dido con espanto, tratando de arrancarlas.
La hiedra no sólo se movía sino que crecía. Pronto mis piernas
estuvieron sujetas al tronco por ramas nuevas, que ya me envolvían el
pecho y el brazo derecho y amenazaban con cubrir mi Diario, pero
tuve buen cuidado en mantenerlo a salvo. La hiedra no paraba de
crecer y sus ramas ya me acariciaban el cuello. Yo no sabía si John
Hollyshoes se proponía estrangularme o dejarme atado al árbol para
que muriera de frío.
Hollyshoes miró a Dando:
—¿Estás sordo, sinseso? ¿No te he dicho que es tan buen
embustero como yo y como tú? —Se interrumpió para darle un
bofetón—. ¿Estás ciego? ¡Míralo! ¿No percibes el fiero corazón de
duende capaz de asesinar con indiferencia? ¡Ven aquí, elfo miserable!
¡Ven a que te haga más agujeros en esa cara, a ver si por ellos ves
mejor!
Esperé pacientemente hasta que mi primo se cansó de hundir el

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mango de la fusta en la cara de su criado y Dando dejó de aullar.
—No estoy seguro de si podría asesinar con indiferencia —dije—,
pero estoy dispuesto a intentarlo. —Con el brazo libre, busqué la
página del Diario en la que describía mi llegada a Todaesperanza. Me
incliné hacia delante separándome del árbol todo lo posible (cosa que
no me resultó difícil, ya que la hiedra me sostenía) e hice sobre la
cabeza de John Hollyshoes la misma extraña señal que le había visto
hacer a él sobre la cabeza del anciano.
Nos habíamos quedado tan quietos como los árboles cubiertos de
escarcha, tan callados como los pájaros en los arbustos y las bestias en
sus madrigueras. De pronto, Hollyshoes, gritó:
—¡Primo…!
Fue la última palabra que pronunció. Pandemonium, que al parecer
sabía muy bien lo que iba a suceder, se levantó de manos y arrojó al
suelo a su amo, como si temiera que mi hechizo pudiera alcanzarlo
también a él. Sonó un estallido, los árboles se estremecieron y los
pájaros alzaron el vuelo espantados. Cualquiera habría dicho que era el
mundo entero el que se desgarraba y no un duende miserable. Al bajar
la mirada, vi a John Hollyshoes tendido en la nieve, perfectamente
partido por la mitad de arriba abajo.
—¡Ja! —dije.
—¡Oh! —exclamó Dido.
Dando lanzó un chillido que, reproducido por medio del alfabeto,
tendría más sílabas que cualquier palabra conocida, luego agarró las
riendas de Pandemonium y se alejó a aquella velocidad extraordinaria
de la que lo sé capaz.
Muerto John Hollyshoes, se debilitó el hechizo que él había
lanzado sobre la hiedra, y Dido y yo pudimos desprendernos de ella
fácilmente. Volvimos cabalgando a Todaesperanza, donde la devolví a
sus alborozados padres, a su amante esposo y a su hambriento retoño.
Mis feligreses acudieron a hacerme objeto de grandes alabanzas,
muestras de agradecimiento, promesas de ayuda, etcétera, etcétera.
Pero yo estaba mortalmente cansado y, después de soltarles un
discursito exhortándoles a inspirarse en el ejemplo de valor y
abnegación que yo había dado, con el pretexto de que tenía jaqueca me
vine a casa.
Pero una cosa me contraría, y es no haber tenido tiempo de
examinar el cuerpo de John Hollyshoes. Porque se me ocurre que si la
Razón reside en el cerebro de la Persona Humana, nosotros los
duendes debemos de tener en nuestro interior un órgano de la Magia.
Ciertamente, el cadáver bisecado del duende presentaba ciertas

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características curiosas. He aquí un pequeño croquis y unas notas que
describen las diferencias observadas entre la anatomía de los duendes
y la anatomía de los hombres. Pienso volver al bosque en cuanto
amanezca, para examinar el cuerpo con mayor detenimiento.

11 de diciembre de 1811
El cuerpo ha desaparecido. Dando debe de habérselo llevado. Es una
lástima, porque me habría gustado enviarlo a la escuela de anatomía
del señor Baillie de Windmill Street, Londres. Supongo que el niño de
la habitación destartalada del fondo del corredor heredará Esperanza
Perdida y todas las propiedades de John Hollyshoes, pero quizá la falta
de la leche de Dido en este crucial momento de su vida impida que
crezca en maldad tanto como su padre.
Yo no pierdo las esperanzas de heredar los bienes de mi padre, y
quizá los reclame cuando tenga tiempo. No he oído decir que la
posesión de grandes propiedades en Tierra de Duendes sea
incompatible con el desempeño de los deberes de un ministro de la
Iglesia anglicana. No recuerdo haber oído ni una simple alusión.

* * *

17 de diciembre de 1811
¡He sido vilmente traicionado por el reverendo John McKenzie! El
golpe me resulta doblemente doloroso porque él —clérigo como yo—
era la persona de la que, por lógica, yo habría podido esperar apoyo.
Parece ser que va a casarse con la heredera de un castillo y varios
cientos de millas de lúgubre páramo escocés en Caithness. Espero que
esté lleno de pantanos y que John McKenzie se ahogue en ellos.
Desgraciadamente, el desengaño amoroso ha provocado un gran
berrinche a la señorita Mary Macdonald, quien ha desahogado su ira
en Henrietta y en mí. Ha escrito a Henrietta que está segura de que yo
tampoco soy de fiar y amenaza con escribir a la señora Gathercole y la
señora Edmond. Henrietta no tiene miedo; al contrario, espera con
júbilo la tormenta que se avecina.
—¡Tú me protegerás! —exclamó con un extraño brillo en los ojos
y la cara encendida de emoción.
—Mi querida niña —le dije—, eso será mi fin.

20 de diciembre de 1811

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Hace un momento ha venido George Hollinsclough a traerme el
recado de que vaya a ver a la señora Gathercole y la señora Edmond
inmediatamente. Paseo por esta habitación una última mirada de
afecto…

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La amistad entre David Montefiore, médico judío del siglo XVIII, y el duende Tom
Brightwind está ampliamente documentada. Además de los Diarios y documentos
familiares de Montefiore, disponemos de numerosas descripciones de encuentros con
Montefiore y Brightwind, en cartas, Diarios y ensayos del siglo XVIII y principios del
XIX. Al parecer, Montefiore y Brightwind conocieron a la mayoría de los grandes
hombres de la época. Hablaron de la esclavitud con Boswell y Johnson, jugaron al
dominó con Diderot, se emborracharon con Richard Brinsley Sheridan y, en una
sonada ocasión, fueron sorprendidos por Thomas Jefferson en su jardín de
Monticello[1].
Por muy fascinantes que puedan ser estos relatos contemporáneos, la más vívida
imagen que poseemos de tan peregrina amistad es la que nos dan las comedias,
narraciones y canciones que inspiró. A principios del siglo XIX, los relatos de «Tom y
David» eran muy populares tanto aquí como en la Baja Tierra de Duendes, pero en la
segunda mitad del siglo dejaron de gozar del favor del público tanto aquí como en
Estados Unidos. Se puso de moda entre europeos y norteamericanos representar a los
duendes con la forma de criaturas pequeñas y frágiles. Tom Brightwind —
fachendoso, egoísta y de seis pies de estatura— no era ni mucho menos la clase de
duende que Arthur Conan Doyle y Charles Dodgson esperarían encontrar en lo más
recóndito de su jardín.
El siguiente relato apareció en Blackwood’s Magazine (Edimburgo, septiembre de
1820) y fue reeditado en Silenus’s Review (Baja Tierra de Duendes, abril de 1821).
Desde el punto de vista literario no se sale de lo corriente y adolece de todos los
defectos que se observan en la mayoría de los escritos de principios del siglo XIX. Sin
embargo, al lector atento le descubrirá muchos detalles de esta enigmática raza, y es
muy revelador de las difíciles relaciones que existen entre los duendes y sus hijos.

Prof. James Sutherland


Instituto de Estudios de Sidhe
Universidad de Aberdeen
Octubre de 1999

Durante la mayor parte de su trazado, Shoe Lane describe un arco en la City de


Londres, y a la mayoría de la gente nunca se le ha ocurrido preguntarse por qué. Pero
si los transeúntes mirasen hacia arriba (y nunca miran), verían una vieja y enorme
torre redonda. Entonces comprenderían que la calle se arquea siguiendo el contorno
de la torre.
Ésta es sólo una de las torres que guardan la casa de Tom Brightwind. Desde muy
joven, a Tom le gustaba viajar y verlo todo y, para hacerlo con mayor comodidad,
situó cada torre de su casa en una parte del mundo. Desde una de las torres se sale a
Shoe Lane; otra ocupa la mayor parte de un islote de un lago escocés; otra contempla

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la melancólica belleza de un desierto argelino; una cuarta se levanta en la calle Verde
Esmeralda de una ciudad de la Baja Tierra de Duendes, etcétera. Con su
grandilocuencia característica, Tom puso a esta original mansión el nombre de Castel
des Tours saunz Nowmber, que significa «Castillo de las Torres Innumerables». En
1764, David Montefiore contó las torres innumerables. Eran catorce.
Una mañana de junio de 1780, David Montefiore llamó a la puerta de la torre de
Shoe Lane. Preguntó al portero dónde podía encontrar a Tom y el portero le indicó
que el amo estaba en la biblioteca.
Mientras sus pasos resonaban por los sombríos corredores y subía las grandes
escaleras de piedra, David iba saludando con un afable «¡Buenos días!» a todo el que
encontraba a su paso. Pero en respuesta no recibía sino recelosos movimientos de
cabeza y miradas de curiosidad, porque, a pesar de sus frecuentes visitas a la casa, sus
habitantes no acababan de acostumbrarse a él. Su rostro no poseía ni una belleza
deslumbrante ni una fealdad repulsiva. No menos anodina era su figura. Su actitud no
expresaba ni un desdén fulminante ni una irresistible fascinación, sino sólo placidez y
la disposición a pensar bien de todo el mundo. Y para los habitantes del Castel des
Tours saunz Nowmber era un misterio que alguien deseara llevar en la cara una
expresión semejante.
Tom no estaba en la biblioteca. Ocupaban la habitación nueve princesas duendes.
Nueve cabezas exquisitas se volvieron al mismo tiempo hacia David. Nueve vestidos
de seda le alegraron la mirada con sus colores. Nueve perfumes diferentes mezclados
en el aire salieron a su encuentro, haciéndole difícil pensar.
Éstas eran nueve de las nietas de Tom Brightwind. La princesa Caritas, la
princesa Bellona, la princesa Alba Perfecta, la princesa Lachrima y la princesa
Flammifera eran un grupo de hermanas; la princesa Miel de Abejas Silvestres, la
princesa Lamento de Ultramar, la princesa Beso en la Tumba de un Amor Verdadero
y la princesa Pájaro en Mano eran otro grupo de hermanas.
—¡Oh, David ben Israel! —exclamó la princesa Caritas—. ¡Me alegro de verte!
—Y le dio a besar la mano.
—Estáis ocupadas, altezas —dijo él—. No quiero molestaros.
—Bah, nada importante —respondió la princesa—. Estamos escribiendo a
nuestras primas. Cartas de cumplido, nada más. Siéntate, David ben Israel.
—No has dicho que escribimos únicamente a nuestras primas —dijo la princesa
Miel de Abejas Silvestres—. No lo has dejado bastante claro. No quiero que el doctor
judío piense que escribimos también a los primos.
—A nuestras primas únicamente, desde luego —dijo Caritas.
—A los primos no los conocemos —informó a David la princesa Flammifera.
—No sabemos ni sus nombres —agregó la princesa Lamento de Ultramar.
—Aunque los supiéramos, ni se nos ocurriría escribirles —aseguró la princesa
Alba Perfecta.
—Aunque nos han dicho que son muy apuestos —dijo la princesa Lachrima.

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—¿Apuestos? —repitió Caritas—. ¿De dónde has sacado esa idea? Eso a mí no
me importa. Yo nunca pienso en esas cosas.
—¡Vamos, tesoro! —exclamó Lachrima con una risa cristalina—. ¡Vamos, di la
verdad! Casi no piensas en otra cosa.
Caritas miró a su hermana con cara agria.
—¿A cuáles de vuestras primas escribís? —preguntó rápidamente David.
—A Igraine…
—Nimue…
—Elaine…
—Y Morgana.
—Todas feas —observó Caritas.
—Ellas no tienen la culpa —dijo Miel de Abejas Silvestres, magnánima.
—¿Estarán ausentes mucho tiempo? —preguntó David.
—¡Oh! —dijo la princesa Flammifera.
—¡Oh! —dijo la princesa Caritas.
—¡Oh! —dijo la princesa Miel de Abejas Silvestres.
—Fueron expulsadas —dijo la princesa Bellona.
—Para siempre… —dijo la princesa Lamento de Ultramar.
—… y un día —agregó la princesa Flammifera.
—Creíamos que eso lo sabía todo el mundo —dijo la princesa Alba Perfecta.
—El abuelo las expulsó —dijo la princesa Beso en la Tumba de un Amor
Verdadero.
—Lo ofendieron —dijo la princesa Pájaro en Mano.
—El abuelo está muy enfadado con ellas —dijo la princesa Lamento de Ultramar.
—Las envió a vivir en una casa —dijo la princesa Caritas.
—Que no es una casa bonita —advirtió la princesa Alba Perfecta.
—¡Una casa horrible! —dijo la princesa Lachrima con ojos centelleantes—. ¡Con
criados masculinos! ¡Feos y sucios, de dedos gordos y peludos! ¡Criados que no les
mostrarán ni el menor respeto! —Y añadió en tono de regodeo—: Aunque quizá les
muestren otras cosas.
Caritas rió. David se sofocó.
—La casa está en un bosque —prosiguió la princesa Pájaro en Mano.
—Que no es un bosque bonito —añadió la princesa Bellona.
—¡Un bosque horrible! —recalcó la princesa Lachrima—. Un bosque húmedo y
sombrío, lleno de arañas y bichos viscosos y malolientes que se arrastran…
—¿Por qué las envió a ese bosque vuestro abuelo? —preguntó rápidamente
David.
—Oh, Igraine se casó —dijo la princesa Caritas.
—En secreto —dijo la princesa Lamento de Ultramar.
—Creíamos que eso lo sabía todo el mundo —dijo la princesa Beso en la Tumba
de un Amor Verdadero.

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—Se casó con un cristiano —explicó la princesa Caritas.
—Su maestro de arpa —dijo la princesa Bellona con una risita ahogada.
—Tocaba unos concertos tan bellos… —dijo la princesa Alba Perfecta.
—Y tenía tan bella… —empezó la princesa Lachrima.
—¡Lachrima! ¿Quieres callarte? —dijo la princesa Caritas.
—Primas —dijo la princesa Miel de Abejas Silvestres con dulzura—, cuando a
vosotras os destierren a un bosque húmedo y sombrío, nosotras os escribiremos.
—A mí me intrigó que empezara a tomar clases de arpa todos los días —dijo la
princesa Beso en la Tumba de un Amor Verdadero—. Porque hasta que llegó el señor
Cartwright, nunca le había gustado tanto la música. Luego les dio por cerrar la puerta
y yo lo lamenté, porque me gusta el arpa. Por eso me acercaba a la puerta a escuchar,
pero a veces durante un cuarto de hora no oía ni una nota, salvo algún que otro
rasgueo discordante, como si alguien se hubiera apoyado en el instrumento sin querer.
Un día quise entrar para ver qué hacían pero, cuando giré el picaporte, descubrí que
habían cerrado con llave.
—¡Silencio, Beso! —dijo la princesa Lamento de Ultramar.
—Beso es sólo el nombre que le pusieron —explicó a David la princesa Lachrima
amablemente—. Pero ella nunca ha besado a nadie.
—No acabo de entenderlo —dijo David—. La princesa Igraine hizo mal en
casarse sin el consentimiento de su abuelo. En los asuntos importantes, los hijos
siempre deben consultar a sus mayores. Pero los mayores, a su vez, no deben tomar
en consideración únicamente el aspecto económico de un matrimonio ni la posición
social del futuro esposo o esposa, sino también el carácter de su vástago y sus
posibilidades de ser feliz con esa persona. Las preferencias del corazón tienen
importancia primordial…
Mientras David seguía meditando en voz alta acerca de los respectivos deberes y
responsabilidades de padres e hijos, Miel de Abejas Silvestres lo miraba con una
expresión en la que se mezclaban la incredulidad y el desagrado, Caritas bostezó
sonoramente y Lachrima fingió desmayarse de aburrimiento.
—… pero, aunque la princesa Igraine ofendiera al abuelo, ¿por qué se castigó
también a sus hermanas?
—Por no impedírselo, desde luego —dijo Alba Perfecta.
—Por no decir al abuelo lo que ella iba a hacer —dijo Lamento de Ultramar.
—Creíamos que eso lo sabía todo el mundo —dijo Pájaro en Mano.
—¿Y qué fue del maestro de arpa? —preguntó David.
Lachrima abrió mucho sus grandes ojos azul violeta y se inclinó hacia delante con
vivacidad, pero en aquel momento sonó una voz en el corredor.
—… y cuando disparé contra el tercer cuervo, lo desplumé y descuarticé,
descubrí que tenía el corazón de diamante, como había dicho la vieja, de manera que,
como veis, la tarde no se perdió del todo.
Tom Brightwind tenía la mala costumbre de empezar a hablar mucho antes de

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entrar en una habitación, de manera que sus interlocutores sólo oían el final de lo que
quería decirles.
—¿Cómo? —preguntó David.
—No se perdió del todo —repitió Tom.
Tom tenía seis pies de estatura y era extraordinariamente bien parecido, incluso
para un príncipe duende (cabe señalar que, en la sociedad de los duendes, las clases
altas cuidan más su imagen que la plebe). Su piel resplandecía de tan saludable y
hasta tenía una leve opalescencia que no dejaba de resultar un tanto inquietante.
Últimamente había desechado la peluca y exhibía su propio pelo, largo, lacio y de un
castaño encendido. Tenía ojos azules y aparentaba unos treinta años (los mismos que
durante los últimos tres o cuatro mil años). Miró en derredor, alzó una perfecta ceja
de duende y murmuró agriamente:
—¡Mil rayos, cuántas mujeres!
El roce de nueve vestidos de seda, el leve chasquido de una puerta, una última
exhalación de perfume, y todas las princesas habían desaparecido.
—¿Se puede saber dónde te habías metido? —dijo Tom dejándose caer en un
sillón y abriendo un periódico—. Te esperaba ayer. ¿No recibiste mi mensaje?
—No pude venir. Tenía pacientes que atender. Y tampoco esta mañana podré estar
mucho rato. Voy a ver al señor Monkton.
El señor Monkton era un anciano caballero muy rico que vivía en Lincoln.
Enviaba cartas a David en las que le describía un extraño dolor que tenía en el
costado izquierdo y el médico le contestaba recomendándole medicinas y
tratamientos.
—Y no es que él tenga mucha fe en mis consejos —dijo David alegremente—.
También se cartea con un médico de Edimburgo y con una especie de brujo de
Dublín. Y luego está el boticario de Lincoln que lo visita de vez en cuando. Todos
nos contradecimos unos a otros, pero no importa, porque él no se fía de ninguno.
Ahora nos ha escrito para decirnos que se muere y, en este momento de crisis, nos ha
convocado a todos para que lo atendamos en persona. ¡El médico de Edimburgo, el
mago irlandés, el boticario inglés y yo! ¡Estoy impaciente! Nada más agradable e
instructivo que el trato y la conversación con los colegas, ¿no crees?
Tom se encogió de hombros[2].
—¿Está enfermo de verdad el viejo? —preguntó.
—No lo sé. Nunca lo he visto.
Tom volvió a mirar el periódico, lo dejó de nuevo con ademán de irritación,
bostezó y dijo:
—Creo que iré contigo. —Se quedó esperando a que David manifestara su júbilo
por la noticia.
Pero ¿qué demonios esperaba encontrar Tom en Lincoln que lo divirtiera? ¡Largas
conversaciones médicas en las que no podría intervenir, un anciano enfermo y gruñón
y el tufo y los bisbiseos de una habitación de enfermo! David iba a decir algo al

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respecto cuando pensó que en realidad quizá no fuera mala idea que Tom lo
acompañara. David era hijo de un célebre rabino veneciano. Desde muy joven se
había acostumbrado a debatir sobre los buenos principios y la rectitud de conducta
con toda clase de personas de religión judía. Aquellas conversaciones habían formado
su carácter y, por lo tanto, él suponía que una pequeña dosis de lo mismo habría de
mejorar el carácter de los demás. David, en suma, creía que hablando mucho y bien
puedes inducir a la gente a ser buena y feliz. Con este propósito polemizaba con Tom
Brightwind varias veces a la semana, aunque sin resultado aparente. Pero en ese
momento tenía mucho que decir acerca del triste destino de la esposa del maestro de
arpa y sus hermanas, y una larga cabalgada hacia el norte le proporcionaría la
oportunidad perfecta para exponer sus ideas.
Los caballos fueron sacados de las cuadras y David y Tom emprendieron la
marcha. No habían llegado muy lejos cuando David empezó.
—¿Quién? —preguntó Tom sin gran interés.
—Las princesas Igraine, Nimue, Elaine y Morgana.
—¡Ah, sí! Las envié a vivir a… ¿Cómo llamáis a ese bosque del otro lado de
Aydemí? ¿Qué nombre le dais? Siempre se me olvida. Bueno, allí.
—Pero ¡el destierro perpetuo! —exclamó David con horror—. ¡Pobres
muchachas! ¿Cómo puedes soportar la idea de saberlas en semejante tormento?
—La soporto bien, como puedes ver. Pero gracias por tu interés. A decir verdad,
me agrada todo lo que contribuya a reducir el número de mujeres en la casa. David, te
lo aseguro, esas muchachas no paran de hablar. También yo hablo mucho, desde
luego. Pero yo siempre estoy haciendo algo. Tengo mi biblioteca. Soy mecenas de
tres teatros, dos orquestas y una universidad. Poseo numerosos intereses en la Alta
Tierra de Duendes. En todos los territorios de los que soy soberano tengo senescales,
magistrados e intendentes que están obligados a consultar mi voluntad
continuamente. Intervengo en… —contó rápidamente con sus dedos largos y blancos
— trece guerras que se libran en la Alta Tierra de Duendes. En un caso especialmente
complicado me he aliado con la Bestia Ruedademolino y con su enemiga la Dame
d’Aprigny, y he enviado ejércitos a ambos… —Se interrumpió y miró con ceño la
testuz del caballo—. Lo cual, supongo, quiere decir que estoy en guerra conmigo
mismo. ¿Por qué habré hecho eso? —Quedó pensativo un momento, pero, en vista de
que no encontraba respuesta, meneó la cabeza y prosiguió—: ¿Qué te estaba
diciendo? ¡Ah, sí! Por tanto, tengo mucho de qué ocuparme. Pero esas muchachas no
hacen nada. ¡Nada en absoluto! Bordan un poco, estudian música otro poco… ¡Ah, y
leen novelas inglesas, David! ¿Nunca has leído una novela inglesa? Pues no te
molestes. No contienen nada más que bobadas sobre señoritas con nombres
extravagantes que al final siempre se casan.
—De eso precisamente quería hablar. Tus nietas deben ocuparse en algo de
provecho. De lo contrario, es natural que les dé por hacer locuras. ¿Qué esperabas?
—David solía adoctrinar a Tom sobre las responsabilidades de los progenitores, lo

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que molestaba a su amigo, pues se consideraba un modelo de padre y abuelo duende
que subvenía generosamente a las necesidades de hijos y nietos y sólo en
circunstancias excepcionales hacía matar a alguno de ellos[3].
—Las jóvenes deben quedarse tranquilamente en su casa hasta que contraen
matrimonio —dijo Tom—. ¿Qué quieres si no?
—Reconozco que no concibo otro sistema para regular la conducta de las jóvenes
cristianas y judías. Pero, para ellas, el intervalo entre la escuela y el matrimonio es
sólo de unos años. En cambio, para las jóvenes duendes puede ser de siglos. ¿No
conoces otro sistema para tutelar a las mujeres de tu familia? ¿Tienes que imitar en
todo a los cristianos? ¡Si hasta vistes como un cristiano!
—Tú también —observó Tom.
—Y has recortado tus largas cejas de duende.
—Por lo menos yo aún tengo cejas. ¿Dónde está tu barba, judío? ¿Es que Moisés
usaba peluca empolvada? —Dio un tironcito despectivo a los pulcros bucles de la
peluca de David—. Me parece que no.
—¡Tú ni siquiera hablas tu propia lengua! —dijo David, enderezándose la peluca.
—Tú tampoco.
David respondió que los judíos, a diferencia de los duendes, honraban su pasado,
decían sus oraciones en hebreo y utilizaban esta lengua en todos sus ritos.
—Pero, volviendo al problema de tus hijas y nietas, ¿qué hacías tú cuando vivías
en el brugh?
Aquí David pecó por falta de tacto. La palabra brugh encerraba una grave ofensa
para Tom. A nadie que vista camisa inmaculada y casaca azul oscuro, que lleve las
uñas bien cuidadas y el cabello reluciente como la caoba pulimentada, en suma, a
nadie de gustos refinados y costumbres exquisitas le gusta que le recuerden que pasó
los dos o tres mil primeros años de su existencia en un agujero húmedo y oscuro, sin
más ropas (si alguna vez se molestaba en ponérselas) que una falda de lana cruda y
una mohosa capa de piel de conejo[4].
—En el brugh —dijo Tom, recalcando la palabra con causticidad para dar a
entender que ése era un tema que las personas bien educadas no sacaban a relucir—
el problema no existía. Los niños nacían y crecían en total ignorancia de quiénes eran
sus padres. Yo no tengo ni la menor idea de quién fue mi padre. Nunca sentí la
necesidad de averiguarlo.
A las dos de la tarde habían llegado a Nottinghamshire[5], condado famoso por su
bosque. En aquella época, desde luego, el bosque no era ya ni la centésima parte de lo
que había sido en tiempos remotos, pero aún quedaban árboles muy viejos, y Tom
quería presentar sus respetos a los que consideraba amigos suyos y mostrar su desdén
a los que no se habían portado bien con él[6]. Tanto rato empleó en saludar a sus
amigos que David empezó a sentir cierta ansiedad por el señor Monkton.
—¿No has dicho que en realidad no estaba enfermo? —adujo Tom.
—¡Yo no he dicho tal cosa! Pero, tanto si está enfermo como si no, tengo el deber

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de acudir a su lado lo antes posible.
—¡Pero bueno! ¡Menudo mal humor! ¿Adónde vas por ahí? El camino está aquí.
—Veníamos de esa otra dirección.
—No es cierto. Bien, quizá, no sé. Pero los dos caminos se unen más adelante, de
manera que no importa cuál elijamos.
El camino de Tom fue estrechándose hasta convertirse en un sendero casi borrado
que terminaba en la margen de un ancho río. Al otro lado se levantaba una ciudad
pequeña y triste. El camino reaparecía más allá de la ciudad, y lo curioso era que se
hacía más ancho y despejado al alejarse en dirección a lugares más alegres.
—¡Qué extraño! —dijo Tom—. ¿Dónde está el puente?
—Al parecer, no hay.
—¿Y cómo cruzaremos el río?
—Hay un trasbordador —dijo David.
Una larga cadena estaba tendida entre dos pilares de piedra que se levantaban a
cada lado del río. En la orilla opuesta había una vieja barcaza unida a la cadena por
dos anillas. Apareció un viejo barquero que haló la barcaza a través del río por medio
de la cadena. Tom y David hicieron subir los caballos y el viejo barquero los llevó a
la otra orilla.
David le preguntó cómo se llamaba la ciudad.
—Thoresby, señor.
Thoresby se reducía a unas cuantas calles de casas viejas con ventanas
polvorientas y tejados rotos. Un viejo carro estaba abandonado en medio de la que
parecía la calle principal. Había una plaza de mercado con su correspondiente cruz,
pero la abundancia de maleza y zarzas indicaba que hacía años que allí no se vendía
nada. Sólo se veía una casa señorial: alta, anticuada, de grisácea piedra caliza, con
multitud de altos hastiales y chimeneas. Al menos parecía una casa respetable,
aunque de estilo francamente provinciano.
La única posada de Thoresby se llamaba La Rueda de la Fortuna. La enseña
mostraba a numerosas personas atadas a una gran rueda que la Fortuna hacía girar,
ésta representada por una señora de color rosa sin más ropa que una venda en los
ojos. Tal vez para no desentonar del melancólico aspecto del lugar, el pintor había
omitido las figuras que suelen representar a los afortunados, y sólo había pintado a
los desafortunados que la Rueda aplastaba o arrojaba al vacío y la muerte.
Con tan alentadoras escenas ante los ojos, el judío y el duende cruzaron Thoresby
a trote ligero. Ya tenían a la vista el camino abierto cuando David oyó una voz que
gritaba «¡Señores! ¡Señores!» y sonido de pasos presurosos. El médico tiró de las
riendas y se volvió, para ver qué ocurría.
Un hombre se acercaba corriendo.
Era un personaje de aspecto extraño. Tenía ojos pequeños y casi incoloros. La
nariz semejaba un panecillo y las orejas —redondas y sonrosadas— podían haber
resultado armoniosas en la cabeza de un recién nacido, pero no en la suya. No

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obstante, lo más raro era la forma en que los ojos y la nariz se apiñaban en la parte
superior de la cara, como si se hubieran peleado con la boca, que se había instalado
por su cuenta en medio del mentón. El hombre vestía ropas muy raídas, no llevaba
sombrero y le cubría el cráneo un fino y pálido rastrojo de pelo.
—¡No han pagado peaje, señores! —gritó.
—¿Qué peaje? —preguntó David.
—¡El del trasbordador! El peaje por cruzar el río.
—Sí. Sí que lo hemos pagado —dijo David—. Lo hemos pagado al hombre que
nos ha cruzado.
El extraño sujeto sonrió.
—¡No, señor! —dijo—. Ustedes han pagado el pasaje al barquero. Pero el peaje
es otra cosa. El peaje por cruzar el río es un tributo que se debe al señor Winstanley y
que yo me encargo de cobrar. Un hombre y un caballo, seis peniques. Dos hombres y
dos caballos, doce peniques.
—¿Quiere decir que una persona tiene que pagar dos veces para venir a este lugar
miserable?
—No hay tal peaje, David —dijo Tom con desenfado—. Este truhán quiere que le
demos doce peniques, eso es todo.
El extraño sujeto siguió sonriendo, pero en sus ojos surgió un brillo de malicia.
—El caballero puede insultarme cuanto quiera —dijo—. Los insultos no cuestan
dinero. Pero me permito informarle que no soy un truhán, ni mucho menos. Soy
abogado. Sí, señores, un abogado al que vienen a consultar personas nada menos que
desde Southwell. Pero mi principal tarea es la de agente de la propiedad y apoderado
del señor Winstanley. Me llamo Pewley Witts, caballero.
—¿Abogado? —dijo David—. ¡Usted perdone!
—¡David! —exclamó Tom—. ¿Cuándo has visto tú a un abogado con esa facha?
¡Míralo! Sus zapatos de tunante están hechos trizas. Su abrigo de vagabundo está
agujereado, y no lleva peluca. ¡Claro que es un truhán! —Se inclinó desde las alturas
de su caballo—. Nos vamos, bribón. ¡Hasta nunca!
—Es mi traje de diario —dijo Pewley Witts hoscamente—. La peluca y la casaca
buena las tengo en mi casa. No tuve tiempo de ponérmelas cuando Peter Dawkins
vino a decirme que dos caballeros habían cruzado en el trasbordador y estaban
saliendo de Thoresby sin pagar el peaje que, por cierto, caballeros, sigue siendo doce
peniques que les agradeceré se sirvan ustedes pagar.
Un buen judío debe saldar sus deudas con prontitud, aunque las haya contraído
inconscientemente, y un caballero no ha de ser moroso. David, que se tenía por
ambas cosas, estaba deseoso de pagar los doce peniques a Pewley Witts. Pero un
duende ve las cosas de otra manera. Tom estaba decidido a no pagar. Tom habría
soportado años de tormento antes que pagar.
Pewley Witts los veía cavilar y cavilar la cuestión. Al final se encogió de
hombros.

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—Dadas las circunstancias, caballeros —dijo—, creo que vale más que hablen
con el señor Winstanley.
El hombre los condujo a la casa señorial en que habían reparado anteriormente.
La rodeaba un alto muro, detrás del cual vieron un pequeño patio, vacío salvo por dos
pequeños leones de piedra. Las fieras estaban esculpidas toscamente, con redondos
ojos de sorpresa, fauces feroces llenas de dientes triangulares y extravagantes
melenas que más parecían hojas de árbol que pelo.
Abrió la puerta una bonita criada que miró un momento a Pewley Witts y David
Montefiore y, al no encontrar nada interesante, volvió los ojos hacia Tom Brightwind,
que contemplaba fijamente los leones.
—Buenos días, Lucy —dijo Pewley Witts—. ¿Está en casa tu señor?
—¿Dónde quiere que esté? —repuso Lucy sin dejar de mirar a Tom.
—Estos caballeros se niegan a pagar el peaje, y los he traído para que decidan la
cuestión con el señor Winstanley. Ve a avisarle. Y date prisa, Lucy. Me esperan en
casa. Hoy matamos el cerdo pinto.
No obstante el apremio de Witts, al parecer Lucy no transmitió el mensaje a su
señor inmediatamente. Al cabo de unos momentos, por una ventana abierta del
primer piso, David oyó una especie de murmullo inquisitivo seguido de una
exclamación de Lucy:
—¡Un caballero muy guapo! ¡Ah, señora! ¡El más guapo que haya visto en su
vida!
—¿Qué sucede? —preguntó Tom, volviendo de su contemplación de los leones.
—La criada está describiéndome a su señora —dijo David.
—¡Ah! —dijo Tom, y volvió a abstraerse.
En la ventana apareció fugazmente una cara.
—Oh, sí —se oyó de nuevo la voz de Lucy—. Y el señor Witts y otra persona
vienen con él.
Lucy regresó y los condujo a través de una serie de habitaciones y corredores
vacíos hasta un aposento en la parte posterior de la casa. En contraste con las otras
estancias, ésta estaba bien provista de alfombras rojas, espejos dorados y piezas de
porcelana azul y blanca. No obstante el lujo de la decoración, la habitación era un
tanto sombría. Las paredes tenían revestimiento de madera oscura y las cortinas de
las dos altas ventanas estaban corridas a medias, creando un ambiente crepuscular. De
las paredes pendían cuadros que, lejos de alegrar el ambiente, lo ensombrecían más
aún. Eran retratos de personajes dignísimos e históricos que parecían haber estado de
muy mal humor cuando posaban. Había allí más ceños, rictus de severidad y miradas
de reproche de los que David había visto en mucho tiempo.
En el fondo de la habitación, sobre un sofá y un montón de almohadones, yacía
un caballero que vestía un elegante batín de algodón verde y blanco y calzaba
babuchas. A su lado, sentada en un sillón, estaba una dama, seguramente la señora
Winstanley.

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Como no había nadie que pudiera hacerlo por ellos, Tom y David se vieron
obligados a presentarse a sí mismos (situación un tanto violenta incluso en las
mejores circunstancias). David dijo a los señores Winstanley su profesión y Tom,
sólo por su manera de pronunciar su nombre, consiguió dar a entender que era
alguien de importancia inimaginable.
El señor Winstanley respondió con gran cortesía dándoles la bienvenida a su casa
(que él llamó Mickelgrave House). De todos modos, no dejó de sorprender a los
recién llegados que el señor de la casa no se molestara en levantarse del sofá, ni
siquiera en mover algún miembro. Tenía una voz suave y una sonrisa afable. Sus
facciones eran agradables y regulares y su tez extraordinariamente blanca, de aquel
que rara vez se aventura fuera de casa.
La señora Winstanley (que se levantó e hizo una reverencia) llevaba un sencillo
vestido de seda color arándano con una fina randa de encaje blanco. Tenía cabello y
ojos oscuros. De haber sonreído, aunque sólo fuera un poco, habría sido muy bonita.
Pewley Witts explicó que el señor Brightwind se negaba a pagar el peaje.
—¡Oh, no, Witts! ¡No! —exclamó Winstanley—. Estos caballeros no deben pagar
peaje. La sublimidad de su conversación será pago suficiente, estoy seguro. —Se
dirigió entonces a Tom y David—. ¡Caballeros! Por razones que les explicaré dentro
de un momento, yo apenas viajo. A decir verdad, raramente salgo de esta habitación
y, por consiguiente, mis relaciones sociales se limitan a hombres de rango y nivel
intelectual inferiores, como el señor Witts. ¡Casi no acierto a expresar mi satisfacción
de tenerlos en mi casa! —Examinó con leve interés el rostro moreno y nada inglés de
David—. Montefiore es apellido italiano, si no me equivoco. ¿Es usted italiano,
caballero?
—Mi padre nació en Venecia —respondió David—. Pero, por desgracia, esa
ciudad ha endurecido su corazón para con los judíos. Mi familia vive en Londres y,
con el tiempo, esperamos llegar a ser ingleses.
El anfitrión asintió con un ligero movimiento de la cabeza. Al fin y al cabo, nada
más natural que alguien deseara ser inglés.
—Sean ustedes bienvenidos. Me satisface decir que me resulta totalmente
indiferente que un hombre profese una religión distinta de la mía.
La señora se inclinó para decir unas palabras al oído de su esposo.
—No —respondió él en voz baja—. Hoy no me vestiré.
—¿Está enfermo, caballero? —preguntó David—. Si en algo puedo…
Winstanley se echó a reír, muy divertido.
—¡No, no, señor doctor! No va a ganarse unos honorarios con tanta facilidad. No
conseguirá convencerme de que no me encuentro bien. —Miró a Tom Brightwind
sonriendo—. El extranjero no acaba de comprender que hay cosas más importantes
que el dinero. Que llega un momento en que uno ha de abandonar los negocios.
—Yo no pretendía… —empezó David, sonrojándose.
Winstanley sonrió y agitó la mano para indicar que lo que pretendiese David

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carecía de importancia.
—No me siento ofendido. Le comprendo, dottore. —Se reclinó delicadamente en
los almohadones—. Caballero, yo soy un hombre que podría realizar cosas
extraordinarias. Poseo capacidad para la grandeza. Pero las peculiares circunstancias
de esta ciudad me impiden cumplir hasta la más modesta de mis ambiciones. Ustedes
ya han visto Thoresby. Supongo que los habrá escandalizado su mísero aspecto y la
notoria desidia de sus habitantes. ¡Miren si no a Witts! En otra ciudad, un abogado
llevaría casaca de terciopelo. Y no tendría manchas de salsa en la camisa.
—Muy cierto —dijo Tom mirando al abogado con desdén.
A David lo violentaba que alguien hablara a sus subordinados con rudeza, y miró
a Witts para observar su reacción. Pero Witts estaba sonriendo. David lo habría
considerado un cretino, de no ser por la malicia que vio en sus ojos.
—No obstante —prosiguió Winstanley—, no vayan a creer que Witts tiene toda la
culpa de su desaliño e indolencia. Los problemas de Thoresby le han arruinado la
vida. ¿Y cuál es la causa de los problemas? ¡Pues no otra que la falta de puente!
Pewley Witts instó a su amo:
—Cuénteles lo de Julio César.
—¡Oh! —exclamó la señora Winstanley alzando la mirada con gesto de alarma
—. No creo que a estos caballeros les interese Julio César. Supongo que bastante
tendrían que oír hablar de él en el colegio.
—Al contrario, señora —repuso Tom en tono de leve reproche—. Por lo que a mí
respecta, nunca me cansaría de oír hablar de aquel ilustre y valeroso caballero. Por
favor, continúe[7]. —Tom se arrellanó en el sillón con el mentón apoyado en la mano
y la mirada puesta en la elegante figura y el dulce rostro de la señora Winstanley.
—Sepan ustedes, caballeros —empezó Winstanley—, que he estudiado la historia
de esta ciudad y al parecer nuestras dificultades empezaron con los romanos, a los
que aquí pueden ver representados en la efigie de Julio César. Su retrato está en esa
pared, entre la puerta y el ramo de jacintos. Los romanos, como imagino que ya saben
ustedes, construyeron en Inglaterra unas carreteras notables tanto por su excelente
calidad como por su trazado rectilíneo. Una vía romana discurre muy cerca de
Thoresby. A decir verdad, si los romanos se hubieran atenido a su propio principio de
seguir la línea recta, deberían haber cruzado el río por Thoresby. Pero las condiciones
del suelo, que según creo era un tanto pantanoso, les hicieron desviarse y cruzar el río
por Newark. En Newark construyeron una ciudad con templos, mercados y qué sé yo
cuántas cosas más, mientras que Thoresby siguió siendo un pantano desolado. Ésta
fue la primera de las muchas ocasiones en que Thoresby ha tenido que sufrir las
consecuencias de culpas ajenas.
—Lady Anne Lutterell —apuntó Pewley Witts.
—¡Oh, señor Winstanley! —dijo su esposa con una risita forzada—. ¡Tengo que
protestar! Protesto, sí. Ni el señor Brightwind ni el señor Montefiori querrán saber
nada de lady Anne. Estoy segura de que su historia no les interesará en absoluto.

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—¡Oh, por supuesto que sí, señora! —terció Tom—. Lo que en nuestros días se
enseña como historia es lamentable. Reyes a los que se recuerda más por sus largos y
aburridos discursos que por sus gestas en el campo de batalla, gobiernos compuestos
por hombres gordos y canosos, todos iguales… ¿a quién le interesan esas cosas? Pero
si se refiere usted a la historia real, la verdadera, y me refiero a la vibrante
descripción de heroicas hazañas del pasado, ¡ah!, eso es lo que más me gusta.
—Lady Anne Lutterell —dijo el señor de la casa sin hacer caso a ninguno de los
dos— era una viuda muy rica que vivía en Ossington. —La señora Winstanley se
miró las manos, juntas en el regazo—. Hay un retrato de la dama entre el secreter y el
reloj de pie. Era de todos conocida su intención de legar una gran suma de dinero
para la construcción de un puente en este lugar, y con esas perspectivas se construyó
la ciudad de Thoresby. Pero en el último momento lady Anne mudó de parecer y, en
lugar del puente, mandó construir una capilla destinada en exclusiva a misas de
difuntos. Tales eran, me avergüenza reconocerlo, las supersticiosas prácticas de
nuestros antepasados.
—La reina Isabel —dijo Pewley Witts guiñando un ojo a David y Tom. Ahora
empezaba a verse de qué modo se vengaba él de las ofensas y el desdén que recibía
de su amo. No parecía probable que éste hubiera dicho tantos desatinos si Witts no le
hubiese tirado de la lengua.
—En efecto, Witts, la reina Isabel —dijo el anfitrión afablemente.
—¡La reina Isabel! —exclamó la señora Winstanley, alarmada—. ¡Pero si era una
persona de lo más desagradable! Si hemos de hablar de reinas, las hay mucho más
respetables. ¿Qué me dicen de Matilde? ¿O de Ana?
Tom se inclinó hacia la señora Winstanley todo lo que permitía el decoro. Su
expresión indicaba que tenía mucho que decir acerca de la reina Matilde y la reina
Ana y que deseaba comunicárselo inmediatamente, pero, antes de que pudiera
empezar, Winstanley dijo:
—Señor Brightwind, puede usted ver a Isabel entre la ventana y el espejo. En
tiempos de Isabel, los habitantes de Thoresby se ganaban la vida fabricando naipes.
Pero la reina concedió a un joven una Real Patente de monopolio para la fabricación
de naipes. El joven había escrito un poema que cantaba su hermosura. Creo que por
entonces ella tenía sesenta y cinco años. Por consiguiente, aquel joven se convirtió en
la única persona autorizada a fabricar naipes en Inglaterra. Él se enriqueció y los
habitantes de Thoresby se sumieron en la indigencia.
Y Winstanley siguió desgranando sus pequeñas historias acerca de quienes
habrían podido construir un puente en Thoresby y no lo habían hecho, o habían
perjudicado a la ciudad de algún otro modo. Su esposa trataba de disimular su
perorata todo lo posible, protestando enérgicamente a la introducción de cada nuevo
personaje, pero él no le hacía caso.
Su mayor desdén lo reservaba para Oliver Cromwell, cuyo retrato presidía la
habitación desde encima de la repisa de la chimenea. Oliver Cromwell tenía el

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proyecto de librar una importante batalla en Thoresby, pero a última hora desistió,
con lo que negó a la ciudad la distinción de ser arrasada y saqueada por los ejércitos
contendientes.
—Lo más práctico, sin duda, sería que usted mismo construyera el puente —dijo
al fin David.
—¡Ah! —sonrió Winstanley—. Eso es lo que pensaría cualquiera, ¿verdad? Y ya
he hablado con dos caballeros que suelen prestar dinero a otros caballeros para sus
empresas, un tal señor Blackwell de Londres y un tal señor Crumfield de Bath. El
señor Witts y yo les explicamos a ambos los beneficios que les reportaría la
construcción de mi puente, las grandes sumas que ganarían. Pero los dos declinaron
prestarme el dinero. —Clavó la mirada en un espacio vacío de la pared, como si le
hubiera gustado verlo adornado con los retratos del señor Blackwell y el señor
Crumfield, para completar con ellos su galería de fracasos.
—Es que era una gran suma —dijo la señora Winstanley—. No has mencionado a
los señores Brightwind y Montefiore la gran suma que era. Yo en toda mi vida había
oído una cifra tan alta.
—Los puentes son caros —convino David.
Entonces la señora Winstanley, al parecer considerando agotado el tema de los
puentes, empezó a hacerle preguntas acerca de sí mismo. ¿Dónde había estudiado
medicina? ¿Cuántos pacientes tenía? ¿Visitaba también a señoras? De las cuestiones
profesionales se le hizo pasar a hablar de su felicidad doméstica, de su esposa y sus
cuatro hijitos.
—¿Y usted, caballero, está casado? —preguntó luego a Tom.
—¡Oh, no, señora!
—Sí que lo estás —le recordó David.
Tom hizo un ademán que indicaba que la suya era una situación que se prestaba a
diferentes interpretaciones.
La verdad es que Tom se había casado con una cristiana. A los quince años ella
tenía una carita maliciosa, ojos almendrados y un carácter caprichoso; Tom la
comparaba siempre con una gatita. A los veinte años era un cisne; a los treinta, una
zorra, y después, en rápida sucesión, fue una arpía, una víbora, una quimera y
finalmente una cerda. Ahora tenía más de noventa años, y durante los cuarenta
últimos había vivido confinada en unos remotos aposentos del Castel des Tours saunz
Nowmber, con severas instrucciones de no dejarse ver, mientras su marido esperaba
con impaciencia que alguien fuera a decirle que había muerto.
Tom y David habían dedicado ya a los Winstanley la media hora que exigía la
cortesía, y David empezaba a pensar en el señor Monkton de Lincoln y a sentirse
impaciente por acudir a su lado. Pero Winstanley no se resignaba a dejar marchar a
sus dos nuevos amigos, y les soltó varios discursos para pedirles que se quedaran una
semana o dos. Tuvo que ser la señora Winstanley quien los despidiera de modo más
racional.

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Pero no pudieron partir de inmediato sino que tuvieron que esperar a que les
llevaran los caballos. Mientras estaban en el patio, salió de la casa Lucy, que miró
nerviosamente a uno y otro.
—Por favor, señor, la señora Winstanley desea hablarle en privado.
—¡Ajá! —dijo Tom, como si esperara la llamada.
—¡No, señor! ¡Usted no, señor! —Lucy hizo una reverencia con gesto de
disculpa—. Es con el doctor judío con quien desea hablar la señora.
La señora esperaba en su dormitorio. Era una habitación grande, parcamente
amueblada. Sólo contenía una silla, una cómoda y una gran cama de columnas con
colgaduras de brocado verde. Ella estaba de pie al lado de la cama. Todo en su
aspecto —la rigidez de la postura, la fijeza de la mirada, su manera de retorcerse las
manos— delataba desazón.
Pidió disculpas por la molestia.
—Ninguna molestia —dijo David—, faltaría más. ¿Desea preguntarme algo?
Ella miró el suelo.
—El señor Winstanley y yo nos casamos hace cuatro años, y aún no hemos tenido
hijos.
—¡Oh! —David reflexionó un momento—. ¿Y no existe por ninguna de ambas
partes desagrado por el acto conyugal?
—No —suspiró la mujer—. No. Por lo menos, ése es uno de los deberes
conyugales que mi marido no descuida.
Entonces David hizo todas las preguntas que un médico suele hacer en esos casos,
y ella respondió sin falso recato.
—Por lo que puedo apreciar, no existe problema alguno —concluyó David—. No
hay causa por la que no pueda usted tener hijos. Cuide su salud, señora Winstanley.
Éste es mi consejo. Olvide la ansiedad y entonces…
—Pero yo esperaba que… —titubeó—. Yo esperaba que usted, siendo extranjero,
sabría de algo que nuestros médicos ingleses desconocen. No me daría miedo nada
que usted pudiera recomendarme. Podría soportar cualquier dolor con tal de tener un
hijo. No pienso en otra cosa. Lucy dice que debo comer zanahorias y chirivías que
tengan formas raras, y convencer al señor Winstanley para que las coma también.
—¿Por qué?
—Porque tienen forma de personas pequeñas.
—Ah, sí, desde luego. Bien, supongo que eso no le hará ningún daño.
David se despidió con toda la efusividad que tan reciente amistad permitía. Le
apretó la mano afectuosamente y dijo que haría votos para que sus deseos se
cumplieran pronto. Y que estaba seguro de que nadie lo merecía más que ella.
Tom ya estaba montado en su caballo, junto al de David.
—¿Y bien? ¿Qué quería?
—Es la falta de niños.
—¿El qué?

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—Lo que aflige a la señora. La razón por la que nunca sonríe.
—Los niños son una molestia —zanjó Tom volviendo a sus propias
preocupaciones.
—Para ti quizá. Pero una mujer mortal tiene otros sentimientos. Los niños son
nuestra posteridad. Además, todas las mujeres, duendes, cristianas o judías, desean
tener a alguien en quien depositar su amor. Y no creo que ella pueda amar a su
marido.
Mientras decía esto, David montaba en su caballo, operación que siempre le
requería esfuerzo. Cuando por fin estuvo sobre la silla, se sorprendió al descubrir que
Tom había desaparecido.
«¿Adónde ha ido? —se preguntó—. Muy bien: se equivoca si cree que voy a
esperarlo. Le he dicho media docena de veces que debo ir a Lincoln».
Se puso en camino hacia Lincoln, pero cuando iba a salir de la ciudad, oyó cascos
a su espalda y se volvió, esperando ver a Tom.
Era Pewley Witts, montado en un caballo que parecía elegido por su gran
parecido con el jinete, tan flaco, pálido y feo era.
—¡Señor Montefiore! El señor Winstanley desea que usted y el señor Brightwind
vean su propiedad y me ha encargado que sea su guía. Acabo de hablar con el señor
Brightwind, pero él tiene asuntos urgentes que resolver en Thoresby y no dispone de
tiempo. Me ha dicho que usted puede ver la finca por los dos.
—Ah, ¿eso le ha dicho?
Witts sonrió con suficiencia.
—¡El señor Winstanley piensa que ustedes le construirán el puente!
—¿Cómo ha podido imaginar tal cosa?
—¡Vamos, vamos! ¿Acaso nos toman ustedes por tontos a los de Thoresby? ¡Un
lord inglés y un judío, recorriendo juntos el país! ¡Dos de los sujetos más ricos de la
creación! ¿Qué pueden andar buscando sino la oportunidad de engordar la bolsa?
—Siento desilusionarle. Ni él es un lord inglés ni yo soy un judío típico. Y no
estoy recorriendo el país como usted dice. Voy camino de Lincoln.
—Como prefiera. Pero, dado que la propiedad del señor Winstanley se extiende a
uno y otro lado del camino de Lincoln, no podrá dejar de verla si viaja en esa
dirección. —Sonrió de oreja a oreja y añadió obsequiosamente—: Permítame, pues,
que lo acompañe y le muestre los lugares de interés.

* * *

En los campos de Winstanley la maleza era tan abundante como el trigo. Hombres,
mujeres y niños escuálidos y tristes espantaban los pájaros.
«Pobres desdichados —pensó David—. Sufren las consecuencias de las faltas de
otras personas. ¡Cuánto me gustaría convencer a Tom para que les construyera un
puente! Pero ¿qué esperanzas puedo tener? Ni siquiera he sido capaz de convencerle

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de que ame a sus propios descendientes».
A estas tristes cavilaciones se entregaba David mientras Pewley Witts le hablaba
del rendimiento de las tierras (tantas fanegas por acre), y comentaba que tal
rendimiento podría duplicarse y hasta triplicarse sólo con que el señor Winstanley se
tomara la molestia de drenar los encharcados campos y abonar la tierra con estiércol.
Un poco más allá, Witts señaló unos verdes montículos debajo de los cuales, dijo,
había una gruesa capa de arcilla, y se extendió en consideraciones de cómo su amo, si
quisiera, podría establecer allí un taller de alfarería.
—Dicen que los cacharros de barro son un buen negocio hoy día, y hay caballeros
que ganan mucho dinero con su fabricación.
—Sí —dijo David suspirando—; eso tengo entendido.
Desde otro lugar del camino contemplaron un bosque de abedules que cubría una
soleada ladera acariciada por el viento. Witts dijo que debajo de aquel bosque había
una rica veta de carbón y que el señor Winstanley podría explotarla para vender el
mineral en Nottingham o Londres.
—¡Dígame entonces por qué no hace ninguna de esas cosas! —se impacientó
David—. ¡Vender carbón! ¡Fabricar cacharros! ¡Cultivar más trigo! ¿Por qué no hace
nada?
—¡Oh! —dijo Witts con su sonrisa felina—. Yo le he aconsejado que no lo haga.
Le he dicho que no haga nada hasta que se construya el puente. Porque ¿cómo haría
llegar el trigo, los cacharros y el carbón a los compradores? Los arrieros y los
barqueros se llevarían la mitad de las ganancias.
La incuria que observaba en aquellas tierras hizo que David empezara a pensar en
desistir de ir a Lincoln. «Al fin y al cabo —pensó—, el señor Monkton ya tiene dos
médicos que lo atienden, sin contar al mago irlandés, mientras que esta pobre gente
de Thoresby está desamparada. ¿No estaré cumpliendo una más alta misión si me
quedo y trato de ayudarles convenciendo a Tom para que les construya el puente?
Pero ¿de qué argumentos podría valerme para inducirle a hacer tal cosa?».
Aún no tenía respuesta a esta última pregunta, pero igualmente tomó una
decisión:
—¡Señor Witts! —exclamó—. Regresemos. ¡También yo tengo algo importante
que hacer en Thoresby!
Al llegar a Mickelgrave House, David saltó a tierra y fue en busca de Tom.
Caminando por uno de los largos y vacíos corredores de piedra, al pasar junto a una
puerta abierta vio en el jardín a la señora Winstanley y a Lucy. Parecían agitadas e
intercambiaban exclamaciones de asombro. Intrigado, salió al jardín y llegó junto a
ellas en el momento en que Lucy se encaramaba a un banco de piedra para mirar por
encima del muro.
—¡Ya llega a la casa del señor Witts! —dijo.
—¿Qué sucede? ¿Alguna desgracia? —preguntó David.
—¡Acabamos de recibir la visita de tres niños! —dijo la señora Winstanley,

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desconcertada.
—Que cantaban —añadió Lucy.
—Oh, a los niños les gusta cantar —dijo David—. Mis dos pequeños, Ishmael y
Jonah, saben una canción cómica acerca de una vaquera y una vaca que…
—Sí, sí, por supuesto —interrumpió la señora Winstanley—, pero esto es distinto.
Los niños tenían alas, navegaban por el aire en una barquita dorada, con aparejos de
cintas de seda, y arrojaban pétalos de rosa con las manos.
David se subió al banco junto a Lucy y oteó por encima de la pared. A lo lejos,
bajo un esplendoroso cielo azul, una minúscula nave dorada se perdía de vista por
detrás de la torre de la iglesia. David distinguió tres pequeñas figuras que tañían
laúdes mientras cantaban y miraban hacia lo alto.
—¿Qué cantaban? —preguntó.
—No lo sé —dijo la señora Winstanley, confusa—. Era una lengua que no
conozco. Italiano, me parece.
En el salón, las cortinas de las ventanas estaban cerradas contra la luz dorada de
última hora de la tarde. El señor Winstanley, echado en el sofá, tenía una mano sobre
los ojos.
—¡Señor Winstanley! —exclamó su esposa—. Ha ocurrido la cosa más
extraordinaria…
Él abrió los ojos y sonrió al ver a David.
—¡Ah, señor Montefiore!
—Lucy y yo estábamos en el jardín cuando…
—Amor mío —dijo Winstanley con leve tono de reproche—, intento hablar con
el señor Montefiore. —Sonrió a David—. ¿Le ha gustado el paseo? Reconozco que
nuestro paisaje no carece de atractivo. A Witts le ha parecido que usted lo encontraba
muy ameno.
—Ha sido de lo más… revelador. ¿Dónde está el señor Brightwind?
La puerta se abrió bruscamente y entró Tom.
—Señor Winstanley —dijo—, he decidido construirle el puente.
Tom, que gozaba entrando en una habitación en tromba y dando una noticia
sensacional que enmudeciera de asombro a la concurrencia, debió de sentirse
plenamente satisfecho en esta ocasión.
Winstanley empezó a dar muestras de alegría y gratitud.
—He estudiado el asunto, mejor dicho, el señor Witts lo ha estudiado por mí —
rectificó Tom—, y creo que puede usted contar con que su inversión obtendrá un
porcentaje de beneficios muy alto… el señor Witts le dirá cuánto… —Se puso a
hojear rápidamente unos papeles que, según le pareció a David, nunca hasta entonces
había mirado—. No padezca —añadió—. Los beneficios no me interesan. Hoy el
señor Montefiore me ha hecho ciertas reflexiones sobre la necesidad de procurar una
tarea útil a nuestros hijos, y se me ha ocurrido, señor Winstanley, que si no se
construye el puente sus descendientes no tendrán nada que hacer. Vivirán en la

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ociosidad. Nunca desarrollarán todo su potencial de energía y actividad.
—¡Oh, por supuesto! ¡Estoy de acuerdo! —exclamó Winstanley—. Entonces sólo
queda dibujar los planos. Yo había hecho algunos esbozos de mis ideas. Tienen que
estar por aquí. Witts calcula que bastarán dos años para realizar la obra. Quizá menos.
—Oh, yo no tengo paciencia para las empresas largas. Yo le construiré el puente
esta noche, entre la medianoche y el alba. Pero con una condición. —Alzó un largo
dedo—. Una sola. Señor Winstanley, usted y todos sus criados, y también el señor
Montefiore, han de ir esta noche a la orilla del río y presenciar la construcción de mi
puente.
Winstanley se apresuró a asegurarle que no sólo él y la señora Winstanley y los
criados acudirían, sino también todos los habitantes de la ciudad.
Tan pronto Winstanley acabó de hablar, David aprovechó la ocasión para decir a
Tom lo mucho que se alegraba de que fuera a construir el puente. Pero Tom (a quien,
en general, gustaba que le dieran las gracias por todo) no parecía muy interesado en
recibir sus felicitaciones y enseguida salió de la habitación, deteniéndose sólo un
momento para hablar a la señora Winstanley. David le oyó decir en voz baja:
—¡Confío, señora, en que le haya gustado la música italiana!
Puesto que David debía permanecer en Thoresby hasta la mañana siguiente,
Winstanley envió a un criado a Lincoln con un mensaje para el señor Monkton, en el
que le comunicaba que el señor Montefiore estaba de camino y llegaría al día
siguiente.
Hacia la medianoche, los vecinos de Thoresby se reunieron en La Rueda de la
Fortuna. En honor a la ocasión, Winstanley se había vestido. Por extraño que parezca,
vestido resultaba menos impresionante. La casaca y los pantalones lo habían
despojado del aura de tragedia y romanticismo que lo envolvía. Subido a un taburete
de tres patas, arengó a la famélica y harapienta multitud a dar las gracias al
distinguido y generoso caballero por el puente que les iba a construir. El caballero no
tardaría en aparecer para recibir su homenaje, dijo. Pero Tom no aparecía. Tampoco
la señora Winstanley, cosa que enfadó a su marido, por lo que pidió a Lucy que fuera
a buscarla a Mickelgrave House.
Luego dijo a David:
—Me intriga extraordinariamente este ofrecimiento del señor Brightwind de
construir el puente en una noche. Me pregunto si será un puente de hierro. Tengo
entendido que últimamente se ha construido uno de esa clase en Shropshire.
Asombroso. Quizá un puente de hierro pueda construirse rápidamente. ¿Y uno de
madera? En Cambridge hay un puente de madera…
En aquel momento llegó Lucy, pálida y asustada.
—¡Ah, ya estás aquí! —dijo Winstanley—. ¿Y tu señora?
—¿Qué sucede, Lucy? —preguntó David—. ¿Qué te ha pasado?
—¡Oh, señor! —exclamó la joven—. He subido por la calle principal, pero al
llegar a la verja de la casa dos leones se han abalanzado sobre mí rugiendo.

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—¿Leones? —se asombró David.
—Sí, señor. Me corrían entre las piernas y me amenazaban con sus dientes
afilados. He pensado que si no me mataban a mordiscos, me harían tropezar.
—¡Qué tontería! —exclamó Winstanley—. En Thoresby no hay leones. Pero si tu
señora ha decidido no estar presente en los actos de esta noche, es asunto suyo. No
obstante, francamente, su comportamiento no me complace. Al fin y al cabo, es muy
probable que estemos ante el acontecimiento más importante de la historia de
Thoresby. —Y dio media vuelta y se alejó.
—Lucy, ¿qué tamaño tenían esos leones?
—Un poco mayor que un spaniel, me parece.
—Qué raro. Los leones suelen ser más grandes. ¿Estás segura…?
—¿Qué importa cuánto hayan podido crecer esas horribles criaturas? —replicó
Lucy con impaciencia—. Sus colmillos y sus rugidos eran los de animales tres veces
más grandes. De manera que, Dios me perdone, me asusté y escapé corriendo. ¿Y si
ahora mi pobre señora sale de casa y los leones se le echan encima? ¿Y si en la
oscuridad no los ve hasta que sea demasiado tarde? —La muchacha rompió a llorar.
—Calma, niña. No te aflijas. Yo iré a buscar a tu señora.
—Es que no son sólo los leones —dijo Lucy—. Toda la ciudad está rara. Hay
flores por todas partes y todos los pájaros están cantando.
Al salir, David se golpeó la cabeza contra la rama de un árbol. Por la mañana era
un árbol de tamaño normal junto a la posada, pero desde entonces había crecido hasta
envolver La Rueda de la Fortuna casi por completo.
«¡Qué extraño!», pensó. El árbol estaba cargado de manzanas. «Manzanas en
junio. ¡Aún más extraño!». Volvió a mirar. «¡Manzanas en un castaño de Indias! ¡De
lo más extraño!».
Al claro de luna, David vio un Thoresby sorprendente. Entre las hojas de las
hayas se veían higos. Los saúcos se doblaban bajo el peso de las granadas. La hiedra
casi se desprendía de las paredes, cuajada de bayas de arándano. Todo lo que en algún
momento hubiera tenido vida había dado fruto. Viejos y resecos marcos de ventana se
habían henchido de savia y echaban ramas, hojas y frutos. Las puertas y sus marcos
se habían retorcido haciendo saltar los ladrillos de las paredes, de manera que algunas
casas parecían a punto de derrumbarse. El carro que se hallaba en medio de la calle
principal se había convertido en un bosquecillo de abedules, y de sus deformadas
ruedas brotaban rosales silvestres en los que cantaban ruiseñores.
«¿Qué demonios está haciendo Tom?», se preguntó David.
Cuando llegaba a Mickelgrave House, dos leones pequeños salieron trotando por
la verja. Al claro de luna, parecían más pétreos que nunca.
«Supongo que si los ha creado Tom, no me atacarán», pensó David.
Los leones abrieron las fauces y de ellas salió un sonido horrible, como de
bloques de mármol resquebrajándose. David siguió avanzando hacia la casa. Los
leones saltaron sobre él rugiendo y arañando el aire con sus zarpas de piedra.

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David dio media vuelta y echó a correr. Cuando llegaba a La Rueda de la Fortuna,
oyó dar las doce.
A ochenta millas de allí, en Cambridge, un estudiante despertó de un sueño. El
estudiante (que se llamaba Henry Cornelius) trató de volver a dormirse, pero el sueño
que había tenido (un sueño de un puente) se había aposentado en su cabeza. Cornelius
se levantó, encendió la vela y se sentó a la mesa. Trató de dibujar el puente, pero no
podía reproducirlo con exactitud (a pesar de saber que lo había visto en algún sitio
hacía poco).
Así pues, se puso los pantalones, las botas y la chaqueta y salió a la noche, a
pensar. No había andado mucho cuando vio una escena muy curiosa. Edward
Jackson, el librero, estaba en la puerta de su tienda, en camisón. No cubría su
respetable cabeza ninguna peluca empolvada sino un mugriento gorro de dormir. El
librero tenía en una mano un tomo en cuarto y en la otra, una palmatoria de bronce.
—¡Aquí tienes! —dijo nada más ver a Henry Cornelius—. Esto es lo que andas
buscando. —Y le entregó el libro.
El estudiante se quedó asombrado, porque debía dinero a Jackson y éste había
jurado no dejar que se llevara de su tienda ni un solo libro más.
Era tan clara la luna que pudo empezar a leer sin esfuerzo. Al cabo de un rato,
levantó la mirada y vio ante sí el establo de una posada. En el establo, iluminado por
un rayo de luna, estaba Júpiter; el caballo más hermoso y veloz de Cambridge,
ensillado y al parecer esperando pacientemente a su jinete. Sin titubear, Cornelius
saltó sobre la silla y Júpiter partió al galope. Mientras cabalgaba, el estudiante iba
pasando tranquilamente las páginas del libro, tan absorto en lo que allí veía que
apenas prestaba atención al recorrido. En cierto momento miró el oscuro suelo y vio
grabados en él intrincados dibujos en plata y azul. En principio pensó que era la
escarcha, pero enseguida recordó que estaba en junio y el aire era tibio. Por otra
parte, aquellos dibujos más parecían campos, granjas, bosques y senderos iluminados
por la luna y vistos desde muy arriba y muy lejos. Pero, sea lo que fuere, no parecía
tener importancia, y él siguió leyendo mientras Júpiter avanzaba raudo bajo la luna y
las estrellas, sin hacer ruido con los cascos.
—Oh, aquí está —dijo Cornelius de pronto.
Y luego:
—Ahora comprendo.
Y al cabo de un rato:
—¡Pero hará falta mucha piedra!
Minutos después, Cornelius y Júpiter estaban a orillas del río, delante de
Thoresby.
—¡Ajá! —dijo Cornelius en voz baja—. ¡Lo suponía! Aún no está construido.
La escena que contemplaba era de intensa actividad. Esparcidos sobre la ribera
yacían gruesos tablones y grandes bloques de piedra, a los que se agregaban los que
iban trayendo numerosos tiros de caballos. En todas partes se veía obreros trajinando.

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Unos arreaban los caballos. Otros gritaban órdenes. Otros más portaban faroles que
colgaban de los árboles. Lo curioso de aquellos hombres era su indumentaria,
consistente en una gran variedad de camisones, chaquetas, pantalones de montar,
gorros de dormir y sombreros. Un individuo, con la prisa por acudir a Thoresby, se
había puesto lo primero que había encontrado, que era el vestido y la cofia de su
mujer, pero se recogía las faldas y trabajaba como los demás.
En medio del ajetreo, dos hombres estaban enfrascados en animada conversación.
—¿Es el arquitecto? —gritó uno de ellos acercándose a Cornelius a grandes pasos
—. Me llamo John Alfreton, maestro constructor de Nottingham. El señor Wakeley,
aquí presente, es un prestigioso ingeniero. Estábamos esperándolo a usted para que
nos dijera qué hemos de construir.
—Aquí está —dijo Cornelius mostrándoles el libro (que era Carceri d’Invenzione
de Giambattista Piranesi).
—Ah, una cárcel.
—No; aquí sólo se necesita el puente —dijo Cornelius señalando un robusto
puente que se alzaba en el interior de una sombría prisión—. De pronto levantó la
mirada y descubrió en la orilla opuesta una multitud silenciosa y fantasmagórica.
¿Quién es toda esa gente? —preguntó.
El señor Alfreton se encogió de hombros.
—Adondequiera que haya gente trabajando, acuden los ociosos a mirar. Vale más
no prestarles atención, caballero.
A la una, en el río se alzaba un colosal andamiaje de madera en el que se habían
colocado multitud de antorchas, faroles y candiles que iluminaban con un resplandor
irreal y trémulo las casas de Thoresby y la multitud de espectadores. Era como si
junto a la ciudad se hubiera posado una luciérnaga del tamaño de la catedral de San
Pablo.
A las dos, Henry Cornelius estaba desesperado. El río no era lo bastante profundo
para acomodar el puente de Piranesi. Cornelius no podía darle la altura que deseaba.
Pero el maestro constructor Alfreton no parecía preocupado.
—No se apure, caballero —dijo—. El señor Wakeley hará algún que otro ajuste.
Wakeley se encontraba a pocos pasos de distancia. Tenía la peluca ladeada para
rascarse la cabeza con más comodidad mientras garabateaba afanosamente en una
libretita.
—El señor Wakeley tiene un sinfín de ideas sobre la manera de hacerlo —
prosiguió Alfreton—. Ha construido famosos puentes y viaductos en el norte. Tiene
un talento extraordinario. No habla mucho, pero se ha mostrado satisfecho con
nuestro ritmo de trabajo. ¡Pronto estará terminado!
A las cuatro, el puente estaba construido. Dos robustos arcos semicirculares
cruzaban el río. Cada arco estaba festoneado de grandes bloques de piedra toscamente
tallada. El efecto era clásico, italianizante, monumental. En Londres habría sido una
obra notable; en Thoresby, lo empequeñecía todo. Parecía imposible que a partir de

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entonces alguien mirara la ciudad; lo único que la gente vería en adelante sería el
puente. Entre los arcos había una losa con esta inscripción en grandes letras:

THOMAS BRIGHTWIND ME FECIT


ANNO DOMINI MDCCLXXX[8]

David había estado toda la noche preguntando a los habitantes de la ciudad si


sabían adonde había ido Tom. En cuanto el puente estuvo construido, lo cruzó e hizo
la misma pregunta a los obreros. Pero éstos habían sufrido un extraño cambio, habían
perdido su dinamismo y estaban adormilados, y David no pudo sonsacarles
información coherente. Uno suspiró y dijo:
—Mary, el niño está llorando.
Otro, un joven vestido con elegancia, alzó la cabeza un momento para decir:
—Pásame el oporto, Davenfield, buen amigo.
Y un tercero, que llevaba una desgreñada peluca, sólo sabía farfullar ecuaciones
matemáticas y recitar la longitud y altura de los puentes y viaductos de los
alrededores de Manchester.
Cuando los primeros rayos de un sol potente y dorado llegaron al río y
convirtieron toda el agua en plata, David alzó la mirada y vio a Tom acercarse por el
puente a grandes pasos. Llevaba las manos en los bolsillos de los pantalones y miraba
en torno con autocomplacencia.
—Es magnífico mi puente, ¿no crees? —dijo—. Aunque estaba pensando en si
debería ponerle una especie de escultura en alto rilievo en la que apareciera Dios
enviando a céfiros, querubines, aves fénix, unicornios, leones e hipogrifos a destruir a
mis enemigos. ¿Qué te parece la idea?
—No —dijo David—, el puente es perfecto. No precisa más adornos. Has hecho
una buena obra para esta gente.
—¿Una buena obra? —repitió Tom—. Lo cierto es que he pensado en lo que me
dijiste ayer. Todos mis descendientes son unos cretinos y la mayoría, unos inútiles.
Sería un acto de magnanimidad por mi parte darles responsabilidades, tareas útiles,
etcétera, etcétera. ¿Quién sabe? Quizá les sirva de provecho[9].
—Sería una magnífica acción —dijo David, y besó la mano a Tom—. Y muy
propia de ti. Cuando estés dispuesto a empezar la educación de tus hijos de acuerdo
con este nuevo modelo, tú y yo nos sentaremos a hablar de lo que se puede hacer.
—¡Oh, pero es que ya he empezado! —dijo Tom.
Al volver a Thoresby a recoger los caballos, se enteraron de que el criado de
Winstanley había regresado de Lincoln con la noticia de que el señor Monkton había
muerto durante la noche. («¿Lo ves? —dijo Tom con desenfado—. Ya decía yo que
estaba enfermo de verdad».) El criado añadió que el boticario inglés, el médico
escocés y el mago irlandés no habían dejado que la muerte de Monkton estropeara la
grata velada que habían pasado charlando, jugando a las cartas y bebiendo jerez en un

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rincón del salón.
—En fin —dijo Tom contemplando la compungida expresión de David—, ¿qué te
parecería un buen desayuno?
El duende y el judío montaron en sus caballos y cruzaron el puente. Para sorpresa
de David, de inmediato se encontraron en una piazza larga y soleada, llena de
personas elegantemente vestidas que se paseaban al aire de la mañana y se saludaban
en italiano. Los rodeaban mansiones e iglesias de bellas fachadas. Fuentes con
estatuas de Neptuno y otros personajes alegóricos lanzaban rutilantes chorros de agua
a las tazas de mármol. Las rosas se descolgaban lánguidamente de las urnas de piedra
y un delicioso aroma a café y pan caliente perfumaba el aire. Pero lo más
sorprendente era la luz, diáfana como el cristal y dulce como la miel.
—¡Roma! ¡La piazza Navona! —exclamó David, alborozado al encontrarse en su
Italia natal.
Miró atrás, al otro lado del puente, a Thoresby e Inglaterra. Era como si un vidrio
empañado se hubiera interpuesto entre un lugar y el otro.
—Pero ¿le ocurrirá lo mismo a todo el que cruce el puente? —preguntó.
Tom dijo algo en sidhe[10], lengua que David no conocía. Sin embargo, el gesto de
displicencia que acompañó a sus palabras sugería que la traducción podía ser: «¿Y
eso qué importa?».

Al cabo de varios años de suplicar y argumentar, David consiguió convencer a Tom


para que perdonara a Igraine por casarse y a sus tres hermanas por encubrir el hecho.
Igraine y el señor Cartwright recibieron una casa en Camden Place, Bath, y una
pensión. Dos hermanas de Igraine, las princesas Nimue y Elaine, regresaron al Castel
des Tours saunz Nowmber. Desgraciadamente, la princesa Morgana debió de sufrir
algún percance en el sórdido y húmedo bosque, porque no se la volvió a ver. A pesar
de sus esfuerzos, David no consiguió interesar a nadie en su destino. El asunto
aburría a Tom soberanamente, y Nimue y Elaine, temerosas de volver a disgustar al
abuelo, consideraron lo más prudente olvidar que habían tenido una hermana que
respondía por tal nombre.
El puente del duende en sí no llevó prosperidad a la ciudad de Thoresby, porque
el señor Winstanley seguía sin emprender acción alguna que pudiera reportarle dinero
a él o a los habitantes de la ciudad. No obstante, dos años después de la visita de Tom
y David, estaba enseñando el puente a unos visitantes cuando, misteriosamente, una
parte del pretil se movió y Winstanley cayó al agua y se ahogó. Las tierras, la arcilla
y el carbón pasaron a ser propiedad de su hijito Lucius. Bajo la enérgica dirección de
la viuda Winstanley y después del propio Lucius, se abonaron los campos, se excavó
la arcilla y se extrajo el carbón. Pewley Witts administraba una parte de los negocios,
que prosperaron y le hicieron muy rico. Lamentablemente, esto no acababa de
complacerle. La tibia satisfacción que le proporcionaban sus riquezas no era nada

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comparada con el placer que antaño le deparara contemplar la miseria y degradación
de sus amigos y vecinos.
Así pues, no queda sino hacer unas cuantas observaciones acerca del carácter de
Lucius Winstanley. Imagino que no sorprenderá al lector saber que era una persona
fuera de lo corriente, apuesto y dotado de un temperamento muy particular. Se
comportaba más como el rey de Thoresby que como su principal terrateniente, y
gobernaba a sus habitantes con una mezcla de imprevisible encanto, agotadora
arbitrariedad y absoluto despotismo que habrían resultado muy familiares a
cualquiera que conociera a Tom Brightwind.
Lucius poseía, además, ciertas habilidades muy notables. En el Diario de un cura
encontramos una anotación hecha en el verano de 1806. Allí se describe cómo él y su
compañero llegaron a Puente Thoresby (como se llamaba ahora la población) a
caballo y encontraron la ciudad sumida en un silencio tan profundo que no pudieron
sino pensar que todos sus habitantes estaban muertos o ausentes. En el patio de la
posada El Puente Nuevo, el cura encontró un mozo de cuadra al que preguntó por qué
la ciudad estaba tan silenciosa como una tumba.
—Por favor, hable más bajo, señor —dijo el hombre—. Lucius Winstanley, muy
noble y sabio caballero (esa del otro lado es su casa), tiene jaqueca porque anoche se
emborrachó. Cuando bebe, a la mañana siguiente los pájaros no deben cantar, ni los
caballos relinchar ni los perros ladrar. Y los cerdos han de comer en silencio. El
viento ha de tener cuidado de no hacer susurrar a las hojas y el río ha de correr
tranquilo y sin ruido.
El clérigo inglés escribió en su Diario: «… toda la ciudad parece imbuida de la
misma extraña manía. Todos sus habitantes sienten profundo respeto y temor hacia el
señor Lucius Winstanley. Creen que puede obrar prodigios y que a cada hora los está
obrando»[11].
Los habitantes de Puente Thoresby estaban orgullosos de Lucius, pero también se
sentían un poco incómodos. A mediados del siglo XIX, tuvieron que reconocer que en
él había algo un poco extraño: a pesar de que habían transcurrido unos cuarenta años
desde que cumpliera los treinta, su aspecto no había variado ni un ápice. Por lo que a
Lucius respecta, era inevitable que Thoresby acabara por aburrirle, a pesar de que él
procuraba divertirse haciendo que grandes señoras se enamorasen de él, que el tiempo
cambiara según su humor, o —en una ocasión— que todos los gatos y perros
hablaran en perfecto inglés mientras las personas tenían que ladrarse y maullarse.
Una mañana de la primavera de 1852, Lucius montó en su caballo, cruzó el
puente de su padre y se fue para no volver.

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En la primavera de 1568, María, reina de Escocia, cruzó la frontera de Inglaterra
huyendo de las iras de sus súbditos. Una vez en suelo inglés, escribió una carta a su
prima, la reina Isabel, en la que le exponía su apurada situación y le suplicaba
protección. Isabel, en su respuesta, expresó su indignación por el ultrajante
comportamiento de unos súbditos para con su legítima soberana por la gracia de
Dios. No obstante, Isabel no olvidaba que María había reclamado reiteradamente el
trono de Inglaterra. Por otra parte, consideraba que su prima había ejercido una
influencia nefasta en sus súbditos escoceses, instigando guerras civiles y siendo causa
de varios asesinatos.
Con hondo pesar, Isabel envió a prisión a la reina de Escocia para el resto de su
vida.

La reina de Escocia fue puesta bajo la tutela del conde de Shrewsbury, discreto
caballero de modestas cualidades, notable sólo por dos conceptos: su gran fortuna y
su esposa, dama muy estimada por la reina Isabel. El conde llevó a la reina de
Escocia al castillo de Tutbury, vetusta torre gris en la frontera entre Derbyshire y
Staffordshire.
María contemplaba los alrededores desde lo alto de la torre. En otro tiempo había
reclamado tres tronos; ahora su mundo se había reducido a aquella vista de una zanja
enlodada y una sombría ladera.
¿Cómo había ocurrido? Su caída se vaticinaba desde hacía años en todas las
cortes europeas. Sus decisiones habían sido catastróficas y sus amores, de escándalo.
Todos la habían visto caer como un meteoro que deja una estela de fuego en el oscuro
firmamento. Pero ella estaba estupefacta ante ese súbito cambio de fortuna.
Estupefacta y deseosa de culpar a alguien.
Había sido Isabel, pensaba, Isabel le había hecho eso. Isabel e Inglaterra. Así
pensaba la reina mientras contemplaba el lúgubre paisaje invernal. La palidez del
cielo parecía la del rostro de Isabel. El viento que le helaba las mejillas era el aliento
de Isabel. El fulgor de un río visto a través de los árboles era la malicia que brillaba
en los ojos de Isabel.
La reina de Escocia se sintió empequeñecida, reducida al tamaño de una pulga en
el cuerpo de Isabel o, como mucho, al de un ratón en el dobladillo de su falda. Lanzó
un alarido, se arrojó al suelo y se puso a golpear las losas con los puños. Los soldados
que la guardaban la contemplaron con asombro, pero las damas y caballeros franceses
y escoceses de su séquito no se inmutaron. Eso ya había ocurrido otras veces.
La llevaron a su dormitorio y la depositaron sobre la cama. Su dama de honor, la
señora Seton, se sentó a su lado y trató de distraerla con chismorreos.
Dijo la señora Seton que el conde y la condesa de Shrewsbury, aunque ambos de
mediana edad, no hacía mucho que eran marido y mujer. Dijo que la condesa no era
de noble linaje, ni mucho menos, sino hija de un granjero, y que había adquirido su

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rango actual gracias a sus cuatro maridos, cada uno más rico e importante que el
anterior.
—Quatre maris! —exclamó la reina de Escocia, cuya lengua materna era el
francés—. Mais elle a des yeux de pourceau! (¡Cuatro maridos! ¡Pero si ella tiene
ojos de cerdo!)
La señora Seton se mostró de acuerdo riendo.
«¡Cuatro maridos! —pensó la reina de Escocia—. ¡Y los tres primeros muertos
muy oportunamente, justo cuando la hija del granjero se había habituado a su nuevo
rango y empezaba a desear prosperar!». Sus propios maridos, por el contrario, habían
muerto sin tomar en consideración su conveniencia. El primero, rey de Francia, murió
a los dieciséis años, y ella, con hondo dolor, perdió el trono de Francia. El segundo
(al que odiaba y deseaba ver muerto) enfermó haciéndole concebir falsas esperanzas,
pero no acababa de morirse… hasta que un alma caritativa primero le puso una
bomba y luego lo estranguló.
Esto dio una idea a la reina de Escocia:
—¿Todos los maridos de la condesa fallecieron de muerte natural? —preguntó.
La señora Seton lanzó un resoplido burlón y se inclinó con aire confidencial.
—¡El primer marido era poco más que un adolescente! La condesa, que entonces
era Bess Hardwick a secas, le bordó un jubón a cuadros blancos y negros. A las pocas
veces de ponérselo, él empezó a quejarse de que lo veía todo a cuadros blancos y
negros. Cada mesa oscura le parecía un agujero negro que fuera a tragárselo y en
cada ventana recortada contra una blanca luz invernal veía una silueta espectral
cargada de siniestras intenciones. Y esos delirios lo mataron.
La reina de Escocia se quedó impresionada. Sabía de dardos envenenados que,
cosidos al jubón, se te clavan en las carnes, pero eso del bordado mortífero era nuevo
para ella. Y a la reina le gustaba bordar.
Ahora recordaba que se había visto a sí misma como un ratón escondido en las
faldas de Isabel. Una aguja, pensó, sería el arma más apropiada para un ratón: hecha a
su medida. Y si Isabel moría por efecto de esa aguja (o de cualquier otra cosa),
entonces la reina de Escocia podría ser reina de Inglaterra.
El castillo de Tutbury era frío y maloliente. También era relativamente pequeño,
así que la reina y la señora Seton no tuvieron que andar mucho hasta encontrar a la
condesa, entregada a su labor de bordado.
La reina le preguntó qué bordaba.
—Un cuadro de un hermoso palacio en una plácida tierra —contestó la condesa,
mostrándoselo—. Y al bordar gozo imaginando que un día mis hijos y nietos vivirán
en una casa como ésta. Quizá sea una insensatez, pero ayuda a pasar el tiempo
agradablemente.
La reina de Escocia miró a la señora Seton y puso los ojos en blanco, para
manifestar su asombro ante la presunción de la hija del granjero.
La condesa observó el gesto de la soberana, pero no se avergonzó.

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Acto seguido, la reina de Escocia se puso a hablar de bordados y maridos, y de la
muerte de los maridos y, para remate, añadió varios comentarios acerca de cuadros
blancos y negros.
La condesa respondió distraídamente que el bordado era un pasatiempo muy
agradable, que los maridos en general eran cosa buena y su muerte, muy de lamentar.
La reina juntó las cejas. Había oído decir que la condesa era una mujer lista.
¿Acaso no había comprendido?
—Me gustaría enviar un presente a mi querida hermana, la reina de Inglaterra —
dijo entonces—. Un bordado hecho con mis propias manos. El trabajo será para mí
un placer, puesto que quiero a la reina de Inglaterra más que a nadie en el mundo.
—Como todo el que la ve —convino la condesa con unción.
—Cierto —dijo la reina de Escocia, y pasó a hablar de las recompensas que los
soberanos otorgan a quienes les sirven con fidelidad.
La condesa la miraba con ecuanimidad, sin dejarse entusiasmar ni intimidar por
esas insinuaciones de futura grandeza.
La reina fue en busca de un libro de extrañas figuras que podían aplicarse al
bordado, como leones, grifos y otras criaturas fabulosas que (así lo esperaba ella)
podrían despedazar a Isabel merced a la magia del bordado.
La condesa admiró los dibujos como era su deber, pero sin sugerir cuál de ellos
debía elegir la reina.
Desde aquel día, todas las mañanas, la reina, la condesa y la señora Seton
bordaban juntas. Sentadas las tres delante de la ventana, con la cabeza inclinada sobre
la labor, se hicieron amigas. La reina bordó para Isabel unos guantes con figuras de
monstruos marinos entre olas azul y plata. Pero, aunque llenó la boca de los
monstruos de afilados dientes, Isabel no fue mordida ni se ahogó.
El conde de Shrewsbury envió una carta a Isabel en la que le hacía saber que la
reina escocesa pasaba el tiempo dedicada a tareas inocentes. Nada más falso: cuando
no estaba bordando, María intrigaba con ingleses descontentos que querían asesinar a
su prima y escribía a los reyes de España y Francia invitándolos cordialmente a
invadir Inglaterra. Pero no dejaba de admirar la habilidad de la condesa con la aguja
ni de aludir de vez en cuando a los cuadros negros y blancos.
Iban pasando los años e Isabel seguía tan sana como siempre, la invasión no
llegaba y la reina escocesa se cansó de halagar a la condesa.
—Es obstinada —dijo a la señora Seton—. Es obstinada, pero yo tengo mi propia
magia. Si ella no me ayuda, la usaré en su contra. Al fin y al cabo, sé qué es lo que
más quiere en el mundo.
La reina peinó su cabello castaño rojizo y se puso un vestido de terciopelo
morado bordado en plata y perlas. Llamó al conde a su recámara, lo invitó a sentarse
a su lado, le sonrió y dijo que, de todos los caballeros que la servían, él era en quien
más confiaba. Día tras día, la reina le dedicaba tiernos discursos, hasta que el anciano
caballero casi se enamoró de ella.

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La señora Seton observaba la táctica de María con perplejidad.
—No creo que sea el conde lo que ella más quiere en el mundo —dijo a su
señora.
—¡El conde! —rió María—. ¡Claro que no! ¿Quién dice tal cosa? Ella quiere el
dinero y las tierras del conde. Desea que sean para sus hijos y nietos. No piensa en
otra cosa.
La condesa estaba al corriente de lo que ocurría, tal como la reina había previsto,
pero su ancho rostro de campesina no mostraba señales de enojo. Cuando las tres
mujeres volvieron a bordar juntas, María sacó de nuevo el viejo tema de cuál podía
ser el regalo que más agradaría a la reina de Inglaterra.
—Una falda —dijo la condesa de Shrewsbury—. Una falda de satén blanco. Su
majestad adora la ropa nueva.
La reina de Escocia sonrió.
—Lo mismo que todas nosotras. ¿Y cuál debería ser el motivo?
—Que esté salpicada de clavelitos rosa —dijo la condesa.
—¿Clavelitos rosa? —repitió la reina de Escocia.
—Sí —dijo la condesa.
No del todo convencida (porque ella habría preferido serpientes y arañas
venenosas), María bordó clavelitos rosa en una falda de satén blanco que envió a la
reina de Inglaterra. Al cabo de pocas semanas, se enteró de que Isabel tenía viruelas.
¡Su blanca piel estaba cubierta de pústulas rosa!
La reina de Escocia batió palmas de gozo. Durante la semana siguiente hizo una
lista de los grandes lores y obispos de Inglaterra. Repasó los años de su cautiverio,
rememorando ofensas y favores, para decidir quiénes podrían vivir y recibir
recompensas y quiénes deberían ser enviados a la Torre y a la muerte.
Un día en que el viento y la lluvia azotaban los cristales, la condesa entró en el
aposento de María sin hacerse anunciar. Le brillaban los ojos de excitación. Traía
noticias, dijo. Los ministros y consejeros de Isabel estaban consternados por la
enfermedad de su majestad y lo que más los aterrorizaba era pensar que la reina de
Escocia pudiera convertirse en reina de Inglaterra.
—Porque os detestan —dijo la condesa cruelmente— y temen los estragos que
causaríais en el reino. Por ello, han aprobado una ley que impide que podáis ser reina
de Inglaterra. ¡Os han eliminado de la línea de sucesión!
María callaba. Se había quedado petrificada.
—¿Pero la reina de Inglaterra ha muerto? —preguntó por fin.
—Oh, no. Su majestad está mucho mejor, por lo que todos nos congratulamos.
La reina de Escocia murmuró una oración, apenas sabía cuál.
—Pero ¿y los claveles?
—Vuestro regalo decepcionó a su majestad —dijo la condesa—. El bordado se
había deshecho. —Lanzó una mirada de desdén a la dama de honor—. Imagino que
la señora Seton no anudó bien los hilos.

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Desde aquel día, la reina de Escocia y la condesa de Shrewsbury dejaron de ser
amigas.
Aquella noche, estando en la cama, a María le pareció que un soplo de viento
abría las cortinas del lecho. Al claro de luna, las desnudas ramas de los árboles se le
aparecieron como grandes puntadas negras dadas sobre la ventana, puntadas sobre el
castillo, puntadas sobre la propia reina. Aterrorizada, sintió cómo negras puntadas le
cosían los párpados, la garganta, los dedos, y que sus manos se habían convertido en
inútiles y feas aletas.
Gritó y todo su séquito acudió corriendo.
—Elle m’a cousue à mon lit! Elle m’a cousue à mon lit! —gritaba la reina. (¡Ella
me ha cosido a la cama! ¡Ella me ha cosido a la cama!)
Entre todos la calmaron haciéndole comprender que la condesa no había hecho tal
cosa.
Pero la reina ya nunca volvió a intentar robar a la condesa el afecto de su marido.
Al cabo de un año, el conde la trasladó de uno de sus propios castillos a la nueva
casa de la condesa en Chatsworth. Al entrar, el conde le mostró sonriendo el suelo
que su esposa había mandado poner en la entrada: era un suelo ajedrezado de mármol
blanco y negro.
La reina tuvo un escalofrío al recordar al joven que había muerto gimiendo que
los cuadros negros y blancos lo estaban matando.
—No pisaré ese suelo —dijo.
El conde pareció desconcertado. Cuando la reina vio que todas las entradas de la
casa tenían suelo blanco y negro, se reafirmó en que no entraría. El pobre conde se
tiraba del pelo y la barba (que para entonces ya tenía blancos y desflecados) y
suplicaba, pero la reina se negaba a pisar el suelo a cuadros. Le pusieron un sillón en
el pórtico y allí se sentó y esperó, mientras caía la lluvia de Derbyshire, hasta que el
conde trajo a unos obreros que levantaron las baldosas de mármol negro y blanco.
—Pero ¿eso por qué? —preguntaba el conde a los servidores de la reina,
franceses y escoceses, y ellos, por toda respuesta, se encogían de hombros.
María no había imaginado que la vida pudiera ser tan desoladora. Pasaba los años
urdiendo planes para conseguir tal o cual trono de Europa e intrigando para casarse
con tal o cual noble, pero sin resultado, y constantemente le parecía oír el chasquido
de las tijeras de Isabel y sus consejeros cortando los hilos de todas sus tramas y el
crujido de la aguja de la condesa cosiéndola a la tela de Inglaterra, su prisión.
Una noche se había quedado mirando fijamente un tapiz. El bordado mostraba la
escena de una catástrofe que afligía a una dama de la Antigüedad. Le había llamado
la atención la figura de una criada que aparecía huyendo despavorida de la horrible
escena. Una corriente de aire agitó el tapiz acercándolo peligrosamente a una vela
colocada encima de un cofre. Casi parecía que la pequeña figura del bordado deseara
arrojarse a las llamas. «Está cansada —pensó la reina—, cansada de estar bordada en
esta escena de impotencia y desesperación».

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Se levantó y, sin que su séquito lo advirtiera, acercó el candelabro al tapiz. Al
siguiente soplo de viento, la llama prendió en la tela.
Cuando las damas se percataron del fuego, gritaron alarmadas y los
gentilhombres empezaron a darse instrucciones unos a otros. Suplicaban a la reina
que saliera del aposento para ponerse a salvo, pero ella se había quedado como una
estatua de alabastro, viendo cómo el fuego consumía la figura bordada en el tapiz.
—¡Mirad! —dijo a sus damas—. Ahora es libre.
Al día siguiente, dijo a su camarera:
—¡Ya lo tengo! Tráeme terciopelo carmesí del más rojo. Tráeme hilo de seda tan
sangriento como la aurora.
Durante las semanas siguientes, la reina pasaba horas y horas sentada junto a la
ventana. Tenía en el regazo el terciopelo carmesí y lo bordaba con hilo de seda tan
sangriento como la aurora.
Y cuando sus damas le preguntaban qué hacía, respondía sonriendo que bordaba
hermosas llamas.
—Hermosas llamas que pueden destruir muchas cosas —decía—. Los muros de
una prisión que te encierran, los hilos que te atan.
Dos meses después, la reina de Escocia fue acusada de traición. Se habían
descubierto cartas suyas en el barril de un cervecero proveedor de la casa. Fue
juzgada y condenada a muerte. La mañana de la ejecución, se dirigió al patíbulo
vestida con un traje negro y un velo de lino blanco hasta los pies. Cuando le quitaron
esas prendas apareció la enagua de terciopelo carmesí en la que danzaban las
brillantes llamas bordadas. La reina sonrió.
La condesa de Shrewsbury vivió veinte años más. Construyó muchas casas bellas
y bordó para ellas tapices con las figuras de Penélope y Lucrecia. En siglos sucesivos,
sus hijos y los hijos de sus hijos fueron condes y duques. Gobernaron Inglaterra y
vivieron en lujosas casas en los parajes más hermosos. Muchos de ellos siguen allí.

«Antickes» son figuras grotescas. «Frets» son emblemas renacentistas. Unas y otros
aparecen en los bordados del siglo XVI.

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Esta versión de un cuento popular de Inglaterra del Norte se ha extraído de la
Historia del Rey Cuervo contada a los niños, de John Waterbury, lord Portishead.
Tiene similitudes con otros cuentos antiguos en los que un gran monarca es burlado
por uno de sus súbditos más humildes; por esta razón, muchos estudiosos mantienen
que carece de base histórica.

Hace muchos veranos, en un calvero de un bosque de Cumbria vivía un carbonero.


Era muy pobre, vestía ropas harapientas y siempre iba tiznado y sucio. No tenía
mujer ni hijos, ni más compañero que un cerdito llamado Blakeman. La mayor parte
del tiempo permanecía en el calvero, donde sólo había dos cosas: una humeante
carbonera y una choza de troncos y tepes. A pesar de todo, era un hombre alegre… si
no le hacías enfadar.
Una clara mañana de verano, un ciervo cruzó el calvero. Tras él llegó una jauría y,
detrás de la jauría, multitud de jinetes con arcos y flechas. Durante unos minutos,
todo fue una gran algarabía de aullidos de perros, toques de trompas y redoble de
cascos. Luego, con la misma rapidez con que habían llegado, los cazadores
desaparecieron entre los árboles. Todos menos uno.
El carbonero miró en derredor. La hierba estaba pisoteada, de la choza no
quedaba en pie ni un solo tronco y la pila de la leña cubierta de arcilla con que se
hacía el carbón estaba medio aplastada y empezaba a arder con llamas. En un acceso
de furor, el carbonero se encaró con el cazador rezagado increpándolo con todos los
insultos que conocía.
Pero el cazador tenía sus propios problemas. No se había ido con los demás
porque Blakeman correteaba de un lado al otro entre las patas de su caballo, chillando
sin parar. Por más que lo intentaba, el cazador no conseguía librarse de él. Vestía con
elegancia, todo de negro, calzaba botas de fino cuero y el arnés de su montura tenía
adornos de plata. Aquel jinete no era otro que John Uskglass (llamado también Rey
Cuervo), soberano de Inglaterra del Norte y parte de Tierra de Duendes y el mago
más poderoso que ha existido. Pero el carbonero (cuyos conocimientos de las cosas
de más allá del calvero eran rudimentarios) no podía adivinarlo. Sólo sabía que aquel
hombre no le contestaba, y esto lo enfurecía más aún.
—¡Di algo! —gritó fuera de sí.
Un arroyo cruzaba el calvero. John Uskglass lo miró, luego miró a Blakeman, que
seguía corriendo entre las patas del caballo, y extendió una mano. El cerdito se
transformó en salmón. El salmón dio un brinco, se zambulló en el arroyo y se fue
nadando. Por su parte, John Uskglass se alejó al galope.
El carbonero lo siguió con mirada atónita.
—Vaya, ¿y ahora qué hago? —dijo.
Extinguió las llamas y rehizo la carbonera lo mejor que pudo. Pero una carbonera
que ha sido pisoteada por perros y caballos nunca queda como nueva, y al hombre le

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dolía verla tan maltrecha.
Bajó a la abadía de Furness a pedir a los frailes algo de cena, porque la suya había
sido aplastada por aquella jauría. Al llegar preguntó por el limosnero, que es el
encargado de dar comida y ropa a los pobres. El limosnero lo saludó amablemente, le
dio un hermoso queso redondo y una buena manta de abrigo. Luego le preguntó qué
había ocurrido para que tuviera aquella cara tan larga y triste.
Y el carbonero se lo contó. Ahora bien, el hombre no tenía práctica en explicar
con claridad hechos complejos. Por ejemplo, habló extensamente del cazador
rezagado, pero no mencionó sus elegantes ropajes ni las sortijas que lucía en los
dedos, por lo que el limosnero no sospechó que pudiera tratarse del Rey Cuervo. Es
más, el carbonero lo llamó «hombre negro» y el fraile imaginó a un hombre sucio y
andrajoso, parecido al propio carbonero.
El limosnero era todo conmiseración.
—De manera que ahora el pobre Blakeman es un salmón. Yo en tu lugar iría a
contárselo a san Kentigern. Estoy seguro de él que te ayudará. San Kentigern sabe de
salmones todo lo que hay que saber.
—¿San Kentigern, decís? ¿Y dónde puedo encontrar a persona de tanta utilidad?
—preguntó el carbonero vivamente.
—Tiene una iglesia en Grizedale. Ahí delante está el camino.
Y el carbonero fue caminando a Grizedale, entró en la iglesia y se puso a golpear
las paredes con los puños mientras llamaba a san Kentigern a grandes voces, hasta
que el santo se asomó desde el cielo y preguntó qué sucedía.
Al momento, el carbonero le soltó un largo discurso, relatando con indignación
los daños que se le habían infligido y recalcando la mala acción del cazador rezagado.
—Bueno, bueno —dijo san Kentigern jovialmente—, a ver qué puedo hacer. Los
santos como yo siempre deberíamos escuchar atentamente las súplicas de los pobres
zarrapastrosos como tú. No importa si vuestras súplicas son toscas y ofensivas.
Vosotros sois nuestra mayor preocupación.
—¿Y yo lo soy? —preguntó el carbonero, sintiéndose halagado.
San Kentigern extendió el brazo desde el cielo, metió la mano en la pila del agua
bendita y sacó un salmón. Dio un par de sacudidas al salmón y al momento apareció
Blakeman, tan sucio y tan listo como siempre.
El carbonero se echó a reír y a dar palmadas. Trató de abrazar a Blakeman, pero
éste corría de un lado a otro chillando con su energía habitual.
—Ahí lo tienes —dijo san Kentigern, contemplando la escena con benevolencia
—. Me alegro de haber podido satisfacer tu deseo.
—¡Oh, nada de eso! —protestó el carbonero—. ¡También debes castigar a mi
malvado enemigo!
Al oír estas palabras, el santo frunció el entrecejo y explicó que se debe perdonar
a los enemigos. Pero el carbonero nunca había practicado la caridad cristiana y no
estaba de humor para empezar en ese momento.

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—¡Haz que el Blencathra se derrumbe sobre su cabeza! —gritó con ojos
llameantes y los puños en alto. (El Blencathra es un monte alto situado varias millas
al norte de Grizedale.)
—Verás —empezó san Kentigern diplomáticamente—, eso no puedo hacerlo.
Pero ¿no dices que ese hombre es cazador? Quizá la pérdida de un día de caza le
enseñe a tratar al prójimo con más respeto.
En el mismo instante que el santo pronunciaba estas palabras, John Uskglass (que
seguía de cacería) cayó del caballo a una grieta entre unas rocas. Cuando intentó salir,
una fuerza misteriosa lo retuvo. Probó de combatirla con la magia, pero no pudo. Las
rocas y la tierra de Inglaterra eran buenas amigas de John Uskglass y en todo
momento estaban dispuestas a ayudarlo, pero esa fuerza —fuera lo que fuese— les
inspiraba un respeto aún mayor.
John Uskglass se quedó en la grieta todo el día y toda la noche, helado, mojado y
malhumorado. De pronto, cuando amanecía, la fuerza desconocida lo soltó sin que él
supiera por qué. El Rey Cuervo trepó al exterior, montó en su caballo y volvió a su
castillo de Carlisle.
—¿Dónde estabais? —preguntó William de Lanchester—. Os esperábamos ayer.
John Uskglass no quería que se supiera que en Inglaterra podía haber un mago
más poderoso que él, y pensó su respuesta.
—En Francia —dijo.
—¡Francia! —William de Lanchester pareció sorprenderse—. ¿Visteis al rey?
¿Qué os dijo? ¿Hace nuevos planes de guerra?
John Uskglass dio una respuesta vaga, mística y de resonancias mágicas. Luego
subió a sus aposentos y se sentó en el suelo, junto a su fuente de plata llena de agua.
Entonces invocó a Personas de Gran Importancia (como el Viento del Oeste y las
Estrellas) y les preguntó quién le había hecho caer en la grieta. En el agua de la
fuente apareció la visión del carbonero.
John Uskglass pidió su caballo y sus perros y se dirigió al calvero del bosque.
Entretanto, el carbonero estaba fundiendo un trozo del queso que le había dado el
limosnero y decidió ir en busca de Blakeman, porque pocas cosas había en el mundo
que al cerdito le gustaran tanto como el queso fundido.
Mientras el carbonero estaba ausente, llegó John Uskglass con sus perros.
Registró con la mirada el calvero buscando una explicación de lo ocurrido. Se
preguntaba por qué un mago tan poderoso y peligroso vivía en el bosque ganándose
la vida como carbonero. Entonces vio el queso fundido.
Ahora bien, el queso fundido es una tentación a la que pocos hombres son
capaces de resistirse. John Uskglass hizo este razonamiento: toda Cumbria era suya,
por tanto, ese bosque también era suyo y, por tanto, el queso también era suyo. Así
pues, se sentó, se lo comió y, cuando hubo terminado, dejó que los perros le lamieran
los dedos.
En aquel momento volvió el carbonero. Clavó la mirada en John Uskglass y en

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las hojas verdes sobre las cuales antes estaba su queso.
—¡Tú! —gritó—. ¡Otra vez tú! ¡Te has comido mi cena! —Agarró a John
Uskglass y lo sacudió con fuerza—. ¿Por qué? ¿Por qué me haces estas cosas?
John Uskglass no dijo ni palabra. (Se sentía en desventaja.) Se desasió del
carbonero, montó en su caballo y se fue del calvero.
El carbonero volvió a la abadía de Furness.
—¡Ese malvado ha vuelto y se ha comido mi queso! —dijo al limosnero.
Éste meneó la cabeza, entristecido por la maldad de los hombres.
—Toma más queso —le ofreció—. ¿Y quieres también pan, para el queso?
—¿Qué santo es el patrón del queso? —preguntó el carbonero.
El limosnero meditó un momento.
—Debe de ser santa Bridget —dijo.
—¿Y dónde puedo encontrar a esa señora? —preguntó el carbonero vivamente.
—Tiene una iglesia en Beckermet —respondió el limosnero señalando en la
dirección que debía seguir.
El carbonero fue caminando hasta Beckermet, entró en la iglesia y se puso a
golpear las bandejas del altar una con otra y a dar grandes voces, hasta que santa
Bridget se asomó desde el cielo, alarmada, y preguntó si podía hacer algo por él.
El carbonero hizo una larga descripción de los daños que su silencioso enemigo le
había causado.
Santa Bridget dijo que lo sentía mucho.
—Pero no creo ser la persona indicada para ayudarte. Yo protejo a las vaqueras y
los ordeñadores. Hago que cuaje la mantequilla y que maduren los quesos. Nada
puedo hacer acerca del queso comido por quien no debe. El encargado de los ladrones
y de la propiedad robada es san Nicolás. Está también san Alejandro de Comana,
protector de los carboneros. ¿No querrías rezar a alguno de ellos? —preguntó,
expectante.
El carbonero se negó a interesarse por las personas mencionadas.
—¡Los pobres sucios y harapientos como yo están bajo tu protección! —insistió
—. ¡Haz un milagro!
—Quizá ese hombre no tenga intención de ofenderte con su silencio —dijo la
santa—. ¿No se te ha ocurrido que tal vez sea mudo?
—¡Oh, no! Le vi hablar a sus perros. Ellos meneaban la cola alegremente al oír su
voz. ¡Santa, cumple con tu deber! ¡Haz que el Blencathra se derrumbe sobre su
cabeza!
Santa Bridget suspiró.
—No, no, eso no podemos hacerlo. Pero él ha obrado mal robándote la cena y
quizá debamos darle una lección. Una pequeña lección.
En aquel momento, John Uskglass y su corte se disponían a salir de cacería. En la
cuadra entró una vaca que, sosegadamente, fue hasta donde estaba el Rey Cuervo,
junto a su caballo, y empezó a sermonearle en latín sobre el delito del robo. Entonces

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el caballo volvió la cabeza, dijo solemnemente que él estaba de acuerdo con la vaca y
que su amo debía prestar atención a lo que ésta decía.
Todos los cortesanos y criados que se encontraban en las cuadras contemplaron la
escena en silencio. Nunca habían presenciado algo semejante.
—¡Es magia! —declaró William de Lanchester—. Pero ¿quién osaría…?
—La he provocado yo mismo —dijo John Uskglass.
—¿Sí? ¿Por qué? —preguntó William.
Una pausa.
—Para obligarme a meditar sobre mis pecados y errores —dijo John Uskglass al
cabo—. Como debe hacer todo cristiano de vez en cuando.
—Pero vos no habéis cometido pecado de robo. ¿Por qué entonces…?
—¡Repámpanos, William! ¿Por qué tienes que hacer tantas preguntas? Hoy no
saldré a cazar.
Y rápidamente se dirigió a la rosaleda, para escapar del caballo y la vaca. Pero las
rosas volvían hacia él sus caras rojas y sus caras blancas y le hablaban de su deber
para con los pobres, y las más severas susurraban: «¡Ladrón! ¡Ladrón!». Él cerró los
ojos y se tapó los oídos con los dedos, pero en aquel momento llegaron sus perros y
le pegaron el hocico a la cara y le dijeron lo mucho, pero mucho, que los había
decepcionado. Entonces él se escondió en una celda pequeña y vacía en lo alto del
castillo. Pero las piedras de las paredes estuvieron todo el día citando pasajes de la
Biblia que condenan el robo.
John Uskglass no necesitaba preguntar a qué se debía aquello (todos: vaca,
caballo, perros, piedras y rosas habían hablado de queso fundido), y estaba decidido a
averiguar quién era aquel extraño mago y qué quería. Para ello, decidió utilizar a la
más mágica de todas las criaturas: el cuervo. Al cabo de una hora, un millar de
cuervos alzaban el vuelo formando una bandada tan densa que parecía una montaña
negra que volara por el cielo estival. El calvero se llenó hasta el último rincón de un
tumulto de alas negras que arrancaron las hojas de los árboles y arremetieron contra
el carbonero y Blakeman, derribándolos al suelo. Los cuervos escudriñaron todos los
recuerdos y sueños del carbonero en busca de magia. Para no dejar nada al azar,
también escudriñaron los recuerdos y sueños de Blakeman. Indagaron en lo que el
hombre y el cerdo pensaban cuando aún estaban en el vientre de su madre y en lo que
harían cuando al fin llegaran al cielo. En ningún sitio encontraron ni un ápice de
magia.
Cuando los cuervos se fueron, John Uskglass apareció en el claro. Tenía los
brazos cruzados y el ceño fruncido y estaba muy contrariado por el fracaso de los
cuervos.
El carbonero se levantó lentamente y miró en derredor con asombro. No habría
sido mayor la destrucción si hubiera ardido el bosque. Por doquier había ramas
arrancadas y una gruesa capa de plumas negras lo cubría todo. En una especie de
éxtasis de indignación, el carbonero gritó.

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—¡Dime por qué no me dejas en paz!
Pero John Uskglass no decía ni palabra.
—¡Voy a hacer que el Blencathra caiga sobre tu cabeza! ¡Lo haré! ¡Tú sabes que
puedo! —Agitó un sucio dedo delante de la cara de John Uskglass—. ¡Tú-sabes-que-
puedo!
Al día siguiente, antes de que saliera el sol, ya estaba el carbonero en la abadía de
Furness. Fue en busca del limosnero, que se dirigía a prima.
—Ha vuelto y me ha destrozado el bosque —dijo—. Lo ha dejado todo negro y
hecho un asco.
—¡Qué hombre tan terrible! —exclamó el limosnero, comprensivo.
—¿Qué santo se encarga de los cuervos? —preguntó el carbonero.
—¿Cuervos? Ninguno, que yo sepa. —Reflexionó—. San Osvaldo tenía de
mascota a un cuervo al que quería mucho.
—¿Y dónde puedo encontrar a ese santo?
—Tiene una iglesia nueva en Grasmere.
Entonces el carbonero se encaminó a Grasmere y, cuando llegó, se puso a gritar y
golpear las paredes con un candelabro. San Osvaldo asomó la cabeza desde el cielo.
—¿Por qué gritas tanto? —exclamó—. No soy sordo. ¿Qué quieres? Y deja ese
candelabro en su sitio. Costó muy caro. —Durante sus santas y benditas vidas, san
Kentigern y santa Bridget fueron, respectivamente, fraile y monja, y rebosaban dulce
y santa paciencia. Pero san Osvaldo había sido rey y soldado, y era otra clase de
persona.
—El limosnero de la abadía de Furness me ha dicho que te gustan los cuervos —
explicó el carbonero.
—Que me gustan es mucho decir —respondió el santo—. En el siglo séptimo, un
pájaro se me posaba en el hombro y me daba picotazos en la oreja haciéndola sangrar.
El carbonero le explicó cómo lo acosaba el hombre silencioso.
—Quizá tiene motivo —dijo san Osvaldo con sarcasmo—. ¿No le habrás
abollado algún precioso candelabro?
El carbonero negó enérgicamente haber perjudicado al hombre silencioso.
—Hum —murmuró san Osvaldo, pensativo—. Sólo los reyes pueden cazar
ciervos, ¿sabes?
El carbonero lo miraba, impávido.
—Veamos —prosiguió el santo—. Un hombre vestido de negro, con una magia
poderosa, con cuervos a sus órdenes y con los derechos de caza de un rey. ¿Eso no te
sugiere nada? Ya veo que no. Bien, me parece que conozco a esa persona. Es muy
soberbio y creo que ha llegado el momento de bajarle los humos. Si no he entendido
mal, estás enfadado porque él no te habla, ¿no es así?
—Sí.
—Pues le aflojaré un poco la lengua.
—¿Y qué castigo es ése? —replicó el carbonero—. ¡Yo quiero que hagas que el

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Blencathra le caiga en la cabeza!
San Osvaldo lanzó un gruñido de impaciencia.
—¿Y tú qué sabes? —le espetó—. ¡Créeme, yo sé mejor que tú cómo castigar a
ese hombre!
Aún no había acabado san Osvaldo de pronunciar estas palabras cuando John
Uskglass empezó a hablar con rapidez y vehemencia. Ello era insólito pero en
principio no parecía siniestro. Sus cortesanos y criados escuchaban respetuosamente.
Pero pasaban los minutos, y las horas, y él no paraba de hablar. Estuvo hablando
durante toda la cena, toda la misa y toda la noche. Hacía profecías, recitaba pasajes
de la Biblia, contaba las historias de diferentes reinos de fábula, daba recetas de
pasteles. Revelaba secretos políticos, secretos mágicos, secretos infernales, secretos
divinos y secretos escandalosos. A consecuencia de esta desenfrenada locuacidad, el
reino de Inglaterra del Norte tuvo que afrontar varias crisis políticas y teológicas.
Thomas de Dundale y William de Lanchester rogaban, suplicaban y amenazaban,
pero no conseguían que el Rey Cuervo callara. Al final no tuvieron más remedio que
encerrarlo en la pequeña celda de lo alto del castillo, para que nadie pudiera oírle.
Pero, como era inconcebible que un rey estuviera hablando sin que alguien le
escuchara, ellos tuvieron que quedarse a hacerle compañía, un día y otro. Al cabo de
tres días justos, el Rey Cuervo enmudeció.
Dos días después, montó en su caballo y fue al calvero del carbonero. Al verlo tan
pálido y demacrado, éste tuvo la esperanza de que san Osvaldo se hubiera ablandado
y hubiera hecho caer el Blencathra sobre su cabeza.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó John Uskglass con prevención.
—¡Ja! —exclamó el carbonero, triunfante—. ¡Pídeme perdón por haber
convertido al pobre Blakeman en pez!
Un largo silencio.
Hasta que, haciendo rechinar los dientes, John Uskglass le pidió perdón.
—¿Quieres algo más? —preguntó.
—¡Que repares todos los daños que me has causado!
Al momento reaparecieron la carbonera y la choza, tal como habían estado
siempre; los árboles recobraron sus ramas y éstas sus verdes hojas, y una suave
alfombra de hierba se extendió por el calvero.
—¿Algo más?
El carbonero cerró los ojos, tratando de imaginar la mayor de las riquezas.
—¡Otro cerdo! —declaró.
John Uskglass empezaba a sospechar que en algún momento había cometido un
error de cálculo, pero ni aunque lo mataran podría decir cuándo. No obstante, ya se
sentía lo bastante confiado como para poner una condición.
—Te daré el cerdo si me prometes no decir a nadie quién te lo ha dado ni por qué.
—¿Cómo voy a decirlo, si no sé quién eres? ¿Por qué? —preguntó entonces el
carbonero entornando los párpados—. ¿Quién eres tú?

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—Nadie —dijo John Uskglass rápidamente.
Apareció entonces otro cerdo, gemelo de Blakeman, y mientras el carbonero se
felicitaba de su buena fortuna con exclamaciones de alborozo, John Uskglass montó
en su caballo y se alejó en un estado de total perplejidad.
Poco después, el Rey Cuervo volvió a su capital de Newcastle. Durante los
cincuenta o sesenta años siguientes, sus lores y criados a menudo le recordaban la
excelente caza que existía en Cumbria, pero él se resistió a regresar hasta que tuvo la
seguridad de que el carbonero había muerto.

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Agradecimientos
Estos cuentos no existirían de no ser por las siguientes personas: Colin Greenland y
Geoff Ryman (que me obligaron a escribir mi primer relato corto casi a mi pesar),
Neil Gaiman, Patrick y Teresa Nielsen Hayden, Terri Windling, Ellen Datlow y
Charles Vess. A todos, mi afecto y agradecimiento.

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Nota sobre el ilustrador
La narrativa gráfica de Charles Vess ha aparecido, entre otras publicaciones, en
Spiderman, The Sandman, The Books of Magic y The Book of Ballads and Sagas de
edición propia, y le ha valido dos premios Will Eisner al cómic. En 1999 recibió el
premio World Fantasy al mejor dibujante por sus ilustraciones de Stardust (en
colaboración con Neil Gaiman). Vive en los montes Apalaches de Virginia. Para más
información sobre la obra de Charles Vess, consultar su página web
www.greenmanpress.com.

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SUSANNA CLARKE (Nottingham, 1959) es la hija mayor de un pastor metodista.
Se licenció en Oxford y durante dos años enseñó inglés en Turín y en Bilbao. En
1992 regresó a Inglaterra y comenzó la redacción de Jonathan Strange y el señor
Norrell, cuya escritura le llevó diez años. La novela ha sido publicada en más de
treinta países y ha obtenido el premio British Book Newcomer of the Year, el premio
Hugo, el World Fantasy Award y ha sido distinguida como Mejor Novela del Año por
los libreros independientes de Estados Unidos. Asimismo resultó nominada a los
premios Whitbread, Booker y Guardian. En la actualidad, Susanna Clarke reside en
Cambridge.

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Notas

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[1] El pobre David Montefiore se sentía avergonzado por haber sido descubierto en

propiedad ajena y se deshacía en excusas. Dijo a Thomas Jefferson que habían oído
tantas cosas buenas de aquel jardín que no habían resistido la tentación de ir a
contemplarlas personalmente. Esta cortés explicación apaciguó un tanto al presidente
norteamericano (que era propenso a enojarse). Desgraciadamente, Tom Brightwind se
puso entonces a enumerar los superiores encantos de su propio jardín, y Thomas
Jefferson los echó de su propiedad. <<

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[2] Los príncipes duendes no acostumbran molestarse en buscar la compañía de sus

congéneres, y en las raras ocasiones en que se reúnen, suele ocurrir que uno de ellos
muere súbita, misteriosa y dolorosamente, lo cual no deja de ser curioso. <<

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[3] Los duendes sienten por los niños un entusiasmo aún más grande que el de
cristianos y judíos, y no tienen empacho en aumentar su prole robando alguna que
otra bonita criatura cristiana.
No obstante, en esta cuestión como en tantas otras, los duendes no piensan en las
consecuencias de su acto. Tienen niños y roban niños y, al cabo de veinte años, se
asombran al descubrir que la casa está llena de hombres y mujeres adultos. El
problema es cómo mantenerlos a todos. A diferencia de los hijos de cristianos y
judíos, los de los duendes no pueden vivir confiados en que un día heredarán la
fortuna, las tierras y el poder de sus padres, ya que es poco probable que éstos lleguen
a morir.
Es un problema que pocos duendes consiguen resolver satisfactoriamente, y no es de
extrañar que tantos de sus hijos acaben por rebelarse. Desde hacía más de siete
centurias, Tom Brightwind estaba empeñado en una cruenta guerra contra su propio
primogénito, un tal príncipe Rialobran. <<

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[4] El brugh fue durante infinidad de siglos la morada de la raza de los duendes. Es el

modelo original de todos los palacios de los que se habla en los relatos populares. Lo
cierto es que la inclinación de los autores cristianos a idealizar el brugh parece haber
aumentado con el transcurso de los siglos. Ha sido descrito como un «palacio de oro
y cristal en el corazón de la colina» (Lady Wilde, Ancient Legends, Mystic Charms
and Superstitions of Ireland, Ward & Downey, Londres, 1887). Otra cronista de la
historia de los duendes habla de «una colina verde y empinada, redonda como una
budinera… En la cima tenía un lago pequeño con fondo de cristal que hacía de
claraboya» (Sylvia Townsend Warner, The Kingdom of Elfin, Chatto & Windus,
Londres, 1977).
Lo cierto es que el brugh era un túnel o una red de túneles excavados en un
montículo, como una madriguera de conejo o una tejonera. Parafraseando a una
autora de cuentos para niños, éste no era un agujero confortable, ni siquiera un
agujero seco en suelo de arena limpia, sino un agujero húmedo y pringoso. <<

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[5] A finales del siglo XVIII, para ir de Londres a Nottinghamshire se tardaban dos o

tres días. Al parecer, Tom y David llegaron en un par de horas: ello demuestra una de
las ventajas de llevar de compañero de viaje a un poderoso príncipe de los duendes.
<<

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[6] Los duendes nacidos en los ocho últimos siglos —sofisticados, instruidos y
habituados al trato con los cristianos— no tienen mayores dificultades que los
propios cristianos para distinguir entre los seres animados y los inanimados. Pero,
para los miembros de las antiguas generaciones (como Tom), la distinción es
ininteligible.
Varios teóricos y comentaristas de la magia apuntan que los duendes que conservan
esta antigua creencia en el alma de las piedras, las puertas, los árboles, el fuego, las
nubes, etcétera, son más expertos en la magia que las generaciones más jóvenes y su
magia, en general, es mucho más potente.
El incidente que se relata a continuación muestra claramente cómo, si se dan las
circunstancias apropiadas, los duendes pueden sentirse intimidados por los objetos
más corrientes. En 1697 se intentó matar al Anciano de la Torre Blanca, uno de los
príncipes menores de Tierra de Duendes. El asesino frustrado era un duende llamado
Broc (en la cara tenía pelo a franjas negras y blancas). Broc, impresionado por lo que
había oído acerca de un arma maravillosa inventada por los cristianos para matarse
los unos a los otros, desdeñó los medios mágicos para matar al Anciano de la Torre
Blanca (que habrían podido ser eficaces) y compró una pistola y munición (que no
podían serlo). El pobre Broc hizo su intento, fue capturado y el Anciano de la Torre
Blanca lo encerró en una mazmorra subterránea. En la celda de al lado, el Anciano
encerró la pistola, y en la tercera, la munición. Broc murió a principios del siglo XX
(al cabo de tres siglos sin probar bocado ni beber un sorbo de agua ni ver el sol, hasta
un duende pierde las fuerzas). La pistola y la munición, por el contrario, siguen allí, y
el Anciano sigue considerándolas culpables y merecedoras de castigo por su maldad.
Otros duendes que han pretendido matar al Anciano de la Torre Blanca han empezado
por idear complicados planes para liberar la pistola y la munición, que han adquirido
un notable significado en la mente de los enemigos del Anciano. Es bien sabido por
los duendes que el metal, la piedra y la madera poseen una naturaleza muy obstinada;
en 1697, la pistola y la munición tenían intención de matar al Anciano, y para un
duende es inconcebible que en los siglos transcurridos desde entonces puedan haber
abandonado esa idea. Los enemigos del Anciano no dudan que un día la pistola y la
munición cumplirán su propósito. <<

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[7]
No era Tom Brightwind el único miembro de su raza que sentía apasionada
devoción por Julio César. Muchos duendes se dicen descendientes suyos, y según una
leyenda cristiana medieval, Oberon (el totalmente mítico rey de los duendes) era hijo
suyo. <<

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[8] «Thomas Brightwind me hizo, año del Señor de 1780». <<

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[9] A pesar de la pobre opinión que tenía Tom de sus descendientes, algunos de sus

hijos alcanzaron el éxito sin su ayuda. Varios años después de los sucesos de este
relato, casi simultáneamente, varios ilustres caballeros hicieron importantes
descubrimientos acerca de la electricidad. Entre ellos figuraba un individuo tímido y
reservado que residía en la ciudad de Dresde, en Sajonia. Se llamaba príncipe
Valentin Brightwind. Tom se mostró muy interesado cuando llegó a sus oídos que
esta persona era hijo suyo, nacido en 1511. Tom dijo a Miriam Montefiore (la esposa
de David): «Que yo recuerde, ésta es la primera vez que uno de mis hijos ha hecho
algo notable. Varios de ellos han gastado grandes sumas de dinero y algunos me han
hecho la guerra durante largo tiempo, pero nada más. Estoy muy gratamente
sorprendido. Varias personas han tratado de convencerme de que lo recuerdo, pero no
es así». <<

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[10] Lengua de los duendes del brugh. <<

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[11] Diarios del reverendo James Havers-Galsworthy, 1804-1823. <<

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