Varios Autores - Narraciones Terrorificas Vol 5
Varios Autores - Narraciones Terrorificas Vol 5
Varios Autores - Narraciones Terrorificas Vol 5
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AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 18.08.16
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Narraciones terroríficas ACERVO. Vol. 5
AA. VV., 1964
Selección: Ana Mª Perales
Escaneo: Walter Lombardi
Retoque de portada: Piolin
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NARRACIONES
TERRORÍFICAS
(QUINTA SELECCIÓN)
Selección de
JOSÉ A. LLORENS
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EL SEÑOR JUEZ
HARBOTTLE
SHERIDAN LE FANU
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CAPÍTULO PRIMERO
H ACE treinta años, un hombre de edad, de quien yo recibía cada semestre una
pequeña renta en concepto de alquiler de una de mis propiedades, vino a
verme el día en que terminaba el plazo. Era un personaje reservado, triste, distante,
que había conocido tiempos mejores y gozaba de una reputación inmejorable. No se
puede imaginar fuente más fidedigna para una historia de fantasmas.
La que me contó, con repugnancia, hay que reconocerlo, salió a relucir por el giro
que tomó nuestra conversación. En efecto, se sintió en la obligación de explicarme
(yo no lo hubiera notado) la razón de que se presentara el día del vencimiento, en
lugar de hacerlo una semana después, como tenía por costumbre; me dijo que había
decidido mudarse de casa y, por consiguiente, tenía que pagar el alquiler un poco
antes de lo debido.
Vivía en una oscura calle de Westminster, en una casa vieja, espaciosa, muy
caliente, ya que estaba artesonada de arriba abajo y mal ventilada por escasas
ventanas de diminutos cristales emplomados.
Como testimoniaban los carteles colocados en las ventanas, la casa se hallaba en
venta, o por alquilar, pero nadie parecía interesarse por ello.
Una matrona delgada y taciturna, vestida de seda de un negro color ala de mosca,
cuyos ojos grandes e inquietos miraban fijamente y parecían escrutar la cara del
visitante, para leer en ella lo que había visto en los pasillos y las habitaciones oscuras
por las que acababa de pasar, mantenía el cuidado de la casa, ayudada de una «criada
para todo». Mi pobre amigo se alojó en la casa inducido por el precio
extraordinariamente bajo. Era el único locatario y llevaba más de un año, sin haber
tenido jamás motivo de queja. Disponía de dos habitaciones: una sala y un dormitorio
al cual daba un pequeño gabinete en el que guardaba encerrados sus libros y sus
papeles.
Una noche, antes de acostarse, tuvo el cuidado de cerrar también, con llave, la
puerta del pasillo. Como no podía dormir estuvo un rato leyendo a la luz de una vela;
por fin, dejó el libro en la mesilla de noche. El reloj del rellano de la escalera acababa
de dar la una cuando, con un horror indescriptible, vio que la puerta del gabinete, que
creía cerrada, se abría furtivamente y entraba en la habitación, de puntillas, un
hombre delgado y moreno, como de cincuenta años. Su aspecto era siniestro, con su
vestido de luto, muy anticuado, como los que pueden verse en los cuadros de
Hogarth. Le seguía un hombre más viejo, más corpulento, cuya piel estaba marcada
por el escorbuto y cuyos rasgos, inexpresivos como los de un cadáver, llevaban
impresa la marca de la perversidad y la sensualidad.
Aquel anciano llevaba una bata de casa en seda floreada con bocamangas de
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encaje. Mi amigo notó que lucía un anillo de oro en la mano y en la cabeza un gorro
de terciopelo como los que usaban en la intimidad los caballeros de la época de las
pelucas.
En la mano, cubierta de encajes y adornada con la sortija, el siniestro anciano
llevaba un rollo de cuerda. Los dos personajes salidos del gabinete, que se hallaba a
la izquierda del cuarto, cerca de la ventana, atravesaron la habitación en diagonal,
hacia la puerta del pasillo, que estaba a la derecha, pasando junto a los pies de la
cama.
Ni siquiera intentó describirme las sensaciones que despertó en él la aparición, tan
próxima, de las dos siluetas. Se contentó con declarar que no se acostaría jamás en
aquella habitación, ni ninguna consideración en este mundo podría incitarle a entrar
solo en ella, aunque fuera en pleno día. Por la mañana encontró las dos puertas
cerradas con llave, tal como las había dejado antes de acostarse.
En respuesta a una pregunta mía me dijo que ninguno de los dos personajes
pareció darse cuenta de su presencia. No daban la impresión de deslizarse sobre el
suelo sino que andaban como cualquier otro mortal, aunque sin el menor ruido; sintió
la vibración del parquet cuando pasaron. Le vi tan impresionado que no me atreví a
preguntarle nada más.
No obstante, su descripción presentaba ciertas coincidencias tan singulares que
me incitaron a escribir a un amigo, mucho mayor, que vivía en un rincón apartado de
Inglaterra, y al que sabía en condiciones de darme la información que deseaba. En
muchas ocasiones mi amigo había llamado mi atención hacia aquella casa y contado,
brevemente, la extraña historia que ahora deseaba me contase con todo detalle.
Su respuesta me satisfizo; las páginas siguientes narran la historia en sustancia.
En su carta (me escribió) me pide usted detalles sobre los últimos años de vida del
juez Harbottle. Naturalmente se refiere usted a los extraños sucesos que, a partir de
entonces y durante mucho tiempo, han sido objeto de leyendas y especulaciones
metafísicas. Se da el caso de que yo estoy más al corriente de aquellos misteriosos
acontecimientos que cualquier otro mortal. La última vez que vi la vieja casa fue hace
treinta años, cuando hice una visita a Londres. He oído decir que, en ese lapso de
tiempo, los arquitectos y los demoledores han hecho maravillas en Westminster,
donde se hallaba la casa. Si pudiera saber con seguridad que la casa había sido
demolida no tendría inconveniente en dar el nombre de la calle. Como quiera que ese
detalle no le quita interés a la historia, y a fin de evitarme posibles molestias, prefiero
guardar silencio respecto a ese particular. Ignoro de qué época exacta data su
construcción. Algunos pretenden que fue edificada por un tal Roger Harbottle,
tratante en aves de corral, bajo el reinado de Jacobo I. Mi opinión cuenta poco, pero,
habiéndola visitado, aunque cuando ya se hallaba vacía y abandonada, puedo dar una
descripción de conjunto. Era de ladrillos rojo oscuro, la puerta y las ventanas estaban
encuadradas en piedra que amarilleaba por el tiempo. Quedaba un poco retraída, en
comparación con la fila de casas de la calle. Una escalinata orlada de una barandilla
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de hierro forjado daba acceso a la entrada, en la cual, bajo una serie de lámparas
rodeadas de banderolas y hojas retorcidas, había dos enormes «tearios», parecidos a
los gorros cónicos de las hadas, en los cuales, antiguamente, los lacayos colocaban
sus hachones cuando las sillas de mano y las carrozas dejaban a los amos en el
vestíbulo o al pie de la escalera, según los casos. El vestíbulo estaba artesonado hasta
el techo y tenía una gran chimenea. Dos o tres habitaciones majestuosas se abrían a
cada lado. Las ventanas eran altas, de cristales pequeños. Al fondo del vestíbulo se
hallaba la escalera. También había una escalera de servicio. La casa era grande y, a
causa de su tamaño, más oscura que nuestras construcciones modernas. Cuando la
visité llevaba mucho tiempo desocupada y además tenía reputación de ser mansión de
aparecidos. Enormes telas de araña colgaban del techo y de los rincones oscuros y un
espeso manto de polvo cubría los objetos. Las ventanas, cubiertas por el polvo y la
lluvia de cincuenta años, hacían más intensa la oscuridad del interior de la casa.
La primera vez la visité en compañía de mi padre, en 1808, durante mi infancia;
tenía doce años y mi imaginación era impresionable, como es natural a esa edad.
Lanzaba en todas direcciones miradas preñadas de un terror casi místico: me hallaba
en el lugar en que se desarrollaron los acontecimientos que tantas veces había oído
contar en casa, cerca de la chimenea, presa de un terror delicioso.
Cuando se casó, mi padre frisaba los sesenta años. De niño había visto al juez
Harbottle en la Audiencia, con toga y peluca, una docena de años antes de su muerte,
que sobrevino en 1748; su aspecto le produjo una impresión desagradable e intensa,
tanto en su imaginación como en sus nervios.
El juez tenía 67 años en aquella época. Su rostro era enorme, violáceo, la nariz
prominente y granujienta, la boca severa y brutal. Mi padre, que entonces era muy
joven, no había visto jamás una cara más espantosa: las arrugas de su frente
evidenciaban su potencia intelectual; la voz, fuerte y dura, prestaba la mayor eficacia
a su sarcasmo, que era su arma habitual en los Tribunales.
El viejo juez tenía reputación de ser el hombre más malo de Inglaterra. Incluso en
la Audiencia manifestaba su desdén por las conveniencias. Se decía que influía en la
marcha del proceso a pesar de los consejos, de las órdenes e incluso de la voluntad
del jurado, gracias a una mezcla de zalamerías, violencias y embustes que llegaban a
confundir y vencer cualquier voluntad por fuerte que fuera. Nunca había llegado a
comprometerse… era demasiado hábil para eso. Se le consideraba un juez peligroso y
sin escrúpulos, pero su reputación no le preocupaba; y los compañeros que escogía
para alegrar sus horas de descanso se preocupaban menos que él.
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CAPÍTULO II
MR. PETERS
Una tarde, durante la temporada de 1746, el viejo juez tomó su silla para dirigirse a la
Cámara de los Lores al objeto de conocer el resultado de una votación que le
interesaba. Contaba con volver a su casa por el mismo procedimiento, pero cuando
salió de la Cámara el aire era tan suave y el atardecer tan bello que cambió de
parecer; mandó a casa la silla vacía y él se fue andando, acompañado sólo por dos
criados portadores de hachones. El acceso de gota que sufría le hacía andar despacio;
por tanto, necesitó bastante tiempo para recorrer la corta distancia que le separaba de
su casa.
En una calle estrecha, bordeada de altos edificios y completamente silenciosa a
aquellas horas, alcanzó, a pesar de su lento paso, a un anciano de extraño aspecto.
Usaba un abrigo de color verde botella, con un capuchón y grandes botones de
piedra. Llevaba en la cabeza un sombrero plano de grandes alas, bajo el cual caía, en
cascada, una opulenta peluca blanca; tenía la espalda encorvada, se apoyaba con
fuerza en un bastón para sostener sus temblorosas rodillas y andaba tambaleándose
penosamente.
—Perdón, caballero —dijo con voz insegura, cuando el juez pasaba a su lado. Al
hablar le tocó ligeramente el brazo.
Viendo que su interlocutor iba vestido con ostentosa riqueza y que tenía modales
de caballero, el juez Harbottle se paró y le preguntó, con voz dura y perentoria:
—Dígame, caballero, ¿en qué puedo servirle?
—¿Tendría usted la bondad de indicarme la casa del juez Harbottle? Tengo que
comunicarle una información de gran importancia.
—¿Hablaría usted ante testigos? —preguntó el juez.
—De ningún modo. Debo hablar con él a solas —replicó el viejo con vivacidad.
—En tal caso, señor, aún tiene usted que dar unos pasos más, en mi compañía,
para llegar a su meta y obtener una entrevista privada. Yo soy el juez Harbottle.
El débil anciano de la peluca empolvada aceptó complacido la invitación. Unos
instantes después se encontraba en casa del juez, en un cuarto que recibía el nombre
de «el saloncito», cara a cara con el funcionario peligroso y astuto.
Tuvo que sentarse porque se sentía agotado, incapaz de pronunciar una palabra.
Luego, tuvo un acceso de tos; después, un sofoco. Y así pasaron dos o tres minutos,
que el juez aprovechó para quitarse la capa, que tiró en el brazo de un sillón, y su
sombrero, que lanzó a lo lejos.
El venerable anciano no tardó mucho en recuperar la voz. Los dos hombres
pasaron juntos un buen rato, con todas las puertas cerradas.
Algunos invitados esperaban en el salón; se oían risas masculinas en el piso
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superior y se percibía claramente la voz de una mujer que cantaba acompañándose de
un clavicordio. En efecto, el juez Harbottle había preparado para aquella noche una
de sus dudosas fiestas, que harían erizársele los pelos en la cabeza a los hombres de
bien.
El viejo de la peluca empolvada debía estar en posesión de informaciones muy
importantes para el juez, ya que éste no se hubiera resignado de buen grado a perder
diez minutos en semejantes circunstancias.
El criado que acompañó al visitante hasta la puerta observó que la cara violácea
del juez se había vuelto amarillenta y que lo mismo les pasaba incluso a las verrugas.
Por la agitación con que su amo despidió al visitante, el criado dedujo que la
conversación había versado sobre algo muy serio y que el juez estaba asustado.
En lugar de precipitarse hacia su escandalosa orgía, sus profanos invitados y su
inmensa copa de porcelana llena de ponche —copa que, en otro tiempo, había
utilizado un obispo de Londres, persona de gran bondad, para bautizar al propio
abuelo del juez—, en lugar, digo, de subir con la mayor rapidez posible los escalones
que le separaban del antro de sus placeres, fue hacia la ventana y siguió con los ojos
los movimientos del viejo que descendía la escalinata paso a paso, apoyándose en la
barandilla de hierro.
Apenas se había cerrado la puerta del vestíbulo cuando el juez se puso a gritar una
sucesión de órdenes rápidas, acompañadas de juramentos a los cuáles son tan
aficionados los viejos generales de nuestra época, en sus momentos de excitación. Al
mismo tiempo, daba patadas en el suelo y agitaba los puños en el aire para estimular a
la servidumbre. Ordenó a un lacayo que alcanzara al viejo para ofrecerle su
protección y que no volviera a su presencia sin conocer el lugar exacto en que vivía,
su identidad y todo lo concerniente a él.
—¡Si no me llevas bien este asunto, esta misma noche te despojo de la librea!
El criado salió, con un pesado bastón bajo el brazo, bajó la escalera y miró a
derecha e izquierda para buscar la silueta del viejo, tan fácil de reconocer.
Más tarde contaré sus aventuras.
En el curso de la audiencia que su huésped le había concedido, en la habitación
del majestuoso artesonado, el viejo contó al juez una historia extraordinaria. Tal vez
no fuera más que un conspirador, tal vez estuviera loco o tal vez había dicho
solamente la verdad.
Cuando se halló a solas con el juez Harbottle, el anciano caballero del abrigo
verde botella dio señales de agitación.
—Puede que no sepa, su señoría —comenzó diciendo—, que en la cárcel de
Shrewsbury hay un prisionero acusado de falsificar una letra de cambio de ciento
veinte libras; ese prisionero se llama Lewis Pyneweck y tiene una abacería en dicha
ciudad.
—¿Sí? —dijo el juez, que no ignoraba nada.
—Sí —aseguró el viejo.
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—¡Entonces no me hable de ello, por los diablos! ¡Si no, le arrestaré! ¡Soy yo el
que tiene que juzgar ese caso! —replicó el juez, con voz temible.
—No tengo intención de hablar de él ni de su caso. Por otra parte, no sé mucho
del asunto, ni me preocupa. Pero han llegado a mi conocimiento ciertos hechos
dignos de que su señoría los tenga en consideración.
—¿De qué se trata? —se informó el juez—. Estoy muy ocupado, señor, y le
suplico que se dé prisa.
—He sabido que se está formando un tribunal secreto y que ese tribunal tiene por
objeto estudiar la conducta de los jueces; la de su señoría, en primer lugar. Sé trata de
un horrible complot.
—¿Quiénes son los miembros?
—Todavía no puedo citar ni un solo nombre. Sólo conozco los hechos. Y son
ciertos. De eso no cabe duda.
—Le citaré ante el Consejo Privado.
—Es mi más caro deseo; pero cuando transcurran algunos días.
—¿Y por qué?
—Como ya he dicho a su señoría, todavía no estoy en posesión de un solo
nombre; no obstante, cuento con conseguir de aquí a dos o tres días, una lista de los
personajes más comprometidos, así como ciertos papeles que hacen referencia a ese
complot.
—¿Y sólo necesitará dos o tres días?
—Aproximadamente.
—¿Es un complot liberal?
—Algo así, según creo.
—Bien, entonces es una conspiración política. Yo no he juzgado a ningún
prisionero de Estado y no creo que llegue a hacerlo nunca. ¿En qué puede
concernirme ese complot?
—Por lo que he podido averiguar, esos individuos desean también tomar una
revancha sobre algunos jueces.
—¿Cómo llaman a su complot?
—Alto Tribunal de Apelación.
—¿Quién es usted? ¿Cómo se llama?
—Hugh Peters.
—Un apellido conservador, ¿no es eso?
—En efecto.
—¿Dónde vive usted, Mr. Peters?
—En Thames Street; en la fonda «Tres Reyes».
—¿«Tres Reyes»? ¡Puede que incluso uno solo sea demasiado para usted, Mr.
Peters! ¿Cómo es posible que un hombre conservador, como usted pretende ser, esté
al tanto de una conspiración liberal? Respóndame.
—Una persona por la que me intereso se ha dejado convencer para mezclarse con
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los conspiradores; espantado por la imprevista perversidad de sus planes, ha resuelto
informar a la Corona.
—¡Sabia resolución, señor! ¿Y quién es esa persona? ¿Quiénes son los otros? ¿Lo
sabe?
—Sólo conoce a dos. Pero debe serles oficialmente presentado dentro de unos
días. Entonces él tendrá la lista completa de nombres y los detalles más importantes
sobre sus proyectos, sus juramentos, y las horas y lugares de sus reuniones. Él desea
informarnos antes de que se sospeche su traición. ¿A quién cree su señoría que debe
dirigirse cuando posea la información?
—Al Fiscal General del Rey en persona. Pero decía usted que el complot me
concernía a mí en particular. ¿Por qué? Y ese prisionero, Lewis Pyneweck, ¿participa
en la conspiración?
—No sé nada; pero se dice, no sé por qué oscura razón, que su señoría haría muy
bien en no instruir ese proceso.
En caso contrarío se teme que su existencia esté en peligro.
—A mi juicio, Mr. Peters, todo el asunto hiede a crimen y traición. El fiscal del
Rey sabrá deshacerlo. ¿Cuándo volveré a verle?
—Si me da su permiso, mañana, bien antes, bien después de la sesión del
Tribunal. Me gustaría contar a su señoría lo que haya pasado.
—No falte usted, Mr. Peters, a las nueve de la mañana. ¡Y trate de no engañarme!
—Nada tiene que temer de mí su señoría. Si no hubiera querido servirle y
satisfacer a mi propia conciencia, ¿qué necesidad tenía de venir a verle?
—Prefiero creerle, Mr. Peters. Quiero creerle.
Después de eso se separaron.
O se ha maquillado la cara o está minado por una enfermedad, pensó el juez.
La luz había iluminado violentamente los rasgos del viejo en el momento en que,
después de una profunda inclinación, se disponía a salir de la sala, y el juez observó
que tenía la piel anormalmente descolorida.
—¡Que el diablo se lo lleve! —exclamó, groseramente, mientras empezaba a
subir la escalera—. Me ha echado a perder la cena.
Pero si la cena se había echado a perder, el juez fue el único en notarlo; por lo
menos sus invitados no se quejaron en absoluto.
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CAPÍTULO III
LEWIS PYNEWECK
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hombre cuyos delgados labios se entreabrían siempre en una sonrisa desagradable.
¿No tenía aquel hombre una cuenta pendiente con el juez Harbottle? ¿No había
dado pruebas, recientemente, de agitación? ¿Y no se llamaba Lewis Pyneweck, el que
en otros tiempos era abacero de Shrewsbury, detenido en una cárcel de aquella
ciudad?
Guárdese el lector de considerar al juez Harbottle como un buen cristiano. Los
remordimientos no le atormentaban jamás. Eso es indudable. Unos cinco o seis años
antes, él había ofendido gravemente al abacero, a aquel ganapán, si así preferís
llamarle. Por eso, sólo la posibilidad de un escándalo pesaba en el espíritu del juez.
Como hombre de leyes, no ignoraba que para arrancar a un hombre de su tienda y
arrastrarle hasta el banquillo de los acusados había que estar casi convencido de su
culpabilidad.
La debilidad de carácter que demostraban otros jueces, como su sabio colega
Withershins, les hacía de todo punto incapaces de sanear la ciudad y hacer temblar a
los criminales. Harbottle sabía llevar, el terror al alma de los perversos y convertir la
sangre de los culpables en lluvia para refrescar el mundo y preservar a los inocentes:
se guiaba por el antiguo refrán que le gustaba repetir con frecuencia:
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de tu marido —dijo el juez.
—¡Dios me bendiga! ¡Y yo creo que tú estás celoso de él! —replicó la mujer
echándose a reír—. Pero no. Él se ha portado siempre muy mal conmigo, acabé con
él desde hace mucho tiempo.
—¡Y él acabó contigo, por el diablo! Después de quitarte toda tu fortuna y tus
cucharas de plata y tus pendientes, te echó de su casa. Más tarde, cuando descubrió
que estabas cómodamente instalada y en buena situación, te hubiera vuelto a admitir,
con tus guineas y tu plata y tus alhajas. Luego te hubiera dejado una buena docena de
años para que pudieras volverle a amasar otro botín. No le deseas nada bueno, por
supuesto. Si dices lo contrario, mientes.
Coqueta, ella se echó a reír.
—Me pide dinero para contratar los servicios de un buen abogado —dijo,
paseando la mirada por los cuadros que adornaban el despacho, para concentrarla de
nuevo en el espejo; el peligro a que su esposo estaba expuesto no parecía preocuparle
demasiado.
—¡Que el diablo se los lleve, a él y a su insolencia! —gritó el viejo juez,
apoyándose en el respaldo de su butaca, con los labios apretados y los ojos a punto de
salírsele de las órbitas, como hacía en la Audiencia, en los momentos de frenesí—.
¡Si deseas escribirle haz lo que quieras, pero será la última carta que escribas desde
mi casa! ¡No estoy dispuesto a dejarme importunar! ¡Y no hagas mohínes! Es inútil
llorar. ¡Tú te ríes de tu marido, pero has entrado aquí con intención de tener una
querella! ¡Eres un pájaro precursor de la tormenta! ¡Fuera de aquí, bribona, fuera de
aquí! —apremió, dando patadas en el suelo, ya que acababa de oírse una llamada en
la puerta de la calle y la inmediata desaparición de la mujer era indispensable.
Inútil decir que el venerable Hugh Peters no volvió a aparecer nunca. El juez no
habló de él con nadie, pero, detalle curioso, dado el desprecio que afectaba por la
burda farsa que él desbarató desde un principio, su visitante de la peluca blanca y la
conversación que sostuvieron en el saloncito oscuro acudían a su mente con bastante
frecuencia.
Su ojo perspicaz le sugirió que, con el concurso de unos cuantos postizos como
los que se ven todos los días en el teatro, los rasgos del falso anciano, de cuya
endeblez dio buena cuenta el robusto criado, se parecían a los de Pyneweck.
El juez Harbottle encargó a su secretario que pidiera una audiencia al fiscal y le
informara de que había en la ciudad una persona de un parecido excepcional con un
detenido de Shrewsbury llamado Lewis Pyneweck; le suplicaba a dicho funcionario
que preguntara por el primer correo, si era posible que un impostor estuviera en la
prisión haciéndose pasar por Pyneweck, o si este último había logrado escapar de la
cárcel.
Pero el prisionero estaba allí y no había duda alguna sobre su identidad.
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CAPÍTULO IV
INTERRUPCION EN EL TRIBUNAL
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«Fueron condenados a pena capital, el 7 de este mes y ejecutados según la ley,
el 13 del corriente.
»Thomas Primer, alias Duck… robo a mano armada.
»Flora Guy… robo por valor de 11 chelines 6 peniques.
»Arthur Pounden… violencia.
»Matilde Rummery… sedición.
»Lewis Pyneweck… falsificación letra de cambio».
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enmudeció. En lugar de dirigirse al jurado, la mirada del elocuente funcionario se fijó
en un personaje que acababa de descubrir en la sala.
Entre la muchedumbre de seres que, de pie, apoyados contra la pared, asisten a las
sesiones del tribunal, había una persona cuya estatura le hacía sobresalir del resto de
los presentes: un hombre delgado, macilento, de piel cetrina, vestido de negro, que
acababa de dar una carta al ujier, sin que el juez se hubiera apercibido.
Estupefacto, Mr. Harbottle reconoció la cara de Lewis Pyneweck: sus delgados
labios se entreabrían con su sempiterna sonrisa. No parecía darse cuenta de haber
llamado la atención de un personaje tan importante y distinguido como el juez. En
efecto, con la barbilla levantada, se arreglaba con la mano el lazo de su plastrón,
moviendo lentamente la cabeza a un lado y a otro. Al torcer el cuello, Mr. Harbottle
pudo distinguir en él una raya violácea que indicaba, según pensó, el lugar en que la
cuerda había apretado.
Como otros muchos, el hombre había apoyado un pie en el primer escalón del
estrado, a fin de ver mejor al Tribunal. De pronto descendió y se perdió entre la
muchedumbre.
Su Señoría agitó enérgicamente la mano, en la dirección en que desapareció. Se
volvió hacia el ujier, abrió la boca pero no pudo emitir más que un infame gemido.
Por fin, se aclaró la garganta y ordenó al asombrado oficial que arrestase al hombre
que había interrumpido la audiencia.
—¡Ha desaparecido por allí! ¡Tráigamelo antes de diez minutos o haré que le
destituyan! ¡Y envíeme al oficial de policía! —rugió, asaeteando con la mirada al
funcionario, delante de la concurrencia.
Abogados, fiscales y espectadores se volvieron en la dirección que el juez
Harbottle indicaba con su vieja mano, nudosa. Compararon luego sus recíprocas
observaciones y, no habiendo advertido nada de particular, empezaron a preguntarse
si el juez se habría vuelto loco.
La encuesta fue infructuosa. Su Señoría concluyó su requisitoria mucho más
débilmente y, cuando el jurado se retiró, paseó la mirada distraída por la sala. Se
hubiera dicho que la suerte del acusado le dejaba indiferente.
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CAPÍTULO V
CALEB SEARCHER
Al Honorable
Lord de Justicia.
Elijah Harbottle
Uno de los jueces de Su Majestad
En el Honorable Tribunal de los Comunes.
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»Firmado por:
»CALEB SEARCHER,
»Abogado de la Corona en el Reino de la Vida y la Muerte».
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El día nueve llegó muy pronto. Mr. Harbottle se sintió feliz: sabía que no pasaría
nada. Aquel asunto le tenía aún preocupado pero al día siguiente ya no habría motivo
de alarma.
(En cuanto al papel que he mencionado, nadie lo vio, ni en vida suya, ni después
de muerto. Él habló al doctor Hedstone y en su despacho se encontró una «copia»
escrita de su propia mano. El original permaneció oculto. ¿Fue en realidad aquella
copia fruto de una enfermedad mental? Esa es mi opinión).
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CAPÍTULO VI
¡PRESO!
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había echado en un arranque de celos, y acusado después del robo de una cuchara.
Aquel hombre había muerto de la fiebre de las prisiones.
Absolutamente desconcertado, el juez retrocedió. A un gesto mudo de sus
armados compañeros, la carroza arrancó de nuevo y siguió su camino hacia lo
desconocido.
A pesar de su gota y su gordura, el aterrorizado viejo pensó oponer resistencia,
pero sus músculos habían perdido elasticidad, aquella llanura estaba desierta, los
lacayos eran desconocidos, en el caso de que se hubiera equivocado al reconocer a
uno de ellos, y obedecerían a sus agresores. No hallaría ningún socorro; por el
momento, era mejor someterse a los desconocidos.
El coche aminoró la marcha, permitiendo que el prisionero se apercibiera del
siniestro espectáculo.
Al borde del camino se levantaba una horca gigantesca de la que pendían por lo
menos treinta cadáveres o más bien esqueletos, ya que la mayor parte de ellos estaban
desprovistos de su envoltura carnal. Se balanceaban ligeramente al final de sus
cadenas. Una escalera llevaba a lo alto del entarimado y todo el suelo estaba tapizado
de huesos.
Encaramado en el travesaño del madero que se hallaba frente al camino y que
formaba con los otros dos el triángulo de muerte, un verdugo, en todo semejante a la
imagen que nos da el célebre grabado titulado «El aprendiz perezoso», pero mucho
más corpulento, fumaba en pipa, con negligencia, apoyado en la madera. Para
distraerse, cogía huesos de un montón que se hallaba cerca y los tiraba contra los
esqueletos, arrancando aquí una costilla o dos, allá media pierna o una mano. Hacía
falta una vista muy aguda para distinguir su figura tétrica del tétrico panorama. Como
bajaba constantemente la cabeza, para contemplar todo el conjunto de la horca, su
nariz, sus labios, su barbilla, toda la parte baja de la cara, le pendía, fláccida, de una
manera a la vez grotesca y monstruosa.
Al ver la carroza, el personaje se quitó la pipa de la boca, se levantó, hizo dos o
tres cabriolas sobre el poste y agitó en el aire una cuerda nueva; al mismo tiempo,
gritaba con voz aguda y lejana, parecida al graznido de un cuervo que planea sobre su
presa: «¡Una cuerda para el juez Harbottle!».
La carroza aumentó de nuevo su velocidad.
¡Aquella horca era mucho mayor de lo que el juez hubiera podido imaginar!
Creyó haberse vuelto loco. ¡Y el criado muerto! Sacudió la cabeza y abrió los ojos
desesperadamente. ¿Estaría soñando? En ese caso no lograba despertar.
Amenazar a aquellos bandidos no serviría de nada y podía ser peligroso.
Por tanto permaneció sumiso, manteniendo la esperanza de librarse de ellos.
Cuando lo consiguiera removería cielo y tierra hasta atraparlos.
De pronto, se hallaron ante un gran edificio blanco y pasaron bajo la puerta de
una cochera.
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CAPÍTULO VII
EL JUEZ TWOFOLD
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repentinamente como había comenzado.
Se leyó el acta de acusación. ¡Y Mr. Harbottle alegó! Alegó «Inocente». Se
constituyó un jurado y comenzó el proceso. El acusado estaba aturdido; todo aquello
no podía ser cierto. Creyó que se había vuelto loco, o que estaba a punto de volverse.
Había un detalle que no podía dejar de llamarle la atención a pesar de su
aturdimiento: aquel juez Twofold, que no le ahorraba sarcasmos ni insinuaciones
maliciosas y que convertía su voz en verdaderos rugidos, era una efigie de sí mismo,
agrandada desmesuradamente… Una enorme reproducción del Juez Harbottle, que
tenía el tinte violáceo, la ferocidad de la mirada y los mismos rasgos, aunque muy
acentuados.
El acusado tuvo a bien discutir, presentar este o el otro hecho en su defensa; pero
nada retardó la marcha de su proceso hacia una catástrofe final.
El acusado parecía consciente de su poder sobre los jurados y sintió un vicioso
placer en hacerles señas con los ojos y la cabeza, procurando dar la sensación de estar
en connivencia con ellos. La parte de la sala donde se sentaba el jurado estaba mal
iluminada, el acusado no veía a sus componentes, sólo eran sombras sentadas una al
lado de otra, destacando el brillante blanco de sus ojos en la oscuridad. Cada vez que
el juez Twofold, en el transcurso de su requisitoria, que consistió simplemente en
unas cuantas frases despectivas, meneaba la cabeza, sonreía o decía algún sarcasmo,
el acusado veía que la línea blanca de ojos se inclinaba al unísono en la sombra,
dando a entender que opinaba y aprobaba la conducta del juez.
Una vez terminada la requisitoria, el enorme Twofold volvió a su asiento,
resoplando, y devoró al acusado con la mirada; los ojos de la asistencia se fijaron
también en él, con un odio intenso. De los bancos del jurado, que estaban deliberando
en voz baja, se elevaba, en el silencio, una especie de zumbido. Por último, después
de la pregunta ritual: «¿Cuál es su respuesta, señores del jurado, culpable o
inocente?». Una voz melancólica dejó oír una sola palabra: «Culpable».
Al acusado le pareció que la sala se oscurecía gradualmente; muy pronto no pudo
distinguir los ojos fijos en él desde cada banco, cada esquina, cada galería. Decidió
que tenía que formular muchas objeciones de peso contra la sentencia de muerte que
iba a pronunciarse, pero el juez las soslayó con un gesto despectivo, como se
ahuyenta una nubecilla de humo, y fijó la fecha de la ejecución para el día diez del
siguiente mes.
Mr. Harbottle se hallaba aún bajo el aturdidor golpe de aquella farsa siniestra,
cuando, para obedecer a la orden de: «Llévense al condenado», le hicieron salir a la
fuerza de la sala. Todas las luces parecían apagadas, sólo algunos débiles braseros,
aquí y allá, daban un resplandor rojizo a las paredes de los pasillos que atravesaban.
Aquellos muros eran de sólida piedra, toscamente labrada.
Penetró en una forja donde dos hombres de torso desnudo exhibían sus músculos
de toro, sus poderosas espaldas y unos brazos de titanes. Estaban martilleando, con
ruido de trueno, sobre unas cadenas calentadas al rojo.
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Cuando entró, los dos hombres se apoyaron un momento en los mangos de sus
útiles y fijaron en el prisionero sus ojos feroces; después, el mayor de ellos dijo a su
compañero: «Preparemos los hierros de Elijah Harbottle». Y levantó con sus tenazas
el metal que crepitaba en el horno.
—Aquí pondremos un candado —añadió, agarrando la pierna del juez que
mantuvo asida como en un torno, para cerrar en su tobillo el extremo frío de la
cadena. ¡Pero aquí hay que soldar!
El cerco de metal que debía formar el aro destinado a la otra pierna yacía, aún
rojo, en el suelo de piedra; de él saltaban chispitas brillantes.
El segundo herrero aprisionó entre sus enormes manos la pierna del viejo juez y
le apretó inexorablemente el pie contra el suelo mientras su jefe, empleando con
maestría las tenazas y el martillo, aplicaba sobre ella el metal caliente. El juez
Harbottle lanzó un grito capaz de helar de terror a las propias piedras y de hacer
estremecerse a las cadenas colgadas del muro.
Sótanos, cadenas, forja y herreros se desvanecieron en un instante, pero el dolor
persistió.
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CAPÍTULO VIII
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muerte así!
El juez envió una parte de la servidumbre a Buxton para que le prepararan un
alojamiento confortable. Pensaba dirigirse a dicha localidad un día o dos después.
Aquel día era el noveno del mes. Pasados dos más se reiría, sin duda alguna, de
sus pesadillas y sus presentimientos.
Unas horas más tarde, precedido de su lacayo, el doctor Hedstone llamó a la
puerta del juez y se dirigió al saloncito. Era una tarde de marzo; el sol se estaba
poniendo, el viento silbaba en las chimeneas. Un fuego de leña chisporroteaba
alegremente en el hogar y el juez Harbottle, envuelto en su hopalanda escarlata,
tocado con una peluca de las que se denominan de brigadier, parecía el centro de una
fogata en el escenario de la habitación en penumbra.
Tenía un pie apoyado en un taburete. Sus enormes rasgos púrpura, expuestos al
calor del fuego, parecían dilatarse e irse a desplomar entre las llamas. Presa de nuevo
de sus presentimientos melancólicos, abrigaba tristes proyectos como, por ejemplo, el
de abandonar el Foro.
Pero el médico, que era un enérgico discípulo de Esculapio, se negó a escuchar
tales tonterías, declaró que la gota le enturbiaba las ideas y le impedía opinar
serenamente sobre cualquier tema y, de una forma especial, sobre su propio estado.
Le aconsejó que no se abandonara a sus tristes reflexiones y que se tomara un
descanso de quince días.
Mientras tanto debía mostrarse extremadamente prudente. Todo su organismo
estaba aún envenenado por la gota. Debía evitar otra crisis antes de que las aguas de
Buxton ejercieran en él su saludable efecto.
Tal vez el doctor no veía al juez en tan buen estado de salud como aseguraba, ya
que le dijo que necesitaba mucho reposo y le aconsejó que se acostara cuanto antes.
Mr. Gerningham, su criado, ayudó al juez a desvestirse y le dio su medicina. Su
amo le ordenó que permaneciera en la cámara hasta que se hubiera dormido.
Aquella noche, tres personas fueron testigos de cosas muy extrañas.
Para poder descansar un poco, el ama de llaves había autorizado a su hija a vagar
a su guisa por los salones de la casa, admirando los cuadros y las porcelanas, con la
condición de que no tocase nada. Cuando los últimos rayos del sol poniente se
extinguieron y el ciclo se ensombreció y los colores de las estatuillas expuestas en las
vitrinas se desvanecieron, la niña decidió volver a las habitaciones de su madre.
Al llegar, le describió las porcelanas y los cuadros, y se extasió ante las dos
magníficas pelucas que había visto en el tocador del juez, que se hallaba al lado de la
biblioteca. Luego, le narró una extraña aventura.
Las costumbres de aquella época exigían que se guardase en el vestíbulo la silla
de manos, claveteada de oro, tapizada de cuero repujado y orlada de cintas de seda
roja, que el dueño de la casa usaba en algunas ocasiones. Mientras permanecía
guardada, se cerraban cuidadosamente las puertas, se levantaban los cristales de las
ventanillas y se bajaban las cortinas. Pero aquellos artefactos pasados de moda no
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quedaban tan herméticamente cerrados como para impedir que una niña de siete años
echara una ojeada por las rendijas y contemplara su interior.
El último rayo del sol poniente, entrando por la ventana de la habitación vecina,
se posó sobre la silla; su tenue luz rojiza hizo transparente la cortinilla escarlata.
La niña se sobresaltó: un hombre delgado, vestido de negro, sentado en la silla,
proyectó su sombra. Tenía el rostro cetrino, los rasgos prominentes, la nariz le
pareció un poco torcida; los ojos, oscuros, miraban fijamente hacia delante; tenía las
manos apoyadas en las piernas y se movía menos que las figuras de cera que ella
había visto en la feria de Southwark.
Se les hacen siempre tantos reproches a los chiquillos preguntones, se les
sermonea tanto sobre la virtud del silencio y la superior sabiduría de los mayores, que
ellos acaban por aceptar como buenas todas, o casi todas, las acciones de las personas
mayores. La niña no pensó siquiera en lo extraña que resultaba la presencia de aquel
hombre moreno en la silla.
Sólo cuando se lo contó a su madre y vio que ésta, una persona mayor, se
aterrorizaba y le preguntaba muchos detalles sobre el caso, la niña empezó a darse
cuenta del carácter insólito de la aparición.
Mrs. Carwell descolgó la llave de la silla, que pendía de un clavo, en una alacena
reservada para el servicio y se dirigió al vestíbulo, llevando a la niña de una mano y
en la otra una vela encendida. Al llegar a prudente distancia de la silla se paró y le
entregó la vela a la niña.
—Mira otra vez, Margery —murmuró—, y dime si ves algo. Acerca la vela a la
ventanilla para iluminar el interior.
La niña hizo lo que se le decía, con aire solemne, y aseguró que el hombre se
había ido.
—Mira bien —ordenó su madre.
Cuando la niña volvió a asegurar que no había nadie, Mrs. Carwell, pálida, con
sus cabellos sin empolvar bajo la cofia de encajes, anudada con una cinta cereza,
abrió la puerta, se inclinó y vio que la banqueta estaba vacía.
—Te equivocaste, ya lo estás viendo.
—¡Allí, allí! ¡Míralo! ¡Se ha ido por allí! —gritó la niña.
—¿Por dónde? —preguntó la madre, retrocediendo un paso.
—Por aquel cuarto.
—Vamos, vamos, niña, no son más que sombras —le reprendió Mrs. Carwell para
disimular su miedo—. He movido la vela.
Pero cogió uno de los barrotes de la silla, que estaban apoyados en un rincón del
vestíbulo y golpeó furiosamente la pared, ya que temía ir sola a la habitación que
señaló la niña.
La cocinera y dos ayudantas de cocina acudieron corriendo, sin saber qué pensar
de aquella extraña llamada.
Registraron la habitación; estaba vacía y nada testimoniaba el paso de una
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persona.
Tal vez el lector piense que este incidente influyera en el estado de ánimo de Mrs.
Carwell, cosa que explicaría la extraña ilusión de que ella misma se creyó víctima dos
horas más tarde.
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CAPÍTULO IX
El ama de llaves subía lentamente la escalera, llevando una bandeja de plata, con un
bol de porcelana que contenía una tisana para el juez.
La escalera tenía una maciza barandilla de roble. Mrs. Carwell levantó la vista al
azar y vio a un individuo extraño y desmadejado, que se apoyaba negligentemente en
la barandilla, sosteniendo una pipa entre el índice y el pulgar. Estaba mirando hacia
abajo, y su nariz, sus labios, su barbilla, toda la parte inferior de su cara parecían
desmesuradamente alargados. En la otra mano tenía un rollo de cuerda, uno de cuyos
extremos se escapaba bajo su codo y pendía en el hueco de la escalera.
Mrs. Carwell, que no sospechaba aún sobre la presencia del extraño personaje,
creyó que era uno de los criados ocupados en embalar los efectos del juez y le llamó
para preguntarle qué estaba haciendo allí.
En lugar de contestarle, él se volvió, atravesó el descansillo con el mismo paso
mesurado del ama de llaves y penetró en una habitación a la que ésta le siguió. La
habitación no tenía ni alfombra ni muebles. Un baúl vacío campeaba en medio de la
estancia, cerca de un rollo de cuerda. Pero el hombre no estaba allí.
Mrs. Carwell sintió un miedo atroz y concluyó que la niña había visto el mismo
fantasma. Cuando se recuperó del pánico notó que un ligero alivio la invadía, ya que
la cara, los vestidos y la silueta que la niña describiera se parecían terriblemente a
Lewis Pyneweck, mientras que el extraño personaje de la escalera era completamente
distinto.
Aterrorizada, presa de delirios y de histeria, Mrs. Carwell se precipitó en su
cuarto, sin atreverse a mirar hacia atrás. Allí reunió alguna compañía en torno a ella,
lloró, derramando abundantes lágrimas, discutió, tomó más de un cordial, habló y
volvió a llorar, hasta que dieron las diez y decidieron acostarse.
Una criada se quedó, después de que los demás criados, que, como ya hemos
dicho, eran poco numerosos aquella noche, se fueron. Era una joven intrépida,
trigueña, de frente estrecha y cara abotargada, que no creía en fantasmas y
consideraba la crisis nerviosa del ama de llaves con profundo desprecio.
La vieja mansión se hallaba sumida en el silencio. Acababan de sonar las
campanadas de la medianoche. No se oía más que el gemido ahogado del viento que
silbaba en tejados y chimeneas o rugía, en ráfagas, por las estrechas callejas.
En las espaciosas soledades de la casa reinaba una oscuridad total y la joven
ayudanta de cocina que no creía en fantasmas era la única persona que no se hallaba
en su cama. Para entretenerse empezó a cantar, luego se paró a escuchar y por último
reemprendió su trabajo. Estaba destinada a vivir una aventura más horrible que la del
ama de llaves.
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En la casa había una despensa. De pronto, la joven creyó oír unos ruidos sordos
que parecían venir de las entrañas de la tierra y estremecer el suelo bajo sus pies. Se
dirigió a la despensa apresuradamente y se quedó estupefacta al verla iluminada por
un resplandor rojizo, como si hubieran encendido allí un fuego de carbón.
Una espesa humareda la envolvía.
A través de aquella bruma, distinguió una monstruosa silueta que, inclinada sobre
un horno, martilleaba con mano poderosa los eslabones de una cadena.
A pesar de la fuerza con que, al parecer, asestaba los golpes, sonaban débilmente,
como si se produjeran muy lejos. El herrero se paró y señaló algo en el suelo; con la
vista medio cegada por el humo, ella creyó distinguir un cadáver. No pudo ver más.
Los criados, que se despertaron sobresaltados al oír un grito de espanto, la
encontraron desvanecida en el suelo, junto a la puerta de la habitación donde se había
desarrollado la horrible escena.
La criada empezó a hablar de forma incoherente, diciendo que había visto en el
suelo el cadáver del juez. Dos criados registraron todas las dependencias del servicio
y después subieron al piso principal para interesarse por la salud de su amo. No le
encontraron en su cama; estaba levantado. Se vestía a la luz de las velas. Animado de
su antigua energía, cubrió de imprecaciones y maldijo copiosamente a sus criados,
diciéndoles que tenía qué hacer y que el ganapán que osara volverle a interrumpir
sería despedido inmediatamente.
Por lo tanto, se apresuraron a dejar solo al enfermo.
Al día siguiente corrió el rumor, en el vecindario, de que el juez había muerto. El
consejero Traverse, que vivía en la misma calle, envió a un criado para informarse.
El criado que respondió a su llamada estaba pálido y se mostró reservado. Le
respondió que el juez se había puesto enfermo después de un accidente desgraciado y
que el doctor le velaba desde las siete de la mañana.
Todos los que vivían en casa del juez rehuían las preguntas y tenían aspecto
preocupado, por lo que se vino a comprender que algo muy grave pesaba sobre sus
conciencias, algo que el tiempo se encargaría de revelar.
Por fin llegó un coroner y ya no se pudo disimular por más tiempo el vergonzoso
escándalo que había tenido lugar en casa del juez. Aquella mañana habían encontrado
a Mr. Harbottle colgado del cuello en la baranda de la escalera, muerto.
Nada indicaba que hubiera habido lucha, ni aun resistencia. Nadie había oído el
menor grito, el más leve síntoma de violencia. El testimonio del médico probaba que,
en su estado atrabiliario, el juez podía haberse quitado la vida. En consecuencia se
dictó un veredicto de suicidio. Pero las dos personas a las que el juez había contado
su extraña historia no pudieron admitir como un azar el hecho de que la catástrofe
ocurriera el diez de marzo.
Unos días más tarde tuvieron lugar los funerales y acompañaron al cadáver hasta
su tumba. Como dicen las Escrituras: «El rico murió y fue enterrado».
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EL LOBO BLANCO DE LAS
MONTAÑAS DE HARTZ
FREDERICK MARRYAT
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A NTES del mediodía Philip y Krantz embarcaron en la piragua y partieron. Les
fue fácil seguir su rumbo pues las islas durante el día y las estrellas por la
noche servían de excelente brújula. Aunque la ruta elegida no era la más corta, sí era
la más segura por discurrir a través de aguas tranquilas y en dirección al norte. En
varias ocasiones fueron perseguidos por proas malayas, que infestaban aquellas islas,
pero gracias a la rapidez de su peroqua continuaron sin contratiempo. En realidad los
perseguidores abandonaban la caza cuando se daban cuenta de que aquella pequeña
embarcación no ofrecía esperanzas de un botín valioso.
Una mañana, mientras navegaban por las islas, con viento en calma, Philip
manifestó:
—Krantz, en cierta ocasión me dijiste que en tu pasado había algunos hechos que
confirmaban la verosimilitud de aquella historia que te conté. ¿Quieres explicarme a
qué te referías?
—Sí —repuso Krantz—. Muchas veces he deseado contarte mi vida, pero por una
cosa u otra nunca me he decidido; ahora me parece un buen momento. Así pues,
prepárate a oír una extraña historia, quizá tan extraña y misteriosa como la que tú me
referiste. —Y a continuación añadió—: Supongo que habrás oído hablar de las
montañas de Hartz.
—He leído algunas narraciones extraordinarias de aquella región.
—Es un país salvaje —continuó Krantz—, del que se cuentan historias
inverosímiles, que yo tengo buenas razones para considerar verdaderas.
—Mi padre nació en las montañas de Hartz. Era siervo de un noble húngaro con
inmensas propiedades en Transilvania. A pesar de su condición, no era pobre ni
inculto, y por este motivo su señor le confió la administración de sus tierras. Pero
cuando se ha nacido siervo, así se continúa toda la vida.
»Cuando mi padre fue nombrado administrador, llevaba más de cinco años
casado. De su matrimonio habían nacido tres hijos. César, Herman, que soy yo, y
Marcela. Nuestros nombres te parecerán algo altisonantes, pero son corrientes en un
país de procedencia latina como es Transilvania.
»Mi madre era bellísima, pero, desgraciadamente, su belleza superaba a su virtud.
El noble húngaro, señor de aquellas tierras, la seguía y galanteaba continuamente, y,
para facilitar sus propósitos, con un pretexto alejó a mi padre temporalmente de la
región. Durante su ausencia, mi madre, atraída por las atenciones y la perseverancia
del noble húngaro, acabó por ceder a sus deseos. Inesperadamente, regresó mi padre
y descubrió la intriga. La deshonra de mi madre era evidente, mi padre los sorprendió
juntos y en un arrebato de ira mató a su esposa y al seductor.
»Como sabía sobradamente que a un siervo no le servía de paliativo alguno el
ultraje que había recibido, cogió sin demora todo el dinero que encontró a mano y, en
pleno invierno, enganchó los caballos al trineo y huyó con nosotros. Cuando se
propagó en el lugar la noticia de esta tragedia, mi padre se hallaba ya lejos. Sabía que
lo perseguían con saña y que mientras permaneciera en su patria no estaría a salvo,
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por esto continuó su fuga hasta ocultarse en las intrincadas y solitarias montañas de
Hartz.
»Naturalmente, lo que te he referido no lo recuerdo, mi padre me lo contó unos
años después.
»Mis primeros recuerdos están vinculados a una casucha rústica, pero
confortable, en la que viví con mi padre y mis hermanos. Estaba situada en los
confines de aquella extensa selva que cubre la parte norte de Alemania. Alrededor de
esta casa teníamos unos cuantos acres de tierra de labor, que mi padre cultivaba
durante el verano. No rendía mucho pero era suficiente para nosotros. Durante el
invierno, los tres hermanos nos quedamos solos dentro de la casa, mientras los lobos
rondaban el exterior, porque mi padre iba de caza todos los días.
»Compró la casa y las tierras a uno de los carboneros que vivían en la montaña y
se ganaban el sustento carboneando con destino a la fundición de hierro de una mina
cercana, y también yendo a cazar. La fundición era el único lugar habitado, y distaba
unas dos millas de nuestra casa.
»Aún recuerdo perfectamente aquel lugar, con sus pinos altísimos que nos cubrían
y la dilatada selva que se extendía a nuestros pies.
»Desde nuestra cabaña podíamos ver también las copas de los árboles, porque la
montaña descendía hacia un lejano valle. En verano el paisaje era maravilloso, pero
en invierno, difícilmente puedes imaginarte su desolación.
»Como ya he dicho, durante los meses de invierno mi padre se dedicaba a la caza.
Salía todos los días y normalmente nos encerraba dentro de la casa, pues no había
nadie que pudiera cuidarnos. En realidad no resultaba fácil encontrar una mujer que
quisiera vivir en aquel paraje solitario, y aunque existiera, mi padre no la habría
admitido, pues había cobrado una desmesurada aversión a las mujeres. Incluso se
notaba en el diferente trato que nos daba a nosotros y a nuestra pobrecita hermana
Marcela. Puedes figurarte cómo vivíamos. Mi padre, cuando salía, nos prohibía
encender fuego, pues temía que nos hiciésemos daño. Nos metíamos debajo de las
pieles de oso hacinadas en un rincón de la casa, los tres muy juntos para conservar el
calor, hasta que él regresaba por la noche. Entonces encendíamos un magnífico fuego
que nos reconfortaba a todos.
»Puede parecer extraño que mi padre eligiera esta vida, pero es que en realidad no
podía estar inactivo, por los remordimientos que le atormentaban, por la miseria en
que nos habíamos hundido, o acaso por ambas cosas; lo cierto es que sólo se animaba
cuando estaba en plena actividad.
»En general, los niños que quedan abandonados a sí mismos durante muchas
horas, pronto alcanzan una madurez impropia de su edad. Esto nos ocurrió a nosotros.
Durante los cortos días de invierno permanecíamos silenciosos, suspirando por las
horas felices que vendrían cuando desapareciera la nieve, brotaran las hojas de los
árboles, los pájaros cantaran de nuevo sus melodías, y nosotros recobráramos la
libertad.
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»Así se desenvolvió nuestra vida hasta que mi hermano César llegó a los nueve
años, yo a los siete y mi hermana a los cinco. Entonces ocurrieron los hechos que
forman la base de la insólita historia que te voy a contar.
»Una noche cruda de invierno mi padre regresó más tarde que de costumbre. No
había tenido suerte. El tiempo era helado y el suelo estaba cubierto de una espesa
capa de nieve. Tenía frío y muy mal humor, nosotros tres le ayudábamos a encender
fuego alegremente, soplando en los rescoldos para avivar la llama, cuando cogió del
brazo a Marcela y la apartó bruscamente. La niña cayó de bruces y sangró
abundantemente por la boca. Mi hermano corrió a levantarla. Ella, acostumbrada a
aquellas brusquedades, no se atrevía ni a llorar, pero le miraba a la cara
lastimosamente.
»Mi padre se sentó junto a la chimenea, profirió algunas palabras injuriosas
contra las mujeres y se entretuvo con el fuego, absorto y sombrío. Nosotros
quedamos en un rincón de la estancia con Marcela.
»Así transcurrió una media hora, hasta que se oyó el aullido de un lobo cerca de
la ventana. Se levantó de un salto, cogió la escopeta y salió a toda prisa de la casa,
cerrando la puerta. Nosotros nos quedamos escuchando atentamente, confiando en
que nuestro padre tuviera suerte para que regresara satisfecho. Aunque nos trataba
con rudeza, y en especial a nuestra hermana, le queríamos y deseábamos verlo alegre
y feliz, pues en definitiva era nuestro padre y único amparo.
»Quiero hacer notar ahora que quizá nunca han existido tres niños tan unidos
como nosotros. No nos peleábamos ni discutíamos y si por casualidad surgía alguna
desavenencia entre mi hermano y yo, la pequeña Marcela nos besaba a uno y otro
para que hiciéramos las paces. Marcela era una criatura apacible y encantadora. Aún
puedo recordar perfectamente sus rasgos. ¡Pobre Marcela!
—¿Murió? —preguntó Philip.
—Sí. Murió. Pero no quiero anticipar las cosas, déjame seguir la historia.
»Como había pasado un buen rato y el estampido de la escopeta no llegaba, mi
hermano mayor propuso:
»—Marcela, vamos a lavarte la cara y nos acercaremos al fuego para calentarnos.
Nuestro padre aún tardará bastante; no querrá que el lobo se le escape.
»Permanecimos acurrucados junto al fuego hasta la medianoche y a medida que
se hacía más tarde aumentaba nuestra ansiedad. No temíamos que le ocurriera ningún
percance, pero nos extrañaba su larga ausencia.
»—Miraré si viene —dijo mi hermano César dirigiéndose a la puerta.
»—Cuidado —advirtió Marcela—, los lobos están cerca y nosotros no podemos
nada contra ellos.
»Mi hermano abrió la puerta solamente unas pulgadas, con precaución, y miró al
exterior.
»—No veo nada —dijo. Luego se reunió con nosotros.
»—Aún no hemos cenado —recordé yo. Generalmente nuestro padre preparaba la
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cena cuando llegaba y durante las horas que estaba de caza no teníamos otra cosa que
los restos de la cena del día anterior—. Cuando llegue le agradará tener la comida
preparada, vamos a hacerla nosotros.
»César se subió a una silla y alcanzó un pedazo de carne de la alacena. No
recuerdo si era de venado o de oso. Cortamos la cantidad acostumbrada y la guisamos
tal como lo hacíamos otras veces bajo la dirección de nuestro padre. Estábamos
colocando la fuente junto al fuego, para aguardar su llegada, cuando oímos el
zumbido de una trompa de caza. Escuchamos atentamente, se oyó un ruido en el
exterior y un momento después entró nuestro padre acompañado de una mujer joven
y de un hombre alto, atezado, vestido de cazador.
»Ahora voy a contarte lo que supe algún tiempo después.
»Cuando mi padre salió de nuestra casa divisó, a unas veinte yardas, un enorme
lobo blanco. Tan pronto el animal se dio cuenta de su presencia, se retiró poco a poco
gruñendo y enseñando los dientes. Mi padre lo siguió. El animal no huía, sino que
retrocedía manteniendo siempre la misma distancia. Así continuaron bastante tiempo
porque mi padre no quería disparar sin estar seguro de dar en el blanco. En ocasiones
el lobo huía raudo, luego se paraba gruñendo, como en señal de desafío, y de nuevo,
cuando mi padre se acercaba, salía corriendo.
»Incitado por el deseo de cobrar aquella pieza (las pieles de lobo blanco son
raras) la persecución duró varias horas, trepando siempre hacia la cumbre de la
montaña.
»Seguramente ya sabes que en aquellas montañas hay parajes que, según la
leyenda, están habitados por espíritus malignos. Son lugares bien conocidos por los
cazadores, que procuran evitarlos. Uno de ellos, situado en un claro del bosque, había
sido señalado a mi padre como particularmente peligroso. Pero sea porque no creyera
en estas historias o porque no se diera cuenta, debido a su enconada persecución,
ignoro la causa, lo cierto es que el lobo le atrajo hacia aquel claro del bosque, en
donde el animal, sintiéndose más seguro, retrocedía con lentitud. Mi padre se acercó,
levantando la escopeta para disparar, pero en el mismo instante dejó de ver al lobo.
Su primera impresión fue que la nieve que cubría el suelo le había deslumbrado. Bajó
la escopeta para mirar mejor, pero realmente el lobo había desaparecido. Mi padre no
pudo comprender cómo ocurrió esto, teniéndolo delante y en un lugar despejado.
Maldiciendo su mala suerte, emprendía ya el regreso, cuando oyó el lejano sonido de
una trompa de caza. Resultaba raro a aquellas horas de la noche, por lo que,
olvidando al momento su desaparecida presa, se quedó inmóvil y vigilante. Poco
después volvió a sonar la trompa, esta vez a menos distancia. Era una señal
indicadora de que unos cazadores andaban perdidos en el bosque. Unos minutos más
tarde, mi padre divisó a un hombre a caballo, con una mujer en la grupa, que entraban
en terreno despejado y se dirigían a su encuentro. Al principio recordó las extrañas
leyendas sobre aquel paraje y sus moradores, pero luego, cuando estuvieron cerca,
pudo percatarse de que eran seres mortales.
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»Al llegar a su lado el hombre le dijo:
»—Amigo cazador, es una suerte para nosotros que todavía estés en el bosque.
Hemos cabalgado durante muchas horas y nuestras vidas están en peligro. Al llegar a
estas montañas hemos podido burlar a nuestros perseguidores, pero si no
encontramos cobijo y comida de poco nos servirá, ya que moriremos de hambre y de
frío. Mi hija, que monta en la grupa, está más muerta que viva. Dime: ¿puedes
ayudarnos?
»—Mi cabaña está a unas millas de aquí —contestó mi padre—. Es poco lo que
puedo ofreceros, pero seréis bien recibidos. ¿Puedo preguntar de dónde venís?
»—Sí, amigo, ya no es ningún secreto; nos hemos escapado de Transilvania en
donde la honra de mi hija y mi vida se hallaban en peligro.
»Indudablemente, estas palabras eran apropiadas para despertar el interés y la
simpatía de mi padre. Le recordaban su propia fuga, la pérdida de su esposa y su
tragedia actual. No dudó en ofrecerles toda la ayuda que estaba en su mano.
»—No podemos perder tiempo, buen hombre —observó el caballero—. Mi hija
esta helada y no aguantará mucho tiempo este frío tan intenso.
»—Seguidme —replicó mi padre, dirigiéndose hacia nuestra casa—. Me he
alejado persiguiendo a un lobo blanco, que si no me hubiera provocado aullando
junto a mi ventana no habría salido a estas horas.
»—El animal pasó junto a nosotros cuando salíamos del bosque —declaró la
mujer con voz argentina.
»—Por poco le disparo —observó el cazador—, pero ahora que conozco el buen
servicio que nos ha prestado estoy satisfecho de que se haya escapado.
»Después de una hora y media de camino, a buen paso, llegaron a la casa, y como
ya he dicho antes, entraron.
»—Parece que llegamos en el momento oportuno —observó el cazador al percibir
el olor de carne asada, al tiempo que nos miraba y se aproximaba al fuego—. Tiene
usted unos cocineros muy jóvenes, señor.
»—Es verdad, podemos comer en seguida —contestó mi padre—. Venga,
señorita, póngase junto al fuego. Le conviene el calor después de esta noche a la
intemperie.
»—¿Dónde dejo mi caballo? —preguntó el cazador.
»—No se preocupe, yo me cuidaré del animal.
»Te describiré a la mujer con todo detalle. Era joven, aparentaba unos veinte
años. Llevaba un vestido de viaje, guarnecido de pieles blancas, y cubría su cabeza
con un casquete de armiño blanco. Sus facciones eran bellas, correctas; así lo pensé
yo y también lo apreció mi padre. Su cabello era rubio, reluciente como un espejo. Su
boca, aunque algo grande cuando la abría, mostraba los dientes más brillantes que
jamás había visto. Pero había algo en sus ojos, relucientes, llameantes, que a
nosotros, los niños, nos daba miedo. Resultaban inquietos, furtivos. Entonces no lo
comprendimos, pero sentíamos instintivamente como un hálito de crueldad en ellos.
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Nos llamó para que nos acercáramos y lo hicimos con miedo, casi temblando. Era
hermosa, muy hermosa. Nos habló cariñosamente, y nos pasó la mano por nuestra
cabeza, pero Marcela no quiso acercarse, retrocedió y fue a esconderse en la cama sin
aguardar la comida, a pesar de que media hora antes a esperaba con ansiedad.
»Pronto regresó mi padre, después de encerrar el caballo en un cobertizo anexo a
la casa, y en seguida se sirvió la cena. Terminada ésta, mi padre ofreció su cama a la
joven, que si bien al principio rehusó, terminó por aceptar. Mi padre y el cazador se
sentaron junto al fuego. Mi hermano y yo nos fuimos a la cama con Marcela, pues
siempre habíamos compartido el mismo lecho.
»No podíamos dormir; había algo anormal, desacostumbrado. La presencia de
gente extraña en la casa nos aturdía. La pequeña Marcela estaba inquieta; pude darme
cuenta de que temblaba y en ocasiones parecía como si quisiera reprimir un sollozo.
»Mi padre sacó vino, que raramente probaba y, junto con el cazador,
permanecieron hablando y bebiendo al lado del fuego.
»Sentíamos tanta curiosidad que nuestros oídos estaban prestos a captar cualquier
murmullo.
»—Así, pues, ¿vienen ustedes de Transilvania? —preguntó mi padre.
»—Sí, señor —contestó el cazador—. Yo era siervo de la noble casa de… Mi
dueño quería a mi hija para satisfacer sus torpes deseos, pero acabó su pretensión
cuando le clavé unas pulgadas de mi cuchillo de caza.
»—Somos paisanos y compañeros en la desgracia —dijo mi padre, tomando la
mano del cazador y estrechándola cordialmente.
»—¿También procede usted de aquel país?
»—Sí, yo también huí por culpa de mi esposa. Se trata de una triste historia.
»—¿Cómo se llama? —preguntó el cazador.
»—Krantz.
»—¡Cómo! ¿Krantz de…? Conozco su historia. No renueve su dolor contándola
de nuevo. Oh, señor, y también puedo decir mi querido pariente. Soy su primo
segundo, Wilfred de Barndorf —exclamó el cazador, levantándose y abrazando a mi
padre.
Llenaron sus vasos hasta el borde y bebieron a su respectiva salud según la
costumbre alemana. La conversación continuó después en voz baja y únicamente
cogimos que nuestro pariente y su hija vivirían con nosotros, al menos por el
momento. Una hora más tarde se recostaban en el respaldo del asiento y quedaban
dormidos.
»—Marcela, ¿has oído? —dijo mi hermano en voz baja.
»—Sí —susurró Marcela—. Lo he oído todo. No puedo soportar la mirada de esta
mujer, me asusta.
»Mi hermano no contestó, y poco después los tres dormíamos profundamente.
»Cuando nos despertamos por la mañana, la hija del cazador ya se había
levantado. Me pareció más hermosa. Se acercó a la pequeña Marcela y la acarició,
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pero la niña estalló en sollozos, como si el corazón fuera a partírsele.
»En fin, para no prolongar mucho la historia basta decir únicamente que el
cazador y su hija se establecieron en nuestra casa. Él y mi padre salían de caza cada
día, mientras que Cristina se quedaba con nosotros. Hacía todos los menesteres de la
casa. Nos trataba con cariño y gradualmente fuimos olvidando, incluso la misma
Marcela, aquella instintiva desconfianza.
»Mi padre experimentó un cambio notable. Había dominado su aversión hacia el
sexo femenino y era atento con Cristina. Frecuentemente, después que todos nos
habíamos acostado, se quedaban junto al fuego charlando en voz baja. Me he
olvidado decirte que mi padre y el cazador Wilfred dormían en la parte trasera de la
casa, mientras que Cristina ocupaba la cama de mi padre compartiendo nuestra
estancia.
»Una noche, después de cenar, unas tres semanas más tarde, mi padre nos mandó
a la cama, celebrándose una importante reunión familiar. Mi padre había pedido a
Cristina en matrimonio, siendo favorablemente acogida su petición.
»Seguramente ocurrió lo que voy a contarte tan exactamente como me sea posible
recordar y que ya entonces nos resultó incomprensible.
»—Puedes tomar a mi hija, Krantz, y tienes mi bendición. Yo me voy a buscar
otro lugar, no importa cuál.
»—¿Por qué no te quedas, Wilfred?
»—No, no, debo marcharme. Basta con esto y no me hagas preguntas. Tú ya
tienes a mi hija.
»—Te doy las gracias y me doy cuenta de tu valor, pero hay una dificultad.
»—Comprendo lo que quieres decir, en este país salvaje no hay sacerdotes ni ley
alguna. Pero debemos hacer alguna ceremonia para satisfacer a un padre. ¿Estás de
acuerdo en casarte a mi modo? Si es así yo os casaré.
»—Sí —contestó mi padre.
»—Entonces, amigo, cógela de la mano y jura.
—Yo juro —dijo mi padre.
—Por todos los espíritus de las montañas de Hartz…
»—¿Por qué no jurar por el Cielo? —interrumpió mi padre.
»—Porque a mí no me place —contestó Wilfred—. Si yo prefiero ese juramento,
aunque acaso sea menos vinculante que el otro, estoy seguro de que no querrás
contrariarme.
»—Bien, cómo tú quieras, pero me obligas a jurar en lo que no creo.
»—Son muchos los cristianos que también juran sin creer —contestó Wilfred—.
Bien, dime, ¿quieres casarte o me voy con mi hija?
»—Continúa —contestó mi padre, impaciente.
»—Juro por todos los espíritus de las montañas de Hartz, por todo su poderío,
tanto en lo bueno como en lo malo, que tomo a Cristina por esposa, que la protegeré
siempre, cuidaré y la amaré y que mi mano no se levantará contra ella.
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»Mi padre repetía las palabras después de pronunciadas por Wilfred.
»—Si yo no cumplo mi juramento, puede caer toda la venganza de los espíritus
sobre mí y sobre mis hijos; que mueran devorados por el buitre, el lobo y otras bestias
salvajes del bosque, que queden sus carnes desgarradas y sus huesos calcinados en la
selva, todo esto lo juro.
»Mi padre dudó al pronunciar estas últimas palabras. Marcela no pudo contenerse
cuando las dijo y rompió a llorar. Esto perturbó la reunión. Mi padre amonestó
severamente a la niña, que ocultó la cara entre las sábanas.
»Ésta fue la segunda boda de mi padre. A la mañana siguiente Wilfred montó a
caballo y partió.
»Mi padre volvió a ocupar su cama, que estaba en nuestra misma estancia. Las
cosas se desenvolvieron como antes de la boda, excepto la actitud de nuestra
madrastra, que ya no nos demostraba ningún cariño. Durante las horas en que mi
padre estaba fuera, nos pegaba a menudo, especialmente a la pequeña Marcela.
Parecía como si sus ojos despidieran llamas cuando miraba a la encantadora niña.
»Una noche mi hermana nos despertó.
»—¿Qué pasa? —preguntó César.
»—Ella ha salido —susurró Marcela.
»—¡Ha salido!
»—Sí, ha salido por la puerta, en camisa de dormir —contestó la niña—. La he
visto levantarse, mirar a nuestro padre para ver si dormía y dirigirse a la puerta.
»Nos resultaba inexplicable que algo la hubiera inducido a dejar la cama y salir a
la intemperie, sin vestir, y en una noche de invierno, con viento helado y el suelo
cubierto de nieve. No podíamos dormir. Casi una hora más tarde oíamos el aullido de
un lobo junto a nuestra ventana.
»—Hay un lobo —dijo César—. La destrozará.
»—¡Oh, no! —gimió Marcela.
»Unos momentos después apareció nuestra madrastra cubierta con su camisa de
dormir, tal como dijo Marcela.
»Para no hacer ruido bajó lentamente la aldaba de la puerta y se dirigió al cubo de
agua, donde se lavó la cara y las manos, luego se deslizó dentro de la cama donde aún
dormía mi padre.
»Sin saber por qué, los tres temblábamos. Decidimos vigilar la próxima noche. Y
no solamente la noche siguiente, sino muchas otras, siempre a la misma hora, nuestra
madrastra se levantaba y salía de la casa. Inevitablemente, al poco tiempo de su
partida, se oía el aullido de un lobo junto a nuestra ventana, y siempre al volver se
lavaba la cara y las manos antes de acostarse de nuevo.
»Nos dimos cuenta de que casi nunca se sentaba a la mesa a la hora de las
comidas, y cuando lo hacía se notaba en ella un sentimiento de repugnancia; pero
cuando alcanzaba la carne de la alacena para preparar la comida, a menudo,
furtivamente, se llevaba un trozo de carne cruda a la boca.
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»Mi hermano César era un muchacho valiente; no quería decir nada a mi padre
hasta conocer más detalles. Resolvió seguirla para averiguar lo que hacía. Marcela y
yo nos esforzamos para disuadirle de su proyecto, pero no atendió a nuestras razones.
Se acostó vestido y tan pronto como ella dejó la casa, saltó de la cama, cogió la
escopeta de mi padre y la siguió.
»Puedes imaginarte nuestra inquietud. Unos minutos después oímos el estampido
de la escopeta. Mi padre no se despertó. Nosotros temblábamos, angustiados. Poco
después entró en la habitación nuestra madrastra con su camisón ensangrentado. Con
mi mano tapé la boca de Marcela para impedir que gritara, aunque también yo estaba
asustadísimo. Nuestra madrastra se acercó a la cama de mi padre para ver si dormía,
luego se dirigió a la chimenea y avivó el fuego.
»—¿Quién hay? —preguntó mi padre, despertándose.
»—No te muevas, querido —contestó ella—. Soy yo, he encendido el fuego para
calentar agua, no me encuentro bien.
»Mi padre dio una vuelta en la cama y pronto quedó dormido. Nosotros la
vigilábamos. Se cambió de ropa y echó al fuego las prendas ensangrentadas.
Entonces vimos que su pierna derecha sangraba por una herida que parecía de bala.
Después de vendar la herida se vistió y permaneció junto al fuego hasta el alba.
»El corazón de la pobre Marcela galopaba aceleradamente, el mío también.
¿Dónde estaba César? ¿Cómo se había herido nuestra madrastra, si no fue con la
escopeta?, nos preguntábamos. Por fin, se levantó nuestro padre y yo le dije:
»—Padre, ¿dónde está César?
»—¡Tu hermano! —exclamó extrañado—. ¿No está aquí?
»—Mientras estaba acostada medio despierta —manifestó Cristina— me pareció
oír que alguien levantaba el pasador de la puerta. ¡Oh, querido! ¿Dónde está tu
escopeta?
»Mi padre dirigió la mirada a la chimenea y se dio cuenta de que la escopeta
había desaparecido. Quedó perplejo, durante un momento, pero luego, cogiendo el
hacha, salió de la cabaña sin decir nada.
»A los pocos minutos regresó con el cuerpo destrozado de mi pobre hermano
sobre sus brazos. Lo puso en el suelo y cubrió su cara.
»Mi madrastra se levantó y miró el cuerpo, mientras que Marcela y yo nos
precipitábamos a su lado, llorando y gimiendo con amargura.
»—A la cama, niños —dijo ella con severidad—. Esposo —continuó—, tu hijo
debió coger la escopeta para matar a un lobo y el animal habrá sido demasiado
poderoso para él. ¡Pobre muchacho! Ha pagado con creces su audacia.
»Mi padre no contestó. Yo deseaba hablar, decirlo todo, pero Marcela, que se
percató de mis intenciones, me contuvo cogiéndome del brazo e implorándome tan
angustiosamente con la mirada que desistí.
»Mi padre continuó ignorando las extrañas circunstancias que nos envolvían, pero
Marcela y yo, aunque no lo comprendíamos, teníamos la convicción de que nuestra
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madrastra estaba relacionada con la muerte de César.
»Mi padre cavó una fosa cerca de la casa, y colocó el cuerpo de César en el
fondo, cubriéndolo de tierra y piedras para salvaguardarlo de la voracidad de los
lobos.
»Esta catástrofe fue un golpe muy duro para mi padre. Durante varios días no
salió de caza, y sentado cavilosamente junto al fuego, profería de vez en cuando
amenazadoras invectivas contra los lobos.
»Pero a pesar de esta desgracia y de la profunda aflicción de mi padre, mi
madrastra continuó saliendo por las noches con la misma regularidad.
»Cierto día mi padre decidió sobreponerse a su dolor, cogió la escopeta y se fue
hacia el bosque, pero regresó inmediatamente, descompuesto y henchido de rabia.
»—¡Cristina! ¿Podrías creerlo? Los lobos, maldita sea la raza, han excavado la
fosa y devorado el cuerpo del muchacho. Sólo quedan los huesos.
»—¿Es verdad? —preguntó ella. Marcela me miró y leí en sus ojos todo lo que
me hubiera querido decir.
»—Padre, todas las noches se oye el aullido de un lobo junto a la ventana —dije
yo.
»—¿Por qué no me lo has dicho? La próxima vez despiértame en seguida.
»Me di cuenta de que mi madrastra se apartaba mientras sus ojos llameaban y
rechinaban sus dientes.
»Sepultamos de nuevo los pocos restos de mi hermano que los lobos no habían
devorado y cubrimos la fosa con un gran montón de piedras. Así terminó el primer
acto de la tragedia.
»Llegó la primavera, desapareció la nieve, la naturaleza cobró nueva alegría y con
ella nosotros recobramos la libertad.
»Desde la muerte de mi hermano, me sentía más unido a Marcela y procuraba no
dejarla sola por temor a mi madrastra, que parecía complacerse tratándola con rudeza.
Mi padre trabajaba ahora en el cultivo de la tierra de labranza y yo le prestaba alguna
ayuda a pesar de mi corta edad. Durante las horas de trabajo, Marcela permanecía
sentada cerca de nosotros mientras Cristina se quedaba en la casa.
»Con la primavera disminuyeron las salidas nocturnas de Cristina y no se volvió a
oír el aullido del lobo.
»Un día que nos hallábamos ocupados en las faenas del campo mientras Marcela,
como de costumbre, estaba sentada cerca de nosotros, compareció Cristina diciendo
que se internaba en el bosque para buscar algunas hierbas que interesaban a mi padre
y ordenó a Marcela que regresara a casa para vigilar la comida. Mi madrastra
desapareció en el bosque, en dirección opuesta a la casa, de manera que mi padre y
yo quedamos entre ella y Marcela, que se fue a cuidar de la comida.
»Una hora más tarde oímos unos gritos desgarradores que procedían de la casa, y
que evidentemente eran de Marcela.
»—¡Marcela se ha quemado! —dije yo, tirando el azadón. Mi padre dejó el suyo
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y los dos corrimos hacia la casa. Antes de cruzar el umbral nos tropezamos con un
lobo blanco que salía como un rayo. Mi padre, que iba desarmado, se precipitó dentro
de la casa y encontró a la pobre Marcela tendida en el suelo, agonizando. Su cuerpo
estaba terriblemente mutilado y la sangre que manaba de sus heridas había formado
un charco junto a la puerta. La primera reacción de mi padre fue coger la escopeta y
seguir al lobo, pero quedó anonadado ante aquel terrible espectáculo. Se arrodilló
junto a la niña, y prorrumpió en sollozos. Marcela nos miró bondadosamente durante
unos segundos y sus ojos se cerraron para siempre.
»Aún estaba agachado junto al cuerpo de mi hermana cuando entró mi madrastra.
Se conmovió profundamente pero tuve la impresión de que la sangre no la
horrorizaba, como sucede generalmente con las mujeres.
»—¡Pobre niña! —exclamó—. Habrá sido un enorme lobo blanco que he visto en
el bosque cuando regresaba. ¿Está muerta, Krantz?
»—Sí, sí, lo sé —gritaba mi padre angustiado.
»Pensé que mi padre ya no se recobraría. Lloró desconsoladamente junto al
cuerpo de su dulce hija. No quería enterrarla y se pasaba las horas mirándola afligido.
En vano Cristina insistía para que le diera sepultura. Por fin, cavó otra fosa más
profunda junto a la de César y tomó mayores precauciones para que los lobos no
pudieran desenterrarla.
»Ahora me sentía muy triste en la cama que antes compartía con mis hermanos.
Creía firmemente que mi madrastra tenía algo que ver con la muerte de ambos, pero
no hallaba explicación alguna. Ya no tenía miedo, sólo sentía odio y deseos de
venganza.
»La noche siguiente al entierro de mi hermana, estaba tendido en la cama,
despierto, cuando percibí que mi madrastra se levantaba y salía de la casa. Aguardé
un rato, me vestí y miré por la puerta, que había quedado entornada.
»La luz de la luna iluminaba perfectamente el lugar donde estaban enterrados mis
hermanos. Horrorizado, la vi removiendo afanosamente las piedras que cubrían la
sepultura de Marcela. Llevaba su camisa de dormir y la luz de la luna caía de lleno
sobre ella. Hurgaba la tierra con las manos, lanzando las piedras a su espalda, con la
ferocidad de un animal salvaje. Tardé en sobreponerme. Cuando ya había alcanzado
el cuerpo de mi hermana y lo sacaba fuera de la fosa, no pude aguantar más, corrí
hacia mi padre y lo desperté.
»—¡Padre, padre, vístete y coge la escopeta!
»—¿Qué? —exclamó mi padre—. ¿Son los lobos?
»Saltó de la cama, se echó el abrigo encima y era tal su ansiedad que ni siquiera
se dio cuenta de la ausencia de su esposa. Abrió la puerta y yo le seguí.
»Puedes imaginarte su horror (sorprendido inopinadamente por aquel
espectáculo) cuando vio, mientras avanzaba hacia la sepultura, no a un lobo, sino a su
esposa, a gatas, agachada sobre el cuerpo de mi hermana, y devorándolo con la
misma avidez que un lobo. Su misma voracidad le impidió percatarse de que nos
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acercábamos. Mi padre levantó la escopeta pero, sin fuerzas, la dejó caer a su lado.
Yo se la levanté de nuevo y la puse en su mano. De repente, pareció como si una furia
concentrada hubiera redoblado su valor. Apuntó y disparó. El maligno espíritu que
habíamos cobijado cayó, profiriendo un espantoso alarido.
»—¡Dios mío! —exclamó mi padre, cayendo al suelo sin sentido.
»Permanecí a su lado hasta que recobró el conocimiento.
»—¿Dónde estoy? —dijo—. ¿Qué ha pasado? ¡Oh, ya recuerdo! Que Dios me
perdone.
»Se levantó y nos dirigimos a la sepultura. Pero lo que nos dejó pasmados fue
hallar, en lugar del cuerpo de mi madrastra, el de un gran lobo blanco junto a los
restos de mi hermana.
»—El lobo blanco —exclamó mi padre—. El lobo blanco que me atrajo a la
selva. Ahora lo comprendo. He tratado con los espíritus de las montañas de Hartz.
»Durante un buen rato mi padre quedó silencioso, absorto. Después levantó el
cuerpo de mi hermana, lo colocó de nuevo en la fosa y lo cubrió con tierra y piedras.
Con la rabia propia de un loco, destrozó de una patada la cabeza del animal, luego
regresó a la casa, cerró la puerta y se echó en la cama. Yo hice lo mismo, pues me
encontraba en un estado de estupor y espanto.
»Por la mañana, muy temprano, nos despertó un golpe en la puerta. Era Wilfred,
el cazador.
»—¡Mi hija! ¡Mi hija! ¿Dónde está mi hija? —gritaba lleno de rabia.
»—Donde deben estar las brujas y los demonios —replicó mi padre, iracundo—:
En el infierno.
»—¡Ah, ah! —continuó el cazador—. ¿Querías herir a un poderoso espíritu de las
montañas de Hartz? ¡Pobre mortal!
»—Lárgate, brujo. No te temo.
»—Lo sentirás. Recuerda tu juramento. Tu solemne juramento. No levantaré
nunca la mano contra ella.
»—Yo no pacté con los malos espíritus.
»—Lo hiciste, y recuerda que si faltabas a tus juramentos debía caer sobre ti la
venganza de los espíritus, y también sobre tus hijos, que morirían devorados por el
buitre, el lobo…
»—¡Fuera, fuera, demonio!
»—Y sus huesos calcinados en la selva. ¡Ah, ah!, ¿recuerdas?
»Mi padreé frenético de rabia, cogió su hacha y la levantó sobre la cabeza de
Wilfred.
»—Todo esto lo juro —continuó burlonamente el cazador.
»Pero el hacha pasó a través de la forma del cazador. Mi padre perdió el
equilibrio, cayendo al suelo.
»—¡Mortal! —gritó el cazador, colocándose a horcajadas sobre el cuerpo de mi
padre—. Tenemos poder sobre los homicidas. Tú eres culpable de un doble asesinato;
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debes pagar por haber faltado al juramento que hiciste al casarte. Ya han muerto dos
de tus hijos, vendrá después el tercero. Tu juramento es ineludible. Vete, podría
matarte, pero tu castigo es que vivas.
»Terminadas estas palabras el espíritu desapareció. Mi padre se incorporó, me
abrazó tiernamente y se arrodilló para rezar.
»Al día siguiente abandonamos nuestra casucha de las montañas de Hartz y
partimos hacia Holanda, donde llegamos unas semanas más tarde. Nos instalamos en
Amsterdam, donde mi padre pensaba establecerse con algún dinero que tenía, pero al
poco tiempo murió de unas fiebres cerebrales, delirando como un loco. Yo ingresé en
un hospicio. Unos años más tarde me enrolaron en un buque antes de que terminara
mis estudios.
»Ahora ya sabes mi historia. Algunas veces me pregunto si yo debo pagar por el
juramento de mi padre. Sin embargo, estoy convencido de que de una u otra forma
recibiré el castigo.
Después de veintidós días de navegación, divisaron las tierras altas del sur de
Sumatra. Como no había buques a la vista acordaron mantener el rumbo a través de
los estrechos, para dirigirse a Pulo Penang, donde pensaban recalar al cabo de siete u
ocho días, si continuaba el viento favorable.
Esta vida al aire libre había bronceado completamente los cuerpos de Philip y
Krantz. Con sus largas barbas, y sus vestidos musulmanes podían pasar fácilmente
por nativos. Contaban en su haber muchos días de navegación bajo un sol ardiente y
durmiendo a la intemperie. Su salud era inmejorable. Había pasado algún tiempo
desde que Krantz contó su historia a Philip. Desde entonces, Krantz perdió su
vivacidad acostumbrada y se tornó silencioso y melancólico. Frecuentemente Philip
le preguntaba la razón de su cambio.
Cuando dejaron a un lado los estrechos y se hallaban ya próximos al término de la
travesía, Philip comenzó a hablar de Goa y de sus proyectos, pero Krantz,
tristemente, manifestó:
—Desde hace algunos días, Philip, tengo el presentimiento de que nunca veré
aquella ciudad.
—¿No te encuentras bien?
—Sí, estoy muy bien. He procurado dominarme, pero en vano. Siento una voz
advirtiéndome que no estaré mucho tiempo contigo. ¿Querrás complacerme en una
cosa? Dentro de mi faja llevo cierta cantidad de doblones de oro. Me gustaría que los
cogieras, porque si tú los llevas estarán más seguros.
—¡Qué tontería, Krantz!
—No es una tontería. ¿No tuviste tú también un presentimiento? ¿Por qué no
puedo tenerlo yo? Tú sabes que no soy una persona miedosa y que no me preocupa
demasiado la muerte, pero a cada momento siento con mayor intensidad que mis días
se acaban.
—Son imaginaciones, Krantz. Eres joven y aún tienes muchos años por delante.
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—Quizá sí, pero aunque sea un capricho, toma el dinero. Si todo lo que siento es
una alucinación o un falso presentimiento y llego bien, me lo devuelves. —Krantz
añadió, con una sonrisa—: No olvides que estamos sin agua y que debemos buscar un
riachuelo para abastecernos.
—Es lo que pensaba cuando has empezado a hablar. Vamos a ver si lo
encontramos antes de la noche, y tan pronto tengamos lleno el bote partimos de
nuevo.
Cruzaban por la parte oriental de los estrechos, a unas cuarenta millas del norte.
El interior de la isla era montañoso, pero la ladera descendía suavemente hacia tierras
más bajas de dunas y junglas, continuando hasta la playa. El paraje parecía
deshabitado. Después de dos horas de navegación junto a la costa, descubrieron una
corriente de agua procedente de la montaña que formaba una cascada, extendiendo
después su tortuoso curso a través de la jungla para desembocar en aguas del
estrecho.
Pusieron rumbo hacia la desembocadura, arriaron algunas velas y navegaron
contra la corriente hasta llegar a un lugar donde el agua era cristalina. Llenaron sin
demora su barrica de agua y ya se retiraban cuando fueron seducidos por la belleza
del bosque y la frescura y nitidez del agua. Cansados de su larga reclusión a bordo de
la peroqua, decidieron bañarse. Un lujo difícil de ser apreciado por quienes no han
pasado por una situación análoga. Se desnudaron, dejando sus vestidos musulmanes
en la orilla, y chapotearon en el agua durante un buen rato. Krantz salió primero
quejándose del agua fría, y siguiendo la orilla se dirigió hasta donde había dejado su
vestido. Philip le siguió pronto.
—Ahora, Philip, es una buena ocasión para entregarte el dinero. Lo sacaré de mi
faja y lo pones en la tuya.
Philip, que se hallaba de pie dentro del arroyo, con el agua hasta la cintura,
contestó:
—Bien, supongo que no hay otro remedio, pero me parece una precaución
ridícula. En fin, como tú quieras.
Philip sentose al lado de Krantz, mientras éste iba sacando los doblones de oro
ocultos entre los pliegues de su faja.
—Me parece que ahora que los tienes todos, ya estoy más tranquilo —dijo
Krantz.
—Pero no puedo comprender tu temor. ¿No te das cuenta de que los dos pasamos
los mismos peligros? —replicó Philip—. Sin embargo…
Aún no había terminado esta frase cuando surgió de súbito un tremendo rugido…
una brusca acometida… un golpe que le derribó… un grito, un fugaz barullo. Philip
se incorporó inmediatamente y sólo pudo ver el cuerpo de Krantz arrastrado a través
de la jungla a la velocidad de una flecha, por un enorme tigre. Miró con ojos
desorbitados, y unos segundos más tarde el animal y Krantz habían desaparecido.
Durante más de una hora quedó inmóvil, absorto e indiferente al peligro que le
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rodeaba. Finalmente se vistió. Sentose de nuevo y sus ojos se clavaron sobre los
vestidos y los doblones que aún estaban esparcidos en la arena.
—Quería darme ese dinero. Predijo su destino. Sí, era su destino y se ha
cumplido. Sus huesos se calcinarán en la selva. El lobo blanco de las montañas de
Hartz, ha sido vengado.
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LA COSA EN EL UMBRAL
H. P. LOVECRAFT
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I
E s cierto que le metí seis balas en la cabeza a mi mejor amigo, y, sin embargo, a
través de este relato espero demostrar que no fui su asesino. Primero dirán que
soy un loco… más loco que el hombre contra el cual disparé en su celda del
manicomio de Arkham. Después, alguno de mis lectores sopesará cada una de mis
afirmaciones, las relacionará con los hechos conocidos, y se preguntará a sí mismo
cómo podía yo haber reaccionado de otra forma después de enfrentarme con la
evidencia de aquel horror: con aquella cosa en el umbral.
Hasta entonces, también a mí me habían parecido simple locura ciertas cosas.
Incluso ahora me pregunto si estaba equivocado… o si estaré loco, después de todo.
No lo sé… aunque hay otras personas que tienen extrañas cosas que contar de
Edward y Asenath Derby, e incluso la impasible policía quedó fuertemente
impresionada a raíz de aquella última y terrible visita. Han intentado elaborar una
teoría diciendo que se trataba de una macabra broma o advertencia de unos criados
despedidos, pero en el fondo de su corazón saben que la verdad es algo infinitamente
más terrible e inaudita.
De modo que insisto en que no he asesinado a Edward Derby. Tal vez pueda
decirse que me vengué de él, y al hacerlo libré a la tierra de un horror cuya
supervivencia pudo haber provocado indecibles terrores en todo el género humano.
Existen oscuras zonas de sombra cerca de nuestros senderos cotidianos, y de cuando
en cuando abre un pasadizo a través de ellas. Cuando esto ocurre, el hombre que lo
sabe debe golpear antes de calcular las consecuencias.
Había conocido a Edward Pickman Derby desde que era un niño. Ocho años más
joven que yo, era tan precoz que teníamos muchas cosas en común cuando él había
cumplido los ocho años y yo los dieciséis. Era el estudiante más asombroso que había
conocido en toda mi vida, y a los siete años escribía versos de tono sombrío,
fantástico y casi morboso que dejaban estupefactos a los tutores que le rodeaban. Tal
vez su educación privada y la vida de reclusión que llevaba habían contribuido a su
prematuro florecimiento. Hijo único, era un muchacho físicamente débil, cosa que
preocupaba a sus padres y les indujo a mantenerlo estrechamente pegado a ellos.
Nunca le permitieron salir sin que le acompañara su institutriz, y muy raramente tenía
ocasión de jugar sin trabas con otros chiquillos. Todo esto alimentó, indudablemente,
una extraña y secreta vida interior en el muchacho, con la imaginación como única
válvula de escape.
De todos modos, lo que había aprendido a su edad era prodigioso, y su facilidad
para escribir me cautivaba, a pesar de ser mucho mayor que él. En aquella época me
sentía inclinado hacia un tipo de arte extravagante, y descubrí en aquel chiquillo una
rara afinidad con mis aficiones. Lo que había detrás de nuestro común amor a las
sombras y a lo maravilloso era, sin duda alguna, el ambiente de la ciudad en la cual
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vivíamos: la antigua Arkham, poblada de leyendas de encantamientos y de brujería.
Con el tiempo, mis aficiones se desviaron hacia la arquitectura y abandoné el
proyecto de ilustrar un libro de poemas demoníacos de Edward, aunque nuestra
camaradería no disminuyó por ello. El genio del joven Derby se desarrolló de un
modo notable, y al cumplir los dieciocho años publicó un tomo de poesías macabras
con el título de Azathoíh y Otros Horrores que produjo verdadera sensación.
Mantenía correspondencia con el conocido poeta baudelariano Justin Geoffrey, que
escribió La Gente del Monolito y murió en un manicomio en 1926, después de una
visita a una siniestra aldea húngara.
En los asuntos prácticos, en cambio, Derby se mostraba inoperante debido a la
existencia retraída que había llevado.
Su salud había mejorado, pero era incapaz de viajar solo, de tomar decisiones por
su cuenta o de asumir responsabilidades. Pronto se hizo evidente que no estaba
capacitado para luchar en el campo de los negocios ni en un terreno profesional,
aunque la fortuna de su familia era tan grande que aquello no constituía ninguna
tragedia. A medida que se hacía mayor, conservaba un engañoso aspecto infantil.
Rubio y de ojos azules, tenía la sonrosada tez de un chiquillo; y sus tentativas de
dejarse el bigote fracasaban lamentablemente. Su voz era suave y musical, y con su
estatura y lo correcto de sus facciones hubiera obtenido un notable éxito entre el
elemento femenino de no haber mediado su timidez, que le mantenía apegado a una
vida de reclusión y de estudio.
Los padres de Derby le llevaban al extranjero cada verano, y captó rápidamente
los aspectos externos del pensamiento y de la expresión europeos. Su talento, al estilo
de Poe, se inclinó más y más hacia lo decadente, al tiempo que despertaban en él
otras sensibilidades artísticas. En aquella época sosteníamos apasionadas discusiones.
Yo había estado en Harvard, había estudiado en la oficina de un arquitecto de Boston,
me había casado, y finalmente había regresado a Arkham para practicar mi profesión,
instalándome en el hogar familiar de la Saltonstall Street, ya que mi padre se había
trasladado a Florida por motivos de salud. Edward solía venir casi todas las noches,
hasta que empecé a considerarle como un miembro más de la familia. Tenía un modo
característico de llamar a la puerta, que llegó a convertirse en una verdadera llamada-
clave, de modo que después de cenar siempre prestaba atención en espera de oír los
tres golpes rápidos, seguidos de otros dos después de una breve pausa. También yo le
visitaba en su casa, aunque con menos frecuencia, y observaba con envidia los
volúmenes que llenaban su biblioteca, siempre en aumento.
Derby ingresó en la Universidad Miskatonic de Arkham, ya que sus padres no le
permitieron separarse de ellos. Ingresó a los dieciséis años y terminó el curso en tres
años, especializándose en literatura inglesa y francesa y obteniendo excelentes notas
en todas las materias, excepto en matemáticas y en ciencias. Se mezclaba muy poco
con los otros estudiantes, aunque contemplaba con envidia al grupo de los
«bohemios», cuyo lenguaje rebuscado e irónica «pose» imitaba, y cuya dudosa
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conducta deseaba atreverse a adoptar.
Lo que hizo fue convertirse en un partidario casi fanático dé las ciencias mágicas
y ocultas, tema que ha hecho famosa a la biblioteca de la Universidad Miskatonic.
Vagando siempre por los terrenos de la fantasía, allí encontró alimento para las más
descabelladas. Leyó cosas tales como el espantoso Libro de Eibon, el
Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, y el prohibido Necronomicon del loco Abdul
Alhazred, aunque no les dijo a sus padres que los había leído. Edward tenía veinte
años cuando nació mi único hijo, y pareció complacido cuando le puse al niño el
nombre de Edward Derby Upton, en honor suyo.
Al cumplir los veinticinco años, Edward Derby era un joven prodigiosamente
culto y un conocido poeta, aunque su falta de contactos y de responsabilidades no
habían dado impulso a su carrera literaria, que por otra parte pecaba quizá de falta de
originalidad en la elección de temas y de un exceso de erudición. Yo era quizá su
amigo más íntimo, encontrando en él una inagotable mina de teorías vitales, en tanto
que él acudía a mí en busca de consejo en aquellos asuntos que no deseaba consultar
con sus padres. Permanecía soltero —más por timidez, inercia y protección paterna
que por inclinación—, y su vida social estaba reducida a la mínima expresión.
Cuando estalló la guerra, su estado de salud y su timidez congénita le impidieron
alistarse. Yo presté servicio en Plattsburg, pero no fui a ultramar.
Pasaron los años. La madre de Edward murió cuando él tenía treinta y cuatro
años, y durante unos meses se vio afectado por una rara enfermedad psicológica. Su
padre se lo llevó a Europa, y trató de sacarle de aquel estado, sin efectos visibles. Más
tarde, pareció experimentar una especie de grotesco regocijo, como si tratara de
escapar de una invisible esclavitud. Empezó a mezclarse con el grupo más
«avanzado» de la Universidad a pesar de su edad, y estuvo presente en algunos
hechos muy poco recomendables. En cierta ocasión se vio obligado a pagar una
importante suma (que me pidió prestada) a un chantajista, para evitar que su padre se
enterara de su participación en cierto asunto. En Arkham corrían extraños rumores
acerca de aquel grupo. Se hablaba incluso de magia negra y de acontecimientos que
iban más allá de todo lo creíble.
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II
Edward tenía treinta y ocho años cuando conoció a Asenath Waite. En aquella época,
ella tenía veintitrés años, y seguía un curso especial de metafísica medieval en la
Universidad Miskatonic. La hija de un amigo mío la había conocido anteriormente —
en la Escuela Superior de Kingsport—, y se sentía inclinada a rehuirla a causa de su
extraña reputación. Era morena, bajita, y de aspecto atractivo salvo en un detalle:
tenía los ojos muy salientes. Pero en su expresión había algo que apartaba de su lado
a las personas sensibles. Sin embargo, lo que más influía en alejar de ella a la
mayoría de la gente era su procedencia y su conversación. Era una Waite de
Innsmouth, y durante generaciones Innsmouth y sus habitantes habían sido tema de
oscuras leyendas. Se hablaba de unos horribles tratos estipulados alrededor del año
1850, y de un extraño elemento «no completamente humano» en las antiguas familias
de aquel puerto pesquero.
El caso de Asenath estaba agravado por el hecho de que era hija de Ephraim
Waite: la hija que había tenido en su vejez con una esposa desconocida que siempre
se cubría el rostro con un velo. Ephraim vivía en una antigua casa de la Washington
Street, de Innsmouth, y los que habían visto aquella mansión (los habitantes de
Arkham evitaban en la medida de lo posible ir a Innsmouth) decían que las ventanas
del ático estaban siempre tapiadas, y que a veces surgían extraños ruidos del interior
de la casa al hacerse de noche. Se sabía que el anciano había sido un entusiasta
aficionado a la magia en su juventud, y se aseguraba —aunque esto pertenecía al
campo de la leyenda— que podía provocar o aplacar tormentas en el mar, a su antojo.
Yo le había visto un par de veces en la época de mi mocedad, cuando venía a Arkham
para consultar algún volumen olvidado de la biblioteca de la Universidad, y me había
desagradado profundamente su rostro lobuno y saturnino, con su barbilla de color gris
acerado. Había muerto loco —en circunstancias algo raras, por cierto—, poco antes
de que su hija Asenath ingresara en la Escuela Superior, y la muchacha tenía las
mismas ávidas pupilas de su padre, y a veces su aspecto era tan diabólico como el del
viejo Waite.
El amigo cuya hija había ido a la escuela con Asenath Waite contó unas cosas
muy raras cuando empezó a hablarse de las relaciones de Edward con la muchacha.
Asenath, al parecer, se las había dado de maga durante su permanencia en la escuela;
y, en realidad, había efectuado algunas demostraciones asombrosas. Al igual que su
padre, afirmaba que podía provocar tormentas, aunque su aparente éxito solía
atribuirse a una misteriosa capacidad de predicción. Todos los animales huían de ella,
y podía hacer aullar a cualquier perro mediante ciertos movimientos de su mano
derecha. En ocasiones se expresaba en unos términos impropios de una muchacha de
su edad, hablando de unos temas que asustaban y escandalizaban a sus compañeras,
cosa que parecía complacerla muchísimo.
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Aunque más infrecuentes, existían casos comprobados de su influencia sobre
otras personas. Era, sin lugar a dudas, una persona dotada de cualidades hipnóticas.
Mirando fijamente a una de sus compañeras, podía infundirle una clara sensación de
un cambio de personalidad… como si el sujeto quedara situado momentáneamente en
el cuerpo de la maga, cuyos ojos brillaban, más salientes que nunca, con una
pavorosa expresión. Asenath hacía a menudo sorprendentes afirmaciones acerca de la
naturaleza de la conciencia y de su independencia de la estructura física… o por lo
menos del proceso vital de la estructura física. La principal de sus quejas, sin
embargo, derivaba del hecho de no ser un hombre, ya que creía que el cerebro
masculino poseía unos poderes cósmicos exclusivos y mucho más amplios. Si
pudiera contar con el cerebro de un hombre, afirmaba, sería capaz no sólo de igualar,
sino de superar a su padre en el dominio de las fuerzas desconocidas.
Edward conoció a Asenath en una reunión intelectual celebrada en casa de uno de
los estudiantes, y no supo hablarme de nada más cuando vino a verme al día
siguiente. Le había maravillado el conocimiento que la muchacha había demostrado
de las materias que tanto le interesaban, y además le había gustado mucho su aspecto.
Yo no había visto nunca a la joven, y apenas recordaba las referencias que me habían
dado acerca de su físico, pero sabía quién era. El interés que Derby mostraba por ella
me pareció lamentable, pero no dije nada que lo dejara suponer, porque me constaba
que los efectos hubiesen sido contraproducentes, dado el carácter obstinado de mi
amigo, tan aficionado a la contradicción. De todos modos, Edward me dijo que no le
hablaría de ella a su padre.
Durante las semanas que siguieron, el joven Derby apenas me habló de otra cosa
que de Asenath. Otras personas se habían fijado en la galantería otoñal de Edward,
aunque estaban de acuerdo en que no representaba la edad que tenía, o por lo menos
no desentonaba al lado de su pareja. A pesar de su indolencia y de la vida sedentaria
que llevaba, conservaba la línea, como vulgarmente se dice, y en su rostro no había
ninguna arruga. Asenath, en cambio, tenía las prematuras patas de gallo que revelan
el ejercicio de una intensa voluntad.
Poco tiempo después, Edward se presentó en mi casa acompañado de la
muchacha para que la conociera, e inmediatamente me di cuenta de que el interés de
mi amigo no era unilateral. Asenath le miraba continuamente con un aire casi voraz,
y comprendí que su intimidad era absoluta. Unos días más tarde recibí la visita del
anciano Mr. Derby, al que siempre había admirado y respetado. Había oído las
habladurías acerca de la nueva amistad de su hijo, y había conseguido que «el
muchacho» le contara toda la verdad. Edward quería casarse con Asenath, e incluso
había estado buscando una vivienda en los suburbios. Conociendo la gran influencia
que yo tenía sobre su hijo, el padre deseaba mi intervención para tratar de quitarle
aquella idea de la cabeza; pero yo expresé las dudas que sentía al respecto. Esta vez
no se trataba de la débil voluntad de Edward, sino de la fuerte voluntad de la mujer.
El sempiterno chiquillo había transferido su dependencia de la imagen del padre a
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una nueva imagen, mucho más fuerte, y todo lo que se intentara, con mi intervención
o sin ella, resultaría inútil.
La boda se celebró al cabo de un mes, civilmente, por expreso deseo de la novia.
Mr. Derby, siguiendo mi consejo, no presentó ninguna objeción, y él, mi esposa, mi
hijo y yo asistimos a la breve ceremonia. Los otros invitados eran algunos jóvenes
estudiantes. Asenath había adquirido la antigua mansión de Crowninshield, al final de
la High Street, y los recién casados se proponían instalarse allí después de un corto
viaje a Innsmouth, de donde pensaban traerse tres criados y algunos libros y
utensilios domésticos. Probablemente, Asenath decidió instalarse en Arkham, en vez
de regresar a su hogar paterno, más por el deseo de estar cerca, de la Universidad, de
su biblioteca y de su grupo de «sofisticados», que por consideración a Edward y a su
padre.
Cuando Edward me visitó después de la luna de miel, me pareció que había
cambiado ligeramente. Asenath le había obligado a afeitarse el incipiente bigote, pero
el cambio era mucho más profundo. Parecía más serio y más pensativo, y su habitual
expresión de rebeldía infantil se había trocado en otra de verdadera melancolía. No
llegué a poner en claro si el cambio me agradaba o me desagradaba. Desde luego,
ahora daba la impresión de que era un adulto, lo cual resultaba más normal. Quizás el
matrimonio le había beneficiado… Quizás el cambio de forma de dependencia era un
punto de partida hacia una verdadera neutralización, como etapa previa para una
independencia responsable. Vino a mi casa solo, ya que Asenath estaba muy ocupada.
Se había traído un montón de libros y de aparatos de Innsmouth (Derby se estremeció
mientras pronunciaba el nombre) y estaba terminando de arreglar su nuevo hogar.
La mansión de Crowninshield era un lugar más bien desagradable, aunque le
había permitido aprender algunas cosas sorprendentes. Bajo la dirección de Asenath,
estaba progresando muchísimo en el campo de los conocimientos esotéricos. Algunos
de los experimentos propuestos por ella eran muy atrevidos y radicales —no se sentía
autorizado a describirlos—, pero tenía plena confianza en los poderes y en las
intenciones de su esposa. Los tres criados eran unos personajes muy raros: una pareja
increíblemente anciana que había estado al servicio del viejo Ephraim y que aludía
frecuentemente a él y a la difunta madre de Asenath en términos enigmáticos, y una
joven morena y contrahecha que parecía exudar un perpetuo olor a pescado.
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III
En los dos años que siguieron, las visitas de Derby fueron haciéndose cada vez menos
frecuentes. A veces transcurría una quincena sin que resonaran en la puerta de mi
casa las tres llamadas cortas seguidas de otras dos largas. Y cuando me visitaba —o
cuando, con menos frecuencia aún, yo le visitaba a él—, se mostraba muy poco
dispuesto a conversar sobre ciertos temas. Había adquirido una extraña reticencia en
lo que respecta al tema de sus estudios ocultos, los cuales solía describir y discutir tan
minuciosamente, y prefería no hablar de su esposa. Asenath había envejecido
enormemente desde su matrimonio, hasta el punto de que ahora parecía la más vieja
de los dos. Su rostro tenía la expresión más fríamente decidida que yo había visto, y
todo su aspecto parecía adquirir una vaga y repulsiva característica. Mi esposa y mi
hijo lo notaron lo mismo que yo, y dejamos paulatinamente de visitarla… por lo cual,
según admitió Edward en uno de sus momentos de infantil desahogo, ella nos estaba
muy agradecida. Ocasionalmente, los Derby realizaban largos viajes, diciendo a todo
el mundo que iban a Europa, aunque Edward sugería a veces destinos enigmáticos.
La gente empezó a hablar del cambio experimentado por Edward Derby después
del primer año. Habladurías sin gran consistencia, ya que el cambio era puramente
psicológico; pero que ponían de relieve algunos puntos interesantes. De cuando en
cuando, veíase a Edward mostrando una expresión y haciendo cosas totalmente
incompatibles con su naturaleza indolente de siempre. Por ejemplo, en épocas
pasadas no había podido conducir nunca un automóvil, en tanto que ahora podía
vérsele ocasionalmente entrar o salir de la mansión de Crowninshield en el poderoso
Packard de Asenath, conduciéndolo como un maestro y sorteando los escollos del
tráfico con una habilidad, y una decisión completamente ajenas a su acostumbrado
carácter. En tales casos siempre parecía regresar de un viaje o disponerse a emprender
uno. Todo el mundo ignoraba la clase de viajes que realizaba, aunque casi siempre
enfilaba la carretera de Innsmouth.
Sorprendentemente, la metamorfosis no parecía complacer a nadie. La gente
decía que Edward, en aquellos momentos, se parecía demasiado a su esposa, e
incluso al viejo Ephraim Waite. O quizás aquellos momentos resultaban
sorprendentes debido a lo espaciado de su manifestación. A veces, horas después de
haberse marchado de aquel modo, regresaba hundido en el asiento trasero del
automóvil, el cual era conducido por un chófer alquilado. Asimismo, su aspecto en
las calles cuando salía para atender a sus cada día menores contactos sociales
(incluyendo las visitas a mi casa), era el indeciso de épocas pasadas… con su
irresponsable infantilismo más acusado aún que en aquellas épocas. En tanto que el
rostro de Asenath envejecía, el de Edward —exceptuando aquellas ocasiones
excepcionales— parecía relajarse en una especie de exagerada inmadurez, que sólo se
borraba cuando aparecía en él la sombra de la nueva melancolía o comprensión. Era
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realmente muy intrigante. Los Derby frecuentaban cada vez menos el «avanzado»
grupito universitario, y no por su voluntad, según se decía, sino porque sus actuales
estudios horrorizaban incluso a los más endurecidos de entre ellos.
En el tercer año de su matrimonio Edward empezó a sugerirme abiertamente
ciertos temores y preocupaciones. A veces dejaba caer observaciones tales como «las
cosas van demasiado lejos», o «tengo que recobrar mi identidad». Al principio pasé
por alto esas observaciones, pero con el tiempo empecé a interrogarle prudentemente,
recordando lo que la hija de mi amigo había dicho acerca de la influencia hipnótica
de Asenath sobre las otras muchachas de la escuela: los casos en que algunas de ellas
habían experimentado la sensación de encontrarse dentro del cuerpo de Asenath. Mis
preguntas parecieron alarmarle y aliviarle a la vez, y en cierta ocasión murmuró algo
acerca de sostener una seria conversación conmigo, más tarde.
Por aquella época falleció el anciano Mr. Derby, circunstancia que más tarde
agradecí al cielo. Edward tuvo un gran disgusto, aunque el hecho no desorganizó su
vida. Desde que se había casado visitó muy poco a su padre, ya que Asenath había
concentrado en sí misma todo sentido de lazo familiar. Algunos dijeron que se había
tomado la muerte de su padre con una monstruosa insensibilidad… especialmente al
observar la mayor frecuencia de sus petulantes modales al volante de su automóvil.
Edward quería trasladarse a la antigua mansión familiar, pero Asenath insistió en
quedarse en el caserón de Crowninshield, que ella había arreglado a su gusto.
Poco después, mi esposa se enteró de algo muy raro a través de una amiga: una de
las pocas que no había dejado de relacionarse con los Derby. La amiga en cuestión
había ido a la High Street para visitar a la pareja y había visto un automóvil que salía
del garaje de la casa y se alejaba rápidamente: encima del volante había el rostro
petulante y casi burlón de Edward. Cuando hizo sonar el timbre de la puerta, la
repulsiva sirvienta le dijo que Asenath también estaba fuera; pero, al marcharse, se
había vuelto a mirar hacia la casa. Allí, en una de las ventanas de la biblioteca de
Edward, había entrevisto una cara que se apartó rápidamente: una cara cuya
expresión de dolor, de derrota y de desesperanza era indescriptible. Era —por
increíble que pudiera parecer, dado su habitual aspecto dominante— la cara de
Asenath; sin embargo, la visitante había jurado que en aquel momento le miraron
desde ella los melancólicos y enturbiados ojos del pobre Edward.
Las visitas de Edward se hicieron ahora un poco más frecuentes, y sus alusiones
un poco menos veladas. Lo que decía resultaba increíble, incluso en una ciudad como
Arkham, donde las leyendas eran seculares. Pero lo afirmaba con una sinceridad y un
convencimiento que inducían a temer por su salud mental. Hablaba de terribles
reuniones en lugares solitarios, de ciclópeas ruinas en el corazón de los bosques del
Maine, debajo de las cuales amplias escalinatas conducían a abismos de tenebrosos
secretos, de pasadizos que conducían a través de paredes invisibles a otras regiones
del espacio y del tiempo, y de espantosos intercambios de personalidad que permitían
exploraciones de lugares remotos y prohibidos, en otros mundos, y en una distinta
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continuidad espacio-tiempo.
De cuando en cuando acompañaba sus absurdos relatos con la exhibición de
objetos que me desagradaban profundamente: objetos cuya estructura y colorido no
recordaban ninguna cosa terrestre, cuyas absurdas curvas y superficies no respondían
a ningún propósito concebible ni seguían ninguna concebible geometría. Aquellas
cosas, decía, procedían «del exterior»; y su esposa sabía cómo obtenerlas. A veces —
aunque siempre en asustados y ambiguos susurros—, sugería cosas acerca del viejo
Ephraim Waite, al cual había visto ocasionalmente en la biblioteca de la Universidad
en épocas pasadas. Las sugerencias no eran nunca específicas, pero parecían implicar
ciertas dudas particularmente horribles, insinuando la posibilidad de que el viejo
hechicero no estuviera realmente muerto… lo mismo en el sentido espiritual que en el
corporal.
En ocasiones, Derby se interrumpía bruscamente en medio de una frase, y yo me
preguntaba si Asenath podía haber adivinado a distancia lo que estaba diciendo y
haberle obligado a callar por medio de algún tipo desconocido de mesmerismo
telepático… algún poder de la misma clase de los que había manifestado en la
escuela. Desde luego, Asenath sospechaba que su marido me contaba aquellas cosas,
ya que a medida que transcurrían las semanas trataba de poner término a sus visitas,
con palabras y miradas de una potencia inexplicable. A Edward le resultaba difícil
venir a mi casa, ya que siempre que pretendía ir a alguna parte una fuerza invisible
parecía paralizar sus movimientos o hacerle olvidar el lugar al cual había pensado
dirigirse. Sus visitas solían producirse cuando Asenath estaba fuera… «fuera en su
propio cuerpo», como me dijo en cierta ocasión, absurdamente, el propio Edward. A
su regreso, se enteraba siempre de lo que había hecho su marido —los criados
espiaban sus entradas y salidas—, aunque era evidente que consideraba inoportuno
adoptar medidas drásticas al respecto.
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IV
Derby llevaba casado más de tres años aquel día de agosto en que recibí el telegrama
expedido en Maine. Hacía dos meses que no le había visto, pero había oído decir que
estaba fuera, en viaje «de negocios». Se suponía que Asenath estaba con él, aunque se
murmuraba que detrás de las ventanas de dobles visillos del caserón de
Crowninshield había alguien. La gente —los curiosos de siempre— se había
dedicado a espiar las compras que efectuaban los criados. Y, ahora, el jefe de policía
de Chesuncook me telegrafiaba hablándome del demente que había sido encontrado
vagando por el bosque, profiriendo gritos y llamándome para que le protegiera. Era
Edward… y sólo había podido recordar su propio nombre y dirección.
Chesuncook se encuentra cerca del más selvático y menos explorado cinturón de
bosques del Maine, e invertí todo un día de incómodo viaje en automóvil a través de
fantásticos paisajes en llegar allí. Encontré a Derby en una celda de la cárcel del
pueblo, sumido en alternativas de frenesí y de apatía. Me reconoció inmediatamente,
y empezó a dirigirme un torrente de palabras incomprensibles y semiincoherentes.
—¡Dan! ¡Por el amor de Dios! ¡El foso de los shaggoths! Debajo de los seis mil
peldaños… la abominación de las abominaciones… Nunca dejé que ella me llevara, y
luego me encontré allí… ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! La forma se levantó del altar, y había
quinientos que aullaron… La Cosa Encapuchada baló «¡Kamog! ¡Kamog!»… que era
el nombre secreto del viejo Ephraim en el aquelarre. Yo estaba allí, donde ella había
prometido no llevarme… Un momento antes me encontraba encerrado en la
biblioteca, y luego estaba allí adonde ella había ido con mi cuerpo… en el lugar de
negra impiedad, en la fosa donde empieza el reino de las tinieblas y el centinela
custodia la verja… vi un shaggoth… cambió de forma… no puedo soportarlo… la
mataré si me envía allí otra vez… mataré a aquel ente… a ella, a él… ¡Los mataré!
¡Los mataré con mis propias manos!
Me costó una hora tranquilizarle, pero al fin lo conseguí. Al día siguiente adquirí
ropas nuevas en el pueblo y emprendí el camino de regreso hacia Arkham en
compañía de Edward. Su histerismo se había desvanecido y se mantenía silencioso,
aunque al pasar por Augusta empezó a murmurar palabras ininteligibles… como si la
vista de una ciudad despertara en él desagradables recuerdos. Era evidente que no
deseaba regresar a su casa; y teniendo en cuenta las horribles fantasías que imaginaba
acerca de su esposa —fantasías provocadas indudablemente por algún tratamiento
hipnótico a que había sido sometido—, pensé que sería preferible que no lo hiciera.
Decidí llevármelo a mi casa por algún tiempo, aunque el hacerlo me indispusiera con
Asenath. Más tarde le ayudaría a obtener el divorcio, ya que en aquel matrimonio
existían factores mentales que lo convertían en un suicidio para Edward. Cuando
salimos a campo abierto, Derby dejó de murmurar, y le dejé que dormitara en el
asiento contiguo al mío mientras yo conducía.
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Cuando llegamos a Portland, a la puesta del sol, empezó de nuevo a murmurar,
menos ininteligiblemente que antes. Agucé él oído y capté un torrente de
despropósitos acerca de Asenath. Edward tenía los nervios completamente
destrozados, ya que de otro modo no se explica que tuviera aquella serie de
alucinaciones a propósito de su esposa. El trance que estaba pasando, murmuró
furtivamente, no era más que uno de tantos de una larga serie. Asenath estaba
apoderándose de él, y sabía que algún día no le dejaría escapar. Ahora mismo le había
dejado escapar cuando le fue imposible retenerlo más, ya que a distancia no podía
retenerlo mucho tiempo. Continuamente se apoderaba de su cuerpo y lo trasladaba a
escondidos lugares donde se celebraban unos espantosos ritos, dejándole a él, en el
interior del cuerpo de ella, encerrado en alguna habitación… aunque a veces no podía
retenerlo y Edward se encontraba repentinamente dentro de su propio cuerpo en
algún lugar lejano, horrible y a menudo desconocido. A veces Asenath se apoderaba
de nuevo de él, y a veces no podía hacerlo. Con frecuencia se encontraba abandonado
en un lugar como aquel en el cual le había encontrado yo… y se veía obligado a
alquilar un chófer que condujera su automóvil hasta Arkham, después de haber
localizado el vehículo.
Lo peor era que Asenath le retenía más y más a medida que pasaba el tiempo.
Asenath deseaba ser un hombre —para ser completamente humana—, y por eso se
apoderaba de él. Al conocerle, se había dado cuenta de que poseía un cerebro
despejado y una voluntad débil. Algún día, Asenath desaparecería con el cuerpo de
Edward… desaparecería para convertirse en una gran maga como su padre y le
dejaría dentro de aquella cáscara femenina que ni siquiera era completamente
humana. Sí, ahora lo sabía todo acerca de Innsmouth. Había existido un tráfico con
cosas procedentes del mar… algo horrible. Y el viejo Ephraim se había enterado del
secreto, y al envejecer hizo una cosa horrible para mantenerse vivo… deseaba vivir
eternamente… Asenath podía conseguirlo también…
Mientras Derby murmuraba todas estas cosas me volví a mirarle fijamente,
comprobando la impresión de cambio que un anterior escrutinio me había producido
ya. Paradójicamente, su aspecto parecía haber mejorado: más duro, más normalmente
desarrollado, y sin el menor rastro de la enfermiza dejadez causada por sus indolentes
hábitos. Era como si hubiera sido realmente activo y adecuadamente ejercitado por
primera vez en su mimada existencia, y estimé que la fuerza de Asenath debía de
haberse introducido en él a través de inimaginables conductos, inspirándole vigor y
agilidad. Su mente, en cambio, se encontraba en un lamentable estado, ya que no
dejaba de murmurar cosas extravagantes acerca de su esposa, acerca del viejo
Ephraim, y acerca de alguna revelación que me convencería incluso a mí. Repetía
nombres que yo recordaba haber visto en las páginas de antiguos volúmenes de la
biblioteca de la Universidad, y a veces me hacía estremecer con cierta amenaza de
mitológica consistencia —o de convincente coherencia—, que surgía a través de sus
incoherentes frases. Se interrumpía una y otra vez, como si estuviera reuniendo el
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valor necesario para una revelación final y más terrible.
—Dan, Dan, ¿te acuerdas de él? ¿Te acuerdas de sus ojos salvajes y de su
descuidada barba que nunca encanecía? Me miró una vez, y nunca he olvidado
aquella mirada. Ahora, ella me mira del mismo modo. ¡Y sé por qué! Él la encontró
en el Necronomicon… la fórmula. No me atrevo aún a decirte en qué página, pero
cuando lo haga podrás leerlo y comprender. Entonces sabrás lo que me ha engullido.
Siempre, siempre, siempre, siempre… cuerpo a cuerpo a cuerpo… él no quería morir
nunca. El calor vital… él sabía cómo romper el eslabón… algo que puede ser eficaz
por un tiempo incluso cuando el cuerpo está muerto. Te estoy dando pistas y tal vez
puedas descubrirlo. Escucha, Dan, ¿sabes por qué mi esposa se pasa el tiempo
consultando aquellos estúpidos libros antiguos? ¿Has visto alguna vez un manuscrito
del viejo Ephraim? ¿Quieres saber por qué me estremecí cuando vi algunas notas
apresuradas que Asenath había tomado?
«Asenath… ¿existe tal persona en realidad? ¿Por qué dieron a entender que
había veneno en el estómago del viejo Ephraim? ¿Por qué hablaron los Gilman acerca
del modo como se había encogido —como un chiquillo asustado— cuando se volvió
loco y Asenath le encerró en el ático acolchado donde… el otro… había estado? ¿Era
el alma del viejo Ephraim la que estaba encerrada allí? ¿Quién encerró a quién?
¿Por qué había sido encerrado allí durante meses por alguien que tenía una mente
despejada y una voluntad débil? ¿Por qué se lamentó de que su hija no fuera un hijo?
Dime, Daniel Upton, ¿qué diabólico cambio se perpetró en la casa de horror donde
aquel monstruo impío tenía su morada, con una niña de voluntad débil a su merced?
¿No consiguió el viejo Ephraim que el cambio fuese permanente… como ella hará al
final conmigo? Dime por qué la cosa que se llama a sí misma Asenath tiene una
escritura tan parecida a la de…».
En aquel momento ocurrió la cosa. La voz de Derby había ido aumentando de
volumen, y se interrumpió repentinamente de un modo casi mecánico. Pensé en
aquellas otras ocasiones en mi casa cuando sus confidencias se habían interrumpido
bruscamente, sugiriéndome la idea de que alguna oscura fuerza telepática de Asenath
había actuado sobre Edward obligándole a guardar silencio. Lo de ahora, sin
embargo, era algo completamente distinto… y mucho más horrible. El rostro que
estaba a mi lado se retorció por unos instantes hasta hacerse casi irreconocible, en
tanto que a través de todo el cuerpo discurría un estremecimiento, como si todos los
huesos, órganos, músculos, nervios y glándulas estuvieran reajustándose a sí mismos
a una posición completamente distinta, a un cambio radical de personalidad.
Me sería imposible decir hasta dónde llegó el supremo horror; sin embargo, me
invadió una ola tal de asco y de repugnancia, una sensación tal de incongruencia y de
anormalidad, que las manos con que empuñaba el volante temblaron, inseguras. La
figura que estaba a mi lado no tenía ningún parecido con el amigo de toda la vida,
sino que semejaba un monstruoso intruso del espacio exterior… una espantosa
encarnación de desconocidas y maléficas fuerzas cósmicas.
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Mi aturdimiento no duró más que un par de segundos, pero en aquel brevísimo
espacio de tiempo mi compañero se apoderó del volante y me obligó a cambiar de
asiento con él. La oscuridad era ahora casi absoluta a nuestro alrededor, y las luces de
Portland habían quedado muy atrás, de modo que no pude ver claramente el rostro de
Edward. El brillo de sus ojos, sin embargo, era espantoso; y supe que debía
encontrarse en aquel sorprendente estado energético —tan distinto a su estado
habitual— que había llamado la atención de la gente. Parecía increíble que el
indolente Edward Derby —siempre tan inseguro de sí mismo y que nunca había
aprendido a conducir— pudiera darme órdenes y tomar el volante de mi propio
automóvil, pero esto era precisamente lo que había ocurrido. Permaneció silencioso
durante algún tiempo, y en mi inexplicable horror me alegré de que no hablara.
Al resplandor de las luces de Biddeford y de Saco vi su boca firmemente fruncida
y me estremecí al entrever el brillo de sus ojos. La gente estaba en lo cierto: Edward
tenía un espantoso parecido a su esposa y al viejo Ephraim en aquellos momentos. No
me extrañó que ese desacostumbrado aspecto de mi amigo inspirase repulsión: desde
luego, había en él algo antinatural, y a mí me impresionó mucho más debido a las
horribles cosas que le había oído decir a Edward. Aquel hombre no tenía nada que
ver con el Edward Pickman Derby que había conocido desde niño: era un
desconocido… un intruso procedente de los misteriosos y oscuros abismos.
No habló hasta que nos encontramos en un paraje solitario, y cuando lo hizo su
voz me pareció la de un desconocido. Era más profunda, más firme y más incisiva
que la de Edward; incluso su acento y su pronunciación parecían distintos, y de un
modo vago, remoto y más bien inquietante me recordaban algo que no conseguí
localizar. El tono era irónico, pero no con la ironía «sofisticada» habitual en Derby,
sino con una ironía más retorcida, más «diabólica». Quedé maravillado ante el
dominio de sí mismo que mostraba inmediatamente después de sus manifestaciones
de pánico.
—Espero que olvidarás lo que ha sucedido, Upton —estaba diciendo—. Ya sabes
cómo tengo los nervios, y espero que sabrás disculparme. Te agradezco mucho, desde
luego, que vinieras a buscarme para llevarme a casa.
»Y debes de olvidar, también, todas esas locuras que he estado diciendo acerca de
mi esposa… y acerca de otras cosas de tipo general. Esto es lo que sucede cuando se
investiga demasiado a fondo en un terreno como el mío. Mi filosofía está llena de
conceptos raros, y cuando la mente está saturada imagina toda clase de aplicaciones
concretas. Tengo que tomarme una temporada de descanso… probablemente no me
verás durante algún tiempo, y no tienes por qué culpar de ello a Asenath.
»Este viaje era un poco raro, pero en realidad se trataba de algo muy sencillo. En
los bosques septentrionales hay algunas reliquias indias… monolitos, etc., muy
importantes desde el punto de vista folklórico, y Asenath y yo las estamos
estudiando. El agotamiento, sin duda, me hizo comportarme de un modo estúpido.
Tendré que enviar a alguien en busca del automóvil cuando llegue a casa. Un mes de
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descanso me dejará como nuevo…
No recuerdo cuál fue mi aportación a aquella conversación, ya que me encontraba
completamente aturdido ante la transformación que se había operado en mi
compañero de viaje. A cada momento aumentaba la sensación de cósmico horror en
que me hallaba sumido, hasta el punto de que deseaba ardientemente llegar al final de
aquel fantasmagórico viaje. Derby no sugirió que volviéramos a cambiar de asiento, y
me alegré de la velocidad con que pasamos por Portsmouth y Newburyport.
En el cruce donde la carretera principal se adentra hacia el interior y evita
Innsmouth, temí que el conductor tomara el camino que atraviesa aquel condenado
lugar. No lo hizo, sin embargo, decidiéndose por el que pasa por Rowley y por
Ipswich. Llegamos a Arkham antes de medianoche, y vimos que las luces del viejo
caserón de Crowninshield estaban aún encendidas. Derby se apeó del automóvil
repitiendo sus frases de agradecimiento, y yo me encaminé a mi hogar con una
extraña sensación de alivio. Había sido un viaje terrible —mucho más terrible debido
a que no acertaba a explicarme el motivo—, y no lamentaba en absoluto la
advertencia que me había hecho Derby, es decir, que pasaría algún tiempo sin verle.
Los dos meses siguientes estuvieron llenos de rumores. La gente hablaba de
Derby, diciendo que se le veía con creciente frecuencia en su estado «enérgico», en
tanto que Asenath se hacía menos visible cada día. Recibí una sola visita de Edward,
cuando se presentó en el automóvil de Asenath —que había recuperado del lugar
donde lo había dejado en el Maine—, para reclamarme algunos libros que me había
prestado. Se encontraba en su nuevo estado, y sólo se detuvo el tiempo indispensable
para no parecer descortés. Era evidente que no tenía nada de que hablar conmigo
cuando se encontraba en aquella situación… y me di cuenta de que al llamar a la
puerta no lo había hecho con la antigua señal: tres llamadas cortas, seguidas de dos
largas. Al verle, experimenté una extraña sensación de horror, que no podría explicar;
de modo que la brevedad de su visita me alegró profundamente.
A mediados de septiembre, Derby estuvo fuera durante una semana, y algunos
miembros del grupito de decadentes de la Universidad hablaron del asunto, al parecer
con conocimiento de causa: había ido a visitar a una conocida personalidad en el
campo de las ciencias ocultas, expulsada recientemente de Inglaterra, que había
establecido su cuartel general en Nueva York. Por mi parte, no podía dejar de pensar
en aquel espantoso viaje desde Maine. La transformación de que había sido testigo
me había afectado profundamente, y me sorprendí a mí mismo una y otra vez
tratando de encontrar una explicación al hecho… y al indescriptible horror que me
había inspirado.
Pero los rumores más extraños eran los que se referían a los sollozos que surgían
del viejo caserón de Crowninshield. La voz parecía pertenecer a una mujer, y algunos
opinaban que era la de Asenath. Se oía solamente a raros intervalos, y a veces parecía
ser ahogada por la fuerza. Se habló de efectuar una investigación, aunque la idea no
prosperó, puesto que Asenath apareció un día en la calle y habló alegremente con un
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gran número de personas conocidas… disculpándose por su reciente ausencia y
hablando incidentalmente de los nervios destrozados y del histerismo de un huésped
procedente de Boston. Nadie había visto al huésped en cuestión, pero el aspecto de
Asenath no tenía nada de anormal. Y luego alguien complicó el asunto diciendo que
los sollozos procedían de una voz de hombre.
Una noche de mediados de octubre oía la familiar llamada —tres golpes cortos
seguidos de dos largos— en la puerta de mi casa. Al abrir, me encontré ante Edward,
el Edward de siempre, al que no había vuelto a ver desde aquella horrible
transformación que se había operado en él mientras regresábamos de Chesuncook. En
su rostro se reflejaba una mezcla de temor y de triunfo, y no cesó de mirar
furtivamente por encima de su hombro hasta que cerré la puerta detrás de él.
Me siguió hasta mi estudio, y me pidió un poco de whisky para templar sus
nervios. Ardía en deseos de interrogarle, pero aguardé a que se mostrara dispuesto a
hablar. Finalmente, tomó la palabra.
—Asenath se ha marchado, Dan. Anoche, mientras los criados estaban fuera,
sostuvimos una larga conversación, y le hice prometer que no me atormentaría más.
Desde luego, tengo ciertas… ciertas defensas secretas, de las cuales no te he hablado
nunca. Asenath se enfureció como no puedes imaginar, pero tuvo que prometérmelo.
Luego empaquetó sus cosas y se marchó a Nueva York… Se marchó inmediatamente,
para tomar el tren de las ocho veinte en Boston. Supongo que la gente hablará, pero
no puedo evitarlo. No necesitas mencionar que hay dificultades entre nosotros…
limítate a decir que se ha marchado para efectuar un largo viaje de investigación.
»Probablemente ha ido a reunirse con alguno de sus horribles grupos de
creyentes. Espero que se dirigirá al oeste y pedirá el divorcio… De todos modos, le
hice prometer que se marcharía y que me dejaría en paz. Era algo horrible, Dan… me
estaba robando el cuerpo… convirtiéndome en un preso. Tuve que fingir que lo
aceptaba, mientras trazaba mis propios planes. No me resultaba demasiado difícil, ya
que ella no podía leer en mi mente de un modo literal, ni en detalle. Lo único que
podía captar era un impulso general de rebeldía… y siempre creyó que yo era
inofensivo. Nunca pensó que pudiera imponerme a ella… pero yo tenía un par de
sortilegios que han hecho efecto.
Derby miró por encima de su hombro y bebió un poco más de whisky.
—Esta mañana, cuando han regresado, he despedido a aquellos malditos criados.
Al principio se pusieron tontos, y empezaron a hacer preguntas, pero terminaron por
marcharse. Eran de su misma clase —gente de Innsmouth—, carne y uña con ella.
Espero que me dejarán en paz… no me ha gustado el modo como se han reído al
marcharse. Trataré de localizar a los antiguos criados de papá. Ahora mismo voy a
trasladarme a mi casa.
»Supongo que creerás que estoy loco, Dan, pero en la historia de Arkham constan
hechos parecidos a los que te conté… y a los que voy a contarte. Tú mismo has
presenciado uno de los cambios… en tu automóvil, el día que regresábamos de
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Chesuncook, después de haberte hablado de Asenath. Fue cuando ella se apoderó de
mí, sacándome de mi propio cuerpo. Lo último que recuerdo es que trataba de decirte
quién era ella. En aquel momento, ella se apoderó de mí, y en un abrir y cerrar de
ojos me encontré en la biblioteca de la casa… en la biblioteca donde me habían
encerrado aquellos malditos criados… y en aquel diabólico cuerpo… que ni siquiera
era humano… Ella fue la que hizo el viaje contigo… aquel lobo devorador de mi
cuerpo. ¡Tuviste que notar la diferencia!
Me estremecí, mientras Derby hacía una pausa. Desde luego, yo había notado la
diferencia. Pero ¿podía aceptar una explicación tan absurda, tan descabellada como
ésta? Edward continuó, cada vez más excitado:
—¡Tenía que salvarme a mí mismo, Dan! ¡Tenía que hacerlo! Ella se habría
apoderado completamente de mí el día de Todos los Santos… habrían celebrado un
aquelarre en los bosques de Chesuncook, y allí se habría consumado la cosa. Ella se
habría apoderado de mi cuerpo para siempre, y hubiera sido un hombre, y
completamente humana, tal como deseaba… Supongo que me habría quitado de en
medio, matando a su propio excuerpo conmigo dentro, tal como había hecho antes…
tal como ella, o él, había hecho antes…
El rostro de Edward estaba ahora horriblemente contraído, y lo acercó
inquietantemente al mío mientras su voz se convertía en un susurro.
—Tienes que saber lo que te sugerí en el automóvil: que ella no es Asenath, sino
el viejo Ephraim. Lo sospechaba desde hace año y medio, y ahora lo sé. Su escritura
es exactamente igual que la de su padre, rasgo por rasgo, y a veces dice cosas que
nadie, a no ser un hombre viejo como Ephraim, podría decir. El viejo cambió de
forma con ella cuando sintió acercarse la muerte. Ella era la única que pudo encontrar
con un cerebro apropiado y una voluntad lo bastante débil… se apoderó de su cuerpo
de un modo permanente, tal como ha estado a punto de hacer con el mío, y luego
envenenó el viejo cadáver en cuyo interior estaba Su hija. ¿No has visto el alma del
viejo Ephraim brillando a través de los diabólicos ojos de Asenath docenas de
veces… y a través de los míos cuando ella tenía el control de mi cuerpo?
Edward jadeaba, y se detuvo para tomar aliento. Yo no dije nada; y cuando
Edward volvió a hablar, su voz era casi normal. Se trataba, pensé, de un caso para el
manicomio, aunque no sería yo quien le enviara allí. Quizás el tiempo y el verse libre
de Asenath contribuyeran a su curación. Me daba cuenta de que Edward había
renunciado para siempre a sus aficiones al morboso ocultismo.
—Te lo contaré más tarde. Ahora necesito un largo reposo. Te contaré algo de los
indescriptibles horrores a que ella me condujo… algo de los antiguos horrores que
incluso ahora llenan nuestro mundo. Algunas personas saben cosas acerca del
universo que nadie ha llegado a saber, y pueden hacer cosas que nadie sería capaz de
hacer. Yo he estado metido en ello hasta el cuello, pero ahora todo ha terminado. Si
fuera el bibliotecario de la Universidad, hoy mismo quemaría aquel maldito
Necromicon y todos los demás libracos.
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»Pero, ahora, ella no puede apoderarse de mí. Tengo que marcharme de aquella
casa en cuanto pueda, y regresar a mi verdadero hogar. Tú me ayudarás, lo sé, si
necesito ayuda. Aquellos diabólicos criados, ya sabes… y si la gente empieza a
mostrarse demasiado curiosa acerca de Asenath. Verás, no puedo darles su dirección.
Y luego hay ciertos grupos de investigadores… ciertos cultos, ya sabes… que pueden
interpretar mal nuestra ruptura… algunos de ellos tienen unas ideas y unos métodos
muy raros. Sé que estarás a mi lado si ocurre algo… incluso si me veo obligado a
contarte una cosa que te horrorizará…
Aquella noche, Edward se quedó a dormir en mi casa, y a la mañana siguiente
parecía estar mucho más tranquilo. Discutimos ciertos posibles arreglos para su
traslado a la mansión de los Derby, y yo esperé que no perdiera el tiempo y se
trasladara inmediatamente. A la noche siguiente no vino a casa, pero durante las
semanas posteriores le vi con frecuencia. Hablábamos lo menos posible de cosas
raras y desagradables, y discutíamos el remozamiento de la antigua casa de los Derby
y los viajes que Edward prometió realizar en compañía de mi hijo y mía el verano
siguiente.
De Asenath apenas hablábamos, ya que me daba cuenta de que el tema le
resultaba especialmente desagradable. Las habladurías, desde luego, no cesaban; pero
aquello no era ninguna novedad en relación con los extraños habitantes del viejo
caserón de Crowninshield. Una cosa que no me gustó fue lo que el banquero de
Derby contó en el Miskatonic Club: acerca de los cheques que Edward enviaba
regularmente a un tal Moses Sargent, a una tal Abigail Sargent, y a una tal Eunice
Babson, de Innsmouth Al parecer, sus antiguos criados le estaban haciendo objeto de
un chantaje… aunque él no me había hablado de aquel asunto.
Estaba deseando que llegara el verano —y con él las vacaciones de mi hijo—,
para llevarme a Edward a Europa Me daba cuenta de que su mejoría no era lo rápida
que yo había esperado; en su ocasional hilaridad había siempre una nota de
histerismo, y atravesaba frecuentes períodos de temor y de depresión. La antigua casa
de los Derby estuvo lista para ser habitada en diciembre, pero Edward demoraba
continuamente su traslado. Aunque odiaba y parecía temer el caserón de
Crowninshield, al mismo tiempo parecía estar esclavizado por él, inventaba toda
clase de excusas para aplazar su traslado. Cuando le hablé seriamente de ello, se
mostró inexplicablemente asustado. El antiguo mayordomo de su padre —uno de los
criados que Edward pudo recuperar— me contó un día que los ocasionales merodeos
de Mr. Derby por la casa, y especialmente por la bodega, le parecían raros e
incomprensibles. Le pregunté si se había recibido alguna carta de Asenath, pero el
mayordomo me respondió negativamente.
La catástrofe se produjo una noche del mes de diciembre, en el curso de una de
las visitas de Derby. Estaba hablándole de los viajes que íbamos a realizar el siguiente
verano, cuando de repente se encogió en su silla con un aspecto de indescriptible
pánico… un pánico cósmico, que sólo la más espantosa de las pesadillas podían
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provocar en una mente sana.
—¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios mío! ¡Dan! Lo está arrancando… desde el más
allá… incluso ahora… Ephraim… ¡Kamog! El foso de los shaggoths… ¡Iä! ¡Shub-
Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Crías!
»La llama… la llama… más allá del cuerpo, más allá de la vida… en la tierra…
¡Oh, Dios mío!
Me apresuré a hacerle tragar un poco de vino, mientras su frenesí se trocaba en
una profunda apatía. Se quedó inmóvil, pero sus labios continuaron moviéndose,
como si hablara consigo mismo. De pronto me di cuenta de que estaba tratando de
decirme algo, y acerqué mi oído a su boca para captar las débiles palabras.
—Otra vez… otra vez… lo está intentando… debí suponerlo nada puede detener
aquella fuerza; ni la distancia, ni la magia, ni la muerte… es horrible… ¡Oh, Dan, si
supieras como yo cuán horrible es…!
Inmediatamente se sumió en una especie de sopor. Coloqué algunos almohadones
de modo que estuviera más cómodo y dejé que se durmiera. No avisé a un médico,
porque sabía lo que iba a decir acerca del estado mental de mi amigo, y quería dar
una oportunidad a la naturaleza, si me era posible. Edward se despertó a medianoche,
y le acompañé a uno de los dormitorios de la casa. Le ayudé a meterse en la cama,
pero por la mañana se había marchado. Había salido silenciosamente de la casa… y
su mayordomo, cuando le llamé por teléfono, me dijo que estaba en la biblioteca,
paseando arriba y abajo.
Edward se desmoronó rápidamente después de aquello. No volvió a visitarme,
pero yo fui a su casa diariamente. Le encontraba siempre sentado en la biblioteca,
mirando al vacío y con aire de estar escuchando atentamente. A veces hablaba de un
modo coherente, pero siempre sobre temas baladíes. En cuanto se le hablaba de su
enfermedad, de sus planes futuros o de Asenath, le acometía una especie de frenesí.
Su mayordomo decía que pasaba unas noches muy agitadas, y que el día menos
pensado podía causarse algún daño.
Sostuve una larga conversación con su médico, su banquero y su abogado, y se
acordó llamar a dos especialistas para que le visitaran. Los espasmos que provocaron
las primeras preguntas fueron muy violentos… y aquella misma noche un automóvil
cerrado se llevó el pobre cuerpo de Edward al Manicomio de Arkham. Yo iba a
visitarle dos veces a la semana… y confieso que las lágrimas fluían de mis ojos al oír
sus espantosos susurros, al oírle murmurar una y otra vez:
«Tuve que hacerlo… tuve que hacerlo… se apoderaba de mí… se apoderaba de
mí… allí abajo… en la oscuridad… ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme! ¡Salvadme!».
La pesadilla final llegó antes de la Candelaria… precedida, con irónica crueldad,
por un falso resplandor de esperanza. Una mañana de últimos de enero telefonearon
del manicomio para informar que Edward había recobrado súbitamente la razón. Su
memoria seguía estando afectada, decían, pero no cabía duda acerca de su cordura.
Desde luego, tenía que seguir unos días en observación, pero, si todo iba bien, al cabo
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de una semana sería dado de alta.
La noticia me emocionó agradablemente, pero mi alegría se trocó en espanto
cuando una enfermera me acompañó a la habitación de Edward. El paciente se
levantó a saludarme, extendiendo su mano con una sonrisa cortés; pero
inmediatamente me di cuenta de que asumía la enérgica personalidad que había
parecido tan ajena a su propia naturaleza… la personalidad competente que yo había
encontrado tan vagamente horrible y que el propio Edward había jurado que era el
alma intrusa de su esposa. La misma mirada llameante —tan parecida a la de Asenath
y a la del viejo Ephraim—, la misma boca firme; y cuando habló, note en su acento
aquella diabólica ironía que no había olvidado. Aquélla era la persona que había
conducido mi automóvil a través de la noche cinco meses antes… la persona a la cual
no había visto desde aquella breve visita, cuando había olvidado la antigua llamada a
la puerta y había despertado tan nebulosos temores en mí. Y ahora me llenaba de la
misma sensación de indefinible espanto cósmico.
Habló afablemente de las disposiciones a tomar ante su próxima salida… y yo no
podía hacer otra cosa más que asentir, a pesar de algunas notables lagunas en sus
recuerdos recientes. Sin embargo, tenía la impresión de que algo era terrible,
inexplicablemente equivocado y anormal. En todo aquello había horrores que yo no
podía alcanzar. Desde luego, la persona que estaba delante de mí era una persona
cuerda… Pero ¿era realmente el Edward Derby que yo había conocido? En caso
negativo, ¿quién o qué era… y dónde estaba Edward? ¿Estaría libre, o encerrado… o
borrado de la faz de la tierra? En todo lo que aquel ser decía había una nota
abismalmente sardónica, acentuada por la mirada burlona de los ojos de Asenath al
hablar de la próxima libertad, ganada mediante un confinamiento particularmente
estrecho. Debí conducirme muy torpemente, y experimenté una profunda sensación
de alivio cuando pude retirarme.
Todo aquel día y el siguiente me devané el cerebro dándole vueltas a aquel
problema. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué clase de mente miraba a través de los ojos —
unos ojos que no eran los suyos— del rostro de Edward? Sólo podía pensar en aquel
terrible enigma, y resultaron inútiles todos mis esfuerzos para llevar a cabo mis tareas
habituales. La segunda mañana llamaron del hospital para decir que el paciente no
había experimentado ningún cambio, y por la noche yo estaba a punto de sufrir una
crisis nerviosa.
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V
La noche de aquel segundo día quedó marcada por la pesadilla final, una pesadilla
que nunca olvidaré. Empezó con una llamada telefónica poco antes de medianoche.
Yo era la única persona de la casa que no dormía, y me dirigí a la biblioteca para
responder a la llamada. Descolgué el receptor, pero no habló nadie; estaba a punto de
colgarlo de nuevo cuando mi oído captó un sonido muy débil al otro extremo del hilo,
como si alguien estuviera tratando de hablar con grandes dificultades. Mientras
escuchaba, me pareció oír una especie de sonido gorgoteante, líquido… «glub…
glub… glub…» que sugería palabras inarticuladas e ininteligibles. Grité: «¿Quién
está ahí?», pero la única respuesta fue: «Glub… glub… glub-glub». Lo único que
podía suponer era que el sonido era mecánico; pero, por si se tratara de un receptor
estropeado capaz de recibir la voz e incapaz de transmitirla, añadí: «No puedo oírle a
usted. Será mejor que cuelgue y que llame a Informaciones». Inmediatamente, oí el
ruido que producía el receptor al ser colgado en el otro extremo.
Esto, como ya he dicho, sucedió alrededor de medianoche. Más tarde se localizó
aquella llamada como procedente del caserón de Crowninshield, a pesar de
encontrarse deshabitado desde que Edward ingresó en el manicomio. En el caserón se
encontraron otras cosas: un gran desorden en el cuarto de la bodega, huellas de
pisadas, otras sorprendentes huellas en el teléfono, los objetos de escritorio recién
utilizados, y el detestable hedor flotando por toda la casa. La policía elaboró sus
propias teorías, y todavía sigue buscando a los siniestros criados despedidos… los
cuales desaparecieron de Innsmouth como si se los hubiese tragado la tierra.
Hablaron de una posible venganza de aquellos criados, venganza en la cual podía
estar incluido también yo, ya que había sido el mejor amigo y consejero de Edward.
¡Idiotas! ¿Cómo no se fijaron en aquella escritura? ¿Acaso estaban ciegos para no
darse cuenta de los cambios experimentados por aquel cuerpo que era el de Edward?
En lo que a mí respecta, ahora creo todo lo que Edward me contó. Más allá del límite
de la vida existen horrores que no podemos sospechar, y de vez en cuando pasan ante
nuestros ojos, aunque no siempre seamos capaces de reconocerlos. Ephraim…
Asenath… el propio Edward… habían sido tragados por aquellos horrores, del mismo
modo que ahora me están engullendo a mí.
¿Puedo tener la seguridad de que estoy a salvo? Aquellos poderes sobreviven a la
vida de la forma física. Al día siguiente, por la tarde, cuando me repuse de mi
postración y fui capaz de andar y hablar de un modo coherente, me dirigí al
manicomio y disparé contra él hasta matarle por la salvación de Edward y del mundo,
pero ¿puedo estar seguro hasta que sea quemado? Conservan el cadáver para que
varios médicos hagan unas estúpidas autopsias… pero yo digo que tiene que ser
quemado. Tiene que ser quemado… el que no era Edward Derby cuando yo le maté.
Me volveré loco si no lo queman, ya que puedo ser el siguiente. Pero mi voluntad no
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es débil… y no me dejaré amilanar por los terrores que rondan a mi alrededor. Una
vida: Ephraim, Asenath, Edward… ¿Quién seguirá ahora? No quiero ser arrastrado
fuera de mi cuerpo… ¡No quiero cambiar el alma con aquel cadáver acribillado a
tiros del manicomio!
Pero dejen que trate de hablar de un modo coherente de aquel horror final. No
hablaré de lo que la policía fingió ignorar persistentemente: aquella cosa retorcida,
grotesca y apestosa que tres transeúntes, por lo menos, encontraron en la High Street
poco antes de las dos de la mañana, y la naturaleza de las singulares huellas de
pisadas encontradas en ciertos lugares. Me limitaré a decir que a eso de las dos me
despertó una llamada en la puerta de mi casa… una llamada que trataba débilmente
de reproducir la antigua señal de Edward de tres golpes cortos seguidos de dos
largos.
Despertado de un profundo sueño, mi mente se agitó en un torbellino. ¡Derby en
la puerta… y recordando la antigua señal! Aquella nueva personalidad no la había
recordado… ¿Había vuelto repentinamente Edward a su estado normal? ¿Por qué se
presentaba en mi casa a aquellas horas de la noche? ¿Le habían soltado antes de
tiempo, o se había escapado? Quizá, pensé mientras me echaba encima un batín y
empezaba a bajar la escalera, el recobrar su verdadera personalidad había provocado
en él un estallido de violencia y un deseo incontenible de libertad. Fuera lo que fuese,
ahí estaba de nuevo el verdadero Edward, mi amigo de siempre, y yo Je ayudaría.
Cuando abrí la puerta, una ráfaga de viento insoportablemente fétido me azotó el
rostro, y durante unos instantes apenas vi la retorcida y encorvada figura que había en
el umbral. La llamada había sido la de Edward, pero la horrenda caricatura que tenía
ante mis ojos no era Edward. ¿Adónde había ido? Su última llamada había sonado un
segundo antes de que se abriera la puerta…
El visitante llevaba uno de los abrigos de Edward: su borde inferior casi tocaba el
suelo, y a pesar de llevar las mangas dobladas, le tapaban las manos. Se cubría la
cabeza con un sombrero muy hundido sobre los ojos, y un negro pañuelo de seda
ocultaba su rostro. Mientras yo daba un paso inseguro hacia adelante, la figura emitió
un sonido, semilíquido como el que había oído a través del teléfono: «glub…
glub…». Y a continuación me tendió una cuartilla enrollada en el extremo de un largo
lápiz. Todavía aturdido por el indescriptible hedor, cogí la cuartilla y traté de leerla a
la claridad proyectada por la bombilla que iluminaba el umbral.
La escritura era la de Edward, indudablemente. Pero ¿por qué se había
entretenido en escribirme cuando estaba lo bastante cerca como para llamar a la
puerta de mi casa… y por qué me había escrito con aquellos rasgos irregulares y
temblorosos? A la débil claridad del umbral me fue imposible distinguir nada, de
modo que entré de nuevo en el vestíbulo. Por un instante, pareció como si la figura
encorvada se dispusiera a seguirme, aunque no llegó a cruzar la puerta. El hedor que
desprendía aquel extraño mensajero era realmente repulsivo, y rogué fervientemente
(y no en vano, a Dios gracias) que mi esposa no se despertara en aquel momento.
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Luego, mientras leía el papel, mis rodillas se doblaron y perdí el mundo de vista.
Cuando recobré el conocimiento, estaba tendido en el suelo y seguía sosteniendo
aquella espantosa cuartilla en mi mano, rígida y fría. Decía lo siguiente:
Sólo más tarde pude leer la parte final de la cuartilla, puesto que me desmayé al
llegar al tercer párrafo. Me desmayé de nuevo cuando vi y olí lo que había en el
umbral de la puerta, hecho un ovillo. El mensajero no se movería ni tendría
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conciencia nunca más.
El mayordomo, más duro que yo, no se desmayó ante lo que encontró en el
vestíbulo por la mañana. Por el contrario, telefoneó a la policía. Cuando llegaron los
agentes, me habían trasladado a mi habitación y me habían metido en la cama, pero
el… la otra masa… estaba en el mismo lugar donde había caído la noche anterior.
Los agentes tuvieron que taparse las narices con sus pañuelos.
Lo que encontraron finalmente en el interior de las ropas de Edward era en su
mayor parte un líquido horroroso. Había huesos, también… y un cráneo hundido por
un golpe. Ciertas características de los dientes permitieron identificar el cráneo:
pertenecía a Asenath.
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EL CONDE MAGNUS
M. R. JAMES
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L o último que explicaré al lector en estas páginas es de qué modo llegaron a mis
manos los documentos a base de los cuales he construido este relato. Pero
antes debo explicar la clase de documentos que poseo.
Consisten, parcialmente, en una serie de apuntes para un libro de viajes, uno de
esos volúmenes tan corrientes en los años 1840 a 1850. El Journal of a Residence in
Jutland and the Danish Isles, de Horace Marryat, es un ejemplo típico de la clase de
libro a que me refiero. El tema suele ser la descripción de algún país poco conocido
del continente. Tienen ilustraciones al boj o al metal. Proporcionan información
acerca de los hoteles y de los medios de comunicación, tal como la que ahora
esperamos encontrar en una guía, y reproducen conversaciones con extranjeros
inteligentes, con mesoneros ocurrentes y con locuaces campesinos. En una palabra, se
trata de unos libros que en lenguaje moderno llamaríamos «periodísticos».
Partiendo, como habían partido, de la idea de reunir material para un libro de ese
tipo, los documentos a medida que aumentaron, fueron asumiendo el carácter de
testimonio de una experiencia personal, y ese testimonio fue continuado hasta la
víspera, casi, de su terminación.
El escritor era un tal Mr. Wraxall. Mi conocimiento de él se basa por completo en
sus escritos, y de ellos deduzco que era un hombre de edad madura, dueño de algunos
medios de fortuna y que estaba solo en el mundo. Al parecer, no tenía hogar fijo en
Inglaterra, sino que era huésped permanente de hoteles y pensiones. Es probable que
alimentara la idea de instalarse definitivamente en algún lugar en el futuro, cosa que
no llegó a realizar; y creo también que el paso de los años fue apagando aquel deseo,
hasta hacerlo desaparecer.
Parece ser que Mr. Wraxall había publicado un libro, y que éste versaba sobre
unas vacaciones que en cierta ocasión había pasado en Bretaña. No puedo decir más,
acerca de su obra, ya que una minuciosa búsqueda a través de las obras bibliográficas
me ha llevado a la conclusión de que debió publicarla anónimamente, o bajo un
seudónimo.
En cuanto a su carácter, no resulta difícil formarse una opinión superficial. Debió
ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a punto de graduarse en Oxford.
Su mayor defecto era un exceso de curiosidad, un buen defecto para un viajero, pero
evidentemente un defecto que, al final, le costó muy caro.
En el curso de lo que fue su última expedición, estaba preparando otro libro. Hace
cuarenta años, los países escandinavos eran muy poco conocidos de los ingleses, y a
Mr. Wraxall le impresionaron profundamente. Debió inspirarse en algunos libros
antiguos de la historia de Suecia, y se le ocurrió la idea de dar a luz un libro acerca de
aquel país, alternando las notas de viaje con episodios de la historia de algunas de las
grandes familias suecas. En consecuencia, se procuró cartas de presentación para
algunas personas de elevada categoría de Suecia, y emprendió el viaje a principios
del verano de 1863.
No es necesario hablar de sus viajes por el Norte, ni de su estancia de algunas
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semanas en Estocolmo. Únicamente me creo obligado a mencionar que algún savant
residente allí le puso tras la pista de una importante colección de documentos
familiares pertenecientes a los propietarios de una mansión campestre de
Vestergothland, y le consiguió una autorización para examinarlos.
La mansión campestre, o herrgard, se llamaba Räbäck (la pronunciación es algo
parecido a Roebeck), aunque no es éste su verdadero nombre. Es uno de los mejores
edificios de su clase en todo el país, y su reproducción en el libro Suecia antiqua et
moderna, de Dahlenberg, grabada en 1694, la muestra exactamente igual que el
turista puede verla hoy. Fue construida poco después del 1600, y en lo que respecta al
material —ladrillo rojo con revestimientos de piedra— y al estilo, es muy parecida a
una casa inglesa de aquella misma época. El hombre que la construyó era un vástago
de la gran casa de De la Gardie, y sus descendientes la poseen aún. De la Gardie es el
nombre por el cual les designaré cuando sea necesario mencionarles.
Recibieron a Mr. Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le rogaron que
permaneciera en la casa todo el tiempo que durasen sus investigaciones. Pero éste,
prefiriendo la independencia, y desconfiando de su capacidad de conversar en sueco,
se instaló en la posada del pueblo, la cual resultó ser bastante cómoda, al menos
durante los meses de verano. Esta solución significaba un corto paseo diario desde la
posada a la mansión campestre: algo menos de una milla.
La casa se alzaba en medio de un parque, rodeado de altos árboles. Pasados los
árboles se entraba en el vallado jardín, en el que había uno de los pequeños lagos que
tanto abundan en aquel país. Luego llegaba la tapia de la heredad, y se trepaba a un
pequeño otero, y en la cima del otero se alzaba la iglesia, rodeada de altos árboles. A
los ojos de un inglés, resultaba un edificio muy raro. La nave central y las alas eran
bajas y estaban llenas de bancos y de tribunas. En la tribuna occidental había un
antiguo y hermoso órgano, pintado de alegres colores con los tubos de plata. El techo
era plano, decorado por un artista del siglo XVII con un extraño y espantoso «Juicio
Final», lleno de cárdenas llamas, ciudades destruidas, buques ardiendo, almas en pena
y oscuros y sonrientes demonios. El púlpito parecía una casa de muñecas, cubierto de
querubines y de santos pintados en la madera. Del pupitre del predicador colgaba una
hornacina con tres relojes de arena.
En Suecia pueden verse actualmente iglesias de ese tipo, pero lo que distinguía a
aquélla era un añadido al edificio original. En el extremo oriental del ala norte, el
propietario de la mansión había hecho edificar un mausoleo para él y para su familia.
Era una construcción octogonal, iluminada por una serie de ventanas ovaladas, y
tenía el techo en forma de cúpula, rematada por una especie de espiral: un estilo por
el que los arquitectos suecos sienten especial predilección.
El techo estaba revestido de cobre y pintado de negro, en tanto que las paredes, al
igual que las de la iglesia, eran cegadoramente blancas. Desde la iglesia no había
acceso directo al mausoleo, el cual tenía su propia puerta de entrada en el lado
septentrional.
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Pasado el patio de la iglesia se llegaba al camino del pueblo, y tres o cuatro
minutos de andar le dejaban a uno ante la puerta de la posada.
En el primer día de su estancia en Räbäck, Mr. Wraxall encontró abierta la puerta
de la iglesia, y tomó las notas de su interior que acabo de transcribir. En cambio, no
pudo entrar en el mausoleo. Mirando a través del ojo de la cerradura, pudo apreciar
únicamente, que había hermosas estatuas de mármol y sarcófagos de cobre, y una
gran cantidad de adornos heráldicos, todo lo cual le hizo desear ardientemente poder
pasar al interior del panteón para contemplar de cerca toda aquella riqueza.
Los documentos que tuvo ocasión de examinar en la mansión campestre eran
precisamente lo que Mr. Wraxall deseaba para su libro. Había correspondencia
familiar, diarios y libros de cuentas de los propietarios más antiguos de la posesión,
cuidadosamente conservados y claramente escritos, llenos de pintorescos y divertidos
detalles. El primer De la Gardie aparecía en ellos como un hombre fuerte y capaz.
Poco después de haber sido edificada la casa hubo un período de disturbios en la
región, y los campesinos se habían amotinado, atacando varios castillos y causando
algunos daños. El propietario de Räbäck tomó una parte preponderante en la
represión del conflicto, y en los documentos había referencias a ejecuciones de
cabecillas de la revuelta y a severos castigos infligidos con mano dura.
El retrato de aquel Magnus de la Gardie era uno de los mejores de la casa, y Mr.
Wraxall lo examinó con gran interés después de su primer día de trabajo. No da
ninguna descripción detallada de él, aunque sospecho que el rostro le impresionó más
por su expresión de poder que por su belleza o bondad; en realidad, Mr. Wraxall
escribe que el conde Magnus era un hombre horriblemente feo.
Aquel día, Mr. Wraxall cenó con la familia y emprendió el camino de regreso a la
posada a última hora de la tarde.
«Tengo que acordarme de pedirle al sacristán —escribe— que me permita entrar
en el mausoleo de la iglesia. Es evidente que tiene acceso a él, porque al marcharme
le he visto delante de la puerta, como si la estuviera abriendo o cerrando».
Encontré que al día siguiente, a primera hora de la mañana, Mr. Wraxall sostuvo
una conversación con el dueño de la posada. Al principio, me sorprendió que la
anotara con tanta minuciosidad; pero no tardé en darme cuenta de que los
documentos que estaba leyendo eran, al menos en sus comienzos, los materiales para
el libro que estaba preparando, y que iba a ser una de aquellas obras casi periodísticas
que admiten la inclusión de tales diálogos.
Su propósito, según decía, era el de comprobar si las actividades del actual conde
de la Gardie tenían algún punto de contacto con las que eran atribuidas a su
antepasado, el conde Magnus, y si la opinión popular le era favorable o no. Descubrió
que el conde no era un hombre apreciado. En la época en que sus colonos le
consideraban como su dueño y señor, si llegaban tarde al trabajo eran atados al potro
y azotados sin compasión. Se habían dado un par de casos de hombres que habían
ocupado tierras que limitaban con los dominios del conde, y cuyas casas habían sido
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misteriosamente incendiadas en una noche de invierno, con toda la familia dentro.
Pero lo que parecía ocupar de un modo especial la mente del posadero —ya que
aludió a ello más de una vez— era que el conde había estado en el Peregrinaje Negro,
y se había traído algo o alguien con él.
Como es lógico, ustedes se preguntarán, como se preguntó Mr. Wraxall, en qué
consistía el Peregrinaje Negro. Pero su curiosidad en este aspecto debe quedar
insatisfecha, como quedó la de Mr. Wraxall. El posadero no se mostró dispuesto a dar
una respuesta concreta, ni siquiera una respuesta, sobre aquel punto, y, como en aquel
preciso instante le llamaron desde abajo, se marchó evidentemente satisfecho. Unos
minutos más tarde asomó la cabeza por la puerta para explicar que le habían llamado
porque tenía que marcharse a Skara y no regresaría hasta la noche.
De modo que Mr. Wraxall tuvo que marcharse a su tarea cotidiana en la mansión
campestre sin poder satisfacer su curiosidad. Los documentos que estaba examinando
en aquellos momentos no tardaron en dar otro curso a sus pensamientos, ya que se
trataba de la correspondencia entre Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima
casada Ulrica Leonora, de Räbäck, durante los años 1705-1710. Las cartas tenían un
interés excepcional, por cuanto aclaraban muchos aspectos de la cultura de aquel
período en Suecia, como puede atestiguar cualquiera que las haya leído en la edición
publicada por el Comité de Manuscritos Históricos Suecos.
Por la tarde Mr. Wraxall había estado leyendo las cartas en cuestión, y después de
devolver las cajas en que estaban guardadas a sus respectivos estantes, cogió, al azar,
algunos de los libros que tenía más al alcance de la mano, a fin de decidir cuál de
aquéllos revestía más interés para dedicarle su atención al día siguiente. El estante
que había delante de él estaba ocupado, en su mayor parte, por una colección de
libros de cuentas procedentes del primer conde Magnus. Pero uno de ellos no era un
libro de cuentas, sino un libro de alquimia escrito por una mano que no era la del
conde. Mr. Wraxall no estaba muy familiarizado con la literatura alquimista, y perdió
mucho tiempo, que podía haberse ahorrado, leyendo los nombres y el comienzo de
los diversos tratados: El Libro del Fénix, el Libro de las Treinta Palabras, el Libro del
Sapo, el Libro de Miriam, la Turba Philosophorum, y así por el estilo. Luego expresó
de un modo muy circunspecto su alegría al descubrir, en una hoja de papel colocada
entre las páginas del libro, unas líneas escritas por el conde Magnus bajo el título de
«Líber nigrae peregrinationis». Es verdad que sólo había unas líneas, pero eran
suficientes para demostrar que el conde Magnus se refería a una creencia tan antigua
como él mismo y probablemente compartida por él. Esto es lo que había escrito:
«Si cualquier hombre desea obtener una larga vida, si desea obtener un fiel
mensajero y ver la sangre de sus enemigos, es necesario que vaya primero a la ciudad
de Chorazin, y allí salude al príncipe…». Aquí había una palabra tachada, aunque con
cierto descuido, de modo que Mr. Wraxall estuvo casi seguro de que la palabra en
cuestión era aëris («del aire»). El texto no continuaba, sólo había una línea en latín:
«Quaere reliqua hujus materiei inter secretiora». (Ver el resto de esta materia entre las
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cosas más privadas).
No puede negarse que esto arrojaba una luz más bien carmesí sobre los gustos y
creencias del conde; pero para Mr. Wraxall, separado de él por casi tres siglos, la idea
de que se había ocupado de alquimia, y de una alquimia que tenía mucho de magia,
sólo le convertía en una figura más pintoresca. Y cuando, después de haber
contemplado durante largo rato el retrato del conde Magnus que había en el vestíbulo,
Mr. Wraxall emprendió el camino de regreso a la posada, su mente estaba llena del
pensamiento del conde. No tenía ojos para lo que le rodeaba, ni olfato para la
fragancia nocturna de los árboles, ni oído para la brisa que murmuraba sobre el lago.
Y cuando, súbitamente, alzó la mirada, quedó estupefacto al encontrarse ya en la
verja del patio de la iglesia, y a unos minutos de distancia de su cena. Sus ojos se
posaron en el mausoleo:
«¡Ah! —dijo—. ¡Estás ahí, conde Magnus! Me gustaría muchísimo verte».
«Al igual que muchos hombres solitarios —escribe—, tengo la costumbre de
hablar conmigo mismo en voz alta. Pero nunca aguardo una respuesta.
Evidentemente, y quizá por fortuna en este caso, no hubo ninguna voz ni ninguna
dama que mirar: únicamente la mujer que, supongo, estaba limpiando la iglesia, dejó
caer algún objeto metálico al suelo, y el sonido me sorprendió. El conde Magnus
debe de estar durmiendo el más profundo de los sueños».
La misma noche, el dueño de la posada, que había oído decir a Mr. Wraxall que
deseaba ver al capellán, le presentó a aquel caballero en la posada. Tras concertar una
visita al panteón de los De la Gardie para el día siguiente, se entabló una ligera
conversación.
Mr. Wraxall, recordando que una de las funciones de los diáconos escandinavos
es la de instruir a los candidatos a la Confirmación, pensó que podría refrescar su
propia memoria acerca de un punto bíblico.
—¿Puede decirme usted algo acerca de Chorazin? —preguntó.
El capellán pareció sorprendido, pero no tardó en recordarle cómo había sido
denunciada aquella ciudad.
—Lo sé —dijo Mr. Wraxall—. Y supongo que ahora estará en ruinas.
—Eso espero —replicó el capellán—. He oído decir a algunos sacerdotes
ancianos que el Anticristo nació allí; y se cuentan cosas…
—¡Ah! ¿Qué clase de cosas? —inquirió Mr. Wraxall.
—Cosas, iba a decir, que ya he olvidado —dijo el capellán.
Y casi inmediatamente le dio las buenas noches a su interlocutor.
El dueño de la posada estaba ahora solo y a merced de Mr. Wraxall; y Mr.
Wraxall no estaba dispuesto a desaprovechar la ocasión que se le presentaba.
—Herr Nielsen —dijo—, esta mañana me ha hablado usted de algo relacionado
con el Peregrinaje Negro. ¿Qué es lo que el conde se trajo de allí?
Los suecos suelen ser lentos en contestar desde luego, el posadero no era una
excepción. No estoy seguro; pero Mr. Wraxall señala el hecho de que el posadero se
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pasó por lo menos un minuto mirándole, antes de pronunciar una palabra. Luego se
acercó más a su huésped, y con evidente esfuerzo rompió a hablar:
—Mr. Wraxall, puedo contarle a usted esa historia, y nada más… absolutamente
nada más. No debe usted preguntarme nada cuando se la haya contado. En tiempos de
mi abuelo —es decir, hace noventa y dos años—, había dos hombres que decían: «El
conde está muerto; no debemos preocuparnos por él. Esta noche iremos a cazar a sus
bosques». Se referían a los bosques que se encuentran detrás de Räbäck y que usted
ya ha visto. Los que les oyeron decir esto, les aconsejaron: «No vayáis allí; estamos
seguros de que encontraréis personas que se pasean y que no deberían pasear.
Deberían estar descansando, y no paseando…». Los dos hombres se echaron a reír.
Los bosques no estaban vigilados, porque no había nadie que deseara cazar en ellos.
La familia no estaba en la casa. Los dos hombres podían hacer lo que les viniera en
gana.
»Bueno, aquella noche fueron al bosque. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta
habitación. Era una noche de verano, muy clara. A través de la ventana abierta, mi
abuelo podía ver y oír lo que sucedía en el bosque.
»De modo que estaba sentado, en compañía de dos o tres hombres, escuchando.
Al principio no oyeron absolutamente nada; luego oyeron a alguien —ya sabe usted
cuán lejos está el bosque—, oyeron a alguien que gritaba, como si estuvieran
arrancándole el alma del cuerpo. Todos los que estaban en la habitación se miraron
entre sí, y permanecieron sentados por espacio de unos tres cuartos de hora. Luego
oyeron a alguien más, a sólo trescientos pies de distancia. Le oyeron reír en voz alta:
desde luego, no se trataba de ninguno de los dos hombres, y todos los que oyeron
aquella risa hubieran jurado que no procedía de un ser humano. Después de esto
oyeron cerrarse una gran puerta.
»Luego, cuando empezaba a hacerse de día, fueron a ver al párroco. Y le dijeron:
»—Padre, póngase la sotana y el roquete, y vaya a enterrar a esos hombres,
Anders Bjornsen y Hans Thorbjoern.
»Como puede ver, estaban convencidos de que los dos hombres habían muerto.
De modo que se dirigieron al bosque… mi abuelo nunca olvidó aquello. Dijo que
todos ellos estaban muy asustados. Incluso el párroco estaba muerto de miedo.
Cuando los hombres que estaban con mi abuelo fueron a verle, les dijo:
»—He oído a alguien que gritaba, y después he oído una risa. Si no puedo olvidar
esto, no creo que en adelante pueda conciliar el sueño.
»De modo que se dirigieron al bosque, y encontraron a los dos hombres en la
misma linde. Hans Thorbjoern estaba de pie con la espalda apoyada en un árbol, y no
cesaba de empujar algo con las manos… algo que no estaba allí, delante de él. Por
tanto, no estaba muerto. Se lo llevaron a la casa de Nykjoping, y murió antes de la
llegada del invierno, y se pasó el tiempo empujando algo con las manos. También
Anders Bjornsen estaba allí; pero estaba muerto. Y en lo que respecta a Anders
Bjornsen puedo decirle a usted que había sido un hombre guapo, pero se había
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quedado sin rostro, porque la carne de su cara había desaparecido, dejando los huesos
al descubierto. ¿Comprende usted esto? Mi abuelo no lo olvidó nunca. Le tendieron
en una camilla que habían llevado a prevención, cubrieron su cabeza con un lienzo, y
el párroco echó a andar; y los hombres empezaron a cantar el salmo de los muertos
con voz estrangulada. Y cuando llegaban al final del primer versículo, uno de los
hombres, el que iba detrás, calló, y los otros miraron hacia atrás, y vieron que el
lienzo había caído, y que los ojos de Anders Bjornsen estaban abiertos, puesto que no
había nada que los cubriera. Y no pudieron soportar aquella mirada. De modo que el
párroco decidió que fueran a buscar herramientas para enterrar al muerto allí
mismo…
Al día siguiente, Mr. Wraxall recordó que el capellán le esperaba inmediatamente
después de la hora del desayuno, para acompañarle a visitar el panteón. La llave del
panteón estaba colgada de un clavo en el púlpito de la iglesia, y se le ocurrió pensar
que, dado que la puerta de la iglesia no se cerraba nunca, no le sería difícil efectuar
una segunda visita, a solas, si su interés la justificaba. Cuando entró en el edificio, no
le pareció impresionante, ni mucho menos. Los monumentos, en su mayoría de los
siglos XVII y XVIII, eran muy lujosos, y estaban llenos de epitafios. El centro de la
nave estaba ocupado por tres sarcófagos de cobre, recubiertos de adornos finamente
labrados. Dos de ellos tenían un crucifijo en la parte superior, según es costumbre en
Dinamarca y en Suecia. El tercero, el del conde Magnus, en vez de crucifijo tenía
grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor del sarcófago había varias franjas
de adornos similares, representando diversas escenas. Una de ellas era una batalla,
con un cañón humeante, y ciudades amuralladas, y grupos de soldados armados con
picas. Otra representaba una ejecución. En una tercera, había un hombre corriendo a
toda velocidad entre los árboles, con los cabellos en desorden y las manos extendidas
hacia delante. Detrás de él corría una extraña forma. Resultaba difícil saber si el
artista había querido representar a un hombre, y fue incapaz de darle el parecido
adecuado, o si la monstruosa forma que tenía, respondía a un deliberado propósito.
En vista de la habilidad demostrada en el resto de la obra, Mr. Wraxall se sintió
inclinado a adoptar la última idea. La figura era muy bajita, y llevaba un largo manto
que le arrastraba por el suelo. La única parte de la figura que salía de aquella especie
de manto no tenía forma de brazo ni de mano. Mr. Wraxall lo compara con el
tentáculo de un pulpo, y añade: «Al ver aquello me dije a mí mismo que se trataba,
evidentemente, de una representación alegórica: tal vez un demonio persiguiendo a
una pobre alma, tal vez el origen de la historia del conde Magnus y de su misteriosa
compañía».
Mr. Wraxall se fijó en las cerraduras —en número de tres— que aseguraban el
sarcófago y que estaban finamente labradas en acero. Una de ellas se había
desprendido y estaba en el suelo. Entonces, no deseando molestar más al capellán ni
perder su propio tiempo, emprendió el camino de regreso a la casa.
«Resulta curioso comprobar —escribe— cómo funciona la mente, prescindiendo
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de todo lo que nos rodea, cuando recorremos un sendero con el cual estamos
familiarizados. Esta noche, por segunda vez, he dejado de darme cuenta del lugar
hacia el cual me dirigía (había planeado una visita particular al panteón para copiar
los epitafios), para recobrar súbitamente la conciencia al llegar a la verja del patio de
la iglesia y oírme a mí mismo murmurar: “¿Estás despierto, conde Magnus? ¿Estás
durmiendo, conde Magnus?”, y algo más que no consigo recordar. Al parecer, me he
estado portando de tan extraño modo durante algún tiempo».
Encontró la llave del panteón en el lugar donde había esperado encontrarla, y
copió una gran parte de los epitafios que deseaba copiar; en realidad, se quedó en el
panteón hasta que la luz empezó a faltarle.
«Debo de haberme equivocado —escribe— al decir que una de las cerraduras del
sarcófago de mi conde estaba abierta; esta noche he visto que dos de ellas están
sueltas. Las he recogido y las he puesto cuidadosamente sobre el antepecho de la
ventana, después de tratar infructuosamente de colocarlas en su sitio. La otra sigue
estando firme, y, aunque creo que se trata de una cerradura de muelle, no he
conseguido descubrir cómo se abre. De haberlo conseguido, creo que me hubiera
tomado la libertad de abrir el sarcófago. Resulta muy raro el interés que siento por la
personalidad del feroz, y me temo que desagradable, conde Magnus».
El día siguiente fue el último de la estancia de Mr. Wraxall en Räbäck. Recibió
una carta relacionada con ciertas inversiones que aconsejaban su inmediato regreso a
Inglaterra; su tarea con los documentos había terminado prácticamente, y el viaje era
largo. En consecuencia, decidió despedirse, añadir unos datos finales a sus notas, y
marcharse.
Las notas finales y las despedidas le tomaron más tiempo del que había esperado.
La hospitalaria familia insistió en que se quedara a comer —comían a las tres—, y
eran las seis y media cuando cruzó la verja de hierro de Räbäck. Emprendió el
camino de regreso lentamente, deseoso de saturarse, ahora que la vivía por última
vez, de la sensación del lugar y de la hora. Y cuando llegó a la cima del otero donde
se alzaba la iglesia, se detuvo unos minutos, contemplando la ilimitada perspectiva de
los árboles cercanos y distantes, bajo un cielo de color verde agua. Cuando al fin se
dispuso a marcharse, se le ocurrió la idea de que debía despedirse del conde Magnus,
así como del resto de los De la Gardie. La iglesia estaba a veinte metros de allí, y Mr.
Wraxall sabía dónde estaba colgada la llave del panteón. Al cabo de un rato se
encontraba junto al gran ataúd de cobre, y, como de costumbre, hablándose a sí
mismo en voz alta.
«En tus tiempos fuiste un individuo de cuidado —estaba diciendo—, pero por eso
mismo me gustaría verte, o, mejor aún…».
«En aquel preciso instante —escribe— noté un golpe en el pie. Lo sacudí con
cierta violencia, y algo cayó al suelo con un chasquido. Era la tercera, la última de las
tres cerraduras del sarcófago. Me incliné a recogerla, y antes de que me hubiera
incorporado de nuevo oí un ruido chirriante y vi perfectamente que empezaba a
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levantarse la tapadera del ataúd. Tal vez me porté como un cobarde, pero lo cierto es
que por nada del mundo hubiese podido permanecer allí un segundo más. Salí del
espantoso mausoleo en menos tiempo del que tardo en escribir —casi con tanta
rapidez con que las hubiera dicho— estas palabras; y lo que me asustó todavía más
fue que no pude hacer girar la llave en la cerradura de la puerta. Mientras estoy
sentado aquí, en mi habitación, anotando estos hechos, me pregunto a mí mismo (la
cosa ha ocurrido hace menos de veinte minutos) si aquel ruido chirriante continúa, y
no puedo contestar en ningún sentido. Lo único que sé es que hubo algo más de lo
que he escrito que me alarmó, pero no puedo recordar si fue una sensación auditiva o
visual. ¿Qué es lo que he hecho?».
* * *
¡Pobre Mr. Wraxall! Salió para Inglaterra al día siguiente, tal como había
planeado, y llegó sano y salvo; y, sin embargo, a través de lo que escribió a partir de
entonces, he podido llegar a la conclusión de que estaba moralmente destrozado. Uno
de los varios cuadernos de notas que me han llegado con los documentos, da una
pista —no me atrevo a decir la clave— de sus experiencias. La mayor parte de su
viaje lo hizo por mar, y encuentro no menos de seis trabajosos intentos de enumerar y
describir a sus compañeros de viaje. Las anotaciones son de este tipo:
Esta última anotación está subrayada, y lleva el siguiente añadido: «Tal vez
idéntico al n.º 13. Todavía no he visto su cara».
El resultado concreto de la cuenta es siempre el mismo. En la enumeración
aparecen veintiocho personas, y una de ellas es siempre un hombre con levita negra,
muy larga, y sombrero de ala ancha, y la otra «un hombre bajito, con túnica oscura y
capuchón». Por otra parte, a la hora de las comidas sólo aparecen veintiséis pasajeros,
sin que en ella estén presentes los dos que han sido citados en último lugar.
* * *
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en el ferrocarril— y se hizo conducir al pueblo de Belchamp St. Paul.
Cuando llegó allí eran las nueve de una noche de agosto, iluminada por la luna. A
través de la ventanilla del carruaje desfilaban los campos. De pronto, llegaron a un
cruce de caminos. Y allí, de pie, completamente inmóviles, había dos hombres: el
más alto llevaba un sombrero de ala ancha, el más bajito se cubría la cabeza con un
capuchón. Mr. Wraxall no tuvo tiempo de verles la cara, y los dos hombres no
hicieron ningún movimiento que él pudiera distinguir. El caballo se encabritó y se
lanzó a un desenfrenado galope, mientras Mr. Wraxall se hundía en su asiento, presa
de un sentimiento muy parecido a la desesperación. Había visto a aquellos dos
hombres en ocasiones anteriores.
Llegado a Belchamp St. Paul, tuvo la suerte de encontrar un alojamiento
aceptable, y, durante las veinticuatro horas siguientes, vivió relativamente en paz. Sus
últimas notas fueron escritas ese día. Están redactadas de un modo tan confuso, que
no puedo reproducirlas íntegramente, aunque su sentido está bastante claro. Mr.
Wraxall estaba esperando una visita de sus perseguidores —ignoraba cómo y cuándo
—, y repite constantemente: «¿Qué es lo que he hecho?», y «¿No hay esperanza?».
Sabía que los médicos le tratarían de loco, y que la policía se reiría de él. La persona
en cuestión ha desaparecido. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino cerrar su puerta y
apelar a Dios?
* * *
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EL HOMBRE AFICIONADO A
DICKENS
EVELYN WAUGH
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A pesar de que Mr. McMaster había vivido en Amazonas durante casi sesenta
años, nadie, a excepción de unas cuantas familias de indios chiriguanos, estaba
enterado de su existencia. Su casa se alzaba en medio de una pequeña sabana, una de
aquellas breves extensiones de arena y hierba que surgían ocasionalmente en la
región. La sabana tenía unas tres millas de diámetro y estaba rodeada de bosques por
todas partes.
El afluente que la bañaba no estaba señalado en ningún mapa; discurría a través
de rabiones, siempre peligroso y durante la mayor parte del año imposible de cruzar,
para unirse al curso superior del río Uraricuera, un río que figura en los atlas
escolares pero que nadie ha recorrido en toda su longitud. Ninguno de los habitantes
del distrito, exceptuando a Mr. McMaster, había oído hablar nunca de las repúblicas
de Colombia, Venezuela, Brasil y Bolivia, cada una de las cuales había esgrimido, en
una u otra época, sus derechos sobre aquel distrito.
La casa de Mr. McMaster era mayor que la de sus vecinos, aunque de
características similares: techo de hojas de palma, paredes de barro y suelo de tierra.
Poseía una docena de esqueléticas ovejas que pastaban en la sabana, una plantación
de casabe, unos cuantos bananos y mangos, un perro y, caso único en la vecindad, un
fusil de un modelo muy antiguo. Los escasos productos del mundo exterior que
utilizaba, le llegaban a través de una larga sucesión de comerciantes, pasando de
mano en mano, regateados en una docena de idiomas, desde el extremo final de uno
de los hilos más largos de la red comercial que se extendía desde Manaos hasta los
bosques más remotos.
Un día, mientras Mr. McMaster estaba ocupado llenando algunos cartuchos, un
chiriguana se presentó a él con la noticia de que un hombre blanco se acercaba a
través del bosque, solo y muy enfermo. Mr. McMaster cerró el cartucho que estaba
llenando y cargó el rifle con él, introdujo los otros cartuchos llenos en su bolsillo y se
dirigió al bosque.
El hombre había alcanzado ya la sabana cuando Mr. McMaster le encontró,
sentado en el suelo y en un estado deplorable. No llevaba sombrero ni botas, y sus
ropas estaban tan destrozadas que sólo se mantenían pegadas a su cuerpo por la
humedad que las empapaba; sus pies estaban enormemente hinchados, y había
sufrido numerosas picaduras de insectos; sus ojos ardían de fiebre. Estaba hablando
consigo mismo, en pleno delirio, pero se interrumpió cuando Mr. McMaster se dirigió
a él en inglés.
—Estoy cansado —dijo el hombre. Y luego—: No puedo seguir adelante. Me
llamo Henty y estoy cansado. Anderson murió. Pero de eso hace muchísimo tiempo.
Supongo que me encuentra usted muy raro.
—Lo que creo es que está usted enfermo, amigo mío.
—Cansado únicamente. Tengo la impresión de que han pasado varios meses
desde la última vez que comí.
Mr. McMaster le ayudó a ponerse en pie y, sosteniéndole del brazo, señaló su
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casa.
—Está muy cerca. Cuando lleguemos allí, le daré algo que le hará sentirse mejor.
—Es usted muy amable… —De repente, dijo—: Veo que habla usted inglés. Yo
también soy inglés. Me llamo Henty.
—Bien, Mr. Henty, no se preocupe usted. Está enfermo, y el viaje ha sido muy
duro. Yo me ocuparé de todo.
Avanzaron muy lentamente, pero al final llegaron a la casa.
—Tiéndase en esta hamaca. Voy a prepararle algo.
Mr. McMaster entró en la habitación de la parte de atrás de la casa, y sacó un bote
de hojalata de debajo de un montón de pieles. Estaba lleno de una mezcla de hojas y
cortezas secas. Sacó un puñado y se acercó al fuego. Cuando regresó, colocó una
mano detrás de la cabeza de Henty y le ayudó a llevarse la calabaza a los labios.
Henty sorbió, estremeciéndose ligeramente: la bebida era muy amarga. Cuando
terminó de beber, Mr. McMaster tiró los posos al suelo. Henty volvió a tenderse en la
hamaca, sollozando quedamente. No tardó en quedarse profundamente dormido.
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Necher, el agrimensor Mr. Brough, el operador de radio y el mecánico— estaban
preparados para embarcar. Pero, a menos que encontraran mil doscientas libras, el
proyecto tendría que ser abandonado.
Henty, como ya hemos señalado, era un hombre rico; la expedición duraría de
nueve meses a un año; podía cerrar su casa de campo —su esposa preferiría vivir en
Londres, cerca de su nuevo amor— y ahorrar una cantidad superior a las 1200 libras
necesarias. La empresa tenía cierto cariz romántico, capaz incluso de despertar las
simpatías de su esposa. Lo decidió allí mismo: acompañaría al profesor Anderson.
Aquella noche, cuando llegó a casa, anunció a su esposa:
—Ya he decidido lo que voy a hacer.
—¿Sí, querido?
—¿Estás convencida de que ya no me amas?
—Querido, ya sabes que te adoro.
—Pero has dicho que amas a ese Tony No-sé-qué, ¿no es cierto?
—¡Oh, sí, le quiero muchísimo! Pero son dos cosas distintas.
—De acuerdo. Durante un año no voy a hacer nada para obtener el divorcio.
Quiero darte tiempo para que medites tu decisión. La semana próxima saldré hacia el
Uricuera.
—¡Dios mío! ¿Dónde está eso?
—No estoy seguro. Creo que en alguna parte del Brasil. Es una región sin
explorar. Estaré allí un año, aproximadamente.
—¡Qué ordinariez, querido! Tendrás que vivir como un salvaje, supongo…
—Creo que hace mucho tiempo que has descubierto que soy una persona
ordinaria.
—Vamos, Paul, no seas impertinente… ¡Oh! Llaman al teléfono. Probablemente
es Tony. Si lo es, ¿te importaría dejarme sola un momento?
Pero durante los diez días de preparativos que siguieron, Mrs. Henty se mostró
muy afectuosa, llegando al extremo de dejar plantado a su Tony un par de veces, para
acompañar a su marido a las tiendas donde estaba adquiriendo su equipo de
explorador. La última noche, Mrs. Henty dio una cena en el Embassy en honor de su
marido, permitiéndole invitar a sus amigos. Henty limitó la invitación al profesor
Anderson, el cual compareció vestido de un modo muy extravagante, bailó
desastrosamente y demostró un desconocimiento total de las normas sociales. Al día
siguiente, Mrs. Henty acompañó a su marido a la estación, y en el momento de partir
el tren le besó cariñosamente y le recomendó, con voz velada por la emoción:
—Cuídate mucho, querido.
En Southampton empezaron las dificultades. En primer lugar, unos agentes
detuvieron a Mr. Brough en el muelle: estaba reclamado por una deuda de 32 libras.
La propaganda realizada en torno a los peligros de la expedición había impulsado a
los acreedores a acudir a la policía. Henty saldó la deuda.
La segunda dificultad no pudo ser superada con la misma facilidad. La madre de
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Mr. Necher había subido al barco antes que ellos; llevaba el Diario de un misionero,
en el cual había leído un relato acerca de los bosques brasileños. Y no estaba
dispuesta a permitir que su hijo formara parte de aquella expedición; permanecería a
bordo, hasta que él desembarcara. En caso necesario, acompañaría a su hijo, pero por
nada del mundo le dejaría marchar solo a aquellos bosques. No hubo modo de
convencer a la anciana, y cinco minutos antes de que el barco zarpara lo abandonó
triunfalmente llevándose a su hijo y dejando a la expedición sin biólogo.
No tardaron en perder también a Mr. Brough. El barco en el cual viajaban hacía
numerosas escalas, y en cada una de ellas subían nuevos pasajeros. Mr. Brough no
llevaba una semana a bordo y apenas se había acostumbrado al balanceo del buque,
cuando ya había dado palabra de matrimonio a una joven; seguía comprometido,
aunque con una joven distinta, cuando llegaron a Manaos. Allí se negó a continuar
viaje, pidió dinero prestado a Henty y regresó a Southampton, para casarse con la
joven de su primera elección.
En el Brasil, los gobernantes que habían autorizado la expedición no estaban ya
en el poder. Mientras Henty y el profesor Anderson negociaban con los nuevos
administradores, el doctor Simmons se dirigió río arriba hacia Boa Vista, donde
estableció un campamento-base con la mayor parte de los suministros. El
campamento fue asaltado por las tropas revolucionarias, y el doctor Simmons estuvo
encarcelado unos días y se vio sujeto a toda clase de humillaciones, lo cual le
enfureció hasta el punto de que, en cuanto le soltaron, se dirigió a la costa y embarcó
para Inglaterra.
No había transcurrido un mes desde que salieron de Southampton, cuando Henty
y el profesor Anderson se encontraron solos y desposeídos de la mayor parte de sus
suministros. La idea del regreso les parecía humillante. Llegaron a considerar la
posibilidad de ir a esconderse durante seis meses a las Islas Canarias o a las Azores,
pero incluso allí existiría el peligro de que fueran descubiertos, ya que antes de salir
de Londres sus fotografías habían aparecido frecuentemente en los periódicos y
revistas ilustradas. En consecuencia, decidieron emprender solos la exploración,
convencidos de antemano de que sería un fracaso.
Durante siete semanas remaron a través de verdes y húmedos túneles de maleza.
Tomaron unas cuantas fotografías de indios misántropos y desnudos, capturaron
algunas serpientes, pero lo perdieron todo cuando su canoa volcó en un rabión.
Finalmente, el profesor Anderson contrajo unas fiebres malignas, deliró unos cuantos
días en su hamaca, entró en coma y murió, dejando a Henty solo con una docena de
porteadores makúes, ninguno de los cuales hablaba una palabra de algún idioma que
Henty conociera. Decidió dar media vuelta y navegar río abajo.
Un día, cosa de una semana después de la muerte del profesor Anderson, Henty
se despertó y descubrió que sus porteadores y su canoa habían desaparecido durante
la noche, dejándole con su hamaca y su pijama a doscientas o trescientas millas del
lugar habitado más próximo. Continuó la marcha a pie, sin saber adónde iba,
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siguiendo el curso del río, con la esperanza de encontrar alguna canoa.
Henty había creído siempre que la selva era un lugar lleno de alimentos, que
existía en ella el peligro de las serpientes, y el de los salvajes, y el de las fieras, pero
no el de morir de hambre. Pero ahora se daba cuenta de que estaba equivocado. La
selva consistía únicamente en inmensos troncos de árboles, cruzados por una maraña
de lianas y enredaderas. No había nada nutritivo. El primer día sufrió
espantosamente. Más tarde quedó como anestesiado; en su mente había una sola idea:
tenía que llegar a Manaos, tenía que llegar a Manaos… Luego, también aquella idea
se desvaneció, y ya no recordaba nada más hasta que se encontró tendido en una
hamaca en la casa de Mr. McMaster.
Su recuperación fue lenta. Al principio, los días de lucidez alternaban con los de
delirio; luego, su temperatura descendió y conservaba la conciencia incluso en sus
peores momentos. Los días de fiebre se hicieron menos frecuentes. Mr. McMaster le
obligaba a beber con regularidad sus infusiones de hierbas.
—Saben muy mal —decía Henty—, pero sientan muy bien.
—En el bosque hay remedio para todo —decía Mr. McMaster—. Hay remedios
para curar y remedios para ponerle a uno enfermo. Mi madre era india y me enseñó a
conocerlos. Y he aprendido otros de mis esposas. Hay plantas que le curan a uno, y
plantas que producen fiebre, plantas que matan y plantas que provocan la locura,
plantas que alejan a las serpientes y otras que intoxican a los peces hasta el punto de
que pueden ser cogidos con las manos, como frutos de un árbol. Hay remedios allí
que ni siquiera yo conozco. Dicen que es posible resucitar a un muerto cuando ya ha
empezado a oler mal, pero eso es algo que todavía no he podido comprobar.
—Pero… usted es inglés, ¿no?
—Mi padre lo era… al menos, nació en las islas Barbadas. Se marchó de
misionero a la Guayana inglesa. Allí se casó con una mujer blanca, pero la abandonó
para marcharse en busca de oro. Luego conoció a mi madre. Las mujeres chiriguanas
son feas, pero fieles. Yo he tenido muchas. La mayoría de los hombres y de las
mujeres que viven en esta sabana son hijos míos. Por eso me obedecen… por eso, y
porque tengo el rifle. Mi padre vivió hasta una edad muy avanzada. Hace menos de
veinte años que murió. Era un hombre educado y culto. ¿Sabe usted leer?
—Sí, desde luego.
—No todo el mundo tiene tanta suerte. Yo no sé.
Henty sonrió comprensivamente.
—Imagino que aquí no habrá tenido usted muchas oportunidades para aprender.
—¡Oh, sí, ése ha sido el motivo! Pero tengo muchos libros. Se los enseñaré
cuando se sienta usted mejor. Hasta hace cinco años hubo aquí un inglés… bueno, en
realidad era un negro, pero se había educado en Georgetown. Murió. Solía leerme un
rato todos los días, hasta que murió. Usted leerá también para mí cuando se ponga
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bueno.
—Me encantará hacerlo.
—Sí, leerá usted para mí —repitió Mr. McMaster.
Durante los primeros días de su convalecencia, Henty conversó muy poco con su
anfitrión; permanecía tendido en la hamaca, contemplando el techo de hojas de palma
y pensando en su esposa, rememorando las incidencias de su vida en común,
incluidas las aventuras con el jugador de tenis y con el militar. Los días transcurrieron
monótonamente. Mr. McMaster se acostaba inmediatamente después de la puesta de
sol, dejando una pequeña lámpara encendida —una mecha tejida a mano colgando de
una lata de grasa de buey— para mantener alejados a los murciélagos.
La primera vez que Henty se atrevió a salir de casa, Mr. McMaster le llevó a dar
un pequeño paseo alrededor de su «hacienda».
—Quiero que vea la tumba del negro —dijo, conduciéndole a un pequeño
montículo entre los mangos—. Se portó muy bien conmigo. Todas las tardes, por
espacio de dos horas, solía leer para mí. Creo que pondré una cruz aquí… para
conmemorar su muerte y la llegada de usted. Una buena idea. ¿Cree usted en Dios?
—En realidad, nunca he pensado a fondo en ese problema.
—Ha hecho usted bien. Yo he pensado muchísimo en él, y todavía no he llegado a
ninguna conclusión. En cambio, Dickens llegó a ella.
—Posiblemente.
—¡Oh, sí! Se hace evidente en todos sus libros. Ya lo verá.
Aquella tarde, Mr. McMaster empezó a labrar una cruz para la tumba del negro.
Trabajaba con un gran machete en una madera tan dura, que chirriaba como si fuera
metal.
Finalmente, cuando transcurrieron seis o siete días sin que Henty tuviera fiebre,
Mr. McMaster dijo:
—Creo que ahora está usted ya en condiciones de ver los libros.
En un extremo de la casa había una especie de altillo constituido por una rústica
plataforma sostenida por cuatro troncos. Mr. McMaster apoyó una escalerilla contra
ella y subió. Henty le siguió, sintiéndose agotado por el pequeño esfuerzo. No,
todavía no estaba completamente repuesto de su enfermedad. Mr. McMaster se sentó
en la plataforma, mientras Henty permanecía en lo alto de la escalerilla. Vio un
pequeño montón de paquetes, atados con cuerdas vegetales y envueltos en hojas de
palma.
—Ha sido muy difícil librarlos de los gusanos y de las hormigas. Hay dos que
están prácticamente destrozados. Pero los indios saben fabricar un aceite que resulta
muy eficaz.
Deshizo el paquete que tenía más cerca y sacó un libro encuadernado en piel. Era
una antigua edición norteamericana de Oliver Twist.
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—Podemos empezar con cualquiera.
—¿Le gusta a usted Dickens?
—Sí, desde luego. Me gusta mucho, muchísimo. Verá, son los únicos libros que
he oído leer. Mi padre solía leérmelos, y luego el negro… y ahora usted. Los he oído
todos varias veces, pero nunca me cansan; hay tanto que aprender en ellos, tantos
personajes, tanto ambiente, tantas palabras… Tengo todas las obras de Dickens,
excepto las que fueron devoradas por las hormigas. Se tarda mucho tiempo en leerlos
todos… más de dos años.
—Bueno —dijo Henty en tono ligero—, espero que no tendré ocasión de leerlos
todos.
—¡Oh! Sería una verdadera lástima —dijo Mr. McMaster.
Bajó el primer volumen de Oliver Twist y aquella misma tarde Henty empezó la
lectura.
Siempre le había gustado leer en voz alta, y durante su primer año de matrimonio
había compartido varios libros de ese modo con su esposa, hasta que un día, en uno
de sus raros momentos de sinceridad, ella observó que aquellas lecturas eran un
tormento. Muchas veces, después de aquello, Henty había pensado lo agradable que
sería tener hijos para poder leerles algún libro. Pero Mr. McMaster era un oyente
excepcional.
El anciano permanecía sentado en su hamaca, enfrente de Henty, devorándole con
la mirada y siguiendo las palabras, silenciosamente, con sus labios. A menudo,
cuando aparecía un nuevo personaje, decía: «Repita el nombre, lo había olvidado», o:
«Sí, sí, la recuerdo perfectamente. Al final muere, la pobre». Con frecuencia
interrumpía al lector para hacer alguna pregunta: «¿Por qué ha dicho eso? ¿Se siente
débil a causa del calor del hogar, o por algo que ha leído en el periódico?». Se reía
estrepitosamente en los pasajes cómicos, y en algunos que a Henty no le parecían
cómicos, pidiendo que los repitiera dos o tres veces; y en las escenas sentimentales,
unos gruesos lagrimones se deslizaban por su rostro y se perdían entre los pelos de su
barba. Sus comentarios sobre el argumento eran de tipo elemental. «Creo que
Dedlock es un hombre muy orgulloso», o «Mrs. Jellyby no cuida a sus hijos como
debiera». Henty gozaba casi tanto como su anfitrión con aquellas lecturas.
El primer día, cuando terminó de leer, el anciano dijo:
—Lee usted maravillosamente, con una entonación mucho mejor que la del
negro. Y lo explica todo mucho mejor. Me ha dado la impresión de que mi padre
había vuelto a la vida y estaba leyendo para mí.
Y siempre, al final de una sesión, se apresuraba a darle las gracias a su huésped.
—La lectura me ha complacido mucho. Ha sido un capítulo muy triste. Pero, si no
recuerdo mal, todo terminará favorablemente.
Sin embargo, cuando terminó el primer volumen y empezó con el segundo, la
novedad que representaba la actitud del anciano había empezado a desvanecerse, y
Henty se encontraba ya lo bastante fuerte como para sentirse intranquilo. En diversas
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ocasiones aludió a su posible marcha, interesándose por las perspectivas que existían
de encontrar guías y alguna canoa. Pero Mr. McMaster parecía haberse quedado
sordo de repente y no recogía ninguna de aquellas alusiones.
Un día, hojeando las páginas del tomo segundo de Oliver Twist que le quedaban
por leer, Henty dijo:
—Quedan todavía unas cuantas páginas. Espero que podré terminarlas antes de
marcharme.
—¡Oh, sí! —respondió Mr. McMaster—. No se preocupe por eso. Tendrá usted
tiempo para terminarlas, amigo mío.
Por primera vez, Henty notó algo ligeramente amenazador en el tono de su
anfitrión. Aquella noche, a la hora de la cena, un breve condumio de harina y carne
ahumada, Henty volvió a plantear la cuestión.
—Creo que ha llegado el momento de pensar en mi regreso a la civilización, Mr.
McMaster. Ya he abusado demasiado tiempo de su hospitalidad.
Mr. McMaster se inclinó sobre su plato, engullendo cucharadas de harina, pero no
dijo nada.
—¿Cuándo cree usted que podré conseguir una canoa?… Digo que cuándo cree
usted que podré conseguir una canoa. Aprecio en lo que vale su amabilidad, pero…
—Amigo mío, lo amable que haya podido ser queda ampliamente recompensado
con sus lecturas de Dickens. No se hable más del asunto.
—Bueno, me alegro de que le haya complacido. También a mí me ha gustado.
Pero debo empezar a pensar en mi regreso a…
—Sí —le interrumpió Mr. McMaster—. El negro decía lo mismo. Siempre estaba
pensando en el momento de su marcha. Pero murió aquí…
Al día siguiente, Henty abordó el tema un par de veces, pero su anfitrión se
mostró evasivo. Finalmente, Henty le dijo:
—Perdone, Mr. McMaster, pero me veo obligado a insistir. ¿Dónde puedo
obtener una canoa?
—Aquí no hay ninguna canoa.
—Pero los indios pueden construir una.
—Tiene usted que esperar hasta la época de las lluvias. Ahora no hay bastante
agua en el río.
—¿Cuánto falta para la época de las lluvias?
—Un mes… dos meses…
Habían terminado el segundo volumen de Oliver Twist y estaban llegando al final
de Dombey e hijo cuando empezó a llover.
—Creo que ha llegado el momento de empezar los preparativos para mi marcha.
—¡Oh! ¡Imposible, amigo mío! Los indios no construirán una canoa durante la
estación de las lluvias. Ésa es una de sus supersticiones.
—Podía habérmelo dicho.
—¿Acaso no se lo dije? Un lamentable olvido…
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A la mañana siguiente, Henty salió solo de la casa mientras su anfitrión estaba
ocupado y, adoptando un aire de absoluta despreocupación, encaminó sus pasos hacia
el grupo de chozas de los indios. Había cuatro o cinco chiriguanas sentados en el
umbral de una de las cabañas. Henty se dirigió a ellos utilizando los escasos vocablos
makúes que había aprendido durante el viaje, pero no llegó a enterarse de si le
comprendían o no. Luego trazó el dibujo de una canoa en la arena, continuó con
algunos vagos movimientos de carpintería, señaló a los indios y después se señaló a sí
mismo, e hizo gestos de darles algo, dibujando en el aire la forma de un rifle, de un
sombrero, y de otros artículos atractivos para un indio. Uno de los chiriguanas soltó
una risita ahogada, pero ninguno de ellos dio señales de haberle comprendido, y
Henty se marchó de allí, decepcionado.
A la hora del almuerzo, Mr. McMaster dijo:
—Mr. Henty, los indios me han contado que ha estado usted tratando de hablar
con ellos. Será preferible que, si quiere decirles algo, lo haga a través de mí. Verá,
ellos no harían nada sin permiso mío. Me consideran, en la mayoría de los casos
justificadamente, como a un padre.
—Bueno, en realidad, trataba de hacerles comprender que necesito una canoa.
—Sí, eso me han dicho… Y ahora, si ha terminado usted de almorzar, podemos
leer otro capítulo. El libro es apasionante.
Terminaron Dombey e hijo. Había pasado casi un año desde que Henty salió de
Inglaterra, y su desesperación se hizo más intensa cuando entre las páginas de Martin
Chuzzlewit, encontró un documento escrito a lápiz con rasgos irregulares:
Año 1919.
Yo, James McMaster, de Brasil, juro a Barnabas Washington, de
Georgetown, que si termina este libro de Martin Chuzzlewit le dejaré marchar
en cuanto termine.
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—No necesito otro hombre. Usted lee muy bien.
—Yo he terminado de leer.
—Espero que no —dijo McMaster suavemente.
Aquella noche sólo hubo un plato de harina y de carne ahumada sobre la mesa, y
Mr. McMaster cenó solo. Henty permaneció sentado en silencio, contemplando el
techo.
Al día siguiente, a la hora del almuerzo, se repitió la escena, con una ligera
variación: Mr. McMaster comió con el rifle al alcance de su mano, sobre sus rodillas.
Henty reanudó la lectura de Martin Chuzzlewit en el lugar donde la había
interrumpido.
Transcurrieron varias semanas. Henty leyó Nicolás Nickleby y La pequeña Dorrit.
Luego llegó un forastero a la sabana, un mestizo, uno de aquellos hombres solitarios
que vagabundean toda su vida a través de los bosques, buscando oro en las arenas de
los ríos, y que a menudo mueren de hambre con una bolsita llena de polvillo dorado
por valor de quinientos dólares colgada del cuello. A Mr. McMaster no le complacía
la presencia del recién llegado; en consecuencia le entregó una bolsa de harina y unos
trozos de carne ahumada y le despidió una hora después. Pero Henty había
conseguido garabatear su nombre en un trozo de papel y entregárselo al hombre.
A partir de aquel día, la esperanza renació en su pecho. La rutina de su existencia
no se alteró: café a la salida del sol, una mañana de inacción mientras Mr. McMaster
se ocupaba de los asuntos de su «hacienda», harina y carne ahumada al mediodía,
Dickens por la tarde, harina y carne ahumada para cenar, silencio desde que se ponía
el sol hasta el amanecer, con la pequeña mecha ardiendo en la grasa de buey y el
techo de palma apenas visible. Pero Henty vivía confiado y expectante.
Algún día, este año o el próximo, el mestizo llegaría a un pueblo brasileño con la
noticia de su descubrimiento. Los desastres de la expedición Anderson no podían
haber pasado inadvertidos. Henty imaginaba los titulares que habrían aparecido en los
periódicos; incluso era probable que hubiera alguna expedición de socorro tratando
de localizarle; cualquier día resonarían voces inglesas en la sabana, voces amigas que
serían música celestial para sus oídos. Mientras estaba leyendo, mientras sus labios
formaban maquinalmente las palabras, su mente imaginaba lo que sería su
reencuentro con la civilización. Se veía a sí mismo en Manaos, recién afeitado y con
un traje nuevo, telegrafiando para que le enviaran dinero, recibiendo innumerables
telegramas de felicitación; se veía saboreando un delicioso clarete, y carne fresca, y
verduras, y sabrosas frutas; se veía también delante de su esposa, sin saber cómo
dirigirse a ella… «Querido, has estado fuera mucho más tiempo de lo que dijiste.
Llegué a creer que te habías perdido…».
Y, en aquel preciso instante, la voz de Mr. McMaster:
—¿Le molestaría repetir la lectura del último párrafo? Es tan emocionante…
Transcurrieron las semanas; no había ninguna señal de rescate, pero Henty
soportaba el día de hoy con la esperanza de lo que podía suceder mañana; incluso
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notó que se despertaba en él cierta cordialidad hacia su carcelero, y en consecuencia
se mostró bien dispuesto cuando una noche, después de sostener una larga
conversación con un vecino indio, Mr. McMaster le invitó a una pequeña fiesta.
—Se trata de una de las festividades locales —explicó Mr. McMaster—, y los
indios han estado preparando el piwari. Es una bebida que tal vez no le guste, pero
tiene usted que probarla, al menos, para no mostrarse descortés. Esta noche iremos a
casa de este hombre.
En efecto, después de cenar se unieron a un grupo de indios que se habían
congregado alrededor del fuego en una de las chozas, al otro extremo de la sabana.
Entonaban un cántico melancólico y monótono, y se pasaban de mano en mano una
gran calabaza llena de líquido. A Mr. McMaster y a Henty les sirvieron el piwari en
unos cuencos de barro, y les invitaron a tenderse en unas hamacas.
—Tiene usted que bebérselo de un trago —dijo Mr. McMaster—. No hacerlo así
sería una grosería.
Henty se tragó el oscuro líquido, tratando de no saborearlo. Pero no era
desagradable, como la mayoría de los brebajes que le habían ofrecido en el Brasil, y
su sabor dulzón se pegaba al paladar. Henty se tumbó en la hamaca, sintiéndose
desacostumbradamente contento. Quizás en aquel preciso instante la expedición de
socorro se encontraba acampada a poca distancia de la sabana… La cadencia del
canto ascendía y descendía interminablemente, litúrgicamente. Alguien le ofreció otra
calabaza de piwari, y Henty la devolvió vacía. Resultaba muy agradable permanecer
allí, tendido, contemplando el juego de las sombras en el techo, mientras los
chiriguanas empezaban a danzar. Luego, Henty cerró los ojos, pensando en Inglaterra
y en su esposa, y se quedó dormido.
Se despertó en la misma choza, con la sensación de que había dormido más que
de costumbre. Por la posición del sol, supo que era más de mediodía. En la choza no
había nadie. Fue a consultar su reloj, pero descubrió con asombro que no lo llevaba
en la muñeca. Lo habría dejado en casa de Mr. McMaster, pensó, antes de acudir a la
reunión.
«Anoche debí beber más de la cuenta —se dijo—. Y el piwari es una bebida muy
traidora…».
Le dolía todo el cuerpo, y cuando bajó de la hamaca descubrió que apenas podía
sostenerse en pie; se sentía tan débil y aturdido como en los primeros días de su
convalecencia. Mientras cruzaba la sabana se vio obligado a detenerse varias veces,
cerrando los ojos y respirando profundamente. Cuando llegó a la casa, encontró a Mr.
McMaster sentado en el lugar de costumbre.
—Amigo mío, llega usted un poco tarde para leer. Apenas queda media hora de
claridad. ¿Cómo se siente?
—Hecho polvo. Aquella bebida era demasiado fuerte para mí.
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—Le daré algo que le hará sentirse mejor. El bosque tiene remedios para todo:
para despertarle a uno, y para hacerle dormir.
—¿Ha visto usted mi reloj en alguna parte?
—¿Acaso lo ha perdido?
—Por lo menos, no lo llevó en la muñeca. ¡Uf! Creo que nunca había dormido
tanto.
—Desde luego. No había dormido usted tanto desde que era un bebé. ¿Sabe usted
cuánto tiempo ha estado durmiendo? Dos días.
—¡Imposible!
—Palabra. Y ha sido una verdadera lástima, porque no ha podido ver usted a
nuestros huéspedes.
—¿Huéspedes?
—Sí. Llegaron mientras usted estaba durmiendo. Eran tres hombres. Ingleses. Es
una lástima que no haya podido verles.
Y ellos, al parecer, estaban particularmente interesados en verle a usted. Pero
¿qué podía hacer yo? Dormía usted tan profundamente… Habían hecho un largo
viaje sólo para verle a usted, de modo —pensé que a usted no le importaría— que,
para compensarles de la decepción, les entregué un pequeño recuerdo suyo, su reloj.
Así podrían entregárselo a su esposa, que ofrecía una gran recompensa a la persona
que le llevara noticias de usted. Se mostraron muy complacidos. Y tomaron unas
fotografías de la pequeña cruz que puse en la tumba del negro para conmemorar su
llegada. Sí, varias fotografías. Y también eso les alegró. Eran unos hombres a los que
resultaba fácil complacer. Pero no creo que vuelvan a visitarnos. Vivimos en un lugar
tan apartado… No tenemos más placer que el de la lectura… No creo que volvamos a
tener visitas… Bien, bien, le prepararé a usted algo que le hará sentirse mejor. Le
duele a usted la cabeza, ¿verdad? Bueno, hoy no tendremos Dickens… pero lo
tendremos mañana, y pasado mañana, y todos los días. Vamos a leer otra vez La
pequeña Dorrit. En ese libro hay párrafos que no puedo oír sin que me entren ganas
de llorar…
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A NINGUNA PARTE SIN ELLA
COLIN EVANS
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¡N O va a ninguna parte sin ella!
Eso es lo que la gente solía decir. Lo oí varias veces, cuando no creían
que podía oírlo. Mi oído ha sido siempre muy fino.
No lo decían en tono de lástima, como si me compadecieran. No lo decían en tono
sarcástico, ni de reproche. Siempre parecían decirlo como si fuera un gran elogio,
como si pensaran lo mejor de nosotros.
Una y otra vez, había tenido que escuchar de labios de algún presunto amigo:
«Todo el mundo ha notado que usted no va nunca a ninguna parte sin ella»… o «sin
su esposa»… o «sin Mis. Scott»… o «sin la querida Amelia», según el caso.
En el pueblo, todo el mundo la conocía. En el pueblo contiguo, la conocía casi
todo el mundo. Y numerosas personas, incluidos la mayoría de comerciantes, la
conocían en los pueblos de los alrededores. Era muy popular, porque no la conocían
como la conocía yo. No la conocían a ella, a la verdadera mujer, a la Amelia real
cuyo prisionero había sido yo durante ocho años, es decir, desde que me casé con
Amelia Armstrong. Sólo conocían el papel perfectamente ensayado que representaba
en público, a la «deliciosa Mrs. Scott», a la «dulce Amelia Scott», a la graciosa Lady
Bountiful, simpática y alegre. Y tampoco conocían al verdadero Mark Scott, es decir
a mí. Yo me había preocupado de esto. Lo mismo que Amelia. Ella se cuidaba de que
me conocieran solamente como «aquel hombrecillo tranquilo, tan enamorado de su
esposa, el marido de Mrs. Scott». Yo no podía hacer nada respecto a eso, pero podía y
hacía que siempre pareciera que gozaba intensamente con la compañía de Amelia, y
que aceptaba encantado que ella me llevara como el que lleva un bastón al salir de
paseo.
Nunca, ni un solo instante, permití que la máscara cayera. Ni una sola vez tuvo
nadie la más ligera idea de lo que yo realmente sentía, de lo que realmente pensaba y
de lo que me proponía hacer. Puedo jurar que ni un solo ser viviente, excepto yo
mismo, tenía la más leve sospecha de que yo era un enfurecido prisionero, un
condenado amargamente resentido, víctima de un horrible sistema carcelario. Ya que
un prisionero de Amelia podía ver a los otros hombres que gozaban de libertad. Veía
hombres que iban solos, hombres que iban con sus amigos, hombres que bebían
cuando tenían ganas de beber, que contaban historietas y las reían con sus
compañeros. Veía a su alrededor a hombres que regresaban temprano a casa porque
sus esposas les esperaban, y era un placer tener una esposa que le esperase a uno; si
no era ése el caso, podían separarse de sus esposas e iniciar una nueva vida. Estar
preso y ver y envidiar a todos aquellos hombres libres era una sádica crueldad que no
sufrían los criminales. Sólo un marido de Amelia podía ser condenado a una
existencia semejante. Además, la condena era para toda la vida.
Para toda la vida… ¿de quién? ¡Ah! Ése era mi secreto. Si algún día me «fugaba»,
rompía mis grilletes, estando los dos vivos, quedaría en la miseria. El dinero sería
para Amelia. Yo no tenía dinero. La casa sería también suya. Yo no tenía nada. Mi
carrera había quedado arruinada cuando Amelia permitió que su primer marido
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presentara una petición de divorcio, basada en la infidelidad de su esposa, conmigo,
mientras era paciente mía. Aquello significó mi inmediata expulsión del colegio de
Médicos.
Sí, Amelia había sido paciente mía; enferma, oficialmente, de apendicitis. Y había
sido mi amante… del modo que una emperadora romana pudo haber sido amante de
un esclavo; amante y dueña, con poder de vida y muerte. Había sido muy astuta al
decidir convertirse en mi esposa, esposa y dueña, proporcionándole a su marido
pruebas acerca de mí, y no de cualquiera de sus otros amantes. Conocía
perfectamente las normas del Colegio de Médicos. Hacerle el amor a un paciente
(aunque se trate de que el paciente le haga el amor a él) no convierte a un hombre en
un delincuente. Pero convierte a un médico en un individuo sin profesión. Eso fue lo
único que Amelia procuró que llegara a oídos del Colegio de Médicos. De este modo
se aseguraba mi completa dependencia de ella, ya que, aparte de mis conocimientos
de medicina, yo no sabía hacer absolutamente nada. Un exmédico puede, y a menudo
lo hace, seguir ejerciendo al margen de la ley y ganarse así el sustento. Pero no puede
hacerlo si una «esposa abandonada» va a presentarse, a la primera amenaza de
«abandono», al Colegio de Médicos y a la policía, con pruebas de la clase de
«apendicitis» por la cual había sido paciente mía, y de la clase de operación que la
había «curado».
Era un prisionero para toda la vida. Amelia y yo procurábamos que nadie, excepto
nosotros mismos, sospechara el hecho: ella por vanidad; yo, por precaución. Por lo
tanto, no iba a aparecer ninguna prueba de «motivo» cuando perfeccionara mis planes
para escapar por el único medio de fugarse que está al alcance de un prisionero de esa
clase. Era un prisionero para toda la vida… pero sólo yo sabía que era un prisionero
para toda su vida, y que su vida no iba a ser muy larga.
Me costó ocho espantosos años de humillación y de disimulo reunir penosamente
—valiéndome de no importa qué innobles estratagemas— la pequeña suma de dinero
que necesitaría para vivir, teniendo en cuenta que no pagaría alquiler y que podría
aprovecharme del producto de las verduras que cultivaba en la huerta, durante los
siete años que deberían transcurrir después de su «desaparición», antes de que
pudiera acudir a los tribunales solicitando que la declarasen legalmente difunta. No
iba a producirse ninguna muerte inexplicable, ningún «accidente» que despertara
sospechas, ninguna enfermedad súbita o paulatina capaz de infundir a un médico
experto serias sospechas acerca de la intervención de un excolega. No iba a
producirse un estrangulamiento que atribuir a un supuesto maníaco homicida, para
que la policía sospechara del marido y encontrara algún modo imprevisto de
demostrar su culpabilidad. Desde luego, sin un cadáver ni una evidencia de muerte,
no podría heredar rápidamente la fortuna de Amelia; pero tendría seguridad. Tendría
seguridad, aun en el caso de que la ausencia de Amelia despertara algún recelo.
Naturalmente, informaría a la policía de aquella ausencia; pero lo haría únicamente
cuando hubiera transcurrido el tiempo suficiente para que el dejar de informar
(Nota marginal de William James Smith, enfermero diplomado: Al llegar a este punto
de la escritura, el paciente se desplomó hacia atrás, como si se hubiera desmayado.
Me acerqué apresuradamente a él, pero pude observar que, a pesar de estar tendido
en la cama con los ojos cerrados, el paciente seguía moviendo la mano que
Toda su vida, Albert Taylor se había sentido fascinado por el tema de las abejas.
Cuando era un chiquillo, solía cogerlas con las manos y llevarlas a su casa para
enseñárselas a su madre, y a veces dejaba que se pasearan por su rostro y por su
cuello. Lo sorprendente era que nunca le habían picado. Por el contrario, las abejas
parecían disfrutar estando con él. Nunca trataban de huir, y para quitárselas de
encima tenía que sacudirlas suavemente con los dedos. Incluso entonces solían volver
para posarse de nuevo en su brazo, su mano o su rodilla, en cualquier lugar donde la
piel quedara al descubierto.
La preocupación de Hugh Curtis por llegar tarde no había sido compartida por los
otros huéspedes. Habían llegado a Lowlands a la hora del té. Aunque no habían
viajado juntos, se encontraron prácticamente al pie de la escalinata principal de la
casa, y ambos sospecharon que el otro deseaba disponer de unos minutos para hablar
a solas con su anfitrión.
Pero parecía difícil que su deseo se hubiese realizado aún, en el caso de que no
hubieran tenido la misma idea. Llegó el té, el agua hervía en la jarra, y Munt no
estaba presente. Ostrop pidió a su compañero-invitado que hiciera el té.
—Usted es el huésped más veterano —dijo—. Conoce a Dick perfectamente,
mucho mejor que yo.
Era cierto. Hacía mucho tiempo que Ostrop deseaba encontrarse con Tony
Bettisher, el cual, después de la muerte de alguien vagamente conocido por Valentine,
se había convertido en el amigo más íntimo de Munt. Era un hombre bajito, moreno,
de complexión robusta, cuyo aspecto no permitía adivinar su carácter ni sus
ocupaciones habituales. Valentine sabía que trabajaba en el Museo Británico, pero, al
mirarle, podía tomársele por un corredor de bolsa.
—Supongo que conoce usted este lugar en todas las épocas del año —dijo
Valentine—. Esta es la primera vez que vengo aquí en otoño. Y lo encuentro
delicioso.
Se quedó contemplando el arbolado valle. El perfume de las flores del jardín
penetraba a través de las ventanas.
—Sí, vengo aquí con relativa frecuencia —respondió Bettisher, ocupado con la
Una hora más tarde, los tres hombres estaban en una habitación de la parte alta de
la casa, contemplando un objeto largo, de forma oblonga, colocado sobre un montón
de virutas. Munt había estado efectuando una demostración.
—¿No resulta divertido ahora que está inmóvil? —observó—. Casi como si le
hubieran matado.
Lo tocó con el pie, y se deslizó hacia Valentine, el cual retrocedió unos pasos. No
podía saberse adónde se dirigía; parecía no seguir una dirección determinada y
moverse en todos los sentidos a la vez, como un cangrejo.
—Desde luego, si se dispone de espacio, hay muchas posibilidades de escapar —
suspiró Munt—. Pero, si atrapa a un individuo contra una pared, creo que se reducen
al mínimo. Aquí no puedo hacerles una demostración, porque aprecio los suelos de
mi casa, pero puede enterrarse a sí mismo en madera en tres minutos, y en tierra
recién removida, de un jardín, por ejemplo, en un minuto. Cuando coge a un hombre
lo dobla por la mitad… hacia atrás. Los pies quedan pegados a la cabeza. —Se
inclinó para ajustar algo—. ¿No es un juguete encantador?
—Mirándolo desde el punto de vista de un criminal —dijo Bettisher—, no veo
que tenga mucha utilidad en una casa. ¿Lo ha probado usted sobre un suelo de
piedra?
—Sí. Profiere unos ruidos terribles, y mella las hojas de las cuchillas. E incluso
sobre un suelo alfombrado, se abriría paso, pero dejaría un hermoso agujero en la
alfombra, señalando el lugar por el cual había desaparecido.
Bettisher asintió.
—Pero resulta muy curioso —añadió Munt—, que en algunas habitaciones de
esta casa funcione perfectamente. Podría engañar al más experto detective. En la
parte inferior, naturalmente, están las cuchillas, pero la parte superior tiene una
incrustación de verdadero parquet. Es tan sensible que puede captar los bordes y
adaptarse perfectamente al dibujo del parquet. Pero, desde luego, estoy de acuerdo
con usted. No es un juguete casero: es un juguete para el campo. Ahora pueden
ustedes bajar, mientras yo limpio un poco esto. Me reuniré con ustedes dentro de
unos momentos.
Valentine siguió a Bettisher hasta la biblioteca. Estaba muy impresionado.
—Bueno, fue una escena muy divertida —dijo Bettisher, con una risita.
—Pues yo tengo que confesar que he pasado un mal rato —afirmó Valentine.
—¡Oh! No me refiero a lo de ahora, sino a la conversación que sostuvieron usted
y Dick: parecía que estaban jugando a los despropósitos.
—Temo que me porté como un tonto —dijo Valentine—. No puedo recordar
exactamente lo que dijimos. Pero sé que había algo que deseaba preguntarle a usted.
—Pregunte lo que quiera, aunque no puedo garantizarle una respuesta.
El auto que recogió a Hugh Curtis era resplandeciente y nuevo; brillaba a los
rayos del sol poniente. Su conductor era como una prolongación del vehículo y tan
rápido en sus movimientos que cuando recogió el equipaje de Hugh, lo cargó en el
automóvil y lo sujetó con una correa, parecía que trataba de batir una marca de
tiempo. Hugh lamentó aquella precipitación, aquella interferencia en el ritmo de sus
pensamientos. Era un anticipo del esfuerzo de adaptabilidad que se vería obligado a
realizar poco tiempo después. El violento reajuste mental que cada visita, y
especialmente cada visita entre desconocidos, comporta: una rendición de la
personalidad. El imaginativo podría llamarlo una pequeña muerte.
El automóvil aminoró la velocidad, dejó la carretera principal, pasó a través de
una verja pintada de blanco y durante un par de minutos siguió un camino de grava
bordeado por árboles. A la incierta claridad del crepúsculo, Hugh no pudo ver hasta
dónde se extendían a derecha e izquierda. Pero la casa, cuando apareció, era bastante
vulgar: un edificio alargado, de formas regulares, construido a principios de siglo XIX,
atravesada a generosos intervalos por grandes ventanas, unas rectangulares, otras
ojivales. Tenía un aspecto digno y tranquilo y, a la luz del crepúsculo, parecía brillar
con un suave resplandor que le era propio. La moral de Hugh empezó a elevarse.
Mentalmente, oía ya el acogedor murmullo de voces procedente de una parte lejana
de la casa. Sonrió al hombre que le abrió la puerta. Pero el hombre no le devolvió la
sonrisa, y ningún sonido llegó a través de la penumbra que había detrás de él.
—Mr. Munt y sus amigos están jugando al escondite en la casa, señor —dijo el
hombre, con una seriedad que ahogó el impulso de Hugh de echarse a reír—. Me han
encargado que le diga a usted que la biblioteca es el punto de partida y que le toca a
usted buscar. Mr. Munt no desea que se enciendan las luces hasta que termine el
juego.
—¿Tengo que empezar ahora mismo —preguntó Hugh, tropezando mientras
seguía a su acompañante—, o puedo ir antes a mi habitación?
El mayordomo se detuvo y abrió una puerta.
—Ésta es la biblioteca —dijo—. Creo que Mr. Munt desea que el juego empiece
inmediatamente después de su llegada, señor.
Un débil coo-ee sonó a través de la casa.
—Mr. Munt dijo que podía ir usted por donde quisiera —añadió el mayordomo,
al tiempo que se marchaba.
ROBERT BLOCH
Así fue como sucedió. He reproducido aquella primera entrevista en todo su prolijo y
tal vez enojoso detalle, porque creo que es importante. Ayuda a proyectar cierta
claridad sobre el carácter y la actitud de Sir Guy. Y en vista de lo que ocurrió después
de aquello…
Pero no adelantemos los acontecimientos.
La idea de Sir Guy era sencilla. Ni siquiera era una idea. Un simple
presentimiento.
—Usted conoce a la gente aquí —me dijo—. He investigado, y como resultado de
mis investigaciones he llegado a la conclusión de que usted es el hombre ideal para lo
que me propongo. Tiene usted relación con muchos escritores, pintores y poetas. Con
los intelectuales, en una palabra. Con los bohemios.
»Por motivos que ahora no interesan, he deducido que Jack el Destripador
pertenece a aquel grupo social. Y tengo la impresión de que si usted me introduce en
aquel medio, podré localizarle.
—Por mi parte no hay inconveniente —dije—. Pero ¿cómo espera localizarle?
Como usted ha dicho, puede ser cualquiera, estar en cualquier parte. Y usted no tiene
la menor idea de su aspecto. Puede ser joven o viejo. Rico, pobre, vagabundo, ladrón,
médico, abogado… ¿Cómo podrá averiguarlo?
—Veremos —suspiró Sir Guy—. Pero tengo que encontrarle. En seguida.
—¿Por qué tanta prisa?
Sir Guy suspiró de nuevo.
—Porque dentro de dos días volverá a matar.
—¿Está usted seguro?
—Segurísimo. Fíjese en este mapa. Todos los asesinatos corresponden a un
determinado ritmo astrológico. Si, como sospecho, ofrece un sacrificio de sangre para
renovar su juventud, tiene que matar dentro de dos días. Fíjese en la pauta de sus
primeros crímenes en Londres. 7 de agosto. 31 de agosto. 8 de septiembre. 30 de
septiembre. 9 de noviembre. Intervalos de 24 días. 9 días. 22 días —en esta ocasión
dos asesinatos—, y luego 40 días. Desde luego, hubo otros crímenes intercalados.
Pero no fueron descubiertos o no le fueron atribuidos.
»De todos modos, he trazado una pauta para él basada en los datos que poseo. Y
digo que dentro de dos días matará. De manera que debemos localizarle antes de que
transcurran esos dos días.
—Continúo preguntándome qué es lo que desea que haga yo.
—Permitirme que le acompañe —dijo Sir Guy—. Presentarme a sus amigos.
Llevarme a las reuniones.
—Pero ¿por dónde vamos a empezar? Que yo sepa, mis amigos artistas, a pesar
de sus excentricidades, son personas completamente normales.
Tal como habíamos convenido, a la noche siguiente me reuní con Sir Guy en la
confluencia de las calles 29 y South Halsted.
Después de lo que había sucedido la noche anterior, yo estaba preparado para casi
todo. Pero Sir Guy tenía un aspecto completamente vulgar mientras paseaba
lentamente por la acera, esperando mi aparición.
—¡Bu! —exclamé, dando un repentino salto.
Sir Guy sonrió. Sólo el revelador gesto de su mano izquierda indicó que había
buscado instintivamente su revólver cuando le sorprendí.
—¿Preparado para iniciar la caza? —pregunté.
—Sí —respondió—. Me alegro de que consintiera en acompañarme sin hacer
preguntas. Ello demuestra que confía en mi criterio.
Me cogió del brazo y echamos a andar lentamente.
—Esta noche hay mucha niebla, John —dijo Sir Guy Hollis—. Como en Londres.
Asentí.
—Y hace frío, también, para esta época del año.
Asentí de nuevo.
—Es curioso —murmuró Sir Guy—. Niebla londinense y noviembre. El ambiente
y la época de los asesinatos del Destripador.
Sonreí a través de la oscuridad.
—Permítame recordarle, Sir Guy, que esto no es Londres, sino Chicago. Y no
estamos en noviembre de 1888. Han pasado más de cincuenta años.
Sir Guy me devolvió la sonrisa, aunque sin la menor alegría.
—Yo no estoy tan seguro —murmuró—. Mire a su alrededor. Parece que estemos
en el East End. Y este barrio tiene más de cincuenta años de antigüedad.
—Estamos en el barrio negro —observé—. Y todavía no sé por qué me ha traído
usted aquí.
—Es un presentimiento —admitió Sir Guy—. Sólo un presentimiento por mi
parte, John. Quiero dar una vuelta por aquí. Estas calles tienen la misma
configuración geográfica que las de los barrios donde el Destripador vagabundeó y
asesinó. Aquí es donde le encontraremos, John. No entre las brillantes luces del
barrio bohemio, sino aquí, en medio de la oscuridad. La oscuridad que le oculta y le
protege.
—¿Por eso se ha traído usted un revólver? —pregunté. Fui incapaz de evitar que
mi voz revelara cierto sarcástico nerviosismo. Aquella conversación, la incesante
obsesión de Jack el Destripador, estaban afectando a mis nervios más de lo que me
atrevía a admitir.
—Puede hacernos falta —dijo Sir Guy en tono grave—. Después de todo, esta
noche es la noche señalada.
Terry se detuvo delante de la ventana del salón. Las persianas estaban medio
bajadas (tuvo que inclinar la cabeza para evitarlas), y en la estancia reinaba una
penumbra amarillenta. (Terry había esperado en aquel mismo salón que acudieran
todos, la tarde que llegó de Ceilán). El perfume de los claveles penetraba en la
habitación, y dos o tres moscones zumbaban y revoloteaban en el techo. Su hermana
Catherine estaba sentada de espaldas a él, tocando el piano (Terry la había oído
mientras se acercaba). Terry contempló sus rosados y puntiagudos codos: estaba
tocando un vals, y la música corría a través de ellos en rítmicas oleadas.
—¡Hola, Catherine! —dijo Terry, y escuchó, lleno de admiración. ¡De modo que
así era como sonaba su nueva voz!
—¡Hola, Terry!
Catherine siguió tocando, absorta en el vals. Tenía una mente ansiosa, metódica,
pero le gustaba el chismorreo. Terry pensó: «Aquí hay un poco de chismorreo para ti:
Josephine está en la capilla, cubierta de sangre. Su vestido está manchado; deberías ir
a verla».
—Oye, Catherine…
—¡Oh, Terry! Están llevando los muebles a la sala. ¿Por qué no vas a ayudarles?
Los sofás pesan mucho… y las vitrinas. —Se echó a reír—. Yo estoy terminando con
esta pieza.
Y siguió tocando.
Terry pensó: «No creo que pueda casarse ahora. Nadie querrá casarse con ella».
Y en voz alta, dijo:
—¿Sabes dónde está Josephine?
—No. No tengo —rum-tum-tum, rum-tum-tum— la más leve idea. Anda, Terry.
Terry pensó: «Nunca le gustó Josephine».
Se marchó.
Se detuvo en la puerta de la sala. Sus hermanos y Beatrice estaban arrastrando los
grandes sillones sobre el encerado suelo. Todos se dieron cuenta de su presencia, pero
El antiguo reloj del vestíbulo, que había pertenecido al abuelo Dedman, habló
toda la noche. Mr. George decía que la madre de Priscila entendía su lenguaje. Solía
decir: «Cis-sie, Cis-sie, Cis-sie, duer-me, duer-me, Cis-sie» una y otra vez, hasta que
se quedaba dormida. Ahora, Priscila pensó que le hablaba a-ella del mismo modo.
Pero Priscila no tenía sueño. Permanecía tendida en su cama, escuchando todos los
sonidos de la antigua casa. Estaba muy triste desde que se había marchado la
cocinera, la última persona que la quería. Todos los que ahora vivían en la casa la
aborrecían. Priscila lo sabía por el modo que tenían de mirarla, por el modo que
tenían de hablarle. ¡Si al menos regresara Mr. George! Nada había sido como antes
desde el día en que Mr. George, sintiéndose enfermo, la llamó a la cabecera de su
cama y le dijo: «Procura ser una niña buena, Priscila. Y, recuérdalo, si algo marcha
mal, díselo a Laura». Laura era para Mr. George lo que Priscila había sido para su
madre.
El murmullo de voces en el vestíbulo se había apagado.
Virginia Leckett estaba cepillándose el pelo en la habitación de su hermano.
Laban se había acostado ya.
—Si a la niña le sucediera algo, no habría pegas en lo que respecta a nuestro
derecho a la herencia, ¿verdad?
—Juraría que me has formulado esa pregunta una docena de veces —dijo Laban.
—¿Verdad? —insistió Virginia.
Era tarde cuando regresaron del entierro. Virginia había alquilado un automóvil
para que las llevara al cementerio, pero el regreso lo efectuaron en el autobús. La
presencia de Laura Craig en el entierro había enfurecido a Virginia, de modo que
habló todavía menos que de costumbre con Priscila. Se daba cuenta de que Laura no
estaba dispuesta a perder de vista durante mucho tiempo a Priscila; sabía que Laura
sentía un sincero cariño por la niña, y le molestaba… no porque tuviera celos, sino
sencillamente porque cuando le sucediera algo a Priscila, Laura Craig se mostraría
peligrosamente curiosa. Le extrañaba que no lo hubiera hecho ya a propósito de
George Newell.
Al entrar en el vestíbulo, envuelto en una semioscuridad, le pareció ver a alguien
de pie al lado de la escalera; pero en aquel momento Priscila se precipitó hacia
adelante profiriendo una exclamación de alegría, y Virginia la siguió con los ojos
mientras la niña subía corriendo la escalera. Cuando Virginia volvió a mirar hacia el
lugar en el cual le había parecido advertir una presencia, no vio nada. Sin embargo, le
desconcertó la frecuencia con que se repetía lo que únicamente podían ser
alucinaciones.
Se quitó el abrigo y el sombrero y se encaminó a la cocina para preparar la cena.
Al cabo de unos instantes había olvidado sus alucinaciones, y sólo pensaba en lo
larga que se le haría la espera antes de que pudiera desembarazarse de Priscila y
penetrar en aquel mundo nuevo de sus sueños.
Priscila entró en la cocina. Se había cambiado de vestido.
—¿Le has visto, tía Virginia? —gritó.
—¿A quién?
—A Mr. George. Estaba en el vestíbulo cuando hemos llegado.
Virginia estuvo a punto de dejarse llevar por los nervios y golpear a la niña. Se
contuvo a tiempo. Mirándola fríamente, dijo:
—No quiero oír su nombre otra vez, ¿entiendes?
—Sí, tía Virginia.
—No quiero que vuelva a ser mencionado en esta casa, ¿me oyes?
—Sí, tía Virginia. Y no es necesario que grites.
—¡No estoy gritando!
Pero las paredes le devolvieron el eco de su propia voz, destemplada, ronca, en el
silencio de la cocina.
El cementerio estaba rodeado por una gruesa pared de adobes, y en sus cuatro
esquinas había unos angelotes de piedra, con sus sucias cabezas cubiertas de
excrementos de pájaros, sus manos llenas de amuletos de la misma sustancia, sus
rostros indiscutiblemente pecosos.
A la cálida luz del sol, Joseph y Marie ascendieron por la colina, arrastrando
detrás de ellos sus sombras azules. Ayudándose mutuamente, llegaron a la verja del
cementerio, empujaron la reja de hierro de estilo español y entraron.
Pocos días antes se había celebrado la fiesta de El Día de la Muerte, y unas cintas
de vivos colores colgaban aún como absurdas cabelleras de las lápidas, de los
hermosos crucifijos tallados a mano y de las tumbas que se alzaban del suelo
semejantes a joyeros de mármol. Había allí estatuas heladas en actitudes angélicas
sobre montículos de grava, y lápidas complicadamente talladas, altas como hombres,
con ángeles asomados a sus bordes; y tumbas tan grandes y ridículas como lechos
puestos al sol. Y a lo largo de las cuatro paredes había interminables hileras de
nichos, la mayoría tapados con lápidas de mármol o de yeso, en las cuales figuraba el
Desde la puerta contemplaron las largas hileras bajo el arqueado techo, cincuenta
y cinco contra una de las paredes, a la izquierda, cincuenta y cinco contra la pared de
la derecha, y cinco al fondo de todo.
—¡Mr. Interlocutor! —dijo Joseph vivamente.
Parecían los bocetos preliminares de un escultor, la armazón de alambre, los
primeros tendones de arcilla, los músculos y una delgada capa de piel. Estaban sin
terminar, en número de ciento quince.
Tenían el color del pergamino, y la piel estaba tensada como si la hubieran puesto
a secar, de hueso a hueso. Los cuerpos estaban intactos, sólo los humores acuosos se
habían evaporado de ellos.
—El clima —dijo el encargado del cementerio—. Los conserva perfectamente. Es
muy seco.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó Joseph.
—Algunos un año, otros cinco, algunos diez, otros setenta.
Iban a acostarse. Joseph había regresado con la noticia de que habían estado
trabajando en el automóvil, pero que la reparación llevaría algún tiempo. Al día
siguiente volvería al taller.
—Pero no llames con los nudillos a la puerta —dijo Marie, de pie ante el espejo,
mientras se desvestía.
—Entonces, déjala abierta —dijo Joseph.
—Quiero que esté cerrada. Pero no la golpees con los nudillos. Llámame.
—¿Qué pasa con los nudillos? —inquirió Joseph.
—Suena muy raro —dijo Marie.
—¿Raro?
Marie no dijo nada. Se estaba mirando al espejo, con las manos en los flancos, y
allí estaba su cuerpo, y se movía, sentía el suelo debajo de él y las paredes a su
alrededor.
—Bueno —dijo Joseph—. Deja de una vez de admirarte a ti misma. —Estaba en
la cama—. ¿Qué estás haciendo? —inquirió—. ¿Por qué te llevas las manos a la cara
de ese modo?
Apagó la luz.
Marie no pudo hablarle, ya que no sabía ninguna palabra que él supiera, y él no
decía nada que Marie comprendiera. Se acercó a la cama y se deslizó dentro de ella y
se quedó tendida boca arriba. Y Joseph era como uno de aquellos hombres de adobe
cocido de aquella ciudad situada más allá de la luna, y la tierra real estaba en alguna
otra parte y hacía falta un vuelo espacial para llegar hasta ella. Si los dos esposos
pudieran hablarse, la noche sería aún maravillosa, y Marie podría respirar fácilmente
y podría descansar. Pero no se hablaron, y las venas no descansaron en las muñecas, y
el corazón era un fuelle soplando continuamente sobre un pequeño fuego de temor, y
los pulmones no reposaron sino que continuaron funcionando como si Marie fuera
una persona ahogada y ella misma se hiciera la respiración artificial para conservar
los últimos restos de vida. Y todas las cosas estaban engrasadas por su sudor ardiente,
y Marie estaba pegada entre las pesadas mantas como algo oprimido, aplastado,
Joseph se pasó el día entrando y saliendo del hotel. No se afeitó. Cuando salió por
primera vez, andaba tan lentamente por la plaza que Marie experimentó el deseo de
tirarle algo a Ja cabeza. Joseph se detuvo a hablar con el encargado del hotel, debajo
de un tilo. Contempló los pájaros posados en los árboles y vio las estatuas griegas del
Teatro de la ópera, erguidas en sus pedestales, vigilando cuidadosamente el tráfico.
¡Allí no había ningún tráfico! Joseph permanecía allí a propósito, dejando transcurrir
el tiempo, sin volverse a mirar hacia la ventana del hotel. ¿Por qué no corría hacia el
garaje, aporreaba sus puertas, amenazaba a los mecánicos, les arrastraba hasta el
George continuó:
—Al día siguiente, el cazador furtivo fue encontrado vagando por los campos.
Con grandes esfuerzos, el vicario consiguió arrancarle lo sucedido, palabra por
palabra, y entonces vieron confirmado lo que ya suponían. El desconocido se había
arrodillado junto al agujero de la puerta, en el preciso instante en que mi abuela se
estaba transformando. El cazador enloqueció, y no he vuelto a saber de él. Al día
siguiente fui a visitar a mi abuela… —George hizo una pausa teatral— y cojeaba
visiblemente. En aquella época, yo no creía las historias que se susurraban acerca de
ella. La quería mucho, y creo que ella me quería a mí. Le pregunté si se había
lastimado, y ella se levantó la falda y me enseñó su pantorrilla. La llevaba envuelta
con unos trapos manchados de sangre. La creí cuando me dijo que se había caído
sobre una horca. Pero la liebre no fue vista en los tres plenilunios siguientes.
Gordon se removió en su silla. La sensación de que estaban mirándole era cada
vez más intensa. Sus vecinos, Alice Teal y su marido, parecían muy inquietos. Un
tétrico silencio planeaba sobre la estancia cada vez que George dejaba de hablar.
T.). <<