Emilio Salgari - Un Drama en El Oceano Pacifico

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Un Drama en el Océano Pacífico

Emilio Salgari

textos.info
Biblioteca digital abierta

1
Texto núm. 2354

Título: Un Drama en el Océano Pacífico


Autor: Emilio Salgari
Etiquetas: Novela

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 4 de marzo de 2017

Edita textos.info

Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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CAPÍTULO I. ASESINATO MISTERIOSO
—¡Socorro!

—¡Mil bombas! ¿Quién ha caído al agua?

—Nadie, señor Collin —respondió una voz desde la cofa del palo de
mesana.

—¿Estoy yo sordo, acaso?

—Habrá sido el timón, que tiene las cadenas enmohecidas. —No es


posible, gaviero.

—Entonces habrán sido los tigres, que rugen de un modo capaz de


asustar a cualquiera.

—No; te repito que era una voz humana.

—Pues yo no veo nada, señor Collin.

—De eso estoy seguro. Sería preciso tener ojos de gato para distinguir
algo en esta oscuridad.

A través del ensordecedor ruido de la tempestad y de los mugidos de las


olas, que el viento elevaba a gran altura, se oyó nuevamente un grito que
no parecía proceder ni de las fieras de que había hablado el gaviero, ni de
los hierros del timón. El segundo Collin, que estaba agarrado a la barra del
timón, teniendo los ojos fijos en la brújula, se volvió por segunda vez
diciendo:

—Alguien ha caído al mar. ¿No has oído un grito, Jack?

—No —contestó el gaviero.

—¡Pues esta vez no me he engañado!

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—Si se hubiera caído algún hombre de la «Nueva Georgia», los que están
de cuarto se hubieran dado cuenta en seguida de la desgracia.

—¿Entonces?…

—¿Habrá algún pez de nueva especie por estas aguas?

—No conozco ningún pez del Océano Pacífico que pueda lanzar un grito
semejante.

—¿Será un náufrago?

—¿Un náufrago aquí, a doscientas leguas de Nueva Zelanda? ¿Has visto


tú por aquí algún buque antes de que se pusiera el sol?

—Ninguno, señor —respondió el gaviero.

—¡Socorro!

—¡Por mil diablos! —exclamó el segundo, mordiéndose los largos y rojizos


bigotes que adornaban su rostro, bronceado por los vientos del mar y los
calores ecuatoriales—. Un hombre sigue a nuestro buque.

—Sí, es verdad, señor Collin. Yo también he oído el grito.

—¡Asthor!

Un viejo marinero, con larga barba gris y formas toscas y fuertes que
demostraban una robustez excepcional, atravesó balanceándose el puente
de la nave y se acercó al segundo.

—Aquí estoy, señor —dijo el lobo de mar.

—¿Dónde está el capitán?

—A proa, mi segundo.

—¿Has oído un grito?

—Sí, y venía del mar.

—Ten la barra, piloto.

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El señor Collin dejó el timón, y agarrándose al cordaje y a cuantos objetos
había sobre cubierta, para no ser arrastrado por los violentos golpes de
mar, que de cuando en cuando cubrían la cubierta con fuertes mugidos, se
dirigió a proa. Un hombre de alta estatura, largas y fornidas espaldas y
miembros musculosos daba órdenes con voz llena y acostumbrada al
mando a un grupo de marineros que intentaban desplegar una vela del
palo trinquete, que el fuerte viento abatía sin cesar.

—¡Capitán! —dijo.

—¿Qué deseáis, Collin? —respondió el gigante, volviéndose.

—Tenemos un náufrago en estas aguas. He oído dos veces pedir socorro.

—¿Cuándo?

—Hace poco.

—¡Un náufrago aquí! ¡No hay que perder tiempo! Virad de bordo. Mi hija
no me perdonaría el no salvar a un desgraciado.

—¡Es que el tiempo es horrible, señor!

—¡No importa! ¡Hay que intentarlo todo por salvarle! ¡Haced virar de bordo!

Collin llamó con el pito a los marineros dispersos por el puente y les dio
órdenes para la maniobra, mientras el piloto Asthor, que seguía en la barra
del timón, hacía un poderoso esfuerzo para que la nave virase.

El momento no era el más a propósito para realizar dicha maniobra, y


mucho menos para intentar un salvamento.

El Océano, desmintiendo, como ocurre muchas veces, el nombre de


Pacífico, dado por Magallanes, que lo atravesó la primera vez, estaba en
plena revuelta. Montañas de agua coronadas de espuma y negras como si
hubieran sido de alquitrán, alzábanse con inaudita rabia en todas
direcciones, ora formando abismos que parecían no tener fin, ora
levantándose hasta el cielo con tremendos mugidos.

Un viento impetuoso empujaba las oscuras nubes que ennegrecían el


firmamento y que huían en fantástica carrera por aquel cielo sombrío,
hacían oscilar la brújula en todas direcciones y silbaban en roncos tonos

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por la arboladura de la nave, produciendo, además, desgarrones en las
velas y rompiendo cuerdas y palos.

La «Nueva Georgia», no obstante aquel asalto del aire y el agua, ésta en


montañas que se precipitaban por sus bordes, y el viento produciéndole
violentas oscilaciones, realizó la arriesgada maniobra que había mandado
el capitán. Vuelta hacia el viento, se lanzó por el camino que acababa de
recorrer, dando valientemente frente a los enfurecidos elementos.

El capitán y el segundo, colocados a proa junto al bauprés, escudriñaban


atentamente el mar buscando al náufrago, que por dos veces había pedido
socorro. Los marineros, por su parte, preparaban los cinturones salvavidas
y las cuerdas de auxilio y disponían la ballenera para arrojarla al mar, si
era preciso.

—¿Veis algo, señor Collin? —preguntó el capitán después de algunos


minutos.

—Nada, capitán, y eso que ya estamos en el sitio de donde salía la voz del
náufrago.

—¿Se habrá ahogado?

Iba el segundo a dar su opinión, cuando un joven marinero, de aire


picaresco e inteligente, dijo, volviéndose al capitán:

—Miss Ana está sobre el puente.

—¡Mi hija aquí! —exclamó el capitán vivamente—. ¿Dónde?

—Aquí estoy, padre mío —respondió una voz armoniosa y tranquila.

Una joven avanzaba hacia proa, agarrándose a las cuerdas para no ser
arrastrada por las enormes masas de agua que con mil mugidos
inundaban la tolda. Podría tener dieciséis o diecisiete años; era una
graciosa muchacha, alta, esbelta, con abundante cabellera de un rubio
dorado, ojos azules, grandes, profundos, tez blanca rosada, no curtida aún
por las brisas marinas y los rayos del sol ecuatorial.

En sus ojos, en la expresión de su rostro, en sus labios finos y bermejos se


adivinaba que aquella joven, no obstante su aparente delicadeza y
debilidad, era de una tenacidad y una audacia que están muy lejos de

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poseer las jóvenes de su edad, y sobre todo las europeas.

Aunque la tempestad era violentísima y el buque, de sólida construcción y


perfectamente tripulado, corría un serio peligro, aquella criatura no parecía
espantada ni mucho menos, sino que sonreía tranquilamente, como si se
encontrase a sus anchas entre los elementos desencadenados.

—¿Tú aquí, Ana? —repitió el capitán, aterrado.

—Sí, padre mío —respondió, acercándose, la valerosa joven.

—Pero ¿no ves que una ola puede envolverte y arrojarte al mar?

—La hija de un capitán de buque no debe ser menos que su padre.


Además, ¿crees que puedo estar tranquila ahí abajo, cerca de esas
feroces fieras que aúllan horrorosamente? ¡Ah, padre mío! ¡Hay que
confesar que llevamos un cargamento demasiado peligroso!

—Las jaulas son sólidas, y el cuadro de popa no tiene comunicación con la


estiba.

—Lo sé. Pero ¡qué rugidos lanzan esos animales!… Pero ¡calla! ¡La
«Nueva Georgia» ha variado de ruta!… ¡Y están preparando un bote!…
¿Qué quiere decir esto, papá?

—No te inquietes, Ana —respondió el capitán—. Hemos virado de bordo


para buscar un náufrago.

—¿Ha caído al mar alguno de tus marineros?

—No, a Dios gracias. Se trata de un desconocido que hace pocos minutos


pedía socorro.

—¿Dónde?

—Todavía no lo sabemos.

—¿No le habéis visto?

—No, pero el segundo y el piloto le han oído gritar.

—¡Pobre hombre! ¡Es preciso salvarle a toda costa!

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—Eso estamos intentando.

En aquel instante, en medio de las olas que chocaban unas contra otras,
produciendo un ruido ensordecedor, se oyó una voz gritar repetidamente:

—«Help! Help!» (¡Socorro! ¡Socorro!).

—¡El náufrago! —exclamó el señor Collin, precipitándose hacia la amura


de babor.

—¡Atención, timonel! —gritó el capitán—. ¡Vira en redondo!

El buque viró, poniéndose a través del viento y sin alejarse mucho de


aquel punto. El capitán, el segundo, miss Ana y los marineros, inclinados
sobre la borda y sujetos a las cuerdas, miraban ansiosamente al mar, que
apenas se distinguía: tan espesas eran las sombras.

—¡Valor! —gritó el capitán con el altavoz—. ¡Vamos en vuestro auxilio!

—¡Socorro!… ¡Me ahogo! —repitió la misma voz de antes, que parecía


salir de debajo de las olas.

—¡Lo tenemos a sotavento! —dijo el segundo de a bordo.

—¡Sí, sí! —confirmó el viejo piloto.

—¡Malditas tinieblas! —exclamó el capitán—. No se ve nada a tres metros


de distancia.

—Esperemos un relámpago —dijo miss Ana.

—Y entretanto hagamos alguna señal —añadió el segundo—. ¡Eh, Harry,


trae una mecha!

Un marinero partió como una flecha a través de las cuerdas, cadenas y


demás objetos que embarazaban la cubierta, descendió al cuadro de popa
y volvió en seguida, trayendo una mecha, que encendió al punto. Brilló una
luz humeante, oscilando a causa de las ráfagas de aire que hacía saltar de
ella multitud de chispas con reflejos de un azul brillante. Casi al mismo
tiempo, y como si el cielo hubiera tenido envidia de aquella luz, un
relámpago lo hendió de Poniente a Levante, iluminando como en pleno día
el revuelto Océano.

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Ante los ojos de la tripulación se ofreció un terrible espectáculo, que
seguramente no esperaba.

A media «gomena» de la nave una pequeña balsa, casi destrozada, con


un palo roto en el que aún se veía un trozo de vela, luchaba
desesperadamente con las olas, que la invadían por todas partes. Dos
hombres, uno blanco y otro negro, hallábanse cerca del palo
estrechamente abrazados y como si lucharan ferozmente. En sus manos
se veían brillar objetos que levantaban y bajaban con rapidez y que
parecían cuchillos o puñales.

—¡Dios mío! —exclamó miss Ana, retrocediendo vivamente.

—¡Mil millones de rayos! —exclamó el capitán—. ¿Qué es lo que está


pasando en aquella balsa?

Un grito agudo, estridente, como lanzado por un hombre a quien acaban


de asesinar, se alzó de las aguas seguido de otro grito que parecía de
triunfo.

—¡Allí se acaba de cometer un asesinato! —exclamó Ana, poniéndose


pálida—. ¡Dos hombres se están matando mientras la muerte les
amenaza!… ¡Padre mío, huyamos de aquí!

—No, es preciso salvarlos.

—Pero uno de ellos estará muerto a estas horas.

—Salvaremos al vivo.

—¡Un asesino!…

—¿Quién puede afirmar que sea un asesino? Tal vez se haya defendido
del otro. Por ahora, al menos, no podemos saber ciertamente lo ocurrido.

En aquel instante se oyó a babor un chapoteo violento, y casi al pie de la


nave una voz que gritaba:

—¡Salvadme!… ¡Ah, los de la nave!…

—¡Soltad cabos! —ordenó el capitán.

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Siete u ocho «gomenes» fueron arrojados al punto y atados a ellos
algunos cinturones salvavidas. A pesar de la profunda oscuridad, cerca de
babor se veía la zatara que acababa de saltar en pedazos y entre éstos a
un hombre que luchaba con desesperación para no hundirse.

—¡Izad! —gritó el náufrago.

—¿Estáis bien sujeto? —preguntó el capitán.

—¡Sí!

—¡Izad!

Los marineros retiraron el cabo, a cuyo extremo se había agarrado el


náufrago. Una cabeza que desapareció bajo las aguas salió a flote
después de algunos instantes. El capitán cogió al desgraciado por los
hombros y levantándole, como si hubiera sido un niño, lo depositó en el
puente.

El desconocido permaneció algunos momentos en pie, mirando con ojos


de espanto a todo lo que le rodeaba; en seguida articuló con apenas
inteligible voz la palabra «gracias», y cayó entre los brazos del segundo,
que estaba a su lado.

—¡Muerto! —exclamó miss Ana.

—No, su corazón late —respondió Collin.

—Llevémosle a popa.

—Sí, miss.

—Y ¿el otro? —preguntó un marinero—. En la balsa había dos hombres.

—Busquémosle —dijo el capitán.

Los marineros se lanzaron a las bordas; era demasiado tarde. La balsa,


destrozada contra los flancos del buque, había desaparecido con el

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segundo náufrago.

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CAPÍTULO II. EL NÁUFRAGO
La «Nueva Georgia» había dejado el puerto japonés de Yokohama el 24
de agosto de 1836 con dirección a Australia, donde contaba tomar un
cargamento de «trepang», especie de moluscos cilíndricos, bastante
coriáceos, pero que son muy estimados por los glotones del Celeste
Imperio. Llevaba además en sus bodegas una partida de sedas y
porcelanas japonesas y diez grandes jaulas conteniendo doce soberbios
tigres de la India, pertenecientes al propietario de un circo de Yeddo, el
cual, después de haber ganado una fuerte suma, había resuelto
desembarazarse de sus peligrosos huéspedes, cediéndolos a un
negociante en ferias domiciliado en Melbourne. Aunque ya contaba quince
años, la «Nueva Georgia» era todavía una hermosa nave, que pasaba por
ser de las mejores de la Marina mercante americana.

Podía decirse que era el más grande velero que en aquel tiempo cruzaba
las aguas del Océano Pacífico, puesto que desplazaba dos mil toneladas y
llevaba la arboladura completa de una verdadera nave, con velas en el
trinquete, en el palo mayor y en el de mesana.

Destinada en un principio a servir de crucero a la Marina republicana, fue


luego vendida al capitán James Hill, de Boston, que buscaba a la sazón un
sólido buque para ejercer el tráfico en el Océano Pacífico, tráfico bastante
peligroso y difícil, aunque muy ventajoso, especialmente en aquella época.

El capitán Hill, un verdadero marino en el más lato sentido de la palabra, y


que había dado catorce veces la vuelta al mundo, era todo lo audaz que
pueda imaginarse, fuerte como un toro y resuelto ante todos los peligros.
Llevaba consigo a su propia hija, miss Ana, huérfana de madre. El
segundo, antiguo compañero suyo, y veinte marineros muy bien
escogidos, formaban la tripulación, y con ella se había aventurado entre
las islas de la Polinesia y de la Melanesia, sin sentirse inquieto ante la
triste fama que tienen los isleños de ser grandes aficionados a la carne
humana en todas las salsas.

Había hecho ya siete viajes afortunados, y a la sazón comenzaba el

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octavo, con aquel peligroso cargamento, que estaba seguro de conducir
hasta Melbourne, así como las sederías destinadas a vestir a las bellezas
australianas.

El Destino, como veremos muy pronto, había resuelto otra cosa…

***

Llevado el náufrago de la balsa al cuarto de popa, el capitán bajó con su


hija, en tanto que el segundo subía otra vez al puente para seguir
luchando con la tempestad que desde hacía dos días descargaba furiosa
contra el gran velero.

El viejo Asthor frotaba vigorosamente los miembros del desconocido con


un trozo de lana empapado en aguardiente, y procuraba introducir en la
boca de aquél, fuertemente cerrada, algunas gotas de vino de España.
Obstinábase el náufrago en no dar señales de vida, aunque su corazón
seguía latiendo débilmente, lo que hacía esperar una pronta vuelta de su
conocimiento.

—El pobre hombre ha estado en un gran peligro —dijo el capitán—.


Déjeme pasar, Asthor, que quiero reconocerle.

El náufrago podía tener de cuarenta a cuarenta y cinco años. Era de


mediana estatura, aunque fuerte y musculoso, y demostraba poseer una
fuerza poco común. Su piel, blanca en algunos puntos y bronceada en
otros, ostentaba algunas manchas rojizas, algo así como un extraño
tatuaje, no muy diferente al que se suelen aplicar algunos marineros.

Su rostro era poco simpático. Tenía las facciones duras, la nariz gruesa y
colorada como la de un gran bebedor, la frente deprimida como la de un
delincuente por naturaleza, la barba larga, inculta y de color rubio cobrizo.

En el cuello, hacia el lado derecho, se le veía una herida recientemente


cicatrizada, y más abajo otra señal que parecía haber sido hecha por un
cuchillo. En la cara tenía otra herida de la que salían aún algunas gotas de
sangre.

—¿Son heridas graves? —preguntó miss Ana.

—No, hijo mía —respondió el capitán—, porque el hierro que las ha


producido no debía de ser muy cortante.

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—¿Quién será? ¿Un marinero?

—No te lo sé decir, pero ¡calla! ¿Qué significan estas señales que tiene en
las muñecas?

—¿Señales?

—Sí, y muy marcadas.

—¿Producidas por qué cosa?

El capitán no respondió; pero arrugó la frente y movió varias veces la


cabeza.

—¿Por ligaduras, tal vez? —volvió a preguntar miss Ana.

—¡Quién sabe si por grilletes! —respondió el capitán con voz grave.

—¿Será un forzado evadido de alguna penitenciaría?

—Quizá.

—¿De la isla de Norfolk?

—No puedo decírtelo; pero pronto este hombre recobrará los sentidos y
algo habrá de decir.

—Parece que vuelve en sí.

—Sí, hija mía.

El capitán no se engañaba.

El náufrago abrió la boca como para respirar más libremente, y sus


párpados se levantaron. Sus ojos grisáceos y de falso mirar se fijaron bien
pronto en el capitán y en la joven, expresando estupor.

—¿Cómo os sentís? —le preguntó el capitán.

El desconocido, sin responder al pronto, se sentó lentamente, y luego dijo


con voz opaca:

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—¿Dónde estoy?

—En un camarote de la a «Nueva Georgia» —respondió el capitán.

—¿Una nave… inglesa?

—No, americana.

El náufrago lanzó un suspiro que parecía de satisfacción.

El capitán Hill lo notó, y después de hacer señas a su hija de que se


retirara, preguntó al desconocido:

—¿Quién sois?

—Bill Hobbart…, un pobre náufrago; pero ¿y Sangor?

—¿Sangor? ¿Quién es?

Hizo el interpelado un gesto de admiración y después se mordió los labios,


como arrepentido de haber dejado escapar aquel nombre.

—¿Quién es ese Sangor? —volvió a preguntar el capitán.

—Un compañero de desgracia.

—Al que habéis asesinado.

—¿Yo? —exclamó el náufrago, poniéndose pálido y apretando los puños.

—Os he visto hace poco, cuchillo en mano, luchando como dos tigres
sobre la balsa.

—Es verdad; pero fue el indio el primero en acometerme.

—¿Por qué?

—La balsa iba a zozobrar bajo nuestro peso, pues las olas se habían
llevado ya muchas tablas. Sangor, entonces, ciego de miedo, trató de
deshacerse de mí con la esperanza de salvarse él; pero en la lucha llevó la
peor parte y cayó al mar.

—¿Es cierto todo lo que me decís?

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—Lo juro —dijo el náufrago.

—¿Y cómo os encontrabais en pleno Océano sobre aquella endeble balsa?

—Pertenecíamos a la tripulación de un buque naufragado hace dos meses


cerca de las islas Fidji.

—¿Cómo se llamaba ese buque?

—El «Támesis».

—¿Una nave inglesa, entonces?

—Sí, señor.

—¿Y os salvasteis los dos solos?

—No —respondió el náufrago, en cuya mirada brilló un extraño


relámpago—. En la isla Fidji hay otros siete compañeros que esperan
vayan a salvarlos.

—¿Os mandaron a vosotros en busca de auxilio? —preguntó el capitán.

—Sí, señor.

—¿En qué condiciones se encuentran?

—En situación desesperada, porque los dejé medio muertos de hambre y


con la proximidad de los antropófagos.

—¿Creéis que estén todavía vivos?

—Lo espero, porque todos van armados y son hombres resueltos.

—¿Cuántos días hace que dejasteis la isla?

—Trece. Decidme, capitán: ¿trataréis de salvar a esos desgraciados?

—Todo depende de una contestación vuestra —respondió el capitán,


mirándolo fijamente, como si quisiera leer en el fondo de su corazón.

—Hablad, interrogadme, señor.

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—Decidme: ¿por qué tenéis en las manos esas profundas señales?

El náufrago, ante esta pregunta, que de seguro no esperaba, se


estremeció; pero reponiéndose en seguida, respondió con calma:

—Me las han producido las cuerdas, pues me hice atar a la barra del timón
durante la tempestad que ocasionó nuestro naufragio. El mar saltaba a
bordo con tanta furia, que sin aquella precaución me hubiera arrastrado.

—Estoy satisfecho de vos —dijo el capitán al náufrago, tendiéndole la


mano, que éste estrechó vigorosamente—. Ahora no penséis más que en
dormir y en reponeros de vuestra peligrosa aventura.

—Pero mis compañeros de desdicha…, ¿no los salvaréis? —insistió el


náufrago.

—Apenas cese la tempestad pondré proa hacia la isla Fidji.

—¡Gracias, gracias, señor!

—Ni una palabra más. Ahora, descansad.

El náufrago se recostó en la litera; pero apenas se vio solo se alzó con un


movimiento de tigre receloso y en sus labios delgados apareció una
extraña sonrisa, una especie de mueca que habría dado que pensar a
quien la hubiera visto.

Miss Ana esperaba a su padre en el camarote próximo, impaciente por


interrogarle acerca de su conversación con el desconocido. Apenas supo
lo que éste había dicho, el alma generosa de la joven sólo tuvo un
pensamiento: salvar a los infelices que corrían el peligro de ser devorados
por los antropófagos.

—¿Lo harás, papá? —preguntó la generosa muchacha.

—Sí, hija —respondió el capitán—. Iremos a salvar a esos pobres


marineros.

—¿Conoces tú esas islas?

—Las he visto una sola vez y me ha bastado para juzgarlas.

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—¿Están, pues, habitadas por salvajes feroces?

—Antropófagos de los más terribles, hija mía, pues se vuelven locos por la
carne humana, que dicen tiene un sabor semejante a la de la mejor ternera.

—¿Has perdido tú allí algún marinero?

—He visto a tres caer en las manos de aquellos feroces caníbales,


mientras preparaban el «trepang», a pocos centenares de metros de mi
buque.

—Y ¿se los comieron?

—Al día siguiente, al entrar en un pueblo abandonado, vimos los


esqueletos de aquellos infelices.

—¿Resistirán, entonces, los desgraciados compañeros del náufrago?

—Lo creo, Ana, porque Bill Hobbart me ha dicho que están armados, y los
salvajes temen mucho a las armas de fuego.

—¿Están muy lejos esas islas?

—En seis o siete días podremos llegar a ellas, si la tempestad no nos


lanza mucho hacia el Oeste.

—¡Quiera el Cielo que encontremos a esos infelices!

—Esperemos que así suceda, hija mía. Ahora vuelve a tu camarote, que
sobre cubierta no se puede estar sin peligro.

—¿Me dejas?

—La tempestad no parece calmarse y mi presencia es necesaria en el


puente. Tú sabes que navegamos por un Océano sembrado de islas,
islotes y bancos coralíferos, y que de un momento a otro podríamos
encallar. Vé, Ana, y no temas nada, que yo velo atentamente y nuestro
buque es sólido.

El capitán besó en la frente a la joven y subió rápidamente a cubierta, a


pesar de que el huracán violentísimo hacía balancear terriblemente a la
nave.

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El Océano estaba aún en plena tempestad y el viento no tenía trazas de
calmarse tan pronto. Las nubes, sin embargo, comenzaban a ser menos
densas, y a través de sus desgarrones aparecían ya algunas estrellas. Por
más que el peligro no había cesado aún, era fácil comprender que el
huracán acabaría pronto.

Ya era tiempo, porque la tripulación, cansada de una lucha que duraba


tres días, sin haber podido dormir, ni mucho menos encender fuego, no
podía resistir más. La misma «Nueva Georgia», aunque construida
sólidamente y acostumbrada a luchar con el Océano, se hallaba en un
estado deplorable. Sus flancos resistían siempre a los furiosos asaltos de
las olas, sin haber sufrido avería alguna; pero la arboladura estaba en
completo desorden. Las velas, rasgadas en muchos sitios, no ofrecían la
debida resistencia al viento: el cordaje estaba roto; las maniobras habían
resultado ineficaces, pues el temporal desvirtuaba el trabajo de la
marinería y, además, un trozo de la amura de babor había cedido, dejando
franco el paso a las montañas de agua.

Apenas estuvo en el puente, el capitán Hill se acercó al segundo, que se


mantenía siempre cerca del timonel, a fin de que el velero no se apartase
del buen camino, y le dijo:

—¿Tenemos alguna tierra a la vista?

—No, capitán —respondió el oficial.

—Sin embargo, si mis cálculos son exactos, debemos hallarnos cerca del
archipiélago de Santa Cruz.

—¿Creéis que la deriva nos haya llevado tan al Oeste?

—Hace tres días que el viento nos lleva al grupo de las islas de Salomón,
y a esta hora debemos navegar a lo largo del ciento ochenta y dos grados
paralelo.

—Pues, entonces, estamos ante un nuevo peligro. Las islas Salomón no


gozan de muy buena fama, capitán.

—Ni mejor ni peor que todas las otras islas que surgen en este lado del
Océano Pacífico; pero pasaremos sin caer en el peligro de los escollos.

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La oscuridad es tan profunda, que no se podría ver una tierra situada a
dos «gomenas» de distancia.

—Ya nos la mostrarán las olas y los relámpagos. Pero ¡callad! ¡No me
había engañado!

—¡Tierra a sotavento! —gritó en aquel instante un marinero que estaba a


proa.

—¡En guardia, Asthor! —dijo el segundo, volviéndose al viejo marinero que


sostenía la barra del timón.

—No temáis, señor —respondió el lobo de mar, orzando la barra—. Los


salvajes, al menos por esta vez, no tendrán el gusto de devorar con sus
dientes mi carne coriácea.

El capitán Hill, que no sabía exactamente dónde se encontraba, a causa


del mucho tiempo que llevaban luchando con el temporal, por lo que no
había podido en tres días hacer una sola observación que le diera la
longitud y latitud, fue a proa para ver con sus propios ojos la tierra
anunciada.

Al fulgor de un relámpago pudo descubrir, a menos de dos millas de proa,


una isla que emergía de las espumosas ondas. Fijando bien la atención, le
pareció ver que en la playa brillaban algunos puntos luminosos.

—Esa canalla de salvajes nos han visto y tratan de atraernos a tierra


—murmuró—. Pero, mis queridos tragones, el capitán Hill os conoce muy
bien para no dejarse engañar.

En seguida, volviéndose al viejo Asthor, gritó con voz tonante:

—¡Eh, viejo lobo, orza la barra y viremos a lo largo!… ¡La astucia de los
antropófagos no nos engaña a nosotros!

Ante aquella orden, los marineros ejecutaron la maniobra, y la «Nueva


Georgia» giró a lo largo con una magnífica bordada, dejando a la izquierda
aquella primera isla que indicaba la proximidad del archipiélago de Santa

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Cruz.

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CAPÍTULO III. LA ISLA DE SANTA CRUZ
El archipiélago de Santa Cruz, porque era aquél, en efecto, como lo había
supuesto el capitán, es la continuación del gran semicírculo de islas que,
extendiéndose desde la costa oriental de Nueva Guinea, llega hasta la
Nueva Caledonia, formando con la costa australiana aquel temido mar que
se llama del Coral.

Está situado entre el archipiélago Salomón y el de las Nuevas Hébridas, y


se compone de gran número de islas, descubiertas en 1605 por el
navegante español Quirós, y visitadas luego por Mendaña, que había ido a
las islas de Salomón, descubiertas por él el año anterior.

Santa Cruz es la mayor de esas islas, siendo su extensión de ocho leguas,


y de tres su anchura. Está situada a 10° 46’ de latitud meridional, y 163°
34’ de latitud oriental. Viene después el grupo de las Perusas, tristemente
célebres por el naufragio del infeliz almirante francés La Perouse, en 1788,
grupo compuesto de Vanikoro, Tevai, Manevai y Nanuna; en seguida la
isla Ticopia, con un circuito de cuatro o cinco millas, y cuyos habitantes,
caso verdaderamente extraño, son hospitalarios y de buenas costumbres,
mientras todos sus vecinos son antropófagos. El grupo Danks, compuesto
de cuatro islas bastante altas y muy pobladas; Mitra, así llamada porque a
cierta distancia afecta la forma de una mitra; el grupo Leuff, compuesto de
once islas; las Chemedy, habitadas por salvajes ferocísimos; Tinacoro,
que es un pico volcánico de dos millas de circuito, coronado por un cráter
en ignición; el grupo Mendaña, formado por nueve islas bajas y selváticas,
y algunas otros conocidas sólo de nombre, pero que no tienen importancia
alguna por su poca extensión.

Todas estas islas están habitadas por polinesios, de aspecto poco


agradable, estatura proporcionada, color oscuro, que varía en algunos
isleños hasta el aceitunado, color propio de los malayos. Tienen los labios
gruesos y colgantes, como los africanos; la nariz achatada y los cabellos
crespos, lo que hace suponer que son originarios de la lejana Papuasia.

En general gozan de pésima reputación, y no son ciertamente de envidiar

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las tripulaciones que naufragan en aquellas costas.

El capitán Hill, que, como hemos dicho, no ignoraba esto, se apresuró a


alejarse de la isla vista desde el barco y que, según sus cálculos, debía ser
una del grupo de Mendaña o Tinacoro, que son las primeras que se
encuentran viniendo del Norte. El huracán, que no cesaba de soplar,
aunque tendiendo poco a poco a calmarse, podía arrojarlo sobre aquella
inhospitalaria costa, y esto hubiera significado la muerte segura para
todos, pues la experiencia enseñaba a Hill que cuantos han naufragado en
tales islas fueron devorados por los indígenas.

La «Nueva Georgia» seguía luchando con los desencadenados elementos,


subiendo y bajando con vertiginosa rapidez por las montañas de agua que
la rodeaban por todas partes, ora anegándola por babor, ora por estribor,
no obstante la habilidad del viejo Asthor, que se mantenía siempre
aferrado a la barra.

A las siete de la mañana el sol pudo romper una masa de nubes y, a


través de los desgarrones, inundó de luz el Océano, y como si aquello
hubiera sido una señal de paz, el viento moderó su violencia, y la lluvia,
que hasta entonces había caído en abundancia, cesó por completo.

El capitán Hill y el teniente Collin aprovecharon aquella tregua, que


prometía ser duradera, y bajaron a popa para ver cómo estaba el
náufrago, que hasta entonces había permanecido abandonado a sí mismo.

El pobre hombre dormía tranquilamente, como si se hubiera encontrado en


una cómoda y segura alcoba; pero al oír entrar a sus visitantes, se
despertó en seguida.

—¿Cómo va, amigo? —le preguntó el capitán.

—Estoy muy bien, aunque me siento débil —respondió el náufrago—. Os


debo mucho, señor, por haberme salvado en medio de tan terrible
temporal. Otro capitán no hubiera comprometido su nave por socorrer a un
desconocido.

—No hablemos de eso. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo o,


por lo menos, lo hubiera intentado.

—¿Acabó la tempestad?

23
—Está concluyendo.

—Y ¿os dirigís a la isla Fidji?

—Ya he modificado mi ruta.

—¿Dónde estamos ahora?

—Ante el archipiélago de Santa Cruz.

—¿Dentro de pocos días, pues, llegaremos a la isla?

—Si Dios lo permite.

—Gracias, señor.

—¿No sabíais dónde os encontrabais cuando os recogimos?

—No; pero suponía hallarme en el archipiélago de las Salomón.

—Y ¿adónde ibais?

—Trataba de buscar socorro hacia la costa australiana; pero el huracán


me arrojó hacia el Este. Había decidido entonces ganar el archipiélago de
las Salomón, con la esperanza de tropezar con alguna nave procedente de
las islas Marianas y en ruta para Sidney, cuando vosotros me recogisteis.

—¿Además de vos, iba sólo en la balsa el indio a quien matasteis?

—Sí, capitán.

—Y ¿por qué partisteis los dos solos?

—Porque disponíamos de poquísimos víveres.

—¿Quién mandaba vuestro buque?

Ante aquella pregunta el náufrago pareció dudar un momento, como si


buscara un nombre en su memoria. Después dijo:

—El capitán James Welcome.

24
—¿Lo habéis oído nombrar, señor Collin? —preguntó al segundo.

—Nunca; pero somos tantos… —respondió el interpelado.

El náufrago miró a los dos jefes del buque, y su frente se plegó con una
especie de inquietud; pero aquello duró lo que un relámpago, y se serenó
en seguida.

El capitán Hill y el segundo subieron a cubierta, después de recomendar al


desconocido un reposo absoluto.

—¿Qué opináis de ese hombre? —preguntó a Collin el capitán, que


parecía haberse quedado pensativo.

—Es un tipo poco simpático, señor. ¿Tenéis alguna sospecha al hacerme


esa pregunta?

—No; pero me parece que no se explica francamente; y si debo decirlo


todo, añadiré que tengo siniestros pensamientos.

—¿Cómo? ¿Quién creéis que pueda ser? En este desierto Océano sólo
pueden encontrarse desgraciados marineros.

—O forzados, señor Collin —añadió el capitán.

—¿Creeríais…?

—Por ahora, no creo nada; pero vos sabéis que la penitenciaría de la isla
Norfolk no está muy lejana, y que todos los años se evaden buen número
de sus peligrosos huéspedes en simples canoas, que roban a las naves, o
en ligeras balsas.

—Pronto lo veremos, capitán.

En aquel momento, el marinero de guardia en la cofa del palo mayor


señaló otra isla, que aparecía a unas doce millas al Este.

El capitán, aprovechando el sol que brillaba, tomó el sextante e hizo el


cálculo para conocer la posición y la ruta del buque. Iba ya a concluir,
cuando una voz dulce y melodiosa le preguntó:

—¿Estamos todavía muy lejos?

25
—¡Ah! ¿Eres tú, Ana? —dijo aquél, mirando a la joven.

—Sí, yo, que vengo a preguntarte si estamos todavía lejos de la isla de los
náufragos.

—¡Qué impaciencia, hija mía! Si el viento se mantiene así, bueno, y el


fuerte oleaje cesa, llegaremos a ella dentro de cinco o seis días.

—¡Oh! ¿Una isla ante nosotros?

—Una mala tierra, hija, que goza de pésima fama, no tanto en América
como en Francia.

—¿Cómo se llama?

—Vanikoro.

—Y ¿qué tiene de particular?

—Que esa isla, con la de Teval, Manevai y Nanuna, forma el grupo de La


Perouse.

—¿El grupo de las Perusas? ¡Ah! ¿A estas islas va unido el nombre del
almirante La Perouse, el infeliz marino desaparecido tan misteriosamente
con sus naves y tripulaciones?

—Sí, Ana; mira esa isla de tan triste celebridad.

Vanikoro estaba todavía perfectamente visible. Esta isla tiene un circuito


de cerca de diez leguas y está erizada de picos cónicos, el más alto de los
cuales lleva el nombre de Monte-Capoyo. El interior consiste en un espeso
bosque, donde se padece el paludismo, por lo que es muy insalubre. En la
costa hay dos bahías, llamadas Vana y Pain, que serían accesibles a los
buques si no las hiciera peligrosas la cintura de escollos coralíferos que las
defienden de los ataques de las olas.

Sus habitantes son, sin duda, los peores que se encuentran en las islas de
la Polinesia, tanto por su estado de salvajismo como por su ferocidad. No
se puede imaginar nada más repugnante y odioso que esos seres, con
rostro de monos, formas angulosas y miembros de tísicos cubiertos de
suciedad de toda especie.

26
Ana, que observaba detenidamente la isla con el anteojo de su padre,
llamó la atención de éste acerca de un extraño monumento que no debía
de ser obra de aquellos salvajes. Parecía un obelisco descansando sobre
una base cuadrangular y de dos metros de altura.

—¿Qué significa ese monumento? —preguntó la joven.

—Un recuerdo dedicado por el capitán Dumont d’Urville a la memoria de


La Perouse y de sus desgraciados compañeros.

—Pero ¿fue en esta isla donde se perdieron los navíos de aquel


infortunado marino?

—Sí, en esta misma isla, Ana.

—¿Se salvó entonces del naufragio algún marinero?

—Ninguno, o, al menos, los navíos que acudieron a socorrer a los


náufragos no encontraron ni uno.

—Explicadme eso.

—En seguida. «La Perouse, como sabrás, había desaparecido con sus
dos barcos después de hacer numerosos descubrimientos y de haber
dado a entender que se hallaba en el Océano Pacífico. Las requisitorias
que luego se hicieron para encontrarle no dieron resultado alguno, por más
que el capitán D’Entre-casteux, que vino a tal fin por estos mares, pasó a
corta distancia de Vanikoro, a la que por esta causa llamó la isla de la
Indagación. Ya habían pasado cuarenta años desde que desaparecieron
las naves, cuando en 1826 el capitán inglés Lillon, visitando las islas de
este archipiélago, vio en poder de algunos isleños de Ticopia objetos de
hierro de procedencia europea y un medallón de plata, en el que aparecían
grabadas dos iniciales, que correspondían al nombre de La Perouse.

»Deseoso de conocer algo acerca de aquel naufragio, que conmovió a dos


mundos, dedicóse a buscar a dos marineros alemanes que trece años
antes habían desembarcado en la isla y encontrándolos al fin, todavía
vivos, les interrogó acerca de la procedencia de aquellos objetos.

»Supo entonces que habían sido llevados allí por algunos indígenas de
Vanikoro, los que a su vez manifestaron que cuarenta años antes

27
naufragaron allí dos grandes buques, una de cuyas tripulaciones fue
asesinada y devorada, y la otra, después de permanecer algunos meses
en aquel sitio, se hizo a la mar en una pequeña nave que construyeron los
mismos náufragos, algunos de los cuales quedaron en tierra.

»Además, el reyezuelo de Ticopia dijo que cinco años antes vio en


Vanikoro dos hombres que, por su color, debían de ser marineros de los
buques naufragados.

»No pudiendo Dillon disponer de mucho tiempo, siguió su viaje hacia la


India, y en Calcuta informó al secretario de la Compañía de Indias acerca
del descubrimiento que había hecho.

»En seguida se dispuso una expedición para explorar Vanikoro, y en julio


de 1827 desembarcó en dicha isla.

»Sus indagaciones hicieron plena luz en la desaparición misteriosa de la


expedición La Perouse, toda vez que pudo verse a una de las naves
sumergidas incrustada entre los bancos de coral, y además los
expedicionarios visitaron el lugar donde los náufragos construyeron el
pequeño barco. Los indígenas, por su parte, negaron haber asesinado y
devorado a una de las tripulaciones; pero sí debieron de cometer tales
excesos, pues sobre el techo de una cabaña llamada la «Casa de los
Espíritus» se hallaron cráneos de las víctimas.

»Dillon recogió gran número de objetos: áncoras, cuerdas, pedazos de


instrumentos geográficos y astronómicos, una campana fundida en Brest,
varios objetos de plata y de hierro y, por último, varias otras cosas,
algunas de las cuales regaló a Carlos X, entonces rey de Francia, y que
ahora se encuentran en el Museo de la Marina.

»Más tarde, Dumont d’Urville recogió en Vanikoro un cañoncillo, un áncora


y dos pedreros, que fueron unidos a las primeras reliquias de aquel
tremendo naufragio».

—¿Entonces los dos navíos encallaron en la costa? —preguntó Ana,


contemplando la isla.

—Sí, y por lo que se calcula, en una noche tempestuosa y oscurísima.

—Y ¿qué sucedió a los hombres que embarcaron en la nave construida

28
por ellos mismos?

—No se ha vuelto a tener noticias de ellos, pero un capitán inglés aseguró


haber visto distintamente hacia el 1811, en un estrecho brazo de mar de la
isla Salomón, una especie de mástil, provisto de todos sus accesorios, que
sobresalía de las aguas.

—¿Naufragaron otra vez?

—Así debió de ocurrir.

—¿Y no se hicieron indagaciones en la isla de Salomón?

—Ninguna.

—Sin embargo, alguno pudo salvarse y vivir aún…

—No sería imposible que algunos que entonces fueran jóvenes vivieran
todavía.

—¡Desgraciados! —murmuró Ana—. ¡Quién sabe cuántos de ellos serían


comidos por los antropófagos!

—Muchos, sin duda, porque los isleños de Vanikoro tienen muy mala fama.

—¿Son muy feroces?

—Mucho, Ana.

—Y ¿cómo pudieron vencer a los marineros de La Perouse, yendo éstos


armados de fusiles y cañones?

—Con flechas envenenadas.

—¿También conocen los venenos estos monstruos?

—Sí, los que usan son incurables. Los que son, aunque sea muy
ligeramente, heridos por una flecha envenenada, mueren sin remisión,
después de tres días de una agonía atroz, sin que haya remedio que
pueda salvarlos.

—También creo que usan lanzas.

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—Sí; pero la punta no es de hierro, pues no poseen ese metal, sino de
astillas de huesos humanos, que maceran durante algunas semanas en
agua del mar.

—¡Qué abominables salvajes, padre mío! ¡No quiero caer en sus manos!

—¡Bah! Tenemos una tripulación excelente que nos es muy adicta; un


buen buque y armas en tal cantidad que podríamos hacer frente a mil
polinesios reunidos.

En aquel momento se oyó en la estiba un ruido tan espantoso, que el


barco retembló, haciendo tambalearse a los marineros. El mismo capitán,
no obstante su probado valor, se puso pálido y su diestra cogió la culata
de la pistola que siempre llevaba a la cintura.

Eran gritos roncos, rugidos sofocados, maullidos potentes, acompañados


de golpes sordos, que parecían producidos por cuerpos pesados al chocar
con una pared de madera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ana, que instintivamente dio un paso hacia el


cuadro de popa.

—¿Habrán los tigres roto los jaulas? —preguntó el capitán, dirigiéndose al


segundo de a bordo, que acudía con un hacha en las manos.

—Es imposible, señor —respondió—. Los hierros son muy sólidos.

—Vamos a verlo.

Los dos hombres se dirigieron a la entrada de la bodega, que había sido


abierta, y miraron hacia adentro. Ante las doce jaulas, dentro de las cuales
rugían furiosamente y saltaban con rabia doce soberbios tigres reales,
vieron a un hombre que los miraba con profunda atención y sin demostrar
el menor miedo ante aquellas demostraciones de ferocidad.

Aquel hombre era el náufrago.

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CAPÍTULO IV. LA FRESCURA DE BILL
Estaba el náufrago tan absorto en su contemplación, que no se percató de
la presencia del capitán y del señor Collin. Con los brazos cruzados sobre
el pecho, seguía con mirada ardiente, que a veces parecía lanzar
relámpagos magnéticos, las evoluciones de las fieras, que continuaban
lanzando fuertes rugidos y que hacían esfuerzos para arrojarse sobre él.

Sus ojos fijábanse especialmente, y con gran atención, en una gruesa


tigre, que parecía la más robusta y la más feroz, siguiéndola en todos sus
movimientos con inexplicable obstinación. Se hubiera dicho que conocía a
aquella fiera de la jungla indiana, o que intentaba magnetizarla con el
poder de su mirada.

Al cabo de un rato, la tigre, que parecía enfurecida hasta el paroxismo, se


paró, mirando a su vez al náufrago que se mantenía firme ante la jaula y,
cosa extraña, se la vio agacharse, batiéndose los flancos con la cola y
permanecer inmóvil, como sí un poder oculto la hubiera sugestionado.

—¡Eh, amigo! —gritó el capitán, que había observado con viva curiosidad
toda aquella escena—, ¿sois acaso domador de fieras?

Ante aquella pregunta, el náufrago se volvió haciendo un ademán de


despecho. Levantó la cabeza hacia la escotilla y saludó a los dos jefes.

—No, señor —respondió después, esforzándose por sonreír.

—¿Conocéis acaso a esa tigre?

—Tampoco, aunque he visto muchas durante mis viajes.

—Se diría que la habéis magnetizado.

—No lo creo, capitán.

—Os digo que tenéis una mirada que fascina. ¡Mirad! Las otras fieras
tampoco se mueven y permanecen en el fondo de las jaulas, como si

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tuvieran miedo de vos.

—Bromeáis, señor —respondió el marinero con un tono brusco que


revelaba su disgusto.

—Ya lo veremos. Pero ¿por qué habéis abandonado vuestro camarote?

—Oí rugidos y vine aquí para saber de dónde procedían.

—¿Queréis subir a cubierta? Si os sentís mejor venid a respirar el aire


fresco.

—Gracias, capitán.

El náufrago, que parecía completamente restablecido, subió con ligereza


la escala y apareció en el puente. Al ver a miss Ana se paró sorprendido
fijando en ella una aguda mirada que despedía extraños fulgores; pero al
notar que le observaban los marineros y el capitán, sacudió la cabeza,
como quien trata de desechar un pensamiento importuno, y se quitó la
gorra, inclinándose y murmurando una palabra que nadie pudo oír.

—¿Cómo os sentís? —le preguntó el capitán.

—Muy bien, señor —contestó, sin separar los ojos de la joven miss.

—Y ¿vuestras heridas?

—Cicatrizando a ojos vistas. Pero… ¿dónde estamos, señores?

—Navegamos hacia el grupo de las Nuevas Hébridas.

—¡Ah! ¿Entonces estamos todavía lejos de la isla de Fidji?

—Espero que llegaremos a ella dentro de cinco o seis días y a tiempo para
salvar a vuestros compañeros. Si no los encontramos, mi hija sufrirá un
gran dolor.

—¡Ah! ¿Es vuestra hija la señorita? —exclamó el náufrago con acento


particular.

—Sí, miss Ana es hija mía.

—¿Y viaja siempre con vos?

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—Desde hace pocos años.

—¡Hermosa y valiente joven! —murmuró el marinero, mirando otra vez a la


muchacha—. Miss, os doy las gracias desde lo más profundo de mi
corazón por el interés que os inspiran mis compañeros de desgracia. Os
estaré reconocido por mucho tiempo.

—Es deber de toda mujer interesarse por los desgraciados —exclamó miss
Ana—. No perdonaríamos nunca a la tripulación que hubiera vacilado en
socorrer a unos infelices amenazados por los dientes de los antropófagos.

—Gracias, miss. Sois demasiado buena.

—Decidme, Bill —dijo de pronto el segundo, acercándose al náufrago—.


¿Habéis oído hablar de la isla de Norfolk?

El marinero, ante aquella brusca pregunta, que estaba muy lejos de


esperar, quedó como petrificado y una lívida palidez seguida de una
subida de sangre le pasó por el rostro. Volvióse hacia el teniente, que
parecía no haber dado importancia a su pregunta, y lanzándole miradas
que eran rayos, le dijo:

—¿Qué queréis decir?

—Nada. Os hago una sencilla pregunta.

—¡Ah! ¡Ahora comprendo! —exclamó Bill, golpeándose la frente—. Me


preguntáis si conozco una isla en la que se refugian los forajidos ingleses.
Pero ¿a qué viene esta pregunta?

—Ya os lo he dicho: por mera curiosidad.

—Conozco esa isla, de fama siniestra. Arribé a ella una vez a bordo del
«Alert», un buque americano que hacía el tráfico entre las islas del
Pacífico, como el vuestro. Mala isla, señores, y peores habitantes.

—Me lo imagino.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó el náufrago, como si quisiera cortar


aquella conversación, que le disgustaba.

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—Hace una hora que dejamos la isla de Vanikoro, y como os he dicho,
llevamos rumbo a las Nuevas Hébridas.

—Gracias, señor.

Se inclinó ante miss Ana, saludó al segundo y se sentó a proa sobre un lío
de cuerdas, sin decir una palabra más. Aquel hombre parecía presa de
una gran inquietud desde que el teniente, señor Collin, le hizo la pregunta.

Sus ojos, que tenían una luz falsa, giraban en sus órbitas, fijándose ya en
el teniente, que paseaba sobre cubierta, o ya en miss Ana, que paseaba
con su padre. De vez en vez sus puños se crispaban con rabia, como si
estrujara alguna cosa. Su rostro palidecía o se ponía color escarlata y sus
músculos experimentaban sacudidas nerviosas. Se habría dicho que una
cólera tremenda, a duras penas contenida, rugía en el corazón de aquel
marinero, recogido casi moribundo sobre las olas del Océano.

Por fortuna para él, la atención de los tripulantes, fue atraída hacia el mar
por la aparición de un magnífico pez velero o «swordfish», que es como lo
han bautizado los ingleses. Pertenece a la especie del pez espada, con el
cual tiene bastante semejanza, y se encuentra sólo en el Océano Pacífico,
donde es perseguido con encarnizamiento por los isleños, que aprecian
mucho su carne, que es delicadísima, especialmente cuando se trata de
un pez joven. Hay que tener cuidado al pescarlo, porque es de un
temperamento violento.

El que navegaba al lado de la «Nueva Georgia» medía, por lo menos, diez


pies de largo y tenía una especie de cuerno largo de dos metros, redondo
en su nacimiento y aplanado en el extremo, como el del pez espada.
Había desplegado su aleta dorsal, de la que se servía como de una vela,
dejándose conducir por el viento.

—¿Son peligrosos esos peces, padre mío? —preguntó Ana al capitán, que
seguía con curiosidad el rumbo del pez.

—Todos los isleños le temen, pues es tan valiente, que no retrocede ante
los tiburones ni las ballenas.

—Pues no es muy grande.

—Es verdad; pero su arma de defensa es fuerte y sabe servirse de ella. Es

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casi imposible encontrar uno que tenga el cuerno entero, y repara que ese
mismo lo tiene roto. En su rabia, se le ha visto precipitarse contra los
buques, que sin duda toma por ballenas, y hendir profundamente su
cuerno en ellos. Nuestra «Georgia» tuvo una vez su proa atravesada por el
arma de uno de esos peces.

—Y ¿qué hace después de hincar el cuerno?

—Permanece sujeto a la nave hasta que muere o lo mata la tripulación.

—¿Es fácil la pesca de esos animales?

—Muy difícil, Ana. Cuando son jóvenes, no cuesta mucho trabajo cogerlos
con redes fuertes; pero cuando son grandes y tienen el cuerno
desarrollado, rompen fácilmente las mallas, por fuertes que sean, y huyen.
Queda el recurso del arpón; pero apenas notan esos peces intenciones
hostiles en los barcos, dejan de acercarse.

El pez velero no sigue a los buques más que un corto trayecto, y de


improviso plega su aleta natatoria y se sumerge, desapareciendo de la
vista de la tripulación en el momento en que ya habían hecho sobre
cubierta todos los preparativos de arpones, etcétera, para darle caza, en la
esperanza de aprovechar su delicada carne.

La «Nueva Georgia» seguía en tanto filando hacia el Oeste, acercándose


al archipiélago de las Nuevas Hébridas, a la derecha del cual y a una
distancia de doscientas treinta o doscientas cincuenta millas se encuentran
el de Fidji. El viento se mantenía favorable, pero no era todavía regular,
sino que parecía tender a una nueva perturbación atmosférica, empujando
ante sí negros nubarrones.

Después de la puesta del sol, aquellos vapores que se habían visto hacia
el Sur invadieron con rapidez la bóveda celeste, en tal forma, que los
astros quedaron ocultos y el mar perdió su brillo. El viento, en vez de
crecer, cesó completamente, lo que no dejaba de ser extraño, y la «Nueva
Georgia» permaneció casi inmóvil y rodeada de negruras.

A poco ocurrió un fenómeno, frecuente en los climas cálidos y en virtud del


cual se rompieron aquellas tinieblas. El mar, un momento casi negro, se
iluminó extrañamente, como si bajo sus ondas hubieran encendido una
lámpara eléctrica de fuerza extraordinaria.

35
El agua parecía haberse convertido en bronce fundido, con reflejos
argentados, a los que se mezclaban líneas que parecían de fuego y que
cambiaban de forma a cada instante, hasta hacerse circulares, para volver
otra vez a ondularse caprichosamente. Las olas, al romperse contra los
negros flancos del buque, parecía que lanzaban millares y millares de
encendidas chispas de los más fantásticos y brillantes colores.

Bandadas de peces de formas a cuál más extraña, alargados y negros,


cortos, gruesos y de variados colores, corrían y jugueteaban en aquel mar
de plata, sumergiéndose para subir en seguida, devorándose los unos a
los otros y haciendo mil giros caprichosos y variados.

En tanto, inmóviles como sombrillas abiertas o como gigantescas setas,


mostrábanse los pólipos, de carnes transparentes y gelatinosas.

Millones de fosforescentes moluscos iban a la deriva, dejándose llevar por


el flujo y desplegando resplandores de tonos diversos; las pelagias, que
andaban con majestad, semejantes a paracaídas a merced del viento; las
meliteas, en cuyos brazos, extrañamente cruzados, sujetan lámparas de
una luz rojiza; las acalefas microscópicas, que parecen constelaciones de
diamantes de las más hermosas aguas; las veletas, en cuyas crestas
tiembla una luz azul de infinita dulzura, y los boreos, las medusas, los
osgris, y otros más cuyos resplandores, unidos a los que producen ciertos
pequeños moluscos de forma cilíndrica y de consistencia delicadísima que
se encuentran amazacotados a miles de millones, invaden una larga zona
del mar, haciéndolo maravillosamente bello.

La «Nueva Georgia», inmóvil sobre aquellas aguas, destacaba vivamente


su negro casco de aquel mar de plata fundente, y parecía, no que
navegaba, sino que se hallaba como suspendida en una atmósfera de
encendidas fosforescencias.

Miss Ana, el capitán Hill, el teniente Collin y todos los marineros


contemplaban con admiración aquel fenómeno, que es frecuente, como
hemos dicho, en tales regiones, pero cuya hermosura encanta y subyuga
siempre.

El náufrago, por su parte, habíase levantado lentamente y recostado sobre


la borda del buque; pero en vez de una mirada de admiración, aquel
extraño hombre derramó sobre el mar una ojeada opaca e hizo un ademán

36
de despecho, lanzando al mismo tiempo una sorda imprecación.

Poco a poco el fenómeno luminoso se alejó en dirección al Este, y la nave,


que filaba despacio en sentido contrario, permaneció otra vez envuelta en
tinieblas densas, que el fanal de proa no bastaba a romper.

El náufrago, que había vuelto a sentarse a proa, cuando vio brillar el mar a
lo lejos, se levantó con cautela, y parecía que su vista buscaba a alguien.

Repitió el gesto de despecho que ante hiciera, al no ver sobre el puente ni


al capitán, ni a miss Ana, ni al segundo.

Una profunda arruga se marcó en su frente y permaneció como perplejo.


Al ver pasar cerca a un marinero joven que acababa de dejar la cámara de
proa, y que no había oído la brusca pregunta del señor Collin acerca de la
isla de Norfolk, le detuvo, diciéndole:

—¡Eh, camarada! ¿Qué hora tenemos?

—Deben de ser las diez —respondió el marinero.

—¿Cuál de los oficiales está de guardia para el primer tumo?

—Asthor, el piloto.

—Y ¿el señor Collin?

—Hará la guardia de medianoche.

—¿Es un valiente oficial el señor Collin?

—Bravísimo, os lo aseguro.

—¿Goza de gran confianza a bordo?

—De la misma que disfruta Asthor, que navega hace veinte años con el
capitán Hill, y quizá de más.

—¿Es verdad que es el novio de miss Ana?

—No lo he oído decir, ni lo creo.

—Dime, camarada: ¿se cree de veras que yo sea un pobre marinero que

37
ha tenido la desgracia de naufragar?

—¡Por Baco! ¿No os hemos recogido en pleno mar a bordo de una balsa?

—Es verdad; pero me parece que el señor Collin me mira con cierta
desconfianza.

—Es un hombre desconfiado el teniente; pero no creo que tenga motivos


para desconfiar de vos.

—Tienes razón, camarada. Soy un loco al pensar que a bordo de la


«Nueva Georgia» se me mira con malos ojos. ¡Buenas noches!

El náufrago atravesó el puente con la frente arrugada y los brazos


cruzados sobre el pecho. Parecía muy pensativo y abstraído.

Al pasar junto a la escotilla se detuvo para escuchar a los tigres, que


lanzaban profundos rugidos.

—Tienen hambre —murmuró con voz sorda—. Y, sin embargo, aquí hay
carne para los doce tigres.

Después retrocedió lentamente hacia proa y fijó los ojos en las nubes, que
corrían alocadas por el cielo.

—La tempestad —articuló en voz baja— será fatal para alguien.

Reprimió una sonrisa helada que se dibujaba en sus labios y desapareció


por la cámara de proa.

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CAPÍTULO V. LOS ANTROPÓFAGOS DEL
OCÉANO PACÍFICO
Contrariamente a las previsiones de todos, el huracán, que parecía
amenazar otra vez a la «Nueva Georgia», no se presentó, y durante la
noche se aclararon las nubes y aparecieron las estrellas. Comprendíase,
sin embargo, que aquello debía ser sólo una tregua y nada más, porque el
viento seguía soplando del Sur, o sea, de la parte de donde se forman y
arrancan los tifones, y el mar conservaba la tinta plomiza que indicaba
como amenaza segura de un gran temporal.

Al día siguiente, al amanecer, la «Nueva Georgia», que durante la noche


había recorrido unas setenta millas, se encontraba frente al archipiélago
de las Nuevas Hébridas.

Este grupo es uno de los más importantes de aquella región, aunque en


aquel tiempo era muy poco conocido, como el resto, y aun hoy mismo lo
es imperfectamente, y se extiende sobre una superficie de ciento veinte
leguas. Quirós, que lo descubrió en 1768, lo llamó Nuevas Cicladas, y
Cook, que tenía la manía de cambiar el nombre a todas las islas, le dio el
de Nuevas Hébridas.

Las principales son: Fauna, que es la más notable, fértilísima, de aspecto


encantador, con un volcán y surtidores de agua caliente; mide siete leguas
de extensión y tres de anchura. Koromango, de casi iguales dimensiones y
que goza fama porque de sus bosques se extrae el precioso polvo de
sándalo, de delicado perfume. Mallicolo, que tiene una longitud de
dieciocho leguas, y siete de ancho. Sandwich, notable por la belleza de
sus perspectivas. Santo Espíritu, que es la isla mayor y que se supone sea
una de las más hermosas y fértiles del mundo. Muchas otras más
pequeñas rodean el grupo principal y se extienden hacia el Sudeste, hasta
sesenta y cinco leguas a la extremidad de la Nueva Caledonia.

Sus habitantes, exceptuando los de Fauna, no gozan mejor fama que los
demás polinesios, porque los navíos que llegaron a fiarse de ellos se

39
vieron obligados a hacer uso de las armas de fuego para librarse de sus
rapiñas y de sus dientes.

Son de estatura baja, gráciles, de piel bastante bronceada, y la mayor


parte de ellos salvajes como animales. Los de Mallicolo, especialmente,
son de rostros tan horribles, que los monos junto a ellos resultan hermosos.

La «Nueva Georgia», que navegaba con bastante velocidad, se mantuvo


prudentemente lejos de aquellas costas inhospitalarias, pero los isleños
vieron el buque y acudieron en buen número a la playa, agitando sus
lanzas y sus arcos en son de amenaza. Lanzaron algunas flechas, que
cayeron bastante lejos del barco, y el capitán Hill, que no quería perder
tiempo en desagradables aventuras, no se dignó contestar.

Hacia el mediodía, y a distancia de una treinta millas de la isla Barwal, la


«Nueva Georgia» encontró dos canoas fuertemente amarradas la una a la
otra y que se comunicaban por un puente, en el que había unos doce
salvajes de pequeña estatura, piel bronceada, cabeza alargada y nariz
chata, casi desnudos y armados de lanzas cuyas puntas parecían
esquirlas de huesos probablemente humanos.

Al ver que el buque pasaba de largo, la canoa, maniobrada por diez


remeros, trató de seguirlo con la esperanza de lograr alguna cosa, fuera
de grado o por fuerza. El capitán Hill ordenó que la nave siguiera hacia el
Norte y mandó disparar un pequeño cañón que llevaba escondido bajo el
castillo de proa. La detonación y además la imposibilidad de alcanzar al
velero, que corría con la velocidad de ocho nudos por hora, hicieron
desistir a los feroces salvajes de su loco propósito.

—Dime, papá: ¿son muchos los habitantes de estas islas? —preguntó miss
Ana al capitán.

—Cuando Bougainville los vio en 1799 estimó su número en doscientos


mil, y Cook confirmó dicha cifra; pero actualmente quedará sólo la mitad.

—Y ¿por qué tal disminución?

—Porque los isleños están casi siempre en guerra entre ellos y los
vencedores se comen a los vencidos, estén heridos o sanos.

—Y ¿asisten las mujeres a esos monstruosos banquetes?

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—No, porque las mujeres no pueden comer en compañía de los hombres;
pero se hacen sacar la parte que éstos les destinan de sus prisioneros.

—¿Ni siquiera con sus maridos pueden comer las mujeres?

—No, porque el marido la considera simplemente como una bestia de


carga. Su condición es tan miserable y humillante, que suelen matar a las
hijas para librarlas de tanta degradación.

—¡Qué horribles salvajes! Y ¿a qué raza pertenecen?

—A la melanésica; pero se nota en ellos la influencia de la raza polinésica.

—Dime: ¿son antropófagos todos los pueblos que habitan las islas del
Océano?

—Casi todos.

—¿Por necesidad, acaso? Me han dicho que en las islas del Pacífico
escasean los animales y los árboles frutales.

—Sí, pero no en todas. Algunas abundan en perros, gatos, pájaros y


árboles que dan sabrosos frutos, y además, el mar que las rodea
proporciona abundante pesca. A pesar de esto, los habitantes son
antropófagos y se comen a sus enemigos en variadas salsas. Hubo un
tiempo en que no se creía en la antropofagia; pero después de los viajes
de Van-Diemen, Tasman, La Perouse, Bougainville, Cook, Quirós,
Mendaña, y otros hubo de reconocerse su existencia. Algunas tribus
sacrifican a sus enemigos por espíritu religioso, pero se los comen
además; otras, por escasez de alimentos; otras, por odios y además por
heredar el valor y las virtudes del muerto, como, por ejemplo, los
australianos, que comen con preferencia el corazón de sus enemigos para
adquirir mayor energía; los maoríes de la Nueva Zelanda, el ojo izquierdo
ante todo, porque, según sus creencias, es el alma del muerto, y las tribus
americanas del Amazonas, que queman el cadáver y tragan después las
cenizas para apropiarse de los rezos que en vida hiciera su víctima.

—Y ¿la antropofagia existe sólo en las islas del Gran Océano?

—No, Ana —contestó el capitán—. Más o menos, todos los pueblos han
practicado el canibalismo. Los galos, que son los antiguos franceses,

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comían hombres, y de ello dan fe los osarios descubiertos cerca de París,
en Ville-Neuve-Saint-George y en Saint-Mauro. En Portugal, en una sola
caverna u osario, fueron hallados nueve mil quinientos dientes humanos y
gran número de huesos, en los que se advertían señales de haber sido
cortados y asados cuando conservaban la carne. Comían hombres los
habitantes del Asia Menor, los japoneses y los mejicanos por espíritu
religioso, y añadiré que estos descendientes del gran imperio de
Moctezuma reprochaban a los españoles el sabor amargo de sus carnes.

—¡Es increíble! —exclamó miss Ana con horror.

—Y, sin embargo, ciertísimo: hoy la ciencia lo ha puesto en claro. La


antropofagia está todavía muy extendida. Se comen hombres entre los
battias de Sumatra, donde el canibalismo toma el aspecto de castigo; entre
los indios de la América del Norte, por venganza; entre los cafres, los
caribes, los maoríes; en el Congo, en Tombuctu, en Dahomey y en el
Ogoway, por puro placer. Añadiré, por último, que en Taiti, isla hoy
civilizada, no hace mucho tiempo, en un periodo de carestía, fueron
comidas tantas personas, que se llamó a aquella época la «estación de
comer hombres», y que en Francia, en 1090, y en Egipto, en 1200, en
tiempos de escasez, se salía a cazar personas para vender su carne.

—¡Es horrible!

—Pero histórico, Ana. Por otra parte, hoy mismo, de cuando en cuando,
corre la noticia de escenas de canibalismo ocurridas entre náufragos. Las
crónicas marítimas están llenas de estos espantosos relatos, aunque,
afortunadamente, el canibalismo en tales casos obedece, no a la
glotonería, sino al imperioso grito del hambre.

—¿Los salvajes dicen que es excelente la carne humana? —preguntó el


teniente, que desde algunos minutos antes asistía a la conversación.

—Todos están conformes en elogiar el gusto exquisito y la delicadeza de


la carne humana; pero dicen que la de raza blanca es amarga y muy
salada.

—Tengamos siquiera el consuelo de que no quieran comernos, si


llegamos a caer en sus manos.

—No dejan de tener medios para hacerla excelente, señor Collin —dijo el

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capitán, riendo—. Yo sé que los isleños de Fidji tienen un modo especial
de cebar a sus prisioneros para que sean más suculentos.

—Compadezco a los compañeros de Bill que han tenido la desgracia de


caer en poder de esa gente. Aunque ¡quién sabe si será una fortuna!

—¿Por qué, teniente? —preguntó el capitán, sorprendido.

—Yo me entiendo, señor Hill.

—Explicaos —dijo miss Ana.

—Ahora, no.

En aquel momento oyeron hacia su derecha una especie de gruñido.

El náufrago estaba a tres pasos de distancia y debió de haber oído las


palabras del segundo.

Por fortuna para él, nadie le vio fijar en el señor Collin una mirada que
lanzaba relámpagos y apretar los puños con tal fuerza que sus uñas se le
clavaron en las palmas de las manos.

Se alejó silenciosamente, sin haber sido descubierto, y se sentó a proa;


pero sus miradas se dirigían siempre, ya hacia miss Ana, ya al señor Collin.

¿Qué cosa meditaba en aquel momento aquel enigmático personaje, en


cuya mirada podía leerse al mismo tiempo una extraña ternura y un
relámpago de odio profundo?

En breve nos lo dirán los acontecimientos.

Hacia el mediodía aumentó la violencia del viento y el barómetro bajó


bruscamente, mientras las olas que venían del Sur se hacían más
frecuentes y cada vez más altas. Se veían subir a gran altura, mostrando
sus crestas cubiertas de blancas espumas y venían a romperse con
violencia contra la «Nueva Georgia», que cabeceaba vivamente.

Los tigres, como si presintieran la proximidad de la tempestad, se


mostraban muy inquietos, y en la estiba se oían incesantemente retumbar
sus roncos rugidos, que hacían palidecer a los marineros no habituados
aún a tan desagradable concierto.

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El capitán, para no dejarse coger desprevenido ante aquel huracán que
desde hacía dos días parecía reunir fuerzas para desencadenarse con sin
igual furor, hizo arriar las altas velas del trinquete y el contratrinquete y
amainar la lona, que mandó desplegar por la mañana por ganar velocidad.
No satisfecho aún, reforzó las amarras y ató sólidamente los botes, cuya
pérdida hubiera sido funesta, así como mandó otras varias operaciones
propias de un marino tan excelente y experto como él era.

—¿Tenéis algún tifón? —le preguntó Ana, que no abandonaba la cubierta.

—Sí, y no te ocultaré que este huracán me da mucho que pensar, pues


nos encontramos en un mar desprovisto de islas e islotes y además de
una profundidad que espanta.

—¿Hay abismos inmensos en el Océano Pacífico?

—Horrorosos, Ana.

—¿En qué sitio es más profundo?

—Según los últimos sondeos, la mayor profundidad se encuentra al


mediodía del Kamchatka, península de la cosa asiática. Allí la sonda tocó
fondo a ocho mil quinientos quince metros.

—¡Ocho kilómetros y medio de profundidad!…

—Y se cree que hay aún mayores honduras, suponiéndose que en ciertos


sitios llegan a catorce y dieciséis kilómetros.

—¿Y todos los océanos tienen tales abismos?

—La profundidad media del Gran Océano será de cuatro mil trescientos
ochenta metros; pero se sabe que entre las islas Fidji, Tonga y Samoa
existe un abismo de ocho mil ciento dos metros, según unos, y de ocho mil
doscientos ochenta, según otros navegantes. En el Atlántico hay fondo a
cuatro mil veintidós metros hacia el Norte y tres mil novecientos veintisiete
al Sur; en el Océano Indico, a tres mil ochocientos tres. Hay que convenir,
sin embargo, en que dichas profundidades serán aún mayores medidas
con instrumentos o sondas más perfeccionadas.

—Pero la vida a semejante profundidad no podrá existir.

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—¿Y por qué, querida?

—Por la gran presión que debe de ejercer tan inmensa masa de agua.

—En un tiempo se creía eso, y aun añadiré que se suponía que el agua
tan espantosamente comprimida tendría una densidad semejante a la del
hierro o el plomo. Creíase que una bala de hierro arrojada a ese mar
profundo no llegaba al fondo del abismo, sino que se mantendría entre dos
aguas apenas llegaba al punto en que la densidad del líquido era igual a la
del hierro. Recientes experimentos han demostrado, no obstante, que la
presión es tan ligera que no constituye un impedimento para que puedan
vivir en el fondo de los abismos los peces que nadan en la superficie del
mar. Además, si esa fuerza fuera tan enorme como se creía, ¿cómo
vivirían los crustáceos que pueblan esos insondables fondos marinos?
Sería preciso que fueran tan resistentes como el hierro, y lo son mucho
menos.

—La demostración es clara, padre mío… Pero ¡está lloviendo!

—El tiempo se pone malo. Retírate, Ana, que pronto tendremos un


huracán de los más furiosos, y en el puente no se podrá estar a causa del
viento.

Efectivamente, la tempestad avanzaba con rapidez, ocultando la bóveda


celeste y oscureciendo el Océano Pacífico, que una vez más iba a
desmentir el nombre que le dio Magallanes.

La tripulación estaba toda sobre cubierta, dispuesta a sostener la lucha, y


se veía a todos interrogar con ansiedad las nubes y las olas.

Aquellos lobos de mar presentían una tempestad terrible. Sólo el náufrago,


que seguía sentado a proa sobre un lío de cuerdas, parecía tranquilo y
sonreía a cada mugido de las olas, mirando con ojos de fuego al teniente
Collin, como si meditara un siniestro proyecto.

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CAPÍTULO VI. EL DELITO DEL NÁUFRAGO
El Océano Pacífico se encrespaba a ojos vistas. Parecía que una fuerza
misteriosa, subiendo desde los inmensos abismos del fondo, lo levantara
cada vez más. Montañas de agua, que así podían llamarse, venían del
Sur, montando las unas sobre las otras, hasta romper en espuma que se
abría como un lienzo blanco sobre la pronunciada ondulación de las
aguas. Con largos mugidos chocaban con los flancos de la nave, que se
estremecía desde la sentina a la borda y se inclinaba, ora de babor, ora de
estribor, con balanceos violentísimos, semejándose algunas veces a un
caballo encabritado.

El mar había perdido su azul brillante y aparecía entonces oscuro, casi


igual en negrura a las nubes, que corrían desordenadamente,
acumulándose en los inmensos espacios del cielo.

El viento, que poco antes era ligero, parecía impaciente por volar y corría
impetuoso de Norte a Sur y de Este a Oeste, con tendencias a adquirir un
movimiento circular. Silbaba a través de mil cuerdas de la «Nueva
Georgia», chocaba con furor en palos y escalas, haciéndoles curvarse, y
hacía crepitar las velas hinchadas como si fueran a reventar.

El capitán Hill vio con gran emoción, al consultar el barómetro, que


señalaba la cifra extraordinaria de ¡705 milímetros!

—Es un verdadero tifón lo que va a asaltamos —dijo al teniente Collin, que


se había colocado cerca del timonel.

—Pero ¿cómo se forman esos tifones que han adquirido tan triste
celebridad en los mares del Japón, de la China y del Gran Océano?
—preguntó el teniente.

—Nacen generalmente del encuentro de dos o más corrientes de aire


contrarias, las cuales provocan un movimiento de rotación peligrosísimo
para las naves que se encuentran en medio.

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—¿Y abarcan mucho radio?

—Cuatrocientos o quinientos kilómetros, comúnmente; pero se han


observado ciclones de mil kilómetros de extensión, y temo que éste que se
está formando sea tan amplio, porque la depresión barométrica es
considerable.

—¿Qué dirección llevan ordinariamente?

—Van del Sudoeste al Nordeste, y su movimiento circular en el encuentro


de las dos corrientes es de derecha a izquierda.

—¿Tendremos también tromba marina?

—Es probable, teniente, y por lo mismo haremos bien en preparar el


cañoncito.

—¿Queréis deshacerla con la bala?

—Basta la detonación las más de las veces para romperla de un golpe. La


bala sería inútil, porque se limitaría a atravesar la columna de agua.

—Pero eso, ¿no es peligroso para una nave que se halla a poca distancia?

—Sí, es verdad; porque la masa líquida, al precipitarse sobre el mar,


levanta olas enormes; pero todo se debe intentar antes que dejarse abatir
por esa furiosa columna líquida, dotada de tal fuerza rotatoria que puede
levantar y transportar a larga distancia barcos enormes.

Un relámpago que hendió la masa de nubes como si fuera una gigantesca


cimitarra, seguido a poco de un horrible trueno, cortó la conversación.

El capitán Hill dejó aquel sitio y subió al puente de mando para dirigir la
maniobra, mientras el teniente Collin marchó a proa, donde los hombres se
disponían a amainar los foques y a afirmar las velas bajas.

El huracán se acercaba con rapidez extraordinaria, revolviendo el mar y el


cielo. Impetuosos golpes de viento, después de empujar y elevar las olas,
que subían con tremendos mugidos, se encontraban, chocaban unas con
otras, sobre la «Nueva Georgia», que huía hacia el Sudoeste con la
rapidez de un pájaro.

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El sol había desaparecido hacía ya algunas horas y una profunda
oscuridad pesaba sobre el Gran Océano. A la luz de los relámpagos se
veían voltear en el aire, impulsados por la fuerza del ciclón, los grandes
albatros, con sus plumas blancas y negras, su pico grueso y fuerte hasta
poder romper el cráneo de un hombre, y con sus amplias alas, que medían
no menos de cinco metros de extensión.

Se les veía luchar con el viento, dar desordenadas vueltas sobre las velas,
y se escuchaban, sobresaliendo de los mugidos de la Naturaleza irritada,
sus gritos agudos y discordantes.

Los mismos habitantes del mar parecían inquietos, pues se divisaba cruzar
rápidamente por las olas numerosos escualos con poderosas mandíbulas
dotadas de tres hileras de dientes, y lanzarse al aire bandadas de
«exocoetus evolans», extraños peces provistos de largas aletas,
semejantes a las alas de los pájaros, y que, dando en el agua un coletazo,
recorren volando una distancia de ciento cincuenta a doscientos metros,
para elevarse otra vez apenas caídos al mar, ayudándose al efecto con las
aletas pectorales, lo que hace creer que tienen cuatro poderosas alas.

A pesar de verse asaltada por todos lados por el oleaje, que barría por
completo el puente, la «Nueva Georgia» se portaba bien y se mantenía
valiente frente al huracán.

Guiada por la férrea mano del viejo Asthor, manteníase sobre la vía del
Sudoeste, para refugiarse, en caso desesperado, en la ensenada de
cualquier isla. Corría desenfrenadamente la pobre nave, cubriéndose de
agua de proa a popa; caía en el fondo de los abismos espumosos y en
seguida montaba hasta la cresta de las montañas de agua para hundirse
otra vez tocando casi el mar con el árbol del bauprés, tanto se inclinaba de
proa; pero siempre salía victoriosa de aquellos asaltos que no le daban un
instante de tregua.

A poco, por la parte del Sur, cuando el viento, ya desencadenado, perdió


toda dirección, girando en todos sentidos y provocando los encuentros de
corrientes, que son generadores de los ciclones, apareció una especie de
cono que parecía bajar de las nubes para caer velozmente sobre la
revuelta superficie del Océano Pacífico.

El capitán Hill, aunque muy valiente y dispuesto a todo, palideció al ver el


fenómeno.

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—Se forma una tromba hacia el Sur —dijo, dirigiéndose al teniente Collin,
que se le había acercado sobre el puente de mando.

—La «Nueva Georgia» huye rápidamente, señor —respondió el


teniente—. Ya estaremos lejos cuando se haya formado la tromba.

—Confiemos en Dios. No temo por mí, sino por mi pobre Ana.

—Tengamos esperanza, señor…

El huracán crecía cada vez más. Los golpes de viento eran tan
impetuosos, que parecían salir de un inmenso fuelle colocado cerca de la
nave. Sacudían horriblemente los palos, rasgaban las velas, hacían voltear
como plumas a los más pesados objetos. Era tal la desolación y el ruido en
la arboladura, que podía temerse un total derrumbamiento.

Olas y más olas caían sobre la nave, barriendo la cubierta de proa a popa,
de babor a estribor, haciendo gemir el cordaje y los palos, produciendo
averías en los botes y abriendo brechas en la obra muerta. Parecía que
iban a acabar por abrir los flancos del buque y hundirlo en los espantosos
abismos del Océano Pacífico.

La noche había llegado, una noche negra como el fondo de un barril de


alquitrán. No se veía más que tinieblas, las cuales se habían extendido por
todo el Océano, como si de un momento a otro quisieran hacer más
peligrosa y más horrible la situación de la «Nueva Georgia». Solamente en
el horizonte brillaba de cuando en cuando algún relámpago, y a su rápida
luz se veían correr por la cubierta marineros con el cabello en desorden,
los rostros pálidos y los ojos desmesuradamente abiertos. Sobre el puente
de mando veíase la alta silueta del capitán Hill, y a proa la tétrica figura del
náufrago.

En medio de los ruidos de la tempestad, los silbidos agudísimos del viento


y los rugidos de las olas, se oían incesantemente en las profundidades de
la estiba los gritos poderosos de los doce tigres, los cuales, aterrados,
locos de miedo, en el paroxismo de la rabia, se debatían con furia dentro
de sus jaulas.

Hacia la medianoche, una ráfaga, más impetuosa que las otras, chocó con
tal violencia con el buque, que materialmente lo levantó de popa, casi

49
sumergiendo la proa.

El capitán Hill, temiendo que la «Nueva Georgia» cayera de costado para


no levantarse más, ordenó amainar las velas del trinquete y de mesana,
contentándose con mantener desplegadas las velas bajas.

Algunos marineros pretendieron subir a las vergas, pero las sacudidas que
daba la nave y los golpes de mar, cada vez más densos, lo impidieron,
viéndose obligados a bajar a cubierta para no ser lanzados al mar. Dos
hombres, después de correr mil peligros, pudieron recoger la vela de
mesana y enrollarla.

La de trinquete, impelida por las ráfagas, daba tan violentos golpes, que
comprometían la seguridad del navío y amenazaban romper el palo. Era
necesario arriarla, o por lo menos cortarla de una cuchillada.

El segundo, señor Collin, joven valiente que desafiaba con intrepidez los
peligros, al ver que eran vanos los esfuerzos de los marineros, se lanzó a
proa y, aferrándose fuertemente a la escala, se elevó en las tinieblas. Otro
hombre le había seguido: era el náufrago.

Sin ser visto, había aprovechado la oscuridad profunda y el terror de los


marineros, arrojados contra las bordas por los golpes de mar, y saltando a
las escalas con la agilidad de un mono, subió a fuerza de brazos, llegando
al mismo tiempo que el teniente a la vertiginosa altura.

—¿Vos aquí, Bill? —le preguntó el segundo, al verle cerca.

—Sí, señor teniente —respondió el náufrago con acento extraño—. ¿Os


sorprende?

—¿Por dónde habéis subido?

—Por la escala.

—Ayudadme, pues.

El teniente montó en el peñol, manteniéndose sujeto a la barra de hierro


que hay encima, y apoyando los pies en la cuerda que pasa por debajo,
trató de recoger el cabo de maniobra para enrollar la vela. De pronto sintió
que dos manos vigorosas le agarraban por la garganta, con tal fuerza que
le imposibilitaban de dar un solo grito. Haciendo un esfuerzo desesperado

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volvió la cabeza y vio ante sí la tétrica figura del náufrago, en cuyos labios
se dibujaba una satánica sonrisa. Abandonó con una mano la barra para
poder defenderse, pero el náufrago era robusto y en aquel momento
parecían haberse triplicado sus fuerzas.

El buque, castigado por las olas, cabeceaba furiosamente, y el viento


sonaba con rugidos tremendos entre la arboladura y hacía oscilar a los dos
hombres; pero la lucha continuaba, sin que entre ellos se cambiara una
sola palabra. El pobre teniente, que no podía abandonar el peñol para no
estrellarse sobre el puente del buque, sólo oponía una débil resistencia y
comenzó a sentirse estrangulado por su enemigo.

Aquella lucha entre el cielo y el mar, en medio de negras tinieblas y de la


borrasca que rugía, duró un solo minuto. El señor Collin se sintió
arrastrado casi hasta la extremidad del peñol y perdió los sentidos.

El náufrago esperó a que la nave se inclinase de estribor, manteniéndose


sujeto al peñol con las piernas, y entonces precipitó a la víctima en el
revuelto Océano, cuyas aguas se abrieron para sepultarla.

—Uno que no hablará más —murmuró sordamente el náufrago—. ¡Anda a


contar a los peces si vengo o no de la isla de los forzados!

Giró los ojos en tomo suyo para ver si alguien le había visto y bajó
silenciosamente a cubierta, confundiéndose bien pronto entre la tripulación.

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CAPÍTULO VII. LOS ESCOLLOS
Ni el capitán Hill, que se hallaba sobre el puente de mando; ni el viejo
Asthor, que concentraba todos sus esfuerzos en la barra del timón para
mantener el barco en el buen camino; ni la tripulación, muy ocupada en las
maniobras, en eludir las olas que a cada momento inundaban la cubierta,
y, sobre todo, en cuidar de las velas bajas, se dieron cuenta de la caída
del teniente Collin.

El irritado mar y las tinieblas habían ocultado aquel asesinato, tan


detenidamente premeditado por el siniestro hombre y tan fríamente
consumado.

Una vez en cubierta, el náufrago se había deslizado cautelosamente a


proa y parecía ocupado en la maniobra de los foques, seguro de no haber
sido visto por nadie, pues la oscuridad no permitía distinguir nada a pocos
metros de distancia. A pesar de su aparente calma, más de una vez se
había inclinado sobre la proa para observar profundamente aquellas aguas
irritadas, y escuchando con atención, ante el temor de que el pobre
teniente siguiera al barco y pidiese socorro.

Seguramente la conciencia de Bill, por ducho que fuera en los delitos, no


debía de estar tranquila en aquellos momentos, porque cada vez que
tropezaba con las miradas de algún marinero palidecía horriblemente y se
dibujaba en sus labios la extraña sonrisa que casi nunca le abandonaba y
que era como una mueca de su perversidad.

Pasaron diez minutos, y la «Nueva Georgia», impelida por el huracán,


había recorrido una milla, cuando el capitán Hill, viendo todavía
semidesplegada la vela y no distinguiendo entre la tripulación al teniente,
se puso a gritar.

—¡Eh, señor Collin! ¿Dónde estáis? ¿Queréis algún auxilio?

Sólo contestaron a aquella pregunta los mugidos de las olas y los silbidos
cada vez más estridentes del aire.

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Creyendo el capitán que no le había oído, abandonó el puente de mando y
se colocó al pie mismo del palo trinquete, tratando de distinguir al teniente
entre las velas y el cordaje; pero la oscuridad era tan profunda que nada
pudo ver.

—¡Señor, Señor Collin! —replicó con voz potentísima.

También esta vez quedó sin contestación la pregunta.

—Apostaría un penique contra una libra esterlina a que el señor Collin está
en lo alto del palo —dijo un marinero que salió del castillo de proa, y se
acercó para ver mejor.

—¡Imposible! —exclamó el capitán, poniéndose pálido.

—Sin embargo, señor, yo no lo veo ni en la cofa, ni en la cruceta, ni en los


penóles —añadió el marinero.

—¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? Pero ¿cuándo?… ¿Cómo?…


¿Habéis oído algún grito?

—Ninguno, señor —respondieron los marineros, que se habían agrupado


cerca del palo.

—¿Ni le habéis visto descender?

—No.

—¿Se habrá caído al mar?

En aquel momento un relámpago rompió la oscuridad que pesaba sobre el


Océano. Todos los ojos se fijaron en la alta vela y todos vieron
perfectamente que el segundo no estaba allí en el palo.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán, haciendo un gesto de desesperación.

Lanzóse hacia la amura de babor, escudriñando las olas, y gritó lo más


fuerte que pudo:

—¡Señor Collin!… ¿Dónde estáis?… ¡Responded, en nombre de Dios!…

Tampoco tuvo aquella llamada mejor éxito que las otras. El mar seguía

53
rugiendo, el viento silbaba a través de la arboladura, pero no se oía voz
humana alguna mezclarse a la enfurecida voz de la tempestad.

—¡Perdido! —exclamó el capitán Hill con desesperado acento—. ¡Asthor,


viremos a bordo!

—La tempestad es violenta, señor, y las olas combaten los flancos —dijo
el viejo marinero.

—¡Es preciso intentar salvarle!

—¡Reparad, señor, que ponemos en peligro el buque!

—¡No importa, Asthor!… ¡Hay que afrontarlo todo por salvarle! ¡Vosotros,
a las velas! ¡Dispuestos, que se va a virar!

Era una locura pretender virar de bordo con aquel huracán que asaltaba
furiosamente a la a «Nueva Georgia». Las olas, al estrellarse contra un
costado, podían remover la carga de la estiba y determinar la catástrofe;
pero el capitán Hill era un hombre de gran corazón, que quería mucho a
sus gentes, y pretendía intentar a todo riesgo la salvación del desgraciado
teniente.

Bajo la robusta mano del viejo piloto, la «Nueva Georgia» viró de bordo,
presentando por algunos instantes el costado a la fuerza de las olas. Bajo
el impulso formidable de aquella masa líquida, a la que el viento empujaba
con extraordinario poder hacia el Este, se llegó a tener por inevitable el
naufragio; pero el barco pudo dar prontamente la vuelta y se halló sobre el
camino recorrido, afrontando con su afilada proa el huracán, que entonces
se le presentaba de frente.

El capitán Hill y gran parte de la tripulación, agarrados al castillo de proa,


escudriñaban ávidamente entre las tinieblas y de cuando en cuando
llamaban a gritos al teniente. El artillero de a bordo había hecho conducir a
cubierta el pequeño cañón y lo descargaba a intervalos de dos o tres
minutos.

Alguna vez, entre el fragor de las olas, parecía oírse una lejana voz y un
grito de angustia; pero en seguida la tripulación se convencía de haberse
engañado. El viento, cuando silba entre la arboladura, produce muchas
veces sonidos tan extraños que se les suele confundir con gritos de

54
náufragos.

—¡Está perdido! —exclamaba el capitán, mesándose los cabellos—.


¡Pobre Collin!… ¡Tan bueno, tan valiente y tan joven!… ¡Oh, temo que no
voy a verle más!

—Si estuviera vivo, hubiera respondido a nuestros gritos y a nuestras


señales, señor —dijo el viejo Asthor, que había confiado el timón al
contramaestre.

—Pero ¿cómo ha podido caer sin dar una voz y sin que le viéramos?

—Le faltarían de pronto las fuerzas, y el viento lo arrancaría del peñol. Tal
vez le derribara una sacudida.

—Pero ¿sin dar un grito?

—Quizá recibiría un golpe que le privó de sentido.

—Hay que suponerlo así, Asthor.

—Si cayó, a estas horas el pobre oficial reposa en el seno de las aguas.
Volvamos ruta, capitán.

Seguir luchando contra la tempestad, que había girado al Oeste, no era


prudente. Es verdad que el buque era sólido, pero de un instante a otro
podía ceder ante los esfuerzos, cada vez más poderosos, de aquella masa
líquida.

La «Nueva Georgia», guiada por Asthor, que había recobrado la barra del
timón, viró nuevamente de bordo y recobró la ruta primera, dejándose
llevar por el huracán, que no parecía con tendencia a ceder.

No obstante, ni el capitán Hill ni la tripulación dejaban de mirar ansiosos


hacia el Océano, cuyas ondas se habían tragado al teniente Collin, y
aunque ya estaban lejos del sitio en donde debió de ocurrir el accidente,
no por eso dejaban de inclinarse sobre las bordas, como si tuvieran la
esperanza de ver flotar el cadáver del audaz y esforzado marino.

Un hombre solo parecía contento de alejarse de aquellos sitios, y este


hombre era el náufrago, que ya se consideraba seguro, sabiendo que el
Océano no restituye sus presas y que sabe guardar muy bien los secretos.

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Al principio había tenido miedo, sobre todo cuando el buque viró, no
estando cierto de que el teniente hubiera muerto; pero ahora nada tenía
que temer y podía respirar tranquilo.

El delito no había tenido testigos; nadie había presenciado la escena que


se desarrolló en el peñol. ¿A quién, pues, temer?

Entretanto, la «Nueva Georgia» seguía huyendo ante el huracán, con una


velocidad que el capitán Hill estimaba superior a trece nudos. Se acercaba
a la isla en la que, según había dicho el náufrago, debían encontrarse los
superviviente de la catástrofe que relató.

Podía asegurarse que no estaba lejana la isla, porque ya el Océano


rompía sus olas con mayor furia, señal evidente de que estaba para ser
encerrado entre las islas del archipiélago fidjiano.

Hacia las dos de la mañana, un marinero que había subido al castillo de


proa para enrollar la vela del trinquete, señaló un fuego que se divisaba
hacia el Sudeste.

El capitán dirigió el anteojo en aquel sentido y descubrió un punto


luminoso que aparecía y desaparecía, según las montañas de agua subían
o bajaban.

«¿Estamos ya en el archipiélago fidjiano?», se preguntó. «Quisiera estar


todavía a trescientas leguas de distancia, más bien que encontrarme cerca
de esa tierra con esta tempestad».

En aquel momento apareció miss Ana sobre el puente. La valerosa joven


llevaba puesto un largo abrigo de tela impermeable y no parecía asustada,
aunque la «Nueva Georgia» seguía cabeceando con fuerza y las olas
barrían la cubierta, corriendo de proa a popa.

—¿Dónde estamos, padre mío? —preguntó.

—¡Qué locura, Ana! ¡Subir al puente, con este huracán! —dijo el capitán,
saliendo a su encuentro.

—Estoy intranquila, papaíto, y me parece que cerca de ti no corro peligro


alguno. ¿No tiende a cesar el temporal?

—Todavía no, y me temo que se prolongue mucho.

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—¡Qué noche tan horrible!

—Tremenda, Ana, y desgraciada para uno de nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Collin no está ya en el buque.

—¡Muerto!

—Ha desaparecido mientras hacía una maniobra en la arboladura.

—¡Qué desgracia! —exclamó la joven, con la voz sofocada—. ¡Muerto!…


¡Él, muerto!…

Dos lágrimas cayeron por sus mejillas y un sollozo desgarró su pecho.

—¡Muerto! —repitió por tercera vez—. ¿Y tú no le has salvado?

—Nadie le vio caer al mar, y cuando me enteré de su desaparición


estábamos ya muy lejos.

—¿Y no volvisteis atrás?

—Viramos de bordo, con riesgo de naufragar, y buscamos detenidamente,


pero el desgraciado había desaparecido.

—¡Ah, padre mío!

—¡Tierra a proa! —gritó en aquel momento un marinero.

—¡Los escollos a estribor! —gritó otro que se mantenía derecho sobre la


amura, agarrado a las escalas del palo mayor.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán Hill—. ¿Dónde estamos?

Iba a dirigirse a proa cuando un hombre le cerró el paso; este hombre era
el náufrago.

—¿Qué queréis, Bill? —le preguntó.

—Si deseáis conservar la vida, mandad enrollar las velas y procurad pasar

57
de largo —respondió el náufrago con voz sorda.

—¿Conocéis estos lugares?

—Sí, capitán.

—¿Dónde estamos?

—Ante los escollos de Fidji-Levu.

Echóse a un lado para dejar paso al capitán y se acercó a miss Ana, que
aparecía todavía aterrada por la desgracia de Collin y que se esforzaba en
sofocar sus sollozos.

—Señorita —le dijo, mirándola con ojos que lanzaban relámpagos—,


¿queréis que los salve a todos o que todos perezcan?

La joven levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho y miró con
estupor a aquel hombre que le dirigía tan extraña pregunta.

—¿Qué habéis dicho, Bill? —le preguntó.

—El buque está perdido, señorita.

—¿Cómo lo sabéis?

—Está sobre los escollos, y dentro de pocos minutos embarrancará en los


arrecifes coralíferos de Fidji-Levu.

—Pues ¡salvadle!

—¿Lo queréis, miss Ana?

—¿No va en ello la vida de todos?

El náufrago levantó los hombros con indiferencia y añadió con voz sorda:

—Es a vos a quien deseo salvar, porque no quiero que muráis entre los
dientes de los caníbales.

Se lanzó en seguida a popa y miró por algunos instantes alrededor de la


nave. El mar bullía furioso por todas partes, levantándose en olas
altísimas, que producían al romperse fragor de truenos. Rugía terrible

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sobre los fondos que lo aprisionaban, tratando de destruirlos.

Al Este, a través de las tinieblas, se alzaba confusamente una enorme


masa rodeada de una serie de agudos picos, cuyas puntas se perdían
entre las nubes, que corrían en todas direcciones llevadas por el viento,
que parecía loco.

El náufrago, de un salto de mono, logró ponerse ante el capitán, que corría


hacia el puente de órdenes.

—¡Señor! —dijo.

—¿Qué queréis, Bill? Explicaos pronto, que los minutos son preciosos.

—Si queréis que vuestro buque no se estrelle contra los escollos, es


necesario que me confiéis el mando sólo por algunos instantes.

—¿Qué vais a hacer?

—Salvar a vuestro buque, he dicho.

—¿Sois capaz de realizar ese milagro?

—Conozco esta isla y sus escollos, señor.

—Mandad, pues.

El náufrago subió al puente, tomó el portavoz y gritó:

—¡Asthor, orza la barra!… ¡Dos anclas a pico a proa!

El viejo timonel obedeció. La «Nueva Georgia», ante aquel cambio del


timón, viró en seguida, presentando la proa a las olas. Al mismo tiempo,
los marineros dejaron caer las dos anclas, que se afianzaron sólidamente
en el suelo rocoso del bajo fondo. Cuando vio detenerse al buque, el
náufrago se acercó al capitán, que lo había dejado en el puente, y le dijo:

—¿Tenéis aceite a bordo?

—¡Aceite! —exclamó Hill, mirándole con profunda sorpresa.

—De vuestra respuesta depende la salvación del buque.

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—Pero ¿qué queréis hacer?

—Ya lo sabréis. Haced traer a cubierta todo el aceite que haya.

Dos marineros, obedeciendo al capitán, bajaron a la despensa y volvieron


en seguida al puente, llevando dos barriles de sesenta o setenta litros de
capacidad cada uno. El náufrago, sin perder tiempo, porque la nave,
anclada como estaba, subía de proa por los esfuerzos del agua, que
amenazaba romper las cadenas y echarla a pique, hizo llenar de pequeños
agujeros dos sacos de tela muy fuerte, vertió el aceite en los sacos y los
mandó llevar uno a babor y otro a estribor.

Entonces, ante la mirada estupefacta de toda la tripulación, sobrevino un


fenómeno extraño, maravilloso. Apenas aquellos dos sacos, por cuyos
pequeños agujeros salía lentamente el aceite, tocaron el agua, las olas
cesaron como por encanto en aquel sitio.

Donde tocaba el aceite, que se extendía rápidamente, el agua se tornaba


tranquila, sin contracciones, sin oleaje, manteniendo el buque casi inmóvil;
pero fuera de aquella zona se veía al mar debatiéndose con extremada
rabia, como si quisiera protestar de aquella calma forzada.

El náufrago, acercándose entonces al estupefacto capitán, le explicó:

—Si las anclas no ceden podremos esperar con plena seguridad al alba de
mañana, y tal vez veamos que el huracán se calma. Si las cadenas se
rompen, todo ha concluido para nosotros y para nuestros compañeros,
porque ante nosotros se halla la isla de los caníbales… ¡Esperemos!

60
CAPÍTULO VIII. ENCALLADOS EN LOS
ARRECIFES DE FIDJI-LEVU
El medio de calmar el oleaje derramando aceite no es tan moderno como
generalmente se cree. Aunque este recurso, que puede prestar inmensos
servicios a los navíos combatidos por las fieras tempestades del Océano,
sea desconocido por muchos capitanes y marineros, es, sin embargo,
antiguo, toda vez que clásicos escritores hacen mención de sus
sorprendentes resultados. Plinio, por ejemplo, en su a «Historia Natural»,
demuestra su eficacia, y Plutarco dice también algo sobre esto; pero es lo
cierto que durante varios siglos nadie se cuidó de comprobar el fenómeno.
El mérito debía de corresponder al célebre defensor de la independencia
de los Estados Unidos, a Franklin, el cual, en 1757, habiendo observado
que los pescadores de las islas Bermudas echaban aceite en el mar para
calmar, como ellos decían, las ondas tembladoras, tuvo ocasión de
demostrar su eficacia. Sin embargo, bien pocos adoptaron el sistema, y,
como decimos antes, hoy mismo lo ignoran muchos.

Los balleneros, cuyas naves están siempre más o menos impregnadas de


aceite, habían notado que las olas se calmaban junto a sus barcos,
especialmente durante la fusión de las materias grasas, y habían notado
también que el aceite de pescado, especialmente el de foca y el de delfín,
es más eficaz, habiendo comprobado que los aceites minerales eran
demasiado ligeros, y los aceites vegetales, de poca eficacia en las
latitudes altas, porque se descomponen fácilmente.

Han tenido que pasar muchos años antes que este maravilloso
descubrimiento haya sido adoptado, si no por los buques pequeños, al
menos por los de gran porte que emprenden largos viajes. Puede decirse,
pues, que sólo en estos últimos años ha sido tomado en consideración el
hecho combatido antes con gran energía, pues se creía que el mar se
tomaba después de la experiencia tan borrascoso que era fatal para otras
naves aventurarse por las aguas donde algún tiempo antes se había
derramado aceite.

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La oficina hidrográfica de Washington ha demostrado plenamente los
grandes beneficios que reporta a las naves dicho recurso, haciendo muy
repetidas experiencias, lo mismo con barcas que con grandes navíos.

Las barcas de salvamento de la Australia, que desde hace muchos años


se ejercitan en pasar entre los escollos durante el mal tiempo, han
demostrado, con ayuda del aceite, que el mar se aplaca de pronto, y que
la superficie que se torna en calma es la que se engrasa, continuando en
la otra el oleaje.

Al aceite debieron su salvación el piróscaf «Stokolm City», en su travesía


de Boston a Inglaterra; la «Nehemiah Gilson», del capitán Bailey; el «Emily
Witney», del capitán Rollin, sorprendido por un furioso huracán el 25 de
agosto de 1886; la «Marta Cobb», en su viaje de América a Europa; el
«Meno», del Lloyd Alemán, al mando del capitán Kuhlmann, etc. Sin el
recurso del aceite, todos estos buques hubieran zozobrado, y quién sabe
si no hubiera sobrevivido ni uno siquiera de sus tripulantes para dar al
mundo la noticia del siniestro.

No se crea, por otra parte, que sea necesaria una gran cantidad de aceite
para lograr el efecto deseado. La sustancia grasa se dilata con rapidez
creciente, permanece rodeando la nave, aunque ésta camine, y bastan
dos sacos de tela gruesa, con pequeños agujeros, llenos de aceite y
suspendidos a proa y a popa o a babor y estribor, siguiendo la dirección
del barco, para hacer un largo recorrido en seguridad.

A falta de sacos, basta hacer caer el aceite en las toldas, después de


haberles hecho pequeños agujeros, y colocarlas sobre el mar, de modo
que el aceite vaya cayendo poco a poco.

Se ha comprobado en diecisiete experiencias que el gasto del aceite fue


sólo de 1,83 litros por hora; otras doce experiencias dieron un consumo de
2,70 litros, también por hora; pero se trataba de barcos que huían en
dirección del viento, y por tanto, el aceite se consumía con mayor facilidad.

Las causas que producen este fenómeno son muy fáciles de explicar.

No siendo el aceite permeable ni al aire ni al agua, la cohesión de sus


moléculas es tal, que al ser arrojado no se convierte nunca en lluvia. El
viento que no puede penetrar a través de una capa grasa, deja intacta la
que cubre el agua, y ésta, al no ser empujada por el aire, permanece

62
tranquila. Lo mismo ocurre considerando el fenómeno al revés. Las olas se
dilatan debajo del aceite, pero como no pueden penetrarle, sólo forman
ondulaciones ligeras, perceptibles solo en alta mar.

La «Nueva Georgia», apoyada sobre la capa oleosa, que oponía una fiera
resistencia al reflujo de la resaca, por más que su espesor era sutilísimo
(se calcula que no pasa de 1/90.000 de milímetro), permanecía casi
inmóvil, hallándose inmediata a los bajos fondos de la isla.

Las montañas de agua que el viento levantaba a prodigiosa altura,


rompíanse violentamente en cataratas coronando de blanca espuma los
bordes de la capa de aceite, y al extenderse éste, las calmaba de pronto.

Su curvatura enorme bajaba como por encanto, y pasando tranquilas bajo


la zona invulnerable, salían al otro lado, volviendo a levantarse con furor
extremo, hasta que chocaban contra los escollos.

—¡Es maravilloso este fenómeno! —dijo miss Ana, que contemplaba el


mar desde la amura de popa.

—Maravilloso y fácil de explicar —añadió el capitán Hill—. Sin embargo,


he necesitado que me lo enseñe un marinero, a mí, que navego hace
treinta años.

—¿Lo habrá usado Bill en otras ocasiones?

—O él o algún capitán, sin duda.

—¿Cualquier aceite tiene la propiedad de calmar el mar?

—Sí, y ahora que recuerdo, te diré que cualquier materia oleosa puede
prestar igual servicio. He observado muchas veces que todos los
desperdicios de las cocinas de los barcos y todos los cuerpos grasientos
producen en las olas, al caer al mar, una paralización.

—Es cierto —dijo una voz detrás de ellos.

—¡Ah! ¿Eres tú, Bill? —exclamó el capitán, tuteándole—. Deja que te dé


las gracias por habernos salvado Sin ti, la «Nueva Georgia» estaría ya
destrozada.

Una enigmática sonrisa desfloró los sutiles labios del náufrago.

63
—No hablemos de esto —rehusó—. Bastante habéis hecho por mí.
Estamos en paz.

—¿Has hecho alguna vez esta experiencia? —preguntó el capitán Hill.

—Sí, a bordo de una nave ballenera. El capitán había observado varias


veces que durante la fusión de las grasas de ballena, cuyos residuos se
arrojaban al mar, las olas no se estrellaban contra el barco. Durante una
horrible tempestad en el Mar de Behring, se acordó de aquel fenómeno, y
echando aceite en el agua vio calmarse las olas.

»Además, no es solamente el aceite el que tiene la propiedad de hacer


cesar el oleaje, porque después se ha demostrado que todos los cuerpos
oleaginosos en masa compacta oponen una gran resistencia a la
disgregación de las partículas del agua del mar. En la bahía de Bristol, que
se encuentra en la América septentrional, al lado de la península de
Alaska, mientras atravesábamos un espacio de mar cubierto de
numerosos bloques de hielo, vi que las olas se debatían furiosas alrededor
de nosotros, mientras el agua permanecía tranquila bajo los bloques.
Entonces noté que algunos balleneros habían arrojado allí los residuos del
aceite.

—Te creo, porque yo mismo he observado un hecho semejante.


Atravesando un banco inmenso de sardinas, que son grasosas, hallé el
mar en perfecta calma, mientras en las inmediaciones las olas se alzaban
a prodigiosa altura.

—¿Conocéis la isla que tenemos delante? —preguntó Ana al náufrago,


mostrándole la masa enorme que se distinguía confusamente en la
oscuridad.

—Es Fidji-Levu; no me engaño —respondió el marinero.

—¿Y en esa tierra se encuentran vuestros compañeros?

—Sí, señorita.

—¿Sabéis dónde están?

—Cuando dejé la isla quedaron acampados junto a una pequeña bahía en


la costa occidental; pero sé que pensaban dejarla porque habían sido

64
descubiertos y amenazados por los salvajes.

—¿Dónde están ahora? —preguntó el capitán.

—Lo ignoro; pero los encontraremos.

Dicho esto, el náufrago pareció abismarse en profundos pensamientos y


no habló más.

El capitán Hill y su hija abandonaron la popa y se dirigieron a proa, donde


la tripulación se ocupaba de lanzar otra ancla, llamada de esperanza, que
es la mayor, y que en vez de cadena lleva una gruesa maroma.

El mar se mantenía en calma alrededor de la nave; pero más allá de la


zona engrasada las olas se debatían furiosas, con tremendos mugidos y
produciendo algunas oscilaciones bajo la capa aceitosa, oscilaciones que
se notaban en la «Nueva Georgia».

La materia grasa, que se veía brillar a la luz de los relámpagos en una


extensión de tres cuartos de milla a sotavento y barlovento, tendía a ser
rota por el aire y el agua; pero en seguida sus partículas, por la fuerza de
la cohesión, se unían nuevamente, oponiendo una resistencia increíble a
los desencadenados elementos.

El aceite no faltaba, y en él estaba la única esperanza de salvar la nave.


Sin embargo, el capitán y Asthor notaron bien pronto que las anclas, tal
vez porque el fondo era poco resistente o demasiado blando, empezaban
a ceder, dejándose llevar hacia las islas de los antropófagos.

—¡Mal descubrimiento! —dijo el capitán a Ana—. Si las anclas no


encuentran un fondo rocoso, dentro de dos horas estaremos a muy pocas
millas de la isla.

—Sin embargo, el mar está muy tranquilo alrededor de nosotros —observó


la joven miss.

—No es el mar lo que nos empuja; es el viento, que arrastra nuestro buque
hacia el Sudeste.

—¿Son feroces los habitantes de Fidji-Levu?

—Tan feroces que los mismos hermanos se devoran unos a otros. Se dice

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que son los antropófagos más crueles de todas las islas del Océano. No
quisiera que nos tocara a nosotros la desgracia que cupo a la «Unión».

—¿Qué era la «Unión»?

—Un hermoso y sólido buque americano perteneciente al departamento


marítimo de Nueva York, y con una tripulación numerosa. Había partido
hacia fines de 1799 con dirección a Tonga-Tabu, una gran isla que dista
de aquí pocas docenas de leguas, pero que tiene triste celebridad.

Llegado el buque a la isla, los salvajes lo asaltaron y mataron al capitán y


a tres marineros. Iban ya a hacerse dueños del barco, cuando el segundo
de a bordo tuvo la feliz ocurrencia de cortar las amarras que sujetaban las
anclas y huir.

Los isleños, que son tan hipócritas como feroces, fingieron mostrarse
pesarosos de lo ocurrido, y mandaron a decir al oficial que volviera a
Tonga para hacer las paces. Cayó éste en la emboscada y volvió hacia la
isla; pero percatado a tiempo de que los salvajes trataban de apoderarse
del barco; huyó de veras.

La desgracia pesaba, sin embargo, sobre aquel buque, pues cinco días
después naufragó cerca de Fidji-Levu, y la tripulación toda fue devorada
por aquellos feroces aficionados a la carne humana.

—¿Y no pudieron defenderse aquellos desgraciados marineros?

—Los polinesios son valientes y no temen a las armas de fuego. Cuando


un barco se acerca a sus costas, nada les contiene, y saltan al abordaje
con una intrepidez que espanta, deseosos de adueñarse de la nave.
Además…

Calló de súbito. Se inclinó bruscamente sobre la borda y miraba con


profunda atención al agua, que tomaba la forma de una ola sacudiendo a
la «Nueva Georgia».

—¡Hemos tocado! —exclamó.

—¿Dónde? —preguntó Ana, poniéndose pálida.

—En el fondo.

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—¿No te engañas?

En aquel momento, por la proa, se elevó un clamor agudo. Los marineros


corrían de babor a estribor, mirando al agua e interrogándose con
ansiedad.

—¿Estamos sobre un escollo?

—No veo nada.

—¿Hemos embarrancado?

—¡No!

—¡Sí!

—¡El barco arrastra la quilla por el fondo!

—¡Todo el mundo en silencio! —gritó Asthor—. ¡Echad la sonda o será


demasiado tarde!

El capitán Hill, presa de la más viva emoción, como puede comprenderse,


porque la nave podía quedar sujeta de un momento a otro, corrió a proa,
seguido de Ana.

—¿Hemos varado? —preguntó.

—Lo temo, capitán —respondió Asthor con voz alterada.

—¿Cuántos pies de agua tenemos?

—¡Siete! —exclamó el marinero, que en aquel momento retiraba la sonda.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán Hill—. ¿Dónde está el náufrago?

—Aquí, señor —contestó Bill, presentándose.

—¿Tú dices que conoces estos parajes?

—Sí, señor.

—Sin embargo, hemos embarrancado.

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—Ya lo he notado.

—¿Tenemos un banco bajo nosotros o tal vez las arenas de la isla?

—Más bien creo que sea un banco.

—Pero ¿tú lo desconocías?

—Sabéis muy bien que los pólipos cambian muchas veces de sitio
alrededor de las islas del gran Océano. Hace un mes, el fondo no estaba
tan alto. Sin duda lo han levantado esos microscópicos constructores de
bancos y escollos.

—¿Habrá bastante agua al lado de allá del banco?

—Lo supongo.

—¿Y si tratáramos de ganarla?

El náufrago sacudió varias veces la cabeza y luego dijo con voz lenta y
tranquila:

—Estamos en manos del Destino.

—¿Perdidos? —preguntó Ana, estremeciéndose.

—Todavía no —respondió el capitán Hill—. No te asustes, Ana, que a


bordo tenemos medios suficientes para lanzar la nave al agua libre y
armas sobradas para contener los asaltos de los isleños si éstos intentaran
el abordaje.

Después, alzándose cuan alto era, gritó con voz tonante:

—¡Desplegad las velas de trinquete! ¡Asthor, al timón!

En pocos segundos fueron cumplidas aquellas órdenes. La «Nueva


Georgia», impulsada por el fuerte viento, giró lentamente sobre sí misma
tratando de salir del escollo; pero retrocedió, acercándose a las playas de
Fidji-Levu. Un pavoroso grito de angustia se escapó de la tripulación, que
ya se creía perdida y próxima a tener que arribar a la tierra de los
antropófagos. Las anclas resbalaban por el fondo, que parecía no dar el
menor punto de apoyo a las flechas de hierro.

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A proa se oyó un grito, primero leve, pero que después se fue acentuando,
mezclado con otros ayes que cada vez aumentaban más, hasta que por
toda la nave se oían tristes voces de desesperación.

—¡Un ancla a popa! —gritó el capitán Hill—. ¡Pronto, o estamos perdidos!

A bordo no quedaba ya más que una pequeña ancla. En seguida la


llevaron a popa y fue prontamente arrojada al mar. Parecía que había
logrado buen fondo, porque el buque viró de bordo, volviendo la proa hacia
la isla; pero fue de pocos momentos, porque el ancla comenzó también a
resbalar por la superficie lisa del banco.

De improviso sobrevino un choque violento, que hizo temblar la arboladura


y saltar algunos fragmentos de leña. La «Nueva Georgia», empujada por
las ondas, se alzó de pronto, y en seguida bajó, depositando su quilla en el
fondo para permanecer inmóvil, algo inclinada de estribor. ¡Estaba
embarrancada!

Casi en el mismo momento, bajo los tenebrosos bosques de la isla, se


oyeron espantosos clamores que parecían de bestias más bien que de
gargantas humanas.

La tripulación entera se estremeció, y hasta en la frente del náufrago,


ordinariamente serena, se dibujó una profunda arruga.

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CAPÍTULO IX. EL ARCHIPIÉLAGO FIDJI
El archipiélago de Fidji, llamado también de las Vidas, se extiende entre el
16° y el 21° de longitud Sur y el 174° y el 179° de longitud Oeste. Se
compone de doscientas veinticinco islas, de las cuales están habitadas
ochenta o noventa, y cuya población se calcula superior a doscientos mil
individuos.

Por su extensión y el número de sus habitantes ocupa el primer lugar Fidji-


Levu, o Vida-Levu, de noventa millas de largo y cincuenta de ancho;
después va Vanua, que tiene ciento por veinticinco, y que por su forma
parece una pera. Tiene montes elevados, valles profundos y vegetación
riquísima; Candabú, de cuarenta millas de largo y diez de ancho, y que al
Sur termina en un monte de estrecha base, pero altísimo; Orco, que tiene
un circuito de cincuenta millas; Tabe-Uni, con sólo cuarenta. Las otras son
de extensión más limitada, y algunas son meros bancos de tierra.

Todas estas islas son rocosas, coralíferas o volcánicas; tienen picos


elevados, algunos de los cuales alcanzan cincuenta pies, y, cosa extraña,
todas afectan la forma cónica, por lo que desde lejos parecen pilones de
azúcar. Su feracidad es increíble, y su belleza es tal que parecen un
auténtico edén, aunque sea una tierra poblada de antropófagos.

Los habitantes tienen ya un cierto grado de civilización, logrado, más bien


que por propio instinto, por su contacto continuo con los isleños de Tonga,
que hacen frecuentes irrupciones en este archipiélago para proveerse de
carne humana.

Visten decentemente, llevan turbantes y mantos que se fabrican con


filamentos tejidos de una especie de morera. Ahuecan grandes canoas en
los troncos de los más corpulentos árboles, construyen espaciosas
chozas, fabrican cuerdas y cultivan con pasión sus fértilísimos campos. A
pesar de estos perfeccionamientos, aquella raza de hombres no renuncia
a la abominable costumbre de comer carne humana, y basta entrar en sus
habitaciones para ver colgados de los techos grandes trozos de carne
cortada, no sólo a los enemigos vencidos, sino a sus propios hermanos.

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Belicosos hasta donde se pueda imaginar, porque no temen la muerte, a la
que consideran sólo como un cambio de vida, están siempre guerreando
entre sí, y sobre todo, con los isleños de Tonga, para renovar sus
provisiones de carne humana. ¡Ay del barco que naufrague en sus playas!
No dan cuartel a nadie, y los desgraciados marineros que caen en sus
manos van a morir en grandes hecatombes sobre las agudas puntas de
gigantescas lanzas. Se comprende, pues, con qué angustia había visto la
tripulación de la «Nueva Georgia» embarrancar al buque, sabiendo la
terrible fama de los isleños. Por fortuna, la nave no había sufrido averías y
se esperaba aún ponerla a flote.

Pasado el primer momento de terror, el capitán Hill había recobrado su


primitiva energía, y se hallaba resuelto y dispuesto a todo. Seguro de que
la «Nueva Georgia», defendida por el aceite que refrenaba el ímpetu de
las olas, no corría peligro alguno, al menos por el momento, mandó
transportar a babor todos los objetos pesados que había sobre cubierta, a
fin de enderezar algo el buque y hacer menos probable el peligro por la
parte opuesta. Después hizo abrir la armería y conducir al puente los
fusiles, pistolas y demás armas de a bordo, así como las hachas y el
pequeño cañón de señales, que fue cargado de metralla. Terminados los
preparativos de defensa, llamó al náufrago, que hasta entonces no había
dejado la proa, ocupado, a lo que parecía, en estudiar la costa de la isla,
que ya empezaba a divisarse a las primeras luces del alba.

—¿Qué harías en mi lugar? —le preguntó.

El náufrago miró al puente del buque y las olas que venían a morir contra
las bordas, arrugó el entrecejo, y dijo:

—Aguardaría la marea alta, porque las ordinarias son débiles en el


Océano Pacífico.

—Tendré que esperar cuatro días.

—¿Cuándo sobrevendrá la marea alta?

—El sábado a medianoche, y hoy es martes. ¿Crees que echando anclas


a popa y funcionando el molinete desembarrancará el buque?

—No, porque estamos sobre un fondo rocoso. Si se tratase de un banco

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de arena, la nave podría girar; pero estos bancos son de naturaleza
volcánica y coralífera y, por lo mismo, escabrosos.

—¿Y en este intervalo nos dejarán tranquilos los salvajes?

—¿Habéis oído hace poco sus gritos? Eran gritos de guerra, y ya veréis
cómo apenas se calme el mar vendrán en sus canoas.

—Está bien; pero yo sé el pan que encontrarán para sus dientes. Yo


también conozco a los salvajes del Gran Océano, y aun me he batido con
ellos varias veces, venciéndolos siempre.

—Estad en guardia, señor, porque éstos son muy valientes y astutos. No


se nos presentarán, desde luego, con intenciones hostiles; tratarán antes
de conquistar nuestra confianza para poder subir a bordo; os harán
ofrecimientos de paz y hasta enviarán víveres y regalos; pero luego caerán
a traición sobre los tripulantes, y si no lo podemos evitar, nos exterminarán
a todos.

—Ninguno de ellos pondrá el pie sobre el puente de mi nave, yo te lo


aseguro, Bill. Ahora iremos en busca de tus compañeros: ¿dónde crees
encontrarlos?

—No os lo sabría decir. De seguro están en el interior de la isla,


guarnecidos en los montes o quién sabe si escondidos en cualquier bahía.

—¿Cómo haremos para que sepan nuestra llegada?

—Tenéis un cañón a bordo. Que se hagan algunos disparos.

—¿Los oirán?

—Lo espero, señor. Si están todavía vivos, comprenderán que ha llegado


a estas costas una nave y se harán presentes. Si no obtenemos ningún
resultado, interrogaré a los indígenas, y cuando hayamos puesto el barco
a flote daremos vuelta a la isla, disparando el cañón de vez en vez.

—Bueno; ahora esperemos el alba y después veremos —dijo el capitán—.


Entretanto, preparemos nuestra defensa para recibir como se merece a
esos devoradores de hombres.

La calma que reinaba alrededor de la nave que, varada como estaba, sólo

72
se movía en ligerísima ondulación y sólo hacia popa, pues la proa estaba
embarrancada, permitía emprender algunos trabajos de defensa.

El capitán Hill, que había sostenido otros asaltos por parte de los salvajes,
llamó a los marineros y les hizo bajar primero el palo trinquete y después
el de mesana, colocándolos hacia proa y popa, a fin de que sirvieran de
trinchera para defender mejor el buque en caso de abordaje.

Detrás de estos palos hizo colocar todas las armas, y el cañón fue puesto
en sitio conveniente, cargado de metralla.

No satisfecho aún, hizo subir al puente dos cajas de botellas vacías que
debían ser rotas y esparcidos los vidrios por la cubierta, a fin de que
hiriesen los pies de los asaltantes, que ignoraban aún el uso del calzado.

Hecho esto, esperó tranquilamente la llegada del día.

A medida que el cielo iba aclarándose, disminuía la fuerza del viento y el


mar se calmaba. Las olas seguían estrellándose ante la zona oleaginosa y
en torno a los bancos; pero ya lo hacían más débilmente y no se elevaban
a tan gran altura.

Dentro de pocas horas, el huracán debía cesar por completo, cosa que si
por un lado era deseada por el capitán, ansioso de salvar su buque, por
otro espantaba a la tripulación, porque sin duda los salvajes aprovecharían
la calma para lanzarse al mar en sus canoas.

A las cinco, un rayo de sol, pasando por un desgarrón de las nubes,


iluminó el mar y la isla, la cual podía divisarse en su totalidad, con sus
picos elevados, sus bosques, sus verdes valles y sus bahías.

No sin bastante emoción, los tripulantes distinguieron confusamente


agrupados en la playa más cercana un centenar de salvajes, armados de
lanzas y de pesadas mazas.

Aquellos hombres eran de color casi negro, de estatura alta y bien


proporcionada, con el pelo largo y crespo. Algunos llevaban turbantes
adornados de conchas y de pedazos de dientes de ballena, distintivo
especial de los jefes y de los guerreros famosos; pero todos llevaban
envuelta en la cintura una especie de banda, cuyas extremidades les caían
por delante. En la longitud de estas flotantes puntas se conocía a los

73
personajes más importantes, y se dice que sólo el rey y los grandes jefes
tienen derecho a dejarlas colgar hasta el suelo. En medio de aquel grupo,
el capitán distinguió a algunas mujeres, que se daban a conocer por su
cinturón adornado de franjas de «clika», que en las muchachas mide
apenas veinte centímetros de ancho, mientras en las casadas desciende
hasta las rodillas. Parecían no menos excitadas que los hombres, y
dirigían al buque los puños crispados, pronunciando palabras que el
marinero Bill aseguró significaban terribles amenazas.

Algunos hombres, provistos de ondas, se acercaron a la orilla y arrojaron


piedras; pero el barco estaba muy lejos para que llegaran hasta él y caían
al agua.

—Capitán —gritó el náufrago, que parecía no menos inquieto que los


otros—, haced disparar el cañón para que esa canalla sepa que tenemos
armas de potente voz.

A una seña del capitán, el armero de a bordo disparó el cañón, y una nube
de metralla cayó sobre los árboles de la costa.

Ante aquella detonación, y sobre todo al silbido de los numerosos


proyectiles, los isleños se calmaron como por encanto. Debían de conocer
ya de largo tiempo los efectos de las armas de fuego, grandes y pequeñas,
pues si bien en un principio parecieron sorprendidos, no fueron sus
demostraciones las de un gran pánico. Momentos después de disparar el
cañón, arrojaron los isleños sus armas al suelo y comenzaron a hacer
señales amistosas.

—¡Canallas Canallas! —murmuró el náufrago.

En seguida levantóse cuan alto era y se puso a escuchar atentamente.

—¿Qué escucháis? —le preguntó Ana.

Bill se volvió hacia ella con el rostro alterado.

—¿No habéis oído nada? —le demandó con agitación.

—Los gritos de los salvajes y nada más.

—Yo he oído una detonación lejana —exclamó—. No me equivoco.

74
—Yo he oído un lejano disparo de fusil —confirmó Asthor.

—¿Serán vuestros compañeros? —preguntó el capitán.

—Haced, señor, que disparen otra vez.

El armero, que ya lo había vuelto a cargar, lo disparó contra los picos de la


isla, que retumbaron al rimbombazo.

Toda la tripulación aguzó los oídos; pero nada pudo percibirse, porque en
aquel mismo momento se oyeron hacia la playa voces agudas, y se vio a
casi todos los salvajes abandonar las orillas del mar y desaparecer
corriendo bajo los bosques.

—¿Qué sucede? —preguntó Ana al náufrago.

Este, en vez de responder, se dirigió a babor y comenzó a subir por el palo


mayor hasta llegar a lo más alto, donde se afianzó bien. Desde aquella
elevada posición miró a lo largo de la costa, tratando, sin duda, de inquirir
la causa de la precipitada fuga de los salvajes.

—¿Ves algo? —le preguntó el capitán, después de aguardar algunos


instantes.

—No, señor —contestó el náufrago—. Los bosques me impiden distinguir


el interior de la isla.

—¿Ves alguna canoa?

—Ninguna, capitán.

—¿Te parece que dispare otra vez el cañón?

—Hacedlo.

Por tercera vez, la pequeña pieza de artillería retumbó en el aire; pero a su


detonación no respondió ninguna otra.

El náufrago permaneció todavía algunos minutos sobre el palo mayor,


escudriñando las playas de la isla. Después murmuró:

—Si se pierden ellos, me pierdo también yo.

75
Hizo un gesto de rabia y sus ojos se iluminaron con un relámpago siniestro.

Cuando descendió al puente, había adquirido otra vez su calma habitual.


En su frente, sin embargo, se marcaba una profunda arruga.

—¿Y bien…? —le preguntó el capitán.

—No he oído otras detonaciones.

—Pero ¿cómo explicas la fuga de los salvajes?

—Tal vez haya ocurrido en la isla algún inesperado suceso, y no quisiera…

—¿Qué?

—Que este suceso afectara a mis compañeros. Tengo un siniestro


presentimiento.

—¿Temes que los hayan hecho prisioneros ahora que estamos nosotros
aquí?

—Aquel disparo de fusil en la isla me da mucho que pensar.

—De todos modos, los salvaremos —dijo Ana con animación—. De


ninguna manera consentiremos que los salvajes devoren a esos
desgraciados…

—¡Una canoa! —exclamó un momento después un marinero que


inspeccionaba la costa.

Todas las miradas se dirigieron hacia el sitio indicado, y vieron una gran
canoa, hecha del tronco de un árbol enorme, destacarse de la orilla y
dirigirse hacia el buque.

Doce salvajes medio desnudos, pero armados con pesadas mazas,


remaban con un acuerdo perfecto, mientras a proa se mantenía derecho
un hombre de alta estatura, con turbante en la cabeza y una ligera barba
pintada de rojo.

Los marineros aferraron los fusiles y dispusieron el cañón; pero el


náufrago los detuvo con un gesto imperioso.

En pocos minutos la embarcación atravesó la zona de aceite y se halló

76
cerca de la «Nueva Georgia» por estribor. Entonces el hombre del
turbante, alzando la cabeza, se dirigió a la tripulación, diciendo en su
lengua:

—¿Qué buscan aquí los extranjeros?

Bill se inclinó sobre la borda y contestó en el mismo idioma:

—Buscamos a unos hombres blancos naufragados en tu isla hace algún


tiempo y que se encuentran en tus bosques.

El jefe salvaje lo miró con ojos feroces, y en seguida lanzó una carcajada.

—Nuestro rey está para morir —gritó—, y los hombres blancos que buscas
le harán escolta de honor en la otra vida; pero nosotros nos comeremos a
vosotros.

Dicho esto, la canoa viró prontamente y se alejó con la velocidad de una


flecha.

El náufrago, al verla huir, hizo un gesto de furor.

77
CAPÍTULO X. UN REY SEPULTADO VIVO
No existe en todo el mundo un pueblo que tenga tan poco miedo a la
muerte como el pueblo fidjiano. Ya hemos dicho que para los habitantes
del archipiélago de Fidji la muerte sólo representa un cambio de vida,
porque en sus almas está muy arraigada la convicción de que les espera
una resurrección próxima apenas dejada la Tierra. Y esta creencia ¡a qué
extremos los lleva!

Omitimos, por excesivamente escatológico, el minucioso relato de las


costumbres de estos salvajes. Baste decir, como muestra, que cuando el
rey es viejo y está enfermo, el pueblo le insinúa que debe abandonar el
trono al hijo primogénito. Y el pobre déspota de ayer ha de acomodarse,
más o menos gustoso, al deseo de sus súbditos y no tiene más remedio
que ceder el cetro y esperar tranquilamente la muerte.

La esposa principal pinta el pecho y los brazos del déspota con un color
negro, sacado de una especie de nuez, que llaman «aluzzi», y en seguida
es transportado con gran pompa, eso sí, a la sepultura que ocupará
cuando muera, donde le dejan solo, esperando, apartado de todo trato
humano, salvo el imprescindible para atender sus más elementales
necesidades fisiológicas.

Estas costumbres, que no pueden haber nacido más que de las


imaginaciones crueles de los antropófagos, parecen inverosímiles, y
podría créerselas inventadas por la fantasía de los escritores o de los
marinos, si muchos navegantes, que en distintas ocasiones han visitado
aquel archipiélago, no las confirmasen todas como vistas por sus propios
ojos.

***

La siniestra noticia que dio el salvaje de la canoa produjo en la tripulación,


como es fácil imaginar, una impresión dolorosa, pues ninguno ignoraba las
feroces costumbres de aquellos salvajes.

78
Los desgraciados náufragos de la nave inglesa, a quienes la tripulación de
la «Nueva Georgia» esperaba hallar libres aún y salvarlos sin recurrir a las
armas, iban a ser sacrificados para servir de escolta al moribundo rey en el
gran viaje, del que no se vuelve. Por otra parte, y para aumentar aún más
las angustias de los tripulantes, el buque iba a ser asaltado, y no se tenía
el recurso de la fuga, por estar embarrancado en los escollos.

Durante algunos instantes reinó un profundo silencio a bordo: tan enorme


fue la impresión recibida ante aquella grave noticia. Después, el capitán
Hill, cuya resolución y energía no disminuía nunca, dijo:

—No hay que desanimarse; somos pocos, es verdad, pero todos valientes
y acostumbrados al peligro. Tenemos armas, pólvora y balas en
abundancia, y no debemos, por tanto, achicamos ante esos canallas
antropófagos. Ahora bien, Bill, ¿qué me aconsejas que haga?

El náufrago, que miraba la isla con ojos que arrojaban llamas, los puños
crispados y presa de una cólera furiosa, se volvió como una fiera. No era
el mismo hombre frío y tranquilo de hacía pocos minutos: estaba pálido; en
su rostro se marcaba algo de amenazador y siniestro que infundía miedo.

—¿Qué os aconsejo hacer? —dijo con voz ronca—. ¿Lo sé yo acaso?

—Tú conoces la isla y a sus habitantes mejor que yo y puedes darme


preciosas indicaciones. ¿Crees que podremos salvar a tus compañeros?

Un relámpago de alegría brilló en los ojos de Bill.

—¿Queréis salvarlos? —preguntó cambiando de tono.

—Si es posible, estoy dispuesto a hacerlo.

—Podemos conseguirlo, pero habrá que recurrir a la fuerza, señor, y


pelear con los salvajes.

—¿Tienes algún plan?

—Desde luego —respondió Bill, después de meditar algunos instantes.

—Explícamelo.

—La «Nueva Georgia» no corre, por ahora, peligro alguno; de esto estoy

79
cierto. Mientras no termine la ceremonia del enterramiento, los salvajes no
vendrán a inquietamos, porque todos tienen que asistir a las ceremonias
con que se celebrará el principio del nuevo reinado. Tenemos, pues,
tiempo para obrar sin miedo a un inesperado asalto.

—Proseguid —dijo miss Ana.

—He aquí mi plan. Esta tarde, después de puesto el sol, dejaremos el


buque bajo la vigilancia de seis hombres resueltos y desembarcaremos en
una pequeña rada que yo conozco. Por un sendero ignorado de los
salvajes atravesaremos el bosque y nos apostaremos en las cercanías del
gran pueblo habitado por el moribundo rey. Cuando empiece la ceremonia
fúnebre, caeremos sobre la multitud, rescataremos a mis compañeros y
huiremos hacia la rada. Si más tarde, repuestos de la sorpresa que
ciertamente les producirá nuestra inesperada aparición, quieren asaltar la
nave, yo les prepararé un buen recibimiento, que les obligará a alejarse
para siempre.

—Está bien. Intentaremos el golpe.

—¿Y no os seguiré yo? —preguntó Ana.

—Es imposible, hija mía —respondió el capitán—. Sé que eres valiente y


hábil en el manejo de las armas de fuego, pero no podrías seguirnos a
través de los bosques y menos si nos persiguen los salvajes. Quedará
contigo una buena guardia, y Asthor no dejará acercarse al enemigo;
puedes estar segura de ello.

—Haré lo que quieras, padre mío.

El mar, mientras tanto, se había calmado y la costa aparecía desierta.

El capitán hizo botar al agua las dos lanchas mayores, que armó con dos
espingardas cargadas de metralla; escogió entre los mejores un gran
número de fusiles, una buena provisión de pólvora y balas y algunos
víveres, pues ignoraba lo que podría durar la expedición.

Hecho esto, el valiente capitán aguardó la noche para ponerse en marcha.

A las diez ordenó el embarque. Abrazó a Ana, profundamente conmovida


por aquella separación que podía ser fatal para uno u otro; recomendó a
Asthor y a los marineros la más estrecha vigilancia, y en seguida saltó al

80
lanchón.

Los trece marineros designados para secundar el audaz golpe de mano


estaban ya en las lanchas, llevando sus armas y esperando la señal de
partir para echar mano de los remos.

—Vigila, Asthor —dijo el capitán, antes de marchar—. Te confío a mi hija,


que es mi más querido tesoro en el mundo.

—Me haré matar si es preciso; pero os juro que la encontraréis viva, señor
—contestó el lobo de mar.

El capitán dirigió un último saludo a Ana, que se mantenía inclinada sobre


la borda, y en seguida dio la orden de remar.

Las dos chalupas, deslizándose con el mayor silencio y protegidas por las
tinieblas, se alejaron, evitando los escollos, y pusieron la proa al Sur.

El náufrago, que estaba al timón de la mayor de ellas, indicaba el camino,


marcando a los remeros los bajos fondos y los escollos para que los
evitaran. De cuando en cuando les obligaba a detenerse, y sus ojos, que
brillaban en la oscuridad como los del gato, inspeccionaban toda la costa
para cerciorarse de que nadie les espiaba.

Después de media hora de bogar, Bill dirigió su chalupa hacia la costa, y


evitando un banco, en el que rompían las olas con alguna violencia, la hizo
entrar en una pequeña bahía bastante resguardada y en la que venía a
morir un bosquecillo de bananos, «ficus indica», árboles de colosales
proporciones, con troncos formados de nudos entrelazados, que llegan a
alcanzar hasta treinta metros de circunferencia, y cuyas copas forman una
masa de hojas tan grande que su sombra puede guarecer a cuatrocientas
personas o más.

—¡Quietos! —murmuró el náufrago.

Los remeros se detuvieron a diez o doce metros de la orilla, y no sabiendo


de lo que se trataba, prepararon sus fusiles.

—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán, que guiaba la segunda chalupa.

—¡Escuchad!

81
Todos guardaron silencio y procuraron oír, contenido hasta la respiración.

A lo lejos, se oían los clamores de los salvajes, a los que se unían ciertos
sonidos extraños que parecían producidos por conchas marinas. El capitán
Hill palideció y sintió que el corazón le latía fuertemente.

—¿Están asaltando mi buque? —preguntó ansioso.

—No —dijo Bill—. Esos gritos no vienen de la parte del mar, sino del gran
pueblo de los salvajes. O Vavanuho ha muerto, o algo grave acaba de
ocurrir.

—¿Quién es Vavanuho?

—El rey a quien deben sepultar.

—Desembarquemos.

Las dos chalupas se acercaron a la playa, hasta tropezar con un banco de


arena. Los quince hombres, armados de fusiles, pistolas y hachas de
abordaje, desembarcaron entre el grupo de bananos, cuyos racimos casi
tocaban las aguas de la bahía. Bill hizo tapar las dos chalupas con gran
cantidad de ramas y de hojas para que no fueran descubiertas y después,
poniéndose a la cabeza de los expedicionarios, se perdió en las sombras
proyectadas por los gigantescos árboles.

Apenas habían dado seis o siete pasos, cuando Bill se paró bruscamente,
apuntando con el fusil.

—¿Qué habéis visto? —le preguntó el capitán Hill.

—Una sombra que ha atravesado el sendero.

—¡Eh! —exclamó en aquel instante una voz—. ¡Bill aquí! ¡O sueño, o los
caníbales me han vuelto loco!

82
CAPÍTULO XI. LOS COMPAÑEROS DE BILL
Un hombre se había levantado del césped, y después de aquella
exclamación habíase dirigido hacia los expedicionarios, parándose, sin
embargo, de trecho en trecho para restregarse los ojos, como si no diera
crédito a lo que veía.

¡Qué hombre aquél! Era alto, delgado, como si hiciera semanas que no
comía, extenuado, lívido. Una barba hirsuta y rojiza le caía hasta la cintura,
y sus cabellos, largos y descuidados, le caían por los hombros
esqueléticos; tan seco y consumido estaba.

Algunos sucios pingajos, que recordaban vagamente la forma de una


casaca y unos calzones destrozados, trataban en vano de cubrir aquel
cuerpo delgadísimo y lleno de contusiones.

—Pero ¿eres tú, Bill? —volvió a preguntar aquel desgraciado.

—¡MacBjorn! —exclamó el náufrago—. ¡En qué estado te encuentro!

—Un poco delgado, no digo que no; pero todavía vivo a despecho de esos
pillos antropófagos, que me han dado muy malos ratos… Pero, por lo que
veo, no estás solo.

—Da, ante todo, las gracias a este señor, el capitán Hill, dueño de la
«Nueva Georgia», que viene expresamente para salvaros a todos.

El hombre delgado se inclinó, haciendo sonar todos los huesos de su


cuerpo, y dijo:

—Os doy las gracias en nombre de todos mis compañeros, que se


alegrarán mucho de veros, os lo aseguro, si todavía están vivos.

—¿Por qué dudáis de que vivan? —dijo el capitán, después de


corresponder al saludo.

—Porque si se pierde el tiempo estarán en la fosa del rey… ¡Oy-god!

83
¡Tienen prisa esos buenos salvajes!

—¿Están prisioneros? —preguntó Bill.

—Todos.

—¿Y tú por qué estás libre?

—¿Yo? —contestó el náufrago riendo—. Me ataron perfectamente, pero


estoy tan delgado, que pude deslizarme por las cuerdas y apelé a la fuga.

—¿Y os han seguido? —preguntó el capitán.

—Sí; pero yo tengo las piernas largas y el cuerpo ligero, y pude en seguida
ganar el bosque.

—¿Cuándo huiste? —preguntó Bill.

—Hace poco.

—¿Qué gritos son esos que hemos oído, entonces?

—Gritos de rabia que daban los antropófagos. Cuando descubrieron mi


fuga ya estaba yo lejos, y dieron la voz de alarma; pero yo…, yo me burlo
ya de toda esa canalla. ¿Y dónde está Sangor, que no lo veo? Tú partiste
con el indio.

—Ha muerto —respondió Bill, haciendo una señal de inteligencia a su


compañero—. ¿Y están vivos todos los demás?

—Sí, vivos, pero en pésimo estado; delgados como bastones, y tan


débiles, que casi no pueden tenerse en pie, porque hace varios días que
no comen. Parece que los salvajes quieren mandarlos a otro mundo con
los intestinos vacíos y una gran dosis de apetito. ¡Qué quieres!
¡Costumbres de los antropófagos!

—¿Os sentís con fuerzas para conducirnos a la aldea? —le interrogó el


capitán.

—Lo espero, si me dais una galleta y un sorbo de gin o de brandy.

Un marinero le ofreció su propio frasco, mientras otro le llenaba de galletas


los bolsillos del pingo que llevaba por casaca, y un tercero le obsequiaba

84
con una lata de sabroso pescado en conserva.

El náufrago tomó ávidamente el frasco y lo vació en tres sorbos.

—¡Excelente, a fe mía, este whisky! —dijo haciendo chasquear la lengua


en el paladar—. Vamos ahora, o será demasiado tarde; pero silencio y
mucho oído.

Empuñó con la diestra un hacha de abordaje que le había dado un


marinero, y con la izquierda una pistola ofrecida por otro, poniéndose en
seguida en camino. Aquellas dos piernas largas, llevando de un lado para
otro su tronco, casi igual de delgado, y haciendo sonar todos los huesos a
cada movimiento, producían un efecto raro. Bill le seguía inmediatamente,
diciéndole al oído palabras que el capitán no podía oír, aunque marchaba
dos pasos detrás.

¿Le preguntaba por los camaradas o le hablaba de cosas más graves?


MacBjorn, el hombre esqueleto, no respondía, pero se le veía sacudir la
cabeza, como si aprobara cuanto el otro le iba diciendo.

Quien les hubiera observado mejor y de frente, habría podido notar en los
pequeños ojos hundidos de la calavera del náufrago recién encontrado
ciertos extraños relámpagos y en sus labios una sarcástica sonrisa, que se
dibujaba de cuando en cuando.

Caminando con precauciones, el oído siempre atento y la vista pronta, la


pequeña columna expedicionaria se halló, después de una hora, en un
espacio descubierto entre los árboles.

MacBjorn, con un gesto, hizo que se detuvieran los marineros que le


seguían.

Se inclinó a tierra para recoger mejor todos los rumores, venteó el aire,
como si fuera un perro y luego dijo volviéndose hacia el capitán, que no
perdía de vista uno de sus gestos.

—Estamos cerca de la aldea de los antropófagos. Apenas traspasemos


esos árboles, veremos las primeras cabañas.

—¿Dónde están nuestros compañeros? —le preguntó Bill.

—En una choza cerca de la habitación del rey —respondió MacBjorn.

85
—¿Vigilada por muchos guerreros?

—Sí, unos veinte, armados de afiladas lanzas y de unas pesadas mazas.

—Si hiciéramos irrupción en la aldea, ¿creéis que los podríamos liberar?


—preguntó el capitán.

—No lo creo, porque la choza es fuerte y nuestros compañeros están


sólidamente atados. Antes de llegar junto a ellos, los salvajes los matarían.
Es mejor esperar el momento en que dé principio la ceremonia fúnebre,
porque entonces el pueblo estará indefenso. Nuestra inesperada aparición
causará un pánico general; las mujeres y los niños producirán una gran
confusión, que nosotros aprovecharemos para dispersar a esa canalla y
salvar a los prisioneros. Seguidme.

MacBjorn, que conocía el camino mejor que Bill, se puso a la cabeza de


los expedicionarios y se encaminó, con mil precauciones, hacia el Norte,
evitando hacer crujir las ramas de los árboles, y parándose de cuando en
cuando para oír si el bosque seguía silencioso.

Después de andar quinientos pasos, abandonó la selva de bananos y se


aventuró en otra más extensa, compuesta de soberbias artocárpeas,
árboles que dan grandes frutas de corteza rugosa que contiene una pulpa
amarillenta y que cocida sirve de pan. Por esto dichos árboles son también
llamados del pan, aunque la mencionada pulpa es más parecida al sagú
que a la harina.

MacBjorn atravesó el bosque, abriéndose paso por los bejucos, que se


enredaban de tronco en tronco, formando una espesa red, y se detuvo
ante un grupo de gigantescas hierbas.

—Mirad allí a través de las ramas —dijo, volviéndose hacia el capitán.

Bill apartó algunas ramas para ver mejor y descubrió, a cerca de


doscientos metros, una doble fila de grandes cabañas, cuyas formas
tenían semejanza con cúpulas y estaban rodeadas de empalizadas.

Numerosos fuegos ardían a lo largo de la gran calle que dividía las


habitaciones, y al fulgor de las llamas vio varios grupos de salvajes que
vivaqueaban cerca de la lumbre, teniendo en las manos sus lanzas con
punta de hueso o hierro y sus pesadas mazas, llamadas con gran

86
propiedad rompecabezas.

Aguzando mejor la vista, el capitán descubrió, un poco separada de las


otras, una gran choza, en cuyo techo ondeaban trapos y ramas y alrededor
de la cual había mucha gente moviéndose con cierta animación.

—Es la cabaña real —le susurró al oído MacBjorn.

—¿Ha muerto el rey?

—Ayer por la mañana estaba todavía vivo y no me pareció tan enfermo


que pudiera esperarse un próximo fin. Yo aseguraría que, si no lo
enterrasen vivo, podría todavía esperar a la muerte un buen número de
años.

—¿Está contento con hacerse enterrar?

—No me parecía muy triste. Más bien animaba a su hijo, que se mesaba el
cabello de desesperación.

—¿Su heredero?

—Justamente.

—¿Y por qué no impide que entierren vivo a su padre?

—Porque dice que es mejor ser rey que hijo de rey y que su padre ha
vivido ya bastante tiempo. Costumbres de antropófagos, señores —dijo
BacBjom sin manifestar el menor horror—. ¡Oh! Pero atención, que
empieza a amanecer.

En efecto, hacia Oriente iba apareciendo una luz rosada que hacía
palidecer los astros. Dentro de pocos minutos debía brillar el sol, porque
en aquellas latitudes puede decirse que no hay crepúsculo. Desaparecido
el sol, llega de pronto la noche, y viceversa.

A poco se oyeron sonar nuevamente en la aldea las conchas marinas, y se


vio salir de las chozas hombres, mujeres y niños en gran número,
ataviados con sus mejores adornos, filas de dientes de pescados como
collares y trozos de huesos de ballena. Alrededor de la cabaña real se
oyeron agudos gritos, de los que sobresalían ayes desgarradores.

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—Son las esposas del rey, que lloran —dijo MacBjorn—. Esas estúpidas
se desesperan porque todas no pueden ser sepultadas, y en tanto
nuestros compañeros se desesperarán pensando que deben acompañar
en el gran viaje al borrachón de Vavanuho que deja de ser rey.

—Confiemos en salvarlos —dijo el capitán—. Estad dispuestos a todo.


Cuando dé la señal, descargáis los fusiles en lo más compacto de la
multitud y después entrad a la carga con las hachas y las pistolas.

Ya era completamente de día. El sol, iluminando los grandes picos que se


elevaban de la isla, derramaba una lluvia de oro sobre los bosques y las
chozas de la aldea.

La multitud aumentaba de minuto en minuto. Se veía acudir muchos


salvajes del vecino bosque, que ocultaba muchas otras cabañas, así como
de la parte del mar y de los montes. En todos lados compañías de músicos
hacían sonar las conchas marinas.

De pronto se hizo un gran silencio. Los guerreros se ordenaron


rápidamente, formando una larga columna, que se destacó de la gran
choza, dirigiéndose hacia el bosque donde se escondía la tripulación de la
«Nueva Georgia». Detrás de ellos se veía al viejo rey, conducido en una
especie de palanquín, llevado por los más famosos guerreros de la tribu,
que se adornaban con numerosos collares y tenían tatuados las piernas y
los brazos.

El pobre déspota iba vestido de gran gala. Tenía los brazos y las piernas
envueltos en tiras de tela de amarilla, el pecho pintado de negro con
«aluzzi», la cabeza envuelta en un pañuelo rojo que remataba en una
extraña diadema formada de conchas, y al cuello ostentaba numerosos
collares de huesos de tiburón y de ballena.

Tendría unos sesenta años; pero el abuso de las bebidas alcohólicas y tal
vez alguna larga enfermedad le habían envejecido bastante. Aunque sabía
la suerte que le esperaba, parecía contento y sonreía amablemente a su
primera mujer, que le aireaba con un abanico de hojas de coco.

MacBjorn y Bill, que aguzaban la vista, distinguieron a la derecha del rey, y


rodeados por el pueblo, a sus infelices compañeros, sólidamente atados,
esqueléticos, abatidos y sufriendo pacientes la lluvia de golpes que caía
sobre ellos cada vez que la extenuación les obligaba a detenerse. Junto a

88
ellos caminaban diez muchachas jóvenes, vestidas de fiesta y atadas
también, cuyo destino debía ser el de que las mataran y arrojaran a la
sepultura del rey para que le hiciesen compañía en la otra vida. Estas
muchachas no parecían, ni con mucho, abatidas ni tristes, sino felicísimas
por haber sido escogidas para tan honorífico destino.

—¡Ahí están! —exclamó Bill, que se había puesto mortalmente pálido al


ver a sus compañeros.

—Los veo —respondió el capitán, sin poder contener un gesto de


compasión—. ¡A qué estado se ven reducidos! Pero ya pagarán sus
cuentas esos feroces devoradores de carne humana.

En seguida apuntó con su fusil, diciendo:

—¡Preparen!

Los marineros dirigieron los cañones de sus armas a lo más compacto de


la comitiva.

—¡Fuego! —gritó el capitán.

89
CAPÍTULO XII. EL ASALTO DE LOS
ANTROPÓFAGOS
Ante aquella inesperada descarga que hizo caer en tierra una docena de
personas, las cuales se revolcaban en el suelo lanzando desesperados
aullidos de dolor, una confusión indecible se produjo entre la multitud de
los caníbales.

Los hombres, las mujeres, los niños, los mismos guerreros que rodeaban
el palanquín, atacados de un loco terror y no sabiendo todavía a qué
atribuir aquella detonación, huyeron en todas direcciones dando gritos
agudos y abandonando al viejo rey, que había caído en tierra, a los seis
prisioneros y a las diez mujeres destinadas a la muerte.

El capitán Hill se adelantó, corriendo con el hacha de abordaje en la mano


dando voces de:

—¡Adelante, marineros!

Bill, MacBjorn y los marineros de la «Nueva Georgia» le siguieron veloces


como relámpagos y se dirigieron hacia la aldea, dando terribles gritos para
hacer que aumentaran el terror y la confusión.

Algunos guerreros, viendo que se acercaban al rey y creyendo que


trataban de matarle para comérselo, volvieron atrás agitando con rabia sus
pesadas mazas; pero una descarga de pistola bastó para ponerlos en fuga.

Tres o cuatro de ellos, heridos por las balas, cayeron en tierra.

El capitán Hill, MacBjorn y Bill rodearon a los prisioneros blancos, que


parecían estupefactos ante aquel impensado socorro, cortaron con los
cuchillos sus ligaduras y los empujaron hacia el bosque, gritando:

—¡Presto! ¡Huid, o después será tarde!

Los marineros, al ver correr en todas direcciones a la multitud que

90
empezaba a enfurecerse al ver que aquel ataque tenía por objeto la fuga
de los prisioneros, hicieron una última descarga y en seguida se dieron a
correr detrás de los fugitivos.

Ganado el bosque, se perdieron entre los árboles, a fin de que los salvajes
no encontraran sus huellas, y se dirigieron a la playa, cargando otra vez
las armas. A sus oídos llegaban siempre los gritos de la tribu entera, que
se había puesto en persecución de las víctimas y de sus raptores.

—¡Pronto, pronto! —repetía el capitán, que a cada momento temía que le


cortaran la retirada al mar.

—Corre, MacDoil; un esfuerzo todavía, Kingston; alarga esas piernas,


O’Donnell —decía Bill, animando a sus camaradas—. Aprieta, Brown;
duro, Dickens, y tú Walker, a ver si no te quedas atrás.

Aquellos pobres diablos, a quienes los padecimientos y el hambre habían


reducido a los huesos y que estaban por completo extenuados, corrían
haciendo desesperados esfuerzos, ayudándose con saltos de cigarrón,
jadeantes y rendidos.

Los gritos cada vez más agudos de los salvajes, que parecían acercarse
siempre, bastaban a animarles, pues sabían muy bien que si entonces
escapaban de la tumba, otra vez no serían tan afortunados.

A doscientos pasos de la bahía dos de aquellos desgraciados cayeron sin


poder dar un paso más; pero los marineros, que venían corriendo detrás
en grupo cerrado, los recogieron y a costa de grandes esfuerzos lograron
llegar con ellos a la resguardada bahía.

Las dos chalupas estaban todavía allí. Los marineros apartaron el ramaje
que las cubría, las pusieron a flote y se embarcaron.

—¡Andando a toda prisa! —gritó el capitán Hill cuando vio que todos
estaban embarcados.

Las chalupas se alejaron rápidamente, dirigiéndose a la salida de la bahía.

Algunos salvajes, los más ágiles, llegaban entonces a la orilla.

Viendo que la presa se les escapaba, lanzaron furiosos clamores y


empezaron a descargar una lluvia de piedras contra las embarcaciones;

91
pero el capitán, que no los perdía de vista, puso de un balazo fuera de
combate al más decidido de la banda.

Los otros volvieron a internarse en el bosque al ver el pleito malparado,


pero sin abandonar la orilla, cerca de la que corrían dando amenazadores
gritos.

Las dos chalupas, impulsadas por vigorosos remeros, ganaron bien pronto
la alta mar y se dirigieron a la «Nueva Georgia», cuya masa se destacaba
en el luminoso horizonte.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el capitán cuando vio su buque—. Ahora ya


no temo a estos salvajes.

Después se volvió a los prisioneros, que se habían dejado caer en el fondo


de las chalupas, exhaustos de fuerzas. Eran seis verdaderos esqueletos,
que podían hacer digna compañía a MacBjorn. Delgados, amarillentos,
mustios, lacios y cubiertos de contusiones, se leía en sus rostros una serie
inenarrable de padecimientos y de miserias.

Casi todos ellos tendrían, poco más o menos, los cuarenta años, cabellos
rubios que denotaban la raza anglosajona, y, cosa verdaderamente
particular, cierto no sé qué que no inspiraba la menor confianza: sus ojos
lanzaban unas miradas que tenían mucho de falsas y de bestiales.

Observación poco tranquilizadora: todos llevaban en las muñecas y en los


tobillos profundas señales, semejantes a las que se advertían en Bill.

El capitán no fijó en eso mucho la atención, atribuyendo las señales a las


ligaduras de las cuerdas de los salvajes.

A las ocho de la mañana las dos chalupas llegaban a la escollera donde


estaba presa la «Nueva Georgia».

Ana, Asthor y los marineros de guardia saludaron con gritos de alegría el


regreso de los expedicionarios. El capitán Hill, que fue el primero en llegar
al puente, estrechó fuertemente entre sus brazos a la valerosa joven, que
no había tenido miedo de quedarse casi sola en el barco, estando tan
cerca de los antropófagos.

—¿No estás herido, padre mío? —le preguntó ella.

92
—Vuelvo incólume, y lo mismo que yo regresan todos los demás.

—¿Los habéis salvado a todos?

—A todos, Ana; pero estos infelices están en un estado tal, que da miedo.

—¡Desgraciados! —exclamó la joven, inclinándose sobre la borda para


verlos—. ¡Parecen esqueletos!

—¡Pronto, subidlos a cubierta y a la enfermería en seguida! —dijo el


capitán.

MacBjorn y sus compañeros, que no tenían fuerzas ni aun para


permanecer de pie, ni mucho menos para dar un paso, fueron subidos en
brazos al puente y en seguida llevados bajo cubierta, donde se les colocó
convenientemente en el espacio destinado a los enfermos y heridos.

Asthor se encargó de su curación, la cual, después de todo, no debía ser


ni larga ni difícil, tratándose como se trataba de gente que sólo tenía
hambre y cuya complexión robusta debía bien pronto recobrar fuerzas con
buena alimentación y frecuentes tragos de vino generoso.

El capitán hubiera querido atenderlos él mismo, pero en aquellos instantes


era muy necesaria su presencia en el puente, porque a la «Nueva
Georgia» la amenazaba un segundo y más terrible peligro.

La playa, hasta donde alcanzaba la vista, aparecía cubierta como por


ensalmo de una multitud de antropófagos, furiosos por la burla de que
habían sido objeto y por la huida de sus prisioneros. Desde allí lanzaban
horribles imprecaciones contra los extranjeros, los desafiaban con roncos
gritos que no tenían nada de humanos, y les amenazaban, agitando en
sus convulsas manos las mazas, las lanzas y las hondas.

Parecía que de un momento a otro toda aquella gente iba a precipitarse al


mar para intentar el abordaje de la «Nueva Georgia».

—Es un ejército —dijo el capitán, en cuya frente se marcaba cada vez más
una profunda amiga—. Si todo ese pueblo nos asalta, no sé como
terminaremos.

—Yo preveo un asalto impetuoso —dijo Bill, que parecía más inquieto que
los otros—. ¡Oh, si este buque no estuviera encallado!

93
—Afortunadamente, estamos dispuestos a recibirlos, y hemos reforzado el
número de defensores. ¿Son, sin duda, valientes vuestros amigos?

—No sólo valientes, sino muy buenos tiradores —dijo Bill con cierto
orgullo—. ¡Oh, oh! ¡Ya están ahí las canoas!

El capitán, Ana y los marineros que les rodeaban volvieron la vista hacia la
isla y vieron, no sin cierta emoción, una veintena de grandes canoas que
venían de la costa Norte a toda velocidad.

El capitán Hill se alzó autoritario y dijo con toda energía y a gritos:

—¡Cada uno a su puesto de combate!

Después, dirigiéndose a Ana, que se había puesto pálida, aunque


afectando una gran calma:

—Hija mía —le dijo con voz conmovida—, retírate a tu camarote, porque
dentro de poco lloverán aquí las flechas y las piedras de los caníbales.

—Es que si tú afrontas la muerte, quiero yo también afrontarla a tu lado


—respondió la joven—. No tengo miedo, padre, y tú sabes muy bien que
sé manejar el fusil como tus mejores marineros.

—Lo sé; pero pelearía mal viéndote expuesta a los proyectiles de esos
brutos. Si necesitamos un fusil más, yo te prometo llamarte a cubierta.

La besó en la frente y la condujo al cuadro de popa, cerrando la puerta del


camarote. Cuando volvió al puente, los salvajes se embarcaban en las
canoas dando gritos de furor y agitando las armas.

Los marineros, dispuestos a lo largo de las dos bandas o apoyados en las


cofas de los palos, o detrás de los parapetos dispuestos en el castillo de
proa, esperaban intrépidos el ataque con el fusil en la mano y el cuchillo y
el hacha a la cintura. Los mismos náufragos, a pesar de su extenuación y
debilidad extremada, habían dejado las literas de la enfermería prontos a
combatir hasta la muerte.

—¡A nosotros, feroces antropófagos! —exclamó el capitán—. ¡Eh, Asthor,


haz desplegar la bandera americana sobre el palo más alto, y tú, armero,
manda conducir las espingardas y el cañón al castillo de proa!

94
¡Era tiempo! Las veinte grandes canoas, tripuladas por doscientos
guerreros armados de lanzas, arcos y hondas, habían abandonado la
costa y se acercaban a todo correr a la «Nueva Georgia», que, encallada
como estaba, no podía en modo alguno escapar al abordaje.

Los otros salvajes que habían permanecido en tierra por falta de sitio en
las canoas, animaban a gritos a sus compañeros, chillando tan fuerte que
el vocerío llegaba al cielo y hacía hervir la sangre de los de las canoas.

Estas, en medio del camino, se dividieron en dos columnas, para asaltar


por ambos lados el barco, por babor y por estribor.

El capitán Hill, que aun ante aquel serio e inminente peligro conservaba
una calma admirable y no perdía de vista las canoas, dividió en dos grupos
a los defensores de la o «Nueva Georgia», confiando el mando de uno de
ellos a Asthor, viejo marinero que había peleado muchas veces contra los
salvajes.

A trescientos metros, el armero disparó el cañón, haciendo caer sobre la


horda asaltante una verdadera lluvia de metralla; pero aunque muchos
caníbales cayeron al agua o al fondo de las canoas, éstas siguieron
avanzando sin perder su velocidad.

—¡Ahora, valientes! ¡Fuego a discreción!

Ante aquella orden, veinte relámpagos brillaron en el puente de la nave


encallada, seguidos de las agudas detonaciones de las dos espingardas,
que lanzaban balas de media libra de peso.

Gritos indescriptibles de dolor y de rabia se alzaron entre los asaltantes.


Quince o veinte de ellos cayeron al fondo de las embarcaciones, y muchos
otros cayeron al mar; pero las canoas siguieron acercándose sin temor al
peligro.

En menos tiempo del que se tarda en decirlo, las veinte grandes canoas se
encontraron bajo las bordas del buque, y aquellos diablos de color castaño
o de bronce brillante se lanzaron al abordaje, subiendo los unos por los
hombros de los otros para ganar la amura, y agarrándose a todos los
salientes, mientras llenaban el aire de clamores feroces y agitaban
desesperadamente sus armas.

95
El capitán Hill, los náufragos, Asthor y los marineros luchaban con las
fuerzas y la energía que da la desesperación: disparaban las pistolas y
hacían uso de los cuchillos y las hachas de abordaje; se defendían a
culatazos; hacían, en fin, heroicidades. Los salvajes caían a mansalva,
pero en seguida otros les sustituían, aumentando cada vez más en
número, pues si caían diez se ponían en su lugar veinte, cuarenta,
cincuenta, subiendo como una legión de demonios por los flancos del
buque y desafiando sin temor alguno la muerte, decididos a todo por
recobrar a sus prisioneros y por entregarse con la tripulación a un
banquete de carne humana.

El capitán Hill, a riesgo de matar a sus propios marineros, había hecho


volver el cañoncillo y las espingardas hacia el mar, con el fin de hacer
mayores destrozos entre los asaltantes; Asthor había ya mandado romper
las botellas y esparcir los vidrios por la cubierta; y, sin embargo, los
caníbales subían a despecho de la metralla y corrían por encima de los
vidrios sin hacer caso de las horribles heridas que se producían en los pies.

La lucha parecía ya perdida para los del buque, cuando en medio de los
gritos de los antropófagos, casi vencedores, de las imprecaciones de los
marineros y del retumbar de los tiros se oyó una voz gritar:

—¡Todo el mundo arriba, a la arboladura!… ¡Capitán Hill, atrancad bien el


camarote de miss Ana!… ¡El buque está salvado!…

En seguida Bill, el que parecía peor de todos los náufragos, se lanzó por el
puente, abrió la escotilla y miró a la bodega, en cuyo fondo, espantados
por el ruido de la batalla, mugían furiosos los tigres.

96
CAPÍTULO XIII. EL DOMADOR DE TIGRES
La victoria de los caníbales era completa. Aquel ataque furioso e
irresistible, sus lanzas, sus pesadas mazas, y sobre todo la superioridad
de su número, veinte veces mayor al de los defensores, habían triunfado
sobre el valor y las armas de fuego de los hombres blancos.

Los marineros, después de haber hecho prodigios de valor y de haber


visto caer a seis de los suyos, se hallaron impotentes para contener la
furiosa irrupción del enemigo. Así es que apenas fueron intimados por la
voz de Bill, se apresuraron a ponerse a salvo en lo alto de los palos,
asiéndose al que les permitía más fácil defensa, en tanto que el capitán,
después de ver el barco asaltado por los caníbales y de rendirse el brazo
dándoles hachazos y cuchilladas, se retiró a toda prisa al camarote de miss
Ana, cerrando y atracando la puerta para impedir, o retardar al menos, la
bajada de los antropófagos al cuadro de popa.

Los vencedores, reducidos a una tercera parte, pues gran número de ellos
yacían muertos o se retorcían por los agudos dolores de sus heridas,
celebraron su triunfo con tres poderosos gritos, a los cuales respondieron
con entusiasmo los guerreros que quedaron en la playa. Aquél era el
anuncio de que el barco estaba en poder de los caníbales y de que el
asado de carne humana no se haría esperar.

Sin embargo, dicho asado estaba aún lejos de sus manos, pues los
marineros, salvados y en seguridad sobre las antenas, las cofas y las
crucetas, tenían todavía sus armas y respondían a los gritos de triunfo con
descargas frecuentes que no dejaban de producir bajas en el enemigo.

Los caníbales no se espantaban por tan poca cosa y se aprestaron al


ataque de la arboladura, intentando subir por las cuerdas y escalas, pero
aquello era punto menos que imposible. Todo hombre que conseguía subir
caía herido sobre el puente.

Comprendiendo que no llegarían nunca hasta donde estaban los


defensores, pues éstos poseían balas y pólvora, cambiaron de táctica y

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comenzaron a atacar los palos con las hachas halladas en el puente.
Caídos los palos, caerían también los marineros. No era más que cuestión
de pocos minutos: de un cuarto de hora a lo sumo. Ya los marineros se
consideraban perdidos, cuando se oyó la voz de Bill que salía de las
profundidades de la estiba:

—¡«Sus»!… ¡«Sus»!… ¡Tigre! —gritaba amenazador—. ¡Adelante, cordera


mía!…

Un instante después, una tigresa enorme, la más grande de las doce que
había en las jaulas, se lanzaba fuera de la escotilla.

Pareció a lo primero sorprendida de encontrarse en tan numerosa


compañía; pero en seguida, avivados sus instintos salvajes por la
presencia de seres humanos, se encogió como un gato y saltó tratando de
alcanzar a los caníbales, lanzando, a la vez, un poderoso rugido.

Ante aquel animal tan feroz y fuerte los salvajes, que no lo habían visto
jamás y que no sabían a qué raza pertenecía, fueron presa de un
supersticioso terror y huían como alma que lleva el diablo, verdaderamente
espantados.

Aquello fue una fuga general. Locos por el terror se precipitaban al mar
desde las amuras, desde el puente, desde el castillo de proa, cayendo en
confuso montón sobre los que estaban en las canoas y abandonando las
armas. Los remeros, presa también del pánico, bogaron a toda prisa y
huyeron desesperadamente hacia la costa sin detenerse para recoger a
los que nadaban con el fin de alcanzar las canoas, y que al verlas huir
daban gritos de rabia y de desesperación, imaginando que aquel
monstruoso animal iba a lanzarse al agua para devorarlos.

En pocos minutos en el puente de la «Nueva Georgia» no quedó ni un


salvaje.

—¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros desde los penóles—. ¡Viva Bill!

Entonces se abrió la escotilla de proa que comunicaba con la cámara de


los marineros y apareció el náufrago con un hacha en la mano. Viendo el
puente desembarazado de enemigos, avanzó con intrepidez hacia la
enorme tigresa, que daba furibundos zarpazos en el borde del puente,
exasperada por no haber podido llegar a todos ellos.

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—¡Bill! ¡Bill! —gritaron los marineros—. ¡Cuidado, que la tigresa te va a
destrozar!

La tigresa permaneció inmóvil, mirándole con ojos de fuego. Cualquier otro


hubiera huido apresuradamente ante aquella manifestación hostil, pero Bill
siguió avanzando.

El extraño hombre parecía transfigurado. Sus facciones demostraban en


aquel instante una energía suprema y una voluntad increíble, y de sus ojos
parecían brotar chispas.

Se paró a tres pasos de la tigresa, que continuaba rugiendo, y señalándole


otra vez la entrada de la escotilla repitió con una voz que tenía una
entonación particular:

—¡Vete!

Entonces la tripulación, que desde las vergas presenciaba con estupor


aquella inesperada escena, vio a la terrible fiera dirigirse lentamente, con
el lomo agachado y la cabeza baja, como si no pudiera resistir la
fascinadora mirada de aquel hombre, hacia la escotilla y bajar a la estiba.

Bill siguió con el brazo siempre levantado, descendió al interior del buque
detrás de la tigresa, y poco después se oyó el rechinar de los hierros de la
jaula, donde había vuelto a encerrarla. En seguida volvió el náufrago al
puente.

—Podéis bajar —dijo alzando la vista hacia la tripulación, todavía


admirada—. La tigresa está ya en su jaula.

Dirigiéndose a la escalera de popa, llamó al capitán Hill, que se decidió a


subir a cubierta, acompañado de Ana.

—¿Y los salvajes? —preguntó con ansia el americano al ver el puente libre.

—Huyeron —respondió tranquilamente Bill.

—¿Les soltasteis los tigres?

—Bastó uno para poner en fuga a los antropófagos.

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—Muchas gracias. Bill, por lo que has hecho. Sin ti estaría perdido mi
buque a estas horas, y todos seríamos prisioneros de los salvajes.

—Vos me salvasteis a mí, y yo os he salvado —respondió el náufrago con


voz sorda—. Ni nada os debo, ni nada me debéis; estamos en paz.

El capitán Hill le miró sorprendido.

—¿Por qué esas palabras, Bill? —le preguntó en tono de reconvención.

—Porque no me gusta ser deudor de nadie —contestó con acento


marcado.

—Eres orgulloso, Bill.

El náufrago movió la cabeza y arrugó la frente.

—No —dijo—. Algún día sabréis la razón.

Giró sobre sus talones, después de dirigir a Ana una mirada de fuego, y se
alejó con el semblante contraído y una irónica sonrisa en los labios.

—¡Qué hombre tan singular! —dijo la joven.

—No podré comprenderle nunca, Ana —añadió el capitán Hill—. Y, sin


embargo, sus palabras me han producido una extraña impresión. ¡Bah! No
pensemos en esto.

Hizo un ademán como para lanzar de sí un pensamiento triste, y salió al


encuentro de los marineros que descendían de la arboladura.

—¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó a Asthor.

—Seis, señor, y de los más valientes.

—¿Todos de los nuestros? —volvió a preguntar dando un suspiro.

—Todos, señor, por desgracia. Parece que la fortuna protege a los


náufragos, porque éstos ni siquiera han recibido una herida. A propósito,
¿qué os parecen esos hombres?

—Me parecen unos pobres diablos —respondió el capitán—. Pero…

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—¿Sospecháis algo?

—He descubierto en sus puños y tobillos señales de haber estado


esposados y me han dado mucho que pensar, mi viejo Asthor. Podrán
obedecer esas señales a las ligaduras de los salvajes; sin embargo…

—Comprendo —dijo el piloto, cuya frente se había nublado—. El teniente


Collin había notado las mismas señales en las muñecas de Bill. ¡Estaría
bueno que se hubiera derramado tanta sangre por hombres de esa clase,
recluidos en la siniestra isla que se llama de Norfolk!

—Tal vez nos engañemos, Asthor, y además…

Se interrumpió e hizo un gesto de sorpresa. Le habían venido a la


imaginación las enigmáticas palabras pronunciadas poco antes por Bill.

—Tengo mis temores, Asthor —dijo.

—¿Qué teméis?

—Nada por ahora; pero vigilemos.

—Los observaré atentamente, capitán. Y ¡ay de ellos si osan tramar algo!


El viejo Asthor está todavía fuerte y es capaz de aplastar la cabeza al que
pretenda sólo lo más insignificante contra vos o contra miss Ana.

—Está bien, mi querido lobo de mar. Ahora pensemos en los muertos.

Hizo retirar a Ana para que no asistiera a tan desagradable espectáculo, y


los marineros, por orden del capitán, arrojaron al mar los cadáveres de los
caníbales que cubrían la cubierta. La resaca, que se hacía sentir muy
perceptiblemente, los arrojó a las playas de la isla.

Por la noche fue izada la bandera americana en señal de duelo, y después


del oficio de difuntos recitado por el capitán y por toda la tripulación, fueron
arrojados al agua los cadáveres de los seis marineros que cayeron durante
la lucha, y a los que se envolvió en una gruesa hamaca a cada uno, con
una pesada bola de hierro sujeta a los pies, para sustraerlos a la voracidad
de los monstruosos habitantes del archipiélago fidjiano.

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102
CAPÍTULO XIV. LA GRAN MAREA
Durante la noche no ocurrió nada de particular. Los isleños hicieron oír sin
interrupción los roncos sonidos de sus conchas marinas, aunque sin
abandonar la playa, para intentar un nuevo ataque al buque.

Los marineros, que aguardaban a cada momento ese segundo ataque, no


abandonaron un solo instante la cubierta, y para hacer comprender a los
salvajes que vigilaban bien, dispararon varias veces el cañón y las
espingardas, provocando con ello un nuevo vocerío de los enemigos,
acampados en la playa, bajo los grandes árboles que festoneaban.

Cuando despuntó el alba, el capitán, que no había cerrado los ojos en toda
la noche, dispuesto a evitar un segundo asalto, vio que había aumentado
el número de los enemigos. Sobre las playas había lo menos cinco o seis
mil salvajes, y a algunos se les veía llegar de las islas cercanas; pero
ninguno de ellos se atrevía a acercarse a la «Nueva Georgia», que parecía
infundir a toda aquella gente un supersticioso terror.

—¿Intentarán un nuevo asalto y esperarán a ser más para que les resulte
más seguro? —preguntó el capitán a MacBjorn, que observaba
atentamente a los salvajes.

—No —respondió el hombre esqueleto—. Esos pillos han cobrado


demasiado horror a nuestra tigresa para que vuelvan a la carga. Sin
embargo, creo que confían en la tempestad para podernos comer.

—¿Sí?

—Sí. Creen, sin duda, que nuestro buque, preso como está en las
escolleras, no podrá moverse y esperan que un temporal les ayude.
También sospecho que temen que pueda desembarcar la tripulación y por
eso se mantienen vigilantes, sin ganar los bosques del interior.

—Afortunadamente, estaremos lejos cuando la tempestad que ellos


esperan descargue en estos sitios. Estoy seguro que la «Nueva Georgia»

103
saldrá sin averías de este banco.

—También lo creo yo, señor, porque he observado el banco y he visto que


no hay puntas rocosas y que el buque apoya sólo el asta de proa.

—Cierto, MacBjorn. Y en el caso en que la gran marea no bastase para


ponerle a flote, haremos echar dos anclas por popa y la tripulación
trabajará bien.

—¿Y dónde nos conduciréis cuando estemos libres, señor?

—A Melbourne —respondió el capitán—. Es mi puerto de arribo.

—¡En Australia! —exclamó el náufrago, arrugando la frente y haciendo una


mueca de desagrado.

—¿Os disgusta? —preguntó el capitán Hill, que había notado aquel gesto.

—No, señor —respondió vivamente MacBjorn.

—Si os parece mejor, podréis desembarcar en la isla de Norfolk, en la que


me detendré algunas horas —dijo el capitán, mirándole fijamente.

Apenas oyó el nombre de esa isla siniestra, que sirve de prisión a los
forzados ingleses, MacBjorn se estremeció vivamente y de pálido que
estaba se tomó lívido.

—¡No, no! —exclamó—. Aquella isla tiene una reputación demasiado


mala, señor. Preferiría más bien desembarcar en una isla habitada por
salvajes.

—Entonces vendréis a Melbourne.

—A falta de otra cosa mejor nos quedaremos en Australia. Allí


encontraremos de seguro algún buque que nos lleve a nuestra patria.

—¿Hace mucho que no la veis?

—Seis años, señor —respondió el náufrago, mientras una nube le pasaba


por la frente.

—¿Y desearéis ardientemente volverla a ver? ¿Tenéis allí familia?


¿Esposa quizá?

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MacBjorn miró al capitán, que afectaba completa calma, y en sus ojos
brilló un relámpago.

—¡Mi mujer! —exclamó con voz ronca—. ¡Ah, señor! ¡Murió hace mucho
tiempo!

—¡Pobre hombre! —murmuró el capitán con sutil ironía, pues al fin había
comprendido con qué clase de individuo tenía que habérselas—. Andad a
beber un buen trago de gin, y perdonadme si involuntariamente he
provocado un doloroso recuerdo.

MacBjorn, que se había puesto sombrío y tomado un aspecto salvaje, se


alejó sin responder, caminando como un borracho.

—¡Truenos y relámpagos! —murmuró el capitán—. ¿Qué especie de


náufragos he embarcado yo? Este hombre debe de haber asesinado a
alguien, tal vez a su mujer. Ahora estoy convencido de tener a bordo, no
seis desgraciados, sino seis presidiarios fugados de la isla de Norfolk. ¡Oh!
Pero ¡ay de ellos si se atreven a intentar algo contra mí!

—¿Qué murmuras, padre mío? —le preguntó Ana, apareciendo en el


puente.

—Nada, Ana —respondió el capitán esforzándose por sonreír—. Me


desahogaba contra esos salvajes que nos atacaron y pueden hacerlo aún.

—Bill soltará otro tigre contra ellos, y volverá a ponerlos en fuga, si osan
aparecer nuevamente a bordo de la «Nueva Georgia».

—¡Bill, Bill! —articuló el americano apretando los dientes… —Sí, soltará


los tigres, Ana.

—¿Por qué lo dices con ese tono? —preguntó la joven—. Se diría que no
te es simpático ese pobre náufrago.

—Y quisiera que no hubiese puesto los pies en este buque.

—Pero ¿por qué?

—¡Silencio, hija mía! Por ahora no puedo decirte nada.

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—¿Y por qué, señor? —dijo una voz.

El capitán se volvió y se encontró ante Bill, que le miraba con ojos


llameantes, en tanto que cada vez se ponía más pálido.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó el americano arrugando la frente—.


¿Me estabas espiando?

—No, señor —respondió Bill, tratando de aparecer tranquilo—. Me dirigía


hacia esta parte para observar mejor los movimientos de los salvajes y he
oído involuntariamente vuestras palabras, que son bien amargas para mí.
¿Tenéis algún motivo de queja de este náufrago desde el día en que lo
recogisteis moribundo del tempestuoso Océano?

—No, es cierto. Más bien he tenido que darte las gracias en dos ocasiones.

—¿Por qué entonces esas severas palabras?

—No puedo explicarme.

—¿Qué teméis? Si yo y mis compañeros os estorbamos en vuestra nave,


nos podéis desembarcar en la primera isla que encontremos.

—Lo pensaré. Todo dependerá de vuestra conducta.

—Está bien, señor —dijo Bill, resentido.

Saludó a miss Ana y se alejó, dirigiéndose a popa; pero aquel hombre


estaba lívido y sus dientes entrechocaban con fuerza, como si hubieran
querido destrozar algo.

—Eres severo, padre mío —dijo Ana con tono de reconvención—. No sé


por qué se te haya atravesado ese hombre.

—Más tarde lo sabrás. No aventuro ahora una opinión terrible.

Durante la noche dos veces tuvo la tripulación que subir al puente,


alarmada, pues fueron vistas algunas canoas que se destacaban de la isla;
pero huyeron al primer cañonazo.

Al día siguiente la situación era la misma.

La «Nueva Georgia» seguía siempre encallada y los antropófagos

106
acampados en la playa. Pero dentro de pocas horas debía tener fin aquella
prisión, porque a mediodía alcanzaría la gran marea su máxima altura y
pondría el buque a flote.

El capitán, que suspiraba por el momento de dejar aquellos funestos


parajes, dio las órdenes necesarias a fin de que todo estuviera dispuesto
para la hora de la gran marea.

Hizo aligerar la proa del buque, llevando a popa las anclas gruesas, las
cadenas, las cajas del equipaje, los barriles de agua dulce, gran parte de
los penóles de recambio y hasta las jaulas de los tigres, que ocupaban la
parte anterior de la estiba. Hecho esto, mandó botar una de las lanchas y
arrojar por popa dos anclas, cuyas cadenas estaban fijas al tomo para
operar una fuerte tracción; mandó además desplegar todas las velas para
aprovechar el viento, que soplaba ligeramente de proa.

Terminadas aquellas diversas operaciones, el capitán colocó a la mayor


parte de sus hombres, entre ellos los náufragos, cerca del tomo, al que se
había colocado ya la manivela.

La marea, en tanto, continuaba subiendo. A las once había ya cubierto


casi todo el banco y se oían crujidos bajo el asta de proa, señal evidente
de que el velero tendía a levantarse. Media hora después había dos pies
de agua sobre el banco.

Era el momento oportuno para intentar un primer esfuerzo.

—¡Cada cual a su puesto! —ordenó el capitán Hill—. La marea va a


alcanzar su altura máxima.

La tripulación se inclinó sobre las aspas y dio vuelta al torno con


sobrehumana energía. Las cadenas de las dos anclas arrojadas al banco
se pusieron en tensión bruscamente, pero las puntas de hierro resbalaron.

—¡Esperemos! —dijo el capitán—. ¡Ahora, amigos!…

Añadió luego:

—¡Un esfuerzo o nos eternizaremos en este banco!

Los marineros siguieron dando la vuelta al tomo con una especie de furor,
marcándose los músculos de sus brazos en tal forma, que parecía que

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iban a estallar.

Todos tenían las frentes empapadas en sudor, pues sabían que la propia
salvación dependía de sus fuerzas.

La vida para ellos acabaría de modo desastroso si la nave no se ponía a


flote, pues ninguno ignoraba que los salvajes esperaban cerca con los
dientes afilados.

El buque crujía cada vez más al empuje de tantos vigorosos brazos, pero
no acababa de ponerse a flote.

El capitán Hill, a pesar de su valor, se había puesto pálido y sentía que el


corazón le saltaba en el pecho. Un vago temor comenzaba a invadirle, y
dirigía sobre Ana miradas de desesperación.

—¡Un esfuerzo aún, muchachos! —exclamó con voz sofocada.

Asthor y los tres o cuatro hombres que dirigían la maniobra acudieron en


ayuda de sus compañeros. Aquel nuevo esfuerzo fue decisivo.

El buque osciló bruscamente y se deslizó sobre el banco; primero,


despacio; después, con mayor rapidez, y últimamente, quedó
balanceándose en el mar libre.

Un inmenso grito de alegría se escapó de la tripulación, al que hicieron eco


otros de furor, seguidos de espantoso vocerío.

Los salvajes, al ver como la nave se libraba del banco, y comprendiendo


que se les escapaba la presa, se lanzaron en confuso montón sobre las
canoas y acudían de todas partes para dar un desesperado asalto.

—¡Alerta! ¡Los salvajes! —gritó Asthor, que se había dirigido a popa.

—¡Demasiado tarde, mis queridos amigos! —exclamó el capitán Hill,


triunfante—. ¡Orzar la barra y virar de bordo!

Aquella maniobra fue ejecutada con fantástica rapidez: tanto era el terror
que imponían los salvajes. La «Nueva Georgia» giró alrededor de los
escollos que formaban el banco y salió a plena mar con las velas
desplegadas, dirigiéndose hacia el Oeste.

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Las largas canoas de los fidjianos no se detuvieron por eso. Pasaron casi
volando sobre el banco y continuaron la caza, maniobrando furiosamente
con los remos; pero, como había dicho muy bien le capitán, era demasiado
tarde.

El barco huía con la velocidad de una tromba marina, y en breve estuvo


muy lejos de aquellos salvajes habitantes del archipiélago fidjiano, que
perdieron toda esperanza de alcanzarle.

Cuando el capitán Hill no los vio ya, lanzó un suspiro de satisfacción.

—¿Vamos derechos a Australia, papá? —preguntó Ana.

—Derechos, sin detenernos en ninguna parte, porque no veo el momento


de desembarazarme de dos cargas peligrosas.

—¿A cuáles te refieres?

—A los tigres y a los náufragos.

—Tú la tomas siempre con esos infelices.

—Te he dicho que tengo mis motivos.

—Si te estorban, ¿por qué no los dejas en cualquier isla?

—Si puedo, lo haré.

—¿No hay cerca alguna dónde no puedan correr peligro?

—Ante nosotros tenemos el archipiélago de las Nuevas Hébridas, y más al


Sudeste la Nueva Caledonia; pero ambas están pobladas de salvajes
peores que los fidjianos.

—¿Y no hay islas deshabitadas?

—Un tiempo fueron numerosas, pero después han ido siendo ocupadas
poco a poco. La población humana crece constantemente, a pesar de las
grandes bajas que producen las guerras y las epidemias, y llegará un día
en que no haya sitio para todos en el mundo.

—¿Qué dices? Recuerda que hay continentes que tienen todavía espacios
inmensos por habitar: África, Australia y las dos Américas.

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—Es verdad; pero dentro de dos siglos no habrá un solo territorio desierto.
Los hombres de ciencia han estudiado varias veces este problema y han
deducido que antes de mucho la población del Globo no encontrará sitio
suficiente y se verá obligada a diezmarse con continuas guerras, o…
¡volviendo a la antropofagia!

—¡Es increíble!

—Y, sin embargo, es cierto, Ana, y voy a explicártelo mejor. Los sabios
saben que la superficie terrestre tiene veintiocho millones de millas
cuadradas de tierras fértiles, catorce de estepas y cuatro de desiertos, y
han calculado que el máximo de habitantes que esa superficie de tierra
puede alimentar es de doscientas siete personas por milla cuadrada en los
terrenos fértiles, diez en las estepas y uno en los desiertos. Resulta de
esto que cuando la población del Globo alcance la cifra de cinco mil
novecientos noventa y cuatro millones, no habrá terrenos disponibles para
alimentar mayor número de personas. ¿Te parece exacto el cálculo?

—Y justo —respondió Ana, después de algunos minutos de reflexión—.


Pero ¿cuántos años transcurrirán antes que la población sea tan
numerosa?

—Por término medio, se cree que el número de habitantes aumenta en la


Tierra cada diez años en un ocho por ciento.

Partiendo de este cálculo, los cinco mil novecientos noventa y cuatro


millones de habitantes podrán vivir dentro de doscientos años. ¿Qué son
dos siglos para la Humanidad? Nada.

—¡Espantan esos cálculos!

—No diré lo contrario, y yo no desearía estar vivo dentro de doscientos o


trescientos años. Además, el progreso científico e industrial habrá hallado
el medio de hacer más fértiles las tierras, habrá encontrado el modo de
que sean productivos los desiertos y las estepas; pero esto será no más
que un paliativo. La población seguirá creciendo, la Tierra no bastará a
contenerla y nuestros nietos no tendrán otra alternativa que la de

110
destruirse en guerras terribles o la de comerse los unos a los otros a
menos que descubran el medio de llegar a la Luna o a cualquier otro
planeta. Por fortuna, nosotros no estaremos ya vivos y hará ya quién sabe
cuántos años que dormiremos el sueño eterno, o en la profundidad de los
abismos marinos, o bajo unos cuantos pies de tierra. Pero dejemos a un
lado estas filosofías y vamos a comer, Ana, que tenemos necesidad de
ello.

111
CAPÍTULO XV. BILL SE REBELA
La «Nueva Georgia», libre del naufragio y del asalto de los antropófagos,
seguía huyendo hacia el Sudoeste, tratando de pasar ante las últimas islas
del archipiélago de las Nuevas Hébridas y de evitar las peligrosas costas
de la Nueva Caledonia, que en aquel tiempo gozaban una triste
celebridad, por no haber sido aún ocupadas por Francia.

El capitán mantenía las velas desplegadas, así como las de reserva,


ansioso de ganar cuanto antes la costa australiana. Comenzaba a
preocuparse aquel bravo marino, no por el tiempo que había perdido ni por
su buque, que no habría sufrido avería alguna en los escollos, ni por los
tigres, que permanecían sólidamente encerrados en sus jaulas de hierro,
sino por los náufragos a quienes había salvado a costa de tantos trabajos
y fatigas.

En el momento en que aquellos hombres vieron a flote el barco, cambiaron


por completo de actitud, y hasta parecía pesarles el reconocimiento que
debían a la tripulación americana. No eran ya humildes y serviciales como
durante el peligro; no se notaba en ellos la menor señal de gratitud; no
eran los más obedientes.

Ociosos desde la mañana a la noche, sin tomar parte en las fatigosas


maniobras del velero, respondían altaneros al piloto Asthor, jugaban a las
cartas y a los dados en el fondo de la estiba, y se tomaban cada vez más
insolentes y descontentadizos.

El mismo Bill había cambiado mucho. Trataba de igual a igual al capitán, y


hasta parecía alentar secretamente las inconveniencias de sus
compañeros. Ante miss Ana tampoco se mostraba tan respetuoso como
antes.

La tripulación adivinaba por instinto que aquellos náufragos no eran


marineros leales, sino gente mala y viciosa, muy capaz, si las
circunstancias se mostraban favorables, de rebelarse abiertamente contra
la autoridad de a bordo.

112
El capitán y Asthor no los perdían de vista, y cada vez más convencidos
de que tenían que habérselas con forzados evadidos de la isla de Norfolk,
se mantenían en guardia, prontos a reprimir, con la mayor energía, el
menor asomo de rebelión.

Aquella incesante vigilancia no debía tardar en conducirlos a un


descubrimiento de gravedad incalculable.

Una noche, mientras el capitán y Ana reposaban en sus camarotes y


Asthor velaba sobre cubierta, un gaviero advirtió que los náufragos habían
abandonado secretamente su dormitorio. Sorprendido ante este hecho, se
apresuró a ponerlo en conocimiento del piloto.

—¡Ah tunos! —exclamó el viejo marinero, arrugando la frente—. ¡O soy


muy bestia, o aquí se oculta algo grave!

Sin advertir a nadie, para no alarmar inútilmente a la tripulación, se


proveyó de una linterna, se escondió en el bolsillo una pistola, y bajó a la
estiba seguro de encontrar allí a los náufragos.

En efecto, los vio a todos formando círculo junto a las jaulas de los tigres y
hablando secretamente, como si tramaran algo malo. Bill estaba en medio
y en aquel momento tenía la palabra.

El piloto, sorprendido, palideció. ¿Qué podían tramar cuando habían


buscado aquel sitio aislado, lejos de la vista y el oído de la tripulación
americana? Nada bueno, sin duda.

El viejo marinero tuvo intenciones de despertar al capitán y llamar en su


ayuda a los tripulantes; pero ante el temor de provocar una agitación
injustificada, bajó solo y se dirigió resueltamente hacia los náufragos.

Apenas descubrieron éstos la luz de la linterna, se levantaron como un


solo hombre, haciendo gestos de descontento, tal vez avergonzados de
que les hubieran sorprendido en conciliábulo, o más probablemente
irritados y decididos a todo.

—¿Qué hacéis aquí reunidos en las tinieblas, como conjurados? —les


preguntó el piloto con voz acre—. ¿Es por miedo de que nuestros
camaradas oigan lo que tramáis?

113
—¡Oh, por mil diablos! —gritó Bill con ironía—. ¿Estamos tal vez
prisioneros en vuestro buque? ¿No somos dueños de movernos de un
sitio, señor piloto de la «Nueva Georgia»?

—¡Truenos y rayos! —exclamó el escuálido MacBjorn—. ¡Otra vez


traeremos con nosotros todas las linternas y hachones de a bordo!

—¡Eh, tú, pájaro de mal agüero! —dijo el piloto plantándose ante el


escuálido Mac—. Te advierto, de una vez para siempre, que Asthor es
capaz de hacerte tragar esas palabras. Conque, ojo, y si no caminas
derecho con esos dos leños que tienes por piernas, te las rompo.

Los náufragos se echaron a reír, pero el piloto permanecía bien serio. Le


ahogaba la rabia y sentía invencibles deseos de encerrar a todos aquellos
hombres en un fuerte camarote, con hierros en los pies y en las manos.

—¡Fuera de aquí! —dijo—. ¿Qué hacéis?

—Ya lo veis —respondió Bill—. Discurríamos el medio de abandonar lo


antes posible vuestro barco.

—Y ¿por qué? —le preguntó el viejo, dirigiéndole una mirada aguda como
un puñal.

—Porque no queremos desembarcar ni en Australia ni en la isla de Norfolk.

—¡Ah! ¿Tenéis acaso cuentas que saldar con aquellas autoridades?

Bill se puso pálido e hizo un gesto amenazador, mientras sus compañeros


miraban torvamente al piloto, en actitud también amenazadora.

—¡Basta! —bufó Bill con voz ronca—; ya tenemos bastante con vuestras
sospechas, señor piloto de la «Nueva Georgia». Muy pronto sabréis
quiénes somos.

—¿Es una amenaza?

—Tomadlo como queráis; poco me importa.

—Mañana contaré lo sucedido al capitán.

—Hacedlo cuando gustéis.

114
—Os lo prometo, Bill. Ahora dejad este sitio y volved a vuestro dormitorio,
o hago acudir a los marineros para que os encierren inmediatamente.

Los náufragos se alejaron sin responder y entraron en la cámara común,


aparentando perfecta tranquilidad.

Asthor les siguió con la vista. Después, moviendo la cabeza, murmuró:

—¡Ojalá me engañe, pero estos hombres nos van a dar que hacer!

Examinó perfectamente las jaulas de los tigres, inspeccionándolo todo, y


cuando se aseguró de que los náufragos se habían acostado, volvió a
cubierta muy inquieto y pensativo.

Antes del alba estaba ya Bill en el puente. Pasó ante Asthor con la frente
alta y lanzando sobre él una mirada de reto, en tanto que sus compañeros
se paseaban ociosos por el castillo de proa, mirando tranquilamente las
maniobras de los marineros americanos. Tres veces pasó Bill ante Asthor,
como si buscara un pretexto para ser interrogado por la escena de la
noche; y se sentó sobre la amura de babor, observando con profunda
atención el mar, que se extendía ante sus ojos, terso como un espejo.

Cuando el capitán Hill apareció en el puente, el náufrago estaba todavía


absorto en su contemplación y no pudo ver a Asthor acercarse al
comandante.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó éste al ver que el piloto se le


acercaba con cierto misterio.

—Malas noticias —respondió Asthor.

El capitán arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que a bordo de la «Nueva Georgia» se conspira


—respondió el piloto.

—¿Contra quién?

—Lo ignoro, capitán; pero sin duda se trama algo en nuestro daño.

115
—¿Por quiénes? ¿Tal vez la tripulación?

—No, a Dios gracias. Nuestra tripulación es fiel. Son los náufragos.

—¿Qué? ¿Esa gente se atrevería?

—Sí, señor. Los he sorprendido esta noche en misterioso conciliábulo en


el fondo de la estiba, ante la jaula de los tigres.

—¿Quieres asustarme, viejo Asthor? —preguntó el capitán con voz


alterada.

—Sería inútil. Os digo lo que he visto y nada más.

—Y ¿esos hombres, a quienes he salvado poniendo en grave peligro mi


nave y la vida de todos nosotros, se atreven a conspirar contra mí? ¡Qué
Ana no sepa nada, viejo amigo, para no inquietarla!… ¡Ah perversos!…
¿Dónde está Bill?

—Miradle allí, sentado en la amura de babor.

—Está bien; será el primero que la pagará por todos.

Aseguróse de que tenía la pistola al cinto, sabiendo ya que iba a


habérselas con un tuno decidido a todo; se acercó a la amura y, tocándole
en un hombro, dijo:

—¡Aquí estamos, señor Bill!

El náufrago se volvió con toda tranquilidad, pero al verse ante el capitán,


que tenía la faz contraída, se puso ligeramente pálido y su mirada se
dirigió a Asthor.

Bien pronto logró serenarse y, bajando de la amura, quedó en pie ante el


capitán con los brazos cruzados.

—¿Qué deseáis, capitán?

—Ante todo, una explicación.

—Hablad, señor.

116
—Lo primero: ¿de dónde procedéis?

—De… un buque naufragado. Ya lo sabéis.

—¡Mientes!

Bill se estremeció y en sus ojos brilló una luz siniestra.

—¿Yo? —exclamó apretando los puños; en seguida logró refrenarse y, ya


al parecer tranquilo, añadió—: Pues decid vos de dónde vengo, ya que
parecéis saberlo mejor que yo.

—Me basta lo que sé para juzgarte. Ahora dime: ¿por qué motivo te has
reunido la pasada noche en la estiba con tus compañeros?

—Ya esto es otra cosa y habláis en razón —respondió el asesino de


Collin—. ¿Queréis saberlo? Pues nos hemos reunido para deliberar acerca
de la ruta que lleva el buque.

—¡De la ruta de mi buque! —exclamó el capitán en el colmo de estupor.

—Sí, señor, porque esa ruta no nos conviene ni a mí ni a mis compañeros.

—¿Qué queréis decir?

—Que no queremos que vuestro buque toque ni en Australia ni en la isla


de Norfolk —respondió resueltamente el náufrago.

—¡Ah! ¿Y crees…?

—Que obedeceréis —respondió Bill con tono amenazador y mirándole


fijamente.

El capitán Hill, ante tan inesperada audacia, permaneció algunos instantes


sin poder hablar. Estaba sorprendido y confuso. Y tenía motivos para
sorprenderse, pues sabía que la tripulación era dos veces más numerosa
que los náufragos, y tan fiel, que a la menor palabra arrojaría a éstos al
mar.

—¿Estás borracho? —le preguntó.

—No, señor —respondió el náufrago imperturbable—. No he bebido un


sorbo de gin, ni de whisky, ni de brandy.

117
—Y ¿no sabes que puedo colgarte de un palo?

—No os atreveréis.

—Y ¿quién me lo impedirá? ¿Tus compañeros tal vez? —preguntó el


capitán, cuyos dientes rechinaban.

—No; pero no os atreveréis, si es que deseáis que el buque llegue a


puerto y se salve vuestra hija.

¡Aquello era demasiado! La paciencia del capitán había sido bien puesta a
prueba.

—¡Miserable! —exclamó levantando el puño contra el náufrago, que nada


hizo por evitarlo.

La mano del gigantesco Hill cayó como rumor sordo sobre el náufrago y lo
inclinó con fuerza irresistible, haciéndole caer sobre el puente.

Al ver en el suelo a su compañero los otros náufragos, que esperaban en


el castillo de proa, afectando gran calma, se levantaron de pronto; pero
Asthor tocó el pito y mandó a la tripulación que estuviera dispuesta a
reprimir cualquier intentona.

—Matadme si os parece, o, mejor dicho, asesinadme —dijo Bill con fría


ironía, permaneciendo en el suelo.

—¡No, canalla! —respondió el capitán furibundo—. Yo no soy de esos


hombres que asesinan, pero te pondré en la imposibilidad de hacernos mal
a mí, a mi hija y a mi tripulación.

—¿Y luego? —preguntó, siempre irónicamente, el náufrago.

—¡Después te haré azotar! Así aprenderás a guardar el debido respeto,


primero, a tus salvadores, y después, a tus superiores.

—¡Probadlo!

—¿Me desafías?

—¡Os desafío!

118
—¡A mí, marineros!…

Ante aquella voz, siete u ocho marineros se precipitaron sobre el audaz


Bill, reduciéndole a la impotencia.

En aquel mismo momento apareció en el puente miss Ana.

—¡Padre mío! —exclamó corriendo al encuentro del capitán, que tenía en


la mano una pistola, pronto a descargarla contra los camaradas de Bill—.
¡Gran Dios!… ¿Qué pasa?

—Retírate, Ana —respondió Hill—. Son cosas que no te importan.

—Pero ¿por qué está ese hombre tirado en el puente?

—Es un miserable, a quien voy a castigar.

—¿Qué? ¿Bill castigado?… ¿Él, que nos ha salvado de los antropófagos?

—Y que ahora amenaza a mi buque y a tu vida, Ana.

—¡Es imposible, padre!

—La tripulación puede testificar.

—Y ¿qué vais a hacer a ese desgraciado?

—Matarlo como a un perro.

—¡Oh, no!… ¡Le perdonaréis!

—Pero… ¡Ana, retírate!… ¡Lo mando!

La joven comprendió que todo ruego habría sido inútil y se retiró


lentamente, mientras el náufrago, alzando la cabeza, la miraba con ojos
que despedían rayos.

Cuando desapareció, el capitán, volviéndose hacia los marineros que


sujetaban a Bill, les dijo:

—Ahora, ¡azotad a ese miserable!

119
—Aquí estoy dispuesto, señor —dijo Asthor, haciendo chasquear el
látigo—. ¡Mi brazo es fuerte y no parará hasta descargar los veinte golpes!

120
CAPÍTULO XVI. EL INCENDIO DEL BUQUE
En el tiempo en que ocurrieron estos hechos, los castigos corporales se
empleaban mucho a bordo de los buques, tanto de la Marina mercante
como de la de guerra.

Azotar a un marinero indisciplinado o rebelde era cosa muy frecuente, y en


particular entre los americanos y, sobre todo, entre los ingleses, que
recurrían de cuando en cuando al «gato de nueve colas».

Este instrumento, que inspiraba un verdadero terror a todos los marineros,


se componía de un puño o mango, al que estaban adaptadas con toda
solidez nueve tiras de cuero, en las que había adheridas pequeñas bolas
de plomo, que causaban en las espaldas del paciente surcos amoratados,
que sangraban en más de una ocasión.

Veinte o treinta golpes bastaban para reducir a un deplorable estado al


hombre más robusto. Los ingleses, sin embargo, solían condenar a los
rebeldes, los ladrones y a los indisciplinados a cincuenta golpes, y algunas
veces más; pero hacían presenciar a un médico la ejecución de tan
tremendo castigo, a fin de que lo hiciera cesar si consideraba que estaba
en peligro la vida del paciente. Aun así, la interrupción era momentánea,
pues el castigo continuaba apenas se habían curado un poco las
sangrientas llagas del paciente.

Toda la gente de mar del Reino Unido temblaba cuando oía hablar del
«gato de nueve colas», al que temían más que a la muerte. Para
demostrar el fondo de verdad que había en esto, baste decir que fue con
esas famosas disciplinas con las que los jueces de Londres pusieron
término a la banda de estranguladores que de noche se escondían en los
quicios de las puertas y que con una cuerda de nudo corredizo mataban a
los desprevenidos transeúntes nocturnos.

La pena de muerte, aplicada a varios de esos bárbaros, no fue bastante


para aterrorizar a los otros; pero apenas se decretó aplicar a aquella gente
un espantoso número de golpes con el «gato de nueve colas», hasta hacer

121
morir al condenado, la banda se disolvió y no volvió a morir por
estrangulación un solo transeúnte.

Bill, que había dicho ser un marinero inglés, no debía desconocer la


gravedad de aquella pena; pero aquel hombre, que debía de poseer una
energía a toda prueba y una audacia más que extraordinaria, miró
fríamente a Asthor, que se acercaba sacudiendo las nueve correas de
cuero endurecido.

—Desnudadle las espaldas —dijo el viejo marinero.

Ante esta orden, el náufrago tembló e intentó rechazar a los marineros,


diciendo con voz aguda:

—¡Ah, no! ¡Eso, no!

—Y ¿por qué no? —preguntó Hill, en cuya mente nació una sospecha.

—No es necesario.

—¿Escondes quizá algo en tus espaldas?

El náufrago lanzó sobre el capitán una mirada feroz y pretendió levantarse


haciendo un desesperado esfuerzo; pero los marineros le sujetaron.

—¡Os digo que no me desnudaréis la espalda! —gritó furioso.

—Una palabra, señores —dijo una voz.

El capitán Hill se volvió y halló ante sí al delgado MacBjorn, que hasta


entonces había permanecido entre los marineros, cerca del palo mayor,
para tener a raya a los otros náufragos.

—¿Qué quieres tú? —le dijo el capitán rudamente—. Tu sitio no está aquí.

—¿Permitís que diga una palabra en favor de mi camarada?

—¿Qué? ¿Pretendéis acaso impedir el castigo?

—No pienso en eso, señor —respondió el hombre caña, inclinándose


humildemente—. Pero os rogaría que no mandaseis dar los veinte golpes
de «gato de nueve colas» en las espaldas de ese desgraciado.

122
—¿Por qué motivo?

—Porque hace dos meses ese infeliz se fracturó un omoplato, y


comprenderéis que…

—Comprendo más de lo necesario, MacBjorn —dijo el capitán


irónicamente—. ¡Hola, amigos! ¡Apoderaos también de este esqueleto
viviente!

—¡Pero señor! —exclamó MacBjorn, poniéndose pálido—. ¿Queréis


matarme a disciplinazos?

—No; quiero ver también tus espaldas. ¡Desnudad a ese hombre de


cintura arriba!

Los marineros iban a obedecer, cuando de improviso se oyó una voz que
gritaba:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Un rayo que hubiera caído entre la tripulación no habría producido mayor


efecto que aquel grito lanzado en aquellos momentos.

—¡Fuego! —repitió la voz de antes.

Un marinero se lanzó fuera de la escotilla, pálido, convulso, transfigurado,


gritando por tercera vez con una voz en que se notaba el espanto:

—¡El buque arde!

El capitán Hill se lanzó hacia él.

—¿Estás loco, Brown?

—No, señor —respondió el marinero—. ¡La despensa de los víveres está


ardiendo!… ¡Mirad!…

Una nube de humo acre y denso salía de la escalera, primero con lentitud
y después con más rapidez, envolviendo las velas bajas.

—¡Gran Dios! —exclamó el capitán.

Lanzó alrededor de sí una mirada terrible, fijándose primero en Bill,

123
después en MacBjorn y luego en los compañeros de éstos.

—¡Ay de vosotros! ¡Sólo un indicio en contra vuestra, y os hago colgar a


todos del más alto peñol! ¡A mí, Asthor!… ¡Vosotros, si estimáis la vida, a
las bombas!

Dicho esto, se fue al lugar del incendio, seguido del viejo marinero,
mientras la tripulación, abandonando a los dos prisioneros, disponía las
bombas y las mangas, ayudados por los náufragos, que parecían haber
abandonado todo propósito de venganza.

A pesar de las nubes de humo, que salían con gran fuerza por la enorme
abertura, el capitán y Asthor bajaron la escalera que conducía al
entrepuente.

El humo invadía ya casi toda la estiba. Salía en gruesas columnas del


depósito de víveres, situado bajo la cámara común de proa, y se esparcía
por todas partes.

Los tigres, que ya empezaban a sentir el humo y que presentían el


cercano fuego, rugían y saltaban con ímpetu furioso, dando contra los
hierros con sus cuerpos y haciendo oscilar las pesadas jaulas. Era aquél
un concierto espantoso, una reunión de rugidos poderosos, de gritos
roncos, de estruendosos bramidos que hacían erizar el pelo.

El capitán y el piloto, cubriéndose las bocas con los pañuelos y los gorros
calados hasta los ojos, se lanzaron al sitio incendiado.

Allí vieron, a través del humo, que se hacía cada vez más negro y espeso,
elevarse líneas de fuego, que lanzaban chispas contra las paredes de la
estiba.

Escuchando con atención, se oía un chisporroteo ronco, interrumpido por


sordas detonaciones, producidas al estallar los barriles de petróleo y otros
líquidos espirituosos, y por los chasquidos de la madera al incendiarse. De
cuando en cuando se aclaraba el humo, permitiendo ver con toda claridad
las rojizas llamas, que se alargaban con contracciones de serpiente,
lamiendo el suelo del entrepuente del buque; pero en seguida volvía a
espesarse, envolviéndolo todo en una negra cortina, como si desde dentro
le impulsara una corriente de aire.

124
—Es la despensa lo que arde —dijo el capitán, retrocediendo y secándose
el sudor que le inundaba la frente.

—Sí, señor —respondió el piloto, cuya faz se había tornado sombría.

—Salgamos, o será demasiado tarde.

Envueltos ya por el humo, subieron rápidamente la escala y aparecieron


sobre cubierta.

Los marineros, pálidos, sí, pero resueltos a combatir sin tregua al elemento
destructor, habían ya preparado las bombas, sumergiendo al efecto las
mangas en el mar por los flancos del buque.

—El incendio no es, por ahora, grave —dijo el capitán—. Pero puede serlo
si no se le combate con eficacia y vigor. Os pido sólo calma y sangre fría, y
os advierto que el que abandone las bombas sin orden mía es hombre
muerto.

Luego se volvió hacia los náufragos, que contemplaban desde el castillo


de proa a los marineros con toda tranquilidad y metidas las manos en los
bolsillos, y les dijo con voz amenazadora:

—¡A trabajar vosotros también! ¡Y si rehusáis, os hago azotar; palabra!

No había que bromear con el capitán Hill, que tenía dadas muy repetidas
pruebas de que sabía hacerse obedecer y remover cuantos obstáculos se
le ponían delante. De buena o mala gana, los náufragos, incluso Bill y
MacBjorn, que parecían contentos de haber escapado al castigo que les
amenazaba poco antes, se pusieron alegremente a ayudar a los
marineros. Mientras Asthor descendía a la estiba con algunos de éstos
para colocar los tubos de salida del agua y los otros maniobraban
enérgicamente en las bombas, apareció miss Ana, gritando:

—¡Padre, padre, hay fuego a bordo!

El capitán se le acercó apresuradamente.

—Lo sé, Ana —dijo con profunda emoción—. No te asustes, que espero,
con la ayuda de Dios y de los marineros, que lograremos dominarle.

—A tu lado no tengo miedo, ya lo sabes; pero ¿lograrán apagarlo?

125
—Por ahora no lo puedo asegurar; pero de todos modos no quiero estar
desprevenido. Llama a dos marineros y haz preparar dos embarcaciones,
las más grandes, y que pongan en ellas víveres y armas.

Dos marineros se pusieron en seguida a disposición de la joven, en tanto


el capitán iba a las bombas.

El incendio, aunque vigorosamente combatido por toda la tripulación,


progresaba cada vez más y amenazaba extenderse a todo el buque.

La despensa de los víveres se había convertido en un homo, en el que


ardían las grasas, se inflamaban los alcoholes, se tostaban y retorcían las
pilas de bacalao y se consumían los barriles de carne salada, las lonjas de
carnes secas y las cajas de galletas entre nubes de humo negro y fétido y
penachos de chispas que envolvían las velas y el palo mayor.

Golpes sordos y chasquidos siniestros se oían bajo el puente, a los que


hacían eco los rugidos, cada vez más espantosos, de los doce tigres, que
se sentían sofocar, a pesar de las cubetas de agua que los marineros
arrojaban contra las jaulas.

Las maderas crujían, los puntales del entrepuente caían requemados, las
tablas de la cubierta ardían ya y en todos los compartimentos de la nave
comenzaban a sentirse los efectos destructores del fuego.

Nadie podía permanecer ya en la cámara común de la tripulación.

Los hombres que formaban la cadena con los cubos habían tenido que
retirarse de aquel sitio peligroso para no ser sofocados por el humo y ante
el temor de que el pavimento se hundiera repentinamente bajo sus pies.

Las bombas, sin embargo, seguían funcionando con toda rapidez. Los
marineros, que conservaban una sangre fría admirable, trabajaban con
energía suprema, bajo las miradas del capitán y del piloto Asthor.

Cuando uno se rendía, sustituíale otro, y los torrentes de agua caían con
silbidos agudos en la encendida cavidad del buque.

Tres veces el capitán Hill, con audacia inaudita, se había aventurado a


través del humo y de las llamas, sin importarle nada el peligro, para ver
mejor las proporciones del incendio; mas se había visto obligado a

126
retroceder para librarse de la asfixia.

A las tres de la tarde, Asthor, que había osado entrar en la cámara común
para salvar la caja y la documentación de a bordo, tuvo que volver con
toda presteza al puente, chamuscados el cabello y la barba.

—Capitán —dijo, acercándose al americano—, las llamas han invadido la


cámara y está para hundirse el pavimento.

—¿Se extiende, pues, el fuego? —replicó con acento doloroso Hill.

—Sí, a pesar de los torrentes de agua que caen en la despensa.

—¿Qué hacer? ¿Qué intentar? —murmuró, lanzando sobre Ana una


mirada de desesperación.

A poco se estremeció y lanzó un grito de rabia.

—¡Gran Dios!

A proa se alzaron también gritos de terror y algunos marineros


abandonaron la primera bomba situada junto al palo trinquete.

Una nube de humo y llamas salió de pronto por la escalera de proa,


mezclada con penachos de chispas. El fuego, que había devorado ya las
vigas y derrumbado el pavimento de la cámara común de la tripulación,
prendía al pie del árbol del trinquete.

El capitán Hill se lanzó entre los fugitivos y tomando una hacha les gritó:

—¡A vuestros puestos!

Entre los marineros hubo un instante de excitación, pero ante la actitud


decidida del capitán volvieron a la bomba y el agua cayó a ríos en la
cámara.

Todos aquellos esfuerzos eran inútiles. A las ocho, en el momento en que


desaparecían en el horizonte las últimas luces de la tarde, una gran
llamarada salió de la escalera de proa, iluminando siniestramente, con
reflejos de sangre, las aguas del Océano Pacífico.

127
¡La nave «Nueva Georgia» estaba perdida!

128
CAPÍTULO XVII. EL ASALTO DE LOS TIGRES
No hay nada más horrible que el incendio de un buque en alta mar.

Parece imposible que un cuerpo completamente rodeado de agua pueda


ser destruido así, cuando lo más lógico sería que la misma abundancia del
líquido elemento apagara el fuego. Y, sin embargo, son raros los casos en
que un buque puede salvarse cuando se declara a bordo un incendio.

Los esfuerzos de la tripulación resultan casi siempre ineficaces para poner


un freno al destructor elemento. Las bombas funcionarán sin descanso, la
energía de los hombres no se abatirá un momento, los torrentes de agua
caerán sin cesar en las entrañas del buque, pero el fuego crecerá siempre,
porque ha prendido en una armazón de madera y en ella está prisionero,
aunque por fuera la bañen las aguas. Si el exterior es incombustible, el
interior, siempre seco y compuesto de materias combustibles, forma un
medio perfectamente adecuado para que el fuego crezca siempre.

Las llamas crepitan, se dilatan con rapidez espantosa, invaden los


camarotes, se extienden por techos y paredes, prenden en los palos de la
arboladura, destruyen los puntales, devoran los corredores y escaleras,
trepan por el puente, y la cubierta toda, privada de punto de apoyo, cae
sobre la estiba, arrastrando consigo la arboladura, las bombas, el castillo
de proa, el puente, todo, y aún los hombres, si no se apresuran a
abandonar el casco.

Ya nada puede contener la destrucción; las implacables llamas, después


de haber devorado todo el contenido del buque, atacan los flancos,
prenden en las tablas que cubren el costillaje, abren, al fin, inmensas
heridas, y el mar entra impetuoso por ellas. Entáblase entonces la última
batalla entre el agua y el fuego; las llamas tratan de defenderse ante la
invasión del elemento enemigo, y por último, el pobre buque, convertido en
pavesas, se hunde para siempre, pues poco tardan en desaparecer en los
abismos aquellos negros y requemados restos de lo que poco tiempo
antes era esbelta y hermosa nave.

129
Tal debía ser la suerte de la «Nueva Georgia», si el azar no venía en su
ayuda. El fuego ya se había hecho dueño de casi todo el buque. El
hundimiento final era cuestión de pocas horas.

La tripulación, extenuada por las fatigosas maniobras de las bombas,


espantada de ver la columna de fuego que se elevaba a lo más alto de la
arboladura, cegada por el humo que la asfixiaba, no podía más. Para
colmo de desgracias, comenzó a sentirse el temor de que el puente, cuyas
tablas estaban ya tan caldeadas que quemaban los pies, acabara por
hundirse de un momento a otro. Si los marineros permanecían en sus
puestos, era con grandes esfuerzos y ante el temor que les producían las
pistolas del capitán y de Asthor, quienes por deber, y no por esperanza, se
mantenían firmes, pues ya no se hacían ilusiones acerca de la posibilidad
de salvar el buque.

Aunque los chorros de todas las bombas apuntaban a la cámara común,


las llamas crecían a ojos vistas, iluminando como en pleno día las aguas
del Océano. Como si sintiera irritación por encontrarse preso en las
paredes del barco, el fuego se debatía en horribles contorsiones y
extendía sus flotantes greñas de humo y sus lenguas de destructoras
llamas, como buscando nuevas presas; después rompía su corona de
negros vapores en millares de chispas, que corrían por todas partes, como
constelaciones sangrientas, hasta prender en los sitios libres hasta
entonces, o morir en el mar, apagadas por el beso de las aguas.

Abajo no cesaban de resonar, cada vez más roncos, más amenazadores,


más terribles, los rugidos de los tigres, que saltaban como locos en sus
jaulas, temerosos de morir quemados. ¡Pobres habitantes de las junglas
indianas, ellos tan libres y magníficos en sus bosques vírgenes, obligados
a morir por asfixia allí entre los barrotes férreos de una jaula!

Miss Ana, aterrada ante el fuego y ante aquellos rugidos, se había retirado
a popa, para estar dispuesta a embarcar en una de las dos piraguas; pero
el capitán Hill y Asthor, que aún conservaban alguna esperanza, hacían
obstinadamente la guerra al incendio, intentando todos los medios para
apagarle.

Con la pistola empuñada para imponerse a los marineros y obligarles a


seguir su rudo trabajo, dirigían el agua de las bombas, ora a un sitio, ora a
otro; hacían derribar tabiques para aislar el incendio y dirigían la maniobra
encaminada a librar del fuego el palo trinquete y a amainar las velas y

130
penóles que corrían mayor peligro.

Sin embargo, todos aquellos esfuerzos parecían resultar infructuosos.

A las diez de la noche fue preciso transportar las bombas junto al palo
mayor, pues el incendio seguía abriéndose paso. El castillo de proa ardía
en todas sus partes, y el árbol del bauprés podía considerarse como
perdido. A las once, el palo trinquete, cuya base debía de estar
carbonizada, cayó de través en la proa del buque, arrastrando casi toda la
arboladura y rompiendo al caer las dos lanchas que aún colgaban de las
grúas.

Por algunos instantes el enorme palo permaneció en suspenso, apoyado


en la cubierta del barco; pero a poco rompió una gran parte de la obra
muerta y cayó al mar.

—¡Uno que huye del fuego! —gritó el escuálido MacBjorn—. ¡Con que lo
siga otro por el estilo, nos freímos todos!

—¡Calla, pájaro de mal agüero! —exclamó Asthor.

—¡Todo ha concluido! —dijo Ana, estremecida—. ¡Pobre padre mío!

—¡Sí, ha concluido! —añadió el capitán Hill con voz sorda—. Sólo nos
queda para salvarnos el recurso de las embarcaciones. Pero antes,
Asthor, vamos a ver los progresos del incendio.

—Vamos, señor —respondió el piloto.

Se aventuraron por entre el humo y las chispas que envolvían el barco y


se dirigieron a la escalera del palo mayor, en tanto que la tripulación
seguía manejando las bombas.

Las voraces llamas, como satisfechas de haber derribado el palo,


trabajaban con toda rapidez en destruir el castillo de proa. Bajo el puente
se oían arder las maderas y caer los puntales del entrepuente, mientras
que la estiba aparecía iluminada en toda su extensión. El capitán y Asthor
bajaron con mil precauciones al entrepuente y se dirigieron a proa. El
incendio avanzaba siempre y ya comenzaba a invadir la sotacubierta,
amenazando hundirla bajo los pies de la tripulación.

—¡Todo es inútil! —exclamó el capitán—. La «Nueva Georgia» arde por

131
completo.

—¡Ya lo veo! —dijo el piloto, sacudiendo tristemente la cabeza—. Pero


¿de dónde proviene ese humo?

—¿Qué humo?

—Ese que sale de la estiba.

Se inclinaron sobre la escotilla y miraron atentamente. Trozos ardientes de


madera, lanzados sin duda por los barriles de alcohol al estallar, ardían en
el fondo de la estiba, junto al nacimiento del palo mayor, al que ya habían
prendido.

—¡Huyamos! —exclamó el capitán—. ¡Es un nuevo incendio y podemos


ser cogidos en medio!

—¡Adiós, «Nueva Georgia»! —dijo el piloto—. ¡Estás perdida para siempre!

Salieron apresuradamente a cubierta, mientras los tigres, medio sofocados


ya, rugían más fuerte que antes al ver las nuevas llamas que avanzaban.

—Ana —dijo el capitán, abrazando a su hija—, todo está perdido y no nos


queda más recurso que abandonar la nave.

—¿No hay ninguna esperanza? —preguntó Ana con lágrimas en los ojos.

—Ninguna. Mientras yo lo dispongo todo para el salvamento, baja a mi


camarote y recoge las cartas de a bordo y los valores y vuelve aquí en
seguida.

—Sí, padre mío.

En tanto que Ana bajaba al cuadro de popa, el capitán gritó:

—¡Abandonad las bombas y recoged cuantos víveres podáis encontrar!

—¿Dejamos el barco? —preguntaron los marineros.

—Sí, amigos míos —respondió, conmovido, el capitán—. ¡La «Nueva


Georgia» está perdida!

—¡Apresurémonos! —añadió Asthor—. El palo mayor puede caer de un

132
momento a otro.

—Vamos a ver si se puede salvar algo de la despensa —dijo Bill a los


náufragos.

—¿Queréis arder vivos? —les dijo Asthor—. Allí hace bastante calor,
queridos.

—Tenemos el pellejo duro —añadió MacBjorn con una mueca—. ¡Vamos,


amigos!

Bill y sus compañeros, a pesar del humo y las llamas, bajaron la escotilla,
mientras los tripulantes se esparcían por el puente para recoger los
barriles de agua y las cajas de galletas y de carne salada que sacaron de
la cámara común antes de que el fuego la invadiera.

El capitán Hill, Asthor y los gavieros Maryland, Grinnell y Fulton se


dirigieron a popa para disponer las dos chalupas, únicas que quedaban, y
llevarlas a la escala de estribor.

Ya estaban para retirar las cuerdas, cuando en el fondo de la estiba se


oyeron gritos feroces y rugidos formidables.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán—. ¿Habrán roto las jaulas los tigres?

—¡Imposible! —respondió el piloto—. A menos que alguien…

No acabó la frase. Dos marineros, que habían bajado al entrepuente con


idea de ayudar a los náufragos en la busca de comestibles, salieron a
cubierta con el cabello erizado y los semblantes descompuestos por el
más loco terror, gritando con voces desesperadas:

—¡Los tigres! ¡Sálvese quien pueda!

—¡Traición! —gritó una voz.

En seguida, a través del humo y de la cortina de llamas del incendió,


cayeron sobre el puente dando saltos enormes los doce tigres, libres,
hambrientos, furiosos por su larga prisión y más temibles aún que millares
de antropófagos.

La escena que se desarrolló entonces sobre la cubierta del desgraciado

133
velero fue indescriptible. En su desesperado afán de librarse de aquellas
fieras, caían unos sobre otros, entorpeciéndose mutuamente, con lo que
facilitaban el ataque de los tigres.

En seguida retumbaron dos disparos de pistola y la voz del capitán Hill,


que decía:

—¡A los palos!… ¡Salvaos en la arboladura!… ¡Ana, Ana, atranca bien la


puerta del camarote!…

Uniendo la acción a la palabra, el capitán se subió de un salto a la cruceta


del palo de mesana. Dos hombres le siguieron bien pronto: el piloto y el
gaviero Grinnell.

—¡Mi tripulación! —decía el capitán, enloquecido y mesándose los


cabellos—. ¡Ana!… ¡Oh mi Ana!…

—¡Traición! —repitió el piloto—. ¡Ah, miserable Bill!

—¡Dadme al menos un fusil! —gritaba el capitán, enrojecido por la rabia—.


¡Fulton, Maryland, O’Riel! ¿dónde estáis?

—¡Perdidos todos! —dijo Grinnell, que estaba blanco como el papel.

—¡Ah miserables forzados!…

—¡Sí, son ellos quienes han abierto las jaulas! —dijo el viejo piloto que
lloraba como el capitán.

—¡Oh!… ¡He de partirles el corazón! —gritó el americano con odio


profundo—. ¿Hay alguien sobre el palo mayor, Asthor?

—Sí; a través del humo veo dos hombres refugiados en la cruceta.

—¿Y los otros?

—Los han devorado los tigres —respondió Asthor con voz ronca—. ¡Ah,
malditos náufragos!

—¿Y Ana?

—No temáis por ella, capitán —respondió Grinnell—. Veo que está cerrada
la puerta de popa.

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—¿Estaba antes abierta?

—Sí, estoy seguro, capitán.

—¿La habrá cerrado Ana?

—Debe de haber sido la señorita, que quizá iba a subir entonces a


cubierta.

—¡Silencio!

—¡Se oyen gritos! —exclamó Asthor, temblando.

—¡Sí!… ¡Salen de popa!… ¡Ana mía!…

—¡Oigo la voz de Bill! —gritó Grinnell.

—¿Se habrán refugiado esos miserables en el cuadro de popa?

—¡Oíd! —dijo Asthor.

Entre los rugidos de las fieras que despedazaban los cadáveres y los
chasquidos del incendio se oyó un disparo de pistola seguido de un grito
de dolor y de una maldición.

—¡Bajemos! —exclamó el capitán, fuera de sí.

El piloto le sujetó con todas sus fuerzas.

—¡No!… ¡No permitiré que os devoren los tigres, señor!

—¡Déjame, Asthor! —decía el capitán, tratando de librarse del piloto, que


le sujetaba fuertemente.

—¡No!… ¡Socorro, Grinnell!… ¡En el puente está la muerte!

El capitán, que parecía como loco, iba a arrastrar consigo a los dos
hombres, cuando la puerta de popa se abrió, dando paso a un hombre. El
americano lanzó un rugido.

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—¡Bill! —exclamó con acento de odio infinito—. ¡Bill!

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CAPÍTULO XVIII. LA FUGA DE LOS
FORZADOS
Sí, el hombre que salía del cuadro de popa, donde estaba refugiada miss
Ana, y que con un valor rayano en la locura subía a cubierta, en la que
corrían los doce tigres, era el propio Bill, el sombrío y misterioso náufrago
recogido en medio del Océano.

¿Qué intentaba hacer en la cubierta del velero? ¿Venía a presenciar


aquella horrible comida de las fieras, o a asegurarse de que todos habían
muerto? Tal vez ni lo uno ni lo otro.

El miserable tenía los vestidos desgarrados, quemados y parecía


sostenerse difícilmente en pie.

Con una mano se apretaba el costado derecho, de donde manaban gotas


que parecían de sangre y en la otra empuñaba un hacha.

Los tigres, al ver aquella nueva presa, se lanzaron a él dando rugidos que
helaban la sangre, pero retrocedieron de pronto, como invadidos de un
misterioso terror.

El náufrago había erguido el cuerpo y de sus ojos parecían brotar llamas;


aquella mirada irresistible fascinó una vez más a las fieras y las hizo
temblar.

Hizo un gesto de amenaza y se dirigió a popa.

Retrocediendo siempre, subió al puente, sin perder de vista a los doce


tigres, que le seguían lentamente, como atraídos por una fuerza
misteriosa; se inclinó sobre la amura y miró al Océano, gritando:

—¡Boga hacia acá, MacBjorn!

—¡Bill! ¡Infame Bill! —gritó el capitán.

137
El náufrago levantó la cabeza.

—¡Ah! ¿Sois vos, capitán Hill? —preguntó con ironía—. ¡Palabra de honor
que me alegro de veros todavía vivo!

—¿Qué has hecho de miss Ana?

—¡Ana! —dijo el náufrago roncamente—. ¡Me ha despreciado! ¡Y bien…,


condenación contra todos!

—¡Muere, perro! —exclamó el capitán, cogiendo una pistola del cinto de


Asthor.

Dirigió la puntería hacia el miserable; pero la mano le temblaba de tal


modo por la emoción y la rabia, que hacía imposible asegurar el tiro.

—¡A mí me toca! —gritó el viejo Asthor, quitándosela de la mano.

Apuntó e hizo fuego.

Bill lanzó un gemido y cayó al mar.

—¡Fuego de mil espingardas! —gritó una voz que todos reconocieron ser
de MacBjorn—. ¡Esos marineros han matado a mi camarada! ¡A bogar,
compañeros, y que el diablo los queme a todos!

Bajo la popa del buque se oyeron golpes sordos, como si los miserables
intentaran abrir una brecha, y casi en seguida se vio correr por el agua una
chalupa. MacBjorn iba al timón. Bill yacía sobre un banco y parecía
muerto; los otros bogaban con gran vigor.

Atravesaron la zona iluminada por el incendio y poco después


desaparecían en las tinieblas.

A lo lejos se oyó todavía la voz burlona del hombre escuálido, que gritaba:

—¡Buena suerte, capitán!

Después nada.

—¡Escapados! —exclamó el americano con rabia.

—Sí —respondió Asthor—, después de haber echado a pique la segunda

138
chalupa. Pero Bill creo que ha muerto.

—Y Ana, ¿estará muerta o viva?

—Dios querrá que esté viva —respondieron angustiados los dos marineros.

—Pero si Bill… ¡Oh, Dios mío! ¡Si la hubiera matado!…

—Es imposible, capitán. Tenía armas consigo, y si ha herido a Bill es que


se ha sabido defender.

—¡Qué horrible situación! —exclamó el desgraciado capitán—. ¡Si al


menos pudiéramos bajar!…

—¡Silencio, señor! —dijo Grinnell.

—¿Has oído algo? —le preguntó el capitán, agarrándole ávidamente por


un brazo.

—He oído la voz de miss Ana.

—¡Ah Grinnell, no me desilusiones!

—¡Callad! —dijo a su vez Asthor—. ¡Si no me engaño…! Grinnell ha oído


bien… Escuchad, capitán.

Desde popa se elevaba una voz bastante clara, y aquella voz había gritado:

—¡Padre! ¿Dónde estás?

—¡Ana! —gritó el capitán, desbordándosele el corazón de alegría.

—¿Eres tú? —preguntó la joven.

—¡Sí, yo soy, Ana!

—¿Ileso?

—Sí. ¿Y tú?

—Estoy encerrada en mi camarote.

—¿Herida?

139
—No, papá. ¿Estás solo?

—No, estamos aquí cinco.

—¿Y Asthor?

—¡Estoy vivo y dando gracias a Dios! —gritó el viejo piloto.

—¿Y los otros?

—Muertos —respondió el capitán.

—¿Y los náufragos?

—¡Los miserables han huido!

—¿Bill también?

—Creo que ha muerto.

—Ha robado todo el dinero.

—Pero ha muerto.

—¡También pretendió que yo le siguiera!

—¡Ah! —exclamó el capitán—. ¡Ahora comprendo su trama infernal!…


¡Ese desalmado deseaba a mi hija!

—¿Están todavía los tigres en cubierta? —preguntó Ana.

—Sí.

—¿No podéis bajar?

—Estamos en la arboladura y nuestras armas están descargadas.

—¿Arde aún la «Nueva Georgia»?

—Sí, todavía; pero… Asthor, repara; ¿no te parece que el humo ha


disminuido?

—Sí, sí —confirmó el viejo marino—. Ahora distingo perfectamente a dos

140
hombres salvados en el palo mayor, y antes los ocultaba el fuego.

—¿Quiénes son?

—Fulton y Maryland.

—¡Qué suerte si se extinguiera el incendio!

—De todos modos, no podemos bajar —expresó el piloto—. Mientras los


tigres estén en la cubierta nadie podrá ir a ella. —Lo sé.

—¡Si lográsemos matarlos!…

—Nuestras armas están descargadas, Asthor.

—¡Una idea! —exclamó el piloto—. ¡Si pudiera ayudarnos miss Ana!…

—¿Cómo?

—¡Miss! —gritó el piloto—. ¿Hay fusiles y municiones en ese camarote?

Algunos instantes después respondió la joven:

—Veo tres carabinas en el salón.

—¿Podríais cogerlas?

—¿Están todavía los tigres en la cubierta?

—Sí —respondió el capitán.

—¿Puedo intentar salir de este camarote?

El capitán dudó en responder. Si en el momento de salir la joven del


camarote bajaba a popa un tigre por la puerta que había dejado abierta
Bill, ¿qué le sucedería a Ana?

Este pensamiento paralizó algunos instantes la lengua del padre.

—¡Ana! ¡Mi adorada hija!… ¡No intentes semejante temeridad!

—Es necesario para vuestra salvación y la mía —dijo resueltamente la


joven.

141
—¡Es que los tigres pueden bajar!

—En diez segundos lo hago. Pero luego, ¿cómo entregaros las armas?

—Después os lo diremos —contestó Asthor.

—Vigilad a los tigres, y si alguno se acerca a la puerta de popa avisadme


con un triple grito.

—¡Qué Dios te ayude, hija mía! —exclamó el capitán, conmovido.

—¡Esperad un instante, miss! —gritó Grinnell.

Cogió de su cintura el cuchillo de maniobras y de tres golpes cortó el


extremo de uno de los palos.

—He aquí un proyectil que podrá matar a un tigre. El primero que se


acerque a la puerta sentirá su peso.

—¡Gracias, Grinnell! —dijo el capitán—. ¡Ahora, Ana!

—¡Atención a los tigres! Voy por las carabinas.

Los tres hombres, presa de una ansiedad imposible de describir,


permanecieron en el más profundo silencio.

Los tigres se habían agrupado hacia proa y a pesar del humo y de las
chispas que salían de la cámara común, seguían merodeando, buscando
más víctimas para su insaciable voracidad. Un enorme tigre alzó de pronto
su monstruosa cabeza y aguzó las orejas, lanzando un sordo gruñido que
llevaba toda la fuerza de un terrible grito de muerte.

El capitán, Asthor y Grinnell palidecieron, porque precisamente entonces


debía hallarse Ana en el salón de popa, cuya puerta estaba abierta.

—¡Grinnell! —murmuró el capitán, angustiado.

—Estoy alerta, señor —dijo el gaviero levantando el pesado leño.

El tigre parecía seguir escuchando con gran atención. Agitó la cola dos o
tres veces y después se volvió bruscamente hacia popa, fijando en la
puerta sus encendidos ojos.

142
—Algo ha oído —dijo Asthor, temblando.

El tigre permaneció inmóvil algunos instantes, mirando siempre a la puerta


con sus ojos, de un color amarillento verdoso. Luego se dirigió en silencio
hacia popa, dando señales de indecisión.

—¡Ana!… ¡Ana!… ¡El tigre! —gritó el capitán.

Grinnell levantó el pesado madero y lo lanzó contra la fiera, la cual evitó el


golpe de un salto, huyendo hacia proa.

En popa se oyó un golpe sordo, como de una puerta al cerrarse con


violencia, y después la voz de Ana que gritaba triunfante.

—¡Padre, nos hemos salvado!

—¿Tienes las armas?

—Sí.

—Atranca la puerta.

—Ya lo está.

—Ahora te toca a ti —dijo el capitán, volviéndose hacia Asthor.

—Miss —gritó el viejo piloto—, ¿ocupáis vuestro camarote o el del capitán?

—El mío —contestó Ana.

—Y la ventana da…

—A babor, cerca del timón.

—Si arrojo una cuerda en ese sentido, ¿podréis alcanzarla?

—Creo que sí.

—¡Atención, pues!

El piloto recogió la cuerda de la bandera, sólida hasta poder soportar un


peso de treinta o cuarenta kilos, ató a su extremo un cuchillo de maniobras

143
y gritó en seguida:

—¡Miss, ahí va la cuerda!

Y la arrojó con fuerza, teniendo en la mano la extremidad opuesta. Fue tan


certera su puntería, que el cuchillo quedó clavado al lado del timón. Un
brazo, el de la joven, salió por la ventana del camarote y la mano se
apoderó de la cuerda.

—¡Sujetad bien el otro cabo! —dijo Ana.

—Descuidad —contestó Asthor.

Pasaron algunos minutos. Los tigres habían interrumpido su monstruoso


banquete y miraban con cierta inquietud aquella extraña maniobra, como si
presintieran que debía tener para ellos fatales consecuencias.

—¡Izad! —gritó Ana.

Asthor y Grinnell tiraron de la cuerda, que se había hecho pesada y vieron


con alegría que a su extremo iban atadas tres carabinas y un paquete
voluminoso que debía contener las municiones.

—¡Salvados! —exclamó el capitán, recogiendo las armas—. ¡Ah, valiente


niña!… Ahora cortad la cuerda para acabar más pronto, y fuego a voluntad.

Las fieras, que no debían ignorar el poder de las armas de fuego y que
habían seguido con viva inquietud aquellas diversas maniobras, se habían
reunido en medio de la cubierta y miraban ferozmente a los tres hombres,
lanzando amenazadores gruñidos.

—¡Fuego! —gritó el capitán.

Tres detonaciones se oyeron formando casi una sola. Un tigre, que


parecía capitanear a los demás, dio un salto enorme, lanzando un fiero
rugido, y cayó sobre el puente con las convulsiones de la agonía.

Sus compañeros, aterrados ante aquella primera descarga, empezaron a ir


y venir por el puente, rugiendo sin cesar, atropellándose unos a otros y
saltando con gran facilidad de babor a estribor.

Los tiros empezaron a menudear y las balas, silbando, iban a dar en el

144
blanco con precisión terrible. En vano las fieras se defendían dando saltos
y rugidos; en vano pretendían llegar con sus garras hasta la altura de los
palos, desde donde el capitán, Asthor y Grinnell las fusilaban, y en vano
huían de acá para allá tratando de guarecerse detrás de los barriles y de
las cajas de efectos esparcidos por el puente.

—¡Fuego! ¡Fuego! —gritaba sin cesar el capitán, mientras Maryland y


Fulton, encaramados en otro palo, lanzaban ¡hurras! de entusiasmo.

El tiroteo seguía menudeando cada vez más, abatiendo una a una


aquellas fieras, impotentes entonces, a pesar de su ferocidad indomable.

Al cabo de diez minutos siete tigres yacían sin vida sobre cubierta, dos
estaban con las convulsiones de la agonía y uno, loco de terror, se había
lanzado al mar, donde, apenas cayó, se le vio servir de pasto a los
tiburones. El undécimo tigre revolcábase sobre su sangre herido de muerte
y haciendo postreros y desesperados esfuerzos por lanzarse hasta la cofa,
y, por último, el duodécimo se había retirado a proa, escondiéndose entre
unas cajas.

—Dos descargas más —gritó el capitán Hill—, y podemos bajar.

A los tres disparos, el tigre herido acabó de morir, quedando tendido al pie
del palo de mesana.

—¡Ahora el otro! —dijo Asthor, apretando el gatillo.

En aquel instante Grinnell lanzó un grito de rabia.

—¡El tigre ha huido! —exclamó.

—¿Dónde?

—A la cámara común.

—¿Se habrá extinguido el fuego?

—Eso debe de ser —dijo Asthor—. Y ahora…, ¿cómo haremos para


matarle?

—¿Tenéis miedo? —preguntó el capitán.

145
—No —contestaron los dos marineros.

—Entonces, ¡abajo! ¡Se le hará frente!

146
CAPÍTULO XIX. SOBRE LOS RESTOS DEL
BUQUE
Como puede calcularse, la propuesta del capitán era temeraria, porque los
tigres son, sin duda, los animales más valientes del mundo y sólo en muy
raras ocasiones temen al hombre, arrojándose con audacia loca contra los
cazadores sin reparar ni en el número ni en sus armas.

Sin embargo, era preciso hacer lo que el capitán había decidido, porque el
tigre podría mantenerse en su escondite doce y aun veinticuatro horas,
prolongando así la inacción del capitán y de sus compañeros un espacio
de tiempo en el que no hubieran podido resistir el hambre ni la sed.

Tomadas convenientemente sus precauciones, los tres hombres se


dejaron caer poco a poco sobre cubierta, llevando consigo las carabinas y
abundante cantidad de municiones.

El tigre, que sin duda los espiaba desde su escondite, al verlos poner el
pie en el puente hizo oír un gruñido amenazador.

—No hay que cometer imprudencias —dijo el capitán a sus dos


compañeros—. Permaneced cerca de mí y tratad de no errar el tiro.

Parapetados entre las cajas y barriles que había sobre cubierta, el capitán
y los otros llegaron hasta unos diez pasos del castillo de proa.

—Descarga tu fusil a través de la pared, Grinnell.

El gaviero disparó.

El tigre, al oír la detonación, lanzó un gruñido terrible y apareció en la


puerta de la cámara común; pero antes de que el capitán ni Asthor
pudieran apuntarlo, volvió a entrar.

—Tiene miedo —dijo Grinnell, cargando nuevamente su fusil.

147
Asthor cogió un trozo de madera y lo arrojó a la cámara.

Esta vez el tigre se lanzó fuera rugiendo. Se recogió sobre sí mismo para
tomar impulso y dio un salto describiendo una gran parábola.

Sonaron tres disparos. La fiera, alcanzada en el aire, cayó de lado y dio


con la cabeza contra el parapeto de babor.

Haciendo un desesperado esfuerzo, alzóse nuevamente con el fin de


precipitarse contra sus agresores, pero de pronto le faltaron las fuerzas y
se desplomó, permaneciendo inmóvil: había muerto.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron Asthor, Grinnell, Fulton y Maryland.

El capitán corrió a popa, gritando a su vez:

—¡Ana, Ana, nos hemos salvado!

En el cuadro de popa se oyó que una puerta se abría violentamente,


tembló la ligera escalerilla, y la valiente joven apareció en la cubierta,
precipitándose en los brazos de su padre.

—¡Ana, Ana mía! —decía el capitán, estrechándola contra su pecho—.


¡Cuánto he temido por ti!

—¡Y yo por ti, padre querido! —respondió Ana, llorando de alegría—.


¿Estamos ya a salvo?

—Sí, gracias a Dios.

—¿Y los tigres?

—Muertos todos.

—Parece que se apaga —dijo el piloto, acudiendo.

—¡Qué se apaga! —exclamaron Ana y el capitán.

—Sí —respondió el viejo marino—. Ahora no arde más que alguna parte
insignificante y nosotros lo apagaremos del todo.

—¡Esto parece un milagro! —dijo, admirado, el capitán Hill.

148
—Y yo lo creo, señor —añadió Asthor.

—¿Y los náufragos? —preguntó Ana.

—Han huido, y a estas horas deben de estar muy lejos —respondió el


capitán—. Pero el corazón me dice que los encontraré algún día, y ¡ay de
ellos entonces!

—¿Matasteis a Bill?

—Asthor disparó contra él su pistola, haciéndole caer al mar desde la


amura de popa. Cuando aquellos miserables abandonaron la a «Nueva
Georgia» llevándose a Bill, éste no daba señales de vida.

—¡Infame! —exclamó Ana.

—Dime —le preguntó el capitán—, ¿salieron por el cuadro de popa


aquellos bandidos?

—Sí; atravesaron el salón y se embarcaron en la chalupa, saliendo por la


ventana de la cámara.

—¿Y Bill?

—A ése le vi entrar después, y a poco llamó a la puerta de mi cámara.


Había yo oído tus gritos, sabía que los tigres estaban en el puente, y me
había encerrado, armándome de una pistola.

—Sigue, Ana.

—Le pregunté qué quería y me respondió que salvarme. No sabiendo yo


todavía la verdadera condición de aquel hombre e ignorando, además, que
estaba de acuerdo con sus compañeros, abrí y vi que llevaba en la mano
la cajita con tu dinero. Entonces la venda cayó de mis ojos.

—¿Qué habéis robado? —le pregunté.

—«Los dólares de vuestro padre —dijo, con cinismo—. He pensado que


pueden servirme a mí mejor que a los demás».

—¡Salid de aquí, si no queréis morir! —le dije, apuntándole con la pistola.

Él se echó a reír, diciéndome:

149
—«¡Me iré, pero con vos, porque yo… os amo!»

—¡Salid! —repetí, montando el arma.

—«¡ Ah! —exclamó con ironía—. La paloma se cree fuerte, pero yo soy un
milano que no tiene miedo».

Hizo ademán de sujetarme. Yo, que tenía el arma dispuesta, extendí el


brazo, disparé y pude encerrarme en seguida, atrancando la puerta.

Le oí dar un grito de dolor y alejarse lanzando maldiciones. Por el modo


que tenía de andar comprendí que debía estar herido. A poco no le oí más.

—¡Miserable! —rugió el capitán—. ¡Sí, te amaba, y eso lo explica todo!…


Ahora me acuerdo de que le sorprendí muchas veces mirándote de
extraño modo y de que te seguía como la sombra al cuerpo. Se había
propuesto robarme el buque y a ti con él. ¡Qué trama infernal, Dios mío!

—¿Y quiénes crees que fueron esos hombres?

—Forzados, Ana. ¡Presidiarios que se habían escapado de la isla de


Norfolk! ¡Maldito el día en que recogí de las olas a aquel hombre!… ¡Buen
modo de agradecer mi acción!… Pero no pensemos ya en ellos, Ana.
Procuremos por nosotros. ¡Asthor!

El marinero, que se ocupaba en preparar una bomba, acudió en seguida.

—¿Hay mucho humo en la estiba? —le preguntó el capitán.

—Muy poco.

—¿Podrá bajarse?

—Vamos a verlo —contestó.

Dejaron la cubierta y bajaron la escala que conducía al entrepuente.

En la despensa se oían todavía chasquidos y se veían ligeras nubes de


humo, pero ya no era denso ni pestilente.

Del fondo de la estiba salía también muy poco humo.

150
—El incendio se extingue por ambas partes —dijo el capitán—. ¿Qué
habrá pasado?

—No sé cómo explicarme este milagro —contestó el piloto—. Ayer, el


fuego era terrible.

—Vamos a ver, viejo mío.

Agachados, para evitar mejor los efectos del humo, se acercaron a la


despensa, en la que aún ardían algunos leños que estaban ya para
consumirse.

—¡Escucha! —exclamó de pronto el capitán, parándose en seguida.

—¡Calle! —dijo el piloto—. ¡Se diría que está cayendo agua sobre el fuego!

—Pero ¿de dónde viene? ¿Les dan a las bombas nuestros hombres?

—No.

El capitán avanzó un paso más y volvió a detenerse, exclamando:

—¡Mira, Asthor!

El viejo marinero miró en la dirección indicada y vio una ancha abertura,


por la que entraban chorros de agua espumeante.

—Ahora lo comprendo —dijo—. El fuego, al atacar el casco, abrió una


brecha, y por ella entra el agua. Sin este hecho providencial, el incendio
hubiera ya destruido todo el buque.

—¡Es verdad! —añadió el capitán, asintiendo con la cabeza—. ¡Bendita


sea la brecha!

—Hay que evitar que llegue a comprometer más tarde la seguridad de la


«Nueva Georgia».

—Ya se tapará, Asthor.

—Pero ¿cómo se ha apagado el fuego de la estiba?

—Ahora lo sabremos.

151
Bajaron al sitio indicado, y apenas estuvieron en el fondo pudieron
percatarse de que había más de un palmo de agua.

—Todo se explica —dijo el capitán—. El agua entrada por el boquete y


arrastrada hacia aquí, ha apagado el segundo incendio. Subamos, Asthor.

Abandonaron la estiba y volvieron a cubierta.

—¿Qué hay? —preguntó Ana.

—El buque, por el momento, está a salvo —respondió el capitán—. ¡A las


bombas, muchachos!

Los brazos eran escasos, pero robustos.

En pocos instantes fue preparada la bomba mayor y el capitán y sus


cuatro hombres empuñaron la palanca y se pusieron a trabajar con
actividad febril, mientras Ana, que no quería ser menos que los otros,
dirigía el chorro sobre los leños de la despensa y de la cámara común.

El agua que entraba sin interrupción en cantidad respetable por la brecha


que en el casco había abierto el incendio les ayudaba con eficacia.

El humo iba siendo menos denso de minuto en minuto y los leños


requemados apagábanse rápidamente con largos silbidos.

A la media hora el fuego se había apagado por completo.

El capitán llamó a sus hombres y les dijo:

—Escuchadme, amigos. Nuestra situación, aunque haya cesado el fuego,


no es envidiable ni mucho menos; pero tampoco es desesperada. Mi idea
es la de arribar a la isla más próxima, que creo será una de las del
archipiélago de Tanna, la más poblada y de mejores habitantes en cuanto
a su condición, pues son polinesios de los menos malos. Allí cuento con
construir con los restos de la «Nueva Georgia» una pequeña embarcación,
con la que intentaremos llegar hasta Australia. Pretender hacerlo en ésta,
casi destruida, sería una verdadera locura, afrontar una muerte cierta.
¿Aprobáis mi proyecto?

—Me parece el mejor —dijo el piloto.

152
—Pues bien, tratemos de componer lo mejor posible a esta pobre «Nueva
Georgia» y dirijamos la proa hacia Tanna.

—¡Al trabajo sin perder tiempo, compañeros!

153
CAPÍTULO XX. EL NAUFRAGIO DE LA
«NUEVA GEORGIA»
El piloto y los tres marineros, impacientes por hacerse a la vela, se
pusieron a trabajar con verdadero ardor y sin perder un minuto, bajo la
dirección del capitán Hill.

Ante todo, desembarazaron la cubierta obstruida por los cadáveres de los


tigres. Los restos de los infelices fueron piadosamente envueltos en telas
embreadas y arrojados al mar. En seguida tiraron al agua los cuerpos de
los tigres, sin entretenerse en arrancarles aquellas soberbias pieles, de las
cuales podrían haberse obtenido pingües beneficios.

Limpia y convenientemente baldeada la cubierta, condujeron a la estiba las


cajas y barriles, y procedieron a continuación a picar el palo mayor, que de
un momento a otro amenazaba caer sobre el puente, pues su base había
sido casi carbonizada. Trabajando vigorosamente con las hachas, en
media hora lograron que el enorme palo cayera al mar, habiendo tenido
antes la precaución de cortar el cordaje que lo unía al palo de mesana.

La caída de aquel enorme madero produjo grandes averías en el parapeto


de babor; pero el piloto dejó para tiempo más oportuno el reparar aquellos
desperfectos, que no influían nada en la seguridad del buque.

Terminados aquellos diversos trabajos bajaron al entrepuente para cegar


la vía de agua abierta por el fuego.

Aunque medía dos metros de ancho por uno y medio de altura, Asthor se
dedicó, ayudado por los tres marineros, a cerrar aquel boquete,
empleando tablas y carenas que se procuró bien pronto. Hizo un reparo
momentáneo, ineficaz contra las grandes olas, pero podría resistir algunos
días hasta la llegada a la isla de Tanna.

A las ocho de la noche, cuando se hundía el sol en el mar, o mejor dicho,


cuando parecía hundirse en las aguas, la «Nueva Georgia» se hallaba
dispuesta a reanudar la navegación, interrumpida por tantas desgracias.

154
El capitán estableció turnos de guardia para no extenuar las fuerzas de
todos, cosa bastante peligrosa por lo reducida que había quedado la
tripulación, mucho más siendo el buque tan grande y hallándose tan mal
pertrechado, pues sólo disponía de un palo en buenas condiciones.

Asthor, Grinnell y Maryland, debían montar la primera guardia; Hill, Fulton


y Ana, que exigió se la tratara igual que a los demás, la segunda. Así, al
menos, la mitad de los tripulantes podrían descansar cuatro horas antes
de comenzar el servicio de un tumo de otras cuatro. Ana se lamentaba de
no entender de maniobras, pues también hubiera querido tomar parte en
éstas.

A las nueve fue desplegada la vela del palo de mesana y se añadió otra
vela a proa para la mejor estabilidad. Asthor se colocó al timón y la
«Nueva Georgia» comenzó a navegar hacia el Norte, o sea hacia el
archipiélago de Nuevas Hébridas.

El viento era débil y el mar estaba algo agitado; pero la noche era clara y
había salido la luna. El buque, aunque no bien servido por el palo de
mesana, que, como se sabe, está situado a popa, comenzó a filar, pero
con extraordinaria lentitud.

Era mucho si se conseguía que corriera dos nudos por hora.

El capitán, Ana y Fulton se retiraron a sus camarotes, dejando a sus


compañeros de guardia.

Nada que merezca referirse ocurrió en aquellas primeras cuatro horas. «La
Nueva Georgia», aunque tendía a salirse del camino, obligando al piloto a
vigilar sin descanso el timón, a causa del palo de mesana, que ejercía un
esfuerzo desequilibrado sobre la popa, navegó sin interrupción,
recorriendo nueve nudos en aquellas cuatro horas.

A medianoche, el capitán, Fulton y Ana, que no había querido permanecer


en su camarote, considerándose ya como un hombre de la tripulación,
montaron la segunda guardia.

Al alba, el capitán, que quería dar descanso a Ana, iba ya a despertar al


piloto y a sus compañeros, cuando sobrevino un fenómeno extraordinario
que los maravilló a todos. Hacía ya algunos minutos habían observado que

155
sobre el puente caían unos hilos ligeros tan tenues que parecían
delgadísimos filamentos de seda y que se detenían en gran número en los
penóles, en las velas, en las cuerdas, en toda la arboladura.

Fulton y Ana, que fueron los primeros en advertir aquello, iban ya a pedir al
capitán la explicación de tan raro fenómeno, cuando vieron caer sobre
cubierta millares y millares de filamentos de una blancura inmaculada y
que parecían caer de las altas regiones de la atmósfera.

Primero caían relativamente pocos centenares; pero en seguida el aire se


cubrió como de una nube vaporosa, ligera, la cual se teñía de reflejos
azulados a las primeras tintas de la aurora, extendiéndose sobre el buque
y sobre una gran extensión del Océano.

—¿Qué es eso, papá? —preguntó Ana en el colmo de la sorpresa.

El capitán no respondió. Miraba con atención aquella extraña nube que


seguía bajando y de la que caían de la arboladura y el puente hilos de
ligereza desconocida, algunos de los cuales medían veinte metros de largo
y parecían constituir una sola y tenue hebra.

—¡Ah! —exclamó a poco riendo—. Asistimos a uno de los más curiosos


fenómenos y que, por cierto, no es muy común.

—¿A cuál? —preguntaron Ana y Fulton.

—A una emigración de arañas.

—¿A una emigración de arañas? —exclamó con incredulidad la joven.

—Sí, Ana.

—Pero ¿ésas son telas de araña?

—¿No te lo parecen? Fíjate bien.

—Tienes razón; aunque son muy blancas, tienen una forma especial y
parecen más resistentes.

—Pues yo no veo ninguna araña —dijo Fulton.

—Las arañas emigrantes y aeronautas son tan pequeñas, que apenas se

156
las ve; pero si observas bien las encontrarás entre sus telas —dijo el
capitán—. El fenómeno no es nuevo y le han observado muchas veces los
hombres de ciencia.

—Pero ¿qué arañas son ésas? —preguntó Ana, que iba de sorpresa en
sorpresa—. Además, ¿por qué emprenden esa emigración?

—A qué especie pertenecen no te lo sabría decir, como también ignoro el


motivo que las impulsa a dejarse llevar por las corrientes aéreas. Creo que
estos viajes se atribuyen a excentricidad de las arañas vagabundas. Otros
creen que son debidos a causas accidentales. Algunos sabios han
presenciado la partida de estas arañas, y en particular de la especie
llamada «thomicus viaticus».

—Pues debe de ser curiosísimo ese principio del viaje.

—Las pequeñas arañas, antes de lanzarse al aire, se suben a la cima de


ciertas gramináceas o a la extremidad de las ramas; una vez allí, se inflan
el abdomen, aspirando abundante aire, y sueltan los extremos de unos
ligerísimos hilos, que les sirven para conocer la dirección del viento, y
además como globo o nave aérea; en seguida, abandonando el punto de
apoyo, se dejan llevar tranquilamente.

—¡Calle! ¡Calle! —dijo Fulton—. Las arañas esparcen nuevos filamentos.

—Es que se preparan a partir —dijo el capitán.

—¡Cómo! ¿Siguen el viaje?

—Lo verás en seguida.

Todas aquellas arañas habían abandonado los primeros hilos, que por la
humedad nocturna se habían hecho pesados, y tejían otros con
sorprendente rapidez.

Al cabo de media hora, una gran parte de las arañas, después de haber
lanzado al aire, de un soplo, el nuevo hilo, se dejaban llevar por el viento
matutino, que las conducía facilísimamente, elevándolas a altas regiones
de la atmósfera. A la segunda ráfaga de aire, las rezagadas siguieron a
sus compañeras, desapareciendo tras los primeros rayos del sol.

—¡Buen viaje! —gritó una voz alegre—. ¡Ah, cómo las envidio!

157
Era Asthor, que algunos minutos antes había subido a cubierta y que
observaba atentamente aquella emigración maravillosa.

—¡Ah! ¿Eres tú, viejo amigo? —le dijo el capitán.

—Sí, y he llegado a tiempo para presenciar ese curioso fenómeno. ¿Cómo


va la «Nueva Georgia», señor?

—Camina como el plomo, o, mejor dicho, como un pájaro~ que tuviera


heridas las alas.

Todo el día el buque siguió filando con lentitud hacia el Norte; pero cerca
de la puesta del sol aligeró la marcha, porque se había levantado un fuerte
viento del Sudoeste.

El sol se ocultó en el seno de una nube de color oscuro y el mar comenzó


a levantarse en altas olas, que se rompían con fragor en los costados del
barco.

El capitán no quiso descansar y permaneció sobre cubierta con todos los


tripulantes. Estaba intranquilo, inquieto; visitaba con frecuencia la brecha,
que oponía muy débil resistencia a los golpes de mar, y bajó varias veces
a la estiba para asegurarse de la solidez del palo de mesana, el cual,
como había sido privado del apoyo del palo mayor y cortadas todas las
cuerdas que le unían a él, podía caer sobre cubierta.

A las diez de la noche el viento soplaba con gran violencia entre las
cuerdas y las velas, y la enorme nube, que se había extendido sobre el
Océano, relampagueaba y tronaba fragorosamente.

Las olas batían los flancos del pobre buque, que cabeceaba y sumergía la
proa, dando fuertes testarazos a babor y estribor. Para mayor desgracia, la
oscuridad era tan profunda que a pocos metros de distancia no se
distinguía nada.

Ana estaba sobre cubierta, a pesar de los ruegos del capitán, y miraba
intrépidamente el tempestuoso Océano, como si quisiera desafiarle. La
joven no temblaba y quería mostrarse digna de un padre que pasaba por
uno de los más intrépidos lobos de mar de las dos Américas.

A medianoche, Grinnell, que había bajado al entrepuente, notó que los

158
travesaños colocados tras las tablas que tapaban la brecha amenazaban
ceder de un momento a otro al impulso de las olas, cada vez más altas y
fuertes.

Asthor acudió en seguida, y ayudado de Fulton lo aseguró lo mejor que


pudo, amontonando contra ellos todas las cajas y barriles que logró
encontrar. El agua, sin embargo, se filtraba con abundancia a través de las
mal unidas tablas y se la oía precipitarse en gruesos chorros en el fondo
de la estiba.

Más tarde, el mar se puso aún más tormentoso y el viento aumentó la


carrera del velero, que devoraba el espacio con fantástica rapidez, no
obstante tener un solo palo y unas pocas velas.

Frecuentes golpes de mar entraban por las amuras, casi destrozadas por
la caída del palo mayor y el de trinquete, y se rompían sobre cubierta,
esparciéndolo y echándolo todo a rodar y cayendo en las profundidades de
la estiba, después de anegar e) castillo de proa.

Las cajas, los barriles y las jaulas de los tigres, no contenidos ya ni por el
peso ni por las ataduras, rodaban de una parte a otra, chocando con
fuerza; pero la tripulación no tenía tiempo para ocuparse de aquello,
necesitando atender a las maniobras del enorme buque, para cuya
seguridad hubieran sido precisos lo menos diez hombres más, a fin de que
pudiera ir bien dirigido.

El capitán, que se mostraba cada vez más inquieto, interrogaba en vano


las tinieblas con su aguda vista, esperando siempre distinguir algún fuego
que les indicase la proximidad de la costa.

A las dos de la mañana la luz de un relámpago dejó ver en la línea del


horizonte una gran masa oscura, sobre la cual ondeaba una nube de humo
rojizo.

—¡Un volcán! —exclamó.

—¿Dónde? —preguntó una voz.

—Allí, Ana.

—¿Tierra, pues? —añadió la joven.

159
—¡Es Tanna! —exclamó el capitán—. Sé que allí hay un volcán que está
siempre en actividad.

—¡Ah, padre!

—¡Asthor! —gritó Hill—. Haz amainar la vela y gobierna el buque hacia


proa.

En aquel instante salió de popa un fragoroso ruido, seguido de una


violenta sacudida del barco.

El palo de mesana había caído sobre la «Nueva Georgia» y la extremidad


superior del mismo quedó sepultada en las olas.

160
CAPÍTULO XXI. EL NAUFRAGIO
La isla de Tanna es una de las más bellas y pintorescas del grupo de las
Nuevas Hébridas. Es la más meridional de todas y la más conocida, a lo
menos en aquel tiempo.

Había sido visitada por el navegante Quirós en 1606; por Bougainville en


1768, y más tarde por Cook.

Es una isla de naturaleza esencialmente volcánica, y se calcula que su


longitud es de siete leguas, y de tres su latitud. Es montuosa en su mayor
parte y cubierta de espesos bosques; tiene un volcán que está siempre en
actividad, muchos manantiales termales, y de cierta parte de su suelo se
exhalan vapores sulfurosos.

No sólo goza la fama de ser una de las más bellas de todo el archipiélago,
sino que también se dice que es de las más fértiles, a pesar de que su
suelo está formado de varias especies de lava, de capas de arcilla
mezclada con tierra, en que abunda el alumbre, de masas de cuarzo y de
ciertos terrenos riquísimos en azufre. Sus montañas se levantan en
anfiteatro y dan a aquel pedazo de tierra perdido en el Océano un aspecto
no sólo risueño, sino interesante.

Sus habitantes, cuyo número se hacía ascender entonces a tres o cuatro


mil, no son ni mejores ni peores que los de las otras islas del archipiélago,
pero carecen de la perfidia de los isleños de Tonga-Tabú y de Fidji, y los
navegantes que los habían visitado no tuvieron motivos para quejarse de
ellos. Cierto es que en el tiempo en que la «Nueva Georgia» arribó a
aquellas costas eran todavía antropófagos, pero se limitaban a devorar a
los enemigos muertos en el campo de batalla, y en ocasiones a los
prisioneros.

Entre la multitud de islas que se hallan dispersas en aquel inmenso


Océano, era quizá una de las mejores a que podían llegar los náufragos
de la «Nueva Georgia».

161
Desgraciadamente, se veían amenazados de llegar a aquella tierra en las
más tristes y peligrosas condiciones, aunque para ellos la isla
representaba la salvación y la vida. La caída del palo de mesana,
sobrevenida en el momento de ver la isla ponía en gran peligro la
seguridad del buque, al que ya podría considerarse como un casco
destrozado vagando a merced de las olas.

Estaban, sin embargo, acostumbrados aquellos hombres a las desgracias,


y ninguno dio muestras de terror, aunque corrían el serio peligro de
estrellarse contra los escollos de la isla. Unicamente Ana se puso algo
pálida, pero bien pronto logró tranquilizarse, fiada en la habilidad y en los
recursos de su padre.

—¡Asthor! —gritó el capitán, al ver caer el palo atravesado en el buque—,


ten firme la barra del timón y procura guiar el barco hacia la isla, y vosotros
a ver si lográis que el palo caiga al mar.

Los tres marineros se pusieron a descargar hachazos en el palo, a fin de


separarlo del tronco, y logrado esto, le quitaron la cruceta y le empujaron
al mar, maniobra que no les costó gran trabajo.

La «Nueva Georgia», que estaba inclinada de babor a causa del peso del
palo, recobró la horizontal cuando éste cayó al agua, y, empujada por el
viento, se dirigió a la isla, con grandes cabeceos y sacudidas, pues la falta
de velas originaba de tal manera la inestabilidad.

El capitán subió al castillo de proa y miró atentamente. La isla no estaba


más que a tres o cuatro cables de distancia, y por aquel lado presentaba
una playa dulcemente inclinada y que parecía carecer de la corona de
escollos coralíferos que circundan ordinariamente las tierras del Océano
Pacífico. Había, pues, esperanza de poder arribar sin que la nave se
estrellara, o por lo menos de embarrancaría en la arena sin gran violencia.
Las olas jugaban con el buque, que se defendía impetuosamente. La
rotura o brecha había vuelto a abrírsele y comenzaba a embarcar agua en
gran cantidad. Además, la violencia de la resaca, que producía inmensas y
espumeantes contraolas, y lo llevaba y lo traía de un lado a otro.

Pero bien pronto recobraba su marcha hacia la costa, la cual se teñía en


ocasiones de resplandores rojizos, por efecto del volcán, que en aquellos
momentos estaba en erupción con gran violencia y lanzando sordos
rugidos.

162
—¡Ah! —exclamó el capitán—, ¡si pudiera descubrir la bahía de la
Resolución, que Cook ha descrito tan bien! Pero ¡quién sabe por qué parte
se encuentra!…, y además ¡con mil rayos! ¿Y si ésta no fuera la isla de
Tanna? Si no me equivoco, más al Sur se encuentra otra isla: la de
Anatton… Pero ¿y el volcán? Anatton no lo tiene, que yo sepa…

La «Nueva Georgia» seguía avanzando, y unas veces parecía que iba a


hundirse en los abismos de las aguas, y otras se la veía subir con
vertiginosa rapidez hasta las espumosas crestas de las inmensas olas.
Gemía, como si presintiera su próximo fin, y crujían espantosamente sus
costados, como si se negara a llegar a aquella costa llena de escollos;
pero la marea la impulsaba cada vez con rapidez mayor.

A las tres de la mañana no estaban más que a dos cables de la isla.

El capitán, que observaba con atención las olas para conocer si el fondo
estaba compuesto de rocas y puntas coralíferas, gritó a poco:

—¡Arrojad las anclas!

Maryland, Fulton y Grinnell dieron vuelta a los tomos, y las dos anclas
cayeron al agua, haciendo correr rápidamente las cadenas por los alvéolos
de proa.

El buque filó todavía algunos metros, y en seguida se detuvo bruscamente,


virando de bordo.

Casi en el mismo instante ocurrió a popa una sacudida tan violenta, que
toda la tripulación cayó sobre cubierta.

—¿Hemos tocado? —preguntó Asthor, levantándose con gran presteza.

—La popa ha embarrancado —gritó el capitán.

—¿Hay averías?

—Me parece que no —explicó Grinnell, que había acudido a comprobarlo.

—¡Pero el agua entra! —gritó Fulton.

—¿Dónde? —preguntó el capitán.

163
—La oigo precipitarse en la cala.

—¿Habrá roto la carena alguna punta rocosa? —dijo Asthor.

—Es posible —respondió el capitán—. Pero no importa; estamos sobre un


banco.

El Océano, sacudido con violencia por el viento, no daba muestras de


calmarse. Enormes olas asaltaban la proa de la «Nueva Georgia»,
rebasando la obra muerta y rompiéndose en la cubierta. Los agujeros de
desagüe eran insuficientes para darle salida, y corriendo hacia popa, caía
en las profundidades de la estiba con el fragor de una catarata.

El pobre buque temblaba bajo aquellos vigorosos y continuos golpes;


crujía, y poco a poco era arrastrado hacia la costa. Felizmente no había
miedo de que la resaca lo llevase a alta mar. La enorme mole del barco se
había hundido bien entre las escolleras y la arena, y no había fuerza capaz
de arrancarle de aquel lecho.

Esto bastaba para tener tranquila a la tripulación, la cual, además, nada


tenía que temer hallándose la tierra tan cerca. Aunque las olas hubieran
hecho pedazos el buque, todos hubieran podido ponerse a salvo con
facilidad, no obstante el fuerte oleaje.

A las cuatro comenzó a clarear. A través de un desgarrón de las nubes


pasó un rayo de luz, que permitió a los náufragos observar la isla que
tenían ante la vista.

La costa corría de Este a Oeste en línea recta, y en una extensión de


varias millas, sin un puerto, una bahía ni una pequeña rada; cubierta de
hermosa vegetación, compuesta de cocos, bananos, plátanos de varias
especies y palmeras con sus hojas abiertas en inmensos abanicos. En
segundo término se alzaban verdes montañas, dispuestas en anfiteatro, y
en medio de ellas se destacaba un volcán, de cuyo cráter salía una
altísima columna de humo rojizo, la cual derramaba en una extensa zona
una lluvia de negruzcas cenizas. Enormes masas incandescentes salían
de cuando en cuando y se despeñaban por las vertientes de la montaña
hasta desaparecer entre los bosques o rebotar chocando en otras peñas.

Cosa en verdad extraña y en contraposición con las teorías de los

164
hombres de ciencia: aquel volcán, en vez de dominar la isla, era más bajo
que otras de las montañas cercanas.

El capitán, Ana, el piloto y los tres marineros examinaron con atención la


costa, temiendo descubrir en ella salvajes dispuestos al pillaje, pero no
vieron ni una sola persona ni una choza.

—¿Desembarcamos? —preguntó Ana—. De buena gana daría un paseo


por esos bosques.

—Una lengua de tierra, descubierta por la marea baja, se divisaba bajo la


popa del puente —dijo Fulton—. El desembarco es facilísimo.

Se armaron todos de carabinas, se colocaron hachas al cinto, se llenaron


los bolsillos de municiones, recogieron algunos víveres, y echada una
escala de cuerda, bajaron a la lengua de tierra, ya descubierta por
completo.

A pesar de que las olas la barrían con frecuencia, después de algunos


minutos los seis náufragos de la «Nueva Georgia» ponían el pie en la isla
ante los grandes bosques.

El lugar no podía ser más pintoresco. Ante ellos, una multitud de árboles
de todas especies y dimensiones se extendían hasta perderse de vista,
cubriendo enteramente la costa.

Se veían enormes bananos, árboles venerados por los habitantes de la


India y cuyos troncos se extendían a centenares, rectos y lisos como
columnas; bellísimas plantas de nueces de coco, que se inclinaba al peso
de los frutos: «ficus» de nudosos y lucientes troncos, que mostraban una
fruta pelosa; «catappas», especie de almendros que dan pepitas dos
veces mayores que las de Europa y mucho más delicadas, y, por último,
preciosos plátanos, cuyas gigantescas hojas proyectaban deliciosa sombra
durante las horas más calurosas del día.

Un número infinito de palomas, de papagayos negros o con espléndido


plumaje, y de pájaros de mil especies y colores, volaban de rama en rama,
sin espantarse a la vista de los hombres, lo que indicaba que por vez
primera se presentaban ante ellos.

—Esto es un verdadero edén —dijo Ana, aspirando el aire perfumado de

165
aquellos bosques, bajo los cuales crecían en abundancia bellísimas
flores—. ¡Qué desgracia que este paraíso terrenal esté habitado por
monstruosos antropófagos!

—¡Calle! —exclamó Grinnell—. ¿Qué es aquello que hay sobre aquella


palmera de coco?

Todos miraron en la dirección indicada por el marinero y descubrieron


sobre un árbol, casi escondido entre las hojas, un extraño animal que
parecía espiarles, aguardando tal vez la ocasión oportuna para bajar y
emprender la fuga.

—Es un «birgus latro» —exclamó el capitán.

—¿Y es comestible? —preguntó el piloto empuñando el hacha.

—Una comida suculenta, viejo mío.

—Entonces no se me escapará. ¡A mí, marineros!…

El piloto, Fulton, Grinnell y Maryland se lanzaron hacia el cocotero, y


agarrándose al tronco empezaron a sacudirle con gran fuerza, a fin de que
el bicho raro cayese al suelo, lo que consiguieron bien pronto. Apenas el
animal se vio en tierra trató de huir hacia el mar, pero los marineros, que
contaban con él para el almuerzo, lo dejaron sin vida de dos hachazos en
menos tiempo del que se tarda en decirlo.

166
CAPÍTULO XXII. EL PRIMER SALVAJE
Aquel «birgus latro», como le había llamado el capitán, aunque
sorprendido en tierra y en lo alto de un árbol, era un habitantes del mar, un
crustáceo de los más voluminosos, un cangrejo gigante, en una palabra.

Estos «birgus», a los que los isleños del Pacífico llaman cangrejos
ladrones, tienen una extraña costumbre que merece contarse. Aunque son
habitantes del mar, pasan en tierra buena parte de su vida, buscando
ávidamente los cocoteros que crecen en casi todas las islas del Océano
Pacífico. Estos cangrejos se vuelven locos por las nueces del cocotero, y
se exponen a todo género de peligros, con tal de procurárselas.

Durante el día duermen escondidos en las cavidades de las rocas o


confundidos en las ramas de los árboles más espesos, y cuando cae la
noche se ponen a buscar su fruta favorita. Encontrado el árbol, lo escalan
con gran facilidad, rompen la cubierta fibrosa del coco más grande y, una
vez al descubierto la nuez, la dejan caer en tierra.

Como se sabe, esas nueces son tan duras, que al mismo hombre le
cuesta trabajo romperlas si no dispone de un hacha; pero el cangrejo
ladrón no se inquieta por eso. Dotado de poderosas uñas introduce una en
el punto llamado «ojo» de la nuez, y girando sobre sí mismo, logra
horadarla y la va rompiendo poco a poco, hasta que se bebe la leche y se
come la pulpa blanca y delicada. Se dice que mezclan al coco la nuez
olorosa del «pandanus», para hacerlo más dulce y exquisito; pero esa
afirmación no está comprobada, aunque todos los isleños la confirman.

Asthor y los marineros, después de haber observado con curiosidad aquel


enorme crustáceo, recogieron varias brazadas de leña seca, encendieron
en la playa un fuego bastante para asar un buey y arrojaron el cangrejo
sobre los carbones.

Mientras se asaba, Asthor y Grinnell se dirigieron al bosque para hacer


provisiones de frutas. Echaron mano a las hachas y se pusieron a derribar
un banano que tenía un racimo de frutas de cincuenta o sesenta kilos de

167
peso. No contentos recogieron abundante cantidad de higos o «yambo»,
fruta del tamaño de las peras de Europa, refrescantes y tiernos como
manteca, y boniatos, gruesas raíces dulces y harinosas que se asan sobre
brasas.

Iban a volver, cuando descubrieron una especie de gallo de cerca de


cuarenta centímetros de altura, con espolones, pico grueso, largo y fuerte,
ojos grandes y negros y plumas pardas y rojizas. Saltaba de acá para allá,
atusando su cola y cacareando alegremente.

—Es un «kagú» —dijo Asthor—. Un asado excelente, que bien merece un


tiro.

—¡A cogerlo, piloto! —dijo Grinnell.

Asthor apuntó detenidamente y luego disparó.

El pollo giró en torno y quedó muerto.

Iba ya Grinnell a coger la presa, cuando entre las ramas de unos arbustos
próximos se dejó ver un ser humano.

—¡Un negro! —exclamó el marinero, deteniéndose y armando el fusil.

—¡Un salvaje! —añadió Asthor, empuñando el hacha—. ¡No me parece


tan espantoso como creía!

En efecto, aquel hombre, aparecido tan de improviso, era un salvaje, un


isleño de Tanna. Como había observado muy bien el piloto, no era feo; al
contrario, era de mediana estatura, pero fuerte, de fracciones bastantes
regulares y piel bronceada. Llevaba una simple enagüilla, tejida con
hierbas entrelazadas y sujeta a la cintura tan fuertemente, que le producía
una honda socavadura en el vientre. Su cabello estaba embadurnado con
tierra rojiza mezclada con aceite y lo llevaba sujeto en alto con una
especie de flecha. Se adornaba con collares y pulseras hechos de
escamas de tortuga y de dientes de cerdo salvaje.

Sus armas consistían en un hacha de piedra y un arco.

Al ver a Grinnell no pareció muy sorprendido, y se limitó a exclamar:

—¡«Erramange»! (Un hombre).

168
—¿Qué buscará aquí este devorador de carne humana? —se preguntó el
piloto, perplejo.

Le hizo señas de que se acercara. El salvaje, que había oído muy bien sus
palabras, como si tratara de adivinar su significado, dio algunos pasos al
frente, diciendo:

—¡«Sir»!

—¡Canastos! —dijo el piloto—. ¡Este salvaje sabe el inglés! ¿Lo has oído,
Grinnell? ¡Me ha llamado señor!…

—¿Será un salvaje civilizado?

—Pronto lo sabremos. ¿Quieres venir con nosotros? —le preguntó el piloto


al isleño.

Este permaneció un momento callado, como traduciendo lo que significaba


la pregunta. Después contestó:

—«Yes, sir». (Sí señor).

Se colocó el hacha a la cintura y se puso el arco a la espalda, como si con


esas demostraciones pacíficas quisiera tranquilizar a los europeos, recogió
el «Kagú» y se acercó al piloto, restregando su nariz con la de éste.

—¿Qué hace? —preguntó Grinnell.

—Es una señal de amistad —respondió Asthor—. Ven conmigo, amable


salvaje, y te ofreceré un obsequio.

Recogieron la fruta y todos se pusieron en camino. Grinnell, sin embargo,


que era desconfiado, se puso detrás del isleño, dispuesto a eliminarle al
primer acto ofensivo.

Atravesaron una parte del bosque, y en pocos minutos llegaron al


campamento, donde el capitán, alarmado ante el disparo que hicieron
contra el «kagú», los esperaba presa de viva ansiedad.

—Señor Hill, os traigo un convidado —gritó el piloto desde lejos.

—¡Un antropófago! —gritó Ana, mirando asustada al salvaje.

169
—Pero es muy atento y muy fino, miss. Adelante, señor… ¿cómo diablos
le llamaré? ¡Adelante, señor salvaje!

El isleño adelantó sin manifestar la menor sorpresa y corrió a restregar su


nariz con la del capitán.

Después, presa de un vivo terror, miró al buque, ya casi acostado sobre la


arena, y empuñó el hacha como para defenderse.

Sin duda tomaba el barco por algún monstruo gigantesco, y tenía miedo de
que avanzara y se lo comiera; pero poco a poco se tranquilizó y se sentó
ante el fuego.

Fulton retiró el asado, que lanzaba un perfume delicioso, así como los
boniatos que había puesto entre el rescoldo. En seguida rompió con el
hacha el caparazón del cangrejo y quedó al descubierto una carne
blanquísima que prometía ser exquisita.

El salvaje hizo gran honor a la comida y se hartó, además, de bizcochos,


bebiendo luego una gran taza llena de vino. Todos entraron después a
saco en la provisión de frutas, admirando la delicadeza de los plátanos, la
fragancia de las peras, el agradable azucarado de la carne de coco y de
las almendras.

Encendidas las pipas, se tendieron sobre la fresca hierba a la sombra de


los gigantescos árboles, y el capitán entonces se puso a interrogar al
salvaje en lengua tonghesa, que conocía bastante bien, y empezó
preguntándole:

—¿Cómo te llamas?

—Koturé —respondió el isleño en la misma lengua.

—¿Está lejos tu aldea?

—Allí —respondió el isleño señalando la cima de una montaña cubierta de


bosques.

—¿Querrías llevarnos?

—¡Sí, sí!

170
—¿Y nos presentarás a tu rey?

—Sí.

—¿Nos acogerá bien?

—Sí, porque es pariente tuyo.

—¡Pariente mío!

—Sí, es un blanco como eres tú y como lo son tus compañeros.

171
CAPÍTULO XXIII. EL REY BLANCO
El capitán Hill, su hija, el piloto y los tres marineros permanecieron algunos
minutos sin acertar a pronunciar palabra: tanta fue su sorpresa al oír al
salvaje que un hombre blanco se hallaba en aquella isla investido de la
dignidad real.

¿Quién sería aquel individuo a quien los azares de la vida arrojaron a


dicha isla? Un inglés, o por lo menos, un angloamericano.

¿Era un náufrago arrojado en aquellas playas por alguna tempestad, o tal


vez un marinero desembarcado voluntariamente? ¿Sería, en fin, uno de
los forzados que huyeron de la «Nueva Georgia» después de su odioso
atentado?

Estos eran los pensamientos que embargaban la imaginación de los seis


tripulantes.

—¿Quién será? —preguntó Asthor, rompiendo el primero aquel silencio—.


¡Ah, lo que daría por saberlo!

—¿Uno de los presidiarios? —dijo Grinnell.

—Imposible —respondió Fulton—. Koturé ha hablado de uno solo, y los


forzados eran ocho.

—Es que pueden haberse ahogado los otros —observó Maryland.

—Ya lo sabremos —dijo el capitán—. Callaos y dejadme interrogar a este


hombre.

—¡Sí, sí! —asintieron todos.

—Koturé —preguntó el capitán, dirigiéndose al salvaje, que escuchaba con


gran atención sus palabras, tratando de comprender su sentido—, ¿es
joven o viejo mi pariente blanco?

172
—Joven —respondió el isleño.

—¿Tiene barba?

—Sí, del color de metal brillante.

—Rubio quieres decir. ¿Hace mucho que ha desembarcado en la isla?

Koturé pareció reflexionar un poco y en seguida mostró dos veces los diez
dedos abiertos.

—Veinte días —dijo el capitán—. Entonces ese blanco no es uno de los


forzados.

—Es evidente —dijo Asthor—, puesto que hace poco que abandonaron el
buque. Pero ¿quién será, entonces?

—Algún náufrago —respondió Ana.

—Koturé —dijo el capitán—, ¿cómo llegó ese hombre a vuestra isla?

—Fue recogido en el mar, muy lejos de aquí, por algunos de mis amigos
—contestó el isleño.

—¿Y le habéis hecho rey?

—Sí, después de una victoria obtenida contra la tribu del jefe Arrou. El
hombre blanco decidió la suerte de la batalla con su valentía y arrojo.

—Ya deseo con ansia conocer a ese pariente mío. Si nos conduces donde
está, te regalo un fusil y te enseño el modo de manejarlo.

—Te conduciré —dijo el salvaje.

En aquel intervalo se había calmado el mar y retirado la marea, y el


capitán, Ana y los marineros decidieron ganar el buque para pasar la
noche. El salvaje, después de haber dudado unos momentos, les siguió.

Su admiración crecía a cada instante al ver los diversos objetos que había
en el puente y al mirar la profundidad de la estiba. Manifestaba su alegría
con frecuentes frotamientos de nariz, no respetando ni las del capitán ni
las de Ana. La de Asthor se había puesto roja como una amapola, porque
el salvaje prefería a las demás la gruesa nariz del viejo piloto.

173
Después de una noche tranquila, durante la cual el volcán continúo
lanzando sordos mugidos, que podían oírse a veinte millas de distancia,
los náufragos y el salvaje dejaron el buque para ir a la aldea del rey blanco.

Bien armados todos, penetraron bajo los grandes bosques, y después se


encontraron ante una gran montaña cubierta de árboles. Alcanzada la
cima después de varios altos para dar descanso a Ana y de una marcha
de tres horas, se encontraron de improviso ante una pequeña aldea
compuesta de unas sesenta chozas, defendidas en su círculo por una
empalizada, mejor dicho, un seto de espinos. Se comprendía a primera
vista que en aquellas construcciones había intervenido la dirección de un
europeo ciertamente inteligente.

La población, compuesta de unos cuatrocientos individuos entre hombre,


mujeres y niños, salió en masa al encuentro de los extranjeros, pero
Koturé los separó a todos a palos, sin reparar dónde daba.

—Llévanos ante el rey —dijo el capitán al guía—. Vosotros, compañeros,


rodead a Ana y armad los fusiles.

—¡Largo de aquí! —gritó el piloto empujando a los salvajes que se


acercaban más de lo conveniente al grupo, a pesar de los golpes—.
¡Cuidado, Grinnell, y tú, Fulton, rodead bien a la miss!, que estas bestias
parece que quieren comérsela. ¡Duro con ellos, Maryland! Creo yo difícil
que el rey de estas gentes sea blanco.

A fuerza de palos, empujones, codazos y puntapiés pudieron llegar ante la


gran tienda o cabaña del rey. En aquel momento el monarca, atraído por el
ruido y las voces, apareció bajo el toldo de la puerta.

Era un hombre blanco, como lo había descrito Koturé, de alta estatura, de


unos treinta años, con grandes ojos azules y barba rubia. Vestía una vieja
camisa desabotonada, pantalones negros bastante deteriorados, sujetos
con un cinturón de piel color de avellana con vetas negras, distintivo de los
grandes jefes y del rey, según la severa etiqueta de Tanna. En la cabeza
llevaba una corona de plumas de papagayo y numerosos collares de
dientes de «gulú», así como brazaletes de colmillos de cerdo salvaje y de
perro, mezclados con escamas de tortuga.

Al ver llegar a aquel grupo de hombres rodeando a una joven, el monarca

174
blanco se estremeció, se puso pálido como un muerto y parecía petrificado.

A los pocos momentos se arrancó la corona de plumas, que lo ponía


desconocido, y se dirigió hacia el capitán, lanzando un grito de alegría.

—¿No me conocéis ya? —exclamó.

—¡Collin! —gritaron a un tiempo el capitán, Ana y los marineros, en el


colmo del estupor.

—¡Señor Hill! ¡Miss Ana! ¡Asthor! —gritó el rey.

—¡Collin!… ¡Vos! —repitió el capitán.

—Pero ¿es que estoy soñando? —exclamó Ana, que se había puesto
pálida y después encendida como la grana.

—Sí, yo soy, capitán —gritó el rey precipitándose en los brazos de Hill, y


estrechando efusivamente la mano de la joven, de Asthor y de los
marineros.

—Pero ¿cómo estás aquí, Collin? —preguntó el capitán, que no se había


repuesto aún de su sorpresa y que aún creía soñar.

—Pero ¡cómo! ¿No os ahogasteis? —le interrogó Ana, que lloraba de


alegría—. ¡Ah, creí que no os iba a ver más!…

—Después os lo contaré todo. Entrad ahora en mi real morada, a ver si


esa gente chismosa y novelera vuelve a sus chozas.

Ofreció el brazo a Ana y, conduciéndola a la tienda, le dijo galantemente:

—Permitidme, miss, que os ofrezca mi trono, aunque sea el trono de un


antropófago.

—¿Antropófago vos?

—Todavía no lo soy, miss, os lo aseguro. Durante mi breve reinado no se


ha comido aquí, en mi tienda, ni en todo mi reino, una sola costilla
humana. Puedo jurarlo. ¡Entrad, capitán! ¡Adelante, amigos, y acomodaos
como mejor podáis!

Con un gesto imperioso ordenó al pueblo que se retirara y guardara

175
completo silencio, disponiendo luego que su guardia de honor formara
alrededor de la tienda para que no les molestasen. En seguida entró
nuevamente y se colocó junto a sus amigos, que se habían sentado en
una vasta estancia, o sea en el salón del trono, porque en el testero
principal había una especie de plataforma cubierta con una esterilla, y
sobre ella un escabel o silla, que debía haber sido construida por el mismo
rey, pues los isleños del Océano Pacífico no conocen el uso de esos
muebles.

—Antes de referiros mis aventuras —dijo Collin—, dejad que os ofrezca de


todo lo mejor que produce la real cocina; pocas cosas, en verdad, pero
malas no son.

Golpeó un mano con otra y aparecieron dos muchachos, llevando una


gran vasija llena de un licor amarillento, nueces de coco y siete u otro
pasteles que exhalaban un perfume exquisito.

—¿Qué nos ofrecéis? —preguntó Ana, que se había acomodado en el


sillón real.

—Cerveza de mi fabricación —respondió Collin, ofreciendo tazas, que


consistían en cucuruchos hechos con hojas de plátano—. Esto otro son
tortas indígenas elaboradas con higos y plátanos y cocidas en estufa, y
éstos son pastelillos de pulpa de coco. Os aseguro que todo ello es
excelente y no desmerece en nada de la repostería francesa.

—Y esas cañas, ¿qué son?

—Deliciosas y tiernas cañas de azúcar. Ahora, señor Hill, entre bocado y


bocado, os contaré mis aventuras; pero antes desearía saber por qué serie
de circunstancias os encontráis aquí.

—Es muy fácil de explicar, Collin —dijo el capitán—. Hemos naufragado


junto a esta isla.

—¿Ha naufragado la «Nueva Georgia»? —preguntó Collin, con penosa


sorpresa—. Pero ¿cómo?… Y… ¿Bill…?

—Huyó —respondió el capitán, con voz sorda.

—¡Escapado!… ¡Aquel miserable ha escapado! —gritó el teniente


apretando los puños.

176
—¿Y por qué esa expresión de cólera, toda vez que ignoráis el infame
comportamiento de aquel hombre? —dijo Ana sorprendida.

—¿Comportamiento infame? ¿Qué queréis decir, miss? ¡Dios mío!…


¿Qué es lo que ha hecho aquel bandido?

—Nos ha arruinado —respondió el capitán—. Ni él ni sus compañeros


eran náufragos, sino escapados de la isla de Norfolk.

—¿Y recogisteis a sus compañeros?

—Sí, Collin. Los salvamos a costa de grandes peligros, desafiando el


abordaje de los caníbales, y, como reconocimiento, nos hicieron traición,
soltando a los tigres contra nosotros e incendiando el buque.

—¡Infames!… ¿Y huyeron?… ¿Dónde?

—No lo sabemos. Se embarcaron en la canoa más grande mientras


nosotros nos refugiábamos en la arboladura para huir de los tigres.

—Y la «Nueva Georgia», ¿dónde se encuentra ahora?

—Embarrancada en la costa, a ocho millas de aquí.

—¡Ah! —exclamó Collin—. Mis salvajes no me habían engañado.

—¿Os habían advertido ya de nuestro desembarco?

—Sí. Uno de mis súbditos me refirió esta mañana que, al norte de la isla,
había visto desembarcar hombres de piel blanca.

—¡Al Norte! —exclamaron a una el capitán y Asthor—. Al Sur, querréis


decir.

—No, al Norte —dijo Collin.

—¡Imposible! —manifestaron los náufragos.

—La «Nueva Georgia» ha embarrancado al sur de la isla.

—Sin embargo, mi salvaje no puede haberse engañado, porque


precisamente había ido a las costas septentrionales para cazar cangrejos

177
ladrones.

—¿Habrán desembarcado otros blancos?

—¿Y quiénes podrían ser?… Sin duda, otros náufragos —dijo Collin.

—¿Cuántos ha visto el indígena? —dijo el capitán, en cuya mente había


brotado una terrible sospecha.

—Varios; pero no supo decirme el número.

—¿Está aquí ese hombre?

—No; he vuelto a mandarle allá para que adquiera noticias más precisas.

—¿Cuándo volverá?

—Partió esta mañana, al alba, con un hermano suyo, y creo que estará de
vuelta dentro de pocas horas. Pero ¿por qué estáis tan excitado, capitán?

—¡Porque comienzo a creer en la justicia de Dios! —exclamó Hill con tono


solemne.

—Explicaos, señor —dijeron todos.

—Sospecho que esos hombres son los presidiarios.

—¡Los presidiarios aquí!…

—Sí, amigos. Deben de ser los infames que incendiaron el buque y que
pusieron en libertad contra nosotros a los doce tigres, asesinando así a
casi toda la tripulación. Esos miserables deben de haber venido derechos
hacia esta isla, que era la más cercana, para esperar aquí cualquier buque
que los transporte a Europa o América para disfrutar allí del dinero robado.
El corazón me dice que no me engaño, y que antes de mucho tiempo
todos pagarán su deuda. Collin, juradme que me ayudaréis a hacer justicia
sumaria a esos ladrones, incendiarios y asesinos.

El teniente se levantó y dijo con voz solemne.

—Lo juro; tanto más, cuanto que yo también tengo que saldar una antigua
cuenta con Bill.

178
—¡Vos! —exclamaron todos.

—Sí, yo, que a estas horas debía dormir en lo más profundo del Océano
Pacífico. He escuchado vuestra dolorosa historia. Oíd ahora mis aventuras.

179
CAPÍTULO XXIV. LOS PRESIDIARIOS
Collin hizo servir cerveza, que obtenía con la fermentación de ciertas
frutas, y que, por unanimidad, fue declarada excelente; encendió una pipa
que le regaló Asthor, se colocó bien sobre la esterilla y empezó diciendo:

—De seguro habréis supuesto todos que yo caería al mar por efecto de un
descuido, de una desgracia puramente casual, aquella noche en que la
«Nueva Georgia» luchaba contra el segundo huracán. Estoy cierto de que
a ninguno de vosotros se le habrá ocurrido el sospechar siquiera que mi
caída se debiese a un cobarde delito.

—¿A un delito? —exclamaron todos, mientras Ana se ponía pálida por


efecto de la emoción—. ¿Y quién lo cometió?

—Lo sabréis dentro de poco. Desde el momento en que Bill fue


transportado a la cubierta de nuestro barco, yo sospeché quién era
realmente. Aquellas señales que tenía en las muñecas y en los tobillos me
lo explicaron suficientemente claro, y desde el mismo instante me dediqué
a vigilarle, sabiendo de lo que son capaces los forzados de la isla de
Norfolk, que son los peores de todos, la verdadera hez de los ladrones y
de los asesinos de Inglaterra. Él se había dado cuenta, sin duda, de mis
sospechas, porque cuantas veces pasaba por su lado lanzaba sobre mí
miradas de odio profundo, en las que podía leerse el más hondo deseo de
deshacerse de mi persona, que para él constituía un peligro. Además creo
que tenía otro motivo de odio, y era que me suponía su rival en amor.

—¡Su rival! —exclamó el capitán con sorpresa, mientras Ana se ruborizaba.

—Sí, porque él secretamente amaba a miss Ana.

—Pero ¿eso es verdad? Me resisto a creerlo —dijo el capitán.

—Sí; Collin tiene razón —replicó la joven—. Aquel miserable había puesto
sus ojos en mí. Me miraba siempre, trataba de satisfacer mis menores
deseos, me seguía sin cesar, y aún me acuerdo que en el momento en

180
que la «Nueva Georgia» varaba en los arrecifes de Fidji, me dijo:
«¿Queréis vivir o morir?» Y entonces fue cuando se decidió a echar aceite
en el mar.

—Sí, así debe de ser —replicó el capitán—. Aquel malvado te amaba y


sólo por esto trató de raptarte y urdió tan infernal trama. Continuad, Collin.

—Aquella noche, durante la segunda tempestad —siguió diciendo Collin—,


había yo subido al palo mayor para deshacer un nudo que impedía enrollar
la vela. Mientras realizaba la operación, lo vi a mi lado, a caballo sobre el
mismo peñol. Creí que había subido para ayudarme; pero de improviso me
agarró por la garganta y, aprovechando el momento en que la «Nueva
Georgia» estaba casi acostada de estribor, me precipitó al mar.

—¡Infame! —exclamaron los náufragos.

—Cuando me recobré el buque huía empujado por el huracán. Me creí


perdido, y por instinto me puse a luchar desesperadamente con las olas,
que me traían y llevaban como una pluma, lanzándome de cresta en
cresta, de abismo en abismo. Poco después vi pasar ante mí una canoa
tripulada por salvajes, a quienes la tempestad arrastraba en su carrera
furiosa. Rápido como un relámpago me agarré a la borda, sentí dos brazos
que me ayudaban a embarcar y caí desvanecido. Cuando volví a la vida
me encontré en la playa de esta isla. Algunos salvajes que volvían de la
isla Tonga me habían recogido, y, en vez de matarme bonitamente para
comer mi carne, me nombraron rey de su tribu. ¿Me habían tomado por
una divinidad marina o por un hombre de gran valor? Lo ignoro todavía;
sólo sé que todos me adoran, que mis menores deseos son para ellos una
orden y que a una simple señal mía se arrojarían sin vacilaciones en el
cráter mismo del volcán.

—¿Pero contáis con permanecer en esta isla? —preguntó el piloto—. El


cargo es bueno, especialmente si os tratan bien y os engordan; pero yo
siempre tendría miedo de que se me comieran.

—No tengo ningún deseo de acabar aquí mi vida, Asthor —dijo, riendo, el
teniente—. Entre mis súbditos cuento con hábiles carpinteros, que me
ayudarán a construir una gran canoa, a la que podré, o procuraré al
menos, dotar de las condiciones de un mediano velero, y, una vez
terminados nuestros negocios aquí, tomaremos rumbo hacia Australia.

181
En aquel momento se presentó un salvaje, diciendo:

—Paowang ha llegado.

—Es el hombre a quien mandé por noticias —aclaró Collin—. Que entre.

El salvaje, que esperaba ser llamado, se adelantó. Era un hombre


hermoso, de alta estatura, de fisonomía enérgica y de ojos expresivos y
fieros. Parecía cansado por una larga carrera y, por no perder tiempo, ni
siquiera se había desembarazado de sus armas, consistentes en una
pesada maza de madera adornada con tiras de piel de perro, en una lanza
con la punta de hueso y en un arco con una docena de flechas.

—¿Los has visto? —le preguntó Collin, sin dejarle casi respirar.

—Sí, jefe —respondió el salvaje con voz sofocada.

—¿Dónde están?

—Se hallan acampados junto a una caverna de la costa septentrional.

—¿Cuántos son?

—Siete y un herido.

—¿Tienen alguna canoa?

—He visto en la playa el casco destrozado de una bien grande


—respondió el salvaje.

—¿Y qué hacían esos hombres?

—Habían derribado un árbol y lo ahuecaban para hacer una embarcación.

—¿Están armados?

—He visto que tenían cañas que despedían fuego y hacían ruido fuerte
como el volcán.

—¿Serías capaz de conducimos hasta la caverna sin que esos hombres


nos descubrieran?

—Cuando lo queráis, en seguida —respondió Paowang—. Pero ¿no son

182
tus parientes aquellos hombres?

—No; son mis enemigos.

—Entonces nos los comeremos —dijo el fiero antropófago.

—Veremos —contestó Collin.

—¡No tengáis duda, son los forzados! —exclamó el capitán cuando Collin
le tradujo las noticias del caníbal—. El herido es Bill y los otros son sus
compañeros. Preguntad a vuestro súbdito si entre ellos hay un hombre
delgadísimo y de alta estatura.

Collin hizo la pregunta a Paowang.

—Sí —respondió éste—. He visto un hombre delgado como un cangrejo


ladrón, y me pareció el jefe de los otros.

—¡Es MacBjorn! —dijo el capitán—. El lugarteniente del infame Bill. ¡A


Dios gracias, creo que ha llegado el día de la venganza! Asthor, tú irás a la
costa con los marineros y una escolta de indígenas y traerás aquí nuestro
pequeño cañón, fusiles y abundantes municiones para demoler la caverna
de esos facinerosos.

—Sólo espero vuestras órdenes, capitán.

—Y vos, Collin, dispondréis vuestros más valientes y escogidos guerreros


para ayudarnos en la empresa.

—Y enviaré además mensajeros a las aldeas vecinas. Antes de que llegue


el día de mañana tendré sobre las armas más de trescientos hombres
escogidos.

—¿Y qué pensáis hacer de los forzados? —preguntó Ana.

—Colgarlos del árbol más alto del bosque, miss Ana —dijo Asthor—. Si los
salvajes quieren después comérselos, no seré yo quien se oponga.

—No se nos rendirán tan fácilmente —dijo el capitán—; pero si cogemos


alguno vivo, lo conduciremos con nosotros a Australia para que vuelvan a
llevarlo a la isla de Norfolk.

183
—¿Podré yo ir también a la caverna? —preguntó Ana.

—No, miss —dijo Collin—. Allí nos esperan graves peligros.


Permaneceréis aquí bajo la custodia de Koturé.

Poco después, Asthor, los tres marineros y diez indígenas bajaban por la
vertiente de la gran montaña, mientras Collin enviaba mensajeros a las
aldeas cercanas para que acudieran los guerreros y sus jefes.

184
CAPÍTULO XXV. LA BANDA DE BILL
Durante la noche, en la pequeña capital del rey blanco, reinó una
extraordinaria animación.

Los guerreros que acampaban en la plaza no pegaron ojo.

Se les oía cuchichear, gritar, sonar sus conchas marinas, ir y venir, como
si estuvieran impacientes por partir para la costa septentrional de la isla,
donde contaban con entregarse quién sabe a qué monstruoso banquete.

De cuando en cuando llegaban de los pueblos más lejanos nuevos


refuerzos de guerreros, los cuales hacían su entrada en la capital con un
ruido de dos mil diablos. Se comprendía que el entusiasmo había llegado a
su colmo y que todos querían tomar parte en la expedición, siendo como
era la guerra casi una diversión para aquellos pueblos salvajes, que
peleaban como si estuvieran en una fiesta.

Al alba, Collin, el capitán y los marineros estaban ya en pie, prontos a


partir. Cuando aparecieron en la playa fueron acogidos con gritos de
entusiasmo.

Unos trescientos guerreros armados con mazas, lanzas y arcos estaban


formados ante la gran tienda con sus respectivos jefes a la cabeza.

—Marchemos —dijo el capitán, abrazando a Ana—. No temas, hija mía,


que volveremos todos sanos y salvos. Somos tantos en número, que
obligaremos a los forzados a rendirse sin que nos hagan consumir mucha
pólvora.

—Sé prudente, padre mío —dijo, conmovida, la joven—. No tengo a nadie


más que a ti en el mundo, y si te ocurriera alguna desgracia no sé lo que
sería de mí en esta isla, en medio de antropófagos.

—Aquí estamos nosotros, miss —dijo Collin—, y nuestros pechos servirán


de escudo a vuestro padre.

185
—No será necesario, teniente —dijo el capitán—. Los forzados no
opondrán mucha resistencia.

—¡Koturé! —gritó Collin.

El salvaje se presentó en seguida.

—Dejo a esta mujer bajo tu protección —le dijo el rey—. Te advierto que
me es más preciosa que mi trono, y si en algo se me pudiera quejar de ti o
de los tuyos, disparo el cañón contra la aldea y la hago cenizas.

—Para que la toquen tendrán que matarme antes —respondió el


salvaje—. Esta mujer es «tabú» (sagrada, inviolable).

—Está bien. Marchemos.

El capitán abrazó nuevamente a Ana y la expedición salió del pueblo,


acompañada por casi todos los habitantes, que daban gritos de alegría.

Paowang abría la marcha con su hermano y doce de los más valientes


guerreros, detrás caminaba el grupo de los hombres blancos y en seguida
todos los demás indígenas, dispuestos en doble fila. El cañón, llevado en
brazos por cuatro hombres que se relevaban de rato en rato, iba detrás de
todos.

La expedición bajó la vertiente opuesta de la montaña, abriéndose paso


por los bosques a fuerza de golpes de hacha, y después descendió a un
estrecho valle sombreado por infinito número de bananos, que se
inclinaban al peso de las frutas, dispuestas, como se sabe, en gigantescos
racimos. De cuando en cuando se veían plantaciones de caña de azúcar.

Paowang se orientó por medio del volcán, cuyo cráter vomitaba siempre
llamas, humo y pedazos de ardientes rocas, y al fin condujo a la tropa por
en medio de un cañaveral para remontar una colina.

—¿Están cerca del volcán nuestros enemigos? —preguntó Collin,


acercándose al guía.

—A poca distancia —respondió el isleño.

—Entonces no acampan en la playa.

186
—El mar está lejos de la caverna que habitan.

—¿Y por qué crees que se hayan alejado tanto?

—Porque aquella costa está casi desnuda de árboles. Deben de haberse


internado con el fin de encontrar un grueso tronco para ahuecarle.

—Comprendo —respondió Collin—. Mejor para nosotros y peor para ellos.


Pero me parece, Paowang, que si nos descubren huirán a los bosques.

—Nos acercaremos con prudencia, jefe. Cuando nos vean estarán


cercados.

—¿Está aislada su caverna?

—Se encuentra al pie de una pequeña colina.

—¿Con bosques?

—Sólo en la vertiente opuesta.

A las ocho de la mañana, después de una marcha de tres horas subiendo


y bajando colinas y atravesando valles y cañadas, Paowang se detuvo al
pie del volcán.

—¿Hemos llegado? —preguntó Collin.

—Dentro de poco —contestó el isleño—. Que permanezca aquí el grueso


de la tropa y nosotros con vuestros amigos blancos ganaremos la falda de
aquella colina.

Hicieron que los guerreros se ocultaran en el follaje, recomendando a


todos el más profundo silencio, y en seguida el capitán, Collin y Paowang
subieron a una eminencia, resguardándose entre las matas y los árboles.

En pocos minutos ganaron la cima, desde la que se divisaba una gran


extensión.

Al Este, a distancia de milla y media, se veía el Océano, cuyas olas se


rompían con fragor contra la playa; frente a ellos se alzaba el volcán con
su penacho de humo y de chispas, penacho que el viento abría de cuando
en cuando dejando ver la altísima columna de fuego que se elevaba del

187
cráter, y al Oeste surgía una pequeña altura formada por una colina,
privada de vegetación en uno de sus lados y cubierta en el otro de mullido
césped y de numerosos cocoteros, plátanos y hermosas palmas.

—¿Se les ve? —preguntaron ansiosamente Collin y el capitán.

—Sí —respondió el isleño, después de algunos instantes de observación.

—¿Dónde?… ¿Dónde?

—Al pie de la altura.

El capitán y Collin miraron en la dirección indicada y vieron a siete


hombres, siete marineros, a juzgar por los trajes que vestían, ocupados en
socavar el tronco de un árbol gigantesco para transformarlo, sin duda, en
una canoa.

—¡Son ellos! —exclamó el capitán—. Allí distingo a MacBjorn dirigiendo el


trabajo. Aquel otro corpulento es MacDoil; el tercero, O’Donnell; el cuarto,
Brown; el quinto, aquel que maneja el hacha, Dickens; el sexto, Kingston, y
el último, Welker.

—Pero ¿dónde está el infame Bill? —preguntó Collin, apretando los


dientes.

—Vedle allí, sentado al pie de aquel banano —respondió el capitán—. El


miserable está todavía vivo, a pesar de sus heridas.

Collin entreabrió las matas que le ocultaban y miró. En efecto, a la sombra


de un banano vio al octavo forzado, al que reconoció en seguida.

—¡Bill! —exclamó con indescriptible acento de odio—. ¡Ah! ¡Ahora nos


toca vernos la cara, bandido!

—¿Y la caverna? —preguntó el capitán.

—¿No veis aquella abertura? —respondió el teniente—. Mirad allí, al lado


de aquel grupo de arbustos.

—Ya lo veo.

—¿Cómo dispondremos nuestros hombres?

188
—Paowang, con cien guerreros, se emboscará entre aquellos macizos que
se extienden hacia el Este; su hermano, con otros tantos, se ocultará en
aquel bosque de cocoteros que se extiende por el Oeste, y nosotros
escogeremos sitio detrás de aquellos grupos de matas. Si los forzados
intentaran subir la colina, nos será fácil extender las tres bandas y
alcanzarlos.

—Voy a dar las órdenes necesarias —dijo Collin—. Aguardadme aquí.


Luego bajaremos a través de aquel bosque y nos situaremos ante la colina.

El teniente y Paowang bajaron de la eminencia y el capitán permaneció en


observación.

Media hora después, Collin estaba de vuelta, acompañado de los


marineros, que traían el cañón, y de unos cincuenta guerreros de los más
valientes.

—¿Han partido ya los otros? —preguntó el capitán.

—Dentro de pocos instantes estarán en su puesto —contestó el


teniente—. Bajemos, capitán.

Siempre manteniéndose a cubierto por el espeso follaje, atravesaron la


altura y, pasando a través de los bosques, ganaron el llano y se
emboscaron tras unos inmensos bananos que formaban por sí solos un
pequeño bosque.

Asthor condujo el cañón a la altura y lo colocó apuntando hacia la caverna;


Collin dispuso sus guerreros a derecha e izquierda, ocultándose todos tras
los troncos de los árboles.

Habían apenas terminado aquellos preparativos de combate cuando se vio


a los forzados interrumpir bruscamente su trabajo, mirar alrededor con
visible inquietud y huir precipitadamente hacia la caverna, precedidos por
Bill, que andaba con trabajo.

—¡Truenos y rayos! —exclamó Asthor, que estaba cargando el cañón—.


¡Nos han descubierto!

—Mejor —respondió Collin—. Ahora no se podrán escapar.

189
Así diciendo, disparó un tiro en dirección a la gruta.

A aquella señal, gritos feroces se elevaron de todos los bosques que


rodeaban la altura y aparecieron las hordas de salvajes, agitando con rabia
sus armas, impacientes ya por ver derramar sangre.

—Intimémosles la rendición —dijo el capitán.

—Esa canalla no se rendirá —objetó el piloto.

—¡Mirad! ¡Mirad! —exclamaron Fulton y Maryland.

Un forzado había salido de la caverna con un fusil en la mano y trataba de


darse cuenta de la inminencia del peligro que les amenazaba. Sin duda, no
sabiendo todavía qué clase de gente eran los asaltantes, se había
sorprendido al oír entre aquellos gritos de los salvajes el disparo de un
arma de fuego, que anunciaba la presencia de hombres blancos.

—¿Quién vive? —gritó—. ¿Amigos o enemigos?

—¡Soy yo, señor Brown! —exclamó Hill, saliendo del bosque—. ¿No me
reconocéis?

El forzado, al ver al capitán de la «Nueva Georgia», a quien suponía


muerto o bien lejos de allí, retrocedió bruscamente, le miró con ojos
espantados, que parecían los de un loco, y balbució angustioso:

—¿Resucitan los muertos?

—¡Sí, para castigar a los infames!

—¿Y qué queréis? —preguntó el miserable, pálido como un cadáver.

—¡Mataros a todos! —dijeron los náufragos, saliendo de la espesura.

—¡Antes es necesario que nosotros lo consintamos! —gritó MacBjorn con


voz burlona.

El antipático lugarteniente de Bill había aparecido en la entrada de la


caverna y miraba sonriendo con insolente aire de bravata a los
supervivientes del incendio y de las acometidas espantosas de los
enfurecidos tigres.

190
—¡Mil truenos! —añadió—. Es preciso confesar que tenéis la piel dura,
capitán, para que os halléis gozando de completa salud; pero os advierto
que la nuestra es también muy dura y que la cuerda que pretendéis
enrollarnos al cuello no se ha tejido todavía. Conque en retirada, Brown, y
apelemos a las balas.

El piloto y Fulton, furiosos ante la insolencia y la ironía de aquel bandido,


hicieron fuego; pero el forzado se refugió de un salto en la caverna,
prestamente seguido de Brown.

—¡Os cogeremos, tenedlo por cierto! —gritó Collin—. ¡Cada uno a su


puesto de combate!

Tres o cuatro disparos partieron de la caverna, pero el teniente y el capitán


habían tenido tiempo de parapetarse detrás de los troncos de unos
bananos. Los salvajes, al oír aquellos disparos, lanzaron espantosas
vociferaciones y respondieron con un diluvio de flechas, aunque sin
resultado alguno, porque los presidiarios se habían atrincherado detrás de
unas enormes rocas que antes habían hecho rodar ante la caverna.

—¡Bah! No será con flechas ni tiritos con lo que os rendiréis —dijo el


piloto—. Se necesita metralla para que entren en razón esos tunos; pero la
tenemos, y muy abundante, y dentro de poco van a cantar, y no de gusto
por cierto.

Apuntó bien con el cañón y lanzó la primera descarga, cuyas balas


chocaron contra las rocas.

En la caverna se oyeron gritos de furor y una voz, la de Brown, que gritaba:

—¡Me han matado!

—¡Ya cantó uno! —dijo el piloto—. Un pillo menos que nos dé qué hacer.

—¡Fuego! —ordenó Collin.

Las carabinas comenzaron entonces a disparar, mezclando sus agudas


detonaciones a los rimbombazos del cañón, a los silbidos de las flechas y
a los gritos agudos de los salvajes, deseosos de apoderarse de aquellos
hombres.

191
Los forzados, sin embargo, atrincherados sólidamente, no se amilanaban y
oponían una enérgica resistencia, respondiendo disparo con disparo y
matando con matemática precisión a los salvajes que abandonaban sus
escondites de ramaje para acercarse a la entrada de la caverna.

De cuando en cuando, a través del humo que salía del negro agujero,
aparecía alguna cabeza, que volvía a esconderse en seguida, y se oía la
sarcástica voz de MacBjorn que gritaba:

—¡Fuego contra esos condenados americanos!… ¡Apuntad bien y no errad


el tiro!

En vano Asthor soltaba la metralla de su cañón dentro de la caverna,


destrozando las rocas; en vano el capitán, Collin y los tres marineros
lanzaban sus flechas; los presidiarios resistían con desesperada energía y
no parecían dispuestos a rendirse ni tampoco caía ninguno de ellos,
parapetados como estaban.

Ya doce o quince isleños yacían sin vida sobre el césped, acribillados por
el plomo de aquellos rebeldes, cuando el capitán gritó:

—¡Ya son nuestros!

—¿Se rinden? —preguntó Collin.

—No; pero los obligaremos a ello.

—¿De qué modo?

—Ahumándoles, como hacen en Europa con las zorras. Asthor, deja el


cañón, toma doce hombres y corre a incendiar los matojos que hay ante la
caverna.

—¡En seguida, capitán! —respondió el piloto.

—¡Cuidado con las balas!

—No hay temor; cuento con un camino seguro.

192
—Ve, pues, y a ver cómo te portas.

193
CAPÍTULO XXVI. EL ASALTO DE LA CAVERNA
Aquel procedimiento de sofocarlos por el humo era el único medio de
obligar a los forzados a rendirse.

Atrincherados tras las rocas, en las que se embotaban la metralla y las


balas, podían hacer frente a todo un ejército.

Es verdad que se podía sitiarlos por hambre o por falta de municiones,


pero esto requería mucho tiempo y el entusiasmo de los salvajes podría
enfriarse entretanto, no estando acostumbrados a las largas resistencias,
pues siempre decidían el éxito de sus batallas en muy pocos minutos.

Asthor, en unión de Grinnell y de diez isleños, se arrojó por entre las altas
hierbas, arrastrándose como reptiles, y llegaron hasta el enorme tronco
que los forzados querían convertir en canoa y que estaba a unos quince
pasos de la caverna. Detrás de aquel parapeto no podían temer a las
balas de los defensores de la cueva.

—¡Pronto, prendamos fuego a las matas! —dijo Asthor—. El viento sopla


de la costa y arrojará el humo dentro de la caverna. ¡Excelente idea ha
tenido el capitán!

Encendió la yesca, esparció alguna por las hierbas secas cercanas y les
prendió fuego con la pólvora. En seguida se elevó una llama que se
extendió rápidamente, invadiendo todos los matojos cercanos, que ardían
crepitando con gran ruido.

Al darse cuenta los presidiarios de la maniobra, comprendieron el grave


peligro que los amenazaba. Al ver que la hierba húmeda producía al arder
gran cantidad de humo y que este humo entraba en enormes nubes dentro
de la caverna, se pusieron a gritar como condenados y empezaron a hacer
disparos contra las matas, calculando que tras ellas se ocultaría el
enemigo; pero sus balas no pudieron tocar ni a los dos marineros ni a los
salvajes, que seguían admirablemente parapetados detrás del gigantesco
tronco.

194
Furiosos ante el fracaso de sus tiros y por el humo que empezaba a
molestarlos bastante, se arrojaron fuera de la gruta con ánimo de alejar a
los incendiarios, pero el capitán y Collin, que no les perdían de vista, les
soltaron un buen golpe de metralla. Dos forzados cayeron muertos. Los
otros retrocedieron con gran prisa hacia la caverna, dejando detrás a un
compañero herido.

—¡Otros dos fuera de combate! —dijo Asthor—. ¡Qué lástima que el tuno
de MacBjorn no sea uno de ellos! Me parece, sin embargo, que le queda
poco tiempo de burlarse de nadie más. No tardarán en caer.

—Sí, dentro de poco no cantará ya… —dijo Grinnell, que trataba de


mandar una bala a otro forzado—. Si el fuego no se extingue, el humo
Invadirá de tal modo la caverna que no podrán respirar.

—¡Adelante! —se oyó gritar en aquel momento al teniente Collin.

Ante aquella orden los salvajes se echaron al suelo y comenzaron a


arrastrarse por entre la hierba, intentando acercarse a la caverna. Asthor,
Grinnell y los diez indígenas a sus órdenes se mantenían en su avanzada
y no cesaban de extender el fuego por toda la desembocadura de la cueva.

Los forzados seguían disparando, dándose ánimos con gritos feroces;


pero su resistencia no era tan tenaz como antes y además sólo disponía
de tres tiradores.

¿Habían muerto los otros o el humo les había sofocado ya al extremo de


que no podían seguir luchando?

—¿Qué pasará en esa cueva? —se preguntaba Asthor, tratando en vano


de que su vista llegase al interior—. ¡Hum! ¡Me temo alguna sorpresa
desagradable! ¡Esos bribones son capaces de todo!

Los salvajes, rodeados de humo y de llamas, llegaron sólo a veinte pasos


de la caverna. Abandonando toda cautela, se pusieron en pie y
comenzaron a arrojar flechas, mientras los blancos hacían una descarga
general con sus armas.

Los sitiados respondieron con un sinfín de maldiciones, y a poco, a través


del humo, se vio aparecer a un hombre que adelantaba con precauciones,
pero a los pocos pasos cayó en tierra.

195
—¡Es Dickens! —exclamó el piloto, que lo había reconocido—. ¡Otro que
va a visitar al demonio!

—¡Otra descarga! —ordenó Collin—. ¡En seguida, todos adelante!…

Cinco disparos resonaron, mientras los salvajes seguían lanzando flechas;


pero los sitiados no respondieron a aquel ataque.

Asthor, que permanecía de avanzada a pocos pasos de la caverna, se


empinó cuanto pudo y miró al otro lado de la cortina de humo y llamas,
pero no vio en pie a ningún hombre.

—¡Truenos y rayos! —exclamó—. ¿Qué significa esto?

—¿Los ves? —preguntó el capitán.

—Esperad. A través del humo veo un hombre revolcándose por el suelo,


pero ¿y los otros? ¡Ah! Veo otros dos que me parece que han acabado su
desastrosa existencia.

—¡Adelante! —gritó Collin.

Los salvajes dispersaron las brasas con las lanzas, echaron tierra sobre la
broza que aún ardía y llegaron a la entrada de la cueva al mismo tiempo
que Asthor y Grinnell.

—No veo más que dos muertos y un moribundo —dijo el piloto, entrando.

El capitán y Collin le alcanzaron en seguida, pero bien pronto tuvieron que


retroceder por efecto del humo. Apenas se disipó algo, penetraron con
paso cauteloso a través de la negra abertura que parecía hundirse en las
entrañas de la colina.

Cuatro hombres yacían detrás de las rocas, a las que con tanta
obstinación habían defendido. Eran Brown, MacDoil, Kingston y O’Donnell.
El quinto, Welker, moría apoyado en la pared.

—¿Y los otros? —preguntó Collin.

—Dickens ha caído fuera —dijo Asthor.

—Pero ¿y Bill y MacBjorn? —demandó el capitán.

196
—¡Por mil rayos!… ¡No los veo! —exclamó el piloto, enseñando los puños
con rabia.

—Y, sin embargo, no deben de haber huido —dijo Collin.

—Welker —dijo el capitán, acercándose al forzado.

El miserable, al oír pronunciar su nombre, abrió los ojos y al ver ante sí al


capitán Hill articuló, esforzándose por sonreír:

—Estoy casi muerto, capitán.

—¿Dónde están Bill y MacBjorn?

En los ojos del moribundo brilló una mirada de odio.

—¡Viles!… —exclamó—. Me… han… aban… donado… ¡Trai… dores!…

—Pero ¿cómo?

—¡Allí! ¡Allí! —añadió, señalando al fondo de la caverna—. ¡Han… huido!…

—Una última palabra —dijo el capitán—. ¿Quiénes sois?

—Yo… un muerto —articuló—. No… importa… Somos huidos… de Nor…

No pudo concluir. Le agitó un estremecimiento general, alzó los brazos,


llevándose ambas manos a la garganta, y cayó pesadamente,
permaneciendo inmóvil.

—¡Busquémosles! —dijo Collin—. ¡De lo contrario, esos miserables se nos


van a escapar!

Se lanzaron hacia el fondo de la caverna y descubrieron un estrecho


corredor oscuro. Sin reflexionar acerca del peligro a que se exponían,
aventurándose por la negra abertura, con las armas preparadas y después
de haber recorrido unos quinientos pasos se encontraron ante una
abertura que parecía haber sido hecha recientemente a pico. La
atravesaron y salieron al campo. Estaban en la vertiente opuesta de la
colina, que a su vez se unía con la base de otro monte adosado al volcán.

—¡Escapados! —gritó Collin, mesándose el cabello.

197
—¡Ah miserables! —exclamó el capitán.

—Y no se han olvidado de llevarse vuestro dinero, señor Hill —dijo Asthor,


que había registrado todos los rincones de la caverna.

—Los encontraremos, aunque no quede piedra sobre piedra en la isla


—dijo Collin.

—¿Adónde habrán podido dirigirse? —preguntó el capitán—. No pueden


llevamos mucha ventaja, tanto más cuanto que Bill está herido y cojea.

En aquel instante Paowang, que hacía algunos minutos observaba con


atención el terreno, se acercó a Collin y le dijo:

—He descubierto sus huellas, jefe.

—¿Adónde se dirigen?

—Fuera de la colina.

—¿Serías capaz de seguirlas?

—Sí, y sin vacilar.

—Entonces partamos. Que se unan a nosotros diez guerreros.

Collin llamó a diez isleños y se puso en marcha detrás de Poawang,


seguido por Hill, Asthor y los tres marineros.

Siguieron las huellas de los dos fugitivos, que se veían impresas sobre la
hierba, tronchada acá y allá, y en el césped, aplastado por el pie de
aquéllos, y pronto ganaron la colina y llegaron a la otra vertiente.

Antes de llegar abajo, Paowang se detuvo indeciso.

—¿Has perdido las huellas? —le preguntó Collin.

—No; pero retroceden.

—¡Imposible!

—No me engaño.

198
—¡Si no los hemos encontrado!

El salvaje no contestó y se puso a examinar atentamente el boscaje.


Parecía agitado por alguna idea confusa.

—Espérame aquí, jefe; vuelvo en seguida.

—Se echó a tierra y empezó a inspeccionar la hierba, mirando con gran


atención las ramas de césped que parecían tronchadas hacía poco tiempo;
después comenzó a andar a rastras, describiendo un semicírculo que
terminaba hacia la colina, y, por último, se le vio volver sobre sus pasos y
dirigirse a la base del volcán.

—Ha subido a la montaña que tiembla —dijo.

—Han subido, querrás decir.

—No —dijo el indio—, porque sólo hay una huella.

—¿Se habrán separado? —preguntó el capitán.

—Pero entonces veríamos la huella del otro.

—Tenéis razón, Collin.

—Ya adivino—-dijo Asthor.

—¿Qué queréis decir? —le preguntó Hill.

—Que MacBjorn ha cogido en brazos a Bill, porque no podría andar más.


Ya sabéis que aquel infame está herido en una pierna, puesto que le
vimos cojear.

—Tienes razón, Asthor. Así debe ser, y tanto mejor para nosotros, puesto
que los alcanzaremos antes.

—Tiene las piernas largas ese MacBjorn —dijo Asthor—, y temo que nos
hará sudar bastante. Es delgado como un esqueleto, pero fuerte como el
acero; todo nervios y capaz, por tanto, de hacernos correr mucho detrás
de él, a pesar de la carga que lleva sobre las espaldas.

—¡Adelante! —dijo Collin.

199
Paowang se había ya puesto en camino, siguiendo las huellas y
penetrando a través de los bosques que subían por los flancos de la
montaña tembladora. Hill, Collin y todos los otros le seguían.

Era el camino cada vez más accidentado y penoso, y a medida que subían
hallaban mayores dificultades a su paso. Un número inmenso de bejucos
se enredaban entre los árboles y subían y bajaban como serpientes,
entrelazándose de mil maneras y describiendo curvas de mil formas que
hacían casi imposible el paso de aquel grupo de hombres. Otras veces
eran grandes masas de plantas, especie de nogales enanos con ramas
muy unidas, las que les cerraban el camino, o bien algún inmenso
cañaveral de «bambú tulda», tan unidas sus cañas unas a otras que no
permitían pasar a nadie entre ellas.

Los marineros y los indígenas trabajaban con los cuchillos y las hachas,
poseídos de un verdadero furor; pero en ciertos momentos se encontraban
imposibilitados de avanzar ante aquellos espesos macizos de vegetales
que parecían querer sofocarlos. Paowang había perdido las huellas hacía
algún tiempo, pero continuaba su ascensión a la gran montaña. Lo guiaba
el instinto, y estaba seguro, segurísimo, de que marchaba detrás de los
fugitivos.

De rato en rato se paraba y después de haber recomendado el más


profundo silencio, escuchaba atentamente, esperando oír algún rumor que
le delatara la presencia de los dos enemigos; pero los continuos ruidos de
la montaña apagaban cualquier otro rumor.

A las tres de la tarde los expedicionarios, fatigados por la larga marcha, se


hallaban cerca de la cumbre de una colina que adosaba al volcán, cuando
Paowang, que caminaba siempre a la cabeza de todos, desafiando la
negra lluvia de cenizas que venía del volcán, se paró ante un estanque
cuyas aguas humeaban, despidiendo un desagradable olor sulfuroso.

Se inclinó y examinó el polvo negro que cubría las orillas de aquel depósito
de agua caliente.

—¡He aquí las huellas! —exclamó—. Veo las de los dos hombres, y se
dirigen a la cumbre de la colina.

—¿Tendrán intención de separarse?

200
—Sí…, pero… ¡silencio!

El isleño se había levantado bruscamente y sus ojos se fijaban en los


flancos de una cercana montaña, bastante más alta que el volcán y que
parecía prolongarse en dirección a la costa. Subió a una roca,
manteniéndose oculto tras las ramas de un niaulis, y poniéndose las
manos en los ojos, a manera de pantalla, para defenderse de los rayos del
sol, siguió mirando.

—He oído tronchar algunas ramas —dijo a poco—, y allá veo moverse el
césped.

—¿Se mueve todavía?

—Sí… ¡Allí están!

Collin, el capitán y los marineros miraron al sitio indicado y vieron aparecer


a unos seiscientos o setecientos metros de la vertiente de la montaña una
cabeza, precisamente en el punto que estaba frente a ellos.

Desapareció en seguida, pero bastó aquel momento para que le


reconocieran.

—¡MacBjorn! —exclamaron todos.

Asthor y Fulton se apresuraron a apuntar con sus carabinas y dispararon.

Se vio el césped agitarse con violencia; después, nada.

¿Habían hecho las balas blanco o los dos forzados seguían corriendo
ocultos por la hierba?

—¡Corramos! —dijo el capitán—. ¡Es preciso que no se nos escapen!

201
CAPÍTULO XXVII. BILL, PRESO
Para aquellos dos miserables todo había concluido: su captura no era más
que cuestión de horas, tal vez de minutos; la fuga les era imposible
habiendo sido descubiertos por sus perseguidores a tan corta distancia.

Es cierto que a través de aquel intrincado bosque, medio kilómetro era


todavía una gran ventaja; pero MacBjorn debía de hallarse extenuado y su
compañero no podía correr, herido como estaba y además cojo.

Collin y el capitán, que suspiraban por el instante de cogerlos, se lanzaron


detrás de Paowang, que ya corría, seguidos por los marineros y los diez
indígenas.

Atravesada la cumbre de la montaña, descendieron a un pequeño valle y


en seguida se pusieron a escalar la segunda eminencia, procurando
dirigirse hacia el sitio donde habían visto aparecer la cabeza de MacBjorn.

Cortando rabiosamente las plantas que les impedían el paso y después de


veinte minutos de rápida ascensión llegaron al grupo de arbustos contra el
que habían hecho fuego Asthor y Fulton, esperanzados de matar a los
presidiarios.

—¿Los ves, Paowang? —preguntó Collin.

—Sólo veo un sombrero —contestó el salvaje.

—¿De quién?

Paowang les enseñó un gorro de marinero que recogió del suelo.

—Es el de MacBjorn —dijo el capitán.

—Y está atravesado por una bala —añadió Asthor.

—Busquemos —dijo Collin.

202
—¡Calle, Calle! ¿Qué es esto? —exclamó Maryland, señalando la hierba
manchada de rojo.

—Es sangre —dijeron Collin y el capitán.

—¿Heriríamos a MacBjorn? —preguntó Asthor.

—O a él o a Bill, no hay que dudarlo.

—Tanto mejor; así los encontraremos más fácilmente —dijo Collin—. ¿Ves
algo, Paowang?

—Sí —contestó el salvaje, que miraba por todas partes—. Otra vez he
visto moverse el césped.

—¿Dónde?

—Allí, a trescientos pasos.

En aquel momento sonó una detonación y una bala pasó silbando por
cerca de la cabeza del capitán, matando a un salvaje que estaba a su lado.

Una nube de humo se alzó sobre las altas hierbas, disipándose en el aire.

—¡A tierra! —gritó Collin.

—¡Demonio de gente! —exclamó Asthor ocultándose tras el tronco de un


árbol—. Están bien cerca, a lo que parece.

Collin y el capitán apuntaron sus carabinas hacia las hierbas de donde


había salido el humo que ondeaba aún por encima y dispararon
simultáneamente.

Un grito de dolor resonó en la montaña, seguido poco después de una voz


que gritaba:

—¡Esta vez he caído!

—¡Es MacBjorn! —exclamaron los marineros.

—¡Y está herido solamente! —manifestó Collin.

—¡Cuidado con las cabezas! —vociferó Asthor.

203
Un peñasco de medio quintal caía dando tumbos por la pendiente de la
montaña, tronchando a su paso los árboles y aplastando las hierbas. Pasó
sólo a cinco metros del grupo de hombres.

—¡No tienes tino, MacBjorn! —le gritó Asthor.

—Se hace lo que se puede —contestó el bandido con su eterno tono


burlón.

—¡Y nosotros vamos a hacer contigo algo que no te agradará, ladrón!


—gritó Collin.

—¡Si me cogéis vivo!

—¡Adelante, pero cuidado con los peñascos y con las balas! —manifestó
el capitán.

—Aguardad un momento, señor —dijo Asthor—. Quiero regalarle uno de


mis confites.

A riesgo de recibir una bala en el cráneo, subió por el tronco que le


guarecía y, poniéndose a caballo en una rama, procurando que las hojas
le cubriesen, se puso a apuntar con toda calma.

Un minuto después caía el gatillo. La detonación fue seguida de un gemido.

—¿Qué tal? —preguntó Asthor.

No contestó nadie; pero a poco se oyó una voz débil, pero todavía burlona,
que decía:

—¡Ya tengo mi ración!

—¡Es audaz el condenado! —dijo Collin con admiración—. ¡Lástima que


un hombre tan valiente sea tan canalla!

—Y Bill, ¿dónde estará? —preguntó el capitán.

—Tal vez muerto —dijo Asthor.

—O a estas horas andará huyendo —agregó Collin.

204
—¡Silencio! —exclamó Fulton.

En la montaña se oía aún a MacBjorn, que decía con la voz cada vez más
débil:

—¡Huye!… ¡No te detengas!… ¡Estoy malherido! ¡La vista… se me


enturbia!… ¡Bah!… ¡Esto… acaba!…

—¡Bill, que se escapa! —gritó Collin—. ¡Adelante, señores!

Emprendieron la ascensión de la montaña en fila india, o sea uno detrás


de otro, para perder poco tiempo en abrirse camino. Paowang, el más
práctico de todos, iba siempre a la cabeza y cortaba rápidamente los
bejucos y las ramas con un hacha de abordaje.

Alcanzada la altura superior, encontraron tendido a MacBjorn, que no daba


señales de vida.

Aquel facineroso había perdido la vida de la misma manera que había


vivido: violentamente, pero en sus labios se dibujaba todavía la irónica
sonrisa que nunca le abandonó.

A pocos pasos del bandido se hallaba su carabina y poco más allá


encontró Grinnell una cajita, que era la que Bill había robado al capitán.

Fue abierta en seguida, pero sólo contenía unos cuantos dólares y algunas
cartas.

—¿Dónde ha ido a parar casi todo el dinero? —preguntó Asthor.

—Se lo habrá llevado Bill —contestó el capitán.

—¡Le tiene cariño ese asesino al dinero robado! Pues no creo que sea
muy higiénico cargarse para correr.

—¡En marcha! —gritó, impaciente, Collin.

—¡Allí está! —gritó Fulton en aquel momento—. Ha abandonado el bosque.

Todos los ojos miraron a la cima de la montaña. En un espacio que


aparecía desnudo de vegetación se vio a Bill, el cual subía penosamente,
cojeando y tambaleándose.

205
—¡Detente o hago fuego! —le intimó Collin.

El presidiario se volvió, y al ver que le observaban, se dispuso a apuntar


con la carabina; pero desistió en seguida y haciendo un esfuerzo, casi
arrastrándose, pudo ocultarse en un macizo de hierba cercano.

Collin, furioso, iba a disparar, pero el capitán le bajó el brazo.

—Es inútil —dijo Hill—. Ya es nuestro.

Para el forzado, en efecto, no había ya esperanza. Solamente trescientos


metros le separaban de sus perseguidores. Su pierna herida, el cansancio
y la debilidad no le permitían correr, ni siquiera andar de prisa, y la cima de
la montaña estaba todavía lejos.

—¡Un último esfuerzo, amigos! —dijo el capitán.

Aunque todos estaban rendidos por aquella persecución que duraba ya


muchas horas, además de la caminata que se habían dado por la mañana,
comenzaron a subir a paso de carga la violenta pendiente y llegaron a la
margen del bosque.

Desde allí el terreno estaba casi limpio de vegetación y sólo se veían muy
esparcidas algunas gramináceas y un césped ligero. Bill, que ya no podía
esconderse, hacía inauditos esfuerzos por llegar a la cumbre, tal vez
esperando hallar algún escondite en el bosque de la vertiente opuesta. Al
verle arrastrándose, se comprendía que no podía más.

Se le oía respirar fatigosamente y se le veía agarrarse con ambas manos


convulsas a las ramas y a las piedras para ayudarse a andar. Se paraba
con gran frecuencia para descansar y en seguida continuaba subiendo,
más difícilmente cada vez y tambaleándose como un borracho.

—¡Detente o te rompo las piernas! —le dijo Collin.

Bill esta vez se detuvo. Sus implacables perseguidores estaban a pocos


pasos de distancia y hubieran podido matarle con toda facilidad.

Viéndose perdido, cruzó los brazos sobre el pecho, después de haber


dejado caer la carabina, y mirándolos fijamente dijo con voz de angustia:

206
—¡He perdido la partida y pago!…

En seguida se dejó caer sobre una piedra y ocultó la cabeza entre las
manos.

Collin, que iba delante de todos, se le acercó, apuntándole con el fusil al


pecho, y le dijo:

—¿Me reconoces, miserable?

Bill alzó la cabeza, mostrando su semblante, más blanco que el papel en


aquellos momentos, y dijo con voz lenta, solemne:

—Os reconozco y veo que los muertos resucitan.

—¿Y yo, sabes quién soy? —le dijo Hill, que también se había acercado.

Un relámpago de odio brilló en los ojos del forzado.

—¡Vos! —exclamó—. ¿Por qué arte de Satanás estáis aquí vivo? Creía
que los tigres os habían devorado.

—¡Te engañaste, asesino, incendiario y ladrón! Estoy vivo y a tu lado para


hacerte purgar tus infamias.

—¡Matadme ya, si os place! He perdido y estoy dispuesto a pagar.

—No; la muerte sería para ti un castigo muy dulce.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó el forzado con inquietud.

—Llevarte a la isla de Norfolk.

El semblante de Bill se puso más pálido aún y su fisonomía se contrajo


ferozmente.

—¿Vive todavía vuestra hija? —preguntó de pronto.

—¡Sí; Dios la ha protegido!

—¡Pues os perderá a vos! —exclamó el bandido.

Y rápido se arrancó del cinto una pistola cargada y la apuntó contra el

207
capitán; pero Grinnell, que no le había perdido de vista, le derrumbó al
suelo de un culatazo. El tiro salió, pero la bala se perdió en el vacío.

—¡Ah malditos! —rugió el forzado.

Los marineros se arrojaron sobre Bill y le ataron fuertemente, a pesar de


su desesperada resistencia. Asthor le había registrado antes, sacándole
de los bolsillos todo el dinero robado en el camarote del capitán.

—Está mejor en poder de su legítimo dueño que en el tuyo —le dijo el


piloto—. Además, a los forzados que van a la isla de Norfolk les sobra todo
el dinero, grandísimo tunante.

—Regresemos —dijo Collin—. Va a caer la noche y el camino es largo.

A una seña suya, cuatro salvajes levantaron a Bill y se encargaron de


transportarle.

Asthor, antes de dejar la cima, miró hacia la llanura. En el fondo, junto a la


colina, a cuyo pie se abría la caverna, descubrió gigantescas fogatas que
brillaban entre los árboles.

Eran los salvajes, que celebraban la victoria.

208
CONCLUSIÓN
Pocos días después de los sucesos que quedan narrados, los náufragos
de la «Nueva Georgia» ayudados por los salvajes, que seguían
obedeciendo a su rey, más prestigioso aún que antes para ellos por su
victoria sobre los forzados, procedieron a desarmar el barco para hacer
con sus restos una gran chalupa.

Como nada les atraía en Tanna, suspiraban por el momento de abandonar


aquellos lugares y desembarcar en cualquier país civilizado.

Los trabajos, bajo la dirección del capitán y de Collin, fueron seguidos tan
alegre y prontamente, que cuatro semanas después la nueva
embarcación, que desplazaba cerca de cien toneladas, lucía su esbelto
casco en la playa.

Fue armado en cutter el nuevo buque y aprovisionado con los víveres que
habían podido salvar de la «Nueva Georgia», y que conservaron con sumo
cuidado en almacenes levantados en la playa.

Cuando todo estuvo dispuesto para emprender el viaje, fue transportado


Bill al barco y encerrado en un sólido camarote, sin que ni por un momento
se le desataran las ligaduras. Estas precauciones eran superfluas, porque
el miserable parecía resignado con su suerte.

Collin encontró grandes dificultades para renunciar al trono, pues los


buenos isleños se empeñaban en no dejarlo partir; pero al fin se
resignaron, ante la promesa que les hizo de volver pronto, y Collin
embarcó en compañía del capitán, de Ana y de los tres marineros.

Antes de la partida, Hill regaló armas y municiones a todos los principales


jefes de la isla y otros muchos efectos de la «Nueva Georgia», útilísimos
para aquellas gentes.

Por último, una hermosa mañana, el pequeño cutter desplegó sus velas y,
empujado por suave brisa, salió a alta mar, acompañado por buen número

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de piraguas, en las que iban los isleños, que lloraban al ver partir a su rey.

Después de veintiséis días de feliz navegación, divisaron las costas de


Australia, y una semana después desembarcaron en Brisban, donde
entregaron a Bill a las autoridades inglesas.

El miserable, en el momento en que el jefe de la Policía colonial le ponía la


mano encima, dijo al capitán:

—Os deseo felicidades.

Después, volviéndose a Ana:

—Si hubierais sido mía, yo habría llegado a ser otro hombre; pero era ya
tarde. ¡Olvidad mis infamias y, si podéis, compadecedme!

En seguida se dejó conducir a tierra sin oponer resistencia.

Los náufragos de la «Nueva Georgia» permanecieron dos semanas en


Brisban, esperando la llegada de un buque que los transportase a América.

Antes de partir supieron que Bill había sido conducido a la isla de Norfolk,
donde debía cumplir veinte años de trabajos forzados por asesinato. Su
castigo por los crímenes que cometió en la «Nueva Georgia» fue el de
reclusión perpetua.

Después de cuarenta y cinco días, desembarcaron en Méjico, en


Acapulco, y desde allí pasaron a los Estados Unidos; pero su permanencia
en tierra firme fue de corta duración.

El capitán Hill compró un nuevo y magnífico buque, al que dio el nombre


de «Nueva Georgia», en recuerdo del otro, y poco después emprendía otra
vez sus viajes oceánicos, llevando consigo a dos hijos: el teniente Collin y
su esposa Ana Hill.

No hay para qué consignar que el simpático Asthor, Maryland Fulton y


Grinnell habían embarcado con ellos.

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Emilio Salgari

Emilio Carlo Giuseppe Maria Salgarin 1 (Verona, 21 de agosto de 1862-


Turín, 25 de abril de 1911) fue un escritor, marino y periodista italiano.
Escribió principalmente novelas de aventuras ambientadas en los más
variados lugares —como Malasia, el Océano Pacífico, el mar de las
Antillas, la selva india, el desierto y la selva de África, el oeste de Estados
Unidos, las selvas de Australia e incluso los mares árticos—. Creó
personajes, tal vez el más conocido de ellos sea el pirata Sandokán, que
alimentaron la imaginación de millones de lectores. En los países de habla

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hispana su obra fue particularmente popular, por lo menos hasta las
décadas de 1970 y 1980.

Emilio Salgari nació en el seno de una familia de pequeños comerciantes,


hijo de Luigia Gradara y Luigi Salgari. En 1878 comenzó sus estudios en el
Real Instituto Técnico Naval «Paolo Sarpi», en Venecia, pero no llegó a
obtener el título de capitán de gran cabotaje. Su experiencia como marino
parece haberse limitado a unos pocos viajes de aprendizaje en un navío
escuela y un viaje posterior, probablemente como pasajero, en el barco
mercante Italia Una, que navegó durante tres meses por el Mar Adriático,
hasta atracar en el puerto de Brindisi. No hay evidencia alguna de que
realizase más viajes, aunque el propio autor así lo afirma en su
autobiografía, declarando que muchos de sus personajes están basados
en personas reales que conoció en su vida como marino. Salgari se daba
a sí mismo el título de «capitán» e incluso firmó con él algunas de sus
obras.

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