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Capítulo segundo: Primavera de 1946.

Algo que caracteriza al tramo de la Ruta 10 que conecta Tucson con El


Paso es la distancia entre los postes de luz. Esta distancia es tal que llega a
generar que el viajero se encuentre con fugaces instantes de total
penumbra. Durante contados segundos, el camino se halla alumbrado,
proveyendo seguridad y marcándole claramente el camino a uno. De
repente, una violenta obscuridad arropa al vehículo y a su trayecto todo,
como sumiendo al conductor en una vertiginosa y poco duradera pesadilla.
Estos instantes de sombra absoluta ponen a prueba la sensibilidad y, por
qué no, el coraje del viajero. Se pregunta uno con qué se encontrará en esa
momentánea ceguera. ¿Un animal?, ¿un bache?, ¿o simplemente unos
pocos metros de asfalto? Aquel que condujera por estos lares buscaba
encontrar consuelo en que lo único escondido entre las sombras sería la
nada misma.
Yo, por el contrario, sólo veía estando abrazado por las tinieblas.
Los momentos de luz no me ofrecían nada en lo absoluto. Sé que debería
estar viendo la ruta. Las entrecortadas líneas amarillas y las continuas
también, desapareciendo con velocidad bajo el Chevrolet modelo 40’ que
esta noche me encontraba conduciendo. El ocasional bicho del desierto
evitando volverse uno con mi vidrio delantero. Los carteles indicándome
que cada vez menos millas me separaban de Las Cruces. Pero no. La luz
me encuentra muerto en vida. Una mirada perdida que no ve. El aliento me
sabe a alcohol y fechorías. Los nudillos pelados de la mano derecha no
duelen, simplemente me hacen sentir una pequeña vibración. Una ligera
sensación difícil de calificar como molestia, especialmente a esta altura del
juego. No creo saber exactamente por qué, en esta precisa ocasión, me
encuentro con los nudillos pelados y manejando justamente este vehículo.
A veces pienso que la velocidad y la bebida son ya una especie de sistema
de auto defensa, que me protege de revivir internamente toda esa miseria
que voy dejando a mi paso. Así como el soldado que ha vivido
indescriptibles horrores en el campo de batalla y, al volver al hogar, parece
no tener acceso a esos desagradables recuerdos. A veces me gusta creerlo
así, que hay un ápice de auto preservación en mi tan nociva cotidianeidad.
Pero es allí donde participan las sombras. Son esos fugaces momentos de
nada los que me obligan a recordar. Cuando termina un segmento de luz,
me veo entre las ellas acercándome a un hombre saliendo de su casa. Luego
de una breve pausa de iluminación, estoy pelando mis nudillos contra su
rostro. No es hasta que dejo atrás el siguiente poste de luz que me veo
manejando hacia la ruta, mientras en el retrovisor se refleja un niño en
lágrimas intentando reanimar a quién debería ser su padre, seguramente
preguntándose por primera vez cómo sería posible que existieran seres tan
despreciables allí afuera. El niño y su padre me siguen aún ahora,
sonriendo felices en un verde parque de Tucson, Nuevo México. Están
enmarcados en una fotografía que vibra levemente sobre el tablero del
Chevrolet modelo 40’, como obligándome a posar mis ojos sobre ella. De
momento a momento pienso en finalmente tomar esa infernal postal y
lanzarla al vacío de la ruta, pero no puedo. Sin aceptarlo del todo les
permito mirarme de esa manera, como castigándome. Es lo único que
puedo ofrecerles, una tácita venganza sobre mí, el bastardo que sin razón
alguna tanto dolor les había causado a cambio de tan poco.
El suplicio encuentra un alto momentáneo cuando las luces de Las Cruces
comienzan a dibujarse en el horizonte.
Las Cruces es lo que uno podría considerar una ciudad fantasma. No
porque estuviera cerca de parecerse a uno de esos pueblos olvidados en
medio del desierto, de hecho, se encuentra entre las intersecciones de las
Rutas 10 y 25, haciendo que todo el mundo que quisiera ir a El Paso tuviera
que pasar por Las Cruces de manera obligada. El gran problema de esta
ciudad es que nadie tenía por qué parar allí. El Paso estaba a sólo 45 millas
de distancia hacia el sur, era una ciudad aún más grande y además se
encontraba sobre la frontera así que por más que el viajero no tuviera
razones para quedarse en El Paso, seguramente tendría que hacerlo de todas
maneras. Por otro lado, recibía no sólo viajeros americanos sino también
mexicanos que sin muchos inconvenientes pasaban del lado norte de la
frontera, haciendo de El Paso un punto de ebullición y actividad como
pocos al sur de mi país. Y, pienso yo, lapidando a Las Cruces a ser poco
más que una roca al costado del camino.
Mientras mi vehículo circula por la avenida principal de Las Cruces, sólo
unas pocas cuadras que conectan el final de la Ruta 10 con el último tramo
de la 25 hacia El Paso, no puedo evitar pensar en este fantasmagórico
pueblucho como un animal herido recostado en la banquina. Apenas
tragando bocanadas de aire como para simplemente mantenerse con vida,
aquí los edificios parecen haber sido levantados simplemente para estar,
para poder decir “he aquí una ciudad”. Los pilares que sostienen esta
excusa de población; el salón, la comisaría y la casa de correos, desfilan
uno al lado del otro como aceptando que ningún viajero en su sano juicio se
molestaría en recorrer las pocas y marchitas calles que conforman el
trazado de Las Cruces. Aquel que pasara por aquí a lo sumo le dedicaría
unos minutos al salón y pronto retomaría su camino, muy probablemente
sin dedicarle el tiempo necesario a la bebida como para justificar una visita
a la comisaría. Demonios, si hasta la petrolera se encuentra en las afueras
de la ciudad y seguramente acapararía muchas más visitas que esta maldita
avenida.
Me detengo frente al salón y lleno los pulmones con el pesado aire de Las
Cruces. Es un aire casi aceitoso, difícil de pasar. Huele a mal y me siento
como en casa. Dejo el Chevrolet y me abro camino al salón. Los tablones
de la vereda bajo mis botas hacen un ruido como de tristeza, un gemido que
podría hasta pasar por advertencia. Yo sé bien que un antro como este es
una invitación a los problemas, pero como es costumbre para mí, hago
oídos sordos a la razón y enfilo hacia adentro sin pensarlo una segunda vez.
El hall de entrada está tan mal alumbrado que podría hacerle competencia a
los postes de luz de la Ruta 10.
Esquivo las vacías mesas hasta la barra. Las paredes están semi cubiertas
por un empapelado verde putrefacto, el cual no me extrañaría si
perteneciera a la época de las caravanas. La única excepción es el último
tramo de la pared a mi izquierda, la cual está tapizada de bordó, indicando
que hacia allí debía uno dirigirse si estuviese buscando compañía femenina.
Una cortina de bambú encontraba su lugar allí y de ella escapaba una tenue
luz amarillenta que proyectaba sus rayos sobre la barra. A mi izquierda se
sentaban dos hombres fornidos, que intercambiaban palabras en voz baja
como intentando mantener un silencio entre ellos sin dejar de comunicarse.
Parecían prestarle más atención al pote de maníes que a sus bebidas.
Camioneros, pensé. Si están parando aquí no es para beber sino para
descansar el espíritu luego de incontables horas de manejo. Y,
efectivamente, en cuanto el cantinero les hace un leve gesto uno de ellos
atraviesa la cortina de bambú. A mi derecha, sin siquiera necesitar girar mis
ojos ni escuchar su voz sé que se encuentra sentada una mujer.
El viejo cantinero se me acerca y sirve una medida de bourbon sin emitir
palabra alguna. Es lo esperable, realmente. Quien ha estado en esa línea de
trabajo el suficiente tiempo sabe que a un tipo como yo sólo se le sirve la
bebida esperando que se retire lo más prontamente sin interactuar con
nadie. No lo culpo. Tomo de ese brebaje infernal, ese que saca lo peor en
mí mientras paseo la vista por el escaparate detrás de la barra. Debían ser
decenas de botellas, de todas las formas y colores posibles. De alguna
manera me hacen acordar a esas películas de horror que hace una década
hacen furor en los cinemas. En este caso en particular me vienen imágenes
de Frankenstein, con Boris Karloff en el papel del monstruo. Nunca pensé
que un monstruo de ficción podría hacerme reflexionar más que esos
producidos dramas de Hollywood, pero lo hace. Veo en él algo mío. Un
monstruo que no tiene lugar en la sociedad, formado de lo peor de ella.
Partes de asesinos, de estafadores, de ladrones y matones. Se me vienen
imágenes de esa maldita creación, lanzando al lago a la pequeña niña. Él no
es malo, simplemente es su naturaleza. Hiere a las personas intentando
interactuar con ellas. La miseria es su lengua nativa. Y mientras más quiere
encajar, más daño hace.
De repente una suave mano se apoya en mi hombro derecho e interrumpe
mi reflexión. “Maldición”, pienso.
La mujer está ahora sentada a mi lado, sonriendo.
Con una rápida inspección me doy cuenta que de que no forma parte del
personal de este establecimiento. Ni sirviendo bebidas ni trabajando detrás
de la cortina de bambú. Me saluda y pide al cantinero lo mismo que yo
tomo. Y una medida más para mí. No sé si es su vestimenta, la juventud
que aparenta, el pedirse un duro bourbon o el hecho de que me está
dirigiendo la palabra cuando todos los demás sabían que no debían hacerlo,
o una suma de todos esos factores lo que me indica que ella no estaba
donde debía estar. De alguna manera, su ingenuidad y calor van lentamente
logrando lo imposible. Aflojarme. Me cuenta que proviene de Tucson y que
ha dejado su casa para perseguir una carrera de actuación que sus padres no
aprobaban. Se dirigía a El Paso, donde una importante compañía teatral se
encontraba realizando audiciones.
Sé que debía de haberle dicho que volviera a su casa, que dejara este loco
mundo atrás y se quedara allí, donde estaría segura. O al menos con haberla
espantado y alejarla de mí hubiese alcanzado. Pero de alguna manera su
extenso relato me había hecho bajar la guardia, y de repente empezar a
preocuparme realmente por ella. Por eso es que cuando me pide aventón
hacia El Paso no puedo hacer otra cosa que aceptar. Mientras nos dirigimos
hacia fuera pienso en qué afortunada es mi acompañante. Sí, está corriendo
un enorme riesgo viajando sola, alejándose de su familia y buscando
oportunidades sin ninguna seguridad en lugares tan alejados. Pero tiene
aquello de lo que yo carezco. Esperanza. Espera al destino con ansias, va
corriendo detrás de él. No puedo evitar pensar en todo aquello que le
espera. Quién será aquella persona que la acompañe por el resto de su vida.
Cuántos niños tendrá y si se darán cuenta de lo afortunados que han sido. Si
viajará el país representando variados papeles y repartiendo alegría a donde
vaya. Decido no perder más tiempo imaginando esas cosas mientras
esquivo a un hombre de traje negro, alto, delgado y de amables ojos
celestes.
Le indico a la joven cuál es nuestro vehículo y subimos. Estaba aún
ligeramente ebrio y buscando las llaves cuando me pregunta de dónde
conocía a su padre y al pequeño Lenny. Le digo que no sé de que me está
hablando junto antes de girar y ver el terror en sus ojos mientras sostiene la
foto de un hombre y un niño sonriendo felices en un verde parque de
Tucson, Nuevo México. Sin entender lo que hacía, el monstruo formado
por distintos cadáveres toma a la niña y presiona su cuello con fuerza para
luego arrojarla al lago. Él no es malo, simplemente es su naturaleza. Y
mientras más intenta encajar, más daño hace.
……………………………………………………………………………….
Por primera vez, el hombre abandona al monstruo y lo deja allí. Ambos,
joven actriz y abominación quedan inertes, con la mirada perdida, sentados
dentro del Chevrolet modelo 40’. Sabiendo que ya no podría escapar de la
ley, el hombre se hace de un camión y maneja decidido hacia el rojo
desierto. Hacia el destino. Hacia más allá de la frontera. El motor ruge con
furia y el árido aire del páramo inunda sus pulmones, haciéndolo renacer.
Lágrimas inundan sus ojos y un mudo grito ocupa su garganta.
“Madre, mira a tu hijo”.
“No sé lo que he hecho, pero haré todo el bien que pueda hacer”.

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