Guia Pecao
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Guia Pecao
Guía de Estudios
La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados
para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida.
La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se
llama «virtud de la religión».
La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad
de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.
La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el
equilibrio en el uso de los bienes creados.
¿Qué es la fe?
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone
creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata
de conocer y hacer la voluntad de
La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad,
confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar
hasta el fin de nuestra vida terrena.
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros
mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es «el vínculo de la
perfección» (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella «no soy nada» y
«nada me aprovecha» (1 Co 13, 2-3).
EL PECADO
Acoger la misericordia de Dios supone que reconozcamos nuestras culpas, arrepintiéndonos de nuestros pecados. Dios
mismo, con su Palabra y su Espíritu, descubre nuestros pecados, sitúa nuestra conciencia en la verdad sobre sí misma y
nos concede la esperanza del perdón.
El pecado es «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna» (San Agustín). Es una ofensa a Dios, a quien
desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana.
Cristo, en su Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su misericordia.
¿Cuándo se comete un pecado mortal? 1855-1861
Se comete un pecado mortal cuando se dan, al mismo tiempo, materia grave, plena
advertencia y deliberado consentimiento. Este pecado destruye en nosotros la caridad, nos priva de la gracia santificante
y, a menos que nos arrepintamos, nos conduce a la muerte eterna del infierno. Se perdona, por vía ordinaria, mediante
los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia o Reconciliación.
Las estructuras de pecado son situaciones sociales o instituciones contrarias a la ley divina, expresión y efecto de los
pecados personales.
Junto a la llamada personal a la bienaventuranza divina, el hombre posee una dimensión social que es parte esencial de
su naturaleza y de su vocación. En efecto, todos los hombres están llamados a un idéntico fin, que es el mismo Dios. Hay
una cierta semejanza entre la comunión de las Personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre
ellos, fundada en la verdad y en la caridad. El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.
El principio de subsidiaridad indica que una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un
grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad.
La autoridad se ejerce de manera legítima cuando procura el bien común, y para conseguirlo utiliza medios moralmente
lícitos. Por tanto, los regímenes políticos deben estar determinados por la libertad de decisión de los ciudadanos y respetar
el principio del
«Estado de derecho». Según tal principio, la soberanía es prerrogativa de la ley, no de la voluntad arbitraria de los
hombres. Las leyes injustas y las medidas contrarias al orden moral no obligan en conciencia.
Por bien común se entiende el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible, a los grupos y a cada uno de
sus miembros, el logro de la propia perfección.
Todo hombre, según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, participa en la realización del bien común, respetando
las leyes justas y haciéndose cargo de los sectores en los que tiene responsabilidad personal, como son el cuidado de la
propia familia y el compromiso en el propio trabajo. Por otra parte, los ciudadanos deben tomar parte activa en la vida
pública, en la medida en que les sea posible.
LA JUSTICIA SOCIAL
La sociedad asegura la justicia social cuando respeta la dignidad y los derechos de la persona, finalidad propia de la misma
sociedad. Ésta, además, procura alcanzar la justicia social, vinculada al bien común y al ejercicio de la autoridad, cuando
garantiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a los individuos conseguir aquello que les corresponde por
derecho.
La solidaridad, que emana de la fraternidad humana y cristiana, se expresa ante todo en la justa distribución de bienes,
en la equitativa remuneración del trabajo y en el esfuerzo en favor de un orden social más justo. La virtud de la solidaridad
se realiza también en la comunicación de los bienes espirituales de la fe, aún más importantes que los materiales.
A causa del pecado, no siempre ni todos son capaces de percibir en modo inmediato y con igual claridad la ley natural.
Por esto, «Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no alcanzaban a leer en sus corazones» (San Agustín).
La nueva Ley o Ley evangélica, proclamada y realizada por Cristo, es la plenitud y el cumplimiento de la ley divina, natural
y revelada. Se resume en el mandamiento de amar a Dios y al prójimo, y de amarnos como Cristo nos ha amado. Es también
una realidad grabada en el interior del hombre: la gracia del Espíritu Santo, que hace posible tal amor. Es «la ley de la
libertad» (St 1, 25), porque lleva a actuar espontáneamente bajo el impulso de la caridad. «La Ley nueva es principalmente
la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los que creen en Cristo» (Santo Tomás de Aquino).
GRACIA Y JUSTIFICACIÓN
La justificación es la obra más excelente del amor de Dios. Es la acción misericordiosa y gratuita de Dios, que borra nuestros
pecados, y nos hace justos y santos en todo nuestro ser. Somos justificados por medio de la gracia del Espíritu Santo, que
la Pasión de Cristo nos ha merecido y se nos ha dado en el Bautismo. Con la justificación comienza la libre respuesta del
hombre, esto es, la fe en Cristo y la colaboración con la gracia del Espíritu Santo.
La gracia es un don gratuito de Dios, por el que nos hace partícipes de su vida trinitaria y capaces de obrar por amor a Él.
Se le llama gracia habitual, santificante o edificante, porque nos santifica y nos diviniza. Es sobrenatural, porque depende
enteramente de la iniciativa gratuita de Dios y supera la capacidad de la inteligencia y de las fuerzas del hombre. Escapa,
por tanto, a nuestra experiencia.
Además de la gracia habitual, existen otros tipos de gracia: las gracias actuales (dones en circunstancias particulares); las
gracias sacramentales (dones propios de cada sacramento); las gracias especiales o carismas (que tienen como fin el bien
común de la Iglesia), entre las que se encuentran las gracias de estado, que acompañan al ejercicio de los ministerios
eclesiales y de las responsabilidades de la vida.
El mérito es lo que da derecho a la recompensa por una obra buena. Respecto a Dios, el hombre, de suyo, no puede
merecer nada, habiéndolo recibido todo gratuitamente de Él. Sin embargo, Dios da al hombre la posibilidad de adquirir
méritos, mediante la unión a la caridad de Cristo, fuente de nuestros méritos ante Dios. Por eso, los méritos de las buenas
obras deben ser atribuidos primero a la gracia de Dios y después a la libre voluntad del hombre.
El Magisterio de la Iglesia interviene en el campo moral, porque es su misión predicar la fe que hay que creer y practicar
en la vida cotidiana. Esta competencia se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su
observancia es necesaria para lasalvación.
• Participar en la Misa todos los domingos y fiestas de guardar, y no realizar trabajos y actividades que puedan
impedir la santificación de estos días.
• Confesar los propios pecados, mediante el sacramento de la Reconciliación al menos una vez al año.
• Recibir el sacramento de la Eucaristía al menos en Pascua.
• Abstenerse de comer carne y observar el ayuno en los días establecidos por la Iglesia.
• Ayudar a la Iglesia en sus necesidades materiales, cada uno según sus posibilidades en vano.
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16) 2052- 2054
Al joven que le pregunta «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», Jesús responde: «Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos», y después añade: «Ven y sígueme» (Mt 19, 16). Seguir a Jesús implica
cumplir los Mandamientos. La Ley no es abolida. Por el contrario, el hombre es invitado a encontrarla en la persona del
divino Maestro, que la realiza perfectamente en sí mismo, revela su pleno significado y atestigua su perennidad.
El Decálogo se comprende a la luz de la Alianza, en la que Dios se revela, dando a conocer su voluntad. Al guardar los
Mandamientos, el pueblo expresa su pertenencia a Dios, y responde con gratitud a su iniciativa de amor.
Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y un significado
fundamentales. Los cristianos están obligados a observarlo.
El Decálogo obliga gravemente porque enuncia los deberes fundamentales del hombre para con Dios y para con el prójimo.
Sí, es posible cumplir el Decálogo, porque Cristo, sin el cual nada podemos hacer, nos hace capaces de ello con el don del
Espíritu Santo y de la gracia.
¿Qué implica la afirmación de Dios: «Yo soy el Señor tu Dios» (Ex 20, 20)? 2083-2094
La afirmación: «Yo soy el Señor tu Dios» implica para el fiel guardar y poner en práctica las tres virtudes teologales, y evitar
los pecados que se oponen a ellas. La fe cree en Dios y rechaza todo lo que le es contrario, como, por ejemplo, la duda
voluntaria, la incredulidad, la herejía, la apostasía y el cisma. La esperanza aguarda confiadamente la bienaventurada
visión de Dios y su ayuda, evitando la desesperación y la presunción. La caridad ama a
Dios sobre todas las cosas y rechaza la indiferencia, la ingratitud, la tibieza, la pereza o indolencia espiritual y el odio a
Dios, que nace del orgullo.
Los cristianos santifican el domingo y las demás fiestas de precepto participando en la Eucaristía del Señor y absteniéndose
de las actividades que les impidan rendir culto a Dios, o perturben la alegría propia del día del Señor o el descanso
necesario del alma y del cuerpo. Se permiten las actividades relacionadas con las necesidades familiares o los servicios de
gran utilidad social, siempre que no introduzcan hábitos perjudiciales a la santificación del domingo, a la vida de familia y
a la salud.
¿Cuáles son los deberes de los hijos hacia sus padres? 2214-2220
Los hijos deben a sus padres respeto (piedad filial), reconocimiento, docilidad y obediencia, contribuyendo así, junto a las
buenas relaciones entre hermanos y hermanas, al crecimiento de la armonía y de la santidad de toda la vida familiar. En
caso de que los padres se encuentren en situación de pobreza, de enfermedad, de soledad o de ancianidad, los hijos
adultos deben prestarles ayuda moral y material.
¿Cuáles son los deberes de los padres hacia los hijos? 2221-2231
Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros
anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios, y proveer,
en cuanto sea posible, a sus necesidades materiales y espirituales, eligiendo para ellos una escuela adecuada, y
ayudándoles con prudentes consejos en la elección de la profesión y del estado de vida. En especial, tienen la misión de
educarlos en la fe cristiana.
La vida humana ha de ser respetada porque es sagrada. Desde el comienzo supone la acción creadora de Dios y permanece
para siempre en una relación especial con el Creador, su único fin. A nadie le es lícito destruir directamente a un ser
humano inocente, porque es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador. «No quites la
vida del inocente y justo» (Ex 23, 7).