Libro El Retorno de Las Animas INPI

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Dulce Isabel Rodríguez • Susana Elizabeth Baca

Stephanie Alejandra Mayén

El retorno
de las ánimas
Ilustraciones
Vania Abigail Ramírez Escalante

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Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas

Lic. Adelfo Regino Montes


Director General del Instituto Nacional
de los Pueblos Indígenas

Mtra. Bertha Dimas Huacuz


Coordinadora General de Patrimonio
Cultural y Educación Indígena

José Luis Sarmiento Gutiérrez


Director de Comunicación Social
El retorno de las ánimas
Cuentos sobre la tradición del Día de
Muertos entre distintos pueblos indígenas

Dulce Isabel Rodríguez Lugo


Susana Elizabeth Baca Uribe
Stephanie Alejandra Mayén Ávila

Ilustraciones
Vania Abigail Ramírez Escalante

Diseño editorial
Velia Romina Otañez Hernández

Coordinación
Norberto Zamora Pérez

México, 2022
Índice

01 Presentación

04 A un metro de la tierra

21 Miccailhuitontli, Huey Miccailhuitl

33 Comida para la abuela

49 Uirucumani

63 Soñado encuentro

83 Los viejos

99 Glosario

104 Bibliografía
Presentación

Querido lector, ¿quieres viajar un rato?, ¿sientes la calidez


del clima?, ¿escuchas los cantos de la gente?, ¿percibes
el olor de las flores y de esa comida tan rica?, ¿ves el brillo
de los colores que iluminan todo el ambiente?, ¿ya pusis-
te tu ofrenda? Es más, dime, ¿sabes cómo se recibe a los
muertos en otras regiones? Nuestro país es reconocido
por su manera tan peculiar de convivir con todos aquellos
que nos dejaron, pero que nunca se fueron, y en esta pe-
queña colección te presentamos las tradiciones de dife-
rentes pueblos indígenas de nuestro país y sus maneras
de festejar estas fechas. A través de seis hermosos cuen-
tos visitamos distintas comunidades, y conocemos los ri-
tuales, ceremonias y ofrendas con las que se reciben al
tan esperado Día de Muertos.

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Este apasionante recorrido cultural inicia junto a Marta y
Miguel, integrantes de la comunidad yaqui, quienes nos
enseñan la realización del tradicional tapanco de madera
al tiempo que ofrecen descripciones sobre las deliciosas
comidas, hermosas flores, música y danzas tradicionales;
en nuestra segunda parada visitamos a Ixchel quien, jun-
to a su amiga Nicté, recorre un pueblo maya en busca de
achiote, pimienta, cebolla y más ingredientes para coci-
nar el pib, platillo conocido como “el alimento de las áni-
mas”, mientras se inunda de los recuerdos de su difunta
abuela en el camino; después, a un costado del Río Sa-
maria, nos sentamos con Pedro, un abatido adolescente,
quien recibe una inesperada y bella visita que lo ayuda a
recobrar su fe en el Día de Muertos; asimismo acompaña-
mos a Toñito y a don Juan en su conmovedor viaje desde
la Ciudad de México a Michoacán; en el camino también
nos encontraremos personajes entrañables como Fran-
cisco, la abuela Luci, Jesús y don Domingo.

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Por medio de estos breves relatos retratamos una par-
te de las tradiciones de algunos pueblos indígenas, tales
como: los chontales, totonacas, yaquis, nahuas, purépe-
chas y mayas. La muerte es algo que compartimos todos,
pero cada persona posee distintas formas de lidiar con
ella; el recuerdo de nuestros seres queridos nos permite
entender la importancia de los rituales de cada comuni-
dad y con este recorrido cultural podemos conocer algu-
nas de las formas de celebrar el Día de Muertos a lo largo
de nuestro país. Esperamos que tú, querido lector, te en-
cantes con la lectura de estos cuentos hechos para tí con
dedicación, así que no te hacemos esperar más, adéntra-
te y disfruta del viaje.

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A un metro de la tierra

Los meses transcurrieron rápido, lo que años atrás fue


un momento de profunda tristeza y pérdida familiar hoy
se transformaba en recuerdos añorados. En medio de la
siembra, con el sol golpeándoles los cansados y trabaja-
dores hombros, dos mujeres hablaban con la misma fa-
miliaridad de todos los días, pero con un poco de melan-
colía:
—Lo extraño mucho, Rosita, cada vez que paso por el cul-
tivo me acuerdo de mi esposo, lo veo regando el trigo o
la linaza, con su sombrero amarillo; limpiándose el sudor
con ese paliacate rojo que tanto le gustaba. Ya pasaron
tres años de su partida y todavía lo siento cerca.
—Es porque sigue con nosotros, Marta, en el solar. Todavía
se escucha su risa, esa que se echaba cuando jugaba con

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Miguelito y los gritos que daba cuando veía una aakame,
¿te acuerdas?
—Sí, gritaba más agudo que nosotras, ¿te acuerdas? —
contestó Marta con una ligera sonrisa— solo que aún no
me acostumbro a despertar a Miguel y que cuando nos
sentamos a desayunar, su padre no esté a su lado.
—¿Y cómo lo lleva tu niño?
—Va mejorando. No perdió las ganas de criar al ganado, a
pesar de que su papá ya no está para acompañarlo; tam-
poco ha dejado de jugar con sus amigos, pero, por mo-
mentos, todavía lo llama. Ya sabes, por costumbre.
—Es normal, lo perdimos de un momento a otro. Una no-
che se enfermó y a la mañana siguiente tuvimos qué des-
pedirnos de él.
—A veces me pregunto si estará bien.
—No te preocupes por eso. Recuerda que cuando falle-
ció llevamos el cuerpo de Fer a la cruz del perdón, ahí se

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disculpó por todos sus pecados y pudo iniciar el camino
al sewa ania. Estoy segura que ahora en octubre su alma
va a regresar para visitarnos. No te pongas triste, Martita.
Él convive todo el año con la fauna y la naturaleza, se en-
cuentra en paz, y de seguro también nos extraña.­­­­—Rosa
le dio una ligera y suave caricia en la espalda para mos-
trarle su apoyo. Por su parte, Marta le regaló una sonri-
sa sincera, pero cargada de melancolía. Después de esa
charla las dos mujeres continuaron con sus deberes y se
citaron para hacer las compras del siguiente día.
A pesar de la melancolía que gobernaba el corazón de
Marta, dejó su tristeza a un lado y se dispuso a arreglarse;
optó por vestir una de sus mejores ropas durante los re-
zos, pero guardó sus rebozos y sus blusas favoritas para
inicios de octubre, pues recibiría con su café favorito a
aquella ánima que esperaba con tanto amor desde hace
tiempo; además, reservó un atuendo especial para el pri-
mero de noviembre: una hermosa falda rosa hecha de
brillante satín que iba acompañada de una blusa blanca

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con encaje; al tiempo que miraba su aspecto esbozó una
sonrisa imaginando lo bello que sería disfrutar junto a
su esposo los platillos que le prepararía con tanto cariño.
Y ahí estaba Marta, perdida en sus pensamientos, recor-
dando felizmente al amor de su vida, hasta que escuchó
a Miguel al fondo.
—¡Maala!—gritó el niño de apenas nueve años—Maala, ya
revisé y no hay piloncillo.
—¿Y ya le preguntaste a tu abuela si ella tiene?
—Sí, pero dijo que no. Tenemos que comprar piloncillo
para el café de mañana. A mi papá le gustaba el café muy
dulce.
—Tranquilo, mi niño ¿qué te parece si nos acompañas a
Rosa y a mí? Así nos ayudas a elegir las cosas que vamos
a necesitar para el tapanco y todo para iniciar el Tolosan-
to.
Cada octubre, Rosa y Marta se reunían con la familia
para iniciar los rezos del Tolosanto para los difuntos de la

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comunidad; recorrían los hogares o visitaban las iglesias
para efectuar las ceremonias; sin embargo, este año se
sentía diferente, pues agregarían el nombre de Fernan-
do al libro que alberga la memoria de los difuntos.
—¿Qué es un tapanco, maala?
—Es una parte muy importante en esta conmemoración,
Miguel. El tapanco es una mesa muy alta, más alta que tú—
mencionó Marta tocando la cabeza del infante—, donde
los familiares y amigos colocamos alimentos deliciosos
para que las almas de nuestros seres amados puedan dis-
frutar mientras están de visita a principios de noviembre.
—¿Y por qué no lo ponemos desde mañana? Ya casi es
primero de octubre y lo podemos dejar todo el mes para
que papá coma lo que quiera.
—No, cariño, no podemos modificar una celebración de
más de 400 años. Pero ven, te voy a enseñar a tostar la
harina de maíz para hacer el pinole, lo vamos a endulzar
con un poquito de piloncillo y canela.

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Mañana empezamos los rezos con todo el solar reunido,
tomamos cafecito recién hecho y también preparamos
los novenarios hasta el primero de noviembre para rezar
por tu papá y toda la comunidad.
—¡Y el primero de noviembre haremos el tapanco!
—¡Así es! Pero hasta entonces vas a aprender todo lo ne-
cesario para hacerlo.
Los días transcurrieron con normalidad en el municipio
de Guaymas, las familias recibían a sus seres amados por
medio de rezos, misas y danzas; compartían pan recién
hecho por las mujeres; vestían ropas coloridas para reci-
bir a la muerte, poco a poco formaban el camino de las
almas a través de los rosarios, las flores, colores, recuer-
dos familiares y hermosos cantos. Dentro de las iglesias
se oficiaban misas de agradecimiento hacia los fallecidos,
mientras que a las afueras de los recintos se presenciaba
la magnificencia de los matachines del pueblo yoeme

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que usaban vistosas coronas repletas de listones, pulcros
trajes blancos que simbolizaban los escalones al cielo y
ofrecían sus reverencias a la Virgen.
—Maala, ya va a empezar la última danza, ¿qué haces?
—Estoy sacando un poco más de pan, voy enseguida.
—Rápido, ya están entrando los coyotes.
En respeto a los difuntos, los bailes de conmemoración
terminan con la “danza del coyote” que consiste en que
los miembros de la comunidad ingresan a los solares vis-
tiendo piel disecada de coyote adornada con plumas de
gavilán, las cuales representan las batallas y la valentía de
los guerreros.
—¿Qué es lo que tiene en el hombro, maala?— preguntó
Miguel impresionado por la vestimenta de los danzantes.
—Se llama carcaj. Ahí guarda su arco de madera y las fle-
chas para tirar. Debe portarlo porque así representa el
honor de los guerreros que perdieron la vida en los com-

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bates. Ahora escucha, están interpretando canciones so-
bre la vida del coyote y toca su tambor, presta atención.
Tal cual lo dicta la tradición, los danzantes se presenta-
ban en los solares para interpretar los rituales mortuo-
rios y rendir homenaje a los difuntos, mientras las familias
se preparaban para crear los tapancos para los inicios de
noviembre. Durante todo el mes, Marta le enseñó a Mi-
guel la importancia de planificar la ofrenda para recibir
el alma de su padre, haciendo una lista con los elemen-
tos esenciales para su elaboración: fotos de los fallecidos,
agua, sal, flores, algunas frutas dulces como el guamúchil
y unos quelites cocinados al estilo sonorense, platillo que
Fernando disfrutaba mucho en vida.
—¡Mañana es primero de noviembre, maala!
—¿Ya tenemos todo para colocar el tapanco?
—¡Sí! Solo falta decidir el lugar.
—Recuerda que los tapancos no se colocan dentro de

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casa, Miguel, tampoco en las enramadas donde hacemos
las ceremonias, hablé con tu abuelo y decidimos cons-
truirlo en el patio, al aire libre, donde podamos estar có-
modos y hacer los rezos sin complicaciones.
—¿Le preguntaste al abuelo si puedo ayudar a construir-
lo?
—Sí, dijo que tú mismo cortarás los troncos de mezquite
y te enseñará cómo hacer la mesa para la ofrenda.
—Haré el tapanco más bonito para que mi papá se sien-
ta orgulloso y muy feliz.- A primera hora del día siguiente,
Miguel comenzó los preparativos y, junto a su abuelo, se
adelantó a cortar cuatro troncos de mezquite con toda
la fuerza que un niño puede albergar en sus brazos para,
posteriormente, clavarlos en la tierra.
—Qué queden bien firmes las horquetas, Miguelito. Arri-
ba debemos colocar una cama de varas y si la base no
está firme se puede caer toda la ofrenda.

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—¿Por qué no colocamos la ofrenda en el piso, abuelo?
Así ni el aire lo puede tirar.
—Las almas de nuestros seres queridos no pueden tocar
el piso, Miguel, por eso, debemos levantar la mesa más o
menos a un metro sesenta del suelo, donde ellos alcan-
cen los alimentos y disfruten las bebidas que preparamos
con mucho amor.
—Como el wakabaqui que está cocinando mi mamá. Un
fogón está humeando mucho desde ayer.
—El wakabaqui no puede faltar. Un caldito de res nos vie-
ne bien a los vivos como a los muertos—dijo el abuelo
mientras soltaba una risa estruendosa.
Con las cuatro horquetas en el suelo y la cama de varas de
batamote lista para ser adornada, Marta puso por encima
una manta bordada de color blanco y colocó los elemen-
tos necesarios para que su marido volviera a visitarlos en
el que anteriormente era su solar. En la ofrenda también
se encontraba la sal para purificar los cuerpos, muchas

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flores para aromatizar la estancia de los seres amados, y
agua para calmar la sed de las almas que recorrieron un
largo camino.
—Maala, ¿cuál de estas fotografías ponemos en el tapan-
co? Me gusta una donde está en el cultivo pero también
donde está con las crías de ganado.
—¿Por qué no ponemos ambas? Déjalas en la parte de
arriba y ayúdame con la comida.
—Yo pongo la fruta y los cigarros de mi papá. Que Rosita
ponga las bebidas.
—Trae los tamales y los dulces también, están en la mesa—
gritó Marta a un pequeño que corría emocionado al inte-
rior de su hogar.
Con el pasar de los minutos, el tapanco tomaba protago-
nismo en el patio central del solar; tenía hermosas fru-
tas, brillantes y coloridas; emanaba un olor fresco debi-
do las flores recién cortadas y el toque amaderado de la

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cruz clavada en el piso; irradiaba un calor cómodo por las
velas que estaban al ras del suelo, iluminando no solo el
camino de las almas, sino los corazones de la familia que
anhelaba sentir conexión con sus amados difuntos.
—Maala, ¿por qué el señor Felipe está quemando su tam-
bor? — preguntó Miguel a su madre, observando en di-
rección a una pequeña fogata, donde el hombre giraba
con calma su instrumento, recibiendo el calor del fuego.
—No lo está quemando, Miguel, el tambor debe calentar-
se directo en la fogata para que adquiera el tono perfec-
to y comience a interpretar la música. Ya casi llegan los
rezanderos y las cantoras a bendecir el tapanco para que
tu padre sea recibido de la mejor manera.
Los cantos comenzaron al unísono con la familia reunida
delante del tapanco, rezando y agradeciendo la presencia
de Fernando, quien se manifestó de manera encantado-
ra en el entorno, haciendo volar pétalos de flores y acari-

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ciando la mejilla de su hijo. Mientras los sonidos retum-
baban en los oídos de Marta, ella sostenía con firmeza un
retrato de su difunto marido, escuchando atentamente
lo que Miguelito estaba a punto de decir.
—Achai, muchas gracias por venir a vernos, te extraño
mucho pero sé qué cada año vendrás a vernos. El ganado
se encuentra más fuerte que nunca y todas las mañanas
abrazo a mamá para que sepa que la quiero con el cora-
zón, cuando sea más grande trabajaré en el cultivo como
tú lo hacías. El próximo año haré un tapanco mucho más
grande para que puedas comer todo lo que se te antoje—
decía el pequeño mientras observaba la foto de su padre,
limpiando con sus delgados dedos algunas lágrimas que
se escabulleron debajo de sus pestañas. Así, al igual que
cada año, la comunidad yaqui se reunió en los solares fa-
miliares brindando su cariño a las almas de sus parientes
difuntos. Terminados los cantos del primero de noviem-

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bre y con las veladoras consumiendo la parafina dentro
de los vasos, comienza el desmantelamiento del tapanco,
las familias se reparten los alimentos preparados ante-
riormente para los difuntos, sentándose en la mesa para
compartir recuerdos, memorias y deliciosos platillos.

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Miccailhuitontli,
Huey Miccailhuitl
Francisco descansaba plácidamente en su habitación,
con un ronquido apenas audible y acumulando cansan-
cio debajo de los párpados. El día anterior concluyó una
jornada agotadora, su madre, que en ese momento se en-
contraba pensando en los preparativos de Día de Muer-
tos, le habría pedido recoger mandados de un lugar a
otro: las flores más bonitas, ingredientes frescos para los
platillos, veladoras intensas y un sinfín de materiales ne-
cesarios para organizar sus ofrendas.
El joven, con apenas 15 años y una ensoñación profunda,
no previó la intensa horda de emociones que se aproxi-
maba en su descanso onírico, pues ahí donde la vida to-
maba un respiro las ánimas se manifestaron con respeto
y precaución…

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—Francisco, no te asustes—retumbaron las palabras en
la cabeza adormecida del joven— ¿estás ahí, mi niño?
—¿Qu… qué? —Contestó adormilado, apenas consciente
de su respiración.
El escenario de aquel sueño profundo modificó su oscu-
ridad total para llenarse de luz y energía. Donde antes es-
taba la nada ahora se encontraba una mujer sentada en
un tronco de madera rodeada de naturaleza montañosa.
Luciana, abuela de Francisco, estaba presente en su des-
canso diurno, vestida con un precioso traje de acateca,
bordado de flores vibrantes y fauna regional.
—¡Abuela, te extraño tanto! —gritó el adolescente dentro
de su sueño—¿Qué haces aquí?
—Vine a saludarte para que no me olvides.
—Nunca, abuela. Siempre te recuerdo y mi mamá tam-
bién, los dos te echamos mucho de menos, ¿vas a volver
en Día de Muertos?
—¡Claro que sí! Quiero disfrutar toda la comida que me

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he perdido en el año. Niño, ¿qué haces ahí? Acércate y
siéntate conmigo.
Francisco recorrió el suelo descalzo, llenando sus dedos
de tierra fresca; recibió entre sus delgados brazos el fuer-
te y reconfortante abrazo que dejó pendiente con su que-
rida abuela.
—Abuela Luci— se separó un poco de su eterno abrazo—
¿cómo son las cosas cuando uno fallece? ¿Hay flores y
animales como en la tierra?
—Claro que sí, Francisco. Convivimos en armonía con to-
dos los animales que te puedas imaginar, tenemos flores
preciosas y olores que te dejarían impactado. No te preo-
cupes, querido, después de un largo tiempo conviviendo
en el mundo físico, el descanso nos llega a través de pre-
ciosos paisajes y mucha calma.
—Se me hace injusto tener que esperar hasta noviembre
para volver a verte. Deberíamos tener al menos dos oca-
siones al año para reunirnos con nuestros seres amados.

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—Sabes, querido, tal vez hay una manera de hacerlo.
—¡¿De verdad?! ¡¿Cómo?!
—Verás, hace muchísimos años la comunidad nahua ce-
lebraba el Miccailhuitontli y el Huey Miccailhuitl, ¿has es-
cuchado de ellos?
—No, abuela. Cuéntame más.
El paisaje montañoso rápidamente modificó el friolen-
to clima para convertirse en una escena de colores casi
peliculescos, intensos, místicos; la tierra húmeda poco a
poco se transformaba en tapetes de flores repletos de ve-
ladoras. Abuela y nieto miraron admirados las delicadas
ofrendas llenas de comida acompañadas de recuerdos.
Al fondo se vislumbraba un grupo de danzantes y muje-
res que rendían tributo a sus seres fallecidos. En medio
de la celebración, Luciana continuó con su cátedra sobre
las fiestas que existieron en décadas pasadas.
—Todos los años, durante el mes de agosto, que es el

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noveno mes del calendario nahua, nuestra comunidad
hacía grandes fiestas en honor a los fallecidos y se lla-
maban Miccailhuitontli y Huey Miccailhuitl. En estas ce-
lebraciones se rendía ofrenda a los familiares y amigos
que ya no estaban con nosotros, pero también se dispo-
nía un tributo a la naturaleza y a los dioses para permitir-
nos continuar con las siembras y los cultivos.
—Nunca había escuchado de ella, ¿cómo se celebraba?
— preguntó el jóven con los ojos tan brillantes como las
estrellas.
—Se esperaba que estas fiestas ayudarán al desarrollo de
la agricultura, pues nuestros antepasados temían que las
tierras murieran debido a las bajas temperaturas, enton-
ces, toda la comunidad recolectaba las flores más hermo-
sas de distintas especies y con ellas decoraban los tem-
plos haciendo cadenas divinas y hermosos adornos como
muestra de respeto.
—¿Y en esa fiesta no hacían comida, abuela?

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—Claro que sí y muy rica. Una noche antes al Miccailhui-
tontli las personas se reunían para elaborar varios plati-
llos, hacían tortitas de maíz, y también cocinaban algunos
alimentos con carne de perro, cerdo o guajol…
—¡¿Carne de perro?!
—No te espantes, Francisco, hace muchísimos años era co-
mún degustar comida que tuvieran carne de perro; eran
seleccionados especialmente para su comercio y la gente
lo veía como algo normal, las tradiciones han cambiado y
ahora no es tan cotidiano escucharlo.
—¿Y por qué habían dos fiestas, abuela? ¿Cómo dijiste que
se llamaba? ¿Hue Mi…Hey Mic…?
—Huey Miccailhuitl. Se conmemoraban ambas fiestas
porque el Miccailhuitontli era únicamente para los muer-
tos pequeños, es decir, para los jóvenes y niños que ha-
bían fallecido antes de llegar a su etapa adulta. A ellos se
les celebraba primero, colocando no solo sus alimentos
preferidos sino también juguetes y algún recuerdo que

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tuvieran las familias; después estaba el Huey Miccaihuitl
que era solo para gente como yo, adultos y viejos que tuvi-
mos que despedirnos de nuestras familias. Incluso se dice
que esta fiesta era en honor a los hombre que morían en
guerras o a las mujeres que fallecían al momento de dar
a luz. Cada año se conmemoraban estas fiestas y los gue-
rreros disponían sus mejores trajes para realizar bailes y
danzas en homenaje a quienes ya no estaban en el mis-
mo plano terrenal que ellos.
—No lo entiendo, abuela, ¿entonces por qué debemos es-
perar a noviembre para hacer nuestras ofrendas? ---. Una
vez más, el escenario onírico cambió. Ambos se encontra-
ban admirando una ofrenda con flores, veladoras, agua,
imágenes de los seres queridos, mucha comida y algunos
objetos personales del difunto.
—Se piensa que esto cambió con la llegada de los con-
quistadores españoles. Algunas creencias se modifica-
ron en nuestra comunidad y en lugar de celebrar como

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normalmente se hacía, ahora se conmemora a los “Fieles
Difuntos” y a “Todos los Santos”; sin embargo, el primero
de noviembre puedes recordarlo como el Miccailhuitontli,
en honor a los niños, y el segundo día del mes como Huey
Miccailhuitl, así sentirás más cerca tus raíces, por ahora
debes descansar bien porque en unos minutos tu madre
te despertará para comenzar con los preparativos de las
ofrendas. Adiós, mi niño. Nos vemos después.
—Francisco—dijo una voz femenina con prisa en sus pa-
labras—ya despiértate, ayúdame a prender la leña que se
nos va a hacer tarde para recibir a Mamá Luci.

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Comida para la abuela
—¡Nicté, Nicté, despierta! —escuché, cada vez más cerca,
una estruendosa voz que me llamaba; abrí los ojos y era
Ixchel, mi amiga de toda la vida. El sol aún no salía así que
imaginé que eran alrededor de las cinco de la mañana,
pero ella ya estaba ahí a un costado de mí para despertar-
me y acompañarme.
—Amiga, ya levántate. Mi mamá me mandó para ayudarte
con los preparativos—Ixchel insistía mientras me zangolo-
teaban el brazo.
—Por favor detente, todavía me cuesta conciliar el sueño.
—Entiendo, pero no podemos perder ni un minuto, nunca
quisiste aprender con tu abuela así que tenemos que ayu-
darte-. Cuando mencionó a mi abuela un vuelco invadió
mi corazón.
—Ay, mi viejita chula —volteé mi mirada hacia Ixchel, con
mis ojos tristes buscando los suyos, ella entendió lo que

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sentía y me ofreció un reconfortante abrazo; con sus ma-
nos frotó mi espalda ofreciéndome un poco de calor,
como si intentara sanar aquel pesar que yo cargaba des-
de hace un año.
—Sé que la extrañas, pero ten por seguro que vivió de la
mejor manera posible durante el tiempo en que perma-
neció sobre la tierra.
—No tengo dudas de eso. Me conforta saber que yo sigo
aquí para cocinar su pib, ¿pero qué va a ser de mí ahora
que tengo que ofrendar a una persona más?
Cuando era apenas una niña, mis padres fallecieron en
un viaje a un pueblo cercano, mi papá acompañaba a mi
mamá para vender sus bordados. La gente decía que na-
die bordaba un hipil como ella, los que hacía eran los más
bonitos, así que decidieron viajar a otros pueblos y pro-
bar suerte. Su esperado regreso se quedó en un anhelo,
como era muy pequeña tomó tiempo que comprendiera

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que no los volvería a ver. Mi abuelita, esa viejita hermosa,
me decía que la acompañara a ofrendar y rezarle a mis
padres, siempre me negué a la idea de aceptar la partida
de la gente que adoraba.
Aunque nunca me interesó lo suficiente aprender el lega-
do cultural que mi abuela me dejaba, siempre la acom-
pañé al panteón, fue en ese lugar donde conocí a Ixchel,
ella, a diferencia de mí, siempre ayudaba a su mamá con
las flores y veladoras; me decía que, aunque hay ritos do-
lorosos, agradece que exista una forma de que las ánimas
de sus familiares puedan volver a casa.
—Nicté, cómete tu pan y tu atolito, tenemos que com-
prar todos los ingredientes antes de que mi mamá ven-
ga— Mi amiga tomaba unos costales y unas canastas, se
preparaba para nuestra visita al mercado.
—No recuerdo todos los ingredientes ¿Sabes qué debe-
mos traer?

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—Por eso mismo vine, si no te acompaño probablemente
se te olvidé algo— Luego de escuchar eso, le di un último
sorbo a mi taza y nos fuimos. Durante el camino Ixchel
recitaba una y otra vez la lista de las cosas que teníamos
que comprar para el pib.
— Masa de maíz, pimienta, achiote, epazote, cebolla, chi-
le, manteca, ajo…— decidí no interrumpirla porque podría
olvidar algo.
—También necesitamos una gallina, a mi abuelita le gus-
taba mucho, igual que a mis padres. —Le dije a Ixchel
mientras comprabamos el maíz para preparar masa.
—Mi mamá se encargará de eso, ella aprendió de tu vie-
jita a cómo elegir la mejor gallina para el Hanal Pixán. Te
puedo asegurar que comerán muy bien y se sorprende-
rán de que hayas aprendido a hacer el pib.
—Te confieso que estoy arrepentida de no haber apren-
dido las costumbres de mi abuela, pero al mismo tiempo

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me siento afortunada de tenerlas a ustedes que apren-
dieron tanto de ella.
De regreso a casa, Ixchel me recordó que nuestros ante-
pasados veían el tiempo como un ciclo, los más viejos nos
decían que la Tierra era vista de una forma rectangular
en la que existían trece cielos y nueve mundos inferiores;
los primeros asemejaban a las ramas de árboles mien-
tras que los mundos lucían como sus raíces. Así la vida,
llamada Pixán, estaba entre ellos y rotaba por medio del
tiempo. Recordaba todo eso al tiempo que llegábamos a
casa donde la mamá de mi amiga limpiaba la gallina que
se usaría en el platillo.
—Ay, mamita hermosa, perdón por tardar, pero en el ca-
mino se me antojó un elote asado y, entre la comedera y
el chisme se nos hizo tarde.
—Su hija es todo un caso, señora; madrugó para llevar-
me temprano al mercado, ¿usted creé? Además, como

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conoce a todo el pueblo, siempre quiere comprarles aun-
que sea un poquito para ayudarles con su día. Cuando lle-
gamos con doña Mónica esperamos mucho, le dije que
podíamos volver más tarde, pero quiso esperarse para
comprar las flores más bonitas, según ella. —le platicaba
a la señora Ketzaly, mientras sacaba todos los ingredien-
tes para empezar a preparar el pib.
—Bueno, esas flores son para tu abuelita. Ella merece
todas las flores del mundo por haber cuidado por tantos
años de mi gran amiga.
—Esta vez le doy la razón a mi hija. Nicté, no importa el
tiempo que se tardaron porque al final trajeron las flo-
res que tu abuelita merece. —Se acercó a un mueblecito
junto a mi cama, tomó la foto de mi abuela y la miró fija-
mente por un tiempo. —Bueno, ahora sí hay que apurar-
nos, se nos va a hacer tarde y todavía falta hacer el hoyo
en la tierra.

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Mientras doña Ketzaly hacía la masa e Ixchel ponía las
hojas de plátano sobre la leña para dejarlas suaves, yo sa-
zonaba la gallina para ponerla a cocer y después echarle
recado rojo.
—Recordé que a tu abuela le gusta el pib con frijol negro,
¿verdad? Tráeme unos cuantos para ponerle a la masa.
Espero hacerlo igual de sabroso que ella, no quiero que
se decepcione de mi sazón.
—¿Sabe? En ocasiones, cuando la veo a usted también
puedo ver a mi abuela, incluso podría decir que es como
su hija—se detuvo, me miró fijamente y luego me sonrió.
—Ay, mija, si supieras lo agradecida que estoy con esa
viejita chula. Ella cuidó de mí como si fuera mi mamá. Tú
sabes que antes de tu abuela tuve una vida algo solitaria,
mis padres murieron cuando yo tenía apenas ocho años
y estuve de pueblo en pueblo hasta que un día llegué a
este bonito lugar, así conocí a tu abuela y a tu madre.
—¿Por eso decidió quedarse aquí?

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—Así es. Tu abuela me brindó techo y comida, también
nos decía que el Pixán era el alma, esa alma era un rega-
lo de los dioses, su deber era estar durante un periodo en
la Tierra, disfrutar de la vida por un tiempo y finalmente
volver al inframundo, la región de la muerte, ahí el espíri-
tu de nuestros seres queridos pasaría a ser inmortal.
—¿Por eso es que cada año, aunque te enfermes, pones
ofrenda? —preguntó Ixchel mientras cortaba hilo del ta-
llo de la hoja de plátano.
—Mis padres eran almas solas, no tenían un lugar ni una
familia a la cual regresar, por eso desde que aprendí so-
bre el Hanal Pixán ofrendo a tanto a mis padres como a
aquellas ánimas que no tienen a donde llegar.
Después de conversar sobre los difuntos padres de doña
Ketzaly, fuimos a escarbar un hoyo en la tierra, prendi-
mos leña dentro de él, pusimos algunas piedras hasta
que quedaron al rojo vivo, sobre ellas, dejamos el platillo

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para que cociera bien, al final, tapamos todo con hojas y
un costal para cubrir todo con tierra, y lo dejamos unas
horas hasta que estuvo bien cocido.
—Doña Ketzaly, en lo que se cocina el pib voy a poner el
altar ¿le gustaría que lo pusieramos juntas?
—Me parece una gran idea, que Ixchel te acompañe para
que lo hagan juntas mientras yo limpio aquí.
Ixchel fue a su casa a buscar un mantel blanco mientras
que yo limpiaba la mesa. Entre las pocas cosas que apren-
dí de mi abuela, lo que más disfrutaba era poner la ofren-
da. Ella me explicó que hace mucho tiempo se ponía sola-
mente una mesa porque las cuatro patas representaban
a los cuatro dioses de los cuatro rumbos del mundo, pero
con el tiempo eso cambió, entonces la gente comenzó a
poner altares escalonados.
—Nicté, toma. Ya venía, pero olvidé la cruz así que me re-
gresé y como no quería tardar tanto me vine corriendo.

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—No hay prisa, vamos con tiempo, la noche aún no cae y
antes de la visita de nuestros familiares primero es el Chi-
chán Pixán. Luego de poner nuestra ofrenda podemos
ir a la del pueblo a dejar unos juguetes para los niños di-
funtos.
—Me parece bien, traje velas de colores para ellos y por
aquí traje un balché ¿Qué te parece si en el Nohoch Pixán
tomamos unos tragos en nombre de nuestra viejita lin-
da?
—Primero terminemos esto, te vendrá a jalar los pies si
no le dejas ni un trago, recuerda que le gustaba beberlo
en ocasiones especiales.
Ixchel y yo acomodamos la ofrenda, sobre la mesa pusi-
mos la cruz que representaba la ceiba sagrada que indica-
ba el camino a casa, también colocamos jícaras de atole,
agua, balché, velas blancas, flores xpujuc, el pib que nos
tomó todo un día, y también un poco de xec. Al terminar,

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como dije, fuimos al pueblo para dejar algunos juguetes,
veladoras de color y un poco de comida para aquellas áni-
mas que no tienen a donde llegar. Nos despedimos con
respeto y regresamos a nuestras casas.
Durante la noche siguiente traté de dominar mis emo-
ciones, pero al final la melancolía me volvió a invadir. La
vida es muy curiosa, el año pasado ponía la ofrenda con
mi abuela, Anayansi, la mujer que cuido de mí después
de la partida de mis padres al inframundo, y ahora la po-
nía para ella. La extrañaba tanto que fue inevitable no
derramar lágrimas y recordarla en cada momento; en la
comida, en mi atole de las mañanas, en los bordados del
hipil, en el pib y en el xec; en todo eso que me enseñó y
en lo que me falto aprender.
Luego de agradecerle a doña Ketzaly y a Ixchel, regresé
a mi casa para dormir y esperar a mi bonita familia en
sueños, para que mi viejita me contara cómo le fue en su
camino al inframundo y el reencuentro con mis padres

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después de verlos por tantos años en el Hanal Pixán.
—Abuelita Anayansi, si esta noche vuelvo a verte, quiero
decirte que ahora estoy mejor; no te preocupes por mí
porque tu nieta querida nunca estuvo sola, tengo una
hermana y una tía que me enseñan todo lo que apren-
dieron de tí. Prometo que para el próximo año haré más
platillos, y que con el tiempo mejoraré mis habilidades
para cocinar. Mañana también iré al panteón para llevar-
te flores, las más hermosas. Avísale a mis papás, por favor.
Nicté quedó en un profundo sueño y el Nohoch Pixán co-
menzó. Con los olores del incienso y las flores de muerto,
las ánimas visitaban sus casas guiadas por velas que la
gente colocó en las calles. Anayansi, su hija y su yerno lle-
garon a casa a comer lo que su querida nieta les preparó
con tanto amor y devoción.

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Uirucumani

En una unidad habitacional ubicada al oriente de la Ciu-


dad de México vivía un adolescente llamado Antonio, To-
ñito para los conocidos, aquel muchacho era testarudo
y le gustaba molestar a los vecinos, pero el único que to-
leraba su arrebatada forma de ser era don Juan, un se-
ñor de 70 años que lo veía como su nieto. Don Juan llegó
de Michoacán un día, luego de que su esposa muriera a
causa de un tumor cerebral, migró a la Ciudad en busca
de sanar la ausencia que dejó su partida, ahí fue cuando
conoció al niño, desde entonces se hicieron inseparables
acompañándose durante sus desolados días.
A finales de octubre don Juan siempre regresaba a su
pueblo, decía que tenía que ir a limpiar su casa porque su
esposa iría a visitarlo durante la Noche de Muertos. En los

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pocos años que lleva conociendo a Toñito jamás accedió
a llevarlo con él; sin embargo, en esta ocasión tomó la ini-
ciativa de invitarlo a su pueblo. Creyó que sería agradable
después de todo.
—Toñito, apúrate. Se nos hace tarde y el camión nos va a
dejar — decía don Juan mientras presionaba al mucha-
cho que terminaba de alistar su maleta.
—Ya voy, solo estaba buscando mi chamarra por si hace
frío en el camino. Ya vámonos abuelo, quiero conocer el
pueblo donde vivías.
Tras su apresurado camino rumbo a la central de auto-
buses, ambos lograron alcanzar a tiempo el camión; una
vez ahí, tomaron sus lugares y suspiraron profundamente
intentando recuperar algo del oxígeno perdido luego de
correr una larga distancia con las maletas en mano. Du-
rante el viaje, Toñito miró los verdes y tranquilos paisajes
que le ofrecía el camino. La festividad del Día de Muertos,

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como siempre, se sentía alegre, en el aire se percibía el
característico olor a cempasúchil proveniente de los cul-
tivos que se apreciaban a los costados de la carretera.
—Abuelo, siempre he tenido una duda ¿Por qué, siempre
que viajas en esta fecha, te vas con una cara triste, pero
vuelves con una de felicidad?
—No es tristeza, muchacho, es melancolía. Los recuerdos
me invaden en estas fechas y son tan bonitos que me lle-
nan de felicidad, por eso vengo año con año para man-
tener latentes los momentos que este viejo olvida con el
tiempo.
­—Hace mucho te escuché hablar en tu habitación fren-
te a la televisión, pasaban un reportaje sobre arqueolo-
gía, decías “sí” con la cabeza como si estuvieras hablando
con ella. — don Juan miró sorprendido a Toñito. Recor-
daba eso. En aquella ocasión el programa hablaba sobre
como los antiguos tarascos concebían el universo en tres

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partes: el Avándaro correspondía al firmamento; Eche-
rendo se encontraba en la tierra, y Cumiehchúcuaro per-
tenecía a la región de los muertos, localizada debajo de
la tierra. —¿Pero sabes algo? Nunca entendí cómo sabías
tantas cosas. Hoy me volvió a surgir la duda.
—¡Ay chamaco! ¿Llevamos seis años conociéndonos y no
tienes idea de dónde vengo?— don Juan colocó su mano
sobre la cabeza de Toñito revolviendo su cabello. —Mi vie-
jita y yo somos originarios de Santa Fe Laguna, allá por la
cuenca del Lago de Pátzcuaro. En nuestra cultura se creía
que cada región estaba habitada por diferentes dioses; en
el firmamento se encontraban los astros y las aves, mien-
tras que en la tierra y la región de los muertos estaban los
dioses terrestres y de la muerte, estos tenían apariencia
de hombres y animales.
—Don Juan, no le estoy entendiendo nada.
—Ah, qué niño tan despistado. Lo que te quiero decir es

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que en mi pueblo vemos la vida y la muerte de diferente
forma a como la ven en la Ciudad de México. Cada pueblo
tiene una visión diferente; todos teníamos y tenemos di-
ferentes creencias y vemos el ciclo de la vida de diferente
manera.
—¿Entonces se regresa a su pueblo porque no le gusta
cómo celebramos a los muertos en mi casa?
—No es eso, simplemente no quiero desprenderme de
todo el rito y la tradición que aprendí desde pequeño, eso
forma parte de los recuerdos que tengo con mi viejita.
Toñito se sorprendió y, aunque con mucha dificultad,
comprendió lo que don Juan le intentaba decir. Conti-
nuaron con su largo viaje entre risas silenciosas y susu-
rros para no interrumpir el sueño de los pasajeros que
iban durmiendo. Al llegar al pueblo, los dos fueron a de-
sayunar uchepos y un atolito de pinole para después ir a
limpiar la casa antes de que les cayera la noche y no pu-
dieran ir al panteón.

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—Toñito, pasa con confianza, estás en tu casa. Segura-
mente a mi viejita le daría mucha felicidad conocerte, le
gustaban mucho los niños; decía que sus risas y el ruido
de sus zapatos les dan color a lugares.
—Seguramente yo le caería mal a usted, me volvería el
favorito de la señora Arameni. —corrió y se acostó sobre
un pequeño sillón.
—A lo mejor sí, por travieso.- Ambos rieron.- Descansa un
rato, voy a limpiar la habitación para que tengamos dón-
de dormir. — y así, don Juan se llevó las maletas mientras
que Toñito dormía. Luego de un rato el viejo despertó al
niño para comer, en la mesa había dos platos con pacho-
las. De inmediato Toñito se levantó, lavó sus manos y se
sentó a comer.
—Come con calma, nadie te persigue.
—Ay, si supiera lo rico que sabe comería igual de rápido
que yo.

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—¿Te gustó? Mi esposa me enseñó a cocinarlo, era nues-
tra comida favorita.
—En su ofrenda deberíamos poner un poco para ella, a lo
mejor viene a visitarnos mañana. Pero oiga, don Juan, si
dice que es diferente aquí en su pueblo a donde yo vivo
¿Cómo se celebra aquí y que hacen?
—Tu curiosidad siempre puede más que todo, ¿verdad?
Bueno, aquí tenemos la creencia de que en la Noche de
Muertos nuestros difuntos regresan en espíritu para es-
tar con nosotros durante la velación nocturna.- El abue-
lo hizo una repentina pausa- Siento que al contarte todo
esto te estoy dando un tipo de clase, es muy divertido. —
Toñito y Juan empezaron a reír a carcajadas, mientras el
señor terminaba de compartir sus conocimientos con el
entusiasta infante.
Al salir hacia el mercado para comprar veladoras y flores,
don Juan se encontró con un viejo amigo de la infancia,

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Don Felipe. Él, muy dichoso lo abrazó y le expresó lo mu-
cho que lo echaba de menos, ya que no tenía con quien
ir a tomar urapi. Durante su camino, los señores recorda-
ron viejos tiempos en los que ambos eran jóvenes y, jun-
to con sus esposas, disfrutaban de las celebraciones del
pueblo, la comida que solían hacer en los cumpleaños y,
sobre todo, aquellas veladas frente a la fogata para ver
las estrellas. Llegando al panteón, don Felipe los dejó y
Toñito lo invadió de preguntas. Durante todo el camino
la gente llevaba muchísimas flores y veladoras. Don Juan
le explicó que era común que algunos pusieran altares
en las tumbas, ya que acostumbran quedarse a velar en
el panteón la noche en que las ánimas visitaban a su fa-
milia.
—¿Y las mariposas que representan? He visto a mucha
gente que trae mariposas, nunca había visto algo así.
—Existe una leyenda que cuenta que estas mariposas son

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las almas de los fieles difuntos que regresan para celebrar
con los vivos, entonces en tributo a sus almas colocamos
esas mariposas de papel.
La noche cayó, en la tumba de Arameni, había flores a
montones, veladoras, pan, comida y una cruz de ceniza.
El regreso de las almas que yacían en silencio (uirucuma-
ni) estaba por llegar pues, en su creencia la vida alcanza-
ba su fin con la muerte.
—Don Juan, gracias por quererme como su nieto, me hu-
biera gustado conocer a su esposa y poderle decir abue-
la. Deseo que se vuelvan a reencontrar y que me esperen
para volvernos a ver.
Don Juan vagamente recordó que su esposa, antes de
morir, le dijo que cuando alguien muere su alma sigue
viviendo a pesar de ser sepultada, todo para volver a re-
unirse con sus seres queridos que aún no han muerto.
Mientras hacía un viaje a otros tiempos, sintió a Toñito

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recargado sobre su brazo; con una manta tapó al niño
mientras que sus ojos aguados se llenaban de lágrimas
que ya no podía contener, la imagen de Arameni se ha-
cía cada vez más clara mientras él caía en un sueño pro-
fundo.

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Soñado encuentro

A Pedro le encantaba visitar la orilla del río Samaría, el


tranquilo correr del agua tranquilizaba su alma. Especial-
mente en esa tarde necesitaba relajarse; había discutido
con su madre por lo que quería despejar su cabeza y re-
lajar su corazón. En la cabeza del muchacho no dejaba
de sonar aquella pelea:
—Hijo, necesito que me ayudes a conseguir las cosas
para preparar la ofrenda. Esta vez nos tiene que quedar
más bonita y grande porque también será para tu her-
mana. — dijo una entusiasmada Doña Juana.
—Yo no sé para qué tanto empeño en la ofrenda. Ni si-
quiera sé si de verdad vienen mi papá y Ana María. – con-
testó Pedro de mala gana.
—¿Qué nunca has soñado con tu papá?, ¿nunca te ha

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venido a ver, ni te ha platicado lo que se le antoja para co-
mer?
—No, mamá. No lo he soñado ni a él, ni a mi hermana. —
Respondió el chico con hartazgo.
— Bueno, eso te pasa porque tú no lo quieres creer, ni lo
quieres ver, mijo. Yo sé que todavía te duele la partida de
ambos. No es fácil, pero no podemos estar tristes o eno-
jados por eso todo el tiempo. Además, esta es una tradi-
ción muy especial que debemos seguir. Siempre se ha
hecho así en el pueblo. Este mes es para alegrarnos por-
que nuestros seres queridos regresan con nosotros. — La
madre explicaba alzando la voz. Había notado la incre-
dulidad y el enojo en la voz de su hijo, quería que enten-
diera la importancia de convivir con sus muertos, pero el
adolescente se mantenía en una posición de increduli-
dad que la estaba molestando.
—Pues yo no le veo caso- gritó el muchacho- Ya me voy,

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tengo cosas más importantes que hacer; no tengo hilos
para el bordado de las tiras y necesito conseguirlo. No
tengo tiempo para ofrendas, ni adornos, ni cosas que no
van a pasar- Pedro salió de su casa; azotó la puerta y dejó
a una sorprendida Juana. Ella no podía comprender ese
ataque de rabia de su hijo.
El joven, de escasos 16 años, había tenido un carácter muy
explosivo durante los últimos años, no sabía si era por la
adolescencia, por su personalidad o por la pérdida que
había sufrido. Vivía con su mamá, quien se dedicaba a
hacer tiras bordadas para adornar trajes regionales y con
ello lograba obtener ingresos para sostener a su peque-
ña familia. Hasta hace un año estaba también con ellos la
hermana mayor de Pedro, Ana María; era casi 10 años ma-
yor que él, pero llevaba una buena relación con su herma-
no menor; lamentablemente, ella contrajo una enferme-
dad que se complicó y terminó por quitarle la vida. Dado

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que la hija mayor era quien apoyaba a su madre con los
gastos de la casa, al fallecer, dejó un vacío que Pedro tuvo
que llenar.
Fue muy difícil para el chico despedirse de otro ser que-
rido; primero falleció su padre, don Josué, por una enfer-
medad que años después, cuando apenas aprendía a vivir
con una pérdida, también le arrebatará a Ana María, des-
de entonces el corazón del muchacho comenzó a agriar-
se, ya no era alegre, sino que comenzó a estar enojado
todo el tiempo con todo el mundo. Extrañaba a su her-
mana, sus consejos, su apoyo, los ánimos que ella le daba
para continuar con sus estudios. Le costaba entender por
qué su familia tenía que pasar por cosas tan tristes ¿Por
qué se fueron? Era injusto. Se sentía tan agobiado que,
de cierta forma, las festividades de Día de Muertos solo
lo deprimían más, no las odiaba, simplemente anhelaba
ver de nuevo a sus familiares, quería que todo lo que se

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decía fuera real. En las tradiciones de su pueblo se pen-
saba que los difuntos venían con sus familiares a festejar,
pero él dejó de creer eso hace tiempo. El chico caminó un
rato por el río Samaria, una vez que estuvo cerca de la ori-
lla, se sentó en el pasto y se detuvo a contemplar el agua
corriendo; se acercó un momento a la orilla disfrutando el
entorno, el cielo empezaba a oscurecer por lo que el aire
soplaba más fresco. Dentro de su cabeza pasaban tantas
cosas cuando exclamó en voz alta:
—Ana, papá, ojalá estuvieran aquí. Quiero platicar con us-
tedes aunque sea una última vez. No me gusta participar
de las costumbres del pueblo porque me ilusionó con vol-
ver a verlos, pero nunca pasa nada. Los extraño mucho.
De verdad quiero que vengan a visitarnos a mamá y a
mí, que comamos juntos, que hablen de nuevo conmigo.
—dijo un afligido Pedro. No hacía otra cosa que no fuera
pensar en sus familiares, lo hizo hasta que el cansancio le

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ganó y lo invitó a tomar una siesta; intentó mantenerse
despierto con todas sus fuerzas, pero terminó por quedar-
se dormido a la tranquila orilla de ese río que le regalaba
pequeños momentos de paz. Si le dijeran que ese sueño
cambiaría su vida, el chico no lo hubiera creído; sin em-
bargo, ese día vivió algo que no podría explicar aunque
lo intentara.
Sentado cerca del río, Pedro miraba el correr del agua que
se veía más tranquila de lo normal, el aire era frío y había
caído la noche. La calma se sentía reinante y el único so-
nido que se escuchaba era el del viento soplando pacífi-
camente. El joven estaba relajándose en el lugar cuando
una voz lo llamó.
—¿Pedro? Pedro, voltea.- Por un momento sintió algo de
miedo, quiso creer que era su imaginación, pero la voz
insistió nuevamente:
—Pedro, mírame.- El adolescente estaba a punto de

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maldecir a lo que fuera que estuviera llamando tan in-
sistentemente; sin embargo, al escuchar con atención se
dio cuenta que la voz que lo llamaba era tranquila y que,
de hecho, por alguna razón le parecía muy familiar; con
mucha intriga y poco susto decidió voltear su cuerpo para
encontrar a aquella persona que decía su nombre repeti-
das veces, lo que vio lo dejó totalmente asombrado. Fren-
te a él estaba Ana Maria, su querida hermana. No podía
creerlo, de verdad era ella. Tardó un momento en asimilar
todo, y alcanzó a decir:
—¿Cómo es que estás aquí?
—Pues, es la temporada ideal. Mi papá y yo queremos es-
tar nuevamente con nuestra familia. Los extrañamos tan-
to a ti y a mamá. —Le respondió Ana.
—Es broma, ¿no? Vienen a espantarme por incrédulo.
—No, hijo. —Se escuchó otra voz—No venimos a asustar-
te.— Mientras escuchaba otra voz detrás suyo, sintió una

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mano sobre su hombro y, al voltear el rostro, observó una
figura alta y robusta; era su padre, con la misma aparien-
cia alegre que recordaba.
—¡Papá! —Exclamó Pedro, mientras su visión se llenaba
de enormes lágrimas— Los extraño mucho ¿Por que no
habían venido a verme en sueños?
—Porque te negabas a creer, mijo, y eso nos mantiene le-
jos. Sé que te duele que tu hermana y yo ya no estemos,
no te gusta tener que hacerte a la idea de que ya no va-
mos a volver, pero nosotros jamás los dejamos solos. No
pudimos vernos antes porque dejaste de tener fe, Pedro,
pero esta vez lo deseaste con tantas fuerzas que pudimos
venir a verte—terminó de explicar don Josué.
—Y no vinimos a asustarte, hermanito, para eso tendría-
mos que aparecer como sombras, sapos o algún otro ani-
mal enorme y negro. Sólo vinimos a tu sueño para avi-
sarte que volveremos a inicios de noviembre. Estaremos

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contigo y con mamá. —Mencionó la hermana de Pedro.
—Ya se acerca el día de poner las ofrendas. Recuerdo el
uliche de pavo que cocina tu mamá y el dulce de calaba-
za, ya los estoy saboreando.- Mencionó el padre de fami-
lia mientras frotaba alegremente sus manos.
—Recuerdo que te gustaba mucho, papá. —Respondió
Pedro al tiempo que soltaba una ligera risita sincera. No
podía creer que en verdad estuviera viendo a quienes tan-
to había anhelado.
—¡Uy, si! A mí me gustaban mucho los tamales y el pozol.
Seguramente los van a poner en la ofrenda, porque soy
la hija favorita —bromeó Ana María mientras posaba sus
brazos en la cadera.
—Mamá se esfuerza mucho porque quiere que la ofrenda
quede muy bonita para ustedes, pero no tenemos mu-
cho dinero, siempre vamos al día y todavía nos queda por
conseguir un montón de cosas para la ofrenda. —explicó

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el más joven de los tres con un tono de voz apagado, no
sabía si era vergüenza, tristeza o ambas.
—Lo sabemos, hijo. — don Josué contestó- Ayuda a tu
mamá, ella te necesita, y confía, pronto vendrán buenas
temporadas para las artesanías y los bordados. Ve a ven-
derlas al centro de Nacajuca, ahí la venta es muy buena.-
El adulto posó nuevamente su mano en el hombro de su
hijo, quería darle ánimos a ese niño tan triste- Nosotros los
queremos mucho a ti y a tu mamá, y estamos con uste-
des siempre, pero este mes nos tendrán más cerca, ¿me
oíste?- Ambos sonrieron, Pedro volvió a mirar a su padre
y también a Ana Maria, quería decir más cosas, pero ha-
ría caso a sus palabras y esperaría su próxima vista.
En ese momento el chico despertó de aquel sueño, es-
taba un poco confundido, pero recordaba a la perfección
las palabras de su padre y de su hermana. Ellos volverían
y él tenía que preparar todo para recibirlos. Se levantó de

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prisa y corrió lo más rápido que pudo hasta su casa, de-
bía encontrarse con su madre y contarle de aquel sueño.
Mientras tanto, doña Juana estaba concentrada traba-
jando en su bordado, cuando su hijo llegó exaltado a su
hogar.
—¡Mamá!- gritó el muchacho- Mamá, ya lo creo ahora.
Tengo que contarte esto.
—¿Qué pasa, Pedro? ¿Por qué vienes tan agitado?
—Acabo de soñar con Ana y con mi papá.- Pedro vio los
ojos sorprendidos de su madre. No la culpaba- Fui un rato
al río para relajarme por nuestra discusión de hoy, pero
me quedé dormido y, entonces, los vi en mi sueño. Se
veían tan reales. Me dijeron muchas cosas.- Pedro notó
cómo su madre esbozaba una pequeña sonrisa.
—¿Ahora ya lo crees? Te dije que ellos sí vienen. Días an-
tes de su llegada los podemos ver en sueños, porque ese
es su modo de avisar que están cerca, que ya vienen en

74
camino para la celebración del Día de Muertos. Aquí en el
pueblo lo saben; la gente ve a sus muertos y platica con
ellos.
—Sí, mamá, por fin lo creo. Al principio creí que querían
asustarme, pero me dijeron que no, que solo querían pe-
dirme no olvidar nuestra tradición y participar de ella por-
que ese es el modo de volver a estar con ellos, al menos
durante este mes. Yo me acordaba que la vecina conta-
ba que había visto a sus muertos en forma de sapos que
saltaban de un lado a otro y que, en otras ocasiones, veía
sombras negras que la asustaban.
—Pues sí, su familia tampoco creía mucho ni participaban
en esto hasta que los muertos los asustaron. Tu papá y tu
hermana no querían eso, solo vinieron a platicar contigo.
—le explicó doña Juana a su hijo. Le acarició la mejilla y
observó cómo sonreía, hace tanto que había dejado de
hacerlo. Definitivamente ese sueño le devolvió la fe que
tanto buscaba.

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—Bueno, ¿y cuándo ponemos la ofrenda? —preguntó un
entusiasmado Pedro.
—Esta semana, pero primero necesito que lleves a ven-
der los bordados; con lo que ganes podemos comprar las
cosas que nos faltan.
—Mi papá dijo que quería uliche de pavo y su dulce de
calabaza, te lo juro, y Ana María quiere tamales.
—Te ves más animado, hijo. No te preocupes, yo me en-
cargo de prepararles todo eso. — dijo la madre con tono
alegre.
Durante los siguientes días Pedro cambió su actitud, es-
taba mucho más animado. Temprano iba al centro del
pueblo para vender los bordados hechos por su mamá,
y, tal como su padre le dijo, consiguió suficiente dinero
para poder hacer una bonita ofrenda para sus familiares;
mientras tanto, doña Juana, miraba con alegría a su hijo,
después de tanto tiempo volvió a cooperar con gusto en
las tradiciones de su pueblo.

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Así transcurrió el tiempo hasta que, finalmente, el espe-
rado día llegó. El muchacho estaba más que encantado;
se levantó muy temprano para ayudar a su madre a pre-
parar el altar para la ofrenda de sus familiares; primero
pusieron las palmas y hojas de plátano sobre una mesita
de madera; después colocaron los alimentos, doña Jua-
na preparó el tradicional uliche de pavo, sabía tan rico y
estaba hecho con tanto cariño; por su parte, Pedro ayudó
a poner el pozol, los tamales y unas frutas de temporada
que había comprado; finalmente colocaron el dulce de
calabaza, otro delicioso platillo que a don Josué y a Ana
María les encantaba comer. Una vez que estuvieron listas
las ofrendas, llegaron los “mayordomos” o “patrones”, se-
ñores de edad avanzada que eran los herederos cultura-
les de la comunidad chontal de Nacajuca, para hacer el
ofrecimiento.

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Comenzaban a hacer rezos en su lengua, mientras el aro-
ma a incienso y las velas de cebo inundaban el lugar. La
celebración era todo un ritual en el cual se hacían presen-
tes costumbres ancestrales, misticismo y la deliciosa gas-
tronomía prehispánica. En los altares de las ofrendas se
colocaba un costal con su mecapal de henequén donde
se ponían frutas para que los difuntos pudieran llevarlas;
asimismo se ponían también unos troncos que servían
para que las almas descansaran mientras disfrutaban de
los platillos.
Pedro se sintió muy feliz ese día por participar en la tradi-
ción de su pueblo y de poder comprender un poco mejor
su significado, pues ahora no solo era algo importante a
nivel cultural, sino que simbolizaba un momento especial
en el que él podría acercarse de nuevo a sus seres que-
ridos y hacerles un homenaje. Aquella noche el mucha-
cho dormía tan profundamente que uno pensaría que no

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pasaba absolutamente nada en su cabeza, pero la verdad
estaba recibiendo visitas especiales:
—¡Hermanito! —Era la voz de Ana María. Pedro la vio nue-
vamente. —Quiero agradecerte por la ofrenda tan boni-
ta que hiciste junto con mamá. Te quiero mucho y que,
aunque no puedas verme siempre, yo siempre te seguiré
apoyando. Todo va a mejorar. Vas a lograr lo que te pro-
pongas y podrías intentar volver a la escuela. Les irá muy
bien a ti y a mamá. —Le aseguró a su hermano menor.
—Así es, hijo. Es muy importante que apoyes a tu madre
y que, sobre todo, no dejes de lado las bonitas tradiciones
de nuestro pueblo. Recuerda que es el modo en que po-
demos volver a reunirnos. Tu hermana y yo volveremos
a visitarte a ti y a tu mamá en sueños unos días antes de
que llegue la celebración de Dia de Muertos para recor-
darles que estamos en camino para reunirnos con uste-
des.

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—Lo entiendo, les prometo que con mucho gusto pre-
pararé la ofrenda junto a mamá cada año y no volveré a
olvidar nuestras tradiciones, ni a ustedes. —dijo Pedro a
sus familiares.
Fue así como Pedro tuvo su soñado encuentro. A partir
de ese entonces, durante esas fechas, Pedro sueña con
su padre y con su hermana para platicar con ellos. Justo
como se cuenta entre la gente de la comunidad chontal
en Tabasco.

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Los viejos

Hacía mucho tiempo que Jesús no visitaba a su abuelito,


don Domingo. La última vez que habían estado en Pan-
tepec él era un pequeño de 10 años, ahora ya tiene 14. Sus
papás eran originarios de esa comunidad, pero por cues-
tiones laborales se habían mudado a la Ciudad de México
cuando él era más pequeño y, quizás por eso, no recor-
daba mucho del lugar, no obstante nada de eso impidió
que el amor que el chico le tenía a su abuelo se esfuma-
ra jamás; de hecho, hoy regresaban a dicho pueblo por lo
que la emoción y sorpresa eran grandes; apenas llegaron
a casa del abuelo este los saludó con mucho gusto. Don
Domingo, estaba contento.
—¡Jesús! Por poco y ya no te reconozco, sino es porque
vienen atrás tus papás y tu hermanita.

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—Abuelito, qué gusto verte. Hacía ya muchos años que
no estábamos aquí, pero por fin se nos hizo regresar. —
dijo Jesús, contento por ver a su querido abuelo.
—Si, ya pasó mucho tiempo. Ojalá nos recuerdes a todos,
porque aquí la familia, no se olvida de ustedes.
—Ni nosotros los olvidamos. Me da mucho gusto poder
verlos de nuevo a ti, a mis tíos y primos, solo hace falta mi
abuelita Sol. Los recuerdo mucho a los dos.
—Sí, hijo. Se le extraña mucho a tu abuela, pero justo va-
mos a recibir su visita estos días. Desde hace una semana
tus tíos y primos están preparando todo para la ofrenda,
y yo me estoy preparando para la danza de los viejos.
—¿La danza de los viejos?, ¿cuál es esa? Como sea, yo tam-
bién les quiero ayudar a preparar la ofrenda. Mi mamá
también me dijo que habrá una fiesta mañana, muy lar-
ga.
—Sí, es una de nuestras tradiciones, ya está todo orga-
nizado también, pero mañana lo sabrás, hoy ya es tarde,

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hay que descansar porque le tocará un día largo a toda la
familia.
Todos se fueron a dormir temprano ese día porque a la
mañana siguiente, el 31 de octubre, se encontraron con
una jornada larguísima, aunque interesante y alegre des-
pués de todo. Las actividades iniciaron temprano, Jesús
estaba muy emocionado por saludar a toda su familia y
convivir con ellos después de años; desayunaron felices
y, entre charla y risas, comenzaron a prepararse para su
fiesta nocturna.
—Mamá, ¿qué vamos a hacer hoy? —preguntó Jesús a su
madre. Él tenía muchas ganas de participar, aunque no
conocía bien la tradición y, por ende, no sabía con exac-
titud por dónde comenzar.
—Pues ahorita hay que poner el altar, puedes empezar
acomodando todo junto a tus primos y así terminamos
este pendiente. Tu hermana y yo vamos a estar con tus

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tías preparando la comida, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.- Asintió el chico a las indicaciones anterio-
res- ¿Pero dónde está mi abuelo? Tengo muchas ganas
de platicar con él para que me cuente todas sus historias,
también le quiero platicar cómo es la ciudad.
—Se fue con tu papá junto con los otros señores del pueblo;
van a organizarse para la danza, te lo dijo ayer, ¿te acuer-
das? Mientras apurate con la ofrenda para que cuando
lleguen puedas hablar con él antes de la fiesta.
—Está bien, mamá. Mientras voy con mis primos. Me voy
a apurar.
Así Jesús estuvo ayudando a su familia toda la tarde; orga-
nizó y puso el altar en donde harían su celebración. Todavía
no entendía sobre la fiesta de esa noche, pero conocía la
tradición de la ofrenda gracias a su difunta abuela, doña
Soledad; el niño estaba intrigado, pero al mismo tiempo
estaba feliz por los momentos que pasaba en familia, eso

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pensaba al tiempo que escuchaba varias anécdotas por
parte de sus primos.
—Mira, toda la semana preparamos lo que se iba a ocupar
para la ofrenda; trajimos muchas frutas, cortamos las flo-
res, y fuimos a la siembra, en un rato más van a matar un
guajolote para que las mujeres preparen los tamales. —le
dijo su primo Juan, quien ya conocía bien todo el proceso
de la tradición el pueblo.
—Allá en la ciudad también ponemos ofrenda, pero es pe-
queña y está en una mesita en la casa. Mi mamá siempre
dice que extraña mucho toda la fiesta que se hace aquí,
pero que es mucho trabajo y muchas cosas que ella sola
no puede hacer allá ¿Qué tanto se pone aquí en la ofren-
da?
—Pues ya viste hace rato; primero ponemos una mesa en
la estancia principal de la casa, tiene que quedar frente
a la entrada, ahí sobre la mesa se pone un armazón de

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carrizo que llega hasta el techo, luego ponemos tela para
el fondo, también le ponemos su techito; se pone un man-
tel, que sea de bordados de flores y animales, muy colo-
rido y sobre ese ponemos todos los platillos, después vie-
nen las frutas: la papaya, naranja y plátanos porque es lo
que sembramos aquí, ya al final les ponemos su pan de
muerto con su café, también les hacemos su arco con flo-
res de cempasúchil y mano de león, queda bien bonita.
Nambre, lo mejor de todo es la comida, especialmente
los tamales de mole y carne de puerco. Son deliciosos. —
exclamó su primo.
—Ah, ¿y esos tamales los compran?
—¿Cómo crees? Esos los van a preparar las mujeres, se
quedan toda la noche cocinando porque es mucha pre-
paración. Hace unos días, yo le conseguí los chiles y la
pepita a mi mamá, para el pascal. Al rato empiezan a ha-
cerlos.

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—¿Van a cocinar de noche?, ¿que no van a dormir?
—Jaja, no primo. Esta noche no duerme nadie, pero ni
sueño te va a dar. Te va a gustar la fiesta, ya verás.- Así,
continuaron poniendo la ofrenda para su abuelita, sobra
decir que quedó grande y hermosa.
Por la tarde, cuando casi habían terminado de montar la
ofrenda, los varones se tomaron un descanso y, en eso,
llegó don Domingo junto al papá de Jesús, habían esta-
do ensayando porque iban a ser los encargados de tocar
los sones durante la danza.
—Abuelo, ya ni te encontré en la mañana, tengo muchas
ganas de platicar contigo; te iba a preguntar muchas co-
sas, pero ya mis primos me platicaron de la fiesta de hoy.
—le dijo Jesús a su abuelo
—Me levanté más temprano, hijo. Tenía un poco de tiem-
po que no tocaba el violín, lo afiné, lo limpie y quedó lis-
to para tocar hoy. Tu papá también sabe tocarlo, ¿apoco
nunca te enseñó?

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—No, pero sí me gustaría aprender. He visto que papá tie-
ne su violín, pero casi no lo usa. —respondió Jesús— ¿Me
enseñas?
—Claro, pero tienes que entender y conocer nuestra tra-
dición para que, cuando te toque ser uno de los viejos,
toques bien precioso.
—Explícame cómo es eso, abuelo.
—Bueno, así les decimos aquí. Esta noche saldremos los
viejos a danzar. Nos estuvimos organizando para saber
quiénes van a bailar y quienes tocaremos los sones tra-
dicionales. Nosotros decimos que los viejos somos un re-
emplazo de los difuntos.
—Bueno, tú vas a tocar el violín, ¿pero quiénes van a bai-
lar?
—Pues otros viejos, como don Cruz y don Pancho, somos
los que participamos. Nada más puros señores ya mayo-
res, no vienen los jóvenes porque nosotros somos los que

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sabemos bien nuestra lengua; tenemos que hacer los diá-
logos del baile en totonaco. Así tiene que ser la tradición,
pero tú y tus primos ya tendrán que aprender para cuan-
do les toque a ustedes participar en la danza.
—¿ Entonces sólo participan los hombres mayores? —Je-
sús aún tenía varias dudas y mucha curiosidad
—Así es, los viejos salimos a danzar mientras las mujeres
están preparando tamales; vamos a todas las casas a bai-
lar junto a la ofrenda y con eso también ayudamos a que
las personas no se queden dormidas. En un rato más van
a venir a la casa los demás, traerán refino y yo les voy a
dar la música. Vamos a bailar hoy, 31 de octubre, y maña-
na, primero de noviembre.- Jesús reflexionó esto al tiem-
po que la emoción crecía en su corazón; ansiaba el inicio
del festejo porque aunque brevemente él había vivido
con sus padres y su hermana en Pantepec, no recordaba
mucho de esas tradiciones, escuchar todas las anécdotas
de sus familiares le causaba mucha intriga.

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Por fin llegó el momento, toda la familia estaba reuni-
da en torno al altar puesto tanto a la abuela como a los
demás fallecidos, se compartían recuerdos y se hablaba
del inmenso amor que les guardaban; el ambiente era
ameno, pero faltaba la mejor parte. Entrada la noche lle-
gó un grupo de señores a casa de don Domingo, eran los
viejos que venían a danzar, se reunieron junto con todos
los demás alrededor de la ofrenda; don Domingo toca-
ba su violín junto con otros dos señores, otros más ve-
nían sahumando con una copalera, limpiaban a la gente
o la curaban, así los prevenian de no “agarrar un aire” en
el carnaval que hacen durante el mes de febrero, pues
en tales fechas la gente dice que hay mucho “aire malo”,
luego entraron dos parejas de hombres disfrazados, uno
de mujer, otro de hombre; caminaban, bailaban en una
postura encorvada y entablaban un diálogo entre ellos
en la lengua totonaca; los que interpretaban al hombre

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vestían calzón, camisa de manta, botín negro, tenían una
joroba hecha de trapo y un sombrero; los que interpreta-
ban a la mujer traían naguas, quechquemetl y huarache.
Su ropa debía ser de apariencia vieja, remendada; am-
bos personajes se cubrían la cabeza con un trapo al que
le perforaban orificios para los ojos, la boca y les pintaban
cejas; los hombres, además, se pintaban también barba
y bigote, cargaban también un bastón alto que simula
una coa para plantar. Llegaron preguntando al mayor de
los tíos de Jesús si podían pasar, él contestó que sí. Había
muchas risas y alegría en la casa esa noche. La mamá de
Jesús, junto con sus tías, ofreció refino a los viejos, quie-
nes tomaban al mismo tiempo que bailaban y pronun-
ciaban lo siguiente:
—¿Qué vamos a sembrar?
—Aquí vamos a sembrar cebollas, ajos.
—¿Qué vamos a sembrar?

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—Aquí vamos a sembrar eso, pero tócame un son para
empezar.
También, entre las parejas que bailaban se decían:
—Calushtic, comadre, calushtic. —mencionaba el viejo a
la vieja. Bailaron así un rato, en total fueron siete sones,
después los viejos continuaron su recorrido por las casas
de sus vecinos. Esa noche fue muy curiosa, el ambien-
te era ameno, todos convivían y platicaban. Jesús estaba
sorprendido porque en la ciudad no se veía algo similar.
Había otras costumbres, pero ninguna le había gustado
como esta.
—¡Qué bonita tradición! Yo quisiera poder aprender más
al respecto, poder aprender a tocar el violín y la lengua
totonaca para poder participar algún día, así como mi
abuelo, en la danza de los viejos. —pensaba el niño. Aun-
que, después de unos días regresaría a su casa en la ciu-
dad, creyó que sería una buena idea regresar cada año a

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Pantepec para la celebración del día de muertos o, si era
posible, más seguido; por lo pronto, empezaría a tocar el
violín y buscaría el modo de aprender totonaco, sólo co-
nocía algunas palabras, pero su objetivo ahora era do-
minarlo para poder ser partícipe de las tradiciones de su
pueblo de origen. Faltaban unos años, pero el chico esta-
ba más que entusiasmado.

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Glosario

Aakame (voz yaqui): víbora de cascabel.


Acateca (voz maya): Traje tradicional propio del pueblo
acateco, se compone de dos piezas: un huipil blanco con
bordado de flores y una falda de color azul con bordados
de animales y fauna típica.
Achai (Voz yaqui): Papá.
Anayansi (voz maya): La puerta de la felicidad.
Arameni (voz purépecha): Guardián del agua, la que pro-
tege el agua.
Avándaro (voz tarasca): Parte del universo correspondien-
te al firmamento.
Balché (voz maya): Significa “vino sagrado”, es un licor
obtenido de la corteza de un árbol y el saká. Este produc-
to es utilizado en ofrendas para pedir al dios Chaak por la
lluvia y los animales.

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Calushtic (voz totonaca): Baila, báilele.
Carcaj: Aljaba. Bolsa de piel que se usa para guardar fle-
chas.
Chichán Pixán (Voz maya): Alma chiquita. Refiere a los
niños difuntos. Su fiesta se celebra el 31 de octubre.
Cumiehchúcuaro (voz tarasca): Parte del universo corres-
pondiente al inframundo.
Danza de los viejos: Recibe también el nombre de “dan-
za de los viejitos”. Baile originario de Michoacán, con orí-
genes prehispánicos.
Echerendo (voz tarasca): Parte del universo correspon-
diente a la tierra.
Guamúchil (voz náhuatl): Vaina con esferas blancas de
sabor dulce con toques amargos.
Hanal Pixán (voz maya): Significa “comida de las ánimas”,
es la fiesta tradicional maya del día de muertos, se cele-
bra del 31 de octubre al dos de noviembre.

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Hipil (voz maya): Vestido típico de Yucatán, puede tener
bordados.
Huey Miccailhuitl (voz náhuatl): Gran fiesta de los muer-
tos.
Ixchel (voz maya): Significa “Mujer arcoiris”, es el nombre
de la diosa maya del amor, la gestación y la luna.
Ketzaly (voz maya): Mujer hermosa.
Maala (voz yaqui): Mamá.
Matachines: Es la danza tradicional que se baila en la re-
gión norte del país; tiene posible origen prehispánico y
carácter religioso.
Mecapal/ Mecapalli (voz náhuatl): banda de algodón o
petate que se sujeta por dos cuerdas, se usa para cargar.
Miccailhuitontli (voz náhuatl): Muertecitos. Fiesta de los
niños difuntos.
Nicté (voz maya): Flor.
Nohoch Pixán (voz maya): “Alma grande”, es la fiesta de

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los adultos difuntos. Se celebra el primero de noviembre.
Pib (voz maya): También llamado “mucbipollo”; es un ta-
mal hecho de masa de harina de maíz, se rellena con car-
ne de pollo o cerdo, se condimenta con tomate y chile,
se envuelve en hojas de plátano, y se guisa en horno de
leña o en un hueco en la tierra, “enterrado”.
Quechquemetl/ quechquémitl (voz náhuatl): Prenda de
lana usada por los pueblos otomíes, huastecos, totonacos
y mayas.
Sewa ania (voz yaqui): Mundo flor. Es el lugar que simbo-
liza la armonía del mundo.
Solar: Espacio que los yaquis conservan para la vida en
comunidad, usualmente ocupado por dos o más familias
nucleares, es decir: abuelos, padres e hijos.
Tolosanto (voz yaqui): Fiesta del día de los muertos origi-
naria del sur de Sonora.
Uirucumani (voz purépecha): Morirse, yacer en silencio.

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Uchepo (voz purépecha): Tamal de elote.
Uliche (voz chontal): También se conoce como chulkab
(caldo bendito); es un mole que se pone en las ofrendas
chontales de Tabasco.
Wakabaqui (voz yaqui): Caldo tradicional Yoeme con sa-
bor fuerte.
Xec (voz maya): Ensalada de naranja, mandarina, jícama,
toronja y chile molido.
Xpujuc (voz maya): Flores amarillas de tipo silvestre.

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México, 2022

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