Varios Autores - Narraciones Terrorificas Vol 5

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Antología

de cuentos de misterio de diferentes autores, publicados por la


editorial ACERVO durante los años 1960 y 1970, que se editó en una
colección de diez tomos.

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AA. VV.

Narraciones terroríficas - Vol. 5


Narraciones terroríficas - 5

ePub r1.0
Titivillus 18.08.16

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Narraciones terroríficas ACERVO. Vol. 5
AA. VV., 1964
Selección: Ana Mª Perales
Escaneo: Walter Lombardi
Retoque de portada: Piolin

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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NARRACIONES
TERRORÍFICAS

Antología de cuentos de misterio

(QUINTA SELECCIÓN)

Selección de
JOSÉ A. LLORENS

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EL SEÑOR JUEZ
HARBOTTLE
SHERIDAN LE FANU

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CAPÍTULO PRIMERO

EL SEÑOR JUEZ HARBOTTLE

H ACE treinta años, un hombre de edad, de quien yo recibía cada semestre una
pequeña renta en concepto de alquiler de una de mis propiedades, vino a
verme el día en que terminaba el plazo. Era un personaje reservado, triste, distante,
que había conocido tiempos mejores y gozaba de una reputación inmejorable. No se
puede imaginar fuente más fidedigna para una historia de fantasmas.
La que me contó, con repugnancia, hay que reconocerlo, salió a relucir por el giro
que tomó nuestra conversación. En efecto, se sintió en la obligación de explicarme
(yo no lo hubiera notado) la razón de que se presentara el día del vencimiento, en
lugar de hacerlo una semana después, como tenía por costumbre; me dijo que había
decidido mudarse de casa y, por consiguiente, tenía que pagar el alquiler un poco
antes de lo debido.
Vivía en una oscura calle de Westminster, en una casa vieja, espaciosa, muy
caliente, ya que estaba artesonada de arriba abajo y mal ventilada por escasas
ventanas de diminutos cristales emplomados.
Como testimoniaban los carteles colocados en las ventanas, la casa se hallaba en
venta, o por alquilar, pero nadie parecía interesarse por ello.
Una matrona delgada y taciturna, vestida de seda de un negro color ala de mosca,
cuyos ojos grandes e inquietos miraban fijamente y parecían escrutar la cara del
visitante, para leer en ella lo que había visto en los pasillos y las habitaciones oscuras
por las que acababa de pasar, mantenía el cuidado de la casa, ayudada de una «criada
para todo». Mi pobre amigo se alojó en la casa inducido por el precio
extraordinariamente bajo. Era el único locatario y llevaba más de un año, sin haber
tenido jamás motivo de queja. Disponía de dos habitaciones: una sala y un dormitorio
al cual daba un pequeño gabinete en el que guardaba encerrados sus libros y sus
papeles.
Una noche, antes de acostarse, tuvo el cuidado de cerrar también, con llave, la
puerta del pasillo. Como no podía dormir estuvo un rato leyendo a la luz de una vela;
por fin, dejó el libro en la mesilla de noche. El reloj del rellano de la escalera acababa
de dar la una cuando, con un horror indescriptible, vio que la puerta del gabinete, que
creía cerrada, se abría furtivamente y entraba en la habitación, de puntillas, un
hombre delgado y moreno, como de cincuenta años. Su aspecto era siniestro, con su
vestido de luto, muy anticuado, como los que pueden verse en los cuadros de
Hogarth. Le seguía un hombre más viejo, más corpulento, cuya piel estaba marcada
por el escorbuto y cuyos rasgos, inexpresivos como los de un cadáver, llevaban
impresa la marca de la perversidad y la sensualidad.
Aquel anciano llevaba una bata de casa en seda floreada con bocamangas de

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encaje. Mi amigo notó que lucía un anillo de oro en la mano y en la cabeza un gorro
de terciopelo como los que usaban en la intimidad los caballeros de la época de las
pelucas.
En la mano, cubierta de encajes y adornada con la sortija, el siniestro anciano
llevaba un rollo de cuerda. Los dos personajes salidos del gabinete, que se hallaba a
la izquierda del cuarto, cerca de la ventana, atravesaron la habitación en diagonal,
hacia la puerta del pasillo, que estaba a la derecha, pasando junto a los pies de la
cama.
Ni siquiera intentó describirme las sensaciones que despertó en él la aparición, tan
próxima, de las dos siluetas. Se contentó con declarar que no se acostaría jamás en
aquella habitación, ni ninguna consideración en este mundo podría incitarle a entrar
solo en ella, aunque fuera en pleno día. Por la mañana encontró las dos puertas
cerradas con llave, tal como las había dejado antes de acostarse.
En respuesta a una pregunta mía me dijo que ninguno de los dos personajes
pareció darse cuenta de su presencia. No daban la impresión de deslizarse sobre el
suelo sino que andaban como cualquier otro mortal, aunque sin el menor ruido; sintió
la vibración del parquet cuando pasaron. Le vi tan impresionado que no me atreví a
preguntarle nada más.
No obstante, su descripción presentaba ciertas coincidencias tan singulares que
me incitaron a escribir a un amigo, mucho mayor, que vivía en un rincón apartado de
Inglaterra, y al que sabía en condiciones de darme la información que deseaba. En
muchas ocasiones mi amigo había llamado mi atención hacia aquella casa y contado,
brevemente, la extraña historia que ahora deseaba me contase con todo detalle.
Su respuesta me satisfizo; las páginas siguientes narran la historia en sustancia.
En su carta (me escribió) me pide usted detalles sobre los últimos años de vida del
juez Harbottle. Naturalmente se refiere usted a los extraños sucesos que, a partir de
entonces y durante mucho tiempo, han sido objeto de leyendas y especulaciones
metafísicas. Se da el caso de que yo estoy más al corriente de aquellos misteriosos
acontecimientos que cualquier otro mortal. La última vez que vi la vieja casa fue hace
treinta años, cuando hice una visita a Londres. He oído decir que, en ese lapso de
tiempo, los arquitectos y los demoledores han hecho maravillas en Westminster,
donde se hallaba la casa. Si pudiera saber con seguridad que la casa había sido
demolida no tendría inconveniente en dar el nombre de la calle. Como quiera que ese
detalle no le quita interés a la historia, y a fin de evitarme posibles molestias, prefiero
guardar silencio respecto a ese particular. Ignoro de qué época exacta data su
construcción. Algunos pretenden que fue edificada por un tal Roger Harbottle,
tratante en aves de corral, bajo el reinado de Jacobo I. Mi opinión cuenta poco, pero,
habiéndola visitado, aunque cuando ya se hallaba vacía y abandonada, puedo dar una
descripción de conjunto. Era de ladrillos rojo oscuro, la puerta y las ventanas estaban
encuadradas en piedra que amarilleaba por el tiempo. Quedaba un poco retraída, en
comparación con la fila de casas de la calle. Una escalinata orlada de una barandilla

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de hierro forjado daba acceso a la entrada, en la cual, bajo una serie de lámparas
rodeadas de banderolas y hojas retorcidas, había dos enormes «tearios», parecidos a
los gorros cónicos de las hadas, en los cuales, antiguamente, los lacayos colocaban
sus hachones cuando las sillas de mano y las carrozas dejaban a los amos en el
vestíbulo o al pie de la escalera, según los casos. El vestíbulo estaba artesonado hasta
el techo y tenía una gran chimenea. Dos o tres habitaciones majestuosas se abrían a
cada lado. Las ventanas eran altas, de cristales pequeños. Al fondo del vestíbulo se
hallaba la escalera. También había una escalera de servicio. La casa era grande y, a
causa de su tamaño, más oscura que nuestras construcciones modernas. Cuando la
visité llevaba mucho tiempo desocupada y además tenía reputación de ser mansión de
aparecidos. Enormes telas de araña colgaban del techo y de los rincones oscuros y un
espeso manto de polvo cubría los objetos. Las ventanas, cubiertas por el polvo y la
lluvia de cincuenta años, hacían más intensa la oscuridad del interior de la casa.
La primera vez la visité en compañía de mi padre, en 1808, durante mi infancia;
tenía doce años y mi imaginación era impresionable, como es natural a esa edad.
Lanzaba en todas direcciones miradas preñadas de un terror casi místico: me hallaba
en el lugar en que se desarrollaron los acontecimientos que tantas veces había oído
contar en casa, cerca de la chimenea, presa de un terror delicioso.
Cuando se casó, mi padre frisaba los sesenta años. De niño había visto al juez
Harbottle en la Audiencia, con toga y peluca, una docena de años antes de su muerte,
que sobrevino en 1748; su aspecto le produjo una impresión desagradable e intensa,
tanto en su imaginación como en sus nervios.
El juez tenía 67 años en aquella época. Su rostro era enorme, violáceo, la nariz
prominente y granujienta, la boca severa y brutal. Mi padre, que entonces era muy
joven, no había visto jamás una cara más espantosa: las arrugas de su frente
evidenciaban su potencia intelectual; la voz, fuerte y dura, prestaba la mayor eficacia
a su sarcasmo, que era su arma habitual en los Tribunales.
El viejo juez tenía reputación de ser el hombre más malo de Inglaterra. Incluso en
la Audiencia manifestaba su desdén por las conveniencias. Se decía que influía en la
marcha del proceso a pesar de los consejos, de las órdenes e incluso de la voluntad
del jurado, gracias a una mezcla de zalamerías, violencias y embustes que llegaban a
confundir y vencer cualquier voluntad por fuerte que fuera. Nunca había llegado a
comprometerse… era demasiado hábil para eso. Se le consideraba un juez peligroso y
sin escrúpulos, pero su reputación no le preocupaba; y los compañeros que escogía
para alegrar sus horas de descanso se preocupaban menos que él.

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CAPÍTULO II

MR. PETERS

Una tarde, durante la temporada de 1746, el viejo juez tomó su silla para dirigirse a la
Cámara de los Lores al objeto de conocer el resultado de una votación que le
interesaba. Contaba con volver a su casa por el mismo procedimiento, pero cuando
salió de la Cámara el aire era tan suave y el atardecer tan bello que cambió de
parecer; mandó a casa la silla vacía y él se fue andando, acompañado sólo por dos
criados portadores de hachones. El acceso de gota que sufría le hacía andar despacio;
por tanto, necesitó bastante tiempo para recorrer la corta distancia que le separaba de
su casa.
En una calle estrecha, bordeada de altos edificios y completamente silenciosa a
aquellas horas, alcanzó, a pesar de su lento paso, a un anciano de extraño aspecto.
Usaba un abrigo de color verde botella, con un capuchón y grandes botones de
piedra. Llevaba en la cabeza un sombrero plano de grandes alas, bajo el cual caía, en
cascada, una opulenta peluca blanca; tenía la espalda encorvada, se apoyaba con
fuerza en un bastón para sostener sus temblorosas rodillas y andaba tambaleándose
penosamente.
—Perdón, caballero —dijo con voz insegura, cuando el juez pasaba a su lado. Al
hablar le tocó ligeramente el brazo.
Viendo que su interlocutor iba vestido con ostentosa riqueza y que tenía modales
de caballero, el juez Harbottle se paró y le preguntó, con voz dura y perentoria:
—Dígame, caballero, ¿en qué puedo servirle?
—¿Tendría usted la bondad de indicarme la casa del juez Harbottle? Tengo que
comunicarle una información de gran importancia.
—¿Hablaría usted ante testigos? —preguntó el juez.
—De ningún modo. Debo hablar con él a solas —replicó el viejo con vivacidad.
—En tal caso, señor, aún tiene usted que dar unos pasos más, en mi compañía,
para llegar a su meta y obtener una entrevista privada. Yo soy el juez Harbottle.
El débil anciano de la peluca empolvada aceptó complacido la invitación. Unos
instantes después se encontraba en casa del juez, en un cuarto que recibía el nombre
de «el saloncito», cara a cara con el funcionario peligroso y astuto.
Tuvo que sentarse porque se sentía agotado, incapaz de pronunciar una palabra.
Luego, tuvo un acceso de tos; después, un sofoco. Y así pasaron dos o tres minutos,
que el juez aprovechó para quitarse la capa, que tiró en el brazo de un sillón, y su
sombrero, que lanzó a lo lejos.
El venerable anciano no tardó mucho en recuperar la voz. Los dos hombres
pasaron juntos un buen rato, con todas las puertas cerradas.
Algunos invitados esperaban en el salón; se oían risas masculinas en el piso

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superior y se percibía claramente la voz de una mujer que cantaba acompañándose de
un clavicordio. En efecto, el juez Harbottle había preparado para aquella noche una
de sus dudosas fiestas, que harían erizársele los pelos en la cabeza a los hombres de
bien.
El viejo de la peluca empolvada debía estar en posesión de informaciones muy
importantes para el juez, ya que éste no se hubiera resignado de buen grado a perder
diez minutos en semejantes circunstancias.
El criado que acompañó al visitante hasta la puerta observó que la cara violácea
del juez se había vuelto amarillenta y que lo mismo les pasaba incluso a las verrugas.
Por la agitación con que su amo despidió al visitante, el criado dedujo que la
conversación había versado sobre algo muy serio y que el juez estaba asustado.
En lugar de precipitarse hacia su escandalosa orgía, sus profanos invitados y su
inmensa copa de porcelana llena de ponche —copa que, en otro tiempo, había
utilizado un obispo de Londres, persona de gran bondad, para bautizar al propio
abuelo del juez—, en lugar, digo, de subir con la mayor rapidez posible los escalones
que le separaban del antro de sus placeres, fue hacia la ventana y siguió con los ojos
los movimientos del viejo que descendía la escalinata paso a paso, apoyándose en la
barandilla de hierro.
Apenas se había cerrado la puerta del vestíbulo cuando el juez se puso a gritar una
sucesión de órdenes rápidas, acompañadas de juramentos a los cuáles son tan
aficionados los viejos generales de nuestra época, en sus momentos de excitación. Al
mismo tiempo, daba patadas en el suelo y agitaba los puños en el aire para estimular a
la servidumbre. Ordenó a un lacayo que alcanzara al viejo para ofrecerle su
protección y que no volviera a su presencia sin conocer el lugar exacto en que vivía,
su identidad y todo lo concerniente a él.
—¡Si no me llevas bien este asunto, esta misma noche te despojo de la librea!
El criado salió, con un pesado bastón bajo el brazo, bajó la escalera y miró a
derecha e izquierda para buscar la silueta del viejo, tan fácil de reconocer.
Más tarde contaré sus aventuras.
En el curso de la audiencia que su huésped le había concedido, en la habitación
del majestuoso artesonado, el viejo contó al juez una historia extraordinaria. Tal vez
no fuera más que un conspirador, tal vez estuviera loco o tal vez había dicho
solamente la verdad.
Cuando se halló a solas con el juez Harbottle, el anciano caballero del abrigo
verde botella dio señales de agitación.
—Puede que no sepa, su señoría —comenzó diciendo—, que en la cárcel de
Shrewsbury hay un prisionero acusado de falsificar una letra de cambio de ciento
veinte libras; ese prisionero se llama Lewis Pyneweck y tiene una abacería en dicha
ciudad.
—¿Sí? —dijo el juez, que no ignoraba nada.
—Sí —aseguró el viejo.

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—¡Entonces no me hable de ello, por los diablos! ¡Si no, le arrestaré! ¡Soy yo el
que tiene que juzgar ese caso! —replicó el juez, con voz temible.
—No tengo intención de hablar de él ni de su caso. Por otra parte, no sé mucho
del asunto, ni me preocupa. Pero han llegado a mi conocimiento ciertos hechos
dignos de que su señoría los tenga en consideración.
—¿De qué se trata? —se informó el juez—. Estoy muy ocupado, señor, y le
suplico que se dé prisa.
—He sabido que se está formando un tribunal secreto y que ese tribunal tiene por
objeto estudiar la conducta de los jueces; la de su señoría, en primer lugar. Sé trata de
un horrible complot.
—¿Quiénes son los miembros?
—Todavía no puedo citar ni un solo nombre. Sólo conozco los hechos. Y son
ciertos. De eso no cabe duda.
—Le citaré ante el Consejo Privado.
—Es mi más caro deseo; pero cuando transcurran algunos días.
—¿Y por qué?
—Como ya he dicho a su señoría, todavía no estoy en posesión de un solo
nombre; no obstante, cuento con conseguir de aquí a dos o tres días, una lista de los
personajes más comprometidos, así como ciertos papeles que hacen referencia a ese
complot.
—¿Y sólo necesitará dos o tres días?
—Aproximadamente.
—¿Es un complot liberal?
—Algo así, según creo.
—Bien, entonces es una conspiración política. Yo no he juzgado a ningún
prisionero de Estado y no creo que llegue a hacerlo nunca. ¿En qué puede
concernirme ese complot?
—Por lo que he podido averiguar, esos individuos desean también tomar una
revancha sobre algunos jueces.
—¿Cómo llaman a su complot?
—Alto Tribunal de Apelación.
—¿Quién es usted? ¿Cómo se llama?
—Hugh Peters.
—Un apellido conservador, ¿no es eso?
—En efecto.
—¿Dónde vive usted, Mr. Peters?
—En Thames Street; en la fonda «Tres Reyes».
—¿«Tres Reyes»? ¡Puede que incluso uno solo sea demasiado para usted, Mr.
Peters! ¿Cómo es posible que un hombre conservador, como usted pretende ser, esté
al tanto de una conspiración liberal? Respóndame.
—Una persona por la que me intereso se ha dejado convencer para mezclarse con

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los conspiradores; espantado por la imprevista perversidad de sus planes, ha resuelto
informar a la Corona.
—¡Sabia resolución, señor! ¿Y quién es esa persona? ¿Quiénes son los otros? ¿Lo
sabe?
—Sólo conoce a dos. Pero debe serles oficialmente presentado dentro de unos
días. Entonces él tendrá la lista completa de nombres y los detalles más importantes
sobre sus proyectos, sus juramentos, y las horas y lugares de sus reuniones. Él desea
informarnos antes de que se sospeche su traición. ¿A quién cree su señoría que debe
dirigirse cuando posea la información?
—Al Fiscal General del Rey en persona. Pero decía usted que el complot me
concernía a mí en particular. ¿Por qué? Y ese prisionero, Lewis Pyneweck, ¿participa
en la conspiración?
—No sé nada; pero se dice, no sé por qué oscura razón, que su señoría haría muy
bien en no instruir ese proceso.
En caso contrarío se teme que su existencia esté en peligro.
—A mi juicio, Mr. Peters, todo el asunto hiede a crimen y traición. El fiscal del
Rey sabrá deshacerlo. ¿Cuándo volveré a verle?
—Si me da su permiso, mañana, bien antes, bien después de la sesión del
Tribunal. Me gustaría contar a su señoría lo que haya pasado.
—No falte usted, Mr. Peters, a las nueve de la mañana. ¡Y trate de no engañarme!
—Nada tiene que temer de mí su señoría. Si no hubiera querido servirle y
satisfacer a mi propia conciencia, ¿qué necesidad tenía de venir a verle?
—Prefiero creerle, Mr. Peters. Quiero creerle.
Después de eso se separaron.
O se ha maquillado la cara o está minado por una enfermedad, pensó el juez.
La luz había iluminado violentamente los rasgos del viejo en el momento en que,
después de una profunda inclinación, se disponía a salir de la sala, y el juez observó
que tenía la piel anormalmente descolorida.
—¡Que el diablo se lo lleve! —exclamó, groseramente, mientras empezaba a
subir la escalera—. Me ha echado a perder la cena.
Pero si la cena se había echado a perder, el juez fue el único en notarlo; por lo
menos sus invitados no se quejaron en absoluto.

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CAPÍTULO III

LEWIS PYNEWECK

Mientras tanto, el lacayo enviado en persecución del anciano le alcanzó rápidamente.


El anciano se paró al oír ruido de pasos tras de sí, pero las inquietudes que pudiera
haber sentido al oír los pasos se disiparon a la vista de la librea. Aceptó muy
reconocido la ayuda que se le ofrecía y apoyó el brazo en el del criado. No obstante,
apenas habían dado unos pasos se paró bruscamente y exclamó:
—¡Dios mío, lo he perdido!; usted lo ha oído caer, ¿verdad? Mis ojos no sirven ya
de gran cosa y, además, no puedo agacharme tanto, pero si tiene usted la amabilidad
de buscarlo, la mitad de lo que encuentre es suya. Se trata de una guinea; la llevaba
en el guante.
La calle estaba silenciosa y desierta. El criado se agachó y empezó a tantear el
suelo en el lugar que el anciano acababa de indicarle. De pronto Mr. Peters, que
parecía agotado y respiraba con dificultad, le asestó un golpe en la nuca, con un
instrumento pesado; fue un golpe muy violento, seguido inmediatamente de otro. Por
fin, dejándolo en el suelo, ensangrentado y sin sentido, abandonó el lugar a toda
velocidad y desapareció por la primera calleja.
Cuando, una hora más tarde, el sereno recogió al lacayo, cubierto de sangre y aún
aturdido, el juez Harbottle injurió a su criado con furia, juró que estaba borracho y
vendido al enemigo y le amenazó con llevarle a la cárcel; sin olvidarse de mencionar,
como de pasada, el patíbulo y la cuerda del verdugo.
A pesar de sus exabruptos, el juez se sentía aliviado. Sin duda se trataba de un
mercenario disfrazado, o de un ladrón de altos vuelos, que le habían enviado para
aterrorizarle. El engaño había fracasado.
Un «Tribunal de Apelación» del género que había evocado el falso Mr. Peters,
con el asesinato como sanción, no hubiera resultado muy cómodo a un «juez asesino»
como el Honorable Juez Harbottle. Aquel sarcástico y feroz administrador del
derecho penal inglés, que, en aquella época, era un sistema de justicia bastante
farisaico, odioso y sanguinario, tenía razones personales para desear juzgar a Lewis
Pyneweck, en nombre del cual acababan de gastarle aquella audaz broma. Y lo
juzgaría. Ningún ser viviente le arrebataría de la boca aquel delicioso bocado.
Claro que, a los ojos del mundo, él no sabía nada de Lewis Pyneweck. Lo
juzgaría según su estilo: sin temor, sin parcialidad, sin sentimentalismo.
Pero él recordaba a un hombre enflaquecido, vestido de negro, propietario, en
Shrewsbury, de una casa en la que él mismo se había alojado antes de que un
escándalo la cubriera de deshonor. ¿No estaba convicto aquel hombre de haber
maltratado a su mujer? Un abacero de andares furtivos, rostro macilento, nariz larga y
afilada, ligeramente torcida y ojos oscuros bajo unas cejas negras y finas… un

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hombre cuyos delgados labios se entreabrían siempre en una sonrisa desagradable.
¿No tenía aquel hombre una cuenta pendiente con el juez Harbottle? ¿No había
dado pruebas, recientemente, de agitación? ¿Y no se llamaba Lewis Pyneweck, el que
en otros tiempos era abacero de Shrewsbury, detenido en una cárcel de aquella
ciudad?
Guárdese el lector de considerar al juez Harbottle como un buen cristiano. Los
remordimientos no le atormentaban jamás. Eso es indudable. Unos cinco o seis años
antes, él había ofendido gravemente al abacero, a aquel ganapán, si así preferís
llamarle. Por eso, sólo la posibilidad de un escándalo pesaba en el espíritu del juez.
Como hombre de leyes, no ignoraba que para arrancar a un hombre de su tienda y
arrastrarle hasta el banquillo de los acusados había que estar casi convencido de su
culpabilidad.
La debilidad de carácter que demostraban otros jueces, como su sabio colega
Withershins, les hacía de todo punto incapaces de sanear la ciudad y hacer temblar a
los criminales. Harbottle sabía llevar, el terror al alma de los perversos y convertir la
sangre de los culpables en lluvia para refrescar el mundo y preservar a los inocentes:
se guiaba por el antiguo refrán que le gustaba repetir con frecuencia:

«Piedad sin tino


Arruina una ciudad»

Enviando a aquel individuo a la horca no cometería un error. El ojo de un hombre


acostumbrado a ver desfilar a los sospechosos, no podía dejar de leer la palabra
«bandido» escrita con todas sus letras en aquel rostro astuto. Sí; el juez estaba
decidido a instruir el proceso.
Al día siguiente por la mañana, una mujer aún bella, de aspecto descarado, con un
sombrerito de cintas azules y un abrigo de seda floreada, toda ella crujiente de
encajes y lazos, demasiado elegantemente vestida para ser el ama de llaves de un
hombre de leyes, asomó un ojo al despacho del juez y, viéndolo solo, entró.
—Aquí tengo otra carta suya; ha llegado en el correo de esta mañana. ¿No puedes
ayudarle? —dijo en tono zalamero, rodeando con su brazo el cuello del juez y
pellizcando el lóbulo de su oreja escarlata entre sus delicados dedos.
—Lo procuraré —dijo Harbottle, sin levantar los ojos del papel que estaba
leyendo.
—Ya sabía que no te negarías a complacerme.
El juez se llevó al corazón una mano deformada por la gota y saludó
irónicamente.
—¿Cómo le ayudarás? —preguntó ella.
—Le haré colgar —respondió el juez, burlándose.
—¡Estás bromeando, querido! —dijo ella, haciendo monadas ante el espejo que
pendía de la pared.
—¡Que Dios me condene! Empiezo a creer que al fin has acabado por enamorarte

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de tu marido —dijo el juez.
—¡Dios me bendiga! ¡Y yo creo que tú estás celoso de él! —replicó la mujer
echándose a reír—. Pero no. Él se ha portado siempre muy mal conmigo, acabé con
él desde hace mucho tiempo.
—¡Y él acabó contigo, por el diablo! Después de quitarte toda tu fortuna y tus
cucharas de plata y tus pendientes, te echó de su casa. Más tarde, cuando descubrió
que estabas cómodamente instalada y en buena situación, te hubiera vuelto a admitir,
con tus guineas y tu plata y tus alhajas. Luego te hubiera dejado una buena docena de
años para que pudieras volverle a amasar otro botín. No le deseas nada bueno, por
supuesto. Si dices lo contrario, mientes.
Coqueta, ella se echó a reír.
—Me pide dinero para contratar los servicios de un buen abogado —dijo,
paseando la mirada por los cuadros que adornaban el despacho, para concentrarla de
nuevo en el espejo; el peligro a que su esposo estaba expuesto no parecía preocuparle
demasiado.
—¡Que el diablo se los lleve, a él y a su insolencia! —gritó el viejo juez,
apoyándose en el respaldo de su butaca, con los labios apretados y los ojos a punto de
salírsele de las órbitas, como hacía en la Audiencia, en los momentos de frenesí—.
¡Si deseas escribirle haz lo que quieras, pero será la última carta que escribas desde
mi casa! ¡No estoy dispuesto a dejarme importunar! ¡Y no hagas mohínes! Es inútil
llorar. ¡Tú te ríes de tu marido, pero has entrado aquí con intención de tener una
querella! ¡Eres un pájaro precursor de la tormenta! ¡Fuera de aquí, bribona, fuera de
aquí! —apremió, dando patadas en el suelo, ya que acababa de oírse una llamada en
la puerta de la calle y la inmediata desaparición de la mujer era indispensable.
Inútil decir que el venerable Hugh Peters no volvió a aparecer nunca. El juez no
habló de él con nadie, pero, detalle curioso, dado el desprecio que afectaba por la
burda farsa que él desbarató desde un principio, su visitante de la peluca blanca y la
conversación que sostuvieron en el saloncito oscuro acudían a su mente con bastante
frecuencia.
Su ojo perspicaz le sugirió que, con el concurso de unos cuantos postizos como
los que se ven todos los días en el teatro, los rasgos del falso anciano, de cuya
endeblez dio buena cuenta el robusto criado, se parecían a los de Pyneweck.
El juez Harbottle encargó a su secretario que pidiera una audiencia al fiscal y le
informara de que había en la ciudad una persona de un parecido excepcional con un
detenido de Shrewsbury llamado Lewis Pyneweck; le suplicaba a dicho funcionario
que preguntara por el primer correo, si era posible que un impostor estuviera en la
prisión haciéndose pasar por Pyneweck, o si este último había logrado escapar de la
cárcel.
Pero el prisionero estaba allí y no había duda alguna sobre su identidad.

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CAPÍTULO IV

INTERRUPCION EN EL TRIBUNAL

A su debido tiempo, el juez Harbottle partió de viaje y, al término de su periplo, la


Justicia hizo su aparición en Shrewsbury. Las noticias se propagaban lentamente en
aquella época y los periódicos, a ejemplo de los coches y las diligencias, no se
esforzaban en mantener un ritmo rápido. En casa del juez, Mrs. Pyneweck,
acompañada de un servicio muy reducido —la mayor parte de la servidumbre se
había marchado con el juez, ya que a éste le gustaba viajar con solemnidad— llevaba
una existencia solitaria.
A pesar de las peleas, de las ofensas que los esposos se habían infligido
recíprocamente a lo largo de los años, a despecho de una vida conyugal en la que el
amor, la simpatía y la tolerancia habían quedado excluidos, en aquel momento que
Pyneweck se hallaba en peligro de muerte, su mujer sentía algo semejante al
remordimiento. No ignoraba que en Shrewsbury se desarrollarían hechos decisivos
para su futuro. Sabía que no amaba a su marido; pero aun así, nunca hubiera creído,
ni siquiera quince días antes, que la incertidumbre la iba a preocupar de tal modo.
Sabía la fecha en que se celebraría el juicio. Aquel día no pudo pensar en otra
cosa; a medida que se acercaba la noche, aumentaba su sensación de desconsuelo.
Pasaron dos o tres días, y supuso que el proceso debía haber concluido. Una
inundación ocurrida entre Shrewsbury y Londres retrasó la llegada de noticias. Deseó
que las inundaciones durasen eternamente. Era terrible la espera; terrible saber que
todo había concluido e ignorar la suerte de su marido hasta que el río considerase
oportuno volver a su cauce habitual; terrible repetirse que las inundaciones remitirían
muy pronto y que las noticias acabarían por llegar.
Se consolaba vagamente repitiéndose que el juez no era esencialmente malo; que
se dejaba guiar por el azar. Ella había conseguido mandar dinero a su marido; por
tanto, a él no le faltarían ni consejo legal ni un apoyo hábil y enérgico…
Por fin el correo le llevó, de una vez, una gran cantidad de cartas. Una de ellas,
muy larga, era de una amiga de Shrewsbury. También recibió un memorándum de
sentencias a la intención del juez y, el informe, largamente diferido, de los tribunales
de Shrewsbury, en el Morning Advertiser, muy fácil de entender porque estaba escrito
con sobriedad. Como el lector impaciente, que lee en seguida la última página de una
novela, recorrió, con los ojos empañados, la lista de las ejecuciones.
Dos presos habían sido declarados inocentes, y siete colgados. En la mitad de
aquella lista, una línea le saltó a la vista:
Lewis Pyneweck… falsificación.
Tuvo que leerla una docena de veces antes de comprender su significado. El
párrafo rezaba como sigue:

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«Fueron condenados a pena capital, el 7 de este mes y ejecutados según la ley,
el 13 del corriente.
»Thomas Primer, alias Duck… robo a mano armada.
»Flora Guy… robo por valor de 11 chelines 6 peniques.
»Arthur Pounden… violencia.
»Matilde Rummery… sedición.
»Lewis Pyneweck… falsificación letra de cambio».

Después de haberlo comprendido lo leyó y releyó hasta el agotamiento.


La falsa ama de llaves se hacía llamar Mrs. Carwell, su apellido de soltera, que
había vuelto a usar.
A excepción del juez, nadie en la casa conocía su historia. Había sabido
introducirla hábilmente, y nadie sospechaba que su presencia era el resultado de un
complot entre ella y el viejo demonio vestido de púrpura y armiño.
Flora Carwell se precipitó hacia la escalera. En el descansillo encontró a su hijita,
que apenas tenía siete años, la cogió en brazos, sin darse cuenta de lo que hacía y la
llevó a su habitación, donde la sentó frente a ella. Helada de terror, incapaz de decir
una palabra, contempló fijamente el rostro demudado de la pequeña, después estalló
en sollozos.
El juez, se decía, le habría podido salvar. Efectivamente, le hubiera resultado
fácil. Durante un instante le odió con frenesí, y apretó contra su seno a su hijita, que
la contemplaba con los ojos muy abiertos.
En adelante, aquella criatura sería huérfana, aunque ignorase el momento en que
su orfandad se había producido, ya que hacía mucho tiempo que le habían anunciado
la muerte de su padre.
Una mujer vulgar, vanidosa, violenta, sin instrucción, no razona ni siente con
claridad. A sus lágrimas de consternación se mezclaba el remordimiento. Tenía miedo
por la chiquilla.
No obstante, Mrs. Carwell era una persona que no se alimentaba de sentimientos,
sino de algo más sólido y material. Unas cuantas libaciones la reconfortaban y no se
abandonó demasiado tiempo a su dolor. Simple y prosaica como era, no hubiera
podido, aun deseándolo, lamentarse durante un largo período por lo irremediable.
El juez Harbottle volvió a Londres. Aparte sus ataques de gota, el feroz epicúreo
gozaba de una salud perfecta. A fuerza de risas, zalamerías y reproches, disipó los
débiles resentimientos de la mujer y no tardó en borrar de ella el recuerdo de Lewis
Pyneweck. El juez se felicitaba de haber eliminado con tanta facilidad a aquel
aguafiestas que, poco a poco, hubiera podido convertirse en tirano.
Pero, poco después de su vuelta, la suerte quiso que el juez, de cuyas aventuras
nos ocupamos, tuviera que instruir un proceso criminal en el Tribunal de Old Bailey.
Acababa de comenzar su requisitoria y, según su costumbre, procuraba agravar la
situación del acusado a fuerza de insinuaciones y sarcasmos, cuando, bruscamente,

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enmudeció. En lugar de dirigirse al jurado, la mirada del elocuente funcionario se fijó
en un personaje que acababa de descubrir en la sala.
Entre la muchedumbre de seres que, de pie, apoyados contra la pared, asisten a las
sesiones del tribunal, había una persona cuya estatura le hacía sobresalir del resto de
los presentes: un hombre delgado, macilento, de piel cetrina, vestido de negro, que
acababa de dar una carta al ujier, sin que el juez se hubiera apercibido.
Estupefacto, Mr. Harbottle reconoció la cara de Lewis Pyneweck: sus delgados
labios se entreabrían con su sempiterna sonrisa. No parecía darse cuenta de haber
llamado la atención de un personaje tan importante y distinguido como el juez. En
efecto, con la barbilla levantada, se arreglaba con la mano el lazo de su plastrón,
moviendo lentamente la cabeza a un lado y a otro. Al torcer el cuello, Mr. Harbottle
pudo distinguir en él una raya violácea que indicaba, según pensó, el lugar en que la
cuerda había apretado.
Como otros muchos, el hombre había apoyado un pie en el primer escalón del
estrado, a fin de ver mejor al Tribunal. De pronto descendió y se perdió entre la
muchedumbre.
Su Señoría agitó enérgicamente la mano, en la dirección en que desapareció. Se
volvió hacia el ujier, abrió la boca pero no pudo emitir más que un infame gemido.
Por fin, se aclaró la garganta y ordenó al asombrado oficial que arrestase al hombre
que había interrumpido la audiencia.
—¡Ha desaparecido por allí! ¡Tráigamelo antes de diez minutos o haré que le
destituyan! ¡Y envíeme al oficial de policía! —rugió, asaeteando con la mirada al
funcionario, delante de la concurrencia.
Abogados, fiscales y espectadores se volvieron en la dirección que el juez
Harbottle indicaba con su vieja mano, nudosa. Compararon luego sus recíprocas
observaciones y, no habiendo advertido nada de particular, empezaron a preguntarse
si el juez se habría vuelto loco.
La encuesta fue infructuosa. Su Señoría concluyó su requisitoria mucho más
débilmente y, cuando el jurado se retiró, paseó la mirada distraída por la sala. Se
hubiera dicho que la suerte del acusado le dejaba indiferente.

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CAPÍTULO V

CALEB SEARCHER

El juez recibió la carta. Si hubiera sabido su procedencia la hubiera abierto al


instante, pero se contentó con leer las señas:

Al Honorable
Lord de Justicia.
Elijah Harbottle
Uno de los jueces de Su Majestad
En el Honorable Tribunal de los Comunes.

La carta quedó olvidada en su bolsillo hasta que llegó a su casa.


La sacó del bolsillo, junto con otras muchas, cuando se estaba poniendo su
suntuosa bata de casa, antes de instalarse en la biblioteca. A su debido tiempo la abrió
y se encontró un pedazo de pergamino, de regular tamaño, cubierto de apretada
escritura.

«Sr. Juez Harbottle. Monseñor: El Alto Tribunal de Apelación me ha habilitado


para informar a Vuestra Señoría, y a fin de que pueda prepararse bien para su
proceso, de que se ha firmado un mandato de arresto contra Usía. Vuestra Señoría
está acusado del asesinato del llamado Lewis Pyneweck, ciudadano de Shrewsbury, el
cual fue falsamente acusado de haber falsificado una letra de cambio y condenado el
día… de este mes, en razón de las ilícitas maniobras a las cuales se entregó Vuestra
Señoría, con pleno conocimiento de causa, deformando las declaraciones de los
testigos, agravando la conducta del acusado y ejerciendo sobre el jurado una presión
indebida. Habiéndole costado la vida tales maniobras, el citado Lewis Pyneweck ha
recurrido al Alto Tribunal de Apelación.
»Igualmente se me ordena poner en conocimiento de Vuestra Señoría, que la
fecha del proceso ha sido fijada para el diez de este mes y que será presidido por el
Honorable Lord de Justicia Twofold, juez del Alto Tribunal de Apelación y que nada
podrá impedir que tenga lugar. Para prevenir toda sorpresa de parte de Vuestra
Señoría, le anuncio que su proceso será el primero de la jornada y que el Alto
Tribunal de Apelación trabaja noche y día, sin descanso. Por orden del citado
Tribunal, adjunto a este correo una copia (extracto) de vuestro historial, a excepción
de la acusación principal, cuya parte esencial ha quedado mencionada en esta carta.
Para concluir añadiré que, en caso de que este Tribunal se pronuncie por la
culpabilidad de Vuestra Señoría, el honorable Lord de Justicia le condenará a la pena
capital y fijará la fecha de la ejecución para el diez del mes próximo.

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»Firmado por:
»CALEB SEARCHER,
»Abogado de la Corona en el Reino de la Vida y la Muerte».

El juez leyó el pergamino.


—¡Por el diablo! ¿Creerán que un hombre como yo va a dejarse intimidar por
semejantes balandronadas?
Hizo una mueca de desprecio, pero había palidecido. Puede que, después de todo,
existiera una conspiración… Extraño. ¿Tendrían intención de atacar su carroza? ¿O
se trataba sólo de asustarle?
Al juez Harbottle no le faltaba cierta dosis de valor animal. No temía a los
bandidos y se había batido en duelo con frecuencia, ya que no había consentido la
calumnia desde que ejercía en el Foro. Nadie ponía en duda su agresividad. Mas en el
caso que se refería a Lewis Pyneweck tenía el tejado de vidrio. ¿No vivía en su casa
una bella ama de llaves, de ojos negros, vestida con demasiada elegancia? Para los
habitantes de Shrewsbury sería muy fácil identificar a Mrs. Pyneweck, una vez
puestos sobre la pista. Y durante el proceso había lanzado verdaderos juramentos y
venablos, precipitando al acusado hacia su perdición. Además no ignoraba lo que el
Foro opinaba sobre sus maniobras. Jamás se había visto amenazado por un escándalo
peor.
Desde su propio punto de vista, la historia era enojosa por demás. Durante unos
días se mostró especialmente desagradable e hizo la vida imposible a cuantos le
rodeaban.
Encerró los papeles. Una semana después, llamó al ama de llaves a la biblioteca.
—¿Tu marido tenía algún hermano?
Al recordársele tan bruscamente el fúnebre acontecimiento, Mrs. Carwell levantó
los brazos al cielo y se volcó en un torrente de lágrimas. Pero el juez no estaba de
humor para tonterías.
—¡Vamos, vamos! ¡Sin escenas! Ya llorarás en otro momento; respóndeme.
Ella se excusó.
Pyneweck no tenía hermano alguno viviente, el último había muerto en Jamaica.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el juez.
—Él me lo dijo.
—¿El muerto, acaso?
—No. Pyneweck.
—¡Ya! —dijo el juez, con desprecio.
Reflexionó sobre el asunto y el tiempo pasó. Su carácter se ensombrecía, los
placeres dejaron de seducirle. Aquel asunto le preocupaba más de lo que estaba
dispuesto a confesar.

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El día nueve llegó muy pronto. Mr. Harbottle se sintió feliz: sabía que no pasaría
nada. Aquel asunto le tenía aún preocupado pero al día siguiente ya no habría motivo
de alarma.
(En cuanto al papel que he mencionado, nadie lo vio, ni en vida suya, ni después
de muerto. Él habló al doctor Hedstone y en su despacho se encontró una «copia»
escrita de su propia mano. El original permaneció oculto. ¿Fue en realidad aquella
copia fruto de una enfermedad mental? Esa es mi opinión).

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CAPÍTULO VI

¡PRESO!

Aquella noche, el juez Harbottle acudió a un espectáculo en Drury Lañe. Pertenecía a


esa clase de viejos a los que gusta trasnochar y no rehúsan desplazarse con tal de
satisfacer su placer. Había citado a dos amigos en Lincoln’s Inn, a los cuales iba a
conducir en su carroza hasta su casa, donde pensaban cenar después del espectáculo.
Apenas instalado en el vehículo, Mr. Harbottle, que detestaba tener que esperar,
se inclinó, impaciente, hacia la ventanilla.
Bostezó.
Luego ordenó a su lacayo que fuera a acechar la llegada del consejero Thavies y
el consejero Beller, a los que estaba aguardando; por último, bostezando a más y
mejor, colocó el sombrero sobre sus rodillas y se instaló cómodamente en su asiento,
arregló los pliegues de su hopalanda y se puso a pensar en la bella Mrs. Abington.
Al igual que los marinos, el juez tenía la facultad de poder dormirse a voluntad;
por tanto, decidió echar una siestecita. Aquella gente no tenía derecho a hacerle
esperar.
De pronto oyó sus voces. Vociferaban, discutían y producían mucho ruido, según
su costumbre. La carroza se balanceó sobre sus ejes por dos veces, cuando subieron,
primero uno de los invitados y después el otro. La puerta se cerró y la carroza se
deslizó sobre el pavimento. El juez no se dignó ni a moverse, ni a abrir los ojos. ¡Que
le creyesen dormido! Cuando le vieron, estallaron en una carcajada que él juzgó más
maligna que amistosa. El viejo decidió ajustarles las cuentas cuando llegasen a la
casa, y hacerse el dormido mientras tanto.
Sonaron las campanadas de la medianoche. Beller y Thavies se callaron. Y, sin
embargo, eran hombres a quienes gustaba hablar.
De pronto, el juez, que dormitaba en su rincón, se sintió asido bruscamente y
proyectado al centro del asiento; abrió los ojos y se encontró sentado entre sus dos
compañeros.
El juramento que iba a lanzar murió en sus labios: los hombres que tenía a su lado
eran dos desconocidos de aspecto espantable; iban vestidos de oficiales de Bow
Street y cada uno llevaba una pistola en la mano.
El juez se agarró al cordón de la campanilla, la carroza se paró. Estupefacto, miró
hacia el exterior: las casas habían desaparecido, cediendo paso a una llanura negra y
desierta que se extendía, interminable, bajo el claro de luna. Aquí y allá, unos árboles
putrefactos lanzaban al aire sus ramas fantasmagóricas, parecidas a manos
engarfiadas, como para manifestar su atroz alegría por la llegada del juez.
Un lacayo apareció ante la ventanilla. Mr. Harbottle reconoció la cara, de ojos
profundos, de Dingly Chuff, que fue criado suyo unos quince años atrás, a quien

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había echado en un arranque de celos, y acusado después del robo de una cuchara.
Aquel hombre había muerto de la fiebre de las prisiones.
Absolutamente desconcertado, el juez retrocedió. A un gesto mudo de sus
armados compañeros, la carroza arrancó de nuevo y siguió su camino hacia lo
desconocido.
A pesar de su gota y su gordura, el aterrorizado viejo pensó oponer resistencia,
pero sus músculos habían perdido elasticidad, aquella llanura estaba desierta, los
lacayos eran desconocidos, en el caso de que se hubiera equivocado al reconocer a
uno de ellos, y obedecerían a sus agresores. No hallaría ningún socorro; por el
momento, era mejor someterse a los desconocidos.
El coche aminoró la marcha, permitiendo que el prisionero se apercibiera del
siniestro espectáculo.
Al borde del camino se levantaba una horca gigantesca de la que pendían por lo
menos treinta cadáveres o más bien esqueletos, ya que la mayor parte de ellos estaban
desprovistos de su envoltura carnal. Se balanceaban ligeramente al final de sus
cadenas. Una escalera llevaba a lo alto del entarimado y todo el suelo estaba tapizado
de huesos.
Encaramado en el travesaño del madero que se hallaba frente al camino y que
formaba con los otros dos el triángulo de muerte, un verdugo, en todo semejante a la
imagen que nos da el célebre grabado titulado «El aprendiz perezoso», pero mucho
más corpulento, fumaba en pipa, con negligencia, apoyado en la madera. Para
distraerse, cogía huesos de un montón que se hallaba cerca y los tiraba contra los
esqueletos, arrancando aquí una costilla o dos, allá media pierna o una mano. Hacía
falta una vista muy aguda para distinguir su figura tétrica del tétrico panorama. Como
bajaba constantemente la cabeza, para contemplar todo el conjunto de la horca, su
nariz, sus labios, su barbilla, toda la parte baja de la cara, le pendía, fláccida, de una
manera a la vez grotesca y monstruosa.
Al ver la carroza, el personaje se quitó la pipa de la boca, se levantó, hizo dos o
tres cabriolas sobre el poste y agitó en el aire una cuerda nueva; al mismo tiempo,
gritaba con voz aguda y lejana, parecida al graznido de un cuervo que planea sobre su
presa: «¡Una cuerda para el juez Harbottle!».
La carroza aumentó de nuevo su velocidad.
¡Aquella horca era mucho mayor de lo que el juez hubiera podido imaginar!
Creyó haberse vuelto loco. ¡Y el criado muerto! Sacudió la cabeza y abrió los ojos
desesperadamente. ¿Estaría soñando? En ese caso no lograba despertar.
Amenazar a aquellos bandidos no serviría de nada y podía ser peligroso.
Por tanto permaneció sumiso, manteniendo la esperanza de librarse de ellos.
Cuando lo consiguiera removería cielo y tierra hasta atraparlos.
De pronto, se hallaron ante un gran edificio blanco y pasaron bajo la puerta de
una cochera.

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CAPÍTULO VII

EL JUEZ TWOFOLD

Mr. Harbottle se encontró en un pasillo de paredes de piedra desnuda, débilmente


iluminado por quinqués humeantes. Sus guardas le confiaron a otros. Aquí y allá
pasaban, con los mosquetes en la espalda, sin hacer más ruido que el de sus pesadas
botas, soldados gigantescos y descarnados. Miraban fijamente ante sí y sus dientes
rechinaban con sombría cólera. El juez los veía unos instantes, antes de que
desaparecieran en una esquina, pero no llegó a cruzarse con ninguno de ellos.
Por fin le hicieron pasar bajo una puerta y le obligaron a sentarse en el banquillo
de los acusados, ante un juez vestido de escarlata, que presidía en medio de una
amplia sala. Aquel templo de Temis no se diferenciaba en nada de otros edificios de
su especie. Estaba oscuro a pesar del gran número de velas encendidas. Acababa de
celebrarse un juicio y aún se veía la espalda del último jurado, al tiempo que
desaparecía tras de una puerta. Los abogados (más de una docena) mojaban sus
plumas en los tinteros, se enfrascaban en el estudio de sus casos o llamaban con
gestos a los procuradores, que tampoco escaseaban. Los empleados iban y venían
entre los funcionarios del Tribunal; un escribano tendía un papel al juez, un ujier
entregaba una carta, prendida al extremo de su vara, al Consejero del Rey, por encima
de las cabezas de los que los separaban. ¿Era aquél el Alto Tribunal de Apelación,
que funcionaba día y noche, sin tomarse jamás un momento de descanso? En ese
caso, era explicable el aspecto pálido y cansado de la concurrencia. Los rostros
macilentos de aquellos personajes testimoniaban una indescriptible melancolía. Nadie
sonreía. Todos parecían sufrir en silencio.
—¡El Rey contra Elijah Harbottle! —exclamó el oficial.
—¿Se encuentra en la sala el demandante, Lewis Pyneweck? —preguntó el juez
Twofold, con voz de trueno, que llenó la sala y resonó en los pasillos.
Pyneweck se levantó.
—¡Se abre la sesión! —rugió el juez. Mr. Harbottle sintió que los paneles de
madera que le rodeaban vibraban al sonido de aquella terrible voz.
El acusado empezó a presentar sus objeciones: aquel tribunal no era más que una
parodia de la justicia; no tenía el menor valor legal. Incluso en el caso de que
estuviera constituido oficialmente (Mr. Harbottle empezaba a perder confianza) no
tenía, ni tendría jamás, derecho a juzgar su conducta en los Tribunales.
Al oír aquellas palabras, el juez estalló en una carcajada y toda la audiencia le
imitó, volviéndose hacia el prisionero. Las risas, que iban aumentando gradualmente
en intensidad, acabaron por retumbar como una salva ensordecedora. El acusado veía
brillar los ojos, relucir los dientes, distenderse los labios; pero, fijándose bien, ni las
risas ni los gestos de los rostros reflejaban alegría. La algazara cesó tan

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repentinamente como había comenzado.
Se leyó el acta de acusación. ¡Y Mr. Harbottle alegó! Alegó «Inocente». Se
constituyó un jurado y comenzó el proceso. El acusado estaba aturdido; todo aquello
no podía ser cierto. Creyó que se había vuelto loco, o que estaba a punto de volverse.
Había un detalle que no podía dejar de llamarle la atención a pesar de su
aturdimiento: aquel juez Twofold, que no le ahorraba sarcasmos ni insinuaciones
maliciosas y que convertía su voz en verdaderos rugidos, era una efigie de sí mismo,
agrandada desmesuradamente… Una enorme reproducción del Juez Harbottle, que
tenía el tinte violáceo, la ferocidad de la mirada y los mismos rasgos, aunque muy
acentuados.
El acusado tuvo a bien discutir, presentar este o el otro hecho en su defensa; pero
nada retardó la marcha de su proceso hacia una catástrofe final.
El acusado parecía consciente de su poder sobre los jurados y sintió un vicioso
placer en hacerles señas con los ojos y la cabeza, procurando dar la sensación de estar
en connivencia con ellos. La parte de la sala donde se sentaba el jurado estaba mal
iluminada, el acusado no veía a sus componentes, sólo eran sombras sentadas una al
lado de otra, destacando el brillante blanco de sus ojos en la oscuridad. Cada vez que
el juez Twofold, en el transcurso de su requisitoria, que consistió simplemente en
unas cuantas frases despectivas, meneaba la cabeza, sonreía o decía algún sarcasmo,
el acusado veía que la línea blanca de ojos se inclinaba al unísono en la sombra,
dando a entender que opinaba y aprobaba la conducta del juez.
Una vez terminada la requisitoria, el enorme Twofold volvió a su asiento,
resoplando, y devoró al acusado con la mirada; los ojos de la asistencia se fijaron
también en él, con un odio intenso. De los bancos del jurado, que estaban deliberando
en voz baja, se elevaba, en el silencio, una especie de zumbido. Por último, después
de la pregunta ritual: «¿Cuál es su respuesta, señores del jurado, culpable o
inocente?». Una voz melancólica dejó oír una sola palabra: «Culpable».
Al acusado le pareció que la sala se oscurecía gradualmente; muy pronto no pudo
distinguir los ojos fijos en él desde cada banco, cada esquina, cada galería. Decidió
que tenía que formular muchas objeciones de peso contra la sentencia de muerte que
iba a pronunciarse, pero el juez las soslayó con un gesto despectivo, como se
ahuyenta una nubecilla de humo, y fijó la fecha de la ejecución para el día diez del
siguiente mes.
Mr. Harbottle se hallaba aún bajo el aturdidor golpe de aquella farsa siniestra,
cuando, para obedecer a la orden de: «Llévense al condenado», le hicieron salir a la
fuerza de la sala. Todas las luces parecían apagadas, sólo algunos débiles braseros,
aquí y allá, daban un resplandor rojizo a las paredes de los pasillos que atravesaban.
Aquellos muros eran de sólida piedra, toscamente labrada.
Penetró en una forja donde dos hombres de torso desnudo exhibían sus músculos
de toro, sus poderosas espaldas y unos brazos de titanes. Estaban martilleando, con
ruido de trueno, sobre unas cadenas calentadas al rojo.

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Cuando entró, los dos hombres se apoyaron un momento en los mangos de sus
útiles y fijaron en el prisionero sus ojos feroces; después, el mayor de ellos dijo a su
compañero: «Preparemos los hierros de Elijah Harbottle». Y levantó con sus tenazas
el metal que crepitaba en el horno.
—Aquí pondremos un candado —añadió, agarrando la pierna del juez que
mantuvo asida como en un torno, para cerrar en su tobillo el extremo frío de la
cadena. ¡Pero aquí hay que soldar!
El cerco de metal que debía formar el aro destinado a la otra pierna yacía, aún
rojo, en el suelo de piedra; de él saltaban chispitas brillantes.
El segundo herrero aprisionó entre sus enormes manos la pierna del viejo juez y
le apretó inexorablemente el pie contra el suelo mientras su jefe, empleando con
maestría las tenazas y el martillo, aplicaba sobre ella el metal caliente. El juez
Harbottle lanzó un grito capaz de helar de terror a las propias piedras y de hacer
estremecerse a las cadenas colgadas del muro.
Sótanos, cadenas, forja y herreros se desvanecieron en un instante, pero el dolor
persistió.

Thavies y Beller se sobresaltaron cuando el aullido del juez interrumpió su


elegante charla sobre una boda. El pánico del viejo era tan grande como su dolor.
—Estoy muy mal —murmuraba entre dientes—. El pie me hace sufrir mucho.
¿Quién me ha herido en el pie?… Es la gota, la gota —exclamó al fin, completamente
despierto—. ¡Llevamos horas en la carroza! ¡Por el diablo!, ¿qué ha pasado en el
camino? ¡Llevo durmiendo la mitad de la noche!
No había pasado nada, ni se había retrasado, y la carroza se deslizaba a buena
marcha.
El juez padecía un ataque de gota y sudaba por la fiebre. La crisis fue corta, pero
violenta. Cuando pasó, al cabo de unos quince días, su habitual jovialidad le había
abandonado: no lograba extirpar de su memoria aquella pesadilla.

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CAPÍTULO VIII

ALGUIEN HA ENTRADO EN LA CASA

La melancolía del juez no pasó desapercibida. Su médico le recomendó que se


marchase a Buxton por una quincena.
Cuando se hundía en los abismos de su depresión, Mr. Harbottle se repetía los
términos de la sentencia pronunciada contra él en su sueño. Así como la fórmula
ritual: «y será colgado por el cuello hasta que sobrevenga la muerte…».
—El diez del mes próximo… —se repetía—. ¡Bah! Hago mal en pensar en
aquella horca. Sé muy bien lo que son las pesadillas y no les doy importancia. No
obstante, ésta envenena mi pensamiento constantemente, como si me fuera dado
prever alguna desgracia. Me gustaría que la fecha mencionada en el sueño hubiera
pasado ya. Me gustaría estar completamente curado de la gota. Quisiera sentirme tan
contento como siempre. ¡Ilusiones, quimeras, eso es todo!
Leía y releía, con muecas despectivas y gruñidos desdeñosos, el pergamino que le
había anunciado la eminencia de su proceso: los personajes de su sueño y la
decoración que les rodeaba se materializaban en torno a él en los lugares más
insospechados y, durante unos instantes, le arrancaban de su universo familiar, para
transportarle al reino de las sombras.
Su energía y su espíritu burlón no eran ya más que recuerdos; se hizo taciturno y
morboso. Naturalmente, el Foro observó su cambio. Sus amigos le creyeron enfermo.
El médico declaró que padecía de hipocondría, que aún se incubaba en su organismo
y le ordenó una cura en aquel paraíso de tullidos y artríticos que entonces era Buxton.
El juez alimentaba sombríos presentimientos. Temía por su vida. Un día, so
pretexto de obsequiar a su ama de llaves con una taza de té en su despacho, le
describió el extraño sueño que había tenido en su carroza la noche en cuestión. Había
llegado al estado de extenuación nerviosa en el que no se confía en los diagnósticos
ortodoxos y se recurre, a la desesperada, a videntes, astrólogos o viejas brujas. ¿Sería
aquel sueño presagio que anunciase para el día diez una crisis fatal para él? El ama de
llaves no lo creía así; por el contrario, estaba segura de que el sueño presagiaba un
acontecimiento feliz para el juez.
Al oírla, el juez se animó y, por primera vez en mucho tiempo, volvió a ser el
mismo de siempre: acarició la mejilla de la mujer con una mano que no temblaba en
absoluto.
—¡Ah, picara! ¡Ah, granujilla! ¡Había olvidado ya al joven Tom! Ya sabes a
quien me refiero, mi sobrino Tom, que se está muriendo en Harrogate. ¿Por qué no
puede morirse ese día, en lugar de otro cualquiera? ¡Y cuando muera yo heredaré sus
bienes! ¡Bah! ¡Ayer mismo pregunté al doctor Hedstone si corría peligro de un ataque
y se rio en mis propias barbas, jurándome que yo era el último que debía temer una

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muerte así!
El juez envió una parte de la servidumbre a Buxton para que le prepararan un
alojamiento confortable. Pensaba dirigirse a dicha localidad un día o dos después.
Aquel día era el noveno del mes. Pasados dos más se reiría, sin duda alguna, de
sus pesadillas y sus presentimientos.
Unas horas más tarde, precedido de su lacayo, el doctor Hedstone llamó a la
puerta del juez y se dirigió al saloncito. Era una tarde de marzo; el sol se estaba
poniendo, el viento silbaba en las chimeneas. Un fuego de leña chisporroteaba
alegremente en el hogar y el juez Harbottle, envuelto en su hopalanda escarlata,
tocado con una peluca de las que se denominan de brigadier, parecía el centro de una
fogata en el escenario de la habitación en penumbra.
Tenía un pie apoyado en un taburete. Sus enormes rasgos púrpura, expuestos al
calor del fuego, parecían dilatarse e irse a desplomar entre las llamas. Presa de nuevo
de sus presentimientos melancólicos, abrigaba tristes proyectos como, por ejemplo, el
de abandonar el Foro.
Pero el médico, que era un enérgico discípulo de Esculapio, se negó a escuchar
tales tonterías, declaró que la gota le enturbiaba las ideas y le impedía opinar
serenamente sobre cualquier tema y, de una forma especial, sobre su propio estado.
Le aconsejó que no se abandonara a sus tristes reflexiones y que se tomara un
descanso de quince días.
Mientras tanto debía mostrarse extremadamente prudente. Todo su organismo
estaba aún envenenado por la gota. Debía evitar otra crisis antes de que las aguas de
Buxton ejercieran en él su saludable efecto.
Tal vez el doctor no veía al juez en tan buen estado de salud como aseguraba, ya
que le dijo que necesitaba mucho reposo y le aconsejó que se acostara cuanto antes.
Mr. Gerningham, su criado, ayudó al juez a desvestirse y le dio su medicina. Su
amo le ordenó que permaneciera en la cámara hasta que se hubiera dormido.
Aquella noche, tres personas fueron testigos de cosas muy extrañas.
Para poder descansar un poco, el ama de llaves había autorizado a su hija a vagar
a su guisa por los salones de la casa, admirando los cuadros y las porcelanas, con la
condición de que no tocase nada. Cuando los últimos rayos del sol poniente se
extinguieron y el ciclo se ensombreció y los colores de las estatuillas expuestas en las
vitrinas se desvanecieron, la niña decidió volver a las habitaciones de su madre.
Al llegar, le describió las porcelanas y los cuadros, y se extasió ante las dos
magníficas pelucas que había visto en el tocador del juez, que se hallaba al lado de la
biblioteca. Luego, le narró una extraña aventura.
Las costumbres de aquella época exigían que se guardase en el vestíbulo la silla
de manos, claveteada de oro, tapizada de cuero repujado y orlada de cintas de seda
roja, que el dueño de la casa usaba en algunas ocasiones. Mientras permanecía
guardada, se cerraban cuidadosamente las puertas, se levantaban los cristales de las
ventanillas y se bajaban las cortinas. Pero aquellos artefactos pasados de moda no

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quedaban tan herméticamente cerrados como para impedir que una niña de siete años
echara una ojeada por las rendijas y contemplara su interior.
El último rayo del sol poniente, entrando por la ventana de la habitación vecina,
se posó sobre la silla; su tenue luz rojiza hizo transparente la cortinilla escarlata.
La niña se sobresaltó: un hombre delgado, vestido de negro, sentado en la silla,
proyectó su sombra. Tenía el rostro cetrino, los rasgos prominentes, la nariz le
pareció un poco torcida; los ojos, oscuros, miraban fijamente hacia delante; tenía las
manos apoyadas en las piernas y se movía menos que las figuras de cera que ella
había visto en la feria de Southwark.
Se les hacen siempre tantos reproches a los chiquillos preguntones, se les
sermonea tanto sobre la virtud del silencio y la superior sabiduría de los mayores, que
ellos acaban por aceptar como buenas todas, o casi todas, las acciones de las personas
mayores. La niña no pensó siquiera en lo extraña que resultaba la presencia de aquel
hombre moreno en la silla.
Sólo cuando se lo contó a su madre y vio que ésta, una persona mayor, se
aterrorizaba y le preguntaba muchos detalles sobre el caso, la niña empezó a darse
cuenta del carácter insólito de la aparición.
Mrs. Carwell descolgó la llave de la silla, que pendía de un clavo, en una alacena
reservada para el servicio y se dirigió al vestíbulo, llevando a la niña de una mano y
en la otra una vela encendida. Al llegar a prudente distancia de la silla se paró y le
entregó la vela a la niña.
—Mira otra vez, Margery —murmuró—, y dime si ves algo. Acerca la vela a la
ventanilla para iluminar el interior.
La niña hizo lo que se le decía, con aire solemne, y aseguró que el hombre se
había ido.
—Mira bien —ordenó su madre.
Cuando la niña volvió a asegurar que no había nadie, Mrs. Carwell, pálida, con
sus cabellos sin empolvar bajo la cofia de encajes, anudada con una cinta cereza,
abrió la puerta, se inclinó y vio que la banqueta estaba vacía.
—Te equivocaste, ya lo estás viendo.
—¡Allí, allí! ¡Míralo! ¡Se ha ido por allí! —gritó la niña.
—¿Por dónde? —preguntó la madre, retrocediendo un paso.
—Por aquel cuarto.
—Vamos, vamos, niña, no son más que sombras —le reprendió Mrs. Carwell para
disimular su miedo—. He movido la vela.
Pero cogió uno de los barrotes de la silla, que estaban apoyados en un rincón del
vestíbulo y golpeó furiosamente la pared, ya que temía ir sola a la habitación que
señaló la niña.
La cocinera y dos ayudantas de cocina acudieron corriendo, sin saber qué pensar
de aquella extraña llamada.
Registraron la habitación; estaba vacía y nada testimoniaba el paso de una

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persona.
Tal vez el lector piense que este incidente influyera en el estado de ánimo de Mrs.
Carwell, cosa que explicaría la extraña ilusión de que ella misma se creyó víctima dos
horas más tarde.

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CAPÍTULO IX

EL JUEZ ABANDONA SU CASA

El ama de llaves subía lentamente la escalera, llevando una bandeja de plata, con un
bol de porcelana que contenía una tisana para el juez.
La escalera tenía una maciza barandilla de roble. Mrs. Carwell levantó la vista al
azar y vio a un individuo extraño y desmadejado, que se apoyaba negligentemente en
la barandilla, sosteniendo una pipa entre el índice y el pulgar. Estaba mirando hacia
abajo, y su nariz, sus labios, su barbilla, toda la parte inferior de su cara parecían
desmesuradamente alargados. En la otra mano tenía un rollo de cuerda, uno de cuyos
extremos se escapaba bajo su codo y pendía en el hueco de la escalera.
Mrs. Carwell, que no sospechaba aún sobre la presencia del extraño personaje,
creyó que era uno de los criados ocupados en embalar los efectos del juez y le llamó
para preguntarle qué estaba haciendo allí.
En lugar de contestarle, él se volvió, atravesó el descansillo con el mismo paso
mesurado del ama de llaves y penetró en una habitación a la que ésta le siguió. La
habitación no tenía ni alfombra ni muebles. Un baúl vacío campeaba en medio de la
estancia, cerca de un rollo de cuerda. Pero el hombre no estaba allí.
Mrs. Carwell sintió un miedo atroz y concluyó que la niña había visto el mismo
fantasma. Cuando se recuperó del pánico notó que un ligero alivio la invadía, ya que
la cara, los vestidos y la silueta que la niña describiera se parecían terriblemente a
Lewis Pyneweck, mientras que el extraño personaje de la escalera era completamente
distinto.
Aterrorizada, presa de delirios y de histeria, Mrs. Carwell se precipitó en su
cuarto, sin atreverse a mirar hacia atrás. Allí reunió alguna compañía en torno a ella,
lloró, derramando abundantes lágrimas, discutió, tomó más de un cordial, habló y
volvió a llorar, hasta que dieron las diez y decidieron acostarse.
Una criada se quedó, después de que los demás criados, que, como ya hemos
dicho, eran poco numerosos aquella noche, se fueron. Era una joven intrépida,
trigueña, de frente estrecha y cara abotargada, que no creía en fantasmas y
consideraba la crisis nerviosa del ama de llaves con profundo desprecio.
La vieja mansión se hallaba sumida en el silencio. Acababan de sonar las
campanadas de la medianoche. No se oía más que el gemido ahogado del viento que
silbaba en tejados y chimeneas o rugía, en ráfagas, por las estrechas callejas.
En las espaciosas soledades de la casa reinaba una oscuridad total y la joven
ayudanta de cocina que no creía en fantasmas era la única persona que no se hallaba
en su cama. Para entretenerse empezó a cantar, luego se paró a escuchar y por último
reemprendió su trabajo. Estaba destinada a vivir una aventura más horrible que la del
ama de llaves.

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En la casa había una despensa. De pronto, la joven creyó oír unos ruidos sordos
que parecían venir de las entrañas de la tierra y estremecer el suelo bajo sus pies. Se
dirigió a la despensa apresuradamente y se quedó estupefacta al verla iluminada por
un resplandor rojizo, como si hubieran encendido allí un fuego de carbón.
Una espesa humareda la envolvía.
A través de aquella bruma, distinguió una monstruosa silueta que, inclinada sobre
un horno, martilleaba con mano poderosa los eslabones de una cadena.
A pesar de la fuerza con que, al parecer, asestaba los golpes, sonaban débilmente,
como si se produjeran muy lejos. El herrero se paró y señaló algo en el suelo; con la
vista medio cegada por el humo, ella creyó distinguir un cadáver. No pudo ver más.
Los criados, que se despertaron sobresaltados al oír un grito de espanto, la
encontraron desvanecida en el suelo, junto a la puerta de la habitación donde se había
desarrollado la horrible escena.
La criada empezó a hablar de forma incoherente, diciendo que había visto en el
suelo el cadáver del juez. Dos criados registraron todas las dependencias del servicio
y después subieron al piso principal para interesarse por la salud de su amo. No le
encontraron en su cama; estaba levantado. Se vestía a la luz de las velas. Animado de
su antigua energía, cubrió de imprecaciones y maldijo copiosamente a sus criados,
diciéndoles que tenía qué hacer y que el ganapán que osara volverle a interrumpir
sería despedido inmediatamente.
Por lo tanto, se apresuraron a dejar solo al enfermo.
Al día siguiente corrió el rumor, en el vecindario, de que el juez había muerto. El
consejero Traverse, que vivía en la misma calle, envió a un criado para informarse.
El criado que respondió a su llamada estaba pálido y se mostró reservado. Le
respondió que el juez se había puesto enfermo después de un accidente desgraciado y
que el doctor le velaba desde las siete de la mañana.
Todos los que vivían en casa del juez rehuían las preguntas y tenían aspecto
preocupado, por lo que se vino a comprender que algo muy grave pesaba sobre sus
conciencias, algo que el tiempo se encargaría de revelar.
Por fin llegó un coroner y ya no se pudo disimular por más tiempo el vergonzoso
escándalo que había tenido lugar en casa del juez. Aquella mañana habían encontrado
a Mr. Harbottle colgado del cuello en la baranda de la escalera, muerto.
Nada indicaba que hubiera habido lucha, ni aun resistencia. Nadie había oído el
menor grito, el más leve síntoma de violencia. El testimonio del médico probaba que,
en su estado atrabiliario, el juez podía haberse quitado la vida. En consecuencia se
dictó un veredicto de suicidio. Pero las dos personas a las que el juez había contado
su extraña historia no pudieron admitir como un azar el hecho de que la catástrofe
ocurriera el diez de marzo.
Unos días más tarde tuvieron lugar los funerales y acompañaron al cadáver hasta
su tumba. Como dicen las Escrituras: «El rico murió y fue enterrado».

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EL LOBO BLANCO DE LAS
MONTAÑAS DE HARTZ
FREDERICK MARRYAT

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A NTES del mediodía Philip y Krantz embarcaron en la piragua y partieron. Les
fue fácil seguir su rumbo pues las islas durante el día y las estrellas por la
noche servían de excelente brújula. Aunque la ruta elegida no era la más corta, sí era
la más segura por discurrir a través de aguas tranquilas y en dirección al norte. En
varias ocasiones fueron perseguidos por proas malayas, que infestaban aquellas islas,
pero gracias a la rapidez de su peroqua continuaron sin contratiempo. En realidad los
perseguidores abandonaban la caza cuando se daban cuenta de que aquella pequeña
embarcación no ofrecía esperanzas de un botín valioso.
Una mañana, mientras navegaban por las islas, con viento en calma, Philip
manifestó:
—Krantz, en cierta ocasión me dijiste que en tu pasado había algunos hechos que
confirmaban la verosimilitud de aquella historia que te conté. ¿Quieres explicarme a
qué te referías?
—Sí —repuso Krantz—. Muchas veces he deseado contarte mi vida, pero por una
cosa u otra nunca me he decidido; ahora me parece un buen momento. Así pues,
prepárate a oír una extraña historia, quizá tan extraña y misteriosa como la que tú me
referiste. —Y a continuación añadió—: Supongo que habrás oído hablar de las
montañas de Hartz.
—He leído algunas narraciones extraordinarias de aquella región.
—Es un país salvaje —continuó Krantz—, del que se cuentan historias
inverosímiles, que yo tengo buenas razones para considerar verdaderas.
—Mi padre nació en las montañas de Hartz. Era siervo de un noble húngaro con
inmensas propiedades en Transilvania. A pesar de su condición, no era pobre ni
inculto, y por este motivo su señor le confió la administración de sus tierras. Pero
cuando se ha nacido siervo, así se continúa toda la vida.
»Cuando mi padre fue nombrado administrador, llevaba más de cinco años
casado. De su matrimonio habían nacido tres hijos. César, Herman, que soy yo, y
Marcela. Nuestros nombres te parecerán algo altisonantes, pero son corrientes en un
país de procedencia latina como es Transilvania.
»Mi madre era bellísima, pero, desgraciadamente, su belleza superaba a su virtud.
El noble húngaro, señor de aquellas tierras, la seguía y galanteaba continuamente, y,
para facilitar sus propósitos, con un pretexto alejó a mi padre temporalmente de la
región. Durante su ausencia, mi madre, atraída por las atenciones y la perseverancia
del noble húngaro, acabó por ceder a sus deseos. Inesperadamente, regresó mi padre
y descubrió la intriga. La deshonra de mi madre era evidente, mi padre los sorprendió
juntos y en un arrebato de ira mató a su esposa y al seductor.
»Como sabía sobradamente que a un siervo no le servía de paliativo alguno el
ultraje que había recibido, cogió sin demora todo el dinero que encontró a mano y, en
pleno invierno, enganchó los caballos al trineo y huyó con nosotros. Cuando se
propagó en el lugar la noticia de esta tragedia, mi padre se hallaba ya lejos. Sabía que
lo perseguían con saña y que mientras permaneciera en su patria no estaría a salvo,

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por esto continuó su fuga hasta ocultarse en las intrincadas y solitarias montañas de
Hartz.
»Naturalmente, lo que te he referido no lo recuerdo, mi padre me lo contó unos
años después.
»Mis primeros recuerdos están vinculados a una casucha rústica, pero
confortable, en la que viví con mi padre y mis hermanos. Estaba situada en los
confines de aquella extensa selva que cubre la parte norte de Alemania. Alrededor de
esta casa teníamos unos cuantos acres de tierra de labor, que mi padre cultivaba
durante el verano. No rendía mucho pero era suficiente para nosotros. Durante el
invierno, los tres hermanos nos quedamos solos dentro de la casa, mientras los lobos
rondaban el exterior, porque mi padre iba de caza todos los días.
»Compró la casa y las tierras a uno de los carboneros que vivían en la montaña y
se ganaban el sustento carboneando con destino a la fundición de hierro de una mina
cercana, y también yendo a cazar. La fundición era el único lugar habitado, y distaba
unas dos millas de nuestra casa.
»Aún recuerdo perfectamente aquel lugar, con sus pinos altísimos que nos cubrían
y la dilatada selva que se extendía a nuestros pies.
»Desde nuestra cabaña podíamos ver también las copas de los árboles, porque la
montaña descendía hacia un lejano valle. En verano el paisaje era maravilloso, pero
en invierno, difícilmente puedes imaginarte su desolación.
»Como ya he dicho, durante los meses de invierno mi padre se dedicaba a la caza.
Salía todos los días y normalmente nos encerraba dentro de la casa, pues no había
nadie que pudiera cuidarnos. En realidad no resultaba fácil encontrar una mujer que
quisiera vivir en aquel paraje solitario, y aunque existiera, mi padre no la habría
admitido, pues había cobrado una desmesurada aversión a las mujeres. Incluso se
notaba en el diferente trato que nos daba a nosotros y a nuestra pobrecita hermana
Marcela. Puedes figurarte cómo vivíamos. Mi padre, cuando salía, nos prohibía
encender fuego, pues temía que nos hiciésemos daño. Nos metíamos debajo de las
pieles de oso hacinadas en un rincón de la casa, los tres muy juntos para conservar el
calor, hasta que él regresaba por la noche. Entonces encendíamos un magnífico fuego
que nos reconfortaba a todos.
»Puede parecer extraño que mi padre eligiera esta vida, pero es que en realidad no
podía estar inactivo, por los remordimientos que le atormentaban, por la miseria en
que nos habíamos hundido, o acaso por ambas cosas; lo cierto es que sólo se animaba
cuando estaba en plena actividad.
»En general, los niños que quedan abandonados a sí mismos durante muchas
horas, pronto alcanzan una madurez impropia de su edad. Esto nos ocurrió a nosotros.
Durante los cortos días de invierno permanecíamos silenciosos, suspirando por las
horas felices que vendrían cuando desapareciera la nieve, brotaran las hojas de los
árboles, los pájaros cantaran de nuevo sus melodías, y nosotros recobráramos la
libertad.

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»Así se desenvolvió nuestra vida hasta que mi hermano César llegó a los nueve
años, yo a los siete y mi hermana a los cinco. Entonces ocurrieron los hechos que
forman la base de la insólita historia que te voy a contar.
»Una noche cruda de invierno mi padre regresó más tarde que de costumbre. No
había tenido suerte. El tiempo era helado y el suelo estaba cubierto de una espesa
capa de nieve. Tenía frío y muy mal humor, nosotros tres le ayudábamos a encender
fuego alegremente, soplando en los rescoldos para avivar la llama, cuando cogió del
brazo a Marcela y la apartó bruscamente. La niña cayó de bruces y sangró
abundantemente por la boca. Mi hermano corrió a levantarla. Ella, acostumbrada a
aquellas brusquedades, no se atrevía ni a llorar, pero le miraba a la cara
lastimosamente.
»Mi padre se sentó junto a la chimenea, profirió algunas palabras injuriosas
contra las mujeres y se entretuvo con el fuego, absorto y sombrío. Nosotros
quedamos en un rincón de la estancia con Marcela.
»Así transcurrió una media hora, hasta que se oyó el aullido de un lobo cerca de
la ventana. Se levantó de un salto, cogió la escopeta y salió a toda prisa de la casa,
cerrando la puerta. Nosotros nos quedamos escuchando atentamente, confiando en
que nuestro padre tuviera suerte para que regresara satisfecho. Aunque nos trataba
con rudeza, y en especial a nuestra hermana, le queríamos y deseábamos verlo alegre
y feliz, pues en definitiva era nuestro padre y único amparo.
»Quiero hacer notar ahora que quizá nunca han existido tres niños tan unidos
como nosotros. No nos peleábamos ni discutíamos y si por casualidad surgía alguna
desavenencia entre mi hermano y yo, la pequeña Marcela nos besaba a uno y otro
para que hiciéramos las paces. Marcela era una criatura apacible y encantadora. Aún
puedo recordar perfectamente sus rasgos. ¡Pobre Marcela!
—¿Murió? —preguntó Philip.
—Sí. Murió. Pero no quiero anticipar las cosas, déjame seguir la historia.
»Como había pasado un buen rato y el estampido de la escopeta no llegaba, mi
hermano mayor propuso:
»—Marcela, vamos a lavarte la cara y nos acercaremos al fuego para calentarnos.
Nuestro padre aún tardará bastante; no querrá que el lobo se le escape.
»Permanecimos acurrucados junto al fuego hasta la medianoche y a medida que
se hacía más tarde aumentaba nuestra ansiedad. No temíamos que le ocurriera ningún
percance, pero nos extrañaba su larga ausencia.
»—Miraré si viene —dijo mi hermano César dirigiéndose a la puerta.
»—Cuidado —advirtió Marcela—, los lobos están cerca y nosotros no podemos
nada contra ellos.
»Mi hermano abrió la puerta solamente unas pulgadas, con precaución, y miró al
exterior.
»—No veo nada —dijo. Luego se reunió con nosotros.
»—Aún no hemos cenado —recordé yo. Generalmente nuestro padre preparaba la

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cena cuando llegaba y durante las horas que estaba de caza no teníamos otra cosa que
los restos de la cena del día anterior—. Cuando llegue le agradará tener la comida
preparada, vamos a hacerla nosotros.
»César se subió a una silla y alcanzó un pedazo de carne de la alacena. No
recuerdo si era de venado o de oso. Cortamos la cantidad acostumbrada y la guisamos
tal como lo hacíamos otras veces bajo la dirección de nuestro padre. Estábamos
colocando la fuente junto al fuego, para aguardar su llegada, cuando oímos el
zumbido de una trompa de caza. Escuchamos atentamente, se oyó un ruido en el
exterior y un momento después entró nuestro padre acompañado de una mujer joven
y de un hombre alto, atezado, vestido de cazador.
»Ahora voy a contarte lo que supe algún tiempo después.
»Cuando mi padre salió de nuestra casa divisó, a unas veinte yardas, un enorme
lobo blanco. Tan pronto el animal se dio cuenta de su presencia, se retiró poco a poco
gruñendo y enseñando los dientes. Mi padre lo siguió. El animal no huía, sino que
retrocedía manteniendo siempre la misma distancia. Así continuaron bastante tiempo
porque mi padre no quería disparar sin estar seguro de dar en el blanco. En ocasiones
el lobo huía raudo, luego se paraba gruñendo, como en señal de desafío, y de nuevo,
cuando mi padre se acercaba, salía corriendo.
»Incitado por el deseo de cobrar aquella pieza (las pieles de lobo blanco son
raras) la persecución duró varias horas, trepando siempre hacia la cumbre de la
montaña.
»Seguramente ya sabes que en aquellas montañas hay parajes que, según la
leyenda, están habitados por espíritus malignos. Son lugares bien conocidos por los
cazadores, que procuran evitarlos. Uno de ellos, situado en un claro del bosque, había
sido señalado a mi padre como particularmente peligroso. Pero sea porque no creyera
en estas historias o porque no se diera cuenta, debido a su enconada persecución,
ignoro la causa, lo cierto es que el lobo le atrajo hacia aquel claro del bosque, en
donde el animal, sintiéndose más seguro, retrocedía con lentitud. Mi padre se acercó,
levantando la escopeta para disparar, pero en el mismo instante dejó de ver al lobo.
Su primera impresión fue que la nieve que cubría el suelo le había deslumbrado. Bajó
la escopeta para mirar mejor, pero realmente el lobo había desaparecido. Mi padre no
pudo comprender cómo ocurrió esto, teniéndolo delante y en un lugar despejado.
Maldiciendo su mala suerte, emprendía ya el regreso, cuando oyó el lejano sonido de
una trompa de caza. Resultaba raro a aquellas horas de la noche, por lo que,
olvidando al momento su desaparecida presa, se quedó inmóvil y vigilante. Poco
después volvió a sonar la trompa, esta vez a menos distancia. Era una señal
indicadora de que unos cazadores andaban perdidos en el bosque. Unos minutos más
tarde, mi padre divisó a un hombre a caballo, con una mujer en la grupa, que entraban
en terreno despejado y se dirigían a su encuentro. Al principio recordó las extrañas
leyendas sobre aquel paraje y sus moradores, pero luego, cuando estuvieron cerca,
pudo percatarse de que eran seres mortales.

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»Al llegar a su lado el hombre le dijo:
»—Amigo cazador, es una suerte para nosotros que todavía estés en el bosque.
Hemos cabalgado durante muchas horas y nuestras vidas están en peligro. Al llegar a
estas montañas hemos podido burlar a nuestros perseguidores, pero si no
encontramos cobijo y comida de poco nos servirá, ya que moriremos de hambre y de
frío. Mi hija, que monta en la grupa, está más muerta que viva. Dime: ¿puedes
ayudarnos?
»—Mi cabaña está a unas millas de aquí —contestó mi padre—. Es poco lo que
puedo ofreceros, pero seréis bien recibidos. ¿Puedo preguntar de dónde venís?
»—Sí, amigo, ya no es ningún secreto; nos hemos escapado de Transilvania en
donde la honra de mi hija y mi vida se hallaban en peligro.
»Indudablemente, estas palabras eran apropiadas para despertar el interés y la
simpatía de mi padre. Le recordaban su propia fuga, la pérdida de su esposa y su
tragedia actual. No dudó en ofrecerles toda la ayuda que estaba en su mano.
»—No podemos perder tiempo, buen hombre —observó el caballero—. Mi hija
esta helada y no aguantará mucho tiempo este frío tan intenso.
»—Seguidme —replicó mi padre, dirigiéndose hacia nuestra casa—. Me he
alejado persiguiendo a un lobo blanco, que si no me hubiera provocado aullando
junto a mi ventana no habría salido a estas horas.
»—El animal pasó junto a nosotros cuando salíamos del bosque —declaró la
mujer con voz argentina.
»—Por poco le disparo —observó el cazador—, pero ahora que conozco el buen
servicio que nos ha prestado estoy satisfecho de que se haya escapado.
»Después de una hora y media de camino, a buen paso, llegaron a la casa, y como
ya he dicho antes, entraron.
»—Parece que llegamos en el momento oportuno —observó el cazador al percibir
el olor de carne asada, al tiempo que nos miraba y se aproximaba al fuego—. Tiene
usted unos cocineros muy jóvenes, señor.
»—Es verdad, podemos comer en seguida —contestó mi padre—. Venga,
señorita, póngase junto al fuego. Le conviene el calor después de esta noche a la
intemperie.
»—¿Dónde dejo mi caballo? —preguntó el cazador.
»—No se preocupe, yo me cuidaré del animal.
»Te describiré a la mujer con todo detalle. Era joven, aparentaba unos veinte
años. Llevaba un vestido de viaje, guarnecido de pieles blancas, y cubría su cabeza
con un casquete de armiño blanco. Sus facciones eran bellas, correctas; así lo pensé
yo y también lo apreció mi padre. Su cabello era rubio, reluciente como un espejo. Su
boca, aunque algo grande cuando la abría, mostraba los dientes más brillantes que
jamás había visto. Pero había algo en sus ojos, relucientes, llameantes, que a
nosotros, los niños, nos daba miedo. Resultaban inquietos, furtivos. Entonces no lo
comprendimos, pero sentíamos instintivamente como un hálito de crueldad en ellos.

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Nos llamó para que nos acercáramos y lo hicimos con miedo, casi temblando. Era
hermosa, muy hermosa. Nos habló cariñosamente, y nos pasó la mano por nuestra
cabeza, pero Marcela no quiso acercarse, retrocedió y fue a esconderse en la cama sin
aguardar la comida, a pesar de que media hora antes a esperaba con ansiedad.
»Pronto regresó mi padre, después de encerrar el caballo en un cobertizo anexo a
la casa, y en seguida se sirvió la cena. Terminada ésta, mi padre ofreció su cama a la
joven, que si bien al principio rehusó, terminó por aceptar. Mi padre y el cazador se
sentaron junto al fuego. Mi hermano y yo nos fuimos a la cama con Marcela, pues
siempre habíamos compartido el mismo lecho.
»No podíamos dormir; había algo anormal, desacostumbrado. La presencia de
gente extraña en la casa nos aturdía. La pequeña Marcela estaba inquieta; pude darme
cuenta de que temblaba y en ocasiones parecía como si quisiera reprimir un sollozo.
»Mi padre sacó vino, que raramente probaba y, junto con el cazador,
permanecieron hablando y bebiendo al lado del fuego.
»Sentíamos tanta curiosidad que nuestros oídos estaban prestos a captar cualquier
murmullo.
»—Así, pues, ¿vienen ustedes de Transilvania? —preguntó mi padre.
»—Sí, señor —contestó el cazador—. Yo era siervo de la noble casa de… Mi
dueño quería a mi hija para satisfacer sus torpes deseos, pero acabó su pretensión
cuando le clavé unas pulgadas de mi cuchillo de caza.
»—Somos paisanos y compañeros en la desgracia —dijo mi padre, tomando la
mano del cazador y estrechándola cordialmente.
»—¿También procede usted de aquel país?
»—Sí, yo también huí por culpa de mi esposa. Se trata de una triste historia.
»—¿Cómo se llama? —preguntó el cazador.
»—Krantz.
»—¡Cómo! ¿Krantz de…? Conozco su historia. No renueve su dolor contándola
de nuevo. Oh, señor, y también puedo decir mi querido pariente. Soy su primo
segundo, Wilfred de Barndorf —exclamó el cazador, levantándose y abrazando a mi
padre.
Llenaron sus vasos hasta el borde y bebieron a su respectiva salud según la
costumbre alemana. La conversación continuó después en voz baja y únicamente
cogimos que nuestro pariente y su hija vivirían con nosotros, al menos por el
momento. Una hora más tarde se recostaban en el respaldo del asiento y quedaban
dormidos.
»—Marcela, ¿has oído? —dijo mi hermano en voz baja.
»—Sí —susurró Marcela—. Lo he oído todo. No puedo soportar la mirada de esta
mujer, me asusta.
»Mi hermano no contestó, y poco después los tres dormíamos profundamente.
»Cuando nos despertamos por la mañana, la hija del cazador ya se había
levantado. Me pareció más hermosa. Se acercó a la pequeña Marcela y la acarició,

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pero la niña estalló en sollozos, como si el corazón fuera a partírsele.
»En fin, para no prolongar mucho la historia basta decir únicamente que el
cazador y su hija se establecieron en nuestra casa. Él y mi padre salían de caza cada
día, mientras que Cristina se quedaba con nosotros. Hacía todos los menesteres de la
casa. Nos trataba con cariño y gradualmente fuimos olvidando, incluso la misma
Marcela, aquella instintiva desconfianza.
»Mi padre experimentó un cambio notable. Había dominado su aversión hacia el
sexo femenino y era atento con Cristina. Frecuentemente, después que todos nos
habíamos acostado, se quedaban junto al fuego charlando en voz baja. Me he
olvidado decirte que mi padre y el cazador Wilfred dormían en la parte trasera de la
casa, mientras que Cristina ocupaba la cama de mi padre compartiendo nuestra
estancia.
»Una noche, después de cenar, unas tres semanas más tarde, mi padre nos mandó
a la cama, celebrándose una importante reunión familiar. Mi padre había pedido a
Cristina en matrimonio, siendo favorablemente acogida su petición.
»Seguramente ocurrió lo que voy a contarte tan exactamente como me sea posible
recordar y que ya entonces nos resultó incomprensible.
»—Puedes tomar a mi hija, Krantz, y tienes mi bendición. Yo me voy a buscar
otro lugar, no importa cuál.
»—¿Por qué no te quedas, Wilfred?
»—No, no, debo marcharme. Basta con esto y no me hagas preguntas. Tú ya
tienes a mi hija.
»—Te doy las gracias y me doy cuenta de tu valor, pero hay una dificultad.
»—Comprendo lo que quieres decir, en este país salvaje no hay sacerdotes ni ley
alguna. Pero debemos hacer alguna ceremonia para satisfacer a un padre. ¿Estás de
acuerdo en casarte a mi modo? Si es así yo os casaré.
»—Sí —contestó mi padre.
»—Entonces, amigo, cógela de la mano y jura.
—Yo juro —dijo mi padre.
—Por todos los espíritus de las montañas de Hartz…
»—¿Por qué no jurar por el Cielo? —interrumpió mi padre.
»—Porque a mí no me place —contestó Wilfred—. Si yo prefiero ese juramento,
aunque acaso sea menos vinculante que el otro, estoy seguro de que no querrás
contrariarme.
»—Bien, cómo tú quieras, pero me obligas a jurar en lo que no creo.
»—Son muchos los cristianos que también juran sin creer —contestó Wilfred—.
Bien, dime, ¿quieres casarte o me voy con mi hija?
»—Continúa —contestó mi padre, impaciente.
»—Juro por todos los espíritus de las montañas de Hartz, por todo su poderío,
tanto en lo bueno como en lo malo, que tomo a Cristina por esposa, que la protegeré
siempre, cuidaré y la amaré y que mi mano no se levantará contra ella.

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»Mi padre repetía las palabras después de pronunciadas por Wilfred.
»—Si yo no cumplo mi juramento, puede caer toda la venganza de los espíritus
sobre mí y sobre mis hijos; que mueran devorados por el buitre, el lobo y otras bestias
salvajes del bosque, que queden sus carnes desgarradas y sus huesos calcinados en la
selva, todo esto lo juro.
»Mi padre dudó al pronunciar estas últimas palabras. Marcela no pudo contenerse
cuando las dijo y rompió a llorar. Esto perturbó la reunión. Mi padre amonestó
severamente a la niña, que ocultó la cara entre las sábanas.
»Ésta fue la segunda boda de mi padre. A la mañana siguiente Wilfred montó a
caballo y partió.
»Mi padre volvió a ocupar su cama, que estaba en nuestra misma estancia. Las
cosas se desenvolvieron como antes de la boda, excepto la actitud de nuestra
madrastra, que ya no nos demostraba ningún cariño. Durante las horas en que mi
padre estaba fuera, nos pegaba a menudo, especialmente a la pequeña Marcela.
Parecía como si sus ojos despidieran llamas cuando miraba a la encantadora niña.
»Una noche mi hermana nos despertó.
»—¿Qué pasa? —preguntó César.
»—Ella ha salido —susurró Marcela.
»—¡Ha salido!
»—Sí, ha salido por la puerta, en camisa de dormir —contestó la niña—. La he
visto levantarse, mirar a nuestro padre para ver si dormía y dirigirse a la puerta.
»Nos resultaba inexplicable que algo la hubiera inducido a dejar la cama y salir a
la intemperie, sin vestir, y en una noche de invierno, con viento helado y el suelo
cubierto de nieve. No podíamos dormir. Casi una hora más tarde oíamos el aullido de
un lobo junto a nuestra ventana.
»—Hay un lobo —dijo César—. La destrozará.
»—¡Oh, no! —gimió Marcela.
»Unos momentos después apareció nuestra madrastra cubierta con su camisa de
dormir, tal como dijo Marcela.
»Para no hacer ruido bajó lentamente la aldaba de la puerta y se dirigió al cubo de
agua, donde se lavó la cara y las manos, luego se deslizó dentro de la cama donde aún
dormía mi padre.
»Sin saber por qué, los tres temblábamos. Decidimos vigilar la próxima noche. Y
no solamente la noche siguiente, sino muchas otras, siempre a la misma hora, nuestra
madrastra se levantaba y salía de la casa. Inevitablemente, al poco tiempo de su
partida, se oía el aullido de un lobo junto a nuestra ventana, y siempre al volver se
lavaba la cara y las manos antes de acostarse de nuevo.
»Nos dimos cuenta de que casi nunca se sentaba a la mesa a la hora de las
comidas, y cuando lo hacía se notaba en ella un sentimiento de repugnancia; pero
cuando alcanzaba la carne de la alacena para preparar la comida, a menudo,
furtivamente, se llevaba un trozo de carne cruda a la boca.

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»Mi hermano César era un muchacho valiente; no quería decir nada a mi padre
hasta conocer más detalles. Resolvió seguirla para averiguar lo que hacía. Marcela y
yo nos esforzamos para disuadirle de su proyecto, pero no atendió a nuestras razones.
Se acostó vestido y tan pronto como ella dejó la casa, saltó de la cama, cogió la
escopeta de mi padre y la siguió.
»Puedes imaginarte nuestra inquietud. Unos minutos después oímos el estampido
de la escopeta. Mi padre no se despertó. Nosotros temblábamos, angustiados. Poco
después entró en la habitación nuestra madrastra con su camisón ensangrentado. Con
mi mano tapé la boca de Marcela para impedir que gritara, aunque también yo estaba
asustadísimo. Nuestra madrastra se acercó a la cama de mi padre para ver si dormía,
luego se dirigió a la chimenea y avivó el fuego.
»—¿Quién hay? —preguntó mi padre, despertándose.
»—No te muevas, querido —contestó ella—. Soy yo, he encendido el fuego para
calentar agua, no me encuentro bien.
»Mi padre dio una vuelta en la cama y pronto quedó dormido. Nosotros la
vigilábamos. Se cambió de ropa y echó al fuego las prendas ensangrentadas.
Entonces vimos que su pierna derecha sangraba por una herida que parecía de bala.
Después de vendar la herida se vistió y permaneció junto al fuego hasta el alba.
»El corazón de la pobre Marcela galopaba aceleradamente, el mío también.
¿Dónde estaba César? ¿Cómo se había herido nuestra madrastra, si no fue con la
escopeta?, nos preguntábamos. Por fin, se levantó nuestro padre y yo le dije:
»—Padre, ¿dónde está César?
»—¡Tu hermano! —exclamó extrañado—. ¿No está aquí?
»—Mientras estaba acostada medio despierta —manifestó Cristina— me pareció
oír que alguien levantaba el pasador de la puerta. ¡Oh, querido! ¿Dónde está tu
escopeta?
»Mi padre dirigió la mirada a la chimenea y se dio cuenta de que la escopeta
había desaparecido. Quedó perplejo, durante un momento, pero luego, cogiendo el
hacha, salió de la cabaña sin decir nada.
»A los pocos minutos regresó con el cuerpo destrozado de mi pobre hermano
sobre sus brazos. Lo puso en el suelo y cubrió su cara.
»Mi madrastra se levantó y miró el cuerpo, mientras que Marcela y yo nos
precipitábamos a su lado, llorando y gimiendo con amargura.
»—A la cama, niños —dijo ella con severidad—. Esposo —continuó—, tu hijo
debió coger la escopeta para matar a un lobo y el animal habrá sido demasiado
poderoso para él. ¡Pobre muchacho! Ha pagado con creces su audacia.
»Mi padre no contestó. Yo deseaba hablar, decirlo todo, pero Marcela, que se
percató de mis intenciones, me contuvo cogiéndome del brazo e implorándome tan
angustiosamente con la mirada que desistí.
»Mi padre continuó ignorando las extrañas circunstancias que nos envolvían, pero
Marcela y yo, aunque no lo comprendíamos, teníamos la convicción de que nuestra

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madrastra estaba relacionada con la muerte de César.
»Mi padre cavó una fosa cerca de la casa, y colocó el cuerpo de César en el
fondo, cubriéndolo de tierra y piedras para salvaguardarlo de la voracidad de los
lobos.
»Esta catástrofe fue un golpe muy duro para mi padre. Durante varios días no
salió de caza, y sentado cavilosamente junto al fuego, profería de vez en cuando
amenazadoras invectivas contra los lobos.
»Pero a pesar de esta desgracia y de la profunda aflicción de mi padre, mi
madrastra continuó saliendo por las noches con la misma regularidad.
»Cierto día mi padre decidió sobreponerse a su dolor, cogió la escopeta y se fue
hacia el bosque, pero regresó inmediatamente, descompuesto y henchido de rabia.
»—¡Cristina! ¿Podrías creerlo? Los lobos, maldita sea la raza, han excavado la
fosa y devorado el cuerpo del muchacho. Sólo quedan los huesos.
»—¿Es verdad? —preguntó ella. Marcela me miró y leí en sus ojos todo lo que
me hubiera querido decir.
»—Padre, todas las noches se oye el aullido de un lobo junto a la ventana —dije
yo.
»—¿Por qué no me lo has dicho? La próxima vez despiértame en seguida.
»Me di cuenta de que mi madrastra se apartaba mientras sus ojos llameaban y
rechinaban sus dientes.
»Sepultamos de nuevo los pocos restos de mi hermano que los lobos no habían
devorado y cubrimos la fosa con un gran montón de piedras. Así terminó el primer
acto de la tragedia.
»Llegó la primavera, desapareció la nieve, la naturaleza cobró nueva alegría y con
ella nosotros recobramos la libertad.
»Desde la muerte de mi hermano, me sentía más unido a Marcela y procuraba no
dejarla sola por temor a mi madrastra, que parecía complacerse tratándola con rudeza.
Mi padre trabajaba ahora en el cultivo de la tierra de labranza y yo le prestaba alguna
ayuda a pesar de mi corta edad. Durante las horas de trabajo, Marcela permanecía
sentada cerca de nosotros mientras Cristina se quedaba en la casa.
»Con la primavera disminuyeron las salidas nocturnas de Cristina y no se volvió a
oír el aullido del lobo.
»Un día que nos hallábamos ocupados en las faenas del campo mientras Marcela,
como de costumbre, estaba sentada cerca de nosotros, compareció Cristina diciendo
que se internaba en el bosque para buscar algunas hierbas que interesaban a mi padre
y ordenó a Marcela que regresara a casa para vigilar la comida. Mi madrastra
desapareció en el bosque, en dirección opuesta a la casa, de manera que mi padre y
yo quedamos entre ella y Marcela, que se fue a cuidar de la comida.
»Una hora más tarde oímos unos gritos desgarradores que procedían de la casa, y
que evidentemente eran de Marcela.
»—¡Marcela se ha quemado! —dije yo, tirando el azadón. Mi padre dejó el suyo

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y los dos corrimos hacia la casa. Antes de cruzar el umbral nos tropezamos con un
lobo blanco que salía como un rayo. Mi padre, que iba desarmado, se precipitó dentro
de la casa y encontró a la pobre Marcela tendida en el suelo, agonizando. Su cuerpo
estaba terriblemente mutilado y la sangre que manaba de sus heridas había formado
un charco junto a la puerta. La primera reacción de mi padre fue coger la escopeta y
seguir al lobo, pero quedó anonadado ante aquel terrible espectáculo. Se arrodilló
junto a la niña, y prorrumpió en sollozos. Marcela nos miró bondadosamente durante
unos segundos y sus ojos se cerraron para siempre.
»Aún estaba agachado junto al cuerpo de mi hermana cuando entró mi madrastra.
Se conmovió profundamente pero tuve la impresión de que la sangre no la
horrorizaba, como sucede generalmente con las mujeres.
»—¡Pobre niña! —exclamó—. Habrá sido un enorme lobo blanco que he visto en
el bosque cuando regresaba. ¿Está muerta, Krantz?
»—Sí, sí, lo sé —gritaba mi padre angustiado.
»Pensé que mi padre ya no se recobraría. Lloró desconsoladamente junto al
cuerpo de su dulce hija. No quería enterrarla y se pasaba las horas mirándola afligido.
En vano Cristina insistía para que le diera sepultura. Por fin, cavó otra fosa más
profunda junto a la de César y tomó mayores precauciones para que los lobos no
pudieran desenterrarla.
»Ahora me sentía muy triste en la cama que antes compartía con mis hermanos.
Creía firmemente que mi madrastra tenía algo que ver con la muerte de ambos, pero
no hallaba explicación alguna. Ya no tenía miedo, sólo sentía odio y deseos de
venganza.
»La noche siguiente al entierro de mi hermana, estaba tendido en la cama,
despierto, cuando percibí que mi madrastra se levantaba y salía de la casa. Aguardé
un rato, me vestí y miré por la puerta, que había quedado entornada.
»La luz de la luna iluminaba perfectamente el lugar donde estaban enterrados mis
hermanos. Horrorizado, la vi removiendo afanosamente las piedras que cubrían la
sepultura de Marcela. Llevaba su camisa de dormir y la luz de la luna caía de lleno
sobre ella. Hurgaba la tierra con las manos, lanzando las piedras a su espalda, con la
ferocidad de un animal salvaje. Tardé en sobreponerme. Cuando ya había alcanzado
el cuerpo de mi hermana y lo sacaba fuera de la fosa, no pude aguantar más, corrí
hacia mi padre y lo desperté.
»—¡Padre, padre, vístete y coge la escopeta!
»—¿Qué? —exclamó mi padre—. ¿Son los lobos?
»Saltó de la cama, se echó el abrigo encima y era tal su ansiedad que ni siquiera
se dio cuenta de la ausencia de su esposa. Abrió la puerta y yo le seguí.
»Puedes imaginarte su horror (sorprendido inopinadamente por aquel
espectáculo) cuando vio, mientras avanzaba hacia la sepultura, no a un lobo, sino a su
esposa, a gatas, agachada sobre el cuerpo de mi hermana, y devorándolo con la
misma avidez que un lobo. Su misma voracidad le impidió percatarse de que nos

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acercábamos. Mi padre levantó la escopeta pero, sin fuerzas, la dejó caer a su lado.
Yo se la levanté de nuevo y la puse en su mano. De repente, pareció como si una furia
concentrada hubiera redoblado su valor. Apuntó y disparó. El maligno espíritu que
habíamos cobijado cayó, profiriendo un espantoso alarido.
»—¡Dios mío! —exclamó mi padre, cayendo al suelo sin sentido.
»Permanecí a su lado hasta que recobró el conocimiento.
»—¿Dónde estoy? —dijo—. ¿Qué ha pasado? ¡Oh, ya recuerdo! Que Dios me
perdone.
»Se levantó y nos dirigimos a la sepultura. Pero lo que nos dejó pasmados fue
hallar, en lugar del cuerpo de mi madrastra, el de un gran lobo blanco junto a los
restos de mi hermana.
»—El lobo blanco —exclamó mi padre—. El lobo blanco que me atrajo a la
selva. Ahora lo comprendo. He tratado con los espíritus de las montañas de Hartz.
»Durante un buen rato mi padre quedó silencioso, absorto. Después levantó el
cuerpo de mi hermana, lo colocó de nuevo en la fosa y lo cubrió con tierra y piedras.
Con la rabia propia de un loco, destrozó de una patada la cabeza del animal, luego
regresó a la casa, cerró la puerta y se echó en la cama. Yo hice lo mismo, pues me
encontraba en un estado de estupor y espanto.
»Por la mañana, muy temprano, nos despertó un golpe en la puerta. Era Wilfred,
el cazador.
»—¡Mi hija! ¡Mi hija! ¿Dónde está mi hija? —gritaba lleno de rabia.
»—Donde deben estar las brujas y los demonios —replicó mi padre, iracundo—:
En el infierno.
»—¡Ah, ah! —continuó el cazador—. ¿Querías herir a un poderoso espíritu de las
montañas de Hartz? ¡Pobre mortal!
»—Lárgate, brujo. No te temo.
»—Lo sentirás. Recuerda tu juramento. Tu solemne juramento. No levantaré
nunca la mano contra ella.
»—Yo no pacté con los malos espíritus.
»—Lo hiciste, y recuerda que si faltabas a tus juramentos debía caer sobre ti la
venganza de los espíritus, y también sobre tus hijos, que morirían devorados por el
buitre, el lobo…
»—¡Fuera, fuera, demonio!
»—Y sus huesos calcinados en la selva. ¡Ah, ah!, ¿recuerdas?
»Mi padreé frenético de rabia, cogió su hacha y la levantó sobre la cabeza de
Wilfred.
»—Todo esto lo juro —continuó burlonamente el cazador.
»Pero el hacha pasó a través de la forma del cazador. Mi padre perdió el
equilibrio, cayendo al suelo.
»—¡Mortal! —gritó el cazador, colocándose a horcajadas sobre el cuerpo de mi
padre—. Tenemos poder sobre los homicidas. Tú eres culpable de un doble asesinato;

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debes pagar por haber faltado al juramento que hiciste al casarte. Ya han muerto dos
de tus hijos, vendrá después el tercero. Tu juramento es ineludible. Vete, podría
matarte, pero tu castigo es que vivas.
»Terminadas estas palabras el espíritu desapareció. Mi padre se incorporó, me
abrazó tiernamente y se arrodilló para rezar.
»Al día siguiente abandonamos nuestra casucha de las montañas de Hartz y
partimos hacia Holanda, donde llegamos unas semanas más tarde. Nos instalamos en
Amsterdam, donde mi padre pensaba establecerse con algún dinero que tenía, pero al
poco tiempo murió de unas fiebres cerebrales, delirando como un loco. Yo ingresé en
un hospicio. Unos años más tarde me enrolaron en un buque antes de que terminara
mis estudios.
»Ahora ya sabes mi historia. Algunas veces me pregunto si yo debo pagar por el
juramento de mi padre. Sin embargo, estoy convencido de que de una u otra forma
recibiré el castigo.
Después de veintidós días de navegación, divisaron las tierras altas del sur de
Sumatra. Como no había buques a la vista acordaron mantener el rumbo a través de
los estrechos, para dirigirse a Pulo Penang, donde pensaban recalar al cabo de siete u
ocho días, si continuaba el viento favorable.
Esta vida al aire libre había bronceado completamente los cuerpos de Philip y
Krantz. Con sus largas barbas, y sus vestidos musulmanes podían pasar fácilmente
por nativos. Contaban en su haber muchos días de navegación bajo un sol ardiente y
durmiendo a la intemperie. Su salud era inmejorable. Había pasado algún tiempo
desde que Krantz contó su historia a Philip. Desde entonces, Krantz perdió su
vivacidad acostumbrada y se tornó silencioso y melancólico. Frecuentemente Philip
le preguntaba la razón de su cambio.
Cuando dejaron a un lado los estrechos y se hallaban ya próximos al término de la
travesía, Philip comenzó a hablar de Goa y de sus proyectos, pero Krantz,
tristemente, manifestó:
—Desde hace algunos días, Philip, tengo el presentimiento de que nunca veré
aquella ciudad.
—¿No te encuentras bien?
—Sí, estoy muy bien. He procurado dominarme, pero en vano. Siento una voz
advirtiéndome que no estaré mucho tiempo contigo. ¿Querrás complacerme en una
cosa? Dentro de mi faja llevo cierta cantidad de doblones de oro. Me gustaría que los
cogieras, porque si tú los llevas estarán más seguros.
—¡Qué tontería, Krantz!
—No es una tontería. ¿No tuviste tú también un presentimiento? ¿Por qué no
puedo tenerlo yo? Tú sabes que no soy una persona miedosa y que no me preocupa
demasiado la muerte, pero a cada momento siento con mayor intensidad que mis días
se acaban.
—Son imaginaciones, Krantz. Eres joven y aún tienes muchos años por delante.

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—Quizá sí, pero aunque sea un capricho, toma el dinero. Si todo lo que siento es
una alucinación o un falso presentimiento y llego bien, me lo devuelves. —Krantz
añadió, con una sonrisa—: No olvides que estamos sin agua y que debemos buscar un
riachuelo para abastecernos.
—Es lo que pensaba cuando has empezado a hablar. Vamos a ver si lo
encontramos antes de la noche, y tan pronto tengamos lleno el bote partimos de
nuevo.
Cruzaban por la parte oriental de los estrechos, a unas cuarenta millas del norte.
El interior de la isla era montañoso, pero la ladera descendía suavemente hacia tierras
más bajas de dunas y junglas, continuando hasta la playa. El paraje parecía
deshabitado. Después de dos horas de navegación junto a la costa, descubrieron una
corriente de agua procedente de la montaña que formaba una cascada, extendiendo
después su tortuoso curso a través de la jungla para desembocar en aguas del
estrecho.
Pusieron rumbo hacia la desembocadura, arriaron algunas velas y navegaron
contra la corriente hasta llegar a un lugar donde el agua era cristalina. Llenaron sin
demora su barrica de agua y ya se retiraban cuando fueron seducidos por la belleza
del bosque y la frescura y nitidez del agua. Cansados de su larga reclusión a bordo de
la peroqua, decidieron bañarse. Un lujo difícil de ser apreciado por quienes no han
pasado por una situación análoga. Se desnudaron, dejando sus vestidos musulmanes
en la orilla, y chapotearon en el agua durante un buen rato. Krantz salió primero
quejándose del agua fría, y siguiendo la orilla se dirigió hasta donde había dejado su
vestido. Philip le siguió pronto.
—Ahora, Philip, es una buena ocasión para entregarte el dinero. Lo sacaré de mi
faja y lo pones en la tuya.
Philip, que se hallaba de pie dentro del arroyo, con el agua hasta la cintura,
contestó:
—Bien, supongo que no hay otro remedio, pero me parece una precaución
ridícula. En fin, como tú quieras.
Philip sentose al lado de Krantz, mientras éste iba sacando los doblones de oro
ocultos entre los pliegues de su faja.
—Me parece que ahora que los tienes todos, ya estoy más tranquilo —dijo
Krantz.
—Pero no puedo comprender tu temor. ¿No te das cuenta de que los dos pasamos
los mismos peligros? —replicó Philip—. Sin embargo…
Aún no había terminado esta frase cuando surgió de súbito un tremendo rugido…
una brusca acometida… un golpe que le derribó… un grito, un fugaz barullo. Philip
se incorporó inmediatamente y sólo pudo ver el cuerpo de Krantz arrastrado a través
de la jungla a la velocidad de una flecha, por un enorme tigre. Miró con ojos
desorbitados, y unos segundos más tarde el animal y Krantz habían desaparecido.
Durante más de una hora quedó inmóvil, absorto e indiferente al peligro que le

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rodeaba. Finalmente se vistió. Sentose de nuevo y sus ojos se clavaron sobre los
vestidos y los doblones que aún estaban esparcidos en la arena.
—Quería darme ese dinero. Predijo su destino. Sí, era su destino y se ha
cumplido. Sus huesos se calcinarán en la selva. El lobo blanco de las montañas de
Hartz, ha sido vengado.

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LA COSA EN EL UMBRAL
H. P. LOVECRAFT

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I

E s cierto que le metí seis balas en la cabeza a mi mejor amigo, y, sin embargo, a
través de este relato espero demostrar que no fui su asesino. Primero dirán que
soy un loco… más loco que el hombre contra el cual disparé en su celda del
manicomio de Arkham. Después, alguno de mis lectores sopesará cada una de mis
afirmaciones, las relacionará con los hechos conocidos, y se preguntará a sí mismo
cómo podía yo haber reaccionado de otra forma después de enfrentarme con la
evidencia de aquel horror: con aquella cosa en el umbral.
Hasta entonces, también a mí me habían parecido simple locura ciertas cosas.
Incluso ahora me pregunto si estaba equivocado… o si estaré loco, después de todo.
No lo sé… aunque hay otras personas que tienen extrañas cosas que contar de
Edward y Asenath Derby, e incluso la impasible policía quedó fuertemente
impresionada a raíz de aquella última y terrible visita. Han intentado elaborar una
teoría diciendo que se trataba de una macabra broma o advertencia de unos criados
despedidos, pero en el fondo de su corazón saben que la verdad es algo infinitamente
más terrible e inaudita.
De modo que insisto en que no he asesinado a Edward Derby. Tal vez pueda
decirse que me vengué de él, y al hacerlo libré a la tierra de un horror cuya
supervivencia pudo haber provocado indecibles terrores en todo el género humano.
Existen oscuras zonas de sombra cerca de nuestros senderos cotidianos, y de cuando
en cuando abre un pasadizo a través de ellas. Cuando esto ocurre, el hombre que lo
sabe debe golpear antes de calcular las consecuencias.
Había conocido a Edward Pickman Derby desde que era un niño. Ocho años más
joven que yo, era tan precoz que teníamos muchas cosas en común cuando él había
cumplido los ocho años y yo los dieciséis. Era el estudiante más asombroso que había
conocido en toda mi vida, y a los siete años escribía versos de tono sombrío,
fantástico y casi morboso que dejaban estupefactos a los tutores que le rodeaban. Tal
vez su educación privada y la vida de reclusión que llevaba habían contribuido a su
prematuro florecimiento. Hijo único, era un muchacho físicamente débil, cosa que
preocupaba a sus padres y les indujo a mantenerlo estrechamente pegado a ellos.
Nunca le permitieron salir sin que le acompañara su institutriz, y muy raramente tenía
ocasión de jugar sin trabas con otros chiquillos. Todo esto alimentó, indudablemente,
una extraña y secreta vida interior en el muchacho, con la imaginación como única
válvula de escape.
De todos modos, lo que había aprendido a su edad era prodigioso, y su facilidad
para escribir me cautivaba, a pesar de ser mucho mayor que él. En aquella época me
sentía inclinado hacia un tipo de arte extravagante, y descubrí en aquel chiquillo una
rara afinidad con mis aficiones. Lo que había detrás de nuestro común amor a las
sombras y a lo maravilloso era, sin duda alguna, el ambiente de la ciudad en la cual

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vivíamos: la antigua Arkham, poblada de leyendas de encantamientos y de brujería.
Con el tiempo, mis aficiones se desviaron hacia la arquitectura y abandoné el
proyecto de ilustrar un libro de poemas demoníacos de Edward, aunque nuestra
camaradería no disminuyó por ello. El genio del joven Derby se desarrolló de un
modo notable, y al cumplir los dieciocho años publicó un tomo de poesías macabras
con el título de Azathoíh y Otros Horrores que produjo verdadera sensación.
Mantenía correspondencia con el conocido poeta baudelariano Justin Geoffrey, que
escribió La Gente del Monolito y murió en un manicomio en 1926, después de una
visita a una siniestra aldea húngara.
En los asuntos prácticos, en cambio, Derby se mostraba inoperante debido a la
existencia retraída que había llevado.
Su salud había mejorado, pero era incapaz de viajar solo, de tomar decisiones por
su cuenta o de asumir responsabilidades. Pronto se hizo evidente que no estaba
capacitado para luchar en el campo de los negocios ni en un terreno profesional,
aunque la fortuna de su familia era tan grande que aquello no constituía ninguna
tragedia. A medida que se hacía mayor, conservaba un engañoso aspecto infantil.
Rubio y de ojos azules, tenía la sonrosada tez de un chiquillo; y sus tentativas de
dejarse el bigote fracasaban lamentablemente. Su voz era suave y musical, y con su
estatura y lo correcto de sus facciones hubiera obtenido un notable éxito entre el
elemento femenino de no haber mediado su timidez, que le mantenía apegado a una
vida de reclusión y de estudio.
Los padres de Derby le llevaban al extranjero cada verano, y captó rápidamente
los aspectos externos del pensamiento y de la expresión europeos. Su talento, al estilo
de Poe, se inclinó más y más hacia lo decadente, al tiempo que despertaban en él
otras sensibilidades artísticas. En aquella época sosteníamos apasionadas discusiones.
Yo había estado en Harvard, había estudiado en la oficina de un arquitecto de Boston,
me había casado, y finalmente había regresado a Arkham para practicar mi profesión,
instalándome en el hogar familiar de la Saltonstall Street, ya que mi padre se había
trasladado a Florida por motivos de salud. Edward solía venir casi todas las noches,
hasta que empecé a considerarle como un miembro más de la familia. Tenía un modo
característico de llamar a la puerta, que llegó a convertirse en una verdadera llamada-
clave, de modo que después de cenar siempre prestaba atención en espera de oír los
tres golpes rápidos, seguidos de otros dos después de una breve pausa. También yo le
visitaba en su casa, aunque con menos frecuencia, y observaba con envidia los
volúmenes que llenaban su biblioteca, siempre en aumento.
Derby ingresó en la Universidad Miskatonic de Arkham, ya que sus padres no le
permitieron separarse de ellos. Ingresó a los dieciséis años y terminó el curso en tres
años, especializándose en literatura inglesa y francesa y obteniendo excelentes notas
en todas las materias, excepto en matemáticas y en ciencias. Se mezclaba muy poco
con los otros estudiantes, aunque contemplaba con envidia al grupo de los
«bohemios», cuyo lenguaje rebuscado e irónica «pose» imitaba, y cuya dudosa

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conducta deseaba atreverse a adoptar.
Lo que hizo fue convertirse en un partidario casi fanático dé las ciencias mágicas
y ocultas, tema que ha hecho famosa a la biblioteca de la Universidad Miskatonic.
Vagando siempre por los terrenos de la fantasía, allí encontró alimento para las más
descabelladas. Leyó cosas tales como el espantoso Libro de Eibon, el
Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, y el prohibido Necronomicon del loco Abdul
Alhazred, aunque no les dijo a sus padres que los había leído. Edward tenía veinte
años cuando nació mi único hijo, y pareció complacido cuando le puse al niño el
nombre de Edward Derby Upton, en honor suyo.
Al cumplir los veinticinco años, Edward Derby era un joven prodigiosamente
culto y un conocido poeta, aunque su falta de contactos y de responsabilidades no
habían dado impulso a su carrera literaria, que por otra parte pecaba quizá de falta de
originalidad en la elección de temas y de un exceso de erudición. Yo era quizá su
amigo más íntimo, encontrando en él una inagotable mina de teorías vitales, en tanto
que él acudía a mí en busca de consejo en aquellos asuntos que no deseaba consultar
con sus padres. Permanecía soltero —más por timidez, inercia y protección paterna
que por inclinación—, y su vida social estaba reducida a la mínima expresión.
Cuando estalló la guerra, su estado de salud y su timidez congénita le impidieron
alistarse. Yo presté servicio en Plattsburg, pero no fui a ultramar.
Pasaron los años. La madre de Edward murió cuando él tenía treinta y cuatro
años, y durante unos meses se vio afectado por una rara enfermedad psicológica. Su
padre se lo llevó a Europa, y trató de sacarle de aquel estado, sin efectos visibles. Más
tarde, pareció experimentar una especie de grotesco regocijo, como si tratara de
escapar de una invisible esclavitud. Empezó a mezclarse con el grupo más
«avanzado» de la Universidad a pesar de su edad, y estuvo presente en algunos
hechos muy poco recomendables. En cierta ocasión se vio obligado a pagar una
importante suma (que me pidió prestada) a un chantajista, para evitar que su padre se
enterara de su participación en cierto asunto. En Arkham corrían extraños rumores
acerca de aquel grupo. Se hablaba incluso de magia negra y de acontecimientos que
iban más allá de todo lo creíble.

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II

Edward tenía treinta y ocho años cuando conoció a Asenath Waite. En aquella época,
ella tenía veintitrés años, y seguía un curso especial de metafísica medieval en la
Universidad Miskatonic. La hija de un amigo mío la había conocido anteriormente —
en la Escuela Superior de Kingsport—, y se sentía inclinada a rehuirla a causa de su
extraña reputación. Era morena, bajita, y de aspecto atractivo salvo en un detalle:
tenía los ojos muy salientes. Pero en su expresión había algo que apartaba de su lado
a las personas sensibles. Sin embargo, lo que más influía en alejar de ella a la
mayoría de la gente era su procedencia y su conversación. Era una Waite de
Innsmouth, y durante generaciones Innsmouth y sus habitantes habían sido tema de
oscuras leyendas. Se hablaba de unos horribles tratos estipulados alrededor del año
1850, y de un extraño elemento «no completamente humano» en las antiguas familias
de aquel puerto pesquero.
El caso de Asenath estaba agravado por el hecho de que era hija de Ephraim
Waite: la hija que había tenido en su vejez con una esposa desconocida que siempre
se cubría el rostro con un velo. Ephraim vivía en una antigua casa de la Washington
Street, de Innsmouth, y los que habían visto aquella mansión (los habitantes de
Arkham evitaban en la medida de lo posible ir a Innsmouth) decían que las ventanas
del ático estaban siempre tapiadas, y que a veces surgían extraños ruidos del interior
de la casa al hacerse de noche. Se sabía que el anciano había sido un entusiasta
aficionado a la magia en su juventud, y se aseguraba —aunque esto pertenecía al
campo de la leyenda— que podía provocar o aplacar tormentas en el mar, a su antojo.
Yo le había visto un par de veces en la época de mi mocedad, cuando venía a Arkham
para consultar algún volumen olvidado de la biblioteca de la Universidad, y me había
desagradado profundamente su rostro lobuno y saturnino, con su barbilla de color gris
acerado. Había muerto loco —en circunstancias algo raras, por cierto—, poco antes
de que su hija Asenath ingresara en la Escuela Superior, y la muchacha tenía las
mismas ávidas pupilas de su padre, y a veces su aspecto era tan diabólico como el del
viejo Waite.
El amigo cuya hija había ido a la escuela con Asenath Waite contó unas cosas
muy raras cuando empezó a hablarse de las relaciones de Edward con la muchacha.
Asenath, al parecer, se las había dado de maga durante su permanencia en la escuela;
y, en realidad, había efectuado algunas demostraciones asombrosas. Al igual que su
padre, afirmaba que podía provocar tormentas, aunque su aparente éxito solía
atribuirse a una misteriosa capacidad de predicción. Todos los animales huían de ella,
y podía hacer aullar a cualquier perro mediante ciertos movimientos de su mano
derecha. En ocasiones se expresaba en unos términos impropios de una muchacha de
su edad, hablando de unos temas que asustaban y escandalizaban a sus compañeras,
cosa que parecía complacerla muchísimo.

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Aunque más infrecuentes, existían casos comprobados de su influencia sobre
otras personas. Era, sin lugar a dudas, una persona dotada de cualidades hipnóticas.
Mirando fijamente a una de sus compañeras, podía infundirle una clara sensación de
un cambio de personalidad… como si el sujeto quedara situado momentáneamente en
el cuerpo de la maga, cuyos ojos brillaban, más salientes que nunca, con una
pavorosa expresión. Asenath hacía a menudo sorprendentes afirmaciones acerca de la
naturaleza de la conciencia y de su independencia de la estructura física… o por lo
menos del proceso vital de la estructura física. La principal de sus quejas, sin
embargo, derivaba del hecho de no ser un hombre, ya que creía que el cerebro
masculino poseía unos poderes cósmicos exclusivos y mucho más amplios. Si
pudiera contar con el cerebro de un hombre, afirmaba, sería capaz no sólo de igualar,
sino de superar a su padre en el dominio de las fuerzas desconocidas.
Edward conoció a Asenath en una reunión intelectual celebrada en casa de uno de
los estudiantes, y no supo hablarme de nada más cuando vino a verme al día
siguiente. Le había maravillado el conocimiento que la muchacha había demostrado
de las materias que tanto le interesaban, y además le había gustado mucho su aspecto.
Yo no había visto nunca a la joven, y apenas recordaba las referencias que me habían
dado acerca de su físico, pero sabía quién era. El interés que Derby mostraba por ella
me pareció lamentable, pero no dije nada que lo dejara suponer, porque me constaba
que los efectos hubiesen sido contraproducentes, dado el carácter obstinado de mi
amigo, tan aficionado a la contradicción. De todos modos, Edward me dijo que no le
hablaría de ella a su padre.
Durante las semanas que siguieron, el joven Derby apenas me habló de otra cosa
que de Asenath. Otras personas se habían fijado en la galantería otoñal de Edward,
aunque estaban de acuerdo en que no representaba la edad que tenía, o por lo menos
no desentonaba al lado de su pareja. A pesar de su indolencia y de la vida sedentaria
que llevaba, conservaba la línea, como vulgarmente se dice, y en su rostro no había
ninguna arruga. Asenath, en cambio, tenía las prematuras patas de gallo que revelan
el ejercicio de una intensa voluntad.
Poco tiempo después, Edward se presentó en mi casa acompañado de la
muchacha para que la conociera, e inmediatamente me di cuenta de que el interés de
mi amigo no era unilateral. Asenath le miraba continuamente con un aire casi voraz,
y comprendí que su intimidad era absoluta. Unos días más tarde recibí la visita del
anciano Mr. Derby, al que siempre había admirado y respetado. Había oído las
habladurías acerca de la nueva amistad de su hijo, y había conseguido que «el
muchacho» le contara toda la verdad. Edward quería casarse con Asenath, e incluso
había estado buscando una vivienda en los suburbios. Conociendo la gran influencia
que yo tenía sobre su hijo, el padre deseaba mi intervención para tratar de quitarle
aquella idea de la cabeza; pero yo expresé las dudas que sentía al respecto. Esta vez
no se trataba de la débil voluntad de Edward, sino de la fuerte voluntad de la mujer.
El sempiterno chiquillo había transferido su dependencia de la imagen del padre a

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una nueva imagen, mucho más fuerte, y todo lo que se intentara, con mi intervención
o sin ella, resultaría inútil.
La boda se celebró al cabo de un mes, civilmente, por expreso deseo de la novia.
Mr. Derby, siguiendo mi consejo, no presentó ninguna objeción, y él, mi esposa, mi
hijo y yo asistimos a la breve ceremonia. Los otros invitados eran algunos jóvenes
estudiantes. Asenath había adquirido la antigua mansión de Crowninshield, al final de
la High Street, y los recién casados se proponían instalarse allí después de un corto
viaje a Innsmouth, de donde pensaban traerse tres criados y algunos libros y
utensilios domésticos. Probablemente, Asenath decidió instalarse en Arkham, en vez
de regresar a su hogar paterno, más por el deseo de estar cerca, de la Universidad, de
su biblioteca y de su grupo de «sofisticados», que por consideración a Edward y a su
padre.
Cuando Edward me visitó después de la luna de miel, me pareció que había
cambiado ligeramente. Asenath le había obligado a afeitarse el incipiente bigote, pero
el cambio era mucho más profundo. Parecía más serio y más pensativo, y su habitual
expresión de rebeldía infantil se había trocado en otra de verdadera melancolía. No
llegué a poner en claro si el cambio me agradaba o me desagradaba. Desde luego,
ahora daba la impresión de que era un adulto, lo cual resultaba más normal. Quizás el
matrimonio le había beneficiado… Quizás el cambio de forma de dependencia era un
punto de partida hacia una verdadera neutralización, como etapa previa para una
independencia responsable. Vino a mi casa solo, ya que Asenath estaba muy ocupada.
Se había traído un montón de libros y de aparatos de Innsmouth (Derby se estremeció
mientras pronunciaba el nombre) y estaba terminando de arreglar su nuevo hogar.
La mansión de Crowninshield era un lugar más bien desagradable, aunque le
había permitido aprender algunas cosas sorprendentes. Bajo la dirección de Asenath,
estaba progresando muchísimo en el campo de los conocimientos esotéricos. Algunos
de los experimentos propuestos por ella eran muy atrevidos y radicales —no se sentía
autorizado a describirlos—, pero tenía plena confianza en los poderes y en las
intenciones de su esposa. Los tres criados eran unos personajes muy raros: una pareja
increíblemente anciana que había estado al servicio del viejo Ephraim y que aludía
frecuentemente a él y a la difunta madre de Asenath en términos enigmáticos, y una
joven morena y contrahecha que parecía exudar un perpetuo olor a pescado.

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III

En los dos años que siguieron, las visitas de Derby fueron haciéndose cada vez menos
frecuentes. A veces transcurría una quincena sin que resonaran en la puerta de mi
casa las tres llamadas cortas seguidas de otras dos largas. Y cuando me visitaba —o
cuando, con menos frecuencia aún, yo le visitaba a él—, se mostraba muy poco
dispuesto a conversar sobre ciertos temas. Había adquirido una extraña reticencia en
lo que respecta al tema de sus estudios ocultos, los cuales solía describir y discutir tan
minuciosamente, y prefería no hablar de su esposa. Asenath había envejecido
enormemente desde su matrimonio, hasta el punto de que ahora parecía la más vieja
de los dos. Su rostro tenía la expresión más fríamente decidida que yo había visto, y
todo su aspecto parecía adquirir una vaga y repulsiva característica. Mi esposa y mi
hijo lo notaron lo mismo que yo, y dejamos paulatinamente de visitarla… por lo cual,
según admitió Edward en uno de sus momentos de infantil desahogo, ella nos estaba
muy agradecida. Ocasionalmente, los Derby realizaban largos viajes, diciendo a todo
el mundo que iban a Europa, aunque Edward sugería a veces destinos enigmáticos.
La gente empezó a hablar del cambio experimentado por Edward Derby después
del primer año. Habladurías sin gran consistencia, ya que el cambio era puramente
psicológico; pero que ponían de relieve algunos puntos interesantes. De cuando en
cuando, veíase a Edward mostrando una expresión y haciendo cosas totalmente
incompatibles con su naturaleza indolente de siempre. Por ejemplo, en épocas
pasadas no había podido conducir nunca un automóvil, en tanto que ahora podía
vérsele ocasionalmente entrar o salir de la mansión de Crowninshield en el poderoso
Packard de Asenath, conduciéndolo como un maestro y sorteando los escollos del
tráfico con una habilidad, y una decisión completamente ajenas a su acostumbrado
carácter. En tales casos siempre parecía regresar de un viaje o disponerse a emprender
uno. Todo el mundo ignoraba la clase de viajes que realizaba, aunque casi siempre
enfilaba la carretera de Innsmouth.
Sorprendentemente, la metamorfosis no parecía complacer a nadie. La gente
decía que Edward, en aquellos momentos, se parecía demasiado a su esposa, e
incluso al viejo Ephraim Waite. O quizás aquellos momentos resultaban
sorprendentes debido a lo espaciado de su manifestación. A veces, horas después de
haberse marchado de aquel modo, regresaba hundido en el asiento trasero del
automóvil, el cual era conducido por un chófer alquilado. Asimismo, su aspecto en
las calles cuando salía para atender a sus cada día menores contactos sociales
(incluyendo las visitas a mi casa), era el indeciso de épocas pasadas… con su
irresponsable infantilismo más acusado aún que en aquellas épocas. En tanto que el
rostro de Asenath envejecía, el de Edward —exceptuando aquellas ocasiones
excepcionales— parecía relajarse en una especie de exagerada inmadurez, que sólo se
borraba cuando aparecía en él la sombra de la nueva melancolía o comprensión. Era

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realmente muy intrigante. Los Derby frecuentaban cada vez menos el «avanzado»
grupito universitario, y no por su voluntad, según se decía, sino porque sus actuales
estudios horrorizaban incluso a los más endurecidos de entre ellos.
En el tercer año de su matrimonio Edward empezó a sugerirme abiertamente
ciertos temores y preocupaciones. A veces dejaba caer observaciones tales como «las
cosas van demasiado lejos», o «tengo que recobrar mi identidad». Al principio pasé
por alto esas observaciones, pero con el tiempo empecé a interrogarle prudentemente,
recordando lo que la hija de mi amigo había dicho acerca de la influencia hipnótica
de Asenath sobre las otras muchachas de la escuela: los casos en que algunas de ellas
habían experimentado la sensación de encontrarse dentro del cuerpo de Asenath. Mis
preguntas parecieron alarmarle y aliviarle a la vez, y en cierta ocasión murmuró algo
acerca de sostener una seria conversación conmigo, más tarde.
Por aquella época falleció el anciano Mr. Derby, circunstancia que más tarde
agradecí al cielo. Edward tuvo un gran disgusto, aunque el hecho no desorganizó su
vida. Desde que se había casado visitó muy poco a su padre, ya que Asenath había
concentrado en sí misma todo sentido de lazo familiar. Algunos dijeron que se había
tomado la muerte de su padre con una monstruosa insensibilidad… especialmente al
observar la mayor frecuencia de sus petulantes modales al volante de su automóvil.
Edward quería trasladarse a la antigua mansión familiar, pero Asenath insistió en
quedarse en el caserón de Crowninshield, que ella había arreglado a su gusto.
Poco después, mi esposa se enteró de algo muy raro a través de una amiga: una de
las pocas que no había dejado de relacionarse con los Derby. La amiga en cuestión
había ido a la High Street para visitar a la pareja y había visto un automóvil que salía
del garaje de la casa y se alejaba rápidamente: encima del volante había el rostro
petulante y casi burlón de Edward. Cuando hizo sonar el timbre de la puerta, la
repulsiva sirvienta le dijo que Asenath también estaba fuera; pero, al marcharse, se
había vuelto a mirar hacia la casa. Allí, en una de las ventanas de la biblioteca de
Edward, había entrevisto una cara que se apartó rápidamente: una cara cuya
expresión de dolor, de derrota y de desesperanza era indescriptible. Era —por
increíble que pudiera parecer, dado su habitual aspecto dominante— la cara de
Asenath; sin embargo, la visitante había jurado que en aquel momento le miraron
desde ella los melancólicos y enturbiados ojos del pobre Edward.
Las visitas de Edward se hicieron ahora un poco más frecuentes, y sus alusiones
un poco menos veladas. Lo que decía resultaba increíble, incluso en una ciudad como
Arkham, donde las leyendas eran seculares. Pero lo afirmaba con una sinceridad y un
convencimiento que inducían a temer por su salud mental. Hablaba de terribles
reuniones en lugares solitarios, de ciclópeas ruinas en el corazón de los bosques del
Maine, debajo de las cuales amplias escalinatas conducían a abismos de tenebrosos
secretos, de pasadizos que conducían a través de paredes invisibles a otras regiones
del espacio y del tiempo, y de espantosos intercambios de personalidad que permitían
exploraciones de lugares remotos y prohibidos, en otros mundos, y en una distinta

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continuidad espacio-tiempo.
De cuando en cuando acompañaba sus absurdos relatos con la exhibición de
objetos que me desagradaban profundamente: objetos cuya estructura y colorido no
recordaban ninguna cosa terrestre, cuyas absurdas curvas y superficies no respondían
a ningún propósito concebible ni seguían ninguna concebible geometría. Aquellas
cosas, decía, procedían «del exterior»; y su esposa sabía cómo obtenerlas. A veces —
aunque siempre en asustados y ambiguos susurros—, sugería cosas acerca del viejo
Ephraim Waite, al cual había visto ocasionalmente en la biblioteca de la Universidad
en épocas pasadas. Las sugerencias no eran nunca específicas, pero parecían implicar
ciertas dudas particularmente horribles, insinuando la posibilidad de que el viejo
hechicero no estuviera realmente muerto… lo mismo en el sentido espiritual que en el
corporal.
En ocasiones, Derby se interrumpía bruscamente en medio de una frase, y yo me
preguntaba si Asenath podía haber adivinado a distancia lo que estaba diciendo y
haberle obligado a callar por medio de algún tipo desconocido de mesmerismo
telepático… algún poder de la misma clase de los que había manifestado en la
escuela. Desde luego, Asenath sospechaba que su marido me contaba aquellas cosas,
ya que a medida que transcurrían las semanas trataba de poner término a sus visitas,
con palabras y miradas de una potencia inexplicable. A Edward le resultaba difícil
venir a mi casa, ya que siempre que pretendía ir a alguna parte una fuerza invisible
parecía paralizar sus movimientos o hacerle olvidar el lugar al cual había pensado
dirigirse. Sus visitas solían producirse cuando Asenath estaba fuera… «fuera en su
propio cuerpo», como me dijo en cierta ocasión, absurdamente, el propio Edward. A
su regreso, se enteraba siempre de lo que había hecho su marido —los criados
espiaban sus entradas y salidas—, aunque era evidente que consideraba inoportuno
adoptar medidas drásticas al respecto.

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IV

Derby llevaba casado más de tres años aquel día de agosto en que recibí el telegrama
expedido en Maine. Hacía dos meses que no le había visto, pero había oído decir que
estaba fuera, en viaje «de negocios». Se suponía que Asenath estaba con él, aunque se
murmuraba que detrás de las ventanas de dobles visillos del caserón de
Crowninshield había alguien. La gente —los curiosos de siempre— se había
dedicado a espiar las compras que efectuaban los criados. Y, ahora, el jefe de policía
de Chesuncook me telegrafiaba hablándome del demente que había sido encontrado
vagando por el bosque, profiriendo gritos y llamándome para que le protegiera. Era
Edward… y sólo había podido recordar su propio nombre y dirección.
Chesuncook se encuentra cerca del más selvático y menos explorado cinturón de
bosques del Maine, e invertí todo un día de incómodo viaje en automóvil a través de
fantásticos paisajes en llegar allí. Encontré a Derby en una celda de la cárcel del
pueblo, sumido en alternativas de frenesí y de apatía. Me reconoció inmediatamente,
y empezó a dirigirme un torrente de palabras incomprensibles y semiincoherentes.
—¡Dan! ¡Por el amor de Dios! ¡El foso de los shaggoths! Debajo de los seis mil
peldaños… la abominación de las abominaciones… Nunca dejé que ella me llevara, y
luego me encontré allí… ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! La forma se levantó del altar, y había
quinientos que aullaron… La Cosa Encapuchada baló «¡Kamog! ¡Kamog!»… que era
el nombre secreto del viejo Ephraim en el aquelarre. Yo estaba allí, donde ella había
prometido no llevarme… Un momento antes me encontraba encerrado en la
biblioteca, y luego estaba allí adonde ella había ido con mi cuerpo… en el lugar de
negra impiedad, en la fosa donde empieza el reino de las tinieblas y el centinela
custodia la verja… vi un shaggoth… cambió de forma… no puedo soportarlo… la
mataré si me envía allí otra vez… mataré a aquel ente… a ella, a él… ¡Los mataré!
¡Los mataré con mis propias manos!
Me costó una hora tranquilizarle, pero al fin lo conseguí. Al día siguiente adquirí
ropas nuevas en el pueblo y emprendí el camino de regreso hacia Arkham en
compañía de Edward. Su histerismo se había desvanecido y se mantenía silencioso,
aunque al pasar por Augusta empezó a murmurar palabras ininteligibles… como si la
vista de una ciudad despertara en él desagradables recuerdos. Era evidente que no
deseaba regresar a su casa; y teniendo en cuenta las horribles fantasías que imaginaba
acerca de su esposa —fantasías provocadas indudablemente por algún tratamiento
hipnótico a que había sido sometido—, pensé que sería preferible que no lo hiciera.
Decidí llevármelo a mi casa por algún tiempo, aunque el hacerlo me indispusiera con
Asenath. Más tarde le ayudaría a obtener el divorcio, ya que en aquel matrimonio
existían factores mentales que lo convertían en un suicidio para Edward. Cuando
salimos a campo abierto, Derby dejó de murmurar, y le dejé que dormitara en el
asiento contiguo al mío mientras yo conducía.

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Cuando llegamos a Portland, a la puesta del sol, empezó de nuevo a murmurar,
menos ininteligiblemente que antes. Agucé él oído y capté un torrente de
despropósitos acerca de Asenath. Edward tenía los nervios completamente
destrozados, ya que de otro modo no se explica que tuviera aquella serie de
alucinaciones a propósito de su esposa. El trance que estaba pasando, murmuró
furtivamente, no era más que uno de tantos de una larga serie. Asenath estaba
apoderándose de él, y sabía que algún día no le dejaría escapar. Ahora mismo le había
dejado escapar cuando le fue imposible retenerlo más, ya que a distancia no podía
retenerlo mucho tiempo. Continuamente se apoderaba de su cuerpo y lo trasladaba a
escondidos lugares donde se celebraban unos espantosos ritos, dejándole a él, en el
interior del cuerpo de ella, encerrado en alguna habitación… aunque a veces no podía
retenerlo y Edward se encontraba repentinamente dentro de su propio cuerpo en
algún lugar lejano, horrible y a menudo desconocido. A veces Asenath se apoderaba
de nuevo de él, y a veces no podía hacerlo. Con frecuencia se encontraba abandonado
en un lugar como aquel en el cual le había encontrado yo… y se veía obligado a
alquilar un chófer que condujera su automóvil hasta Arkham, después de haber
localizado el vehículo.
Lo peor era que Asenath le retenía más y más a medida que pasaba el tiempo.
Asenath deseaba ser un hombre —para ser completamente humana—, y por eso se
apoderaba de él. Al conocerle, se había dado cuenta de que poseía un cerebro
despejado y una voluntad débil. Algún día, Asenath desaparecería con el cuerpo de
Edward… desaparecería para convertirse en una gran maga como su padre y le
dejaría dentro de aquella cáscara femenina que ni siquiera era completamente
humana. Sí, ahora lo sabía todo acerca de Innsmouth. Había existido un tráfico con
cosas procedentes del mar… algo horrible. Y el viejo Ephraim se había enterado del
secreto, y al envejecer hizo una cosa horrible para mantenerse vivo… deseaba vivir
eternamente… Asenath podía conseguirlo también…
Mientras Derby murmuraba todas estas cosas me volví a mirarle fijamente,
comprobando la impresión de cambio que un anterior escrutinio me había producido
ya. Paradójicamente, su aspecto parecía haber mejorado: más duro, más normalmente
desarrollado, y sin el menor rastro de la enfermiza dejadez causada por sus indolentes
hábitos. Era como si hubiera sido realmente activo y adecuadamente ejercitado por
primera vez en su mimada existencia, y estimé que la fuerza de Asenath debía de
haberse introducido en él a través de inimaginables conductos, inspirándole vigor y
agilidad. Su mente, en cambio, se encontraba en un lamentable estado, ya que no
dejaba de murmurar cosas extravagantes acerca de su esposa, acerca del viejo
Ephraim, y acerca de alguna revelación que me convencería incluso a mí. Repetía
nombres que yo recordaba haber visto en las páginas de antiguos volúmenes de la
biblioteca de la Universidad, y a veces me hacía estremecer con cierta amenaza de
mitológica consistencia —o de convincente coherencia—, que surgía a través de sus
incoherentes frases. Se interrumpía una y otra vez, como si estuviera reuniendo el

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valor necesario para una revelación final y más terrible.
—Dan, Dan, ¿te acuerdas de él? ¿Te acuerdas de sus ojos salvajes y de su
descuidada barba que nunca encanecía? Me miró una vez, y nunca he olvidado
aquella mirada. Ahora, ella me mira del mismo modo. ¡Y sé por qué! Él la encontró
en el Necronomicon… la fórmula. No me atrevo aún a decirte en qué página, pero
cuando lo haga podrás leerlo y comprender. Entonces sabrás lo que me ha engullido.
Siempre, siempre, siempre, siempre… cuerpo a cuerpo a cuerpo… él no quería morir
nunca. El calor vital… él sabía cómo romper el eslabón… algo que puede ser eficaz
por un tiempo incluso cuando el cuerpo está muerto. Te estoy dando pistas y tal vez
puedas descubrirlo. Escucha, Dan, ¿sabes por qué mi esposa se pasa el tiempo
consultando aquellos estúpidos libros antiguos? ¿Has visto alguna vez un manuscrito
del viejo Ephraim? ¿Quieres saber por qué me estremecí cuando vi algunas notas
apresuradas que Asenath había tomado?
«Asenath… ¿existe tal persona en realidad? ¿Por qué dieron a entender que
había veneno en el estómago del viejo Ephraim? ¿Por qué hablaron los Gilman acerca
del modo como se había encogido —como un chiquillo asustado— cuando se volvió
loco y Asenath le encerró en el ático acolchado donde… el otro… había estado? ¿Era
el alma del viejo Ephraim la que estaba encerrada allí? ¿Quién encerró a quién?
¿Por qué había sido encerrado allí durante meses por alguien que tenía una mente
despejada y una voluntad débil? ¿Por qué se lamentó de que su hija no fuera un hijo?
Dime, Daniel Upton, ¿qué diabólico cambio se perpetró en la casa de horror donde
aquel monstruo impío tenía su morada, con una niña de voluntad débil a su merced?
¿No consiguió el viejo Ephraim que el cambio fuese permanente… como ella hará al
final conmigo? Dime por qué la cosa que se llama a sí misma Asenath tiene una
escritura tan parecida a la de…».
En aquel momento ocurrió la cosa. La voz de Derby había ido aumentando de
volumen, y se interrumpió repentinamente de un modo casi mecánico. Pensé en
aquellas otras ocasiones en mi casa cuando sus confidencias se habían interrumpido
bruscamente, sugiriéndome la idea de que alguna oscura fuerza telepática de Asenath
había actuado sobre Edward obligándole a guardar silencio. Lo de ahora, sin
embargo, era algo completamente distinto… y mucho más horrible. El rostro que
estaba a mi lado se retorció por unos instantes hasta hacerse casi irreconocible, en
tanto que a través de todo el cuerpo discurría un estremecimiento, como si todos los
huesos, órganos, músculos, nervios y glándulas estuvieran reajustándose a sí mismos
a una posición completamente distinta, a un cambio radical de personalidad.
Me sería imposible decir hasta dónde llegó el supremo horror; sin embargo, me
invadió una ola tal de asco y de repugnancia, una sensación tal de incongruencia y de
anormalidad, que las manos con que empuñaba el volante temblaron, inseguras. La
figura que estaba a mi lado no tenía ningún parecido con el amigo de toda la vida,
sino que semejaba un monstruoso intruso del espacio exterior… una espantosa
encarnación de desconocidas y maléficas fuerzas cósmicas.

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Mi aturdimiento no duró más que un par de segundos, pero en aquel brevísimo
espacio de tiempo mi compañero se apoderó del volante y me obligó a cambiar de
asiento con él. La oscuridad era ahora casi absoluta a nuestro alrededor, y las luces de
Portland habían quedado muy atrás, de modo que no pude ver claramente el rostro de
Edward. El brillo de sus ojos, sin embargo, era espantoso; y supe que debía
encontrarse en aquel sorprendente estado energético —tan distinto a su estado
habitual— que había llamado la atención de la gente. Parecía increíble que el
indolente Edward Derby —siempre tan inseguro de sí mismo y que nunca había
aprendido a conducir— pudiera darme órdenes y tomar el volante de mi propio
automóvil, pero esto era precisamente lo que había ocurrido. Permaneció silencioso
durante algún tiempo, y en mi inexplicable horror me alegré de que no hablara.
Al resplandor de las luces de Biddeford y de Saco vi su boca firmemente fruncida
y me estremecí al entrever el brillo de sus ojos. La gente estaba en lo cierto: Edward
tenía un espantoso parecido a su esposa y al viejo Ephraim en aquellos momentos. No
me extrañó que ese desacostumbrado aspecto de mi amigo inspirase repulsión: desde
luego, había en él algo antinatural, y a mí me impresionó mucho más debido a las
horribles cosas que le había oído decir a Edward. Aquel hombre no tenía nada que
ver con el Edward Pickman Derby que había conocido desde niño: era un
desconocido… un intruso procedente de los misteriosos y oscuros abismos.
No habló hasta que nos encontramos en un paraje solitario, y cuando lo hizo su
voz me pareció la de un desconocido. Era más profunda, más firme y más incisiva
que la de Edward; incluso su acento y su pronunciación parecían distintos, y de un
modo vago, remoto y más bien inquietante me recordaban algo que no conseguí
localizar. El tono era irónico, pero no con la ironía «sofisticada» habitual en Derby,
sino con una ironía más retorcida, más «diabólica». Quedé maravillado ante el
dominio de sí mismo que mostraba inmediatamente después de sus manifestaciones
de pánico.
—Espero que olvidarás lo que ha sucedido, Upton —estaba diciendo—. Ya sabes
cómo tengo los nervios, y espero que sabrás disculparme. Te agradezco mucho, desde
luego, que vinieras a buscarme para llevarme a casa.
»Y debes de olvidar, también, todas esas locuras que he estado diciendo acerca de
mi esposa… y acerca de otras cosas de tipo general. Esto es lo que sucede cuando se
investiga demasiado a fondo en un terreno como el mío. Mi filosofía está llena de
conceptos raros, y cuando la mente está saturada imagina toda clase de aplicaciones
concretas. Tengo que tomarme una temporada de descanso… probablemente no me
verás durante algún tiempo, y no tienes por qué culpar de ello a Asenath.
»Este viaje era un poco raro, pero en realidad se trataba de algo muy sencillo. En
los bosques septentrionales hay algunas reliquias indias… monolitos, etc., muy
importantes desde el punto de vista folklórico, y Asenath y yo las estamos
estudiando. El agotamiento, sin duda, me hizo comportarme de un modo estúpido.
Tendré que enviar a alguien en busca del automóvil cuando llegue a casa. Un mes de

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descanso me dejará como nuevo…
No recuerdo cuál fue mi aportación a aquella conversación, ya que me encontraba
completamente aturdido ante la transformación que se había operado en mi
compañero de viaje. A cada momento aumentaba la sensación de cósmico horror en
que me hallaba sumido, hasta el punto de que deseaba ardientemente llegar al final de
aquel fantasmagórico viaje. Derby no sugirió que volviéramos a cambiar de asiento, y
me alegré de la velocidad con que pasamos por Portsmouth y Newburyport.
En el cruce donde la carretera principal se adentra hacia el interior y evita
Innsmouth, temí que el conductor tomara el camino que atraviesa aquel condenado
lugar. No lo hizo, sin embargo, decidiéndose por el que pasa por Rowley y por
Ipswich. Llegamos a Arkham antes de medianoche, y vimos que las luces del viejo
caserón de Crowninshield estaban aún encendidas. Derby se apeó del automóvil
repitiendo sus frases de agradecimiento, y yo me encaminé a mi hogar con una
extraña sensación de alivio. Había sido un viaje terrible —mucho más terrible debido
a que no acertaba a explicarme el motivo—, y no lamentaba en absoluto la
advertencia que me había hecho Derby, es decir, que pasaría algún tiempo sin verle.
Los dos meses siguientes estuvieron llenos de rumores. La gente hablaba de
Derby, diciendo que se le veía con creciente frecuencia en su estado «enérgico», en
tanto que Asenath se hacía menos visible cada día. Recibí una sola visita de Edward,
cuando se presentó en el automóvil de Asenath —que había recuperado del lugar
donde lo había dejado en el Maine—, para reclamarme algunos libros que me había
prestado. Se encontraba en su nuevo estado, y sólo se detuvo el tiempo indispensable
para no parecer descortés. Era evidente que no tenía nada de que hablar conmigo
cuando se encontraba en aquella situación… y me di cuenta de que al llamar a la
puerta no lo había hecho con la antigua señal: tres llamadas cortas, seguidas de dos
largas. Al verle, experimenté una extraña sensación de horror, que no podría explicar;
de modo que la brevedad de su visita me alegró profundamente.
A mediados de septiembre, Derby estuvo fuera durante una semana, y algunos
miembros del grupito de decadentes de la Universidad hablaron del asunto, al parecer
con conocimiento de causa: había ido a visitar a una conocida personalidad en el
campo de las ciencias ocultas, expulsada recientemente de Inglaterra, que había
establecido su cuartel general en Nueva York. Por mi parte, no podía dejar de pensar
en aquel espantoso viaje desde Maine. La transformación de que había sido testigo
me había afectado profundamente, y me sorprendí a mí mismo una y otra vez
tratando de encontrar una explicación al hecho… y al indescriptible horror que me
había inspirado.
Pero los rumores más extraños eran los que se referían a los sollozos que surgían
del viejo caserón de Crowninshield. La voz parecía pertenecer a una mujer, y algunos
opinaban que era la de Asenath. Se oía solamente a raros intervalos, y a veces parecía
ser ahogada por la fuerza. Se habló de efectuar una investigación, aunque la idea no
prosperó, puesto que Asenath apareció un día en la calle y habló alegremente con un

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gran número de personas conocidas… disculpándose por su reciente ausencia y
hablando incidentalmente de los nervios destrozados y del histerismo de un huésped
procedente de Boston. Nadie había visto al huésped en cuestión, pero el aspecto de
Asenath no tenía nada de anormal. Y luego alguien complicó el asunto diciendo que
los sollozos procedían de una voz de hombre.
Una noche de mediados de octubre oía la familiar llamada —tres golpes cortos
seguidos de dos largos— en la puerta de mi casa. Al abrir, me encontré ante Edward,
el Edward de siempre, al que no había vuelto a ver desde aquella horrible
transformación que se había operado en él mientras regresábamos de Chesuncook. En
su rostro se reflejaba una mezcla de temor y de triunfo, y no cesó de mirar
furtivamente por encima de su hombro hasta que cerré la puerta detrás de él.
Me siguió hasta mi estudio, y me pidió un poco de whisky para templar sus
nervios. Ardía en deseos de interrogarle, pero aguardé a que se mostrara dispuesto a
hablar. Finalmente, tomó la palabra.
—Asenath se ha marchado, Dan. Anoche, mientras los criados estaban fuera,
sostuvimos una larga conversación, y le hice prometer que no me atormentaría más.
Desde luego, tengo ciertas… ciertas defensas secretas, de las cuales no te he hablado
nunca. Asenath se enfureció como no puedes imaginar, pero tuvo que prometérmelo.
Luego empaquetó sus cosas y se marchó a Nueva York… Se marchó inmediatamente,
para tomar el tren de las ocho veinte en Boston. Supongo que la gente hablará, pero
no puedo evitarlo. No necesitas mencionar que hay dificultades entre nosotros…
limítate a decir que se ha marchado para efectuar un largo viaje de investigación.
»Probablemente ha ido a reunirse con alguno de sus horribles grupos de
creyentes. Espero que se dirigirá al oeste y pedirá el divorcio… De todos modos, le
hice prometer que se marcharía y que me dejaría en paz. Era algo horrible, Dan… me
estaba robando el cuerpo… convirtiéndome en un preso. Tuve que fingir que lo
aceptaba, mientras trazaba mis propios planes. No me resultaba demasiado difícil, ya
que ella no podía leer en mi mente de un modo literal, ni en detalle. Lo único que
podía captar era un impulso general de rebeldía… y siempre creyó que yo era
inofensivo. Nunca pensó que pudiera imponerme a ella… pero yo tenía un par de
sortilegios que han hecho efecto.
Derby miró por encima de su hombro y bebió un poco más de whisky.
—Esta mañana, cuando han regresado, he despedido a aquellos malditos criados.
Al principio se pusieron tontos, y empezaron a hacer preguntas, pero terminaron por
marcharse. Eran de su misma clase —gente de Innsmouth—, carne y uña con ella.
Espero que me dejarán en paz… no me ha gustado el modo como se han reído al
marcharse. Trataré de localizar a los antiguos criados de papá. Ahora mismo voy a
trasladarme a mi casa.
»Supongo que creerás que estoy loco, Dan, pero en la historia de Arkham constan
hechos parecidos a los que te conté… y a los que voy a contarte. Tú mismo has
presenciado uno de los cambios… en tu automóvil, el día que regresábamos de

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Chesuncook, después de haberte hablado de Asenath. Fue cuando ella se apoderó de
mí, sacándome de mi propio cuerpo. Lo último que recuerdo es que trataba de decirte
quién era ella. En aquel momento, ella se apoderó de mí, y en un abrir y cerrar de
ojos me encontré en la biblioteca de la casa… en la biblioteca donde me habían
encerrado aquellos malditos criados… y en aquel diabólico cuerpo… que ni siquiera
era humano… Ella fue la que hizo el viaje contigo… aquel lobo devorador de mi
cuerpo. ¡Tuviste que notar la diferencia!
Me estremecí, mientras Derby hacía una pausa. Desde luego, yo había notado la
diferencia. Pero ¿podía aceptar una explicación tan absurda, tan descabellada como
ésta? Edward continuó, cada vez más excitado:
—¡Tenía que salvarme a mí mismo, Dan! ¡Tenía que hacerlo! Ella se habría
apoderado completamente de mí el día de Todos los Santos… habrían celebrado un
aquelarre en los bosques de Chesuncook, y allí se habría consumado la cosa. Ella se
habría apoderado de mi cuerpo para siempre, y hubiera sido un hombre, y
completamente humana, tal como deseaba… Supongo que me habría quitado de en
medio, matando a su propio excuerpo conmigo dentro, tal como había hecho antes…
tal como ella, o él, había hecho antes…
El rostro de Edward estaba ahora horriblemente contraído, y lo acercó
inquietantemente al mío mientras su voz se convertía en un susurro.
—Tienes que saber lo que te sugerí en el automóvil: que ella no es Asenath, sino
el viejo Ephraim. Lo sospechaba desde hace año y medio, y ahora lo sé. Su escritura
es exactamente igual que la de su padre, rasgo por rasgo, y a veces dice cosas que
nadie, a no ser un hombre viejo como Ephraim, podría decir. El viejo cambió de
forma con ella cuando sintió acercarse la muerte. Ella era la única que pudo encontrar
con un cerebro apropiado y una voluntad lo bastante débil… se apoderó de su cuerpo
de un modo permanente, tal como ha estado a punto de hacer con el mío, y luego
envenenó el viejo cadáver en cuyo interior estaba Su hija. ¿No has visto el alma del
viejo Ephraim brillando a través de los diabólicos ojos de Asenath docenas de
veces… y a través de los míos cuando ella tenía el control de mi cuerpo?
Edward jadeaba, y se detuvo para tomar aliento. Yo no dije nada; y cuando
Edward volvió a hablar, su voz era casi normal. Se trataba, pensé, de un caso para el
manicomio, aunque no sería yo quien le enviara allí. Quizás el tiempo y el verse libre
de Asenath contribuyeran a su curación. Me daba cuenta de que Edward había
renunciado para siempre a sus aficiones al morboso ocultismo.
—Te lo contaré más tarde. Ahora necesito un largo reposo. Te contaré algo de los
indescriptibles horrores a que ella me condujo… algo de los antiguos horrores que
incluso ahora llenan nuestro mundo. Algunas personas saben cosas acerca del
universo que nadie ha llegado a saber, y pueden hacer cosas que nadie sería capaz de
hacer. Yo he estado metido en ello hasta el cuello, pero ahora todo ha terminado. Si
fuera el bibliotecario de la Universidad, hoy mismo quemaría aquel maldito
Necromicon y todos los demás libracos.

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»Pero, ahora, ella no puede apoderarse de mí. Tengo que marcharme de aquella
casa en cuanto pueda, y regresar a mi verdadero hogar. Tú me ayudarás, lo sé, si
necesito ayuda. Aquellos diabólicos criados, ya sabes… y si la gente empieza a
mostrarse demasiado curiosa acerca de Asenath. Verás, no puedo darles su dirección.
Y luego hay ciertos grupos de investigadores… ciertos cultos, ya sabes… que pueden
interpretar mal nuestra ruptura… algunos de ellos tienen unas ideas y unos métodos
muy raros. Sé que estarás a mi lado si ocurre algo… incluso si me veo obligado a
contarte una cosa que te horrorizará…
Aquella noche, Edward se quedó a dormir en mi casa, y a la mañana siguiente
parecía estar mucho más tranquilo. Discutimos ciertos posibles arreglos para su
traslado a la mansión de los Derby, y yo esperé que no perdiera el tiempo y se
trasladara inmediatamente. A la noche siguiente no vino a casa, pero durante las
semanas posteriores le vi con frecuencia. Hablábamos lo menos posible de cosas
raras y desagradables, y discutíamos el remozamiento de la antigua casa de los Derby
y los viajes que Edward prometió realizar en compañía de mi hijo y mía el verano
siguiente.
De Asenath apenas hablábamos, ya que me daba cuenta de que el tema le
resultaba especialmente desagradable. Las habladurías, desde luego, no cesaban; pero
aquello no era ninguna novedad en relación con los extraños habitantes del viejo
caserón de Crowninshield. Una cosa que no me gustó fue lo que el banquero de
Derby contó en el Miskatonic Club: acerca de los cheques que Edward enviaba
regularmente a un tal Moses Sargent, a una tal Abigail Sargent, y a una tal Eunice
Babson, de Innsmouth Al parecer, sus antiguos criados le estaban haciendo objeto de
un chantaje… aunque él no me había hablado de aquel asunto.
Estaba deseando que llegara el verano —y con él las vacaciones de mi hijo—,
para llevarme a Edward a Europa Me daba cuenta de que su mejoría no era lo rápida
que yo había esperado; en su ocasional hilaridad había siempre una nota de
histerismo, y atravesaba frecuentes períodos de temor y de depresión. La antigua casa
de los Derby estuvo lista para ser habitada en diciembre, pero Edward demoraba
continuamente su traslado. Aunque odiaba y parecía temer el caserón de
Crowninshield, al mismo tiempo parecía estar esclavizado por él, inventaba toda
clase de excusas para aplazar su traslado. Cuando le hablé seriamente de ello, se
mostró inexplicablemente asustado. El antiguo mayordomo de su padre —uno de los
criados que Edward pudo recuperar— me contó un día que los ocasionales merodeos
de Mr. Derby por la casa, y especialmente por la bodega, le parecían raros e
incomprensibles. Le pregunté si se había recibido alguna carta de Asenath, pero el
mayordomo me respondió negativamente.
La catástrofe se produjo una noche del mes de diciembre, en el curso de una de
las visitas de Derby. Estaba hablándole de los viajes que íbamos a realizar el siguiente
verano, cuando de repente se encogió en su silla con un aspecto de indescriptible
pánico… un pánico cósmico, que sólo la más espantosa de las pesadillas podían

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provocar en una mente sana.
—¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios mío! ¡Dan! Lo está arrancando… desde el más
allá… incluso ahora… Ephraim… ¡Kamog! El foso de los shaggoths… ¡Iä! ¡Shub-
Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Crías!
»La llama… la llama… más allá del cuerpo, más allá de la vida… en la tierra…
¡Oh, Dios mío!
Me apresuré a hacerle tragar un poco de vino, mientras su frenesí se trocaba en
una profunda apatía. Se quedó inmóvil, pero sus labios continuaron moviéndose,
como si hablara consigo mismo. De pronto me di cuenta de que estaba tratando de
decirme algo, y acerqué mi oído a su boca para captar las débiles palabras.
—Otra vez… otra vez… lo está intentando… debí suponerlo nada puede detener
aquella fuerza; ni la distancia, ni la magia, ni la muerte… es horrible… ¡Oh, Dan, si
supieras como yo cuán horrible es…!
Inmediatamente se sumió en una especie de sopor. Coloqué algunos almohadones
de modo que estuviera más cómodo y dejé que se durmiera. No avisé a un médico,
porque sabía lo que iba a decir acerca del estado mental de mi amigo, y quería dar
una oportunidad a la naturaleza, si me era posible. Edward se despertó a medianoche,
y le acompañé a uno de los dormitorios de la casa. Le ayudé a meterse en la cama,
pero por la mañana se había marchado. Había salido silenciosamente de la casa… y
su mayordomo, cuando le llamé por teléfono, me dijo que estaba en la biblioteca,
paseando arriba y abajo.
Edward se desmoronó rápidamente después de aquello. No volvió a visitarme,
pero yo fui a su casa diariamente. Le encontraba siempre sentado en la biblioteca,
mirando al vacío y con aire de estar escuchando atentamente. A veces hablaba de un
modo coherente, pero siempre sobre temas baladíes. En cuanto se le hablaba de su
enfermedad, de sus planes futuros o de Asenath, le acometía una especie de frenesí.
Su mayordomo decía que pasaba unas noches muy agitadas, y que el día menos
pensado podía causarse algún daño.
Sostuve una larga conversación con su médico, su banquero y su abogado, y se
acordó llamar a dos especialistas para que le visitaran. Los espasmos que provocaron
las primeras preguntas fueron muy violentos… y aquella misma noche un automóvil
cerrado se llevó el pobre cuerpo de Edward al Manicomio de Arkham. Yo iba a
visitarle dos veces a la semana… y confieso que las lágrimas fluían de mis ojos al oír
sus espantosos susurros, al oírle murmurar una y otra vez:
«Tuve que hacerlo… tuve que hacerlo… se apoderaba de mí… se apoderaba de
mí… allí abajo… en la oscuridad… ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme! ¡Salvadme!».
La pesadilla final llegó antes de la Candelaria… precedida, con irónica crueldad,
por un falso resplandor de esperanza. Una mañana de últimos de enero telefonearon
del manicomio para informar que Edward había recobrado súbitamente la razón. Su
memoria seguía estando afectada, decían, pero no cabía duda acerca de su cordura.
Desde luego, tenía que seguir unos días en observación, pero, si todo iba bien, al cabo

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de una semana sería dado de alta.
La noticia me emocionó agradablemente, pero mi alegría se trocó en espanto
cuando una enfermera me acompañó a la habitación de Edward. El paciente se
levantó a saludarme, extendiendo su mano con una sonrisa cortés; pero
inmediatamente me di cuenta de que asumía la enérgica personalidad que había
parecido tan ajena a su propia naturaleza… la personalidad competente que yo había
encontrado tan vagamente horrible y que el propio Edward había jurado que era el
alma intrusa de su esposa. La misma mirada llameante —tan parecida a la de Asenath
y a la del viejo Ephraim—, la misma boca firme; y cuando habló, note en su acento
aquella diabólica ironía que no había olvidado. Aquélla era la persona que había
conducido mi automóvil a través de la noche cinco meses antes… la persona a la cual
no había visto desde aquella breve visita, cuando había olvidado la antigua llamada a
la puerta y había despertado tan nebulosos temores en mí. Y ahora me llenaba de la
misma sensación de indefinible espanto cósmico.
Habló afablemente de las disposiciones a tomar ante su próxima salida… y yo no
podía hacer otra cosa más que asentir, a pesar de algunas notables lagunas en sus
recuerdos recientes. Sin embargo, tenía la impresión de que algo era terrible,
inexplicablemente equivocado y anormal. En todo aquello había horrores que yo no
podía alcanzar. Desde luego, la persona que estaba delante de mí era una persona
cuerda… Pero ¿era realmente el Edward Derby que yo había conocido? En caso
negativo, ¿quién o qué era… y dónde estaba Edward? ¿Estaría libre, o encerrado… o
borrado de la faz de la tierra? En todo lo que aquel ser decía había una nota
abismalmente sardónica, acentuada por la mirada burlona de los ojos de Asenath al
hablar de la próxima libertad, ganada mediante un confinamiento particularmente
estrecho. Debí conducirme muy torpemente, y experimenté una profunda sensación
de alivio cuando pude retirarme.
Todo aquel día y el siguiente me devané el cerebro dándole vueltas a aquel
problema. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué clase de mente miraba a través de los ojos —
unos ojos que no eran los suyos— del rostro de Edward? Sólo podía pensar en aquel
terrible enigma, y resultaron inútiles todos mis esfuerzos para llevar a cabo mis tareas
habituales. La segunda mañana llamaron del hospital para decir que el paciente no
había experimentado ningún cambio, y por la noche yo estaba a punto de sufrir una
crisis nerviosa.

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V

La noche de aquel segundo día quedó marcada por la pesadilla final, una pesadilla
que nunca olvidaré. Empezó con una llamada telefónica poco antes de medianoche.
Yo era la única persona de la casa que no dormía, y me dirigí a la biblioteca para
responder a la llamada. Descolgué el receptor, pero no habló nadie; estaba a punto de
colgarlo de nuevo cuando mi oído captó un sonido muy débil al otro extremo del hilo,
como si alguien estuviera tratando de hablar con grandes dificultades. Mientras
escuchaba, me pareció oír una especie de sonido gorgoteante, líquido… «glub…
glub… glub…» que sugería palabras inarticuladas e ininteligibles. Grité: «¿Quién
está ahí?», pero la única respuesta fue: «Glub… glub… glub-glub». Lo único que
podía suponer era que el sonido era mecánico; pero, por si se tratara de un receptor
estropeado capaz de recibir la voz e incapaz de transmitirla, añadí: «No puedo oírle a
usted. Será mejor que cuelgue y que llame a Informaciones». Inmediatamente, oí el
ruido que producía el receptor al ser colgado en el otro extremo.
Esto, como ya he dicho, sucedió alrededor de medianoche. Más tarde se localizó
aquella llamada como procedente del caserón de Crowninshield, a pesar de
encontrarse deshabitado desde que Edward ingresó en el manicomio. En el caserón se
encontraron otras cosas: un gran desorden en el cuarto de la bodega, huellas de
pisadas, otras sorprendentes huellas en el teléfono, los objetos de escritorio recién
utilizados, y el detestable hedor flotando por toda la casa. La policía elaboró sus
propias teorías, y todavía sigue buscando a los siniestros criados despedidos… los
cuales desaparecieron de Innsmouth como si se los hubiese tragado la tierra.
Hablaron de una posible venganza de aquellos criados, venganza en la cual podía
estar incluido también yo, ya que había sido el mejor amigo y consejero de Edward.
¡Idiotas! ¿Cómo no se fijaron en aquella escritura? ¿Acaso estaban ciegos para no
darse cuenta de los cambios experimentados por aquel cuerpo que era el de Edward?
En lo que a mí respecta, ahora creo todo lo que Edward me contó. Más allá del límite
de la vida existen horrores que no podemos sospechar, y de vez en cuando pasan ante
nuestros ojos, aunque no siempre seamos capaces de reconocerlos. Ephraim…
Asenath… el propio Edward… habían sido tragados por aquellos horrores, del mismo
modo que ahora me están engullendo a mí.
¿Puedo tener la seguridad de que estoy a salvo? Aquellos poderes sobreviven a la
vida de la forma física. Al día siguiente, por la tarde, cuando me repuse de mi
postración y fui capaz de andar y hablar de un modo coherente, me dirigí al
manicomio y disparé contra él hasta matarle por la salvación de Edward y del mundo,
pero ¿puedo estar seguro hasta que sea quemado? Conservan el cadáver para que
varios médicos hagan unas estúpidas autopsias… pero yo digo que tiene que ser
quemado. Tiene que ser quemado… el que no era Edward Derby cuando yo le maté.
Me volveré loco si no lo queman, ya que puedo ser el siguiente. Pero mi voluntad no

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es débil… y no me dejaré amilanar por los terrores que rondan a mi alrededor. Una
vida: Ephraim, Asenath, Edward… ¿Quién seguirá ahora? No quiero ser arrastrado
fuera de mi cuerpo… ¡No quiero cambiar el alma con aquel cadáver acribillado a
tiros del manicomio!
Pero dejen que trate de hablar de un modo coherente de aquel horror final. No
hablaré de lo que la policía fingió ignorar persistentemente: aquella cosa retorcida,
grotesca y apestosa que tres transeúntes, por lo menos, encontraron en la High Street
poco antes de las dos de la mañana, y la naturaleza de las singulares huellas de
pisadas encontradas en ciertos lugares. Me limitaré a decir que a eso de las dos me
despertó una llamada en la puerta de mi casa… una llamada que trataba débilmente
de reproducir la antigua señal de Edward de tres golpes cortos seguidos de dos
largos.
Despertado de un profundo sueño, mi mente se agitó en un torbellino. ¡Derby en
la puerta… y recordando la antigua señal! Aquella nueva personalidad no la había
recordado… ¿Había vuelto repentinamente Edward a su estado normal? ¿Por qué se
presentaba en mi casa a aquellas horas de la noche? ¿Le habían soltado antes de
tiempo, o se había escapado? Quizá, pensé mientras me echaba encima un batín y
empezaba a bajar la escalera, el recobrar su verdadera personalidad había provocado
en él un estallido de violencia y un deseo incontenible de libertad. Fuera lo que fuese,
ahí estaba de nuevo el verdadero Edward, mi amigo de siempre, y yo Je ayudaría.
Cuando abrí la puerta, una ráfaga de viento insoportablemente fétido me azotó el
rostro, y durante unos instantes apenas vi la retorcida y encorvada figura que había en
el umbral. La llamada había sido la de Edward, pero la horrenda caricatura que tenía
ante mis ojos no era Edward. ¿Adónde había ido? Su última llamada había sonado un
segundo antes de que se abriera la puerta…
El visitante llevaba uno de los abrigos de Edward: su borde inferior casi tocaba el
suelo, y a pesar de llevar las mangas dobladas, le tapaban las manos. Se cubría la
cabeza con un sombrero muy hundido sobre los ojos, y un negro pañuelo de seda
ocultaba su rostro. Mientras yo daba un paso inseguro hacia adelante, la figura emitió
un sonido, semilíquido como el que había oído a través del teléfono: «glub…
glub…». Y a continuación me tendió una cuartilla enrollada en el extremo de un largo
lápiz. Todavía aturdido por el indescriptible hedor, cogí la cuartilla y traté de leerla a
la claridad proyectada por la bombilla que iluminaba el umbral.
La escritura era la de Edward, indudablemente. Pero ¿por qué se había
entretenido en escribirme cuando estaba lo bastante cerca como para llamar a la
puerta de mi casa… y por qué me había escrito con aquellos rasgos irregulares y
temblorosos? A la débil claridad del umbral me fue imposible distinguir nada, de
modo que entré de nuevo en el vestíbulo. Por un instante, pareció como si la figura
encorvada se dispusiera a seguirme, aunque no llegó a cruzar la puerta. El hedor que
desprendía aquel extraño mensajero era realmente repulsivo, y rogué fervientemente
(y no en vano, a Dios gracias) que mi esposa no se despertara en aquel momento.

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Luego, mientras leía el papel, mis rodillas se doblaron y perdí el mundo de vista.
Cuando recobré el conocimiento, estaba tendido en el suelo y seguía sosteniendo
aquella espantosa cuartilla en mi mano, rígida y fría. Decía lo siguiente:

«Dan… tienes que ir al manicomio y matarlo. Extermínalo. Ya no es Edward


Derby. Ella se apoderó de mí… es Asenath… y hacía tres meses y medio que estaba
muerta. Te mentí cuando dije que se había marchado. La maté. Tuve que hacerlo. Fue
algo repentino, pero estábamos solos y yo me encontraba en mi verdadero cuerpo. Vi
un candelabro y le aplasté la cabeza con él. El día de Todos los Santos se hubiera
apoderado de mí para siempre.
»La enterré en un cuarto de la bodega, debajo de unas cajas viejas, y limpié todas
las huellas. Los criados sospecharon algo a la mañana siguiente, pero tenían tales
secretos que no se atrevieron a acudir a la policía. Los despedí a los tres, pero Dios
sabe lo que harán… ellos y otros miembros del culto.
»Durante una temporada creí que todo iba bien, pero luego noté una extraña
presión en el cerebro. Inmediatamente supe lo que era… debí recordarlo. Un alma
como la suya —o la de Ephraim— está medio despegada, se mantiene incólume
después de la muerte, mientras no desaparezca el cuerpo. Ella se estaba apoderando
de mí… intercambiando mi cuerpo con el suyo… apoderándose de mi cuerpo y
metiéndolo en su cadáver, enterrado en la bodega.
»Supe lo que estaba sucediendo… y por eso perdí el dominio de mí mismo y tuve
que ser internado en el manicomio. Luego se produjo la cosa… me encontré rodeado
por la más profunda oscuridad… en el interior del descompuesto cadáver de Asenath,
debajo de las cajas en aquel cuarto de la bodega. Y supe que ella estaba en el interior
de mi cuerpo, en el manicomio… y para siempre, ya que sucedió después de Todos
los Santos, y el sacrificio era eficaz aunque ella no estuviera allí… para siempre, una
amenaza permanente para el mundo.
»Me resulta imposible hablar… he tratado de telefonear… inútilmente. Pero
puedo escribir. Procuraré hacer llegar a tus manos esta última advertencia. Mata
aquel diablo si estimas en algo la paz del mundo. Y asegúrate de que queman el
cadáver. Si no lo haces, vivirá más y más, cuerpo a cuerpo para siempre, y no puedo
decirte lo que hará. Aléjate de la magia negra, Dan, es obra del diablo. Adiós… has
sido siempre un gran amigo para mí. Cuéntaselo todo a la policía, si es que quieren
creerlo… lamento muchísimo poner esta carga sobre tus hombros. Yo descansaré en
paz muy pronto… esto no aguantará mucho más. Espero que puedas leer esto. Y mata
aquella cosa… mátala.
»Tu amigo, Ed»

Sólo más tarde pude leer la parte final de la cuartilla, puesto que me desmayé al
llegar al tercer párrafo. Me desmayé de nuevo cuando vi y olí lo que había en el
umbral de la puerta, hecho un ovillo. El mensajero no se movería ni tendría

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conciencia nunca más.
El mayordomo, más duro que yo, no se desmayó ante lo que encontró en el
vestíbulo por la mañana. Por el contrario, telefoneó a la policía. Cuando llegaron los
agentes, me habían trasladado a mi habitación y me habían metido en la cama, pero
el… la otra masa… estaba en el mismo lugar donde había caído la noche anterior.
Los agentes tuvieron que taparse las narices con sus pañuelos.
Lo que encontraron finalmente en el interior de las ropas de Edward era en su
mayor parte un líquido horroroso. Había huesos, también… y un cráneo hundido por
un golpe. Ciertas características de los dientes permitieron identificar el cráneo:
pertenecía a Asenath.

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EL CONDE MAGNUS
M. R. JAMES

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L o último que explicaré al lector en estas páginas es de qué modo llegaron a mis
manos los documentos a base de los cuales he construido este relato. Pero
antes debo explicar la clase de documentos que poseo.
Consisten, parcialmente, en una serie de apuntes para un libro de viajes, uno de
esos volúmenes tan corrientes en los años 1840 a 1850. El Journal of a Residence in
Jutland and the Danish Isles, de Horace Marryat, es un ejemplo típico de la clase de
libro a que me refiero. El tema suele ser la descripción de algún país poco conocido
del continente. Tienen ilustraciones al boj o al metal. Proporcionan información
acerca de los hoteles y de los medios de comunicación, tal como la que ahora
esperamos encontrar en una guía, y reproducen conversaciones con extranjeros
inteligentes, con mesoneros ocurrentes y con locuaces campesinos. En una palabra, se
trata de unos libros que en lenguaje moderno llamaríamos «periodísticos».
Partiendo, como habían partido, de la idea de reunir material para un libro de ese
tipo, los documentos a medida que aumentaron, fueron asumiendo el carácter de
testimonio de una experiencia personal, y ese testimonio fue continuado hasta la
víspera, casi, de su terminación.
El escritor era un tal Mr. Wraxall. Mi conocimiento de él se basa por completo en
sus escritos, y de ellos deduzco que era un hombre de edad madura, dueño de algunos
medios de fortuna y que estaba solo en el mundo. Al parecer, no tenía hogar fijo en
Inglaterra, sino que era huésped permanente de hoteles y pensiones. Es probable que
alimentara la idea de instalarse definitivamente en algún lugar en el futuro, cosa que
no llegó a realizar; y creo también que el paso de los años fue apagando aquel deseo,
hasta hacerlo desaparecer.
Parece ser que Mr. Wraxall había publicado un libro, y que éste versaba sobre
unas vacaciones que en cierta ocasión había pasado en Bretaña. No puedo decir más,
acerca de su obra, ya que una minuciosa búsqueda a través de las obras bibliográficas
me ha llevado a la conclusión de que debió publicarla anónimamente, o bajo un
seudónimo.
En cuanto a su carácter, no resulta difícil formarse una opinión superficial. Debió
ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a punto de graduarse en Oxford.
Su mayor defecto era un exceso de curiosidad, un buen defecto para un viajero, pero
evidentemente un defecto que, al final, le costó muy caro.
En el curso de lo que fue su última expedición, estaba preparando otro libro. Hace
cuarenta años, los países escandinavos eran muy poco conocidos de los ingleses, y a
Mr. Wraxall le impresionaron profundamente. Debió inspirarse en algunos libros
antiguos de la historia de Suecia, y se le ocurrió la idea de dar a luz un libro acerca de
aquel país, alternando las notas de viaje con episodios de la historia de algunas de las
grandes familias suecas. En consecuencia, se procuró cartas de presentación para
algunas personas de elevada categoría de Suecia, y emprendió el viaje a principios
del verano de 1863.
No es necesario hablar de sus viajes por el Norte, ni de su estancia de algunas

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semanas en Estocolmo. Únicamente me creo obligado a mencionar que algún savant
residente allí le puso tras la pista de una importante colección de documentos
familiares pertenecientes a los propietarios de una mansión campestre de
Vestergothland, y le consiguió una autorización para examinarlos.
La mansión campestre, o herrgard, se llamaba Räbäck (la pronunciación es algo
parecido a Roebeck), aunque no es éste su verdadero nombre. Es uno de los mejores
edificios de su clase en todo el país, y su reproducción en el libro Suecia antiqua et
moderna, de Dahlenberg, grabada en 1694, la muestra exactamente igual que el
turista puede verla hoy. Fue construida poco después del 1600, y en lo que respecta al
material —ladrillo rojo con revestimientos de piedra— y al estilo, es muy parecida a
una casa inglesa de aquella misma época. El hombre que la construyó era un vástago
de la gran casa de De la Gardie, y sus descendientes la poseen aún. De la Gardie es el
nombre por el cual les designaré cuando sea necesario mencionarles.
Recibieron a Mr. Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le rogaron que
permaneciera en la casa todo el tiempo que durasen sus investigaciones. Pero éste,
prefiriendo la independencia, y desconfiando de su capacidad de conversar en sueco,
se instaló en la posada del pueblo, la cual resultó ser bastante cómoda, al menos
durante los meses de verano. Esta solución significaba un corto paseo diario desde la
posada a la mansión campestre: algo menos de una milla.
La casa se alzaba en medio de un parque, rodeado de altos árboles. Pasados los
árboles se entraba en el vallado jardín, en el que había uno de los pequeños lagos que
tanto abundan en aquel país. Luego llegaba la tapia de la heredad, y se trepaba a un
pequeño otero, y en la cima del otero se alzaba la iglesia, rodeada de altos árboles. A
los ojos de un inglés, resultaba un edificio muy raro. La nave central y las alas eran
bajas y estaban llenas de bancos y de tribunas. En la tribuna occidental había un
antiguo y hermoso órgano, pintado de alegres colores con los tubos de plata. El techo
era plano, decorado por un artista del siglo XVII con un extraño y espantoso «Juicio
Final», lleno de cárdenas llamas, ciudades destruidas, buques ardiendo, almas en pena
y oscuros y sonrientes demonios. El púlpito parecía una casa de muñecas, cubierto de
querubines y de santos pintados en la madera. Del pupitre del predicador colgaba una
hornacina con tres relojes de arena.
En Suecia pueden verse actualmente iglesias de ese tipo, pero lo que distinguía a
aquélla era un añadido al edificio original. En el extremo oriental del ala norte, el
propietario de la mansión había hecho edificar un mausoleo para él y para su familia.
Era una construcción octogonal, iluminada por una serie de ventanas ovaladas, y
tenía el techo en forma de cúpula, rematada por una especie de espiral: un estilo por
el que los arquitectos suecos sienten especial predilección.
El techo estaba revestido de cobre y pintado de negro, en tanto que las paredes, al
igual que las de la iglesia, eran cegadoramente blancas. Desde la iglesia no había
acceso directo al mausoleo, el cual tenía su propia puerta de entrada en el lado
septentrional.

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Pasado el patio de la iglesia se llegaba al camino del pueblo, y tres o cuatro
minutos de andar le dejaban a uno ante la puerta de la posada.
En el primer día de su estancia en Räbäck, Mr. Wraxall encontró abierta la puerta
de la iglesia, y tomó las notas de su interior que acabo de transcribir. En cambio, no
pudo entrar en el mausoleo. Mirando a través del ojo de la cerradura, pudo apreciar
únicamente, que había hermosas estatuas de mármol y sarcófagos de cobre, y una
gran cantidad de adornos heráldicos, todo lo cual le hizo desear ardientemente poder
pasar al interior del panteón para contemplar de cerca toda aquella riqueza.
Los documentos que tuvo ocasión de examinar en la mansión campestre eran
precisamente lo que Mr. Wraxall deseaba para su libro. Había correspondencia
familiar, diarios y libros de cuentas de los propietarios más antiguos de la posesión,
cuidadosamente conservados y claramente escritos, llenos de pintorescos y divertidos
detalles. El primer De la Gardie aparecía en ellos como un hombre fuerte y capaz.
Poco después de haber sido edificada la casa hubo un período de disturbios en la
región, y los campesinos se habían amotinado, atacando varios castillos y causando
algunos daños. El propietario de Räbäck tomó una parte preponderante en la
represión del conflicto, y en los documentos había referencias a ejecuciones de
cabecillas de la revuelta y a severos castigos infligidos con mano dura.
El retrato de aquel Magnus de la Gardie era uno de los mejores de la casa, y Mr.
Wraxall lo examinó con gran interés después de su primer día de trabajo. No da
ninguna descripción detallada de él, aunque sospecho que el rostro le impresionó más
por su expresión de poder que por su belleza o bondad; en realidad, Mr. Wraxall
escribe que el conde Magnus era un hombre horriblemente feo.
Aquel día, Mr. Wraxall cenó con la familia y emprendió el camino de regreso a la
posada a última hora de la tarde.
«Tengo que acordarme de pedirle al sacristán —escribe— que me permita entrar
en el mausoleo de la iglesia. Es evidente que tiene acceso a él, porque al marcharme
le he visto delante de la puerta, como si la estuviera abriendo o cerrando».
Encontré que al día siguiente, a primera hora de la mañana, Mr. Wraxall sostuvo
una conversación con el dueño de la posada. Al principio, me sorprendió que la
anotara con tanta minuciosidad; pero no tardé en darme cuenta de que los
documentos que estaba leyendo eran, al menos en sus comienzos, los materiales para
el libro que estaba preparando, y que iba a ser una de aquellas obras casi periodísticas
que admiten la inclusión de tales diálogos.
Su propósito, según decía, era el de comprobar si las actividades del actual conde
de la Gardie tenían algún punto de contacto con las que eran atribuidas a su
antepasado, el conde Magnus, y si la opinión popular le era favorable o no. Descubrió
que el conde no era un hombre apreciado. En la época en que sus colonos le
consideraban como su dueño y señor, si llegaban tarde al trabajo eran atados al potro
y azotados sin compasión. Se habían dado un par de casos de hombres que habían
ocupado tierras que limitaban con los dominios del conde, y cuyas casas habían sido

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misteriosamente incendiadas en una noche de invierno, con toda la familia dentro.
Pero lo que parecía ocupar de un modo especial la mente del posadero —ya que
aludió a ello más de una vez— era que el conde había estado en el Peregrinaje Negro,
y se había traído algo o alguien con él.
Como es lógico, ustedes se preguntarán, como se preguntó Mr. Wraxall, en qué
consistía el Peregrinaje Negro. Pero su curiosidad en este aspecto debe quedar
insatisfecha, como quedó la de Mr. Wraxall. El posadero no se mostró dispuesto a dar
una respuesta concreta, ni siquiera una respuesta, sobre aquel punto, y, como en aquel
preciso instante le llamaron desde abajo, se marchó evidentemente satisfecho. Unos
minutos más tarde asomó la cabeza por la puerta para explicar que le habían llamado
porque tenía que marcharse a Skara y no regresaría hasta la noche.
De modo que Mr. Wraxall tuvo que marcharse a su tarea cotidiana en la mansión
campestre sin poder satisfacer su curiosidad. Los documentos que estaba examinando
en aquellos momentos no tardaron en dar otro curso a sus pensamientos, ya que se
trataba de la correspondencia entre Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima
casada Ulrica Leonora, de Räbäck, durante los años 1705-1710. Las cartas tenían un
interés excepcional, por cuanto aclaraban muchos aspectos de la cultura de aquel
período en Suecia, como puede atestiguar cualquiera que las haya leído en la edición
publicada por el Comité de Manuscritos Históricos Suecos.
Por la tarde Mr. Wraxall había estado leyendo las cartas en cuestión, y después de
devolver las cajas en que estaban guardadas a sus respectivos estantes, cogió, al azar,
algunos de los libros que tenía más al alcance de la mano, a fin de decidir cuál de
aquéllos revestía más interés para dedicarle su atención al día siguiente. El estante
que había delante de él estaba ocupado, en su mayor parte, por una colección de
libros de cuentas procedentes del primer conde Magnus. Pero uno de ellos no era un
libro de cuentas, sino un libro de alquimia escrito por una mano que no era la del
conde. Mr. Wraxall no estaba muy familiarizado con la literatura alquimista, y perdió
mucho tiempo, que podía haberse ahorrado, leyendo los nombres y el comienzo de
los diversos tratados: El Libro del Fénix, el Libro de las Treinta Palabras, el Libro del
Sapo, el Libro de Miriam, la Turba Philosophorum, y así por el estilo. Luego expresó
de un modo muy circunspecto su alegría al descubrir, en una hoja de papel colocada
entre las páginas del libro, unas líneas escritas por el conde Magnus bajo el título de
«Líber nigrae peregrinationis». Es verdad que sólo había unas líneas, pero eran
suficientes para demostrar que el conde Magnus se refería a una creencia tan antigua
como él mismo y probablemente compartida por él. Esto es lo que había escrito:
«Si cualquier hombre desea obtener una larga vida, si desea obtener un fiel
mensajero y ver la sangre de sus enemigos, es necesario que vaya primero a la ciudad
de Chorazin, y allí salude al príncipe…». Aquí había una palabra tachada, aunque con
cierto descuido, de modo que Mr. Wraxall estuvo casi seguro de que la palabra en
cuestión era aëris («del aire»). El texto no continuaba, sólo había una línea en latín:
«Quaere reliqua hujus materiei inter secretiora». (Ver el resto de esta materia entre las

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cosas más privadas).
No puede negarse que esto arrojaba una luz más bien carmesí sobre los gustos y
creencias del conde; pero para Mr. Wraxall, separado de él por casi tres siglos, la idea
de que se había ocupado de alquimia, y de una alquimia que tenía mucho de magia,
sólo le convertía en una figura más pintoresca. Y cuando, después de haber
contemplado durante largo rato el retrato del conde Magnus que había en el vestíbulo,
Mr. Wraxall emprendió el camino de regreso a la posada, su mente estaba llena del
pensamiento del conde. No tenía ojos para lo que le rodeaba, ni olfato para la
fragancia nocturna de los árboles, ni oído para la brisa que murmuraba sobre el lago.
Y cuando, súbitamente, alzó la mirada, quedó estupefacto al encontrarse ya en la
verja del patio de la iglesia, y a unos minutos de distancia de su cena. Sus ojos se
posaron en el mausoleo:
«¡Ah! —dijo—. ¡Estás ahí, conde Magnus! Me gustaría muchísimo verte».
«Al igual que muchos hombres solitarios —escribe—, tengo la costumbre de
hablar conmigo mismo en voz alta. Pero nunca aguardo una respuesta.
Evidentemente, y quizá por fortuna en este caso, no hubo ninguna voz ni ninguna
dama que mirar: únicamente la mujer que, supongo, estaba limpiando la iglesia, dejó
caer algún objeto metálico al suelo, y el sonido me sorprendió. El conde Magnus
debe de estar durmiendo el más profundo de los sueños».
La misma noche, el dueño de la posada, que había oído decir a Mr. Wraxall que
deseaba ver al capellán, le presentó a aquel caballero en la posada. Tras concertar una
visita al panteón de los De la Gardie para el día siguiente, se entabló una ligera
conversación.
Mr. Wraxall, recordando que una de las funciones de los diáconos escandinavos
es la de instruir a los candidatos a la Confirmación, pensó que podría refrescar su
propia memoria acerca de un punto bíblico.
—¿Puede decirme usted algo acerca de Chorazin? —preguntó.
El capellán pareció sorprendido, pero no tardó en recordarle cómo había sido
denunciada aquella ciudad.
—Lo sé —dijo Mr. Wraxall—. Y supongo que ahora estará en ruinas.
—Eso espero —replicó el capellán—. He oído decir a algunos sacerdotes
ancianos que el Anticristo nació allí; y se cuentan cosas…
—¡Ah! ¿Qué clase de cosas? —inquirió Mr. Wraxall.
—Cosas, iba a decir, que ya he olvidado —dijo el capellán.
Y casi inmediatamente le dio las buenas noches a su interlocutor.
El dueño de la posada estaba ahora solo y a merced de Mr. Wraxall; y Mr.
Wraxall no estaba dispuesto a desaprovechar la ocasión que se le presentaba.
—Herr Nielsen —dijo—, esta mañana me ha hablado usted de algo relacionado
con el Peregrinaje Negro. ¿Qué es lo que el conde se trajo de allí?
Los suecos suelen ser lentos en contestar desde luego, el posadero no era una
excepción. No estoy seguro; pero Mr. Wraxall señala el hecho de que el posadero se

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pasó por lo menos un minuto mirándole, antes de pronunciar una palabra. Luego se
acercó más a su huésped, y con evidente esfuerzo rompió a hablar:
—Mr. Wraxall, puedo contarle a usted esa historia, y nada más… absolutamente
nada más. No debe usted preguntarme nada cuando se la haya contado. En tiempos de
mi abuelo —es decir, hace noventa y dos años—, había dos hombres que decían: «El
conde está muerto; no debemos preocuparnos por él. Esta noche iremos a cazar a sus
bosques». Se referían a los bosques que se encuentran detrás de Räbäck y que usted
ya ha visto. Los que les oyeron decir esto, les aconsejaron: «No vayáis allí; estamos
seguros de que encontraréis personas que se pasean y que no deberían pasear.
Deberían estar descansando, y no paseando…». Los dos hombres se echaron a reír.
Los bosques no estaban vigilados, porque no había nadie que deseara cazar en ellos.
La familia no estaba en la casa. Los dos hombres podían hacer lo que les viniera en
gana.
»Bueno, aquella noche fueron al bosque. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta
habitación. Era una noche de verano, muy clara. A través de la ventana abierta, mi
abuelo podía ver y oír lo que sucedía en el bosque.
»De modo que estaba sentado, en compañía de dos o tres hombres, escuchando.
Al principio no oyeron absolutamente nada; luego oyeron a alguien —ya sabe usted
cuán lejos está el bosque—, oyeron a alguien que gritaba, como si estuvieran
arrancándole el alma del cuerpo. Todos los que estaban en la habitación se miraron
entre sí, y permanecieron sentados por espacio de unos tres cuartos de hora. Luego
oyeron a alguien más, a sólo trescientos pies de distancia. Le oyeron reír en voz alta:
desde luego, no se trataba de ninguno de los dos hombres, y todos los que oyeron
aquella risa hubieran jurado que no procedía de un ser humano. Después de esto
oyeron cerrarse una gran puerta.
»Luego, cuando empezaba a hacerse de día, fueron a ver al párroco. Y le dijeron:
»—Padre, póngase la sotana y el roquete, y vaya a enterrar a esos hombres,
Anders Bjornsen y Hans Thorbjoern.
»Como puede ver, estaban convencidos de que los dos hombres habían muerto.
De modo que se dirigieron al bosque… mi abuelo nunca olvidó aquello. Dijo que
todos ellos estaban muy asustados. Incluso el párroco estaba muerto de miedo.
Cuando los hombres que estaban con mi abuelo fueron a verle, les dijo:
»—He oído a alguien que gritaba, y después he oído una risa. Si no puedo olvidar
esto, no creo que en adelante pueda conciliar el sueño.
»De modo que se dirigieron al bosque, y encontraron a los dos hombres en la
misma linde. Hans Thorbjoern estaba de pie con la espalda apoyada en un árbol, y no
cesaba de empujar algo con las manos… algo que no estaba allí, delante de él. Por
tanto, no estaba muerto. Se lo llevaron a la casa de Nykjoping, y murió antes de la
llegada del invierno, y se pasó el tiempo empujando algo con las manos. También
Anders Bjornsen estaba allí; pero estaba muerto. Y en lo que respecta a Anders
Bjornsen puedo decirle a usted que había sido un hombre guapo, pero se había

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quedado sin rostro, porque la carne de su cara había desaparecido, dejando los huesos
al descubierto. ¿Comprende usted esto? Mi abuelo no lo olvidó nunca. Le tendieron
en una camilla que habían llevado a prevención, cubrieron su cabeza con un lienzo, y
el párroco echó a andar; y los hombres empezaron a cantar el salmo de los muertos
con voz estrangulada. Y cuando llegaban al final del primer versículo, uno de los
hombres, el que iba detrás, calló, y los otros miraron hacia atrás, y vieron que el
lienzo había caído, y que los ojos de Anders Bjornsen estaban abiertos, puesto que no
había nada que los cubriera. Y no pudieron soportar aquella mirada. De modo que el
párroco decidió que fueran a buscar herramientas para enterrar al muerto allí
mismo…
Al día siguiente, Mr. Wraxall recordó que el capellán le esperaba inmediatamente
después de la hora del desayuno, para acompañarle a visitar el panteón. La llave del
panteón estaba colgada de un clavo en el púlpito de la iglesia, y se le ocurrió pensar
que, dado que la puerta de la iglesia no se cerraba nunca, no le sería difícil efectuar
una segunda visita, a solas, si su interés la justificaba. Cuando entró en el edificio, no
le pareció impresionante, ni mucho menos. Los monumentos, en su mayoría de los
siglos XVII y XVIII, eran muy lujosos, y estaban llenos de epitafios. El centro de la
nave estaba ocupado por tres sarcófagos de cobre, recubiertos de adornos finamente
labrados. Dos de ellos tenían un crucifijo en la parte superior, según es costumbre en
Dinamarca y en Suecia. El tercero, el del conde Magnus, en vez de crucifijo tenía
grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor del sarcófago había varias franjas
de adornos similares, representando diversas escenas. Una de ellas era una batalla,
con un cañón humeante, y ciudades amuralladas, y grupos de soldados armados con
picas. Otra representaba una ejecución. En una tercera, había un hombre corriendo a
toda velocidad entre los árboles, con los cabellos en desorden y las manos extendidas
hacia delante. Detrás de él corría una extraña forma. Resultaba difícil saber si el
artista había querido representar a un hombre, y fue incapaz de darle el parecido
adecuado, o si la monstruosa forma que tenía, respondía a un deliberado propósito.
En vista de la habilidad demostrada en el resto de la obra, Mr. Wraxall se sintió
inclinado a adoptar la última idea. La figura era muy bajita, y llevaba un largo manto
que le arrastraba por el suelo. La única parte de la figura que salía de aquella especie
de manto no tenía forma de brazo ni de mano. Mr. Wraxall lo compara con el
tentáculo de un pulpo, y añade: «Al ver aquello me dije a mí mismo que se trataba,
evidentemente, de una representación alegórica: tal vez un demonio persiguiendo a
una pobre alma, tal vez el origen de la historia del conde Magnus y de su misteriosa
compañía».
Mr. Wraxall se fijó en las cerraduras —en número de tres— que aseguraban el
sarcófago y que estaban finamente labradas en acero. Una de ellas se había
desprendido y estaba en el suelo. Entonces, no deseando molestar más al capellán ni
perder su propio tiempo, emprendió el camino de regreso a la casa.
«Resulta curioso comprobar —escribe— cómo funciona la mente, prescindiendo

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de todo lo que nos rodea, cuando recorremos un sendero con el cual estamos
familiarizados. Esta noche, por segunda vez, he dejado de darme cuenta del lugar
hacia el cual me dirigía (había planeado una visita particular al panteón para copiar
los epitafios), para recobrar súbitamente la conciencia al llegar a la verja del patio de
la iglesia y oírme a mí mismo murmurar: “¿Estás despierto, conde Magnus? ¿Estás
durmiendo, conde Magnus?”, y algo más que no consigo recordar. Al parecer, me he
estado portando de tan extraño modo durante algún tiempo».
Encontró la llave del panteón en el lugar donde había esperado encontrarla, y
copió una gran parte de los epitafios que deseaba copiar; en realidad, se quedó en el
panteón hasta que la luz empezó a faltarle.
«Debo de haberme equivocado —escribe— al decir que una de las cerraduras del
sarcófago de mi conde estaba abierta; esta noche he visto que dos de ellas están
sueltas. Las he recogido y las he puesto cuidadosamente sobre el antepecho de la
ventana, después de tratar infructuosamente de colocarlas en su sitio. La otra sigue
estando firme, y, aunque creo que se trata de una cerradura de muelle, no he
conseguido descubrir cómo se abre. De haberlo conseguido, creo que me hubiera
tomado la libertad de abrir el sarcófago. Resulta muy raro el interés que siento por la
personalidad del feroz, y me temo que desagradable, conde Magnus».
El día siguiente fue el último de la estancia de Mr. Wraxall en Räbäck. Recibió
una carta relacionada con ciertas inversiones que aconsejaban su inmediato regreso a
Inglaterra; su tarea con los documentos había terminado prácticamente, y el viaje era
largo. En consecuencia, decidió despedirse, añadir unos datos finales a sus notas, y
marcharse.
Las notas finales y las despedidas le tomaron más tiempo del que había esperado.
La hospitalaria familia insistió en que se quedara a comer —comían a las tres—, y
eran las seis y media cuando cruzó la verja de hierro de Räbäck. Emprendió el
camino de regreso lentamente, deseoso de saturarse, ahora que la vivía por última
vez, de la sensación del lugar y de la hora. Y cuando llegó a la cima del otero donde
se alzaba la iglesia, se detuvo unos minutos, contemplando la ilimitada perspectiva de
los árboles cercanos y distantes, bajo un cielo de color verde agua. Cuando al fin se
dispuso a marcharse, se le ocurrió la idea de que debía despedirse del conde Magnus,
así como del resto de los De la Gardie. La iglesia estaba a veinte metros de allí, y Mr.
Wraxall sabía dónde estaba colgada la llave del panteón. Al cabo de un rato se
encontraba junto al gran ataúd de cobre, y, como de costumbre, hablándose a sí
mismo en voz alta.
«En tus tiempos fuiste un individuo de cuidado —estaba diciendo—, pero por eso
mismo me gustaría verte, o, mejor aún…».
«En aquel preciso instante —escribe— noté un golpe en el pie. Lo sacudí con
cierta violencia, y algo cayó al suelo con un chasquido. Era la tercera, la última de las
tres cerraduras del sarcófago. Me incliné a recogerla, y antes de que me hubiera
incorporado de nuevo oí un ruido chirriante y vi perfectamente que empezaba a

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levantarse la tapadera del ataúd. Tal vez me porté como un cobarde, pero lo cierto es
que por nada del mundo hubiese podido permanecer allí un segundo más. Salí del
espantoso mausoleo en menos tiempo del que tardo en escribir —casi con tanta
rapidez con que las hubiera dicho— estas palabras; y lo que me asustó todavía más
fue que no pude hacer girar la llave en la cerradura de la puerta. Mientras estoy
sentado aquí, en mi habitación, anotando estos hechos, me pregunto a mí mismo (la
cosa ha ocurrido hace menos de veinte minutos) si aquel ruido chirriante continúa, y
no puedo contestar en ningún sentido. Lo único que sé es que hubo algo más de lo
que he escrito que me alarmó, pero no puedo recordar si fue una sensación auditiva o
visual. ¿Qué es lo que he hecho?».

* * *

¡Pobre Mr. Wraxall! Salió para Inglaterra al día siguiente, tal como había
planeado, y llegó sano y salvo; y, sin embargo, a través de lo que escribió a partir de
entonces, he podido llegar a la conclusión de que estaba moralmente destrozado. Uno
de los varios cuadernos de notas que me han llegado con los documentos, da una
pista —no me atrevo a decir la clave— de sus experiencias. La mayor parte de su
viaje lo hizo por mar, y encuentro no menos de seis trabajosos intentos de enumerar y
describir a sus compañeros de viaje. Las anotaciones son de este tipo:

«24. Pastor del pueblo de Skäne. Chaqueta negra y sombrero negro.


»25. Un comerciante de Estocolmo que se dirige a Thollhättan. Chaqueta
negra y sombrero pardo.
»26. Hombre con levita negra, muy larga, y sombrero de ala ancha, todo muy
anticuado».

Esta última anotación está subrayada, y lleva el siguiente añadido: «Tal vez
idéntico al n.º 13. Todavía no he visto su cara».
El resultado concreto de la cuenta es siempre el mismo. En la enumeración
aparecen veintiocho personas, y una de ellas es siempre un hombre con levita negra,
muy larga, y sombrero de ala ancha, y la otra «un hombre bajito, con túnica oscura y
capuchón». Por otra parte, a la hora de las comidas sólo aparecen veintiséis pasajeros,
sin que en ella estén presentes los dos que han sido citados en último lugar.

* * *

Al llegar a Inglaterra, Mr. Wraxall desembarcó en Harwich, y allí decidió ponerse


fuera del alcance de alguna persona o personas a las cuales no cita, pero por las que
es evidente creía ser perseguido. En consecuencia, alquiló un carruaje —no confiaba

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en el ferrocarril— y se hizo conducir al pueblo de Belchamp St. Paul.
Cuando llegó allí eran las nueve de una noche de agosto, iluminada por la luna. A
través de la ventanilla del carruaje desfilaban los campos. De pronto, llegaron a un
cruce de caminos. Y allí, de pie, completamente inmóviles, había dos hombres: el
más alto llevaba un sombrero de ala ancha, el más bajito se cubría la cabeza con un
capuchón. Mr. Wraxall no tuvo tiempo de verles la cara, y los dos hombres no
hicieron ningún movimiento que él pudiera distinguir. El caballo se encabritó y se
lanzó a un desenfrenado galope, mientras Mr. Wraxall se hundía en su asiento, presa
de un sentimiento muy parecido a la desesperación. Había visto a aquellos dos
hombres en ocasiones anteriores.
Llegado a Belchamp St. Paul, tuvo la suerte de encontrar un alojamiento
aceptable, y, durante las veinticuatro horas siguientes, vivió relativamente en paz. Sus
últimas notas fueron escritas ese día. Están redactadas de un modo tan confuso, que
no puedo reproducirlas íntegramente, aunque su sentido está bastante claro. Mr.
Wraxall estaba esperando una visita de sus perseguidores —ignoraba cómo y cuándo
—, y repite constantemente: «¿Qué es lo que he hecho?», y «¿No hay esperanza?».
Sabía que los médicos le tratarían de loco, y que la policía se reiría de él. La persona
en cuestión ha desaparecido. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino cerrar su puerta y
apelar a Dios?

* * *

El año pasado, en Belchamp St. Paul, la gente recordaba aún la llegada de un


caballero muy raro, una noche del mes de agosto, años atrás; y recordaba que a la
mañana siguiente fue encontrado muerto en su habitación, y que hubo una encuesta; y
que el jurado que vio el cadáver quedó tan impresionado, que siete de sus miembros
se desmayaron, y ninguno de ellos quiso hablar de lo que había visto. Y que la gente
que estaba al cuidado de la casa alquilada por el difunto se había marchado aquella
misma semana. Pero nadie sabía nada que proyectara un poco de luz sobre el
misterio.
Ocurrió que el pasado año la casita en cuestión llegó a mis manos como parte de
un legado. Había estado vacía desde 1863, y no parecían existir perspectivas de
alquilarla o de venderla. Y los documentos de que acabo de darles un extracto fueron
encontrados en un armario, debajo de la ventana del mejor de los dormitorios de la
casa.

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EL HOMBRE AFICIONADO A
DICKENS
EVELYN WAUGH

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A pesar de que Mr. McMaster había vivido en Amazonas durante casi sesenta
años, nadie, a excepción de unas cuantas familias de indios chiriguanos, estaba
enterado de su existencia. Su casa se alzaba en medio de una pequeña sabana, una de
aquellas breves extensiones de arena y hierba que surgían ocasionalmente en la
región. La sabana tenía unas tres millas de diámetro y estaba rodeada de bosques por
todas partes.
El afluente que la bañaba no estaba señalado en ningún mapa; discurría a través
de rabiones, siempre peligroso y durante la mayor parte del año imposible de cruzar,
para unirse al curso superior del río Uraricuera, un río que figura en los atlas
escolares pero que nadie ha recorrido en toda su longitud. Ninguno de los habitantes
del distrito, exceptuando a Mr. McMaster, había oído hablar nunca de las repúblicas
de Colombia, Venezuela, Brasil y Bolivia, cada una de las cuales había esgrimido, en
una u otra época, sus derechos sobre aquel distrito.
La casa de Mr. McMaster era mayor que la de sus vecinos, aunque de
características similares: techo de hojas de palma, paredes de barro y suelo de tierra.
Poseía una docena de esqueléticas ovejas que pastaban en la sabana, una plantación
de casabe, unos cuantos bananos y mangos, un perro y, caso único en la vecindad, un
fusil de un modelo muy antiguo. Los escasos productos del mundo exterior que
utilizaba, le llegaban a través de una larga sucesión de comerciantes, pasando de
mano en mano, regateados en una docena de idiomas, desde el extremo final de uno
de los hilos más largos de la red comercial que se extendía desde Manaos hasta los
bosques más remotos.
Un día, mientras Mr. McMaster estaba ocupado llenando algunos cartuchos, un
chiriguana se presentó a él con la noticia de que un hombre blanco se acercaba a
través del bosque, solo y muy enfermo. Mr. McMaster cerró el cartucho que estaba
llenando y cargó el rifle con él, introdujo los otros cartuchos llenos en su bolsillo y se
dirigió al bosque.
El hombre había alcanzado ya la sabana cuando Mr. McMaster le encontró,
sentado en el suelo y en un estado deplorable. No llevaba sombrero ni botas, y sus
ropas estaban tan destrozadas que sólo se mantenían pegadas a su cuerpo por la
humedad que las empapaba; sus pies estaban enormemente hinchados, y había
sufrido numerosas picaduras de insectos; sus ojos ardían de fiebre. Estaba hablando
consigo mismo, en pleno delirio, pero se interrumpió cuando Mr. McMaster se dirigió
a él en inglés.
—Estoy cansado —dijo el hombre. Y luego—: No puedo seguir adelante. Me
llamo Henty y estoy cansado. Anderson murió. Pero de eso hace muchísimo tiempo.
Supongo que me encuentra usted muy raro.
—Lo que creo es que está usted enfermo, amigo mío.
—Cansado únicamente. Tengo la impresión de que han pasado varios meses
desde la última vez que comí.
Mr. McMaster le ayudó a ponerse en pie y, sosteniéndole del brazo, señaló su

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casa.
—Está muy cerca. Cuando lleguemos allí, le daré algo que le hará sentirse mejor.
—Es usted muy amable… —De repente, dijo—: Veo que habla usted inglés. Yo
también soy inglés. Me llamo Henty.
—Bien, Mr. Henty, no se preocupe usted. Está enfermo, y el viaje ha sido muy
duro. Yo me ocuparé de todo.
Avanzaron muy lentamente, pero al final llegaron a la casa.
—Tiéndase en esta hamaca. Voy a prepararle algo.
Mr. McMaster entró en la habitación de la parte de atrás de la casa, y sacó un bote
de hojalata de debajo de un montón de pieles. Estaba lleno de una mezcla de hojas y
cortezas secas. Sacó un puñado y se acercó al fuego. Cuando regresó, colocó una
mano detrás de la cabeza de Henty y le ayudó a llevarse la calabaza a los labios.
Henty sorbió, estremeciéndose ligeramente: la bebida era muy amarga. Cuando
terminó de beber, Mr. McMaster tiró los posos al suelo. Henty volvió a tenderse en la
hamaca, sollozando quedamente. No tardó en quedarse profundamente dormido.

«Malhadada» fue el calificativo aplicado por la prensa a la expedición Anderson


al Parima y a la región brasileña del Uraricuera superior. Todas las etapas de la
empresa, desde los preparativos en Londres hasta su trágico final en Amazonas,
estuvieron marcadas por la desgracia. Y el mismo Paul Henty se había convertido en
miembro de aquella expedición a causa de un disgusto.
No tenía temperamento de explorador; era un joven bien parecido, rico, de gustos
poco intelectuales, aunque sabía apreciar el ballet y la buena arquitectura,
coleccionista, aunque no dilettante, y aficionado a viajar por las regiones más
accesibles del mundo. Estaba casado con una mujer de excepcional encanto, y ella
fue la que provocó el disgusto al confesarle, por segunda vez en ocho años de vida
matrimonial, que estaba enamorada de otro hombre. La primera vez se trató de una
breve ofuscación con un jugador profesional de tenis. La segunda, se trataba de un
capitán del ejército, y era una cosa más seria.
Lo primero que se le ocurrió a Henty al oír aquella revelación, fue marcharse a
cenar solo. Era miembro de cuatro clubs, pero en tres de ellos podía encontrarse con
el amante de su esposa. En consecuencia, escogió el cuarto, un club que frecuentaba
muy de tarde en tarde, la mayoría de cuyos miembros eran editores, abogados e
intelectuales que esperaban ser elegidos para sus respectivas Academias.
Allí, después de cenar, Henty trabó conversación con el profesor Anderson y se
enteró de la proyectada expedición al Brasil. Los preparativos habían sufrido un
retraso debido al hecho de que el tesorero de la expedición había desaparecido con las
dos terceras partes del dinero. Todo estaba a punto: habían empaquetado ya el
material científico necesario, y obtenidos los oportunos permisos. Los miembros de la
expedición —el profesor Anderson, el antropólogo doctor Simmons, el biólogo Mr.

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Necher, el agrimensor Mr. Brough, el operador de radio y el mecánico— estaban
preparados para embarcar. Pero, a menos que encontraran mil doscientas libras, el
proyecto tendría que ser abandonado.
Henty, como ya hemos señalado, era un hombre rico; la expedición duraría de
nueve meses a un año; podía cerrar su casa de campo —su esposa preferiría vivir en
Londres, cerca de su nuevo amor— y ahorrar una cantidad superior a las 1200 libras
necesarias. La empresa tenía cierto cariz romántico, capaz incluso de despertar las
simpatías de su esposa. Lo decidió allí mismo: acompañaría al profesor Anderson.
Aquella noche, cuando llegó a casa, anunció a su esposa:
—Ya he decidido lo que voy a hacer.
—¿Sí, querido?
—¿Estás convencida de que ya no me amas?
—Querido, ya sabes que te adoro.
—Pero has dicho que amas a ese Tony No-sé-qué, ¿no es cierto?
—¡Oh, sí, le quiero muchísimo! Pero son dos cosas distintas.
—De acuerdo. Durante un año no voy a hacer nada para obtener el divorcio.
Quiero darte tiempo para que medites tu decisión. La semana próxima saldré hacia el
Uricuera.
—¡Dios mío! ¿Dónde está eso?
—No estoy seguro. Creo que en alguna parte del Brasil. Es una región sin
explorar. Estaré allí un año, aproximadamente.
—¡Qué ordinariez, querido! Tendrás que vivir como un salvaje, supongo…
—Creo que hace mucho tiempo que has descubierto que soy una persona
ordinaria.
—Vamos, Paul, no seas impertinente… ¡Oh! Llaman al teléfono. Probablemente
es Tony. Si lo es, ¿te importaría dejarme sola un momento?
Pero durante los diez días de preparativos que siguieron, Mrs. Henty se mostró
muy afectuosa, llegando al extremo de dejar plantado a su Tony un par de veces, para
acompañar a su marido a las tiendas donde estaba adquiriendo su equipo de
explorador. La última noche, Mrs. Henty dio una cena en el Embassy en honor de su
marido, permitiéndole invitar a sus amigos. Henty limitó la invitación al profesor
Anderson, el cual compareció vestido de un modo muy extravagante, bailó
desastrosamente y demostró un desconocimiento total de las normas sociales. Al día
siguiente, Mrs. Henty acompañó a su marido a la estación, y en el momento de partir
el tren le besó cariñosamente y le recomendó, con voz velada por la emoción:
—Cuídate mucho, querido.
En Southampton empezaron las dificultades. En primer lugar, unos agentes
detuvieron a Mr. Brough en el muelle: estaba reclamado por una deuda de 32 libras.
La propaganda realizada en torno a los peligros de la expedición había impulsado a
los acreedores a acudir a la policía. Henty saldó la deuda.
La segunda dificultad no pudo ser superada con la misma facilidad. La madre de

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Mr. Necher había subido al barco antes que ellos; llevaba el Diario de un misionero,
en el cual había leído un relato acerca de los bosques brasileños. Y no estaba
dispuesta a permitir que su hijo formara parte de aquella expedición; permanecería a
bordo, hasta que él desembarcara. En caso necesario, acompañaría a su hijo, pero por
nada del mundo le dejaría marchar solo a aquellos bosques. No hubo modo de
convencer a la anciana, y cinco minutos antes de que el barco zarpara lo abandonó
triunfalmente llevándose a su hijo y dejando a la expedición sin biólogo.
No tardaron en perder también a Mr. Brough. El barco en el cual viajaban hacía
numerosas escalas, y en cada una de ellas subían nuevos pasajeros. Mr. Brough no
llevaba una semana a bordo y apenas se había acostumbrado al balanceo del buque,
cuando ya había dado palabra de matrimonio a una joven; seguía comprometido,
aunque con una joven distinta, cuando llegaron a Manaos. Allí se negó a continuar
viaje, pidió dinero prestado a Henty y regresó a Southampton, para casarse con la
joven de su primera elección.
En el Brasil, los gobernantes que habían autorizado la expedición no estaban ya
en el poder. Mientras Henty y el profesor Anderson negociaban con los nuevos
administradores, el doctor Simmons se dirigió río arriba hacia Boa Vista, donde
estableció un campamento-base con la mayor parte de los suministros. El
campamento fue asaltado por las tropas revolucionarias, y el doctor Simmons estuvo
encarcelado unos días y se vio sujeto a toda clase de humillaciones, lo cual le
enfureció hasta el punto de que, en cuanto le soltaron, se dirigió a la costa y embarcó
para Inglaterra.
No había transcurrido un mes desde que salieron de Southampton, cuando Henty
y el profesor Anderson se encontraron solos y desposeídos de la mayor parte de sus
suministros. La idea del regreso les parecía humillante. Llegaron a considerar la
posibilidad de ir a esconderse durante seis meses a las Islas Canarias o a las Azores,
pero incluso allí existiría el peligro de que fueran descubiertos, ya que antes de salir
de Londres sus fotografías habían aparecido frecuentemente en los periódicos y
revistas ilustradas. En consecuencia, decidieron emprender solos la exploración,
convencidos de antemano de que sería un fracaso.
Durante siete semanas remaron a través de verdes y húmedos túneles de maleza.
Tomaron unas cuantas fotografías de indios misántropos y desnudos, capturaron
algunas serpientes, pero lo perdieron todo cuando su canoa volcó en un rabión.
Finalmente, el profesor Anderson contrajo unas fiebres malignas, deliró unos cuantos
días en su hamaca, entró en coma y murió, dejando a Henty solo con una docena de
porteadores makúes, ninguno de los cuales hablaba una palabra de algún idioma que
Henty conociera. Decidió dar media vuelta y navegar río abajo.
Un día, cosa de una semana después de la muerte del profesor Anderson, Henty
se despertó y descubrió que sus porteadores y su canoa habían desaparecido durante
la noche, dejándole con su hamaca y su pijama a doscientas o trescientas millas del
lugar habitado más próximo. Continuó la marcha a pie, sin saber adónde iba,

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siguiendo el curso del río, con la esperanza de encontrar alguna canoa.
Henty había creído siempre que la selva era un lugar lleno de alimentos, que
existía en ella el peligro de las serpientes, y el de los salvajes, y el de las fieras, pero
no el de morir de hambre. Pero ahora se daba cuenta de que estaba equivocado. La
selva consistía únicamente en inmensos troncos de árboles, cruzados por una maraña
de lianas y enredaderas. No había nada nutritivo. El primer día sufrió
espantosamente. Más tarde quedó como anestesiado; en su mente había una sola idea:
tenía que llegar a Manaos, tenía que llegar a Manaos… Luego, también aquella idea
se desvaneció, y ya no recordaba nada más hasta que se encontró tendido en una
hamaca en la casa de Mr. McMaster.

Su recuperación fue lenta. Al principio, los días de lucidez alternaban con los de
delirio; luego, su temperatura descendió y conservaba la conciencia incluso en sus
peores momentos. Los días de fiebre se hicieron menos frecuentes. Mr. McMaster le
obligaba a beber con regularidad sus infusiones de hierbas.
—Saben muy mal —decía Henty—, pero sientan muy bien.
—En el bosque hay remedio para todo —decía Mr. McMaster—. Hay remedios
para curar y remedios para ponerle a uno enfermo. Mi madre era india y me enseñó a
conocerlos. Y he aprendido otros de mis esposas. Hay plantas que le curan a uno, y
plantas que producen fiebre, plantas que matan y plantas que provocan la locura,
plantas que alejan a las serpientes y otras que intoxican a los peces hasta el punto de
que pueden ser cogidos con las manos, como frutos de un árbol. Hay remedios allí
que ni siquiera yo conozco. Dicen que es posible resucitar a un muerto cuando ya ha
empezado a oler mal, pero eso es algo que todavía no he podido comprobar.
—Pero… usted es inglés, ¿no?
—Mi padre lo era… al menos, nació en las islas Barbadas. Se marchó de
misionero a la Guayana inglesa. Allí se casó con una mujer blanca, pero la abandonó
para marcharse en busca de oro. Luego conoció a mi madre. Las mujeres chiriguanas
son feas, pero fieles. Yo he tenido muchas. La mayoría de los hombres y de las
mujeres que viven en esta sabana son hijos míos. Por eso me obedecen… por eso, y
porque tengo el rifle. Mi padre vivió hasta una edad muy avanzada. Hace menos de
veinte años que murió. Era un hombre educado y culto. ¿Sabe usted leer?
—Sí, desde luego.
—No todo el mundo tiene tanta suerte. Yo no sé.
Henty sonrió comprensivamente.
—Imagino que aquí no habrá tenido usted muchas oportunidades para aprender.
—¡Oh, sí, ése ha sido el motivo! Pero tengo muchos libros. Se los enseñaré
cuando se sienta usted mejor. Hasta hace cinco años hubo aquí un inglés… bueno, en
realidad era un negro, pero se había educado en Georgetown. Murió. Solía leerme un
rato todos los días, hasta que murió. Usted leerá también para mí cuando se ponga

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bueno.
—Me encantará hacerlo.
—Sí, leerá usted para mí —repitió Mr. McMaster.

Durante los primeros días de su convalecencia, Henty conversó muy poco con su
anfitrión; permanecía tendido en la hamaca, contemplando el techo de hojas de palma
y pensando en su esposa, rememorando las incidencias de su vida en común,
incluidas las aventuras con el jugador de tenis y con el militar. Los días transcurrieron
monótonamente. Mr. McMaster se acostaba inmediatamente después de la puesta de
sol, dejando una pequeña lámpara encendida —una mecha tejida a mano colgando de
una lata de grasa de buey— para mantener alejados a los murciélagos.
La primera vez que Henty se atrevió a salir de casa, Mr. McMaster le llevó a dar
un pequeño paseo alrededor de su «hacienda».
—Quiero que vea la tumba del negro —dijo, conduciéndole a un pequeño
montículo entre los mangos—. Se portó muy bien conmigo. Todas las tardes, por
espacio de dos horas, solía leer para mí. Creo que pondré una cruz aquí… para
conmemorar su muerte y la llegada de usted. Una buena idea. ¿Cree usted en Dios?
—En realidad, nunca he pensado a fondo en ese problema.
—Ha hecho usted bien. Yo he pensado muchísimo en él, y todavía no he llegado a
ninguna conclusión. En cambio, Dickens llegó a ella.
—Posiblemente.
—¡Oh, sí! Se hace evidente en todos sus libros. Ya lo verá.
Aquella tarde, Mr. McMaster empezó a labrar una cruz para la tumba del negro.
Trabajaba con un gran machete en una madera tan dura, que chirriaba como si fuera
metal.
Finalmente, cuando transcurrieron seis o siete días sin que Henty tuviera fiebre,
Mr. McMaster dijo:
—Creo que ahora está usted ya en condiciones de ver los libros.
En un extremo de la casa había una especie de altillo constituido por una rústica
plataforma sostenida por cuatro troncos. Mr. McMaster apoyó una escalerilla contra
ella y subió. Henty le siguió, sintiéndose agotado por el pequeño esfuerzo. No,
todavía no estaba completamente repuesto de su enfermedad. Mr. McMaster se sentó
en la plataforma, mientras Henty permanecía en lo alto de la escalerilla. Vio un
pequeño montón de paquetes, atados con cuerdas vegetales y envueltos en hojas de
palma.
—Ha sido muy difícil librarlos de los gusanos y de las hormigas. Hay dos que
están prácticamente destrozados. Pero los indios saben fabricar un aceite que resulta
muy eficaz.
Deshizo el paquete que tenía más cerca y sacó un libro encuadernado en piel. Era
una antigua edición norteamericana de Oliver Twist.

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—Podemos empezar con cualquiera.
—¿Le gusta a usted Dickens?
—Sí, desde luego. Me gusta mucho, muchísimo. Verá, son los únicos libros que
he oído leer. Mi padre solía leérmelos, y luego el negro… y ahora usted. Los he oído
todos varias veces, pero nunca me cansan; hay tanto que aprender en ellos, tantos
personajes, tanto ambiente, tantas palabras… Tengo todas las obras de Dickens,
excepto las que fueron devoradas por las hormigas. Se tarda mucho tiempo en leerlos
todos… más de dos años.
—Bueno —dijo Henty en tono ligero—, espero que no tendré ocasión de leerlos
todos.
—¡Oh! Sería una verdadera lástima —dijo Mr. McMaster.
Bajó el primer volumen de Oliver Twist y aquella misma tarde Henty empezó la
lectura.
Siempre le había gustado leer en voz alta, y durante su primer año de matrimonio
había compartido varios libros de ese modo con su esposa, hasta que un día, en uno
de sus raros momentos de sinceridad, ella observó que aquellas lecturas eran un
tormento. Muchas veces, después de aquello, Henty había pensado lo agradable que
sería tener hijos para poder leerles algún libro. Pero Mr. McMaster era un oyente
excepcional.
El anciano permanecía sentado en su hamaca, enfrente de Henty, devorándole con
la mirada y siguiendo las palabras, silenciosamente, con sus labios. A menudo,
cuando aparecía un nuevo personaje, decía: «Repita el nombre, lo había olvidado», o:
«Sí, sí, la recuerdo perfectamente. Al final muere, la pobre». Con frecuencia
interrumpía al lector para hacer alguna pregunta: «¿Por qué ha dicho eso? ¿Se siente
débil a causa del calor del hogar, o por algo que ha leído en el periódico?». Se reía
estrepitosamente en los pasajes cómicos, y en algunos que a Henty no le parecían
cómicos, pidiendo que los repitiera dos o tres veces; y en las escenas sentimentales,
unos gruesos lagrimones se deslizaban por su rostro y se perdían entre los pelos de su
barba. Sus comentarios sobre el argumento eran de tipo elemental. «Creo que
Dedlock es un hombre muy orgulloso», o «Mrs. Jellyby no cuida a sus hijos como
debiera». Henty gozaba casi tanto como su anfitrión con aquellas lecturas.
El primer día, cuando terminó de leer, el anciano dijo:
—Lee usted maravillosamente, con una entonación mucho mejor que la del
negro. Y lo explica todo mucho mejor. Me ha dado la impresión de que mi padre
había vuelto a la vida y estaba leyendo para mí.
Y siempre, al final de una sesión, se apresuraba a darle las gracias a su huésped.
—La lectura me ha complacido mucho. Ha sido un capítulo muy triste. Pero, si no
recuerdo mal, todo terminará favorablemente.
Sin embargo, cuando terminó el primer volumen y empezó con el segundo, la
novedad que representaba la actitud del anciano había empezado a desvanecerse, y
Henty se encontraba ya lo bastante fuerte como para sentirse intranquilo. En diversas

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ocasiones aludió a su posible marcha, interesándose por las perspectivas que existían
de encontrar guías y alguna canoa. Pero Mr. McMaster parecía haberse quedado
sordo de repente y no recogía ninguna de aquellas alusiones.
Un día, hojeando las páginas del tomo segundo de Oliver Twist que le quedaban
por leer, Henty dijo:
—Quedan todavía unas cuantas páginas. Espero que podré terminarlas antes de
marcharme.
—¡Oh, sí! —respondió Mr. McMaster—. No se preocupe por eso. Tendrá usted
tiempo para terminarlas, amigo mío.
Por primera vez, Henty notó algo ligeramente amenazador en el tono de su
anfitrión. Aquella noche, a la hora de la cena, un breve condumio de harina y carne
ahumada, Henty volvió a plantear la cuestión.
—Creo que ha llegado el momento de pensar en mi regreso a la civilización, Mr.
McMaster. Ya he abusado demasiado tiempo de su hospitalidad.
Mr. McMaster se inclinó sobre su plato, engullendo cucharadas de harina, pero no
dijo nada.
—¿Cuándo cree usted que podré conseguir una canoa?… Digo que cuándo cree
usted que podré conseguir una canoa. Aprecio en lo que vale su amabilidad, pero…
—Amigo mío, lo amable que haya podido ser queda ampliamente recompensado
con sus lecturas de Dickens. No se hable más del asunto.
—Bueno, me alegro de que le haya complacido. También a mí me ha gustado.
Pero debo empezar a pensar en mi regreso a…
—Sí —le interrumpió Mr. McMaster—. El negro decía lo mismo. Siempre estaba
pensando en el momento de su marcha. Pero murió aquí…
Al día siguiente, Henty abordó el tema un par de veces, pero su anfitrión se
mostró evasivo. Finalmente, Henty le dijo:
—Perdone, Mr. McMaster, pero me veo obligado a insistir. ¿Dónde puedo
obtener una canoa?
—Aquí no hay ninguna canoa.
—Pero los indios pueden construir una.
—Tiene usted que esperar hasta la época de las lluvias. Ahora no hay bastante
agua en el río.
—¿Cuánto falta para la época de las lluvias?
—Un mes… dos meses…
Habían terminado el segundo volumen de Oliver Twist y estaban llegando al final
de Dombey e hijo cuando empezó a llover.
—Creo que ha llegado el momento de empezar los preparativos para mi marcha.
—¡Oh! ¡Imposible, amigo mío! Los indios no construirán una canoa durante la
estación de las lluvias. Ésa es una de sus supersticiones.
—Podía habérmelo dicho.
—¿Acaso no se lo dije? Un lamentable olvido…

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A la mañana siguiente, Henty salió solo de la casa mientras su anfitrión estaba
ocupado y, adoptando un aire de absoluta despreocupación, encaminó sus pasos hacia
el grupo de chozas de los indios. Había cuatro o cinco chiriguanas sentados en el
umbral de una de las cabañas. Henty se dirigió a ellos utilizando los escasos vocablos
makúes que había aprendido durante el viaje, pero no llegó a enterarse de si le
comprendían o no. Luego trazó el dibujo de una canoa en la arena, continuó con
algunos vagos movimientos de carpintería, señaló a los indios y después se señaló a sí
mismo, e hizo gestos de darles algo, dibujando en el aire la forma de un rifle, de un
sombrero, y de otros artículos atractivos para un indio. Uno de los chiriguanas soltó
una risita ahogada, pero ninguno de ellos dio señales de haberle comprendido, y
Henty se marchó de allí, decepcionado.
A la hora del almuerzo, Mr. McMaster dijo:
—Mr. Henty, los indios me han contado que ha estado usted tratando de hablar
con ellos. Será preferible que, si quiere decirles algo, lo haga a través de mí. Verá,
ellos no harían nada sin permiso mío. Me consideran, en la mayoría de los casos
justificadamente, como a un padre.
—Bueno, en realidad, trataba de hacerles comprender que necesito una canoa.
—Sí, eso me han dicho… Y ahora, si ha terminado usted de almorzar, podemos
leer otro capítulo. El libro es apasionante.
Terminaron Dombey e hijo. Había pasado casi un año desde que Henty salió de
Inglaterra, y su desesperación se hizo más intensa cuando entre las páginas de Martin
Chuzzlewit, encontró un documento escrito a lápiz con rasgos irregulares:

Año 1919.
Yo, James McMaster, de Brasil, juro a Barnabas Washington, de
Georgetown, que si termina este libro de Martin Chuzzlewit le dejaré marchar
en cuanto termine.

Seguía una X, y debajo: Mr. McMaster ha hecho esta X, firmado Barnabas


Washington.
—Mr. McMaster —dijo Henty—, voy a hablarle francamente. Usted me salvó la
vida, y cuando regrese a la civilización sabré recompensarle debidamente. Le daré a
usted cualquier cosa que me pida y que esté a mi alcance. Pero, en estos momentos,
me está reteniendo usted en contra de mi voluntad. Exijo que me devuelva la libertad.
—Pero, amigo mío, ¿quién le retiene a usted? Puede marcharse cuando quiera.
—Sabe usted perfectamente que no puedo marcharme sin su ayuda.
—En ese caso, tendrá usted que mostrarse tolerante con los caprichos de un viejo.
Léame otro capítulo.
—Mr. McMaster, le juro que cuando llegue a Manaos buscaré a alguien que
ocupe mi lugar. Pagaré a un hombre para que le lea a usted todo el día.

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—No necesito otro hombre. Usted lee muy bien.
—Yo he terminado de leer.
—Espero que no —dijo McMaster suavemente.
Aquella noche sólo hubo un plato de harina y de carne ahumada sobre la mesa, y
Mr. McMaster cenó solo. Henty permaneció sentado en silencio, contemplando el
techo.
Al día siguiente, a la hora del almuerzo, se repitió la escena, con una ligera
variación: Mr. McMaster comió con el rifle al alcance de su mano, sobre sus rodillas.
Henty reanudó la lectura de Martin Chuzzlewit en el lugar donde la había
interrumpido.
Transcurrieron varias semanas. Henty leyó Nicolás Nickleby y La pequeña Dorrit.
Luego llegó un forastero a la sabana, un mestizo, uno de aquellos hombres solitarios
que vagabundean toda su vida a través de los bosques, buscando oro en las arenas de
los ríos, y que a menudo mueren de hambre con una bolsita llena de polvillo dorado
por valor de quinientos dólares colgada del cuello. A Mr. McMaster no le complacía
la presencia del recién llegado; en consecuencia le entregó una bolsa de harina y unos
trozos de carne ahumada y le despidió una hora después. Pero Henty había
conseguido garabatear su nombre en un trozo de papel y entregárselo al hombre.
A partir de aquel día, la esperanza renació en su pecho. La rutina de su existencia
no se alteró: café a la salida del sol, una mañana de inacción mientras Mr. McMaster
se ocupaba de los asuntos de su «hacienda», harina y carne ahumada al mediodía,
Dickens por la tarde, harina y carne ahumada para cenar, silencio desde que se ponía
el sol hasta el amanecer, con la pequeña mecha ardiendo en la grasa de buey y el
techo de palma apenas visible. Pero Henty vivía confiado y expectante.
Algún día, este año o el próximo, el mestizo llegaría a un pueblo brasileño con la
noticia de su descubrimiento. Los desastres de la expedición Anderson no podían
haber pasado inadvertidos. Henty imaginaba los titulares que habrían aparecido en los
periódicos; incluso era probable que hubiera alguna expedición de socorro tratando
de localizarle; cualquier día resonarían voces inglesas en la sabana, voces amigas que
serían música celestial para sus oídos. Mientras estaba leyendo, mientras sus labios
formaban maquinalmente las palabras, su mente imaginaba lo que sería su
reencuentro con la civilización. Se veía a sí mismo en Manaos, recién afeitado y con
un traje nuevo, telegrafiando para que le enviaran dinero, recibiendo innumerables
telegramas de felicitación; se veía saboreando un delicioso clarete, y carne fresca, y
verduras, y sabrosas frutas; se veía también delante de su esposa, sin saber cómo
dirigirse a ella… «Querido, has estado fuera mucho más tiempo de lo que dijiste.
Llegué a creer que te habías perdido…».
Y, en aquel preciso instante, la voz de Mr. McMaster:
—¿Le molestaría repetir la lectura del último párrafo? Es tan emocionante…
Transcurrieron las semanas; no había ninguna señal de rescate, pero Henty
soportaba el día de hoy con la esperanza de lo que podía suceder mañana; incluso

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notó que se despertaba en él cierta cordialidad hacia su carcelero, y en consecuencia
se mostró bien dispuesto cuando una noche, después de sostener una larga
conversación con un vecino indio, Mr. McMaster le invitó a una pequeña fiesta.
—Se trata de una de las festividades locales —explicó Mr. McMaster—, y los
indios han estado preparando el piwari. Es una bebida que tal vez no le guste, pero
tiene usted que probarla, al menos, para no mostrarse descortés. Esta noche iremos a
casa de este hombre.
En efecto, después de cenar se unieron a un grupo de indios que se habían
congregado alrededor del fuego en una de las chozas, al otro extremo de la sabana.
Entonaban un cántico melancólico y monótono, y se pasaban de mano en mano una
gran calabaza llena de líquido. A Mr. McMaster y a Henty les sirvieron el piwari en
unos cuencos de barro, y les invitaron a tenderse en unas hamacas.
—Tiene usted que bebérselo de un trago —dijo Mr. McMaster—. No hacerlo así
sería una grosería.
Henty se tragó el oscuro líquido, tratando de no saborearlo. Pero no era
desagradable, como la mayoría de los brebajes que le habían ofrecido en el Brasil, y
su sabor dulzón se pegaba al paladar. Henty se tumbó en la hamaca, sintiéndose
desacostumbradamente contento. Quizás en aquel preciso instante la expedición de
socorro se encontraba acampada a poca distancia de la sabana… La cadencia del
canto ascendía y descendía interminablemente, litúrgicamente. Alguien le ofreció otra
calabaza de piwari, y Henty la devolvió vacía. Resultaba muy agradable permanecer
allí, tendido, contemplando el juego de las sombras en el techo, mientras los
chiriguanas empezaban a danzar. Luego, Henty cerró los ojos, pensando en Inglaterra
y en su esposa, y se quedó dormido.

Se despertó en la misma choza, con la sensación de que había dormido más que
de costumbre. Por la posición del sol, supo que era más de mediodía. En la choza no
había nadie. Fue a consultar su reloj, pero descubrió con asombro que no lo llevaba
en la muñeca. Lo habría dejado en casa de Mr. McMaster, pensó, antes de acudir a la
reunión.
«Anoche debí beber más de la cuenta —se dijo—. Y el piwari es una bebida muy
traidora…».
Le dolía todo el cuerpo, y cuando bajó de la hamaca descubrió que apenas podía
sostenerse en pie; se sentía tan débil y aturdido como en los primeros días de su
convalecencia. Mientras cruzaba la sabana se vio obligado a detenerse varias veces,
cerrando los ojos y respirando profundamente. Cuando llegó a la casa, encontró a Mr.
McMaster sentado en el lugar de costumbre.
—Amigo mío, llega usted un poco tarde para leer. Apenas queda media hora de
claridad. ¿Cómo se siente?
—Hecho polvo. Aquella bebida era demasiado fuerte para mí.

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—Le daré algo que le hará sentirse mejor. El bosque tiene remedios para todo:
para despertarle a uno, y para hacerle dormir.
—¿Ha visto usted mi reloj en alguna parte?
—¿Acaso lo ha perdido?
—Por lo menos, no lo llevó en la muñeca. ¡Uf! Creo que nunca había dormido
tanto.
—Desde luego. No había dormido usted tanto desde que era un bebé. ¿Sabe usted
cuánto tiempo ha estado durmiendo? Dos días.
—¡Imposible!
—Palabra. Y ha sido una verdadera lástima, porque no ha podido ver usted a
nuestros huéspedes.
—¿Huéspedes?
—Sí. Llegaron mientras usted estaba durmiendo. Eran tres hombres. Ingleses. Es
una lástima que no haya podido verles.
Y ellos, al parecer, estaban particularmente interesados en verle a usted. Pero
¿qué podía hacer yo? Dormía usted tan profundamente… Habían hecho un largo
viaje sólo para verle a usted, de modo —pensé que a usted no le importaría— que,
para compensarles de la decepción, les entregué un pequeño recuerdo suyo, su reloj.
Así podrían entregárselo a su esposa, que ofrecía una gran recompensa a la persona
que le llevara noticias de usted. Se mostraron muy complacidos. Y tomaron unas
fotografías de la pequeña cruz que puse en la tumba del negro para conmemorar su
llegada. Sí, varias fotografías. Y también eso les alegró. Eran unos hombres a los que
resultaba fácil complacer. Pero no creo que vuelvan a visitarnos. Vivimos en un lugar
tan apartado… No tenemos más placer que el de la lectura… No creo que volvamos a
tener visitas… Bien, bien, le prepararé a usted algo que le hará sentirse mejor. Le
duele a usted la cabeza, ¿verdad? Bueno, hoy no tendremos Dickens… pero lo
tendremos mañana, y pasado mañana, y todos los días. Vamos a leer otra vez La
pequeña Dorrit. En ese libro hay párrafos que no puedo oír sin que me entren ganas
de llorar…

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A NINGUNA PARTE SIN ELLA
COLIN EVANS

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¡N O va a ninguna parte sin ella!
Eso es lo que la gente solía decir. Lo oí varias veces, cuando no creían
que podía oírlo. Mi oído ha sido siempre muy fino.
No lo decían en tono de lástima, como si me compadecieran. No lo decían en tono
sarcástico, ni de reproche. Siempre parecían decirlo como si fuera un gran elogio,
como si pensaran lo mejor de nosotros.
Una y otra vez, había tenido que escuchar de labios de algún presunto amigo:
«Todo el mundo ha notado que usted no va nunca a ninguna parte sin ella»… o «sin
su esposa»… o «sin Mis. Scott»… o «sin la querida Amelia», según el caso.
En el pueblo, todo el mundo la conocía. En el pueblo contiguo, la conocía casi
todo el mundo. Y numerosas personas, incluidos la mayoría de comerciantes, la
conocían en los pueblos de los alrededores. Era muy popular, porque no la conocían
como la conocía yo. No la conocían a ella, a la verdadera mujer, a la Amelia real
cuyo prisionero había sido yo durante ocho años, es decir, desde que me casé con
Amelia Armstrong. Sólo conocían el papel perfectamente ensayado que representaba
en público, a la «deliciosa Mrs. Scott», a la «dulce Amelia Scott», a la graciosa Lady
Bountiful, simpática y alegre. Y tampoco conocían al verdadero Mark Scott, es decir
a mí. Yo me había preocupado de esto. Lo mismo que Amelia. Ella se cuidaba de que
me conocieran solamente como «aquel hombrecillo tranquilo, tan enamorado de su
esposa, el marido de Mrs. Scott». Yo no podía hacer nada respecto a eso, pero podía y
hacía que siempre pareciera que gozaba intensamente con la compañía de Amelia, y
que aceptaba encantado que ella me llevara como el que lleva un bastón al salir de
paseo.
Nunca, ni un solo instante, permití que la máscara cayera. Ni una sola vez tuvo
nadie la más ligera idea de lo que yo realmente sentía, de lo que realmente pensaba y
de lo que me proponía hacer. Puedo jurar que ni un solo ser viviente, excepto yo
mismo, tenía la más leve sospecha de que yo era un enfurecido prisionero, un
condenado amargamente resentido, víctima de un horrible sistema carcelario. Ya que
un prisionero de Amelia podía ver a los otros hombres que gozaban de libertad. Veía
hombres que iban solos, hombres que iban con sus amigos, hombres que bebían
cuando tenían ganas de beber, que contaban historietas y las reían con sus
compañeros. Veía a su alrededor a hombres que regresaban temprano a casa porque
sus esposas les esperaban, y era un placer tener una esposa que le esperase a uno; si
no era ése el caso, podían separarse de sus esposas e iniciar una nueva vida. Estar
preso y ver y envidiar a todos aquellos hombres libres era una sádica crueldad que no
sufrían los criminales. Sólo un marido de Amelia podía ser condenado a una
existencia semejante. Además, la condena era para toda la vida.
Para toda la vida… ¿de quién? ¡Ah! Ése era mi secreto. Si algún día me «fugaba»,
rompía mis grilletes, estando los dos vivos, quedaría en la miseria. El dinero sería
para Amelia. Yo no tenía dinero. La casa sería también suya. Yo no tenía nada. Mi
carrera había quedado arruinada cuando Amelia permitió que su primer marido

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presentara una petición de divorcio, basada en la infidelidad de su esposa, conmigo,
mientras era paciente mía. Aquello significó mi inmediata expulsión del colegio de
Médicos.
Sí, Amelia había sido paciente mía; enferma, oficialmente, de apendicitis. Y había
sido mi amante… del modo que una emperadora romana pudo haber sido amante de
un esclavo; amante y dueña, con poder de vida y muerte. Había sido muy astuta al
decidir convertirse en mi esposa, esposa y dueña, proporcionándole a su marido
pruebas acerca de mí, y no de cualquiera de sus otros amantes. Conocía
perfectamente las normas del Colegio de Médicos. Hacerle el amor a un paciente
(aunque se trate de que el paciente le haga el amor a él) no convierte a un hombre en
un delincuente. Pero convierte a un médico en un individuo sin profesión. Eso fue lo
único que Amelia procuró que llegara a oídos del Colegio de Médicos. De este modo
se aseguraba mi completa dependencia de ella, ya que, aparte de mis conocimientos
de medicina, yo no sabía hacer absolutamente nada. Un exmédico puede, y a menudo
lo hace, seguir ejerciendo al margen de la ley y ganarse así el sustento. Pero no puede
hacerlo si una «esposa abandonada» va a presentarse, a la primera amenaza de
«abandono», al Colegio de Médicos y a la policía, con pruebas de la clase de
«apendicitis» por la cual había sido paciente mía, y de la clase de operación que la
había «curado».
Era un prisionero para toda la vida. Amelia y yo procurábamos que nadie, excepto
nosotros mismos, sospechara el hecho: ella por vanidad; yo, por precaución. Por lo
tanto, no iba a aparecer ninguna prueba de «motivo» cuando perfeccionara mis planes
para escapar por el único medio de fugarse que está al alcance de un prisionero de esa
clase. Era un prisionero para toda la vida… pero sólo yo sabía que era un prisionero
para toda su vida, y que su vida no iba a ser muy larga.
Me costó ocho espantosos años de humillación y de disimulo reunir penosamente
—valiéndome de no importa qué innobles estratagemas— la pequeña suma de dinero
que necesitaría para vivir, teniendo en cuenta que no pagaría alquiler y que podría
aprovecharme del producto de las verduras que cultivaba en la huerta, durante los
siete años que deberían transcurrir después de su «desaparición», antes de que
pudiera acudir a los tribunales solicitando que la declarasen legalmente difunta. No
iba a producirse ninguna muerte inexplicable, ningún «accidente» que despertara
sospechas, ninguna enfermedad súbita o paulatina capaz de infundir a un médico
experto serias sospechas acerca de la intervención de un excolega. No iba a
producirse un estrangulamiento que atribuir a un supuesto maníaco homicida, para
que la policía sospechara del marido y encontrara algún modo imprevisto de
demostrar su culpabilidad. Desde luego, sin un cadáver ni una evidencia de muerte,
no podría heredar rápidamente la fortuna de Amelia; pero tendría seguridad. Tendría
seguridad, aun en el caso de que la ausencia de Amelia despertara algún recelo.
Naturalmente, informaría a la policía de aquella ausencia; pero lo haría únicamente
cuando hubiera transcurrido el tiempo suficiente para que el dejar de informar

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resultara anormal por parte de un «marido ansioso». Para entonces, no habría el
menor rastro de restos humanos que pudieran ser descubiertos por medios humanos,
aunque pusieran en juego a todos los expertos y todos los laboratorios de Scotland
Yard. Yo sabía cómo hacerlo.
Una semana sería suficiente.
Una mujer delgada, de cinco pies y tres pulgadas de estatura, no pesa mucho. Sus
cenizas no abultan mucho. Y una vez arrojadas al mar, a pequeños puñados, no existe
nadie capaz de identificarlas.
He dicho que nunca salía solo. Ahora bien, eso no significaba que nunca me
quedara solo en casa. En varias ocasiones —tres o cuatro días, como máximo, y
únicamente cuatro o cinco veces durante mis ocho años de prisión matrimonial—,
había gozado de cierta libertad. Una libertad muy limitada, ya que la mezquina
asignación que Amelia me entregaba para mis gastos, como si fuera un chiquillo,
constituía la base de mis ahorros para los siete años de espera, y en consecuencia me
estaba vedada toda diversión. Además Amelia me hubiera suprimido radicalmente la
asignación, de no haber estado en casa para contestar a sus imprevistas llamadas
telefónicas desde el lugar donde se encontraba.
Sin embargo, aquellas ocasionales ausencias me proporcionaban, al menos, el
precedente necesario para que a nadie le extrañara no verla durante unos días. La
ocasión se presentó cuando la propia Amelia informó a varias personas que iba a
dejar solo a su «maridito» —¡pobre muchacho!— unos cuantos días.
De modo que en cuanto la hube matado y troceado convenientemente, me dejé
ver por el pueblo. Sólo lo suficiente para que mi «desaparición» no resultara anormal:
un par de vasos en la taberna y unas compras antes de apresurarme a regresar a casa,
«por si Mrs. Scott llama por teléfono para darme instrucciones acerca de las
orquídeas. ¡No he conseguido aprender el intríngulis del invernadero, a pesar de sus
esfuerzos por enseñármelo!».
Y entonces se abatió sobre el pueblo la Epidemia de Locura.
Soy médico y cirujano, no psiquiatra. No pretendo poseer conocimientos
especializados de psiquiatría, aunque, naturalmente, como cualquier galeno, poseo
conocimientos generales acerca de todas las ramas de la ciencia médica. Si el
superintendente médico, para quien, principalmente, estoy escribiendo ahora, no ha
de molestarse por mis palabras, diré que estoy convencido de que los psiquiatras
saben de la materia que tratan mucho menos de lo que les gusta que la gente crea. En
cualquier caso, no admiten ninguna creencia en las alucinaciones colectivas. Soy un
experimentado observador, y, descalificado o no, soy médico. Presento pruebas
irrefutables de alucinación colectiva, y ellos las rechazan. He demostrado que la
alucinación puede afectar a toda una población, y que un hombre sano puede ser una
especie de «portador» de la infección, de modo que afecta a personas de otros lugares
cuando él se traslada allí. Los psiquiatras se niegan a creerlo. Tal vez prefieren creer
en fantasmas, fantasmas que aparecen a la luz del día, en el presente caso… Tal vez

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prefieren creer en «materializaciones», o como quiera que los estúpidos espiritistas
los llamen. Tal vez prefieran creer que una mujer muerta, troceada, incinerada y
esparcida por el Atlántico en forma de finas cenizas, puede «regresar» y andar y
hablar y sonreír a la gente…
Bueno, no me han solicitado que escriba una tesis sobre la psicología de los
psiquiatras, ni acerca de lo que pueden o no pueden creer. Ningún hombre cuerdo
puede tocar ese tema sin mostrarse ofensivo. De modo que me limitaré a describir
exactamente lo que sucedió en el pueblo, la primera tarde que salí después de haber
matado a Amelia.
En primer lugar me dirigí a la oficina de correos, la cual consiste en un mostrador
colocado en uno de los extremos del estanco del pueblo. Le pedí a la encargada de la
oficina, una anciana arrugada y medio sorda, una docena de sellos de tres peniques.
Mientras estaba inclinada sobre el cajón del dinero, reuniendo laboriosamente 17
chelines para devolverme el cambio de una libra, proferí una ahogada exclamación de
terror. Se trató simplemente de una reacción momentánea, desde luego.
Inmediatamente se impuso el sentido común, y volví la cabeza, intrigado, hacia la
otra parte de la tienda, al cuidado del hijo de la anciana. Tenía los codos apoyados en
el mostrador, y hablaba con alguien que no estaba allí. Lo que me había sorprendido
de un modo tan horrible había sido su gangosa voz, diciendo: «¡Caramba, Mrs. Scott!
¡Ha regresado usted muy pronto de la ciudad!».
Allí no había nadie. En la tienda no había nadie, excepto la anciana medio sorda,
su hijo y yo.
—¿Qué le pasa a su hijo? —le pregunté a Mrs. Prout.
—¿Eh? ¿A Geordie? ¡No le pasa nada! —replicó la anciana. Luego volvió la
cabeza y gritó, increíblemente—: ¡Vaya, Mrs. Scott! ¡No la había visto entrar con su
buen caballero!
La cosa resultaba tan absurda, que aullé, literalmente:
—¿Qué diablos están diciendo? ¿Qué clase de insolencia es ésta?
—No se sulfure, Mr. Scott. Estaba saludando a su esposa. Y ni Geordie ni yo
hemos dicho nada inconveniente —replicó la bruja.
—Y yo estoy seguro, madre, de no haber dicho nada que no debiera decir —
añadió Geordie.
Mrs. Prout se volvió hacia él.
—Al parecer, eso has hecho, hijo mío —dijo—. De no ser así, Mrs. Scott no se
hubiera marchado de la tienda como lo ha hecho, sin decir esta boca es mía. Mrs.
Scott siempre tiene a punto una palabra amable…
No me atreví a decir nada más. Salí apresuradamente de la tienda. Aquella pareja
sabía que mi esposa estaba en la ciudad. Yo sabía que mi esposa estaba muerta y
troceada. El más lerdo podía ver que en la tienda no había nadie más que Mrs. Prout,
Geordie y yo.
Madre e hijo estaban locos, evidentemente.

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Hasta que tropecé con ella, haciendo caer un libro que llevaba en la mano, no vi a
la esposa del párroco, cuando bajaba apresuradamente por la High Street. Mrs.
Foreson es una cotorra insoportable. Hice un violento esfuerzo para dominarme,
levanté mi sombrero, recogí su libro.
—Le ruego que me perdone, Mrs. Foreson. Iba tan distraído que no me fijé en
usted.
—No tiene importancia —fue la fría respuesta. Luego, la voz de la mujer cambió
repentinamente y adquirió su acostumbrado tono de «cordialidad parroquial». Había
apartado los ojos de mi rostro para fijarlos en un punto situado a la derecha y a un par
de metros detrás de mí—. ¡Mi querida Mrs. Scott! —exclamó—. Su marido, por lo
visto, tiene mucha prisa. Supongo —añadió, con una maliciosa sonrisa—, supongo
que no está huyendo de usted…
Detrás de mí no había nadie. En la High Street no había nadie a la vista, aparte
de Mrs. Foreson y yo.
Puede suceder que un médico, o incluso un exmédico, quede desconcertado por
un caso mental. Pero tres casos en tres minutos, con la misma alucinación, eran
demasiado. Más aún: aquella alucinación, por alguna diabólica coincidencia, era
precisamente la que más podía desconcertarme. Ya que, después de todo, supongo
que técnicamente yo era un «asesino», y la mujer que ellos imaginaban ver era la que
había matado. Dado que ellos no podían saber, ni siquiera sospechar, que yo había
cometido un asesinato, la coincidencia era lo bastante extraña como para despertar la
atávica superstición que dormita en el interior del más cuerdo de nosotros. Desde
luego, me hacía falta un trago; ignorando a Mrs. Foreson, entré en el Galgo Verde.
—Buenas tardes, Mr. Scott —me saludó el camarero, Sykes—. ¿Un whisky
doble? —inquirió, ligeramente sorprendido, al parecer, de que me atreviera a pedir un
doble, incluso en ausencia de Amelia. A continuación, se dirigió al taburete vacío
contiguo al que ocupaba yo—: Supongo que la señora tomará jerez, como de
costumbre…
Y se volvió de espaldas para coger la botella de jerez que bebía Amelia cuando se
dignaba invitarme a tomar un whisky en el bar.
Fue demasiado para mí. Supongo que no puede liquidarse a una esposa, aunque
se trate de una esposa como Amelia, sin ser víctima de cierta tensión nerviosa. Era
superior a mis fuerzas enfrentarme fríamente con lo que tenía todo el aspecto de una
estúpida conspiración. Me marché corriendo del bar, sin importarme la impresión que
el cuarto lunático, Sykes, pudiera formarse.
Me obligué a mí mismo a terminar mi tarea de disponer de los restos en dos días
menos de lo que había calculado. No salí de casa para nada. Despedí a la mujer de
faenas, diciéndole que no la necesitaríamos hasta nuestro regreso, ya que iba a
reunirme con Mrs. Scott en la ciudad. Mirando por encima de mi hombro, la mujer
empezó a decir:
—¿Es cierto, señora? ¿Se marchan usted y el señor…?

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Le cerré la puerta en las narices.
Trabajé furiosamente, día y noche, comiendo sólo carne enlatada y pan seco,
bebiendo solamente agua, sosteniéndome a base de benzedrina, hasta que la bolsa de
plástico llena de ceniza y colocada en mi maletín fue todo lo que quedó de Amelia.
Aquel maletín fue lo único que me llevé, aparte de la cartera repleta de billetes
que llevaba en el bolsillo, cuando me dirigí a la estación, con el tiempo justo para
tomar el tren.
—Buenos días, señor —dijo el jefe, de estación-portero-factor-expendedor de
billetes.
—Wakehaven —dije, simplemente, entregándole un billete de una libra. La tarifa
es 9 chelines y 3 peniques.
Cuando el hombre me entregó dos billetes y sólo 1 chelín y seis peniques de
cambio, un repentino escalofrío me impidió maldecir su estupidez o hacerle rectificar
el error. Por su parte, miró por encima de mi hombro (el izquierdo, esta vez) y,
hablando con el vacío, dijo:
—Hace un tiempo estupendo, señora. Su marido no tiene muy buen aspecto. El
aire de mar le sentará bien…
Una vez en el tren, encontré un asiento, el único desocupado del compartimiento,
coloqué cuidadosamente el maletín en la red portaequipajes, y me senté
cómodamente, con un suspiro de alivio al pensar que me alejaba de aquel pueblo
invadido por la locura.
Un hombre con aspecto de militar que iba sentado enfrente de mí me dirigió una
mirada de evidente disgusto, como si yo hubiera hecho algo especialmente ofensivo
al sentarme enfrente de él. Luego se puso en pie, se inclinó con una cortés sonrisa
ante el asiento que acababa de desocupar y que seguía vacío, y continuó de pie,
leyendo el Times, hasta que me apeé en Wakehaven.
Resulta muy fácil decir que debo anotar todos los detalles, incluso los más
insignificantes. A pesar de mi sincero deseo de colaborar, y de que reconozco su
autoridad como superintendente médico de este lugar, no puedo recrearme en los
detalles. Me volvería loco. Estoy aquí porque la policía no acepta la palabra de un
hombre profesionalmente capacitado acerca de su propia esposa, acerca de sus
propios actos, acerca de los evidentes síntomas de alucinación que ha observado en
personas entre las cuales se ha movido. La policía no tiene ninguna preparación
médica, como usted y como yo, doctor Rugent. Les he explicado mi propia teoría,
una teoría experimental, desde luego, acerca de un inmune portador de locura
alucinante. Usted, cuando se la expliqué, me escuchó de un modo comprensivo,
aunque, lógicamente, se reservó su propia opinión hasta que una más amplia
observación le permitiera definirse. No tildó de absurdo y descabellado, como hizo la
policía, un nuevo descubrimiento o teoría en el terreno de la psiquiatría. La policía ha
obrado así, en parte porque se trata de algo nuevo, en parte porque ella misma ha
quedado infectada al ponerse en contacto conmigo, el portador. Y, desde luego, se

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niegan a reconocer como alucinación las alucinaciones que ellos mismos han
experimentado. En cambio, aceptan como objetiva su imaginada visión de mi esposa
a mi lado mientras yo era interrogado, su imaginaria audición (por ellos, no por mí)
de su voz, o de una voz de mujer, hablando, ocasionalmente. La mayoría de las
personas que han sufrido esta alucinación especial, han «visto» a mi esposa, la han
visto conduciéndose normalmente, pero no la han oído hablar. Sin embargo, cómo un
silencio absoluto podría provocar la duda de si estaba realmente allí, un mecanismo
psicológico que usted no tendrá dificultades en comprender, doctor Rugent, les hace
creer que oyen las cosas que en circunstancias normales diría mi esposa. Para mayor
claridad de este informe, resumiré la teoría tal como se la expliqué a usted.
La teoría es la de que una persona completamente inmune, incapaz de ser
alucinada, puede transportar, sin saberlo, cierta radiación de oscilaciones
neurocerebrales o electroencefálicas, las cuales provocan en otras personas
susceptibles a ellas, alucinaciones o ilusiones relacionadas con una cosa o persona
asociada con una impresión sufrida por la persona inmune que es el portador. La
impresión no tiene que haberse experimentado necesariamente como tal impresión.
En mi caso, no tuve conciencia de ninguna impresión durante la realización de los
actos indispensables para terminar con la vida de Amelia y disponer prudentemente
del cadáver. Sin embargo, es posible que un hombre refinado y sensible no pueda
realizar un acto necesario, que sus estúpidos conciudadanos consideran como el más
grave de los crímenes, sin experimentar algún trauma inconsciente. Si el acto implica
la destrucción del cuerpo de una mujer, por odiosa que sea, con la cual el hombre en
cuestión ha vivido en intimidad doméstica durante varios años, no es improbable que
el trauma se vea agravado. Mi hipótesis es la de que me he convertido en el medio
inconsciente de provocar la locura ilusiva en las personas entre las cuales me he
movido después de matar y trocear a Amelia. De modo que la imaginan presente,
viva, cuando yo estoy presente, después de su muerte, de la cual no tienen
conocimiento…
Pero sigamos con mi informe. Aunque durante el viaje en ferrocarril desde el
pueblo hasta Wakehaven recuperé buena parte del dominio de mí mismo, me
encontraba aún bajo los efectos de una fuerte tensión mental, al pensar que llevaba en
mi maletín las cenizas de Amelia. Por eso temo sufrir una verdadera crisis nerviosa si
trato de cumplimentar de un modo demasiado literal su petición de que incluya en
este informe todos los detalles, incluso los más nimios, de mis experiencias.
No puedo, no puedo, no puedo, no puedo. No puedo ni quiero recordar detalles
como el del empleado que recogía los billetes a la salida de la estación de
Wakehaven, el cual, después de coger el billete que yo le había entregado, continuó
con la mano extendida hasta que me di cuenta de que esperaba que el «fantasma» de
mi esposa le entregara su billete. Me apresuré a sacar el otro billete que tenía en el
bolsillo y se lo entregué al empleado sin ningún comentario. Supongo que entonces
imaginó que permitía a mi esposa pasar a través de la barrera conmigo.

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Cuando entré en un restaurante a fin de almorzar, estaba completamente
tranquilo, puesto que había meditado y encontrado una explicación a la manía
colectiva de las otras personas. Al encargar lo que deseaba comer, la camarera
inquirió:
—¿Para dos?
Y miró con aire interrogador la silla vacía colocada enfrente de la mía.
Con absoluta calma, respondí:
—Mi esposa sólo tomará un vaso de jerez. No tiene ganas de comer nada,
¿verdad, querida? —añadí, sonriéndole a la silla del mismo modo que había
aprendido a sonreírle a Amelia durante aquellos ocho malditos años. Aquello debió
de «sugestionar» suficientemente a la pobre camarera para que imaginara que veía a
la «señora» asentir, o sacudir la cabeza, o algo por el estilo.
La repetición de tales incidentes acabó por hacerme caer en la cuenta de que me
estaba elaborando una coartada perfecta. Desde luego, nunca podría ser acusado de
haber asesinado a Amelia Scott en una determinada fecha, puesto que muchísimas
personas la habían visto viva y en mi compañía, docenas y centenares de veces, días y
semanas después de aquella fecha. Cautivado por esa idea, pagué de buena gana dos
billetes para entrar en el muelle. Estuve a punto de decirle al empleado de la taquilla:
«No quiero hacer trampa… el otro paseante se encuentra dentro de este maletín».
Naturalmente, no se lo dije.
Después de alquilar una caña en el quiosco del muelle, y de comprobar que era la
única persona, pescador o no, que se encontraba en la pequeña plataforma para
pescadores situada en uno de los extremos del malecón, abrí el maletín.
Había recobrado hasta tal punto el sentido del humor perdido ocho años antes,
que recuerdo que en el momento de vaciar la bolsa que contenía las cenizas,
murmuré:
«Espero que el baño te siente bien, querida».
La ceniza finamente pulverizada y completamente seca formó una neblina casi
invisible antes de llegar al agua.
Después, me paseé arriba y abajo del muelle con el corazón ligero. Había tenido
la suficiente sangre fría para trasladar, desde los amplios bolsillos de mi chaqueta de
deporte al maletín ahora vacío, algunos paquetes de cartas y unos cuantos bocadillos.
No podía permitirme la temeridad de andar por ahí con un maletín vacío, invitando a
que me preguntaran lo que había contenido. En cuanto a la bolsa, la había arrojado al
mar con una piedra en su interior.
Sin embargo, existía una reprimida y subconsciente sensación de «shock» cada
vez que la gente miraba a la mujer que no estaba allí. La epidemia de alucinaciones
continuaba haciéndoles creer que la veían andando cerca de mí, detrás de mí, o a mi
lado. Probablemente, si mi teoría acerca de aquella alucinación colectiva es cierta, lo
increíble de ver a una señora entrar con su marido, impedía a un par de hombres creer
que la veían cuando yo cruzaba la puerta con el cartelito de «Caballeros». Más tarde,

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la experiencia hizo que no me asustara en tales ocasiones. Tal vez un espiritista,
capaz de creer que Amelia se «manifestaba» realmente, aunque sin dejarse ver por
mí, diría que lo que impedía a Amelia «acosarme» en aquellos casos, era una
pudibundez post-mortem.
Tal vez la sensación de alivio que experimenté cuando la última partícula de
ceniza de mi maldita esposa se hundió en el mar era una reacción de la tensión
nerviosa que ya he mencionado. Lo cierto es que en aquel momento me dije a mí
mismo que era libre para gozar de la vida… que en realidad era libre porque ella ya
no existía, ni siquiera como «restos». Aunque me viera algún conocido, yo era libre y
no tenía por qué mostrarme apesadumbrado, ya que todo el mundo suponía que ella
se había marchado de compras a la ciudad. En consecuencia, me dije, no existía
ningún motivo que me impidiera meterme en el salón de baile que había al final del
muelle. Pagué mi media corona y me dieron un boleto. Tal vez el empleado que
despachaba los boletos imaginó que la dama que creyó ver detrás de mí le había
entregado también media corona… O quizás creyó que formaba parte del bullicioso
grupo que entró detrás de mí, conducido por un joven que pagó por todos. ¿O acaso
era el único hombre inmune a la alucinación? Sus suposiciones son tan buenas como
las mías, doctor Rugent. Me había dicho a mí mismo que sería peligroso que no me
vieran divertirme, de modo que saqué a una muchacha a bailar. Mirando un momento
por encima del hombro de mi pareja, vi a un hombre de mediana edad que se
inclinaba ante una silla vacía de la mesa que yo había dejado, y empezaba a bailar
solo, aunque ninguno de los presentes en el salón parecía extrañarse de que aquel
hombre girase al compás de la música… ¡llevando entre sus brazos a una pareja que
no estaba allí!
Es lo que decía antes: no puedo recordar todos aquellos detalles, porque acabaría
enloqueciendo.
Baste decir que no pude obligarme a mí mismo a regresar al pueblo y Me dirigí a
Londres.
—Son veinticinco chelines cada uno, señor —dijo el recepcionista, cortésmente,
subrayando las palabras cada uno, al ver que dejaba sobre el mostrador un billete de
una libra y otro de diez chelines. Era un hotel situado en Bayswater, y había pedido
alojamiento «por una noche, hasta que pueda traer el resto de mi equipaje». Las
palabras del empleado me desconcertaron por milésima vez. Apenas conseguí sonreír.
—Desde luego —me obligué a decir, añadiendo otro billete de una libra a los
anteriores.
Lo soporté durante… ¿fueron tres semanas? Lo ignoro. Lo único que sé es que
me parecieron siglos. Lo soporté el tiempo suficiente para cambiar de hotel cinco
veces. Lo soporté el tiempo suficiente para comprobar que el dinero que tan
penosamente había ahorrado para los siete años que tenían que transcurrir antes de
poder solicitar de un tribunal que declarase legalmente muerta a mi esposa, no iba a
durarme ni un año en Londres, en aquellas circunstancias: pagando por dos personas

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en todas partes.
Lo soporté hasta que repentinamente caí en la cuenta de que, si la epidemia de
locura continuaba, si la gente seguía estando dispuesta a jurar ante cualquier tribunal
que veía a mi esposa conmigo, ni en siete años ni en setenta podría obtener aquella
declaración.
¡Ni en siete millones de años obtendría la libertad, si los jueces y abogados del
tribunal creían ver a mi esposa, viva, en el preciso instante en que yo declaraba no
haber podido localizarla desde hacía siete años!
Nunca podría ser libre.
Nunca podría heredar la casa y el dinero.
No podía soportar una hora más el que todo el mundo, en todas partes, creyera ver
un fantasma a mi lado, aunque sin saber que era un fantasma.
No podía soportarlo una hora más.
Eso fue lo que dije, la primera cosa que dije, cuando entré en la comisaría de
policía.
—No puedo soportarlo una hora más —dije.
El mofletudo sargento sentado detrás del escritorio (¿ha observado usted el
rarísimo aspecto que tienen los agentes cuando no llevan casco?) me miró de arriba
abajo y dijo:
—¿Qué le pasa? ¿Alguien que le está molestando?
—Quisiera presentar una denuncia por… por… un delito grave. Si pudiera usted
permitirme ver a… bueno, a un inspector, o a alguien que pueda tomar nota de una
conf… quiero decir, que pueda tomarme declaración —dije.
Me dirigió una extraña mirada.
—Sí, ¿eh? —observó, en tono suspicaz—. Bueno, si me dice de qué se trata, más
o menos, procuraré encontrar a alguien que pueda ocuparse del caso. Perdone un
momento —se interrumpió, mientras se abría la puerta.
Me volví maquinalmente a mirar en la dirección que tomaron los ojos del
sargento al producirse la interrupción. Vi que la puerta se cerraba de nuevo,
suavemente. No había entrado nadie. Sin embargo, era evidente que el sargento
estaba ya siendo víctima de la maldita alucinación. Mirando hacia la cerrada puerta,
dijo:
—¿En qué puedo servirla, señora? ¡Oh! ¿Ha venido usted con este caballero?
Se inclinó hacia adelante, como si estuviera escuchando a alguien que hablara en
voz muy baja.
—¡Ah! De modo que es su marido… —dijo, hablando con… nadie. Luego,
volviéndose hacia mí, preguntó—: ¿Es ésta su esposa?
—¡No! ¡No! ¡No! —grité—. ¡Mi esposa no está aquí! ¡Aquí no hay nadie! ¡Usted
no puede verla! ¡Está muerta! ¡La maté hace meses! Eso es lo que deseaba declarar.
¡Está muerta y volatizada, volatizada!
Traté de explicarme. Mi voz se había convertido en chillona, cosa que suele

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ocurrir en casos de hiperestesia o de gran excitación nerviosa.
—Comprendo… comprendo —dijo el sargento amablemente, poniéndose en pie
—. Bueno, quédese ahí sentado mientras aviso al inspector. En seguida estará con
usted. Es un hombre muy comprensivo.
Mientras hablaba, se acercó a la puerta, la abrió, asomó por ella la cabeza y una
mano y habló en voz baja con alguien que estaba al otro lado. Luego volvió a entrar,
cerrando de nuevo la puerta.
—¡Vaya! Esto sí que es curioso —continuó, en tono deliberadamente amistoso—.
Su esposa se ha volatizado de veras. ¿Dónde…?
En aquel instante entraron dos hombres, un agente de uniforme y un hombre
vestido de paisano.
—Acompañen a este caballero a la sala de espera, y quédense con él por si
necesita algo, hasta que el inspector pueda atenderle —dijo el sargento—. A
propósito, ¿dónde está la mujer?
—Por la puerta no ha salido nadie —dijo el hombre vestido de paisano.
—La señora que entró hace un par de minutos detrás de este caballero no ha
vuelto a salir —corroboró el agente.
—¡No estaba aquí! ¡No estaba aquí! ¡No está en ninguna parte! ¡Está esparcida
por todo el mundo, en todos los rincones, en la atmósfera, en la estratosfera! —grité,
desesperadamente, tratando de librarme de las manos que sujetaban mis brazos.
Luego creo que me desmayé y permanecí inconsciente no sé cuánto tiempo. No
recuerdo nada con claridad hasta que me desperté en lo que debía ser una celda de
observación. Vi a un agente que al parecer estaba flirteando con una enfermera. Al
cabo de un rato, la enfermera se marchó precipitadamente, mientras el agente
saludaba a un hombre vestido de paisano que acababa de entrar.
El desconocido se acercó a mi cama.
—Bueno, Scott… quiero decir Mr. Scott, ya que no existe ningún cargo contra
usted. Ninguno en absoluto. Está usted un poco trastornado, sencillamente. Hemos
hecho un montón de investigaciones, Mr. Scott. Es una verdadera lástima que en este
momento no sepamos dónde se encuentra Mrs. Scott. Sin embargo, el sargento de la
comisaría y el agente que estaba de guardia en la puerta han reconocido
inmediatamente la fotografía de su esposa que hemos obtenido por medio de los
servicios de policía de su pueblo. Tenemos también las declaraciones de varios
comerciantes y de la esposa del párroco, de la mujer de faenas de su casa y de
numerosas personas de Wakehaven que no les conocían a ustedes pero les han
reconocido en las fotografías que les hemos mostrado, y todos afirman lo mismo: que
vieron a su esposa con usted. Y lo mismo digo en lo que atañe a los empleados de los
diversos hoteles de Londres en los cuales se alojaron ustedes. Hemos investigado
todos los días hasta el jueves, cuando se presentó usted en la comisaría. De modo que
puedo asegurarle que su esposa está viva, o por lo menos lo estaba el pasado jueves, y
no existe ningún motivo para dudar de que continúe estándolo. Lo que tiene que

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hacer es tranquilizarse y descansar, Mr. Scott. En realidad, Mr. Scott, esta misma
mañana, antes de que recobrara usted la razón —quiero decir antes de que se
despertara, desde luego: se mostró usted un poco… nervioso, y nos vimos obligados
a inyectarle un sedante—, parece ser que su esposa ha entrado a verle, y de un modo
algo anormal, por cierto, ya que nadie la vio entrar en la enfermería. Pero el hombre
que le vigila a usted —para que nadie le moleste, desde luego— y una enfermera la
vieron de pie junto a su cama; luego se marchó sin ser vista, aprovechando una
momentánea distracción del agente, al parecer. Supongo que su estado ha trastornado
un poco a Mrs. Scott. Ya sabe usted lo que pasa: algunas señoras encuentran
desagradable nuestra intromisión en un caso de… de enfermedad familiar. Pero puede
estar seguro de que no tardaremos en ponernos en contacto con ella. Bueno, ahí llega
el doctor, y si cree que le estoy excitando a usted me tirará de las orejas. No, no diga
nada. Todo está arreglado, no se preocupe. Será usted trasladado al… a la casa de
convalecencia, y permanecerá allí hasta que se reponga del todo.
La «casa de convalecencia» era ésta.
Naturalmente, doctor Rugent, usted está al corriente de los informes oficiales que
aseguran que mi maldita esposa está viva y coleando. Esos informes contienen
declaraciones de personas que juran haberla visto conmigo, y mis propias
declaraciones, jurando haberla matado y haber hecho desaparecer sus restos hace
unos meses. De modo que usted tiene que inclinarse a suponer que lo que no funciona
como es debido es mi cerebro. Hasta que conversé con usted hace unos días, cuando
se mostró tan comprensivo, no sabía usted nada de los hechos reales, nada de las
alucinaciones colectivas, las cuales explican las declaraciones de los presuntos
testigos. A menos, como me dijo un joven policía, que confesó ser espiritista, a
menos que lo que se «manifestaba» a todo el mundo menos a mí, fuera el «cuerpo
astral» de mi esposa. En el cuerpo de policía no deberían aceptar a espiritistas ni a
personas que creen en «cuerpos astrales».
Había dado por terminado este informe, pero le he pedido al enfermero Smith que
me permita añadir un par de líneas. Por favor, doctor Rugent, interróguele y obsérvele
cuidadosamente. Se ha contagiado de la alucinación. Y puede extender la infección
entre su personal.
Ha abierto la puerta de esta celda, se ha apartado a un lado como para cederle el
paso a alguien, sin que haya entrado nadie, y luego ha cerrado la puerta y me ha
dicho:
—Mr. Scott, aquí está su esposa que ha venido a verle…

(Nota marginal de William James Smith, enfermero diplomado: Al llegar a este punto
de la escritura, el paciente se desplomó hacia atrás, como si se hubiera desmayado.
Me acerqué apresuradamente a él, pero pude observar que, a pesar de estar tendido
en la cama con los ojos cerrados, el paciente seguía moviendo la mano que

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empuñaba la pluma sobre el papel, y estaba, en realidad, escribiendo. Teniendo en
cuenta las instrucciones recibidas, en el sentido de que debía permitirle escribir, no
consideré oportuno intervenir. Me disponía a rogarle a la visitante que se marchara,
y a sugerirle que volviera el próximo día de visita, cuando descubrí que ya se había
ido. Seguramente, aprovechó mi momentánea distracción con el paciente. Todo lo
que aparece escrito debajo de esta nota, la cual señala el momento en que se produjo
el cambio en el paciente, lo escribió mientras se hallaba en un estado de aparente
coma, completamente inmóvil, a excepción del movimiento de su brazo y de su mano
derecha en el acto de escribir).

Mi materialización, o acoso, o como quiera que haya que llamarlo, ha constituido


un rotundo éxito, especialmente si se tiene en cuenta que ha tenido que ser realizada a
la luz del día o con luz artificial blanca. Mi éxito ha sido muy elogiado por unos
cuantos amigos recientes que murieron muchos años antes que yo, y que se han
asombrado del hecho de que una recién llegada pudiera ser capaz de producir tales
fenómenos cuando aún no se había desprendido del todo de los lazos terrenos. Lo que
trato, precisamente, es de conservar esos lazos terrenos mientras mi buen marido
continúe vivo en vuestro mundo.
Estoy guiando su mano para que escriba, aprovechándome de su desmayo, que
provoqué yo misma haciéndome visible a sus ojos. El motivo de que haya escogido
este medio para decir lo que tengo que decir, es que he encontrado muy agotador el
mostrarme objetivamente a tantas personas, la mayoría de las cuales no poseían
ninguna sensibilidad mediumística, y más agotador aún el hablar de un modo audible,
en las pocas ocasiones en que ha sido necesario, desde mi muerte. Decidí hacerme
visible a sus ojos. ¡Y se ha desmayado!
Estoy escribiendo para informarles de que sus afirmaciones son completamente
ciertas, lo mismo en lo que respecta a mi asesinato que en el irrespetuoso trato que
dio a mis restos mortales. Resulta increíble, además de vergonzosa, la desfachatez
con que lo admite. De todos modos, mi marido es, y espero que continuará siendo,
mío y sólo mío. No gastaré más energía mostrándome a otras personas. Pero pueden
tener la seguridad de que, ahora que le he permitido verme, continuará viéndome, ya
que estoy dispuesta a no moverme de su lado. Es una lástima que no le cuelguen, para
que pudiera llevármelo en seguida al otro mundo, al cual tuvo tanta prisa de enviarme
sin él. Me quedaré a su lado, en este excelente hospital, hasta que le llegue la hora de
la muerte. No me moveré de su lado, aunque tenga que esperar otro medio siglo.
Cuando muera, abandonará ese pequeño mundo conmigo. En ningún mundo le
permitiré que vaya a ninguna parte sin mí.

(Firmado: Mrs. Amelia Scott).

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JALEA REAL
ROALD DAHL

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—M e tiene muy preocupada, Albert, de veras —dijo Mrs. Taylor.
Mantenía los ojos clavados en el bebé que descansaba,
completamente inmóvil, en la curva de su brazo izquierdo.
—Estoy segura de que hay algo que no marcha bien.
La piel del rostro del bebé tenía una palidez casi translúcida y estaba muy pegada
a los huesos.
—Prueba otra vez —dijo Albert Taylor.
—No conseguiré nada.
—Tienes que seguir intentándolo, Mabel —dijo el hombre. Mrs. Taylor sacó el
biberón de la cacerola de agua caliente donde estaba metido y dejó caer unas gotas de
leche sobre su muñeca, para comprobar la temperatura.
—Vamos —susurró—. Vamos, amor mío. Despierta y toma un poquito de leche.
Sobre la mesa había una pequeña lamparilla que esparcía una claridad amarillenta
a su alrededor.
—Vamos —insistió Mabel Taylor—. Toma un poquitín más de leche…
Albert Taylor contempló a su esposa por encima de la revista que estaba leyendo.
Se daba cuenta de que estaba agotada, y el pálido rostro ovalado, habitualmente tan
grave y sereno, había adquirido una expresión desesperada. Pero, aún así, el perfil de
su cabeza mientras la mantenía inclinada, contemplando al bebé, era extrañamente
hermoso.
—Mira —murmuró—. No ha tomado apenas nada… Levantó el biberón,
exponiéndolo a la luz, para que se hicieran visibles las rayas de la graduación.
—Apenas una onza… No es suficiente para mantener juntos el alma y el cuerpo.
Me tiene muy preocupada, Albert.
—Lo sé.
—Si pudiera descubrir qué es lo que marcha mal…
—No hay nada que marche mal, Mabel. Es sólo cuestión de tiempo.
—Tiene que haber algo que no funciona como es debido, Albert.
—El doctor Robinson dice que no.
—Mira —dijo Mrs. Taylor, poniéndose en pie—. No podrás convencerme de que
es natural que una niña de seis semanas pierda peso, hasta el punto de pesar dos
libras menos que cuando nació. ¡Mírale las piernas! ¡No tiene más que piel y hueso!
El diminuto bebé permanecía completamente inmóvil en la curva de su brazo
izquierdo.
—El doctor Robinson dice que no tienes por qué preocuparte, Mabel.
—¡Vaya! —exclamó Mrs. Taylor—. ¿No tiene gracia? Mi hijita se está
consumiendo, y no tengo que preocuparme…
—Vamos, Mabel…
—¿Qué es lo que quiere que haga? ¿Que me lo tome a broma?
—El doctor no ha dicho eso.
—¡Odio a los médicos! ¡Los odio a todos! —gritó Mrs. Taylor, y se marchó

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rápidamente de la habitación, llevándose a la niña.
Albert Taylor no se movió.
Poco después oyó a su esposa que andaba por el dormitorio situado directamente
encima de su cabeza, con unos pasos rápidos y nerviosos. Los pasos no tardarían en
interrumpirse, y entonces él subiría a su vez al dormitorio, y encontraría a su esposa
sentada junto a la cuna, como de costumbre, contemplando a la niña y sollozando
quedamente, negándose a moverse.
—Se está muriendo de hambre, Albert —diría.
—No va a morirse de hambre.
—Se está muriendo de hambre, lo sé. ¿Albert?
—¿Sí?
—Creo que tú también lo sabes, pero te niegas a admitirlo. ¿No es cierto?
Cada noche lo mismo.
La semana anterior habían llevado a la niña al hospital, y el médico la había
reconocido minuciosamente y les había dicho que estaba perfectamente constituida y
que no existía ningún motivo de alarma.
—Hemos tardado nueve años en tener esta niña, doctor —había dicho Mabel—.
Si le ocurriera algo, creo que me moriría de pena.
Aquello había ocurrido seis días antes, y desde entonces la niña había perdido
otras cinco onzas.
Pero el preocuparse no solucionaba nada, se decía a sí mismo Albert Taylor. En
estas cosas había que confiar en los médicos. Cogió la revista que reposaba ahora
sobre sus rodillas y echó una distraída mirada al Sumario, para comprobar lo que
ofrecía aquella semana:
ENTRE LAS ABEJAS EN MAYO
PREPARACIÓN DE LA MIEL
EL APICULTOR Y LAS COLMENAS
EXPERIENCIAS EN EL CONTROL DE NOSEMA
LOS ÚLTIMOS DESCUBRIMIENTOS ACERCA
DE LA JALEA REAL
ESTA SEMANA EN EL COLMENAR
EL SALUDABLE PODER DE LOS PROPÓLEOS
REGURGITACIONES
LA CENA ANUAL DE LOS APICULTORES BRITÁNICOS
NOTICIAS DE LA ASOCIACIÓN.

Toda su vida, Albert Taylor se había sentido fascinado por el tema de las abejas.
Cuando era un chiquillo, solía cogerlas con las manos y llevarlas a su casa para
enseñárselas a su madre, y a veces dejaba que se pasearan por su rostro y por su
cuello. Lo sorprendente era que nunca le habían picado. Por el contrario, las abejas
parecían disfrutar estando con él. Nunca trataban de huir, y para quitárselas de
encima tenía que sacudirlas suavemente con los dedos. Incluso entonces solían volver
para posarse de nuevo en su brazo, su mano o su rodilla, en cualquier lugar donde la
piel quedara al descubierto.

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Su padre, que era albañil, decía que el muchacho debía de trasudar algo que
hipnotizaba a los insectos, y que aquello era cosa del diablo. Pero la madre replicaba
siempre que era un don que le había concedido Dios, y en tales ocasiones surgía
inevitablemente la comparación con San Francisco y los pájaros.
A medida que fue creciendo, la fascinación que le inspiraban las abejas se
convirtió en una obsesión, y cuando cumplió los doce años había construido su
primera colmena. Al verano siguiente había capturado su primer enjambre. Dos años
más tarde, al cumplir los catorce, tenía cinco colmenas alineadas en una de las
paredes del patio de la casa de su padre, y, aparte de la tarea normal de producir miel,
se dedicaba al delicado y complicado asunto de criar sus propias reinas,
introduciendo larvas en celdillas artificiales.
Nunca tuvo que utilizar humo cuando trabajaba en el interior de una colmena, ni
llevar guantes, ni cubrirse la cabeza con una red. Era evidente que existía, una rara
simpatía entre aquel muchacho y las abejas, y en el pueblo, en tiendas y tabernas, se
hablaba de él con una especie de respeto, y la gente empezó a acudir a su casa para
comprar miel.
Cuando cumplió los dieciocho años había arrendado un acre de terreno situado a
cosa de una milla del pueblo, y allí estableció su propio negocio. Ahora, once años
más tarde, seguía en el mismo lugar, pero tenía seis acres de terreno en vez de uno,
doscientas cuarenta colmenas y una pequeña casa que en su mayor parte había
construido con sus propias manos. Se había casado a la edad de veinte años y su
matrimonio, aparte de que había tardado nueve años en tener un hijo, había sido
también un éxito. En realidad, a Albert le había ido todo viento en popa hasta que
llegó aquella extraña niña que se negaba a comer y que a cada día que pasaba perdía
peso.
Albert Taylor levantó los ojos de la revista y empezó a pensar en su hija.
Aquella noche, por ejemplo, cuando la niña había abierto los ojos al empezar a
tomar el biberón, Albert los había mirado y había visto en ellos algo que le asustó
mortalmente: una especie de nebulosa vacuidad, como si los ojos no estuvieran
conectados con el cerebro, sino que se limitaran a permanecer en sus cuencas como
dos diminutas bolitas grises.
¿Sabían realmente los médicos lo que estaba ocurriendo?
Albert Taylor sacudió lentamente su pipa contra un cenicero. Tal vez fuera
conveniente llevar a la niña a otro hospital. Al de Oxford, quizá. Se lo diría a Mabel
cuando subiera a acostarse.
Podía oírla aún moviéndose en la habitación, pero ahora debía haberse quitado los
zapatos, para calzarse las zapatillas, porque el sonido de los pasos era más débil.
Volvió su atención a la revista y continuó su lectura. Terminó un artículo
intitulado «Experiencias en el control de Nosema». Luego volvió la página y empezó
a leer el artículo siguiente: «Los últimos descubrimientos acerca de la jalea real».
Albert Taylor no esperaba encontrar en aquel artículo nada que no supiera ya.

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¿Qué es esta maravillosa sustancia llamada jalea real?
Cogió el pote del tabaco que estaba sobre la mesa, junto a él, y empezó a llenar su
pipa, sin dejar de leer.
La jalea real es una secreción glandular producida por las abejas nodrizas para
alimentar a las larvas inmediatamente después de que han salido del huevo. Las
glándulas faríngeas de las abejas producen esa sustancia del mismo modo que las
glándulas mamarias de los vertebrados producen leche. El hecho tiene un enorme
interés biológico, ya que no se conoce ningún otro insecto que posea esa
característica.
Cosas archisabidas, se dijo Taylor. Pero, de todos modos, siguió leyendo.
Encima de él, en el dormitorio, el ruido de pasos había cesado. La casa estaba
silenciosa. Albert Taylor encendió una cerilla y prendió fuego a su pipa.
La jalea real tiene que ser una sustancia de un enorme poder alimenticio, ya que
solamente con esta dieta, la larva de abeja-reina aumenta su peso mil quinientas veces
en cinco días.
Esto era probablemente cierto, pensó Taylor, aunque por algún motivo
desconocido nunca se le había ocurrido considerar el crecimiento lárvico en términos
de peso.
Esto equivale a decir que un bebé que pesara siete libras y media alcanzaría un
peso de cinco toneladas en aquel período de tiempo.
Albert Taylor volvió a leer la frase.
La leyó por tercera vez.
Esto equivale a decir que un bebé que pesara siete libras y media…
—¡Mabel! —gritó Taylor, levantándose de un salto—. ¡Mabel! ¡Baja en seguida!
Se acercó al pie de la escalera y repitió la llamada.
No hubo ninguna respuesta.
Taylor subió corriendo la escalera y encendió la luz del rellano. La puerta del
dormitorio estaba cerrada. Taylor cruzó el rellano, abrió la puerta y se quedó de pie
en el umbral, mirando hacia el interior de la oscura habitación.
—Mabel —dijo—, baja un momento, ¿quieres? Se me acaba de ocurrir una idea.
Es acerca de la niña.
La luz del rellano proyectaba una débil claridad sobre la cama, y Taylor pudo ver
ahora a su esposa, tendida boca abajo con el rostro enterrado en la almohada y
cubriéndose la cabeza con los brazos. Estaba llorando.
—Mabel —dijo Taylor, acercándose a ella y apoyando una mano en su hombro
—. Baja un momento, por favor. Esto puede ser importante.
—Vete —dijo Mabel—. Déjame sola.
—¿No quieres oír lo que se me ha ocurrido?
—¡Oh, Albert! Estoy cansada —sollozó Mabel—. Estoy tan cansada, que ya no
sé ni lo que me hago. No creo que pueda continuar soportándolo.
Se produjo una pausa. Albert Taylor se apartó de su esposa y se dirigió

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lentamente a la cunita donde estaba la niña. La oscuridad no le permitía ver el rostro
de la pequeña, pero al inclinarse sobre ella percibió el sonido de su respiración, muy
rápido y muy débil.
—¿A qué hora tiene que tomar el próximo biberón? —le preguntó Taylor a su
esposa.
—A las dos.
—¿Y el siguiente?
—A las seis de la mañana.
—Puedes acostarte, querida —dijo Taylor—. Se los prepararé yo.
Mabel no contestó.
—Métete en la cama, y trata de dormir, ¿comprendes? —continuó Taylor—. Y no
te preocupes. Durante las próximas doce horas me ocuparé yo de la niña. Te conviene
descansar un poco. Si sigues así, vas a terminar con los nervios destrozados.
—Sí —asintió Mabel—. Lo sé.
—Voy a llevarme la cuna y el despertador al otro cuarto. La niña y yo
dormiremos allí, para que puedas descansar y olvidarte de todo por unas horas. ¿De
acuerdo?
—¡Oh, Albert! —sollozó Mabel.
—No te preocupes, querida. Déjalo todo de mi cuenta.
—Albert…
—¿Sí?
—Te quiero mucho, Albert.
—También yo te quiero mucho, Mabel. Ahora, procura dormir.
Albert Taylor no volvió a ver a su esposa hasta las once de la mañana del día
siguiente.
—¡Dios mío! —exclamó Mabel mientras bajaba apresuradamente la escalera, en
bata y zapatillas—. ¡Albert! ¿Has visto la hora que es? ¡He dormido doce horas
seguidas! ¿Marcha todo bien? ¿Qué ha ocurrido?
Albert estaba sentado en su butaca, fumando una pipa y leyendo el periódico de la
mañana. La niña estaba en una especie de cesta, a sus pies, durmiendo.
—¡Hola, querida! —dijo Albert, sonriendo.
Mabel corrió a mirar a su hija.
—¿Ha tomado la leche, Albert? ¿Cuántos biberones le has dado? Tenía que tomar
otro a las diez…
Albert Taylor dobló cuidadosamente el periódico y lo dejó sobre la mesa.
—Le di un biberón a las dos de la mañana —dijo—, y sólo se tomó media onza
de leche. Le di otro a las seis, y se portó un poco mejor: se tomó dos onzas…
—¡Dos onzas! ¡Oh, Albert, es maravilloso!
—Y hace diez minutos le he dado el último biberón. Se ha tomado tres onzas.
¿Qué te parece?
Sonreía orgullosamente.

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La mujer se arrodilló junto a la cesta y contempló a la niña.
—¿No tiene mejor aspecto? —preguntó Albert ávidamente—. Hasta parece que
haya engordado un poco.
—Puede parecer una estupidez, pero creo que sí —dijo su esposa—. ¡Oh, Albert!
¡Eres un hombre maravilloso! ¿Cómo lo has conseguido?
—Ya ha pasado lo peor —dijo Albert—. Tal como profetizó el doctor Robinson,
ha superado la crisis.
—¡Ojalá estés en lo cierto, Albert!
—Desde luego que estoy en lo cierto. A partir de ahora, verás cómo todo marcha
perfectamente.
La mujer contemplaba amorosamente a la niña.
—También tú tienes mejor aspecto, Mabel —dijo Albert.
—Me encuentro maravillosamente. Siento lo que ocurrió anoche.
—Vamos a hacer una cosa —dijo Albert—. A partir de ahora, yo me ocuparé de
darle a la niña los biberones por la noche. Tú se los darás durante el día.
Mabel miró a su marido a través de la cesta, frunciendo el ceño.
—No —dijo—. ¡Oh, no! No voy a permitir que te sacrifiques de ese modo.
—No será ningún sacrificio. Además, no quiero que enfermes de los nervios.
—No hay peligro, ahora que he dormido un poco.
—Si compartimos el trabajo de darle los biberones a la niña, se hará menos
pesado.
—No, Albert. Eso es tarea mía, y la cumpliré. Lo de anoche no volverá a suceder.
Hubo una pausa. Albert Taylor se sacó la pipa de la boca y contempló
pensativamente el veteado de la cazoleta.
—De acuerdo —dijo finalmente—. En tal caso, me encargaré de hervir el biberón
y de preparar la leche. Siempre será una pequeña ayuda, ¿no crees?
Mabel miró a su marido con cierta sorpresa, preguntándose los motivos de aquel
repentino interés por los biberones de su hija.
—Verás, Mabel, he estado pensando…
—Sí, querido.
—He estado pensando que hasta ahora no he levantado un solo dedo para
ayudarte con la pequeña.
—Eso no es verdad.
—Sí que lo es. De modo que he decidido hacerlo a partir de este momento.
Herviré los biberones y prepararé la leche. ¿De acuerdo?
—Es una amabilidad por tu parte, querido, pero no creo que sea necesario…
—¡Vamos! —exclamó Albert—. ¡No cambies la suerte! He preparado los
biberones las últimas tres veces, y mira los resultados… ¿Cuándo le toca el próximo?
A las dos, ¿no es cierto?
—Sí.
—Ya está preparado —dijo Albert—. Lo único que tendrás que hacer es

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calentarlo. Esto te ayudará un poco, ¿verdad?
Mabel se puso en pie, se acercó a su marido y le besó en la mejilla.
—Eres un hombre encantador —dijo—. Cada día que pasa te quiero más.
Aquel mismo día, a media tarde, cuando Albert estaba trabajando en sus
colmenas, oyó que Mabel le llamaba desde la casa.
—¡Albert! —gritó—. ¡Albert, ven en seguida!
Había echado a correr hacia él.
Albert salió a su encuentro, preguntándose qué habría sucedido.
—¡Oh, Albert! ¡Adivina lo que ha pasado!
—¿Qué?
—¡Acabo de darle a la niña el biberón de las dos, y se lo ha tomado todo!
—¡No!
—¡Sin dejar ni una gota! ¡Oh, Albert, qué contenta estoy! Ya ha superado la
crisis, tal como dijiste.
Echó los brazos alrededor del cuello de su marido y le besó cariñosamente, y él le
palmeó la espalda, riendo, y le dijo que era una madre maravillosa.
—¿Vendrás a ver cómo se toma el próximo biberón, Albert?
Albert le dijo que no se perdería el espectáculo por nada del mundo, y ella volvió
a besarle y regresó corriendo a la casa, cantando alegremente.
Naturalmente, a medida que se acercaba el momento de darle el biberón a la
pequeña, la tensión aumentó. A las cinco y media, marido y mujer estaban sentados
en el comedor, esperando que dieran las seis. El biberón estaba sobre la mesa, en una
cacerola de agua caliente. La niña dormía en su cesta, sobre el diván.
A las seis menos veinte, la niña se despertó y empezó a gritar.
—¡Mira! —exclamó Mrs. Taylor—. Está reclamando el biberón. Vamos a dárselo
en seguida.
Albert cogió a la niña y la dejó en el regazo de su madre. Luego le entregó el
biberón. Mabel acarició los labios de la niña con el extremo de la tetina. La niña
cogió la tetina entre sus encías y empezó a chupar vorazmente.
—¡Oh, Albert! ¿No es maravilloso? —rio Mabel.
—Es terrible, Mabel.
Al cabo de siete u ocho minutos, todo el contenido del biberón había
desaparecido por la garganta de la niña.
—Eres una niña buena —dijo Mrs. Taylor—. Te lo has tomado todo. ¡Cuatro
onzas!
Albert Taylor estaba sentado en su butaca, inclinado hacia adelante,
contemplando con atención el rostro de la niña.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Tengo la impresión de que ha aumentado de peso.
¿A ti qué te parece?
La madre contempló atentamente a la niña.
—¿No crees que está un poco más gorda que ayer, Mabel?

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—Creo que sí, Albert, pero no estoy segura. En realidad, no puede haber
aumentado de peso en tan corto espacio de tiempo. Lo importante es que coma
normalmente.
—Ha superado la crisis —dijo Albert—. Espero que no tendremos que
preocuparnos más por ella.
—Dios te oiga.
—¿Quieres que volvamos a poner la cuna en nuestro dormitorio, Mabel?
—Sí, por favor.
Albert subió a trasladar la cuna. Mabel le siguió con la niña, y después de
cambiarle los pañales la acostaron y la taparon con la sábana y una manta.
—¿Verdad que es encantadora, Albert? —susurró Mabel—. ¿No es la niña más
bonita que has visto en toda tu vida?
—Desde luego. Ahora, vamos a dejar que descanse. Creo que nos hemos ganado
una buena cena.
Cuando hubieron terminado de cenar, marido y mujer se sentaron en el saloncito,
Albert con su revista y su pipa, Mrs. Taylor con su calceta. Pero la escena era muy
distinta de lo que había sido la noche anterior. Repentinamente, todas las tensiones
habían desaparecido. El hermoso rostro ovalado de Mrs. Taylor brillaba de placer, sus
mejillas estaban sonrosadas, sus ojos parecían dos estrellas y en su boca se dibujaba
una soñadora sonrisa. De cuando en cuando, alzaba los ojos y contemplaba
amorosamente a su marido. De cuando en cuando, también, interrumpía su labor y
permanecía unos segundos completamente inmóvil, mirando al techo, atenta a
cualquier sonido que pudiera llegar del piso superior. Pero todo estaba tranquilo.
—Albert… —dijo Mrs. Taylor al cabo de un rato.
—¿Sí, querida?
—¿Qué es lo que ibas a decirme anoche, cuando subiste corriendo al dormitorio?
Dijiste que se te había ocurrido una idea acerca de la niña.
Albert Taylor dejó la revista sobre sus rodillas y miró a su esposa un poco de
soslayo.
—¿Eso dije? —inquirió.
—Sí.
Esperó que su marido continuara, pero Albert se calló.
—¿Por qué te ríes por debajo de la nariz? —preguntó Mrs. Taylor—. ¿Me has
gastado alguna broma?
—Sí, eso es, una broma —dijo Taylor.
—Dime de qué se trata, querido.
—No estoy seguro de que deba hacerlo —dijo Taylor—. Es posible que me trates
de embustero.
Mabel no había visto nunca a su marido tan satisfecho de sí mismo como parecía
estar ahora, y sintió que su curiosidad iba en aumento.
—Anda, cuéntamelo —murmuró, mimosa.

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—Me gustará ver la cara que pones cuando te lo cuente, Mabel…
—Albert, ¿de qué se trata?
Pero Albert no tenía prisa.
—Crees que la niña está mejor, ¿no es cierto? —preguntó.
—Desde luego.
—Y estás de acuerdo conmigo en que repentinamente se ha tomado los biberones
con toda normalidad y ha adquirido un aspecto completamente distinto del que tenía,
¿verdad?
—Desde luego.
—Me alegro mucho de oírtelo decir —dijo Taylor, con una amplia sonrisa—.
Porque todo ha sido obra mía.
—¿Qué es lo que ha sido obra tuya?
—Yo he curado a la niña.
—Sí, querido, estoy convencida de que la has curado.
Mrs. Taylor se inclinó de nuevo sobre su calceta.
—No me crees, ¿verdad?
—Claro que te creo, Albert. Todo el mérito es tuyo, y no seré yo quien te lo
niegue.
—Entonces, ¿cómo lo conseguí?
—Bueno —respondió Mrs. Taylor después de pensar unos instantes—. Supongo
que se debe, sencillamente, a que tienes una habilidad especial para preparar los
biberones. Desde que se los preparas tú, la niña se los ha tomado cada vez mejor.
—¿Quieres decir que existe una especie de arte de preparar los biberones?
—Al parecer, sí.
Mrs. Taylor sonrió para sí, pensando en lo divertidos que a veces resultan los
hombres.
—Voy a revelarte un secreto —dijo Taylor—. Estás en lo cierto. Aunque no se
trata del modo de preparar los biberones, sino de lo que he puesto en ellos. ¿Te das
cuenta, Mabel?
Mrs. Taylor interrumpió de nuevo su labor y miró severamente a su marido.
—Albert —murmuró—, no irás a decirme que has estado poniendo cosas en la
leche de la niña…
Taylor se limitó a sonreír maliciosamente.
—Bueno, ¿lo has hecho o no?
—Es posible —respondió Taylor.
—No lo creo.
Albert Taylor tenía un extraño modo de sonreír, enseñando los dientes.
—Albert —dijo Mabel—. ¿Quieres dejar de tomarme el pelo?
—Sí, querida, de acuerdo.
—No has puesto nada en la leche de la niña, ¿verdad? Contéstame, pero en serio.
Podría resultar peligroso…

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—La respuesta es sí, Mabel.
—¡Albert Taylor! ¿Cómo has podido hacer una cosa así?
—No te excites, por favor —dijo Taylor—. Te lo contaré todo, si realmente
quieres saberlo, pero, por el amor de Dios, Mabel, no pierdas la calma.
—¡Era cerveza! —gritó Mrs. Taylor—. ¡Era cerveza!
—No seas tan tonta, Mabel, por favor.
—Entonces, ¿qué era?
Albert dejó la pipa sobre la mesa y se retrepó en su butaca.
—Dime —inquirió—, ¿me has oído mencionar alguna vez una cosa llamada jalea
real?
—No.
—Es algo mágico —dijo Taylor—. Y anoche se me ocurrió repentinamente la
idea de que si ponía un poco de jalea real en la leche de la niña…
—¿Cómo te has atrevido…?
—Vamos, Mabel, ni siquiera sabes lo que es.
—No me importa lo que pueda ser —replicó vivamente Mrs. Taylor—. No
puedes poner cosas raras en la leche de una niña de seis semanas. ¿Es que te has
vuelto loco?
—La jalea real es completamente inofensiva, Mabel. De no ser así no lo hubiera
hecho. Procede de las abejas.
—Debí suponerlo.
—Y es algo tan valioso, que nadie puede permitirse, prácticamente, el lujo de
tomarla. Y cuando alguien la toma, tiene que hacerlo en cantidades microscópicas.
—¿Y qué cantidad le has dado a la niña, si es que puedo saberlo?
—¡Ah! —exclamó Taylor—. Ahí está el quid del asunto. En eso estriba la
diferencia. En los últimos cuatro biberones, nuestra hija se ha tomado cincuenta veces
más jalea real de la que nadie ha tomado antes en todo el mundo. ¿Qué te parece?
—Albert, te he dicho antes que dejaras de tomarme el pelo.
—Te juro que es verdad —dijo Taylor orgullosamente.
Su esposa se quedó mirándole, con el ceño fruncido y la boca ligeramente abierta.
—¿Sabes lo que costaría esa jalea real, si tuvieras que comprarla? —continuó
Taylor—. Hay una casa que la vende a quinientos dólares la libra. ¡Quinientos
dólares! ¡Mucho más cara que el oro!
Mrs. Taylor no tenía la más ligera idea de lo que estaba diciendo su marido.
—Voy a demostrártelo —dijo Taylor. Se puso en pie y se acercó a la estantería
donde guardaba toda su literatura acerca de las abejas. En la parte superior estaban
los números atrasados de The American Bee Journal, The British Bee Journal,
Beecraft y otras revistas. Cogió el último ejemplar de The American Bee Journal y lo
abrió por una página llena de pequeños anuncios—. Aquí está. Lo que yo te decía.
«Se vende jalea real… a 480 dólares la libra».
Le entregó la revista a su esposa para que pudiera leer el anuncio.

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—¿Me crees ahora? Ese es el precio de la jalea real en Nueva York, Mabel.
—No comprendo cómo ha podido pasarte por la cabeza la idea de mezclarla con
la leche de una niña de seis semanas. No lo comprendo, Albert.
—La niña se ha curado, ¿no es cierto?
—Ahora no estoy tan segura.
—No seas estúpida, Mabel. Lo sabes perfectamente.
—Entonces, ¿por qué no hay otras personas que se la den a sus niños?
—Acabo de decírtelo —respondió Taylor—. Es demasiado cara. Excepto un par
de multimillonarios, nadie en el mundo puede permitirse el lujo de comer jalea real.
Sólo la compran grandes compañías que se dedican a fabricar cremas faciales para las
mujeres y cosas por el estilo. La utilizan como cebo. Mezclan unas gotas de jalea real
con una gran cantidad de crema facial, y la venden a peso de oro. Dicen que elimina
las arrugas.
—¿Y las elimina?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa, Mabel? De todos modos, no se trata de eso
—dijo Taylor, regresando a su butaca—. De lo que se trata es de saber si puede
hacerle algún bien a nuestra hija. Y los resultados obtenidos en las últimas horas
están fuera de toda duda. No me interrumpas, Mabel. Déjame terminar. Tengo
doscientas cuarenta colmenas, y si dedico un centenar de ellas a la producción de
jalea real, creo que podremos darle a la niña toda la que necesite.
—Albert Taylor —dijo Mabel, mirando a su marido con expresión asustada—.
¿Te has vuelto loco?
—No tienes derecho a decirme eso.
—Te lo prohíbo, ¿oyes? Te lo prohíbo. No vas a darle a mi hija ni una gota más
de esa horrible jalea, ¿comprendes?
—Escucha, Mabel…
—Y, a propósito, el año pasado tuvimos una cosecha de miel muy baja, y si
empiezas a hacer tonterías supongo que no tardarás en agotar nuestra fuente de
ingresos…
—Hazme un favor, ¿quieres? —suplicó Taylor—. Deja que te explique algunas de
las maravillosas propiedades de la jalea real.
—Ni siquiera me has dicho lo que es.
—Por eso mismo, Mabel. ¿Quieres escucharme? ¿Quieres darme una oportunidad
para que te lo explique?
Mrs. Taylor suspiró y recogió de nuevo su labor.
—Supongo que si descargas tu conciencia te sentirás mejor —dijo—. Cuéntamelo
todo.
Taylor hizo una pausa, como si no supiera cómo empezar. No iba a ser fácil
explicarle ciertas cosas a una persona que carecía de conocimientos acerca de la
apicultura.
—Supongo que sabes que cada colonia tiene solamente una reina…

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—Sí.
—Y que esa reina pone todos los huevos.
—Sí, querido. Es lo único que sé.
—Bien. En realidad, la reina pone dos clases de huevos. Es lo que nosotros
llamamos uno de los milagros de la colmena. Puede poner huevos que producen
zánganos, y poner huevos que producen obreras. Si eso no es un milagro, Mabel, ya
me dirás qué nombre puede dársele.
—Sí, Albert, es un milagro.
—Los zánganos son los machos. No tenemos que preocuparnos por ellos. Las
obreras son todas hembras. Lo mismo que la reina, desde luego. Pero las obreras son
hembras asexuadas, ¿comprendes? Sus órganos están completamente
subdesarrollados, en tanto que la reina es enormemente sexual. En realidad, puede
poner su propio peso en huevos en un solo día.
Taylor hizo una pausa, para poner en orden sus ideas.
—Lo que sucede es lo siguiente: la reina revolotea alrededor del panal, y pone sus
huevos en lo que nosotros llamamos celdillas, que son esos centenares de agujeritos
que has visto en los panales. Bien, la reina deposita un huevo en cada celdilla, y al
cabo de tres días cada uno de los huevos se ha convertido en un diminuto gusano.
Nosotros lo llamamos una larva.
»En cuanto aparecen las larvas, las abejas-nodriza, que son obreras jóvenes, se
dedican a alimentarlas. ¿Y sabes con qué las alimentan?
—Con jalea real —respondió Mabel pacientemente.
—¡Exacto! —exclamó Taylor—. Segregan la jalea real de unas glándulas que
tienen en la cabeza, y la inyectan a las celdillas para alimentar a las larvas. ¿Y qué
sucede entonces?
Hizo una dramática pausa, mientras contemplaba a su esposa con sus diminutos
ojos de un gris acuoso. Luego se volvió lentamente en su butaca y cogió la revista
que había estado leyendo la noche anterior.
—¿Quieres saber lo que sucede entonces? —preguntó, humedeciéndose los
labios.
—Estoy impaciente por saberlo.
—«La jalea real —leyó Taylor en voz alta— tiene que ser una sustancia de un
enorme poder alimenticio, ya que solamente con esta dieta, la larva de abeja-reina
aumenta su peso mil quinientas veces en cinco días».
—¿Cuánto?
—Mil quinientas veces, Mabel. ¿Sabes lo que representa eso en términos
humanos? Significa —dijo, bajando un poco la voz e inclinándose hacia su esposa—,
significa que, en cinco días, una criatura que pesara siete libras y media, alcanzaría un
peso de cinco toneladas.
Por segunda vez, Mrs. Taylor dejó de hacer calceta, y miró a su marido con cierta
sorpresa.

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—Claro que no hay que tomar la cosa al pie de la letra, Mabel.
—Continúa, Albert.
—Eso es sólo la mitad de la historia —dijo Taylor—. Hay algo más. Todavía no
te he contado lo más sorprendente acerca de la jalea real. Ahora voy a mostrarte
cómo puede convertir a una pequeña obrera completamente asexuada, en una reina de
gran tamaño y muy fecunda. ¿Sabías que la abeja-reina y la abeja-obrera, a pesar de
tener un aspecto completamente distinto, proceden de la misma clase de huevos?
—No lo creo —dijo Mabel.
—Es tan cierto como que estoy sentado aquí, Mabel, palabra. Cuando las abejas
desean que el huevo produzca una reina en vez de una obrera, saben cómo
conseguirlo.
—¿Cómo?
—¡Ah! —exclamó Taylor—. Ese es el punto al que quería llegar. Ese es el secreto
de todo. ¿Sabes lo que hace posible ese milagro?
—La jalea real —respondió Mabel—. Ya me lo has dicho antes.
—¡Exactamente! ¡La jalea real! —exclamó Taylor en tono excitado—. Voy a
decirte cómo actúa. Procuraré hacerlo de un modo sencillo, para que lo comprendas.
Las abejas necesitan una nueva reina. En consecuencia, construyen una celdilla de
tamaño mayor que las otras, una celdilla real, como nosotros la llamamos, y la
antigua reina pone uno de sus huevos allí. Los otros mil novecientos noventa y nueve
huevos los deposita en celdillas corrientes. Bien. En cuanto los huevos se han
convertido en larvas, las abejas-nodriza empiezan a alimentarlas, inyectando jalea
real en las celdillas. En todas ellas, lo mismo en las de las obreras que en la de la
reina. Pero ahora viene lo fundamental, Mabel, de modo que escucha con atención.
Las obreras sólo reciben ese maravilloso alimento especial durante los tres primeros
días de su vida lárvica. Pasado ese tiempo, su dieta cambia por completo. Queda
reducida al alimento normal de las abejas: una mezcla de miel y polen. Al cabo de
dos semanas, salen de sus celdillas convertidas en obreras.
»En cambio, la larva que ocupa la celdilla real, es alimentada con jalea real
durante toda su vida lárvica. Las abejas-nodriza no cesan de inyectarla en la celdilla,
de modo que la pequeña larva flota literalmente en jalea real. ¡Y esto es lo que la
convierte en una reina!
—No puedes demostrarlo —dijo Mrs. Taylor.
—Por favor, Mabel, no seas ignorante. Millares de personas lo han comprobado
una y otra vez, científicos famosos de todos los países del mundo. Lo único que hay
que hacer es coger una larva de una celdilla normal, y depositarla en una celdilla real.
Las abejas-nodriza continúan suministrándole jalea real… y se convierte en una
reina. Y lo más maravilloso de todo es la enorme diferencia que existe entre una reina
y una obrera adultas. El abdomen es de forma distinta. El aguijón es distinto. Las
patas son distintas. La…
—¿En qué se diferencian las patas? —preguntó Mrs. Taylor, sometiéndole a

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prueba.
—¿Las patas? Mira, las obreras tienen una especie de diminutas cestas en las
patas, para transportar el polen. La reina no tiene ninguna. Además, la reina posee
órganos sexuales completamente desarrollados. Y las obreras no. Pero lo más
sorprendente de todo, Mabel, es que la reina vive un promedio de cuatro a seis años.
Y la obrera no vive más que unos meses. ¡Y toda esta diferencia se debe a que la
reina ha sido alimentada con jalea real, y la obrera no!
—Es difícil creer que un simple alimento pueda producir esos resultados —objetó
Mrs. Taylor.
—Desde luego que es difícil de creer. Es otro de los milagros de la colmena. En
realidad, es el mayor de sus milagros, y durante centenares de años ha intrigado a los
científicos. Espera un momento. Quédate aquí. No te muevas.
Se acercó de nuevo a la estantería de los libros y anduvo rebuscando en ella.
—Voy a enseñarte unos cuantos de los informes. Aquí hay uno de ellos. Escucha
esto…
Empezó a leer en voz alta en un ejemplar de The American Bee Journal:
«Encontrándose en Toronto, al frente de un importante laboratorio que le había
sido ofrecido por el Canadá en reconocimiento de su valiosa contribución al
descubrimiento de la insulina, el doctor Frederick A. Banting se sintió interesado por
la jalea real. Encargó al personal de su laboratorio un análisis fraccional básico…».
Taylor hizo una pausa.
—Bueno, no hay necesidad de leerlo todo. Llevaron a cabo el análisis, y
descubrieron que la jalea real contenía fenoles, esteróles, glicerinas, dextrosa, y —
ahora viene lo bueno— de un ochenta a un ochenta y cinco por ciento de ácidos sin
identificar.
Taylor estaba de pie junto a la estantería, con la revista en la mano y una sonrisa
de triunfo en los labios, y su esposa le contempló, intrigada.
No era un hombre alto; tenía un cuerpo más bien rechoncho, que se apoyaba en
unas piernas muy cortas y ligeramente arqueadas. La cabeza era grande y redonda, y
la mayor parte del rostro —ahora que le había dado por no afeitarse— quedaba oculta
bajo una especie de pelusa amarillenta de una pulgada de longitud. Su aspecto era
algo grotesco, desde luego.
—De un ochenta a un ochenta y cinco por ciento de ácidos sin identificar —dijo
—. ¿No es fantástico?
Se volvió hacia la estantería y siguió rebuscando las otras revistas.
—¿Qué significa eso de ácidos sin identificar? —preguntó Mrs. Taylor.
—Ahí está lo bueno del caso. ¡Nadie lo sabe! Ni siquiera Banting pudo
descubrirlo. ¿Has oído hablar de Banting?
—No.
—Pues da la casualidad de que es el científico más famoso del mundo, ni más ni
menos.

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Al contemplar a su marido moviéndose alrededor de la estantería con su peludo
rostro y su cuerpo rechoncho, Mrs. Taylor no pudo evitar el pensar que en aquel
hombre había algo de abeja. Había oído hablar de mujeres que acaban por parecerse a
los caballos que cabalgan y se había dado cuenta de que muchas personas que tienen
perros adquieren un extraño parecido con ellos. Pero hasta entonces no se le había
ocurrido pensar que su marido pudiera parecerse a una abeja.
—Y ese Banting —preguntó—, ¿trató de comer jalea real?
—Desde luego que no. No disponía de la cantidad suficiente. Es demasiado
valiosa.
—¿Sabes una cosa? —dijo Mrs. Taylor, con una sonrisa—. Estoy observando que
tienes un leve parecido con una abeja.
Taylor se volvió a mirar a su esposa.
—Supongo que debe ser la barba —añadió Mrs. Taylor—. Quiero que te la
afeites. Incluso el color recuerda la pelusilla de las abejas, ¿no crees?
—¿Qué diablos estás diciendo, Mabel?
—¡Albert! —le reprochó Mrs. Taylor—. Modera tu lenguaje.
—Bueno, ¿quieres que te explique esto, o no?
—Sí, querido, lo siento. Ha sido una broma. Continúa.
Taylor se volvió de nuevo hacia la estantería, cogió otra revista y empezó a
hojearla.
—Escucha esto, Mabel. «En 1939, Heyl llevó a cabo unos experimentos con
ratones de veintiún días, inyectándoles jalea real en cantidades diversas. Obtuvo
como resultado un precoz desarrollo folicular de los ovarios, en proporción directa a
la cantidad de jalea real inyectada».
—¡Lo sabía! —exclamó Mrs. Taylor—. ¡Lo sabía!
—¿Qué es lo que sabías?
—Sabía que sucedería algo terrible.
—Tonterías. ¿Qué tiene eso de malo? Ahora escucha: «Still y Burnett
descubrieron que una rata macho que hasta entonces había sido incapaz de procrear,
después de recibir una pequeñísima dosis de jalea real, se convirtió en padre
numerosas veces».
—Albert —dijo Mrs. Taylor en tono plañidero—, ¿no crees que es una cosa
demasiado fuerte para dársela a un bebé? No me gusta nada…
—Tonterías, Mabel.
—Entonces, ¿por qué se la inyectan a las ratas? ¿Por qué no se la inyecta alguno
de esos famosos científicos? Porque son demasiado listos, eso es. ¿Crees que el
doctor Banting va a exponerse a que se le desarrollen unos preciosos ovarios?
—Pero se la han suministrado a varias personas, Mabel. Aquí hay un artículo que
habla de esto. Escucha. —Volvió la página y leyó en voz alta—: «En México, en
1953, un grupo de ilustres médicos empezó a prescribir pequeñas dosis de jalea real
en casos de neuritis cerebral, artritis, diabetes, autointoxicación por tabaco,

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impotencia masculina, asma y gota… Hay montones de testimonios firmados… Un
conocido agente de bolsa de la ciudad de México contrajo una soriasis
particularmente pertinaz. Su aspecto físico se hizo muy desagradable. Sus clientes
empezaron a rehuirle. Su negocio iba de mal en peor. En su desesperación, acudió a
la jalea real —una gota en cada comida—, y en quince días quedó completamente
curado. Un camarero del Café Jena, también de la ciudad de México, informó que su
padre, después de tomar pequeñas dosis de jalea real en forma de cápsula, procreó un
niño a la edad de noventa años. El empresario de la plaza de toros de Acapulco,
encontrándose con un toro de aspecto algo letárgico, le inyectó un grano de jalea real
(una dosis excesiva) poco antes de la corrida. El animal adquirió tal energía, que a los
pocos minutos se había cargado a dos picadores, tres caballos, un matador, y
finalmente…».
—¡Escucha! —dijo Mrs. Taylor, interrumpiéndole—. Me parece que la niña está
llorando.
Albert levantó la cabeza hacia el techo y escuchó con atención. En efecto, la niña
estaba llorando.
—Debe de tener hambre —dijo Taylor.
Su esposa miró el reloj.
—¡Dios mío! —exclamó—. Le ha pasado la hora. Prepara el biberón, Albert,
mientras yo voy a bajarla. ¡Date prisa! No quiero que tenga que esperar…
Al cabo de medio minuto, Mrs. Taylor estaba de regreso con la niña en los brazos.
Se sentía muy nerviosa, a causa de la falta de costumbre de oír los gritos que profiere
un bebé normal cuando reclama su alimento.
—¡Date prisa, Albert! —gritó, y se instaló en la butaca con la niña en su regazo.
Albert salió de la cocina y le entregó a su esposa el biberón de leche caliente.
—Está en su punto —dijo—. No es necesario que la pruebes.
Mrs. Taylor levantó ligeramente la cabeza de la niña en el hueco de su brazo y
colocó la tetina de goma delante de la boca completamente abierta que seguía
gritando. La niña agarró la tetina y empezó a chupar. Los gritos cesaron. Mrs. Taylor
suspiró, aliviada.
—¡Oh, Albert! ¿No es encantadora?
—Es terrible, Mabel… gracias a la jalea real.
—No quiero oír hablar más de esa asquerosa jalea. Estoy muy asustada.
—Cometes un gran error, querida —dijo Taylor.
—Eso ya lo veremos.
La niña seguía chupando.
—Creo que va a tomárselo todo, Albert.
—Claro que sí.
Al cabo de unos minutos, la leche había desaparecido.
—¡Eres un sol, cariño mío! —dijo Mrs. Taylor, y empezó a tirar suavemente para
sacar la tetina de la boca de la niña. Pero ésta pareció darse cuenta y chupó con más

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fuerza, tratando de sujetarla entre sus encías. La mujer dio un rápido tirón y ¡plop!, la
tetina salió.
—¡Búa! ¡Búa! ¡Búa! ¡Búa! ¡Búa! —aulló la niña.
—Le ha entrado un poco de viento —dijo Mrs. Taylor, incorporando a la niña y
palmeando suavemente su espalda.
La niña eructó dos veces en rápida sucesión.
—Ahora te sentirás mejor, querida.
Durante unos segundos, los aullidos cesaron. Luego empezaron de nuevo.
—Procura que vuelva a eructar —dijo Albert—. Se ha bebido la leche demasiado
aprisa.
Mrs. Taylor recostó a la niña sobre su hombro. Palmeó su espalda. Se la cambió
de un hombro a otro. La acostó boca abajo en su regazo. La sentó en una de sus
rodillas. Pero la niña no volvió a eructar, y sus gritos se hicieron más fuertes y más
insistentes.
—Cámbiale el pañal —sugirió Albert—. A lo mejor lo lleva sucio…
Todo continuó igual.
—¡Búa! ¡Búa! ¡Búa! ¡Búa! ¡Búa! —aulló la niña.
—¿No le habrás puesto mal el imperdible?
—Me parece que no.
Y Mrs. Taylor lo comprobó con sus dedos.
Estaban sentados uno frente a otro en sus butacas, sonriendo nerviosamente,
contemplando a la niña en el regazo de la madre, esperando que se cansara y dejara
de gritar.
—¿Sabes una cosa? —dijo Albert Taylor finalmente.
—¿Qué?
—Apostaría a que tiene hambre. Apostaría a que lo que quiere es otra chupadita
en el biberón. ¿Qué te parece si le preparo un poco más?
—No creo que debamos darle más leche, Albert.
—Voy a prepararle un poquito más —dijo Taylor, poniéndose en pie—. Verás qué
bien le sienta.
Se dirigió a la cocina y regresó al cabo de unos minutos con un biberón lleno de
leche.
—Se lo he preparado doble —anunció—. Ocho onzas.
—¡Albert! ¿Te has vuelto loco? ¿No sabes que es tan mala la sobrealimentación
como la desnutrición?
—No tienes que dárselo todo, Mabel. Cuando te parezca puedes quitárselo de la
boca. Vamos —dijo, entregándole el biberón—, dale un traguito a la niña.
Mrs. Taylor empezó a acariciar el labio superior de la niña con el extremo de la
tetina. La diminuta boca se cerró como una tenaza sobre la goma, y repentinamente la
habitación quedó sumida en un gran silencio. Todo el cuerpo de la niña se relajó, y
una expresión de beatitud se extendió por su rostro mientras empezaba a chupar.

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—¿Te das cuenta, Mabel? Era lo que yo te decía.
Mrs. Taylor no respondió.
—Está hambrienta, eso es todo. Mira cómo chupa.
Mrs. Taylor estaba contemplando el nivel de la leche en el biberón. Descendía
rápidamente, y al cabo de unos instantes tres o cuatro onzas de las ocho habían
desaparecido.
—Bueno —dijo Mrs. Taylor—. Ya tienes bastante.
—No puedes quitárselo ahora, Mabel.
—Sí, querido. Tengo que hacerlo.
—Vamos, mujer. Dáselo todo y deja de refunfuñar.
—Pero, Albert…
—Tiene hambre atrasada, ¿no te das cuenta? Anda, cariñín, bébete todo el
biberoncito.
—Esto no me gusta nada, Albert —dijo Mrs. Taylor. Pero no tiró del biberón.
Cinco minutos más tarde, la botella estaba vacía. Lentamente, Mrs. Taylor tiró de
la tetina. Esta vez no hubo resistencia ni protestas. La niña tenía una expresión de
beatitud en el rostro, la boca entreabierta y los labios manchados de leche.
—¡Se ha tomado doce onzas, Mabel! —exclamó Albert Taylor—. ¡Tres veces la
cantidad normal! ¿No es sorprendente?
La mujer estaba mirando a la niña. Y, ahora, la antigua expresión de ansiedad de
la madre asustada estaba volviendo a aparecer en su rostro.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Albert—. No estarás preocupada por esto,
¿verdad? No puedes esperar que recupere lo atrasado tomando solamente cuatro
onzas de leche…
—Acércate, Albert.
—¿Qué quieres?
—He dicho que te acerques.
Taylor obedeció.
—Mira bien a la niña y dime si la encuentras distinta.
Taylor contempló atentamente a su hija.
—Parece que haya crecido. Y está un poco más gorda.
—Cógela en brazos —ordenó Mrs. Taylor—. Vamos, cógela.
Albert cogió a la niña.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pesa una tonelada!
—Exactamente.
—¿No es maravilloso? —inquirió Albert, resplandeciente—. ¡Apostaría a que
tiene ya su peso normal!
—Estoy asustada, Albert. Ha sido demasiado rápido.
—Tonterías, mujer.
—Todo ha sido obra de esa asquerosa jalea —dijo Mrs. Taylor—. ¡La odio!
—La jalea real no tiene nada de asqueroso —replicó Taylor, indignado.

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—¿Te has vuelto loco, Albert? ¿Crees que es normal que una criatura aumente de
peso con tanta rapidez?
—¡Nunca estás satisfecha! —gruñó Taylor—. Cuando perdía peso estabas
asustada, y ahora estás aterrorizada porque engorda… No hay quien os entienda.
La mujer se puso en pie con la niña en brazos y se encaminó hacia la puerta.
—Lo único que puedo decir es que, afortunadamente, estoy aquí para evitar que
sigas dándole esa porquería.
Empezó a subir la escalera. Pero, apenas había llegado a la mitad, se detuvo,
como si repentinamente hubiera recordado algo. Volvió a bajar rápidamente y se
encaró con su marido.
—Albert…
—¿Sí?
—Supongo que en el último biberón que has preparado no había jalea real…
—Es mucho suponer, Mabel.
—¡Albert!
—¿Qué pasa? —preguntó Taylor, con aire de inocencia.
—¡Cómo te has atrevido!
El barbudo rostro de Taylor adquirió una expresión apenada e intrigada al mismo
tiempo.
—Creí que te alegrarías de que la niña se tomara otra buena dosis —dijo—.
Palabra que lo creí. Y se ha tomado una buena dosis, puedes creerlo.
La mujer estaba de pie delante de él, con el ceño fruncido y los labios apretados.
—Recuerda lo que voy a decirte —continuó Taylor—. Dentro de poco, tu hija
ganará todos los concursos de bebés que puedan celebrarse. ¿Quieres que la pesemos
ahora?
La mujer se acercó a la mesa y dejó a la niña encima de ella. Empezó a
desnudarla rápidamente.
—Sí —dijo—. Vamos a pesarla.
La niña quedó completamente desnuda sobre la mesa.
—¡Mabel! —exclamó Albert—. ¡Es un milagro! ¿Te das cuenta de lo que ha
engordado?
Realmente, la cantidad de carne que la niña había acumulado desde el día anterior
era sorprendente. El pecho, que el día anterior estaba hundido y dejaba apreciar los
huesos de las costillas, se había redondeado como un barril, lo mismo que la pequeña
barriga. Sin embargo, los brazos y las piernas no parecían haber engordado
proporcionalmente. Cortos y delgados, parecían cuatro palitos sobresaliendo de una
bola de sebo.
—¡Mira! —dijo Albert—. Incluso ha empezado a brotarle una pelusilla para que
no tenga frío…
Pasó la mano por los sedosos pelos amarillentos que habían brotado sobre el
estómago de la pequeña.

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—¡No la toques! —gritó la mujer.
Dio media vuelta y se enfrentó con él, con los ojos brillantes. Súbitamente,
adquirió un extraño aspecto de ave de presa, con el cuello arqueado hacia su marido,
como si se dispusiera a saltar sobre su rostro y arrancarle los ojos.
—Escucha, Mabel —murmuró Taylor, retrocediendo.
—¡Estás loco! —gritó Mrs. Taylor.
—Escucha un momento, Mabel, por favor. Si crees que la jalea real es
peligrosa… Eso es lo que crees, ¿verdad? Bien. Ahora mismo voy a demostrarte que
la jalea real es completamente inofensiva para los seres humanos, incluso tomándola
en grandes cantidades. Por ejemplo… ¿Por qué crees que el año pasado tuvimos una
cosecha de miel tan corta? ¿Por qué?
Su retirada, andando hacia atrás, le había separado tres o cuatro metros de su
esposa.
—El motivo de que tuviéramos una cosecha de miel tan escasa —continuó,
bajando la voz— se debió a que dediqué un centenar de mis colmenas a la producción
de jalea real.
—¿Qué?
—Sabía que te sorprendería. Y lo he estado haciendo bajo tus propias narices…
Sus ojillos brillaban al mirar a su esposa, y una astuta sonrisa se dibujaba en la
comisura de su boca.
—Nunca podrías adivinar el motivo —siguió diciendo Albert—. Y no me atreví a
decírtelo, porque pensé que podrías… bueno, pensé que te reirías de mí.
Hubo una breve pausa. Albert Taylor mantenía las manos al nivel de su pecho, y
se frotaba una palma contra la otra, produciendo un extraño ruido.
—¿Recuerdas lo que te he leído en aquella revista? ¿Lo de la rata macho? «Still y
Burnett descubrieron que una rata macho que hasta entonces había sido incapaz de
procrear…».
Vaciló, y su sonrisa se hizo más amplia, dejando al descubierto los dientes.
Mrs. Taylor permanecía completamente inmóvil, mirando a su marido.
—La primera vez que leí aquella frase, me dije a mí mismo que si la jalea real
obraba aquellos efectos en una rata, no había ningún motivo para creer que no obrara
igualmente en Albert Taylor…
Hizo otra pausa, esperando que su esposa dijera algo. Pero ella continuó callada.
—De modo que decidí hacer la prueba. Y los efectos fueron tan maravillosos, que
continué tomándola incluso después de enterarme de que por fin iba a ser padre.
Durante los últimos doce meses la he tomado a cubos.
Los ojos de la mujer estaban clavados en el rostro y el cuello de su marido. Un
rostro y un cuello en los cuales no era visible la piel, completamente cubierta por
aquellos pelos sedosos, de color amarillento.
—Estoy convencido —continuó Taylor, apartando la vista de su esposa y mirando
amorosamente a su hija— de que los efectos serán mucho más intensos en un bebé

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que en un hombre completamente desarrollado como yo. Sólo tienes que mirar a
nuestra hija…
Los ojos de la mujer se posaron en la niña que estaba tendida sobre la mesa,
desnuda, gorda, blanca y comatosa, como un gigantesco gusano que estuviera
acercándose al final de su vida lárvica y que muy pronto surgiría al mundo provisto
de mandíbulas y de alas.
—¿Por qué no la tapas, Mabel? —dijo Albert Taylor—. No querrás que nuestra
pequeña reina pille un resfriado…

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LA TUMBA VIAJERA
L. P. HARTLEY

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H ugh Curtis no sabía si aceptar o no la invitación de Dick Munt para que fuera
a pasar el domingo a Lowlands. Conocía muy poco a Munt, que era un
hombre rico y extravagante y, como la mayoría de personas en sus circunstancias,
coleccionista. Hugh recordaba vagamente haber preguntado a su amigo Valentine
Ostrop qué clase de objetos coleccionaba Munt, pero no podía recordar la respuesta.
Hugh Curtís era un desmemoriado, y la sola idea de una colección, con sus
numerosos retos a la memoria, le fatigaba. Lo que él exigía de una invitación para
pasar el fin de semana era que le dejaran solo el mayor tiempo posible; y pasar el
resto del tiempo en compañía de mujeres bonitas. Haciendo un gran esfuerzo,
consiguió recordar que Ostrop le había dicho que las reuniones en Lowlands solían
estar compuestas exclusivamente de hombres, y que rara vez eran más de cuatro.
Valentine no sabía quién iba a ser el cuarto, pero insistió para que Hugh aceptara la
invitación.
—Munt te gustará —dijo—. Es un hombre afable y sin doblez. Las peculiaridades
de su carácter las debe a la naturaleza.
—¿Y cuáles son esas peculiaridades? —había preguntado a su amigo.
—¡Oh! Es original y… y raro, si quieres —respondió Valentine—.
Excepcionalmente es más raro de lo que parece; la regla general expresa lo contrario.
Hugh Curtís asintió.
—Pero a mí me gustan las personas corrientes —añadió—. ¿Por qué crees que ha
de gustarme Munt?
—¡Oh! —dijo su amigo—. Porque tú perteneces a la clase de hombres que a él le
agradan. Prefiere a las personas… digamos normales —«ordinarias» es una palabra
estúpida—, porque sus reacciones son más valiosas.
—De modo que se espera que reaccione —dijo Hugh, con fingida jovialidad.
—¡Ja! ¡Ja! —rio Valentine, palmeándole amistosamente la espalda—. Nunca se
sabe lo que Munt va a sacarse de la manga… Pero, vendrás, ¿verdad?
Hugh Curtis dijo que iría.
Sin embargo, cuando llegó el sábado empezó a lamentar su decisión y a
preguntarse si podría eludir airosamente el compromiso. Era un hombre de unos
cuarenta años, de ideas profundamente arraigadas, y muy apegado a las normas del
círculo social a que pertenecía. Un círculo que no había acogido calurosamente a
Valentine Ostrop, el más despreocupado de los amigos de Hugh. Curtis simpatizaba
con Valentine cuando estaban solos, pero cuando había alguien más su amigo
mostraba una afectación de modales que le desagradaba. Hugh no sentía la menor
curiosidad acerca de sus amigos, de modo que nunca se había molestado en
preguntarse qué significaba aquel cambio en la actitud de Ostrop. Pero tenía la
extraña impresión de que Munt pondría de manifiesto el aspecto menos simpático de
Valentine. Podía enviar un telegrama diciendo que se le había presentado un
inesperado compromiso… Hugh acogió la idea con agrado; pero, en parte por
principio, en parte por pereza (le aterrorizaba el esfuerzo mental que requeriría el

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inventar unas falsas circunstancias que justificaran su cambio de planes), acabó
rechazándola. Su carta de aceptación había sido incondicional. También tuvo la
sensación desagradable (completamente absurda, desde luego) de que Munt hubiera
descubierto la verdad.
De modo que decidió hacer el viaje. Tomaría un tren que llegara a Lowlands a
una hora «correcta» para la cena, y telegrafió que estaría allí alrededor de las siete.
«Aunque cenen más tarde —se dijo—, en tan poco tiempo no podrán fastidiarme
demasiado».
Esta costumbre de asegurarse mentalmente a sí mismo períodos de relativa
inmunidad frente a peligros desconocidos, había empezado en la escuela. «Haga lo
que haga —solía decirse a sí mismo—, no pueden matarme». Con la guerra, tuvo que
renunciar a su hábito mental: podían matarle, y para eso estaban allí. Pero, con la
vuelta a la paz, había empezado a recurrir de nuevo a aquel recurso con más
frecuencia de la necesaria. Ahora lo invocaba de nuevo, y de un modo bastante
absurdo, por cierto. Pero le preocupaba tener que llegar a Lowlands en medio de la
semioscuridad de un atardecer de septiembre. Le gustaba obtener su primera
impresión de un lugar a la luz del día.

La preocupación de Hugh Curtis por llegar tarde no había sido compartida por los
otros huéspedes. Habían llegado a Lowlands a la hora del té. Aunque no habían
viajado juntos, se encontraron prácticamente al pie de la escalinata principal de la
casa, y ambos sospecharon que el otro deseaba disponer de unos minutos para hablar
a solas con su anfitrión.
Pero parecía difícil que su deseo se hubiese realizado aún, en el caso de que no
hubieran tenido la misma idea. Llegó el té, el agua hervía en la jarra, y Munt no
estaba presente. Ostrop pidió a su compañero-invitado que hiciera el té.
—Usted es el huésped más veterano —dijo—. Conoce a Dick perfectamente,
mucho mejor que yo.
Era cierto. Hacía mucho tiempo que Ostrop deseaba encontrarse con Tony
Bettisher, el cual, después de la muerte de alguien vagamente conocido por Valentine,
se había convertido en el amigo más íntimo de Munt. Era un hombre bajito, moreno,
de complexión robusta, cuyo aspecto no permitía adivinar su carácter ni sus
ocupaciones habituales. Valentine sabía que trabajaba en el Museo Británico, pero, al
mirarle, podía tomársele por un corredor de bolsa.
—Supongo que conoce usted este lugar en todas las épocas del año —dijo
Valentine—. Esta es la primera vez que vengo aquí en otoño. Y lo encuentro
delicioso.
Se quedó contemplando el arbolado valle. El perfume de las flores del jardín
penetraba a través de las ventanas.
—Sí, vengo aquí con relativa frecuencia —respondió Bettisher, ocupado con la

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tetera.
—Por su carta, me he enterado de que Dick acaba de regresar del extranjero —
dijo Valentine—. ¿Por qué se marcha de Inglaterra en las raras ocasiones en que
resulta soportable? ¿Lo hace por diversión, o por necesidad?
Ladeó ligeramente la cabeza y contempló a Bettisher con una divertida sonrisa.
Bettisher le tendió una taza de té.
—Creo que se marcha cuando el espíritu le impulsa a hacerlo.
—Sí, pero, ¿qué espíritu? —inquirió Valentine, con su habitual afectación—.
Desde luego, nuestro Richard se dicta sus propias leyes; todos lo sabemos. Pero debe
tener algún motivo. Supongo que no lo hace porque le guste viajar. Es demasiado
incómodo. Y él es amante de la comodidad. Por eso viaja siempre con tanto equipaje.
—¿De veras? —preguntó Bettisher—. ¿Ha estado usted con él?
—No, pero el Sherlock Holmes que hay en mí lo ha descubierto —declaró
Valentine con expresión de triunfo—. El fiel Franklin no ha tenido tiempo de
retirarlo. Dos paquetes enormes. ¿Llamaría usted a eso equipaje personal?
Subrayó maliciosamente la última palabra.
—Cochecillos de niños, quizá —sugirió Bettisher lacónicamente.
—¡Oh! ¿Usted cree? ¿Cree que colecciona cochecillos de niños? ¡Eso lo
explicaría todo!
—¿Qué es lo que explicaría? —preguntó Bettisher, agitándose en su silla.
—¡Su colección! —exclamó Valentine, inclinándose sobre Bettisher y mirándole
con una expresión muy seria—. Explicaría por qué no nos invita a verla, y por qué se
muestra tan reacio a hablar de ella. ¿Se da usted cuenta? Un hombre soltero, sine
prole, que se sepa, con la casa llena de cochecitos de niño. Sería demasiado
fantástico. Todo el mundo se reiría, y Richard es un hombre terriblemente serio.
¿Cree usted que es una especie de vicio?
—Todo coleccionismo es una forma de vicio.
—¡Oh, no, Bettisher! No sea duro, no sea cínico… Diga un sustitutivo del vicio.
Pero, antes de que llegue Dick —tiene que presentarse pronto, las leyes de la
hospitalidad lo exigen—, dígame: ¿he acertado en mis suposiciones?
—¿En cuál de ellas? Han sido tantas…
—Quiero decir si lo que va a buscar al extranjero, lo que colecciona, lo que ocupa
su atención cuando no estamos con él, son cochecitos de niño…
Valentine hizo una dramática pausa.
Bettisher no respondió. Parpadeó un par de veces, y la piel que rodeaba sus ojos
hizo un extraño movimiento hacia adentro. Estaba empezando a abrir la boca, cuando
Valentine continuó:
—¡Oh, no, desde luego, usted goza de su confianza, sus labios están sellados! ¡No
me lo diga, no debe usted hacerlo, le dispenso de ello!
—¿Qué es lo que no debe decirle? —inquirió una voz desde el otro extremo de la
habitación.

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—¡Oh, Dick! —exclamó Valentine—. ¡Qué susto me ha dado! Tiene que
aprender a moverse menos cautelosamente, ¿no es cierto, Bettisher?
Su anfitrión se acercó a ellos para saludarles, sin producir el menor ruido y riendo
silenciosamente. Era un hombre bajito, delgado y consciente de su propia elegancia.
—Creí que no conocía usted a Bettisher —dijo, tras los saludos de rigor—. Pero
al entrar le he sorprendido tratando de cortar el chorro de confidencias que iba a
surgir de sus labios.
Su voz era ligeramente irónica. Parecía estar formulando una pregunta y haciendo
una afirmación al mismo tiempo.
—¡Oh! Hemos estado juntos durante horas enteras —dijo Valentine en tono
ligero—, y hemos sostenido una agradable conversación. Adivine de qué hemos
hablado.
—Espero que no habrá sido de mí.
—Bueno, de algo muy importante para usted.
—¿Acerca de usted, entonces?
—No se burle de mí. Los objetos de que hablo son sólidos y útiles.
—¿De veras? —inquirió Munt, pensativo—. ¿Para qué sirven?
—Para transportar cuerpos humanos.
Munt miró de reojo a Bettisher, el cual contemplaba la chimenea con expresión
absorta.
—¿Y de qué están hechos? —preguntó Munt.
Valentine se encogió de hombros, hizo una mueca y respondió:
—Tengo muy poca experiencia acerca de ellos, pero creo que por regla general
son de madera.
Munt miró de nuevo a Bettisher, el cual se limitó a enarcar las cejas, sin decir
nada.
—En un momento u otro —dijo Valentine, que estaba divirtiéndose enormemente
—, nos prestan a todos un señalado servicio.
Se produjo una pausa. Luego, Munt preguntó:
—¿Dónde se cruza usted con ellos, habitualmente?
—Uno se los encuentra cada día en la calle, y… y aquí, desde luego —dijo
Valentine.
Se produjo otro silencio. La oscuridad había empezado a invadir la estancia.
—Bien —dijo Munt, en tono sarcástico—, es usted la primera persona que ha
sospechado mi pequeño secreto, si puedo darle un nombre tan pomposo. Le felicito.
Valentine se inclinó.
—¿Puedo preguntarle cómo lo ha descubierto? —continuó Munt—. Supongo que
mientras yo estaba arriba, usted… usted se dedicó a… a fisgar por ahí.
Su voz tenía un desagradable retintín; pero Valentine, imperturbable, dijo:
—No ha sido necesario. Estaban en el vestíbulo, a la vista de todo el mundo. Mi
sentido de Sherlock Holmes (tengo siete u ocho sentidos) los reconoció

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inmediatamente.
Munt se encogió de hombros, y luego habló, en tono menos severo:
—En realidad, no tenía intención de explicarle nada de todo esto… todavía. Pero,
puesto que ya lo sabe, dígame, por simple curiosidad: ¿está usted horrorizado?
—¿Horrorizado? —exclamó Valentine—. Creo que es una afición encantadora,
muy original, muy… muy humana. Me encanta desde el punto de vista estético,
aunque ofende un poco mis principios morales.
—Temí que pudiera hacerlo —dijo Munt.
—Soy partidario del Control de Nacimientos —explicó Valentine, irónico, como
si esto lo aclarase todo.
Munt pareció intrigado.
—Entonces, ¿cómo puede usted objetar…? —empezó a decir.
Pero Valentine no le dejó terminar.
—Claro que, al coleccionarlos, los inutiliza usted. Porque supongo que los
colecciona vacíos…
Bettisher hizo un gesto como si se dispusiera a levantarse de la silla, pero Munt
extendió una pálida mano y murmuró, con voz ahogada:
—Sí, la mayoría de ellos están vacíos.
Valentine unió sus manos, extasiado.
—¡Eso quiere decir que algunos no lo están! ¡Oh! Muy ingenioso por su parte.
¡Pensar en los que están allí tumbados, completamente inmóviles, incapaces de
mover un dedo, de lanzar un grito! ¡Una especie de exposición de muñecos!
—Desde luego —observó Munt.
—Pero, ¿quién les empuja? No pueden andar por sí mismos…
—Escuche —dijo Munt lentamente—. Acabo de regresar del extranjero, y me he
traído un ejemplar que marcha por sí mismo, o casi. Es uno de los que ha visto en el
vestíbulo, en espera de ser desembalado.
Valentine Ostrop había sido el alma de muchas reuniones. Nadie como él sabía
seguir una broma. En su interior, estaba convencido de que Munt trataba de
embromarle, pero tenía conciencia de sus deberes de invitado y consiguió que sus
palabras sonaran llenas de entusiasmo:
—¿Quiere usted decir que cuida de sí mismo, que no necesita una mano que lo
empuje, y que una madre amante puede confiarle su preciosa carga sin una niñera y
sin temor?
—Puede confiársela —dijo Munt—. Y sin el servicio de pompas fúnebres ni
sepulturero.
—¿Pompas fúnebres? ¿Sepulturero? —repitió Valentine—. ¿Qué tienen ellos que
ver con los cochecitos para niños?
Se produjo una pausa, durante la cual las tres figuras, inmóviles en sus respectivas
actitudes, parecieron haber perdido el mutuo contacto.
—De modo que usted no sabía que lo que yo colecciono son ataúdes —dijo

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finalmente Munt.

Una hora más tarde, los tres hombres estaban en una habitación de la parte alta de
la casa, contemplando un objeto largo, de forma oblonga, colocado sobre un montón
de virutas. Munt había estado efectuando una demostración.
—¿No resulta divertido ahora que está inmóvil? —observó—. Casi como si le
hubieran matado.
Lo tocó con el pie, y se deslizó hacia Valentine, el cual retrocedió unos pasos. No
podía saberse adónde se dirigía; parecía no seguir una dirección determinada y
moverse en todos los sentidos a la vez, como un cangrejo.
—Desde luego, si se dispone de espacio, hay muchas posibilidades de escapar —
suspiró Munt—. Pero, si atrapa a un individuo contra una pared, creo que se reducen
al mínimo. Aquí no puedo hacerles una demostración, porque aprecio los suelos de
mi casa, pero puede enterrarse a sí mismo en madera en tres minutos, y en tierra
recién removida, de un jardín, por ejemplo, en un minuto. Cuando coge a un hombre
lo dobla por la mitad… hacia atrás. Los pies quedan pegados a la cabeza. —Se
inclinó para ajustar algo—. ¿No es un juguete encantador?
—Mirándolo desde el punto de vista de un criminal —dijo Bettisher—, no veo
que tenga mucha utilidad en una casa. ¿Lo ha probado usted sobre un suelo de
piedra?
—Sí. Profiere unos ruidos terribles, y mella las hojas de las cuchillas. E incluso
sobre un suelo alfombrado, se abriría paso, pero dejaría un hermoso agujero en la
alfombra, señalando el lugar por el cual había desaparecido.
Bettisher asintió.
—Pero resulta muy curioso —añadió Munt—, que en algunas habitaciones de
esta casa funcione perfectamente. Podría engañar al más experto detective. En la
parte inferior, naturalmente, están las cuchillas, pero la parte superior tiene una
incrustación de verdadero parquet. Es tan sensible que puede captar los bordes y
adaptarse perfectamente al dibujo del parquet. Pero, desde luego, estoy de acuerdo
con usted. No es un juguete casero: es un juguete para el campo. Ahora pueden
ustedes bajar, mientras yo limpio un poco esto. Me reuniré con ustedes dentro de
unos momentos.
Valentine siguió a Bettisher hasta la biblioteca. Estaba muy impresionado.
—Bueno, fue una escena muy divertida —dijo Bettisher, con una risita.
—Pues yo tengo que confesar que he pasado un mal rato —afirmó Valentine.
—¡Oh! No me refiero a lo de ahora, sino a la conversación que sostuvieron usted
y Dick: parecía que estaban jugando a los despropósitos.
—Temo que me porté como un tonto —dijo Valentine—. No puedo recordar
exactamente lo que dijimos. Pero sé que había algo que deseaba preguntarle a usted.
—Pregunte lo que quiera, aunque no puedo garantizarle una respuesta.

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Valentine reflexionó unos instantes.
—Ahora lo recuerdo.
—Adelante.
—Fue algo que dijo Munt. En aquel momento no lo capté. Supongo que sólo
trataba de gastarme una broma.
—¿Bien?
—Acerca de esos ataúdes. ¿Son auténticos?
—¿Auténticos?
—Quiero decir, si pueden ser utilizados como…
—Amigo mío, han sido utilizados.
Valentine sonrió, sin alegría.
—¿Son de tamaño natural? —preguntó.
—Creo que no hay inconveniente en que le conteste a eso —respondió Bettisher
—. Dick es como todos los coleccionistas. Prefiere las rarezas, las formas extrañas,
retorcidas… es decir, cualquier anomalía anatómica que obligue a construir un ataúd
especial. En conjunto, sus ejemplares tienden a ser más cortos de lo normal. ¿Es lo
que quería saber?
—Me lo ha aclarado usted perfectamente —dijo Valentine—. Pero había otra
cosa.
—Dígala.
—Cuando imaginé que estábamos hablando de cochecitos para niños…
—Sí, sí.
—Expresé la suposición de que estaban vacíos. ¿Lo recuerda?
—Creo que sí.
—Luego dije algo acerca de que tenían muñecos dentro, y Dick pareció asentir.
—Sí.
—Bueno, supongo que no hablaba en serio. Sería demasiado… demasiado
realista.
—Pueden ser una imitación.
—Hay clases de imitaciones…
—No puedo aclararle eso —dijo Bettisher apresuradamente—. Pero, aquí está
Dick.
Munt entró en la biblioteca.
—Muchachos —dijo—, ¿saben qué hora es? Cerca de las siete. ¿Han olvidado
que ha de llegar otro huésped? No puede tardar en presentarse.
—¿Quién es? —preguntó Bettisher.
—Un amigo de Valentine. Valentine, usted será responsable de él. Le invité para
complacerle. Apenas le conozco. ¿Qué tenemos que hacer para que se sienta a gusto?
—¿Qué clase de hombre es? —preguntó Bettisher.
—Descríbalo, Valentine. ¿Es alto o bajo? No lo recuerdo.
—De estatura mediana.

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—¿Rubio o moreno?
—Castaño.
—¿Joven o viejo?
—Unos cuarenta años.
—¿Casado o soltero?
—Soltero.
—¿No tiene familia? ¿Nadie que se interese por él o pueda preocuparse por lo
que le suceda?
—No tiene parientes próximos.
—¿Quiere usted decir que es probable que nadie sepa que viene a pasar el
domingo con nosotros?
—Desde luego. Tiene unas habitaciones alquiladas en Londres, y no se habrá
molestado en explicar adónde iba…
—Resulta extraordinario el descuido de sí mismos en que viven algunos hombres.
¿Es valiente, o asustadizo?
—¡Oh, vaya una pregunta! Es casi tan valiente como yo.
—¿Es inteligente, o estúpido?
—Todos mis amigos son inteligentes —dijo Valentine, demostrando que su
antigua chispa no se había apagado del todo—. No es un intelectual: las
conversaciones «brillantes» le desagradan.
—No debería haberle invitado a venir aquí. ¿Juega al bridge?
—No creo que tenga gran afición a las cartas.
—¿Podrá convencerle Tony para que juegue al ajedrez con él?
—¡Oh, no! El ajedrez exige demasiada concentración.
—Entonces, ¿qué podemos hacer para distraerle? —preguntó Munt.
—Pertenece a esa clase de personas que esperan encontrarlo todo hecho —dijo
Valentine—. Le gusta ser llevado de la mano. Es como un chiquillo.
—En tal caso —dijo Munt—, tendremos que buscar algún pasatiempo infantil
que no le abrume demasiado. ¿Qué me dice de las Charadas Musicales?
—Creo que le aburrirán —dijo Valentine. Empezaba a experimentar una especie
de ternura hacia su amigo ausente, cierto deseo de protegerle—. Yo le dejaría que
cuidara de sí mismo. Es un poco tímido. Si tratan de hacerle salir de su concha, le
asustarán. No le gusta ser perseguido pero, en cierto sentido, le gusta perseguir.
—Un chiquillo con instintos cinegéticos —comentó Munt—. ¿Qué podemos
hacer por él? ¡Ya lo tengo! Vamos a jugar al escondite. Nosotros nos esconderemos, y
él nos buscará. Así no tendrá la sensación de que tratamos de imponerle una
distracción determinada. Dejaremos a su arbitrio la actitud que quiera adoptar hacia
nosotros. Ya no tardará en llegar. Vamos a escondernos.
—Pero, no conoce la casa…
—Así le resultará más divertido, si le gusta hacer descubrimientos por su cuenta.
—Puede caer y lastimarse.

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—Los chiquillos no se caen y, si se caen, no se lastiman. Ahora, vayan a
esconderse mientras yo hablo con Franklin. Espero, Valentine, que jugará usted
limpio. No permita que sus sentimientos de amistad nos estropeen el juego. Ni falte a
sus reglas, acuciado por el hambre.

El auto que recogió a Hugh Curtis era resplandeciente y nuevo; brillaba a los
rayos del sol poniente. Su conductor era como una prolongación del vehículo y tan
rápido en sus movimientos que cuando recogió el equipaje de Hugh, lo cargó en el
automóvil y lo sujetó con una correa, parecía que trataba de batir una marca de
tiempo. Hugh lamentó aquella precipitación, aquella interferencia en el ritmo de sus
pensamientos. Era un anticipo del esfuerzo de adaptabilidad que se vería obligado a
realizar poco tiempo después. El violento reajuste mental que cada visita, y
especialmente cada visita entre desconocidos, comporta: una rendición de la
personalidad. El imaginativo podría llamarlo una pequeña muerte.
El automóvil aminoró la velocidad, dejó la carretera principal, pasó a través de
una verja pintada de blanco y durante un par de minutos siguió un camino de grava
bordeado por árboles. A la incierta claridad del crepúsculo, Hugh no pudo ver hasta
dónde se extendían a derecha e izquierda. Pero la casa, cuando apareció, era bastante
vulgar: un edificio alargado, de formas regulares, construido a principios de siglo XIX,
atravesada a generosos intervalos por grandes ventanas, unas rectangulares, otras
ojivales. Tenía un aspecto digno y tranquilo y, a la luz del crepúsculo, parecía brillar
con un suave resplandor que le era propio. La moral de Hugh empezó a elevarse.
Mentalmente, oía ya el acogedor murmullo de voces procedente de una parte lejana
de la casa. Sonrió al hombre que le abrió la puerta. Pero el hombre no le devolvió la
sonrisa, y ningún sonido llegó a través de la penumbra que había detrás de él.
—Mr. Munt y sus amigos están jugando al escondite en la casa, señor —dijo el
hombre, con una seriedad que ahogó el impulso de Hugh de echarse a reír—. Me han
encargado que le diga a usted que la biblioteca es el punto de partida y que le toca a
usted buscar. Mr. Munt no desea que se enciendan las luces hasta que termine el
juego.
—¿Tengo que empezar ahora mismo —preguntó Hugh, tropezando mientras
seguía a su acompañante—, o puedo ir antes a mi habitación?
El mayordomo se detuvo y abrió una puerta.
—Ésta es la biblioteca —dijo—. Creo que Mr. Munt desea que el juego empiece
inmediatamente después de su llegada, señor.
Un débil coo-ee sonó a través de la casa.
—Mr. Munt dijo que podía ir usted por donde quisiera —añadió el mayordomo,
al tiempo que se marchaba.

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Las emociones de Valentine eran muy complejas. La inofensiva frivolidad de su
mente había quedado malparada tras el encuentro con la menos inofensiva frivolidad
de su amigo. Munt, estaba seguro de ello, tenía un corazón de oro, pero prefería
ocultarse detrás de un aspecto ligeramente siniestro. Con sus tumbas viajeras y su
fúnebre conversación, había esperado asustar a su huésped, y lo había conseguido.
Valentine se sentía aún ligeramente indispuesto. Pero su naturaleza contaba con una
gran facilidad de adaptación, y la encantadora ingenuidad del pasatiempo a que ahora
estaban entregados, le tranquilizó, reafirmando paulatinamente su anterior impresión
de que Munt era un hombre de mente despierta y agudas percepciones, un dilettante
con la fuerza personal de un hombre de acción; un personaje con una capa de
implacabilidad, que inspiraba respeto, pero no temor. También tenía conciencia de un
creciente deseo de ver a Curtís. Deseaba ver a Munt y a Curtis juntos, convencido de
que aquellas dos personas que a él le agradaban no podían desagradarse mutuamente.
Imaginó el agradable encuentro después de las peripecias del juego: captor y
capturado riéndose de las divertidas circunstancias que concurrían en aquella nueva
presentación. A cada momento que pasaba, su humor se hacía más alegre.
Sólo había un detalle que le preocupaba. Deseaba confiarse a Curtis, contarle algo
de lo que había, sucedido aquel día; y no podía hacerlo sin mostrarse desleal con su
anfitrión. Por mucho que tratara de justificar la actitud de Munt respecto a su
colección, era evidente que no hubiese revelado el secreto de no haber mediado unas
circunstancias especiales. Y Hugh podría encontrar dificultades en aceptar las
explicaciones de su amigo.
Pero, ¿por qué había de permitir que sus pensamientos adquiriesen aquel giro?
Tenía que ocultarse, y ocultarse rápidamente. Su conocimiento de la casa, fruto de
dos visitas, era escaso, y la oscuridad no le ayudaba. La casa era alargada y simétrica;
sus habitaciones principales estaban en el primer piso. Encima se encontraban las
habitaciones de los criados, los desvanes… Sí, allí habría muchos escondites. Tenía
que subir al segundo piso.
Sólo había estado allí una vez —aquella misma tarde, en compañía de Munt—, y
no le habían quedado deseos de volver a subir; pero tenía que entrar en el espíritu del
juego. Encontró la escalera y empezó la ascensión. Al llegar al rellano se detuvo:
todas las luces estaban apagadas.
«Esto es absurdo —pensó Valentine—. Debo de estar en un error».
Entró en la primera habitación que encontró, a la izquierda, y le dio al interruptor.
No ocurrió nada: habían cortado la corriente general de la casa. Pero a la claridad de
una cerilla comprobó que se encontraba en una habitación que era dormitorio y cuarto
de baño al mismo tiempo. En un rincón había una cama, y en el otro un objeto
alargado y rectangular, cubierto con una tapadera. Una bañera, evidentemente. La
bañera estaba cerca de la puerta.

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Mientras permanecía allí, de pie, Valentine oyó el sonido de unos pasos que se
acercaban. No quería ser atrapado de un modo tan ingenuo, así es que sin pensarlo
dos veces levantó la tapadera de la bañera y se metió dentro, volviéndola a dejar caer
lentamente.
Era más estrecha de lo que parecía desde fuera, y Valentine no tuvo la sensación
de encontrarse dentro de una bañera, pero las dudas acerca de la naturaleza de su
escondite quedaron repentinamente resueltas. Oyó voces en la habitación, tan
apagadas, que al principio no creyó que procedieran de allí. Pero de allí procedían y,
al parecer, estaban enzarzadas en una discusión.
Valentine levantó la tapadera. No había luz, de modo que la levantó un poco más.
Entonces pudo oír con bastante claridad.
—No sé lo que desea usted, en realidad —estaba diciendo Bettisher—. Con el
seguro puesto es inofensivo, pero sin él sería muy peligroso. ¿Por qué no espera un
poco?
—Nunca se me presentará una ocasión mejor que ésta —dijo Munt, pero con una
voz tan cautelosa, que Valentine apenas la reconoció.
—¿Ocasión para qué? —preguntó Bettisher.
—Para comprobar si la Tumba Viajera puede hacer lo que Madrali pretendía.
—¿Se refiere usted a si puede desaparecer? Ya sabemos que sí.
—Me refiero a si puede hacer que desaparezca una persona.
Hubo una pausa. Luego, Bettisher dijo:
—Olvídelo, Dick. Este es mi consejo.
—Pero, no dejaría ningún rastro —observó Munt, medio petulante, medio
implorante, como un chiquillo al que le niegan un capricho—. No tiene parientes.
Nadie sabe que está aquí. Podemos decirle a Valentine que no ha venido.
—Ya hemos discutido eso —respondió Bettisher, en tono terminante— y llegado
a una conclusión.
Hubo otro silencio, interrumpido por el zumbido lejano de un automóvil.
—Tenemos que marcharnos —dijo Bettisher.
Pero Munt pareció retenerle. Casi suplicante dijo:
—De todos modos, no le importará que lo haya puesto allí, con el seguro echado,
¿verdad?
—¿Dónde?
—Junto a la vitrina donde guardo la porcelana. ¡Seguro que tropezará con él!
La voz de Bettisher sonó impaciente desde el pasillo.
—Bueno, con el seguro puesto es completamente inofensivo.
Cuando los dos hombres se alejaban, Valentine pudo oír que Munt decía:
—Podía usted haberme ayudado, Tony. Es muy pesado.
Era muy pesado, realmente. Valentine, cuando hubo dominado el pánico que se
había apoderado de él, tuvo una sola idea: coger el objeto mortal y colocarlo en
alguna parte, fuera del camino de Hugh Curtis. Si podía tirarlo por una ventana,

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mucho mejor. En la oscuridad, el vago perfil de su masa, colocada en el lugar preciso
para que se tropezara con ella al dar la vuelta para evitar la vitrina, era
espantosamente familiar. Valentine trató de recordar cómo funcionaba. Sólo
recordaba una cosa: «Los extremos son peligrosos, los lados son seguros». ¿O era
«Los lados son peligrosos, los extremos son seguros»? Mientras las dos frases se
mezclaban en su mente, oyó un «Coo-ee» procedente de alguna parte de la casa, y
luego de otra. Oyó también un rumor de pasos en el vestíbulo, debajo de él.
Entonces se decidió, y con una confianza que le sorprendió a él mismo, rodeó con
sus brazos la caja de madera y la levantó en el aire. Apenas se dio cuenta de lo que
pesaba mientras corría con ella por el pasillo. De pronto se percató de que había
pasado a través de una puerta abierta. Un rayo de luna le permitió ver que se
encontraba en un dormitorio, de pie enfrente de un armario anticuado, un
impresionante mueble con tres puertas; una de ellas —la del centro— cubierta por un
espejo. Valentine se vio vagamente reflejado en el cristal, con el bulto en brazos. Lo
dejó silenciosamente en el suelo; pero al retroceder tropezó en una banqueta y estuvo
a punto de caerse. El ruido de la llave, cuando la hizo girar en la cerradura, fue como
música para sus oídos.
De forma inconsciente, la puso en su bolsillo. Pero inmediatamente pagó las
consecuencias de su torpeza. No había dado un paso, cuando una mano le cogió por
el codo.
—¡Vaya, si es Valentine! —exclamó Hugh Curtís—. Bueno, llévame ante mi
anfitrión. Necesito un trago.
—También yo lo necesito —dijo Valentine, que temblaba como un azogado—.
¿Por qué habrán apagado las luces?
—¡Enciéndelas, idiota! —ordenó su amigo.
—No puedo… han desconectado el interruptor principal. Tenemos que esperar a
que Richard dé la orden.
—¿Dónde está?
—Se habrá escondido en alguna parte. ¡Richard! —gritó Valentine—. ¡Dick!
¡Bettisher! ¡Me han descubierto! ¡El juego ha terminado!
Hubo unos instantes de silencio, y luego se oyeron unos pasos que descendían la
escalera.
—¿Es usted, Dick? —preguntó Valentine en la oscuridad.
—No, soy Bettisher. —La voz pretendía ser jovial, sin conseguirlo.
—He sido descubierto —repitió Valentine—. Permítame que le presente a mi
captor. No, éste soy yo… Nosotros ya hemos sido presentados.
Transcurrieron unos momentos antes de que el error quedara rectificado, unos
momentos durante los cuales dos manos se buscaron inútilmente en medio de la
oscuridad.
—Espero que se decepcionará cuando me vea —dijo Hugh Curtis, en aquel tono
amable que hacía que muchas personas simpatizaran con él inmediatamente.

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—Para que pueda verle necesitamos luz —declaró Bettisher.
—Supongo que será inútil preguntarle si se ha encontrado usted con Dick —dijo
Valentine burlonamente—. Aseguró que no tendríamos luz hasta la terminación del
juego. Es muy estricto con sus criados; tienen que obedecerle al pie de la letra. Ni
siquiera me atrevo a pedir una vela. Pero usted conoce perfectamente al fiel Franklin.
—Supongo que Dick aparecerá en seguida —dijo Bettisher, y por primera vez
durante el día no pareció muy convencido de lo que estaba diciendo.
Los tres hombres permanecieron inmóviles, escuchando atentamente.
—Quizás ha ido a vestirse —sugirió Curtis—. Son más de las ocho.
—¿Cómo podría vestirse a oscuras? —preguntó Bettisher.
Otra pausa.
—¡Oh! Estoy cansado de esto —dijo Bettisher—. ¡Franklin! ¡Franklin! —Su voz
resonó en toda la casa, y casi inmediatamente llegó una respuesta del vestíbulo,
debajo de ellos—. Creemos que Mr. Munt ha ido a vestirse —le explicó Bettisher—.
¿Quiere hacer el favor de encender las luces?
—Desde luego, señor, pero no creo que Mr. Munt esté en su habitación.
—Bueno, encienda las luces, de todos modos.
—Muy bien, señor.
Inmediatamente, el pasillo quedó inundado de luz, y a los tres hombres, en mayor
o menor grado según su familiaridad con lo que les rodeaba, les pareció sorprendente
que hubieran tenido tantas dificultades en orientarse. Incluso Valentine se sintió
momentáneamente tranquilizado. Embromaron un poco a Hugh Curtis acerca de la
falsa impresión que de él les había dado su voz, oída en la oscuridad. Valentine, como
siempre el más locuaz, juró que parecía proceder de un hombre muy alto y muy flaco.
Se encaminaron hacia sus habitaciones, y Valentine estaba llegando a la suya cuando
Hugh Curtis dijo:
—Bueno, supongo que alguien podrá acompañarme a mi habitación…
—Desde luego —dijo Bettisher retrocediendo—. ¡Franklin! ¡Franklin! Franklin,
acompañe a Mr. Curtís a su habitación. Yo no sé cuál es.
Desapareció, mientras el mayordomo subía lentamente la escalera.
—Está bastante cerca, señor, al final del pasillo —le indicó Franklin—. Lo siento,
al no haber luz no han podido subir su equipaje; pero estará en su cuarto dentro de
unos instantes.
La puerta no se abrió cuando Franklin hizo girar el tirador.
—¡Qué raro! Está atrancada —murmuró; pero la puerta no cedió a la presión de
su rodilla y su hombro—. Nunca había estado cerrada —añadió, pensando en voz
alta, evidentemente desconcertado por aquel fallo en el engranaje doméstico—. Si me
disculpa, señor, iré a buscar mi llave.
Regresó al cabo de un par de minutos. Al introducir la llave en la cerradura, su
expresión era la de un hombre que espera verse chasqueado de nuevo; pero la llave
giró de un modo satisfactorio y la puerta se abrió sin oponer resistencia.

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—Ahora voy en busca de su equipaje —dijo Franklin, mientras Hugh Curtis
entraba en la habitación.

«No, sería absurdo quedarse —monologó Valentine, andando nerviosamente de


un lado para otro—. Después de todo lo que he oído, sería una locura. Eso es lo que
ocurre en los cuentos de miedo: empiezan a suceder cosas extrañas, y el malo se va
cargando a todos, uno a uno, excepto al héroe, que suele ser el más estúpido, aunque
también el más afortunado. No cabe duda de que si me quedara me convertiría en el
héroe: sobreviviría. Pero, ¿y Hugh? ¿Y Bettisher? —Contempló su rostro en el
espejo: estaba enrojecido—. Mi presión ha subido de un modo alarmante: estoy muy
afectado. Tengo que marcharme en seguida a un sanatorio, y Hugh debe
acompañarme».
Miró a su alrededor: la habitación era cómoda, agradable, completamente normal.
Y por centésima vez sus ideas dieron un giro radical. Sería una locura huir, asustado
por lo que no era más que una broma. Munt no podía ser considerado como un
hombre jovial, desde luego, pero eso no le hacía incapaz de gastar una broma, como
había demostrado al sugerir que recibieran a Curtis jugando al escondite. Sin duda, la
Tumba Viajera era un simple juego destinado a poner a prueba la credulidad de sus
amigos. Munt no era un hombre popular, tenía pocas amistades; pero esto no le
convertía en un asesino en potencia. A Valentine siempre le había sido simpático, y
nadie, que él supiera, había dicho, nada en contra del coleccionista. ¿Cómo quedaría
Valentine, después de aquella descabellada fuga nocturna? Como mal peor, perdería a
dos amigos, Munt y Bettisher, y se cubriría a sí mismo —y cubriría a Hugh Curtis—
de ridículo.
¡Pobre Valentine! Estaba tan aturdido, que cambió cinco veces de idea antes de
llegar a la biblioteca. No dejó de repetirse a sí mismo la frase: «Lo siento, Dick, pero
mi presión ha subido de un modo alarmante, y creo que será mejor que me marche
inmediatamente a un sanatorio. Hugh me acompañará hasta allí». Hasta que se dio
cuenta de que sonaba de un modo absurdo.
Hugh estaba en la biblioteca, solo. Tenía que aprovechar la ocasión; pero las
palabras que iba a pronunciar Valentine quedaron ahogadas por las de su amigo, que
salió precipitadamente a su encuentro.
—¡Oh, Valentine! Ha sucedido una cosa muy extraña.
—¿Extraña? ¿Dónde? ¿Qué? —preguntó Valentine.
—No, no me refiero a extraña en el sentido siniestro. No. Pero es muy rara. Esta
casa está llena de sorpresas. Me alegro de haber venido.
—¿Qué ha pasado?
—No te alarmes. En realidad, se trata de algo muy divertido. Tengo que
enseñártelo, para que te des cuenta de que se trata de una cosa realmente extraña. Ven
a mi habitación.

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Antes de cruzar el umbral, Valentine dio un paso atrás, sobresaltado.
—¿Esa es tu habitación?
—Sí. ¿Qué te pasa? Parece como si hubieras visto un fantasma… Es una
habitación completamente normal, excepto en una cosa. No, espera un momento;
espera aquí, mientras preparo el escenario.
Entró en la habitación, y al cabo de unos instantes llamó a Valentine.
—Bueno, ¿notas algo raro?
—No. Un poco de desorden, desde luego, pero tratándose de tu habitación…
Había una chaqueta tirada en el suelo y varias prendas de ropa esparcidas aquí y
allá.
—¿De veras? Bien, nada en las manos, nada en las mangas… —Con un rápido
gesto, Hugh Curtís tiró de la chaqueta—. ¿Qué es lo que ves ahora?
—Veo una prueba más del desorden que había notado antes. En el lugar donde
estaba la chaqueta, hay un par de zapatos.
—Mira bien esos zapatos. ¿No hay nada en ellos que te llame la atención?
Valentine los examinó. Eran unos zapatos corrientes, de color marrón, y estaban
uno al lado del otro, con las suelas vueltas hacia arriba, a unos pasos del armario.
Parecía como si alguien se los hubiera quitado, olvidándose después de guardarlos en
el armario, o los hubiera sacado del armario, olvidándose después de ponérselos.
—Bueno —dijo finalmente Valentine—, yo no acostumbro dejar mis zapatos con
la suela hacia arriba, pero en ti no me extraña.
—¡Ah! —exclamó Hugh triunfalmente—. Tu suposición es inexacta. No son mis
zapatos.
—¿No son tuyos? Entonces, los dejaron aquí por error. A Franklin se le olvidaría
llevárselos.
—Sí, suponiendo que los hubiera visto… Verás, he tratado de reconstruir la
escena, esperando impresionarte. Mientras Franklin estaba abajo recogiendo mi
equipaje, empecé a desvestirme para ganar tiempo; me quité la americana y la dejé
caer al suelo. En cuanto Franklin se hubo marchado, la recogí. De modo que Franklin
no vio los zapatos.
—Bueno, no creo que tenga tanta importancia. Seguramente, no necesitarán esos
zapatos hasta mañana. ¿O prefieres que llame a Franklin y le diga que se los lleve?
—¡Ah! —exclamó Hugh, que al parecer se estaba divirtiendo mucho—. Ahí está
el quid de la cuestión. Franklin no podría llevárselos.
—¿Por qué?
—¡Porque están pegados al suelo!
—¡Oh, vamos! —dijo Valentine—. Estás soñando.
Se inclinó, cogió uno de los zapatos y dio un leve tirón. El zapato no se movió.
—¿Te das cuenta? —gritó Hugh—. Preséntame tus excusas. Y confiesa que no es
cosa que ocurra todos los días encontrar en una habitación unos extraños zapatos
pegados al suelo.

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La respuesta de Valentine consistió en otro tirón. Pero los zapatos continuaron sin
moverse.
—Es inútil —comentó su amigo—. Están clavados, o pegados con goma, o algo
por el estilo. No han avisado aún para la cena; vamos a llamar a Franklin para que
nos aclare el misterio.
El mayordomo se presentó con el semblante demudado, y sorprendió a los dos
amigos al hablar antes de que le formularan cualquier pregunta.
—Buscaba usted a Mr. Munt, ¿verdad? —se dirigió a Valentine—. No sé dónde
está. He mirado en todas partes y no he podido encontrarle.
—¿Son suyos esos zapatos, por casualidad? —preguntó Valentine.
No pudieron negarse a sí mismos la inocente diversión de contemplar a Franklin
tratando de recoger los zapatos. Su rostro, al comprobar que estaban pegados al suelo,
fue todo un poema.
—Los zapatos pertenecen a Mr. Munt —murmuró—. Pero no comprendo cómo
pueden estar pegados al suelo así…
Los dos amigos se echaron a reír.
—Eso es precisamente lo que nosotros deseamos saber —dijo Hugh Curtís—. Por
eso le hemos llamado: creímos que usted podría ayudarnos.
—Son los zapatos de Mr. Munt —repitió el mayordomo—. Deben de tener algo
muy pesado dentro.
—Terriblemente pesado —asintió Valentine, con una carcajada.
El mayordomo volvió a inclinarse sobre los zapatos y repitió la tentativa. Cuando
se incorporó, su rostro estaba muy pálido.
—Dentro de los zapatos hay algo —dijo, asustado.
—«Y sus zapatos estaban llenos de pies» —canturreó Valentine burlonamente—.
Serán las ramas de un árbol, quizá.
—Lo que hay no es tan duro como la madera, señor —dijo el mayordomo—.
Puede comprobarlo usted mismo si aprieta un poco.
Se miraron el uno al otro, y una extraña tensión se apoderó de todos.
—Sólo hay un modo de descubrirlo —declaró Hugh Curtis, con una decisión que
sorprendió a Valentine.
—¿Cómo?
—Sacándolos.
—¿Sacando qué?
—¡Los zapatos, idiota!
—¿Sacándolos de dónde?
—Eso es precisamente lo que se trata de saber —dijo Curtis; y, arrodillándose,
aflojó el lazo de uno de los zapatos y empezó a tirar de él.
—¡Está saliendo, está saliendo! —exclamó—. Valentine, cógeme por la cintura y
tira fuerte. El talón ofrece una gran resistencia.
De pronto, el zapato quedó desprendido.

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—Bueno, aquí no hay más que un calcetín —susurró Valentine.
—Sí, pero da la casualidad de que dentro del calcetín hay un pie —dijo Curtis en
un tono muy raro, hablando con rapidez—. Y ahí, donde empieza a hundirse en el
suelo, hay un tobillo; debió de ser un hombre de corta estatura; no le conocía
personalmente, pero está tan aplastado…
El ruido de un cuerpo que caía les hizo volverse.
Franklin se había desmayado.

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UN TROZO DE LINÓLEO
DAVID H. KELLER

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E ra un caso evidente de suicidio. El coroner se había negado a tomar en
consideración cualquier otra posibilidad. Y sus vecinos compadecieron
sinceramente a Mrs. Harker.
—No me lo explico —decía poco después la propia Mrs. Harker a dos de sus
amigas—. No comprendo cómo John ha podido hacer una cosa así, con lo felices que
éramos.
»Lo comprendería si yo no hubiera sido una esposa amante para él. Pero, yo era
más que una esposa: era una compañera. Esta casa, por ejemplo. ¿Creéis que sería
nuestra, con toda la hipoteca amortizada, si hubiese dejado manejar el dinero a John
Harker? Ni en cien años. Cuando regresamos del viaje de novios y vi que John se
detenía en la estación a comprar flores para llevarlas a casa, comprendí cuál era mi
deber de esposa amante, y os aseguro que supe cumplirlo. Desde aquel día, controlé
rigurosamente todo el dinero que entraba en casa. Desde luego, le daba a John una
pequeña cantidad para sus gastos, y procuraba que no le faltara el periódico a la hora
de cenar, pero no le permití que comprara el periódico al salir del trabajo, porque
siempre se lo dejaba olvidado en el tren y yo no podía aprovecharlo para cubrir el
fondo de los cajones y de las estanterías.
»Si hubiésemos tenido hijos, no hubiera podido cuidar tan bien de él y de la casa
y de los muebles, pero antes de casarme el médico me dijo que estaba muy delicada y
que no podía exponerme a los peligros de la maternidad. Me dijo que tendría que
considerar a mi futuro marido como si fuera mi hijo. Desde luego, John tardó
bastante en comprenderlo, ya que la mayoría de los hombres no pueden comprender
el punto de vista femenino, pero finalmente se resignó a lo inevitable; aunque nunca
comprendió por qué decoraba su dormitorio en tonos rosa.
»Como estaba sola todo el día, tenía mucho tiempo para coser, y al cabo de poco
tiempo me confeccionaba toda mi ropa y la mayor parte de la de John. Él solía
pedirme que le dejara comprarse sus camisas, alegando que yo tenía demasiado
trabajo para pasarme el tiempo confeccionándolas, pero le contestaba que me gustaba
hacer aquellas cosas para él, y que él era el único bebé que yo tenía. En consecuencia,
al cabo de un tiempo dejó de hablar del asunto.
»Me preocupaba mucho por su salud. Incluso escribí a Washington pidiendo unos
libros especiales sobre alimentación. Y si en los veinte años de nuestra dulce vida de
casados, John Harker comió una cucharada de algo que no fuera puro y
completamente adecuado para un hombre de su peso y de sus características
digestivas, tuvo que hacerlo en un restaurante, nunca en su propia mesa.
»Siempre me preocupó su salud. Cada mañana lo mismo. Recordarle que se
llevara el paraguas, asegurarme de que se ponía los chanclos y de que llevaba la
necesaria ropa interior. Pero todas las molestias me parecían pocas, tratándose de la
salud de John.
»Y conservaba la casa limpia para él. No resulta muy fácil conservar limpia una
casa, cuando vive en ella un hombre. Pero lo que él ignoraba se la enseñé,

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pacientemente, como se enseñan esas cosas a un niño. Me costó dos años
acostumbrarle a entrar por la puerta trasera, a quitarse los zapatos y ponerse las
zapatillas al llegar a casa. Pero con mucha paciencia, mucho amor y mucha
insistencia, conseguí que adquiriera la costumbre.
»Teníamos unas alfombras magníficas, de esas que duran tres generaciones si son
tratadas convenientemente, y cuando descubrí lo descuidado que era John, coloqué
piezas de linóleo alrededor de los lugares donde él acostumbraba sentarse. Y cuando
venían sus amigos, y John se olvidaba de pedirles que no fumaran, me apresuraba a
colocar un trozo de linóleo debajo de ellos, para que la ceniza no manchara el suelo.
He sido una mujer delicada y nerviosa desde que cumplí los treinta años. El doctor
opinó que se debía al cambio, que empezaba a producir sus efectos; de modo que le
sugerí a John que debía ahorrarme el trabajo de lavar los platos después de cenar.
Pero, como era tan descuidado, tenía que poner varios trozos de linóleo debajo de la
fregadera, para evitar las salpicaduras de agua jabonosa sobre el suelo que tanto me
costaba encerar.
»Desde luego, no le impedía que disfrutara de alguna diversión. Una vez al año le
permitía asistir a una reunión de amigos, en Lofty Pine Trees, a pesar de que sabía
que a su regreso olería a humo de cigarro. Pero yo era muy paciente con él y nunca le
eché en cara el trabajo que me costaba hacer desaparecer el olor de su mejor traje. Al
final, lo rociaba de lavanda y de heliotropo, y los domingos, cuando se ponía el traje
para ir a la iglesia, sólo olía a perfume. Al parecer, sus amigos sabían apreciar la clase
de esposa que tenía John Harker, porque la corona que enviaron el día del entierro era
sencillamente encantadora. Seguramente la visteis… La coloqué en un lugar visible,
en la cabecera del ataúd. Una corona de pequeñas margaritas blancas, con las
palabras “Descansa en paz” dibujadas con violetas.
»Pero, desde luego, os interesará saber cómo ocurrió. Ya comprenderéis que,
dado mi delicado estado de salud, dormíamos en habitaciones separadas. Pero, como
dijo el doctor, un marido tiene sus derechos, y ni una sola noche cerré la puerta de
comunicación entre los dos dormitorios. Debo añadir que John era un caballero, y ni
una sola vez se aprovechó de mi amabilidad. Veréis, inmediatamente después de
casarnos le conté lo que el doctor me había dicho acerca de lo funesta que podría
resultarme cualquier impresión fuerte, y, sabiendo lo delicada que estaba, no quería
cargar su conciencia con el peso de mi muerte.
»Creo que ya os he dicho que había decorado su habitación en tonos rosa.
Además, en la pared y enfrente de la cama, de modo que fuera la última cosa que
viera al acostarse, y la primera al despertarse, había colgado una ampliación de una
fotografía que nos hicimos durante nuestro primer viaje a Atlantic City. Yo sentada en
una silla, y él detrás, de pie, sosteniendo una sombrilla para proteger mi cutis del sol.
Su cama era encantadora, y yo la conservaba escrupulosamente limpia, lo mismo que
la habitación. A un lado de la cama había un trozo de linóleo, y encima de él, una
escupidera de porcelana, con rosas de té pintadas a mano. Se la regalé antes de

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nuestra boda. Desde luego, John no incurría en la vulgaridad de fumar, aunque estoy
convencida de que si se hubiera casado con otra clase de mujer hubiera adquirido esa
fea costumbre. Pero era muy aficionado a la goma de mascar, de modo que todas las
noches le permitía que mascara un trocito, que debía tirar a la escupidera antes de
quedarse dormido. Cuando me encontraba bien, yo misma apagaba la luz de su
cuarto, después de comprobar que todo estaba en orden. Pero cuando me atacaba la
jaqueca, me veía obligada a confiar en que John había obedecido todas mis
instrucciones.
»El querido doctor dice que en cuanto desaparezca mi debilidad, desaparecerán
también las jaquecas, y espero que tenga razón.
»Aquella noche, le entregué a John su asignación semanal y le expliqué que,
comprando achicoria en vez de café, había ahorrado tres dólares y los había invertido
en un trozo de linóleo estampado para su dormitorio. El dibujo era muy bonito: un
Cupido, disparándole una flecha a un tembloroso ciervo, que simbolizaba la vida
matrimonial. John habló muy poco, pero después oí que apagaba la luz y que me
decía: “Buenas noches”. Inmediatamente comprendí que le pasaba algo, porque le
había enseñado a decir “Buenas noches, querida”, subrayando cariñosamente la
última palabra. Más tarde oí un drip, drip, drip, y supuse que un grifo goteaba o que
estaba lloviendo, y grité: “¡John! ¿Estás seguro de haber cerrado bien todos los grifos
del cuarto de baño?”. Y él se echó a reír y dijo que todo estaba en orden y que no me
preocupara.
»El drip, drip, drip continuó, aunque más débil, de modo que me quedé dormida.
Cuando entré en su habitación para despertarle, a fin de que pudiera bajar a preparar
el desayuno, ya que teníamos repartido así el trabajo, y eso me permitía tomarme
media hora más de necesario descanso, descubrí que el pobre John se había cortado la
muñeca con una hoja de afeitar y estaba muerto. Aquel goteo que había oído durante
la noche era la sangre de sus venas.
»El doctor me lo explicó todo; me dijo que John era un psicópata; que ningún
hombre casado con una mujer tan encantadora podía suicidarse, a no ser que
estuviera loco. Esa debe ser la explicación. De una cosa estoy convencida: durante los
veinte años de nuestra dulce vida matrimonial, John no aprendió nunca a apreciar mis
esfuerzos para que disfrutara de una casa agradable y limpia. Incluso en sus últimos
momentos fue descuidado. Si hubiera extendido el brazo dos pulgadas menos, se
hubiera desangrado sobre el linóleo, en vez de manchar la preciosa alfombra de su
habitación.

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ENOCH
EL APRENDIZ DE BRUJO
ATENTAMENTE SUYO, JACK
EL DESTRIPADOR
LA CASA DEL HACHA

ROBERT BLOCH

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ENOCH

S iempre empieza del mismo modo.


Primero, aquella sensación.
¿Habéis sentido nunca el peso de unos diminutos pies paseándose por la parte
superior de vuestro cráneo? ¿Pasos en vuestro cráneo, hacia adelante y hacia atrás,
hacia atrás y hacia adelante?
Así empieza.
Uno no puede ver al paseante. Después de todo, está encima de la cabeza de uno.
Si uno es listo, espera una oportunidad y repentinamente deja caer una mano sobre el
pelo. Pero así no hay modo de coger al paseante. Se da cuenta. Y aunque se dejen
caer las dos manos, siempre encuentra el modo de escapar. Tal vez salta.
Es terriblemente rápido. Y su presencia no puede ser ignorada. Si uno no presta
atención a los pasos, continúa su maniobra. Se instala en vuestra nuca, y susurra en
vuestro oído.
No puede dejar de notarse su cuerpo, tan diminuto y tan frío, fuertemente
apretado contra la base del cerebro. Tiene que haber algo entumecedor en sus garras,
porque no duelen… aunque más tarde se descubran pequeños arañazos en la nuca,
que sangran y sangran. Pero, en aquel momento, lo único que se sabe es que hay algo
diminuto y frío apretando allí. Apretando, y susurrando.
Entonces uno trata de luchar contra él. Trata de no oír lo que dice. Porque si uno
escucha, está perdido. Tiene que obedecerle.
¡Oh! Es malvado… y muy listo.
Sabe cómo asustar y amenazar, si uno se atreve a resistir. Por eso no lo intento
casi nunca. Me sale más a cuenta escuchar y luego obedecer.
Mientras estoy dispuesto a escuchar, las cosas no parecen tan malas. Porque
puede ser suave y persuasivo, también. Insinuante. ¡La de cosas que me ha prometido
con aquel sedoso susurro!
Y cumple sus promesas, también.
La gente cree que soy pobre porque nunca tengo dinero y vivo en aquella vieja
cabaña a orillas del pantano. Pero él me ha dado riquezas.
Después de hacer lo que él desea, me lleva con él —fuera de mí mismo— durante
días enteros. Existen otros lugares además de este mundo, ¿sabéis? Lugares en los
cuales soy rey.
La gente se ríe de mí y dice que no tengo amigos; las muchachas del pueblo
suelen llamarme «espantapájaros». Pero, a veces —después de haber obedecido sus
órdenes—, me trae reinas para que compartan mi lecho.
¿Simples sueños? No lo creo yo así. Es la otra vida lo que es un sueño; la vida en

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la cabaña a orillas del pantano. Aquella parte no me parece ya real.
Ni siquiera el matar…
Sí, mato a la gente.
Eso es lo que Enoch desea, ¿sabéis?
Eso es lo que me susurra. Me pide que mate a alguien para él.
No me gusta hacerlo. Y solía luchar contra ello —ya os lo he dicho antes,
¿verdad?—, pero ya no puedo seguir luchando.
Quiere que mate a alguien para él. Enoch. La cosa que vive encima de mi cabeza.
No puedo verle. No puedo cogerle. Sólo puedo sentirle, y oírle, y obedecerle.
A veces me deja solo durante días enteros. Luego, repentinamente, le siento allí,
moviéndose sobre el tejado de mi cerebro. Oigo claramente su susurro, hablándome
de alguien que está llegando a través del pantano.
No sé cómo puede estar enterado de su presencia. No puede haberle visto, y sin
embargo le describe a la perfección.
«Hay un trampero que desciende por el camino de Aylesworthy. Un hombre
bajito, gordo, calvo. Se llama Mike. Lleva un jersey marrón y unos pantalones azules.
Llegará al pantano dentro de diez minutos, cuando el sol empiece a ponerse. Se
detendrá debajo del árbol grande, cerca del terraplén.
»Será mejor que te escondas detrás de aquel árbol. Espera hasta que se disponga a
encender una fogata. Entonces ya sabes lo que tienes que hacer. Ahora, coge el hacha.
Date prisa».
A veces le preguntaba a Enoch qué me daría. Normalmente, me limitaba a confiar
en él. Sabía que iba a tenerlo, de todos modos. De manera que podía actuar sin
miedo. Enoch no se equivoca nunca, y me mantiene al margen de toda dificultad.
Es decir, lo hizo siempre… hasta la última vez.
Una noche, me encontraba en mi cabaña, cenando, cuando Enoch me habló de la
muchacha.
«Va a venir a visitarte —susurró—. Una muchacha muy hermosa, vestida de
negro. Tiene una maravillosa calidad en su cabeza: unos huesos excelentes.
Excelentes».
Al principio, creí que estaba hablando de una de mis recompensas. Pero Enoch se
estaba refiriendo a una persona real.
«Llamará a la puerta y te pedirá que la ayudes a arreglar su automóvil. Ha tomado
el camino lateral, con la intención de acortar su ruta. Ahora el automóvil está
atascado en el pantano, y una de las ruedas tiene que ser cambiada».
Resultaba divertido oír hablar a Enoch de cosas tales como ruedas de automóvil.
Pero Enoch sabe lo que se dice. Enoch lo sabe todo.
«Irás con ella para ayudarla. No te lleves nada. Encontrarás una llave inglesa en el
automóvil. Utilízala».
Esta vez traté de luchar con él. Murmuré:
—No lo haré, no lo haré.

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Enoch se echó a reír. Y luego me dijo lo que haría si me negaba a obedecerle. Me
lo dijo una y otra vez.
«Es preferible que se lo haga a ella que a ti —me recordó Enoch—. O
prefieres…».
«¡No! —dije—. ¡No! Lo haré».
«Después de todo —susurró Enoch—, no puedo evitarlo. Tengo que ser servido a
menudo. Para poder seguir viviendo. Para conservarme fuerte. De modo que pueda
servirte a ti. De modo que pueda darte cosas. Por eso tienes que obedecerme. Si no lo
haces, me quedaré aquí, y…».
«No —dije—. Lo haré».
Y lo hice.
La muchacha llamó a la puerta unos instantes después, y era tal como Enoch me
la había descrito. Era una muchacha muy hermosa… con una cabellera rubia. Me
gustan los cabellos rubios… Cuando estuve en el pantano con ella, me alegré de no
tener que dañar sus cabellos. La golpeé en la nuca con la llave inglesa.
Enoch me dijo todo lo que tenía que hacer, paso a paso.
Después de utilizar el hacha, arrojé el cadáver al pantano. Enoch estaba conmigo
y me advirtió que no dejara huellas de pasos. Las borré cuidadosamente.
Me preocupaba el automóvil, pero Enoch me indicó cómo debía utilizar el
extremo de un leño para hacer palanca. No estaba seguro de que el automóvil se
hundiera, pero se hundió. Y con mucha más rapidez de la que pudiera creerse.
Fue un alivio ver desaparecer el automóvil. A continuación tiré la llave inglesa al
pantano. Entonces, Enoch me dijo que regresara a mi cabaña, y así lo hice.
Inmediatamente me sentí poseído por una agradable sensación.
Enoch me había prometido algo especial en esta ocasión, y lo estaba cumpliendo.
Apenas me di cuenta de que la presión desaparecía de mi cabeza cuando Enoch me
abandonó para hacerse cargo de su botín…
No sé cuánto tiempo llevaba durmiendo. Bastante, supongo. Lo único que
recuerdo es que empecé a despertar, sabiendo que Enoch estaba de nuevo conmigo y
que algo iba mal.
Luego me desperté del todo, porque oí las llamadas a mi puerta.
Esperé un momento, esperé a que Enoch me susurrara, diciéndome lo que tenía
que hacer.
Pero Enoch estaba durmiendo. Siempre dormía… después.
Durante días enteros nada le despertaba; y durante aquellos días yo era libre.
Normalmente, gozaba a mis anchas de aquella libertad, pero en aquel momento
necesitaba la ayuda de Enoch.
Las llamadas a mi puerta se hicieron más imperiosas, y no pude esperar más.
Me levanté y fui a abrir.
Era el viejo sheriff Shelby.
«Vamos, Seth —me dijo—. Voy a llevarte a la cárcel».

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Yo no dije nada. Sus astutos ojillos negros escudriñaban todos los rincones de la
cabaña. Cuando me miró a mí, me sentí tan asustado que deseé que me tragara la
tierra.
Shelby no pudo ver a Enoch, desde luego. Nadie puede verle. Pero Enoch estaba
allí; le sentía encima de mi cráneo, enterrado debajo de una mata de pelo, durmiendo
tan sosegadamente como un niño.
«La familia de Emily Robbins dice que la chica pensaba regresar por el pantano,
para acortar el camino —me dijo el sheriff—. Hemos seguido las huellas de los
neumáticos hasta el antiguo terraplén».
Enoch no había pensado en las huellas de los neumáticos. ¿Qué podía yo decir?
Además:
«Cualquier cosa que digas podrá ser utilizada contra ti —dijo el sheriff Shelby—.
Vamos, Seth».
Fui con él. No podía hacer otra cosa. Fui con él al pueblo, y todos los ociosos
estaban en la calle y trataron de asaltar el automóvil. Entre la multitud había también
mujeres. No cesaban de gritarles a los hombres que «acabaran» conmigo.
Pero el sheriff Shelby los mantuvo a raya, y al final me encontré sano y salvo en
la cárcel. El sheriff me encerró en la celda de en medio. Las dos celdas contiguas a la
mía estaban vacías, de modo que me encontré solo. Completamente solo, excepción
hecha de Enoch, aunque Enoch seguía durmiendo tranquilamente.
Todo esto ocurría a primera hora de la mañana, y el sheriff Shelby salió de nuevo
con algunos hombres. Supongo que se proponían localizar y sacar el cadáver del
pantano.
Si es que podían. No me hicieron ninguna pregunta, cosa que me extrañó.
Charley Potter, en cambio, quería saberlo todo. El sheriff Shelby le había dejado
al cuidado de la cárcel mientras él estaba fuera. Me trajo el desayuno al cabo de un
rato, y empezó a merodear alrededor de la celda, haciendo preguntas.
Me limité a callar. Era mejor mantenerse callado que hablar con un imbécil como
Charley Potter. Charley creía que yo estaba loco. Lo mismo que la multitud reunida
en la calle. La mayoría de la gente de aquel pueblo creía que yo estaba loco… a causa
de mi madre, supongo, y debido al hecho de que vivía completamente solo en el
pantano.
¿Qué podía decirle a Charley Potter? Si le hablaba de Enoch, no me creería.
De modo que no dije nada.
Me limité a escuchar.
Charley Potter me habló entonces de la búsqueda de Emily Robbins, y de la
extrañeza del sheriff Shelby ante algunas desapariciones que se habían producido
últimamente. Dijo que se celebraría un importante juicio, y que el fiscal del distrito
estaba a punto de llegar de la capital del condado. También había oído decir que
habían enviado a buscar a un médico para que me examinara.
Efectivamente, en cuanto hube terminado de desayunar se presentó el médico.

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Charley Potter le abrió la puerta de la calle, y se vio negro para impedir que algunos
de los ociosos que esperaban fuera entraran con él. Supongo que querían lincharme.
El médico era un hombre bajito, con una puntiaguda barbilla, y ordenó a Charley
Potter que no se moviera de la oficina mientras él se sentaba en la parte de afuera de
mi celda y hablaba conmigo.
Era el doctor Silversmith.
En aquel preciso memento, yo no sentía absolutamente nada. Todo había sucedido
con tanta rapidez, que no había tenido tiempo de pensar.
Era como un sueño; el sheriff, y la multitud que quería lincharme, y el juicio, y el
cadáver en el pantano.
Pero algo en el aspecto de aquel doctor Silversmith cambió las cosas.
El doctor Silversmith era real, desde luego. Era el mismo médico que quiso
enviarme al Asilo cuando encontraron a mi madre.
Ésa fue una de las primeras cosas que el doctor Silversmith me preguntó: ¿Qué le
había sucedido a mi madre?
Parecía estar enterado de un montón de cosas acerca de mí, y esto me hizo más
fácil el hablar.
Le dije muchas cosas. Cómo vivíamos mi madre y yo en la cabaña. Que ella hacía
los filtros y los vendía. Le hablé de la olla grande y de las hierbas que recogíamos por
la noche. De las noches en que mi madre salía sola y yo oía aquellos extraños ruidos
procedentes del más allá.
Yo no quería hablar tanto, aunque él estaba enterado de muchas cosas, de todos
modos. Sabía que a mi madre la llamaban «bruja». Incluso sabía cómo murió: cuando
Santo Dinarelli se presentó en la cabaña aquella noche y la golpeó salvajemente
porque había preparado un brebaje para su hija, la cual huyó con aquel trampero. Y
también sabía que yo vivía solo en el pantano desde entonces.
Pero no sabía nada acerca de Enoch.
Enoch, que seguía durmiendo encima de mi cabeza, sin saber ni importarle lo que
me estaba sucediendo…
De pronto, me encontré hablándole de Enoch al doctor Silversmith. Deseaba
explicarle que en realidad no era yo el que había matado a la muchacha. De modo que
tuve que mencionar a Enoch, y el trato que mi madre había hecho en los bosques. No
me había permitido acompañarla —yo tenía solamente doce años—, pero se llevó un
poco de sangre mía en un frasquito.
Luego, cuando regresó, la acompañaba Enoch. Y Enoch se quedaría conmigo para
siempre, me explicó mi madre, para cuidar de mí y ayudarme en todos los sentidos.
Le expliqué todo esto minuciosamente y le dije que desde que murió mi madre,
Enoch había sido mi protector y mi guía.
Sí, durante todos aquellos años, Enoch me había protegido, tal como había
planeado mi madre. Ella sabía que yo era incapaz de valerme por mí mismo. Se lo
expliqué al doctor Silversmith, porque pensé que era un hombre sabio y sabría

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comprenderlo.
Estaba equivocado.
Lo supe inmediatamente. Porque, mientras el doctor Silversmith se inclinaba
hacia adelante, mesándose la barbilla y diciendo «Sí, sí» una y otra vez, noté la
expresión de su mirada. La misma clase de mirada que la de los habitantes del
pueblo. Una mirada desconfiada, recelosa.
Luego empezó a formularme una serie de preguntas ridículas. Acerca de Enoch,
al principio… aunque yo sabía que fingía creer en la existencia de Enoch. Me
preguntó cómo podía oír a Enoch, si no podía verle. Me preguntó si oía otras voces.
Me preguntó qué sensación experimenté al matar a Emily Robbins, y si yo… Pero no
quiero ni pensar en aquella pregunta. ¡Me hablaba como si yo fuera una persona…
loca!
Había estado tomándome el pelo todo el tiempo, al decirme que no conocía a
Enoch. Lo demostró al preguntarme a cuántas personas había matado. Y luego quiso
saber dónde estaban sus cabezas.
Pero no estaba dispuesto a que continuara burlándose de mí.
De modo que cerré la boca y me quedé más callado que una ostra.
Al cabo de un rato se levantó y se marchó, sacudiendo la cabeza. Me eché a reír,
porque sabía que no había descubierto lo que quería descubrir. Quería enterarse de
todos los secretos de mi madre, y de mis secretos, y de los secretos de Enoch.
Pero no lo consiguió, y yo me eché a reír. Y luego me puse a dormir. Dormí casi
toda la tarde.
Cuando me desperté, había otro hombre de pie delante de mi celda. Tenía un
rostro redondo y sonriente, y una mirada muy simpática.
—Hola, Seth —me dijo, en tono amistoso—. ¿Has dormido bien?
Me llevé la mano a la cabeza. No pude sentir a Enoch, pero supe que continuaba
allí y que seguía durmiendo. Se mueve con mucha rapidez, incluso cuando está
durmiendo.
—No te asustes —me dijo el hombre—. No voy a hacerte ningún daño.
—¿Le ha enviado a usted aquel médico? —pregunté.
El hombre se echó a reír.
—No, desde luego que no —dijo—. Me llamo Cassidy. Edwin Cassidy. Soy el
fiscal del distrito, y he venido aquí por razón de mi cargo. Supongo que puedo entrar
y sentarme…
—Estoy encerrado —dije.
—Le diré al sheriff que me dé las llaves —dijo Mr. Cassidy.
Fue en busca de las llaves y abrió mi celda; entró y se sentó a mi lado en el
camastro.
—¿No tiene usted miedo? —le pregunté—. Todo el mundo dice que soy un
asesino.
—No, Seth —dijo Mr. Cassidy—, no estoy asustado. Sé que tú no querías matar a

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nadie.
Colocó una mano sobre mi hombro y yo no me aparté. Era una mano blanda,
agradable. En el dedo anular llevaba un anillo con un diamante enorme que relucía a
los últimos rayos del sol.
—¿Cómo está Enoch? —me preguntó.
Di un salto.
—¡Oh! No te alarmes, Seth. El imbécil de Silversmith me lo contó cuando le
encontré en la calle. No comprende lo de Enoch, ¿verdad? Pero tú y yo lo
comprendemos.
—El doctor Silversmith cree que estoy loco —susurré.
—Bueno, entre nosotros, Seth, resulta un poco difícil de creer al principio. Pero
yo acabo de llegar del pantano. El sheriff Shelby y algunos de sus hombres siguen
trabajando allí.
»Hace un rato encontraron el cadáver de Emily Robbins. Y otros cadáveres
también. El cadáver de un hombre gordo, y el de un niño, y algún indio. El pantano
los conserva, ¿sabes?
Le miré a los ojos, y vi que seguían sonriendo, de modo que supe que podía
confiar en él.
—Si continúan trabajando allí, encontrarán otros cadáveres, ¿verdad, Seth?
Asentí.
—Pero yo no voy a esperar más. Vi lo suficiente para comprender que estabas
diciendo la verdad. Enoch te ha obligado a hacer todas esas cosas, ¿no es cierto?
Asentí de nuevo.
—Muy bien —dijo Mr. Cassidy, oprimiendo mi hombro—. Tú y yo nos
comprendemos perfectamente. De modo que no voy a reprocharte por nada de lo que
me cuentes.
—¿Qué es lo que desea saber? —pregunté.
—¡Oh! Muchas cosas. Estoy interesado en Enoch, ¿sabes? ¿A cuántas personas te
obligó a matar?
—A nueve —dije.
—¿Y todas están enterradas en el pantano?
—Sí.
—¿Conoces sus nombres?
—Sólo unos cuantos. —Le dije los nombres que conocía—. A veces, Enoch me
dice sus nombres antes de que salga a su encuentro.
Mr. Cassidy soltó una risita ahogada y sacó un cigarro. Fruncí el ceño.
—¿Te molesta que fume?
—Por favor… no me gusta. Mi madre no creía en el fumar; nunca me permitió
hacerlo.
Mr. Cassidy se rio ahora de un modo sonoro, pero volvió a meterse el cigarro en
el bolsillo y se inclinó hacia adelante.

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—Puedes ayudarme mucho, Seth —susurró—. Supongo que ya conoces las
obligaciones de un fiscal de distrito…
—Es una especie de abogado… para juicios y cosas de ésas, ¿no?
—Exactamente. Voy a estar presente cuando te juzguen, Seth. Supongo que no
querrás levantarte delante de toda aquella gente y contar lo que… lo que ha sucedido.
—¡Oh, no, Mr. Cassidy! Delante de toda aquella gente, no. Todos me odian.
—Entonces, voy a decirte lo que tienes que hacer. Vas a contármelo todo a mí, y
yo hablaré por ti. Es un trato amistoso, ¿no te parece?
Deseé que Enoch pudiera ayudarme, pero seguía durmiendo. Miré a Mr. Cassidy
y me decidí.
—Sí —dije—. Se lo contaré a usted.
De modo que le conté todo lo que sabía.
Al cabo de un rato Mr. Cassidy estaba tan interesado en mi relato que no se rio ni
una sola vez. Cuando terminé, me dijo:
—Hay algo más que desearía saber, Seth. Hemos encontrado varios cadáveres en
el pantano. Hemos podido identificar a Emily Robbins y a alguno de los otros. Pero
todo sería más fácil para nosotros si supiéramos algo que tú puedes decirme. ¿Dónde
están las cabezas?
Me puse en pie y me volví de espaldas.
—No voy a decirle eso —dije—, porque lo ignoro.
—¿Lo ignoras?
—Las cabezas se las daba a Enoch —expliqué—. ¿Comprende? Por eso tenía que
matar gente para él. Enoch quería sus cabezas.
Mr. Cassidy pareció intrigado.
—Siempre me hacía cortar las cabezas y dejarlas allí —continué—. Arrojaba los
cadáveres al pantano y luego me marchaba a casa. Enoch me hacía dormir y me
recompensaba. Después, él se marchaba en busca de las cabezas.
—¿Para qué las quería, Seth?
Se lo dije.
—De modo que si pudiera usted encontrarlas —concluí—, no creo que pudiera
identificarlas.
Mr. Cassidy suspiró y se sentó.
—Pero ¿por qué permitías que Enoch hiciera esas cosas?
—Tenía que hacerlo. En caso contrario, él me lo hubiera hecho a mí. Era su
amenaza de siempre. Necesitaba las cabezas. Y yo tenía que obedecerle.
Mr. Cassidy me contempló mientras yo andaba arriba y abajo, pero no dijo una
sola palabra. Parecía haberse puesto muy nervioso, de repente, y cuando me acerqué
a él, casi dio un brinco hacia atrás.
—Usted explicará todo esto en el juicio, desde luego —dije—. Lo de Enoch, y
todo lo demás.
Sacudió la cabeza.

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—No voy a hablar de Enoch en el juicio, ni quiero que lo hagas tú —dijo Mr.
Cassidy—. Nadie va a enterarse de que Enoch existe.
—¿Por qué?
—Estoy tratando de ayudarte, Seth. ¿Sabes lo que dirá la gente si les hablas de
Enoch? ¡Dirá que estás loco! Y tú no quieres que digan eso, ¿verdad?
—No. Pero ¿qué puede hacer usted? ¿Cómo puede ayudarme?
Mr. Cassidy sonrió.
—Le temes a Enoch, ¿no es cierto? Bueno, supongamos que me das a Enoch…
—¿A usted?
—Sí. Supongamos que me das a Enoch, ahora mismo. Yo cuidaré de él durante el
juicio. Como no será tuyo, no tendrás que decir nada acerca de él, ¿comprendes? Y
no creo que Enoch desee que la gente se entere de lo que hace…
—Desde luego —dije—. Se pondría furioso. Pero no me gusta dárselo a usted sin
consultarle a él… y ahora está durmiendo.
—¿Durmiendo?
—Sí. Encima de mi cabeza. Aunque usted no puede verle, desde luego.
Mr. Cassidy contempló mi cabeza y soltó una risita.
—¡Oh! Puedo explicárselo todo cuando despierte —me dijo—. Cuando sepa que
es por su bien, se alegrará, seguramente.
—Bueno… siendo así, supongo que no habrá inconveniente —suspiré—. Pero
tiene usted que prometerme que le cuidará bien.
—Prometido —dijo Mr. Cassidy.
—¿Y le dará usted lo que quiera? ¿Lo que necesite?
—Desde luego.
—¿Y no se lo dirá a nadie?
—Absolutamente a nadie.
—Desde luego, ya sabe usted lo que le pasará si se niega a darle a Enoch lo que le
pida —le advertí—. Enoch se lo tomará a usted… a la fuerza.
—No te preocupes, Seth.
Permanecí completamente inmóvil unos instantes. Porque repentinamente había
notado algo que se deslizaba hacia mi oído.
—Enoch —susurré—. ¿Puedes oírme?
Me oyó.
Se lo expliqué todo. Y le dije que iba a entregarlo a Mr. Cassidy.
Enoch no dijo nada.
Mr. Cassidy no dijo nada. Se limitó a permanecer sentado, sonriendo. Supongo
que debió extrañarle un poco ver que yo hablaba con… nadie.
—Vete con Mr. Cassidy —susurré—. Anda, vete con él.
Y Enoch se fue.
Noté que desaparecía de mi cabeza un peso muy liviano, pero eso fue todo. Sin
embargo, supe que se había marchado.

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—¿Puede usted sentirle, Mr. Cassidy? —pregunté.
—¿Qué…? ¡Oh, sí, desde luego! —dijo Mr. Cassidy, y se puso en pie.
—Cuide bien a Enoch —le recomendé.
—Lo mejor que pueda.
—No se ponga el sombrero —le advertí—. A Enoch no le gustan los sombreros.
—Lo siento, no lo sabía. Bueno, Seth, ahora tengo que marcharme. Me has
ayudado mucho… y a partir de este momento vamos a olvidarnos de Enoch y no
hablaremos de él a nadie.
»Luego volveré para que hablemos del juicio. Ese doctor Silversmith anda
diciéndole a la gente que estás loco. Tal vez será mejor que niegues todo lo que le has
dicho… ahora que yo tengo a Enoch.
Parecía una idea excelente, pero entonces yo ya sabía que Mr. Cassidy era un
hombre listo.
—Lo que usted diga, Mr. Cassidy. Sea bueno con Enoch, y él será bueno con
usted.
Mr. Cassidy estrechó mi mano y se marchó con Enoch. Me sentí algo cansado.
Tal vez era la tensión, tal vez me sentía un poco raro, sabiendo que Enoch se había
marchado. Sea lo que fuere, me tumbé en el camastro y me quedé dormido.
Cuando me desperté era de noche. El viejo Charley Potter estaba aporreando los
barrotes de mi celda. Me había traído la cena.
Cuando me acerqué a él dio un salto y retrocedió un par de pasos.
—¡Asesino! —aulló—. ¡Han encontrado nueve cadáveres en el pantano! ¡Loco
malvado!
—Vamos, Charley —le dije—. Siempre creí que eras amigo mío.
—¿Amigo tuyo? ¡Santo cielo! Voy a marcharme ahora mismo, dejándote
encerrado para toda la noche. El sheriff se encargará de que nadie entre a lincharte…
aunque, si quieres saber mi opinión, creo que está malgastando su tiempo.
Luego, Charley apagó todas las luces y se marchó. Le oí cerrar la puerta de la
calle. Estaba solo en la cárcel.
¡Completamente solo! Me producía una extraña impresión estar solo por primera
vez en tantos años… completamente solo, sin Enoch.
La luna brillaba a través de la ventana y me acerqué a ella, contemplando la calle
solitaria. A Enoch siempre le había gustado la luna. Le excitaba. Me pregunté cómo
se sentiría ahora, con Mr. Cassidy.
Ignoro cuánto tiempo permanecí de pie junto a la ventana. Mis piernas estaban
entumecidas cuando me volví en redondo al oír que alguien hurgaba en la cerradura
de la puerta de la calle.
La puerta se abrió y entró Mr. Cassidy, corriendo.
—¡Quítame eso! —aulló—. ¡Quítame eso!
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.
—¡Ese maldito Enoch! Creí que estabas loco… tal vez el loco soy yo… pero

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¡llévatelo!
—Bueno, Mr. Cassidy, ya le advertí cómo era Enoch.
—¡Está aferrado a mi nuca! ¡Susurrándome cosas al oído!
—Ya se lo dije, Mr. Cassidy. Enoch quiere algo, ¿verdad? Pues bien, tiene usted
que dárselo. Lo prometió.
—No puedo. No quiero matar para él… no puede obligarme…
—Puede, Mr. Cassidy. Y lo hará.
Mr. Cassidy se aferró a los barrotes de la puerta de la celda.
—Seth, tienes que ayudarme. Llama a Enoch. Haz que vuelva contigo. Aprisa.
—De acuerdo, Mr. Cassidy —dije.
Llamé a Enoch. No me contestó. Volví a llamarle. Silencio.
Mr. Cassidy empezó a llorar. Su llanto me impresionó y le compadecí de veras.
Sabía lo que Enoch podía hacerle a uno cuando susurraba de aquel modo. Primero
rogaba, luego apremiaba, y luego amenazaba…
—Será mejor que le obedezca —le dije a Mr. Cassidy—. ¿Le ha dicho a quién
tiene que matar?
Mr. Cassidy no me oyó. Seguía llorando. Y luego cogió las llaves y abrió la celda
contigua a la mía. Entró y cerró la puerta.
—No quiero —sollozó—. ¡No quiero, no quiero!
—¿Qué es lo que no quiere? —pregunté.
—No quiero matar al doctor Silversmith en el hotel y darle su cabeza a Enoch.
¡Me quedaré aquí, en la celda, donde estoy seguro! ¡Oh! ¡Maldito diablo…!
Se dejó caer al suelo, y pude verle a través de los barrotes que separaban nuestras
celdas rebuscando furiosamente con las manos entre sus cabellos.
—Será mejor que obedezca —le grité—. Si no lo hace, Enoch se enojará y… ¡Oh,
Mr. Cassidy! ¡Dese prisa!
En aquel momento, Mr. Cassidy profirió un débil gemido y creo que se desmayó.
No dijo nada más y dejó de mover las manos. Le llamé, pero no me contestó.
¿Qué podía hacer? Me senté en el rincón más oscuro de mi celda y contemplé la
luna. La luna siempre excita a Enoch.
De pronto, Mr. Cassidy empezó a gritar. Con unos gritos ahogados, que surgían
de lo más profundo de su garganta. No se movió para nada, limitándose a gritar.
Supe que Enoch se estaba tomando lo que deseaba… de Mr. Cassidy.
¿Qué iba a sacar con mirar? No podía detener a Enoch, y ya había advertido a Mr.
Cassidy.
De modo que permanecí sentado, tapándome los oídos con las manos, hasta que
todo hubo terminado.
Cuando volví a mirar, Mr. Cassidy estaba completamente inmóvil, apoyado en los
barrotes. El silencio era absoluto.
Pero no: se oía un ronroneo, un leve y lejano ronroneo. El ronroneo de Enoch,
cuando está harto. Luego oí un rasgueo. El rasgueo de las garras de Enoch, cuando

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retoza de satisfacción porque está harto.
El ronroneo y el rasgueo procedían del interior de la cabeza de Mr. Cassidy.
Era Enoch, desde luego, y se sentía feliz.
También yo me sentía feliz.
Alargué el brazo a través de los barrotes y cogí las llaves del bolsillo de Mr.
Cassidy. Abrí la puerta de mi celda y quedé libre.
Ahora que Mr. Cassidy había desaparecido, no tenía por qué quedarme aquí. Ni
tenía por qué quedarse Enoch. Le llamé.
—¡Vamos, Enoch!
Fue la vez que más cerca estuve de Enoch: una especie de sombra blanquecina
que surgía del agujero rojo que había excavado en la nuca de Mr. Cassidy.
Luego noté el blando y frío peso que aterrizaba en mi cabeza, y supe que Enoch
había regresado a su verdadero hogar.
Avancé a lo largo del pasillo y abrí la puerta de la calle.
Los diminutos pies de Enoch empezaron a pasear por el tejado de mi cerebro.
Juntos nos hundimos en la oscuridad nocturna. En el cielo, muy alta, brillaba la
luna, todo estaba sumido en un profundo silencio, y pude oír, aunque muy
débilmente, el alegre susurro de Enoch en mi oído.

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EL APRENDIZ DE BRUJO

Q uisiera que apagaran las luces. Me hacen daño en los ojos.


No necesitan las luces, porque les diré todo lo que deseen saber. Voy a
contárselo todo, todo. Pero apaguen las luces.
Y, por favor, no me miren. ¿Cómo puede un hombre pensar, con todos ustedes
rodeándole y haciéndole preguntas, preguntas, preguntas…?
De acuerdo, estaré tranquilo. Estaré muy tranquilo. No quería gritar. No suelo
perder la calma, de veras. Ustedes saben que nunca le hice daño a nadie.
Lo que ocurrió fue un accidente. Y ocurrió porque yo perdí el Poder.
Pero ustedes no saben lo del poder, ¿verdad? No saben nada acerca de Sadini y de
su regalo.
No, no estoy inventando nada. Ésta es la verdad, caballeros. Puedo demostrarlo, si
me escuchan ustedes. Les contaré lo que ocurrió desde el principio.
Si quisieran apagar las luces…
Me llamo Hugo. No, sólo Hugo. Éste es el único nombre que me daban en la
Casa. Viví en la Casa siempre, que yo pueda recordar, y las Hermanas fueron muy
buenas conmigo. Los otros niños eran malos, no querían jugar conmigo, a causa de
mi espalda y de mi bizquera, ¿saben? Pero las Hermanas eran buenas. No me
llamaban «majareta» ni se burlaban de mí porque no podía recitar. Ni me perseguían
para pegarme y hacerme llorar.
No, estoy perfectamente. Estaba contándoles lo de la Casa, pero no tiene
importancia. Todo empezó después de mi fuga.
Verán, las Hermanas me dijeron que estaba haciéndome demasiado viejo. Querían
llevarme a otro lugar, con un médico. Pero Fred —que era uno de los muchachos que
no me pegaba— me dijo que no fuera con el médico. Dijo que el lugar al cual querían
llevarme era malo, y que el médico era malo. En aquel lugar había habitaciones con
rejas en las ventanas, y el médico me ataría a una mesa y me sacaría el cerebro. Fred
me dijo que el médico quería operarme el cerebro, y que luego me moriría.
De modo que comprendí que las Hermanas creían también que yo estaba loco, y
el médico vendría a buscarme al día siguiente. Por eso me escapé, saltando el muro,
aquella misma noche.
Pero a ustedes no les interesa lo que ocurrió después de eso, ¿verdad? Me refiero
a cuando vivía debajo del puente, y vendía periódicos, y en invierno pasaba tanto
frío…
¿Sadini? Sí, forma parte de ello; del invierno y del frío, quiero decir. Porque fue
el frío lo que me hizo desmayar en aquella avenida, detrás del teatro, y así fue como
me encontró Sadini.

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Recuerdo que la avenida estaba cubierta de nieve, y que de repente ya no vi nada.
Luego, cuando me desperté, estaba en un lugar caliente, dentro del teatro, en los
vestuarios, y había un ángel que me miraba.
Bueno, en aquel momento pensé que era un ángel. Tenía una cabellera larga y
dorada, y cuando alargué la mano para tocarla, ella sonrió.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó—. Toma, bébete esto.
Me dio algo bueno y caliente para beber. Yo estaba tendido sobre un diván, y ella
sostenía mi cabeza mientras bebía.
—¿Cómo he llegado hasta aquí? —pregunté—. ¿Estoy muerto?
—Creí que lo estabas cuando Víctor te trajo. Pero creo que ahora estás
perfectamente.
—¿Víctor?
—Víctor Sadini. No me digas que no has oído hablar del Gran Sadini.
Sacudí la cabeza.
—Es un mago. Ahora va a actuar. ¡Dios mío, esto me recuerda que tengo que
cambiarme! —Cogió la taza y añadió—: Quédate aquí descansando hasta que yo
vuelva.
Le sonreí. Me resultaba muy difícil hablar, porque a mi alrededor todo daba
vueltas.
—¿Quién es usted? —susurré.
—Isobel.
—Isobel —repetí. Era un nombre muy bonito, y lo susurré una y otra vez hasta
que me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a despertarme… quiero decir, hasta que
me desperté y noté que me encontraba perfectamente. Había estado sumido en una
especie de duermevela, y a veces podía ver y oír durante unos momentos.
Una de las veces vi a un hombre alto, con el pelo negro y un gran bigote,
inclinado sobre mí. Iba vestido de negro, y tenía los ojos negros. Pensé que tal vez era
el diablo que había venido para llevarme con él al infierno. Las Hermanas solían
hablarnos del diablo. Estaba tan asustado, que volví a desmayarme.
En otra ocasión pude oír unas voces que hablaban, y abrí los ojos y vi al hombre
vestido de negro y a Isobel sentados en la habitación. Supongo que no sabían que yo
estaba despierto, porque estaban hablando de mí.
—¿Cuánto tiempo crees que voy a aguantar esto, Vic? —estaba diciendo ella—.
Estoy hasta la coronilla de hacer de enfermera de ese piojoso. ¿Qué te propones? No
le conoces de nada…
—No podíamos dejarle morir como un perro en la nieve. —El hombre vestido de
negro se había levantado y andaba de un lado para otro, tirándose de las puntas del
bigote—. Sé razonable, querida. El pobre estaba muriéndose. Y no lleva nada encima
que pueda identificarle. Está en un apuro, y necesita ayuda.
—¡Vaya con el samaritano! Hay hospitales y casas de beneficencia, ¿no es cierto?

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Si esperas que me pase el tiempo entre función y función cuidando a un sarnoso…
No podía comprender lo que ella quería decir, lo que estaba diciendo. Era tan
hermosa… Sabía que tenía que ser buena, y que todo era un error. Tal vez estaba
demasiado enfermo para oír bien.
Luego volví a quedarme dormido, y cuando desperté me sentí mejor, distinto, y
supe que todo había sido un error. Porque ella estaba allí, y me sonreía de nuevo.
—¿Cómo estás? —me preguntó—. ¿Te sientes con ánimos para comer algo?
Sólo podía mirarla y sonreír. Llevaba una larga capa verde cubierta de estrellas
plateadas, y en aquel momento me convencí de que era un ángel.
Luego entró el diablo.
—Ha recobrado el conocimiento, Vic —dijo Isobel.
El diablo me miró y sonrió.
—¡Hola, muchacho! Me alegro de que estés bien. Durante un par de días, no creí
que gozáramos por mucho tiempo del placer de tu compañía.
Me limité a mirarle.
—¿Por qué me miras de ese modo? ¿Te asusta mi disfraz? Claro, ni siquiera sabes
quién soy, ¿verdad? Me llamo Víctor Sadini. El Gran Sadini… ilusionista.
Isobel me miraba sonriendo, de modo que supuse que todo iba bien. Asentí.
—Me llamo Hugo —susurré—. Me salvó usted la vida, ¿verdad?
—Olvídalo, muchacho. Deja la conversación para más tarde. Ahora necesitamos
comer algo y descansar. Has estado tendido en ese sofá tres días y tres noches. Y
tienes que recuperar las fuerzas, porque el miércoles terminan las funciones aquí y
tendremos que trasladarnos a Toledo.
El viernes terminaron las funciones y nos trasladamos a Toledo. Sí, yo también.
Me había convertido en el nuevo ayudante de Sadini.
Esto fue antes de saber que Sadini era un servidor del diablo. Pensé que era un
hombre bueno que me había salvado la vida. Se sentó en el sofá, a mi lado, y me lo
explicó todo. Que se había dejado crecer el bigote, y se peinaba de aquel modo, y
vestía de negro, porque un mago debía de tener aquel aspecto.
Hizo varios trucos para que los viera; trucos maravillosos con cartas y monedas y
pañuelos que sacaba de mis orejas y agua de colores que sacaba de mis bolsillos.
También podía hacer desaparecer las cosas, y me asusté mucho, hasta que me dijo
que todo era un truco.
El ultimo día me permitió quedarme detrás del escenario, mientras él aparecía
ante el público y hacía lo que llamaba su «actuación», y entonces vi cosas
maravillosas.
Hizo que Isobel se tendiera sobre una mesa, y luego agitó una varita y ella flotó
en el aire sin que nada la sostuviera. Luego la hizo ponerse en pie, y el público
aplaudió mucho. Después, Isobel le fue entregando cosas para que él hiciera trucos
con ellas, y él agitaba su varita mágica y las cosas desaparecían, estallaban o
cambiaban. Hizo crecer un enorme árbol de una pequeña planta, ante mis propios

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ojos. Y luego metió a Isobel dentro de una caja, y unos hombres trajeron una gran
sierra circular, y él dijo que iba a aserrar a Isobel por la mitad del cuerpo.
Estuve a punto de correr al escenario, para detenerle, pero Isobel no estaba
asustada, y los hombres que estaban cerca de mí se reían mucho, de modo que supuse
que se trataba de otro truco.
Pero cuando enchufó la sierra, que era una sierra eléctrica, y empezó a aserrar la
caja, todo mi cuerpo quedó empapado en sudor, porque pude ver que estaba partiendo
a Isobel por la mitad. Pero ella seguía sonriendo, señal de que no estaba muerta…
Luego, Sadini la cubrió con un paño, apartó la sierra, agitó su varita mágica… y
un segundo después Isobel estaba en pie, toda entera. Era la cosa más maravillosa que
había visto en toda mi vida, y creo que aquel espectáculo fue lo que me decidió a
quedarme con Sadini.
De modo que hablé con él, diciéndole quién era, y que no tenía ningún lugar
adonde ir, y que trabajaría para él por nada, en agradecimiento a que me había
salvado la vida. Lo que no le dije era que quería ir con él para poder ver a Isobel,
porque sospeché que no le gustaría. Y creo que tampoco a ella le hubiera gustado. Me
había enterado de que estaba casada con Sadini.
Lo que le dije no tenía mucho sentido, pero él pareció comprenderlo.
—Tal vez puedas serme útil —dijo—. Necesito a alguien que cuide del material.
Eso me ahorraría mucho tiempo. Además, podrías montar y desmontar los aparatos…
—Ixnay —dijo Isobel—. Utsnay.
Sadini la comprendió, pero yo no entendí nada. Tal vez era un lenguaje mágico.
—Hugo lo hará bien —dijo Sadini—. Necesito a alguien, Isobel. Alguien de
quien pueda fiarme, ¿comprendes?
—Escucha, este…
—Tómalo con calma, Isobel.
Isobel estaba muy enojada, pero cuando su marido la miró disimuló y trató de
sonreír.
—De acuerdo, Vic. Lo que tú digas. Pero recuerda que has sido tú el que has
tomado la decisión.
—Desde luego. —Sadini se acercó a mí—. Bueno, muchacho —dijo—. Desde
este momento eres mi ayudante.
Así ocurrió.
Las cosas transcurrieron bien durante mucho tiempo. Fuimos a Toledo, y a
Detroit, y a Indianápolis, y a Chicago, y a Milwaukee, y a St. Paul… a un montón de
lugares. Aunque para mí eran todos iguales. Viajábamos en tren, y luego Sadini e
Isobel se iban a un hotel, y yo me quedaba descargando los aparatos. (Ése era el
nombre que Sadini daba a las cosas que utilizaba en su espectáculo). Después
ayudaba a trasladarlos al teatro, en un camión.
Dormía en el mismo teatro, casi siempre en el camerino destinado a Sadini, y
comía con Sadini y con Isobel. Aunque no siempre con Isobel. Le gustaba quedarse

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durmiendo hasta muy tarde en el hotel, y creo que estaba avergonzada de mí, al
principio. Con mi aspecto, no puedo reprochárselo.
Desde luego, al cabo de una temporada Sadini me compró un traje nuevo. Sadini
era muy bueno conmigo. Hablaba mucho de sus trucos y de su actuación, y siempre
hablaba de Isobel. No comprendía cómo era posible que un hombre tan bueno como
él dijera aquellas cosas de su esposa.
Aunque Isobel no parecía simpatizar conmigo, yo sabía que era un ángel. Era tan
hermosa como los ángeles que había en los libros que las Hermanas me enseñaban.
Desde luego, Isobel no podía estar interesada en unas personas tan feas como yo o
como el propio Sadini, con sus ojos negros y su negro bigote. No comprendo cómo se
casó con él, pudiendo haberlo hecho con hombres tan guapos como George Wallace,
por ejemplo.
Isobel veía a George Wallace continuamente, ya que él tenía un pequeño número
en el mismo espectáculo con el que viajábamos nosotros. Era alto, tenía el pelo rubio
y los ojos azules, y era cantante y bailarín. Isobel solía permanecer entre bastidores
(así es como llaman a las partes laterales del escenario) cuando él actuaba. A veces
hablaban animadamente y se reían mucho, y en cierta ocasión, cuando Isobel dijo que
iba a marcharse al hotel porque le dolía la cabeza, vi que se metía en el camerino de
George Wallace.
Tal vez no debí contarle eso a Sadini, pero se me escapó antes de que pudiera
evitarlo. Se puso muy furioso, me hizo muchas preguntas, y luego me dijo que
mantuviera la boca cerrada y los ojos abiertos.
Ahora comprendo que hice mal al decirle que sí, pero en aquel momento sólo
pensaba que Sadini había sido bueno conmigo. De modo que me dediqué a espiar a
Isobel y a George Wallace; y un día, cuando Sadini estaba ausente, entre dos
funciones, les vi entrar de nuevo en el camerino de Wallace. Me acerqué de puntillas
a la puerta y miré a través del ojo de la cerradura. No había nadie por allí, y nadie
pudo verme enrojecer.
Porque Isobel estaba besando a George Wallace y él estaba diciendo:
—Vamos, querida… no discutamos más. Cuando termine el espectáculo, nos
marcharemos juntos. Nos dirigiremos a la costa, y…
—¡Deja de decir tonterías! —Isobel parecía estar furiosa—. No me desagradas,
Georgie, ya lo sabes, pero sé lo que me conviene. Vic es cabecera de cartel; gana mil
dólares por semana, en tanto que tú no eres más que un telonero. Y el negocio es el
negocio, querido.
—¡Vic! —exclamó George Wallace sarcásticamente—. ¿Qué es lo que tiene, a fin
de cuentas? Un camión lleno de aparatos, y un bigote. Cualquiera puede hacer un
número de ilusionismo… Yo mismo lo haría, si tuviera el dinero para comprar los
aparatos. Tú conoces todos sus trucos. Podríamos formar pareja y presentar nuestro
propio espectáculo. El Gran Wallace y Compañía… ¿Qué tal suena?
—¡Georgie!

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Lo dijo con tanta rapidez y se movió tan aprisa, que no tuve tiempo de
marcharme. Isobel abrió la puerta… y allí estaba yo.
—¿Qué diablos…?
George Wallace asomó detrás de Isobel, y al verme levantó amenazadoramente
una mano, pero ella le cogió del brazo.
—¡Quieto! —le dijo—. Yo arreglaré esto. —Luego me dirigió una sonrisa, y
comprendí que no estaba enfadada—. Vamos abajo, Hugo —me dijo—. Tú y yo
tenemos que hablar un poco.
Nunca olvidaré aquella conversación.
Nos sentamos en el camerino, Isobel y yo, completamente solos. Isobel me cogió
la mano —tenía unas manos muy finas y muy suaves—, y me miró a los ojos, y habló
con su cantarina voz, que era como estrellas y rayos de sol.
—De modo que lo has descubierto —me dijo—. Esto significa que tendré que
contártelo todo. No… no deseaba que lo supieras, Hugo. Nunca. Pero temo que ahora
no me queda otro camino.
Asentí. No me atrevía a mirarla; de modo que me limité a mirar el tocador. Allí
estaba la varita de Sadini… su larga varita negra con el puño dorado.
—Sí, es cierto, Hugo. George Wallace y yo estamos enamorados. Quiere que me
marche con él.
—Pe… pero Sadini es un hombre muy bueno —le dije—. Aunque tenga ese
aspecto.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, la primera vez que le vi, pensé que era el diablo, pero ahora…
Noté que Isobel contenía la respiración.
—¿Pensaste que parecía el diablo, Hugo?
Me eché a reír.
—Sí. Verá, las Hermanas decían que yo no era muy listo, y querían operarme de
la cabeza porque no comprendía las cosas. Pero estoy perfectamente. Usted lo sabe.
Pensé que Sadini podía ser el diablo, hasta que él me dijo que todo era un truco. Que
no tenía ninguna varita mágica, y que no la aserraba a usted por la mitad…
—¡Y tú lo creíste!
La miré. Estaba sentada con el cuerpo muy erguido, y sus ojos brillaban
intensamente.
—¡Oh, Hugo! Si lo supieras… A mí me pasó lo mismo, ¿sabes? Al principio de
conocerle, confiaba en él. Y ahora soy su esclava. Por eso no puedo escaparme,
porque soy su esclava. Del mismo modo que él es esclavo… del diablo.
Debí poner una cara muy rara, porque Isobel me contempló con expresión
divertida mientras continuaba:
—No sabías esto, ¿verdad? Le creíste cuando te dijo que todo eran trucos, y que
el aserrarme por la mitad en el escenario no era más que una ilusión, provocada por
medio de un juego de espejos…

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—Pero él utiliza espejos —dije—. Lo sé, porque cada vez tengo que cargarlos y
descargarlos.
—Sólo sirven para engañar a los tramoyistas —dijo Isobel—. Si supieran que
Sadini es realmente un brujo, lo harían encerrar. ¿No te hablaron las Hermanas del
diablo y de venderle el alma?
—Sí, había oído contar algunas historias, pero pensé…
—Me crees, ¿verdad, Hugo? —Me cogió de nuevo la mano y me miró fijamente
—. Cuando Sadini me levanta en el aire, en pleno escenario, es brujería. Una palabra,
y yo caería muerta. Cuando me parte por la mitad, es real. Por eso no puedo
escaparme, por eso soy su esclava.
—Entonces, la varita mágica que utiliza para hacer los trucos debió de dársela el
diablo…
Isobel asintió, mirándome.
Miré la varita. Brillaba sobre el tocador, y los cabellos de Isobel brillaban, y sus
ojos brillaban.
—¿Por qué no puedo robar la varita? —pregunté.
Isobel sacudió la cabeza.
—No serviría de nada. No serviría de nada… mientras Sadini esté vivo.
—Mientras Sadini esté vivo —repetí.
—Pero si a Sadini le pasara… ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme! Sólo hay un
medio, y no sería un pecado, porque Sadini ha vendido su alma al diablo. ¡Oh, Hugo,
tienes que ayudarme, me ayudarás…!
Isobel me besó.
Isobel me besó. Sí, rodeó mi cuello con sus brazos, y sus dorados cabellos me
acariciaron el rostro, y sus labios eran suaves, y sus ojos eran como estrellas, y me
dijo lo que tenía que hacer, y cómo tenía que hacerlo, y que no sería un pecado,
porque Sadini le había vendido su alma al diablo, y que nadie lo sabría nunca.
De modo que le dije que sí, que lo haría.
Isobel me dijo cómo tenía que hacerlo.
Y me hizo prometer que nunca se lo contaría a nadie, sucediera lo que sucediera,
incluso si las cosas salían mal y empezaban a hacerme preguntas.
Se lo prometí.
Y luego esperé. Esperé que Sadini regresara al camerino, después de la función.
Isobel se marchó, y le dijo a Sadini que se quedara conmigo y me ayudara a
empaquetar las cosas, porque yo estaba enfermo, y él dijo que lo haría. Todo iba
saliendo tal como Isobel me había dicho.
Empezamos a empaquetar las cosas, y en el teatro no había nadie más que el
portero, y estaba abajo, en el cuartito que daba a la avenida. Mientras Sadini
continuaba empaquetando salí al vestíbulo, y vi que todo estaba oscuro y silencioso.
Luego entré de nuevo en el camerino y vi que Sadini se disponía a llevarse
algunos de sus aparatos.

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No había tocado la varita mágica. Seguía sobre el tocador, y deseé cogerla y sentir
la magia del Poder que el diablo le había dado a Sadini.
Pero ahora no tenía tiempo para eso. Porque debía aprovechar el momento en que
Sadini, cargado, me diera la espalda, para acercarme a él por detrás, sacar el trozo de
tubo de hierro de mi bolsillo, y golpear a Sadini en la cabeza.
Le golpeé una vez, dos veces, tres veces…
Se oyó un crujido de huesos rotos antes de que Sadini se desplomara.
Ahora, lo único que tenía que hacer era arrastrarle fuera y…
En aquel momento se oyó otro ruido.
Alguien llamó a la puerta.
Alguien manipuló en el tirador de la puerta mientras yo arrastraba el cadáver de
Sadini a un rincón y trataba de encontrar un lugar donde ocultarle. Pero fue inútil. Se
repitió la llamada, y oí una voz que gritaba:
—¡Abre, Hugo! ¡Sé que estás ahí!
De modo que abrí la puerta, ocultando el trozo de tubo detrás de mi espalda.
Entró George Wallace.
Pensé que estaba borracho. De todos modos, al principio no pareció ver a Sadini
tendido en el suelo. Se limitó a mirarme y a agitar sus brazos.
—Quiero hablar contigo, Hugo. —Estaba borracho, desde luego: apestaba a
alcohol—. Isobel me lo ha contado todo —susurró—. Me ha dicho lo que iba a pasar.
Trató de emborracharme, pero yo soy más listo que ella. Me escapé. Quería hablar
contigo antes de que hicieras alguna tontería.
»Isobel me lo ha contado todo. Te ha tendido una trampa. Tú matas a Sadini, ella
te denuncia a la policía, y como todo el mundo cree que estás… bueno, un poco mal
de la cabeza… Y cuando cuentes esa historia acerca del diablo, se convencerán de
que estás loco y te encerrarán. Entonces, Isobel quiere que nos fuguemos, ella y yo,
para montar el número por nuestra cuenta. Y he venido a avisarte, antes de…
Entonces vio a Sadini. Se quedó helado, con la boca abierta. Esto me permitió
acercarme a él por detrás y golpearle con el tubo de hierro; golpearle, y golpearle, y
golpearle.
Porque sabía que mentía, que estaba mintiendo acerca de Isobel. El que quería
fugarse con ella era el propio George, pero yo lo impediría. Lo había impedido ya, en
realidad. Lo que realmente deseaba George era la varita del Poder, la varita del
diablo. Y la varita era mía.
Me acerqué al tocador y la cogí. Mientras contemplaba el brillante puño, sentí el
Poder que se deslizaba a lo largo de mi brazo. La tenía aún en la mano cuando entró
Isobel.
Debió de seguir a George, pero había llegado demasiado tarde. Se dio cuenta al
verle tendido en el suelo, con su nuca riendo como una gran boca roja.
Antes de que pudiera explicarle nada, Isobel se desplomó. Se había desmayado.
Me quedé en pie en el centro del camerino, empuñando la varita del Poder,

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contemplando a Isobel y sintiendo una gran tristeza. Tristeza por Sadini, que estaba
ardiendo en el infierno. Tristeza por George Wallace, porque había venido aquí.
Tristeza por Isobel, porque todos los planes habían salido mal.
Luego miré la varita, y tuve una maravillosa idea. Sadini estaba muerto, y George
estaba muerto, pero Isobel me tenía aún a mí. No me tenía miedo… incluso me había
besado.
Y yo tenía la varita, que era el secreto de la magia. Ahora, mientras Isobel estaba
dormida, podría comprobar si era cierto. Y cuando Isobel se despertara, recibiría una
gran sorpresa. Le diría: «Tenía usted razón, Isobel. La varita funciona. Y, a partir de
ahora, usted y yo haremos el número. Tengo la varita, de modo que no tiene que
temer nada. Puedo hacerlo. Lo hice ya cuando usted dormía».
Cogí a Isobel en mis brazos y la llevé al escenario. Luego llevé también los
aparatos allí. Incluso encendí el foco, porque sabía dónde estaba. Resultaba muy
divertido estar allí completamente solo, saludando a un patio de butacas oscuro y
vacío.
Pero yo llevaba la capa de Sadini, y con la varita mágica en la mano me sentía
como un hombre nuevo: como Hugo el Grande.
Y yo era Hugo el Grande.
Aquella noche, en el teatro vacío, fui Hugo el Grande. Sabía lo que tenía que
hacer y cómo tenía que hacerlo. No había ningún tramoyista, de modo que no
necesitaba molestarme en colocar los espejos. Metí a Isobel en la caja, pulsé el
interruptor que ponía en marcha la sierra. Cuando la acerqué a la caja, la hoja no
pareció girar con tanta rapidez como antes, pero seguía funcionando.
La hoja avanzó y avanzó, y luego Isobel abrió los ojos y gritó, pero yo le mostré
le varita mágica para tranquilizarla. Isobel continuó gritando y gritando, hasta que el
chirrido de la sierra ahogó su voz y la hoja traspasó la caja de parte a parte.
El acero estaba rojo. Goteaba un líquido rojo.
Al verlo me entró una especie de mareo, de modo que cerré los ojos y agité la
varita mágica del Poder muy rápidamente.
Luego volví a abrir los ojos.
Todo estaba… igual.
Agité la varita de nuevo.
No ocurrió nada.
Algo había fallado. Entonces fue cuando supe que algo había fallado.
Luego empecé a gritar, y el portero terminó por oír los gritos y llegó corriendo, y
luego llegaron ustedes y me trajeron aquí.
De modo que, como pueden ver, sólo fue un accidente. La varita no funcionó. Tal
vez el diablo se llevó el poder cuando murió Sadini. No lo sé. Lo único que sé es que
estoy muy cansado.
¿Quieren apagar las luces ahora, por favor?
Tengo mucho sueño…

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ANTENTAMENTE SUYO,
JACK EL DESTRIPADOR

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1

M iré al diplomático inglés. Él me miró a mí.


—¿Sir Guy Hollis? —pregunté.
—En efecto. ¿Tengo el placer de hablar con John Carmody, el psiquiatra?
Asentí. Mis ojos examinaron disimuladamente a mi distinguido visitante. Alto,
delgado, con el pelo rojizo y el tradicional bigote. Y el traje de mezclilla. Sospeché la
existencia de un monóculo en el bolsillo de pecho de la americana, y me pregunté si
se habría dejado el paraguas en la oficina exterior.
Pero, más que eso, me pregunté qué diablos habría impulsado a Sir Guy Hollis, de
la Embajada británica, a ponerse en contacto con un forastero aquí, en Chicago.
Sir Guy no me ayudó lo más mínimo mientras tomaba asiento. Se aclaró la
garganta, miró nerviosamente a su alrededor y golpeó su pipa contra el borde del
escritorio. Luego abrió la boca.
—Mr. Carmody —dijo—, ¿ha oído usted hablar de… Jack el Destripador?
—¿El asesino? —pregunté.
—Exactamente. El más monstruoso de todos. Peor que Landrú. Jack el
Destripador. Jack el Rojo.
—He oído hablar de él —dije.
—¿Conoce usted su historia?
—Escuche, Sir Guy —murmuré—. No creo que nos sirva de nada desempolvar
antiguos cuentos de viejas acerca de famosos criminales de la historia.
Sir Guy me miró fijamente.
—Esto no es ningún cuento de viejas. Es un asunto de vida o muerte.
Estaba tan obsesionado, que incluso hablaba en tono melodramático. Bueno,
estaba dispuesto a escucharle. A los psiquiatras nos pagan para que escuchemos.
—Adelante —le dije—. Oigamos la historia.
Sir Guy encendió un cigarrillo y empezó a hablar.
—Londres, 1888 —empezó—. Finales de verano y comienzos de otoño. Esa fue
la época. Surgida de ninguna parte, apareció la sombría figura de Jack el
Destripador… una sombra furtiva con un cuchillo, vagabundeando por el East End de
Londres. Acechando a las escuálidas divas de Whitechapel. Nadie sabe de dónde
llegó. Pero trajo la muerte. La muerte en un cuchillo.
»Aquel cuchillo descendió seis veces para hundirse en las gargantas y en los
cuerpos de mujeres de Londres. Busconas. El 7 de agosto fue la fecha del primer
asesinato. Encontraron el cadáver de la mujer con treinta y nueve cuchilladas. Un
crimen horroroso. El 31 de agosto, otra víctima. La prensa empezó a interesarse por
el asunto. Los habitantes de los suburbios se interesaron todavía más.
»¿Quién era aquel desconocido asesino que vagabundeaba por allí y mataba a
capricho en las desiertas calles de sus barrios? Y, lo que era más importante: ¿cuándo

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entraría de nuevo en acción?
»La fecha fue el 8 de septiembre. Scotland Yard nombró comisionados especiales.
Los rumores iban y venían. La espantosa naturaleza de los asesinatos era tema de las
más descabelladas especulaciones.
»El asesino utilizaba un cuchillo… con gran pericia. Seccionaba gargantas y
cortaba… ciertas partes de los cadáveres después de la muerte. Escogía víctimas y
lugares con diabólica premeditación. Nadie le vio ni le oyó. Pero los guardias, al
hacer su ronda al amanecer, tropezaban con la desdichada víctima del Destripador.
»¿Quién era? ¿Qué era? ¿Un cirujano loco? ¿Un carnicero? ¿Un científico
demente? ¿Un enfermo mental escapado de un manicomio? ¿Un noble psicopático?
¿Un miembro de la policía londinense?
»Luego apareció el poema en los periódicos. El poema anónimo, destinado a
poner fin a las especulaciones… pero que sólo consiguió aumentar hasta el frenesí el
interés público. Una burlona cuarteta:

No soy un carnicero, ni tampoco un mendigo,


ni un médico demente, ni un loco matador:
soy su sincero amigo,
atentamente suyo: Jack el Destripador.

»Y el 30 de septiembre, fueron cercenadas otras dos gargantas.


Interrumpí un momento a Sir Guy.
—Muy interesante —comenté. Temo que el tono de mi voz dejó traslucir cierto
sarcasmo.
Sir Guy dio un respingo, pero no interrumpió su relato.
—A continuación, el silencio cayó sobre Londres durante una temporada. El
silencio, y un indescriptible temor. ¿Cuándo atacaría de nuevo Jack el Rojo?
Esperaron hasta octubre. Cada jirón de niebla ocultaba su fantasmal presencia. La
ocultaba perfectamente, ya que no pudo averiguarse nada acerca de la identidad del
Destripador, ni acerca de sus propósitos. Las rameras de Londres se estremecían con
cada ráfaga nocturna del viento de noviembre. Se estremecían, y saludaban
agradecidas la aparición del sol, a la mañana siguiente.
»9 de noviembre. La encontraron en su cuarto. Estaba tendida sobre la cama, con
los brazos y las piernas extendidos, sin el menor desorden. Y a su lado reposaban su
cabeza y su corazón. Esta vez, el Destripador se había superado a sí mismo en la
ejecución.
»Luego, pánico. Pero pánico inútil. Ya que a pesar de que la prensa, la policía y la
población esperaban con mortal terror, Jack el Destripador no volvió a atacar.
»Transcurrieron los meses. Un año. El interés inmediato murió, pero no el
recuerdo. Dijeron que Jack se había marchado a América. Que se había suicidado.

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Dijeron… y escribieron. Han estado escribiendo desde entonces. Teorías, hipótesis,
argumentos, suposiciones. Pero, hasta la fecha, nadie sabe quién fue Jack el
Destripador. Ni por qué asesinaba. Ni por qué dejó de matar.
Sir Guy se calló. Evidentemente, esperaba que yo hiciera algún comentario.
—Cuenta usted la historia muy bien —observé—. Aunque con una leve tendencia
emotiva.
—He reunido todos los documentos —dijo Sir Guy Hollis—. Poseo una
colección de los datos existentes, y los he estudiado a fondo.
Me puse en pie.
—Bien —bostecé—. Su relato me ha complacido muchísimo, Sir Guy. Ha sido
muy amable al abandonar sus obligaciones en la Embajada británica para obsequiar a
un pobre psiquiatra con sus anécdotas.
El tono sarcástico siempre producía el efecto deseado.
—Supongo que querrá saber por qué estoy interesado en esto —dijo Sir Guy.
—Sí. Eso es exactamente lo que me gustaría saber. ¿Por qué está usted
interesado?
—Porque —dijo Sir Guy Hollis— en estos momentos estoy sobre la pista de Jack
el Destripador. ¡Creo que está aquí… en Chicago!
Volví a sentarme. Me había quedado de una pieza.
—¡Re… repita eso! —tartamudeé.
—Jack el Destripador está vivo, en Chicago, y voy a localizarle.
—¡Un momento! —dije—. ¡Un momento!
Sir Guy no sonreía. No era una broma.
—Vamos a ver —dije—. ¿En qué fecha se cometieron aquellos asesinatos?
—De agosto a noviembre de 1888.
—¿1888? Pero, si Jack el Destripador era ya un hombre formado en 1888, lo más
probable es que haya muerto…
Suponiendo que hubiera nacido aquel mismo año, en la actualidad habría
cumplido los cincuenta y siete.
—¿De veras? ¿Sería un hombre de cincuenta y siete años? —sonrió Sir Guy
Hollis—. ¿O una mujer de cincuenta y siete años? Porque Jack el Destripador podía
ser una mujer…
—Sir Guy —dije—. Cuando vino usted a verme, acudió a la persona más
indicada. Porque es evidente que necesita usted los servicios de un psiquiatra.
—Quizá. Dígame, Mr. Carmody, ¿cree usted que estoy loco?
Le miré y me encogí de hombros. Pero tenía que darle una respuesta sincera.
—Sinceramente…, no.
—Entonces, puede usted escuchar los motivos que tengo para creer que Jack el
Destripador está vivo.
—Desde luego.
—He estudiado el caso durante más de treinta años. He visitado los lugares donde

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se produjeron los crímenes. He hablado con policías, y con amigos y conocidos de las
desdichadas mujeres que fueron asesinadas. He interrogado a hombres y mujeres de
la vecindad. He reunido toda una biblioteca de material relativo a Jack el Destripador.
He analizado cuidadosamente todas las teorías, por descabelladas que fueran.
»He aprendido algo. No mucho, pero algo. No voy a importunarle con mis
conclusiones. Pero existía otro campo de investigación que me dio mejores frutos. He
estudiado los crímenes sin resolver. Asesinatos.
»Puedo enseñarle recortes de los periódicos de las grandes ciudades de todo el
mundo. San Francisco, Shanghai, Calcuta, Omsk, París, Berlín, Pretoria, El Cairo,
Milán, Adelaida…
»La pista está allí. Crímenes sin resolver. Mujeres con la garganta cercenada. Con
las peculiares desfiguraciones y amputaciones. Sí, he seguido una pista de sangre.
Desde Nueva York hacia el Oeste, a través de todo el continente. Luego hasta el
Pacífico. Desde allí a África. Durante la Guerra Mundial de 1914-1918 fue Europa.
Después, América del Sur. Y desde 1930, otra vez los Estados Unidos. Ochenta y
siete asesinatos que llevaban la marca del Destripador.
»Recientemente, se produjeron los llamados descuartizamientos de Cleveland.
¿Los recuerda? Una impresionante serie. Y, finalmente, dos muertes recientes en
Chicago. En los últimos seis meses. Una en Deaborn. Otra en Halsted. El mismo tipo
de asesinato, la misma técnica. Le digo a usted que en todos esos casos hay la huella
inequívoca de la mano de Jack el Destripador.
Sonreí.
—Una teoría muy arriesgada —dije—. Sin embargo, no voy a poner en duda sus
deducciones. Usted es el criminólogo, y tengo que aceptar su autoridad en la materia.
Pero me gustaría hacer una pequeña objeción.
—Adelante —dijo Sir Guy.
—Ésta: ¿cómo podría un hombre de… digamos ochenta y cinco años, cometer
esos crímenes? Ya que si Jack el Destripador tenía alrededor de treinta años en 1888,
en la actualidad tendría ochenta y cinco.
Sir Guy permaneció silencioso unos instantes. Acusó el impacto. Pero…
—Suponga que Jack el Destripador no ha envejecido —susurró.
—¿Qué?
—Suponga que Jack el Destripador no ha envejecido. Suponga que sigue siendo
un hombre joven…
—De acuerdo —dije—. Lo supongo por un momento. Luego dejo de suponer, y
llamo a mi enfermera para que le encierren.
—Estoy hablando en serio —dijo Sir Guy.
—Todos hablan en serio —repliqué—. Es lo más lamentable de todo, ¿verdad?
Todos saben que oyen voces y que ven demonios. Pero eso no impide que les
encerremos.
Era una crueldad, pero dio resultado. Sir Guy se puso en pie y se encaró conmigo.

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—Es una teoría descabellada, de acuerdo —dijo—. Todas las teorías acerca del
Destripador son descabelladas. La idea de que era un médico. O un maníaco. O una
mujer. Los motivos en favor de tales hipótesis son bastante endebles. No resisten un
análisis a fondo. ¿Por qué tendría que ser peor la mía?
—Porque la gente envejece —argüí—. Médicos, maníacos y mujeres.
—¿Y qué me dice de los… brujos?
—¿Brujos?
—Nigrománticos. Hechiceros. Practicantes de la Magia Negra.
—¿De qué está usted hablando?
—Lo he estudiado todo —dijo Sir Guy—. Incluso las fechas de los asesinatos. El
ritmo que siguen esas fechas. El ritmo solar, lunar, estelar. El aspecto sideral. El
significado astrológico.
Estaba loco. Pero seguí escuchando.
—Suponga que Jack el Destripador no mataba por el solo placer de matar.
Suponga que deseara hacer un… sacrificio.
—¿Qué clase de sacrificio?
Sir Guy se encogió de hombros.
—Dicen que si se ofrece sangre a los dioses malignos, éstos conceden ciertas
gracias. Sí, cuando el sacrificio se ofrece en la época apropiada… cuando la luna y
las estrellas se encuentran en la posición correcta… y con el adecuado ceremonial…
conceden ciertas gracias.
—¡Eso es absurdo!
—No. Eso es… Jack el Destripador.
Me puse en pie.
—Una teoría muy interesante —dije—. Pero, Sir Guy, hay otra cosa que me
interesa más. ¿Por qué ha venido a contarme todo eso a mí? No soy una autoridad en
hechicería. No soy criminólogo ni funcionario de la policía. Soy un simple psiquiatra.
¿Cuál es la relación?
—Entonces, ¿está usted interesado?
—Sí, lo estoy, lo reconozco.
—Bien. Antes de hablarle de mi plan, quería asegurarme de su interés.
—¿A qué plan se refiere?
Sir Guy me dirigió una prolongada mirada. Luego habló.
—John Carmody —dijo—, usted y yo vamos a capturar a Jack el Destripador.

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2

Así fue como sucedió. He reproducido aquella primera entrevista en todo su prolijo y
tal vez enojoso detalle, porque creo que es importante. Ayuda a proyectar cierta
claridad sobre el carácter y la actitud de Sir Guy. Y en vista de lo que ocurrió después
de aquello…
Pero no adelantemos los acontecimientos.
La idea de Sir Guy era sencilla. Ni siquiera era una idea. Un simple
presentimiento.
—Usted conoce a la gente aquí —me dijo—. He investigado, y como resultado de
mis investigaciones he llegado a la conclusión de que usted es el hombre ideal para lo
que me propongo. Tiene usted relación con muchos escritores, pintores y poetas. Con
los intelectuales, en una palabra. Con los bohemios.
»Por motivos que ahora no interesan, he deducido que Jack el Destripador
pertenece a aquel grupo social. Y tengo la impresión de que si usted me introduce en
aquel medio, podré localizarle.
—Por mi parte no hay inconveniente —dije—. Pero ¿cómo espera localizarle?
Como usted ha dicho, puede ser cualquiera, estar en cualquier parte. Y usted no tiene
la menor idea de su aspecto. Puede ser joven o viejo. Rico, pobre, vagabundo, ladrón,
médico, abogado… ¿Cómo podrá averiguarlo?
—Veremos —suspiró Sir Guy—. Pero tengo que encontrarle. En seguida.
—¿Por qué tanta prisa?
Sir Guy suspiró de nuevo.
—Porque dentro de dos días volverá a matar.
—¿Está usted seguro?
—Segurísimo. Fíjese en este mapa. Todos los asesinatos corresponden a un
determinado ritmo astrológico. Si, como sospecho, ofrece un sacrificio de sangre para
renovar su juventud, tiene que matar dentro de dos días. Fíjese en la pauta de sus
primeros crímenes en Londres. 7 de agosto. 31 de agosto. 8 de septiembre. 30 de
septiembre. 9 de noviembre. Intervalos de 24 días. 9 días. 22 días —en esta ocasión
dos asesinatos—, y luego 40 días. Desde luego, hubo otros crímenes intercalados.
Pero no fueron descubiertos o no le fueron atribuidos.
»De todos modos, he trazado una pauta para él basada en los datos que poseo. Y
digo que dentro de dos días matará. De manera que debemos localizarle antes de que
transcurran esos dos días.
—Continúo preguntándome qué es lo que desea que haga yo.
—Permitirme que le acompañe —dijo Sir Guy—. Presentarme a sus amigos.
Llevarme a las reuniones.
—Pero ¿por dónde vamos a empezar? Que yo sepa, mis amigos artistas, a pesar
de sus excentricidades, son personas completamente normales.

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Lo mismo que el Destripador. Es completamente normal. Excepto en
determinadas noches… Entonces se convierte en un monstruo implacable, obligado a
matar.
—De acuerdo —dije—. De acuerdo. Le llevaré a las reuniones, Sir Guy.
Hicimos nuestros planes. Y aquella misma noche le llevé al estudio de Lester
Baston.
Mientras subíamos al ático en el ascensor, aproveché la ocasión para advertir a Sir
Guy.
—Baston es un hombre muy extravagante —le dije—. Lo mismo que sus
huéspedes. Prepárese para lo mejor y para lo peor.
—Lo estoy.
Introdujo la mano en un bolsillo de sus pantalones y volvió a sacarla empuñando
un revólver.
—¿Qué diablos…? —empecé.
—Si veo a Jack el Destripador estaré preparado —dijo Sir Guy.
Hablaba completamente en serio.
—Pero no puede usted presentarse en una reunión con un revólver cargado en el
bolsillo —protesté.
—No se preocupe, no cometeré ninguna imprudencia.
Desde luego, Sir Guy Hollis no era un hombre normal.
Salimos del ascensor y nos dirigimos a la puerta del apartamento de Baston.
—A propósito —murmuré—, ¿cómo quiere usted que le presente? ¿Diciéndoles
quién es usted y a quién está buscando?
—Me tiene sin cuidado. Tal vez sea preferible decir la verdad.
—Pero ¿no cree que el Destripador —si por algún milagro está presente— se
pondrá inmediatamente sobre aviso?
—Creo que la impresión de la noticia de que estoy buscando al Destripador
provocará en él algún gesto comprometedor —dijo Sir Guy.
—Sería usted un buen psiquiatra —admití—. La teoría no es mala. Pero le
advierto que va a enfrentarse usted con más dificultades de las que parece esperar.
Sir Guy sonrió.
—Estoy preparado —dijo—. He ideado un pequeño plan. No se sorprenda por
nada de lo que haga.
Asentí y llamé a la puerta.
Acudió a abrir el propio Baston. Tenía los ojos enrojecidos. Se balanceó hacia
adelante y hacia atrás, mientras nos contemplaba con expresión solemne. Bizqueó
ante el bigote de Sir Guy y mi bombín.
—¡Ajá! —exclamó—. La morsa y el carpintero.
Le presenté a Sir Guy.
—Bienvenido —dijo Baston, invitándonos a entrar con exagerados ademanes de
cortesía. Nos siguió, tambaleándose, hasta el llamado saloncito.

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Contemplé el grupo que se movía incansablemente a través de la niebla que
formaba el humo de los cigarrillos.
La reunión estaba en su apogeo. Cada mano sostenía un vaso. Todos los rostros
mostraban un rubor alcohólico. En un rincón, el piano sonaba a toda presión, pero las
notas marciales de la Marcha de El Amor de las Tres Naranjas no conseguía ahogar
el ruido profano de los dados procedente del otro rincón.
Prokofieff no tenía ninguna posibilidad contra el inventor del «seven-eleven»[1].
Sir Guy se quitó rápidamente el monóculo. Vio a LaVerne Gonnister, la poetisa,
golpear a Himye Kralik en el ojo. Vio a Himye sentarse en el suelo, gritando, hasta
que Dick Pool aterrizó accidentalmente sobre su estómago cuando se dirigía a la
cocina en busca de más bebida.
Oyó a Nadia Vilinoff, la artista comercial, decirle a Johnny Odcutt que opinaba
que su tatuaje era de un horroroso mal gusto, y vio a Barclay Melton arrastrarse bajo
la mesa del comedor con la esposa de Johnny Odcutt.
Sus observaciones zoológicas podían haber continuado indefinidamente si Lester
Baston no se hubiese parado en el centro de la habitación y reclamado silencio
rompiendo un vaso contra el suelo.
—Esta noche, nuestra humilde reunión se ve honrada con la presencia de dos
distinguidos visitantes —rugió Lester, extendiendo el brazo en nuestra dirección—.
Nada menos que la Morsa y el Carpintero. La Morsa es Sir Guy Hollis, un no-sé-qué
de la Embajada británica. El Carpintero, como todos ustedes saben, es nuestro propio
John Carmody, el eminente dispensador de linimento para los cerebros.
Se volvió y agarró a Sir Guy por el brazo, arrastrándole hasta el centro de la
alfombra. Por un instante creí que Hollis iba a protestar, pero un rápido guiño me
tranquilizó. Sir Guy estaba preparado.
—Tenemos la costumbre, Sir Guy —dijo Baston en voz alta—, de someter a
nuestros nuevos amigos a un pequeño examen. Un simple formulismo, desde luego.
¿Está usted preparado para contestar a mis preguntas?
Sir Guy asintió, sonriendo.
—Muy bien —murmuró Baston—. Amigos… acabo de recibir este paquete de
Inglaterra. Voy a abrirlo en vuestra presencia, para ver lo que contiene.
Empezó el interrogatorio. Yo quería escuchar, pero en aquel momento Lydia Dare
me vio y me arrastró al vestíbulo para una de aquellas rutinarias Querido-he-estado-
esperando-todos-los-días-que-me-llamaras.
Cuando pude librarme de ella y regresar al salón, el examen de Sir Guy se
encontraba en su punto culminante. A juzgar por la actitud de los presentes, deduje
que Sir Guy no necesitaba abogados que le defendieran.
De pronto, Baston formuló una pregunta que me hizo contener la respiración.
—¿Puedo preguntarle qué le ha traído aquí esta noche? ¿Cuál es su misión, oh
Morsa?
—Estoy buscando a Jack el Destripador.

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Nadie rio.
Tal vez les sorprendió como me había sorprendido a mí. Miré a mis vecinos y
empecé a hacerme preguntas.
LaVerne Gonnister. Hymie Kralik. Inofensivos. Dick Pool. Nadia Vilinoff.
Johnny Odcutt y su esposa. Barclay Melton. Lydia Daré. Todos inofensivos.
Pero ¡qué sonrisa más forzada en el rostro de Dick Pool! ¡Y qué decir de la
actitud huidiza de Barclay Melton!
¡Oh! Era absurdo, de acuerdo. Pero por primera vez vi a aquellas personas a una
nueva luz. Me interrogué acerca de sus vidas… sus vidas secretas, más allá del
escenario de las reuniones.
¿Cuántos de ellos estaban representando una comedia, ocultando algo?
¿Cuál de ellos podía adorar a los horribles dioses malignos y ofrecerle un
sacrificio de sangre?
Incluso Lester Baston podía estar fingiendo.
Una rara inquietud planeó sobre todos nosotros, por unos instantes. Vi preguntas
que revoloteaban por el círculo de ojos alrededor de la habitación.
Sir Guy estaba de pie en el centro de la estancia, y puedo jurar que tenía plena
conciencia de la situación que había creado, y que gozaba con ella.
Me pregunté vagamente qué era lo que en él no funcionaba como era debido. Por
qué tenía aquella extraña obsesión acerca de Jack el Destripador. Tal vez estaba
ocultando, también, algún terrible secreto…
Baston, como de costumbre, disipó la inquietud. Tomó la cosa por el lado cómico.
—La Morsa no está bromeando, amigos —dijo. Palmeó la espalda de Sir Guy
mientras hablaba—. Nuestro primo inglés se encuentra realmente sobre la pista del
fabuloso Jack el Destripador. Supongo que todos ustedes recuerdan a Jack el
Destripador. Fue un personaje que dejó huellas imborrables de su paso por la tierra.
»La Morsa tiene la idea de que el Destripador está vivo, probablemente aquí, en
Chicago, y que se pasea por la ciudad con un cuchillo de explorador. En realidad…
—Baston hizo una pausa melodramática—. En realidad, tiene motivos para creer que
Jack el Destripador puede encontrarse esta noche aquí, entre nosotros.
Se produjo la esperada reacción de exclamaciones jocosas. Baston se dirigió a
Lydia Daré en tono de reproche.
—El llevar faldas no las autoriza a reírse, muchachas. Jack el Destripador podía
ser una mujer, también. Una especie de Jill la Destripadora.
—¿Quiere usted decir que sospecha realmente de uno de nosotros? —intervino
LaVerne Gonnister, dirigiéndose a Sir Guy—. Jack el Destripador desapareció hace
muchísimos años. En 1888…
—¡Ajá! —la interrumpió Baston—. ¿Cómo es que está tan enterada de los
detalles, jovencita? ¡Resulta muy sospechoso! Mírela bien, Sir Guy… es posible que
no sea tan joven como parece. Estas poetisas suelen tener pasados muy oscuros.
La tensión había desaparecido, y todo el asunto se estaba convirtiendo en una

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vulgar broma de reunión. El hombre que había interpretado la Marcha estaba
contemplando el piano con un brillo de Scherzo en sus ojos que no auguraba nada
bueno para Prokofieff. Lydia Daré estaba mirando ansiosamente en dirección a la
cocina, esperando que terminara aquello para ir en busca de otro trago.
En aquel momento, Baston lo cogió.
—¿A que no lo adivinan? —aulló—. La Morsa tiene un revólver.
Al abrazar a Sir Guy, su mano se había deslizado hacia abajo hasta tropezar con el
revólver que se encontraba en el bolsillo de la americana de su huésped. Lo sacó
antes de que Hollis pudiera evitarlo.
Me quedé mirando a Sir Guy, preguntándome si la cosa no estaría llegando
demasiado lejos. Pero él me hizo un guiño tranquilizador, y recordé que me había
dicho que no me alarmara por nada.
De modo que esperé, mientras a Baston se le ocurría una idea muy propia de él.
—Vamos a jugar limpio con nuestro amigo Morsa —gritó—. Ha viajado hasta
aquí desde Inglaterra para cumplir una misión. Si ninguno de ustedes está dispuesto a
confesar, sugiero que le concedamos la oportunidad de descubrirlo por sí mismo.
—¿Cómo? —preguntó Johnny Odcutt.
—Voy a apagar todas las luces durante un minuto. Sir Guy permanecerá aquí con
su revólver. Si alguien de los que se encuentran en esta habitación es el Destripador,
puede huir, o aprovechar la ocasión para…, bueno, para eliminar a su perseguidor.
¿Qué les parece?
Era completamente absurdo, pero cautivó a la imaginación popular. Las protestas
de Sir Guy quedaron ahogadas en el mar de exclamaciones que levantó la propuesta
de Baston. Éste se encontraba ya junto al interruptor de la luz.
—Que nadie se mueva —advirtió, con fingida solemnidad—. Por espacio de un
minuto, permaneceremos a oscuras… quizás a merced de un asesino. Transcurrido
ese tiempo, volveré a encender las luces y buscaremos los cadáveres. Escojan su
pareja, damas y caballeros.
Las luces se apagaron.
Alguien se rio entre dientes.
Oí pasos en la oscuridad. Murmullos.
Una mano rozó mi rostro.
En mi muñeca, el reloj latió violentamente. Pero sus latidos quedaron ahogados
por otros más violentos: los de mi corazón.
Absurdo. Permanecer a oscuras con un grupo de estúpidos bromistas. Y, sin
embargo, la ola de terror, deslizándose a través de la aterciopelada oscuridad, era
completamente real.
Jack el Destripador vagabundeaba en una oscuridad semejante a ésta. Y Jack el
Destripador llevaba un cuchillo. Jack el Destripador tenía un cerebro desequilibrado y
unos propósitos siniestros.
Pero Jack el Destripador estaba muerto, muerto y enterrado hacía muchos años…

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según todas las leyes humanas.
Sólo que no existen leyes humanas cuando se permanece en la oscuridad, cuando
la oscuridad oculta y protege, y la máscara exterior cae del rostro y se siente algo en
lo más profundo del ser un propósito sin forma definida que es hermano de las
tinieblas.
Sir Guy Hollis lanzó un grito.
Se oyó el ruido de un cuerpo al caer.
Baston encendió las luces.
Todo el mundo empezó a chillar.
Sir Guy Hollis estaba tendido en el suelo, en el centro de la habitación.
Continuaba empuñando el revólver.
Contemplé los rostros que me rodeaban, maravillándome de la variedad de
expresiones que los seres humanos pueden adoptar cuando se enfrentan con el terror.
Todos los rostros estaban presentes en el círculo. Nadie había huido. Y, sin
embargo, Guy Hollis estaba tendido en el suelo…
LaVerne Gonnister sollozaba, cubriéndose el rostro con las manos.
—Perfectamente.
Sir Guy se puso en pie de un salto. Estaba sonriendo.
—Ha sido un simple experimento, ¿saben? Si Jack el Destripador hubiese estado
entre ustedes, y a mí me hubieran asesinado, se habría traicionado a sí mismo de
algún modo al encenderse las luces y verme tendido en el suelo.
»Estoy convencido de su inocencia, individual y colectiva. Todo ha sido una
broma, amigos.
Hollis contempló al asombrado Baston y a sus compañeros, agrupados detrás de
él.
—¿Nos vamos ya, John? —me dijo Sir Guy a continuación—. Creo que se está
haciendo un poco tarde.
Dando media vuelta, se encaminó hacia la puerta. Le seguí. Nadie dijo una sola
palabra.
Después de aquello, la reunión se convirtió en una especie de funeral.

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3

Tal como habíamos convenido, a la noche siguiente me reuní con Sir Guy en la
confluencia de las calles 29 y South Halsted.
Después de lo que había sucedido la noche anterior, yo estaba preparado para casi
todo. Pero Sir Guy tenía un aspecto completamente vulgar mientras paseaba
lentamente por la acera, esperando mi aparición.
—¡Bu! —exclamé, dando un repentino salto.
Sir Guy sonrió. Sólo el revelador gesto de su mano izquierda indicó que había
buscado instintivamente su revólver cuando le sorprendí.
—¿Preparado para iniciar la caza? —pregunté.
—Sí —respondió—. Me alegro de que consintiera en acompañarme sin hacer
preguntas. Ello demuestra que confía en mi criterio.
Me cogió del brazo y echamos a andar lentamente.
—Esta noche hay mucha niebla, John —dijo Sir Guy Hollis—. Como en Londres.
Asentí.
—Y hace frío, también, para esta época del año.
Asentí de nuevo.
—Es curioso —murmuró Sir Guy—. Niebla londinense y noviembre. El ambiente
y la época de los asesinatos del Destripador.
Sonreí a través de la oscuridad.
—Permítame recordarle, Sir Guy, que esto no es Londres, sino Chicago. Y no
estamos en noviembre de 1888. Han pasado más de cincuenta años.
Sir Guy me devolvió la sonrisa, aunque sin la menor alegría.
—Yo no estoy tan seguro —murmuró—. Mire a su alrededor. Parece que estemos
en el East End. Y este barrio tiene más de cincuenta años de antigüedad.
—Estamos en el barrio negro —observé—. Y todavía no sé por qué me ha traído
usted aquí.
—Es un presentimiento —admitió Sir Guy—. Sólo un presentimiento por mi
parte, John. Quiero dar una vuelta por aquí. Estas calles tienen la misma
configuración geográfica que las de los barrios donde el Destripador vagabundeó y
asesinó. Aquí es donde le encontraremos, John. No entre las brillantes luces del
barrio bohemio, sino aquí, en medio de la oscuridad. La oscuridad que le oculta y le
protege.
—¿Por eso se ha traído usted un revólver? —pregunté. Fui incapaz de evitar que
mi voz revelara cierto sarcástico nerviosismo. Aquella conversación, la incesante
obsesión de Jack el Destripador, estaban afectando a mis nervios más de lo que me
atrevía a admitir.
—Puede hacernos falta —dijo Sir Guy en tono grave—. Después de todo, esta
noche es la noche señalada.

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Suspiré. Vagamos a través de las desiertas calles, invadidas por la niebla. Aquí y
allá, ardía una luz mortecina encima de la puerta de una taberna. Aparte de aquellas
luces ocasionales, todo era oscuridad y sombras. Nos deslizábamos a través de la
niebla, solos y silenciosos, como dos diminutos gusanos arrastrándose dentro de una
madriguera subterránea.
Cuando me asaltó esa idea, me estremecí. La atmósfera empezaba a actuar
también sobre mi Si no procuraba dominarme, acabaría tan chiflado como Sir Guy.
—¿No se da usted cuenta de que por estas calles no pasa un alma? —dije, tirando
impacientemente de su americana.
—Tiene que acudir aquí —dijo Sir Guy—. Esto es lo que he estado buscando. Un
genius loci. Un lugar diabólico que atrae al diablo. Cuando ha atacado, siempre lo ha
hecho en los suburbios.
»Ésa es una de sus debilidades. Se siente fascinado por la inmundicia. Además,
las mujeres que necesita para su sacrificio son más fáciles de encontrar en los barrios
miserables de una gran ciudad.
Sonreí.
—Bueno, entremos en algún tugurio —sugerí—. Tengo frío. Necesito un trago.
Esta maldita niebla se le mete a uno en los huesos. Ustedes, los ingleses, la resisten
bien, pero yo prefiero el calor seco.
A través de las blancas nubes de niebla, distinguí una mortecina luz azulada, una
bombilla colgada encima del letrero de una taberna.
—Vamos a probar —dije—. Estoy temblando.
—Como quiera —dijo Sir Guy.
Nos detuvimos ante la puerta de la taberna.
—¿Qué es lo que espera? —me preguntó Hollis.
—Estaba echando un vistazo —respondí—. Éste es un barrio poco recomendable,
Sir Guy. Y en algunas de estas tabernas los clientes blancos no son bien recibidos.
—Buena idea, John.
Terminé mi inspección a través de la puerta encristalada.
—Parece vacía —murmuré—. Entremos.
La taberna estaba pésimamente iluminada. Una bombilla colgada encima del
mostrador esparcía una débil claridad que no llegaba a la lóbrega trastienda.
Detrás del mostrador había un negro gigantesco, con una mandíbula de acusado
prognatismo y un torso de gorila. Cuando entramos no se movió, pero sus ojos
parpadearon rápidamente y me di cuenta de que había notado nuestra presencia y nos
estaba juzgando.
—Buenas noches —dije.
El negro tardó unos instantes en contestar. No había terminado su evaluación.
Finalmente, sonrió.
—Buenos noches, amigos. ¿Qué van a tomar?
—Ginebra —dije—. Dos ginebras. La noche está fría.

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—Desde luego.
Llenó nuestros vasos, pagué y no perdimos tiempo: nos bebimos la ginebra de un
solo trago. El ardiente licor puso fuego en nuestras venas.
Me incliné sobre el mostrador y cogí la botella. Sir Guy y yo nos servimos otro
vaso. El gigante negro no se movió, controlando con los ojos entreabiertos nuestros
movimientos.
El reloj que había sobre la estantería dio las horas. En el exterior había empezado
a soplar un fuerte viento, desgarrando la niebla en jirones. Sir Guy y yo saboreamos
nuestra segunda ginebra.
Sir Guy empezó a hablar, y las sombras se espesaron a nuestro alrededor para
escuchar.
Sir Guy divagaba incansablemente. Repitió todo lo que me había dicho cuando se
presentó a mi consulta, como si yo no lo hubiese oído ya. Los que padecen una
obsesión son así.
Escuché pacientemente. Le serví otra ginebra. Y otra.
Pero el licor no hizo más que aumentar su locuacidad. Habló de la Magia negra,
de los sacrificios cruentos y de la prolongación de la vida por medios sobrenaturales.
Y, desde luego, de su inquebrantable convicción de que el Destripador andaba suelto
aquella noche.
Supongo que me hice culpable de aguijonearle.
—Perfectamente —dije, incapaz de disimular la impaciencia que me dominaba—.
Vamos a aceptar que su teoría es correcta, aunque para ello tengamos que desestimar
todas las leyes naturales y tragarnos un montón de supersticiones.
»Pero vamos a aceptar, por un momento, que está usted en lo cierto. Jack el
Destripador era un hombre que descubrió el modo de prolongar su propia vida
ofreciendo sacrificios humanos. Y ahora se encuentra aquí, en Chicago, planeando un
nuevo asesinato. En otras palabras: supongamos que todo lo que usted imagina es
absolutamente cierto. ¿Y qué?
—¿Qué significa ese «y que»? —inquirió Sir Guy.
—Significa: ¿Y qué? —respondí—. Si todo eso es verdad, no comprendo qué es
lo que estamos haciendo aquí. ¿Cree que Jack el Destripador va a entrar de un
momento a otro en esta taberna, para que usted le mate o le entregue a la policía? Y, a
propósito, todavía ignoro lo que piensa usted hacer con él si le encuentra.
Sir Guy apuró el contenido de su vaso.
—Capturaré al sanguinario asesino —dijo—. Le capturaré y le entregaré al
gobierno, junto con todas las pruebas documentales que he reunido contra él durante
todos estos años. ¡He gastado una fortuna investigando este asunto, una fortuna!
Estoy convencido de que su captura significará la solución de centenares de crímenes
impunes.
»¡Hay un asesino loco que anda suelto por nuestro mundo! ¡Un asesino sin edad,
eterno, que ofrece sacrificios a los dioses malignos!

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In vino veritas. ¿O se trataba simplemente de los efectos de un exceso de ginebra?
Daba lo mismo. Sir Guy Hollis volvió a llenar su vaso. Me pregunté qué haría con él.
Estaba encaminándose rápidamente a un clima de histérica embriaguez.
—Dígame una cosa —inquirí, más para evitar que la conversación fuera un
interminable monólogo que con la esperanza de obtener información—. Todavía no
me ha explicado usted en qué basa su seguridad de dar con el Destripador.
—Está por estos alrededores —dijo Sir Guy—. Tengo un sexto sentido. Lo sé.
Sir Guy no tenía un sexto sentido. Estaba chiflado.
El asunto empezaba a fastidiarme. Llevábamos una hora sentados en la taberna, y
durante todo ese tiempo me había visto obligado a hacer de niñera y a escuchar a un
imbécil charlatán. Después de todo, Sir Guy no era paciente mío.
—Basta de ginebra —dije, agarrando la mano de Sir Guy cuando trataba de coger
la botella medio vacía—. Ya ha bebido usted demasiado. Ahora, escúcheme. Voy a
buscar un taxi y nos marcharemos de aquí. Se está haciendo tarde, y no parece que su
amigo tenga muchos deseos de aparecer. En su lugar, yo esperaría a mañana y
acudiría al F.B.I. con todos los documentos y pruebas que posee. Si está tan
convencido de la veracidad de su descabellada teoría, el F.B.I. dispone de medios
para efectuar una minuciosa investigación y localizar a su hombre.
—No —dijo Sir Guy, con la obstinación de la embriaguez—. Nada de taxis.
—Bueno, salgamos de aquí, por lo menos —dije, consultando mi reloj—. Son
más de las doce.
Suspiró, se encogió de hombros y se levantó pesadamente. Mientras se dirigía
hacia la puerta, sacó el revólver del bolsillo…
—¡Deme eso! —susurré—. No puede usted andar por la calle esgrimiendo un
revólver.
Cogí el arma y la introduje en uno de mis bolsillos. Luego agarré a Sir Guy del
brazo y le saqué a la calle. El negro no alzó la mirada cuando nos marchamos.
Nos detuvimos en la acera, temblando. La niebla se había espesado. Desde el
lugar donde nos encontrábamos no pude ver el extremo de la calle. Hacía frío.
Humedad. Un ligero viento susurraba secretos a las sombras, a nuestras espaldas.
El aire fresco tuvo sobre Sir Guy el efecto que yo había esperado. La niebla y los
vapores de la ginebra no hacen buenas migas. Avanzó dando traspiés mientras yo le
guiaba lentamente a través de la oscuridad.
Sir Guy, a pesar de su estado, continuaba dirigiendo aprensivas miradas a su
alrededor, como si esperase ver acercarse a una figura.
No pude contenerme por más tiempo.
—¡Basta de chiquilladas! —exclamé—. ¡Jack el Destripador! La diversión ha
llegado demasiado lejos.
—¿Diversión? —Sir Guy se encaró conmigo. A través de la niebla pude ver su
contraído rostro—. ¿Se atreve usted a llamarlo una diversión?
—Bueno, ¿qué otro nombre puede dársele? —gruñí—. ¿Por qué habría usted de

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estar tan interesado en seguir el rastro a un asesino mítico?
Mi brazo no soltaba el suyo. Pero su mirada no me soltó a mí.
—En 1888… —susurró—, en Londres… una de aquellas busconas asesinadas
por el Destripador… era mi madre.
—¿Qué?
—Más tarde fui reconocido por mi padre y legitimado. Juramos dedicar nuestras
vidas a descubrir al Destripador. Mi padre fue el primero en encontrar el rastro.
Murió en Hollywood en 1926. Dijeron que había sido apuñalado por un agresor
desconocido en una riña. Pero yo sé quién fue el agresor.
»De modo que pasé a ocupar el puesto de mi padre. ¿Lo comprende ahora, John?
Y no me daré por vencido hasta que le encuentre y le mate con mis propias manos.
»Él asesinó a mi madre y a centenares de personas para prolongar su propia
existencia. Como un vampiro, se alimenta de sangre. Es astuto, diabólicamente
astuto. ¡Pero no descansaré hasta encontrarle!
Entonces le creí. No estaba fanfarroneando. No era ya un borracho charlatán. Era
un fanático implacable, tan fanático y tan implacable como el propio Destripador.
Mañana estaría sobrio. Continuaría sus investigaciones. Quizá se decidiera a
seguir mi consejo y entregaría al F.B.I. los documentos y las pruebas que poseía. Más
pronto o más tarde, con su implacable determinación —y con el motivo que le
impulsaba— alcanzaría el éxito.
Desde el primer momento me había dado cuenta de que detrás de su actitud y de
su obstinación, se ocultaba un poderoso motivo personal.
—Vámonos de aquí —dije, tirando de su brazo.
—Espere un momento —dijo Sir Guy Hollis—. Devuélvame mi revólver. —Se
tambaleó ligeramente—. Me sentiré más tranquilo si llevo el revólver encima.
Me empujó hacia las oscuras sombras de un lóbrego soportal. Traté de disuadirle,
pero no dio su brazo a torcer.
—Devuélvame el revólver, John —repitió.
—De acuerdo —dije.
Introduje la mano en un bolsillo de mi americana, volví a sacarla.
Sir Guy Hollis clavó en mi rostro unos ojos abiertos por el asombro.
—Pero… eso no es un revólver —protestó—. Eso es un cuchillo.
—Lo sé.
Le cogí por las solapas de la americana y me incliné rápidamente sobre él.
—¡John! —gritó.
—Deje de llamarme John —susurré, alzando el cuchillo—. Llámeme… Jack.

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LA CASA DEL HACHA

D aisy y yo estábamos disfrutando de una de nuestras habituales trifulcas. Había


empezado por lo de la póliza del seguro, pero luego derivó a los tópicos de
siempre. Cada uno sabía perfectamente dónde le apretaba el zapato al otro.
—¿Por qué no sales a buscar un empleo, como los otros hombres, en vez de
quedarte todo el día en casa aporreando una máquina de escribir?
—Sabías que era escritor cuando nos casamos. Si tantos deseos tenías de que tu
marido tuviera un empleo, podías haberte casado con aquel estúpido tendero que te
hacía la rosca. Hubieras tenido dónde pasar el día; haciendo prácticas de cirugía,
descuartizando gallinas.
—¡Oh! No necesitas mostrarte tan sarcástico. Al menos, George hubiera
procurado que no me faltara nada.
—No, diversión no te hubiese faltado, desde luego. A mí me ha hecho mondar de
risa siempre, desde que le conocí.
—Eso es lo peor que tienes: tu actitud superior. Te crees mejor que los demás.
Nos estamos muriendo prácticamente de hambre, y compras un automóvil nuevo a
plazos, sólo para mostrárselo a tus amigos. Y encima, me aseguras por una fuerte
suma, para dártelas de que proteges a tu familia. Ojalá me hubiera casado con
George… Al menos, traería a casa un poco de gallina para comer cuando hubiera
terminado su trabajo. ¿De qué esperas que viva, de papel carbón usado y de cintas de
máquina inservibles?
—Bueno, ¿qué diablos puedo hacer si el género no se vende? Creí que lo
solucionaría todo con aquel contrato, pero fracasó. Siempre estás con lo mismo:
¡Dinero! ¡Dinero! ¿Quién te has creído que soy? ¿La gallina de los huevos de oro?
—De oro, no sé; pero huevos has puesto muchos con esas últimas historias que
has enviado.
—Eres muy graciosa. Pero ya empiezo a cansarme de tus chistes de comedia
barata, Daisy.
—Sí, ya me he dado cuenta. Quieres cambiar de pareja y de baile, supongo. Tal
vez ahora le haya llegado el turno a esa Jeanne Corey. ¡Oh! Ya me di cuenta de que
mosconeabas a su alrededor aquella noche, en casa de Ed. La mirabas con ojos de
ternero degollado.
—Escucha, te prohíbo que nombres a Jeanne.
—¡Oh! Y supones que voy a obedecerte, ¿verdad? Tu esposa no debe tomar el
nombre de tu amiguita en vano. Bueno, querido, siempre he sabido que actuabas con
rapidez, pero no creía que la cosa hubiese llegado tan lejos. ¿Le has dicho ya que era
tu musa?

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—Maldita sea, Daisy… ¿Por qué tienes que darle vueltas siempre a todo lo que
digo…?
—¿Por qué no la aseguras a ella, también? Seguro de bigamia… ¿Probablemente,
podrías conseguir una póliza extendida por Brigham Young?
—¡Oh! Cállate de una vez, ¿quieres? Bonita manera de empezar a celebrar
nuestro aniversario.
—¿Aniversario?
—Estamos a dieciocho de mayo, ¿no?
—¿Dieciocho de mayo…?
—Sí. Toma, ponte esto.
—¡Oh, querido! Es un collar…
—Sí, es un collar.
—¿Y lo has comprado para mí… con todas esas facturas sin pagar, y…?
—Eso no importa. Y deja ya de hacerme arrumacos.
—Es tan maravilloso, querido… ¡Toma!
—Basta ya, Daisy. ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer? Me has hecho
olvidar dónde habíamos quedado en nuestra discusión.
—¡Nuestro aniversario! Y pensar que lo había olvidado…
—Bueno, yo no lo olvidé. Daisy…
—¿Sí?
—He estado pensando… es decir, bueno, en el fondo soy un sentimental, y me
preguntaba si te gustaría que diéramos un paseo en automóvil por la Prentiss Road.
—¿Quieres decir como el día que nos… fugamos?
—Hum hum.
—Desde luego, querido. Me gustaría muchísimo. ¡Oh, amor mío! ¿Dónde
compraste este collar?
Eso fue lo que pasó. Una más de nuestras trifulcas diarias. Aunque hoy, no sé por
qué, tenía la sensación de que ambos nos habíamos excedido. Llevábamos peleando
así meses enteros. Ignoro el motivo. No me atrevería a calificarlo de
«incompatibilidad». Pero yo estaba arruinado y Daisy no hacía más que gruñir.
Sin embargo, me sentía mucho mejor cuando saqué mi violín para interpretar el
Corazones y Flores. Aniversario, collar, repetición de la luna de miel… Había
encontrado un sistema para mantener callada a Daisy sin meterle un trapo en la boca.
Daisy era sentimentalmente feliz, y yo me felicitaba a mí mismo, cuando subimos
al automóvil y nos dirigimos hacia la Prentiss Road. Teníamos todavía un montón de
cosas que decirnos el uno al otro, pero su repetición hubiera resultado sencillamente
fastidiosa. Cuando Daisy estaba de buen humor, hablaba en tono melindroso… lo
cual me sacaba de mis casillas, por considerarlo impropio de una mujer hecha y
derecha.
Pero, durante algún tiempo, los dos fuimos felices. Empecé a decirme a mí mismo
que todo era como en los viejos tiempos; éramos realmente la misma pareja de

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chiquillos en plena fuga. Daisy se había despedido «por las buenas» del salón de
belleza, y yo acababa de vender una serie de relatos. Nos dirigíamos a Valos, para
casarnos. El mismo tiempo primaveral, la misma carretera, y Daisy apretándose
contra mí del mismo modo.
Pero, no era lo mismo. Daisy no era ya una chiquilla; no había arrugas en su
rostro, pero su voz se había hecho estridente. No había engordado, pero se había
vuelto quisquillosa. Yo también era distinto. Aquellos primeros relatos que había
vendido para la radio me habían hecho concebir falsas esperanzas; empecé a alternar
con los personajes, y eso cuesta dinero. Últimamente no había podido colocar ningún
guion, y las deudas fueron acumulándose, y cada vez que trataba de hacer algo, allí
estaba Daisy moliéndome a preguntas fastidiosas. ¿Por qué teníamos que comprar un
nuevo automóvil? ¿Por qué teníamos que pagar tanto alquiler? ¿Por qué aquella
póliza de seguros? ¿Por qué me había comprado tres trajes?
De modo que le compré un collar y cerró la boca. Pura lógica femenina.
Bueno, hoy me olvidaría de todo. Olvidaría las cuentas sin pagar, olvidaría las
preguntas fastidiosas de Daisy, olvidaría a Jeanne… aunque esto último iba a ser más
difícil. Jeanne era callada, tenía una pequeña renta y opinaba que hablar
melindrosamente era una estupidez…
Llegamos a la Prentiss Road y tomamos la ruta que habíamos seguido el día de
nuestra fuga. Daisy era feliz, sin duda alguna. Habíamos preparado un ligero
equipaje, y, sin mencionarlo, los dos sabíamos que pararíamos en el hotel de Valos,
tal como habíamos hecho tres años antes, cuando nos casamos.
Tres años de insoportable y fastidiosa monotonía…
Pero no iba a pensar en eso. Era preferible pensar en los dorados rizos de Daisy
brillando al sol de la tarde; pensar en las hermosas colinas verdes ídem de ídem.
Estábamos en primavera, la primavera de hacía tres años, y ante nosotros se extendía
toda una vida… una vida de felicidad.
De modo que continuamos alegremente el viaje. Daisy señalaba los postes
indicadores y yo asentía, o gruñía, o decía «Uh-uh», y pensaba que llevábamos cuatro
horas en la carretera, y que pronto se nos echaría la noche encima, y que deseaba
apearme y estirar las piernas, y además…
Allí estaba. No podía dejar de ver la pancarta. Y en el caso improbable de que me
hubiera pasado por alto, allí estaba Daisy, gritándome al oído:
—¡Oh, querido! Mira…

¿PUEDE USTED RESISTIRLO?


LA CASA DEL TERROR
Visite una auténtica casa encantada

Y en tipos más pequeños, debajo, aparecían otros reclamos:


«¡Visite la Mansión Kluva! ¡Visite la Cámara Encantada! ¡Vea el Hacha utilizada

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por el Asesino Loco! HAGA REGRESAR A LA MUERTE. Visite la CASA DEL
TERROR. Atracción única en su género. Sólo por 25 centavos».
Desde luego, no leí todo eso mientras conducía a 60 millas por hora. Detuve el
automóvil, y mientras Daisy leía contemplé el amplio y destartalado edificio. Tenía el
mismo aspecto de otros edificios ante los cuales habíamos pasado; casas ocupadas
por «swamis» hindúes, «médiums» y «profesores de yoga». Todos dedicados a
explotar la credulidad de los turistas. Pero aquí había un tipo con una pequeña
novedad. Ofrecía algo distinto. Eso fue lo que pensé.
Pero Daisy pensó algo más, evidentemente.
—¡Oh, querido! Vamos a entrar.
—¿Cómo?
—Estoy envarada de tanto automóvil, y, además, es probable que vendan perros
calientes o algo para comer. Estoy hambrienta.
Bueno. Aquélla era Daisy. Daisy, la sádica. Daisy, la fanática de las películas de
terror. No me dejé engañar por su tono indiferente. Conocía perfectamente los gustos
y las aficiones de mi esposa. Era una adicta incondicional a las páginas de sucesos de
los periódicos. Poco después de nuestra boda, se soltó el pelo y empezó a leerme en
voz alta las informaciones acerca de los más horribles crímenes a la hora del
desayuno. Empezó a dejar semanarios de sucesos por toda la casa. No tardó en
arrastrarme a los cines donde proyectaban películas de terror. Otra de sus fastidiosas
costumbres: yo podía cerrar los ojos en cualquier momento y evocar el zumbido de su
voz, temblorosa de excitación, mientras leía las últimas noticias acerca del
descuartizador de Cleveland o del Asesino del Hacha.
Evidentemente, nada era demasiado espeluznante para sus gustos. Aquí había un
destartalado edificio que en su época de mayor esplendor pudo haber sido utilizado
como establo; y, sin embargo, ella tenía que entrar, respondiendo al reclamo de la
sucia pancarta. «La Casa Encantada». Tal vez nuestro matrimonio no hubiera
fracasado si me hubiese dedicado a vagar por la casa con un antifaz negro,
ronroneando como Bela Lugosi y acariciando a Daisy con un hacha.
Traté de transmitir algo de lo que estaba pensando por medio del tono con que
repliqué: «¡Vaya una ocurrencia!», pero era una batalla perdida. Daisy tenía ya una
mano en la portezuela del automóvil. En su rostro había una sonrisa… la sonrisa que
asomaba a sus labios cuando escuchaba las noticias acerca de un asesinato; una
sonrisa que me recordaba, desagradablemente, la expresión de un gato hambriento
mientras juega con un ratón. La sonrisa de Daisy, la sádica.
Pero, ¡al diablo con todo! Ésta era una segunda luna de miel, y no era el momento
más adecuado para estropear las cosas, precisamente cuando me sentía tan
predispuesto a olvidar los detalles desagradables. Mataríamos media hora aquí, y
luego al hotel.
—¡Vamos!
Cuando me apeé, Daisy estaba ya a medio camino del porche. Cerré las

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portezuelas del automóvil, me metí las llaves en el bolsillo y me reuní con Daisy ante
la sucia puerta. Se estaba levantando una húmeda niebla, y las nubes tapaban la
puesta de sol. Daisy llamó de un modo que revelaba su excitación. La puerta se abrió
lentamente, después de una larga pausa, como correspondía a una casa encantada. A
continuación tenía que aparecer un rostro siniestro, sonriendo diabólicamente a través
de una boca desdentada. Era lo que Daisy estaba esperando, por lo menos.
Pero se encontró ante el rostro de W. C. Fields.
Bueno, no del todo. La nariz era más pequeña, y no tan roja. Las mejillas eran
más flacas, también. Pero el traje a cuadros, la mirada bizqueante, las quijadas y, por
encima de todo, la voz, encajaban perfectamente.
—¡Ah! Pasen, pasen. Bienvenidos a la Mansión Kluva, amigos míos,
bienvenidos. —Nos apuntó con su puro—. Veinticinco centavos, por favor. Gracias.
Estábamos en un oscuro vestíbulo. Era realmente oscuro, y olía a moho, pero yo
sabía que la casa no tenía más moradores furtivos que las cucarachas. Nuestro cómico
amigo pronunciaría un bonito discurso, tratando de impresionarme; pero la única
impresionada, probablemente, sería Daisy.
—Es un poco tarde —dijo nuestro anfitrión—, pero creo que podré enseñarles la
casa. No hace ni un cuarto de hora que se ha marchado un grupo de San Diego… un
grupo muy numeroso. Han venido aquí sólo para ver la Mansión Kluva, de modo que
puedo asegurarles que han invertido bien su dinero.
De acuerdo, amigo, déjate de monsergas y empieza de una vez. Pon en marcha tus
cadáveres, dale a Daisy un buen susto, y vámonos de aquí.
—¿Qué hay de encantado en esta casa, y cómo vino a parar usted aquí? —
preguntó Daisy.
Una de aquellas preguntas originales que siempre estaba formulando. Daisy era
así de brillante. Una caja llena de sorpresas.
—Mucha gente me pregunta eso, y me complace enormemente explicárselo. Esta
casa fue construida por Ivan Kluva —no sé si usted se acordará de él—, un director
cinematográfico que llegó aquí alrededor de 1923, en la época del cine mudo, poco
después de que De Mille empezara a hacerse popular con sus películas de masas.
Kluva era un hombre «épico»; se había ganado una excelente reputación en Europa,
de modo que le dieron un contrato. Escogió este lugar para instalarse aquí con su
esposa. En la colonia cinematográfica no quedan muchas personas que recuerden al
viejo Ivan Kluva; en realidad, nunca llegó a dirigir una película.
»Lo primero que hizo fue mezclarse con un grupo de adictos a un culto diabólico.
Tengan en cuenta que eso sucedió hace muchos años. En aquella época, Hollywood
albergaba a tipos de todas clases. Alcohólicos —entonces regía la Ley Seca—,
cocainómanos, adoradores del diablo… Kluva se unió a estos últimos.
»Supongo que estaba un poco chiflado. Porque una noche, después de una
reunión que tuvo lugar aquí, asesinó a su esposa. En la habitación de arriba había
instalado una especie de altar. Colocó a su esposa sobre aquel altar, y le cortó la

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cabeza con un hacha. Luego desapareció. La policía se presentó un par de días
después. Encontraron el cadáver decapitado de la esposa, desde luego, pero nunca
consiguieron localizar a Kluva. Tal vez se tiró por el acantilado que hay detrás de la
casa. Tal vez —he oído algunos rumores— asesinó a su esposa como un sacrificio
para poder desaparecer. Algunos de los miembros del culto fueron detenidos, y
explicaron un montón de historias acerca de la adoración de cosas o de seres que
recompensaban a aquellos que les ofrecían sacrificios humanos; recompensas tales
como desaparecer de la tierra. ¡Oh! Estaban locos de remate, supongo, pero la policía
encontró una estatua detrás del altar que no les gustó lo más mínimo y que nunca
mostraron a nadie, y quemaron un montón de libros y de cosas que encontraron aquí.
Y terminaron con la práctica de aquel culto en California.
Como escritor, me he dedicado siempre al género cómico. Pero, mientras
escuchaba el relato de nuestro amigo, estaba pensando que, si me decidiera a cambiar
de género literario, podría improvisar una historia mucho mejor que la de aquel
pájaro, a pesar de la posibilidad de mejorarla que le brindaba la práctica diaria. Era
tan poco original, tan poco convincente… El peor de los relatos de «suspense».
A no ser…
Se me ocurrió repentinamente. Quizá la historia era cierta. Tal vez ésa era la
solución. Después de todo, no contenía ningún elemento sobrenatural. Un ruso
chiflado, adorador del diablo, que asesinaba a su esposa con un hacha. La cosa sucede
de cuando en cuando; la psicopatología está llena de casos semejantes. ¿Y por qué
no? Nuestro cómico amigo se limitó a comprar la casa después del asesinato, y se
dedicó a explotar la leyenda.
Evidentemente, mi sospecha era acertada, ya que el viejo cicerone estaba
diciendo:
—Y así, amigos míos, la Mansión Kluva quedó desierta y deshabitada. Es decir,
deshabitada del todo, no. Quedó el fantasma. Sí, el fantasma de Mrs. Kluva… la
Dama Vestida de Blanco.
¡Vaya! Siempre tenía que haber una Dama Vestida de Blanco. ¿Por qué no de
rosa, o de verde, para cambiar? La Dama Vestida de Blanco: sonaba como un
encabezamiento burlesco. Lo mismo que nuestro cicerone. Estaba tratando de
empujar su voz hacia su mantecoso estómago, para hacerla más impresionante.
—Todas las noches, el fantasma de Mrs. Kluva aparece en el pasillo que conduce
a la cámara del asesinato. La herida de su cuello brilla a la luz de la luna mientras
apoya de nuevo la cabeza en el altar manchado de sangre, vuelve a recibir el golpe
fatal y, con un lamento de dolor, se desvanece en el aire.
—¡Oooooh! —dijo Daisy.
—La casa permaneció desierta durante muchos años. Pero, de cuando en cuando,
entraba en ella algún vagabundo para pasar la noche. Pasaba aquí la noche… una sola
noche… Porque a la mañana siguiente era encontrado sobre el altar, con el cuello
cercenado por el hacha asesina.

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Daisy estaba gozando lo indecible; tenía la boca abierta, y sus ojos brillaban casi
tanto como la herida del cuello de Mrs. Kluva a la luz de la luna.
—Al cabo de algún tiempo, nadie se acercó por aquí; incluso los vagabundos
rehuían el lugar. La casa fue sacada a subasta, pero nadie quiso comprarla. Entonces
la alquilé. Sabía que la historia atraería a la gente, y ante todo soy un hombre de
negocios.
Gracias por decírmelo, amigo. Te había tomado por un farsante.
—Y, ahora, ¿quieren ver la cámara del crimen? Síganme, por favor. Por aquí…
hay que subir esta escalera. Lo he conservado todo tal como estaba, y estoy
convencido de que les interesará…
Daisy se agarró fuertemente a mi brazo.
—¡Oooooh, cariño! ¿No estás emocionado?
No me gusta que me llamen «cariño». Y la idea de que Daisy pudiera encontrar
algo «emocionante» en esta ridícula farsa me producía náuseas. Por un instante, me
sentí capaz de asesinarla. Tal vez Kluva tenía sus buenos motivos para hacer lo que
hizo.
Los peldaños crujían, y las polvorientas ventanas permitían el paso de una
fúnebre claridad. En el exterior parecía haberse levantado un fuerte viento, y la casa
se estremecía a su contacto, gimiendo lastimeramente.
A mi lado. Daisy se estremeció también. En el cine, se dedicaba a retorcer los
botones de mi chaqueta cuando el monstruo entraba en la habitación donde dormía la
heroína. Estaba como ahora: histéricamente nerviosa.
Yo estaba tan excitado como un arenque disecado en una casa de empeño.
Habíamos llegado al rellano superior. W. C. abrió una puerta que daba a aquel
rellano y entró en la habitación. Unos instantes después reapareció con un candelabro
en la mano y nos invitó a pasar. Bueno, esto era un poco mejor. Demostraba cierta
imaginación, por lo menos. La vela que ardía en el candelabro era de mucho efecto en
medio de la oscuridad que nos rodeaba por todas partes; proyectaba extrañas sombras
sobre las paredes.
—Aquí estamos —susurró nuestro cicerone.
Y aquí estábamos.
Soy un hombre más bien positivista, poco imaginativo. Cuando Orson Welles
gime en la radio, bajo a la cafetería para escuchar los últimos discos de jazz. Pero
cuando entré en aquella habitación, supe que allí, al menos, no había nada de farsa.
La atmósfera estaba impregnada del olor a crimen. Las sombras se deslizaban sobre
un dominio de muerte. Era una habitación fría, fría como un osario. Y la luz de la
vela cayó sobre la enorme cama del rincón, para moverse después hacia el centro de
la estancia y cubrir una monstruosa mole. El altar de la muerte.
Detrás del altar, en la pared, había una especie de nicho, y casi pude imaginar una
estatua colocada allí. ¿Qué clase de estatua? Un murciélago negro, boca abajo y
crucificado. Los adoradores del diablo utilizaban eso, ¿no es cierto? ¿O era otra clase

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de ídolo, más horrible? La policía lo había destruido. Pero el altar seguía allí, y a la
mortecina luz de la vela vi las manchas.
Daisy se acercó más a mí: estaba temblando.
La cámara de Kluva; un hombre con un hacha, tendiendo a una mujer sobre el
altar; la locura en sus ojos, y un hacha en sus manos…
—Aquí, la noche del doce de enero de mil novecientos veinticuatro, Ivan Kluva
asesinó a su esposa con…
El hombre gordo estaba junto a la puerta, recitando su letanía. Pero, ahora, yo le
escuchaba con la mayor atención. En esta habitación, aquellas palabras eran reales.
No eran ya un cuento para asustar a los ingenuos; aquí en la oscuridad tenían un
significado. Un hombre y su esposa, y asesinato. Muerte no es más que una palabra
que se lee en los periódicos. Pero algún día se convierte en real; espantosamente real.
Asesinato es una palabra, también. Es el poder de muerte, y a veces hay hombres que
ejercen ese poder, como dioses paganos. Los hombres que matan son como dioses
paganos. Quitan la vida. Hay algo cómicamente impúdico en la idea. Un tiro
disparado en plena borrachera, una bayoneta hundida en la locura de la guerra, un
accidente, un choque de automóviles… esas cosas forman parte de la vida. Pero un
hombre, cualquier hombre, que viva con la idea de la Muerte; que piense y planee un
asesinato a sangre fría, premeditado…
Sentarse a cenar, enfrente de su esposa, y decir: «Las doce. Te quedan cinco horas
más de vida, querida. Cinco horas más. Nadie lo sabe. Tus amigos no lo saben. Ni
siquiera tú lo sabes. Nadie lo sabe… excepto yo. Yo, y la Muerte. Yo soy la Muerte.
Sí, yo soy la Muerte para ti. Yo anularé tu cuerpo y tu cerebro, seré tu dueño y señor.
Naciste, has vivido, sólo para este supremo instante; el instante en que decidiré tu
destino. Sólo existes para que pueda matarte».
Sí, era impúdico. Y luego, este altar, y un hacha.
«Vamos arriba, querida». Y sus pensamientos, sonriendo detrás de las palabras. Y
subir la oscura escalera hacia la oscura habitación, donde esperaban el altar y el
hacha.
Me pregunté si Kluva odiaba a su esposa. No, supongo que no. Si la historia era
cierta, la había sacrificado con un propósito. Era la persona más adecuada, la que
tenía más a mano para el sacrificio…
Lo que me inspiraba aquellos pensamientos era la habitación, no la historia. Podía
sentirle a él en la habitación, y podía sentirla a ella.
Sí, eso era lo más curioso. Ahora podía sentirla a ella. No como un ser, no como
una presencia tangible, sino como una fuerza. Una fuerza inquieta. Algo que se
movió detrás de mí antes de que volviera la cabeza. Algo en el altar manchado de
sangre. Un espíritu encadenado.
«Aquí fue donde morí. En un momento determinado estaba viva, sin sospechar
nada, y un momento después me encontraba entre las garras de la Muerte. El hacha
cayó sobre mi cuello, tan lleno de vida, y lo cercenó. Ahora, espero. Espero a otros,

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ya que sólo me queda la venganza. No soy una persona, ni un espíritu. Soy
simplemente una fuerza: una fuerza creada mientras sentía que la vida se me
escapaba por el cuello. En aquel momento experimenté una sola sensación con todo
mi ser moribundo; una sensación de odio absoluto, cósmico. Odio a la repentina
injusticia de lo que me había sucedido. La fuerza nació al producirse mi muerte; es lo
único que queda de mí. Odio. Ahora espero, y a veces tengo una oportunidad para
dejar escapar el odio. Matando a otro puedo sentir que el odio crece, se hace fuerte. Y
por un breve instante vuelvo a sentirme real, viva. Sólo abandonándome a mi negro
odio puedo sobrevivir en la muerte. Y por eso acecho; acecho aquí, en esta
habitación. Permanece demasiado tiempo en ella, y regresaré. Aquí, en la oscuridad,
buscaré tu cuello, y la hoja de acero caerá, y yo gustaré de nuevo el éxtasis de la
realidad…».
El viejo cicerone continuaba con su historia, pero yo no podía oírle, sumergido en
mis pensamientos. Luego, repentinamente, el viejo empuñó algo; algo así como una
sombra rígida contra la luz de la vela.
Era un hacha.
Oí que Daisy exclamaba «¡Oooooh!» a mi lado. Alzando la mirada, contemplé los
dos espejos azules de terror que eran sus ojos. Yo había pensado mucho, y podía
imaginar cuáles habían sido sus pensamientos. El viejo seguía blandiendo el hacha,
aquel hacha con la hoja enmohecida, y llegó un momento en que no pude mirar más
que el mellado filo del hacha. No pude oír, ni mirar, ni pensar en otra cosa; allí estaba
el hacha, el símbolo de la Muerte. Allí estaba el verdadero quid de la historia; no en
el hombre ni en la mujer, sino en la delgada línea de aquel filo. Aquel filo era la
Muerte. Aquel filo decidía el destino de los seres vivientes. No había nada en el
mundo más poderoso que aquel filo. Ningún cerebro, ningún poder, ningún amor,
ningún odio podía oponérsele.
Aparté los ojos de la mano del hombre y miré a Daisy. Y Daisy vio que la miraba
y en su rostro apareció la expresión de una atormentada Medusa.
Inmediatamente, se desplomó.
La cogí en brazos. El viejo nos miró con una expresión de sincera sorpresa.
—Mi esposa se ha desmayado —dije.
Se limitó a parpadear. Y un momento después me pareció observar que su
expresión de asombro se había trocado en otra de complacencia. Supongo que
atribuyó el desmayo al realismo que había sabido dar a su relato.
Bueno, aquello cambiaba todos los planes. No podía llevarme a Daisy a Valos en
aquel estado.
—¿Hay algún lugar donde pueda tenderse un rato? —pregunté—. No, en esta
habitación, no.
—El dormitorio de mi esposa está abajo, en el vestíbulo —sugirió el viejo.
El dormitorio de su esposa, ¿eh? Y el muy farsante había dicho que, en cuanto
oscurecía, no quedaba nadie en la casa…

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Pero no era el momento más adecuado para echárselo en cara. Llevé a Daisy a la
habitación del vestíbulo, froté sus muñecas.
—¿Quiere que avise a mi esposa para que cuide de ella? —me preguntó
solícitamente el viejo.
—No, no vale la pena. Yo la atenderé. Le sucede a menudo, ¿sabe? Algo de
histerismo… En cuanto haya descansado un poco, se le pasará.
El viejo salió de la habitación y yo me quedé allí sentado, refunfuñando.
¡Malditas mujeres! Tenía que sucederle esto, precisamente ahora… Pero ya era
demasiado tarde para las lamentaciones. Decidí dejarla dormir un rato.
Salí de la habitación y avancé a oscuras por el pasillo que conducía a la parte
trasera de la casa y por el cual había visto desaparecer al viejo. Súbitamente, me
detuve; me había parecido oír un sonido familiar: en efecto, estaba lloviendo. Las
gotas de la lluvia repiqueteaban sobre el tejado. Uno de los típicos chaparrones de la
Costa del Oeste.
Bueno, esto completaba el cuadro. Un fondo excelente para un melodrama.
Durante los últimos tres años había visto muchas películas de terror, y el escenario
era siempre el mismo.
Una joven pareja atrapada por una tormenta en una casa encantada. El misterioso
inquilino. La habitación encantada. La heroína desmayada e indefensa en el
dormitorio. Entra Boris Karloff envuelto en tres libras de vendas. «¡Grrrrr!», dice
Boris. «¡Eeeeeeeeh!», dice la heroína. «¿Qué sucede?», grita el inspector Toozefuddy
desde arriba. Y luego una caza salvaje. «¡Bang! ¡Bang!». Y Boris Karloff cae muerto.
El héroe besa a la heroína. Fin.
Era mejor tomarlo a broma… aunque yo sabía que era inútil. Sabía que estaba
jugando al escondite con mis pensamientos. Algo oscuro y frío se estaba enroscando
en mi cerebro, y yo estaba tratando inútilmente de expulsarlo de allí. Algo
relacionado con Ivan Kluva, y su esposa, y la habitación encantada, y el hacha.
Supongamos que hubiera un fantasma, y Daisy estaba en el dormitorio, sola, y…
—¿Huevos con jamón?
—¿Qué diablos…?
Era el viejo. Me había oído llegar y había salido a mi encuentro.
—Por aquí… El tiempo se ha puesto malo. Mientras la señora descansa, puede
usted comer algo con mi esposa y conmigo.
Entramos en la cocina. La esposa del viejo era tal como me la había imaginado;
una mujer delgada, de unos cuarenta y cinco años, de aspecto resignado. La cocina
era un lugar cómodo; se notaba en ella la mano de la mujer. Empecé a sentir un poco
más de respeto hacia el viejo: su esposa era una excelente cocinera.
La lluvia seguía cayendo. Recordé algo acerca de lo agradable que resulta el
interior de una habitación iluminada en medio de una tormenta. Intima. Mrs. Keenan
—el viejo se había presentado a sí mismo como Homer Keenan— sugirió que podía
llevarle un poco de coñac a Daisy. Dije que prefería dejarla descansar un poco más,

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pero Keenan irguió las orejas —y la nariz— al oír mencionar el coñac, y dijo que no
nos sentaría mal un traguito. El traguito se repitió varias veces. El licor ayudaba a
ahuyentar aquella idea oscura y fría. Aunque no del todo. Seguía importunándome.
De modo que estimulé a Homer Keenan para que hablara. Es preferible apechugar
con una fastidiosa conversación, a tener que soportar una idea fastidiosa.
«De modo que cuando fracasó aquel negocio en Tia, lie los bártulos y me marché.
Andábamos de feria en feria. Pero las mujeres son todas igual, y la mía se empeñó en
establecerse en algún lugar rijo. Quería tener un hogar. Bueno, conocía a ese
Feingerber desde hacía muchos años, y me facilitó esta casa. Desde luego, no toda la
historia es cierta. Hubo un Ivan Kluva que asesinó a su esposa en esta casa. El altar y
el hacha son también auténticos. Obtuve un permiso de las autoridades para
conservarlos. Como una especie de museo. Pero lo del fantasma es mentira. Sin
embargo, es lo que atrae a más gente. Algunos sábados y domingos, tenemos
visitantes todo el día, sin parar. Vivimos aquí… ¿Vamos a echar otro traguito? Este
coñac reconforta. Pone fuego en la sangre. Como le iba diciendo…».
Fuego. Fuego en la sangre. ¿Por qué había dicho que lo del fantasma era una
mentira? Cuando entré en aquella habitación, olí a asesinato. Pensé lo que él había
pensado. Y luego supe lo que había pensado ella. Su odio estaba en aquella
habitación; y, si no era un fantasma, ¿qué otra cosa podía ser? Todo ello unido con la
idea negra que se enroscaba en mi cerebro; aquella maldita idea negra, mezclada con
el hacha y con el odio y con la pobre Daisy tendida en el dormitorio, indefensa.
Fuego en mi cabeza. Aunque no el suficiente. Todavía podía pensar en Daisy, y de
repente algo ciego se agarró a mí, y yo me asusté y empecé a temblar, y no pude
esperar. Pensando en ella, sola en medio de la tormenta, cerca de la habitación del
crimen, y en el altar, y en el hacha… supe que tenía que acudir junto a Daisy. No
podía soportar la horrible sospecha.
Me puse en pie, murmurando algo acerca de echarle una mirada a mi esposa, y
corrí hacia el dormitorio. Estaba temblando, temblando, hasta que llegué a su lado y
vi lo apaciblemente que estaba tendida en la cama. Su sueño era tranquilo. Incluso
sonreía. No sabía nada. No temía a los fantasmas ni a las hachas. Al mirarla,
experimenté una sensación de ridículo, pero me quedé contemplándola largo tiempo,
hasta que recuperé el dominio de mí mismo…
Cuando me dirigía a la cocina, me di cuenta de que el coñac había producido su
efecto y me sentí borracho. La idea se había alejado de mi cerebro definitivamente, y
estaba empezando a notar un gran alivio.
Keenan había vuelto a llenar mi vaso, y cuando me tragué su contenido volvió a
llenarlo.
Empecé a hablar. Me sentía ligero, expansivo. Hablé de mi vida; de mi carrera,
tal como se encontraba en aquellos momentos; de mi romance con Daisy, incluso. El
coñac, desde luego.
Antes de que pudiera darme cuenta, me encontré haciendo una Confesión Sincera

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de todo. De cómo estaban las cosas entre Daisy y yo. De nuestras estúpidas trifulcas.
De su incomprensión. De su susceptibilidad acerca de cosas como nuestro automóvil,
y la póliza del seguro, y Jeanne Corey. Yo estaba lo suficientemente ebrio como para
mostrarme mezquino. Me mofé de sus costumbres. Luego empecé a hablar de nuestro
viaje, y de mis planes para una segunda luna de miel, y sólo el instinto hizo que me
callara antes de mostrarme realmente repulsivo.
Keenan adoptó una actitud de hombre que está de vuelta de todo, pero finalmente
se calentó lo bastante como para mencionar unos cuantos defectos de su esposa. Lo
que le conté acerca de la afición de Daisy a las cosas macabras, le empujó a reprender
a su esposa por su pusilanimidad. La acusó de que, a pesar de saber que la historia era
una farsa, se negaba a subir al piso cuando se hacía de noche… como si el fantasma
fuese real. Y no sólo al piso: no se atrevía a andar sola por la casa.
Mrs. Keenan lo negó. Sí, posiblemente se sentía algo impresionada ante la idea de
entrar en aquella habitación. Pero lo de andar por la casa…
—¿De veras? ¿Por qué no lo demuestras? Mejor ocasión que ésta… Es casi
medianoche. ¿Por qué no vas a llevarle una taza de café a esa pobre señora enferma?
Keenan parecía el padre de Caperucita Roja, sugiriéndole que fuera a visitar a su
abuelita.
—No se moleste —dije—. La lluvia está amainando. Voy a buscar a Daisy y
continuaremos nuestro camino. Vamos a Valos, ¿sabe?
—Creen que tengo miedo, ¿eh? —Mrs. Keenan estaba llenando ya una taza de
café—. Esos hombres, murmurando siempre de sus esposas… ¡Ya les enseñaré yo!
Colocó la taza en un plato, irguió desdeñosamente la espalda al pasar por delante
de Keenan y desapareció en el pasillo.
Recuperé de golpe la sobriedad.
—Keenan —susurré.
—¿Qué pasa?
—Keenan, tenemos que detenerla.
—¿Por qué?
—¿Ha andado usted por la casa de noche?
—Bueno, tanto como andar por la casa… No tengo necesidad de hacerlo, y,
además, suelo acostarme temprano. Hoy ha sido una excepción.
—Entonces, ¿cómo sabe que la historia no es cierta?
Yo hablaba con rapidez. Con demasiada rapidez.
—¿Cómo?
—Tal vez haya un fantasma.
—¡Tonterías!
—Keenan, le aseguro que sentí algo allí. Usted está tan acostumbrado al lugar,
que no se da cuenta. Pero yo lo sentí. El odio de una mujer, Keenan. ¡El odio de una
mujer!
Le cogí por el brazo y traté de levantarle de la silla, de empujarle hacia el pasillo.

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Tenía que detener a su esposa como fuera. Yo estaba asustado.
—Esta casa está llena de amenazas. —Rápidamente, le expliqué mis
pensamientos acerca de la mujer muerta: al morir, su odio había adquirido forma
material, una forma capaz de empuñar el hacha asesina y de dejarla caer…—.
¡Detenga a su esposa, Keenan! —grité—. ¡Deténgala!
—¿Y qué me dice de la suya? —se mofó Keenan—. Además —continuó,
ebriamente—, voy a decirle algo que nunca lo he dicho a nadie. Todo es mentira.
Me guiñó un ojo. Yo seguía empujándole hacia el pasillo.
—Todo es mentira. Lo del fantasma… y lo otro. Nunca hubo aquí un Ivan Kluva.
Lo del asesinato es mentira, también. El altar es una piedra que yo puse allí, y el
hacha es la que utilizo para partir leña. Ni asesinato, ni fantasma, ni nada. Todo es
mentira, pero yo gano dinero.
—¡Vamos! —grité; la idea negra volvió a mi cerebro, y traté de arrastrar a
Keenan hacia el pasillo, sabiendo que era demasiado tarde, pero que aún me quedaba
algo por hacer…
Y en aquel preciso instante, ella gritó.
La oí perfectamente. Había salido corriendo de la habitación que daba al
vestíbulo. Inmediatamente volvió a gritar, pero el grito se convirtió en un ronco
estertor. Salí al pasillo. La oscuridad era absoluta, pero allí, al fondo, se recortaba Ja
silueta de Mrs. Keenan. Una silueta que fue empequeñeciéndose, hasta confundirse
con las sombras que cubrían el suelo.
Keenan salió de la cocina, sosteniendo con una mano temblorosa la lámpara de
petróleo, y avanzó por el pasillo tambaleándose. En aquel momento tenía que haber
dado media vuelta y echado a correr, pero la idea negra enroscada a mi cerebro me lo
impidió. Seguí a Keenan, y mientras él contemplaba con expresión de incredulidad el
cadáver de su esposa caído en el suelo, volví a repetir mi confesión.
—La odiaba… la odiaba terriblemente… usted no puede comprender hasta qué
punto van acumulándose los pequeños detalles, hasta convertirse en una montaña
infranqueable… La odiaba, y, además, estaba Jeanne, esperando… y el seguro si lo
hubiera hecho en Valos nadie lo habría sabido nunca… lo de aquí fue accidental, pero
mucho mejor.
—No hay ningún fantasma —murmuró Keenan. No había oído nada de lo que yo
había dicho—. No hay ningún fantasma.
Me incliné sobre el cadáver y contemplé el profundo tajo que había en su
garganta.
—La idea se me ocurrió cuando vi el hacha y Daisy se desmayó. Podía
emborracharle a usted, sacar a Daisy de aquí, y usted no se hubiera enterado nunca…
—¿Quién asesinó a mi esposa? —murmuró Keenan—. No hay ningún
fantasma… No hay ningún fantasma… ¿Quién ha asesinado a mi esposa?
Pensé de nuevo en mi teoría del odio de una mujer sobreviviendo a la muerte y
existiendo, a partir de entonces, con la exclusiva e imperiosa necesidad de matar.

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Pensé en aquel odio, adquiriendo forma material, empuñando um hacha y dejándola
caer sobre el cuello de Mrs. Keenan…
Luego alcé la mirada hacia Homer Keenan, mientras los extraños sonidos que
llenaban mi cerebro se hacían más intensos, obligándome a hablar.
—Ahora hay un fantasma —murmuré—. Verá, la segunda vez que vine a ver a
Daisy, la asesiné con este hacha…

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SORPRENDENTE
ELIZABETH BOWEN

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T erry levantó la mirada; Josephine yacía inmóvil. Terry se sintió intimidado al
pensar que podía presentarse alguien. Su cerebro latía como un reloj; levantó la
mirada cautelosamente.
Pero no había nadie. Detrás de las altas paredes, más allá de la semiderruida
bóveda de la capilla, los delfinios se arracimaban bajo el sol, semejantes a varillas
multicolores que, al ser contempladas, girasen lentamente. Pero no había nadie.
La capilla estaba en ruinas, y en sus alrededores la hierba crecía a sus anchas. Una
hierba aplastada en muchos lugares. Por todas partes, colillas de cigarrillos,
esparcidos la noche anterior por las parejas que habían ido allí a besarse. Primero el
baile, pensó Terry, luego esto. Las colillas permanecerían allí días y días, hasta que la
lluvia las pudriera.
Luego, Terry vio una de aquellas colillas entre los cabellos de Josephine. Las
breves ondas de su pelo caían hacia atrás —inmóviles en líneas de perfección—,
partiendo de las sienes y de las orejas; la colilla estaba junto a su oreja izquierda. Un
detalle que Josephine no le hubiera perdonado nunca: tenía una sensibilidad casi
enfermiza para la suciedad. Siempre le estaba atormentando.
(«¿Te has mirado las manos? Llevas las uñas sucias…»). Terry se inclinó y apartó
la colilla de los cabellos de Josephine; las finas hebras se agitaron bajo el aliento de
Terry. Cuando apartaba la mano, Terry vio que sus uñas seguían estando sucias. Sus
manos se habían manchado ahora —naturalmente—, pero sus uñas ya debían de estar
sucias antes. ¿Se habría dado cuenta Josephine?
Aunque, tal vez… ¿Se habría sentido orgullosa de él por un momento? ¿Habría
tenido una visión fugaz de lo que él le había dicho? Deseaba preguntarle: «¿Qué
opinas ahora?
¿Crees en mí?». Terry se sentía seguro de sí mismo, lleno de confianza,
justificado. Ya que nadie más le hubiera hecho esto a Josephine.
Todos le habían despreciado… siempre. Un desprecio en el que se mezcla cierta
resignación, como si creyeran que no tenía remedio. «¡Oh, Terry…!», empezaban. Y
no terminaban la frase. Terry no servía para nada: ni siquiera sabía colocar una red
para jugar al tenis. Su vista había flaqueado siempre (al principio, el whisky le había
ayudado en ese aspecto, luego aumentó sus dificultades visuales), sus manos se
negaban a obedecerle y dejaban caer todo lo que cogía. No servía para nada; los más
jóvenes se burlaban de él hasta que, al igual que sus hermanos y hermanas, crecieron
y se parapetaron detrás de una distante afabilidad. Una y otra vez había tenido que
regresar junto a ellos: desde la escuela, desde Cambridge, y ahora —hacía un mes—
desde Ceilán. «La oveja negra», solía decir, refiriéndose a sí mismo. «Si pudiera
pensar como es debido —había tratado de explicarle a su padre—, sé que podría
hacer algo». Y en cierta ocasión le había dicho a Josephine: «Sé que hay Algo que yo
puedo hacer».
«Ahora se enterarán todos», dijo, mirando a su alrededor, gozando del extraño y
nuevo placer de ver las cosas claramente, agudamente. Contempló el rostro de

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Josephine, y su manchado pecho; luego, su mirada se deslizó por la semiderruida
bóveda de la capilla, y se extendió más allá, hasta los delfinios arracimados bajo el
sol. Era como si la ventana de cristales opacos a través de la cual había estado
mirando durante tanto tiempo, se hubiera abierto repentinamente de par en par. Terry
vio (con tanta claridad como la bóveda y los delfinios) lo que estaba Bien y lo que
estaba Mal. «He obrado bien», pensó (pero su cerebro seguía importunándole).
Josephine no tenía derecho a vivir con aquel defecto. Josephine no tenía que vivir,
tenía que morir.
Toda la noche había estado pensando en ello, paseando solo entre los matorrales,
estimulado por la música del baile, esquivando a los demás. Su mente se había ido
inflamando, hasta ponerse al rojo. No estaba furioso; no cesó de decirse a sí mismo:
«No tengo que estar furioso, tengo que ser justo». Ardía con el fuego (o al menos eso
le parecía a él) de la justicia. Las parejas que se cruzaban con él se alejaban
rápidamente. Alguien habló de un profeta menor, alguien susurró «Caliban»… Terry
continuó diciéndose: «El mal la tiene poseída. Ofende a la verdad. Mata las almas; ha
matado la mía». De modo que, antes de que amaneciera, Terry había llegado a
considerar sus propósitos como propósitos de Dios.
Josephine se había reído. Había estado fingiendo. Había una cosa que Terry
mantenía oculta, una cosa tierna y dulce; Josephine la había marchitado
despiadadamente. Le había dicho: «Sí, Terry, te creo. Te comprendo». Terry se había
desprendido de su antigua armadura… Luego, Josephine se había reído.
Entonces comprendió Terry lo que querían decir otros hombres cuando hablaban
de Josephine. Y había visto inmediatamente lo que tenía que hacer. «Esto es para mí
—se dijo—. Nadie más que yo puede hacerlo».
Toda la noche paseó solo por el jardín. Luego espió las ventanas, y cuando
volvieron a abrirse, entró rápidamente en la casa y cogió el cuchillo africano de la
panoplia que había en la pared del comedor. Después había subido a su cuarto
(recordando, por el camino, todos aquellos encuentros con Josephine), se había
afeitado, cambiado de ropa, colocado el cuchillo en el bolsillo de su chaqueta (era
demasiado largo, la hoja asomaba más de una pulgada), y se había sentado en el
alféizar de su ventana, contemplando la lenta ascensión del sol por el cielo sin nubes.
No pensaba: su mente era como alguien que cantara, alguien capaz de cantar.
Y, más tarde, todo había salido a medida de sus deseos. Claro que él había puesto
lo necesario de su parte. Josephine había bajado con su vestido blanco, plisado. Terry
había dicho: «¡Vamos!», y Josephine le había dirigido una de aquellas miradas
cargadas de risa, y había contestado: «¡Oh! De acuerdo, pequeño Terry…». Y había
salido al jardín delante de él, y se había encaminado a la capilla. Una vez allí, para
asegurarse de que hacía justicia, Terry le había preguntado una vez más: «¿Crees en
mí?». Y, de nuevo, Josephine se había echado a reír.
Ahora estaba tendida bajo el sol, con los brazos generosamente,
desesperadamente extendidos; la cabeza caída a un lado, sobre la hierba. En su rostro

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había una expresión deslumbrada (los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos),
una expresión casi de timidez. Su sangre empapaba la hierba, hundiéndose hasta sus
mismas raíces.
Terry se agachó un momento y, tocando los párpados de Josephine —todavía
tibios—, trató de cerrar sus ojos. Pero no supo cómo hacerlo. Luego se incorporó y
limpió la hoja del cuchillo africano con un puñado de hierba. No cesaba de escuchar;
le preocupaba la idea de que alguien pudiera encontrarle allí. Y su cerebro, como un
reloj, continuaba palpitando.
Cuando regresaba a la casa, se detuvo a lavarse las manos en la alberca del jardín.
Alguien podía gritar; y a Terry le turbaba la idea de que alguien gritara. El rojo se
mezcló con el agua y desapareció.

Terry se detuvo delante de la ventana del salón. Las persianas estaban medio
bajadas (tuvo que inclinar la cabeza para evitarlas), y en la estancia reinaba una
penumbra amarillenta. (Terry había esperado en aquel mismo salón que acudieran
todos, la tarde que llegó de Ceilán). El perfume de los claveles penetraba en la
habitación, y dos o tres moscones zumbaban y revoloteaban en el techo. Su hermana
Catherine estaba sentada de espaldas a él, tocando el piano (Terry la había oído
mientras se acercaba). Terry contempló sus rosados y puntiagudos codos: estaba
tocando un vals, y la música corría a través de ellos en rítmicas oleadas.
—¡Hola, Catherine! —dijo Terry, y escuchó, lleno de admiración. ¡De modo que
así era como sonaba su nueva voz!
—¡Hola, Terry!
Catherine siguió tocando, absorta en el vals. Tenía una mente ansiosa, metódica,
pero le gustaba el chismorreo. Terry pensó: «Aquí hay un poco de chismorreo para ti:
Josephine está en la capilla, cubierta de sangre. Su vestido está manchado; deberías ir
a verla».
—Oye, Catherine…
—¡Oh, Terry! Están llevando los muebles a la sala. ¿Por qué no vas a ayudarles?
Los sofás pesan mucho… y las vitrinas. —Se echó a reír—. Yo estoy terminando con
esta pieza.
Y siguió tocando.
Terry pensó: «No creo que pueda casarse ahora. Nadie querrá casarse con ella».
Y en voz alta, dijo:
—¿Sabes dónde está Josephine?
—No. No tengo —rum-tum-tum, rum-tum-tum— la más leve idea. Anda, Terry.
Terry pensó: «Nunca le gustó Josephine».
Se marchó.
Se detuvo en la puerta de la sala. Sus hermanos y Beatrice estaban arrastrando los
grandes sillones sobre el encerado suelo. Todos se dieron cuenta de su presencia, pero

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la ignoraron. Finalmente, Charles —quince años, con sus sonrosadas orejas— pensó
unos instantes, apoyado en la vitrina, decidió que la actitud de sus hermanos era
vergonzosa, y se volvió con una sincera y amable expresión de disgusto. Dijo:
—Pasa, Terry.
Charles no podía volver a la escuela ahora, pensó Terry, no podía ir a ninguna
parte, en realidad: ¿qué es lo que harían con él? ¿Enviarle a las colonias? Charles
tenía unos modales perfectos; nunca pensaba en la gente: se limitaba a clasificarla.
Josephine era «una muchacha que vive en casa», «una amiga de mis hermanas».
Pensaría inmediatamente (en cuanto Terry se lo hubiera contado): «Una muchacha
que vive en la casa… bueno… quiero decir, si no hubiese sido una muchacha que
vivía en casa…».
Terry se acercó a Charles; entre los dos empujaron la vitrina. Pero Terry empujó
demasiado fuerte, y una de las esquinas del mueble rascó la pared.
—¡Oh! Hemos rayado la pintura —dijo Charles.
Y lo habían hecho, realmente; en la pared había una raya de color gris. Charles
enrojeció; no le gustaban las cosas mal hechas. Había sido muy amable al decir:
«Hemos rayado la pintura». ¿Diría más tarde: «Hemos matado a Josephine»?
—Creo que será mejor que ayudes a entrar los sofás —dijo Charles amablemente.
—Tenías que haber visto la sangre en mis manos hace poco —dijo Terry.
—¡Mala suerte! —dijo Charles rápidamente, y se marchó.

Beatrice, la amiga de Josephine, estaba con los codos apoyados en la repisa de la


chimenea, contemplándose en el espejo que había encima. La noche anterior, un
hombre la había besado cerca de la capilla (Terry les había espiado). A Beatrice debía
de parecerle que lo llevaba escrito en la cara… ¿Qué otra cosa podía estar mirando?
En el espejo, sus ojos eran oscuros, suplicantes. Cuando vio a Terry surgir detrás de
ella, frunció el ceño y se apartó.
—Oye, Beatrice, ¿sabes lo que ha sucedido cerca de la capilla?
—¿Te interesa mucho?
Se inclinó rápidamente a estirar la funda que cubría el sofá, como si las piernas
del sofá fueran indecorosas.
—Beatrice, ¿qué harías si hubiera matado a alguien?
—Me reiría —dijo Beatrice, en tono aburrido.
—¿Y si hubiera matado a una mujer?
—Me reiría más fuerte. ¿Conoces a alguna mujer?
Beatrice era realmente encantadora: la había perjudicado, por lo visto. Terry se
sintió llenó de pánico.
—Beatrice, te juro que no iré a la capilla…
Porque ella iría, desde luego: en cuanto estuviera sola y no se dieran cuenta,
Beatrice se escaparía a la capilla. Había sido aquella clase de beso.

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—¡Oh! ¡Cállate de una vez con la capilla!
Terry le había estropeado ya la última noche. ¡Cómo le odiaba!
Terry miró a su alrededor, buscando a John. John se había marchado.
Sobre la mesa del vestíbulo había dos cartas, llegadas en el segundo reparto,
dirigidas a Josephine. Nadie, pensó Terry, debía leerlas: tenía que proteger a
Josephine. Las cogió y las deslizó en su bolsillo.
—¡Eh! —gritó John desde lo alto de la escalera—. ¿Qué estás haciendo con esas
cartas?
John era el hermano mayor de Terry, pero no le gustaba aparecer como tal.
Ninguno de ellos deseaba que Terry se sintiera espiado o reprochado; cuando le
encontraban vagando de un lado a otro, sin rumbo fijo, se limitaban a ignorarle o a
preguntarle en tono jovial: «¿Adónde vamos, Terry?», para disimular el hecho de que
sabían que Terry ignoraba adónde iba. Pero, ahora, John no podía fingir que ignoraba
que aquellas cartas eran para Josephine, y Josephine estaba viviendo en la casa.
—Las he cogido para Josephine.
—¿Sabes dónde está?
—Sí, en la capilla… La he matado allí.
Pero John se había encogido de hombros y había dado media vuelta. Terry le
siguió escaleras arriba, repitiendo:
—La he matado allí, John… John, he matado a Josephine en la capilla.
John apresuró el paso, sin escuchar, sin volverse.
—¡Oh, sí! —gritó por encima de su hombro—. Tienes razón, llévatelas.
Desapareció en el fumador, cerrando la puerta de golpe. Había sido idea de John,
cuando Terry regresó de Ceilán, quitar la panoplia del comedor. Pero nunca había
dicho nada. ¿Qué interés podía tener la panoplia para un hermano suyo?, se dijo,
tratando de engañarse a sí mismo.
«¡Oh, sí! —pensó Terry—. Eres un hombre fuerte, con una espalda musculosa,
pero no podrías haber hecho lo que he hecho yo».
En Terry, después de todo, había algo. Era más capaz que John. No tardarían en
enterarse. John no había besado nunca a Josephine.
Terry se sentó en la escalera, diciendo:
«¡Josephine! ¡Josephine!».
Permaneció sentado allí, cogido a la barandilla, temblando de excitación.
La puerta del estudio siempre había tenido un aspecto solemne. Terry tenía que
cruzarla para llegar hasta su padre; escogió el tablero de la izquierda para llamar. La
voz paciente dijo:
—¡Adelante!
Ahora o nunca, pensó Terry. Tenía un gran auditorio; contempló los libros
alineados en las oscuras paredes, y pensó en todos aquellos pensadores. Su padre le
dirigió una rápida mirada. Terry experimentó la sensación de que sus noticias iban a
acuchillar el profundo y solemne silencio. El escritorio era un revoltijo de papeles.

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—¿Qué deseas? —preguntó el padre, frotando el borde del escritorio.
Terry permaneció en pie silenciosamente: su euforia se había desvanecido.
—Quiero hablarte acerca de mi futuro —murmuró finalmente.
Su padre suspiró y deslizó una mano hacia adelante, manoseando los papeles.
—Supongo, Terry —dijo, lo más amablemente posible—, que tienes realmente un
futuro. —Luego se reprochó a sí mismo—. Bueno, siéntate un momento…
Terry se sentó. El reloj colocado sobre la repisa de la chimenea hacía eco a los
latidos de su cerebro. Terry esperó.
—¿Sí? —dijo su padre.
—Bueno, tiene que haber alguna clase de futuro para mí, ¿no es cierto?
—¡Oh! Desde luego…
—Mira, papá, tengo que enseñarte algo. Aquel cuchillo africano…
—¿Qué pasa con el cuchillo?
—Lo tengo aquí. Voy a enseñártelo.
Se metió la mano en el bolsillo. Su padre esperó.
—Estaba aquí… lo llevaba en el bolsillo. Lo había traído para enseñártelo. Debo
tenerlo en alguna parte… aquel cuchillo africano.
Pero no estaba allí, no lo llevaba; lo había perdido; se le había caído… en la
hierba, en la alberca, en alguna parte. Recordaba haberlo limpiado… ¿Y después?
Su seguridad había desaparecido; ahora estaba aterrorizado; sollozó.
—Lo he perdido —gimió—. Lo he perdido.
—¿A qué te refieres? —dijo su padre, frunciendo el ceño, con su rostro pálido,
cuadrado—. ¿Qué estás tratando de decirme?
—Nada —dijo Terry, sollozando y estremeciéndose—. Nada, nada, nada.

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MR. GEORGE
STEPHEN GRENDON

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L a tarde había empezado a declinar. Priscila hizo un ramillete con las flores que
había cortado y lo ató con una pequeña cinta azul. Unió al ramillete la nota que
había escrito, apretó las flores contra su pecho y se acercó a la puerta de su
habitación, andando de puntillas. La abrió. Unas voces ascendieron por la escalera.
Pero ellos no la oirían salir. Y no le importaba que la vieran regresar. Priscila cerró la
puerta detrás de ella, bajó la alfombrada escalera y se dirigió a la puerta principal.
Salió a la calle.
El conductor del autobús la reconoció. Inclinó su bigotudo rostro sobre la niña y
preguntó:
—¿Sola, miss Priscila?
—Sí, señor.
—Está oscureciendo. ¿Vas muy lejos?
—¡Oh, no! Voy a ver a Mr. George.
El conductor sonrió, con una sonrisa pálida, sin alegría. No dijo nada más.
El autobús se puso en marcha. Priscila sabía que el conductor la avisaría cuando
tuviera que apearse, pero de todos modos contó las manzanas: en la primera vivían
los Renshaw; en la siguiente, los Burton; a continuación venía una manzana de
solares sin edificar; y finalmente, otras tres manzanas en las cuales no vivía nadie a
quien la niña conociera. Siete en total.
El conductor la avisó para que se apeara.
—Sí, señor. Lo sé. Gracias —dijo Priscila.
Sonrió al conductor y se apeó del autobús.
El conductor la siguió con la mirada, preocupado. «¿Qué será de ella, rodeada por
tantos buitres?», pensó.
Priscila había estado pensando todo el camino, con un poco de temor, en la gran
verja de hierro; pero, como aún no eran las seis, estaba abierta. Cruzó la verja y se
encaminó directamente a la morada de Mr. George. No había nada para poner las
flores, de modo que las dejó allí, en un lugar donde Mr. George pudiera verlas.
Priscila no estaba completamente segura en lo que respecta a Mr. George,
últimamente, la habían intrigado muchas cosas. No comprendía lo que le había
sucedido a Mr. George, ni por qué se había marchado dejándola sola con los primos
de su madre, los cuales, con el infalible instinto de los niños, sabía que no la querían
del mismo modo que la había querido Mr. George, o su madre antes que él. También
su madre se había marchado.
Priscila colocó la nota de modo que Mr. George pudiera verla. Al marcharse,
volvió la cabeza varias veces para comprobar si Mr. George había regresado; pero las
flores seguían en el mismo lugar, con la blancura del papel en que estaba escrita la
nota destacando encima de ellas. Las flores eran resedas, nomeolvides y rosas: flores
anticuadas, que eran las preferidas de Mr. George. Pero Mr. George no había llegado;
no estaba a la vista cuando Priscila cruzó la verja en sentido inverso; de modo que la
niña se dirigió a la esquina para esperar el autobús, preguntándose ya si ellos la

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habrían echado de menos.
Pero, no, no habían notado su ausencia. Seguían hablando cuando Priscila se
deslizó en la casa, aunque uno de ellos estaba ahora en el comedor, y todos habían
levantado un poco la voz… pero no lo suficiente como que pudiera oírse lo que
decían desde el vestíbulo. Priscila permaneció completamente inmóvil, escuchando.
Eran dos mujeres y un hombre, hermano de ellas, primos de su madre. Para Priscila
eran sus tías y su tío. Las mujeres estaban en la cocina, y tío Laban en el comedor.
Tío Laban estaba diciendo:
—Lo que ocurre contigo, Virginia, es que careces de tacto, de refinamiento.
Quieres el dinero, y no te importa el modo de obtenerlo.
—Ella es quien se interpone entre nosotros. Lo sabes tan bien como yo.
—Ahora que George ha desaparecido —dijo Laban.
—Si —dijo Virginia.
Adelaide se rio nerviosamente entre dientes.
—A menudo me pregunto qué clase de relaciones había entre ellos —continuó
Virginia—. ¿Eran amantes?
—Eso no importa ahora.
—¡Oh! Sí que importa —intervino Adelaide—. Si pudiéramos demostrar que ella
es hija suya…
Laban hizo un gesto de impaciencia.
—Absurdo e indemostrable. El testamento de Cissie es muy explícito, y no
importa que Priscila sea hija de George, o de Henry, o incluso que no sea hija de
Cissie. El testamento estipula que George se quedaría en la casa de Cissie hasta que
quisiera marcharse…
—O muriera —le interrumpió Virginia.
—No seas estúpida —dijo Laban secamente—. Y la casa, las tierras y todo el
dinero…
—¡Trescientos mil dólares! —suspiró Adelaide.
—… pertenecen a Priscila.
—Has omitido lo más importante —dijo Virginia—. Después de Priscila estamos
nosotros.
—Por lo menos, estamos aquí.
—¡Oh, sí! —dijo Adelaide amargamente—. Estamos aquí como hemos estado
siempre: viviendo a costa de alguien.
—¿Y eso te preocupa? —inquirió Laban con aspereza—. Manejamos la casa… y
puede decirse que la cuenta corriente de la niña.
—Quiero hacerlo abiertamente, sin tapujos —dijo Virginia.
—No te pongas melodramática —dijo Laban—. A mí no puedes engañarme. Sé
que estás tramando algo. Por de pronto, has despedido a todos los criados, uno a uno.
—Eran criados de Cissie, no míos.
—Y no has reemplazado a ninguno de ellos.

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—No. Tengo que pensarlo. ¿Has hecho aquella lista?
—Sí.
—Llama a la niña.
Priscila escapó silenciosamente escaleras arriba, a fin de estar preparada cuando
tío Laban la llamara.
Mientras efectuaba su ronda nocturna, el agente Canby vio algo blanco que
brillaba más allá de la verja. Sintió curiosidad y entró para ver lo que era. Cogió la
nota, paseó la luz de su linterna a su alrededor para captar los detalles que pudieran
ser necesarios, y a su debido tiempo entregó la nota en Jefatura.
El capitán la leyó.
«Querido Mr. George, vuelve pronto, por favor. Queremos que vivas con nosotros
otra vez. Tenemos sitio de sobra. Tienes que coger el autobús que va hacia el este. La
casa está tal como la dejaste, sólo que ahora han florecido las rosas».
—¿No hay ninguna firma?
—No. Estaba allí, en la tumba, con algunas flores. Dejé las flores. Era la tumba
de un hombre llamado George Newell. Murió hace un mes, aproximadamente. Tenía
cincuenta y un años.
—Parece una nota escrita por un niño. Désela a Orlo Ward: ésta es la clase de
cosas que desea para el New Yorker.

El antiguo reloj del vestíbulo, que había pertenecido al abuelo Dedman, habló
toda la noche. Mr. George decía que la madre de Priscila entendía su lenguaje. Solía
decir: «Cis-sie, Cis-sie, Cis-sie, duer-me, duer-me, Cis-sie» una y otra vez, hasta que
se quedaba dormida. Ahora, Priscila pensó que le hablaba a-ella del mismo modo.
Pero Priscila no tenía sueño. Permanecía tendida en su cama, escuchando todos los
sonidos de la antigua casa. Estaba muy triste desde que se había marchado la
cocinera, la última persona que la quería. Todos los que ahora vivían en la casa la
aborrecían. Priscila lo sabía por el modo que tenían de mirarla, por el modo que
tenían de hablarle. ¡Si al menos regresara Mr. George! Nada había sido como antes
desde el día en que Mr. George, sintiéndose enfermo, la llamó a la cabecera de su
cama y le dijo: «Procura ser una niña buena, Priscila. Y, recuérdalo, si algo marcha
mal, díselo a Laura». Laura era para Mr. George lo que Priscila había sido para su
madre.
El murmullo de voces en el vestíbulo se había apagado.
Virginia Leckett estaba cepillándose el pelo en la habitación de su hermano.
Laban se había acostado ya.
—Si a la niña le sucediera algo, no habría pegas en lo que respecta a nuestro
derecho a la herencia, ¿verdad?
—Juraría que me has formulado esa pregunta una docena de veces —dijo Laban.
—¿Verdad? —insistió Virginia.

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—¿Cómo podría haberlas? No hay otros parientes.
—Desde luego.
—De todos modos, la niña está más fuerte que un toro.
—¡Oh! Pueden ocurrir cosas…
—¿Qué cosas?
—Nunca se sabe, Laban.
—Me estás poniendo nervioso, Virginia.
—Mira lo que le ocurrió a George.
—Bueno, no puedes esperar que Priscila sufra ya del corazón.
—Eso fue lo que dijo el médico.
—Y lo que creía, también.
—Es probable. Hay cosas que provocan ataques al corazón.
—Deja de decir tonterías, Virginia.
—¿No es cierto?
—No.
—Es igual —continuó Virginia: hablando con más rapidez—. Si algo le sucediera
a Priscila, significaría trescientos mil dólares para nosotros. ¡Trescientos mil dólares!
Piensa en lo que podrías hacer con tu parte, Laban… ¡Y yo! Yo podría ir a Europa.
—Pero nunca podrás ir. ¿Por qué no dejas de torturarte a ti misma pensando en
ese dinero? Está fuera de nuestro alcance.
—¿De veras?
—Será mejor que vayas a acostarte.
Los pasos de Virginia cruzaron el vestíbulo, deteniéndose delante de la puerta de
la habitación de Priscila. ¡Dios mío, no permitas que entre!, rogó Priscila con
suprema confianza. Los pasos de Virginia se alejaron, y poco después el rumor de
voces sonó más lejano, procedente de la habitación de Adelaide. Así ocurría la mayor
parte de las noches desde que Mr. George se había marchado. A veces, Priscila
pensaba que odiaba a tía Virginia más que a nadie en el mundo; pero luego recordaba
que mamá le decía siempre que no odiara a nadie, porque el odio lastima más al que
odia que al odiado… o algo por el estilo. De todos modos, Priscila no tenía confianza
en tía Virginia. Tampoco confiaba en tía Adelaida ni en tío Laban, pero desconfiaba
todavía más de tía Virginia. No acertaba a comprender lo que mamá quería expresar
cuando le decía a Mr. George: «Las compadezco. Son tan mezquinas, tan
provincianas… Cuando tenían dinero podían haber ido a París, a Viena… Pero, no,
prefirieron invertirlo en acciones, para conseguir más, y lo perdieron todo.
¡Pobrecitas!».
El reloj dijo:
—Pris-sie, Pris-sie, Pris-sie, duer-me, duer-me, Pris-sie.
—No tengo sueño —dijo Priscila en la oscuridad.
La casa gemía y crujía. Un grifo goteaba en alguna parte, y el cedro que se alzaba
en la esquina norte de la mansión golpeaba de cuando en cuando la pared con sus

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ramas, agitadas por el viento. El reloj seguía hablando, con su ruidoso tictac, tic-tac,
tic-tac. En el exterior pasaban los autobuses, cada vez más espaciados a medida que
avanzaba la noche. Priscila permanecía tendida en su cama, pensando, soñando casi,
en mamá y en Mr. George, y en lo que se había divertido un año antes, cuando estuvo
en el mar y jugaba todo el día en la arena, mientras la tos de mamá empeoraba más y
más, y Mr. George estaba cada vez más triste y más callado. Hasta que al final
regresaron a esta casa de Olm Street, donde mamá había nacido. El tiempo parecía
extenderse en interminables dimensiones por todos lados. Y Priscila se sentía perdida
en aquella inmensidad, sin mamá, sin Mr. George, sin la playa arenosa, sin los trenes,
y los barcos, y…
Pero ahora empezaba a invadirla el sueño, y alguien pasó a través de la puerta, y
se inclinó sobre ella, y susurró:
—Duerme, Priscila.
—Sí, Mr. George —murmuró Priscila.
Por la mañana, Priscila, que se levantaba con el sol, cogió a Celine —la más vieja
de sus muñecas, y su favorita, ya que mamá y Mr. George se la habían comprado en
Arles, durante unas vacaciones que pasaron en Francia— y se fue a jugar al templete
que había en uno de los extremos del jardín. Mucho antes de que los otros moradores
de la casa se hubieran levantado, Priscila estaba en su paraíso con Celine. Priscila
tenía la costumbre de sostener largas conversaciones con Celine, la cual era descarada
y rara al mismo tiempo, y, dadas las circunstancias, no demasiado voluble, ya que
sólo contestaba cuando le pedían su opinión.
Aquella mañana, Celine estaba sentada como de costumbre enfrente de Priscila, y
Priscila preparaba las cosas para el té mientras hablaba. ¿Había descansado bien
Celine aquella noche, o no? ¿Quería Celine azúcar o limón, o las dos cosas, en el té, o
prefería bebérselo del modo adecuado, es decir, sin nada? Los pájaros cantaban, ya
que el jardín era un paraíso en el centro de la ciudad, y los árboles del cementerio
sólo estaban a siete manzanas de distancia, una distancia ideal para el vuelo de un
pájaro; de modo que se pasaban el día yendo y viniendo.
Celine dio las respuestas apropiadas.
Pero, aquella mañana, Celine tenía un aspecto algo raro. A Priscila le pareció que
Celine estaba tratando de decirle algo, algo personal, no provocado por las preguntas
de la propia Priscila. «Ten cuidado —parecía decirle—. Vigila».
Priscila miró a su alrededor, repentinamente alarmada, hasta tal punto le pareció
real la voz de Celine. Pero no vio a nadie.
—¿A quién tengo que vigilar? —preguntó Priscila, en un susurro.
—¡A ellos! —respondió Celine.
Una voz muy rara para ser de una muñeca, pensó Priscila.
De repente, recordó. ¡Ella conocía aquella voz! Era la de Mr. George. Y aquello
era muy propio de él: fingir que era la voz de Celine.
Priscila batió palmas y gritó alegremente:

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—¡Sal, sal, dondequiera que estés, Mr. George!
No salió nadie.
—¡Por favor, Mr. George!
Se oyó el arrullo de una paloma.
—¡Por favor!
Nadie respondió.
Priscila miró a Celine, pero la muñeca tenía el mismo aspecto estólido de
siempre. Miró a lo lejos, por encima de su hombro.
—¡Ten cuidado! —dijo Celine, con la voz de Mr. George.
Priscila miró a su alrededor, intrigada.
—¡Te encontraré! —gritó—. ¡Te encontraré, te encontraré!
Echó a correr hacia los arbustos, mirando a uno y otro lado, con tanta violencia
que los pájaros enmudecieron, a excepción de un jilguero que empezó a protestar
airadamente por aquella intrusión.

—¿Qué está haciendo la niña? —preguntó Adelaide desde la ventana.


—¿Qué pasa? —inquirió Virginia, que estaba delante del espejo, poniéndose su
vestido pasado de moda.
—Está dando vueltas y más vueltas alrededor del templete. Como si buscara algo.
O a alguien.
—Los niños tienen compañeros de juego imaginarios.
—Está loca, Ginny. ¡Vaya! Me pregunto…
Virginia miró a su hermana. A veces, aquella cabeza demasiado grande para aquel
cuerpo corto y delgado producía una idea aprovechable, desde el punto de vista de
Virginia.
—¿Qué sucede ahora, Addie?
Adelaide la miró con el ceño fruncido.
—Me pregunto si no sería posible que la declarasen… bueno, no loca,
exactamente, sino…
—¡Oh! Imposible, querida. Existen otros medios. Un veneno lento, por ejemplo.
—No seas brutal, Virginia —dijo Laban desde la puerta—. Por el amor de Dios,
¿es que no vamos a desayunar? Si insistes en despedir a los criados, alguien tiene que
estar dispuesto a asumir las responsabilidades de la cocina.
—Ya vamos —dijo Virginia—. Mira lo que está haciendo Priscila.
Laban se acercó a la ventana y miró hacia el jardín.
Al cabo de un rato, dijo:
—Parece que, efectivamente, está sosteniendo una conversación con alguien.
—¡Oh, sí! Con la muñeca. Ya me había dado cuenta —dijo Virginia.
—No, no habla con la muñeca.
—¿No? ¿No está sola?

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—Sí. Pero está de espaldas a la muñeca; ni siquiera la mira.
Virginia se volvió.
—Adelaide, baja a buscar a Priscila para el desayuno. —Y, cuando Adelaide hubo
salido, le dijo a Laban—: No me gusta que me llamen «brutal», Laban.
Laban se encogió de hombros. Había estado pensando en lo que podía heredar si
le sucedía algo a Priscila; Virginia había sembrado en terreno abonado.
—Entonces, no lo seas —dijo—. ¿Qué supones que pensaría la gente si la niña
muriera de ese modo? A fin de cuentas, las cláusulas del testamento de Cissie no son
un secreto. Podrían sospechar algo raro. Además, el veneno puede ser localizado…
incluso el más desconocido de todos los venenos, el cual, por otra parte, no podrías
procurarte.
—Si eres capaz de idear algo mejor, ¿por qué no lo haces?
—La cosa tendría que ser un accidente… o al menos tendría que parecerlo. El
otro día leí algo en el Sun acerca de un accidente que provocó la muerte de dos niños.
Estaban jugando en un desván y se encerraban en un baúl. Murieron asfixiados. Esto
podría suceder fácilmente. ¿Y quién sería capaz de probar que no se trataba de un
accidente? En cambio, el veneno lleva implícitos ciertos factores químicos y
fisiológicos, que no pueden falsearse a nuestro antojo.
Adelaide regresó, respirando agitadamente.
—¿Has hablado de compañeros de juego imaginarios? Priscila dice que George
está en el jardín, ocultándose de ella. Dice que le ha hablado.
Virginia sonrió.
—Trata de dar forma real a sus deseos más íntimos. Cosas de la imaginación.
¿Qué le ha dicho George?
—No me lo ha contado.
—¿Viene hacia aquí?
—Sí.
—Veremos lo que dice.
Priscila entró y se sentó ante la mesa. Todavía no estaba puesta. Esperó,
contemplándoles a los tres: el tío Laban, gordo, de aspecto gelatinoso, con sus
gordezuelos labios y sus ojos negros y pequeños; tía Adelaide, con su cabeza
grotescamente enorme, tan enorme que siempre parecía a punto de desprenderse del
cuello; tía Virginia, con sus delgados labios y sus implacables ojos azules. Todos iban
vestidos de negro: Adelaide de tafetán, Virginia de brocado, Laban de paño. Y en
aquel momento todos estaban ocupados en algo: Laban con el periódico de la
mañana, Adelaide poniendo la mesa, Virginia en busca del desayuno.
A Priscila le resultaba difícil permanecer quieta, porque estaba convencida de que
Mr. George había entrado en la casa con ella y estaba oculto en alguna parte de
aquella habitación. La niña miraba incesantemente a uno y otro lado; esperaba ver
aparecer a Mr. George de un momento a otro. Pero no ocurrió nada, y entretanto
Adelaide había colocado todos los platos y Virginia había regresado de la cocina con

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los huevos, el jamón, las tostadas y un vaso de leche para Priscila. Laban dejó su
periódico a un lado.
—¿Con quién estabas hablando en el templete, Priscila? —preguntó Virginia.
—Con Celine —contestó Priscila a través del vaso de leche que había empezado a
beberse.
—¿Con quién más? —preguntó Laban.
Priscila no respondió.
—Te he preguntado que con quién más.
Priscila sacudió la cabeza.
—Dímelo a mí —intervino Adelaide.
—Con Mr. George —dijo Priscila.
—¿De veras? ¿Y qué te ha dicho? —preguntó Virginia.
Priscila volvió a sacudir la cabeza.
—Contesta.
Priscila permaneció silenciosa.
Virginia se volvió a los otros.
—¿Os dais cuenta? Pura imaginación.
—Mr. George regresó anoche. Yo le pedí que viniera —dijo Priscila.
Adelaide se rio entre dientes. Virginia le dirigió una mirada enfurecida. Laban se
inclinó sobre su plato.
No hubo más preguntas. Cada uno de ellos estaba entregado a sus propios
pensamientos. Priscila seguía esperando en lo más íntimo de su corazón que
apareciera Mr. George y les sorprendiera a todos. Adelaide pensaba en los juegos que
inventan los chiquillos para distraerse. Virginia imaginaba que los tres estaban solos
en la casa —su casa—, sin Priscila. Laban pensaba que el demorar los asuntos no
conducía a nada bueno; los accidentes no esperan a producirse en el momento
favorable. Además, la idea del centenar de miles de dólares que le corresponderían
cosquilleaba agradablemente su cerebro, poniendo ante sus ojos el espectáculo de un
mundo lleno de delicias.
Cuando terminó de desayunar, miró a Priscila, que también había terminado, y
sonrió.
—¿Adónde ha ido Mr. George? —preguntó.
Priscila estaba desarmada.
—Creo que está oculto en alguna parte.
—Apuesto a que sé dónde se ha escondido —dijo Laban—. ¿Vamos a buscarlo?
—¡Oh, sí, vamos!
Laban se puso en pie.
—Ven conmigo.
—Perdón —dijo Priscila, dirigiéndose a las dos mujeres.
Cruzaron el vestíbulo. Priscila, cogida de la mano de Laban.
—Verás cómo sé dónde está —dijo Laban, dirigiéndose a la escalera.

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—¿Arriba?
—En el desván. Allí hay mucha oscuridad.
El desván estaba muy oscuro, en efecto. Laban entró y empezó a andar de un lado
para otro, moviendo cosas y mirando detrás de ellas. Cada vez, Priscila preguntaba:
—¿Mr. George?
Y, cada vez, Laban contestaba:
—Verás cómo le encontramos.
En uno de los rincones del desván había un enorme baúl. A medida que se
acercaban a él, las manos de Laban temblaban más y más. Un frío sudor empezó a
empapar su frente.
El baúl era enorme y muy pesado; una vez en su interior, a Priscila le resultaría
completamente imposible levantar la tapa, aunque el cerrojo no estuviera echado.
Toda la oscuridad del desván parecía concentrarse sobre el baúl. Por dos veces
Priscila se detuvo muy cerca de él.
—No está aquí —dijo finalmente la niña.
—Apuesto a que sí —dijo Laban—. Allí hay un lugar lo bastante grande como
para ocultarle. Mira…
Se inclinó y alzó la pesada tapa. El baúl tenía una profundidad casi igual a la
estatura de Priscila aunque los objetos que contenía disminuían un poco aquella
profundidad. Laban miró a la niña de reojo; no parecía muy dispuesta a asomarse al
baúl.
—Esto está demasiado oscuro para que pueda ver si Mr. George se esconde ahí
dentro —dijo Laban—. Tal vez está oculto debajo de la ropa. Escarba un poco para
ver si lo encuentras, Pris.
Priscila avanzó un par de pasos y oyó que alguien le decía:
—¡No, Priscila!
—¡Oh! —exclamó la niña, batiendo palmas—. ¡Es Mr. George!
—¿Qué? —inquirió Laban, asombrado.
—Está aquí, en alguna parte. Acabo de oírle.
Laban miró a la niña, maravillado de su capacidad imaginativa. Luego dijo:
—Apuesto a que está escondido debajo de esas ropas. Escarba un poco y dale una
sorpresa, Pris.
Priscila sacudió la cabeza.
—Mr. George me ha dicho que no lo haga.
Laban se sintió invadido por una especie de exasperación. Se arrodilló al lado del
baúl.
—Mira —dijo—, voy a mantener levantada la tapa. —Colocó un pesado libro
entre la tapa y el baúl—. Yo estaré aquí, por si aparece de repente.
Priscila sacudió la cabeza.
—Mira tú —dijo.
Laban pensó rápidamente. Si podía convencerla para que permaneciera a su lado,

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resultaría fácil meterla en el baúl sin producirle ninguna magulladura que más tarde
pudiera ser una prueba comprometedora.
—Ven y ayúdame —dijo, inclinándose para mirar hacia las profundidades del
baúl.
Priscila se acercó.
De repente, algo la detuvo, algo semejante a una mano invisible. Algo alto y
oscuro adquirió forma al lado de Laban, que seguía arrodillado, esperando a Priscila,
algo que agarró y apartó el libro que sostenía la tapa, algo que empujó la tapa hacia
abajo, con terrible violencia, incrustándola en la nuca de Laban Leckett.
Laban profirió un horrible gritó y se desplomó junto al baúl, estremeciéndose
ligeramente.
—Vete, Priscila. Vete abajo ahora.
—Sí, Mr. George.
Priscila salió obedientemente del desván, bajó la escalera y se dirigió al templete,
donde se sentó a contarle a Celine todo lo que había sucedido, muy excitada.
Virginia estaba asomada a la ventana, y cuando vio a Priscila sonrió
desdeñosamente.
—Lo sabía —le dijo a su hermana por encima del hombro—. Laban no ha sido
nunca gran cosa. Le ha faltado valor.
Un día después del entierro se presentó Laura Craig. Al igual que las hermanas
Leckett, Laura Craig andaba por la cincuentena, aunque parecía mucho más joven.
Vestía bien, tenía dinero y sabía cómo gastarlo, convencida de que sólo era un medio
para un fin, y no un fin en sí mismo. Había sido una mujer hermosa, y seguía
conservando una gran parte de su belleza.
—La noticia me ha impresionado mucho —dijo—. Me he enterado esta mañana.
Acabo de regresar de Connecticut, y siento no haber podido asistir al entierro. ¿Cómo
pudo suceder?
—La tapa del baúl era muy pesada —dijo Virginia rápidamente, antes de que su
hermana pudiera hablar—. Supongo que Laban tendría un descuido.
—¡Qué horrible! —exclamó Laura—. Pero, ¿qué es lo que estaba buscando?
Virginia se encogió de hombros y enarcó las cejas.
—Algo de papá, creo —dijo Adelaide—. El baúl había pertenecido a papá. La
última vez que se utilizó fue cuando acudió a la exposición de San Louis.
—Lo encontramos por casualidad —añadió Virginia—. Terminamos por echarlo
de menos, y empezamos a buscarle. Hacía bastantes horas que había muerto. Fue
horrible… La tapa del baúl bajó con tal fuerza, que casi le separó la cabeza del
tronco. Hemos destruido el baúl, naturalmente.
—Yo hubiera hecho lo mismo —dijo Laura.
La charla derivó insensiblemente hacia Priscila, y al cabo de un rato la propia
Priscila estaba paseando por el jardín con Laura Craig, a la cual llamaba también
«tía». Las hermanas Lockett permanecieron de pie junto a la ventana de su

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habitación, temiendo que la niña hablara más de la cuenta con aquella mujer, ya que
sabían que Laura había venido principalmente para asegurarse de que Priscila estaba
bien.
—Esperemos que no le cuente nada acerca de sus absurdas fantasías —dijo
Virginia amargamente.
—Le has prohibido que vuelva a hablar de ellas.
—¡Oh! Lo sé… pero los niños no son de fiar. Me pregunto si llegará a olvidarse
de George Newell…
—¡Qué más da! —replicó despectivamente Adelaide.
Virginia suspiró.
—¿Qué pudo haber ocurrido allí? Laban fue siempre un hombre muy cuidadoso.
—Ya sabes lo que dijo Priscila.
—¡Oh, Addie! ¡Sombras, y George, y tonterías! ¿Crees acaso que el fantasma de
George está vagando por la casa? ¡No seas ridícula!
Adelaide frunció el ceño y se apartó de la ventana.
—No puede negarse, sin embargo, que la muerte de Laban nos ha enriquecido a
cada una en cincuenta mil dólares… cuando falte Priscila, claro está.
—¿Cómo puedes decir una cosa así, Addie? —inquirió secamente Virginia.
Adelaide se volvió.
—¿Cómo puedo decir qué?
—Lo que has dicho acerca de la muerte de Laban.
—Yo no he dicho nada acerca de la muerte de Laban.
Virginia se volvió furiosamente.
—¡Vamos, Addie! Te he oído perfectamente. No trates de negarlo.
—¿Te has vuelto loca, Ginny? No he abierto la boca. ¿Qué es lo que has
imaginado que oías?
—Has dicho que cada una de nosotras ganará cincuenta mil dólares como
resultado de la muerte de Laban.
—¡Mentira!
—¡Lo has dicho!
—¡No es cierto! En todo caso, será una idea que se te habrá ocurrido a ti mucho
antes de que yo pensara en ello. —Pensativamente, añadió—: Lo has pensado,
¿verdad?
Virginia no dijo nada. Un pensamiento acababa de introducirse subrepticiamente
en su cerebro: el de que si le sucedía algo a Adelaide antes de que Priscila muriera,
ella, Virginia, entraría en posesión de trescientos mil dólares, sin tener que
compartirlos con nadie. Un poco impresionada, se olvidó de Priscila y de Laura Craig
y se apartó de la ventana. Estaba presa en un torbellino de codicia y de encontrados
deseos.
La rama del cedro daba un golpecito contra la casa por cada cinco veces que el
reloj del vestíbulo decía tic-tac. Priscila contó en la oscuridad y le comunicó su

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descubrimiento a Celine, a la cual había permitido compartir su cama aquella noche.
A continuación se dispuso a contar las veces que goteaba el grifo. Pero se dio cuenta
de que era casi imposible, ya que el grifo goteaba de un modo irregular y poco claro.
Y en la vieja casa había otros sonidos vivos en la oscuridad. La persiana del desván
estaba suelta; crujía y se agitaba con el viento. Alguien cruzó el vestíbulo, y Priscila
supo que era tía Adelaide otra vez; al cabo de un momento, las voces de sus dos tías
crearon un murmullo que se unió a las voces de la noche.
En la habitación de su hermana, Adelaide paseaba nerviosamente junto al lecho.
—Es inútil que digas que se trata de imaginaciones mías, Virginia. Sé que vi algo.
Ésta es la tercera vez, y nunca he oído decir que las alucinaciones se repitieran tres
veces.
—No te pongas nerviosa, Addie. ¿Qué es lo que fue esta vez?
—Una sombra en el vestíbulo, en lo alto de la escalera.
—Si no fueras tan coqueta en lo que respecta a tus ojos, creo que un buen oculista
y un par de gafas acabarían con tu sombra.
—Puedes decir lo que quieras. Pero la sombra se movió. Y era un hombre. —
Empezó a hablar con más rapidez—. ¿Crees que deseaba verle? ¿Lo crees así?
Porque, si lo crees, estás loca. Quiero marcharme de esta casa. ¡La odio! La he odiado
toda mi vida… desde que tuvimos que venir a vivir aquí como huéspedes de Cissie.
—Lo mismo me ocurre a mí, Addie. Pero hay que tener paciencia y esperar.
—¡Sí, siempre esperando! —Se inclinó sobre Virginia, bajando instintivamente la
voz—. He estado pensando, ¿sabes? ¿Recuerdas lo que dijo Laban acerca de los
accidentes? Me he fijado en el columpio de Priscila. Es un columpio terriblemente
pesado, y cuando George se lo hizo a la niña, reforzó el asiento con hierro. Si Priscila
saltara del columpio demasiado pronto y no se apartara con la suficiente rapidez… y
el asiento la golpeara… Creo que podría suceder.
—O ser provocado —añadió Virginia—. Piensa en esto, Addie, y no en tus
absurdas alucinaciones. Y, por el amor de Dios, no le digas a nadie que has estado
viendo hombres en lo alto de la escalera. ¡Ya sabes lo que creería la gente!
El reloj del abuelo dijo:
—Pris-sie, Pris-sie, Pris-sie, duer-me, duer-me, Pris-sie.
Esta vez, la rama del cedro golpeó la pared al segundo «duer-me»: Priscila se
arrebujó más profundamente en su cama y se volvió hacia Celine.
—¿Tienes sueño, Celine? —preguntó.
Celine respondió negativamente, como era su obligación.
Tía Adelaide volvió a cruzar el vestíbulo para dirigirse a su propia habitación.
Priscila sabía que sus tías tenían cosas que decirse la una a la otra, cosas que no
deseaban que ella oyera. A veces, Priscila se preguntaba de qué hablarían, aunque en
el fondo no le importaba ignorarlo. Tampoco a ella le gustaba que escucharan las
conversaciones que sostenía con Celine. O con Mr. George.
Se incorporó, apoyándose sobre los codos, tratando de penetrar con la mirada la

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oscuridad de la habitación. Del exterior llegaba muy poca luz; sólo dos pequeñas
franjas que penetraban a través de dos rendijas de la persiana. Una de aquellas franjas
iba a posarse en la pared opuesta, cerca de la puerta; la otra cruzaba el espejo con una
raya luminosa.
—Mr. George, ¿estás ahí? —susurró Priscila en la oscuridad.
—Sí, Priscila.
La respuesta pareció llegar al mismo tiempo desde todo lo que la rodeaba y desde
su propio interior.
—Por favor, acércate, de modo que pueda verte.
Una parte de la oscuridad cerca de la puerta se despegó y avanzó hacia la cama;
cruzó la franja luminosa, pero no la apagó, ni en la puerta ni en el espejo; no dejó
ninguna sombra, porque ella misma era una sombra. Se inclinó sobre la cama, y se
sentó en el borde. A Priscila no le extrañó. Se sintió consolada.
—Dale las buenas noches a Mr. Gcorge, Celine —dijo.

Envuelta en su negligé, Laura Craig escribía al hermano de George Newell, que


residía en Londres. Las palabras surgían con fluidez…
«… Creo que no cabe ninguna duda y que Priscila es hija de George. Tiene sus
mismos ojos, y cuanto más crece mayor es el parecido. Y está constantemente
obsesionada con él. No sé si esto es bueno. Seguramente, George opinaría que no, si
estuviera vivo, aunque estaba absolutamente dedicado a ella, como ya sabes. Mi
opinión es que debería encontrarse un medio para separar a Priscila de las Leckett.
Son dos mujeres decimonónicas, y están cargadas de rencor y de resentimiento.
Siempre odiaron a Cissie, por el hecho de verse obligadas a aceptar su compasión y
sus bondades, las cuales no merecían, desde luego. No son buenas para Priscila,
aunque he encontrado a la niña bastante encerrada en sí misma, lo cual se debe
probablemente al mucho tiempo que pasa sola. Y esto tampoco es bueno para ella. Se
dedica a alimentar las más extravagantes fantasías. Por ejemplo, cree que George está
todavía en la casa. Dice que George dejó caer la tapa del baúl sobre el cuello de
Laban. Esto es absurdo, desde luego; aunque, por lo que he oído decir, la tapa golpeó
el cuello de Laban con mucha más fuerza que si hubiera caído por su propio
impulso… En todo esto hay algo muy raro, y no te extrañe que empiece a hacer
pesquisas acerca de la muerte de George. Después de todo, su corazón no estaba tan
enfermo. Estuve con él tres días antes de su muerte, y me dijo que la vida sedentaria
le sentaba admirablemente, y que había mejorado mucho. Tengo que admitir que la
opinión que me merecen las Leckett no es nada favorable. Creo que son egoístas,
codiciosas y malvadas, y que, con su aspecto de anticuada respetabilidad, son capaces
de cualquier cosa…».

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Llegó el verano, y a medida que el calor se hacía más intenso, Priscila pasaba aún
más horas en el jardín. Su rutina matinal permaneció invariable. Se dirigía al templete
antes de desayunar, y regresaba a él después del desayuno. A veces recibía billetitos y
regalos de Laura Craig, después de lo cual se veía acosada a preguntas por tía
Virginia y tía Adelaide. Priscila no podía saber que las dos mujeres estaban ansiosas
por saber si le había contado algo a Laura Craig; Priscila, incapaz de comprender el
verdadero objetivo de sus preguntas, no se lo decía. Inconscientemente, se defendía
de sus tías, manteniéndolas en una continua zozobra. Se daba cuenta de que sus tías
no la querían, pero esto no la preocupaba, con tal de que la antipatía que le
profesaban no se tradujera en algún castigo.
Por la tarde se dedicaba a cuidar su propio jardín, que sus tías le habían permitido
instalar en un rincón. Y también pasaba largos ratos en el columpio, colgado de la
rama de una vieja encina; se columpiaba horas enteras; desde lo alto del arco que
formaba en su ascensión, podía contemplar la calle, e incluso el autobús. El
columpiarse le infundía una sensación de libertad, la sensación de que escapaba de la
casa y de las dos mujeres, de que regresaba a un mundo de sol y de cielo y de pájaros,
el mundo de Sorrento y de las playas de Florida, cuando habían estado allí los tres:
mamá, Mr. George y ella. Nunca se cansaba de darse impulso con sus diminutas
piernas hasta que alcanzaba una altura suficiente para ver el exterior, y se alegraba de
que nunca le ordenaran que se detuviera. Alguna vez, incluso, tía Adelaide había
venido a empujarla, lo cual resultaba todavía mejor.
Aquella tarde de agosto, tía Adelaide se acercó de nuevo al columpio.
—Hoy saltaré desde más arriba —dijo Priscila.
Tía Adelaide le había enseñado a saltar del columpio en pleno vuelo, lo cual
resultaba muy divertido.
Tía Adelaide sonrió.
Era una tarde nublada, y llovía a intervalos. Los pájaros se mantenían callados, y
Celine estaba sentada tranquilamente en el interior del templete.
—Quiero saltar desde muy arriba —dijo Priscila.
—Sólo desde seis pies —dijo Adelaide—. Podrías romperte una pierna.
Priscila insistió.
—Quiero saltar desde más arriba.
—No —replicó secamente tía Adelaide—. Saltarás desde donde yo te diga.
Adelaide había calculado cuidadosamente. Priscila saltaba con el cuerpo
encogido; luego se incorporaba y echaba a correr de nuevo hacia el columpio. Si se
distraía su atención antes de que echara a correr, de modo que se quedara parada un
breve instante, el columpio, en su vaivén, la golpearía en la nuca con fuerza mortal.
Adelaide odiaba a Priscila porque la niña le recordaba a Cissie, a la cual había
envidiado siempre desde que era una chiquilla a causa de su belleza, en contraste con

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su propia falta de atractivos, unidos a lo descomunal de su cabeza. La cabecita de
Priscila le recordaba la encantadora cabeza de Cissie, y destruirla sería, para
Adelaide, una especie de venganza por la anormalidad de la suya. Para ella, esto era
más importante que el dinero, que tanto significaba para Virginia.
Priscila se encaramó al columpio y Adelaide empezó a empujar lentamente,
firmemente. El arco fue haciéndose más amplio. Ahora, Priscila podía ver por encima
de la tapia. En aquel momento llegaba un autobús; Priscila siempre esperaba que el
conductor la viera, a fin de poder saludarla agitando la mano; pero nunca la veía. Las
ramas y las hojas del árbol eran demasiado tupidas, y el conductor no alzaba nunca la
vista de la calzada que se extendía delante de él.
Adelaide dejó de empujarla y retrocedió un poco.
—Quédate sentada —dijo.
—Ya lo estoy —respondió Priscila.
El columpio empezó a perder velocidad, el arco se hizo menos amplio. Priscila
descendía cada vez un poco más de su cielo de hojas para acercarse a la tierra. Tía
Adelaide estaba preparada para coger el columpio en cuanto la niña hubiera saltado.
—Voy a saltar —dijo Priscila.
—Todavía no.
Priscila esperó un momento.
—¿Ahora?
—Todavía no.
Priscila esperó otro momento.
—¡Ahora! —exclamó, y saltó, extendiendo los brazos como las alas de un pájaro;
y como un pájaro blanco voló hasta el suelo, con el cuerpo encogido. Se incorporó
inmediatamente.
—¡Oh, qué divertido! —gritó, y se volvió para echar a correr hacia tía Adelaide,
la cual extendió una mano hacia el columpio.
—¡Oh, mira! ¡Un jilguero! —gritó tía Adelaide, señalando a la pared.
Priscila se detuvo y se volvió rápidamente.
Adelaide empujó el pesado columpio con todas sus fuerzas. La curva era perfecta;
el pesado asiento se encontraría con la nuca de Priscila en el preciso instante de
alcanzar el punto más bajo del arco; aplastaría para siempre aquella encantadora
cabecita, tan parecida a la de Cissie, aquella cabecita tan distinta a la suya… Adelaide
avanzó un par de pasos, con el fingido grito de horror agazapado ya en su garganta…
y se detuvo.
El columpio se paró en seco a poca distancia de la cabeza de Priscila.
Inmediatamente, como empujado por una mano invisible, el columpio retrocedió,
con increíble fuerza, hacia Adelaide. El miedo la dejó clavada en el suelo. El pesado
asiento, con refuerzo de hierro, la golpeó en una sien; Adelaide se desplomó sin
lanzar un gemido, mientras la niña seguía buscando inútilmente al pájaro con la
mirada.

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Priscila se volvió.
—¡Tía Adelaide! —gritó.
Tía Virginia llegó corriendo, procedente de la casa, gritando:
—¡Addie! ¡Addie!
—Vete a tu cuarto, Priscila.
La voz llegó envuelta en el susurro de las hojas de la encina, agitadas por una leve
brisa; pareció surgir del corazón del árbol y descender sobre la niña como un manto,
para ocultarle el espectáculo de la cabeza ensangrentada y aplastada, y de tía Virginia,
con aspecto de loca, arrodillada junto al cadáver de su hermana.
—Sí, Mr. George —dijo Priscila.

Cuando Priscila se había metido en la cama, tía Virginia entró en la habitación. Se


sentó en el borde del lecho, al lado de la niña. Hacía mucho rato que se habían
llevado el cadáver y que se habían marchado los reporteros.
—Ahora, dime cómo ocurrió, Priscila.
—No lo sé.
—¿Por qué eres tan tozuda?
—No lo sé. Tía Adelaide me dijo que mirara al jilguero. Traté de verlo. Pero no
pude. Cuando me volví, tía Adelaide estaba en el suelo.
—¿Qué más?
—Nada más, excepto que Mr. George me dijo que me marchara a mi cuarto.
—¿George?
—Sí.
—¿Le viste?
—No, tía Virginia.
—¿Cómo sabes que era George?
—Lo sé.
—¿Cómo?
—Le oí hablar. —Priscila no comprendía los motivos de que tía Virgina la
apremiara de aquel modo—. Mr. George habla conmigo todas las noches antes de que
me duerma —añadió.
Tía Virginia tenía un aspecto torvo y ceñudo. Sus labios temblaban ligeramente.
Una oleada de temor invadió su cuerpo, pero la rechazó con obstinada decisión.
—Eres una niña mala —dijo tía Virginia—. ¿Qué te dice George?
Priscila, dolida, sacudió la cabeza.
—Contesta.
Priscila no dijo nada.
—¡Priscila!
Silencio.
Furiosa, Virginia se puso en pie y salió de la habitación, apagando la luz.

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Priscila esperó hasta quedar convencida de que la mujer se había marchado;
entonces se levantó de la cama, a oscuras, y fue en busca de su muñeca. Volvió a la
cama con ella y acostó a Celine. A continuación se dirigió hacia la puerta, andando de
puntillas, y la entreabrió. Tía Virginia se había ido abajo; Priscila captó un leve
rasgueo. Tía Virginia estaba escribiendo algo, seguramente lo que le había sucedido a
Adelaide. Priscilla volvió a cerrar la puerta silenciosamente y fue a acostarse al lado
de Celine.
Todos los familiares sonidos de la vieja casa llegaron a la habitación,
tranquilizando a la niña. El columpio fatigaba siempre a Priscila, y a pesar de que
aquella tarde no se había columpiado tanto como de costumbre, se sentía cansada;
tenía sueño, pero no se durmió. Esperaba confiadamente que llegara Mr. George.
Después de terminar de escribir, Virginia Leckett apagó la lamparilla y
permaneció inmóvil unos instantes, para acostumbrarse a la oscuridad. Luego subió la
escalera sin encender ninguna luz. Se detuvo ante la puerta de la habitación de
Priscila.
¿Qué había allí dentro? ¿Voces, o una voz?
Virginia Leckett escuchó.
—¿Por qué no te acercas de modo que pueda verte mejor, Mr. George?
Virginia no oyó ninguna respuesta.
—¿Dormirás cerca de la puerta, Mr. George?
Ningún sonido.
—De acuerdo, Mr. George.
Después, silencio.
Sin hacer ruido, Virginia abrió la puerta y asomó ligeramente la cabeza. La cama
era una alargada sombra espectral cerca de la ventana. La oscuridad llenaba la
habitación… y algo todavía más oscuro. ¿Se debía a un efecto óptico que viera lo que
parecía una sombra más oscura inclinada sobre la cama? ¿Sí? ¿O no? Virginia forzó
la mirada. Los rayos luminosos que penetraban por la ventana parecían danzar;
brillaron a través de la sombra inclinada sobre la cama. Virginia cerró los ojos y
apretó los párpados; luego volvió a abrirlos de par en par. Nada había cambiado.
Virginia se estremeció. Cerró la puerta y permaneció unos momentos
completamente inmóvil, con la espalda apoyada contra la madera.
Por un instante había captado la presencia de una terrible amenaza al otro lado de
la puerta, de un intenso peligro que se cernía sobre ella. Era algo intangible, pero
mucho más espantoso a causa de su intangibilidad. Virginia se apartó de la puerta,
esforzándose por recobrar el dominio de sí misma. Estaba demasiado cerca de su
objetivo para dejarse asustar por su imaginación. Antes de llegar a la escalera se
volvió hacia la puerta y cerró los puños en un gesto de desafío. Luego se dirigió a su
propia habitación.
Una vez allí, permaneció sentada largo rato, tratando de poner en claro qué era lo
que había excitado tan poderosamente su imaginación, tratando de reunir los

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acontecimientos del mundo de Priscila, sin olvidarse ni un solo instante del hecho de
que, ahora que Adelaide había desaparecido, ella sola heredaría trescientos mil
dólares, en cuanto desapareciera Priscila. Y esto significaba la independencia, la
seguridad y la libertad para toda la vida.

Era tarde cuando regresaron del entierro. Virginia había alquilado un automóvil
para que las llevara al cementerio, pero el regreso lo efectuaron en el autobús. La
presencia de Laura Craig en el entierro había enfurecido a Virginia, de modo que
habló todavía menos que de costumbre con Priscila. Se daba cuenta de que Laura no
estaba dispuesta a perder de vista durante mucho tiempo a Priscila; sabía que Laura
sentía un sincero cariño por la niña, y le molestaba… no porque tuviera celos, sino
sencillamente porque cuando le sucediera algo a Priscila, Laura Craig se mostraría
peligrosamente curiosa. Le extrañaba que no lo hubiera hecho ya a propósito de
George Newell.
Al entrar en el vestíbulo, envuelto en una semioscuridad, le pareció ver a alguien
de pie al lado de la escalera; pero en aquel momento Priscila se precipitó hacia
adelante profiriendo una exclamación de alegría, y Virginia la siguió con los ojos
mientras la niña subía corriendo la escalera. Cuando Virginia volvió a mirar hacia el
lugar en el cual le había parecido advertir una presencia, no vio nada. Sin embargo, le
desconcertó la frecuencia con que se repetía lo que únicamente podían ser
alucinaciones.
Se quitó el abrigo y el sombrero y se encaminó a la cocina para preparar la cena.
Al cabo de unos instantes había olvidado sus alucinaciones, y sólo pensaba en lo
larga que se le haría la espera antes de que pudiera desembarazarse de Priscila y
penetrar en aquel mundo nuevo de sus sueños.
Priscila entró en la cocina. Se había cambiado de vestido.
—¿Le has visto, tía Virginia? —gritó.
—¿A quién?
—A Mr. George. Estaba en el vestíbulo cuando hemos llegado.
Virginia estuvo a punto de dejarse llevar por los nervios y golpear a la niña. Se
contuvo a tiempo. Mirándola fríamente, dijo:
—No quiero oír su nombre otra vez, ¿entiendes?
—Sí, tía Virginia.
—No quiero que vuelva a ser mencionado en esta casa, ¿me oyes?
—Sí, tía Virginia. Y no es necesario que grites.
—¡No estoy gritando!
Pero las paredes le devolvieron el eco de su propia voz, destemplada, ronca, en el
silencio de la cocina.

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El otoño se presentó muy lluvioso.
En octubre, Virginia Leckett no pudo seguir conteniéndose. Su paciencia se había
agotado. Incluso la necesidad de demostrar alguna preocupación superficial por
Priscila estaba convirtiéndose en algo sumamente difícil, especialmente cuando
pensaba que la niña era el único obstáculo que le impedía gozar de una fortuna que le
pertenecía.
Había planeado cuidadosamente el accidente que debía eliminar a Priscila. Era
algo muy sencillo. Había observado que la niña tenía la costumbre de salir corriendo
de su habitación y de bajar la escalera sin detener su carrera. Se trataba de colocar un
delgado alambre en la parte superior de la escalera, a medio pie de distancia del
suelo, aproximadamente. Priscila tropezaría en él. Había muchas posibilidades de que
la caída resultara mortal.
Una noche, esperó hasta que Priscila estuvo en su habitación. Entonces, Virginia
subió rápidamente al rellano y colocó el alambre sobre el primer peldaño, de barrote a
barrote. Luego volvió a bajar al vestíbulo.
—¡Priscila! —llamó—. ¡Baja en seguida… aprisa!
Desde donde estaba podía ver el alambre, debido a que lo miraba a contraluz. En
cambio, para Priscila resultaría invisible.
La puerta de la habitación de Priscila se abrió.
—¿Me has llamado, tía Virginia?
—Sí, baja en seguida.
Priscila echó a correr.
Virginia estaba inmóvil, con la boca ligeramente abierta y una expresión de
bestial avidez en la mirada.
Pero, antes de llegar al peldaño fatal, Priscila se detuvo. Virginia se estremeció de
horror, ya que acababa de ver a una sombra familiar que sujetaba a la niña con un
brazo etéreo, en tanto que con el otro desataba el alambre de los barrotes. Cuando
hubo desatado los alambres, soltó a la niña.
Priscila bajó la escalera.
—¿Qué pasa, tía Virginia?
Virginia se había quedado sin habla. Al cabo de un rato, balbució:
—Te he dicho… que bajaras… corriendo. ¿Por qué te has detenido?
—Ha sido él.
—¿Quién?
—Ya lo sabes. Me dijiste que no mencionara su nombre.
Una carcajada brotó de los resecos labios de Virginia. Repentinamente, cogió a la
niña de la mano.
—Ven conmigo —dijo.
Subieron la escalera y se encaminaron directamente a la habitación de Priscila.

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Virginia se detuvo en el umbral de la puerta.
—Aquí no hay nadie más que nosotras —dijo—. ¿Lo ves?
Priscila miró a su alrededor.
—Puede estar escondido en alguna parte —dijo.
Virginia sacudió la cabeza.
—¿No me has oído? Aquí no hay nadie más que nosotras. Repítelo.
—Me haces daño…
—¡Repítelo! —gritó furiosamente Virginia.
—Aquí no hay nadie más que nosotras —repitió Priscila, asustada.
—En esta casa no hay nadie más que nosotras —continuó Virginia, levantando la
voz—. Repítelo. Vamos… repítelo.
—En esta casa no hay nadie más que nosotras —dijo Priscila. Tomó aliento, y
añadió valerosamente—: Y Mr. George.
En un acceso de rabia, Virginia golpeó a Priscila despiadadamente hasta que la
niña consiguió escaparse y corrió a esconderse debajo de la cama. Respirando
penosamente, Virginia salió de la habitación, cerró la puerta y se apoyó contra ella
para escuchar. No oyó más que los sollozos de la niña.
—¿Estás preparada, Virginia?
Virginia se estremeció.
De pie y casi al alcance de su mano había una sombra oscura que le hablaba con
la voz de George Newell… una horrible sombra desprovista de corporeidad pero
exudando una espantosa malignidad. La sombra maligna avanzó hacia ella.
Virginia lanzó un grito y echó a correr.
Corrió como no había corrido nunca hacia la escalera.
Demasiado tarde, se dio cuenta de que el alambre volvía a estar en el mismo sitio
donde ella lo había colocado. Virginia tropezó y cayó escaleras abajo como una
muñeca descoyuntada, mientras la sombra se inclinaba a desatar de nuevo el alambre.
Al cabo de unos instantes, Priscila se asomó a la puerta de su habitación.
—¡Tía Virginia! —llamó en la oscuridad.
—¿Priscila?
—Sí, Mr. George.
—Priscila, vete a casa de Laura. Dile que tía Virginia se ha caído por la escalera y
se ha roto el cuello. A partir de ahora vivirás con Laura.
—Sí, Mr. George. ¿Vas a venir también tú?
—No, yo voy a marcharme, y esta vez me quedaré en el lugar adonde voy. A
menos que me necesites.
—¡Oh! ¡No te vayas, Mr. George!
—Recoge tus cosas y vete a casa de Laura, Priscila.
Obedientemente, la niña regresó a su habitación y sacó a Celine de la cama. Le
puso el sombrero a Celine y luego se puso el suyo. El reloj del abuelo dijo:
—Pris-sie, Pris-sie, Pris-sie, duer-me, duer-me, Pris-sie.

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Luego dejó oír diez sonoras campanadas que resonaron a través de la casa como
un toque a rebato.
Priscila salió de la habitación y bajó da escalera. Cuando pasó junto al cadáver de
tía Virginia contuvo la respiración, temiendo que aquella horrible masa inerte se
pusiera en pie y volviera a golpearla. Al llegar a la puerta de la calle, Priscila se
volvió y miró valientemente hacia la oscuridad.
—Adiós, Mr. George —dijo.
Creyó oír una respuesta, pero no estaba segura. Tal vez fue simplemente el reloj
del abuelo, que le dirigía un último y reprensor «Pris-sie».
Esperó en la esquina hasta que llegó el autobús.
—¿Sola, miss Priscila? —le preguntó el conductor—. ¿A estas horas de la noche?
—Sí, señor.
—¿Es que te has escapado de casa?
—¡Oh, no! Tengo que ir a otra parte.
Gravemente, le indicó las señas.
—¡Eso está en el otro extremo de la ciudad! ¡En qué estarán pensando para
mandarte allí sola!
El conductor se apeó del autobús, paró un taxi, instaló en él a la niña y le dio las
señas al chófer.

Laura Craig, muy pálida, escuchó a Priscila. Después de oírla, se encaminó


directamente al teléfono. Llamó a casa de los Leckett.
Priscila oyó sonar el timbre largo rato. Pero desde luego, no hubo ninguna
respuesta. De modo que Priscila supo que también Mr. George se había marchado,
como todos los demás.

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LA TRAGEDIA DE
BAYSWATER
GRAHAM GREEN

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C raven pasó junto a la estatua de Aquiles bajo la fina lluvia estival. No había
empezado aún a oscurecer, pero los automóviles se alineaban ya a lo largo de
todo el camino hacia Marble Arch, y las agudas e inquisitivas miradas de las hebreas
se tendían ansiosamente en busca de un «amigo» ocasional. Craven continuó andando
melancólicamente, con el cuello de su impermeable apretado alrededor de su
garganta: era uno de sus días malos.
Todos los senderos del parque eran una llamada a la pasión, pero para el amor se
necesita dinero. Lo único que un hombre pobre podía obtener era lascivia. El amor
necesita un buen traje, un automóvil, un piso en alguna parte, o un buen hotel.
Necesita ir envuelto en celofán. Craven recordaba constantemente la deshilachada
corbata debajo del impermeable, y las gastadas mangas: arrastraba consigo su cuerpo
como algo odiado. (Había momentos de felicidad en el salón de lectura del Museo
Británico, pero el cuerpo le volvía a la realidad). Llevaba encima, como su único
sentimiento, el recuerdo de odiosas hazañas realizadas en las sillas del parque. La
gente hablaba como si el cuerpo muriera demasiado pronto. No era eso lo que a
Craven le preocupaba, al contrario. El cuerpo se conservaba vivo… y a través de la
fina cortina de lluvia, dirigiéndose hacia una tribuna, pasó un hombrecillo vestido de
negro que llevaba una pancarta: «El Cuerpo resucitará». Craven recordó un sueño que
había tenido tres veces y del que había despertado temblando: estaba solo en la
enorme y oscura caverna subterránea que forman las tumbas de todo el mundo. Y
cada vez había descubierto el espantoso hecho de que el cuerpo no se corrompe. No
existían gusanos ni disolución. Debajo del suelo, el mundo estaba repleto de masas de
carne muerta, dispuesta a levantarse de nuevo con sus verrugas, sus forúnculos y sus
granos. Había permanecido tendido en la cama, recordando con una sensación de
alivio que el cuerpo, después de todo, era corrupto.
Penetró en la Edgware Road andando rápidamente. Los guardias patrullaban por
parejas: eran unos animales lánguidos y alargados, con los cuerpos como gusanos
dentro de sus ajustados pantalones. Craven les odiaba, y odiaba a su odio, porque
sabía lo que era en realidad: envidia. Tenía conciencia de que cada uno de ellos
poseía un cuerpo mucho mejor que el suyo. La apepsia corroía su estómago: estaba
convencido de que su aliento era espantoso. Pero, ¿qué podía hacer? A veces se daba
unos toques de perfume aquí y allí; era uno de sus peores secretos. ¿Por qué tenían
que pedirle que creyera en la resurrección de este cuerpo que él deseaba olvidar? A
veces, por la noche, rezaba (un atisbo de religiosidad anidaba en su pecho como un
gusano en una nuez) pidiendo que, en cualquier caso, su cuerpo no volviera a
levantarse nunca.
Conocía perfectamente todas las calles que desembocaban en la Edgware Road:
cuando estaba de mal humor, se dedicaba a pasear hasta el agotamiento, mirando de
reojo su propia imagen en los escaparates de Salmon & Gluckstein y en los de A.B.C.
De modo que vio inmediatamente los anuncios que habían colocado delante del teatro
cerrado de la Culpar Road. Los anuncios no eran ninguna novedad, ya que a veces la

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Barclays Bank Dramatic Society alquilaba el local para una velada, o se proyectaba
allí alguna película de ínfima categoría. El teatro había sido construido en 1920 por
un optimista que creyó que la baratura del lugar sería suficiente contrapeso a la
desventaja de encontrarse a una milla de distancia de la tradicional zona teatral. Pero
no tardó mucho en darse cuenta de su error, y el teatro quedó abandonado a las ratas y
a las arañas. El tapizado de las butacas no fue renovado nunca, y el lugar sólo gozaba
de una falsa vida cuando era alquilado por una compañía de aficionados o para la
explotación de una mala película.
Craven se detuvo y leyó. Seguían existiendo optimistas, incluso en 1939, ya que
sólo el más ciego de los optimistas podía esperar hacer dinero en aquel lugar
convirtiéndolo en «El Hogar de la Película Muda». Estaba anunciada la primera
sesión de «celuloide rancio»; era una tontería que las numerasen, porque nunca habría
una segunda sesión. Bueno, las entradas eran baratas, y en cualquier sitio que se
metiera para resguardarse de la lluvia no gastaría menos de un chelín. Craven compró
una entrada y entró en el local.
En la oscuridad de la sala, un piano desgranaba una monótona melodía que
recordaba vagamente a Mendelssohn. Craven se sentó en una butaca situada junto al
pasillo, e inmediatamente notó el vacío que le rodeaba. No, no habría otra sesión. En
la pantalla, una mujer gorda envuelta en una especie de toga retorcía sus manos, y
luego se dirigía, dando unos curiosos saltitos, hacia un sofá. Allí se sentaba con una
expresión meditabunda. Apareció un subtítulo: «Pompilia, traicionada por su amado
Augustus, se dispone a poner fin a sus penas».
Craven empezó a acostumbrarse a la oscuridad y pudo ver lo que le rodeaba: un
mar de butacas vacías. En la sala había menos de veinte personas: unas cuantas
parejas susurrando con las cabezas muy juntas, y unos cuantos hombres solitarios
como el propio Craven, uniformados con el mismo impermeable barato. Se tumbaban
a intervalos como cadáveres… y Craven volvió a sentirse invadido por una sensación
de terror. Pensó, desesperadamente: «Me estoy volviendo loco; las personas normales
no sienten esto». Incluso el ajado local le recordaba aquellas interminables cavernas
donde los cuerpos esperaban su resurrección.
«Esclavo de su pasión, Augustus pide que le sirvan más vino».
Un robusto y maduro actor teutón estaba tendido en un sofá, apoyándose en un
codo y rodeando con el otro brazo a una mujer gorda en camisa. La «Canción de
Primavera» seguía avanzando a trancas y barrancas, y la pantalla parpadeaba cada
vez más. Alguien avanzó por el pasillo y penetró en la fila que ocupaba Craven,
rozando sus rodillas al pasar… un hombre bajito: Craven notó la desagradable
sensación de una barba rozando su boca. Luego oyó un suspiro, al tiempo que el
recién llegado ocupaba el asiento contiguo. En la pantalla, los acontecimientos se
habían producido con tanta rapidez, que Pompilia se había suicidado ya —por lo
menos, eso fue lo que Craven supuso—, y permanecía inmóvil y frescachona entre
sus sollozantes esclavas.

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Junto a la oreja de Craven, una voz susurró:
—¿Qué ha sucedido? ¿Está durmiendo?
—No. Está muerta.
—¿Asesinada? —preguntó la voz, con ávido interés.
—Creo que no. Se ha suicidado.
Nadie hizo «¡Ssssst!»: nadie estaba suficientemente interesado como para
protestar contra una voz. Los espectadores permanecían en sus butacas en actitudes
de absoluta indiferencia por lo que ocurría en la pantalla.
La película no había llegado a su final: habían aparecido varios niños. ¿Acaso
iban a relatar las desventuras de una segunda generación? Pero el hombre barbudo del
asiento contiguo sólo parecía estar interesado en la muerte de Pompilia. El hecho de
haber entrado en aquel preciso instante le fascinaba, aparentemente. Craven oyó dos
veces la palabra «coincidencia», y algo así como «Es absurdo que no haya sangre».
Craven no escuchaba a su vecino; con las manos unidas entre sus rodillas, se
enfrentaba al hecho con el que se había enfrentado tan a menudo: estaba en peligro de
volverse loco. Tenía que sobreponerse, tomarse unas vacaciones, acudir a un médico
(Dios sabe qué infección se albergaba en sus venas). Se dio cuenta de que su vecino
se dirigía a él directamente.
—¿Qué decía usted? —preguntó, con cierta impaciencia.
—Que habría más sangre de la que usted pueda imaginar.
—¿De qué está hablando?
Cuando el hombre le hablaba, le rociaba de húmeda saliva. En su voz había una
especie de gorgoteo. Dijo:
—Cuando se asesina a un hombre…
—Era una mujer —le interrumpió fríamente Craven.
—Para el caso es lo mismo.
—Y no la han asesinado.
—No importa, no importa…
Parecían sostener una absurda discusión en la oscuridad.
—Estoy muy bien enterado —dijo el hombre barbudo, en tono de suficiencia.
—¿De qué está enterado?
—De todas esas cosas —respondió el barbudo ambiguamente.
Craven se volvió y trató de verle mejor. ¿Estaba loco? ¿Era una premonición de lo
que iba a sucederle: sostener absurdas conversaciones con desconocidos en un cine?
Pensó: «No, por Dios, todavía estoy cuerdo. Estoy cuerdo». Aguzó la mirada, pero lo
único que consiguió ver fue una masa pequeña y oscura. El hombre estaba hablando
de nuevo, aunque ahora no parecía dirigirse a nadie en particular. Decía: «Palabras,
sólo palabras. Dicen que fue por cincuenta libras. Mentira. Motivos y motivos. Se
agarran siempre al primer motivo. Nunca miran atrás. Treinta años de motivos. Son
unos imbéciles».
Aquel hombre estaba loco, pensó Craven. Y mientras fuera capaz de darse cuenta

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de su locura, él estaría cuerdo… hasta cierto punto. No tan cuerdo, quizá, como los
guardias de la Edgware Road, pero más cuerdo que el hombre que se sentaba a su
lado. El piano seguía desgranando su melodía, como un mensaje de aliento.
Luego, su vecino se volvió y le habló de nuevo:
—¿Dice usted que se ha suicidado? Bueno, ¿quién puede saberlo? No es una
simple cuestión de saber qué mano empuña el cuchillo.
Súbitamente, apoyó una de sus manos en la de Craven: estaba húmeda y pegajosa.
Horrorizado al pensar en el posible significado de aquella pegajosa humedad, Craven
murmuró:
—¿De qué está usted hablando?
—Estoy enterado —respondió el hombre—. En mi situación, se entera uno de
casi todo.
—¿Cuál es su situación? —preguntó Craven, sintiendo la pegajosa mano sobre la
suya, tratando de aclararse a sí mismo si estaba o no en sus cabales; después de todo,
existían docenas de explicaciones: la sustancia pegajosa podía ser… meladura, por
ejemplo.
—Una situación bastante desesperada, diría usted.
A veces, la voz casi moría en la garganta. Algo incomprensible había sucedido en
la pantalla. En cuanto se apartan los ojos un momento de ella, se pierde por completo
el hilo de la narración… Los actores se movían lentamente, a saltitos. Una joven
estaba sollozando en brazos de un centurión romano. Graven no les había visto antes.
«No temo a la muerte, Lucius… en tus brazos».
Su vecino empezó a farfullar, hablando de nuevo consigo mismo. Hubiera
resultado fácil ignorarle, de no haber sido por aquellas manos pegajosas, que ahora
parecían buscar algo en el asiento que había delante del suyo. Su cabeza caía
repentinamente a un lado, como la de un niño imbécil. De pronto, su voz se hizo
perfectamente audible.
—La tragedia de Bayswater —dijo.
—¿Qué fue eso? —preguntó inmediatamente Craven. Había visto aquellas
palabras en un puesto de periódicos, antes de entrar en el parque.
—¿A qué se refiere?
—Eso de la tragedia.
—¡Ah! Creo que la llaman la tragedia del estado de Bayswater. —Súbitamente, el
hombrecillo empezó a reír, volviendo el rostro hacia Craven: era como una venganza.
Luego dijo—: Permítame. Mi paraguas…
Estaba poniéndose en pie.
—No llevaba usted paraguas.
—Mi paraguas —repitió—. Mi… —y pareció perder la facultad de hablar.
Al pasar, rozó las rodillas de Craven.
Craven le dejó marchar, pero antes de que hubiera cruzado las polvorientas
cortinas de la salida, la pantalla quedó brillantemente iluminada: la cinta se había

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roto. La claridad permitió a Craven contemplar sus manos. Aquellas manchas no eran
locura: eran un hecho. No estaba loco; había estado sentado junto a un demente que
en algún establo de Bayswater… Craven se levantó de un salto y se precipitó hacia la
salida. Pero era demasiado tarde: el hombre había desaparecido, y podía haberse
marchado en tres direcciones.
Craven se decidió por la que conducía a un teléfono público. Con una extraña
sensación de cordura, marcó el número 999.
Inmediatamente le pusieron en comunicación con el departamento deseado. Se
mostraron interesados y muy amables. Sí, se había producido un asesinato en un
establo de Bayswater. A un hombre le habían cortado el cuello de oreja a oreja con un
cuchillo de cocina… un crimen horroroso. Craven empezó a decir que había estado
sentado junto al asesino en un cine: tenía que ser él: ahora mismo había sangre en sus
manos… y recordaba con repugnancia la húmeda barba. Tenía que haber sido un
crimen terriblemente sangriento. Pero la voz procedente del Yard le interrumpió.
—¡Oh, no! —estaba diciendo—. Hemos detenido al asesino, no hay error posible.
Lo que ha desaparecido es el cadáver…
Craven dejó caer el receptor. Se dijo a sí mismo en voz alta:
«¿Por qué ha tenido que sucederme esto a mí? ¿Por qué a mí?».
Estaba sumido de nuevo en el horror de su sueño: la angosta calleja era solamente
uno de los innumerables túneles que enlazaban tumba con tumba, allí donde yacen
los cuerpos imperecederos. Craven murmuró: «Ha sido un sueño, ha sido un sueño».
Al inclinarse hacia adelante, vio en el espejo colocado encima del teléfono su
propio rostro moteado de diminutas gotas de sangre. Empezó a gritar: «¡No estoy
loco! ¡No estoy loco! ¡Estoy cuerdo! ¡No estoy loco!».
Una pequeña multitud empezó a reunirse a su alrededor. Poco después se presentó
un agente de la autoridad.

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LA ÚLTIMA DE LA FILA
LA PRADERA
RAY BRADBURY

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LA ÚLTIMA DE LA FILA

E ra una pequeña caricatura de una plaza de ciudad. Había en ella los


ingredientes siguientes: una bombonera en forma de templete donde se reunían
unos hombres los jueves y los domingos por la noche para destrozar música; unos
hermosos bancos de bronce, patinados de verde, muy antiguos; unos hermosos paseos
rosados y azules, bordeados de tilos… rosados como las mujeres, azules como los
ojos recién pintados de las mujeres; y unos hermosos árboles recortados a la francesa,
en forma de sombrereras. El conjunto, desde la ventana del hotel, tenía el atractivo y
la fantasía que podía esperarse encontrar en un pueblo francés del siglo XIX. Pero, no,
era México; una plaza de una pequeña ciudad colonial mejicana, con un hermoso
Teatro de la ópera (en el cual se proyectaban películas, a dos pesos la entrada:
Rasputín y la emperatriz, Madame Curie, Asunto de Amor, Mamá ama a papá).
Joseph salió al balcón bañado por el sol matinal y se arrodilló junto a la
barandilla, apuntando su pequeña cámara. Detrás de él, en el cuarto de baño, el agua
corría y la voz de Marie inquirió:
—¿Qué estás haciendo?
Joseph murmuró:
—Una fotografía…
Marie repitió la pregunta. Joseph apretó el obturador, se puso en pie, hizo girar el
carrete y dijo:
—Tomando una fotografía de la plaza. ¿Oíste gritar anoche a aquellos hombres?
No pude quedarme dormido hasta las dos y media. Se nos ocurrió venir en una mala
época…
—¿Qué planes tenemos para hoy? —preguntó Marie.
—Vamos a ver las momias —dijo Joseph.
—¡Oh! —murmuró Marie.
Se produjo un largo silencio.
Joseph entró en el dormitorio, dejó la cámara y encendió un cigarrillo.
—Si no estás de acuerdo —dijo—, iré a verlas yo solo.
—No —dijo Marie, en tono poco convencido—, te acompañaré. Pero me gustaría
que pudiéramos olvidar todo el asunto. Esta ciudad es tan bonita…
—¡Mira! —gritó Joseph, captando un movimiento con el rabillo del ojo. Corrió
hacia el balcón, y permaneció allí con el cigarrillo humeante y olvidado entre sus
dedos—. ¡Ven en seguida, Marie!
—Espera un poco —dijo Marie.
—Date prisa, por favor —dijo Joseph, fascinado, mirando hacia la calle.
Oyó el movimiento detrás de él, y luego el olor a jabón, y a agua de colonia;

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Marie estaba a sus espaldas.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¡Mira!
Una procesión recorría la calle. Iba encabezada por un hombre, que llevaba un
paquete en la cabeza. Detrás de él iban varias mujeres con rebozos negros, mondando
naranjas con los dientes y escupiendo las pieles al suelo; mezclados con ellas,
hombres y chiquillos, pelando cañas de azúcar para chupar su suculenta pulpa. En
total, había unas cincuenta personas.
—Joe —dijo Marie detrás de él, cogiéndole del brazo.
No era un paquete ordinario lo que el hombre que encabezaba la procesión
llevaba sobre la cabeza, balanceándose suavemente con el paso de su portador. Estaba
cubierto con satén plateado, franjas plateadas, y rosetas plateadas. Y el hombre lo
sostenía cuidadosamente con una mano morena, en tanto que la otra mano se
balanceaba libremente.
La procesión era un entierro, y el pequeño paquete era un ataúd.
Joseph miró a su esposa de reojo.
Marie estaba pálida. El sonrosado color del baño había desaparecido de su rostro.
Su corazón lo había sorbido por completo. Se agarró fuertemente a la puerta vidriera
del balcón y contempló a la gente que avanzaba comiendo fruta, charlando
alegremente, riendo alegremente.
Joseph dijo:
—Una niña o un niño que ha pasado a mejor vida.
—¿Adónde la llevan?
Le pareció completamente normal emplear el pronombre femenino. Marie se
había identificado ya a sí misma con aquel diminuto cadáver envuelto como una fruta
que no había llegado a madurar. En aquel momento, la estaban transportando a la
colina envuelta en una opresiva oscuridad, silenciosa y aterrorizada.
—Al cementerio, naturalmente. ¿Adónde quieres que la lleven? —respondió
Joseph.
El cigarrillo envió una nubecilla de humo a través de su inexpresivo rostro.
—¿A qué cementerio? —preguntó Marie, mirándole ávidamente.
—En estos pueblos no hay más que un cementerio, como ya sabes. Suelen darse
prisa. Esa chiquilla ha muerto probablemente hace unas horas.
—Hace unas horas…
Marie dio media vuelta, y echó a andar hacia la cama.
—Hace unas horas estaba viva, y ahora…
Joseph continuó:
—… y ahora se apresuran a llevarla a la colina. El clima de aquí no es favorable
para la muerte. Hace mucho calor, y no embalsaman los cadáveres. Tienen que
enterrarlos rápidamente.
—Pero, llevarla a aquel cementerio, a aquel lugar tan horrible… —murmuró

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Marie.
—¡Oh! Te refieres a las momias… —dijo Joseph—. No dejes que se conviertan
en una obsesión.
Marie se sentó en la cama. Sus negros ojos estaban ciegos. No veía a Joseph ni la
habitación. Joseph sabía que si chasqueaba sus dedos o tosía, Marie no levantaría la
vista.
—Iban comiendo fruta y riéndose en el entierro —dijo Marie.
—Hay un largo trecho hasta el cementerio.
Marie se estremeció. Un movimiento convulsivo, como el de un pez que trata de
librarse de un anzuelo que se ha tragado profundamente. Se tendió de espaldas, y
Joseph la miró, indiferente. Había desaparecido toda la ilusión inicial…
—No me encuentro bien —dijo Marie. Permaneció tendida sobre la cama,
pensando—. No me encuentro bien —repitió, al ver que Joseph no contestaba. Al
cabo de un par de minutos, añadió—: No quiero pasar otra noche aquí, Joe.
—Pero, esta ciudad es maravillosa…
—Sí, pero ya lo hemos visto todo. —Se incorporó. Sabía lo que vendría a
continuación. Falsa alegría, falsa jovialidad, falsa animación, todo completamente
falso y risueño—. Podríamos ir a Patzcuaro. Yo haría los equipajes y lo prepararía
todo, querido. Podríamos alquilar una habitación en la Posada Don. Dicen que es una
ciudad maravillosa…
—Ésta —observó Joseph— es una ciudad maravillosa.
—… con las paredes llenas de campanillas azules que trepan por ellas…
—Ahí hay campanillas azules —dijo. Joseph, señalando unas flores que
asomaban por la ventana.
—… y podríamos pescar. A ti te gusta mucho pescar —dijo Marie
apresuradamente—. Y yo también pescaría, sí, aprendería a pescar, siempre he
deseado aprender. Y dicen que los indios tarascos tienen unos rasgos casi
mongoloides, y no hablan mucho español, y desde allí podríamos ir a Paracutin, que
está cerca de Uruapan, donde encontraríamos unas maravillosas cajas laqueadas de
artesanía. ¡Oh! Será muy divertido, Joe. Voy a hacer el equipaje. Tú no tienes que
preocuparte de nada. Yo…
—Marie.
Joseph la detuvo con una sola palabra cuando ella corría hacia el cuarto de baño.
—¿Sí?
—Creí que habías dicho que no te encontrabas bien…
—Desde luego. No me encontraba bien. Pero al pensar en esos hermosos
lugares…
—No hemos visto ni la décima parte de esta ciudad —explicó Joseph
pacientemente—. Quiero sacar una foto de la estatua de Morelos de la colina, y de
algunos edificios de construcción francesa. Hemos viajado trescientas millas para
llegar aquí, llevamos un día en la ciudad y se te ocurre que nos marchemos a otra

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parte. Incluso he pagado ya la habitación por otra noche…
—Puedes hacer que te devuelvan el dinero —dijo Marie.
—¿Por qué tanta prisa en marcharte? —preguntó Joseph contemplándola con
atención—. ¿No te gusta la ciudad?
—La adoro —dijo Marie, con las mejillas pálidas, sonriendo—. Es tan verde y
tan bonita…
—Entonces —dijo Joseph—, vamos a quedarnos un día más. A ti te gusta.
Acabas de decirlo.
Marie empezó a hablar.
—¿Sí? —inquirió Joseph.
—Nada.
Cerró la puerta del cuarto de baño. Detrás de la puerta había colgado un pequeño
botiquín. El agua gorgoteó en un vaso. Marie estaba tomándose alguna medicina para
su estómago. Joseph tiró el cigarrillo por la ventana.
Se acercó a la puerta del cuarto de baño.
—Marie, las momias no te dan miedo, ¿verdad?
—Unh-unh —dijo ella.
—Entonces, ¿ha sido el entierro?
—Unh.
—Porque, si estás asustada, hago el equipaje en un momento, ya lo sabes,
querida.
Esperó.
—No, no estoy asustada.
—Buena chica —dijo Joseph.

El cementerio estaba rodeado por una gruesa pared de adobes, y en sus cuatro
esquinas había unos angelotes de piedra, con sus sucias cabezas cubiertas de
excrementos de pájaros, sus manos llenas de amuletos de la misma sustancia, sus
rostros indiscutiblemente pecosos.
A la cálida luz del sol, Joseph y Marie ascendieron por la colina, arrastrando
detrás de ellos sus sombras azules. Ayudándose mutuamente, llegaron a la verja del
cementerio, empujaron la reja de hierro de estilo español y entraron.
Pocos días antes se había celebrado la fiesta de El Día de la Muerte, y unas cintas
de vivos colores colgaban aún como absurdas cabelleras de las lápidas, de los
hermosos crucifijos tallados a mano y de las tumbas que se alzaban del suelo
semejantes a joyeros de mármol. Había allí estatuas heladas en actitudes angélicas
sobre montículos de grava, y lápidas complicadamente talladas, altas como hombres,
con ángeles asomados a sus bordes; y tumbas tan grandes y ridículas como lechos
puestos al sol. Y a lo largo de las cuatro paredes había interminables hileras de
nichos, la mayoría tapados con lápidas de mármol o de yeso, en las cuales figuraba el

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nombre del muerto, acompañado a veces por su fotografía, una fotografía barata. En
algunos de los nichos había colgadas las chucherías que los muertos preferían en
vida, amuletos de plata, brazos de plata, piernas, cuerpos, copas de plata, perros de
plata, medallas de plata, cintas rojas, cintas azules.
Volviendo de nuevo su mirada a las tumbas, Joseph y Marie vieron los restos de
la fiesta de la muerte. Los pegotes de sebo dejados en las lápidas por las velas que se
habían derretido sobre ellas, los marchitos capullos de orquídea caídos como
aplastadas tarántulas rojo-púrpura sobre las lechosas lápidas; pequeñas coronas de
gardenias y ramilletes de campanillas azules, disecadas. El suelo del cementerio
parecía un salón de baile después de una fiesta salvaje, de la cual hubieran huido los
que participaron en ella, abandonando las ladeadas mesas, el confeti, las velas, las
cintas y los profundos sueños.
Marie y Joseph pasearon por el cálido y silencioso recinto, entre las lápidas, entre
los nichos. En uno de los extremos del camposanto vieron a un hombre bajito, de
pómulos salientes, con la tez lechosa de la penetración española, que llevaba una
chaqueta negra, un sombrero gris y unos pantalones grises, y fiscalizaba el trabajo de
otro hombre modestamente vestido que estaba cavando una tumba con una pala. El
hombre bajito llevaba unas gruesas gafas y tenía un periódico doblado debajo de su
brazo izquierdo y las manos hundidas en los bolsillos.
—Buenos días, señora y señor —dijo, al darse cuenta de la presencia de Joseph y
Marie, acercándose a ellos.
—¿Es éste el lugar de las momias? —preguntó Joseph—. ¿Existen de veras?
—Sí, las momias —dijo el hombre—. Existen y están aquí. En las catacumbas.
—Por favor —dijo Joseph—. Yo quiero ver las momias, ¿sí?
—Sí, señor.
—Mi español es mucho estúpido, es muy malo —se disculpó Joseph.
—No, no, señor. Lo habla usted muy bien. Sígame, por favor.
Les acompañó hasta una tumba situada cerca de una de las paredes del
cementerio. Era una especie de panteón, con una puerta de madera, cerrada. El
hombre abrió la puerta. En el interior del panteón había un agujero redondo, dentro
del cual podían verse unos peldaños labrados en la tierra.
Antes de que Joseph pudiera avanzar, su esposa había puesto un pie en el primer
peldaño.
—Espera —dijo Joseph—. Yo iré delante.
—No. Así está bien —dijo Marie, y empezó a descender en espiral hasta que la
tierra se la tragó.
Descendió cuidadosamente, ya que los peldaños eran muy estrechos y apenas
podían contener el pie de un chiquillo. La oscuridad era casi absoluta. Luego oyó los
pasos del encargado del cementerio, resonando junto a sus oídos, y de repente hubo
nuevamente luz. Desembocaron en una especie de vestíbulo de forma alargada
excavado a veinte pies de profundidad, iluminado por intersticios geométricos de

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factura religiosa. El vestíbulo tenía unos cincuenta metros de longitud, que terminaba
a la izquierda en una doble puerta encristalada con un cartel que prohibía la entrada.
Al extremo derecho del vestíbulo había un gran montón de varillas blancas y de
redondas piedras blancas.
—¡Oh! Cráneos y tibias —dijo Marie, interesada.
—Los soldados que lucharon por el padre Morelos —dijo el encargado del
cementerio.
Se acercaron al enorme montón. Los huesos estaban cuidadosamente colocados,
como una pila de leña, coronada por una increíble cantidad de cráneos resecos.
—Los cráneos y los huesos no me dan miedo —dijo Marie—. No son humanos.
No hay en ellos nada que parezca humano. Parecen piedras, o palos de pelota base, o
guijarros. Si un chiquillo creciera sin saber que tiene un esqueleto dentro de él, no se
le ocurriría pensar en los huesos, ¿no es cierto? Algo de eso me ocurre a mí. Todo lo
que era humano ha desaparecido de ellos. No ha quedado nada familiar que pueda
resultar horrible. Para que una cosa sea horrible, tiene que experimentar un cambio
que pueda ser apreciado. Esto no ha cambiado. Siguen siendo esqueletos, como lo
fueron siempre. La parte que ha cambiado ha desaparecido, de modo que no queda
nada de ella a la vista. ¿No es interesante?
Joseph asintió.
Marie se sentía ahora valiente.
—Bueno —dijo—, vamos a ver las momias.
—Por aquí, señora —dijo el encargado del cementerio.
Les acompañó hasta el fondo del vestíbulo, y cuando Joseph le hubo pagado un
peso abrió la puerta encristalada de par en par. Penetraron en otra sala más larga aún,
débilmente iluminada, en la cual estaban las momias.

Desde la puerta contemplaron las largas hileras bajo el arqueado techo, cincuenta
y cinco contra una de las paredes, a la izquierda, cincuenta y cinco contra la pared de
la derecha, y cinco al fondo de todo.
—¡Mr. Interlocutor! —dijo Joseph vivamente.
Parecían los bocetos preliminares de un escultor, la armazón de alambre, los
primeros tendones de arcilla, los músculos y una delgada capa de piel. Estaban sin
terminar, en número de ciento quince.
Tenían el color del pergamino, y la piel estaba tensada como si la hubieran puesto
a secar, de hueso a hueso. Los cuerpos estaban intactos, sólo los humores acuosos se
habían evaporado de ellos.
—El clima —dijo el encargado del cementerio—. Los conserva perfectamente. Es
muy seco.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó Joseph.
—Algunos un año, otros cinco, algunos diez, otros setenta.

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Era un espectáculo horrendo. Empezando por el primero de la derecha, de pie
contra la pared, con un aspecto espantoso, seguido por una mujer, de pie a su
izquierda, de angustiosa fealdad, seguida de un hombre horroroso, y de una mujer
muy disgustada por estar muerta y en un lugar así.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Joseph.
—Están aquí de pie, sencillamente —respondió el encargado del cementerio.
—Pero, ¿por qué?
—Porque sus parientes no pagan el alquiler de sus tumbas.
—¿Hay que pagar alquiler?
—Sí, señor. Veinte pesos al año. O, si prefieren adquirir la tumba en propiedad,
ciento setenta pesos de una vez. Pero nuestra gente es muy pobre, como usted ya
sabe, y ciento setenta pesos es una suma fabulosa para ellos, más de lo que ganan en
dos años. De modo que traen a sus muertos aquí y pagan el alquiler de un año, con el
sincero propósito de seguir pagando, pero cuando ha pasado un año tienen que
comprar un burro, o una nueva boca que alimentar, y a veces tres nuevas bocas; y los
muertos, al fin y al cabo, no tienen hambre, y los muertos, al fin y al cabo, no pueden
tirar de un arado; o hay una nueva esposa, o un techo que reponer, y los muertos no
pueden impedir que la lluvia entre en la casa… De modo que los muertos se quedan
sin el alquiler de su tumba.
—¿Y qué sucede entonces? ¿Estás escuchando, Marie? —dijo Joseph.
Marie contaba los cadáveres. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.
—¿Qué? —preguntó, distraídamente.
—¿Estás escuchando?
—Sí, desde luego. ¿Qué? ¡Oh, sí! Estoy escuchando.
Ocho, nueve, diez, once, doce, trece.
—Entonces —dijo el encargado—, llamo a un trabajador y con su pala empieza a
cavar y cavar. ¿A qué profundidad cree usted que cavamos, señor?
—A unos seis pies. Es lo normal.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! En esto, señor, se equivoca usted. Sabiendo que después del
primer año lo más probable es que el alquiler no sea pagado, enterramos a los más
pobres a dos pies de profundidad. Así hay menos trabajo, ¿comprende? Desde luego,
tenemos en cuenta la situación de la familia del muerto. A algunos los enterramos a
tres pies de profundidad, a veces a cuatro, a veces a cinco, a veces a seis, de acuerdo
con la posición económica de la familia, y con las posibilidades que existen de que
tengamos que desenterrarlo un año después. Y, permítame decirle, señor, que cuando
enterramos a un muerto a seis pies de profundidad, estamos completamente seguros
de que se quedará allí. Todavía no hemos tenido que desenterrar a ninguno de los que
tienen seis pies de tierra encima, hasta tal punto sabemos el dinero que tiene la gente.
Veintiuno, veintidós, veintitrés. Los labios de Marie se movían en un débil
susurro.
—Y los cadáveres que son desenterrados son colocados aquí, con los otros

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compañeros.
—¿Saben los parientes que los cadáveres están aquí?
—Sí. —El hombrecito señaló con el dedo—. Éste, ¿ve usted? Éste es nuevo. No
lleva más que un año aquí. Su padre y su madre saben que está aquí. Pero, ¿tienen
dinero? ¡Ah, no!
—¿No resulta algo vergonzoso para los padres?
—No piensan en ello —dijo el encargado.
—¿Has oído esto, Marie?
—¿Qué?
Treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro…
—Sí. No piensan en ello.
—¿Y qué ocurre si vuelven a pagar el alquiler, al cabo de unos años? —inquirió
Joseph.
—En tal caso —dijo el encargado—, el cadáver es enterrado otra vez.
—Eso parece una especie de chantaje —dijo Joseph.
El encargado se encogió de hombros, con las manos hundidas en los bolsillos.
—Tenemos que vivir —dijo.
Cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres.
Marie estaba de pie en medio del largo pasillo, con los muertos alineados a uno y
otro lado.
—Usted está convencido de que nadie puede pagar los ciento setenta pesos de una
vez —dijo Joseph—. De modo que les saca veinte pesos año tras año, y si no pagan
les amenaza con meter a la mamacita o al niño en la catacumba.
—Tenemos que vivir —repitió el hombre.
Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco…
Parecía como si hubieran saltado de sus tumbas, apretándose los marchitos
regazos con las manos, gritando, con las lenguas fuera, las fosas nasales ensanchadas,
y se hubieran quedado rígidos de aquel modo.
Todos tenían la boca abierta. El suyo era un grito perpetuo. Estaban muertos y lo
sabían.
Marie prestó atención, esperando oír sus gritos.
Dicen que los perros oyen sonidos humanos nunca oídos por los hombres;
sonidos tan por encima de los tonos normales, que son imperceptibles.
El pasillo era un hervidero de gritos. Gritos proferidos por labios entreabiertos y
lenguas resecas, gritos que no podían ser oídos a causa de lo elevado de su tono.
Joseph se acercó a uno de los cadáveres.
—Di «Ah» —dijo Joseph.
Sesenta y cinco, sesenta y seis, sesenta y siete, contó Marie, entre los gritos.
—Aquí hay uno interesante —dijo el encargado.
Vieron a una mujer con los brazos alzados hacia la cabeza, la boca abierta de par
en par, los dientes intactos, cuyo pelo había crecido absurdamente, cayéndole en

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cascada sobre los hombros. Sus ojos eran unos diminutos huevos de color azulado
incrustados en su cráneo.
—A veces ocurre esto. Esta mujer era una cataléptica. Fue enterrada, pero en
realidad no estaba muerta. Se despertó dentro de su ataúd, pero ya era demasiado
tarde…
—¿No sabía usted que era cataléptica?
—Lo sabían sus hermanas. Pero creyeron que había muerto de veras. Y en esta
ciudad los entierros son muy rápidos, a causa del calor.
—¿Fue enterrada pocas horas después de su «muerte»?
—Exacto. Y nunca hubiéramos sabido lo que ocurrió, si un año más tarde, sus
hermanas, agobiadas con otros gastos, no hubieran dejado de pagar el alquiler. De
modo que la desenterramos, y nos dimos cuenta de lo que había sucedido…
Marie contempló fijamente el cadáver.
Aquella mujer se había despertado debajo de la tierra. Había luchado
salvajemente, hasta morir ahogada.
—Fíjese en la diferencia que hay entre sus manos y las de los otros cadáveres dijo
el encargado. —Sus dedos apoyados plácidamente en sus regazos, como pequeñas
rosas. Los de ella, en cambio, están levantados, en postura violenta, tratando de alzar
la tapa del ataúd.
—¿No puede ser una consecuencia del rigor mortis?
—El rigor mortis, señor, no empuja las manos hacia arriba. El rigor mortis no
abre la boca de ese modo, ni destroza las uñas. Todos los demás tienen la boca
abierta, sí, porque no les inyectaron ningún líquido embalsamante, pero la suya es
una simple distensión muscular, señor. Esta señorita, en cambio, murió de la muerte
horrible.
Marie continuó su inspección, arrastrando los pies de un lado para otro. Las ropas
de algunos cadáveres se habían podrido hacía mucho tiempo.
—El señor Mueca y el señor Bocaabierta —dijo Joseph.
Enfocó su cámara a los dos hombres que parecían conversar, en una conversación
interrumpida en medio de una frase.
Joseph apretó el obturador, enrolló la película, enfocó la cámara a otro cadáver,
apretó el obturador, enrolló la película, se acercó a otro.
Ochenta y uno, ochenta y dos, ochenta y tres. Mandíbulas caídas, lenguas fuera
como en una mueca infantil, ojos pálidos en unas cuencas muertas. Ochenta y cuatro,
ochenta y cinco, ochenta y seis. Apresuramiento en los ojos de Mane. Contando,
apresurándose, sin detenerse. ¡Rápido! ¡Noventa y uno, noventa y dos, noventa y
tres! Aquí un hombre, con el estómago abierto, como el hueco de un árbol donde se
dejan caer las cartas de amor infantiles cuando se tienen once años… Los ojos de
Marie penetraron en el agujero en el espacio existente debajo de las costillas.
Escarbaron en el interior. La espina dorsal, los huesos planos de la pelvis. El resto era
tendón, pergamino, hueso, ojo, quijada barbuda, fosa nasal estupefacta. ¡Noventa y

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siete, noventa y ocho! ¡Nombres, lugares, fechas, cosas!
—Esa mujer murió de parto.
Como una pequeña muñeca hambrienta, el niño nacido prematuramente estaba
atado, suspendido, a su antebrazo.
—Ése era un soldado. Aún conserva la mitad de su uniforme…
Los ojos de Marie recorrieron la pared del fondo. Luego retrocedieron, posándose
de horror en horror, saltando de cráneo en cráneo, clavándose con hipnótica
fascinación en los paralizados y descarnados seres. La mirada saltaba de pared a
pared, de pared a pared, otra vez, otra vez, como una pelota rebotando en un frontón,
jaleada por los gritos inaudibles de más de un centenar de bocas abiertas por el
supremo horror.
Marie volvió la cabeza y dirigió su mirada al lugar donde los peldaños en espiral
conducían a la luz del día. ¡Cuán hábil era la muerte! ¡Cuántas expresiones y
manipulaciones de manos y rostros, ninguna de ellas igual!
Joseph apretó el obturador y enrolló la película. Apretó el obturador y enrolló la
película.
Moreno, Morelos, Cantine, Gómez, Gutiérrez, Villanousul, Ureta, Licón,
Navarro, Iturbi, Jorge, Filomena, Nena, Manuel, José, Tomás, Ramona. Este hombre
era un vagabundo, y éste cantaba, y éste tenía tres esposas; y este hombre murió de
esto, y aquél de aquello, y el de más allá de otra cosa, y el cuarto murió de un tiro, y
el quinto fue apuñalado, y el sexto murió repentinamente; y el séptimo se emborrachó
y murió ahogado, y el octavo murió cuando estaba comiendo, y el noveno cayó de su
caballo, y el décimo tosió sangre, y el undécimo sufrió un ataque al corazón, y el
duodécimo solía reírse mucho, y el decimotercero era un bailarín, y el decimocuarto
era un hombre muy guapo, y el decimoquinto tenía diez hijos, y el decimosexto es
uno de aquellos hijos, lo mismo que el decimoséptimo; y el decimoctavo era Tomás y
tocaba muy bien la guitarra; los tres siguientes cultivaban maíz en sus campos y
tenían tres amantes cada uno; el vigésimo segundo no fue amado nunca; el vigésimo
tercero vendía tortillas, en un quiosco situado enfrente del Teatro de la Ópera, con
una pequeña estufa de carbón; y el vigésimo cuarto pegaba a su esposa, y ahora ella
se pasea orgullosamente por la ciudad y es feliz con otros hombres, en tanto que él
está allí, rabiando por lo injusto de la situación, y el vigésimo quinto se tragó la mitad
del agua del río y tuvieron que sacarlo con una red de pescar, y el vigésimo sexto era
un gran pensador y ahora su cerebro duerme como un pájaro disecado en el interior
de su cráneo.
—Me gustaría poder sacar una fotografía en color de cada uno de ellos, con su
nombre y la causa de su muerte —dijo Joseph—. Podría hacerse un libro muy
interesante. La historia de su vida, y luego una fotografía de cada uno de ellos tal
como están aquí.
Golpeó cada uno de los pechos, suavemente. Sonaban a hueco, como si alguien
llamara con los nudillos a una puerta.

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Marie dio media vuelta y echó a andar por el pasillo central hacia la salida, sin
apresurarse demasiado, pero a buen paso, y sin mirar a los lados. Detrás de ella el
obturador de la cámara dejó oír un chasquido.
—¿Tiene usted espacio aquí para más? —preguntó Joseph.
—Sí, señor. Para muchos más.
—No me gustaría ser el siguiente en su lista.
—Desde luego, a nadie le gustaría ser el siguiente.
—¿Hay alguna posibilidad de comprar a uno?
—¡Oh, no! No, señor. ¡Oh, no! No, no, señor.
—Le pagaré a usted cincuenta pesos.
—¡Oh, no! No, no, señor.

En el mercado, los cráneos de azúcar que habían sobrado de la Fiesta de la


Muerte eran vendidos en unas pequeñas mesas llenas de moscas. Las vendedoras
permanecían sentadas en silencio, envueltas en sus negros rebozos, delante de sus
esqueletos de azúcar, sus cadáveres de sacarina y sus cráneos de caramelo. Cada
cráneo tenía un nombre dibujado con caramelo rizado: José, o Carmen, o Ramón, o
Tena, o Guillermo, o Rosa. Los vendían baratos. La Fiesta de la Muerte ya había
pasado. Joseph adquirió dos cráneos de caramelo por un peso.
Marie estaba en pie en el centro de la angosta calleja. Vio los cráneos de
caramelo, y a Joseph, y las mujeres enlutadas que pusieron los cráneos en una bolsa.
—No, eso no —dijo Marie.
—¿Por qué no? —inquirió Joseph.
—Después de lo que acabamos de ver… —murmuró Marie.
—¿En las catacumbas?
Marie asintió.
Él dijo:
—Pero éstos son buenos.
—Parecen venenosos.
—¿Sólo porque tienen forma de cráneo?
—No. El azúcar parece rancio, no sabes qué clase de persona lo ha hecho… Podía
tener el cólico.
—Mi querida Marie, en México todo el mundo tiene el cólico.
—Puedes comerte los dos —dijo Marie.
—¡Ay! ¡Pobre Yorick! —dijo Joseph, dando unos golpecitos a la bolsa.
Anduvieron a lo largo de una calle que discurría entre altos edificios en los cuales
había ventanas de marcos amarillos y verjas de hierro de color de rosa. Hasta ellos
llegó el perfume de los tamales y el sonido de surtidores vertiendo sus aguas entre
ocultos tilos, y de aves canoras trinando en jaulas de bambú. Alguien interpretaba a
Chopin al piano.

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—Chopin, aquí… —dijo Joseph—. Qué raro, y qué elegante… —Alzó la mirada
—. Me gusta aquel puente. Coge esto. —Le entregó la bolsa con los cráneos de
caramelo, mientras él sacaba una fotografía de un puente de color rojo que unía dos
edificios blancos. Por el puente se paseaba un hombre, con un sarape rojo colgado
del hombro—. Estupendo —dijo Joseph.
Marie andaba mirando a Joseph, apartando la mirada de él y volviendo a mirarle,
moviendo los labios sin hablar, con los ojos inquietos, con los músculos del cuello
tensos como alambres, y un leve tic nervioso en la ceja. Se pasó la bolsa de una mano
a otra. De pronto, tropezó, estuvo a punto de perder el equilibrio y dejó caer la bolsa.
—¡Vaya! —Joseph se inclinó a recoger la bolsa—. ¡Mira lo que has hecho!
¡Estúpida!
—Debo de haberme roto el tobillo —dijo Marie.
—Eran los mejores cráneos; y han quedado aplastados. Quería guardarlos para
que los vieran mis amigos.
—Lo siento —murmuró Marie.
—¡Qué desastre! —Joseph contempló el interior de la bolsa—. No podré
encontrar otros que sean tan buenos como éstos.
Soplaba el viento y estaban solos en la calle; Joseph, contemplando los aplastados
cráneos en el interior de la bolsa; Marie, con las sombras de la calle rodeándola, el sol
al otro lado de la calle, nadie a su alrededor, y el mundo muy lejos de allí. Los dos
solos, a dos mil millas de distancia de cualquier parte, en una calle de una falsa
ciudad detrás de la cual no había nada, sino inhóspito desierto y buitres volando en
círculo. En lo alto del Teatro de la Ópera, las doradas estatuas griegas brillaban al sol,
y en una cervecería un vocinglero fonógrafo gritaba AY, MARIMBA… corazón… y
toda clase de palabras extranjeras que el viento arrastraba lejos de allí.
Joseph dobló la bolsa y se la metió furiosamente en el bolsillo.
Regresaron al hotel para el almuerzo de las dos y media.
Joseph se sentó a la mesa con Marie, sorbiendo su sopa de albóndigas con su
cuchara, en silencio. Por dos veces, Marie hizo un jocoso comentario acerca de las
pinturas murales. Y Joseph la miró ceñudo y siguió sorbiendo. La bolsa con los
cráneos aplastados estaba sobre la mesa…
—Señora…
Los platos de sopa fueron retirados por una mano morena. Fueron sustituidos por
una bandeja de enchiladas.
Marie contempló la bandeja.
Había dieciséis enchiladas.
Marie cogió su tenedor y su cuchillo para servirse una enchilada pero interrumpió
el gesto a medio camino. Dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa, a ambos lados
de su plato. Contempló las paredes, luego a su marido y luego a las dieciséis
enchiladas.
Dieciséis. Una por una. Un gran montón de ellas, una encima de otra.

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Marie las contó.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis.
Joseph cogió una de la bandeja y se la comió.
Seis, siete, ocho, nueve, diez, once.
Marie dejó caer las manos sobre su regazo.
Doce, trece, catorce, quince, dieciséis. Terminó de contar.
—No tengo hambre —dijo.
Joseph colocó otra enchilada en su plato. En su interior había una capa de tortilla
de maíz. Era delgada, y fue una de las muchas que Joseph cortó y se llevó a la boca, y
Marie la masticó por él mentalmente.
—¿Eh? —preguntó Joseph.
—Nada —dijo Marie.
Quedaban trece enchiladas, como diminutos fardos, como rollos de pergamino.
Joseph se comió cinco más.
—No me encuentro bien —dijo Marie.
—Te sentirás mejor si comes algo —dijo Joseph.
—No.
Joseph terminó con las enchiladas, abrió la bolsa y sacó uno de los cráneos medio
deshechos.
—Aquí, no —dijo Marie.
—¿Por qué no? —Y Joseph se llevó una cuenca de azúcar a los labios,
masticando—. No está mal —dijo, saboreándolo. Mordió en otra parte del cráneo—.
¡No está mal!
Ella miró el nombre dibujado en el cráneo que su marido se estaba comiendo.
Marie.

Marie le ayudó a hacer el equipaje… ¡y de qué modo! En los noticiarios


cinematográficos se ven a veces hombres que conducen una lancha y que saltan al
agua; luego le dan marcha atrás a la cinta, y el hombre vuelve a saltar al interior de la
lancha. Muy divertido. Ahora, mientras Joseph miraba, los trajes y los vestidos
volaban literalmente al interior de las maletas, los sombreros eran como aves que
volaban hacia las redondas sombrereras, los zapatos parecían correr a través del suelo
como ratones para saltar a las maletas. Las tapaderas se abatieron, los pestillos
produjeron un chasquido, las llaves giraron en las diminutas cerraduras.
—¡Ya está! —gritó Marie—. ¡Todo listo!
—En un tiempo récord —dijo Joseph.
Marie echó a andar hacia la puerta.
—Deja que te ayude —dijo Joseph.
—No pesan nada —replicó Marie.
—Pero tú nunca has llevado maletas. Nunca lo has hecho. Voy a llamar a un

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mozo.
—Tonterías —dijo Marie, jadeante con el peso de las maletas.
Un mozo se hizo cargo del equipaje en el pasillo.
—Señora, por favor…
—¿Olvidamos algo? —Joseph miró debajo de las dos camas, entró en el cuarto de
baño, lo revisó todo—. Mira —dijo, saliendo y entregando algo a su esposa—. Te
dejabas tu reloj de pulsera.
—¿De veras?
Se lo colocó en la muñeca y cruzó el umbral.
—No sé… —dijo Joseph—. Es muy tarde para emprender el viaje.
—No son más que las tres y media —dijo Marie—. Sólo las tres y media.
—No sé —repitió Joseph, en tono de duda.
Dirigió una mirada circular a la habitación, salió, cerró la puerta y empezó a bajar
la escalera, haciendo tintinear las llaves.
Marie se había instalado ya en el automóvil, con la chaqueta plegada sobre su
regazo, sus manos enguantadas plegadas sobre la chaqueta. Joseph salió del hotel, se
aseguró de que el portaequipajes estaba bien cerrado, se acercó a la parte delantera
del coche y golpeó la ventanilla con los nudillos. Marie abrió la portezuela.
—¡Bueno, ya estamos en marcha! —exclamó Marie, sonriente, con los ojos
brillantes de excitación. Se inclinaba hacia adelante, como si con aquel movimiento
pudiera empujar al automóvil y hacerle avanzar, alegremente—. Gracias, querido, por
haberme permitido reclamar el dinero que habías pagado por la habitación. ¡Estoy
convencida de que pasaremos la noche mucho mejor en Guadalajara!
—Sí —dijo Joseph.
Puso la llave del encendido, pisó el embrague, dio gas.
No ocurrió nada.
Probó de nuevo, con el ceño fruncido.
—Tiene que calentarse —dijo Marie—. Anoche hizo mucho frío.
Lo intentó otra vez. Nada.
Las manos de Marie repiquetearon impacientemente sobre su regazo.
Lo intentó otras seis veces.
—Bueno —dijo, echándose hacia atrás, dándose por vencido.
—Prueba otra vez —dijo Marie—. Verás cómo se pone en marcha.
—Es inútil —dijo Joseph—. Hay alguna avería.
—Bueno, inténtalo otra vez.
Joseph lo intentó otra vez.
—Tiene que ponerse en marcha, estoy segura —dijo Marie—. ¿Has dado el
contacto?
—Sí, he dado el contacto —contestó Joseph.
Hizo girar la llave para que pudiera comprobarlo.
—Prueba ahora —dijo Marie.

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—¿Te das cuenta? —dijo Joseph, tras otra inútil tentativa—. Te lo había dicho.
—Esta vez casi se ha puesto en marcha.
—Voy a gastar la batería, y Dios sabe dónde podremos comprar otra…
—Prueba de nuevo. ¡Estoy segura de que la próxima vez se pondrá en marcha!
—Bueno, si estás tan segura, prueba tú. —Se apeó del automóvil y dejó que
Marie se instalara ante el volante—. ¡Vamos!
Marie se mordió los labios. Hizo cosas con las manos que eran como una pequeña
ceremonia mística; por medio de movimientos de las manos y del cuerpo trataba de
vencer a la gravedad, a la fricción y a todas las otras leyes naturales. Apretó el
embrague, dio gas, pisó el acelerador… El automóvil permaneció solemnemente
inmóvil.
—¿Convencida? —dijo Joseph, que había contemplado con ojos burlones las
maniobras de su esposa—. Vuelve a tu asiento, ¿quieres?
Llamó a tres muchachos para que empujaran el automóvil y volvió a instalarse
ante el volante. El vehículo avanzó rápidamente, brincando y rateando. El rostro de
Marie resplandeció de expectación.
—¡Va a ponerse en marcha! —exclamó.
No ocurrió nada. Rodaron, empujados por los tres muchachos, hasta la estación
de servicio situada al pie de la colina.
Marie permaneció sentada, sin decir una sola palabra.
Cuando el mecánico de la estación de servicio se acercó al automóvil, la
portezuela del lado de Marie estaba cerrada y la ventanilla subida. El hombre tuvo
que dar la vuelta para preguntarle a Joseph.
El mecánico alzó los ojos del motor del automóvil, llamó a Joseph y los dos
hombres se pusieron a hablar en castellano, en voz baja.
Marie bajó el cristal de la ventanilla y escuchó.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó.
Los dos hombres siguieron hablando.
—¿Qué es lo que dice? —volvió a preguntar Marie.
El mecánico señaló el motor, Joseph asintió y prosiguió la conversación.
—¿Qué es lo que pasa? —insistió Marie.
Joseph la miró con el ceño fruncido.
—Espera un momento, ¿quieres? No puedo atenderos a los dos.
—¿Qué es lo que pasa?
—El motor…
El mecánico cogió a Joseph del codo. Dijeron muchas palabras.
—¿Qué está diciendo ahora? —preguntó Marie.
—Dice… —empezó Joseph, pero el mejicano le arrastró hasta el motor para que
viera lo que había descubierto.
—¿Cuánto costará? —gritó Marie, asomándose a la ventanilla.
El mecánico le dijo algo a Joseph.

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—Cincuenta pesos —dijo Joseph.
—¿Tardará mucho? —gritó su esposa.
Joseph le preguntó al mecánico. Éste se encogió de hombros. Discutieron durante
cinco minutos.
—¿Tardará mucho? —repitió Marie.
La discusión continuó.
El sol descendía hacia el horizonte. Marie levantó los ojos hacia lo alto de la
colina, contempló las copas de los árboles que sobresalían de las tapias del
cementerio. Las sombras iban espesándose a su alrededor.
—Dos días, quizá tres —dijo Joseph, volviéndose hacia su esposa.
—¡Dos días! ¿No puede arreglarlo provisionalmente de modo que podamos llegar
hasta la ciudad más próxima para que acaben de arreglarlo allí?
Joseph interrogó al hombre. El hombre contestó.
Joseph le dijo a su esposa:
—No, dice que tiene que hacer todo el trabajo.
—¿Por qué? Es una estupidez, es una estupidez. ¿Por qué tiene que hacerlo todo?
¿Acaso es suyo el coche? Puede arreglarlo provisionalmente… Díselo, Joe, díselo.
Los dos hombres la ignoraron por completo. Estaban hablando de nuevo.
Esta vez, las cosas fueron más despacio. Deshacer los equipajes. Joseph deshizo
sus maletas, Marie dejó las suyas en el suelo.
—No necesito nada —dijo Marie.
—Bueno, no ha sido culpa mía —dijo Joseph—. ¡Maldito automóvil!
—Después puedes bajar y asegurarte de que lo están arreglando —dijo Marie. Se
sentó en el borde de la cama. Estaban en otra habitación. Marie se había negado a
volver a la que ocupaban antes. Dijo que no podría soportarlo. Deseaba otra
habitación, para poder imaginar que estaban en otro hotel de otra ciudad. Por tanto,
estaban en otra habitación, con vistas a la avenida y al sistema de alcantarillas; ya no
veían la plaza y su templete de música—. Tienes que bajar y controlar el trabajo, Joe.
Si no lo haces, tardarán semanas. —Le miró—. Podrías bajar ahora, en vez de estar
aquí sin hacer nada.
—Voy a bajar —dijo Joseph.
—Bajaré contigo. Quiero comprar unas revistas.
—No esperes encontrar revistas norteamericanas en una ciudad como ésta.
—Puedo probarlo, ¿no?
—Además, no nos queda mucho dinero. No quiero tener que telegrafiar a mi
banco. Tardan mucho tiempo en enviarlo y no vale la pena.
—Pero puedo comprar unas revistas, ¿verdad? —dijo Marie.
—Un par de ellas, tal vez —dijo Joseph.
—¡Las que quiera! —gritó Marie.
—¿Qué capricho te ha entrado? Tienes un millón de revistas en el automóvil.
Posts, Collier’s, Merguries, Atlantic Monthlies, Barnaby, Superman… No has leído ni

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la mitad de los artículos.
—Pero no son nuevas —dijo Marie—. No son nuevas. Las he hojeado todas, y
cuando has hojeado una cosa…
—Prueba a leerlas en lugar de hojearlas —dijo Joseph.
Cuando llegaron a la plaza, ya era de noche.
—Dame unos cuantos pesos —dijo Marie, y él se los dio—. Enséñame a pedir
revistas en español.
—Quiero una publicación americana —dijo Joseph, andando rápidamente.
Marie repitió la frase, tartamudeando, y se echó a reír.
—Gracias —dijo.
Joseph se dirigió al taller del mecánico, en tanto que Marie se encaminaba a la
Botica más próxima. Todas las revistas alineadas ante ella tenían nombres
extranjeros. Marie leyó los títulos con rápidos movimientos de sus ojos y luego miró
al anciano que estaba detrás del mostrador.
—¿Tiene usted revistas norteamericanas? —le preguntó en inglés.
El anciano se la quedó mirando fijamente.
—¿Habla inglés? —preguntó Marie.
—No, señorita.
Marie trató de recordar las palabras que le había enseñado su marido.
—Quiero… ¡No! —Se interrumpió. Empezó de nuevo—: ¿Americano… uh…
magg-ah-zi-nas?
—¡Oh, no, señorita!
Marie abrió sus manos y luego las cerró, como bocas. Su boca se abrió y se cerró.
Ante sus ojos, la tienda estaba cubierta por un velo. Marie estaba aquí, y aquí estaban
aquellos pequeños individuos de adobe cocido a los cuales no podía decir nada y de
los cuales no podía obtener ninguna palabra que comprendiera, y estaba en una
ciudad donde no podía hablar con ninguno de sus habitantes. Y la ciudad estaba
rodeada por millas de desierto, y su hogar estaba lejos, muy lejos, en otro mundo.
Dio media vuelta y echó a correr.
En la tienda siguiente no encontró ninguna revista, excepto aquellas que ofrecían
toros ensangrentados en sus cubiertas, o personas asesinadas. Pero al final consiguió
encontrar tres ejemplares atrasados del Post. Le dio una generosa propina al vendedor
de aquella pequeña tienda.
Con los Posts ávidamente apretados contra su seno con ambas manos, Marie
caminó apresuradamente a lo largo de las angostas callejas hasta desembocar en la
gran avenida, cantó la-la, sonrió interiormente, andando con rapidez, apretando
fuertemente las revistas contra su pecho, con los ojos semicerrados, respirando el
cargado aire nocturno, con el viento húmedo pegado a sus orejas.
La luz de las estrellas centelleaba en núcleos dorados por encima de las estatuas
griegas del Teatro de la ópera. Un hombre surgió de las sombras balanceando una
cesta sobre su cabeza. La cesta contenía hogazas de pan.

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Marie vio al hombre y a la balanceante cesta, y de repente aflojó el paso, y ya no
hubo sonrisa en su interior, y sus manos dejaron de apretar fuertemente las revistas.
Se quedó contemplando al hombre, el cual sostenía cuidadosamente la cesta con una
mano, en tanto que la otra mano se balanceaba con entera libertad. Al llegar a la
primera esquina dio la vuelta, en tanto que las revistas se deslizaban de entre los
dedos de Marie y caían al suelo.
Recogiéndolas, Marie echó a correr hacia el hotel.

Se sentó en la habitación. Las revistas estaban amontonadas a ambos lados de ella


y en un círculo a sus pies. Había construido un pequeño castillo con muros de
palabras y se había refugiado en su interior. A su alrededor estaban las revistas que
había comprado y comprado y hojeado y hojeado durante los otros días, y que
constituían la barrera exterior, y en el interior de la barrera, sobre su regazo, aunque
todavía sin abrir, estaban los tres manoseados ejemplares del Post. Marie abrió la
primera página con manos temblorosas. Decidió que las leería página por página,
línea por línea. No pasaría por alto ni una sola línea, ni una sola coma. Y —sonrió
ante aquel descubrimiento— en las otras revistas que estaban a sus pies había
anuncios y algunas historietas que no había leído: podía hacerlo más larde. Aquella
noche estaba dispuesta a leer el primer Post… sí, aquella noche leería el primer Post.
Se lo tragaría página por página, y a la noche siguiente, si existía la noche siguiente,
tal vez el motor se pondría en marcha y ella oiría el agradable chirrido de los
neumáticos al deslizarse sobre la carretera, mientras el viento penetraba por la
ventanilla despeinando sus cabellos… pero quizá, quizás existiera otra noche que
habría de transcurrir dentro de aquella habitación. Bueno, en tal caso, tenía otros dos
Posts, uno para la noche siguiente, y el otro para la que siguiera a continuación.
Marie se dijo todo esto a sí misma con la lengua de su mente. Volvió la primera
página.
Volvió la segunda página. Sus ojos se movieron de un lado para otro en tanto que
sus dedos, sin que ella se diera cuenta, se deslizaban debajo de la página siguiente
preparados para volverla, y el reloj latía en su muñeca, y el tiempo pasaba, y ella
seguía sentada, volviendo páginas, volviendo páginas, contemplando ávidamente las
personas que aparecían en las ilustraciones, personas que vivían en otro país, en otro
mundo, donde las luces de neón combatían valientemente a la noche con varillas de
vivos colores, y los olores eran olores hogareños, y la gente hablaba de un modo
comprensible. Ella estaba volviendo las páginas, y recorriendo las líneas de punta a
punta, formando un abanico.
Marie soltó el primer Post, cogió el segundo y jo leyó por espacio de media hora,
lo soltó, cogió el tercero, lo soltó quince minutos más tarde, y se encontró a sí misma
respirando, respirando con agitación. Se llevó una mano a la nuca.
En alguna parte soplaba una suave brisa.

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A lo largo de su nuca, sus cabellos se tensaron lentamente.
Marie se los tocó con mano insensible.
En el exterior, en la plaza, las luces de la calle se mecían al viento como faros
dementes. Los papeles corrían a través de las acequias como copos de lana.
En la habitación, las manos de Marie empezaron a temblar. Ella las vio temblar.
Su cuerpo empezó a temblar. Debajo de la falda de rayón que se había puesto
especialmente para aquella noche, el cuerpo era todo alambre, y tendón, y excitación.
Sus dientes castañetearon y castañetearon. Sus labios se aplastaron uno contra otro, y
el carmín se corrió.
Joseph llamó con los nudillos a la puerta.

Iban a acostarse. Joseph había regresado con la noticia de que habían estado
trabajando en el automóvil, pero que la reparación llevaría algún tiempo. Al día
siguiente volvería al taller.
—Pero no llames con los nudillos a la puerta —dijo Marie, de pie ante el espejo,
mientras se desvestía.
—Entonces, déjala abierta —dijo Joseph.
—Quiero que esté cerrada. Pero no la golpees con los nudillos. Llámame.
—¿Qué pasa con los nudillos? —inquirió Joseph.
—Suena muy raro —dijo Marie.
—¿Raro?
Marie no dijo nada. Se estaba mirando al espejo, con las manos en los flancos, y
allí estaba su cuerpo, y se movía, sentía el suelo debajo de él y las paredes a su
alrededor.
—Bueno —dijo Joseph—. Deja de una vez de admirarte a ti misma. —Estaba en
la cama—. ¿Qué estás haciendo? —inquirió—. ¿Por qué te llevas las manos a la cara
de ese modo?
Apagó la luz.
Marie no pudo hablarle, ya que no sabía ninguna palabra que él supiera, y él no
decía nada que Marie comprendiera. Se acercó a la cama y se deslizó dentro de ella y
se quedó tendida boca arriba. Y Joseph era como uno de aquellos hombres de adobe
cocido de aquella ciudad situada más allá de la luna, y la tierra real estaba en alguna
otra parte y hacía falta un vuelo espacial para llegar hasta ella. Si los dos esposos
pudieran hablarse, la noche sería aún maravillosa, y Marie podría respirar fácilmente
y podría descansar. Pero no se hablaron, y las venas no descansaron en las muñecas, y
el corazón era un fuelle soplando continuamente sobre un pequeño fuego de temor, y
los pulmones no reposaron sino que continuaron funcionando como si Marie fuera
una persona ahogada y ella misma se hiciera la respiración artificial para conservar
los últimos restos de vida. Y todas las cosas estaban engrasadas por su sudor ardiente,
y Marie estaba pegada entre las pesadas mantas como algo oprimido, aplastado,

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olorosamente húmedo entre las blancas páginas de un voluminoso libro.
Y mientras estaba tendida de aquel modo las largas horas nocturnas le llevaron
recuerdos de su infancia, cuando había sol sobre los verdes árboles, sol sobre el agua,
y sol sobre sus rubios cabellos de niña. Unos rostros surgieron de los recovecos de su
memoria, un rostro corriendo a su encuentro, enfrentándose con ella, y apartándose a
la derecha; otro, girando a la izquierda, un rápido fragmento de conversación…
Vueltas y más vueltas. ¡Oh! La noche era muy larga. Marie se consoló a sí misma
diciéndose que al día siguiente el automóvil estaría arreglado, pensando en el chirrido
de los neumáticos sobre la carretera, y en la nubecilla de polvo que quedaría atrás, y
sonrió complacida en la oscuridad. Pero ¿y si no estaba arreglado? Marie palideció en
la oscuridad, como un papel convertido en ceniza después de haber ardido
gloriosamente unos instantes. En medio de su propio silencio oyó el tictac, tictac,
tictac de su reloj de pulsera…
La mañana. Marie miró a su marido completamente dormido en su cama. Alargó
la mano entre el frío espacio que separaba los dos lechos. Toda la noche, su mano
había colgado en aquel frío espacio vacío. Ahora alargó la mano hacia su marido,
pero el espacio era demasiado ancho y no lo alcanzó. Marie apartó la mano,
esperando que él no se hubiera dado cuenta de su silenciosa búsqueda.
Estaba tendido en la cama, completamente relajado. Los ojos cerrados,
defendidos por las pestañas. Respirando tan suavemente, que apenas podía apreciarse
el movimiento de sus costillas. Su cabeza reposaba sobre la almohada, en perfil
pensativo.
Su barbilla tenía un asomo de barba.
La claridad matinal mostraba el blanco de los ojos de Marie. Era lo único que
estaba en movimiento en la habitación, recorriendo la faz del hombre.
Cada uno de los pelos de la barba y de las mejillas era perfecto. Un diminuto
agujero de luz solar penetró a través de la persiana y fue a posarse en su barbilla,
poniendo de relieve cada uno de los pelos de su rostro.
Sus muñecas, a ambos lados de su cuerpo, tenían pequeños pelos negros y
rizados, cada uno de ellos perfecto, cada uno de ellos separado, y brillante, y
resplandeciente.
El pelo de su cabeza estaba intacto, completamente negro, hasta las raíces. Las
orejas estaban maravillosamente labradas. Los dientes estaban intactos detrás de los
labios.
—¡Joseph! —gritó Marie.
—¡Joseph! —volvió a gritar, aterrorizada.
¡Bong! ¡Bong! ¡Bong!, gritó a través de la calle la campana de la inmensa
catedral.
Las palomas alzaron el vuelo y cruzaron por delante de la ventana en blanca
bandada. ¡Bong! gritó la campana. ¡Honk!, respondió la bocina de un taxi. A lo lejos,
un gramófono lanzaba al aire las notas del «Cielito lindo».

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Joseph abrió los ojos.
Vio a su esposa sentada en su cama, mirándole.
—Creí… —dijo. Parpadeó—. No. —Cerró los ojos y sacudió la cabeza—. Han
sido las campanas. —Un suspiro—. ¿Qué hora es?
—No lo sé. Sí, lo sé. Quizá las ocho.
—Bueno —murmuró Joseph, dando media vuelta—. Podemos dormir tres horas
más.
—¡Tienes que levantarte! —gritó Marie.
—Nadie va a levantarse… En el garaje no empiezan a trabajar hasta las diez, ya
sabes que esta gente no tiene nunca prisa. Duerme un poco más.
¡Como si hubiera dormido algo!
—Pero tienes que levantarte —insistió Marie.
Joseph volvió la cabeza. La luz del sol bronceó los negros pelos que asomaban a
su labio superior.
—¿Por qué tengo que levantarme?
—¡Necesitas un afeitado! —dijo Marie, casi gritando.
Joseph hizo una mueca burlona.
—De modo que tengo que levantarme a las ocho de la mañana, sólo porque
necesito un afeitado…
—Bueno, lo necesitas.
—No volveré a afeitarme hasta que lleguemos a Texas.
—¡No puedes andar por ahí con aspecto de vagabundo!
—Puedo y quiero. Me he afeitado todas las mañanas durante treinta malditos días,
y me he puesto una corbata, y me he cepillado los pantalones. A partir de ahora, ni
pantalones, ni corbata, ni afeitado, ni nada.
Tiró de la ropa de la cama hacia sus orejas con tanta violencia, que una de sus
piernas quedó al descubierto.
La pierna colgó sobre el borde del lecho, iluminada, por la luz del sol, llena de
pequeños pelos negros… perfectos.
Los ojos de Marie se abrieron de par en par, se inmovilizaron sobre la pierna.
Marie se llevó la mano a la boca y la apretó fuertemente.

Joseph se pasó el día entrando y saliendo del hotel. No se afeitó. Cuando salió por
primera vez, andaba tan lentamente por la plaza que Marie experimentó el deseo de
tirarle algo a Ja cabeza. Joseph se detuvo a hablar con el encargado del hotel, debajo
de un tilo. Contempló los pájaros posados en los árboles y vio las estatuas griegas del
Teatro de la ópera, erguidas en sus pedestales, vigilando cuidadosamente el tráfico.
¡Allí no había ningún tráfico! Joseph permanecía allí a propósito, dejando transcurrir
el tiempo, sin volverse a mirar hacia la ventana del hotel. ¿Por qué no corría hacia el
garaje, aporreaba sus puertas, amenazaba a los mecánicos, les arrastraba hasta el

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motor de su automóvil? En vez de hacerlo, se estaba allí, pasando miserablemente el
tiempo, contemplando el ridículo tráfico. Un cerdo atado del cuello, un hombre en
bicicleta, un Ford 1927, y tres chiquillos medio desnudos. ¡Vete, vete, vete!, gritó
Marie silenciosamente, y casi aplasto la ventana.
Joseph cruzó lentamente la plaza. Dio la vuelta a la esquina. Durante todo el
camino hacia el garaje se detuvo ante los escaparates, leyó los anuncios, pidió
precios. Tal vez una parada en una cervecería. ¡Cielos, sí, una cervecería!
Marie paseó por la plaza, tomó el sol, anduvo a la caza de más revistas. Se arregló
las uñas, se las barnizó, tomó un baño, dio otro paseo por la plaza, comió muy poco,
y regresó a la habitación para alimentarse con sus revistas.
No se tumbó en la cama. Temía hacerlo. Cada vez que lo hacía caía en una
especie de somnolencia lúcida en la cual se le aparecía toda su infancia impregnada
de una intensa melancolía. Antiguos amigos, chiquillos a los que no había visto ni
pensado en ellos durante veinte años, llenaban su pensamiento. Y pensaba en cosas
que había deseado hacer y que nunca había hecho. Por ejemplo, visitar a Lila
Holdridge. ¡Cuán amigas habían sido! ¡Querida Lila! Pensaba, cuando estaba tendida,
en todos los libros, nuevos y antiguos, que nunca había podido comprar. Le gustaban
los libros y el olor de los libros. Pensaba en mil cosas igualmente tristes. Toda la vida
había deseado poseer los libros Oz, pero nunca los había comprado. ¡Aún estaba a
tiempo! ¡Sería lo primero que haría cuando regresara a Nueva York! ¡Y visitaría a
Lila inmediatamente! Y vería a Bert y a Jimmy y a Helen y a Louise, y haría un viaje
a Illinois para pasear por los lugares donde discurrió su infancia. Si regresaba a los
Estados Unidos. Si… Su corazón latió penosamente dentro de su pecho, se detuvo,
para empujarse a sí mismo, y latió otra vez. Si regresaba algún día.
Marie se paró a escuchar los latidos de su corazón.
Pom, pom, pom. Pausa. Pom, pom, pom. Pausa.
¿Qué sucedería si se detenía mientras ella escuchaba?
¡Ya está!
Silencio dentro de ella.
—¡Joseph!
Se levantó de un salto. Apretó las manos contra el pecho, como si tratara de
insuflar aire a su silencioso corazón para ponerlo de nuevo en marcha.
Como un caballo desbocado, su corazón emprendió un rápido galope, latiendo
apresuradamente veinte veces seguidas.
Marie se dejó caer en la cama. ¿Qué sucedería si se detenía otra vez y no volvía a
ponerse en marcha? ¿Qué pensaría ella? ¿Qué haría? Se moriría del susto. Una
broma; algo realmente cómico. Morirse del susto al dejar de oír a su corazón. Una
paradoja. Tenía que continuar escuchando, manteniéndolo en marcha. Quería regresar
a los Estados Unidos, y visitar a Lila, y comprar los libros, y bailar de nuevo, y pasear
por Central Park, y… escuchar…
Pom, pom, pom. Pausa.

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Joseph llamó con los nudillos a la puerta. Joseph llamó con los nudillos a la
puerta y el automóvil no estaba arreglado, y tenían que pasar allí otra noche, y Joseph
no se había afeitado, y cada uno de sus pelos era perfecto en su barbilla, y las tiendas
donde vendían revistas estaban cerradas, y Marie no tema más revistas, y cenaron,
aunque Marie comió muy poco, y al hacerse de noche Joseph salió a dar un paseo por
la ciudad.
Marie se sentó una vez más en la butaca, y los cabellos de su nuca se pusieron
rígidos, como si su espina dorsal acabara de sufrir una descarga eléctrica. Estaba muy
débil y no podía levantarse de la butaca, y no tenía cuerpo, era solamente un corazón
que latía, una enorme pulsación dolorida entre las cuatro paredes de la habitación.
Dentro de ella, muy adentro, notó el primer fallo. Otra noche, otra noche, otra
noche, pensó. Y ésta sería más larga que la anterior. El primer fallo fue seguido de un
segundo, y luego de un tercero. Los latidos se hicieron irregulares. Uno pequeño
seguido de otro algo mayor, seguido a su vez por otro mayor, seguido a su vez por
otro inmenso, seguido a su vez por otro titánico…
Un ganglio rojo, no mayor que un filamento escarlata, chasqueó y vibró; un
nervio, no mayor que una roja fibra de lino, se retorció. La máquina desequilibrada
empezó a marchar a saltos, sacudiendo a Marie.
No luchó contra aquello. Dejó que la aterrorizara, que penetrara en su espina
dorsal y llenara su boca como un vino amargo. El color huyó de su rostro…
Joseph estaba en la habitación, había entrado, pero Marie ni siquiera le había
oído. Estaba en la habitación, pero su llegada no había introducido ningún cambio.
Empezó los preparativos para acostarse y no dijo nada, y Marie no dijo nada pero se
dejó caer en la cama, mientras Joseph se movía a su alrededor envuelto en una
especie de niebla.
Las sacudidas no cesaban. Marie pidió agua. Dio vueltas y vueltas sobre la cama.
El viento soplaba en el exterior, agitando las bombillas y proyectando repentinos
chorros de luz contra las ventanas de los edificios, dándoles el aspecto de enormes
ojos que se abrían para volver a cerrarse inmediatamente, cuando el viento
proyectaba el chorro de luz en otra dirección. Abajo, todo estaba tranquilo después de
la cena, ningún sonido llegaba hasta la silenciosa habitación. Joseph le tendió un vaso
lleno de agua.
—Estoy agotada, Joseph —dijo Marie.
—Estás perfectamente —dijo Joseph.
—No, no lo estoy. Me encuentro mal. Estoy asustada.
—Aquí no hay nada de que asustarse.
—Quiero tomar el tren para los Estados Unidos.
—El tren no pasa por aquí. Hay que ir a León —dijo Joseph, encendiendo otro
cigarrillo.
—Podríamos ir en taxi.

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—¿En estos taxis, con estos conductores, y dejar aquí nuestro automóvil?
—Sí. Quiero marcharme.
—Mañana por la mañana estarás perfectamente.
—No. No, me encontraré mal.
—Estarás perfectamente.
—Sé que no lo estaré. Me encuentro mal.
Joseph dijo:
—Nos costaría cientos de dólares hacer que nos enviaran el automóvil.
—No importa. Tengo doscientos dólares en el banco. Yo lo pagaré. Pero, por
favor, vámonos a casa.
—Mañana, cuando brille el sol, te sentirás mucho mejor, ya lo verás.
—Ahora no brilla el sol y sopla el viento —susurró Marie, cerrando los ojos,
volviendo la cabeza, escuchando—. ¡Oh! ¡Qué viento más solitario! México es un
país muy extraño. Todo selvas y desiertos, y de cuando en cuando una pequeña
ciudad, como ésta, con unas cuantas luces encendidas que podrían apagarse de un
solo soplo…
—Es un hermoso país —dijo Joseph.
—Toda esa gente, ¿no siente la soledad?
—Están acostumbrados a ella.
—¿Y no están asustados?
—No, ellos no piensan.
—Esta noche —continuó Marie débilmente—, me gustaría no tener espacio para
las ideas, dejar de pensar, absorberme en una cosa hasta el punto de que no me
quedara tiempo para asustarme.
—Tú no estás asustada —dijo Joseph.
—Si tuviera una religión —continuó Marie, ignorando el comentario de su
marido—, tendría una palanca para levantarme a mí misma. Pero ahora no tengo
ninguna palanca y no sé cómo levantarme a mí misma.
—¡Oh! ¡Qué lata! —murmuró Joseph, sentándose.
—Yo tenía una religión —dijo Marie.
—Baptista.
—No, eso fue cuando tenía doce años. Aquello pasó. Quiero decir… más tarde.
—Nunca me lo habías dicho.
—Podías haberlo sabido.
—¿Qué religión? ¿Tenías algún santo especial a quien contar tus cuitas?
—Sí.
—¿Y respondía a tus plegarias?
—Durante cierto tiempo. Después, no. Desde hace muchos años. Pero yo he
seguido rezando.
—¿Qué santo es ése?
—San José…

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—San José… —Joseph se levantó y se sirvió un vaso de agua de la jarra de
cristal. El sonido del agua al caer en el vaso pareció llenar la silenciosa habitación—.
Mi nombre.
—Una coincidencia —dijo Marie.
Se miraron el uno al otro por espacio de unos segundos.
Joseph desvió la mirada.
—Santos de yeso —dijo, bebiéndose el agua.
Al cabo de un rato, Marie dijo:
—¿Joseph?
Y él contestó:
—¿Sí?
Y ella dijo:
—Acércate y coge mi mano, ¿quieres?
—Mujeres —suspiró Joseph.
Pero se acercó y cogió su mano.
Al cabo de un momento, Marie retiró su mano y la escondió debajo de las mantas.
Cerró los ojos. Las palabras salieron temblando de sus labios:
—No importa. No es tan agradable como imaginaba. Lo realmente agradable es el
modo con que puedo hacer que cojas mi mano en mi imaginación.
Joseph se encogió de hombros y se dirigió al cuarto de baño. Marie apagó la luz.
Sólo quedó visible la delgada franja luminosa en la parte inferior de la puerta del
cuarto de baño. Marie escuchó su corazón. Latió ciento cincuenta veces en un
minuto, intensamente, dolorosamente. Su médula seguía vibrando, como si en cada
hueso de su cuerpo hubiera un moscón que tratara de escapar, agitando las alas,
zumbando, hurgando profundamente, profundamente, profundamente.
En el cuarto de baño corrió el agua. Joseph se estaba lavando los dientes.
—¡Joseph!
—Sí —dijo Joseph, detrás de la cerrada puerta.
—Ven aquí.
—¿Qué quieres?
—Quiero que me prometas algo, por favor. ¡Oh, por favor!
—¿De qué se trata?
—Abre la puerta, primero.
—¿De qué se trata? —repitió Joseph, detrás de la cerrada puerta.
—Prométemelo —dijo Marie.
—¿Qué es lo que tengo que prometerte?
—Prométeme… —dijo Marie, y no pudo continuar. Se quedó callada.
Joseph no dijo nada. Marie oyó su reloj de pulsera y su corazón latiendo, juntos.
En el exterior del hotel crujió algo.
—Prométeme que si… me sucede algo —se oyó decir Marie—, que si me sucede
algo no dejarás que me entierren aquí, en aquel horrible cementerio, encima de

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aquellas espantosas catacumbas.
—No seas estúpida. —Dijo Joseph, detrás de la puerta.
—Prométemelo —dijo Marie, con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad.
—Es la cosa más absurda que he oído en mi vida.
—Prométemelo, por favor, prométemelo.
—Mañana por la mañana estarás perfectamente —dijo Joseph.
—Prométemelo, para que pueda dormir. Sólo podré dormir si me aseguras que no
dejarás que me pongan allí. No quiero que me pongan allí.
—Cállate de una vez —dijo Joseph, perdiendo la paciencia.
—Por favor… —suplicó Marie.
—¿Por qué he de prometer una cosa tan ridícula? —dijo Joseph—. Mañana
estarás perfectamente. Y, además, si te murieras, estarías muy guapa en la catacumba,
de pie entre Mr. Mueca y Mr. Bocaabierta, con un ramillete de flores en el pelo.
Y se rio a pleno pulmón.
Silencio. Marie estaba allí, tendida, en la oscuridad.
—¿No crees que estarías muy guapa allí? —preguntó Joseph, riendo, detrás de la
puerta.
Marie no dijo nada en la oscura habitación.
—¿No crees? —dijo Joseph.
Alguien cruzó la plaza, andando lentamente. El sonido de los pasos se alejó.
—¿Eh? —preguntó Joseph, cepillándose los dientes.
Marie estaba allí, tendida, mirando fijamente el techo, su pecho subiendo y
bajando más de prisa, más de prisa, más de prisa, el aire entrando y saliendo,
entrando y saliendo por sus fosas nasales, una mancha de sangre en los apretados
labios. Sus ojos estaban muy abiertos, sus manos aferradas ciegamente a las ropas de
la cama.
—¿Eh? —volvió a preguntar Joseph, detrás de la puerta.
Marie no dijo nada.
—Desde luego —se dijo Joseph a sí mismo—. Muy guapa —murmuró, entre el
murmullo del agua—. Desde luego —repitió.
En la cama, silencio.
—Las mujeres son muy raras —le dijo Joseph a su imagen, reflejada en el espejo.
Marie estaba allí, tendida en la cama.
—Desde luego —dijo Joseph. Gargarizó con algún antiséptico, lo escupió en el
lavabo—. Mañana por la mañana estarás perfectamente —dijo.
Ni una palabra en la habitación.
—Tendremos el automóvil arreglado.
Marie no dijo nada.
—Se hará de día sin que te des cuenta. —Ahora, Joseph se estaba refrescando el
rostro—. El automóvil estará arreglado mañana, o pasado mañana, como máximo. No
te importará pasar otra noche aquí, ¿verdad?

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Marie no contestó.
—¿Te importará? —preguntó Joseph.
Ninguna respuesta.
La luz parpadeó en la parte inferior de la puerta del cuarto de baño.
—¿Marie?
Joseph abrió la puerta.
—¿Estás durmiendo?
Marie estaba allí, tendida en la cama, sus senos subiendo y bajando.
—Se ha dormido —dijo Joseph—. Bien, buenas noches, querida.
Se metió en su cama.
—Estás cansada, ¿verdad?
Ninguna respuesta.
—Está cansada —murmuró Joseph.
El viento agitó las luces en el exterior; la habitación era alargada y negra, y
Joseph estaba en su cama, adormilado.
Marie estaba tendida, con los ojos muy abiertos, el reloj de pulsera latiendo en su
muñeca, sus senos subiendo y bajando.

Hacía un tiempo magnífico. El automóvil rodaba a lo largo de la carretera llena de


curvas, dejando atrás el país de las selvas y de los desiertos, dirigiéndose hacia los
Estados Unidos, rugiendo entre las verdes colinas, tomando hábilmente las curvas,
dejando detrás de él una leve nubecilla de humo que se disolvía inmediatamente. Y
en el interior del reluciente automóvil iba sentado Joseph, con su sonrosado y
saludable rostro, y su panamá, y una pequeña cámara fotográfica meciéndose en su
regazo mientras conducía. Una franja de seda negra cosida en la parte superior de la
manga izquierda de su chaqueta. Contemplaba el paisaje que se deslizaba ante la
ventanilla del vehículo, con aire ausente, y de pronto hizo un gesto en dirección al
asiento contiguo al suyo. El gesto quedó interrumpido. Joseph dejó asomar a su rostro
una astuta sonrisa, y se volvió de nuevo hacia la ventanilla del automóvil,
canturreando en voz baja. Su mano derecha se tendió hacia el asiento contiguo al
suyo…
El cual estaba vacío.

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LA PRADERA[2]

G eorge, quiero que eches una mirada al cuarto de los niños.


—¿Qué le pasa al cuarto de los niños?
—No lo sé.
—Entonces…
—Sólo quiero que le eches una mirada, o que llames a un psicólogo para que lo
examine él.
—¿Qué tiene que ver un psicólogo en el cuarto de los niños?
—Lo sabes perfectamente, George. —Su esposa se detuvo en el centro de la
cocina y contempló la estufa en la cual se cocía la cena para cuatro.
—El cuarto de los niños es distinto de lo que era.
—De acuerdo, vamos a echarle un vistazo.
Cruzaron el vestíbulo de su Hogar Vida-Feliz, a prueba de ruidos, el cual les
había costado treinta mil dólares; una casa que les vestía, les alimentaba y les mecía
para que se durmieran, y jugaba y cantaba y era buena para ellos. Su proximidad
actuó sobre un interruptor en alguna parte y la luz del cuarto de los niños se encendió
cuando se encontraban a diez pies de distancia de la puerta. De un modo similar,
detrás de ellos, las luces iban encendiéndose y apagándose a su paso, con un suave
automatismo.
—Bueno —dijo George Hadley.
Estaban de pie sobre el piso de bálago del cuarto de los niños. Tenía cuarenta pies
de anchura por cuarenta de longitud y treinta de altura, y había costado casi tanto
como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos —había dicho George.
El cuarto estaba silencioso. Vacío como un claro de la selva en las calurosas horas
del mediodía. Las paredes eran blancas y bidimensionales. Ahora, mientras George y
Lydia Hadley estaban de pie en el centro de la habitación, las paredes empezaron a
vibrar y a retroceder, aparentemente, y de pronto apareció una pradera africana, en
tres dimensiones, y en color, reproducida con impresionante realismo. El techo,
encima de sus cabezas, se convirtió en un cielo profundo con un cálido sol
amarillento.
George Hadley notó que su frente empezaba a sudar.
—Vamos a apartarnos de ese sol —dijo—. Es demasiado real. Pero no veo nada
anormal.
—Aguarda un poco —dijo su esposa.
Ahora, los ocultos odorófonos estaban empezando a soplar un viento perfumado a
las dos personas que se encontraban en el centro de la recocida pradera. El cálido olor

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pajizo de la hierba de león, el fresco olor verde de la oculta charca de agua, el intenso
olor rojo de los animales, el olor a polvo, como pimienta esparcida por el cálido aire.
Y ahora los sonidos: el lejano resonar de los pies de los antílopes sobre la hierba, el
crujiente murmullo de los buitres. Una sombra cruzó el cielo. La sombra parpadeó
sobre el sudoroso rostro de George Hadley, vuelto hacia arriba.
—Asquerosos animales —oyó que decía su esposa.
—Los buitres.
—Verás, están siguiendo el mismo camino que han seguido los leones. Ahora se
dirigen a la charca de agua. Han estado comiendo —dijo Lydia—. Pero ignoro qué.
—Algún animal. —George Hadley levantó su mano, haciendo pantalla para librar
a sus ojos del cegador brillo del sol—. Una cebra, o una cría de jirafa, tal vez.
—¿Estás seguro? —preguntó Lydia, en un tono muy raro.
—No, es un poco tarde para estar seguro —respondió George, divertido—. No
puedo ver más que huesos descarnados, y los buitres dejándose caer en busca de lo
que ha quedado.
—¿No has oído un grito? —preguntó Lydia.
—No.
—¿Hace cosa de un minuto?
—Lo siento, no.
Los leones estaban acercándose. Y de nuevo George Hadley experimentó una
profunda admiración por el genio mecánico que había ideado aquella habitación. Un
milagro, adquirido a un precio absurdamente bajo. Cada hogar debería tener uno.
¡Oh, sí! Ocasionalmente asustaban con su exactitud clínica, producían un sobresalto,
pero la mayor parte del tiempo representaban una formidable diversión, no sólo para
los hijos, sino también para los mayores, deseosos de un rápido cambio de escenario,
de asomarse a tierras extranjeras. Bueno, aquí estaba…
Y aquí estaban ahora los leones, a quince pies de distancia, tan reales, tan
sorprendentemente reales que podía notarse el roce de la piel en la mano, y la boca se
llenaba del sofocante olor de sus recalentados pelajes, y su color amarillo llenaba los
ojos como el amarillo de un delicado tapiz francés. Hasta se sentía el sonido de su
respiración y el olor a carne procedente de sus jadeantes y caídas bocas.
Los leones miraron fijamente a George y a Lydia Hadley con sus terribles ojos
verde-amarillentos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones echaron a correr hacia ellos.
Lydia dio media vuelta y emprendió una rápida huida. Instintivamente, George
salió corriendo detrás de ella. Fuera, en el vestíbulo, con la puerta cerrada, él estaba
riendo y ella estaba llorando, y los dos se mostraban sorprendidos ante la reacción del
otro.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Oh, mi querida y pobrecita Lydia!

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—¡Casi nos cogen!
—Paredes, Lydia, recuérdalo: paredes de cristal, eso es todo. ¡Oh, sí! Admito que
parecen reales —África en casa—, pero no es más que una película supersensible en
color, con su correspondiente sonido, detrás de unas pantallas de cristal. Combinado
con odorófonos, sencillamente. Toma mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Se acercó a su marido y apretó su cuerpo contra el suyo,
sollozando—. ¿Lo has visto? ¿Te has dado cuenta? Es demasiado real.
—Mira, Lydia…
—Vas a decirles a Wendy y a Peter que no lean nada más sobre África.
—Desde luego… desde luego.
Palmeó su espalda cariñosamente.
—¿Prometido?
—Prometido.
—Y cerrarás el cuarto de los niños unos cuantos días, hasta que me haya
tranquilizado del todo.
—Ya sabes lo difícil que se pone Peter… Cuando hace un mes le castigué
cerrando el cuarto por unas horas, ¿recuerdas la tremolina que armó? Y lo mismo
digo de Wendy. Viven para ese cuarto.
—Tienes que cerrarlo, George, tienes que cerrarlo.
—De acuerdo. —A regañadientes, cerró con llave la enorme puerta—. Has estado
trabajando demasiado. Necesitas un descanso.
—No lo sé… no lo sé —dijo Lydia, limpiándose la nariz y dejándose caer en una
silla, que inmediatamente empezó o mecerla—. Tal vez no tengo suficiente trabajo.
Tal vez dispongo de demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos toda la
casa unos cuantos días y nos tomamos unas vacaciones?
—¿Quieres decir que deseas cocinar para mí?
—Sí —asintió Lydia.
—¿Y zurcir mis calcetines?
—Sí.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí… ¡Oh, sí!
—Pero yo creí que comprábamos esta casa para que no tuviéramos que hacer
nada…
—Eso es lo malo. Me siento como una extraña. La casa es esposa, y madre, y
niñera. ¿Puedo competir acaso con una pradera africana? ¿Puedo bañar a los niños
con tanta eficacia y rapidez como la lavadora automática? No. Y el problema no es
sólo mío. Es también tuyo. Últimamente, has estado terriblemente nervioso.
—Supongo que he fumado demasiado.
—Parece como si tampoco tú supieras qué hacer en esta casa. Fumas un poco más
cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas un poco más de sedante
cada noche. Estás empezando a sentirte innecesario, también.

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—¿De veras?
George Hadley se quedó pensativo, tratando de comprobar lo que había de cierto
en las palabras de su esposa.
—¡Oh, George! —Lydia miraba con expresión asustada la puerta del cuarto de los
niños—. Esos leones no pueden salir de allí, ¿verdad?
George miró la puerta y la vio temblar, como si alguien hubiera saltado contra ella
desde el otro lado.
—Desde luego que no —dijo.

Almorzaron solos, ya que Wendy y Peter estaban en una especie de mascarada


que se celebraba en la ciudad y habían televisado a casa diciendo que llegarían un
poco tarde y que no les esperasen a comer. De modo que George Hadley, aturdido, se
sentó a contemplar cómo la mesa del comedor presentaba plato tras plato de
alimentos, surgidos de sus entrañas mecánicas.
—Falta la salsa de tomate —dijo George.
—Lo siento —dijo una vocecita desde el interior de la mesa, y la salsa de tomate
apareció.
Respecto al cuarto de los niños, pensaba George Hadley, a los chiquillos no les
haría ningún daño que permaneciera cerrado una temporada. El exceso de una cosa
no es bueno para nadie. Y era evidente que los niños habían estado pasando
demasiado tiempo en África. Aquel sol. George podía sentirlo aún en su nuca, como
una cálida garra. Y los leones. Y el olor de la sangre. Resultaba muy curioso el modo
como el cuarto de los niños captaba las emanaciones telepáticas de las mentes
infantiles y creaba vida para llenar todos sus deseos. Los chiquillos pensaban en
leones; y aparecían leones. Los chiquillos pensaban en cebras, y aparecían cebras.
Sol… sol. Jirafas… jirafas. Muerte, y muerte.
Esto último. George masticó de mala gana la carne que la mesa había cortado para
él. Ideas de muerte. Wendy y Peter eran demasiado jóvenes para pensar en la muerte.
¡Oh, no! En realidad, uno no es nunca demasiado joven. Mucho antes de saber lo que
es la muerte ya la está deseando a otros. Cuando uno no tiene más que dos años, ya
está disparando contra la gente con pistolas de juguete.
Pero esto… la cálida pradera africana… la horrible muerte en las fauces de un
león. Y repetida una y otra vez.
—¿Adónde vas?
No respondió a la pregunta que acababa de formularle Lydia. Preocupado, dejó
que las luces fueran encendiéndose delante de él, y apagándose detrás de él, mientras
se dirigía al cuarto de los niños. Pegó el oído a la puerta. A lo lejos rugió un león.
George abrió la puerta. En el momento de entrar, oyó un apagado grito. Y luego
otro rugido de los leones, que se interrumpió bruscamente.
Se encontró en África. Durante el último año, al abrir aquella puerta, se había

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encontrado con Alicia y el País de las Maravillas, la Tortuga Mock, o Aladino y su
Lámpara Maravillosa, o Jack Cabeza de Calabaza de Oz, o el Doctor Doolittle…
todas las deliciosas invenciones del mundo de la fantasía. A menudo había visto a
Pegaso volando por el cielo del techo, o castillos de fuegos artificiales, o había oído
voces de ángeles que cantaban. Pero ahora, esta amarilla y ardiente África, el
implacable sol, el calor… y la muerte. Tal vez Lydia estaba en lo cierto. Tal vez los
niños necesitaban apartarse una temporada de unas fantasías que se estaban haciendo
demasiado reales para unos niños de diez años. Era conveniente ejercitar la mente
infantil con la gimnasia de la fantasía. Pero cuando la fantasía se convertía en una
especie de obsesión… A George le pareció que durante el último mes había oído, a
distancia, el rugir de los leones, que había percibido su intenso olor desde un lugar
tan apartado como la puerta de su estudio. Pero, ocupado como estaba, no le había
prestado ninguna atención.
George Hadley estaba de pie sobre la pradera africana, solo. Los leones
levantaron la cabeza de lo que estaban comiendo, contemplándole. El único fallo de
la ilusión era la puerta abierta, a través de la cual podía ver a su esposa, más allá del
oscuro vestíbulo, como la figura de un cuadro, almorzando abstraídamente.
—¡Fuera! —les ordenó a los leones.
Los leones no se movieron.
Conocía perfectamente el funcionamiento del cuarto. Sólo había que pensar. Lo
que uno pensaba, aparecía.
—¡Que aparezca Aladino y su lámpara! —gritó.
No se produjo el menor cambio.
—¡Vamos, habitación! ¡He pedido a Aladino!
No ocurrió nada. Los leones murmuraron dentro de sus recocidos pelajes.
—¡Aladino!
Regresó al comedor.
—El cuarto de los niños se ha vuelto loco —dijo—. No contesta.
—O…
—¿O qué?
—O no puede contestar —dijo Lydia—, porque los niños han pensado tanto en
África, en los leones y en la muerte, que la habitación se ha encallado en esas
imágenes.
—Es posible.
—O tal vez Peter se las ha arreglado para que quede así.
—¿Peter?
—Puede haber andado curioseando en el mecanismo y tocado algo.
—Peter no sabe absolutamente nada de mecánica.
—Es muy listo para la edad que tiene. Su Cociente de Inteligencia…
—Te repito…
—Hola, mamá. Hola, papá.

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Los Hadley se volvieron Wendy y Peter acababan de entrar por la puerta
principal, con las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, y un olor a ozono de su
viaje en el helicóptero.
—Llegáis a tiempo para cenar —dijeron los padres.
—Estamos repletos de helado de fresa y de perros calientes —dijeron los niños,
cogiéndose de las manos—. Pero nos sentaremos a mirar.
—Sí, podréis hablarnos de vuestro cuarto.
Los dos hermanos miraron a su padre y luego se contemplaron el uno al otro.
—¿De nuestro cuarto?
—Acerca de África, y de todo eso —dijo el padre, con fingida jovialidad.
—No comprendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo hemos estado viajando a través de África de mentirijillas; Tom
Swift y su León Eléctrico —dijo George Hadley.
—En nuestro cuarto no hay ninguna África —dijo Peter tranquilamente.
—¡Oh! Vamos, Peter… Lo sabemos perfectamente.
—No recuerdo ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Y tú?
—No.
—Vete arriba a mirar y baja a decírnoslo.
La niña obedeció.
—¡Wendy! ¡Ven aquí! —dijo George Hadley, pero la niña había desaparecido.
Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde,
George se dio cuenta de que se había olvidado de cerrar la puerta del cuarto de los
niños después de su última inspección.
—Wendy irá a mirarlo y nos lo dirá —aseguró Peter.
—Wendy no tiene que decírmelo. Lo he visto.
—Seguro que estás equivocado, papá.
—No lo estoy, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy estaba ya de regreso.
—No hay ninguna África —dijo, sin aliento.
—Vamos a aclarar eso —dijo George Hadley, y se dirigieron todos al cuarto de
los niños.
Allí había un bosque verde y encantador, un encantador río, una montaña de color
púrpura, voces que cantaban, y Rima, encantadora y misteriosa, acechando entre los
árboles mientras una bandada de mariposas de brillantes colores revoloteaba
alrededor de sus largos cabellos. La pradera africana había desaparecido. Los leones
habían desaparecido. Sólo Rima estaba allí ahora, cantando una melodía tan bonita
que arrancaba lágrimas de los ojos.
George Hadley contempló el transformado escenario.
—Marchaos a la cama —les dijo a los niños.
Los chiquillos abrieron la boca.
—¿No me habéis oído? —inquirió severamente George.

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Se introdujeron en el ascensor de aire, y un viento les absorbió como si fueran
hojas secas para trasladarles a sus dormitorios.
George Hadley dio unos pasos por el cuarto de los niños, con expresión pensativa.
De repente se inclinó a recoger algo que estaba en el suelo, cerca del lugar donde
habían estado los leones. Se incorporó y anduvo lentamente hacia su esposa.
—¿Qué es eso? —preguntó Lydia.
—Un viejo billetero mío —dijo George.
Se lo enseñó a Lydia. Olía a hierba y olía a león. Tenía gotas de saliva, había sido
masticado, y mostraba manchas de sangre en ambos lados.
George cerró la puerta del cuarto de los niños con dos vueltas de llave.

A medianoche, George estaba aún despierto y sabía que su esposa estaba


despierta.
—¿Crees que Wendy lo cambió? —dijo finalmente Lydia, en la habitación a
oscuras.
—Desde luego.
—¿Transformó la pradera en un bosque y puso a Rima en vez de los leones?
—Sí.
—¿Por qué?
—Lo ignoro. Pero el cuarto permanecerá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo llegaría hasta allí tu billetero?
—No sé nada —dijo George—, excepto que empiezo a arrepentirme de haber
comprado esa habitación para los niños. Si los niños son algo neuróticos, una
habitación como ésa…
—Están planeadas, precisamente, para ayudarles a combatir sus neurosis.
—Empiezo a dudarlo —dijo George. Se quedó contemplando el techo—. Hemos
dado a nuestros hijos todo lo que deseaban. ¿Es ésta nuestra recompensa…
desobediencia, clandestinidad?
»Alguien dijo que los niños eran alfombras, y que había que sacudirles de cuando
en cuando. Nunca les hemos levantado la mano. Son insoportables, tenemos que
admitirlo. Van y vienen como les da la gana; nos tratan como si los hijos fuéramos
nosotros.
—Se han estado portando de un modo algo raro desde que les prohibiste tomar el
cohete para Nueva York, hace unos meses.
—Ya les expliqué que no tenían edad para hacer el viaje solos.
—Sí, pero desde entonces he notado que se muestran decididamente fríos con
nosotros.
—Creo que tendré que pedirle a David McClean que venga mañana por la
mañana a echarle una mirada a África.
—Pero, ahora no es África, es el país de las Mansiones Verdes y Rima.

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—Tengo la impresión de que antes de entonces volverá a ser África.
Un momento después oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas gritando en la planta baja. Y luego un rugir de leones.
—Wendy y Peter no están en sus habitaciones —dijo su esposa.
George permaneció tendido en su cama, con el corazón palpitante.
—No —dijo—. Se han metido en el cuarto.
—Esos gritos… me ha parecido reconocerlos.
—¿Eran ellos?
—Sí, me parece que sí.
Y a pesar de que sus camas lo intentaron tenazmente, los dos adultos no pudieron
ser mecidos para que se durmieran por espacio de otra hora. En el aire nocturno había
un olor a felinos.

—¿Papá? —dijo Peter.


—Sí.
Peter contempló las puntas de sus zapatos. Nunca miraba a la cara a su padre, ni a
su madre.
—No irás a cerrar el cuarto en serio, ¿verdad?
—Depende.
—¿De qué? —galleó Peter.
—De ti y de tu hermana. Si introducís una pequeña variación en vuestra África…
¡Oh! Tal vez Suecia, o Dinamarca, o China…
—Creí que teníamos libertad para jugar como deseáramos.
—La tenéis, dentro de unos límites razonables.
—¿Qué tiene de malo África, papá?
—¡Oh! De modo que ahora admites que has estado invocando a África, ¿verdad?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—En realidad, hemos pensado cerrar toda la casa durante un mes. Pasaríamos
unas vacaciones estupendas, cuidando de todo por nosotros mismos.
—¡Eso suena horrible, papá! ¿Tendría que atar mis zapatos en vez de dejar que lo
hiciera el atador de zapatos? ¿Y cepillar mis propios dientes, y peinarme, y darme un
baño a mí mismo?
—El cambio resultaría divertido, ¿no crees?
—No, sería horroroso. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros, el mes
pasado.
—Lo hice porque quería que aprendieras a dibujar y a pintar por ti mismo, hijo.
—No quiero hacer nada más que mirar y escuchar y oler. ¿Qué otras cosas pueden
hacerse?
—De acuerdo, sigue jugando con tu África.
—¿Vas a cerrar la casa pronto?

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—Lo estamos pensando.
—No creo que tengas que pensarlo más, papá.
—¡No toleraré que mi hijo me amenace!
—Muy bien.
Y Peter salió lentamente del cuarto de los niños.

—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.


—¿Quieres desayunar? —preguntó George Hadley.
—Gracias, ya lo he hecho. ¿Qué es lo que pasa?
—David, tú eres un psicólogo.
—Eso creo.
—Bien. En tal caso, quiero que le eches una mirada al cuarto de los niños. Lo
viste hace un año, cuando compramos la casa. ¿Advertiste entonces algo anormal en
él?
—No, sinceramente; las violencias habituales, una leve paranoia aquí y allí,
normal en los chiquillos ya que se sienten perseguidos constantemente por sus padres,
pero, en realidad, nada que se apartara de lo corriente.
Echaron a andar hacia el vestíbulo.
—Ayer cerré el cuarto —explicó el padre—, y los niños se introdujeron en él
durante la noche. Dejé que se quedaran a fin de que pudieras comprobar lo que hacen.
Se oyó un terrible griterío procedente del cuarto de los niños.
—Ya está armada —dijo George Hadley—. A ver lo que sacas en limpio.
Entraron en la habitación sin llamar.
Los gritos habían cesado. Los leones estaban comiendo.
—Salid afuera un momento, niños —dijo George Hadley—. No, no cambiéis la
combinación mental. Dejad las paredes tal como están. ¡Vamos!
Cuando los chiquillos se hubieron marchado, los dos hombres se quedaron de pie
en el centro de la habitación, contemplando el grupo de leones que devoraban
vorazmente lo que habían capturado, fuera lo que fuese.
—Me gustaría saber qué es lo que están devorando —dijo George Hadley—. Pero
están demasiado lejos. A veces casi he conseguido verlo. Creo que si trajera aquí
unos prismáticos de gran potencia…
David McClean rio secamente.
—Lo veo difícil. —Se volvió a examinar las cuatro paredes—. ¿Cuánto hace que
aparece esto?
—Poco más de un mes.
—Desde luego, la sensación no es agradable.
—Quiero hechos, no sensaciones.
—Mi querido George, un psicólogo no ve un solo hecho en toda su vida. Sólo se
ocupa de las sensaciones; cosas vagas. Te repito que esto no produce una sensación

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agradable. Confía en mis presentimientos y en mis instintos, tengo un olfato especial
para lo malo. Esto es muy malo. Mi consejo es que prescindas de esta maldita casa y
me envíes a tus hijos cada día durante un año, para someterlos a tratamiento.
—¿Tan malo es?
—Temo que sí. Uno de los usos primitivos de estos cuartos fue el de permitirnos
estudiar las tendencias de las mentes infantiles, estudiarlas a fondo, y ayudar a los
niños. Sin embargo, en este caso el cuarto se ha convertido en un canal hacia… las
ideas destructivas, en vez de ser una válvula de escape para ellas.
—¿Has experimentado esa sensación anteriormente?
—De lo único que me había dado cuenta es de que tratas a tus hijos con
demasiada blandura. Y ahora supongo que en un momento determinado te negaste a
satisfacer uno de sus caprichos. ¿Me equivoco?
—No. En realidad, me negué a que fueran a Nueva York.
—¿Qué más?
—Saqué unas cuantas máquinas de la casa y les amenacé, hace cosa de un mes,
con cerrar el cuarto de los niños a menos que realizaran sus tareas domésticas. En
realidad, lo cerré durante unos días para darles a entender que hablaba en serio.
—¡Ah!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Donde antes tenían un Santa Claus, ahora tienen un diablo. Los niños
prefieren a los santos. Has permitido que esta habitación y esta casa os reemplazaran
a ti y a tu esposa en el afecto de los niños. Esta habitación es su padre y su madre, y
es mucho más importante en sus vidas que sus verdaderos padres. Y ahora llegas tú y
quieres cerrarla. ¿Te extraña que aparezca el odio? George, tienes que cambiar tu
vida. Al igual que otros muchos, la has edificado alrededor de las comodidades
materiales. Ni siquiera eso, porque si mañana se estropeara tu cocina te morirías de
hambre. No sabrías ni freír un huevo. Créeme, empieza de nuevo. La cosa requiere
algún tiempo, desde luego. Pero nosotros convertimos a los chiquillos malos en
buenos en el plazo de un año, no lo dudes.
—Pero el cerrar bruscamente el cuarto, ¿no sería una impresión demasiado fuerte
para los niños?
—No quiero que continúen con esto ni un día más.
Los leones habían dado cuenta de su rojo festín.
Los leones estaban erguidos en el borde del claro, contemplando a los dos
hombres.
—Ahora me siento perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me
han gustado estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen de verdad, ¿no crees? —dijo George Hadley—. Supongo
que no habrá ningún medio para que…
—¿Para qué?
—… para que se conviertan en leones de verdad.

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—No, que yo sepa.
—Algún fallo en el mecanismo, una avería, o algo por el estilo…
—No.
Se dirigieron hacia la puerta.
—No creo que a la habitación le guste que la cierren —dijo el padre.
—A nadie le gusta morir… ni siquiera a una habitación.
—Me pregunto si me odia por desear cerrarla.
—En esta casa hay más desequilibrio mental de lo que suponía —dijo David
McClean—. Tienes que marcharte de aquí inmediatamente. ¿Qué es eso? —Se
inclinó y recogió una chalina ensangrentada—. ¿Es tuya?
—No. —El rostro de George Hadley estaba rígido—. Pertenece a Lydia.
Se encaminaron juntos al lugar donde estaba el cuadro de distribución y tiraron de
un interruptor que mató el cuarto de los niños.

Wendy y Peter estaban como locos. Gritaban y saltaban y rompían cosas.


Aullaban y sollozaban y maldecían y destrozaban los muebles.
—¡No puedes hacerle esto al cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los chiquillos se dejaron caer sobre la cama, sollozando.
—George —dijo Lydia Hadley—, vuelve a conectar el cuarto, sólo unos
instantes. No puedes ser tan brusco.
—No.
—No puedes ser tan cruel.
—Mira, Lydia, está desconectado, y desconectado se quedará. Y siento no poder
decir lo mismo de toda esta maldita casa. Cuanto más pienso en el error que
cometimos al comprarla, más enfermo me pongo. Hemos estado contemplando
nuestras maravillas mecánicas y electrónicas demasiado tiempo. ¡Dios mío, cuánta
falta nos está haciendo un soplo de aire puro!
Empezó a recorrer la casa, desconectando los relojes parlantes, las estufas, los
calentadores, los abrillantadores de zapatos, los atadores de zapatos, los frotadores de
cuerpos —todas las máquinas, en una palabra.
La casa quedó llena de cuerpos muertos. Parecía un cementerio mecánico. Tan
silenciosa. No se oía el más leve zumbido de la energía oculta de las máquinas que se
ponían en marcha con sólo apretar un botón.
—¡No permitas que lo hagan! —rogaba Peter al techo, como si estuviera
hablando con la casa, con el cuarto de los niños—. No permitas que papá lo mate
todo… —Se volvió hacia su padre—. ¡Oh, te odio!
—Los insultos no te llevarán a ninguna parte.
—¡Me gustaría que estuvieras muerto!
—Lo hemos estado, durante una larga temporada. Ahora es cuando realmente

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vamos a empezar a vivir. En vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir.
Wendy seguía llorando y Peter volvió a reunirse con ella.
—Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento —suplicaron.
—¡Oh, George! —intervino la esposa—. Un momento más no puede hacerles
ningún daño.
—De acuerdo… de acuerdo, si sirve para que se callen de una vez. Sólo un par de
minutos, recordadlo, y luego lo desconectaré para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los chiquillos, sonriendo en medio de sus
lágrimas.
—Y luego nos marcharemos de vacaciones. David McClean vendrá dentro de
media hora para ayudarnos a llevar el equipaje hasta el aeropuerto. Voy a vestirme.
Conecta el cuarto de los niños, Lydia. Pero solamente un par de minutos, no lo
olvides.
Lydia y los niños se marcharon charlando alegremente, mientras George se
introducía en el ascensor de aire para ser «sorbido» hasta su habitación. Empezó a
vestirse. Un momento después apareció Lydia.
—Me alegro de dejar esta casa —suspiró.
—¿Les has dejado en el cuarto de los niños?
—Tenía que vestirme, también. ¡Oh, qué cosa más horrible! ¿Qué verán en esa
África?
—Bueno, dentro de media hora estaremos en camino hacia Iowa. ¡Dios mío!
¿Cómo se nos ocurriría comprar esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una
pesadilla?
—El orgullo, el dinero…
—Creo que será mejor que bajemos antes de que los niños vuelvan a
entusiasmarse con esos malditos animales.
En aquel preciso instante oyeron gritar a los niños.
—¡Papá! ¡Mamá! ¡Bajad! ¡De prisa! ¡De prisa!
Bajaron en el ascensor de aire y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban
a la vista en ninguna parte.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de los niños. La pradera estaba vacía, y los leones
esperaban, mirándoles.
—¡Peter! ¡Wendy!
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy! ¡Peter!
George Hadley y su esposa empezaron a aporrear la puerta.
—¡Abrid inmediatamente! —gritó George Hadley, tirando con fuerza de la
manecilla—. ¿Qué locura es ésta? ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter afuera, contra la puerta.
—No dejes que maten la casa y el cuarto —estaba diciendo.

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Mr. y Mrs. George Hadley volvieron a aporrear la puerta.
—No hagáis el tonto, muchachos. Es la hora de marcharnos. Mr. McClean llegará
dentro de un momento y…
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones avanzando hacia ellos por tres lados, sobre la amarilla hierba de la
pradera, rugiendo sordamente.
Los leones.
Mr. Hadley miró a su esposa, y luego se volvieron los dos a mirar a los animales
que avanzaban lentamente, rugiendo, con las colas erizadas.
Mr. y Mrs. Hadley gritaron.
Y, repentinamente, comprendieron por qué habían creído reconocer aquellos otros
gritos.

—Bueno, ya estoy aquí —dijo David McClean, en el umbral de la puerta del


cuarto de los niños—. ¡Oh! ¡Hola! —Se quedó mirando a los dos niños sentados en el
centro de la amarilla pradera, merendando tranquilamente. Encima de ellos brillaba el
cálido sol. McClean empezó a sudar—. ¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la mirada y sonrieron.
—¡Oh! Vendrán aquí directamente.
—Bueno, tenemos que marcharnos.
A cierta distancia, Mr. McClean vio a los leones que clavaban sus garras en unas
presas invisibles y empezaban a comer en silencio bajo los sombreados árboles.
Mr. McClean se llevó una mano a la frente, haciendo pantalla sobre sus ojos.
Ahora, los leones habían terminado de comer. Se dirigían hacia la charca para
beber.
Una sombra parpadeó sobre el sudoroso rostro de Mr. McClean. Muchas sombras
parpadearon. Los buitres se estaban dejando caer del ardiente cielo.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.

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ERAN TRECE…
LAVINIA COLLINS

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L a cena había terminado. Una cena excelente. Los invitados habían comido y
bebido bien.
Gordon Hardy se reclinó en su asiento, con el brazo descansando en el respaldo
de la silla de su vecino. Era un hombre solitario, y apreciaba aquellas veladas con sus
buenos amigos, Stella y George Mayhew.
George ofreció cigarrillos, encendió el suyo y dejó que su mirada vagara por la
mesa, de uno a otro de sus diez huéspedes.
—Bueno, amigos, supongo que os preguntaréis qué celebramos esta noche… Es
el cumpleaños de mi hijo, Henry.
Hizo una pausa, mientras los reunidos murmuraban frases de felicitación.
—Feliz cumpleaños, Henry…
—¿Por qué diablos no nos lo advertiste?
Henry, con su delgado rostro ruborizado, aceptaba las enhorabuenas con evidente
turbación. Sus largos y delicados dedos repiqueteaban con nerviosismo en el cristal
de su vaso de vino.
Unas manos de artista, pensó Gordon. Y Henry era un artista. Sus cuadros habían
sido muy elogiados, y se habían vendido, aunque a un precio modesto. Pero era un
muchacho tranquilo, sin impaciencias ni ambiciones. Con esfuerzo podía haber hecho
rápidos progresos en el mundo del arte, pero a Gordon le recordaba su propia
juventud llena de ideas; de ideas que exigían demasiado esfuerzo para ser puestas en
práctica.
Los otros invitados continuaban con sus comentarios.
—¿Cómo se te ha ocurrido sentarnos trece a la mesa, George?
—¡Y en viernes y trece! Creí que eras supersticioso…
George acalló los comentarios levantando una mano.
—Me preguntaba si os daríais cuenta.
Sacudió la ceniza de su cigarrillo y se pasó la mano, nerviosamente (pensó
Gordon) por su cabeza calva.
—Como todos sabéis… o al menos la mayoría de vosotros —dijo—, nací y me
crie en el campo, lo mismo que mis antepasados. Mi hogar se encontraba en una
pequeña aldea del condado de Kent. ¿Supersticioso? Bueno, supongo que lo éramos;
pero no temíamos al pasar por debajo de una escalera ni otras tonterías semejantes.
No, era algo mucho más profundo… Hace cincuenta años, prácticamente todas las
aldeas tenían su Bruja. ¡Oh! Podéis reíros. —Las risas y las chanzas le
interrumpieron, pero continuó—: En 1963, resulta fácil reírse; pero en aquella época
las cosas eran muy distintas. —Se inclinó hacia adelante, con una expresión muy
seria—. La madre de mi padre era una bruja.
George hizo esta afirmación con tal convencimiento, que sus amigos no se
atrevieron a contradecirle.
Henry continuaba repiqueteando en su vaso.
—Sí, Henrietta Higgleton era una bruja, y exigía el respeto de toda la aldea.

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Incluso el vicario se mostraba prudente con ella. Era una mujer bajita, encorvada por
los años, y siempre, según recuerdo, iba vestida de negro. ¡Oh! No llevaba un
sombrero puntiagudo, ni tenía un mango de escoba, ni un gato negro, ni un caldero,
pero era una bruja. Recuerdo sus ojos como carbones encendidos. Su penetración,
que hacía imposible decirle una mentira. Mediante una rebanada de pan adivinaba el
sexo de los niños que iban a nacer, y por un trozo de carne devolvía a su esposa a un
marido descarriado. Y le gustaba divertirse con algún inesperado visitante. Le hacía
sentarse junto al fuego, y hervía alfileres en una marmita, y cuanto más de prisa
hervían, más se reía ella, y la víctima quedaba paralizada, incapaz de mover una
mano o un pie.
Se oyó una risita de incredulidad.
—Hipnotismo —gruñó uno de los comensales.
George le miró fríamente a los ojos, y la habitación pareció oscurecerse.
—Hipnotismo… espiritismo… mesmerismo… llámelo como quiera, pero ella era
una mujer inteligente.
El pábilo de una de las velas de los candelabros chisporroteó, y los ruidos
procedentes del mundo exterior quedaron apagados.
Gordon se dio cuenta de que el cuello de la camisa le apretaba demasiado. Henry
había dejado de repiquetear en el vaso. Los otros comensales parecían inquietos. Y
entonces, repentinamente, Gordon supo que estaban mirándole. Cerró los puños, y
mediante un gran esfuerzo resistió el imperioso deseo de volverse.

George continuaba hablando.


—En las noches de luna llena, se transformaba a sí misma en una liebre. Dicen
que era un hermoso animal, mucho mayor que cualquier gamo. Recuerdo haber visto
el agujero en la parte baja de la puerta de su casita, por donde entraba y salía cuando
estaba transformada.
Ninguno de los huéspedes se rio; George era demasiado sincero. Hablaba
plenamente convencido, y los que no le creían, al menos, estaban interesados.
—A medianoche salía de la casa: recorría los campos, cruzaba los riachuelos,
paseaba por los bosques, trazando un amplio círculo alrededor de la aldea, y
regresaba a casa. Ningún zorro se acercaba a ella, y ningún perro le daba caza, y ni
una sola alma de la aldea se hubiera atrevido a salir en una noche de luna llena.
Decían que la desgracia habría de recaer en cualquiera que se cruzara con ella. Hasta
que una noche, un cazador furtivo, desconocido en aquellos parajes, le disparó.
Disparó y la alcanzó, pero siguió corriendo, sin disminuir su velocidad. El
desconocido siguió el rastro de sangre, había luna llena y una claridad como de día, y
el rastro terminó… en el agujero de la puerta de la casita de mi abuela.
George hizo una pausa.
¿Era pura imaginación, pensó Gordon, o se había oscurecido realmente la luz de

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las otras velas? Contempló su vaso vacío. Hubiera dado cualquier cosa por un trago.
Pero en la estancia había una especie de hechizo, un hechizo paralizador, y Gordon se
sentía incapaz de romperlo.

George continuó:
—Al día siguiente, el cazador furtivo fue encontrado vagando por los campos.
Con grandes esfuerzos, el vicario consiguió arrancarle lo sucedido, palabra por
palabra, y entonces vieron confirmado lo que ya suponían. El desconocido se había
arrodillado junto al agujero de la puerta, en el preciso instante en que mi abuela se
estaba transformando. El cazador enloqueció, y no he vuelto a saber de él. Al día
siguiente fui a visitar a mi abuela… —George hizo una pausa teatral— y cojeaba
visiblemente. En aquella época, yo no creía las historias que se susurraban acerca de
ella. La quería mucho, y creo que ella me quería a mí. Le pregunté si se había
lastimado, y ella se levantó la falda y me enseñó su pantorrilla. La llevaba envuelta
con unos trapos manchados de sangre. La creí cuando me dijo que se había caído
sobre una horca. Pero la liebre no fue vista en los tres plenilunios siguientes.
Gordon se removió en su silla. La sensación de que estaban mirándole era cada
vez más intensa. Sus vecinos, Alice Teal y su marido, parecían muy inquietos. Un
tétrico silencio planeaba sobre la estancia cada vez que George dejaba de hablar.

La monótona voz de George continuó:


—Después de aquello, los aldeanos rehuyeron la casita de mi abuelo. Crearon el
vacío alrededor de mis padres, y los chiquillos se negaban a jugar conmigo. Nadie
quiso darle trabajo a mi padre, de modo que tuvimos que trasladarnos a la ciudad,
donde la brujería era tomada a risa. Mi padre trató de convencer a la anciana para que
nos acompañara, pero ella se negó obstinadamente, y le reprochó que se marchara.
Pero nosotros teníamos que comer.
»Aquel año, la desgracia se abatió sobre la aldea. Las heladas mataron los frutos
en flor, y la lluvia pudrió la cosecha de patatas. El maíz se negó a madurar. El día de
Acción de Gracias por las cosechas, la pequeña iglesia estaba atestada, pero todo el
mundo rezaba pidiendo la ayuda divina, y no en prueba de gratitud. Una comisión de
vecinos apeló al vicario, pero éste tenía las manos atadas, naturalmente. No podía
acusar abiertamente a mi abuela, ya que el hacerlo hubiera representado admitir que
creía en brujerías, pero reunió el valor suficiente para ir a visitarla. Nadie sabe lo que
sucedió en aquella entrevista, pero a partir de entonces no hubo más cosas raras en la
aldea.
George hizo otra pausa. Su cigarrillo se había consumido, y dejó la apagada
colilla en un cenicero. La luz de los candelabros cayó sobre su rostro mientras se
inclinaba hacia adelante, y por un breve instante sus ojos ardieron como carbones

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encendidos. Gordon contuvo el aliento. En aquel brevísimo instante, un segundo
rostro se había superpuesto a las facciones de George… La nariz ganchuda, la boca
de labios finos, y aquellos ojos, aquellos taladrantes ojos, no pertenecían al George
que él conocía. Y luego, aquel segundo rostro se desvaneció con la misma rapidez
que había aparecido.
—El día que precedió al de nuestro traslado, fui a despedirme de mi abuela. Yo
tenía entonces ocho años, y no he vuelto a verla. Siempre que preguntaba por ella,
mis padres desviaban la conversación, hasta que dejé de preguntar. Pero en las
afueras de la aldea, en un cruce de caminos, hay una pequeña elevación del terreno, e
incluso hoy, los aldeanos dicen que en las noches de luna llena hay una enorme liebre
sentada allí, una liebre que nunca ha podido ser capturada.
»Aquel día, cuando le di un beso de despedida, ella me entregó un regalo. Un
regalo muy raro, acerca del cual no dije nada a mis padres: un poco de polvo de color
grisáceo envuelto en un papel. “George —me dijo mi abuela—, te casarás con una
muchacha llamada Stella, y tendrás un solo hijo, un niño, al cual podrás mi nombre.
Será bueno, no como yo —y cloqueó alegremente—, e inteligente. Pero también será
tímido y retraído, y nada de lo que tú o su madre podáis hacer le cambiará. Pero yo le
ayudaré, Georgie. Le concederé el poder de quitar la vida con las dos manos, para
exigir respeto… y obtenerlo”.
George se interrumpió, y en la habitación la atmósfera se hizo agobiante. En
Gordon la sensación de que era vigilado siguió creciendo, y ya no podía moverse.
Estaba obligado a escuchar, y a contemplar la conturbada agonía en el rostro del
joven Henry.
Se oyó un sonido —débil al principio, pero cuyo volumen fue aumentando a
medida que George hablaba— como de agua hirviendo. En alguna parte de aquella
habitación había una marmita que hervía con un tintineo metálico.
—«Tu hijo alcanzará la mayoría de edad un viernes, el día decimotercero del mes.
Habrá luna llena, y os sentaréis trece a Ja mesa para celebrarlo. Cuando el reloj dé las
doce de la noche, pondrás este polvo en un vaso de agua y ordenarás a tu hijo que se
la beba. Un minuto después de las doce, tu hijo será un hombre y el mundo estará a
sus pies. Pero procura cumplir al pie de la letra mis instrucciones, porque la noche en
cuestión estaré presente. Este polvo es muy poderoso, y sólo obrará sus beneficiosos
efectos sobre tu hijo. Guárdalo con cuidado hasta que llegue el momento de utilizarlo,
porque si cayera en otras manos…».
Gordon estaba paralizado de terror. Ahora sabía quién estaba mirándole. Las
sienes le latían dolorosamente, y en sus oídos sonaba un zumbido extraño. Con un
terrible esfuerzo volvió lentamente la cabeza, y allí estaba… en un rincón. Sus
centelleantes ojos taladraron los de Gordon, su vestido negro destacaba claramente
contra la pared blanca, y en sus manos sostenía una espléndida liebre de color
grisáceo. La anciana sonrió, movió ligeramente la cabeza y desapareció.
Un grito de terror asomó a sus labios, pero nadie pareció oírlo. El tictac del reloj

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se hizo más y más fuerte, y Gordon contempló fascinado cómo las manecillas se
deslizaban inexorablemente hacia la medianoche. Un rayo de luna iluminó la
habitación al tiempo que las velas de los candelabros parpadeaban y se apagaban
definitivamente. George vació el contenido del papel en un vaso de agua.
El reloj dio las doce. En la estancia, la tensión era insoportable.
—Bébete esto, Henry.
El brebaje hervía y burbujeaba como el caldero de una bruja. George colocó el
vaso en la temblorosa mano de su hijo.
—Bebe.
Henry bebió un sorbo. El líquido se deslizó por su garganta como metal derretido.
Unas lágrimas asomaron a sus ojos. Dejó el vaso sobre la mesa y trató de
sobreponerse.
El vaso, iluminado por la luna, seguía hirviendo y burbujeando. Gordon no podía
apartar la mirada del ardiente líquido. Parecía Hipnotizarle, mofarse de él, desafiarle.
¿Desafiarle?
¿Desafiarle a que bebiera la pócima de la bruja? Mientras vacilaba, luchando
consigo mismo, apareció el vago perfil de una mano huesuda que empujó lentamente
el vaso hacia él. Gordon alargó la mano, agarró el vaso con fuerza y, sin más titubeo,
se bebió su contenido.
Inmediatamente se sintió profundamente tranquilo. La tensión abandonó su
cuerpo, y el conocimiento de que ella estaba allí, mirándole, dejó de preocuparle.
¡Vaya! —pensó—. La pócima es realmente eficaz.
Henry se recobró lentamente. Sacó su pañuelo, se secó los ojos y dijo en tono
furioso:
—¡Qué estúpidas tonterías son éstas!
En su voz había un nuevo acento, el acento de la autoridad.

Repentinamente, Gordon notó una gran ligereza en su cerebro, al tiempo que su


cuerpo parecía perder peso. Se sintió invadido por el pánico. Experimentaba
dificultades para permanecer sentado. Era un globo que se alzaba lentamente,
impulsado por una ligera brisa. Abrió la boca para gritar, pero de sus labios no salió
ningún sonido, a pesar de que silabeó las palabras. Las voces de sus compañeros
llegaban hasta él como a través de un túnel.
—Dinos, George, ¿qué le sucedería a la persona que tomara el brebaje en lugar de
Henry?
La voz de George llegó débil, pero perfectamente audible.
—Mi abuela no me lo dijo aquel día, pero me visitó una noche en sueños. Lo
recuerdo como si fuera ahora. «George —me dijo—, aunque tendrás mucho cuidado,
otra persona beberá el brebaje. Le libraré de todas sus preocupaciones, y nunca habrá
existido; nunca habrá nacido, su nombre y su recuerdo quedarán borrados, y nunca le

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habrás conocido».
Su voz se apagó, y en el silencio que se produjo a continuación un grito rasgó el
aire, un alarido pidiendo ayuda.
—¡George, George, por el amor de Dios, ayúdame! ¡Haz algo, haz algo!
El desesperado grito se apagó. Gordon contempló a los huéspedes como a través
de un telescopio vuelto del revés. Vio —¡oh, desde muy lejos!— que Henry levantaba
la mano reclamando silencio, oyó la nueva voz autoritaria.
—¡Silencio! ¿Habéis oído algo?
Nadie había oído nada.
—Qué raro… creí que alguien gritaba tu nombre, papá.
Gordon se echó a reír.
—No irás a decirme a continuación que conocimos a alguien llamado Gordon
Hardy.
Henry miró a su padre, con el ceño ligeramente fruncido.
—¿Qué nombre has dicho? ¿Hardy? ¿Gordon Hardy? No, no recuerdo ese
nombre. ¿Quién era?
—Era el cazador furtivo que disparó contra tu bisabuela aquella noche. El nombre
que me reveló en sueños, el hombre que debía beber de tu brebaje. Tonterías, desde
luego.
Contempló a sus invitados, y de sus labios escapó una divertida risita.
—A ver, contemos los que estamos aquí. Uno, dos, tres… diez, once y doce. El
número exacto.

Y ella esperaba con los brazos extendidos.

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Notas

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[1] Juego de dados muy popular en EE. UU. Especialmente entre los negros. (N. del

T.). <<

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[2] Nota. De la obra «The ilustrated man», Minotauro. Buenos Aires. <<

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