Emilio Salgari - Un Drama en El Oceano Pacifico
Emilio Salgari - Un Drama en El Oceano Pacifico
Emilio Salgari - Un Drama en El Oceano Pacifico
Emilio Salgari
textos.info
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Texto núm. 2354
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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CAPÍTULO I. ASESINATO MISTERIOSO
—¡Socorro!
—Nadie, señor Collin —respondió una voz desde la cofa del palo de
mesana.
—De eso estoy seguro. Sería preciso tener ojos de gato para distinguir
algo en esta oscuridad.
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—Si se hubiera caído algún hombre de la «Nueva Georgia», los que están
de cuarto se hubieran dado cuenta en seguida de la desgracia.
—¿Entonces?…
—No conozco ningún pez del Océano Pacífico que pueda lanzar un grito
semejante.
—¿Será un náufrago?
—¡Socorro!
—¡Asthor!
Un viejo marinero, con larga barba gris y formas toscas y fuertes que
demostraban una robustez excepcional, atravesó balanceándose el puente
de la nave y se acercó al segundo.
—A proa, mi segundo.
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El señor Collin dejó el timón, y agarrándose al cordaje y a cuantos objetos
había sobre cubierta, para no ser arrastrado por los violentos golpes de
mar, que de cuando en cuando cubrían la cubierta con fuertes mugidos, se
dirigió a proa. Un hombre de alta estatura, largas y fornidas espaldas y
miembros musculosos daba órdenes con voz llena y acostumbrada al
mando a un grupo de marineros que intentaban desplegar una vela del
palo trinquete, que el fuerte viento abatía sin cesar.
—¡Capitán! —dijo.
—¿Cuándo?
—Hace poco.
—¡Un náufrago aquí! ¡No hay que perder tiempo! Virad de bordo. Mi hija
no me perdonaría el no salvar a un desgraciado.
—¡No importa! ¡Hay que intentarlo todo por salvarle! ¡Haced virar de bordo!
Collin llamó con el pito a los marineros dispersos por el puente y les dio
órdenes para la maniobra, mientras el piloto Asthor, que seguía en la barra
del timón, hacía un poderoso esfuerzo para que la nave virase.
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por la arboladura de la nave, produciendo, además, desgarrones en las
velas y rompiendo cuerdas y palos.
—Nada, capitán, y eso que ya estamos en el sitio de donde salía la voz del
náufrago.
Una joven avanzaba hacia proa, agarrándose a las cuerdas para no ser
arrastrada por las enormes masas de agua que con mil mugidos
inundaban la tolda. Podría tener dieciséis o diecisiete años; era una
graciosa muchacha, alta, esbelta, con abundante cabellera de un rubio
dorado, ojos azules, grandes, profundos, tez blanca rosada, no curtida aún
por las brisas marinas y los rayos del sol ecuatorial.
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poseer las jóvenes de su edad, y sobre todo las europeas.
—Pero ¿no ves que una ola puede envolverte y arrojarte al mar?
—Lo sé. Pero ¡qué rugidos lanzan esos animales!… Pero ¡calla! ¡La
«Nueva Georgia» ha variado de ruta!… ¡Y están preparando un bote!…
¿Qué quiere decir esto, papá?
—¿Dónde?
—Todavía no lo sabemos.
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—Eso estamos intentando.
En aquel instante, en medio de las olas que chocaban unas contra otras,
produciendo un ruido ensordecedor, se oyó una voz gritar repetidamente:
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Ante los ojos de la tripulación se ofreció un terrible espectáculo, que
seguramente no esperaba.
—Salvaremos al vivo.
—¡Un asesino!…
—¿Quién puede afirmar que sea un asesino? Tal vez se haya defendido
del otro. Por ahora, al menos, no podemos saber ciertamente lo ocurrido.
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Siete u ocho «gomenes» fueron arrojados al punto y atados a ellos
algunos cinturones salvavidas. A pesar de la profunda oscuridad, cerca de
babor se veía la zatara que acababa de saltar en pedazos y entre éstos a
un hombre que luchaba con desesperación para no hundirse.
—¡Sí!
—¡Izad!
—Llevémosle a popa.
—Sí, miss.
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segundo náufrago.
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CAPÍTULO II. EL NÁUFRAGO
La «Nueva Georgia» había dejado el puerto japonés de Yokohama el 24
de agosto de 1836 con dirección a Australia, donde contaba tomar un
cargamento de «trepang», especie de moluscos cilíndricos, bastante
coriáceos, pero que son muy estimados por los glotones del Celeste
Imperio. Llevaba además en sus bodegas una partida de sedas y
porcelanas japonesas y diez grandes jaulas conteniendo doce soberbios
tigres de la India, pertenecientes al propietario de un circo de Yeddo, el
cual, después de haber ganado una fuerte suma, había resuelto
desembarazarse de sus peligrosos huéspedes, cediéndolos a un
negociante en ferias domiciliado en Melbourne. Aunque ya contaba quince
años, la «Nueva Georgia» era todavía una hermosa nave, que pasaba por
ser de las mejores de la Marina mercante americana.
Podía decirse que era el más grande velero que en aquel tiempo cruzaba
las aguas del Océano Pacífico, puesto que desplazaba dos mil toneladas y
llevaba la arboladura completa de una verdadera nave, con velas en el
trinquete, en el palo mayor y en el de mesana.
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octavo, con aquel peligroso cargamento, que estaba seguro de conducir
hasta Melbourne, así como las sederías destinadas a vestir a las bellezas
australianas.
***
Su rostro era poco simpático. Tenía las facciones duras, la nariz gruesa y
colorada como la de un gran bebedor, la frente deprimida como la de un
delincuente por naturaleza, la barba larga, inculta y de color rubio cobrizo.
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—¿Quién será? ¿Un marinero?
—No te lo sé decir, pero ¡calla! ¿Qué significan estas señales que tiene en
las muñecas?
—¿Señales?
—Quizá.
—No puedo decírtelo; pero pronto este hombre recobrará los sentidos y
algo habrá de decir.
El capitán no se engañaba.
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—¿Dónde estoy?
—No, americana.
—¿Quién sois?
—Os he visto hace poco, cuchillo en mano, luchando como dos tigres
sobre la balsa.
—¿Por qué?
—La balsa iba a zozobrar bajo nuestro peso, pues las olas se habían
llevado ya muchas tablas. Sangor, entonces, ciego de miedo, trató de
deshacerse de mí con la esperanza de salvarse él; pero en la lucha llevó la
peor parte y cayó al mar.
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—Lo juro —dijo el náufrago.
—El «Támesis».
—Sí, señor.
—Sí, señor.
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—Decidme: ¿por qué tenéis en las manos esas profundas señales?
—Me las han producido las cuerdas, pues me hice atar a la barra del timón
durante la tempestad que ocasionó nuestro naufragio. El mar saltaba a
bordo con tanta furia, que sin aquella precaución me hubiera arrastrado.
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—¿Están, pues, habitadas por salvajes feroces?
—Antropófagos de los más terribles, hija mía, pues se vuelven locos por la
carne humana, que dicen tiene un sabor semejante a la de la mejor ternera.
—Lo creo, Ana, porque Bill Hobbart me ha dicho que están armados, y los
salvajes temen mucho a las armas de fuego.
—Esperemos que así suceda, hija mía. Ahora vuelve a tu camarote, que
sobre cubierta no se puede estar sin peligro.
—¿Me dejas?
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El Océano estaba aún en plena tempestad y el viento no tenía trazas de
calmarse tan pronto. Las nubes, sin embargo, comenzaban a ser menos
densas, y a través de sus desgarrones aparecían ya algunas estrellas. Por
más que el peligro no había cesado aún, era fácil comprender que el
huracán acabaría pronto.
—Sin embargo, si mis cálculos son exactos, debemos hallarnos cerca del
archipiélago de Santa Cruz.
—Hace tres días que el viento nos lleva al grupo de las islas de Salomón,
y a esta hora debemos navegar a lo largo del ciento ochenta y dos grados
paralelo.
—Ni mejor ni peor que todas las otras islas que surgen en este lado del
Océano Pacífico; pero pasaremos sin caer en el peligro de los escollos.
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La oscuridad es tan profunda, que no se podría ver una tierra situada a
dos «gomenas» de distancia.
—Ya nos la mostrarán las olas y los relámpagos. Pero ¡callad! ¡No me
había engañado!
—¡Eh, viejo lobo, orza la barra y viremos a lo largo!… ¡La astucia de los
antropófagos no nos engaña a nosotros!
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Cruz.
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CAPÍTULO III. LA ISLA DE SANTA CRUZ
El archipiélago de Santa Cruz, porque era aquél, en efecto, como lo había
supuesto el capitán, es la continuación del gran semicírculo de islas que,
extendiéndose desde la costa oriental de Nueva Guinea, llega hasta la
Nueva Caledonia, formando con la costa australiana aquel temido mar que
se llama del Coral.
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las tripulaciones que naufragan en aquellas costas.
—¿Acabó la tempestad?
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—Está concluyendo.
—Gracias, señor.
—Y ¿adónde ibais?
—Sí, capitán.
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—¿Lo habéis oído nombrar, señor Collin? —preguntó al segundo.
El náufrago miró a los dos jefes del buque, y su frente se plegó con una
especie de inquietud; pero aquello duró lo que un relámpago, y se serenó
en seguida.
—¿Cómo? ¿Quién creéis que pueda ser? En este desierto Océano sólo
pueden encontrarse desgraciados marineros.
—¿Creeríais…?
—Por ahora, no creo nada; pero vos sabéis que la penitenciaría de la isla
Norfolk no está muy lejana, y que todos los años se evaden buen número
de sus peligrosos huéspedes en simples canoas, que roban a las naves, o
en ligeras balsas.
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—¡Ah! ¿Eres tú, Ana? —dijo aquél, mirando a la joven.
—Sí, yo, que vengo a preguntarte si estamos todavía lejos de la isla de los
náufragos.
—Una mala tierra, hija, que goza de pésima fama, no tanto en América
como en Francia.
—¿Cómo se llama?
—Vanikoro.
—¿El grupo de las Perusas? ¡Ah! ¿A estas islas va unido el nombre del
almirante La Perouse, el infeliz marino desaparecido tan misteriosamente
con sus naves y tripulaciones?
Sus habitantes son, sin duda, los peores que se encuentran en las islas de
la Polinesia, tanto por su estado de salvajismo como por su ferocidad. No
se puede imaginar nada más repugnante y odioso que esos seres, con
rostro de monos, formas angulosas y miembros de tísicos cubiertos de
suciedad de toda especie.
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Ana, que observaba detenidamente la isla con el anteojo de su padre,
llamó la atención de éste acerca de un extraño monumento que no debía
de ser obra de aquellos salvajes. Parecía un obelisco descansando sobre
una base cuadrangular y de dos metros de altura.
—Explicadme eso.
—En seguida. «La Perouse, como sabrás, había desaparecido con sus
dos barcos después de hacer numerosos descubrimientos y de haber
dado a entender que se hallaba en el Océano Pacífico. Las requisitorias
que luego se hicieron para encontrarle no dieron resultado alguno, por más
que el capitán D’Entre-casteux, que vino a tal fin por estos mares, pasó a
corta distancia de Vanikoro, a la que por esta causa llamó la isla de la
Indagación. Ya habían pasado cuarenta años desde que desaparecieron
las naves, cuando en 1826 el capitán inglés Lillon, visitando las islas de
este archipiélago, vio en poder de algunos isleños de Ticopia objetos de
hierro de procedencia europea y un medallón de plata, en el que aparecían
grabadas dos iniciales, que correspondían al nombre de La Perouse.
»Supo entonces que habían sido llevados allí por algunos indígenas de
Vanikoro, los que a su vez manifestaron que cuarenta años antes
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naufragaron allí dos grandes buques, una de cuyas tripulaciones fue
asesinada y devorada, y la otra, después de permanecer algunos meses
en aquel sitio, se hizo a la mar en una pequeña nave que construyeron los
mismos náufragos, algunos de los cuales quedaron en tierra.
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por ellos mismos?
—Ninguna.
—No sería imposible que algunos que entonces fueran jóvenes vivieran
todavía.
—Muchos, sin duda, porque los isleños de Vanikoro tienen muy mala fama.
—Mucho, Ana.
—Sí, los que usan son incurables. Los que son, aunque sea muy
ligeramente, heridos por una flecha envenenada, mueren sin remisión,
después de tres días de una agonía atroz, sin que haya remedio que
pueda salvarlos.
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—Sí; pero la punta no es de hierro, pues no poseen ese metal, sino de
astillas de huesos humanos, que maceran durante algunas semanas en
agua del mar.
—¡Qué abominables salvajes, padre mío! ¡No quiero caer en sus manos!
—Vamos a verlo.
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CAPÍTULO IV. LA FRESCURA DE BILL
Estaba el náufrago tan absorto en su contemplación, que no se percató de
la presencia del capitán y del señor Collin. Con los brazos cruzados sobre
el pecho, seguía con mirada ardiente, que a veces parecía lanzar
relámpagos magnéticos, las evoluciones de las fieras, que continuaban
lanzando fuertes rugidos y que hacían esfuerzos para arrojarse sobre él.
—¡Eh, amigo! —gritó el capitán, que había observado con viva curiosidad
toda aquella escena—, ¿sois acaso domador de fieras?
—Os digo que tenéis una mirada que fascina. ¡Mirad! Las otras fieras
tampoco se mueven y permanecen en el fondo de las jaulas, como si
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tuvieran miedo de vos.
—Gracias, capitán.
—Muy bien, señor —contestó, sin separar los ojos de la joven miss.
—Y ¿vuestras heridas?
—Espero que llegaremos a ella dentro de cinco o seis días y a tiempo para
salvar a vuestros compañeros. Si no los encontramos, mi hija sufrirá un
gran dolor.
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—Desde hace pocos años.
—Es deber de toda mujer interesarse por los desgraciados —exclamó miss
Ana—. No perdonaríamos nunca a la tripulación que hubiera vacilado en
socorrer a unos infelices amenazados por los dientes de los antropófagos.
—Conozco esa isla, de fama siniestra. Arribé a ella una vez a bordo del
«Alert», un buque americano que hacía el tráfico entre las islas del
Pacífico, como el vuestro. Mala isla, señores, y peores habitantes.
—Me lo imagino.
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—Hace una hora que dejamos la isla de Vanikoro, y como os he dicho,
llevamos rumbo a las Nuevas Hébridas.
—Gracias, señor.
Se inclinó ante miss Ana, saludó al segundo y se sentó a proa sobre un lío
de cuerdas, sin decir una palabra más. Aquel hombre parecía presa de
una gran inquietud desde que el teniente, señor Collin, le hizo la pregunta.
Sus ojos, que tenían una luz falsa, giraban en sus órbitas, fijándose ya en
el teniente, que paseaba sobre cubierta, o ya en miss Ana, que paseaba
con su padre. De vez en vez sus puños se crispaban con rabia, como si
estrujara alguna cosa. Su rostro palidecía o se ponía color escarlata y sus
músculos experimentaban sacudidas nerviosas. Se habría dicho que una
cólera tremenda, a duras penas contenida, rugía en el corazón de aquel
marinero, recogido casi moribundo sobre las olas del Océano.
Por fortuna para él, la atención de los tripulantes, fue atraída hacia el mar
por la aparición de un magnífico pez velero o «swordfish», que es como lo
han bautizado los ingleses. Pertenece a la especie del pez espada, con el
cual tiene bastante semejanza, y se encuentra sólo en el Océano Pacífico,
donde es perseguido con encarnizamiento por los isleños, que aprecian
mucho su carne, que es delicadísima, especialmente cuando se trata de
un pez joven. Hay que tener cuidado al pescarlo, porque es de un
temperamento violento.
—¿Son peligrosos esos peces, padre mío? —preguntó Ana al capitán, que
seguía con curiosidad el rumbo del pez.
—Todos los isleños le temen, pues es tan valiente, que no retrocede ante
los tiburones ni las ballenas.
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casi imposible encontrar uno que tenga el cuerno entero, y repara que ese
mismo lo tiene roto. En su rabia, se le ha visto precipitarse contra los
buques, que sin duda toma por ballenas, y hendir profundamente su
cuerno en ellos. Nuestra «Georgia» tuvo una vez su proa atravesada por el
arma de uno de esos peces.
—Muy difícil, Ana. Cuando son jóvenes, no cuesta mucho trabajo cogerlos
con redes fuertes; pero cuando son grandes y tienen el cuerno
desarrollado, rompen fácilmente las mallas, por fuertes que sean, y huyen.
Queda el recurso del arpón; pero apenas notan esos peces intenciones
hostiles en los barcos, dejan de acercarse.
Después de la puesta del sol, aquellos vapores que se habían visto hacia
el Sur invadieron con rapidez la bóveda celeste, en tal forma, que los
astros quedaron ocultos y el mar perdió su brillo. El viento, en vez de
crecer, cesó completamente, lo que no dejaba de ser extraño, y la «Nueva
Georgia» permaneció casi inmóvil y rodeada de negruras.
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El agua parecía haberse convertido en bronce fundido, con reflejos
argentados, a los que se mezclaban líneas que parecían de fuego y que
cambiaban de forma a cada instante, hasta hacerse circulares, para volver
otra vez a ondularse caprichosamente. Las olas, al romperse contra los
negros flancos del buque, parecía que lanzaban millares y millares de
encendidas chispas de los más fantásticos y brillantes colores.
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de despecho, lanzando al mismo tiempo una sorda imprecación.
El náufrago, que había vuelto a sentarse a proa, cuando vio brillar el mar a
lo lejos, se levantó con cautela, y parecía que su vista buscaba a alguien.
—Asthor, el piloto.
—Bravísimo, os lo aseguro.
—De la misma que disfruta Asthor, que navega hace veinte años con el
capitán Hill, y quizá de más.
—Dime, camarada: ¿se cree de veras que yo sea un pobre marinero que
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ha tenido la desgracia de naufragar?
—¡Por Baco! ¿No os hemos recogido en pleno mar a bordo de una balsa?
—Es verdad; pero me parece que el señor Collin me mira con cierta
desconfianza.
—Tienen hambre —murmuró con voz sorda—. Y, sin embargo, aquí hay
carne para los doce tigres.
Después retrocedió lentamente hacia proa y fijó los ojos en las nubes, que
corrían alocadas por el cielo.
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CAPÍTULO V. LOS ANTROPÓFAGOS DEL
OCÉANO PACÍFICO
Contrariamente a las previsiones de todos, el huracán, que parecía
amenazar otra vez a la «Nueva Georgia», no se presentó, y durante la
noche se aclararon las nubes y aparecieron las estrellas. Comprendíase,
sin embargo, que aquello debía ser sólo una tregua y nada más, porque el
viento seguía soplando del Sur, o sea, de la parte de donde se forman y
arrancan los tifones, y el mar conservaba la tinta plomiza que indicaba
como amenaza segura de un gran temporal.
Sus habitantes, exceptuando los de Fauna, no gozan mejor fama que los
demás polinesios, porque los navíos que llegaron a fiarse de ellos se
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vieron obligados a hacer uso de las armas de fuego para librarse de sus
rapiñas y de sus dientes.
—Dime, papá: ¿son muchos los habitantes de estas islas? —preguntó miss
Ana al capitán.
—Porque los isleños están casi siempre en guerra entre ellos y los
vencedores se comen a los vencidos, estén heridos o sanos.
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—No, porque las mujeres no pueden comer en compañía de los hombres;
pero se hacen sacar la parte que éstos les destinan de sus prisioneros.
—Dime: ¿son antropófagos todos los pueblos que habitan las islas del
Océano?
—Casi todos.
—¿Por necesidad, acaso? Me han dicho que en las islas del Pacífico
escasean los animales y los árboles frutales.
—No, Ana —contestó el capitán—. Más o menos, todos los pueblos han
practicado el canibalismo. Los galos, que son los antiguos franceses,
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comían hombres, y de ello dan fe los osarios descubiertos cerca de París,
en Ville-Neuve-Saint-George y en Saint-Mauro. En Portugal, en una sola
caverna u osario, fueron hallados nueve mil quinientos dientes humanos y
gran número de huesos, en los que se advertían señales de haber sido
cortados y asados cuando conservaban la carne. Comían hombres los
habitantes del Asia Menor, los japoneses y los mejicanos por espíritu
religioso, y añadiré que estos descendientes del gran imperio de
Moctezuma reprochaban a los españoles el sabor amargo de sus carnes.
—¡Es horrible!
—Pero histórico, Ana. Por otra parte, hoy mismo, de cuando en cuando,
corre la noticia de escenas de canibalismo ocurridas entre náufragos. Las
crónicas marítimas están llenas de estos espantosos relatos, aunque,
afortunadamente, el canibalismo en tales casos obedece, no a la
glotonería, sino al imperioso grito del hambre.
—No dejan de tener medios para hacerla excelente, señor Collin —dijo el
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capitán, riendo—. Yo sé que los isleños de Fidji tienen un modo especial
de cebar a sus prisioneros para que sean más suculentos.
—Ahora, no.
Por fortuna para él, nadie le vio fijar en el señor Collin una mirada que
lanzaba relámpagos y apretar los puños con tal fuerza que sus uñas se le
clavaron en las palmas de las manos.
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El capitán, para no dejarse coger desprevenido ante aquel huracán que
desde hacía dos días parecía reunir fuerzas para desencadenarse con sin
igual furor, hizo arriar las altas velas del trinquete y el contratrinquete y
amainar la lona, que mandó desplegar por la mañana por ganar velocidad.
No satisfecho aún, reforzó las amarras y ató sólidamente los botes, cuya
pérdida hubiera sido funesta, así como mandó otras varias operaciones
propias de un marino tan excelente y experto como él era.
—Horrorosos, Ana.
—La profundidad media del Gran Océano será de cuatro mil trescientos
ochenta metros; pero se sabe que entre las islas Fidji, Tonga y Samoa
existe un abismo de ocho mil ciento dos metros, según unos, y de ocho mil
doscientos ochenta, según otros navegantes. En el Atlántico hay fondo a
cuatro mil veintidós metros hacia el Norte y tres mil novecientos veintisiete
al Sur; en el Océano Indico, a tres mil ochocientos tres. Hay que convenir,
sin embargo, en que dichas profundidades serán aún mayores medidas
con instrumentos o sondas más perfeccionadas.
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—¿Y por qué, querida?
—Por la gran presión que debe de ejercer tan inmensa masa de agua.
—En un tiempo se creía eso, y aun añadiré que se suponía que el agua
tan espantosamente comprimida tendría una densidad semejante a la del
hierro o el plomo. Creíase que una bala de hierro arrojada a ese mar
profundo no llegaba al fondo del abismo, sino que se mantendría entre dos
aguas apenas llegaba al punto en que la densidad del líquido era igual a la
del hierro. Recientes experimentos han demostrado, no obstante, que la
presión es tan ligera que no constituye un impedimento para que puedan
vivir en el fondo de los abismos los peces que nadan en la superficie del
mar. Además, si esa fuerza fuera tan enorme como se creía, ¿cómo
vivirían los crustáceos que pueblan esos insondables fondos marinos?
Sería preciso que fueran tan resistentes como el hierro, y lo son mucho
menos.
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CAPÍTULO VI. EL DELITO DEL NÁUFRAGO
El Océano Pacífico se encrespaba a ojos vistas. Parecía que una fuerza
misteriosa, subiendo desde los inmensos abismos del fondo, lo levantara
cada vez más. Montañas de agua, que así podían llamarse, venían del
Sur, montando las unas sobre las otras, hasta romper en espuma que se
abría como un lienzo blanco sobre la pronunciada ondulación de las
aguas. Con largos mugidos chocaban con los flancos de la nave, que se
estremecía desde la sentina a la borda y se inclinaba, ora de babor, ora de
estribor, con balanceos violentísimos, semejándose algunas veces a un
caballo encabritado.
El viento, que poco antes era ligero, parecía impaciente por volar y corría
impetuoso de Norte a Sur y de Este a Oeste, con tendencias a adquirir un
movimiento circular. Silbaba a través de mil cuerdas de la «Nueva
Georgia», chocaba con furor en palos y escalas, haciéndoles curvarse, y
hacía crepitar las velas hinchadas como si fueran a reventar.
—Pero ¿cómo se forman esos tifones que han adquirido tan triste
celebridad en los mares del Japón, de la China y del Gran Océano?
—preguntó el teniente.
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—¿Y abarcan mucho radio?
—Pero eso, ¿no es peligroso para una nave que se halla a poca distancia?
El capitán Hill dejó aquel sitio y subió al puente de mando para dirigir la
maniobra, mientras el teniente Collin marchó a proa, donde los hombres se
disponían a amainar los foques y a afirmar las velas bajas.
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El sol había desaparecido hacía ya algunas horas y una profunda
oscuridad pesaba sobre el Gran Océano. A la luz de los relámpagos se
veían voltear en el aire, impulsados por la fuerza del ciclón, los grandes
albatros, con sus plumas blancas y negras, su pico grueso y fuerte hasta
poder romper el cráneo de un hombre, y con sus amplias alas, que medían
no menos de cinco metros de extensión.
Se les veía luchar con el viento, dar desordenadas vueltas sobre las velas,
y se escuchaban, sobresaliendo de los mugidos de la Naturaleza irritada,
sus gritos agudos y discordantes.
Los mismos habitantes del mar parecían inquietos, pues se divisaba cruzar
rápidamente por las olas numerosos escualos con poderosas mandíbulas
dotadas de tres hileras de dientes, y lanzarse al aire bandadas de
«exocoetus evolans», extraños peces provistos de largas aletas,
semejantes a las alas de los pájaros, y que, dando en el agua un coletazo,
recorren volando una distancia de ciento cincuenta a doscientos metros,
para elevarse otra vez apenas caídos al mar, ayudándose al efecto con las
aletas pectorales, lo que hace creer que tienen cuatro poderosas alas.
A pesar de verse asaltada por todos lados por el oleaje, que barría por
completo el puente, la «Nueva Georgia» se portaba bien y se mantenía
valiente frente al huracán.
Guiada por la férrea mano del viejo Asthor, manteníase sobre la vía del
Sudoeste, para refugiarse, en caso desesperado, en la ensenada de
cualquier isla. Corría desenfrenadamente la pobre nave, cubriéndose de
agua de proa a popa; caía en el fondo de los abismos espumosos y en
seguida montaba hasta la cresta de las montañas de agua para hundirse
otra vez tocando casi el mar con el árbol del bauprés, tanto se inclinaba de
proa; pero siempre salía victoriosa de aquellos asaltos que no le daban un
instante de tregua.
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—Se forma una tromba hacia el Sur —dijo, dirigiéndose al teniente Collin,
que se le había acercado sobre el puente de mando.
El huracán crecía cada vez más. Los golpes de viento eran tan
impetuosos, que parecían salir de un inmenso fuelle colocado cerca de la
nave. Sacudían horriblemente los palos, rasgaban las velas, hacían voltear
como plumas a los más pesados objetos. Era tal la desolación y el ruido en
la arboladura, que podía temerse un total derrumbamiento.
Olas y más olas caían sobre la nave, barriendo la cubierta de proa a popa,
de babor a estribor, haciendo gemir el cordaje y los palos, produciendo
averías en los botes y abriendo brechas en la obra muerta. Parecía que
iban a acabar por abrir los flancos del buque y hundirlo en los espantosos
abismos del Océano Pacífico.
Hacia la medianoche, una ráfaga, más impetuosa que las otras, chocó con
tal violencia con el buque, que materialmente lo levantó de popa, casi
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sumergiendo la proa.
Algunos marineros pretendieron subir a las vergas, pero las sacudidas que
daba la nave y los golpes de mar, cada vez más densos, lo impidieron,
viéndose obligados a bajar a cubierta para no ser lanzados al mar. Dos
hombres, después de correr mil peligros, pudieron recoger la vela de
mesana y enrollarla.
La de trinquete, impelida por las ráfagas, daba tan violentos golpes, que
comprometían la seguridad del navío y amenazaban romper el palo. Era
necesario arriarla, o por lo menos cortarla de una cuchillada.
El segundo, señor Collin, joven valiente que desafiaba con intrepidez los
peligros, al ver que eran vanos los esfuerzos de los marineros, se lanzó a
proa y, aferrándose fuertemente a la escala, se elevó en las tinieblas. Otro
hombre le había seguido: era el náufrago.
—Por la escala.
—Ayudadme, pues.
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volvió la cabeza y vio ante sí la tétrica figura del náufrago, en cuyos labios
se dibujaba una satánica sonrisa. Abandonó con una mano la barra para
poder defenderse, pero el náufrago era robusto y en aquel momento
parecían haberse triplicado sus fuerzas.
Giró los ojos en tomo suyo para ver si alguien le había visto y bajó
silenciosamente a cubierta, confundiéndose bien pronto entre la tripulación.
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CAPÍTULO VII. LOS ESCOLLOS
Ni el capitán Hill, que se hallaba sobre el puente de mando; ni el viejo
Asthor, que concentraba todos sus esfuerzos en la barra del timón para
mantener el barco en el buen camino; ni la tripulación, muy ocupada en las
maniobras, en eludir las olas que a cada momento inundaban la cubierta,
y, sobre todo, en cuidar de las velas bajas, se dieron cuenta de la caída
del teniente Collin.
Sólo contestaron a aquella pregunta los mugidos de las olas y los silbidos
cada vez más estridentes del aire.
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Creyendo el capitán que no le había oído, abandonó el puente de mando y
se colocó al pie mismo del palo trinquete, tratando de distinguir al teniente
entre las velas y el cordaje; pero la oscuridad era tan profunda que nada
pudo ver.
—Apostaría un penique contra una libra esterlina a que el señor Collin está
en lo alto del palo —dijo un marinero que salió del castillo de proa, y se
acercó para ver mejor.
—No.
Tampoco tuvo aquella llamada mejor éxito que las otras. El mar seguía
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rugiendo, el viento silbaba a través de la arboladura, pero no se oía voz
humana alguna mezclarse a la enfurecida voz de la tempestad.
—La tempestad es violenta, señor, y las olas combaten los flancos —dijo
el viejo marinero.
—¡No importa, Asthor!… ¡Hay que afrontarlo todo por salvarle! ¡Vosotros,
a las velas! ¡Dispuestos, que se va a virar!
Era una locura pretender virar de bordo con aquel huracán que asaltaba
furiosamente a la a «Nueva Georgia». Las olas, al estrellarse contra un
costado, podían remover la carga de la estiba y determinar la catástrofe;
pero el capitán Hill era un hombre de gran corazón, que quería mucho a
sus gentes, y pretendía intentar a todo riesgo la salvación del desgraciado
teniente.
Bajo la robusta mano del viejo piloto, la «Nueva Georgia» viró de bordo,
presentando por algunos instantes el costado a la fuerza de las olas. Bajo
el impulso formidable de aquella masa líquida, a la que el viento empujaba
con extraordinario poder hacia el Este, se llegó a tener por inevitable el
naufragio; pero el barco pudo dar prontamente la vuelta y se halló sobre el
camino recorrido, afrontando con su afilada proa el huracán, que entonces
se le presentaba de frente.
Alguna vez, entre el fragor de las olas, parecía oírse una lejana voz y un
grito de angustia; pero en seguida la tripulación se convencía de haberse
engañado. El viento, cuando silba entre la arboladura, produce muchas
veces sonidos tan extraños que se les suele confundir con gritos de
54
náufragos.
—Pero ¿cómo ha podido caer sin dar una voz y sin que le viéramos?
—Le faltarían de pronto las fuerzas, y el viento lo arrancaría del peñol. Tal
vez le derribara una sacudida.
—Si cayó, a estas horas el pobre oficial reposa en el seno de las aguas.
Volvamos ruta, capitán.
La «Nueva Georgia», guiada por Asthor, que había recobrado la barra del
timón, viró nuevamente de bordo y recobró la ruta primera, dejándose
llevar por el huracán, que no parecía con tendencia a ceder.
55
Al principio había tenido miedo, sobre todo cuando el buque viró, no
estando cierto de que el teniente hubiera muerto; pero ahora nada tenía
que temer y podía respirar tranquilo.
—¡Qué locura, Ana! ¡Subir al puente, con este huracán! —dijo el capitán,
saliendo a su encuentro.
56
—¡Qué noche tan horrible!
—¡Muerto!
Iba a dirigirse a proa cuando un hombre le cerró el paso; este hombre era
el náufrago.
—Si deseáis conservar la vida, mandad enrollar las velas y procurad pasar
57
de largo —respondió el náufrago con voz sorda.
—Sí, capitán.
—¿Dónde estamos?
Echóse a un lado para dejar paso al capitán y se acercó a miss Ana, que
aparecía todavía aterrada por la desgracia de Collin y que se esforzaba en
sofocar sus sollozos.
La joven levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho y miró con
estupor a aquel hombre que le dirigía tan extraña pregunta.
—¿Cómo lo sabéis?
—Pues ¡salvadle!
El náufrago levantó los hombros con indiferencia y añadió con voz sorda:
—Es a vos a quien deseo salvar, porque no quiero que muráis entre los
dientes de los caníbales.
58
sobre los fondos que lo aprisionaban, tratando de destruirlos.
—¡Señor! —dijo.
—¿Qué queréis, Bill? Explicaos pronto, que los minutos son preciosos.
—Mandad, pues.
59
—Pero ¿qué queréis hacer?
—Si las anclas no ceden podremos esperar con plena seguridad al alba de
mañana, y tal vez veamos que el huracán se calma. Si las cadenas se
rompen, todo ha concluido para nosotros y para nuestros compañeros,
porque ante nosotros se halla la isla de los caníbales… ¡Esperemos!
60
CAPÍTULO VIII. ENCALLADOS EN LOS
ARRECIFES DE FIDJI-LEVU
El medio de calmar el oleaje derramando aceite no es tan moderno como
generalmente se cree. Aunque este recurso, que puede prestar inmensos
servicios a los navíos combatidos por las fieras tempestades del Océano,
sea desconocido por muchos capitanes y marineros, es, sin embargo,
antiguo, toda vez que clásicos escritores hacen mención de sus
sorprendentes resultados. Plinio, por ejemplo, en su a «Historia Natural»,
demuestra su eficacia, y Plutarco dice también algo sobre esto; pero es lo
cierto que durante varios siglos nadie se cuidó de comprobar el fenómeno.
El mérito debía de corresponder al célebre defensor de la independencia
de los Estados Unidos, a Franklin, el cual, en 1757, habiendo observado
que los pescadores de las islas Bermudas echaban aceite en el mar para
calmar, como ellos decían, las ondas tembladoras, tuvo ocasión de
demostrar su eficacia. Sin embargo, bien pocos adoptaron el sistema, y,
como decimos antes, hoy mismo lo ignoran muchos.
Han tenido que pasar muchos años antes que este maravilloso
descubrimiento haya sido adoptado, si no por los buques pequeños, al
menos por los de gran porte que emprenden largos viajes. Puede decirse,
pues, que sólo en estos últimos años ha sido tomado en consideración el
hecho combatido antes con gran energía, pues se creía que el mar se
tomaba después de la experiencia tan borrascoso que era fatal para otras
naves aventurarse por las aguas donde algún tiempo antes se había
derramado aceite.
61
La oficina hidrográfica de Washington ha demostrado plenamente los
grandes beneficios que reporta a las naves dicho recurso, haciendo muy
repetidas experiencias, lo mismo con barcas que con grandes navíos.
No se crea, por otra parte, que sea necesaria una gran cantidad de aceite
para lograr el efecto deseado. La sustancia grasa se dilata con rapidez
creciente, permanece rodeando la nave, aunque ésta camine, y bastan
dos sacos de tela gruesa, con pequeños agujeros, llenos de aceite y
suspendidos a proa y a popa o a babor y estribor, siguiendo la dirección
del barco, para hacer un largo recorrido en seguridad.
Las causas que producen este fenómeno son muy fáciles de explicar.
62
tranquila. Lo mismo ocurre considerando el fenómeno al revés. Las olas se
dilatan debajo del aceite, pero como no pueden penetrarle, sólo forman
ondulaciones ligeras, perceptibles solo en alta mar.
La «Nueva Georgia», apoyada sobre la capa oleosa, que oponía una fiera
resistencia al reflujo de la resaca, por más que su espesor era sutilísimo
(se calcula que no pasa de 1/90.000 de milímetro), permanecía casi
inmóvil, hallándose inmediata a los bajos fondos de la isla.
—Sí, y ahora que recuerdo, te diré que cualquier materia oleosa puede
prestar igual servicio. He observado muchas veces que todos los
desperdicios de las cocinas de los barcos y todos los cuerpos grasientos
producen en las olas, al caer al mar, una paralización.
63
—No hablemos de esto —rehusó—. Bastante habéis hecho por mí.
Estamos en paz.
—Sí, señorita.
64
descubiertos y amenazados por los salvajes.
—No es el mar lo que nos empuja; es el viento, que arrastra nuestro buque
hacia el Sudeste.
—Tan feroces que los mismos hermanos se devoran unos a otros. Se dice
65
que son los antropófagos más crueles de todas las islas del Océano. No
quisiera que nos tocara a nosotros la desgracia que cupo a la «Unión».
Los isleños, que son tan hipócritas como feroces, fingieron mostrarse
pesarosos de lo ocurrido, y mandaron a decir al oficial que volviera a
Tonga para hacer las paces. Cayó éste en la emboscada y volvió hacia la
isla; pero percatado a tiempo de que los salvajes trataban de apoderarse
del barco; huyó de veras.
La desgracia pesaba, sin embargo, sobre aquel buque, pues cinco días
después naufragó cerca de Fidji-Levu, y la tripulación toda fue devorada
por aquellos feroces aficionados a la carne humana.
—En el fondo.
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—¿No te engañas?
—¿Hemos embarrancado?
—¡No!
—¡Sí!
—Sí, señor.
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—Ya lo he notado.
—Sabéis muy bien que los pólipos cambian muchas veces de sitio
alrededor de las islas del gran Océano. Hace un mes, el fondo no estaba
tan alto. Sin duda lo han levantado esos microscópicos constructores de
bancos y escollos.
—Lo supongo.
El náufrago sacudió varias veces la cabeza y luego dijo con voz lenta y
tranquila:
68
A proa se oyó un grito, primero leve, pero que después se fue acentuando,
mezclado con otros ayes que cada vez aumentaban más, hasta que por
toda la nave se oían tristes voces de desesperación.
69
CAPÍTULO IX. EL ARCHIPIÉLAGO FIDJI
El archipiélago de Fidji, llamado también de las Vidas, se extiende entre el
16° y el 21° de longitud Sur y el 174° y el 179° de longitud Oeste. Se
compone de doscientas veinticinco islas, de las cuales están habitadas
ochenta o noventa, y cuya población se calcula superior a doscientos mil
individuos.
70
Belicosos hasta donde se pueda imaginar, porque no temen la muerte, a la
que consideran sólo como un cambio de vida, están siempre guerreando
entre sí, y sobre todo, con los isleños de Tonga, para renovar sus
provisiones de carne humana. ¡Ay del barco que naufrague en sus playas!
No dan cuartel a nadie, y los desgraciados marineros que caen en sus
manos van a morir en grandes hecatombes sobre las agudas puntas de
gigantescas lanzas. Se comprende, pues, con qué angustia había visto la
tripulación de la «Nueva Georgia» embarrancar al buque, sabiendo la
terrible fama de los isleños. Por fortuna, la nave no había sufrido averías y
se esperaba aún ponerla a flote.
El náufrago miró al puente del buque y las olas que venían a morir contra
las bordas, arrugó el entrecejo, y dijo:
71
de arena, la nave podría girar; pero estos bancos son de naturaleza
volcánica y coralífera y, por lo mismo, escabrosos.
—¿Habéis oído hace poco sus gritos? Eran gritos de guerra, y ya veréis
cómo apenas se calme el mar vendrán en sus canoas.
—¿Los oirán?
La calma que reinaba alrededor de la nave que, varada como estaba, sólo
72
se movía en ligerísima ondulación y sólo hacia popa, pues la proa estaba
embarrancada, permitía emprender algunos trabajos de defensa.
El capitán Hill, que había sostenido otros asaltos por parte de los salvajes,
llamó a los marineros y les hizo bajar primero el palo trinquete y después
el de mesana, colocándolos hacia proa y popa, a fin de que sirvieran de
trinchera para defender mejor el buque en caso de abordaje.
Detrás de estos palos hizo colocar todas las armas, y el cañón fue puesto
en sitio conveniente, cargado de metralla.
No satisfecho aún, hizo subir al puente dos cajas de botellas vacías que
debían ser rotas y esparcidos los vidrios por la cubierta, a fin de que
hiriesen los pies de los asaltantes, que ignoraban aún el uso del calzado.
Dentro de pocas horas, el huracán debía cesar por completo, cosa que si
por un lado era deseada por el capitán, ansioso de salvar su buque, por
otro espantaba a la tripulación, porque sin duda los salvajes aprovecharían
la calma para lanzarse al mar en sus canoas.
73
personajes más importantes, y se dice que sólo el rey y los grandes jefes
tienen derecho a dejarlas colgar hasta el suelo. En medio de aquel grupo,
el capitán distinguió a algunas mujeres, que se daban a conocer por su
cinturón adornado de franjas de «clika», que en las muchachas mide
apenas veinte centímetros de ancho, mientras en las casadas desciende
hasta las rodillas. Parecían no menos excitadas que los hombres, y
dirigían al buque los puños crispados, pronunciando palabras que el
marinero Bill aseguró significaban terribles amenazas.
A una seña del capitán, el armero de a bordo disparó el cañón, y una nube
de metralla cayó sobre los árboles de la costa.
74
—Yo he oído un lejano disparo de fusil —confirmó Asthor.
Toda la tripulación aguzó los oídos; pero nada pudo percibirse, porque en
aquel mismo momento se oyeron hacia la playa voces agudas, y se vio a
casi todos los salvajes abandonar las orillas del mar y desaparecer
corriendo bajo los bosques.
—Ninguna, capitán.
—Hacedlo.
75
Hizo un gesto de rabia y sus ojos se iluminaron con un relámpago siniestro.
—¿Qué?
—¿Temes que los hayan hecho prisioneros ahora que estamos nosotros
aquí?
Todas las miradas se dirigieron hacia el sitio indicado, y vieron una gran
canoa, hecha del tronco de un árbol enorme, destacarse de la orilla y
dirigirse hacia el buque.
76
cerca de la «Nueva Georgia» por estribor. Entonces el hombre del
turbante, alzando la cabeza, se dirigió a la tripulación, diciendo en su
lengua:
El jefe salvaje lo miró con ojos feroces, y en seguida lanzó una carcajada.
—Nuestro rey está para morir —gritó—, y los hombres blancos que buscas
le harán escolta de honor en la otra vida; pero nosotros nos comeremos a
vosotros.
77
CAPÍTULO X. UN REY SEPULTADO VIVO
No existe en todo el mundo un pueblo que tenga tan poco miedo a la
muerte como el pueblo fidjiano. Ya hemos dicho que para los habitantes
del archipiélago de Fidji la muerte sólo representa un cambio de vida,
porque en sus almas está muy arraigada la convicción de que les espera
una resurrección próxima apenas dejada la Tierra. Y esta creencia ¡a qué
extremos los lleva!
La esposa principal pinta el pecho y los brazos del déspota con un color
negro, sacado de una especie de nuez, que llaman «aluzzi», y en seguida
es transportado con gran pompa, eso sí, a la sepultura que ocupará
cuando muera, donde le dejan solo, esperando, apartado de todo trato
humano, salvo el imprescindible para atender sus más elementales
necesidades fisiológicas.
***
78
Los desgraciados náufragos de la nave inglesa, a quienes la tripulación de
la «Nueva Georgia» esperaba hallar libres aún y salvarlos sin recurrir a las
armas, iban a ser sacrificados para servir de escolta al moribundo rey en el
gran viaje, del que no se vuelve. Por otra parte, y para aumentar aún más
las angustias de los tripulantes, el buque iba a ser asaltado, y no se tenía
el recurso de la fuga, por estar embarrancado en los escollos.
—No hay que desanimarse; somos pocos, es verdad, pero todos valientes
y acostumbrados al peligro. Tenemos armas, pólvora y balas en
abundancia, y no debemos, por tanto, achicamos ante esos canallas
antropófagos. Ahora bien, Bill, ¿qué me aconsejas que haga?
El náufrago, que miraba la isla con ojos que arrojaban llamas, los puños
crispados y presa de una cólera furiosa, se volvió como una fiera. No era
el mismo hombre frío y tranquilo de hacía pocos minutos: estaba pálido; en
su rostro se marcaba algo de amenazador y siniestro que infundía miedo.
—Explícamelo.
—La «Nueva Georgia» no corre, por ahora, peligro alguno; de esto estoy
79
cierto. Mientras no termine la ceremonia del enterramiento, los salvajes no
vendrán a inquietamos, porque todos tienen que asistir a las ceremonias
con que se celebrará el principio del nuevo reinado. Tenemos, pues,
tiempo para obrar sin miedo a un inesperado asalto.
El capitán hizo botar al agua las dos lanchas mayores, que armó con dos
espingardas cargadas de metralla; escogió entre los mejores un gran
número de fusiles, una buena provisión de pólvora y balas y algunos
víveres, pues ignoraba lo que podría durar la expedición.
80
lanchón.
—Me haré matar si es preciso; pero os juro que la encontraréis viva, señor
—contestó el lobo de mar.
Las dos chalupas, deslizándose con el mayor silencio y protegidas por las
tinieblas, se alejaron, evitando los escollos, y pusieron la proa al Sur.
—¡Escuchad!
81
Todos guardaron silencio y procuraron oír, contenido hasta la respiración.
A lo lejos, se oían los clamores de los salvajes, a los que se unían ciertos
sonidos extraños que parecían producidos por conchas marinas. El capitán
Hill palideció y sintió que el corazón le latía fuertemente.
—No —dijo Bill—. Esos gritos no vienen de la parte del mar, sino del gran
pueblo de los salvajes. O Vavanuho ha muerto, o algo grave acaba de
ocurrir.
—¿Quién es Vavanuho?
—Desembarquemos.
Apenas habían dado seis o siete pasos, cuando Bill se paró bruscamente,
apuntando con el fusil.
—¡Eh! —exclamó en aquel instante una voz—. ¡Bill aquí! ¡O sueño, o los
caníbales me han vuelto loco!
82
CAPÍTULO XI. LOS COMPAÑEROS DE BILL
Un hombre se había levantado del césped, y después de aquella
exclamación habíase dirigido hacia los expedicionarios, parándose, sin
embargo, de trecho en trecho para restregarse los ojos, como si no diera
crédito a lo que veía.
¡Qué hombre aquél! Era alto, delgado, como si hiciera semanas que no
comía, extenuado, lívido. Una barba hirsuta y rojiza le caía hasta la cintura,
y sus cabellos, largos y descuidados, le caían por los hombros
esqueléticos; tan seco y consumido estaba.
—Un poco delgado, no digo que no; pero todavía vivo a despecho de esos
pillos antropófagos, que me han dado muy malos ratos… Pero, por lo que
veo, no estás solo.
—Da, ante todo, las gracias a este señor, el capitán Hill, dueño de la
«Nueva Georgia», que viene expresamente para salvaros a todos.
83
¡Tienen prisa esos buenos salvajes!
—Todos.
—Sí; pero yo tengo las piernas largas y el cuerpo ligero, y pude en seguida
ganar el bosque.
—Hace poco.
84
con una lata de sabroso pescado en conserva.
Quien les hubiera observado mejor y de frente, habría podido notar en los
pequeños ojos hundidos de la calavera del náufrago recién encontrado
ciertos extraños relámpagos y en sus labios una sarcástica sonrisa, que se
dibujaba de cuando en cuando.
Se inclinó a tierra para recoger mejor todos los rumores, venteó el aire,
como si fuera un perro y luego dijo volviéndose hacia el capitán, que no
perdía de vista uno de sus gestos.
85
—¿Vigilada por muchos guerreros?
86
propiedad rompecabezas.
—No me parecía muy triste. Más bien animaba a su hijo, que se mesaba el
cabello de desesperación.
—¿Su heredero?
—Justamente.
—Porque dice que es mejor ser rey que hijo de rey y que su padre ha
vivido ya bastante tiempo. Costumbres de antropófagos, señores —dijo
BacBjom sin manifestar el menor horror—. ¡Oh! Pero atención, que
empieza a amanecer.
En efecto, hacia Oriente iba apareciendo una luz rosada que hacía
palidecer los astros. Dentro de pocos minutos debía brillar el sol, porque
en aquellas latitudes puede decirse que no hay crepúsculo. Desaparecido
el sol, llega de pronto la noche, y viceversa.
87
—Son las esposas del rey, que lloran —dijo MacBjorn—. Esas estúpidas
se desesperan porque todas no pueden ser sepultadas, y en tanto
nuestros compañeros se desesperarán pensando que deben acompañar
en el gran viaje al borrachón de Vavanuho que deja de ser rey.
El pobre déspota iba vestido de gran gala. Tenía los brazos y las piernas
envueltos en tiras de tela de amarilla, el pecho pintado de negro con
«aluzzi», la cabeza envuelta en un pañuelo rojo que remataba en una
extraña diadema formada de conchas, y al cuello ostentaba numerosos
collares de huesos de tiburón y de ballena.
Tendría unos sesenta años; pero el abuso de las bebidas alcohólicas y tal
vez alguna larga enfermedad le habían envejecido bastante. Aunque sabía
la suerte que le esperaba, parecía contento y sonreía amablemente a su
primera mujer, que le aireaba con un abanico de hojas de coco.
88
ellos caminaban diez muchachas jóvenes, vestidas de fiesta y atadas
también, cuyo destino debía ser el de que las mataran y arrojaran a la
sepultura del rey para que le hiciesen compañía en la otra vida. Estas
muchachas no parecían, ni con mucho, abatidas ni tristes, sino felicísimas
por haber sido escogidas para tan honorífico destino.
—¡Preparen!
89
CAPÍTULO XII. EL ASALTO DE LOS
ANTROPÓFAGOS
Ante aquella inesperada descarga que hizo caer en tierra una docena de
personas, las cuales se revolcaban en el suelo lanzando desesperados
aullidos de dolor, una confusión indecible se produjo entre la multitud de
los caníbales.
Los hombres, las mujeres, los niños, los mismos guerreros que rodeaban
el palanquín, atacados de un loco terror y no sabiendo todavía a qué
atribuir aquella detonación, huyeron en todas direcciones dando gritos
agudos y abandonando al viejo rey, que había caído en tierra, a los seis
prisioneros y a las diez mujeres destinadas a la muerte.
—¡Adelante, marineros!
90
empezaba a enfurecerse al ver que aquel ataque tenía por objeto la fuga
de los prisioneros, hicieron una última descarga y en seguida se dieron a
correr detrás de los fugitivos.
Ganado el bosque, se perdieron entre los árboles, a fin de que los salvajes
no encontraran sus huellas, y se dirigieron a la playa, cargando otra vez
las armas. A sus oídos llegaban siempre los gritos de la tribu entera, que
se había puesto en persecución de las víctimas y de sus raptores.
Los gritos cada vez más agudos de los salvajes, que parecían acercarse
siempre, bastaban a animarles, pues sabían muy bien que si entonces
escapaban de la tumba, otra vez no serían tan afortunados.
Las dos chalupas estaban todavía allí. Los marineros apartaron el ramaje
que las cubría, las pusieron a flote y se embarcaron.
—¡Andando a toda prisa! —gritó el capitán Hill cuando vio que todos
estaban embarcados.
91
pero el capitán, que no los perdía de vista, puso de un balazo fuera de
combate al más decidido de la banda.
Las dos chalupas, impulsadas por vigorosos remeros, ganaron bien pronto
la alta mar y se dirigieron a la «Nueva Georgia», cuya masa se destacaba
en el luminoso horizonte.
Casi todos ellos tendrían, poco más o menos, los cuarenta años, cabellos
rubios que denotaban la raza anglosajona, y, cosa verdaderamente
particular, cierto no sé qué que no inspiraba la menor confianza: sus ojos
lanzaban unas miradas que tenían mucho de falsas y de bestiales.
92
—Vuelvo incólume, y lo mismo que yo regresan todos los demás.
—A todos, Ana; pero estos infelices están en un estado tal, que da miedo.
—Es un ejército —dijo el capitán, en cuya frente se marcaba cada vez más
una profunda amiga—. Si todo ese pueblo nos asalta, no sé como
terminaremos.
—Yo preveo un asalto impetuoso —dijo Bill, que parecía más inquieto que
los otros—. ¡Oh, si este buque no estuviera encallado!
93
—Afortunadamente, estamos dispuestos a recibirlos, y hemos reforzado el
número de defensores. ¿Son, sin duda, valientes vuestros amigos?
—No sólo valientes, sino muy buenos tiradores —dijo Bill con cierto
orgullo—. ¡Oh, oh! ¡Ya están ahí las canoas!
El capitán, Ana y los marineros que les rodeaban volvieron la vista hacia la
isla y vieron, no sin cierta emoción, una veintena de grandes canoas que
venían de la costa Norte a toda velocidad.
—Hija mía —le dijo con voz conmovida—, retírate a tu camarote, porque
dentro de poco lloverán aquí las flechas y las piedras de los caníbales.
—Lo sé; pero pelearía mal viéndote expuesta a los proyectiles de esos
brutos. Si necesitamos un fusil más, yo te prometo llamarte a cubierta.
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¡Era tiempo! Las veinte grandes canoas, tripuladas por doscientos
guerreros armados de lanzas, arcos y hondas, habían abandonado la
costa y se acercaban a todo correr a la «Nueva Georgia», que, encallada
como estaba, no podía en modo alguno escapar al abordaje.
Los otros salvajes que habían permanecido en tierra por falta de sitio en
las canoas, animaban a gritos a sus compañeros, chillando tan fuerte que
el vocerío llegaba al cielo y hacía hervir la sangre de los de las canoas.
El capitán Hill, que aun ante aquel serio e inminente peligro conservaba
una calma admirable y no perdía de vista las canoas, dividió en dos grupos
a los defensores de la o «Nueva Georgia», confiando el mando de uno de
ellos a Asthor, viejo marinero que había peleado muchas veces contra los
salvajes.
En menos tiempo del que se tarda en decirlo, las veinte grandes canoas se
encontraron bajo las bordas del buque, y aquellos diablos de color castaño
o de bronce brillante se lanzaron al abordaje, subiendo los unos por los
hombros de los otros para ganar la amura, y agarrándose a todos los
salientes, mientras llenaban el aire de clamores feroces y agitaban
desesperadamente sus armas.
95
El capitán Hill, los náufragos, Asthor y los marineros luchaban con las
fuerzas y la energía que da la desesperación: disparaban las pistolas y
hacían uso de los cuchillos y las hachas de abordaje; se defendían a
culatazos; hacían, en fin, heroicidades. Los salvajes caían a mansalva,
pero en seguida otros les sustituían, aumentando cada vez más en
número, pues si caían diez se ponían en su lugar veinte, cuarenta,
cincuenta, subiendo como una legión de demonios por los flancos del
buque y desafiando sin temor alguno la muerte, decididos a todo por
recobrar a sus prisioneros y por entregarse con la tripulación a un
banquete de carne humana.
La lucha parecía ya perdida para los del buque, cuando en medio de los
gritos de los antropófagos, casi vencedores, de las imprecaciones de los
marineros y del retumbar de los tiros se oyó una voz gritar:
En seguida Bill, el que parecía peor de todos los náufragos, se lanzó por el
puente, abrió la escotilla y miró a la bodega, en cuyo fondo, espantados
por el ruido de la batalla, mugían furiosos los tigres.
96
CAPÍTULO XIII. EL DOMADOR DE TIGRES
La victoria de los caníbales era completa. Aquel ataque furioso e
irresistible, sus lanzas, sus pesadas mazas, y sobre todo la superioridad
de su número, veinte veces mayor al de los defensores, habían triunfado
sobre el valor y las armas de fuego de los hombres blancos.
Los vencedores, reducidos a una tercera parte, pues gran número de ellos
yacían muertos o se retorcían por los agudos dolores de sus heridas,
celebraron su triunfo con tres poderosos gritos, a los cuales respondieron
con entusiasmo los guerreros que quedaron en la playa. Aquél era el
anuncio de que el barco estaba en poder de los caníbales y de que el
asado de carne humana no se haría esperar.
Sin embargo, dicho asado estaba aún lejos de sus manos, pues los
marineros, salvados y en seguridad sobre las antenas, las cofas y las
crucetas, tenían todavía sus armas y respondían a los gritos de triunfo con
descargas frecuentes que no dejaban de producir bajas en el enemigo.
97
comenzaron a atacar los palos con las hachas halladas en el puente.
Caídos los palos, caerían también los marineros. No era más que cuestión
de pocos minutos: de un cuarto de hora a lo sumo. Ya los marineros se
consideraban perdidos, cuando se oyó la voz de Bill que salía de las
profundidades de la estiba:
Un instante después, una tigresa enorme, la más grande de las doce que
había en las jaulas, se lanzaba fuera de la escotilla.
Ante aquel animal tan feroz y fuerte los salvajes, que no lo habían visto
jamás y que no sabían a qué raza pertenecía, fueron presa de un
supersticioso terror y huían como alma que lleva el diablo, verdaderamente
espantados.
Aquello fue una fuga general. Locos por el terror se precipitaban al mar
desde las amuras, desde el puente, desde el castillo de proa, cayendo en
confuso montón sobre los que estaban en las canoas y abandonando las
armas. Los remeros, presa también del pánico, bogaron a toda prisa y
huyeron desesperadamente hacia la costa sin detenerse para recoger a
los que nadaban con el fin de alcanzar las canoas, y que al verlas huir
daban gritos de rabia y de desesperación, imaginando que aquel
monstruoso animal iba a lanzarse al agua para devorarlos.
—¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros desde los penóles—. ¡Viva Bill!
98
—¡Bill! ¡Bill! —gritaron los marineros—. ¡Cuidado, que la tigresa te va a
destrozar!
—¡Vete!
Bill siguió con el brazo siempre levantado, descendió al interior del buque
detrás de la tigresa, y poco después se oyó el rechinar de los hierros de la
jaula, donde había vuelto a encerrarla. En seguida volvió el náufrago al
puente.
—¿Y los salvajes? —preguntó con ansia el americano al ver el puente libre.
99
—Muchas gracias. Bill, por lo que has hecho. Sin ti estaría perdido mi
buque a estas horas, y todos seríamos prisioneros de los salvajes.
Giró sobre sus talones, después de dirigir a Ana una mirada de fuego, y se
alejó con el semblante contraído y una irónica sonrisa en los labios.
100
—¿Sospecháis algo?
—¿Qué teméis?
101
102
CAPÍTULO XIV. LA GRAN MAREA
Durante la noche no ocurrió nada de particular. Los isleños hicieron oír sin
interrupción los roncos sonidos de sus conchas marinas, aunque sin
abandonar la playa, para intentar un nuevo ataque al buque.
Cuando despuntó el alba, el capitán, que no había cerrado los ojos en toda
la noche, dispuesto a evitar un segundo asalto, vio que había aumentado
el número de los enemigos. Sobre las playas había lo menos cinco o seis
mil salvajes, y a algunos se les veía llegar de las islas cercanas; pero
ninguno de ellos se atrevía a acercarse a la «Nueva Georgia», que parecía
infundir a toda aquella gente un supersticioso terror.
—¿Intentarán un nuevo asalto y esperarán a ser más para que les resulte
más seguro? —preguntó el capitán a MacBjorn, que observaba
atentamente a los salvajes.
—¿Sí?
—Sí. Creen, sin duda, que nuestro buque, preso como está en las
escolleras, no podrá moverse y esperan que un temporal les ayude.
También sospecho que temen que pueda desembarcar la tripulación y por
eso se mantienen vigilantes, sin ganar los bosques del interior.
103
saldrá sin averías de este banco.
—¿Os disgusta? —preguntó el capitán Hill, que había notado aquel gesto.
Apenas oyó el nombre de esa isla siniestra, que sirve de prisión a los
forzados ingleses, MacBjorn se estremeció vivamente y de pálido que
estaba se tomó lívido.
104
MacBjorn miró al capitán, que afectaba completa calma, y en sus ojos
brilló un relámpago.
—¡Mi mujer! —exclamó con voz ronca—. ¡Ah, señor! ¡Murió hace mucho
tiempo!
—¡Pobre hombre! —murmuró el capitán con sutil ironía, pues al fin había
comprendido con qué clase de individuo tenía que habérselas—. Andad a
beber un buen trago de gin, y perdonadme si involuntariamente he
provocado un doloroso recuerdo.
—Bill soltará otro tigre contra ellos, y volverá a ponerlos en fuga, si osan
aparecer nuevamente a bordo de la «Nueva Georgia».
—¿Por qué lo dices con ese tono? —preguntó la joven—. Se diría que no
te es simpático ese pobre náufrago.
105
—¿Y por qué, señor? —dijo una voz.
—No, es cierto. Más bien he tenido que darte las gracias en dos ocasiones.
106
acampados en la playa. Pero dentro de pocas horas debía tener fin aquella
prisión, porque a mediodía alcanzaría la gran marea su máxima altura y
pondría el buque a flote.
Hizo aligerar la proa del buque, llevando a popa las anclas gruesas, las
cadenas, las cajas del equipaje, los barriles de agua dulce, gran parte de
los penóles de recambio y hasta las jaulas de los tigres, que ocupaban la
parte anterior de la estiba. Hecho esto, mandó botar una de las lanchas y
arrojar por popa dos anclas, cuyas cadenas estaban fijas al tomo para
operar una fuerte tracción; mandó además desplegar todas las velas para
aprovechar el viento, que soplaba ligeramente de proa.
Añadió luego:
Los marineros siguieron dando la vuelta al tomo con una especie de furor,
marcándose los músculos de sus brazos en tal forma, que parecía que
107
iban a estallar.
Todos tenían las frentes empapadas en sudor, pues sabían que la propia
salvación dependía de sus fuerzas.
El buque crujía cada vez más al empuje de tantos vigorosos brazos, pero
no acababa de ponerse a flote.
Aquella maniobra fue ejecutada con fantástica rapidez: tanto era el terror
que imponían los salvajes. La «Nueva Georgia» giró alrededor de los
escollos que formaban el banco y salió a plena mar con las velas
desplegadas, dirigiéndose hacia el Oeste.
108
Las largas canoas de los fidjianos no se detuvieron por eso. Pasaron casi
volando sobre el banco y continuaron la caza, maniobrando furiosamente
con los remos; pero, como había dicho muy bien le capitán, era demasiado
tarde.
—Un tiempo fueron numerosas, pero después han ido siendo ocupadas
poco a poco. La población humana crece constantemente, a pesar de las
grandes bajas que producen las guerras y las epidemias, y llegará un día
en que no haya sitio para todos en el mundo.
—¿Qué dices? Recuerda que hay continentes que tienen todavía espacios
inmensos por habitar: África, Australia y las dos Américas.
109
—Es verdad; pero dentro de dos siglos no habrá un solo territorio desierto.
Los hombres de ciencia han estudiado varias veces este problema y han
deducido que antes de mucho la población del Globo no encontrará sitio
suficiente y se verá obligada a diezmarse con continuas guerras, o…
¡volviendo a la antropofagia!
—¡Es increíble!
—Y, sin embargo, es cierto, Ana, y voy a explicártelo mejor. Los sabios
saben que la superficie terrestre tiene veintiocho millones de millas
cuadradas de tierras fértiles, catorce de estepas y cuatro de desiertos, y
han calculado que el máximo de habitantes que esa superficie de tierra
puede alimentar es de doscientas siete personas por milla cuadrada en los
terrenos fértiles, diez en las estepas y uno en los desiertos. Resulta de
esto que cuando la población del Globo alcance la cifra de cinco mil
novecientos noventa y cuatro millones, no habrá terrenos disponibles para
alimentar mayor número de personas. ¿Te parece exacto el cálculo?
110
destruirse en guerras terribles o la de comerse los unos a los otros a
menos que descubran el medio de llegar a la Luna o a cualquier otro
planeta. Por fortuna, nosotros no estaremos ya vivos y hará ya quién sabe
cuántos años que dormiremos el sueño eterno, o en la profundidad de los
abismos marinos, o bajo unos cuantos pies de tierra. Pero dejemos a un
lado estas filosofías y vamos a comer, Ana, que tenemos necesidad de
ello.
111
CAPÍTULO XV. BILL SE REBELA
La «Nueva Georgia», libre del naufragio y del asalto de los antropófagos,
seguía huyendo hacia el Sudoeste, tratando de pasar ante las últimas islas
del archipiélago de las Nuevas Hébridas y de evitar las peligrosas costas
de la Nueva Caledonia, que en aquel tiempo gozaban una triste
celebridad, por no haber sido aún ocupadas por Francia.
112
El capitán y Asthor no los perdían de vista, y cada vez más convencidos
de que tenían que habérselas con forzados evadidos de la isla de Norfolk,
se mantenían en guardia, prontos a reprimir, con la mayor energía, el
menor asomo de rebelión.
En efecto, los vio a todos formando círculo junto a las jaulas de los tigres y
hablando secretamente, como si tramaran algo malo. Bill estaba en medio
y en aquel momento tenía la palabra.
113
—¡Oh, por mil diablos! —gritó Bill con ironía—. ¿Estamos tal vez
prisioneros en vuestro buque? ¿No somos dueños de movernos de un
sitio, señor piloto de la «Nueva Georgia»?
—Y ¿por qué? —le preguntó el viejo, dirigiéndole una mirada aguda como
un puñal.
—¡Basta! —bufó Bill con voz ronca—; ya tenemos bastante con vuestras
sospechas, señor piloto de la «Nueva Georgia». Muy pronto sabréis
quiénes somos.
114
—Os lo prometo, Bill. Ahora dejad este sitio y volved a vuestro dormitorio,
o hago acudir a los marineros para que os encierren inmediatamente.
—¡Ojalá me engañe, pero estos hombres nos van a dar que hacer!
Antes del alba estaba ya Bill en el puente. Pasó ante Asthor con la frente
alta y lanzando sobre él una mirada de reto, en tanto que sus compañeros
se paseaban ociosos por el castillo de proa, mirando tranquilamente las
maniobras de los marineros americanos. Tres veces pasó Bill ante Asthor,
como si buscara un pretexto para ser interrogado por la escena de la
noche; y se sentó sobre la amura de babor, observando con profunda
atención el mar, que se extendía ante sus ojos, terso como un espejo.
—¿Contra quién?
—Lo ignoro, capitán; pero sin duda se trama algo en nuestro daño.
115
—¿Por quiénes? ¿Tal vez la tripulación?
—Hablad, señor.
116
—Lo primero: ¿de dónde procedéis?
—¡Mientes!
—Me basta lo que sé para juzgarte. Ahora dime: ¿por qué motivo te has
reunido la pasada noche en la estiba con tus compañeros?
—¡Ah! ¿Y crees…?
117
—Y ¿no sabes que puedo colgarte de un palo?
—No os atreveréis.
¡Aquello era demasiado! La paciencia del capitán había sido bien puesta a
prueba.
La mano del gigantesco Hill cayó como rumor sordo sobre el náufrago y lo
inclinó con fuerza irresistible, haciéndole caer sobre el puente.
—¡Probadlo!
—¿Me desafías?
—¡Os desafío!
118
—¡A mí, marineros!…
119
—Aquí estoy dispuesto, señor —dijo Asthor, haciendo chasquear el
látigo—. ¡Mi brazo es fuerte y no parará hasta descargar los veinte golpes!
120
CAPÍTULO XVI. EL INCENDIO DEL BUQUE
En el tiempo en que ocurrieron estos hechos, los castigos corporales se
empleaban mucho a bordo de los buques, tanto de la Marina mercante
como de la de guerra.
Toda la gente de mar del Reino Unido temblaba cuando oía hablar del
«gato de nueve colas», al que temían más que a la muerte. Para
demostrar el fondo de verdad que había en esto, baste decir que fue con
esas famosas disciplinas con las que los jueces de Londres pusieron
término a la banda de estranguladores que de noche se escondían en los
quicios de las puertas y que con una cuerda de nudo corredizo mataban a
los desprevenidos transeúntes nocturnos.
121
morir al condenado, la banda se disolvió y no volvió a morir por
estrangulación un solo transeúnte.
—Y ¿por qué no? —preguntó Hill, en cuya mente nació una sospecha.
—No es necesario.
—¿Qué quieres tú? —le dijo el capitán rudamente—. Tu sitio no está aquí.
122
—¿Por qué motivo?
Los marineros iban a obedecer, cuando de improviso se oyó una voz que
gritaba:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Una nube de humo acre y denso salía de la escalera, primero con lentitud
y después con más rapidez, envolviendo las velas bajas.
123
después en MacBjorn y luego en los compañeros de éstos.
Dicho esto, se fue al lugar del incendio, seguido del viejo marinero,
mientras la tripulación, abandonando a los dos prisioneros, disponía las
bombas y las mangas, ayudados por los náufragos, que parecían haber
abandonado todo propósito de venganza.
A pesar de las nubes de humo, que salían con gran fuerza por la enorme
abertura, el capitán y Asthor bajaron la escalera que conducía al
entrepuente.
El capitán y el piloto, cubriéndose las bocas con los pañuelos y los gorros
calados hasta los ojos, se lanzaron al sitio incendiado.
Allí vieron, a través del humo, que se hacía cada vez más negro y espeso,
elevarse líneas de fuego, que lanzaban chispas contra las paredes de la
estiba.
124
—Es la despensa lo que arde —dijo el capitán, retrocediendo y secándose
el sudor que le inundaba la frente.
Los marineros, pálidos, sí, pero resueltos a combatir sin tregua al elemento
destructor, habían ya preparado las bombas, sumergiendo al efecto las
mangas en el mar por los flancos del buque.
—El incendio no es, por ahora, grave —dijo el capitán—. Pero puede serlo
si no se le combate con eficacia y vigor. Os pido sólo calma y sangre fría, y
os advierto que el que abandone las bombas sin orden mía es hombre
muerto.
No había que bromear con el capitán Hill, que tenía dadas muy repetidas
pruebas de que sabía hacerse obedecer y remover cuantos obstáculos se
le ponían delante. De buena o mala gana, los náufragos, incluso Bill y
MacBjorn, que parecían contentos de haber escapado al castigo que les
amenazaba poco antes, se pusieron alegremente a ayudar a los
marineros. Mientras Asthor descendía a la estiba con algunos de éstos
para colocar los tubos de salida del agua y los otros maniobraban
enérgicamente en las bombas, apareció miss Ana, gritando:
—Lo sé, Ana —dijo con profunda emoción—. No te asustes, que espero,
con la ayuda de Dios y de los marineros, que lograremos dominarle.
125
—Por ahora no lo puedo asegurar; pero de todos modos no quiero estar
desprevenido. Llama a dos marineros y haz preparar dos embarcaciones,
las más grandes, y que pongan en ellas víveres y armas.
Las maderas crujían, los puntales del entrepuente caían requemados, las
tablas de la cubierta ardían ya y en todos los compartimentos de la nave
comenzaban a sentirse los efectos destructores del fuego.
Los hombres que formaban la cadena con los cubos habían tenido que
retirarse de aquel sitio peligroso para no ser sofocados por el humo y ante
el temor de que el pavimento se hundiera repentinamente bajo sus pies.
Las bombas, sin embargo, seguían funcionando con toda rapidez. Los
marineros, que conservaban una sangre fría admirable, trabajaban con
energía suprema, bajo las miradas del capitán y del piloto Asthor.
Cuando uno se rendía, sustituíale otro, y los torrentes de agua caían con
silbidos agudos en la encendida cavidad del buque.
126
retroceder para librarse de la asfixia.
A las tres de la tarde, Asthor, que había osado entrar en la cámara común
para salvar la caja y la documentación de a bordo, tuvo que volver con
toda presteza al puente, chamuscados el cabello y la barba.
—¡Gran Dios!
El capitán Hill se lanzó entre los fugitivos y tomando una hacha les gritó:
127
¡La nave «Nueva Georgia» estaba perdida!
128
CAPÍTULO XVII. EL ASALTO DE LOS TIGRES
No hay nada más horrible que el incendio de un buque en alta mar.
129
Tal debía ser la suerte de la «Nueva Georgia», si el azar no venía en su
ayuda. El fuego ya se había hecho dueño de casi todo el buque. El
hundimiento final era cuestión de pocas horas.
Miss Ana, aterrada ante el fuego y ante aquellos rugidos, se había retirado
a popa, para estar dispuesta a embarcar en una de las dos piraguas; pero
el capitán Hill y Asthor, que aún conservaban alguna esperanza, hacían
obstinadamente la guerra al incendio, intentando todos los medios para
apagarle.
130
penóles que corrían mayor peligro.
A las diez de la noche fue preciso transportar las bombas junto al palo
mayor, pues el incendio seguía abriéndose paso. El castillo de proa ardía
en todas sus partes, y el árbol del bauprés podía considerarse como
perdido. A las once, el palo trinquete, cuya base debía de estar
carbonizada, cayó de través en la proa del buque, arrastrando casi toda la
arboladura y rompiendo al caer las dos lanchas que aún colgaban de las
grúas.
—¡Uno que huye del fuego! —gritó el escuálido MacBjorn—. ¡Con que lo
siga otro por el estilo, nos freímos todos!
—¡Sí, ha concluido! —añadió el capitán Hill con voz sorda—. Sólo nos
queda para salvarnos el recurso de las embarcaciones. Pero antes,
Asthor, vamos a ver los progresos del incendio.
131
completo.
—¿Qué humo?
—¿No hay ninguna esperanza? —preguntó Ana con lágrimas en los ojos.
132
momento a otro.
—¿Queréis arder vivos? —les dijo Asthor—. Allí hace bastante calor,
queridos.
Bill y sus compañeros, a pesar del humo y las llamas, bajaron la escotilla,
mientras los tripulantes se esparcían por el puente para recoger los
barriles de agua y las cajas de galletas y de carne salada que sacaron de
la cámara común antes de que el fuego la invadiera.
—¡Dios mío! —exclamó el capitán—. ¿Habrán roto las jaulas los tigres?
133
velero fue indescriptible. En su desesperado afán de librarse de aquellas
fieras, caían unos sobre otros, entorpeciéndose mutuamente, con lo que
facilitaban el ataque de los tigres.
—¡Sí, son ellos quienes han abierto las jaulas! —dijo el viejo piloto que
lloraba como el capitán.
—Los han devorado los tigres —respondió Asthor con voz ronca—. ¡Ah,
malditos náufragos!
—¿Y Ana?
—No temáis por ella, capitán —respondió Grinnell—. Veo que está cerrada
la puerta de popa.
134
—¿Estaba antes abierta?
—¡Silencio!
Entre los rugidos de las fieras que despedazaban los cadáveres y los
chasquidos del incendio se oyó un disparo de pistola seguido de un grito
de dolor y de una maldición.
El capitán, que parecía como loco, iba a arrastrar consigo a los dos
hombres, cuando la puerta de popa se abrió, dando paso a un hombre. El
americano lanzó un rugido.
135
—¡Bill! —exclamó con acento de odio infinito—. ¡Bill!
136
CAPÍTULO XVIII. LA FUGA DE LOS
FORZADOS
Sí, el hombre que salía del cuadro de popa, donde estaba refugiada miss
Ana, y que con un valor rayano en la locura subía a cubierta, en la que
corrían los doce tigres, era el propio Bill, el sombrío y misterioso náufrago
recogido en medio del Océano.
Los tigres, al ver aquella nueva presa, se lanzaron a él dando rugidos que
helaban la sangre, pero retrocedieron de pronto, como invadidos de un
misterioso terror.
137
El náufrago levantó la cabeza.
—¡Ah! ¿Sois vos, capitán Hill? —preguntó con ironía—. ¡Palabra de honor
que me alegro de veros todavía vivo!
—¡Fuego de mil espingardas! —gritó una voz que todos reconocieron ser
de MacBjorn—. ¡Esos marineros han matado a mi camarada! ¡A bogar,
compañeros, y que el diablo los queme a todos!
Bajo la popa del buque se oyeron golpes sordos, como si los miserables
intentaran abrir una brecha, y casi en seguida se vio correr por el agua una
chalupa. MacBjorn iba al timón. Bill yacía sobre un banco y parecía
muerto; los otros bogaban con gran vigor.
A lo lejos se oyó todavía la voz burlona del hombre escuálido, que gritaba:
Después nada.
138
chalupa. Pero Bill creo que ha muerto.
—Dios querrá que esté viva —respondieron angustiados los dos marineros.
Desde popa se elevaba una voz bastante clara, y aquella voz había gritado:
—¿Ileso?
—Sí. ¿Y tú?
—¿Herida?
139
—No, papá. ¿Estás solo?
—¿Y Asthor?
—¿Bill también?
—Pero ha muerto.
—Sí.
140
hombres salvados en el palo mayor, y antes los ocultaba el fuego.
—¿Quiénes son?
—Fulton y Maryland.
—¿Cómo?
—¿Podríais cogerlas?
141
—¡Es que los tigres pueden bajar!
—En diez segundos lo hago. Pero luego, ¿cómo entregaros las armas?
Los tigres se habían agrupado hacia proa y a pesar del humo y de las
chispas que salían de la cámara común, seguían merodeando, buscando
más víctimas para su insaciable voracidad. Un enorme tigre alzó de pronto
su monstruosa cabeza y aguzó las orejas, lanzando un sordo gruñido que
llevaba toda la fuerza de un terrible grito de muerte.
El tigre parecía seguir escuchando con gran atención. Agitó la cola dos o
tres veces y después se volvió bruscamente hacia popa, fijando en la
puerta sus encendidos ojos.
142
—Algo ha oído —dijo Asthor, temblando.
—Sí.
—Atranca la puerta.
—Ya lo está.
—Y la ventana da…
—¡Atención, pues!
143
y gritó en seguida:
Las fieras, que no debían ignorar el poder de las armas de fuego y que
habían seguido con viva inquietud aquellas diversas maniobras, se habían
reunido en medio de la cubierta y miraban ferozmente a los tres hombres,
lanzando amenazadores gruñidos.
144
blanco con precisión terrible. En vano las fieras se defendían dando saltos
y rugidos; en vano pretendían llegar con sus garras hasta la altura de los
palos, desde donde el capitán, Asthor y Grinnell las fusilaban, y en vano
huían de acá para allá tratando de guarecerse detrás de los barriles y de
las cajas de efectos esparcidos por el puente.
Al cabo de diez minutos siete tigres yacían sin vida sobre cubierta, dos
estaban con las convulsiones de la agonía y uno, loco de terror, se había
lanzado al mar, donde, apenas cayó, se le vio servir de pasto a los
tiburones. El undécimo tigre revolcábase sobre su sangre herido de muerte
y haciendo postreros y desesperados esfuerzos por lanzarse hasta la cofa,
y, por último, el duodécimo se había retirado a proa, escondiéndose entre
unas cajas.
A los tres disparos, el tigre herido acabó de morir, quedando tendido al pie
del palo de mesana.
—¿Dónde?
—A la cámara común.
145
—No —contestaron los dos marineros.
146
CAPÍTULO XIX. SOBRE LOS RESTOS DEL
BUQUE
Como puede calcularse, la propuesta del capitán era temeraria, porque los
tigres son, sin duda, los animales más valientes del mundo y sólo en muy
raras ocasiones temen al hombre, arrojándose con audacia loca contra los
cazadores sin reparar ni en el número ni en sus armas.
Sin embargo, era preciso hacer lo que el capitán había decidido, porque el
tigre podría mantenerse en su escondite doce y aun veinticuatro horas,
prolongando así la inacción del capitán y de sus compañeros un espacio
de tiempo en el que no hubieran podido resistir el hambre ni la sed.
El tigre, que sin duda los espiaba desde su escondite, al verlos poner el
pie en el puente hizo oír un gruñido amenazador.
Parapetados entre las cajas y barriles que había sobre cubierta, el capitán
y los otros llegaron hasta unos diez pasos del castillo de proa.
El gaviero disparó.
147
Asthor cogió un trozo de madera y lo arrojó a la cámara.
Esta vez el tigre se lanzó fuera rugiendo. Se recogió sobre sí mismo para
tomar impulso y dio un salto describiendo una gran parábola.
—Muertos todos.
—Sí —respondió el viejo marino—. Ahora no arde más que alguna parte
insignificante y nosotros lo apagaremos del todo.
148
—Y yo lo creo, señor —añadió Asthor.
—¿Matasteis a Bill?
—¿Y Bill?
—Sigue, Ana.
149
—«¡Me iré, pero con vos, porque yo… os amo!»
—«¡ Ah! —exclamó con ironía—. La paloma se cree fuerte, pero yo soy un
milano que no tiene miedo».
—Muy poco.
—¿Podrá bajarse?
150
—El incendio se extingue por ambas partes —dijo el capitán—. ¿Qué
habrá pasado?
—¡Calle! —dijo el piloto—. ¡Se diría que está cayendo agua sobre el fuego!
—Pero ¿de dónde viene? ¿Les dan a las bombas nuestros hombres?
—No.
—¡Mira, Asthor!
—Ahora lo sabremos.
151
Bajaron al sitio indicado, y apenas estuvieron en el fondo pudieron
percatarse de que había más de un palmo de agua.
152
—Pues bien, tratemos de componer lo mejor posible a esta pobre «Nueva
Georgia» y dirijamos la proa hacia Tanna.
153
CAPÍTULO XX. EL NAUFRAGIO DE LA
«NUEVA GEORGIA»
El piloto y los tres marineros, impacientes por hacerse a la vela, se
pusieron a trabajar con verdadero ardor y sin perder un minuto, bajo la
dirección del capitán Hill.
Aunque medía dos metros de ancho por uno y medio de altura, Asthor se
dedicó, ayudado por los tres marineros, a cerrar aquel boquete,
empleando tablas y carenas que se procuró bien pronto. Hizo un reparo
momentáneo, ineficaz contra las grandes olas, pero podría resistir algunos
días hasta la llegada a la isla de Tanna.
154
El capitán estableció turnos de guardia para no extenuar las fuerzas de
todos, cosa bastante peligrosa por lo reducida que había quedado la
tripulación, mucho más siendo el buque tan grande y hallándose tan mal
pertrechado, pues sólo disponía de un palo en buenas condiciones.
A las nueve fue desplegada la vela del palo de mesana y se añadió otra
vela a proa para la mejor estabilidad. Asthor se colocó al timón y la
«Nueva Georgia» comenzó a navegar hacia el Norte, o sea hacia el
archipiélago de Nuevas Hébridas.
El viento era débil y el mar estaba algo agitado; pero la noche era clara y
había salido la luna. El buque, aunque no bien servido por el palo de
mesana, que, como se sabe, está situado a popa, comenzó a filar, pero
con extraordinaria lentitud.
Nada que merezca referirse ocurrió en aquellas primeras cuatro horas. «La
Nueva Georgia», aunque tendía a salirse del camino, obligando al piloto a
vigilar sin descanso el timón, a causa del palo de mesana, que ejercía un
esfuerzo desequilibrado sobre la popa, navegó sin interrupción,
recorriendo nueve nudos en aquellas cuatro horas.
155
sobre el puente caían unos hilos ligeros tan tenues que parecían
delgadísimos filamentos de seda y que se detenían en gran número en los
penóles, en las velas, en las cuerdas, en toda la arboladura.
Fulton y Ana, que fueron los primeros en advertir aquello, iban ya a pedir al
capitán la explicación de tan raro fenómeno, cuando vieron caer sobre
cubierta millares y millares de filamentos de una blancura inmaculada y
que parecían caer de las altas regiones de la atmósfera.
—Sí, Ana.
—Tienes razón; aunque son muy blancas, tienen una forma especial y
parecen más resistentes.
156
las ve; pero si observas bien las encontrarás entre sus telas —dijo el
capitán—. El fenómeno no es nuevo y le han observado muchas veces los
hombres de ciencia.
—Pero ¿qué arañas son ésas? —preguntó Ana, que iba de sorpresa en
sorpresa—. Además, ¿por qué emprenden esa emigración?
Todas aquellas arañas habían abandonado los primeros hilos, que por la
humedad nocturna se habían hecho pesados, y tejían otros con
sorprendente rapidez.
Al cabo de media hora, una gran parte de las arañas, después de haber
lanzado al aire, de un soplo, el nuevo hilo, se dejaban llevar por el viento
matutino, que las conducía facilísimamente, elevándolas a altas regiones
de la atmósfera. A la segunda ráfaga de aire, las rezagadas siguieron a
sus compañeras, desapareciendo tras los primeros rayos del sol.
—¡Buen viaje! —gritó una voz alegre—. ¡Ah, cómo las envidio!
157
Era Asthor, que algunos minutos antes había subido a cubierta y que
observaba atentamente aquella emigración maravillosa.
Todo el día el buque siguió filando con lentitud hacia el Norte; pero cerca
de la puesta del sol aligeró la marcha, porque se había levantado un fuerte
viento del Sudoeste.
A las diez de la noche el viento soplaba con gran violencia entre las
cuerdas y las velas, y la enorme nube, que se había extendido sobre el
Océano, relampagueaba y tronaba fragorosamente.
Las olas batían los flancos del pobre buque, que cabeceaba y sumergía la
proa, dando fuertes testarazos a babor y estribor. Para mayor desgracia, la
oscuridad era tan profunda que a pocos metros de distancia no se
distinguía nada.
Ana estaba sobre cubierta, a pesar de los ruegos del capitán, y miraba
intrépidamente el tempestuoso Océano, como si quisiera desafiarle. La
joven no temblaba y quería mostrarse digna de un padre que pasaba por
uno de los más intrépidos lobos de mar de las dos Américas.
158
travesaños colocados tras las tablas que tapaban la brecha amenazaban
ceder de un momento a otro al impulso de las olas, cada vez más altas y
fuertes.
Frecuentes golpes de mar entraban por las amuras, casi destrozadas por
la caída del palo mayor y el de trinquete, y se rompían sobre cubierta,
esparciéndolo y echándolo todo a rodar y cayendo en las profundidades de
la estiba, después de anegar e) castillo de proa.
Las cajas, los barriles y las jaulas de los tigres, no contenidos ya ni por el
peso ni por las ataduras, rodaban de una parte a otra, chocando con
fuerza; pero la tripulación no tenía tiempo para ocuparse de aquello,
necesitando atender a las maniobras del enorme buque, para cuya
seguridad hubieran sido precisos lo menos diez hombres más, a fin de que
pudiera ir bien dirigido.
—Allí, Ana.
159
—¡Es Tanna! —exclamó el capitán—. Sé que allí hay un volcán que está
siempre en actividad.
—¡Ah, padre!
160
CAPÍTULO XXI. EL NAUFRAGIO
La isla de Tanna es una de las más bellas y pintorescas del grupo de las
Nuevas Hébridas. Es la más meridional de todas y la más conocida, a lo
menos en aquel tiempo.
No sólo goza la fama de ser una de las más bellas de todo el archipiélago,
sino que también se dice que es de las más fértiles, a pesar de que su
suelo está formado de varias especies de lava, de capas de arcilla
mezclada con tierra, en que abunda el alumbre, de masas de cuarzo y de
ciertos terrenos riquísimos en azufre. Sus montañas se levantan en
anfiteatro y dan a aquel pedazo de tierra perdido en el Océano un aspecto
no sólo risueño, sino interesante.
161
Desgraciadamente, se veían amenazados de llegar a aquella tierra en las
más tristes y peligrosas condiciones, aunque para ellos la isla
representaba la salvación y la vida. La caída del palo de mesana,
sobrevenida en el momento de ver la isla ponía en gran peligro la
seguridad del buque, al que ya podría considerarse como un casco
destrozado vagando a merced de las olas.
La «Nueva Georgia», que estaba inclinada de babor a causa del peso del
palo, recobró la horizontal cuando éste cayó al agua, y, empujada por el
viento, se dirigió a la isla, con grandes cabeceos y sacudidas, pues la falta
de velas originaba de tal manera la inestabilidad.
162
—¡Ah! —exclamó el capitán—, ¡si pudiera descubrir la bahía de la
Resolución, que Cook ha descrito tan bien! Pero ¡quién sabe por qué parte
se encuentra!…, y además ¡con mil rayos! ¿Y si ésta no fuera la isla de
Tanna? Si no me equivoco, más al Sur se encuentra otra isla: la de
Anatton… Pero ¿y el volcán? Anatton no lo tiene, que yo sepa…
El capitán, que observaba con atención las olas para conocer si el fondo
estaba compuesto de rocas y puntas coralíferas, gritó a poco:
Maryland, Fulton y Grinnell dieron vuelta a los tomos, y las dos anclas
cayeron al agua, haciendo correr rápidamente las cadenas por los alvéolos
de proa.
Casi en el mismo instante ocurrió a popa una sacudida tan violenta, que
toda la tripulación cayó sobre cubierta.
—¿Hay averías?
163
—La oigo precipitarse en la cala.
164
hombres de ciencia: aquel volcán, en vez de dominar la isla, era más bajo
que otras de las montañas cercanas.
El lugar no podía ser más pintoresco. Ante ellos, una multitud de árboles
de todas especies y dimensiones se extendían hasta perderse de vista,
cubriendo enteramente la costa.
165
aquellos bosques, bajo los cuales crecían en abundancia bellísimas
flores—. ¡Qué desgracia que este paraíso terrenal esté habitado por
monstruosos antropófagos!
166
CAPÍTULO XXII. EL PRIMER SALVAJE
Aquel «birgus latro», como le había llamado el capitán, aunque
sorprendido en tierra y en lo alto de un árbol, era un habitantes del mar, un
crustáceo de los más voluminosos, un cangrejo gigante, en una palabra.
Estos «birgus», a los que los isleños del Pacífico llaman cangrejos
ladrones, tienen una extraña costumbre que merece contarse. Aunque son
habitantes del mar, pasan en tierra buena parte de su vida, buscando
ávidamente los cocoteros que crecen en casi todas las islas del Océano
Pacífico. Estos cangrejos se vuelven locos por las nueces del cocotero, y
se exponen a todo género de peligros, con tal de procurárselas.
Como se sabe, esas nueces son tan duras, que al mismo hombre le
cuesta trabajo romperlas si no dispone de un hacha; pero el cangrejo
ladrón no se inquieta por eso. Dotado de poderosas uñas introduce una en
el punto llamado «ojo» de la nuez, y girando sobre sí mismo, logra
horadarla y la va rompiendo poco a poco, hasta que se bebe la leche y se
come la pulpa blanca y delicada. Se dice que mezclan al coco la nuez
olorosa del «pandanus», para hacerlo más dulce y exquisito; pero esa
afirmación no está comprobada, aunque todos los isleños la confirman.
167
peso. No contentos recogieron abundante cantidad de higos o «yambo»,
fruta del tamaño de las peras de Europa, refrescantes y tiernos como
manteca, y boniatos, gruesas raíces dulces y harinosas que se asan sobre
brasas.
Iba ya Grinnell a coger la presa, cuando entre las ramas de unos arbustos
próximos se dejó ver un ser humano.
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—¿Qué buscará aquí este devorador de carne humana? —se preguntó el
piloto, perplejo.
Le hizo señas de que se acercara. El salvaje, que había oído muy bien sus
palabras, como si tratara de adivinar su significado, dio algunos pasos al
frente, diciendo:
—¡«Sir»!
—¡Canastos! —dijo el piloto—. ¡Este salvaje sabe el inglés! ¿Lo has oído,
Grinnell? ¡Me ha llamado señor!…
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—Pero es muy atento y muy fino, miss. Adelante, señor… ¿cómo diablos
le llamaré? ¡Adelante, señor salvaje!
Sin duda tomaba el barco por algún monstruo gigantesco, y tenía miedo de
que avanzara y se lo comiera; pero poco a poco se tranquilizó y se sentó
ante el fuego.
Fulton retiró el asado, que lanzaba un perfume delicioso, así como los
boniatos que había puesto entre el rescoldo. En seguida rompió con el
hacha el caparazón del cangrejo y quedó al descubierto una carne
blanquísima que prometía ser exquisita.
—¿Cómo te llamas?
—¿Querrías llevarnos?
—¡Sí, sí!
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—¿Y nos presentarás a tu rey?
—Sí.
—¡Pariente mío!
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CAPÍTULO XXIII. EL REY BLANCO
El capitán Hill, su hija, el piloto y los tres marineros permanecieron algunos
minutos sin acertar a pronunciar palabra: tanta fue su sorpresa al oír al
salvaje que un hombre blanco se hallaba en aquella isla investido de la
dignidad real.
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—Joven —respondió el isleño.
—¿Tiene barba?
Koturé pareció reflexionar un poco y en seguida mostró dos veces los diez
dedos abiertos.
—Es evidente —dijo Asthor—, puesto que hace poco que abandonaron el
buque. Pero ¿quién será, entonces?
—Fue recogido en el mar, muy lejos de aquí, por algunos de mis amigos
—contestó el isleño.
—Sí, después de una victoria obtenida contra la tribu del jefe Arrou. El
hombre blanco decidió la suerte de la batalla con su valentía y arrojo.
—Ya deseo con ansia conocer a ese pariente mío. Si nos conduces donde
está, te regalo un fusil y te enseño el modo de manejarlo.
Su admiración crecía a cada instante al ver los diversos objetos que había
en el puente y al mirar la profundidad de la estiba. Manifestaba su alegría
con frecuentes frotamientos de nariz, no respetando ni las del capitán ni
las de Ana. La de Asthor se había puesto roja como una amapola, porque
el salvaje prefería a las demás la gruesa nariz del viejo piloto.
173
Después de una noche tranquila, durante la cual el volcán continúo
lanzando sordos mugidos, que podían oírse a veinte millas de distancia,
los náufragos y el salvaje dejaron el buque para ir a la aldea del rey blanco.
174
blanco se estremeció, se puso pálido como un muerto y parecía petrificado.
—Pero ¿es que estoy soñando? —exclamó Ana, que se había puesto
pálida y después encendida como la grana.
—¿Antropófago vos?
175
completo silencio, disponiendo luego que su guardia de honor formara
alrededor de la tienda para que no les molestasen. En seguida entró
nuevamente y se colocó junto a sus amigos, que se habían sentado en
una vasta estancia, o sea en el salón del trono, porque en el testero
principal había una especie de plataforma cubierta con una esterilla, y
sobre ella un escabel o silla, que debía haber sido construida por el mismo
rey, pues los isleños del Océano Pacífico no conocen el uso de esos
muebles.
176
—¿Y por qué esa expresión de cólera, toda vez que ignoráis el infame
comportamiento de aquel hombre? —dijo Ana sorprendida.
—Sí. Uno de mis súbditos me refirió esta mañana que, al norte de la isla,
había visto desembarcar hombres de piel blanca.
177
ladrones.
—¿Y quiénes podrían ser?… Sin duda, otros náufragos —dijo Collin.
—No; he vuelto a mandarle allá para que adquiera noticias más precisas.
—¿Cuándo volverá?
—Partió esta mañana, al alba, con un hermano suyo, y creo que estará de
vuelta dentro de pocas horas. Pero ¿por qué estáis tan excitado, capitán?
—Sí, amigos. Deben de ser los infames que incendiaron el buque y que
pusieron en libertad contra nosotros a los doce tigres, asesinando así a
casi toda la tripulación. Esos miserables deben de haber venido derechos
hacia esta isla, que era la más cercana, para esperar aquí cualquier buque
que los transporte a Europa o América para disfrutar allí del dinero robado.
El corazón me dice que no me engaño, y que antes de mucho tiempo
todos pagarán su deuda. Collin, juradme que me ayudaréis a hacer justicia
sumaria a esos ladrones, incendiarios y asesinos.
—Lo juro; tanto más, cuanto que yo también tengo que saldar una antigua
cuenta con Bill.
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—¡Vos! —exclamaron todos.
—Sí, yo, que a estas horas debía dormir en lo más profundo del Océano
Pacífico. He escuchado vuestra dolorosa historia. Oíd ahora mis aventuras.
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CAPÍTULO XXIV. LOS PRESIDIARIOS
Collin hizo servir cerveza, que obtenía con la fermentación de ciertas
frutas, y que, por unanimidad, fue declarada excelente; encendió una pipa
que le regaló Asthor, se colocó bien sobre la esterilla y empezó diciendo:
—De seguro habréis supuesto todos que yo caería al mar por efecto de un
descuido, de una desgracia puramente casual, aquella noche en que la
«Nueva Georgia» luchaba contra el segundo huracán. Estoy cierto de que
a ninguno de vosotros se le habrá ocurrido el sospechar siquiera que mi
caída se debiese a un cobarde delito.
—Sí; Collin tiene razón —replicó la joven—. Aquel miserable había puesto
sus ojos en mí. Me miraba siempre, trataba de satisfacer mis menores
deseos, me seguía sin cesar, y aún me acuerdo que en el momento en
180
que la «Nueva Georgia» varaba en los arrecifes de Fidji, me dijo:
«¿Queréis vivir o morir?» Y entonces fue cuando se decidió a echar aceite
en el mar.
—No tengo ningún deseo de acabar aquí mi vida, Asthor —dijo, riendo, el
teniente—. Entre mis súbditos cuento con hábiles carpinteros, que me
ayudarán a construir una gran canoa, a la que podré, o procuraré al
menos, dotar de las condiciones de un mediano velero, y, una vez
terminados nuestros negocios aquí, tomaremos rumbo hacia Australia.
181
En aquel momento se presentó un salvaje, diciendo:
—Paowang ha llegado.
—Es el hombre a quien mandé por noticias —aclaró Collin—. Que entre.
—¿Los has visto? —le preguntó Collin, sin dejarle casi respirar.
—¿Dónde están?
—¿Cuántos son?
—Siete y un herido.
—¿Están armados?
—He visto que tenían cañas que despedían fuego y hacían ruido fuerte
como el volcán.
182
tus parientes aquellos hombres?
—¡No tengáis duda, son los forzados! —exclamó el capitán cuando Collin
le tradujo las noticias del caníbal—. El herido es Bill y los otros son sus
compañeros. Preguntad a vuestro súbdito si entre ellos hay un hombre
delgadísimo y de alta estatura.
—Colgarlos del árbol más alto del bosque, miss Ana —dijo Asthor—. Si los
salvajes quieren después comérselos, no seré yo quien se oponga.
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—¿Podré yo ir también a la caverna? —preguntó Ana.
Poco después, Asthor, los tres marineros y diez indígenas bajaban por la
vertiente de la gran montaña, mientras Collin enviaba mensajeros a las
aldeas cercanas para que acudieran los guerreros y sus jefes.
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CAPÍTULO XXV. LA BANDA DE BILL
Durante la noche, en la pequeña capital del rey blanco, reinó una
extraordinaria animación.
Se les oía cuchichear, gritar, sonar sus conchas marinas, ir y venir, como
si estuvieran impacientes por partir para la costa septentrional de la isla,
donde contaban con entregarse quién sabe a qué monstruoso banquete.
185
—No será necesario, teniente —dijo el capitán—. Los forzados no
opondrán mucha resistencia.
—Dejo a esta mujer bajo tu protección —le dijo el rey—. Te advierto que
me es más preciosa que mi trono, y si en algo se me pudiera quejar de ti o
de los tuyos, disparo el cañón contra la aldea y la hago cenizas.
Paowang se orientó por medio del volcán, cuyo cráter vomitaba siempre
llamas, humo y pedazos de ardientes rocas, y al fin condujo a la tropa por
en medio de un cañaveral para remontar una colina.
186
—El mar está lejos de la caverna que habitan.
—¿Con bosques?
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cráter, y al Oeste surgía una pequeña altura formada por una colina,
privada de vegetación en uno de sus lados y cubierta en el otro de mullido
césped y de numerosos cocoteros, plátanos y hermosas palmas.
—¿Dónde?… ¿Dónde?
—Ya lo veo.
188
—Paowang, con cien guerreros, se emboscará entre aquellos macizos que
se extienden hacia el Este; su hermano, con otros tantos, se ocultará en
aquel bosque de cocoteros que se extiende por el Oeste, y nosotros
escogeremos sitio detrás de aquellos grupos de matas. Si los forzados
intentaran subir la colina, nos será fácil extender las tres bandas y
alcanzarlos.
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Así diciendo, disparó un tiro en dirección a la gruta.
—¡Soy yo, señor Brown! —exclamó Hill, saliendo del bosque—. ¿No me
reconocéis?
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—¡Mil truenos! —añadió—. Es preciso confesar que tenéis la piel dura,
capitán, para que os halléis gozando de completa salud; pero os advierto
que la nuestra es también muy dura y que la cuerda que pretendéis
enrollarnos al cuello no se ha tejido todavía. Conque en retirada, Brown, y
apelemos a las balas.
—¡Ya cantó uno! —dijo el piloto—. Un pillo menos que nos dé qué hacer.
191
Los forzados, sin embargo, atrincherados sólidamente, no se amilanaban y
oponían una enérgica resistencia, respondiendo disparo con disparo y
matando con matemática precisión a los salvajes que abandonaban sus
escondites de ramaje para acercarse a la entrada de la caverna.
De cuando en cuando, a través del humo que salía del negro agujero,
aparecía alguna cabeza, que volvía a esconderse en seguida, y se oía la
sarcástica voz de MacBjorn que gritaba:
Ya doce o quince isleños yacían sin vida sobre el césped, acribillados por
el plomo de aquellos rebeldes, cuando el capitán gritó:
192
—Ve, pues, y a ver cómo te portas.
193
CAPÍTULO XXVI. EL ASALTO DE LA CAVERNA
Aquel procedimiento de sofocarlos por el humo era el único medio de
obligar a los forzados a rendirse.
Asthor, en unión de Grinnell y de diez isleños, se arrojó por entre las altas
hierbas, arrastrándose como reptiles, y llegaron hasta el enorme tronco
que los forzados querían convertir en canoa y que estaba a unos quince
pasos de la caverna. Detrás de aquel parapeto no podían temer a las
balas de los defensores de la cueva.
Encendió la yesca, esparció alguna por las hierbas secas cercanas y les
prendió fuego con la pólvora. En seguida se elevó una llama que se
extendió rápidamente, invadiendo todos los matojos cercanos, que ardían
crepitando con gran ruido.
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Furiosos ante el fracaso de sus tiros y por el humo que empezaba a
molestarlos bastante, se arrojaron fuera de la gruta con ánimo de alejar a
los incendiarios, pero el capitán y Collin, que no les perdían de vista, les
soltaron un buen golpe de metralla. Dos forzados cayeron muertos. Los
otros retrocedieron con gran prisa hacia la caverna, dejando detrás a un
compañero herido.
—¡Otros dos fuera de combate! —dijo Asthor—. ¡Qué lástima que el tuno
de MacBjorn no sea uno de ellos! Me parece, sin embargo, que le queda
poco tiempo de burlarse de nadie más. No tardarán en caer.
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—¡Es Dickens! —exclamó el piloto, que lo había reconocido—. ¡Otro que
va a visitar al demonio!
Los salvajes dispersaron las brasas con las lanzas, echaron tierra sobre la
broza que aún ardía y llegaron a la entrada de la cueva al mismo tiempo
que Asthor y Grinnell.
—No veo más que dos muertos y un moribundo —dijo el piloto, entrando.
Cuatro hombres yacían detrás de las rocas, a las que con tanta
obstinación habían defendido. Eran Brown, MacDoil, Kingston y O’Donnell.
El quinto, Welker, moría apoyado en la pared.
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—¡Por mil rayos!… ¡No los veo! —exclamó el piloto, enseñando los puños
con rabia.
—Pero ¿cómo?
197
—¡Ah miserables! —exclamó el capitán.
—¿Adónde se dirigen?
—Fuera de la colina.
Siguieron las huellas de los dos fugitivos, que se veían impresas sobre la
hierba, tronchada acá y allá, y en el césped, aplastado por el pie de
aquéllos, y pronto ganaron la colina y llegaron a la otra vertiente.
—¡Imposible!
—No me engaño.
198
—¡Si no los hemos encontrado!
—Tienes razón, Asthor. Así debe ser, y tanto mejor para nosotros, puesto
que los alcanzaremos antes.
—Tiene las piernas largas ese MacBjorn —dijo Asthor—, y temo que nos
hará sudar bastante. Es delgado como un esqueleto, pero fuerte como el
acero; todo nervios y capaz, por tanto, de hacernos correr mucho detrás
de él, a pesar de la carga que lleva sobre las espaldas.
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Paowang se había ya puesto en camino, siguiendo las huellas y
penetrando a través de los bosques que subían por los flancos de la
montaña tembladora. Hill, Collin y todos los otros le seguían.
Era el camino cada vez más accidentado y penoso, y a medida que subían
hallaban mayores dificultades a su paso. Un número inmenso de bejucos
se enredaban entre los árboles y subían y bajaban como serpientes,
entrelazándose de mil maneras y describiendo curvas de mil formas que
hacían casi imposible el paso de aquel grupo de hombres. Otras veces
eran grandes masas de plantas, especie de nogales enanos con ramas
muy unidas, las que les cerraban el camino, o bien algún inmenso
cañaveral de «bambú tulda», tan unidas sus cañas unas a otras que no
permitían pasar a nadie entre ellas.
Los marineros y los indígenas trabajaban con los cuchillos y las hachas,
poseídos de un verdadero furor; pero en ciertos momentos se encontraban
imposibilitados de avanzar ante aquellos espesos macizos de vegetales
que parecían querer sofocarlos. Paowang había perdido las huellas hacía
algún tiempo, pero continuaba su ascensión a la gran montaña. Lo guiaba
el instinto, y estaba seguro, segurísimo, de que marchaba detrás de los
fugitivos.
Se inclinó y examinó el polvo negro que cubría las orillas de aquel depósito
de agua caliente.
—¡He aquí las huellas! —exclamó—. Veo las de los dos hombres, y se
dirigen a la cumbre de la colina.
200
—Sí…, pero… ¡silencio!
—He oído tronchar algunas ramas —dijo a poco—, y allá veo moverse el
césped.
¿Habían hecho las balas blanco o los dos forzados seguían corriendo
ocultos por la hierba?
201
CAPÍTULO XXVII. BILL, PRESO
Para aquellos dos miserables todo había concluido: su captura no era más
que cuestión de horas, tal vez de minutos; la fuga les era imposible
habiendo sido descubiertos por sus perseguidores a tan corta distancia.
—¿De quién?
202
—¡Calle, Calle! ¿Qué es esto? —exclamó Maryland, señalando la hierba
manchada de rojo.
—Tanto mejor; así los encontraremos más fácilmente —dijo Collin—. ¿Ves
algo, Paowang?
—Sí —contestó el salvaje, que miraba por todas partes—. Otra vez he
visto moverse el césped.
—¿Dónde?
En aquel momento sonó una detonación y una bala pasó silbando por
cerca de la cabeza del capitán, matando a un salvaje que estaba a su lado.
Una nube de humo se alzó sobre las altas hierbas, disipándose en el aire.
203
Un peñasco de medio quintal caía dando tumbos por la pendiente de la
montaña, tronchando a su paso los árboles y aplastando las hierbas. Pasó
sólo a cinco metros del grupo de hombres.
—¡Adelante, pero cuidado con los peñascos y con las balas! —manifestó
el capitán.
No contestó nadie; pero a poco se oyó una voz débil, pero todavía burlona,
que decía:
204
—¡Silencio! —exclamó Fulton.
En la montaña se oía aún a MacBjorn, que decía con la voz cada vez más
débil:
Fue abierta en seguida, pero sólo contenía unos cuantos dólares y algunas
cartas.
—¡Le tiene cariño ese asesino al dinero robado! Pues no creo que sea
muy higiénico cargarse para correr.
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—¡Detente o hago fuego! —le intimó Collin.
Desde allí el terreno estaba casi limpio de vegetación y sólo se veían muy
esparcidas algunas gramináceas y un césped ligero. Bill, que ya no podía
esconderse, hacía inauditos esfuerzos por llegar a la cumbre, tal vez
esperando hallar algún escondite en el bosque de la vertiente opuesta. Al
verle arrastrándose, se comprendía que no podía más.
206
—¡He perdido la partida y pago!…
En seguida se dejó caer sobre una piedra y ocultó la cabeza entre las
manos.
—¿Y yo, sabes quién soy? —le dijo Hill, que también se había acercado.
—¡Vos! —exclamó—. ¿Por qué arte de Satanás estáis aquí vivo? Creía
que los tigres os habían devorado.
207
capitán; pero Grinnell, que no le había perdido de vista, le derrumbó al
suelo de un culatazo. El tiro salió, pero la bala se perdió en el vacío.
208
CONCLUSIÓN
Pocos días después de los sucesos que quedan narrados, los náufragos
de la «Nueva Georgia» ayudados por los salvajes, que seguían
obedeciendo a su rey, más prestigioso aún que antes para ellos por su
victoria sobre los forzados, procedieron a desarmar el barco para hacer
con sus restos una gran chalupa.
Los trabajos, bajo la dirección del capitán y de Collin, fueron seguidos tan
alegre y prontamente, que cuatro semanas después la nueva
embarcación, que desplazaba cerca de cien toneladas, lucía su esbelto
casco en la playa.
Fue armado en cutter el nuevo buque y aprovisionado con los víveres que
habían podido salvar de la «Nueva Georgia», y que conservaron con sumo
cuidado en almacenes levantados en la playa.
Por último, una hermosa mañana, el pequeño cutter desplegó sus velas y,
empujado por suave brisa, salió a alta mar, acompañado por buen número
209
de piraguas, en las que iban los isleños, que lloraban al ver partir a su rey.
—Si hubierais sido mía, yo habría llegado a ser otro hombre; pero era ya
tarde. ¡Olvidad mis infamias y, si podéis, compadecedme!
Antes de partir supieron que Bill había sido conducido a la isla de Norfolk,
donde debía cumplir veinte años de trabajos forzados por asesinato. Su
castigo por los crímenes que cometió en la «Nueva Georgia» fue el de
reclusión perpetua.
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Emilio Salgari
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hispana su obra fue particularmente popular, por lo menos hasta las
décadas de 1970 y 1980.
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