Pretoriano de Dorn

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21 mm

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El ojo de Terra PVP 19,95 € 10234097
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Ángeles de Caliban
09/05/2019
The Horus Heresy ®

PRETORIANO
DE DORN

John French

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Título original: Praetorian of Dorn

Traducción: Traducciones imposibles, 2019

Praetorian of Dorn © Copyright Games Workshop Limited 2018.

Praetorian of Dorn, Pretoriano de Dorn, GW, Games Workshop, Black Library, The Horus
Heresy, el logo del ojo de Horus Heresy, Space Marine, 40K, Warhammer,
Warhammer 40,000, el logo del águila de dos cabezas, y todos los logos, ilustraciones, imágenes,
nombres, criaturas, razas, vehículos, localizaciones, armas, personajes, y el distintivo ® o TM, y/o
© Games Workshop Limited, registradas en todo el mundo.
Todos los derechos reservados.

Versión original inglesa publicada en Gran Bretaña en 2018 por Black Library
Games Workshop Limited.,
Willow Road, Nottingham,
NG7 2WS, UK
www.blacklibrary.com

© de la traducción, Games Workshop Limited, 2019. Traducida y explotada bajo licencia por
Editorial Planeta. Todos los derechos reservados.

Ilustración de cubierta de Neil Roberts

Edición publicada en España por Editorial Planeta, 2019


© Editorial Planeta, S. A., 2019
Avda. Diagonal, 662-664, 7ª planta. 08034 Barcelona
Timun Mas, sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
www.edicionesminotauro.com
www.planetadelibros.com

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes y situaciones descritos en esta novela son ficticios,
y cualquier parecido con personas o hechos reales es pura coincidencia.

ISBN: 978-84-450-0630-6
Preimpresión: Keiko Pink & the Bookcrafters
Depósito legal: B. 9.173-2019

Impreso en España
Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del
editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
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UNO

Nave de transporte del sistema Primigenia


Accesos terranos exteriores

—Acercad la nave al frente.


—Llegando al frente en este momento.
—Transmitiendo autorización.
—Autorización recibida.
—Mantened la estabilidad y preparaos para recibir al cuadro de pilotos.
—Manteniendo estabilidad.
El teniente Maecenas V Hon-II dejó que las voces que llenaban el
puente lo envolviesen. Estaba sentado en el trono del segundo asisten-
te de cubierta con los pies sobre el tablero de mandos de lapislázuli y
bronce y los brazos cruzados sobre su arrugado uniforme azul y amarillo.
Tenía los ojos cerrados, y la barbilla descansaba sobre el pecho.
Toda la tripulación de mando sabía que aquella era la postura más
probable en la que iban a encontrarse a Maecenas cuando desempeñaba
el papel de segundo asistente. No pensaban molestarlo, aunque habrían
esposado, dado unos electroazotes y encerrado en el calabozo durante
todo el trayecto de vuelta a Júpiter a cualquier otro al que hubiesen halla-
do durmiendo mientras estaba de guardia. Pero no a Maecenas; él forma-
ba parte de la Consanguinidad. El resto de tripulantes estaba, en el mejor
de los casos, atado por juramento o matrimonio. Eso significaba que
Maecenas tenía derecho a hacer lo que quisiera. Al fin y al cabo, la nave le

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pertenecía en un sentido prácticamente literal. Si su tío o su primo carnal
hubiesen subido a bordo y le hubieran ordenado que quitase los pies del
panel, él habría obedecido sin problema, pero las estaciones polares de
las ciudades bajas estaban muy lejos de allí en la dirección opuesta, y no
iban a acercarse más. Por eso la tripulación dejaba que durmiese durante
su guardia. Después de todo, era mucho mejor que tenerlo despierto.
No obstante, sí estaba despierto. Siempre lo estaba.
Desde detrás de los párpados, Maecenas observó cómo la tripulación
de mando se preparaba para el cuadro de pilotos. Todos habían hecho
aquello tantas veces que la rutina extenuante había terminado por reem-
plazar a la indignación. Los iniciadores de sistemas comenzaron a apagar
sus estaciones. Unos cables cromados serpenteaban desde sus cabezas
rapadas hasta unos conductos en el suelo. Su piel era casi translúcida bajo
el resplandor de sus instrumentos. Ojos grandes y negros observaban
los cambios que experimentaban los valores de datos sobre numerosas
pantallas, mientras las manos de dedos largos realizaban ajustes con pre-
cisión. Todos ellos eran jovianos, y la mayoría nunca había sentido la
atracción que ejercía la superficie de un planeta ni había respirado aire
no filtrado.
La Primigenia era una barcaza comercial joviana que medía algo más
de cinco kilómetros de proa a popa. Había nacido en las ciudades bajas
que se encontraban sobre el polo de Júpiter, y surcado los vacíos solares
durante veintiocho generaciones. Sus motores y sistemas no provenían
de Marte, sino de los secretos de los clanes del vacío que habían es-
capado de la oscuridad de la Vieja Noche. En otros tiempos había
recorrido y saqueado el sistema entero hasta llegar a los mismísimos
confines, además de comerciar con los señores de Terra. Ahora, era un
eslabón más de una cadena de naves que operaba por los límites inter-
nos y externos del sistema. Cargada con suministros, atravesaba canales
controlados de aquel espacio hasta atracar en una de las estaciones del
Trono del Mundo situadas en el vacío exterior, donde descargaba su
cargamento. Puede que Rogal Dorn hubiese bloqueado sus puertas,
pero el apetito de Terra era insaciable. Así pues, Primigenia y sus her-
manas se abrían paso desde Terra y también hacia ella una y otra vez,
como mulas de carga ante las puertas de una ciudadela.
—Estamos en punto muerto. Nave de control atracando junto a no-
sotros —informó un miembro de la tripulación.
Maecenas vio que el capitán de la nave le lanzaba una mirada a la
primera asistente y, luego, inclinaba la cabeza.

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—Desplegar pasarelas de atraque —dijo la primera asistente Sur Nel
Hon-XVII. Ella era la prima segunda por juramento de Maecenas, y él
fingía despreciar tanto esa conexión como su rango. Ella, a su vez, lo
odiaba. Eso era bueno. De ese modo, no sería capaz de percibir nada
distinto en él.
—Cuadro de pilotos a bordo. Parece un equipo de inspección com-
pleto —murmuró Sur Nel mientras la información inundaba su visor.
El capitán de la nave lanzó un suspiro prolongado y sacudió la cabeza.
—Esto no será rápido.
—Nunca lo es —respondió Sur Nel.
Tras sus ojos cerrados, el teniente Maecenas V Hon-II comenzó a con-
tar los segundos, uno tras otro.

Residuos tóxicos de Gobi


Terra

Avanzaron bajo la luz del amanecer mientras el tractor oruga se sacudía


y el olor del compartimento de la tripulación empeoraba por momentos.
Habían pasado dieciocho horas desde que habían abandonado el asenta-
miento, al borde de la meseta tóxica. Dieciocho horas en las que doce
humanos sentados sudaban dentro de una caja metálica, mientras la no-
che transcurría sin ser vista.
La mayor parte de aquel contingente de carroñeros había iniciado el
viaje con bromas e intentos de conversación, pero todo terminó cuando
quedó claro que Myzmadra y sus dos compañeros no sentían ningún
interés en ser amigables. Los saqueadores guardaron silencio mientras
jugueteaban con las armas y el equipamiento. Todos eran enormes, po-
seían músculos injertados e implantes augméticos rudimentarios. Tam-
bién tenían numerosas cicatrices: cráteres irregulares que las balas habían
causado, manchas paliduchas por quemaduras de ácido, y surcos a causa
de las cuchilladas. La mayoría vestían la armadura de la que disponían
directamente sobre la piel desnuda, como retando a todo aquel que se
enfrentase a ellos a que le dibujase una nueva cicatriz. Olían a aceite para
armas, licor de poza y codicia.
Myzmadra comprobó el triangulador de su muñeca y frunció el ceño.
Los engranajes giraban y las burbujas de mercurio se desplazaban tras la
carcasa de cristal.

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—¿Qué es esa cosa? —gruñó el saqueador que estaba sentado frente
a ella. Myzmadra levantó la mirada. Era muy corpulento. El resto de la
banda lo llamaba Grol. Tenía un martillo perforador en lugar de brazo
derecho, y un par de garfios mecánicos adheridos a la columna. Su cara
era de un tono rojo cromado por encima de los dientes, y tenía ranuras
por ojos. Ella volvió a mirar el triangulador sin responder.
—Es un triangulador. —Myzmadra volvió a levantar la mirada para
ver quién había hablado. El jefe de aquellos carroñeros, que antes había
dicho que se llamaba Nis, le devolvió una sonrisa burlona. Percibió el
centelleo del recubrimiento plateado de sus dientes de ceramita. Sus
ojos eran conos de lentes focales y las manos, como arañas de latón.
Ensanchó la mueca—. Un aparatito de arcotecnología muy ingenioso.
Te permite localizar cualquier lugar, aunque la cobertura sea mala en
esta zona y las tormentas de comunicación resulten aún peores. Vale su
peso en…
Dejó que la última palabra colgase de la comisura de su mueca burlona.
Ella le sostuvo la mirada. El resto de su cuerpo permaneció comple-
tamente inmóvil, con los dedos de la mano derecha colocados sobre el
triangulador. Dentro del mono que llevaba puesto, tensó varias zonas
musculares y dejó que su aliento se asentase en el fondo de los pulmones.
Estaba serena, a un solo reflejo de ponerse en movimiento, mientras que
fuera de su piel nada se había movido.
Le sostuvo la mirada a Nis. Él levantó sus manos de hojalata.
—Es coña —dijo al mismo tiempo que su mueca se volvía a ensan-
char—. Al fin y al cabo, si pagas a los de nuestra calaña para salir aquí
fuera y cavar, tendrás algo que valga la pena encontrar, y un modo de
encontrarlo, ¿verdad que sí?
Ella asintió, y volvió a mirar las ruedas dentadas y el mercurio.
Unos números empezaron a aparecer por el borde del triangulador.
—Estamos cerca —indicó Ashul en voz baja tras ella. Ni siquiera se
había dado cuenta de que estaba despierto. Había juntado las manos
sobre el pecho y se había quedado dormido nada más abandonar el cam-
pamento. Desde entonces no había movido ni un músculo—. Y justo a
tiempo —añadió mientras se colocaba su reinhalador.
Ella cogió una máscara del estante que había a sus espaldas, y le dio un
codazo a la figura que tenía al lado.
—Estoy completamente despierto —dijo Incarnus—. Que pien-
ses que me encuentro en otro estado bajo estas circunstancias es forzar
la imaginación hasta los límites de su tolerancia. —Recorrió su cuero

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cabelludo con los dedos, y Myzmadra observó una fina capa de humedad
sobre su piel. Parpadeó. Sus párpados grisáceos se agitaron rápidamente
sobre unos ojos carentes de iris, y entonces ella le entregó la máscara.
La banda de carroñeros se había dado cuenta de que estaban prepa-
rándose, así que comenzaron a coger armas y a colocarse las mascarillas
respiratorias en las bocas. Al menos, aquellos que la tenían.
Myzmandra se puso su propia máscara y activó el velo tintado de la
capa exterior de su visor. Junto a ella, Incarnus hizo un gesto para señalar
el triangulador.
—Justo a tiempo —dijo.

Bastión de Bhab
Palacio Imperial, Terra

Archamus despertó y se levantó de la dura roca que era su cama con un


solo movimiento.
—Informe de amenaza… —La orden brotó de la garganta y murió en
la lengua. Sus corazones parecían martillos bajo las costillas.
La gélida penumbra de su aposento le respondió con el silencio.
Miró a su alrededor. El cielo nocturno le devolvió la mirada a través de
una rendija de ataque que se encontraba sobre él, en la pared. Aparte
de eso, la única luz que había allí provenía de la vela que descansaba en
un nicho sobre la cama. Las horas y los minutos estaban marcados con
líneas y números sobre el sebo. Faltaba una hora para que la llama llegase
a la línea que indicaba la medianoche. Había dormido unos treinta
minutos, el tiempo suficiente para que comenzasen los sueños, pero no
lo bastante para poder recordarlos.
El bólter pesaba entre sus manos, pues lo había desenfundado y car-
gado mientras se despertaba. Poco a poco intentó relajar los músculos.
Sentía cómo la sangre le burbujeaba. Sintió una sensación estática tras
los ojos mientras su mente intentaba alcanzar sus nervios. Los elementos
biónicos de la pierna derecha chasquearon y silbaron cuando cambió de
posición.
Treinta minutos. Media hora en la que el mundo había seguido giran-
do, y sus ojos habían permanecido cerrados. Se esforzó por percibir el
sonido de pisadas apresuradas, de sirenas.
Nada.

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Solo oía las pulsaciones de la sangre en sus corazones y el crujido le-
jano del polvo chocando contra los escudos de vacío por encima de los
muros del baluarte. El colgador mecánico que sostenía las piezas de su
armadura reposaba en silencio en el espacio que se extendía frente a la
puerta. Las luces que indicaban su estado brillaron con un color verde.
Sus servidores armados aguardaban en los extremos de la habitación.
Lanzó un suspiro y bajó la pistola. Un cansancio lastimero volvió a
aferrarse a sus músculos.
Treinta minutos. Hacía meses que no conseguía dormir tanto, una
necesidad que parecía más bien un privilegio. El nodo catalepsiano en
la base de su cerebro le permitía aplazar la necesidad de dormir, pero no
podía huir de la fatiga eternamente. Así pues, se dejó llevar por el sueño
e intentó no considerar aquello una debilidad.
Dio un paso hacia la jofaina de granito que había sobre un estante
frente a la cama. Los servos de su brazo biónico chasquearon cuando
dejaron el bólter en su sitio. Un soplo de viento frío recorrió su piel.
La noche arrebató el poco calor que quedaba en el ambiente a tan alta
altitud, y la rendija de ataque no poseía cristal alguno para detener su
avance. Se había formado una capa de hielo sobre el agua que contenía la
jofaina. La atravesó con la mano derecha de un golpe y se llevó el líquido
elemento a la cara. Aquel intenso frío lo tranquilizó. El agua de la jofaina
se asentó, las ondas se calmaron y los pedazos de hielo golpearon el borde
del recipiente.
Por un instante se encontró a sí mismo observando los fragmentos
de su rostro reflejados en el agua. El tiempo y el trabajo habían dejado
numerosas marcas en él, tanto por fuera como por dentro.
«Viejo y agotado», pensó, y sus ojos delinearon la maraña de arrugas y
cicatrices que cubrían sus mejillas. Durante cuatro décadas, su barba ha-
bía tenido el tono grisáceo de la pizarra, pero ahora los extremos poseían
algunas pinceladas de tiza. Miró los tres clavos unidos en la parte izquier-
da de la frente. Todos eran negros, tan oscuros como el vacío, y cada uno
de ellos constituía medio siglo de enfrentamientos en una época cruel.
Volvió a coger un poco más de agua con la mano, y el reflejo desapa-
reció entre las nuevas ondas que se formaron. Se incorporó.
—Armadura —pronunció.
Los tres servidores se apartaron de los extremos de la habitación. To-
dos avanzaban encorvados, con la espalda doblada bajo los arcos que
formaban sus brazos mecánicos. Sus caras estaban cubiertas por unos
visores de latón con orificios cruciformes a la altura de los ojos. Unas

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túnicas negras cubrían la poca carne que todavía conservaban. Alzaron
las primeras piezas de la coraza del armazón, desconectando el suminis-
tro de energía y encajando los componentes.
Lo vistieron capa por capa, clavando cada pieza en su lugar, conectan-
do cables y sellando puertos. Cuando terminaron se apartaron, y él per-
maneció allí, envuelto en un amarillo bruñido que refulgía bajo la luz de
la vela. La estrella de Inwit lucía sobre su pecho, forjada con plata y oro,
con sus rayos atrapados dentro de un puño azabache. Una capa negra
y roja, adornada con piel de león del hielo, colgaba sobre sus hombros.
El casco con un solo orificio visual, marca propia de la Cruzada, esta-
ba magnéticamente adherido a su cintura, dejando así su rostro al des-
cubierto. Sintió la punzada habitual en su sistema nervioso cuando las
conexiones de sus extremidades biónicas se establecieron por completo.
Cogió sus armas del colgador, adhirió el bólter a una pierna, la pis-
tola bólter a la otra y se abrochó un cuchillo de hoja ancha a la cadera.
Por último, alzó Palabra de juramento con su mano biónica, y los dedos
metálicos chasquearon alrededor del mango de adamantium. La cabeza
había sido esculpida con roca negra que él mismo había extraído del
mundo muerto de Stroma, y le había ido dando forma durante un año.
La esfera del pomo era de plata y hierro negro a partes iguales, con las
constelaciones de Inwit grabadas en ella. Era pesada, pero en su mano
mecánica apenas notaba su carga. La observó durante un segundo, en el
que captó los diminutos cristales que refulgían bajo la superficie de la
piedra. Irrompible, y casi imposible de tallar: una roca que desafiaba al
universo con su mera presencia. Asintió y pasó la mano por la cabeza de
la maza hasta llegar a la parte superior, tras lo cual la fijó a su armadura
con un chasquido de fuerza magnética.
Salió de la alcoba y se adentró en la penumbra del pasillo que se ex-
tendía fuera. Una ráfaga de aire sopló junto a él y la luz de las antorchas
que ardían en los soportes de la pared se agitó. Empezó a caminar. El
conjunto de indicadores que llevaba en el cuello de la armadura comenzó
a sonar, y las transmisiones del sistema de comunicación inundaron sus
oídos. Podía oír todas y cada una de las señales militares dentro de una
esfera espacial en un radio de diez kilómetros, hasta alcanzar los límites
de la atmósfera de Terra. Su mente filtró la información, elaborando pa-
trones de fuerza y debilidad. El pelotón de Huscarls que había asignado
para proteger al primarca se encontraba donde debía estar. El segundo
y el tercer cordón de seguridad se extendían por todo el bastión. Aparte
de eso, cuarenta y seis unidades de legionarios se movían por todo el

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Palacio en patrones aleatorizados con sumo cuidado. Los otros cuadros
no le habían notificado nada que le hiciese vacilar. Todo marchaba como
necesitaba que marchase.
Recorrió con la mirada las piedras de los pasillos y del hueco de las
escaleras mientras ascendía hacia la cámara de mando. Se trataba de una
construcción antiestética, tanto en su diseño como en su ejecución. Las
marcas del cincel atravesaban la superficie de aquellos muros de granito,
y sus almenas mordían el aire como si de unas fauces abiertas se tratasen.
Para Archamus resultaba una creación tosca e incorregible. Hubo una
vez en la que se había preguntado si sus creadores no la habían cons-
truido para que permaneciese en el tiempo, sino para que simplemente
soportase los embates de alguna época perdida. Y los había soportado.
Eso no lo podía negar.
«¿Qué perdurará de todo lo que nosotros hemos llevado a cabo?», se
preguntó, y siguió caminando mientras un palacio que aguardaba una
guerra le susurraba en los oídos.

Puerto estelar Damocles


Terra

Innis Nessegas odiaba la noche, pero era lo único que podía ver. Aquellas
horas de control se las habían asignado a su padre cuando el viejo (muerto
largo tiempo atrás) había ascendido a la posición de tercer prefecto de la
esclusa meridional principal de transportes. Había otros dos prefectos que
supervisaban el sistema de compuertas, grúas y plataformas de carga: uno
de ellos por la mañana, y el otro al atardecer. Ellos, al igual que Nessegas,
habían heredado aquellas posiciones, y también su horario de control. A
veces se preguntaba si alguno de los otros dos envidiaba que él se ocupase
del turno de noche, pero la mayor parte del tiempo estaba convencido de
que se compadecían de él.
Visto de lejos, el puerto era una montaña caótica de metal. Las pla-
taformas de aterrizaje sobresalían por los costados, y algunas eran lo
bastante grandes para poder recibir una macronave de desembarco. Los
transbordadores iban y venían sin cesar, zumbando como abejas alrede-
dor de una colmena. Nessegas nunca los veía. Su mundo se encontraba
muy por debajo de las plataformas de aterrizaje y las hileras de cámaras
de almacenaje. Aun así, en la base de Damocles los patrones de actividad

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eran los mismos. Los enormes transportes y las caravanas de remolcado-
res de carga entraban y salían a todas horas. El tiempo que pasaban en la
esclusa meridional principal de transportes pertenecía a Nessegas.
Los vehículos entraban a la esclusa por un conjunto de puertas (de
unos cincuenta metros de altura) y accedían a la primera caverna, en
la que los capataces descargaban el cargamento. Una vez completa-
do este proceso, los vehículos pasaban a una segunda caverna, y de
allí salían de nuevo. Nessegas sabía que aquel sistema se denominaba
«esclusa» debido a un antiguo método que permitía que los barcos
pasasen de un río de agua a otro. Aunque no estaba convencido de que
aquella comparación fuese la adecuada. Jamás había visto un barco,
tampoco un río.
Mil quinientos hombres, mujeres y servidores trabajaban tanto para
descargar como para meter el cargamento de aquellos vehículos. Cin-
cuenta y un subprefectos, setenta y cuatro subprefectos de división y
setecientos supervisores controlaban aquellos cuadros, y todos trans-
mitían la información a Nessegas. Desde su cúpula, suspendida bajo el
techo de la primera caverna, él observaba el ir y venir de los vehículos.
Los capataces y la tripulación se movían a su alrededor y por encima de
ellos como insectos revoloteando en torno a la comida. Los datos, de un
tono azulado, titilaban sobre la retina de su ojo izquierdo, procedentes
del proyector que tenía montado en la mejilla. Se le crispó el rostro.
El proyector nunca había funcionado correctamente y emitía descargas
regulares a través de los nervios de la cara. Pero lo que en realidad no le
gustó fue lo que aquellos datos indicaban.
Alargó la mano y presionó un botón del panel de control de latón que
tenía enfrente. Un ruido estático crepitó en sus oídos.
—Cohorte treinta y tres, lleváis cinco minutos y treinta y tres segun-
dos de retraso respecto al horario previsto —informó.
—Mis disculpas, respetable prefecto —respondió un supervisor—. Son
los equipos de inspección. Quieren revisar toda esta carga de arriba abajo y
no pueden ir más rápido.
—Ese no es mi problema, pero se está convirtiendo cada vez más en
el tuyo. El margen de pérdida en esa fragata se descontará de la cuota de
beneficio de la cohorte, y continuará bajando hasta que desaparezca la
obstrucción.
Otro crujido de ruido estático. Nessegas casi podía oír los improperios
que ocultaba.
—Como ordenes, respetable prefecto.

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Cortó la línea de comunicación y echó un vistazo a la otra figura
que había en la cúpula. Ella también había oído las palabras del super-
visor, pero, aunque le importasen lo más mínimo, permaneció callada.
Su rostro era tan insulso y contenido como siempre. Vestía el uniforme
rojo y negro de la milicia del puerto de Damocles, y las espadas platea-
das que llevaba prendidas del cuello indicaban que era una ojuk-agha
de primera clase. Había dicho que se llamaba Sucreen. Nessegas no la
había visto nunca, pero eso no era algo inusual; los protocolos de segu-
ridad establecidos por voluntad del pretoriano de Terra indicaban que
siempre debía haber un oficial de la milicia con él en la sala de control
de la esclusa, y doscientos milicianos se encontraban presentes en las
cavernas de abajo en tdo momento. Nunca se trataba de la misma uni-
dad, y el oficial que lo vigilaba solo había sido el mismo unas diez ve-
ces en los seis años que dichos protocolos habían estado en vigor. La
milicia controlaba, comprobaba y registraba los cargamentos al azar, y
era mucho peor cuando los acompañaba alguien de los Imperial Fists.
En esos momentos desaparecía toda libertad, junto con cualquier es-
peranza de poder alcanzar sus cuotas. Aunque Nessegas no protestó ni
una vez. Al menos, no cuando uno de los hijos de Dorn se encontra-
ba presente.
Echó un vistazo abajo, donde una caravana estaba siendo desman-
telada bajo las miradas y las armas de una decena de milicianos. Tras
ella, una grúa de oruga articulada en cinco partes atravesaba las puertas.
Reconoció el emblema del cartel Hysen, y lo maldijo entre dientes. Una
sola sección de aquella grúa podía soportar hasta mil toneladas de peso.
Las probabilidades de despachar la nave de la esclusa dentro del tiempo
contratado por el cartel Hysen parecían remotas. Para Nessegas, el flujo
volumétrico del tráfico nocturno ya era el objeto principal de su pro-
funda vergüenza personal. Si seguía empeorando, se convertiría en una
cuestión digna de censura.
—¿Vais a seguir inspeccionándolo todo con ese grado de exhaustivi-
dad a partir de ahora? —dijo mientras se dirigía a Sucreen.
Ella lo miró a los ojos pero no dijo nada.
Nessegas reprimió el apremiante deseo de gritar. Estaba pensando qué
podía decir cuando Sucreen frunció el ceño.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, que miraba por encima del hombro
de Nessegas. Él volvió a mirar el panel de control, donde una luz ambari-
na parpadeaba entre los diversos puntos verdes. Nessegas se inclinó sobre
ella y se permitió soltar otro improperio.

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—Un fallo en la ventilación —contestó—. Es la tercera vez que pasa
en la última sección.
Introdujo una petición con la consola, y las teclas chasquearon sobre
sus soportes mientras las pulsaba. Era inútil; los sacerdotes rojos no res-
ponderían a sus demandas, y si lo hacían probablemente tardarían en
llegar varias horas.
—¿Es grave? —inquirió Sucreen.
—Todavía podremos respirar —comentó él, pero entonces añadió
algo para sí—. Aunque si terminas ahogándote, tampoco me quejaría.
—¿Cómo?
—Nada —declaró—. Solo es una fuga, nada más.
Sucreen inclinó la cabeza. Al nacer y crecer en un puerto estelar, esta-
ba acostumbrada a las fugas de ese tipo. Era un factor de vida más, del
mismo modo que lo eran el sabor del agua y el hedor a aceite de motor.
A veces se abría de par en par un conducto de ventilación que conectaba
dos secciones del puerto estelar. El aire entraba y salía de las zonas pro-
fundas, arrastrado hacia el resto de la estructura del puerto. En una zona
tan profunda (como la de la esclusa meridional principal de transportes)
eso significaba que la temperatura descendería hasta niveles negativos.
Molesto, pero nada de lo que preocuparse.
Abajo, en la caverna que había bajo la cúpula, el tractor oruga del car-
tel Hysen se detuvo. Tras él, las puertas exteriores comenzaron a cerrarse.

Los bajos fondos


Terra

La oscuridad en los cimientos del mundo era como ninguna otra. Presio-
naba los ojos y devoraba toda luz que intentase desterrarla. Prolongaba el
silencio y convertía en gran estruendo hasta el más sutil de los sonidos.
Poseía alma, y esa alma era cruel. De eso estaba seguro el joven.
Esperó agazapado en el borde de la grieta. Era mejor esperar. Eso lo
había aprendido en seguida. Los demás no. Ahora formaban parte de la
oscuridad. Solo quedaba él.
¿Cuánto tiempo había pasado? Allí abajo no existían los días, así que
tal vez no existiese el tiempo. También lo devoró la oscuridad. ¿Qué edad
tenía ahora? Eso tampoco lo sabía. No había duda de que su padre lo
había llamado joven, y su padre había sido la última persona con la que

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había hablado, pero desconocía cuánto tiempo hacía de aquello. Su padre
no había llegado a conocer la oscuridad. Se lo llevó poco después de huir
a los cimientos del mundo.
Soltó un leve suspiro, muy poco a poco, con la suavidad suficiente
para no molestar a la penumbra, y se deslizó por la grieta. Tardaría un
buen rato en llegar al fondo. Daba igual las veces que había logrado
regresar, aquel último descenso no era más fácil en absoluto. Solo había
un modo de llegar al lugar al que se dirigía: bajar por un escarpado pre-
cipicio sin luz ni escalera alguna que guiase su camino.
Por encima de él había acumulada una negrura infinita, días y días
de oscuridad durante toda la travesía hasta alcanzar la luz y el cielo. En
aquel reino había tocado y visto cosas extrañas: puentes de hierro que
atravesaban desfiladeros sin caminos que condujesen a un lado o a otro;
serpientes refulgentes nadando en lagos de agua que descendían cada
vez más y más, pasando junto a ventanas y puertas hundidas. Pero nada
comparable con lo que le esperaba en el fondo de aquel descenso. Incluso
le había puesto un nombre. Llamaba a aquel lugar la «Revelación».
Aquellas profundidades guardaban los restos de las civilizaciones que
habían fracasado antes de que Él hubiese llegado para salvar a la hu-
manidad de sí misma. Los bajos fondos eran la zona fronteriza entre lo
divino y lo mundano. Esa era la razón por la que habían huido hasta allí,
porque en la oscuridad estaban a salvo, y cerca de su dios. Y la Revelación
era una puerta que conducía al reino sagrado. Era el sueño que los había
mantenido con vida mientras huían de los iconoclastas: si se adentraban
en la oscuridad terminarían encontrando la luz.
Luz.
Había una luz debajo de él, en el fondo de la grieta.
Parpadeó. La luz era tenue, pero ante sus ojos constituía un grito en
una habitación en silencio. Era verde y difusa, como si solo pudiese ver
su contorno.
Esperó, e intentó controlar la respiración y los latidos apresurados de
su corazón.
Antes no había ninguna luz, pero eso significaba que algo más había
descubierto su secreto. Sabía que eso acabaría ocurriendo. En cuanto
hizo suya la Revelación, perderla se había convertido en algo inevitable.
Pensó en trepar de nuevo por la grieta, adentrarse en la oscuridad y no
volver allí nunca más. Consideró aquella posibilidad mientras la sangre
palpitaba en sus oídos y aquel resplandor que había bajo él le inundaba
los ojos.

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La luz desapareció.
Esperó.
No regresó.
Puede que no hubiese estado allí en realidad. Tal vez estuviese tan
aterrado de perder la Revelación que había sido producto de su imagina-
ción. Podría haberse tratado de un fantasma.
Poco a poco, dedo a dedo, centímetro a centímetro, comenzó a des-
cender de nuevo. Se detuvo cuando alcanzó el fondo de la grieta. Un
abismo esperaba bajo él, al igual que la primera vez, y como todas las
veces que lo había hecho.
Saltó.
Una ráfaga de aire, el grito silencioso de pánico mientras caía…
Y entonces chocó contra la piedra lisa al aterrizar y rodar. Se puso en
pie mientras miraba a su alrededor. No había ninguna luz, ni lo aguar-
daba ninguna bestia.
Sí, debieron de ser imaginaciones suyas y no una luz real. Se irguió y
avanzó lentamente, sintiendo las vetas del suelo de piedra con los pies.
Cuando llegó al muro, sus manos hallaron el lugar en el que faltaba el
bloque rocoso, además del pomo que había en el hueco. Un tirón, un
chirrido suave, y luego la luz. En esta ocasión no era un fantasma en la
negrura, sino una fina línea de color naranja.
Se arrodilló. Sus dedos temblaban mientras tiraba para agrandar aquel
agujero.
Examinó el lugar.
Varios fragmentos de luz cayeron sobre él, y tuvo que cerrar los ojos.
El sonido de agua goteando invadió sus oídos, y el olor a óxido y hume-
dad abrumó su olfato. Esperó a que la ceguera y el escozor desaparecie-
sen, y entonces abrió los ojos y contempló el reino de su dios.
Una maraña de escombros cubría el suelo de piedra al otro lado de la
puerta. El moho tapaba cada centímetro de la superficie, en algunas zonas
era verde y, en otras, blancuzco. Varios charcos de líquido reflejaban la luz
que descendía por un hueco que había arriba. Numerosas escaleras y gale-
rías ascendían sobre su cabeza. Todas las que podía vislumbrar se encontra-
ban en un lento proceso de derrumbamiento. Los umbrales conducían a
otros agujeros oscuros, pero más arriba había luz, una luz amarilla y dorada.
—El Dios Emperador vigila —susurró. Sus ojos lagrimearon mientras
contemplaba la luz de la Revelación.
Aquello era lo que su padre habría querido tener cerca, pero que nun-
ca logró ver. Aquello era lo que lo mantenía con vida en la oscuridad.

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Allí arriba, en algún lugar sobre su cabeza, estaba el corazón del Palacio
Imperial. Allí arriba, más allá de aquella luz, las manos elegidas del Em-
perador vivían, al igual que su voluntad.
—El Dios Emperador vigila —repitió, y las lágrimas descendieron
por sus mejillas.
La primera vez que descubrió aquella puerta pensó que fue puro azar,
pero era obvio que no lo era. ¿Cómo iba a serlo? Una puerta entre las
sombras que conduce a la fortaleza de un dios viviente: ¿cómo iba a
existir tal cosa por casualidad? No, aquello no había sido el azar. Había
sido una bendición, un regalo para aquellos fieles que lograsen llegar tan
lejos. Él no lo había encontrado. Aquello le había sido otorgado. Nunca
estaba solo. Nunca sentía miedo. Había sido bendecido, pues era capaz
de ver la luz sagrada.
A sus labios acudió el resto de la plegaria que su padre le había enseñado.
—El Dios Emperador lo ve todo —dijo—. Su mano reposa sobre
todos nosotros. El Emperador protege.
Se detuvo, y el resto de las palabras se quedaron colgando de su len-
gua. Sintió un hormigueo en la piel de los brazos. Miró tras él, hacia el
filo de luz que iluminaba la puerta abierta. La oscuridad le devolvió la
mirada, opaca e inmóvil. Volvió la cabeza. El recuerdo de la luz que creyó
haber visto antes brotó en su mente. Pero no había sido real. Había sido
fruto de su miedo, y no necesitaba…
Unas manos surgieron de entre las sombras y le rompieron el cuello
con un solo movimiento.

Cámara de almacenamiento 62/006-895


Palacio Imperial, Terra

El guerrero sin nombre cobró vida y empezó a ahogarse.


Un líquido denso lo rodeaba por completo, inundando sus pulmones,
envolviendo sus extremidades y estrangulándolo al mismo tiempo que
sus corazones volvían a latir. Era incapaz de ver. No podía moverse. Su
cuerpo estaba doblado, con las piernas apretadas contra el pecho y los
brazos por encima de la cabeza. No podía hacer nada. Entonces notó con
sus manos algo pesado.
Su mente se vio invadida por preguntas y necesidades.
«¿Quién soy?».

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Necesitaba moverse.
«¿Dónde estoy?».
Necesitaba respirar.
«¿Qué sucede?».
Aquellas preguntas gritaban una y otra vez sin recibir respuesta algu-
na. No lo sabía. No sabía nada.
Necesitaba…
… detenerse.
La serenidad anegó su cuerpo, y extinguió cualquier otro pensamien-
to o instinto que albergase. Dejó que la calma lo invadiese durante un
instante, y luego permitió que sus pensamientos volviesen a ponerse en
marcha de uno en uno.
No recordaba nada: ni cómo había llegado a donde estaba, ni por qué
estaba allí, ni tampoco su nombre.
Pero sabía que debía quedarse quieto y mantener la calma. La verdad
que necesitaba conocer terminaría por aparecer.
Esperó, con sus corazones latiendo tan lentamente que parecían no
estar latiendo en absoluto.
La razón fue llegando por partes, que parecían los restos de un barco
hundido que flotaban sobre la superficie de un mar.
Había estado muerto. Había estado acurrucado en la oscuridad, sin
respirar, sin una gota de sangre en circulación, y sin que una sola pulsa-
ción nerviosa moviese su cuerpo. Había permanecido así durante mucho
tiempo, y ahora había despertado. Existía un motivo para aquello, y tam-
bién para la inconsciencia en la que había estado durmiendo. Percibía
cómo las respuestas se acercaban cada vez más a él. Pero en primer lugar
llegó otra información.
Se hallaba en un tanque metálico. Los laterales eran herméticos y es-
taban hechos de plastiacero. En los puntos más delgados, las paredes
tenían un grosor de 7,67 centímetros. El líquido que ocupaba aquel
tanque eran los residuos licuados del procesamiento biológico de las in-
dustrias de nutrición de la ciudad orbital de Somon Prime. Aquel tan-
que era uno de los cientos de centenares que ocupaban una cámara de
almacenamiento bajo el Palacio Imperial de Terra. Puede que el Palacio
estuviese bajo la supervisión de la Guardia Custodia, y la dirección de
Rogal Dorn, pero los millones de personas que vivían dentro de sus mu-
ros todavía necesitaban comer en estado de asedio. Las existencias que
almacenaba el Palacio se habían multiplicado por diez como parte de los
preparativos. Así fue cómo logró entrar.

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Acurrucado dentro del tanque (flotando en una sopa de carne y mate-
ria biológica procesada) había logrado traspasar la cadena de transporte
de los puertos orbitales de Terra, además de los múltiples niveles de segu-
ridad del Palacio. Al pasar los campos del lector biométrico por encima
del tanque, en ninguna ocasión se logró detectar algo que no fuese mate-
ria muerta. Ni pulso, ni campo bioeléctrico, ni asomo de vida. Una vez
dentro del Palacio, almacenaron aquel tanque. Él había permanecido en
aquella tumba temporal y el tiempo había transcurrido, un tiempo que
ahora había finalizado.
Flexionó los dedos lentamente. Rozó con las puntas el mecanismo
que había soldado en el interior del tanque. No disponía de espacio para
darse la vuelta o para mover los brazos, pero tampoco le hacía falta; aquel
mecanismo estaba justo al alcance de sus dedos.
Ejerció un poco de presión, y entonces un ruido metálico grave resonó
a través del líquido que lo envolvía.
Se quedó quieto. Ese era un momento muy peligroso, en el que se
encontraba en la posición más vulnerable. Con sumo cuidado, empujó
hacia arriba con sus piernas. Se topó con la tapa del tanque, y notó cómo
esta se desplazaba. Volvió a quedarse inmóvil. Reequilibró los músculos.
Empujó de nuevo y la tapa se levantó. Mientras lo hacía, se dio la vuelta
y sustituyó la presión de las piernas por la de los brazos.
Todavía seguían surgiendo pedazos de información de entre la niebla
de sus recuerdos. Las imágenes de varios planos proyectados hololítica-
mente aparecieron de repente en su mente con una nitidez radiante y
cristalina.
Echó la tapa a un lado, y su cabeza atravesó la superficie de aquel
líquido. Abrió los ojos de par en par. Una cámara inmensa se extendía
ante él. Numerosas columnas se elevaban desde el suelo para terminar
encontrándose con un techo abovedado. Entre ellas había cubos apilados
piramidalmente y, en el suelo, varios números pintados. No había ningu-
na fuente de luz, pero sus ojos reunieron los retazos que se encontraban
por allí esparcidos y le permitieron ver. Nada se movió. Transcurrió una
gran cantidad de tiempo.
Finalmente levantó su cuerpo por encima de la superficie.
Seguía sin moverse nada.
Vomitó aquel fluido que había anegado sus pulmones, y luego tomó
el primer aliento de su nueva vida. La sopa biológica del tanque tenía un
olor nauseabundo, una mezcla de hedores orgánicos y químicos que lo
acompañaría durante horas.

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Miró a su alrededor, analizando los ángulos y los números del suelo,
saboreando la temperatura en el ambiente. De repente supo que tenía
que moverse. Había una puerta de acceso a unos tres kilómetros de dis-
tancia. Conocía la configuración del código de la cerradura. Una vez
la traspasase, encontraría una escalera que lo conduciría al primer ni-
vel, y luego un desvío a través de un conducto de ventilación. Tendría
que abrirse paso a través de tres rejillas, pero mientras no contasen con
alarmas altamente sofisticadas no tenía por qué cambiar de ruta. Había
muchos otros caminos, por supuesto: cuarenta y tres, de hecho; todos
trazados utilizando diversas fuentes y tan claros en su mente como si los
hubiese recorrido con anterioridad. Disponía de treinta y tres minutos y
cuatro segundos para llegar al primer punto de avance.
Se volvió de nuevo hacia el tanque y palpó los laterales metálicos hasta
encontrar dos objetos que sabía que estarían allí. Se desprendieron de las
paredes del tanque con un tirón. Las hojas eran de un color negro platea-
do, de doble filo, desprovistas de empuñadura y guarda, como si fuesen
los fragmentos de una espada quebrada. Con un movimiento rápido se
zafó del limo que las cubría. Reconoció su peso equilibrado al instante.
Un arma más compleja podría haber sido detectada en un escaneo de
auspex exhaustivo, pero unas cuchillas adheridas al interior del tanque se
volvían invisibles ante ese tipo de métodos.
Volvió a colocar la tapa del tanque, bajó de él y empezó a correr. No
emitió sonido alguno, y se movió sin alterar aquella penumbra.
En su mente, los segundos fueron pasando uno a uno.
Cuando llegó a la puerta y salió de la cámara, la respuesta a la primera
pregunta que se había hecho afloró en él, y la memoria le otorgó un
nombre.
«Silonius», pensó. «Yo soy Silonius».

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