42.03-Garro Espada de La Verdad

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LA HEREJÍA DE HORUS
 

GARRO: ESPADA DE LA
VERDAD
 

JAMES SWALLOW
 
 
 
 

Y
Los Rememoradores de la Cruzada
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

DRAMATIS PERSONAE
 

Caballeros Grises
NATHANIEL GARRO Primer caballero errante, antiguo Guardia de la
Muerte
TYLOS RUBIO Caballero codiciario errante, antiguo Ultramarine
 
Legio Custodes
KHORARINN Guardía Custodio
 
Flota de los refugiados
MACER VARREN Jefe de la flota de los refugiados, capitán de la 12ª
compañía de los Devoradores de Mundos
RAKISHIO Capitán de los Hijos de Horus
HAKEEM Capitán de los Cicatrices Blancas
HAROUK Tecnomarine de los Cicatrices Blancas
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
GARRO: ESPADA DE LA VERDAD
James Swallow
 
 
 
En la fría quietud de la Ciudadela Somnus, el guerrero buscaba algo de paz.
No la encontró.
Más allá de los gruesos paneles de flexocristal sólo estaba la gris planicie
carente de aire de la superficie lunar y, alzándose por encima de las rocas y
los cráteres, el telón de la gran noche. Las estrellas, duras y brillantes como
diamantes, dibujaban las líneas de la galaxia más allá. Millones de mundos
y billones de almas en ella: cada una con una pistola en la sien, para
asegurar su fidelidad; cada una con una cuchilla en la garganta, presta a
derramar su sangre en sacrificio.
Nathaniel Garro permanecía en pie, inmóvil, mirando fijamente el vacío;
pero aquella oscuridad no lo reconfortaba: en su silencio, oía los gritos de
los muertos y los traicionados.
Una guerra como ninguna otra había llegado al Imperio de la Humanidad, y
la maldición de Garro había consistido en asistir a su mismo nacimiento.
Una vez fue un capitán de la XIV Legión, la Guardia de la Muerte. Un
soldado supremo forjado genéticamente, uno de los ángeles de la muerte
elegidos del Emperador. Su misión, como la de sus hermanos de otras
legiones, había sido una con un propósito perfecto y sin igual. Los
legionarios eran las fuerzas de la Gran Cruzada de Terra, enviados a la vasta
noche interestelar para restablecer contacto con las colonias perdidas,
instaurar la Verdad Imperial y expurgar toda corrupción alienígena. Lo
habían llamado «la expansión de la iluminación», el mayor esfuerzo en la
historia de la humanidad: forjar un imperio transgaláctico glorioso y eterno.
Un gran sueño. Una tarea magnífica.
Rota, ahora. Astillada y deshaciéndose en cenizas.
El plan del Emperador, cuasidivino en su increíble visión, había sido
arruinado por la más mezquina y humana circunstancia. Horus Lupercal,
Señor de la Guerra y primarca de la XVI Legión, se había rebelado contra
su padre. Algunos decían que se trataba de algún tipo de locura, otros que
había sido envenenado por alguna influencia xeno. Pero Garro había
llegado a la conclusión de que se trataba de algo mucho más simple lo que
había llevado a Horus por el camino de la traición. Envidia. Resentimiento.
Desconfianza. Aquellas emociones tan humanas aún existían en un ser
como Horus, por mucho que él y sus hermanos primarcas fueran creaciones
de laboratorio que supuestamente deberían estar por encima de tales
debilidades.
—¿Podremos alguna vez transcender lo que somos? —se preguntó Garro en
voz baja—. ¿O acaso la verdadera iluminación estará siempre fuera de
nuestro alcance?
Contra toda razón, la llamada a la revuelta de Horus no murió en el mismo
momento de nacer. Otros —los Hijos del Emperador, los Devoradores de
Mundos, los Guerreros de Hierro y los Portadores de la Palabra entre otros
— se habían unido a aquella sangrienta rebelión. Y ahora, a lo largo de una
galaxia nuevamente fracturada por terribles tormentas de disformidad,
hacían arder planetas que una vez habían sometido en nombre del Imperio.
Mundo a mundo, estrella a estrella, a cada momento estaban un poco más
cerca de Terra y el trono del Emperador.
Garro podría haber aceptado todo aquello, pero sentía la vergüenza arder en
su interior. Para su desgracia, su preciada Guardia de la Muerte había
seguido a Horus en su deslealtad, con su primarca Mortarion a la cabeza.
Garro había visto, impotente, cómo sus hermanos de batalla escupían sobre
sus juramentos y se situaban bajo el estandarte del traidor.
Por desafiar a su señor, por atreverse a elegir al Emperador por encima de
su legión, Garro había sido marcado para morir. Al final, había huido de la
devastación de Isstvan, donde la guerra había comenzado, en un intento por
alcanzar Terra y dar la alarma de la oscura pretensión de Horus.
Había dejado de ser un guardia de la muerte. Su armadura ahora era del
color de su propio blindaje, sin ningún distintivo sobre ella salvo una sutil
marca, la marca de Malcador el Sigilita, el regente imperial. De la misma
manera que Horus y sus seguidores se habían deshecho de su lealtad, Garro
se había desprendido de su vieja identidad y había sido rehecho. Ahora era
un guerrero sin hermanos, un legionario sin legión, un caballero errante
recortado contra un fondo de oscuridad. A Nathaniel Garro sólo le
quedaban su maltrecho honor y su nuevo juramento: ser la mano del Sigilita
en medio de la suciedad y el fuego de aquel odioso cisma.
Recordaba la orden de lord Marcador: reunir un grupo de guerreros de entre
todas las legiones, tanto leales como traidoras, sin dejar rastro alguno de su
paso. Cuando Garro había preguntado la razón, la respuesta del Sigilita
había sido críptica… y ominosa.
—Por el futuro… —repitió aquellas palabras en un susurro.
Mucho le había ocurrido desde entonces, en tan corto periodo de tiempo.
Mucho había cambiado. Lo que era. Lo que debía hacer. Su propósito. Sus
creencias.
La mirada de Garro se posó sobre Terra, baja en el cielo, medio en sombras.
En algún punto de aquella esfera el Emperador trabajaba en proyectos tan
complejos que nadie podía comprenderlos. Él era el psíquico más poderoso
que jamás hubiera existido, el arquitecto del brillante mañana de la
humanidad. Inmortal y atemporal, poderoso más allá de todo sueño.
Aunque Él mismo lo había negado, no era de sorprender que muchos
consideraran al Emperador un dios viviente. Y después de todo lo que
Garro había vivido, el guerrero estaba preparado para contarse entre
aquellos creyentes.
Pero a pesar de su apariencia estoica, Garro estaba preocupado. La miseria
de la que había sido testigo en Isstvan III, cuando Horus había
bombardeado brutalmente a sus propias tropas con armas víricas, sólo había
sido el principio. Su primera misión como agentia primus del Sigilita, en el
planeta Calth de los Quinientos Mundos de Ultramar, le había mostrado
horrores aún mayores.
Allí, se había encontrado con la XVII Legión en el rojo de su recientemente
profanada servoarmadura: los guerreros de Lorgar, a los que una vez había
llamado hermanos, aliados con… criaturas abortadas de los infernales
reinos de la disformidad.
La pura brutalidad y la exaltación letal con que los Portadores de la Palabra
habían desatado su traición sobre los Ultramarines era algo que Garro nunca
antes había visto. Lo enfermaba. No tenía palabras para su rabia, ni para su
pesar.
Y mirando las silenciosas estrellas, no podía escapar de la terrible
convicción de que lo peor aún estaba por llegar.
 

 
El requerimiento de su presencia había llevado a Tylos Rubio a los niveles
superiores de la ciudadela, y bajo aquella luz monocroma vio a Garro al
fondo de la cámara de paredes de vidrio. El guerrero permanecía en pie
como un centinela, una estatua de ceramita y acero, hueso y carne. En
aquella armadura sin emblemas, el antiguo guardia de la muerte parecía de
alguna manera inconcluso. Lucía un cráneo sin pelo y cruzado de cicatrices,
una frente marcada por las líneas de la preocupación y unos ojos
eternamente vigilantes. Si Rubio mirara con un poco más de atención,
podría ver los surcos del remordimiento que se marcaban profundamente en
el corazón del guerrero. Pero no era momento de hablar sobre aquello,
aquel no era su lugar.
Su lugar. ¿Existía algo así para Rubio? Alisó la simple túnica que le
colgaba de los hombros. Bajo ella llevaba el mono de trabajo de corte
sencillo que vestiría un sirviente de la legión o un ilota. Le habían
despojado de todo cuanto pudiera ser un símbolo de lealtad a su legión, y
Rubio no había renunciado sin más. El ultramarine sólo al final había
permitido que le retiraran su servoarmadura por orden expresa del mismo
Sigilita. Pero su rencor persistía.
Pedazo a pedazo, la Gran Cruzada había ido astillando a Tylos Rubio. Al
comienzo había sido un codiciario, un hermano del Librarium, un psíquico
de guerra a la cabeza de la 21.ª Compañía de la XIII Legión con la que
había luchado por el triunfo de Ultramar con coraje y honor. Junto a su
primarca, había marchado por Macragge bajo estandartes cobalto y oro.
Los recuerdos de aquellos días eran agridulces. Había habido tanta gloria,
tantos enemigos eliminados y tantos mundos salvados del abismo… Y para
ello, Rubio había empleado sus talentos únicos y preternaturales como el
arma definitiva. Era un psíquico, un guerrero de la mente, capaz de invocar
rayos de las palmas de sus manos y hacer brotar el miedo en los corazones
de sus enemigos. Y había sido bueno, muy bueno, en ello.
Magnus el Rojo le había quitado aquello.
El señor de los Mil Hijos, un poderoso psíquico por derecho propio, se
había ganado la censura del Emperador por su búsqueda de los poderes más
oscuros del reino psíquico. Los imprudentes juegos de Magnus con el
inmaterium lo habían hecho merecedor de un duro juicio, tras el cual el
Emperador prohibió el uso de cualquier poder psíquico en el seno de las
legiones, para evitar la posibilidad de un uso indebido de los mismos. Con
un edicto, la habilidad definitiva de Rubio le había sido vedada.
Pero aún era un guerrero de las Legiones Astartes, e incluso sin su capucha
psíquica y con sus mejores armas silenciadas, todavía podía luchar por el
Imperio con una espada y un bólter. Y en los momentos en los que su
mermada situación le provocaba pesar, Rubio permanecía estoico. Después
de todo, seguía siendo un ultramarine.
Pero entonces, incluso eso se lo habían arrebatado.
En el Calth desgarrado por la guerra, la compañía de Rubio se enfrentaba a
los Portadores de la Palabra en el túnel de entrada subterránea a Numinus.
La masacre de aquel día aún pervivía en sus pesadillas. Garro lo había
encontrado allí, marcando el tiempo que le quedaba antes de que la muerte
lo reclamase. Y en aquel lugar desolado, mientras la batalla ennegrecía el
cielo y se intensificaba a su alrededor, Rubio había perdido algo intangible.
Para salvar las vidas de sus hermanos, había tomado una decisión terrible:
había roto el decreto del Emperador y había empleado sus poderes
prohibidos para combatir al enemigo. Al hacerlo, había roto un juramento.
Sus hermanos de batalla habían sobrevivido, pero como uno solo le dieron
la espalda.
¿Lo convertía aquello… en un traidor? Rubio apartó aquel pensamiento
perturbador, pero éste persistió, como una nube de tormenta en el horizonte.
—Aquí estoy, Garro. ¿Qué quieres de mí?
El capitán se volvió para estudiarlo, sus ojos escrutando el rostro de Rubio
para intentar medir su estado de ánimo.
—El viaje de vuelta desde el sistema Veridian ha sido largo. ¿Has
descansado?
—Estoy listo para volver a la batalla, si es lo que preguntas. ¿Si no para qué
me has traído aquí?
—No hemos sido elegidos para luchar en la guerra, Rubio. Otros hombres
combatirán la rebelión de Horus en conflicto abierto. Nosotros… nosotros
seguiremos un camino distinto.
—¿Y a dónde nos llevará? Me has arrancado de entre mis hermanos. Me
has arrastrado fuera del lugar que de verdad me correspondía. Dime que ha
sido por una buena razón —Rubio apretó la mandíbula, dirigiendo la
mirada a las prendas sin distintivos, furioso por lo que significaban—. ¿Qué
tarea puedo afrontar así? ¿Dónde está mi armadura? ¿Dónde están mis
armas?
—Tu equipo de combate era tu último vínculo con tu legión, hermano. Ya
no lo necesitas —Garro le hizo un gesto y se puso en movimiento—. Ven
conmigo. Tenemos que prepararte.
 
 
La armería de la ciudadela era una forja de guerra, con docenas de esclavos-
máquinas y tecnosiervos ocupados en la reparación y el mantenimiento del
equipamiento de combate. Las armaduras doradas y las brillantes espadas
de las Hermanas del Silencio, las guardianas de la ciudadela, dominaban la
cámara. Sus hojas colgaban de cada pared, junto a los potentes cañones de
llamas y los fusiles de asalto. Pero ninguno de aquellos instrumentos de
guerra podía compararse con el armamento de las Legiones Astartes.
—Ahí lo tienes, hermano —señaló Garro.
En un soporte articulado de casi seis metros de altura permanecía
desmontada una servoarmadura casi idéntica a la que cubría a Garro. Era
un modelo avanzado, recién sacado del manufactorum.
Como la servoarmadura del antiguo guardia de la muerte, estaba desnuda de
todo símbolo y heráldica, salvo la sutil representación de un ojo estilizado
sobre una de las hombreras: la marca del Sigilita. Un sencillo tabardo del
Librarium colgaba de su cintura.
En el momento en que Rubio se acercó el soporte siseó separando aún más
las piezas, y los servidores se reunieron a su alrededor para asistirlo en la
tarea de ajustarse las placas de ceramita. Sin embargo, el psíquico dudó. En
su servicio al Imperio, Rubio nunca había vestido nada más que el azul de
los Ultramarines, nunca había portado otro emblema más que la
reverenciada Ultima. Considerar hacer algo distinto en aquel momento lo
hacía sentirse de nuevo como un traidor.
—Si acepto… ¿en qué me convierto? Perderé lo que hasta ahora he sido.
¡Dejaré de ser un hijo de Ultramar!
—Escúchame, Rubio. No es una cuestión de legión o de derecho de
nacimiento. Se trata de un deber que está por encima del mundo al que
llamabas hogar o del primarca al que seguías. Tú y yo, y los que están por
venir, hemos entregado nuestra lealtad a una nueva verdad, a un nuevo
ideal. Recordamos lo que fuimos, pero nos alzamos como algo más allá de
ello. Servimos al Emperador de la Humanidad, eso nunca cambiará —Garro
hizo una pausa, mirando a los ojos del guerrero—. Hiciste un juramento de
combate en Calth, Rubio. Ahora, complétalo.
Acepta la armadura. Únete a mí.
Durante unos largos segundos, Rubio permaneció en silencio.
—Muy bien —dijo finalmente.
Rubio se situó en medio del soporte y extendió los brazos para aceptar el
abrazo marcial de la coraza, los brazaletes y los avambrazos. Los servidores
aseguraron las secciones del torso y las grebas, las gruesas botas y los
guanteletes. Echó la cabeza hacia atrás para que colocaran la gorguera en su
lugar, y con un bajo zumbido de energía que le hizo vibrar los huesos el
generador de microfusión a la espalda de la servoarmadura se activó.
Después le colocaron las hombreras. Pieza a pieza, Rubio se convirtió en
una máquina de guerra con la figura de un hombre. Aun así, seguía
preocupado por el juramento que había sellado con aquel acto. Había
perdido su antigua identidad, y en su lugar había adquirido un nuevo
estatus, uno que todavía estaba por determinar.
—Ya está hecho.
—Todavía no —dijo Garro—. Queda la pieza más importante.
La capucha psíquica era una compleja matriz de formas cristalinas y
conductos de energía, sintonizada con los patrones de resonancia del
inmaterium. Los servidores la ajustaron a la cabeza de Rubio y el
dispositivo se activó, vinculándose inmediatamente a sus engramas
telepáticos. Rubio sintió el poder antiguo y familiar que se reanimaba en su
interior, una fuerza de voluntad que creía silenciada para siempre. Los
poderes que habían permanecido adormecidos desde el Edicto de Nikea
danzaron en las puntas de sus dedos.
—Ahora está hecho —asintió Garro.
La servoarmadura era como una segunda piel. Plastiacero y ceramita
enlazada con su carne y sus huesos a través de la superficie conductora del
caparazón negro de Rubio, la interfaz implantada bajo su piel. Probó los
guanteletes, flexionando los dedos. Todo era… correcto. Pero el conflicto
en su interior aún no se había resuelto.
—Acepta tu deber, Hermano. Toma estas armas y empléalas en el nombre
del Emperador.
Garro le ofreció la pesada forma de un bólter y una espada en su vaina.
Rubio sonrió ligeramente al ver la hoja que sostenía en la mano: era un
gladio, el tipo de estada tradicional de los Ultramarines. Aunque no había
nada que lo indicara, el guerrero comprendió que Garro le estaba
permitiendo conservar un pequeño símbolo de la legión a la que había
renunciado.
—Gracias, hermano…
El temblor de un semipensamiento vino de ninguna parte, presionando en la
mente de Rubio. Dudó, mirando fijamente a Garro.
—¿Qué ocurre?
El psíquico no contestó. Sus habilidades telepáticas se desplegaban
lentamente, desenfocadas por la falta de uso. Pero incluso así tuvo un
extraño destello de algo profundamente enterrado en la mente de Garro.
Otro tipo de verdad, oculta bajo estoicas capas de pensamiento del guardia
de la muerte. Una creencia secreta que no podía leer.
—Un icono —susurro Rubio—. Una aquila dorada…
—¿Qué dices?
Cada parte de Rubio se preguntaba lo que había visto, pero de repente sintió
otra presencia que se acercaba, ardiendo mucho más intensamente que los
servidores lobotomizados, fiera y dura, con los bordes afilados como
cuchillas de una mente acostumbrada al acto de matar.
—Alguien viene…
Las pesadas compuertas se abrieron, dando paso a una amenazante figura
blindada.
—Tú eres Garro.
No era una pregunta.
—Lo soy —contestó Garro tenso.
—Tú y tu compañero vendréis conmigo. Ahora.
El recién llegado no esperó respuesta a aquella orden; simplemente se dio la
vuelta sobre sus talones y regresó sobre sus pasos, hasta atravesar la puerta
y avanzar por los corredores abovedados que llevaban a los hangares.
Garro apretó los labios ante aquella brutal demostración de arrogancia, pero
aun así siguió a la figura, con Rubio un paso tras él. No tenía opción: no se
podía reusar la orden de un guardia custodio sin una buena causa.
La figura se identificó como Khorarinn; al menos, eso era todo lo que
estaba dispuesto a revelar en aquel momento. Los guerreros de la Legio
Custodes poseían nombres honoríficos de longitud muy variada, cada
apelativo suplementario otorgado en reconocimiento a sus servicios al
Emperador y al trono de Terra.
Garro había oído de custodios con más de mil nombres, cada uno de ellos
grabado en el interior de sus servoarmaduras. No pudo evitar preguntarse
cuántos nombres más vendrían después de «Khorarinn».
Se decía que lo que los legionarios eran a sus primarcas, lo eran los
custodios respecto al Emperador. La guardia personal del gobernante del
Imperio: eran sus pretorianos y sus defensores definitivos. Ciertamente, era
raro encontrar a un custodio fuera de Terra. Sólo abandonaban el Palacio
por cuestiones de la mayor importancia, y entonces lo hacían solos o en
grupos muy pequeños.
Aquel guerrero era una figura imponente y amenazadora, más alto que
Garro incluso cuando éste estaba envestido con su servoarmadura. La
servoarmadura dorada del custodio estaba grabada en toda su superficie con
intrincados diseños de relámpagos, aquilae imperiales e inscripciones. Una
capa rojo sangre caía desde sus anchos hombros, y bajo el brazo llevaba el
alto yelmo cónico con el águila esculpida sobre la frente y el penacho de
crin carmesí que lo coronaba. Su tono de piel era oliváceo y sus ojos
oscuros, y en lugar de la alabarda más típica de su clase, Khorarinn iba
armado con una pesada espada de hoja ancha que tenía un par de bólteres
gemelos montados en la guarda.
El custodio caminaba ágil y firmemente, sin dignarse una sola vez a arrojar
una mirada sobre los dos legionarios. La superioridad de la Legio Custodes
estaba fuera de toda discusión, y era la fuente de fricciones con aquellos
que no formaban parte de ella. Garro no tenía razón para pensar que
Khorarinn fuese a rebatir esa imagen.
Fue Rubio quien rompió el silencio.
—¿Dónde vamos?
—Hay un transporte preparado. Ambos me acompañaréis a la nave de
combate Nolandia de la Flota Imperial. Se encuentra en la órbita lunar, a la
espera de mi regreso.
—¿Con qué fin? —terció Garro.
—Eso lo aclararé cuando lo considere necesario, guardia de la muerte.
—¡Quizá yo lo considere necesario ahora! —dijo Garro deteniéndose—. Y
para dejar todo claro, ya no sirvo a la XIV Legión.
—Por supuesto. Si aún sirvieras al traidor Mortarion ya habrías sido
ejecutado —Garro sintió una oleada de ira ante aquel desprecio, pero el
custodio no le dio tiempo a replicar—. La orden viene del propio Malcador,
regente de Terra. Estáis obligados a obedecer, según tengo entendido. Por
deseo suyo, os uniréis a mi misión, a pesar de mi insistencia en que vuestra
presencia no es necesaria. Por el momento, eso es todo lo que para mí es
necesario revelar.
—Como deseéis —dijo Garro tras un momento de silencio.
Le costó abandonar la discusión, y cruzó una sombría mirada con Rubio. El
codiciario no dijo nada, aunque su expresión era suficiente para mostrar sus
pensamientos. Los guerreros de las Legiones Astartes no estaban
acostumbrados a ser tratados como el común de los soldados del Ejército
Imperial, y tal falta de respeto le habría costado una espada apuntando al
cuello a cualquier otro. Pero replicar a un custodio se consideraba casi tan
insolente como hacerlo al propio Emperador.
Reanudaron la marcha.
Garro tenía sentimientos contradictorios. Por un lado, respetaba al guerrero
que había sido juzgado digno de permanecer al lado del Emperador y
participar de su gloria divina. Por otro, lo enfurecía aquella desconfianza
abierta y errónea de Khorarinn. El custodio no mostraba ninguna reticencia
a considerar a Garro indigno de su consideración, y sin duda lo valoraba
con el mismo juicio que a su antigua legión.
—Si no vais a decir más —dijo Rubio—, ¿podéis al menos decirnos a qué
tipo de enemigos vamos a enfrentarnos?
Khorarinn se detuvo bruscamente y se giró para clavar la mirada en ellos.
—Al peor de todos. Traidores.
 

 
El transporte era una estilizada nave de desembarco clase Aquila, una
variante superficie-órbita ampliamente modificada, pintada en el oro y
carmesí de la Guardia Custodia. A diferencia de las funcionales Stormbirds
y Thunderhawks a las que los legionarios estaban acostumbrados, aquella
nave casi era extravagante en su diseño. Parecía fuera de lugar comparada
con el monolito de masas romas que era la Nolandia, una joya brillante
junto a un lingote de hierro crudo.
La nave insignia tenía una longitud de kilómetros, y estaba fuertemente
equipada con incontables baterías de armas. Inmensas placas de blindaje
ablativo le daban el aspecto de un masivo y alargado castillo, como si una
fortaleza antigua sacada de la prehistoria de Terra hubiera caído a través del
tiempo y el espacio para amalgamarse con aquellos poderosos motores de
disformidad y los inmensos cañones capaces de partir lunas.
Con el rumor de un trueno capturado, la Nolandia aceleró siguiendo el
curso indicado por su navegante en dirección al perímetro del sistema solar.
Atravesaron el cardumen de muelles-satélites en los que se realizaban las
tareas urgentes de refuerzo de las flotas de combate y de las plataformas
autónomas erizadas de macrocañones y armas láser. Otros cruceros de
menor tonelaje y naves monitoras del sistema carentes de motores de
disformidad se apartaban del camino de la Nolandia, obedeciendo a los
estandartes de rango superior que colgaban de sus mástiles de señales.
La nave de batalla dejó Terra atrás. La última imagen del mundo-trono
quedó eclipsada tras una inmensa y brillante fortaleza: la Falange, fuerte
estelar y monasterio de la VII Legión, los Puños Imperiales de Rogal Dorn.
Cruzando las órbitas de Marte y eje colonial de Júpiter la Nolandia aceleró
hacia la estela del cinturón de Kuiper, la región de asteroides de hielo que
marcaban los límites del espacio solar. Más allá, en el punto de Mandeville,
donde las naves con capacidad para navegar por la disformidad podían
regresar al espacio normal tras sus travesías por el inmaterium, el sol
parecía frío y distante, las estrellas alienígenas y hostiles. En aquella zona
nada se movía más que las patrullas perimetrales de fragatas y destructores
y los enjambres de drones de guardia. Todos ellos vigilantes, todos ellos
esperando el primer signo de la invasión que inevitablemente llegaría. Un
día o un mes, un año o una década: tardara lo que tardase, la final las flotas
del Señor de la Guerra oscurecerían aquellos cielos. Sólo era cuestión de
tiempo.
 

 
Nadie había levantado objeción alguna cuando el guardia custodio había
exigido el uso exclusivo de la sala de entrenamiento de la Nolandia. Las
órdenes de Khorarinn al capitán de la nave habían sido sucintas: nada, salvo
la llegada del mismo Architraidor, debía interrumpir su entrenamiento.
Sin pausa, había ido mermando las reservas de servidores de entrenamiento,
convirtiéndolos en una pila humeante, enfrentándose a ellos
individualmente o en grupos. Cada servidor aprendía de los errores
cometidos por los precedentes, pero aún así, tras horas de duelo, ninguno
había sido capaz siquiera de alcanzar con un golpe al custodio.
El último de los servidores se deshizo en pedazos frente a él.
—¡Esclavo! Limpia este deshecho. Tráeme otro.
—No queda ninguno —dijo Garro mientras entraba en la sala—. Los habéis
destruido todos.
—Lástima. Esperaba encontrar algo que me pusiera a prueba. Por un
instante al menos —alzó su espada bólter para apuntar con ella—. La hoja
que llevas parece una herramienta excepcional. La llamas Libertas,
¿verdad? Me pregunto qué tal funciona en combate.
—Eso tiene todo el aspecto de un reto.
—¿Ah, sí? No espero que seas tan imprudente como para aceptar. Después
de todo, la Guardia de la Muerte nunca toleró a los imprudentes ni a los
necios entre sus filas…
—Os sorprenderíais… —respondió Garro con una media sonrisa.
—Muy bien. ¿A primera marca, entonces?
—Sí. Primera marca.
Se saludaron con las espadas. Y entonces se desató la tormenta.
Garro no recordaba haberse enfrentado a ningún oponente como aquel. Se
decía que incluso un primarca vacilaría al enfrentarse en duelo con un
custodio del Emperador, y mientras intentaba mantener su posición bajo el
huracán de golpes de la espada de Khorarinn, Garro pudo llegar a creerlo.
Era casi imposible hacer nada más que defenderse, y rápidamente se
encontró al límite de su pericia, luchando a cada instante por bloquear con
su espada de energía las estocadas y los tajos del custodio. Consiguió
detener cada ataque, pero los golpes eran como truenos, y le sacudían los
huesos dentro de su servoarmadura.
Hubo un momento en el que Garro creyó ver una apertura en la defensa de
Khorarinn, y a punto estuvo de aprovechar la oportunidad, girando la
empuñadura de Libertas por reflejo. Pero instintivamente se detuvo y dejó
pasar el momento. Demasiado fácil. Demasiado seductor. El breve destello
de enojo que recorrió los ojos del custodio le confirmó que aquello había
sido una provocación deliberada.
El patrón de ataque de Khorarinn cambio abruptamente, intensificándose,
haciendo retroceder a Garro hasta el montón de servidores destrozados.
Inmediatamente Garro supo que el custodio había estado jugando con él
hasta ese momento. Aquella forma de pelear era la auténtica: espada contra
espada, lo golpeaba con una fuerza precisa y brutal que acabaría por
abatirlo.
Sólo tenía una oportunidad para escapar con su honor intacto, pero debía ser
rápido, más rápido que nunca antes…
Por un instante sus espadas se trabaron, filo contra filo, y Garro aprovechó
la oportunidad de decimas de segundo.
Si el custodio tenía un punto débil, ese era su arrogancia. En su prisa por
marcar a Garro, ya lo había considerado derrotado; el legionario volvió eso
contra él, desarmándolo, a pesar del tremendo esfuerzo que le supuso
arrancar la espada bólter de sus manos.
Khorarinn se quedó petrificado, su cara enrojeciendo de ira por momentos,
antes de dar un paso atrás. Garro mantenía su espada firme, apuntando con
la punta a su pecho.
—¿Os retiráis? Este duelo aún no ha acabado. Me debéis una marca.
—¡Si esa espada llega a tocar mi armadura, te despedazaré miembro a
miembro!
—Sois un mal perdedor…
—Y tú eres afortunado. Te he subestimado. No volverá a ocurrir —
Khorarinn le dio la espalda para recoger su espada y se dirigió a él sin
mirarlo—. Puedes retirarte.
—¡Habéis sobrepasado vuestros límites, custodio! ¡No tenéis derecho a
darme órdenes! ¡Y no hay razón para que me ocultéis el objetivo de esta
misión!
Khorarinn meditó un momento. Entonces lo miró por encima del hombro.
—Muy bien. Supongo que te has ganado ese derecho como premio.
Sígueme, y te iluminaré.
 

 
Garro siguió a Khorarinn hasta el estrategium de la nave, una cámara oval
en cuyas paredes se alineaban pantallas y paneles que proporcionaban flujos
de datos en tiempo real de la zona alrededor de la Nolandia.
En el centro de la sala se encontraba el alto pedestal de un hololito que
proyectaba una esfera luminosa moteada de puntos de luz. Aquel holograma
representaba el sistema solar y las órbitas de sus planetas, y sobre él
superpuesto el trayecto de la nave.
—Dejadnos —ordenó Khorarinn—. Ahora.
En unos instantes todo el personal se retiró, dejando a Garro y a Khorarinn
con los servidores sin consciencia como única compañía.
—¿Qué requiere tal grado de secreto?
—Lo vas a ver.
El custodio extrajo una cápsula de memoria de un bolsillo de su cinto y la
introdujo en la ranura en la base del hololito. La proyección cambió y se
transformó en un bucle de imágenes granuladas. Garro vio naves, docenas
de ellas, una flotilla destartalada flotando en el espacio.
—Estas imágenes fueron tomadas por un dron estacionado en el perímetro
por encima de la órbita de Plutón —dijo Khorarinn—. Detectó múltiples
eventos en el espacio disforme y se trasladó para interceptarlos. Eso es lo
que encontró. Eso es a lo que nos enfrentamos.
—Son todas naves imperiales. Transportes. Naves de carga. Naves civiles…
—Sí. Pero navegan sin estandarte alguno de autoridad ni ninguna otra
marca. Sus orígenes son inciertos. Y no vienen solas.
La imagen se ajustó hasta centrarse en la nave que encabezada aquella
pequeña flota. Sólo podía tratarse de una nave de guerra. La afilada proa y
las torres escalonadas de cañones delimitaban la forma distintiva de una
fragata de ataque rápido, una clase de nave muy común entre las flotas
expedicionarias de las Legiones Astartes.
—Reconoces la librea de la fragata, por supuesto.
—Blanco, bordeada de azul —dijo Garro con tono lúgubre—. Esa nave
pertenece a la XII Legión.
—Devoradores de Mundos, los guerreros que han seguido a su traidor rey-
gladiador Angron bajo la causa de Horus.
El casco de la fragata quedó más claramente expuesto y Garro entrecerró
los ojos: el nombre le provocó el destello de un recuerdo.
—La Filo de daga. Conozco esa nave. La he visto antes, en Isstvan III,
horas antes del ataque… Era parte de la flota reunida por Horus.
Cuando Khorarinn habló de nuevo hizo un gesto de despectivo hacia el
hololito y no hizo intento alguno por moderar su tono de desprecio.
—Debes de sentir cierta simpatía por estos… refugiados, Garro. Las
tripulaciones de esas naves declaran que han huido de la traición del Señor
de la Guerra. Hay civiles, soldados del Ejército Imperial, enviados
comerciales del sector Eriden y otros, supuestamente reunidos a lo largo de
su ruta de escape. Dicen que han navegado a través de las tormentas de
disformidad hasta Terra en busca de un refugio seguro. Igual que hiciste tú.
Garro permaneció en silencio por un largo momento. Cuando la Guardia de
la Muerte rechazó al Emperador, él y otros setenta legionarios habían
tomado el control del crucero Eisenstein y escapado de los horrores que
siguieron. Habían pasado meses desde aquel día, pero casi le parecía que
había sido una eternidad. Garro había traído la noticia de la insurrección,
manteniéndose firme en su juramento de fidelidad al Emperador y Su trono,
pero muchos lo habían juzgado por las acciones de su primarca y lo habían
encontrado sospechoso.
Esa misma sospecha era la que ardía en los ojos de Khorarinn.
—¿Para eso es para lo que Malcador me ha enviado aquí? ¿Para juzgarlos?
—Dada tu experiencia, ha considerado que tu visión podía tener algún
valor. Debes asistirme en la evaluación de estos refugiados, pero su destino
último lo decidirá el Consejo de Terra.
Para Garro no había duda de que independientemente de las órdenes
recibidas, el custodio ya había clasificado a los recién llegados como una
amenaza.
—No confiáis en ellos.
—No confío en nada salvo en la palabra del Emperador. Este cisma que
Horus ha provocado nos ha privado de cualquier otra convicción. La
insurrección corroe la confianza — Khorarinn clavó en él una mirada de
fuego helado—. Se ha trazado una línea a lo largo de la galaxia. Cualquiera
que venga del lado del Señor de la Guerra es un enemigo hasta que se
demuestre lo contrario.
—¿Entro yo también dentro de esa descripción? ¿No me consideráis digno
de confianza porque mi antigua legión traicionó al trono?
—Empiezas a entender…
—¡No soy un traidor!
—La historia juzgará eso, de la misma manera que estos refugiados serán
juzgados. El Señor de la Guerra es un enemigo astuto. Sería muy propio de
él enviar naves así para poder infiltrar espías en el corazón del Imperio. Su
invasión se acerca, Garro. Es imparable, igual que mi odio por su traición
—Khorarinn se dio la vuelta para abandonar de la sala, pero vaciló—. Una
cosa más. El brujo mental, Rubio…
—¡El hermano Rubio es un legionario, un codiciario!
—Tal rango ya no existe entre las Legiones Astartes. Quizá Malcador os
haya otorgado una dispensa del edicto del Emperador, pero yo no pienso
tolerarlo. Grábate bien esto: si Rubio usa sus malditos poderes en mi
presencia, acabaré con él.
 

 
—¿Esas fueron sus palabras exactas?
—Nuestro estimado custodio no suele dejar espacio para la ambigüedad en
sus afirmaciones.
Rubio frunció el ceño.
—Khorarinn no tiene derecho a darme órdenes. No es más que un figurón
arrogante.
—Eso mismo se ha dicho alguna vez de la XIII Legión en el pasado —
contestó Garro con un ligero tono de humor.
—Pero yo ya no soy un ultramarine, ¿verdad? Soy como tú ahora. Un
caballero errante, un fantasma con armadura.
—Cierto —concedió Garro—. Pero por ahora es mejor evitar toda
confrontación con él. Se nos ha ordenado asistirlo, y eso haremos. Es muy
probable que los prejuicios de Khorarinn nublen su juicio, por lo que es
importante que nosotros mantengamos el nuestro claro.
De vuelta a los espartanos camarotes que les habían proporcionado a él y al
codiciario, Garro había relatado a Rubio los eventos relacionados con el
guardia custodio.
Al igual que Garro, el psíquico estaba preocupado por lo que la Filo de
daga y su flota representaban. Repasó los contenidos de la tabla de datos,
examinando los informes que arrojaban los primeros escaneos de los
sensores sobre la flotilla.
—Esto es más complejo de lo que a primera vista parece. Mira. Si estos
datos son correctos, las naves de los refugiados albergan muchos más
civiles a bordo que personal militar. No combatientes, Garro. Hombres y
mujeres, familias enteras huyendo del colapso de la ley imperial frente al
avance del Señor de la Guerra. Ésta es la misma gente que juramos
proteger.
—Estoy totalmente de acuerdo. Pero Khorarinn no lo ve así. A sus ojos,
todos cuantos se encuentran a bordo de esas naves, ya sean marines
espaciales o meros humanos, son igualmente peligrosos.
Cuando Rubio habló de nuevo, su tono era sombrío.
—Antes, mientras caminaba por los corredores… capté de pasada una
conversación entre el personal del puente de la Nolandia acerca de la
misión. En ese momento no tenía contexto para sus palabras, pero ahora sí.
Hablaban de Khorarinn, de cómo había dispuesto el curso de la acción.
Creo que ya ha se ha hecho una imagen muy clara de cómo van a
desarrollarse los eventos.
—Explícate.
—El custodio ha impartido órdenes estrictas al capitán y al comandante de
artillería: el empleo de la opción cero en caso de que las circunstancias lo
exijan.
—¡De nuevo ha vuelto a extralimitarse!
—Si en cualquier momento la Filo de daga o cualquier otra de las naves de
los refugiados supone una amenaza, la Nolandia tiene autoridad para
destruirla, así como a cualquier otra nave de la flota.
—¡Eso sería una masacre! ¡La Nolandia es una nave de combate clase
Retribution, una destructora de mundos! Una mera fragata y un puñado de
naves de carga no tienen ninguna posibilidad de enfrentarse a ella.
Garro sintió cómo se le helaba la sangre al recordar cuando en su vuelo de
huída a bordo de la Eisenstein se encontró bajo la sombra de la Falange.
Con alguien como Khorarinn al mando, no habría vivido lo suficiente para
llevar su advertencia al Imperio.
¿Era posible que el Consejo de Terra estuviera tan aterrorizado que
prefiriera permitir que el guardia custodio matara miles de inocentes antes
que arriesgarse a la infiltración de un solo espía? La pregunta era terrible:
aquello estaba en contra del espíritu del brillante sueño del Emperador.
—No podemos permitir que eso ocurra.
—Y aun así… cabe una posibilidad de que Khorarinn esté en lo cierto.
—Una posibilidad, Rubio, no una certeza. ¡Éste es el Imperio de la
Humanidad, el dominio de Sol y del mundo-trono! No tomamos vidas sin
una causa. Blandimos la espada por necesidad, por la verdad. ¡No matamos
cegados por el miedo ni por prejuicios!
 

 
La Nolandia se detuvo, activando los propulsores de estabilidad, en medio
del curso por el que se acercaban la Filo de daga y su flotilla. Los cañones
de la nave se situaron en posición de disparo en una amenaza medida,
docenas de torres apuntando con soluciones de disparo claras a las naves a
la cabeza de aquel avance. Aquella muestra de fuerza era un gesto
excesivamente teatral, pero no por ello disminuía la realidad de su amenaza.
Las naves de los refugiados ya llevaban acorraladas un tiempo en aquella
zona de la órbita lejana del Sol, rodeadas por un cúmulo de drones armados
que registraban cada uno de sus movimientos. La llegada de la Nolandia y
el acto de apuntarlos con sus armas no hacía más que subrayar lo que los
capitanes de las naves refugiadas ya sabían: que a todo propósito, eran
prisioneros.
La Filo de daga se elevó sobre su posición, por encima de la proa con
forma de flecha de la nave de guerra, directamente en línea de tiro del
cañón nova montado sobre su espina central. A esa distancia, si la Nolandia
abriera fuego con aquel arma, incluso aunque el disparo se desviara a un
lado de su objetivo lo haría desaparecer por completo en la oscuridad del
espacio en cuestión de segundos. Por su parte, con todo su arsenal la Filo de
daga apenas tendría posibilidad de atravesar los escudos de vacío de su
oponente e infligir algún daño significativo.
En otra época, aquellas naves se habrían saludado como honrados
camaradas, y la Nolandia habría escoltado a la otra nave a puerto seguro.
Pero ahora vivían en tiempos de rebelión, de una guerra civil, y pocos
podían encontrar motivos para la confianza.
Desde el estrategium, Khorarinn estudiaba la vaga y pobremente organizada
disposición estratégica de las naves de los refugiados, y se concentraba en
un hololito, añadiéndole marcas con su mano enguantada. Consideraba la
distribución del fuego y los patrones de despliegue de torpedos, dibujando
los modelos de ataque más eficientes con los que reducir rápidamente todas
aquellas naves a escombros flotantes. Con el elemento sorpresa, en caso de
que no se produjesen eventos imprevistos, estimaba que podría hacerlo en
algo menos de cinco minutos.
Khorarinn no dirigió la mirada a los guerreros de armadura gris que
entraron en la sala. No había requerido su presencia, pero tampoco podía
prohibirles el acceso al puente. La presencia de Garro y del brujo era un
molesto lastre que el custodio no podía más que sobrellevar.
En ese momento, uno de los oficiales de la Nolandia alzó la voz,
informando de un mensaje recibido en el panel de comunicaciones, una
señal emitida desde la Filo de daga que solicitaba un canal de voz directo.
—No contesten. Todavía no. Dejemos que esperen.
—Han estado esperando ahí fuera durante días —dijo Rubio—. ¿No es eso
suficiente?
Khorarinn contestó sin ni siquiera girar la cabeza hacia el psíquico.
—Es importante reforzar el mensaje de quién está al mando aquí.
—Eso es verdad —dijo Garro, e inmediatamente se dirigió a uno de los
tripulantes—. ¡Oficial de voz! ¡Establezca un canal con la Filo de daga
inmediatamente!
Khorarinn se giró bruscamente, clavando la vista en el astartes que se había
atrevido a contradecir sus órdenes, pero era demasiado tarde para detenerlo.
Hubo un chasquido de estática y luego una voz resonó por el canal de voz.
—Filo de daga a la escucha, Nolandia. Diría «bien hallados», pero me temo
que vuestros artilleros nos han confundido con dianas de prácticas de tiro.
El timbre de voz y su actitud lo delataban. El comandante de la fragata era
sin duda un legionario, puesto que pocos humanos se habrían atrevido a
mantener aquel tono desafiante en tan clara posición de inferioridad. Y
también había un leve tono de cansancio que no podía ocultar.
—Son tiempos peligrosos —contestó Garro—. Perdónenos si somos
precavidos.
—¿«Precavidos», dice? Como desee. ¿Quién soy yo para juzgar si se ven
amenazados por un puñado de naves de carga? De cualquier modo, estamos
listos para seguirlos de vuelta a Terra cuando lo consideren oportuno.
Garro sonrió ante aquella pulla, aunque Khorarinn no pareció encontrar la
gracia en aquellas palabras.
—Soy Nathaniel Garro. ¿A quién me dirijo?
—¿Garro? —dijo aquella voz mostrando sorpresa—. Nos dijeron que
Typhon había acabado contigo… Le hablas al pobre desgraciado que se ha
convertido en el comandante de esta terca flota de desesperados y agotados.
Soy Macer Varren, anteriormente un hijo de Angron.
—¿«Anteriormente»?
—Intentó asesinarme. Creo que eso da una idea clara de que he cortado
todo lazo con mi padre.
Garro hizo un rápido gesto con la cabeza al oficial de comunicaciones para
que silenciara la señal y miró a los otros.
—¿Lo conoces? —preguntó Khorarinn.
—Sí, por su reputación. Un capitán de compañía con una imponente hoja de
servicios. Ganador frecuente en los pozos de gladiadores. Un luchador duro,
pero dicen que además es uno honorable.
—Un raro elogio para uno de los berserkers de Angron… —apuntó Rubio.
—No me interesan ni la cuenta de sus muertes ni sus laureles.
¡Restablezcan el canal!—gritó el custodio—. Capitán Varren, soy
Khorarinn de la Legio Custodes, líder de esta misión. La Filo de daga y
todos los elementos adscritos a su flota deberán mantener sus posiciones y
permanecer con los motores apagados. Cualquier desobediencia será
respondida con una represalia inmediata. ¿Comprende lo que he dicho? No
proseguirán hacia Terra.
—¿Qué? ¿Qué idiotez es esa? ¿Nos retenéis aquí como si fuéramos
enemigos?, ¿nos amenazáis?
—Capitán Varren…
Antes de que Garro pudiera añadir más, Khorarinn lo interrumpió.
—Su estatus como amigo o enemigo es incierto. Los Devoradores de
Mundos han quebrantado la ley imperial y han conspirado en contra del
Emperador. Su legión está aliada con el Architraidor.
—¿Y os creéis que ignoramos todos esos hechos? ¿Por qué otro motivo
estaríamos aquí si no? ¡He desafiado a mi primarca para escapar de la
sombra de su traición! ¿Tenéis siquiera idea de lo que eso significa?
—Es claro que Varren y sus compañeros han sufrido mucho para llegar a
Terra, algo que conozco muy bien —intercedió Garro—. Quizá si
pudiéramos hablar cara a cara esta situación se aclare para todos nosotros.
—Podemos tomar una nave de desembarco que nos lleve hasta la Filo de
daga —ofreció Rubio.
—Conforme —contestó Varren—. Venid, y atreveos a llamarme traidor a la
cara…
El chasquido del corte del canal resonó en el puente.
—No tenías derecho a hacer ninguna oferta —dijo entre dientes Khorarinn.
—¡No teníais derecho a provocarlo! —respondió Garro—. Pero si teméis
que pueda tratarse de una trampa, sois libre de permanecer a bordo de la
Nolandia.
—Muy bien —dijo Khorarinn tras una larga pausa—. Adelante.
 
 
La nave cruzó la mandíbula abierta que era la compuerta de la cubierta de
aterrizaje de la fragata haciendo crepitar la barrera de vacío, la membrana
energética que mantenía apartado el frío beso del espacio y que conservaba
íntegra la atmósfera interior de la Filo de daga. El piloto de Khorarinn
aterrizó en una de las plataformas vacías con un movimiento suave y
preciso. Los cañones láser discretamente situados bajo las alas a semejanza
de las de un águila se dirigieron hacia las figuras reunidas en la cubierta.
La rampa de desembarco se desplegó y Garro fue el primero en bajar por
ella, con Rubio y el custodio tras él.
Unas pesadas sombras ocupaban casi todo el muelle. En el frío aire flotaba
una densa sensación de oscuro presagio: eso Garro pudo leerlo en los ojos
del personal de a bordo que se asomaba desde las galerías de
mantenimiento superiores que había ido a presenciar su llegada, todo él
silencioso y lúgubre. A todos aquellos hombres les inquietaba la decisión
que podrían transmitirles: no había nadie en aquella flota de refugiados que
no temiera el destino que podían reservarles las decisiones tomadas en la
lejana Terra.
—Capitán Garro —dijo Varren aproximándose—. No pareces un hombre
muerto.
—En muchos aspectos, hermano, ciertamente soy un fantasma.
—Nunca he visto una servoarmadura como la tuya hasta ahora. ¿Eso es lo
que los fantasmas os ponéis para el combate?
Garro dejó escapar una suave risa.
—Se podría decir que sí.
El devorador de mundos avanzó de entre el grupo de legionarios reunido y
le ofreció la mano según la vieja manera de saludo entre guerreros. Garro la
aceptó, y se dieron un apretón, la mano de cada uno aferrando la muñeca
del otro, mirándose directamente a los ojos.
Varren era sin duda alguna un guerrero de la XII Legión. Su servoarmadura
blanca y azul estaba erosionada tanto por los combates como por el tiempo,
y lucia pergaminos con juramentos escritos y emblemas honoríficos junto a
salvajes cortes y daños por impactos que a su manera eran también tributos.
Una pesada espada de energía con una guarda claveteada colgaba de su
cadera a la altura idónea para poder desenvainarla rápidamente: una callada
advertencia de que no se le debía considerar impotente. Su cara era como
un puño apretado, con los ojos profundos y ardientes. Los remaches de las
décadas de servicio y los tatuajes de victorias la recorrían junto a las líneas
de viejas cicatrices que narraban la brutal historia de su vida.
Garro sintió que a su vez Varren también lo medía en el largo momento que
transcurrió antes de que el devorador de mundos soltara su brazo.
—¿Qué tal la pierna? Oí que la perdiste luchando contra los cantores de
guerra. Esas malditas prótesis no están a la altura de la carne y el hueso,
¿verdad?
—Eso es cierto. Pero me permite andar, y si puedo andar puedo luchar, y si
puedo luchar…
—…puedes ganar —concluyó Varren con satisfacción; por segunda vez
Garro rió, sintiendo simpatía hacia el capitán—. ¿Y estos quiénes son? —
preguntó haciendo un gesto con la cabeza hacia los otros.
—El hermano Rubio es mi compañero. Y ya has hablado con Khorarinn…
Varren deliberadamente ignoró al custodio, volviendo la cabeza primero
hacia el psíquico.
—Un segundo espíritu en armadura gris fantasmal… Pero tú no eres un
guardia de la muerte. El misterio aumenta.
—Ambos servimos a lord Malcador —contestó Rubio.
—¿Y éste es quien nos retiene aquí? —dijo Varren sin más dirigiéndose a
Khorarinn.
—Estamos en medio de una guerra civil, devorador de mundos —contestó
éste—, y tú luces los colores del bando equivocado. Agradece que no os
hiciéramos saltar en pedazos en el mismo momento de vuestra llegada.
Los oscuros ojos del guerrero de la XII Legión brillaron con furia al
contestar.
—¿Esa es la gratitud que se muestra a los auténticos hijos del Imperio, a los
hombres que se niegan a seguir a sus hermanos cuando estos le dan la
espalda? Hemos mantenido nuestros juramentos, custodio, y eso debe valer
algo.
—Tú habrías hecho lo mismo en circunstancias inversas.
Varren dejó escapar una dura carcajada.
—No, yo te habría matado y habría zanjado el asunto —inmediatamente se
giró hacia Garro, y en sus ojos se podía ver que buscaba a alguien en quien
pudiera confiar—. Nuestro viaje de regreso ha sido una lucha dura,
hermano. Perdí a muchos de mis mejores hombres frente a los Devoradores
de Angron. Pero seguimos tu ejemplo y conseguimos huir.
—¿Se os unió alguien?
—Sí… pero han perecido más de los que han sobrevivido. Un puñado de
devoradores de mundos… devoradores de mundos leales… siguen conmigo
a bordo.
Garro dirigió la mirada hacia el grupo de guerreros que permanecían en la
penumbra detrás de Varren. Su mirada mejorada genéticamente le permitió
ver que había más colores de servoarmaduras que los de la XII Legión.
Khorarinn también lo vio.
—¿Quién más está contigo? ¡Exijo que se muestren! —espetó el custodio.
Varren lo miró sonriendo en una mueca ante aquella orden.
—Ven a conocerlos, entonces. O quédate en la nave si sospechas que es una
emboscada.
Rubio había sentido la presencia de los demás legionarios en el momento en
que había puesto un pie fuera de la nave de desembarco, sus mentes
protegidas como llamas parpadeantes al abrigo del viento.
Intencionadamente había limitado la potencia de sus habilidades psiónicas,
independientemente de que algunas de ellas aún estaban lejos de haber
recuperado su antiguo nivel. Le resultaba difícil avanzar tan lentamente en
la recuperación de sus poderes como codiciario, pero tras la advertencia de
Garro sobre el planteamiento inflexible del custodio, comprendió que
emplearlas abiertamente sólo añadiría tensión a la ya difícil situación.
Entre los marines espaciales refugiados Rubio sintió a otros devoradores de
mundos de carácter similar a Varren, y entre ellos a astartes de otras dos
legiones.
Varren hizo un gesto a las más cercanas de aquellas figuras, legionarios
blindados con servoarmaduras púrpura finamente labradas y festoneadas
con artísticas filigranas doradas.
—Éste es Rakishio, antes de la III Legión.
—Los Hijos del Emperador… —dijo Garro para sí.
Rakishio y sus hermanos de combate inclinaron la cabeza en saludo, y
Rubio pudo comprobar que sus servoarmaduras mostraban daños de fuego
de bólter.
—Aún lo somos —dijo el hijo del Emperador—. Para nuestra vergüenza
nuestro primarca Fulgrin no desea que la legión siga siendo leal a la gran
Terra ni a su padre. Estamos marcados por su traición…
—¿Algún otro guerrero de la III Legión logró escapar de Isstvan? —
preguntó Garro—. El capitán Saul Tarvitz y yo éramos hermanos de honor.
¿Vive aún?
—No sé decirte —contestó Rakishio, antes de intercambiar una mirada con
el devorador de mundos—. El capitán Varren nos ofreció a mis hombres y a
mí una oportunidad para evitar la desgracia. Si no hubiera sido por él, la
única alternativa honorable que nos habría quedado habría sido acabar con
nuestras propias vidas.
—Quizá habría sido una mejor elección —terció Khorarinn, quien
descansaba la mano en la empuñadura de su espada bólter, en un gesto claro
de advertencia—. Los Devoradores de Mundos y los Hijos del Emperador
se han declarado a favor de Horus. Pero vosotros aseguráis estar en
contra…
Antes de que Rakishio pudiera responder, otros dieron un paso fuera de las
sombras para responder por él. Los que en un principio Rubio había tomado
por más de los legionarios de Varren vestían armaduras también blancas,
pero ribeteadas de rojo. Sobre las hombreras, tan brillante como la sangre
recién derramada, lucían el emblema del relámpago de la V Legión.
—Sois muy rápido en vuestros juicios, custodio —dijo con un duro acento
el marine espacial que los encabezaba—. Decidnos, ¿qué juicio merecemos
los Cicatrices Blancas?
Por vez primera Rubio vio algo cercano a la sorpresa en el rostro de
Khorarinn, Los jinetes de los Cicatrices Blancas siempre habían sido de los
más devotos sirvientes del Emperador, y su hijo Jaghatai Khan nunca había
demostrado nada que no fuera una lealtad inquebrantable.
—Todos somos igualmente leales —aseguró Varren—. Si no, no estaríamos
aquí.
—¿Cómo llegasteis hasta aquí, capitán? —le preguntó Garro.
—Rakishio nos ayudó a asegurar la huida de la Filo de daga y algunas
naves civiles. Fuimos recogiendo a las demás naves refugiadas a lo largo
del perímetro del sistema Isstvan.
—A los afortunados… —dijo Rakishio con pesar en la voz.
—Entonces pusimos rumbo al Segmento Solar —continuó Varren—, con
tránsitos cortos, puesto que la disformidad era tan turbulenta que apenas
podíamos avanzar unas pocas docenas de años luz antes de que las
tormentas nos obligaran a regresar al espacio normal. En un momento dado
nos encontramos con Hakeem y sus guerreros.
Siguió explicando cómo las fuerzas de Hakeem se habían separado de su
propia flota en la disformidad. Había sido puro azar que se encontraran en
el camino de la flotilla liderada por la Filo de daga. Juntos, habían trazado
el nuevo rumbo y habían llegado al espacio de Terra.
—Nunca he creído en el destino —dijo Rakishio—, pero si tuviera que
hacerlo diría que fue una fuerza tal la que hizo que nos encontráramos con
los Cicatrices Blancas. Una vez que Hakeem nos ofreció la pericia de su
tecnomarine Harouk, pudimos reparar los graves daños de nuestros sistemas
de navegación.
El guerrero hizo un gesto hacia uno de los hombres de Hakeem, el que lucía
el emblema de la calavera y el engranaje de los iniciados en los ritos
técnicos.
—No habríamos logrado llegar hasta aquí sin ellos —confirmó Varren.
En ese momento Khorarinn dio un paso hacia Hakeem, y alzó las manos,
inclinando la cabeza. Rubio reconoció la forma tradicional de saludo de
Chogoris, el mundo natal de los Cicatrices Blancas.
—Sayan banu, hata Hakeem.
—Sayan —contestó Hakeem sorprendido—. Conocéis nuestras tradiciones,
Khorarinn.
—Sí. Una vez participé en un juego de sangre con los guerreros del gran
Khan. Quedé impresionado por el poder de los Cicatrices Blancas.
Rubio no dijo nada, aunque era la primera vez que veía que el pretoriano
mostraba algo que se acercaba al respeto por un legionario. Y por un buen
motivo: un juego de sangre era una prueba increíble de las habilidades de
un guerrero, y cualquiera que hubiera participado se merecía aquel
reconocimiento. Cada juego tenía lugar en Terra, y era una infiltración cuyo
objetivo era poner a prueba las defensas del Palacio imperial contra los
asesinos. La Guardia Custodia empleaba constantemente aquellos juegos
para medir sus propias capacidades y encontrar puntos débiles en la égida
del Emperador.
Rubio vio que Garro hacía un gesto solemne con la cabeza.
—Hermanos, cualesquiera que hayan sido las circunstancias que nos han
reunidos, todos estamos de acuerdo en un punto: que permanecemos en el
lado correcto de este odioso cisma, y que no importa la insignia de la legión
que portemos, nuestro juramento de lealtad a Terra y al Emperador continúa
siendo supremo. Creedme cuando os digo que el asunto de vuestra vuelta a
casa se tratará de manera rápida y diligente. Nuestro enemigo no se
encuentra entre nosotros. Nuestro enemigo es el Señor de la Guerra, y en
unidad nos enfrentaremos a él.
—Eso es lo único que pedimos —dijo Rakishio.
Rubio se dio la vuelta para seguir a Garro y Khorarinn de vuelta a la nave
de desembarco. Entonces al borde de sus pensamientos, por un instante,
sintió… algo. Pero al instante siguiente aquello desapareció, y siguió
caminando hacia el transporte.
 

 
Garro caminaba a lo largo de su camarote, aislado en sus pensamientos.
Nadie había dicho una palabra en el trayecto de vuelta desde la Filo de
daga; la mirada de Khorarinn había permanecido dura e inflexible, sus
pensamientos inescrutables.
Ya había variables más que suficientes en aquella situación con las naves
civiles y el contingente de Devoradores de Mundos; con la adición de dos
grupos de guerreros más —uno de una legión que se sabía leal, otro de una
que se declaraba traidora—, el asunto aumentaba en complejidad.
El sonido de un puño llamando a la puerta lo sacó de sus reflexiones.
—Adelante.
La puerta se abrió y Rubio entró en el camarote.
—Tengo que hablar contigo. Me he asegurado de que nadie me viera venir.
—En la nave parecías preocupado. ¿Qué ocurre, Rubio?
El psíquico frunció el ceño.
—Nos han mentido. A bordo de la Filo de daga, cuando nos íbamos,
sentí… engaño.
—¿Por parte de quién?
—No estoy seguro. Pero alguien en aquel momento estaba desesperado por
ocultarnos una información vital —el codiciario dejó escapar un suspiro de
frustración—. Hace mucho que no empleo mis poderes de una forma tan
sutil. He perdido práctica.
—Haz lo que puedas…
Una señal del comunicador interrumpió la frase de Garro. El capitán se
tensó, tocando el control del canal de voz de su gorguera. Estaba recibiendo
un mensaje encriptado dirigido directamente al módulo de comunicaciones
montado en su servoarmadura.
—¿Quién intenta contactar conmigo? —preguntó al misterioso canal
abierto.
—Capitán Garro —crepitó una voz entre restos de ruido blanco—, soy yo,
Hakeem. Disculpa el método clandestino de comunicación, pero necesito
conversar contigo directamente. ¿Estás solo?
Garro dirigió una mirada a Rubio haciéndole un gesto de que se mantuviera
en silencio.
—Podemos hablar en confianza.
—Debo advertirte. Las cosas en la flota no son lo que parecen. He
contactado contigo en secreto porque creo que hay aliados del Señor de la
Guerra entre nosotros.
—¿Por qué me dices esto a mí en lugar de informar a Khorarinn?
—Él no pertenece a las legiones. El custodio no lo entendería. Pero tú
estuviste en Isstvan, Garro. Viste lo que pasó allí. Sabes muy bien de los
que Horus es capaz. Y, sobre todo, sabes que esta guerra no se puede juzgar
en blanco y negro.
—Eso es cierto… Continúa.
—Creo que Macer Varren es un alma honesta. Es demasiado romo y directo
como para esconder ninguna duplicidad. Pero creo que está siendo
engañado por Rakishio y los Hijos del Emperador. Siguen a las órdenes de
Fulgrim, estoy convencido de ello.
—¿Tienes pruebas?
—No las suficientes para tomar medidas. A Rakishio lo llaman «el Oculto»,
y ciertamente es muy hábil a la hora de esconder cualquier signo que pueda
delatarlos. Pero mis hermanos y yo hemos estado vigilando a los Hijos del
Emperador a lo largo de nuestro viaje. Planean algo. Se reúnen en secreto a
bordo de una de las naves cisterna, la Mistral, y no permiten que nadie más
suba con ellos a bordo. Llaman a esas reuniones «logias».
—He oído hablar de ellas —dijo Garro con gravedad.
Las logias estaban en la raíz de la rebelión de Horus, reuniones secretas que
se habían extendido de legión en legión, donde se podían sellar nuevos
juramentos y dar voz a lo callado. Garro había visto a sus propios guerreros
ser atraídos por aquellas asambleas, y sabía muy bien que el Señor de la
Guerra las había empleado para preparar su insurrección contra el
Emperador.
—Rakishio y sus legionarios han estado actuando de manera sospechosa
desde que llegamos al sistema. Me temo que actuarán pronto, a menos que
podamos hacer algo para detenerlos —Hakeem hizo una pausa—. Debo
terminar esta conversación. Permanece alerta, Garro.
Con un zumbido el canal de voz se cerró.
Las palabras del cicatriz blanca eran profundamente perturbadoras. Si algo
así estaba ocurriendo entre los refugiados y llegaba noticia de ello a
Khorarinn…
Garro no albergaba duda alguna de que el guardia custodio usaría aquella
revelación como pretexto para una acción expeditiva. Y se preguntaba
cuántos inocentes encontrarían un fatídico destino en el fuego cruzado.
—Debemos ser muy cuidadosos…
—Tenemos que hacernos con el control pronto —respondió Rubio—. Los
civiles y la tripulación de las naves de la flota están enfermos y desnutridos,
acabaron con sus suministros en la huida. Si no hacemos nada cuanto antes,
muchos inocentes perecerán.
—¿Y si aparecemos blandiendo los bólteres y con las espadas en alto?
Khorarinn puede que les tenga cierto aprecio a los Cicatrices Blancas, pero
tiene un dedo muy ligero apoyado sobre el gatillo: estará más que dispuesto
a matar, inocentes o no. A sus ojos, cualquier posible amenaza al
Emperador justifica las medidas más extremas.
Entonces, como si su mera mención lo hubiera invocado como a una
criatura mitológica, la voz de custodio sonó por el canal de voz.
—¡Garro! ¡Rubio! ¡Presentaos de inmediato en el estrategium!
 

 
—Todo el personal de artillería deberá permanecer en sus puestos hasta
nueva orden. Se organizaran turnos para cubrir las veinticuatro horas. No
podemos permitirnos ni un segundo de distracción. El peligro persiste —el
custodio oyó cómo la puerta se cerraba tras Garro y Rubio—. Oficial,
prepárese para transmitir por canales de voz y hololitos. Quiero que hasta el
último elemento de esa flotilla oiga mis palabras. Sin excepciones.
—Explicaos, custodio —dijo Garro—. ¿Por qué se encuentra la Nolandia
en estado de alerta de combate?
—Presta atención, guardia de la muerte. Estas palabras son tanto para los
refugiados como para vosotros.
Rubio compartió una mirada de preocupación con Garro.
—¿Y Hakeen? —preguntó el psíquico.
—Los Cicatrices Blancas comprenderán la necesidad de mis órdenes —
aseguró el custodio antes de empezar a transmitir su mensaje—. ¡Atención!
¡Atención, naves de la flotilla de la Filo de daga!
Garro dirigió su mirada a los ventanales del puente de mando hacia las
naves de refugiados. La tensión de las últimas horas parecía estar
alcanzando su punto de ruptura.
—Todas las naves están obligadas a pasar por un registro exhaustivo —
continuó el custodio—. La Nolandia enviará grupos de abordaje a cada
nave que realizarán una inspección cubierta por cubierta. Sólo cuando dicho
examen haya sido completado se permitirá a las naves cruzar la marca del
perímetro externo del sistema.
—Llevará semanas realizar esa operación en cada nave… —dijo Rubio.
Khorarinn lo ignoró.
—Esta orden es inapelable. Cualquier resistencia será respondida con
fuerza letal. La operación comenzará el tres horas, estándar de Terra.
Nolandia fuera.
Garro se giró hacia el custodio con la mandíbula apretada.
—¿Es ese vuestro plan? ¿Dejar a esa gente ahí hasta que mueran de hambre
y que así el problema se solucione por sí mismo?
—Si los refugiados desean solicitar suministros, pueden hacerlo. Y si tu
corazón sangra tanto por ellos, Garro, tú y tu psíquico podéis ir a
repartírselos vosotros mismos.
—¡Son vidas de súbditos del Imperio las que despreciáis con tanta
facilidad!
—¡Sus vidas no son mi preocupación! ¡La seguridad es mi preocupación!
¡La protección de mi Emperador y su trono! ¡Todo lo demás es secundario!
En ese momento una señal de entrada de comunicación comenzó a sonar
por el puente.
—Hay una llamada desde la Filo de daga —dijo Rubio—. Ya me
imaginaba que el capitán Varren no iba a permanecer callado.
—No tengo ninguna intención de hablar con él —respondió el custodio—.
Comunicación denegada.
Garro se acercó a Khorarinn, manteniendo la voz baja y fría.
—Lo único que vais a conseguir es hacer que cunda el pánico y el miedo
entre los civiles. No son soldados que vayan a saludar y permanecer en
silencio. Son gente común, aterrorizada y al límite de sus fuerzas. Si no les
dais opción…
—Estás aquí porque he decidido mantenerte informado —lo interrumpió
Khorarinn—, no porque quiera tu consejo. No pienses que puedes decirme
como cumplir mi misión.
La ira refulgió en la mirada de Garro, pero aquel impulso murió antes de
que pudiera darle voz cuando las sirenas de alarma comenzaron a resonar
por toda la sala.
—¿Qué ocurre? —preguntó el custodio—. ¡Informen!
—Los sensores detectan un aumento de la energía en los reactores de una
de las naves de la flotilla… —dijo Rubio mientras miraba el proyector
hololítico—. Confirmado, los motores se han activado. Una de las naves se
mueve fuera de formación y está incrementando su velocidad… —su
expresión se endureció cuando giró la cabeza para mirar a Garro—. Es una
nave cisterna. La Mistral.
Ardiendo como soles, los propulsores de la nave la apartaron de la flotilla.
La Mistral era una nave fea y pesada. Recordaba a una gigantesca vaina de
obús, recorrida por compuertas de anclaje y rejillas de ventilación. Tenía
una masa comparable a una fragata del Ejército Imperial, pero ni las
capacidades ni la tripulación adecuadas para movimientos de evasión en
combate.
El puente de la nave no respondió a las transmisiones por el canal de voz,
simplemente aceleró todavía más, hasta alcanzar la primera ráfaga de
disparos de artillería de los drones. La nave cisterna recibió los impactos
que acabaron en segundos con sus escudos de vacío, pero no dio muestras
de tener intención de reducir su velocidad. Al contrario, pareció que aquel
ataque había servido para que la tripulación dirigiera más energía a los
reactores, en un intento desesperado de atravesar la barrera de fuego
defensivo.
Los cañones de la Nolandia se movieron con una fluidez letal, buscando a
la nave.
Khorarinn avanzó a través del estrategium hasta el puesto del oficial de
artillería para supervisar el despliegue del armamento. Clavó un dedo en el
icono de pantalla que representaba a la Mistral.
—Quiero una solución de disparo en esa nave. Preparen una descarga
completa de láser cuando la tengamos lo más cerca posible.
—¡Custodio, esperad! —gritó Garro.
—¡Las órdenes eran muy claras, Garro! ¡Esa nave está desafiando
abiertamente una orden legítima! ¡Sus intenciones son desconocidas! ¡Y se
está moviendo en curso directo hacia los planetas del núcleo y Terra!
—Maldito seáis —dijo antes de activar su propio canal de voz y contactar
con la nave refugiada— ¡Mistral! ¡Aquí el capitán Nathaniel Garro!
¡Detengan su avance o serán destruidos! ¡Deben apagar sus motores ahora!
Rubio alzó la cabeza bruscamente y se dirigió a él.
—Garro… En esa nave… Hay algo allí, oscuro y letal… Escondiéndose.
Escondiéndose de mí…
—Objetivo fijado —dijo el custodio—. ¡Carguen las armas!
—¡Mistral! ¡Si pueden oírme, retrocedan!
—¡Abran fuego!
Lo que siguió fue una desproporcionada demostración de fuerza.
Un único disparo habría sido suficiente para atravesar el blindaje de la nave
cisterna y destruir sus reactores. En lugar de eso, la andanada de luz letal
que partió de la Nolandia desintegró por completo a su objetivo. El vuelo
de huida desesperada de la Mistral terminó en una breve nova que tiñó con
un brillo rojo sanguíneo los cascos de las otras naves que permanecían tras
la Filo de daga. Los fragmentos de metal al rojo blanco y las nubes de
plastiacero vaporizado permanecieron como una nube de radiación y fuego
de plasma en medio de la oscuridad.
Los cañones de la Nolandia volvieron a sus posiciones previas, una vez
impartida su terrible lección.
Por un momento, un pesado silencio recorrió el puente de mando. Entonces
Garro comenzó a avanzar hacia el custodio a la vez que agarraba la
empuñadura de Libertas.
—Los habéis matado…
Rubio se interpuso en su camino y lo agarró de la muñeca antes de que
pudiera desenvainar.
—Capitán, no lo hagas…
Khorarinn se giró hacia ellos.
—No, capitán, por favor, hazlo. ¡Por favor, desafíame una vez más para que
pueda enviarte al calabozo y completar mi misión sin más interferencias!
—¡Habéis forzado esa situación, igual que hicisteis con Varren! —gritó
Garro—. ¡No era necesario destruir la nave! ¡Había tiempo suficiente para
que Rubio y yo nos teleportáramos a bordo y tomáramos el control!
—Quizá. Pero yo no puedo confiar en vagas suposiciones, Garro. ¡O hay
obediencia, o hay anarquía! ¡Orden o caos! ¡Di a esos necios una
advertencia clara, y me han ignorado por su cuenta y riesgo! —el guardia
custodio avanzó y apartó a Rubio a un lado hasta que quedó a un palmo de
distancia de Garro—. No hay lugar aquí para la confusión. ¡Y ahora cada
nave de esa flota entenderá, igual que vosotros dos entenderéis, que todos
aquellos que no obedezcan sufrirán el mismo destino!
La Filo de daga era una nave antigua, antigua ya al comienzo de la Gran
Cruzada, veterana de muchas guerras. La nave había sido forzada hasta sus
límites cientos de veces a lo largo de su existencia, y aquel iba a ser su viaje
final, una última carrera heroica a través del vacío al frente de aquellos que
habían permanecido fieles a sus juramentos. Un peregrinaje, si alguien se
atreviera a emplear esa pía palabra en el corazón del imperio secular de
Terra.
Todo aquello en vano, al parecer. La nave nunca alcanzaría Terra. Se
oxidaría y se corroería allí, entre los asteroides de hielo, por siempre a la
vista de su destino pero vetado su avance.
Macer Varren no pensaba en tales términos. Su aguda mente marcial no se
permitía plantearse aquellas tristes imágenes. Vivía en el momento, segundo
a segundo. Y lo devoraba la ira. No había luchado por volver a Terra para
acabar de aquella manera, para ver sus naves destruidas, su libertad
encadenada. Tal era su furia, que a punto estuvo de pasar por alto la figura
que lo esperaba en las sombras del corredor.
—¡Muéstrate si no quieres recibir el disparo de un bólter!
—Hermano Varren…
El bólter del devorador de mundos ascendió en un parpadeo, su cañón firme
a escasos centímetros de la cara de Garro.
—No te atrevas a llamarme así. Debería matarte ahora mismo. ¡No tienes
derecho a aparecer aquí! ¿Cómo has entrado en la nave?
—Las cubiertas de embarque terciarias de la Filo de daga están pobremente
vigiladas. Y me he asegurado de que la Nolandia no haya detectado nuestra
salida.
—¿«Nuestra»?
—Rubio espera abajo, guardando nuestra nave.
—Así que no os envía Khorarinn…
—He ignorado sus órdenes abandonando la nave. Tenía que volver, Varren,
para que pudiéramos hablar claro.
—¿Claro? ¡Ese cabrón de armadura dorada ha aniquilado una nave
desarmada y no lo has detenido! ¿He sido lo bastante claro? ¡Si la Filo de
daga no estuviera tan dañada te juro que la habría lanzado contra el puente
de mando de esa nave para empalar con ella a ese bastardo!
—Créeme, intenté evitarlo. Pero Khorarinn es inflexible. Os considera
traidores a todos los efectos.
—Pero no a los Cicatrices Blancas, ¿verdad? Al resto de nosotros se nos
podría ahorcar, pero no a los hombres de Hakeem. ¿Es eso justo? ¿Es eso
acorde a la Verdad Imperial?
—Los hijos del Khan han demostrado su lealtad en este cisma…
—…y a todos los demás se nos considera corruptos por lo que ha hecho la
mayoría. Tú sabes lo que es eso, estoy seguro —los ojos de Varren se
ensombrecieron, como llegando a un punto de agotamiento—. No estoy
hecho para esto, Garro. Soy un asesino, ¡un carnicero! ¡No soy una matrona
que sepa cómo proteger a todos los débiles que se han reunido a su
alrededor buscando quien los defienda! ¡Sé dirigir a guerreros, no a civiles
asustados! —sus manos se cerraron en sendos puños— Maldito sea Horus
Lupercal. Malditas sean su traición y sus falsas promesas. ¡Si no hubiera
abierto esta brecha entre las legiones no estaríamos aquí! ¡Nadie tendría que
morir en vano!
—Te entiendo, hermano. El Señor de la Guerra ha vuelto guerrero contra
guerrero. Los juramentos grabados a sangre y fuego se han roto. Su traición
ha proyectado una oscura sombra sobre el Imperio, una que amenaza todo
aquello por lo que hemos trabajado, por lo que hemos luchado, por lo que
hemos muerto. Todo ha cambiado, Varren. La confianza no es más que
cenizas. Hombres como el custodio son los que ahora despuntan, hombres
despiadados con demasiado que perder y una visión demasiado estrecha
para ver la complejidad de lo que se presenta ante ellos —dio un paso
adelante, ofreciendo su mano en un gesto de amistad—. Debemos luchar
juntos para acabar con esta espiral de sospecha, descubrir la verdad antes de
que la desconfianza de Khorarinn provoque un baño de sangre aún mayor.
Varren permaneció en silencio unos segundos, antes de volver a hablar con
un tono cansado.
—¿Qué verdad?
 

 
Rubio esperaba junto a la nave ligera clase Arvus, con la mirada en el piloto
de ojos vacíos que permanecía en la cabina. El esclavo-máquina era un
servidor entrenado para navegar en aquel transporte, pero lobotomizado de
manera que era incapaz de ningún otro proceso mental o interacción. Para el
psíquico había sido relativamente simple hacerse con el control de su
programa cerebral y ordenarle que los llevara hasta la fragata. Tras la
destrucción de la nave cisterna, el espacio alrededor de la nave de guerra
estaba lo bastante saturado de energía y escombros como para haberlos
mantenido ocultos a los escáneres. A baja velocidad, había sido posible
realizar el tránsito de una nave a la otra sin ser vistos. Volver ya sería otra
cuestión.
El codiciario no creía que fueran a ser capaces de atravesar silenciosamente
la red de la Nolandia una segunda vez.
Se retiró bajo las sombras que proyectaban las alas de la Arvus, donde la
única luz provenía del arcano resplandor de su capucha psíquica. Aquel
leve fulgor bañaba su cara con fríos susurros de energía, sus habilidades
concentradas en hacerlo a él y al transporte invisibles a las miradas
casuales.
Sus habilidades estaban cerca de volver a su máximo potencial, al poder
que habían alcanzado antes del Edicto de Nikea. Para Rubio era como estar
mirando a una imagen fija de la que sucesivamente se retirasen capas y más
capas de niebla. Con algo de tiempo —poco— sus dones estarían de nuevo
en su cúspide.
—Otra vez…
Rubio no se dio cuenta de que había susurrado. La impresión de algo oculto
y peligroso, el mismo rastro efímero que había sentido a bordo de la
Mistral, había reaparecido súbitamente allí, en aquel mismo instante…
El psíquico dio un paso adelante, pero vaciló. Garro le había ordenado
guardar la Arvus mientras él intentaba localizar a Varren, pero aquella
inactividad lo desesperaba. Sabía que habían arriesgado mucho para llegar
hasta allí, y permanecer sin hacer nada parecía más bien una debilidad.
No podía esperar al regreso de Garro: la impresión que había sentido
comenzaba a disolverse. No podía ignorarla. Apretando la mandíbula,
Rubio dirigió una última mirada a la nave ligera antes de comenzar a andar
con decisión hacia las profundidades de la Filo de daga.
 

 
Garro estudió cuidadosamente la expresión del guerrero. Sabía que con una
palabra equivocada, con el más mínimo gesto de duplicidad, el devorador
de mundos se volvería en su contra. Los hijos de Angron elegían la
violencia como la herramienta principal para todo, y era obvio que los
eventos del día habían hecho que la paciencia de Varren fuera fina como el
papel.
—¿En quién confías, Varren?
—En mis hermanos —contestó inmediatamente el devorador de mundos sin
rastro de duda.
—En los que vinieron contigo, pero no en los que se quedaron junto a
Angron…
—No juegues conmigo. Ya sabes lo que quiero decir. No es fácil ver el
juramento por el que has vivido roto por aquellos a los que llamabas
hermanos.
Garro asintió con gravedad.
—Lo que Horus ha hecho… ha cambado las legiones de maneras que aún
no podemos comprender. Ha roto algo que no podrá recomponerse. De
ahora en adelante, hasta que el último de nosotros perezca, siempre habrá
duda en la mente de cualquier legionario cuando mire a uno de sus
hermanos. Cada uno nos preguntaremos, aunque sólo sea por un momento,
«¿Habrá traicionado mi hermano al Emperador?». Sabemos que somos
capaces. Una astilla de sospecha residirá en nuestros corazones para
siempre—Garro hizo una breve pausa para mirar más atentamente a los ojos
del guerrero—. Dime, Varren, ¿qué sabes de las logias?
La expresión del devorador de mundos se convirtió en una mueca de
desprecio.
—¿Esa idiotez de los davinitas? Un absurdo. Prohibí a mis hombres formar
parte de ellas. Las reuniones secretas en alcobas oscuras son algo para
petimetres de la corte imperial, no para marines espaciales.
Garro asintió de nuevo. Él había rechazado las logias por motivos similares,
y como Varren había pagado el precio de permanecer solo.
—¿Y qué hay de Rakishio? ¿Está de acuerdo contigo?
—¿Me preguntas si confío en él? Como todos los Hijos del Emperador, es
soberbio, pero pon una espada en sus manos y se convierte en un huracán
de cuchillas. Habría muerto una docena de veces sin no fuera por él. Y
encontró la forma de sacarnos a todos de Isstvan, perdiendo a muchos de
sus hombres por ello. Sí, ha sangrado por mí: confío en él.
—En estos tiempos turbulentos es bueno saberlo…
Garro se dio la vuelta mientras echaba mano a la empuñadura de su espada
para encontrarse con el guerrero de púrpura al que ninguno de los dos había
oído acercarse.
—¿Cuánto has oído?
—Lo suficiente. Primero tú y el custodio nos amenazáis y luego masacráis
inocentes. ¿Y ahora regresas para arrojar dudas sobre nuestro honor?
¡Esperaría ese comportamiento de un mortal, pero no de uno de los
nuestros, Garro! —Rakishio golpeó con su puño la dorada aquila palatina
de la coraza de Garro, haciendo resonar la ceramita con el impacto—.
¿Acaso no recuerdas lo que este símbolo que luces significa? ¿Lo olvidaste
cuando perdiste los colores de tu legión?
—¡No lo he olvidado! ¡Y no necesito probar nada frente a ti ni frente a
ningún otro! No tuve nada que ver con la destrucción de la Mistral. Pero
quizá tú puedas explicarnos por qué abandonó la formación.
Aquella pregunta pareció tomar por sorpresa al guerrero.
—¿Me estás acusando de algo? Pregunta a Khorarinn, ¡sus palabras
hicieron cundir el pánico! ¡Y ahora nos grita órdenes como si fuéramos
neófitos!
—¿Qué órdenes? —preguntó Garro.
—Por eso es por lo que he venido aquí —dirigiéndose a Varren, continuó
—. Capitán, el custodio demanda que representantes de todas las legiones
se reúnan en la cubierta de desembarco para recibirlo.
—¿Hasta cuándo va a poner a prueba nuestra paciencia? —Varren se giró
hacia Garro—. ¿Quiere que depongamos nuestras armas?
—Juro que no sé nada de esto —dijo Garro.
—Entonces no nos queda más opción que ir a recibirlo…
 
 
Garro era consciente de las miradas que le dirigían los demás legionarios
reunidos. Algunas eran de sorpresa, otras de frío desprecio, otras de abierto
rechazo. No permitió que su expresión lo traicionara, pero bajo la máscara
de su rostro se sentía incómodo. Aquellos guerreros lo acusaban de la
acción contra la Mistral de la misma forma que al guardia custodio, y le
hacían sentir el aguijón de la culpa.
Por más que lo pensara, Garro no podía aceptar que la brutal ejecución de la
nave estuviera justificada. Él mismo no era alguien que renunciara a tomar
decisiones duras —había tenido que tomar muchas así como legionario y
como comandante—, pero nunca había sido despiadado. Aquel pozo oscuro
y frío de resolución que parecía existir en el corazón de algunos hombres no
existía en él. Y deseo que nunca existiera.
Garro dirigió su mirada a la compuerta de la cubierta, esperando a que sus
inmensos engranajes comenzaran a moverse. Pero pronto se dio cuenta de
que Khorarinn había optado por una entrada diferente, mucho más
impactante. En el centro de la cubierta, una refulgente gota de energía
esmeralda comenzó a condensarse de la nada. De su interior desprendió
látigos de luz, bosquejando una esfera en expansión de su mismo fulgor.
—¡Atrás! —gritó Rakishio—. ¡Despejad el área!
Todos reconocieron los signos de una teleportación. Cualquiera que se
mantuviera en las inmediaciones del aura de desplazamiento se arriesgaba a
ser absorbido, a fundirse con los viajeros en una masa deforme.
Garro se cubrió los ojos cuando un orbe viridián irrumpió en la existencia
en medio de la cubierta con los fantasmas de más de una docena de figuras
en su interior ganando solidez y dimensión.
—¡Atención! —gritó Khorarinn cuando la esfera de teleportación se
difuminó en el aire.
—¿Qué significa todo esto? —le preguntó Varren.
Khorarinn avanzó, dejando atrás al grupo de soldados navales en traje de
combate completo que lo acompañaban, con su espada bólter ya
desenvainada.
—¡Si cualquiera de vosotros toca un arma será considerado enemigo del
Emperador! —sus ojos se encontraron con los de Garro e hizo un gesto de
desprecio—. Por supuesto. Debí imaginar que estarías aquí con ellos. ¿Te
has traído también al brujo mental? Bueno, no importa: me ocuparé de
vosotros más tarde.
—¡Vine aquí a corregir vuestro error, Khorarinn! —gritó a su vez Garro.
—Eres tú quien está en un error. ¡Escuchadme todos! He venido a asumir el
mando directo de la flotilla. Os someteréis a mi autoridad, en nombre del
Emperador.
—No pienso permitirlo —sentenció Varren.
—No vas a poder impedírmelo.
—¿Tú crees? Vuelve a tu nave a por unos cuantos pelotones más de esos
soldaditos, y quizá empiece a tomarte en serio…
El guerrero de rojo y oro hizo con un gesto a un adepto del Mechanicum
que se ocultaba entre los soldados, el cual se acerco lentamente sobre sus
pies de hierro.
—Parece que eres el bárbaro estrecho de miras por el que te había tomado.
¡No se trata de una cuestión de honor, Varren! ¡Se trata de una cuestión de
hechos! ¡Se trata de la verdad! —inmediatamente se dirigió hacia el adepto
—. Muéstraselo.
El adepto del Mechanicum comenzó a manipular un hololito portátil,
proyectando con él una imagen granulada por encima de sus cabezas. Garro
reconoció lo que parecía el puente de una nave civil, con el halo de una
serie de datos a su alrededor.
—Después de que la Mistral fuera interceptada, envié un equipo de
reconocimiento del Mechanicum para que revisara los restos de la nave. Sus
drones recuperaron su archivo central. En él se conservan sus últimos
momentos.
—¿Y por qué nos los mostráis? —preguntó Hakeem al custodio.
—Vedlos, e iluminaos.
Fue como si súbitamente se hubiera extraído toda la atmósfera de la cámara
y ninguno de los presentes pudiera siquiera respirar. En el hololito, claro
como el día, se distinguía la figura de un legionario con una servoarmadura
completa. Empuñaba una pesada pistola bólter, y en aquella grabación se lo
veía recorrer el puente de mando de la Mistral, ejecutando metódicamente a
un tripulante tras otro.
—Eso es… —comenzó a decir Rakishio horrorizado— ¡eso es imposible!
Garro sintió como si la sangre se le helara en las venas y una sensación
terrible y familiar lo abrumó: un horror que lo hacía sentirse enfermo ante la
visión de una carnicería tal llevaba a cabo por las manos de uno de sus
hermanos. Ya había sido testigo de algo así en Isstvan, y luego en Calth,
todo ello bajo órdenes de Horus.
Con toda la tripulación del puente muerta, el guerrero de la grabación se
acercó al timón de la nave y tirando de una palanca imprimió más velocidad
a sus motores.
Entonces, casi como si hubiera estado a punto de olvidarse de algo, el
legionario dirigió su mirada hacia el sensor que estaba registrando las
imágenes. Alzó su arma, e inmediatamente la imagen quedó en negro.
Khorarinn extendió el brazo con el que aferraba su espada, apuntando con
ella, su cara vibrante de ira.
—Para que conste oficialmente: el asesino lucía el púrpura y el oro de la III
Legión, y por tanto declaro a Rakishio y sus guerreros… ¡traidores!
 

 
Rubio dejó la mente en blanco, caminando por las cubiertas medias de la
fragata, con un grado de sigilo que nadie habría creído posible en un
legionario cubierto con una servoarmadura. Sabía cómo hacerse invisible
cuando era necesario, y conocía bien aquel tipo de naves; había pasado
muchos años a bordo de ellas en las flotas expedicionarias de los
Ultramarines durante la Gran Cruzada.
En el nivel ocho estaban las barracas de las Legiones, normalmente
ocupadas por docenas de escuadras de guerreros, allí prácticamente vacías.
Los devoradores de mundos, los hijos del Emperador y los cicatrices
blancas compartían aquellos compartimentos, pero Rubio sólo se encontró
con servidores sin mente ocupados en sus tareas programadas.
Al psíquico le preocupaba que su intuición lo hubiera llevado hasta allí.
Cuanto más avanzaba, más clara era aquella sensación que había percibido
anteriormente, y más intensa era su preocupación. Deseaba con todas sus
fuerzas estar equivocado, por mucho que supiera que no era así. Se permitió
un breve instante de pesar, y luego continuó avanzando firmemente,
ahogando sus sentimientos.
Siguiendo la sombra mental a través de los camarotes, llegó a la taquilla de
una de las salas de armas. Tuvo cuidado de no desordenar los trapos de
limpieza, las latas de polvo para pulir y el resto de utensilios para el
mantenimiento de los equipos de combate. Lo que estaba a punto de hacer
era una violación de los efectos personales de un hermano de batalla, un
insulto grave que ningún legionario dejaría pasar por alto. Pero Rubio no
tenía opción: había llegado hasta allí, así que extendió la mano hacia el
cierre de la taquilla.
 

 
 
Los soldados que habían acompañado a Khorarinn se habían llevado sus
armas al hombro, pero vacilaban: algunos apuntaban a Rakishio y a sus
hombres, pero la mayoría dirigían los cañones a un lado y a otro, intentando
cubrir todos los grupos de legionarios allí reunidos. En otro tiempo y lugar,
un acto así habría tenido una respuesta violenta e inmediata, pero en aquel
momento la atención de aquellos guerreros estaba muy alejada del custodio
y su escolta.
—Rakishio, explícanos lo que hemos visto —dijo Varren—. ¡Ahora!
—No… no sé decirte. ¡No lo sé! Todos mis guerreros están aquí, ¡no sé
quién era ese!
—Algún tipo de ilusión —aventuró Hakeem—. ¿Un impostor, quizás?
—No —respondió firmemente Khorarinn—. Los adeptos me aseguran que
las imágenes son genuinas. Se necesitaría una habilidad increíble para
falsificar ese tipo de registro. Las considero auténticas.
—¿Cuán al detalle las habéis revisado, Khorarinn? ¿Cuánto deseabais que
no fueran refutables? —preguntó Garro a la vez que avanzaba hacia el
custodio.
—Cuando volvamos a Terra —contestó éste—, pediré a Malcador que te
despoje de esa armadura y te entierre bajo los cráteres de Luna. ¡No pienses
que tienes derecho a cuestionar mis intenciones, Garro!
—Si lo que hemos visto es cierto… —dijo Varren—. Contéstame, Rakishio,
¿aún sirves a Fulgrim? ¿Te has apartado del Emperador?
—¡No, hermano! ¡No! ¡He luchado a tu lado para llegar hasta aquí! ¡Lo
sabes! ¡Fulgrim nos traicionó a todos!
—Los Hijos del Emperador se han aliado con el Señor de la Guerra… —
dijo Hakeem como si pensara en voz alta.
—Os entregaréis ahora mismo o moriréis. ¡Hago una llamada a todos
aquellos leales a Terra para que apunten y abran fuego sobre estos traidores
si no se someten!
El ruido de una docena de bólteres alzándose respondió a aquellas palabras.
—¿Hakeem? —dijo Rakishio, incrédulo.
El gesto con la cabeza del cicatriz blanca había sido muy sutil, pero
suficiente para que sus hombres hubieran comprendido la orden. Apuntaban
con sus bólteres a los hijos del Emperador, listos para ejecutarlos con un
disparo en la cabeza. A su vez, los legionarios de Rakishio tenían sus armas
listas para devolver el fuego.
—Lo siento, Rakishio —dijo Hakeem—, pero tenemos que hacerlo. No os
resistáis.
—No. ¡No! ¡No trajimos los horrores de Isstvan con nosotros! El legado de
aquel acto no debe alcanzarnos aquí. Bajad las armas. ¡He dicho que bajéis
las armas! —con aquel último grito de furia Varren desenvainó su espada de
energía y la cruzó delante de su pecho, retando a cualquiera que quisiera
oponerse a su orden—. ¡No hemos atravesado la locura de las tormentas de
disformidad para esto!
—Varren, detente —dijo Garro—. ¡No se debe derramar más sangre!
Khorarinn dio un paso adelante, adoptando una guardia con su espada
bólter. Clavó su mirada en el devorador de mundos.
—Si quieres morir, capitán, me encargaré de ello. No permitiré que nadie se
interponga en mi camino, ni tú ni tus hombres.
—¿Y esperas que te deje ejecutar a Rakishio como a esos pobres
desgraciados de la Mistral?
—Los hijos del Emperador son culpables. Has visto la grabación. Si los
defiendes, eres cómplice.
Garro se interpuso entre ambos guerreros con las manos alzadas.
—Sea lo que sea que sospechéis que es la verdad, Khorarinn, Rakishio
sigue siendo un legionario, y responde ante una autoridad superior a la
vuestra.
—A menos que se entregue pacíficamente, ese punto es irrelevante.
Un latido más y estallaría el conflicto, hermano luchando contra hermano,
legión contra legión… Garro se giró para mirar a Varren, implorándole que
se alejara de aquel abismo.
—Varren… A ti te escuchará.
Por un momento, Garro temió que el devorador de mundos escupiera un
grito de batalla y se arrojara sobre el custodio. Pero entonces el fuego que
ardía en sus ojos pareció remitir, y con una mirada lúgubre, devolvió su
espada a su vaina.
—Rakishio, bajad las armas. Te prometo, hermano, que todo se aclarará y
que tu honor será restaurado.
Por unos segundos todo quedó en suspenso. Después, con la voz cansada,
Rakishio cedió.
—Muy bien. Nos has traído hasta aquí, Varren. Confío en ti.
Hoscamente, los guerreros de la III Legión entregaron sus armas, el grave
simbolismo de aquel acto expresado sin palabras.
—¿Satisfecho, custodio? —preguntó Varren con la voz hueca.
—Hakeem —dijo Khorarinn ignorando al devorador de mundos—, tus
hombres y tú me acompañaréis a las cubiertas inferiores. Escoltaréis a los
prisioneros al calabozo de la Filo de daga para su custodia e interrogatorio.
—Muy bien —contestó el cicatriz blanca.
Garro y Varren vieron cómo los guerreros de los Hijos del Emperador
recorrían la cubierta de embarque bajo las armas de sus hermanos de los
Cicatrices Blancas que los seguían, sus caras como máscaras solemnes.
—¿Así es como va a ser nuestro mundo a partir de ahora?
Antes de que Garro pudiera contestar a Varren, otra voz habló.
—Garro —dijo la voz de Rubio a través del canal de voz—, ¿me recibes?
He encontrado algo que debes ver…
 

 
Rubio surgió de entre las sombras lanzando miradas precavidas a un lado y
a otro del corredor vacío.
—¿No os han seguido?
—Nadie nos ha visto —contestó Garro.
—¿«Nos»?
Varren surgió de las sombras del corredor.
—Si tienes algo que decir, psíquico, me lo tendrás que decir a mí también.
Garro miró a Rubio y asintió.
—La situación ha cambiado, Rubio. Le debemos que sepa la verdad.
Con palabras rápidas y duras, Garro le relató lo que había ocurrido en la
cubierta de desembarco. Rubio escuchó primero con preocupación, y
después el color fue abandonando sus rasgos, a medida que el horror lo
atenazaba.
—¿Y tú, hermano, qué has hallado?
—¿Sabéis lo que es esto?
En la mano sostenía un disco de metal, un poco más grande que una
moneda de cinco aquilas, de plata repujada con un intrincado diseño en
ambas caras. Al girarlo bajo aquella tenue luz los grabados parecían
representar el emblema de una luna creciente.
Garro cogió el disco. Por su expresión y la de Varren, era obvio que ambos
capitanes sabían lo que aquel objeto representaba.
—Una medalla de las logias —dijo el devorador de mundos—. Sólo un
iniciado en sus secretos tendría una de esas. Quienquiera que sea su dueño,
es leal a Horus, de eso estoy seguro.
—Lo encontré en las barracas, escondido en una de las taquillas de la
armería. Lo… sentí, como el rumor de un grito lejano arrastrado por un
viento sangriento.
Hay un trazo psíquico en ese objeto. La última vez que percibí una mancha
de disformidad así fue en Calth, cuando los Portadores de la Palabra nos
atacaron junto a sus bestias infernales y sus cultitas esclavos. Creo que de
alguna manera está vinculado psíquicamente a su dueño.
—Esta cosa está helada… —dijo Garro—. Sí, es la marca de la traición.
La medalla parpadeaba mientras Garro la examinaba, como si las líneas de
su superficie se reorganizaran como hilos de mercurio. A Rubio le pareció
ver un círculo, una línea quebrada, una estrella de ocho puntas, cada forma
mutando y convirtiéndose en las otras, una ilusión inconstante.
—No hay duda —dijo Varren, desalentado—. Esto prueba la acusación de
traición contra Rakishio y sus hombres. ¡Y yo creí en él!
—Por el Trono, Khorarinn estaba en lo cierto…
Rubio alzó las manos, negando con la cabeza.
—No, no. Lo habéis malinterpretado. La medalla de la logia no pertenece a
Rakishio ni a ninguno de los hijos del Emperador. La encontré entre los
efectos personales de Hakeem.
Garro clavó los ojos en el disco en medio de un silencio desconcertado. Por
un instante, a Rubio le pareció que el grabado que parpadeó en su superficie
imitaba al rayo del emblema de la V Legión.
—¿Cómo es posible? —preguntó Garro— ¡Los hijos del Khan son leales a
Terra!
—¿Todos ellos? —replicó Rubio—. ¿De la misma forma que todos los
hijos de Mortarion y Angron son ciegamente leales al Señor de la Guerra?
—Si Rakishio es inocente… —comenzó a decir Varren.
—…entonces Hakeem no puede permitir que siga vivo —terminó Garro a
la vez que arrojaba el medallón al suelo y conectaba el canal de voz—.
¡Garro a Khorarinn!
 

 
—Éste no es el camino al calabozo… —dijo Khorarinn.
—Algunos corredores están sellados. La Filo de daga fue seriamente
dañada en su huída de Isstvan. Pero este camino os llevará a vuestro destino
—contestó Hakeem.
Khorarinn dudó, dirigiendo una mirada a los soldados de la Nolandia que lo
seguían. El amplio compartimento inferior al que habían llegado era uno de
los almacenes de la cubierta de suministros ya vacío, sus contenidos
consumidos tiempo atrás por los refugiados. No había lugar alguno donde
cubrirse, y no había ninguna vía rápida de escape. La mente militar del
custodio lo reconoció instantáneamente como lo que era: el lugar perfecto
para una emboscada. Aquel pensamiento se instaló en su mente, e
instintivamente apoyó la mano en la empuñadura de su espada bólter, en el
mismo instante en el que una voz crepitó en el canal de voz.
—¡Garro a Khorarinn! ¡Escuchad! ¡Estáis en grave peligro!
—¿Qué ha dicho? —preguntó Rakishio.
—¿Garro…?
Hakeem no dio tempo al custodio a formular su pregunta.
—¡Matadlos a todos!
Las armas resonaron como truenos, y sobre la superficie oxidada del
almacén de carga los destellos del fuego de bólter brillaron como
relámpagos.
Los soldados navales cayeron como espigas segadas bajo las hojas
refulgentes que les arrancaron arcos de sangre derramada. Fueron
masacrados en segundos, sus asesinatos una mera obertura en aquel acto de
traición.
El veterano sargento de Rakishio y su portaestandarte fueron los siguientes
en morir, ambos con sus cráneos convertidos en una neblina rojiza por el
impacto de los proyectiles de bólter. El capitán reaccionó rápidamente,
arrojándose sobre el guerrero más cercano en un intento por hacerse con su
arma y contraatacar, pero Hakeem lo tenía en el punto de mira y descargó
sobre él una ráfaga de tres proyectiles que lo alcanzaron en el muslo y el
pecho y lo derribaron sobre la cubierta de hierro. La sangre y los líquidos de
la servoarmadura se derramaban entre las grietas de la ceramita. Rakishio
luchó contra su pierna inerte por ponerse en pie mientras se arrastraba por la
cubierta. En un segundo Hakeem estaba sobre él, con el cuchillo de
combate en la mano. El cicatriz blanca seccionó la garganta del otro
guerrero como se degüella a un animal.
A su alrededor, los guerreros de los Hijos del Emperador murieron uno tras
otro bajo el fuego de bólter, las hojas de las espadas y la sombra de la
traición.
Pero Khorarinn no era tan fácil de matar. Los cicatrices blancas habían
dirigido su ataque inicial hacia sus hermanos legionarios, antes de volver su
atención hacia el guardia custodio. Aquel había sido un error táctico que
había permitido a Khorarinn matar a uno de los jinetes de Hakeem, al que
había atravesado de parte a parte con su espada bólter.
El custodio se movía velozmente, pero era imposible que esquivara todos y
cada uno de los disparos; su pesada servoarmadura absorbió algunos de los
impactos mientras intentaba acabar con los traidores uno a uno. Pero las
probabilidades estaban en su contra. Khorarinn acabó con la vida de otro de
sus oponentes partiéndose el cuello, pero lo estaban acorralando, cerrándose
como un nudo corredizo a su alrededor. El custodio había acabado en su
vida con suficientes presas como para reconocer el patrón que formaban
aquellos cazadores que lo rodeaban. Supo que su vida se medía ya en
segundos.
Bajo la siguiente andanada, Khorarinn dejó escapar un aullido de furia y
dolor.
Aquellos guerreros eran precisos y mortales con sus armas, como los
pacientes jinetes guerreros de las estepas del mundo en el que habían
nacido. Cuando la dorada figura cayó al suelo, todas las armas lo apuntaron,
a la espera de la orden de ejecución final.
—Esto… esto es traición, Hakeem —jadeó el guardia custodio—. Has
renunciado a tu dignidad… ¡Has cubierto de vergüenza a tu legión!
—No, custodio: la he salvado. Horus Lupercal ganará esta guerra, está
escrito. Y todos los que se enfrenten a él no serán más que cenizas y huesos.
Tú no serás el último.
El último grito de Khorarinn se confundió con la brutal descarga que
finalmente lo abatió.
 

 
—¿Khorarinn? ¿Custodio, me oís?
Tras un momento en el que sólo se escuchó ruido blanco, Garro silenció el
canal de voz y dirigió una sombría mirada a Rubio y Varren.
—La comunicación se ha cortado.
—El custodio está muerto —afirmó Rubio.
—¿Cómo puedes estar seguro? —le preguntó Varren.
—Estoy seguro.
El devorador de mundos sacudió la cabeza, intentando asimilar el giro de
los acontecimientos.
—¿Cómo he podido estar tan ciego? Hakeem y los otros, eran cicatrices
blancas como otros que he conocido, aunque… había algo distinto en ellos.
Pero no le di importancia, pensé simplemente que sería alguna
particularidad de su tribu de Chogoris, que tendrían alguna tradición propia,
¡pero era la logia! ¡Lograron ocultármelo!
—Rakishio y sus hombres nunca estuvieron del lado de Horus —dijo Garro
—. Todo lo ocurrido con la Mistral… era una forma de aislarlos y otorgar a
Hakeem y sus hombres más libertad de movimientos.
—Ha estado a las órdenes del Señor de la Guerra desde el principio, es la
única explicación. Pero podemos contraatacar. Aún tengo guerreros a bordo
de esta nave.
—¿Más que Hakeem? —preguntó Rubio.
—No. Pero si puedo alertarlos…
—¿Cómo? Han bloqueado los canales de voz, estamos silenciados.
—¡Entonces tenemos que movernos ya! —gritó Varren.
—Un momento… escuchad.
El sistema de megafonía de la Filo de daga dejó escapar una serie de
chasquidos al activarse por toda la nave. La voz que escucharon fue emitida
no solo en su interior, sino también a la Nolandia y al resto de naves
refugiadas.
—Os habla Hakeem, de la V Legión. Tengo tristes noticias. Hace unos
momentos el traidor Rakishio, descubierto como espía del Señor de la
Guerra, escapó de su prisión junto a sus seguidores y asaltó a mis
hombres…
—Ya ha empezado… —susurró Garro.
—… Con profundo pesar, he de comunicar la muerte del estimado guardia
custodio, quien ha caído en glorioso combate contra Rakishio y sus
traidores. Pero os aseguro que mis guerreros y yo hemos vengado el
asesinato de Khorarinn: los hijos del Emperador han sido ejecutados uno a
uno. No obstante, el peligro aún no ha pasado. Antes de morir, Rakishio
confesó que otros espías se esconden entre vosotros. Tales colaboradores
deben ser localizados y eliminados. Por tanto, declaro la ley marcial en toda
la flotilla. Los cicatrices blancas cazaremos a tales traidores. ¡No habrá
piedad!
—La única verdad de esas palabras es que Khorarinn y Rakishio están
muertos… —dijo Rubio con una expresión amarga.
—Debemos contactar con la Nolandia. Esta situación se escapará de todo
control a menos que actuemos con celeridad —Garro puso una mano sobre
el hombro de Varren—. Sé que la sangre te pide luchar, hermano. Conozco
tu alma en este momento mejor que ningún otro hombre, créeme. Pero hay
más vidas en juego que las nuestras. Necesito tenerte a mi lado.
—Los traidores pagarán por lo que han hecho —contestó Varren entre
dientes.
—Eso está fuera de toda duda.
La dura expresión del devorador de mundos no se alteró ni un ápice, pero al
final asintió secamente con la cabeza.
—Te seguiré, hermano.
—Por aquí, entonces —dijo Garro poniéndose en movimiento—. Nos
estarán buscando. Somos lo único que se interpone ante Hakeem y una
traición aún mayor.
 
 
Fuera, en la oscuridad, las palabras de Hakeem resonaban en cada nave, su
voz el único sonido audible por los canales de comunicaciones.
…declaro la ley marcial en toda la flotilla.
Las tripulaciones de las naves refugiadas habían sido empujadas al borde
del pánico con la destrucción de la Mistral y la amenaza de la Nolandia. En
cada nave se desplegó una versión del mismo drama que acontecía en la
Filo de daga.
En el crucero Sylvinus, los refugiados se habían amotinado y toda la
tripulación militar había muerto; tras ello, los civiles luchaban entre ellos en
contra de toda razón, presas de la inercia del caos. A bordo de la Tessen,
una barcaza colonial, el motín había sido sofocado, pero la nave había
perdido los sistemas de soporte vital y todos los hombres a bordo se estaban
asfixiando.
En otras naves, hombres desesperados y aterrados miraban más allá de la
red de drones armados y de la nave de guerra, preguntándose si merecía la
pena correr el riesgo que había corrido la Mistral.
Los cicatrices blancas cazaremos a tales traidores. ¡No habrá piedad!
La anarquía, alimentada con terror, venció, y la flotilla comenzó a
dispersarse. La línea de formación que el miedo había mantenido acabó por
romperse, y los motores ardieron cuando al menos una docena de naves
intentaron escapar a la vez.
El Sylvinus aceleró demasiado rápido, impactando contra la Tessen antes de
que ninguna de las dos pudiera corregir su rumbo. La afilada proa del
crucero se clavó en el flanco de la barcaza como una lanza que hubiera
atravesado el costado de una bestia. Juntos sangraron plasma y atmósfera al
vacío, enormes penachos de gases congelándose inmediatamente como
nubes de carámbanos de oxígeno. Ocho mil almas se inmolaron en el fuego
de fusión. Su terror las había matado con la misma eficacia que un bólter.
Y la oleada de pánico no hacía más que crecer.
Los artilleros de la Nolandia prepararon sus armas y apuntaron, la última
orden que les diera Khorarinn aún resonando en sus oídos.
 
 
—¡Aquí! —dijo Rubio entrando en la sala.
El centro de comunicaciones de la Filo de daga debería ser un hervidero de
actividad, con docenas de servidores y tecnoadeptos operando los canales
externos e internos de transmisión y recepción de la fragata; pero aquel
compartimento no era más que un matadero sembrado de cadáveres. La
sangre formaba charcos sobre la cubierta y goteaba de las consolas de
bronce labrado donde había sido derramado desde gargantas degolladas.
—Los hombres de Hakeem han sido expeditivos. Y meticulosos —señaló
lúgubremente Varren.
—Esa es la forma en que han sido adiestrados —contestó Garro—. Los
Cicatrices Blancas no toman prisioneros.
—Hakeem y los suyos no se merecen ese nombre —dijo Rubio—. El Khan
nunca aprobaría lo que han hecho.
—El señor de su legión no está aquí —respondió Varren.
Garro caminó entre los cuerpos, buscando en vano algún superviviente;
pero la apreciación de Varren había sido acertada. Se acercó a la consola
principal, con su multitud de controles y pantallas. El sistema era mucho
más complejo que el módulo de voz de su servoarmadura, y sin un adepto
del Mechanicum para hacerlo funcionar no tenía posibilidad de emplearlo.
Pero aun así, Garro sabía lo suficiente para imaginarse lo que había
ocurrido.
—Todos los canales de comunicaciones han sido bloqueados. Canales de
voz entre escuadras, megafonía interna, mensajes nave a nave… Hakeem se
ha asegurado de que sólo se puedan escuchar sus palabras.
—¿Y qué hay de los astrópatas? —preguntó Varren.
—No creo que los hayan dejado con vida —intervino Rubio.
—Hakeem podrá comunicar cualquier cosa que se le ocurra y nade podrá
rebatirlo —dijo Garro.
—Harouk… —dijo Rubio— el tecnomarine a las órdenes de Hakeem.
Seguramente él ha sido el ejecutor de esto.
—Y de más, sin duda —dijo Varren, comprendiendo—. La grabación de la
Mistral.
—Sí, es lo más seguro. Quizá Hakeem sacrificó a uno de sus hombres para
apoderarse de la nave y ordenó a Harouk alterar los colores de la imagen.
Garro consideró por un momento las oscuras implicaciones de su propia
suposición. Aislar al contingente de hijos del Emperador de Rakishio sólo
habría sido el primer paso de su plan. Si no se le detenía, podría orquestar
una serie de eventos que provocaran un caos al que al final sólo
sobrevivieran él y sus hermanos. Se imaginó a los traidores cicatrices
blancas regresando al mundo-trono sin nadie que pudiera hablar en su
contra. Serían libres de contar cualquier fábula que quisieran y ser héroes.
Y una vez en Terra, estarían en una posición perfecta para cumplir las
órdenes secretas del Señor de la Guerra.
—Estamos dando vueltas sin sentido —dijo Garro—. Hakeem es
inteligente, seguro que habrá previsto que vendríamos aquí…
Como si lo hubiera invocado, un canal de voz se abrió.
—Garro… Ésta es la mayor debilidad de la XIV Legión: es tan predecible
como el ciclo de las estaciones.
—¡A las armas! —gritó Rubio.
Garro se giro al escucharlo en el mismo momento en que un grupo de
guerreros en servoarmadura blanca ribeteada de rojo entraron en la cámara,
sus caras ocultas tras los cascos. Se quedó inmóvil, al igual que Varren y
Rubio. Los cicatrices blancas los apuntaban con sus armas.
—¿No tienes valor para enfrentarte con nosotros cara a cara, cerdo traidor?
—gritó Varren.
—Tengo tareas más importantes. Además, no importa quién te mate,
devorador de mundos, con tal de que acabes muerto junto con los lacayos
del Sigilita. Ya he ejecutado a los hombres que trajiste contigo. Me alegra
que hayas vivido lo suficiente para que seas consciente de que los trajiste a
su muerte.
—¡No! —rugió Varren—. ¡Mientes!
—Eso es lo que querrías… ¡Matadlos, y acabemos con esto!
No hay mayor error que empujar a un devorador de mundos al abismo de su
ira. Estos no son guerreros que experimenten emociones como otros
legionarios. Para ellos, la agonía y la furia son una compañía constante, el
aire en sus pulmones y la sangre que recorre sus venas. Desatado, un hijo de
Angron es la rabia hecha carne, todo carnicería y brutalidad, todo odio y
venganza.
Un rugido inarticulado resonó por toda la sala.
La provocación de Hakeem había convertido a Varren en un berserker, y
cargando a través de la sala de comunicaciones se arrojó sobre la escuadra
de cicatrices blancas. Embistió solo, inconsciente de que Garro y Rubio lo
seguían para apoyarlo, aunque estos permanecían a cierta distancia para no
verse arrastrados por el salvaje frenesí del devorador de mundos.
Garro había oído historias sobre la XII Legión, sobre sus implantes
cerebrales bloqueadores del dolor y de su sangriento modo de lucha, pero
nunca lo había presenciado tan de cerca. Se sintió turbado al ver tal poder
de combate en manos de aquellos que conspiraban por la muerte del
Imperio.
Varren mató al último legionario con un tajo de su espada y se detuvo en
medio de los restos. Su blanca armadura estaba cubierta de las salpicaduras
de sangre.
—No es suficiente… Mis hermanos están muertos… y no es suficiente…
El devorador de mundos respiraba pesadamente entre dientes, murmurando
aquellas palabras e intentando recuperar su cordura.
 

 
La flotilla se había fragmentado definitivamente. Las estelas de propulsión
se iluminaban como antorchas en la oscuridad espacial, y una docena de
naves apostaron por una huída hacia la libertad.
Algunas de ellas pidieron clemencia por canales de voz muertos, esperando
que sus súplicas detuvieran la mano de los artilleros de la Nolandia. Otras
recurrieron a sus propias e inefectivas baterías de armas, como si los
cañones láser diseñados para repeler piratas locales y asteroides pudieran
siquiera arañar el blindaje de una nave de guerra imperial.
Todas esperaban huir de la locura, pero lo único que habían hecho había
sido firmar sus propias sentencias de muerte. Desobedecer la última orden
del custodio era un suicidio: la única salida que Hakeem les había dejado.
Una tormenta de luz coherente y rayos de partículas partió de las torretas de
la Nolandia, seguida unos microsegundos después por el fuego de las
plataformas autónomas y los drones.
Las barreras de energía diseñadas para repeler basura espacial
desaparecieron instantáneamente, débiles escudos de vacío colapsándose en
parpadeos de falso color radiactivo. El torrente de brillantez ardiente fundió
grietas en los casos y se adentró en los delicados interiores de las naves
civiles. El hierro se evaporó, el plastiacero se desintegró, y aquellos que no
perecieron en la inmediata ola de calor desatada murieron al ser arrojados al
vacío despiadado. Estallando como frutas maduras, los cargueros y
remolcadores, las naves cisterna y las de transporte, se convirtieron en
globos de luz parpadeante, cenizas metálicas y pecios rutilantes.
 

 
En su recorrido hasta la sección de popa, Garro y sus compañeros se habían
encontrado con más de los guerreros de Hakeem. Y con ellos, nuevos
refuerzos.
—¡Soldados navales! ¡Han vuelto a la tripulación en nuestra contra! —
Rubio invocó un fuego blanco que crepitó entre sus dedos, sintiéndose
culpable por masacrar a aquellos soldados engañados que quizá creían estar
cumpliendo con su deber—. ¡Necios! ¿Por qué luchan en nuestra contra?
—Porque temen más a Hakeem que a nosotros —respondió Garro.
El antiguo guardia de la muerte miró atrás por encima de su hombro. Varren
lo seguía, con una expresión siniestra y unos ojos insondables. Una docena
de heridas sobre su cuerpo sangraban, pero el devorador de mundos no
parecía percatarse de ellas, como si estuviera entumecido.
Garro apuntó con Libertas hacia uno de los corredores.
—Por ahí. Podemos llegar a las cubiertas de embarque y tomar una
Stormbird. Si logramos escapar y regresar a la Nolandia…
—Ese es el plan de un cobarde —gruño Varren.
—Es el plan de un superviviente, capitán Varren. Comparto tu dolor, sé que
quieres venganza… Pero debemos asegurarnos de que se sepa la verdad de
lo que ha ocurrido aquí.
—Entonces escapa tú. Coge al psíquico y huye. Yo pienso recorrer los
pasillos y las salas de esta nave hasta que encuentre y mate al último de
esos bastardos.
—No sobrevivirás lo suficiente tú solo —dijo Rubio—. Nos superan tres a
uno. Y si Hakeem ha conseguido que la tripulación de la Filo de daga lo
siga convenciéndola de que nosotros somos los traidores…
—¡No me importan las probabilidades! ¡Soy un devorador de mundos! ¡El
hijo de un gladiador! ¡Resistiré y lucharé y me vengaré!
—¿Y morirás?
—¡Sin vacilar! ¡Y tú también, Garro! Hakeem sabe lo que vas a hacer. En
estos momentos ya habrá apostado a sus guerreros en la cubierta de
embarque. ¡No alcanzarás a dar un paso en dirección a una Stormbird sin
que un cañón láser te parta en dos!
—Creo que tengo una alternativa —dijo Rubio pensativo, mientras la
matriz de cristal de su capucha psíquica refulgía con una luz etérea—. Hay
otra opción para salir de esta nave. Si la aprovechamos podremos llegar a la
Nolandia y detener esta locura. Hakeem pagará por sus crímenes.
—Lo hará bajo el filo de mi espada.
—¿Y eso será suficiente, Varren?¿Tu vida a cambio de la suya? Yo puedo
darte la oportunidad de llevar tu venganza más allá. Hasta Horus. Hasta
Angron. Pero para eso debes sobrevivir.
Las palabras de Garro parecieron calar en el devorador de mundos: detrás
de aquellos ojos hundidos, algo pareció cambiar. Tras un silencio, Varren
asintió lentamente con la cabeza.
—Te escucho, psíquico.
—Muy bien. Os lo explicaré por el camino. Por aquí.
Rubio comenzó a moverse y los otros dos lo siguieron.
—Este corredor nos lleva al interior de la nave —dijo Garro—. ¿Qué es lo
que buscas?
—Para que podamos vivir más allá de este día debo encontrar el espectro de
uno de los muertos recientes… No tenemos mucho tiempo. Los fantasmas
se extinguen. Seguidme.
 

 
Si la visión de la masacre en la sala de comunicaciones no había sido
suficiente, lo que los esperaba en el compartimento de carga acabó de
enfermar a Garro. El frío aire parecía adensarse con el hedor cúprico de la
sangre y el de la quemadura de la cordita. La cámara estaba tapizada con los
cuerpos de los caídos, con los cadáveres de los guerreros de la III Legión
descartados allí donde habían caído. Los hijos del Emperador habían
sufrido muertes deshonrosas, ejecuciones en lugar de derrotas en combate.
La imagen que mejor lo describía era que aquello había sido un sacrifico en
un matadero.
—La galaxia se ha vuelto loca —dijo Varren.
Rubio se arrodilló junto a uno de los cadáveres, contemplando el hueco que
había abierto en su pecho un proyectil de bólter.
—Disparado por la espalda a quemarropa. Éste murió sin saber siquiera
quién lo mató.
Garro había tenido que luchar consigo mismo para aceptar mucho de lo que
había visto desde el comienzo de la rebelión del Señor de la Guerra, pero
nada le resultaba tan duro como aquello, el horror fundamental sobre el que
se basaba aquella insurrección: el hermano asesinando a su hermano,
despreciando juramentos de camaradería y honor, matando sin vacilación y
sin remordimiento.
Simplemente no era capaz de comprender cómo podía haber ocurrido
aquello. Y eso lo hacía sentirse vacío, y provocaba la pregunta que resonaba
en su interior y para la que no tenía respuesta.
—¿Por qué…?
Rubio se movió de un cuerpo a otro, registrando los nombres de los
muertos. Llegó hasta el cadáver de su comandante y se detuvo.
—Rakishio… Le han cortado la garganta.
El devorador de mundos apuntó hacia las sombras, a los cuerpos apilados
sobre lo que casi parecía un pequeño lago de sangre derramada.
—Veo algo de oro por allí. Parece que Khorarinn se llevó consigo a algunos
de los traidores.
—¿Qué clase de guerra sin honor es ésta en la que se dan estas matanzas?
—preguntó Garro—. ¿Es así como Horus pretende luchar por el trono?
¡Este no es nuestro camino! ¡No hay justificación alguna para esto!
—No…
La respuesta de Rubio murió en sus labios cuando se detuvo en seco antes
de llegar alcanzar el cadáver del custodio. Giró bruscamente la cabeza y
clavó la mirada en la profundidad de las sombras.
—¡No estamos solos!
De entre la negrura del fondo del compartimento surgieron las figuras con
servoarmaduras blancas ribeteadas de rojo fuego. Los guerreros de Hakeem
restantes a bordo de la Filo de daga se había reunido allí para la
confrontación final.
—¿Ocurre algo, brujo mental? ¿No nos habías sentido esperaros? ¿Acaso
tus poderes preternaturales han sido ofuscados?
Hakeem hizo una señal a uno de sus guerreros, uno que jugueteaba con un
medallón plateado entre sus dedos blindados.
Con un gruñido Varren dio un paso al frente y desenvainó su espada, pero
delante de él avanzó Garro que ya llevaba Libertas en la mano.
—Has hecho esto, Hakeem, a tus propios hermanos. ¿Cómo puedes
justificarlo? ¿Cómo puedes vivir con esa carga en tu conciencia?
—Muy fácil. ¿A cuántos legionarios has matado tú, Garro? ¿A guerreros
junto a los que habías luchado en años anteriores?
—Demasiados. Pero nunca deseé matarlos. Una parte de mi espíritu se ha
perdido por cada uno con el que he luchado.
—Qué sentimental —respondió Hakeem riendo—, no esperaba eso de un
guardia de la muerte.
—¡Y yo no esperaba de un cicatriz blanca esta atrocidad! —gritó Garro
haciendo un gesto para abarcar la carnicería que los rodeaba—. ¿Por qué,
Hakeem? ¡Dime por qué!
El legionario hizo un breve gesto con la cabeza y sus hombres se
desplegaron en una línea de combate, bloqueando toda ruta de escape,
rodeando a los tres gurreros. Su mirada cambió, se endureció como la de un
fanático.
—Ya sabes la respuesta a esa pregunta, Garro. Estuviste en Isstvan III. Viste
la determinación absoluta que demostró el Señor de la Guerra, su visión.
—¿Es así como lo llamas? —le espetó Varren.
—Horus Lupercal es el primero entre los iguales. Es el Señor de la Guerra.
Y si su voluntad es tomar la galaxia, la tomará. Su victoria es inevitable.
En incontestable. El vejo orden es cosa del pasado. El tiempo del
Emperador se ha acabado.
—¿Cómo puedes creer eso? —preguntó Garro.
—¡Lo creo, porque conozco a Horus! Servimos junto a la XVI Legión, y
aprendimos que había mucho que admirar en ella. Compartimos almas
similares, el mismo espíritu de resistencia frente a quienes nos acorralan…
como vuestro amo el Siglita y el Consejo de Terra. ¿Administradores y
contables dictando el destino de reyes guerreros? —Hakeem escupió con
rabia—. No permitiremos eso. Las Legiones Astartes son dueñas de su
propio destino. ¡Horus nos llevará a la victoria!
—¿Entonces los Cicatrices Blancas han dado la espalda al Emperador? —
preguntó Rubio—. ¿Jaghatai Khan reniega de su padre?
—No… Por desgracia, mi primarca aún está cegado por las mentiras del
Emperador… Muchos de nuestros hermanos todavía no han visto la verdad
que he visto yo. Pero al final lo harán. Y si no…
—El Khan nunca abrazará la causa de Horus. Te han engañado para que
creas que puede ser así. Renuncia a esta locura antes de que acabe contigo,
Hakeem. Las logias te han mancillado, pero todavía puedes expiar tus actos.
—¿Qué me arrepienta, dices? ¿Cómo si fuera una especie de hereje
religioso? —Hakeem estalló en carcajadas—. ¡No pienso traicionar mi
palabra! He jurado con sangre. Mis guerreros siguen mi mismo camino. La
tripulación de la Filo de daga se ha unido a mí. Vosotros sois los últimos
obstáculos —Hakeem bajó su espada hasta que la punta tocó la cubierta y
alzó una mano que lentamente cerró en un puño—. Te ofrecería la
oportunidad de unirte a nosotros, pero sé que nunca lo harías. Veo lo que
eres, Garro. Veo cómo deseas que te bañe la luz del Emperador como si
fuera un aura divina. Nunca lo rechazarás. Si, cuando llegue el momento,
mis hermanos de la V Legión siguen tu ejemplo, también serán pasados a
cuchillo como Khorarinn y Rakishio. Ni siquiera el gran Khan será
perdonado si no se arrodilla ante el Señor de la Guerra.
—Estás loco —dijo Rubio.
—¿Lo estoy? El tiempo lo dirá.
Las palabras del guerrero quedaron flotando en el aire del compartimento
por un momento que pareció eterno. Finalmente fue Varren quien rompió el
silencio.
—Acabemos con esto.
Y con un rugido se arrojó al combate.
A partir de ese momento todo fue sangre y fuego, espadas y bólteres, puños
y servoarmaduras, blanco chocando contra gris, sangre saltando en largos
chorros y huesos partiéndose: los guerreros del Imperio forjados
genéticamente luchando unos contra otros en un combate al que sólo la
muerte podía poner fin. Y ese fin parecía cierto, pospuesto unos segundos,
minutos como máximo, antes de que los tres guerreros fueran superados y
ejecutados por las fuerzas traidoras más numerosas de Hakeem. Aun así,
Garro, Rubio y Varren lucharon al máximo de sus
capacidades, sin intentar rehuir la lucha ni por un instante.
Aquella confrontación era un microcosmos de la guerra que se estaba
librando en la galaxia, una batalla de ideología y lealtad, cada bando
convencido de blandir la espada de la verdad y seguros de que aquella arma
justificaba cualquier acto cometido. Hermano contra hermano, leales contra
traidores, rebelión contra sometimiento. La victoria definitiva nacería de
miles de pequeños combates como aquel… o bien daría lugar a una
eternidad de pérdida y devastación.
Rubio estaba inmerso en la lucha contra un par de los cicatrices blancas
renegados que intentaba rodearlo. Liberó una oleada de energía
telequinética que los aplastó contra las compuertas del almacén, pero
inmediatamente se encontró con que otro de los hombres de Hakeem se
abalanzaba sobre él: Harouk, el tecnomarine.
Un único ojo artificial clavaba su vista desde la cetrina cara del guerrero, y
como un arco que sobresaliera de su espalda, semejante a la cola de un
escorpión de hierro, un tercer brazo mecánico descendió sobre él. El
miembro terminaba en una pesada pinza dentada que chasqueó y le aferró
del hombro con un siseante ruido de pistones. La pieza de la servoarmadura
de Rubio se resquebrajó y se deformó bajo
aquella inmensa presión. En segundos, aquella fuerza astillaría ceramita y
plastiacero, aplastando huesos y carne.
Apretando los dientes, alzó la mano y canalizó sus poderes, que se liberaron
en la forma de un relámpago psiónico que brotó de sus dedos. El
tecnomarine recibió de lleno aquel ataque de energía mental, y murió
gritando cuando lo destruyó desde dentro.
Rubio se sacudió del hombro la pinza y miró a su alrededor, preparado para
afrontar el siguiente ataque. Antes de que otro adversario lo enfrentara, vio
a Garro y a Varren luchar lado a lado en pleno corazón de la refriega.
—¡Varren, a tu derecha! —gritó Garro.
—¡Lo veo!
—No podéis ganar. ¡Rendíos, y os concederé la gracia de una muerte
rápida!
Dicho esto, Hakeem se lanzó contra ambos, blandiendo un par de tulvares
de energía.
—Te entrego mi vida, traidor, libremente —dijo Varren en medio del
entrechocar de las hojas—. Sólo has de pagar el precio.
—¿Que es…?
—¡Que mueras primero!
La hoja del devorador de mundos alcanzó la cara del traidor, cortándole uno
de los ojos y haciéndole soltar un grito agónico. Sin embargo, a pesar de
toda su furia, los movimientos de Varren eran cada vez más lentos. Su
cuerpo lo recorría un sinnúmero de heridas, y ni siquiera un berserker podía
soportar tal castigo sin sufrir las consecuencias.
—¡Varren, recupera tu guardia! —gritó Garro.
Incluso medio ciego, Hakeem había visto la apertura en el ataque del
devorador de mundos, y cruzó sus hojas para dar el golpe con el que
seccionar la garganta de Varren.
—¡No! ¡No dejaré que lo mates!
Libertas refulgió en el aire como un relámpago, bloqueando el golpe antes
de que Hakeem lo liberara.
—¡Entonces tú morirás en su lugar, guardia de la muerte! ¡Me llevaré tu
cabeza como un regalo para Mortarion!
—¡Y yo pondré fin a la vergüenza de tu traición, en el nombre del Khan!
De nuevo la espada de energía de Garro cruzó el aire con una velocidad
cegadora y obligó al traidor cicatriz blanca a retroceder; luchaba con la
misma furia desatada que Varren había liberado contra sus enemigos. Con
la violencia de sus golpes partió una de las hojas de Hakeem y le arrancó de
la mano la otra, arrojándola por los aires. Sentía aquella furia justificada,
auténtica.
Hakeem retrocedió hasta alcanzar la línea de sus guerreros, su cara veteada
de rojo.
—Ya basta de jugar con espadas. ¡Bólteres arriba! ¡Apunten!
Las armas de fuego resonaron al buscar sus objetivos.
—¡Garro, Varren! ¡Conmigo!
Garro se giró y vio a Rubio acuclillado sobre el cadáver de Khorarinn, su
mano sobre el pecho del custodio muerto.
—Ese no puede ayudarnos ya, psíquico. Parece que morimos aquí.
—No.
Garro vio que Rubio sacaba algo del cinto de Khorarinn, un dispositivo en
forma de vara, cubierto por una serie de luces parpadeantes.
—Os dije que había otra salida.
Los guerreros se giraron, encarando firmemente las armas de los cicatrices
blancas. Garro clavó su mirada en Hakeem dejando entrever una ligera
sonrisa.
—Arrancaré esa sonrisa de tu cara —espetó Hakeem—. ¡Os degollaremos
como los animales que sois!
—No hoy. No derramarás más sangre leal —respondió Garro mientras una
esfera de energía lo rodeaba.
—¡No, no! ¡Detenedlos! ¡Abrid fuego!
El ancla de teleportación de Khorarinn vibraba en la mano de Rubio. Olas
de fuego esmeralda envolvieron a los tres guerreros, y en un parpadeo
desaparecieron.
 

 
Nadie a bordo de la Nolandia espera ver de vuelta a los legionarios. El
pronunciamiento de Hakeem había sido suficiente para que el comandante
de la nave reasumiera el mando directo. Se trataba de un oficial leal pero
poco imaginativo de las fuerzas imperiales que había decidido cumplir con
las últimas órdenes del guardia custodio.
La Nolandia permanecía alerta, con sus artilleros exterminando calmada y
sistemáticamente a toda nave refugiada que intentaba escapar o
contraatacar.
El regreso de Garro y sus compañeros fue como si la misma muerte hubiera
aparecido súbitamente dando zancadas en mitad del estrategium. El capitán
estaba cubierto de sangre, y su cara era todo ferocidad e ira.
—¡Alto el fuego! —rugió.
La sorpresa petrificó a toda la tripulación del puente, y Varren se cernió
sobre el comandante, hediendo a muerte.
—¡Silenciad los cañones! —gritó mientras arrojaba al oficial sobre la
cubierta.
Los cañones láser dejaron de disparar.
—Enviad mensaje a todas las cubiertas, a toda la tripulación. El guardia
custodio Khorarinn fue asesinado por agentes del Señor de la Guerra Horus.
Hemos aislado a los traidores a bordo de la fragata Filo de daga. Que los
artilleros rearmen y se preparen para disparar a mi señal —Garro se dirigió
al codiciario—. Rubio, que los astrópatas se preparen para comunión.
Quiero que envíen noticia de todo lo acontecido directamente al Palacio.
Malcador debe saber la verdad antes de que los rumores se extiendan.
—Sí, capitán. ¿Y qué hay de Hakeem? Intentarán huir y regresar con Horus
y los rebeldes.
Rubio pronunció aquellas palabras a la vez que con la cabeza señalaba la
fragata que permanecía en la oscuridad más allá de la Nolandia.
Garro no le contestó; en lugar de eso se dirigió al maestro artillero de la
nave de guerra.
—Apunten a la Filo de daga. Todas las armas —por un instante vaciló, y
dirigió la mirada a Varren—. La decisión no es mía. Captura o ejecución.
Dejo el método de castigo de Hakeem en tus…
—Destruidlos —lo interrumpió Varren con una voz fría.
Entonces la Nolandia liberó una descarga masiva de energía.
 

 
Garro había empezado a ver aquella torre de la luna silenciosa como lo más
parecido que había conocido a un hogar. Teniendo en cuenta, sin embargo,
que había sido la misma cantidad de tiempo prisión que lugar de solaz,
aquel era un triste reconocimiento.
Había esperado que aquella misión para el Sigilita le permitiera descubrir su
propósito; y así había sido, en alguna medida. Pero no de manera completa;
los eventos en el cinturón de Kuiper se lo habían hecho ver con claridad.
Garro estaba buscando una verdad todavía por descubrir, una certeza
evasiva que parecía esconderse cada vez que intentaba darle forma
concreta.
¿A dónde lo llevaba aquel camino? No tenía forma de saberlo.
—¿Y qué pasó entonces?
Vaciló, dirigiendo la mirada a Malcador. El regente de Terra lo estudiaba
desde la capucha de su túnica, sus rasgos difuminados en su sombra. Pero
sus ojos… Los ojos del Sigilita eran claros, siempre vigilantes. Garro era
como de cristal para él: no podía ocultarle nada.
—Hakeem fue ejecutado, junto con el resto de los traidores. No hubo
supervivientes.
Malcador asintió lentamente. Había dicho poco durante el informe de Garro
sobre lo ocurrido a bordo de la Filo de daga, apenas había pedido alguna
aclaración mientras el legionario relataba la historia. Sólo en un punto había
demostrado alguna reacción, y había sido cuando había oído de la muerte de
Khorarinn. Garro sabía que sería el Sigilita quien tendría que informar al
Emperador de la muerte de uno de sus fieles custodios.
—Graves eventos, ciertamente —dijo Malcador—. La pérdida de vidas
siempre es lamentable… Pero la seguridad del Imperio se ha mantenido.
Has servido bien al Emperador, Garro. Mi intuición de que debía enviarte
junto a Khorarinn fue acertada. Si tus caballeros errantes no hubieran estado
implicados, las circunstancias habrían favorecido al architraidor Horus.
—¿«Lamentable»? Mi señor, ni una sola de las naves de la flotilla superó el
trance sin pérdidas. Vinieron a nosotros con esperanza y los recibimos con
sospecha y muerte.
—Esos son los tiempos en los que vivimos, Nathaniel. El lujo de la
confianza ya no existe. En la confusión que siguió a la muerte de
Khorarinn, cuando la flota de refugiados se dispersó, una nave desapareció
en el caos. Escapó a la detención y logró infiltrase en el Sistema Solar.
Sospecho que quienesquiera que fuesen a bordo son agentes del Señor de la
Guerra. Pero ya he enviado a otros operativos a encargarse de ese asunto…
En ese momento se oyó el sonido de las compuertas y unos pasos que se
acercaron a las dos figuras. Rubio se inclinó ante el regente. A su lado
estaba Varren, con una expresión distante y taciturna. El equipo de combate
salpicado de sangre del devorador de mundos había desaparecido, y en su
lugar lucía la misma servoarmadura sin distintivos que Garro y el psíquico.
Su espada de energía permanecía envainada a su espalda, la empuñadura de
bronce la única nota de color de todo el conjunto.
—¿Un nuevo recluta? —preguntó Malcador.
—Parece que encaja entre nosotros, lord Malcador —contestó Rubio.
—Garro me dijo que su misión sirve a la voluntad del Emperador y que
castiga a
los traidores.
—En cierto sentido —asintió Malcador.
—Suficiente para mí. Mi espada es vuestra.
—Entonces eres bienvenido entre nosotros, Macer Varren. Pero debo
advertirte… debo advertiros a todos: lo que ha ocurrido, lo que Hakeem
hizo… volveréis a encontraron con situaciones como la que habéis vivido.
Las líneas entre traidores y leales se difuminan a medida que las fuerzas
implicadas toman posiciones para las batallas que se avecinan. Hakeem y
sus renegados no son los últimos traidores a los que os enfrentaréis.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Rubio.
—Incluso ahora, en este preciso instante, hay traidores recorriendo los
pasillos de los centros de poder, tanto en Terra como en los demás planetas
del núcleo. Hombres y mujeres, necios, engañados y fanáticos,
esforzándose por facilitar la invasión que está por llegar, el ataque de Horus
al corazón del Imperio.
—Mostrádmelos, y morirán.
—A su debido tiempo, Varren. Todo llegará a su debido tiempo.
Garro estudió la ilegible expresión del Sigilita, intentando determinar las
intenciones de Malcador, sin éxito.
—¿Qué queréis de nosotros, regente?
—Tengo muchas misiones para vosotros, capitán Garro. Y cuando todas
hayan sido cumplidas, os prometo que habremos arrancado las negras raíces
de esta sangrienta insurrección. Pero hasta ese día, seréis mis ojos y oídos,
mi cuchillo en las sombras. Encontraréis a esos colaboradores, y acabaréis
con ellos.
Garro inclinó respetuosamente la cabeza y posó una mano sobre Libertas.
—Como ordenéis, así se hará.
 
 
 

FIN DEL RELATO


 

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